Cartas Escogidas - Hermann Hesse

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«He escrito muchos millares de cartas, sin pensar en guardar copia de ellas.

No fue sino a partir de 1927, en colaboración con mi mujer, cuando


comenzamos a guardar ocasionalmente cartas cuyo contenido nos pareció
relevante o en las cuales encontramos formulado con particular precisión un
problema de interés general».
Así escribió Hermann Hesse en 1951, en el epílogo para la segunda edición
alemana de este volumen. En el ínterin, a varios años de su muerte, se ha
podido valorar la magnitud de su correspondencia. Hesse contestó más de
treinta mil cartas. A partir de ese inmenso material de valor inapreciable se
ha hecho la presente selección, iniciada por el propio Hermann Hesse.
Contiene esencialmente las cartas en que el autor se pronuncia respecto de
problemas de su época, las relaciones conflictivas entre el individuo y la
sociedad, cuestiones de política, religión, arte y psicología. Cartas escogidas
es, así, un documento fundamental para abarcar el pensamiento de Hermann
Hesse e iluminarlo en la multitud de sus facetas.

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Hermann Hesse

Cartas escogidas
ePub r1.0
JeSsE 29.04.15

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Título original: Ausgewahlte Briefe
Hermann Hesse, 1951
Traducción: María A. Gregor
Retoque de cubierta: JeSsE

Editor digital: JeSsE


ePub base r1.2

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Las cartas que no indican el lugar
desde donde han sido enviadas fueron
escritas por Hesse en Montagnola. Se
omiten las fórmulas de salutación finales,
salvo en aquellos casos en los que se
transparenta una forma personal. Los
cortes para abreviar los textos están
indicados por puntos suspensivos.

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Al barón Alexander von Bernus,
Convento Neuburg, cerca de Heidelberg

Calw, 24 de abril de 1904

Distinguido señor barón:


Su amable y amistosa carta y sus bellos versos me han deparado una gran alegría
y le agradezco por ellos de todo corazón.
Hace poco, me demoré un día y medio en Ulm, lugar que me es muy caro, y al
llegar aquí me encontré en plena primavera. Paso pues más tiempo en el jardín que en
la sala. He traído su libro[1] conmigo y ya lo conozco bien. El poema que más me
agrada es el de la página 45, magnífico por cierto. Luego le siguen en orden de
preferencia los de las páginas 16, 30, 42, 59 y otras. He encontrado en su forma algo
delicado, algo del primor de una joya que me embelesa y fascina.
En realidad, soy insensible a lo social que ocasionalmente evoca usted en su obra,
quizá porque siempre fui un pobre diablo y conozco y me gusta la poesía y el humor
del no tener nada.
Claro que ahora empiezo a pavonearme y a ponerme petulante, y hace poco hasta
he concebido el firme propósito de contraer matrimonio en otoño. Ello ocurrirá
cuando Camenzind llegue a su tercera edición, de acuerdo con las expectativas del
editor.
Recibí gozoso los bocetos de Paquet, en particular «Susto». A modo de broma le
envío algo mío[2] del mismo estilo, que tal vez quiera imprimir, pero sólo si desea
hacerlo.
Lamentablemente, no podré ir a Tubinga, pues para esa fecha espero visitas. Sin
embargo, estoy seguro de que nos volveremos a ver en Múnich o en otra parte.
Quizá encuentre en alguna ocasión en el lago de Constanza a un hombre alto,
muy apuesto, de rostro grave, orlado de barba rubia y ojos de mirada firme y
penetrante. Ese es Emil Strauss, quien a partir del primero de mayo se radicará en
Uberlingen.
Amenaza caer un aguacero y debo apresurarme a plantar aún algunas flores.
Tendrá que contentarse pues con esta breve misiva y mis mejores saludos. Espero que
no me olvide y vuelva a enviarme con frecuencia un saludo o alguna cosa impresa.
Le ruego transmita mis respetos a su distinguida esposa.
Cordialmente suyo: Hesse.

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Al barón Alexander von Bernus,
Convento Neuburg, cerca de Heidelberg.

Gaienhofen, 19 de noviembre de 1904

Estimado señor von Bernus:


Su suposición acerca de lo bien que se está aquí, junto al lago, es harto acertada.
Le digo más: el tiempo es magnífico y hace poco tuvimos una gran tormenta de
espectacular grandiosidad.
He dedicado noches a la lectura de su nuevo libro[3], lamentablemente sin mi
esposa, pues a la sazón se encuentra de viaje. Sus últimos poemas han sido para mí
un verdadero deleite. No es que no me hayan agradado cada uno de ellos en
particular, pero el conjunto del libro en su totalidad es un hermoso y preciado logro.
En la fusión de la forma y la idea alcanza lo posible imaginable. Me han gustado en
especial «Amanecer», página 48, luego «Rapto», página 91 y los poemas de las
páginas 65, 162, 143, 89 y 161. Su simbolismo es muy vigoroso y sencillo y en este
libro su forma es realzada de una manera eminente. Lo tengo aún junto a mí, en mi
mesa, y lo hojearé a menudo todavía. Se lo agradezco alborozado y les deseo a usted
y a su libro mucha, mucha suerte.
Recibí con interés la noticia del compromiso de Thomas Mann. Una noche estuve
con él en Múnich y me pareció un hombre distinguido y simpático. No, no temo al
invierno. Ya estoy acostumbrado a la vida de campo y a estar solo. ¡Y esas veladas
junto a la chimenea! Quizá algún día haré uso de su gentil invitación, aun cuando no
sea en un futuro inmediato. Si en las postrimerías del invierno no fuera a Italia por un
corto período, es muy probable que visite Múnich.
¿Ha visto por fin a Paquet? Por favor, salúdelo de mi parte.
Con cordiales saludos para usted y su distinguida esposa.
Sinceramente suyo.

A Wilhelm Einsle

1912

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Estimado señor Einsle:
Para usted no debe ser tan difícil escribirme, como me resulta a mí cuando deseo
escribirle, pues me conoce mejor de lo que yo puedo conocerle.
Sólo puedo aceptar la cordial adhesión que brinda a mis libros, pero no
agradecerla, pues no hay respuesta para un elogio. Su atenta carta me ha causado gran
alegría y quiero hacérselo saber. Usted dice:
«Así recorreré mis caminos agradecido, sin saber adonde llegaré algún día». Esto
es muy cierto. Aun cuando, por diversas situaciones, un derrotero parezca bien
determinado, siempre entraña todas las posibilidades de vida y transformación de lo
que el hombre es capaz de crear. Y estas son tanto mayores cuanto más infancia,
gratitud y capacidad de amar llevemos nosotros. La autolimitación de la profesión y
de la edad viril no debe enterrar nuestra juventud. «Juventud» es lo que en nosotros
se conserva niño y cuanto más tengamos de ello, más ricos podemos ser en una vida
fríamente consciente.
Con toda cordialidad, le deseo un buen camino.

A Hans Sturzenegger[4], Bel-Air, Schaffhausen

25 de diciembre de 1916

… En estos días el Dr. Bloesch me contó que lo vio en Zúrich y sentí de pronto un
gran apego y me puse a pensar en usted, en sus cuadros, en la India y en Bel-Air, en
el arte y la amistad y todas las demás cosas espléndidas de las que la guerra me privó.
Y entonces llegó como presente de Nochebuena su «Playa de Penang», portador
de una nueva oleada de ese mundo maravilloso. Querido amigo, permítame expresar
una vez más mi sincero agradecimiento por este exquisito y querido cuadro de la
playa y por la deferencia de haber pensado en mí. Estimado Sturzenegger, en la
actualidad se oye afirmar a algunos bárbaros que antes de la guerra habríamos vivido
en medio de lujos y sensiblería y no sería sino en el presente cuando estaríamos
descubriendo la vida real y los verdaderos sentimientos. Esto no puede ser más
insensato y falaz. Hoy sé por experiencia que componer un poema y cantar una
canción no sólo es más bello, sino también infinitamente más sabio y valioso que
ganar una batalla o donar un millón para la Cruz Roja. Este mundo «organizado» de
los políticos y los generales es nada, y aun el más loco de nuestros sueños de artista
sigue siendo mucho más valioso. Crea en este pobre diablo de un poeta que desde
hace catorce meses no vive sino en medio de negocios, política, explotación y
organización.

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Por esta razón, su cuadro ha sido recibido en este preciso momento por un
corazón doblemente sensitivo y le estoy doblemente obligado y agradecido. ¡Ah, la
playa de Penang, con sus lejanos archipiélagos y su multitud de bahías! Es bueno
guardar en el recuerdo lo mejor de todo ello, porque de lo contrario enfermaríamos de
nostalgia.
¡Venga alguna vez a Berna! Y cuando haya paz iré a visitarlo y lo espantaré
mostrándole mis cuadros al pastel, pintados con mis propias manos. Como ya no
tengo tiempo para componer y pensar, me he entregado a la pintura en mis ratos
libres y por primera vez en casi cuarenta años he tomado entre los dedos carbones y
colores. Yo no le haré competencia, pues no pinto la realidad de la naturaleza, sino
sólo lo soñado…

Membrete: Deutsche Kriegsgefangenen - Fürsorge (Asociación alemana de ayuda a los prisioneros de guerra).
División: Central bibliográfica, Berna.

A Kurt Wolff, Leipzig

Berna, 30 de diciembre de 1916

Distinguido señor Wolff:


Con el envío del volumen de Heinrich Mann me ha deparado una gran alegría y
se lo agradezco. Poseía algunas de las obras anteriores, pero estoy lejos aún de
tenerlas todas. Mi predilecta fue siempre la Pequeña ciudad que me merece gran
estima. En su momento, algunas de las primeras novelas me parecieron algo
inofensivamente sensacionales. Pero Heinrich Mann, quien siempre fue mucho y
supo mucho, siguió trabajando con decisión y alcanzó fama cuando en nuestra
literatura estuvo de moda descansar después de un único ensayo o éxito y seguir
produciendo luego esos cachivaches como para hacer negocio.
Siento una gran nostalgia, rayana casi en lo enfermizo, de volver a dedicarme con
tranquilidad a las bellas cosas, leer, escribir y todo lo que se relaciona con esto. Desde
hace meses estoy en un trabajo que de tanto en tanto me produce satisfacciones, pero
que en general y a la larga me aniquila. Mi respeto por el «mundo real» de los
negocios y las organizaciones no se ha modificado. Ahora y siempre el arte no sólo
será más bello, sino también más real y serio que todos esos aspavientos.
En lo que se refiere al libro de guerra de Scheler, en realidad debo revocar mi
primera impresión… Al leerlo, conocí por primera vez con más seriedad a este genio,
a lo cual se sumó el entusiasmo de la lectura. No he comprobado ninguna de sus ideas
respecto a la época y a la historia. Con mis mejores saludos, su affmo.

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Membrete: Asociación Alemana de ayuda a los prisioneros de Guerra. División: Central bibliográfica, Berna.

A Kurt Wolff, Leipzig

Berna, 19 de setiembre de 1917

Estimado señor Wolff:


He escrito en «März» algunas líneas sobre Armen de Heinrich Mann. Sin
embargo, debo confesarle que el libro es una desilusión. Tiene usted mejores obras en
su editorial.
No diré nada del aspecto teórico, en parte brillante otra vez, pero lo malo está en
que Mann, al emprender un problema de tan nítidos contornos, simplifique la cosa
como un sainetero, al degradar a uno de los partidos hasta la ridiculez. Es una
lástima. La lucha entre los obreros y los capitalistas resulta interesante y difícil
cuando existe en ambas facciones algo como la buena voluntad, cuando el capitalista,
si bien rico, es de todos modos un individuo decente. Si ha robado su dinero como en
el libro de Mann, el problema pierde su seriedad y la cuestión intelectual se convierte
en una novela detectivesca. Es una lástima porque en el libro hay algo grande, pero
sólo en su composición. Como idea no es grande.
Estuve con el Dr. Scheler en dos ocasiones y he hecho buenas migas con él.
Lo saluda.

A Samuel Fischer, Berlín

27 de agosto de 1919

Mi querido señor Fischer:


Me ha hecho muy feliz volver a recibir una extensa carta de usted, a la cual
atribuyo tanto más valor cuanto que tengo en cuenta lo breve de sus vacaciones.
Su juicio acerca de Dehmel es muy acertado. Yo también venero y estimo su
totalidad como persona. Pero en su libro advierto de pronto el abismo que lo separa
de la juventud actual. Ocurre lo mismo con Hauptmann y con la posición de los
escritores alemanes respecto a la política. Hace poco, le escribí a su esposa sobre este

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particular. Durante la guerra y desde un principio he pasado por un proceso diferente
en cuanto a estas cosas y cuestiones y desde entonces me encuentro situado en otras
constelaciones en relación con el mundo y con la patria. (Mi primer artículo sobre la
degeneración de la intelectualidad alemana en la guerra ya apareció en Zúrich en el
otoño de 1914). En el folleto anónimo El retorno de Zarathustra, que escribí en
enero, he intentado exponer mi relación personal con la política. A pesar de mi
particular empeño porque se lo tuviera en consideración, el «Neue Rundschau» no
hizo mención alguna del librito, tal vez con razón. Pero la juventud ha reaccionado
con vehemencia desde distintas direcciones. Me han interrogado mucho, me han
atacado mucho, me han brindado mucha confianza. Lamentablemente, todo esto me
llega tarde, después de los años de guerra y de los golpes del destino que han
cambiado y aserrado mi existencia. También ha llegado demasiado tarde su cordial
invitación a visitar Berlín. En un momento de inconcebible soledad y desesperación,
he debido hallar yo solo un derrotero y ahora debo quedarme en él, no por
ponderaciones y razones, sino simplemente por la ley de gravitación.
¡Vayamos a los asuntos de negocio! No debe preocuparse por ese libro que editó
Tal, en Viena[5]. Se trata, en efecto, del libro que debía ser publicado por una editorial
suiza. El editor es mi amigo, y me paga los derechos en francos. Tal es tan sólo
impresor y editor técnico.
Además, formar parte de esta serie es para mí como un pequeño documento que
atestigua mi afiliación con el grupo de Rolland, Barbusse, Zweig, y otros pocos
intelectuales a quienes cobré mucho afecto durante los años de la guerra. Este librito
será editado una única vez y ya no volverá a aparecer, tampoco en su editorial. Quizá
en un futuro distribuya los fragmentos que lo componen entre otros libros.
Al respecto puedo decirle poco en este momento. Usted mismo ha advertido ya
que también como literato me he transformado y mudado de piel en los últimos años.
Hoy no sé aún cuanto tiempo seguiré guiándome por la pauta de los expresionistas,
pero por cierto, desde la guerra, desde 1915 aproximadamente, mi rumbo ha variado.
Escribí el Zarathustra en forma anónima para no espantar a la juventud con el
conocido nombre de un viejo. Tal como su esposa adivinó, escribí el Demian en
forma anónima (ya en 1917), pero deberá conservarlo todavía en absoluto secreto.
Todo esto y también los más recientes de mis «cuentos» han sido los primeros
intentos hacia una liberación que pronto consideraré lograda. Aquí, en Montagnola,
he terminado dos trabajos de cierta importancia, de los cuales pienso enviar el
segundo dentro de algún tiempo al Rundschau.
Presumiblemente, usted también debe sufrir con el cambio en su calidad de editor.
El círculo de compradores de mis libros, al menos de los nuevos, se reducirá con
sorprendente rapidez. A mí me da lo mismo. Lo que pudiera perjudicar y cambiar mi
vida por completo debido a una bancarrota financiera, jamás me sacará de quicio.
Y ahora otro pedido. Por momentos tengo la sensación de que pudiera ocurrirme
algo. Si así sucediera le ruego tomar nota que todavía deben salir los siguientes

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libros:
Un volumen con tres novelas, los trabajos revolucionarios más novedosos. Su
contenido: una novela Alma de niño, actualmente en poder de la Deutsche Rundschau
(Paetel). Segundo: una novela Klein y Wagner y una composición algo fantástica: El
último verano de Klingsor. Estos dos manuscritos se encuentran aún en mi poder, el
segundo no está concluido del todo y tan pronto lo termine se lo ofreceré a la
Rundschau.
Este volumen integrado por las tres novelas citadas será mi libro más importante.
Este y Demian. Todavía no he pensado un título adecuado.
Otra cosa que deseo, por si no llegara a hacerlo por mí mismo es que no se
emprenda en mi memoria la publicación de ninguna edición de Obras Completas u
otra de esas cosas superfluas, pero sí una breve selección de mi poesía, bella y
económica. Yo ya he reservado material para tal selección. Le ruego guardar muy
bien estos dos pedidos míos.
Me place saber que a Strauss le va bien. A raíz de la caprichosa revocación de
cierta palabra, no sólo me perjudicó y me puso en una situación embarazosa por una
cuestión literaria, sino me hizo enojar seriamente.
Querido señor Fischer, el viento del mundo y del destino sopla aquí también, en
Montagnola, en mi estudio que da al viejo jardín. Berlín no cambiará nada en mí.
Pero de cualquier manera, el hecho de que usted haya pensado en mí y me invitara
como también la certidumbre de poder contar con su amistad, me conforma y
consuela.
Lo saluda cordialmente suyo.

Tarjeta postal a Kurt Wolff

Múnich, sello del 21 de agosto de 1925

Estimado señor Kurt Wolff:


Agradezco sus líneas del 6 de agosto. Los volúmenes de Zola anunciados
seguramente llegarán en estos días. Hasta ahora no los he recibido.
Quiero hacerle otro pedido. Soy un gran admirador de Kafka, y por desgracia sólo
poseo de él Médico de campo y la Colonia penitenciaria. En su momento, su casa
editó otras obritas suyas menos importantes: La metamorfosis, El calefactor, El juicio
y otras. Le agradecería muy especialmente me proveyera estos libros. He leído con
extraordinario deleite la novela póstuma de Kafka, publicada hace poco por una
editorial berlinesa.

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Lo saluda cordialmente

A Oskar Loerke, Berlín

Zúrich, 9 de marzo de 1927

Estimado señor Loerke:


Le doy mis más expresivas gracias por haberme escrito de manera tan amistosa y
prudente sobre El lobo estepario. Su juicio respecto al prólogo me satisface, de modo
que lo dejaré…
… Un asunto que por momentos me fastidia un poco sin que lo llegue a tomar
muy en serio, es mi afiliación a la Academia. Daría mucho por verme nuevamente
fuera de ella. Ya el cuestionario que me mandaron, similar al de los postulantes a un
empleo en el servicio ferroviario prusiano, fue algo atroz y las publicaciones de la
sección se me antojan tristes y ridículas.
Cuando me fue comunicada mi elección, creí poder evadirme de una manera
cortés y poco escandalosa haciendo notar a la Academia que yo no era ciudadano
alemán sino suizo, y por consiguiente no podía aceptar la elección. Cuando advertí
que ese motivo carecía de validez, accedí simplemente por comodidad y para no
parecer descortés…
… Si alguna vez, en una ocasión se le ocurriera una forma decente para
formalizar mi retiro, le ruego me haga un guiño…
… Adiós, y mi cordial agradecimiento.

A Oskar Loerke, Berlín

22 de julio de 1927

Estimado señor Loerke:


Hará pronto tres semanas, el día de mi cumpleaños, recibí su amable y generosa
carta y enseguida la aparté para salvarla de la suerte del otro montón de papeles que
me llegó ese día.
Y ayer, por casualidad, tuve ocasión de leer el artículo escrito con motivo de mi

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onomástico en un periódico berlinés (no sé cual).
Así como entre las muchas cartas, la suya fue una de las pocas gratas y auténticas,
también lo fue su artículo entre los artículos periodísticos en su mayoría muy malos,
que alaban o censuran de una manera superficial y no tienen la menor noción de las
cosas. Así pues, me han causado una doble alegría y le agradezco por ello.
Este verano lo he pasado aquí más grato que de costumbre, pues cuento con la
prolongada visita de una amiga. Por lo demás, la estación no me ha resultado
favorable. Vine aquí en primavera, muy cansado y con la salud quebrantada después
de un invierno en la ciudad. Pensé que unas cuantas semanas de vida de campo,
baños de sol y mucha leche me ayudarían a recuperar mi estado normal, pero no lo
conseguí.
Al menos, brilla el sol, si bien alternando con lluvias más frecuentes que en otros
años. No obstante, luce radiante y calienta. No pocas veces dispongo de una buena
hora para pintar y entonces me siento en medio de las vides y los pequeños maizales,
escucho zumbar a los lucanos y correr a las lagartijas, contemplo el vuelo de las
jóvenes golondrinas y me solazo en la contemplación de la policromía de las
montañas y los aires. Entonces todo me parece perfecto.
Acepte mi gratitud, querido camarada. Me ha dado una alegría.

A Ninon Hesse

Zúrich, abril de 1928

Hoy, antes del almuerzo, realicé un corto paseo, uno de esos ridículos paseos
ciudadanos normales, por los muelles, un trecho entre los amarraderos del lago de
Zúrich y hasta las pajareras, donde las avecillas multicolores gorjean y se divierten
porque ninguna persona puede adivinar sus nombres, indicados de manera tan
confusa en las tarjetas ilustradas. Escuché a una de ellas cantar nítidamente.

¡Oh, qué bueno, que nadie sepa


que mi nombre es «Astrild azul»!

Vi allí pequeños pajaritos de leyenda, celestes, procedentes del Africa, irisados


como las maripositas azules del verano en las altas montañas, cuando se posan junto a
un hilo de agua a beber y levantan vuelo en grandes bandadas cuando uno pasa por el
lugar. Al contemplar a estos pajaritos pensé en ti, porque sé que te gustan también y

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porque han sido mirados por tus ojos claros y buenos y los amas.
Había sol pero el viento norte era frío. Esta es una primavera para la vista, no para
la piel. No obstante, tuve un día de suerte, en primer lugar por los pájaros, porque
llegó poca correspondencia por la mañana y luego —imagínate— al pasar por la sala
de conciertos, vi expuesto el programa para esta noche. ¿Qué crees que tocarán?
Tocarán de veras la más hermosa y más cara para mí de las sinfonías de Mozart, la
Sinfonía en sol menor cuyo primer movimiento comienza de manera tan alegre y el
segundo con tan enigmático suspenso.
Ya es la tercera vez que la escucho este año, en un lugar distinto en cada ocasión,
con un director diferente, una orquesta diferente y todas las veces ha sido un hallazgo
casual, durante un viaje, y todas las veces constituyó un signo de buena fortuna.
Ya en casa, después del «gran» paseo por la orilla del lago, realicé en mi cuarto el
paseo ocular. Deambulé lentamente por el pequeño jardín de cactus del tamaño de
una mano. Estuve diez minutos en México bajo las euforbias y me detuve un minuto
ante nuestra Urania verde dorada, la mariposa mágica de Madagascar. Imagino que
en París verás todos los días muchas cosas hermosas, querida mía, pero por cierto no
aventajarán a la Urania en esplendor y, por lo demás, también se puede hablar francés
con las mariposas.
Ha aparecido mi nuevo libro Crisis. Tu ejemplar te espera en Ticino. Para mí, ha
llegado demasiado tarde, como siempre, y ahora debo escuchar de mis amigos
reproches y expresiones de elogio sobre cosas a las que atribuí actualidad e
importancia hace dos o tres años y hoy hace mucho han dejado de tenerlas y esos
amigos, que hoy están disgustados con el libro, dentro de cinco o seis años (época en
que les habré dado motivo para otro enojo) dirán que estoy en decadencia y que
debería poner más empeño y volver a escribir algo tan bonito como Crisis.
Esto no te interesa, ya lo sé. En cambio, quisieras saber en qué estoy trabajando
en la actualidad. Yo también quisiera saberlo, pero escapa a mis investigaciones. No
se debe ser muy curioso respecto a estas cosas y en principio me ocurre que en
ocasiones despierto en medio de la noche de un sueño olvidado y creo saber con
certeza que lo que soñaba era la nueva composición pero ya no sé nada al respecto.
No obstante, soy laborioso. Si en el fondo no fuera un individuo muy trabajador,
¿cómo hubiera llegado a la idea de concebir cantos de alabanza y teorías sobre el
ocio? Los haraganes natos, geniales, no lo hacen jamás, como es sabido.
En estos momentos, es decir, desde anteayer, estoy atareado de nuevo con un
manuscrito ilustrado. Sabes que esta es mi actividad predilecta y preferiría pasar la
mitad de mis días realizando estos bellos y frívolos trabajos de inspiración. Pero
verás, no hay tanta gente rica como se pudiera pensar. Hoy en día cualquier muerto de
hambre anda con tal aire de distinción que uno lo tomaría por un consejero comercial.
Pero de esos millares de individuos que encargan al sastre cuatro o cinco trajes al
año, solo una escasa media docena son realmente tan acaudalados y amantes de lo
bello y particular como para no sólo suscribirse a un par de revistas y mantener un

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papagayo y algunos pececitos de colores, sino también encargar a un poeta la
confección de un manuscrito con poemas y viñetas ejecutados a mano. No, sólo una
escasa minoría concibe semejantes ideas. La mayor parte de los ricos nunca concibe
ideas.
Sin embargo, ha venido de nuevo uno de ellos, un caballero harto simpático.
Como llegara a sus oídos lo de mis manuscritos y pinturas, me encargó la confección
de un fascículo de doce poemas manuscritos, amén de las ilustraciones multicolores
respectivas. En consecuencia, por unos días dejaré de ser ocioso para convertirme en
empleado, honrado con un encargo, y me siento como tal. Si no estuviera colmado de
este orgullo, el cometido que me han encargado me disgustaría y naturalmente
tampoco hubiera experimentado los casos de buena fortuna de estos días. Estos sólo
se dan a quien lleva el imán en el bolsillo. Entonces no hubiera oído hablar a la
Astrild Azul de Africa, ni el amigo Andreae dirigiría esta noche la Sinfonía en sol
menor.
Así pues, hoy igual que ayer pasaré sentado algunas horas al escritorio que tú
conoces. Tengo a mi lado la paleta de acuarelas y el vaso de agua, estoy escogiendo
entre mis carpetas aquellos poemas que precisamente hoy me agradan más y pintaré
un motivo para cada uno. Hoy ya pinté dos paisajes ticineses en miniatura, uno con
un árbol desnudo y una torre de pájaros en primavera, el otro con el Monte San
Giorgio en el fondo. En este momento me dedicaré a una nueva página. Pienso pintar
en ella una coronita de flores en todos los colores de mi paleta, pero con
preponderancia del azul. En parte, tomaré flores que recuerdo y en parte inventaré
otras nuevas. En una oportunidad, hace varios años, inventé una flor que existe
realmente. Era para mi amada de ese entonces (de la época previa a tu ascensión
lunar) y me esforcé en imaginar una flor particularmente bella y especial. A los pocos
días descubrí esa misma flor en una florería. Se llamaba gloxinia, un nombre algo
pretencioso y en cierta medida cloqueante, pero era exactamente la flor que había
imaginado.
¿Qué más iba a escribirte? ¡Ah, sí! Ayer tuve una experiencia graciosa con el
teléfono. Quería llamar a un amigo y maniobré exitosamente con el aparato,
anhelante por averiguar si las maravillas de la técnica se dignarían funcionar, o no,
pues son harto caprichosas. Muy bien. Conseguí una comunicación. Me envolvió la
acostumbrada música lejana de campanillas. Por fin alguien se acercó al teléfono, una
criada, y le rogué llamar al dueño de casa. La mujer se marchó y por un instante hubo
silencio, pero al poco rato empezó a ladrar furiosamente un perro. El can tenía una
bella voz de barítono a juzgar por la cual hubiera podido tratarse de un cachorro de
perro de aguas. Ladró y ladró durante cinco minutos, diez minutos, y en ese intervalo
dudé si en lugar de un perro de aguas no sería un ratonero. De cualquier modo, la
cosa me resultaba extraña, pues hasta entonces mi amigo no había criado perros. Por
fin, al cabo de una espantosa y larga espera matizada con ladridos, apareció alguien
en el otro extremo, compuso su voz y me preguntó qué deseaba. No se lo hice saber

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porque comprobé que me habían dado con una persona equivocada.
La vida sin ti se desarrolla de una manera excelente, por lo tanto no te apresures.
La mayoría de las veces estoy en encantadora compañía, ora de pájaros, ora de flores
o mariposas, y por las noches bebo del buen cognac, que ahora que tú no me
acompañas dura bastante, más. Todavía no se ha acabado la botella que dejaste al
partir. Cuando regreses te regalaré algo que no lograrás adivinar y yo tampoco, pero
ya se me ocurrirá.
Deambular tan solo por la ciudad, sin ojos —pues tú te los has llevado contigo—,
es en verdad terriblemente tedioso. Cuando brilla el sol, y alguien me encarga un
manuscrito ilustrado y amanecen días faustos como el de hoy, todo es soportable,
pero cuando llueve y no canta un solo pajarito, y te sé tan distante, la vida pierde
valor.

A Emmy Ball-Hennings

Zúrich, 1928

Querida Emmy Hennings:


¿De modo que está vagando de nuevo por esas regiones de Salerno y Nápoles y
de momento se ha tomado un descanso en Positano? Hay allí muchos alemanes y
para usted este hecho debe tener evidentemente la ventaja de la comunicación verbal.
Sin embargo, creo que podría entenderse y convivir mucho mejor con las criaturas
meridionales, con los pescadores y viñadores, que con esos artistas e intelectuales,
aun cuando den la impresión de entender el alemán.
Sí, y si deposita sus cartas en esos viejos y oxidados buzones, colocados entre las
piedras y luego se entera de que desde hace años ya no son usados ni vaciados y de
que desde tiempos inmemoriales no existen llaves para abrirlos, no se afane, querida
Emmy, que, dentro de algunos decenios, encontrarán sus cartas y las exhumarán
como las ruinas de Pompeya, volarán como mariposas, liberadas de la crisálida, y
algún profesor interesado en realizar una compilación y un editor se harán famosos y
adquirirán fortuna a través de estas cartas. Muy pronto, todos serán de la opinión
unánime de que a partir de Bettina Brentano jamás fueron escritas cartas semejantes.
Naturalmente, hoy no les damos la importancia que tienen. Su profesor no ha
nacido aún, las cartas yacen en un buzón oxidado y ni usted ni yo nos beneficiamos
con ello.
Y como al parecer tampoco le llegan mis cartas y la zona donde vive está anegada
y la correspondencia de los locos extranjeros es arrojada presumiblemente al fuego de

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sus chimeneas por los carteros que menean la cabeza, le escribo esta carta a través del
periódico, del mismo modo en que los muy desesperados buscan novia en sus
columnas. Al fin y al cabo, la gente de nuestra clase no hace ni ha hecho otra cosa en
todo tiempo que pedir por los medios más desesperados y en los lenguajes secretos
más complicados del mundo un poco de amor y comprensión, pues a pesar de toda
nuestra desesperación y nuestros fracasos conservamos aún en un rincón del corazón
la creencia de que la música que hacemos tiene sentido y proviene del cielo.
En lo que atañe a mi obra, aparentemente me va mucho mejor que a usted. Hace
años escribió La prisión, uno de los libros más veraces y emocionantes de nuestro
tiempo, un libro maravilloso y nadie lo conoce. Los libreros llenan sus escaparates
con todos esos productos de la literatura de moda que son devorados hoy, y mañana
por la noche ya están en la basura, mientras que los libros como el suyo no se
conocen.
Pero si me va mejor y mis libros se venden más, no por eso la aventajo, Emmy, en
lo de ser comprendido, ni me va mejor de lo que le fue a nuestro querido Hugo.
Nosotros tocamos nuestra música y por incomprensión de vez en cuando alguno nos
arroja una moneda en el sombrero, porque cree que nuestra música es algo didáctico,
moral o sabio. Si supiera que es sólo música también, seguiría de largo y se guardaría
su moneda.
Sin embargo, aun los más grandes cánones de la moda se enmohecen
rápidamente, Emmy, y la literatura sobrevive. Recuerdo ejemplos. No voy a hablar de
los autores antiguos a quienes desde hace cien años y más se los entiende mal en
forma permanente y a pesar de ello no sucumben y siguen viviendo y ardiendo en una
decena o en un centenar de corazones encendidos. Recuerdo, por ejemplo, a cierto
Knut Hamsun, que es hoy un anciano y goza de fama universal; los editores y las
redacciones lo tienen en muy alta estima y sus libros se han reeditado varias veces.
Este mismo Hamsun fue un desesperado sin patria en la época en que escribió sus
libros más bellos y tiernos, andaba descalzo y andrajoso y cuando nosotros, jóvenes
rapaces entonces, abogamos por él y lo defendimos con fanatismo, cosechamos la
risa de los demás o no nos escucharon.
Y no obstante, esta es su hora; esto significa que finalmente las mentes perezosas
han recibido su flujo en el curso de tres décadas a través del lento proceso
asimilatorio que conocemos tan bien, y se han estremecido y han debido admitir que
se han puesto en contacto con algo que emana maldita vitalidad.
Por otra parte, he descubierto recientemente algunos hermosos libros que merecen
nuestro elogio. El editor Wolfgang Jess, de Dresde, ha sacado por primera vez una
edición completa de los Fragmentos de Novalis, un libro inagotable. Joachim
Ringelnatz ha narrado sus experiencias en la guerra, un volumen algo extenso pero
muy simpático, titulado Als Mariner im Krieg (En la guerra como marino). Ni el
príncipe heredero ni ninguno de los generales han hecho hasta ahora tan buenas
descripciones de la guerra. Y ya le han levantado también su monumento al pobre

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Gustav Landauer. Su correspondencia ha sido publicada en dos volúmenes por Rütten
y Loening. Estas cartas muestran a un individuo noble y sapiente, que no obstante
corrió a ciegas hacia la máquina infernal de una revolución que con excepción de él y
otros dos asesinados, tuvo muy poco espíritu. Pero la novedad predilecta que desde
hace un mes me captura todos los días durante dos horas y me tendrá ocupado aún
durante meses, es una obra que probablemente también le hubiera agradado a Hugo:
Der heilige Thomas von Aquin (Santo Tomás de Aquino), del dominico Sertillanges,
versión alemana publicada por Hegner, de Hellerau. Sabe Dios, que la «visión del
mundo» de un dominico de la Edad Media no era sencilla. Se requiere para ello más
espíritu que el de un literato alemán de nuestra era o de un presidente americano.
¿Lleva consigo también en este viaje su pequeña cajita de música redonda con
esas tres antiguas y tiernas canciones, de melodía tan delicada, fina e infantil que
tantas veces nos fascinó? ¿Y conserva aún su pasaporte y el bolso de mano, o ya los
perdió, los regaló o le fueron hurtados?
¡Ah, Emmy, es bueno que no tenga ningún acompañante de viaje! No estaría nada
satisfecho con usted y le prohibiría muchas cosas y le estropearía la diversión.
También es bueno que en su lugar la acompañe su ángel custodio que parece tan
tímido y ajeno a la realidad, pero que no obstante la guía en forma tan decidida y
generosa por el curioso mundo y esta curiosa y exigente época, de la cual nuestro
Hugo ha huido con tanto éxito.
Las pocas cartas de Hugo, publicadas en el número de diciembre del «Neuen
Rundschau» no han contribuido a cambiar el mundo, ni acercado el tiempo a la
eternidad, pero despertaron amor en dos docenas de personas, les arrancó lágrimas y
les alivió su supervivencia. Vuestras vidas, la suya y la de Hugo pronto se convertirán
en leyenda, y así como el padre de Hugo sabía contar en medio de sus informes
comerciales, que durante sus viajes de negocios los pájaros habrían bebido de su jarro
de cerveza, del mismo modo se relatarán cosas extravagantes y confortadoras de
usted y de Hugo. Se originará una bella serie de leyendas y todo será cierto y más que
cierto.
El hombre que le ofreció café de malta y le endilgó sermones sobre la salud no
quiso matarla. Es injusta en su aseveración. Sus intenciones eran buenas. Pensó que
siendo usted mujer le sería beneficioso ser más sana y robusta para soportar mejor los
viajes, el hambre y el desconsuelo. Si hubiera sospechado que usted es un ave
encantada y un pequeño ángel se le hubiera acercado sin dejar de hacer reverencias y
no le hubiese ofrecido sino café a la turca, Marsala añejo y cigarrillos egipcios. ¡Más
adelante remediará su error, no lo dude! Hoy la considera todavía un poco enferma y
un poco extraviada. En realidad, todos nos tienen por tales, pero llegará el momento
en que sollozando le pedirá perdón por el café de malta.
Querida Emmy, si tuviera su técnica para viajar iría a visitarla, pero usted ya sabe
que sólo puedo alzar vuelo tendido en mi cuarto o en un prado estival. Tan pronto me
ponen en contacto con ferrocarriles y aparatos parecidos, las cosas salen mal. Fracaso

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yo, o bien falla el aparato. Hace un año, cuando con cargos de conciencia tomé por
primera vez en mi vida un boleto para Berlín y me dirigía a esa curiosa ciudad,
nuestro tren se detuvo media hora en medio del campo, a poca distancia de Berlín. No
le miento. Los funcionarios corrían desorientados en torno a la locomotora declarada
en huelga. Vimos los pinos mecidos por el viento, vimos correr a las liebres por los
secos pastizales. Pero aquella vez el Señor me obcecó. Yo no hice caso de la
advertencia y a pesar de todo seguí mi viaje a Berlín con una hora de atraso y tuve
que conocer el Kurfürstendamm, el Paseo triunfal y la Galería Nacional y otras cosas
tristes. Bueno, esto se hace una sola vez en la vida.
En aquellos días visité aquí, en Zúrich, con mi amada, la cervecería donde cierta
vez usted y Hugo se presentaron en Cabaret. El local seguía estando colmado y se
seguía exhibiendo Cabaret. Un imitador remedaba con sus gesticulaciones las caras
de Lenbach, Menzel y Hindenburg, y la graciosa bailarina era tan bonita que podía
darse el lujo de olvidar las únicas tres palabras que le tocaba decir y quedarse
confundida. Pero la mujer del escenario no era Emmy, ni tampoco era Hugo el que
estaba sentado al pianito. Por lo menos, ese individuo no daba la impresión de pasar
los días escribiendo dramas y poesías, ni estar preparando una revolución artística.
Pero eso nunca se puede saber. Muy cerca de vuestro cabaret se levanta la casa en la
cual el pobre e insignificante señor Lenin ocupaba un cuarto en el año 16, hasta que
lo vinieron a buscar de Rusia para que embarullara un poco el mundo.
Si desea escribirme, eche su carta en Amalfi. Allí parece funcionar el correo, o
bien échela al mar. El mar también es de fiar. Y no se le ocurra volar hacia los
ángeles, pues aquí la necesitamos mucho todavía. Hasta la vista y un centenar de
saludos.

Destinatario desconocido

17 de octubre de 1928

Comprendo su situación. Sírvase entender también la mía. Será casi imposible,


pues es usted joven. Estoy constantemente enfermo, dos veces al día me llega una
montaña de correspondencia y la mayoría de los días no puedo pensar siquiera en mi
propio trabajo. Los corresponsales no me lo permiten. Hace ya bastante tiempo que
he debido sacrificar mi vida privada y desde hace una década vivo en un aislamiento
que al menos exteriormente me proporciona tranquilidad y la posibilidad de
concentrarme en mi trabajo.
Piense un instante, póngase en mi lugar y comprenderá que aquellas cartas que no

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pueden ser contestadas con un ademán cortés, a menudo resultan muy molestas.
Pues precisamente lo que busca y quiere de mí no se lo puedo dar. Yo no soy un
conductor. No quiero ni puedo serlo. A veces, a través de mis libros he ayudado a los
jóvenes lectores a llegar hasta el lugar donde comienza el caos, es decir hasta el lugar
donde se enfrentan solos y sin el auxilio de las convenciones, al enigma de la vida.
Para la mayoría esto ya es un peligro y la mayoría vuelve otra vez por el mismo
camino y busca nuevas conexiones y vínculos. La escasa minoría, a la que le atrae
entrar en el caos y vivir a conciencia el infierno de nuestra época, lo hace sin
«conductor».
Mis libros guían al lector, hasta donde éste se muestra dispuesto a ver el caos tras
los ideales y la moral de nuestro tiempo. Si quisiera «conducirlo» más allá, tendría
que mentir. La intuición de que la redención, de la posibilidad de establecer un orden
nuevo en el caos, no puede constituir hoy en día ninguna doctrina, se cumple en la
más íntima e inexpresable sensación del individuo.

Destinatario desconocido

24 de noviembre de 1929

El viaje resultó algo triste, como suele ocurrir cuando se está enfermo y viejo y se
vuelve a ver un lugar donde otrora se fue muy joven, lleno Se esperanzas y pasión.
Estaba enfermo, no pude comer nada ni dormir y tuve que disertar y escuchar a
muchas personas y decirles algo. Mientras lo hacía, pensaba para mis adentros que
ese podía ser un juego muy bonito si no se lo tomaba en serio, pero sólo si se lo había
aprendido un poco.
Por otro lado, volví a ver árboles, casas y personas que me conocieron hace
treinta años o más y el sobrevivir y haberse abierto paso también es algo y sabe al
ademán de una rama torcida en un árbol añejo.

A Oskar Loerke, Berlín

Arosa, enero de 1929

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Estimado señor Loerke:
Por su amabilidad al escribirme tan pronto y dado que el accidente sufrido
durante una excursión por la montaña me obliga a permanecer postrado, deseo
enviarle en señal de mi agradecimiento este papelito en el que he pintado un pedacito
de este paisaje de Arosa. Acéptelo como muestra de mi gratitud y mi afecto.
Algunas de sus informaciones son muy valiosas para mí pero mucho más valioso
es poder sentir hacia usted una verdadera y leal camaradería. En medio de los
informes de la Academia… su nombre siempre se me presenta como una buena
estrella.
Lo saluda cordialmente su affmo.

Al señor T. G. M., Glatz

9 de agosto de 1929

… Como usted sabe, durante toda mi existencia he anhelado la vida, una vida
real, intensa, personal, no reglamentada ni mecanizada. Al igual que todos debí pagar
el exceso de libertad personal que me tomé en parte con renunciamientos y
necesidades pero en parte también con mayor trabajo. De modo que con el tiempo mi
profesión de literato no sólo se convirtió en un recurso para acercarme a mi ideal de
vida, sino casi en un fin absoluto. Me he convertido en un escritor, pero no en un
hombre. He alcanzado una meta parcial, pero no la meta principal. He fracasado.
Quizá con saldos más decentes y menores concesiones que otros idealistas, pero he
fracasado al fin. Mi obra es personal, es intensa, a menudo me llena de dicha a mí
mismo, pero no es mi vida. Mi vida no es más que disposición para el trabajo, y los
sacrificios que ofrezco por una vida en gran soledad, están lejos de ser dedicados a la
vida, sino sólo a la literatura. El valor y la intensidad de mi vida reside en las horas en
que produzco obras literarias o sea precisamente cuando expreso lo insuficiente y
desesperado de mi vida.
Usted apreciará mi confesión, aun cuando lo decepcione.
Tal vez nos encontremos en alguna ocasión.

Al estudiante H. S., Troppau

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En viaje, 13 de abril de 1930

Muy señor mío:


He recibido su consulta. Desconozco fuentes literarias relacionadas con lo que se
dice en Demian sobre Caín, pero pienso que en los gnósticos debe haber algo
parecido. Lo que entonces era teología, es más bien para los contemporáneos
psicología, pero las verdades son las mismas.
Así como el «conocimiento», o sea el despertar del intelecto, es presentado por la
Biblia como pecado (representado por la serpiente en el Paraíso), también la
hominización, la individuación, el abrirse paso el individuo para separarse de la masa
como personalidad, siempre es visto con desconfianza por la costumbre y la
tradición, del mismo modo que el enfrentamiento entre el adolescente y la familia,
entre padre e hijo, que es algo natural y archiviejo, es considerado no obstante por
todo progenitor como una insólita rebelión.
Y de este modo, Caín, el infame malhechor, el primer homicida puede ser muy
bien interpretado, a mi juicio, como un Prometeo desfigurado en lo opuesto, como un
representante del intelecto y de la libertad, castigado con la abominación por su
indiscreción y osadía.
No me preocupa hasta qué punto tal interpretación pueda ser compartida por los
teólogos, o si es comprendida y aprobada por los autores desconocidos de los libros
de Moisés. Los mitos de la Biblia, como todos los mitos de la humanidad, no nos
serán útiles en tanto no nos atrevamos a interpretarlos personalmente para nosotros y
nuestro tiempo. Entonces pueden llegar a adquirir mucha importancia.

A la señorita G. D. estudiante de filosofía en Friburgo (Breisgau)

15 de julio de 1930

… Afirma que para usted hay un grande y un sapiente, autor de la sentencia de la


eterna rueda del retorno. Ignoro a quién se refiere, pero sospecho que se trata de
Buda. Ahora bien, la doctrina y la parábola de la rueda del eterno retomo no es una
invención de Buda, sino que ya existió mucho antes que él. Y eso por lo que Buda se
afanó en sus centenares de prédicas, no es la teoría de la rueda del retomo por todos
conocida, sino una nueva doctrina de la redención del eterno retomo, del camino
hacia el Nirvana.
Con toda sinceridad, tengo hoy la impresión de que vosotros, los jóvenes,
simplificáis demasiado las cosas. Habláis de Buda y lo amáis por ideas que de manera

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alguna fueron suyas y no veis en él aquello por lo cual vivió y se esforzó. Termináis
demasiado pronto con todo, hacéis uso acelerado y exhaustivo de las religiones y
filosofías. Buda y Nietzsche os son apropiados para entregarlos a la censura después
de una fugaz lectura. Debo decir que esta manera de actuar no me merece ni la menor
consideración. Ponéis cien veces más empeño y cuidado y dedicación en vuestras
prácticas de remo o natación que en lo intelectual. Está bien, pero entonces quedaos
con el deporte y dejad lo intelectual.
Estáis llenos de aspiraciones, tenéis muchos anhelos, muchos oscuros impulsos
que de alguna manera quisierais sublimar. Pero lo que no tenéis es respeto. No lo
podéis remediar. Sin respeto todo espíritu es un mal espíritu y la credulidad con la
que un tonto y buen boy americano venera sus reglas de remo, es más fecunda que el
esnobismo irreverente que no conoce las distancias y el maligno nihilismo con el que
arrastráis hacia vosotros todo lo espiritual para volverlo a desechar enseguida. Nada
de esto me merece consideración alguna.
El espantoso desorden de nuestro tiempo también es padecido por nosotros, los
viejos y no sólo por vosotros, los jóvenes. También nosotros, los viejos, podemos
establecer sin esfuerzo que la vida humana es una cosa dudosa y mal reputada.
Nosotros (es decir, en realidad yo hablo sólo de mí, pero presumo que en mi
generación hay más de mi clase) intentamos explicamos y tener conciencia de esta
desesperación (uno de los impulsos para ello es El lobo estepario) pero también
intentamos darle un sentido a esta vida terrible, en apariencia absurda, referirla a
pesar de todo a algo ultratemporal y ultrapersonal. El lobo estepario no sólo habla de
música de jazz y de mujeres, sino también de Mozart y los inmortales. Y de este
modo, toda mi vida está signada por un intento hacia la unión y la abnegación, hacia
la religión. Yo no me arrogo la pretensión de poder hallar para mí o para un tercero
algo así como una nueva religión, una nueva formulación y posibilidad de unión, pero
a lo que me aferro es a perseverar en mi puesto aun cuando desespere de mi época y
de mí mismo, a no desechar el respeto por la vida y por la posibilidad de su sentido a
riesgo de tener que quedarme solo, a riesgo de quedar en una posición ridícula. No lo
hago en la esperanza de que con ello mejoren las cosas para el mundo o para mí, lo
hago simplemente porque no quiero vivir sin respeto, sin una entrega a Dios.
Por ejemplo, ¿qué quiere decir usted cuando define a la vida como una gran
paradoja?, porque la reacción y la revolución, el día y la noche se suceden y relevan,
porque siempre hay dos principios presentes y ambos siempre tienen razón o no la
tienen. Con esto sólo dice que la vida es inexplicable para su entendimiento, que
evidentemente, se cumple según principios diferentes de los de la razón humana. De
esto se puede sacar la conclusión de que escupimos sobre la vida, o de que
confrontamos lo incognoscible no con el escepticismo de la razón decepcionada, sino
con el respeto; que en lugar de una tonta paradoja, vemos una maravillosa agitación
entre muchos pares de polos y antípodas.
En resumen, no sé como entenderme con usted. Tal vez haya tenido una juventud

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difícil. Y bien, el año 1914 tampoco fue fácil para los adultos en tanto tuvieran
conciencia y razón, no fue fácil compartir la experiencia de la guerra observando y
condenando, como tampoco lo fue para los muchachos que al menos marcharon a la
guerra animados por sus cantos y descomunales ideales, hasta que se perdió y de
pronto la juventud recordó que no fue ella la que marchó a la guerra, sino que fueron
sus padres quienes lo hicieron. ¿Qué quiere dejar y transmitir a sus hijos esta
generación?
No puedo contestar a sus preguntas, no puedo contestar a mis propias preguntas,
yo estoy tan desorientado y agobiado por la crueldad de la vida como usted. No
obstante, tengo fe en que el absurdo pueda ser superado si no dejo de imponer a mi
vida un sentido. Creo no ser responsable por el sentido o el absurdo de la vida, pero sí
por lo que yo mismo haga con mi propia y única vida. Me parece que vosotros, los
jóvenes, tenéis muchas ganas de hacer a un lado esa responsabilidad. Aquí es donde
nos separamos…

A la señorita G. D. estudiante de filosofía, Duisburg

21 de julio de 1930

… En respuesta a su saludo le envío un cuadrito que he pintado en papel en estos


días (dibujar y pintar es mi manera de descansar). El cuadrito le dirá que la inocencia
de la naturaleza, la vibración de unos cuantos colores, aun en medio de una vida
problemática y difícil puede volver a engendrar en nosotros la fe y la libertad en
cualquier momento.
Es poco lo que puedo responder a sus preguntas y debo suplicarle que no me
involucre en un intercambio epistolar. Esta carta de hoy no debe pasar de ser una
excepción.
Se me ocurre que su manera de formular la pregunta es inexacta. No debería
inquirir: «¿Es correcta mi modalidad y mi postura frente a la vida?», pues no hay
respuesta para tal pregunta. Cada modalidad es tan correcta como cualquier otra.
Todas son un fragmento de vida. Antes bien debe preguntar: «Dado que soy como
soy, ya que tengo en mí estos problemas y necesidades de los que al parecer están
exentas tantas personas, ¿qué debo hacer para soportar la vida a pesar de ellos y en lo
posible lograr algo bello de la existencia?», y si escucha realmente las voces más
íntimas, la respuesta será más o menos esta: «Dado que eres así, no debes envidiar ni
despreciar a otros por ser distintos. Y no debes inquirir por la “rectitud” de tu ser,
sino aceptar tu alma y sus necesidades tal como aceptaste tu cuerpo, tu nombre y tu

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origen, como algo que se da, algo inevitable, a lo que se le dice sí y que habrá de
defenderse aun cuando todo el mundo estuviera en contra».
No sé más. No conozco ninguna sabiduría que pudiera facilitarme la vida. La vida
no es fácil, jamás lo fue, pero no tenemos por que preguntar si lo es o no. Debemos
desesperar en la vida —cualquiera que está en libertad de hacerlo— o bien proceder
como los aparentemente sanos y eficientes. Los aparentemente exentos de problemas
y de alma. Debemos tratar de tomar nuestra naturaleza como lo único verdadero,
acordándole a nuestra alma todos los derechos.
Le estoy dando consejos y en realidad no creo en su valor. Usted los aceptará en
la proporción que lo permita su naturaleza, ni más ni menos. No podemos cambiar,
pero seremos tanto más fuertes cuanto más reconozcamos la vida, cuanto más nos
unifiquemos en nuestro interior con lo que nos acontece desde el exterior.
Adiós.

A un lector

Julio de 1930

… Cuando un lector le escribe a un autor para decirle que su obra le ha gustado


mucho y por añadidura lo congratula, por lo general añade luego algunas
observaciones negativas sobre otra obra cualquiera del mismo escritor. Al menos, a
mí me ha sucedido así casi siempre. Quienes me felicitaron por el Siddharta,
rechazaron en su mayoría a Demian o El último verano de Klingsor. Quien elogió El
lobo estepario, juzgó flojo el Huésped (Kurgast). Quien me expresó sus alabanzas
acerca de Narciso y Goldmundo, lo hizo en su mayoría no sin dejar entrever que
nadie me hubiera creído capaz de escribir una obra tan decente después de El lobo
estepario, tan poco grato y malogrado.
Ninguno de estos lectores diría a una madre perteneciente a su círculo de
amistades que la felicita por su hija Ana, en tanto considera a Emil y a María feas
criaturas deformes.
Un autor es como una madre. Para mí Knulp, Demian, Siddharta, Klingsor y El
lobo estepario o Goldmundo son cada uno hermano de los demás, cada uno una
variación de mi tema. No es mi culpa que haya lectores que no encuentren en El lobo
estepario sino información sobre música de jazz y bailes, en tanto no ven el teatro
mágico, ni a Mozart, ni a «los inmortales» que constituyen el verdadero contenido del
libro; que otros lectores no reparen en Goldmundo, sino en Narciso y den la
impresión de haber leído tan sólo las escenas de amor. Por otra parte, las más de las

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veces desconfío de los libros que merecen la aprobación de la mayoría, son alabados
y adquieren fama a costa de mis otros libros.
En cambio, no puedo decir que en el fondo me duela que algunas de mis obras
sean mal comprendidas o desconocidas. Me gusta el éxito y me complace escuchar
elogios, pero a la larga puede resultar tedioso y reducir la autoestimación. Me sentí
perplejo y un poco herido por la absoluta incomprensión que encontró El lobo
estepario por parte de la crítica, pero pronto empezó a gustarme. Y así, desde hace
años ha sido para mí un orgullo y una íntima satisfacción que algunas de mis obras
fueran poco conocidas y otras acabaran públicamente por una expresión o un juicio
mal interpretado. Estas obras, mis predilectas, me pertenecen y pertenecen a mis
amigos, son mi jardín, no un lugar público. Puedo pasearme por ellas solo. A veces
suelo releer fragmentos de estas obras, lo que jamás hago con las «famosas»…

A la señora M. W.

Zúrich, 13 de noviembre de 1930

¡Muchísimas gracias! Recibo muchas cartas parecidas a la suya, pero la mayoría


no son tan simpáticas ni tan benévolas, por esta razón quiero contestarle brevemente
aun cuando estoy sufriendo un mal ocular y me encuentro incapacitado para trabajar.
Me he aplicado una medicina y calculo estar sin dolores durante una o dos horas.
Esta es la realidad: lo que usted y muchos otros me escriben sobre Narciso y
Goldmundo es bien intencionado, pero no coincide con mi opinión. Los lectores se
muestran complacidos por la «armonía» y porque en lugar del espantoso Lobo
estepario, ahora he producido algo que si bien recuerda un poco los abismos, no los
abre; algo que nos puede hacer aparecer prudentes y nostálgicos, pero que no nos
molestará en nuestra empresa de ganar dinero o criar hijos, pues se desarrolla en la
Edad Media y no es más que literatura.
Yo lo veo de otro modo. Desde el punto de vista puramente artístico, El lobo
estepario es por lo menos tan bueno como Goldmundo. En torno al intermezzo del
tratado su construcción es tan concisa y rigurosa como una sonata y ataca su tema con
limpieza. Pero recuerda la guerra (que pasado mañana volverá a estar aquí) y la
música de jazz, el cine y toda vuestra vida actual, cuyo infierno no permitís que el
escritor señale. Por supuesto, los lectores no lo saben, leen confiados y obedecen la
ley de la menor resistencia, se dejan llevar hacia donde duele menos. El problema de
Goldmundo es el del artista, un problema terriblemente trágico, pero el lector no es
artista y puede observar desde la distancia sin arriesgarse, mientras que en El lobo

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estepario debe enfrentarse con su propia época, sus propios problemas, debe
avergonzarse de sí mismo y eso no le gusta. «La misión del arte no es lastimar»,
piensa, y no reflexiona que también puede tolerar y hasta «disfrutar» la música de
Bach, sólo porque la fe de Bach y sus problemas ya no le importan demasiado.
Discúlpeme por contestar de este modo su amable carta. No es mala intención. En
general, soy más proclive al silencio que a la locuacidad, pero cuando llega el
momento de hablar, trato de hacerlo en lo posible con sinceridad.
Sé no obstante que una parte de su carta es cierta y tiene valor y le agradezco por
ello. De lo contrario, no hubiera escrito estas líneas.

Al señor St. B., Naumburg

Zúrich, 24 de noviembre de 1930

… Estoy más cerca de su concepción de la vida que de la de su hija. Por cierto, no


considero el no vivir mejor que vivir, pero comparto la concepción de todos los
sabios del pasado, en el sentido de que una cierta superioridad sobre el dolor y la
preocupación sólo puede provenir del «despertar» interior, de la introspección o más
bien de la vivencia según la cual el mundo físico y el acontecer exterior son
intrascendentes y ficticios y nosotros no nos podemos salvar de ellos ni por entrega a
niñerías y preocupaciones de la vida, ni por un ascético apartamiento de ellos, sino
sólo por el conocimiento experimentable una y otra vez y en todo tiempo de la unidad
de Dios que se encuentra tras el abigarrado velo de los procesos de la vida. Lo que
redime en esta introvisión no sólo es una mayor tranquilidad respecto a las exigencias
del mundo y de los propios apetitos, sino también una resignación ante la
imposibilidad de realizar nuestras exigencias morales, pues nosotros somos vividos,
somos hilos del velo, nada más. Este es más o menos el aspecto de la fe y el consuelo
de mis horas de reflexión.
Sin embargo, no siento la necesidad de predicar esta fe a los demás. Sólo cuando
la vida pone en mi camino gente hondamente afligida, trato de decirle algunas
palabras, en caso contrario no, ni siquiera a mis propios hijos…

Al señor B. B., Solingen

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Noviembre de 1930

… No estoy en condiciones de asegurarle si será usted escritor. No hay escritores


de diecisiete años, hoy menos que nunca. Si posee el don, lo tendrá por naturaleza y
habrá estado en usted desde niño. Pero si de ese don surgirá algo, si tendrá usted algo
que decir o significar, eso no depende sólo de su don, eso depende de si usted puede
tomarse en serio a sí mismo y a la vida, si vive con sinceridad y es capaz de resistir la
tentación de hacer meramente lo que le resulta fácil al talento. En resumen, depende
de cuanta proeza, sacrificio y abnegación sea capaz. Es dudoso que el mundo le
retribuya y le agradezca por todo esto. Si no está poseído por la idea, si no prefiere
sucumbir enseguida antes que renunciar a la literatura, póngale fin.
Su escepticismo no tiene nada que ver con las cuestiones que en estos momentos
lo absorben. Es natural a su edad. Si dentro de algunos años no ha podido superarlo,
puede convertirse en periodista, pues habrá pasado la oportunidad de ser escritor. Ser
inteligente y hablar con sensatez nada tiene que ver con la literatura.
Mis mejores deseos y un favor: no vuelva a escribirme hasta dentro de unos años.

