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Breve Antología - E. Lizalde

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I.

Tradición y personalidad
¿De dónde surge un poeta como Eduardo Lizalde (México, 1929)? Como todo
auténtico creador, fun-damentalmente de él mismo y sólo de él mismo. Sal-vador
Elizondo —compañero de generación, como Marco Antonio Montes de Oca, de
Lizalde y uno de los que han escrito con mayor lucidez sobre su obra—, acerca de
El tigre en la casa: “...todo aquí está investido de una violencia y de un sentimiento
nihilista que se expresa por imágenes de una atroz belleza que no tienen,
ciertamente, paralelo en la his-toria de nuestra poesía”.1 La originalidad de la voz
poética de Lizalde —sólo comparable en la poesía mexicana actual, a la de
algunos casos más, como Jaime Sabines o Gerardo Deniz— corresponde a la
individualidad irreductible de su temperamento, su sensibilidad, su inteligencia, y
claro, de su manera personal de asimilar y trascender una formación cul-tural y
vital compleja que va de Dante a Pessoa, de Platón a Wittgenstein, del ajedrez y el
dominó a la carpintería, y de la ópera a la vinicultura francesa y las mujeres. (No
por casualidad su poesía es tan culta e intelectual como profundamente vital y
sensual.) Como lo atestiguan en sus poemas las referencias intratextuales o las
citas que van a la cabeza, Lizalde sabe con clara conciencia que la literatura es un
diá-logo con la tradición literaria universal, un diálogo riguroso sobre los temas de
siempre (las palabras y las cosas, el infortunio amoroso, la fatal futilidad de todo lo
humano, la muerte individual y de la especie, las miserias morales y los impulsos
bajos en general: el rencor y el odio, el placer redentor; en el caso de este poeta),
en que se crean las coyunturas estéticas y vivenciales para aportar una
intervención original (sea desde el punto de vista del lenguaje o del signifi-cado, o
sea, del estilo, la forma o del contenido).
¿Para qué entintar las prensas del mundo con un poema que quizá ya ha sido
expresado y tal vez de una forma mejor por otros autores? —cuestiona Lizalde—.
(...) Ésa es la angustia real del creador que padece profundamente la poesía: la de
no producir cosas ociosas. Y eso es lo que a mí me hace escribir cada vez con
mayor cautela. Cada vez que reviso mis libros, veo la gran cantidad de paja que
hay allí. Éste es el drama estético del creador desde mi punto de vista.2
Y en otra ocasión, declaró:
Lo difícil para producir el libro adecuado al mo-mento artístico que le pertenece, es
el enorme ma-terial literario que debe ayudar a comprender qué estilo, qué forma,
qué actitud artística le corres-ponde. En otras palabras: el contexto cultural de un
libro, su mar de fondo cultural, implica un tra-bajo más arduo que el de la propia
redacción.3
Pero, como ya decíamos antes, un escritor no es sólo sus libros de cabecera, sus
lecturas imprescindibles, sus influencias conscientes o inconscientes: es ellas más
él mismo, su manera individual de sentirlas, en-tenderlas y reelaborarlas,4 junto
con obsesiones yexperiencias vitales propias, que en el caso de Eduar-do Lizalde

1
han consumado un estilo y una tesitura poéticos inconfundibles de la literatura
hispanoamericana.

II. La palabra y la cosa

El tema filosófico de la relación entre el lenguaje y la realidad, entre las palabras y


las cosas, su impregnación recíproca y el abismo que de pronto las desconecta,
que preocupó profundamente a Platón en su Cratilo y que desde entonces no ha
dejado de interesar a los filósofos y los poetas, es el tema del primer libro que
Lizalde reconoce como hijo legítimo en su producción: Cada cosa es Babel (1966).
Lo preceden, claro, los textos de su etapa poeticista (1949-1960) —recogidos,
unos cuantos y a regañadientes, en su divertida Autobiografía de un fracaso,
1981—, La mala hora (1956), dos plaquettes y el libro de cuentos La cámara
(1960), que no deja de tener textos interesan-tes que preparan ya el camino de
una prosa precisa y elegante poco advertida por la crítica, concentrada como está,
claro, en la producción poética del autor. La frustrada experimentación poeticista,
cuya máquina, escribe Lizalde, fue “trampa mortal de más de un libro y menos de
un poeta”,5 no deja de aportarle a este autor, ya desde Cada cosa es Babel, un
sentido profundo de la propiedad de la palabra y una claridad y precisión casi
cartesianas —ya que no mecánicas— en la manufactura de conceptos poéticos,
imágenes y metáforas, en los que la vieja, analítica y mecanicista pretensión
poeticista de la univocidad del sentido ha sido superada por la polivalencia
semántica delibera-da y predirigida. Cada palabra, cada verso tiene como misión
la contribución a formar una imagen precisa y transparente pero plural y laberíntica
en ocasiones, o, por lo menos, siempre sugestiva: “Mira correr la turba de tus
nombres/ en distintos idiomas/ —cada cosa es Babel—,/ como cayendo de un
rostro con lengua dividida/ por setenta navajas”.
En esto, la poesía de Lizalde parecería concebida para dar cumplimiento a los
preceptos imaginistas que Ezra Pound fijó para escribir poemas:
1. Tratar la “cosa” directamente, ya fuese subjetiva u objetiva. 2. Prescindir de toda
palabra que no contribuyera a la presentación. 3. En cuanto al ritmo: componer
(escribir) siguiendo una secuencia análoga a la frase musical, y no en una
secuencia de metrónomo.
Y advierte el viejo Pound: “Vale más presentar una sola imagen en toda una vida
que producir obras vo-luminosas”.6
Cada línea de Cada cosa es Babel implica, en efecto, el esfuerzo de forjar una
imagen. Gabriel Zaid escribió que este libro versifica pensamientos.7 Esto sería tal
vez más cierto de algunos poemas prosaicos de La zorra enferma, en donde —
nos pueda gustar o no el resultado— la tentativa parece perfectamente consciente
y proscrita por el tono cínico general del libro. Lizalde no es un poeta
intelectualizado —basta leer algunos momentos líricos excelsos de El tigre en la
2
casa—, sino un poeta al que la forma y el ritmo le preocupan tanto como incitar,
decir algo, empuñar un nudo de significación. Si Babel no funciona siempre ni del
todo —según su autor, como Zaid, es un poema frustrado—,8 no deja de
representar una tentativa valiente y rigurosa en la línea del poema de gran aliento
(Eliot, Valéry, Gorostiza, Paz) y el poeta y crítico Eduardo Milán escribió
recientemente que “es uno de los grandes poemas mexicanos” y que
no viene mal, para los exégetas literarios mexicanos que tan encantados están en
clasificar los nuevos sonetos del día al día tradicional, una relectura de ese poema
crítico, que bien puede servir de lección a la generación que actualmente domina
el palco literario.

