Momentos Insurreccionales
Momentos Insurreccionales
Momentos Insurreccionales
INSURRECCIONALES
Revueltas, algaradas y procesos
revolucionarios
LAURA NÚÑEZ
ANDRÉS ANTEBI
ROBI CIMA RON
ALBERTO LÓPEZ BARGADOS
MIQUEL IZARD
ABEL PAZ
ALIDA DÍAZ
ADRIÀ PUJOL CRUELLS
GABRIEL IZARD
PHILIPPE BOURRINET
AGUSTÍN GUILLAMÓN
EULOGIO ISANLÓ
CARLES GUILLOT
EL VIEJO TOPO
Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural/El Viejo Topo
www.elviejotopo.com
Imagen de cubierta: Erich Lessing, Insurrección en Budapest, 1956
Diseño: M. R. Cabot
Revisión técnica: Isabel López Arango
ISBN-10: 84-96356-94-9
ISBN-13: 978-84-96356-94-8
Depósito legal: B-54.040-06
Imprime: Limpergraf
Impreso en España
A las mujeres y los hombres que luchan
por la destrucción del capitalismo.
Agradecimientos
A nuestro querido Inuit, por haber asistido a todas nuestras reuniones
y llenarlas de alegría.
A R.A.I. por facilitarnos un lugar de encuentro
ÍNDICE
Prólogo 11
Barcelona, 1936.
Agustín Guillamón 185
Rusia, 1917.
Agustín Guillamón 229
11
nidad perdida y sintieron la pertenencia a una clase social o colectividad
por la que estaban dispuestos a dar sus vidas. Calles y plazas en las que la
gente dejó de tratarse como vendedores y compradores, como competido-
res o incómodos desconocidos y pasó a mirarse como compañeros, feste-
jando una victoria o preparándose para resistir la represión.
La presente obra es una recopilación de momentos insurreccionales, al-
garadas o revueltas generalizadas que se vivieron en distintos lugares del
mundo a lo largo del siglo XX. No todos los sucesos que aquí se narran son
los más relevantes social y políticamente. Algunos fueron añadidos porque
podían contarlos testimonios directos o porque eran explosiones sociales
en lugares en los que no suelen haber o de los que no solemos tener noti-
cia. En Rusia y Argentina, por ejemplo, ha habido varias sublevaciones im-
portantes; sin embargo preferimos analizar sólo una de ellas y, en cambio,
contar otros episodios de menor alcance en ciudades africanas.
Hemos pretendido describir rebeliones que, aunque atravesadas por lí-
neas de fuerza e ideologías nacionalistas, democráticas o religiosas, tuvie-
ron en común la sucesión de actos subversivos contra distintas esferas del
capital y demostraron que muchas veces es posible el enfrentamiento “cuer-
po a cuerpo” con el Estado sin tener, necesariamente, que combatir su ma-
quinaria bélica.
Es una recopilación, por lo tanto, de acontecimientos dispares —meros
estallidos o importantes procesos revolucionarios— que rompieron la ruti-
na cotidiana basada en el trabajo asalariado y que, en todas las ocasiones,
sufrieron una terrible respuesta represiva y/o fueron reconducidas por la
democracia burguesa. Ninguna sirvió para transformar la sociedad pero de
todas ellas se puede aprender, se pueden rechazar y recuperar aspectos para
el próximo asalto revolucionario.
No nos faltaron ganas de comentar las innumerables revueltas anteriores
al siglo pasado —los karmates, los quilombos, las comunidades alemanas
de la época de Thomas Müntzer, los actos radicales y colectivizadores de la
revolución francesa, las innumerables explosiones sociales en Haití y resto
del Caribe, etcétera— predecesores de los momentos insurreccionales que
aquí se narran. Sin embargo preferimos ceñirnos al siglo XX para poder
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centrarnos más. De la misma manera que abandonamos toda idea de con-
tar procesos de lucha más largos, como los surgidos en la década de los
años setenta en lugares como Chile o Italia. No porque fueran menos in-
teresantes, sino para mantener un criterio de elección: el que haya habido
unos días concretos de subversión generalizada. México es una excepción.
Si fue una labor difícil elegir los episodios históricos, más fácil resultó en-
contrar a los autores. Llamamos a gente luchadora, a historiadores que no
eran funcionarios del olvido, o a escritores anónimos y comprometidos.
También a personas que habían vivido o conocieron a alguien que vivió y
les contó los acontecimientos relatados.
Propusimos que cada autor utilizase el estilo en el que se sintiera más có-
modo, fuera literario o académico. Recomendamos ahondar en la fuerza y
los actos de los insurrectos en la calle y no centrarse en las vicisitudes geo-
políticas o de las organizaciones formales; analizar el contexto nacional e
internacional; ahondar en los motivos de la revuelta; en sus peculiaridades;
enumerar las acciones más relevantes; explicar los cambios en las relaciones
humanas producidos en los días del estallido; mencionar la represión y
analizar las causas de la derrota o de las limitaciones de la revuelta. Debido a
que los artículos no podían ser muy extensos, a lo particular de cada episodio
y a la propia idiosincrasia de cada redactor, estos aspectos no fueron desa-
rrollados en todos los casos. Aunque se podría haber hecho de otra manera,
en el caso de este libro todos los escritores pudieron comentar y criticar los
demás textos y recibir consejos para sus artículos pero, finalmente, fue cada
uno de ellos quien decidió cómo quedaba su texto. Debe quedar claro que
los autores solo se hacen responsables del contenido y de las posiciones políti-
cas de su ensayo, pues en varios casos se mostraron críticos y hasta contrarios
con la exposición y las ideas desarrolladas en otros artículos.
Este hecho no impide que el conjunto de la obra sea un apasionante rela-
to de los orgasmos de nuestra historia y muestre la fuerza que, a veces, pue-
da tener un movimiento histórico antagónico al capitalismo que dormita
la mayor parte del tiempo, pero que cada tanto avisa de que puede vencer.
13
BOLIVIA, 2003
LAURA NÚÑEZ
15
con muchas limitaciones revolucionarias) un avance en el rescate his-
tórico que pretendía unir al proletariado boliviano y luchar por otro
tipo de sociedad más justa.
El estallido insurreccional de 1952 enriqueció ese potencial progra-
mático, uniendo a campesinos, trabajadores urbanos y mineros que,
junto una parte de la policía, derrotaron el despliegue del ejército e
hicieron tambalear el poder gubernamental. Destacó la creación po-
pular de milicias armadas, que se enfrentaron severamente contra los
ejecutores del sistema, aunque no pudieron evitar el golpe de estado.
Treinta años más tarde, en 1982-1983 y bajo el mandato del presi-
dente Hugo Banzer, los mineros bolivianos protagonizaron de nuevo
un desafío a las políticas de cierre de distintas minas de estaño impri-
miendo su sello a varias huelgas generales y provocando un constante
recambio presidencial. Desde mediados de la década de los noventa,
los ejecutores del poder, con Sánchez de Lozada a la cabeza, diseñaron
nuevos planes económicos para la explotación y usufructo del gas na-
cional. Afín a las políticas capitalistas, el proyecto pretendía privatizar
en manos del empresariado extranjero la propiedad del gas (cuando
se bombeaba y se vendía) y sólo considerarlo público o nacional mien-
tras permaneciese en el subsuelo. Fue en esta misma década cuando los
planes de erradicación de la coca por parte de los agentes norteameri-
canos de la DEA (Drug Enforcement Agency) propiciaron la revuelta
de los cocaleros, dando lugar a la politización de sus reclamaciones a
través de la creación de la Asamblea de Pueblos Soberanos (que
ganaría las elecciones municipales en 1996-1997) y el nacimiento del
MAS (Movimiento hacia el Socialismo) como partido, dirigido por
Evo Morales. A inicios del año 2000 la cólera popular se dejó sentir
esta vez en Cochabamba frente a la intención gubernamental de pri-
vatizar el agua. Todas estas manifestaciones de rabia, todas estas ex-
plosiones de lucha, separadas en sus reclamaciones puntuales pero
unidas irremediablemente por la desigualdad imperante, volverán a
unirse en los acontecimientos de La Paz en el 2003.
16
“EN EL ALTIPLANO ASOMA LA PIEDRA Y LA BALA”
17
tas vecinales, en las minas, y todos, de a poco, fueron utilizando un
mismo grito con el fin de conseguir cambios inmediatos en su vida.
Varias fuentes comentaron que las bases de los grupos más organiza-
dos empezaron a desbordar a una dirección que se codeaba con las
altas esferas. A partir de aquí se radicalizaron las protestas. La crisis se
hacía evidente. La respuesta demócrata no se hizo esperar y se consti-
tuyeron unas “mesas de dialogo” entre el gobierno y las plataformas
cívicas con el objetivo de desviar la atención de los insurrectos hacia
medidas de consenso y pacificación. Pero la presentación, unos días
más tarde, por parte del gobierno, de un decreto-ley en el que se esta-
blecía el cobro de un impuesto para cubrir el déficit de los gastos es-
tatales (el “impuestazo”) volvió a encender la mecha. Mientras el Esta-
do Mayor del Pueblo en Cochabamba (organismo impulsado por el
MAS) convocaba a una marcha en contra de la medida, la policía se
amotinaba presionando por un aumento salarial.
A las nueve y media de la mañana del miércoles 12 de Febrero em-
pezó en La Paz una gran manifestación, formada por la Central Obre-
ra Departamental (COD), Cocaleros, Fabriles, Coordinadora de agua
y vida, etc. Alrededor de la Plaza 14 de septiembre se inició el com-
bate, con barricadas contra militares que disparaban balas y gases la-
crimógenos. Prosiguieron los saqueos de comercios y el enfrentamien-
to cuerpo a cuerpo. El pueblo se enfrentó duramente a la policía y las
Fuerzas Armadas delante del Palacio de Gobierno, que soportó deto-
naciones de armamento pesado y varios desperfectos producidos por
ametralladoras. En el centro de La Paz (Plaza Murillo) y en El Alto los
habitantes lucharon con palos y piedras contra el ejército, y en Co-
chabamba continuaron peleando hasta altas horas de la noche, gene-
ralizándose los saqueos, la quema de autos y el levantamiento de ba-
rricadas. El escenario de la batalla dejaba en llamas el edificio de la
Vicepresidencia de la República, el Ministerio de Trabajo, el Ministe-
rio de Desarrollo Sostenible, una oficina bancaria y las sedes de tres
partidos políticos gubernamentales. La jornada de lucha terminó en
la madrugada con el despliegue de tropas de soldados, la imagen de
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un humo negro y denso que envolvía los distintos edificios históricos
y centenares de casquillos de bala por el suelo.
LA INSURRECCIÓN DE OCTUBRE
Fusil, metralla,
el pueblo no se calla
Consigna vociferada en una manifestación
de la ciudad de La Paz.
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El 13 de octubre el palacio presidencial fue rodeado por cientos de
miles de luchadores. La Paz, Cochabamba, El Alto, Potosí y Oruro,
cinco de las diez capitales departamentales del país, se estaban suman-
do a la convocatoria de paralizaciones y cortes de ruta. Las moviliza-
ciones de aquellos grupos que más se apartaron de la línea pactista-
sindical hicieron respirar un clima altamente insurreccional. Los
partidos que sostenían el régimen dimitieron del gabinete, mientras
que algunas de sus sedes eran asaltadas y quemadas. El vicepresidente
Mesa abandonó su cargo ante el clamor popular que se expresaba en
frases como “Carlos Mesa es un cachorro de la burguesía, es la misma
chola con distinta pollera”. Según declaraciones oficiales la democra-
cia estaba siendo desestabilizada por “sediciosos anarcosindicalistas en
busca de una dictadura socialista”. El transporte público se suspendía
y la economía se paralizaba. Tres mil jubilados y rentistas entraron en
la sede de Gobierno como acto de protesta mientras en distintas ciu-
dades del país no entraban ni alimentos, ni gas ni ningún otro pro-
ducto básico; los pequeños vendedores se fueron de los mercados en
prueba de solidaridad y muchos supermercados fueron abandonados.
El 15 de octubre, el presidente escapó a Santa Cruz, y pese al inten-
to de ganar tiempo ofreciendo concesiones, e incluso un referéndum
sobre el proyecto del gas, se vio forzado a dimitir. Hubo ochenta y un
muertos y cuatrocientos heridos.
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mente recibieron una respuesta brutal del gobierno. El ejército utilizó,
durante dos días, munición de guerra contra la población desarmada.
Econoticias de Bolivia describía así lo acontecido: “De pie, miles y miles
de vecinos, organizados por cuadras y barrios, enfrentan con piedra y
palo a las tanquetas y militares carapintadas que disparan a todo lo
que se mueve. Los barrios del norte, del este y del oeste ya están en
manos de la población sublevada. En el centro de la ciudad, sede de
Gobierno, trabajadores, desocupados y estudiantes universitarios
controlan las arterias más céntricas, y aguardan la llegada de los al-
teños para ocupar la Plaza Murillo, donde está el vacío Palacio de Go-
bierno, resguardado sin embargo por un anillo de fuego y metralla”.
A pesar de la represión, durante los días sucesivos miles de colum-
nas de luchadores de distintos lugares del país marcharon hacia el Al-
to para reforzar a los miles que ya estaban atrincherados. Piedras y
hondas al grito “todos vamos a quemar” combatieron desde las barri-
cadas contra ráfagas de ametralladoras y el sobrevuelo de helicópteros.
Bajo la táctica de “cerco y asalto” algunas fracciones de luchadores
asaltaron distintas sedes y símbolos del poder y derrotaron el intento
de militarización del Gobierno, estableciendo en los distintos barrios
comités de vigilancia y brigadas de autodefensa como formas de orga-
nización para la autoprotección. Así, barrios como Río Seco, Ballivian,
Juan Pablo II, Villa Ingenio, Senkata, Villa Adela, Santiago Segundo,
Tupaj Katari o La Ceja fueron coordinándose en toda la ciudad a tra-
vés de sus juntas vecinales. Las campanadas de la parroquia llamaban
a la lucha a los vecinos. Los alambres de púas entre una vereda y otra,
más la dinamita aportada por los mineros se multiplicaron para im-
pedir el paso de los tanques y camiones del gobierno. Paralelamente
a la luchas cuerpo a cuerpo hubo otro tipo de sucesos. Así, mientras
agentes encapuchados del gobierno asaltaban, secuestraban y amena-
zaban a los medios de difusión alternativos, publicaciones, radios li-
bres, se propagaron un sinfín de huelgas de hambre (exigiendo la re-
nuncia del presidente) y multitudinarias manifestaciones pacíficas día
tras día. La masacre del conocido “Domingo sangriento” de El Alto
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sirvió para aglutinar más aún al movimiento en lucha y para paralizar
la economía del país a través de sus piquetes.
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más ambiciosos y francamente anticapitalistas, donde no sólo se cues-
tiona al gobierno o al modelo neoliberal, sino también la existencia del
estado boliviano y al capitalismo como sistema económico”.
Por otro lado, y como en otros momentos de la historia, hubo sec-
tores representantes del orden que confraternizaron con la clase opri-
mida. Fue el caso de militares y policías que, en torno a gritos como
el de un oficial, “No todos en el Ejército están con el Gobierno”, fue-
ron más de una vez pronunciadas. De la misma manera, y tal y como
había sucedido en Cochabamba en años anteriores, una sección del
cuerpo policial protagonizó una serie de motines contra el gobierno
en momentos decisivos de la insurrección de febrero, llegando inclu-
so a combatir junto a los trabajadores contra el Gobierno y el Ejérci-
to o negándose a disparar contra la población en otros momentos de-
cisivos.
Otro foco de movilizaciones quedó liderado por lo que se denomi-
nó la conspiración anarco-sindical que tenía su punto de mira en el
fin del gobierno presidencial. El pacto reformista lo formaron la COB,
el Movimiento Indígena Pachakuti-Confederación Sindical Única de
Trabajadores Campesinos de Bolivia y el MAS. Bajo sus directrices se
llevaron a cabo algunas movilizaciones, bloqueos de caminos y la gran
huelga general. La Central Obrera Boliviana, históricamente la mayor
agrupación de trabajadores del país, enfocó su participación al estilo
sindical, negociando con el Gobierno y conciliando reformas en el
plano laboral a través de marchas y huelgas indefinidas. Es más, su pa-
pel contrarrevolucionario fue patente en la propuesta de crear comités
de autodefensa para salvaguardar “el orden revolucionario” de aque-
llos grupos de incontrolados (una vez más nombrados así para referirse
a los que escapaban de las directrices de cualquier sindicato o partido)
que, según declaraciones oficiales, intentaban sacar provecho de la in-
surrección.
A través de negociaciones con el gobierno anterior y con el respal-
do de los Estados Unidos, Evo Morales consiguió la conversión del
antiguo movimiento combativo cocalero en el brazo político del MAS
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(Movimiento Hacia el Socialismo). Como apuntan algunos analistas,
con la excusa de “tenemos que hacernos escuchar”, se entregó otra vez
a los obreros a las cadenas de las urnas y a la política de los partidos
demócratas. Para Morales, llegó la hora de “dar el espacio y tiempo
necesario para que el nuevo Presidente asuma el mando del país, lejos
de toda presión social y política” y aunque dijo que su partido no for-
maría parte del nuevo gobierno (recordemos que asume la presiden-
cia del país dos años más tarde) “ratificó su compromiso de apoyar a
la nueva gestión estatal desde el Parlamento”. A su condiscípulo, Fe-
lipe Quispe (el Malku), considerado un fuerte líder de la oposición y
un gran estratega indígena, se le achacó el no permanecer en primera
línea de fuego junto a sus hermanos de clase y apoyar, entre otras de-
bilidades políticas, la Asamblea Constituyente, órgano afín a los inte-
reses de la burguesía.
BALANCE
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cional, como el grupo boliviano de Mujeres Creando, subrayó como
logro que hubo una deslegitimación completa de los partidos políti-
cos con la contrapartida de que “parece que algo o alguien debería
sustituir a los partidos. Y en torno a ese debate que surge un poquito
más allá de la deslegitimación es que notamos una carencia que anun-
cia el peligro de un reflujo”.
Hablar de Bolivia en 2003 como “guerra por el gas” (así como se hi-
zo en Cochabamba con el tema del agua años atrás) encierra un re-
duccionismo que desvía la atención de la dimensión real de dichos
enfrentamientos. En muchas ciudades las manifestaciones fueron las
más grandes de su historia, los ataques a los órganos de control políti-
co fueron constantes, el despliegue de solidaridad entre los comba-
tientes se extendió por todo el país y en el calor de la insurrección
popular se planteó la posibilidad de crear una Comuna alteña, que
tomara en sus manos todas las tareas de movilización, defensa y abas-
tecimiento y se constituyera en un poderoso centralizador del levan-
tamiento. Para muchos, fueron estas expresiones de reunión, coor-
dinación y ayuda en forma de cabildos (asambleas abiertas), juntas
vecinales o comités de trabajadores las que sentaron las bases de lo
que autodenominaron un “nuevo poder revolucionario”. Es más, el
pueblo andino derrotó el intento de militarización al que se vio amena-
zado en distintas ocasiones, y se adueñó del territorio con miles de ba-
rricadas y zanjas dotándose de brigadas de autodefensa que aunque
fueron un buen elemento aglutinador no ofrecieron un punto de apo-
yo desde el cual radicalizar las posiciones de lucha.
Es por ello que, a modo de balance, debemos reconocer que el pro-
ceso político y social que se vivió en este país superó el nivel de protes-
ta masiva o incluso de mera revuelta. Las expresiones registradas en
asambleas, muros, panfletos o vociferaciones fueron más allá de lo
que fue anunciado por los medios de comunicación. Éstos actuaron,
una vez más, al servicio de los intereses burgueses y ocultaron los de-
bates que sí se dieron en torno a cuestiones como el poder, el interna-
cionalismo o el enfoque anticapitalista que debía adoptar dicha lucha.
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A modo de ejemplo, en el mes de abril, el Congreso de la Federación
Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia aprobó una declaración
de principios combativa y eligió una dirección mucho más radical,
donde se comprometía a luchar “por una sociedad igualitaria sin ex-
plotadores ni explotados”. En Bolivia hoy, como en Argentina tras el
“argentinazo”, ya no existe para un gran sector de oprimidos la equi-
vocación de luchar “por la democracia”, sino que son varias las ocasio-
nes en que un volumen importante de la población se manifiesta en
contra de las instituciones democráticas, desprestigiándolas y ponién-
dolas en tela de juicio.
Pero también es obvio que el levantamiento insurreccional de este
país no llegó a cristalizar. Tuvo que ver, como en tantas otras ocasio-
nes, viejos trucos de la clase dominante para enfriar y apaciguar a los
sublevados, entre otras, la formación de un gobierno tecnócrata y de
“unidad nacional”, la represión masiva a activistas (sobre todo aque-
llos que no engrosaron las filas sindicales) y nuevas promesas electo-
rales con el fin de desgastar la movilización. Por otro lado, y sin que
ello suponga menor responsabilidad, la ausencia de una mayor coor-
dinación entre el proletariado boliviano y la falta de un programa re-
volucionario y una táctica común no permitieron que esta lucha se
mantuviera en el tiempo y aunara cada vez mayor fuerza hasta exten-
der la insurrección más allá de las fronteras nacionales.
En fin, toda la historia reciente de Bolivia es la historia de la contra-
dicción entre la enorme capacidad de lucha del proletariado y la de-
bilidad política de sus direcciones, estrategias y objetivos. Los estalli-
dos insurreccionales que se viven en este país no son una excepción,
sino simplemente la expresión más reciente de una oleada de explo-
siones sociales que sacude el continente en los últimos años y que es
el resultado directo de la crisis del sistema capitalista en toda Améri-
ca Latina.
La asunción de cargos presidenciales en manos de líderes izquierdis-
tas, indígenas y populistas, en distintas capitales del continente ame-
ricano, no responde a una mera casualidad. Evidencia un desgaste de
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los partidos de centro y derecha y un apoyo del sector más lúcido de la
burguesía (aquel que salvaguarda los intereses de toda su clase) que
sabe que los Lula, Evo Morales, Kirchner, etcétera, son los mejores
gestores del orden capitalista, quienes mejor asegurarán la paz social
y controlarán las revueltas. De ahí que sea lógico suponer que, una
vez más, el proletariado de Bolivia, como en otros lugares del mundo,
se sentirá engañado por este tipo de gobernantes y se volverá a alzar en
armas, ojalá que con la fuerza, coherencia y claridad de objetivos que
nos debería aportar la experiencia.
BIBLIOGRAFÍA
Artículos en la red
Petras, James: “Bolivia, entre la Colonización y la Revolución”
Martín Fecha, Jorge: “Bolivia: insurrección en La Paz”
Woods, Alan; y Martín Fecha, Jorge: “La Clave de la Revolución Andina”
Montoya, Aníbal: “Bolivia Entre la revolución y la contrarrevolución”
Libros
Colectivo de mujeres “Mujeres creando”: La virgen de los deseos, Tinta Limón
ediciones, Buenos Aires, 2005
Colectivo Situaciones: Mal de altura. Viaje a la Bolivia insurgente. Tinta Limón
ediciones, Buenos Aires, 2005
27
ALBANIA, FEBRERO, 1997
EL DESPLOME DE LA PIRÁMIDE
ANDRÉS ANTEBI
“Es larga la lista de palabras que se están utilizando para definir lo que
ocurre (“los sucesos”) en Albania: y se rehuye la palabra revolución. Ha-
bíamos asegurado que en Europa nunca más habría revoluciones: he
aquí una. Los “insurrectos”, los “sublevados”, que producen el “caos”, la
“anarquía”… son “rebeldes”, “amotinados”. Y saquean (…) Los albane-
ses han estado muchos años sufriendo la opresión de un régimen comu-
nista especial; llegó la democracia de Occidente y les robó los ahorros.
¡Qué razón tienen para el caos contra esos órdenes!”
E. HARO TECGLEN,
El País, sábado 15 de marzo de 1997.
A finales del mes de agosto de 1997, los focos del fulgor mediáti-
co habían dejado ya de iluminar el escenario albanés. En los pe-
riódicos, apenas alguna nota breve recordaba que durante los meses
anteriores, el pequeño país balcánico había vivido una de las insurrec-
ciones populares más virulentas en la segunda mitad del siglo XX.
Para la prensa occidental todo había terminado. Reestablecido el or-
den capitalista, nuevas “catástrofes” tomaban el relevo en las primeras
páginas.
Durante más de tres meses, entre enero y abril, ciudades de hermo-
sos nombres —prácticamente desconocidos en el resto de Europa—
como Valona, Saranda, Fier, Lushnjë, Shkoder, Teplene o Gjirokas-
ter, albergaron en su seno el germen de la revuelta. Con las armas
en la mano, miles de hombres, mujeres y niños, protagonizaron una
entusiasta experiencia insurreccional que derribó al gobierno y puso
en jaque a la llamada “comunidad internacional”.
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FINAL DEL JUEGO
30
Así, Berisha empezó a vender humo. E inundó Albania —ayer y
hoy, el territorio más pobre del continente— de carteles con anuncios
plagados de rubias despampanantes, lujosos coches de alta cilindrada
y paisajes de exóticas playas caribeñas.
La lotería de la especulación financiera sedujo a millones de perso-
nas, a través de decenas de compañías de inversión piramidal, que
prometían ganancias exorbitantes en poco tiempo. El Gobierno, di-
rectamente implicado en dichas empresas —muchas subsidiarias de
Vefa— promovió su difusión. Se desató una espiral de euforia enloque-
cida en la que muchos vendieron lo poco que tenían: ganado, bienes,
tierras o los dineros enviados por familiares emigrados a Grecia e Ita-
lia, con la ilusión de hacerse ricos de la noche a la mañana. Pero la bur-
buja reventó.
En cuestión de semanas, las sociedades piramidales empezaron a
quebrar, una tras otra. Arrasados por un macabro efecto dominó, los
jugadores se quedaron sin nada. En todos los rincones del país, miles
de ahorristas desesperados acudían a las oficinas de las entidades fi-
nancieras a pedir explicaciones. Allí ya no quedaban ni los muebles.
En las calles de las ciudades, en algunos carteles ya viejos, todavía po-
día leerse “Conmigo todos ganan”. Sobrevino la furia. Y en un abrir y
cerrar de ojos, del juego avaro de la especulación acumulativa se pasó
al juego abierto de la revuelta.
¡VIVA VALONA!
31
en otras ciudades, especialmente en el sur del país. La primera movili-
zación destacada por la prensa occidental, el 19 de enero, concentró
a miles de personas en la capital. El Partido Socialista, principal grupo
opositor, trató de capitalizar la cólera y situarse al frente de la protes-
ta antigubernamental, pero muy pronto se vio superado por los acon-
tecimientos.
El 23 de enero, el gobierno notifica la bancarrota de Xhaferi y Po-
pulli, dos de las principales compañías de inversión piramidal, y en
un decreto prohíbe, presionado por el FMI, todas las sociedades que
realicen actividades similares. Ya es tarde. El día 24, más de 2.000
personas asaltan e incendian la casa consistorial en Lushnjë, se regis-
tran graves choques con la policía y Tritan Sehü, presidente del Parti-
do Democrático, es apresado y tomado como rehén. En otras nueve
ciudades del país se suceden las manifestaciones y los apedreamientos
de edificios judiciales, dependencias policiales o sedes ministeriales.
El 30 de enero, el rotativo independiente Koha Jone, cercano a las po-
siciones del PS, publica un manifiesto que proclama:
“Está claro que la cólera del pueblo se dirige contra un Estado que
se ha erigido como juez, luego de haber absuelto a los ladrones.”
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En Valona, pequeña ciudad portuaria del sur, la respuesta al anuncio
gubernamental se da en la calle. Más de 30.000 personas marchan ha-
cia el puerto con la intención de bloquearlo. La policía antidisturbios
carga, disparando contra los manifestantes. Hay dos muertos y más
de cien heridos. Ocho agentes son rodeados, golpeados y desnudados
por grupos de hombres enfurecidos. Huyen corriendo, en ropa inte-
rior, por las callejuelas.
Desde ese episodio Valona empieza a erigirse como capital y sím-
bolo de la rebelión. La movilización está lanzada. El 9 de febrero, la
ciudad vive una noche de terror policial en la que se detiene a las per-
sonas consideradas instigadoras de los disturbios. A la mañana si-
guiente, decenas de miles salen a la calle a reclamar la liberación de sus
compañeros. La sede del PD es pasto de las llamas. La policía vuelve a
disparar con bala: un muerto y más de 80 heridos.
En poblados cercanos como Berat, Teplene y Fier se activa espontá-
neamente un movimiento de solidaridad con Valona y su “guerra de
piedras”. Aunque los portavoces del Frente Democrático llaman a la
calma, un reguero de coches y camiones repletos de jóvenes se despla-
zan hasta la ciudad. Por las calles de Tirana, los gritos de ¡Valona, Valo-
na! retumban en las fachadas.
El 28 de febrero, la revuelta vive un punto de inflexión. Grupos de
operaciones de la SHIK intentan desalojar la Universidad de Valona,
en la que centenares de estudiantes se habían atrincherado e iniciado
una huelga de hambre. La multitud, armada con palos, cuchillos y al-
gunos rifles, bloquea el acceso. Otros grupos se dirigen a la sede de la
policía secreta y la asaltan con granadas incendiarias. Seis policías
mueren en el incendio. Otros son linchados cuando tratan de escapar.
Más tarde, los insurgentes rodean un cuartel del ejército, derriban las
puertas y toman todas las armas que encuentran a su paso. Los solda-
dos no oponen ninguna resistencia. El 1 de marzo son asaltados
otros dos depósitos militares. Pueden verse hombres y mujeres arma-
dos en las calles. Las decisiones se toman a bote pronto, en plazas y
esquinas, en medio de una enorme confusión. Se incautan vehículos
33
y se visitan ciudades cercanas con la intención de extender la lucha.
La mecha prende. El ejército se niega a disparar contra las hordas
y muchos soldados se suman a los insurrectos. En Valona, Saranda y
Delvine, la situación es declarada “fuera de control”. Berisha destituye
a Meksi, su primer ministro, pero la medida no surte ningún efecto.
Se suceden los saqueos en los centros comerciales.
En Saranda, 300 kms. al sur de Tirana, unos diez mil manifestantes
despliegan su furia. La policía desaparece y los insurrectos expropian
cuatrocientos fusiles Kalashnikov en los locales de la SHIK. Luego que-
man las sedes de Justicia y Hacienda y abren la cárcel. Más de un cen-
tenar de presos son liberados. Al caer la tarde, arden las principales su-
cursales bancarias del centro.
En Gjirokaster se intensifica la huelga general, en marcha desde ha-
cía ya días, se incendian las comisarías y las sedes de las empresas esta-
fadoras. No se oye un solo tiro.
Las principales zonas del sur se han levantado en armas contra el Es-
tado. Los sublevados establecen barreras en las rutas principales y tra-
tan de organizarse en los cascos urbanos. Es una revuelta sin líderes,
ni consignas claras —más allá del repetido ¡Abajo Berisha!—, ni una di-
rección concreta. Pero se extiende pueblo a pueblo, ciudad a ciudad,
a más velocidad de lo que nadie podía imaginar.
El 2 de marzo, el gobierno, completamente desbordado, decretó el
toque de queda en todo el país en virtud de “la tentativa de derroca-
miento del orden constitucional, de ataque contra los depósitos de armas,
instalaciones estratégicas y edificios públicos que atentan contra la vida
económica y las libertades individuales”. Nadie podía estar en las calle
entre las 20 horas y las 7 de la mañana. Además, se traza una línea di-
visoria militarizada entre el norte y el sur. Al día siguiente, el Parla-
mento aprueba una anecdótica reelección de Berisha por cinco años
más. En Tirana el repiqueteo de las metralletas es incesante. Se cierran
todas las escuelas, y los precios de los productos básicos aumentan
una media del 30%. Se prohíbe el paso de informadores y observa-
dores occidentales a los territorios no controlados por el régimen. Sin
34
embargo, trasciende que, en Delvine, aviones de combate han dispa-
rado contra los manifestantes.
La prensa occidental, buena parte de la cual había mantenido un
discurso más bien paternalista, del tipo “Esto se veía venir, no es extraño
que protesten con lo que les han robado, pobrecillos…” empieza a cambiar
de tono. Reporteros alemanes e italianos son linchados en la capital.
Los sucesos dan pie a los consabidos “caos”, “destrucción”, “anarquía”,
“bandidos”, “delincuentes”, “locura” y toda esa ristra de conceptos que
se desempolvan siempre que ocurre algo que ponga en peligro el orden
establecido. En las altas esferas internacionales la preocupación es cada
vez mayor.
Pese a la estricta censura informativa, a través de algunas notas, pue-
de intuirse que el clima que se vivía en las áreas sublevadas no era pre-
cisamente un funeral. Así, los editorialistas del diario francés Le Mon-
de, escribían asombrados:
35
Sí sabemos que en Saranda primero y en Valona, días después, se
constituyeron “Comunidades Municipales Autónomas”, los primeros
organismos que, a priori, dotaban de estructuras organizativas a las
ciudades insurrectas. Al parecer, en ellas acabaron por disolverse algu-
nos de los comités de huelga que catalizaron los primeros compases
de la insurrección.
Mucho se ha discutido sobre el papel que esas organizaciones juga-
ron en el desarrollo de los acontecimientos. A mediados de marzo, se
reunieron en Gjirokaster ocho de estos comités para formalizar el
Frente Nacional de Salud Pública. Este declaró su absoluta descon-
fianza hacia el poder y la oposición, exigió la inmediata renuncia del
presidente, el reembolso del dinero y empezó a debatir la posibilidad
de organizar una marcha sobre Tirana.
Sin embargo, las nuevas instituciones pronto fueron copadas por los
sectores más moderados y lideradas por ex generales del antiguo régi-
men o “profesionales de la política” vinculados a los partidos de opo-
sición. En algunos comités llegaron a participar miembros del partido
gubernamental, que se habían desmarcado de su líder.
A través de los comités se reorientaron las demandas populares ha-
cia la celebración de elecciones anticipadas y, llegado el momento, se
negoció la entrega de las armas.
Tampoco está claro hasta que punto las redes mafiosas que opera-
ban en las zonas liberadas del control estatal aprovecharon la situa-
ción. O cuantas “balas perdidas” fueron en realidad sórdidos ajustes de
cuentas.
36
y todos los edificios públicos son incendiados y destruidos. Hay sa-
queos masivos en los comercios. Decenas de barricadas se alzan en el
corazón de la ciudad. La casa consistorial se usa como vivienda de ur-
gencia para las familias que lo necesiten.
El 13 se registran los primeros asaltos en Tirana. Por la tarde, una tur-
ba marcha hasta la prisión y abre las puertas, liberando a 600 detenidos.
La movilización es visible sobre todo en la periferia, dónde se desvali-
jan armerías, panaderías, farmacias, depósitos de butano, de víveres...
La SHIK hace una demostración de fuerza en el centro de la ciudad.
Marca el control del territorio desplegando blindados en la plaza Skan-
deberg y las principales avenidas, como el Bulevar de los Mártires o el
Bulevar de la Nación, donde se hallan el Parlamento y el Palacio Presi-
dencial. Una vez apostados, tiran ráfagas al aire para intimidar.
En la capital, resurgió de forma repentina un movimiento estudian-
til muy activo, que se sumó a la causa de la revuelta. Los universita-
rios boicotearon las clases y casi a diario organizaron manifestaciones
que pretendían dar a conocer la situación en el sur, así como exten-
der las reivindicaciones entre la gente joven.
En esos días, la prensa occidental —rotativos italianos a la cabeza—,
empieza a agitar el fantasma de la falta de seguridad en las fronteras y
vaticina un éxodo masivo de refugiados, remitiéndose a episodios re-
cientes, como la estampida de 1991, llevada al cine por Gianni Ame-
lio en la cruda y bella Lamerica. No lo hubo. El gobierno italiano
reacciona “cerrando las fronteras” (como si alguna vez hubiesen esta-
do abiertas a los albaneses) y, en bloque, los países occidentales orde-
nan la inmediata evacuación de sus ciudadanos del territorio. Un
batallón de marines toma posiciones junto a la embajada de Estados
Unidos y se instala un puente aéreo entre unidades de la marina ital-
iana y el puerto de Durres. La UE envía a Tirana a Vranitzky, ex can-
ciller austríaco, a mediar en el conflicto. Éste presiona a Berisha, que
acepta establecer conversaciones con la oposición.
La definitiva pérdida de Gjirokaster —un bastión militar de
primer orden—, tras duros combates en el aeropuerto, lleva a
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Berisha a negociar una salida. Se firma un acuerdo con el Partido
Socialista que prevé la formación de un gobierno de conciliación, la
planificación de nuevas elecciones y la amnistía para todos los parti-
cipantes en el movimiento insurreccional.
LA INTERVENCIÓN INTERNACIONAL
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El 20 de marzo, tropas de elite italianas desembarcan en una playa
próxima a Durres. En los días posteriores llegarían nuevos contingen-
tes. En total, hasta 6.000 soldados, con la misión específica de prote-
ger los puertos de Durres y Valona, el aeropuerto de Tirana y las prin-
cipales vías de comunicación.
A la vez, el gobierno lanzó una campaña a gran escala para volver a
reclutar fuerzas policiales, ofreciendo sueldos que multiplicaban por
tres los que se cobraban hasta entonces.
El 28 de marzo, la armada italiana ataca “por error” un barco lleno
de emigrantes albaneses. Mueren 87. El episodio enciende un nuevo
foco de disputa contra el Estado italiano y el debate insurreccional
empieza a quedar en segundo plano.
La operación Alba —así bautizada por la OCDE— va viento en po-
pa. El Comité de Salud Pública de Valona, reunido con representantes
de la fuerza internacional avisa de que “los extranjeros no serán bien
recibidos si intentan venir a por nuestras armas”. Pero la estrategia de
pacificación va por otros derroteros. Docenas de grupos de soldados,
armados hasta los dientes, pasean por el país, observando el espectáculo
de la miseria, cámara en mano. Mientras cientos de personas se arremo-
linan alrededor de los camiones cargados de alimentos, ellos fotogra-
fían. No en vano, en muchos lugares se conoce a los miembros de estas
fuerzas multinacionales de intervención como “turistas armados”.
El representante de turno de la OCDE, resumía en tres frases las
cuestiones de fondo del asunto:
39
líderes del Partido Socialista. Las elecciones se convocaron finalmente
para el 29 de junio. Poco a poco, en episodios no faltos de altercados,
las armas fueron depositándose de nuevo en los cuarteles. El dinero ro-
bado nunca fue devuelto. Pero los ríos volvieron a sus estrechos cau-
ces.
En la prensa occidental, las noticias sobre Albania fueron diluyén-
dose. Sin embargo, en esos días circularon decenas de fotografías, más
elocuentes que sus previsibles textos. En una de ellas, la sonrisa amar-
ga de un hombre mayor ante la empleada de la caja de un banco, deja
en el aire un sinfín de preguntas que no tienen respuesta. Tal vez esas
revueltas aisladas, una vez sofocadas, contribuyan a profundizar la
opresión que sufren más los que menos tienen. O tal vez sirvan para
expandir gérmenes de agitación que florecen tiempo después, en lu-
gares imprevistos.
BIBLIOGRAFÍA
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SULEMANIA, IRAQ, 1991
LA DESOBEDIENCIA A LA PATRIA
41
en la maldita guerra contra Irán. La vida en el seno del ejército y en
las trincheras del sur era terrible: austeridad, obediencia, miedo. A
principios de 1981, el ejército iraní lanzó una contraofensiva y tomó
la región de Ahwaz, produciéndose una deserción masiva en “nuestro”
bando.
Pensé en escaparme yo también, pero no tuve oportunidad o, más
bien, no sabía a dónde ir. Me encontraba muy lejos de mi casa que,
además, si desertaba, estaría vigilada.
Poco después conocí a un grupo de reclutas que me habló de la re-
gión de los pantanos, no muy lejos de donde estábamos, en el sur del
país. Un lugar de difícil acceso, configurado por ciénagas, que duran-
te siglos había servido de refugio a los prófugos de la ley. Meses antes
de la guerra contra Irán, un buen puñado de hombres se refugió en
aquellas planicies, huyendo de la represión por su labor agitadora, por
haber repudiado la alianza entre el Partido Comunista iraquí o por-
que, simplemente, habían rechazado el trabajo obligatorio en las or-
ganizaciones del partido Baas. A raíz del conflicto bélico, el número
de pobladores de los pantanos aumentó considerablemente debido a
los desertores que fueron llegando y que, en ocasiones, se reunían allí
con sus familias.
En 1982, en algunas regiones de Iraq, se produjo una desobedien-
cia a todas las consignas de movilización patriótica, además de nume-
rosas derrotas del ejército. En ese marco, en el que movimiento de de-
serción aumentó muchísimo, varios compañeros y yo nos escapamos
y nos refugiamos en la región de los pantanos.
La alegría nos inundaba, al pasar por los pueblos próximos a las pla-
nicies de lodo la gente se nos acercaba, nos indicaba el camino y nos
ofrecía agua y víveres. Pronto encontramos refugio con otros deserto-
res y dimos cobijo a grupos nuevos que iban llegando.
Los ataques más duros los sufrimos en “nuestro” ejército, concreta-
mente en 1983, cuando miles de rebeldes armados, diseminados por
las ciénagas y las poblaciones que las rodeaban, habíamos conseguido
42
cierta organización y la centralización de buena parte del equipamien-
to militar. Primero el Gobierno obligó a los lugareños a abandonar las
poblaciones y movilizarse en defensa de la patria. Dinamitó las casas
de los que se habían quedado y ejecutó a los que ayudaban a los “fuera
de la ley”. Lo terrible de aquella ofensiva, lo que la diferenció de las
anteriores, fueron los bombardeados con armas químicas. Ese año, el
partido Baas lanzó un ataque feroz a toda la resistencia antiguberna-
mental. También a la disidencia que tenía en el seno del ejército, ase-
sinando a todo un regimiento de mil soldados. Fue entonces, influen-
ciado por la labor de agitación de varios grupos revolucionarios,
cuando comprendí la contradicción real entre la burguesía y el prole-
tariado, entre la clase que nos explotaba y enviaba a la guerra, y la
clase que trataba de unificarse y organizarse para resistir y acabar con
su explotación salarial. Estos grupos, muy activos por aquel entonces,
llamaban a la deserción general, la autoorganización, la autodefensa y
la lucha internacionalista contra los dos ejércitos, ejecutando a cono-
cidos miembros del partido Baas y realizando sabotajes en vías férreas,
convoyes y sedes de organismos gubernamentales, así como ataques a
depósitos de municiones, en territorios controlados por el ejército ira-
quí. Mientras, en los pantanos y otras zonas en las que predominaban
los desertores, seguían y se intensificaban los bombardeos con el be-
neplácito del ejército iraní, estacionado a pocos kilómetros. La situa-
ción se volvió insostenible, hubo miles de víctimas y una trágica dis-
persión de muchos de nosotros.
43
convencimiento o por acceder a la autorización de visitas, a desplaza-
mientos por el territorio, la sanidad y los alimentos que eso te daba.
Un buen número permaneció escondido en las ciénagas o en zonas
rurales cercanas a ellas y otros decidimos desplazarnos hacia el norte,
en pequeños grupos. Algunos se detuvieron en ciudades como Baso-
ra o Bagdad, pero otros llegamos hasta la región del Kurdistán. Allí,
los nacionalistas kurdos nos propusieron trabajar en el Frente Demo-
crático iraquí, junto a la Dawa islamista, el Partido Comunista iraquí
y otras fuerzas de la oposición. Supongo que algunos habrán acepta-
do pero otros teníamos claro que estas fuerzas no eran hermanas. Su-
pimos, además, que miembros del UPK entregaron desertores a los
baasistas a cambio de algunas concesiones en sus miserables negocia-
ciones.
En 1984, finalmente pude llegar a mi ciudad natal y vivir semiclan-
destinamente, con cierta tranquilidad, gracias al apoyo de mi gente
querida y de pequeñas estructuras de militantes. Dos años después,
tras cierta calma social, la desobediencia proletaria volvió a resurgir,
esta vez en el centro del país. Diferentes grupos de desertores y nú-
cleos revolucionarios realizaron operaciones de sabotaje contra guar-
dianes y símbolos del Estado.
En Sulemania la situación era otra, pero mis camaradas de militan-
cia y yo leíamos con interés los periódicos oficiales que a diario relata-
ban el encarcelamiento y las ejecuciones de “traidores”, “ladrones”,
“bandidos” y “traficantes”, sabiendo que se trataba de nuestros com-
pañeros de clase.
A fines de 1989, en el marco de las protestas masivas contra el go-
bierno y contra la guerra, una compañera y yo viajamos a Bagdad pa-
ra intentar contactar con alguno de los grupos que estaba protago-
nizando aquella rebelión. Leímos panfletos de Vanguardia Obrera y
Revolución Permanente y otros que, simplemente, estaban firmadas
por “proletario”, “pueblo explotado” o “revolucionarios”, pero no cono-
cimos a ningún militante de estas agrupaciones. Sin embargo, con el
44
grupo “Autonomía de Combate” llegamos a estrechar algunos víncu-
los. Establecimos ciertos criterios de ayuda mutua, intercambio de in-
formaciones, cura de heridos, métodos de desplazamiento. Nos dije-
ron que en Nassiria, Basora, Diwanya y otras ciudades había otros
grupos interesantes, pero no pudimos ir a averiguarlo. Lo que sí co-
nocimos, en el viaje de vuelta, fue una estructura disidente muy acti-
va que se había desarrollado en torno a un par de oficiales desertores
y a un puñado de soldados que los habían seguido.
Por aquel entonces, la guerra de Irán-Iraq llegaba a su fin, la po-
blación sufría todo tipo de problemas para la subsistencia y la ame-
naza de que si colaboraba con los “saboteadores” sería ejecutada. Al-
deas enteras fueron destruidas por esa razón.
En 1990 volví a tener noticias de mis compañeros de los pantanos.
El número de refugiados había vuelto a crecer y tendía a estructurarse
en un contra-ejército proletario, pero nuevamente fue masacrado. Los
medios de comunicación de la burguesía internacional dijeron que
había sido aplastado un movimiento shiíta en el sur del país. ¡Cómo
iban a ser islamistas, si el propio Partido Dawa, como las otras fuerzas
de oposición, siempre trataron a los refugiados de los pantanos como
una “masa sin principios, anarquistas, ateos y saboteadores que beben
whisky y hacen el amor en los lugares sagrados”! Decir que se aplas-
taba a los shiitas era una falsificación tan grande, como cuando aquí
en el norte solo se menciona el nacionalismo kurdo, obviando la lu-
cha proletaria contra todo estado, sea iraquí, kurdo o turco.
45
la reducción de la cantidad de comida en las cantinas, la disminución
salarial y el aumento del tiempo de trabajo, los retrasos en el pago de
salarios, el reclutamiento forzoso. Trabajadores municipales, de la cons-
trucción, operarios de los mosaicos, el plástico, el yeso, el tejido, los de
obras públicas, del transporte, de la electricidad, del azufre y de la
energía nuclear realizaron manifestaciones, huelgas, ocupaciones, ex-
propiaciones e incendios de fábricas y de diversos símbolos del capi-
talismo en Basora, Arbil, Masul, Tuzkurmato, Tikrit, Kirkuk, Bagdad
y, por fin, en Sulemania. Allí, miles de mujeres protagonizaron mani-
festaciones contra la guerra inminente, unas trescientas fueron dete-
nidas y luego ejecutadas por la Guardia Republicana.
Cuando se produjo el enfrentamiento armado contra los aliados, la
deserción se volvió masiva y quedó demostrado que se había estado
preparando desde meses antes. Por todas partes circulaban soldados
que escapaban a sus mandos, utilizando todo tipo de triquiñuelas,
como falsos salvoconductos o vistiéndose de civiles, gracias a la ayuda
de la gente de las ciudades por las que pasan, que también les dan ali-
mentos y cobijo.2 Los desertores, al mismo tiempo que luchábamos
por nuestra supervivencia atacando la propiedad privada, atacábamos
a nuestros enemigos de siempre, a nuestro propio Estado. A muchos
los detuvieron y a los que ya estaban apresados, de la anterior guerra,
los enviaron a la primera línea de combate. Las trincheras fueron pri-
mero sus celdas y luego sus tumbas. No pudieron avanzar para con-
vertirse en prisioneros del lado de la Coalición, porque el terreno que
los separaba de ésta estaba totalmente minado. Tampoco tuvieron
oportunidad de retroceder, porque cuando lo hacían la Guardia Re-
publicana de Saddam Hussein les disparaba. La gran mayoría de las
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fuerzas del frente del suroeste esperó así, aprisionada en las trincheras,
sin agua y sin qué comer, que los tanques y los bulldozers de los Alia-
dos los enterrasen.
Durante todo el mes de febrero de 1991, al mismo tiempo que los
bombardeos de la Coalición se intensificaban, algunas radios y los de-
sertores que iban llegando del sur traían informaciones acerca de las
insurrecciones en Kut, Ammara, Nassiriya, Samawa, Hella y Bassora,
donde unidades enteras del ejército se rebelaron apoderándose de ar-
mas y tanques.
Frente a tales informaciones, en Sulemania los jefes de los clanes
hacen un llamamiento general a la calma, diciendo que toda acción
insurreccional implicará la llegada de la Guardia Republicana y, por
lo tanto, la masacre. El 5 de marzo se reúnen con los líderes del parti-
do Baas, se planifica la contra-insurrección y se da carta blanca para
reprimir a toda persona implicada en el levantamiento. Pero nada im-
pide que en los diferentes barrios muchos se preparen y se armen.
Más aún, ya antes de la lucha abierta, un conjunto de militantes agru-
pados en la “Liga del levantamiento insurreccional” llama a la crea-
ción de shoras en barrios y fábricas. La palabra shora, que significa
consejo o soviet, es de origen iraní y hace referencia a la lucha que hu-
bo en Irán en 1978 y 1979.
