Jose Benegas - Hagase Tu Voluntad
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HÁGASE
TU VOLUNTAD
[Bajar del cielo para
conseguir
un cargador de iPhone]
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La ventaja de la desigualdad
Una persona que se dedica a abrir puertas de los
automóviles está mejor ejerciendo su actividad en
un barrio de alto nivel adquisitivo que en uno en el
que la gente comparte su propia situación. La gente
que escapa de Cuba hacia la Florida va en busca
de la ventaja de la desigualdad.
A su vez, una persona, cualquiera sea su nivel
adquisitivo, obtiene sus mayores ventajas si está
rodeado de otros que estén todos mejor que él. En
cambio, si se encuentra en la cima de la pirámide
no tiene nada que mejorar.
Por supuesto, se trata de una cuestión de
posiciones relativas: no tener nada para ganar por
ser multimillonario es mejor que tener todo por
delante y vivir en un rancho de un barrio marginal.
Esto es evidente, pero mi argumento apunta a
desvirtuar que el problema de vivir en un rancho
sea la desigualdad. Si nos rodean solo ranchos,
habría más igualdad. Pero las posibilidades de
salir de ahí serían mucho menores.
El secreto es remover los obstáculos humanos y
morales al crecimiento. Uno grande muy grande es
el invento de la pobreza como cuestión. También
el buscar las carencias en que el otro no las tenga,
que en realidad mejor para alcanzar la solución.
Mientras revisaba este trabajo se me ocurrió
ponerlo en Facebook de esta manera que a mis
amigos les resultó muy gráfica:
La economía se parece bastante al control de peso.
Todo el mundo quiere estar más flaco, no le importa
estar igual que el vecino. Para eso, se esfuerza y a
veces se deja estar mientras a unos les cuesta más que
a otros, pero nadie pierde el tiempo preguntándose si
tal cosa es justa porque no tiene sentido. Nadie los ha
convencido de que están gordos porque otros están
flacos. Nadie trata de tentar al que está en buena forma
para que le ponga más dulce de leche a la banana. La
relación entre la flacura de unos y la gordura de otros
es la misma que existe entre la riqueza de unos y la
pobreza de otros.
Pero sí hay una diferencia. Los flacos no te hacen
adelgazar, pero los ricos si te hacen prosperar, si en
lugar de tratarlos con resentimiento te das cuenta de
que son una oportunidad. Ningún flaco puede hacer que
por no tentarse él con el helado pierdas peso vos. Pero
en la economía cada éxito ajeno implica bajar costos y
acceder a cosas a las que no se podía acceder antes.
Si alguien me recordara ahora que, de cualquier
manera existe el problema de gente que carece de
muchas más cosas que nosotros, un fenómeno que
nos impacta emocionalmente porque nos podemos
imaginar en esa situación. Entonces diría que es un
gran avance ya el hecho de llamarlo «problema» y
no «pecado».
Hay tres problemas en realidad. Uno, el nuestro
al ser testigos de una posición en la que no
queremos estar. Nuestra compasión es un
problema. Otro problema es la propia
composición de lugar de las personas que
observamos. Y el tercero es la necesidad de
viviendas, ropa, alimentos que nos resulta muy
fácil diagnosticar, pero cuya producción y
distribución requiere acción, inventiva y riesgos
humanos. A ese requisito se lo evade mirando al
cielo, que no trae ninguna de esas cosas, pero
sirve para tranquilizar nuestros espíritus por una
vía que agrava el tercer problema, que es la caza
de brujas que se realiza con el representante
celestial: la violencia organizada del gobierno. El
«pobre» entonces se convierte en un insumo
psicológico del que se compadece, que hasta ahora
se creía el más bueno de todos. Mi plan es
denunciarlo.
En tanto la satisfacción de necesidades requiere
actividad, la violencia lo que hace es ampliar los
márgenes de insatisfacción. Le llamamos pobreza
a la marginalidad y la marginalidad como una
valla infranqueable, no es producto de ningún
cataclismo sino de la violencia. Ese es el único
obstáculo moral real para que las personas
consigan lo que requieren para vivir. La violencia
es costo, el costo deja fuera a las actividades
menos productivas y a la gente menos productiva.
