Breve Antología - E. Lizalde
Breve Antología - E. Lizalde
Breve Antología - E. Lizalde
Tradición y personalidad
¿De dónde surge un poeta como Eduardo Lizalde (México, 1929)? Como todo
auténtico creador, fun-damentalmente de él mismo y sólo de él mismo. Sal-vador
Elizondo —compañero de generación, como Marco Antonio Montes de Oca, de
Lizalde y uno de los que han escrito con mayor lucidez sobre su obra—, acerca de
El tigre en la casa: “...todo aquí está investido de una violencia y de un sentimiento
nihilista que se expresa por imágenes de una atroz belleza que no tienen,
ciertamente, paralelo en la his-toria de nuestra poesía”.1 La originalidad de la voz
poética de Lizalde —sólo comparable en la poesía mexicana actual, a la de
algunos casos más, como Jaime Sabines o Gerardo Deniz— corresponde a la
individualidad irreductible de su temperamento, su sensibilidad, su inteligencia, y
claro, de su manera personal de asimilar y trascender una formación cul-tural y
vital compleja que va de Dante a Pessoa, de Platón a Wittgenstein, del ajedrez y el
dominó a la carpintería, y de la ópera a la vinicultura francesa y las mujeres. (No
por casualidad su poesía es tan culta e intelectual como profundamente vital y
sensual.) Como lo atestiguan en sus poemas las referencias intratextuales o las
citas que van a la cabeza, Lizalde sabe con clara conciencia que la literatura es un
diá-logo con la tradición literaria universal, un diálogo riguroso sobre los temas de
siempre (las palabras y las cosas, el infortunio amoroso, la fatal futilidad de todo lo
humano, la muerte individual y de la especie, las miserias morales y los impulsos
bajos en general: el rencor y el odio, el placer redentor; en el caso de este poeta),
en que se crean las coyunturas estéticas y vivenciales para aportar una
intervención original (sea desde el punto de vista del lenguaje o del signifi-cado, o
sea, del estilo, la forma o del contenido).
¿Para qué entintar las prensas del mundo con un poema que quizá ya ha sido
expresado y tal vez de una forma mejor por otros autores? —cuestiona Lizalde—.
(...) Ésa es la angustia real del creador que padece profundamente la poesía: la de
no producir cosas ociosas. Y eso es lo que a mí me hace escribir cada vez con
mayor cautela. Cada vez que reviso mis libros, veo la gran cantidad de paja que
hay allí. Éste es el drama estético del creador desde mi punto de vista.2
Y en otra ocasión, declaró:
Lo difícil para producir el libro adecuado al mo-mento artístico que le pertenece, es
el enorme ma-terial literario que debe ayudar a comprender qué estilo, qué forma,
qué actitud artística le corres-ponde. En otras palabras: el contexto cultural de un
libro, su mar de fondo cultural, implica un tra-bajo más arduo que el de la propia
redacción.3
Pero, como ya decíamos antes, un escritor no es sólo sus libros de cabecera, sus
lecturas imprescindibles, sus influencias conscientes o inconscientes: es ellas más
él mismo, su manera individual de sentirlas, en-tenderlas y reelaborarlas,4 junto
con obsesiones yexperiencias vitales propias, que en el caso de Eduar-do Lizalde
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han consumado un estilo y una tesitura poéticos inconfundibles de la literatura
hispanoamericana.
Pero es durante los cuatro años siguientes cuando Lizalde afina la garganta,
encuentra su voz más propia, personal, y alcanza su completa madurez literaria.
