Por Qué Amamos A Pablo Escobar

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© Editorial UOC

Índice

Índice

C
O
Introducción. Colombia: 1989-1993.
¿Cómo sobrevivimos?.................................................................. 15

U
Santiago Giraldo Luque

L
IA
Capítulo I. La construcción de una cultura política
mafiosa en Colombia.............................................................. 27

R
Óscar Mejía Quintana
O
1. Cultura mafiosa en Colombia............................................. 29
IT
2. La pirámide mafiosa............................................................. 32
ED

3. Sociedad y cultura política dominante............................... 34


4. Mafia y prácticas mafiosas en Colombia........................... 36
5. Autoritarismo, democracia restringida y élites.................. 39
L'

6. Nadie se salva: la justicia de la narcocultura..................... 45


E

7. De la realidad a la ficción.................................................... 46
D

Bibliografía................................................................................... 48
A

Capítulo II. No somos Narcos, pero sí Pablo....................... 51


SI

Omar Rincón
TE

1. Somos «Narcolombia».......................................................... 53
2. El fenómeno de la narcoserie made in Colombia............. 56
R

3. Narcos no es Colombia......................................................... 60
4. Pablo Escobar es Colombia................................................ 64
O

5. No hay salidas fáciles............................................................ 66


C

Bibliografía................................................................................... 68

11
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

Capítulo III. La representación de la muerte como


relato de ficción. La construcción de una obra
¿audiovisual?............................................................................. 71
Juan David Laserna Montoya

C
1. Las fronteras borrosas.......................................................... 74

O
2. SET.......................................................................................... 85
3. Pasaportes rotos.................................................................... 92

U
Bibliografía................................................................................... 96

L
IA
Capítulo IV. Poder y hegemonía: Netflix
y Pablo Escobar........................................................................ 97

R
Isabel Villegas Simón
O
1. ¿Qué moviliza a Pablo Escobar?........................................ 97
IT
2. Pablo Escobar es Frank Underwood................................. 107
ED

3. El poder, Netflix y Pablo Escobar..................................... 111


Bibliografía................................................................................... 121
L'

Capítulo V. Construcción de otredad en la ficción:


E

relato, verdad e identidad...................................................... 123


D

María Victoria Baini Sallenave

1. ¿Quién soy?............................................................................ 124


A

2. La identidad como relato esencialista y dispositivo


SI

normalizador.......................................................................... 129
TE

3. Las identidades como relatos y la ficción......................... 133


4. Narcos: ¿Qué refiguraciones identitarias sugiere la serie?.... 136
R

Bibliografía................................................................................... 142
O

Capítulo VI. El fenómeno Narcos como serie de ficción.


C

¿Cerca o lejos de la realidad?............................................... 143


Mireia Mullor Vicedo

1. Narcos, Netflix, Padilha......................................................... 145

12
© Editorial UOC Índice

2. El compromiso con la (una) realidad................................ 149


3. Las redes y la crítica.............................................................. 156
Bibliografía................................................................................... 160

C
Capítulo VII. Narcos o la caricatura narcótica

O
de una realidad de terror....................................................... 161
Cristina Fernández Rovira y Santiago Giraldo Luque

U
1. ¿Exagerar? De cerca o de lejos........................................... 161

L
2. Deconstruir al Pablo Escobar de Netflix............................. 167

IA
3. El efecto narcótico................................................................ 170
4. Escobar popularizado........................................................... 177

R
Bibliografía................................................................................... 182
O
IT
Capítulo VIII. Judy Moncada: la representación
ED

femenina del poder y la ambición...................................... 185


Charo Lacalle y Núria Simelio Solà

1. Los personajes femeninos de las narcoficciones............. 186


L'

1.1. Amantes.......................................................................... 187


E

1.2. Esposas/madres/hijas.................................................. 188


D

1.3. Narcotraficantes............................................................. 189


2. Judy Moncada........................................................................ 191
A

Bibliografía................................................................................... 198
SI
TE

Capítulo IX. Cocaína, violencia y realismo mágico:


qué sucede cuando Netflix explica Colombia................ 201
R

Clara López Alcaide, Èlia Pons Pie y Manel Riu Puig

1. Las series ya no son lo que eran......................................... 202


O

2. Relatos que trascienden la pantalla..................................... 203


C

3. La huella de Hollywood se hace notar.............................. 205


4. Colombia antes y después de Narcos ................................. 207
5. La historia se vuelve más curiosa ...................................... 209

13
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

6. Es igual lo que creas: Netflix te influye ........................... 212


7. Escobar superstar.................................................................... 213
Bibliografía................................................................................... 218

C
Capítulo X. El enaltecimiento de la violencia.

O
De Narcos al Estado Islámico: dos juicios diferentes
sobre el terrorismo.................................................................. 219

U
Martí Francàs Batlle, Maria Bros Carreras, Laia Estragué Carreras

L
y Laura Arias Tugores

IA
1. Un enfoque de mercado para una marca de éxito........... 220
2. Al público le molan los malos............................................. 222

R
3. La banalización del mal, el narcotráfico
O
y Pablo Escobar..................................................................... 223
IT
4. De Escobar al Estado Islámico.......................................... 224
ED

5. La sociedad occidental y su industria audiovisual............ 226


6. Un experimento para comprobar el impacto................... 227
7. Narcos frente al Estado islámico......................................... 229
L'

8. Escobar amado...................................................................... 231


E

9. EI: censura absoluta............................................................. 233


D

10. Cóctel audiovisual de la sociedad del siglo XXI................ 236


Bibliografía................................................................................... 240
A
SI

Epílogo. Juan Pablo Escobar: «Es increíble que hoy,


TE

después de un cuarto de siglo de su muerte, mi padre


sea más famoso que antes»........................................................ 241
R
O
C