A Hans Carossa

Fines de noviembre de 1930

Distinguido y querido señor Carossa:


Le confieso que su carta me ha colmado de felicidad, no sólo por acoger a
Narciso y Goldmundo con agrado y por gustarme tanto sus libros. Hay algo más.
Hace un año y medio, en el verano de 1929 volví a leer después de mucho tiempo su
libro de la infancia. Ocurrió así: Estaba sentado al sol en mi terraza de Montagnola y
sobre las macetas revoloteaba esa mariposa llamada esfinge o cola de paloma (en
Suiza «paloma»). De pronto, recordé que era mencionada en un bello libro y poco a
poco me vino a la memoria que era el suyo. Lo busqué y empecé a leerlo de nuevo.
Durante unos cuantos días pasé con él las mejores horas. Lo encontré más bello aun
que el recuerdo que guardaba de él y me sentí muy complacido por la existencia de
algo tan exquisito en la Alemania actual y también por haberlo visto en Múnich en
aquella ocasión. Entonces me senté a mi mesa, como un estudiante entusiasmado que
escribe a un venerado escritor, pinté un pequeño paisaje en mi pliego de papel, como
he vuelto a hacerlo hoy y le escribí sobre la mariposa y la terraza y mi amor por sus
libros. Creo que desde mi época de juventud no escribí ninguna carta semejante a un
escritor. En realidad, tampoco esperaba contestación, pero cuando transcurrieron los

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meses y el año sin recibir eco alguno de usted, tuve una sensación curiosa, algo así
como vergüenza por mi declaración amorosa y también desilusión y la idea de haber
sido despreciado.
Al principio, rechacé tal pensamiento, luego lo admití y posteriormente empecé a
examinarlo para poner en claro cual podía ser su modo de pensar acerca de mí y de
mi carta. Salió entonces a la luz en una autocrítica esto y aquello. En su silencio, lo
veía sonreírse a causa de mi carta, no con aire de burla, pero sí de superioridad. Y así,
paulatinamente, mi carta a usted y la falta de una respuesta se convirtieron para mí en
una piedra de toque. Me vi compelido a comparar mi ser y mi trabajo con los suyos,
debí reconocer en usted algo para mí inalcanzable, pero que creía comprender y sentir
en forma absoluta, y luego debí hacer valer también mi propio ser, mi propia
problemática vehemente y mi duda como algo necesario. Y de este modo se convirtió
en un ligero examen de mi vida y de mi trabajo ante mí mismo, para lo cual lo ubiqué
como una especie de polo opuesto, y a pesar de los contrastes, únicamente encontré
mi confirmación en el polo opuesto y le concedí sólo a él el derecho de
comprenderme y criticarme. Era una situación como la existente entre Narciso y
Goldmundo. Pero de cualquier modo, Carossa había contestado a mi carta con
silencio, se la guardó y sonrió.
No es sino hoy, cuando ya había olvidado esta historia de la carta y varias veces
en este ínterin me ocupé de sus trabajos en forma harto objetiva (recientemente de la
reedición de Doctor Bürger) y he recibido carta suya, que me parece posible y
probable que mi carta de entonces no llegara a sus manos. Las fantasías, los juegos y
autoexámenes tejidos en tomo a la carta no cambiaron por ello ni perdieron su valor.
Frente a toda obra humana genuina y todo trozo de Naturaleza debemos examinarnos
a diario y en lo posible acreditamos. Pero hubiera preferido que aquella carta del
verano de 1929 se hubiese perdido realmente.
Ocho días antes de la llegada de dicha carta, regalé a la señora Ninon su Doctor
Bürger. Está pasando conmigo el invierno en Zúrich y le ha halagado que pensara en
ella en forma tan amable. Le envía sus cordiales saludos.
Le he robado mucho de su tiempo. No tema que vuelva a esperar respuesta o que
pretenda enredarlo en una correspondencia. No he pensado en ello. Pero espero que
esta carta llegue a sus manos y me place que retribuya a Narciso y Goldmundo, el
amor que desde hace varios años le profeso a su obra. Durante varios años no le he
manifestado este amor en forma directa. Mi comportamiento fue como el de la
juventud respecto a todo lo bello, es decir que encuentra lógico y correcto la
existencia de un Eichendorff y un Schubert, un Stifter y un Mozart, un Brentano y un
Goethe y asimila lo bueno como lo hace con el bendito aire. No es sino más tarde,
con el correr de los años que sabemos apreciar la singularidad de lo bello, y qué
milagro es en realidad ver florecer las flores entre las fábricas y los cañones y, vivas
aún, las obras literarias entre los periódicos y los boletines bursátiles. Y entonces
experimentamos una sensación de emoción y gratitud.

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Adiós, le agradezco su amable carta. Podrá ver ahora cuánto ha significado para
mí.
En primavera regresaremos a Montagnola. Con la ayuda de un mecenas nos están
edificando allí una casa. Ninon está atareada en la elección de papeles y otras cosas
para su decoración y se sonríe cuando advierte las preocupaciones y también el temor
que me da la casa.
Reciba los cordiales saludos de ambos.

A Wilhelm Kunze, Nuremberg

17 de diciembre de 1930

Estimado señor Kunze:


Hoy he recibido su artículo del «Würzburger General-Anzeiger». Me ha causado
mucho agrado y sólo lamento que haya llegado en un momento en el cual usted debe
estar algo desilusionado con respecto a mí.
Si me permite diré lo siguiente en relación con este artículo que me ha gustado
mucho: no creo que «idílico» sea una expresión sólida. Yo mismo considero el
impulso religioso como la característica decisiva de mi vida y de mi trabajo.
Considero como primordial y dominante signo distintivo de mi especie que el
individuo, ya afronte la guerra mundial o se detenga frente a un jardín florido,
experimente el mundo exterior como mundo visible, de lo Uno, Divino y se
subordine a él. Que esa vivencia básica religiosa que por supuesto en mí no transcurre
en las formas tradicionales de la Iglesia, se inflame en causas «idílicas» o en otras,
carece de importancia para mí. Considero la palabra «idílico» un adjetivo con el cual
el hombre de las grandes urbes tilda aquellos contenidos de la vida que le son
desconocidos y extraños, mientras que para el hombre de campo son primordiales.
Más adelante volveré a repasar su libro. Sin mediar culpa de mi parte ocurrió que
a raíz de su aparición, tuve aguda conciencia de un argumento esencial que tengo
contra ciertas posturas de su generación y por tal motivo fue formulado. Jamás me
resultó simpático el insistir u organizar de la juventud; en realidad el ser joven o viejo
sólo se da entre los individuos mediocres. Los individuos más dotados y
diferenciados son ora viejos ora jóvenes, así como se muestran ora alegres, ora tristes.
Bueno, ya es suficiente, lo que ocurrió es que al juzgar su libro cobraron importancia
para mí ciertos sentimientos y consideraciones de carácter general.
Este se corregirá por sí solo, así lo creo. Comprendo asimismo que con esta
consideración demasiado general no soy justo con su persona y su singular libro

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personal, ¿pero qué son nuestras palabras? ¿Y por qué nuestra generación habrá de
tener menos derecho a expresarse libremente qué la suya?
Esas palabras suyas: «Primeramente debieran enseñárnoslo» me hirieron. Si
hubiese podido contestarle verbalmente sin duda me habría comprendido.

A un joven en busca de algo así como un «conductor»

Chantarella, invierno de 1930

Su carta me sorprendió en la alta montaña, extenuado y muy necesitado de


descanso. Por lo tanto le responderé brevemente.
No hay razón alguna para desesperar. Si ha nacido para llevar una vida propia y
no del montón, hallará también el camino que lo llevará al desenvolvimiento de su
propia personalidad y de una vida propia, si bien debo advertirle que es una senda
difícil. Si no está destinado para ello, si las fuerzas no le alcanzan, tarde o temprano
deberá renunciar y se plegará a la moral, al gusto y a las costumbres de la
generalidad.
Es una cuestión de fuerza, o como prefiero pensar, una cuestión de fe, pues a
menudo se encuentran individuos muy fuertes que fracasan pronto y otros muy
delicados y débiles que a pesar de la enfermedad y la debilidad dominan la vida de
una manera maravillosa y aun en medio de sus sufrimientos saben imprimirle su
sello. Cuando Sinclair tiene fuerza (o fe), Demian va a él, lo atrae hacia él con su
fuerza.
La fe a la cual aludo, no puede traducirse fácilmente en palabras. Podría
expresarse más o menos así: yo creo que a pesar de su absurdo evidente, la vida tiene
un sentido. Me resigno a no poder comprender este último sentido con la razón, pero
estoy dispuesto a servirlo, aun cuando deba sacrificarme. Escucho la voz de este
sentido en mí mismo, en los instantes en que estoy real y totalmente vivo y despierto.
Quiero intentar realizar lo que la vida exige de mí en esos instantes, aun cuando
contraríe las modas y las leyes vigentes.
Esta fe no se puede imponer, ni tampoco es posible someterse a ella. Tan sólo se
la puede vivir, así como el cristiano no puede ganar, forzar o hacer trampas con la
«gracia», sino sólo experimentarla con fe. Quien no lo puede hacer busca entonces su
fe en la Iglesia, o en la ciencia o junto a los patriotas o los socialistas, o bien allí
donde proveen morales, programas o recetas ya.
No estoy en condiciones de juzgar si un individuo es capaz y está destinado a
recorrer el bello y arduo sendero que conduce a una vida propia y a un sentido, ni aun

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viéndolo con los ojos. Muchos miles oyen el llamado, muchos recorren un tramo del
camino, unos pocos lo transitan más allá del límite de la juventud y tal vez nadie lo
recorra en su totalidad hasta el fin.

Al señor F. v. W., Waldenburg

Alrededor de 1930

Distinguido señor F. v. W.:


He recibido su carta. Comprendo su conflicto pero no puedo ayudarle. A lo sumo,
le aconsejaría no permanecer fiel a ideales en los que ya ha comenzado a dudar por
sentimientos piadosos.
Mi obra literaria y mi persona le han servido durante cierto tiempo y le han
estimulado. Pero esto no es motivo para no dejarlos de lado y apartarse de ellos, si así
se lo exige su evolución.
Evidentemente, usted se vendió de manera unilateral a un romanticismo y al
hacerlo se alejó del hoy, de la «realidad» más de lo que podía soportar. En tal caso
debe corregirse.
Sin embargo, deberá hacerlo seriamente y a más conciencia de lo que aconteció
en su manifiesto. Hay en él demasiadas frases, demasiados conocimientos pensados
por otros desde hace muchos decenios antes que usted, y también fueron formulados
mucho mejor y con más precisión.
Una de las frases dice: «Los intelectuales escriben una apología de la economía»,
etcétera.
¿Quiénes son estos «intelectuales»? ¿Por qué llama «intelectuales» a los
apologistas de la economía? ¿Qué entiende por «intelecto»? Al parecer lo ignora.
Estas cosas deben ser meditadas con más agudeza de lo que usted lo hizo hasta ahora.
Dedíquese a estos problemas. Es muy posible que, en efecto, la vida en la
literatura y en la contemplación signifique para usted un estado egoísta y
desagradable. Una vez en mi vida, yo también me vi precisado a sacrificar toda mi
tranquila y contemplativa filosofía y entregarme con manifiesta y total abnegación.
Eso ocurrió al estallar la guerra y durante casi diez años la protesta contra la guerra,
la protesta contra la grosera estupidez del hombre, sediento de sangre, la protesta
contra los «intelectuales», en particular los que predicaban la guerra fue para mí un
deber y una amarga necesidad. En la medida en que estas cosas se convirtieron en
problema las investigué a fondo, dilucidé mi posición respecto a ellas, mi propia
participación en la culpa, también estuve prácticamente durante años de parte de una

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pequeña oposición luchadora. Luego retomé cambiado a Hölderlin y a Nietzsche, a
Buda y a Lao Tsé, a la literatura y a la contemplación, pero confirmado en todos los
dogmas importantes, consciente de lo que estaba haciendo.
Encuentre su camino y no se apegue a las personas y a los ideales que por un
momento le fueron caros.

A un lector en busca de consejo

Hacia 1930/31

Quiero responder a su carta en pocas palabras, aun cuando ésta, como todas las
cartas similares, me encuentra en una posición de defensa.
Muchos de los lectores de mis obras me toman de una manera completamente
personal como amigo, como conductor, a menudo directamente como medico y padre
espiritual, confesor o consejero, sin contemplaciones hacia mi persona y mi trabajo,
sin tener en cuenta que todas estas funciones (consejero, médico, etcétera) sólo tienen
sentido en un íntimo contacto personal y que sin el conocimiento de las personas,
cultivadas a la distancia, a través de un intercambio epistolar, carecen de valor.
Cuando a veces contesto por excepción algunas de estas cartas porque me ha
emocionado la desgracia o la aflicción en ellas expuestas, por lo general estos
corresponsales me envían enseguida cartas a intervalos regulares, a veces casi a diario
y se acostumbran a utilizarme como descargadero de todo estado de ánimo.
Con bastante frecuencia, si rechazo tales pretensiones, se suceden de parte de los
remitentes explosiones de desórdenes psíquicos de carácter tan desagradable y
deprimente que durante días quedo como baldado e incapacitado para realizar mi
labor. Se muestra entonces lo feo: precisamente, los mismos lectores que más
profundizan en mis libros, los que en su mayoría se encuentran en ellos a sí mismos,
son quienes no tienen el menor respeto por la personalidad de los ajenos, no tienen
para el escritor un ápice de comprensión. Si éste, como persona, se resiste a sus
exigencias a menudo desvergonzadas, se irritan y enojan y con frecuencia reaccionan
con descargas de vergonzosa hostilidad. Precisamente, lo único que quisiera
«enseñar» o a lo que quisiera apelar como escritor: el respeto, falta por completo y la
juventud alemana de estos días parece dejar bastante que desear en este sentido. No
pretendo significar que el lector debería contemplar al escritor como a un ser superior
a él, sino al contrario, considerarlo como su igual y no exigirle lo que él mismo no
está dispuesto a dar de sí por ningún motivo.
Ya conoce pues mi postura y mi relación respecto a estas cartas, como la que me

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escribió.
Sin embargo, creo poder decirle algo que tal vez le confortará. Si por un momento
pudiera ver su relación hacia mí desde afuera, en forma «objetiva», percibirá algo que
le permitirá corregir esta relación. Usted verá lo siguiente: El Hesse al cual llama, al
cual lee, al cual ama o acusa, es una imagen de su propio yo, existe para usted hasta
donde le parezca semejante y estrechamente emparentado. Usted quisiera saberse
confirmado por este Hesse. Usted quisiera escuchar una que otra palabra de él, a él le
dirige usted de vez en cuando exteriorizaciones de su enojo con la intención de
lastimarlo o mostrarle su desprecio.
Pero este Hesse es su espejo y lo que a él le grita, debería gritárselo a sí mismo, lo
bueno y lo malo. Si una parte de su camino a Hesse es realmente un camino a sí
mismo, por momentos su camino a Hesse es al fin y al cabo un desvío, un cambio de
dirección, un apartar sus impulsos de sí mismo hacia un objeto aparentemente
extraño: en resumen, una huida hacia el exterior de su propio interior.
Por supuesto, todo lo que digo puede rebatirse fácilmente. Es apenas una pequeña
parte de la verdad, como todo lo que se dice con palabras. No obstante quizá vea en
esta carta a la cual he dedicado una mañana, algo que le sirva, quizá vea también que
Hesse no le tiene mala voluntad.

A Thomas Mann

Chantarella, Engadina, 20 de febrero de 1931

Querido y venerado señor Thomas Mann:


Le agradezco muy especialmente su saludo y el ensayo de su hermano. Hace
poco, Ninon se sintió muy feliz al recibir el saludo de su esposa y todos los días
vosotros tres fuisteis frecuente y amable tema de conversación.
En estos momentos estamos bloqueados por la nieve. Nieva sin cesar desde hace
tres días y desde ayer no es posible moverse afuera sino con gran esfuerzo por unos
pocos senderos despejados a medias. La nieve nueva que alcanza una altura de varios
metros, es peligrosa. De momento, es imposible esquiar. Cualquier cosa provoca
deslizamientos de nieve y enseguida se forman aludes. Esta mañana, cerca de la casa
un campesino y sus dos caballos debieron ser desenterrados a pala por haber sido
arrastrados por un deslizamiento de nieve.
El hecho de haber sido arrojado por lo pronto en una olla con los demás dados de
baja, me hace ver en la cuestión de la Academia algo dudoso. En el artículo de su
hermano también se habla sólo de los «caballeros» dados de baja.

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Esto caerá pronto en el olvido y los nacionalistas extremos que hoy también me
invocan a mí, muy pronto tendrán oportunidad de reconocerme y tratarme como
enemigo.
Entre nosotros, mi postura personal respecto a este asunto es aproximadamente la
siguiente:
No soy disidente en relación con el Estado actual, porque sea nuevo y
republicano, sino porque me parece muy poco nuevo y muy poco republicano. Nunca
consigo olvidar del todo que el Estado prusiano y su Ministerio de Culto, los
protectores de la Academia, son a la vez la instancia responsable de las universidades
y su fatal rémora, y veo en el intento de reunir a los intelectuales «libres» en la
Academia, un poco el intento de mantener a raya con mayor facilidad a esos
incómodos críticos de lo oficial.
A esto se suma que en mi carácter de ciudadano suizo de manera alguna estoy en
situación de cooperar en forma activa. Si soy miembro de la Academia, deberé
reconocer por tal motivo al Estado prusiano y su manera de administrar a la
intelectualidad pero sin ser miembro del Imperio o de Prusia. Esta disonancia es la
que más me molesta y su superación fue el aspecto más importante de mi retiro.
Bueno, volveremos a vernos y tal vez con el tiempo todo adquiera de nuevo otro
aspecto.
Reciba nuestros cordiales saludos. Mostraré mi carta a Ninon quien agregará un
saludo para su esposa.

A la señora Mia Engel, Stuttgart-Degerloch

Mediados de marzo, 1931

Querida doctora Engel:


Agradezco su carta. Todo contacto con Schrempf me llena de alegría y yo
también espero tener la suerte de encontramos alguna vez.
Considerando que las ideas volcadas en su carta proceden en parte del propio
Schrempf y que también habla usted con él directamente sobre estas cosas, quisiera
añadir algo al respecto.
En su carta veo dos puntos, con los que no estoy de acuerdo.
En primer lugar, las amistades entre Goldmundo y Narciso, entre Veraguth y
Burckhardt, entre Hesse y Knulp, etcétera. Es un error pensar que estas amistades
están completamente exentas de erotismo por existir entre hombres. En el aspecto
sexual soy «normal» y jamás he tenido relaciones eróticas físicas con otros hombres,

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pero considerar por ello las amistades completamente exentas de erotismo me parece
equivocado.
En el caso de Narciso es particularmente evidente. Goldmundo significa para él
no sólo el amigo, no sólo el arte, también significa para Narciso el amor, el calor de
los sentidos, lo deseado y lo prohibido.
Más adelante, dice usted que Schrempf encuentra incompleta la experiencia
amorosa de Goldmundo. A su juicio, le faltaría el mejor tercio o cuarto.
Probablemente esté en lo cierto, pero la misión de un escritor, al menos de un
escritor de mi género, sabe Dios que no consiste en imaginar figuras ideales,
perfectas, falsas o ejemplares y presentarlas a los lectores para edificación o
imitación. Por el contrario, el escritor debe (porque no tiene alternativa) esforzarse en
describir con la mayor exactitud y fidelidad aquello que le ha sido posible
experimentar a él mismo, y en esto yo le reconozco vigencia también a auténticas
vivencias de la fantasía. Ya no me ha sido posible experimentar mucho más del amor
sexual y la amistad de lo que hay en el «Narciso» (me doy perfecta cuenta de que
estas figuras y sus vidas no son nada ejemplares, tampoco lo ambiciono), pero
realmente Schrempf no puede haber querido decir que en beneficio de una perfección
ideal en mis libros debería exponer experiencias que la vida me ha negado. Yo pienso
que la crítica de un autor no debe preguntarse: ¿Es cómodo y amable al crítico el
contenido de un libro?, sino: ¿Domina realmente el autor al tema? Ahora bien, mi
tema no es una exposición de aquello que individuos ideales puedan experimentar en
el amor, sino el retazo de humanidad y amor, el retazo de vida instintiva y vida de
sublimación que conozco por ser parte de mi naturaleza y acerca de cuya exactitud,
sinceridad y verosimilitud puedo dar fe. Así lo veo, y por ello alterna en mi obra
constantemente la confesión de experiencias extraordinarias y en cierto modo
ejemplares y las capas vivenciales con el reconocimiento de la imperfección, la
flaqueza, la tortura infernal y la desesperación. Por esta razón debo dividirme en
Narciso y Goldmundo. Por esta razón Siddharta se enfrenta al Lobo estepario y el
Demian, a Klein y Wagner.
Veo en Schrempf a mi antípoda, al representante de un tipo de hombre y de
pensador al que estoy muy próximo sólo por un parentesco del temperamento
intelectual. Sin embargo, jamás desearía que Schrempf o una de sus obras fuera
distinto, que se acercara más a mi propio ideal. Por esta razón tampoco puedo creer
que Schrempf desee realmente un Goldmundo diferente e ideal. Puede desear y lo
hará que Goldmundo y Hesse en lugar de ser unos pobres diablos, sean capaces de
vivencias superiores y más bellas y de realizarlas, pero no deseará que el pobre diablo
de Hesse pinte a la gente en sus libros figuras ejemplares ideales.
No puedo remediar que mi positivo y mi negativo, mi fuerza y mi debilidad sólo
se expresen en sucesión, en la alternancia entre el claro y el oscuro. El dilema ha sido
formulado en forma casi exhaustiva en Kurgast.

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Al señor doctor P. Sch., Deutsch-Nettkow

Zúrich, mediados de abril de 1931

… El ensayo que usted leyó data de hace diez años y yo nada sabía de esa
edición. Se trata de una reimpresión como las que suelen publicar docenas de
periódicos. Pero en definitiva, llegó a su poder y tuvo su razón de ser. Esto está bien.
Muy a menudo he pasado por la experiencia de que la desesperación vuelve a
convertirse en gracia y que con la muda de una piel nuestra vida sufre nuevas
transformaciones. Como usted me llama psicoanalista, quisiera definir esta
experiencia del siguiente modo:
Todo intento de tomar en serio la cultura, el genio y sus exigencias y vivir de
acuerdo con ellos lleva inevitablemente a la desesperación. La salvación surge luego
del reconocimiento de haber objetivado demasiado las vivencias y los estados
subjetivos. Entonces por unos instantes de clarividencia nos vemos a nosotros
mismos y a nuestra vida tal como considera el analista un sueño: traduce su contenido
«manifiesto» en contenido psicológico. Aprende a jugar de nuevo con los objetos
aparentemente rígidos, también con los conceptos aparentemente rígidos enfermo y
sano, dolor y alegría. Bueno, esto ya lo sabe usted.
Por supuesto, estas vivencias del ser redimido no aseguran contra nuevas
desesperaciones, pero fomentan la creencia en que toda desesperación puede ser
superada desde nuestro interior. Uno no se «cura», uno no pierde el dolor (también yo
paso rara vez un día sin dolores), pero uno comienza a sentir curiosidad por lo que le
espera y halla el amor fati.
Esto ha sido una charla atropellada y un tanto descuidada en una hora matinal.
Tómela como tal.

Al señor R. B.

4 de mayo de 1931

… No me hubiera sido posible dejar sin respuesta su carta.


Yo veo la cuestión de este modo: No es correcto que no se pueda vivir con los

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principios de vida que he representado. No soy representante de una doctrina sólida,
formulada de manera definitiva. Soy hombre de evoluciones y cambios y así, en mis
libros, junto al «cada uno está solo» se encuentra algo más. Por ejemplo, todo el
Siddharta es una profesión de amor y la misma profesión se encuentra también en
otros libros.
Por cierto no irá a exigirme que demuestre más fe en la vida que la que yo mismo
tengo. He señalado en varias ocasiones con vehemencia apasionada la absoluta
imposibilidad de una vida auténtica y realmente digna de ser vivida en nuestro
tiempo. Creo en esto incondicionalmente. El hecho de que a pesar de todo viva, que
esta época, esta atmósfera de mentiras, codicia por el dinero, fanatismo y crudeza no
me haya matado se lo debo a dos circunstancias felices: la enorme herencia de
espontaneidad que tengo en mí y la circunstancia que yo, aun como acusador y
enemigo de mi época, puedo ser productivo. Sin esto no podría vivir y no obstante,
aun así, mi vida es a menudo un infierno.
No cambiará mucho mi postura respecto a la época actual. Yo no creo en nuestra
ciencia, ni en nuestra política, ni en nuestra manera de pensar, de creer, de divertirse.
No comparto ni uno solo de los ideales de nuestro tiempo. Pero no por ello carezco de
fe. Yo creo en las milenarias leyes de la Humanidad y creo que sobrevivirán al
torbellino de nuestro tiempo.
No me es posible señalar un modo de sostener los ideales humanos que yo
considero eternos y a pesar de ello creer simultáneamente en los ideales, las metas y
consuelos de nuestro tiempo. Tampoco siento el menor deseo de hacerlo. En cambio,
durante toda mi vida he intentado muchos caminos por los que se puede vencer el
tiempo y vivir en lo atemporal (a menudo he expuesto estos caminos en parte de una
manera frívola, en parte con harta seriedad).
Cuando tropiezo por ejemplo con jóvenes lectores de El lobo estepario
compruebo muy a menudo que toman en serio todo cuando se dice en este libro sobre
el desvarío de nuestra época, pero aquello que para mí es mil veces más importante
no lo ven siquiera, al menos no creen en ello. Pero de nada vale que se señale la
guerra, la técnica, el delirio por el dinero o el nacionalismo como algo inferior. Es
menester poder reemplazar con una creencia los ídolos del tiempo. Esto es lo que
siempre he hecho. En El lobo estepario fueron Mozart, los inmortales y el teatro
mágico; en Demian y en Siddharta se citan los mismos valores con otros nombres.
Con la fe en aquello que Siddharta llama el amor y con la fe de Harry en los
inmortales se puede vivir. De esto estoy seguro. Con ello no sólo se puede soportar la
vida, sino también vencer al tiempo.
Veo que no logro expresarme con toda precisión. Siempre me desaliento cuando
advierto que aquello en lo cual creo, lo que está expresado claramente en mis libros
les pasa inadvertido a los lectores.
Cuando haya leído mi carta, le sugiero volver a uno de mis libros y ver de nuevo
si aquí y allá no aparecen en verdad proposiciones de una fe con las cuales es posible

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vivir. Si no encuentra nada, deseche mis libros. Si por el contrario halla algo siga
buscando a partir de allí.
Hace poco una joven dama me preguntó a qué me refería con el teatro mágico
aludido en El lobo estepario. La había decepcionado hondamente que me burlara
acerca de mí mismo y de todo lo demás, como si me encontrara bajo los efectos del
opio. Le aconsejé volver a leer aquellas páginas y ello con la certeza de que nada de
lo que dije jamás ha sido tan importante y sagrado para mí como ese teatro mágico,
imagen y envoltura de aquello que para mí es profundamente valioso e importante.
Poco después me escribió que había comprendido. Señor B., yo entiendo muy bien su
pregunta y es probable que en estos momentos mis libros no sean aconsejables para
usted, que deba volver a desecharlos y vencer aquello que lo unía a ellos.
Naturalmente, no puedo aconsejarlo en esto. Sólo puedo decidir en tomo a lo que he
vivido y escrito, también respecto a las contradicciones, al vaivén y al desorden. Mi
misión no consiste en dar a los demás lo mejor objetivo, sino lo mío (ya sea sólo un
dolor, sólo una queja) con toda la pureza y sinceridad que me sea posible.

A Emmy Ball-Hennings

8 de junio de 1931

Querida Emmy:
Acabo de terminar la lectura de su libro[6] dedicado a su marido. Se lo agradezco.
Es un libro lleno de amor y por encima de toda crítica. A través de sus páginas he
vuelto a recorrer mentalmente los últimos caminos de Hugo. He compartido de nuevo
las experiencias de su vida interior en la medida que es posible entre individuos
diferentes. No he encontrado abiertas todas las puertas. No soy católico, ni lo deseo
tampoco y aún hoy creo que la temprana muerte de Hugo ha sido para él una gracia,
porque le evitó… polemizar… con el catolicismo práctico. Sin embargo, aun cuando
no puedo compartir la fe en los únicos dogmas correctos, los únicos santificantes,
conozco por mí mismo la vivencia de la reconciliación y de la abnegación en una fe y
al hacerlo no me considero un desdichado, un extraviado o protestante, sino que,
como estoy contento y lleno de agradecimiento, acepto que lo indecible pueda ser
experimentado e interpretado de tan múltiples maneras.
Bueno, le doy las gracias nuevamente y siempre pienso en usted con cariño,
estimada Emmy. Y cuando le digo que su libro «está por encima de toda crítica» no
excluyo que contenga pequeños errores factibles de ser corregidos. Lo tendremos en
cuenta cuando llegue el momento de hacer una nueva edición. En verdad, su libro

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adolece de innumerables errores tipográficos y causa mala impresión. Por ejemplo
¿por qué se dice siempre Sarengo en lugar de Sorengo? Y así muchos, muchos. Y el
monte donde estuvo aquella vez con sus cabras no tiene cuatro mil metros de altura
como usted afirma.
Por supuesto, éstas son sólo formalidades, pero en un futuro pondremos todo
nuestro empeño para enmendar este querido libro. Además, hay gente malévola y
enemigos. Si uno de ellos lee el libro y encuentra sus imprecisiones, dirá: «Ya se ve,
nada concuerda». Y es menester evitarlo.
Hay algo que siempre me ha parecido maravilloso y ha merecido toda mi
veneración y amor: la manera como siguió durante toda una vida a Steffgen en todo
lo que supera la razón, en todo lo sagrado, además de ser a menudo su guía. Él lo
sabía y lo comentaba con frecuencia. En este libro, comprendió y expresó
maravillosamente todo lo que está más allá de la razón, todo lo bienaventurado y
santo. Vayan mis muestras de gratitud.
Por cierto, escribiré algo sobre su libro, pero aún ignoro dónde.

A un hombre joven

Verano de 1931

Ha llegado su carta. Se parece a muchas otras que recibo. Evidencia la típica


posición de su generación: cinismo por falta de responsabilidad, desesperación
motivada por la anarquía. No hay remedio para tales males. Carecéis de respeto, no
hay en vosotros voluntad para servir, afán de acrecentar la personalidad a través de
grandes misiones y la secuela serán las guerras y otras calamidades. Un poco de
boxeo y práctica de remo no bastan para reemplazar la religión y la cultura.
No podéis remediarlo. Sois víctimas… pero esto no es motivo para golpear. Si no
podéis tomar nada en serio, al menos intentad tomaros en serio a vosotros mismos, de
lo contrario se extinguirá todo el valor y el sentido de vuestras vidas. Vuestra vida
tiene tanto sentido como el que seáis capaces de darle vosotros mismos.

A Thomas Mann, Múnich

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Baden, principios de diciembre de 1931

Venerado señor Thomas Mann:


Su amable carta me ha sorprendido en Baden, fatigado por la cura y con la vista
en muy mal estado, de modo que nunca termino de ponerme al día con mi
correspondencia. Le ruego me excuse, pues, por la brevedad de mi respuesta. Por otra
parte, ella no requiere mucho espacio ya que a su pregunta sólo puedo contestar con
un no, pero quisiera fundamentar con exhaustivas razones mi negativa a aceptar la
invitación de la Academia transmitida a través de un hombre tan querido y venerado.
Cuanto más reflexiono sobre el particular, más complicada y metafísica se me antoja
la cuestión, y como debo darle los motivos de mi negativa, lo hago con la gravedad
brutal y excesivamente clara que adoptan por lo general los contextos complicados
cuando son formulados de repente en palabras.
En definitiva: el último motivo de mi imposibilidad de ingresar a una corporación
alemana oficial es mi profunda desconfianza respecto a la República Alemana. Este
estado inconsistente y vulgar ha surgido del vacío, del agotamiento después de la
guerra. Los pocos buenos cerebros de la «revolución» que no fue tal, han sido
asesinados con la aprobación del noventa y nueve por ciento de la población. Los
tribunales son injustos, los funcionarios indiferentes, el pueblo absolutamente
infantil. En 1918 saludé a la Revolución con mucha simpatía, pero desde entonces
mis esperanzas en una República Alemana digna de ser tomada en serio fueron
aniquiladas. Alemania perdió la oportunidad de hacer su propia Revolución y hallar
su propia forma. Su futuro es la bolchevización, que en sí no me repugna, pero que
significa una gran pérdida en cuanto a posibilidades nacionales únicas. Y por
desgracia, le precederá sin duda una ola sangrienta de terror blanco. Así es como veo
las cosas desde hace tiempo y por más simpática que me resulte la pequeña minoría
de los republicanos de buena voluntad, los considero por completo impotentes y sin
futuro, tan carentes de futuro como lo fueron en su momento la simpática ideología
de Uhland y sus amigos en la Iglesia de San Pablo en Francfort. De mil alemanes,
quedan aún hoy novecientos noventa y nueve que nada quieren saber de una
responsabilidad de la guerra, quienes no hicieron la guerra, ni la perdieron, ni
firmaron el Tratado de Versalles, quienes la sienten como un pérfido rayo que cae
desde un cielo despejado.
Resumiendo, me siento tan alejado de la mentalidad que domina a Alemania,
como en los años 1914-18. Observo procesos que se me antoja absurdos y desde
1914 y 1918 me he visto empujado muchas millas a la izquierda, en lugar del
diminuto paso a la izquierda que dio la ideología del pueblo. Ya no me es posible
siquiera leer los diarios alemanes. Querido Thomas Mann, no espero que usted
comparta mi ideología y mis opiniones, pero sí que las reconozca en el compromiso
que tienen para mí. Mi esposa le está escribiendo a la suya respecto a nuestros
proyectos para el invierno. Transmita mis saludos a la señora Mann y a Mädi. Les

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hemos tomado mucho cariño a ambas. Y por favor, no me retire su buena voluntad
aun cuando mi respuesta lo decepcione, si bien en el fondo, no creo que lo sorprenda.
Con la veneración y la fidelidad de siempre, lo saluda

Al señor F. Abel, en ese momento en Zúrich

Baden, diciembre de 1931

Estimado señor Abel:


Agradezco su carta que me sorprendió en Baden, cuando acababa de hacer las
valijas, concluida ya mi temporada de descanso. Ahora permaneceré en Zúrich hasta
mediados de enero.
Con los años, he adquirido el hábito de no preocuparme en lo posible por las
reacciones visibles de mis libros, ni por la acogida e interpretación que encuentran de
parte de los lectores y la crítica. Mi impresión respecto a mis lectores es más o menos
la siguiente: advierto que mis problemas y experiencias se relacionan en algún punto
con las de una gran capa de la juventud actual, pero en realidad, no me siento del todo
comprendido. La mayoría de los lectores quieren tener un «conductor», pero no están
dispuestos en lo más mínimo a subordinarse y aceptar el sacrificio de principios y
exigencias espirituales.
En su caso, yo también quisiera mantenerme en una actitud pasiva, tanto más
cuanto que en estos momentos se están preparando otras disertaciones sobre mí. Así,
una dama de Munster, en Westfalia, me escribió recientemente que estaba abocada a
la preparación de una conferencia sobre «Hermann Hesse y el pietismo suabo». No
me fue posible responderle. ¡Me interesa tan poco todo esto…!
… Pero usted me ha facilitado la tarea de contestar su carta, pues me formula
preguntas directas. Intentaré responder a ellas brevemente.
Tiene razón al afirmar que advierte una nueva nota en mis obras a partir de
Demian. Ella ya se insinúa en algunas de las «fábulas» anteriores. En esos momentos
la brecha constituyó para mí una experiencia intensa. Se relaciona con la guerra
mundial. Hasta el estallido de la guerra fui por cierto un ermitaño pero sin entrar en
conflicto con la patria, el gobierno, la opinión pública o la ciencia oficializada, si bien
mi sentir era democrático y participaba gustosamente en la oposición contra el
emperador y el guillerminismo (colaboré en «Simplizissimus» y fui cofundador de
«März», la gaceta democrático-antimonárquica). Ya en medio de la guerra comprobé
que no pasaba nada con el emperador, la Dieta, el canciller, los diarios y los partidos;
que todo el pueblo aclamaba con alaridos de entusiasmo las abominables brutalidades

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y quebrantamientos de la ley y que los profesores y otros intelectuales oficiales eran
los que más se hacían oír; comprobé que aún nuestra reducida oposición, nuestra
reducida crítica y democracia no habían sido sino folletines; que entre nosotros sólo
muy pocos estaban dispuestos a tomar las cosas en serio y llegado el caso morir por
la causa. Después de la destrucción de los ídolos patrióticos siguió la de la propia
ilusión, debí examinar bajo la lupa nuestro intelectualismo alemán, nuestro idioma
actual, nuestros periódicos, nuestras escuelas, nuestra literatura para encontrarla en
gran parte falaz y hueca, incluso a mí mismo y a las obras que había escrito hasta
entonces, si bien estas habían sido concebidas con toda buena fe.
La brecha que abrió la guerra me despertó, me iluminó y se encuentra en todo
cuanto escribí a partir de 1915. En cambio, más adelante el panorama sufrió para mí
cierta transformación. Al cabo de algunos años durante los cuales ya no pude tolerar
mis libros anteriores, descubrí paulatinamente que en ellos estaban los principios, los
puntos de partida de los ulteriores, y por momentos las viejas obras me fueron más
caras que las nuevas, en parte porque me recordaban una época mucho más
soportable, en parte porque su moderación, su evitar el encuentro con los grandes
problemas me pareció más tarde como un presentir, como un escalofrío anticipado
ante la cruel, la abrupta necesidad de tener que despertar.
En consecuencia, no reniego de mis viejos libros, ni de mis muchos errores y
falencias.
Pero no haré objeción alguna si en su trabajo quiere tratar mis libros antiguos
como cosa secundaria y decide apoyarse en aquellos en los que el problema dudoso le
parece abordado en forma más vigorosa, particularmente en Demian.
Proceda de manera tan libre y personal como se lo permita el método, confíe sólo
en su sentir aun en los casos en que no pueda fundamentar metódicamente sus juicios.
Y ya que se ha independizado de la antípoda Thiess, contemple mis libros no
como literatura, como exteriorización de opiniones, sino como poesía y deje que
hable y rija aquello que a usted le parezca realmente poesía. Es difícil criticar al
literato. Puede tener diferentes opiniones y fundamentarlas todas satisfactoriamente.
Se mantiene en lo racional y para la mera razón el mundo siempre parece
bidimensional. En cambio, por más que la literatura se esfuerce en imponer
eventuales opiniones no lo logra, por el contrario, vive y actúa sólo allí donde es
realmente literatura, es decir donde crea símbolos. A mi juicio, Demian y su madre
son símbolos, es decir, abarcan y significan mucho más que lo que es accesible a la
observación racional, son conjuros mágicos. Usted podrá expresarlo de otra manera,
pero debe dejarse guiar por la fuerza de los símbolos, y no por eso que extrae de una
manera puramente racional de mis libros como programa y opinión literaria.
Ignoro si me he expresado en términos claros. Verbalmente hubiera sido más
explícito. Tome de mi carta lo que le parezca plausible y lo que le diga algo y deseche
todo lo demás.

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A la señora R. v. d. O., Hannover

Zúrich, 2 de marzo de 1932

… Usted y todos sus compañeros de infortunio no exigen del poeta sino que él
reconozca vuestro sufrimiento, pero sin exigir nada de vosotros. No veis que el poeta
mismo sólo intuye y dice algo de la vida por la sola razón que él padece profundos e
incurables dolores.
Comprendo muy bien su esperanza y en realidad no quisiera decepcionarla y
rechazarla, aun cuando hablando con sinceridad, su destino personal no me interesa
en lo más mínimo. Todo destino es igualmente interesante. Donde surge el dolor,
despierta mi compasión pero no mi curiosidad.
Usted ha debido sufrir penosas experiencias en medio de un pueblo y un país
donde reinan la miseria y el dolor, la injusticia y la violencia, donde todo está
trastornado. Sin embargo, creo que no debería considerar su sufrimiento —por arduo
que sea— como un agravio y una injusticia inferida a su persona, sino abrirse al
conocimiento que su padecer es inevitable, que es inútil escapar de él buscando
cualquier consuelo o enfrascándose en cualquier deber. Antes bien, tome su dolor
como una distinción, como una orden con la cual ha sido distinguida, como un
despertar a una humanidad superior. No debe tomar el dolor, como tampoco la vida
misma, con odio y afán de evasión, sino amarlos y entonces lo verá todo diferente.
No sé qué más decirle. Yo también tengo una vida difícil, me encuentro en un
lugar equivocado, soy usado por las personas de una manera errónea, o al menos esa
es la impresión que tengo a menudo. Y no obstante, debo aceptarlo y dejar entrar en
mí diariamente mucho del padecer de los extraños, además del propio. Por
momentos, durante un breve lapso siento que a pesar de todo, eso tiene un sentido y
que es mejor y más bello ser valiente y sufrir que pasarlo bien.
Trate de intentar algo con estas palabras mías. Su intención es sincera.

A Thomas Mann

Zúrich, marzo de 1932

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Querido señor Thomas Mann:
En estos días mi mujer me ha leído su libro sobre Goethe y Tolstoi y como en
otras ocasiones anteriores admiré no sólo la clara y pulcra formulación de su
maravilloso trabajo, sino más bien la valentía y el rigor con los que se afana aun en
contra de todas las costumbres alemanas, no por una atenuación, una simplificación y
disimulo, sino precisamente por una acentuación y profundización de la problemática
trágica. Crea que la antítesis Goethe-Schiller ha sido particularmente importante para
mí y por momentos tuve que pensar en un ensayo póstumo del anciano Kant, en el
cual el viejo erudito canta una emotiva loa a la Naturaleza y a los bienaventurados y
expone la antítesis de «cabeza grande» y «mimado de la Naturaleza» (o tal vez deba
decir «favorito de la Naturaleza»), lo único de Kant que siempre me fue caro.
Su estampa de Tolstoi como el tipo del favorito de la Naturaleza, del cazador del
ojo avizor, del que en ocasiones llegaba casi a lo irracional en su postura contra el
espíritu, me ha recordado en varios pasajes a Hamsun. Un problema que me resulta
familiar pues me encuentro del mismo lado, me viene por parte de mi madre y mi
fuente y confianza es la Naturaleza.
En resumen, quiero agradecerle por el auténtico deleite que me deparó su obra.

Posdata: Estos días volví a encontrar un artículo que escribí hace bastante tiempo
para explicitar a mi mujer algunos conceptos y nomenclaturas de mi pensamiento. En
este artículo quizá pudiera interesarle la parte escrita a dos columnas, la
confrontación de «razonable» y «piadoso» como analogía respecto a Goethe y
Schiller.

A un joven de Alemania
Había escrito una carta inusual. El remitente era notoriamente un individuo importante. Muy joven aún.
Estimo que frisaría por los diecinueve años. Desde hacía muchos años no había alimentado otra idea que la de
servir a su patria y cooperar a levantarla de nuevo, ello como soldado, como oficial. Al parecer, era hijo de un
terrateniente. Siempre había sido el admirado adalid de su clase, leía con pasión a Clausewitz, etcétera. En su carta
me confesaba que sus afanes le habían hecho descuidar su espíritu y su cultura, le endurecieron, le hicieron ser
temido por los otros, pero jamás amado. En mis libros, rechazados al principio, presintió un mundo —o como él
mismo dice—, expresada una «doctrina» que lo hizo tambalearse en las convicciones que había tenido hasta ese
momento.
Me pedía más informaciones y enseñanzas.

8 de abril de 1932

En mis libros ha encontrado el barrunto de una manera de pensar de la cual me


considera maestro. Pero esta es la manera de pensar de todos los intelectuales, y es

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sobre todo la manera de pensar opuesta a la de los políticos, los generales y
«conductores». Aparece expresada con maravillosa precisión (hasta donde esto es
posible) en los Evangelios, en los proverbios de los sabios chinos, sobre todo los de
Confucio y Lao Tsé, en las fábulas de Tchuang Tsi, y en algunos poemas didácticos
como el Bhagavad-Gíta. Esta manera de pensar está misteriosamente presente en la
literatura de todos los pueblos.
Pero buscará en vano un leader para esta manera de pensar, pues ninguno de
nosotros tiene la ambición ni tampoco la posibilidad de ser «conductor». El conducir
no nos impresiona mayormente, pero el servir lo es todo. Por encima de todas las
virtudes cultivamos la veneración, pero no la tributamos a las personas.
Comprende muy bien la antinomia entre el mundo que usted encuentra aludido en
mis libros y el otro mucho más claro, sencillo y en apariencia viril del cual proviene,
en el cual existen preceptos muy exactos sobre el bien y el mal, donde todo es
univoco y todo tiene aún el brillo de lo heroico. Clausewitz y Scharnhorst no lo
ponen ante conflictos, sino que le muestran un deber claramente delineado y valores
tangibles como recompensa por su cumplimiento: batallas ganadas, enemigos
muertos, condecoraciones de general, monumentos que erigirá la posteridad.
Nuestra hermandad anónima conoce por cierto el heroísmo y le reserva una
posición elevada, pero sólo valora a aquél que muere por su fe, no al otro que por su
fe hace morir. Eso que Jesús llamó el Reino de Dios, lo que los chinos llaman Tao, no
es una patria que deba ser servida a costa de otras patrias: es la noción del todo del
Universo junto con todas sus contradicciones; es la noción de la secreta unidad de
toda vida. Esta noción o idea es expresada y venerada en muchas imágenes, tiene
muchos nombres y uno de ellos es el nombre: Dios.
Los ideales que sirvió hasta ahora y a los cuales quizá retomará son nobles y
elevados y ofrecen la gran ventaja de ser realizables. El soldado que obedeciendo una
orden abandona la trinchera para enfrentarse al fuego, el general que entregando sus
últimas fuerzas gana una batalla han materializado realmente su ideal.
En el mundo de los Demian y de los lobos esteparios no hay ideales realizables.
Allí los ideales no son órdenes, sino sólo un intento de servir a la santidad de la vida
en formas que desde un comienzo reconocemos como imperfectas y necesitadas de
eterna renovación.
El sendero de Demian no es tan claro y despejado como el que hasta ahora ha
recorrido. No sólo requiere abnegación, también exige estar alerta, desconfianza,
autoexamen. No protege de la duda, al contrario la provoca. Este no es un sendero
para hombres a quienes se pueda ayudar con órdenes e ideales claros, unívocos,
estables. Es un sendero para desahuciados, para quienes desesperan ya de la
interpretación única de los ideales y de los deberes, quienes tienen el corazón
inflamado por las necesidades de la vida y de la conciencia.
Quizá su condición sea un estadio previo de esta desesperación. Entonces le
espera aún mucho dolor, mucho renunciar a cosas que constituyeron su orgullo, pero

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también mucha vida, mucho desarrollo, muchos descubrimientos.
Si debiera ocurrir de este modo, tome del Demian y de mis otros trabajos los
conceptos que han cobrado importancia para usted. Pronto no me necesitará y
descubrirá nuevas fuentes. Goethe es un buen maestro, como lo es Novalis o el
francés André Gide… En realidad el número de maestros es infinito.
Pero quizá logre permanecer fiel a su viejo derrotero a pesar de la actual
impugnación, a la simplicidad de una vida austera y heroica, pero no problemática.
Siento gran respeto por quien se sacrifica a este ideal, aun cuando no lo comparto.
Todo aquel que recorre su camino es un héroe. Todo aquel que lo hace de verdad y
vive para lo que es capaz, es un héroe —y aun cuando cometa tonterías o proceda
como retrógrado en su hacer— es mucho más que esos millares que se limitan a
hablar meramente de sus hermosos ideales, sin ofrendarse a ellos.
Que las bellas ideas, los ideales y opiniones no siempre estén en manos de los
más nobles y mejores forma parte de las complicaciones que surgen al contemplar el
mundo. Un individuo puede luchar y morir de la manera más noble por dioses
anticuados y caducos y quizá causará entonces la impresión de un Don Quijote. Pero
Don Quijote es un héroe en todo sentido, es un hidalgo de la cabeza a los pies. Por el
contrario, el individuo puede ser inteligente, instruido, tener el don de la palabra,
saber escribir bellos libros y sostener discursos con los pensamientos y las ideas más
seductoras y no obstante no ser más que un charlatán que a la primera demanda seria
de sacrificio y realización se desvanece.
Por esta razón hay en el mundo muchos roles, y se da con bastante probabilidad
que encumbrados rivales se tengan mutuamente en mucha más alta estima y se amen
más que lo que pueden hacerlo sus propios partidarios, lo cual encierra singular
belleza y justicia. Sin duda, algún valiente general alemán habrá amado y venerado
en lo más recóndito de su corazón al silencioso pensador Kant, amante y buscador de
la paz, sin abandonar por ello su ministerio, sus deberes. Hay quienes se mantienen
en un puesto donde no saben si sirven a lo que tiene valor y sentido, porque estos
conceptos están vacilantes, particularmente hoy, pero perseveran en ese puesto y
siguen luchando aunque tan sólo sea para dar un ejemplo de la servidumbre y la
lealtad.
Esto lo experimenté docenas de veces durante la guerra, en medio de la cual era
un absoluto antibelicista. Conocí gente, periodistas, etcétera que compartían en todo y
por todo mis puntos de vista y mis anhelos, o sea que eran en realidad mis
correligionarios y a quienes no hubiera podido darles la mano, tanto me repugnaban,
tan mezquinos y egoístas me parecían. En cambio, encontré a otros, leales patriotas y
oficiales llenos de entusiasmo, gente de las ideas más locas acerca de la inocencia y
el derecho de Alemania respecto a las interminables anexiones, y no obstante a esos
individuos sí podía darles la mano, tomarlos en serio y respetarlos, pues en esencia
eran nobles, podía creer en sus ideales. No eran charlatanes.
Creo que en medio de sus dudas actuales aprenderá esto para siempre: la persona

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y el programa no son la misma cosa y los adversarios, más aun los enemigos
declarados, pueden causarnos más goces y enseñamos más cosas buenas que los
correligionarios que sólo lo son con la razón, con la palabra.
No puedo decirle más. Ignoro para lo que ha sido destinado. Usted se impone
elevadas exigencias. Pide mucho de sí y eso es promisorio. Pero todo lo que hace, lo
realiza en primer lugar al servicio de un ideal dogmático. No lo hace en nombre de
Dios, sino de la patria y como recluta de Clausewitz, Fichte o Moltke. Quizá alguna
vez llegue a lograr lo difícil por lo que es, no porque sea noble y patriótico, sino
simplemente porque no puede hacerlo de otro modo. Estará entonces muy cerca de la
meta, hacia la cual van en camino todos aquellos a quienes anima una verdadera
aspiración.

A la madre de un joven suicida

8 de mayo de 1932

Distinguida señora:
Me ha consternado la noticia y en estos momentos estoy leyendo el manuscrito de
su hijo con toda mi condolencia. En general, sus problemas me son bien conocidos,
pues son los mismos que rigen en la actualidad para toda la parte noble de la juventud
alemana. Pero lo personal, lo especial y singular siempre vuelve a ser algo nuevo,
vivo y dramático.
Esta juventud debe afrontar dificultades no sólo provenientes del exterior, sino
que también el problema de la libertad, y con él el de la personalidad, se ha hecho
para ellos casi insoluble y precisamente por una aparente mayor cantidad de libertad
que disfrutan los jóvenes de hoy. En los años de nuestra propia juventud, y aun
cuando ya éramos críticos y revolucionarios en muchas cosas, tenían vigencia una
buena cantidad de leyes escritas y no escritas que aceptábamos y respetábamos con
gusto o a disgusto, mientras que en la actualidad ha desaparecido todo resto de una
moral general obligada. Sin embargo, la liberalización de las convenciones no
equivale a la libertad interior, y para los individuos más nobles la vida en un mundo
sin una fe formulada de manera firme no es más fácil, sino bastante más difícil,
porque en realidad se ven precisados a crear y elegir ellos mismos todos los vínculos
bajo los cuales colocarán su vida. Abrigo la esperanza que superaremos esta
situación, pero hay mucho en juego. Pienso en su hijo con simpatía y con el mayor
respeto ante su último acto, aun cuando en sí no debe sentar precedente como
ejemplar.

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Usted ha debido soportar una terrible experiencia, ojalá no haya sido en vano y al
final signifique para usted más fortaleza que aflicción. Yo también tengo hijos, por
eso la acompaño en su sentimiento.

Al doctor Paul Schottky, Berlín-Zehlendorf

Mediados de junio de 1932

Muy distinguido señor doctor Schottky:


… A usted le parece ver una contradicción en eso de que la vida debería ser un
juego y que no obstante este énfasis se ponga en el servir. Creo que tales
contradicciones son inevitables y en realidad insolubles. Tampoco son importantes ya
que sólo dependen de la valoración subjetiva de las palabras aisladas. En este caso,
por ejemplo, usted tomó mucho más en serio la palabra «servir» que la palabra
«juego», en tanto yo las tomo a ambas con igual seriedad. El juego, tal como lo
practica el niño y como lo interpreta Leo se podría comparar ventajosamente con el
«hacer» música —esto tampoco reviste seriedad para la gente de mundo y de
negocios— pero para los auténticos músicos significa un celebrar lo absolutamente
Santo. Y piense usted cuán importante es en los juegos de sociedad o en los juegos de
cartas la estricta observancia de las reglas del juego. Someterse a ellas, tomar el juego
en serio, practicar el juego con entrega absoluta es aun para el «juego» superficial de
la sociedad la regla fundamental y conditio sine qua non. En consecuencia, no puedo
hallar en esto ninguna contradicción.
Con mis mejores deseos por su ventura personal y mis saludos.

De una carta al hijo Heiner

10 de julio de 1932

… Lo que dices acerca de ciertos comunistas que en la vida cotidiana prueban ser
personas buenas y serviciales, es perfectamente correcto. Varios de mis amigos son
comunistas y se cuentan entre ellos personas como las que describes. Sólo que esto
nada tiene que ver con su partido y su profesión de fe. En todo partido y bajo

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cualquier dogma del mundo puede haber un individuo malo o uno bueno, siempre fue
así y por cierto es una perogrullada. Por el contrario, declararse partidario del
comunismo significa para el que exige de sí mismo una rendición de cuentas de sus
ideas la siguiente pregunta: «¿Quiero y apruebo la Revolución? ¿Puedo decir sí
cuando son asesinados seres humanos para que otros tal vez logren estar mejor?».
Aquí está el problema ideológico. Y para mí, que debí padecer la guerra mundial
conscientemente en pensamiento y hasta la desesperación, la cuestión ha quedado
resuelta definitivamente: No me arrogo el derecho de hacer revolución, ni de matar.
Esto no impide que considere inocente a la masa del pueblo que en alguna parte mata
y estalla en miseria y rabia. Yo mismo no sería inocente si participara en ello, porque
estaría refutando uno de los pocos principios incondicionalmente santos que poseo…

Al señor P. A. Riebe, Charlottenburg

Sin fecha, 1931 o 1932

Querido señor R:
Su envío me sorprendió en Engadina. Un amigo me invitó a descansar aquí una
temporada y dentro de algunos días volverá a partir.
He leído su conferencia y me resulta difícil decir algo al respecto. Naturalmente
me ha gustado. ¿Quién no se inyecta de vez en cuando con agrado una dosis de
simpatía? Pero el punto de vista de su conferencia no es por supuesto el mío. Es el de
la defensa. Usted me protege de los individuos mediocres y de los alemanes
mediocres tontos, presuntuosos, insolentes, perfectamente prosaicos. Yo he
renunciado desde hace mucho a la defensa y a la justificación (que siempre siguen
significando pactar con los burgueses).
Lo que dice sobre los dos libros e interpreta en ellos es muy bueno. Yo no podría
decirlo mejor. En cambio veo de muy distinta manera las relaciones entre El lobo
estepario y Narciso y Goldmundo.
En Narciso y Goldmundo no se dice otra cosa que lo expresado en El lobo
estepario, sólo varía el ropaje.
El contenido y el propósito de El lobo estepario no son crítica de la época ni
ansiedad personal, sino Mozart y los inmortales. Mi intención fue acercarlos a los
lectores al entregarme yo mismo enteramente. Como única respuesta me escupieron y
recogí risas burlonas. Los mismos lectores que se rieron de El lobo estepario o lo
atacaron, quedaron encantados con Narciso y Goldmundo porque no se desarrolla en
la actualidad, porque no les exige nada, porque no expone ante ellos la ignominia de

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su propia vida y su pensar. Desde mi punto de vista ésta es la diferencia existente
entre los dos libros y que existe en el lector, no en mí.
La misión de El lobo estepario era, sin perjuicio de algunos dogmas para mí
«eternos», mostrar la falta de espiritualidad de las tendencias de nuestra época y su
efecto destructivo aun en el intelecto y en el carácter situado al más alto nivel.
Renuncié a los disfraces y me puse en evidencia yo mismo para poder brindar en su
real totalidad y con una autenticidad despiadada, el escenario del libro, el alma de un
individuo instruido con dotes muy por encima del término medio, que sufre mucho en
la época que le ha tocado vivir, pero que no obstante cree en los valores
ultratemporales. El lector alemán se ha divertido con los dolores de Harry y le palmeó
la espalda. Ese fue el resultado de tanto esfuerzo.
La misión de Narciso y Goldmundo fue infinitamente más simple y su lectura no
presupone en el lector cualidades elevadas. Aun un burgués mediocre puede
encontrarlo bonito.
El alemán lo lee, se solaza en él y sigue en su empresa de sabotear al propio
Estado, se introduce a tientas en aventuras políticas y sentimentalismos, sigue
viviendo su antigua vida de mentiras, una vida indecente y prohibida. No me hace
falta ser valorado ni rehabilitado por él. Se me antoja abominable y anhelo la
decadencia de ese tipo humano al cual pertenece el actual alemán del montón, sobre
todo el «intelectual».
Bueno, no pretendía de manera alguna criticar su bello y amable trabajo, tan sólo
quiero mostrar a través de mi respuesta que ha concitado mi interés y me ha
estimulado. Le doy las gracias.
Con mis saludos, suyo

A Georg Winter, redactor de «Kolonne», Dresde

Septiembre de 1932

Distinguido caballero:
Se me ha hecho llegar la revista en la que publicó usted la crítica de Viaje al
Oriente. Deseo agradecerle esta crítica y enviarle una breve respuesta pues ocurre
muy rara vez que un autor sea considerado y ubicado seriamente por una crítica. A mí
me ha sucedido sólo contadas veces en varios decenios.
Con una profundidad esencialmente mayor que todas las demás críticas, la suya
ha formulado el problema de mi pequeña obra desde el punto de vista donde en efecto
puede concebirse mejor su sentido paradojal (más aun bipolar). Dice usted: La

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genuina afiliación del autor al pacto decae a partir del momento en que intenta
escribir sobre el pacto.
Concuerdo con el resultado final de su crítica de una manera muy parcial, no sólo
por instinto de autoconservación, pero esta formulación de mi problema en su crítica
da exactamente en el blanco y este reconocimiento, la experiencia más rara de un
autor, me ha procurado tanto gozo que resolví manifestarle mi agradecimiento. Ahora
que ya lo he hecho, sólo quisiera añadir una palabra para justificar mi obra y mi
existencia.
Naturalmente, en el fondo tiene usted razón. Es imposible y está prohibido por
Dios meditar o escribir sobre las cosas primordiales. Estoy de acuerdo con usted en
que no debemos contemplar la literatura como un adorno del intelecto, del cual
podríamos prescindir, sino como una de sus funciones más poderosas.
En consecuencia, escribir o pensar sobre lo sagrado (en este caso sobre «el
pacto», o sea sobre la posibilidad y el sentido de la comunidad humana) está
prohibido en el fondo. Podemos interpretar de distintas formas esta prohibición y su
constante infracción por parte del espíritu: en forma psicológica, moral, o
biogenésica, por ejemplo como la prohibición de pronunciar el nombre de Dios, que
separa la etapa mágica de la humanidad de la razonable.
Por lo tanto, en el momento en que establece y censura en su crítica mi pecado
contra la prohibición original cuya infracción significa el nacimiento del intelecto,
adquiere usted —a mi modo de ver— un dejo de mala conciencia e insinúa que la
censurada falta del autor quizá pueda ser también la falta de su crítico. En efecto, en
el momento en que lee un libro para juzgarlo y en el momento en que escribe la
crítica comete el mismo pecado contra lo sagrado: en lo profundo de su ser sabe por
cierto que el respeto es la primera virtud del intelecto y que probablemente eso,
contra lo cual va dirigida su crítica, es al igual que su propio hacer dictado por el
intelecto y con intenciones serias, y no obstante debe cometer el pecado de la crítica,
debe rechazar, debe cometer la injusticia que reside en toda formulación rigurosa.
No quisiera que hubiera dejado de hacerlo o lo hubiese hecho de otra manera.
Pero sí, que al igual que yo lo hice motivado por su crítica, admita ante sí por un
momento que también su hacer, su juzgar es en el fondo innecesario y un pecado,
pero que la infracción de esta antiquísima prohibición es precisamente esa clase de
pecado que el espíritu debe asumir. Lo hace dudar no sólo del pacto sino de su propio
hacer, de su propio ser, lo hace realizar mil procesos mentales de conciencia
aparentemente inútiles entre la autoacusación y la justificación, le hace escribir libros,
es fatal y trágico —y está presente— es irresistible, es destino.
Mi obra, la confesión de un poeta que envejece, intenta como usted bien dice,
describir precisamente lo indescriptible, recordar lo inexpresable. Eso es pecado.
¿Pero conoce de veras una literatura o una filosofía que intente otra cosa que hacer
precisamente posible lo imposible, aventurarse a hacer precisamente lo prohibido con
sentimiento de responsabilidad?

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El único punto de su crítica que se me antoja impugnable y débil es aquel en el
cual alude a la existencia de problemas para los pensadores y poetas, que serían más
posibles, permitidos y correctos que el mío. Yo creo que sin contrición y sin el valor
para tal contrición, ningún autor debería atreverse a emprender la aventura de
escribir, ni crítico alguno a dictaminar sobre un autor. El hecho de que usted mismo
aluda a esta postura en su crítica, me hace confiar en alcanzar su comprensión. Por
este motivo le he escrito este saludo. No para justificarme, pero sí porque siendo tan
enormemente rara toda comunión, toda camaradería, aun un mero espíritu de cuerpo
en lo intelectual y más aun en la Alemania actual, uno se alegra de encontrar un
asomo de ello en alguna parte.