En su nueva aventura vital y estética, cambian el lenguaje y el tono poéticos,
cambian las cosas y motivos de la poesía y Lizalde consuma su poemario más
resonante y definitivo, El tigre en la casa (1970). Como escribió Octavio Paz, “Fue
el año de su aparición, en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta
verdadero tiene algo de milagroso”. La violencia contenida en los últimos versos
de Cada cosa es Babel, encerrada todavía, sin embargo, en los laberintos del acto
de nombrar y el lenguaje, abre fuego directo en El tigre en la casa contra las cosas
y de ahí, con fuerza arrasadora, hacia las palabras mis-mas. Como consecuencia,
se produce una profunda transformación en el lenguaje —que es ahora más
violento y directo— y el tono —que es más personal, irónico, desencantado, como
una falsa confesión didáctica— para corresponder a la crudeza de la experiencia y
las imágenes que expresan. La temática sigue siendo metafísica, sólo que la
especulación sobre el lenguaje y la realidad natural cede el paso a los entornos
oscuros de la realidad humana: el amor y su gemelo antitético el desamor, la
muerte, el crimen, la prostitución, el miedo, el odio, el rencor, el nihilismo, la
misantropía.
Si tanto Babel como El tigre están concebidos como unidad —uno es un solo
poema en cantos, el otro es un poemario intertextual—, la forma poética, empero,
también ha cambiado: la disquisición especulativa ha sido abandonada por la
“narración”. Pero lo que se narra de un poema a otro no es una historia precisa
sino las sucesivas turbaciones y tormentos de un hombre desgraciado en el amor
y la vida, que dispone únicamente de la lucidez y el humor dolorosos para narrar
su drama. No hay argumento alguno, más bien el despliegue de una compleja
simbología vivencial y metafísico-poética. La casa podría ser uno mismo
encerrado en soledad con sus muebles “nada comunicativo ni locuaces” (metáfora
recurrente en Lizalde, excelente carpintero: los muebles pueden simbolizar la
3
madera, la materia nombrada por el poeta, la cosa inanimada a la que él quisiera
regresar a veces). El tigre es la muerte, nuestra muerte intransferible. Como
Xavier Villaurrutia, en Nostalgia de la muerte, Lizalde crea una atmósfera donde
reinan el sueño —la pesadilla— y la muerte, y al fondo de la cual están las
concepciones de Rilke o Heidegger. (Compárese “Nocturno en que habla la
muerte” de Villaurrutia con “Boleros del resentido” núm. 7 de Lizalde). Pero las
situaciones y sensaciones que crea y provoca Lizalde resultan mucho más
sórdidas y violentas, y tal vez más intensas y dolorosas, que las de Villaurrutia.
Todo El tigre en la casa está recorrido por el gran leitmotiv heideggeriano del ser-
para-la-muerte (Sein-zum-Tode), es decir, por la convicción de que la muerte no
es la última escala en el viaje de nuestra vida —como la entendemos de manera
cotidiana, vulgar y cobarde— sino la posibilidad más radical de nuestra existencia
e inherente a ella en todo momento; un tigre que nos acecha y “desgarra por
dentro”. Y la muerte es “un enorme gato encerrado/ en todo esto”, porque esta
posibilidad radical, personal, intransferible y oculta cotidianamente, es terrorífica y
misteriosa, es lo desconocido que cae sobre nosotros, como en la selva cotidiana
la silueta negra y salvaje de un tigre.
El tigre es la muerte, nuestra muerte individual, pe-ro también la muerte del amor.
La bella amada, la beldad altiva y majestuosa, la puta inolvidable, la perra impura
que nos fascina a pesar nuestro, con y sin la cual no podemos vivir, es nuestra
criminal, la tigresa que nos desgarra con su simple y displicente abandono. El tigre
es también el amor: “Rey de las fieras,/ jauría de flores carnívoras, ramo de tigres/
era el amor, según recuerdo”; el amor putrefacto, porque todo el amor —es sólo
cuestión de tiempo— caduca y se pudre como cualquier trozo excelso de carne:
“Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses...”.
El amor es, pues, en su sustancia más honda, muer-te; el sexo es sólo la pequeña
muerte; y el hombre: desgarradura, “soltero, huérfano y desgraciado”, “tigrillo”
devorado poco a poco por el tigre mayor del amor y la pasión inútiles (Sartre), el
infortunio y la muerte.
Creo que los libros de Lizalde que siguen a El tigre en la casa prolongan
directrices temáticas y estéticas ya contenidas expresa o potencialmente en este
gran libro, como cuando una experiencia fundamental en nuestra vida marca el
resto de nuestros días.