14
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

Capítulo I
La construcción de una cultura política
mafiosa en Colombia
Óscar Mejía Quintana

C
O
U
La cultura mafiosa en Colombia es un fenómeno inocultable

L
cuyo punto de inflexión se produjo hace 30 años con el asesina-

IA
to de Luis Carlos Galán a manos del cártel de Medellín y, si nos
atenemos a las investigaciones recientes, con la complicidad de

R
sectores políticos comprometidos ya con el narcotráfico. Lo cier-
O
to es que a partir de ese asesinato el fenómeno del narcotráfico,
IT
cuyos tentáculos ya habían penetrado en amplios sectores de la
ED

vida nacional, en especial de sus regiones por la producción y el


tráfico de la droga, se proyectó con fuerza y decisión sobre la
vida social y política del país.
L'

El hecho mismo de que la Asamblea Constituyente de 1991 se


E

convocara en el marco de una crisis sin precedentes deja implíci-


D

to que el Estado reconocía su impotencia para darle salida por los


cauces institucionales. Sumado a que la influencia del narcotráfi-
A

co para prohibir la extradición se hubiera hecho evidente dejan


SI

claro que su influencia ya no era solo clandestina, sino que tenía


TE

la manifiesta determinación de hacerse política.


Sin abordar los pormenores del proceso, que desbordan la
R

intención inicial de este escrito, lo cierto es que paralelamente


ya venía consolidándose en Colombia una cultura mafiosa de la
O

que empezaban a dar cuenta periodistas, cronistas, intelectuales


C

y estetas. La cultura de la ostentación, de los bienes suntuarios,


de las mujeres «plásticas», del dinero fácil se volvió parte de la
cotidianidad colombiana y empezó a ser aceptada por sus élites

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© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

dirigentes como un mal necesario, asumiendo paradójicamente


muchos de estos desvalores como propios.
El dinero, sin importar su procedencia, se volvió el rasero
de medición más que los méritos o los logros por el esfuerzo

C
propio. La narrativa y el cine empezaron a dar cuenta de ello de

O
manera sistemática: los tiempos en que Macondo y el realismo
mágico pretendían caracterizar la identidad colombiana comen-

U
zaron a ser reemplazados por una narcocultura que inicialmente

L
llegaba de la mano de clases y sectores emergentes, pero que bien

IA
pronto se filtró al conjunto de la sociedad.
El politólogo, analista y autor colombiano, León Valencia, lo

R
describía, entre jocosa y dramáticamente, así:
O
IT
«En estas tierras ubérrimas, en este desbordado río de la imaginación,
ED

ha nacido el narc-déco. Hay un eco francés en esta corriente criolla;


también acá su influencia trasciende las artes y se afinca con fuerza
en la vida cotidiana. Pasa con fluidez de la literatura, la música y la
L'

arquitectura al cuerpo exuberante de las niñas de 15 años; se detiene


juguetona en la pintura, avanza hacia la manera de vestir de los señores
E

y descansa, por fin, en las salas de cine. Pero los franceses van a pa-
D

lidecer cuando se den cuenta de que sus «años locos», su Belle Époque
fue un juego de niños comparado con nuestro estridente cambio de
A

milenio, con nuestra era de cárteles, «paras» y águilas. Van a ver que
SI

nuestro arte decorativo no se detuvo en los interiores de casas y edifi-


cios y, con gran audacia, se metió con el cuerpo y se propuso moldear
TE

senos y culos, cincelar caderas y muslos, corregir labios y respingar


narices» (Valencia, 2008).
R

El presente escrito busca explorar la relación entre la cultura


O

política y la cultura mafiosa en Colombia, convencido de que la


C

base de la segunda se la da la primera y que es, por tanto, impera-


tivo evidenciar esos nexos. La cultura mafiosa encuentra un caldo
de cultivo propicio en la cultura política colombiana que hoy en

28
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

día podemos entender mejor que hace 25 años. De ahí el propó-


sito de ofrecer los fundamentos epistemológicos desde los cuales
abordar la problemática de la cultura mafiosa en Colombia, tra-
tando precisamente de poner de relieve las categorías desde las

C
cuales se puede interpretar y explorar el problema en términos

O
de cultura política (Jaramillo, 1997, págs. 131-153; Martz, 1969,
págs. 13-24).

U
L
IA
1. Cultura mafiosa en Colombia

R
O
La cultura mafiosa en Colombia se venía perfilando desde la
IT
década de 1970 a nivel nacional, si bien ya tenía antecedentes
ED

regionales, tanto en la Costa Caribe —en el contrabando—


como en el altiplano cundiboyacense del centro del país —en el
negocio de las esmeraldas. Ambas situaciones se vieron cataliza-
L'

das más tarde, durante la bonanza de la marihuana, tanto en la


E

región costera —otra vez— por la famosa marihuana de la Sierra


D

Nevada, como en el altiplano, paso obligado de otra famosa


variante cultivada en los llanos orientales.
A

Alfredo Molano, sociólogo y periodista bogotano, daba esta


SI

lectura del fenómeno en sus orígenes:


TE

«En nuestro medio hay una herencia política que va de los chulavos
R

y pájaros de los años 50, pasa por las bandas de esmeralderos y con-
trabandistas de los 60 y 70, y entrega su legado a los narcos, llamados
O

mágicos —juego burlón con la palabra mafia—, que reinan hasta hoy
C

y que ya compraron boleta “a futuro” bajo el nombre de “los emer-


gentes”. Fue sin duda la aristocracia del país —blanca y rica— la que
primero sintió, resintió y ridiculizó los síntomas externos de la mafia,
su cultura extravagante, irrespetuosa, presuntuosa, que construía clubes

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© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

sociales completos si le negaban la entrada a uno, que compraba los


más lujosos carros, los más finos caballos de paso, las haciendas más
linajudas, los jueces más rigurosos, los generales más amedallados, en
fin, que se “pasó por el forro” todos los valores de la autodenominada
“gente bien”, que descubrió pronto, para su propia fortuna, que era

C
mejor asociarse a la mafia que luchar contra ella. Y así lo hizo» (Molano,

O
2008).