Se constituye un eficaz comité insurreccional, compuesto por orga-
nizaciones y militantes independientes, que planifica el estallido si-
multáneo de la revuelta en 53 puntos neurálgicos de Sulemania, que
luego serán la base de la constitución de los shoras.
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insurrectos, pero también sabíamos que a muchos les faltaban armas.
Nuestra organización, germen de lo que poco después sería el Grupo
de Acción Comunista, saldría con un lanzagranadas y una docena de
pistolas, pero otros destacamentos apenas irían a la lucha con un par
de rifles. Por eso, los revolucionarios sabíamos que lo primero que de-
bíamos hacer era conseguir fusiles para repartirlos entre nuestros her-
manos de clase. Tiempo atrás habíamos estudiado cómo atacar las
casas de los jefes de los clanes para hacernos con los depósitos de ar-
mamento. Así que el 7 de marzo, a las 7 de la mañana, salimos deci-
didos hacia una de ellas y disparamos con el mortero hasta reducir la
resistencia y saquear un almacén repleto de armas. Tras esa conquista
nos dirigimos al popular barrio de Tooy Malik gritando “¡Destruye la
institución del miedo! ¡Levántate y combate!” y repartiendo fusiles
entre los proletarios dispuestos a luchar. Atacamos la sede del Partido
Baasista hasta que quedó destruida y uno de nosotros exclamó: “¡La
única alternativa al régimen baasista son los shoras! ¡Todo el poder a
los shoras!”
Las manifestaciones se extendían cada vez más y los combates se in-
tensificaban en la plaza central de la ciudad, como lo denotaba el hu-
mo que se veía salir de allí. Una multitud se unió a nosotros y juntos
fuimos a la calle principal de Tooy Malik para tomar la cárcel. En po-
cos minutos logramos que la guardia se rindiera, rompimos las puer-
tas y cerrojos de la prisión y todos los presos fueron liberados. Hasta
los muros fueron demolidos.
Después nos encontramos con decenas de militantes del grupo
Perspectiva Comunista3 que portaban pancartas que pedían “¡El dere-
cho de los habitantes de los pueblos a volver a sus casas!” y la “¡Igual-
dad de derechos para hombres y mujeres!” Venían de la estación poli-
48
cial de Azadi, donde habían logrado apoderarse de pistolas y balas sin
necesidad de disparar un solo tiro, a cambio de no matar a los agentes
que se habían rendido. Nos unimos a ellos y atacamos la jefatura cen-
tral de policía. Recuerdo que la persona más combativa del distrito
fue una adolescente vestida de negro, que en todos los combates esta-
ba en primera línea y que constantemente nos levantaba la moral.
Tras liquidar y aceptar la rendición de varios agentes, fue capturado
el sargento Shannall, un odiado personaje por ser el responsable de la
muerte de mucha gente. Su cabeza fue reventada a palos, se le corta-
ron las manos y las piernas y su cuerpo fue colgado en un semáforo
frente a la comisaría.
Tras ese combate nos dispersamos, unos se dirigieron a otros barrios
gritando “¡Levántate, pueblo revolucionario y únete a los shoras!” y
otros se encargaron de llevar los heridos a los hospitales de campaña
que habíamos preparado entre varios grupos.
LA NOCHE
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nos quedamos discutiendo, organizando, cantando y riendo. Con-
tábamos lo vivido en aquella gloriosa jornada. En uno de los corrillos
que se habían formado escuché el siguiente testimonio:
“Una semana antes del levantamiento sentía que algo iba a pasar, el
pueblo no aguantaba más. El problema principal era la falta de armas
y para ello contactamos con las principales fuerzas nacionalistas, el
PUK y el KDP, pero nos tuvieron en cuenta y al fin no nos dieron
nada. Así que hoy, ocho camaradas y yo recorrimos el barrio de Ha-
wara, llamando a la gente a que saliese a la calle y se uniese a la insu-
rrección. Cientos de jóvenes, mujeres y niños nos seguían, pero solo
teníamos dos fusiles. Así que fuimos a las casas de dos colaboradores
de la guerrilla kurda y obtuvimos algunas armas gracias a la presión
que ejercimos sobre ellos. No fueron atacados porque pertenecían al
Frente Kurdo y nos dijeron que estaban esperando que les llamaran
por radio para actuar”.
En otra pequeña reunión, en la que ya había varios durmiendo, un
militante contaba:
“Me enteré de la preparación de la acción insurreccional sólo dos
días antes, cuando un compañero revolucionario me dio varias con-
signas precisas: que el 7 a las 8 de la mañana debía ir a tal esquina ar-
mada con lo que pudiera. Cuando llegué a la concentración éramos
sólo siete. En ese momento pensé que no podíamos ganar. Luego
supe que la mayoría del Comité propuso la insurrección, pensando
también que no se podía triunfar, pero que de todas formas sería un
paso importante en la lucha y la autonomía del proletariado. Al rato
aparecieron dos compañeras de Rawti (Perspectiva Comunista) repar-
tiendo granadas y animando a agruparse para la insurrección. Todos
juntos recorrimos las calles cercanas a esa esquina llamando a la lucha,
logrando reunir en un poco tiempo a unas cincuenta personas. En ese
momento se cruzaron dos peshmergas (guerrilleros kurdos) bien ar-
mados y les gritamos para que se plegasen al movimiento, pero no lo
hicieron. A pesar de ser un pequeño grupo, en total inferioridad con
50
respecto al armamento, atacamos el cuartel del barrio. Estaba muy
bien protegido. Fuimos rechazados y luego perseguidos. El compañe-
ro Kassab, militante de Perspectiva Comunista, murió en ese ataque.
Nos dispersamos de forma desordenada, corríamos como podíamos.
El enemigo nos perseguía y nos fue rodeando hasta que llegamos al
gran bulevar. Ahí la sorpresa fue enorme, constatamos que la insu-
rrección iba ganando terreno y quienes reculaban eran los baasistas”.
La revuelta no estaba siendo nada fácil, pero se habían acumulado
importantes victorias y despejado algunas dudas: ni los peshmergas ni
otras fuerzas nacionalistas kurdas habían participado, al menos como
tales, en la preparación de la insurrección y en los combates. Tampoco
habían acudido a la asamblea. Sin embargo, en las calles, se seguían
escuchando las consignas habituales de los nacionalistas: “¡Fuera las
fuerzas de ocupación del Kurdistán!” y “¡Viva la autodeterminación
de la nación kurda!”
51
fortaleza llena de calabozos y horcas. Tras más de dos horas de bata-
lla, supimos que la toma de la sede del Estado Mayor de la seguridad
no sería fácil. Las fuerzas baasistas eran conscientes de que a ellos, tor-
turadores y represores, no se les perdonaría, así que estaban dispues-
tas a morir combatiendo. Estaban armados hasta los dientes y espera-
ban la llegada de refuerzos prometida desde Bagdad5. Debido a esos
factores y a la carencia de un plan de ataque centralizado, sufrimos un
enorme número de bajas en nuestras filas. Muchas, producto de nues-
tros propios disparos, del fuego cruzado. Otras, porque los soldados
tiraban armas desde las ventanas y algunos proletarios desarmados
iban a buscarlas, siendo un blanco fácil.
Finalmente, tras varios ataques y repliegues y la llegada de nuevos
compañeros, pudimos entrar en la fortaleza por varios boquetes que
habíamos abierto. Poco después, la rendición del enemigo era total.
Dejamos salir a los niños y a las mujeres que no fueron reconocidas
por su participación en torturas o ejecución de presos. El edificio cen-
tral, las residencias castrenses y los barracones fueron tomados palmo
a palmo. Los soldados sobrevivientes fueron sacados uno a uno, juz-
gados y, en su mayoría, ejecutados. Más de medio millar de militares
y familiares cómplices fueron fusilados. Mi compañera y yo, así como
otros colegas de la organización, nos dedicamos a buscar todas las ar-
mas que había para distribuirlas. Contemplamos con rabia las celdas,
los lugares de tortura y ejecución y una gran sala con cabinas en el in-
terior, en las que había fotos de mujeres desnudas y ropa interior fe-
menina. Era el famoso lugar donde ellos se divertían con las mujeres
de los prisioneros.
Antes de que llegara la noche, con mi pequeño grupo me dirigí a la
escuela Awat. En el camino, justamente cuando uno de nosotros esta-
ba escribiendo en un muro: “¡Sólo armados podremos defender los
52
shoras!”, nos topamos con un grupo de soldados que acababan de de-
sertar. En realidad primero habían intentado cercar la ciudad pero,
ante la actitud combativa y confraternizadora de un puñado de pro-
letarios, se habían rendido sin oponer resistencia. Ahora, esos mis-
mos compañeros los llevaban hacia la escuela para que vieran que
nadie les haría nada y perdieran el miedo. Una de las mujeres que en-
cabezaba el grupo al entrar en el shora ordenó que se los alimentase
porque eran hijos del pueblo, y aclaró que al desobedecer las órdenes
del gobierno nos estaban protegiendo. Numerosos policías y guar-
dias de seguridad siguieron el ejemplo de los soldados, pero como
muchos no eran de fiar delimitamos una prisión en el interior de la
escuela.
El shora de la escuela Awat era, sin duda, el centro neurálgico de la
insurrección. Al finalizar el día había reuniones y debates que acaba-
ban muy tarde. Aquella noche una fracción de la asamblea que porta-
ba una pancarta pidiendo: “Pan, Trabajo, Libertad y República De-
mocrática” insistió en asegurar la libertad política incondicional para
todas las organizaciones, el derecho de huelga, la igualdad en los sa-
larios, la seguridad social, la separación de la religión y el Estado, la
libertad de religión y el respeto de los derechos de las mujeres. Al-
guien dijo que, en la contienda, habían participado de nuestro lado
más de treinta mil combatientes. Quizá exageró, pero lo real es que el
movimiento seguía creciendo y se seguía uniendo mucha gente arma-
da que pedía instrucciones. Por último se acordó que nuestras accio-
nes tenían que ser llevadas adelante en el marco de los shoras y traba-
jar bajo el nombre de comités de tal barrio. Justamente, el shora de
Tooy Malik causó la sorpresa de la noche al aparecer con unos dos-
cientos peshmergas, el 7º batallón del PUK, que estaba estacionado
en los bosques de Baroo. Uno de los componentes del shora de Tooy
Malik explicó que los guerrilleros kurdos, los primeros que llegaban a
Sulemania con una misión oficial, pensaban que ellos eran la organi-
zación ciudadana del Frente Kurdo. Los de Tooy Malik, desde el pri-
53
mer momento, les habían aclarado que formaban parte de los comités
de los revolucionarios y del pueblo explotado y que no pertenecían a
ningún partido, grupo u organización, les remarcaron que sus exigen-
cias eran las que el pueblo pedía, insistiéndoles que querían perma-
necer independientes. Los peshmergas no acaban de entender o creer
lo que escuchaban.
Nosotros, los militantes comunistas, no supimos ver el peligro que
significaba la entrada en escena de la fuerza armada nacionalista.6 Al
día siguiente, cientos de militantes y soldados del Frente Kurdo ba-
jaron a la ciudad, alegrando a mucha gente que veía en ellos la
fuerza necesaria para aplastar a las tropas del partido Baas. Sin em-
bargo, a partir de ahí se empezó a discutir en la calle sobre qué frac-
ción era más efectiva en la contienda, si la nacionalista o la comu-
nista. También había distintas versiones sobre la importancia del
papel desarrollado por tal o cual grupo. A mí, particularmente, no
me interesaba cuantificar si había sido más decisivo garantizar hos-
pitales de campaña para heridos que el reparto de granadas y muni-
ciones realizado por Perpectiva Comunista en varias esquinas de la
ciudad, o si en realidad lo importante fue la expropiación de los de-
pósitos de armas de la casa de los jefes de los clanes. Lo que impor-
taba y debe quedar claro es que, sin la acción conspirativa de los nú-
cleos revolucionarios, la insurrección no se hubiera dado, al menos
con resultados tan positivos.
54
DESORIENTACIÓN Y AISLAMIENTO
55
Además de las noticias de los bombardeos, estaban demasiado frescas
las masacres de años atrás en Halabya y Budennan, las Hiroshimas del
Kurdistán. Las armas químicas que les habían facilitado en el pasado
los propios Estados Unidos habían hecho estragos. Ante esta situa-
ción mucha gente se empezó a refugiar en las montañas. El Frente
Kurdo declaró que nadie debía interponerse frente a quien tomara sus
pertenencias y abandonara la ciudad con su familia. Las organizacio-
nes revolucionarias no sabíamos qué hacer. La insurrección no había
llegado a extenderse por todo Iraq; en Oriente Medio nuestros her-
manos de clase apenas hacían gestos de rebelión y en el resto del
mundo, el proletariado se limitaba a hacer algunas manifestaciones
contra la Guerra del Golfo sin hacerse eco de nuestra lucha. La pren-
sa internacional se limitó a analizar la revuelta como una disputa en-
tre los nacionalistas kurdos, ninguneando nuestro combate por el
cambio social.7 Casi nadie comprendió que la causa primera del fin de
la guerra fue el derrotismo revolucionario del proletariado en Iraq.8
7. “Radio Kurdistán Libre anunció hace tres días que se dan los últimos reto-
ques a la proclamación de un Estatuto kurdo, un programa político mínimo
unificado acordado por las organizaciones combatientes, con la autodetermi-
nación de Kurdistán como eje básico. La creación de Radio Kurdistán Libre fue
decidida en una reunión interkurda celebrada hace tres días en la capital siria,
Damasco, por acuerdo de las principales organizaciones guerrilleras y políticas
de Kurdistán. La aplicación del Estatuto será efectiva, según la emisora, en Mo-
sul, Arbil, Kirkuk, Sulemania y Zakho, las principales ciudades kurdas donde
ya funcionan comités de seguridad y de abastecimiento plenamente kurdos. Por
primera vez desde 1946, las tres franjas roja, verde y amarilla de una bandera
kurda de 70 por 50 metros ondean sujetas a un enorme dirigible avistable sobre
el territorio del Kurdistán iraqí. Los peshmergas, combatientes kurdos, con-
trolan ya la mayor parte de estas tierras según fuentes kurdas”. “Guerra del
Golfo. Insurrección Kurda”, El País, 21-03-1991.
8. La Coalición fue más cuidadosa con los bombardeos de lo que se piensa.
Bombardeó la masa de fugados y desertores en la frontera de Iraq y Kuwait y
las zonas insurrectas del Sur. Además, los famosos enfrentamientos entre los
56
Sin soldados obedientes no podía haber defensa de la patria, pero lo
que sucedió aquí sólo lo supimos los de aquí. Ante tal aislamiento, la
desorientación se apoderó de nosotros y cada uno tiró por su lado. Al-
gunos marcharon y otros nos quedamos.
El 3 de abril Sulemania fue duramente bombardeada con armas de
artillería. Apenas pudimos responder. Tras el ataque nos tuvimos que
replegar. Los proletarios estábamos más confundidos y la burguesía
cada vez tenía las cosas más claras. Los Aliados comprendieron que
Saddam Hussein seguía siendo el garante necesario para el manteni-
miento del orden en la región9 y éste que los nacionalistas kurdos,
comparados con los insurrectos, eran enemigos menores con los que
se podía negociar.10
57
No dejaba de venir a mi memoria la exaltada sentencia de un com-
pañero en una reunión del shora del barrio de Akud, sobre el rol de
las fuerzas patrióticas kurdas. Recuerdo que nos preguntó: “¿El Frente
Kurdo y los Nacionalistas no tendrán intereses comunes con el par-
tido Baasista? Si no fuese así ¿cómo explicar que el Frente Kurdo,
cuando atacamos el cuartel general de la policía, parecía compartir los
dolores de éstos y decía ‘cálmense, de todas maneras ya los tienen cer-
cados’. ¿Cómo explicar que el Frente Kurdo asesine a soldados pero
llame a respetar la vida de los miembros de la policía secreta? ¿Y cómo
explicar que al día siguiente del ataque del Cuartel General, hubiese
policías nuevamente armados en el techo de dicho edificio? Todos no-
sotros hemos visto como los peshmergas devolvieron los tanques y la
artillería a las fuerzas gubernamentales. ¿No significa todo esto que el
Frente Kurdo protege al Estado y al régimen Baasista? La respuesta es
sí y tenemos que reconocer que ellos son enemigos del pueblo”.
El 26 de abril de 1991, mi compañera y yo, junto a otros insurrec-
tos, nos escondimos en un lugar recóndito de las montañas. Hasta fi-
nes de junio nos negamos a entrar en uno de los campos de refugia-
dos organizados por la ONU, controlados, en realidad, por el Frente
Kurdo. Debido a las pésimas condiciones de subsistencia y a la des-
moralización que nos provocó que, durante la campaña de Naciones
Unidas que proponía: “cambia tu fusil por comida”, otros pequeños
grupos de desertores decidieran entregar sus armas, finalmente deci-
dimos entrar en uno de aquellos infames campamentos. La última ex-
presión de aquella lucha proletaria fue el atentado fallido a Madame
Mitterrand, que con sus campañas humanitarias fue una de las respon-
sable visibles del desarme de los insurrectos de las montañas del Kur-
distán.
triótica del Kurdistán (UPK), que aseguró que por “respeto nacional”, durante
la guerra se abstuvieron de toda acción que pudiera desestabilizar al Estado.
58
ANEXO
59
tro público donde gritaron y lanzaron consignas insultantes como:
‘Desarma tu propia burguesía capitalista, uds. son incapaces, solo los
trabajadores podrán construir un nuevo mundo’(...). Atacaron al FK
afirmando que eran reaccionarios y que había un abismo entre estos
y los shoras de los trabajadores (...). Al final de la asamblea, el FK or-
ganizó una gran manifestación contra los shoras que dirigió hacia la
escuela Awat, cruzando Tooy Malik, donde gritaban: ‘el FK es la ca-
beza de las masas, los shoras solo sirven para sembrar el desorden
(...).’
Desde el viejo Penjwen (vieja ciudad destruida por los Baasistas
(4 de Junio de 1991)”
60
tes, protegieron y armaron a los patrones y difundieron a través de los
órganos de información que las reivindicaciones obreras eran hechas
por anarquistas y profesionales del desorden. Este antagonismo entre
las fuerzas nacionalistas y los shoras obreros determinó el clima políti-
co en el Kurdistán.
Las perspectivas sociales y políticas de hoy en día, luego de la recon-
quista de las ciudades por parte del régimen bárbaro Baasista, son,
más que nunca, las mismas de antes: hambruna, miseria, pobreza, de-
socupación para los obreros. Sin embargo, la insatisfacción explosiva
que existía ya antes del sublevamiento, continuará impulsando la ba-
talla contra este mundo y trayendo la memoria de la rebelión.
La contraofensiva militar del régimen, la alianza entre los naciona-
listas kurdos y el gobierno central no podrá borrarse de la memoria y
de la actividad de los obreros.
(...)
No haber tenido una política y una crítica práctica internacionalista
comunista en la evaluación y análisis de la guerra del Golfo como una
guerra imperialista contra el proletariado mundial, muestra la falta de
posición en relación a este aspecto, es decir, la falta de crítica de la
práctica, de la política y de estrategia de la burguesía de oposición
frente a los sucesos sociales y políticos en Iraq... Esta ausencia de aná-
lisis y de perspectiva internacionalista práctica es evidente para aque-
llos que han leído nuestras orientaciones y llamamientos durante el
año pasado con respecto a los últimos sucesos. No pudimos mostrar
las conexiones entre estas oposiciones burguesas (nacionalistas kur-
dos, árabes, shiítas...) y las fuerzas del imperialismo mundial, y esto
sobre todo en la práctica (...). Es cierto que desde siempre hemos de-
finido a los nacionalistas y a los shíitas como dos movimientos socia-
les burgueses, pero en la práctica no hemos respetado este análisis con
las consecuencias que implicaba. La consecuencia práctica de nuestro
análisis residía en la acción contra las personificaciones de estas fuer-
zas burguesas y su estrategia imperialista mundial. Evaluamos mal las
61
posibilidades y las fuerzas reales de los nacionalistas kurdos y árabes
para imponerse a los proletarios”.
Extracto del número 2 del periódico “Visiones obreras” órgano del CAG
(Grupo de Acción Comunista).
“El proletariado tiene que diferenciarse del nacionalismo y de los
partidos de Dios. El socialismo proletario no podrá sobrevivir si no
realiza esta separación. No puede subsistir sin una poderosa organiza-
ción autónoma que pueda efectivamente tomar a su cargo las tareas
del proletariado y de la masa explotada en general. Los proletarios y
las masas explotadas, en su lucha diaria, tienen que expresar su auto-
nomía, tienen que mostrar a todo el mundo que tienen su propio mo-
vimiento social, una perspectiva social diferente y que no son los se-
guidores del capital y de su mercado libre. Ellos no están ligados a
ninguna estrategia americana (el “Nuevo Orden Mundial”), a ningu-
na alternativa nacionalista árabe o kurda, o a otro partido de Dios.
(...)
Si nos dicen que nuestra unidad y nuestros intereses son inapro-
piados y sirven a los intereses del poder baasista, la respuesta del
proletariado socialista será clara: no queremos sacrificarnos por los
antagonismos interburgueses. Los proletarios, manteniendo la con-
traposición con el bloqueo económico, exigimos aumentos de sala-
rios para los que contribuyen a la producción. Los proletarios tienen
que combatir la presión de las fuerzas de la policía imperialista de las
Naciones Unidas en el Kurdistán y en el Sur, dado que estas fuerzas
no solamente no ayudan al pueblo, sino que al contrario, ponen en
práctica las políticas capitalistas de destrucción de las fuerzas revolu-
cionarias. No puede haber dudas acerca del hecho de que las luchas
obreras actuales, a través del mundo y particularmente en Iraq, han
demostrado que el proletariado no puede obtener nada cuando se en-
cuentra dividido. Es por ello que tenemos que luchar codo a codo,
mostrar nuestra solidaridad y combatir para hacer asambleas gene-
62
rales, para organizar un movimiento centralizado que pueda darle la
fuerza a los proletarios de ‘emerger en la escena mundial’ como clase
verdaderamente activa”.
63
MARRUECOS, 1990-1991
65
política y religiosa en su condición de amir al-muiminin, de Comen-
dador de los Creyentes, máxima autoridad espiritual a la que se le po-
día ofrecer una obediencia puramente simbólica que no conllevaba
necesariamente el acatamiento de sus decretos1.
El resultado de esas y otras circunstancias que caracterizaron el sul-
tanato precolonial fue una suerte de estado de inestabilidad permanen-
te en el que multitud de tribus desafiaban continuamente la autoridad
del sultán, obligándole, bien a adoptar una actitud pragmática en los
períodos de debilidad, aceptando así tácticamente la autogestión de
parte del territorio, bien a emprender constantes campañas punitivas
destinadas a castigar a las tribus irredentas y a imponer unos repre-
sentantes cuya finalidad básica era recaudar impuestos. La etnología
colonial francesa, deseosa de proceder a una clasificación del territorio
y de sus gentes que resultase eficaz para su acción, y poseída de un
dramatismo sumamente efectista en la mayor parte de los casos, recu-
peró una teoría de la insurgencia magrebí acuñada por Ibn Jaldún y,
reificándola, estableció la clásica distinción entre bilad al-makhzem y
bilad as-siba, la tierra del estado frente a la tierra de la disidencia, esto
es, una estricta separación de los grupos sociales gobernados por el
aparato del makhzem (estado) sultanar frente a aquellos que, libres de
ese control, no rendían cuentas administrativas o impositivas a los
emisarios del sultán. No es preciso decir que la distinción en cuestión
pretendía tanto dar cuenta de la naturaleza irredenta de numerosas tri-
bus del Marruecos rural, hostiles durante siglos —aunque de manera
variable— al aparato del sultanato como justificar la intrínseca debili-
dad del estado precolonial y justificar así un protectorado que tenía
como objetivo formal culminar el edificio burocrático de un estado
que las diversas dinastías marroquíes se habían revelado incapaces de
concluir.
1. Las dinastías shurafa en Marruecos son las dos últimas, los saadianos y los
alauíes. Sobre el papel del Amir al-Muiminin en el Estado moderno, vid. prin-
cipalmente Waterbury (1975).
66
Así, si la literatura colonial de distinta ralea hizo un lugar común de
la disidencia, o si se quiere de la obstinada autonomía política del Ma-
rruecos rural y montañoso, la literatura postcolonial ha establecido
un hilo de continuidad claro con esa tradición, reconociendo no obs-
tante que la principal diferencia radica en una transformación absolu-
ta del paisaje en que tiene lugar la insurgencia. En efecto, si las re-
beliones precoloniales y coloniales tenían salvo excepciones un claro
sesgo ruralizante, el Marruecos postcolonial, acorde con los tiempos,
abrió la veda a las revueltas urbanas. Ahora bien, el tránsito del campo
a la ciudad no supone únicamente una variación de la estética de la
insurgencia. Ese cambio de escenario, para autores como Ernest Gell-
ner, trajo consigo la sustitución de movimientos de disidencia de raíz
tribal y beréber, anclados en las montañas y el desierto, por motines
de masas urbanas emigrantes y proletarizadas que habían perdido
gran parte de sus contactos con sus tierras de origen y cuyas actua-
ciones operaban al margen de la lógica del parentesco2. Frente al ar-
caísmo previsible de las revueltas rurales, el desconcierto anómico y
típicamente moderno de las masas urbanas. Modificado el escenario
de manera tan radical, el proletariado urbano conservaría la memoria
de esa tradición insurgente de resistencia y oposición al estado, pero
la expresaría de una manera inevitablemente moderna.
Acaso habría que recordar a los nostálgicos que participen de esas
posiciones que, si Marruecos ha conocido ciertamente revueltas urba-
nas cíclicas desde su independencia, y si lo ha hecho con una intensi-
dad y ritmo muy superior al de sus vecinos Argelia y Túnez, es preci-
samente porque la política de liberalización económica practicada por
la monarquía-sultanato a partir de 1956 situó a su población de for-
ma más precoz y descarnada ante el abismo del abandono de todo
proyecto asistencial por parte del Estado. En Marruecos, las revueltas
urbanas no constituyen una suerte de reproducción paródica del ethos
político más tradicional, sino la respuesta contingente a unas condi-
67
ciones estructurales de miseria moral y económica en un contexto al-
tamente urbanizado3.
Las primeras revueltas urbanas en Marruecos que adoptaron un
lenguaje modernista —huelgas, manifestaciones, búsqueda de apo-
yos internacionales, conferencias de prensa, etc.— se asocian estre-
chamente al movimiento nacional. De hecho, se remontan al perío-
do colonial, y en concreto al 29 de enero de 1944, cuando las masas
tomaron las calles de Rabat, Salé y Fez para protestar por el apre-
samiento de diversos líderes nacionalistas acusados de colaborar con
los nazis4. Reprimidas en 1963 algunas de las principales organizaciones
que habían protagonizado la lucha por la Independencia —Union Na-
tionale des Forces Populaires, Union Marocaine du Travail, etc.—, la si-
guiente revuelta se produjo del 22 al 25 de marzo de 1965, cuando
los jóvenes estudiantes de Casablanca, y en menor medida de Fez y
Rabat, se rebelaron contra una circular del Ministerio de Educación,
con un saldo de cerca de 1.000 muertos. La población de Casablan-
ca, la gran metrópoli magrebí, tuvo una nueva ocasión para manifes-
tar su ira el 20 de junio de 1981, cuando una convocatoria de huelga
general auspiciada por la Conféderation Démocratique du Travail pro-
dujo —en Casablanca y Mohammedia— entre 200 y 1.000 muertos
en los altercados subsiguientes, según las fuentes. Finalmente, antes de
los hechos que nos ocupan, en enero de 1984, y después de que se ex-
tendiese el rumor del aumento de los derechos de inscripción, los
alumnos de colegios y liceos salieron a la calle, siendo inmediata-
mente secundados por los habitantes de los suburbios y barrios más
deprimidos de cerca de 50 ciudades marroquíes, en una movilización
espontánea en la que sindicatos y partidos políticos se vieron supera-
dos por un estallido inesperado de violencia que, de acuerdo con las
rutinas de una represión salvaje, arrojó la cifra de 29 a 200 muertos, así
como de unos 14.000 arrestos.
68
Esa es la tradición insurgente de la que forman parte los aconteci-
mientos que a continuación vamos a relatar brevemente. El 14 de di-
ciembre de 1990, con ocasión de una huelga general promovida por
las dos fuerzas sindicales mayoritarias en Marruecos, la Confede-
ración Democrática del Trabajo (CDT) y la Unión General de Traba-
jadores de Marruecos (UGTM), convocantes a una “jornada por la
defensa del derecho y la dignidad” de la clase trabajadora, se desata
una inesperada rebelión en algunas de las principales ciudades marro-
quíes: Fez, Tánger, Meknés, Beni-Mellal, Sidi-Kacem, Rabat, etc. El
saldo de la represión policial es aterrador. Al día siguiente, 15 de di-
ciembre, Le Monde cuantifica los muertos provocados por la represión
policial, que en Fez habrían ascendido a más de cuarenta personas, y
cinco en Tánger. La Unión Socialista de Fuerzas Populares, por su
parte, a través de su órgano en árabe, Al-Ittihad al-ishtiraki, eleva a
sesenta y cinco la cifra de fallecidos5. Para los supervivientes, el siste-
ma judicial marroquí reserva castigos que se pretenden ejemplares:
más de 700 personas son llevadas ante los tribunales, de los cuales
cerca de 600 lo son en Fez, principal teatro de los acontecimientos.
Bajo la confusa acusación de “alteración del orden público, actos de
vandalismo y de pillaje, asociación de malhechores, agresión a bienes
públicos y ajenos y heridas premeditadas con arma blanca”, los acusa-
dos desfilan a lo largo de las semanas siguientes por los tribunales
marroquíes, sufriendo en algunos casos penas de hasta veinte años de
prisión6.
A menudo, la interpretación más generalizada de los hechos los si-
túa en el dominio de lo inescrutable: una huelga general más o me-
nos convencional, “civilizada” en fin, que degenera en una auténtica
explosión de rabia contenida, fundamentalmente encarnada en las
masas de jóvenes, episodio caótico propio de un pueblo carente de
organizaciones civiles y políticas maduras o, tal y como lo expuso un
69
conocido politólogo francés, manifestación palpable de una “cultura
de los altercados” que sería propia de las sociedades árabo-musulma-
nas, y que contrastaría con la “civilidad” de las sociedades occiden-
tales7.
Pese al sesgo vagamente racista de tales interpretaciones, no puede
decirse que las masas hubieran tomado las calles sin previo aviso. De
hecho, la amenaza de una huelga general se anunciaba desde abril de
ese mismo año, y si los sindicatos convocantes habían retrasado su
celebración era debido a las promesas pronunciadas desde el gobier-
no marroquí de atender sus reivindicaciones. Por otra parte, si uno se
atiene exclusivamente al pliego de exigencias presentado por las orga-
nizaciones convocantes, la huelga del 14 de diciembre se inscribía en
la más pura tradición militante y reivindicativa de la clase trabajado-
ra, encabezada por requerimientos de mejoras salariales y de derechos
sociales y sindicales. Frente a la presunta efervescencia de unas masas
desposeídas y acostumbradas a raptos destructivos, la estrategia que
precedió la rebelión del 14 de diciembre quedó presidida por el típi-
co cálculo y voluntad negociadora exhibida por algunos de los sindi-
catos mayoritarios en Marruecos, así como por las continuas tensio-
nes provocadas por un gobierno que amenazó con declarar ilegal la
huelga hasta el último momento.
Un cierto cálculo y contención marcaron, por otra parte, la inicia-
tiva de los sindicatos de estudiantes que se sumaron a la huelga gene-
ral, y cuya participación en la rebelión resultó relativa en ciudades
como Fez, uno de los principales escenarios de los acontecimientos.
En Fez, los colectivos de estudiantes mejor organizados trataron de
evitar la ocupación de las calles, y sólo los rumores de la muerte de al-
gún compañero a manos de las fuerzas policiales o la eventual entra-
da de aquéllas en el interior del campus universitario provocó una
movilización reactiva. En otros lugares, como Tánger, los jóvenes es-
tudiantes de liceo y algunos universitarios de la cercana ciudad de
70
Tetuán pudieron tener al parecer un papel más destacado8, pero en
general las organizaciones estudiantiles, duramente reprimidas por la
policía en los últimos años y objeto de diversos linchamientos a ma-
nos de las nuevas asociaciones islamistas, cuyo poder en las universi-
dades se hacía cada vez más visible, se mostraron cautas en su impli-
cación en los altercados9.
Sin embargo, todas las observaciones coinciden en reseñar que, en
conjunto, la revuelta del 14 de diciembre de 1990, prolongada du-
rante los días siguientes, careció de la típica mediación de organiza-
ciones sindicales y políticas que hubieran podido instrumentalizar la
movilización en su favor. A decir verdad, los grupos estratégicos, te-
merosos del descrédito que un motín podía acarrear ante los ojos de
la ciudadanía y con razón cautelosos ante una eventual reacción viru-
lenta del gobierno, trataron en vano de detener los altercados una vez
se desencadenaron. La ausencia de tales factores explica, a decir de
algunos observadores, la ilegibilidad de los acontecimientos, su resis-
tencia a plegarse a las condiciones habituales del escrutinio polito-
lógico: una revuelta sin orden y sin objetivos que degenera simple-
mente en una ordalía de destrucción. Es cierto que los principales
sindicatos, e incluso algunas fuerzas islamistas por aquel entonces to-
davía incipientes, trataron de aprovechar el descontento de las masas
para afianzar sus posiciones con ocasión de la revuelta del 14 de di-
ciembre10, pero la mayor parte de las interpretaciones destacan el ori-
gen confuso e informe de la movilización11.
Ahora bien, la revuelta del 14 de diciembre presenta algunas con-
stantes que, pese a situarse al margen de las estructuras corporativas
que suelen invocarse para explicar las movilizaciones sociales, son per-
fectamente legibles.
71
En primer lugar, una posición teórica previa a toda interpretación
de los acontecimientos: es preciso abandonar, de una vez por todas, la
idea de que las revueltas o motines urbanos nos sitúan frente a las di-
mensiones más irracionales de la acción colectiva. En contextos de
aguda explotación, y especialmente cuando las condiciones de opre-
sión económica y ausencia de libertades se prolongan en el tiempo,
los amotinamientos constituyen un medio de actuación sobre la base
de intereses compartidos de que dispone la población, y cuyas prin-
cipales características radican precisamente en su brevedad, en el recur-
so puntual que hacen a los actos de destrucción y en su imprevisibili-
dad. Es cierto que, por su naturaleza intersubjetiva y por las variables a
veces extremadamente locales que los provocan, no aparecen necesa-
riamente allí donde se cumplen mayor número de condiciones obje-
tivas, pero tampoco constituyen brindis al sol ofrecidos mediante una
liturgia de destrucción sin sentido. En el vasto repertorio de las accio-
nes colectivas, las algaradas populares ocupan el lugar que les es pro-
pio, y a la hora de manifestar un criterio, opinión o estado de ánimo,
se hallan disponibles cuando las circunstancias tácticas así lo exigen.
También es cierto que, en tanto que tales, las revueltas urbanas cons-
tituyen acciones colectivas que muestran una notable resistencia a su
adscripción o apropiación por parte de las organizaciones sociales al
uso. No sólo suponen una respuesta posible a la gestualidad del po-
der; rechazan asimismo a cualquiera que pretenda hablar en su nom-
bre.
Ahora bien, por incidir directamente en la interpretación de los he-
chos que nos atañen, hay que resaltar el carácter mayoritariamente
urbano de las mencionadas protestas: si los altercados más intensos
tuvieron lugar en Fez, Tánger y Rabat, no es menos cierto que mu-
chas otras ciudades como Kenitra, Beni Mellal o Agadir conocieron
ese día y los siguientes incidentes en mayor o menor medida12. Por
otra parte, la ocupación de las calles no sólo se produjo en los centros
72
urbanos, sino también en las periferias, en especial en los suburbios
más desfavorecidos, sin apenas infraestructuras, que jalonan las gran-
des ciudades marroquíes, donde se produjeron infinidad de breves e
intensos amotinamientos que las fuerzas policiales sofocaron con bru-
talidad13.
Por último, y a tenor de las causas judiciales abiertas con posteriori-
dad a los hechos, las movilizaciones fueron obra esencialmente de jó-
venes varones, con una implantación variable en los núcleos urbanos
en los que habitaban, poseedores de una formación académica media,
pero carentes de toda esperanza de integrarse en definitiva en un
proyecto social percibido como un callejón sin salida. Marruecos, un
país que en la década de los setenta y principios de los ochenta se vio
afectado por un boom demográfico sin precedentes14, sufría precisa-
mente en la década de los noventa las consecuencias de ese boom en
toda su intensidad: una generación comparativamente mejor prepa-
rada que las precedentes, pero a la que el mercado de trabajo se mos-
traba incapaz de absorber mientras la hiba, el temor casi reverencial
que inspira el majzen, el Estado marroquí, continuaba presidiendo las
calles como lo hacía desde los llamados años de plomo, la década de
1970 marcada por diversos atentados fallidos contra la figura del rey y
una intensa represión sobre los principales movimientos de izquierda.
En esas condiciones de verdadera exclusión, toda una generación de
jóvenes manifestó su rechazo más explícito al mismo sistema que los
marginaba mediante una movilización espontánea que prendió si-
multáneamente en diversos lugares del país, y sobre la que las diná-
micas de contagio jugaron un papel menor. En efecto, con indepen-
dencia de los rumores de fallecidos por la represión policial o de las
consignas promovidas por las organizaciones sindicales y estudian-
73
tiles, la efervescencia se apoderó de las calles de muchas ciudades ma-
rroquíes desde primera hora de la mañana del día 14, desbordando
ampliamente las intenciones de las fuerzas convocantes a la huelga,
que se inhibieron al comprobar el alcance y envergadura de la revuel-
ta, superadas de inmediato por la presión ejercida desde la misma calle.
En tercer lugar, hay que destacar que los objetivos perseguidos por
las masas en un contexto de súbita apropiación del espacio público,
acción colectiva de protesta a la que se veían abocadas, no fueron en
absoluto arbitrarios o discrecionales; en los alrededores de Fez, las fá-
bricas que no se sumaron a la huelga fueron objeto de represalias de
centenares de piquetes, pero las protestas derivaron de inmediato
hacia otros objetivos: diversas tiendas de alimentación fueron saquea-
das tras los primeros enfrentamientos con las fuerzas policiales, pero
las acciones se concentraron en los edificios y bienes que representan
el temido majzen: coches de las mismas fuerzas policiales que repri-
mían la protesta, oficinas de correos, sedes de distrito y hasta las pro-
pias comisarías. Los bancos y los hoteles de lujo de la ciudad tampoco
escaparon a una acción en apariencia ilógica pero cuyo carácter selec-
tivo desmiente cualquier hipótesis de ilegibilidad15. Enfrentados a un
modelo de sociedad que anunciaba promesas de bienestar al tiempo
que les vedaba el acceso, los jóvenes —y la dimensión de género es
importante aquí— desheredados de las grandes ciudades marroquíes
manifestaban de manera radical y explícita un rechazo que hasta en-
tonces se había articulado únicamente a través de los discursos ocul-
tos de los que hablase James C. Scott16, y lo hacían sobre el único esce-
nario en el que el combate se antojaba posible: la calle.
Evidentemente, las políticas urbanas son siempre, tanto en Marrue-
cos como en otros países, una cuestión central en el control de las
poblaciones. No es por ello casual que, tras las revueltas de verano de
1981 en Casablanca, auténtico centro de la insurgencia urbana hasta
74
ese momento en Marruecos, el Ministerio del Interior integrase en su
seno el Servicio de Urbanismo, de Planificación del Territorio y de Me-
dio Ambiente en 1985, y que asumiera igualmente el control de la
Agencia de Urbanismo, creada en 198417. Como se puede constatar
fácilmente, el objetivo no era tanto atajar las causas que provocaban
las revueltas como circunscribir y delimitar sus efectos hasta hacer
efectivo el máximo control. Por otra parte, es sabido que los motines
y levantamientos populares en Marruecos han constituido desde la
Independencia el principal factor movilizador de las reformas polí-
ticas, fueran del sentido que fuesen, y el caso que nos ocupa no es una
excepción. En una fórmula que mezcla las acciones de represión sobre
las reivindicaciones populares con la concesión puntual de reformas,
el régimen acostumbra a situar las distintas piezas sobre el tablero de
la acción política marroquí de un modo tal que restringe todo mar-
gen de maniobra a alternativas políticas creíbles. De ese modo, en
Marruecos, tal y como diagnosticaba Gallissot hace algunos años, los
motines populares constituyen el verdadero caldo de cultivo en el que
se reproducen los principales agentes del sistema político, que en ellos
encuentran tanto las bases de su pulsión reformista como la necesaria
legitimación para su monopolio de la violencia18.
En ese sentido, tres semanas después de las revueltas, y ya superada
la peor fase de la represión subsiguiente, el rey Hassan II se dirigió a
la nación en un discurso radiotelevisado para anunciar un aumento
del 15% del salario mínimo de los trabajadores así como la creación
de 40 a 50.000 empleos destinados a los jóvenes diplomados desem-
pleados19. Desterrada de la agenda política marroquí como una suer-
te agujero negro, la situación de los jóvenes pasó a ocupar el primer
plano de los discursos políticos, aunque las palabras que el Rey reser-
vase para los amotinados provenientes de la periferia de Fez, a quienes
75
juzgaba responsables de la orgía destructora, fuesen las de “banda de
criminales”. Y la ley se aprestó a ser consecuente con semejante vere-
dicto: según las denuncias de organizaciones de derechos humanos,
los interrogatorios a los acusados del motín de Fez se realizaron con
una celeridad insólita, pero sin las mínimas garantías procesales20.
En este sentido, aunque los efectos de la rebelión del 14 de diciem-
bre se prolongaron a lo largo y ancho del país al día siguiente, la feroz
represión desplegada por el aparato majzeniano interrumpió tempo-
ralmente ese auténtico período de ebullición social. En las semanas si-
guientes, la calma pareció apropiarse nuevamente de las calles de las
grandes ciudades marroquíes, y la puesta en suspenso de las protestas
se mantuvo hasta que apareció una nueva ocasión para mostrar que
su superación había sido sólo un espejismo. En esta ocasión, se trató
del estallido de las hostilidades en la Primera Guerra del Golfo, que
se desencadenaron la mañana del 17 de enero de 1991. A partir de esa
jornada, la sociedad marroquí, mayoritariamente solidaria con la cau-
sa iraquí, tuvo la oportunidad de manifestar su oposición a la opción
pro-aliada asumida por su propio gobierno con el envío de 6.200 sol-
dados al escenario del conflicto. En los días siguientes al estallido, la
movilización de las universidades marcó esta vez el paso de un con-
junto de acciones en las que la intervención de distintas organizacio-
nes civiles (sindicatos, asociaciones, partidos políticos) fue progresiva,
desplegando así un proceso que desembocó en una nueva y exitosa
convocatoria de huelga general el 28 del mismo mes. Finalmente, el
domingo 3 de febrero, una manifestación oficialista convocada por
20. Las acusaciones aparecían sin firma alguna, ni siquiera de la policía judi-
cial; en esas condiciones, los abogados se retiraron del juicio para protestar por
el rechazo de los jueces a tomar en consideración sus observaciones, pero fue
en vano: en Fez, el 20 de diciembre de 1990, y faltos de abogados defensores,
52 detenidos fueron sometidos a un interrogatorio que duró 25 minutos en
total, lo que arroja la cifra de 30 segundos por cada acusado. Vid. Sanguinetti
(1991: 51).
76
todas las fuerzas políticas logró reunir en Rabat a aproximadamente
un millón de personas, un hecho insólito desde la independencia del
país en 1956.
Evidentemente, si la Guerra del Golfo ofreció una nueva ocasión
para la movilización general de la sociedad marroquí, y si esta vez di-
cha movilización contó con el apoyo decidido de las más diversas or-
ganizaciones sociales y políticas, se debió en primer lugar a la posición
intransigente adoptada por el gobierno, y en particular por Hassan II,
el monarca, alineado desde un principio con la “legalidad interna-
cional”. Sus tradicionales vínculos con las monarquías del Golfo, así
como su estrecha asociación con los Estados Unidos, exigieron del rey
marroquí una actitud que difícilmente encajaba con la de la mayor
parte de sus súbditos, para quienes la guerra ocultaba oscuros inte-
reses económicos de Occidente y constituía una nueva muestra del
doble rasero aplicado en Oriente Medio por las grandes potencias. En
esas condiciones, las calles marroquíes quedaron de inmediato ensor-
decidas por un vocerío de consignas pro-iraquíes que se mezclaban
con arengas a favor de la causa palestina y contra las acciones neo-co-
loniales de Occidente.
Ahora bien, a diferencia de las revueltas del 14 de diciembre, los es-
tudiantes tuvieron desde el primer día un papel determinante en la
puesta en marcha del engranaje de las movilizaciones, la mayor parte
de las cuales sucedieron, en los primeros días, y salvo excepciones, en
el interior de los recintos universitarios21. También los liceos y centros
de enseñanza secundaria conocieron una gran actividad, y muchos de
ellos permanecieron durante semanas custodiados, como los propios
campus universitarios, por fuerzas policiales. Para evitar que la ten-
sión alcanzase su paroxismo, la administración suspendió temporal-
mente la organización de numerosos mercados semanales en las zonas
21. Bennani-Chraïbi (1994: 233) destaca que sólo una de las manifestaciones
de estudiantes, la acaecida en El Jadida el 17 de enero, superó la barrera del
campus universitario para extenderse por sus alrededores.
77
rurales, e incluso las mezquitas se vieron asediadas por los llamados
cordones de seguridad. El régimen quería asegurarse de que no se re-
petían los amotinamientos de diciembre.
Por otra parte, a medida que los sindicatos y partidos políticos se
sumaron a las movilizaciones, éstas adquirieron un tono cada vez más
predecible y organizado. Salvo el PPS, organización que aglutinaba lo
esencial del antiguo partido comunista, todos los partidos políticos
apoyaron la huelga general del 28 de enero, que alcanzó un éxito cla-
moroso22. Los actos de destrucción de bienes públicos y privados que
jalonaron las movilizaciones de diciembre dieron paso a una protesta
dominada por las convulsiones internacionales cuya incidencia sobre
la población marroquí fue, esta vez, verdaderamente general. Cartas
de asociaciones de abogados y de ingenieros dirigidas a las embajadas
occidentales, manifestaciones encabezadas por profesores universita-
rios, incluso peticiones de los ulama en denuncia del intervencionis-
mo estatal sobre los sermones de las mezquitas: las clases medias ma-
rroquíes participaron en una movilización que ya no era patrimonio
exclusivo de los desposeídos. Por otra parte, también las acciones em-
prendidas por los protagonistas de los amotinamientos de diciembre
cedieron el paso a una participación más transversal. Así, en el barrio
tangerino de Beni Makada, uno de los bastiones donde más se dejó
sentir la revuelta de diciembre y la consiguiente represión policial, se
organizaron de modo espontáneo manifestaciones que contaron con
la asistencia de niños y numerosas mujeres, y en las que la media de
edad de los asistentes fue muy superior a la producida un mes atrás.
Apenas se produjeron saqueos, y la intervención policial fue, según
todos los indicios, más moderada que en la ocasión anterior23. La
máxima expresión de esa suerte de domesticación de los apetitos de
las masas provocada por las organizaciones sociales y políticas tuvo
22. Tras diversas dudas, también el PPS acabó por sumarse a las moviliza-
ciones contra la Guerra del Golfo.
23. Bennani-Chraïbi (1994: 236).
78
lugar con la marcha cívica del 3 de febrero en Rabat, en la que los dis-
tintos colectivos desfilaron en orden bajo las consignas y pancartas de
las fuerzas convocantes, sin disturbios ni gestos de destrucción de
importancia. Mientras las referencias a las desigualdades económicas
jalonaron las manifestaciones y disturbios de diciembre, dos meses
después eran las reivindicaciones de libertad las que protagonizaban
la calle, aspiraciones que bien podrían calificarse de propias de las cla-
ses medias privilegiadas, y no tanto de un proletariado sumido en la
miseria cuyos objetivos inmediatos eran otros24.
De nuevo es Mounia Bennani-Chraïbi quien nos ofrece un análisis
detallado de las nukat (sing. nukta), suerte de historias cortas de tono
jocoso y muchas veces con intención moralizante, que menudearon
durante las jornadas de enero y febrero en las calles marroquíes. En
ellas, la figura heroica de Saddam Hussein se recortaba sobre el hori-
zonte adverso de los enemigos de la causa árabe y musulmana, en es-
pecial el sionismo internacional y su influencia decisiva sobre las polí-
ticas de Estados Unidos e Israel. El oprobio de la profanación de los
Lugares Santos por tropas de kuffar (infieles), las llamadas a la jihad
y la satanización del enemigo se combinaban con las críticas a aque-
llos regímenes árabes complacientes que se percibían progresivamente
como “enemigos del Islam”. Debido a la evidente dimensión interna-
cional que presidía la movilización de enero y febrero, las referencias
en clave religiosa adquirieron mayor protagonismo en la medida en
que los propios contendientes las instrumentalizaron en favor de sus
respectivos bandos. Así, en esas fechas, una profunda campaña anti-
judía atravesó de un extremo a otro el mundo árabe, y Marruecos no
fue una excepción.
