Jose Benegas - Hagase Tu Voluntad

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JOSÉ BENEGAS

HÁGASE
TU VOLUNTAD
[Bajar del cielo para
conseguir
un cargador de iPhone]
© 2015 JOSÉ BENEGAS
© 2015 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
Tel.: 913 500 228 • Fax: 911 812 212
Correo: info@unioneditorial.net
www.unioneditorial.es

ISBN (página libro): 978-84-7209-652-3

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido


por las leyes, que establecen penas de prisión y multas, además de las
correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes
reprodujeran total o parcialmente el contenido de este libro por cualquier
procedimiento electrónico o mecánico, incluso fotocopia, grabación
magnética, óptica o informática, o cualquier sistema de almacenamiento de
información o sistema de recuperación, sin permiso escrito de UNIÓN
EDITORIAL, S.A.
He conocido a mucha gente de
todas partes del mundo y puedo
decir que, al final del día, todo el
mundo persigue lo mismo: un
cargador de iPhone…
SHIMON PERES
ÍNDICE

PRÓLOGO, por María Blanco


INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I. DEL CIELO VINO EL INFIERNO
CAPÍTULO II. LA TENTACIÓN CELESTIAL
CAPÍTULO III. EL INVENTO DE LA POBREZA
La ventaja de la desigualdad
CAPÍTULO IV. VIDA PRIVADA
CAPÍTULO V. NO SOMOS HERMANOS
CAPÍTULO VI. VIDA Y PROPIEDAD
CAPÍTULO VII. PATERNALISMO
CAPÍTULO VIII. EL PATERNALISMO SIN
OBLIGACIONES
CAPÍTULO IX. EL CONTROL DE LO
INCONTROLABLE
CAPÍTULO X. EL CIELO DE LA LIBERTAD
CAPÍTULO XI. PRODIGALIDAD Y TALENTOS
CAPÍTULO XII. AUTOGOBIERNO, EL IDEAL
INCONCLUSO
Legitimidad
Legitimidad y contrato social
La voluntad de los ciudadanos como elemento de
legitimidad
Voluntad popular, mayorías y minorías
Legitimidad democrática y ciudadanía
Legitimidad, absolutismo y unción
El principio de legitimidad y el culto al líder
Naturaleza de la legitimidad democrática y
república
De la ficción a la realidad
CAPÍTULO XIII. EN LA TIERRA
PRÓLOGO
por María Blanco

Este libro no habla de Dios sino del Hombre. No


habla con irreverencia de la creencia personal de
cada uno, sea ese uno ateo, cristiano, musulmán,
judío o budista, sino de la perversa necesidad de
creencias y credenciales que tenemos en esta
sociedad de más brillo social que brillantez
intelectual. Necesitamos creencias porque nos
hemos acostumbrado a la respuesta inmediata. No
importa que sea insulsa, falsa o falaz. Nos da lo
mismo si quien la ofrece está inmerso en un
proceso de búsqueda o, por el contrario,
solamente trata de recibir aplausos. Queremos una
respuesta y la queremos ya. No podemos afrontar
la duda. Nuestro umbral de tolerancia a la
incertidumbre ha encogido tanto que nos viene
pequeño el razonamiento, el camino del estudio y
la razón, para vestir una ansiedad social
hipertrofiada, con obesidad mórbida, generada por
tanta precaución frente al pensamiento libre y tanta
vanidad superficial. Es esa fe ciega y absurda en
que es el dios Sol el que nos manda la sequía, la
diosa Gea la que provoca erupciones volcánicas,
pero también la manera latina de vivir la fe
judeocristiana, que inocula el plomo de la culpa en
tu sangre. Esas creencias que nos ayudan a evadir
nuestra responsabilidad porque hay siempre una
instancia superior que explica, justifica, actúa,
provee y maneja las riendas que, en realidad,
deberían estar en nuestras manos.
Necesitamos credenciales porque no sabemos
estar solos, no valoramos el silencio interior, el
recogimiento, tan necesario para la lectura, la
reflexión y las grandes preguntas. Buscamos el
reflejo en el otro, pero en cualquier otro. Y así, nos
amoldamos a lo que el grupo demande, tanto si eso
nos aparta de lo que nuestra mente nos pide, como
si tenemos que dedicar media vida a trabajar para
tener el estatus requerido. Clubes de deporte, de
música, de política, de valores, de todo… hoy todo
se hace en grupo, se decide en grupo, se yerra en
grupo, ha dejado de existir el respeto a la
individualidad, a la que hemos disfrazado de
egoísmo, como quien disfraza al soberbio oso de
los bosques de un atolondrado Winnie the Pooh.
Es un libro transgresor, necesariamente, porque
sale de la mente y de las manos de una persona
naturalmente rebelde. No trata de despertar
simpatías ni antipatías, simplemente dice las cosas
clavando el alfiler de la ironía, de la analogía y de
la inteligencia, por aquello de que nuestra sociedad
está compuesta por vivos dormidos que caminan
como sonámbulos por el laberinto ideológico del
s i gl o XXI. Sin conocimiento, sin consciencia,
vemos a nuestros semejantes deambular por las
diferentes formas de gobierno que hemos diseñado
a lo largo de la historia, encaminándose allá donde
suene el silbato del pastor de borregos. Y hasta
entre los más cultivados encontramos quienes no
acaban de despertar y entender que vamos hacia el
precipicio de la cobardía irresponsable, en cuyo
fondo está el horror de la esclavitud y la barbarie.
Este libro escandaliza necesariamente a quienes
prefieren cualquier otra cosa antes que la libertad,
a los timoratos y a quienes esconden prejuicios
bajo la alfombra, incluso a esos que defienden
ideas liberales en la espuma de las olas pero
albergan demonios en las corrientes profundas de
su mar particular.
Pero más allá de la crítica al misticismo como
herramienta política, el libro de José Benegas
expone las bases de la defensa de la libertad
económica, política y social. De manera que, no
solamente remueve las conciencias en un sano
ejercicio de limpieza y recomposición, además es
un libro didáctico, apto para quien no ha abordado
lectura o estudio alguno acerca de la libertad.
A lo largo de sus páginas y gracias a la
formación tan completa del autor y su habilidad
para poner al alcance de todos aquello que no es
evidente, o que lo es pero, como la carta del
cuento de Edgar Allan Poe, al estar tan a la luz no
lo vemos, el lector reconoce las claves, los
mensajes y las señas de identidad de nuestra
sociedad occidental, con sus luces y sus sombras.
Temas como la pobreza o la desigualdad son
redefinidos y reconsiderados a la luz de una razón
que no hace concesiones a los prejuicios ni a la
victimización a la que estamos tan acostumbrados.
Pero también se analizan las relaciones humanas
sin la hipocresía fraternalista, ni paternalista, que
traen más tensión que paz, o la propiedad privada
como base irrenunciable de una sociedad en la que
impera la ética de la libertad. También hay sitio
para mirar desde este particular prisma el modo en
que organizamos la sociedad: el control, el
autogobierno y, desde luego, el contrato social y la
legitimidad del gobierno son expuestos a la luz y
desmitificados.
En fin, se trata de un libro necesario y diferente,
a d e c ua d o para cualquier mente viva e
imprescindible como desfibrilador de las
conciencias bloqueadas por el sometimiento a una
educación y unas rutinas sociales alienantes.
INTRODUCCIÓN

Este es un libro lleno de errores. Es así porque no


intento resolver todo lo que aquí trato sino abrir
las puertas más allá de lo establecido con la
intención de romper cadenas. Como nuestra
principal arma de descubrimiento es la razón y la
razón necesita probar y analizar aceptando su
propia falibilidad, mejor es así. La vida según la
visión evolutiva es en definitiva proponer y que la
naturaleza seleccione.
De modo que mi decisión al escribir esta obra
es aventurarme fuera del permiso, fuera de la
autorización, bajando del cielo bíblico pero por
propia decisión. Sin ser echado.
El tema es la libertad, tu voluntad, la mía, la de
otros. Trataré el tema del «liberalismo» y con eso
me referiré al pensamiento que sostiene como
valor principal el de la libertad de las personas
para decidir qué hacer con su vida y con sus cosas
como regla general. Es decir que necesariamente
conservar la determinación de las propias
acciones como una regla general implica que los
demás también gozan de lo mismo y la violación
de esta condición queda exenta. Nadie puede
arrogarse la libertad de privar a otro de su
libertad.
También lo llamaré capitalismo como lo bautizó
Marx, porque según él la sociedad como la
conocemos se explica por la explotación del
capital al trabajo, lo cual es un grueso error
refutado hasta el cansancio, pero la palabra
adquirió su propio significado. Capital es un bien
que sirva para producir otros. Eso requiere
inventiva, ahorro y riesgo, que son conceptos muy
positivos en lo económico y en lo ético, que a su
vez no son más que dos caras de la misma moneda.
Utilizaré el término «socialismo» o
«intervencionismo» para referirme a la idea
contraria, es decir a la desconfianza a lo que las
personas hagan por si mismas sin ser vigiladas.
No voy a ocuparme de manera central del
estado, que es la tradicional preocupación del
pensamiento liberal. La cuestión aquí es la
obediencia en sí y la construcción de mitos que la
sostengan y la hagan psicológicamente efectiva.
Aquello que está implícito en nuestra cultura que
hace que aceptemos obedecer a otros con tanta
facilidad.
Los acontecimientos del presente tuvieron una
influencia decisiva en el desarrollo de la idea que
voy a exponer. Me tocó nacer en la generación en
la que el estado de bienestar se había hecho
indiscutible y se había incorporado como capítulos
o materias enteras en el estudio del derecho.
Digamos que el ideal político de la república
liberal había sufrido ya una mutación y casi todos,
salvo una pequeña minoría que fue desplazada de
los centros de poder y de la escena académica, lo
consideraban positivo. Como si fuera un piso más
de una Torre de Babel.
Cuando ese ideal recauchutado entra en crisis
allá por el 2008 junto con la multiplicación de los
créditos en la Florida al modo divino, ya estaban
preparándose otros pisos más. Pero de modo
paralelo, algunas repúblicas retocadas se
encontraban con formas de despotismo llevados a
cabo con procedimientos que habían sido
pensados justo para evitar el despotismo. Como un
antibiótico que diseminara un virus. «Democracia»
y «república» se convirtieron en las palabras
favoritas de los cultores del despotismo como
antes lo había sido «liberación».
Surgieron algunos regímenes de verdad
oscurantistas inventando fantasmas internos y
buscando enemigos. Nada claro, no había una
doctrina política y económica discutiéndose. Era
solo que algunos apologistas de estas situaciones
confusas, desde universidades del primer mundo,
vendían al «populismo» como una forma de guerra
contra algo indeterminado, pero maligno, de lo que
no se podía estar a favor a riesgo de ser
considerado enemigo.
Burdo, inmensa y desconsoladoramente burdo
como un juego para niños. Lo que me sorprendió
desde el inicio de semejante brutalidad es lo fácil
que prendía. En mi país en particular por la
sensación de profundo miedo a la incertidumbre
que dejó la crisis del 2001 que se pareció bastante
a un ambiente hobbesiano.
Todo esto despertó mi imaginación en cuanto a
que nos encontrábamos ante nuevas formas
políticas muy cercanas a lo religioso y al ritual,
surgidas a partir de la exacerbación del miedo a lo
desconocido. Igual que cada vez que hay una crisis
del sistema financiero. Lo que domina todo es la
sensación de una incertidumbre insoportable y con
esa carga emotiva la búsqueda del mal para
extirparlo. No de las causas.[1] El «mal» se
combate con autoridad «protectora»: el Leviatán.
La crisis en la Argentina había ocurrido con alto
gasto público, descontrol de las cuentas fiscales, un
gigantesco endeudamiento del Estado, pero como
años antes se habían hecho algunas reformas pro-
mercado, la religión en nacimiento puso a cargo de
la libertad y del pecado que comete el hombre
cuando no se lo domestica todos los problemas.
Lo que es peor es que para los que no
compartían ese diagnóstico, de igual manera los
errores o falencias de esas reformas parciales eran
culpables de la decepción de la gente por no haber
sido totales y perfectas. Esa observación,
completó, digamos, mi nueva perspectiva del
problema.
Observaba todo eso y me parecía disparatado:
¿Qué es lo que nos permite juzgar un cambio como
positivo?
Hay cierta arbitrariedad en destacar el papel de
algunos personajes históricos tomando lo que
hicieron de bueno y dejando de lado sus errores
cuando no aportan nada crucial y; por otra parte,
condenar con facilidad al que logra algo por un
aspecto de su conducta. Pero en el camino hacia la
libertad no veo otra cosa que una acumulación de
imperfectas y sucesivas experiencias que abren a
la sociedad regimentada hacia una mayor
flexibilidad. No hay un pasado de gloria, sino
pasos dignos de ser festejados.
Empecé a ver por un lado la creciente necesidad
de entrar o salir de determinado club de creencias,
o de definirse a si mismo como un buen socio a
partir de gritar condenas que nos diferencien de
otros grupos. Esa es la pastura perfecta para
alimentar la manipulación del autoritarismo.
Un punto en común entre los republicanos a la
vieja usanza como los Padres Fundadores de los
Estados Unidos y los socialdemócratas sigue
siendo la esperanza de que la autoridad
permanente ponga fin a su propia agenda de
preocupaciones. Unos con el ministerio del
bienestar social y otros con el ministerio de la
defensa de los derechos individuales. No
conseguimos ni derechos individuales ni bienestar
social, pero el instrumento no se pone en duda.
Digo esto en el debate público, porque la
discusión sobre para qué se necesita gobierno es
muy vieja.
En mi libro anterior Seamos Libres, apuntes
para vivir en libertad (Unión Editorial, 2013)
expuse la idea que más me convence acerca de la
justificación de la propiedad, sobre la que
volveré más adelante. El punto de partida clásico
para explicarla ha sido el presupuesto bíblico de
una herencia colectiva de la Tierra, como la
expone Locke. En esa visión es la aplicación del
trabajo lo que particulariza a la propiedad. De
cualquier modo la idea de la Tierra heredada
interfiere en nuestro avance hacia la libertad más
allá de la propiedad, condiciona el modo en que
lidiamos con la incertidumbre. La ficción a la que
hemos recurrido culturalmente para soportarla es
el cielo. O los cielos, porque cada uno se hace el
suyo. El platonismo como el mundo de las ideas
puras está incluido como un cielo minorista
digamos, pureza a las que tenemos que servir.
Servir es el verbo clave aquí. Después vendrá el
«cielo estatal» hegeliano.
Así fue que decidí escribir este libro, que es mi
explicación de por qué estamos en el punto en el
que estamos ahora y cómo deberíamos avanzar.
Digo Esto en relación a eso de hacer nuestra
voluntad y vivir mejor. Habrá muchos cabos
sueltos, sin duda. Me gusta eso, para no correr el
riesgo de fundar a esta altura del partido otras
religiones, como si no sobraran.
CAPÍTULO I
DEL CIELO VINO EL INFIERNO

Ayn Rand identificaba al misticismo como un


enemigo de la ética. Su filosofía llamada
objetivismo sostiene la existencia de los valores
morales en la realidad comprobable por la razón.
Tales valores están vinculados a lo humano, a la
supervivencia del hombre en tanto tal, a ningún fin
superior. La ética es, así, el código de conductas
que permiten la vida del hombre como lo que es.
El misticismo como lo ve Rand es una forma de
irracionalidad intencional, de renuncia al
descubrimiento de las cosas como son, para
someterse a un orden trascendente, misterioso e
indiscutible, no humano, ajeno. A la obediencia.
La palabra objetivismo tiene que ver con
valores que existen con independencia de la
voluntad subjetiva, sea del yo o de los otros. Nos
explica Rand que la ética tradicionalmente se ha
sustentado en el altruismo[2] (con su máximo
exponente en Kant), esto es, la noción de que lo
ético es lo que quieren los otros y requiere mi
sacrificio, por oposición lo que quiera yo mismo y
requiera el sacrificio de los demás, lo que sería a
su vez otra forma de subjetivismo. El altruismo es
otro de los obstáculos que se oponen a la ética
objetiva; según Rand, la vara de validación
fundada en la renuncia y el desinterés. En el
altruismo así definido, el bien del otro es el que
autoriza la acción desde el punto de vista ético.
Se trata de dos caras de la misma moneda. Para
Rand, los valores existen con independencia de la
voluntad y como un descubrimiento que parte del
reconocimiento de la existencia, de lo que el
hombre es, a lo que aspira y cómo lo consigue. La
ética, por lo tanto, no depende de los caprichos ni
del grupo ni del individuo. Su respuesta es un
egoísmo racional en el que el individuo busca su
propia felicidad reconociendo que sus congéneres
persiguen lo mismo y son igual de racionales que
él. Ella no cree siquiera que la tradición o las
costumbres sean la fuente de legitimación de esos
valores.[3]
En mis primeras lecturas de Rand, esta
desconfianza hacia lo místico me parecía
exagerada. Pensaba, como muchos, en ese supuesto
orden que nos rodea tan parecido a un diseño; en
la coherencia de la existencia y, sobre todo, había
heredado el creer sin ver propio del cristianismo
que me acompañó hasta hace algunos años. Esa fe
es uno de los primeros mensajes que habrá que
aceptar para permanecer en el credo: ciertas cosas
son ciertas y no se pueden comprobar. En ese paso
empecé por enojarme con el que lo sabía todo allí
arriba, como muchos otros. Después nada más
mastiqué la idea de la soledad de la vida, cuyo
vacío se prolonga porque nos aferramos a distintos
cuentos sobre lo que hay más allá. Como buscamos
su sentido ulterior, parece no haberlo más acá. Ahí
es dónde aparece el cargador de iPhone para
finiquitar este problema, ya veremos por qué.
Hoy veo aquella fe como una interrupción en el
desarrollo de la consciencia, pero cuando Ayn
Rand cayó en mis manos, su visión sobre el
misticismo me parecía válida solo si se la
circunscribía a la relación entre la religión y el
Estado, que se superaba con su estricta separación.
Hasta me parecía un tema superado en nuestra
modernidad.
Ahora, por haber estado tan cerca del burdo
misticismo de ocasión del populismo, entiendo que
las deidades, los gobernantes que no vemos,
adquieren formas diversas y mutan en cosas como
el «bienestar general», el «destino manifiesto», la
«pureza racial» o la «hermandad humana»; incluso
la «democracia» y siempre con el mismo efecto de
justificar el sometimiento y el mando aquí en la
Tierra. El poder político y el autoritarismo son
pura fe. En su aspecto menos simpático, Dios
representa a la prohibición de un modo que se ve
muy claro en el control de las drogas. Las fallas o
el fracaso de esa política nunca se atribuye a la
prohibición en si, sino a la libertad. La
prohibición es hija de la culpa.
Desde mi punto de vista, la ética tiene muchas
fuentes, se construye con el ensayo y error; se la
revisa, evoluciona, se desvía y se vuelve a
encarrilar. La explicación, la consciencia y la
descripción de la ética como teoría requiere de la
razón que es nuestra única herramienta de
conocimiento. No se trata de un mecanismo
prodigioso; de hecho la razón aprende más con los
errores que con los aciertos, si se guía por un valor
moral que es la honestidad. Para David Hume, los
sentimientos constituyen el elemento central de la
ética. Sin embargo, los sentimientos no explican
nada, pueden apenas motivar una conducta, dado
que el corazón es un músculo. Para Rand, los
sentimientos son el correlato de las ideas y los
valores. El origen no me parece tan importante de
determinar como el hecho de que la ética es un
conocimiento y como tal requiere de la razón. Los
sentimientos no la podrán describir.
El debate es arduo y tal vez interminable, pero
Rand acierta sin duda en el punto en el que es la
razón es el mecanismo que explica las reglas de
conducta.
Para justificar o condenar determinadas
acciones, no hay otra herramienta que un
razonamiento lógico y se necesita un punto de
partida. Podemos elegir detenernos en algún límite
y sostener que determinada regla debe ser
aceptada porque así viene dada, sea por el cielo,
por la costumbre, por el consenso, por las
sensaciones, por el motivo que sea. Ahí finalizará
sin remedio lo que tenemos que decir desde el
punto de vista ético y la ética en si como
conocimiento. Es el comienzo de la mera
irracionalidad (sentimiento) o del mito si adquiere
la forma de relato.
El misticismo con carácter de religión compite
con la ética como orden que nos trasciende y debe
ser obedecida porque demanda disciplina. Si uno
piensa cuántas veces la religión ha sido una forma
de legitimar a la política es porque vivimos en una
era en que la política en sí ha pasado a ser
considerada una forma de servicio público real y
no místico. Ya no se nos dan órdenes por algún
cuento mágico o bajo amenaza, sino para servirnos,
como el delivery de las pizzas.
Pero mi impresión es que la religión ha sido
siempre un instrumento político, un relato que
permite justificar el mando y la obediencia, no al
cielo, sino a sus representantes en la tierra. Se
trata de una referencia aún más poderosa que la
invocación ancestral, tal vez incentivada por el
deseo del poder mismo de sobreponerse a las
tradiciones.
El pensamiento republicano ha hecho un enorme
esfuerzo en la separación de la Iglesia y el Estado
que a esta altura me parece vano. La religión no
solo es política, sino que limitarla a la
organización eclesiástica y querer convertir a esta
en una mera actividad privada, lo único que
consigue es transferir al Estado implícitamente los
atributos propios del misticismo explícito, que
también reducido a servicio se ha acercado a una
forma de autoayuda. Con el inconveniente de que
en su novedad, la doctrina mística estatal es nueva
y brutal, sin sentirse vigilada ni verse moderada
por una larga tradición o un libro sagrado.
Esto sucede por no advertir dónde se encuentra
el error. El problema no era el modo de justificar
el mando en el más allá. El problema era justificar
el mando. No había que separar a la Iglesia del
Estado, sino separar al hombre de la obediencia.
Grande el trabajo que me he propuesto, ¿no?
La ética intenta responder a la pregunta de qué
es bueno hacer. La religión en cambio indaga
acerca de qué nos mandan a hacer. La separación
de la Iglesia y el Estado nos ha dejado una
doctrina secular de la legitimación como un
subproducto de los tiempos revolucionarios, un
tanto difusa y contradictoria, sin que haya sido
revisada a fondo hasta ahora. De todo lo que tenía
para llevarse la religión a la vida privada, nos ha
dejado lo peor, es decir al poder político; al
César.
Si la legitimidad significa el modo en que el
mando de unos sobre otros se justifica, la última
versión de legitimación es la democrática. Pero la
legitimación es la pretendida juridicidad de la
relación política y tal cosa solo cierra si hay
alguien desde un cielo que nos la impone. O algún
otro elemento místico como una supuesta voluntad
de la «naturaleza». Así, se consideraba «natural»
que algunas personas fueran esclavas de otras. Lo
mismo ocurre si concebimos a la política en su
etapa secular democrática: puro misticismo.
Una ruptura parcial, pero paradójica se produce
con la idea de autogobierno en la Revolución
Norteamericana, que intenta sintetizar lo imposible
de sintetizar, es decir el mando y la obediencia. Un
par no nos puede dar órdenes. Para concebir eso,
hay que ponerlo por encima en base a alguna idea
falsa. El que obedece no puede legitimar al que
manda. Tal cosa no solo es una contradicción en
términos, sino que el que obedece podría ponerle
fin a su voluntad de obedecer en cualquier
momento,[4] lo que dejaría al descubierto que no
obedece de verdad.
La democracia en ese sentido, aún cuando
intenta hacer al hombre protagonista, es nada más
que la inversión del modelo de mistificación. El
arriba ahora está abajo, pero sigue siendo un modo
de establecer que se debe obediencia. Separar a la
religión del Estado es algo que no puede hacerse
sin fundar otro mito. Con el fin del misticismo
debió haber desaparecido la estructura política
basada en el mando y obediencia y ser
reemplazada por otra de colaboración, pero vino
Hegel y entonces apenas se secularizó a Dios en el
estado. Otra pureza que se define por la impureza.
Un cielo que es la versión negativa de un infierno,
lleno de enemigos.
Pero ese punto tan crucial prefiero dejarlo para
el final.
CAPÍTULO II
LA TENTACIÓN CELESTIAL

En el libro del Génesis Dios crea el Edén y pone


en él a la pareja original, Adán y Eva. Eva insta a
Adán a probar el fruto árbol del bien y del mal y
este se deja llevar por la invitación, lo que
provoca la expulsión del hombre del paraíso. Es el
momento que se conoce como la tentación.[5]
Precisamente la de adquirir una ética propia.
El mito del paraíso perdido, que está tan
presente en nuestra cultura a partir del Génesis, es
un gran problema. La tentación perniciosa consiste
en realidad en caer en cualquier tipo de
idealización en la que lo que tenemos, lo que
somos, lo que son los otros, en lugar de ser virtud
y punto de partida, sean falta respecto de una
construcción imaginaria a la que nos deberíamos
parecer. Tal cosa no solo no nos permite vivir,
sino que hace de la ética un imposible permanente.
El paraíso se transforma en una referencia
paralizante más que en un ejemplo.
El paraíso era ese mundo sin privaciones de
ningún tipo donde la felicidad era plena, del que
habríamos sido expulsados por nuestros deseos
que se contraponen con la virtud que nos condena
a una insatisfacción artificial.
Nuestras faltas, nuestro egoísmo habrían hecho
enojar al Dios bueno que nos daba todo servido y
como consecuencia de ese enojo, nos explicamos
todo lo que no tenemos, que es infinito. Es la
culpa, el pecado, la maldad lo que provoca la
escasez, nuestro sufrimiento. El hecho de que
tengamos predilección por nuestros deseos y no
los del creador nos condena. Ese es el germen
moral de la obediencia.
Tiene bastante lógica que el paraíso esté
relacionado con la muerte. Ahí se supone que
volveremos después del juicio final y si cumplimos
todos los requisitos. El fin de los esfuerzos es el fin
de la vida.
Esa ubicación frente a la realidad nos hace
padecer de un modo emocional y personal como
despojo lo que de otro modo tomaríamos solo
como costos para necesarios alcanzar objetivos;
riesgos y simples avatares de la vida que se
caracteriza por un permanente empujar.
El perdón que pedimos por ser como somos se
supone que podría librarnos de los límites cuando
quiera el creador. Resulta así claro que lo que
somos es un problema, nuestras tendencias son
nuestros enemigas; nuestra vida, nuestro proceso
de apropiación una deuda y un daño que le
hacemos a la naturaleza o al grupo, la sociedad, el
estado, la clase o cualquier otra colectividad.
Debemos ponernos freno a nosotros mismos, lo
que les ahorra trabajo a los violentos que también
quieren que nos apartemos de lo que deseamos,
dado que lo desean ellos.
No toda variante de este formato es tan
explícita. Una forma moderna de religiosidad
paradisíaca muy específica es la ecología en la
que la Tierra resulta ser un vergel arruinado por la
ambición representada por la palabra
«capitalismo». La falta de lluvia llevaba a
nuestros antepasados a practicar todo tipo de
ritos; hoy puede ser el exceso de lluvia tanto como
su falta o la caída de un rayo lo que hará que en un
noticiero de televisión o en una nota periodística
se vincule todo con el cambio climático
ocasionado por las aspiraciones privadas. El
hombre vuelve a ser un problema por sus deseos;
la naturaleza que estaba en perfecta armonía y
sincronizada por fuerzas metafísicas, se enoja y le
devuelve grandes cataclismos. Los diarios parten
de ese dogma y buscan respuestas en los
entrevistados que lo confirmen. La ecología es una
fuente a la mano de condenas, de otro modo le
interesaría a poca gente y no generaría disputas
políticas.
La naturaleza está llena de episodios de altísimo
riesgo para la vida humana. Terremotos,
huracanes, plagas, rayos. La falta humana como
explicación y su solución mediante sacrificios
agradables a los dioses responde a formas
primitivas de expiación. El hombre debe
reprimirse y hay una gran oferta de represores,
para que la naturaleza tenga paz. Esto con
independencia de que el hombre puede causarse
problemas, por supuesto. Pero no solo el hombre
empresario; también lo hace el hombre político y
el místico. Sin embargo, se ve con claridad la
afición a culpar al que hace las cosas por
«dinero». Lo que se ha apoderado de la
mentalidad ambientalista es por un lado la visión
de la naturaleza idílica que todo nos lo da al estilo
paradisíaco y el achaque de cualquier fenómeno
meteorológico a su enojo con el hombre no
ecologista. Quienes se paran en esa posición muy
rápido disfrutan de su pedestal de jueces. Todo lo
quieren controlar y tienen sus propios cazadores
de dragones en misiones heroicas como las de
Greenpeace, que se lanzan con un bote a intentar
detener a un barco petrolero.
El idealismo[6] como perfección, como versión
acabada de lo que debe ser, es una forma de
paraíso perdido presentado de otra forma. Lo
perfecto es la vara de la falta y como nos resulta
más fácil verla en los demás que en nosotros
mismos, su resultado previsible es la violencia.
No se trata de la descripción de lo que se quiere
lograr, sino la definición de una pureza que haga
que cualquier logro se vea desmerecido o inclusive
que los logros sean peor vistos que la ausencia de
acción. Eso se traduce en la culpabilidad
permanente al que hace, arriesga y consigue
avanzar.
El idealismo naturalista del que deriva la culpa
humana por existir, es ese vergel que
aparentemente el pecado está destruyendo, como
enésima versión de la manipulación religiosa. La
naturaleza no se enoja con el hombre. Ni siquiera
se enoja. Naturaleza como vergel es un completo
invento humano. Vivimos en un ambiente de causas
y efectos y si cometemos errores, nuestro ambiente
empeorará, pero nadie, salvo nosotros, se enojará.
Cuando digo nosotros, me refiero a muchos
puritanos verdes que agregan frases antihumanas
estigmatizantes cada vez que se mojan por una
lluvia torrencial y a los gobiernos que combaten al
mercado como lo pide el Papa Francisco.
Tan dogmáticamente asociado a la ambición
privada está el problema del medio ambiente que
se menosprecian acontecimientos desastrosos
como Chernobil (responsabilidad del estado
soviético) o la contaminación como producto de la
falta de propiedad privada. La internalización de
los costos de la contaminación es el mecanismo
más eficaz para la conservación del ambiente, pero
el sesgo moral del ambientalismo en general obtura
esa realidad, y prefiere lamentar en una lancha
movida con un motor a explosión, la extracción de
petróleo en el Ártico como una actividad que
destruye lo que era perfecto al estilo del cine
fantástico del Hollywood creyente. Si la defensa de
las ballenas no sirviera para condenar a ningún ser
humano, presumo que no tendría casi quién la
llevara a cabo.
La actitud frente al creador que se supone que
nos ha traído a este mundo debería despertar
sospechas. Aunque no se lo escuche muy seguido y
haya un marcado déficit de milagros, se lo deja a
salvo de reproches y eso solo se lo puede explicar
por su poder ilimitado. Mejor dejarle pasar sus
propias faltas y agachar la cabeza ¿Qué tiene este
Dios además de su divinidad, que pudiéndolo todo
permite que nuestra vida sea a veces tan ingrata?
El olvidar sus propias deudas es la única forma de
mantener la esperanza de que algunos de los
milagros que pedimos nos sean concedidos cuando
él quiera. Pero vamos, si se supone que lo puede
hacer todo ¿dónde está cuando se lo necesita?
La explicación más a mano será que el libre
albedrío que tienen otros hombres pecadores es lo
que nos hace infelices o si no, nuestro propio
pecado. Sus deudas son convertidas en las nuestras.
Ese es el trato habitual que reciben los dictadores
por parte de sus cortes de aduladores. Lo que sale
mal es por nuestros pecados; lo que sale bien es
por su gracia.
En el paraíso están las ideas puras, o las
esencias platónicas que solo tipos mejores que
nosotros, sin tantos deseos de ser humanos, de
querer cosas de humanos, pueden ver.
Por supuesto, el que nos señala los pecados
debe ser el que entiende mejor al creador, aquel al
que hay que pedirle consejo o aprobación. El que
tiene el poder sobre nosotros.
Al cumplir 90 años, le preguntaron al presidente
del Estado de Israel Shimon Peres en un programa
de TV humorístico, cuáles eran las 10 cosas más
importantes que había aprendido en su vida.
Enumeró en tercer lugar a la siguiente:
«He conocido a mucha gente de todas partes del
mundo y puedo decir que, al final del día, todo el
mundo persigue lo mismo: un cargador de
iPhone…»
Si bien Peres hablaba en broma, la afirmación
contiene algo cierto y por eso nos causa gracia.
Una figura política de su relevancia se espera que
tenga lecciones épicas que sacar de su contacto
con personas de todas partes del mundo, pero
parece que todos tienen las mismas pequeñas
preocupaciones que nosotros. Esa visión mundana
de la vida es de la que la idea del cielo nos aleja y
nos invita a despreciar por menor, por indigna.
Parece que hay grandes valores, bellos,
estéticos, por los que habría que matar y morir. El
bien necesita mucha sangre. El iPhone representa
el pecado de desear lo pequeño, algo por lo que no
se tomaría nunca una espada. Algo por lo que no
hay que matar ni morir, sino vivir y trabajar. No
digo vivir para tener un cargador, sino vivir para
cosas que a los demás y sobre todo a los profetas y
censores les puedan parecer estúpidas.
Hacer nuestra voluntad es una manera de
renunciar a la estética de lo que justifique sacar la
espada.
En el rezo del Padre Nuestro se repite la frase
«hágase tu voluntad así en la Tierra como en el
Cielo» que contiene la fórmula del sometimiento.
El título de este libro se refiere a la voluntad del
lector y a la mía, no a la de la divinidad. Expresa
la fórmula de la voluntad individual solo
restringida por el respeto a la voluntad ajena, que
puede ser seducida, no doblegada.
Presumo que si existiera un creador humanoide
que nos hubiera mandado a la Tierra para ver
cómo nos desempeñamos, jamás se hubiera
develado, ni de manera directa ni indirecta. No
solo no estaría interesado en que creyéramos en
él, sino que haría lo necesario para conservar su
existencia en un absoluto secreto. Si quisiera
hacernos «buenos» no hubiera perdido el tiempo,
nos hubiera creado de esa manera. En cambio
hacernos libres hubiera sido sobre todo hacernos
libres de él, para descubrir valores. Un juego que
sería inútil por otra parte, pero al menos sería
algo más coherente. Que un Dios quiera que
conozcamos su poder y a la vez nos haga libres
sería un absurdo. Son siempre otros los que
quieren que conozcamos ese poder, pero para
aprovecharlo ellos. Ningún creador tendría
sentido en el modo en que se lo imagina.
Por eso, que el dios que nos gobierna solo puede
ser entendido como una creación humana, por la
que unos hombres intentan decirnos que lo
conocen, que les ha contado cómo debemos ser y
en general parece que les ha dicho que tenemos que
obedecerlos a ellos. Dios es un producto del
idealismo, la explicación antropomórfica de la
existencia y un factor de poder.
En lugar de ese paraíso perdido como acto de
creación intencional, lo que veo es la vida como
una fuerza expansiva. Las células que se abren
camino en charcos calientes, el ADN que se
combina, que sobrevive. Ese ADN que, a grandes
rasgos, forma conjuntos a los que por sus
similitudes llamaremos especies. A una especie
sola pertenecemos todos los que podemos leer y
escribir, pero no somos iguales, ni vamos a
desarrollarnos en un único sentido. Descubrimos
mediante prueba y error criterios morales como
una forma de expansión de nuestra vida más allá
de lo físico. Y con nuestro cuerpo y nuestros
«memes»[7] morales unos sobreviviremos (o no)
para transmitirlos y otros (o nosotros) no lo
lograrán y no hay ningún cielo cuidando que algo
llamado bien triunfe sobre el mal. Lo único que
podemos afirmar es que todo lo que ha contribuido
a que en un momento de la larga historia biológica
de la Tierra un espermatozoide se haya unido a un
óvulo formando nuestros 46 cromosomas, es
valioso para nosotros. Ese puede ser el único bien
heredado.
Esa situación existencial, sin valores
trascendentes pero sí mundanos, inmanentes e
indispensables, no nos sumerge en el caos que es
como el misticismo nos quiere describir la
realidad, que no tiene paraíso ni infierno. Al
contrario, el nihilismo no nos serviría de nada y
haría inútil nuestra capacidad de juicio, nuestra
posibilidad de entender que hay opciones que son
mejores que otras y por qué. Nuestra situación
mirada con realismo nos coloca ante la
oportunidad de ser conscientes y trabajar por el
orden mejor posible. Un orden con más cargadores
de iPhone y menos guerras, santas o impuras.
Ayn Rand me ayudó a ver que el misticismo es
mucho más que una herramienta para interpretar la
realidad. Se trata de una vara a la cual compararla
y que la deja siempre en falta. El misticismo es el
socialismo de la moral, un método de evasión y
una forma de ceder el control.
Que haya un cielo quiere decir que hay una
perfección y, al haber perfección, hay imperfección
y con ella culpa. Nuestro principal problema pasa
a ser la falta, a la que hay que pagar, en lugar del
deseo al que hay que satisfacer. Nos concentramos
por lo tanto en lo que no tenemos y caemos en el
vicio de esperar en lugar de actuar. El cielo
perfecto no nos permite pisar para dar otros pasos,
estamos siempre en el lamento de lo aún no
logrado.
Definir lo que tenemos sobre la base de lo que
nos falta no quiere decir pesimismo. Mi crítica no
apunta a eso. Lo que propongo no es ver el vaso
medio lleno, sino entender que el vaso lleno es una
falsa referencia, que no existe, que lo que lo
tenemos que pensar es como agregamos algo a lo
que hay. No es algo que está y no tenemos, es algo
que queremos pero no está.
Para John Locke el fundamento de la propiedad
partía de una comunidad universal de bienes que
Dios nos había dejado de acuerdo al relato bíblico
y la propiedad privada se fundamentaba luego en
el hecho de que el hombre aplicara trabajo, sobre
todo a la tierra. Esta era su forma sin embargo de
defender la propiedad privada, pero dado su punto
de partida esa propiedad privada aparecía como
un segundo paso después de la Tierra heredada en
conjunto.
Como se supone que todos los hombres somos
hermanos nuestra suerte está unida. La de Jack el
destripador con nosotros. Nos debemos amar
porque formamos un único club.
De acuerdo a la idea de la evolución no somos
descendientes de los primates, sino de un primate o
algunos que se diferenciaron del resto. De una
cadena de mutaciones, traiciones si se quiere, a
otras tantas hermandades. Si la vida humana es
tanto biológica como moral, como supongo, lo que
llamamos humanidad es un conjunto muy grande y
diverso de proyectos de supervivencia. En ese
sentido me declaro no interesado en el de Kim Jong
Ung por ejemplo: prefiero a mi perro. La diferencia
genética que tengo con mi perro puede ser superior
a la que tengo con el miserable tirano de Corea del
Norte, pero mi perro y yo apostamos a la paz, al
afecto y al respeto. Forma parte de mi propia
especie en un sentido ampliado, mucho más que
cualquier criminal similar al nombrado.
Pienso por ejemplo en el ancestro común que
hayamos tenido con la hormiga en algún punto
pasado de la cadena evolutiva. Cómo nos verían a
nosotros sus descendientes. A cuáles consideraría
parte de su familia, de su especie. Si proyecto eso
a futuro ¿qué tan parecidos serán los descendientes
de Madonna respecto de los nuestros? No lo
podemos saber.
Volvamos al paraíso. La falta, el pecado que nos
ha hecho perderlo y nos coloca en esta vida llena
cuentas a pagar, de horribles titulares de los
periódicos y dolores de cabeza, se supone que nos
ha dejado aquí. Pero, aquí en realidad es el lugar
desde donde hemos imaginado ese paraíso, aquí es
el lugar en el que hacemos ética, sin vigilancia,
porque nos conviene, nos hace felices, plenos y
potencialmente sobrevivientes del modo en que
queremos sobrevivir ¿Pero será eso válido para
todos?
Tomo como dato que para Kim Jong Ung, para
el Che Guevara y unos cuantos más, no lo será.
Ayn Ran diría que todos ellos igual tienen una
naturaleza humana y que no están respetando la
supremacía de la existencia. A mí, ya ni me
importa. Sé que cuando hablo de humanidad, mi
idea es opuesta a la de ellos en casi todo, porque
mi proyecto de supervivencia responde a otros
deseos y valores. El vínculo posible a establecer
en este caso es el de la no agresión y esa condición
se sostiene en estar prevenido e incluso armado
para repeler cualquier ataque. No existe
posibilidad alguna de confianza y una hermandad
entre quienes no la tienen, no significa nada.
En definitiva, todo termina en decidir adoptar un
sistema de supervivencia y tengo muchos motivos
para preferir este que elijo y que puedo sostener
con argumentación. Esa argumentación es la ética
de la que puedo hablar. Pero, que haya un orden
por encima al cual pueda referir mis valores para
validarlos de modo universal, sea por alguna
autoridad suprema o porque están ahí del mismo
modo que están las piedras o los árboles, no estoy
muy seguro. En cambio, creo que ese es mi propio
método de justificar y validar. Su diseminación
depende de su fortaleza, de mi fortaleza y la
capacidad de defenderlo. No está ahí para ser
descubierto; depende de una actividad para
expandirse y esa actividad es, en primer lugar,
sobrevivir.
Ahora viene la parte menos cómoda de la
cuestión. Sobrevivir requiere defenderse del
proyecto criminal del mismo modo que de las
plagas o las enfermedades. Sin que eso lleve al
error de inventar un infierno o un «mal» alegórico
metafísico. Hay una enemistad y una agresión que
deben ser repelidas, no porque tengamos una
autoridad que nos venga dada desde el cielo, sino
porque queremos una vida que es biología y deseo,
que es valor.
Así planteadas, las cosas están mejor para mí.
Se puede ser colectivista, místico, manipulador,
mentiroso, asesino serial o cualquier cosa que se
quiera ser. Las consecuencias, en cambio, no se
pueden evitar (también lo decía Rand), como pasa
en cualquier elección. Las consecuencias del cielo
son las que me preocupan ahora.
Si hubo paraíso, si nos espera también al final
del camino después de obedecer, todo lo que no
nos gusta o no nos satisface se interpreta como
castigo por lo que no somos. Hasta tenemos un
pecado original coherente con la idea de la
expulsión. Si existe la perfección, sin remedio
somos culpables desde el momento mismo en el
que existimos, por no alcanzarla. El sindicado
como responsable, sin embargo, no es el creador
de la imperfección sino el individuo imperfecto
que la carga. Porque lo que importa no es la
responsabilidad, sino la deuda. La deuda que es
fuente de poder para el acreedor. Una que ni
siquiera hemos elegido.
Las tentaciones, es decir lo que queremos, lo
que nos hace bien, nos condena. Lo que nos
salvaría sería lo que nos falta. Pero lo que nos
falta no lo podemos lograr porque somos
imperfectos y porque quererlo es pecado. Dios nos
ha creado y somos su único producto imperfecto.
Raro, pero conveniente.
El problema es que, como el paraíso no existe
(si no, que me lo demuestren), lo que queda es una
culpa imposible de mitigar. Desde tiempo
inmemorial, el ser humano lidia con la culpa que
no puede asumir con mecanismos de expiación. Tal
es el procedimiento de la tradición judeo-cristiana
de depositar los pecados en un chivo que sea
apaleado por todos hasta morir con las culpas
ajenas. Si el chivo es malo, quienes lo atacan son
buenos. El malo por lo tanto es un insumo del
bueno. La bondad no tiene que ver con criterios
objetivos de benevolencia, sino con acercamiento
a la perfección que se consigue haciendo trampa.
En lugar de mejorar, se proyecta la culpa y se
elimina la pantalla. El mal se inventa, el infierno
se convierte en el único indicio de que existe el
cielo y quienes lo refuerzan con su imaginación y
mediante profecías auto-cumplidas son los
partidarios del cielo. Hacemos con el chivo lo
mismo que Dios hace con nosotros.
Por suerte nadie hace cosas así por un cargador
de iPhone.
CAPÍTULO III
EL INVENTO DE LA POBREZA