A la señorita E. K., Liebstadt

Octubre de 1932

Me ha enviado una carta extensa, la ha escrito no en mi beneficio, sino en el suyo


propio, pero de cualquier modo habrá pensado hacerme un honor. Por esta razón
quiero contestarle unas palabras…
… En la lectura de todos mis libros pasó por alto lo que reviste importancia para
mí y en lo cual creo. De lo contrario, no podría preguntar por ejemplo: «¿Cree usted
que el camino correcto hacia nuestro interior es el de apartarnos?». No creo que un
punto cualquiera del mundo pueda estar más o menos «apartado» que otro, ni creo
tampoco que seamos consultados en dónde queremos «colocarnos». Los problemas
aludidos en su carta también me preocuparon en años pasados, pero no guardan casi
relación alguna con aquello que realmente importa en el fondo.
En El último verano de Klingsor descubrió usted lo poético que echa de menos en
El lobo estepario. Pero en verdad ño lo supo encontrar allí. El lobo estepario está
hecho de manera tan concisa como un canon o una fuga y se ha convertido en forma
hasta el grado que me ha sido posible. Ejecuta y hasta baila. Pero el regocijo por el
cual lo hace, tiene sus fuentes de energía en un grado de frialdad y desesperación que
usted desconoce. No hay forma alguna sin fe, y no hay fe alguna sin previa
desesperación, sin previo (y también ulterior) conocimiento en torno del caos.
Por favor, no vuelva a escribirme.

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A un joven problemático

Fines de octubre de 1932

Estimado señor W.:


Su carta ha venido dirigida a una persona aquejada de trastornos oculares y
colmada de correspondencia, motivo por el cual seré breve, pero de todas maneras
considero un deber darle una respuesta porque su fama me resulta comprensible y me
he sentido aludido.
Mi contestación es: ¡Sí, dígase sí a sí mismo, a su segregación, a sus sentimientos,
a su destino! No hay ningún otro camino. Ignoro adonde conduce, pero lleva a la
vida, a la realidad, a lo candente y a lo necesario. Puede encontrarlo insoportable y
quitarse la vida, esta salida está expedita a todos, a menudo hace bien pensar en ella,
también a mí. Pero lo que no puede hacer es escapar de él por determinación, por
traición del propio destino y sentido, por adhesión a los «normales». No resultaría por
mucho tiempo y le ocasionaría una desesperación mayor que la actual.
Su otra pregunta: si la vida de la gente de nuestra condición, tan apartada, tan
anormal, tan sujeta a leyes distintas de las del mundo actual vale la pena y satisface a
quien la vive, es más difícil de contestar. No conozco ninguna respuesta a esta
cuestión, ni todos los días una nueva. Algunas veces pienso que todo cuanto anhelé y
en cuanto creí fue en vano y descabellado. Otros días, siento que yo y mi vida —a
pesar de lo difícil y penosa— nos justificamos como perfectos, más aun como
logrados y con esto me doy por muy satisfecho… por espacio de horas. Y siempre
que creo haber expresado mi fe en una buena fórmula, se me hace enseguida dudosa
y descabellada y me veo precisado a buscar nuevos créditos y nuevas formas. Ya esto
es tormento y aflicción, ya felicidad. Ignoro si en conjunto «vale la pena», y en el
fondo me es indiferente.
Bueno, por hoy es suficiente. Ya sabe cómo pienso y en verdad no sé que más
puedo decirle.

Al señor F. Abel, Tubinga

Mediados de diciembre de 1932

Muy apreciado señor Abel:


En este momento hace afuera un tiempo espléndido, demasiado hermoso para

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desperdiciarlo escribiendo cartas. Es uno de esos preciosos días de las postrimerías
del otoño, tan propios de nuestro paisaje. Por la tarde, las montañas que nos rodean
parecen de cristal e iluminadas al través. Pero sin duda habrá pensado con frecuencia
cuán poco cortés de mi parte es dejar pendiente de respuesta su carta durante tanto
tiempo. Por este motivo, no quiero dejar pasar el día de hoy sin escribirle. Mi mujer
me ha expuesto todo su trabajo en forma extractada y en parte me lo ha leído.
Conozco ahora toda su estructura, los puntos de vista, el acento, la moral de este
trabajo y este es el momento oportuno para decirle cuánto lo valoro y apruebo. A mi
juicio, no hay en parte alguna interpretaciones erróneas y me ha hecho bien esa forma
delicada y no distante, firme, con la que pone en claro que mi caso no se debe
resolver deteniéndose en lo patológico. La estructura de la obra en su totalidad me
parece excelente. Me causó gracia que un profesor haya sospechado en mí «sangre
eslava». ¡Qué precipitados son los profesores de hoy, en esta era de las teorías
raciales con sus errores de este tipo! No, por parte de mi abuela materna he recibido
sangre ítalosuiza, bastante poco a mi juicio pero en cuanto a las demás partes, los
orígenes no pueden ser más germánicos. Los alemanes del Báltico son de raza
purísima, y de mis antepasados (que estuvieron en el Báltico desde 1750
aproximadamente) ninguno tuvo sangre eslava ni contrajo matrimonio con mujeres
eslavas y ninguno hablaba ruso o letón.
También me ha complacido su aseveración en cuanto a que en ninguna parte de
mis obras se enseñan cosas antisociales. Hoy en día, con lo social, con el culto de la
comunidad y del colectivismo ocurre que los egoístas y los moralmente enfermos
buscan con más frecuencia y vehemencia evadirse en las teorías y vínculos sociales y
nos hacen aparecer sospechosos a nosotros, cuando en nuestra obra lo social, es decir
el deber de la subordinación y el ideal del amor están sobreentendidos (como lo
«moral» en la obra de Vischer Auch Einer).
El prolongado atraso de mi respuesta es imputable a la cura de reposo a la que
debí someterme en Baden y ella me demandó, junto con una breve visita a Zúrich,
cuatro semanas y media. Ahora, nos encontramos de nuevo en casa, y mi esposa le
envía sus saludos. Ha estudiado su trabajo con tanta minuciosidad, en parte me lo ha
leído y en parte explicado de manera tan esmerada que le hubiera deparado una gran
alegría verla.
Hace poco, me ha llegado de Nápoles un curioso manuscrito. Un italiano que al
parecer domina muy bien el idioma alemán y conoce todas mis obras, ha realizado
para sí mismo y sus amigos una especie de antología con comentarios de mis obras.
Es un pequeño volumen titulado Voci della poesía di H. H. Me ha parecido fantástico
y aleccionador verme en el espejo de una lengua y de una cultura extranjeras. Es un
trabajo concienzudo y a menudo está formulado de manera admirable. Ignoro si se
piensa en una publicación.
Mientras le escribo esto, ya se ha extinguido la claridad exterior y debo encender
la lámpara. Hoy, mi esposa ha ido a visitar a Emmy Ball, quien en enero volverá a

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abandonar el Ticino durante una prolongada temporada. Si visita a mi hermana en las
vacaciones, le ruego llevarle mis saludos.
Agradezco nuevamente su hermoso trabajo y formulo el deseo de que pronto
volvamos a vernos.

Al doctor M. A. Jordan
Respuesta a una carta abierta titulada «La misión del poeta».

1932

Distinguido doctor Jordan:


Ha llegado a mi poder su carta abierta encabezada con el epígrafe «La Misión de
un poeta» y halló eco en mí, pues es cordial y bien intencionada y aun cuando
supongo que es usted un católico militante, de manera alguna la siento como una
manifestación partidista. Creo que no lograremos entendemos sobre algunos puntos,
pues nuestros orígenes son harto diferentes, pero en cambio creo poder responder a
otros que juzgo importantes y aun cuando las respuestas no le satisfagan reconocerá
usted su sinceridad.
Aun cuando lo hago a disgusto, debo recordarle ante todo que su conocimiento
acerca de mi trabajo literario es harto fragmentario y su carta abierta se refiere de
manera muy específica a una parte aislada, no medular de mi labor; a mis ocasionales
artículos periodísticos. En algunos de estos artículos descubre usted expresado un
pesimismo que en última instancia encuentra irresponsable y lo comprendo. Desde mi
punto de vista, estos artículos ocasionales que se sirven a sabiendas y ex profeso de
esa forma que llaman «folletín», representan en primer lugar una parte intrascendente
de mi trabajo y en segundo lugar esas manifestaciones ocasionales, algo triviales, a
menudo coloreadas de ironía, tienen para mí un significado común: a saber la lucha
contra aquello que en nuestra publicidad llamo optimismo engañoso.
Cuando recuerdo de tanto en tanto que el hombre es un producto muy amenazado
y peligroso, cuando por momentos destaco lo deficiente y trágico de la humanidad,
precisamente allí donde estamos acostumbrados a tomar las cosas a la ligera y a la
vanidad (en el periódico), ésta es una parte pequeña en magnitud e importancia, pero
a pesar de todo consciente y responsable de mi actividad: la lucha contra la religión
europeo-americana adoptada por el hombre moderno y soberano que ha logrado
llegar hasta este nivel. Cuando recuerdo con especial énfasis el carácter dudoso de la
humanidad, esto es un grito de guerra contra la pueril, pero muy peligrosa vanidad
del hombre de la masa, carente de fe y discernimiento en su ligereza, su arrogancia,

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su falta de humildad, de duda, de responsabilidad. Las palabras de este tipo que he
pronunciado no van dirigidas a la humanidad, sino a la época, a los lectores de
periódicos, a una masa, cuyo peligro según mi convicción no consiste en falta de fe
en sí misma y en la propia magnificencia. A menudo, también he ligado a esta
advertencia general respecto a la futilidad de este híbrido humano, la exhortación
inmediata respecto a los acontecimientos de nuestra historia reciente, a la ignorancia
y la insensatez grandilocuente con la que marchamos a la guerra, a la aversión de los
pueblos como de los individuos de buscar en sí mismos la responsabilidad
compartida. Comprendo que estas manifestaciones, a las que tal vez precisamente un
sentido de la propia impotencia les da por momentos una particular rudeza
desesperada en la formulación, no resulte agradable a muchos. De manera alguna me
arrogo tampoco la pretensión de tener razón. Me sé cautivo en el tiempo y en mi
propio yo, pero no obstante responsabilizo en forma absoluta a esta parte de mi
actividad (como ya he dicho intrascendente) y en nuestro instante universal considero
que no es perjudicial sino bueno y correcto sacudir al hombre común de hoy en día en
la fe fanática que le merecen el nivel del progreso alcanzado, sus máquinas, su
modernismo ávido de placeres y aversión a las obligaciones. Por otra parte, a estas
exteriorizaciones vinculadas al tiempo y más que nada ocasionales, se oponen otros
trabajos míos, sobre todo mis novelas, y en ellas se le ha brindado mucho margen a la
problemática y a la tragedia de la esencia humana, pero en todas ellas también se
halla expresada la fe, no en un significado de nuestra vida y nuestras necesidades,
formulado de manera singular y dogmática, pero sí en la posibilidad que tiene cada
alma de comprender intuitivamente tal significado y de elevarse y redimirse al
servirlo. Y en un ensayo al cual puse un título muy parecido al de la carta abierta que
usted me dirigió, escribí sobre la misión del poeta en nuestra época lo siguiente:
«Nos asfixiamos en la atmósfera irrespirable ya para nosotros, del mundo de las
máquinas y de las bárbaras necesidades que nos rodea, pero no nos separamos del
todo, lo aceptamos como nuestra participación en el destino del mundo, como nuestra
misión, como nuestro examen. No creemos en ninguno de los ideales de esta época,
pero creemos que el hombre es inmortal y que su imagen puede curarse de toda
desfiguración, puede salir purificada de todo infierno. No ocultamos que el alma de la
humanidad está en peligro y se encuentra al borde del abismo, pero tampoco debemos
ocultar que creemos en su inmortalidad».
Quizá advierta una contradicción entre estas palabras y aquellas otras
declaraciones, más pesimistas, que usted deplora. Bueno, es posible. En verdad,
sucede que precisamente eso que exige del poeta en su carta abierta y para lo cual
invoca como testigo al «olímpico» Goethe, ese olímpico estar por encima no es mi
cometido. Tal vez sea cometido del poeta clásico, pero no es el mío. De ningún modo
siento el deber de disimular los abismos de la vida humana en general, ni de la mía
propia o hacerla aparecer como inofensiva sino reconocer, expresar y compartir el
sufrimiento y el ser atormentado hasta el límite de lo inhumano, precisamente en las

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formas que hoy presenta. Esto no es posible sin contradicciones y sin duda en mis
libros se encuentran algunas frases que están en contradicción con otras frases de
estos libros… Debo rendirme ante este hecho. La totalidad de mi vida y de mi obra
no se presentaría a quien intentara abarcarlas como algo armonioso, sino como una
lucha permanente en torno de un sufrir permanente pero no descreído.
Así llego al último punto sobre el cual quiero ser explícito y lograr que usted me
comprenda.
Postula que un escritor que ha ganado la confianza de muchos lectores tiene la
obligación de erigirse en su conductor. Confieso que aborrezco la palabra «Führer»
de la que hace uso abusivo la juventud alemana, pues necesita y exige un conductor
quien es incapaz de responsabilizarse y de pensar por sí mismo. En la medida en que
es posible dentro de nuestra época y nuestra cultura, el escritor no puede asumir este
cometido. Por cierto, debe ser responsable, por cierto debe ser algo así como un
arquetipo pero no evidenciando superioridad, salud, incontrovertibilidad (sin
modestia no sería posible para nadie), sino teniendo a través de la renuncia a la
conducción y la «sabiduría», la decencia y la valentía de no dejarse meter en el papel
de un sapiente y un sacerdote por la confianza de sus lectores, cuando en verdad no es
sino alguien que barrunta y sufre.
La circunstancia que mucha gente, sobre todo los jóvenes, encuentran en mis
obras algo que les inspira confianza en mí, se explica deduciendo que hay muchos
que sufren del mismo modo, luchan del mismo modo por hallar fe y un sentido,
dudan de igual modo de su época y no obstante intuyen llenos de veneración detrás
de ésta y toda época lo divino. Hallan en mí a un vocero. A los jóvenes les hace bien
ver a un individuo aparentemente acabado y desarrollado declararse partidario de
algunas de sus penurias y les hace bien a los que tienen dificultad para pensar y
hablar, hallar expresada una parte importante de lo que han experimentado, por
alguien que al parecer domina mejor el verbo.
Ciertamente, la pluralidad de estos jóvenes lectores no está satisfecha aún.
Quisieran tener no sólo un compañero de sufrimiento sino un «conductor», aspiran a
metas y triunfos inmediatos, anhelan infalibles recetas de consuelo. Pero estas recetas
ya existen. La sabiduría de todos los tiempos está a nuestra disposición y he señalado
a cientos y cientos de impetuosos jóvenes que me escribieron para oír ávidos la
última sabiduría de mi boca, las verdaderas y auténticas palabras, las imperecederas
de la China y la India, de la Antigüedad, de la Biblia y del Cristianismo.
No toda época, no todo pueblo ni todo idioma está destinado a expresar sabiduría.
No en todo siglo vive un iniciado que al mismo tiempo es un maestro de la palabra.
Sin embargo, todas las épocas y todos los pueblos tienen parte en el tesoro común y
quien pretende tener la sabiduría de todos los tiempos formulada en forma
absolutamente nueva y para su caso particular como consuelo para su dolor personal,
pondrá en la mano del hombre al que quisiera tener por conductor una autoridad y un
poder, como el que sólo puede conferir a sus ministros una verdadera iglesia. Mi

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papel no puede ser el del sacerdote, pues detrás de mí no hay iglesia alguna, y aun
cuando he tratado de dar consejo a millares de personas en cartas e indicaciones,
nunca lo hice como conductor, sino siempre como compañero de sufrimientos, como
hermano algo mayor.
Temo mucho que no nos entendamos y bien quisiera poder convencerlo, no del
valor ni de la categoría de mis ideas y de mi posición, sino de la necesidad, de la
inevitabilidad de mi situación. Los que se vuelven a mí, los que buscan en mí
«sabiduría» son, casi sin excepción, personas a las que no pudo ayudar ningún credo
tradicional. A muchos de ellos los orienté hacia los antiguos sabios y sus doctrinas.
También les recomendé con insistencia los escritos de algunos destacados católicos
contemporáneos. Pero la mayoría de mis lectores se me parece precisamente en su
necesidad de venerar a un dios velado. Quizá sólo sean los enfermos, los neuróticos,
los insociables quienes se sienten atraídos a mí y a mi obra; quizá el único consuelo
que algunos de ellos encuentran en mí no sea sino el de redescubrir sus propias
flaquezas y miserias en mí, un hombre de prestigio. No es de mi incumbencia
«decidirme» por un apostolado como usted demanda, sino realizar en el lugar que me
ha señalado el destino todo cuanto me sea posible. Forma parte de ello entre algunas
otras cosas no dar o prometer más de lo que tengo. Sufro bajo la miseria de nuestra
época, pero no me considero llamado a guiar a los demás para escapar de ella, estoy
dispuesto a recorrerla como a través de un infierno con la esperanza de hallar en el
más allá una nueva inocencia y una vida más digna. Pero no estoy en condiciones de
entregar ese más allá por un ahora y un aquí. Por esta razón, no creo que mi vida
carezca de sentido, que no me guíe una misión. El perseverar en medio del caos, el
poder esperar, la humildad ante la vida, aun cuando alarme por una aparente falta de
sentido, también son virtudes sobre todo en una época en que son tan corrientes las
nuevas elucidaciones de la historia universal, las nuevas orientaciones de la vida, los
nuevos programas de todo orden.
Creo por cierto, más aun, tengo la plena certeza de que un crecido número de
aquellos que se interesaron por mis obras durante un cierto tiempo y para quienes
fueron un estímulo, más tarde nos tuvieron que abandonar a ellas y a mí para no
confundirse. Otros acuden a llenar el vacío dejado por los primeros y yo les ayudo a
recorrer un tramo del camino a la hominización. Anhelo para los otros que sigan
avanzando, que busquen y encuentren compañeros más fuertes que yo, que se
aventuren por senderos más arriesgados. Yo debo quedarme en el mío por dudoso que
pueda parecerme a mí y a otros en estos momentos.

A un adolescente

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1932

… Es usted un joven que inquiere por sus deberes y sí le asiste el derecho de


preocuparse por su propia persona en lugar de hacerlo por el bien común y la patria.
En contraposición a todas las tendencias actuales puedo contestar a su pregunta
con harta exactitud:
Su deber es convertirse en una persona, en un individuo tan útil, bueno y seguro
de sus aptitudes como sea posible. Su deber es desarrollar una personalidad y un
carácter, nada más. Cuando lo haya logrado en la medida de sus posibilidades y lo
que le está señalado, vendrán por sí solos los cometidos en cuyo cumplimiento podrá
aquilatarse, a los cuales podrá dedicar todos sus afanes.
En la actualidad, se ha hecho costumbre en Alemania que los muchachos que aún
no se han convertido en hombres, que ni siquiera saben leer aún, se pongan una
chaqueta y una gorra, se declaren miembros de un partido y enseguida participen en
la vida pública. Gritan y tiran abajo a su patria, hacen de sí mismos y de su pueblo
objeto de la burla del mundo. Cada uno de ellos es un delincuente estatal, pues ha
eludido y traicionado el deber de ser alguien, de aprender algo, de convertirse en
hombre y aprender a pensar en forma independiente, para correr prematuramente y
con altanería tras cometidos que no le incumben.
La Alemania de 1950 será conducida por el puñado de hombres que hoy son aún
adolescentes, que no participan en este fraude, sino que están desarrollando su
personalidad calladamente.
Ya he dicho demasiado. Medite sobre estas cosas. Pero no se le ocurra iniciar un
intercambio epistolar. Yo no podría mantenerlo, ni decirle más de lo que hoy le digo.

A la señora E. L., Stuttgart

1932

… Sólo le contestaré en pocas palabras, tanto más cuanto que en varias de mis
obras he escrito a menudo sobre el mismo tema. Me es imposible repetirlo a cada
lector individualmente. Así pues, veo la cuestión de este modo:
Si va a votar hoy en Alemania, me tiene sin cuidado y si yo tuviera que votar
renunciaría a ese derecho. Ni los hombres ni los partidos se merecen que la nación se
desangre por ellos. Alemania ha omitido reconocer su enorme complicidad en la
guerra mundial y en la situación actual de Europa. No lo ha confesado (sin negar por
ello que también «los enemigos» tienen bastante culpa), ha omitido emprender en sí

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misma una depuración moral y una renovación de la conciencia (como aconteció en
Francia durante el proceso Dreyfus).
Alemania utilizó el duro e injusto tratado de paz para excusarse ante el mundo y
ante sí misma de toda culpa. En lugar de admitir dónde estuvieron sus yerros y
pecados, y enmendarlos, fanfarronea como lo hizo en 1914 acerca de la inmerecida
posición de paria que debió adoptar y echa a otros la culpa de todos los males, ya sea
a los franceses, a los comunistas, o a los judíos…
… En mi opinión aquellos que creen compartir la responsabilidad por el espíritu
de Alemania tienen que señalar una y otra vez a su pueblo el daño causado por ese
cáncer y alejarse por completo de la política actual. Por su parte, los otros alemanes
podrían ayudar a su pueblo si aspiraran en su trabajo y en su ideología a una mayor
corrección y responsabilidad en lugar de matarse a golpes entre sí y jugar a los
bandidos los domingos.
Ya es suficiente, la cosa es muy sencilla. No es menester que sigamos
chapuceando a cualquier precio y tratando de componer a la falaz república.
Nosotros, los pocos individuos pensantes, tenemos una misión harto clara: la de no
participar en el engaño y combatirlo, abogar por la sinceridad y la verdad y por lo
pronto boicotear tranquilamente la política. Todo el aparato político actual del Reich
debe ser desbaratado…

Al señor Adolf B., Berlín

Hacia 1932

El anhelo de «felicidad» de los brutos y de los tontos quizá no sea un estigma de


los elegidos. Quizá, todo individuo sienta envidia —aun cuando no todos en forma
igualmente consciente— de la felicidad de aquel a quien ve un escalón más abajo o
más arriba que él. Quizá toda vida envidie a la otra y a toda vida le parezca su propio
destino más pesado que cualquier otro. Lo ignoro, pero podría ser. Los dolores de
aquel capaz de envidiar a una turba de organizados, ebrios de nacionalismo por su
tonta felicidad me parece mucho más deseable que las convulsiones de un hitlerista
que por momentos se estremece debido a la borrachera partidista, percibe el
empireuma y se siente como un puerco, pues sospecho que esto es posible.
Pero no me propongo inclinarlo hacia una determinada fracción. Usted pertenece
—lo advierto— a los «elegidos», o sea a los individuos a los que está permitido o
impuesto dar a sus vidas un significado superior que el de la felicidad. Que esté
satisfecho o desesperado por ello, no altera la situación. Nunca más se librará,

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escuchará la voz una y otra vez, le resultará difícil no obedecerla y no lo hará feliz.
Su vivencia de la muerte es la misma que experimentó el joven Buda. El
espectáculo de la enfermedad, la vejez y la muerte fue lo que llevó en primer lugar al
gallardo príncipe Buda al camino que durante algunos años estuvo tan lleno de
tormento y luego se tornó luminoso bajo el árbol bo.
Su carta evocó en mí otro recuerdo literario. Me hizo pensar en ciertas sentencias
de Christoph Schrempf, un auténtico sabio a pesar de su exterior prosaico, y logró
encontrar dos de estas sentencias. Figuran en su libro «Del público enigma de la
vida».
La primera trata de la «vivencia demoníaca», o sea de la vivencia del ser
despertado o llamado, y dice así:
«La vivencia demoníaca no es placer ni dolor; está más allá del placer y del dolor.
Es agradable por cuanto todo dolor se pierde en ella; es espantosa por cuanto todo
placer desaparece en ella. Es experimentar la vida con el horror de la muerte».
La segunda, inserta en el mismo libro, reza:
«Cuando me molestan con el maldito deber de ser feliz, puedo vivir de manera
completamente aceptable».
Quizá estas frases tengan algún valor para usted. Si no es así, fue valioso para mí
recordarlas.

Al señor A. St., Jugendburg Freusburg, Sauerland

Hacia 1932

… Deseo un buen logro para su bello plan, pero no puedo contribuir a él con nada
serio. Yo no formo parte de los «conductores» y está lejos de mí todo anhelo de
influir o enseñar. Que no obstante mucho me ate a la juventud alemana y que aquí y
allá perciba en ella un eco es para mí más que un bello regalo.
Con Romain Rolland, a quien usted menciona, tengo amistad desde el año 1914,
época en que me descubrió accidentalmente como correligionario. He intercambiado
con él varias cartas y nos hemos encontrado repetidas veces, últimamente en mi lugar
de residencia: Montagnola, cerca de Lugano.
Lo que quise manifestar al referirme a Rolland y lo que nos separa a ambos de la
pluralidad de la juventud alemana, es nuestro total apartamiento de todo nacionalismo
al cual hemos reconocido durante los años de guerra como un sentimentalismo
retrógrado y uno de los mayores peligros del mundo actual. El país en el cual las tres
cuartas partes de la juventud presta juramento a Hitler y a sus frases insensatas nos es

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prácticamente inaccesible para una influencia directa, si bien el tiempo puede traer
cambios. Así como Rolland vuelve su antinacionalismo sobre todo contra sus
conciudadanos franceses, por los cuales se siente obligado a compartir
responsabilidades, del mismo modo siento yo particular aversión y hostilidad
respecto a la actual forma alemana de nacionalismo. El mentir negando toda
culpabilidad en la guerra, el imputar toda responsabilidad por la situación de
Alemania a los «enemigos» y a Versalles, crea a mi juicio en ese país una atmósfera
de estupidez política, mendacidad e inmadurez que mucho contribuirá al surgimiento
de una futura guerra.
Sin embargo, no vislumbro posibilidad alguna para una intervención directa. A
medida que me veo precisado a aprender a ahorrar mi tiempo y mis fuerzas, debo
volcarme en forma más reconcentrada en el tipo de trabajo que siento como aquel al
cual estoy destinado y que es en realidad un trabajo puramente artístico. Conservarse
austero y escribir un buen alemán en medio de la degeneración de nuestra lengua y de
nuestra literatura, destacar constantemente los principios de una sencilla humanidad y
realizar en medio de los programas de lemas mi propia labor con la mayor
responsabilidad y perfección posible, éste es mi único programa.
Muestre de esta carta mía a sus jóvenes amigos aquello que considere apropiado.
Y reciba mi gratitud por su saludo y su viva. Me han llenado de alegría. No me ha
sido dado ser adalid y dirigir la palabra a las multitudes, yo siempre le hablo al
individuo y a su conciencia. A la juventud quisiera decirle: Madurad y sed
conscientes de vuestra responsabilidad antes de preocuparos por el mundo y su
transformación. Cuantos más individuos haya capaces de contemplar el teatro del
mundo con serenidad y crítica, menor será el riesgo de las grandes estupideces de la
masa, sobre todo la guerra.

A Gottfried Bermann, Chantarella, St. Moritz

28 de enero de 1933

… Nada más puedo decirte acerca de lo que se quiso significar con El juego de
abalorios de lo que tú ya sabes ahora a través del prólogo y quizá esto además:
simplemente tengo pensado escribir la historia de un maestro en el juego de
abalorios, su nombre es Knecht y su vida transcurre alrededor de la época en que
concluye el prólogo. No sé nada más. Tuve necesidad de crear una atmósfera
depurada. Esta vez no fui al pasado o a lo fabuloso secular, sino edifiqué la ficción en
un futuro fechado. La cultura mundana de esa época será la misma que la de la actual,

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en cambio habrá allí una cultura intelectual en la que valdrá la pena vivir y ser su
siervo. Este es el ideal que quisiera pintar. Pero no hablemos más sobre el particular,
de lo contrario mataremos el germen. No hubiera debido comunicar nada al respecto,
pero no me arrepiento, pues me interesaba que tuvieras una noción de mi estilo de
vida y de mi hacer, de la latente productividad o como se lo quiera llamar. Dicho en
buen alemán y en forma lacónica: en el fondo me avergüenzo por mi prolongada
infecundidad y quise mostrarte que al menos había algo tras ella.
Será imposible mandar una copia a Fischer, como propones, porque no la hay.
Tan sólo existe un único ejemplar, el que tú leíste y el original que está en mi poder y
seguramente no conservará su forma actual. En ese prólogo sólo está delineado el
terreno y se obliga al lector a dejar a un lado el libro e introducirse en la atmósfera
limpia pero enrarecida en la que se desarrolla.
Se han agregado al borrador del prólogo algunos detalles, así como la locución en
latín del epígrafe, que naturalmente en una ficción (encontré al hombre que tradujo en
una bella versión latina, de perfecto estilo, el epígrafe inventado por mí, como salido
del magín de un autor ficticio. Este hombre es un viejo compañero de escuela y en
1890 ambos fuimos los mejores latinistas del colegio con un latín digno de encomio,
pero en la actualidad sólo él domina esa lengua. Yo la he olvidado en sus nueve
décimas partes).

A la editorial S. Fischer Verlag, Berlín


En respuesta a una consulta acerca de si en el texto: «… der Besucher aber blieb stehen, sah zu und räusperte
sich wie ein Redner, ohne doch etwas Deutsches herauszubringen» («… pero el visitante se detuvo, miró y
carraspeó como un orador, pero sin lograr balbucear algo en alemán»), no debía ir la palabra «deutliches» (claro)
en lugar de «Deutsches» (alemán).

30 de enero de 1933

Apreciados señores:
A pesar de todo quisiera dejar la palabra Deutsches. En Suabia, el pueblo emplea
constantemente deutsch y deutlich como sinónimos, con más frecuencia en el giro
Sprich deutsch (Habla claro) usado cuando alguien habla alemán pero de una manera
sinuosa y confusa. Esas muchas y bellas exquisiteces idiomáticas de la lengua viva se
están yendo al diablo, hoy con más rapidez que nunca. Nuestros nietos ya no podrán
hablar alemán. Pero trataremos de guardar en nuestros libros algún restito, aun
cuando a veces no sean entendidos del todo.

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Al señor H. Sch., Pohle en Oberlausitz

Fines de enero de 1933

… Considero que el verdadero efecto que un escritor ha de lograr en sus lectores


es que un pequeño número de ellos se encariñen con sus libros durante cierto tiempo,
luego los hagan a un lado, pero se lleven consigo un cambio, un afianzamiento, un
aclaramiento de sus vidas y de su carácter. Por el contrario, en mi caso el efecto es
que cientos de lectores descarguen en mí su crítica negativa o su aprobación, en la
idea que yo debería responder agradecido por la exhaustiva atención que me dedican
y por añadidura escribir miles de cartas…
… Llévese de El lobo estepario aquello que no sea crítica y problemática de la
época, a saber la creencia en el sentido, en la inmortalidad. En Viaje al Oriente son
los amantes y los sirvientes. Es lo mismo. Cuanto menos puedo creer en nuestro
tiempo, cuanto más envilecida y árida estimo a la humanidad, menos confronto esta
decadencia con la Revolución y más creo en la magia del amor. Callar en una cosa
acerca de la cual todos rumorean ya es algo. Sonreír sin animosidad acerca de las
personas e instituciones, combatir el déficit de amor en el mundo mediante un
superávit de amor en lo pequeño y privado, a través de acrecentada lealtad en el
trabajo, a través de mayor paciencia, a través de la renuncia a una venganza barata
contra la burla y la crítica: estos son diversos caminos que se puede recorrer. Me
alegro de que en El lobo estepario ya hubiera escrito: «El mundo jamás fue un
paraíso». No fue bueno antes y ahora se ha convertido en un infierno. Siempre y en
todo momento ha sido imperfecto y sucio y para ser soportable y valioso necesita del
amor, de la fe.

Al señor M. K., Düsseldorf

Enero de 1933

… En su última carta olvidó por completo lo que en realidad le impulsó a


escribirme la primera vez y aquello a lo cual reaccioné en mis dos contestaciones.
Fue su pregunta, acerca de si en El lobo estepario yo había intentado decir algo en
serio o si simplemente proponía un placentero aletargarse en la embriaguez del opio.

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Ha significado para mi una enorme decepción no haber logrado hacer entender a
través de mis libros y de mi vida que hablo en serio. Por ejemplo, me entero por su
última carta que también conoce el Siddharta. En consecuencia, al leer El lobo
estepario su impresión debió ser: este individuo, el que escribió Siddharta, dice ahora
notoriamente lo contrario.
Dado que con su pregunta sobre el «teatro mágico» ha puesto en duda toda la
seriedad de la vida y de las acciones, por la cual he cruzado por más de un infierno,
puse en mis respuestas un acento de burla en relación con su declaración respecto a la
seriedad con que usted toma su propio buscar y pensar. También en su última carta
vuelve a destacar con énfasis cuán incondicionalmente su generación (o la minoría a
la cual pertenece) «exige» que se tome en serio su búsqueda.
Según mi punto de vista esto no tiene sentido. Yo tomo en serio la búsqueda de
todo individuo, simplemente como hecho vital, le tengo a todo individuo un respeto
incondicional en tanto no se me muestre carente de valor. Llegué a ser tan ingenuo
como para presuponer como lógico lo mismo para mí y para mi trabajo, a saber que el
lector no me haga a un lado ni tampoco me brinde tanta confianza como para
atreverse a creer que es algo serio para mí.
Pero esta brecha entre usted y mi persona también es achacable a las edades. Para
usted, para los jóvenes, su propio ser, su buscar y padecer tienen con derecho esa gran
importancia. Para quien ya es viejo la búsqueda habrá sido un camino equivocado y
la vida un fracaso si no ha hallado nada objetivo, nada que se mantenga de pie por
encima de sus preocupaciones, nada absoluto o divino que venerar, a cuyo servicio
ponerse y cuyo servicio sea lo único que dará sentido a su vida.
Por consiguiente: tomo incondicionalmente en serio su búsqueda y su sufrir, y
deseo de todo corazón que el resultado de su búsqueda pruebe alguna vez ser
parecido al de la mía; no en las formas e imágenes a través de las cuales se expresa,
sino en el finalidad y la valoración para su propia vida.
La necesidad de la juventud es poder tomarse en serio a si misma. La necesidad
de la vejez es poder sacrificarse a sí misma, porque, por encima de ella hay algo que
toma en serio. No me gusta formular sentencias, pero creo firmemente que entre estos
dos polos debe transcurrir y desarrollarse una vida espiritual. Pues la misión, el
anhelo y el deber de la juventud es el devenir, y la misión del hombre maduro es el
deshacerse de sí, dejar de ser, o como lo denominaron otrora los místicos alemanes, el
«entwerden». Es menester haber llegado a ser un individuo completo, una verdadera
personalidad y haber sufrido los padecimientos de esta individuación antes de poder
ofrendar el sacrificio de esa personalidad.
El lobo estepario no es objeto apropiado para nuestra discusión, pues tiene un
tema que usted desconoce: la crisis en la vida de un hombre que frisa en los cincuenta
años. De ahí también las malas interpretaciones.
Ahora debo pedirle un momento de descanso. Mi correspondencia es muy nutrida
todos los días y aun cuando no cotizo alto mi tiempo, debo ser cuidadoso y no forzar

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mi vista. Quizá alguna vez volvamos a encontramos.
En el preciso instante en que me disponía a concluir se me ha ocurrido que tal vez
usted pudiera malinterpretar lo que digo del ser y el sacrificio, o sea como si yo
quisiera exponerlo así: como si hubiera terminado con este «entwerden» y con este
sacrificio, lo hubiera realizado ya, y me encontrara en alguna parte del más allá. Por
el contrario: yo lucho por ello, sufro por ello, a menudo también me defiendo de ello,
pero yo veo la meta y creo en el significado, así como Harry Haller cree en la
inmortalidad, además de creer en la música bailable y otras vanidades.

A Carlo Isenberg, Stuttgart

Enero de 1933

Querido Carlo:
Agradezco tu cartita. Fue para mí una alegría volver a oír tu voz. Y dado que el
viajar me resulta cada vez más difícil, quiero repetir lo que tú ya sabes. Si alguna vez
puedes y quieres venir aquí, serás bienvenido, ya sea tu visita breve o prolongada, ya
vengas a descansar o a trabajar. Solamente que no tenemos piano. Aquí no lo hay.
Sólo puedo responder mal a tu pregunta. Sin duda tienes razón acerca del
protestantismo. Cuando hablo de protestantismo, naturalmente me refiero a aquel que
conozco, a aquel que he experimentado y gustado y cuya decadencia y crisis estamos
viviendo. No tengo mucho sentido histórico y por ello carezco también de equidad en
el empleo de palabras tales como «protestantismo». La Iglesia sólo la considera
posible en la forma católica y como a pesar de todo no la pude aceptar para mí,
recorrí hasta el fin el camino del protestantismo como lo hicieron antes que yo todos
los genuinos protestantes, y de la manera más elegante Lessing y también Schrempf a
su manera.
Veo en verdad el clasicismo alemán en la música hasta Bach y con él, inclusive
Mozart. Goethe y Schiller, Herder y Lessing son nobles y bellos fenómenos, pero no
son clásicos, no han curvado el arco sobre una elevada herencia, ni podido erigir un
nuevo y serio ideal. Lo que Alemania tenía para dar al mundo después de la Edad
Media lo dio en la música. A veces, cuando trato de meditar acerca de lo que tengo en
mí del cristianismo, o dónde reside la última y pura representación de este
cristianismo, evoco indefectiblemente las cantatas y las pasiones de Bach. Allí y no
en la literatura, el Cristianismo fue forma por última vez. Y el hecho de que tú sigas
aún hoy sentado a las orillas de este río dedicado a la música sacra es a pesar de todo
un bello ministerio.

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En cambio, la situación respecto a Eckhart es la siguiente: Simplemente no lo
conozco bastante y en otros tiempos preferí buscar aquello que llaman «mística» en
las formas orientales más que en las cristianas, en especial en las alemanas. Puede ser
que el apartamiento de Lutero de ellas y su traición a la «Theologia deutsch» (que
considero como una traición a los campesinos) me hayan arredrado
inconscientemente. Tengo un Eckhart en alemán y quisiera leerlo de nuevo alguna
vez, pero ocurre que para la lectura de libre elección ya no tengo fuerza en mis ojos.
Este año no habrá nada que hacer en cuanto a esquiar. Esto me disgusta por un
motivo: a lo sumo me será posible esquiar hasta los sesenta años y de estos pocos
años que me quedan me duele perder uno. En compensación viajaremos en breve a
Baviera por corto tiempo a fin de visitar a nuestro oculista.
Addio, te saludo cordialmente

A la señorita Anni Rebenwurzel, Colonia

4 de febrero de 1933

Querida Anni Rebenwurzel:


Le agradezco su carta. No pude descifrarla en su totalidad, pero sí una buena
parte, y he leído y meditado todo con simpatía. En su momento, ya había sospechado
que el semestre de Colonia en el que tantas esperanzas había depositado quizá la
defraudaría. Aquella vez no agregué nada sobre el particular, salvo una alusión a que
su venerado profesor pertenecía a los nacionalistas extremos. Ahora parece haberse
sumado a esto algo más, pero es menester pasar por sobre estas cosas, usted como
cualquiera, y en todo caso es difícil para un espíritu joven, preparado para el servicio
y la acción, encontrar el lugar donde poder ubicarse realmente, servir y hacer obra.
Los mandatos, la organización y todos los demás conceptos y reglas coercitivas de la
sociedad, el estado y el dinero… se interponen por doquier como un obstáculo.
… No quiero endilgarle prédicas en relación con su carta. Yo también fui joven y
también para mí la palabra «luchar» tuvo una sonoridad jubilosa y noble —en 1914 el
mundo me obligó a meditar sobre el particular durante algunos años—. Pero «luchar»
es precisamente aquello que a pesar de otras formulaciones, la vincula con los nazis,
etcétera.
Al occidental, y en especial a su forma más tonta, desenfrenada y belicosa, el
hombre «fáustico» (es decir: el alemán que llenándose la boca ha hecho virtudes de
sus inferioridades) le gusta y elogia el batallar, reñir es una virtud para él y esto tiene
algo de pueril gallardía y emotividad. En tanto los gañanes se propinen palizas para

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gastar su exceso de acometividad y sangre u ocasionalmente se maten a golpes, no
pasará de ser un bonito deporte infantil, pero cuando hacen lo mismo las hordas
organizadas (léase los Nazis), esto adquiere ya un aspecto desagradable, pero la peor
forma del «batallar» es la organizada por el Estado, como la que estalló en el año 14
y la correspondiente filosofía del Estado, del Capital, de la industria y del individuo
fáustico de quien son invenciones todas estas cosas.
Desde que la «lucha» ha perdido para mí toda magia, todo lo no combativo, todo
lo noblemente sufriente, todo reflexionar en silencio se me ha hecho caro y de este
modo transité el camino del luchar al sufrir, di con el concepto de soportar, que de
ningún modo es negativo, el concepto de la «virtud», que desde Confucio hasta
Sócrates y el Cristianismo siempre ha sido el mismo. El «sabio» o el «perfecto» de
los antiguos escritos chinos es un tipo similar al «buen» hombre indio o socrático. Su
fuerza no reside en que está preparado para matar sino en estar preparado para dejarse
matar. Toda nobleza, todo valor, toda perfecta pureza y singularidad de la obra y de la
vida, tienen allí sus raíces desde Buda a Mozart.
Pronto hará tres semanas que estamos sitiados por la nieve. Ha alcanzado una
altura superior a un metro y todavía perdura aunque menos compacta y el sol brilla
día a día sobre su superficie. Nuestro clima es magnífico en estos meses de invierno.
No se diferencia del norte por un gran exceso de calor, pero sí por un gran exceso de
luz…

A un estudiante en Potsdam

Mediados de febrero 1933

He recibido su carta, pero lamentablemente no me aclara ni su situación ni su


interrogante. Sólo creo advertir que usted duda de sí mismo, porque se impone
exigencias particularmente elevadas. Este es el signo característico de los «elegidos»,
es decir aquellos de quienes puede salir algo. Sin embargo, es innumerable la legión
de los que se extinguen porque no logran encontrar el justo medio entre el yo y el
mundo. Para todo «elegido», es decir, el individuo llamado a un elevado grado de
individuación, los años de la juventud son difíciles porque la formación de la propia
personalidad aísla y acarrea luchas y dudas. Y más tarde se agrega otro peligro: el de
que precisamente los más dotados tienen mayor dificultad para salir de la confusión
de su propio yo y no pueden llegar a ninguna relación fecunda en el mundo.
Exteriormente no es posible brindar ningún consejo. Usted habrá de intentar
recorrer su camino. Usted habrá de renunciar o bien tratar de adaptarse precariamente

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a los demás, o en caso contrario tomar conciencia de que sus disposiciones no lo
llaman ni obligan a nada mediocre. Aun cuando todavía no vislumbre meta alguna e
ignore en dónde situará más adelante la vida a un individuo de su especie, debe tomar
en serio su persona y sus estudios y tratar de hacer algo por usted. Lo que nuestra
época necesita y exige no es una burocracia y una hábil laboriosidad, sino
personalidad, conciencia, responsabilidad. En intelecto, «el talento» es superfluidad,
en sí no significa mucho. Pruebe ver alguna vez su situación desde este punto, quizá
se le ocurran ideas que lo hagan avanzar.

A Ernst Rogasch, Colonia-Nippes

Mediados de febrero de 1933

… Su fantasía sobre los Karamasoff es recia y bella, si bien en mi sentir no


impulsa el problema, el cardenal que en lugar de teólogo es un intelectual y puede
hablar y pensar con tanta desesperación, por supuesto está al borde de la decadencia,
pero no da lástima por él, sino sólo da lástima lo mucho que nos cuesta librarnos de
él, que Cristo esté allí y no diga nada.
No es que yo desee que lo hiciera hablar. No, no debía hacerlo, nadie debe
hacerlo. Pero mientras el cardenal goza por última vez su versada inteligencia y su
cultivada desesperación, se nos hace repulsivo y nuestro corazón va hacia aquello que
está a su lado y que a través de él también nos contempla…
Su carta evidencia aflicción y desesperación, a lo cual sólo puedo aconsejarle:
¡Sopórtelas! No las evite. No se contente tan sólo con hablar. Pase por ellas. Lamento
que palabras mías (no sé cuales) le hayan deprimido. Quizá ve en mí alguien mucho
más fuerte de lo que soy en realidad. No tengo la intención de fingir ante usted y aun
hoy estoy expuesto a parecida desesperación, sólo le llevo una ventaja: más años y la
experiencia recogida en un largo camino, según la cual detrás de todo lo personal se
encuentra lo impersonal, lo divino, y no es sino allí donde surge la realidad y puede
vivirse la vida. A veces alcanzo un retazo de realidad, a veces la vuelvo a perder. Es
el sino del hombre y no nos debemos dar por satisfechos con ello, pero tampoco
reclamar esta coincidencia fatal como algo personal e individual. Nada más puedo
decir respecto a su carta.

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A la redacción del «Eckart», Berlín

Febrero de 1933

Distinguidos señores:
Acuso recibo de vuestra propuesta relacionada con una «mesa redonda». Sin
embargo, por principio considero un error que los autores no escriban aquello que se
sienten movidos a escribir, sino lo que las redacciones les encargan. El error reside en
la institución del autor intelectual que en primer lugar se vende ya sea por dinero o
por el incentivo de llamar la atención, y en segundo lugar siempre es capaz y está
dispuesto a responder a las «sugerencias» y dar rienda suelta a su sapiencia sobre el
tema que se le dicta. A esto se añade otro mal: las proposiciones como la vuestra
pretenden del autor que algo que una vez expresó bien y por necesidad, lo vuelva a
formular otra vez por una sugerencia casual (por lo tanto necesariamente peor). Por
supuesto, respeto la generosidad y la pureza de su intención, pero no puedo
complacerlo ni en esta ni en otra ocasión.

A Rudolf Jakob Humm, Zúrich

Mediados de marzo de 1933

… Comprendo el cambio de su posición y de su pensamiento. Conozco muy bien


el llamado que nos convoca a la masa y a participar en la lucha. Varias veces estuve
próximo a obedecerlo. Cuando fue lo de la Revolución alemana estuve de su lado sin
reservas… Además, tengo amigos en la izquierda y amigos íntimos en la izquierda
alemana. Yo también tengo las camas preparadas y mañana aguardo la llegada del
primer huésped escapado de Alemania.
Pero mi conocimiento sobre la injusticia de la situación y mi idea sobre un
cambio de la misma es otra cosa. Experimenté la guerra del catorce al dieciocho de
manera intensa y casi hasta el aniquilamiento, de modo que desde entonces tengo una
absoluta, inconmovible y clara noción: rechazo para mi persona y no apoyo ningún
cambio del mundo por la fuerza, ni el propugnado por los socialistas, ni ninguno
aparentemente deseado y justo. Siempre mueren los hombres equivocados y aun si
fueran los que debieron ser, no creo de manera alguna en el poder enmendador y
redimidor del sacrificio humano y veo en la derivación de las luchas partidistas en
una guerra civil, el poder de decisión, la tensión moral del «o esto, o…», pero

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rechazo la violencia. Sí, el mundo está enfermo de injusticia. Pero está más enfermo
aún por la falta de amor, de humanidad, de sentimientos fraternales. La fraternidad
que se nutre cuando marchamos por millares y cargamos armas, no me resulta
admisible ni en la forma militar ni en la revolucionaria.
Esto es lo que tiene vigencia para mí, para mi persona. Dejo que los demás tomen
su decisión, sólo espero que si me conocen, reconozcan mi posición como necesaria
para mí, o al menos bien fundada por mí y responsable…
… Yo también he dejado atrás caminos y cambios. Quizá sea el camino de un
Don Quijote, pero de todos modos es el de un sufrir y saberse responsable. Me ha
dado una conciencia muy sensible. Esto comenzó en 1914 (antes era inocua) y hoy
soy un solitario y «soñador» más consciente que nunca, lo soy a conciencia y no veo
en ello tan sólo un anatema sino un destino. Naturalmente, yo tengo mi forma de
comunidad y sociabilidad. Recibo al año millares de cartas, todas de gente joven, en
su mayoría por debajo de los veinticinco años y muchos vienen a visitarme. Son casi
sin excepción muchachos dotados, pero difíciles, destinados a una medida de
individuación por encima del término medio, desconcertados por las rotulaciones del
mundo normalizado. Algunos son patológicos, algunos tan excelentes que en ellos
descansa toda mi fe en la supervivencia del espíritu alemán.
No soy padre espiritual ni médico para esta minoría de jóvenes intelectos en parte
amenazados, pero vivos. Carezco para ello de toda autoridad y todo derecho, pero
hasta donde alcanza mi intuición robustezco a cada uno en aquello que lo separa de
las normas, trato de mostrarle el sentido de ello. No le aconsejo a nadie adherirse a un
partido, pero les digo a todos que si lo hacen siendo muy jóvenes aún, corren el
riesgo no sólo de vender su propio juicio a cambio de ventajas, a cambio de estar
rodeados de correligionarios, sino… (la frase fue interrumpida por la llegada de una
visita, la retomo de nuevo), sino les indico a cada uno, también a mis hijos en
particular, que pertenecer a un programa y a un partido no debe ser juego, sino tener
plena vigencia, o sea que quien transe por la revolución no sólo debe poner su cuerpo
y su vida a disposición de la causa, sino también estar preparado para matar, para
disparar, para empuñar ametralladoras y lanzar gases. A menudo les doy a leer a los
jóvenes la literatura de los revolucionarios de la izquierda, pero cuando se habla
sobre el particular y empiezan los improperios irresponsables de costumbre acerca de
los burgueses, el Estado y el fascismo (a los que por supuesto mandaría al diablo),
traigo a colación esa cuestión de conciencia: que es menester estar dispuestos a matar,
no sólo a matar a aquellos que conocemos y aborrecemos como criminales, sino a
matar a ciegas, a disparar sobre la masa. Por mi parte no estoy dispuesto a ello por
ningún motivo y me reconozco cristiano porque en caso de necesidad prefiero sin
duda alguna ser muerto que matar, pero jamás he tratado de influir sobre otro,
tampoco sobre mis hijos, acerca de la decisión a tomar en cuanto a esta cuestión de
conciencia.
Dentro de una hora espero recibir la visita de un conocido autor antifascista y

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mañana al primer fugitivo de Alemania. Las olas llegan hasta aquí también y puedo
sustraerme a ellas menos que en 1914… Sólo que ahora estoy más seguro de mi
conciencia personal.
… Tuve que realizar por última vez un nuevo examen de todo esto durante la
revolución alemana, cuando me ofrecieron allí una actividad. A pesar de toda mi
simpatía por Landauer, etcétera me quedé a un lado. Sigo estando aún en la misma
posición y a sus ojos tal vez sea estancamiento, pero para mí fue y es día a día vida,
cambio y examen.

A Thomas Mann

21 de abril de 1933

Estimado señor Mann:


He visto con gran satisfacción en el «Zürcher Zeitung» el artículo de Schuh, a
quien aprecio desde hace años, y pienso que también a usted le debe haber causado
una alegría.
Su actual situación me conmueve por diversos motivos. En parte quizá porque yo
mismo pasé por similares experiencias durante la guerra, lo cual tuvo como
consecuencia no sólo mi completa negativa a la Alemania oficial, sino también una
revisión de mi idea de la función del intelecto y de la literatura. Tiene usted motivos
muy distintos a los míos de entonces, pero me parece que tenemos en común una
vivencia psíquica, la de tener que despedimos de concepciones que mucho amamos y
nutrimos con nuestra propia sangre.
No me incumbe ni es mi deseo decir al respecto otras palabras que las de una
profunda simpatía. Yo también siento que su actual experiencia es diferente y más
difícil que la mía de entonces, en particular porque hoy cuenta usted más años que yo
durante la época de guerra.
Pero en medio de todo esto veo un camino expedito para usted y para nosotros: un
camino que conduce de lo alemán a lo europeo y de lo actual a lo ultratemporal. En
este sentido considero llevaderas la caída de la República alemana y las esperanzas
que puso en ella. Se ha derrumbado algo que no estaba del todo vivo y para el espíritu
alemán será una fecunda escuela erigirse de nuevo en abierta oposición a la Alemania
oficial.
Espero que pronto volvamos a vemos y también los niños.

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A Thomas Mann

Después de Pentecostés, 1933

Estimado señor Mann:


Estamos muy contentos de volver a saber de usted. Muchas gracias por su amable
carta. Lamento lo de Basilea. Yo mismo no sé bien por qué lo sentí como algo
próximo.
Con esa forma específicamente alemana de amor patriótico se están
experimentando en estos momentos algunos ejemplos curiosos y patéticos. Hay
judíos y comunistas exiliados, entre ellos algunos que en la posición colectivista de
un heroísmo sin sentimentalismo hicieron apreciables progresos y que en el presente,
obligados a vivir por un corto período en el extranjero y en la inseguridad, sufren
conmovedora nostalgia. Lo comprendo cuando pienso cuán difícil me resultó a mí
durante la época de la guerra y cuánto tiempo necesité para acabar en mí mismo con
la parte sentimental de mi amor por Alemania.
En casa se ha hablado y se habla a menudo y con cariño de todos ustedes. Desde
entonces tuvimos aquí muchas visitas, demasiadas, pero aun dejando a un lado las
demás simpatías, sentí hacia los menos igual parentesco que hacia usted en cuanto a
su relación con Alemania. También me he familiarizado a partir de la guerra con la
clase de agravios a usted inferidos, todavía leo de vez en cuando tales sones en las
gacetas literarias o del ramo editorial.
Debo confesar que en esta ocasión no vivo los procesos alemanes con tanta
intensidad como en aquel entonces, durante la guerra, ni me alarmo ni me avergüenzo
por Alemania. Por el contrario, me siento poco afectado, en verdad. Cuanto más se
convierte en lema la sincronización, tanto más íntimamente me aferro a mi fe en lo
orgánico y en la justificación y la necesidad de las funciones que son abominadas por
la conciencia colectiva. Ahora, en cuanto a si mis ideas y mis acciones son alemanas
o no, no tengo por qué juzgar. No puedo librarme de mi germanofilia y creo que mi
individualismo, así como mi resistencia y mi aborrecimiento contra ciertas actitudes y
frases alemanas, son funciones a través de cuyo ejercicio no sólo me sirvo a mí
mismo sino también a mi pueblo.
¡Los más cordiales saludos para todos ustedes! Hemos tenido una temporada muy
seca y estamos exhaustos de tanto llevar regaderas. Pero por fin ha caído una lluvia
torrencial y ya podemos pasear por nuestros arriates sin tener que avergonzamos. Dos
gatitos han venido a aumentar nuestra familia. Ninon se encarga por supuesto de
alimentarlos y prodigarles sus cuidados.
Con los mejores deseos.

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A Thomas Mann

Mediados de julio de 1933

Estimado señor Mann:


Su hijo Michael me ha enviado una amable carta y acompaño a ésta mi
contestación. Nuestras mujeres también han intercambiado misivas y ahora me
pondré a escribir yo también aun cuando en estos últimos tiempos hay bastante que
hacer. No obstante, pienso mucho en usted y últimamente no se aparta de mi
recuerdo. Una vez me lo recordó la historia de Fiedler en Altenburgo, de cuyo
proceso estará enterado. Luego, en una ocasión vino a visitamos Bruno Frank y habló
de usted con tanta belleza, conocimiento y veneración que fue un verdadero deleite.
Pensé con vehemencia en mi primer encuentro con Frank, alrededor de 1908. En
aquel entonces usted ya era para él su estrella y su modelo. Y así esto y aquello me
hace tenerlo presente. También algunas de nuestras pláticas han dejado resonancias
en mí.
Lamento que durante su visita no lograra vencer mi timidez y le hiciera conocer
el prólogo del libro que estoy proyectando desde hace dos años. Está escrito desde
hace un año y expone anticipadamente la actual situación intelectual de Alemania con
tanta exactitud que al releerlo estos días, casi sentí horror.
Tan pronto hubo partido, me propuse dedicarme de nuevo a sus obras, de las
cuales no volví a leer en muchos años Los Buddenbrooks y Alteza Real. Dado el
estado de mi vista, naturalmente todos los propósitos de dedicarme a la lectura son un
poco limitados, pero ya hemos resuelto la situación y desde hace algunos días Los
Buddenbrooks amenizan nuestras veladas. Mi mujer lee con dedicación y a menudo
su viva presencia nos acompaña toda la noche.
Esta vez mi papel en Alemania y su literatura es al menos más grato que el suyo.
Oficialmente, no se me ha molestado. En las proclamas donde se invita a la juventud
hitlerista a interesarse por los escritores alemanes, no me han incluido entre los
recomendados Kolbenheyer, ni entre los «literatos del asfalto», contra los cuales se
los previene. Esta vez se olvidaron de mí y yo lo aprecio pero sin olvidar que se trata
tan sólo de una omisión y cualquier día puede haber un cambio.
Se me antojan muy curiosas las cartas provenientes del Reich que me envían los
adictos al régimen. Todas están escritas a una temperatura de unos 42 grados,
ensalzan con palabras grandilocuentes la unidad, más aún la «libertad» que reinaría
hoy en el Reich y a renglón seguido escriben furibundos sobre la piara de católicos y
socialistas a los que les van a ajustar cuentas. Es ambiente de guerra y de persecución

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racial, gozosa y ebria. Estos son los sones de 1914, pero desprovistos de la
ingenuidad posible aún en aquel entonces. Todo esto costará sangre y algo más. Se
percibe olor a todo lo malo. No obstante, por momentos me emociona el entusiasmo
y la disposición para el sacrificio de ojos cerúleos que se advierte en muchos.
Ojalá las cosas le sean tolerables y podamos volver a vemos en un futuro no muy
lejano.
Le ruego hacer llegar mis saludos a su esposa y a Mädi.
Cordialmente suyo

A Adolf B., Rotenburg (Hannover)

28 de agosto de 1933

Estimado señor B.:


Es poco lo que puedo decir en relación con su carta. Conozco bastante bien el tipo
humano al cual pertenece usted, pero eso no significa que esté lejos de conocer al
individuo. De todos modos, veo claramente que está luchando con fenómenos de la
evolución que son absolutamente necesarios, en parte hasta naturales. Por ejemplo,
ese decaimiento de ciertos goces predilectos por el que a menudo pasamos en la vida,
lo he descrito muchas veces en mi calidad de narrador en Bajo las ruedas y Demian.
Esto no es motivo para quejas y temores, y se le suma también un estancamiento en la
productividad. En nombre de Dios, tómelo como lo que es: como una advertencia y
un reto a no considerarse acabado, sino a cargar con los dolores de nuevas fases
evolutivas. Usted, el teólogo, carece aún de piedad. No se la tiene en la juventud,
viene con los años, pero puede aspirar a ella. Deje que la cuestión acerca de su
talento, de su productividad, sea puramente biológica, y piense que en la vida de todo
artista el soportar y la fecunda superación de las crisis de productividad que se
prolonga a menudo varios años, forman parte de lo más penoso pero también de lo
más instructivo.
Cuídese de considerar su vena literaria sólo como una profesión, como un asunto
de su vida exterior, de su carrera. Nada sería más pernicioso. Acepte tranquilamente
la ausencia de producción, pensando que también hay temporadas en las que no se
sueña y absténgase de arrastrar estos procesos al dominio de la conformación racional
de la vida. Su productividad, como la mía y la de cualquiera, es una gracia, nada más,
y no podemos hacer nada al respecto. Pero sí podemos causar daño si pretendemos
arrebatarla del dominio de lo maravilloso.

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A la señora Br., asesora de estudios, en estos momentos en Lugano

25 de setiembre de 1933

… Comprendo y apruebo que un individuo exija mucho de sí mismo, pero cuando


hace extensiva a otros esta exigencia y convierte su vida en «lucha» en pro del bien,
debo reservarme mi juicio, pues para mí la lucha, la acción, no tienen valor alguno.
La oposición no me merece la menor estima. Creo saber que toda intención de
cambiar el mundo conduce a guerras y violencia y por ello no puedo afiliarme a
ninguna oposición, pues no apruebo las últimas consecuencias y no considero
enmendable la injusticia y la maldad sobre la tierra. Lo que sí podemos y debemos es
enmendamos a nosotros mismos: nuestra impaciencia, nuestro egoísmo (también el
intelectual), nuestra susceptibilidad, nuestra falta de amor e indulgencia. Todo otro
cambio del mundo, aun cuando se origine en las mejores intenciones lo considero
inútil, por esta razón tampoco tengo relación alguna con partidos o publicaciones
opositoras y lamentablemente tampoco puedo darle consejo alguno en este sentido.
No quisiera ejercer con mis palabras crítica alguna acerca de su posición. Respeto
toda intención seria, pero mi propia posición es completamente diferente. Sería
absurdo no expresar esta idea con toda claridad.
Para una persona de su posición consideraría lo mejor tratar de buscar en alguna
parte un trabajo positivo, constructivo, útil, aun cuando debiera suceder so pena de
sacrificios y concesiones. Esto es lo único que me parece digno de anhelar. Aun
cuando en esta época se haga necesaria, no creo que la lucha intelectual contra la falta
de libertad y la violencia sea una actividad capaz de alentar y procurar felicidad a un
individuo sufriente.