No obstante, dada la actitud asumida por el gobierno marroquí al
decidirse a intervenir en favor de los aliados, la oleada de protestas
que sacudió el país acabó por afectar inevitablemente al propio go-
bierno, y en especial a la figura del rey, cuya autoridad había salido en
79
apariencia indemne de los tumultos de diciembre. En efecto, diversas
nukat tomaron a Hassan II como objeto de pullas y de críticas más o
menos encubiertas en las que se denunciaba su seguidismo de los go-
biernos occidentales, su vocación represiva e incluso su incumpli-
miento de los deberes religiosos más elementales. El tono de las invec-
tivas contra el poder arreció cuando un canal de radio internacional
anunció que cientos de oficiales y soldados del ejército marroquí de-
sertaban de las líneas del Sáhara para ganar Argelia y combatir al lado
de Iraq25. Esa muestra de desafección de un sector del ejército hacia las
decisiones del monarca resultaba especialmente grave en Marruecos,
donde el recuerdo de los atentados que altos mandos militares organi-
zaron contra la vida de Hassan II a principios de la década de 1970
situaron al régimen en una encrucijada de la que sólo pudo salir me-
diante un proyecto de movilización nacional como fue la Marcha Ver-
de y la ocupación del Sáhara Occidental. Nuevamente, parecía que el
ejército movía ficha para recordar al gigante soberano que sus pies
eran de barro.
Este y otros acontecimientos sucedidos durante las semanas en que
tuvo lugar la Guerra del Golfo constituyen ejemplos de cómo, a me-
dida que las movilizaciones se generalizaron, la deslegitimación del
poder se acreditó como objetivo privilegiado de los manifestantes. Una
movilización transversal provocada por un conflicto internacional de-
rivó, a causa del empecinamiento de un gobierno deseoso de contentar
a todos sus aliados, en una nueva demostración de las tensiones inter-
nas que convulsionaban al Estado marroquí. Sin embargo, a pesar de
que la Guerra del Golfo ofreció una oportunidad única para que el
pueblo marroquí superase la hiba, y pese a que la figura del monarca
dejó eventualmente de ser un tabú inabordable en la escena pública,
Hassan II aprovechó paradójicamente la situación para reforzar la ins-
titución monárquica y en particular su propia posición.
25. Leveau (1993: 65). Por su parte, Santucci y Benhlal (1991: 778) cifran
en 2.250 los soldados desertores en el sector fronterizo de Mahbès.
80
Sólo un efecto semejante puede explicar la expresión relativamente
libre de las opiniones que se vivió durante los meses de enero y febre-
ro. La manifestación del 3 de febrero constituyó la primera ocasión
en que los partidos políticos marroquíes ocuparon la calle para mos-
trar sus reivindicaciones en varias décadas, y resulta significativo que,
a pesar de las posiciones mantenidas en la escena internacional en
torno al conflicto iraquí, el propio gobierno se sumara a la convoca-
toria de huelga general del 28 de enero, manteniendo así una actitud
que rozaba la esquizofrenia26. Mientras las revueltas de diciembre se
saldaron con una represión policial feroz, las manifestaciones de
enero y febrero, que a ojos de buena parte de la población marroquí
constituían su continuación, fueron toleradas probablemente con una
doble intención. Por un lado, neutralizar la eventual radicalidad de la
reivindicación popular al posibilitar la gestión institucional (a través de
asociaciones, sindicatos y partidos políticos) de ésta; por el otro, mostrar
una actitud nueva con la esperanza de que ese ejercicio de comprensión
frente a la sincera indignación del pueblo fuese un valor añadido a la
cuenta del gobierno. A pesar de que las críticas a la figura del monarca
añadieron una dimensión un tanto insólita a las manifestaciones, la
definitiva alineación del gobierno con la posición absolutamente may-
oritaria en la sociedad civil marroquí preservó, si se quiere ficticiamente,
una apariencia de unidad que a la postre fortaleció la institución que la
simbolizaba. Tal y como Santucci y Benhlal indicaron con agudeza:
“Más allá de los accesos de fervor y delirio, [la] Crisis del Golfo habrá
servido de algún modo como el revelador institucional que permita una
vez más medir las capacidades del régimen para administrar sus propias
contradicciones en los conflictos, aunque sean inter-árabes, y para ges-
tionar los problemas en su propio provecho”27.
Es precisamente en ese contexto convulso provocado por las movi-
lizaciones en torno a la Guerra del Golfo que puede comprenderse
81
mejor el uso implícito que la monarquía hizo de una de las princi-
pales variables en la tradición política marroquí: los discursos de
base islámica. En Marruecos, la monarquía alauí ha sido extrema-
damente hábil a la hora de gestionar los referentes islámicos en su
favor, amparada en el carácter shurafa de su linaje y en la condición
de amir al-muiminin que caracteriza al sultán reinante. Su control
de la producción de signos religiosos le ha permitido en la práctica
“...definir el contenido del léxico político y constituirse en un sis-
tema de sentido exclusivo”28. El desarrollo de un complejo ritual de
acatamiento de la autoridad sultanar, la ba’ia, renovado anualmente
con ocasión de la Fiesta del Trono, así como las continuas referen-
cias a la legitimidad emanada de la descendencia profética, han
supuesto en la práctica un monopolio del campo religioso por parte
de la moderna monarquía marroquí sólo desafiado por los discur-
sos islamistas, que ponen en duda la ortodoxia de tales prácticas a
través de una lectura depurada de las fuentes doctrinales, y princi-
palmente del Corán.
Ahora bien, aunque la confluencia entre los discursos islamistas y
los discursos producidos por la monarquía definen actualmente el
campo religioso marroquí, a la manera de Bourdieu, como un escena-
rio de conflicto, es cierto que éste sólo se ha recrudecido e intensifi-
cado desde los inicios de la década de 1990. Hasta entonces, la pre-
sencia testimonial del islamismo en la escena política, y en general en
el ámbito público, hacían del Islam una suerte de aval de legitimidad
monopolizado sin fisuras por la monarquía. Por ello, uno los aspec-
tos más significativos de las movilizaciones generales organizadas du-
rante la Guerra del Golfo fue la constatación de que los discursos de
base musulmana se erigieron en principales instrumentos de una pro-
testa en la que los islamistas adquirieron una visibilidad si se quiere
inesperada. De hecho, las manifestaciones ligadas a la Guerra del Gol-
fo constituyeron la primera afirmación de fuerza de los jóvenes isla-
82
mistas en las universidades, y señalaron por ello la progresiva sustitu-
ción de la sindicación laica y “tradicional” en provecho de las organi-
zaciones de base religiosa29.
Pero la progresiva utilización de los signos islámicos como factores
de movilización durante los meses de enero y febrero de 1991 no se
produjo sólo en el interior de los recintos universitarios. En las calles
de las ciudades marroquíes, en el curso de manifestaciones más o me-
nos espontáneas de apoyo a Iraq, las banderas iraquíes y palestinas se
mezclaron con ramas de olivo mientras las multitudes recitaban co-
lectivamente la fatiha, la primera sura del Corán. Durante la huelga
general convocada el 28 de enero —y significativamente tolerada por
el gobierno—, los partidos políticos y principales sindicatos anunciaron
una jornada de ayuno en apoyo a Iraq, ayuno que fue un enorme éxito,
y al que se sumaron numerosos ciudadanos carentes de convicciones
religiosas, pero deseosos de mostrar su adhesión a las movilizaciones30.
En la prensa, en los tribunales o en los canales de radio y televisión, tan-
to la fatiha como los cantos funerarios acompasaron las actividades
cotidianas, generando un clima de efervescencia religiosa difícilmente
localizable fuera de períodos festivos como el Ramadán o el ‘Ayd al-
Kabir. En el seno de las manifestaciones, las proclamas anti-occiden-
tales se dejaban oír con la misma intensidad que las exhortaciones a
la jihad 31.
¿Cómo explicar esa súbita irrupción de los discursos y signos islámi-
cos en la escena política marroquí, si no es a través de una suerte de
connivencia entre los objetivos perseguidos por la monarquía y los
deseos de visibilización planteados por los ideólogos islamistas? Segu-
ro todavía de su monopolio sobre el campo religioso, Hassan II ha-
83
bría permitido la libre expresión de la protesta en clave islámica para-
dójicamente para neutralizar las posiciones críticas con sus decisiones
y, dada la estrecha asociación percibida por la población marroquí en-
tre monarquía e Islam, salir airoso del campo minado en el que había
entrado al enviar tropas al Golfo Pérsico. Sólo años más tarde, a me-
diados de la década de 1990, el régimen comprendería que había esta-
do jugando con fuego al promover los movimientos islamistas y dar
aliento a unas posiciones que pretendían competir por el control del
campo religioso.
Por lo demás, esa estrategia habría producido otro efecto de largo
alcance: a pesar de las obvias dificultades atravesadas por la monar-
quía marroquí durante la Guerra del Golfo, la movilización contra la
acción aliada en suelo iraquí constituyó paradójicamente una vía
abierta para canalizar el conjunto de tensiones que afectaban a la so-
ciedad marroquí, una iniciativa alentada discretamente desde el pro-
pio gobierno para “domesticar” unas masas enfebrecidas cuya desobe-
diencia resultaba hasta entonces incontrolable. La irrupción del Islam
como factor movilizador y la consolidación de la figura del enemigo
exterior como chivo expiatorio tradujeron esas tensiones a un lengua-
je familiar y tranquilizador, canalizaron las acciones hacia objetivos
relativamente inocuos y, en definitiva, rebajaron hasta anular en bue-
na medida la súbita agitación que se había apoderado de las ciudades
marroquíes a partir del 14 de diciembre de 1990. En un contexto de
tolerancia e incluso de apoyo ante la libre expresión de las protestas,
el particular ensamblaje simbólico entre Islam y monarquía propició
el apaciguamiento de las corrientes que convulsionaban las barriadas
más deprimidas del Marruecos urbano. Como señaló con lucidez
Gluckman entre otros, una vez canalizada, la revuelta no puede sino
contribuir a consolidar a quienes detentan el poder32.
84
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86
CARACAS, VENEZUELA, 1989
MIQUEL IZARD
EL AMPARO
87
sumergidos hasta la noche. Al día siguiente el pueblo, devenido Co-
misión de resguardo de los derechos humanos, decidió protegerlos y
exigir justicia.
El ambiente se enmarañó. El 3 de noviembre, al conocerse el infor-
me de Amnistía Internacional que denunciaba al gobierno por viola-
ción sistemática de los derechos humanos, se fueron revelando muchos
crímenes similares al de El Amparo.
Luego el asunto empeoró más si cabe. Los supervivientes, temien-
do por sus vidas, pidieron asilo en México, refugiándose en la residen-
cia del embajador en Caracas. La autopsia de los pescadores evidenció
que habían sido asesinados; altas instancias militares y la comisión
parlamentaria creada al efecto reconocían la masacre, mientras Lu-
sinchi y los culpables seguían defendiendo su versión. A finales de año
el Consejo de guerra del estado Táchira mandó detener a los ejecuto-
res, pero el caso no avanzaba, volvieron de México los sobrevivientes
e iniciaron por hospitales y cárceles militares un rocambolesco pe-
regrinaje, esperando el juicio de los homicidas, que se efectuó más tar-
de, sin que los sentenciados cumplieran las condenas.
LA SEMANA TRÁGICA
88
desmentidos, de que el programa económico, según orden del FMI,
sería de reajuste y necesariamente impopular. A la vez se conocía el re-
sultado de pesquisas sobre la desenfrenada y extravagante corrupción
del mandato de Lusinchi (se decía que de Recadi —control estatal de
divisas— se volatilizaron diez mil millones anuales de dólares), se des-
bocaban precios —alimentos o transporte e intereses de hipotecas—
y desabastecimiento, desapareciendo durante semanas café, aceite o
sal, y la gente sabía que intermediarios y vendedores retenían esos ali-
mentos para especular; carencias insoportables para una sociedad tan
consumista.
De alguna manera, tres nuevos desatinos fueron el detonante final.
En medio del pánico debido a tanta habladuría sobre el paquete de
medidas que se aplicarían para salir del atolladero vinculado a la deu-
da, se consumó la faraónica toma de posesión de CAP. Cientos de in-
vitados extranjeros y un fastuoso despilfarro para boatos y pompas,
que el socarrón ingenio popular dio en llamar “coronación”. En los
últimos días de febrero la familia Cisneros, tan vinculada a CAP, cele-
bró con demasía el matrimonio de uno de los vástagos, lo que la pren-
sa denominó “boda del siglo”. Y el penúltimo de febrero, lunes 27,
temprano, gente de clases subalternas al llegar a las terminales de
transporte, el Nuevo Circo de Caracas o los de las ciudades dormito-
rio de alrededores, supieron que se había doblado, para final de mes,
el precio del billete; podrían pagarlo aquel día, pero no el martes, ni
por tanto llegar al trabajo y cobrar la quincena; entre otras cosas, la
colosal escalada de precios había deteriorado la hacienda de familias
que tenían desde hacía tiempo ingresos por debajo de sus necesidades.
Resultado de tantos retos, antiguos y nuevos, en una catarsis colec-
tiva y sin que nadie lo organizara, se inició un jovial saqueo de co-
mercios —de bodeguitas a supermercados— que todos vieron como
una fiesta, aunque el mismo lunes la policía perpetró homicidios. Así
Yulimar Reyes, estudiante de Letras, asesinada de un tiro a quema-
rropa en un conjunto habitacional céntrico, sin que mediara explica-
ción alguna.
89
Al día siguiente a última hora —el clima no había cambiado— el
gobierno suspendió las garantías constitucionales, decretó el toque de
queda y desató una apocalíptica degollina. Mientras, el país quedaba
desconectado; durante dos días no hubo prensa; radio y televisión en
la práctica dejaron de informar o enmudecieron. El jueves 2 se recu-
peró la vieja rutina, los diarios —como ya había ocurrido con ante-
rioridad— devinieron el principal vehículo de denuncia de una si-
tuación en la que el exabrupto y la vesania, el absurdo y el arrebato
arrasaban con todo. Ya se hablaba de 200 muertos y mil heridos en
tres días, abatidos sin tener que ver con la asonada por polis o pro-
pietarios, alguno fusilado en su casa, o peatones y motoristas víctimas
de balas, un eufemismo, perdidas. Las morgues fueron declaradas en
situación de emergencia, incapaces de practicar autopsias; también los
hospitales.
Tanto la Policía como la Guardia Nacional efectuaron muchos alla-
namientos buscando bienes saqueados y a los acusados, pasados a Go-
bernación, se les aplicó la ley de vagos y maleantes. Llegaron del inte-
rior 10.500 efectivos militares, pero se prometían medidas paliativas:
precios tasados de alimentos, medicinas y transporte; aumentos sala-
riales; refundación de la sanidad; ayuda a los comerciantes perjudica-
dos o diferir hasta septiembre el pago de la deuda.
A todo ello siguió la ceremonia de la confusión. Gonzalo Barrios,
presidente de Acción Democrática, sostuvo que entre los finados abun-
daban los dominicanos e insinuó la intervención, infiltrada, de gru-
pos subversivos. El 4 siguió la escalada, el vocero de Fedecámaras, la
mayor patronal, exigía sancionar a “los culpables y extrañar del país a
los delincuentes extranjeros que participaron en los actos de vandalis-
mo”; la cuestión les obsesionaba, ya que volvían sobre ella: “lamenta-
mos y condenamos la participación [...], en mayor o menor grado, de
extranjeros que han venido al país a acogerse a la hospitalidad que
ha caracterizado siempre a los venezolanos”.
El 3 de marzo, el balance oficial citaba más de 300 muertos, 1.500
heridos y más de 300 detenidos. Pero la prensa empezó a airear de-
90
masiados óbitos desatinados, gente en sus viviendas como Nancy Ca-
briles, empleada ministerial y estudiante universitaria, alcanzada por
un balazo cuando daba el pecho a su hija de 15 días. Para Fuenmayor,
rector de la Universidad Central de Venezuela, suspender “las garan-
tías constitucionales, lejos de resolver la situación de violencia existen-
te, se ha transformado en una patente de corso para el asesinato en las
calles”; la poblada tenía resonancia foránea y El Nacional reproducía
dos párrafos de un editorial del madrileño El País: “Muchos habrán
recordado que el mayor despilfarro económico, la más espectacular
explosión de la deuda externa, el inicio de la recesión y los índices ma-
yores de fuga ilegal de capitales se dieron precisamente cuando Pérez
fue presidente, en la ocasión anterior (1974-1979)”, y para terminar
revivía que como ministro del interior con Betancourt “se le conocía
con el apodo de Gatillo por la especial dureza de sus acciones”.
El Nacional, día 4, ya contabilizaba 500 muertos, y crecía una es-
pecie de xenofobia social. Si CAP declaró, hablando con correspon-
sales de prensa extranjera: “Fue una acción de pobres contra ricos [...]
contra la riqueza y no contra el gobierno”, se propaló el chisme de
que también corrían riesgo bienes personales de quienes los tenían en
cantidades notables, grupo que se armó, si ya no lo estaba, perdiendo
los últimos restos de sensatez. Gente que se creía ponderada sostenía
que sólo quedaba liquidar incluso a los niños de barrios orillados, la
mayoría reptando en los cerros que rodean Caracas.1
El domingo 5 la prensa, cada vez menos autocensurada, pormeno-
rizaba atropellos: homicidio de cinco hombres por la policía metropo-
litana por jugar naipes e ingerir licor estando prohibido su consumo,
fusilamientos de jóvenes por el mero hecho de serlo, robo de propieda-
des con la excusa de que eran fruto del saqueo. Y ante esta situación es-
peluznante Enrique Ochoa Antich, diputado del MAS, impulsó una
91
“Comisión por los desaparecidos” para atender tres eventualidades:
“personas que sus familiares conocen de su muerte, pero no aparecen
los cadáveres; detenidos desaparecidos; y los que no están ni presos ni
muertos”.
El 6, CAP rectificó sus declaraciones del sábado: “Fue una protesta
contra la especulación”, y tachó de “injusticia peligrosa para el país que-
rer echar la culpa de los sucesos a la presencia de extranjeros”. Mientras,
la prensa alertó de nuevos y graves desafueros, recurso a ley de fugas y
tortura, detención de dirigentes estudiantiles por la pavorosa Disip, po-
licía política, o de cinco jesuitas, uno vicerrector académico de la Uni-
versidad Católica Andrés Bello.
Fabricio Ojeda, en “Después de una semana”, aseguró: “la gente co-
mún conoce el porqué de lo ocurrido. Esa violencia, con su lamenta-
ble saldo de víctimas, tiene que ver con muchas décadas de corrup-
ción, pobreza creciente y promesas incumplidas. Mucho que ver con
saqueos de cuello blanco y su consecuente impunidad”. Para Radamés
Larrazábal, exdiputado y veterano dirigente radical detenido unas
horas, “desde el paquetazo no conocemos de ningún banquero o gran
empresario o especulador que haya sido detenido o su domicilio
allanado”. El ministro de Defensa declaró: “No hay represión ni desa-
parecidos en Venezuela [...] y esto lo afirmo a plenitud de conciencia
y con la autoridad moral que me confiere ser el comandante general
de una Fuerza Armada que continuamente y en el mundo tiene una
tradición libertaria y democrática”. Y el 12, en su dominical columna
en El Nacional, “7º Día”, Rosita Caldera hablaba de “El saqueo”, de-
nunciando: “Los discursos no pueden seguir nombrando como sa-
queadores a los que cargaron con las cajas de aceite, un canal de res,
perniles de cochino o como el niño asesinado de un balazo por llevar-
se una lata de margarina. Los saqueadores tienen que ser identificados
si quiere hablarse de franqueza. El país ha sido sometido a un saqueo
histórico, pero el mayor de todos no lo cometieron los que se lanza-
ron a la calle el 27 y 28 de febrero, sino los que suscribieron y avala-
ron el mejor refinanciamiento de la deuda; los que quebraron la
92
economía del país, consumieron las últimas reservas, dejando las arcas
nacionales tan vacías como [...] las estanterías de los supermercados;
los que traficaron con las cartas de crédito, desvalijaron a Recadi y los
que colocaron 75 mil millones en el exterior. ¿Para estos saqueadores
no habrá castigo? Siento duelo por ese infeliz muchacho que robó
[...] la margarina en un país donde el robo grande se tolera. ¿No es
un delito esconder el café para remarcarlo con los precios aumenta-
dos, sin que haya castigo?”
El 7 finalizó el toque de queda pero seguían suspendidas las garan-
tías constitucionales. Ochoa Antich, en nombre de la mencionada
“Comisión por los desaparecidos” dijo a la prensa, en respuesta al mi-
nistro: “Yo comprendo que [...] no le guste la palabra fusilamiento,
pero ¿cómo se puede llamar lo que le hicieron a Eleazar Álvarez, que
encabeza la lista [elevada al Fiscal General], que es herido en el hom-
bro y luego rematado en el suelo? Eso fue visto por los vecinos”. Por-
fiaba Ochoa: “Expondremos, en primer lugar, algunos casos de muer-
tes producidas en personas totalmente desarmadas y entregadas ya a
los cuerpos policiales: se trata, en pocas palabras, de fusilamientos”.
A partir del 8 proliferaron críticas, denuncias y artículos de prensa
del exterior con datos hasta entonces ignorados. Así, en El Nacional,
el artículo “Semana negra” del francés Thierry Desjardins, sostenía
que el ejército, traído de la selva donde custodiaba minas de oro, ac-
tuó como si enfrentara una guerra civil; en Caracas abrían fuego sin
previo aviso “sobre los niños, las madres de familia y los desemplea-
dos y aprovecharon para surtirse en los negocios destruidos y que-
mados”. Valoraba el posible rol de insurgentes y francotiradores, se-
ñalando que los militares sólo tuvieron dos bajas y que el viernes,
“sintiendo que la carnicería puede hacer tambalear su régimen, el
presidente Pérez da órdenes al ejército de calmarse”; al inicio decía:
“nunca se conocerá el número exacto de los muertos de esta semana
negra”, pero añadía que a las dos morgues de Caracas llegaron 358
cadáveres. Y a continuación copiaba el dictamen de Ochoa Antich:
“los soldados mataron a quemarropa a los heridos, a los prisioneros,
93
dispararon sobre todo lo que se movía y estamos seguros de que el ejér-
cito cavó varias fosas comunes secretas para esconder la verdad”. Des-
jardins concluía: “De ahora en adelante CAP está manchado de san-
gre”. Éste objetó a Fedecámaras: “No me enorgullece que haya ricos
[...]. Me siento, sí, profundamente angustiado de que haya pobres,
tantos pobres en Venezuela. Y porque la brecha entre ricos y pobres se
ensancha en nuestro país. En otras palabras, que vivimos dentro de
una cada vez más grave e injusta distribución de la riqueza”.
El 10 la prensa reprodujo la tardía, pero rotunda, reacción de la
iglesia católica venezolana, con una jerarquía de talante más bien tra-
dicional. El arzobispo de Caracas, los obispos auxiliares y los sacerdo-
tes redactaron un documento que, entre otras cosas, reiteraba “su soli-
daridad con los pobres que son los que se han sentido más agredidos
y amenazados en su derecho a una digna subsistencia por una si-
tuación económica y social injusta [...]. Vemos, a la luz de la fe, como
un escándalo y una contradicción con el ser cristiano la creciente
brecha entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos se convierte en
insulto contra la miseria de las grandes masas [... sostenían era] deber
del Estado proteger la seguridad, la vida y los bienes de todos los ciu-
dadanos frente a injustas agresiones. Igualmente, con firmeza deplo-
ramos la muerte de tantas personas inocentes, víctimas de una violen-
cia que ellos no provocaron. Los hechos criminales de esos días, [...]
saqueo y violencia física, provocados, en algunos casos, por hechos
igualmente criminales tales como la especulación y el acaparamiento,
deben ser sancionados sólo con estricto apego a la Constitución y a
las Leyes. De igual manera pedimos que se ponga en inmediata liber-
tad quienes no se les compruebe culpabilidad en los sucesos”. También
mentaban “codicia de empresas y de inescrupulosos comerciantes que
provocó entre otros factores el irritante acaparamiento, desabasteci-
miento y el arbitrario incremento de los precios”.
El mismo 10 el mítico Teodoro Petkoff, ex candidato a la presidencia
del MAS, denunció la degollina en Nueva Tacagua, un hacinamiento
de ranchos erigido hacía 15 años para acomodar de forma interina a
94
damnificados por lluvias torrenciales; donde “reside la pobreza de la
pobreza” fueron Guardia Nacional, Disip y ejército a “ajusticiar cruel-
mente a quienes tienen como único delito sobrevivir. [...] La razón
de esta represión fue, supuestamente, el rumor llegado a los mili-
tares de que una poblada se movilizaría [...] a invadir y saquear vi-
viendas en otro sitio [...]. Una joven de 16 años que esperaba en una
de las calles a su madre, recibió una ráfaga [...]. Otro muchacho fue
muerto por dos motorizados de la Disip frente al módulo policial. Y
así por el estilo fueron asesinadas 17 personas más a manos de la
Guardia Nacional”. Añadía: “Se trata de un drama que se repite en
cada uno de los barrios que he visitado desde que se desataron estas
escenas de represión brutal [...]. Pero estas 19 víctimas de la represión
inmisericorde en Nueva Tacagua tienen testigos [...]. Cuando [...]
fueron lanzadas desde un camión hacia un barranco, un joven a quien
dieron por muerto presenció el hecho y pudo relatar lo ocurrido”.
Para Petkoff “es hora de que Venezuela conozca en detalle los trágicos
acontecimientos ocurridos, en los cuales es verdad que pequeños co-
merciantes perdieron sus bienes debido a los saqueos, pero es cierto
también que se ha castigado de manera salvaje y vergonzosa a humil-
des trabajadores y vecinos que no participaron en los saqueos ni mu-
cho menos desafiaron a los militares”.
El 14 probó no tener tampoco pelos en la lengua otro ex candida-
to, José Vicente Rangel, al detallar homicidios, torturas y represalias:
“La politiquería ha pervertido a la Fiscalía General de la República y
no hay instancia a la cual recurrir”. Añadía: “muchas personas inocen-
tes han sido asesinadas, en ciertos casos porque algunos agentes del
orden aprovecharon la supresión de garantías para ajustar cuentas o pa-
sarles recibo [...] con quienes habían tenido problemas personales o
políticos”.
El 13 de abril La Vanguardia, de Barcelona, recogía declaraciones
del ex presidente Herrera Campins y secretario general de la Interna-
cional Cristianodemócrata, que el 8 de marzo enfatizó la espontanei-
dad de la revuelta y la ausencia de conducción. Ahora, pasado el sus-
95
to, declaró: “C. A. Pérez no se ha enterado de la magnitud de la re-
vuelta” o “al comienzo, los manifestantes no actuaron con una violen-
cia premeditada, sino que se limitaron al saqueo de tiendas y comer-
cios, ante los cuales la policía actuó con una extraordinaria tolerancia.
Pero después los hechos se complicaron con la intervención de ele-
mentos de la insurrección marxista. El Gobierno procedió con inusi-
tada lentitud, fue el más sorprendido, insólitamente sorprendido”.
Tanto como el resto de venezolanos que desconocían a estos insu-
rrectos marxistas surgidos, a todas luces, por generación espontánea.
Sandeces las hubo de todo calibre. La inefable periodista Sofía Im-
ber, en su programa diario de TV “Buenos días” esputó: “¿Quién ga-
rantiza que los 300 guardaespaldas que trajo Castro [a la Coronación]
realmente se fueron del país?” La pendejada provocó, tres días des-
pués, el ocurrente y chistoso artículo de Earle Herrera “Fidel, la turba
y el betamax”.
Para Washington, Venezuela era un escaparate, el modelo de cómo
podía y debía ser un país periférico en vías de desarrollo. La luna del
escaparate, ya bastante resquebrajada, se dañó a raíz de la masacre de
El Amparo y se hizo añicos con el Caracazo. Por añadidura, su ruptu-
ra puso en evidencia que detrás no había nada. La tan cacareada de-
mocracia era sólo una entelequia.
BIBLIOGRAFÍA
AAVV: 27 de febrero. Cuando la muerte tomó las calles, Caracas, 1990, Ateneo
de Caracas, 133.
AAVV: El día que bajaron los cerros. El saqueo de Caracas, Caracas, 1989, Ate-
neo de Caracas, 123.
Izard, Miquel: El poder, la mentira y la muerte. De El Amparo al Caracazo, Cara-
cas, 1991, Tropikos, 117.
96
PARÍS, 1968
RECOGIDOS POR
ROBI CIMA RON
97
POCO ANTES DEL JALEO
Cuanto más hago el amor, más
quiero hacer la revolución.
Cuando más hago la revolución,
más quiero hacer el amor.2
Los días anteriores a los sucesos de mayo recorrí los márgenes del
río Sena para ver si alguno de los libreros quería comprar una antigua
edición del libro La revolución desconocida de Volin, una obra en la
que se denuncia el proceso contrarrevolucionario bolchevique desde
una óptica anarquista. Ningún librero lo quería. No me daban nada
por él. El Partido Comunista Francés (PCF) dominaba el mundo edi-
torial, los periódicos y las radios, y todo lo que tuviera que ver con el
anarquismo, prácticamente, no interesaba. Decepcionado volví a mi
casa de Batignol, pensando en el titular de Le Monde: “Francia se abu-
rre” que había leído semanas antes.
Durante los días siguientes, seguí los acontecimientos que se esta-
ban produciendo en la Universidad, donde el ambiente estaba cada
vez más caldeado, sobre todo a partir del juicio de algunos estudiantes
del grupo de Nanterre en el que estaban Cohn Bendit y otros anar-
quistas.3
98
Poco antes de que pasaran a juicio los acusados, se acercó Aragón,
el poeta del PCF y la gente empezó a abuchearlo hasta que Cohn
Bendit, a quien yo tenía visto de la Federación Anarquista Francesa,
dijo: “aquí puede hablar todo el mundo, aunque sea estalinista tiene
derecho a hablar”. Pero Aragón vio un ambiente tan hostil hacia él
que se largó.
La revuelta en sí se inicia por un motivo sexual. Todas las grandes
rebeliones, empezando por la de Espartaco, tuvieron razones sexuales.
En Nanterre, las chicas estaban separadas de los chicos. Una vez los
chavales entraron en el departamento de ellas y se armó un gran re-
vuelo, pero poco después se bañaban todos juntos en la piscina uni-
versitaria.4 Así se empieza a desarrollar el movimiento de mayo, tam-
bién por la corriente de Estrasburgo5, la publicación de La miseria en
mar un grupo llamado los enragés, nombre que tenía su origen en la Revolución
Francesa y que literalmente significa los “airados”. Solo eran unos veinticinco,
pero interrumpían conferencias en nombre del Che Guevara y provocaron
numerosos altercados. Al igual que Tom Hayden, creían que los problemas de
la universidad no podían resolverse reformando el sistema educativo, sino cam-
biando por completo la sociedad [...]. El 22 de marzo de 1968, ya con unos
quinientos militantes, los enragés imitaron a los estudiantes norteamericanos y
ocuparon durante toda la noche la sala reservada al personal docente en el octa-
vo piso de la facultad en nombre de la libertad de expresión. El Movimiento
del 22 de Marzo había nacido”. Páginas 289 y 290 del libro de Mark Kurlans-
ky, 1968: el año que conmocionó al mundo. Editorial Destino, Barcelona, 2004.
4.“Los estudiantes de Nanterre no tenían ni cafés ni lugares de esparcimien-
to. Su único espacio era una habitación de residencia en las que no se les per-
mitía cambiar de mobiliario, cocinar ni hablar de política, ni el acceso de quie-
nes no fuesen estudiantes. Las chicas sólo podían entrar en las habitaciones de
los chicos con un permiso de los padres o si tenían más de veintiún años. A los
chicos les estaba prohibido entrar en el dormitorio de los chicas en cualquier
caso. Normalmente, las chicas se colaban en los dormitorios de los chicos aga-
chadas ante un mostrador”. Op. cit. p. 289.
5. “En 1966, los estudiantes de la Universidad de Estrasburgo publicaron un
documento, Sobre la pobreza de la vida de estudiante, que empezaba así: “El
estudiante es la criatura más universalmente despreciada en Francia, aparte del
99
el medio estudiantil de los situacionistas, etcétera. También tuvo su in-
fluencia la guerra por la independencia de Argelia y el discurso de
Jrushtchev condenando el estalinismo, lo que provocó que muchos
jóvenes pensaran que en la URSS no todo era gloria. Otro hecho que
incidió en las minorías más activas fueron los comités de base del
Vietnam que se desarrollaron en los EEUU.
El 68 no fue algo que se preveyera, sorprendió a todos los grandes
analistas, aunque tampoco se puede afirmar que fuera totalmente es-
pontáneo. Ningún movimiento lo es, todo es una aglomeración de ga-
ses. La revolución es como un volcán que necesita explotar por la canti-
dad de acumulación.
100
diantes, pero nos encontramos con que la calle estaba cortada por una
enorme barricada y la presencia de los CRS (Cuerpos Republicanos
de Seguridad). Así que nos limitamos a seguir caminando y escuchar
por radio las noticias y las entrevistas que le hacían al prefecto.
Las barricadas eran de poca importancia, cuatro ladrillos, cuatro ca-
mionetas cruzadas pero se estableció un combate que duró hasta las
ocho de la mañana. Se fueron perdiendo barricadas, se fue intensifi-
cando el lanzamiento de bombas lacrimógenas y otras armas contra
los manifestantes, lo que provocó cientos de heridos, de los cuales por
lo menos uno perdió un ojo.
En dicha manifestación se calcula que participaron cerca de cuaren-
ta mil personas y que se realizaron 422 detenciones.6 Los CRS, crea-
dos por Mitterrand cuando era ministro del interior, cogieron chicas,
las metieron en cuarteles, auténticos campos de concentración, y vio-
laron a muchas de ellas. De todo esto no se ha hablado, pero los que
estábamos ahí nos enteramos. Debido a esos disturbios y a los suce-
sivos, que aún fueron más fuertes, hubo una represión que provocó
que aparecieran varios cadáveres en el Sena.7
101
Al día siguiente, los estudiantes convocaron una conferencia de
prensa en la Facultad de Ciencias a la que acudieron algunos premios
Nobel y varios intelectuales de izquierda, como Marcuse. Se hizo un
balance y se condenó al estado francés. Ni De Gaulle ni Pompidou
estaban en el país en aquel momento, por eso el ministro de interior
tuvo que asumir la situación. La conferencia de prensa acabó con la
consigna de reunirse en la plaza de la República. La noche transcurrió
entre reuniones y discusiones. Hasta el momento, los sindicatos no
habían dado señal alguna, pero los estudiantes, no como organización
sino a título personal, empezaron ha hablar de huelga general.
Durante la semana se suceden las manifestaciones reclamando la li-
beración de los detenidos, la reapertura de universidades clausuradas
y retirada de las fuerzas de orden público del barrio latino. Siguen los
disturbios y se intensifica la represión.8
El domingo los estudiantes se concentran en el parque Luxembur-
go y la policía los arrincona. En un momento Cohn Bendit declara:
“esto no puede quedarse en las condiciones en las que está, el prefec-
to quiere que se desaloje el parque, pero los estudiantes no están dis-
puestos. Si el lunes la clase trabajadora de este país no declara la huel-
ga general, significa que en Francia no hay clase trabajadora”.
personas. Dos fallecieron esa noche [el 24 de mayo], uno de los cientos de heri-
dos en París y un comisario en Lyon. Más tarde, un manifestante al que
perseguía la policía saltó al Sena y se ahogó”. Op. cit. p. 303.
8.“Le Monde publicó el relato de un manifestante del 12 de mayo en el Bar-
rio Latino: ‘Nos alinearon contra la pared, con las manos sobre la cabeza. Empe-
zaron a golpearnos. Uno por uno, fuimos cayendo, pero seguían golpeándonos
brutalmente. Finalmente nos hicieron poner en pie. Muchos de nosotros es-
tábamos cubiertos de sangre’. Sin embargo, y al contrario que en las manifes-
taciones argelinas de principios de la década, el gobierno estaba resuelto a no
abrir fuego contra aquellos chicos de clase media; de manera que, milagrosa-
mente, no hubo muertes tras noches y noches de graves enfrentamientos”. Op.
cit. p. 296.
102
DORMIR EN LA SORBONA Y SOÑAR CON LA REVOLUCIÓN
103
(Toulouse). Las fábricas no se abandonaban, se ocupaban. Se formó
un movimiento de ocupación que hay que haberlo vivido para darse
cuenta de la envergadura que tuvo. En la calle, los desconocidos se ha-
blaban, se miraban, la prensa casi ni salía.9
El Partido Comunista Francés seguía sin jugar ningún papel, más
que el de rompehuelgas. El trotskismo y su líder de La Liga Comu-
nista tampoco jugó ningún papel, solo la gente que espontáneamen-
te salió a la calle. El PCF quería dominar aquella rebeldía porque se
le escapaba de sus manos.10 Luego quisieron sacar tajada y aprove-
charon para pedir una subvención. Sacaron dinero bajo la condición
de parar el movimiento, pero el movimiento no paraba, aquello pa-
recía imparable. Era la revolución de la palabra.11 Fue una revuelta
popular que eliminó todas las barreras, no había desconocidos, todos
eran conocidos, se confraternizaba con las mujeres, confraternizan
9. “A pesar de que la televisión estatal cubrió los sucesos, hubo omisiones fla-
grantes, noticias esenciales que no salieron en televisión. Los periodistas em-
pezaron a cansarse de que les cancelaran los programas y se dejaron llevar al fin
por el espíritu del momento: el 16 de mayo, los reporteros, operadores de
cámara y regidores de televisión se declararon en huelga”. Op. cit. p. 300.
10. “Los militantes del Partido Comunista francés estaban en contra de todos
ellos desde el principio. ‘Habría que desenmascarar a todos esos falsos revolu-
cionarios’, manifestó el líder del partido, Georges Marchais”. Op. cit. p. 292.
11. “Eleanor Bakhtadze, estudiante de Nanterre en 1968, apuntó: ‘El París
de entonces era maravilloso. Todo el mundo hablaba. Si se pregunta a cualquier
parisino que recuerda de los sucesos de la primavera de 1968, responderá: la
gente hablaba. Se hablaba en las barricadas, en el metro; cuando se ocupó el
teatro Odeón, éste se convirtió en la sede de una bacanal de la verborrea du-
rante veinticuatro horas. Alguien se ponía de pie y empezaba a hablar de la ver-
dadera naturaleza de la revolución, o de los meritos del bakuninismo, y de
cómo el anarquismo podía aplicarse al Che Guevara. Otros a su vez refutaban
por completo semejante tesis. En las calles, los estudiantes hablaban con los
profesores y catedráticos por primera vez. Obreros y estudiantes conversaban
entre sí. Por primera vez en esa sociedad rígida, formal y decimonónica, todo
el mundo hablaba con todo el mundo”. Op. cit. p. 297.
104
los hijos, todo revuelto. Caminabas por la calle y te preguntaban qué
pasaba por allá y por allí, o te avisaban, “no vayáis por allí que están
los CRS”.12
FÁBRICAS OCUPADAS
Soy un marxista
de la fracción de Groucho
12. “Al dar comienzo una nueva semana hubo más manifestaciones con sus
integrantes llevando la bandera roja del comunismo y la negra anarquista. Se
erigieron sesenta barricadas. Los vecinos del barrio que observaban desde sus
ventanas a esos jóvenes franceses rechazar a un ejército de policías se acerca-
ban a los parapetos para repartir comida, mantas y otras provisiones”. Op. cit.
p. 295.
105
que de costumbre. Fue una apertura de pareja, una ruptura, hasta con
el tema de la homosexualidad. Esa convivencia duró la primera sema-
na, fue algo muy aleccionador, y se puede decir que aunque ese am-
biente aperturista duró apenas unos seis meses, tuvo una influencia
definitiva en la población.
Todo aquello me recordaba lo vivido en 1936 en Cataluña, quizá
me ilusioné más que otros. Aunque era consciente de que aquello era
de mucha menor envergadura lo volví a vivir como una fiesta revo-
lucionaria. Nos reuníamos constantemente. Se bailaba música de la
revolución francesa o La carmañola. En las ocupaciones no recuerdo
que hubiera mucho cantautor, se discutía sobre lo que estaba suce-
diendo.
En la Sorbona, todos los días se hacía una asamblea para nombrar
al nuevo comité. En una de aquellas reuniones apareció Sartre y no
se le dejó hablar por estalinista. Quería contar su cuento, pero no
pudo. Lo abuchearon y abuchearon hasta que medio lo echaron.
Los partidos trataban de dominar la situación, de constituir organis-
mos regidores del movimiento para manipularlo, pero no lo logra-
ban.
En Bellas Artes se creó el taller de carteles, e iban desde diferentes
barrios a buscarlos. También se ocupó el teatro Odeón, convirtién-
dose en una especie de parlamento público, una asamblea popular,
cada uno iba y contaba su historia; la criada portuguesa contaba su
situación, se escuchaba y luego se aplaudía. También es verdad que
era una especie de muro de lamentaciones. Sin embargo, pasamos
por delante de la Asamblea Nacional, que estaba rodeada por los
CRS y con los diputados atrincherados dentro creyendo que íbamos
a asaltarlos, y caminamos como si nada. La gente no luchaba por el
poder, era aquello de “la imaginación al poder”. Había un rechazo
total a la política parlamentaria, había una crítica a la política, a to-
do.
106
PARAR AL MOVIMIENTO COMO SEA
107
Clausuraron las universidades, no hubo evaluaciones de fin de cur-
so, de mayo a septiembre no hubo nada, dieron por finalizadas las
clases. Luego se creó la facultad de Vincennes, donde se puso todo el
profesorado más rebelde e hicieron allí lo que les dio la gana, se le
otorgó la licenciatura de historia a una yegua; aunque hubo cosas más
interesantes, como la supresión de exámenes. Tras varias semanas, con
las empresas y centros de estudio ocupados, poco a poco, se volvió a la
triste normalidad.
En mi fábrica los patrones no tomaron ningún tipo de represalias,
eso sí, tardaron cinco o seis meses en volver. Los cuadros medios se
encargaron de reorganizar la cosa.
El PCF consiguió dinero para los trabajadores en los convenios y
eso sin que la clase trabajadora pidiera nada, no presentó ninguna re-
clamación concreta, su reclamación era totalitaria: la revolución y se
acabó la historia.
Alguien tuvo la gran idea de abrir los puestos de gasolina y la gente
empezó a llenar los coches de combustible y ahí empezó el desbara-
juste, los mayores empezaron a marcharse con sus familias de vacacio-
nes. Todo manejado por el PCF y toda la derecha francesa.15
108
Después de los sucesos de mayo, los sindicatos se desmoronaron, la
influencia del PCF cayó en picado, al igual que la de todos los parti-
dos políticos.
Debe quedar claro que los comunistas no tuvieron nada que ver con
los hechos de mayo, al contrario, actuaron como bomberos para apa-
gar la rebelión, como hacen siempre. Para ellos, todo movimiento que
se les escapa de las manos son movimientos contrarrevolucionarios.
La Federación Anarquista Francesa tampoco tuvo influencia, ni los
situacionistas, ni los maoístas. La influencia la tuvo el pueblo y la ju-
ventud. El estudiantado estaba hasta los huevos de vivir de la manera
que vivía. Los exiliados de la CNT formamos parte de todo eso, pero
no íbamos como CNT, no había separaciones, había un deseo gene-
ral de avanzar, nadie iba con banderas. Allí no se daba demasiada im-
portancia a los famosos, a los líderes (Sauvageot, Geismar, Marcu-
se...).16 Son los historiadores los que al escribir falsifican siempre la
historia, y el gran ejemplo es cómo se trató la revolución y contra-
rrevolución en España. Yo seguramente escribí algo sobre esto, pero
no sé donde está. La mayoría de los cronistas que dicen que estuvie-
ron en París vivieron aquello desde los balcones de los hoteles.
Por cierto, tras los sucesos de mayo, La revolución desconocida de
Volin era un libro que se buscaba como al pan. Se hicieron cuatro edi-
ciones.
16. “Desprecio por los advenedizos del 68, por aquellos que, después de ha-
ber hecho como si contestaran la universidad, se convirtieron en sus profesores,
por aquellos que ya eran entonces unos embaucadores y ahora se encuentran
entre los traficantes de somníferos espectaculares, por todas esas vedettes a lo
Cohn-Bendit que no paran de rentabilizar la imagen que les había fabricado Pa-
rís-Match. Este desprecio lo compartimos completamente, puesto que ya des-
preciábamos a esta gente al comienzo de su carrera, en el 68. Pero al espectácu-
lo le gustaría que toda la subversión real de este momento fuera desechada junto
con el agua sucia de su recuperación”. Encyclopédie de Nuisances, nº 10 febrero
de 1987.
109
LOS SUBURBIOS: 1968 Y 2005
110
Quemar los depósitos de mercancías, los concesionarios de automóviles,
los bancos, los videoclubs, los supermercados, los centros comerciales, los
canales de televisión.
111
CÓRDOBA, ARGENTINA, 1969
EL CORDOBAZO
ALIDA DÍAZ
113
organización social establecida, quebraron las relaciones y pactos que en
cada punto del espacio social constituían el conjunto del poder.
Fue resultado de una construcción, la que surgió de una apropiación amplia
y colectiva de saberes políticos largamente acuñados: prácticas de resistencia y
confrontación en el movimiento estudiantil, de combate de la clase obrera
industrial cordobesa con sus fuertes luchas internas para destruir la vieja direc-
ción sindical y para hacer frente a las políticas de empeoramiento de las condi-
ciones de trabajo. Experiencias de lucha autónoma en sindicatos con fuerte
implantación, que crearon las condiciones para el despliegue de un alto grado
de radicalización y movilización de base. Prácticas de acción directa y callejeras
generalizadas, construcción de lenguajes que, si bien se inscribían en un modo
previo de pensar las luchas sociales, lograron producir genuinas innovaciones
capaces de expresar la alternativa de una vida libre.
DICTADURA Y RESISTENCIA
114
tuarios y cuando el sindicato del sector se declaró en huelga fue inmedi-
atamente intervenido. Lo mismo sucedió en ferrocarriles y en la industria
azucarera. A medida que se proclamaban planes de lucha para hacer frente
a las medidas, el gobierno respondía prohibiendo las reuniones públicas,
ilegalizando los sindicatos o interviniéndolos. La ofensiva dejó sin efecto
los contratos colectivos de trabajo, congeló los salarios, suspendió el sába-
do ingles y conllevó despidos masivos en nombre de la racionalización de
los servicios.
Las pretensiones del gobierno de controlar o eliminar la vida social y po-
lítica también incluyó a las universidades. Todas las cuestiones relativas a la
educación pasaron a depender del poder ejecutivo. La dictadura desató una
ofensiva “anticomunista” que se inició con la intervención de las universi-
dades que perdieron así su autonomía; a partir de allí se impuso la restricción
al libre ingreso en ellas, la pérdida del carácter laico de las mismas, el control
de sus planes de estudio, y el cierre o privatización de sus comedores.
La clausura de los ámbitos de negociación de conflictos y de los canales
de representación política y sindical hizo que las reivindicaciones económi-
cas y democráticas alcanzaran rápidamente el contenido más amplio de
oposición al sistema político. Desaparecidos los mecanismos para “hacerse
representar” por otros, un frente amplísimo de resistencia a la dictadura
buscó nuevos modos de organización y confrontación, ensayó nuevos mo-
dos de lucha, se estructuró alrededor de un nuevo sindicalismo autónomo
en estado de continua movilización y, finalmente, apareció con claridad la
perspectiva de la violencia popular.
115
de las ciudades del interior del país era radicalmente distinto del bonaeren-
se. En estos marcos urbanos, donde se habían concentrado las nuevas
industrias, la inmigración procedente del interior de las provincias produ-
jo un fuerte crecimiento de población y la consolidación de una joven clase
obrera industrial. En este contexto, los conflictos generados en la vida fa-
bril se prolongaban al exterior de las fábricas, donde eran reforzados por
pautas de segregación social y espacial, lo que contribuyó, con la estrecha
proximidad entre trabajo y vivienda, a fortalecer la solidaridad interna de
las comunidades obreras.
En el período 1969-1973 los movimientos de protesta militante de estos
cinturones se extendieron al margen y en oposición a las direcciones sindi-
cales tradicionales. Córdoba en particular fue el laboratorio donde las
empresas introdujeron dos innovaciones que tuvieron resultados contrarios
a los esperados, y que producirían el desarrollo de corrientes clasistas den-
tro de sus fábricas. Por un lado, mediante el establecimiento de sindicatos
de empresa. Por ejemplo, las cuatro plantas argentinas de Fiat, tres de ellas
en Córdoba, tuvieron cada una un sindicato inspirado por la dirección.
Con esta política las empresas pretendían aislar a la nueva fuerza laboral del
movimiento sindical nacional y aplicar un nuevo estilo de relaciones labo-
rales basadas en un paternalismo empresarial vinculado a la concesión de
ciertos beneficios sociales a trabajadores.
La otra innovación que introdujeron fue llevar las negociaciones al nivel
de cada firma. Con estos “convenios por empresa” se pretendía socavar el
sistema nacional de “contratos por industria” o negociaciones colectivas.
Pero el desplazamiento de las negociaciones sobre salarios y condiciones de
trabajo del nivel nacional a la empresa, lejos de aislar al trabajador en su lugar
de trabajo, contribuyó a reavivar las secciones y sindicatos locales, fortaleció la
iniciativa y la capacidad de las bases para actuar y presionar sobre empleadores
y aún también sobre los dirigentes gremiales de los mismos sindicatos.
Los trabajadores no sólo empezaron a creer en las posibilidades de influir
decisivamente con sus luchas sobre su vida laboral, sino que comenzaron a
ejercer ese poder. Sus decisiones y su actividad tenían ahora una inciden-
cia directa sobre sus condiciones de trabajo.
116
Por otra parte, el tácito apoyo que la cúpula sindical dio al golpe de esta-
do de 1966, se tradujo en una profunda crisis que se desencadenó en los años
posteriores al Cordobazo, perdiendo la credibilidad de sus bases en momen-
tos de agudo conflicto social, y soportando duras divisiones internas por el
crecimiento, dentro de los sindicatos, de un fuerte movimiento opositor.
La primera manifestación de esta crisis se produjo en el congreso de 1968
de la Confederación General de Trabajadores (CGT), cuando la CGT se
dividió y surgió la CGT de los argentinos que nombró como secretario
general a Raimundo Ongaro, del sindicato de gráficos. Este sector ya venía
encabezando luchas de abierta resistencia al régimen. La línea de la cúpu-
la sindical peronista continuó siendo la de la negociación con el gobierno.