III. El salto del tigre

Pero es durante los cuatro años siguientes cuando Lizalde afina la garganta,
encuentra su voz más propia, personal, y alcanza su completa madurez literaria.
En su nueva aventura vital y estética, cambian el lenguaje y el tono poéticos,
cambian las cosas y motivos de la poesía y Lizalde consuma su poemario más
resonante y definitivo, El tigre en la casa (1970). Como escribió Octavio Paz, “Fue
el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta
verdadero tiene algo de milagroso”. La violencia contenida en los últimos versos
de Cada cosa es Babel, encerrada todavía, sin embargo, en los laberintos del acto
de nombrar y el lenguaje, abre fuego directo en El tigre en la casa contra las cosas
y de ahí, con fuerza arrasadora, hacia las palabras mis-mas. Como consecuencia,
se produce una profunda transformación en el lenguaje —que es ahora más
violento y directo— y el tono —que es más personal, irónico, desencantado, como
una falsa confesión didáctica— para corresponder a la crudeza de la experiencia y
las imágenes que expresan. La temática sigue siendo metafísica, sólo que la
especulación sobre el lenguaje y la realidad natural cede el paso a los entornos
oscuros de la realidad humana: el amor y su gemelo antitético el desamor, la
muerte, el crimen, la prostitución, el miedo, el odio, el rencor, el nihilismo, la
misantropía.
Si tanto Babel como El tigre están concebidos como unidad —uno es un solo
poema en cantos, el otro es un poemario intertextual—, la forma poética, empero,
también ha cambiado: la disquisición especulativa ha sido abandonada por la
“narración”. Pero lo que se narra de un poema a otro no es una historia precisa
sino las sucesivas turbaciones y tormentos de un hombre desgraciado en el amor
y la vida, que dispone únicamente de la lucidez y el humor dolorosos para narrar
su drama. No hay argumento alguno, más bien el despliegue de una compleja
simbología vivencial y metafísico-poética. La casa podría ser uno mismo
encerrado en soledad con sus muebles “nada comunicativo ni locuaces” (metáfora
recurrente en Lizalde, excelente carpintero: los muebles pueden simbolizar la
3
madera, la materia nombrada por el poeta, la cosa inanimada a la que él quisiera
regresar a veces). El tigre es la muerte, nuestra muerte intransferible. Como
Xavier Villaurrutia, en Nostalgia de la muerte, Lizalde crea una atmósfera donde
reinan el sueño —la pesadilla— y la muerte, y al fondo de la cual están las
concepciones de Rilke o Heidegger. (Compárese “Nocturno en que habla la
muerte” de Villaurrutia con “Boleros del resentido” núm. 7 de Lizalde). Pero las
situaciones y sensaciones que crea y provoca Lizalde resultan mucho más
sórdidas y violentas, y tal vez más intensas y dolorosas, que las de Villaurrutia.
Todo El tigre en la casa está recorrido por el gran leitmotiv heideggeriano del ser-
para-la-muerte (Sein-zum-Tode), es decir, por la convicción de que la muerte no
es la última escala en el viaje de nuestra vida —como la entendemos de manera
cotidiana, vulgar y cobarde— sino la posibilidad más radical de nuestra existencia
e inherente a ella en todo momento; un tigre que nos acecha y “desgarra por
dentro”. Y la muerte es “un enorme gato encerrado/ en todo esto”, porque esta
posibilidad radical, personal, intransferible y oculta cotidianamente, es terrorífica y
misteriosa, es lo desconocido que cae sobre nosotros, como en la selva cotidiana
la silueta negra y salvaje de un tigre.
El tigre es la muerte, nuestra muerte individual, pe-ro también la muerte del amor.
La bella amada, la beldad altiva y majestuosa, la puta inolvidable, la perra impura
que nos fascina a pesar nuestro, con y sin la cual no podemos vivir, es nuestra
criminal, la tigresa que nos desgarra con su simple y displicente abandono. El tigre
es también el amor: “Rey de las fieras,/ jauría de flores carnívoras, ramo de tigres/
era el amor, según recuerdo”; el amor putrefacto, porque todo el amor —es sólo
cuestión de tiempo— caduca y se pudre como cualquier trozo excelso de carne:
“Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses...”.
El amor es, pues, en su sustancia más honda, muer-te; el sexo es sólo la pequeña
muerte; y el hombre: desgarradura, “soltero, huérfano y desgraciado”, “tigrillo”
devorado poco a poco por el tigre mayor del amor y la pasión inútiles (Sartre), el
infortunio y la muerte.

