Rosaspini Reynolds Roberto Cuentos de Hadas Irlandesas
Rosaspini Reynolds Roberto Cuentos de Hadas Irlandesas
Rosaspini Reynolds Roberto Cuentos de Hadas Irlandesas
DE HADAS
IRLANDESAS
Selection y prologo:
Ediciones Continente
Corrección: Susana Rabbufeti
Cuidado de la edición: Germán Izcue
Diseño de cubierta: Estudio Tango, sobre ilustración de Brian Froud
Diseño de interior: Amil
ISBN 950-754-081-4
Impreso en Argentina
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Reservados todos los derechos. Este libro no puede reproducirse total o parcialmente,
incluido el diseño de tapa, por ningún método gráfico, electrónico o mecánico,
incluyendo los sistemas de fotocopia, registro magnetofónico o de almacenamiento y
alimentación de datos, sin consentimiento previo del editor.
Introducción 4
El lago robado 10
El pescador y la murdwach 28
Glosario 82
Bibliografía 86
INTRODUCCIÓN
∗
Viviana O'Connell es una escritora argentina, descendiente de irlandeses;
actualmente reside en la ciudad de Rosario, donde se desempeña como directora de la
revista bimensual The Shamrock desde 1998 y es corresponsal de numerosos
periódicos y revistas nacionales e internacionales
uno de los cuentos, mencionando su procedencia, su autor o recopilador
y el narrador, cuando se lo conoce.
Acerca de las traducciones, la mayoría de los cuentos han sido
obtenidos de originales en el inglés de la época en que fueron editados
y, por lo tanto, han debido pasar por algunas adaptaciones, aunque se
han respetado absolutamente los lugares, pueblos, condados, accidentes
geográficos, etc., mencionados en los facsímiles originales.
Entre estas licencias, quizás la más importante sea la de la palabra
"hadas" (fairies) que, si bien en inglés, y especialmente en inglés
antiguo, involucra a todas las razas feéricas, sin distinción de género o
apariencia, en español sólo incluye a los seres mágicos femeninos,
mientras que existen distintos términos para nombrar a otras entidades,
como los duendes, elfos, genios, gnomos, elementales, etc. (para una
mejor comprensión de este tema, véase Hadas, duendes y otras
criaturas mágicas celtas, de esta misma colección).
Respecto de los términos gaélicos, celtas e irlandeses utilizados en
los textos, he preferido conservar la mayoría de ellos, para mantener la
coherencia y la enjundia de la trama, ya que existen muchas palabras
que no pueden traducirse sin perder significación. Como guía para el
lector, los términos que figuran en letra cursiva pueden consultarse en
el Glosario, donde se incluyen su significación y/o su traducción literal y
una breve explicación del elemento, situación u objeto al que aluden.
EL LAGO ROBADO
Este accidente estúpido no tenía que pasar. Sólo tenía que reconocer
el cuerpo y las cosas. La niebla era tan espesa esa noche. Me traicionó
la ansiedad. Sentí un solo golpe y ya está, estaba muerta. ¿Hice todo
esto por nada? Tuvieron que demorar tres eternas semanas para
descubrir el auto en el agua.
Alguien está cantando en alguna parte. Tengo miedo, no puedo
sentir el frío, aunque veo la escarcha. Un olor a resina invade mis
sentidos.
"¿Por qué me traicionaste Martín? Nada de esto hubiera pasado.
Estaríamos juntos. ¡Vivos! Recuerdo cuando levanté simultáneamente el
teléfono y escuché, escuché lo que no debía. No sé quién es ella. Ya no
lo sabré nunca.
No sospechaste nada raro cuando te pedí que me acompañaras. La
culpa te hacía complaciente y no pudiste negarte.
Una mujer blanca pasa bailando cubierta con sus cabellos blancos.
¿Cuántos días pasaron? El tiempo no existe, sólo la niebla. Cada
tanto oigo tambores a lo lejos, y un resplandor se insinúa entre mis
pestañas. Alguien me llama. Tiene un acento extraño y camina hacia mí
con los brazos abiertos, sus pulseras tintinean. Es una mujer joven casi
adolescente. Bajo el largo manto negro que la cubre se adivinan sus
vestidos antiguos. Sus cabellos rojos como el fuego se destacan en esta
fría y blanca nada. Me sonríe, se me parece bastante.
Tomo sus manos extendidas y me abandono. Ahora sé que no era un
sueño.
Esta es la noche del encuentro. Suenan los tambores y los cuernos.
Un hada blanca, de blancos cabellos, baila entre los árboles. Se aleja
cantando.
Viviana O'Connell
Mayo, 1997
LA EXTRAÑA AVENTURA DE PAWDEEN,
HIJO DEL REY DE ARMAGH
H ace ya muchísimos años, tantos que la verde Erín era una sola, sin
divisiones de ninguna clase, reinaba en el antiguo Ulster —más
precisamente en el condado de Armagh— un monarca que tenía doce
hijos y doce hijas. Pero como las tierras del señor no eran demasiado
extensas, y su familia tan numerosa, lo tenía sumamente preocupado el
hecho de que, a su muerte, sus hijos recibirían una herencia muy
exigua, que no alcanzaría a asegurar su porvenir.