A Josef Englert, Fiésole

29 de setiembre de 1933

… Por desgracia, conozco desde hace mucho la triste mentalidad de los judíos
alemanes. Su conducta respecto a los judíos eslavos ha sido una traición y una
ignominia desde mucho antes de la aparición de Hitler. Si no fuera una irreverente

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brutalidad respecto a su situación actual uno estaría tentado de decir que «lo tienen
bien merecido», pero no debemos olvidar que tanto los judíos como los alemanes
tienen junto a su mayoría bruta, estúpida y cobarde, una minoría fina, sabia y
valiente, por pequeña que sea. La sola existencia de una persona como Martin Buber
constituye un consuelo y una dicha. En sus últimas obras y en su comportamiento ha
alcanzado desde hace años una gran pureza, claridad y seguridad en cuanto a su
posición.
En su calidad de judío y para la pequeña minoría de los judíos intelectuales se ha
convertido en la actualidad en acumulador y fuente de energía, no se ha amoldado en
un solo paso ni a la manera alemana ni a la cobarde judío-alemana.
Estas pequeñas minorías y focos de espiritualidad y piedad son aquéllas con las
cuales comparto una viva complicidad, con las cuales me agito, soporto y trabajo en
silencio. Por ejemplo, en la pequeña esfera vital de mi persona, mi vínculo con
Alemania me es confirmado casi a diario por las cartas de los lectores, en particular
lectores muy jóvenes que se dirigen a mí con una inseguridad a menudo malsana,
pero la mayoría de las veces con una confianza conmovedora para buscar en la crisis
de sus vidas alguna confirmación o enmienda. Estas cartas, desde hace veinte años la
única prueba real del sentido de mi existencia y de mi trabajo, aunque al mismo
tiempo mi diaria carga y tormento, estas cartas de los jóvenes lectores alemanes no
han cambiado en nada desde marzo de 1933, ni siquiera han mermado. Ahora como
antes, esos sectores de la juventud a los cuales les resulta imposible el rápido dejarse
absorber por la masa y el uniforme, pelean su batalla por la luz y el espíritu, a lo cual
se suma a menudo la más amarga miseria material. Los desocupados leen en las
bibliotecas gratuitas un libro que los cautiva, empiezan a reflexionar, buscan el
camino hacia el autor, tal vez lo abandonan enseguida porque no pueden considerarlo
como consejero o modelo, sino sólo como el instigador. En este puesto, el de vocero
de una pequeña minoría de individuos que luchan por dar un sentido e imponer una
meta a sus vidas, en este puesto estoy ligado ahora y siempre al pueblo alemán y
tengo en él una función. Algunas de estas personas vienen hasta Montagnola para
verme. Se presentan aquí un buen día, platican conmigo una hora o medio día, llegan
a pie o en bicicleta y al igual que las cartas me procuran alegrías y preocupaciones y a
la larga esto se convierte para mí en una responsabilidad que aumenta lenta pero
constantemente, una responsabilidad que a veces me oprime, otras me sostiene y
alegra.
Por otro lado, muchos de mis amigos no entienden que no tome partido, que no
me afilie a Alemania ni adhiera a la oposición. A menudo, me asalta el deseo de
decidirme por esto último, pero sólo por un fugaz instante. ¿Para qué las protestas?
¿Para qué los artículos festivos sobre Hitler y sobre el talento de los suboficiales
alemanes? ¿Qué me importan? Nada puedo remediar. En cambio puedo ayudar un
poco a aquéllos que, a semejanza mía, sabotean con sus pensamientos y sus actos y
forman islas de humanidad y amor en medio del caos diabólico y la masacre. Querido

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amigo, mucho me hubiera gustado hablar con usted. Me depara una gran alegría saber
que en su manera enérgica que tanto me gusta, ha vuelto a la actividad en medio del
infierno y ha intervenido personalmente y creado cosas buenas.
Ahora, le saludo de todo corazón como también a su esposa e hijos y les deseo
aunque sea por última vez un hermoso y benigno otoño en Fiésole.

A Thomas Mann

Fin de 1933

Querido señor Thomas Mann:


Hace ya bastante tiempo que hemos concluido la lectura del Jaacob… Ahora
quisiera agradecerle al menos el gran placer que me deparó este libro. Son muchos
los detalles que me embelesaron, pero en particular deseo mencionar la regularidad y
la continuidad que en éste como en libros anteriores me llenaron de gozo y emoción,
la densidad de la trama, la fidelidad de la intención hacia el todo y hacia la forma
magna. Además, en medio de la moderna concepción de la historia y de su
descripción, está la callada ironía levemente melancólica que se me ha hecho cara
hasta en el más mínimo detalle y con la cual contempla usted la problemática de la
historia y el afán de relatar, sin declinar sin embargo ni por un momento, en el
esfuerzo en torno de esta historiografía reconocida en el fondo como imposible. A mí,
que en muchas cosas estoy formado de otra manera y provengo de otros orígenes, me
resulta particularmente simpático y familiar esto de emprender lo imposible, tomar
sobre sí lo trágico de manera activa. Por añadidura, este libro llega con su calma en
un momento oportuno, en una época ornada con estúpidas actualidades. Y sus figuras
son mucho más reales, probables y acertadas que las del escenario del mundo. No
habrá lector alguno que no sienta el encuentro con su Laban como una excitante
relación personal.
En la medida que me lo permite la vista, leo biografías de pietistas del siglo XVIII
y en realidad ya no sé lo que es la productividad. Entretanto, cuanto más se aleja de la
posibilidad de su materialización la idea del proyecto trazado hace dos años (el del
juego intelectual matemático-musical) va adquiriendo en la imaginación la forma más
bonita y acabada de una obra de muchos volúmenes, más aun de una colección.
Nuestra región está toda blanca. No deja de nevar y garuar. Por favor, transmita
mis saludos a la señora Mann, a Mädi y a Bibi y acepte nuestros buenos deseos para
el Nuevo Año.

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Al señor A. H., Pforzheim

Hacia 1933

Estimado señor H.:


… Usted está en vías de desarrollar una personalidad, y por cierto deberá seguir
por ese camino aun cuando el mismo lo lleve realmente a la locura o al suicidio. No
tomo muy en serio estos dos riesgos. En ciertos casos no son riesgos, sino el final
absolutamente correcto de una carrera, y no de la peor.
Sólo tomo en serio al hombre como individuo, como persona y según parece el
camino a él es hoy más difícil de lo que fue en tiempos de mi juventud. Por lo demás,
no ha cambiado su significado ni tampoco su rostro, pues los destinos propiamente
humanos apenas sufren transformación con el correr de los siglos.
Lo que ha cambiado son sólo los atractivos que hoy quieren inducir al hombre a
abandonar prematuramente el difícil camino hacia el propio yo para entregarse a una
comunidad, a una meta en apariencia elevada y noble. Como he podido ver, en usted
estos atractivos no se han presentado en la forma grosera de los programas políticos y
los ideales ficticios, ha evolucionado demasiado en su calidad de persona para ello.
Sin embargo, en su dedicación se inclina por las pequeñas comunidades más
idealistas: a los vegetarianos, los emigrantes, los reformadores de la vida, etcétera.
Aun cuando los ideales de estas comunidades sean en sí nobles y buenos, o no,
constituyen un peligro para los individuos jóvenes de su clase, a saber, estas pequeñas
comunidades ideales quieren formarlo y darle un cuño antes de tiempo, educarlo y
encasillarlo. Tampoco debe escapar de ese peligro y quedarse solo, pero sí pensar en
todo momento que su completo valor humano no lo alcanzará ni será eficaz sino
cuando haya desarrollado verdaderamente su personalidad, su carácter, en la medida
de sus posibilidades. En consecuencia, habrá de guardarse de tomar enseguida los
ideales y las metas de tales comunidades y sus conductores con la misma seriedad
que su propia realización. Si sirve de algo, más adelante subordinará seguramente su
persona a fines más elevados y humanos, pero sólo cuando haya alcanzado el grado
de humanización posible en su caso. Por lo tanto: no atribuya demasiada importancia
a los programas o contenidos ideológicos de las ligas o comunidades, pero tome en
serio a los conductores que le salgan al encuentro y no los abandone sino cuando
sienta claramente que ya no les debe dar nada ni está sometido a ellos. Usted debe
probarse y medirse no según las ideas generales, sino según los hombres, los
«conductores», aquéllos que en principio son superiores a usted como personas y si
de ello surgen desesperación y deseos de suicidarse, no le arredren tales cosas,

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marche sobre el infierno, es superable.
No puedo decirle más, no logro ver más a través de las páginas que escribió. Lea
unas cuantas veces seguidas estas líneas mías, luego olvídelas tranquilamente y
permita actuar tan sólo lo que deje algún aliciente y estímulo.

A la señora Berta Markwalder, Baden

Otoño de 1933 o 1934

Querida señora Markwalder:


Le agradezco por su amable carta que me causó gran alegría. Naturalmente, la
visitaré con mucho gusto, pero no podrá ser antes de noviembre. En octubre, mi
esposa tomará vacaciones. Este año se las ha ganado porque hemos tenido y tenemos
aún nuestras preocupaciones y porque este año hemos recibido un número
extraordinario de visitas y huéspedes. Además, en octubre me espera mucho que
hacer en la casa y el jardín y aguardo la llegada de uno de mis hijos. Pero en
noviembre, tendré sumo placer en anunciarle mi visita.
También llevaré conmigo lo que usted desea, mucho espíritu conciliador. Querida
señora Markwalder, en su carta dice algo que no es exacto: señala que yo habría
estado «constantemente entre los enemigos de Alemania». ¿Por qué afirma semejante
cosa? ¿Acaso porque a menudo fui un adversario de la política alemana? Pero un
pueblo no tiene meramente política, también tiene alma, su cultura, su paisaje, su
idioma, su historia y sus recuerdos, su herencia de espíritu y arte. Desde que vivo, he
tenido parte en todo ello con el trabajo de toda mi vida, como escritor y como crítico.
Desde hace muchos años la mitad de mi labor ha consistido en responder y leer las
cartas que recibo de Alemania, en su mayoría de gente joven que viene a mí con sus
aflicciones, sus esperanzas, ideales y dudas. Quisiera no haber hecho todo este trabajo
a menudo muy gravoso y lleno de responsabilidad, para ser visto a la postre como un
«enemigo de Alemania». Las cosas no son así. Y si alguna vez desapruebo —como
usted misma también lo hace— los actos de insólita crueldad y demencia del régimen
actual (tal como lo hice en épocas del emperador, antes de la guerra), mi conducta no
debe adscribirse a hostilidad sino a amor. Un pueblo no tiene pensadores, poetas y
literatos sólo para que lo alaben y lo estimulen en todos sus caprichos y sus vicios.
Esa sería una interpretación errónea de nuestra misión. En resumen, en mí no hallará
a un germanófobo.

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A Wilhelm Gundert, Tokio

11 de febrero de 1934

… He optado por el silencio y una posición neutral respecto a los acontecimientos


políticos del año. Desde hace veintidós años vivo en Suiza, soy ciudadano suizo y
como tal no alimento un gran nacionalismo. Probablemente estés en lo cierto cuando
expresas que en estos tiempos es menester «estar junto a su pueblo», pero hay
muchas maneras de hacerlo. Uniéndose al vocerío durante los grandes alborotos,
aportando nuestro odio en las persecuciones contra los judíos y los intelectuales,
contra el cristianismo y la humanidad, se presta muy poco servicio al pueblo. Para «el
pueblo» las «grandes épocas» son siempre las del odio y la disposición para la guerra.
Nosotros, los intelectuales, debemos callar en tanto sea posible, aun cuando con tal
actitud no nos hagamos querer y debemos estar junto al pueblo, no en favor de sus
pasiones, rudezas e iniquidades.
En el ínterin, tal vez hayas recibido mi poesía «Credo». Es una confesión de fe en
una formulación bastante aguda, bien alejada del «cristianismo alemán» de estos días
que desconoce el primado del espíritu, porque está ebrio de creencias «raciales»…

Al señor S. Hohenberg (Sajonia)

Mediados de febrero de 1934

… Temo que aún no se ha llegado al nivel más bajo y que el arte y la literatura
habrán de pasar hambre aun durante un tiempo. Sin embargo, esto no impide que
hagamos fecundos los sufrimientos que de ello emanarán y que nos reservemos y
ofrendamos al futuro. Aparentemente, también nos queda abierto el otro camino:
pasar por alto el momento trágico y perdernos de alguna manera en la masa. ¿Pero
nos estará realmente abierto, y nuestra renuncia a él será realmente nuestra proeza y
nuestra virtud? Presumiblemente, cada uno de nosotros recorre su camino mucho
menos libre de lo que a él le parece. Por esta razón es bueno para los señalados saber
de camaradas y sentirse incluido en las filas de los creadores y sufrientes que
marchan por la historia del mundo.
Esta es nuestra comunidad de los santos, forman parte de ella tanto el pobre

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Villon y el pobre Verlaine como Mozart, Pascal y Nietzsche. Ya no sé más qué decir
por hoy…

A la señora Johanna G., Cernauti

Mediados de febrero de 1934

Querida doctora G.:


Agradezco su carta. Conozco a Buber a medias y apenas he tenido contacto
personal con él. Si lo cuento entre los judíos que están en una relación muy próxima,
estrecha y fatal respecto a Alemania, lo hago por buenas razones: Buber pasó por la
escuela rabina y también por la escuela filosófica alemana (al menos una de ellas:
Simmel). Además, se casó con una alemana, publica desde hace decenios sus obras
en Alemania y last not least escribe un alemán mejor que el de la mayoría de los
alemanes.
El «judío alemán» al cual se refiere en su carta, o sea el judío sin tradiciones ni
religión, el judío que se acomoda a los negocios y a la cultura, que quiso saber tan
poco de la Biblia y del Talmud como de sus hermanos del este más pobres y
amenazados, este «judío alemán» me da lástima porque está en una situación difícil,
pero no me interesa para nada. Lo compadezco, pero lo considero un fenómeno
transitorio de corta duración. Se da desde fines del siglo XVIII y pronto asistiremos a
su decadencia, porque los judíos alemanes que sobrevivan deberán volver de alguna
manera al judaísmo, ya sea al ghetto alemán o al judaísmo político y rumbo a
Palestina o bien al genuino, eterno judaísmo espiritual de la Biblia y del Talmud. Este
camino está abierto a todo judío aun en medio de la miseria y la persecución. Al
hacer referencia a Buber, mi propósito era señalarle ese camino, nada más.
Sé bien cuán penoso es perder la patria, pero de estos padecimientos pueden
surgir cosas buenas, tal como las engendró Buber, el judío del este, objeto de las
burlas y las sospechas en medio de sus hermanos alemanes que no lo entendieron ni
valoraron. Si las actuales persecuciones de los judíos tienen algún sentido, es éste:
señalar a los más valiosos entre los judíos lo indestructible, lo espiritual y divino de
su origen y de este modo servir al espíritu, aquí en la tierra. Los judíos alemanes
mediocres, bien adaptados del pasado cercano, eran gente agradable y culta, pero no
sabían nada de la miseria, tampoco de la espiritual y por esta razón no fueron
realmente fecundos espiritualmente. A través de la actual aflicción alguno puede
llegar a serlo. Recordarlo era la intención de mis líneas acerca de los libros judíos.

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A un estudiante de teología

17 de marzo de 1934

Estimado señor:
En su calidad de teólogo no está bien debatirse en la incertidumbre acerca de
dónde se encuentran los valores y dónde buscar consuelo. Y tampoco está bien que
espere de mí que a través de una apología de mí mismo le ayude a no serme infiel. Es
mejor que sea infiel, recorra el camino de la época del espíritu al poder, de la fe en el
espíritu a la fe en los cañones y tenga la plena certeza de que ninguno de todos los
buenos espíritus del pasado aprobará su camino. Es más fácil transitar por él que por
el nuestro, se puede lograr sin el «cansancio» que le molesta en mí y que se remonta a
algunos decenios de luchar por el espíritu contra el poder brutal. Vivía en Gotinga un
estudiante de teología, el señor Adolf B., autor de poesías muy bellas. Si lo conoce
salúdelo de mi parte y hable con él, pues yo no puedo darle lo que usted desea.

A Max Machhausen, Colonia-Ehrenfeld

Junio de 1934

Distinguido señor Machhausen:


Agradezco su carta. Me ha complacido y creo comprender su origen…
Usted habla de Scheler y de Ball. A Scheler lo conozco apenas de oídas, no he
leído ninguno de sus últimos escritos, pero guardo de él un pequeño recuerdo
personal. Durante la guerra, en 1915 o 1916, estuvo en Berna y vino a visitarme dos
veces. Por su persona no me resultó antipático, pero advertí en sus manifestaciones
un alto grado de nacionalismo. Al comenzar la guerra escribió también un libro en el
cual glorifica el nacionalismo. La obra tenía sus dosis de fascinación, y en aquel
entonces, por el año 1916, encontró en mí enconada oposición.
Hugo Ball también vivió cierto tiempo cerca de mí, en Berna, durante la guerra,
pero sin que supiera de él ni conociera su nombre. Formaba parte de un pequeño
círculo radical de antibelicistas, y si bien conocía mi nombre no me consideraba
entonces sino un ridículo novelista sentimental y burgués. Mas tarde a partir de 1919

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aprendimos a conocernos mejor. Ambos habíamos llegado a Ticino en calidad de
fugitivos después de una existencia más o menos malograda. Fue mi amigo y durante
varios años mi contacto más cercano. Nuestra amistad nos unió más y más hasta su
muerte. Su sepultura está cerca de mi casa, su viuda aun mantiene conmigo vínculos
amistosos. Ball contribuyó mucho a mi conocimiento del pensamiento católico y yo
le transmití algo de la sabiduría india y china. En sus últimos años fue un católico
ortodoxo y aun cuando lo contradecía a menudo y no ocultaba mi escasa simpatía por
el clero, me cautivó en particular y conquistó mi corazón por su disposición a ofrecer
el sacrificio del intelecto, por su intento heroico de realizarlo y porque la realización
del ideal romano en la vida privada se le antojaba más importante y sagrado que todo
edificio ideológico. Eran todos herejes quienes le acompañaron hasta su última
morada y yo también caminé tras su ataúd con un largo cirio bajo la lluvia, en medio
de la tempestad, hasta la iglesia de San Abbondio.
La lectura de su carta hizo que este recuerdo aflorara en mí. Es joven y para usted
aquello que busca se le presenta como «nuevo», vivir una nueva manera, una nueva
especie de espiritualidad y humanidad, pero para mí, que me encuentro en la
senectud, lo «nuevo» carece de hechizo y no obstante creo que lo que usted anhela es
lo mismo que anhelo yo, pues la meta de todos los sueños e ímpetus del hombre
siempre es nueva. La elevación del hombre está siempre y por doquier en
contraposición a lo acostumbrado, a lo profano, a lo rutinario. Los jóvenes y los
creyentes siempre consideran fariseos a aquellos que pertenecen a órdenes y credos
ordenados y de formulaciones acabadas. Y así creo también que la selecta minoría y
óptima fuerza vital del Cristianismo siempre se encuentra en aquellos para quienes lo
formulado amenaza perder sabor. Creo asimismo que los anhelados «nuevos» órdenes
sólo son los viejos, y que las viejas formulaciones recuperan su hechizo actual en la
medida en que el buscador está dispuesto a admitir la fórmula como símbolo.
Si alguna vez visitara el Mediodía y tuviera contacto con nuestra región quizá
podríamos vernos. En estos momentos es casi imposible mantener una disputa por
encima de las fronteras. Le deseo todo lo mejor.

Al doctor M. Sp., Charlottenburg

23 de junio de 1934

Distinguido doctor:
Le agradezco sus líneas. Me pregunta si no me ha «echado a perder el humor». Le
confieso que no había nada que echar a perder. Quien vive en el infierno y vive

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consciente en él no puede tener buen humor. Por esta razón considero también
superfluas las discusiones sobre nuestros puntos de vista. La vida es demasiado breve
y muy difícil. Tenemos otros deberes que cumplir.
Me abstendré de cualquier manifestación sobre cuestiones judías ya sea en pro o
en contra. Espero de ello sosiego para usted y para mí un cierto descargo, pues al fin
y al cabo yo también soy un ser humano y me asiste en realidad el derecho de todos y
cualquiera de sentirme ofendido por los reproches duros e injustos.
Por lo tanto, le ruego desista de escribirme la carta proyectada. Reconozco a los
judíos en conjunto, así como en forma aislada, el derecho absoluto a sus pasiones
nacionalistas y en consecuencia, en el futuro me esforzaré para no lesionarlo. Sin
embargo, lo que venero, amo y tomo en serio en los judíos como en cualquier otro
pueblo no son precisamente las pasiones y las susceptibilidades nacionalistas. Las
considero algo natural, algo lógico, pero absolutamente carente de interés. Lo único
que me interesa en los hombres es su capacidad de hacer a un lado o sublimar esas
pasiones en casos determinados.
Le doy las gracias por sus amables palabras.
Su affmo.

A la comisión directiva del PEN Club de Londres

23 de junio de 1934

Distinguidos señores:
Permítanme ustedes orientar vuestro interés hacia un colega alemán, un escritor
notable y que en la actualidad está pasando por graves padecimientos, cuyas obras
representan un elevado valor humano y literario y a quien —según me han dicho—
no han tenido en cuenta hasta ahora a pesar de sus esfuerzos en favor del sacrificio de
la crisis alemana. Se trata del escritor y periodista Arthur Holitscher. A partir de
Fuente envenenada aparecida por primera vez después de 1900, sus novelas le han
conquistado un lugar en la literatura alemana y desde que Holitscher se ha dedicado
más y más a los problemas sociales de su época y ha tomado partido por su solución
según las ideas comunistas, ha pasado a formar parte de los abogados y defensores de
los pobres y de los desamparados. No soy correligionario de él, tampoco su
compatriota (por nacimiento Holitscher es húngaro, yo soy suizo) pero sí colega y
lector de sus obras desde hace treinta años. Ahora que el propio Holitscher se cuenta
entre los pobres y privados de sus derechos, que sus libros han sido prohibidos,
confiscada su propiedad y sus herramientas de trabajo y pesa sobre su existencia una

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seria amenaza, ahora que ya no posee siquiera sus propios libros, ahora creo que debe
pertenecer necesariamente a aquellos colegas a quienes les es menester vuestra
solidaridad, vuestra camaradería, y son dignos de ellas. Sus libros deben formar parte
sin reservas de vuestra Biblioteca de los Emigrantes. El propio Holitscher se cuenta
entre aquellas víctimas de la situación política, cuyo conocimiento y protección en la
medida de lo posible, sería por cierto vuestro deber.
Ruego a ustedes sepan disculparme, a mí, un extraño que no pertenece a ninguna
organización, ni es siquiera miembro de vuestro club, por haberme permitido estas
sugerencias.
Con toda consideración, vuestro affmo. servidor.

A Otto Basler, Burg (Argovia)

25 de agosto de 1934

Estimado señor Basler:


Sí, en verdad es una lástima no contar con su presencia cuando mi sobrino repasa
música conmigo. Podría aprender también de usted. Además es encantador conocer
viejas obras y maestros que hasta ahora ignoraba, por ejemplo la música para piano
de Froberger y otras más.
Siempre me causa una gran satisfacción que mis poemas encuentren en usted un
lector tan amable e indulgente. Comparto su opinión en cuanto a la relación de mi
poesía con la de George, sin embargo no confrontaría los dos tipos diferentes de
poesía para darle a uno preferencia exclusiva. Por el contrario, para mí son
manifestaciones de tipos antiguos y eternos, antítesis, de las cuales ambas partes
están igualmente vivas. George y lo que forma parte de él (forma parte media
Alemania de hoy) suponen una posición intencionada, una disciplina, una selección
dictada y controlada por la voluntad, mientras que yo pertenezco a la especie que
desconfía de la voluntad y de lo querido y busca una armonía entre el espíritu y la
naturaleza, entre la voluntad y la gracia. El peligro de los primeros es la soberbia, la
dictadura (la dictadura de George en su «círculo» y su pretensión de exclusividad
como único poeta de la época, fueron precursoras de la otra dictadura alemana y en
parte hasta modelos directos). El peligro de la otra especie es la negligencia,
subestimar la intención de la forma, carecer de disciplina. Lo valedero no reside en
cualquier parte entre ambos tipos sino que está por encima de ellos en el palpitante ir
y venir entre los dos polos. Mi interés teórico en la música es muy limitado y no tiene
mucho valor pues no soy intérprete. Me interesa el contrapunto, la fuga, la

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alternación de los modos armónicos pero tras estas cuestiones puramente estéticas,
también están vivos con las otras, el verdadero espíritu de la música genuina, su
moral. Al respecto los viejos chinos saben y dicen más que nuestros musicólogos. Li
Bu We cita entre otras cosas en «Primavera y otoño», cap. 2: «La música perfecta
tiene su causa. Nace del equilibrio. El equilibrio nace de lo derecho, lo derecho nace
del significado del mundo. Por esta razón sólo es posible hablar de música con
alguien que haya reconocido el significado del mundo». Li Bu We ya tenía formado
su concepto acerca de Wagner, el cazador de ratas y músico favorito del segundo y
más aun del tercer Reich. El chino decía: «cuanto más arrebatadora la música más
melancólicos se toman los hombres, más peligrosa se toma la tierra, más hondo cae el
príncipe», etcétera, o: «Tal música es por cierto ruidosa, pero se ha apartado de la
verdadera música. Por ello esta música no es alegre. Si la música no es alegre el
pueblo gruñe y la vida se daña», y «La música de una era bien ordenada es serena y
alegre y el gobierno regular. La música de una era inquieta es agitada y furibunda y
su gobierno está trastrocado. La música de un estado decadente es sentimental y triste
y su gobierno corre peligro».
Addio, quizá nos veamos en Baden en las postrimerías del otoño. Estoy
sobrecargado de huéspedes y visitas. Desde hace largo tiempo ya no me es posible
trabajar, salvo la cuota necesaria de cada día. Los dos poemas surgieron como al azar.

Al señor H. L., Wiesbaden-Biebrich

Agosto de 1934

He recibido su carta, pero la vida es demasiado corta para dilapidarla con tanta
charla. Lo considero poco provechoso. Naturalmente, puede usted divertirse a su
antojo sobre el poema «Credo» pero me resulta incomprensible que lo pueda concebir
como un intento de privar al hombre de su responsabilidad. Presumiblemente,
entiende usted por espíritu algo así como inteligencia o algo parecido. Yo, es decir,
mi poema, nombra al espíritu «divino» y «eterno», es decir, el poema entiende por
espíritu exactamente lo que desde hace tres mil años entendieron todas las
cosmovisiones espirituales: la sustancia divina. Es divina, pero no es Dios, si bien
hay religiones que lo toman así. Que nuestra existencia es trágica pero santa no le
quita responsabilidad al que así cree. Tampoco puedo ver por qué mi fe debe estar en
contradicción con «Crisis» u otros de mis escritos. Ningún ser humano conserva su fe
todos los días y a cada hora con la misma pureza y vigor, con los que quizá la
formuló en una hora benigna. Y la fe en el espíritu y en la determinación del hombre

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por el espíritu de manera alguna excluye la tristeza y la desesperación de la vida
física (acerca de las cuales trata «Crisis»). Si en la actualidad los conceptos no
estuvieran tan embrollados y si la práctica no extrajera cada día deducciones
demoníacas y mortales de esta confusión, quizá nunca hubiera sentido el apremio de
formular mi fe tal como lo hace ese poema…
Será mejor que formule para usted su propia creencia. ¡Verá entonces cuán difícil
y llena de responsabilidad se toma cada palabra! Y luego, busque vivir su fe. A un
joven alemán de hoy no le faltarán pruebas difíciles.

Al profesor Toshihiko Katayama, Tokio

Agosto de 1934

Estimado colega:
Su amable carta me ha sido muy grata y le agradezco cordialmente por ella y por
los dos cuadernos, el ensayo sobre «Lauscher» y su bello poema solar dedicado a la
muerte.
Lo que manifiesta acerca de su ensayo sobre «Lauscher» me resulta
comprensible. En el curso de mi vida han aparecido y se hicieron conscientes las dos
almas bajo distintos nombres e imágenes. También la antinomia apolíneo-dionisíaco
formó parte de mi vocabulario durante un período de mi juventud. Más tarde, me
acostumbré a mirar e interpretar a las «dos almas» más como polos entre los cuales el
ir y venir de las corrientes y tensiones puede suponer lucha y dolor, si bien siempre
significa vida.
Si consigue hallar en Tokio el «Neue Rundschau» berlinés, encontrará en el
número de mayo de 1934 un cuento mío en el cual podrá apreciar aquello a lo cual
estoy abocado desde hace algunos años, pues es un fragmento de una obra mayor con
la que mis ideas juegan desde hace varios años.
A menudo me ha causado sumo agrado el interés de los japoneses por la literatura
alemana. Hace algunos años me vino a ver un profesor nipón que estudió en Europa
durante cierto tiempo. Visitó en Alemania las ciudades natales y los lugares donde
transcurrieron las vidas de Goethe, Heine y otros. También había estado en mi ciudad
natal y vino a Montagnola para hacérmelo saber. En Alemania sólo quedan unos
pocos capaces de hacer esto, o un ensayo como el suyo sobre Lauscher. Cuando hace
un año apareció la nueva edición del olvidado Lauscher, la prensa de Alemania casi
no lo tomó en cuenta. Este viejo libro les pareció «polvoriento y romántico». La
crítica alemana en su totalidad rehusó dedicarle mayor atención.

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Naturalmente, ahora sé que en su pueblo, en Japón, la gente no se dedica tan sólo
a traducir a Goethe y componer bellos poemas. Como durante toda mi vida he sido un
enamorado del Oriente, me alegra que al menos uno de los pueblos orientales sepa
algo de mí, tenga una relación conmigo y dado que a la distancia todo se vislumbra
hermoso, su Japón se me antoja muy apacible y espiritual a pesar de todos los
actuales argumentos en contra.
Por cierto, a nosotros tampoco nos falta espiritualidad, pero sí la concentración en
el sentido de la contemplación. Con excepción de una pequeña minoría selecta de
católicos, el europeo de hoy casi no conoce la postura estática, contemplativa y
reverente dedicada a un tema, mientras entre vosotros, ya a partir del budismo, existe
una mayor tradición en este sentido.
Pero sea como fuere, habremos de alegramos porque a pesar de las pasiones y la
brutalidad del infantil mundo político, en todos los pueblos existen hermanos de
nuestra reducida orden que no se empeñan en hacer historia y conquistar sino que
anhelan pensar, contemplar y hacer música. En esto somos hermanos y colegas y
trataremos de tocar nuestras flautas y nuestros violines con el virtuosismo y todo el
esmero que nos sea posible.
Mis cordiales saludos, también para W. Gundert.

Al doctor Wilhelm Stämpfli, Berna

25 de setiembre de 1934

Estimado doctor Stämpfli:


Me pregunta usted cómo imagino mi vida si hubiera sido impresor. Bien, no creo
que entonces hubiera sido diferente en sentido alguno a lo que soy actualmente.
Tampoco hubiese hecho uso exclusivo del aparato de la imprenta para mis propias
obras. Antes bien, hubiera sacado de tanto en tanto copias de las palabras importantes
con las que tropezara y se las hubiera mandado a una docena de amigos y conocidos
o más, cual semillas de las cuales muchas se pierden, pero algunas pueden llegar a
germinar. Por ejemplo, hace tiempo hubiera compuesto un bello pliego con los textos
que se encuentran en las obras de los antiguos chinos sobre la música y sus leyes. En
compensación he extractado las sentencias más importantes de «Primavera» de Li Bu
We sobre la música y las incorporaré en el prólogo de mi próximo libro, que
recientemente he concebido en su cuarta versión, muy modificada…

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Al doctor C. G. Jung, Küsnacht

Setiembre de 1934

Distinguido doctor Jung:


Le agradezco su carta que me ha llenado de alegría. «La mirada observadora» de
la que habla usted no tiene mayores méritos. En general me inclino menos a
distinguir y analizar y más a ver en conjunto, a tender a la armonía.
Lo que menciona usted sobre la sublimación, da realmente en el centro de nuestro
problema y deja explícito lo distintivo entre su concepción y la mía. Comienza con la
confusión lingüística tan común en nuestros días, que hace que cada cual emplee de
manera diferente toda denominación. Así, usted reserva la palabra sublimatio a la
química, mientras que Freud le da otro significado, a su vez diferente del mío. Tal
vez, sublimatio sea de hecho un producto lingüístico de la química. Lo ignoro. Pero
sublimis (y también el verbo sublimare) no pertenecen a un lenguaje esotérico, sino al
latín clásico.
Pero sobre el particular nos pondríamos rápidamente de acuerdo. En esta ocasión
hay algo real detrás de la cuestión idiomática. Comparto y apruebo la concepción
freudiana de sublimación. Tampoco defendí contra usted la sublimación de Freud,
sino el concepto en sí. Es para mí un concepto importante en todo el problema
cultural. Y aquí nuestras opiniones difieren. Para usted, el médico, la sublimación es
algo volitivo, transferencia de una pulsión a una zona impropia de la aplicación. Para
mí, sublimación es también en última instancia «represión», pero yo empleo esta
palabra altisonante sólo donde me parece permitido hablar de represión «lograda», o
sea de la repercusión de una pulsión en una zona impropia, pero de elevada jerarquía
cultural, como por ejemplo el arte. Considero, por ejemplo, la historia de la música
clásica, como la historia de una técnica de expresión y actitud, en la cual series y
generaciones enteras de maestros, casi siempre sin sospecharlo siquiera, transfirieron
pulsiones a una zona, que por esto, por este auténtico «sacrificio» llegó a una
perfección, a una tradición clásica. Este clasicismo se me antoja digno de cualquier
sacrificio y si por ejemplo, la música clásica europea ha devorado en la rápida
trayectoria de su perfección desde 1500 al siglo XVIII a sus maestros, más servidores
que víctimas, irradia por ello desde entonces ininterrumpidamente luz, consuelo,
valor, alegría. Sin que ellos lo supieran realmente, fue, para miles de individuos, una
escuela de sabiduría, heroísmo del arte de vivir y lo será aún por mucho tiempo.
Y cuando un hombre de talento fomenta estas cosas con una parte de sus
instintos, juzgo su existencia y su obra de máximo valor, aun cuando como individuo
sea un caso patológico. Así pues, lo que me parece ilícito durante un psicoanálisis: el

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desviar hacia una sublimación aparente, lo considero permitido, más aun altamente
valioso y deseable allí donde da resultado, donde el sacrificio da frutos.
Por esto es tan delicado y peligroso el psicoanálisis para el artista, porque a quien
lo toma en serio puede negarle de por vida toda manifestación artística. Si ocurre esto
con un diletante, está bien, pero si aconteciera con un Handel o un Bach, preferiría
que no existiera el análisis y conserváramos en cambio a Bach.
Dentro de nuestra categoría, dentro del arte, nosotros los artistas realizamos una
verdadera sublimación y no por voluntad o ambición, sino por merced, sólo que
naturalmente no se hace alusión al «artista», tal como lo concibe el pueblo y el
diletante, sino es víctima el artista servidor y Don Quijote que está aún dentro del
caballero trastornado.
Bien, deseo poner fin a esta misiva. Yo no soy analista ni crítico. Si por ejemplo
le echa un vistazo al artículo bibliográfico que le he enviado, descubrirá que muy rara
vez y como al pasar me expido críticamente, y jamás enjuicio, es decir aparto todo
libro que no he podido tomar en serio y apreciar sin emitir jamás una opinión sobre
él.
En su caso, siempre he tenido instintivamente la de que su verdadera fe es
auténtica, es un enigma. Su carta me lo confirma y ello me satisface. Para su enigma
dispone usted del símil de la química, así como yo tengo para la mía, el símil de la
música y no una música cualquiera, sino más bien la clásica. En Li Bu We, capítulo 2,
todo lo que se puede decir al respecto está formulado con curiosa precisión. Desde
hace años estoy tejiendo con muchos impedimentos internos y externos un hilo
ilusorio que me acerque a este símil de la música y espero tener la oportunidad de
poder mostrarle y presentarle algo de esto.

Al señor A. B., Gotinga

Octubre-noviembre de 1934

… Su carta me aflige, y no me parece casual que haya sido escrita por un teólogo,
precisamente después de su examen. Está dominada de manera tan absoluta por la
razón y por la desesperación que dimana de la razón, que su autor parece estar en el
lugar exacto donde el conocimiento y la experiencia de sí mismo se encuentra en su
extremo según todos los grandes teólogos, principalmente San Agustín, y donde toca
morir o no moverse hasta que ocurra el milagro y se prepare la redención.
Podría objetar que tal vez esa no fue la mejor teología que usted estudió y que lo
condujo meramente al yo hasta la desesperación y a echar una mirada a la tragedia

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del mundo, mientras que el verdadero contenido de la religión no comienza sino allí.
Pero esto también es un resultado, aun cuando tengo la impresión de que en su
desesperación y aniquilamiento queda aún una altivez de la razón que por cierto duda
de sí misma pero no obstante no consigue rendirse. La razón y la espiritualidad están
exaltadas y marchan en vacío, aparentemente ya no tienen contenido alguno. Así,
anda usted por un mundo depreciado como el autor del Viaje al Oriente hasta el
reencuentro con Leo.
No sé mucho acerca del suicidio, pero tengo la presunción no demostrable de que
sólo puede lograrse cuando un alma se siente en efecto separada permanentemente y
sin esperanzas de sus fuentes. No creo que el suicidio pueda precipitarse o impedirse
a través de las ponderaciones del suicida o la intercesión de terceros. De lo contrario,
ya tendría influencia sobre usted la consideración de lo que puede hacer hoy de sí
mismo y de su teología un joven teólogo alemán, elegido por el destino para lo más
grande.
Debemos dejarle esto a la vida y a los buenos espíritus que de momento usted no
ve. Contemplados con la razón, veo al mundo y a nuestra vida, apenas menos oscuros
de lo que los ve usted. Pero no obstante yo tengo fe o paciencia, es decir que vive en
mí algo a menudo muy pequeño y débil, pero que sin mi intervención puede volver a
hacerse grande y me permitirá entonces vivir la vida aun sin una justificación
racional.
«El hacedor de la lluvia» apareció en primavera en el «Neuen Rundschau» y en la
misma publicación aparecerá en diciembre otro pequeño fragmento de la obra
completa de la cual han sido escritas por ahora las dos pequeñas partes mencionadas.
En esta oportunidad voy muy despacio con intervalos de semestres y casi un año
entero.
He realizado diversos estudios tendientes a nutrir el proyecto que me tiene
ocupado desde que concluí Viaje al Oriente. Fueron menester para ello muchas
lecturas de obras del siglo XVIII. En esta labor me procuró particular agrado el pietista
suabo Oetinger, y también estudios sobre música clásica para lo cual conté con la
ayuda de un sobrino organista, entendido y coleccionista de música antigua. Estuvo
aquí conmigo un par de semanas y para esa ocasión alquilé un pianito, que si no fuera
por él permanecería silencioso.
Adiós, y escríbame otra vez.

Al señor M. P.

Baden, 22 de noviembre de 1934

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Estimado señor P.:
Me ha complacido su carta y la tarjeta adjunta de la bella vista de nuestra colina.
Se lo agradezco y también ha sido para mí un bienvenido saludo el bello y querido
retrato del naturalista Fabre. Como siempre, le escribo con mi lastimosa máquina y
debo pedirle nuevamente benevolencia por ello. Entre lo que me exige la diaria
correspondencia y lo que mi vista puede rendir por día, se hace cada vez mayor la
desproporción. Necesitaría tener una oficina o por lo menos una secretaria para
cumplimentar esta labor, pero me es completamente imposible recurrir a tal solución.
Me place que mis palabras sobre su libro hayan merecido su beneplácito y su
satisfacción. Ver y destacar lo positivo me pareció siempre el cometido principal de
quien es mediador entre los libros y los lectores. Por esta razón muy pocas veces en
mi vida he censurado libros públicamente. Si no hay nada que elogiar, guardo
silencio.
Su carta también me ha complacido en otro sentido. Sobre la base de una serie de
impresiones y sin mayor examen, siempre le consideré un católico, o sea un
convertido, pues ya sabía que por su origen es usted judío. Así pues, hoy o mañana
podrá convertirse al catolicismo sin que esta circunstancia vaya a alterar mi posición
respecto a usted. Pero en el fondo me agrada mucho más que no se haya convertido.
En primer lugar, lo más bello es permanecer fiel a lo heredado y reconocer los
propios orígenes. Y en segundo lugar creo en una religión indestructible que está
fuera, entre y por encima de las confesiones, mientras que a pesar de toda
consideración, más aun, amor por la forma romana del cristianismo, de manera
alguna tengo a esta forma por indestructible y eterna. Asimismo, la sensación de estar
protegido en el catolicismo da a los espíritus innobles esa altanería y esa insensible
pedantería, como la que lleva adherida el libro de Thieme, amén de que este libro,
que para Kant y otros no tiene sino agudezas, coquetea de la manera más descarada
con el fascismo. Frente a casos como este puedo llegar a ser realmente protestante y
experimentar como papismo lo no espiritual y lo no divino de tales fenómenos, aun
cuando sólo sea por instantes.
Por otra parte, sabiendo que no es usted católico comprendo mejor sus escritos.
Seguramente, llegaremos a hablar alguna vez sobre estas cosas. Hay tiempo para ello.

Al profesor C. Brinkmann, Heidelberg

Baden, principios de diciembre de 1934

Distinguido colega de la otra facultad:

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Le agradezco su cartita que me ha complacido mucho. La recibí aún en Baden
donde permaneceré cinco o seis días más. Luego regresaré a Montagnola.
En su carta hay una palabra que me hace dudar. Dice usted que mi declaración
acerca de la «necesidad de medida» es en todo y por todo alemana. No estoy de
acuerdo. Alemán es lo contrario. Alemán es inmoderación, entusiasmo por lo
dinámico, ímpetu juvenil, inquietud, junto con todas las virtudes y los graves vicios
de tal constitución. La «necesidad de medida» que los griegos y los franceses nos han
dado a conocer a través de los más bellos ejemplos y que está presente en forma más
acentuada aun en los clásicos chinos me parece que es precisamente la necesidad
humana desnacionalizada, ultranacional, esa necesidad del alma cuya voz es al
mismo tiempo exhortación al pensamiento de la humanidad y en última instancia toda
vida como unidad. Esta suprema facultad del hombre de acercarse a la unidad divina
a partir del yo, a partir del yo de la nación, de reclamar esta facultad como un don
especial de una nación, se me ocurre que es exactamente lo contrario de aquella
necesidad de medida. No, esta necesidad es tan alemana como lo fue el no patriota
Goethe y tan griega como lo fue el sentenciado Sócrates. Es ajena al dominio de la
soberbia y de las ametralladoras. Mi intención ha sido evitar todo equivoco. Si tiene
oportunidad hojee alguna vez los números de mayo y diciembre del «Neuen
Rundschau».
Reciba los saludos de su affmo.

A la editorial Philipp Reclam junior, Leipzig


Que me sugirió algunas modificaciones «acordes con la época» en mi «Biblioteca de la literatura universal».

13 de diciembre de 1934

Distinguidos señores:
He recibido y estudiado vuestra carta relativa a la nueva edición de mi tomito que
aparecería en vuestra Biblioteca Universal y lamentablemente no puedo prometerles
satisfacer vuestros deseos. Esto por dos motivos: uno exterior y otro interior.
El motivo exterior que me imposibilita dedicarme a una seria reelaboración de mi
librito es mi vista enferma y el gran exceso de trabajo. Sólo con mucho esfuerzo
realizo cada día lo más indispensable.
En consecuencia me sería imposible, por ejemplo, dedicarme al estudio del Edda,
escribir algo sobre él, o confrontar un poco las traducciones. No menos coercitivos
son para mí los motivos interiores.
Usted ya sabe que mi librito de manera alguna es una guía objetiva y escolar de

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las literaturas, ni pretende serlo, sino sólo una confesión muy personal acerca de lo
que he acumulado en mis cincuenta y siete años de vivencias y experiencias de lector.
Ahora bien, no quisiera cambiar nada en estas experiencias y en esta confesión. No
considero hoy inferiores libros y autores porque así lo hace el gusto de la época, ni
suprimo en mi ensayo cosas que me fueron queridas e importantes sólo porque así me
lo sugiere la coyuntura.
Para salir de esta dificultad sólo veo dos opciones. La más sencilla y para la cual
estoy gustosamente dispuesto es que una vez agotada la presente edición de mi obrita,
reviertan a mí los derechos y no se vuelva a publicar de momento.
La segunda opción sería que imprimieran el texto original con la corrección de
algunos errores tipográficos, pero sin otros cambios. Estaría de acuerdo entonces que
eliminaran de la bibliografía de mi librito aquellas ediciones invendibles que puedan
ser reemplazadas por otras ediciones igualmente buenas de su editorial.
Pero en este caso debo dejar expresa constancia que me opongo a otras
alteraciones de la bibliografía, como por ejemplo, la eliminación de autores judíos,
etcétera. Ustedes insinúan la conveniencia de realizar toda una serie de tales
omisiones y comprendo vuestro punto de vista, pero no es el mío. En esto no puedo
hacer concesiones.
Quizá convengan ustedes en reconsiderar este asunto. Si aceptan mi proposición
de renunciar a una nueva edición y devolverme mis derechos de autor, tal vez tengan
la posibilidad de elaborar con un historiador literario más objetivo y mejor adaptado a
la época que yo, una guía de la literatura que reemplace en un futuro a mi intento
subjetivo.

Al señor H. M., Breslau

1934

Sólo puedo darle una breve respuesta. No es posible explicar tales cosas a la
distancia y por carta. De manera que le contesto de la forma más breve posible.
Advierto que al parecer usted sólo ha leído la mitad de mi Narciso y Goldmundo, a
saber lo que atañe a Goldmundo. La otra mitad, Narciso y su vida, se deslizó por
usted sin dejar impresiones. Sin embargo, el libro y su mundo pierde sentido si se lo
divide de este modo: Narciso merece ser tomado tan en serio como Goldmundo. Es el
polo opuesto.
Sus padecimientos provienen de la circunstancia de pertenecer usted a esos
individuos en quienes es innata la posibilidad y el impulso de desarrollar una

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personalidad. Estos individuos deben afrontar muchas dificultades y en
compensación está abierto sólo para ellos el mundo de lo bello y del espíritu. Siga por
ese camino, sus intentos de adaptarse al mundo de la mayoría mediocre serán en
vano. Eche también alguna vez una ojeada al Demian y a la última poesía del Árbol
de la vida (Biblioteca Insel). Sobre la base de estas dos confesiones, que en parte
parecen contradecirse y a las que pertenece además el Siddharta, podrá combinar con
bastante aproximación mi concepción de la vida. El espíritu de artista me impide
abarcarla en un sistema comprensible y dar a la vida un «sentido» objetivo y
dogmático como usted espera de mí. Entre los cultos que se ha formulado la
humanidad, dedico mi suprema veneración a los de los antiguos chinos y al de la
Iglesia católica. También en estos credos, el individuo destinado a desarrollar una
personalidad encuentra más que sosiego, porque su «sentido» no es precisamente el
sosiego, su «sentido» es deber procurarse mucha inquietud.

A un redactor suizo

17 de enero de 1935

Lamentablemente, estos días cometió en su diario un desliz: una impertinente


ofensa a la «editorial judía». S. Fischer, de Berlín, al imputarle la omisión en el libro
de Annette Kolb de una nota a pie de página.
Por diversos motivos, pero principalmente por acuerdo colectivo, debo tomar
partido y desmentir al imprudente ofensor de la editorial Fischer. Su error es garrafal.
También debería saber que la editorial Fischer, junto con su Gaceta el «Neuen
Rundschau», constituye hoy en Alemania uno de los pocos lugares en los que la
razón y la cultura humana tienen un refugio en medio del caos. Desde hace dos años
la parte principal de mi trabajo consiste entre otras cosas en anunciar, en mis
informes bibliográficos en el «Rundschau», precisamente esos libros que ni uno solo
de los diarios del Reich se atreve a reseñar con la misma franqueza: libros de judíos,
católicos y protestantes cuyas ideas y espíritu se oponen al sistema imperante y cuyo
empeño consiste en salvaguardar la buena tradición y la honradez intelectual.
A mi juicio no debería sabotear nuestros honrados esfuerzos que a menudo no
están exentos de riesgos, a través de tan insensatos cargos, sino mostrarse
complacido. Por ejemplo, el «Neuen Rundschau» es, entre las publicaciones
alemanas similares de las que fui colaborador en otro tiempo, la única que hoy se
atreve a imprimir mis artículos sobre judíos, católicos, etcétera, en tanto opongan
resistencia intelectual al régimen de fuerza. Todas las demás han fallado. Y la vieja

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editorial «no judía» Reclam, de Leipzig, me ha sugerido, hace poco, reelaborar todo
el contenido de mi librito sobre literatura universal, publicado bajo su sello, para una
nueva edición y omitir a casi todos los judíos. Por supuesto, rechacé tal sugerencia.
Repito: usted no debe publicar ninguno de estos hechos pues nos aniquilaría a
nosotros y a nuestro trabajo. Esto es precisamente lo vil del reproche hecho en su
gaceta, que el injuriado no tiene la posibilidad de poner las cosas en su sitio, porque
es observado y se encuentra bajo amenaza en un país de terror. Usted no debe
propagar nada de cuanto le informo, pero sí corregir la manifiesta ignorancia de la
redacción y algún colaborador precipitado, para evitar que vuelva a repetirse
semejante caso.
Ahora a los hechos: la editorial Fischer ha tenido el coraje nada insignificante de
imprimir en el libro de Annette Kolb la mencionada nota a pie de página (acerca de
los judíos). Nueve décimos de la totalidad de los editores alemanes no lo habría
hecho. Luego (no en la segunda, sino en la quinta edición) se llamó la atención de
una fiscalía alemana, acerca de la nota (notoriamente, resultado de una denuncia).
Ahora la editorial ha sido colocada ante la alternativa de dejar confiscar y prohibir
todo el libro o eliminar la nota. Estaría absolutamente en su derecho si tachara la nota
sin más ni más. Pero aún no lo ha hecho. En cambio, el director de la editorial viajó
en persona a París para entrevistar a Annette Kolb, le expuso los hechos y obtuvo su
autorización para tachar esa nota, ya que la misma autora prefirió sacrificarla a perder
todo el libro. La editorial no pudo obrar con más corrección y honestidad.
¿Opina su colaborador que por el mero hecho en sí la editorial debería haber
abandonado al libro y al autor, dejado que lo prohibieran y quizá exponerse a ir
personalmente a un campo de concentración? Desde el extranjero es fácil y cómodo
formular semejantes exigencias quijotescas.
Supongo que apreciará recibir estas aclaraciones. En medio de mi exceso de
labor, me he hecho lugar para mandarle esta información, no porque Fischer sea
también mi editor, sino porque evidentemente tiene poca noción de las condiciones
del trabajo intelectual y cultural en la Alemania actual. Yo mismo estoy en medio de
ese trabajo cuya meta es apoyar por encima de lo peor y en medio del terror un
pensamiento puro en una minoría y si es posible transmitirlo a otra época y ponerlo a
salvo en ella. La editorial judía Fischer, puesta en ridículo por su nombre y que está
pasando por momentos difíciles, ha demostrado en esta labor ser un colega leal y
decente. Por esta razón le escribo.
Le dirijo estas líneas, querido colega, porque ignoro quién es el responsable del
aludido desliz. No espero respuesta, sólo que tome conocimiento de mis
declaraciones.

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A una lectora de Stuttgart

23 de febrero de 1935

Estimada señorita:
Solamente puedo darle una breve respuesta, pero deseo intentarlo. Durante toda
mi vida he buscado la religión que me conviniera, pues aun cuando crecí en el seno
de una familia de genuina piedad, no pude adoptar el dios y la fe que allí me
ofrecieron. En algunos jóvenes esto sucede con resultados más livianos o más graves
según sea el grado de personalidad para el cual están destinados o facultados. Mi
camino fue buscar primeramente en una forma muy individual, es decir, ante todo
buscarme a mí mismo y desarrollar en la medida que me había sido dada mi
personalidad. A esta fase corresponde lo relatado en Demian. Más tarde, sentí durante
algunos años particular atracción por las concepciones hindúes de la divinidad; luego
conocí poco a poco los clásicos chinos y mi juventud había quedado muy atrás
cuando paulatinamente comencé a familiarizarme de nuevo con la fe en la cual fui
educado. Jugó en aquel momento un papel el cristianismo católico clásico, pero me
sentí impulsado a retornar al conocimiento de las formas protestantes del
cristianismo. La literatura judía también me proporcionó algo bueno y favorable,
sobre todo los libros jasídicos y las nuevas obras judías, como por ejemplo El reino
de Dios de Buber. Nunca pertenecí a una comunidad, a una iglesia o a una secta, pero
aún hoy me considero casi un cristiano. Mi poema «Credo» es una confesión en la
que traté de exponer con la mayor precisión posible los fundamentos de mi fe actual.
Lo escribí a fines de 1933 y sirve de broche al tomito de poesías publicado por la
Biblioteca Insel.
Respecto a su pregunta sobre Knulp deseo expresarle lo siguiente: a diferencia de
ciertos programas de moda, no considero deber del escritor imponer a sus lectores
normas para sus vidas y para la humanidad, ni mostrarse omnisciente ni ponerse
como ejemplo. El escritor expone lo que le atrae y las figuras como Knulp tienen para
mí gran atracción. No son «útiles», pero causan poco daño, mucho menos daño que
algunos individuos útiles que no es de mi incumbencia juzgarlos.
Antes bien, creo que cuando un individuo de talento y alma sensible como Knulp
no encuentra ningún lugar en su medio, ese medio es tan culpable como el propio
Knulp, y si hay algo que quisiera aconsejar al lector, es esto: amar a los hombres, aun
a los débiles y a los inútiles, pero no juzgarlos.
Quizás estos conceptos le sirvan para empezar, no tengo más que decirle.

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Al vicario D. Z., Pehrbellin

3 de marzo de 1935

… En diciembre de 1933 intenté bosquejar para mí mismo en ese poema «Credo»


los fundamentos de mi fe con la mayor precisión posible. Evidentemente, usted
interpretó al poema en forma menos literal de lo que yo supuse. Por lo menos, en el
poema el espíritu está expresamente definido como «paternal», mientras usted leyó
«maternal».
Intuye correctamente que el poema se basa en una transformación, a saber la de
un incipiente «conocimiento» de mi origen, que es cristiano. Pero la necesidad de una
formulación nació de la actual controversia en torno de la manera de ver
«biocéntrica» o «logocéntrica» y yo quise pronunciarme claramente por la
logocéntrica.
Ahora bien, usted ve en mi intento un peligro y una invasión del no cristiano a un
terreno y a una terminología que considera privativos de la teología y de la «Iglesia»,
dentro de las cuales, según su carta, sólo es posible la cristiandad. Ahora bien, mucho
antes de la fe cristiana hubo cultos del espíritu y los hubo también paralelos al culto
cristiano y la «iglesia» de la cual habla, me hizo falta cuando era aún un niño, y
todavía hoy está menos presente que entonces. Nuestras opiniones disienten en
cuanto a la existencia de «Iglesia» fuera de la católica. Yo no logro ver esa iglesia, y
nunca la he encontrado, en tanto sí encontré numerosas formas de fe y de cristiandad
en el ámbito de las incontables iglesias del país, comunidades.
Cuando llegue el momento en que no pueda vivir sin una iglesia me confiaré a la
única que reconozco y venero como tal: la romana. Por ahora, todo esto me parece
muy improbable, a pesar de mi paulatino retomo a la atmósfera cristiana de mi
juventud. Asimismo, soy por completo protestante al sentir en el fondo tal conversión
como una flaqueza, a pesar de todos los atractivos que pueda tener.
Hasta ahora ignoraba que hubiera una iglesia protestante y una teología autoritaria
común a las confesiones protestantes. Desde niño he conocido reformistas, calvinistas
y luteranos. La iglesia de Württemberg en la que fui confirmado, era una cruza entre
luterana y reformista. Además, he tenido contacto tanto espiritual como personal con
los círculos de los pietistas y los hermanos moravos. En ninguna de estas sectas oí
hablar seriamente de una iglesia que se arrogara o cumpliera la pretensión de asilar y
dar un dogma a todo el protestantismo. Por supuesto, esta iglesia existía como ideal e
ilusión, así como existe en la vieja historia de herejes de Arnold. Pero nunca encontré
esta iglesia y esta teología materializadas y dotadas de autoridad de las que habla
usted como de una realidad.
Debo cuidarme de no terminar de elaborar prematuramente la confesión de mi
poema, sino perseverar en mi camino que tal vez me haga un cristiano completo. No
he leído mucho de teología y sí más escritos católicos que protestantes. Para mí

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Oetinger se cuenta entre las personalidades más dignas y cautivantes de la fe
protestante. Pero su teología tampoco tiene autoridad.
Por hoy basta. Me están llamando. Sólo pude cumplir sus deseos a medias. Haga
usted valer la buena voluntad.

A la institución alemana que exigió a Hermann Hesse la prueba de su condición de


ario

15 de marzo de 1935

Muy señores míos:


Me han enviado ustedes una «declaración de ario» invitándome a suscribirla.
Presumiblemente, debió tratarse sólo de un error pues yo soy suizo, también soy
miembro de la Asociación Suiza de Escritores y hemos obtenido de vuestras
autoridades las seguridades de cooperación, sin ser molestados, así como nosotros
mantenemos abiertos nuestros periódicos y nuestros escenarios a los colegas del
Reich.
Por cierto, he podido comprobar que vuestras entidades oficiales no mantienen
muchas de sus promesas y convenios. Por ejemplo, vuestro gobierno suscribió con
Suiza un acuerdo sobre doble tributación y según este convenio nuestros honorarios
deberían estar exentos de gravámenes en Alemania, ya que los abonamos en Suiza.
No obstante, contrariando todo derecho se nos descuenta automáticamente el diez por
ciento de impuesto exterior en las liquidaciones de radioemisiones.
Lo hemos aceptado, pero de ninguna manera lo aprobamos. Todos los días los
representantes del arte y de la literatura de Alemania son huéspedes a quienes se
tributa en Suiza una cordial acogida y a nosotros, los suizos, Berlín nos ha asegurado
expresamente, en una declaración a la Asociación de Escritores, derechos recíprocos.
Nosotros no exigimos de los colegas alemanes que valoramos certificados de origen
ario u otros cualesquiera y esperamos se nos brinde derecho recíproco. Por esta razón
no firmaré la declaración, no porque no sea ario, sino porque esta exigencia
contradice nuestro sentir y nuestra conciencia de suizos.

A Stefan Zweig

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Que emigró a Inglaterra en 1935.

18 de abril de 1935

Querido señor Stefan Zweig:


Ayer recibí su nuevo libro con su amable dedicatoria. Se lo agradezco lleno de
gozo. Pronto mi esposa que también se siente muy atraída por él me lo leerá.
Si hojea alguna vez el «Neue Rundschau», cada dos meses encontrará en sus
páginas mis informes bibliográficos, que de momento son casi mis únicas
publicaciones. En el próximo número de mayo, podrá leer una reseña sobre
C. Schrempf, quien me ha tenido ocupado desde hace unos seis años. Este hombre,
próximo a cumplir setenta y cinco años de edad y que acaba de sepultar a su esposa,
vino a verme en ocasión de un viaje, permaneció algunos días en Montagnola, y a
pesar de mi pésimo estado de salud tuvimos varias charlas largas y provechosas. Este
maravilloso y amado anciano, de quien me separan ciertas diferencias (por ejemplo,
es completamente ajeno al sentir artístico) se me ha hecho más caro aún después de
esta visita. Hasta esta ocasión no le había conocido personalmente. Según yo lo veo,
tiene dos orígenes. Por un lado desciende directa y claramente del pietismo de
Alemania meridional, de una especie de pietismo no entusiasta, más bien sobrio y
observador celoso de las costumbres, y aun cuando se liberó bastante temprano no
sólo del pietismo, sino también del cristianismo y toda religión dogmática, sigue
llevando su cuño en forma sobria, insobornable y proba. Pero su segundo origen y su
patria espiritual están en Sócrates, que es para él como un padre y como un hermano
(es autor del libro más original y estimulante sobre el filósofo). Y en la línea que va
de Sócrates a Schrempf también se encuentra Lessing, a quien conoce muy bien y de
quien tomó poderosos estímulos, en particular a través de Ernst y Falk y La
educación del género humano.
Este modesto y anciano sabio vino a verme precisamente en un momento en que
me encontraba en un estado físico bastante precario y anímicamente agotado, y aun
cuando me sentía achacoso y cansado junto a este septuagenario, el contacto con él
me hizo muy bien. Hoy viajo a Zúrich, en parte para escuchar una vez más la Misa en
si menor, en parte para discutir a fondo con mi editor su posición y la mía,
lamentablemente una perspectiva nada agradable. En consecuencia, esta tarde volveré
a pasar por Rüschlikon y las colinas en las que vivió cierto tiempo. En aquel entonces
también escuché una ejecución de la Misa en si menor en medio de la guerra y el
dona nobis pacem llegaba tanto al corazón que resultaba casi insoportable.
Addio, me he excedido en la charla. Tenga la bondad de perdonarme.
Cordialmente suyo.