IV. Sarna cínica y amarga

Creo que los libros de Lizalde que siguen a El tigre en la casa prolongan
directrices temáticas y estéticas ya contenidas expresa o potencialmente en este
gran libro, como cuando una experiencia fundamental en nuestra vida marca el
resto de nuestros días.
En efecto, algunas constantes esenciales de El tigre parecen prefigurar los dos
títulos siguientes: La zorra enferma (1974) y Caza mayor (1979). La apelación a
los impulsos bajos (el odio, la misantropía que reacciona ante los
convencionalismos humanos, la náusea, el rencor y el resentimiento) como forma
última, franca, irónica, y casi única, de lucidez en un mundo absurdo y corrupto, es
4
una herencia directa de El tigre a La zorra. Los líquidos de la bilis, la sangre y el
esclarecido intelecto se entremezclan con alcohol en un bálsamo que el poeta
bebe con humor, con la amargura de la risa dolorosa, sólo para vomitar la miseria
ontológica, moral y política de la humanidad y de uno mismo. Las subversiones
rabiosas de la escritura conocen su fondo de impotencia o insignificancia, por-que
sólo logran incrementar los bonos de la pérfida amada o el enemigo atroz.
De la jaula del grave desencanto del tigre brota y escapa una zorra enferma de
sarna, cinismo y desparpajo, más artera, astuta y escurridiza, si bien dotada de la
misma amarga intemperancia y acidez espiritual. Lo que le da su unidad a este
libro de aspecto fragmentario es la intención de crítica moral y política de una
época (y/o una humanidad) oscura. La melancolía irónica del apocalipsis por
anticipado. La sátira epigramática latina (Horacio, Catulo, Juvenal, Marcial), la
burla punzante que no se detiene en los demás sino que muerde por igual al autor
(al amo) mismo, como en El tigre en la casa.
Desde el punto de vista del lenguaje y la experimentación poéticos, una novedad:
Lizalde no teme extenderle concesión al epigrama o al poema-manifiesto o
panfleto ideológico como recurso expresivo más eficaz de su crítica mañosa,
antisolemne, cínica, escéptica y nihilista.

V. De cacería

Caza mayor —acaso después de El tigre en la casa el libro más bello y


consistente de Lizalde—, pinta, como ha observado el autor, otro tigre, un tigre
dis-tinto.12 En efecto, este nuevo tigre es menos el amorque la muerte y ya no
sólo la muerte individual sino también la muerte colectiva, la extinción de la espe-
cie humana.
Ya un poema de El tigre en la casa, “El cepo”, presagiaba el tema de Caza mayor,
la trampa tendida para el tigre. Pero mientras en este poema escapa la fiera, en el
poema que abre este nuevo poemario, no. Hay ahora la certidumbre apocalíptica
—ya desarrollada en La zorra enferma— del fenecimiento de lo más alto y
maravilloso (el tigre, el hombre, la inteligencia y la belleza) a manos de lo más
insignificante, mediocre y vil (las ratas, las aves de rapiña, los insectos). Lo más
sublime (el amor, la belleza, las grandes obras de la vida) perece de la manera
más abyecta. La venganza dramática, en el interior de la humanidad misma, de la
animalidad sobre la inteligencia.
En las cantinas, donde aparentemente el tiempo no transcurre y todas las citas
contraídas en el mundo remojan, y finalmente pierden, su importancia, brin-da, de
pronto, junto a nosotros, con nosotros, en la barra, un desconocido. Es sólo
nuestra propia muerte, que ha trasladado su domicilio de la casa a la cantina. El
poemario alterna, con maestría, el promenade bohemio que evoca viejas
borracheras con amigos (José Revueltas, Alí Chumacero, Jaime Sabines, Marco
5
Antonio Montes de Oca) en cantinas célebres y familiares donde se botaneaba el
verso, con instantáneas magníficas de la extinción colosal del tigre. Queda sólo el
regusto de la última copa.
VI. Vino, mujeres y canto
Prosigue el tema de la taberna y lo vincula —si es que alguna vez estuvo
desvinculado— con el del amor y el erotismo, el último libro publicado de Lizalde,
Tabernarios y eróticos (1988). Celebración de la trascendencia erótica,
celebración metafísica de la individualidad irrepetible y revivificante de cada be-
lleza femenina (“Socráticos y aberrantes”) y, en un sentido más amplio, de ese
misterio necesariamente insondable que hay en el fondo —que hace el fondo— de
cada persona (“Caja negra”).
Los últimos poemas en que ha trabajado, desde hace ya tiempo,13 Eduardo
Lizalde, parten del genial Tractatus de Wittgenstein y retoman también problemas
filosóficos relacionados —como en Cada cosa es Babel— con el habla humana y
el lenguaje poético, y con ese misterio que son los pensamientos y, más aún, las
emociones, y su dificilísima comunicación. Promete el autor dos libros más,
Bitácora del seden-tario14 y Manual de flora fantástica15 —encantadores poemas
en prosa sembrados de plantas carnívoras que sólo dejan incólume al lector
distraído— de los que presentamos algunas muestras en la presente selección,
que intenta reunir algunos de los mejores y más representativos poemas de sus
diferentes facetas poéticas.