"Si trato de repartir mis tierras ahora mismo —pensaba
incesantemente— no sólo no alcanzarán para todos, sino que yo mismo
quedaré en la más absoluta miseria, sin lugar donde vivir y sin un
bocado que llevarnos a la boca mi mujer y yo".
Con esta preocupación en mente, salió un día en busca del anciano
druida del clan y le preguntó:
—Dime ¿qué debo hacer, siendo un rey pobre y con veinticuatro hijos
que mantener?
—Lo mejor que puedes hacer —le respondió el druida luego de
pensarlo unos instantes— es casar a tu primogénito con tu hija mayor,
al segundo con la que le sigue, y así sucesivamente, hasta que todos
estén casados con todas.
Más preocupado que antes, pero confiando en el buen criterio del
mago, el monarca pobre regresó a su casa y, después de haber llamado
a todos sus hijos, les relató su conversación con el druida.
—Padre —dijo su hijo menor, cuyo nombre era Pawdeen—, debes
disculparme, pero nunca podría hacer semejante cosa. En lugar de ello,
te relevo de toda obligación por mi futuro, y me marcharé a buscar
fortuna, para que no tengas que preocuparte más por mí.
A la mañana siguiente, Pawdeen emprendió su viaje y caminó
durante largo tiempo, lo mismo que al día siguiente, y al otro, hasta
llegar a un ancho río, a la orilla del cual se detuvo a descansar, mientras
pensaba la mejor forma de cruzarlo. Y todavía se encontraba allí cuando
vio pasar, arrastrada por la corriente, nada menos que una cabellera de
mujer, tan rubia que parecía de oro centelleando bajo el sol.
"¡Qué extraño! —pensó Pawdeen—. ¿Quién pudo haber perdido su
cabellera? Voy a recogerla a ver qué puedo hacer con ella".
Sin perder tiempo, saltó al agua y recogió la cabellera, pero ésta
tuvo un electo extraño en él, pues, no bien la hubo tocado, se sintió
enamorado de su dueña, aún sin saber quién era, y se dijo: "No
descansaré hasta haber encontrado a la mujer que ha perdido esta
cabellera".
Luego, aferrando el mechón de pelo contra su pecho, terminó de
cruzar el río y reinició su camino desde la orilla opuesta hasta que, dos
días más tarde, llegó al castillo de un rey, donde lo recibieron
amablemente y lo invitaron a pasar algunos días en la corte.
Sin embargo, Pawdeen se hallaba tan profundamente perturbado por
la cabellera que llevaba guardada junto a su corazón, que esa noche,
luego de cenar con el rey Madwyn, que tal era el nombre del monarca, y
sus caballeros, regresó a su habitación y tomando entre sus manos el
mechón de pelo, se echó a llorar, de tan enamorado que estaba.
El rey, que pasaba casualmente frente a su puerta, se acercó al
joven y puso su mano sobre la rubia melena, quedando de inmediato
tan profundamente enamorado como Pawdeen.
—Debes prometerme —le ordenó entonces— que no dormirás dos
noches bajo el mismo techo hasta encontrar a la mujer que extravió
esta cabellera y traerla a la corte.
Obedeciendo la orden del rey, Pawdeen partió del castillo a la
mañana siguiente, sin saber a ciencia cierta qué rumbo tomar ni qué
camino seguir, y viajó durante largo tiempo, hasta que vio en la
carretera a cuatro hombres que llevaban sobre sus hombros un ataúd
que parecía bastante pesado. Extrañamente, otros cuatro hombres
caminaban delante de ellos, y cada vez que los cargadores trataban de
avanzar, los cuatro de adelante se arrojaban sobre ellos y le propinaban
una brutal paliza.
—¿Por qué hacéis eso? —preguntó Pawdeen—. ¿Por qué no dejáis
que esos hombres lleven el ataúd a su destino?
A lo que uno de los asaltantes contestó:
—El hombre que está dentro del ataúd nos debe cinco monedas de
oro, y no dejaremos que lo entierren hasta que alguien nos pague lo que
nos debe.
—¿Será lo mismo si yo os doy vuestro dinero?
—¡Con tal de que nos paguen, no nos interesa que sea el mismo
demonio! —exclamó el hombre—. ¡Lo que nos interesa es cobrar!
Así que Pawdeen entregó a los cuatro desconocidos las cinco
monedas de la deuda, y éstos se marcharon, dejándoles a los otros
cuatro que continuaran su camino. Claro que este gesto del muchacho lo
dejaba sin un mísero ochavo, ya que aquellas monedas eran el único
dinero que tenía, pero lo daba por bien perdido si eso aseguraba la
tranquilidad de un difunto.
Satisfecho de su acción, Pawdeen reinició su marcha y caminó largo
rato, aun sin rumbo fijo, hasta que, tres días después llegó a otro río,
todavía más ancho que el anterior, donde vio a un hombre pescando.