La pobreza en el modelo celestial es la diferencia


que existe entre lo que deberíamos tener y lo que
tenemos. Es defecto, imperfección.
Ni los diccionarios ni los tecnócratas logran
definirla sino es mediante una comparación
imprecisa respecto de una situación de bienestar,
en cuya determinación tampoco aciertan. Pero el
problema no es el término, sino los supuestos que
encierra el concepto. La pobreza es la
imperfección, como dice en una de sus acepciones
el diccionario de la Real Academia Española. El
defecto ¿respecto de qué?
No hace falta aclarar que es deseable no tener
hambre, contar con abrigo, un lugar agradable
donde vivir, calefacción en invierno y calefacción
en verano. Lo que es muy distinto a todos los
efectos éticos, económicos e incluso morales, es
definir deseos y presentar como faltas el no
satisfacerlos. Eso que forma parte del mecanismo
culpabilizador del Edén no solo no nos procura
todos aquellos bienes, sino que entorpece el
conseguirlos. Sí, en invierno nos viene bien tener
guantes y sombrero, pero si por ahora conseguimos
los guantes, la historia del paraíso perdido nos
hará sentir una pérdida de sombrero en lugar de
una ganancia de guantes. En todo caso, no nos
pondrá a buscar el sombrero sino que a lo sumo
nos conducirá a lamentar no tenerlo.
Nuestra visión de partida por esa herencia
cultural, condiciona el modo en que enfrentamos el
problema de la no riqueza a la que llamamos
pobreza —como si fuera algo existente— en lugar
de algo no existente. Lo que existe es la riqueza, la
pobreza es lo que no existe.
La primera acepción de la palabra pobre en el
diccionario de la Real Academia es «necesitado,
que no tiene lo necesario para vivir». Pero resulta
que todos somos necesitados y nos tenemos que
procurar lo necesario para sobrevivir. Toda vida
debe sustentarse, requiere alimento y actividad
para conseguirlo. El jeque multimillonario tiene
los recursos, pero necesita al médico que le opere
el apéndice. Los seres humanos colaboramos para
subsistir y lograr lo que nos hace falta. «Muy
necesitado» podría decir el diccionario y no
terminaría de definir tampoco un concepto claro.
Nadie ha conseguido una definición porque se
trata de una posición relativa, móvil y sujeta a
distintas subjetividades. Los burócratas
determinan límites arbitrarios como la «línea de
pobreza» con el solo fin de poder exhibir
balances, números que informen sobre el resultado
de una gestión, lo que permite justificar el dinero
que gastan y por lo tanto luchar contra la pobreza
de ellos mismos.
En septiembre de 2013 el salario «mínimo, vital
y móvil» de la Argentina era de 3.300 pesos. Unos
354 dólares mensuales al valor real de cambio y
no al oficial, que figura como un número sin
sentido porque no se puede adquirir moneda
norteamericana a esa tasa. Nadie que gane el doble
de esa cifra deja de ser pobre en un país con
precios de la Argentina, aunque la percepción
dependa del punto de vista. A pesar de eso, la
burocracia necesita establecer una línea y mostrar
que el Estado consigue superarla, porque eso
justifica el empobrecimiento general que causan
los impuestos que se supone se destinarán a
terminar con la «pobreza». El nivel de ingresos
que se considera satisfactorio para justificar la
acción política como correctora del mercado es
por cierto paupérrimo, y aún así los niveles
reconocidos de esa pobreza siguen siendo altos.
Con el paraíso como punto de comparación nos
explicamos lo que no tenemos o lo que no tienen
las personas con menores ingresos como una falla
en la sociedad. Es más, se lo llama «problema
social» y a la actividad de la política de reparto
«acción social». Hemos heredado la Tierra todos
juntos, pero resulta que vemos diferencias notorias
en la facilidad de unas personas para satisfacer sus
deseos y las dificultades de otras. En esto también
hay pecado bajo la forma de desigualdad. A la
desigualdad se le llamará injusticia, y ese sentido
de justicia parte del hecho de que lo justo sería la
igualdad. Después de todo, esta es nuestra tierra y
somos parte de una gran familia, deberíamos estar
sirviéndonos y nada más.
Hay injusticias por supuesto. Sobre todo de
parte de los santurrones, pero no se miden por las
necesidades que subsisten sino por los medios
aplicados en las acciones llevadas a cabo. Lo más
peligroso es medir la «justicia» en relación a la
«no pobreza», porque a esa justicia la hará un
gobierno y se traducirá en violencia hacia el «no
pobre» y todo ocurrirá sin otra cosa que
vaguedades conceptuales y morales, haciendo que
nadie se ponga a producir el sombrero que nos
falta.
Somos seres vitales, absorbemos nutrientes, nos
procuramos cosas que comer, abrigo, transporte.
Hacemos algo cuando nos golpeamos un dedo.
Actuamos todos separados como individuos,
concentrados en ese impulso de vivir con todas
nuestras limitaciones y a la vez procurando la
colaboración ajena.
Si somos pacíficos, colaboramos con los otros
más que si no lo somos. Pero ningún ser humano
puede sobrevivir solo en conflicto con el resto.
Hasta el más agresivo requiere altos volúmenes de
acuerdos que tendrá que respetar. El ladrón usa el
botín para comprar. El robo de bienes líquidos
implica que quién roba lo hace para acceder al
mercado. Todas las políticas de distribución
compulsiva se realizan con medios y hacia fines que
provee el mercado de una u otra manera.
En el flujo de esa creación e intercambio de
riqueza los balances son imposibles. Las cosas no
valen para todos igual y no lo valen todo el tiempo
ni de la misma manera. La riqueza debe hacerse,
generarse y, previamente, descubrirse. Los
elementos de la naturaleza no son riqueza por sí
mismos; una inteligencia debe vincularlos con una
aspiración humana. Nuestra riqueza en este
momento puede carecer por completo de valor en
e l instante siguiente o puede no significar nada
para otra persona.
La angustia de lo perdido, de aquel paraíso solo
nos inquieta porque nos presenta la realidad de la
desnudez con la que vinimos al mundo como un
problema, cuando la cuestión no es lo que nos falta
sino lo que queremos, porque hasta que no lo
queremos no nos falta. Necesitamos por el hecho y
la aspiración de vivir. Llamar a alguien
«necesitado» con un sentido condescendiente, es
lo mismo que decirle «ser viviente» pero de un
modo en el que pareciera que hubiera algo que
lamentar. No se trata de un castigo, es la condición
inherente de alimentarnos. No es que nacemos con
hambre, sino que nacer es tener hambre. No somos
necesitados, sino en el sentido de que queremos
vivir y si queremos vivir, la condición es comer,
beber y abrigarnos en primer lugar. Pero no somos
unos desgraciados expulsados de ninguna parte,
sino una maravilla de la existencia. Lo que
necesitamos está determinado por nuestro
potencial, no por nuestra debilidad.
El misticismo es una droga que adormece el
sentido de la vida, nos libra del esfuerzo de
respirar y nos tranquiliza con respecto a aquello
por lo cual es vital que sigamos inquietos. Los
rituales son una respuesta impotente a lo que
debemos resolver.
El millonario tiene millones. Puede comprarse
muchas cosas y cosas muy caras. Sin embargo, su
capacidad de consumo es limitada; lo que usa para
sí mismo está sujeto también a la ley de
rendimientos decrecientes. La satisfacción que se
obtiene con cada unidad adicional de un bien,
decae. Lo que el millonario puede y quiere comer
es limitado y además está tan sujeto a los
problemas en su salud por los excesos, como
nosotros. No debemos dudar de que vive mejor
que nosotros, pero en un mercado abierto su
posibilidad de incrementar esa diferencia no es
igual a la diferencia entre nuestros patrimonios y
el suyo. No se nos encarecen los sombreros
porque él los compre todos; eso no sucede, de
manera que no compite con nosotros en su
consumo en un grado proporcional a lo que tiene.
En cambio, el millonario administra sí
cantidades mayores de bienes que están conectados
al mismo flujo que nosotros y seguirá siendo
millonario; es decir tendrá muchas menos
preocupaciones en materia de consumo, en la
medida en que lo haga bien. Hacerlo bien implica
que el flujo siga reportándole números positivos y
en una sociedad pacífica, eso significa que otros
están recibiendo de las acciones del millonario,
satisfacciones que han considerado superiores a lo
que le han cedido. Cortarle el flujo al millonario se
traduce en cortárselo a quienes se relacionan
económicamente con él. Su stock existe porque no
consume todo lo que sus posibilidades económicas
permitirían. Esos stocks están en los bancos, o en
sus inversiones de capital o realizando
transacciones donde hay otros interesados, otros
beneficiados.
No tenemos idea de si está más, igual o menos
contento que nosotros con lo que tiene. Un estudio
conducido por el psicólogo Martin Seligman
muestra que los ganadores de la lotería
experimentan una gran euforia al enterarse del
premio, pero al cabo de un año sus niveles de
felicidad vuelven a la situación anterior a su
enriquecimiento. A la vez individuos que por
accidente quedan parapléjicos, en ese mismo
período, recuperan sus grado de felicidad anterior
al acontecimiento. Sí sabemos, en cambio, que el
millonario satisface más deseos, y eso nos indica
que genera más riqueza. También sabemos que el
par apl éj i co tiene serias dificultades para
desenvolverse. Pero esos datos por sí solos
significan poco.

La ventaja de la desigualdad
Una persona que se dedica a abrir puertas de los
automóviles está mejor ejerciendo su actividad en
un barrio de alto nivel adquisitivo que en uno en el
que la gente comparte su propia situación. La gente
que escapa de Cuba hacia la Florida va en busca
de la ventaja de la desigualdad.
A su vez, una persona, cualquiera sea su nivel
adquisitivo, obtiene sus mayores ventajas si está
rodeado de otros que estén todos mejor que él. En
cambio, si se encuentra en la cima de la pirámide
no tiene nada que mejorar.
Por supuesto, se trata de una cuestión de
posiciones relativas: no tener nada para ganar por
ser multimillonario es mejor que tener todo por
delante y vivir en un rancho de un barrio marginal.
Esto es evidente, pero mi argumento apunta a
desvirtuar que el problema de vivir en un rancho
sea la desigualdad. Si nos rodean solo ranchos,
habría más igualdad. Pero las posibilidades de
salir de ahí serían mucho menores.
El secreto es remover los obstáculos humanos y
morales al crecimiento. Uno grande muy grande es
el invento de la pobreza como cuestión. También
el buscar las carencias en que el otro no las tenga,
que en realidad mejor para alcanzar la solución.
Mientras revisaba este trabajo se me ocurrió
ponerlo en Facebook de esta manera que a mis
amigos les resultó muy gráfica:
La economía se parece bastante al control de peso.
Todo el mundo quiere estar más flaco, no le importa
estar igual que el vecino. Para eso, se esfuerza y a
veces se deja estar mientras a unos les cuesta más que
a otros, pero nadie pierde el tiempo preguntándose si
tal cosa es justa porque no tiene sentido. Nadie los ha
convencido de que están gordos porque otros están
flacos. Nadie trata de tentar al que está en buena forma
para que le ponga más dulce de leche a la banana. La
relación entre la flacura de unos y la gordura de otros
es la misma que existe entre la riqueza de unos y la
pobreza de otros.
Pero sí hay una diferencia. Los flacos no te hacen
adelgazar, pero los ricos si te hacen prosperar, si en
lugar de tratarlos con resentimiento te das cuenta de
que son una oportunidad. Ningún flaco puede hacer que
por no tentarse él con el helado pierdas peso vos. Pero
en la economía cada éxito ajeno implica bajar costos y
acceder a cosas a las que no se podía acceder antes.
Si alguien me recordara ahora que, de cualquier
manera existe el problema de gente que carece de
muchas más cosas que nosotros, un fenómeno que
nos impacta emocionalmente porque nos podemos
imaginar en esa situación. Entonces diría que es un
gran avance ya el hecho de llamarlo «problema» y
no «pecado».
Hay tres problemas en realidad. Uno, el nuestro
al ser testigos de una posición en la que no
queremos estar. Nuestra compasión es un
problema. Otro problema es la propia
composición de lugar de las personas que
observamos. Y el tercero es la necesidad de
viviendas, ropa, alimentos que nos resulta muy
fácil diagnosticar, pero cuya producción y
distribución requiere acción, inventiva y riesgos
humanos. A ese requisito se lo evade mirando al
cielo, que no trae ninguna de esas cosas, pero
sirve para tranquilizar nuestros espíritus por una
vía que agrava el tercer problema, que es la caza
de brujas que se realiza con el representante
celestial: la violencia organizada del gobierno. El
«pobre» entonces se convierte en un insumo
psicológico del que se compadece, que hasta ahora
se creía el más bueno de todos. Mi plan es
denunciarlo.
En tanto la satisfacción de necesidades requiere
actividad, la violencia lo que hace es ampliar los
márgenes de insatisfacción. Le llamamos pobreza
a la marginalidad y la marginalidad como una
valla infranqueable, no es producto de ningún
cataclismo sino de la violencia. Ese es el único
obstáculo moral real para que las personas
consigan lo que requieren para vivir. La violencia
es costo, el costo deja fuera a las actividades
menos productivas y a la gente menos productiva.
Si miramos al paraíso para compararlo con la
realidad y después inventamos la pobreza, el
producto de esa composición de lugar será la
búsqueda de los culpables, que serán los que
hacen. De eso, no puede derivar otra cosa que el
aumento de la insatisfacción empezando por los
márgenes.
La invención del «pobre» condiciona a los
sistemas políticos democráticos a convertirse en
«ovejistas». Se legitiman en sostener la debilidad
del «soberano» que lleva a la fortaleza
benevolente del despotismo. El pobre es el
desvalido, un «desposeído» (respecto de lo que
Dios le dio), por lo tanto no solo no manda sino
que está bajo el ala del protector. Definir al pobre
es definir al esclavo. El sistema político entonces
pasa a tener dos categorías de esclavos que, en
realidad, son una sola: el pobre y el rico. El
primero un pobrecito, por lo tanto un dependiente,
el segundo un culpable, por lo tanto un burro de
carga. Esa es mi denuncia.
Si observamos con Google Earth un barrio de
gente que vive bien, con sus piletas y antenas
satelitales, bien arbolado y con veredas en
perfectas condiciones y al lado, otro de casillas de
madera con la disposición de cualquier barrio
marginal, hacinado y evidentemente pobre, la
forma en que definamos las relaciones existentes,
depende en gran medida del mito del paraíso
perdido. Unos verán una injusticia, una distribución
de la riqueza injusta, una desigualdad como
problema moral. Estos partirán del supuesto de que
lo que tienen en el barrio bien provisto es
consecuencia de que sus vecinos han sido de alguna
manera despojados. Todos son hermanos,
comparten la tierra y fueron expulsados igualmente
por querer obrar en su propio beneficio en lugar de
estar disponibles a someterse a un deseo superior.
Pero resulta que el pecado fue mucho más
provechoso para unos que para otros. Los que se
explican el fenómeno de esa manera difundirán un
mensaje que hará sentir culpables a los que están
mejor y resentidos a los que están peor.
Otros encontrarán que en el barrio que está en
mejores condiciones han descubierto la forma de
proveerse de mejor manera, lo han hecho con
mayor eficacia y de alguna forma tienen que ser
imitados. Si resultara que su ventaja fuera
imposible de reproducir, los verían como una
oportunidad para el intercambio, para tener lo que
por propias habilidades les resulta imposible
(todos somos pobres respecto de las habilidades
para hacer casi todo lo que consumimos). Sabrían
que si al lado del barrio más pobre hubiera otro
igual o menos agraciado aún, su situación no sería
mejor, sino peor. El mensaje que enviarán estos
será de emulación y de búsqueda de
oportunidades.
Adam Smith perteneció a ese segundo grupo;
por eso su libro intenta explicar la riqueza, no la
pobreza, por más que hubiera cometido un error
tan fatal en la explicación del valor que ha dado a
los teóricos del primer grupo la excusa para
explicarse las dificultades a partir del
resentimiento. Marx, como el gran teórico de ese
primer grupo, pretende encontrar el mecanismo de
la extracción de los ricos hacia los pobres,
mediante la explotación. Pero esa teoría fue
refutada en vida del propio Marx. Las nuevas
formas de resentimiento teórico que partían de
haber encontrado la gran racionalidad de las cosas
en la dialéctica lucha de clases, se han quedado
sin nada más que el mito del paraíso perdido, el
que no explicitan, pero en el que están metidos
hasta la médula.
Las teorías del mercado y de la vida privada son
teorías de explicación de la creación de la riqueza
y sus mecanismos y condiciones. Las teorías
antimercado son apelaciones morales basadas en
fantasías y definen a la economía a partir de la
pobreza como una injusticia, habiendo renunciado
desde la muerte teórica del marxismo a cualquier
otra explicación del supuesto proceso de
explotación que no sea el sentimiento de
disminución que resulta de definir la pobreza como
un castigo.
El pobrismo es un «cainismo», podría decirse.
Caín (el primer izquierdista de la historia) mató a
su hermano Abel porque Abel era el que hacía
todo bien, el favorito de sus padres Adán y Eva
que habían sido expulsados del paraíso. Pero el
pobre Caín fue engañado, y por eso se explicó la
virtud de su hermano como una carencia propia.
Perpetrado su acto, no se vio más favorecido sino
menos. El «no tener» en este mundo, tomado como
un castigo y la sensación de que el castigo le
estaba tocando en mayor medida, lo condenó a la
envidia. Si hubiera asumido su realidad existencial
sin esa metodología, habría imitado a su hermano,
habría intentado aprender de él, intercambiar con
él y no se hubiera sentido despojado.
CAPÍTULO IV
VIDA PRIVADA

Nuestra subsistencia por supuesto no solo no está


escrita sino que sabemos que vamos a morir. No
sabemos cuando y en parte; depende de lo que
hagamos. Como especie en tanto tengamos las
respuestas adecuadas a las circunstancias que se
oponen a nuestra subsistencia y actuemos en
consecuencia, permaneceremos en la Tierra. El
misticismo ofrece un paliativo para aplacar la
angustia que eso significa, aunque por suerte
siempre al lado del tótem se piensa en soluciones
terrenales a sus problemas.
El poder como dominación organizada, como
gobierno, recurre a elementos mágicos, invoca
predestinaciones, unciones y vende ilusiones. El
mando no es puro ejercicio de la fuerza bruta. Eso
sería de corto alcance, como el asalto callejero.
La permanencia del mando y del sometimiento
necesita una doctrina y eso ha sido el misticismo a
lo largo de la historia.
La angustia existencial ante la muerte se
refuerza con la invocación de fantasmas terrenales.
Sean los enemigos externos, sean los enemigos
internos, las conspiraciones y las insatisfacciones.
Si hay una perfección, la realidad (no le agrego el
apelativo «imperfecta» para no alimentar la
confusión) es un mal y como tal tiene que ser
combatida.
Sin embargo, la vida privada siempre existe. No
puede haber parásitos sin cuerpos de los cuales
extraer los recursos. El cambio más importante del
mundo moderno al que se llama capitalista, es el
descubrimiento y estudio de esa realidad no
mística, no heroica en su sentido clásico, no épica,
que es la vida privada y la teoría explicativa
liberal.
Durante el reinado del emperador Zhao la
dinastía Hang y su regente Huo Guang, en lo que
hoy se conoce como China, hubo un gran debate
entre los teóricos confucianos del Partido
Reformista y la burocracia imperial del Partido
Modernista. Los primeros abogaban por el fin del
exacerbado estatismo y los monopolios de la sal, el
hierro y el alcohol establecidos por el predecesor
Wu, que producían efectos de poca utilidad
práctica para el hombre común. Los segundos
sostenían esas políticas basados en su utilidad para
el esfuerzo bélico. Lo curioso de esta discusión
entre letrados confucianos y burócratas estatistas,
es que los primeros defendían al sector privado
basados en que el sistema imperial monopólico y
centralmente planificado sometía a la población a
los vicios del lucro y eso se oponía a su ideal que
era la mera subsistencia.
La riqueza es un concepto subjetivo, por lo tanto
el problema es el sometimiento.
El cambio consiste, en realidad, en descubrir la
vida privada como objeto de estudio y defensa en
tanto tal, que es la vida de los que no forman parte
del poder, como el fenómeno de la colaboración
que se impone por encima del uso de la fuerza.
Rubén Zorrilla explicaba el desarrollo de la
Sociedad de alta complejidad (título de uno de su
libros que aludía al capitalismo), a partir de la
aparición de la economía monetaria, la gran
reducción de costos de transacción. La moneda
logró, enseñaba Zorrilla, que emergiera una
economía con la fortaleza suficiente para
sobreponerse a los despotismos. A esta forma de
interacción sería Marx el que la titularía
«capitalismo», que nació con el pecado original de
ser protagonizada por «cualquiera». Burgueses,
gente que quiere cargadores de iPhone.
Esa irrupción del mercado que derribó
estructuras políticas anquilosadas permitió ver al
mundo sin autoridad compulsiva, sin combate al
pecado como el mal que enoja a los dioses.
Friedrich Hayek (1889-1992) lo describió como el
orden espontáneo, el gran panorama de individuos
que interactúan creando cosas como el idioma, el
derecho o la economía, sin que ninguno de ellos
esté pensando en algo parecido a un «producto
social». Una economía sin cielo, con mucha cosa
que para los idealistas parece ordinaria y sin
ningún tipo de romanticismo implícito. Antes que
él, Adam Smith (1723-1790) describiría el
fenómeno como una «mano invisible».
Smith elaboró una teoría del valor de las
mercancías en relación al trabajo invertido en
ellas —en la que se basaría Marx luego— para
concluir que el empresario era un «explotador»
parásito que se quedaba con la diferencia
(plusvalía) entre el trabajo de sus empleados y el
precio al que vendía los productos. Un enorme
equívoco con el que Marx llevó la idea de la
pobreza como pecado a la categoría de ciencia que
estudia la lucha dialéctica de las clases, y cuyas
derivaciones continúan produciendo efectos
nefastos hasta nuestros días. Toda la teoría
marxista cae sin remedio, por el hecho de que el
valor no tiene nada que ver con el trabajo que se
pone en él, sino que es subjetivo y varía de
acuerdo con la disponibilidad que exista del bien
en particular.
El marxismo es la excusa para volver a la danza
de la lluvia, a explicar lo que no se tiene en base
al pecado, al mal; en este caso de los empresarios.
A su vez, la metáfora de la «mano invisible»
recurre a un lenguaje místico para explicar un
fenómeno natural. La razón para que Smith hable
del fenómeno de la interacción y el orden
espontáneo en esos términos, es que lo hace en un
mundo dominado por los paradigmas de ese mismo
tipo; a diferencia de Hayek, que lo expone sin
fantasía. Después esa metáfora de Smith sería
utilizada para descalificar la idea subyacente
como si fuera mística en si misma y pretendiera
ser una explicación real. Los místicos del Estado,
amenazados por esas ideas intentarán demostrar
que, como la mano invisible no existe, lo que debe
haber es una visible, porque no conciben la
sociedad sin autoridad central.
El paraíso es el lugar mitológico donde hay una
voluntad bondadosa que provee. Una creación
ilusoria que parece alejarnos de una angustiosa
incertidumbre. Nos permite descansar del miedo,
con nuestra ignorancia. El mundo se sostiene en
los hombros de un gran legislador cuya
preocupación somos nosotros.
Así como Adam Smith en su metáfora mezcla el
lenguaje místico en la observación de un fenómeno
que no lo es, el pensamiento científico describe las
regularidades naturales como «leyes». Se sigue
pensando en las condiciones de la vida como algo
decretado, el punto de unión entre la política y la
religión. Ya deberíamos abandonar la expresión
«leyes naturales» y reemplazarla por el término
«regularidades» como descripciones provisorias y
probablemente incompletas. No hay leyes en la
naturaleza, sino que hay regularidades según las
logramos describir hasta el momento de que las
describamos aún mejor o que se muevan. No hay
mano invisible detrás del orden espontáneo; es el
fruto de la ausencia de toda mano.
A la observación de ese fenómeno de la vida
privada con todas sus consecuencias, y a la
adhesión a lo que implica en términos de derribar
la justificación de la compulsión o el mando de
unos sobre otros, le llamamos liberalismo en la
tradición continental. La libertad individual como
teoría, como ética. No es otro credo, es el fin de
los credos y su reemplazo por la acción libre solo
determinada por los deseos y la experiencia, los
costos y los beneficios. La observación del
hombre por lo que es.
El cielo, sin embargo, vuelve de muchas formas.
El socialismo es una de ellas. Con Marx encontró
su justificación económica, y él les proveyó unos
pecadores. Quienes se aferran a él, ven al mercado
y a sus defensores como unos salvajes, pecadores
que rechazan los beneficios del socialismo (que
elimina la escasez) porque aman las
insatisfacciones. Incluso en su versión apenas
intervencionista, que consiste en que los que no
hacen nada (políticos) culpen a los que hacen algo
(empresarios) por no hacer todo.
Es como una posición sacerdotal. Allá esta el
paraíso. Los productores de manzanas no han
conseguido que todos tengan manzanas; ergo, los
productores de manzanas deben ser castigados.
Pero esto no es todo; se los castigará no porque
sean malas las manzanas, sino para que haya para
todos. Imposible caer en un contrasentido mayor.
El que actúa en el mercado no está consiguiendo
el paraíso que el socialismo nos vende como
posible aquí en la tierra. No interesa que la
empresa exhiba una producción, incluso los
beneficios que reciben todos los que colaboran en
el proceso, se la juzga por lo que no da. Los
socialistas se juzgan a si mismos por lo que
pretenden de las empresas. Ellos son profetas, los
demás somos pecadores. Su trabajo consiste en
encontrar el mal en nosotros, para acusarnos de
estar conspirando contra todos aquellos a los que
les falta algo. Esa es la «pobreza» en nuestro
formato cultural. La culpa de los que no son
pobres.
El liberalismo mismo es juzgado en relación al
paraíso. La explicación que se le pide a los
liberales es como harán para que todo el mundo
tenga todo, entonces la descripción de cómo se
consiguen las cosas aparece como mezquina,
insuficiente y hasta ilusoria ¿Cómo tendrán salud
todas las personas? Pues habrá que trabajar,
estudiar, distribuir médicos y equipos. Eso se
consigue respetando a los participantes en todo el
proceso. Es necesario que la gente goce de
derechos de propiedad para que se mueva por si
misma y obtenga beneficios de hacerlo.
¿Beneficios? ¿Beneficios de tratar con la salud de
las personas? Ahí aparece el juicio moral,
paradisíacamente justificado, para endilgarle al
liberalismo el problema de las condiciones de la
existencia; esto es, la escasez.
Para los socialistas, el liberalismo tiene que
demostrar que es capaz de construir un paraíso en
la tierra; de otro modo será malo, aliado de los
explotadores y de los que crean la escasez para
hacernos sufrir.
Los empresarios, por supuesto, no crean la
escasez; luchan contra ella, al contrario de los
socialistas, que hacen moralina y no producen
nada. Por eso es que con su reparto de culpas, en
lugar de fomentar la producción, la hacen
desaparecer; por lo tanto, los niveles de escasez
en el socialismo aumentan de modo exponencial,
llevan a la población a la angustia y a la hambruna
como está ampliamente demostrado.
¿Por qué no desaparece? Porque siguen
explicándose desde todas las teorías conspirativas
posibles (demonios) los problemas que tienen y en
nuestra memoria genética la adscripción al mito ha
permitido a los cobardes sobrevivir en una historia
de la humanidad plagada de déspotas. Pero sobre
todo porque habla de ellos. El cielo dice que sus
partidarios son buenos, aunque sus frutos sean un
verdadero infierno. Renunciar a la explicación
viciada por sus resultados, equivale a dejar la
única razón que tienen para considerarse buenos:
su propia demagogia.
El socialismo es una explicación sobre el mal,
no una teoría sobre la sociedad y la economía.
Explicación que no es sino una derivación de la
idea del paraíso perdido.
Nos encontramos con que los legisladores de
todos los países que fueron alguna vez
capitalistas, se la pasan reprochando al mercado
lo que «no hace»; al empresario el nivel de
sueldos que no paga; al seguro los riesgos que no
cubre; a los constructores, los hospitales que no
han terminado. Los legisladores, por supuesto, no
hacen nada más que dar órdenes. La persona que
plantó los tomates que no alcanzan para todos
desplegó una gran actividad y corrió una cantidad
de riesgos para ponerlos a la venta. Pero el
intervencionista lo carga con la culpa por los
tomates que no hay.
De cualquier manera, no es tan fácil que se
reconozca el carácter religioso de esta perspectiva
de reclamos. De hecho, a lo que acabo de
describir en el párrafo anterior le llaman «falla del
mercado» (pecado de los que hacen por lo que no
está hecho, del que solo están exentos los que no
haciendo nada, los acusan) y tal cosa forma parte
de todos los libros de «ciencia» económica del
mainstream, que es otro sinónimo de misticismo
consensual, colusivo.
Durante la década del 80, Margaret Thacher
comenzó a reformar la economía de Inglaterra
cambiando el rumbo socializante que había
tomado, con privatizaciones y desregulaciones.
Con eso, impidió la decadencia definitiva del
Reino Unido. Quitó regulaciones y privatizó
British Aerospace, British Gas, British Telecom,
British Airways, Rolls-Royce y Jaguar con una
metodología que llamó «capitalismo popular».
Para tornar viable su política, interesaba a los
propios empleados haciéndolos en parte dueños
del negocio. Fue una forma política eficaz para
mostrar que defender al mercado no tiene que ver
con defender posiciones de los ricos, que es como
los socialistas quieren verlo. Establecer derecho
de propiedad es el secreto, no que determinadas
personas sean las propietarias.
Durante esa década y la posterior, muchos
países imitaron con mayor o menor rigor políticas
similares en un intento de volver atrás décadas
anteriores de expansión del Estado (que
ocurrieron) después de las dos grandes guerras.
Aquella fue la era de las «privatizaciones».
Era el tipo de programa político liberal presente
en el debate público en aquel contexto de
economías mixtas. Vender empresas públicas o
liquidarlas es siempre positivo, porque la
producción no puede manejarse en términos
autoritarios. Quitar regulaciones a las actividades
lícitas es importantísimo, y no voy abundar acá
sobre esto.
Visto en retrospectiva, podemos decir que el
diagnóstico del problema era limitado. Lo que no
se resolvió nunca ni se resuelve aún, es la
mistificación del poder. El aparato de gobierno
convertido en proveedor y protector omnímodo no
fue desmantelado. Es más, el típico slogan de
campaña de un partido político que quisiera llevar
adelante reformas liberales, consistía en decir que
el Estado debía dejar de dedicarse a los negocios
que debían ser privados y así podría derivar los
recursos liberados a mejorar la educación, la
salud y la justicia. A lo sumo, se argumentaba en
base a criterios de eficiencia, lo que el Estado
hacía o no hacía bien.
El estado no era bueno para los «negocios»; el
mercado si. Pero la legitimidad de la actuación
estatal no era un eje central en la argumentación,
ni tampoco había consciencia acerca de que el
estado es simple poder, dominación. El problema
es que la idea de que el protector omnímodo era un
dominador tampoco encajaba con la doctrina
republicana liberal clásica, según la cual el poder
es un aliado, incluso un mandatario.
De cualquier manera, no hago este comentario
desde cielo alguno como un relato de pecados
cometidos. Solo quiero describir la perspectiva
del momento, ya que entonces todavía parecía
posible volver a la era dorada pre-estatista con ese
ajuste privatizador. Al avance del Estado se lo veía
como una tendencia que podía revertirse y no como
un error ínsito en la concepción misma de la
legalidad del aparato político, que intentaré
explicar.
El problema, en realidad incluso de la
estatización, era el peso propio de que se
constituyera y legitimara el poder y se esperara
que, con la mera declaración de derechos
renunciara ese aparato construido para a
aprovecharse del monopolio de la fuerza que le
era concedido. Una vez que el protector está
justificado, tiene los recursos y la razón legitimada
para recaudarlos, se convierte —sí o sí— en una
amenaza, por más que se refuerce el ingenio en la
redacción de declaraciones de derechos. El
incentivo es más importante que el argumento.[8]
Sin embargo, de aquel período me parece
importante rescatar la palabra privatización; lo
que no haría es limitarla al aparato productivo.
Porque de alguna manera, significa asociar
producción a la privación de violencia, a la
ausencia de política y de la injerencia del
monopolio de la fuerza. Lo importante es que el
sector privado gane espacio; de eso debe tratarse
en concreto cualquier esfuerzo político
liberalizador.
El liberalismo sin cielo es apenas y nada menos
que la explicación de la vida privada. Primero su
descubrimiento como fenómeno, el estudio de sus
regularidades y de sus condiciones de existencia.
En última instancia, el liberalismo es la defensa de
esa vida humana en paz, una vez que cae la ilusión
de la protección de los legisladores del más allá y
del más acá. En esta última tarea, en defensa de la
vida privada, se ha dado el desarrollo de ideas
políticas cuyo propósito es su preservación contra
el uso de la fuerza, sea organizada en un gobierno
o dispersa en criminales callejeros. De ahí vienen
nociones diferentes sobre el gobierno, que llegan
en algunos casos a postular su desaparición como
el anarco-capitalismo o el anarco-socialismo, que
es producto del malentendido de Adam Smith[9]
sobre la teoría del valor; en otros casos, a pensar
en formas de limitarlo.
En Inglaterra la nobleza le extrae prerrogativas
a Juan Sin Tierra en la Carta Magna en el año
1215. El proceso constitucional inglés se
caracteriza por un desmembramiento de los
poderes reales. En otros casos, estatutos políticos
crean Estados nuevos aclarando el origen popular
del poder y dando un amplio margen de acción al
sector privado, que carece de poder, con
mecanismos para limitar al gobierno, como por
ejemplo la división de los poderes. En Estados
Unidos, se da el gran paso histórico en la filosofía
política hacia la libertad con la declaración de
independencia del 4 de Julio de 1776. El gobierno
se entiende como la consecuencia del
consentimiento; es decir, el gobierno tiene, en esa
tradición el carácter de pacífico, de organización
política no ofensiva hacia los individuos. Con la
formación del Estado Federal, que los
Antifederalistas denunciaron con pasión, aquel
episodio comienza a torcer su rumbo hacia una
interpretación colectivista de democracia que dura
hacia nuestros días.
La vida privada se consolida en las instituciones
políticas a través de la puja con el poder. El
liberalismo se manifiesta en l o s pesos y
contrapesos de los poderes en Montesquieu; en el
principio de representación como fuente de los
impuestos, en las garantías a la propiedad privada,
la libertad de comercio y en distintas maneras de
evitar la arbitrariedad. Ninguna de las cuales, pese
a que las ponemos en el arcón de los recuerdos
como hitos, fueron exhaustivas.
También se estableció la separación entre la
Iglesia y el Estado. Se consideraba peligroso
juntar un «poder terrenal» con otro
«supraterrenal». Todo conduce a la
«privatización» de la sociedad, a la apertura a los
procesos espontáneos.
Se produce con estos procesos un cambio social
mayúsculo, con la irrupción de la vida privada
como lo más importante de la sociedad. Los
relatos épicos son reemplazados por las novelas y
el mundo entra en un período de paz y prosperidad
como jamás había conocido. Así empezó el
cambio que condujo al cable del iPhone y un
camino que de algún modo habrá que retomar.
CAPÍTULO V
NO SOMOS HERMANOS