LUIS IGNACIO HELGUERA

6
POEMAS

Ni el denodado goce de los cuerpos,


ni el carnívoro roce de las bocas,
ni las fieras sensuales de los dedos,
ni las mejillas ardorosas,
ni el sudor refrescante de los pechos
-su rima encantadora-,
ni el tacto delicioso de los muslos,
ni la plata del pubis,
ni las caudas azules y viriles,
son suficientes para el sexo.

La plena saciedad misma, no basta.


Lacios los cuerpos tras el goce, exhaustos,
bebidos uno a otro hasta las plantas,
sueñan, despiertos, con el sexo.
Sólo han probado, sólo empiezan a hervir.
La saciedad más absoluta
es siempre, apenas, el principio.

El tigre real, el amo, el solo, el sol...

El tigre real, el amo, el solo, el sol


de los carnívoros, espera,
está herido y hambriento,
tiene sed de carne,
hambre de agua.
Acecha fijo, suspenso en su materia,
como detenido por el lápiz
que lo está dibujando,
trastornada su pinta majestuosa
por la extrema quietud.
Es una roca amarilla:
se fragua el aire mismo de su aliento
y el fulgor cortante de sus ojos
cuaja y cesa al punto de la hulla.
Veteado por las sombras,

7
doblemente rayado,
doblemente asesino,
sueña en su presa improbable,
la paladea de lejos, la inventa
como el artista que concibe un crimen
de pulpas deliciosas.
Escucha, huele, palpa y adivina
los menores espasmos, los supuestos crujidos,
los vientos más delgados.
Al fin, la víctima se acerca,
estruendosa y sinfónica.
El tigre se incorpora, otea, apercibe
sus veloces navajas y colmillos,
desamarra
la encordadura recia de sus músculos.
Pero la bestia, lo que se avecina
es demasiado grande
-el tigre de los tigres-.
Es la muerte
y el gran tigre es la presa.

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses...

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;


que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.

Como si el verde pasto celestial,

8
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho se desplome.

Que una sola munición de estaño luminoso,


una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.

Que el oro mismo estalle sin motivo.


Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.

Que tanto y tanto amor, una vez más, y tanto,


tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.

Que tanto amor queme sus naves


antes de llegar a tierra.

Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,


niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.

El amor es otra cosa, señores

Uno se hace a la idea,


desde la infancia,
de que el amor es cosa favorable
puesta en endecasílabos, señores.

Pero el amor es todo lo contrario del amor,


tiene senos de rana,
alas de puerco.

Mídese amor por odio.

9
Es legible entre líneas.
Mídese por obviedades,
mídese amor por metros de locura corriente.
Todo el amor es sueño
—el mejor áureo sueño de la plata—.
Sueño de alguien que muere,
el amor es un árbol que da frutos
dorados sólo cuando duerme.

Grande Es El Odio (i) de Eduardo Lizalde

Grande y dorado, amigos, es el odio.


Todo lo grande y lo dorado
viene del odio.
El tiempo es odio.

Dicen que Dios se odiaba en acto,


que se odiaba con fuerza
de los infinitos leones azules
del cosmos;
que se odiaba
para existir.

Nacen del odio, mundos,


óleos perfectísimos, revoluciones,
tabacos excelentes.

Cuando alguien sueña que nos odia, apenas,


dentro del sueño de alguien que nos ama,
ya vivimos el odio perfecto.

Nadie vacila, como en el amor,


a la hora del odio.

El odio es la sola prueba indudable


de la existencia.

Poema Grande Es El Odio (2) de Eduardo Lizalde

Y el miedo es una cosa grande como el odio.


El miedo hace existir a la tarántula,

10
la vuelve cosa digna de respeto,
la embellece en su desgracia,
rasura sus horrores.

Qué sería de la tarántula, pobre,


flor zoológica y triste,
si no pudiera ser ese tremendo
surtidor de miedo,
ese puño cortado
de un simio negro que enloquece de amor.

La tarántula, oh Bécquer,
que vive enamorada
de una tensa magnolia.
Dicen que mata a veces,
que descarga sus iras en conejos dormidos.
Es cierto,
pero muerde y descarga sus tinturas internas
contra otro,
porque no alcanza a morder sus propios miembros,
y le parece que el cuerpo del que pasa,
el que amaría si lo supiera,
es el suyo.

El Tigre de Eduardo Lizalde

Hay un tigre en la casa


que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.

Suele crecer de noche:


coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
11
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.
No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.

Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.

Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto.

El Perro

Éste es un perro.
Una creiatura que se ignora.
No sabe
que pertenece a una clase
-de cosa o bestia-, ignora
que la palabra perro
no lo designa a él en especial:
cree que se llama perro,
cree que se llama hombre,
cree que se llama 'ven',
cree que se llama 'muerde'.