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Al señor E. K., Andelfingen

7 de mayo de 1935

Estimado señor K.:


Le explicaré cómo procedo con las resenciones de libros: durante todo el año
informo sobre lo que leo, pero sólo sobre libros que en algún sentido tienen vigencia
y algo de ejemplares, a los que considero el resultado y fruto de nuestra época y
acerca de los cuales confío que subsistirán hasta mañana o pasado mañana. Le envío
adjunto uno de estos artículos bibliográficos. Verá por él que mis preferencias no se
inclinan hacia los poemas y en particular no a los de los jóvenes. Soy un hombre
viejo y me gusta la juventud, pero mentiría si dijera que despierta en mí un profundo
interés. Para la gente vieja, sobre todo en tiempos de pruebas tan difíciles como el
presente, sólo hay un único problema interesante: el problema del espíritu, de la fe, de
la clase de significado y piedad probados, capaces de hacer frente al sufrimiento y a
la muerte. Hacer frente al sufrimiento y a la muerte es el cometido de la vejez. El
entusiasmo, el vibrar con los demás, el dejarse ganar por la excitación es el estado de
ánimo de la juventud.
La vejez y la juventud pueden ser amigas, pero hablan idiomas diferentes.
Por lo tanto, no deseo reseñar su libro. Alguna vez, en muy raras ocasiones, he
hecho excepciones y por mera cortesía o por compañerismo he reseñado un libro,
pero luego jamás tuve la impresión de haber obrado correctamente y que los
resultados fuesen útiles. En la actualidad, y hasta que me lo prohíban, publico en
Alemania resenciones de libros que nadie osa comentar, libros de judíos, libros de
católicos, libros de quienes profesan alguna fe que se opone a la que allí impera. Pero
no lo comente con sus camaradas. Estas cosas deben suceder en silencio.
Dedicaré a sus poemas más atención. Padezco de la vista y cada día debo leer y
escribir más de lo que puedo y me está permitido. En principio, he leído en su libro
algunas cosas y lo que me ha complacido de ellas no es el acento de la juventud (éste
siempre tiene para la vejez algo que toca su sensibilidad), sino más bien una especie
de piedad. Considero a la piedad la mejor virtud que podemos tener, más valiosa que
todos los talentos y yo entiendo por piedad no cultivar sentimientos solemnes en un
alma individual, sino por encima de todo la piedad, el respeto del individuo por el
Universo todo, por la naturaleza, por el prójimo, el sentimiento de saberse
involucrado y copartícipe de la responsabilidad.
Ya basta, he charlado demasiado. Le doy las gracias y le envío mis saludos.

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Al profesor J. W. Hauer, Tubinga

16 de mayo de 1935

Estimado señor Hauer:


Su saludo y su envío me han complacido. Gustosamente me iré familiarizando
poco a poco, si bien llevará tiempo pues siempre tengo exceso de trabajo. Hoy me
limitaré a decir unas palabras en general acerca de la posición de Suiza y del
extranjero respecto a su problema. Usted no es uno de esos profesores mediocres,
cuya opinión es que el mundo debería compartir su punto de vista y se extrañan
cuando el «extranjero» piensa de manera diferente de los estudiosos que reciben una
paga por determinada orientación ideológica. En la actualidad, y seguramente por
largo tiempo aún, todo lo ideológico que de algún modo parece correr paralelo a los
poderes imperantes, es puesto en el extranjero bajo alerta. Por ejemplo, el lector de
periódicos no establece diferencia alguna entre usted y los cristianos alemanes. Ve en
ustedes representantes de una cosmovisión que ha llegado al poder, cuyas
manifestaciones se traducen entre otras cosas en la persecución de cristianos y judíos,
y dado que el extranjero no es un observador platónico de la situación alemana, sino
está con Alemania en diario y práctico intercambio y comunicación, dado que por
ejemplo en Suiza desde fines de la inflación una cantidad de gente confirmó su fe en
el resurgimiento alemán mediante la suscripción de los empréstitos germanos y éstos
han probado ser hoy una especie de fraude, en resumen por este y otros motivos, el
extranjero se inclina a vislumbrar en toda nueva ideología alemana que surge un
intento de glorificación de estos nuevos métodos y del poder brutal.
Personalmente, pocas veces he leído comentarios sobre usted en la prensa suiza.
En una ocasión se informaba sobre un sustituto de los diez mandamientos de la
Biblia, supuestamente formulado por usted. La mayoría de los mandamientos estaban
formulados de manera parecida a los de la Biblia pero con más venialidad y se había
omitido el que dice «No matarás». Ignoro hasta qué punto hubo tergiversación y una
interpretación equivocada, pero para la pluralidad de los lectores del periódico el
efecto fue el de considerarlo como robustecimiento de todas las ideologías cuyo
propósito no es sino la justificación de la violencia.
En tanto existan estas tensiones entre el Reich y el mundo, naturalmente no puede
esperar que el público contemple su movimiento de otra manera, ya corra usted
paralelo a esa glorificación de la violencia o tenga resonancias similares. En el
extranjero tenemos intereses y premisas muy distintas de las suyas. Y en general, la
simpatía del extranjero por el cristianismo, hasta hace poco casi olvidada, se basa de

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preferencia en el hecho de que la mayoría tributa más sus simpatías al perseguido que
al perseguidor, y en el hecho de percibir en la Biblia y en el cristianismo una moral,
tal vez apropiada para limitar los desenfrenados apetitos de poder. Hoy y por mucho
tiempo ésta será la postura del extranjero respecto a la cuestión. De ahí, el nuevo
interés que ha despertado por el cristianismo y la Iglesia y las muchas simpatías por
Roma.
El extranjero no se pregunta si su movimiento corresponde a la Alemania actual y
puede ser de valor. El extranjero se pregunta: ¿Puede servir este movimiento para
glorificar y apoyar la omnipotencia estatal, o no?
Por hoy es suficiente. Sólo quería tratar de hacer alusión a un par de líneas.
Ocurre como con la Reforma: se cree estar filosofando y tan sólo se preparan guerras
de treinta años.

Al señor J F., Colonia

22 de mayo de 1935

… Su carta me hace entrever que en los últimos tiempos el amigo Hein ha echado
sombras sobre su camino y que está usted quebrantado física y moralmente. Le
acompaño en buena amistad. En general, desconfío de lo heroico y también de la
estoicidad y así, en mi propia vida salvo raras excepciones (una fue la muerte de mi
madre, que en aquel entonces me resistí a admitir durante largo tiempo), mi postura
ha sido considerar como el camino más corto para transitar por este mundo de dolor,
aquel que pasa por el medio del dolor, es decir me entregué a él y a los poderes
superiores y dejé librado a ellos lo que me aconteciera.
Envejecer de una manera humanamente digna y conservar siempre la postura y la
sabiduría propia de nuestra edad es un difícil arte. La mayoría de las veces nos
adelantamos o nos quedamos atrás con el alma respecto al cuerpo y para corregir
tales diferencias son menester esas conmociones de la íntima sensación de vida, ese
temblor e inquietud que percibimos en las raíces cuando llegamos al límite de una
etapa de la vida o somos víctima de las enfermedades. Yo creo que frente a estas
circunstancias debemos mostrarnos humildes y sentimos pequeños y al igual que los
niños buscar mediante el llanto y la debilidad el equilibrio roto por un revés de la
vida…
… Le deseo todo el bien y el consuelo que un hombre puede experimentar en una
hora amarga.

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Al doctor J. L., Zúrich

19 de junio de 1935

Querido amigo:
Agradezco tu carta. Comparto… el hastío que te causa tu actual existencia…
… La vida librada a la incertidumbre de la gran maquinaria maligna del Estado
tampoco me resulta provechosa a mí y me proporciona gran preocupación y
estrechez. Por ejemplo, dada la actual constelación, toda mi existencia literaria y
económica está flotando en el aire y cualquier día puede concluir. Pero no conozco
para ti ni para mí otro recurso en la miseria que el de entregarnos con más ahínco que
nunca a nuestras tareas y juegos espirituales y perseguir con tenacidad el sueño de
nuestras almas, aun cuando todo desaparezca mañana con nosotros.
El pensamiento en la muerte ofrece cierto consuelo. Creo que a medida que
decrece nuestra vitalidad, también decrece en el fondo nuestro temor por la vida.
Cuanto más cierta y cercana sabemos a la muerte, menos necesitamos llamarla. De
cualquier manera nos espera junto con aquellos que nos precedieron…
… Voy muy lento con El juego de abalorios, diría como con cuentagotas. Pero
aun cuando escribo pocas líneas de vez en cuando, tengo puestos en la obra todos mis
pensamientos y a veces, cuando estoy arrodillado en el jardín arrancando maleza,
estoy con sus personajes y actúo con ellos.
Recibe mis cordiales saludos.
Tuyo affmo.

A Thomas Mann, Küsnacht-Zúrich

3 de junio de 1935

Querido señor Thomas Mann:


Con motivo de su cumpleaños, recibirá usted suficientes cartas, de modo que sólo
le haré un guiño amistoso y le diré qué pienso de usted.
Mi abuelo ha llegado a los noventa y cinco años y hubiera sido de lamentar todo
año que nos hubiera faltado. También en usted me parece muy apropiado haber

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llegado a una edad patriarcal, pero bajo astros más amables que los que brillan en
estos momentos.
De todos modos, tenemos paz aún y si imagináramos el aspecto del mundo y de
nuestra vida si mañana hubiera guerra, nos daríamos por bien servidos con una paz
humillada y marchita como la que hoy tenemos.
Mi esposa y yo le deseamos y nos deseamos que por encima de las vicisitudes de
este año siga tejiendo su vida y su preciosa tela y continúe prodigándonos su amistad.
Cordiales saludos también para su esposa.
Suyos H. Hesse y Ninon Hesse

Al señor H. M., Coblenza

Baden, 19 de noviembre de 1935

… Le sucede a usted lo que a todos: al leer mis libros y todos los libros extrae
aquello que responde a su disposición anímica y a su grado vivencial, tal como una
planta absorbe de la tierra lo que necesita para su desarrollo. Y como es usted joven y
está en plena evolución, se encuentra a menudo envuelto en dudas y presumiblemente
es tierno y apasionado, lee en los libros ante todo la confirmación de sus aflicciones y
de sus dudas.
Mis libros dan sobrada ocasión para ello. Yo he recorrido el camino dudoso de la
confesión. Con excepción de Viaje al Oriente he dado en la mayoría de mis libros
casi más testimonio de mis flaquezas y dificultades que de la fe que me ha
robustecido y hecho posible la vida a pesar de las flaquezas.
Si pudiera emanciparse de usted mismo por una hora, vería de pronto que El lobo
estepario, por ejemplo, de manera alguna trata sólo de Haller, sino también de Mozart
y los inmortales y descubriría a pesar de todo en mis narraciones anteriores, en
Knulp, en Siddharta, una fe, si bien no formulada en forma dogmática. No fue sino en
Viaje al Oriente donde traté de hacerlo por primera vez en forma poética y de una
manera directa en el poema que se encuentra al final del tomito publicado por la
Editorial Insel. Pronto hará cuatro años que medito un plan tendiente a conducir más
lejos y aclarar más la confesión.
Naturalmente, en el fondo considero innecesario formular de nuevo una y otra vez
y en forma subjetiva el núcleo de toda fe auténtica. Lo que el hombre es y podría ser,
la manera en que podría dar sentido a su vida y santificarla, lo han anunciado todas
las religiones. Se lo encuentra en Confucio como también en su antípoda aparente,
Lao Tsé; está en la Biblia y en los Upanishad. Allí está todo aquello en lo que el

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hombre puede creer y a lo cual se puede aferrar.
La existencia de libros como El lobo estepario está justificada porque, a pesar de
todo, necesitamos de esa clase de literatura y testimonio de la vida que destaca lo
débil, lo dudoso y triste, de la vida humana. Quizá a partir de Viaje al Oriente, mi
testimonio se haga más positivo. Pero aún si no llegara nunca a eso, concebiría mi
vida absolutamente positiva y creyente aun cuando amenazada, enferma y poco
ejemplar.

A R. J. Humm, Zúrich

Baden, 10 de diciembre de 1935

Estimado señor Humm:


En mi último día en Baden, su carta ha venido a darme una alegría, pues no estoy
acostumbrado a recibir repercusión alguna del trabajo que llena mis días. Así pues,
mi intento de decir algo sobre su libro de las islas ha llegado a su conocimiento, le ha
procurado una satisfacción y a mí me ha traído un eco. Esto me agrada, significa un
poco de luz y lo absorbo con deleite.
No dudo que en algún pasaje habrá meneado la cabeza. Pero de todos modos ha
percibido y aceptado lo primordial, a saber que no pretendía aparecer más inteligente,
ni juzgar o ejercer censura, sino manifestar lo que su libro despertó en mí de amor.
Eso basta.
Hay en su libro y también en su carta algo para lo cual de momento no tengo
respuesta alguna. No presencié la polémica «privada» en sus «islas» con absoluta
simpatía, y en ocasiones con preocupación, sino también con cierta envidia. Yo
mismo me he apartado tanto en los últimos años de la posibilidad de una discusión
privada que en la actualidad no la toleraría.
Desde adentro y desde afuera, tanto en mi vida privada como en mi relación
respecto a la situación mundial, he desembocado lentamente en una crisis que este
año se agudizó. Creo pues que muy pronto será dictada la sentencia y estará a punto
la prueba a vida o muerte. Entretanto, aun cuando mi vida privada y mi posición se
vuelvan cada vez más inciertas, he alimentado en los últimos años un pellejo que me
rodea como vidrio y no consiste sino en la creencia de que también las crisis y los
padecimientos son funciones positivas y que el lugar donde me veo colocado debe ser
concebido como destino y sino.
Pero tengo la sensación de estar expresándome en una mitología privada. En
definitiva, desde hace bastante tiempo siento como si mis raíces hubieran sido

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seccionadas. La voluntad de vivir ha mermado considerablemente. Trato de balancear
esto celebrando con mayor esmero mi función, el escaso trabajo literario, como si se
tratara de un oficio. Quizá no me comporte sino como un payaso, pero tampoco me
importa.
Uno de mis hermanos menores, un hombre muy querido, infantil, puro y piadoso,
modesto empleado de oficina, aquí, en Baden, casado y con hijos, a pesar de su
aparente disimilitud conmigo, se vio obligado al mismo tiempo que yo a restablecer
el equilibrio en su vida y no lo logró. Debió temer que perdería su empleo. Este
parece ser un motivo, pero naturalmente debe haber habido algo más profundo.
Resumiendo, hace poco desapareció. No supimos de él durante dos días, lo buscamos
y al encontrarlo le dimos sepultura. Solucionó su problema con un cortaplumas.
Le escribo pues desde su posición de la cual no puedo enorgullecerme.
Presumiblemente, mi vida ha sido la de un Don Quijote, pero a menudo creo que Don
Quijote era tan poco superfluo como cualquier conductor y por añadidura «exitoso».
Suficiente. En realidad, no quería decirle sino que su carta me dio mucha alegría.
Pronto vendrá mi mujer y me ayudará a hacer las valijas.
Cordialmente suyo.
Un saludo a Zollinger.

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A Thomas Mann, Küsnacht-Zúrich

5 de febrero de 1936

Querido señor Thomas Mann:


La campaña contra Schwarzschild y Korrodi no fue en realidad una causa digna,
pero entiendo que esta vez se viera obligado a tomar una decisión drástica. Ya que
está hecho y de manera tan digna, sólo cabría felicitarle. Sin embargo, no lo puedo
hacer. Sin permitirme ni con el pensamiento la menor crítica desfavorable respecto al
paso que ha dado, lamento en el fondo que lo hiciera. Fue una confesión, pero para
todos su posición era ya conocida. Para los señores de Praga y París que le han
apremiado a la manera de bandidos, será una satisfacción comprobar el resultado de
su presión.
Si hubiera un bando al cual uno pudiera volverse y adherirse, todo estaría bien.
Pero es lo que falta precisamente. Entre los frentes no tenemos otro refugio para
escapar de la atmósfera de gases ponzoñosos que nuestro trabajo. Y la influencia, en
cierta medida ilegal, de consuelo y confortación que usted tenía sobre los lectores del
Reich, la perderá sin duda. Esta es una pérdida para ambas partes. Yo también me
veré afectado. Perdería un camarada y lo deploro con absoluto egoísmo. Así como
durante la Guerra Mundial tuve en Romain Rolland un colega, desde 1933 lo hallé en
usted. Por cierto no pienso perderlo, no me vuelvo desleal fácilmente, pero allá en
Alemania me quedaré muy solo como autor. Sin embargo, me gustaría perseverar en
ese puesto, en tanto de mí dependa.
Bien, deseo de todo corazón que en lo personal y privado el relajamiento que su
paso debe traer consigo sea bienhechor. Si se siente liberado y vuelve aliviado a su
trabajo todo estará bien.

A la editorial S. Fischer, Berlín

9 de febrero de 1936

Distinguidos señores:
Creo haberles informado en noviembre algo acerca de los ataques de Will Vesper
contra mí. Quizá hayamos procedido mal al ignorarlos, aun cuando Vesper es un

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oscuro literato al cual no debería tomarse en serio.
Por el adjunto, verá hasta dónde ha llegado ya la campaña iniciada en su gaceta
«Neue Literatur».
Dado que desde un principio Vesper ha estado trabajando contra mí con
deslealtad y recursos ilícitos, les suministro aquí unos cuantos datos necesarios para
poner al descubierto sus prácticas y por los cuales respondo. Si lo estiman
conveniente, pueden emplearlos a su arbitrio para ilustrar a la prensa.
1. El motivo de los ataques de Vesper fueron mis informes sobre libros alemanes
en Magasin Bonnier. Me reprocha que sólo anuncio allí libros de emigrantes, etcétera,
«pagado por los judíos». Como se ha podido establecer, el propio Vesper me ha
precedido en esto de recibir paga judía pues hace más de un año colaboró con
Bonnier y fue dejado cesante debido a la propaganda nacionalsocialista demasiado
parcial. Vesper no menciona que en mis informes bibliográficos se habla del máximo
reconocimiento de Stefan George, Rilke, Hofmannsthal, Carossa, Emil Strauss.
Solamente se aferra al hecho de que reseño también libros de autores judíos.
2. A su primer ataque (noviembre de 1935) contesté por carta al señor Vesper, que
soy suizo y que tanto Suiza como Suecia tienen por cierto el derecho de formarse su
propia y neutral opinión sobre la literatura alemana. Desde entonces, Vesper está
desarrollando una febril actividad —por supuesto sin dejármelo saber— para
informar a la prensa sobre el caso Hesse. Hace falsas declaraciones sobre mí, por
ignorancia.
3. Vesper afirma que soy alemán del Reich y nacido de padre alemán del Reich.
Sin embargo, soy hijo de un letón, quien en tiempos de mi nacimiento era aún súbdito
ruso, pero hace unos cincuenta años (poco después de 1880) pidió para mí y su
familia la ciudadanía suiza y la de Basilea.
Mi abuela materna era suiza y mis padres habitaban en aquel entonces en Basilea.
4. De todos modos, me hice ciudadano del Reich a la edad de catorce años. Mi
padre permitió que tomara carta de ciudadanía en Württemberg (sólo yo, no él y toda
la familia) porque allí cursaría mis estudios y me graduaría. En la misión protestante,
a la cual pertenecían mis padres, había en aquel entonces una cantidad de familias
cosmopolitas. Por ejemplo, uno de mis hermanastros mayores era de Württemberg,
otro inglés (nacido en la India).
5. Vesper cuenta que en 1914, cuando mi patria estaba en lo más difícil de la
lucha, yo la abandoné cobardemente. Estos son también embustes de este pobre
diablo. Miente conscientemente pues conoce los hechos. Sabe que no regresé a Suiza
en «1914 el año de la guerra», sino en 1912 cuando aún reinaba la paz.
6. Cumplí con mi obligación de ciudadano alemán al presentarme como
voluntario el verano de 1914 y dirigir desde 1915 hasta la primavera de 1919 el
departamento fundado por mí y el profesor Woltereck del Instituto de asistencia para
prisioneros de guerra alemanes. Fui asignado a la embajada de Alemania en Berna
como empleado suplente.

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7. En calidad de exciudadano suizo me asistía el derecho de volver a tomar
gratuitamente ciudadanía dentro de los diez años subsiguientes a mi regreso a Suiza.
Para no desertar en cierto modo, no lo hice durante la guerra ni durante los primeros
años de posguerra, sino que volví a hacerme suizo en 1923. En el ínterin fue disuelto
mi matrimonio y mi esposa reclamó para sí y nuestros tres hijos su ciudadanía
original (desciende de una antigua familia de Basilea). En consecuencia mis hijos
eran suizos, sólo yo era alemán por los papeles, pues mi lugar de residencia estaba en
Suiza, mis hijos hablan al igual que yo y su madre el dialecto suizo y pertenecen al
ejército suizo. Era pues lógico que pidiera para mi persona la ciudadanía de mi país
natal.
Estos son los datos que Vesper falseó.
Les ruego dar al «Westdeutschen Beobachter» la rectificación que acompaño.
Pero es de suponer que estas calumnias sobre mi persona también habrán salido en
muchas otras publicaciones.
Me avergüenzo de pertenecer a la literatura alemana y tener semejantes colegas.
En el caso de Vesper conozco por casualidad sus motivos personales y egoístas. ¡Al
diablo! Suspenderé desde este momento mis resenciones bibliográficas tanto en
Suecia como con ustedes. Ya no quiero saber nada más con todo esto.
Les saluda.

Al doctor Eduard Korrodi, Zúrich

12 de febrero de 1936

Estimado doctor Korrodi:


Agradezco su carta que, evidentemente, ha sido escrita bajo una elevada presión.
Dado que ha estado durante tanto tiempo en la vida periodística, me ha sorprendido
que lo excitara a tal extremo el momentáneo ser expuesto. Esta reacción me resulta
simpática, pues a mí me afectan los atropellos, es decir, mi corazón y mis nervios son
más sensibles que mi razón. Comprendo, pues muy bien su carta como reacción a una
situación momentánea. Creo que en su mayor parte es atribuible a su ruptura actual
con Thomas Mann. Conozco esta clase de despedidas. A mí me sucedió lo mismo con
Emil Strauss. Yo le he permanecido fiel, pero él rompió conmigo impulsado por la
amargura de posguerra. Y tengo así en Alemania varias personas, otrora amigos míos,
a quienes daré la mano en caso necesario pero de quienes no puedo esperar el mismo
servicio, pues la gente está politizada y como ya es sabido, en una época de política y
partido el hombre ya no se siente obligado respecto a su prójimo, sino sólo respecto a

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sentimientos y métodos partidistas y belicosos.
Así, hoy en día no sólo soy atacado por los emigrantes de la manera sucia que
usted conoce, sino que también desde noviembre la prensa del tercer Reich me
denuncia al mismo tiempo sistemáticamente y con una repercusión cada vez más
amplia, como traidor y emigrante. Quien conduce esta acción no es otro que Will
Vesper y es muy probable que logre su objetivo de verme proscripto de Alemania.
Conozco, pues, muy bien la situación del atacado en forma brutal. Mi verdadero
trabajo ha quedado paralizado debido a la atmósfera venenosa. Este es el motivo por
el cual me he ocupado de manera tan asidua en la crítica de libros, a la que considero
una ocupación secundaria.
Lo que detecto con claridad en su carta es su estado de ánimo momentáneo y lo
que no me resulta muy claro es lo que usted espera en realidad de mí y en qué sentido
está disconforme conmigo. Sí, le entiendo correctamente, censura en mí que quiera
seguir siendo leal a un mañana y en los días por venir en mi vieja editorial a la que fui
fiel durante treinta años. Además, supone que he prestado al doctor Bermann
servicios muy particulares en su intento en Zúrich. La cosa no es como usted
presume. Sólo proporcioné a este caballero recomendaciones para dos amigos que
tengo en dicha ciudad, y estoy informado sobre los pormenores de su intento. No
comparto su opinión que sería una desgracia si se le ocurriera abrir una editorial en
Suiza. Aun si las editoriales suizas operaran en su máximo nivel y aun si Bermann no
trajera consigo una tradición y una capacidad superior al término medio, no sería para
Suiza ninguna pérdida, sino una ganancia que el editor de Thomas Mann, Schickele y
otros buenos autores se radicaran en su territorio y no en Viena o en Holanda. Para
Suiza significaría una fuente más de trabajo. Si la nueva editorial fracasara, la pérdida
sería para ella no para Suiza, pero si tuviera éxito, el país ganaría en todo sentido.
En lo que a mí como autor de la editorial Fischer se refiere, parece tener usted la
idea errónea de que puedo elegir libremente permanecer fiel a mi vieja editorial o
elegir a voluntad otra nueva. La cosa no es así y Bermann de manera alguna puede
decidir acerca de los autores que se llevará de Fischer a su nueva editorial. Su única
facultad es la de vender la vieja editorial de Berlín y de acuerdo con las leyes
alemanas el comprador adquirirá los contratos celebrados con los autores. Si
Bermann debe salir de la editorial Fischer por ser judío, los derechos sobre mis libros
pasarán automáticamente a su sucesor en Berlín. Hasta caducar mi contrato que
tendrá vigencia por unos cuantos años, deberé permanecer ligado a la editorial
berlinesa, independientemente de quien sea su propietario.
Hasta aquí el asunto Bermann. Si me pregunto qué más espera de mí deduzco lo
siguiente: usted espera de mí que como autor demuestre por fin un mínimo de
heroísmo y me incline por un color. Querido colega: esto es lo que he venido
haciendo sin interrupción desde el año 1914, fecha en que mi primer artículo de
guerra me valió la amistad de Romain Rolland. Desde 1914 siempre he tenido en mi
contra los poderes empeñados en no permitir una conducta religiosa y ética (en lugar

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de la política). Desde mi despertar a la época de guerra he debido embolsarme cientos
de ataques de la prensa y millares de cartas odiosas y me las embolsé. Ellos
amargaron mi vida, dificultaron y complicaron mi trabajo, echaron a perder mi vida
privada y no sólo fui combatido por un frente sin ser protegido por el otro, sino
ambos frentes me han elegido siempre a mí, al que no pertenecía a ningún partido,
como objeto de sus descargas. Aun hoy soy atacado simultáneamente por la chusma
de los emigrantes y del Tercer Reich. En mi opinión, mi lugar es estar en este puesto
de outsider y neutral, desde el cual debo mostrar mi poco de humanidad y
cristianismo.
Tengo la impresión que espera de mí que abrace una especie de antisemitismo o
antimarxismo suizo. Le diré, nunca fui marxista. Al igual que usted fui a menudo
blanco de los ataques de ese sector, pero tampoco soy adepto del capitalismo ni
prohombre de la clase pudiente. Esto también sería política y partido y mi posición es
apolítica hasta el fanatismo. En cuanto a los judíos, jamás fui antisemita, si bien en
ocasiones tengo sentimientos de ario respecto a ciertas cosas «judías». No considero
misión del intelecto atribuir primacía a la sangre y a la raza y aun cuando judíos
como S. sean repugnantes no lo son menos los arios, tales como Streicher o W.
Vesper y centenares de otros. Cuando a los judíos les va bien se tolera una broma
sobre ellos, pero si les va mal, y a los judíos alemanes les va hoy pésimamente mal, la
cuestión acerca de si mis sentimientos habrán de volcarse hacia el lado de la víctima
o del victimario, queda dirimida al punto. Por esta razón, me ocupé en mis informes
literarios a Estocolmo de la literatura de los emigrantes, algo que ahora estoy
pagando muy caro.
No, ni el antisemitismo ni partido alguno habrán de ganarme para sus filas. Esto
no me impide ser suizo y republicano con toda mi convicción. Al fin y al cabo,
nuestra democracia no pretende que los partidos se masacren entre sí, sino que se
encuentren para cambiar consejos y establecer un entendimiento. Ni los socialistas ni
los pudientes lo hacen. Yo los dejo querellar, pero son estos frentes en los que nada
tengo que buscar.
Si en los veinticuatro años que vivo en Suiza, casi nunca he hablado de mi
nacionalidad suiza, no debe extrañarle. De mis antepasados sólo una parte era suiza y
mi propia ciudadanía fue comprada. Ahora bien, usted sabe cuánto se quiere en el
país a los comprados que empiezan toda oración con las palabras «nosotros, los
suizos»…
Quisiera agregar aún unas palabras respecto a otro problema. Alude usted que
muy bien podría hacer un folletín de la literatura europea o universal. Es cierto, sólo
que el folletín sería bastante poco suizo. Pero además adolecería de un error mayor
aún. Un folletín constituido en nueve décimas de sus partes por traducciones se vería
enormemente empobrecido desde el punto de vista del lenguaje. Usted no ignora cuál
es el resultado al leer una novela rusa o española vertida al alemán si luego se toma
una obra original en alemán. Es como una bocanada de aire fresco. No, aun contando

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con buenos traductores (¿y cuántos hay realmente buenos?), resultaría un mundo de
esperanto y se volvería a añorar el estado de cosas anterior.
Agradezco nuevamente su carta que valoro como signo de su confianza. Me ha
deparado con ella una alegría. Por lo exhaustivo de mi respuesta verá que lo he
tomado con harta seriedad…

A Thomas Mann, Küsnacht

12 de marzo de 1936

Querido señor Thomas Mann:


Le agradezco su carta que me ha hecho mucho bien, y procurado alegría. Estuvo
acertado al adivinar que podía necesitar algo así. Presumo que J. Maass, con quien
mantengo una buena amistad, debe haberle contado que no me va muy bien.
Mi actividad de reseñador, practicada durante tres décadas, me ha traído una
honda decepción al cosechar de ambos lados, el alemán y el de los emigrantes,
bofetadas como respuesta a una labor bien intencionada y al final fatídicamente
extenuante. Esta desilusión me ha mostrado hasta qué punto la actividad de benévolo
informante sobre la literatura alemana fue de paso una huida, huida del impotente
tener que mirar lo actual sin aportar nada y huida de mi vena literaria de la que hace
dos años me separa un vacío cada vez mayor.
Como primera medida me dedicaré menos a la actividad crítica y la limitaré al
mínimo, dejaré que ceda la extenuación y el hartazgo resultantes del mucho leer y
abrigo la esperanza que esto volverá a levantarme y contribuirá a mi recuperación. Lo
más difícil será encontrar el camino de retomo a mi obra que desde hace mucho
tiempo ha quedado rezagada. La idea de esta obra ha seguido latente. Estoy mucho
con ella en pensamiento, pero me faltan las ganas de producir, de trabajar en los
detalles, de hacer sensible y visible lo espiritual.
Me place saber que le han dejado en paz en el Reich. Si llegaran a prohibir su
obra, me mortificaría la idea de seguir solo allí, en mi pequeño mercado. Pero habrá
derivaciones. Todavía puede ocurrir que un día prohíban las obras de ambos y ello me
satisfará, si bien no debo provocarlo. Hoy en día nuestro trabajo se considera ilegal,
está al servicio de tendencias odiosas a todos los frentes y a todos los partidos.
Pienso en usted a menudo y me place saberlo todos los días en Egipto durante un
rato. Yo también vuelvo a añorar un viaje a Oriente.
Sin estos recuerdos sería muy difícil soportar la vida en un mundo tan
materialista.

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Reciba mis cordiales saludos para usted y los suyos.
Su affmo.

A la señorita H. B., Wolfratshausen

5 de octubre de 1936

Querida señorita:
Su carta me ha causado un poco de tristeza. Que usted no sepa sacar nada en claro
del Demian, y se pregunte por qué un individuo ha sido capaz de escribir algo así, me
demuestra que mi hacer y mi pensar son muy eremíticos y poco comprendidos. Pero
esto lo sé desde hace varias décadas y me he reconciliado con este hecho.
No puedo contestar a sus preguntas. Pero deseo decirle algunas palabras sobre la
lectura de los libros en general. Los libros no deben leerse como usted lo hace, con
semejantes pensamientos y preguntas. Cuando contempla una flor o aspira su aroma
no se da enseguida a la tarea de cortarla y desmenuzarla, estudiarla y examinarla al
microscopio para averiguar el porqué de su aspecto y de su perfume. Por el contrario,
usted dejará que la flor, sus colores y sus formas, su fragancia y toda su silenciosa y
enigmática presencia obre en usted y la aprehenderá. Y se enriquecerá por la vivencia
de la flor exactamente en la misma medida en que sea capaz de una silenciosa
entrega.
Con los libros de los escritores debe proceder igual que con la flor.
No es sino en este momento, al concluir mi carta, que adivino el motivo por el
cual su carta me lastimó un poco. Después de la lectura del Demian consideró posible
que yo pudiera subestimarla y rechazarla por su ascendencia judía…

A Georg Reinhart, Winterthur

Con motivo del 10 de enero de 1937

Estimado señor Reinhart:


Sin duda recibirá usted tantas cartas en su sexagésimo cumpleaños que
considerará un favor la brevedad de los mensajes de felicitación.

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No obstante, en esta ocasión quiero confirmarle que estimo como una gran dicha
su presencia y su amistad en mi vida y las tengo en muy alto aprecio, no sólo porque
en la época más peligrosa de mi vida me haya prestado tan generosa ayuda.
Naturalmente, esto es también una importante razón y cuando un hombre rico tiene
amistad con uno más pobre, ésta se traduce de alguna manera en forma de dinero. Sin
embargo, esta es sólo una parte de mi relación con usted y de mi amistad y mi
gratitud. Le agradezco y me place que existan personas como usted y que haya tenido
el privilegio de conocerlo, sencillamente porque es tal cual es, porque es un hombre
de mundo y de los grandes negocios y no obstante no ha sido devorado por esos
negocios ni le ha nivelado el mundo, sino que se ha conservado y cultiva su visión y
su carácter, sus predilecciones y su talento y ha creado en su casa un refugio tan bello
y radiante.
En estos días escuchará esto y mucho más en multitud de formas y desde
múltiples lados. Sin duda responderá a todo ello con una sonrisa algo sarcástica. No
obstante, no creo que a pesar de todo deje de complacerle escuchar de labios de sus
amigos cuánto le apreciamos.
En este día de su cumpleaños tengo puestos en usted mis pensamientos y deseo de
todo corazón para su persona y su casa muchos años más de ese veranillo de San
Martín en el sentido aludido por Adalbert Stifter. El envejecer no es sólo un entrar en
cesantía y un irse marchitando. Como toda etapa de la vida tiene sus propios valores,
su propio encanto, su propia sabiduría, su propia tristeza y en tiempo de una cultura
en cierta medida floreciente, se ha tributado con justicia a la vejez cierta veneración,
que hoy reclama para sí la juventud. No vamos a seguir tomándoselo a mal a la
juventud, pero tampoco habremos de permitir que quieran metemos por los ojos la
carencia de valores de la vejez.
Mi mujer une a los míos sus deseos de felicidad y saludos.
De todo corazón desea a usted todo lo más grato y bello su muy affmo.

Al señor P. U. W., Praga

21 de enero de 1937

… No creo que sus composiciones se presten ya para su publicación. Hay en ellas


mucho de bello y promisorio, pero carecen de originalidad. Se percibe con intensidad
la atmósfera literaria romántica, pero también los modelos y las sugerencias. En la
pintura y el dibujo es más fácil recordar la herramienta y hacer simplemente estudios
y ejercicios. Cuando se trata de escribir la cosa es más difícil, pero no obstante

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necesario. Este es mi consejo: paralelamente a sus otros trabajos intente una y otra
vez realizar ejercicios literarios, apuntes sobre experiencias, sobre lo visto, sobre
obras de arte, una copia sobria, precisa, lo más exacta posible mediante palabras y
repase cada uno de estos ejercicios una y otra vez, hasta que cada palabra quede bien
afianzada y pueda responder por ellas. No puedo darle más consejos. No sirvo para
maestro. Esto debe ser tan sólo una sugerencia.
El «romanticismo» al cual alude me es conocido y grato, pero a través de sus
intentos no puedo colegir lo que logrará hacer alguna vez. Pues no se trata de crear
como por arte de magia una atmósfera romántica en general, sobre la base de lo que
se ha leído. Esto no es difícil, yo también sucumbí a menudo a esta magia. Lo que
realmente importa es formar una literatura responsable a partir de la postura
romántica, con gran concisión en la palabra y gran precaución al apoyarse en
modelos. El viejo romanticismo está aquí y no necesita ser creado de nuevo. Hay en
usted muchos puntos de partida, pero el gozo en la atmósfera general, en el pasearse
en un escenario romántico sigue preponderando aún. Es en sí algo bello, pero no
basta, y a quien le resulta suficiente no pasa de ser un diletante. Precisamente porque
usted practica también la pintura y la música, debe tratar de no darse por satisfecho
con la mera alusión de la atmósfera en la literatura, sino probar un auténtico diseñar y
construir con palabras, tan consciente y sobrio como le sea posible. En esto uno
nunca acaba de aprender. El cometido se renueva con cada oración.
Esto es todo cuanto le sé decir. Creo que su peligro estriba en la soledad en que
vive. A su edad no se la tolera mucho tiempo sin perjuicio. Hágase amigo de alguna
persona, muéstrese a ella y muéstrele sus ensayos. Repare en el efecto. No es
menester que sea un genio.
Deseo que encuentre su camino. Si no le va bien con el dibujo, debería buscar
otra manera ordinaria de ganarse el pan. Pero por favor no busque hacer pan de su
literatura. Eso sí que no.

Al profesor Arthur Stoll, Basilea

27 de enero de 1937

Estimado profesor:
Le agradezco su saludo y el impreso que he estudiado con particular interés.
No tenía idea de que acababa de celebrar su quincuagésimo cumpleaños, de modo
que mis congratulaciones le llegarán retrasadas. Conozco por propia experiencia cuán
absorbentes son estos aniversarios y en el verano de este año volveré a pasar por ella.

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Le llevo exactamente diez años y cumpliré para entonces los sesenta. Aun cuando
trabajo y vivo en un lado del mundo y la cultura distinto del suyo y mis relaciones
son escasas, las situaciones y sinos de todo trabajo intelectual serio son análogos y así
los festejos y la fama desencadenarán también en usted además de otros reflejos, el de
la ironía. El ser famoso junto con los aniversarios es un intento de verter a lo
sociológico funciones puramente espirituales o llevar con las fórmulas de la masa, de
la cantidad, a un común denominador la labor espiritual que siempre puede ser
realizada sólo por el individuo.
El resultado son los equívocos y debemos alegramos si no pasan de ser graciosos
e inofensivos, pues también pueden tomarse trágicos…
… Y bien, le deseo lo que cada uno de nosotros desea para sí mismo por encima
de todas las cosas: que siempre pueda salir del ajetreo del mundo y de los negocios y
encontrar el camino hacia la reconfortante soledad del verdadero trabajo intelectual y
creador y participar allí de esa juventud a la cual los decenios nada pueden quitar.

A un joven pariente

1.º de febrero de 1937

… Lamentablemente lo que dices del arte en relación con Balzac, me resulta tan
incomprensible como otras exteriorizaciones tuyas anteriores de este tipo. Comparto
el punto de vista de que el arte es tan necesario como el pan y por esta razón he
encauzado mi vida —a menudo con sacrificios— con miras a ser artista. No creo que
el artista deba tener una ideología precisa (¿la tienes tú?), que deba decidirse por un
partido o por un grupo (¿perteneces tú a alguno?), ni que deba buscar en ti o en
cualquiera la aprobación de lo que es bueno o malo, blanco o negro. Ningún artista
genuino lo ha creído jamás. El arte forma parte de las funciones de la humanidad
destinadas a velar para que perduren el espíritu humanitario y la verdad, para que el
mundo entero y la vida humana no se conviertan en odio y en partido, en puros Hitler
y Stalin. El artista ama a los hombres, sufre con ellos, a menudo los conoce mucho
más profundamente que cualquier político o economista, pero no se yergue sobre
ellos como un dios omnipotente o un redactor que sabe perfectamente cómo deben
ser todas las cosas. ¿Qué significa tu palabra predilecta «ideología»? Por ejemplo, el
Salvador amó sin duda a los pobres y condenó la codicia, pero nunca expuso un
programa acerca de la manera de combatir en el futuro la pobreza mediante
ideologías reguladoras, partidos, revoluciones, sino reconoció —y lo expresó de
modo bien claro— que habrá pobres en todo tiempo. Era pues, según tu teoría no del

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todo clara para mí, un extraño, que vivía en una «tercera dimensión» como nosotros,
los artistas, a quienes tanto desprecias. Tampoco entiendo esa otra aseveración que
haces en tu carta, a saber, que los artistas habrían conquistado con el correr de los
milenios una posición privada. ¿Dónde se encontraban antes? ¿Y no ha habido
suficientes artistas que tomaron fervorosamente partido, que fueron portavoz de
aspiraciones políticas? Ello no ha mejorado ni empeorado sus obras en un ápice.
Convengo contigo en que un artista o un intelectual se convierte en un canalla cuando
reniega por oportunismo de sus auténticos sentimientos y opiniones y engaña a los
demás. Pero no puedes creer que por ejemplo, hoy en día, un artista mejore en su
condición por venderse a un partido.
Me duele tan sólo que a tus ojos yo también sea un hombre inclinado a considerar
al arte como algo privado, que no conoce ni el bien ni el mal, sino sólo lo «genial» y
«lo no genial». ¿En verdad nunca has leído alguna de mis obras? ¿En verdad nunca
has sentido que para mí es veraz, que rechazo los programas y las «ideologías»
preformuladas porque idiotizan al hombre al máximo y que tengo una conciencia
bastante delicada respecto al bien y al mal? Querido H., en lugar de ser escupido por
todos los partidos extremos, podría gozar hoy de éxito e influencia en cantidad si me
afiliara a un partido… El único literato de alto rango que al final de su vida ha
abrazado el comunismo es André Gide[7], quiero decir, el último a quien tomo
personalmente en serio. Resignado y profundamente desilusionado, entregó su voto y
su nombre al comunismo y se extinguió como escritor, mejor dicho se retiró y
permanece en silencio.
En el curso de las centurias ha habido miles de «ideologías», partidos y
programas; miles de revoluciones han cambiado el mundo y (tal vez) lo han hecho
progresar, pero ninguno de sus programas y confesiones ha logrado sobrevivir a su
época. Las imágenes y las palabras de algunos artistas genuinos y también las
palabras de algunos sabios genuinos, e individuos amantes y que se han ofrecido en
holocausto han perdurado a través de los tiempos, miles de veces una palabra de
Jesús o la palabra de un autor griego u otro autor tocan aún a los hombres y los
despiertan y abren su mirada al dolor y al milagro de la humanidad. Mi anhelo y mi
ambición sería ser uno, uno entre mil, pequeño, formar parte de la serie de esos
amantes y testigos pero no pasar por «genial» ni nada parecido.
Lástima que las cosas sean así. Lástima que todavía no hayas alcanzado la
madurez ni tengas el amor necesario para poder creer y amar algo sin enjuiciar. La
vida sigue su curso por encima de nosotros y nuestros deseos y opiniones, y creo
firmemente que todos seremos examinados y juzgados infaliblemente.
Hablas de «cocer pan» comparándolo con el arte. Pero un panadero tan ardiente
fanático por su opinión o su ideología que en cada pan incluye una boleta electoral de
su partido, será examinado indefectiblemente por aquellos que comen su pan en
cuanto a sí éste es bueno, es digerible y da vigor. Si Homero y Goethe y todos los
demás poetas a quienes tanto desprecias junto con sus posiciones no hubieran cocido

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un buen pan, ése su pan no podría seguir siendo aún hoy alimento para los hombres.
Ya es suficiente. No podemos avanzar en este terreno por la vía epistolar, además
nuestra discusión tiene la desventaja de haber emanado de Balzac, un escritor que me
resulta del todo indiferente. No hablarías de manera tan despectiva de Dostoyevski. Y
no obstante fue un apasionado nacionalista…

Al señor C. S., Mährisch-Ostrau

Principios de febrero de 1937

… Veo que se siente usted amenazado. Al respecto no puedo decirle mucho pues
no soy médico ni educador. Usted necesita un amigo o un consejero a quien pueda
contarle todo esto, no por carta, sino directamente, en forma verbal y con absoluta
sinceridad. A la distancia, sólo puedo decirle esto: La mayoría de las veces el miedo a
la locura no es otra cosa que miedo a la vida, a las exigencias de nuestra evolución y
de nuestros instintos. Entre la ingenua vida de los instintos y aquello que quisiéramos
ser conscientemente y nos empeñamos en ser, siempre existe una brecha que no se
puede salvar, pero sí saltar por encima centenares de veces, y en cada ocasión se
requiere tener valor y antes de cada salto nos acomete el miedo. No sofoque
anticipadamente los impulsos en su persona, no los llame de antemano locura, sino
escúchelos, aclárelos para usted. Todo desarrollo va unido a tales circunstancias o
estados, y no es posible sin dolores ni apuro. Cuando lo apremien las «alucinaciones»
no cierre los ojos, sino intente dejar que esas imágenes se tomen nítidas en usted, de
lo contrario se enemistará cada vez con el caos que lleva adentro como todo
individuo. Usted debe amigarse con él, aceptarlo, aprender a contar con él. Y aun si
fuera locura lo que hay en usted… la locura dista mucho de ser el peor mal que pueda
arrostrar una persona. También la locura tiene su lado sagrado.
El destinatario de esta carta volvió a escribir once años más tarde. Es uno de los casos bastante raros en los
que el consejo dado fue aceptado y rindió frutos. En marzo de 1948, C. S. que en el ínterin había emigrado, decía
en su carta:

Deseo testimoniarle mi gratitud. Hace muchos años, cuando me encontraba al


comienzo de un decisivo momento evolutivo, me ayudó para que no me extraviara.
Desde entonces las palabras que me hizo llegar hace doce años me han enseñado a
comprender mi vida con mayor claridad y conciencia. Siempre han sido y son aún
consuelo y guía, asistencia y leve llamado de atención para apartarme a mí mismo del
camino equivocado.

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Si a pesar de las prolongadas recidivas de un mal tenaz que siempre sepultan en
un aparente disimulo todo lo edificado entre una y otra, me he conservado sano en
mis raíces, y si en mí ha podido robustecerse de nuevo y crecer el empeño por una
preparación interior, se lo debo a usted.

Carta a un escritor exiliado

26 de febrero de 1937

Distinguido señor Knab:


No he conservado copia alguna de la carta que le escribí, pero tengo la impresión
de que en lo que dije acerca de su libro ve usted demasiado la duda respecto a la
potencia poética propiamente dicha y muy poco de lo que, a pesar de todo, era
afirmativo y encomiable. Ignoro si mi juicio es acertado. No soy crítico y tampoco
hubiera emitido mi opinión sobre su libro si usted mismo no hubiese expresado su
deseo en tal sentido. Cuando comparo en la memoria su libro con verdaderas obras
maestras de origen análogo, es decir católico-cristiano, como por ejemplo el breviario
de Bernanos, mi juicio me parece correcto y permitido. Sin embargo, que su libro esté
a un alto nivel literario no es escala para mí. Sé asimismo que mis propios intentos
literarios tampoco soportarán un juicio severo y orientado sólo a lo supremo. No
obstante, trato de seguir adelante y seguir aprendiendo. Por esta razón me alegra que
también usted, aun cuando en un principio extrajo de mis palabras lo negativo, haya
tomado también de ellas el impulso de perseverar en su hacer con la intención de
mejorar más y más. Nadie puede hacer más y lo que quede al final de nuestro trabajo
será decidido en otra parte.
Lamento no poder servirle como reseñador de su libro, pero me he visto obligado
a suspender mis informes literarios y ya no hay a mi disposición fuente periodística
alguna. Con los mejores deseos, le saluda su affmo.

Al conde Wiser, Bad Eilsen

24 de julio de 1937

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Cuando un chino desea dirigirse a un interlocutor de una manera que sus palabras
expresen a la vez simpatía y estimación, ternura y respeto, le dice «mi hermano
mayor».
Este es el tratamiento que quisiera darle en este día, siempre y cuando no lo
considere una impertinencia. Una salud tolerable con pocos trastornos, vigor y
entusiasmo para el trabajo y en el corazón la serenidad con la que una persona que
siempre ha estado empeñada en aspirar a la perfección puede contemplar el curso del
mundo al llegar a su vejez. Yo creo que no sólo debe contemplar con esta serenidad el
curso del mundo, sino también el más allá y las diversas concepciones e ideas sobre
la materia. Yo no creo que vayamos a perdernos en la nada. Del mismo modo creo
que nuestros esfuerzos y zozobras por aquello que nos pareció bueno y justo no
fueron en vano. Puedo imaginar por cierto muchas cosas acerca de las formas en que
el todo nos anima y conserva partes, pero no admitir una opinión sustentada de
manera dogmática. La fe es confianza, no ansias de saber.
Le saluda cordialmente y le desea todo lo mejor, su agradecido amigo H. H.
Le ruego transmitir mis saludos a su apreciada esposa.

A Robert Mächler, Berna

14 de setiembre de 1937

Distinguido señor:
Le agradezco el envío de su artículo, el cual he leído con interés. Su trabajo me
aportó algunas confirmaciones y también algunas ideas nuevas. Si fuera a escribir
sobre este tema quizá cambiaría su epígrafe y diría: La conciencia de los escritores.
Pues, tomado tanto desde el punto de vista cristiano cuanto psicológico, la «mala
conciencia» siempre es signo de la existencia de una conciencia viva, sana, ya
tranquilizada. El hecho de que esta conciencia sea perceptible en los literatos los
distingue de otros funcionarios de la vida de los pueblos, por ejemplo, de los
estadistas y generales. Y dado que desde el punto de vista cristiano la «mala
conciencia» siempre es característica de intensos y valiosos procesos psíquicos, la
función del escritor me parece justificada ya por la sola referencia a la mala
conciencia. El escritor se muestra como indicador, como sismógrafo, que permite leer
el estado de conciencia de su medio ambiente.
Naturalmente, esto no excluye que los escritores también puedan tener mala
conciencia por motivos poco nobles. Pero personalmente prefiero la peor conciencia
a la conciencia inquebrantable de los estadistas, los generales y los fabricantes de

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armamentos.

A un grupo de individuos jóvenes de Berlín

Mediados de octubre de 1937

Agradezco vuestra carta. Me es muy cara por considerarla signo de lealtad y una
promesa, no hecha a mí, pero sí al espíritu al cual yo también pertenezco y sirvo.
Vosotros debéis arrostrar mayores dificultades que las que yo tuve en mi juventud. En
aquel entonces nos rodeaba un mundo que si bien era inseguro en sí y pesaban sobre
él amenazas, era más inofensivo y pueril. Con todo, el rostro del mundo y de la época
sufrirá constantes cambios, se atiesará, se contorsionará y volverá a relajarse, y aún
los feos y brutales movimientos del espíritu de la época no dejan de ser
estremecimientos del espíritu humano en su búsqueda. Una mirada retrospectiva nos
muestra claramente que en lo espiritual y duradero, en las obras del intelecto, las
Biblias y las filosofías, los «desarrollos» han sido ínfimos en el decurso de los
milenios. Desde la milenaria India hasta Santo Tomás de Aquino o Eckhart, han
tenido vigencia las mismas verdades bajo imágenes cambiantes. Por supuesto, tienen
vigencia para los iniciados, no para el mundo y la masa. Y los iniciados son siempre
minoría. Pero tal vez necesiten de la masa que los rodea y los cobija, tanto como la
masa necesita de ellos.
Suficiente, queridos amigos, vosotros ya sabéis todo esto por vosotros mismos.

A la señora H. R., Norrköping

11 de enero de 1938

… La charla sobre la «forma» que usted sugiere no es posible por la vía epistolar.
De una manera sumaria sólo puedo decirle esto: escribir poemas basándose
«enteramente en el sentimiento» es una fantasía. No existe tal cosa. Se necesita de la
forma, del lenguaje, de la métrica, de un vocabulario rico y todo esto no se produce
en la esfera «afectiva», sino en la razón. Por cierto, muchos poetas menores eligen
sus formas de manera inconsciente, es decir, imitan de memoria formas de

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versificación, pero el hecho de que no sepan lo que hacen no altera en nada el
proceso. Desde la lírica de los maestros, desde Píndaro a Rilke, nada ha sido escrito
basándose «enteramente en el sentimiento», como usted dice, sino atendiendo a la
mayor selección y trabajo, a la más severa concentración y a menudo minuciosas
revisiones de las leyes y formas tradicionales. «Basándose en los sentimientos» sólo
se escriben cartas y folletines en un momento de apremio, pero no poemas. Cuanto
menos reflexiona el poeta sobre sus medios de expresión, cuanto más imita
inconscientemente viejos recursos, más cree ser un poeta nuevo y de los sentimientos.
Pero es tan sólo una equivocación.

Al señor Fr. A., Basilea

Principios de febrero de 1938

Estimado señor A.:


Siento mucho no poder ayudarlo. No estoy en condiciones de leer su
manuscrito… ni de indicarle una editorial para su publicación…
De cualquier manera he echado una ojeada a su trabajo, sólo por espacio de un
cuarto de hora y basándome en pruebas al azar me he percatado de cuál es su
tendencia. En general, apruebo en gran medida sus concepciones, pero soy muy
escéptico en cuanto a su repercusión. Dado que las viejas instituciones como las
iglesias confesionales con todo su aparato ya se muestran demasiado débiles hoy en
día para ofrecer resistencia a la inmoralidad política, dado que la Alemania
protestante no pudo impedir la preponderancia alcanzada por la cruz esvástica, el
Papa pactó con el Duce y los arzobispos bendicen las naves de guerra italianas,
¿cómo pueden la buena voluntad y el idealismo de nosotros, un puñado, una horda
desorganizada de bien intencionados constituida en gran parte por elementos no
organizables, tener influencia sobre el mundo? Yo creo que antes de que sean
posibles nuevas estructuras, el mecanismo del estado moderno y de la humanidad
moderna, distantes de Dios y del espíritu, deben disgregarse en sí mismos, en guerras,
desfogarse y desintegrarse.
Hablo así como hombre viejo. Pero sé y creo también lo contrario, a saber: que
cada uno de nosotros, a pesar de todas las evidentes imposibilidades, debe hacer lo
suyo y tender con sus recursos a lo imposible, aun cuando éste no lleve sino a un
martirio. En circunstancias dadas, ésta podría ser la clase más eficaz de sacrificio. Así
pues, en mi calidad de poeta, aspiro a conservar para la pequeña minoría de personas
que me comprenden y son accesibles a mi influencia una vida de espiritualidad en el

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mundo, o al menos su añoranza. Nuestra forma de valentía debe consistir en tocar
nuestras pequeñas flautas en medio de los cañones y de los altoparlantes y
percatarnos de la inutilidad de nuestro hacer y también de su ridiculez.
De esta misma manera debe continuar usted su camino. Estos esfuerzos, estas
fatigas nunca son del todo en vano. ¡No se deje ganar por el desaliento!

Al señor F. L., Zúrich

16 de febrero de 1938

Distinguido señor L.:


… Su carta, cuya bella intención advierto, me cohíbe. He cometido muchos
pecados en mi juventud, pero no recuerdo haber descuidado mis deberes y en mi
calidad de hombre viejo me siento algo perplejo al recordarme me usted mi «deber».
Precisamente en relación con Alemania, es decir con la Alemania política actual, he
obrado en mi entender desde 1914 con más corrección y conducta clara que la
mayoría de los emigrantes, quienes desde hace unos años han notado de pronto que
allí no todo anda bien y nos palmean a nosotros, los demás, con su aire de sapiencia.
De cualquier modo, la postura me fue aliviada en parte. En lugar de tener que
convertirme solamente, pude volver a la ciudadanía suiza que ya poseía de niño. De
todos modos, esto me acarreó también bastantes dificultades.
En cuanto a la Alemania «íntima», la de la lengua, la literatura, la cultura,
siempre me he contado entre sus hijos y sigo haciéndolo, aun cuando usted pretende
hacer depender esta afiliación de la medida en que entro yo en consideración como
colaborador de su empresa. También formo parte de la Alemania íntima por tener en
muy alta estima mi propia conciencia y mi independencia y me causa harto desagrado
que me palmeen la espalda y otros vengan a instruirme sobre mis obligaciones. Todo
cuanto he hecho durante decenios fue colaborar con la Alemania íntima, y con el
correr de los años la colaboración inconsciente fue haciéndose más y más consciente.
Por ejemplo, usted me sugirió distinguir un libro de Huxley con un exhaustivo
comentario y yo creo haber obrado en todo y por todo con el sentido puesto en la
buena «Alemania íntima» al rehusarme.
Por esta razón, le ruego en esta ocasión que deje librados a mi cuidado el grado,
la clase y los contenidos de mi eventual colaboración… El hecho de que aun antes de
haber ido a imprenta mi contribución, usted me venga a recordar mis deberes de
manera tan enérgica y por añadidura quiera aleccionarme acerca de lo que debo hacer
o dejar de hacer, no va a inclinar mi voluntad a la colaboración, sino que provocará

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mi disgusto.
… Usted me recomienda proveerme al modo de Sinclair de una nueva juventud y
ponerla al servicio de su empresa. Pero hoy soy un hombre viejo y no estoy en
condiciones de llevar las riendas de una tercera juventud. En cambio dedico todos
mis esfuerzos a eso de lo cual me acusa desde hace más de cinco años, a saber:
permanecer fiel a mi deber. Si en alguna rara ocasión me excedo de este límite y
produzco algo de interés para una revista, no pueden ser sino excepciones.
No tome a mal mis palabras. Son bien intencionadas.

A R. J. Humm, Zúrich

8 de julio de 1938

Estimado señor Humm:


Su carta me ha dado una gran alegría y mi intención hubiera sido agradecerle por
ella enseguida, pero en los últimos tiempos y en particular desde el 11 de marzo estoy
tan atareado atendiendo los contratiempos de los emigrantes y refugiados, que ello
consume la mayor parte de mi capacidad de trabajo…
… Usted me llama columna, estimado amigo, y yo me siento más bien como una
cuerda extenuada, medio deshilachada por la sobrecarga que pende de ella y que a
cada nuevo peso que se suma tiene la sensación de romperse en cualquier momento.
Sin embargo, intuyo lo que presumiblemente quiere significar con la metáfora de la
columna. Percibe en mí algo como una fe, algo que me sostiene, una herencia en
parte de cristianismo y en parte de humanidad, no sólo adquirida y no sólo de
fundamento intelectual. En esto le doy la razón, sólo que cuanto más me empeño,
menos puedo formular mi fe. Creo en el hombre como en una posibilidad maravillosa
que no se apaga ni aun en medio de la mayor inmundicia, capaz de ayudarlo a salir de
la mayor degeneración y creo que esta posibilidad es tan vigorosa y tan seductora que
siempre vuelve a hacerse sentir como esperanza y pretensión, y la fuerza que hace
soñar al hombre con sus supremas posibilidades y lo aparta de la animalidad es
siempre la misma: no importa que hoy se llame religión, mañana razón y pasado
mañana le den otro nombre. El fluctuar, el ir y venir entre el hombre real y el hombre
posible, el soñado, coincide con lo que las religiones conciben como la relación entre
el hombre y Dios.
Esta fe en los hombres me mantiene a flote, lo cual significa que el sentido de la
verdad, la necesidad de orden son innatos en el ser humano y no deben exterminarse.
Por lo demás, veo al mundo actual como un manicomio y una mala pieza

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sensacionalista, a menudo degustada hasta el más profundo asco, pero también lo veo
como quien mira a los locos y a los temulentos y piensa: ¡Qué vergüenza sentirán
cuando algún día recobren el sentido!
Me alegra saber que han terminado un libro suyo. Entre su lenguaje y el mío,
entre sus problemas y los míos se levanta la frontera de una generación. A menudo, se
me antoja llevarle cincuenta años, otras usted me parece mucho más viejo que yo.
Pero por encima de ese límite siento también un parentesco y un auténtico
compañerismo, cooperación en diversos puntos del mismo edificio. Por lo demás,
cada día me vuelvo más tonto y no hago sino contemplar con asombro, sin querer
entender ya realmente, que los instintos políticos más pueriles, casi diría más
bestiales, se den como «cosmovisiones», y que adopten los rasgos de las religiones.
Estos sistemas tienen en común con el socialismo marxista —mucho más intelectual
— considerar al hombre un ente ilimitadamente politizable, que no lo es. En gran
parte, atribuyo las convulsiones del mundo actual a este error.
Ya he charlado bastante y debo volver a mi trabajo… lamentablemente no al
literario, sino a la correspondencia matutina.

A Oskar Laske, Viena

Julio de 1938

Distinguido señor Laske:


Nuestra amiga me ha traído como regalo de cumpleaños su cuadro, el paisaje
primaveral con ese cortijo suspendido sobre la ladera, y deseo manifestarle cuánto me
ha alegrado.
No soy analista y sólo estoy en condiciones de experimentar un goce ingenuo ante
las obras de arte, sin arrogarme la pretensión de discurrir sobre el origen del efecto
estético. La mayoría de las veces el intento de explicar el logro estético no es sino un
engaño y no pasa de ser una incorporación de la vivencia dentro de un esquema de
conceptos y vocablos. De todos modos, he meditado un poco acerca de su hermoso
cuadro, cuya atmósfera diáfana, ligera y alada me colma de gozo. Lo que me
embelesa no es la virtuosa ejecución, el dominio de la herramienta como si fuera un
juego, aun cuando esto ya es bastante. Es más bien el sentir al pintor en todos los
detalles de su obra, que más que trabajar parece jugar cortejando al objeto, hechizado
por él. A mi entender, de aquí surge la música del todo y nacen en el cuadro las flores
multicolores y las islas encantadas, esos lugares donde una pequeña mancha de color
sienta tan bien y de manera tan armoniosa que se la experimenta como una

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gratificación. Bien, supongo que habrá oído a gente más versada decir cosas más
inteligentes sobre sus cuadros. Mi intención no era hablarle de ellos, sino sólo
agradecerle y asegurarle cuánto me gusta el que recibí.