Mas vosotros no queráis ser llamados


Rabbí; porque uno es vuestro Maestro,
el Cristo; y todos vosotros sois
hermanos.
MATEO 23: 8

No, este capítulo no es ni mucho menos una


invitación a la hostilidad entre los seres humanos.
Es, en realidad todo lo contrario en realidad: la
libertad es la condición de las buenas relaciones
entre seres racionales, mientras las ataduras
impuestas son un obstáculo. Aquello de que hay
una hermandad humana y por tanto que las
diferencias morales son relativas a una cierta
genética, es un problema a resolver.
Imagino el tabú quebrado por el individuo
alejándose de la tribu en busca de su propia
fortuna, cansado de que su habilidad para cazar no
sea reconocida y cuál pudo haber sido el
sentimiento que su pretensión de independencia,
poniendo en duda la regla de la igualdad,
despertara en los otros miembros del grupo. En
esa primitiva sociedad, cazar había sido una tarea
grupal; el reparto de la presa entre los
participantes podría haber dejado insatisfecho a
algunos que entendieran haber contribuido más al
éxito de la empresa que los demás. Pero en algún
momento, la justicia le ganó a la igualdad y la
humanidad maduró hacia otro estadio. De aquella
situación, especulaba Hayek que podría venir lo
que denominó el atavismo de la justicia social.
[10]
¿Cuál es en mayor medida la piedra fundamental
de la ética social: la igualdad o la justicia? Hay
que elegir; no tenemos por qué pensar que está
escrito, pero hasta cuando pensamos en este
dilema, lo hacemos como si tuviéramos que
encontrar la respuesta superior para todos. Estos
dos principios han convivido en la filosofía como
equivalentes o complementarios. Justicia consiste
en «dar a cada uno lo suyo». Sigue el criterio del
mérito, de la legitimidad, de la adscripción a la
regla general que en si misma beneficia o
perjudica sin mirar a quién. Igualdad es la
consagración de la idea de que nadie puede
destacarse mucho más que el resto ni estar mucho
peor que el resto; sería un «dar a cada uno lo
mismo».
Existe a nivel mundial un índice elaborado por
Conrado Gini que lleva su nombre y que mide la
desigualdad de los ingresos en una sociedad.
Cuando se mide algo es porque primero se asume
que interesa. Si nos pusiéramos a medir la
igualdad de goles entre distintos equipos de fútbol
los aficionados al deporte nos mirarían con cierto
asombro, porque no significaría nada importante.
De eso se trata el deporte, de que unos se
destaquen sobre otros y la competencia no solo no
está vedada sino es el elemento más importante del
juego. La desigualdad del índice Gini define un
problema en el lugar equivocado.
En el deporte se establecen criterios tales como
la edad de los participantes de los equipos, a
veces incluso se establecen determinadas ventajas
o hándicaps en función de establecer una
competencia que valga la pena jugar o mirar como
espectáculo. Esa igualación está en función de un
juego.
La sociedad tiene muchas diferencias con ese
esquema deportivo. En primer lugar, en la
sociedad las personas que logran mayores ingresos
no compiten con las que tienen menores ingresos,
si es que no existen privilegios ni violaciones de
derechos. El índice Gini del deporte aquí estaría
midiendo la diferencia de goles entre un
defensores y delanteros.
El ingreso de una persona en una sociedad de
acuerdos voluntarios depende de cuánto haya
servido a otros, no de cuánto les haya sacado. Eso
es algo que solo hace el gobierno. No hay un
índice, sin embargo, que mida la diferencia entre
la recaudación fiscal y el ingreso promedio, o más
útil aún, del de la capa de menores ingresos que
preocupa al índice Gini. Si no se mide la justicia
de las relaciones, el acceso que tiene todo el
mundo a participar en el sistema económico, las
posibles barreras reglamentarias, los privilegios o
cualquier injusticia en las reglas de juego, mirar el
resultado carece de interés. No es igual ganar un
partido, con la salvedad que acabo de hacer, de
modo limpio, que quebrantando las reglas. El
resultado no tiene el mismo valor, la diferencia de
esos goles en una sociedad no sería problema en
un ambiente de justicia, sino que sería una buena
noticia hasta para los que hacen menor cantidad de
goles.
En segundo lugar, la competencia que se da
entre quienes practican una misma actividad por
conseguir el favor del consumidor no es un fin, ni
su utilidad consiste en servir de espectáculo, sino
de selección de la mejor opción a juicio de
quienes eligen.
Volveré sobre la cuestión de los ricos y los
pobres más adelante. Solo interesa destacar ahora
que existe una relación entre la igualdad y la
suposición de que estamos unidos en una empresa
común como una hermandad humana. Un vínculo
moral incondicional que nos obliga a los unos con
los otros, con independencia de cuestiones de
mérito o la similitud o diferencia de los valores
que sostengamos y las acciones que llevemos a
cabo.
Se asume un criterio de validez hasta de lo que
tenemos, como si proviniera de una jerarquía, de
un poder santificador o ideal supremo. Suponemos
un destino común, un gran debate humano sobre las
condiciones de su subsistencia, en el que el hombre
busca la respuesta que lo está esperando.
Pensamos en esa humanidad como una sola cosa.
A diferencia de esa suposición, veo a la ética
igual que al lenguaje o al derecho privado (el que
nace de los contratos y la solución de los
conflictos, no de las decisiones políticas), como el
resultado de múltiples experiencias poco
trascendentes, de enseñanzas obtenidas de los
errores, corregidas, editadas, vueltas a probar que,
sumadas todas, son una gran obra. Sus caminos se
bifurcan, aparecen ramas que compiten y se
contrastan; algunas éticas desaparecen, otras
persisten. Cada uno de nosotros es colaborador en
el proceso de construir sistemas éticos. No tanto
por obra de grandes gurúes sino por gente común
que opera en la realidad y se da porrazos todos los
días. Después estarán los que saben sintetizar en
algunas reglas las conclusiones, los que son
capaces de defenderlas y darles una razón, los que
integran a la ética como materia de estudio.
Esto no implica que no podamos hacer juicios
de valor, incluso sobre cuál ética es válida. Pero
la justificación no se encontrará más allá de sí
misma y de la realidad. Esa es la diferencia entre
la ética y la religión. En la segunda existe, en
mayor o menor medida dependiendo de que tan
abierta sea, un rasgo de autoridad y cosas que
deben aceptarse sin pensarse ni discutirse.
Como la acción humana tiene un propósito y el
individuo se autorregula, la vida humana va más
allá del proyecto de sus 23 pares de cromosomas.
En los genes se transmite parte de la herencia; en
las reglas de conducta —que pasan de una
generación a la otra, ratificadas o no por los
herederos— está el resto de lo que somos.
En tanto pensamos en el paraíso perdido,
también fortalecemos la idea de ser la especie a la
cual la Tierra se le ha confiado como un todo, pero
más que «una cosa» somos un tipo biológico de la
evolución. Nuestros antepasados comunes son los
que tuvieron la habilidad o la suerte de sobrevivir,
pero tampoco fueron hermanos de los que
perecieron sin dejar descendencia. No fue el amor
a la humanidad lo que nos trajo hasta aquí; en todo
caso hubo una buena cuota de amor propio y amor
por algunos pocos humanos conocidos.
Sin hogueras a la vista, es hora de proclamar
esta herejía. No somos hermanos de nuestros
vecinos, ni de los compañeros de escuela, ni de un
señor en China que en este momento está mirando
televisión. A veces no somos siquiera hermanos de
nuestros hermanos y nuestros verdaderos vínculos
(familiares o no), son morales.
El vínculo que importa entre las personas no es
nada más el genético, sino el que surge de elegirse,
el de las escalas, el de la (va otra herejía)
discriminación. Con nuestra supervivencia
sobreviven nuestros valores. Y eso con lo que nos
identificamos es parte de la especie, no toda.
Los terremotos que ocurren en lugares lejanos
nos causan estupor pero nos afectan muy poco y
cuando pasan cosas menos espectaculares, ni
siquiera nos enteramos. Ni estamos en condiciones
de conocer los pesares de la mayoría de las
personas que conocemos. Y cuando por obra de
algún noticiero que se ha quedado sin noticias más
atractivas, nos enteramos de que en una ciudad del
otro lado del mundo chocó un tren, no nos importa
tanto como la enfermedad de nuestro canario. Esto
es simplemente un dato.
Nos odiarían por decirlo en voz alta muchos a
los que tampoco les importaría el tren de aquella
ciudad, pero la verdad es que sienten el gusto de
manejar a su voluntad a los demás poniéndolos en
falsos dilemas. Porque los seres humanos muchas
veces nos mentimos, no explicitamos nuestras
hostilidades, ni nuestras deseos de competir,
queremos usar a los otros hostigando su autoestima
para que estén a nuestra disposición y no a la de
ellos mismos. La proclamación del amor a la
humanidad es parte de eso; la hacen los que quieren
ser acreedores, más que salvadores. Es un amor
que, si no le sirviera para condenar a otros, no lo
sostendrían.
Ese es el problema con la hermandad humana
como noción. Nos convierte en deudores
automáticos de todos los demás. Las apelaciones
religiosas a la palabra «hermano», «hijo», «padre»
confieren una posición de poder como extensión
de nuestro desarrollo infantil, cuando estábamos
sometidos a la obediencia y la ceguera. Llamar
hijo o padre a un extraño o darle cualquier otro
lugar equivalente al familiar, implica infantilizarlo
o infantilizarse. En el caso de los hermanos
extraños se inyecta la idea de una deuda mutua
comunal. El trato familiar de extraños es una forma
de manipulación.
De la posición cómoda filial real en la que
crecemos, pasamos a la adultez adquiriendo
independencia, ayudados por el deseo sexual o
cualquier otra ambición. El vínculo con la familia
verdadera se transforma. A partir de ahí, nuestras
relaciones no son umbilicales sino valorativas,
morales, condicionadas. Si eso no ocurre, estamos
en problemas por falta de maduración
La etiqueta de hermandad le pone una cadena y
un candado al vínculo, lo hace irrompible,
incondicional, esclavo.
Nos importa poco que a una señora en otro país
la hayan tirado al piso para quitarle la cartera;
mucho menos qué malas consecuencias pueden
padecer quienes la asaltaron. Si es nuestra vecina,
nos identificamos por ver el problema cerca
nue s tr o. Todo puede ser parte de nuestro
anecdotario, un tema de conversación trivial. Pero
trataremos de no expresarlo de forma abierta,
porque eso sería poner al descubierto el ideal
altruista de que estamos unidos por un vínculo
original e indisoluble tildado de hermandad;
desafiaremos a la corrección política y seremos
castigados en nombre de una moral que nadie
practica en realidad. Igual levantar el dedo para
señalar las transgresiones a esa moral altruista
sirve para ser bueno y los buenos tienen muchos
permisos, mientras que los malos ninguno.
Por supuesto, esto está lejos de suponer que no
exista la benevolencia y la preocupación por lo
que les pasa a los demás. Pero no a todos los
demás, sino a los que abarcamos. Son sentimientos
trabajados, formados de ladrillos puestos por
todas las partes, no de cadenas. También nos
preocupamos por extraños que estando cerca, nos
permiten pensar que lo que les pasa nos afectará o
a seres dentro de nuestra red. En un tercer círculo,
nos preocupan aquellos que no conocemos pero
que llevan adelante valores que compartimos,
gente que trabaja y se comporta civilizadamente y
ha sufrido alguna desgracia o injusticia. Lo que no
existe es el interés por todos.
Podemos ver la historia de la señora a la que
tiran al piso para robar y nos sentiremos muy
alterados al conocerla. Cuantos más detalles, más
real se nos hará. Pero también nos pasará si es
pura ficción y la leemos en una novela o la vemos
en el cine. Lo que experimentamos es el choque
con nuestros valores generales.
Someterse a todo el palabrerío familiar puede
ser un acto de oportunismo pensando que nos
aceptarán. Para Freud, el superyó era una
construcción cultural moral y ética que provenía de
la figura del padre, que es la ley. De ahí deriva una
ética como obligación, como obediencia. Para Ayn
Rand no existe siquiera tal cosa como el «deber
ético», en tanto la ética bien entendida es un
querer; es la regla que conduce a lo mejor para el
propio individuo.
Todos necesitamos una mano amiga y que los
que amamos cuenten con nosotros. Todos nos
identificamos con el chico bueno de la película y
deseamos que triunfe lo que consideramos mejor;
aplaudimos el talento de aquellos a quienes ni
conocemos y establecemos vínculos afectivos más
allá de nuestro círculo íntimo. Eso no es lo que
intento poner en juego al discutir la idea de la
hermandad (más bien intento preservarlo), sino la
idea de que podamos identificarnos con la
humanidad sin traicionar al tipo de humanos que
somos. Y nada de lo que discriminamos como
mejor es una deuda con los genes, con la especie y
ni siquiera con las leyes de la vida. Un pasado
común es el antecedente, pero los vínculos y la
vida se proyectan hacia el futuro.
Cualquier ser humano es un amigo potencial, o
un colaborador, o la contraparte en un negocio.
Por eso, es bueno ofrecer la buena voluntad como
punto de partida. Pero de ninguna manera
tenemos como carga redimir al asaltante de los
caminos, ni al déspota o al estafador. Está perfecto
preocuparse más por la mascota que por esos
sujetos. Sería una buena idea encontrar la
fórmula para modificar esas conductas, pero
nunca como una obligación hacia esas personas
ni como un mandato por suponer que los
criminales son un desajuste respecto de la
perfección y no simplemente individuos que
elijen sus opciones.
Frente al agresor, lo obvio es defenderse. Pero
intentar cambiarlo, «reeducarlo» o por considerase
obligado hacia él, nos pone en el lugar de sus
deudores.
Una muestra de adónde conduce en realidad el
querer ponerse por encima del victimario como sus
reformadores, veamos como ha mutado el concepto
de derechos individuales hacia los llamados
«derechos humanos». Tanto en la teoría como en la
praxis, los derechos en tanto libertades fueron
paulatinamente convertidos en aspiraciones de
bienes o servicios provistos por los demás. Incluso
se habla de generaciones de derechos, donde las
nuevas vendrían a mejorar a las viejas.
Los derechos individuales son un desarrollo de
la irrupción de la libertad privada del hombre
común en el ambiente de apertura que se consolida
con el constitucionalismo clásico desde la
tradición anglosajona. Si fue necesario escribir
que gozamos del derecho de propiedad, de
libertad de comercio y de expresión, es para poner
fin a cualquier duda sobre su existencia. Todo se
hacia invocando a Dios o incluso al Rey, porque el
cordón no se llegó a cortar, pero era un principio
de rebelión del individuo aunque la explicación
fuera defectuosa.
La declaración de independencia de los Estados
Unidos contiene la siguiente fórmula:
«…Sostenemos como evidentes por sí mismas
dichas verdades: que todos los hombres son
creados iguales; que son dotados por su Creador
de ciertos derechos inalienables; que entre estos
están la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad…»
Se encuentra el principio creador y así se
invoca el permiso de la creación para romper los
vínculos con un poder inferior; esto es, la corona
británica. Dios habilita la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad y Dios es más que el rey
Jorge II, por supuesto.
Lo cierto es que hay un vínculo de dominación y
ese vínculo se rompe por decisión de unos
súbditos, que no se plantean el problema de su
propio autogobierno como la principal cuestión,
sino el no gobierno de un monarca abusivo, cuyos
excesos se describen. Los revolucionarios
reconocen que «toda la experiencia ha demostrado
que la humanidad está más dispuesta a sufrir,
mientras los males sean tolerables». Es decir, hay
motivos de orden político y práctico por las cuales
un gobierno permanece y es tolerado. No se trata
de un vínculo obligado por otra cosa que no sea
por circunstancias de hecho.
Más allá de la fórmula genérica de la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad, no hacen
falta muchas más aclaraciones. Sí, en cambio, se
hacen necesarias en cuanto al gobierno federal,
que se invoca como «autogobierno». Es entonces
cuando más allá de los antifederalistas que
rechazaban la formación del gobierno federal, se
acuerda que, una vez que existe, necesita de una
forma de límite. Los Federalistas en cambio
representaron la mirada hacia arriba, hacia el
cielo, algo que esté por encima de lo que hay (los
gobiernos confederados) y pueda controlar sus
fallas, un Dios protector y visible. Dado que la
visión de los segundos se impone se suceden las
enmiendas posteriores a su sanción, que se
conocen como el Bill of Rights de los Estados
Unidos.
Los derechos compiten con el gobierno, no se
realizan con él.
Sin embargo esta ecuación se hace confusa.
¿Cómo congeniar la idea de «autogobierno» con
«gobierno», que implica mando y obediencia por
definición?
De esa situación poco clara a partir de tratados
internacionales, es decir actos del poder de una
unión de autoridades, nacen unos derechos
llamados «humanos». La libertad en concreto se
transforma en fórmulas poéticas más propias de
juglares de la corte que de compradores de cables
de iPhone, consagradas por los profetas. A su vez,
se ingresa como un caballo de Troya la noción de
que el derecho es un acuerdo de protectores hacia
la gran hermandad universal para que al hombre
desvalido, ya no al temible ciudadano, no le falte
nada. Ahora la libertad es hija de la hermandad y
no el grito de independencia de unos individuos
que no admiten ser esclavos ni súbditos.
Hermandad que impide dar trato de enemigo al
enemigo y que el enemigo utilizará en su favor
como una forma de deslegitimar a la voluntad de
defenderse y responder la agresión.
La libertad de los tratados de derechos humanos
es una formula altruista, una deuda a la humanidad
que a su vez se coloca como estándar. Los más
graves son los «crímenes contra la humanidad»;
las personas en particular son apenas granos de
arena de la humanidad.
Si suena exagerado, veamos lo que ocurre en
concreto con las políticas de derechos humanos
cuando son cooptadas por una parcialidad de
izquierda comprometida con actos de terrorismo.
Izquierda en mi vocabulario significa fidelidad al
Dios-Estado, una forma de puritanismo represor
del deseo del lucro y castigadora de la
individualidad como pecado.
La parcialidad de esa izquierda se expresa en la
forma de juzgar actos de sus simpatizantes
ideológicos y los que no lo son, con varas
diferentes. Promueven una impunidad asombrosa, a
veces con argumentaciones absurdas y colocando a
terroristas muy violentos en el papel de víctimas.
Países con el peor historial en materia de respeto a
la libertad son miembros de organismos
multilaterales dedicados a los derechos humanos.
El agresor juega el papel de agresor y también, el
de pobrecito, de acuerdo según esté en una
posición de fuerza o de debilidad. Lo hace posible
el hecho de que los agredidos se sientan portadores
del amor universal.
Esta situación es el extremo del abuso del
dogma «hermanador» por parte de quienes llevan
adelante su parcialidad con violencia, sin sentir
obligación alguna hacia sus enemigos. Se trata de
la utilización de las fallas del dispositivo político
liberal republicano (en cuanto tomó este formato
de imperativo categórico) en función de objetivos
liberticidas. Los violentos, los enemigos de la
libertad y el derecho nos dicen que les debemos
eso que nosotros practicamos como un valor tan
universal que incluso los contiene a ellos, a
quienes quieren acabar con esos valores. Nos
pisan el pie y nos dicen «amaos los unos a los
otros» cuando pensamos en reaccionar. Se trata de
la culpa creada a partir de la idea de libertad
como deuda y no como respeto mutuo.
La paz como ética es una toma de partido e
implica una elección. Una de sus condiciones es
estar abierto a restablecer un vínculo roto o
intentar ponerle fin a una situación de enemistad.
Es bueno porque terminar con los conflictos evita
daños en el futuro y abre el camino a ampliar la
red beneficios. La paz como proyecto necesita
adhesiones; es una forma de relación humana que
aunque no tenga una validez universal, puede ser
perfectamente universalizada porque no contiene
contradicciones y se adapta a la naturaleza
humana. La paz es pariente de la amistad, no de la
hermandad.
Es un bien aceptar la realidad. Parte de esa
realidad es que todo ser humano es un amigo,
socio o colaborador en potencia. Nuestro
desarrollo requiere la preservación de la vida
humana. Pero tal cosa no es un absoluto. Hay vidas
humanas que eligen la vía de la agresión, la de
imponerse a los demás por la fuerza. Eso también
es la realidad.
El vínculo de colaboración tiene una valoración
positiva, pero no es una situación por defecto ni es
irrompible. De ahí, mi negativa a considerar a la
humanidad como un todo moral. El proyecto ético
del que elijo formar parte tiene que ver con la
relación elegida.
Esto no quiere decir que —incluso para la
guerra— no sea necesario mantener reglas. El
peligro es convertirse en el enemigo o contribuir
a la creación de un ambiente que haga imposible
recobrar los valores perdidos en el conflicto. Es
útil, si digo útil es porque no hay otra
consideración que hacer en una guerra, que el
enemigo sepa que todo puede cambiar si depone
su agresión. Lo que nunca debe pasar es que
entienda que se ha renunciado a la voluntad de
responder por una obligación hacia él, por un
espíritu de predicador del amor universal que le
permita tomar la posición de víctima o de
defensor de los «derechos humanos».
A su vez, sin la visión paradisíaca de la
hermandad, la idea del perdón adquiere un
carácter muy distinto. El perdón es una vía para la
paz, tampoco es un valor en sí mismo. Perdonar
requiere una recuperación de valores. Se puede
olvidar, porque también es válido cuando los
conflictos pierden vigencia y posibilidad de
proyectarse en el futuro, pero no es lo mismo el
olvido que el perdón que recompone un vínculo.
Tenemos con cualquier ser humano una cuota
importante de herencia genética común; puede ser
un señor que está tomando una cerveza en Tokio y
una señora sentada en un café de Viena. Pero no
somos solo una herencia sino individuos nuevos en
el universo empujando por vivir, aunque nuestros
genes fueran puras reproducciones y
combinaciones de otros genes como los de
aquellas personas en Tokio y en Viena. Nuestros
caminos de aquí en más podrían bifurcarse para no
volver a unirse jamás. Cada uno de nosotros
podría dar lugar en un millón de años a especies
por completo diferentes, difíciles de asociar a su
vez con nosotros como el tronco común.
Soy quién leyó alguna vez «La Insoportable
Levedad del Ser» y lo comentó con su amigo en un
bar y se lastimó el dedo con una aguja cuando
quiso arreglar un botón. No fue el lector, ni el
bombero de Roma o el actor de Hollywood; esas
experiencias me pertenecen, no están en mi
genética, no estarían en la de mis descendientes.
No soy el instrumento por el cual los genes que
llevo continuarán viviendo. Allá ellos con sus
objetivos. Yo soy yo. Y si esto es una ilusión, la
adopto para no someterme a la ilusión similar de
ningún otro que crea que además de ser él, es yo.
No es el componente biológico el que nos da un
nombre. La similitud genética tiene unas
dimensiones que no le interesan a esa
individualidad. Con los chimpancés compartimos
un 97,8% de los genes. Parece poca la diferencia y
sin embargo eso no nos hace pasar las fiestas
comiendo y bebiendo con nuestros «hermanos» en
el zoológico.
De los ratones nos separan 75 millones de años
de evolución. Nuestro antepasado común estaría
orgullo de nosotros, pero no sé si tanto de nuestros
primos cercanos de los que nos diferencian solo
300 genes, mientras que compartimos el 99%.[11]
Las diferencias entre las razas humanas están en
el orden del uno por ciento. Los seres humanos
somos todos parientes más cercanos, pero no
estamos mucho más lejos de otras especies a las
que no hemos incluido en la familia.
No nacimos con una deuda, sino con una vida
por delante, con cosas maravillosas que
podríamos hacer interactuando con cualquier ser
humano, pero también con la libertad de no
hacerlo.
La genética no produce obligaciones de tipo
moral, porque lo más importante que tenemos en
común, nos diferencia. Esto es, la libertad, la
consciencia. Lo que nos caracteriza es que no solo
buscamos perpetuar nuestros genes, sino también
nuestros valores. Porque los genes nunca serán el
proyecto completo de nuestra vida. Incluso
luchamos contra ellos cuando descubrimos que
tienen algún mal plan para nosotros, como una
enfermedad congénita.
Cuando pierden su falsa fuerza normativa las
similitudes biológicas, aparece el verdadero
campo del amor como potencial, las relaciones
libres con puertas de entrada y salida. Porque el
amor no es un lazo heredado sino una plenitud
buscada. No nos relaciona al pasado sino al futuro.
Las relaciones humanas son el campo sobre
todo de los valores. Por supuesto que la biología
también tira. Somos seres sexuados y no hay mucho
que innovar sobre eso, aunque sí muchas formas de
aceptar o no aceptarlo desde ópticas morales muy
distintas. Nos encontraremos con gente que
comparte nuestros valores o que representan para
nosotros un valor, otras que permanecerán
indiferentes y otras que los detestarán. Algunas
amenazarán tu vida, tu paz, querrán quedarse con
lo que te pertenece.
En ese amplio campo de las diferencias, el
proyecto de la paz es el más universalizable, pero
no lo es por completo. Debe ser elegido. Puede ser
defendido con argumentos racionales y referencias
a la realidad; es decir, se trata de una ética.
Así se hace un poco más explícita la buena
noticia: no somos hermanos, pero podemos ser
amigos o socios.
La palabra libertad debe ser una de la más
populares y prestigiosas de nuestra etapa
evolutiva. La usan quienes la aman y quienes la
odian. Las organizaciones revolucionarias que
l uchaban por establecer sistemas de control
totalitario le llamaban a sus propósitos
movimientos de «liberación nacional». Ellos creían
en la hermandad entre los hombres hasta el extremo
de eliminar física o moralmente a los miembros
descarriados de la familia. Los fundamentalistas
religiosos de la hermandad promueven el conflicto
entre «hermanos» con el nombre de «Teología de la
liberación». La Revolución Francesa y su Comité
de Salud Pública se inspiraban en el slogan
«libertad, igualdad, fraternidad» y el hermano que
no compartía semejante amor, perdía su cabeza. El
peso cultural de la palabra libertad es tan grande
que hasta los intentos de terminar con ella se
disfrazan de ella.
Pero libertad no quiere decir nada mucho más
importante que independencia del designio de la
hermandad. Libertad en el aspecto social, al
menos, es precisamente obrar según deseos
propios aún contra los deseos de nuestros
«hermanos». Sin embargo, la libertad no destruye
las relaciones sociales como piensan los déspotas
en ejercicio o de vocación, sino que las hace
posibles y reales.
Uno podría identificarse con los hermanos que
atentan contra el derecho a disfrutar de su
habilidad del prójimo. De hecho, creo que el
secreto del colectivismo es exaltar este
sentimiento. Aquí es donde debemos apelar a la
ética, es decir a la cabeza y no al corazón, para
desprendernos del impulso primitivo. Más
adelante explicaré por qué al menos habilidoso,
incluso al más vago, le conviene la libertad del
otro para sacar provecho propio de sus ventajas.
Entender todo eso requiere libertad de juicio.
«Todos los hombres somos hermanos» es un
dogma que puede ser sostenido desde la fe. La
razón no puede negar dogmas; lo que hace es no
incluirlos, no considerarlos válidos dentro de su
propio código de funcionamiento. En el mundo de
la fe podrá existir ese vínculo, como puede existir
Don Quijote en el universo de la ficción. De modo
que mi afirmación acerca de que no somos
hermanos es nada más que para este mundo. No se
trata de la negación de un dogma, sino de liberar el
pensamiento de esta cuestión de una atadura que
opera como terrenal, cuando en todo caso debería
quedar en ese supuesto más allá.
Aquí en la Tierra, hay dos fuerzas actuando que
se oponen. Una, la fraternidad y la otra, la libertad.
La primera también tiene su prestigio. Se puede
vivir la libertad con una culpa que no es otra cosa
que el lazo persistente hacia la fraternidad. Los
actos de amor de los individuos están rodeados de
deberes hacia una hermandad. Pero la relación
entre personas ocurre en función de intercambio de
valores y no solo por historia genética.
Claro que la libertad conduce a un cierto
vértigo. La razón elabora normas éticas que se
perfeccionan con el intercambio. La alternativa
ordenadora a la hermandad es la paz, la
colaboración y la amistad por una mutua elección
en lugar de por una herencia, carga o culpa. La
amistad y la sociedad se producen por afinidades
personales o de intereses. Aunque no podemos
establecer con todas las personas la profundidad
de relación de una amistad, la paz puede lograrse
con cualquiera que esté dispuesto a mantenerla con
nosotros. La colaboración con aquellos con los
que logramos realizar intercambios se sustenta en
eso. Se ha dicho muchas veces que el comercio es
un reaseguro importante de la paz, porque genera
intereses que la consolidan, y es un incentivo para
la no segregación y la aceptación de las
diferencias en función de objetivos comunes. «Si
por una frontera no pasan las mercaderías, pasarán
los cañones» decía Bastiat.[12] Es cierto, de eso
se tratan los cargadores de iPhone.
La libertad es un elemento base de cualquier
relación. La puerta de salida es un seguro contra
los abusos de cualquier parte. Hasta una familia
con sus puertas cerradas hacia el exterior es
peligrosa para sus miembros.
Todos los días escuchamos la sentencia
admonitoria que dice que «el mal del mundo es el
individualismo» y su correlato político, el
«capitalismo». Lo que expresa este sermoneo es el
deseo de control de parte de los individuos que lo
expresan sobre otros individuos cuyas vidas
juzgan o cuyos logros les molestan. Son las
palabras que denotan una frustración por una
colaboración imposible, porque pretende fundarse
en una obligación con la hermandad, con
ignorancia expresa de los intereses del otro. El
dilema que enfrentan estos pensamientos
colectivistas es que son individuos solos o en
colaboración quienes controlarían a otros
individuos que estuvieran solos o colaborando. El
colectivismo es un individualismo perverso, pero
no deja de ser el individuo la unidad de acción.
Si el ideal fuera que los seres humanos formen
una gran ronda en nombre del amor incondicional
de unos con otros olvidándose de si mismos,
habría que convencerlos a todos para que
semejante empresa se pudiera llevar a cabo de
modo pacífico. El problema sería que si eso
ocurriera, el colectivismo ya no sería colectivismo
sino una organización privada y no hay nada que
los colectivistas detesten más. El colectivismo por
lo tanto es solo violencia ejercida hacia el díscolo
o hacia el mejor. Por definición es no voluntario y
parasitario.
La empresa privada es un grupo de
colaboración con roles convenidos y prestaciones
recíprocas. El idealismo colectivista no las acepta
por su finalidad lucrativa. El fin de lucro en un
idealismo fraternal aparece como sucio y menor,
porque es lo que el individuo quiere para él
mismo. Muchas organizaciones se jactan de ser
«sin fines de lucro» como una forma de
legitimación de lo que hacen, a pesar de que
siempre lo son aunque no obtengan ganancias
medibles en dinero. La condena al lucro es la
condena a la acción, a la colaboración útil y a la
vida. La condena al hermano que no vive para
nosotros.
CAPÍTULO VI
VIDA Y PROPIEDAD