Córdoba se convirtió en la seccional más importante de la “CGT de los
argentinos”, revitalizando la tradición antiburocrática del sindicalismo cor-
dobés.
Son años en que se fueron gestando formas no convencionales de lucha:
acción directa, paros activos, ocupación de plantas con toma de rehenes, mo-
vilizaciones rápidas y masivas.
Córdoba contaba además por aquel entonces con una gran concen-
tración de estudiantes universitarios, de los cuales, el 35% eran trabajado-
res. Muchos provenían del interior de la provincia o de provincias vecinas,
y generaron entre sí vínculos estrechos de solidaridad y vida social en ám-
bitos netamente estudiantiles, concentrados en barrios como Alberdi y Clí-
nicas, convertidos luego en focos y sostenes de la resistencia.
De este magma surgió, por ejemplo, tanto la Coordinadora Estudiantil
en lucha, como también la Coordinadora de Centros Vecinales que organi-
zó las acciones de oposición al aumento de los impuestos inmobiliarios.
Las cuestiones relativas a la vida cotidiana, la casa, el agua, la salud, movi-
lizaron a sectores sociales más amplios que los obreros sindicalizados.
La puesta en común de los modos de resistencia, provenientes de distin-
tos ámbitos, se fue, pues, construyendo en acciones colectivas de insubor-
dinación, prácticas de confrontación y acción directa, desde los barrios, los
talleres, las aulas; en la producción de imágenes, hipótesis políticas, formas
de intervención y lenguajes inéditos.
117
MAYO RABIOSO
118
la policía no pudo desalojar a los estudiantes, que con silbatos y tambores
se comunicaban los movimientos de la policía, cortaban la luz eléctrica,
levantaban barricadas y arrojaban piedras, adoquines y molotovs desde las
azoteas.
El otro acontecimiento que precede y en cierto sentido anuncia el Cor-
dobazo sucedió el día 14, en una asamblea de seis mil obreros mecánicos
en el Córdoba Sport Club. La policía gaseó el local para apalear a los traba-
jadores al salir, donde les esperaba la caballería. En esa noche hubo un alto
nivel de enfrentamiento, policías desarmados y desnudados en plena calle,
vidrieras rotas, un par de autobuses de la policía incendiados. El combate
terminó con una marcha por el centro de la ciudad.
A medida que los hechos de mayo se sucedían, las delegaciones del
interior comenzaron a presionar a las dos centrales de trabajadores para
que decretaran el paro general nacional. Finalmente se anuncia dicho pa-
ro de 24 horas para el día 30. En Córdoba la modalidad fue otra, el paro
de 36 horas comenzó el día 29 y fue activo: a las 10 de la mañana se
abandonaron los lugares de trabajo para, desde allí, marchar hacia el cen-
tro de la ciudad y converger en un gran acto junto con las columnas de
estudiantes.
29 DE MAYO
119
las fábricas de Ika-Renault y camino del aeropuerto la división matricería
de Ika, llamada Perdriel. Completaba el cinturón Dinfia, o Industrias Me-
cánicas del Estado, Perkins, Thompson, Ramco y otras empresas menores
y pequeños talleres metalúrgicos.
Cuando a media mañana las entradas a la ciudad y el centro fueron ocu-
padas por los carros de asalto de la policía, las plantas de la periferia ya se
habían vaciado y los trabajadores comenzaban, caminando, en ómnibus,
motos, bicicletas, su marcha hacia el centro de la ciudad. Mientras, los tra-
bajadores de los turnos de tarde y noche de las fábricas se concentraban en
los sindicatos. Los empleados públicos, de banca, del comercio, oficinistas,
docentes y estudiantes comenzaban a reunirse en las calles del centro. Ha-
ciendo asambleas, debatiendo, midiendo el despliegue del enemigo, repa-
sando sus planes de autodefensa.
La primera marcha de la mañana comenzó con el encuentro de dos co-
lumnas de trabajadores mecánicos que, uniéndose y caminando hacia la
policía listos para el enfrentamiento, daban la señal de comienzo de la pro-
testa. Enseguida los gases y la respuesta: aparecieron bulones, hondas, la-
drillos, palos, piedras. La guardia de infantería retrocedía. Se sumaron tra-
bajadores de correos y telefónicos, y se levantó la primera barricada del
Cordobazo.
Al mismo tiempo, en otras zonas de la ciudad, el mismo escenario de en-
frentamientos: algún comercio vaciado para construir barricadas, mientras
de los edificios llovían periódicos y revistas para alimentar fogatas con las
que diluir los gases. En cada calle cortada había una asamblea de vecinos,
estudiantes, obreros, mujeres y hombres abocados a la ocupación civil de
la ciudad.
Manifestaciones, acciones, enfrentamientos, comenzaron a encontrar su
propio esquema organizativo, los grupos se comunicaban entre sí mediante
mensajeros que en bicicleta o en moto, llevaban y traían noticias de un
lado para otro. Para la gente de los barrios la radio fue el nexo, la ponía al
tanto de lo que iba sucediendo y la incentivaba a participar.
Pasado el mediodía la ciudad estaba tomada.
120
“la reacción de la gente fue notable, salía a darnos diarios, las mujeres,
las viejas, nos daban fósforos, botellas para que nos defendiéramos, palos.
Toda la gente en la calle, los viejos, los chicos, eso fue uno de los recuerdos
mas nítidos: como toda la gente salía a la calle. Veníamos en un tono,
hasta te diría alegre, hasta entonces no se había producido lo peor.
Teníamos el convencimiento de que teníamos que reunirnos con el resto de
la clase obrera para expresar nuestra protesta. La gente nos daba frutas,
mandarinas...”
Fernando, empleado administrativo de Ika-Renault
“Era como una fiesta... pero había humo por todos lados...
¿Vos no tenias miedo? No, porque era por todos lados, era todo el mundo...”
Alberto, estudiante de Arquitectura
121
habían matado a un obrero ahí cerca, que era Mena, de Kaiser. Comenzaron a
llegar bandadas de obreros y de gente corriendo totalmente desaforada, con
una ebullición que de pronto nos vimos en la cañada, en la plaza Colón,
en el centro, después en el barrio hasta la noche... y el ejército... fue una locura,
yo creo que era como un sueño...”
Oscar, empleado
122
EL BARRIO DEFIENDE EL CORDOBAZO
MUJERES
123
critos sobre la insurrección del ‘69, encontrar a la mujer fuera del lugar de
asistencia del tipo “...y, mientras tanto, las mujeres cocinaban empanadas
para los combatientes”. Lugar, por otro lado, absolutamente cotidiano. En
cambio, la mujer organizando, en la calle, tomando la palabra aparece poco
o casi nada. Lucía me contesta generosamente:
124
produjo un quiebre cualitativo, comenzó a dibujarse allí una afirma-
ción, el punto de partida de una poderosa ofensiva de masas. La verifi-
cación de que la posibilidad de rebelarse podía coincidir con la trans-
formación revolucionaria de la sociedad.
El obrero en la calle, ya no como fuerza de trabajo sometida al capital,
sino como sujeto autónomo contra él, con la rebelión y la capacidad de ini-
ciativa como sus principales herramientas.
La política reinventándose como forma de organización social, con sus
momentos de deliberación pública masiva y su demostrada capacidad de
destitución que tomaron por sorpresa a la mayoría de agrupaciones políti-
cas y sindicales.
Se inauguró entonces un nuevo terreno común a toda insurrección: lue-
go de la interrupción temporal y espacial vivida ya no se vuelve a ser los mis-
mos, y una vez alcanzada esta irreversibilidad, se está en otra situación en la
cual ya no es posible continuar pensando y obrando con los parámetros pre-
vios.
Lo que se abrió a partir del Cordobazo fue un proceso de gran politización
de la sociedad, tanto del tejido asociativo preexistente, más o menos politiza-
do, como de aquel que no lo estaba. La aparición de nuevos actores sociales,
de estrategias y propuestas alternativas desplegaron las energías liberadas en
aquellos dos días de mayo de 1969 en un nuevo ciclo de movilizaciones
sociales que se prolongó hasta 1975.
El movimiento obrero desarrolló, a partir del Cordobazo, nuevas prácti-
cas en las que se alcanzaron altos grados de autoorganización y autodefen-
sa. La toma durante 55 horas de la fábrica Perdriel, en junio de 1970, su
“ocupación revolucionaria”, tal como se autoproclamó, tuvo como desen-
lace la toma del conjunto de plantas de la industria mecánica. Fue conoci-
da como “la huelga grande”, de 35 días de duración. O el proceso de la Fiat
que culminó con la recuperación de los sindicatos por parte de las corrien-
tes clasistas (Sitrac-Sitram) que tuvieron por consigna “ni golpe ni elección,
revolución”.
Guerrilla industrial, coordinadoras obreras, sindicalismo de liberación, el
congreso de “sindicatos combativos, agrupaciones clasistas y obreros re-
125
volucionarios”, el “clasismo” surgido de las fábricas Sitrac-Sitram, son los
términos que nombraban esas energías liberadoras que, cuando emergie-
ron, establecieron la diferencia como base de interlocución. Esas palabras
denominaban la diferencia que se extendía al interior de un campo común.
Protagonizadas por grandes masas de trabajadores se construyeron experi-
encias de democracia interna, discutiendo sección por sección, rotando
delegados, haciendo asambleas que eran centros de debate y decisión, ver-
daderos órganos de contrapoder.
Allí encontramos también los antecedentes de la recuperación de fábri-
cas bajo control obrero junto a un problema nuevo en la actividad sindi-
cal: las cuestiones relativas a la calidad del trabajo y al poder de las empre-
sas en relación con la aceleración de los ritmos de trabajo exigidos por la
racionalización de los procesos productivos. Este fue un principal motivo
de rebelión en la plantas de Fiat e Ika-Renault, y llevó a los mecánicos de Si-
tram a plantear la nacionalización de la producción junto al control de la fá-
brica por los mismos obreros.
Las rupturas con el sistema tuvieron etapas, momentos, estrategias. 1969,
como fecha de esta singular explosión social, nos habla de un horizonte común
que compartían muchas luchas a escala planetaria: aún difiriendo en los méto-
dos, en las formas y en sus desarrollos, la idea de futuro —en alguna medida
organizadora del presente— sí se asemejaba en los rincones más distantes.
En particular será a partir de la experiencia revolucionaria cubana que se
desplegará una oleada de movimientos revolucionarios latinoamericanos
que atravesarán diversos períodos. Argentina se inscribe, con el Cordobazo,
en esta marea global de luchas, revoluciones e insurrecciones.
Mientras amplios sectores juveniles van a apartarse de las organizaciones
tradicionales para adoptar un rumbo tendiente a la lucha armada, una gran
parte de la clase obrera industrial asumirá como propia, sobre todo bajo el
influjo del Cordobazo, la tarea de dirección del proceso revolucionario, y
la construcción de estructuras políticas inmanentes, complejas, capaces de
ejercerla.
Esta Argentina de los ‘70 consistió en la evolución de distintas experi-
encias que lograron alcanzar una organización política a escala de masas,
126
y con ellas, miles de mujeres y hombres hicieron de su propia vida el
fundamento material de la posibilidad de transformación de la so-
ciedad.
EL 2001
Un hilo invisible enhebra las experiencias pretéritas con las actuales. Aun-
que supongan cortes irreversibles las insurrecciones pueden leerse, además de
como unidades, como secuencias de un único relato de emancipación.
La insurrección del 19/20 de diciembre del 2001 ha asumido, en su esta-
llido desbordante, imprevisto, las transformaciones operadas en las formas
y relaciones de dominio de las últimas décadas y la aparición de subjetivi-
dades propias de la desestructuración del mundo del trabajo de aquellos que
actuaron en el Cordobazo, donde la esfera laboral era el ámbito de sociali-
zación y de elaboración de las identidades políticas.
El 2001 no tuvo un sujeto único y consistente, los heterogéneos actores
sociales que se dan cita en diciembre sin haberse convocado crearon formas
de expresión consustanciales con el problema a enfrentar, como fragmen-
tos que se reconocieron en un proceso en el que reaparecían las capacidades
de lo colectivo. Así se combinaron los modos de enfrentamiento contra la
policía y los cantos de las hinchadas de fútbol con los modos de apropia-
ción y politización del espacio público propios del Escrache.
El 2001 destituyó las representaciones políticas vigentes sin darse nuevas,
no tuvo dirección ni se planteó la toma del poder, ninguna vanguardia en-
sayó vías de interpretación para desde allí organizar significados. No fue la
política tradicional la dominante ni fueron estrictamente políticas las múl-
tiples modalidades de resistencia emergentes. El enfrentamiento no preten-
día el poder, ni conquistar el porvenir, ni necesitaba certezas sobre el futu-
ro. Su sentido estaba en el presente, su soberanía en la experiencia misma,
sin centro organizador.
Pero la densidad de este presente se constituyó no solo en el proceso
colectivo por el que fueron “tomados” los múltiples actores de la insurrec-
127
ción, sino en el ejercicio de resignificación de la memoria hecho por los
mismos para recorrer un trayecto inédito. Demandas acumuladas y deseos
sociales, resistencias y derrotas, saberes perdurables y prácticas cotidianas,
se actualizaron para producir un corte que curase los efectos del terror que
acabó, justamente, con el ciclo abierto por el Cordobazo.
Desde allí se habitaron, recorrieron y desplegaron con pasión las posibili-
dades abiertas para reinventar un poder social enormemente creativo, del
que fueron condición la apropiación del pasado y la ruptura con él.
El esfuerzo en reconstituir el vínculo social en una Argentina desmem-
brada por el neoliberalismo acudió a aquellas imágenes del pasado pero sin
someterse a ellas. Retejiendo los lazos sociales con fragmentos del pasado y
del presente: el viejo piquete obrero fue recreado bajo una nueva modali-
dad, expulsado de la fábrica, interrumpiendo el flujo de capitales y mer-
cancías en multitud de cortes de ruta. Las viejas juntas vecinales que cons-
tituyeron un doble poder territorial y que a su vez fueron alternativas a las
sociedades de fomento, volvieron en asambleas barriales que sostuvieron el
sentido de la insurrección. Las prácticas de autogestión de las fábricas recu-
peradas por los trabajadores, pero no ya como la acción de una vanguardia.
Nuevas posibilidades de existencia emergieron frente al vacío dejado por
el capitalismo quebrado, retomando el hilo de una construcción inacaba-
da desde donde poder habitar el presente.
BIBLIOGRAFÍA
128
IRÁN, 1979
Más allá de la retórica triunfalista del Ayatolá Jomeini ¿que tantos cora-
zones encendió, y que tantas homónimas tuvo y tiene en el mundo?, no
podemos olvidar que los fenómenos históricos y su análisis requieren una
reflexión sobre los puntos de vista. Sobre el trato de la Revolución Islámi-
ca en Irán debemos, por tanto, lidiar con nuestra perspectiva occidental, y
apuntar a un contexto cultural en apariencia lejano. Porque cuando las con-
diciones de la vida en sociedad se degradan, cuando las relaciones de po-
der recrudecen la desigualdad ¿y eso puede ocurrir en cualquier lado?, los
pueblos pueden echar mano de su vida simbólica. Ésta se incrusta en el
quehacer cotidiano, lo explica, y a su vez ayuda a transformarlo. Hay ideas
que alimentan las revoluciones, y a las cuales se apela con discursos, dispa-
ros, rituales y actualizaciones.
Así, traducir esos símbolos ¿en un principio ajenos?, y su manejo, es una
buena manera para comprender el porqué de las movilizaciones que se die-
ron en Irán a finales de los 70. Fueron, al fin y al cabo, impugnaciones al
orden simbólico que emanaba del férreo orden social. A la sazón es probable
que la Revolución Islámica sea un acontecimiento que comparta parentesco
material con nuestro menú occidental e histórico de sublevaciones, derroca-
mientos y cambios de rumbo, cosa que dejamos al juicio del lector.
129
DESPOTISMO PERSA Y RELACIONES COLONIALES
1. Firmada por los EEUU, Reino Unido y la URSS en 1943, debía garantizar la
independencia e integridad territorial del país.
130
Llegados a 1950, Alí Razmara se convierte en primer ministro, pero es
asesinado nueve meses después. Lo sucede el nacionalista Mohamed
Mossaddeq.2 Con él se nacionaliza la industria petrolera, y el resultado es
que Gran Bretaña boicotea la compra del refinado iraní. Comienza una
lucha de poder entre el Sha y Mossadeq, que conduce a la destitución del
segundo en 1953. El artífice es el general Fazlollah Zahedi. Da un golpe de
Estado con el apoyo, una vez más, occidental. Dicho de otra manera, es la
CIA la que derroca a Mossaddeq de forma encubierta. El objetivo fue
enfrentar a los creyentes iraníes contra el primer ministro, amenazando a
jefes religiosos y realizando ataques simulados a sus casas. También se pro-
mueven manifestaciones, cuyos participantes, haciéndose pasar por miem-
bros del Partido Comunista Tudeh, siembran el caos en las calles de Tehe-
rán.
Finalmente, el papel de Mossaddeq todavía es objeto de debate. Para al-
gunos analistas fue un fenómeno incómodo, que hizo quebrar a su nación y
que parecía absurdo a los ojos del mundo. De hecho el Sha supo valerse de
su apoyo internacional para borrarlo del mapa. En cambio, para la mayo-
ría de los iraníes jóvenes fue algo así como un héroe nacional, por ser el pri-
mero en afirmar el sentimiento antiimperialista y antimonárquico.
PREBENDAS Y CORRUPCIÓN
131
A principios de 1963 el Sha se embarca en un programa para moderni-
zar y occidentalizar el país. Lanza lo que se llamó Revolución Blanca. Du-
rante los 60 y los 70, el objetivo oficial es mejorar la economía y las condi-
ciones sociales. La reforma de la propiedad de la tierra fue el eje principal,
destinado a transformar el sistema agrícola feudal en otro que incorporara
las leyes del mercado y del capitalismo. Y, entre otros cambios introducidos,
destacaron la concesión de libertades a las mujeres, la preeminencia de la
educación obligatoria laica por encima de la religiosa, y un sistema de be-
neficios para la industria. El financiamiento del programa se produjo me-
diante la venta de industrias estatales e inversiones privadas.
Pero el Sha se vuelve cada vez más dependiente de su policía secreta
(SAVAK), un arma para controlar los movimientos políticos contrarios a las
reformas, y a finales de los 60 el país es un hervidero de detenciones y con-
fidentes, torturas y desapariciones.
132
nistro Hassan Alí Mansur fue asesinado, y en 1965 hubo un atentado con-
tra la vida del Sha.
Ruhollah Jomeini se subleva, lo que le supondrá su exilio en Turquía,
Iraq y Francia. A principios de los 70 era un Ayatolá relativamente desco-
nocido, pero fue el único religioso que, de forma abierta, se atrevió a criti-
car la Revolución Blanca. Se mostraba como un hombre del pueblo, con-
denando las injusticias del régimen en nombre de las masas oprimidas. Y
más importante aún es que Jomeini fuera capaz de transformar el Islam
chiíta en un ideología atractiva para muchos grupos. Popularizó su origi-
nal mezcla de ideología revolucionaria y de revitalización mesiánica, movi-
lizando y generando una amplia red de discípulos fieles, y sin escamotear
el apoyo de las clases medias.
La Revolución Blanca redujo la economía campesina a una cuestión de
mera subsistencia, y sobre la cual el propietario de los recursos ejercía una
presión en aumento. Esto obligó al campesino a especializarse, lo que em-
pujaba todo un sector a emplearse en las granjas o a emigrar a las ciudades.
En la aldea, el único amo era el propietario, que no solo utilizaba de forma
arbitraria la tierra, sino que también ejercía la justicia.3 Además, el gran
aumento del costo de vida recrudeció la ola de huelgas obreras, que afec-
taban desde 1970 a todas las empresas y a todos los sectores, empujando al
proletariado al desafío de encarcelamientos, torturas, y hasta asesinatos. Lo
hemos dicho: el gobierno del Sha aceitó los engranajes de la represión
mediante su policía secreta, que tenía como fin la eliminación de cualquier
tipo de postura o de voz opositora.
La crisis impulsó la revuelta de la plebe urbana víctima de la miseria,
de la clase media en vías de proletarización rápida, y de los estudiantes.
Mientras tanto, los desocupados de las ciudades y la mano de obra fluc-
tuante emigraban hacia el campo, extendiendo la miseria a los campe-
sinos pobres y al proletariado agrícola. Después de la urbana, la casi
totalidad de la población campesina se levanta contra el Sha y el impe-
rialismo.
133
Sea como fuere, la activación de las clases medias de las ciudades, y del
campo contra el Régimen dan una explicación del carácter masivo y po-
pular de la revuelta iraní. Uno de los factores determinantes fueron los vín-
culos, todavía poderosos, del proletariado con el campesinado y la peque-
ña burguesía. Pero la revolución veló las diferencias entre los intereses de
las clases. De ahí la unanimidad aparente ¿simbólica? de un movimiento
cuyos componentes sociales, aunque unidos por el odio al régimen despó-
tico y a su amo ¿el imperialismo americano?, no dejaban de tener intereses
profundamente diferentes. Esto se revela en que, de entrada, la clase obre-
ra estuviera jerárquicamente a la cola del movimiento político.
134
inmobiliaria ¿especialmente la urbana?, el atraso del campo, el papel tradi-
cional de las mezquitas como centro de socorro caritativo ¿y, sobre todo,
como lugar de vida social y política?, en un país donde todo otro medio de
expresión y de reunión estaba reprimido, así como la oposición tradicional
del chiísmo al régimen del Sha, todos ellos son elementos que explican la
formidable impronta religiosa sobre el conjunto de la revuelta que se ave-
cinaba.
De esta forma, el chiísmo proporcionaba una símbolo de lucha contra la
sumisión a Occidente. Suministraba la cobertura ideológica para la lucha
de las clases medias contra la entrada de mercancías y capitales occiden-
tales. Al mismo tiempo aseguraba un fondo de reproche contra las exaccio-
nes y crímenes del Régimen, y una organización para canalizar el movi-
miento popular. El Islam chiíta se hizo partido, el partido de la protesta
política contra el despotismo del capitalismo, con un programa de libera-
ción nacional. Ayudó, es cierto, una especie de inmovilismo político, en el
cual se encontraban el Frente Nacional de Mossaddeq, el partido Tudeh y
otros grupos, como los Mao-populistas, siendo en parte un resumen de la
impotencia política.
Ese año 1979 fue testigo de la caída del Sha, “gendarme del golfo”, pilar
esencial de la seguridad de esta zona petrolífera, mientras la
revolución islámica triunfaba al grito de “¡Muerte al gran Satán!”
(KEPEL, op. cit.).
135
hasta el fin del Sha, y las mezquitas se convirtieron en centros de organi-
zación.
Durante una de las protestas en la ciudad industrial de Isfahán, los mani-
festantes controlaron partes de la urbe durante dos días. Enseguida el Régi-
men declaró la ley marcial ¿por primera vez desde 1953?, y la respuesta
popular fue una marcha de un millón de personas, que tuvo lugar en Tehe-
rán el 7 de septiembre de 1978. “Muerte al Sha”, “Expulsemos a América”,
“Jomeini es nuestro líder”, y “Queremos una república islámica” fueron sus
principales gritos. El último lema aparecía por primera vez.
La ley marcial se extendió a Teherán y a otras 11 ciudades, y el general
Gholam Oveisi4 es nombrado gobernador militar de la capital. Cuando los
manifestantes se congregaron en la Plaza de Jaleh en Teherán, el viernes 8
de septiembre, fueron atacados con tanques y ametralladoras. Cual pelotón
de fusilamiento, las tropas disparan hacia una masa de siluetas inmóviles.
Más de 4.000 personas fueron asesinadas en todo el país, alrededor de 500
en Teherán. Y ese día llegó a conocerse como Viernes Sangriento.
En todo caso, dicha masacre no fue seguida por estallidos o manifesta-
ciones importantes. El Régimen creyó haber cambiado el curso de los
acontecimientos, y hasta el presidente americano James Carter llamó al
Sha para reiterar su satisfacción. Pero la ilusión fue prematura. Una fuer-
za poderosa, la clase obrera industrial, entró en escena. La jornada siguiente
al Viernes Sangriento era el primer día laboral en Irán. Unos 700 trabaja-
dores de la refinería de petróleo de Teherán se declaran en huelga, exigien-
do mejoras salariales y el fin de la ley marcial.
Hasta entonces los trabajadores habían engordado las manifestaciones.
Ahora, por primera vez, actuaban como clase. Ningún sindicato ¿estaban
prohibidos?, ni ninguna figura clerical habían convocado la huelga. La
instigación fue de los dirigentes obreros surgidos antes y durante el movi-
miento de masas contra la monarquía. Dos días después, los obreros de las
refinerías de petróleo en Abadan ¿las más grandes? y Isfahán, de Shiraz y
4. Conocido como el Carnicero de Irán por su represión en 1963, que dejó un saldo
de miles de muertos.
136
Tabriz, se unieron a la huelga. Les siguieron los trabajadores del cemento
en Teherán, quienes además exigieron la libertad de todos los prisioneros
políticos. Los obreros petroleros en Ahwaz pidieron el cese de la discrimi-
nación contra la mujer trabajadora.
Los paros continuaron hasta octubre, involucrando a 40.000 petroleros,
150.000 textiles, 40.000 obreros del acero y 100.000 trabajadores públi-
cos.5 Al final la huelga paralizó casi todas las industrias, los ferrocarriles,
las aduanas, los puertos, los bancos, las oficinas de correos, los vuelos in-
ternos, las estaciones de radio y televisión, los hospitales públicos, los ba-
zares y las universidades. Y para principios de noviembre la remolacha se
pudría en los campos sureños, porque 7.000 obreros agrícolas de Haft-Ta-
peh llevaban un mes en huelga.
Por su parte, los empleados del Banco Central abrieron los archivos y
publicaron los nombres de 180 funcionarios del gobierno que reciente-
mente habían sacado del país 4.200 millones de dólares. Al unísono, y en
su mayoría, la clase media se plegó al movimiento. Se convocaron mani-
festaciones nacionales para el 10 y el 11 de diciembre, las jornadas de due-
lo religioso más importantes, llamadas Tasua y Ashura. Millones de almas
salieron a las calles de todo el país. En Teherán la manifestación atrajo cer-
ca de dos millones de personas. “¡Ahorquen al títere americano!” e “¡Im-
perialismo americano fuera de Irán!” fueron algunas de las consignas.
Crecía el movimiento. En las aldeas se agitó para ocupar las tierras de los
grandes latifundistas absentistas y de la familia real. Además, en las ciuda-
des los trabajadores controlaban el flujo eléctrico, con lo cual se inició una
nueva forma de protesta nocturna. El efecto sobre los gobernantes iraníes,
y sobre los individuos que Washington había enviado, fue demoledor. Lo
describe en sus memorias el general Robert Huyser. Después de entrar en
Irán de incógnito, el militar explica así su primer insomnio en el país, el 4
de enero de 1979:
5. Según Ma’mud Sirvan, en “La revolución iraní: cómo el pueblo trabajador tum-
bó al Sha en 1979”, Perspectiva mundial, Vol. 27, nº 7.
137
Ruidos espeluznantes llenaban el aire nocturno al empezar mi primera no-
che en Teherán. La gente gritaba ¡Alá akbar! (Dios es grande) desde los
techos aledaños, y cada exclamación era repetida desde otra zona. Disparos
de armas automáticas desgarraban la noche, recordándome la línea del fren-
te en Corea. La electricidad se cortaba por un par de horas cada noche, a eso
de las 8:30 p.m., como forma de acoso por las fuerzas opositoras… La casa
pronto sintió el frío del invierno y la oscuridad llenó las habitaciones (1987).
En ese momento decidimos regresar a trabajar junto con los demás y prepa-
rarnos para una nueva huelga. No nos considerábamos derrotados, ya que
era evidente que había un movimiento continuo de todo el pueblo iraní. El
primer día que regresamos se hizo una asamblea general, elegimos un comi-
té coordinador de 15 personas y empezamos contactar con los trabajadores
de otras fábricas en huelga.6
Con todo ello la exportación de petróleo iraní bajó al cero absoluto. Más
tarde, no sin muchos debates, los trabajadores decidieron producir sufi-
ciente petróleo para suplir las necesidades de la población, pero aseguran-
do el veto de combustible a los militares. Sin el dinero del oro negro, el
Régimen iba camino a la quiebra. Asimismo las huelgas de los empleados
bancarios impedían la distribución del capital y el pago de los salarios. Los
paros en las aduanas detenían la entrega de los repuestos y la materia
prima. Y por lo demás se cerraron la mayoría de los ministerios de gobier-
138
no. Los estudiantes eran dueños de las universidades, convertidas ahora en
centros de discusión y actividad política para todas las tendencias a favor
de la revolución.
A principios de enero de 1979 se habían ocupado muchas fábricas gran-
des, ministerios del gobierno y centros de comunicación. Los comités de
huelga se ponían en contacto, dando lugar, por ejemplo, al acuerdo entre
los petroleros y ferroviarios, para que llegara el combustible de consumo
nacional. O provocando el entendimiento entre la acería de Isfahán y los
ferroviarios, a efecto de que las calderas de Kerman no se enfriaran. Entre-
tanto, las insistentes ofertas del gobierno para grandes aumentos salariales,
a cambio de volver todo a su cauce anterior, recibían todas una negativa
general. Según Ma’mud Shirvani, el hecho es que los dirigentes de los co-
mités a menudo se conocían desde hacía tiempo, habían compartido deba-
tes y experiencias. Es lo que dice un dirigente en la fábrica de la Caterpi-
llar, de maquinaria industrial:
7. Ibídem.
139
kurda de Sanandaj, al oeste, los shoras crearon guardias de defensa después
de ahuyentar al ejército.
Sin embargo, el liderazgo entre las filas de la clase proletaria no fue capaz
de unirse políticamente a nivel nacional. A falta de un partido obrerista, la
avanzadilla burguesa hacía retroceder a los trabajadores cada vez que em-
prendían un camino proletario independiente. En este sentido, cuando el
Sha había agotado todas la posibilidades de aplastar el movimiento, y bajo
la presión de Washington, se vio obligado a acudir a la oposición burgue-
sa liberal. Nombró como primer ministro a Shahpur Bajtiar, antiguo miem-
bro del Frente Nacional. Pero Bajtiar fue denunciado inmediatamente por
Jomeini, desde su exilio en París. Entonces las masas, carentes de liderazgo
único, se arremolinaron en torno al Ayatolá.
MESIANISMO SOCIAL
140
bezar un gobierno revolucionario provisional. Figura popular, Bazargan era
un nacionalista burgués que había colaborado con Mossaddeqh, y que ha-
bía sido el primer director de la nacionalizada industria petrolera en 1951.
Pero Bazargan ¿junto con otros dirigentes burgueses, incluidos clérigos?,
había estado en desacuerdo con los métodos obreros durante el período de
revueltas. En efecto, organiza una campaña para suspender las huelgas, y
para el 30 de enero tiene convencidos a los empleados de unas 118 fábri-
cas para que regresen a trabajar.
En paralelo, la revolución sigue su curso en las calles. Los manifestantes
confraternizan con los soldados y enarbolan el lema Hermano soldado, ¿por
qué matar a tus hermanos? Las mujeres participan en marchas multitudina-
rias, a menudo encabezando los esfuerzos de confraternidad. Tiran flores
sobre los soldados, o las ponen en los cañones de sus escopetas. Dicho lla-
namente, y a pesar de las contradicciones futuras, la mujer entra en la his-
toria de Irán.
Gracias a que el imam Jomeini veía las cosas de modo diferente, las iraníes,
22 años después, hemos avanzado notablemente en asuntos como la educa-
ción, la presencia en el mundo del trabajo y los derechos sociales y políticos.
Se han hecho muchas conquistas, aunque nos queda un largo camino por
delante.8
141
corrieron a la base aérea. Allí ayudaron a los aviadores a construir barrica-
das.
Al día siguiente la ciudad entera se organizaba a marchas forzadas. Jó-
venes recién convertidos en guardias de defensa tomaron el control de las
calles, así como los miembros de algunas organizaciones guerrilleras clan-
destinas. En el distrito obrero del sur de Teherán prácticamente salió la
población entera. Esa noche la gente empezó a ocupar estaciones de poli-
cía, llevándose armas y archivos, y por la mañana la radio anunció que el
alto mando del ejército declinaba resistirse al pueblo. Los soldados abrie-
ron los cuarteles y la población tomó las armas. La sublevación en Teherán
se extendió como una mancha de petróleo, y la monarquía fue derrocada.
En rueda de prensa del 17 de enero, el presidente norteamericano James
Carter declaraba: por cierto no tenemos ni deseos ni capacidad de intervenir
con fuerzas masivas en Irán…Lo intentamos una vez en Vietnam. No resultó
muy bien.9
El pueblo iraní, el verdadero protagonista de la Revolución, siguió cre-
yendo en el cambio. El 1 de abril, tras una abrumadora victoria en un refe-
réndum, Jomeini proclamó la República Islámica, a la que pronto se dotó
con una Constitución que reflejase los ideales de gobierno. Inmediata-
mente se tomaron medidas fundamentalistas y comités revolucionarios
patrullaron las calles para obligar a cumplir los códigos en el vestir y los
comportamientos. El nuevo régimen trataba de borrar cualquier vestigio
de influencia occidental, basándose en una especie de mesianismo social. Y
el pueblo iraní, languidecida la Guerra Fría, no sabía que se estaba transfor-
mando en uno de los nuevos chivos expiatorios en la geopolítica mundial.
El sentimiento antiamericano se desbordó el 4 de noviembre de 1979,
con el asalto de estudiantes islámicos a la embajada de EEUU. El resulta-
do se salda con el secuestro de 52 súbditos norteamericanos, que pagaron
con 444 días de confinamiento una decisión de Carter: la de permitir que
el moribundo Sha se internara en un hospital de Nueva York. El nuevo
Irán islámico se enfrentaba directamente con la superpotencia. A esto se le
142
debe sumar la guerra con Iraq en septiembre de 1980, que supuso una ver-
dadera tragedia para ambos pueblos, y que fortaleció aún más la dictadura
de los clérigos chiítas. El fin por extenuación de la guerra, en 1988, y la
muerte de Jomeini, en 1989, abrirían una nueva etapa en la historia de Irán.
Una época en que el país es percibido con desconfianza por los EEUU, y en
la cual ambos países han creado una cultura de esgrima sempiterna. Este
enfrentamiento se encuentra vigente con la nueva injerencia imperialista,
enmascarada bajo la omnipresente guerra contra el terrorismo.
BIBLIOGRAFÍA
143
SOWETO, REPÚBLICA DE SUDÁFRICA, 1976
GABRIEL IZARD
EL CONTEXTO
145
Sudafricana, que se incorporó al Imperio Británico. Se inició entonces un
período de dominio político y económico de los blancos descendientes de
ingleses que duró hasta 1948 con la llegada al poder del Partido Naciona-
lista (PN), la organización de los afrikáners, nombre que reciben los des-
cendientes de los boers, hablantes de una variante del holandés llamada
afrikáans. Esta lengua y el inglés eran cooficiales desde 1925, pero a partir
de 1948 el PN impuso el uso obligatorio de la primera en la administra-
ción y la educación. En 1961 se creó la República Sudafricana tras romper
los vínculos con la Commonwealth británica. El PN, que se mantuvo en
el poder hasta el fin del apartheid en los 90, afianzó un sistema de segre-
gación ya iniciado a principios de siglo.1
El apartheid dividía al país en cuatro grandes grupos, y establecía su
segregación a base de leyes. En la cúspide de la pirámide estaban los blan-
cos, la inmensa mayoría de ellos de origen inglés y holandés; en el fondo
los negros africanos de distintos grupos étnicos (zulú, xhosa, ndebele, sho-
to, venda, shangaan, tsonga…), agrupados por el sistema en el término
“bantú”; y en un terreno teóricamente intermedio los asiáticos, descen-
dientes de los trabajadores contratados indios llegados entre 1860 y 1910
aproximadamente y concentrados mayoritariamente en Natal, y los mesti-
zos, hijos de padres de diferentes grupos raciales, fundamentalmente ne-
gros hotentotes y blancos afrikáners, y concentrados en la provincia de El
Cabo. Los blancos representaban en 1980 el 16,5% de la población, los
asiáticos el 3%, los mestizos el 9,5%, y los africanos el 71%.2
La primera ley del apartheid, la Native Lands Act, surgió en 1913. Prohi-
bía a los africanos la compra o venta de tierras fuera de las reservas demar-
cadas para ellos, sus supuestos lugares de residencia, apenas el 7% del terri-
torio de la Unión Sudafricana. Estas reservas no eran más que las áreas en
1. La base ideológica del apartheid (desarrollo separado de las distintas razas a par-
tir de la tutela de la raza blanca para garantizar la pureza y supervivencia de esta últi-
ma) está en las ideas del académico afrikáner G. Gronje en la década de los 40.
2. Cfr. Cornevin, Marianne, Apartheid: poder y falsificación de la historia, UNES-
CO, París, 1980, pp. 26-27.
146
las que se habían ido refugiando desde las invasiones europeas iniciadas en
el siglo XVII e intensificadas en el XIX.
En 1923 se redactó la Native’s Urban Areas Act, que establecía la crea-
ción de asentamientos separados para los africanos que trabajaran en las
ciudades. Así nacieron las locations o townships, ciudades satélites negras,
separadas de las metrópolis blancas, como Soweto.3 Desde su inicio estas
localidades estuvieron marcadas por graves problemas de servicios, como la
ausencia de luz eléctrica y agua corriente, y de hacinamiento.
La segregación espacial fue reafirmada en la década de los 50, cuando dos
leyes dieron autogobierno a las reservas, llamadas bantustanes. Se trataba
de áreas rurales de baja productividad agrícola que dependían de las reme-
sas enviadas por los trabajadores que migraban temporalmente a las áreas
urbanas, a los townships como Soweto. Su función era la de reservas de
mano de obra barata: el trabajador migrante recibía un salario magro pen-
sado únicamente para su sustento individual, ya que el del grupo familiar
se basaba en la producción agrícola del bantustán y los servicios sociales
(jubilación, seguro de desempleo, seguro médico, etc.) se basaban a su vez
en las obligaciones recíprocas “tradicionales” existentes entre las familias de
los bantustanes.4 Los bantustanes respondían pues a una lógica segregacio-
nista tanto política como económica. Las autoridades pretendieron darles
legitimidad internacional, y se otorgó una independencia puramente no-
minal (sirva como ejemplo el hecho de que el primer ministro no podía
abandonar el bantustán sin permiso del gobierno sudafricano) a cuatro de
ellos. Transkei, al que por ley pertenecían todos los africanos de lengua
xhosa, fue el primero en recibirla en 1976. Con la “independencia” la lógi-
3. Soweto, abreviatura de South Western Township, era una ciudad satélite super-
poblada por africanos de distinto origen étnico que en 1976 tenía millón y medio de
habitantes, casi tres veces más que Johannesburgo, que tenía 600.000 (Cfr. Cornevin,
Marianne, L’Afrique du Sud en sursis, Hachette, París, 1977, p. 104).
4. Cfr. Wolpe, Harold, “Capitalism and cheap labor-power in South Africa: from
segregation to apartheid”, en H. Wolpe (ed.), The articulation of modes of production.
Essays from Economy and Society, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1980, pp. 297-
299.
147
ca del sistema se convertía en perversa: los habitantes de los bantustanes
eran extranjeros en Sudáfrica y por tanto no podían reclamar ningún dere-
cho en ese territorio.
La segregación espacial estaba también sustentada en la Group Areas Act
de 1950, que la ampliaba a asiáticos y mestizos con el establecimiento de
suburbios urbanos para ellos.
Por lo que respecta a la segregación escolar, la Bantu Education Act de
1953 estipulaba escuelas diferentes para cada grupo racial, con sus propios
programas y apoyos financieros gubernamentales. Las escuelas de los blan-
cos contaban con más de los segundos, y las de los africanos prácticamen-
te sólo se financiaban con los impuestos pagados por la comunidad negra,
por lo que estaban mal equipadas y superpobladas. La ley del 53 estipula-
ba la educación primaria en la lengua materna de los estudiantes. En el 72
se decidió que la mitad de las materias de la enseñanza secundaria debían
impartirse en inglés y la otra mitad en afrikáans, pero los maestros y la
comunidad africana en general preferían el inglés, lingua franca no sólo de
los negros sudafricanos sino también del comercio y la industria del país y
también una lengua de peso internacional. Además sus conocimientos de
afrikáans eran rudimentarios, pero la razón más importante era que se tra-
taba de la lengua del opresor y del apartheid. En el 74 las autoridades se
ratificaron, y en el 76 estalló la revuelta en Soweto.
Todo este sistema era discriminatorio y perjudicial para los africanos, ya
que los blancos realizaban todo el ciclo educativo (de la primaria a la uni-
versidad) en un solo idioma, inglés o afrikáans.
En cuanto a las universidades, la University Act de 1959 terminó con la
política integracionista de las universidades anglófonas y creó los “colegios
universitarios bantúes”.
Además de la segregación espacial y la escolar, las otras bases del apar-
theid eran la segregación laboral iniciada con unas leyes de los años 30 que
prohibían varios empleos a los no blancos y convertían a estos últimos, so-
bre todo a los negros, en mano de obra no cualificada; la prohibición de la
representación política de los africanos a nivel nacional; el sistema de pases
que obligaba a todo sudafricano negro mayor de 16 años a portar un “Refe-
148
rence Book” en el que figuraba su identidad, el lugar (bantustán o towns-
hip) donde le estaba autorizado residir, el comprobante de trabajo y el de
pago fiscal; la prohibición del matrimonio y las relaciones sexuales entre
blancos y negros sustentada en la Inmorality Act de 1927, que desde su
reforma en 1950 se ampliaba a los cuatro grupos raciales… Y por supuesto
las “pequeñas segregaciones cotidianas” (el “petty apartheid”) reglamen-
tadas por un sinfín de leyes y ordenanzas: la segregación en los vagones de
los trenes, en los baños públicos, en los restaurantes, en los espectáculos
culturales y deportivos (sólo en ocasiones especiales se permitían espectá-
culos multirraciales, y en ese caso los organizadores debían dividir el aforo
y montar baños separados); la prohibición incluso de que un africano pasa-
ra una sola noche en casa de un blanco…
Los asiáticos y los mestizos disfrutaban de algunos privilegios con respec-
to a los africanos, ya que por ejemplo podían poseer casas, contaban con
unos parlamentos especiales para ellos que eran no obstante prácticamen-
te decorativos, no estaban obligados a portar los pases y tenían acceso a
más empleos, pero la segregación les afectaba por igual.
Este oprobioso sistema contó desde su inicio con la resistencia de la po-
blación africana, y numerosas organizaciones surgieron para enfrentarlo.
La primera de ellas, fundada en 1912, fue el Congreso Nacional Africano
(ANC), que en 1956 suscribió con otras organizaciones políticas y sindi-
cales la Carta de la Libertad, que proclamaba la igualdad de derechos de
todos los sudafricanos y la necesidad de repartir las riquezas del país. En
1959, de una escisión del ANC surgió el Congreso Panafricano (PAC),
que discrepaba del espíritu multirracial de la Carta en cuanto consideraba
que el país debía ser dirigido exclusivamente por los africanos. Ambas or-
ganizaciones fueron prohibidas en 1960, pero continuaron resistiendo
desde la clandestinidad. En 1961 el ANC creó su rama armada, la Umk-
honto we Sizwe (Punta de Lanza de la Nación) comandada por Nelson
Mandela, quien fue arrestado al año siguiente y permaneció en prisión
hasta 1991.
En 1969 surgieron el Movimiento de Conciencia Negra (BCM) y la Or-
ganización de Estudiantes Sudafricanos (SASO), que formaba parte del an-
149
terior. El BCM, uno de cuyos dirigentes era Steve Biko, muerto en prisión
por las torturas de la policía en 1977, basaba su discurso político en el re-
forzamiento de la autoestima negra, y tenía mucha influencia popular a
partir de sus programas asistenciales en los townships. Ambas organizacio-
nes fueron prohibidas en 1977.
Cabe señalar dos procesos en el contexto internacional que dieron fuer-
za a los movimientos de resistencia negros: la independencia de las vecinas
ex colonias portuguesas de Angola y Mozambique en 1975, y el movimien-
to afro-estadounidense por los derechos civiles iniciado en la década de los
60. En cuanto a lo primero, ese episodio descolonizador insufló los ánimos
de los oprimidos, y por ejemplo la SASO organizó manifestaciones por
toda Sudáfrica con el lema “Viva Frelimo” en referencia a la organización
guerrillera que lideró la liberación mozambiqueña. En cuanto a lo segun-
do, hay que resaltar que la influencia fue siempre mutua, y que la lucha an-
ti-segregacionista en los Estados Unidos se convirtió en un referente en
Sudáfrica y viceversa.
Todas las organizaciones citadas eran muy importantes en 1976, pero la
revuelta de Soweto las desbordó al convertirse en un movimiento masivo y
descentralizado de resistencia al apartheid. La organización que sí ocupó
hasta cierto punto un papel dirigente fue el Movimiento de Estudiantes
Sudafricanos (SASM), sección de la SASO que representaba a los estudian-
tes negros de secundaria, creada en 1972 a partir de una agrupación inicial
de las escuelas secundarias de Soweto.
LA REVUELTA
150
1976, en la que participaron unos diez mil jóvenes, y el precedente estaba
en la huelga iniciada el 17 de mayo por los estudiantes de la Orlando West
Junior Secondary School, a la que se sumaron otras escuelas, que había si-
do respondida por las autoridades con el cierre de las mismas y la expul-
sión de los estudiantes involucrados.
La manifestación había sido organizada por el Comité de Acción creado
a tal efecto, que a partir del 18 de julio pasó a llamarse Consejo Repre-
sentativo de los Estudiantes de Soweto (SSRC), el cual estaba integrado
por los miembros locales del SASM y dos delegados de cada escuela
secundaria de la localidad. Los manifestantes llevaban pancartas con
lemas como “Abajo el afrikáans” y “El afrikáans es una lengua tribal” y gri-
taban cánticos contra el afrikáans y otros lemas como “Amandla” (“Poder
al pueblo”). Sin aviso previo, la policía empezó a lanzar gases lacrimóge-
nos y sonaron los primeros disparos. Los jóvenes respondieron de forma
espontánea con piedras y ladrillos. Hector Peterson, un muchacho de tre-
ce años abatido por el arma de fuego de un policía, fue la primera vícti-
ma mortal.
Al día siguiente las autoridades cerraron las escuelas, pero continuaron los
incidentes en distintos barrios del township con la construcción de barrica-
das y la quema de autos; de edificios de la administración pública local; de
negocios de alcohol como las licorerías y los beerhalls y shebeens, tabernas re-
gentadas por la administración local5; y de trenes y autobuses que tomaban
los habitantes del township para trasladarse a Johannesburgo.
Muy poco después de iniciada la revuelta se formó la Asociación de Pa-
dres Negros (BPA), que coordinaba junto con el Comité de Acción la ayu-
da a las familias de los estudiantes detenidos, heridos y asesinados.
La revuelta se propagó enseguida, tan sólo dos días después, fuera de So-
weto: en Alexandra, un township situado al interior de Johannesburgo, los
estudiantes de la escuela secundaria iniciaron también el boicot de las cla-
151
ses. Allí los enfrentamientos y la represión fueron especialmente violentos,
murió un chico de tan sólo doce años, se incendió un templo de la Iglesia
Holandesa Reformada, la única iglesia sudafricana que apoyaba el apar-
theid, y según parece murieron algunos policías con armas de fuego que les
fueron arrebatadas. En otros townships de la provincia, así como en Natal,
también hubo incidentes.
A partir del 21 de junio las manifestaciones se extendieron al centro y sur
del Transvaal, así como a los townships de la capital, Pretoria.
La policía llegó a usar tanques en la represión de los incidentes en todos
estos lugares, y el ejército fue puesto en estado de alerta. El parlamento, por
su parte, dictó la Riotous Assemblies Act que prohibía todas las activida-
des multitudinarias con excepción de las deportivas. Y aunque el 6 de julio
el Ministerio de Administración y Desarrollo Bantú decidió postergar la
imposición del afrikáans en la escuela, la revuelta continuó después de las
vacaciones de invierno del mes de julio con el boicot a las clases en distin-
tos puntos del país, incluyendo el Norte del Cabo, los townships negros de
Ciudad del Cabo, Natal (con una huelga de los estudiantes de la Universi-
dad de Durban) y Witwatersrand, Kwazulu, Qwa Qwa y los bantustanes de
Venda, Bophuthatswana, donde los jóvenes llegaron a incendiar la Asam-
blea Legislativa, y Lebowa.
Después de las vacaciones los estudiantes de Soweto intentaron ampliar
el alcance del movimiento con dos iniciativas: las marchas en manifesta-
ciones masivas hacia Johannesburgo, y los llamamientos a los trabajadores
del township, que de hecho eran sus propios padres, para que se sumaran
a la acción. Por ejemplo, el 4 de agosto unos 20.000 estudiantes y trabaja-
dores intentaron llegar hasta la oficina central de policía para demandar la
libertad de los detenidos desde el inicio de la revuelta. Y el 23 de septiem-
bre unos 1.500 estudiantes consiguieron llegar al centro comercial de la ciu-
dad y manifestarse allí, pero fueron rápida y violentamente dispersados por
la policía.
El emplazamiento a los trabajadores a sumarse al movimiento llegó a su
punto álgido con la convocatoria de una huelga política de más alcance: el
23 de agosto se hicieron los primeros llamamientos a la huelga, y los días
152
siguientes se repartieron los volantes con el lema “¡Azikwelwa Madoda!”
(“¡Quedaros en casa!”). Durante tres días los trenes y autobuses funciona-
ron casi vacíos y la huelga fue seguida masivamente en las fábricas, alma-
cenes y oficinas de Johannesburgo.