U
Ya entonces se apreciaban como expresiones exóticas en este

L
provinciano país esas primeras manifestaciones de la cultura

IA
mafiosa que se distinguían por una ostentación de mal gusto
rechazada por una sociedad todavía apegada a sus tradiciones y

R
formalismos. Pero lo exótico fue dando paso a lo cuasievidente
O
que, sin embargo, por esa misma pacatería de sus élites, se inten-
IT
taba mimetizar con el remoquete casi divertido de los «mágicos»,
ED

haciendo alusión a que ya el dinero mal habido hacía aparecer de


la noche a la mañana lo que se quisiera, aunque el Estado ya tenía
claro, a través de la ventanilla siniestra del Banco de la República,
L'

cuánto podía ello favorecer a las todavía exiguas rentas naciona-


E

les (Kalmanovitz, 2003).


D

La represión contra la marihuana, que paradójicamente le


abrió las puertas a la producción en Estados Unidos, promovió
A

lentamente la producción de cocaína, no solo en Colombia, sino


SI

en la región andina en general, e instauró una cadena imposible


TE

de desmontar y cuya política de represión, en la periferia, se


centró en sus dos eslabones más débiles: la producción y el nar-
R

cotráfico, sin realmente combatir el consumo, la distribución y


la financiación en los países del centro. Imposible de desmontar,
O

como el capitalismo mismo, pues ¿qué negocio, legal o ilegal, que


C

pueda tener un rendimiento sesenta veces su valor inicial puede


desmontarse en una economía global de mercado? La droga es
funcional al capitalismo mismo.

30
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

Pero el costo particular para Colombia, por ser un país geo-


gráficamente clave para el procesamiento y tráfico de la droga
en general, tuvo efectos devastadores. A finales de la década de
1980, el narcotráfico comprendió la importancia de extender

C
sus tentáculos al interior del Estado y concebir una estrategia,

O
podríamos decir simple, de penetración del Congreso. En ese
momento ya era claro que en el principal órgano de represen-

U
tación legislativa existían sectores de parlamentarios con nexos

L
con el narcotráfico, pero lo que se empezaba a bosquejar era la

IA
intención de los propios «capos» por acceder al Congreso mismo,
sin duda para ampararse por la inmunidad parlamentaria que en

R
ese entonces todavía imperaba en Colombia. Estrategia que es
O
detenida parcialmente, en especial por la resistencia que repre-
IT
sentó entonces Luis Carlos Galán y el Nuevo Liberalismo y que
ED

le costaría la vida a Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia del


gobierno Betancur, y más tarde al mismo Galán, líder del movi-
miento y candidato presidencial en 1989.
L'

Lo que se dio después consagró el trágico destino de


E

Colombia. La influencia del narcotráfico se proyectó dentro del


D

proceso Constituyente de 1991 y logró el mandato constitucional


de la no extradición que había sido su bandera desde hacía años:
A

«Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados


SI

Unidos». Pese a la aparente sumisión de Pablo Escobar, rápida-


TE

mente la farsa de su sometimiento a la justicia quedó al descu-


bierto y la alianza del Estado para lograr su recaptura inició, por
R

la vía pragmática de «el fin justificia los medios» o lo que podría-


mos denominar la colonización mafiosa del Estado en dos senti-
O

dos. Primero, por la alianza Estado-mafia que se concretó desde


C

ese momento y, segundo, estrechamente ligada, aunque paralela,


por la lucha que el narcotráfico desencadenó contra la guerrilla
en el mundo rural y que ambientó y concretó su alianza con las

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© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

élites regionales, terratenientes y ganaderas particularmente, que


en poco tiempo daría nacimiento al paramilitarismo en Colombia
(Duncan, 2006).
La presencia de «dineros calientes» en la campaña triunfante

C
de Samper Pizano en las elecciones de 1994 consagró definitiva-

O
mente la estrategia de colonización concebida por el narcotrá-
fico que ya entonces, gracias a las Convivir (cooperativas para

U
la administración de justicia privada con uso legítimo de armas

L
largas) y al apoyo e impulso institucional que recibieron en la

IA
gobernación de Álvaro Uribe Vélez en Antioquia, estrechó lazos
con el paramilitarismo en su lucha contra la guerrilla, creando así

R
un poderoso dispositivo militar para oponérseles (Medina, 2008).
O
La fallida estrategia del gobierno de Andrés Pastrana (1998-
IT
2002) por concretar un proceso de paz con las Farc y la doble
ED

táctica de estos de fortalecerse a su sombra, se catalizó en dos


direcciones: la necesidad del narcoparamilitarismo —ya entonces
imposible de diferenciar claramente— de combatir a la guerrilla
L'

y, segundo, la urgencia de culminar el proceso de colonización


E

del Estado que garantizara dos propósitos: por una parte, derro-
D

tar definitivamente a la guerrilla y, por otra, asegurar un proceso


de paz —léase impunidad— del narcotráfico y el paramilitarismo
A

con la sociedad y el Estado.