Si miramos al paraíso para compararlo con la
realidad y después inventamos la pobreza, el
producto de esa composición de lugar será la
búsqueda de los culpables, que serán los que
hacen. De eso, no puede derivar otra cosa que el
aumento de la insatisfacción empezando por los
márgenes.
La invención del «pobre» condiciona a los
sistemas políticos democráticos a convertirse en
«ovejistas». Se legitiman en sostener la debilidad
del «soberano» que lleva a la fortaleza
benevolente del despotismo. El pobre es el
desvalido, un «desposeído» (respecto de lo que
Dios le dio), por lo tanto no solo no manda sino
que está bajo el ala del protector. Definir al pobre
es definir al esclavo. El sistema político entonces
pasa a tener dos categorías de esclavos que, en
realidad, son una sola: el pobre y el rico. El
primero un pobrecito, por lo tanto un dependiente,
el segundo un culpable, por lo tanto un burro de
carga. Esa es mi denuncia.
Si observamos con Google Earth un barrio de
gente que vive bien, con sus piletas y antenas
satelitales, bien arbolado y con veredas en
perfectas condiciones y al lado, otro de casillas de
madera con la disposición de cualquier barrio
marginal, hacinado y evidentemente pobre, la
forma en que definamos las relaciones existentes,
depende en gran medida del mito del paraíso
perdido. Unos verán una injusticia, una distribución
de la riqueza injusta, una desigualdad como
problema moral. Estos partirán del supuesto de que
lo que tienen en el barrio bien provisto es
consecuencia de que sus vecinos han sido de alguna
manera despojados. Todos son hermanos,
comparten la tierra y fueron expulsados igualmente
por querer obrar en su propio beneficio en lugar de
estar disponibles a someterse a un deseo superior.
Pero resulta que el pecado fue mucho más
provechoso para unos que para otros. Los que se
explican el fenómeno de esa manera difundirán un
mensaje que hará sentir culpables a los que están
mejor y resentidos a los que están peor.
Otros encontrarán que en el barrio que está en
mejores condiciones han descubierto la forma de
proveerse de mejor manera, lo han hecho con
mayor eficacia y de alguna forma tienen que ser
imitados. Si resultara que su ventaja fuera
imposible de reproducir, los verían como una
oportunidad para el intercambio, para tener lo que
por propias habilidades les resulta imposible
(todos somos pobres respecto de las habilidades
para hacer casi todo lo que consumimos). Sabrían
que si al lado del barrio más pobre hubiera otro
igual o menos agraciado aún, su situación no sería
mejor, sino peor. El mensaje que enviarán estos
será de emulación y de búsqueda de
oportunidades.
Adam Smith perteneció a ese segundo grupo;
por eso su libro intenta explicar la riqueza, no la
pobreza, por más que hubiera cometido un error
tan fatal en la explicación del valor que ha dado a
los teóricos del primer grupo la excusa para
explicarse las dificultades a partir del
resentimiento. Marx, como el gran teórico de ese
primer grupo, pretende encontrar el mecanismo de
la extracción de los ricos hacia los pobres,
mediante la explotación. Pero esa teoría fue
refutada en vida del propio Marx. Las nuevas
formas de resentimiento teórico que partían de
haber encontrado la gran racionalidad de las cosas
en la dialéctica lucha de clases, se han quedado
sin nada más que el mito del paraíso perdido, el
que no explicitan, pero en el que están metidos
hasta la médula.
Las teorías del mercado y de la vida privada son
teorías de explicación de la creación de la riqueza
y sus mecanismos y condiciones. Las teorías
antimercado son apelaciones morales basadas en
fantasías y definen a la economía a partir de la
pobreza como una injusticia, habiendo renunciado
desde la muerte teórica del marxismo a cualquier
otra explicación del supuesto proceso de
explotación que no sea el sentimiento de
disminución que resulta de definir la pobreza como
un castigo.
El pobrismo es un «cainismo», podría decirse.
Caín (el primer izquierdista de la historia) mató a
su hermano Abel porque Abel era el que hacía
todo bien, el favorito de sus padres Adán y Eva
que habían sido expulsados del paraíso. Pero el
pobre Caín fue engañado, y por eso se explicó la
virtud de su hermano como una carencia propia.
Perpetrado su acto, no se vio más favorecido sino
menos. El «no tener» en este mundo, tomado como
un castigo y la sensación de que el castigo le
estaba tocando en mayor medida, lo condenó a la
envidia. Si hubiera asumido su realidad existencial
sin esa metodología, habría imitado a su hermano,
habría intentado aprender de él, intercambiar con
él y no se hubiera sentido despojado.