La vida es un proceso de apropiación. Los seres


animados incorporan sustancias del medio, se
proveen de energía y transforman la materia. La
vida es un hecho, no pide permiso ni se justifica.
El mito del paraíso perdido hace que ese
proceso vital se vea como una deuda con un
creador, alguien que dio el permiso inicial a la
apropiación de nuestra primera célula. Con el
dispositivo ético con el que nos tratamos con los
seres con los que compartimos las mismas
capacidades de intercambio, queremos vernos
justificados en el hecho de que tomamos otros
seres vivos, animales o vegetales y nos nutrimos
con ellos para subsistir. Como si alguien tuviera
que haber habilitado lo que somos, dado que no
encontramos como considerarlo justo en base a una
regla preexistente.
Bien, buscar la regla que da el permiso para que
exista la propiedad es como buscar la habilitación
para vivir.
Tiene mucho sentido que aquel paraíso supuesto
del que fuimos expulsados, esté relacionado con la
muerte (cuando nos ocurra tendremos la
oportunidad de recuperarlo) y que la vida como la
conocemos haya comenzado a partir de la
expulsión de allí. En tanto la vida es acción y
avance hacia lo que se aspira y la apropiación de
elementos externos, la muerte es el fin de esa lucha;
por lo tanto, de las necesidades. El paraíso se nos
ofrece como el descanso eterno, la ausencia de
angustias y privaciones, lo que se da únicamente
una vez finalizada la vida.
El Jardín del Edén se parece mucho a la añoranza
por el estado anterior a la vida, adonde se vuelve
después de ella. Lo que Freud denominó
precisamente «pulsión de muerte». El paraíso es, al
final de cuentas, el descanso de la lucha constante a
la que llamamos vida.
El mito nos ofrece una justificación que nos
trasciende como seres vivos por medio de la idea
de la Tierra heredada. Un Dios creador ha puesto
todas las cosas en este mundo, entre ellas a
nosotros. Nos ha dicho de manera expresa que
podemos servirnos del medio porque está puesto a
nuestro servicio. De todos los seres vivos,
nosotros somos los más importantes y los únicos
que fuimos hechos parecidos a él. Por eso es que
tenemos autorización para comernos las zanahorias
y los peces.
«26. Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza. Que tenga autoridad sobre los
peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los
animales del campo, las fieras salvajes y los
reptiles que se arrastran por el suelo.” 29. Dijo
Dios: “Hoy les entrego para que se alimenten toda
clase de plantas con semillas que hay sobre la
tierra, y toda clase de árboles frutales.”»[13]
Dicho esto, comer una manzana silvestre se ve
habilitado.
Pero supongamos que no existe autorización
alguna. Que en realidad somos parte del fenómeno
de la vida, que la vida se sostiene en la
apropiación y la transformación de los nutrientes
en energía, que dentro del desarrollo de esa vida
nuestra especie se caracteriza por tener propósitos
complejos, más allá del hardware. Que nuestra
percepción del software es lo que llamamos
«alma». Que no estamos aquí porque alguien lo
haya querido sino simplemente porque resultó de
una serie de factores ajenos a cualquier voluntad,
incluso la nuestra. Supongamos entonces que, en
tanto apropiadores, nuestra capacidad de explicar
la realidad nos permite ser conscientes de los
otros, que logramos entender que son parecidos a
lo que somos nosotros mismos.
Esos otros apropiadores que son nuestros
semejantes, tienen también propósito y capacidad
de juicio como decía Ayn Rand. Poseen un
dispositivo de razonamiento, y son capaces de
manejarse con su voluntad en base a reglas
generales. Valen para nuestra subsistencia mucho
más que una fruta que recolectar o un animal que
cazar, por todo lo que podemos intercambiar con
ellos y así tal vez podría ser que se lleguen a
desarrollar nuestras emociones. Entonces la
evolución nos permite excluir a los otros del goce
de lo que logramos y a la vez renunciamos por
aprendizaje a convertirlos a ellos en instrumento
nuestro. Y después de excluirlos de nuestro
patrimonio, digamos, establecemos con ellos la
paz, para vincularnos, intercambiar, colaborar. La
paz se basa en no interrumpir, entorpecer ni violar
sus acciones de apropiación.
Entonces no basamos esa paz en el pasado, ni en
un origen común o la orden de un creador, ni
siquiera en un orden moral implícito en las cosas
por sí mismo. Ese respeto a las otras
apropiaciones y propiedades, se sostiene en el
futuro, en la ganancia, en el lucro. Supongamos,
entonces, que es el lucro en un sentido amplio
como conceptualización de la apropiación, el
origen de la ética, del respeto, del software que
denominamos «deber ser». De ese modo las cosas
se ven bien distintas. No es que se trate de un
relato histórico, sino de una especulación sobre
cómo pueden haber operado los incentivos sin que
se suponga ningún acto de creación ni ningún
permiso de vivir. A la vez, es muy distinta al
idealismo cósmico que sujeta la justicia de la
apropiación a un orden moral superior o anterior
al hombre y a una perfecta armonía (en base al
mismo permiso), de todas las transferencias y de
estas con el cosmos.
Como decía más atrás la más tradicional forma
de justificar la propiedad es la de John Locke[14]
que la deriva de la aplicación del trabajo a la
tierra, heredada a su vez por todos los hombres del
Creador. El inicia su propia especulación con el
Génesis, con Adán y Eva como primera instancia
creadora y Noé, como una segunda. El creador es
perfecto, los hombres apenas una imagen de él,
pero pecadores al fin. La perfección sin la cual la
imperfección no puede conceptualizarse: esa es la
fantasía que crea la imperfección.
En consecuencia, lo que no tenemos se explica
de la apropiación original sobre algo que era
común. Si la Tierra es de todos nosotros los
hermanos, la tierra que yo mismo no tengo debe
ser explicada como si se hubiera cometido un
pecado. Locke, intenta su justificación y nos dice
que la propiedad se debe a la aplicación del
trabajo por parte de nuestros ancestros, aunque él
mismo define como su límite el hecho de que lo
que hay alcance para todos. Nuestro trabajo, a su
vez , es nuestro porque somos dueños de nuestro
cuerpo; es decir, parte de la base de que hay un
cuerpo y un alma y una vida más allá del cuerpo.
Con otro punto de vista igual, pero siguiendo la
misma línea de razonamiento se podría cuestionar
que el trabajo aplicado se extienda en sus efectos
más allá de los frutos.
El derecho a poseer no es la única herencia
humana. Nos dice Locke que «una vez que nacen,
los hombres tienen derecho a la autoconservación
y, en consecuencia, a comer, beber y beneficiarse
de todas aquellas cosas que la naturaleza procura
para su subsistencia».
Una gran diferencia que tengo con esta
afirmación es la falsa división, como si existiera
algo que es la vida, otra cosa que es el alimento y
algo que las vincula que es el permiso. El derecho
a la vida supone que la vida puede ser justificada
y que además requiere justificación. Se quiere
hacer encajar la vida en la razón y no la razón en
la vida; a esto se debe a la perspectiva mística,
nada más. La justificación es un mecanismo de la
razón que ha comido. Una retrospectiva.
No se deriva de esto que comer justifica
cualquier acción. Justificar es un acto moral,
comer no lo es. Mi crítica es hacia la inversión del
camino. Ese ir para atrás derivado del hecho de
que en algún punto de nuestra evolución, hemos
concebido algo llamado moral, por lo cual nos
abstenemos de hacer algunas cosas que en
principio parecieran beneficiarnos en el corto
plazo. Luego pretendemos hacer una retrospectiva
para encontrar que nuestra ética explica incluso
nuestra existencia, el cómo hemos llegado hasta
acá. Esa retrospectiva es ilusoria. Nuestra
existencia resulta que no es producto de ninguna
ética, sino del azar y la apropiación sin reglas. La
mentalidad religiosa nos impide aceptar eso y
hasta llega a veces a negar nuestra animalidad
evidente.
Hablo de invertir el camino porque el respeto a
la vida y a la propiedad es una adquisición del
progreso del ser humano y no algo que tenga que
ser agradecido a los ancestros o al creador. Es
algo útil que nos enriquece en el aquí y ahora y
hacia el mañana. Si no fuera así, habría que
deshacerse de ella.
Es el futuro lo que hace posible la propiedad,
no el pasado. Aquel pasado no tiene la más
mínima importancia como fundamento para que
respetemos la propiedad. Si el mundo se acabara
mañana, haríamos bien en comer las manzanas del
vecino y al vecino le daría lo mismo mientras tenga
para él. El hecho de que haya futuro nos lleva a
respetar unas reglas y esas reglas requieren muchas
veces que utilicemos datos del pasado, como la
validez de los títulos de propiedad. Pero sin
futuro, ese pasado carecería de importancia.
La propiedad existe porque permite la vida
humana tal como es. La lucha contra la propiedad
es la lucha para dominar al ser humano,
comprometiéndolo con un pasado místico o con
vínculos biológicos sin significación moral.
La búsqueda de la justicia de la apropiación
originaria parte de asumir que el cosmos necesita
explicaciones. El beneficio de establecer la regla
de la propiedad y de la transferencia pacífica,
tiene un peso tal a futuro que no revisamos todas
las injusticias ocurridas en todos los traspasos
pretéritos, sino que le ponemos límite a la
indagación. Un límite que está marcado por el
costo de esa revisión en función de que se puede
obtener al revisar. La razón por la que existe el
instituto jurídico de la prescripción es
precisamente ese costo.
Además de la ética, el software humano ha
elaborado algo más sofisticado: el derecho, al que
ya suponemos como obligatorio además de útil.
Propiedad, vida humana y paz son términos
inseparables y abarcados por la noción de Justicia.
Y ya que estoy, me voy a tomar el atrevimiento
de criticar en este sentido a Emanuel Kant en su
Crítica a la razón práctica. Kant intenta buscar la
universalidad en la razón a partir del altruismo
extremo; la razón no práctica, digamos. En su
concepción, ser moral consiste en dejar los propios
intereses de lado. Eso era algo a lo que el Creador
ya nos había invitado, lo había hecho en función de
su autoridad, porque parecía evidente que no
tendríamos nunca motivo propio alguno para dejar
de hacer algo que mediata o inmediatamente nos
beneficie. Así ha buscado el hombre explicarse su
ética (después de tenerla).
¿Es una renuncia? Pues si es una renuncia debe
venir precedida de alguna orden superior. Kant sin
embargo quiere que el altruismo vaya más allá de
la idea de Dios, cuya muerte más tarde decretaría
Nietszche. Entonces terminará por elaborar su
teoría pura de la moral altruista, según la cual
cualquier acto que hagamos en nuestro provecho y
en la medida en que esté motivado por nuestro
provecho, no es moral. La moral es el resultado de
la voluntad, pero, nos dice Kant, la voluntad solo
es libre cuando no actúa en su propio favor. Es
decir, la voluntad es libre cuando no quiere nada.
Lo cual me parece bastante inútil. Esta es la
condición que pone Kant para universalizar el
imperativo categórico. Es una moral autónoma sin
Dios, pero que sigue estando por encima de
nosotros; es decir que también es autónoma de
nosotros.
¡Pamplinas! No existiría la moral sin la
voluntad ni la voluntad sin el deseo. La moral no
requiere guardianes represores, ya que es capital
humano en estado puro. La moral no es sacrificio,
es costo. El costo implica algo que se deja para
obtener algo mejor. La mentalidad mística en lo
moral consiste en no encontrarle beneficio a las
reglas abstractas por sí mismas y por tanto, el
intento de suplantarlas por órdenes superiores. No
hemos sido buenos por Dios, cualquiera sea la
idea que tengamos sobre ser buenos. Lo hemos
sido por hombres, por ambiciosos y por
inteligentes.
Misticismo y altruismo así definidos son los
límites que encuentran los que aún no han
descubierto la ética como método de
supervivencia esencial del ser humano.
CAPÍTULO VII
PATERNALISMO

19 Si quisiereis y oyereis, comeréis el


bien de la tierra:
20 Si no quisiereis y fuereis rebeldes,
seréis consumidos a espada: porque la
boca de Jehová lo ha dicho.
ISAÍAS 19: 20

El paternalismo es una forma de poder. Quién


protege, domina; quién provee sin
contraprestación, manda. El ejercicio habitual de
la dádiva implica una degradación en la posición
del que recibe frente al que otorga.
La paternidad real también implica mando que se
justifica por la inmadurez de los menores. El
paternalismo entre adultos promueve la inmadurez.
Si le llamamos bondad a mandar, entonces el
paternalismo es bondad. Puede asombrar que lo
diga de esta manera, pero es bastante común
llamarle bondad a mandar. De eso se han tratado
todos los misticismos asociados al poder, la
veneración de próceres y la asignación de unciones
sobrenaturales a los gobernantes. Lo novedoso es
la idea de una religión que no justifique al mando,
sino que sea una forma de psicología que actúe en
el ámbito privado con el creyente. Sin embargo, el
estado secular se ha sostenido, desarrollado y
crecido, erigiendo sus propias doctrinas religiosas
o cuasi religiosas sobre un formato místico
precedente. El nacionalismo es una de esas
doctrinas; el mercantilismo, otra y también la idea
de la seguridad nacional. En general se trata de
amenazas invocadas con fines políticos.
El paternalismo populista ocupa ese mismo
espacio de creencia dogmática que explica, hasta
con violencia, que el que manda es bueno y debe
ser venerado porque nos protege. El que manda no
es un igual y por eso tenemos que obedecerle. Se
requiere de un continuado culto a la personalidad
que avale ese sometimiento. Son padres, nos
quieren, se preocupan por nosotros. Quien se
opone, está contra nuestro protector y por lo tanto
es un peligro para nosotros.
El cielo viabiliza la obediencia «en defensa
propia». Lo que no tenemos se debe a la maldad;
un bueno terminará por nosotros con la maldad.
Esa es la forma más habitual de justificación del
sometimiento.
A la razón para el sometimiento no se le llama
de esa manera, sino con una palabra funcional y
que encierra una gran mentira: «legitimidad».
Legitimidad es el supuesto ajuste a una regla
superior del ejercicio del sometimiento. Dado que
el mero uso de la fuerza no es practicable a cierta
escala, como lo es al nivel del asalto en la calle,
el poder requiere de artilugios argumentales que
tengan la capacidad de convencer al que obedece
de que es su deber hacerlo. Para eso se inventan
todo tipo de estratagemas, desde las más
primitivas de orden meramente místico, a las más
sofisticadas con pretensiones de juridicidad. Pero
el resultado es inevitablemente que el que tiene
que obedecer es un inferior.
Hay que decirlo de una vez y con toda claridad:
no existe título alguno por el que una persona
adulta deba obediencia a otra, ni que tenga que
considerarse que sobrevive por su protección. No
importa si el que ejerce el poder fue elegido, se
creyó elegido o tiene las armas en la mano. La
obediencia no es debida a no ser que se la
contrate.
Sin embargo, hay situaciones en las que todos
elegimos obedecer más allá del caso de que
contratemos nuestros servicios, en cuyo caso
recibimos algo visible a cambio previamente
pactado y no perdemos la condición de iguales.
Puede haber un vínculo paternal en el que nuestra
debilidad es un supuesto y la fortaleza y buena
intención hacia nosotros, es el otro. Para esto no
hay título alguno, por más que la paternidad de los
menores genere derechos y obligaciones en todos
los sistemas civiles; es revocable cuando esos
supuestos desaparecen. Normalmente están, pero
no es una regla sin excepciones. La paternidad,
normalmente, es una protección para los menores y
no un peligro.
El cielo nos convierte en débiles permanentes.
El poder político a su vez es fuerte y su
justificación es la de ser protector. El
paternalismo, entonces, resulta la forma de
«legitimidad» básica.
La angustia de lo perdido y el temor a la
incertidumbre creada por la idea de la
certidumbre, requiere consuelo. La tendencia es a
acomodarse a una situación que parezca la del hijo
cobijado por el padre. En la tradición judeo-
cristiana, Dios es justamente el Padre y a la vez
«todopoderoso». La religión se trata de un formato
de sometimiento a una voluntad bienhechora que
nos exige sacrificar lo que deseamos a cambio de
su protección omnipresente.
Con el Estado secular, por más constitucional
que sea, ese vínculo se transmuta, pero no cambia.
Del orden político real (como la ley del más fuerte
moderada por tradiciones), se pasa a un orden
político protector idealizado. En principio, aparece
como guardián de las libertades básicas cuyo
principal enemigo ha sido hasta ahí el propio orden
político. La visión clásica liberal sobre el Estado
que en alguna medida aún subsiste, es que el
gobierno legítimo es el paternal y que una
paternidad sana es la que permite el crecimiento y
desarrollo de los hijos. Pero, aunque es la visión
clásica liberal, este pensamiento viene heredado de
todas las formas anteriores de justificación del
poder. Las constituciones clásicas toman a Dios
pero puesto de su lado, para deshacerse del tirano.
Ninguna paternidad permite el desarrollo de los
hijos salvo la real, que termina en general cuando
los hijos le ponen fin, con independencia de las
reglas civiles formales. Los hijos rompen el
vínculo y se hacen adultos, cambiando los
términos de la relación con sus padres.
La tradición judeo-cristiana se basa en gran
medida en la exaltación de los vínculos de
sometimiento y compromiso familiar, como un
microcosmos transformado en macrocosmos, que
nos coloca de nuevo en la posición de hijos.
Primero, respecto del Dios que es Padre. A partir
de ahí a la exaltación de la hermandad extendida a
toda la humanidad.
El cristianismo en particular recurre a la figura
del pastor que cuida sus ovejas, como la metáfora
del vínculo de los laicos con los sacerdotes.
Esta es la parte más reveladora, en realidad,
porque los pastores crían ovejas para esquilarlas y
comerlas. No es que los sacerdotes se coman
físicamente a las ovejas: la relación de poder se
da en la facultad alegórica que tienen para hacerlo.
Mi opción es, en cambio, percibir al mundo
como lo desconocido, el lugar el ensayo y la
acumulación de experiencias. No es una falta de
certidumbre, porque la certidumbre es un mero
producto de la imaginación; no existe ni tampoco
su falta. No falta certidumbre, como no faltan
magos ni faltan dioses.
Del mismo modo, no existe la imperfección, en
la medida que se defina en función de algo
inexistente, como la perfección. Podría seguir
mencionando palabras que empiezan con «in», que
están colgadas de un ideal imaginario de ausencia
de necesidades y que son producto de definir la
vida como una carencia, en lugar de una
aspiración.
Esa aspiración que caracteriza a la vida
mientras es tal, nos mueve a la acción, a probar, a
colaborar, a pensar. El cielo nos lleva a temer, a
buscar oráculos que interpreten las piedras, las
cartas, el horóscopo o los libros sagrados.
Fundamentalmente, a obedecer. Tal es el rol que
juega el misticismo como remedio a la angustia
creada por la concepción de la existencia como
una pérdida, producto a su vez del mito.
En la tipología de Max Weber, el patriarcado es
una forma de legitimidad de la dominación
ilimitada. El patriarca tiene un vínculo tan estrecho
con sus súbditos, que puede disponer cualquier
cosa sobre ellos. En algún punto de la historia, el
poder del patriarcado se extiende sobre los así
llamados «hombres libres». Denominación que es
perfecta, porque son aquellos que no tienen
vínculos con ningún patriarca, no están protegidos;
es decir no están dominados. Hemos perdido esa
definición de libertad, porque el mundo ha sido
parcelado y todos los hombres son súbditos de una
nacionalidad que define sus derechos.
De algún modo, la racionalidad política de
nuestra era ha creado la sensación de que el tipo
de relación entre un ciudadano y el aparato de
poder encargado del «bien común» es la
normalidad de la historia; pero, en realidad se
trata de una normatividad bastante excepcional. El
Estado ha sido en la historia, la forma de
dominación más ilimitada, porque ha sido también
supuestamente la más protectora y paternal de
todas. El totalitarismo no es hijo de la maldad del
poder, sino de la bondad y por eso llegó hasta
dónde llegó. Hay una cosa muy mala que tiene este
mundo y es los que son tiranos por malos, pero
mucho peor resultan los que son tiranos por
buenos. Esos lo son convencidos al ciento por
ciento.
El pensamiento liberal clásico al crear un
aparato político con pretensiones de protección de
las libertades individuales, generó unos incentivos
opuestos a los buscados, poniendo al poder al
servicio de otros objetivos. Gran parte del
abandono del pensamiento clásico de nuestro
sistema político actual y su reemplazo por
doctrinas políticas incompatibles con el sistema
republicano, operó por medio del restablecimiento
de vínculos patriarcales, bajo la forma de
paternalismo. Las grandes frases que podemos
recordar de los pensadores públicos del
constitucionalismo clásico son contra la tiranía,
pero a su vez nos llevan a imaginar en una
dominación protectora.
El paternalismo no se ocupa de la pobreza, sino
que la crea como categoría. El paternalismo no es
una mera provisión de servicios, sino el inicio de
una relación entre amos y súbditos. Se trata de un
vínculo de poder político, no de un sistema
económico. Por eso, la demagogia es demagogia y
no servicio; no produce efectos benefactores de
verdad, pero si es fuente de poder para el
protector y no se abandona por más que no tenga
ningún resultado.
El paternalismo en una república es la mayor
inconsistencia posible, una forma nostálgica de
eliminar al ciudadano como actor del proceso
político y transformarlo en protegido. La
asimilación de la relación entre ciudadano y poder
político con la paternidad, remite a las formas
culturalmente aceptadas de sometimiento que no se
compadecen con un sistema republicano de
gobierno limitado. La relación de los hijos con el
padre es de obediencia y a la vez de confianza
ciega. Entre adultos, la relación paternalista es una
forma de esclavitud.
Eugene de Genovese[15] ha estudiado la
historia del vínculo entre los patrones y los
esclavos del sur de los Estados Unidos. El
elemento central que explica la sumisión en su
visión, no es el mero uso de la fuerza sino el
paternalismo, de ambos lados de la relación amo-
esclavo. El esclavo es visto como un protegido, un
mantenido que a cambio de serlo, está al servicio
del amo. El esclavo básicamente lo acepta
compartiendo la visión que lo somete.
Observemos el tipo de pobreza sostenida, que
es el objeto de preocupación verbal del estado
paternalista (o de otras formas de paternalismo
privado que comentaré más adelante) y no se ve
muy diferente. Los barrios marginados, que nunca
se reducen sino que aumentan en su volumen pese
a que paternalismos oficiales y no oficiales los
«sirven». Aunque en realidad, se sirven de ellos,
sea usándolos de votantes o de asistentes a actos o
nada más que como besadores de manos.
Thomas Szasz observa, a su vez, que la
esclavitud era en gran medida justificada poniendo
la mirada en el esclavo, describiéndolo como un
ser desvalido, incapaz de valerse por si mismo,
pero olvidando mirar al vínculo que explicaría esa
misma situación de indefensión de otro modo. La
posición del amo hace al esclavo. La posición del
paternalismo estatal hace al «pobre» ser lo que es
en las sociedades paternales. Veamos el trato de un
político demagogo en un barrio marginal, viéndose
a sí mismo como «bajando» al nivel de quienes se
le acercan a tocarlo. Miremos incluso a los
religiosos politizados y no politizados extendiendo
sus sonrisas condescendientes y lo que tendremos
ante nuestros ojos, es un vehículo para la sumisión,
un ambiente viciado de condescendencia, parecido
al que a veces se da entre los médicos o
enfermeras sin ética con los pacientes desvalidos.
Hay un punto interesante en esta forma de
dominación paternalista, que utiliza un lenguaje
neomarxista que se llama populismo o socialismo
del siglo XXI, vigente con distintos grados en
Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y
Argentina. El eje conceptual de este socialismo
apunta al resentimiento y explica la relación
política como liberadora de las masas contra la
explotación, pero a diferencia del marxismo
carece de una explicación de la explotación y de
un método específico para terminarla. Sobre esto
volveré más adelante al hablar del error de Caín.
En el marxismo, la «liberación» consistía en la
eliminación de la propiedad privada sobre los
medios de producción. Se suponía que el
empleador privado se quedaba con la plusvalía y
el remedio para cortar el sistema era la propiedad
social de todos esos medios de producción, como
paso previo para alcanzar el paraíso comunista.
El populismo como el nacional socialismo, en
cambio, se limita a intervenir en la economía, pero
no la socializa del todo salvo a medida que hace
fracasar a las empresas. Es decir, en términos
marxistas, se asocia a la explotación. El Estado
entonces ya no es un «liberador de la explotación
de la plusvalía», sino un administrador y socio de
explotadores.
La lucha de clases adquiere carácter apenas
emotivo en este socialismo del siglo XXI, y el
ejercicio de la arbitrariedad en nombre del
resentimiento, es todo lo que tiene para ofrecer de
verdad. Entonces, se elaboran —en reemplazo de
aquel sustrato teórico absolutamente refutado—,
teorías sobre salvadores y su relación con todos
los débiles, sean pobres o cualquier otra categoría
que se ponga o cree como desaventajada. Es una
legitimidad de la reivindicación móvil, pero no
tiene ningún contenido económico en concreto que
la explique.
Todo el sistema es parasitario del flujo
productivo. Los recursos que se extraen al
mercado, desincentivan las voluntades de quienes
producen y hacen desaparecer los negocios
marginales, generando a su vez más clientes para
el sistema de reparto.
Nos resulta fácil ver la perversión del
paternalismo en la esclavitud del pasado. Lo que
ha cambiado no es la esclavitud, sino la
consciencia moral de la sociedad sobre esa
relación y lo que de verdad implica. Algún día
pasará lo mismo con el paternalismo de cualquier
tipo. Es una contaminación moral lo que está
terminando con el sueño republicano, no una
acción política en concreto.
Pero vayamos incluso más allá de la política. El
paternalismo como problema moral, es perverso
incluso fuera del poder organizado político-
estatal. Aclaro, por lo tanto, que lo que voy a decir
ahora no requiere un cambio político, pero sí una
consciencia ética. Así como la mentira es
condenable, aunque por sí misma no tenga
consecuencias políticas salvo que sea el mismo
aparato de poder el que mienta, tal cosa no quiere
decir que haya que aceptarla como tal fuera del
Estado.
En ese sentido, es paternalista y condenable
como un abuso de unas personas sobre otras. Tanto
aquella relación entre los médicos y el personal de
enfermería con los enfermos que incluye una alta
cuota de condescendencia y de aniñamiento del
paciente, como lo es ese trato hacia los mayores y
una buena parte de lo que se mal entiende como
formas de caridad, sobre todo las que se centran
en el otorgamiento de regalos a cambio de
conceder formas más o menos reconocidas de
adulación.
En ese sentido, me parecen especialmente
rescatables algunos preceptos del propio
cristianismo, no por la autoridad de la que emanan
sino por su contenido. La caridad consiste en una
obra de amor por otra persona. El amor como tal
se auto-compensa. La forma de reconocerlo y
diferenciarlo de la manipulación o de la prestación
que espera una contraprestación, es aquella
máxima del catolicismo, que hoy se ha olvidada,
esto es «que tu mano izquierda no sepa lo que hace
la derecha».
A mi juicio, ese axioma tiene un sentido muy
profundo. El amor no compra ni siquiera
parcialmente a la otra persona; el amor verdadero
la reconoce como tal y la deja libre de sumisiones.
El que ejerce un acto que parece ser generoso, en
función de las miradas de los beneficiados o de
terceros, no alcanza ese estándar. A menudo
adquiere el vicio del encantamiento del que lo
realiza con su propia persona y el sentimiento de
su superioridad respecto de aquellos a los cuales
provee, significando una relación paternal
perversa entre adultos.
La caridad bien entendida se ejerce entre pares,
no hacia «inferiores». Si el «pobre» es definido
como inferior y no como un par, la dádiva tiene el
valor de una propina, con la diferencia que la
propina es explícita y clara. Si hay verdadera
caridad, el otro ha de quedar en la misma situación
de poder que antes; de otro modo debemos tomarlo
como una inversión disfrazada de sentimiento. La
caridad real fortalece las relaciones, pero no las
altera como ocurre con una mascota que es
alimentada y a cambio devuelve afecto. En la
caridad hay una contraprestación y un beneficio,
pero no es la disminución del otro, sino lo
contrario.
La caridad como asimilada a la dádiva a los
«pobres» es el producto moderno de la perversión
paternalista, porque la caridad como acto de amor
no tiene que ver con la provisión de bienes y
servicios. Caridad es cualquier acto de afirmación
del amor por el amor mismo, sin una recompensa
en la alteración del vínculo. Diría que es una
expresión de alegría del corazón que logramos
cuando nos encontramos en momentos de plenitud.
No es ver como nos vemos ante el beneficiario,
sino la contemplación de su alegría como una
forma de música y de belleza suprema, como la
experimentamos ante la ficción cuando nuestros
valores triunfan. La caridad bien entendida es el
canto al valor por el valor en sí.
La caridad carece en absoluto de significado
económico. La economía es un flujo sustentable de
producción y distribución de bienes y servicios.
La caridad no alcanza esa característica ni puede
superar sus resultados. En cambio, opera sobre
vínculos personales entre iguales.
Al revés de lo que tenemos asumido como
consecuencia de la represión cultural al lucro, de
todas las relaciones humanas, la de la dádiva es la
que merece mayores disquisiciones morales y la
que se presta a las más extremas confusiones.
Fuera del comercio se dan las relaciones de poder.
En el comercio, las prestaciones y
contraprestaciones están establecidas; todo se
encuentra sobre la mesa en la forma de un precio.
Las partes se reconocen entre ellas como
equivalentes, aceptan una los intereses de la otra y
los combinan para obtener una fórmula beneficiosa
para ambas. En la negociación, cada una trata de
convencer a la otra de por qué lo que propone le
conviene. No importa cuánta honestidad ponga en
ello: de cualquier manera se reconoce el interés
ajeno y se apela a la voluntad de la contraparte.
En los vínculos personales, nada es así de
explícito y claro. Los valores de los actos muchas
veces son sobreentendidos, manipulados,
escondidos. La voluntad del otro es el objeto
muchas veces del intercambio y no un producto.
Pero, no es casual que desde el moralismo como
paternalismo, se estigmatice al comercio y se
ensalce el desprendimiento de lo «material» como
pago de la supuesta culpa del lucro. En el
comercio hay menos para decir, menos para
inventar, menos para manipular. No deja deudas
como las acciones sin contraprestación aparente.
Esto no implica que los actos comerciales son
mejores o peores que los personales. Sino que los
primeros son más simples de definir en lo ético y
que si los segundos no han sido observados con
suficiente desconfianza, es precisamente porque
son vehículo para el poder de unos sobre otros.
Los cultores del anti lucro, son cultores también
del poder absoluto.
El paternalismo está en la base del laboralismo
que se sostiene en el dogma de la desigualdad de
las partes en los contratos de trabajo, que tiene
origen, a su vez, en el pensamiento marxista de la
lucha de clases. Por un lado, los empresarios
fuertes y, por otro, los empleados débiles.
Hay muchas equivocaciones económicas en ese
paradigma. En un mercado abierto de salarios, los
empleadores deben pagar al nivel de ese mercado;
la poca habilidad de negociación del empleado no
juega ningún papel, sino que serán determinantes
las claras alternativas que tendrá ese empleado de
irse a trabajar a la empresa de al lado. Pero la
teoría de esa supuesta desigualdad fatal gana
adeptos en la política, porque si hay unos
empleadores maléficos y unos pobrecitos
empleados que son más en número y el político
vive del voto, entonces ese político se lleva la
cuota de poder que corresponde a su papel
protector, a la vez que transforma a los asalariados
en la materia prima de su posición dominante en la
atracción de votos.
Llevar la asistencia personal a la categoría de
mecanismo para solucionar las carencias, es una
forma de utilizarlas para el ejercicio del
paternalismo. Debe suponer la concepción de que
una sociedad está hecha por criadores y criados,
cuidadores y aves de corral.
Además de no tener valor económico el
asistencialismo, por no generar un flujo de
voluntades que se sostenga por los intereses de las
partes, es directamente contraproducente por
desincentivar la vida productiva. Las grandes
capas de población que reciben dádivas no salen
de su situación civil de asistidos y materia prima
política.
En el año 221 a.C. se establece el primer
imperio en China bajo la dinastía Qin, luego de
que el señor del feudo del mismo nombre lograra
someter a los demás Estados y unificara el
territorio (que habían sido territorios en conflicto
conocidos como Estados Combatientes). El
método de unificación y concentración de poder
Qin se llevó a cabo siguiendo los consejos del
maestro Shang Yang, quién antes de ofrecerle una
fórmula para el ejercicio del poder, le preguntó al
señor si su deseo era ser un rey honorable y
glorioso, pero débil como su antecesor, o
hegemónico y poderoso. El señor de los Qin eligió
la opción dos; entonces el Shang Yang le aconsejó,
entre otros puntos, que se asegurara de que fuera
del Estado no fuera posible vivir. La riqueza
privada era un desafío para la centralización de su
poder. Debía seguir una política estricta anti-
comercio y mantener a los campesinos en la
indigencia, permitiendo solo pequeñas
satisfacciones de subsistencia de modo que
siempre dependieran del emperador. Siguiendo ese
consejo, prohibió los lujos, de modo tal que no
hubiera incentivos para trabajar lo suficiente para
obtenerlos. Los campesinos recibían tierras y
tenían que entender, al pagar sus impuestos, que no
había nada a lo que pudieran aspirar más allá de
eso. No podían ser comerciantes ni enriquecerse,
de modo que quedaran atados al emperador en una
actitud de servidumbre. También siguiendo los
consejos de Shang Yang el emperador unificó la
moneda, la escritura y hasta los sistemas de
medidas y desarmó a la población.
Lo curioso de estas políticas tan parecidas a lo
que ocurre en muchos sistemas en la actualidad, es
que se trataban de medios políticos de dominación
absoluta. No pretendían tener fundamentos
económicos, salvo para las finanzas del emperador,
ni de asistencia o amor al prójimo y a la población
más desfavorecida.
El equivalente del dispositivo político
aconsejado por Shang Yang, es el paternalismo
apoyado en otro elemento de gran valor para los
objetivos de los dictadores, que es el puritanismo
del lucro. Para el señor de los Qin, la prohibición
del lujo es un objetivo político, pero el
puritanismo del lucro lo ha convertido en un valor
moral trascendente. No es una obligación con el
emperador, cuya violación acarrearía un castigo en
esta Tierra, sino una falta con el cielo, del que
fuimos echados por la ambición y que ocasiona un
castigo en el más allá.
La explicación occidental del mismo
absolutismo Qin es que el mal se encuentra en el
egoísmo y la ambición privadas, como lo sostuvo
el Papa Francisco en el documento Evangelii
Gaudium o Alegría del Evangelio, sin mostrar
preocupación por el hecho de que, al identificar al
«mercado» como el problema, estaba habilitando
moralmente otras ambiciones de quienes detentan
el poder y se satisfacen con el esfuerzo ajeno.
Shang Yang tenía más claro a dónde iba.
Además de la violencia y el proceso de precios,
hay otra manera de atender necesidades, que es la
caridad. También es un método voluntario y lleva
implícito un precio, pero no monetario.
Quién da obtiene una satisfacción que es mayor
a la que obtendría del consumo de su donativo. En
un estudio conjunto llevado a cabo por Elizabeth
W. Dunn, Daniel T. Gilbert, Timothy D.
Wilson[16] se sostiene que da más felicidad gastar
el dinero en otros que en nosotros mismos. Lo cual
es perfectamente compatible con el mercado y la
idea de que la acción humana en cualquier caso
está guiada por la propia satisfacción. El estudio
sugiere, justamente, qué es lo que produce más
satisfacción (en proporción) a la hora de gastar.
No es una observación sobre la felicidad de los
otros, sino sobre la propia.
A su vez un estudio que podríamos considerar
complementario del anterior, sugiere que el
bienestar del sujeto es correlativo con la
predisposición a donar a la que se llama
«altruismo».[17] La correlación no es causa, pero
parece haber un vínculo entre el hecho de que nos
sintamos bien y que hagamos cosas por los otros.
Por lo tanto ese «altruismo» podría ser la otra cara
de la moneda de la satisfacción del ego. Con lo
cual el plan político culpabilizador que invita a
«sacrificarse» por los demás, se desploma en sus
fundamentos. Sin que esto sea una conclusión del
estudio, sino mía.
Los precios no monetarios son aquellos que el
mercado no puede resumir en un número en
moneda. La desventaja del procedimiento
estrictamente personal y no comercial en la
satisfacción de necesidades de bienes y servicios,
se encuentra en la incapacidad para generar el
suministro sostenible de aquellos por no generar
un flujo siquiera equiparable. Una transacción
caritativa no es el antecedente y el incentivo de la
siguiente acción que provea el mismo bien o
servicio ni incentiva a la participación de terceros
del mismo modo que en el comercio. En el
mercado monetario, el alto precio por un servicio
o producto novedoso atrae a otra gente para
producirlo. Fuera de los precios monetarios, estas
ganancias se conocen por testimonios directos y
las experiencias no son fáciles de generalizar
hacia otras personas. Su importancia económica,
es decir su capacidad para resolver el problema
de la pobreza, es menor.
Esto no significa restarle importancia en el
campo afectivo y social donde cumple otro papel
entre las partes. Cuando digo social, no me refiero
nunca a eso que se conoce como «política social»
o de reparto, ni lo relaciono con clases sociales ni
cosa parecida; hablo de vínculos entre personas
que se establecen, fortalecen o debilitan. En este
caso, la caridad, que tampoco se reduce al pase de
recursos de ricos a pobres, sino a encontrar
satisfacción en satisfacer a otros.
Por ejemplo, nadie piensa que los regalos en los
cumpleaños satisfacen las necesidades de
supervivencia de los agasajados. Los regalos en
los casamientos están destinados a proveer al
nuevo matrimonio de un stock inicial, pero serán
los contrayentes los que aportarán el flujo. El fin
del regalo es sobre todo afectivo, no económico.
Con la caridad ocurre lo mismo: no es un medio de
resolver problemas económicos, sino a lo sumo,
alguna circunstancia en particular o emergencia. Sí
genera una utilidad emocional.
La caridad ni siquiera se la puede concebir
como una acto original, dado que requiere una
acción económica previa. No se puede regalar lo
que no se ha producido, lo que no se ha ganado, en
un intercambio utilitario.
El riesgo está en que la dádiva también puede
convertirse en una forma de ejercer poder y puede
ser un medio para expiar culpas merecidas o
inmerecidas. Esto es lo que la asocia a la política
en cuanto al reparto de bienes obtenidos
compulsivamente de quienes eran sus dueños. En
este caso, el efecto es antieconómico, desvía a las
personas hacia actividades improductivas y afecta
la capacidad de los supuestos beneficiados para
insertarse en el flujo económico.
La situación tiende a prolongarse, dado que no
hay incentivos para cortar el apoyo oficial por
ninguna de las partes. Los beneficiarios, porque se
acostumbran a recibirlo y los políticos, porque les
sirve para manejar grandes presupuestos, sentirse
halagados y contar con gente vinculada a ellos de
un modo casi esclavo. El populismo es la
explotación directa de esa relación, convirtiendo a
grandes porciones de la población en servidores
personales del político.
CAPÍTULO VIII
EL PATERNALISMO
SIN OBLIGACIONES

