Valores en El Presente
Valores en El Presente
Valores en El Presente
Esto va unido a unas variaciones en el modo de vida que suponen el cambio de los
parámetros comunitarios propios de la polis o de la civitas por otros, característicos de las
sociedades modernas, en las que la clave relacional ya no es la amistad cívica sino el
comercio.
Ética leve
En una situación de esta índole, la virtud fundamental es la tolerancia. Lejos de toda
pretensión de superioridad o exclusivismo, cada cultura o religión debe concebirse a sí
misma como una más entre otras. Lo contrario sería dogmatismo o fanatismo –eso que hoy
día se llama fundamentalismo–, que es lo único que la tolerancia no debe tolerar.
Evidentemente, tal visión de la realidad social abre camino a una concepción minimalista,
leve, light de la moralidad. Es la ética sin metafísica y, por los mismos motivos, un enfoque
de la convivencia social que -por utilizar la expresión de John Rawls- se caracteriza por ser
político, no metafísico. Como ya no se admite que haya una naturaleza –y tampoco, por
ende, que haya cosas que sean según la naturaleza o contra la naturaleza–, la ética es
exclusivamente procedimental o funcional: es la moral del buen funcionamiento.
Sin embargo, a la luz de lo acontecido en estos tres últimos siglos, cabe decir que “el
funcionalismo no funciona”. El olvido de la naturaleza –que, por más que nos empeñemos
en negarlo, sigue siendo nuestra manera fundamental de ser- lleva consigo un completo
descoyuntamiento de la vida personal y social. Sin necesidad de echar cuentas de
quebrantos y ganancias de este período, basta con fijarnos en la pérdida de sustancia moral
característica de las sociedades actuales, en las que lo que empieza a ser problemático es
justamente aquello que ante todo se pretendía, a saber, sobrevivir de una manera
mínimamente digna.
La verdad es subversiva
Por muy relativista que se sea, toda persona humana y toda sociedad necesitan un marco de
referencia, algo en lo que confiar y en lo que creer. Pues bien, a la luz de lo dicho y de una
cuidadosa exploración de nuestro entorno cultural, cabe advertir que las únicas referencias
“políticamente correctas” son los derechos humanos.
Expulsada por la puerta, la humana naturaleza vuelve a entrar por la ventana. ¿Qué podría
significar el calificativo humanos que se une al sustantivo derechos sino aquello que es
propio del hombre, que le corresponde por su propia esencia o naturaleza? Bien entendidos,
los derechos humanos no son otra cosa que lo que antes se llamaba derecho natural o ley
natural, sin entrar ahora en otras precisiones conceptuales. Y aquí nos encontramos con una
pieza doctrinal, culturalmente acreditada, de la que cabe echar constantemente mano, no
por oportunismo o táctica, sino justo por atenerse a la verdad del hombre que en tales
derechos se expresa.
Ahora bien, sería ingenuo pensar que el sentido actualmente dominante de la expresión
derechos humanos fuera justamente el de derecho natural o ley natural, por más revisiones
y actualizaciones que se hagan de estos conceptos clásicos. En lo que podríamos llamar
“semántica de los derechos humanos”, la acepción predominante en la modernidad no
puede ser otra que la de unos atributos que -a falta de cualidades naturales- el hombre se da
a sí mismo, como reivindicación de esa autonomía absoluta que le confiere precisamente el
haberse librado de una naturaleza heterónoma. Así entendidos, los “derechos humanos” no
admiten límite: siempre se pueden reivindicar derechos humanos “nuevos”, aunque ello
suponga transgredir aquellos otros “viejos” y seguramente más fundamentales. En su
acepción ideológica radicalizada, los llamados “derechos humanos” son esencialmente
insolidarios: algo que alguien reivindica contra otro.
Materialismo artificial
En el fondo de las graves confusiones con las que nos enfrentamos al doblar el cabo del
milenio, se encuentra una concepción del mundo y del hombre que consiste en un
materialismo cada vez más sofisticado y, por ello mismo, más radical. Ya nadie niega que
haya esferas de la realidad que no responden a simples procesos físico-químicos, entre otras
cosas porque se ha descubierto paso a paso que tales procesos nada tienen de simples, en el
sentido de susceptibles de una explicación simplista. Lo que sucede es que, por más que
haya evolucionado la ciencia contemporánea, en el fondo seguimos pensando que todo
acaba por reducirse a materia y movimiento local, es decir, a un mecanismo que no se
distingue esencialmente de los que el hombre mismo puede fabricar.
El ejemplo más profundo y más claro es el de nuestro propio conocimiento. La gran hazaña
intelectual de Husserl y la fenomenología es haber demostrado, de manera invulnerable,
que el conocimiento humano no consiste en los procesos psico-físicos de nuestra mente.
Porque, en realidad, en la mente no hay procesos, sino actos. Y, en último término, porque
no existe algo así como un recinto de internos fenómenos psíquicos –al que llamamos
“mente”- que transcurrirían en paralelo a los externos fenómenos físicos.