SI
TE

2. La pirámide mafiosa
R
O

En ese contexto, y en especial a partir de la presidencia de


C

Álvaro Uribe, se generalizó en Colombia la cultura mafiosa


que, sin embargo, es un fenómeno que tiene varios niveles
de expresión y que no se puede reducir solamente a la captura

32
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

de un gobierno o incluso del Estado, sino que hunde sus raíces


en lo más profundo de esa problemática identidad colombiana
(Contreras, 2002).
La figura 1 pretende dar cuenta de ello. Utilizo una figura deter-

C
minante en nuestro medio, la famosa «pirámide», como símbolo

O
de la economía cuasimafiosa que se consolidó en toda la geografía
nacional, tratando de sugerir con la metáfora la base sociológica

U
y político-cultural que esta posee, para denotar que no es solo

L
una expresión estructural o superestructural, sino que envuelve la

IA
realidad entera del país. Es incluso una dimensión simbólica que
gravita pesadamente en nuestro imaginario y que puede represen-

R
tar uno de los factores sustanciales de la cultura mafiosa que se ha
apoderado de la sociedad colombiana. O
IT
ED

Figura 1. ¿Identidad o culturas mafiosas?


L'
E
D
A
SI
TE
R
O
C

Fuente: Elaboración propia.

33
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

3. Sociedad y cultura política dominante

Si retomamos los tipos sociológicos propuestos por Max


Weber (2001), no cabe duda de que el modelo dominante en

C
Colombia es un híbrido entre lo tradicional y lo carismático.

O
Colombia es un país en el que se ha intentado introducir, sin
éxito, un proceso de modernización forzada, impulsada por las

U
élites. Ya en la década de 1930, con la República Liberal, se rea-

L
lizó un intento modernizador que se frustró con el asesinato de

IA
Gaitán, en 1948. El magnicidio del líder liberal y candidato presi-
dencial marca el inicio del periodo de la Violencia que trunca de

R
forma violenta el proyecto de desarrollo sin que Colombia alcan-
O
ce los mínimos de la una modernización plena (Jaramillo, 1994).
IT
Pese a los procesos de urbanización, producto más de las
ED

migraciones internas que de una política de promoción de la


vida en las ciudades, Colombia no supera la preeminencia en
su cotidianidad de un tipo de legitimación tradicional-carismá-
L'

tica donde la tradición y la figura del líder priman sobre la de


E

un estado de derecho neutro e imparcial (Palacios y Safford,


D

2002). Epifenoménicamente ello se evidencia en nuestra his-


toria política con los «ismos» pululantes que han caracterizado
A

a nuestros partidos políticos hasta el día de hoy: gaitanismo,


SI

santismo, galanismo, laureanismo, alvarismo, pastranismo, etc.,


TE

hasta llegar al uribismo reinante de nuestros días. Incluso la


«izquierda» que debería ser más moderna, mantiene esas divi-
R

siones que siguen dando cuenta de mentalidades tradicional-


carismáticas inscritas en una tradición política específica, pero
O

se identifican en ella con la figura de un líder particular (López


C

de la Roche, 1994).
Así que nuestra condición sociológica puede caracterizarse
como una modernización sin modernidad, a lo que se suma que los

34
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

mínimos de la modernidad política, la tolerancia y el pluralismo,


por supuesto tampoco nunca lograron ambientarse en nuestro
país, donde primó, muy propio de su carácter rural y, si acaso,
semirural, la exclusión y la intolerancia, como se evidencia aún en

C
el siglo XXI. Colombia es así un país de «mucha ubre y poca urbe»

O
y nuestras ciudades son más conglomerados urbanos, caóticos y
desorganizados, que poblaciones concebidas a partir de planes de

U
desarrollo urbano, una noción relativamente reciente en nuestro

L
ordenamiento (Palacios, 1999).

IA
De ahí que esa primacía de la tradición y el carisma sobre
una legitimidad legal-racional, que nunca logró consolidarse

R
plenamente, no haga extraño, en consecuencia, que prime tam-
O
bién un tipo de cultura política súbdita y parroquial sobre una
IT
participativa en Colombia. A un tipo sociológico dominante
ED

tradicional-carismático corresponde necesariamente un tipo de


cultura política súbdito-parroquial, frente a una cultura política
participativa, crítica y ciudadana, que solo en pequeños sectores
L'

parece existir en Colombia. Todo ello propicia esa forma carac-


E

terística de nuestra relación política que es el clientelismo que,


D

en sus expresiones más rudimentarias, no es sino una práctica


mafiosa de asumir la política y la relación con los partidos y el
A

Estado (Calvi, 2004).


SI

Son esas relaciones de compadrazgo, en lo sustancial rurales


TE

y semirurales, la percepción de que el Estado existe para ser


usufructuado por los «vivos»; de que la política no persigue un
R

ideal de bienestar general, ni siquiera de bien común, que es


un concepto tradicional; el ideal es más bien la posibilidad de
O

lucrarse en favor propio por debajo del orden legal y que para
C

ello el camino adecuado es una actitud de complicidad con el


poder, nunca de crítica o fiscalización, lo que se pone de mani-
fiesto con una cultura súbdito-parroquial como la colombiana.

35
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

El caldo de cultivo de prácticas mafiosas más elaboradas está


dado desde ese nivel primario de la pirámide social.
Obviamente no es una relación causal que invariablemente se
haya presentado y se presente en todas las situaciones análogas,

C
pero sí está generalizada en el fundamento social y es punto de

O
partida de culturas mafiosas que, al no tener por encima de ellas
constricciones institucionales fuertes que impongan un marco

U
legal claro y contundente, incluso a través de la violencia legítima

L
del Estado, terminan por adoptar una vía parainstitucional como

IA
alternativa a la carencia misma de un aparato estatal (Gayraud,
2007).