El paternalismo provee de manera muy ineficaz,


porque tiene que destruir para distribuir. Ese es el
efecto del uso de la autoridad en el proceso
productivo (que también es distributivo), en lugar
de los acuerdos de voluntades. Cuando hablo de
autoridad en este caso, no incluyo el comercio de
servicios, donde la obediencia es una prestación
elegida y paga, y por lo tanto contribuye al flujo.
La autoridad del paternalismo quita recursos sin
aportar. Su producto no es el bienestar, sino el
vasallaje. El bienestar es el falso elemento
legitimador.
La paternidad real como el vínculo paterno
filial, en cambio, provee lo que produce. El padre
en ese caso no vive de los hijos.
El paternalismo se sostiene en la ilusión de la
protección, la santificación de la recaudación y la
privatización de las prestaciones. Es un negocio
político parasitario.
Las obligaciones «paternas» se pasan a
terceros; los beneficios políticos sin embargo se
concentran.
Un ejemplo de esta dualidad lo dio la presidente
argentina Cristina Kirchner, cuando se jactó en una
conferencia de prensa sobre el final de la cumbre
del G20 del 2013, de haber bloqueado una
mención en el documento final a la necesidad de
una flexibilización laboral en los países en crisis.
Flexibilización laboral equivale a que las
empresas puedan despedir cuando quieran al
personal que contrataron cuando quisieron. Un trato
se inicia y se termina y las partes son libres de
empezarlo y de terminarlo. También puede ser que
las partes revean su relación para adaptarla, en el
caso de algún cambio de circunstancias
desfavorable o favorable. Las empresas también
conceden aumentos para conservar personal. La
flexibilidad que está prohibida es la que deteriora
las ventajas de corto plazo del empleado. No se
puede decir que la rigidez está hecha en su
beneficio porque el mantenimiento del contrato
puede interesarle más a él mismo que el nivel
circunstancial del pago por muchísimas razones.
La rigidez responde a un criterio externo del
legislador. Alimenta el dispositivo político y nada
más.
Como supuesto de este intervencionismo
laboral, está la inferioridad del empleado, y en eso
reside la dominación.
Es un error económico ignorar que los salarios
dependen más de todas las flexibilidades, incluida
la laboral, porque son condición para que las
contrataciones ocurran sin temor a no poder salir
de ellas. Cuanta más demanda laboral haya
mayores serán los salarios y beneficios en general
que recibe el empleado. No es cuestión de que
exista un «justiciero» que someta al empleador.
Los otros empleadores actuales o potenciales
miran.
Ese problema económico no le interesa a la
política ¿Por qué? Porque en el empleado está el
número, en el gobierno la fuerza y en la empresa
los recursos. En la medida en que en el número
esté la legitimidad, la fuerza tiene al aliado
perfecto para asaltar los recursos y que se lo tenga
que aceptar. No habrá documento religioso que
condene esta forma moderna de esclavitud.
El error en cambio le interesa al asalariado. Es
quien tiene que entender que está siendo engañado
como tantas veces y de las más diversas maneras
siendo sometido, en su supuesta condición de
inferior contenida en el paradigma.
A primera vista, la decisión empresaria
perjudica al empleado, pero profundizando tal vez
no sea así. En una situación de libertad
contractual, un empleador que le ofreciera a un
empleado reducir su salario dado determinado
contexto, estaría intentando mantener el vínculo y
al empleado podría convenirle, si carece de
alternativas mejores a mano o entiende que la
medida puede ser temporal. Por tanto el asumir ese
costo en el largo plazo resultaría en una ventaja. En
caso de que no le conviniera, el empleado se iría.
Comparar la reducción del salario con el salario
ideal, sin embargo, es siempre desventajoso. El
mercado no trabaja con ideales, sino con
alternativas disponibles. Con (mercado quiero
decir todos nosotros, los que no imponemos nada a
nadie.
La idea de la rigidez laboral no procesa estas
sutilezas. Para esa visión, de lo que se trata es de
prohibir todo cambio en contra del trabajador a
los ojos de un tercero, con un criterio objetivo y
absoluto, por completo divorciado de las
circunstancias de las partes y muy vinculado a las
convicciones o estética moral del regulador; sobre
todo a su visión de sí mismo como un protector. Es
apenas una estética moral, porque es como una
sensación superficial, pero que en el fondo
significa anteponer la propia imagen a la
consciencia. En el mejor de los casos.
Ceder no es malo en sí; las propias empresas lo
hacen todo el tiempo y sus accionistas no
denuncian a los administradores por haberlos
perjudicado. Es parte de la vida diaria y cuanto
mayor libertad exista, más transacciones se
producirán, mayor será el suministro de bienes y
servicios y la capitalización. Si el empleador se
equivoca a la hora de intentar bajar cualquier
costo, lo pagará.
Pero veremos como todo tiene relación con lo
que dije al principio de la privatización de las
obligaciones paternales para quedarse con el puro
poder que se reclama como protector para ser
ilimitado.
No es que se gana más aumentando el precio de
un producto o servicio que se vende y se gana
menos en el sentido contrario. Se trata de
encontrar un óptimo que se corroborará al
comprobar (o no) que el flujo de voluntades
necesarias para insertarse en el proceso
productivo continúa, aumenta en nuestro favor o en
nuestro perjuicio. Las voluntades externas
perjudican el proceso. Sus referencias están en un
estándar externo que nada tiene que ver con el
modo en que eligen participar los que colaboran,
pero sí tal vez con el modo en que esos mismos
colaboradores votan.
Que tener mayores ingresos es un beneficio,
parece muy obvio. Pero habría que agregarle la
condición ceteris paribus, es decir, manteniendo
todas las demás circunstancias iguales. Por
ejemplo, mucha gente puede renunciar a un ingreso
mayor para irse a vivir a su pueblo natal donde
están sus afectos. En el mismo trabajo, pueden
existir diferencias de circunstancias que cambian
el valor de lo que parecía tan obvio. Prohibir las
bajas de salarios porque el legislador supone que
cuando el empleado eventualmente las acepte, será
porque es un esclavo o está disminuido en sus
facultades de decisión, implica negar todas esas
posibles razones que puede tener para aceptarlo y
considerarlo la mejor alternativa. Porque
«alternativa» no figura en el diccionario del
idealista, sobre todo cuando nada particular de él
está en juego y puede dar rienda suelta gratis a su
irracionalidad.
Hay, por lo menos, cierta pereza culpable en esa
mirada tan moralista sobre lo que hacen o deciden
los demás. En realidad, no debería usar la palabra
moralista, sino disciplinadora, porque cuando se
quiere regir lo que hacen otros, ese es el término
que corresponde. Pero la uso admitiendo el punto
de vista del regulador que quiere meterse donde no
debe y que por más que sea advertido de que su
medida es contraproducente, la ratific a r á sin
escuchar. La única explicación que puedo encontrar
a esa obcecación, es la culpa, la falta en función de
un cierto cielo que está siendo traicionado y que no
permite ver la realidad en concreto. Ahí está esa
imposición moral metida en la economía, donde
pasan cosas entre personas que solo pueden
explicar las mismas personas y hasta cierto punto.
La rigidez laboral como remedio, cuando la
gente padece despidos o empeoramiento de
cualquier condición de trabajo, obedece a la
suposición de que todo problema se origina en la
maldad de quienes en algún momento hicieron
posible que las condiciones anteriores existieran:
esto es, el empleador. Es decir, el empresario un
día toma su dinero, compra máquinas y demanda
trabajo. Crea esos puestos, agrega algo a este
mundo que no estaba antes. A partir de ahí, se lo
empieza a ver como una amenaza. Si deja de hacer
lo que estaba haciendo, él es el culpable y no el
resto de la humanidad que no ha creado nunca esas
condiciones, que él sí creó alguna vez.
La maldad es la atribución más brutal que se
tiene a mano para todo lo que le pasa. Pero estos
problemas no tienen nada que ver con maldad, así
como el trabajo que tenía un señor antes de ser
despedido, no tenía nada que ver con la bondad.
Lo que se asume es, más o menos, que en el reino
de los buenos las personas tienen que estar
tranquilas y tener lo que necesitan; cuando esto no
se cumple tal vez bailemos la danza de la lluvia,
tal vez sacrifiquemos un animal o alguna virgen
del pueblo para calmar a los dioses que han
provocado estos problemas por el pecado que hay
en el hombre. Y si no, como ya estamos en el siglo
XXI, directamente hacemos responsable de la
cuestión al empleador del momento y creamos un
ministerio de trabajo. Para quienes glorifican al
Estado ante el problema de la persona despedida,
quién tiene que ser compelido a no despedirla u
obligado a indemnizar es el empleador, no la
sociedad o el propio Estado protector. En esto
consiste la privatización de la paternidad. El padre
verdadero provee a cambio de la protección. El
padre laboralista deja a sus protegidos a cargo del
vecino a quien acusa de ser el causante de los
males.
Una empresa es mirada por lo que no da o por
lo que ya no da, no por lo que da ¿Por qué? Porque
no tener algo es un defecto respecto de un paraíso
y la mejor forma de responder a esa falta, es
atribuírsela a alguien y no hay nadie más
disponible que el que da la noticia. El poder
político es un facilitador del sacrificio; que lo
haga rápido y ya. Total la empresa es una
maquinaria de producir recursos; que cargue con
la cuestión. Es algo «material» nada más y por lo
tanto digno de sacrificio.
Hay un producto político en casi todos los
países, que se llama «salario mínimo». Es el
nuevo caballito de batalla del presidente Barak
Obama a partir del discurso del Estado de la
Unión en 2014.
No es un paraíso el salario mínimo; en el
paraíso no hay mínimos ni máximos, se trata de la
ausencia de la escasez. Sería, en cambio, un poco
de paraíso, como si el legislador se diera cuenta de
que hay un límite para los sueños también. Pero el
problema no es el límite, sino la mirada fantasiosa.
Los ingresos de cualquier magnitud no se
consiguen imaginándolos, ni haciendo la cuenta de
cuánto es lo que se necesita para hacer
determinadas cosas. La cosa no se resuelve con
una moralina sobre los salarios acotada (mínima),
el problema es poner el objetivo como regla
política, en lugar de entender la lógica por la que
existe un salario de cualquier dimensión en primer
lugar: la producción. Antes incluso de la
producción la especulación sobre la posibilidad de
ganar algo y que al final que esas expectativas se
cumplan. Entonces, se habrá obtenido un resultado
que no hay que comparar con ninguna canasta de
logros mínimos, sino con lo que se hizo para
obtenerlo y las otras alternativas que había para
volcar la propia energía en ese esfuerzo. El que
logró pagarnos algo, corriendo los riesgos, no es
culpable de lo que no ganamos sino causante de lo
que sí ganamos, aunque nos parezca poco. Esa es
una enorme diferencia.
En el cuento del salario mínimo, lo que era una
ganancia que empujaba un flujo que permitía dar
buenas noticias, se convierte en un quebranto en
relación a un piso decretado, que compromete el
futuro del flujo en sí. Se renuncia a lo posible en
función de un cielo psicológico que, en los hechos,
está cada vez más lejos.
Los empleadores, salvo que el salario mínimo
sea tan bajo que sea nominal, con la anuencia de
los empleados tratarán de sortear la regulación
para acordar lo que les conviene acordar. Sus
comportamientos serán diferentes y se desharán de
quienes no estén dispuestos a coludirse para salir
de la regulación. Los inquisidores tomarán todas
esas conductas que han provocado, como la
comprobación de que todo era un problema de
maldad y sostendrán que el castigo de un padre
poderoso es la única solución razonable.
Con las prohibiciones o estorbos al despido, el
empleado al que se pensaba despedir o con el que
se quería renegociar otras condiciones, dejó de ser
un recurso, para convertirse, después de la
regulación laboral, en un gasto improductivo.
Total, lo disolvemos entre el resto de las ganancias
y mientras la empresa se mantenga en pie, parece
que el resultado se obtuvo de modo gratuito. Pero
lo bueno que deja de pasar, no puede aparecer en
ninguna contabilidad. Por eso que la contabilidad
no es economía.
Lo curioso del paternalismo —y aquí viene lo
del principio—, es que se nos presenta como la
respuesta política a todas las necesidades y es el
principal detractor de la actividad empresaria
como mezquina y desalmada. Pero cuando tiene
que hacer el bien por ese empleado en problemas,
le pasa la cuestión a los avaros en lugar de
asumirla. Se queda con el aspecto compulsivo de
la paternidad y se deshace de los problemas.
Lo hace también por razones contables. Si el
llamado «derecho a un trabajo digno» fuera
satisfecho con un empleo público, el contraflujo,
ese recurso que se convirtió en costo, entraría en
sus cuentas y además a la larga, le significaría
aumentar impuestos que le ocasionaría costos
políticos. En cambio, dejando a sus hijos en manos
del lobo (así definido por el protector), ningún
contador se enterará de la destrucción ocasionada.
Me imagino a mucha gente leyendo esto y
entrando fácil en el juego de buenos y malos, para
juzgar lo que estoy describiendo como un defecto
de mi alma o de mi sensibilidad. Pero soy bastante
normal, me ocupo de este problema porque me
preocupa; no me están despidiendo ni me están
reclamando una indemnización laboral, ni tampoco
estoy despidiendo a nadie. Quién me quiera ver de
ese modo, no estará haciendo ningún bien para
compensar mi supuesto mal. Pero se repetiría el
mismo juego expiatorio de una culpa inútil.
Dejar un problema como cuestión a resolver, sin
asegurar una solución mágica, implica despertar la
angustia de falta de cielo. Nadie atrapado por esa
idea quiere pasar por eso. La salida tradicional es
prender la hoguera, en la cual quemar a los herejes
para poder salirse de ese lugar.
La medicina no trata con el poder político igual
que la economía. Se espera que un médico indique
cuándo hay que operar y cuándo hay que dejar la
sal. Ambas son malas noticias, porque lo ideal es
estar saludable. Nadie espera que el médico
mienta o minimice las consecuencias de no seguir
sus indicaciones. La economía desde que es
economía, en cambio, está directamente
relacionada con el sostenimiento del poder
político. El comercio compite con la autoridad
política. Ganar espacio para los arreglos privados
es algo que ocurre en detrimento del poder
político. De ahí el interés de evitar los
diagnósticos y promover la brujería. La economía
es una ciencia alterada por esta situación. La
persecución al médico, por decirlo de algún modo,
el interpretar que sus pronósticos son maldad,
responde a grandes incentivos de manipulación de
las personas. Por eso la lucha principal de la
libertad no es la ignorancia económica sino el
sometimiento paternalista, la política como
engaño.
Si miráramos a la empresa por lo que es y no
por lo que no es, por el beneficio que otorga y no
por los infinitos beneficios que no otorga, por sus
posibilidades y no por sus errores inclusive,
dejamos de culpabilizarla y disfrutamos de sus
logros. El legislador en ese juego, se queda
mirando.
No juzgamos a nuestros amigos por todas las
veces que no llegaron a estar con nosotros cuando
los necesitamos, sino que recordamos cada una de
las ocasiones en que sí estuvieron; de otro modo
no tendríamos ni uno solo. Las empresas no son
amigos, pero nosotros tampoco somos amigos de
las empresas. Un día un señor pone un capital
proyectando hacer un negocio y nos cruzamos en
su camino. Nos contrata, le servimos y nos sirve lo
que nos ofrece. En algún momento eso puede dejar
de ocurrir, a juicio de cualquiera de las partes;
pero queremos transformar con el poder político
en eterno lo que por su naturaleza, no lo es.
Cuando aparecen los problemas, olvidamos lo que
la empresa nos dio, para concentrarnos en lo que
dejará de dar. Acá no actuamos ni siquiera como
contadores: esa es una balanza con un debe y sin
haber.
El problema es que todo esto no hace más que
generar un ambiente en el que ya no es tan
conveniente en el futuro estar en la posición del
señor que había invertido su capital. Nadie podrá
hacer la cuenta de cuántas relaciones no se
establecieron por medir a los que hacen por lo que
no hacen. Siempre con esa referencia tan agobiante
en el cielo: en el defecto, en lo que falta.
CAPÍTULO IX
EL CONTROL
DE LO INCONTROLABLE

Hay dos clases de economistas: aquellos que


estudian como funciona la economía y aquellos
que a través de sus rudimentos intentan imponer su
valores mediante el poder político. Los últimos
vienen con un programa para hacer que las cosas
sean como deben ser, porque creen que son
cirujanos que actúan sobre un cuerpo que, en su
desajuste respecto a sus expectativas, se comporta
de modo equivocado.
Los primeros no es que carezcan de ética, pero
así es como quieren verlos los segundos. Los
primeros, simplemente observan la realidad antes
de hacer juicios morales, porque no construyen
juicios morales en base a estándares paradisíacos,
ideales o revelaciones. Justifican, en cambio, sus
actos y aceptan lo que ven. Lo que se ve no es un
cuerpo: son individuos siguiendo preferencias en
base a apreciaciones subjetivas sobre lo que les
pasa, sus alternativas y posibilidades. Los
individuos hacen lo que entienden que deben hacer
para estar mejor y tienen una idea más acabada que
cualquier observador externo acerca de sus
prioridades.[18] La única ética que puede resultar
después de entender cómo funciona la producción y
distribución de bienes y servicios, es el respeto.
Hay, me parece, una clara diferencia en la
actitud ante la existencia en sí, entre los
economistas interventores y los economistas
observadores. Los segundos a la política no le
sirven de mucho; los primeros son sacerdotes,
cazadores de brujas, gente que hará ver al dictador
como un justiciero.
Esos valores que abren paso a la intervención,
siempre adquieren el formato de ideales
superiores, algo a lo que adhieren y que con la
sola adhesión los hace ver bien, a la vez que
colocan a quienes no los siguen en falta, es decir,
en deuda. Los actos y las personas son valiosos, en
la medida en que se acercan a esos ideales que
requieren de ellas el sacrificio. Porque todo lo que
las personas, en realidad, quieren es bajo. Lo alto
es producto de la autoflagelación. La obediencia
es el camino.
La categoría de «mundano» en oposición a
«sublime», se crea con el fin de generar la falta, y
con la falta, el camino a la salvación cuya llave
encima tienen pocos. A ese fin, nada mejor que
hacer al pecado algo inevitable, que le quepa a
todos por el simple mecanismo de asociarlo con
los impulsos vitales del individuo. Que son
también los impulsos del juzgador, pero ese ya se
habrá puesto por encima y eso lo liberará.
En paralelo a toda esa manipulación, los
individuos construyen y elaboran reglas éticas
como una manera de potenciar su felicidad y
satisfacción. Esas reglas éticas no están basadas
en una salvación de unas supuestas faltas, sino en
agregar valor a cada una de las vidas
involucradas. En esa elaboración de reglas
también hay errores y correcciones. Es la ventaja
de no depender de gurúes ni de revelaciones. El
error es el mejor testeo disponible, la alternativa a
la revelación. Prácticas del pasado que eran
aceptadas incluso por las religiones, van siendo
descartadas y luego aborrecidas. La esclavitud
explícita es una de ellas, el trato a los animales
condenando la caza deportiva es otra.
El idealismo y el mercado se llevan muy mal
por ese motivo. Son dos formas de ética de
naturaleza opuesta que compiten. El mercado es el
lugar de las instituciones tendientes a resolver
problemas y conseguir objetivos individuales. El
idealismo es el lugar de esclavizarse, mediante
estándares inalcanzables para purificarse; es el
ámbito del poder. La ética del mercado es
mundana; el idealismo la desprecia, se ve a sí
mismo noble. El mercado puede ser explicado a
través de unas ideas que surgen de la observación
y comprensión. El orden ideal utópico responde a
dogmas y mitos adornados de una estética
funcional.
La economía y las ciencias en general que tratan
con lo humano, no logran desprenderse de esa
mirada hacia arriba y al pecado. Carl Marx elaboró
su teoría de la explotación —sobre la base de la
dialéctica hegeliana para sostener la lucha de
clases—, a partir de la noción de valor económico
introducida por Adam Smith, quién pensaba que las
mercancías valían en relación al trabajo aplicado
en ellas. Pero se equivocó de cabo a rabo. Si esa
idea fuera correcta, los libros, por ejemplo,
valdrían por su número de páginas.
Sobre ese error, Marx concluye que el trabajo
asalariado es una forma de explotación y de robo
de un «plusvalor» que se quedaba el empresario
que no ha aplicado trabajo al producto. Si lo que
le da valor al bien es el trabajo, todo el precio de
la venta correspondería a los empleados y el
empresario sería un ladrón. Con ese punto de
partida, Marx no tiene más remedio que ver al
empleado como un esclavo, porque no tendría
lógica que alguien acepte ser robado de un modo
tan sistemático y permanente, en lugar de
deshacerse del empleador. Ese sometimiento a los
ojos de Marx ocurre por la propiedad privada.
Marx tiene la ventaja para el mundo idealista de
ver a la economía como la guerra entre los buenos
y los malos; las mentes místicas se ven atraídas por
la épica que contiene su explicación de la ciencia y
no querrán aceptar otras formas de entender el
fenómeno, porque entonces habría que dejar el
idealismo y al dejar el idealismo se perdería el
amor propio del idealista que se siente un cruzado
por la justicia.
En cambio, un estudio no maniqueo de la
economía lleva a conclusiones como que el valor
de las mercancías es subjetivo, que la gente
intercambia cosas porque las valora de manera
distinta (prefieren lo que dan a lo que reciben), que
la igualdad es un falso concepto: en primer lugar,
por esa subjetividad y en segundo lugar, porque
pensar en ella detiene el proceso de progresar, que
es lo que la gente busca. El empresario no es un
explotador, sino un descubridor de lo que el cliente
valora y un organizador de factores para
satisfacerlo que asume el riesgo. En ese sentido, es
él quien descubre tanto el valor del trabajo como
el del capital. El idealista no quiere ver nada de
eso, porque entonces no hay buenos y malos. La
vida pierde sentido para ellos sin dragones, sin
castillos, sin todo lo que ha rodeado a la historia
del poder y del abuso por el que el mundo ha sido
regido por minorías parasitarias mediante
perversas ficciones y todo tipo de guerras inútiles.
La igualdad es, en cambio, la única explotación.
Los que están peor necesitan a los que están mejor;
el proyecto de la igualdad detiene la diferencia, la
ventaja. La igualdad explota a sus supuestos
beneficiarios tanto como a sus víctimas
declamadas. Un pobre necesita a un rico, un
locatario a un locador, un enfermo a gente sana. Si
lo único que sé hacer es hacer tornillos, necesito
la visión de alguien capaz de diseñar un
automóvil, que consiga el capital para hacerlo y
que corra el riesgo. No necesito un predicador y
juez de los demás.
El sistema de precios es un campo fértil para
que los místicos proyecten sus fantasmas y, por
eso, aunque nunca obtienen los resultados que
buscan al intervenir, no renuncian jamás seguir
haciéndolo y se la pasan obsesionados por
encontrar algún lugar donde el socialismo haya
funcionado, porque con el socialismo sobreviviría
y se sentiría moralmente convalidado el
autoritarismo. El mercado lo transforma en inútil,
pero también en inmoral.
Los intervencionistas quieren ver en los precios
un castigo que los empresarios imponen a los
consumidores por su maldad, y es por eso que
cada tanto se vuelven populares los intentos de
controlarlos. La idea sería que el empresario
explota tanto a los trabajadores como a los
consumidores, aunque si los trabajadores se
quedaran con las ganancias empresariales, los
explotadores de los consumidores pasarían a ser
ellos.
No importan estas contradicciones; lo
importante es mantener la visión moral y el motivo
para hacer «justicia»; la diferencia entre lo que se
quiere y lo que se debe, el impuesto moral. Lo
cierto es que si los políticos comprendieran qué
cosa es un precio, se suicidarían en masa ante la
evidencia de la irrelevancia de la que ellos creen
que es su misión en la vida.
Me gusta definir precio en términos jurídicos
como la tasa a la cual una transacción ocurre sin
violencia. Ofrezco duraznos que tengo sin que
nadie me obligue, a cambio de tomates que mi
vecino me entrega también de forma voluntaria. El
me da dos tomates y yo un durazno. En la
negociación quiere darme un solo tomate, pero
para mi no es suficiente porque un señor que
conozco acepta un solo durazno por el par de
tomates. Cuando vecino acuerda con mi propuesta
(o yo la de él), la transacción se produce. Ahí
tenemos un precio: cada durazno cuesta dos
tomates. Hay dos ganancias subjetivas en ambas
partes que valoran lo que reciben más que lo que
pagan.
Para facilitar las transacciones, la moneda
aparece como una mercadería intermedia a la que
se refieren todos los bienes. Entonces ya no tengo
que encontrar a alguien que me quiera comprar lo
que quiero vender y me dé a cambio lo que quiero
comprar. Le vendo duraznos a cualquiera que lo
quiera a cambio de dinero y después compro los
tomates a otro señor y una vez que ambas
transacciones ocurren, tendré dos precios en
moneda, el del tomate y el del durazno. El dato es
que ambos precios permiten a terceros saber qué
cosas preferimos a otras, basándose en algo tan
sencillo como el modo en que elegimos. Eso es lo
que el precio dice. Por lo tanto, si su utilidad
consiste en que suministra la valiosísima
información del modo en que elegimos, controlar
eso no nos sirve de nada. Lo que es peor, es
francamente estúpido controlar el proceso que solo
nos permite conocer cómo se comporta la gente
cuando no es controlada.
El precio tiene importancia en la economía
porque informa sobre acciones voluntarias. El
elemento no violencia de la definición es el de
mayor importancia. No únicamente por razones
morales, que podrían ser suficientes, sino a los
efectos de planificar nuestros próximos pasos.
Solo bajo esa condición estoy seguro de que
alguien va a querer entregarme lo que quiero a esa
tasa. No habrá nada que forzar, porque el precio es
producto de una relación que se ha dado porque
las partes la pactaron por propia voluntad.
Los precios son la historia inmediata de lo que
lo oferentes y demandantes han hecho en su propio
beneficio. La información sobre ese vecino que
daba dos tomates por un durazno, me lleva a
tocarle la puerta y lograr con él un negocio
conveniente para ambos. Si las partes no
prefirieran lo que obtienen a lo que dan en el
intercambio (si el precio no les resultara
conveniente), se quedaría cada una con su propia
mercancía. Esa historia nos permite hacer
predicciones provisorias sobre el futuro, sobre lo
que podemos conseguir de los demás y a qué costo
(dando qué).
Toda la economía está hecha de precios. Cada
cosa que tenemos es producto de infinitas
decisiones de comprar o no comprar, vender o no
vender, que se tomaron para que llegue hasta
nosotros. El sistema de precios es un inmenso flujo
de voluntades. Ese es su único valor.
Cuando Adam Smith inicia su estudio de la
economía titula a su obra Una investigación sobre
la naturaleza y causas de la riqueza de las
naciones. Su punto de vista es el del observador
que mira cómo ocurren las cosas. Lo más conocido
de aquel libro es la metafórica «mano invisible»
que parece guiar la producción y distribución de
los bienes en ausencia de una autoridad que la
guíe. No se ve ninguna mano, pero igual todo
pareciera seguir un plan. La brujería de pasar de la
observación a la intervención vendría después,
pero Adam Smith, aún cuando no resuelve el
problema del valor, se manifiesta asombrado de
ver un orden espontáneo. Persiste en él la
asociación metafórica con una autoridad
ordenadora, lo que nos informa de un
sobreentendido cultural que está en el fondo de
todo el problema.
Cuando cambiamos la condición de
voluntariedad, desaparece el precio y desaparece
toda posibilidad de predecir. Al aparecer el
controlador de precios, a obligar al proveedor de
mi vecino a entregar algo a cambio de una cantidad
que no quiere, la información de esa tasa de
intercambio obligatoria no me sirve para dar por
sentado que se repetirá en otra operación en los
mismos términos, sin la intervención personal del
controlador. No sabré tampoco si, aún utilizando la
fuerza, el proveedor conseguirá abastecerse de lo
que necesita para satisfacer a su vez mi pedido,
porque al haber cambiado para él las condiciones,
ya no estará dispuesto a pagar lo mismo por los
insumos. A partir de que se cuela la violencia en
algún lugar de la cadena, los comportamientos
serán diferentes, porque los participantes ya no
actuarán por propio beneficio. Esa es la realidad
con la que se encuentran los intervencionistas
cuando controlan una transacción y se les
desordenan las que le servían de antecedente.
Comprueban que tienen que establecer la
vigilancia sobre todas las operaciones, porque las
mercancías no aparecen o los servicios ya no se
prestan.
El control de precios es el reemplazo de la
voluntad por la violencia. Precios o palos, son las
alternativas y se ha comprobado en cada
experiencia de intento de controlarlos.
Si sé que en la calle por la que pasaba todos los
días para ir a recoger mis duraznos se ha instalado
una pandilla, ya no paso por esa calle y por el
mismo motivo si sé que hay un funcionario que me
dirá cuanto tengo que pedir por mis duraznos, me
puedo dedicar a otra cosa o decidir producir menos
duraznos, pero lo que es seguro es que mi
motivación para comportarme como antes del
c a mb i o de condiciones, no será igual. Esa
motivación era una garantía de continuidad que
tenían mis compradores potenciales a futuro.
Los comportamientos no solo cambian por
cuestiones de violencia. Mi vecino tal vez se
enamore de la panadera y deje el negocio de los
tomates. Entonces, para conseguir dos tomates
puede que tenga que viajar hasta otro barrio y me
cambien los costos, o que al haber menos cantidad
después del retiro de mi vecino, otro vendedor
haya descubierto que le aceptan un solo tomate por
cada durazno, o cualquier circunstancia ajena a la
voluntad de cualquiera que altere sus decisiones,
como una sequía o una plaga.
La diferencia entre la violencia y estos otros
cambios en los precios, es que en la segunda
alternativa puedo corregir mis expectativas y
seguir planificando y se trata siempre de
información sobre voluntades, lo cual me da
seguridad. El mercado (mi vecino, usted y yo)
corrige todo el tiempo los precios a medida que
cambian los comportamientos. Los
comportamientos, a su vez, cambian por las
cantidades de bienes disponibles, por los costos,
es decir otros precios (otras voluntades)
intermedios que se generan para conseguir los
bienes últimos que se desean, porque ocurren
cambios de clima, de deseos de la gente, avances
tecnológicos, etc. El propio incremento de la
producción hace bajar los precios a medida que
hace más abundantes las mercaderías.
Pase lo que pase en el proceso del mercado con
todas esas voluntades pronunciándose, nos llegan
en última instancia unos números monetarios que
son la información resumida sobre como decide la
gente y cómo cambia sus decisiones, de modo que
podamos tomar las nuestras con los mayores
elementos de juicio.
Ese flujo al que llamamos mercado requiere un
respeto a las reglas de juego; las personas tienen
que ser libres y ser dueñas de sus bienes y sus
medios de producción. Eso permite ahorrar y
adquirir bienes de capital que son bienes que se
utilizan para fabricar otros, herramientas,
máquinas, como por ejemplo, una cosechadora de
duraznos, que me facilitará aumentar la producción
y obtener mayores ganancias aún con precios
menores. Estas son normas éticas que se consagran
en la vida social pacífica y se convierten en
criterios jurídicos, esto es el respeto y sus
consecuencias. Son las que compiten con la
manipulación y los fantasmas.
Dado que la voluntariedad del precio es lo que
le da sentido como dato económico, su control por
los políticos es de una futilidad extrema, un
completo sinsentido. No digo solo que es ineficaz,
que lo es como acabo de mostrar. Es un sinsentido,
porque no hay una razón para que quiera el
funcionario establecer precios, si lo que busca es
quedarse con mis duraznos y obligarme a recibir
una determinada cantidad de tomates; es decir, si
la voluntad de quienes actúan en el mercado no les
importa. Es, más o menos, como preguntarle a un
señor con qué señorita quiere bailar para después
de tener una respuesta, asignarle otra que no
hubiera elegido ¿Para qué preguntarle?
La intromisión del funcionario no resultará en un
precio, sino en un asalto, sin valor alguno como
dato económico. A lo sumo, se puede tomar con el
mismo valor que se le asigna al índice de
criminalidad, como una forma de calcular el costo
de sobreponerse a la arbitrariedad.
Un gobierno fijando precios es tan estúpido
como un asaltante que se ocupe de decir que las
billeteras llenas de dinero que roba son gratis
porque él no ha pagado por ellas. Habría que
explicarle que no ha logrado cambio alguno en los
precios que le permita hacer esa afirmación: ha
saltado por encima de ellos igual que el
controlador. La tasa de cambio entre un asaltante y
un asaltado para la economía como ciencia y como
práctica, no significa nada. Es información de la
sección policial. Los precios refieren a lo que las
personas hacen o no hacen en el mercado por sí
mismas. Los llamados precios controlados apenas
nos informan lo que quiere el gobierno, así como
el asalto nos indica lo que quiere el asaltante. Pero
como ni el asaltante ni el gobierno son
proveedores, su voluntad como acto de fuerza es
inútil a los fines económicos. Son dos mundos
aparte, el de la economía, las transacciones
voluntarias y el de los asaltos y los gobiernos
dando órdenes.
Sin la voluntariedad, el precio no reuniría la
información que necesitamos para lograr una
transacción. Puedo saber con bastante precisión y
salvo que se dé un cambio de condiciones, que con
un durazno conseguiré dos tomates en el mercado.
En cambio, cuando interviene la violencia,
necesitaré además cuantificar la violencia cada
vez que quiero conseguir una mercancía. El pago
del precio es la forma de obtener de los otros algo
sin atacarlos y hasta sin juzgarlos. Para conseguir
lo mismo a un «precio oficial», tendré que contar
con que el Estado va a estar para hacer cumplir la
entrega. En caso de que esté, todavía me faltará
saber si el proveedor del vendedor sigue
entregando los insumos necesarios ante el cambio
de condiciones que también habrá ocurrido para
él. Todo eso, por cada una de las transacciones ,
dado que nadie hará las cosas por sí mismo.
Con los controles de precios nacen los
llamados mercados negros, donde la gente busca
alternativas voluntarias de adquisición de lo que
necesita, porque en las góndolas donde la
violencia oficial se realiza, los productos
desaparecen.
La política metida en los precios hace
imposible ponerse de acuerdo; apenas puede
lograr una prohibición de transacciones generando
faltantes y sobrantes, sin que el éxito de un acto de
violencia nos sirva siquiera para saber si el
próximo será igual de efectivo. Atacar un stock
(una cantidad acumulada de tomates en el galpón
de mi vecino) es relativamente fácil. Lo que es
imposible es apoderarse de un flujo (en el que
intervienen personas), es decir que los tomates se
sigan acumulando como lo venían haciendo hasta
ahora.
Leonard Reed escribió un famoso artículo
llamado «Yo, el lápiz» que se encuentra fácil en
Internet, en el que describía la infinita cantidad de
personas que colaboran en la fabricación y
distribución de un elemento simple como un lápiz.
Desde el cultivo de los árboles, la obtención del
grafito, el aserradero, los camiones de transporte,
la pintura del camión y del lápiz, en una red
interminable de personas que buscando un
beneficio propio aportan una parte de lo que al
final se convierte en un lápiz en una góndola que
podemos comprar. Todo lo cual ocurre sin un
director de orquesta, sin una lista de obligaciones
dictadas por nadie. Simples acuerdos y
conveniencias mutuas coordinadas.
Este es justamente el problema que le trae el
mercado al pensamiento tradicional. De repente, la
observación del fenómeno complejo de
coordinación hace que los guías se vuelven
obsoletos. Por eso, se buscan todas las maneras de
deslegitimarlo, porque es la mejor manera de
escaparle a la pobreza y una permanente fuente de
normas morales sin libros sagrados. El mercado le
da valor al cumplimiento de la palabra empeñada,
hay una utilidad directa en mostrarse confiable.
Solo los antecedentes en el cumplimiento de los
contratos tienen una influencia decisiva en el
monto de la tasa de interés a la cual se consigue
crédito.
Así como la moneda facilita el funcionamiento
del sistema de precios, su monopolización forzada
por el Estado es un gran problema. En la medida en
que todas las voluntades se ajustan a relaciones
entre precios en la forma de costos y beneficios, la
emisión de billetes para financiar el gasto del
Estado altera hacia abajo el valor de la moneda.
Esto podría no ser relevante si esa alteración se
produjera de modo parejo, en definitiva los precios
reflejan valores relativos no absolutos. Esto quiere
decir que si los precios de los tomates y los
duraznos se ven afectados de la misma manera, que
los tomates pasen a valer dos y los duraznos cuatro
pesos, cuando antes valían uno y dos
respectivamente, no cambiaría la relación entre
ellos. Solo obligaría a un esfuerzo de etiquetado.
Ese es el motivo por el cual definir a la
inflación como el aumento generalizado de los
precios carece de interés. Si lo que compramos
cuesta el doble y nuestro ingreso también es el
doble, nuestra capacidad de consumo no se altera.
El problema es que el valor disminuido de la
moneda emitida (es decir la suba de los restantes
bienes) se da a través de una reacción en cadena.
Primero, aumenta la demanda de aquellos bienes y
servicios que el Estado adquiere con la moneda
emitida como una demanda extra de ellos y una
oferta adicional de dinero. Esos precios suben sin
que hayan variado la existencia de bienes y
servicios en el mercado, en cambio el Estado
inyectando billetes ha consumido una parte dejando
como saldo dinero extra y menos bienes. Esos
billetes circulan y van trastocando todas las
relaciones. El flujo de voluntades se ve alterado de
a pequeños saltos y, en el camino, los más
perjudicados son aquellos cuyo patrimonio está
constituido más que nada por el dinero que entra en
el mes. Cuando cobran el salario vale menos que
antes y para cuando se ajuste, de acuerdo al nuevo
valor de la moneda, habrá experimentado una
pérdida. Cuando el proceso inflacionario persiste,
la gente intenta prever la desvalorización y el
sistema de precios se llena de ruido y
desorganización, la información que proporcionan
no es confiable. Los comerciantes no saben si
pueden reponer el stock de mercadería con lo que
están cobrando por la que tienen en existencia y
aún, en el caso de que la inflación se detenga,
llevará un tiempo para que los valores relativos se
vuelvan a acomodar y que los precios reflejen
voluntades reales.
El intento de detener los precios habiendo
aumentado la oferta monetaria, agrava el
problema. Ese aumento generalizado de los
precios es, en realidad, el nuevo equilibrio que se
debe alcanzar para que el proceso productivo
vuelva a fluir como antes. Parar ese
reacomodamiento es tan malo como la inflación
original.
En síntesis, jamás bajo ningún concepto se
justifica alterar un precio con o sin inflación. El
salario, que es un precio, por supuesto, está
incluido en esta regla general.
CAPÍTULO X
EL CIELO DE LA LIBERTAD