Duerme el tigre.

12
La sangre de este sueño,
gotea.
Moja la piel dormida del tigre real.
La carne entre las muelas
requeriría mil años de masticación.

Despierta hambriento.
Me mira.
Le parezco sin duda un insecto insaboro,
y vuelve al cielo entrañable
de su rojo sueño.

Lo he leído, pienso, lo imagino;


existió el amor en otro tiempo
Será sin valor mi testimonio.
Rubén Bonifaz Nuño

Recuerdo que el amor era una blanda furia


no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
—como si lo estuviera viendo—.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles —aun no siendo frutales—
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
ahora que las abejas
13
se derrumban a mi alrededor
con el buche cargado de excremento.

Aunque alguien crea que el terror


no es sino el calcetín de la ternura
vuelto al revés,
sus pastos no son esos.
No están ahí los comederos
del terror.
La ternura no existe sino para Onán.
Y nadie es misericordioso
sino consigo mismo.
Nadie es tierno, ni bueno,
ni grandioso en el amor
más que para sus vísceras.
La perra sueña que da su amor al niño,
Goza amamantándolo.
Reino es la soledad de todas las ternuras.
Sólo el terror despierta a los amantes.

Para el odio escribo.


Para destruirte, marco estos papeles.
Exprimo el agrio humor del odio
en esta tinta,
hago temblar la pluma.
En estas hojas,
que escupo hasta secarme, arrojo
Todo el odio que tengo.
Y es inútil. Lo sé.
Sólo te digo una cosa:
si estas últimas líneas
fueran gotas,
serían de orines.

14
*

Amada, no destruyas mi cuerpo,


no lo rompas, no toques sus costados heridos.
No me lastimes más.
Me duele el pelo al peinarme.
Duéleme el aliento.
Duéleme el tacto de una mano en otra.
No destruyas mi cuerpo
pensando en sus miserias:
doliendo a pierna suelta
se destruye él solo, amada,
como si creciera hacia una lanza
clavada en la cabeza.
Ya me destrozo, mira, no hieras,
suelta el arma, detente,
no pienses más, no odies,
dame sólo una tregua;
deja de respirar dos líneas de mi aire,
para que corrompa en paz esta carroña.

Salgo primero de tu cuerpo, amada,


proscrito y torpe,
con mi campanilla de leproso.
Salgo después del cuarto en que respiras
mis humores antiguos
y ocupo una prisión cercana.
Pero apesto:
los hedores se cuelan por el muro,
una cochambre de acero
perfora los tabiques.
Salgo al fin de la casa,
me siguen libros viejos y papeles
como un pueblo de ratas;
arriba canta el aire
sus vidrieras de oxígeno.
Desciendo por las gradas,
y me parece que alguien silba
cuando alcanzo la calle.
15
*

El bello, finalmente, el poderoso,


por el mayor fue vencido.
No sólo el gran tigre muere,
esta argamasa de brillo y sangre,
este relámpago
de homicida perfección:
muere con él su raza,
la historia de los tigres.
(Dice Sankhala el sabio,
adorador de tigres,
rey del zoológico en Delhi,
que sólo cuatro mil tigres restan
en los bosques y las tundras
de la antigua Hircania,
de Persia o de la India,
de Java o de Sumatra.)
Los batidores sitian a la bestia mayor,
la cercan, guían, acosan
—gritos, golpes, música, tambores—,
y él, último ejemplar, todos el último,
y joya irrepetible, juego, gloria,
de la altivez, el crimen, la hermosura,
lanza el final rugido
y el aire se enrarece
como cuando se desploma una caverna.

El tigre en celo
es como un pozo de semen,
como un brazo de río:
más de cincuenta veces en un día
copula y se descarga largamente en la hembra,
como un cielo encendido en éxtasis perpetuo,
una tormenta de erecciones.
Y la hembra que aúlla o vocaliza
con su voz de contralto,
cómica y dolorosa,
pornográfica y mártir,
espera al tigre que la ronda sin tregua
como una tea, como un astro poseído e hirsuto.
Las fieras se acarician, Rubén,
bajo las vastas selvas primitivas.
16
Es el gran circo del sexo
en inconsciente y arrobada
soledad acróbata.
Al alba, cuando las bestias lujuriosas duermen,
parece oler a sexo, también a carne macerada,
en dos kilómetros a la redonda
y un resplandor ligero emana de ese Olimpo
en que la prole
del que podría preñar en horas a doscientas tigresas
es grandioso rescoldo y ya se apaga
como un fuego de siglos,
cesa como un viento,
cede como un canto.

Me quedo, tigre solo, satisfecho,


hambriento a veces,
aquí en esta cantina
donde el tiempo no pasa.
En esta misma mesa
de la cervecería La Curva
en que gastábamos
la quincena y el tiempo
mi amigo Marco Antonio y yo,
graves y grávidos poetas.
Pido cerveza. Escribo como entonces,
para qué,
unas líneas más o menos jocundas.
Pero pienso en la muerte,
un áspero humor sopla, corre como un frío,
huele a tanino, como un tiempo fermentado,
un vino enfermo.
Comprendo que alguien me persigue,
alguien apunta,
alguno acecha, me caza,
venadea, tigrea, destruye.
Pido otra cerveza.