R
O
IT
4. Mafia y prácticas mafiosas en Colombia
ED

La cotidianidad rural y semirural colombiana, esa mentalidad


L'

cuasitradicional que ya ha sufrido un proceso de horadamiento


E

convirtiéndola en un híbrido malformado que deja de lado sus


D

tradiciones vivas vinculantes rurales para asumir prácticas de


sobrevivencia patológicas urbanas, constituye el origen de las
A

prácticas mafiosas, tal como se observan en la mafia siciliana en


SI

Italia y en su posterior prolongación urbana en Estados Unidos


TE

(Mosca, 2003).
La mafia italiana comenzó siendo una mafia rural que
R

estableció una relación de sometimiento con sus protegi-


dos, de corte gamonalista en la medida que son expresión
O

de una jerarquía patriarcal donde, adicionalmente, el más


C

fuerte somete al débil pero que, al mismo tiempo, también le


confiere protección (Dickie, 2007). Una relación de fuerza y
violencia basada en unos códigos de honor y silencio (la Cosa

36
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

Nostra) que ofrece una protección cautiva, no espontánea, por


supuesto (Burin, 1995).
Estas características de la relación mafiosa que, en esencia,
provienen de un marco social tradicional de orden jerárquico-

C
patriarcal, tienen, adicionalmente, una ambientación muy espe-

O
cial en la eticidad hispana, precisamente por rasgos propios de la
misma (Gambetta, 2007, págs. 397-413). En efecto, varios com-

U
ponentes axiológicos de nuestro ethos favorecen una conversión

L
a los talantes mafiosos, como ya ha sido evidenciado en varios

IA
estudios: el personalismo hispano que configura una peculiar
modalidad de individualismo exacerbado, no sujeta a reglas ni a la

R
normatividad, a diferencia del anglosajón, y que, por el contrario,
O
solo busca la satisfacción de sus expectativas sin tener en cuenta
IT
la colectividad ni el interés general (Yunis, 2003).
ED

De aquí provienen otros rasgos análogos que tienen su base


en la eticidad hispana pero que, al combinarse con condicio-
nes político-jurídicas como las nuestras, caracterizadas por la
L'

inexistencia de un Estado nación fuerte, rápidamente asumen


E

desviaciones patológicas neurálgicas. Ante la inexistencia de un


D

orden normativo consolidado y unas reglas claras, la acción social


tradicional desencantada se retrotrae a la única fuente de segu-
A

ridad ontológica: la familia. Se configura entonces un familismo


SI

amoral en la medida en que a la priorización de la familia como


TE

base del tejido social y de la acción colectiva, los imperativos de


supervivencia ante un estado débil desembocan en la prioridad
R

de la familia a cualquier precio, incluso por debajo de las normas


ético-morales de convivencia.
O

De ahí esa cultura del atajo y del rebusque a cualquier precio


C

que termina siendo práctica social en nuestro contexto y que


incluso adquiere rango normativo en la vox populi colombiana.
A cualquiera que se le pregunte en Colombia cuál es el décimo

37
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

primer mandamiento, contestará sonriendo: «no dar papaya», lo


que significa no ser cándido y dar la oportunidad para ser roba-
do o para que se aprovechen de uno. Y si le preguntan, cuál es
el duodécimo mandamiento, contestará: «a papaya dada, papaya

C
partida», es decir, que todo incauto que dé la oportunidad de

O
aprovecharse de él, o de toda situación que potencialmente
pueda ser aprovechada, incluso contra la ley, debe ser explotada a

U
favor del agente. Estas dos «máximas» que rigen la vida diaria de

L
cualquier colombiano y frente a las cuales, como sujetos activos o

IA
pasivos, tenemos que ser conscientes, constituyen máximas de un
código caníbal con las que los colombianos —y los extranjeros

R
que vienen a Colombia— deben convivir a diario ante la ausencia
O
de instituciones fuertes que obliguen al cumplimiento de la ley
IT
(Kalmanovitz, 2001, págs. 64-66).
ED

La conclusión, que puede refrendarse en estas múltiples


prácticas, desde las más cotidianas hasta las de corrupción más
elaboradas, ya sea en el sector público como en el privado, así
L'

como en toda la cultura política del clientelismo que posibilita la


E

mediación del sistema político colombiano, es la de la evidencia


D

de una cadena de prácticas mafiosas a todo lo ancho y largo de


nuestra eticidad (Duncan, 2006, págs. 333-348). Cadena que se
A

inicia con una legitimación sustancialmente rural, de carácter


SI

tradicional-carismático, en la base misma de la pirámide social,


TE

que sigue con un tipo de cultura política súbdito-parroquial cata-


lizada por un personalismo hispano que no logra ser constreñido
R

por una institucionalidad coercitiva fuerte y que, por tanto, se


desvía hacia prácticas de clientelismo y corrupción generalizadas
O

en el sistema político, así como hacia una cultura del rebusque


C

y el atajo aparejada con conductas y códigos caníbales del «todo


vale», configurando un ethos proclive a lo mafioso (Restrepo,
1994, págs. 157-248).

38
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

5. Autoritarismo, democracia restringida y élites

Obviamente, la proclividad a lo mafioso se da por varios facto-


res adicionales: la ausencia de una institucionalidad constrictora,

C
una disposición económico-política excluyente y discriminatoria

O
y la existencia de unas élites lumpezcas, particularmente a nivel
regional (Jaramillo, 2004). Estos factores ayudaron a configurar

U
y consolidar una cultura mafiosa en Colombia y, posteriormente,

L
ambientaron la colonización mafiosa del Estado. Los fenómenos

IA
políticos conocidos como la parapolítica, la farcpolítica o la yidispolí-
tica —asociados a la penetración de las instituciones representati-

R
vas colombianas— han constituido episodios que dan cuenta de
O
esa terrible captura del Estado en Colombia por parte de mafias
IT
organizadas y consolidadas.
ED

La ausencia de una institucionalidad constrictora tiene en el


contexto colombiano un subfactor sustancial: la debilidad del
Estado-nación y, en especial, de un mito de Estado-nación que
L'

hubiera permitido consolidar una identidad nacional cohesio-


E

nadora (Yunis, 2003). La identidad nacional colombiana nunca


D

correspondió a la de una comunidad imaginada que por supuesto


supone un proyecto de Estado-nación concertado consensual-
A

mente y legitimado democráticamente (Pecault, 2003, págs.