Al doctor Herbert Steiner, Zúrich

23 de julio de 1938

En el proceso de la «unificación» y al mismo tiempo de trivialización del


lenguaje, el escritor se encuentra a mi entender de manera unívoca del lado del
partido conservador de acción retardada, y por esto debería obrar también en las
cuestiones formales, por ejemplo, las de la ortografía. Cuando un autor escribe la
palabra anderer esto no lo obliga a renunciar en la página siguiente al uso de la
palabra «andrer» para ser por ello consecuente. Hay entre ambos vocablos una
diferencia rítmica y aun cuando el autor no siempre puede explicar con claridad por
qué unas veces lo escribe de una manera y otras de otra, lo hace sin embargo por una
necesidad artística, por una necesidad de diferenciación en la expresión.
Cuando en un cuarteto de Schubert la coda de una parte puntea la antepenúltima
nota, pero en otra parte deja la misma frase final de la coda sin punto, todo ejecutante
sabe que esto podría hacerse de manera uniforme, pero a riesgo de ser mucho más
tedioso.
Me place saberlo a menudo de mi lado en la resistencia contra las dudas.

A un erudito alemán

Fines de diciembre de 1938

Estimado caballero:
Le agradezco su carta. En efecto, ocurre tal como usted lo insinúa, sólo que aun
cuando sigamos siendo individuos, ya dejamos de ser adolescentes, de manera que se
impone pensar que la razón habrá de subsistir. Sin embargo, a la hora de los golpes y
las estocadas, los agresores son en general más proclives a las prédicas y a las
alabanzas de lo nuevo, lo joven y lo fuerte que los agredidos. No piensan que la

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diversión que les procura golpear seria imposible si no hubiera agredidos o sujetos de
agresión, y como yo formo parte de los agredidos, sólo puedo suministrarle
información sobre este lado del mundo. Además, los principios que defienden los
querellantes me importan un rábano y no doy por ellos ni cinco céntimos. Se trata de
ideologías, más aun folletines sobre procesos biológicos que quedaron en el
inconsciente. Nosotros, los que estamos abajo, no sólo debemos ocuparnos de
desangrarnos y reclamar por lo que nos destruyeron o nos quitaron, en parte por
petulancia, en parte por rapacidad, sino que tenemos otras funciones, muy fatigosas a
veces, como brindar asistencia a los ejércitos de fugitivos, víctimas de la depredación.
Comparado con ésta, la asistencia a los prisioneros de guerra a cuyo servicio trabajé
tres años (y por momentos creía trabajar duro) era una diversión. No dudo de que
detrás de las ideologías, digamos más bien folletines, hay también una dosis de
verdadera desesperación. En definitiva, la mayoría de los participantes son seres
humanos. En lo que a mí respecta y tal como sucedió durante la Guerra Mundial, no
puedo interesarme por los objetos en pugna, porque en la pelea se reducen a
simplificaciones de tan juvenil inmadurez que es imposible mantenerse serio, sobre
todo porque en derredor yace en el suelo una multitud de víctimas que se desangran
por muchas heridas, cuya asistencia nos parece a nosotros, la gente vieja y anticuada,
más apremiante que la competencia juvenil del altoparlante. Estoy achacado pero me
alegro de ser viejo y no tomar todo esto con la absoluta seriedad de la juventud. No
tengo dudas respecto a mi posición. Sigue siendo como siempre una posición
solitaria, a la que no cubre ningún grupo ni partido. Con mis pensamientos puestos en
usted y mis mejores deseos.

Al señor H. B. de Hamburgo, en aquel momento en Londres

10 de enero de 1939

He recibido su curiosa carta y no tengo respuesta alguna para ella. Me dice que
defiende en Inglaterra al nacionalsocialismo, cuando en Alemania no cree en él. ¡Y
usted le cuenta esto nada menos que a una victima de esa dictadura! ¿Y de esta
confusión habrá de surgir el futuro del mundo? No, querido señor, no lo creo. ¡En
primer lugar, abra los ojos por un instante para ver la indescriptible miseria que
colma el mundo, el indecible dolor que renuncia a la violencia y al contraataque y
que los que usted defiende imponen al mundo! La nueva humanidad, mejor dicho la
resurrección de la vieja y eterna humanidad, vendrá de este sufrimiento, de esta
verdad, de este abismo sin frases, sin Jüngers, Steiners o Hitlers.

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A Oskar Loerke, Berlín

5 de octubre de 1939

Querido y venerado señor Loerke:


Desde el mismo momento de recibir su atenta carta que me llenó de alegría,
estuve dispuesto a escribirle. En estos momentos, al encontrarla entre mis papeles veo
que lleva fecha del 14 de agosto y por lo tanto he estado mucho tiempo en deuda con
usted. De todos modos, habrá recibido en el ínterin el breve saludo enviado con una
tarjeta postal, después de leer su ensayo sobre Rückert, un puro deleite. Luego volví a
leer algunos ensayos anteriores, sobre todo el de Jean Paul y el del «diván de Oriente
y Occidente». Además, me divirtió releer el «Franz Pfinz». Mi ejemplar se perdió no
sé dónde ni cuándo, pero Suhrkamp me proveyó de otro. Este amado librito me ha
hecho muy bien a través de su frescura y su plenitud y, a pesar de todo, por su aire
jovial. Así como al cabo de treinta años la presentación del librito se ha mantenido
impecable, novedosa y lozana, también se puede decir lo mismo de la narración. Las
frases son extensas y plenas, las ilustraciones sencillas y nuevas, y hay en él una
reminiscencia de Leibgeber y Lenette.
Ardo en deseos de conseguir un ejemplar de Steinpfad. Tenemos hambre de cosas
sustanciales e ingeniosas como parece ser la Historia Universal. Deseo que las cosas
sean soportables para usted.

A la señora A. B., Zúrich

8 de octubre de 1939

Distinguida señora B.:


Agradezco su saludo y el envío del bello y emotivo poema de L. M. ¡Imagino lo
que debe haber sido para él despedirse de su terruño!
Escribe usted: «y no obstante ¿qué es hoy la suerte de un individuo, cuando el
dolor y el horror semejan un diluvio?». Por supuesto, esta idea es aproximada,
aunque en el fondo no es correcta. El destino auténtico de un hombre, vivido

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plenamente, no es menos, sino más que cualquier destino de una masa. Cuando desde
un avión hitlerista son bombardeadas, quemadas o envenenadas con gases un millar
de personas, nos enfrentamos a un hecho horrendo, pero incomprensible como un
terremoto, un maremoto o una hambruna. Es un destino mecánico masivo y para
nuestro corazón y nuestro espíritu jamás alcanza la significación que tiene un destino
individual genuino, único, plenamente vivido.
Muchas gracias y mis respetos.

A Kuno Fiedler, St. Antönien

Octubre de 1939

Distinguido doctor Fiedler:


Me ha sorprendido gratamente con su regalo y le doy mil gracias. Las
circunstancias me permitieron poder hacer leer su escrito enseguida, cuando en su
mayoría, los libros nuevos deben esperar largo tiempo.
A pesar de su matiz belicoso, el escrito en sí me ha causado una excelente
impresión, simplemente como estudio bíblico y cristológico y como expresión de una
teología liberal que me es bien conocida y altamente grata. En cambio, su carta lo
pone todo bajo una luz diferente, le da más actualidad y me muestra cosas que
ignoraba. Por ejemplo, me sorprendió que un teólogo liberal considere hoy a los
barthianos absolutamente «ortodoxos» y los equipare casi a los católicos. Esto me ha
vuelto a demostrar cuán efímeras son todas estas denominaciones dentro del
protestantismo. Lo que hoy es secta, mañana será ortodoxo. Ante estos hechos me
asaltan pensamientos muy laicos. Pues por mucho que me agraden la franqueza y la
valentía de su trabajo, de manera alguna soy un antipapista. Por el contrario, siento
gran admiración por el Vaticano y por las Summas de Santo Tomás de Aquino de las
que usted se burla. Más aún, considero que la filosofía escolástica es junto con la
música aquella disciplina en la cual la Europa cristiana ha logrado lo más perfecto.
Quiero decir que para mí son posibles dos clases de cristianismo: uno puramente
práctico, personal y no dogmático, y otro eclesiástico y teológico. Para el individuo
que se encuentra a un nivel bastante alto, su cristianismo moral está tan presente que
—según pienso— no necesita de una teología. Pero como Iglesia, como forma, como
tradición, como potencia que custodia y crea cultura, el cristianismo católico no sólo
es muy superior al protestante, sino también de una ductilidad y una fidelidad casi
ideales en el cambio por mantener vigencia y adaptarse.
El cristianismo al cual se refiere es infinitamente más puro, más parecido a Jesús

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y en cuanto a moral, superior a todo lo eclesiástico, pero no ha promovido la
construcción de basílicas ni catedrales góticas, ni inspirado el texto de la misa romana
ni algo como la música de Palestrina o de Bach. Jamás lo logrará. En su posición, lo
mágico de la religión es algo ya superado y tonto, así como para los budistas puros,
los dioses y las mitologías son una aberración. Sin embargo, he experimentado en mí
mismo que a partir de la filosofía y la moral más puras se puede retomar con buenos
resultados a los dioses y a los ídolos. La serena sabiduría de Buda sin dioses ni
iconos, necesita del polo opuesto y la salvaje, furiosa grandeza de Shiva y la sonrisa
infantil de Vishnu son claves no menos apropiadas para desentrañar el enigma del
mundo que el conocimiento ético-causal de Buda.
Naturalmente, tampoco creo que la ortodoxia sea en verdad la madre de la
crueldad sanguinaria y de la hoguera. La bestia y el demonio que anidan en el hombre
siempre vuelven a aparecer para matar y torturar y por supuesto siempre encuentran
una ideología «ortodoxa», tal como Hitler y Stalin sirven a los mismos poderes con
ortodoxias opuestas.
Si la humanidad fuera un individuo, podría ser curada a través del cristianismo
«puro». Bestia y demonio habrían de poder ser conjurados. Pero no es así. Las
religiones «puras» son para una reducida capa de gente situada a nivel superior,
mientras que los pueblos necesitan de la magia y de las mitologías. No creo en un
proceso evolutivo de abajo hacia arriba. De la oscura totalidad de la humanidad
siempre vuelven a surgir los puros y los salvadores y no son venerados por la mayoría
sino cuando se los ha crucificado y convertido en dioses.
Ya empiezo a sentir tedio. Permítame concluir. Conoce todo esto tan bien como
yo. Su escrito me ha complacido.

A Kuno Fiedler, St. Antönien

Enero de 1940

Distinguido doctor Fiedler:


Muchas gracias por su carta. Usted habrá comprendido que la mía no pretendía
atacarlo o contradecirlo, sino tan sólo ser un eco y un breve diálogo. En
consecuencia, no necesito defenderme de la sospecha de haber querido corregirlo o
darle lecciones. Respecto a la cuestión puesta en primer lugar sobre el tapete, soy
demasiado lego como para entrar en discusiones. Por lo tanto, no debe interpretar
como una defensa esta respuesta a su carta. Sólo quiero rectificar un punto que a mi
juicio se funda en un malentendido. Yo dije que la masa siempre necesita algo como

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el catolicismo, pero por cierto no dije que debemos apoyarla en este sentido. Por
supuesto, sé que ella misma se arroga tal derecho y cuenta con las ventajas de la
mayoría. He sido testigo de ello desde que tengo uso de razón. Lo único que tengo
que decir en favor de la ortodoxia y en favor de los tontos y los perezosos es esto:
existen y constituyen la mayor parte del mundo y de la realidad. «Combatirlos»
puede ser necesario aquí o allá, puede que sea realmente su misión, pero no es la mía.
Todo lo contrario. En mi calidad de artista, de órgano de la contemplación más pura
posible, debo tener en cuenta la realidad y no tomar en serio su aspecto ético, sino
estético, lo cual es una función tan importante y genuina como lo es la del pensador,
el crítico y el moralista.
Alcanzo a imaginar en cierta medida sus grados religiosos en analogía con sus
«grados del conocimiento». Simpatizo con las tipologías, siempre y cuando no sean
aplicadas de manera demasiado dogmática, y como artista me inclino sin más ni más
por una ideología aristocrática. Comparto su sentir cuando por ejemplo coloca a la
ortodoxia en una segunda o tercera categoría. Pero otra cuestión es si es correcto
aventurarse en discusiones sobre poder y competencia entre las diversas categorías.
Esto tendría sentido sólo si a través de la enseñanza, o la conducción, fuera posible
trasladar a un individuo de una categoría a otra. Si el noble puede ennoblecer en
verdad al innoble, tiene sentido que lo considere a éste como enemigo en tanto siga
siendo innoble. De acuerdo con mi concepción —para la cual no tengo por supuesto
ningún sistema y pocas posibilidades de expresión—, el innoble jamás se vuelve
noble, mientras que de todos modos cada «categoría» tiene naturalmente sus
márgenes en los que las cualidades y los grados se diluyen unos en otros. Así como
todo individuo tiene en sí algo de masculino y femenino, cada uno lleva también
intrínseca la semilla de lo noble y de lo innoble. No obstante, se me antoja que
siempre está signado o predestinado a ser noble o innoble. Si en categoría los
ortodoxos se encuentran entre los más nobles, no logro ver cómo se los podría
ennoblecer, y si ello no es posible, entonces ni enseñar ni luchar sirven para nada
bueno. Por el contrario, el más noble no tendría a mi juicio otra cosa que hacer que
ser como es y vivir como es, y si a su naturaleza se agrega además la tolerancia y la
caballerosidad al reconocer vigencia a los menos nobles, tanto mejor. Si es consciente
de su misión, si reconoce la menor cualidad del otro y la admite o no, siempre vivirá
como noble, tendrá participación en la nobleza y en el momento trágico de la
suprema humanidad. Y estas supremas vivencias, aun cuando son en gran parte
sufrimiento, representan el excedente que le da ventaja sobre los ortodoxos y la masa,
a quienes no se puede entregar, ni hacerse accesible a los inferiores, aun por mucho
que lo pretenda.
Nosotros, los artistas, tenemos suerte de necesitar por nuestra naturaleza y la de
nuestra función, nuestro taller y nuestros medios. Para un artista no tiene el menor
sentido «luchar» por otra cosa que no sea la perfección en su oficio. No estoy
pensando en la rutina, sino en la educación de la conciencia y la clarividencia.

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Naturalmente, un artista también puede ser de manera casual un enmendador del
mundo y luchador o predicador, pero el éxito de sus esfuerzos no dependerá del ardor
de su intención ni de la rectitud de sus convicciones, sino siempre y únicamente de la
calidad de su obra como artista. Cuando un artista insignificante pinta o declama
protestas superlativas contra un mundo depravado, ello será conmovedor o curioso,
pero nada más. En cambio, si es un artista verdadero, en la mayoría de los casos
sucederá sin intención y casi ajeno a su conciencia, dibujará un par de líneas o dirá un
par de versos, recordará con ellos a todo aquel que tenga sentido, lo eterno y lo
incondicionalmente valioso y sagrado, le hará evocar aquello sobre la base de lo cual
están ordenadas todas las jerarquías del mundo.
No puedo corresponder a su requerimiento de tomar muy en serio la invención del
teléfono y otras cosas parecidas. Son técnicas y si el teléfono o la transmisión
inalámbrica del alboroto no hubieran sido inventados, de manera alguna sería una
pérdida a mi sentir. Ciertamente, un día el hombre necesitó el teléfono como algo
indispensable, y por esta razón fue inventado. Pero que no pudiera vivir ya sin
teléfono, no respondió al progreso y a la evolución intelectual sino al hecho de
necesitar establecer comunicación más rápida con la fábrica y la bolsa, debido a sus
negocios y a una avidez desenfrenada. Su referencia a la gran culpabilidad que les
cabe a los intelectuales y los literatos en el oscurantismo de la época también me
afecta a mí, toda vez que cualquier llamada a nuestra complicidad debe tocamos y
mortificarnos. Pero en este terreno me cuento entre los inofensivos. No he aportado al
mundo doctrinas ni posturas perjudiciales, como lo hicieron un Nietzsche o un Stefan
George. Tampoco he hecho un culto de la imitación de tales posturas. Desde mi
juventud se me ha reprochado no haber sido siquiera un «luchador», ya fueran los
piadosos, los gentiles, los socialistas o los patriotas. Por esta razón me parece percibir
en su carta —tal vez erróneamente— una leve apelación a mí en favor de una lucha
en pro de tal o cual causa buena. Pero en estas cuestiones soy incorregible. En mis
años mozos hice ciertas concesiones al sacrificar en mis obras el aspecto artístico en
favor del moral y educador, no respondiendo a peticiones sino por mis propios cargos
de conciencia. Por ejemplo, sin una vocación interior, pero precisamente por mala
conciencia serví largos años los anhelos democráticos antimonárquicos. Ello fue
antes de la guerra y debí pagar por ello como Dios manda. Desde entonces me siento
más tranquilo en este aspecto, si bien estoy lejos aún de tener la conciencia en paz.

A Kuno Fiedler, St. Antönien

Enero de 1940

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Distinguido doctor Fiedler:
He recibido una abundante correspondencia con motivo del Año Nuevo y cuando
parecía ir en merma, siguió llegando aún la resaca hasta mediados de enero,
demorada por la censura, el frío, la guerra naval, y por esta razón su amable carta
recibida en Navidad quedó sin respuesta. Acepto agradecido sus buenos deseos y en
cuanto a la repetición de su visita ¡ojalá que a pesar de todo llegue a concretarse este
año! ¡Ojalá pueda permanecer en el país y en lo posible lo dejen vivir en paz! Que el
hombre deba ser heroico y estar preparado para toda iniquidad y tan dispuesto para
vivir en América o en Shanghai como confinado en su estudio o en un campo de
concentración son exigencias y clisés de la época. Al fin y al cabo es muy natural que
un individuo ame su paz, su trabajo, su mesa y su silla y no quiera sacrificarlos, ni
siquiera cuando a su alrededor la humanidad alcanza logros insólitos, yace en las
trincheras sometida a temperaturas de cuarenta grados bajo cero, o, como los judíos
alemanes que a partir del racionamiento, mueren de hambre lentamente por ser fieles
a su raza. El hombre no mejora en su condición a través de todos estos logros
heroicos. Al contrario, se envilece y pierde magnitud y figura.
Pero el «sufrir complementario» al cual se refiere y que ha sido citado estos días
en varias cartas, existe sin duda. A mi juicio, todo gira en torno de la circunstancia de
que una pequeña minoría se niega a aceptar lo diabólico y persevera amargamente
soportando el sufrimiento que éste le inflige, así como en Sodoma un número
insignificante de «justos», es decir, de individuos dignos de tomarse en serio, habría
bastado para salvar a todos de la ira de Dios.
Con los mejores votos, le saluda cordialmente su affmo.

Carta de condolencia escrita durante la guerra

7 de febrero de 1940

Distinguido señor:
Puede ocurrir que en el bosque un árbol tierno, tronchado o arrancado de raíz se
apoye al caer en un árbol viejo. Se comprueba entonces que el árbol viejo también
está acabado, que aquel ejemplar de aspecto imponente está hueco y débil y cae
abatido bajo el peso del más joven.
Es algo análogo a lo que podría acontecernos a usted y a mí. Pero no sucede así.
Me pongo en su lugar. He vivido las experiencias de esos cuatro años de 1914 a 1918
hasta quedar aniquilado, y en esta ocasión tengo tres hijos soldados (hace poco el
mayor entró a formar parte de un piquete, los otros dos prestan servicio desde el 19

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de septiembre).
Un ejemplo tomado de la mitología quizá le muestre claramente cómo veo yo la
historia en su totalidad. La mitología india cuenta también con la leyenda de las
cuatro edades del Universo. Cuando la última está en sus postrimerías y la guerra, la
depravación y la miseria llegan al cuello, Shiva, el luchador, el que todo lo arregla
hace su aparición y en su danza destruye al mundo bajo sus pies. Apenas concluido el
exterminio, Vishnu, el benévolo dios creador, yacente en la hierba, tiene un bello
sueño, y de ese sueño, de una espiración o de uno de sus cabellos brota hermoso,
lozano y encantador un nuevo mundo y todo comienza desde un principio, pero no
como un fenómeno mecánico, sino como algo alado y de fascinante encanto.
Ahora bien, creo que nuestro Occidente se encuentra en la cuarta edad y Shiva ya
está bailando sobre nosotros. Creo que casi todo será destruido. Pero no dejo de creer
en un nuevo resurgimiento desde los orígenes y que los hombres volverán a encender
hogueras y erigir santuarios.
Y así, en mi cansancio y senectud, me alegro de tener una edad avanzada y
achaques que no me harán lamentar perder la vida. Pero no dejo a la juventud ni a
mis hijos en la desesperación, sino en una era de dificultades y temores, en el fuego
de la prueba y no dudo de que todo lo que fue para nosotros santo y hermoso, volverá
a serlo para ellos y la posteridad. Creo que el hombre es capaz de gran enaltecimiento
y grandes iniquidades, puede elevarse a la altura de un semidiós o descender a la
profundidad de un semidemonio, pero cuando ha hecho algo muy grande o algo muy
repulsivo siempre vuelve a erigirse sobre sus pies y recobra su medida e,
inexorablemente, al ataque del salvajismo y de lo demoníaco sigue el contragolpe,
sigue el anhelo innato e inevitable del hombre por la medida y el orden.
Y de ese modo, creo que aun cuando un hombre viejo no debe esperar hoy nada
bello del exterior y hará bien en ir a juntarse con sus antepasados, un hermoso poema,
una música, una mirada sincera elevada a la divinidad son hoy por lo menos tan
reales, tan vivos y valiosos como lo fueron otrora. Por el contrario, es evidente que la
llamada «realidad» de los técnicos, de los generales y de los directores de banco, se
toma cada vez más irreal e improbable. Hasta la guerra, desde que se practica en
forma masiva ha perdido casi todo su poder de atracción y su majestad. Hay enormes
espectros y quimeras que se combaten mutuamente en estas batallas materiales,
mientras que toda realidad anímica, todo lo verdadero, lo hermoso, todo anhelo por
estas cosas parece más real y sustancial que nunca.

Al señor G. G., Copenhague

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20 de febrero de 1940

Distinguidísimo:
Habrá visto por mi impreso que su larga carta llegó a mi poder y también la
tarjeta complementaria (quédese tranquilo en cuanto a la «sustancia» y mi
interpretación de ella). Bien, del Estudiante de humanidades, una de mis más
antiguas narraciones (alrededor de 1905) hay o hubo una pequeña edición económica
como la que busca y he podido enviarle dos ejemplares de la misma. Hubiera querido
volver a leer el cuento, pero no pude y quizá ya no tenga oportunidad de hacerlo en lo
que me queda de vida. Lo leí por última vez hace trece o catorce años, cuando
reelaboré la vieja versión del libro Diesseits (Aquende) para una nueva edición. No
hice tantos cambios, como cortes y eliminación de ornamentos superfluos. Todavía
existe el libro en su versión original.
Algunas cosas en su carta me causaron una sensación de melancolía, en particular
la idea de cómo usted, el heroico G., se presentaría en mi casa para animarme y pasar
conmigo dos o tres días e incluso sus noches haciendo bromas y riendo
homéricamente. Las personas carecen del don de conocerse entre sí y la idea que yo
tengo de usted es sin duda tan errónea como la suya respecto a mí. Naturalmente,
conocí mis buenos tiempos alegres, pero no soy proclive a las chanzas y a las risas y
cuando me llevan a una situación donde impera el jolgorio me fatigo una enormidad.
Una o dos horas son para mí más que suficientes. Pasar media noche, ni qué decir una
noche entera, en medio de risas y bromas significaría para mí un esfuerzo demasiado
agotador del cual no lograría reponerme. No, querido camarada del norte, todo cuanto
se dice o alude de mis obras, todos los tonos de mi música y los conocimientos y
experiencias no se fundan en mi disposición para la broma y la fuerza, pues no la
tengo. La mía es disposición para el sufrimiento, una disposición como la de la
princesa de la arveja, una sensibilidad extremadamente delicada… Así pues, y sin
ánimo de herirle, estoy muy contento de que no pueda venir a visitarme, palmearme
la espalda e invitarme a chancear.
Más tarde, cuando haya aprendido a conocer de una manera más diferenciada la
melodía en mis libros, advertirá por supuesto que esta delicadeza es tanto salud como
enfermedad, pero de cualquier manera algo que no deseo sea de otra forma, aun
cuando de este modo la vida está llena de dolor. Nuestra vida, la vida mediocre de un
occidental de la actualidad se me antoja tan espantosa que sólo puede ser soportada
por zopencos, por idiotas, por gente sin espíritu ni gusto, sin finas vibraciones. El
«heroísmo» es también el ideal de esta época y termina en las trincheras a cuarenta
grados bajo cero. No, la gente sólo soporta esta vida porque ya no está acostumbrada
a los dones más delicados del hombre y entre ellos los mejores y más bellos. Yo, por
el contrario soy un poeta, en consecuencia, un ser de una época mítica fenecida,
capaz de vibraciones más inteligentes y diferenciadas que las del hombre actual, pero
cautivo en el mundo y en la atmósfera de este presente, condenado a estallar como un

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bicho extraño en la jaula del zoológico.
Bueno, ya es suficiente y demasiado. Agradezco nuevamente su carta, que en
gran parte me ha complacido, y su relación con Spinoza me halaga.

A la señora G. S. de Berna

16 de abril de 1940

Acepte la expresión de mi gratitud por sus muy bienvenidos regalos.


… Por cierto, no puedo darle la razón en lo que dice respecto a la novela de
Joachim Maass. Que un individuo relate o confiese su vida en una novela, sólo puede
tener lógica y éxito cuando el lector toma en serio tal confesión y está dispuesto a
escuchar de verdad al escritor, pero no cuando en lugar de escucharlo, se preocupa en
pensar si el penitente y sus oyentes no se estarán muriendo de hambre porque la
confesión se alarga demasiado. La objeción de que una persona de ordinario no habla
de manera sostenida y durante tanto tiempo, es comparable a la objeción que tan
frecuentemente se hace a la ópera: a saber que en la vida cotidiana la gente no canta y
en consecuencia la ópera sería una cosa absurda. La literatura no tiene nada que ver
con la «vida cotidiana», sino quiere y debe hacer visible el fondo, el sentido de la
vida, y cuando un hombre se pone a contar su vida y emplea para ello cincuenta o
cien páginas, siempre será poco si en verdad da cuenta de algo de valor experimental.
Anteayer, después de un prolongado intervalo, recibí una carta de Maass, el autor
de Testamento. Se encuentra en América, frente a un destino incierto aún. Su amigo y
colega de grandes dotes, Beheim Schwarzbach (Reclam publicó su fabuloso cuento
El tambor de la muerte) está en Inglaterra pero debió dejar a su esposa en Alemania,
y para colmo de males enferma.
Sí, también le agradezco por lo que dice acerca de las modificaciones del poema.
Quizá tenga razón en cuanto a la línea de la ventana roja o el leve resplandor. Al
menos yo también prefiero lo del leve resplandor y presumiblemente volveré a
incorporarlo. Lo que sucedió fue esto. Sin duda lo correcto fue trasponer la poesía de
lo subjetivo y narrativo a lo general y puramente alegórico, ya por el solo hecho de
que la poesía concluye con un conocimiento puramente intelectual, es decir con la
idea de que la esencia de la música es el tiempo y por cierto puro presente, no otra
cosa. Para llegar a esta idea necesité alrededor de sesenta años, a pesar de que desde
mi infancia fui un amigo de la música. Ahora bien, con la omisión de la primera
estrofa también se descartó la línea de la nublada noche de primavera, la línea más
cálida, sensual y también la que hace una marcada alusión a la profundidad del

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espacio. Esta pérdida me dio pena. Quizá en compensación le di a la linea de la
ventana el rojo y la incandescencia, y perseveraré en ello hasta que por fin vuelva a
incorporar lo del leve resplandor. Esto es lo que ocurre con nosotros, los poetas.
Siendo un mozalbete, mientras aguardaba en la sala de espera de un dentista, leí un
chiste en las revistas: Un consejero comercial encuentra a un poeta y le pregunta si
ese día ya había trabajado algo. El poeta le contesta con profunda gravedad: «¡Oh, sí!
Toda la mañana repasé lo escrito la víspera y finalmente taché una frase». El otro
vuelve a preguntar: «¿Y por la tarde?». El poeta responde: «Verá. Volví a examinar
todo de nuevo y al final dejé la frase que había quitado».
Nunca olvidé este chiste leído en lo de un dentista de Stuttgart, allá por el año
1890.
Addio, recibid ambos mis cordiales saludos.

Al señor G. G., Copenhague

¿1940?

Estimado caballero:
¡Vaya G. robusto que es usted! Uno se atemoriza cuando usted alza la mano, ni
qué decir cuando hace brotar versos de su manga. Protesta con tanta vehemencia
sobre los pocos versos, lo único nuevo que he producido desde hace medio año, que
algo en ellos debe haberle tocado finalmente o afectado cuando reacciona en forma
tan violenta. Sin embargo, la corrección que propone a mi poema va desencaminada
ya por el mero hecho, amice, de que los poemas no admiten corrección. Si no son
poesía se malogran por sí mismos. Pero si son poesía, visiones, vivencias
contemplativas, nada puede hacerse en su contra. Forman parte entonces de lo más
fuerte que existe en el mundo.
Ignoro si la mía es una verdadera poesía, tampoco me toca decidir al respecto.
Pero usted, querido lector, cuando recibe un poema no debe apretar los puños y alzar
la voz. De este modo se cierra el camino hacia el poema. En primer lugar debe tratar
de dejarlo entrar en usted y no examinarlo enseguida para comprobar si tiene la
cosmovisión spinoziana por usted deseada.
¿Recuerda en Siddharta, al ladrón que tenía Buda en su interior? De este modo, la
mitología india con sus imágenes a menudo masivas de Vishnu y de Shiva, de las
cuatro edades del mundo, el ocaso del universo y la eterna recreación no sólo tiene
rasgos primitivos e infantiles, sino también encierra en sí todo lo esotérico que el
sabio es capaz de percibir. Así como el ladrón es Buda, el demiurgo es la Unidad, y

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es ocaso y recreación en uno solo, a saber, en el fondo, muy atrás en el fondo del
mundo. Pero en el primer plano de la pizarra del escolar, en la escritura mitológico-
poética de letras filigranadas, la poesía es sólo poesía, algo de doble sentido y
pluralidad de sentidos, algo que a la mayoría se le antoja una niñería tonta y que a los
spinozianos puede causarles el efecto de un trapo colorado. Y entre este primer plano
y este fondo, entre el demiurgo primitivo o poeta y el esotérico Dios-Spinoza, fluctúa
y hace música el mundo entero. Tan sólo es menester escuchar un poco. Con el
tambor no se la puede abordar. El tambor tan sólo levanta un muro entre la poesía y el
lector, entre la música y los oyentes que protestan.
Suficiente. Dado mi estado de debilidad ésta ha sido una carta harto larga. Pero
quería hacerle saber que oí su voz. Los poetas tienen una audición tan buena que no
es necesario golpear sobre la mesa. Son sismógrafos.
Mi única intención era saludarlo y burlarme un poco de usted para lograr tal vez
que en el futuro esté a la espera de percibir y respetar el enigma tras los poemas, tras
las mitologías y los demiurgos.
Yin y Yan deben jugar entre sí y no pelear. El dolor del mundo debe encontramos
indestructibles en lo más íntimo de nuestro ser, pero no cerrados debido a una
perfecta filosofía. Y los poemas también reclaman ser considerados más como juego
y en broma y al mismo tiempo con más seriedad de lo que usted lo hizo esta vez.

Al señor W., Estocolmo

Fines de febrero de 1941

Estimado señor W.:


Agradezco su grata carta y dado que es usted hermano de P. U. W. tengo una idea
aproximada de su origen y de su calidad.
Ya se verá si es poeta, es decir, un individuo capaz de alcanzar la realización y
representación de su propio ser sólo como poeta. De todos modos, el hecho de que la
poesía le interese y anhele llegar a ser un poeta es un comienzo y en consecuencia
deberá seguir este camino hasta que quede evidenciado si es su único y verdadero
destino. Esto es más difícil para el poeta que para un pintor, porque un individuo es
capaz de producir a muy temprana edad y dadas ciertas circunstancias buena música
o pintura formal y valiosa, en tanto las composiciones poéticas de valor permanente
son casi sin excepción obra de adultos que han alcanzado ya cierta madurez y
atesorado experiencias. No hay oficio que el poeta pueda aprender en forma objetiva,
de tal forma que para el joven poeta su empresa es fácil en apariencia, pero en el

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fondo se le hace más difícil que a otros artistas. La mayoría de las veces es menester
esperar largo tiempo hasta lograr producir algo valioso también para los demás. Por
esta razón es bueno ejercitarse, imponerse rigor, examinar todo lo escrito al cabo de
cierto tiempo para asegurarse si no es posible expresarlo mejor, con mayor precisión
y agudeza.
Conténtese con estas palabras, pues hoy ya no puedo decirle más. Solamente
agregaré esto: cuanto más se esfuerza un artista en favor de su arte y más en serio lo
toma, tanto más se acerca a la meta de encontrar lo último que se quiere significar
con todo arte: la fe en el sentido de la vida, o si lo desea, el valor de dar a esta vida un
sentido. El camino hasta allí comprende muchas etapas, a menudo es tortuoso, a
menudo parece difícil, pero no obstante vale la pena recorrerlo.

A Peter Suhrkamp (¿Berlín?)

7 de marzo de 1941

Estimado señor Suhrkamp:


Ayer recibí su carta desde Gastein, portadora de la noticia del deceso de Loerke y
al mismo tiempo llegó la noticia de la muerte de mi hermano mayor. Eramos cuatro
hermanos y nos amábamos mucho mutuamente. Hans, el menor, fue el primero en
abandonamos. Usted lo conoce a través de mis hojas conmemorativas. Ahora de los
cuatro sólo he quedado yo.
Comprendo cuánto significa para usted la pérdida de Loerke. Usted también
perdió un hermano y más.
Mi salud ha vuelto a empeorar, es decir que no puedo pensar en dedicarme a otro
trabajo fuera del mecánico. Mis ojos y mi cabeza están aquejados de dolores y la gota
ha atacado casi todas las articulaciones de mis manos, en particular la derecha.
Pero antes de presentarse este agravamiento (sin duda relacionado con la
primavera) y desde mi estada en Baden, he logrado concluir un capítulo del magister
ludi Knecht. Falta tan poco en cantidad, que sin duda estará completamente
terminado este mismo año, pero no debo prometer nada ni establecer plazos.
Del material que en su momento le mostré para un eventual libro y que usted no
quiso aceptar (qué se le va a hacer) deben excluirse uno o dos fragmentos por razones
de tiempo. En consecuencia, lo que resta es muy poco y si de esto extrajera un cuento
de cierta extensión para publicar en un tomito especial como me sugiere, equivaldría
a renunciar por completo al libro que tenía en mente. Por hoy no le digo más. Ante
todo, necesito examinar cuidadosamente dicho material una vez más y debido a mi

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vista me llevará un buen rato.
Me alegra de todo corazón saber de su restablecimiento y de su estado de salud en
general, pero en principio no le comprendo del todo. Es por cierto una mezcla de lo
físico y lo moral. Si examino mi propia vida según las reglas de validez general y más
aún, según los criterios que rigen hoy en el mundo, todo ha sido equivocado y no ha
podido sino conducir a un mal final. Si siempre hubiera obrado y vivido como lo
exigen la moral, la razón, la higiene, quizás habría llegado a ser un mediano oficial y
contaría entre mis logros la destrucción de varias aldeas, mientras que a mi modo me
encuentro ahora aquí con las manos vacías a no ser que quieran anotarme como
atenuantes un par de libros escritos. Si volviera a ser joven y pudiera comenzar de
nuevo, volvería a obrar de la misma manera.
Le doy las gracias y estrecho su mano.

Al doctor H. M., Burgdorf

Fines de marzo de 1941

… Encuentro comprensible lo que dice acerca de las correcciones de poemas,


pero no comparto esta concepción. Los pueblos descorteses se inclinan a denigrar la
cortesía como una cobarde perfidia y alaban la grosería como noble virtud.
Del mismo modo esos pueblos que tienen una mala relación con su propio idioma
(en primer lugar los alemanes y de una manera particularmente acentuada los suizos
alemanes) tildan el cultivo de la lengua de mera cháchara o cosa parecida, tal como
los alumnos haraganes desprecian el latín y el griego como materias inútiles. Cuando
alguien atribuye al cultivo de una lengua sólo el valor de un entretenimiento o de una
afectación y considera como «cháchara» un vocabulario y una sintaxis esmerados,
ello no causa ningún daño si se trata de un campesino o un soldado. Pero si es un
poeta, comete una grave injusticia.
Muchos poetas y diletantes alemanes y suizos tienen en sí la costumbre de
considerar la poesía como un proceso fisiológico, algo así como escupir o digerir,
algo que se cumple de manera instintiva y con exclusión de la voluntad y la razón.
Esto no sólo es absurdo y equivocado, sino también de malas consecuencias para
nuestra literatura que sabe Dios no es muy rica…
¡Goce de la primavera, en tanto sea joven! Y reciba un cordial saludo.

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Al señor L. M., Cannstatt

¿1941?

Estimado señor M.:


Deseo contestar su carta antes de ausentarme de viaje durante algunas semanas.
El destino de los suyos también me toca de cerca. ¡Ojalá que todo transcurra con más
benignidad de lo que piensan los dictadores!
En cuanto a su intranquilidad y preocupación por su propia nación y a su aptitud
para la vida, deseo infundirle aliento y fe. Por supuesto, hay mucha gente a la que la
vida le resulta más fácil y que en apariencia o de verdad es más «feliz». Son los
netamente no individualizados quienes no conocen problemas. Para nosotros, los que
somos diferentes, no tiene sentido alguno compararnos con ellos. Nosotros debemos
vivir nuestra propia vida y esto significa algo nuevo y propio, cada vez más difícil y
también cada vez más bello para cada uno en particular. No existen normas para la
vida y a cada cual ésta le asigna un deber único y diferente. Y así tampoco hay una
ineptitud innata o predeterminada para vivir. Por el contrario, aun el más débil y el
más pobre puede llevar en el lugar que le asignaron una vida digna y genuina y ser
alguien para los demás, simplemente por aceptar el puesto no elegido que tiene en la
vida, su misión especial y tratar de realizarla. Esto es auténtica humanidad y siempre
irradia algo noble y benéfico aún cuando el depositario de esta misión sea a los ojos
de los demás un pobre diablo con quien nadie quisiera compararse.
No se entregue a autoexámenes y autocríticas valorativas. Por cierto, uno puede
criticar y condenar una acción aislada de la que nos arrepentimos. Esto es saludable.
Pero lo que no debe hacer, es juzgarse y evaluarse a sí mismo acerca de cómo fue
puesto en el mundo sino aceptar primeramente lo que se ha recibido de Dios en dones
y defectos. Es menester decir sí y tratar de lograr lo mejor sobre esa base. Dios ha
tenido algo en mente respecto a cada uno de nosotros, intentó algo y seremos sus
enemigos si no aceptamos sus designios y no lo ayudamos a realizarlos.
No puedo decirle más al respecto, tampoco importa la cantidad de palabras.

A un joven individuo

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Zúrich, mayo de 1943

Si bien no estoy capacitado para escribir una buena carta —los médicos me están
importunando de nuevo— deseo retribuirle su saludo. Como he podido advertir, lo
motiva una necesidad. Lo que nosotros experimentamos no puede comunicarse con
palabras y así pues su carta se aproxima apenas al problema. Este reside en la palabra
«yo». Usted habla del «yo» como si fuera una magnitud objetiva conocida, cosa que
no es tan así. En cada uno de nosotros hay dos «yo» y quien sepa dónde comienza
uno y acaba el otro, será infinitamente sabio.
Si observamos un poco a nuestro yo subjetivo, empírico, individual se nos
mostrará muy proteico, voluble y dependiente del exterior, muy expuesto a las
influencias. Por lo tanto, no puede ser una magnitud con la que se pueda contar sobre
una base firme, mucho menos puede ser para nosotros escala y voto. Este «yo» no
nos instruye sino sobre lo que la Biblia dice con harta frecuencia, a saber que somos
una especie bastante débil, contumaz y cobarde.
Pero existe el otro yo, escondido en el primero, entreverado con él, pero de
manera alguna se los puede confundir entre sí. Este segundo yo, elevado y santo (el
Atman de los hindúes que usted equipara a Brahma) no es personal, sino que
constituye nuestra participación en Dios, en la vida, en el todo, en lo impersonal y
ultrapersonal. Vale más la pena dedicarse a este yo y seguirlo. Pero es difícil. Este yo
eterno es tranquilo y paciente, mientras que el otro es indiscreto e impaciente.
En parte, las religiones son conocimientos sobre Dios y el yo, en parte prácticas
espirituales, sistemas de ejercitación para independizarse del caprichoso yo privado y
aproximarse más a lo que de divino tenemos en nosotros.
Yo creo que una religión es tan buena como otra. No hay ninguna en la cual no
podamos llegar a ser sabios, ni ninguna que no podamos practicar también como la
más estúpida idolatría. Pero en las religiones se ha reunido casi todo el verdadero
saber, sobre todo en las mitologías. Toda mitología es «falsa» si la consideramos
cualquier cosa menos piadosa, pero cada una es una llave para llegar al corazón del
mundo. Cada una señala los cambios que apartan de la idolatría del yo y llevan al
culto de Dios.
Bueno, suficiente. Lamento no ser sacerdote, pero si lo fuera quizá debería exigir
de usted precisamente lo que de momento no puede cumplir. Y así es mejor. Me
limito a enviarle el saludo de un peregrino que al igual que usted camina por la
oscuridad, pero sabe de la luz y la busca.

Al profesor Robert Faesi, Zúrich

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Después de su crítica sobre El juego de abalorios.

1.º de noviembre 1943

… Deseo responder brevemente a algunas pequeñeces. Me ha decepcionado que


pudiera concebir la idea de buscar una manifestación cualquiera sobre forma de
Estado, vestimenta, etcétera en el utópico mundo del futuro del libro (al cual data
usted correctamente). En cambio, me ha complacido en gran medida que haya
reconocido con tanta exactitud la estructura de mi utopía y la haya formulado tan
bien. Muestra solamente una posibilidad de la vida espiritual, un sueño platónico, no
un ideal que deba considerarse de eterna validez, sino un mundo posible, pero
consciente de su relatividad. El joven Josef Knecht y el maestre exponen el
significado íntimo y el valor de ese mundo, mientras que el Knecht ulterior,
preparado en historia, incorpora también al mundo más ideal las ideas de la
relatividad y de la caducidad. Knecht debe al maestre Jakobus poder verlo así y que
yo haya podido ver al mismo tiempo en su relatividad a Castalia, mi utopía, se lo
debo a ese Jakobus, cuyo nombre di al padre, a Jakob Burckhardt…

Al profesor Emil Staiger, Zúrich

Principios de enero de 1944

Distinguido señor profesor:


Su amable carta ha significado para mí una verdadera alegría. Después de
experimentar el primer contacto desagradable con el público —la crítica a través de
los folletinistas, entre los cuales la única voz seria fue la del profesor Faesi—, mi
libro empieza a ejercer lentamente su influencia en esa clase de lectores a los cuales
va dirigido, y hasta ahora la señal más grata de esta influencia ha sido su carta. Me ha
traído ecos tan bellos y ricos que todavía hoy, a pesar de mi mal estado de salud, me
siento encantado.
En realidad al escribir este libro no pensé en una utopía (en el sentido de un
programa dogmático) ni en una profecía, sino que traté de exponer lo que yo
considero una idea legítima y genuina y cuya materialización podemos percibir en
muchos lugares de la historia universal. Para mi satisfacción, su carta ha venido a
testimoniarme que en mi intento no caí en lo imposible, lo sobrehumano y lo teatral.
Mientras trabajaba en este libro rondaron a mi alrededor muchos espíritus, en realidad

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todos los espíritus de mis educadores y entre ellos los hay tan humanamente sencillos
y ajenos a todo énfasis y patrañas, como los de los sabios chinos, tanto los históricos
como los legendarios.
Me place tanto su juicio sobre la jovialidad y la sencillez en la orientación de mi
libro, como sus palabras sobre el significado y la posible influencia del mismo. Este
significado lo encuentra expresado en forma sumaria en el epígrafe que aparece al
principio del libro y cuyo contenido es más o menos éste: confirmar una idea,
representar una realización, ya es en sí un breve paso hacia esta realización (paululum
appropinquant). También a este respecto su juicio es para mí una confirmación.
Al agradecerle por la satisfacción que me ha procurado, deseo expresarle también
que yo ya le conozco y le he tomado simpatía a través de algunos de sus trabajos, por
ejemplo los publicados en «Trivium». Más de una vez me hicieron pensar: aquí
trabaja gente a la cual le importa exactamente lo que yo opino. Me agradaría verlo
alguna vez. Como yo ya no gozo de la suficiente movilidad para hacer visitas, quizá
en alguna ocasión que pase por esta región pueda llegarse hasta ésta su casa y
visitarnos a mi esposa y a mí. Ella comparte mi labor.

A Otto Engel, Stuttgart-Degerloch

Fines de enero de 1944

Estimado doctor Engel:


Aun cuando en la actualidad recojo con mi oficio lo contrario del éxito (los libros
impresos en Berlín siguen agotados desde hace años, los impresos en Zúrich
restringidos al reducido mercado suizo y en los últimos años he regalado más libros
que los que he vendido), puedo afirmar que ha aumentado considerablemente la
afición por la lectura y su comprensión. El juego de abalorios ha encontrado en
verdad un pequeño número de lectores que casi comprenden y aceptan hasta el último
detalle, y esto es harto satisfactorio. Algunas cartas me lo demuestran. Una de ellas
me la envió el nuevo profesor de literatura de la Universidad de Zúrich, nombrado
hace poco, a quien no conozco personalmente; otra E. Ackerknecht, el autor de la
hermosa biografía de Keller; luego recibí la suya y la muy bella y amable de
Marianne Weber. Creo que a esta altura conoce usted mi libro mejor que yo, pues a
mí se me va de las manos poco a poco. Usted también percibe el lado suabo en las
ideas de selecta minoría y el juego de abalorios, y eso me agrada en particular.
… Si se le puede hacer llegar aún un saludo al amigo Schrempf, transmítale los
míos muy cordiales y dígale que forma parte de las figuras que gravitan

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constantemente en mi vida y que considero su pensamiento y su persona como una
feliz mezcla del espíritu religioso suabo y el socrático, iluminado por la lejana
constelación de Kierkegaard, cuyo frío apasionamiento produce ecos antagónicos
inolvidables respecto a esos otros dos espíritus.
Si es factible, le ruego volver a escribirme sobre la impresión general que le ha
merecido mi libro. Su epígrafe tiene la ventaja respecto a muchos otros, de poder
aplicarse con harta exactitud. Esto no entraña arte alguno pues el texto alemán lo
inventamos el autor Albertus y yo. Schall realizó la versión en latín escolástico y
Collofino la revisó. Por esta razón ambos fueron citados con mis muestras de gratitud
en la mención de las fuentes.
Transmita mis saludos a su esposa y a los amigos y trate de sobrellevar las cosas.
Aun cuando la existencia de Tao no puede sufrir merma, en estos tiempos mucho
depende de los individuos encargados de transmitir la herencia a la posteridad.

A Rolf v. Hoerschelmann, Feldafing

22 de febrero de 1944

Estimado señor v. Hoerschelmann:


Agradezco vivamente su carta. En cuanto a Castalia debe tenerse en cuenta que
no sólo es utopía, ilusión y futuro, tampoco lo es de manera preponderante, sino
también realidad, pues desde hace mucho tiempo han existido y han sido frecuentes
el orden, las academias platónicas, las escuelas de yoga y todas esas cosas. Y en lo
atinente a las mujeres: el poeta Bhartrihari, por ejemplo, era un monje budista incapaz
de resistirse a una escapada porque creía no poder prescindir de las mujeres, pero
siempre regresaba arrepentido y era acogido nuevamente con todo beneplácito.
La otra cuestión: el juego de abalorios es un lenguaje, un sistema completo. Por lo
tanto, se lo puede jugar de las maneras imaginables más diversas, por uno e
improvisando, por varios y de acuerdo con un plan, compitiendo o bien en forma
hierática.
En Stuttgart ha fallecido mi amigo Christoph Schrempf que alcanzó bastante más
de los ochenta años de edad. De las personas que conocí era quien más se asemejaba
a Sócrates (sobre quien escribió, por otra parte, de una manera grandiosa).
Sí, quedaba aún otra cuestión: naturalmente, la muerte de Knecht puede tener
muchas interpretaciones. Para mí, la fundamental es la del sacrificio que cumple con
valentía y gozo. Tal como yo lo considero, no interrumpe de este modo su obra de
educador en el adolescente, sino que la termina.

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Addio, cordiales saludos.

A la señorita Charlotte Petersen, Dillenburg (Hessen)

Mediados de mayo, 1944

La señorita Petersen mencionaba un pasaje del libro de Ernst Jünger del siguiente tenor: «La batalla es una
terrible medición de la producción recíproca y el triunfo del éxito una competencia que sabe producir con mayor
rapidez y menos escrúpulos. Aquí, la era de la cual provenimos, descubre su reverso. El dominio de la máquina
sobre los hombres, del peón sobre el señor se hace evidente y una profunda brecha que ya comenzó a conmover
los órdenes económico y social durante la época de paz, asume carácter mortal en las batallas de esta era. Aquí se
devela el estilo de una estirpe materialista y la técnica celebra un triunfo cruento. Aquí debe ser saldada una
cuenta de culpas que parecen haber caducado y caído en el olvido hace tiempo, y si nosotros hemos tenido que
“entrar en esto”, habrá buenos motivos, aun cuando quizá no hayamos tenido culpa, pero el destino no conoce
responsabilidades personales, está muy por encima de estas cuestiones».

A esto contesta H. H.:

Por supuesto, la posición de Jünger a la cual usted alude, es característica. El


mundo de Jünger está lleno de espíritu, crítica, razón y un elevado gusto artístico,
pero carece de amor. Y en su cita me parece particularmente característica la
conclusión del destino que no conoce responsabilidades. Así sucede, en efecto: nadie
es culpable, estamos quemando y bombardeando al mundo hasta convertirlo en una
ruina y somos inocentes. Somos «exponente» o «factor» o cualquier cosa ingeniosa,
pero no humanos, no seres morales, súbditos de Dios y responsables ante él.
Hablando en buen alemán, no doy por esto ni medio penique.

Al profesor K. Kerényi, Ascona

Principios de setiembre de 1944

Estimado señor y amigo:


(Esta es una fórmula que Jacob Burckhardt gustaba emplear). Las fuerzas ya no
están a mi servicio como antes, ni tampoco las palabras, de lo contrario hace tiempo
le hubiera escrito unas líneas testimoniándole mi agradecimiento y amistad. Acabo de
concluir con la primera lectura de su nuevo libro que me ha deparado gran

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satisfacción. He buscado aquí y allá las palabras adecuadas para definir el hechizo
que ejerció sobre mí la lectura de un genuino libro sobre mitologías, pero no he
encontrado ninguna que pudiera decirlo con tanta belleza y perfección como aquellas
que usted escribió en su carta de julio y que rezan así: «En las tramas de tales sueños
uno mismo es hilo y queda entretejido en esa tela sin orillo que comenzó con las
grandes mitologías de la humanidad». Esto es. Y mientras nos empequeñecemos
infinitamente ante este mundo mítico, como poetas de hoy nos sentimos sin embargo
confirmados y justificados en el sentido de nuestro hacer, en nuestro ensueño poético.
Esto hace bien y por momentos es necesario. Entretanto, le he enviado desde
Bremgarten los dos poemas a modo de saludo estival. Estuvimos una vez más en ese
lugar de la fiesta de Viaje al Oriente, en medio de un mundo de recuerdos y
relaciones, y mientras nosotros mismos y nuestros amigos hemos envejecido y
cambiado en parte, el castillo, el río y la arboleda aparecen tan inalterables y perennes
que se tiene la tentación de introducirse con los ojos en el propio pasado como en un
cuadro. Y además en esta ocasión hubo algo especial. Se volvió a realizar en nuestro
honor toda una fiesta al estilo de Bremgarten. La última noche, nos ofrecieron en el
espléndido salón Rococó la obra postrera de mi amigo, el músico Schoeck, una de las
más bellas. Luego nos sentamos como otrora a la larga mesa que prepararon en el
pabellón abierto con el marco del jardín nocturno, una mesa iluminada con velas,
colmada de manjares y vinos. Me vi rodeado de figuras y rostros muy queridos para
mí desde hace mucho tiempo. Algunos amigos residentes en el extranjero viajaron
para estar presentes esa noche. También estuvieron allí dos de mis hijos con sus
esposas. No me he repuesto aún de la fatiga del caluroso viaje emprendido al día
siguiente, pero el recuerdo sigue irradiando brillo todavía y no es caro cuanto pagara
por él.
Le doy las gracias nuevamente por su libro y todo cuanto me ha brindado.

A una lectora
Que me preguntó por qué excluí a las mujeres en El juego de abalorios.

Febrero de 1945

No hay respuesta para su pregunta. Naturalmente podría darle razones, pero sólo
serían notorias. Una obra no sólo nace de la reflexión y de la intención, sino en gran
parte de motivos más profundos que el propio autor ignora, o a lo sumo intuye.
Le sugeriría verlo de este modo: Al comenzar la obra el autor de Josef Knecht era
un hombre entrado en años y un anciano cuando la concluyó. Cuanto más envejece

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un autor, mayor es su necesidad de ser exacto, consciente, y de hablar sólo de
dominios que conoce realmente. Las mujeres son un fragmento de la vida que aun
cuando el hombre maduro y el viejo conocieron profundamente en su juventud, ha
quedado atrás y se ha vuelto misterioso, y por lo tanto no se aventura ni confía saber
algo real respecto a él. En cambio, los juegos de los hombres, en tanto son de
naturaleza intelectual, los conoce plenamente, en este tema es bien versado.
El lector dotado de fantasía creará e imaginará en mi Castalia todas las mujeres
inteligentes y espiritualmente superiores, desde Aspasia hasta las de nuestros días.

Al padre de un suicida

10 de mayo de 1945

Estimado señor:
Usted ha tenido la comprensible necesidad de endosar en otro parte de la culpa
paternal que le corresponde por la muerte de su hijo, y lo hizo en mí mediante una
carta que ni es cortés, ni prudente.
En su momento, Goethe, con quien no debo compararme ni de lejos en otros
aspectos, habrá recibido de lectores y padres de su misma mentalidad, cartas análogas
respecto a su Werther. Existía en ese momento una juventud problemática, algo
decadente, en cuyo seno se produjeron suicidios y los progenitores no buscaron la
decadencia en sí mismos o en sus hijos, sino en el maldito Werther que se había
atrevido a expresar cosas que a su juicio debían mantenerse en un secreto sepulcral o
bien era preciso encubrir con mentiras.
Usted debe dejarme a mí solo la responsabilidad por mis libros, cuyo origen se
funda en sacrificios de los que no tiene la menor noción. Pronto cumpliré mis setenta
años y no me hacen falta sus consejos ni sus prescripciones. Si se hubiera esmerado
en leer realmente y entender El lobo estepario hubiese advertido que no es la historia
de una decadencia, sino la de una crisis y salvación y que Harry no es un decadente,
sino un individuo capaz de vivir. Que no todos logren esta salvación no es motivo
para guardar silencio o engañarse sobre la problemática moral y anímica de nuestra
época, de acuerdo con su receta. ¿Cree de veras que es el cirujano y no el literato
quien debe decidir cuales son los temas permitidos y convenientes para la literatura?
Así como con las herramientas y los métodos más o menos perfeccionados de su
profesión, debe reconocer, descubrir y atacar los padecimientos físicos, la literatura
de cada época debe tener renovado valor para señalar los profundos peligros y males
anímicos, siempre que no pase de ser almíbar para adolescentes. A quien así proceda,

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la mayoría de los ciudadanos le volverán siempre la espalda y le escribirán cartas
descorteses. Procediendo según sus principios, los nacionalsocialistas también
prohibieron la mitad de mis obras.
Usted sintió la necesidad de comunicarme su juicio aniquilador sobre mi libro y
unido a él consejos morales para mí. Sólo puedo contestarle lo siguiente: Distinguido
señor, busque usted la culpa de la muerte de su pobre hijo no en un libro que quizá
leyó, que otros diez mil leyeron sin perjuicio y otros muchos con beneficio, sino
pregúntese por qué su hijo no acudió a su progenitor cuando ya no se sintió capaz de
hacer frente a sus problemas.
Me ha sido penoso escribir esta carta, tanto más cuanto que usted está de duelo y
su hijo me merece simpatía, pero su carta exigía la respuesta que le doy.
Atentamente

A la doctora Paula Philippson, Basilea

Julio de 1945

Querida y distinguida doctora Philippson:


Todavía no le he expresado mi gratitud por su cordial atención al remitirme el
poema de Beate Berwin y recibo ahora, con motivo del 2 de julio, sus hermosas flores
desde Allschwill que adornan la biblioteca desde su llegada. Deseo testimoniarle en
este mismo momento mi agradecimiento por el recuerdo cordial que guarda hacia mí
y esta casa.
Alemania nos causa en estos momentos mucha preocupación, no sólo de
naturaleza privada. Me agradaría que localizara el último número del «Neuen
Rundschau» y leyera lo que allí se dice sobre este problema[8].
Aun cuando en muchas cosas no concuerdo con Jung, su confesión es de una
seriedad que sólo tienen pocos de sus escritos breves. Mi articulo inserto en ese
numero de la gaceta ya es de antigua data, pero en las presentes circunstancias no lo
escribiría de manera muy diferente.
De ninguna manera suscribiría exhortaciones penitenciales públicas y colectivas a
Alemania; en cambio, en forma privada le digo a todo alemán que me dirija la
palabra que en una política mala y en el fondo tonta, como la que hizo Alemania
desde 1870, todos y cada uno tendrán siempre parte de culpa. Quien ya no se siente
igualmente responsable respecto a Bismarck o a Guillermo II y de manera ostensible
se lava las manos, es en un noventa y nueve por ciento de los casos uno de los que
fueron en peregrinación gozosa y entusiasta hasta las urnas para votar a Hindenburg.

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Alguna vez el pueblo debe empezar a sentirse responsable por su propio hacer y su
propio padecer. Pero esto es difícil y dado que muchos otros pueblos han necesitado
un tiempo infinitamente largo para ello, tampoco aquí irá muy aprisa.
Lamentablemente, en el ínterin, a nosotros los viejos, el granizo nos ha causado
estragos en nuestros jardincitos. Yo ya no cuento ver la reconstrucción parcial de
aquello que Alemania me destruyó. En el mundo regido y controlado por América y
Rusia, el literato alemán es en el mejor de los casos una figura molesta.
A pesar de todo festejamos un bello cumpleaños y jugamos un partido de boccia.
Reciba los cordiales saludos de su affmo.

Al doctor O. D., Stuttgart

Rigi, 10 de agosto de 1945

… Los pensamientos y las emociones que ha tenido a raíz del deceso de Anna
Schieber no sólo los comprendo, sino los encuentro justificados y lógicos dadas las
circunstancias y su carácter. Y si alguna vez considera que no lo puede remediar y se
libera de la vida, tenga la certeza de que no se lo tomaré a mal. No obstante, espero
que no lo haga, aunque sólo sea por sus allegados y sobre todo porque gente como
usted, que ha vivido la historia de Alemania desde 1919 en forma consciente y
vigilante, es rara y necesaria. Cada uno de ustedes es insustituible. Lo que le hacía
falta para dominar la desesperación era sobre todo la afiliación a un grupo político de
resistencia. La ideología democrática de Alemania meridional de la época anterior a
Hitler era simpática, pero anticuada. Acompaño la carta impresa de R. Un conductor
socialista suizo, amigo mío, la acaba de publicar en su periódico. Esta carta, que le
ruego leer y pasar a otros, fue para mí altamente valiosa, no por el detalle relativo a la
miseria alemana, sino por sus ideas absolutamente valientes, positivas y al servicio de
un futuro próximo.
Respecto al artículo de J. le he escrito a Marianne W. Espero que ella lo habrá
recibido y le informará. Ya que ha renegado de todo nacionalismo, caro amico, no
debería reaccionar de manera nacionalista ante los sermones paternales, predicantes,
empapados de sabiduría de los pueblos virtuosos, es decir, no referir dichos sermones
a su persona. Ignoramos cuán grande es la parte de su pueblo que tiene razón respecto
a estos sermones, pero sin embargo, me temo que por lo menos la mitad ha cerrado
los ojos, lo ha aprobado todo y ahora no quiere saber nada ni compartir en absoluto la
culpa. Yo también lo veo así al «pueblo alemán», pero usted pertenece a él tanto
como yo. Bien, ya es suficiente.