CAPÍTULO IV
VIDA PRIVADA
Legitimidad
El diccionario de Norberto Bobbio, Nicola
Matteucci y Gianfranco Pasquino define la
legitimidad como el «atributo del estado que
consiste en la existencia en una parte relevante de
la población de un grado de consenso tal que
asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo
en casos marginales, recurrir a la fuerza» y agrega
«Los principios monárquico, democrático,
socialista, fascista, etc., definen algunos tipos de
instituciones y de valores correspondientes, en los
que se basa la legitimidad del régimen… la fe en
la legalidad, consiste en el hecho de que los
gobernantes y su política son aceptados en cuanto
están legitimados los aspectos fundamentales del
régimen, prescindiendo de las distintas personas y
de las distintas decisiones políticas».[28]
Los principios de legitimidad son argumentos
para justificar al poder político con el objeto de
que sea obedecido. Por lo tanto, cada forma de
legitimidad corresponde a unos supuestos
normativos y es seguida de unas consecuencias
lógicas.
Las nuevas formas de pretendidas democracias
autoritarias de los llamados países adscriptos al
Socialismo del Siglo XXI en Latinoamérica sirven
poner de relieve la anomalía en la nueva
legitimidad como la expresión de una
inconsistencia.
La legitimidad pretende enraizar el principio de
justicia. La palabra misma legitimidad proviene
del término legítimo y legítimo es lo que es
«conforme a las leyes», «justo», «cierto, genuino y
verdadero en cualquier línea», según el
diccionario de la Real Academia Española.
Si nos quedáramos con la simple observación
sociológica de la aceptación del mando, no
tendríamos mucho que agregar. Legítimo sería lo
que ha conseguido el efecto de convertirse en la
razón para obedecer. No tendría validación
alguna fuera de la relación de mando y
obediencia. En gran medida, cualquier
organización que haya llegado a ser considerada
«gobierno» goza de una cuota importante de
sometimiento voluntario. Lo opuesto al gobierno
legítimo es el gobierno de facto en el que el
«deber de obedecer» no se invoca a la hora de
mandar, sino la fuerza.
Mi postulación aquí es que todo gobierno es de
facto y que la legitimidad ha sido consecuencia del
miedo a lo desconocido y el engaño y autoengaño
de la autoridad protectora como derivación o en
consonancia con la religión.
Lo que se ha considerado justo en cuanto a quién
es justo que gobierne, ha cambiado a lo largo de la
historia desde la tradición, la herencia, la
bendición divina, hasta la voluntad popular en el
sistema democrático. Pero todos tienen en común
que su consecuencia es que obedecer se convierte
en un deber y el mayor absurdo consiste en que tal
idea haya subsistido aún después de que se
proclamaran cosas como que «los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos».
Para Guglielmo Ferrero «los principios de
legitimidad son justificaciones del Poder, es decir
del derecho a mandar, ninguna tiene tanta
necesidad de justificarse ante la razón como una
desigualdad establecida por el Poder».[29]
Agrega luego que «una decisión tomada por
mayoría tendrá más chances de ser justa que la
adoptada por una sola persona, salvo que se trate
de un ser excepcional. El principio de la mayoría
resulta, por consiguiente, en cierta medida
razonable, siempre que se aplique acompañado de
las cautelas necesarias. La democracia puede
justificarse ante la razón bajo tales condiciones».
[30]
Sin embargo, no hay manera de utilizar a la
mayoría como criterio de justicia. A lo sumo
puede aceptarse de modo contractual, en tanto
nadie cede sus derechos para ser rifados en una
asamblea. El voto en el sistema político tiene
sentido en la medida en que lo que está en juego,
sean criterios discutibles y como forma de resolver
asuntos que bien podrían solucionarse por sorteo,
jamás como una ruleta rusa en la que la libertad de
las personas sean la materia de debate.