SI

135-161).
TE

Por el contrario, lo que se dio, tanto en nuestra vida republi-


cana previa a 1886 y desde entonces, fue la imposición, por parte
R

de los vencedores correspondientes, de visiones de sociedad de


las cuales, finalmente, se impuso la de la Regeneración con la
O

Constitución de Núñez. Ello significó la derrota de un proyecto


C

liberal, gestado en 1863, y la posibilidad de que la fracturada


—básicamente por su geografía que hacía inviable una unidad
nacional territorial— sociedad colombiana pudiera nuclearse

39
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

alrededor de un ideal de modernidad. Lo que se da es, en últimas,


la imposición de un proyecto terrateniente de nación, aglutinado
alrededor de los valores propios de una sociedad tradicional: la
religión, los valores católicos, el autoritarismo de la autoridad no

C
concertada, la intolerancia a la diferencia y el rechazo al pluralis-

O
mo (Palacios, 2001).
Tal fue la comunidad imaginada que se impuso en Colombia

U
desde el siglo XIX y que la República Liberal de 1930 a 1945, pese

L
a su intención, apenas alteró, al desatarse esa reacción tradicional

IA
—alentada por la Iglesia y el partido Conservador— que, a través
de la violencia institucional, mantuvo la inercia autoritaria. Más

R
tarde, esta situación, fue convalidada por la dictadura de Rojas
O
Pinilla, y, posteriormente, el bipartidismo la consagró a favor de
IT
una alianza de partidos que conciliaba su lucha al precio de cerrar
ED

el sistema político a nuevas fuerzas sociales e ideológicas.


De ahí que no sea extraño que la identidad colombiana
(López, 2008, págs. 7-26), pese a la Constitución del 91 —el pro-
L'

yecto democrático-social de mayor envergadura en la historia del


E

país— prefiera apostarle todavía al autoritarismo (Orjuela, 2005).


D

«Los esclavos votan por las cadenas» reza el adagio y, en conso-


nancia, la identidad colombiana se inclina espontáneamente por
A

la autoridad antes que por la democracia, si bien es una autoridad


SI

desvirtuada, de favoritismo y sustracciones, de componendas y


TE

regateos turbios, de clientelas y clientelismos, pues no de otra


manera, sino a través de dádivas, se logra mantener tal imposi-
R

ción: es decir, una autoridad mafiosa (Leal, 1984).


Si esta seudoidentidad nacional —impuesta y hegemónica
O

pero imperante— prefigura el imaginario social nacional hacia la


C

tradición y la autoridad y, a través de ello, hacia el autoritarismo y


las formas mafiosas de relacionamiento; la disposición económi-
co-política que le corresponde no podría ser otra que un capita-

40
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

lismo dependiente y una democracia restringida (Urrego, 2004).


En especial la segunda, como forma de articulación política de
la sociedad, excluyente y discriminatoria, que termina teniendo
en el clientelismo y la corrupción sus poleas de transmisión y de

C
amarre para lograr la lealtad de determinados sectores que le dan

O
su base de legitimidad política (Palacios, 2003).
El fenómeno de la corrupción en Colombia es inconcebible

U
y se ha acentuado en el último gobierno. Según la revista Cambio

L
el país perdía cerca de cuatro billones de pesos anuales —casi

IA
1.200 millones de euros— por estas conductas que no son, de
nuevo, más que prácticas mafiosas al interior y en relación con

R
el Estado. Las poleas de transmisión sobre las que se vehiculiza
O
la corrupción son, en esencia, formas consolidadas de cultura
IT
mafiosa a nivel político que por supuesto ambientaban la captu-
ED

ra y colonización del Estado por parte de la mafia en Colombia


(Kalmanovitz, 2003, págs. 571-592).
De esta manera, la democracia restringida alienta las formas
L'

mafiosas en la medida en que si, por un lado, amarra la legi-


E

timidad de determinados sectores a dádivas que incentivan el


D

clientelismo, por el otro, para los sectores no comprometidos


estimula igualmente prácticas de rebusque y corrupción como
A

única forma de supervivencia (Leal, 2003). En ambas direccio-


SI

nes se estimula una cultura mafiosa que no respeta el estado de


TE

derecho ni las reglas y procedimientos formales: tanto por el lado


de quienes se benefician directamente como por el de quienes se
R

ven desfavorecidos pero pretenden reemplazar a los privilegia-


dos en las mismas prácticas. Al final, unos y otros convalidan la
O

cultura mafiosa.
C

Pero detrás de esto hay un sujeto social pasivo sobre el que


recae, indirectamente al comienzo y directamente al final, la res-
ponsabilidad del proceso: la existencia de unas élites, en especial

41
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

las regionales, que nunca estuvieron a la altura de su papel histó-


rico. Se trata de unas élites lumpezcas —parafraseando la categoría
de André Gunder Frank de lumpenburguesía (1969) — que, por
su carácter dependiente, nunca lograron consolidar un mercado

C
y un sistema político que garantizara un mínimo de desarrollo

O
equitativo y un régimen, por lo menos liberal, que cumpliera con
el precepto formal de la igualdad de oportunidades. Por el con-

U
trario, toda la estructura económico-política se concibió para ser

L
usufructuada casi exclusivamente por ellas, sin permitir la más

IA
mínima movilidad social entre las clases, lo que posibilitó que
el narcotráfico se convirtiera para muchas capas de la población

R
en un medio de ascenso social que les permitió acceder a donde
jamás les habían permitido llegar (Estrada, 2004).O
IT
Esa evidencia, aunque se quiera ocultar y no sea de buen
ED

recibo en las altas y medias esferas, ya es inocultable en la socie-


dad colombiana que, además, no solo la tolera sino la justifica
y la apoya indirectamente al aceptar sin recato ni escrúpulos la
L'

corrupción que se presenta tanto a nivel ejecutivo como legisla-


E

tivo (Garay, 2002).