Hambriento y sin dinero, Pawdeen preguntó al pescador si podía
prestarle su caña para poder atrapar algo de alimento, a lo cual el
hombre contestó:
—No tengo ningún inconveniente, pues ya he pescado varios peces
hoy y tengo asegurada mi cena.
Apenas hubo lanzado el anzuelo, Pawdeen atrapó un hermoso
ejemplar de salmón, tras lo cual exclamó:
—¡Caramba, que buen pez! Lástima que no tenga algo con que
encender fuego, pues podría darme un buen atracón ahora mismo.
—Yo encenderé un fuego para ti —ofreció amablemente el pescador,
que se dirigió hacia el bosque cercano, reunió un manojo de leña y,
extrayendo un trozo de yesca y pedernal de su bolso, encendió un
crepitante fuego.
A continuación, colocó la presa del joven sobre el fuego y la fue
girando lentamente, sin dejar que se quemara ni se desprendiera la piel,
mientras recogía prolijamente el jugo que fluía de ella y lo guardaba en
una pequeña redoma, ya que, según dijo a Pawdeen, aquel pez era el
Salmón Ciego de Eas Ruadh, conocido también como El Salmón de la
Sabiduría. El pescador asó el pez sin una falla y luego se lo dio al
príncipe para que lo comiera, aunque él no probó un solo bocado.
—¿Me tomarías a tu servicio? —preguntó sorpresivamente a
Pawdeen.
—Lo haría de buena gana, pero no tengo con qué pagarte —
respondió el joven.
—Todo lo que te pido es la mitad de lo que obtengas, y yo pagaré la
mitad de lo que debas invertir.
—Esa oferta es muy generosa de tu parte —dijo Pawdeen—. Te tomo
a mi servicio, pero debes darme un nombre por el que llamarte.
—Nunca le he dado demasiada importancia a los nombres, pero
puedes llamarme Gansaol. Y he de decirte algo: he estado tratando ili.i
y noche de pescar este pez, pero se me ha dicho que nadie podía
atraparlo, excepto el hijo de un noble, de nombre Pawdeen, por lo que
tú debes ser ese hombre. Ahora has comido de ese pez, y, suceda lo
que suceda, alguna ventaja obtendrás de ello. Muchos lujos de reyes
han tratado de comer de ese salmón para obtener fortuna y ninguno lo
ha logrado.
Al terminar Pawdeen con su cena, ambos echaron a andar y, después
de haber caminado durante dos o tres días, divisaron ante ellos un
ancho río, que no había manera de cruzar, y en la orilla opuesta
pudieron ver la figura de una joven y hermosa mujer, vestida con una
túnica blanca.
—¡Buenos días! —saludó cortésmente el príncipe.
—¡Mejores los tengas tú, Pawdeen, hijo del rey de Armagh! —
respondió la mujer—. ¿Estás buscando la forma de atravesar el río?
—Así es —dijo el joven, asombrado de que lo llamara por su nombre.
—Entonces debes hacer lo que yo te pida, y no tendrás ningún
problema en hacerlo, porque yo te transportaré a través de él.
—Pídeme entonces lo que desees, que te complaceré con mucho
gusto, si está en mi poder hacerlo.
—Te pediré que no duermas dos noches bajo el mismo techo, hasta
que no hayas pasado una noche en Gleann Glass y hayas curado a los
siete reyes que yacen allí. Después de eso, podrás continuar tu viaje en
busca de la hija del Rey bajo las Olas, de quien posees la cabellera y se
han enamorado tú y el rey Madwyn.
—¿Y te parece que podré curarlos, antes de continuar mi camino?
—No sólo podrás, sino que no te costará ningún trabajo, pues eres el
hombre más sabio del mundo desde que comiste el Salmón Ciego de
Eas Ruadh.
—Pues, entonces, dime cómo llegar al castillo de Gleann Glass.
—Tan pronto como te haya transportado a este lado del río, seguirás
viaje y caminarás dos días sin ver más que una sola casa en todo el
trayecto; al tercer día habrás llegado a tu destino.
—Haré lo que me dices, pero... ¿cómo voy a curar a los reyes?
—Ellos mismos se encargarán de decírtelo cuando hayas llegado a su
presencia —respondió la mujer, tras lo cual hizo un gesto con su mano,
y ambos hombres se encontraron parados en la margen opuesta, junto
a ella.
—Ahora, ten esta llave —dijo a Pawdeen—. Detente en la primera
puerta que veas en tu camino, da tres golpes con ella en el lado
izquierdo de la puerta y ésta se abrirá. Dentro, colgado de la pared,
encontrarás un freno con sus correspondientes riendas; tómalo,
sacúdelo y una bromach caol donn acudirá corriendo a tu encuentro.
Móntala y no temas, pero no digas una sola palabra hasta que la
potranca no te hable.