También para Ferrero todos los principios de
legitimidad son «al menos en parte, instrumentos de
la razón».[31] Sin embargo, «si todos los
principios de legitimidad son de origen
parcialmente racionales, todos pueden devenir
absurdos, en su concreta aplicación. En la
democracia la mayoría termina teniendo la razón
aunque se equivoque, porque en ella reside
oficialmente la verdad, la justicia y la sabiduría,
incluso cuando los errores e iniquidades que haya
cometido estén a los ojos de todos. En los
regímenes aristomonárquicos que presuponían la
infalibilidad del poder y negaban el derecho de
oposición, cuando el heredero o el noble electo no
estaba a la altura de su misión la razón debía
inclinarse: la incapacidad pasaba por genialidad,
la ignorancia por sabiduría, el capricho por
inspiración divina… por todo, salvo por lo que en
realidad era. En suma, en los principios de
legitimidad el elemento racional es accidental,
introducido desde afuera y no sustancial. Puede
estar presente en el momento de su aplicación,
pero puede faltar totalmente o tal vez… puede
resultar insuficiente».[32]
¿Cuál es la parte racional de un principio de
racionalidad? Pues la que le sigue a la
irracionalidad como consecuencia. La
irracionalidad consiste en buscar un fundamento
para el sometimiento; del que sea que se encuentre,
se derivarán consecuencias lógicas racionales.
Esta casi impostura del elemento racional que
se pierde en la realidad política, que transforma a
la legitimidad en una excusa, tanto vale para
Ferrero para el modo aristomonárquico de
justificar al poder, como al democrático. La
legitimidad que como explica se puede perder en
el ejercicio real del poder.
El gobierno que no se ajusta a sus reglas, nos
dice Ferrero, vivirá atemorizado y aumentará su
violencia por ese temor, cuando los duendes lo
abandonan o se haya apartado de ellos por
decisión propia. Porque para este autor la
legitimidad son, metafóricamente, duendes
invisibles.
Siguiendo su idea, el ejercicio de la violencia
física o verbal, de la persecución, el temor a las
opiniones diferentes, nos informan sobre pérdida
de legitimidad. No solo de pérdida de legitimidad
democrática, sino de cualquier tipo de legitimidad
concebible. La fuerza bruta viene cuando la
persuasión ha fallado.
Para Ferraro el «espíritu revolucionario acierta
cuando afirma que los principios de la legitimidad
son limitados, convencionales, fluctuantes y
fácilmente rebatibles por un examen racional. No
se equivoca tampoco cuando afirma que son justos
y ciertos solo porque los hombres al discutirlos no
sobrepasan un cierto punto: el punto más allá del
cual se evidencia su debilidad».[33]
Después advertirá, sin embargo que «por frágiles
que sean, en el momento en que los hombres se
dejen persuadir por el Maligno para revolverse
contra ellos, esos mismos hombres
automáticamente, resultarán presas del miedo, el
miedo sagrado a la regla violada».[34] El autor
propicia la estabilidad de la regla, más allá del
rigor racional incluso, o corriendo sus límites,
como un reaseguro contra el caos. Postula que hay
un punto más allá del cual la razón debe detenerse
para no encontrarse bajo las fauces del Maligno.
No era su intención, pero Ferrero llega a vincular
poder legítimo con el cielo, el control, la
tranquilidad. Esa es la ilusión que acompaña a todo
principio legitimador.
Recurro a Ferrero porque es un buen punto de
partida para dividir este análisis. Por una parte, la
racionalidad democrática hasta donde pueda
llegar, para luego permitirnos pasar el límite que
el autor teme que sea sobrepasado.
Nos encontramos entonces con un elemento
racional que es propio de cada forma de justificar
al gobierno. Siempre atacable, nunca ciento por
ciento capaz de justificar la desigualdad propia de
la existencia de un gobierno al que la población se
encuentra sometida. Hemos pasado por las
tradiciones y la herencia. Ahora voy a suponer para
empezar, que es cierto que es posible que
gobernados y gobernantes sean la misma cosa bajo
la forma de una representación política.
Representación que luego será interpretada como
simple mayoría. Es decir, tenemos un valor
sostenido en el autogobierno, una creación
conceptual de la representación y luego la
asimilación de la representación a la mayoría o la
primera minoría, según sea el caso. La nueva
legitimidad tiene que pasar por todo ese proceso
sin perder su valor inicial, aquello que le da
sustento.