D

Tanto desde abajo, con formas tradicional-carismáticas que la


propiciaban, como desde arriba, con unas élites lumpezcas que
A

jamás lograron consolidar un proyecto nacional y una institucio-


SI

nalidad democráticas y fuertes, la cultura mafiosa ha tenido en


TE

Colombia un caldo de cultivo ideal para reproducirse (Pizarro,


2004, págs. 203-254). De ahí que hasta las propias clases «altas»
R

hayan caído en la tentación de lo mafioso, como bien lo definía


Francisco Cajiao, experto y reconocido educador colombiano:
O
C

«Una maestra me decía que le sorprendía un proceso que ella llamaba


“la traquetización de los ricos”, que se manifiesta en las actitudes agre-
sivas y prepotentes de los estudiantes (…). Comportamientos de muy

42
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

mal gusto fueron introducidos por los narcotraficantes (…). Compra-


ron fincas, hicieron edificios espantosos, construyeron casas enormes,
inventaron zoológicos, fabricaron reinas y modelos… Con ingenuidad
creí que las segundas generaciones, educadas en colegios privados y en
universidades extranjeras, terminarían por mimetizarse bajo el ropaje

C
de modales y comportamientos sociales más refinados y decentes y

O
se convertirían, en un par de décadas, en empresarios discretos. Pero
ocurrió lo inesperado: muchos ricos cuyos bienes eran incuestionables

U
asumieron los comportamientos y gustos de los narcos (…). Muchas

L
adolescentes aspiran a su primera lipoescultura o a sus implantes de

IA
silicona, porque sus madres ya lo han hecho emulando la belleza que
fabricaron las fortunas rápidas en las muchachitas que, siendo las

R
queridas de los narcos, aspiraban también a ser modelos o reinas. En
algunos de estos colegios se hizo necesario organizar parkings para
O
los coches de los guardaespaldas de los alumnos que, al igual que sus
IT
padres, sienten que circular rodeados de personal armado es gran sím-
bolo de poder. Lo malo es que estos niños son las víctimas de unos
ED

patrones sociales perversos, sostenidos y profesados como normales


por sus padres que, sin duda, detentan buenas cuotas de poder en la
L'

sociedad. Y, más tarde, pero mucho más pronto de lo que quisiéramos,


heredarán esa tajada del pastel repitiendo y agrandando su prepotencia
E

y convirtiéndose en victimarios» (Cajiao, 2008).


D

Las élites colombianas sin identidad y sin un mito de Estado-


A

nación fuerte, que desde siempre negaron sus raíces indígenas y


SI

afrodescendientes y que incluso negaban su piel y el color de su


TE

pelo y trataban de «blanquearse» por todos los medios cuando


su origen no era «puro» —siendo como somos todos mestizos
R

hibridizados—, sucumbieron fácilmente a lo único tangible que


habían aprendido a «cultivar»: el dinero fácil, los bienes suntua-
O

rios, el lujo desmedido. De ahí que cayeran fácilmente en la tram-


C

pa de la cultura mafiosa que ellas mismas habían propiciado con


su usufructo y discriminación descomedidos (Gutiérrez, 1980,
págs. 447-452).

43
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

La presencia de lo mafioso no solo en la realidad sino en el


imaginario colombiano es de una contundencia inocultable. Sus
prácticas cotidianas, sus referentes simbólicos, su imaginario
social, su identidad nacional, gravita y se define desde la cultura

C
mafiosa y el culto a lo mafioso que las grandes mayorías ya reivin-

O
dican sin remordimientos. No es sino oír a las audiencias, en su
lenguaje de intolerancia y discriminación, defender la exclusión

U
de las minorías que no se atienen a sus parámetros de vida, alen-

L
tando una violencia ciega contra aquellas mientras a sí mismas se

IA
autoproclaman, a la luz de los ejemplos carismáticos, portadoras
de la verdad de la «patria». Verdad, por supuesto, mafiosa.

R
Con justificado pesimismo, las palabras de la periodista María
O
Elvira Bonilla dan sentido a la apropiación cultural de ese imagi-
IT
nario social de «lo narco»:
ED

«El narcotráfico sigue vivito y coleando, (…) impone la narcoestética


en la moda, la arquitectura, la decoración; construye los nuevos este-
L'

reotipos, referencias e imaginarios sociales. Se instaló definitivamente


E

en el alma colombiana. Los mafiosos, hijos de la ilegalidad y su carga


de antivalores, poco a poco dejan de ser objeto de censura o cues-
D

tionamiento. Se toleran silenciosamente, complacientemente como


grandes consumidores de artículos de lujo. Amos y señores de los
A

centros comerciales, restaurantes y la clase ejecutiva de los aviones


SI

comerciales. Camuflados… detrás de anteojos oscuros, del brazo de


TE

mujeres envueltas en diminutas minifaldas, vulgaridad de escotes y


descaderados. El capo como referencia de comportamiento social,
con toda su rudeza y arbitrariedad, además de galán de telenovela, es
R

comprador de corazones de reinas, modelitos y chicas de farándula….