Los tigres mueren


pero las ratas proliferan, bullen y dan flor
(hay cinco por cada hombre, seiscientas mil por cada tigre).
Pero pronto el mar será de ratas, mar de pelo y no de agua;
asaltarán todas las torres, Edgar;
una gran turbonada, una ola negra,
17
el mar en una ola
de viscosas, grasas, enceguecidas,
salvajes, espantosas, persistentes, fuertes ratas
cubrirán todas las playas y serán pasto suyo las ciudades
—se fraguan, concreto armado, las alucinaciones de Camus—;
las urbes trémulas verán caer ganados, hombres,
trigos, pájaros, libélulas,
y a distancia, la Tierra será un blanco, bello ovoide,
una madeja de huesos
como ciertas rosas o esferas de marfil
talladas finamente por los chinos.

Caja negra

La noche sobre las almas.


Todos los sueños, toda la sangrienta memoria,
las pasiones más pútridas,
los amores más bellos,
las más altas traiciones,
los estupros más viles,
los delitos incruentos y preciosos
de los amantes perseguidos,
los crímenes también de los impuros, toscos
chacales de la urbe,
los secretos más crueles de la felicidad y del dolor,
los crímenes imaginarios, heroicos, bucaneros,
de los adolescentes incestuosos,
la clave de la guerra entre hermanos,
punto fino, el solapado origen de toda la tragedia,
el ojo mismo para contemplarlos,
están todos ahí, en la caja negra,
nuestro centro invisible y expansivo
que vibra entre la válvula cardiaca
y el florecido sexo al que servimos con suerte desigual.
Pero nunca ha de abrirse.
Todo a su alrededor ha de morir si ella se abre,
agujas, cardos ha de volverse el agua que se bebe
si ese turbio corazón se rompe.
Sobre las almas cerraría la noche
si esa caja se abriera en las entrañas
de una sola criatura del frágil universo,
como si se rompiera el corazón de Dios
—la miel enferma del panal está en la caja.
Freud se traumara con la idea de ese custodio visceral,
ángel interno,
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que nos protege como un tumor benigno
de la vasta miseria.
Se han de romper las naves,
ha de astillarse el aire como el vidrio corriente,
pero la caja, no.
Dios puede enloquecer y ha de quebrarse al fin
como un volátil superior,
pero la caja, no.

Debe el amor vencer,

vencerlo todo.

La muerte y la cursilería.

Vence a los leones locos el amor,

lo vence todo.

La sintaxis.

Los corchos apretados,

el tránsito y las úlceras.

Y vence la desgracia del ratón sin muelas,

la miseria del diente sin castores,

la del castor y el diente sin carpintería.

Todo lo vence, compañeros,

vence a la muerte, ciudadanos,

porque es la muerte él mismo.

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El amor es otra cosa, señores

Uno se hace a la idea,

desde la infancia,

de que el amor es cosa favorable

puesta en endecasílabos, señores.

Pero el amor es todo lo contrario del amor,

tiene senos de rana,

alas de puerco.

Mídese amor por odio.

Es legible entre líneas.

Mídese por obviedades,

mídese amor por metros de locura corriente.

Todo el amor es sueño

-el mejor áureo sueño de la plata-.

Sueño de alguien que muere,

el amor es un árbol que da frutos

dorados sólo cuando duerme.

¿Cómo expulsar del sueño

el sueño tuyo, amada?

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¿Cómo cerrar las puertas del sueño,

a toda forma viviente?

¿Cómo estorbar la marcha

del tigre desgarrado,

con parapetos de neblina?

¿Cómo impedir el paso

de estas sólidas fieras

a la juguetería vaga del sueño?

¿Cómo escapar de un tigre

que crece al avanzar cuando lo sueñan

como la mole de nieve en la colina?

Charlie Brown en la loma


(tango de otro viudo)

En la noche asesina, y solo en el montículo,


¡qué soledad a veces, Charlie, pavorosa!,
con casa llena,
y ya en la parte baja de la octava,
y tirando wild pitch —uno tras otro—,
salvaje, eterna soledad, de veras.
Cósmica soledad del lanzador al centro del diamante.
Una mirada al fondo, de ratón acorralado:
toleteros veloces, atentos y enemigos
y tristes jardineros fraternales
a los que ciega el sol bajo las bardas.
Solar, nocturna jornada interminable.
Al frente, el bateador,
la noche arriba.

Lluevan, cielos,
derrúmbense las nieblas sobre el parque.
Viudo en la loma,
como bajo la ducha de esa infancia

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que dejábamos ya, soñando en altas diosas
o primas ruborosas e imposibles,
y haciéndose una horrible, deprimente puñeta
en la mañana,
¡qué soledad, de veras, Charlie!
—y falla el doble play, para acabarla.