A mediados de septiembre hubo un nuevo llamamiento a la huelga gene-
ral en Soweto, que después se extendió a Ciudad del Cabo entre los traba-
jadores negros y mestizos. Estas huelgas también fueron masivas, pero las
siguientes, a finales de octubre y principios de noviembre, no tuvieron el
mismo éxito que las primeras, pues la reducción de los jornales y las ame-
nazas de despido hicieron mella entre los trabajadores.
Así pues, a partir de agosto las revueltas estudiantiles ya no se circunscri-
bían a los asuntos escolares y se convirtieron en un cuestionamiento del ré-
gimen. Un ejemplo de lo anterior nos lo da el hecho de que en Ciudad del
Cabo, el 1 de septiembre, los estudiantes de los townships negros marcha-
ron por el corazón blanco de la ciudad con pancartas que decían “Away
with Apartheid”, “Equal Education” y “We want our Robben Island Priso-
ners”, esta última en referencia a los detenidos en esa prisión como Nelson
Mandela.6 A partir de mediados de agosto un punto de protesta añadido
fue la visita al país de Henry Kissinger, Secretario de Estado de los Estados
Unidos de América, lo cual fue visto como un reconocimiento inaceptable
del régimen racista.
En la provincia de El Cabo cabe subrayarse la participación de los mes-
tizos, por ejemplo los estudiantes de la universidad para mestizos de Wes-
tern Cape, y los jóvenes de secundaria de la ciudad de Tiervlei. En cuanto
a los blancos, hubo algunas minoritarias pero destacables muestras de soli-
daridad, como la manifestación de los estudiantes de la universidad de
Witwatersrand en Johannesburgo, inmediatamente después de la represión
de la de Soweto del 16 de junio.
La revuelta llegó pues a su máximo apogeo en agosto y septiembre, con
la participación de la población negra de todo el país y huelgas masivas.
A pesar de la presencia del SASM en la mayoría de escuelas implicadas y
6. Cfr. Hirson, Baruch, Year of Fire, Year of Ash, Zed Press, Londres, 1979, p. 232.
153
de la coordinación de la revuelta por parte del SSRC en Soweto en los pri-
meros momentos, no se puede hablar de liderazgo de ninguna organiza-
ción. Incluso a pesar de las conexiones entre la BPA y el ANC (por ejem-
plo Winnie Mandela, la esposa de Nelson Mandela, estaba en la primera),
y entre el SSRC y el ANC (algunos miembros del primero también lo
eran del segundo), la revuelta sobrepasó también a esta organización.
Tampoco existió una coordinación de las manifestaciones en los distin-
tos townships y universidades y escuelas: cada uno de ellos actuaba cuan-
do se tenían noticias de lo que ocurría en Soweto y/u otras partes.
El movimiento terminó a finales de año, con el cierre de las escuelas por
las vacaciones de verano y la división de opiniones entre los estudiantes de
Soweto en enero sobre si presentarse a sus exámenes o no: hacerlo era hasta
cierto punto traicionar el movimiento, pero no hacerlo era perder el año
lectivo. No obstante, durante todo el año siguiente la resistencia se man-
tuvo viva en muchos otros townships negros del país con el boicot a las
escuelas y a los exámenes. Y de hecho en el propio Soweto, en marzo y abril
de 1977, hubo masivas manifestaciones de estudiantes convocados por el
SSRC contra la decisión de la administración local de aumentar los alqui-
leres de las casas del township, aduciendo entre otras razones que la des-
trucción de las tabernas el año anterior había menguado sus ingresos. Por
otra parte, al año del inicio de la revuelta se produjeron manifestaciones de
recuerdo en muchos townships.
Las formas de lucha durante todo el movimiento, como hemos visto, fue-
ron variadas: las manifestaciones, en las que se repelía con piedras a la policía
(el “stone power”, como le llamaban los jóvenes); las huelgas de inasisten-
cia a las clases; las entradas por la fuerza en las ciudades blancas; las huelgas
“políticas” junto con los trabajadores; los ataques e incendios de las ofici-
nas de administración locales, de las escuelas (por ejemplo las oficinas de
los directores y las bibliotecas, en las cuales sólo se encontraban los libros
aceptados por la censura oficial.) y, sobre todo en Soweto y los townships
de Ciudad del Cabo, de las tabernas… También los funerales de los caídos
en la represión se convirtieron en actos políticos en los que se leían procla-
mas y se entonaban canciones.
154
La violencia también incluyó ataques de los estudiantes contra las casas
de policías negros y colaboracionistas.
A pesar de que el movimiento fue un continuum de resistencia, hubo dos
períodos de mayor intensidad en los enfrentamientos: del 16 al 19 de junio
y del 4 al 6 o 7 de agosto. En el primer período las autoridades reconocie-
ron 128 muertos, 1.112 heridos y 894 arrestados, pero los hospitales calcu-
laron que la cifra de muertos era por lo menos el doble. Las cifras oficiales
totales de la represión, bajas para la mayoría de analistas, fueron las siguien-
tes: 575 muertos, 2.389 heridos y 1.556 acusados.
En la represión participaron, junto con la policía, grupos de vigilancia
integrados por civiles blancos. Por otra parte, la vulnerabilidad de los tra-
bajadores migrantes de los bantustanes hizo que jugaran a veces un papel
de esbirros del represor durante la revuelta, ya que el radicalismo y los lla-
mamientos a la huelga de los estudiantes hacían peligrar sus puestos de tra-
bajo.7 En algunas ocasiones los trabajadores migrantes fueron lanzados por
la policía como fuerza de choque contra los estudiantes, por ejemplo en
Soweto tras la huelga del 23 de agosto; y a veces fueron usados por los pro-
pietarios de las tabernas para proteger sus negocios de los ataques de los
estudiantes. En Soweto concretamente, muchos de esos trabajadores mi-
grantes eran zulúes, fieles a su líder Gatsha Buthelezi,8 quien el 10 de agos-
7. Estos trabajadores estaban impedidos legalmente de alquilar una casa, así como
de vivir con sus familias, ya que estas últimas, al ser residentes en los bantustanes sin
un contrato de trabajo en áreas blancas como ellos, sólo podían ausentarse de la reser-
va durante 72 horas, lo máximo permitido por el sistema de pases. Por todo ello se
veían obligados a instalarse en los “albergues para solteros” en condiciones deplora-
bles de hacinamiento.
8. Mongosuthu Gatsha Buthelezi, primer ministro de Kwazulu, fue el creador en
1974 de un movimiento peculiar en la resistencia al apartheid, Inkatha, con mucha
fuerza en ese bantustán y entre los trabajadores migrantes zulúes de los townships de
otras regiones como Soweto. Inkatha fundó con otras organizaciones en 1976 el
Frente Negro Unido (BUF), que agrupaba entre otros a jefes tradicionales de los ban-
tustanes opuestos al apartheid y dirigentes eclesiásticos negros urbanos. El BUF era
partidario de un Estado federal dividido en zonas blancas, zonas tribales y zonas fede-
155
to hizo un llamamiento a la “comunidad negra responsable” para que hi-
ciera frente a los revoltosos.9
La represión estaba facilitada por todo el entramado coercitivo del apar-
theid, por ejemplo la General Law Amendment Act o “ley de los 90 días”
de 1963, que permitía mantener encerrado sin acusación durante ese tiem-
po a toda persona sospechosa de actividades subversivas; la Terrorism Act
de 1967 que convertía en terrorista todo acto destinado a dificultar la
administración de los asuntos del Estado y lo castigaba con penas que iban
de los 5 años de cárcel a la pena de muerte, al tiempo que permitía la de-
tención sin juicio de los “terroristas” por tiempo indefinido; y la ley de la
seguridad interior redactada justo antes de la revuelta, que enmendaba tex-
tos anteriores para llegar por ejemplo a permitir al ministro de policía de-
tener a quien quisiera por períodos de 12 meses renovables sin que el dete-
nido tuviera derecho a un abogado, ni siquiera a una acusación formal.
En la represión hubo muchos abusos: policías de paisano que recorrían
en coche las calles de Soweto disparando indiscriminadamente contra cual-
quier joven, jóvenes torturados en la oficina de policía de Orlando en So-
weto… Dos excesos que causaron gran indignación en Soweto fueron la
prohibición, el 1 de julio por parte del gobierno, de un funeral masivo por
las víctimas, y el hecho de saber que había incluso niños de 8 años deteni-
dos.10
Todo lo anterior se inscribe en un contexto claro: la represión brutal fue
la respuesta del sistema a los movimientos de resistencia. La matanza de
Sharpeville en 1960, en la que la policía disparó contra manifestantes que
reclamaban la abolición de los “pases” referidos anteriormente, causando
centenares de muertos, y el episodio de Soweto que aquí hemos relatado,
dan buena prueba de ello.
rales multirraciales, y era visto como un interlocutor válido por sectores liberales blan-
cos pero absolutamente despreciado por el ANC, el PAC o el BCM en cuanto defen-
sor en última instancia de un apartheid reformado.
9. Cfr. Hirson, op. cit., p. 244.
10. Cfr. Hirson, op. cit., p. 206.
156
LA CONSECUENCIAS
11. Cfr. Magubane, Ben, “The Soweto Uprising: What it Really Meant”, en Secha-
ba, junio de 1988, p. 22.
12. Cfr. Pineau, Liliana Marisa, La revuelta de Soweto de 1976. La irrupción de los
jóvenes negros en la escena política sudafricana, Tesis de Maestría, El Colegio de Méxi-
co, México, 1990, p. 135.
13. Cfr. Brooks, Alan y Jeremy Brickhill, Whirlwind before the storm, IDAF, Lon-
dres, 1980, p. 32, citado en Pineau, op. cit., p. 132.
157
HUNGRÍA, 1956
PHILIPPE BOURRINET
“El orden reina en Varsovia”, “el orden reina en París”, “el orden reina en
Berlín”. Cada medio siglo, los guardianes del “orden” lanzan así sus boletines de
victoria en los centros de la lucha mundial. Y estos “vencedores” exultantes no se
aperciben de que un “orden” que necesita ser mantenido periódicamente con
sangrientas hecatombes, corre ineluctablemente hacia su pérdida… Las masas
han estado a la altura de su tarea. Han hecho de esa “derrota” un eslabón en la
serie de derrotas históricas, que constituyen la fiereza y la fuerza del socialismo
internacional. Por esta razón la victoria florecerá sobre el suelo de esa derrota.
ROSA LUXEMBURG
Die Rote Fahne nº 14, 14 de enero de 1919.
159
En octubre y noviembre de 1956 surgió una consigna que parecía reto-
mar, aunque criticándola, la difunta República de los consejos: “el poder
efectivo a los consejos obreros”. Existió cierto intento de aplicar esta consig-
na en un clima de urgencia, dispersión y a menudo confusión. Pero muy
rápidamente el movimiento fue aplastado por los tanques soviéticos. Este
aplastamiento, finalmente aprobado en su fuero interno por las potencias
occidentales, la Yugoslavia de Tito y abiertamente por China, fue oscure-
cido por la crisis de Suez, que situó en un segundo plano la insurrección
espontánea de los trabajadores húngaros, para mayor alivio de Francia y
Gran Bretaña, que habían enviado sus tropas al Canal para apoyar a Israel
y sobre todo para controlar el Mar Rojo.
160
El terrorismo de este Estado fundamentado en el capitalismo de Estado,
establecido sobre la base de la máxima explotación del trabajo y asentado
sobre las bayonetas rusas, era vivido todos los días como una pesadilla por
los obreros y trabajadores intelectuales. Estaban rodeados por una banda-
da de chivatos, vigilados por policías secretos y muchos ya habían probado
los “calabozos del pueblo”, cuando no habían sido sometidos a torturas por
la nueva “Santa Inquisición”, en tanto que elementos parásitos o “contra-
rrevolucionarios”.
Viviendo en condiciones de trabajo y alojamiento que recordaban el peor
período de acumulación capitalista del siglo XIX, la inmensa masa de tra-
bajadores manuales e intelectuales vivían en un estado de agotamiento,
agravado no sólo por la subalimentación y la regular alza de los ritmos en
el trabajo, sino también el miedo cotidiano a la delación. Tras la igual-
dad alardeada por el régimen, reinaba la peor corrupción, los peores chan-
tajes y las mayores injusticias sociales. Esta situación no era diferente a la
que sufrían los trabajadores del “tercer mundo” e incluso los trabajadores
de los países más desarrollados, que regularmente recuerdan al mundo su es-
tado de explotación mediante explosiones sociales dirigidas tanto contra
“su Estado” como contra sus “defensores” sociales2.
a) Poznan
Era pues inevitable, a la muerte de Stalin, que el fortísimo descontento
obrero en el Este, además del de las capas intelectuales que rechazaban con-
vertirse en mercenarios ideológicos del Estado, saliera a la luz. Los aconte-
cimientos de octubre de 1956 en Hungría encuentran de hecho su origen
en Polonia. En junio, los obreros de una fábrica de locomotoras y de mate-
rial de armamento de Poznan se declararon espontáneamente en huelga
para obtener un aumento de salarios, la disminución de los precios y de los
ritmos del trabajo. Las negociaciones con la dirección de la fábrica no con-
161
dujeron a ningún sitio, y entonces los trabajadores salieron masivamente a
la calle y se politizaron rápidamente exigiendo “pan y libertad”, la “aboli-
ción del trabajo a destajo”, con gritos de “fuera los rusos”, una consigna cal-
cada (y adaptada) del eslogan “US go home”, usado en el “otro lado”. Tam-
bién se oyó “devolvednos la religión”.
Las tropas del Estado ruso que rodeaban la ciudad, por prudencia y segu-
ramente también porque tenían esas órdenes, no intervinieron. Los tanques
polacos intervinieron e hicieron “maravillas”, con un ánimo muy patrióti-
co, heredado del período del mariscal Pilsudski: los obreros, desarmados,
fueron sangrientamente aplastados. Todas las huelgas de solidaridad que
estallaron espontáneamente en las demás ciudades polacas fueron rápida-
mente sofocadas.
El aparato estatal polaco dudó. Los estalinistas más intransigentes, el
“grupo de Natolin”, blandieron la amenaza de un golpe de Estado militar
en el que “será necesario defender de forma brutal la razón de Estado” y
establecer “el estado de excepción”. Estos propósitos eran defendidos por
un escritor, antiguo fascista “reciclado”, jefe del movimiento católico Pax
que había reinterpretado la consigna “devolvednos la religión”. Todo ben-
decido con el tradicional lodo antisemita, en el que chapoteaban con deli-
cia parecida tanto el estalinismo nacional como una extrema derecha pola-
ca que se había aliado pronto con la concepción “musculosa” del “Estado
socialista”3.
La clase dirigente polaca cogió miedo. El Partido-Estado decidió que era
necesario un mayor tacto, para evitar que los desórdenes desembocaran en
reivindicaciones políticas y sociales más radicales. Ochab, secretario gene-
ral del partido, mostró súbitamente una gran comprensión: las tres cuartas
partes de los obreros de Poznan habían padecido una rebaja de sus salarios
reales, porque habían aumentado los ritmos de producción por un salario
3. Fejtö, François: Histoire des démocraties populaires (2). Après Staline 1953-
1971. Seuil, Paris, 1972, p. 107. El general Jaruzelsky no olvidó la preciosa “lec-
ción”de sus predecesores: proclamará el estado de guerra, para terminar la for-
midable movilización obrera de agosto de 1980.
162
a destajo en caída libre4. Habría pues cambios en la escena de un teatro po-
lítico en el que el telón había bajado del todo.
Gomulka, considerado como un “liberal”, puesto que había sido encar-
celado como “oponente al partido” por el régimen, fue reintegrado en el
partido. Con un apoyo mayoritario entre la población, que veía en él a un
salvador, es nombrado pronto secretario general del partido, el 19 de octu-
bre. Es entonces cuando las unidades blindadas rusas marchan sobre Varso-
via. Los soviéticos pedían que su ministro de defensa, el mariscal ruso Ro-
kossovski5, siguiera en su puesto, lo cual es rechazado por Gomulka, que
estaba dispuesto al enfrentamiento. Temiendo el estallido de una guerra
entre Polonia y Rusia, el Kremlin tuvo que ceder. Rokossovski tuvo que
abandonar Polonia y convertirse en ministro de defensa soviético. Polonia
era demasiado importante en el Pacto de Varsovia, era mejor ceder y dejar
que se desarrollara una “vía polaca”.
Esta tentativa, no tanto de “liberalizar” como de “nacionalizar” el apara-
to estatal y su motor el partido comunista, apoyándose en un amplio sostén
popular, había pues triunfado. Gomulka se apresuró en obtener la ayuda
de la Iglesia católica, que se puso a su servicio para “calmar” los ánimos, des-
pués de conseguir que una gran peregrinación rindiera homenaje a la “Vir-
gen negra” de Czstochowa y, mediante esta cuña, a “la milenaria nación
polaca”. La situación del Partido-Estado se estabilizaba abriendo paso a “la
vía polaca al socialismo”, una “nacionalización” del capitalismo de Estado
polaco, sin tanques rusos.
b) El caso húngaro
Fue muy diferente en Hungría, donde la tradición revolucionaria del
pasado estaba mucho más presente y donde los intelectuales y obreros
4. Anderson, Andy: Hongrie 1956. Ediciones Spartacus, Paris, 1975, pp. 46-
49, para los acontecimientos polacos.
5. El mariscal Constantin Rokossovski (1896-1968) era un soviético de ori-
gen polaco, ministro de defensa del gobierno polaco desde 1949. Fue Edward
Ochab, y por lo tanto la dirección del Partido comunista polaco, quien había
pedido al mariscal ruso intervenir contra los sublevados de Poznan.
163
estaban dispuestos a “pasar del arma de la crítica” a “la crítica de las ar-
mas”.
La agitación contra el régimen ultraestalinista de Rákosi se desarrolló a par-
tir de abril de 1956, cuando se formó el Círculo Petöfi, que incluía estu-
diantes miembros de las juventudes comunistas. Este círculo, que había
tomado como emblema al mayor poeta nacional, pudo editar numerosos
folletos y convocar numerosas reuniones en las que siempre se pedía no sólo
una mayor libertad en el campo literario, sino además el castigo de los que
habían condenado en 1949 a la horca al ministro del interior Lázlo Rajk, y
sobre todo el fin del terror policiaco del régimen. Rákosi fue obligado a dimi-
tir el 18 de julio después de un encuentro ruso-yugoslavo que pretendía esta-
bilizar toda la región durante el proceso de “desestalinización”.
A partir de septiembre, siguiendo la huella de los acontecimientos pola-
cos, los trabajadores húngaros empezaron una agitación en la que reclama-
ban una “autogestión obrera real” en las fábricas, calcada del “modelo yu-
goslavo”, que no tenía nada de auténticamente revolucionario6. El Círculo
Petöfi y la Unión de Escritores retomaron estas consignas, y luego exigie-
ron el regreso al Partido de Imre Nagy, que había gobernado el país de
1953 a 1954, en el cuadro de una temporal “desestalinización”. Ambos exi-
gían una “vía húngara al socialismo” y mantenían una campaña para de-
nunciar los tratados económicos desiguales firmados con la URSS, en
particular para la explotación de los estratégicos yacimientos de uranio
descubiertos al sur de Hungría.
Frente a la agitación, y bajo la presión de la URSS, Ernö Gerö, secretario
general del partido y antiguo brazo derecho de Rákosi, voló a Belgrado, des-
pués de discutirlo con sus amos del Kremlin, con el fin de encontrarse con
6. Anderson, Andy; Hongrie 1956. Editions Spartacus, Paris, 1975, pp. 57-
60. Para Anderson,“la reivindicación de la autogestión (...) le daba un ramala-
zo revolucionario al sentido propio del término. Es significativo que la filósofa
Hannah Arendt, en un estudio sobre la revolución húngara, considerase “que
no hay hoy en Yugoslavia ningún sistema de consejos y ningún consejo obrero
libre. [Die Ungarische Revolution und der totalitäre Imperalismus, Piper, Munich,
1958, p. 40].
164
Tito y preparar una eventual evolución de todo el aparato que empieza a
tambalearse.
165
Lo que ignoraba la inmensa mayoría de los obreros húngaros era el papel
de “perro sangriento” que ya había desempeñado el propio Ernö Gerö du-
rante la revolución en España, una revolución que odiaba como al pecado9.
Bajo el nombre de “camarada Pedro”, había actuado como agente de la
NKVD (la policía secreta rusa) y era oficialmente “militante” del partido
estalinista catalán (PSUC). Gerö había participado directamente en el se-
cuestro y ejecución del dirigente del POUM Andrés Nin, después del
aplastamiento de la insurrección de anarquistas y poumistas en Barcelona
en mayo de 193710. Era pues un “hombre experimentado”.
Los discursos voluntariamente provocadores de Gerö metían fuego a la
pólvora. A la salida del edificio de la emisora de radio, se arriesgó a ser lin-
chado por la masa, pero consiguió llegar al Parlamento, donde tenía su sede
el Partido comunista húngaro. Convoca al comité central, se declara listo
para nombrar a Nagy presidente del Consejo, y pide la ayuda de las tropas
soviéticas.
Del edificio de la radio, símbolo del poder, salieron disparos, realizados sin
duda por el destacamento de la tan detestada policía política: la AVH11. La
que había que acabar de una vez con la “escoria” y “limpiar al vapor” a la “chus-
ma” de las ciudades pobres pobladas por parados, frecuentemente de origen in-
migrante.
9. El socialdemócrata alemán Gustav Noske, nombrado ministro de la gue-
rra, y encargado de la liquidación en Berlín del movimiento espartaquista en
enero de 1919, había declarado:“Es necesario que alguien haga de perro san-
griento. El dirigente Friedrich Ebert, por su parte, confesaba: “Odio la revolu-
ción como al pecado.
10. Cf. Maria Dolors Genovés:“Operación Nikolai o el asesinato de Andreu
Nin, en Historia Política. Societat i Cultura als Països Catalans. Barcelona, 1998.
Véase también, Agustín Guillamón: “La NKVD y el SIM en Barcelona. Algu-
nos informes de Gerö (Pedro) sobre la Guerra de España”, en Balance, Barcelo-
na, 2000.
11. Államvédelmi Hatóság (Agencia de Seguridad del Estado) o AVH, era el
nombre de la policía política. Situada en la Avenida Andrássy número 60, en
Budapest, la sede del AVH ocupaba la antigua sede del partido hitleriano hún-
garo. Tenía varias salas de tortura y una sala con horcas. Desde 2002 este lugar
166
tropa húngara enviada para someter lo que ya se ha convertido en rabiosa
insurrección, confraterniza con los rebeldes, se disuelve entre la multitud y
las armas pasan de mano en mano. Unos obreros llegan poco después con
cajas de municiones. Comienza el asedio de la radio mientras la insurrec-
ción se expande como un reguero de pólvora por toda la ciudad.
Las tropas soviéticas intervienen el 24 por la mañana y abren fuego en
varios barrios de Buda y Pest: 350 cuerpos yacen en las calles de la capi-
tal, varios millares de heridos son recogidos por las ambulancias, tirotea-
das por los hombres de la policía secreta, la AVH, auténtica guardia preto-
riana del régimen estalinista.
Imre Nagy es nombrado primer ministro, mientras Gerö permanece en
su puesto de “primer secretario del partido”, Nagy proclama la ley marcial12
y pronto promete la amnistía y “un plan de democratización en cuanto sea
posible”, si los rebeldes deponen las armas. Pero la insurrección crece: bata-
llones de obreros llegados del cinturón industrial, estudiantes, soldados y
jóvenes cadetes convergen. Numerosos miembros de la AVH son ejecuta-
dos por los rebeldes.
En el curso de los combates contra la AVH y las fuerzas soviéticas, que
duraron hasta el 29 de octubre, la masa de soldados húngaros, e incluso los
oficiales y las fuerzas de la policía municipal, se pasan armados a las filas
de los rebeldes. Las fuerzas soviéticas desbordadas, dudan, algunas dota-
ciones de los tanques se mezclan con los manifestantes. Otros desertarán y
participarán incluso en los combates junto a los obreros.
167
La situación se ha agravado considerablemente para el poder, cuando los
cincuenta mil obreros de las fábricas metalúrgicas de la isla de Csepel, en
el Danubio, al sur de Budapest, empiezan a moverse. Csepel la roja, zona
de concentración industrial similar al Baix Llobregat catalán o el Billan-
court francés, se pone en marcha. Los obreros de Csepel la Roja deciden
tomar al asalto la sede del partido comunista para establecer allí el cuartel
general del Comité revolucionario de Budapest. No han llegado con las
manos vacías: traen con ellos cajas de armas y municiones.
Ya no reina el “orden” ni en Budapest, ni en el resto del país13. Como en
1848, en la época de “la primavera de los pueblos”; como en 1918, tras la
derrota del ejército austro-húngaro, toda Hungría se levanta. La insurrec-
ción parece tomar carácter nacionalista, incluso “cuarenta y ochista”, de lu-
cha por la liberación nacional, bandera húngara a la cabeza. Pero no se tra-
taba de un nuevo 1848. El 26 de octubre el motín se había generalizado y
ya había tomado el aspecto de una insurrección social. El aparato bicéfalo
del partido y del Estado se había hundido.
Aprovechando el vacío de poder, después de haberse enfrentado, aniqui-
lado o desarmado, y luego disuelto las tropas de la AVH, los rebeldes forman
por todas partes consejos de obreros e intelectuales, o comités revoluciona-
rios, en Miskolc, Pécs, Györ, Szeged, etcétera. En todas partes, espontánea-
mente, se declara la huelga general. Una “dualidad de poderes” se instaura,
con la única diferencia que los consejos obreros y los diversos “comités re-
volucionarios” detentan de hecho la totalidad del poder. El poder de los
consejos, que ha tomado distintas formas (cf. infra), es el único reconoci-
do por los trabajadores, intelectuales y estudiantes que se han adherido. Y
este nuevo poder dispone de emisoras de radio, de las que se han apodera-
do, que difunden las informaciones reales, además de dar consignas tanto
políticas como militares que reflejan el estado de ánimo revolucionario. Al-
gunos “comités revolucionarios”, poco significativos, sobre todo los muy
13. El diario del Partido comunista francés, el más estalinista de los partidos
estalinistas occidentales, exulta: “Se ha restablecido el orden en Budapest” [L’Hu-
manité, 25 de octubre de 1956].
168
cercanos a la frontera austriaca, manifiestan un exacerbado espíritu nacio-
nalista pro-americano, que parece copiar los comunicados de Radio Euro-
pa Libre de Munich, subvencionada por la CIA.
169
El 29 de octubre, Radio Budapest había anunciado que se había consti-
tuido un “comité nacional provisional”, encargado de formar guardias na-
cionales. Estos guardias, que parecían evocar el lejano recuerdo de 1830 y
1848, reagruparían a todos los insurrectos, que no tendrían más que devol-
ver las armas y fusionarse con los soldados, los oficiales y la policía muni-
cipal que habían participado en la insurrección. Dos días más tarde, un lla-
mamiento procedente de las “fuerzas armadas revolucionarias” y de los
“consejos revolucionarios del ejército popular”, firmado por diferentes ge-
nerales y coroneles, proclamaba que “la patria estaba en peligro” frente a la
agresión exterior rusa y prometía “arrestar a los elementos ajenos al pueblo
y a los transgresores del derecho común”, sin precisar a quien y sobre todo
sin explicar dónde empezaba o acababa el “pueblo”16. Se trataba pues de
una reconstitución del aparato estatal, que conduciría sin remedio al fin
del “pueblo en armas” y al completo desarme de los consejos obreros.
El gobierno Nagy comprende que, para restablecer el “orden” bajo todas
sus formas, es necesario satisfacer plenamente las reivindicaciones naciona-
les de los rebeldes y poner a punto un sistema de coalición nacional multi-
partidista. El cardenal József Mindszenty ha salido de prisión y puede ha-
blar por radio, concediendo un aval religioso al gobierno.
Nagy, sobre todo, reconocía oficialmente a los consejos obreros. Prome-
te satisfacer sus exigencias: aumento de salarios, incremento de los aloja-
mientos familiares y programa de reconstrucción “para resolver la crisis de
la vivienda”...
Las cosas parecen ir muy deprisa después del fin de los combates del 30
de octubre. El 31 de octubre, los soviéticos anuncian el fin de la ocupa-
ción de Budapest. A las 20 horas, Nagy toma posición en la radio sobre
podría arreglar con un simple guiño los mil errores del pasado, obtener la in-
mediata retirada de los rusos, hacer de Hungría un país de jauja, bajar los pre-
cios, aumentar los salarios, redistribuir las tierras, contentar a cada uno en todo,
crear la democracia y la libertad total”. [Fejtö, François: Budapest 1956. Collec-
tion Archives Julliard, Paris, 1966, p. 217].
16. “Documents, récits et textes sur la révolution hongroise”, Socialisme ou
Barbarie. Paris, mars-mai 1957, pp. 85-86.
170
una declaración de neutralidad de Hungría17, que se retira del Pacto de Var-
sovia. Pero, algunas horas más tarde, las tropas soviéticas, con más de dos-
cientos mil soldados, invaden Hungría. Nagy franquea entonces el Rubicón
y se dirige a la ONU pidiéndole una inmediata intervención. También
forma un gabinete de coalición nacional: tres comunistas (Imre Nagy, Ká-
dár, y el general Pál Maléter), tres líderes del partido de los pequeños pro-
pietarios, el jefe del nuevo partido Petöfi, formado por escritores, y tres lí-
deres del partido socialista, de los cuales uno parte inmediatamente a
Viena para recibir la bendición de la Internacional Socialista. Sin embar-
go, tras una reunión del gabinete Nagy, éste se declara presto a anular su
telegrama a la ONU si se retiran las tropas soviéticas18.
Nagy está seguro de Kádár, que se presenta como su “amigo”19. Kádár, el
primero de noviembre, glorifica la insurrección, denuncia el “gangsterismo
político” del antiguo régimen, y ese mismo día declara al embajador ruso
Andropov que si hiciera falta él mismo bajaría a la calle y lucharía “desar-
mado” contra sus tanques20. Luego, desaparece misteriosamente frente a la
embajada rusa para alcanzar la frontera en la Ucrania subcarpática. La vís-
pera había recibido el encargo de formar un “gobierno revolucionario pro-
visional”, por parte del gobierno soviético21.
Ese mismo día Nagy obtiene la adhesión de la mayoría de los consejos
obreros de Budapest y provincia. Se retira la orden de huelga y al día si-
guiente los obreros de Csepel reanudan el trabajo. El gobierno Nagy pare-
ce haber conseguido restablecer el “orden”.
17. Austria, un año antes, en 1955, había sido declarada neutral tanto para
el bloque ruso como para el americano.
18. Glatz, Ferenc: “A kormany és a part vesetö szerveinek dokumentumaiból,
1956, octóber 23 november 4”, en História, números 4-5, Budapest,1989.
19. El calificativo de “amigo” debe evocarnos el dado por Allende al general
Pinochet, cuando le nombró jefe del ejército chileno, poco antes del golpe de
estado del 11 de septiembre de 1973.
20. Fejtö, François: Budapest 1956. op. cit., p. 241.
21. Cf. Cold War International History Project Bulletin, nº 5, Washington, pri-
mavera 1995, pp. 53-55.
171
Pero el 3 de noviembre Budapest está totalmente sitiada por los tanques
rusos. El 4 de noviembre por la mañana, Budapest es atacada.
La intervención de los tanques rusos en toda Hungría y sobre todo en
Budapest durante la noche del 3 al 4 de noviembre estuvo a la altura del
miedo de la clase dirigente y propietaria rusa. Miedo que era compartido
por la China de Mao, y también, más discretamente, por la Yugoslavia de
Tito, que tenía una importante minoría húngara en la Voivodina. Todos
tenían ante sus ojos el espectro de la desaparición del bloque comunista de
las “democracias populares”, creyendo asistir al principio del estallido de su
“Imperio”, sin descontar el peligro de una rápida contaminación social de
los consejos obreros a corto plazo.
La clase dirigente rusa daba finalmente la palabra a las armas, después de
haber hecho como si quisiera dialogar a través de sus propios enviados (Sus-
lov, Mikoyan y Andropov), e incluso de haber prometido la misma víspe-
ra una retirada de las tropas, y tender por fin una trampa a los jefes mili-
tares que se habían unido a la insurrección (como el coronel Pál Maléter,
convertido en el héroe nacional del momento). Varias divisiones soviéticas,
armadas y avitualladas como en tiempo de guerra, atacaban al alba. Los
tanques T 34, “último grito” del momento, estaban equipados con estabili-
zadores giroscópicos que les permitían disparar en marcha obuses con fós-
foro, tan destructores como el napalm, y cuyo avance estaba protegido por
aviones de bombardeo. Cualquier inmueble de donde partiera el disparo
de un partisano era inmediatamente destruido.
El aplastamiento militar de la resistencia y el establecimiento de un “go-
bierno revolucionario obrero y campesino” dirigido por Kádár, llegado con
los furgones rusos, no ponía fin al poder de los consejos. Éstos sólo reco-
nocían el “poder” de Nagy, que se había refugiado en la embajada yugosla-
va. Lanzan llamamientos a la huelga, seguidos en todas partes. El aparato
estatal que Kádár y los rusos quieren reconstituir no puede ser el de Ráko-
si. El principal problema, tanto para Kádár como para la clase dirigente
rusa, es la aniquilación de los consejos obreros, sabiendo que la huelga ge-
neral agota todos los recursos alimenticios de una población ya exhausta.
172
LOS CONSEJOS OBREROS DURANTE Y DESPUÉS DE LA INSURRECCIÓN
173
tud de la cual debería formarse un consejo obrero en cada fábrica, a fin de
que los trabajadores tuvieran una mayor perspectiva sobre la marcha de la
empresa para que dirigieran realmente las fábricas”23. Se trataba para el
nuevo gobierno de actuar de manera que los nuevos consejos fueran crea-
dos en las fábricas “con la asistencia de los órganos sindicales”24.
Lo que no había previsto el régimen era que los trabajadores formarían
como por encanto, y por centenares, consejos de fábrica que tomarían en
sus manos no sólo la gestión de la empresa, sino también el de la economía
local y regional.
Tratados de “contrarrevolucionarios” del pasado por los partidos esta-
linistas de todo el mundo, los consejos obreros estaban compuestos mayo-
ritariamente por jóvenes menores de treinta años, que solían tener en el
bolsillo el carné de “miembro del partido”, que no les concedía de hecho
más que el derecho a trabajar. Ante los acontecimientos revolucionarios, el
Partido-Estado del que dependían todos los trabajadores para obtener tra-
bajo se había desplomado: de los novecientos mil miembros en la víspera
de la insurrección, había perdido oficialmente las nueve décimas partes de
sus efectivos en diciembre de 1956.
¿Cómo funcionaban, quién era miembro y cuáles eran las metas de estos
consejos?
En contra de las esperanzas del Partido y del nuevo gobierno Nagy-Ká-
dár, las elecciones a estos consejos no fueron organizadas por los sindica-
tos, ni por ningún partido. Las elecciones, que se desarrollaron en medio
de los combates, se hicieron respetando la democracia obrera: la fecha de
las elecciones fue anunciada en varias etapas, cada uno era invitado a tomar
la palabra y proponer los candidatos que eran juzgados en primer lugar por
su competencia, su valor y su resolución, su actividad en el pasado y sobre
todo en el presente. Las elecciones debían ser representativas de la mayo-
174
ría: estaban representados entre el cincuenta y el setenta por ciento de los
efectivos de las fábricas. Los elegidos lo eran en calidad de trabajador (obre-
ro, técnico o ingeniero) y no como delegado de un partido o de un sindi-
cato25.
La principal razón de ser de estos consejos obreros era la dirección de la
huelga, sobre la base de una reorganización de la política económica: con-
tinuaban pagando los salarios, que por otra parte habían aumentado, y
aprobaban ayudas inmediatas a los más desposeídos; organizaban el aprovi-
sionamiento mediante un comercio directo con los campesinos, con la ayu-
da de caravanas de camiones. Los alimentos, de forma muy política, eran
almacenados en las propias fábricas, que aseguraban así su redistribución.
El principal problema para los sublevados era la coordinación y la exten-
sión de esos consejos a todo el territorio. Radio Budapest estaba en manos
del nuevo gobierno de Imre Nagy. Esta radio calificará a esos consejos es-
pontáneos como “desórdenes industriales”, para afirmar luego que los
obreros no deseaban más que una cosa: “volver a la normalidad laboral”.
En provincias, para hacer oír su voz y encontrar así un órgano para la
propagación de sus ideas y decisiones, los trabajadores se apoderaron de va-
rias emisoras de radio y empezaron a explicar sus exigencias, tal como ha-
bían sido elaboradas en los consejos. Las reivindicaciones se situaban en el
terreno político y económico: amnistía general para todos los insurrectos,
disolución de la AVH y retirada de las tropas soviéticas, libertades civiles y
políticas, gestión obrera de las fábricas, creación de nuevos partidos y sin-
dicatos independientes.
Algunos consejos, como el de la ciudad industrial de Miskolc, se habían
radicalizado. Este consejo rechazó deponer las armas y volver al trabajo,
formando milicias obreras y erigiéndose en gobierno local independien-
te del poder central. Este caso no estuvo aislado, pues en otras grandes
ciudades, como Györ y Pécs (al sur de Hungría), “el consejo obrero… lo
dirigía todo; armaba a los combatientes, organizaba el aprovisionamien-
175
to, presentaba reivindicaciones políticas y económicas”26. Eran pues el
único poder.
Lo que faltaba a estos consejos era la formación de un Consejo central,
que sólo podía instalarse en Budapest, y que aparecerá cuando la derrota
militar haya sido ya consumada. Algunos consejos se habían coordinado
para formar una comisión nacional revolucionaria, que debería reemplazar
al Parlamento27.
Durante el breve período de surgimiento y funcionamiento de los con-
sejos se mezclaron las reivindicaciones más diversas, entre las que coexis-
tían reivindicaciones socialistas, democráticas (“elecciones libres”), nacio-
nales (“independencia nacional”), y sobre todo conseguir la paz mediante
la salida de las tropas soviéticas de ocupación. Para muchos “la reivindica-
ción nacional, en los Consejos obreros húngaros, tenía destacada prioridad
sobre las reivindicaciones de orden económico y social”28, por lo menos has-
ta el 4 de noviembre.
176
tido socialista obrero húngaro, que ahora dirigía Kádár (que había tenido
mucho cuidado en sustituir el adjetivo de “comunista”), era una cáscara va-
cía, sin más partidarios que las fuerzas represivas.
En provincias se habían desarrollado consejos campesinos y de obreros agrí-
colas, que abarcaban a la mayor parte de la población húngara. Aunque apo-
yaban la acción de los consejos obreros, garantizándoles el aprovisionamiento
de las ciudades, particularmente en la lucha contra el ejército ruso, se situaban
en un cuadro patriótico (“nuestra bien amada patria”), y fuertemente corpo-
rativo, cuando trataban sus propios intereses: “Pedimos y reivindicamos la cre-
ación, a escala nacional, de un consejo campesino revolucionario, de una
representación de los intereses del campesinado, como un sindicato, median-
te el cual el gobierno en funciones puede negociar con los campesinos, y éstos
pueden colaborar del mismo modo con el gobierno.”29
Los consejos obreros del distrito de Budapest, por el contrario, levanta-
ban cabeza. El mayor acontecimiento ocurrió el 14 de noviembre, esto es,
unos cinco días después del fin de los combates: los consejos de distrito se
federaban en un Consejo central del Gran Budapest, que nunca llegó a
reconocer al gobierno de Kádár30. Pero disponía de escasos medios para co-
municarse con los consejos de provincias, que de pronto quedaron aisla-
dos. Las radios de las que los sublevados se habían apoderado el 24 de octu-
bre fueron recuperadas muy pronto por las tropas rusas y de la AVH. Pese
a algunos intentos, los consejos no llegaron a poseer un órgano propio de
información y decisión, ya que todas las imprentas habían sido retenidas
por la fuerza militar rusa.
Los consejos, a los que se habían asociado la Alianza de escritores y el Cír-
culo Petöfi, habían intentado “negociar” con Kádár, encerrado en el Par-
lamento, exigiéndole la retirada de las tropas rusas y unas elecciones con
29. Declaración del comité nacional del departamento del Sur-Komarón, del
19 de noviembre de 1956 [web de “Plus loin”: www.plusloin.org/textes/hon-
grie/].
30. Cf. Balász, Nagy: “La formation du conseil central ouvrier de Budapest
en 1956”. Correspondance socialiste internationale nº 8, Paris, 1961.
177
escrutinio secreto, sobre una base multipartidista, antes de contemplar
cualquier formación de un gobierno que sólo podría ser democrático y so-
cialista.
Los consejos mantenían como un paso previo la reintegración de Nagy
en el gobierno de Kádár. Nagy se había refugiado desde el 4 de noviembre
en la embajada yugoslava. La respuesta de Kádár fue tan “admirable” que
merece figurar en las antologías: “Tenéis el derecho de no reconocer mi go-
bierno, aunque eso me importa poco. Me sostiene el ejército soviético y
sois libres de hacer lo que os plazca. Si no trabajáis, es vuestro problema.
Aquí, en el Parlamento, siempre tendremos algo qué comer y algo que
aprender”.31
Después de esto se inició una nueva tanda de negociaciones que mostra-
ban la lasitud de los trabajadores. A la simple promesa de Kádár de “iniciar
conversaciones con los soviéticos”, los delegados llamaron a la vuelta al tra-
bajo para el 19 de noviembre. Que no se hizo sin dificultades. Incluso se
entablaron conversaciones, muy ingenuamente32, con el alto mando sovié-
tico, al mismo tiempo que éste ayudaba a Kádár para arrestar a los miem-
bros más destacados de los consejos. Este aparente “diálogo”, jalonado por
arrestos y desapariciones de delegados del Consejo central, acciones teatra-
les como la formación por el poder de un falso Consejo central que orde-
naba la huelga general, no podía sino acelerar la desmoralización de los
obreros, que finalmente se sintieron traicionados.
Kádár había prometido que junto a los consejos, que serían “reconoci-
dos” y no deberían ser otra cosa que órganos de gestión —salvo en el apara-
to estatal, correos y transportes— se instalarían sindicatos “libres”.
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Los consejos de fábrica, que constituían la osamenta de los consejos
obreros húngaros, se encontraron rápidamente enfrentados a los sindicatos
que el poder de Nagy, y luego el de Kádár, intentaron restaurar.
En un llamamiento “a todos los consejos obreros de fábrica, de distrito y
de departamento”, el Consejo central obrero del gran Budapest, en fecha
tan tardía como el 27 de noviembre, protesta contra “la tesis de unos ‘sin-
dicatos libres’ recientemente constituidos como si los consejos obreros de-
bieran ser únicamente organizaciones económicas”.
El consejo central expresaba, de hecho, y por última vez, toda la descon-
fianza de la base frente a la restauración de unos sindicatos pretendidamen-
te “libres”, presentados como órganos de trabajo y separados de la organi-
zación del partido in situ. En una Proclama, el Consejo central reconocía
que sólo la libre afiliación individual a los sindicatos podía tener sentido.
Debía ser un “trabajo social benévolo”, lo que implicaba el abandono de
los “permanentes sindicales retribuidos”. En efecto, la actividad tanto en el
seno de un comité de fábrica como en el seno de un consejo obrero debía
seguir siendo una actividad prácticamente revolucionaria, de la que nadie
podía vivir: “No queremos vivir de la revolución, ni toleraremos que na-
die lo intente”, y de todas formas, “no sabríamos otra manera de guardar
a los sindicatos del peligro de burocratización y del alejamiento del pue-
blo”33.
La derrota sin embargo era evidente, y los consejos obreros empezaban a
perder muy rápidamente toda su sustancia. Doce días de revolución a ple-
na luz eran demasiado poco para afirmar, como algunos hicieron, que ha-
bía empezado “la revolución proletaria” a un nivel “más elevado” que en el
pasado34. De hecho había triunfado la contrarrevolución, que había llega-
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do desde el exterior bajo la forma de tanques rusos, pero que había necesi-
tado apoyarse en el interior para romper la única alternativa al poder, re-
presentada por los consejos obreros35. Contrarrevolución que se apoyó pri-
mero en el gobierno de Nagy y Kádár, luego en el de Kádár, que no tenían
intención de coexistir con ningún otro poder. Contrarrevolución facilitada
también por una lenta, y sin duda inevitable, capitulación de las iniciativas
de los consejos obreros ante la fuerza.
día, esta revolución se sitúa a un nivel mucho más elevado que sus preceden-
tes.”
35. Hannah Arendt recuerda que en la historia alemana “no había sido la
reacción sino la socialdemocracia quien había liquidado el sistema de los con-
sejos. Y que si no hubiera sido ésta, los comunistas habrían tomado sin duda el
relevo” [Die Ungarische Revolution und der totalitäre Imperialismus. Piper, Mu-
nich, 1958, p. 40].
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disolución oficial de los últimos consejos obreros, que rehusaban conver-
tirse en las correas “yugoslavas” de transmisión del régimen.
Gracias al miedo llegó desde la URSS, Checoslovaquia y Alemania del
Este una masiva ayuda económica, que permitió elevar el nivel de vida de
los obreros húngaros, con lo que Kádár pudo instaurar una especie de “so-
cialismo de consumo” a la húngara. Después de haber hecho detener, en
junio de 1958, entre otros, a Imre Nagy, Pál Maléter y Miklós Gimes36, el
gobierno de Kádár se creyó en los años sesenta lo bastante fuerte como
para decretar primero una amnistía general en 1963, y más tarde permi-
tir los viajes al Oeste, algo imposible en el resto de países del bloque sovié-
tico.
Los partidos estalinistas pudieron “reformarse” oficialmente. Sus afilia-
dos, que se habían escondido durante la revolución, pudieron salir de
nuevo a la luz, actuando algún tiempo en los consejos, presentados bajo
la etiqueta de “sindicatos libres”. Al mismo tiempo, el futuro filósofo y
psicoanalista Cornelius Castoriadis, dirigente del grupo francés “Socialis-
mo o Barbarie”, podía afirmar que “el noventa y nueve coma noventa y
nueve por ciento” de los actuales militantes de los partidos estalinistas po-
dían ser recuperados para la revolución”37.
Los llamados “combatientes de la libertad” eran de hecho combatientes
por una revolución social obrera que pronto fue dominada. Sería injuriar
su memoria, asimilarlos a otros “combatientes por la libertad”, como los que
en aquel momento eran enviados al canal de Suez para garantizar los in-
tereses imperialistas franceses, británicos e israelíes.
Para los cantores del liberalismo económico, como el sociólogo francés
36. Miklós, Gimes (1917-1958) era amigo político y personal de Imre Nagy.
Durante la revolución dirigió Szabad Nép (“Pueblo Libre”), al servicio de la
revolución, y un periódico de los oposicionistas al partido comunista, reagru-
pados en la Liga de los socialistas húngaros. Después del 4 de noviembre, tomó
la dirección del Movimiento democrático de independencia
37. Chaulieu, Pierre (Castoriadis): “La voie polonaise de la bureaucratisa-
tion”. Socialisme ou Barbarie nº 21, Paris, marzo-mayo 1957, p. 76.
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Raymond Aron, sólo podía tratarse de una “revolución antitotalitaria”38, fi-
nalmente marcada por una época ya caduca, “del mismo modo que las re-
voluciones contra la monarquía o el absolutismo eran posibles” en el siglo
XIX. Esta revolución se oponía al “despotismo” del Estado ruso, del que
bien se guardaba definir el sustrato económico.
Pocos se preguntaban, fascinados por el progreso económico del mundo
occidental, si la tecnología capitalista más moderna no terminaría por ab-
sorber todas las esferas de la sociedad civil, hasta el punto de crear un hom-
bre ciertamente “mundializado”, pero totalmente “unidimensional”.
Herbert Marcuse en un libro escrito en 1964, que fue publicado en París
antes de mayo del 68, preveía una era de dominación total: “…la domina-
ción se perpetúa y se extiende, no sólo gracias a la tecnología, sino sobre
todo en tanto que tecnología, y esta última alimenta su mayor legitimación
en un poder político que se expande y absorbe en sí mismo todas las esfe-
ras de la civilización… El horizonte instrumentalizado de la razón se abre
sobre una sociedad racionalmente totalitaria”39.
Queda por saber si en una sociedad que se ha convertido en totalitaria,
cabría esperar revueltas periódicas y heroicas, pronto ahogadas o aplasta-
das, parecidas en esto a las revueltas de esclavos del tiempo de Espartaco.
Mayo de 1968 desmintió este sombrío pronóstico de Marcuse.
Todas las revoluciones del pasado, como la de los consejos obreros en
1956, son presentadas a menudo como la “derrota de una victoria”40, pare-
ciendo verificar lo que Rosa Luxemburg proclamaba en enero de 1919, po-
co antes de su asesinato:
“Vuestro orden está edificado sobre arena. La revolución, mañana, se levan-
tará de nuevo estruendosa y proclamará, para terror vuestro, entre sonidos de
trompetas: ¡Fui, soy y seré!”
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¿Pero la humanidad actual puede esperar indefinidamente la resurrección
milenarista de una revolución emancipadora, que no sería a fin de cuentas
otra cosa que “la victoria de una derrota”?
183
BARCELONA, 1936
AGUSTÍN GUILLAMÓN
185
y varios oficiales republicanos, especialmente de Atarazanas y de la Avia-
ción de El Prat, fue decisiva por su efectividad el 19 de julio, con la entre-
ga del importante arsenal existente en el cuartel de Atarazanas y las armas
almacenadas en Gobernación, amén de los continuos bombardeos de la
aviación sobre los cuarteles dominados por los facciosos. La colaboración
de la CNT con la Aviación ya se había materializado días antes del alza-
miento faccioso mediante valiosos vuelos de estudio y reconocimiento so-
bre Barcelona, realizados por varios miembros del grupo “Nosotros” en
aviones pilotados por los oficiales Ponce de León y Meana, con el conoci-
miento de Díaz Sandino, jefe de Aviación del Prat2.