De la ficción a la realidad
Se ha señalado con razón que la democracia
deriva en la realidad en una suerte de
colectivismo, en la última forma en que el abuso
de unos sobre otros ha tratado de justificarse.[40]
Sin embargo, podemos rescatar su propósito
original y valorarlo como un intento liberador,
fallido en sus instrumentos, lleno de resquicios
que, en definitiva, nos llevaron al punto de partida
o tal vez más allá, dado que algunas de las cosas
que se le permiten a los gobiernos electos no se le
tolerarían a un monarca. Una de tantas etapas en el
proceso de avance de la libertad humana.
Así como el proceso inglés defendido por Burke
avanzó sobre la realidad en lugar de pensar en la
ruptura del paradigma, ocurriendo tal cosa de
cualquier manera por añadidura, es posible que
siguiendo un camino similar pudiéramos
reemplazar las ficciones irreales por resguardos
institucionales del valor original. El autogobierno
puede ser una evolución posterior a la república
del principio democrático. Sin soberanía, con un
sentido más ateniense incluso de resolución de
cuestiones comunes, con formas voluntarias de
financiamiento de la organización política (ya no
gobierno).
Nos gobernamos a nosotros mismos implica que
no nos sometemos bajo ningún título a la voluntad
de otros. Esta debe ser la piedra fundamental de la
realización del autogobierno. Empieza por
reconocer que no hay nada que la autoridad pueda
brindar que los acuerdos voluntarios de los
interesados no puedan lograr mejor. No hay
paraísos ni representantes de paraísos ni
iluminados. El elemento tranquilizador frente a la
vida en la Tierra, en un mundo que ha vivido
soñando con el cielo, tuvo un rol fundamental en la
subsistencia de las ficciones de sometimiento. Vox
populi es una mentira de similar tamaño a vox Dei.
El principio democrático hasta aquí ha
evolucionado como una forma de justificar al
poder; en realidad, su lógica nos dice que debería
estar inspirado por la necesidad de reivindicar que
la gente común sea dueña de su propio destino.
Así como nos decía Ferrero, que cualquier
principio legitimador en algún punto puede devenir
en absurdo, sospecho que siempre ha sido absurdo
pretender que los ciudadanos se gobiernan a sí
mismos por designar a un representante que tendrá
poder sobre ellos.
El absolutismo comicial nos ha puesto frente a
frente con ese problema. De cualquier modo, ese
valor supuesto, inconcluso, del autogobierno,
siempre nos servirá para entender si la democracia
está perdiendo su norte y por lo tanto el meollo de
su legitimación.
Pero como dije al principio, todos estos son
problemas de la lógica de esta nueva legitimidad.
Tantas precisiones deben ser hechas porque el
problema está en que la libertad pretenda tener un
principio propio de legitimidad, cuando no debería
tener ninguno. No existe título alguno por el que
una persona tenga derecho a decirle a otra lo que
tiene que hacer.
«La libertad no es hija del orden, es la madre»
decía Pierre Joseph Proudhon, un anarquista
socialista, que creía, como Marx, que el salario
era explotación porque el valor era creado por el
trabajo. Pero estos anarquistas sí entendían la
ilusión del liberalismo clásico con el Estado
defendiendo la libertad.
La pregunta sería si puede sobrevivir la
sociedad sin gobierno. Mi respuesta a esta altura
sería que si ha sobrevivido gobernada, con más
razón podría hacerlo en libertad. Lo que me
asombra es que haya subsistido pese a la magia de
la autoridad, cuyos trucos son tan obviamente
falsos.
Habrá que dar algunos pasos para llegar allí. Lo
primero es dar marcha atrás en la teoría de la
legitimidad democrática, del «gobierno libre».
Después tendríamos la oportunidad de llegar al
gobierno limitado que se había propuesto
originalmente y recién después, podríamos ver
hasta dónde llegamos.
En términos políticos bien realistas, creo que
algunas cosas tendrán que pasar antes. Primero, el
derecho de las unidades políticas menores de
separarse de las mayores, esto es el derecho de
secesión, de forma de facilitar ciudades y
condados independientes, en los cuales la política
sea más difícil de mitificar.
El otro punto, y tal vez paralelo al anterior, es el
fin definitivo de la imposición. La organización de
la polis debe financiarse de modo voluntario,
como se financian todas las buenas causas
compartidas por mucha gente y de la que tenemos
abundante evidencia. Esa voluntariedad es una
condición sine qua non para que las buenas causas
sean definidas y se mantengan como tales.
CAPÍTULO XIII
EN LA TIERRA