Que no estoy exagerando demasiado es algo que se demuestra en los actuales debates sobre
inteligencia artificial. En los laboratorios de las universidades norteamericanas ya
constituye una especie de broma el animar a alguien a que pida una subvención pública o
privada para llevar a cabo una investigación en inteligencia artificial, por la fundamental
razón de que es un campo en el que se ha prometido mucho y no se ha producido casi nada.
Y, sin embargo, cada vez está más extendida la idea de que nuestro cerebro es una especie
de potentísimo ordenador, al cual se pueden reducir todos los procesos mentales.
Culto al cuerpo
¿A qué se debe que hayamos perdido lo que se podría llamar el “sentido del espíritu”, la
convicción de que ahí reside la realidad verdadera, la fuerza más poderosa? Se debe a que
se ha incorporado a nuestra visión del mundo el lema “la fuerza viene de abajo”, de la
estructura material y básica, que condiciona la superestructura más o menos adjetiva y
evanescente, donde acontecen los fenómenos de tipo cultural o “espiritual”, en un sentido
completamente desvaído de esta última palabra. Pensar así equivale a ser marxista sin
saberlo. Por eso produce cierta triste gracia ver cómo a materialistas resabiados se les llena
la boca hablando de “la caída del muro de Berlín”: al fin y al cabo han tenido que recurrir a
un hecho material y anecdótico (el derrumbamiento de una pared), para visualizar un
evento histórico que está lejos de haberse resuelto de una vez por todas.
Esta es la clave: hay que afirmar, por todos los medios, la primacía del espíritu sobre la
materia. Y este sentido de la realidad y eficacia del espíritu procede reincorporarlo a la vida
diaria, al común vivir y sentir de las gentes, hasta en los detalles aparentemente más
intrascendentes: desde decir “adiós” en lugar de “venga”, hasta redescubrir el profundo
sentido espiritual de la alimentación humana; desde añadir “si Dios quiere” al formular un
proyecto o previsión, hasta defender las tradiciones cristianas.
Sexualidad exhibicionista
Detrás de esta realidad social hay toda una labor de ejercicio de la “sospecha” intelectual
que viene de muy atrás. Existe también una estrategia de seducción y perversión, desde la
infancia hasta la vejez, que ha conducido a una penosa “sexualización” del arte y de la
moda, por no hablar de la publicidad, el cine y, por supuesto, la televisión.
Reeducar el gusto
Pero incluso en este terreno tan pantanoso resulta que hay lo que un colega mío llamó
“límites invulnerables del ethos social”. Será difícil –por ejemplo– decir siempre la verdad,
pero tampoco se puede llegar a mentir siempre o casi siempre, porque entonces la sociedad
se disolvería. La corrupción sexual también registra efectos, por así decirlo, de rebote, que
es preciso aprovechar con astucia de serpiente (no se me ocurre otro terreno más adecuado
para aplicar tan olvidado mandato evangélico).
Ahora bien, el trabajo más eficaz es siempre el positivo. Por señalar una vía, apuntaría a la
recuperación de los clásicos. De sus obras artísticas y literarias cabría decir justamente lo
contrario de lo señalado en las producciones actuales: que es muy raro encontrarse con
representaciones o relatos escabrosos (aunque nada se deja sin tratar con toda naturalidad:
basta pensar en la Biblia, en El Quijote, en Shakespeare, ¡en Quevedo!, o en la serenidad de
los desnudos que aparecen continuamente en la pintura y escultura clásicas). Se trata de una
re-educación del gusto, es decir, de que llegue de nuevo a agradar lo bello y lo bueno, y a
repeler o disgustar lo soez y desvergonzado.
El consumo, por último. Evidentemente, hay que consumir, porque de lo contrario uno se
muere o malvive. Pero poner en el consumo el núcleo de la vida es una estrategia mortal.
Los lujos de ayer se redefinen como necesidades de mañana, decía Daniel Bell en ese libro
imprescindible que sigue siendo Las contradicciones culturales del capitalismo. Y si la
economía actual exige la expansión indefinida del consumo, es que se trata de una
economía mal pensada, humanamente deplorable.
Y aquí entran de lleno las viejas virtudes morales, que ahora se están redescubriendo no sin
cierto asombro. Solo con vivir la justicia distributivo se evitarían gran parte de los males
del consumismo, que es una enfermedad social corrosiva y epidémica. De manera que la
difusión de la labor de las ONGs asistenciales (y honradas), el fomento del voluntariado, la
reivindicación del famoso 0,7% y la promoción de una cooperación internacional mucho
más eficaz son acciones que van en la buena dirección. Se trata de llegar, por todos los
medios posibles, a una situación en la que la riqueza común sea compatible con la
austeridad personal, sin que los consabidos indicadores económicos hagan sonar sus
apocalípticas señales de alarma.