La prepotencia e ineptitud de los ofíciale sublevados, que estaban conven-
cidos de que “el populacho” iba a correr de miedo al oír el primer cañonazo,
o al verlos desfilar marcialmente por las calles, tuvo como consecuencia las
emboscadas que sufrieron en el Cinco de Oros, en Balmes-Diagonal o en la
Avenida Icaria, donde fueron sorprendidos y masacrados por avanzar lenta-
mente por el centro de la calzada, con mulos que arrastraban las piezas de
artillería, sin la previsión de una avanzadilla ni la protección de la infantería.
Los facciosos estaban seguros de que el levantamiento sería un paseo militar, como
sucedió el 6 de octubre de 1934. Pero el 19 de julio los sublevados no tenían
enfrente a cuatro exaltados catalanistas, dirigidos por un gobernador incom-
petente como el fascista Dencàs, o un comisario anticenetista como Badia,
enemistado además con Companys por una cuestión de faldas3, sino al pro-
letariado industrial barcelonés, organizado en los comités de defensa de cada
barrio obrero y en los grupos de militantes de los distintos sindicatos de
industria de la CNT. Es decir, por esos combatientes proletarios, no profe-
sionales, que en el transcurso mismo de la lucha iban a ser llamados y a lla-
marse a sí mismos, desde la tarde del 19 de julio, y a medida que se arma-
ban, las milicias obreras, los milicianos.
186
A excepción del Cinco de Oros, la iniciativa del enfrentamiento con los
facciosos la tuvo siempre el proletariado: en el Paralelo, en Pueblo Nuevo,
en la Barceloneta, en San Andrés. Los guardias de asalto (1.960 hombres
en total)4 fueron incitados a la lucha y la resistencia por el arrojo y la valen-
tía de los obreros, que los secundaban multitudinariamente. En numero-
sas ocasiones los guardias de asalto vacilaron, como en la calle Diputación
al enfrentarse a la artillería, o incluso colaboraron con los sublevados, como
en Plaza de España, o fueron diezmados y anulados por los facciosos, como
le sucedió a una compañía en el muelle de Baleares. Los mandos de la guar-
dia civil, el general Aranguren y el coronel Brotons, estaban “semiprisio-
neros” en el Palacio de Gobernación, estrechamente vigilados por José Ma-
ría España, Vicente Guarner (segundo de Escofet) y Enrique Pérez Farrás.
La guardia civil fue una incógnita durante toda la jornada, hasta el mo-
mento en que el coronel Escobar recibió la orden del general Aranguren de
tomar la Universidad y el Hotel Colón. Escofet, comisario de Orden Pú-
blico, había ordenado telefónicamente a Aranguren, en nombre del Presi-
dente Companys, la intervención de la guardia civil, intentando de este
modo disminuir el protagonismo proletario y romper la dudosa y expec-
tante neutralidad de la guardia civil. Pero la desconfianza, tanto de los
obreros como del gobierno de la Generalidad, hacia los tricornios se man-
tuvo en todo momento. Los efectivos de la guardia civil ya habían recibi-
do órdenes de concentrarse la noche del 18 de julio sólo en dos cuarteles,
los de Ausias March y Consejo de Ciento, para controlarlos mejor y evitar
que algunos se pasaran al lado de los sublevados, como sucedió con el des-
tacamento a las órdenes del comandante Recas, enviado al convento de los
Carmelitas. Ambos cuarteles fueron vigilados permanentemente por gru-
pos cenetistas y retenes de asalto. Y en su lento avance por Layetana, cuan-
do se dirigían desde el Palacio de Gobernación hacia la plaza de Cataluña,
los dos tercios estaban separados por soldados leales de Intendencia, y vigi-
lados muy de cerca por grupos de obreros armados. La intervención de la
187
guardia civil no fue pues decisiva en Barcelona, y en todo caso fue más im-
portante su neutralidad inicial, y el evitar que engrosaran las filas de las tro-
pas facciosas. La polémica sobre si el alzamiento militar fue derrotado por
los cuerpos de la guardia de asalto y de la guardia civil, “controlados” por el
gobierno de la Generalidad, o por la CNT, está claramente politizada a pos-
teriori, y es históricamente falsa, porque ambas fuerzas estaban minadas
por el enemigo. El contagioso y torrencial clima popular y revolucionario, que
se respiraba en Barcelona el 19 de julio, obligó a las fuerzas de orden público a
cumplir con su deber, terminando después por sumarse fraternalmente al com-
bate común contra el fascismo.
Fue el proletariado barcelonés, entendiendo como tal a la población de
recientes emigrantes de los barrios marginales y marginados de “casas bara-
tas” y barracas de La Torrassa, Collblanch, Can Tunis, Santa Coloma, So-
morrostro o San Andrés, y a los obreros industriales (sobre todo del textil,
pero también metalúrgicos, portuarios, obreros del gas y la electricidad, de
la construcción, del transporte, industrias químicas y de la madera, etcéte-
ra) mal pagados y peor tratados, con reglamentos humillantes, condiciones
de trabajo draconianas, generalización del destajo y semanadas que no cu-
brían las necesidades mínimas; los de los barrios de Sants, Pueblo Nuevo,
Pueblo Seco, Clot, San Andrés y la Barceloneta, con durísimas condicio-
nes de vida, inseguras y miserables, o los numerosos trabajadores parados5
de los distintos barrios obreros de Barcelona, Hospitalet y Badalona, quie-
nes llevaron la iniciativa, organizados en cada barrio en los comités de de-
fensa cenetistas. El peso decisivo, que la victoria de la insurrección en Bar-
celona tendría sobre toda Cataluña, había atraído además a la ciudad, ya
5. Los comités de defensa de la CNT en los años treinta había reclutado en sus filas
a numerosos obreros parados con un doble objetivo: uno solidario, pagarles un suel-
do, y el otro, táctico, para evitar que se convirtieran en rompehuelgas. El recluta-
miento fue siempre paliativo y rotatorio, tanto por razones de solidaridad como para
impedir toda profesionalización y conseguir que pasaran por los comités de defensa
el mayor número posible de militantes, que en caso de urgencia contarían con
amplios efectivos preparados para el combate. Véase Ealham, Chris: La lucha por Bar-
celona. Alianza, Madrid, 2005, passim.
188
desde la noche del 18 julio, a un grupo de mineros del Alto Llobregat y a
numerosos militantes de Tarrasa.
La CNT, en la Barcelona de los años treinta, tejía un mundo de profun-
das y necesarias relaciones sociales, familiares, vecinales y de origen migra-
torio, que se manifestaban en un fuerte asociacionismo de barrio, con ca-
racterísticas universales, desde las sindicales y culturales a las solidarias,
mutuales o de autodefensa frente a los abusos de la patronal y la policía.
En una ciudad con elevadísimas tasas migratorias6 desde 1914, existía un
efecto llamada, en el que el emigrante más añejo facilitaba información so-
bre trabajo y vivienda a sus familiares o amigos del “pueblo”, lo que produ-
cía un fenómeno poco estudiado de concentración en determinados ba-
rrios, o incluso calles, de gente de una misma procedencia7. La enorme
fuerza de la CNT en los barrios obreros había arraigado y crecido precisa-
mente en esa labor callada y paciente de organizar, sindicalizar, culturizar,
“proletarizar” y defender esa masiva mano de obra migratoria procedente
del mundo rural. Barcelona era una ciudad industrial con grandes desi-
gualdades sociales y profundamente clasista, con marcadas diferencias que
se manifestaban tanto en el vestido y la comida, como en la clara delimi-
tación geográfica de las clases entre los elegantes barrios burgueses (en tor-
no al Paseo de Gracia y la Derecha del Ensanche), con lujosos edificios
donde florecía el modernismo; y los barrios obreros sin infraestructuras ni
servicios, insalubres, con deficiencias urbanísticas sometidas al servicio de
las industrias, en el que las viviendas de los obreros no eran más que el al-
macenamiento, próximo a la fábrica, de una mano de obra barata y abun-
dante, que el creciente paro de los años treinta arrojó a la miseria y la mar-
ginación, densificando la población del casco antiguo a niveles bengalíes, y
6. Entre 1900 y 1930 Barcelona había duplicado su población, pasando del medio
millón al millón de habitantes. La apertura de Layetana, la construcción del Ensan-
che y las obras del metro y de la Exposición Universal de 1929 demandaban una
abundante mano de obra barata, que en los años treinta engrosó las filas de un paro
masivo.
7. Como, por ejemplo, la caudalosa emigración desde la provincia de Castellón a
Pueblo Nuevo entre 1910 y 1930, y de Murcia a La Torrassa, en los años treinta.
189
difuminando por doquier las diferencias entre proletarios y lumpen. Por
otra parte la reciente historia social de la ciudad, con enfrentamientos co-
mo la huelga de La Canadiense (1919) y la guerra de clases abierta de los
años del pistolerismo (1917-1923), cerrada a favor de la patronal por la Dic-
tadura de Primo de Rivera, demostraba que la sociedad barcelonesa no esta-
ba basada en un modelo de cohesión social, sino muy al contrario, en un
modelo autoritario de sumisión del proletariado al dictado de la burguesía
local, que no dudaba en recurrir al terrorismo de Estado o a la brutal repre-
sión del ejército para mantener su autoridad.
Desde la primera salida de las tropas facciosas a la calle, hacia las cuatro
y cuarto, hasta mediodía del 19 de julio, fueron esos comités de defensa
(en los que se habían integrado los grupos de afinidad anarquistas y los ate-
neos libertarios) y los militantes cenetistas concentrados en las sedes de los
distintos sindicatos de la CNT, sobre todo el de la Madera, en la calle del
Rosal, los del Transporte y del Metal, en la Rambla de
Santa Mónica, y el de la Construcción, en el número 26 de la calle Mer-
caders, cerca de la Casa Cambó, quienes protagonizaron la lucha armada.
Hacia las nueve de la mañana se inició un imparable contagio revolu-
cionario, mimético y masivo, curioso y audaz, que al mediodía se había
convertido en un fenómeno de masas, que arrojó a la calle una inmensa
muchedumbre que quería participar a toda costa en la batalla de Barcelo-
na contra el fascismo, enfebrecida por el temor a perderse la ocasión de in-
tervenir de la forma que fuese en la ya segura victoria popular. La radio no
cesaba de fomentar la lucha con sus alentadoras noticias. Autos requisados,
sobre los que se habían garabateado las siglas CNT-FAI o UHP, repletos de
milicianos armados, aseguraban una eficaz comunicación entre barricadas,
lugares de combate y locales sindicales, corriendo velozmente por calles
secundarias, totalmente controladas por los obreros
En la Brecha de San Pablo, en la confluencia del Paralelo con la calle de
San Pablo, la Ronda de San Pablo y la calle del Rosal, junto a El Molino,
el proletariado en armas, sin ayuda de nadie, derrotó al ejército. Pero esa
victoria no hubiera sido posible sin esa inmensa masa popular que acosaba
a los facciosos en cada esquina, desde cada balcón, en cada portal, desde
190
los terrados, que vigilaba los movimientos de la tropa, levantaba barrica-
das, ofrecía comida y bebida, o auxilio, información y refugio a los com-
batientes obreros, y que esperaba ansiosa que alguien cayera herido para
cogerle su codiciado fusil o pistola para proseguir la lucha.
Hacia las nueve de la mañana un escuadrón, procedente de la plaza Uni-
versidad, descendió por la ronda de San Antonio hacia la Brecha de San
Pablo. Pero ya en la ronda de San Pablo, frente al Mercado de San Anto-
nio, acosados los facciosos desde todas partes por una multitud audaz, tu-
vieron que refugiarse en el convento de Los Escolapios de San Antonio,
donde tras una hora de sitio, agotada la cartuchería, no tuvieron más op-
ción que la de rendirse.
A las once de la mañana, las tropas que habían ocupado la plaza de Espa-
ña intentaron ayudar a los sublevados que combatían en la Brecha de San
Pablo, porque tras cinco horas de combate necesitaban cartuchería y provi-
siones, pero no sólo no pudieron avanzar más allá del cine Avenida, sino que
acosados por la multitud tuvieron que retroceder. Tras varias horas de resis-
tencia se vieron obligados a abandonar una plaza que ya no podían contro-
lar, dejando en la precipitación de la retirada al cuartel de donde habían sali-
do, las dos piezas de artillería que habían instalado en mitad de la plaza, ya
que los crecientes y audaces ataques de los comités de defensa de Sants,
Hostafrancs, La Torrassa, La Bordeta y Collblanc habían tomado el recinto
ferial y todas las calles que desembocaban en plaza de España, convirtién-
dola en una encerrona sin defensa posible si la masa obrera acababa por to-
mar la calle Tarragona, única vía aún abierta para regresar a su cuartel. A las
tres de la tarde la plaza de España estaba en manos del pueblo.
Una plaza fantasmal, llena de cadáveres y de animales despanzurrados.
Gracias a que las tropas sublevadas que combatían en la Brecha queda-
ron totalmente aisladas, sin poder recibir ayuda alguna, se produjo entre
las once y las doce del mediodía el asalto final a las ametralladoras instala-
das en el centro de la avenida del Paralelo. Del mediodía hasta las dos de
la tarde un pequeño grupo esperó a que los últimos soldados, refugiados
en el interior de El Molino, acabaran su ya escasa munición. Mientras tan-
to, la inmensa multitud que se había adueñado de todo el Paralelo, desde
191
la plaza de España hasta Atarazanas y desde la Brecha hasta Los Escolapios,
se desplazó victoriosa, enardecida, y mejor armada, hacia aquellos lugares
donde aún se combatía, ansiosa por no perder la gloria de intervenir en la
victoria final sobre el fascismo, o a los cuarteles de San Andrés, donde
pronto sería posible conseguir un codiciado fusil.
Esa misma masa, armada o no, pero contagiada por la fiebre revoluciona-
ria, es la que encontramos en plaza Cataluña, agobiando a las tropas suble-
vadas hasta hacerles romper la formación, obligándoles por fin a refugiarse
en el Hotel Colón, sin poder tomar las cercanas emisoras de Radio Barcelo-
na, en Caspe 12 o Radio Asociación, en Rambla de los Estudios 8. Es el
mismo gentío, curioso, exaltado y audaz hasta la temeridad que detiene y
paraliza a las fuerzas de artillería que han llegado a Diputación en su cruce
con Lauria, a auxiliar a los sublevados aislados y sitiados en plaza de Cata-
luña, pese a que están tan cerca que oyen los disparos de ametralladora del
Hotel Colón. El mismo que ha roto y dispersado a los facciosos en plaza de
Urquinaona. Ese gentío, que no reconoce tendencias ideológicas, ni partidos,
y que confraterniza en el combate callejero con guardias de asalto y guardia
civil, relajando su disciplina. El mismo que ha asaltado el cuartel de San
Andrés, apoderándose de treinta mil fusiles, y que con su sola presencia,
exultante y festiva, ha paralizado a los guardias de asalto que debían impedir-
lo. Esa multitud enfurecida e impaciente que el día 20 ejecutaba sin piedad
a frailes y oficiales que habían seguido resistiendo en el convento de los car-
melitas, provocando un inútil derramamiento de sangre popular, y que se
ensañaba luego con algunos de los cadáveres.
192
con las notables excepciones de la Catedral y la Sagrada Familia, custodia-
da la primera por los mossos d´esquadra y la segunda por libertarios. El pro-
letariado barcelonés estaba armado con los treinta mil fusiles de San Andrés.
Escofet dimitió a finales de julio de su cargo de comisario de orden públi-
co, porque ya no podía garantizarlo. La guardia de asalto y la guardia civil
eran sin duda, desde un punto de vista militar, más eficientes y disciplina-
das que los comités de defensa, o los distintos grupos de obreros armados;
pero sin la multitudinaria participación popular en la calle, esas compañías
de guardias civiles o de asalto, políticamente conservadores o fascistas, se
hubieran pasado con armas y bagajes del lado de las tropas sublevadas: no
eran ni los vencidos ni los vencedores de la jornada. La sublevación militar
y fascista, que contaba con la complicidad de la Iglesia, fracasó en casi toda
España, creando como reacción una situación revolucionaria. La derrota del
ejército por el proletariado en la “zona roja” había dinamitado el monopo-
lio estatal de la violencia, brotando de la explosión una miríada de poderes
locales, directamente asociados al ejercicio local de la violencia. Violencia y
poder estuvieron íntimamente relacionados. Por otra parte, en Barcelona, las
llamadas “fuerzas de orden público”, esos guardias de asalto y esa guardia ci-
vil, que tanto habían dudado sobre el bando a elegir, y que habían acabado
confraternizando con el pueblo en armas, habían sido acuarteladas por el
gobierno de la Generalidad, a la espera del momento oportuno de apoyar la
contrarrevolución. Esa situación revolucionaria común fue la que hizo sur-
gir, sin consignas de organización alguna, ni centros de dirección de ningún
tipo, en todos los lugares de España donde la sublevación fascista había
sido derrotada: comités; armamento del proletariado; barricadas y patru-
llas de control; milicias populares; coches y camiones incautados con siglas
pintadas en las carrocerías, abarrotados de hombres agitando fusiles por en-
cima de sus cabezas, recorriendo alocada y ruidosamente las calles; desapa-
rición de sombreros y corbatas; quema de iglesias; pases emitidos por los
comités de defensa; saqueos de casas de la burguesía; juntas revolucionarias
de ámbito regional o comarcal en Málaga, Barcelona, Aragón, Valencia,
Gijón, Madrid, Santander, Sama de Langreo, Lleida, Castellón, Cartagena,
Alicante, Almería, entre las más destacadas; persecución, encarcelamiento
193
o asesinatos “in situ” de fascistas, militares sublevados, patrones y clero; in-
cautación de fábricas, cuarteles y locales de todo tipo; comités de control
obrero y un largo etcétera en el que el ejercicio de la violencia era en sí mis-
ma la manifestación del nuevo poder obrero. En las semanas posteriores al
19 de julio en Barcelona se vivió una situación revolucionaria, nueva y des-
conocida, festiva y salvaje, en la que la ejecución del fascista, del amo o del
cura era la revolución. Violencia y poder eran lo mismo. Más que dualidad
de poderes lo que existía era una atomización del poder. El torrente revolu-
cionario lo arrasaba todo con su éxtasis furioso, redentor e imparable. Aun-
que las instituciones estatales seguían en pie, la CNT-FAI decidió que era ne-
cesario aplastar PRIMERO al fascismo allí donde había triunfado, y aceptó
crear al margen de la Generalidad, cuya existencia no era cuestionada, un
Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña (CCMA)8, que pro-
longaba la colaboración del comité de enlace militar existente durante el
combate entre la Generalidad, los militares leales, el Comité de Defensa
confederal y los otros partidos y organizaciones obreras y republicanas.
El mismo día 20 Companys, como presidente de la Generalidad, que
aún existía, llamó a Palacio a los líderes de las distintas organizaciones, en-
tre ellos los anarquistas. Dos horas después se sometió a discusión de un
pleno de militantes, que estaba a punto de reunirse en la Casa CNT-FAI,
si debían acudir a la cita propuesta por el presidente de la Generalidad, y
8. José del Barrio, en sus memorias mecanografiadas, afirma que fue él, como secre-
tario de la UGT, quien el día 20 al mediodía dio la idea a García Oliver de constituir
el CCMA, antes de su entrevista con Companys, y que fue por lo tanto García Oli-
ver quien apropiándose de la idea se la expuso a Companys. Sea como fuere, la idea
de formar un CCMA que resolviera los candentes asuntos de crear unas milicias para
enfrentarse al ejército fascista en Aragón, y unas Patrullas de Control que sustituye-
ran a las acuarteladas fuerzas de orden público, era algo que imponía la situación revo-
lucionaria existente. No es necesario buscar derechos de autor: sólo con posterioridad
se discutió la oportunidad o no de constituir un CCMA tal como se hizo; pero el 20
de julio aparecía a todos como algo obvio, necesario e inevitable, tal y como se hizo
por otra parte en todos los lugares de España donde el alzamiento militar fue derro-
tado por la insurrección obrera.
194
tras un somero análisis sobre la situación revolucionaria existente en la
calle, se decidió enviar al Comité de Enlace con la Generalidad a que parla-
mentara con Companys. Acudieron a la entrevista9 armados, sucios por el
combate y somnolientos: Buenaventura Durruti, Juan García Oliver10 “Abad
9. Para una versión verosímil sobre esta famosa entrevista, muy distinta a la dema-
siado fantasiosa de García Oliver, véase: Coll, Josep y Pané, Josep: Josep Rovira. Una
vida al servei de Catalunya i del socialisme. Ariel, Barcelona, 1978, pp. 85-87.
10. El propio Juan García Oliver, en 1950, también dio una versión distinta, “más
completa y creíble”, de su conocida narración (publicada en julio de 1937) de la en-
trevista con Companys: “Con la precisión que nosotros habíamos señalado se pro-
dujo el levantamiento militar-fascista. Companys [...] se refugió en la Jefatura de
Policía de Barcelona, donde le vi serían las siete de la mañana del día 19 de Julio, esta-
ba aterrado por las consecuencias de lo que veía venir, pues él suponía que, subleva-
dos todos los regimientos de soldados de Barcelona, éstos barrerían fácilmente todas
las resistencias. Sin embargo, las fuerzas de la CNT-FAI, casi exclusivamente, hicie-
ron frente durante aquellos dos días memorables y, después de una lucha épica y
encarnizada [...] derrotamos a todos los regimientos [...] Por todas estas razones,
Companys, teniendo ante sí a los representantes de la CNT-FAI, estaba perplejo y
asombrado. Perplejo porque, en su conciencia solamente tenía cabida el peso de la
gran responsabilidad que contrajeron con nosotros y el pueblo español por no haber
sabido estimar todas nuestras previsiones [...]. Asombrado, porque pese a que no
cumplieron con los compromisos contraídos con nosotros, la CNT-FAI en Barcelo-
na y en Cataluña había vencido a los sublevados [...] Por eso al llamarnos Companys
nos dijo: “Ya sé que tenéis conmigo muchos motivos de queja y agravio. Yo os he
combatido mucho y no he sabido apreciaros en lo que valéis. Sin embargo nunca es
tarde una rectificación sincera, y la mía, que ahora os voy a hacer, tiene el valor de
una confesión: si os hubiese apreciado en lo que valéis, posiblemente otras serían las
circunstancias de ahora; pero ya no tiene remedio, vosotros solos habéis vencido a los
militares sublevados y lógicamente vosotros deberíais gobernar. Si así lo estimáis, con
todo gusto os hago entrega de la Presidencia de la Generalidad y, si creéis que puedo
ayudar en algún otro sitio, sólo tenéis que indicarme el puesto que debo ocupar. Pero
si debido a que todavía no sabemos en concreto quienes han triunfado en otras partes de
España, creéis que desde la Presidencia de la Generalidad puedo todavía ser útil osten-
tando la representación legal de Cataluña, decídmelo, que desde ella y siempre de acuer-
do con vosotros, seguiremos la lucha hasta que se vea claro quienes son los vencedores”. Por
nuestra parte, y así lo estimaba la CNT-FAI, entendimos que debía seguir Companys
195
de Santillán”, José Asens y Aurelio Fernández11. Lluís Companys, profun-
do conocedor de la mentalidad ácrata, tras reconocer la enorme im-
portancia de la participación cenetista en el triunfo antifascista y poner el
cargo de Presidente a su disposición para formar un nuevo gobierno de la
Generalidad12, propuso a los anarcosindicalistas que colaboraran en las ta-
reas gubernamentales del momento. Acto seguido los líderes anarquistas
aceptaron reunirse con el resto de representantes políticos de los distintos
partidos obreros y burgueses, a los que Companys expuso la necesidad de
crear unas Milicias ciudadanas que tuvieran por misión encauzar la vida
social y económica del país, así como la guerra contra el fascismo. Esa mis-
ma noche Companys mandaba imprimir en el boletín oficial de la Genera-
lidad un decreto de creación de esas Milicias ciudadanas. Al día siguiente,
21 de julio, en la antigua Casa Cambó, en la Vía Layetana número 32, bau-
tizada como Casa CNT-FAI, se sometió a discusión de un pleno regional de
federaciones locales, convocado por el Comité Regional, la propuesta de
Companys. Juan García Oliver planteó el debate y la decisión a tomar co-
mo una elección entre una “absurda” dictadura anarquista o la colabora-
ción13 con las demás fuerzas antifascistas en el Comité Central de Milicias
para continuar la lucha contra el fascismo. De este modo García Oliver,
conscientemente o no14 hacía inviable ante el pleno cenetista la opción de
196
“ir a por el todo”. Frente a lo de una intransigente “dictadura anarquista”
apareció más lógica, equilibrada y razonable la defensa que hizo Federica
Montseny15 de los principios ácratas contra toda dictadura, apoyada por los
argumentos de Abad de Santillán de peligro de aislamiento y de interven-
ción extranjera. Surgió otra posición, defendida por Manuel Escorza, que
propugnaba el uso del gobierno de la Generalidad como un instrumento
para socializar y colectivizar, a la espera de deshacerse de ella en cuanto
dejara de ser útil a la CNT. El pleno se mostró favorable a la colaboración
de la CNT con el resto de fuerzas antifascistas en el Comité Central de Mi-
licias, con el voto en contra de la comarcal del Baix Llobregat. Durruti, que
permaneció callado, pensaba como tantos otros que la revolución debía
aplazarse hasta la toma de Zaragoza y la derrota del fascismo. Se pasaba, sin
más consideraciones ni filosofías a consolidar e institucionalizar el Comité
de Enlace entre CNT y Generalidad, anterior al 19 de julio, aunque en la
primera reunión del Comité Central de Milicias, celebrada la noche del
mismo día 21, los representantes cenetistas hicieron patente su fuerza e in-
docilidad, editando un bando que daba al Comité Central muchas más
atribuciones y competencias, militares y de orden público, que las dispues-
tas inicialmente por el decreto de la Generalidad. No en vano a la pregun-
seguido por la asamblea. Yo afirmo que si lo hizo, fue sin convicción, convencido de
que la dictadura anarquista sólo podía conducir al fracaso. Planteó este dramático dile-
ma para apoyar mejor su opción colaboracionista […] García Oliver confirma este aire
de comedia al escribir arrogantemente: “la CNT y la FAI decidieron la colaboración y
la democracia, renunciando al totalitarismo revolucionario, que habría conducido a la
estrangulación de la revolución por la dictadura confederal o anarquista”. En Peirats,
José: “Mises au point sur de notes”. Noir et Rouge núm. 38, juin 1967.
15. Los anteriores testimonios de José del Barrio, el propio Juan García Oliver, en
1950, y José Peirats, son corroborados por el de Federica Montseny: “No pasó por la
imaginación de nadie, ni aún de García Oliver, el más bolchevique de todos, la idea
de tomar el poder revolucionario. Fue después, cuando se vio la amplitud del movi-
miento y de las iniciativas populares, cuando empezó a discutirse si se podía o si se
debía, o no, ir a por el todo.” (Paz, Abel: Durruti. El proletariado en armas. Brugue-
ra, Barcelona, 1978, pp. 381-382).
197
ta, surgida en la primera sesión del CCMA, de quién había vencido al ejér-
cito, Aurelio Fernández respondió que “los de siempre: los piojosos”, esto es,
los parados, los emigrantes recientes y la población marginal y miserable de
las “casas baratas” de La Torrassa, Can Tunis, Somorrostro, Santa Coloma y
San Andrés, o el maltratado proletariado industrial que, en condiciones de
vida durísimas, azotados por el paro masivo, con largas jornadas laborales,
jornales de hambre y trabajos precarios pagados al destajo, se hacinaba en
los barrios obreros de Pueblo Nuevo, Sants, la Barceloneta, el Chino, Hos-
tafrancs o Pueblo Seco, arrendando o subarrendando cuchitriles, habitacio-
nes o pisos mínimos con alquileres inasequibles, que había que compartir.
Mientras tanto, Companys había autorizado a Martín Barrera, consejero
de Trabajo, a que diera por radio noticia de las disposiciones acordadas
sobre disminución de horas de trabajo, aumento de salarios, disminución
de alquileres y nuevas bases de regulación del trabajo, que antes deberían
pactarse con los representantes de las asociaciones patronales, como Fo-
mento del Trabajo, Cámaras de Industria y de la Propiedad, etcétera, a
quienes se expuso la necesidad de encarrilar el ímpetu revolucionario de las
masas, como ya había hecho el director de las minas de potasa de Suria,
que prefería tener pérdidas a volver a ser retenido por sus mineros. Duran-
te el transcurso de la reunión varios representantes de la patronal recibie-
ron llamadas de aviso para que no volvieran a sus casas, porque patrullas
de hombres armados habían ido en su busca. La reunión acabó con el con-
vencimiento de que los empresarios allí reunidos ya no representaban a
nadie. Pero el mensaje se radió igual, algunos días después, como medio
para encauzar ánimos y reivindicaciones.
198
Los comités revolucionarios: de defensa, de fábrica, de barrio o de locali-
dad, de control obrero, de abastos, etcétera, fueron el embrión de los órga-
nos de poder de la clase obrera. Iniciaron una metódica expropiación de las
propiedades de la burguesía, pusieron en marcha la colectivización indus-
trial y campesina, organizaron las milicias populares que definieron los fren-
tes militares en los primeros días, organizaron patrullas de control y milicias
de retaguardia que impusieron el nuevo orden revolucionario mediante la
represión violenta de la Iglesia, patronos, fascistas y antiguos sindicalistas y
pistoleros del Libre, pues durante una semana el paqueo en la ciudad fue
constante. Pero fueron incapaces de coordinarse entre sí y crear un poder obre-
ro centralizado. Los comités revolucionarios desbordaron con sus iniciativas
y sus acciones a los dirigentes de las distintas organizaciones tradicionales
del movimiento obrero, incluida la CNT y la FAI, o un POUM que aún pe-
día aumento de salarios y reivindicaciones menores, ya superadas.
Había una situación revolucionaria en la calle y en las fábricas, y unos
potenciales órganos de poder del proletariado: los comités, que ninguna or-
ganización supo, quiso o pudo coordinar, potenciar y transformar en au-
ténticos órganos de poder. La espontaneidad de las masas tenía sus límites;
sus organizaciones políticas y sindicales eran limitadísimas. Ninguna tenía
un programa preparado, preciso y realista, para aplicar en aquella situación
revolucionaria. En realidad los líderes anarquistas no sabían qué hacer con el
poder, ni entendían lo que era. Frente a la amenaza fascista, que había triun-
fado en media España, se impuso la consigna de unidad antifascista, de unión
sagrada con la burguesía demócrata y republicana. Más que una dualidad
de poderes entre Generalidad y Comité Central, se daba una duplicidad de
poderes. Y además los comités superiores de la CNT, a mediados de agosto,
ya habían decidido la disolución del CCMA en cuanto las condiciones lo
hicieran posible y el espontaneísmo de la calle hubiera remitido lo suficien-
te Pero entre tanto, desde el 19 de julio, los comités surgidos espontánea-
mente por doquier, imponían pragmáticamente la nueva realidad política,
social y económica surgida de la victoria insurreccional obrera sobre el ejér-
cito, y en Cataluña esos comités, en la fábrica o localmente, ejercían todo el
poder.
199
CONCLUSIONES Y REFLEXIONES A SETENTA AÑOS VISTA
200
otros, de aplazar la revolución “hasta después de la toma de Zaragoza”, de
absoluta y confiada colaboración con el resto de fuerzas políticas (incluidas
las burguesas) en una unidad antifascista que creían indispensable para
ganar la guerra; se trataba de una colaboración “provisional” con el gobier-
no de la Generalidad como mal menor para conducir al mismo tiempo la
revolución y la guerra. La segunda, propugnada fantasiosa y “testimonial-
mente” por García Oliver, consistía teóricamente en “ir a por el todo”, esto
es, en la implantación de una dictadura de carácter leninista en la que una
vanguardia de iluminados sustituye al proletariado. La tercera, planteada
pragmáticamente por Manuel Escorza, consistía en intentar “congelar la
situación revolucionaria” en espera de que se produzcan unas condiciones
más favorables para el definitivo triunfo revolucionario, al mismo tiempo
que se consolida una organización libertaria paralela a la CNT-FAI, autó-
noma e independiente, fundamentada en el Comité de Investigación y los
comités de defensa cenetistas, capaz de coordinar y centralizar a todos los
cargos anarcosindicalistas en el gobierno de la Generalidad, que posibilitó
en mayo de 1937 la insurrección obrera contra la provocación de Com-
panys y los estalinistas. Todas estas posiciones evolucionaron rápidamente
hacia la misma táctica de integración del movimiento obrero en el programa
de unidad antifascista con el POUM, estalinistas y burguesía, con el objeti-
vo único de ganar la guerra a los fascistas. Esto propició a su vez la aparición,
entre los anarcosindicalistas, de una división entre “pieles rojas” y “pájaros
carpinteros” o colaboracionistas, que no tenía paralelismo alguno con ante-
riores divisiones entre faístas y trentistas. La crítica de los “pieles rojas” a
los colaboracionistas, puramente verbal y moralista, evolucionó hacia un
pesimismo que llevó a la mayoría a la pasividad y a una huida hacia ade-
lante, que les condujo a no hallar más salida que el abandono de toda mili-
tancia o el alistamiento militar para ganar la guerra al fascismo. Aunque ese
ejército fuera, desde el verano de 1937, el Ejército Popular, esto es, el ejér-
cito burgués de la República, puesto que ya se había producido la militari-
zación de las Milicias. La oposición más coherente al colaboracionismo,
predominante entre los libertarios, fue la que cristalizó en la Agrupación
de Los Amigos de Durruti, que a partir de enero de 1938 fue práctica-
201
mente inoperante, porque había sucumbido a los ataques combinados de
la represión estalinista y el rechazo de los cenetistas “gubernamentales”.
No existió ningún partido, sindicato o vanguardia que propugnara la
destrucción del Estado burgués y la vía revolucionaria de potenciación,
coordinación y centralización de los órganos de poder surgidos en julio de 1936:
los comités obreros. A partir del 20 de julio el proletariado en Barcelona ejer-
ció una especie de dictadura “por abajo” en las calles y en las fábricas, ajena
e indiferente a “sus” organizaciones políticas y sindicales, que no sólo res-
petaban el aparato estatal de la burguesía, en lugar de destruirlo, sino que
además lo fortalecían. En ausencia de un partido revolucionario, capaz de
plantear el combate por el programa de la revolución proletaria16, la guerra
contra el enemigo fascista impuso la ideología de la unidad antifascista y el
combate por el programa de la burguesía democrática. La guerra no se
planteaba como una guerra de clases, sino como una guerra antifascista en-
tre el Estado de la burguesía fascista y el Estado de la burguesía demo-
crática. Y esa elección entre dos opciones burguesas (la democrática y la
fascista) suponía YA la derrota de la alternativa revolucionaria. Para el mo-
vimiento obrero y revolucionario el antifascismo fue la peor consecuencia
del fascismo. Y la ideología de unidad antifascista fue el peor enemigo de
la revolución, y el mejor aliado de la burguesía. Las necesidades de esta
guerra, entre dos opciones burguesas, ahogaron toda alternativa revolucio-
naria y los métodos de lucha de clases que permitieron la victoria de la
insurrección obrera del 19 de Julio. Era necesario renunciar a las conquis-
tas revolucionarias en aras de ganar la guerra a los fascistas: “renunciamos
a todo menos a la victoria”17.
16. Esto es: destrucción del Estado capitalista (tanto del fascista como del republi-
cano), potenciación y centralización de los comités como órganos de poder obrero,
socialización de la economía, dirección proletaria de la guerra y dictadura del prole-
tariado.
17. Frase propagandística de Ilya Ehrenburg, que la “Soli” de Toryho atribuyó fal-
samente a Durruti. Véase Ehrenburg, Ilya: Corresponsal en la Guerra civil española.
Júcar, Gijón, 1979, p. 24.
202
Las alternativas planteadas eran falsas: no se trataba de ganar primero la
guerra y luego la revolución (propuesta estalinista), o bien de hacer la gue-
rra y la revolución al mismo tiempo (tesis poumista y libertaria), sino de
abandonar, o no, los métodos y objetivos del proletariado. Las Milicias Po-
pulares del 21-25 de Julio eran auténticas Milicias proletarias; las Milicias,
militarizadas o no, de octubre del 36 eran YA un ejército de obreros en una
guerra dirigida por la burguesía (fuera fascista o republicana) al servicio de
la burguesía (fuera democrática o fascista).
La “revolución social” y la expropiación de las fábricas iniciada por la base
anarcosindicalista chocó con el frentepopulismo de los líderes anarquistas y
poumistas. Incluso hay quien habla de una “revolución” social sin toma del
poder estatal, y también de un divorcio entre el aspecto socioeconómico y
político de la revolución18. En todo caso el frentepopulismo de los líderes
anarquistas, y la ideología de unidad antifascista, prevaleció sobre cualquier
consideración revolucionaria de destruir el Estado, que siempre fue rechaza-
da como utópica e irreal, y que no pasó jamás de una declaración fanta-
siosa de buenas intenciones de los elementos verbalmente más radicales,
como García Oliver.
El CCMA no fue nunca un órgano de poder obrero. No existió nunca
una situación de doble poder. En todo caso se dio una duplicidad de pode-
res entre el CCMA y algunas consejerías de la Generalidad.
El vacío de poder centralizado o estatal dio lugar a una inicial fragmen-
tación y atomización del poder que fue resuelta en septiembre de 1936 con
la entrada de las organizaciones obreras en el gobierno de la Generalidad
(y posteriormente en el de la República). Ni los anarquistas, ni el CCMA,
en el que éstos tenían preponderancia, ni el POUM, intentaron en ningún
momento desplazar a la burguesía republicana del poder, ni destruir el apa-
rato estatal, que siempre dejaron en manos de Companys. La definitiva
derrota armada del proletariado, que se produjo en mayo de 1937, era la
203
única salida posible a la renuncia que las organizaciones obreras habían
hecho en julio de 1936 a la toma absoluta y total de un poder que el pro-
letariado ya ejercía en calles y fábricas. Mayo del 37 había empezado en Julio
del 36.
BIBLIOGRAFÍA
204
ALEMANIA, 1918-21
EULOGIO ISANLÓ
Hace casi un siglo (¡se dice pronto!) se produjo la oleada proletaria revo-
lucionaria más importante que jamás haya existido a nivel mundial. El es-
pectro del comunismo, con el fin de las clases sociales y del Estado, hizo
temblar a la burguesía, a la clase capitalista, en numerosos países durante
varias décadas.
Uno de los países donde la clase obrera, la clase de los esclavos asalaria-
dos, el proletariado, se alzó en insurrección, y ello en varias ocasiones en
pocos años, fue Alemania. De estos acontecimientos va a tratar este texto
a pinceladas.
CONTEXTO HISTÓRICO
205
Se han formado unos bloques, dispuestos a enfrentarse. En una atmósfera
muy tensa provocada por la carrera de armamento y por la exasperación de
los nacionalismos, la crisis de julio de 1914 desencadenó un conflicto euro-
peo que se transformó en mundial. La guerra, que pretendía ser corta y la
última de las últimas (la der des der, como dicían en Francia), duró hasta
1918, año en el que los imperios centrales se desmoronaron (octubre-no-
viembre de 1918).
Esta guerra, la primera mundial y producto de los enfrentamientos ínte-
rimperialistas entre las diversas potencias en contienda provocó la muerte
de aproximadamente nueve millones de personas, proletarios que sirvieron
de carne de cañón en pro de la defensa de sus respectivas burguesías. Hubo
cerca de dos millones de desaparecidos en Alemania y en Rusia, cerca de un
millón y medio en Austria-Hungría, y en Francia, y más de medio millón
en Inglaterra y en Italia. A ello hay que añadir la inmensa cantidad de mu-
tilados que sobrevivieron y las víctimas de las epidemias y de la falta de ali-
mentación.
Una guerra de estas características no es sólo el producto de la competen-
cia frenética que libran entre sí las potencias capitalistas para adquirir nue-
vos mercados, no es sólo la continuación de la guerra económica por otros
medios. Para que se produzca, la clase productora ha de estar embobada
ideológicamente por sus propios explotadores. La clase explotada ha de
creerse que su principal enemigo está allende sus fronteras. Para ello tienen
que jugar un papel de primerísima importancia las organizaciones políticas
en las que la mayoría de esta clase explotada deposita su confianza.
Los partidos socialdemócratas afirmaron que llamarían a la huelga gene-
ral para parar la guerra, si ésta se proclamaba. Del dicho al hecho hay un
trecho. A las personas, como a las organizaciones, no se les puede juzgar ja-
más por lo que dicen, sino por lo que hacen. Y lo que hicieron los partidos
socialdemócratas, al igual que algunas tendencias anarquistas, fue precisa-
mente todo lo contrario. Llamaron a que el proletariado luchara en el frente
contra los enemigos de la Patria, es decir contra otros proletarios llamados
ellos también a hacer lo mismo. En Francia, socialdemócratas y sindicatos
llamaron a que el proletariado luchara en la guerra para defender las con-
206
quistas democráticas contra el absolutismo prusiano, sin importarle la con-
tradicción evidente de tener que aliarse para ello a otro absolutismo de la
misma calaña, o peor si cabe, el zarismo. En Alemania, la socialdemocracia,
con su participación en la guerra imperialista, pretendió que el proletaria-
do defendiera la civilización europea contra la barbarie asiática. En Rusia,
el proletariado reanudó la actitud derrotista que había mantenido durante
la guerra entre Rusia y Japón: la derrota militar del zarismo en el exterior
podría ser la señal de la revolución (democrática) en el interior, como en
1905. El proletariado ruso se radicalizó y ya en 1915 hubo importantes
motines.
En Alemania, la llamada revolución del 18 nació precisamente en el ejér-
cito, y más exactamente en la marina, cuando los marineros se amotinaron
y arrastraron tras ellos al ejército y a la clase trabajadora, en un momento
en el que todos (Alto Mando del Ejército incluido) eran conscientes de la
inminente derrota militar de Alemania y de que ya se estaba negociando el
armisticio, y por lo tanto el fin de la guerra.
En el momento en que se estaba negociando el fin de la guerra, el SPD
(“socialistas” mayoritariamente belicistas) participaba en el gobierno, con
Sheidemann como secretario de Estado. Ludendorff, que propició esta “re-
volución” por arriba, permitiendo el paso a lo que siempre se había opues-
to, la democracia parlamentaria, era uno de los jefes destacados del Alto
Mando Militar. En efecto, a la vez que la instauración de la democracia
permitía endosar la responsabilidad de la derrota a los políticos traidores a
la patria, también facilitaba que la Entente, y el presidente estadouniden-
se Wilson en particular, impusieran condiciones más fáciles de aceptar para
Alemania, al disponer este país de un gobierno de carácter democrático.
Por su parte, tanto los soldados rasos en el frente, como la clase trabaja-
dora en la retaguardia estaban hartos de la situación que vivían y que sólo
les ofrecía dos alternativas: morir en el frente cuando ya se sabía que todo
estaba perdido y que pronto se firmaría el armisticio, o seguir trabajando
como bestias en la retaguardia, pasando hambre para que pudieran conti-
nuar los inútiles combates en el frente. Los que sirvieron de carne de cañón
y de carne de explotación a ultranza, ya no estaban dispuestos a aguantar
207
semejante barbaridad. Prueba de ello las importantes huelgas de enero del
18 y las deserciones de miles de soldados cuando se estaba desmoronando
el frente alemán. Por su parte, la burguesía alemana tenía un pánico espan-
toso a que en su país pudiera pasar lo que en Rusia aconteció en Octubre
del 17.
208
ba dispersando, un marinero armado disparó al teniente. La insurrección
se puso en marcha. El lunes día 4 los marineros eligieron sus Consejos, de-
sarmaron a los oficiales e izaron la bandera roja. Bajo las órdenes de sus
Consejos, y dirigidos por un contramaestre llamado Artkel, ocuparon la pri-
sión militar y liberaron a sus compañeros. Un destacamento de soldados del
ejército de tierra, enviado para reprimir la sublevación, fue desarmado con
facilidad entre escenas de confraternización. Al atardecer, Kiel estaba en
manos de cuarenta mil marineros y soldados insurrectos. Este primer Con-
sejo de soldados formuló las siguientes reivindicaciones: aumento de los días
de permiso, supresión del saludo obligatorio, retirada de las tropas de represión,
liberación de todos los presos y abdicación del emperador.
El gobierno, cuanto menos aterrorizado, envió a dos de sus representan-
tes, a Gustav Noske (socialdemócrata posteriormente conocido como el
“perro sanguinario” de la burguesía) y Hassmann, un secretario de estado
demócrata. El primero fue elegido gobernador de Kiel, lo cual muestra que
la sublevación se efectuó única y exclusivamente contra los oficiales del
ejército que pretendían llevarles a la matanza. Pero no quita que los insu-
rrectos tuvieran clara una cosa, no contentarse con la toma de Kiel, sino
propagar el movimiento y liberar a los centenares de amotinados de Schi-
lling-Reede, que seguían en prisión en Whilhemshaven y en Brunsbüttel.
Allí fueron y no encontraron prácticamente resistencia alguna. Liberaron
a los presos y se organizaron nuevamente en Consejos de soldados, orga-
nizándose la población trabajadora en Consejos obreros.
La extensión del movimiento insurreccional se realizó a una velocidad
vertiginosa. Del 5 al 10 de noviembre, gran parte del imperio alemán pasó
a manos de los Consejos. En todas partes soldados y obreros elegían a sus
representantes, implicando esta nueva autoridad la capitulación de los mi-
litares. Las hasta entonces autoridades civiles reconocían el nuevo poder de
los Consejos, los cuales en primera instancia ocupaban todo lo que había
servido al antiguo poder imperial: ayuntamientos, estaciones, comandan-
cias militares y redacciones de periódicos. En una semana en la Alemania
occidental se pasó de una dictadura militar al poder de los Consejos de obre-
ros y soldados. Pero a pesar de su valentía y determinación los insurrectos,
209
que apenas encontraron obstáculos frente a su acción, no apuntaron,
durante aquellos días, al nuevo gobierno parlamentario del Reich, sino
solamente a la dictadura militar (que le era consustancial) que seguía
funcionando mediante la proclamación del estado de guerra, la censura,
la represión y la prisión preventiva.
Lo que sucedió en Berlín, capital del imperio, muestra claramente lo di-
cho hasta ahora.
210
pecado” (la revolución proletaria) se hiciera realidad, Ebert propuso una
alianza con el USPD, proponiéndole su participación en el nuevo gobier-
no, sin rechazar siquiera la presencia de Liebknecht en su gobierno. Éste,
naturalmente, rechazó semejante proposición. Cosa que no hizo, tras mu-
chas horas de discusión, el USPD, partido al que los spartakistas todavía
pertenecían.
Antes de saber nada de la oleada revolucionaria que desde Kiel se exten-
dería por el imperio alemán, los Dirigentes Revolucionarios u Hombres de
confianza (ver más abajo en el texto) habían decidido dar un golpe de Esta-
do el 11 de noviembre del 18. Pero ya que el movimiento obrero se estaba
imponiendo en todas partes, mientras las masas ocupaban la calle, y el
USPD discutía la conveniencia de participar o no en el gobierno, ellos de-
cidieron, con unos 200 seguidores obreros, ocupar el Reichstag (Parlamento
alemán). Así lo hicieron. Allí se instalaron en los asientos que habían perte-
necido “a los electos del pueblo alemán”, para decidir que en todas las fá-
bricas y cuarteles se votaran los Consejos, y que una vez votados, éstos se
reunieran en el Circo Busch para nombrar un gobierno provisional, un
“Consejo de los Comisarios del Pueblo”, no importándoles para nada la
existencia del Gobierno de Ebert. Es más, no importándoles de hecho lo
que el USPD decidiría, y esto era importante, ya que muchos dirigentes re-
volucionarios pertenecían a ese partido.
Convencidos de que, a pesar de las presiones que recibían de los altos
mandos militares, no convenía en modo alguno aplastar por la fuerza esta
tentativa de asamblea en el circo Busch, los dirigentes socialdemócratas qui-
sieron asegurarse la mayoría, y asegurarse a toda costa convertirse en la fuer-
za mayoritaria, y a la vez en dirigentes de este nuevo “Consejo de los Comi-
sarios del Pueblo”. Optaron por hacerse pasar por los mejores defensores de
la “revolución”. Así sucedió. Con la mayoría en los Consejos de soldados y
obreros a su favor, y apoyándose principalmente en los soldados, en la
Asamblea del circo Busch en la que participaron entre dos mil y tres mil de-
legados llamaron a la unidad de todos los “socialistas”, a la formación de un
gobierno de reconciliación “socialista”, y sobre todo se presentaron como la
única fuerza capaz de impedir “una guerra entre hermanos”. Cada vez que
211
los Dirigentes Revolucionarios, o algún spartakista, llamaban a la dictadu-
ra de los Consejos obreros y criticaban a los dirigentes del SPD, los solda-
dos (totalmente pro SPD), colocados estratégicamente en la asamblea,
clamaban “¡unidad, unidad!” Tras múltiples debates y enfrentamientos se
impuso la política deseada por el SPD. Incluso el Consejo ejecutivo que im-
pulsaron los Dirigentes Revolucionarios para impedir la presencia de los
“socialistas” mayoritarios se fue al traste. Éstos lograron imponer la paridad.
El Consejo ejecutivo de soldados y trabajadores fue constituido por veinte
miembros, diez soldados (entregados a la política del SPD) y diez trabaja-
dores (mitad SPD y mitad Dirigentes Revolucionarios).
Ebert, aunque asustado en aquel momento, tenía entre sus manos la Pre-
sidencia del Gobierno del Reich y la del Consejo de Comisarios del Pueblo,
el Consejo que Rosa Luxemburg calificó de “sarcófago de la revolución”.