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A la señora Lise Isenberg, Korntal (cerca de Stuttgart)

4 de octubre de 1945

Querida Lise:
Agradezco tu carta infinitamente. Pensé y pienso en Carlo muy a menudo, a veces
con preocupación, a veces también imaginándolo entre los rusos, allá en el este
haciendo música o tan sólo silbando entre los labios, el rostro distendido en una
sonrisa, pronto a adoptar la idiosincrasia asiática.
… Las cosas no son fáciles para ti y has debido pasar por malos momentos. Y
nosotros, los otros, los que nos salvamos exteriormente de la guerra, hemos tenido
que experimentar tanto, hemos tenido que soportar tanto desde 1933 y 1939, hemos
visto cambiar al mundo hasta el punto de sentir náuseas, que instintivamente nos
resistimos ante todo dolor que se nos quiera agregar, contra todo nuevo detalle que se
nos añada a lo ya sufrido. Sin embargo, el corazón vibra y a menudo tiene el ardiente
deseo de quebrarse ante los nuevos dolores y abandonar este tonto teatro simiesco
que nos mira con ojos saltones desde un rostro estrafalario y satánico y que no
obstante nos hizo gracia esporádicamente durante tan largo tiempo. Yo también busco
salvarme en la visión de los pueblos antiguos, principalmente de la India. Allí están
las cuatro eras del mundo, comenzando por la dorada a partir de la cual se va
descendiendo y cayendo en la ignominia hasta que todo se hace insoportable y el gran
Shiva empieza a bailar y en su danza divina pisotea hasta aniquilar todo el barro del
mundo. Puede iniciarse luego de nuevo la creación, bella e inocente. A veces se me
antoja que estamos próximos al final de la cuarta era y que Shiva se nos ha aparecido
bajo la figura de la bomba atómica…
Querida Lise, debemos aferramos a la certeza de que las partituras y los libros
habrán de perderse, pero seguirán subsistiendo incólumes la escala, los modos y el
alfabeto y que a partir de estos elementos podremos rehacerlo todo, pero por
supuesto, nuestro reino ya no es «de este mundo».
Recibe nuestros cordiales saludos.

Al obispo provincial Th. Wurm, Stuttgart

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3 de noviembre de 1945

… Cuando vi cómo Alemania saboteaba su República casi por unanimidad en los


años que sucedieron a la terminación de la Primera Guerra Mundial y no aprendió
nada, me resultó fácil adoptar la ciudadanía suiza, lo cual no pude hacer durante la
guerra, a pesar de condenar la política de expansión alemana. En uno de mis libros
alerté con tono de advertencia y lleno de angustia sobre la inminencia de la Segunda
Guerra Mundial, pero sólo coseché sonrisas indulgentes.
Decidí entonces separarme para siempre de la Alemania política. Hoy recibo
muchas cartas de alemanes que en 1918 eran jóvenes. Me dicen que resuena aún en
sus oídos el rumor de mis artículos de aquella época y todos lamentan no haber
tomado más en serio mis exhortaciones.
Bueno, para mí fue más fácil que para otros no ser nacionalista. Nuestra familia
fue muy cosmopolita, lo cual convenía también a la misión entre los infieles y desde
temprano tuve acceso al espíritu de Lutero, de Bengel y de la India. Gente como mi
abuelo y mi padre ya no deberían haber sido en realidad nacionalistas, pero hizo falta
que pasara otra generación más para ponerlo en claro. Como consecuencia, estamos
ahora frente a nuevos y alarmantes deberes y aflicciones. Estoy de acuerdo con usted
en que no progresaremos con el patrón de las penas e indemnizaciones y el liberarnos
de ello debe estar a cargo precisamente de aquellos que padecen ahora los peores
sufrimientos. Me alegro de ser ya viejo y bastante enclenque. Pero en algunas cartas
de amigos y lectores alemanes, principalmente provenientes de campos de prisioneros
en Inglaterra, América, Italia, Francia, Egipto, advierto tanto discernimiento y buena
voluntad, tanta sagacidad acrisolada por los duros padecimientos sufridos, que no
puedo abandonar la esperanza.
Le recuerda con afecto y le saluda

Al «Südkurier», Constanza

5 de noviembre de 1945

… No puedo acceder a su invitación de formular de nuevo las ideas expuestas en


el diario de Rigi y adaptarlas a sus complicadas condiciones. Una tarea semejante es
cometido de un periodista, en tanto el de un escritor consiste en decir lo suyo con la
mayor exactitud y responsabilidad posibles y no apartarse de ello en lo más mínimo.
Ambos cometidos: el suyo, el de la adaptación y el mío, el de la negativa a toda
adaptación, son necesarios y no quiero dar primacía a ninguno, pero yo debo

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permanecer fiel al mío.
En la actualidad sigo recibiendo cartas de lectores alemanes (entre ellos gente
anciana e inteligente como por ejemplo el obispo provincial de Wurm) en las cuales
me dicen que no es sino ahora que han comprendido bien mis artículos de los años
1914 a 1919 y darían mucho por haberlos entendido y seguido en aquel momento. Y
esto volverá a ocurrir en el presente. En ese momento, extraje de mi despertar político
durante la Primera Guerra todas las consecuencias, también la de mi divorcio total de
la Alemania política, mi egreso de la Academia, la adquisición de la ciudadanía suiza,
y aun con la mejor buena voluntad me hubiera sido absolutamente imposible volver a
compenetrarme de la actual mentalidad alemana. En aquel entonces, cuando
Alemania saboteaba su joven república de manera tan insensata, mimaba a Hitler en
la prisión militar y elegía por unanimidad a Hindenburg, yo ya había dejado de
formar parte de ese pueblo en sentido político.

A Thomas Mann, Pacific Palisades, California

Baden (Zúrich), 15 de diciembre de 1945

Querido señor Thomas Mann:


Al finalizar una cura en Baden, pocos días antes de emprender el regreso a casa,
recibí su carta en la cual se refiere al incidente relacionado con el Captain Habe-
Bekessy. Su buen humor y los simpáticos caprichos de su acento me han divertido y
alegrado. En el mundo todo transcurre de manera tan indiferenciada, brutal, simple y
desnuda, que la verdadera carta de un verdadero hombre, escrita en un lenguaje
verdadero, constituye una rareza y un bien preciado. También me ha sido grato
enterarme de que mi libro Ensueños llegó a sus manos satisfactoriamente. Otro caso
de suerte.
Respecto a la descortés carta de aquel oficial de la prensa, mi reacción fue la del
silencio, pero lamentablemente, por una indiscreción, la cosa llegó a conocimiento de
la prensa suiza. Me costó bastante trabajo aclarar a los americanos las honradas
intenciones de la prensa, lavarme de toda mancha y sacudirme el polvo, pues,
naturalmente, de manera alguna era mi deseo justificarme ante pseudoautoridades y
rogarles por mi rehabilitación. Bien, esto ya pasó.
Comparto hasta cierto punto las reacciones alemanas a su carta a Molo. Algunas
redacciones y ciertos particulares me comunicaron que ya sabían cómo estaba la cosa
entre ese Thomas Mann y yo, y si por un breve instante pareció que nos volvían a
considerar en forma harto precipitada y extrema como hermanos y colegas, la

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impresión se ha corregido de la mejor manera, lo cual me resulta muy agradable. La
ciudad de Constanza hizo una excepción. Pronto hará veinte años que le dieron allí
mi nombre a una callejuela en homenaje a mi quincuagésimo cumpleaños, pero al
cabo de unos años se apresuraron a quitar la chapa y reemplazaron mi nombre por
otro. Hace poco, durante una acción depuradora barata, el ayuntamiento ha vuelto a
recordar tiempos idos y restituyó en su lugar la vieja chapa. Los problemas que
parece tener la gente me moverían a risa si a la postre no vislumbrara detrás de todas
estas tonterías y apuros, una miseria tan monstruosa, bestial y elemental, tantas
calamidades juntas que quien tenga aún parientes o amigos en Alemania, muchas
noches despierta sobresaltado de una pesadilla.
Desde el punto de vista político nadie ha aprendido nada allí pero existe un sector
muy pequeño, reducido al mínimo por Hitler y Himmler, que está bien al tanto y con
el cual tengo ciertas relaciones. Sin embargo, esta delgada capa de humus está lejos
de alcanzar a brindar un suelo propicio para la nueva república. En principio,
debemos damos por satisfechos que al menos no existan ya fuerzas coercitivas, de las
cuales se pueda hacer uso abusivo.
Aquí, en Helvecia, tenemos una constitución maravillosa, ejemplar. Si se
explotaran sus posibilidades, la vida no sería tan afligente y angustiosa. Pero al
menos de vez en cuando algún Winkelried tiene el coraje de llamar ladrón a un
militar de alto rango que ha rodado, y a veces esto puede llegar a tener consecuencias
enojosas para el oficial. También hace sentir contento al pueblo que por lo demás
mira con medrosa esperanza hacia la poderosa América, por la cual uno se siente
incomprendido, pero no obstante, está a buena distancia y por lo tanto inspira menos
temor que Rusia, que se ha acercado peligrosamente.
Deseo que lo esté pasando bien y no precipite su visita a Europa.
Reciban usted y su esposa nuestros cordiales saludos (mi mujer se encuentra en
Zúrich, me visita a menudo y su carta le encantó). Suyo affmo.

Al doctor O. E., Stuttgart

22 de enero de 1946

Supongo que en el ínterin habrá recibido mis saludos y respuestas dejándole


satisfecho en cierta medida al menos. Entretanto, he digerido por completo sus cartas,
su conferencia y aquella carta abierta de repudio a la vita contemplativa. Me he
interiorizado de la conferencia en particular porque la copié para alguien. Por
supuesto, hay algo que no concuerda. Por ejemplo, dice usted del Dios de la Iglesia

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que le da al hombre una clara moral y que se acredita en la práctica. Los sacerdotes
alemanes que junto con su Dios se arrojaron por montones al cuello a Hitler
evidencian lo contrario, al igual que los arzobispos italianos que bendijeron los
buques de guerra y los aviones de Mussolini. Muestran más bien que el Dios de la
Iglesia y la Iglesia misma no protegen al hombre, aun a los más encumbrados
ministros eclesiásticos, de groseros deslices morales. Considero un poco exagerado y
precipitado todo lo que se dice de la contemplación, del pensar, del examen de
conciencia del Dios que de pronto se vuelve inservible en el momento de tener que
actuar. Que el hombre no puede actuar y meditar simultáneamente es correcto y no
necesitaba más explicitación, así como hasta ahora un médico nunca consideró
necesario comprobar por sí mismo que el hombre no puede inspirar y exhalar aire al
mismo tiempo, sino en forma alternada y consecutiva, según un ritmo, una polaridad
que es la vida misma. En realidad, en los últimos decenios hemos comprobado
adonde conduce el desprecio del contemplar en favor del hacer sin descanso. A la
adoración de la dinámica vacía, en lo posible a la alabanza de la vida peligrosa, en
resumen, a Adolf y a Benito. Este canto, aun cuando entonado por voz melodiosa y
acompasada, no me dice nada. Y qué curioso es esto: precisamente en el instante en
que usted advierte que el hacer es lo único esencial, en que arde usted de celo por
prestar su colaboración para ayudar, para construir, siente la necesidad de esclarecer
para usted esta postura activa en una contemplación bien meditada y bien estilizada.
En consecuencia, parecería ser que después de todo, la acción sería la inspiración y la
contemplación la espiración y que el hombre que no tiene ambas no es un hombre
completo. Y mientras usted reconoce y considera por el momento como superfluo al
que contempla, y el decidir y actuar como lo único de importancia vital, me escribe a
mí, al que contempla y no al que actúa, cartas vehementes para mostrarme la
evidencia de que lo por mí contemplado y escrito sería hoy absolutamente
indispensable y que le urge empezar con las reimpresiones.
Quisiera enfrentarlo por un instante a un espejo. Pues aun cuando tiene razón en
muchas cosas, no debe llegar al extremo de ver en los sibaritas suizos y en los poetas,
gente que pueda darse el lujo de llevar una vita contemplativa. Por hoy basta. Le
ruego no vaya a deducir de estas palabras que yo pretendo jugar al magister, sino más
bien con cuánta seriedad he leído y meditado su trabajo. Usted tiene el derecho del
excitado y del sufriente, rodeado de vociferantes llamadas a intervenir y ayudar, y yo
tengo el derecho del viejo, cuyo cerebro ya no está perfectamente irrigado y para
quien las ars moriendi van siendo poco a poco más importantes que las ars vivendi.
La región está cubierta por un grueso manto de nieve. Durante dos días el cartero
no ha podido llegar hasta nosotros, de lo contrario no hubiera tenido ocasión de
copiar la conferencia y enviarle este saludo.

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A Wilhelm Schussen, Tubinga

1.º de marzo de 1946

Estimado señor Schussen:


Agradezco su amable carta del 14 de febrero y el simpático libro de Schäufele.
Desde hace mucho tiempo estoy a la espera de una posibilidad para enviar libros a su
país. Tan pronto ésta se presente, le haré llegar alguna cosa.
Su carta me ha emocionado, pero también me ha causado una profunda alarma.
¡De manera que ustedes no sabían nada de nada! ¿No sabían que Hitler, a través de la
intentona de Múnich puso en evidencia su peligrosidad, que en lugar de ser castigado
por sus autoridades «republicanas» fue mimado por ellas, etcétera, hasta el
Documento de Boheim que mucho antes de usurpar Hitler el poder publicaron todos
los diarios alemanes, y que debía abrir bien grandes los ojos a todo aquel no
obstinado en no querer ver? Y luego, de 1935 en adelante ya no se pudo concurrir a
ningún balneario del país de ustedes sin tropezar con grandes cartelones que rezaban
«los judíos son indeseables»; ni qué hablar de las leyendas escritas por doquier
«muera Judas» que mostraban bien a las claras a cualquiera que no fuese ciego los
gérmenes de las inminentes persecuciones. No, unos cuantos años antes de usurpar el
poder Hitler ya no encerraba para mí ningún misterio y, por desgracia, tampoco al
pueblo alemán que eligió y adoró a Satanás y avaló cada una de sus atrocidades. Me
alegro de haberme separado y renegado de Alemania y de su maldita política
armamentista, ya durante la Primera Guerra. La vida para un apátrida no es una
delicia, pero la preferí a tener que compartir la responsabilidad por la ceguera
alemana, su indolencia y rusticidad en todo lo político. Aquí, en el exterior, resulta
simplemente inconcebible que un hombre como usted pudiera permanecer ciego e
ignorante. En cambio, no me sorprende en lo más mínimo que gente como Korfiz
Holm no supiera ni quisiera saber nada de esto. La mayoría de mis amigos en
Alemania estaban bien enterados y algunos ya emigraron en 1933, otros
desaparecieron en las cámaras de tortura de la Gestapo, tal como desaparecieron los
parientes y amigos de mi mujer casi sin excepción en las cámaras de gas de Himmler,
en Auschwitz. ¡Y ustedes no sabían nada de eso! Naturalmente, nadie les va a dar
crédito pues en este arte del no saber y ser inocentes, mientras se camina hundido
hasta la rodilla en sangre, no habrá jamás pueblo alguno que pueda hacerlo.
Bueno, basta de estas cosas. Ya no tienen remedio. Los acontecimientos no han
alterado mayormente mis simpatías hacia los amigos. Al fin y al cabo, el mundo no
consiste solo en política. Para nosotros, los que nos encontrábamos en el exterior, la

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peor época fue en realidad la comprendida entre 1935 y 1939, cuando las atrocidades
iban en creciente aumento y no se vislumbraba por ninguna parte un signo de
indignación del mundo ni de que la guerra sería declarada.
A pesar de todo, la iniciación de la guerra fue para nosotros un alivio. ¡Por fin
estaba aconteciendo algo! Y nuestros deseos y oraciones imploraban la derrota de
Hitler y sus ejércitos, aun cuando en sus filas se encontraban incontables personas a
las que me unían lazos de parentesco y amistad.
Hoy esperamos la visita del Obispo provincial Wurm, quien se encuentra
actualmente en Suiza. Mi leal editor berlinés vive. Durante largo tiempo fue
prisionero de la Gestapo, y mis cartas no llegaron jamás a su poder. Hace ya mucho
tiempo que he renunciado a asistir a la reconstrucción de mi obra. Ello podrá ocurrir
sin mí. Ya estoy cansado del mundo y no le tengo apego. Reciba un cordial saludo de
su affmo.

A un prisionero de guerra en Francia

11 de marzo de 1946

Todos los días me traen a casa la discusión sobre la culpa alemana. Una o dos
docenas de veces, en todas las versiones epistolares posibles. Sólo puedo responder a
sus preguntas lo siguiente: Durante la guerra de 1914 desperté al conocimiento de la
realidad del mundo, adjuré de la guerra y de la política alemana de violencia, y
deseché todas las frases y los sentimentalismos patrióticos. Poco después de la guerra
abandoné mi ciudadanía alemana y renuncié a la única honra y vínculo oficiales, mi
afiliación a la Academia.
Recibimos alemanes con frecuencia. No fue sino la semana pasada cuando el
obispo Wurm pasó conmigo medio día. Las cartas llegan por centenas, en parte de la
misma gente que durante años bajo la dominación de Hitler no osó escribir a nadie
como yo, a nadie de tan mala fama. La gente no tiene sino preguntas y dudas que
hemos contestado hace años.
No lo tome a mal, pero no soporto las quejas, la irritabilidad y a menudo las
malévolas amenazas en las cartas de los prisioneros. Se quejan de cosas que
anteriormente ellos infligieron a otros centuplicadas y cantan loas al genio alemán y a
los magníficos soldados alemanes en la casa de un hombre a quien Alemania
destruyó su vida y su obra, cuya esposa perdió sus seres queridos en las cámaras de
gas alemanas. No podemos escuchar esas alabanzas de buen grado. Durante años
hemos deseado la derrota a esos magníficos soldados alemanes, y consideramos una

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incorrección y una falta alemana hablar a viva voz de la soga en la casa del ahorcado
y mostrarse tan impaciente en soportar dolores que otros debieron sufrir
multiplicados durante muchos años y que ustedes causaron. No sólo recibo cartas de
usted, sino de centenares de prisioneros de guerra alemanes, de ciudadanos de la
Alemania actual, y en casi todas estas cartas advierto la falta de esas magníficas
cualidades que usted adscribe al soldado alemán. Esas cartas están llenas de quejas,
ruegos, predicciones, amén de alusiones acerca de cuán valioso es uno mismo y
mezquinos los demás. Tampoco faltan las amenazas de una venganza. Esto significa
para mí que nadie ha aprendido nada. Cada uno se obstina en obrar y pensar donde la
guerra comenzó, cada uno espera compasión, ayuda, comprensión y nadie deja
traslucir que se sabe cómplice en un todo, no sólo de Hitler, sino de mucho más.
Por tal razón le ruego comunicarme sus informaciones y sus deseos de una
manera absolutamente objetiva y omitir la plática sobre la temática actual. No
tenemos para ello ni tiempo ni paciencia, estamos sobrecargados…
Todos sus encargos están ya en diversas fases de ejecución y han sido derivados
por distintos caminos, pero no tenemos aún una conexión normal y segura con
Alemania.
… Su idea de que los pueblos no son responsables por lo que hacen, no es
compartida por el mundo que vive en la democracia, ni tampoco por mí. Alemania
perdió mucho después de la Primera Guerra Mundial y sólo obtuvo un único regalo
valioso, la República, y ésta fue saboteada por el noventa por ciento del pueblo en
forma unánime. Aquel Hitler, del cual opina que no fue sino a partir de 1933 que se
mostró ávido de poder y peligroso, ya era perfectamente reconocible en 1923, para
cualquiera que quisiera ver, y cuando después de su ruin intentona de Múnich no fue
fusilado ni recluido severamente en prisión, sino festejado y mimado en su
confinamiento militar, todo aquel que quisiera ver sabía lo que acontecería con
Alemania. En aquel entonces dejé la ciudadanía alemana y adopté la suiza, en aquel
entonces escribí también El lobo estepario, libro en el cual destaqué con tonos
amenazadores la inminencia de la guerra…
… Los alemanes nunca fueron grandes en eso de soportar. Pero nada queda
impune. Debe soportarse en nombre de Dios las consecuencias de haber asaltado al
mundo como bandidos y haberlo convertido en un infierno con medios satánicos.
Naturalmente, hubiera sido preferible y más digno que los vencedores mostraran mas
generosidad y piedad. Pero han sido ustedes quienes les impusieron esta guerra y en
parte los han pervertido. Esto no se combate con un par de exhortaciones morales. Lo
he intentado a través del mensaje radial de Año Nuevo y hace tiempo por otros
medios. No tengo otros recursos en mi poder.

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A la doctora Paula Philippson, Basilea

Mayo/junio de 1946

Querida y distinguida doctora Philippson:


Le agradezco su bondadosa carta. Por cierto, no puedo hacer mías sus halagüeñas
perspectivas acerca del futuro de El juego de abalorios y de la influencia que ejercerá
sobre el pensamiento alemán. Estoy cansado, decepcionado y escéptico. Por el
momento, no creo siquiera en la publicación de algún libro mío en su país. No
obstante, su amable carta me ha complacido. De hecho, Suhrkamp tiene la licencia
desde hace más de medio año y ha anunciado El juego de abalorios, pero aun cuando
la impresión pudiera realizarse realmente hoy o mañana, el papel que Suhrkamp
podría conseguir alcanzaría a lo sumo para imprimir mil ejemplares.
Ya no estoy satisfecho con mi «Carta a Alemania»; sin embargo, he hecho
reimprimir unos centenares de ejemplares que aún no están terminados, para
acompañar a la correspondencia que mantengo con sus compatriotas. Ocurre que el
pueblo alemán en conjunto no tiene el menor asomo de sentido de responsabilidad
por lo que le ha hecho al mundo y a sí mismo. Hay voces, como la conmovedora de
la señora S. que he podido leer, pero son infinitamente raras y precisamente a estas
pocas, que ya no tienen necesidad de ser recordadas de la realidad, es a las que se
lastima con su torpe intento. Ya he experimentado esto con harta frecuencia y
preferiría guardar silencio. Sin embargo, cuando cada día se recibe un montón de
cartas, no es posible permanecer absolutamente inactivo. ¡Ay, todo lo que se hace en
semejante situación es erróneo! ¡Si al menos se pudiera ayudar de una manera
práctica! Mientras enviaba paquetes a Alemania no me molestaba la sensación de
estar haciendo algo inútil pero, salvo tres excepciones, nadie nos confirmó la
recepción de tantos envíos.
No obstante, siempre pienso que con el tiempo también debería cundir en
Alemania la consigna de que el pueblo no precisa ser necesariamente un mero objeto
y una masa dirigida y mal empleada, sino sujeto mayor de edad y capaz de asumir la
responsabilidad de sus actos.
Hemos tenido una sucesión de días que fueron una tormenta ininterrumpida, y
desde entonces ha llovido casi sin pausa. Por todas partes hay lagunas y ha empezado
a hacer frío. Pero del castillito Muzot en Wallis me llegó anteayer un ramo de rosas
provenientes del jardín de Rilke, enviadas por Regine Ullmann, quien a la sazón se
encuentra allí. Y de Calw, mi villa natal, recibí una invitación de las autoridades
francesas para asistir a una proyectada celebración en mi honor. No pude menos que
reír y recordé que en una ocasión, a comienzos de la Primera Guerra, un concejal de
Calw propuso poner mi nombre a una de sus calles, pero hubo allí gente prudente que
ya en aquel momento sospechó que pronto dejaría de ser una pieza de adorno para
convertirme en una mancha ignominiosa, lo cual sucedió en efecto, y el proyecto

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cayó en el olvido…

Al señor L. E., Wietze

25 de junio de 1946

… Lo único que percibo a través de su carta es que no ha extraído nada de las


ideas expuestas en mis libros. En lugar de preguntar por la propia culpa y las propias
posibilidades interiores de examen y conversión, juzga usted a la manera de un juez a
los otros pueblos. Por este camino no se puede avanzar. Usted dice también que ha
perdido la guerra porque su armamento habría sido el más débil. Esta es una de las
mentiras alemanas que todavía hoy prosperan. No es esa la causa por la cual han
perdido la guerra, esta satánica y monstruosa guerra de agresión a los países vecinos.
Cuando comenzó la conflagración ni Inglaterra, ni Francia ni Rusia estaban
seriamente preparadas para una guerra en cuanto a armamentos. Si ustedes perdieron
la guerra fue porque la sed de conquista y de matar de los alemanes volvió a hacerse
insoportable una vez más al mundo entero. Y cuando se tiene en contra a todo el
mundo, es muy natural la derrota. Y cuando se ha perdido, en lugar de extraer alguna
enseñanza de este hecho, se busca criticar a todos los que están a nuestro alrededor.
Usted debe dirigirse con sus demandas a los vencedores, no a mí…
… Esta es mi primera y última carta a usted. Nunca aprenderá nada pues no
quiere hacerlo, pero de todos modos y aun lamentándolo, consideraba un deber
escribirle.

A una dama con penas de amor

20 de julio de 1947

Distinguida señora M.:


Ha llegado a mis manos su carta, y aun cuando percibo la aflicción que le ha dado
origen, la envidio un poco por el caudal de dedicación, tiempo y pasión que está usted
en condiciones de prodigarse a sí misma y a su vida privada. A mí también me
convendría, pero el mundo no lo quiere así, y él es más fuerte que yo. Día a día me

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obliga a desgastarme en la atención de las aflicciones y los deseos de los demás,
desde el hambre a la mala suerte de los artistas y las penas de amor. Y esta también
sería para usted una cura muy recomendable, pues evidentemente no tiene un
verdadero control de su conflicto y tiende a dar visos de tragedia a aquello que sólo
es triste, sin llegar a ser una auténtica tragedia. El hecho de que un individuo no
pueda conseguir y conservar para sí solo a aquel a quien ama, es el más frecuente de
los destinos y hallarle solución a esta contingencia significa sustraer de este objeto el
exceso de pasión y dedicación que se tiene por nuestro amor y dirigirlo hacia otras
metas: el trabajo, la colaboración en los problemas sociales, el arte. Este es el camino
por el cual su amor puede dar frutos y adquirir sentido. El fuego en el cual permite
que se consuma ahora su propio corazón, no es su propiedad exclusiva, pertenece al
mundo, a la humanidad y de tormento se convertirá en gozo si deja usted que se tome
fecundo. Sepárese de ese amor, es el único consejo que puedo darle.

Al señor doctor P. E., Dresde

16 de setiembre de 1947

… Este es uno de los puntos y no reviste importancia. En cambio, el otro, aquel


que motiva su carta, prepondera. Me entristece que al igual que centenares de lectores
y corresponsales míos no pueda apreciar a Hesse sin menospreciar a Thomas Mann.
No le encuentro lógica alguna. Si Dios le ha procurado el don de entender a Hesse,
pero no a Mann, si carece del órgano para captar y ubicar este supremo y único
fenómeno dentro del ámbito de la lengua alemana, ello no me incumbe, pero que yo,
no sólo amigo personal, sino también antiguo y leal admirador de Thomas Mann,
deba soportar constantemente esta confrontación me resulta harto desagradable. No
pretendo parecer pedante y menos aún herirle, nada de eso, pero tenía la necesidad de
manifestarle mi punto de vista y ya está hecho.

A una lectora de El juego de abalorios

Setiembre de 1947

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La cuestión acerca de la intención que guió al autor al escribir El juego de
abalorios, hasta qué punto es real su existencia, si existió alguna vez o si es utopía, o
en qué medida cree en ello el propio autor, esta aclarada con bastante precisión en el
epígrafe que aparece al comienzo del primer tomo.
Como autor de la biografía de Josef Knecht y como descubridor de Albertus
Secundus he contribuido un poco al paululum appropinquant. Asimismo,
contribuyeron y contribuyen esas gentes que penetraron en la esencia de la música y
crearon la musicología de los últimos decenios, o aquellos filólogos empeñados en el
intento de hacer mensurables las melodías del estilo de una prosa y muchos otros.
Entre estos promotores del non ens, entre aquellos que explican la facultas nascendi,
se contaba también mi sobrino y amigo Carlo Isenberg, el Ferromonte de mi libro.
Era un investigador de la música, cimbalista y ejecutante de clavicordio, tenía a su
cargo un órgano y dirigía un coro, exploró el sud y sudeste de Europa en busca de
restos de la música más arcaica. Desapareció a fines de la guerra y si vive aún, debe
de estar prisionero en Rusia.
En lo que a mí respecta, no he vivido en Castalia, soy eremita y jamás he
pertenecido a comunidad alguna, con excepción de la de los peregrinos a Oriente, una
hermandad cíe creyentes, cuya forma de existencia es muy similar a la imperante en
Castalia. Pero desde hace una docena de años, desde que aquí y allá se conocieron
partes de mi libro sobre Josef Knecht, no pocas veces he tenido la alegría de recibir
los saludos, aclamaciones y consultas de gente que trabaja y reflexiona en un
tranquilo retiro, y para quienes esa cosa que he bautizado «juego de abalorios», existe
lo mismo que para mí. Lo saben confirmado por sus almas, mucho antes de la
aparición de mi libro; tuvieron conocimiento o una noción de su existencia; lo han
experimentado como demanda espiritual y moral y empiezan a reconocer cada vez
más su fuerza formadora de comunidades. Ellos continúan lo que yo aludí en mi
libro: paululum appropinquant. Y tengo la impresión de que usted también forma
parte de ellos, y vive más cerca de Castalia de lo que usted imagina.

A Thomas Mann

13 de octubre de 1947

Querido y venerado Foma Genrichowitsch:


Desde hace algún tiempo tenía la intención de escribirle algún saludo, de enviarle
una señal de vida, una muestra de nuestro recuerdo y simpatía, porque pensamos
mucho en usted y recientemente hemos vuelto a leer casi todos los ensayos de Rede

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und Antwort, comenzando con el que trata de Chamisso y los autobiográficos. Luego,
inspirados por usted, volvimos a retomar después de largos años el Stechlin y lo
leemos todas las noches. Hoy lo hemos recordado con particular intensidad.
Escuchamos por la radio la cinta grabada en la cual declama «El niño prodigio».
Gozamos con su voz y su lenguaje, y nuevamente volvimos a sentirnos tocados
porque ya en sus obras tempranas, y aun las menores, no sólo está presente el acento
y la dicción tan acabados y precisos, sino que muestra en ellas también con singular
exactitud el centro de su temática y problemática.
Bien, no hubiera sido necesario este encuentro en la radio ni ningún otro
recordatorio, para hacerme pensar en usted con toda cordialidad y gratitud. En el
mundo no abunda la gente, y ni qué hablar los colegas, cuya existencia, acción e
irradiación provoquen nuestro puro contento. Al envejecer se tiene dificultad en
aceptar nuevas manifestaciones y personas, y en consecuencia más agradecido se está
por los pocos compañeros cuya existencia y cuyos dones nos procuran gozo…

Al poeta Lajzer Ajchenrand


Aparecido en el «Neuen Zürcher Zeitung» del 8 de noviembre de 1947. Habría sido escrito en esa ocasión.

Sin fecha

Le agradezco su amable carta. Ya estoy viejo y muy cansado y en realidad no


debería escribir más cartas, al menos no las privadas porque desde hace años me
abruma desde el exterior una enorme carga de trabajo cotidiana, que ya no estoy en
condiciones de atender. Después de haber logrado vivir durante toda una vida en
cierto retiro, me encuentro ahora expuesto a una publicidad a la que he debido
sacrificar mi existencia privada y no lo hago de buen grado. Pero la vejez nos ayuda a
salvar algunos escollos y cuando un anciano sacude la cabeza y balbucea un par de
palabras, unos ven en ello madura sabiduría, otros en cambio esclerosis y si su
comportamiento respecto al mundo es en el fondo el resultado de la experiencia y la
sabiduría o sólo la consecuencia de sus trastornos circulatorios, eso queda sin ser
determinado, aun por el propio viejo.
Usted ya sabe que tengo una impresión muy profunda y bella de sus poemas en
yiddish. Estoy lejos de haberlos leído todos, pero aquellos que he podido leer me han
emocionado.
Nosotros, los poetas, tenemos entre otros cometidos el de expresar lo sufrido por
los hombres de nuestro tiempo y sólo podemos hacerlo no basándonos en lo que se
oye decir, sino en lo padecido por uno mismo. Que lo expresado ocurra de manera

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patética o sentimental, de manera quejumbrosa, burlona o a modo de acusación,
siempre es necesario en cualquier caso y va destinado a ayudar un poco en su
desarrollo a la humanidad que avanza con torpes pasos de niño. La actual magnitud
de dolor nos da una solidaridad que abarca a todos los pueblos y todos los géneros de
existencia y dolor. Lo insoportable debe traducirse en palabras y quizá superarse. En
esto somos hermanos. Le saluda.

A Thomas Mann

Baden, 12 de diciembre de 1947

Querido señor Thomas Mann:


No podía desear nada mejor en estas semanas algo aburridas y abúlicas de mi
cura en Baden que una carta suya, ni qué hablar de una tan grata y promisoria, pues
me promete o me hace ver como posibles y también anheladas por usted dos cosas
maravillosas. Las he deseado a ambas: una desde hace varios decenios, a saber Las
confesiones del estafador Felix Krull en su completo desarrollo y la otra, esperada
más de una vez en los últimos años: el comentario del Fausto ad usum Germanorum.
No necesito decirle nada sobre el Krull, pues usted ya sabe cuán caro me es ese
personaje y puede imaginarse cuánto anhelo y deseo brindarme el enorme goce de su
lectura, sino también a usted el de demorarse en este trabajo, cuyo tono y atmósfera
encantadores ya están dados y que me imagino entre otras cosas como un paseo por el
elevado aire del arte, en juego con una materia exenta de los problemas macabros de
la actualidad. ¡Ojalá lo iluminen astros benignos!
En el intervalo en que no tuvo noticias mías, leí también el Leverkühn[9]. Empresa
grande y audaz, no sólo por la problemática y por la manera ligera y
desmaterializada, tan encantadora con la que esta problemática es llevada al ámbito
musical y analizada allí con la objetividad y la calma sólo posibles en lo abstracto.
No, para mí lo asombroso y excitante reside en que usted no deja vibrar este
preparado puro, esta abstracción ideal en el espacio ideal, sino que lo sitúa dentro de
un mundo y una época vistas de manera realista, un mundo qué mueve al amor, a risa,
a odio y a náusea. Por supuesto, hay allí mucho que le malinterpretarán, pero ya
estamos acostumbrados a esto y usted no se lo tomará muy a pecho.
Después de la primera lectura, el mundo interior de Leverkühn me pareció a mí
mismo mucho más claro, ordenado y transparente que su entorno y lo que me agradó
en particular es que este medio sea tan variado, rico en figuras y polifacético, que
tenga lugar para las caricaturas de teólogos de Hallen como para el dulce niño

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Nepomuk, que el escritor nos haya guarnecido de manera tan rica el escenario y rara
vez pierda el buen humor, el gusto por el teatro.
Advertirá que ya poseo el libro, si bien se trata de un ejemplar de lectura gastado.
Si llegara a sobrarle un bonito ejemplar encuadernado, le agradeceré muchísimo que
me lo reserve.
Algo más: Algunas páginas de su libro, en las cuales es analizada la música
leverkuhniana, me han hecho evocar un personaje secundario de El juego de
abalorios, a Tegularius, cuyos juegos de abalorios tienden por momentos a concluir
por caminos aparentemente legítimos en melancolía e ironía.
He terminado mi cura y en pocos días volveré a mi casa. Reciban ambos los
cordiales saludos de Ninon y su affmo.

H. H.

A una joven niña

31 de diciembre de 1947

… Se encuentra usted en una etapa de la vida en la que los jóvenes, siempre que
la naturaleza les haya prodigado suficientes dones, tratan de convertirse en
individuos, en desarrollar su personalidad. Un noventa y nueve por ciento abandona
pronto este intento porque es incómodo e impone severas exigencias, mientras que el
camino hacia la adaptación, a la burguesía, al ganar dinero, etc. es mucho más fácil.
Pero siempre existirá ese uno por ciento que no abandona su derrotero sino prosigue
fiel por él. El camino ancho ejerce en él una gran atracción sin duda, pero no tiene
alternativa pues está predestinado a otra cosa y ello lo separa del noventa y nueve por
ciento restante y así seguirá durante toda su vida.
Hubiera podido leer esto en mis libros, sin molestar a este viejo, pero ya le he
ahorrado el esfuerzo.

Al señor J. H., Hannover

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10 de enero de 1948

… Sus ideas me agradan y sería bueno que todos pensaran del mismo modo. Yo
mismo he aprendido de los pensadores indios a distinguir entre el ser y el hacer y ver
en el «delincuente» al posible santo. Hay millares de personas que a través de mis
libros, en particular el Siddharta, se han familiarizado con estas ideas.
Sin embargo, se impone ser prudente con la concepción de que sólo importa el
querer y no el hacer. Esto es bueno y acertado para los individuos y los pueblos
evolucionados, no para los inmaduros. Restar importancia a las «buenas obras», la
única justificación «a través de la fe» ya fue un acto de arrojo peligroso y osado en
Lutero y ayudó a causar indecible mal. Los alemanes y en especial los de hoy, no son
en verdad un pueblo al que se pueda predicar que no importa el hacer y que todo es
disculpable cuando la voluntad es buena. En la mayoría la «voluntad» será la de un
auténtico y anticipado patriotismo, y en nombre de la patria mañana se estaría
dispuesto nuevamente a cometer los mismos delitos cuyas consecuencias amenazan
destruir hoy al pueblo.
No atribuyo ningún valor a tener y conservar la razón y no me dejaré involucrar
en más discusiones, simplemente porque tengo cosas más necesarias e importantes
que hacer. Sólo quería explicarle en pocas palabras por qué me veo precisado a poner
ad acta su bella sugerencia al igual que otros centenares.

A Thomas Mann, Pacific Palisades, California

21 de enero de 1948

Querido señor Thomas Mann:


Usted se va a reír, pero hoy por primera vez he leído un texto suyo en inglés. Más
que leer lo deletreé. Se trata de su prólogo para Demian, cuya edición norteamericana
acabo de recibir.
Es para mí una satisfacción enfrentarme seriamente por primera vez a ese país
extraño tomado de su mano y presentado por usted, pues los intentos anteriores de
introducir libros míos en América pasaron allí inadvertidos. No obstante, este
comienzo no me excita ni me interesa demasiado, pero al menos me divierte y de
todos modos ha sucedido en buena compañía. También me ha hecho gracia la manera
en que la editorial Holt ha tratado de enmendar la fea carátula de la cubierta del libro
mediante el paisaje de St. Moritz del reverso.
En resumidas cuentas vuelvo a ser el obsequiado y esto en los tiempos que corren,

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en que uno es en la mayoría de los casos el engañado o el robado. Una situación no
muy frecuente. Casi estoy a punto de sonrojarme.
Deseo expresarle una vez más mi gratitud por este ensayo y enviarle nuestros
mejores deseos con motivo del Año Nuevo. ¡Ojalá las próximas conflagraciones
mundiales se posterguen hasta que no puedan alcanzarnos ya y ojalá siga prosperando
en algún lugar el lado alegre y lindo de la vida!
Los saludo a ambos de todo corazón, también en nombre de mi esposa, su affmo.

Al señor H. D., Múnich

16 de abril de 1948

Estimado señor:
… Entre la reflexión y la meditación veo la siguiente diferencia: la reflexión es
algo activo, en tanto la meditación tiene su fundamento en un estado pasivo, en un
expectante estar abierto. Requiere una neutralización de lo personal, una
independencia lo más grande posible de las funciones físicas. La mejor preparación
para ello son los ejercicios respiratorios, pero éstos no deben consistir en un esfuerzo
de los órganos respiratorios, sino más bien en la atención concentrada del practicante
en el proceso de la respiración. Este realizará inspiraciones y espiraciones conscientes
y cuidadosas, comenzando la inspiración por el vientre, pero nunca de manera
forzada. Cuando hemos respirado de este modo durante un rato, podemos entregarnos
a la idea de estar aspirando dentro de nosotros al mundo, al cual volvemos a expeler
al espirar y en este inspirar y espirar participamos en el todo divino. Se alcanza así
una relajación y ablandamiento, una especie de despersonalización. Nos convertimos
en objeto, en recipiente de lo que fluye hacia adentro y hacia afuera. Todo esto no es
meditación, pero sí una preparación para ella.
No puedo determinar cuáles son los objetos meditables y cuáles no. La mayoría
de las personas no pasan de lo visible en la meditación del mundo de imágenes. Pero
también es posible meditar un proceso musical.
En estos momentos no se me ocurre nada más e ignoro en qué medida estas cosas
podrían concretarse dentro de su vida actual y en el decurso de sus días. En esta
disciplina se debe ser un Creso en cuanto al tiempo, tal como lo es el artista si aspira
a hacer algo bueno y genuino.
Vea qué puede hacer con todo esto.

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Al señor W. S., Riehen-Basilea

Fines de abril de 1948

Distinguido señor S.:


Agradezco su cartita. Estoy en un todo de acuerdo con la interpretación de
Michael Schabad de ese versículo de la Biblia.
En lo que a mí mismo respecta, y de una manera muy particular, hace ya varios
decenios que me he adelantado un paso en la interpretación de esas palabras respecto
a las cuales presumiblemente no esté en lo cierto desde el punto de vista histórico,
pues ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento tienen un sentido panteísta…
Concibiéndolo según el pensamiento indio, es decir según los Upanishad y toda la
filosofía prebudista, mi prójimo no sólo es «un hombre como yo» sino que es yo, es
uno conmigo, pues la separación entre él y yo, entre yo y tú, es ilusión, es maya. Con
esta interpretación también queda completamente agotado el significado ético del
amor al prójimo. Pues quien llega a entender que el mundo es una unidad,
comprenderá claramente que es absurdo que las partes y los miembros de ese todo se
lastimen unos a otros.

A un joven artista

5 de enero de 1949

Querido J. K.
Agradezco tu carta de Año Nuevo. Tiene un dejo de tristeza y depresión, y lo
comprendo muy bien. Pero en esta carta declaras asimismo cuánto te atormenta la
idea de saber que a tu persona y a tu vida ha sido asignado un deber, cuyo
incumplimiento te hace sufrir. A pesar de todo, esto es promisorio pues es
textualmente cierto y te ruego recordar de tanto en tanto un par de observaciones que
te haré sobre el particular y reflexionar sobre ellas. Estos pensamientos no son míos,
son muy viejos y algo de lo mejor que los hombres han pensado sobre sí mismos y
sus deberes.
Lo que logres en la vida, y ello no sólo como artista sino también como ser
humano, como hombre y padre, amigo y vecino, no es medido por el eterno «sentido»

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del mundo de la eterna justicia según un patrón inamovible, sino según tu medida
única y personal.
Cuando Dios te juzgue no te preguntará: «¿Te convertiste en un Holder; o en un
Picasso o en un Pestalozzi o Gotthelf?», sino te preguntará «¿Fuiste y te convertiste
realmente en el J. K. para lo cual te proveyeron de dones y herencias?». Y en ese
momento, un hombre jamás pensará sin vergüenza o miedo en su vida y sus
extravíos. A lo sumo podrá decir: «No, no me convertí en tal, pero al menos lo intenté
en la medida de mis fuerzas». Y si puede decirlo con sinceridad, estará justificado y
habrá pasado la prueba.
Si te perturban conceptos tales como «Dios» o «juez eterno», puedes dejarlos
tranquilamente a un lado, no son ellos los que importan. Lo único que sí importa es
que a cada uno de nosotros nos han sido dados una herencia y un deber. Cada
individuo ha heredado por parte de padre y por parte de madre, de sus muchos
antepasados, de su pueblo, de su lengua, ciertas cualidades buenas y malas,
agradables y difíciles, talentos y vicios, y el conjunto de todo esto es él, y esto único
que en tu caso se llama J. K. habrás de administrarlo y vivir hasta el fin, lo dejarás
madurar para devolverlo al final más o menos perfeccionado. Hay al respecto
ejemplos de inolvidable efecto. La historia universal y la historia del arte están llenas
de ellos, por ejemplo, el caso del tonto o el inservible de una familia en quien, como
en muchos cuentos, recae precisamente el papel principal y precisamente por eso, por
permanecer fiel a su ser, hace que los más dotados y los triunfadores parezcan
disminuidos a su lado.
A principios del siglo pasado vivían en Francfort los Brentano, una familia de
talentos. De sus descendientes —casi una veintena— dos son famosos aún hoy: los
poetas Clemens y Bettina. Todos estos numerosos hermanos eran superdotados,
interesantes por encima del término medio, espíritus rutilantes, talentos brillantes.
Sólo el mayor no pasó de ser un simplote. Durante toda su vida vivió en la casa
paterna como un silencioso lar doméstico, un inútil, católico muy ferviente, hijo y
hermano paciente y bondadoso. En medio de la horda de hermanos alegres y
bromistas, a menudo excéntricos, fue convirtiéndose más y más en un silencioso
centro y punto de apoyo, una rara joya doméstica, de la cual manaba paz y bondad.
Los hermanos hablan de este hombre bonachón, de este individuo que no dejó de ser
niño con una veneración y un amor que no les inspiró ninguna otra persona. Así al
opa, al tonto, le fue asignado también un significado y un deber y lo cumplió con
mayor perfección que todos sus brillantes hermanos.
En resumen, cuando un hombre tiene la necesidad de justificar su vida, no
importa la magnitud objetiva y general de su obra, sino que en su vida y en su hacer
logre reflejar en la forma mas absoluta y pura su ser.
Constantemente, miles de tentaciones nos apartan de este camino, pero la más
poderosa de todas es la de querer ser en el fondo una persona diferente, la de seguir
modelos e ideales que no podemos ni debemos alcanzar. Por esta razón, para las

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personas de altas dotes, esta tentación es más poderosa y peligrosa que los riesgos
vulgares del mero egoísmo, porque tiene la apariencia de lo noble y lo moral.
Todo muchacho ha soñado ser a una determinada edad conductor o maquinista de
tren, más tarde cazador o general, luego un Goethe o un Don Juan. Esto es muy
común y forma parte del desarrollo natural y de la autoenseñanza. En cierta medida,
la fantasía tantea las posibilidades para el futuro. Pero la vida no satisface estos
deseos y los ideales infantiles y juveniles declinan por sí solos. No obstante, siempre
volvemos a desear algo que no nos corresponde y nos atormentamos imponiendo a la
propia naturaleza exigencias que la violentan. A todos nos pasa lo mismo. Pero de
vez en cuando, en horas de vigilia interior, siempre volvemos a sentir que no hay
ningún camino que parta de nosotros y entre en otra cosa, que debemos ir por la vida
con nuestros propios dones y defectos absolutamente personales y entonces ocurre a
veces que avanzamos un poquito, logramos realizar algo que antes no podíamos y por
un momento nos confirmamos sin duda alguna y podemos estar satisfechos de
nosotros mismos. Naturalmente, esto no se da en forma permanente, pero aun así lo
más íntimo en nosotros no aspira sino a sentirse crecer y madurar en forma natural.
Sólo entonces estamos en armonía con el mundo, pero a nosotros nos es concedido
rara vez. Sin embargo, más profunda es entonces la vivencia.
No debo olvidar que con este recuerdo del deber asignado una única vez a cada
individuo, de ninguna manera aludo a aquello que los jóvenes y viejos diletantes del
arte llaman la salvaguardia e imposición de su individualidad y originalidad. Se
entiende per se que cuando un artista hace del arte su profesión y el contenido de su
vida, aprende primeramente todo cuanto habrá de aprender en su oficio sin pensar en
eludir este aprendizaje para no perder su preciosa personalidad y originalidad. El
artista que como tal elude el aprendizaje y sus molestias, también lo hará como
persona, no hará justicia a los amigos ni a las mujeres, ni a sus hijos ni a la
comunidad civil. Por el contrario, quedará estéril a un lado con su salvaguardada
originalidad y se anquilosará. Hemos conocido muchos ejemplos de este tipo. El
esforzarse por adquirir lo factible de aprender constituye en el arte un deber tan
lógico como lo es en la vida. A todo niño se le debe enseñar a comer, leer y escribir, a
adquirir hábitos de aseo. El aprendizaje de lo factible de aprender no es obstáculo,
sino estímulo y enriquecimiento en el desarrollo de la individualidad. Me avergüenza
un poco escribir sobre estas perogrulladas, pero ocurre que nadie parece tener ya
instinto para lo lógico y natural y en compensación se practica un culto primitivo por
lo inaudito y lo estrafalario. Como tú ya sabes, en el arte no me muestro para nada
despreciativo de lo nuevo, al contrario, pero en lo moral, es decir en lo que atañe a la
conducta del hombre frente a sus deberes, las modas y las innovaciones me resultan
sospechosas, y me colma la indignación cuando escucho hablar a la gente sabia de
nuevas morales y éticas, como de modas y estilos en el arte.
Ahora bien, el mundo contemporáneo impone a los hombres otra exigencia que es
propagada por los partidos, los patriotas o maestros de la moral universal. Esta

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exigencia impone al hombre renunciar por completo a sí mismo y a la idea de que
puedan tenerse intenciones personales y únicas respecto a él y adaptarse a una
humanidad normal o ideal del futuro, convertirse en la diminuta medita de una
máquina, o una piedra entre un millón de piedras basales iguales a él. No quisiera
juzgar sobre el valor moral de esta exigencia que tiene su lado heroico y grandioso.
Pero yo no creo en ella. La unificación, por bien intencionada que sea, se opone a la
naturaleza y no conduce a la paz y la alegría, sino al fanatismo y a la guerra. En el
fondo es una exigencia monacal y sólo está permitida cuando tenemos que ver con
monjes, con individuos que han ingresado voluntariamente a una orden. Pero yo no
creo que esta exigencia a los hombres pueda amenazarte seriamente.
Advierto que esta carta se ha convertido casi en un ensayo. Por este motivo la
haré copiar y en su oportunidad la daré a leer a otros. No tendrás objeciones, espero.

Academia Svenska, Estocolmo

2 de marzo de 1949

Ilustres caballeros:
En vuestras ponderaciones respecto a los futuros premios Nobel de literatura,
ruégoles tomar en consideración a dos personalidades significativas y de altos
méritos. Ambas pertenecen al área de la literatura sobre la cual puedo permitirme un
juicio: el área idiomática alemana.
Deseo mencionar en primer lugar a Martin Buber, el judío, gran maestro y adalid
de una selecta minoría intelectual de judíos. Como traductor de la Biblia, como
redescubridor de la sabiduría jasídica que vertió al alemán, como erudito, como gran
escritor y por último como sabio, como maestro y representante de una elevada ética
y humanidad, es en la opinión de quienes conocen su obra uno de los personajes
rectores y más valiosos de las letras en el mundo contemporáneo.
El segundo nombre que deseo recordarles es el de Gertrud von Le Fort. En cierto
sentido se la puede comparar a la señora Undset: católica, maestra de la narrativa
histórica y también mítica, al mismo tiempo la representante más valiosa y talentosa
del movimiento de resistencia intelectual y religiosa dentro de la Alemania hitlerista.
Como representante del sentir humano y cristiano se la puede equiparar a la señora
Undset, pero como escritora la coloco a un nivel más elevado.
Suficiente. Era para mí un deber recordar a ustedes estas dos ilustres figuras y la
magna obra de sus vidas.
Con mi consideración más distinguida y cordiales saludos, vuestro affmo.

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Notas sobre el verano de 1949

Quien recibe muchas cartas y es solicitado por mucha gente, le llega hoy en día
una corriente interminable de miserias de todo tipo, desde la queja suave y el tímido
pedido, hasta la furibunda y colérica protesta de la cínica desesperación. Si tuviera
que soportar en mi propia persona todo cuanto me trae la correspondencia de un solo
día en lamentaciones, cuitas, pobreza, hambre o destierro hace ya mucho hubiera
dejado de vivir. Algunos de estos informes, a menudo muy objetivos y realistas,
exponen ante mis ojos situaciones que me cuesta bastante esfuerzo admitir, creer y
penetrar con mi compasiva fantasía. En el transcurso de estos últimos años he debido
aprender a ser avaro con mis sentimientos y mi comprensión y reservarlos para los
casos de gran necesidad, los casos a los que en cierta medida puede brindárseles
alguna ayuda, un consuelo o dádivas materiales.
Entre las cartas que imploran un socorro espiritual y moral, se encuentra una
determinada categoría que no ha entrado en el ámbito de mi experiencia sino en estos
años de miseria. Son cartas de individuos maduros que han dejado atrás la juventud, a
quienes el rigor y la amargura de la vida exterior, exacerbados al límite de la
intolerancia, les ha hecho concebir un pensamiento extraño a su carácter, un
pensamiento que jamás había aflorado antes a sus vidas: el recurso del suicidio para
poner fin a su miseria.
Por cierto, en toda época he recibido cartas rezumantes de hastío y cansancio de
vivir, escritas por personas jóvenes, tiernas, con disposiciones algo poéticas y
sentimentales. Estas cartas forman parte de lo conocido y lo acostumbrado y por
momentos mis respuestas a esos coqueteos y amenazas de suicidio fueron bastante
claras cuando no brutales. A estos cansados de la vida les escribía que de manera
alguna condenaba el suicidio, siempre y cuando fuera el verdadero, el consumado,
por el cual sentía tanto respeto como por cualquier otra forma de muerte, pero no
podía tomar en serio —tal como pretendía el consultante— las charlas sobre su tedio
y sus intenciones suicidas, sino más bien me inclinaba a ver en ellas una forma no del
todo permitida ni del todo decente de extorsión, encaminada a despertar sentimientos
compasivos.
Pero ahora me llegan, no a menudo, aunque sí una que otra vez, cartas de
personas hasta ese momento experimentadas y de acrisoladas virtudes, en las cuales
me piden mi opinión sobre el suicidio pues esta vida se les torna más y más difícil,
insoportable, privada de todo sentido, alegría, belleza y dignidad y no puede haber
una respuesta para estas cartas si no se las toma previamente muy en serio y se

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profundiza en la aflicción expuesta.
He tomado nota de algunos párrafos de mis respuestas a tales demandas.
Un hombre de más de cincuenta años me pidió con sobriedad y sin palabras
hueras mi opinión sobre el suicidio, algo en lo que jamás había pensado en su vida
activa y llena de responsabilidades, pero que de pronto se le antojaba la única forma
de liberación de una vida que se había tornado demasiado pesada, demasiado absurda
y carente de dignidad. Se le ofrecía como la única unívoca e irrecusable solución. De
mi respuesta a este hombre anoté los siguientes párrafos:
«En cierta ocasión cuando contaba unos quince años de edad, uno de nuestros
profesores nos dejó estupefactos al afirmar que el suicidio “era la mayor cobardía
moral” que podía cometer el hombre. Hasta entonces me había inclinado a creer que
se necesitaba cierto valor, una porfía y un dolor muy grandes para ello y el suicida me
inspiraba un sentimiento de horror mezclado con respeto y admiración. Por ese
motivo, la sentencia del profesor pronunciada con la fuerza de un axioma, fue en ese
momento una verdadera paradoja. Quedé atontado y sin facultades para replicar ante
esa sentencia que parecía tener en sí toda la lógica y la moral. Pero no duró mucho la
perplejidad, pronto volví a creer en mis propios sentimientos e ideas. En
consecuencia, he sentido durante toda mi vida respeto y simpatía por los suicidas y de
alguna manera, aun cuando sombría, me han parecido extraordinarios ejemplos de un
sufrimiento humano que escapa a la imaginación de aquel profesor y de un coraje y
obstinación que puede inspirarme amor. De hecho, los suicidas que conocí fueron
personas, si bien problemáticas, muy valiosas y superiores al término medio de los
individuos. Y que además del coraje para dispararse una bala en la cabeza, tuvieran
también valor y porfía para hacerse despreciables y aborrecibles a los profesores y a
la moral, sólo acrecienta mi compasión. Cuando por naturaleza, por educación y
destino le es imposible y le está prohibido el suicidio a un individuo, yo creo que no
lo podrá llevar a cabo si alguna vez la fantasía pretende tentarlo con esta salida.
Seguirá estando prohibida para él. Si ocurre lo contrario y alguien se quita la vida por
resultarle insoportable, juzgo que tiene el mismo derecho que otros a su muerte
“natural”. Bah, en el caso de muchos que se mataron, su muerte me pareció más
natural y sensata que en los que ocurrió de esta forma».
Algunas veces en el año llega esa clase de cartas que me proporcionan particular
alegría y que contesto con gran amor. Algunas veces suele ocurrir que alguien me
pregunte si puedo suministrarle uno de los manuscritos de poemas decorados con
miniaturas ejecutadas por mí. Siempre los tengo a disposición de los aficionados y lo
que obtengo por ellos me resarce en parte de los gastos que me ocasiona el envío de
paquetes y subsidios a los países donde reina hambre y miseria. Después de un
intervalo de varios meses he vuelto a recibir uno de esos pedidos que se traducen en
trabajo y pan. En la medida de lo posible siempre tengo reservado uno o dos de estos
manuscritos y si uno de ellos encuentra un aficionado, trato de reponerlo en seguida.
De todos los trabajos que he realizado, éste es uno de los más caros para mí y lo

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ejecuto de esta manera:
En primer lugar, abro el armario que se encuentra en mi estudio. Lo poseo desde
que se construyó mi actual morada. Contiene una serie de gavetas bastantes amplias y
profundas, destinadas a guardar los pliegos de papel.
El armario y la gran cantidad de papel en parte fino y antiguo, que en su mayoría
ya no se puede conseguir hoy en día, viene a ser la materialización de un sueño de
acuerdo con el dicho «lo que se desea en la juventud, se obtiene en abundancia en la
vejez». Cuando era un niño pequeño siempre pedía papel como regalo de Navidad y
de cumpleaños. A los ocho años de edad lo hice por escrito con las siguientes
palabras: «Un pliego de papel tan grande como la puerta de Spalen». Más adelante,
aproveché cualquier oportunidad para adquirir buenos papeles. A menudo, los canjeé
por libros o acuarelas y desde que existe el armario soy dueño de más papel del que
jamás podré consumir. Abro el armario y me dedico a escoger un papel. Unas veces
me atraen los lisos, otras los ásperos, o los finos papeles para acuarelas, o los más
simples papeles para imprimir. En esta ocasión mi preferencia ha recaído sobre un
papel muy simple, levemente amarillento, del cual conservo piadosamente unos
pocos pliegos. Es el papel en el cual fue impreso uno de mis libros más queridos Die
Wanderung (La peregrinación). Las existencias que quedaban de este libro fueron
aniquiladas por las bombas americanas. Desde entonces ha desaparecido. Durante
largos años he estado comprando a cualquier precio todo ejemplar que aparece en
alguna librería de viejo y entre los pocos deseos que abrigo aún se cuenta el de verlo
nuevamente impreso antes de morir.
Este papel no es costoso, pero tiene una porosidad particular, de suave absorción,
que da a las acuarelas un efecto levemente desleído. Según recuerdo entraña ciertos
riesgos pero ya no sé cuáles son. Sin embargo, estoy dispuesto a dejarme sorprender
y realizar una prueba. Extraigo los pliegos, corto con la guillotina el formato deseado,
busco un trozo de cartón adecuado para preparar una carpeta protectora y comienzo
mi trabajo. Siempre pinto en primer lugar la portada y las ilustraciones, sin tener en
cuenta los textos que escojo más tarde. Los primeros cinco o seis cuadros: pequeños
paisajes o una corona de flores, los dibujo y pinto de memoria según motivos
familiares; para los siguientes busco elementos sugerentes en mis carpetas.
Dibujo con sepia un pequeño lago, un par de montañas, una nube en el cielo, en el
primer plano; en la pendiente de una colina levanto una aldea de juguete; doy al cielo
un poco de cobalto, al lago un reflejo de azul de Prusia, a la aldea un toque de ocre
dorado o amarillo de Nápoles, todo muy diluido, y me place ver cómo el papel apenas
absorbente amortigua y liga los colores. Con el dedo húmedo borroneo el cielo para
aclararlo y me divierto con mi ingenua paletita. Hacía tiempo que no practicaba este
juego. Ya no lo hago como en otros tiempos, me fatigo en seguida, las fuerzas me
alcanzan para hacer unas pocas hojas por día, pero la tarea todavía tiene su encanto
para mí y me da gusto transformar un manojo de hojas blancas en un manuscrito
ilustrado y saber que el manuscrito seguirá transformándose, primeramente en dinero,

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luego en paquetes de café, arroz, azúcar, aceite y chocolate, y con este recurso se
encenderá en personas queridas un rayo de estímulo, de consuelo, de nueva fuerza, en
jubilosa algarabía de niños, en sonrisas de ancianos y enfermos, y también aquí y allá
en una vislumbre de fe y confianza en los corazones extenuados y desfallecidos…
Esto constituye un bonito juego y no me remuerde la conciencia que mis pinturas
carezcan de valor artístico. Mi primer cuadernito y su carpetita eran mucho más
desmañados y carentes de arte que los actuales. Fue durante la Primera Guerra
Mundial y en aquella ocasión lo hice aconsejado por un amigo en beneficio de los
prisioneros de guerra. Eso fue hace mucho tiempo. Más tarde vinieron épocas en las
que recibí con agrado todo encargo pues me ayudaban a mi propio sustento. En la
actualidad no ocurre como en decenios anteriores, en que convertía mis trabajos
manuales en bibliotecas para los prisioneros de guerra. Las personas para las cuales
elaboro mis artesanías son desconocidos; tampoco entrego el producto de mi labor a
una Cruz Roja o a tal o cual organización. Con el correr de los años me he hecho un
amante de lo individual y diferenciado, contrariando todas las tendencias de nuestra
época. Y tal vez, de este modo no sólo sea un estrafalario detallista, sino que me
asiste una razón objetiva. Por lo menos puedo afirmar que el cuidado de un reducido
número de personas, a las que no conozco personalmente en su totalidad, pero de las
que cada una significa algo para mí, de las cuales cada una tiene su propio y único
valor y su particular destino, me proporciona mucho más placer y juzgo en mi
corazón mucho más correcto y necesario que la asistencia y beneficencia que otrora
ayudaba a realizar como engranaje de la gran maquinaria de previsión y ayuda. En la
actualidad, cada día que pasa me desafía a adaptarme al mundo como lo hace la
mayoría, a librarme de todos los cometidos actuales con la ayuda de la rutina y la
mecanización, con ayuda de un aparato, una secretaria, un método. ¿Tal vez deba
apretar los dientes y amoldarme en mi vejez? Pero no, esto me desazonaría, y todos
aquellos cuya aflicción inunda en oleadas mi escritorio colmado de pedidos, claman a
un ser humano, no a un aparato. Que cada cual se quede con aquello que satisfaga sus
exigencias.