En efecto, algunas constantes esenciales de El tigre parecen prefigurar los dos
títulos siguientes: La zorra enferma (1974) y Caza mayor (1979). La apelación a
los impulsos bajos (el odio, la misantropía que reacciona ante los
convencionalismos humanos, la náusea, el rencor y el resentimiento) como forma
última, franca, irónica, y casi única, de lucidez en un mundo absurdo y corrupto, es
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una herencia directa de El tigre a La zorra. Los líquidos de la bilis, la sangre y el
esclarecido intelecto se entremezclan con alcohol en un bálsamo que el poeta
bebe con humor, con la amargura de la risa dolorosa, sólo para vomitar la miseria
ontológica, moral y política de la humanidad y de uno mismo. Las subversiones
rabiosas de la escritura conocen su fondo de impotencia o insignificancia, por-que
sólo logran incrementar los bonos de la pérfida amada o el enemigo atroz.
De la jaula del grave desencanto del tigre brota y escapa una zorra enferma de
sarna, cinismo y desparpajo, más artera, astuta y escurridiza, si bien dotada de la
misma amarga intemperancia y acidez espiritual. Lo que le da su unidad a este
libro de aspecto fragmentario es la intención de crítica moral y política de una
época (y/o una humanidad) oscura. La melancolía irónica del apocalipsis por
anticipado. La sátira epigramática latina (Horacio, Catulo, Juvenal, Marcial), la
burla punzante que no se detiene en los demás sino que muerde por igual al autor
(al amo) mismo, como en El tigre en la casa.
Desde el punto de vista del lenguaje y la experimentación poéticos, una novedad:
Lizalde no teme extenderle concesión al epigrama o al poema-manifiesto o
panfleto ideológico como recurso expresivo más eficaz de su crítica mañosa,
antisolemne, cínica, escéptica y nihilista.
V. De cacería
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POEMAS
7
doblemente rayado,
doblemente asesino,
sueña en su presa improbable,
la paladea de lejos, la inventa
como el artista que concibe un crimen
de pulpas deliciosas.
Escucha, huele, palpa y adivina
los menores espasmos, los supuestos crujidos,
los vientos más delgados.
Al fin, la víctima se acerca,
estruendosa y sinfónica.
El tigre se incorpora, otea, apercibe
sus veloces navajas y colmillos,
desamarra
la encordadura recia de sus músculos.
Pero la bestia, lo que se avecina
es demasiado grande
-el tigre de los tigres-.
Es la muerte
y el gran tigre es la presa.
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el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho se desplome.
9
Es legible entre líneas.
Mídese por obviedades,
mídese amor por metros de locura corriente.
Todo el amor es sueño
—el mejor áureo sueño de la plata—.
Sueño de alguien que muere,
el amor es un árbol que da frutos
dorados sólo cuando duerme.
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la vuelve cosa digna de respeto,
la embellece en su desgracia,
rasura sus horrores.
La tarántula, oh Bécquer,
que vive enamorada
de una tensa magnolia.
Dicen que mata a veces,
que descarga sus iras en conejos dormidos.
Es cierto,
pero muerde y descarga sus tinturas internas
contra otro,
porque no alcanza a morder sus propios miembros,
y le parece que el cuerpo del que pasa,
el que amaría si lo supiera,
es el suyo.
Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.
Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto.
El Perro
Éste es un perro.
Una creiatura que se ignora.
No sabe
que pertenece a una clase
-de cosa o bestia-, ignora
que la palabra perro
no lo designa a él en especial:
cree que se llama perro,
cree que se llama hombre,
cree que se llama 'ven',
cree que se llama 'muerde'.
Duerme el tigre.
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La sangre de este sueño,
gotea.
Moja la piel dormida del tigre real.
La carne entre las muelas
requeriría mil años de masticación.
Despierta hambriento.
Me mira.
Le parezco sin duda un insecto insaboro,
y vuelve al cielo entrañable
de su rojo sueño.
14
*
El tigre en celo
es como un pozo de semen,
como un brazo de río:
más de cincuenta veces en un día
copula y se descarga largamente en la hembra,
como un cielo encendido en éxtasis perpetuo,
una tormenta de erecciones.