Visto de forma totalmente superficial, podría parecer una victoria aplas-
tante de la burguesía a través de su máximo representante en la clase obre-
ra, el Partido Socialdemócrata. Pero éste sabía que su victoria podía írsele
de las manos. Sabía que la auto-organización proletaria con la clase obrera
en movimiento podía implicar un peligro inminente para el orden social
capitalista. Los Consejos de obreros y de soldados, aunque dominados por
la ideología del Partido Socialdemócrata, en cualquier momento podían
romper con ellos y enfrentárseles, tanto más cuanto existían activas mino-
rías que se planteaban ese objetivo. La clase obrera se estaba radicalizando,
y ya disponía de una forma de organización propia, que podía ejercer in-
mediatamente un contrapoder frente a aquellas medidas que considerase
contrarias a sus intereses inmediatos. Los Consejos estaban en este sentido
muy lejos, tanto en la forma como en el contenido, del sindicalismo, total-
mente sometido a la voluntad del Estado y del capitalismo de cuya exis-
tencia dependía la suya propia.
212
mania la organización consejista. Ni siquiera conocían, en su mayoría, la
experiencia de los soviets en Rusia, por culpa de la censura militar. Hasta
entonces, ni siquiera las minorías organizadas habían intentado propagar
esta forma de lucha y de organización.
Sin embargo había antecedentes. En los sindicatos alemanes existían
“hombres de confianza”, que asumían el papel de enlace entre la base sin-
dical y su dirección. Estos “hombres de confianza” eran los que informa-
ban a la dirección de las quejas de los obreros. Durante la Guerra, las que-
jas fueron muchas (intensificación hasta el extremo del trabajo, aumento
de los precios, y por lo tanto reducción del poder adquisitivo). Pero como
los sindicatos habían hecho frente único con el gobierno imperial, poco ca-
so se les hacía a los hombres de confianza. Éstos dejaron de aconsejar a los
sindicatos y actuaron de forma secreta a favor de las aspiraciones de los tra-
bajadores. Cuando en 1917 se desencadenaron huelgas salvajes en Alema-
nia, podían parecer movimientos espontáneos, pero en realidad eran pro-
ducto de discusiones y acuerdos entre diferentes fábricas a través de los
“hombres de confianza” o Dirigentes revolucionarios. En estos movimien-
tos, las concepciones particulares de los obreros (socialdemócratas, anar-
quistas, liberales…) se sometían a las necesidades del momento y de la
auto-organización proletaria. Fue precisamente la auto-organización lo que
prevalió en la relativamente fácil victoria del movimiento obrero insurgente
organizado en Consejos. Pero asimismo fue lo que el poder socialdemócrata
desvirtuó para asentar su dominio, jugando con lo que hasta entonces era la
ideología dominante entre los trabajadores alemanes, que afirmaba que el
Estado democrático burgués iba a servir de palanca para llegar al socialismo,
porque bastaría que los obreros aseguraran una mayoría “socialista” en el
parlamento burgués para que un gobierno “socialista” les llevara gradualmen-
te, paso a paso, al socialismo.
Pero aunque la concepción mayoritaria de la clase trabajadora en Ale-
mania fuera reformista, ello no impidió, aunque pueda parecer paradójico,
que el SPD tuviera que hacer el mayor esfuerzo posible para que los Con-
sejos no se transformaran en organizaciones de poder de la clase obrera, y
llamara de forma incesante a las elecciones de un nuevo parlamento en el
213
Reichstag. Pues los Consejos Obreros no son democráticos, en el sentido
burgués de la palabra, ya que la parte de la población que en ellos no parti-
cipa no tiene ni voz ni voto, ni poder de decisión. Es más, ante cualquier
decisión, los no votantes no tienen otro remedio que someterse o llamar a
las armas contra los Consejos. Estos no votantes representaban a los que
hasta ahora se beneficiaban del sometimiento de los explotados a su poder
político y económico. Por ello, ya que existían, el SPD reconoció la exis-
tencia de los Consejos, pero consideró como una exigencia de la democra-
cia obrera que todas las corrientes del movimiento obrero pudieran tener
sus diputados en los Consejos, proporcionalmente a su respectiva impor-
tancia. En el circo Busch lo consiguieron. Pero a pesar de ello Scheidemann
afirmó: “Estoy plenamente convencido de que la institución de los consejos de
trabajadores y soldados significaría el hundimiento absoluto e indudable del
Reich”.
214
Berlín. Este Congreso, excepto en un punto importante, fue idéntico a un
verdadero Parlamento en el sentido burgués de la palabra. Es más, su ma-
yor preocupación fue la de convocar cuanto antes las elecciones a la Asam-
blea Nacional. Pero la nota más radical la dio la petición de la delegación
de Hamburgo, que fue aprobada por el congreso: la reforma total del ejér-
cito. El mando supremo debía pasar a los comisarios del pueblo; la potes-
tad disciplinaria debía quedar en manos de los Consejos de soldados; se
establecía la libre elección de los oficiales; debían desaparecer los distinti-
vos de rango y la obligación del respeto a la jerarquía fuera del servicio. Las
bases del propio SPD estaban dispuestas a defender todo esto aún en con-
tra de sus propios dirigentes, pues ni por asomo querían compromiso algu-
no con el actual Alto Mando Militar, que odiaban sin tapujos. Lo que des-
conocían estas bases eran los acuerdos entre sus dirigentes y los oficiales del
ejército.
Un hecho precipitó lo que estaba en el aire y que todos podían respirar.
La División de la Marina Popular (Volksmarinedivision), acusada sin sen-
tido de “spartakista”, que había pasado de tres mil marinos a unos mil tras
la desmovilización, fue reducida a unos seiscientos marineros. Para presio-
narles, el comandante de Berlín, Wels, retuvo sus sueldos en vísperas de las
fiestas navideñas. Tras alguna que otra negociación, que fracasó a causa del
comandante de la capital, los marineros bloquearon todas las salidas de la
Cancillería, ocuparon las centrales de teléfonos y cortaron los cables telefó-
nicos, quedando los “Comisarios del Pueblo” arrestados e incomunicados.
O al menos eso creyeron los de la división de marineros.
Buena parte de la tropa de marineros marchó entonces hacia la coman-
dancia local. Ésta disparó con un tanque matando a tres marineros. Siguió
el asalto al Edificio y el arresto de Wels y de sus subordinados. La paga rete-
nida cayó inmediatamente en sus manos. Mientras tanto, desde una línea
directa, Ebert, en la Cancillería, pidió socorro al ejército. Las tropas de Post-
dam y Babelsberg se desplazaron hacia Berlín, dando el propio Ebert la or-
den de que acabaran de una vez con los marineros de la Volksmarinedivi-
sion. Tras cuatro horas de combate y con la ayuda de trabajadores que ha-
bían tomado las armas, los marineros salieron victoriosos militarmente.
215
También hubo soldados que se pasaron a sus filas durante los combates. A
pesar de la victoria militar, el gobierno permaneció en pie, lo cual podía
leerse como una derrota política. Pero estaba surgiendo un nuevo espíritu
revolucionario. Una gran multitud presenció el entierro de los marineros
caídos durante los duros enfrentamientos en Berlín este. Su decisión y su
rabia eran visibles. Las pancartas acusaban a Ebert y Scheidemann de ser
los asesinos de los marineros y proclamaban que “a la violencia había que
responderle con más violencia”.
A causa de estos acontecimientos el USPD dimitió del gobierno, y la Li-
ga spartakista se escindió definitivamente del USPD, formando con otras
tendencias comunistas radicales el KPD(S), Partido Comunista de Alema-
nia.
216
como los Dirigentes revolucionarios y los representantes del KPD, vieron
posible y necesario derrocar al Gobierno. Llamaron pues a otra manifesta-
ción para el día siguiente, finalizando el llamamiento de la siguiente mane-
ra: “…debéis salir de las fábricas… ¡Hay que afianzar la revolución y llevar-
la hasta el final! ¡Luchemos por el socialismo! ¡Luchemos por el poder del pro-
letariado revolucionario! ¡Fuera el Gobierno Ebert-Scheidemann!
Aunque con mayor participación de manifestantes, nada sucedió. Las
tropas estuvieron indecisas y la propia Volksmarinedivision se declaró neu-
tral. Nadie atacó el edificio del Gobierno. Sin embargo, éste estaba orga-
nizando su propia defensa, que consistía en la aniquilación completa de
cualquier veleidad revolucionaria. Fue entonces cuando Noske fue nom-
brado Comandante en jefe y organizó a los Freikorps, cuerpos francos es-
pecializados en la represión del movimiento obrero. Como tales contaban
en su seno con más de un militar que formaría parte, años más tarde, de
los famosos SS y SA, cuya función era exactamente la misma.
Del 9 al 12 de enero, los proletarios fueron aplastados a tiros por el ejér-
cito, que iba reconquistando todo lo que estaba en manos de los insurrec-
tos. El Vorwärts fue asaltado y cayeron presos unos trescientos proletarios
que no fueron fusilados en su totalidad porque el Mayor Von Stephain no
acató las órdenes de la Cancillería. No obstante siete obreros murieron
fusilados.
¿Pero que querían mayoritariamente los obreros en Berlín? Pues sencilla-
mente la “Unidad de los trabajadores de todas las tendencias”, al igual que
meses atrás, en noviembre. Querían la dimisión de todos los Comisarios
del pueblo; una reunión; nuevas elecciones de los Consejos de trabajado-
res y soldados, del Consejo central, del Consejo ejecutivo y de los Comi-
sarios del pueblo; la puesta en marcha de la unión de los partidos socialis-
tas; la dimisión de todos los dirigentes de todas las tendencias políticas que
fueron incapaces de impedir el asesinato entre hermanos.
A pesar de ello, la reacción no se anduvo con miramientos y quiso aplas-
tar al llamado bolchevismo, que de forma caricaturesca veían representado
en Alemania por los spartakistas. El 11 de enero entraron los primeros
Freikorps en la capital. El 15 el cuerpo de Ejército Lüttwitz ocupó el sur,
217
el oeste y el centro de Berlin. Este mismo día murieron asesinados Karl
Liebknecht y Rosa Luxemburg.
Las elecciones a la Asamblea Nacional tuvieron lugar el 19 de enero de
1919, restableciendo la antigua mayoría parlamentaria (SPD 38%, Zen-
trum 19%, Partido Democrático Alemán 18%). Aunque su partido fuera
mayoritario en los Consejos de obreros y de soldados, los dirigentes del
SPD optaron claramente por el poder del Gobierno y del Parlamento y,
por lo tanto, se pronunciaron a favor de la supresión de los Consejos. Éstos
no se sometieron, lo cual implicó la utilización de la fuerza para aplastar y
aniquilar a todos los subversivos que se hallaban en territorio alemán en el
seno mismo de los Consejos.
Durante los primeros meses de 1919, la acción militar dirigida por los
socialdemócratas hizo miles de víctimas, desplazándose lentamente por
todo el país: a principios de febrero en Bremen, a mediados de febrero en
la cuenca del Rhur, a finales de febrero en Turingia y Alemania central, a
principios de marzo en Berlín, en abril en Baviera y en mayo en Sajonia.
En todas partes donde se imponían militarmente los Freikorps hubo con-
sejos de guerra, arbitrarios fusilamientos en masa, palizas y torturas.
Ante las exacciones de los cuerpos francos, los Consejos obreros berli-
neses eligieron un nuevo comité de huelga más izquierdista, que exigió el
reconocimiento de los Consejos, la liberación de los presos políticos, el res-
tablecimiento de las relaciones con Rusia y la creación de una guardia
obrera. Fue entonces cuando Noske dio la orden de fusilar “in situ” a cual-
quier persona con armas en la mano. Hubo mil doscientas víctimas en
Berlín y miles de heridos. Jogisches, el último de los tres jefes históricos del
spartakismo, fue ejecutado durante “una tentativa de evasión”.
En el Rhur, antes de quedar militarmente aplastado, el movimiento se
dio una nueva forma de organización autónoma a escala de toda la región
industrial. En ruptura con todos los sindicalismos, los delegados revolu-
218
cionarios del Rhur constituyeron en Essen la “Allgemeine-Bergarbeiter-
Union (Unión General de los Mineros). Su existencia fue efímera pero pre-
figuró las Uniones (AAU) formadas por los proletarios más radicalizados.
El fracaso de la huelga permitió que el Gobierno desmantelara la nueva or-
ganización mediante una operación policíaca implacable. El Rhur ya no se
movió hasta el putsch de Kapp en marzo de 1920.
En Baviera los Consejos tomaron medidas más radicales a raíz del asesi-
nato de Eisner (USPD), cuando éste estaba caminando precisamente hacia
la dimisión, tras la derrota de su partido en las elecciones del parlamento
regional. Detuvieron a cincuenta rehenes reaccionarios, prohibieron la
prensa burguesa y pidieron el armamento general del proletariado. Pese a
ello, entregaron ellos mismos el poder a un gobierno SPD-USPD presidi-
do por Hoffmann (SPD). Los días 6 y 7 de abril se proclamó una “Repú-
blica de los Consejos” (la segunda). Fueron una parte del gobierno bávaro,
los USPD, algún SPD y anarquistas, quienes decretaron esta república: En
ella no participaron los comunistas, dirigidos por Léviné y Frölich (miem-
bro de la izquierda del KPD). Éste último quería ir mucho más lejos,
negándose a cualquier pacto con el USPD. En cuanto a Léviné previó la
caída del nuevo régimen, estimando además que una República de los
Consejos no podía ser decretada. No obstante participaron en su defensa
cuando fue atacada. Tras el primer ataque fracasado de la reacción, los dele-
gados de fábrica crearon un comité dirigido por el KPD. Decidieron una
huelga general de diez días para que los obreros pudieran prepararse de cara
a los enfrentamientos venideros. El proletariado de Munich constituyó un
verdadero ejército que, tras una sangrienta lucha callejera de cinco horas,
aplastó a las tropas del ejército blanco. El Gobierno de Hoffmann, que se
había trasladado a Bamberg tras la proclamación de la República de los
Consejos, pidió ayuda a Noske, que envió veinte mil hombres de los Frei-
korps de Prusia y Württenberg. El 30 de abril entraron en Munich, sem-
brando indiscriminadamente el terror blanco, asesinando impunemente a
todo sospechoso de ser spartakista, esto es, amenazando a la población
obrera en su totalidad.
219
PUTSCH DE KAPP E INSURRECCIÓN DEL RHUR
220
voluntad que tanto las direcciones políticas como sindicales querían soca-
var. De la simple huelga, de las manifestaciones callejeras, se estaba cami-
nando, a pasos agigantados, al enfrentamiento armado, tanto más cuanto
en el Rhur la influencia de la Izquierda (comunista, futuro KAPD) y del
sindicalismo revolucionario eran mayores.
Tras los primeros combates, los obreros se apoderaron de armas, muni-
ciones y material del ejército regular que se rendía o huía, lo que permitió
que se constituyera un verdadero ejército. Este “ejército rojo” contó entre
ochenta mil y ciento veinte mil personas, dispuso de artillería y se organi-
zó en torno a tres centros: Hagen (dominado por el USPD), Essen (KPD
e izquierda de USPD) y Mülheim (sindicalistas revolucionarios y futuro
KAPD). A través de su acción, los proletarios intentaron crear un frente de
lucha, dejando de lado sus divergencias. La radicalización proletaria llevó a
la constitución de las “arbeiter-unionen” (Uniones Proletarias), que in-
cluían los mejores elementos del proletariado, desde los anarquistas que le
daban la espalda a R. Rocker (dirigente de la FAUDS (Unión Obrera Libre
de Alemania, central sindical anarquista) hasta los comunistas que “deso-
bedecían” las órdenes del dirigente del KPD, Paul Levi.
El triunfo del ejército del proletariado sobre la Reichswehr fue total. En-
tonces el gobierno central lanzó un ultimátum imponiendo el cese de la
lucha armada, amenazando a los recalcitrantes con la represión militar. Fue
cuando Hagen (reconocido como dirección central del ejército) llamó a…
la huelga general (cuando los obreros estaban armados y en lucha).
El día 20, los sindicatos declararon el fin de la huelga, y el 25 el Go-
bierno y los Partidos Obreros (KPD incluido) firmaron los acuerdos de
Bielefeld que proclamaban el alto al fuego, la entrega de las armas a las au-
toridades y la nacionalización de las grandes empresas. El KPD calificó su
aceptación de estos acuerdos de táctica de oposición legal cuando en cual-
quier idioma a esto, desde el punto de vista revolucionario se le llama trai-
ción a los intereses de la clase trabajadora.
El 30, el gobierno socialdemócrata envió un ultimátum a los insurrectos:
o se aceptaban inmediatamente los acuerdos, o bien la Reichswehr em-
prendería nuevamente la batalla con más hombres. Una parte del ejército
221
rojo se negó a aceptar los acuerdos y el ultimátum. Pero la Reichswehr fue
apoderándose de las ciudades una por una. Para defenderse, algunos ele-
mentos unionistas amenazaron con sabotear las instalaciones industriales y
atacar los edificios públicos con explosivos. En Duisburgo, un comité revo-
lucionario animado por el KPD (O), futuro KAPD, decidió apoderarse de
cuentas bancarias, distribuir comida, medicamentos y ropa a los proleta-
rios. Pero estos últimos coletazos de heroísmo ya no tenían salida. Comen-
zó la caza al hombre. Hubo centenares de víctimas entre los obreros que
habían tomado las armas y entre los miembros de sus familias.
Como dice H. Gorter (KAPD) en su “Respuesta a Lenin”: “Los miembros
del KPD no quisieron castigar, matar o encarcelar a los demócratas, los cen-
tristas y los socialdemócratas. Y cuando éstos volvieron al poder, se abstuvieron
de castigar, matar o encarcelar a los miembros del KPD. Pero ambos partidos
emplearon todo su ardor en matar a los comunistas”.
Estos comunistas se organizaron en las Uniones Obreras (AAU), creadas
en febrero de 1920, y en el KAPD, cuyo congreso de fundación tuvo lugar
en abril del mismo año. Los delegados presentes en este congreso represen-
taban a unos cuarenta mil militantes obreros, muchísimos más de los que
podía contar el KPD. Por lo tanto calificar a los “Izquierdistas” comunis-
tas de ser una secta no es sino mera difamación reaccionaria. La inmensa
mayoría de sus militantes eran proletarios de las grandes concentraciones
industriales, portuarias o mineras. Eran todos profundamente antisindica-
listas, antiparlamentarios y defendían la dictadura del proletariado, enten-
dida como la dictadura de los explotados para dejar de serlo y acabar para
siempre con la explotación del hombre por el hombre, las clases sociales y
por ende el Estado. Su solidaridad internacionalista, de clase, la demostra-
ron en sus acciones y no verbalmente. En abril de 1920, el ejército rojo de
Trotsky volvió a la ofensiva y derrotó al conjunto de las coaliciones arma-
das de la reacción mundial. Durante el verano, el KAPD, la izquierda del
KPD y numerosos anarquistas pasaron a la acción de sabotaje de la máqui-
na imperialista contra Rusia. Numerosos trenes y barcos, cargados con ar-
mas y municiones destinadas a las fuerzas de la reacción mundial frente a
la revolución rusa, fueron atacados y bloqueados. Estos golpes de mano
222
paralizaron casi totalmente los convoyes militares de la Entente por vía
terrestre. Incluso el KAPD se planteó la toma del poder en ciertas regiones.
Recibieron las críticas violentas de la dirección del KPD; en cuanto a la
FAUD anarquista, ésta prefirió mantenerse en una prudente neutralidad.
223
No obstante, habiendo destituido al antiguo consejo obrero, sustituyén-
dolo por un comité de acción compuesto por dos miembros del KPD y dos
del KAPD, los obreros estaban dispuestos a resistir. Y aunque opuestos a
una acción armada en aquellos momentos, por considerarla suicida, cons-
truyeron un tren blindado y se organizaron en una decena de centurias ar-
madas.
El día 20, la Rote Fahne, periódico del KPD, llamó a que el proletariado
alemán se solidarizara con sus hermanos de clase de Alemania central, pero
no consiguió despertar el espíritu de lucha entre los obreros en el ámbito
del territorio alemán. Tampoco lo consiguió “forzando el curso revolucio-
nario” inventándose atentados inexistentes contra los dirigentes de su par-
tido por parte de la reacción. El día 28, la aviación bombardeó las fábricas
de Leuna y al día siguiente las fuerzas de asalto de la policía tomaron las
fábricas, mataron a treinta y cuatro obreros y detuvieron a mil quinientos.
La represión despiadada, dirigida por la socialdemocracia, no olvidó que el
KAPD dirigía una Unión Obrera (AAU) que contaba con unos dos mil
miembros de un total de veinte mil trabajadores en estas fábricas.
Los auténticos protagonistas de la lucha contra la reacción socialdemó-
crata fueron, entre otras, las tropas de Max Hölz y de Karl Plättner, ambas
ligadas, aunque no dependientes, del KAPD en aquella época. En efecto,
a partir de 1920, el KAPD disponía de organizaciones de combate clan-
destinas (Kampf-organisationen), paralelas al partido. En 1921, Plättner
había creado un verdadero “centro militar”, el “Oberste Aktionsrat” (Con-
sejo Superior de Acción), muy activo en acciones de expropiación y milita-
res. Max Hölz se había adherido al KPD en 1919, organizando comandos
armados muy eficaces contra la policía, el ejército y los cuerpos francos.
Excluido del KPD, entró en el KAPD, al que, actuando por su cuenta,
entregaba parte del dinero incautado en sus acciones. Su popularidad era
muy grande, ya que “robaba a los ricos para dárselo a los pobres”. Pero sus
comandos también eran conocidos por sus acciones de liberación de pre-
sos, destrucción de archivos de la justicia e incendio de las casas de los
ricos.
Los días 22 y 23 de marzo, en colaboración con los grupos de combate
224
del KPD, las tropas de Hölz atentaron en Falkenstein, Dresden, Freiberg,
Leipzig, Plauen, etc… contra los edificios y locales de la Justicia, llamando
a la huelga general y a la insurrección. Pero en todas estas ciudades los
obreros apenas reaccionaron. Las secciones de asalto de Hölz contaban con
dos mil quinientos obreros, que resistieron diez días antes de sucumbir
militarmente ante la superioridad de las fuerzas enemigas, a causa de la fal-
ta de combatividad del proletariado en su conjunto.
Consumada la derrota, el KAPD no se sometió a autocrítica alguna,
como hizo el VKPD, reconociendo la razón que había tenido Lévi, su
máximo dirigente en Alemania, excluido del partido por haber escrito y
distribuido un folleto contra el golpismo y las nuevas directivas impulsa-
das por los delegados de la Tercera Internacional en Alemania (Radek y
Bela Kun). Para el KAPD, la posición de Lévi era muy peligrosa, tanto más
que su posición antigolpista en el fondo era justa. Pero sus posiciones sólo
podían llevar a la vieja táctica socialdemócrata, pacifista y parlamentaria,
que se opondría a cualquier movimiento insurreccional de la clase, si era
de tipo defensivo y minoritario. Por ello el KAPD siguió defendiendo, in-
cluso en un congreso de la Tercera Internacional, la acción de marzo como
un movimiento minoritario y defensivo de los obreros de Alemania cen-
tral. Para Gorter (KAPD), “el putschismo del VPKD sólo era la otra vertien-
te de la política parlamentaria de Lévi y de la Internacional Comunista. Los
métodos no se contradecían, sino que crecían en el suelo del oportunismo”.
El balance de la acción de marzo fue terrible. Un centenar de muertos en
las filas obreras, varios miles de detenidos y otros miles condenados a penas
importantes de cárcel. A la postre, y es lo más significativo, el KAPD y las
Uniones, que fueron sin duda las expresiones organizativas más elevadas
del movimiento obrero internacional hasta la fecha, en Alemania y en el
mundo, se fueron desintegrando paulatinamente. No podía ser de otra
forma ya que en tiempos de dominio de la reacción y del orden capitalista
ya no puden existir partidos y organizaciones de masas. Tanto más que la
Internacional comunista y la revolución “rusa” habían emprendido el ca-
mino sin retorno de la degeneración. Y los partidos u organizaciones de
masas que permanecían vivos, escondidos detrás de una fraseología obrera,
225
socialista o comunista, defendían en realidad el mundo social al que se ha-
bían acomodado.
CONCLUSIÓN
226
miento a causa de su dificultad: reconstruir, sobre una base socia-
lista, la economía totalmente destruida por la guerra mundial y la
guerra civil que le sucedió durante más de dos años. El destino de
la república de los consejos rusos depende del desarrollo de la revo-
lución proletaria en Alemania…
…El problema de la revolución alemana es el problema del desa-
rrollo de la conciencia de sí del proletariado alemán. Reconocien-
do esta situación, así como la necesidad de acelerar el ritmo de
desarrollo de la revolución mundial, fiel también al espíritu de la
Tercera Internacional, el KAPD combate a favor de la reivindica-
ción máxima de abolición inmediata de la democracia burguesa y
a favor de la dictadura de la clase obrera….
…Con el parlamentarismo burgués los sindicatos forman la prin-
cipal defensa contra el desarrollo de la revolución proletaria en Ale-
mania. Su actitud durante la guerra mundial es conocida. Su in-
fluencia decisiva sobre la orientación de principios y la táctica del
viejo partido socialdemócrata condujo a la proclamación de la
“unión sagrada” con la burguesía alemana, lo que equivalía a una
declaración de guerra contra el proletariado internacional…
…el carácter contrarrevolucionario de las organizaciones sindi-
cales es tan evidente que muchos patronos en Alemania sólo con-
tratan a los obreros que pertenecen a una organización sindical…
Revolucionar los sindicatos no es una cuestión de personas: el ca-
rácter contrarrevolucionario de estas organizaciones se halla en su
estructura y en su propio sistema. Esto conlleva su sentencia de
muerte. Sólo la destrucción de los sindicatos puede liberar el cami-
no de la revolución social en Alemania…
…Aniquilar la totalidad del aparato de Estado burgués con su
ejército capitalista, con su policía, sus carceleros y sus jueces, con
sus curas y sus burócratas, es la primera tarea de la revolución pro-
letaria…
…Cuanto mejor conciba el proletariado la lucha de clase inter-
nacional, más se convertirá en leitmotiv de la política proletaria
227
mundial y más impetuosos y masivos serán los golpes de la revolu-
ción mundial. que harán pedazos el capital mundial en descompo-
sición. Por encima de todas las particularidades nacionales, por
encima de las fronteras nacionales, por encima de todas la patrias
brilla para el proletariado, como un resplandor eterno, el fanal:
PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS.
BIBLIOGRAFÍA
228
RUSIA, 1917
AGUSTÍN GUILLAMÓN
229
(menchevique), el de Lenin (bolchevique) y el de Trotsky.
Para Plejanov la revolución sólo podía ser burguesa. El Estado dejaría de
ser dirigido por la nobleza feudal para pasar a manos de la burguesía. La
clase obrera sólo jugaba en la revolución un papel de aliado de la burgue-
sía. Aposentada la burguesía, los trabajadores seguirían la vía democrática
y parlamentaria, para ir adquiriendo gradualmente cada vez mayores cuo-
tas de poder, hasta llegar a instaurar por fin el socialismo en un incierto y
lejano futuro.
Lenin admitía el carácter burgués de la revolución, pero negaba que hu-
biera de ser dirigida por una burguesía, que era demasiado débil para en-
frentarse a la nobleza. Planteó la alianza de obreros y campesinos como la vía
capaz de imponer un poder revolucionario, que realizaría una profunda
reforma agraria sin superar aún las estructuras capitalistas. Con el desarro-
llo y consolidación del capitalismo, en la atrasada Rusia, el proletariado in-
crementaría su número y se fortalecería hasta que llegase el momento de
tomar el poder y empezar a construir el socialismo.
La posición de Trotsky, distinta de bolcheviques y mencheviques, consi-
deraba que los obreros ya estaban capacitados para tomar el poder, y se
diferenciaba de la de Lenin en que consideraba que la ausencia de condi-
ciones objetivas para iniciar el socialismo serían suplidas por el carácter per-
manente de la revolución, que permitiría saltarse las etapas intermedias,
que los teóricos marxistas habían considerado como necesarias, para pasar
de la revolución burguesa a la socialista.
Lenin se adhirió a la posición de Trotsky con las llamadas Tesis de Abril
(1917), enfrentándose a la inmensa mayoría de bolcheviques, que soste-
nían el carácter exclusivamente burgués de la revolución de Febrero.
230
pacífica e indefensa, encabezada por el pope Gapón, que intentaba entre-
gar un memorial al zar, produciendo centenares de muertos y miles de he-
ridos. La huelga se extendió a todo el país durante dos meses. En junio se
produjo el motín de los marineros del acorazado Potemkin en el puerto de
Odesa; en octubre la revuelta de las tripulaciones de Cronstadt; y en no-
viembre la sublevación de once buques en la base naval de Sebastopol. En
San Petersburgo surgieron los primeros soviets, de corta duración. El go-
bierno zarista respondió con una brutal represión y, ante la amenaza de
huelga general, con la promesa de Nicolás II de convocar la Duma.
En junio de 1906 se reunió la I Duma (Parlamento ruso), de mayoría ca-
dete (KD o Partido Constitucional Democrático), con la intención de im-
plantar un auténtico régimen parlamentario, que se pretendía consolidar
mediante una imprescindible reforma agraria, con la que surgiría una clase
media campesina (los kulaks). El nuevo primer ministro Piotr Stolypin
impulsó una batería de reformas encaminadas a conseguir una mayor con-
centración parcelaria, favoreciendo el surgimiento y expansión de un pro-
letariado agrícola, que a su vez incrementaría la influencia de los partidos
socialistas en la II Duma (de febrero a junio de 1907).
El movimiento revolucionario, iniciado en 1905, se desplazó de las ciu-
dades a las aldeas campesinas, con una agitación social permanente que in-
fluyó en una modificación retrógrada del sistema electoral, con el que se
eligió la III Duma (1907-1912), de composición y vocación autocrática,
que fue denominada de “los señores, popes y lacayos”. La corte del zar pa-
decía ahora la presencia del llamado “enviado de Dios”, el campesino sibe-
riano Rasputín, que ejercía una nefasta influencia en la zarina y desacredi-
taba al zarismo, incluso entre sus más fieles adeptos.
Stolypin fue asesinado en 1911, sucediéndole unos ineficaces primeros
ministros, que encontraron en la IV Duma una asamblea dócil, poco incli-
nada a las reformas e incapaz de hacer concesiones a las agitaciones obre-
ras de 1912. Las guerras balcánicas aparecieron como una oportunidad
frustrada de distraer la atención de las masas, pero el resultado no pudo ser
peor, ya que los rusos perdieron su influencia en la zona. El reformismo za-
rista, demasiado timorato, se había saldado con un rotundo fracaso.
231
LOS DESASTRES DE LA GUERRA
232
taban por millares. Las divisiones sólo existían sobre el papel, en realidad
no eran más que una multitud informe, desorganizada, mal alimentada y
mal equipada, enferma, indisciplinada y peor dirigida. El despotismo de
los oficiales sobre la tropa se hizo intolerable por su crueldad y corrupción.
Algunos mandos habían llegado a vender la madera y el alambre de espino
necesarios para construir las trincheras.
En octubre de 1916 el saldo bélico era de un millón ochocientos mil
muertos, dos millones de prisioneros de guerra y un millón de desapareci-
dos. La guerra desembocó en un caos económico y un enorme desconten-
to popular, provocado por la excesiva duración de la misma y la escasez de
alimentos y productos básicos. La hambruna azotó a la población y las huel-
gas se generalizaron. La respuesta gubernamental a estos problemas, envian-
do a los huelguistas al frente, no hizo más que extender el descontento po-
pular al ejército, llevando a los obreros revolucionarios de las ciudades a
propagar su protesta entre los soldados, que en su gran mayoría habían si-
do reclutados entre los fieles y sumisos campesinos. Las ideas revoluciona-
rias de los obreros prendieron con rapidez entre esos soldados-campesinos.
Se organizaron soviets de obreros, soldados y campesinos, y en el ejército
sólo se hablaba ya de paz y del reparto de la tierra. Los motines eran cada
vez más frecuentes.
LA REVOLUCIÓN DE FEBRERO
La falta de pan y todo tipo de suministros, las largas colas y el frío die-
ron pie a las primeras protestas en Petrogrado. La falta de materias primas
en las industrias se tradujo en el despido de millares de obreros. Como la
mayoría de los hombres jóvenes habían sido reclutados, ahora las mujeres
alcanzaban el cuarenta por ciento de los trabajadores industriales. El día
internacional de la mujer, el 23 de febrero (8 de marzo, en el calendario
gregoriano que se sigue en Occidente), se iniciaron las protestas. Las muje-
res de la barriada obrera de Viborg, reunidas en asamblea, se declararon en
huelga. Las lúdicas manifestaciones de la mañana se hicieron, por la tarde,
233
masivas y broncas, con la incorporación de los obreros metalúrgicos. Se
gritaba “¡Pan, paz y libertad!” y “¡Abajo el zar!” Los enfrentamientos con la
policía mostraron cierta indecisión por parte de los cosacos, no habituados
a la represión de multitudes urbanas.
La izquierda, incluidos los bolcheviques (mayoritarios en Viborg), ha-
bían aconsejado no ir a la huelga y aguardar. Se vieron sorprendidos por la
fuerza del movimiento. Al día siguiente, ciento cincuenta mil obreros se
manifestaron en las calles, y los cosacos, las tropas más leales al régimen
zarista, empezaron a verse desbordados y en algunos lugares se negaron a
disparar, o lo hicieron por encima de las cabezas. La ciudad estaba parali-
zada. En la plaza Znamenskaya se produjo un enfrentamiento de los cosa-
cos contra la policía montada, en defensa de la multitud amenazada, que
terminó con la huida de la policía. Esto significaba que el Estado zarista no
sólo carecía de tropas para reprimir la insurrección, sino que además las te-
nía ya en su contra. La escuadra del Báltico se sublevó y los marineros de
Cronstadt fusilaron a cientos de oficiales.
La huelga, iniciada por las obreras el día 23, se había convertido el 24 en
huelga general y de ahí se pasó a la insurrección del día 25. El zar no tomó
más medidas que las de incrementar la represión. La ciudad era un cam-
pamento militar. El domingo 26, al mediodía, se produjo una matanza en
la plaza Znamenskaya, donde más de cincuenta personas murieron bajo los
disparos de un destacamento de reclutas novatos del regimiento Volynsky.
Tras esta matanza una multitud furiosa asaltó juzgados, comisarías y pri-
siones, liberando a los presos. Las masas consiguieron el apoyo de varios
cuarteles del ejército, que se enfrentaron a la policía. Los partidos de iz-
quierda, mencheviques, socialrevolucionarios y bolcheviques, sobre todo,
se pusieron al frente del movimiento y, junto a los regimientos sublevados,
se apoderaron de toda la ciudad. El motín generalizado de la guarnición
militar del día 27 convirtió los tumultos y la insurrección de los días ante-
riores en una revolución. El 28 la bandera roja ondeaba en la prisión-for-
taleza de San Pedro y San Pablo, “la Bastilla rusa”. Los policías eran perse-
guidos y linchados en la calle. Ese mismo día (28) en el ala izquierda del
Palacio de Táuride se constituyó el Soviet de Petrogrado, mientras en el ala
234
derecha se reunía la Duma, perfilándose ya, en el mismo edificio, dos cen-
tros rivales de poder.
El zar, reunido con sus asesores, intentó un cambio de gobierno capaz de
parar esa revolución. Pero el zar actuaba muy lentamente, y a destiempo,
mientras la revolución lo hacía a gran velocidad. Burguesía, generales y
gran parte de la nobleza aconsejaron al zar la abdicación en favor de su hijo
o de su hermano. Pero cuando el zar accedió, ya era demasiado tarde. Las
masas exigían la república. En febrero de 1917 se suscitó una situación lla-
mada de “doble poder”. Junto al Estado burgués, y opuesto a él, los conse-
jos obreros, o soviets, aparecían como un potencial gobierno alternativo de
la clase obrera. El 1 de marzo se publicó la Orden número 1 del Soviet de Pe-
trogrado, que garantizaba la inmunidad de los soldados insurrectos, a la vez
que éstos no debían reconocer más autoridad que la del Soviet. Nicolás II
abdicó al día siguiente. Las negociaciones entre el Soviet y la Duma acor-
daron la formación de un Gobierno provisional, en el que el príncipe Lvov
detentaba el cargo de primer ministro. Cuando se anunció el nombre de
Lvov a la multitud, un soldado expresó su sorpresa: “¿lo único que hemos
hecho es cambiar a un zar por un príncipe?” (Figes, p. 385).
EL GOBIERNO PROVISIONAL
235
legalizado a los sindicatos, organizado a los regimientos adictos a los so-
viets, etcétera, sin esperar ningún decreto. El Gobierno se limitó a ratificar
las decisiones tomadas por los soviets, que no habían tomado directamen-
te el poder porque existía una mayoría de mencheviques y eseristas que “no
consideraban en absoluto la posibilidad de exigir un poder que la clase
obrera aún no está capacitada para ejercer” (Broué, p. 114), de acuerdo con
los análisis previos de esos partidos sobre la naturaleza del proceso revolu-
cionario ruso.
Los bolcheviques, dirigidos entonces por Kamenev y Stalin, apoyaban es-
tos dogmas. En Pravda se produjo un giro radical cuando, a mediados de
marzo, Stalin tomó la dirección del periódico, puesto que empezaron a pu-
blicarse numerosos artículos que defendían la idea de continuar la guerra:
“Los bolcheviques adoptan en lo sucesivo la tesis de los mencheviques se-
gún la cual es preciso que los revolucionarios rusos prosigan la guerra para
defender sus recientes conquistas democráticas frente al imperialismo ale-
mán” (Broué, p. 115). En la Conferencia del 1 de abril, los bolcheviques
aprobaron la propuesta de Stalin de “apoyar al Gobierno provisional”, así co-
mo la posibilidad de una fusión entre bolcheviques y mencheviques (Carr,
tomo 1, pp. 92-93).
Estas posiciones políticas chocaban con la voluntad popular, que exigía
el fin inmediato de la guerra y de sus penalidades. Las declaraciones del
ministro de exteriores Miliukov de respetar los compromisos bélicos con
los aliados y continuar la guerra hasta la victoria final, provocaron el 20
y 21 de abril algaradas y manifestaciones, que desembocaron en una cri-
sis de gobierno que se saldó con la dimisión de Miliukov y la constitu-
ción de un gobierno de coalición entre cadetes, eseristas y mencheviques,
con amplia mayoría de estos dos últimos. Kerenski obtuvo el ministerio
de Guerra.
El nuevo gobierno fue muy bien visto por los aliados, que habían com-
prendido la relación de fuerzas existente en Rusia y deseaban un gobierno
fuerte, capaz de mantener a Rusia en la guerra.
236
LAS TESIS DE ABRIL
237
garantía que nuestra palabra. No somos charlatanes, queremos que sea la
experiencia la que consiga que las masas salgan de su error”. La misión de
los bolcheviques, señalaba, era la de estimular la iniciativa de las masas. De
estas iniciativas había de surgir la experiencia que diera a los bolcheviques
la mayoría en los soviets: entonces habría llegado el momento en que los
soviets podrían tomar el poder e iniciar la construcción del socialismo.
Las tesis de Lenin introdujeron de forma inesperada y brutal un rudo de-
bate en el seno del partido bolchevique. Pravda se vio obligada a publicar una
nota en la que Kamenev advertía que “tales tesis no representan sino la opi-
nión particular de Lenin”. Lenin se apoyó en los cuadros obreros para enfren-
tarse a la dirección del partido. Poco a poco consiguió algunos adeptos, como
Zinoniev y Bujarin, y la oposición frontal de otros, como Kamenev.
El 24 de abril se convocó una Conferencia Extraordinaria, presidida por
Kamenev. Éste, Ríkov, y otros dirigentes, defendían las posiciones que el
mismo Lenin había planteado en 1906. Kamenev llegó a afirmar que “es
prematuro afirmar que la democracia burguesa ha agotado todas sus posi-
bilidades”. Lenin respondió que aquellas ideas eran antiguas fórmulas que
los viejos bolcheviques “han aprendido ineptamente en lugar de analizar la
originalidad de la nueva y apasionante realidad”, para finalizar recordando
a Kamenev la célebre frase de Goethe: “Gris es la teoría, amigo mío, y verde
el árbol de la vida”. Aunque salió vencedor en las tesis políticas funda-
mentales, su victoria no era total, ya que, de los nueve miembros de la
dirección, cuatro eran contrarios a sus tesis.
Trotsky había llegado a Rusia el 5 de mayo, siendo inmediatamente
invitado a entrar en la dirección del partido. El VI Congreso del partido
bolchevique se inició el 26 de julio, sin la presencia de Lenin, que había
pasado a la clandestinidad, ni la de Trotsky, detenido en las “jornadas de
julio”. Fue un congreso de fusión de varias pequeñas organizaciones con
el Partido bolchevique, que agrupaba ahora a ciento setenta mil militan-
tes, de los que cuarenta mil eran de Petrogrado. La dirección elegida era
fiel reflejo de la relación de fuerzas: de los veintiún miembros, dieciséis
pertenecían a la vieja fracción bolchevique. Lenin, Zinoviev y Trotsky
fueron los más votados. El triunfo de las Tesis de Abril era, ahora, total.
238
El camino de la insurrección ya estaba libre de obstáculos internos (Broué,
pp. 116-126).
DE JULIO A OCTUBRE
239
de movilizaciones la insurrección se extinguió sin un claro vencedor. La lla-
mada de los bolcheviques para regresar al trabajo fue ahora aceptada.
El Gobierno provisional acusó a los bolcheviques de los incidentes, y a
Lenin de ser un espía alemán, sacando a la luz la historia del tren sellado. Al-
gunos regimientos neutrales se pasaron al bando gubernamental y muchos
obreros, mencheviques y eseristas, estaban confusos ante las calumnias. En
esta coyuntura, favorable al gobierno, se inició la represión contra los bolche-
viques. Se prohibió su prensa, se asaltaron sus locales, Trotsky y Kamenev
fueron detenidos, Lenin se exilió en Finlandia y los cuadros bolcheviques
más conocidos pasaron a la clandestinidad.
Pero el fenómeno más importante se estaba produciendo en las zonas ru-
rales. Los campesinos no sólo habían dejado de creer en las promesas de re-
forma de los socialistas en los distintos Gobiernos provisionales, sino que
influidos por el llamamiento de los bolcheviques a la acción directa y la ocu-
pación de la tierra, generalizaron en todo el país la ocupación de fincas. Los
cadetes regresaron al gobierno y exigieron, en una especie de ultimátum,
duras medidas contra la extensión del desorden. Kerenski, sin embargo, se
mostró incapaz de establecer el orden social y la disciplina militar. La repre-
sión de los cosacos contra los campesinos les acercó irremediablemente a los
bolcheviques, que sostenían la consigna de “paz, pan y tierra”.
En agosto, Kerenski convocó una Conferencia Nacional, que agrupaba
a fuerzas políticas, sociales, económicas y culturales de todo el país, con el
fin de conseguir “un armisticio entre el capital y el trabajo” (Broué, p.
128). Los bolcheviques boicotearon la Conferencia, que fracasó irreme-
diablemente: sólo quedaba el golpe de estado militar.
Burguesía, nobleza, aliados y Estado Mayor promovieron un golpe de
estado, que había de dirigir el general Kornilov, hasta entonces hombre de
plena confianza de Kerenski. Kornilov se dirigió el 25 de agosto a Petro-
grado, al mando de las tropas cosacas. Kerenski destituyó a Kornilov, aun-
que siguió manteniendo con él unas confusas negociaciones, mientras ca-
detes y mencheviques abandonaban el gobierno. Kerenski, caricatura de
un nuevo zar, se marchó al frente como medio para esquivar los proble-
mas.
240
Mientras tanto, en un Petrogrado abandonado por el Gobierno provi-
sional, los soviets organizaron la defensa contra la amenaza de Kornilov.
Los marineros de Cronstadt liberaron a los bolcheviques detenidos, Trots-
ky entre ellos, y el partido abandonó la clandestinidad. Sus cuadros y mili-
tantes consiguieron de inmediato una mayoría aplastante en la guarnición
militar y en las fábricas. Trotsky obtuvo de nuevo la presidencia del Soviet
de Petrogrado y formó el Comité Militar Revolucionario, un órgano del
Soviet que fusionaba las tropas con la recién creada Guardia Roja, com-
puesta por grupos de obreros armados.
Kornilov y sus cosacos ni siquiera pudieron llegar a Petrogrado. Los fe-
rroviarios se negaron a hacer circular los trenes que transportaban las tro-
pas golpistas, o los llevaron a otros destinos. Los propios soldados se
amotinaron en cuanto conocieron su misión. El 3 de septiembre Korni-
lov desistía del golpe de estado y se entregaba al Gobierno. El intento gol-
pista había invertido la situación a favor de los bolcheviques. Las asambleas
de soldados arrestaban, y a veces ejecutaban, a los oficiales sospechosos de
simpatizar con la kornilovada, y aprobaban resoluciones a favor del poder
soviético y de la paz. El 31 de agosto el Soviet de Petrogrado reclamaba
todo el poder para los soviets, y el 9 de septiembre condenaba toda polí-
tica de coalición con la burguesía.
El 13 de septiembre Lenin envió dos cartas al Comité Central (CC) del
Partido bolchevique en las que planteaba que las condiciones para la toma
del poder ya habían madurado suficientemente. Pero la mayoría del CC,
capitaneada por Zinoviev y Kamenev, se oponía aún a la definitiva insu-
rrección proletaria. Creían que las condiciones seguían tan inmaduras co-
mo en julio. Trotsky apoyaba la insurrección si se la hacía coincidir con el
Congreso de los Soviets, que proyectaba reunirse a finales de octubre. Le-
nin sólo obtuvo el apoyo del joven Smilga, presidente del Soviet de Fin-
landia. El 10 de octubre, Lenin, disfrazado con peluca y gorra, y afeitada
la perilla, llegó a Petrogrado desde su exilio finlandés, con el fin de arran-
car al CC, como sucedió por diez votos contra dos (Zinoviev y Kamenev),
una resolución favorable a la insurrección, para la que se iniciaron inme-
diatamente los preparativos (Broué, pp. 126-134; Figes, pp. 456-507).
241
LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
242
la mañana del 25 sólo quedaba en poder del Gobierno su propia sede, el
Palacio de Invierno, que estaba sitiado desde hacía días. Al anochecer del día
25 el crucero Aurora disparó una salva que daba la orden de asalto al Palacio
de Invierno. Lenin quería anunciar a la asamblea del Congreso de los Soviets
la caída del Gobierno Kerenski. Las tropas que defendían el Palacio resistie-
ron hasta que se les dio la oportunidad de huir. Al final, el Palacio de Invier-
no se rindió en la madrugada del 26 de octubre, tras un asalto conjunto de ma-
rineros, soldados y obreros. El Gobierno provisional, que se había reunido
para organizar la resistencia en la capital, fue detenido; pero Kerenski huyó,
en un coche requisado en la embajada norteamericana
Entre el 28 de octubre y el 2 de noviembre la insurrección obrera triunfó
también en Moscú, y tras dos o tres semanas se había extendido práctica-
mente a toda Rusia.
Esa misma madrugada del 26 de octubre, el II Congreso de los Soviets, con
una amplia mayoría bolchevique, eligió un gobierno revolucionario, com-
puesto mayoritariamente por bolcheviques y eseristas de izquierda, y aprobó
los primeros decretos del nuevo gobierno. Lenin fue elegido presidente del
Consejo de Comisarios del Pueblo.
Se decretó la paz, y se pactó un alto el fuego inmediato en todos los fren-
tes. Trotsky, que había sido nombrado Comisario de Asuntos Exteriores, fue
quien llevó el peso de las negociaciones con Alemania. El 2 de diciembre se
firmó el armisticio y el 4 de marzo de 1918 la paz, llamada de Brest-Litovsk
por el lugar donde se firmaron los tratados, que provocó una agria polémica
entre quienes querían firmar la paz a cualquier precio, como medio de defen-
der el nuevo Estado soviético, y los que proponían extender la guerra revo-
lucionaria a Europa, lo que estuvo a punto de provocar una escisión en el
partido bolchevique.
Se decretó la confiscación de los latifundios y la entrega de las tierras a los
soviets campesinos, el control obrero de la industria y la nacionalización de la
banca. Se reconocieron los derechos de las nacionalidades, incluyendo el de-
recho a la autodeterminación y la libertad de separarse.
El nuevo gobierno soviético, que no fue reconocido por los aliados,
tenía además en su contra la radical oposición de todo el espectro político
243
restante, desde la extrema derecha zarista hasta los mencheviques. El esta-
llido de una guerra civil, con intervención de las potencias extranjeras, fue
inevitable sólo algunos meses más tarde
EL RÉGIMEN BOLCHEVIQUE
244
franceses. Marcharon hacia el oeste, y en poco tiempo llegaron al Volga. El
éxito de la operación decidió a los aliados a intervenir, con el objetivo de
ahogar la revolución y restaurar el régimen zarista.
En junio, tropas anglo-francesas desembarcaron en Murmansk y en Ar-
kangel. En agosto, los aliados desembarcan cien mil hombres en Vladi-
vostok, con el pretexto de ayudar a la Legión Checoslovaca En el Sur el
general zarista Denikin organizó un ejército de voluntarios con material y
suministros británicos: había nacido la Guardia Blanca. En septiembre,
Trotsky, creador del Ejército Rojo, obtuvo el primer éxito soviético con la
derrota de los checos y la reconquista de Kazán. En 1919 los franceses se
apoderaron de Odesa, Ucrania y Crimea; los ingleses se adueñaron de los
pozos petrolíferos del Caúcaso y el Don. El suelo ruso estaba ocupado ade-
más por tropas norteamericanas, polacas, alemanas y serbias. La situación
era desesperada. Se había consumado el plan de Clemenceau de cercar a los
bolcheviques. Pero las disensiones entre los aliados y la nulidad política de los
generales de la Guardia Blanca, incapaces de hacer concesiones de autonomía
a las nacionalidades (cuestión que interesaba a los cosacos) y de tierra a los
campesinos, para obtener su apoyo, permitieron que el Ejército Rojo resistie-
ra durante los treinta meses que duró la guerra civil. Finalmente, la oleada
revolucionaria que agitaba Europa y los éxitos militares de los rojos consi-
guieron la firma de un nuevo armisticio. La guerra civil había dejado el país
en ruinas. El comercio privado había desaparecido (Broué, pp. 163-170).