La libertad no es un criterio de verdad; es más


bien una apertura y aceptación de la falibilidad y
del error. Es el error el que conduce al acierto.
Pensar en esos términos es una diferencia
fundamental con el iluminismo. No es que la razón
pueda resolverlo todo y por tanto, alguien que
piense bien, nos pueda manejar a los que
pensamos peor, sino que lo importante es la
capacidad de la razón de procesar errores, propios
y ajenos, por lo tanto cuanto más amplia sea la
posibilidad de ensayar de cualquiera, mejor. Más
importante que tener razón, es tener libertad. Sin la
libertad, la razón no trabaja. El mercado es una
inmensa maquinaria de procesamiento de errores.
El iluminismo no se desprende de la idea de
hombre de Estado, de prócer, como salvador y
garantía de justicia, endiosando a la razón. En la
concepción liberal, la sabiduría requerida de un
gobernante es específica, no general. Su ética tiene
que partir de la consciencia de la naturaleza de sus
actos, sus limitaciones, el carácter de los medios
usados y de sus costos. No hay virtud que pueda
tener un gobernante colectivista que mitigue la
calamidad ética de tratar a lo individuos como
animales de criadero, verse como salvador, guía y
censor.
No es Dios o la Razón iluminada la alternativa.
Dios siempre ha sido la Razón Iluminada
disfrazada de mito. Es libertad u obediencia. Vida
o muerte. Gobierno o libertad.
Definir lo que tenemos en base a lo que nos
falta, no es pesimismo. Si se lo ve así, se sigue
dentro del paradigma de la perfección. De lo que
se trata no es de ver el vaso medio lleno, sino de
entender que el vaso lleno es una falsa referencia,
que no existe, que lo que lo tenemos que pensar es
como agregamos algo a lo que hay. El vaso lleno
puede ser una meta cuando es posible y no se trata
de una utopía, pero no es una pérdida.
El liberalismo como tradición de pensamiento
social centra su atención en la libertad individual
como fundamento de la paz, la prosperidad, la
ética y el derecho. Es el pensamiento de aquí, la
tierra. La observación de la humanidad pedestre,
sin considerarle menor o sin valor. Sus fuentes son
múltiples, sus puntos de vista también. Está lejos
de ser una «escuela», y es más bien una corriente
que parte del descubrimiento de la realidad de la
vida privada como fenómeno. Es también el
movimiento político que persigue ampliar el
campo de esa vida privada y reducir el de la
obediencia, el robo y la violencia. No es un cielo,
es la vida como es, sin atajos salvadores, sin
ilusiones perfeccionistas.
Sobre la base de la libertad individual se hace
filosofía, ética, economía, derecho, (derecho
constitucional), sociología, psicología, (psicología
social), política. La libertad tiene su método,
llamado individualismo metodológico.[19] El
liberalismo es el conjunto de explicaciones,
justificaciones e investigaciones sobre la vida
privada.
Como el liberalismo no tiene cielo, tampoco hay
Quebrada de Galt, ese lugar que imaginaba Ayn
Rand en la ficción (y en tanto ficción) de La
Rebelión de Atlas al que huirían las personas con
talento para no padecer a los parásitos. Lo que hay
es un proceso de ampliación de la libertad
individual, acompañado de otro proceso de
descubrimiento y comprensión de sus condiciones,
razones y beneficios. No hay pureza ni puros de la
libertad, porque no hay puros de nada y la pureza
es un concepto inútil fuera de la religión. Hay
mayor o menor comprensión, mayor o menor error,
hay ideas que explican estas cuestiones de un modo
más completo que otras. Hay explicaciones que
pierden vigencia o son refutadas, hay mayor o
menor aceptación de los relatos esclavizantes de
los que la libertad se desembaraza, mayor o menor
valor u honestidad. También hay confusión y hay
temor.
Pero la libertad como objeto de atención del
pensamiento ocurre como una caída del cielo, como
una transgresión. En ese sentido, la amplia corriente
de lo que llamamos liberalismo no está exenta de
los problemas del formato cultural paradisíaco,
aunque nada se contrapone más a su naturaleza. Su
principal fortaleza, en cambio, consiste en diluir
todos los mitos que llevan a la obediencia. El
liberalismo niega el bienestar general como
sinónimo de lo que deberíamos tener, porque no hay
nada que debiéramos tener, ni la lluvia, ni la
comida, ni el vestido, ni la asistencia de un amigo.
Todas son cosas que nos debemos procurar y si nos
llegan por mera suerte, cuidar. Pero el liberalismo
no es una renuncia al bienestar general, porque no
se puede renunciar a lo que no se tiene. El
liberalismo es la condición que permite alcanzar
objetivos de individuos de modo pacífico y trae
consigo la noticia de que no hay por ahí un paraíso
para que nos sirvamos de él o lo encontremos. Nos
permite ver que todo lo que podemos forzar no nos
acercará hacia ningún edén, sino que pesará sobre
otras personas tan privadas como nosotros, que
serán despojadas aquí en la Tierra. Porque el forzar
contra el que el liberalismo lucha, no pesa sobre la
naturaleza, como sería romper un palo para fabricar
una herramienta, sino sobre otras personas. Es el
forzar criminal o político.
El liberalismo en ese sentido es la gran herejía
que aceptó que no había ningún cielo en la tierra ni
sus equivalentes, como el socialdemócrata
«bienestar general».
Desde esa posición escandalosa, es que resulta
acusado de querer privaciones para la gente. Como
si decir que no existe Santa Claus fuera estar en
contra de los regalos de Navidad. Si todos
creyeran en Santa Claus, no habría regalos en
Navidad. La gente adulta consigue los regalos,
precisamente por no creer en él. Eso es lo que el
liberalismo dice contra los sentimientos que son
producto del mito, pero a favor de las
posibilidades reales de obtener lo que queremos.
El liberalismo es la renuncia a esperar las
bendiciones en procura de activar las acciones que
logran cosas.
La realidad existencial que el liberalismo
devela, genera una presión que pocas personas
están dispuestas a soportar. Ponerla de manifiesto
pone al que realiza esa tarea en el lugar del
«vocero» como lo explica la psicología social. Es
el portador de las malas noticias que se convierte
en el grupo en el chivo expiatorio. Lo que la gente
no tiene, se lo ha sacado el «capitalismo». No es
que no está, es que la maldad, que es el egoísmo,
lo ha hecho desaparecer.
Entonces pasan a ser directamente despojadores
los que piensan que el capitalismo, entendido como
la sociedad en la que se puede ahorrar
pacíficamente y por lo tanto invertir y producir sin
ser despojado. El cielo lo crean los socialistas; el
infierno es deuda de los capitalistas. Los primeros
son los buenos, los segundos los malos. Lo que
define la bondad son los «ideales», es decir la
imaginación. Lo que define la maldad es la falta de
fe, la realidad. Los actos no juegan ningún papel.
Nadie quiere ocupar esa posición. Muchos
permanecen en el socialismo por la facilidad moral
de quedarse del lado de los buenos.
La ética liberal no es de maximización de
ideales, es de actos y de reglas. Por eso, no se
pertenece al liberalismo como se pertenece a una
religión o cualquier otro credo fundamental. No
hay pertenencia, hay apenas permanencia
voluntaria. No hay imaginación que nos mejore,
hay ideas que nos explican, reglas que nos
justifican, que podemos describir y actos que nos
enaltecerán o no en base a ellas.
Nadie es más liberal como socio de un club. El
osado liberal que habla de límites al gobierno es
visto como un no liberal por el anarco capitalista,
generaciones después. El pastor que se ocupa de
una sola de sus ovejas, es visto como el pastor
dominante en este libro. Las ideas son más
liberales unas que otras, más avanzadas en cuanto
a la ampliación de la vida sin obediencia, pero no
mucho más que eso.
Todos llevamos en algún lugar de nuestra
memoria genética, tal vez, el peso de la autoimagen,
el deseo de pertenecer a un bando que pueda
definirse como bueno. Esos han sido los términos
de nuestras luchas primitivas. Nos tienta lograr eso
como título habilitante, que es muy distinto a tratar
de seguir unas reglas que podamos justificar. Decía
T.S. Eliot que «La mitad del daño que se hace en
este mundo se debe a personas que quieren sentirse
importantes. No es que intenten hacer daño —pero
el daño que hacen tampoco les importa—. O no lo
ven o lo justifican. Porque se encuentran absortos
en la interminable batalla de pensar bien de sí
mismos».[20]
El daño viene de ponerse en ese lugar por
encima, desde el cual los otros se ven por debajo.
No hace falta que se vea como una expresa
soberbia, a veces luce como humildad. Cuando la
humildad se convierte en virtud, hay gente que es
más humilde que todos los demás y cada uno de
sus movimientos, actos y gestos está dirigido a
sustentarlo. Se verá incluso como soberbio al
cuestionador del «humilde».
Le pasa a cualquiera; ser liberal no significa ser
mejor en otro sentido que no sea valorar una idea y
por lo tanto tampoco implica estar exento de
cualquier tipo de comportamiento. Ser liberal
tampoco requiere ser mejor, está lejos de ser un
apostolado. La gente que acepte o no acepte lo que
observa el liberalismo, no irá a ningún edén o a
cualquier infierno. Es problema de cada uno aceptar,
entender o no lo que los otros dicen. Galileo no fue
un predicador. Así fue como se lo tomó, como el que
venía a negar el relato divino.
La posición de herejía que el liberalismo tiene
por estar rodeado de creencias como dogmas que
explican el bien y el mal como algo decretado,
produce comportamientos adaptativos. A veces
puede ser soberbia, a veces puede ser que se
confunda como soberbia, el hartazgo de lidiar con
individuos que nos ponen en el lugar de maléficos
adoradores del hambre popular. A veces, muchas
tal vez, está la tentación de transformar las ideas
en un método para pensar bien de sí mismo, como
diría Eliot. Aquí es donde aparece el cielo liberal,
como ese lugar al que se pertenece o llega y que
como no se define por su existencia, se define por
sus pecadores. Es bueno, otra vez, el que señala el
mal y a los malos. El perseguido, el tratado de
hereje, el que pertenece a un grupo señalado, es el
que más incentivos tiene para encontrar malos que
lo hagan ver mejor. Los socialistas pueden ser
esos malos. Habrá, pues, que encontrar socialistas
entre los liberales y la guerra de etiquetas es la
forma de hacerlo.
Creo que los liberales no son, no somos,
responsables de «cambiar al mundo». No somos
predicadores ni portadores de un libro sagrado.
Observamos las cosas de una manera, pero que
tengamos o no razón es un problema de todos, no
nuestro. Las imágenes celestiales no nos sirven
para nada. Confundir la auto superación con un
deber hacia la humanidad por el hecho de pensar de
un modo o que la subsistencia de ese pensamiento
dependa de que colectivicemos el fin totalmente
individualista de mejorar como personas, es una
gran incoherencia y no sirve para nada.
Así pasa que unos rothbarianos[21] tendrán que
despreciar a otros randianos[22] y a su vez estos a
los friedmanianos.[23] Todos se convierten en
jueces de todos y las sentencias dicen siempre
quién es liberal de verdad y quién no. Una vez que
se sabe eso, ¿hay algún premio? ¿Se llega a algún
cielo? ¿Se reparte algo? No, es completamente
inútil, en la medida que las diferencias sean otra
cosa que elementos de análisis, perspectivas para
aplicar a la realidad que durarán mientras duren.
Una cosa es buscar errores y otra pecadores.
Claro, estamos más cómodos con nuestro punto de
vista y preferimos no tener que cambiarlo, que lo
cambien los otros. Pero eso no tiene por qué ser un
motivo para absoluciones o condenas.
Cuando se pasa al campo de la acción, de la
política por ejemplo, donde hay que lidiar con
otras personas y con otras condiciones, donde se
cede o se retrocede, donde es posible confundirse o
desviarse, el que no hace y mira puede maximizar
sus cuestionamientos. Es el momento para
conseguir la libertad como placebo psicológico,
mientras se atenta contra el aliado. No digo con
esto que todo el mundo merezca apoyo; nada más
señalo lo fácil que es atentar contra la tierra desde
el cielo.
Mi propuesta sería esta: no seamos mejores por
nadie que no seamos nosotros mismos y dejemos a
las ideas en el lugar de ideas. Podemos hacer
muchas cosas por mejorar la difusión, pero
tenemos que verlo como un trabajo empresarial.
No es un problema nuestra lejanía de la inexistente
Quebrada de Galt. Por lo tanto si no estamos ahí,
no es porque hay malos entre nosotros. Esa
quebrada no es la referencia, lo es nuestra
situación de hoy y donde queremos estar mañana.
Después encontrar los medios necesarios para
cerrar la diferencia.
De otro modo, se cae muy rápido en un error
parecido al de instalar un ministerio del bienestar
social. Aquellos que propongan cerrarlo serán los
culpables del bienestar no logrado. Del mismo
modo, los que consiguen unas libertades parciales
en el riesgoso y altamente opinable terreno de los
acontecimientos, parecen haber «cedido» algo que
no se tiene. Con esto, estoy lejos de postular que
siempre se tome la decisión adecuada al intentar
algo que puede ser insuficiente o menos de lo que
s e pudo obtener. Lo que discuto es el parámetro
paradisíaco, la permanente referencia a la
Quebrada de Galt como si en lugar de ser ficción
fuera real, por ser inútil.
De todo puede hacerse una perfección y después
usar esa perfección como vara inalcanzable para
culparse y culpabilizar. Dentro del dificultoso
proceso de la libertad, también se puede caer en
identificar éxito con virtud y fracaso con pecado.
El razonamiento que yo mismo adopté mucho
tiempo es, más o menos, que si mucha gente no ha
sido convencida es por los defectos de los
«predicadores del credo», sus características
personales, su falta de simpatía, elocuencia o
argumentación decisiva. El buen predicador es
simpático, sabe que lleva con él la palabra
sagrada y entonces tiene que estar a la altura de su
misión. Debe dar pruebas de buena conducta, ser
claro, demostrar capacidad de tratar con dulzura a
los necios.
El liberalismo entonces es esa iglesia peregrina
que tiene a su cargo la libertad. Una iglesia
pequeña, cada vez más pequeña. Del tamaño de
una secta. El resto de las personas los miran con
extrañeza. «Esos locos que dicen que no nos tienen
que cobrar impuestos».
Que todos los otros místicos les den la espalda,
es bastante lógico porque esta iglesia disidente
proclama lo contrario a lo que quiere ser.
Las iglesias están para generar grandes
complicidades alrededor de realidades paralelas,
no observadas sino convenidas. Por eso, al
liberalismo como grupo de personas que sostienen
e l valor de la libertad, el formato de secta le
queda tan mal. Por eso también, las relaciones
internas del grupo son tan conflictivas que carecen
incluso de los beneficios que trae la complicidad.
El cielo se ha colado ahí. Y es comprensible,
porque es un componente cultural del que es difícil
despegar, está en los fundamentos en los que nos
desarrollamos, de los que venimos para pensar en
esta herejía. La herejía nació, además, dentro de la
Iglesia. Los pensadores de la libertad clásicos
comienzan siempre alabando o pidiendo permiso
al cielo precedente o a los nuevos que van
triunfando. El de la libertad es un proceso de
desprendimiento de creencias, largo, difícil y
costoso. Algunos van más rápido, otros menos.
Pero es momento ya de entender que los
descubridores obligación con un libro sagrado no
tienen, no es una religión en competencia, es la no
religión.
Nos interesa como partidarios de esta idea
contar por qué es inútil la obediencia, la desgracia
que son los mandamases y lo penoso que resulta
que las masas humanas esperen salvadores
desperdiciando su vida. Es un interés, no una
obligación. A aprender a comunicar realidad en el
misticismo es útil. Pero la retórica, es decir la
habilidad de argumentar, es una parte nada más de
la comunicación.
El paraíso del que nuestra cultura arrastra altera
por completo los resultados de la comunicación.
Cuando decimos libertad, eso se puede leer como
soledad existencial. El liberal, por lo tanto, puede
ser entendido como el portador de malas nuevas;
no se trata de que se lo rechace por sus defectos
personales. El problema es más profundo.
Muchas veces me ha pasado que en discusiones,
el interlocutor llegue al punto de decir que me
estaba tomando al individuo como un dios, al
mercado como una panacea o al comercio como la
explicación de todas las cosas. Ese es un formato
irreductible, producto de transferir los supuestos de
la propia cosmovisión a otras ideas y se lo pueden
comprar, tanto los que lo usan para acusar como los
que son acusados. La trampa en la que se cae es
esta: si el individuo hace lo que quiere y no lo que
quiere Dios, entonces el individuo es Dios. Porque
el no dios, está fuera de análisis.
Lo que le sigue a este tipo de observación
muchas veces es una lista de «perfecciones»
supuestas o unas ofrendas, al modo de concesiones
que permitan demostrar la «imperfección» (que es
el error hermano de la perfección), porque la
descripción de la imperfección implica
«humildad», que es la virtud de estar por debajo
de lo perfecto, es decir de lo inexistente. Pero
abajo al fin.
Tachemos el cielo y veamos la enorme
diferencia de perspectiva que se produce. El
liberalismo no es cielo. No pretende llegar a
ninguna situación idílica. No trata de ser respuesta
a todo, es apenas habilitación para averiguar cómo
la realidad es, no el cielo. La libertad no es el
camino a la Quebrada de Galt, es solo mejor que el
autoritarismo. La libertad es nada más, subrayo
nada más, que la no opresión. Opresión que es hija
de toda la variada gama de cielos inventados. De
modo que la libertad no soluciona todos los
problemas económicos, solo soluciona el problema
económico del autoritarismo, el comercio libre es
únicamente mejor que el comercio controlado y
nada es una panacea: es la renuncia a las panaceas.
Entonces, el liberalismo tampoco puede ser
imperfecto ni humilde. Porque esas referencias son
falsas. En el ejercicio de intentar demostrarlo, se
cae en la trampa de darle la razón a los que dicen
lo contrario.
El médico no es soberbio porque niegue la
efectividad de la brujería. El médico no es mago; el
que pretende ser mago es el brujo. El médico es la
renuncia a la danza de la lluvia, pero no para
conseguir la lluvia oportuna y bien dosificada por
otros medios, sino para pensar en formas de regar,
correr el riesgo de equivocarse y estar dispuesto a
encontrar otros mejores. La libertad no es otro
cielo, es la Tierra.
Los liberales son una serie de pensadores que,
en distintos momentos se han metido en este
problema de la realidad y la libertad individual
con mayores o menores aciertos. No cuidan
ninguna creencia, observan y cuentan lo que
observan. La libertad no es un problema de los
liberales, es un problema del ser humano. Como la
sequía. Si el médico está equivocado no es un
problema del médico, es del paciente. Acabando
con el médico, no se consigue la salud.
Las ideas políticas, esto es las ideas sobre el
poder, caen con facilidad en sistemas de creencias.
Le piden al liberalismo que, para competir con sus
cielos inalcanzables, ofrezca un cielo alcanzable,
medible. Como si dijeran: «Para que dejemos de
creer en el cielo, nos deben dar otro». No lo hay.
Ni el que creen tener ni el que piden.
CAPÍTULO XI
PRODIGALIDAD Y TALENTOS

El pensamiento religioso lleva a ver a la vida


como un don y a la libertad como un permiso. Pero
el cristianismo igual forma parte de la cadena de
acontecimientos e ideas que llevan a pensar en el
hombre libre de ataduras. Aún siendo ambiguo,
como lo es el mismo Locke al justificar la
propiedad y otros muchos pensadores. Entonces,
nos encontramos con que, a la gran atadura del
paraíso y el pecado, la acompañan otros axiomas
que lo moderan, incluso lo contradicen para
beneficio de su subsistencia como religión.
En la parábola de la oveja perdida, Jesús
parece fundamentar el individualismo como
concesión amorosa del poder. Se trata de una
protección al individuo que no es libertad, pero sí
se sustenta la idea de que para el protector, una
oveja puede ser más importante que el conjunto de
ellas.
«¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien
ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa
y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió,
hasta encontrarla?».[24]
Es claro que la oveja está sometida al pastor y
que al aplicar la relación metafóricamente a los
seres humanos, la referencia es a un paternalismo
benevolente individualista, pero paternalismo y
sometimiento al fin. La oveja simbolizaba al
pecador y la parábola era la explicación de por
qué Jesús se juntaba con ellos.
Más adelante agrega:
«¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde
una dracma, no enciende la lámpara, y barre la
casa, y busca con diligencia hasta encontrarla?».
[25]
Está hablando en este caso del cuidado de una
pertenencia, pero a la vez hay una mirada del
protector hacia el individuo como algo valioso. La
propiedad es parte de esa individualidad que se
enaltece.
En los evangelios, pareciera que la parábola de
los talentos contiene argumentos a favor de la
libertad y la del hijo pródigo como ejemplo de lo
contrario. Sin embargo, me parecen dudosas
ambas conclusiones.
En la primera, el amo entrega dinero a sus
siervos, dado que el reino de los cielos es como
un señor que se va lejos y deja sus bienes al
cuidado de sus súbditos de acuerdo a sus
capacidades. A uno de ellos le da cinco talentos,
al otro dos y al tercero uno.
Los dos primeros hacen negocios y consiguen
una ganancia del cien por ciento de sus existencias
iniciales, pero el tercero entierra su única moneda
para que no se pierda hasta el momento de
devolverla.
Al regreso el señor pide cuentas. Premia a los
dos primeros por sus resultados y reprende al
tercero por haragán y negligente. Le quita su
talento, se lo entrega al que tiene más: «…debías
haber dado mi dinero a los banqueros, y al venir
yo, hubiera recibido lo que es mío con los
intereses»[26]… «Porque al que tiene, le será
dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que
tiene le será quitado».[27]
Más que defensa del capitalismo, nunca he visto
una reivindicación mayor de la servidumbre, casi
diría de la forma de explotación llamada impuesto
a las ganancias y de apelación a la valoración
económica objetiva, al tratamiento del individuo
como un burro de carga.
Los bienes que entrega el señor, no les
pertenecen a los siervos. En principio, ni siquiera
les indica que se trata de un regalo y que el
beneficio les pertenecerá. No les pregunta si
quieren hacerse cargo de su fortuna o tienen
mejores cosas que hacer. Tal vez los dos primeros
sacrifican sus propios intereses para dedicarle
tiempo al señor y el tercero lo usó en su propio
provecho. La alegoría supone que siempre cinco
talentos son mejores que uno, para todo el mundo
en cualquier circunstancia, ignorando que se trata
de valoraciones subjetivas que dependen de cada
persona y de sus circunstancias. Parece evidente
que enriquecer al señor no formaba parte de las
prioridades del tercer siervo; pero aún
interpretando que el producto hubiera quedado en
su provecho, tal vez tuviera cosas de más valor no
monetario para conseguir con su esfuerzo en ese
especial momento.
Toda esta confusión ocurre precisamente porque
el valor libertad individual está ignorado en la
parábola. Nos encontramos frente a un canto a la
productividad, en función de un aparato de
recaudación de un modo más soviético que
capitalista. No a una productividad en un sentido
liberal, sino más bien una productividad como
tributo.
Por otro lado, está olvidando por completo el
concepto de riesgo. Debe haber resultado fácil a
los dos primeros siervos arriesgar dinero ajeno. El
tercero opta por no asumir el riesgo y el resultado
por sí mismo no justifica la elección de los que
obtuvieron ganancias.
Cinco talentos son mejores que uno solo ceteris
paribus, es decir, manteniendo todas las otras
condiciones constantes. Pero aquí no hay elemento
alguno para suponer esas condiciones, sobre todo
porque la producción está presentada como una
deuda al señor y no como un beneficio propio.
Pero lo peor de todo, es lo que muchas veces se
ve como mejor, porque se piensa que esta parábola
es una habilitación divina de la disparidad de
«reparto de bienes», para tranquilidad de muchas
consciencias.
Aquí hay un confusión complicada, creo yo. No
se puede justificar la desigualdad porque la
igualdad no existe. La desigualdad genera ventajas,
pero no se justifica. No es justo un reparto desigual
de bienes, talentos o habilidades; es simplemente
un hecho, una condición de existencia. La razón por
la que no es injusto es porque tal justicia es
inexistente. Para que haya injusticia de verdad
debería haber un repartidor, una voluntad. No
podría entenderse una voluntad que nos dejara con
tantos defectos, mientras nuestro vecino tuviera
tantas ventajas. La injusticia en el «reparto» es
mítica, ni siquiera hay reparto. Salvo que la
desigualdad sea de derechos, producto del uso de
la fuerza y de privilegios concedidos desde el
poder, pero este caso debe ser completamente
diferenciado del mercado.
En el mercado, el lugar donde todos los
intercambios son voluntarios, el único sucedáneo a
esa situación inexistente de inequidad es el uso de
la violencia. Entonces, unos deben ser perjudicados
para que otros sean beneficiados mediante la
intervención brutal.
En la situación natural, las cosas son muy
distintas que en el mito. Un señor es más fuerte,
por lo tanto el débil lo necesita y busca colaborar
con él para resolver problemas que requieren
fuerza. Otro señor posee más bienes y el que no
los posee tiene la oportunidad de colaborar con él
y obtener mayores beneficios que si solo pudiera
tratar con gente de igual o menor fortuna.
La intervención brutal es la alternativa a esas
diferencias a las que les llama desigualdad,
refiriéndola a la igualdad inexistente de una
hermandad inventada y retrospectiva. En la
intervención brutal, la oportunidad de establecer
un flujo para aprovechar las ventajas que no se
tienen, desaparece. Eso es el socialismo
empobreciendo a todos mientras mata el talento, el
justiciero del cielo.
Un cielo injusto además. Se ve claro en esta
parábola que la diferencia en talentos es una
decisión del creador. Decir que hay un reparto,
pero que es arbitrario, es una forma de fe bastante
particular en la creación.
Lo cierto es que nuestro problema real es como
obtener los talentos que no tenemos, no a quién
reclamar por los que nos faltan. El método es la
colaboración.
En la parábola del hijo pródigo ocurre algo
bastante diferente. Uno de dos hijos le pide al
padre que le dé lo que le pertenece de la herencia
y se va a seguir su vida. Despilfarra el dinero y
cuando no tiene más vuelve a la casa del padre y
le pide perdón. El padre lo perdona y hace un
banquete en su honor. El otro hijo se muestra
ofendido, a pesar de su obediencia en contraste
con la de su hermano, jamás se había hecho un
banquete para él.
Esta parábola también trata sobre la obediencia.
El hijo pródigo al pedir perdón lo hace no solo al
padre, sino también al cielo. La metáfora consiste
en sostener que es mejor estar sometido y con una
cama caliente, que libre y padeciendo todo tipo de
peligros. Mientras el hijo pródigo pasa hambre en
una provincia alejada, vive criando cerdos. Ahí
reflexiona que hasta el último siervo de su padre
está mejor que él y entonces es que se decide a
volver.
El contenido metafórico del cuento es contrario
a la independencia de la autoridad, cuyo carácter
benevolente se afirma. Pero también es el choque
de dos modelos, el de la obediencia total y el de la
resistencia. La obediencia total del hermano mayor
queda mal parada, la del hijo que corre riesgos y
lo intenta, aún con un mal final (que para la
parábola es buen final), es recibido con los brazos
abiertos. El padre simplemente reacciona a su
alegría por el hijo que había perdido y regresa. No
intenta llevar adelante el plan de sometimiento
sino que se deja llevar por lo que quiere,
decepcionando al hijo mayor.
El problema no es, como parece surgir a
primera vista, que el padre sea injusto premiando
al improductivo, por las mismas razones que
expuse antes respecto a quién es el beneficiario de
la producción. El padre actúa de acuerdo a sus
propias valoraciones, es el único que mantiene su
libertad y elige dejando de lado una «justicia» en
el reparto que pudiera ser superior a sus propios
deseos. El hijo obediente es un sometido completo
que está esperando que el sometimiento sea ese
ámbito de protección sin riesgos, que lo llevó al
sometimiento.
Centrarse en uno como individuo no significa,
como pueden pensar los que ven la vida como ese
permiso, estar desesperado por recursos ni por el
poder. Eso puede significar al contrario, una
muestra de altruismo en el sentido de poner la
prioridad en los demás. Sería como una forma
resignada de altruismo, apenas la fuerza en
competencia del colectivismo. El colectivismo de
una sola vuelta sería ese amor a la familia
universal humana, viviéndolo como uno de los
componentes débiles que serán beneficiados. El
colectivismo retorcido sería la fuerza competente
que trata de arruinar esa fiesta concentrando el
reparto en beneficio propio por la incapacidad de
ver que el reparto no existe hasta que el ser
humano lo realiza con violencia. El egoísmo
racional consiste en saber que ese punto de partida
es falso y que solo queda aportar a la propia
felicidad, sabiendo que los otros buscan lo mismo,
estén en la situación que estén, porque la
comparación es inútil y que solo queda colaborar
con ellos.
CAPÍTULO XII
AUTOGOBIERNO,
EL IDEAL INCONCLUSO