Y la hembra que aúlla o vocaliza
con su voz de contralto,
cómica y dolorosa,
pornográfica y mártir,
espera al tigre que la ronda sin tregua
como una tea, como un astro poseído e hirsuto.
Las fieras se acarician, Rubén,
bajo las vastas selvas primitivas.
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Es el gran circo del sexo
en inconsciente y arrobada
soledad acróbata.
Al alba, cuando las bestias lujuriosas duermen,
parece oler a sexo, también a carne macerada,
en dos kilómetros a la redonda
y un resplandor ligero emana de ese Olimpo
en que la prole
del que podría preñar en horas a doscientas tigresas
es grandioso rescoldo y ya se apaga
como un fuego de siglos,
cesa como un viento,
cede como un canto.
Caja negra
vencerlo todo.
La muerte y la cursilería.
lo vence todo.
La sintaxis.
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El amor es otra cosa, señores
desde la infancia,
alas de puerco.
20
¿Cómo cerrar las puertas del sueño,
Lluevan, cielos,
derrúmbense las nieblas sobre el parque.
Viudo en la loma,
como bajo la ducha de esa infancia
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que dejábamos ya, soñando en altas diosas
o primas ruborosas e imposibles,
y haciéndose una horrible, deprimente puñeta
en la mañana,
¡qué soledad, de veras, Charlie!
—y falla el doble play, para acabarla.
V. LA FIESTA
8. Magna et pulchra conventio
Hoy me produce vómitos
Testamento
23
*
Para un romántico
Si pierden la razón las flores
cuando tú las miras,
si como en anteriores siglos
se deshojan al tocarlas,
si al tacto mueren,
si no responden claro
cuando las interrogas,
la razón te asiste:
estás enfermo
y el mundo está construido
para tu desgracia.
El mundo tiene exactamente, cruel,
la forma de tu sufrimiento.
muy suavemente
ni nada.
Ciudades
no conquistadas nunca.
25
*
Amor
Ay, luz,
inmenso piélago de pastura amarilla
en que estos ojos pacen,
morirás, augusta madre
de las efímeras hogueras
y luciérnagas puras.
Te extinguirás también, blanca eterna,
al descender el párpado que ocultas,
como el fosforecer irrelevante
del pequeño búho en el bosque.
Y contigo se irán todas las formas
y todos los sonidos
y todas las materias del olfato
y el gusto,
del tacto y de su hermana la ternura.
Esta mujer entonces ya no estará conmigo
y una impune desgracia cubrirá las cosas,
las montañas, los mundos,
en estúpido sueño.
No habrá más tigres ni hombres.
No habrá siquiera asesinos
—que parecían inmortales.
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y los rapaces rastreros.
de venado a la inglesa.
La multitud de sabandijas
Silla, no me engañas,
estás ahí,
me espías.
Conoces mis debilidades
sabes lo que soy,
que pienso, que camino,
pertenezco a un género de bestia
que necesita a ratos
sentarse,
que soy mortal en suma,
estoy tocado,
que los dioses no requieren de sillas.
Silla, tú también cazas,
tú eres también la muerte,
contigo misma me domas
y te parapetas contra mí
como en el circo se hace con caducos
leones.
Pero yo lo sé, vigilo, duermo de pie,
PROFILAXIS
Los amantes se aman, en la noche, en el día.
Dan a los sexos labios y a los labios sexos.
Chupan, besan y lamen,
cometen con sus cuerpos las indiscreciones
de amoroso rigor,
mojan, lubrican, reconocen, enmielan.
Pero al concluir el asalto,
28
*
Envejecemos
sobre todo los domingos
Gómez de la Serna
30
La vieja solitaria, inmóvil e inmortal,
sólo desova, sin razón y a destiempo
—como apercibida para soportar veinte mil años
el cepo que la envuelve—,
grandes huevos estériles,
su único lenguaje,
un simple signo de vida imaginaria,
de mortal consistencia,
de orgánica tarea.
ANALÍTICOS
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