Sin demorarse más, Pawdeen y Gansaol emprendieron la marcha y
caminaron sin detenerse durante tres días, hasta que al anochecer de la
tercera jornada llegaron junto a un muro en el que se veía una gran
puerta de madera. El hijo del rey de Armagh dio tres golpes con la llave
en la parte izquierda de la hoja y ésta se abrió sin que se viera a nadie
que lo hiciera. Atravesando el dintel, tomó el freno, lo sacudió y al
instante se acercó a él la potranca alazana anunciada por la hechicera, a
la que Pawdeen montó. A pesar de haberse acercado a él de buen
grado, la yegua, al sentirlo sobre su lomo, se encabritó, saltó y corcoveó
durante un buen rato, pero no logró desmontar al hijo del rey, que se
mantuvo firme como una roca sobre la montura.
—Bueno —dijo entonces la potranca—, quizás pueda hacer de ti un
hombre excelente, Pawdeen, príncipe de Armagh. Espero que así sea,
pues pronto llegaremos a un ancho brazo del Lough Neagh (Lago
Negro), y tendremos que cruzarlo. Yo tendré que sumergirme tres veces
en el trayecto, y si eres capaz de llenar una botella con el agua del lago
cada vez que me zambullo, tendrás el éxito que buscas; si no lo haces,
estarás perdido. Las botellas se encuentran .allí, junto al muro, al lado
de la puerta.
Esa noche, los dos viajeros descansaron allí, al igual que la potranca,
y a la mañana siguiente, al reiniciar su viaje, Gansaol se sentó detrás de
su señor, y ambos cabalgaron hasta llegar al Lough Neagh. Y la primera
vez que se sumergieron, el hijo del rey destapó una botella, que se llenó
con el agua del lago; lo mismo hizo la segunda vez y la tercera y, al
emerger en la tercera oportunidad, la potranca dijo:
—Eres un hombre hábil, Pawdeen; esta noche llegaremos al castillo
de Gleann Glass. ¿Conoces el brazo del lago que hemos dejado atrás?
Y, ante la negativa del príncipe, continuó:
—Lo llaman Firth ao Kharm (La Bahía del Hechizo), y ahora posees
tres botellas llenas con su agua, la cual sólo tiene efecto si puede ser
recogida a cierta profundidad, como lo has techo tú.
Después de esta explicación, la potranca guardó silencio hasta que,
al anochecer, llegaron a un espléndido castillo; Pawdeen se apeó, ató la
potranca a un arbusto al lado del sendero y se dirigió rectamente hacia
la estaca de combate,1 sobre la cual descargó un poderoso golpe. Poco
después asomó al portal un emisario del señor del castillo, quien le
preguntó qué deseaba.
—Deseo descansar una noche bajo techo con mi sirviente, si es
posible —anunció Pawdeen, ocultando la verdadera misión que le había
encomendado la hechicera.
—Respóndele que en el castillo sólo se encuentran los siete reyes de
Gleann Glass —fue la respuesta de los moradores de la fortaleza—, que
una semana están en condiciones de moverse por sus propios medios, y
a la semana siguiente se ven postrados en sus lechos. Y hazlo pasar.
Cuando Pawdeen entró, fue amablemente recibido por los reyes, de
los cuales el más anciano se dirigió a él en estos términos:
—Sé bienvenido al castillo. ¿Nos dirás adonde te diriges y qué te ha
traído por estos rumbos?
—Me he comprometido con el rey Madwyn a ir en busca de la hija del
Rey bajo las Olas y llevarla a mi país.
—Pues debes saber que te espera una tarea muy ardua —respondió
el monarca—. Pero si eres un hombre de bien y tienes el sirviente
adecuado, quizás lleves a buen término tu propósito. Los que habitamos
en este castillo somos siete hermanos; yo vivo aquí desde hace cuatro
mil setecientos cuarenta y ocho años, bajo el dominio de esa hija del
Rey bajo las Olas. Con su magia nos ha mantenido prisioneros aquí,
1
Según la usanza celta, todo castillo o fortaleza debía contar con una "estaca de
combate", que era un tronco hueco que, al ser golpeado por una espada, emitía un
sonido característico que constituía un reto al amo de la heredad. Posteriormente
derivó hasta ser un simple llamador.
demasiado débiles como para intentar fugarnos; por eso, si crees que
eres capaz de sacarnos de esta prisión, estaremos muy dispuestos a
ayudarte.
—¿Y qué puedo hacer para liberarlos de este hechizo? —preguntó el
joven.
—Nada podrá sacarnos de aquí, hasta que llegue Pawdeen, hijo del
rey de Armagh, y nos dé a cada uno de nosotros tres gotas del jugo del
Salmón Ciego de Eas Ruadh y otras tantas del agua recogida del Firth ao
Kharm.
—Ya no tendrán que esperar más —dijo el príncipe—. Yo soy
Pawdeen, y tengo el jugo del salmón y agua del Lough Neagh, así que
podré darles ambas cosas, junto con mi bendición.