El pueblo no renuncia nunca a sus


libertades sino bajo el engaño de una
ilusión.
EDM UND BURKE

El camino de ampliación de las libertades


individuales es también el de la renuncia al
paraíso y a la ilusión de la obediencia cómoda a la
autoridad protectora. Ocurre por aproximaciones
sucesivas, en las que el mito va dejando lugar a la
realidad.
En ese camino, procesamos errores en las
aproximaciones anteriores, sin que eso signifique
quitarles valor, dado que de otro modo caeríamos
en un burdo sesgo de retrospectiva. Hay una deuda
con cada herejía anterior, por pequeña que nos
pueda parecer hoy.
Uno de los capítulos de esa historia es el de la
justificación del poder. En algún momento, la
corriente liberal explica el poder, no ya como un
protector omnímodo, sino apenas como un
protector de la libertad. Eso se ve con mucha
claridad en el proceso constitucional de los
Estados Unidos, ya mencionado.
Si entendemos la política como el ejercicio de
la dominación, no hay peor enemigo para esa
actividad que la realidad. La mayoría de las
personas debe ser convencida de que su rol es el
de obedecer a la autoridad, porque en la autoridad
se sustenta su subsistencia, como lo termina
aceptando el hijo pródigo. Pero incluso más allá,
no a cambio de una contraprestación en particular,
como sería el caso de los mercenarios. Es la
obediencia por legitimidad, por un título que
habilita al mando el mandar.
Nuestro seteo cultural nos prepara para asumir
que siempre hay gobernantes y gobernados, porque
como seres vivientes ya venimos gobernados por
el más allá, de modo que el lugar por el que estoy
entrando al tema puede ser desconcertante. Pero
creo que la etapa en la que estamos en la evolución
del fundamento de la libertad individual, es esa de
preguntarse por qué tenemos gobierno. No porque
no se haya hecho antes, sino porque estamos
viviendo, creo yo, en el fin de la última versión de
la benevolencia del poder, que es la de la supuesta
protección de la libertad en sí.
De cualquier manera, esa pregunta puede tener
dos significados diferentes; de hecho cuando se la
hizo en el pasado la respuesta fue la que acabo de
decir: el gobierno está para que los individuos
sean libres, es decir, no sean gobernados.
La estoy expresando de un modo absurdo, pero
creo que ese es el resultado de haber hecho la
pregunta asumiendo que el gobierno tiene que tener
una justificación, porque hay un beneficio en la
obediencia.
Ese es el obstáculo a remover. No digo el
gobierno en sí, sino la legitimidad que es un
problema más serio. Es decir, la obediencia como
doctrina es peor que el mando como hecho. El
liberalismo clásico expresa una nueva forma de
benevolencia del poder, de paternalismo, aunque
limitado. La oveja perdida que se sale a buscar, sin
comprensión por ahora de que no se trata de una
oveja. Esto es, la libertad como producto de un
gobierno que se abstiene o que resulta
domesticado, porque se entiende que aún para ser
libre se necesita un guardián, lo que nos lleva a la
subsistencia de la noción mística de legitimidad en
el pensamiento liberal clásico, mediante la
concepción de un dios en la tierra llamado Estado.
«Nosotros el pueblo…» comienza la Constitución
de los Estados Unidos, para luego formar un
gobierno que les cobrará impuestos a ellos, el
pueblo.
En el pasaje desde las monarquías absolutas al
constitucionalismo liberal se producen formas
democráticas (gobierno de los gobernados)
siguiendo dos modelos que suelen confundirse,
pero que en gran medida son opuestos. Por un lado
la Revolución Francesa, que implicó un
rompimiento violento con el orden existente, pero a
su vez la potenciación del abuso bajo otros
autores. Por el otro, el proceso de la Revolución
Gloriosa de 1688 en Inglaterra como una forma de
evolución de la Monarquía absoluta hacia una
forma liberal de gobierno limitado, cuya máxima
manifestación es la declaración de independencia
norteamericana un siglo después.
En la primera versión, la francesa, hay una
fuerte ruptura en el principio de legitimidad
vigente y una preocupación por su reemplazo; en la
segunda, un pacto tendiente a facilitar el ejercicio
de derechos de los gobernados sin ingresar en el
problema de la justificación del poder. En la
primera se observa la construcción de un nuevo
poder reivindicador y en la segunda, el avance de
los individuos frente al poder. Una es una
discusión sobre el poder; la otra sobre sus límites.
En la declaración de independencia de los
Estados Unidos, se abre el camino hacia algo más
interesante, que es la idea del poder y el
consentimiento, cuyo fundamento es la libertad. Es
decir, el poder como un «facto» que los
gobernados aceptan casi como una transacción,
mientras el juego de costos y beneficios lo hagan
aceptable. El gobierno no se ve allí como algo
«legitimado», sino tolerado. Una década, después
Estados Unidos reingresaría en la corriente de la
justificación al formar el gobierno federal.
Desde la perspectiva que he estado exponiendo,
la versión francesa está más cerca del problema y
la inglesa más cerca de la solución. La diferencia
está en el método. En Francia prevalece el
iluminismo, la Razón como alternativa a la
revelación que se explica como superior a Dios.
Es decir, la razón mistificada comparada con lo
inexistente. En Inglaterra prevalece el sentido
práctico, la consecución de objetivos particulares,
el control de los impuestos, la consagración de
límites que amplíen las libertades. El tanteo al
lado del pensamiento esclarecido. La razón
prudente que procesa errores, en lugar de la Razón
que, como el ángel caído pretende ser la verdadera
respuesta a todas las cosas. Una es una
competencia con el mito, mediante la construcción
de otro pretendidamente racional similar y la otra
es la consecuencia del uso eficiente del
pensamiento, lo que no quiere decir perfecto.
Sin embargo, así como el camino inglés se
acerca a la solución, el francés estaba más cerca
del problema aún cuando no lo resolvió. El punto
era la autoridad normativa superior, pero se
cometió el error de que para superarlo se
construyera otra que le hiciera competencia, sin
asumir que gobierno justificado es un oxímoron.
En Estados Unidos, se había ya producido un
milagro en la evolución del pensamiento
constitucional, que es la consagración de la idea
de auto-gobierno y, como dije antes, del reemplazo
de la legitimidad por el consentimiento. Eso es lo
que significa la fórmula «We the People». Pero
aunque la Constitución invoca ese principio y sus
enmiendas posteriores refuerzan la ética de la
libertad cuando «la gente» establece un
«gobierno» como forma de protegerse, se
construye una nueva legitimidad.
Frédéric Bastiat (1801-1850) define esta
legitimidad en pocas palabras: «gobierno es la
organización colectiva del derecho de legítima
defensa».
Parece perfecto si no nos bajamos del principio
de obediencia y si seguimos pensando en una
seguridad que puede forzarse. No es una seguridad
defensiva, no es la organización de milicias para
responder a ataques en concreto. Es la
organización de un aparato de mando, para
defenderse de los que nos quieren hacer obedecer.
Hay un gran sinsentido escondido en esta forma de
resolver el problema del gobierno, y en gran
medida el deterioro de los sistemas políticos
inspirados en los Estados Unidos durante el último
siglo se debe a este problema.
En la medida en que en Francia se identifica al
gobierno con el Pueblo, el sentido limitador que
orienta los cambios en Inglaterra le es ajeno. En
Estados Unidos no cometen ese error, consideran
que un gobierno electo puede ser tan pernicioso
como uno no electo para la libertad. El tipo de
legitimidad norteamericano es acotado. Sin
embargo, es suficiente para que el Leviatán que
observaban no solo subsista, sino que se convierta
en una gran amenaza.
Edmund Burke en su obra Reflexiones sobre la
Revolución Francesa se ocupa de señalar el
contraste entre el proceso inglés y el francés, para
persuadir sobre los peligros de los efluvios
revolucionarios nacidos en el continente.
Cuando llega el momento de crear un nuevo
estado federal en Filadelfia, se llega a la mínima
expresión de la legitimidad, pero para crear un
gobierno aunque fuera «de la gente, por la gente,
para la gente», parece no haber más remedio que
caer en la gran contradicción de que los
gobernantes y gobernados sean la misma cosa.
Quién manda, parece suponer este nuevo principio,
es también quién obedece. Es más, se trata de un
defensor de los gobernados.
Como en el modelo de república de
Montesquieu, el Estado federal norteamericano es
dividido en funciones, inspirado en el concepto de
pesos y contrapesos. Un poder que controla al
poder, como quiere Montesquieu. La república así
entendida , para los Estados Unidos es la única
forma concebible de democracia en tanto se
identifica el problema político como el del
autogobierno.
Nos encontramos, en definitiva ante una nueva
forma de legitimidad que supone que solo es válido
ser gobernados por quienes siguen nuestra propia
voluntad, como consecuencia de haberse conocido
y experimentado la libertad antes. Ya no es
necesaria una vara externa bajo la cual la soberanía
pueda deducirse (herencia, mandato trascendental),
porque el gobierno es de algún modo
autogenerado. El pueblo, los gobernados, son el
nuevo principio con el cual competir frente a las
construcciones tradicionales. Es la materia prima
revolucionaria, el gran cambio pero aún no ha
llegado al fondo de la cuestión.
Si la democracia pretende ser la nueva validez,
es porque se la toma como esa forma del
pretendido autogobierno y como tal, de la libertad.
Se la entiende como la única forma realista y
posible en el que un pueblo se gobierna a sí
mismo.
La gente que tiene ahora la facultad de
gobernarse lo hará mediante representantes. En la
versión inglesa, el pueblo tiene derechos y por lo
tanto tiene representantes ante el monarca. No son
representados por el monarca en sí.
En esa nueva legitimidad es donde se mezclan
las explicaciones de la Revolución Francesa y los
propósitos mejor logrados del legado Inglés. Pero
podríamos seguir el hilo de todo lo que implica en
realidad desconocer a la «soberanía» como
atri buto de un soberano y advertir que la
democracia se apoya en la atribución al gobernado
de los actos del gobernante.
En nuestra época estamos en condiciones de
evaluar qué tan eficaz ha sido la nueva
legitimidad. Sobre todo con relación a la
preservación del autogobierno como sinónimo de
libertad.
Nos vamos a encontrar en la generalidad de los
casos con todo tipo formas y grados de absolutismo
que se encuentran justificados y no están para nada
limitados por la idea de que el pueblo gobierna.
Pueblo incluso pasa a ser la facción gobernante
circunstancialmente mayoritaria, de modo que
parece que fuera posible que el pueblo se auto
flagele y eso se llame democracia.
Ese «mayoritarismo» no encaja de manera
coherente con ningún sentido legitimador. Se
deriva apenas del aspecto mecánico y
circunstancial con el que la idea de autogobierno
pretende llevarse a cabo, que es el conteo de votos.
Es decir deriva de la sacralización del
instrumento, en contra del fundamento.
Ahora bien, las incoherencias y los vicios de las
democracias actuales no hacen más que mostrar
los resquicios que el hecho de «bendecir» a un
gobierno, sea por tradición, herencia, mandato
divino o sufragio universal, deja abiertos al abuso
en contra del propósito liberador inicial.
Así es como los principios republicanos
(división de poderes, publicidad de los actos de
gobierno, periodicidad de los mandatos, derechos
individuales e igualdad ante la ley) se incorporan
como un método de asegurar la novedosa forma de
legitimidad. No es casual que cada uno de ellos
sean justamente las primeras víctimas del
absolutismo comicial conocido como populismo.

Legitimidad
El diccionario de Norberto Bobbio, Nicola
Matteucci y Gianfranco Pasquino define la
legitimidad como el «atributo del estado que
consiste en la existencia en una parte relevante de
la población de un grado de consenso tal que
asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo
en casos marginales, recurrir a la fuerza» y agrega
«Los principios monárquico, democrático,
socialista, fascista, etc., definen algunos tipos de
instituciones y de valores correspondientes, en los
que se basa la legitimidad del régimen… la fe en
la legalidad, consiste en el hecho de que los
gobernantes y su política son aceptados en cuanto
están legitimados los aspectos fundamentales del
régimen, prescindiendo de las distintas personas y
de las distintas decisiones políticas».[28]
Los principios de legitimidad son argumentos
para justificar al poder político con el objeto de
que sea obedecido. Por lo tanto, cada forma de
legitimidad corresponde a unos supuestos
normativos y es seguida de unas consecuencias
lógicas.
Las nuevas formas de pretendidas democracias
autoritarias de los llamados países adscriptos al
Socialismo del Siglo XXI en Latinoamérica sirven
poner de relieve la anomalía en la nueva
legitimidad como la expresión de una
inconsistencia.
La legitimidad pretende enraizar el principio de
justicia. La palabra misma legitimidad proviene
del término legítimo y legítimo es lo que es
«conforme a las leyes», «justo», «cierto, genuino y
verdadero en cualquier línea», según el
diccionario de la Real Academia Española.
Si nos quedáramos con la simple observación
sociológica de la aceptación del mando, no
tendríamos mucho que agregar. Legítimo sería lo
que ha conseguido el efecto de convertirse en la
razón para obedecer. No tendría validación
alguna fuera de la relación de mando y
obediencia. En gran medida, cualquier
organización que haya llegado a ser considerada
«gobierno» goza de una cuota importante de
sometimiento voluntario. Lo opuesto al gobierno
legítimo es el gobierno de facto en el que el
«deber de obedecer» no se invoca a la hora de
mandar, sino la fuerza.
Mi postulación aquí es que todo gobierno es de
facto y que la legitimidad ha sido consecuencia del
miedo a lo desconocido y el engaño y autoengaño
de la autoridad protectora como derivación o en
consonancia con la religión.
Lo que se ha considerado justo en cuanto a quién
es justo que gobierne, ha cambiado a lo largo de la
historia desde la tradición, la herencia, la
bendición divina, hasta la voluntad popular en el
sistema democrático. Pero todos tienen en común
que su consecuencia es que obedecer se convierte
en un deber y el mayor absurdo consiste en que tal
idea haya subsistido aún después de que se
proclamaran cosas como que «los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos».
Para Guglielmo Ferrero «los principios de
legitimidad son justificaciones del Poder, es decir
del derecho a mandar, ninguna tiene tanta
necesidad de justificarse ante la razón como una
desigualdad establecida por el Poder».[29]
Agrega luego que «una decisión tomada por
mayoría tendrá más chances de ser justa que la
adoptada por una sola persona, salvo que se trate
de un ser excepcional. El principio de la mayoría
resulta, por consiguiente, en cierta medida
razonable, siempre que se aplique acompañado de
las cautelas necesarias. La democracia puede
justificarse ante la razón bajo tales condiciones».
[30]
Sin embargo, no hay manera de utilizar a la
mayoría como criterio de justicia. A lo sumo
puede aceptarse de modo contractual, en tanto
nadie cede sus derechos para ser rifados en una
asamblea. El voto en el sistema político tiene
sentido en la medida en que lo que está en juego,
sean criterios discutibles y como forma de resolver
asuntos que bien podrían solucionarse por sorteo,
jamás como una ruleta rusa en la que la libertad de
las personas sean la materia de debate.
También para Ferrero todos los principios de
legitimidad son «al menos en parte, instrumentos de
la razón».[31] Sin embargo, «si todos los
principios de legitimidad son de origen
parcialmente racionales, todos pueden devenir
absurdos, en su concreta aplicación. En la
democracia la mayoría termina teniendo la razón
aunque se equivoque, porque en ella reside
oficialmente la verdad, la justicia y la sabiduría,
incluso cuando los errores e iniquidades que haya
cometido estén a los ojos de todos. En los
regímenes aristomonárquicos que presuponían la
infalibilidad del poder y negaban el derecho de
oposición, cuando el heredero o el noble electo no
estaba a la altura de su misión la razón debía
inclinarse: la incapacidad pasaba por genialidad,
la ignorancia por sabiduría, el capricho por
inspiración divina… por todo, salvo por lo que en
realidad era. En suma, en los principios de
legitimidad el elemento racional es accidental,
introducido desde afuera y no sustancial. Puede
estar presente en el momento de su aplicación,
pero puede faltar totalmente o tal vez… puede
resultar insuficiente».[32]
¿Cuál es la parte racional de un principio de
racionalidad? Pues la que le sigue a la
irracionalidad como consecuencia. La
irracionalidad consiste en buscar un fundamento
para el sometimiento; del que sea que se encuentre,
se derivarán consecuencias lógicas racionales.
Esta casi impostura del elemento racional que
se pierde en la realidad política, que transforma a
la legitimidad en una excusa, tanto vale para
Ferrero para el modo aristomonárquico de
justificar al poder, como al democrático. La
legitimidad que como explica se puede perder en
el ejercicio real del poder.
El gobierno que no se ajusta a sus reglas, nos
dice Ferrero, vivirá atemorizado y aumentará su
violencia por ese temor, cuando los duendes lo
abandonan o se haya apartado de ellos por
decisión propia. Porque para este autor la
legitimidad son, metafóricamente, duendes
invisibles.
Siguiendo su idea, el ejercicio de la violencia
física o verbal, de la persecución, el temor a las
opiniones diferentes, nos informan sobre pérdida
de legitimidad. No solo de pérdida de legitimidad
democrática, sino de cualquier tipo de legitimidad
concebible. La fuerza bruta viene cuando la
persuasión ha fallado.
Para Ferraro el «espíritu revolucionario acierta
cuando afirma que los principios de la legitimidad
son limitados, convencionales, fluctuantes y
fácilmente rebatibles por un examen racional. No
se equivoca tampoco cuando afirma que son justos
y ciertos solo porque los hombres al discutirlos no
sobrepasan un cierto punto: el punto más allá del
cual se evidencia su debilidad».[33]
Después advertirá, sin embargo que «por frágiles
que sean, en el momento en que los hombres se
dejen persuadir por el Maligno para revolverse
contra ellos, esos mismos hombres
automáticamente, resultarán presas del miedo, el
miedo sagrado a la regla violada».[34] El autor
propicia la estabilidad de la regla, más allá del
rigor racional incluso, o corriendo sus límites,
como un reaseguro contra el caos. Postula que hay
un punto más allá del cual la razón debe detenerse
para no encontrarse bajo las fauces del Maligno.
No era su intención, pero Ferrero llega a vincular
poder legítimo con el cielo, el control, la
tranquilidad. Esa es la ilusión que acompaña a todo
principio legitimador.
Recurro a Ferrero porque es un buen punto de
partida para dividir este análisis. Por una parte, la
racionalidad democrática hasta donde pueda
llegar, para luego permitirnos pasar el límite que
el autor teme que sea sobrepasado.
Nos encontramos entonces con un elemento
racional que es propio de cada forma de justificar
al gobierno. Siempre atacable, nunca ciento por
ciento capaz de justificar la desigualdad propia de
la existencia de un gobierno al que la población se
encuentra sometida. Hemos pasado por las
tradiciones y la herencia. Ahora voy a suponer para
empezar, que es cierto que es posible que
gobernados y gobernantes sean la misma cosa bajo
la forma de una representación política.
Representación que luego será interpretada como
simple mayoría. Es decir, tenemos un valor
sostenido en el autogobierno, una creación
conceptual de la representación y luego la
asimilación de la representación a la mayoría o la
primera minoría, según sea el caso. La nueva
legitimidad tiene que pasar por todo ese proceso
sin perder su valor inicial, aquello que le da
sustento.

Legitimidad y contrato social


La característica visible de la democracia es la
expresión de la voluntad popular en la selección
del gobierno. Esa voluntad se inicia en el marco de
lo que para Locke es el pacto por el que el hombre
abandona el estado de naturaleza para «establecer
el acuerdo mutuo de entrar en una comunidad y
formar un cuerpo político».[35]
Antes de la voluntad de formar un gobierno
específico para un período determinado, hay una
voluntad que la explicación contractualista ubicará
en ese pacto social. Si antes de votar se ha entrado
en una comunidad para formar un cuerpo político,
entre los participantes hay un estado de paz, no
existen hostilidades y por lo tanto se vota para
elegir gobierno. Si hemos elegido ser gobernados,
primero hemos elegido que formamos una misma
comunidad.
Ese pacto en Locke supone que al menos se ha
superado el estado de guerra al que define como
«un estado de enemistad y destrucción». Pero va
más allá, hasta la formación de la comunidad y su
cuerpo político.
La racionalidad democrática incluye al pacto de
convivencia, lo supone. La sociedad civil podría
delegar en aquel único acto el poder a un príncipe,
pero en la democracia, mientras el pacto original
subsiste, los gobiernos se suceden por elecciones
específicas de cada gobernante. La legitimidad de
origen que se obtiene en el voto, se da en el
contexto jurídico de una constitución.

La voluntad de los ciudadanos como elemento de


legitimidad
La voluntad que forma al gobierno es
característica esencial del sistema. Es el «we the
people» del preámbulo de la Constitución de los
Estados Unidos. Prefiero traducirlo como
«nosotros, la gente», dado que la palabra «pueblo»
tiene la connotación de colectivo de los
gobernados, mientras que en Filadelfia se quiere
destacar el carácter constitutivo de esa voluntad.
Los electores son consultados y de allí resultan
las decisiones, en el caso de la democracia
representativa, la decisión es la designación del
gobierno o los miembros de otros poderes del
Estado.
Democrático no es el gobierno que
sencillamente diga actuar en función del bienestar
de los gobernados, lo que permitiría
interpretaciones diferentes o actitudes
paternalistas en las que se le niega personalidad al
beneficiario en función de la óptica del benefactor.
No se puede hablar en ese sentido de políticas
«populares» o «impopulares». Lo único popular es
el acto constitutivo, el resto son decisiones
parciales, de parcialidades móviles, sobre temas
particulares. Siempre siguiendo la misma lógica,
un gobierno solo puede decirse «popular» en el
sentido de ser ejecutor de la única voluntad común
que es la Constitución. Los demás se puede decir a
lo sumo y con muchas limitaciones, que son actos
mayoritarios. Eso, por supuesto si dejamos de lado
que la Constitución suele ser el acto de unos pocos
o de muchos, pero nunca de todos y que se trata de
una voluntad histórica, no una actual.
Pueblo es, para Sieyès, un componente de la
nación, que se define por contraste con el
gobierno. Pueblo por oposición a gobierno nos
explica la realidad de la desigualdad inherente a la
posición de quién manda frente a quién obedece.
En la racionalidad democrática, lo que conecta una
cosa con la otra es la voluntad expresada, no las
aspiraciones que el desigual gobierno atribuye a
los gobernados súbditos. No hay intérprete porque
«pueblo» no es un oráculo, es un conjunto de
ciudadanos.
Si podemos separar al pacto, contrato social (o
constitución) del poder político que resulta su
consecuencia, la legitimidad no puede ser la mera
la adecuación en el origen del gobierno a las leyes
positivas (reglas electorales por ejemplo), sino a
la ley fundamental. De otro modo, caeríamos en un
razonamiento circular en el que las leyes
establecidas por el poder son las que justifican al
poder.
En resumen, la legitimidad democrática
descansa en un pacto establecido sobre la base de
la paz para formar un cuerpo político, como una
primera instancia de la voluntad de los gobernados
y, como segunda, en la voluntad específica de
seleccionar al gobernante para cumplir el mandato,
se supone, del bien común.[36]
La pretensión de una popularidad sustancial, en
cuanto a representar programas de felicidad
popular con independencia de la voluntad de los
ciudadanos, no tiene ningún valor como forma de
justificación democrática. Se trata de una
extensión de la idea de sometimiento patriarcal,
similar a la relación amo-esclavo.
Sin embargo, toda una corriente de lo que se
denomina «nuevo constitucionalismo
latinoamericano» pretende asimilar la palabra
«pueblo» y por tanto «popular» a una masa móvil,
ni siquiera del todo medible, de «postergados»
que ellos definen y subestiman. El gobierno se
justificaría en su acción y origen en actuar de modo
vindicativo a favor de todas las postergaciones.
Un orden diferente al democrático, en el que la
«ideología» que representan tendrá que señalar
con criterios cambiantes quienes son los que
justifican los actos de un gobierno que ya no
necesita funciones separadas en materia de justicia
o controles como la prensa. Al contrario, hay
fuertes imposiciones desde el poder hacia quienes
se les oponen y para los teóricos de este
movimiento es un dogma que oponerse al régimen
del momento es una consecuencia de haberse
perdido un privilegio. Es decir, no hay oposición
legítima que no esté manchada con alguna
complicidad.
A la pregunta de si debemos obedecer al
gobierno, el principio democrático diría que sí
basado en que es «nuestro» gobierno. El
populismo apartado de la democracia, aunque se
señale a si mismo como su expresión más pura,
respondería que la justicia está en su sentido
vindicador, donde el que padece las decisiones de
gobierno no tiene que verse beneficiado, sino
perjudicado por unas razones de justicia que están
más allá del ciudadano, igual que en las formas de
legitimidad anteriores a la democracia.
Lo asumido en este razonamiento es, otra vez,
que el que padece ha sido privado del paraíso, por
el que no padece. El populismo carece de una
teoría de la explotación como el marxismo del que
apenas toma sus consignas. Para el populismo, la
pérdida del bienestar debe ser vengada y esa es su
misión.
Voluntad popular, mayorías y minorías
Cuando la legitimidad vira para fundamentar el
poder en la base representada por los gobernados,
el cambio es radical. Ya no se trata de invocar una
razón superior y ajena a las partes del vínculo de
mando y obediencia, sino que debe encontrarse en
los propios ciudadanos la voluntad de dejarse
mandar. El problema deja de ser qué cosa justifica
al gobierno, para avanzar a la cuestión de qué
gobierno se justifica para aquellos que son
gobernados.
La democracia requiere la intervención de una
voluntad activa de los ciudadanos, comprobable y
medible. Sería una tautología hablar de voluntad
libre y también lo sería hablar de ciudadano libre.
Ambas cosas implican una individualidad
desarrollada sin interferencias, sin molestias del
poder, que vendría a ser su mera consecuencia.
En la democracia, se miden las manifestaciones
de voluntad y se muestran los resultados con
alguna posibilidad de auditarlos. Esto tiene el
único sentido de mostrar que el gobierno es la
consecuencia de lo que los ciudadanos han dicho
que querían. La república es, en ese sentido, una
consecuencia lógica de la idea original de
democracia moderna.
Las concentraciones masivas que son típicas de
los gobiernos autoritarios, actúan como una forma
de falsificación de esa voluntad. Se exhibe una
marea humana, una masa para dar sustento político
a determinadas decisiones o para fortalecer
directamente a un líder. Sin embargo, estas
acciones pertenecen más al campo del
encantamiento que al de la legitimidad racional
democrática. Están dirigidas a producir una
sensación abrumadora de debilidad en todos
aquellos que disienten o denuncian al gobierno de
turno.
El mecanismo de consulta real es, a la vez,
limitado. En primer lugar, porque la voluntad
política es una ficción que, en gran medida, se
infiere de una mayoría circunstancial. Se vota un
día esa oferta que está restringida de muchos
modos, con planes poco precisos de los cuales no
se conocen todas las consecuencias. No hay un
castigo establecido en caso de que el gobernante
decida dejar de lado todas sus promesas. Si las
hay, en cambio, casi siempre, en caso de que se
viole el mandato constitucional. La posibilidad de
rectificación se demora y la mayoría se forma
sobre opciones. El escrutinio es un resultado
matemático de, tal vez, haber renunciado los
votantes a sus convicciones más amplias, para
reducirlas a lo que hay en el cuarto oscuro. Los
políticos seducen mediante engaños, omitiendo las
malas noticias. Todo esto es parte de la praxis
democrática reconocible. Todo lo cual debilita
incluso la posibilidad de atribuir los actos del
gobierno a la mayoría circunstancial que obtuvo en
el cuarto oscuro.
Esa adhesión mayoritaria es de una intensidad
baja y hasta ambigua, contiene exigencias y
condiciones. Por lo tanto, es muy arriesgado
asumir que de ese mandato se deriva una
habilitación para que el gobierno imponga su
voluntad en nombre siquiera de la mayoría de
aquel día de elecciones. El voto, tomado como
fuente inmediata de la legitimidad de origen, no
agota el problema de la legitimidad en la
democracia. En la democracia, más aún que en
cualquier otro sistema, debe mantenerse por
razones lógicas una legitimidad en el ejercicio del
poder.
Los comicios otorgan un «mandato» y no un
título de propiedad sobre súbditos. Lo contrario
ampliaría la brecha entre gobernantes y
gobernados a un punto en que la ficción de que el
gobierno es la representación del pueblo, se haría
absurda. Si de lo que se trata es de demostrar el
meollo de la legitimidad (que el gobernado está
siendo gobernado como quiere), aún cuando
consideráramos absoluta la regla convencional de
la mayoría (o minoría establecida como triunfante)
a los efectos de seleccionar quién gobierna, el
principio debe seguir cumpliéndose en el sentido
de que la soberanía pertenece a las personas y el
gobernante es un servidor de ellas.
Hay otras condiciones para que la voluntad
popular pueda ser considerada como tal. En el
terreno civil se entienden como vicios de la
voluntad el error, la fuerza física o moral y el
dolo. La voluntad para que pueda ser tal y servir
como propósito legitimador, tiene que estar libre
de interferencias, debe pronunciarse sobre las
personas que van a gobernar sin restricciones o
engaños, o sobre los programas que llevarán
adelante. Aquellos que votan, lo hacen como una
forma de delegación. Eso requiere un ambiente de
debate a modo de una plaza pública donde las
ideas circulan, se expresan sin temor a represalias.
Quienes votan antes de ser dueños de votar, lo
deben ser de sus propias vidas, no tienen que
temer perder por sus opiniones.
La democracia representativa, en definitiva,
busca de algún modo reconstruir a su clásica
forma directa ateniense. Se supone que el gobierno
ejerce un mandato del pueblo. No un mandato de la
mayoría; el poder está determinado en la primera
instancia de voluntad o pacto. Quién lo lleva
adelante es aquel que la mayoría o primera
minoría del cuerpo electoral —que nunca
componen todos— ha determinado.
Eso es lo que extiende la legitimidad hacia
todos y compromete a todos a aceptarla. El mando
no es un atributo obtenido de la mayoría, sino de la
totalidad. Eso es lo que conforma al «demos»
como tal. Mandato y legitimidad son inseparables.
Si el mandato fuera solo de la mayoría
circunstancial o de la minoría triunfante, ese
gobierno solo sería legítimo ante su parcialidad.
Esto que es fácil de reconocer como una ficción,
se hace más real en la medida en que el ejercicio
del poder se realice como una búsqueda de lo que
es mejor para todos. Conseguir un número no
alcanza para afirmar que existe una legitimidad
democrática. El gobierno debe ejercerse por todos
y para todos. La ficción de que las minorías
también participan en el mandato, llegaría al
absurdo si el gobierno actúa directamente contra
ellas. Cuando un gobierno se identifica como
portador únicamente de la voluntad de la mayoría,
actuando como facción dominante en contra de las
minorías, de los disidentes, de los que no lo
siguen, se puede decir, al menos, que la suposición
de que esas minorías, esos disidentes y esos
perseguidos son mandantes, queda fulminada.
La conciencia sobre el problema de la
generalidad del mandato ha ido variando. En un
primer momento, no se aceptaba siquiera la
existencia los partidos políticos. Se entendía que
representar a una facción era incompatible con la
democracia. Pero las facciones existen y como esa
realidad no puede negarse, el partido (que para la
visión nacionalista implicará una «partidocracia»)
se incorpora casi como el elemento paradigmático
del sistema, al que se le adosará un valor nuevo, la
idea de pluralidad.
En el medio de la lucha ya aceptada de
facciones, emergen otras formas de rescatar la
generalidad en el mandato. El cuidado del «todo
común» se irá depositando sucesivamente en la
burocracia profesional y luego de que esta
demostrara su poco apego al ideal, que también
persigue fines propios, aparece con fuerza la
tendencia a la creación de organismos autárquicos,
separados de la «política» (ya entendida como
parcial) y meramente técnicos.[37]
Mientras, por instinto, esta legitimidad busca
una referencia al interés general, el «mayoritismo»
se constituye ya en el descaro de la parcialidad, el
intento de hacer que esta conquiste la legitimidad
democrática y la desnaturalice por completo.
El carácter pacífico del gobierno que surge del
pacto original, que continúa siendo pacífico
después de ganar, es una condición sine qua non
para poder mantener la ficción de que el mandato,
por lo tanto la legitimidad, es general y no
particular. Si encima de ser parcial, el gobierno se
presenta como el triunfo de unos sobre otros, la
racionalidad democrática no puede haber quedado
más disminuida.