Uno creería que terminado este poema,


gastada en el papel tanta azul tinta envenenada
—catarsis y todo eso—,
sería más claro el rostro de las cosas,
compuesto el trote del poeta,
recién bañado el tigre,
vuelto al archivo el orden,
al gato los tejados.
Pero el dolor prosigue contra el texto,
cebándose en las carnes
como el can caduco y ciego,
que desconoce al dueño por la noche,
o bien, el amo alcohólico
que muele a palos a su perra
mientras ella (¡oh tristes!)
lame

la dura sombra que la aplasta

V. LA FIESTA
8. Magna et pulchra conventio
Hoy me produce vómitos

pertenecer a este planeta,

pero entiéndase bien: sólo por hoy,


sólo por esta vez.
No se me tome por contrarrevolucionario.
Sólo por unas horas.
Hay que comprenderlo.
No me importa por hoy
pertenecer al bando oscuro
o claro de los hombres.
De todo hay en la fiesta.
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Toda clase de baile se cultiva.
Sólo siento esta vez
unas ganas dulcísimas,
ganas empalagosas
de matar un hombre
—pudiera ser yo mismo—
o una mujer,
por nada, sin motivo,
como un supremo lujo irrealizable.
Ganas terribles
de que nuestras sagradas asambleas
de ranas que barritan
y canguros que graznan
estallen como el vientre
de la chinche golosa.
Pero eso es todo, amada.
Simplemente por hoy,
aunque no constituya precedente,
como un relámpago sucio
contrario a los principios esenciales,
por esta vez, insisto,
sólo por media hora,
vuelvo el estómago,
hago del cuerpo con la boca
de sólo ver un traje o unos poemas

tejidos por los hombres.

Testamento

Yo, François Villon,


francés, poeta,
padre de todos hombres,
patriarca, dios,
hampón y chulo y asesino,
la más dorada escoria de París
y aquí, bajo esta horca,
me rompo y muero y me masturbo
frente a todos

para gloria de Europa.

23
*

Para un romántico
Si pierden la razón las flores
cuando tú las miras,
si como en anteriores siglos
se deshojan al tocarlas,
si al tacto mueren,
si no responden claro
cuando las interrogas,
la razón te asiste:
estás enfermo
y el mundo está construido
para tu desgracia.
El mundo tiene exactamente, cruel,

la forma de tu sufrimiento.

II. ¿QUIÉN INVENTÓ ESTE JUEGO?

El juego inventa el juego

¿No será mal negocio este que somos


de besos y de piernas y de pieles?
A diario hacemos cuentas y balances,
a diario negociamos
con nuestros cuerpos y con nuestras almas.
Inútilmente, a ciegas, sordos.
Inútilmente. Inútil.
Los dos robamos.
Ambos somos venales.
Nos vigilamos, nos enternecemos.
Yo acaricio el talón de esta mujer,

muy suavemente

—con la yema de la yema de los dedos—


buscando el punto débil,
el talón del talón,
el atajo más corto
al inhollado centro de su vida.
Inútilmente. Inútil.
Y ella me toca a mí y me mira
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completo, con sus manos omnímodas.
Busca un hueco en el torso, una fisura
para hundir el brazo
tras tesoros supuestos.
Inútilmente. Inútil.
Tal vez, acaso, a lo mejor, quizá, en el fondo,
dicho de algún modo, en cierta forma, entonces,
no lo sé, es posible:
no nos hemos tocado,
ni nos conocemos
ni hemos estado aquí,
ni importa a nadie lo que nos suceda;
y no somos humanos
ni hemos sentido adentro cosa alguna
—murallones calizos y abstrusos de la costa
que se miran sin ojos y sin verse—
ni somos nadie
ni existimos

ni nada.

Ciudades

Qué extraños somos.


Siempre ciudades defendidas.
Bien defendidas siempre.
Ciudades extranjeras
de habitantes nativos.
Heridas por el cólera antiguo,
las pestes venideras.
Al asalto perpetuo preparados
con el aceite hirviendo en las murallas
o las escalas puestas para el abordaje.
Ciudades desterradas hacia su corazón.
Ciudades con la ciudad por cárcel.
Las torres enemigas, las almenas mordientes.
Páramos de carne.
Ciudades solas,

no conquistadas nunca.

25
*

Amor

Aman los puercos.


No puede haber más excelente prueba
de que el amor

no es cosa tan extraordinaria.

Ay, luz,
inmenso piélago de pastura amarilla
en que estos ojos pacen,
morirás, augusta madre
de las efímeras hogueras
y luciérnagas puras.
Te extinguirás también, blanca eterna,
al descender el párpado que ocultas,
como el fosforecer irrelevante
del pequeño búho en el bosque.
Y contigo se irán todas las formas
y todos los sonidos
y todas las materias del olfato
y el gusto,
del tacto y de su hermana la ternura.
Esta mujer entonces ya no estará conmigo
y una impune desgracia cubrirá las cosas,
las montañas, los mundos,
en estúpido sueño.
No habrá más tigres ni hombres.
No habrá siquiera asesinos
—que parecían inmortales.

Qué desperdicio, luz, qué desperdicio.

El lobo grande ha envejecido. Es ciego.


Come ahora restos miserables,
bazofia desechada
por los más cobardes y mezquinos milanos,
por los cerdos volátiles

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y los rapaces rastreros.

Duerme apenas, temeroso de sus enemigos.


Lo hostigan los coyotes
y lo ofenden las liebres carroñeras,
doblemente veloces en la sombra.
Sólo se acerca al bebedero cuando duerme
el caimán.
Come hierba y roe troncos amargos
y vuelve a su agujero lanzando dentelladas
de loco.
Su corazón se ha congelado
pero él sueña en la luz de unos filetes

de venado a la inglesa.