Y luego de recibir lo prometido, el rey mayor dijo:
—Ahora estamos curados y haremos cuanto podamos por ti. Te
espera una dura prueba, pues deberás obtener, además de los tesoros
que ya tienes, agua del Pozo de la Fortuna. Si sigues tu camino, mañana
habrás llegado a la Gran Rueda de la Vida. Cuando la rueda se
encuentre en su posición más baja, la potranca podrá saltar fácilmente
sobre ella, pero si no te sujetas bien, estarás perdido, pues su
mecanismo te destrozará inexorablemente. Tampoco debes intentar
franquearla en el primer descenso; la rueda subirá y bajara tres veces,
girando constantemente. Recién cuando se hunda por tercera vez
podrás franquearla y te encontrarás en el Mundo de Oriente, donde se
halla el Pozo. En ese momento deberás desmontar y tu sirviente seguirá
cabalgando en busca del agua, pues tú no podrías hacerlo sin quemarte
con el líquido hirviente que fluye del Pozo de la Fortuna, ni envenenarte
con los gases ponzoñosos que emanan del Pozo del Destino, junto al
cual deberá pasar para llegar al primero. La potranca alazana sufrirá
quemaduras y envenenamiento, pero Gansaol traerá el agua y ésta la
curará.
Pawdeen pasó la noche con los reyes de Gleann Glass y, a la mañana
siguiente, reanudó su viaje, sin detenerse ni descansar hasta llegar a la
Gran Rueda de la Vida. Cuando él y su acompañante llegaron, la Gran
Rueda estaba descendiendo, así que la potranca pudo saltar sobre ella
con gran facilidad; luego subió y, cuando bajó de nuevo, se encontraron
ya en el Mundo de Oriente. El príncipe desmontó y Gansaol siguió en la
montura rumbo al Pozo de la Fortuna, pero al hacerlo pasó sin darse
cuenta junto al del Desuno, y la potranca alazana se escaldó
severamente con los gases hirvientes y ponzoñosos que brotaban sin
cesar del pozo, impidiendo que llegaran a él los visitantes indeseables.
Pero el animal soportó estoicamente sus heridas hasta rebasar el pozo
y, al encontrarse ya en lugar seguro, Gansaol la confortó diciéndole:
—Te has comportado como una verdadera heroína. Ahora detente
aquí, que yo traeré agua del pozo y te curaré.
El sirviente desmontó ágilmente y siguió su camino a pie, hasta
llegar al Pozo de la Fortuna, donde llenó tres botellas de agua y las trajo
consigo. Cuando llegó junto al animal, la frotó con unas pocas gotas del
agua mágica y las quemaduras de la potranca desaparecieron como por
ensalmo. Sólo entonces Gansaol volvió a montar y regresó junto al hijo
del rey de Armagh.
—Ahora ya lo tienes todo, excepto la Espada Resplandeciente de las
tres Brujas de la Guerra —dijo la yegua a Pawdeen—. Para que la
adquieras, tenemos que ir hasta su castillo y golpear en la estaca de
combate. Cuando salgan, te preguntarán qué deseas, y deberás
responder que quieres pelear con sus paladines o con las mismas brujas
una por una, comenzando por la menor. Esto hará que la bruja menor
asome la cabeza por la puerta del vestíbulo, momento en que deberás
golpearla en la cabeza con una de las botellas de agua del Firth ao
Kharm. Eso le hará perder sus poderes mágicos, pues se quedará
dormida tan pronto el agua la moje.
Pawdeen y Gansaol se pusieron inmediatamente en marcha y
viajaron hasta llegar a un gran castillo, edificado en la cima de una
elevada montaña. El príncipe guió a la potranca hasta el portal del muro
circundante y el animal lo franqueó limpiamente de un solo salto.
—Ahora, cuando golpees la estaca de combate, vuelve mi cabeza
hacia la puerta de entrada —dijo la yegua a Pawdeen— y, cuando la
primera bruja se asome, pégale en la cabeza con la primera botella; eso
nos dejará el paso libre hacia el interior.
Gansaol fue el encargado de golpear la estaca, pero la persona que
apareció no fue una de las brujas, sino un hombre, que preguntó:
—¿Qué es lo que quieres?
—Todos los paladines que tengáis a vuestra disposición para luchar
contra mí o, en su defecto, a la menor de las Brujas de la Guerra —
contestó Pawdeen.
—Ve y dile que yo misma saldré —contestó la menor de las brujas
cuando el hombre transmitió el mensaje—, porque quiero encargarme
de él por mí misma.
Pero el príncipe vigilaba atentamente y, apenas hubo asomado la
cabeza por la puerta, le arrojó una de las botellas del agua del firth, con
tanta puntería que la menor de las hermanas se desplomo
inmediatamente sobre el umbral, profundamente dormida. Pawdeen
hizo girar velozmente a la potranca, que salto sobre el muro y se alejó a
gran velocidad, porque el animal le había advertido que la pasarían muy
mal si la segunda bruja, que ya aparecía en el vano de la puerta, los
encontraba allí.