Legitimidad democrática y ciudadanía


Si la voluntad del gobernado es un rasgo esencial
en esta forma de legitimidad, tenemos que pensar
en el ciudadano como un individuo capaz de
discernir y actuando como un mandante del sistema
todo el tiempo.
Si la voluntad al votar fuera la única facultad a
disposición del ciudadano y no la última de ellas,
estaríamos hablando de un sistema democrático en
un sentido tan restringido que carecería de todo
valor. La democracia sería el derecho o la
obligación de la población sometida, de otorgar
legitimidad al grupo que lo somete.
En la clásica definición de democracia de
Abraham Lincoln, el gobierno del pueblo está
dado por esta forma particular de representación
política; el gobierno por el pueblo supone
igualdad ante la ley y la inexistencia de categorías
de ciudadanos o fueros, y el gobierno para el
pueblo es la condición más permanente de todas,
si se entiende como tal, que el beneficio de las
acciones de gobierno debe operar sobre toda la
población, sin distinciones. El gobierno tiene que
ser el que la gente realmente quiere, todos deben
tener la posibilidad de acceder sin ventajas o
entorpecimientos y el ejercicio del gobierno debe
aspirar al bien común.[38]
Un resguardo habitual de la libertad del votante
es el voto secreto. Se supone que, más allá de
cualquier interferencia, influencia, relación de
dependencia que pueda existir entre el votante y
cualquier grupo o persona, se encuentra en el
cuarto oscuro, donde podrá decidir sin ser
molestado, incluso contra personas de las que
pueda depender. El cuarto oscuro, como tal, es
producto del aprendizaje en la experiencia del
ejercicio de votar. Se trata de un remedio al que se
recurre frente a vicios que, en la práctica diaria, se
demostraron peligrosos para mantener la idea
misma de legitimidad.
Este resguardo puede ser efectivo hasta cierto
punto, si el vínculo dependiente o el acto con
capacidad para viciar la voluntad, se da en el
ámbito privado. Pero poco efecto tiene, si el
debate electoral consiste en la necesidad o no de
mantener cierta oficina pública, reducir el gasto
del Estado en general, planes de asistencia,
subsidios, respecto de aquellos que se verían
directamente perjudicados o beneficiados por la
decisión. Porque entonces, la dependencia que
elimina las condiciones de base de la democracia
continúa aún dentro del cuarto oscuro.
El estatismo es, en ese sentido, un elemento
perturbador de la libertad del ciudadano. El hecho
de que el sector público se haya convertido en un
proveedor de sustento, crea un problema similar al
que tendríamos frente al voto nominal.
Supongamos un empleador privado que quisiera
condicionar el voto de sus empleados. El hecho de
que estos pudieran contrariarlo en el cuarto oscuro,
no implicaría para ellos un peligro en su
continuidad laboral como podría ocurrir si tuvieran
que votar a viva voz. Con el sector público no pasa
lo mismo: votar al partido que —cuidando los
bolsillos de la ciudadanía en general— eliminara
l a oficina o la función de un empleado público,
significaría apoyar su propio despido.
Este vínculo entre el partido estatista y el
cliente, altera la condición de ciudadano más allá
del cuarto oscuro y tampoco estaba prevista por el
pensamiento republicano tradicional.
Hoy se desarrollan los populismos como en
Venezuela, Ecuador, Argentina y Bolivia, gracias a
que un número creciente de ciudadanos ve atada su
suerte a la continuidad de regímenes que utilizan
fondos públicos para generar esos vínculos
dependientes, que invierten la relación entre
mandante y mandatario.
Una pretendida democracia sin ciudadanos
libres e iguales ante la ley, sin paz interna, sería
una democracia sin sentido. La democracia que se
basa en la voluntad de los gobernados, requiere de
unos ciudadanos que no solo se considere que
mandan por las ficciones inherentes al proceso
electoral, sino porque pueden cambiar de opinión
si el gobierno falla y no depende de él. Los
ciudadanos siguen siendo ciudadanos después de
votar. Hasta la próxima votación, sus puntos de
vista deben fluir sin controles, sin represalias, sin
persecuciones en una competencia justa.
Sin este ambiente y proceso de formación libre
y consulta de la voluntad específica de la
población, la democracia, sin que esa libertad se
mantenga, sin ciudadanos que no tengan motivo
para temer ser perseguidos, difamados, asustados
por el aparato de poder, el votar significa poco y
el criterio de su valor legitimador se pierde por
completo.
La democracia que pretende significar la idea
de autogobierno se acercaría tanto al despotismo
propio de cualquier otro tipo de legitimidad que
sería insostenible. Se quedaría con el mero engaño
o encantamiento de las víctimas del poder.
Una cosa es, entonces, el electoralismo como
esa «ideología» que sostiene un poder absoluto, y
otra, es una democracia como una real soberanía
de los ciudadanos, de todos los ciudadanos, hayan
ganado sus opiniones a la hora de votar o no.
La legitimidad monárquica pretendía ser
trascendente o hereditaria, estaba fuera del control
de los gobernados. La legitimidad democrática es
mundana, observable en la vida diaria y en el
desempeño de la autoridad pública como tal.
Los totalitarismos marxistas invocan al pueblo y
habitualmente sus sistemas llevan el apelativo de
«popular» y hasta de «república». Las dictaduras
militares dicen sostenerse en los «intereses de la
nación»; el fascismo y el nacional socialismo no
fueron la excepción, en cuanto a pretender por el
bien del pueblo, llevar adelante proyectos que
invocan criterios que validan con los actos de
fuerza y la suspensión del proceso pluralista de
formación de la voluntad popular en competencia a
la que consideraban falsa y decadente. La
democracia no es eso. Si lo fuera, deberíamos
aceptarla como el peor enemigo.

Legitimidad, absolutismo y unción


Sin embargo, bajo el ordenamiento político
monárquico europeo previo a los sistemas
constitucionales, la legitimidad y sus fuentes
estaban claras. La herencia, con cierto aval desde
un orden superior representado fundamentalmente
por la Iglesia, era el tamiz de licitud. Era un
sistema bastante estable, ofrecía poco lugar a las
dudas y las disputas giraban en torno al
cumplimiento de las reglas de la sucesión.
El camino hacia el absolutismo monárquico no
difiere en sus argumentaciones con el mayoritismo
populista. Este pasaje del Eclesiastes citado por
Ferrero, es ilustrativo al respecto:
«Yo me digo: debo obedecer las órdenes del rey
por el juramento prestado a Yahvé. No me
apresuraré a ocultarme de su presencia, ni me
empeñaré en perseverar en el pecado, porque su
voluntad no conoce ningún límite. La palabra del
monarca es soberana y nadie osará preguntarle
nunca ¿qué haces? Aquel que cumpla su voluntad
no sufrirá mal alguno, un espíritu avisado conoce
la hora propicia y la regla adecuada».
Vivimos una época de insatisfacción con los
sistemas políticos democráticos. En algunos casos,
se trata de expectativas de bienestar y seguridad
no satisfechas. En otros, gobiernos que en nombre
de la democracia por el solo hecho de haber sido
electos, intentan disciplinar a la sociedad,
uniformarla, perseguir las opiniones distintas o la
simple disconformidad, instalan un sistema de
vigilancia de raigambre totalitaria, no esconden su
intención de terminar con la prensa libre o con el
sistema judicial.
Esos gobiernos subrayan el derecho que tienen a
ser obedecidos, llaman conspiradores a los
disconformes y prometen que el que acepte
someterse y «cumpla su voluntad, no sufrirá mal
alguno». Todo se cierra sobre un solo argumento
que es el de la unción, la legitimidad de origen,
para hacerla pesar como un derecho absoluto que
va más allá incluso del derecho de propiedad, sin
reconocer límites hacia cualquier ejercicio del
poder. Quién gana, parece tener derecho a todo:
los recursos públicos le pertenecen para usarlos
en su propio favor, los empleados del Estado son
conminados a participar en actos masivos fascistas
o perder sus trabajos. Crecientes capas de la
población dependen de la voluntad de los oficiales
públicos, identificados con el partido o el líder.
Podríamos cambiar algunas palabras y definir a
la legitimidad original populista del siguiente
modo:
«Yo me digo: debo obedecer las órdenes del
líder por el resultado de las elecciones según
datos oficiales. No me apresuraré a ocultarme de
su presencia, ni me empeñaré en perseverar en el
error antirrevolucionario, porque su voluntad no
conoce ningún límite. La palabra del comandante
es soberana y nadie osará preguntarle nunca ¿qué
haces? Aquel que cumpla su voluntad no sufrirá
mal alguno, un espíritu avisado conoce la hora
propicia y la regla adecuada».
Pero cuidado que este encuentro del despotismo
con la democracia no es patrimonio exclusivo de
determinados regímenes descarados. En el
discurso del Estado de la Unión del 2014 el
presidente de los Estados Unidos Barak Obama
prometió tomar medidas de orden económico, es
decir modificar derechos de propiedad, «con o sin
el Congreso». Es el mismo tipo de tesis con las
que los populismos y falsas democracias
antagonizan instituciones republicanas con el
bienestar popular, para justificar sus actos. Con
esa nueva doctrina prometió «un año de acción».
Si un presidente de los Estados Unidos antepone
una supuesta felicidad a la subsistencia de la
libertad y de las instituciones formales, se ve que
el problema es general. Y lo es porque su germen
no está en la falta de esfuerzo para entender que
los gobernados son los gobernantes, sino en que
esta construcción es una gran incoherencia. Es ese
el motivo por el cual, después de una cadena de
ficciones, parece que no hemos hecho otra cosa
que volver al punto de partida.
En 1974, Richard Nixon debió renunciar a la
presidencia en medio de un proceso de
Impeachment debido al espionaje instalado sobre
el Partido Demócrata. En 2013, se descubre que el
I R S , la oficina de impuestos de los Estados
Unidos, realiza inspecciones selectivas sobre
disidentes del gobierno y, salvo un poco de
revuelo en los medios de comunicación, no tiene
ninguna consecuencia. Pero ya que hablamos de
impuestos, podemos ir un poco más atrás. A 1913,
cuando se dicta la enmienda 16 a la Constitución
de los Estados Unidos habilitando el cobro del
impuesto a las ganancias, es decir, la esclavitud
parcial de los norteamericanos. La esclavitud,
después de todo, no es más que un impuesto a las
ganancias del 100%. Este impuesto requiere la
vigilancia del patrimonio de toda la población. Es
evidente que el ciudadano no es el mismo después
de que cada año debe explicarle al gobierno
«suyo» qué es lo que tiene y por qué lo tiene, ni
cuando se le prohíben determinadas operaciones,
porque si se permitieran el poder de vigilancia se
vería comprometido.
Es decir, el deterioro de la legitimidad más
novedosa es acelerado, creciente y general. En
Latinoamérica, la vigilancia fiscal es un elemento
de disciplinamiento total de la conciencia, la
muerte completa del concepto de ciudadano. Y no
es producto de la inventiva de ninguna república
bananera, por si alguien piensa que el problema es
cultural.
Lo que nunca podrá lograr el absolutismo
comicial, es convencer sobre su racionalidad
legitimadora. Se trata de un abuso argumental. En
la medida en que sea cierto que el poder es
absoluto, por votación o por cualquier otro
método, la realidad que resulta de un pueblo
sometido es incompatible con la de un pueblo
gobernante. En el caso de la monarquía absoluta, el
abuso del principio legitimador no tiene el mismo
efecto de autoeliminación, porque el origen del
poder se encuentra fuera de aquellos que deberán
obedecer. No habría contradicción, con la
democracia, si la hay.
Debemos notar que el fascismo guiado por
presupuestos similares en su absolutismo, no
pretendía ser democrático. Se manifestaba de
manera abierta como totalitario: «El fascismo
rechaza frontalmente las doctrinas del liberalismo,
tanto en el campo político como económico»
sentenciaba Mussolini.
El populismo es un neofascismo, donde el único
resabio de liberalismo político subsistente será el
voto, no como limitante sino solo como aval, cada
vez más controlado y condicionado. Hará una
exhibición abierta de su odio por la prensa, la
justicia, el debate, la crítica e instalará un aparato
oficial de difamación y asesinato de la reputación
de los disidentes.
Se llega a establecer un vínculo entre el
dependiente pobre del Estado y el liderazgo de la
facción que no dista mucho del de la esclavitud. Se
observan formas de exaltación de la personalidad
del individuo que encarna una etapa fundacional.
¿Qué queda en este extremo del concepto de
voluntad popular?

El principio de legitimidad y el culto al líder


El sujeto propio e ideal de la democracia es,
entonces, un ciudadano activo que piensa por sí
mismo, estudia alternativas y elige de acuerdo a su
leal saber y entender, cuál le parece mejor. La
democracia que se legitima en tanto se ha aceptado
la idea de autogobierno, tiene poco que ver con el
culto a la personalidad de un líder.
En el populismo, es imposible encontrar ese
vínculo en los disidentes por supuesto, todos
convertidos en enemigos internos; pero tampoco
resulta fácil hallarlo entre los oficialistas. Lo que
vemos, en cambio, es una estructura uniformada,
obediente, dispuesta a seguir cualquier consigna y
a cambiarla ciento ochenta grados si el líder así lo
dicta. El aparato de propaganda incorpora
enemigos o los rehabilita según la agenda de
alianzas del día, de un modo similar al Ministerio
de la Verdad del «1984» de George Orwell. Los
seguidores se van enterando de que determinadas
personas son enemigos o traidores, a medida que
el aparato de propaganda los decreta.
En muchos casos, el uniforme se impone como
signo de disciplina. Pero el aparato de propaganda
no está destinado a suprimir la voluntad de la
oposición, sino la del oficialismo. Es en su ámbito
donde todo debe aceptarse sin posibilidad de
debate.
Intentando contradecir lo que estos signos
revelan sobre una relación de sometimiento, se
muestran exteriorizaciones de amor ilimitado al
líder, que no dan idea de legitimidad democrática
sino de sumisión.[39] Dentro de la facción oficial
no hay posibilidad de disenso. Quienes se
encuentran fuera de la red del poder, están
excluidos como ciudadanos, pero más lo están los
que componen el sistema.
Nos encontramos con que pese a la unción, no
podemos afirmar ciertamente que lo que se llama
gobierno sea representativo de los disidentes, pero
ni siquiera representa a los dependientes
oficialistas que son por completo sometidos. El
gobierno es simplemente agente de sí mismo, como
en el absolutismo monárquico. El Estado secular
es mostrado como portador de poderes milagrosos
y el gobierno tiende a la deificación. La
separación entre el Cesar y Dios, muta hacia la
divinidad del Cesar en sí.
La división de la sociedad hace imposible
concebir la idea de «pueblo»; no se cumple en
ningún sentido la idea de mandato, ni mucho menos
la de igualdad ante la ley.

Naturaleza de la legitimidad democrática y


república
El populismo latinoamericano, sin embargo, es
apenas un aspecto de un problema a mi juicio sin
resolver, en el traspaso demasiado lineal de la
idea de legitimidad, desde la monarquía a la
democracia moderna. En alguna medida puede ser
visto como una oportunidad para revisar lo
escrito. Una luz de emergencia que habla de un
error que nos da la oportunidad de pasar el límite
que nos había propuesto Ferraro. La idea de
autogobierno no requería cambiar de origen a la
soberanía y a la legitimidad, sino declararlas
disueltas, reemplazadas por conceptos más
coherentes como colaboración, resolución de
problemas comunes. Un esquema actualizado de
democracia ateniense sin que subsistan las
categorías desiguales de gobernantes/gobernados,
propias de principios de sumisión, no de
autogobierno.
Se sigue hablando de «soberanía» (derechos del
soberano), pero ahora es una «soberanía popular»,
es decir el paso de la obediencia impuesta al
autogobierno es nada más que un cambio de
titularidad. Pero el traspaso del poder desde un
ungido, a la noción de auto-administración de la
sociedad, debería implicar una modificación de
naturaleza y no apenas de la titularidad del poder.
La democracia no solo debería cambiar el modo
de dar origen a una forma de mando diferente, sino
que el mando en cierto modo, debería dejar de ser
tal para verse transformado de alguna manera en la
administración de los asuntos comunes convenidos
por los ciudadanos. Cambiaría más que el origen y
el ejercicio, porque del poder cambiaría la
naturaleza de la organización de la polis como tal.
Cambia su causa legitimadora y su efecto
legitimador también. El principio de autogobierno
no se satisface más que en el campo de una ficción
fantasiosa si se expresa en un rey electo.
El significado original del término «política» es
mucho más acotado que el actual. Hoy es casi una
mala palabra, el ámbito donde todo se justifica, en
que los peores actos tienen lugar y parece que
reina otra ética, como postulaba Max Weber: la de
la responsabilidad por oposición a la de las
convicciones. La democracia clásica deriva de esa
idea. La gente resuelve sus asuntos poniéndose de
acuerdo, eso es lo que tenía de democrática la
democracia original. El problema está en pasar del
acuerdo a la representación y la obediencia.
En un sentido menos amplio del problema, la
racionalidad democrática legitimadora no puede
considerarse satisfecha solo cubriendo la
justificación del poder como una mera forma de
unción, en su origen, sino que requiere limitar el
modo de su ejercicio al mantenimiento de la paz
mediante el servicio de justicia y la solución de
los problemas comunes.
El quiebre que significa la legitimidad
democrática, se encuentra en que —a diferencia de
la legitimidad europea monárquica—, el acto de la
unción no puede tener el mismo efecto justificador
de las acciones de un príncipe que no es tal. El
escrutinio es un procedimiento para seleccionar al
representante general, pero interpretarlo como la
conformación de un título de propiedad sobre el
país o sus habitantes es llevar esta asimilación
demasiado lejos. El mero capricho no debería
tener lugar. Por eso, los principios de la república:
división de los poderes, publicidad de los actos de
gobierno, periodicidad del mandato, igualdad ante
la ley y derechos individuales, son formas de
completar, perfeccionar y tornar más real la lógica
interna de la legitimidad democrática
representativa. La república es el paso que da la
racionalidad democrática para preservarse de los
vicios conocidos de su propia e incompleta lógica.
Si, como señala Ferraro, ningún principio de
legitimidad supera un riguroso análisis lógico, el
democrático es además mucho más provisorio,
porque normalmente incorpora formas de
revocación del mandato y responsabilidad por los
actos de gobierno. Pero es cierto, el título por el
cual unas personas están sometidas a otras, es
incluso para la democracia insostenible con un
análisis riguroso, requiere de una cadena de
ficciones.

De la ficción a la realidad
Se ha señalado con razón que la democracia
deriva en la realidad en una suerte de
colectivismo, en la última forma en que el abuso
de unos sobre otros ha tratado de justificarse.[40]
Sin embargo, podemos rescatar su propósito
original y valorarlo como un intento liberador,
fallido en sus instrumentos, lleno de resquicios
que, en definitiva, nos llevaron al punto de partida
o tal vez más allá, dado que algunas de las cosas
que se le permiten a los gobiernos electos no se le
tolerarían a un monarca. Una de tantas etapas en el
proceso de avance de la libertad humana.
Así como el proceso inglés defendido por Burke
avanzó sobre la realidad en lugar de pensar en la
ruptura del paradigma, ocurriendo tal cosa de
cualquier manera por añadidura, es posible que
siguiendo un camino similar pudiéramos
reemplazar las ficciones irreales por resguardos
institucionales del valor original. El autogobierno
puede ser una evolución posterior a la república
del principio democrático. Sin soberanía, con un
sentido más ateniense incluso de resolución de
cuestiones comunes, con formas voluntarias de
financiamiento de la organización política (ya no
gobierno).
Nos gobernamos a nosotros mismos implica que
no nos sometemos bajo ningún título a la voluntad
de otros. Esta debe ser la piedra fundamental de la
realización del autogobierno. Empieza por
reconocer que no hay nada que la autoridad pueda
brindar que los acuerdos voluntarios de los
interesados no puedan lograr mejor. No hay
paraísos ni representantes de paraísos ni
iluminados. El elemento tranquilizador frente a la
vida en la Tierra, en un mundo que ha vivido
soñando con el cielo, tuvo un rol fundamental en la
subsistencia de las ficciones de sometimiento. Vox
populi es una mentira de similar tamaño a vox Dei.
El principio democrático hasta aquí ha
evolucionado como una forma de justificar al
poder; en realidad, su lógica nos dice que debería
estar inspirado por la necesidad de reivindicar que
la gente común sea dueña de su propio destino.
Así como nos decía Ferrero, que cualquier
principio legitimador en algún punto puede devenir
en absurdo, sospecho que siempre ha sido absurdo
pretender que los ciudadanos se gobiernan a sí
mismos por designar a un representante que tendrá
poder sobre ellos.
El absolutismo comicial nos ha puesto frente a
frente con ese problema. De cualquier modo, ese
valor supuesto, inconcluso, del autogobierno,
siempre nos servirá para entender si la democracia
está perdiendo su norte y por lo tanto el meollo de
su legitimación.
Pero como dije al principio, todos estos son
problemas de la lógica de esta nueva legitimidad.
Tantas precisiones deben ser hechas porque el
problema está en que la libertad pretenda tener un
principio propio de legitimidad, cuando no debería
tener ninguno. No existe título alguno por el que
una persona tenga derecho a decirle a otra lo que
tiene que hacer.
«La libertad no es hija del orden, es la madre»
decía Pierre Joseph Proudhon, un anarquista
socialista, que creía, como Marx, que el salario
era explotación porque el valor era creado por el
trabajo. Pero estos anarquistas sí entendían la
ilusión del liberalismo clásico con el Estado
defendiendo la libertad.
La pregunta sería si puede sobrevivir la
sociedad sin gobierno. Mi respuesta a esta altura
sería que si ha sobrevivido gobernada, con más
razón podría hacerlo en libertad. Lo que me
asombra es que haya subsistido pese a la magia de
la autoridad, cuyos trucos son tan obviamente
falsos.
Habrá que dar algunos pasos para llegar allí. Lo
primero es dar marcha atrás en la teoría de la
legitimidad democrática, del «gobierno libre».
Después tendríamos la oportunidad de llegar al
gobierno limitado que se había propuesto
originalmente y recién después, podríamos ver
hasta dónde llegamos.
En términos políticos bien realistas, creo que
algunas cosas tendrán que pasar antes. Primero, el
derecho de las unidades políticas menores de
separarse de las mayores, esto es el derecho de
secesión, de forma de facilitar ciudades y
condados independientes, en los cuales la política
sea más difícil de mitificar.
El otro punto, y tal vez paralelo al anterior, es el
fin definitivo de la imposición. La organización de
la polis debe financiarse de modo voluntario,
como se financian todas las buenas causas
compartidas por mucha gente y de la que tenemos
abundante evidencia. Esa voluntariedad es una
condición sine qua non para que las buenas causas
sean definidas y se mantengan como tales.
CAPÍTULO XIII
EN LA TIERRA

Antes de madurar como personas, pasamos por una


etapa de decepción con los padres. Es curioso que
ese período que conocemos como adolescencia, no
se da de igual manera fuera de ese gran marco
cultural al que llamamos occidente y que abarca
cosas tan diferentes como el comunismo o el
capitalismo. De cualquier manera, en la etapa de
decepción nos ponemos muy críticos con lo que
idealizábamos. La idealización puede considerarse
la verdadera causa de la decepción y la decepción,
una forma exagerada de desprenderse de las
ilusiones.
Liberarse es una manera de madurar también.
Desde la comodidad de la obediencia a la
incomodidad de la aceptación de la existencia. No
es de un Dios del que nos desprendemos, es de la
idealización construida a la que le hemos dado ese
nombre. Nos liberamos de toda forma de
perfección, pero en concreto, el dispositivo
psicológico es la contrapartida de la liberación
respecto de otras personas.
El Estado moderno que se declama «social»,
«benefactor» y protector tiende a la eternización
de la dependencia y transmite sus valores por
medio del control de los sistemas educativos
centralizados. Estos propagan el núcleo de la
dominación y el sometimiento que otras
generaciones tal vez adviertan con facilidad en su
perversión. Esto es, que la autoridad es el remedio
para la incertidumbre, que los problemas se
resuelven con «leyes» (órdenes), que lo importante
es que el que da órdenes «sea experto». Ese
Estado como un nuevo Dios, tiene a su cargo el
control tecnocrático de la incertidumbre y, a
cambio de sus servicios, exige sumisiones
llamadas impuestos. Esto es lo que se «educa», lo
que se difunde según la participación de las ovejas
cada vez que alguien dice que el problema es
«educativo», así, en general. Porque hay una
«Verdad» que el estado posee. Solo se falla por no
conocerla.
Claro que es difícil que la gente acepte que ese
«producto educativo» viene implícito en los
conocimientos prácticos que disfrazan las
asunciones necesarias para el sometimiento. La
fórmula mágica para combatir la incertidumbre, es
tan fácil de vender desde que el hombre andaba en
taparrabos, que llevará un esfuerzo enorme que se
asuma que es una estafa muy cara.
Sin embargo, creo que lo haremos en algún
momento de un modo masivo, no porque nos
espere aquí en la Tierra ningún paraíso alternativo,
o porque todos los problemas tengan solución.
Muchos no lo tienen, mucha gente no está
interesada en interactuar de un modo racional,
algunos no pueden salir de la lógica de ser
dominantes o dominados. Lo que se busca aquí
abajo en el terreno de los cargadores de iPhone,
son más oportunidades.
Cuando son los padres los que nos detienen,
ellos están ahí. Cuando es la perfección, nuestra
esclavitud se transfiere a los tranquilizadores. Los
que mandarán, los que pintarán todo tipo de
banderas, los que nos mostrarán lo que no tenemos
y nos pondrán a su servicio para luchar contra el
mal. Los tranquilizadores son el obstáculo
principal que nos impide tener un cargador de
iPhone.
Lo contrario al cielo como defecto, es la
construcción como virtud, el acercamiento, la
prueba y el error. Las pruebas de generaciones
anteriores son nuestro principal capital.
Por eso veo al camino de hacer nuestra voluntad
como una sucesión de capas de conciencia. Si
parto desde el cristianismo, la idea de alma
individual que se salva a través de su propio
comportamiento, el hecho de que sea reconocida
como algo falible y pecador, es decir lejano a la
divinidad, tengo que ponerlo en ese camino.
Aunque pueda llevar también hacia otras
bifurcaciones que todo el tiempo se abren.
Puedo tomar al iluminismo como un rescate del
pensamiento por encima de la revelación, aunque
también pueda llevar al totalitarismo. Puedo tomar
de la Revolución Francesa el impulso hacia el
cuestionamiento de la legitimidad, aunque no la
resuelva y aunque terminara en un mero baño de
sangre en nombre de la virtud.
Puedo pensar que la revolución norteamericana
y su Constitución fueron un paso gigante y a la vez
observar los errores que los anti-federalistas
puntualizaron en ese proceso y entender cómo a la
larga tuvieron razón y el Estado federal se
convirtió en un enorme problema.
Puedo encontrar problemas en John Locke, en
Adam Smith, en Milton Friedman, en Hayek o en
Ayn Rand. Al menos, errores que puedo ver ahora
sin total seguridad de no estar cometiendo otros o
de equivocarme en el juicio principal. Pero, sobre
todo, sé que cualquiera sea mi conclusión, sin todas
esas etapas no podría haber llegado a este punto de
mi propio razonamiento.
Por supuesto, estoy muy lejos de la Revolución
Francesa y muy cerca de Ayn Rand, pero lo
importante no es que tan cerca estén ellos de
ningún ideal, sino qué tan útiles me son para seguir
adelante. De otro modo, caigo en el círculo
celestial tan nefasto, otra vez.
Estados Unidos es para mí el gran ejemplo
paradigmático de avances conmovedores en la
lucha por la libertad. Pero a su vez, qué cosa
puede causar más contrariedad que el hecho de
que haya sostenido la esclavitud mucho más
tiempo que Europa y hasta que Sudamérica. Que
aún habiéndola abandonado, sea imposible de
rescatar la horrorosa guerra de secesión que
quiebra, en primer lugar, el principio de
autogobierno y sus consecuencias lógicas, a la vez
que crea un gigantesco Estado todopoderoso que
presumo todavía no ha terminado de dar sus
peores frutos. No tiene el más mínimo sentido
hacer una sentencia final sin distinguir a Estados
Unidos del resto del mundo. No se puede sino
sentir admiración por su historia y por el modo
que cambiaron la visión de tantas generaciones
posteriores sobre la relación política.
A la vez, puedo pensar que estamos en la etapa
de dejar a nuestros propios padres, a esos
procesos constitucionales idealizados, nuestras
Quebradas de Galt y nada más continuar la
aventura desde el punto de partida que tantos
antecedentes nos permiten.
Hágase tu voluntad es la invitación a romper
más eslabones. El cielo es el más grande de todos,
más grande que todos los otros juntos. Después del
cielo pocos argumentos quedarán por los cuales
nos digan que hay que matar o morir.
Este trabajo no tiene el fin de acabar con las
creencias religiosas. Veo que la mayoría de la gente
necesita hipótesis aún de cosas que no podrá
probar. El problema para mí está en la idea de
perfección y sobre todo en el engaño maléfico de
que la hemos perdido porque somos malos, estamos
mal hechos y hasta nacemos con deudas. Esa es
nuestra carga más pesada, el yugo teórico a
disposición de cualquier tirano. Si puede haber una
creencia trascendente sin abonar a ese engaño, no
lo sé.
No hemos pecado, queremos vivir y vivir
requiere de unas virtudes que les son propias.
Amar no es un tributo a ningún orden superior, es
la materia de la vida en tanto sobre todas las cosas
es una gran aspiración.
Escribí este ensayo para no quedarme con estas
sospechas. No sé si es grande, si es pequeño, si
será olvidado en una semana o en un año. Incluso
si lo olvidaré yo mismo para pasar a otro tema.
Pero como vivo pongo ladrillos. Es lo que soy,
nadie es mi pastor.

[1] Una buena explicación de cómo surgen las burbujas y los


ciclos económicos que siempre recomiendo está en el libro Dinero,
crédito bancario y ciclos económicos, de Jesús Huerta de Soto,
<http://www.jesushuertadesoto.com/libros_espanol/dinero/dinero.pdf>,
5.ª ed., Unión Editorial, Madrid 2011.

[2]  Ayn Rand, La virtud del egoísmo.


[3]  Es la visión opuesta a la del imperativo categórico
Kantiano que requiere el desinterés para que la acción pueda
considerarse moral. Es decir, lo ético está en el sacrificio. En Rand la
ética requiere el propio interés, no existe el sacrificio, se trata de
perseguir un valor superior. Pero superior no es un estándar que
somete al hombre, se trata de una superioridad en sus propios
intereses. Se puede sacrificar un valor, como un costo, para conseguir
otro. Pero el individuo no solo no se sacrifica, sino que gana.
[4]  Como ocurre por ejemplo con el contrato de trabajo. En
un contrato de este tipo tampoco hay legitimación del mando en tanto
tal, es solo un compromiso revocable y a cambio de una
contraprestación.
[5]  En mi libro Seamos libres. Apuntes para volver a vivir
en libertad, Unión Editorial, 2013, incluyo un cuento en el que
intento justificar la tentación y darle un sentido liberador a partir de la
adquisición de la ignorancia epistemológica.
[6]  Cuando hable de «idealismo» en este trabajo no me
referiré a ninguna escuela filosófica en particular. Hablo del «ideal»
como estándar perfecto y la definición de lo que está mal a partir de
la inadecuación respecto de la «perfección».
[7]  Meme es un neologismo creado por Richard Dawkins que
refiere a una unidad cultural humana análoga al gen. En Internet se
utiliza al término para describir conocimientos que se viralizan y
difunden a través de la red.
[8]  Desarrollo la idea de la inexistencia de legitimidad original
en Seamos libres, apuntes para volver a vivir en libertad, Unión
Editorial, 2013.
[9]  Para una explicación amplia sobre las teorías del valor y
sus consecuencias léase Cachanosky, Juan C., «Historia de las
teorías del valor y del precio», Libertas, mayo de 1994,
<http://www.eseade.edu.ar/files/Libertas/25_4_Cachanosky.pdf>.
[10]  Hayek, Friedrich A., Democracia, justicia y
socialismo, Unión Editorial, Madrid, 1977, pp. 35-59.
[11]  De acuerdo a un estudio publicado por la revista Nature,
citado por el diario El Mundo de España,
<http://www.elmundo.es/universidad/2002/12/05/tecnologia/1039076011

[12]  Frédéric Bastiat, pensador, economista y miembro de la


Asamblea Francesa (1801-1850).
[13]  La Biblia, Génesis, 26.
[14]  John Locke, Segundo Tratado del Gobierno Civil,
Capítulo V.
[15]  Genovese, Eugene D., Fatal Self-Deception.
[16]  Elizabeth W. Dunn, Daniel T. Gilbert, Timothy D.
Wilson, «If money doesn’t make you happy, then you probably aren’t
spending it right», Journal of Consumer Psychology, 21 (2011), pp.
115-125.
[17]  Geographical Differences in Subjective Well-Being
Predict Extraordinary Altruism, Kristin M. Brethel-Haurwitz y
Abigail A. Marsh, Psichological Science.
[18]  En «El uso del conocimiento en la sociedad» Friedrich
von Hayek, explica a partir de la dispersión de la información, la
imposibilidad de que una autoridad central cuente siquiera con los
conocimientos necesarios para planificar.
[19]  Ludwig von Mises, Human Action, 2.4 The Principle of
Methodological Individualism
<http://www.mises.org/humanaction/chap2sec4.asp>. También
<http://es.wikipedia.org/wiki/Individualismo_metodol%C3%B3gico>.
[20]  T.S. Elliot, The Cocktail Party, p. 111, citado por Szasz,
El mito de la enfermedad mental, p. 289.
[21]  <http://es.wikipedia.org/wiki/Murray_Rothbard>.
[22]  < http://es.wikipedia.org/wiki/Ayn_Rand>.
[23]  <http://es.wikipedia.org/wiki/Milton_Friedman>.
[24]  Lucas 15: 4.
[25]  Lucas 15: 8.
[26]  Mateo 25: 27.
[27]  Mateo 25: 29.
[28]  Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco
Pasquino, Diccionario de Política, Siglo XXI Editores, vocablo
«Legitimidad».
[29]  Guglielmo Ferrero, Poder, los genios invisibles de la
ciudad, Tecnos 1998, p. 81.
[30]  Ibíd, p. 82.
[31]  Ibíd, p. 83.
[32]  Ibíd, p. 84.
[33]  Ibíd, p. 85.
[34]  Ibíd, p. 85.
[35]  John Locke, Segundo tratado del gobierno civil,
Alianza Editorial, p. 6.
[36]  ¿Existe el «bien común»? Por lo menos se lo «crea»
porque la idea de autogobierno ha sido utilizada para establecer la
justificación de una nueva forma de gobierno de una comunidad
política llamada «pueblo». Si existe el «pueblo» debe existir el «bien
común». Y el pueblo existe para que la democracia exista, es decir,
para que el gobierno diga que es un autogobierno, ¿Y si nada de eso
existe, sino que son meras ficciones para hacer cerrar una lógica de
gobierno autogenerado? Pues entonces habrá que pensar en otra
manera de hacer realidad el principio liberador contenido en la idea
de democracia.
[37]  Para una descripción detallada de estas etapas véase
Pierre Rosanvallón, La Legitimidad Democrática.
[38]  Siempre manteniéndonos dentro de la lógica del sistema,
aunque en mi opinión el bien común es solo la suposición que cierra la
ficción. Pasa lo mismo que con la idea de mayoría en contraposición a
totalidad, o sostener que la minoría también es titular del mandato.
Difícil de verificar en la realidad, pero indispensable de suponer para
que este tipo de legitimidad funcione en el campo racional. De alguna
manera el abandono de las ficciones a la realidad de la política como
desigualdad entre gobernantes y gobernados que actualiza el
populismo, es la renuncia sin remedio a la forma de legitimación
democrática. Ese es el punto al cual los absolutismos mayoritarios no
se han dado cuenta de que han llegado.
[39]  Una muestra clara de este fenómeno la hemos visto
durante los funerales cuasi-imperiales de Hugo Chávez en
Venezuela.
[40]  Véase al respecto Hans-Herman Hoppe, Democracy.
The God That Failed: The Economics and Politics of Monarchy,
Democracy, and Natural Order. Transactions Publishers, 2001
[Ed. esp. Monarquía, democracia y orden natural, 3.ª ed., Unión
Editorial, Madrid 2013].

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