Las medidas del llamado “comunismo de guerra” nacían pues de las pro-
pias necesidades de la guerra. Para alimentar a las ciudades sitiadas y al ejér-
cito se requisaban las cosechas. Los campesinos pobres fueron organizados
contra los kulaks. No había ingresos fiscales, ya que la administración ha-
bía desaparecido. La emisión descontrolada de papel moneda disparó la in-
flación. El hambre y las epidemias asolaron las ciudades, centro de la revo-
lución. Los salarios se pagaban en especie. Los obreros industriales fueron
desplazados a los frentes de batalla. El terror de la policía política (Checa)
hizo su inevitable aparición: ya nada iba a ser igual.
La producción industrial cayó en picado. La producción de acero y de hie-
rro era mínima. Casi las tres cuartas partes de las vías férreas habían sido inu-
245
tilizadas. La superficie cultivada se había reducido en una cuarta parte. Los
kulaks sacrificaban el ganado y escondían sus cosechas para evitar su requi-
sa.
En este contexto, se produjo la revuelta de Cronstadt, una base naval
cercana a Petrogrado de gran tradición soviética y bolchevique. En marzo
de1921, Trotsky asumió la represión del alzamiento de la marina de
Cronstadt, que había sido durante la revolución de 1917, en palabras del
propio Trotsky, “el orgullo y la gloria de la revolución”. Fue también en
este mes, en el X Congreso del Partido, que prohibía la existencia de
corrientes y tendencias en el seno del partido bolchevique, cuando Lenin
propuso la “Nueva Política Económica” (NEP). Así mismo, aparecieron
no menos de cincuenta focos de alzamiento campesino. El más impor-
tante, el del anarquista ucraniano Makhno, que controlaba toda Ucrania.
El partido decidió cambiar su política económica, pero la represión
armada de amplios sectores de la población, indudablemente revolucio-
narios, constituyó un punto de inflexión contrarrevolucionaria de la
revolución soviética. No en vano Cronstadt había sido aplastada defen-
diendo el eslogan “soviets sin bolcheviques” (Brinton, pp. 137-144; Mett
pp. 39-116 ).
LA NEP (1921-1927)
246
ducción en las empresas privadas. Se autorizó la presencia de técnicos extran-
jeros. Se fijó un impuesto en “especie” y se autorizaron, bajo control estatal, las
inversiones extranjeras. El sistema estatal estaba dirigido por el Soviet Supremo
de Economía. La NEP trajo cierta estabilidad y permitió recuperar los niveles
de producción anteriores a la guerra. Pero en el camino los soviets se habían
vaciado de contenido y la revolución había perecido. La NEP finalizó en 1927,
con el nacimiento del primer plan económico quinquenal, que priorizaba la
industria pesada sobre la producción de artículos de consumo.
247
los que levantar la nueva ideología estalinista. La burocracia rusa, abando-
nado ya todo disfraz, aparecía dispuesta a aplastar definitivamente cual-
quier oposición.
El estalinismo deformó grotescamente el socialismo, vació de contenido
los soviets, suprimió el menor atisbo de democracia obrera, impuso una
dictadura personal sobre el partido, y del partido sobre el país, constru-
yendo un régimen totalitario. La burocracia necesitaba aniquilar a todos
los cuadros de la dirección bolchevique que hizo la revolución de Octubre,
ya que la mistificación de su propia naturaleza contrarrevolucionaria era
una de las características del estalinismo.
Así, a lo largo de los años treinta se produjeron numerosas purgas, que
condenaron al exterminio y la ignominia a cientos de miles de opositores,
ficticios o reales, de cualquier ideología, y entre ellos a los propios bolche-
viques, y sobre todo a sus principales dirigentes. Trotsky fue asesinado en
agosto de 1940, en México, donde vivía exiliado, por Ramón Mercader,
agente estalinista español que ejecutó las órdenes de Stalin.
248
bierno fuerte, en una política económica basada en las nacionalizaciones,
en la penetración de los militantes del partido estalinista en el aparato de
Estado, y sobre todo disfrazando su naturaleza reaccionaria en el seno del
movimiento obrero (Munis, pp. 158-290).
CONCLUSIONES
249
Lejos de ser un banal golpe de Estado, como miente la clase dominante,
la revolución de Octubre es el punto más alto que ha alcanzado hasta ahora
la humanidad en toda su historia. Por primera vez la clase obrera tuvo el va-
lor y la capacidad de tomar el poder, arrebatándoselo a los explotadores, e ini-
ciar la revolución proletaria mundial.
Aunque la revolución pronto iba a ser derrotada en Berlín, Munich,
Budapest y Turín, aunque el proletariado ruso y mundial tuvo que pagar
un precio terrible por su derrota: el horror de la contrarrevolución, otra
guerra mundial, y toda la barbarie sufrida bajo los estados estalinistas, la
burguesía todavía no ha sido capaz de borrar la memoria y las lecciones de
este formidable acontecimiento.
BIBLIOGRAFÍA
250
MORELOS, MÉXICO, 1914
CARLES GUILLOT
LA COMUNA DE MORELOS
Y llega la revolución
la época de Don Porfirio
y México es una canción
aunque sufra sus martirios
Homenaje al Corrido
PINO RUIZ VÁZQUEZ
En los últimos años del siglo XIX y primeros del XX se produce en Mé-
xico un fuerte crecimiento económico, fruto de la expansión que sufre el
capitalismo a nivel mundial, y que tiene su máximo exponente en la con-
solidación de las relaciones capitalistas en el país. Son los años del desa-
rrollo urbano, de la modernización de la economía y de la administración
estatal. La clase dirigente está formada por terratenientes e industriales, que
se han enquistado en el poder y han generado su propia representación
política. Son los llamados “científicos” de Porfirio Díaz.
Son también los años de la aparición del proletariado como clase social
definida. La represión de sus incipientes formas de organización es cons-
tante, prohibiéndose por ley las huelgas y los sindicatos obreros. Pero las
250 huelgas registradas entre 1876 y 1911 son una clara muestra de la con-
tinuidad de las luchas obreras en todos los sectores, desde los trabajadores
textiles hasta panaderos, pasando por los ferrocarrileros, los mineros y los
251
tranvías, de las que quizás las más importantes fueron las de los mineros de
Cananea y las fabricas textiles de Río Blanco.1
En el campo, el sistema de haciendas sigue constituyendo el centro de
gravedad de la economía mexicana. Las antiguas haciendas coloniales ha-
bían mantenido un cierto equilibrio con las comunidades campesinas hasta
la promulgación de las leyes de Reforma y desamortización de 1856. Estas
leyes concretaban la ideología del estado liberal al promover el despojo de
las propiedades de las comunidades indígenas y los bienes de la iglesia
como necesidad para lograr el desarrollo del país. A pesar de que en teoría
deberían haber ayudado a fomentar y crear una nueva clase de campesinos
propietarios, en la práctica degeneró en una acumulación de tierras en
manos de los terratenientes, que se lanzaron a la captura de todas las tier-
ras, aguas, bosques y pastos comunales de los pueblos libres, con la doble
intención de aumentar sus tierras para la producción y aumentar el nú-
mero de peones de los que podría disponer para trabajar en sus ingenios, fá-
bricas de procesamiento de las cañas de azúcar situadas dentro de las ha-
ciendas.
En estas últimas se dan diversas relaciones económicas, mezclándose rela-
ciones pre-capitalistas, como la de los peones de residencia permanente o
los aparceros que viven en la hacienda, y que se parecen más a los siervos
de la Europa feudal que a campesinos libres, y relaciones capitalistas como
las de los jornaleros temporales, que podían provenir de las comunidades
libres de la zona, los arrendatarios de tierras o de ranchos y el proletariado
agrícola de los ingenios.
El avance imparable de los terratenientes provoca que en 1910 el 81%
de todas las comunidades habitadas de México estén dentro de los límites
de las haciendas (llegando a un total de 56.825 frente a 12.724 comuni-
dades libres). Para una mejor integración de los pueblos en las haciendas,
252
se reducía su tamaño, dispersando a la población2, y convirtiéndolas así en
grupos más dependientes del funcionamiento de las mismas.
Evidentemente, esta guerra contra los pueblos se encontró con la oposi-
ción de los campesinos. Los ejemplos de que las revueltas y las múltiples
formas de resistencia a esa ofensiva estuvieron siempre presentes, como
expresión de la permanente guerra de resistencia indígena y campesina, son
numerosos.3
El estado de Morelos, en el sur de la Republica, se habia convertido en
el centro de la industria azucarera gracias a esa presión de las haciendas
sobre los pueblos (9 de las cuales ocupaban el 80% del territorio del esta-
do) y, con 24 ingenios, daba más de la tercera parte de la producción na-
cional, convirtiéndose, gracias a inversión de capitales, la renovacion de
instalaciones y la llegada del ferrocarril a finales del siglo XIX, en la tercera
región azucarera del mundo, detrás de Puerto Rico y Hawai.
253
La crisis económica mundial de 1907-1908 hizo que se agudizara el
descontento entre amplios sectores de la burguesía y de los terratenientes,
así como de la pequeña burguesía de las ciudades, multiplicada numérica-
mente gracias al crecimiento económico anterior. Asfixiados por la dicta-
dura de Porfirio Díaz, en el poder desde 1876 de forma casi ininterrum-
pida, y reclamando derechos democráticos y reformas políticas, intentaron
canalizar el descontento popular de los obreros, que pedían derechos de
organización sindical y mejores condiciones de vida, y de los campesinos,
que reclamaban una solución para frenar la presión de las haciendas sobre
los pueblos y el reparto de tierras entre campesinos sin ellas.
Al frente de esta oposición heterogénea se encontraba Francisco Madero,
miembro de una acaudalada familia de San Luis Potosí, que concurrió
como candidato del Partido Nacional Antirreeleccionista a las elecciones
de 1910 con un programa electoral basado en el principio de no reelección
y el sufragio efectivo. Su intención era retirar de la escena política a Don
Porfirio y asegurar una sucesión pacífica a través de reformas políticas. Pero
al acercarse las elecciones, Madero fue detenido y encarcelado, y se produ-
jo una nueva ola de represión hacia los contrarios al régimen.
En junio es reelegido Porfirio Díaz. Madero es puesto en libertad condi-
cional en octubre y escapa a EEUU, desde donde lanza el Plan de San Luis.
En él declara nulas las elecciones, proclamándose presidente provisional y
afirmando el principio de no reelección. En el único artículo que plantea
una reivindicación social se habla de la restitución de las tierras a los primi-
tivos propietarios, la mayoría indios, de las que habían sido despojados por
los tribunales, una vez se revisen las sentencias que legalizaron ese despojo
arbitrario. El Plan llamaba a todos los ciudadanos de las poblaciones a
alzarse en armas contra la dictadura porfirista el 20 de noviembre.
En algunas regiones del norte, especialmente en Chihuahua, pero tam-
bién en Durango y Coahuila, se produjeron los primeros enfrentamientos
entre pequeños grupos de campesinos, encabezados por líderes locales co-
mo Francisco Villa y Pascual Orozco, y las tropas federales enviadas para
sofocarlos. Las primeras victorias guerrilleras atrajeron a los destacamentos
alzados a más y más campesinos que, más que en la figura de Madero, en-
254
contraron un aglutinador nacional para unificar sus luchas dispersas en la
posibilidad de la conquista de las tierras por las armas.
Poco a poco los levantamientos siguieron generalizándose por todo el
país. A principios de 1911, Zapata, Genovevo de la O, Gabriel Tepepa,
Francisco Alarcón, Jesús Capistrán, Lorenzo Vázquez, Emigdio Marmole-
jo, Pioquinto Galis, cada uno con su banda de rebeldes, se alzaron en Mo-
relos. Y son las haciendas, precisamente porque habían actuado como mo-
tor económico y como centro de poder de las clases dominantes, el blanco
de la ira campesina.
Mientras Orozco y Villa se lanzaban a la toma de Ciudad Juárez, la pri-
mera ciudad que cayó bajo las tropas revolucionarias, en el Sur los alzados
tomaron la ciudad de Cuautla y establecieron allí su cuartel general. Ante
este avance de la insurrección campesina, Porfirio y Madero firmaron los
acuerdos de Ciudad Juárez el 21 de mayo de 1911, por los que Díaz re-
nunciaba a la presidencia y entregaba el poder como presidente interino a
su secretario de Relaciones Exteriores, Francisco León de la Barra, hasta la
convocatoria de nuevas elecciones.
La revolución había triunfado.
255
Pueblos enteros invadieron y recuperaron las tierras que les habían sido
arrebatadas, y desde Chihuahua a Tlaxcala, pasando por Guerrero, Jalisco
o Hidalgo, este movimiento se extendió por todo el país, siendo incon-
tenible y generalizado en los estados de Morelos y Puebla. Supuestamente
estas apropiaciones parecían estar autorizadas por el Plan de San Luis y por
las declaraciones del propio Madero. Pero tanto éste como De la Barra, que
estaba intentando reagrupar a los políticos del antiguo régimen, exigieron
la devolución de las tierras y el presidente interino envió al ejército federal,
comandado por Huerta, a “pacificar” y obligar al licenciamiento de las
tropas de Zapata, o aplastarlos militarmente si se negaban. En septiembre
de 1911, ante el avance federal y la ejecución de cerca de sesenta rebeldes
locales (algunos ”maderistas” moderados) las tropas zapatistas se dispersa-
ron. Y con la represión que Huerta ejerció contra las comunidades y viendo
que las promesas de reparto de tierras eran solo eso, promesas, los cam-
pesinos que no se habían alzado, al ser tratados como bandidos, se convir-
tieron en rebeldes.4
Mientras la guerra contra el sur continuaba y Zapata seguía levantando
a campesinos y peones de las haciendas, el 1 de octubre se celebraron elec-
ciones, en las que resultó vencedor Madero, y el 6 de noviembre de 1911
se hizo cargo de la presidencia. Ante la continuación de las hostilidades,
4. Entre estos dirigentes campesinos, que tomaron las armas de las haciendas y for-
maron lo que con el tiempo sería el Ejército Libertador del Sur, la disputa por el
mando no fue una lucha de poder sino que se trataba de un proceso de reconocimien-
to por parte de los distintos jefes locales, ya que si un pueblo no estaba de acuerdo
con un jefe autonombrado, simplemente no enviaba a los hombres en su apoyo. El
poder de decisión que tenían emanaba de procesos de democracia directa que las
comunidades ejercían de manera clandestina y en los que escogían a aquellos de sus
miembros que deberían representarlos y guiarlos en su lucha por la supervivencia, y
eran los encargados de guardar y custodiar los títulos de propiedad de sus tierras,
muchos de los cuales databan de la época virreinal, y que demostraban su existencia
como pueblos. Y ese “Jefe Supremo del Movimiento Revolucionario del Sur”, ese
hombre al que respetaban y al que tenían el deber de someter a sus partidarios resultó
ser Emiliano Zapata (escogido en 1909 presidente del comité de defensa mixto de
Anenecuilco-Villa de Ayala-Moyotepec).
256
tres semanas después, el 25 de noviembre en Villa de Ayala (pequeño pue-
blo del estado de Morelos) Zapata proclamó el Plan de Ayala y se declaró
en rebelión formal contra el gobierno federal.
El Plan de Ayala, redactado por Zapata y Otilio Montaño (antiguo maestro
de escuela que se había sumado desde un principio a la revolución del sur y
formaba parte de su estado mayor), fue la expresión de las demandas, necesi-
dades y sentimientos del campesinado de Morelos. En su encabezamiento dice
defender “el cumplimiento del Plan de San Luis Potosí, con las reformas que
han creído conveniente aumentar en beneficio de la Patria Mexicana”, y
denuncia la alianza de Madero con los elementos porfiristas, y que con los
acuerdos de Ciudad Juárez ha anulado las promesas efectuadas en el Plan de
San Luis, persiguiendo como bandidos y rebeldes a quienes las defienden.
Los artículos que hablan de la reforma agraria5 fueron la bandera del
5. De los artículos que hablan de la reforma agraria los más originales y funda-
mentales dicen:
Art. 6: Como parte adicional del plan que invocamos, hacemos constar: que los ter-
renos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados, científicos o caciques a la
sombra de la tiranía y justicia venal, entrarán en posesión de estos bienes inmuebles
desde luego los pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos correspondientes a esas
propiedades, de las cuales han sido despojados por la mala fe de nuestros opresores,
manteniendo a todo trance, con las armas en la mano, la mencionada posesión, y los
usurpadores que se consideren con derecho a ellas, lo deducirán ante tribunales espe-
ciales que se establezcan al triunfo de la Revolución.
Art. 7: En virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no
son más dueños que del terreno que pisan, sufriendo los horrores de la miseria sin poder
mejorar en nada su condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura por
estar monopolizadas en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas, por esta causa se
expropiarán, previa indemnización de la tercera parte de esos monopolios, a los poderosos
propietarios de ellas, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos,
colonias, fundos legales para pueblos o campos de sembradura o de labor y se mejore en
todo y para todo la falta de prosperidad y bienestar de los mexicanos.
Art. 8: Los hacendados, científicos o caciques que se opongan directa o indirecta-
mente al presente plan, se nacionalizarán sus bienes, y las dos terceras partes que a
ellos les correspondan, se destinaran para indemnizaciones de guerra, pensiones para
las viudas y huérfanos de las victimas que sucumban en la lucha por este plan.
257
movimiento revolucionario a partir de entonces, significando el acta de
independencia del movimiento campesino respecto a la dirección burgue-
sa de la revolución, y tienen dos aspectos fundamentales que la diferencian
de otros planes revolucionarios: la expropiación de las tierras y bienes de
los enemigos de la revolución, es decir, de los terratenientes y capitalistas,
y el hecho de que los campesinos tomaran posesión de las tierras de las que
fueron despojados de manera inmediata y por las armas, y que debían ser
los terratenientes los que, al triunfo de la revolución, tendrían que acudir
a los tribunales y probar su derecho sobre las tierras. Es decir, se subvierte
el orden jurídico burgués y se establece un sistema revolucionario de leyes
y tribunales, que se apoya en el principio del pueblo en armas como ga-
rante del proceso. La aceptación de esos principios y no un programa
socialista definido es lo que dio carácter anticapitalista a la revolución del
sur a partir de entonces.
El Plan también nombraba a Pascual Orozco “Jefe de la Revolución Li-
bertadora” y solo nombraría a un presidente interino al final de la revolu-
ción, para evitar así luchas internas por el poder.
El Plan de Ayala es, en definitiva, la reacción elemental de defensa por
parte de los pueblos, que veían amenazada su existencia, y a pesar de ser
fruto de la inspiración popular y rural, contenía algunas influencias de las
doctrinas anarcosindicalistas que desde el Partido Liberal de Flores Magón
y a través del periódico clandestino Regeneración predicaba la nacionali-
zación y la expropiación de algunas tierras si juzgaba que eran “monopo-
lizadores” quienes legalmente las poseían.
A principios de 1912 la rebelión se había extendido ya por los estados de
Morelos, Puebla, Guerrero, Tlaxcala y México y se fueron repartiendo las
tierras según lo dispuesto en el Plan de Ayala, a veces levantando actas y
otras por el simple acuerdo colectivo.
La organizacion del ejército zapatista en el sur fue de guerrillas basadas
en milicias territoriales más o menos numerosas. Eran partidas armadas
que operaban bajo una bandera común y reconocían a Zapata como ge-
neral en jefe, pero cada una con independencia de acción y bajo su propio
mando. En ocasión de acciones importantes, se reunían varias de ellas,
258
sumando sus fuerzas pero manteniendo sus jefes. Las tropas zapatistas no
tenían cuarteles, ni paga, ni siquiera abastecimiento regular, salvo el que
recibían de los pueblos. Cada soldado era a su vez un campesino que tra-
bajaba su tierra. Se reunían para realizar una acción y, concluida esta, gene-
ralmente volvían al trabajo a sus lugares, mientras en otras partes otros
campesinos se reunían para otra acción, y luego hacían lo mismo. La gue-
rrilla a veces recorría largas distancias y podía después disolverse entre la
población y desvanecerse como simples trabajadores al llegar fuerzas mili-
tares superiores del ejército federal.
Para sofocar la rebelión Madero envió a Morelos al general Juvencio Ro-
bles, que implantó el terror en la zona en una guerra contra los pueblos de
la región. Aplicó la politica de tierra arrasada, con fusilamientos en masa,
quema de pueblos, saqueos y torturas indiscriminadas. Esta política de “re-
colonización”, inspirada en los procedimientos empleados por los es-
pañoles en la guerra de Cuba y en actos similares que los ingleses emplea-
ron en la guerra Boer y los americanos en Filipinas, consistían en sacar a la
gente de las aldeas y ranchos y meterlos en campos de concentración en las
afueras de los pueblos más grandes, donde la vigilancia federal era más
facil. Luego, columnas volantes se metían en los campos y trataban como
hostiles a todos los que se encontraban. Para obligar a la población a eva-
cuar sus casas y asegurarse de que no volverían, quemaban los pueblos. Evi-
dentemente, ante la represión masiva, el campesinado respondió con la in-
surrección generalizada.
Por fin, después de cuatro meses de silencio, Orozco se sublevó en marzo
en el norte, dominando rápidamente el estado de Chihuahua y enunciando
sus objetivos en el Pacto de la Empacadora (25 de marzo de 1912), en el que
reconocía los principios del Plan de San Luis, el Plan de Ayala y el Plan de
Tacubaya (este fue el primer programa antimaderista, surgido del ala radical
urbana de este movimiento en octubre de 1911 y ligó a un sector de la pe-
queña burguesía urbana con el campesinado). Orozco fue derrotado en
pocos meses por Victoriano Huerta al mando del ejército federal. Y con el
propósito de hacer desaparecer al otro caudillo campesino con arraigo pop-
ular y que pudiera encabezar nuevas revueltas, Villa —aunque participó en
259
la campaña al lado de las fuerzas del gobierno—, fue apresado y encarcela-
do por “insubordinación”.
A finales de 1912 el gobierno de Madero estaba en crisis. El ala derecha
y más reaccionaria, representada por los hacendados, presionaba exigiendo
más represión contra la revolución campesina. El ala izquierda pedía refor-
mas en forma de concesiones a las demandas de tierras para terminar con
las causas y los apoyos de los insurrectos, proponiendo que se dotara por
ley de tierras comunales (ejidos) a las comunidades, mediante la expropia-
ción pagada de una parte de las tierras de las haciendas, para que fueran un
complemento para éstas y donde se encontrara mano de obra barata du-
rante los meses en que se necesitara.
Aprovechando esta división y la debilidad de Madero para hacer frente a
la situación, y contando con el apoyo del embajador norteamericano, Huer-
ta, General en Jefe del Ejército de Operaciones, derribó al gobierno, hizo
asesinar a Madero y al vicepresidente Jose María Pino Suárez y ocupó la pre-
sidencia en el mes de febrero de 1913, en lo que se conoce como la Decena
Trágica, que dejó un elevado numero de muertos y heridos en la capital.
Pascual Orozco se sumó a esta sublevación militar.
El golpe de Huerta significó la extensión de la guerra campesina por todo
el país. Mientras Zapata desconocía al nuevo gobierno, en el norte, con el
Plan de Guadalupe, Venustiano Carranza (terrateniente de 53 años, ex-se-
nador porfirista, partidario de Madero y gobernador de Coahuila) llamó a
derribar por las armas al ”gobierno usurpador” invocando a su propio favor
la continuidad constitucional. Se organizaron en el Ejército Constitucio-
nalista distintas facciones que iban desde los campesinos de Villa (que ha-
bía vuelto de EEUU, donde se refugió después de escapar de la cárcel) a
pequeños burgueses como Francisco Mújica y Lucio Blanco, e incluso a al-
gunos terratenientes como el propio Carranza.
El Ejército Constitucionalista estaba compuesto de tres frentes: el del
Noreste, comandado por Pablo González; el del Noroeste, dirigido por Ál-
varo Obregón; y la División del Norte de Villa por el centro. Los soldados
eran básicamente campesinos del norte, pero la mayoría de los oficiales
surgieron de la pequeña burguesía, y los conflictos entre las diferentes ten-
260
dencias políticas se hicieron evidentes desde el primer momento y fueron
constantes durante todo el avance hacia la capital. Mientras Carranza re-
presentaba el sector continuista, Mújica y Lucio Blanco, de ideas más so-
cialistas, defendían las demandas obreras, la abolición de las tiendas de raya
y los repartos de tierras. A pesar de eso la autoridad de Carranza era indis-
cutible.
En abril de 1913 en Morelos el general Robles disolvió el gobierno del
estado y asumió la autoridad civil y militar, con lo que puso fin a las espe-
ranzas de cualquier posibilidad de reforma legal y radicalizó la situación,
unificando aún más a las fuerzas revolucionarias del sur en torno a la figu-
ra de Zapata y su junta de jefes. Continuó con su política de “recoloni-
zación” y Huerta, para intentar hacer frente al poderoso ejército constitu-
cionalista del norte autorizó un aumento de las levas de ese estado, que
fueron sacadas de la población reconcentrada. Enviaba a centenares de
campesinos y trabajadores del campo en vagones de ganado a la Ciudad
de México, y de allí eran enviados al frente. Estas levas (casi 1.000 en ma-
yo, más de 2.000 en junio, cerca de 3.000 en julio) provocaron la desa-
paricion de la vida local y la casi destruccion del tejido social del estado.
Las comunidades se fueron desintegrando y obligaron a los que se que-
daban y se escondian en las montañas a formar nuevas asociaciones.6 Con
la política de represión Robles logró el control de las ciudades de Morelos,
pero no del campo, y en los estados vecinos de Tlaxcala, Puebla, Guerrero
y Michoacán las bandas zapatistas siguieron actuando
Zapata trató de organizar a las fuerzas populares y de evitar que se pro-
dujeran abusos contra los campesinos. Enmendó el Plan de Ayala, de-
clarando usurpador a Huerta y calificando de indigno a Orozco, por lo que
él mismo pasó a asumir la jefatura de la Junta Revolucionaria del Centro y
6. Un ejemplo de éstas se dio en Puente de Ixtla, donde las viudas, las esposas, las
hijas y la hermanas de los rebeldes formaron su propio batallón y se rebelaron para
”vengar a los muertos”. Al mando de una fornida ex tortillera llamada La China, hi-
cieron salvajes incursiones por el distrito de Tlaxcala y se convirtieron en el terror de
la región.
261
Sur de la República y se dictaron un conjunto de instrucciones para los ofi-
ciales revolucionarios en las que señalaban las obligaciones de éstos para
con sus tropas y para con los pueblos o aldeas que ocupaban. En ellas se
decía que los oficiales deberían socorrer a la tropa hasta donde fuera posi-
ble, imponiendo empréstitos forzosos a los comerciantes prósperos y a los
terratenientes, y sustituir a los funcionarios locales “de acuerdo con la vo-
luntad del pueblo”, y se descentralizaba la autoridad para llevar a cabo la
reforma agraria, que pasaba de estar en manos de la junta de Morelos a los
oficiales en campaña, que tenían que prestar su apoyo moral y material a
los pueblos que presentasen sus títulos e hiciesen reclamaciones.
Y aunque es evidente que se cometieron desmanes, la influencia zapatista
y el respecto por el propio Zapata continuó, pues como dice el corrido “en
las tres partes del sur sí que quieren con lealtad, porque les da la justicia,
paz, progreso y libertad”.
Con las fuerzas federales metidas en las cabeceras municipales, durante los
meses siguientes los zapatistas se armaron y se prepararon para atacar una plaza
importante, Chilpancingo, capital del estado de Guerrero, que cayó el 24 de
mayo de 1914. Muchos soldados federales, sacados de las levas en sus regiones
de origen, se sumaron al ejército libertador, que continuó su ofensiva por
Guerrero, Puebla y Morelos con los pertrechos militares que obtuvo en
Chilpancingo. A mediados de abril ya controlaban los ranchos, pueblos y ciu-
dades pequeñas de Morelos y acosaban diariamente las cabeceras de distritos.
Y cuando el 21 de abril el entonces presidente de EEUU, Wilson, envió
fuerzas militares para ocupar el puerto de Veracruz (importante zona es-
tratégica y petrolera), Huerta mandó a las tropas federales más próximas, las
de Morelos, y evacuaron 4 de las 6 cabeceras de distrito, que fueron toma-
das rápidamente por los zapatistas, que las asediaban. A mediados de mayo
se apoderaron de Jojutla y en junio tenían sitiada la capital del estado, Cuer-
navaca, y operaban por los poblados montañeses del Distrito Federal.
El 13 de julio, ante el avance imparable de los ejércitos revolucionarios,
el constitucionalista por el norte y el zapatista por el sur, Huerta renunció
y huyó al exilio en el mismo barco que se había llevado a Don Porfirio
Díaz, el Ypiranga. El 19 del mismo mes los zapatistas enunciaron el Acta
262
de Ratificación del Plan de Ayala, en el que se comprometían a defender
tres puntos fundamentales: que las disposiciones del Plan fuesen elevadas a
preceptos constitucionales; la expulsión de Orozco y la elección de Zapata
como jefe nacional de su revolución; y que no se consideraría concluida su
obra hasta que se estableciese un nuevo gobierno con hombres adictos al
Plan y que llevaran a la práctica las reformas agrarias.
Finalmente, el 13 de agosto las tropas del ejército federal se rindieron a
Álvaro Obregón, general del ejército constitucionalista. La revolución
había triunfado de nuevo.
7. En la tienda de raya se vendían los productos de consumo para los peones, a pre-
cios más altos que en el mercado, y muchas veces como adelantos al pago de los
salarios, lo que acababa generando una nueva dependencia con la hacienda por las
deudas contraídas.
263
Se hace pues inevitable un acuerdo entre las distintas facciones del cons-
titucionalismo, que se reunirán en Aguascalientes, en la Soberana Con-
vención, en octubre de 1914, con la idea de que de ahí salgan los progra-
mas y las leyes revolucionarias. En esta reunión los zapatistas son meros
invitados (para Carranza, Zapata sigue siendo un bandolero y su enemigo),
pero su aparición provoca la unión definitiva de villistas y zapatistas (que
se sienten “hermanos” de clase) y con el apoyo del ala radical del carran-
cismo se aprueban los artículos 4, 5, 6, 7, 8, y 9 del Plan de Ayala, y el cese
de Carranza como encargado del ejecutivo. Éste no acepta, abandona Ciu-
dad de México y declara rebeldes a Villa y Eulalio González, elegido presi-
dente interino por la Convención. La solución política ha fracasado y ya
sólo queda espacio para la confrontación armada.
La Convención, en lugar de ser el instrumento para manipular a las
direcciones campesinas se convirtió en el espacio de confluencias de éstas,
desplazándose hacia la izquierda por la radicalidad de las ideas del Plan de
Ayala.
Con la salida del ejército constitucionalista de la capital, las fuerzas vi-
llistas y zapatistas toman el control del centro político del país en diciem-
bre de 1914. Es el punto álgido de la revolución campesina. La vieja oli-
garquía había perdido el poder para siempre y los representantes de la bur-
guesía han sido desplazados por los campesinos armados. Pero éstos no
toman el Poder, sólo lo tienen ”en custodia”. Asumirlo significa ejercerlo,
y eso necesita de un programa con visión nacional y de organismos que lo
apliquen.Pero su falta de ambas cosas los deja inactivos en ese terreno.
Tampoco había a escala nacional una dirección política de los trabajadores
rurales y urbanos, ni había en el mundo una revolución socialista que
pudiera servirles de apoyo o inspiración. Por eso, “porque este rancho está
muy grande para nosotros” (dice Villa a Zapata, hablando del Poder), lo
dejan en manos de la pequeña burguesía de la Convención, un conjunto
heterogéneo, sin base propia y receloso de las masas campesinas que lo tie-
nen prácticamente prisionero para evitar su traición a los preceptos re-
volucionarios. Esta falta de vision estatal se manifestó también en una divi-
sion militar. En lugar de formar un solo ejército (por falta de una dirección
264
única) y aniquilar a Carranza en Veracruz, cada uno decide batallar contra
el constitucionalismo en su territorio. Y esa decisión fue aprovechada por
Obregón, que fiel a Carranza se lanzó a la ofensiva, primero sobre Puebla y
después sobre la capital. El gobierno de la Convención, por su temor a la
radicalidad del zapatismo, hizo todo lo posible por no abastecer de material
de guerra al ejército del sur (“si los zapatistas le piden armas, o parque o
trenes, ni siquiera agua les dé” dijo el ministro de Guerra a su subsecretario).
Carranza, acorralado en la zona costera, debilitado militarmente por las
deserciones y socialmente por su enfrentamiento con los dirigentes cam-
pesinos, es el único que tiene perspectiva a nivel nacional. Para ganar ese
apoyo social perdido se vio obligado por su ala radical a ampliar el Plan de
Guadalupe, prometiendo el reparto de tierras y reivindicaciones dirigidas a
obtener el apoyo obrero de las masas urbanas, es decir, a crear una alianza
obrera y campesina que no tenía el Plan de Ayala. Y a medida que éste iba
promulgando proclamas sociales, el gobierno de la Convención, por la
contradicción de base con las masas populares, se vería poco a poco atraí-
do hacia el constitucionalismo. Finalmente la traición se consumó y el 15
de enero el gobierno desertó. Sus restos, con el zapatista Palafox como Se-
cretario de Agricultura, se refugiaron en territorio zapatista.
Ya conocen mi bandera,
muy sencillo es mi programa,
tierra, libertad y escuelas,
el campesino reclama.
Y si acaso no cumplimos,
lo que ya se prometió,
se irá de nuevo a las armas,
otra vez la rebelión.
Corrido La tierra sólo la tierra
ANÓNIMO
265
criterios civilistas. Aplicado tras cuatro años de lucha armada, del triunfo
militar sobre los ejércitos del estado burgués de Díaz, Madero y Huerta, y
del continuo reparto de tierras desde 1911, le dieron al Plan de Ayala una
lectura más radical que la que tenía en un principio. Basándose en la
antigua concepción campesina, precapitalista y comunitaria, que tiene sus
raíces en las viejas tradiciones colectivas comunales y en una estructura
social fundada sobre el principio de municipalidad y autonomía de los
pueblos, y sintiéndose dueños de su estado llevaron a la práctica las dis-
posiciones contenidas en ese Plan.
Para los habitantes de Morelos, el ejército popular que fue el Ejército Li-
bertador del Sur no fue una corporación militar (como la División del
Norte) sino una liga armada de municipalidades del estado, y para los que
habían luchado en él, hombres y mujeres8, el ser “pueblo” tenía más impor-
tancia que el ser “ejército”. Y su lucha había limado muchas diferencias
entre las comunidades, uniendo a los supervivientes, cuyas familias habían
muerto defendiéndose unas a otras. Entre los jefes militares y los jefes de
los pueblos se estableció una cadena federal de mando.
Tan pronto como pudieron eligieron a sus autoridades municipales y ju-
diciales. Nombraron a Genovevo de la O gobernador provisional, y cuan-
do sus obligaciones no le permitieron desempeñar este papel, los jefes de
los pueblos, en votación secreta “para evitar politiquería” escogieron a Lo-
renzo Vázquez, subordinando a los comandantes militares a las autoridades
civiles. El establecimiento de esta democracia local estaba ligada forzosa-
mente a la reforma agraria que se desarrolló “de conformidad a las cos-
tumbres y los usos de cada pueblo... es decir, que si determinado pueblo
pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el
266
fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña propiedad así se
hará”9. En parte ese reparto de la tierra se efectuó de manera ordenada gra-
cias a Palafox, quien tras ocupar la Secretaría de Agricultura del gobierno
de la Convención (fue el zapatista con más rango en el gobierno), fundó
un Banco de Crédito Rural, ordenó el establecimiento de Escuelas Regio-
nales de Agricultura y una Fábrica Nacional de Herramientas Agrícolas.
De esta manera los pueblos crecieron de nuevo. A comienzos de marzo
Zapata escribió: “lo relativo a la cuestión agraria está resuelto de manera
definitiva, pues los diferentes pueblos del estado, de acuerdo con los títu-
los que amparan sus propiedades, han entrado en posesión de dichos te-
rrenos”. Para solucionar los conflictos surgidos con el reparto de tierras
(los hacendados habían arrendado tierras pertenecientes a unos pueblos
para que los cultivasen campesinos de otras comunidades), se formaron
las Comisiones Agrarias, que tenían la tarea de deslindar los terrenos re-
partidos o a repartir en las zonas de reforma agraria siguiendo las directri-
ces de los campesinos afectados.
Asimismo se nacionalizaron sin pagos los ingenios y las destilerías de
Morelos, poniéndolas a funcionar como empresas del estado. Las ganan-
cias que comenzaron a obtenerse fueron utilizadas en gastos de guerra y so-
corro de las viudas y familiares de los soldados caídos, pero hubo que con-
vencer a los campesinos, dueños nuevamente de sus tierras, de que no sólo
cultivasen productos de sustento (frijoles, garbanzos, maíz y hortalizas),
sino que sembraran caña de azúcar para los ingenios.
La Comuna de Morelos creó en territorio zapatista una sociedad iguali-
taria, de raíz campesina y colectiva y la mantuvieron mientras tuvieron el
poder.
Todas estas medidas fueron codificadas en la Ley Agraria de octubre de
1915, expresión legal de lo que los campesinos ya estaban haciendo en el
campo de Morelos. Pero esta ley se dictó cuando ya la revolución estaba en
franco retroceso. Obregón había derrotado a Villa en las batallas de Celaya
267
(abril), León (junio) y Aguascalientes (julio), y la División del Norte
había pasado de ser el ejército atacante a retirarse hacia los estados del
norte. El poder militar se había decantado ya hacia los constitucionalis-
tas y EEUU había reconocido al gobierno de Carranza como el único
con legitimidad en el país. A pesar de eso, la Ley Agraria tiene impor-
tancia por ser la expresión de una realidad social y no sólo una elu-
cubración teórica, y aspiraba a extenderse y organizar todo el país sobre
esas bases.
El Carrancismo, que agrupaba ya a parte del movimiento obrero y
algún sector campesino (atraídos por las leyes y promesas hechas por el
constitucionalismo), la pequeña burguesía, los industriales, los oficiales
del ejército y los terratenientes, deshecho ya el ejército de Villa, se con-
centró en acabar con la revolución del sur. En este vasto y heterogéneo
grupo se siguieron dando las mismas contradicciones que en sus comien-
zos. Desde los que querían negociar con los campesinos de Morelos y lle-
var a cabo ciertas concesiones en la reforma agraria, hasta los que sólo
veían la posibilidad de aniquilar al enemigo. Al mando de 30.000 hom-
bres Pablo González sitió a finales de 1915 el estado de Morelos. En
pocos meses las principales ciudades y pueblos del estado cayeron en
manos de los constitucionalistas, que aplicaron la misma política que el
antiguo ejército federal, quemando campos, destruyendo pueblos y fu-
silando a hombres, mujeres y niños. Miles de prisioneros fueron envia-
dos a México, desde donde se los deportaba como mano de obra esclava
a morir en las plantaciones de henequén de Yucatán. Los campesinos se
refugiaron de nuevo en las montañas.
A mediados de julio de 1916 se reorganizó el zapatismo, ya no en un
ejército con posibilidades de triunfo a nivel nacional, sino en forma de
guerrillas con el objetivo de ejercer la resistencia campesina. De nuevo
todo el pueblo combatía, ya fuera como observadores, fuentes de ali-
mento, informadores o combatientes, que tomaban las armas para un
encuentro y luego volvían a su trabajo en la tierra. Fuera de las ciudades
y las principales líneas de comunicación, el estado de Morelos seguía bajo
control zapatista. Junto con los enfrentamientos militares, la desmora-
268
lización de las tropas, el paludismo, la disentería y el tifus acabaron por
descomponer y derrotar al ejército de ocupación de González, que
empezó a retirarse definitivamente en diciembre de 1916. Morelos volvía
a ser territorio zapatista, aunque esta vez aislado territorial y política-
mente del resto del país.
Durante esa ofensiva se planteó la necesidad de dotar de una forma de
organización a las fuerzas zapatistas, ya que se vio que la organización
militar no era suficiente y las formas tradicionales de autoridades de los
pueblos se habían ido desintegrando por las deportaciones, las masacres
y las migraciones de la guerra. El organismo que se estableció fue deno-
minado Centro de Consulta para la Propaganda y la Unificación Re-
volucionaria, y sus funciones fundamentales fueron las de mediar en las
disputas entre jefes militares y pueblos y en las de los pueblos entre sí,
hacer lecturas públicas y explicar los manifiestos y organizar juntas en
todos los pueblos (las llamadas Asociaciones para la Defensa de los Prin-
cipios Revolucionarios). Con esa experiencia debían aconsejar al cuartel
general para la formulación de leyes y reformas. Estas Asociaciones, que
empezaron a formarse en diciembre de 1916, fueron las primeras orga-
nizaciones populares que habían existido en muchos pueblos, y aunque
no tenían autoridad oficial, acabaron dominando la sociedad local. Fun-
daron escuelas primarias y escuelas nocturnas para adultos en algunos
pueblos (algo que ningún régimen anterior había hecho) y acabaron asu-
miendo las tareas del Centro de Consulta. Fueron, en resumen, comités
campesinos para resolver los problemas políticos y cotidianos de los pue-
blos.
Al mismo tiempo, basándose en las costumbres locales de cooperación
y discusión colectiva, se organizó el gobierno de los pueblos, establecién-
dose la participación de la población a partir de asambleas regulares. Se
reunían una vez al mes, y después de discutir y tomar decisiones sobre los
problemas en cuestión, designaban a sus delegados, que se veían con los
delegados de los demás pueblos en la cabecera municipal, donde toma-
ban de nuevo decisiones colectivas, designaban a sus delegados y se mo-
vían a la cabecera distrital para decidir sobre asuntos generales de todo el
269
distrito. Los militares debían abstenerse de intervenir en la política de los
pueblos, y éstos podían nombrar tribunales y policías para contener los po-
sibles abusos de los soldados. De esta manera el gobierno efectivo del
estado quedó en manos de los municipios, que resolvían las obras colecti-
vas, el uso de los fondos comunales, las relaciones con el ejército zapatista,
los aportes al sostenimiento de éste, la educación y los problemas de tie-
rras, aguas y bosques.
No queremos componendas
con la gente del patrón
nos vale más andar solos
que con tanto recabrón.
270
pueblos, fue una presión importante y la causa de disputas internas dentro
de su dirección política. Ya durante todo 1918 las defecciones de algunos
de sus miembros, que aceptaban amnistías y cierta autonomía para sus
zonas, fue haciéndose notable, y agudizaron aún más las diferencias entre
los distintos sectores zapatistas, que iban desde las posturas radicales de Pa-
lafox a los intentos de alcanzar un acuerdo que permitiese a los pueblos
mantener algunas de sus conquistas (de tierra y gobierno municipal) del
sector pequeño-burgués encabezado por Soto y Gama y Gildardo Magaña.
Evidentemente Carranza no estaba dispuesto a eso, y siguió manteniendo
el cerco alrededor de Morelos. Las tensiones políticas se agravaron y lle-
garon al extremo del fusilamiento de miembros destacados como Otilio
Montaño y Lorenzo Vázquez, acusados de alta traición, y la deserción de
Palafox, acusado de conducta homosexual. Mientras los campesinos, con
Zapata a la cabeza, intentaban vivir y defender su revolución, los dirigentes
pequeño-burgueses intentaban lograr una salida negociada buscando alia-
dos en cualquier parte y eliminando el Plan de Ayala de sus textos y cartas.
En noviembre de 1918 la gripe sacudió al estado de Morelos, donde la
población, debilitada por la guerra, los desplazamientos y la mala nutrición
fue diezmada, Y tras la influenza española llegó de nuevo Pablo González
con un ejército de 11.000 hombres. Las maltrechas fuerzas zapatistas se
refugiaron de nuevo en las montañas. Y con el avance de González llegaron
los terratenientes, que se encontraron los campos sembrados y volvieron a
tomar posesión de ellos con el beneplácito del gobierno de Carranza. Las
diferencias entre la base campesina y la dirección pequeño-burguesa del
estado mayor zapatista se aceleraron, y en marzo de 1919 ésta incluso pidió
a Zapata que detuviera sus acciones militares para favorecer un acuerdo
con el gobierno. Zapata no aceptó, puesto que su figura actuaba como cen-
tro unificador en la lucha de resistencia campesina, y continuó con sus
acciones guerrilleras. El 10 de abril de 1919 fue a reunirse con el coronel
de caballería Jesús Guajardo, quien decía que se había enemistado con
González, y fue emboscado en la hacienda de Chinameca, donde murió.
Su cuerpo fue llevado a Cuautla para ser expuesto y que el pueblo no
tuviera dudas sobre su muerte. Gildardo Magaña fue elegido como sucesor
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de Zapata por los jefes revolucionarios, pero los pueblos nunca lo desig-
naron ni lo reconocieron. Magaña pactó con Carranza la rendición de las
tropas zapatistas en noviembre de 1919, y a pesar de que algunos jefes
como Genovevo de la O o Francisco Mendoza no se rindieron, permane-
ciendo ocultos en las montañas, no actuaron militarmente. Los militares se
retiraron de los ingenios y las haciendas fueron devueltas a los terrate-
nientes.
El incumplimiento de las políticas pactadas en la Constitución de 1917
por parte de Carranza hizo unir en la figura de Álvaro Obregón la expre-
sión del descontento de las masas campesinas, los obreros y los oficiales
jóvenes del ejército, al lanzar éste su candidatura para presidente en las
elecciones de 1920. Ante el intento de apresarlo y asesinarlo huyó a
Morelos desde Ciudad de México e hizo un llamamiento a sus partida-
rios, que el 23 de abril lanzaron el Plan de Agua Prieta, cuyos puntos
eran derribar a Carranza, nombrar presidente provisional a Adolfo de la
Huerta (gobernador de Sonora) y realizar elecciones para establecer un
gobierno legal. El pueblo y prácticamente todo el ejército se volcó con
Obregón y la rebelión obregonista fue un hecho a nivel nacional. En el
sur la sublevación campesina obligó a huir de nuevo a los hacendados y
Carranza se vio obligado a dejar la capital con destino a Veracruz (fue
asesinado por sus propios hombres antes de llegar). El 9 de mayo Obre-
gón entraba en la Ciudad de México desde Morelos, con Genovevo de la
O a su lado y escoltado por el Ejército Libertador del Sur. El dia 2 de ju-
nio, y después de que el Congreso eligiera presidente provisional a Adol-
fo de la Huerta, 20.000 soldados del nuevo régimen, entre ellos tropas
zapatistas, desfilaron frente al Palacio Nacional, dando por terminada la
Revolución Mexicana.
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Porque nunca terminó.
Porque hoy cada campesino
lo calienta bajo el sol.
Por eso vengo a cantarles
esta nueva novedad:
y es que Zapata está vivo
y ésta es la pura verdad.
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entre sus mismos habitantes: campesinos, pequeños comerciantes y obre-
ros de los ingenios.
El cuartel general zapatista funcionó de hecho como gobierno efectivo,
dictando y aplicando disposiciones sobre educación, abastecimiento, polí-
tica y finanzas. Emitió moneda, realizó obras públicas y estableció escuelas
después de haber hecho lo fundamental: repartir las tierras. Pero todo eso
lo hizo en relación a las demandas que venían de abajo, de los campesinos
y los pueblos. Al nacionalizar los ingenios y ponerlos a funcionar en manos
de los obreros demostró que era posible continuar produciendo sin patro-
nes.
Así mismo, el ejército burgués, garante de la propiedad privada, fue des-
truido o expulsado de Morelos. Su lugar lo ocupó el pueblo en armas, el
ejército zapatista, que debía garantizar la propiedad de la tierra de los cam-
pesinos y las comunidades, así como la autonomía del gobierno de los
pueblos incluso frente al mismo Ejército Libertador.
Al finalizar la revolución en 1920 y hasta la reforma agraria de Cárdenas,
Morelos fue el estado donde mayor proporción de tierras quedó repartida
entre los campesinos, que lograron romper la tendencia que en 1910, con
el imparable avance de los hacendados, hubiera llevado a su desaparición
como pueblos. Con la victoria de Obregón los zapatistas fueron reconoci-
dos por fin como fuerzas revolucionarias, y algunos de ellos entraron en el
gobierno. Despues de diez años de dura y sangrienta lucha y tras la muerte
o la desaparicion de dos tercios de su poblacion originaria, los campesinos
de Morelos habían logrado sobrevivir.
Pero la esencia de lo que significó la Comuna de Morelos, la destrucción
o desaparición de los organismos del estado y su sustitución por una
democracia directa, una sociedad igualitaria defendida por los campesinos
armados, se diluyó poco a poco. Como dice Womack en su libro Zapata y
la revolución mexicana, “la ruina de la revolución de Morelos no fue un de-
rrumbamiento, sino un continuo, amargo y desgarrador ir cediendo”.
Pero no llegó a desaparecer. Permaneció en la memoria y en el imaginario
colectivo de los campesinos e indígenas mexicanos, que lo revivieron y lo
reviven en cada una de sus expresiones insurgentes de lucha y resistencia,
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como lo demuestran las Juntas de Buen Gobierno que dirigen hoy en día,
casi un siglo después, las comunidades zapatistas del estado de Chiapas.
BIBLIOGRAFÍA
Womack, John: Zapata y la revolución mexicana, Siglo XXI editores, México 1969
Gilly, Adolfo: La revolución interrumpìda, Ediciones Era, México 1971.
Palacios, Porfirio. El Plan de Ayala. Sus orígenes y su promulgación, Frente Zapatista de
la República. México, 1949.
De María y Campos, Armando, La Revolución Mexicana a través de los Corridos Po-
pulares. Biblioteca del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución
Mexicana, México, 1962.
Bibliotecas virtuales de México, Emiliano Zapata 1909-1919. http://www.bibliote-
cas.tv/zapata/index.html
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