—Mañana haremos lo mismo con la segunda de las brujas —dijo la
potranca a Pawdeen—, pero debemos salir de allí con más rapidez
todavía que hoy, pues la bruja mayor es la más temible de las tres.
Al día siguiente regresaron al patio del castillo, volvieron a golpear la
estaca de combate, y esta vez fue la bruja misma quien acudió al
llamado. Repitiendo su hazaña del día anterior, Pawdeen la golpeó con
la segunda botella y la bruja cayó dormida sobre el umbral.
Inmediatamente apareció la tercera, armada con la Espada
Resplandeciente y dispuesta a aniquilarlos, pero Pawdeen había hecho
girar a la potranca y ésta saltaba ya sobre el muro, poniéndolos a salvo,
pues la bruja carecía de poder más allá de sus propias murallas.
—La próxima vez deberemos ser más cuidadosos aún —dijo la
potranca cuando estuvieron a salvo—. Que tus ojos no parpadeen un
solo instante, pues nadie sabe de qué parte del castillo podrá salir la
tercera bruja, que ahora se encuentra alerta y, además, es mucho más
astuta que sus hermanas.
Volvieron a franquear la muralla y esta vez, al igual que la primera,
el heraldo fue quien salió a abrir la puerta.
—Saldré de inmediato —anunció la bruja cuando el hombre le
transmitió el mensaje. Pero la potranca alazana no esperó la salida, sino
que corrió velozmente hacia la parte posterior del castillo, mientras
Pawdeen miraba en todas direcciones al mismo tiempo, atento a la
aparición de la bruja. Ese movimiento les salvó la vida, pues la bruja
apareció inesperadamente por una puerta disimulada en el lado oeste
del patio, pero el príncipe le acertó en la cabeza con la última botella y
la horrible mujer cayó inmediatamente dormida sobre las losas del piso.
Al caer la hechicera, Pawdeen desmontó, mientras Gansaol y la
yegua penetraban en el interior del castillo, en busca de la Espada
Resplandeciente. Todos los pisos interiores del castillo se hallaban
erizados de lanzas punzantes como dagas, pero esto no significaba nada
para los cascos sólidamente herrados de la potranca y, menos aún, para
los pies de Gansaol, pues los había protegido previamente,
humedeciéndolos con unas gotas del agua del Firth ao Kharm. Cuando
los dos llegaron hasta la habitación de las tres brujas, vieron la espada
clavada profundamente en la pared posterior de la estancia, pero
Gansaol la desprendió fácilmente y ambos regresaron al exterior. Un
instante después Pawdeen se encontraba montado delante de su
escudero y ambos franqueaban por última vez el muro que circundaba
el castillo.
—Todo ha salido perfectamente bien —dijo la potranca cuando se
hubieron alejado de allí—. Ahora ya tienes la espada, pero no te olvides
de aferrarte con fuerza del arzón, pues yo debo saltar sobre la Gran
Rueda de la Vida para volver a nuestro mundo, y si te caes mientras
estamos sobre ella, estarás perdido. Luego iremos al castillo del Rey
bajo las Olas; una vez allí, deberás sacar de la vaina la
Espada de Luz que posee la hija del rey y reemplazarla por tu propia
espada, la misma que has traído de Armagh. Es tanta la magia que fluye
de esa vaina que ella creerá que sigue en posesión de su propia espada.
Pero ten cuidado de no soltar en ningún momento la Espada de Luz,
pues ella te cortaría la cabeza inmediatamente. El único filo capaz de
cortarle la cabeza a la hija del Rey bajo las Olas es el de la Espada
Resplandeciente —continuó la potranca mientras se acercaban al
castillo—. La princesa luchará contigo con tres armas: la lengua, la
espada y el agua. Con la primera te formulará tres preguntas. La
primera es: "¿Cuántos años han pasado desde que se colocó la primera
piedra del castillo de Gleann Glass?". A la que tú deberás contestar: "De
eso han pasado cuatro mil setecientos cuarenta y ocho años". Al día
siguiente, te preguntará: "¿Qué edad tiene el menor de los reyes de
Gleann Glass?". A lo que tú responderás: "Tres mil trescientos sesenta
años". Al tercer día, su pregunta será: "¿Dónde está el centro del
mundo?". Y tendrás que contestar: "Entre tus dos pies". Sorprendida,
ella querrá saber: "¿Y tú cómo lo sabes?". A lo que la respuesta será:
"Es muy sencillo. Mide el mundo a tu alrededor, en todas direcciones, y
si el centro no se encuentra entre tus dos pies, puedes quitarme la
cabeza". Como ella no podrá medir el mundo, pues no hay medida que
pueda hacerlo, habrá llegado la hora de que tú le hagas una pregunta a
ella.
—¿Me dirás lo que debo preguntarle? —inquirió Pawdeen.
—Sí, pero te advierto una cosa —respondió la potranca—, si no
puede contestarte, la habrás vencido en un tercio, pero si lo hace, tú
perderás tu cabeza.
—Bueno, ahora dime cuál debe ser la pregunta.