O

Son los nuevos ricos de la época, la clase emergente a la que hacía


referencia el presidente Julio César Turbay hace ya 30 años, cuando
C

vaticinó que sus miembros serían los nuevos protagonistas de la vida


del país, hoy legitimados por la pantalla televisiva, dispensadora del
éxito y la aceptación social» (Bonilla, 2009).

44
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

6. Nadie se salva: la justicia de la narcocultura

Como si lo anterior fuera poco, la justicia también se corrom-


pió. El cártel de la Toga también procesado, por los tribunales y

C
también por la opinión pública, ha puesto en evidencia que no

O
era la excepción, sino parte de la regla, y que la cultura mafiosa
dominante en Colombia se había extendido hasta el imperio de la

U
justicia. El estado de derecho que se creía defendido pulcramente

L
por la administración de justicia quedó sometido a una coloniza-

IA
ción mafiosa del aparato de justicia en sus más altas cortes.
Las decisiones en derecho, que, gracias a las teorías críticas,

R
hacía mucho habíamos aprendido a sospechar como políticas e
O
ideológicas, se podían temer también por corruptas. El impacto
IT
no solo del conflicto sino de las tensiones de una sociedad en
ED

proceso de modernización —más que de modernidad— lenta-


mente empujó al poder judicial a contaminarse del cieno de una
cultura mafiosa. Un sistema judicial, en todo caso, expresión
L'

superestructural de unas clases medias en ascenso para conte-


E

ner los excesos de las elites económicas y políticas, que cayó en


D

el modelo caníbal de competencia salvaje que se apoderó del


mundo de la vida en Colombia.
A

El fenómeno ya se veía venir en una cultura jurídica que se


SI

deslizó lenta pero inexorablemente, más que a la ineficacia, hacia


TE

el abuso del poder. Al replicar las prácticas mafiosas de sus


hermanas legislativa y ejecutiva, se resbaló al abismo y sin ideal
R

moral regulativo terminó en las arenas movedizas de un poder


mafioso que se la engulló.
O

El filósofo francés Paul Ricoeur ha planteado que el trágico


C

dilema del derecho contemporáneo se balancea entre una inclina-


ción hacia lo justo o hacia lo bueno. Habermas, en su teoría del
derecho (2001), replica el dilema de la decisión judicial cuando

45
© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

habla de decisiones justas para todos o decisiones buenas para


algunos, la tragedia del juez. Obviamente lo bueno puede ser lo
bueno caníbal, es decir la reivindicación de usos, costumbres y
pautas de comportamiento (in)éticas frente a una concepción de

C
(in)justicia abstracta, etnocéntrica y excesivamente universal, fun-

O
cional a la globalización neoliberal. El derecho se la juega entre
esos dos extremos.

U
L
IA
7. De la realidad a la ficción

R
O
La muerte de Galán significó el triunfo de la mafia en
IT
Colombia, un punto de inflexión histórica. «Lo narco» tomó la
ED

región, después tomó los gobiernos locales, después se unió al


paramilitarismo en su lucha contra la guerrilla, después colonizó
el Congreso y, finalmente, capturó porciones del gobierno y, a
L'

través del él, del Estado en Colombia. El número de funcionarios


E

públicos y parlamentarios investigados, judicializados y conde-


D

nados —así como de narcotraficantes, incluidos el propio Pablo


Escobar— es únicamente la punta del iceberg de un fenómeno
A

cuya magnitud la sociedad colombiana no ha querido reconocer


SI

por complacencia, por complicidad o por miedo.


TE

Los tiempos en que el débil imaginario nacional gravitaba en


torno a los triunfos de los ciclistas en las montañas europeas (los
R

«escarabajos» nos decían) o al café, o al «macondo» y el realismo


mágico de García Márquez, como en la década de 1970, han
O

muerto. Desde hace 30 años el referente principal, en términos


C

de la conciencia de identidad que se mide en el cine, el arte, la


narrativa, las telenovelas o la música, pasa por la cultura mafiosa.
Referente que las viejas generaciones todavía podían ver críti-

46
© Editorial UOC Capítulo I. La construcción de una cultura política…

camente pero que para las nuevas se constituye en símbolo de


identificación social, adoptando su forma de hablar, su vestir, sus
valores ostentosos, su desprecio a la diferencia y a las minorías,
su exaltación de lo rural, de los caballos, de lo burdo, de la falta

C
de respeto al estado de derecho.

O
Es importante recabar en la razón de que «lo narco» se venda
en los medios. Desde el punto de vista social colombiano son

U
varias razones: primero, porque «lo narco» es el espejo de la

L
sociedad en Colombia y tenemos la necesidad de mirarnos al

IA
espejo para reconocernos y para retocarnos. Segundo, porque es
uno de los referentes más emblemáticos de nuestra nacionalidad:

R
al colombiano promedio le gusta autopercibirse como el «duro»,
O
el que «todo lo puede», para el que «todo vale», es decir, como
IT
un mafioso. Tercero, porque ¿a quién no le gusta verse retratado
ED

en los medios?
La cultura del espectáculo, sin embargo, no mide responsa-
blemente el rol social y simbólico que juega, no como denun-
L'

ciante de la realidad, sino, involuntariamente, como apologeta y


E

catalizadora, en términos de identidad nacional, de una identidad


D

mafiosa del colombiano, hoy más que nunca apuntalada por la


colonización mafiosa del gobierno y del Estado. Es una pro-
A

blemática —y una estética—, además, ahora globalizada por las


SI

plataformas de difusión de contenidos de ficción. Una expansión


TE

del modelo narco a través de los canales preferidos de la sociedad


occidental.
R
O
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© Editorial UOC ¿Por qué amamos a Pablo Escobar?

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