El gato grande, el colosal divino, el fulgurante,


el recamado de tersura celeste,
el de los jaspes netos coronado
en malvas, róseos resplandores,
el de lustrosos, vítreos, densos amarillos,
la luciérnaga enorme, ascua sangrienta
que envuelve una tan suave aureola de escarcha,
el glamoroso destructor grabado a fuego,
musas,
apesta:
él mismo, como sabe Sankahala,
es otra selva de chupadoras bestias diminutas
y homicidas.
Si los demás irracionales
—búfalos suntuosos, anillados reptantes,
ínfimos roedores—
supieran dibujar su muerte
ella tendría forma de tigre;
pero si el tigre dibujara, si soñara la suya,
tendría forma de piojo, Jenófanes amigo,
o bien de mosca, Torres, tocayo, azote del
Parnaso.

La multitud de sabandijas

religiosamente numerosas y horrendas que lo


cubren
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son visibles en su temeraria cercanía
y a veinte metros, parca de carnaval, él hiede
a hierbas pútridas, a humedad venenosa y
aromática,
como también dice Kailash.

Así, leal, preludia su presencia el mortífero.

Silla, no me engañas,
estás ahí,
me espías.
Conoces mis debilidades
sabes lo que soy,
que pienso, que camino,
pertenezco a un género de bestia
que necesita a ratos
sentarse,
que soy mortal en suma,
estoy tocado,
que los dioses no requieren de sillas.
Silla, tú también cazas,
tú eres también la muerte,
contigo misma me domas
y te parapetas contra mí
como en el circo se hace con caducos
leones.
Pero yo lo sé, vigilo, duermo de pie,

bebo en la barra, estoy alerta.

PROFILAXIS
Los amantes se aman, en la noche, en el día.
Dan a los sexos labios y a los labios sexos.
Chupan, besan y lamen,
cometen con sus cuerpos las indiscreciones
de amoroso rigor,
mojan, lubrican, reconocen, enmielan.
Pero al concluir el asalto,

los dos lavan sus dientes con distintos cepillos.

28
*

BRAVATA DEL JACTANCIOSO

No soy bello, pero guardo un instrumento hermoso


Eso aseguran cuatro o cinco ninfas
y náyades arteras —dijera el jerezano—,
que son en la materia valederos testigos
y jueces impolutos.
Dice alguna muy culta y muy viajada
que debería fotografiarse
mi genital ballesta en gran tamaño
y exhibirse en el Metro,
en vez de esos hipócritas anuncios
de trusas sexy para caballeros.
Y agrega que esta lanza de buen garbo
—son palabras de ella—,
de justas proporciones y diseño maestro,
debería esculpirse, alzarse
en una plaza de alta alcurnia,
un obelisco, tal el de Napoleón en la Concordia,
o la columna de Trajano
en aquel foro que rima con su nombre.
Yo no me creo esas flores,
pero recibo emocionado el homenaje
de todas estas niñas deliciosas.
Yo celebro.

SOLOS DE GUITARRÓN PARA HOMBRES SOLOS

Envejecemos
sobre todo los domingos
Gómez de la Serna

Se despierta un señor o una señora,


para el caso es lo mismo,
y mira frente a sí el desierto,
este domingo, un domingo cualquiera,
este breñal de instantes, horas erizadas,
un roquedal de muebles y de objetos
nada comunicativos ni locuaces.
El infierno serían, esos domingos,
todos esos grises, sordos, ciegos,
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pantanosos domingos,
unidos en un ciclo sin semana,
un círculo, el noveno,
dos años hechos sólo de domingos,
un compacto bloque de invisible pero sólido
tiempo
de soledad perfecta,
una columna vertebral de perros, de espantosos
domingos,
soldados uno a otro como discos de hueso,
sin lunes y sin viernes.

POEMAS DE LA ÚLTIMA ÉPOCA


TORTUGA

Para Enrique David y su mascota

Otro pequeño monstruo


de enternecedora mansedumbre.
Durante meses inmóvil en su escasa pileta
purga alguna condena decretada dos mil siglos atrás
contra voraces parientes del aire y de la tierra.
Mira pasar milenios de su especie
desde el alféizar óseo de su caparazón
—casa, cárcel, camisa y artefacto;
una caja de laúd construida para el silencio
por torturadores enfermos y expeditos.
Me pregunto si bastan para su alimento
esas migajas, ese mísero trozo de lechuga
que le arrojan a veces.
Me pregunto si sufre, sumergida en la eterna,
en la pasmosa mudez que la rodea.
Un puño verdinegro de dolor,
gorda llaga viviente
del más inerme y lento de los seres del mundo.
A lo mejor un alma que agitada transita
por ese corpachón deforme,
un moretón desordenado
por el poderoso, combo silencio de su aullido.
Angustioso misterio.

Una tierna criatura ahí atrapada


como un niño de pecho sordomudo
que un mal desconocido rompe por dentro.
No lo sabemos.

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La vieja solitaria, inmóvil e inmortal,
sólo desova, sin razón y a destiempo
—como apercibida para soportar veinte mil años
el cepo que la envuelve—,
grandes huevos estériles,
su único lenguaje,
un simple signo de vida imaginaria,
de mortal consistencia,
de orgánica tarea.

ANALÍTICOS

Pudiera ser el amor


—la línea recta—
el camino más corto entre dos cuerpos
sólo en el caso preciso
de que tales cuerpos
fueran fijos puntos
en el proteico espacio
Pero cuerpos y puntos
no tienen casa permanente
ni dirección ni horario
en su universo

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