—Tendrá que decirte cuántos litros de agua hay en el océano, y te
pedirá veinticuatro horas de plazo para contestarte. Concédele sólo
dieciocho y adviértele que, si no te responde en ese término, serás el
vencedor.
Para el momento en que terminó de darle estas indicaciones,
Pawdeen, Gansaol y la potranca habían llegado al castillo, que se
encontraba en el Mundo Submarino y era tan fastuoso como ningún otro
que ojos humanos hubieran contemplado. Al golpear la estaca de
combate salió a las almenas la hija del Rey Bajo las Olas, y Pawdeen
pudo comprobar que, al igual que su castillo, ella también era la más
hermosa mujer que pudiera encontrarse sobre la tierra o, en este caso,
bajo la superficie del mar. También comprendió, tan pronto como la
hubo visto, que la cabellera que había sacado del río sólo podía haber
salido de su cabeza.
La princesa los hizo pasar inmediatamente y, antes de terminar la
jornada, ella ya le había formulado la primera pregunta, a la que
Pawdeen respondió en la forma acordada con la potranca. Al día
siguiente le hizo la segunda pregunta, a la que el príncipe también
respondió acertadamente. Al tercer día, la joven le preguntó dónde
estaba el centro de la tierra, y todo terminó como se había planeado. A
continuación llegó la hora de Pawdeen de preguntarle sobre el volumen
del mar y ella le pidió veinticuatro horas para medirlo, a lo que él se
negó, concediéndole sólo dieciocho.
—¿Lo has medido ya? —preguntó Pawdeen al caducar el plazo.
—Sólo he podido medir las tres cuartas partes —contestó la bella.
—Pues, entonces, te he vencido en un tercio.
—Por el momento, así es —aceptó ella—. Pero no me tendrás hasta
que no te hayas sumergido en el caldero de agua hirviendo y veneno. Si
mueres, será obvio que has perdido; si, en cambio, sales ileso de él, yo
saltaré dentro a mi vez. Si salgo indemne, perderás tu cabeza, pero si
muero, quedarás en libertad.
Antes de continuar con aquel duelo, Pawdeen se dirigió a consultar
con la potranca, que le dijo:
—Antes de saltar dentro del caldero, mójate bien con el agua del
Pozo de la Fortuna, y no temas, que nada te pasará.
El hijo del rey de Armagh hizo lo que su yegua le indicara, regresó
con la princesa y saltó dentro del caldero volviendo a salir luego sin
haber sufrido el más mínimo daño.
La hija del Rey bajo las Olas también tenía sus propias botellas de
agua del pozo e hizo lo mismo que Pawdeen, pero sin saber que,
mientras ella hablaba con el joven, Gansaol había sustituido esas
botellas por otras que contenían agua común, por lo que, al introducirse
en el caldero, sintió como si se le desprendiera la carne de los huesos y
perdió hasta la última gota de sangre.
—¡Estoy perdida! —exclamó desesperada.
—A fe mía que lo estás, a menos que yo te salve —respondió
Pawdeen—. A ver, Gansaol, tú, que eres el médico más hábil del mundo,
ven y salva a la hija del rey.
Entonces Gansaol le administró a la princesa tres gotas del jugo del
Salmón Ciego de Eas Ruadh y, apenas las hubo tomado, la piel de la
joven quedó más hermosa y lozana que antes, si cabe.
—Te he vencido en dos terceras partes —anunció Pawdeen.
—Debo admitir que es cierto —reconoció ella—. Pero mañana
lucharemos para decidir quién es más fuerte y más hábil. Si no logro
cortarte la cabeza con uno de los tres primeros golpes de mi Espada de
Luz, quedarás libre; si tú tienes la posibilidad de cercenar la mía con el
primero de tus tajos y me perdonas la vida, me tendrás viva y a tu
servicio; en cambio, si estás en condiciones de lograrlo y lo haces, me
tendrás, pero muerta.
También ahora aprovechó Gansaol su conversación para entrar en la
alcoba de la princesa, pero esta vez para retirar la Espada de Luz de su
vaina y poner en su lugar la que el hijo del Rey de Armagh trajera de su
tierra.
Al día siguiente, Pawdeen y la princesa comenzaron su combate muy
temprano, pero los primeros tres golpes lanzados por la muchacha
fueron inútiles, pues su espada era un arma común y no logró siquiera
arañar la piel del joven príncipe.
—Aún conservo la cabeza sobre mis hombros —anunció Pawdeen,
lanzando un mandoble que pudo haber decapitado a la princesa, pero
que él detuvo a mitad de camino, preguntándole a continuación:
—¿Reconoces que pude haberte cortado la cabeza con ese golpe?
—Lo reconozco —respondió ella—. Y también que me has
conquistado en buena ley.
Sin decir una palabra más, Pawdeen se retiró del salón del combate y
se dirigió a las caballerizas, donde se encontraba la potranca alazana.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó al animal.
—Ahora debes darme tres gotas del jugo del Salmón Ciego de Eas
Ruadh, tres del agua del Firth ao Kharm y otras tantas de la del Pozo de
la Fortuna. Luego podrás irte a tu casa.
Pero tan pronto como Pawdeen le administrara las nueve gotas a la
potranca, ésta se convirtió no sólo en una mujer tan hermosa como la
hija del Rey bajo las Olas, sino idéntica a ella, a tal punto que ningún
ser humano podría haber distinguido a una de la otra.
—Te he salvado de todos los hechizos y encantamientos que te han
lanzado —dijo la recién llegada—. Ahora puedes volver a Armagh y yo
quedaré libre de ir adonde quiera.
—Te lo has ganado en buena ley —respondió el joven—, pero
acompáñanos un trecho más y ven con nosotros al castillo del rey que
nos envió a este lugar.
Así lo hizo la joven y Pawdeen la condujo directamente a los
aposentos del rey, dejando a la hija del Rey bajo las Olas afuera, al
cuidado de su asistente Gansaol. Al ver a la joven, el rey se convenció
de que la cabellera flotante había caído de su propia cabeza y, de
inmediato, le propuso que se casara con él, pero ella se negó
terminantemente y regresó junto a sus hermanos, los siete reyes de
Gleann Glass.
Pawdeen, por su parte, continuó su camino con la hija del Rey bajo
las Olas, hasta llegar al río donde por primera vez había visto al
pescador que luego se convirtiera en su asistente.
—En este mismo lugar prometiste darme la mitad de lo que
consiguieras —le dijo entonces Gansaol—. ¿Me darás ahora lo que me
corresponde?
—Es cierto que lo he prometido, pero... ¿cómo podría darte la mitad
de una princesa?
—No me refiero a ella —respondió rápidamente el que había sido su
sirviente—, pero ¿me darás la fortuna que te pida y conservarás a la
hija del Rey bajo las Olas como tu esposa?
—¡Por supuesto! —contestó Pawdeen con la misma rapidez—. ¿Por
qué no habría de hacerlo?
—¿Recuerdas aquel día, en el camino, cuando te cruzaste con cuatro
hombres que llevaban un féretro y otros cuatro que trataban de impedir
el entierro? En esa oportunidad pagaste de tu propio bolsillo las cinco
monedas de oro que el muerto debía, para que pudiera ser enterrado.
Pues ese muerto era yo, y me apresuré a llegar aquí, al río, antes que
tú, para compensarte con algún servicio lo que habías hecho por mi
cadáver, y con ese propósito me ofrecí como tu sirviente. Pues bien,
ahora renuncio a mi sueldo, a cambio de las monedas de oro que
pagaste por mí. Esas cinco monedas son la única fortuna que te pido.
—Pues tendrás las cinco monedas y todas las que me pidas —
prometió Pawdeen.
—Sólo deseo esas monedas —dijo Gansaol—. Por lo tanto, mi deuda
está saldada. Ahora ya puedo renunciar a tu servicio y abandonar este
mundo. La potranca alazana era la mujer que te esperaba y te
transportó a través del Firth ao Kharm; en ese tiempo, era mujer
durante el día y potranca por las noches. A partir de ese momento fue
sólo potranca, hasta que tú la curaste. Tanto ella como sus hermanos
estaban hechizados por la magia de la hija del Rey bajo las Olas. Por
eso te ayudó, sabiendo que sólo tú podías contrarrestar el
encantamiento, luego de haber probado el jugo del Salmón de Eas
Ruadh.
—Ahora —finalizó quien había sido Gansaol—, me despido de ti para
siempre, augurándote salud y larga vida.
Y, dichas estas palabras, el muerto desapareció como por arte de
magia, disipándose en la brumas del anochecer. Pawdeen jamás volvió a
verlo en su vida.
EL PESCADOR Y LA MURDWACH
Ahí está otra vez, me llama desde el tronco del roble. Por favor que
no llore, no soporto cuando llora; todo el cuerpo me duele y no puedo
calmarlo.
Me mira y me llama. "Mathair". Por dios, está llorando. Otra vez el
dolor, algo me quema por dentro.
Caigo de rodillas sobre la hierba con los brazos abiertos. Una mujer
de varios siglos se desprende de mi cuerpo y corre a consolar a su hijo.
Viviana O'Connell.
Junio, 1998.
SEAN O’ROURKE Y EL CLURICAUN
Son muy pocos (por no decir ninguno) los lagos o lagunas de Erín
que no tengan una leyenda de un dragón o una serpiente gigantesca, la
mayoría de los cuales se cuentan como que han sido destruidas por Finn
McCumhall o por alguno de los antiguos santos cristianos que llegaron a
Irlanda en sus misiones de catequización, como San Jorge, matador del
famoso dragón de dos cabezas.
EL FANTASMA BEBEDOR DE SANGRE
Las cosas son muy diferentes ahora, o no. Una hembra de plumaje
rosado se frota contra él. Cuando lo mira un destello verde la traiciona.
No sabe si ella recuerda; pero él cada vez recuerda menos.
Viviana O'Connell.
Octubre, 1998.
GLOSARIO