Al señor K. St. Blecher (cerca de Düsseldorf)

Fines de agosto de 1949

… Será mejor que le diga sin rodeos por qué me ha agradado su carta.
Me ha agradado su talento. Promete. No es el de un literato, sino el de un poeta.
También me ha agradado la sinceridad con la que intenta aclarar para si y

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respecto a mí la problemática de su vida y de su generación. Unido a ese talento
constituye algo positivo y hermoso…
… No me ha agradado algo en el tono de su carta que me recuerda a eso que el
extranjero imagina como «juventud alemana», a saber: el tipo extravagante,
enamorado del dolor y la desesperación, el tipo «fáustico» y existencialista, un tipo al
cual nosotros, los extranjeros, tenemos en poca estima. Esta juventud ebria de
tragedia y grandeza existió en un tiempo, cuando peregrinaba con el morral y la
guitarra a la espalda, medio jocosa, medio gentil, pero a poco se prestó de una manera
perfecta a la conducción de la guerra, a conquistar, torturar y otras actividades que
tampoco nos merecen ninguna estima.
En consecuencia, lo que no me gusta en su carta es más bien lo que usted tiene en
común con su generación. Por lo tanto, me llenaría de satisfacción que aplicara todas
sus fuerzas a dar forma y madurez a lo individual, único y bello que hay en usted y
destruir lo otro, lo colectivo, o al menos desconfiar de ello. Es una dote de poco valor.
Esta es una impresión mía muy íntima y se la he comunicado porque hay algo en
su carta que me gusta y me ha llegado con su sinceridad y belleza…

Al señor K. K., en C.

19 de setiembre de 1949

Querido señor K.:


Le agradezco su carta. Entiendo y apruebo su posición, pero me entristece
comprobar que también un hombre como usted pueda ver el mundo real de manera
equivocada a través de la lente de una teoría. Desde el punto de vista marxista,
considera usted a mi leal editor y amigo Suhrkamp un capitalista retrógrado que
vende mis libros al lastimoso burgués, mientras los sustrae alevosamente al
trabajador que no aspira sino al intelecto y a la cultura. ¿Cree realmente en esta
fábula?
Para mí el trabajador que abandona su labor sobre el minuto para marcharse a su
casa o al cine no es tan santo, ni el «capitalista» y empresario que trata de salvar su
fábrica amenazada y a su gente y no conoce asuetos, ni cine, ni vacaciones, es el tipo
retrógrado que usted ve. Para mí, Suhrkamp es ante todo un hombre, una persona, un
genio, y en relación con él sólo puedo decir que si Alemania tuviera miles de
hombres y genios como éste, habría para ella una posibilidad de salvación. Este
hombre sobre el cual me escribe de manera tan insensata, sufrió prisión y
confinamiento en campos de concentración, fue condenado a la horca y se lo hizo

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objeto de graves vejámenes. Sin embargo, no cedió un solo paso en su posición.
Perdió en la guerra sus bienes personales y su empresa sin emitir una sola palabra de
queja y en la actualidad ha comenzado a reorganizar lenta y pacientemente su
editorial y con ella también mi obra. Esto le significa afrontar ciertas dificultades.
Entre otras, los vencedores que lo protegen por considerarlo antinazi, pretenden
obligarlo a publicar literatura extranjera de poca calidad. Su reacción en este caso no
ha sido sino la de una firme oposición, sin tener para nada en cuenta la coyuntura. Y
finalmente, desde hace treinta y cinco años soporta como todas las editoriales
alemanas, las consecuencias de esta grave crisis del libro. Y usted me sugiere que
precisamente en estos momentos lo deje en la estacada y hasta haga valer con él mi
autoridad.
¡No, mis relaciones con mi editor jamás fueron tan prusianas! De modo que hoy
no haré valer mi autoridad, lo cual sería bastante imprudente e inútil, pues para ello se
impone tener autoridad y yo no la tengo. Al igual que Suhrkamp, yo me ciño a
nuestros contratos.
En la actualidad, este hombre que durante años no se tomó un solo día de
vacaciones y desde su confinamiento en un campo de concentración ha quedado con
la salud quebrantada, no es accesible. Después de largos esfuerzos conseguimos
convencerle que se sometiera a un tratamiento médico y a una cura de reposo y no
seré yo quien interrumpa su descanso. Cuando regrese a Suiza, el asunto de la
asociación podrá incluirse entre los otros muchos que desde hace tiempo están
pendientes de discusión.
Un saludo muy cordial para ambos, de vuestro affmo.

Al señor A. Sch., Geislingen

27 de octubre de 1949

Estimado señor Sch.:


¡Cuán típicamente alemán es lo que me informa acerca de su «viejo amigo»!
Vivió toda esa época de ignominia desde 1933, se encuentra en medio de la miseria y
la decadencia alemanas, pero lo que le preocupa y por lo cual pretende movilizar a
sangre y fuego es su desvelo por la moral de Noruega, el hecho de que un traidor a la
patria quien lamentablemente es a la vez un gran poeta, haya sido tratado
equivocadamente según su opinión. En Francia, Hamsun hubiera encabezado la fila
de los «colaboracionistas» fusilados. En Alemania hubiera pasado inadvertido. Ignoro
si Noruega lo trata «correctamente». En semejantes dilemas no hay proceder

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«correcto». Y a mí, en persona, me hubiera resultado grato que hubieran permitido su
fuga dejando librado al pueblo la manera como habría de comportarse respecto a él.
Haciendo caso omiso de Hamsun, quien no sólo fue un amigo de los nazis, sino
también se mostró en la mayoría de sus libros como un enconado enemigo del
intelecto, me apena que su amigo, ya que pretende aleccionar a otros pueblos en lugar
de constituir en su propio país una célula de paz y organización, lo haga de manera
tan abyecta, que nos incite a nosotros, los poetas, que en verdad sentimos con tanta
amargura la suerte de Hamsun, por muy merecida que sea, digo, que nos incite a
sangre y fuego a intervenir, a recurrir a estos medios de la violencia, la estupidez y la
brutalidad. Uno no puede menos que volver la espalda y avergonzarse.
Menos mal que no se ha contagiado usted de la insensatez de su amigo y piense
de manera tan razonable y correcta. Estoy de acuerdo con lo que dice acerca del amor
y del «proceso de transformación».
Lo saluda cordialmente

A Dagens Nyheter, Estocolmo


Respuesta telegráfica a una encuesta, relativa al Premio Nobel de Literatura.

5 de noviembre de 1949

Martin Buber me parece el candidato más digno. Judío alemán, traductor de la


Biblia, poeta y restaurador de la tradición jasídica, Buber no sólo es un gran escritor
de repercusión universal, sino también uno de los pocos sabios auténticos y maestros
de la humanidad contemporánea. Nació en 1878, y es profesor y cofundador de la
Universidad de Jerusalén.

A Martin Buber
Con motivo de la aparición de la edición completa de sus Cuentos Jasídicos.

Baden, fin de noviembre de 1949

Estimado señor Martin Buber:


Deseo hacerle llegar mis congratulaciones por el tomo aparecido en «Biblioteca

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de la Literatura Universal». Durante largo tiempo abrigué el deseo de ver así
compilados los cuentos de los Jasidas. Me alegra haber vivido hasta presenciar este
evento y no dudo de que para usted debe constituir un gozo igualmente grande.
Al parecer medió un largo camino entre estas leyendas anecdóticas dispersas de la
época del judaísmo de Oriente y la aparición de este tomo de la Biblioteca de la
Literatura Universal. Pero donde se enciende una luz, sus rayos no se pierden, y si las
historias de los chinos milenarios acerca de la vida y de las pláticas de sus sabios
pudieron aguardar dos mil años su ingreso al panteón de los pueblos sin sacrificar
nada de su potencia, los doscientos años desde el florecimiento del jasidismo hasta
esta colección clásica son en verdad un breve lapso.
Desde que nos vimos por última vez, me he solazado a menudo en la lectura de
sus escritos, en particular con esa conferencia pronunciada en Holanda y en su
contribución tan valiente y alegre a la filosofía existencial. También le agradezco por
esto.

A la señora Fr.

Fines de 1949

Distinguida señora Fr.:


Su carta debió esperar un buen rato. Recibo una copiosa correspondencia y ocurre
que las cartas más extensas son las que más tienen que esperar.
Por fin he leído la suya. Si la he entendido bien, persigue dos propósitos: en
primer lugar desea expresarme de la manera más exhaustiva y crasa posible su
aversión hacia Thomas Mann y su Doktor Faustus, y de paso adularme diciéndome
que según su convicción, yo jamás hubiera podido escribir un libro tan
desvergonzado, soberbio y que se burla de todo lo tradicional y sagrado como el de
ese infame escritor. Y en segundo lugar alude a un posible viaje que realizaría a Suiza
en primavera y la visita que piensa hacerme entonces.
Me resulta difícil contestarle. Si no pudo entender y gustar el libro de Thomas
Mann, no es sino por un defecto suyo, no del autor. Y sus juicios destructivos sobre
Thomas Mann, un caro amigo mío y muy venerado colega, se sirven de un
vocabulario y una argumentación que he debido leer y escuchar centenares de veces,
de modo que casi me inclinaría a admitir que simplemente se ha limitado a recoger
usted juicios ajenos y por cierto muy equivocados e insensatos y que no ha leído
siquiera el libro, pues si realmente lo hubiera tenido en las manos y le hubiera
parecido desde el primer capítulo tan repulsivo y chocante, sin duda alguna no se

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hubiese impuesto el tormento de leerlo hasta el final. Supongo pues que ha escuchado
estos vergonzosos y tontos juicios entre el círculo de sus amistades o los habrá leído
en los comentarios de los periódicos. Por lo tanto, me excuso de contestarle.
Queda pues por resolver su otra demanda, su proyectada visita. Verá, si resolviera
venir a mi casa, encontrará adherido a la puerta un papel con la siguiente leyenda:
Palabras de Meng Hsia.
Chino antiguo.

Cuando uno se ha hecho viejo y ha realizado lo suyo, le corresponde hacer migas con la muerte en silencio.
No necesita de los hombres. Los conoce, ha visto bastante de ellos. Aquello que necesita es el silencio.
No es prudente ir en busca de tal individuo, hablarle y torturarlo con charla insípida.
Es aconsejable seguir de largo por la puerta de su casa, como si se tratara de la morada de nadie.

Ignoro cuál será su comportamiento después de la lectura de esta sentencia.


Supongamos que es usted una persona de extraordinaria y fina sensibilidad: advertirá
que las palabras de este chino milenario no son broma ni un llamado a su cultura
literaria; las tomaría correctamente no sólo como un ruego ferviente, sino también
como advertencia contra lo insensato y vulgar de la afluencia masiva de visitantes,
como expresión de un mundo más humano. Sacará entonces sus conclusiones y
desistirá de la visita. Pero la probabilidad habla en favor de que procederá como las
tres cuartas partes de mis visitantes anteriores, que no piensan para nada en dejarse
persuadir mediante delicados guiños y nobles reparos de lo que se les ha metido en
sus inteligentes testas. Entonces a pesar de todo hará sonar la campanilla y si llego a
estar en casa, la criada la conducirá hasta nuestra sala. Nos sentaremos frente a frente,
y ambos nos quedaremos con la mirada clavada en el suelo, turbados, pues se
percatará enseguida de que no bromeaba cuando le hacía saber cómo pienso respecto
a participar en charlas y escuchar. Creo que no sería una situación deseable ni para
usted ni para mí.

Al señor J. S., Lienham (Suecia)

1949

Estimado señor S.:


Desde hace mucho tiempo sabe usted que en ningún caso matar es el camino
correcto para resolver una discusión entre seres humanos. Queda pues en pie una sola
cuestión: ¿si por motivos patrióticos estuviera obligado a matar, reuniría el gran
coraje de negarse? Nadie puede saber ni afirmar con absoluta certeza de antemano, si
será capaz de ofrendar el último sacrificio a lo que él reconoce como correcto.

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Además, ningún individuo está obligado a semejante sacrificio sino a aquello que le
permiten sus fuerzas. Si llegado el caso habrá de oponer franca resistencia a la orden
de matar o si se conformará a prestar en silencio una falsa obediencia lo habrá de
decidir únicamente su propia guía interior, su propio sentimiento y conciencia.
Tenemos que escuchar no sólo a la razón y a lo moral, sino también a nuestra propia
naturaleza.

A Siegfried Unseld, Tubinga

1949/1950

Estimado doctor Unseld:


En realidad, su pregunta estética en relación con Josef Knecht debería hacerme
sentir disminuido, pues no tengo la dicha de poder dedicarme como usted a tan bellos
y castálicos estudios y desde el momento de su aparición, hace siete años, no he
logrado volver a leer El juego de abalorios, porque cada día me trae más trabajo del
que puedo atender.
No obstante, le debo una respuesta, pues entre las consultas de los lectores acerca
de Castalia y Knecht, que no dejan de repetirse y son a menudo de un alarmante bajo
nivel, sus preguntas se destacan por su sagacidad y su bella precisión, al punto de que
por un momento también me movieron a formular una.
Para contestarle debo confiar en mi memoria, pero con ayuda de mi mujer he
repasado los pasajes citados por usted y en cierto sentido dudosos.
Según su interpretación, el biógrafo Josef Knecht estaba empeñado en «dar a los
lectores su relación biográfica desde la perspectiva de Knecht, es decir, describir sólo
aquello que surge de la esfera de vivencias y percepciones de Knecht». Y a su juicio
esta perspectiva se ha quebrantado en los pasajes que cita, porque ellos señalan
hechos, palabras o ideas de otros que Knecht no podía conocer.
Es desde todo punto de vista posible que este libro escrito en el curso de once
años (¡y qué años!), contenga este tipo de errores de construcción, a pesar de toda la
concentración y cuidados puestos al escribirlo. Pero la «perspectiva» según la cual ve
estructurado el libro no era la mía. Más aun, durante los primeros años mi perspectiva
se modificó levemente en algunas oportunidades. Al principio, me importó ante todo
(quizá fue lo único que me importó en realidad) hacer visible a Castalia, la ciudad del
erudito, el claustro mundano ideal, una idea o —como opinan los críticos—, una
ilusión que al menos existió y tuvo vigencia desde los tiempos de la Academia
platónica, uno de los ideales que estuvieron presentes a través de toda nuestra historia

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del espíritu como arquetipos válidos. Luego comprendí que la realidad interior de
Castalia sólo podía hacerse visible de manera convincente en una persona dominante,
la persona espiritual de un héroe y de un mártir y por consiguiente Knecht apareció
en el centro de la narración de manera ejemplar y única, no tanto como castaliense
ideal y perfecto, pues de éstos hay unos cuantos, sino más bien como alguien que a la
larga no puede estar conforme con Castalia y su perfección separada del mundo.
El biógrafo que yo imaginé es un alumno aventajado o un repetidor de Waldzell
que por amor a la figura del gran renegado, accedió a relatar la novela de su vida para
un círculo de amigos y admiradores de Knecht. Todo lo que Castalia posee está a
disposición de este biógrafo: la tradición oral y escrita, los archivos y, naturalmente,
también la propia facultad de la imaginación y la intuición. A estas fuentes acudió y
me parece que no escribió nada que fuera imposible dentro de este marco. La última
parte de su biografía, cuyo medio y cuyos pormenores no se pueden controlar desde
Castalia, los define expresamente como la «leyenda» del Magister Ludi desaparecido,
cómo perdura entre sus discípulos y más allá de ellos en la tradición de Waldzell.
En cuanto a los personajes del libro algunos de ellos han conservado la fisonomía
individual de personas reales, algunos fueron reconocidos también por los buenos
lectores y otros seguirán siendo un secreto mío. Ante todo fue reconocida la figura
del Pater Jakobus, un homenaje a Jakob Burckhardt por quien siento gran estima.
Hasta llegué a permitirme poner palabras suyas en boca de mi pater. Con su realismo
resignado forma parte de los rivales del espíritu castaliense.
Solamente un personaje de mi narración es casi un retrato. Me refiero a Carlo
Ferromonte. Este Carlo Ferromonte, mejor dicho su original, fue un amigo muy caro
y pariente cercano, una generación menor que yo, músico y musicólogo en quien todo
Monteport se hubiera complacido, organista, director de coro, cimbalista y
apasionado coleccionista de todos los restos aún vivos de la música popular, cuyos
débiles vestigios, a punto de desaparecer recogió durante sus viajes, en especial por
los Balcanes. Mi querido Carlo debió servir en esta guerra absurda como enfermero.
Su último destino fue un lazareto en Polonia y concluida la guerra desapareció sin
dejar rastros.

A una joven señorita


Que en relación con Narciso y Goldmundo, me reprochó haber predicado el enaltecimiento sensual y
sentimental de la «personalidad» y de la vida de artista.

Enero de 1950

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Como joven de veinte años ha tenido la necesidad de arrojarle a un hombre de
setenta y dos su obra y su vida por la cabeza como algo inútil y pernicioso. Por lo
tanto, debe haberla impulsado un sentido del deber muy grande, una profunda
conciencia de la responsabilidad que le toca en la situación del mundo, de lo contrario
no hubiera cometido semejante travesura.
Usted leyó un solo libro mío, Narciso y Goldmundo, quizá también El lobo
estepario o El último verano de Klingsor… Pero no conoce usted la historia de Josef
Knecht, que trata de la adaptación y el servicio del individuo a un orden lógico y de
la responsabilidad de quien lo quebranta, aun cuando sea por razones de conciencia.
Conturbada por los pasajes de un libro que lesionan sus mojigatas emociones,
arrancó usted esos pasajes y empeñada en llevar al mundo un orden mejor comenzó
como lo hacen quienes quieren mejorar el mundo, a saber corrigiendo y cambiando a
los demás. El camino es errado y también lo sería si hubiera obrado por un real
conocimiento de mi obra y de mi vida. Usted no se percató del mundo de los grandes
maestros y modelos, del mundo de los valores excelsos que me esforcé en exponer a
modo de exhortación en Narciso y Goldmundo, en Siddharta, en el Mozart y «los
inmortales» de El lobo estepario, en El juego de abalorios y en la mayor parte de la
obra de mi vida. Usted no advirtió que junto a Goldmundo está Narciso, que junto al
Lobo estepario está Siddharta, Josef Knecht y Castalia. Ofendida en la parte pudorosa
de su ser por algunos pasajes de mi libro, me lo arrojó todo a los pies como algo
malo, sin valor y pernicioso. Sé que obró realmente convencida de la altura y
santidad de sus motivos. Pero de cualquier modo pretende usted salvar al mundo,
repartiendo golpes allí donde es lastimada su sensibilidad. Lo lamento, pero va por
mal camino.

Al señor P. H., Salzburgo

1950

Estimado señor H.:


Es domingo, falta poco para mediodía, una espesa capa de nieve rodea la casa y
sigue cayendo aun más nieve tupida y húmeda. Mis sentidos y mis ideas que la
mayoría de las veces adolecen demasiado por falta de vuelo y frescura, están a esta
hora bien despiertos y bravos, pues acabo de escuchar por la radio dos conciertos
brandenburgueses seguidos y me han purificado los oídos y el corazón. Se contaba
entre ellos el quinto, ése tan inquietante y audaz, en el cual luchan entre sí de manera
tan propicia y tan fiera el virtuosismo y el recogimiento, la melancolía y la

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valerosidad, y en el cual el gran ejecutante se siente siempre atraído hacia el
aislamiento hasta el límite de un existencialismo pesimista, y en donde lucha por salir
de la nostálgica profundidad de la introversión para volver al orden cósmico y divino.
Después de esta cura anímica regreso a mi escritorio y de entre el montón de
cartas navideñas que cual un alud se acumulan semana tras semana, extraigo la suya
muy querida y leal del mes de diciembre, en la cual me cuenta de su vida cotidiana de
abogado en medio de una sociedad corrompida, de su familia, y por último de lo que
le ayuda a acabar con el exceso de experiencias recogidas en esos cruentos años sin
paz. Me place saber que mis escritos forman parte de los recursos a los cuales apela a
modo de asistencia y consuelo, pero por otra parte esta noticia aumenta mi carga de
responsabilidad. Estas confesiones me espantan, en particular porque me muestran
una y otra vez cuán laxo es aun en los individuos de buena voluntad y buena
educación el orden interior, la relación con el todo, la referencia en cuanto al todo.
Bueno, a mí me sucede lo mismo. Tampoco me satisface lo que las religiones y las
filosofías nos ofrecen en ideas acabadas y legadas. Yo también necesito de las
muletas e incentivos para poder soportar y no perder el valor. Además de la
educación cristiana y humanística que adquirí en mi casa paterna y en los
establecimientos de enseñanza, me hacen falta otras ayudas y consuelos. Por suerte
los conozco y sé dónde buscarlos. Son los buenos pensamientos de la sabiduría, esas
summa ultranacionales y ultrarreligiosas de consideraciones sobre la humanidad y su
difícil y arduo camino por el mundo, que fueron pensadas y formuladas el milenio
antes de Cristo: es la comunidad de los inmortales desde los autores de los Upanishad
hasta los maestros chinos, de los griegos anteriores a Sócrates y sus contemporáneos
hasta Jesús.
Y en realidad es incomprensible que a nosotros, personas exigentes y ligeramente
desalentadas, no nos baste todo esto, que anhelemos aun más, pero también es
magnífico que este anhelado suplemento de luz, de consuelo, de confortación
psíquica haya sido inventado y logrado realmente. No sólo sucedió a los sabios de la
antigüedad un espíritu tan noble y simpático como Spinoza, sino también nuestra
alma occidental tan poco ordenada y sana creó esa suma de orden, ese excelso
símbolo de todo lo digno de devoción y aspiración: la música. Dejemos en tela de
juicio que el arte y lo bello sean capaces de mejorar realmente al hombre, pero al
menos nos recuerda al igual que el firmamento, la luz, la idea del orden, la armonía,
el «significado» en el caos.
Como en este momento no tengo otra cosa que ofrecerle, le envío este saludo en
una hora matinal iluminada por Bach, como signo de que su carta no fue olvidada ni
quedó incomprendida.

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A un adolescente de diecisiete años
A quien tortura la incertidumbre de saber si sus poemas tienen valor.

14 de febrero de 1950

Querido señor S.:


Usted quisiera desembarazarse de esta torturante incertidumbre. Pero
precisamente la incertidumbre es el destino que deberá asumir. Ningún ser humano
podrá decirle si alguna vez, en lugar de los actuales poemas de principiante,
compondrá otros más valiosos e imperecederos. Yo también escribí poemas a su edad
y ninguno de ellos ha perdurado. Y algunos poetas que se van desarrollando
lentamente, por ejemplo Conrad Ferdinand Meyer, aun a los treinta años componen
poemas bastante endebles.
Debe seguir esforzándose y luchar y, cuando crea no poder hacerlo ya, trate de
determinar si puede renunciar a la poesía. Tal vez lo logre. Si no es así, se reanudarán
todas estas molestias. Pero no sea desagradecido y no olvide que estas luchas e
intentos también nos deparan grandes gozos que otros no conocen.

A un joven de dieciocho años

28 de febrero de 1950

No he olvidado su carta, pero no quería atenderla con un gesto cortés y dado que
cada día trae nuevas cartas y más fáciles de contestar, y dado que el aparato con el
cual debo trabajar es bastante modesto, no pude contestarle antes. Este aparato
consiste además de los útiles de escribir de dos ojos desde hace muchos años
fatigados y rara vez exentos de dolores, dos manos deformadas por la gota que sólo
con desgano y torpeza toman una pluma o golpean las teclas de la máquina. Los ojos
preferirían recrearse en la contemplación de flores, gatitos o en la lectura de un poeta
y no fatigarse con todas estas cartas. Para las manos también sé de ciertos
entretenimientos harto más agradables. Por otra parte, me ha dificultado contestarle
no poder abrigar la esperanza de corregir sus vicios en cartas ulteriores pues tenga
por seguro que ésta es la primera y la última que le escribiré. Por cierto, leeré con
agrado otras cartas suyas, pero no puedo invitarle a que me mande manuscritos, ni
prometerle más que leer con simpatía y el mayor grado posible de comprensión esas
ulteriores cartas suyas, si llegaran.

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Su carta no pide, no exige ni pregunta nada definido. Fue escrita no tanto para
invocarme como para liberarlo a usted por una hora. Está pletórico de una vida
impetuosa y rica, que todavía no logra desplegarse o expresarse en forma artística;
usted se considera distinto de sus coetáneos, aislado de los «otros» de una manera tal
que ya lo hace dichoso o bien lo asusta; pertenece usted a los individuos de vocación
y talento superiores al término medio que otrora se solía llamar genios y se dirige a
mí porque no me cuenta entre los «otros», sino en cierta forma se siente parecido y
emparentado a mí.
El camino de estos individuos aislados y distinguidos de manera fatal siempre fue
difícil y arriesgado. También lo será el suyo. A su edad la desconfianza respecto a la
«experiencia» de los demás y el rehusarse a asumir responsabilidades forma parte del
equipo natural con el tipo especial; el individualizado muy por encima del nivel
medio debe defenderse del mundo que pretende aplanarlo, normalizarlo y obligarlo a
una adaptación prematura. Muchos individuos jóvenes de este tipo se malogran, ya
sea porque la vida se hace insoportable bajo semejante tensión y en semejante postura
defensiva y entonces salta impaciente por encima de los límites, ya sea que el joven
solitario ceda al final, se convierta en burgués y salve un miserable resto del fuego
divino con la ayuda del alcohol o sin ella en un romanticismo burgués adornado con
la corona del ser ignorado. He conocido a muchos de ellos.
Pero existen también otros caminos más nobles y en éstos se ofrecen también
ayudas y socorros especiales. Existe el camino del creador, del artista, del poeta, del
pensador. La obra del pensador y del artista presupone sin embargo un acto de
subordinación y renuncia, legitima al individuo genial ante el mundo, pero le exige
un grado de entrega, de lucha, de sacrificio desesperado, acerca del cual no tenía la
menor noción en el momento de su irresponsabilidad. A cambio de esto, ya tenga su
obra éxito o no en el mundo, es recompensado con la participación en el reino de la
genialidad mediante la camaradería con miles de antecesores que a través de todas las
épocas y culturas se han mantenido vivos e incólumes.
Este es un bello camino, digno de toda entrega. Aquel en quien el amor por la
verdad o por lo bello, el anhelo de ser acogido en su reino, de tener participación en
su luz, sean bastante intensos, podrá permanecer solo e incomprendido durante toda
su vida, podrá experimentar recaídas en la postura pueril de la obstinación y de la
irresponsabilidad, pero su hado será a pesar de todo noble, lógico y digno de todo
sacrificio.
Por supuesto, para recorrer este camino y realizar estos logros hace falta no sólo
un talento común. Pululan en el mundo los poetas pictóricos de ideas magníficas,
pero que carecen de palabras precisas y vibrantes, los pintores de rica fantasía, pero
sin la pasión innata de jugar con los colores, los pensadores llenos de noble
humanidad, pero sin la energía y el temperamento de la expresión. En el arte los
ideales son justos, y cuando uno es un Cézanne, no basta con que pueda pintar como
el Ticiano o Rubens, sino que debe tener el don único, el valor único, la paciencia

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única y la obsesión de pintar como Cézanne.
Ahora bien, hay muchos solitarios, muchos individuos geniales y condicionados
por sus disposiciones para lo más allá de lo normal, que carecen de los dones
especiales para una de las artes, quienes sólo tienen una aptitud general, un exceso de
genialidad y fantasía, de capacidad para experimentar, intuir y vibrar. En su temprana
juventud sufrieron como aquellos otros debido a su aislamiento, su ser diferentes, tal
vez intentaron manifestarse en el dominio de las artes o del intelecto sin lograr nada
especial, pero siguen inflamados aún por un amor, un anhelo de participar en el todo,
de salir de su soledad, de dar un sentido real a su difícil y amenazada existencia.
Quieren lo grande, están sedientos de entrega, pero no son creadores, ni poetas, ni
heraldos, ni pensadores. Y precisamente en ellos se manifiesta lo que sería en
realidad la vocación, lo que sería en realidad el genio y que también los mejores
artistas y más profundos pensadores no son esclavos de su talento, ni artistas ni
especialistas. Pues estos genios, no dotados especialmente para un arte o una ciencia
en particular, son aquellos en los que la humanidad alcanza su suprema expresión y a
través de los que todos los padecimientos y toda presunción y confusión de los
superdotados y geniales es justificado. A ellos les sucede cierto día que tropiezan con
la realidad desnuda, una visión cualquiera, o una voz los arranca de su sueño que se
llama yo, contemplan el rostro de la vida, su horrible y maravillosa grandeza, su
inmensa plétora de dolor, aflicción, amor irredento y anhelo equivocado. Y ellos
responden a la vista del abismo con el único sacrificio omnivalente y definitivo, con
el sacrificio de su propia persona. Se ofrendan a los hambrientos, a los enfermos, a
los viciosos, no importa quien, ellos se dejan atraer, succionar y devorar por toda
deficiencia, toda desnudez, todo dolor. Estos son los verdaderamente amantes, los
santos. Hacia ellos tiende toda la humanidad que aspira más que a la norma y a la
rutina, ganados por su sacrificio. Todo otro sacrificio pequeño adquiere valor y
sentido, en ellos se cumple y justifica todo el problema de los solitarios, de los
superdotados, de los difíciles y a menudo desesperados. Pues el genio es amor, es
anhelo de abnegación y no se satisface sino en este último y total holocausto.
He expresado más o menos lo que le quería decir. Es mi respuesta a la carta con la
cual se dirigió a un anciano en el colmo y la aflicción de su problemática juvenil. Así
como su invocación no contiene pedidos ni preguntas, mi respuesta tampoco contiene
consejos ni consuelos. Usted me permitió mirar en la intranquilidad, la belleza y la
incertidumbre de su joven existencia, y yo, que alguna vez pasé también por la misma
inquietud, belleza e incertidumbre, he intentado darle una imagen de cómo un
individuo que ha envejecido imagina estos fenómenos y problemas. Si fuera un santo
no hubiera necesitado tantas palabras. Si fuera uno de los grandes artistas, su carta
con sus apremiantes revelaciones sólo hubiera significado para mí una interrupción
en mi trabajo. Si fuera un gran pintor no hubiera leído sus carillas hasta el fin, sino
hubiese seguido con mi tarea, como el anciano Renoir con el pincel atado a su mano
gotosa.

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Quizá tampoco sea pura casualidad que se haya dirigido a mí y no a un santo o a
un Renoir. Quizá su carta haya sido escrita y dirigida a mí precisamente, porque
presume ver en mí a un individuo que se le parece, que no ha alcanzado en el arte y
en la vida lo grande y lo absoluto, que no está familiarizado con un más allá
inaccesible para usted, sino con el mismo mundo y la misma problemática, si bien
con otros hábitos, ideas y formas de expresión, con otro temperamento y otras formas
de adaptación como la defensa, principalmente con las de la edad.
El hombre viejo al que se ha acercado en una especie de camaradería haciendo a
un lado las muchas diferencias, ha contestado sus confesiones con las suyas propias e
intentado mostrarle cómo nuestra problemática común se presenta en su etapa de la
vida.

A Thomas Mann, Pacific Palisades, California

Mediados de marzo de 1950

Querido señor Thomas Mann:


Con profundo pesar me he enterado del deceso de su hermano. Esta pérdida de los
allegados, de los compañeros de juventud, es por cierto uno de los más extraños
fenómenos concomitantes de la vejez. A medida que todos van desapareciendo poco a
poco y a la postre tenemos más seres queridos y amigos «allá» que acá, empezamos a
sentir de improviso curiosidad por el «más allá» y perdemos el horror que le inspira
al que tiene aún sus raíces firmes en este lado.
Sin embargo, a pesar de todas las pérdidas y las raíces que han quedado flojas, no
deponemos nuestro egoísmo. Y así, después de asimilar la noticia de esta muerte y
familiarizarme con ella, mi segundo paso fue pensar en usted y abrigar en el corazón
el deseo de que esta despedida no le haga aparecer demasiado fácil la idea de su
propia despedida, un pensamiento y un deseo tácito y egoísta.
De todo corazón deseo que su luz brille aún por muy largo tiempo. Conforta
saberlo todavía entre nosotros…

A la hermana Luise, Zúrich

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1950

Reverenda hermana Luise:


Usted me ha enviado algunos escritos edificantes y añadió esta nota: «Hay un
Dios vivo. ¿Dónde está escrito que deba abstenerme de comunicárselo? Todos los
demás dioses están muertos».
Por supuesto, en ninguna parte está escrito que no deba transmitirme esta
información. Sólo que, como todos los intentos de conversión emprendidos sin un fin
determinado, se me antojan algo extravagantes y en el fondo innecesarios. Usted le
comunica su conocimiento sobre la existencia de Dios a un hombre viejo, cuyos
progenitores y abuelos no sólo fueron cristianos de nombre, sino que vivieron y
obraron como cristianos y pusieron toda su existencia al servicio del reino de Dios.
Fui educado por ellos, de ellos heredé el conocimiento de la Biblia y la doctrina.
Entre los poderes que me educaron y formaron, su cristianismo no predicado sino
vivido se cuenta entre los más fuertes. Por esta razón su comunicación me parece
algo superflua, algo así como si en abril alguien viniera a informarme que estamos en
primavera y en octubre que ha llegado el otoño.
Esto es lo que me sorprende un poco en su saludo tan cordial y bien intencionado.
Pero no es lo único que me ha causado tal impresión en sus pocas líneas y está lejos
de haber bastado para moverme a contestarle.
No, en su breve misiva hay otra frase, una frase equivocada y a la cual no se
puede restar responsabilidad. Ella me fuerza a contestarle. La frase dice: «… todos
los demás dioses están muertos».
Ignoro en cuántos países del mundo habrá vivido, cuántos pueblos, idiomas y
literaturas conoció. Pero aun cuando hubiera investigado a fondo diez o veinte
idiomas, religiones y literaturas, no le asiste el derecho de expresar esa frase errada,
insensata y presuntuosa.
Afirma usted: «hay un dios vivo» y yo le doy la razón. A través del pequeño
tratado que me envió advierto cuál es ese Dios, el único al que llama vivo mientras
todos los demás están muertos. Es el dios de los cristianos protestantes, en el mejor
de los casos el de una Iglesia, quizá sólo el de una secta, una reducida comunidad de
devotos que se toman muy en serio su cristianismo. Este Dios está «vivo» para usted,
y a todos los demás los declara muertos desde su elevada posición.
Ahora bien, fuera de la comunidad o si así lo prefiere, fuera de la Iglesia a la cual
pertenece, existen muchos cientos de millones de individuos de todas las razas y
lenguas que también creen en un dios vivo y lo sirven.
El dios de estos creyentes que en número superan muchas veces a los de su
iglesia, quizá sea para muchos de sus siervos (no para todos) el único vivo y vigente,
exactamente al igual que el suyo, y junto al cual todos los demás dioses, también el
suyo, reverenda hermana, están «muertos» y caducos.
Por ejemplo, el dios de los judíos devotos de manera alguna es el suyo, pues es

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por cierto el modelo según el cual fue formado éste, pero de manera alguna es ese
Dios que permitió a su hijo convertirse en hombre. Y así, todos los dioses venerados
por los mahometanos, los hindúes, los tibetanos y japoneses creyentes, son muy
diferentes del suyo, y no obstante cada uno de ellos está muy vivo, es muy eficaz,
cada uno de ellos ayuda a una multitud de fieles a soportar la vida, a santificar la
vida, a entregarse, al dolor y pasar bien el trance de la muerte.
A todos estos millones de fieles devotos, buscadores de consuelo, animados de un
anhelo de dignidad y santificación para sus pobres vidas, a quienes su dios vivo se les
ha manifestado de una manera distinta que a usted y a su iglesia, niégueles
impertérrita y sabihonda sus dioses, sus doctrinas y sus formas de fe. Se necesita para
ello un coraje sin igual por el cual la admiraría, si no fuera un coraje triste y barato,
pues no se funda en la superioridad, sino en la ignorancia de la realidad, en el espíritu
de partido.
Reverenda hermana Luise, ahora y siempre creeré en el dios vivo y siempre estaré
convencido de su existencia, precisamente porque no se manifestó una sola vez en un
lugar determinado, sino lo hizo centenares de veces y bajo cientos de formas,
imágenes y lenguas.
No, los otros dioses (esos que difieren en su aspecto del suyo) no están muertos,
se lo puedo asegurar. Gracias a Dios, viven, y cuando una de estas múltiples formas
de manifestación del Uno se toma gastada y cansada de vieja, el Vivo siempre tiene
prontas muchas formas nuevas en las cuales presentarse. Sobrevive a los pueblos,
sobrevive a las religiones y a los credos, también al suyo.

A un lector de Francia

Junio de 1950

… Le agradezco el recorte de diario con el divertido anuncio francés del Peter


Camenzind, en el cual se lo recomienda como interesante sucesor de El juego de
abalorios. Siempre resulta gracioso y emocionante que un viejo libro de la juventud,
ya olvidado por el autor, vuelva a manifestarse, viva, influya, sea traducido y leído en
países extranjeros por gentes de otra cultura y una época completamente diferente.
Hace poco me llegaron cuatro cartas de jóvenes japonesas, al parecer de un colegio
de señoritas, en las cuales me testimoniaban en inglés su entusiasmo por Peter
Camenzind que también apareció en versión nipona. Una me decía: «Cuando estoy en
compañía de una amiga y vemos en el cielo una nube de particular belleza —usted
nos enseñó a observarlas—, nos miramos y exclamamos a la vez: ¡Segantini!». Así

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reza en la carta escrita en Kobe el año 1950. Los libros siempre causan impresiones
diferentes a lo que el autor pensó. Así Peter Camenzind logró que unas educadas
jovencitas digan este año en Japón, Segantini en lugar de Hiroshige o Hokusai…

A Thomas Mann
En su septuagésimo quinto cumpleaños.

Junio de 1950

Querido señor Thomas Mann:


Ha transcurrido ya buen tiempo desde que comenzó nuestra relación. Ocurrió en
un hotel de Múnich y ambos habíamos sido invitados por nuestro editor S. Fischer.
Habían sido publicadas sus primeras novelas cortas y Los Buddenbrooks y mi libro
Peter Camenzind. Ambos éramos aún célibes y la gente nos veía como a escritores
promisorios. Por lo demás, no nos parecíamos mucho, ya se dejaba ver en la ropa y
en el calzado, y el primer encuentro, durante el cual le pregunté entre otras cosas si
usted estaba emparentado con la autora de las tres novelas de la duquesa de Assy,
estuvo signado más por la casualidad y una curiosidad puramente literaria que por
una naciente amistad y camaradería.
Para que llegáramos a esta amistad y camaradería, las más gratas y libres de
razonamientos de mi vida ulterior, debió acontecer mucho que no imaginábamos
siquiera en esas horas placenteras de Múnich. Cada uno de nosotros tuvo que recorrer
un camino penoso y a menudo sombrío que nos hizo salir del aparente refugio de
nuestra nacionalidad y pasar por el aislamiento y la difamación antes de alcanzar el
aire puro y algo fresco de una ciudadanía cosmopolita, que en usted tiene un rostro
completamente distinto al que muestra en mí y no obstante nos une con lazos más
firmes y confiables que todo aquello que pudimos haber tenido en común en la época
de nuestra inconsciencia moral y política.
Entretanto nos hemos convertido en ancianos. Quedan sólo unos pocos de
nuestros compañeros de ruta de entonces. Y celebra usted en estos momentos sus
setenta y cinco años de vida. Yo me uno a la celebración, agradecido por todo cuanto
ha escrito, pensado y sufrido; agradecido por su prosa tan inteligente como
fascinante, tan inexorable como divertida; agradecido por la inmensa fuente de amor,
de cordial calidez y abnegación que dieron origen a la obra de su vida y que sus
exconciudadanos desconocieron de manera tan ignominiosa; por la fidelidad que le
guardó a su idioma; por la honestidad y el calor de sus ideas acerca de las cuales
abrigo la esperanza de que perduren más allá de nuestras vidas y se acrediten como

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uno de los elementos de una nueva moral de la política mundial, como una conciencia
universal, cuyos primeros pasos, infantiles aún, presenciamos hoy con esperanza y
desvelo.
¡Quiera Dios conservarlo aún mucho tiempo entre nosotros, querido Thomas
Mann! Lo saludo y le agradezco, no como emisario de una nación sino como
individuo, cuya verdadera patria, al igual que la suya está aún por nacer.
Cordialmente suyo.

Al señor K. Sch., Decize, Niève

9 de enero de 1951

Estimado señor Sch.:


Respecto a sus problemas no puedo decir mucho, ni nada nuevo. Yo contemplo al
mundo como artista y creo pensar de manera democrática, pero siento en forma
absolutamente aristocrática, es decir, soy capaz de amar cualquier especie de calidad,
pero no la cantidad.
Usted ya sabe que Platón fracasó en su intento de entronizar políticamente al
intelecto y que también él, el artista, pudo haberse equivocado respecto a la Politeia,
un temprano intento de gobernar el mundo por la razón. A pesar de su doble fracaso
Europa produjo durante dos mil años una historia universal ingrata por cierto, pero
también una valiosa cultura. Casi en la misma época que él vivieron los más grandes
sabios chinos, hicieron intentos análogos y tampoco lograron obtener un reino regido
por el intelecto, pero sí una profunda visión de la relación entre Estado e intelecto.
A nosotros, para quienes el sentido por la calidad y su servicio se nos ha hecho un
deber a través del arte, la naturaleza o las ciencias, a nosotros nunca nos podrá
incumbir servir a la cantidad, sea a la manera occidental u oriental, fomentar el error
de creer que los problemas humanos puedan resolverse como los matemáticos.
Nosotros debemos servir a los valores en los que creemos realmente y nada más, aun
cuando sólo podamos servirlos en el ámbito más estrecho, con nuestra propia vida y
en comunidades reducidas. Habremos de correr el riesgo de caer bajo las ruedas y
morir, pero ¿en qué puesto del mundo y de la historia no tendríamos que
arriesgamos? ¡En todos!
He esbozado un par de ideas que me sugirió su carta. Más no me es posible.
Quizá vigoricen en usted un impulso abrumador o lo estimulen por la contradicción a
una nueva valentía. Lo único que importa es el coraje. A menudo lo pierde aun el más
valeroso, entonces nos inclinamos a la búsqueda de programas, seguridades y

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garantías. El valor necesita de la razón, pero no es su hijo, viene de estratos más
profundos.

A André Gide

Enero de 1951

Querido y venerado André Gide:


Su nuevo traductor Lüsberg me ha enviado sus Hojas de otoño. Ya he leído la
mayor parte de estas memorias y reflexiones, y a esta altura no me parece bonito ni
adecuado agradecer a dicho caballero por su obsequio, sin enviar a usted
primeramente un saludo y las expresiones de mi gratitud.
Hubiera debido hacerlo hace tiempo, pero en estos últimos meses he vivido
abrumado por un resignado cansancio, y en tal estado de ánimo no se visita a un
maestro venerado. Sin embargo, pienso que el cansancio podría durar hasta el fin y
antes quiero expresarle las seguridades de mi inalterable gratitud y simpatía que han
ido en aumento en los últimos años.
Los individuos de nuestra casta parecen haberse hecho raros y empiezan a
sentirse solitarios. Por esta razón es una suerte y un consuelo saber en usted a un
amante y defensor de la libertad, de la personalidad, de la tenacidad, y de la
responsabilidad individual. La mayoría de nuestros colegas más jóvenes, y
lamentablemente también algunos de nuestra propia generación, tienden a algo muy
diferente, sobre todo a la unificación, sea la romana, la luterana, la comunista o
cualquiera otra.
Son incontables los que han consumado ya esta unificación hasta el propio
aniquilamiento. Todo desvío de un antiguo camarada hacia las iglesias y las
colectividades, toda apostasía de un colega, demasiado cansado o desesperado para
seguir siendo por sí solo un solitario responsable, hace más pobre el mundo para
nosotros y más penosa la supervivencia. Pienso que alberga usted análogos
sentimientos.
Reciba una vez más el saludo de un viejo individualista, que no tiene la menor
intención de unificarse con una de las grandes maquinarias.

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A un alumno
Que está leyendo Bajo las ruedas y por momentos piensa en el suicidio.

Enero de 1951

Le agradezco su carta. Su parte literaria o jovial me ha agradado tanto como la


formal. Para no dejarlo en una espera demasiado prolongada le envié primeramente
una carta impresa que en parte tiene algo que ver con su problema. En este momento,
y en tanto me sea posible, me propongo darle una respuesta individual.
Me formula usted dos preguntas. Una: ¿Qué debemos hacer? Esta no se la puedo
contestar. Durante toda mi vida fui un defensor de lo individual, de la personalidad y
no creo que existan leyes generales que puedan servir al individuo. Por el contrario,
las leyes y las recetas no se hicieron para el individuo, sino para la mayoría, para los
rebaños, los pueblos, las colectividades. Las verdaderas personalidades tropiezan con
bastantes dificultades en la tierra, pero para ellos también hay más belleza. No gozan
de la protección del rebaño, pero sí de los goces de la propia fantasía y si logran
sobrevivir a los años de la juventud deben asumir una enorme responsabilidad. Paso a
su segunda pregunta: «¿Por qué no me ahorqué cuando era seminarista, cuando en
varias ocasiones tuve el deseo de hacerlo?». No tengo motivos que alegar por no
haberlo hecho, pero por encima de todos los motivos mi cuello sentía repugnancia
por la soga. Sin yo saberlo, había dentro de mí más voluntad de vivir que de morir.
Aun cuando la escuela y el internado me oprimían, a menudo torturaban y el futuro se
mostraba harto dudoso, estaba dotado de buenos sentidos y con el alma tenía la
capacidad de ver, de gustar y sentir cuán hermosos y seductores son los astros, las
cosas y las estaciones, el primer verdor de la primavera y el primer fuego dorado del
otoño, el mordisco a una manzana, el recuerdo de una bonita muchacha. A esto se
sumó que no era sólo un individuo sensual sino también un artista capaz de
reproducir en la memoria las imágenes y las vivencias que me daba el mundo, capaz
de jugar y hacer de ellas algo nuevo y propio con dibujos, melodías tarareadas y
palabras poéticas. Quizá haya sido el gozo y la curiosidad del artista lo que a pesar de
todo me hizo preferir la vida a la muerte.
Este fue mi caso. Ignoro si también será el suyo o se parecerá. No lo conozco y
sólo puedo desearle que su alma albergue dones y fuerzas que le ayuden.
En cuanto a lo de ahorcarse, el autor de aquel libro tampoco necesitó de la
vanidad y la presunción, antes bien halló tanta seducción y oculta alegría en rastrear y
describir esta caducidad del mundo físico que pudo seguir viviendo y escribiendo.
Había dejado de ser un adolescente y mucho antes de escribir su libro sometió a su
buen entendimiento las ideas de suicidio, las despojó de su contenido sentimental y
comprendió con objetiva claridad que el suicidio estaba en cualquier momento a su
alcance y al de cualquiera y por lo tanto podría decidir si llegado el caso sería
realmente más seductora la idea de echarse un lazo al cuello o seguir viviendo.

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Carta de felicitación a Peter Suhrkamp
En su cumpleaños el 28 de marzo de 1951.

Querido amigo:
En ocasión de tu reciente estada en Baden y Zúrich, durante la cual pudimos
volver a charlar un par de veces, amigos comunes ya me habían encomendado que
agregara a nuestro regalo de cumpleaños unas palabras de felicitación para ti y este
encargo, como todos los de la misma naturaleza, lo siento como una carga opresiva.
Pues así como experimento un gran placer al desear a mis amigos todo lo bueno y
estrechar su mano o invitarlos a beber una copa de vino cuando se ofrece la
oportunidad, me desagrada hacerlo pública y oficialmente. Siempre que me encuentro
en una de estas situaciones, se me antoja estar metido en un disfraz y actuar con
afectación y mi único deseo sería mandar al diablo a toda esa pantomima de
celebraciones y congratulaciones. Por añadidura, cada día me resulta más y más
difícil escribir, en parte debido a los achaques de la vejez y en parte también por un
resto de vanidad de escritor. Quien en otros tiempos se sirvió del lenguaje y de la
pluma con deleite y placer de artista, pero ha perdido luego ese gozo y se le ha hecho
cada vez más penoso lo incierto de ése su hacer, ya no trepa por las jarcias sin sentir
sofocación y sensación de vértigo. Así pues, estoy sentado a mi mesa de trabajo presa
de turbación, congestionado por este encargo que llevo conmigo desde hace unas
semanas, como por una laringitis y empeñado en descubrir qué es lo que tengo que
decirte en realidad.
Lo humano y lo privado que hay entre tú y yo, el hecho de que ambos seamos
amigos, que nos estimemos y nos deseemos mutuamente todo lo bueno, se da por
entendido. Es, como dicen los filósofos en su terrible lenguaje, una dadidad y uno
debiera ser más joven, talentoso y despreocupado que yo, como para expresar esto de
manera más exhaustiva y decorativa que lo que se logra con un simple apretón de
manos. Las amistades entre hombres, en particular las que nacen entre individuos de
edad avanzada son tanto más hurañas y lacónicas, cuanto más cordiales y se da el
caso de ciertas parejas de amigos, sexagenarios, septuagenarios y más viejos aún,
cuyos sentimientos no necesitan otra forma de expresión que un mero «en fin…» o
«¡Bueno, salud!». Nosotros también nos conformaríamos con esto, ni qué decir con
motivo de una celebración solemne, un jubileo, una prueba previa para la corona de
laureles y necrologías. Y aun cuando se diera el caso que alguna vez consintiéramos
en manifestamos mutuamente la expresión de nuestra simpatía y amistad, de manera
alguna ofreceríamos este espectáculo a los demás, a los testigos, los oyentes y
espectadores a quienes divertiría, emocionaría o quizá también repugnaría la

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reciprocidad de bellos sentimientos y palabras entre dos viejos. No, amice, nos
abstendremos y no sólo por cordura.
Otra posibilidad de saludo y expresión más seductora con motivo de semejante
celebración de un jubileo sería no tener pelos en la lengua y decirnos todo cuanto
guardamos el uno del otro, dar rienda suelta a toda crítica y a todo disgusto
reprimido. Se podría hablar sobre el particular y durante tales exteriorizaciones
saldrían a la luz más cosas y por cierto más interesantes que en medio de emotivos
abrazos con un fondo musical. Pero esto tampoco me complace ya.
Lamentablemente, la Gestapo de Hitler se me anticipó en lo esencial de esta crítica y
exteriorizaciones cuando a poco de irrumpir en Holanda, en medio del fragor de la
lucha y la victoria se tomó el trabajo en su escrupulosidad y esmero de fotocopiar y
presentarte algunas palabras de crítica y censura que en un momento de despecho
escribí sobre ti a una editorial holandesa, pues en aquella época les hubiera convenido
separamos. Gracias a Dios, ya no recuerdo el tenor de la crítica que hice entonces de
ti, pero naturalmente no me cabe ninguna duda que tenía sentido. Así pues, esta
broma como muchas otras nos la echaron a perder los hacedores de la historia y si
intercambiamos entre nosotros opiniones sobre ellos, los hacedores de la historia,
resultaría un bello y unánime dueto, querido Peter, pero por cierto no sería la música
festiva apropiada para la celebración de tu sexagésimo cumpleaños.
El mordisquear el lapicero, tan pródigo en bellos resultados otrora,
lamentablemente ha caído en desuso debido al empleo de las estilográficas caras y de
mal sabor, de lo contrario sería la ocasión de recurrir a este medio estilístico. Por
consiguiente, debo continuar y lo hago tropezando con una cuestión que me fastidia
desde el mismo instante en que prometí precipitadamente que redactaría las
congratulaciones para ti, a saber: en qué se basa realmente mi simpatía por ti, qué le
da ese matiz tan particular que la hace distinguirse de todas mis otras amistades. Hace
veinte, treinta años, cuando aún era psicólogo o se me tenía por tal, no podía formular
y contestar estas preguntas, pues en aquel entonces no nos conocíamos aún. No fue
sino dos o tres años antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, en ocasión de mi
última y breve estada en Alemania que nos conocimos personalmente y nació nuestra
amistad. Aquella vez te vi en una situación amenazada, pero aún relativamente
brillante, como sucesor y regente del querido anciano S. Fischer dispuesto como buen
paladín al sacrificio y a la lucha. Aun cuando ambos pensábamos de igual manera
respecto a lo que vendría, no hablamos sobre las amargas luchas y sacrificios en los
que te involucraría tu lealtad demasiado caballeresca. De cualquier modo, ya eras
entonces un miembro de la resistencia contra las ideologías, los métodos de terror
imperantes y debo haber tenido una noción, un barrunto de las pruebas y de los
padecimientos que te esperaban, pues en el sentimiento que me inspirabas, ya hubo
en aquel primer bello encuentro en Bad Eilsen algo así como inquietud y compasión.
Algunos años más tarde, las experiencias recogidas a lo largo de tu infernal
peregrinar por las prisiones y los campos de concentración de Hitler, iban a demostrar

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cuan justificados eran esa compasión y esa inquietud y cuando lograste salir de ese
infierno quebrantado y maltratado, pero vivo, empezó muy pronto una nueva prueba
y un nuevo período de sufrimiento no superado aún y quizá más amargo que el
primero, pues no te enfrentabas ya a enemigos y demonios, sino a aquellos que
fueron tus amigos y que excepción hecha de unos pocos te dejaron en la estacada y
recompensaron tu lealtad con ingratitud. Esta vez al menos tuve la posibilidad de
socorrerte y mostrarte mi fidelidad.
En aquel tiempo teníamos preocupaciones distintas a las que hoy nos embargan y
en parte eran preocupaciones que a pesar de su relativa intrascendencia, diría casi
ridiculez, debían sustraerse a la comunicación por escrito y a los ojos de la censura
alemana. Los nazis no consideraron una prohibición formal de mis obras ni la
desnacionalización de mi persona, aun cuando mis obras como también mi persona
les eran ingratas. Pero hacía ya mucho que había dejado de ser ciudadano alemán y
por otra parte, si bien mis libros habían sido incluidos en la lista de la literatura
indeseable, gozaban de la simpatía de algunos círculos de Alemania que no se
deseaba ofender groseramente. Además eran vendidos también en el extranjero y le
proveían al todopoderoso un pequeño aporte en divisas. Por lo tanto, se conformaron
con inculcar cada vez más a la industria del libro y a la prensa cuán poco grato era yo,
pero hacían la vista gorda cuando las librerías no exponían mis libros en las vidrieras
o en un mostrador, pero los seguían vendiendo con una sonrisa vergonzosa. En
cambio, inventaron otro medio coercitivo en reemplazo de la prohibición: no se
expidieron más cupos de papel para la reimpresión de los libros indeseables. De este
modo, Reflexiones, colección de mis ensayos sobre la Primera Guerra, desapareció
durante varios años. Por otra parte surgieron en tomo de los libros próximos a
agotarse extravagantes cuestiones y reparos. He olvidado la mayoría de estos
problemas, pero recuerdo dos de ellos. Muchos de los poemas de mi libro Consuelo
de la noche llevaban dedicatorias a amigos y entre ellos también se contaban judíos y
emigrantes. Me consultaron si estaba dispuesto a eliminar esos errores estéticos. Le
tenía cariño a este libro y en mi afán de salvarlo taché las dedicatorias, por supuesto
no sólo las objetadas, sino todas. Pero en cuanto al Narciso y Goldmundo, el caso era
diferente. Esta obra contiene algunas líneas sobre antisemitismo y persecuciones en la
Alemania medieval, y tachar estas líneas hubiera sido una concesión a los nazis. En
definitiva, el libro desapareció, lo mismo que las Reflexiones, y no fue reimpreso sino
después de la Segunda Guerra perdida.
Ahora bien, si la compasión y la preocupación siempre jugaron y juegan aún un
papel en mi relación contigo, jamás fue la compasión de segunda categoría que es
capaz de sentir ocasionalmente el fuerte respecto al débil, el que goza de un futuro
asegurado respecto al pobre diablo. Antes bien, siempre que tú parecías estar
amenazado, ser molestado y necesitar protección en tu ser y en tu tolerar, yo sentía
una especie de amenaza y vulnerabilidad emparentada con mi propio ser. A menudo
deseé casi con rabia que tuvieras más rigor, más fuerza defensiva y combatividad y

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menos paciencia, menos resignación y sin embargo, era precisamente esa falta de
dureza, esa paciencia y esa disposición para sufrir lo que entendía y sentía en lo más
íntimo de mí y lo que hizo que me ganaras el corazón. «Peter, hazte duro» te grité
alguna vez y al hacerlo te tomaba cariño porque tú no eras más duro.
Pero no es mi intención hacer psicología y explorar exhaustivamente hasta dónde
nuestra camaradería descansaba en los antagonismos y en las analogías de nuestra
naturaleza. Por un egoísmo transparente formulo hoy el deseo de que por muy largo
tiempo aún tu energía no decaiga. Hay suficientes editores capaces de vivir sin
autores, en tanto lo contrario no se da a menudo.
Tú llevas una vida que no puede ser mas ajena y distinta a la mía, una vida de
incansable actividad e incomodidades, atestada de gente, en la que abundan viajes,
visitas, llamadas telefónicas, una vida que avanza en torbellino como a impulso de
una centrifugadora. Muchos lo hacen, la mayoría lo hace; sin embargo, emana de ti
sosiego. Jamás ejerces en mí una influencia excitante, rara vez te he visto de otra
manera que no fuera apremiado y abrumado, y no obstante, jamás impaciente. Tienes
en ti algo profundamente cristiano y al mismo tiempo algo de la serenidad oriental,
un hálito de tao, una íntima unión con el interior, con el corazón del mundo. Con
frecuencia seguiré meditando aún en tomo a este enigma.

A una bachiller
Que disertó sobre El lobo estepario y me pidió ayuda para atender las objeciones y preguntas de sus compañeras.

Marzo de 1951

Querida señorita:
Siento mucho, pero no puedo explicarle El lobo estepario. En el epílogo que
agregué hace algunos años a la edición de la Asociación del libro esbocé cuál era mi
manera de pensar. Pero el problema que tiene que superar Harry Haller nunca fue
comprendido en su complejidad por los lectores muy jóvenes. Tampoco es necesario.
Usted misma ha comprobado que se puede amar un libro como éste y hacerlo cosa
suya aun sin llegar a analizarlo con exactitud. De este modo, ya ha encontrado el
acceso a El lobo estepario y a todos mis libros. La comprensión vendrá luego por sí
sola.
Sin ánimo de aleccionarla, me permito darle un consejo más: cuando alguien
rechaza un libro o una obra de arte que le es cara, es inútil tratar de defenderse y
defender al libro. Por cierto, será fiel a su amor y lo confesará, pero no habrá de
querellar sobre el objeto de ese amor. Ello no conduce a nada. Los libros de los

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poetas no necesitan explicación ni defensa, son en extremo pacientes y pueden
esperar, y si tienen algún valor, la mayoría de las veces viven más tiempo que
aquellos que discutieron acerca de estos libros.

A Thomas Mann, Pacific Palisades, California

Fines de octubre de 1951

Querido señor Thomas Mann:


Su carta trajo alegría a nuestra choza. Leímos complacidos y emocionados acerca
del feliz curso de su viaje, de la llegada de su hija que no se vio precisada a hacer la
travesía por México y de la dedicación y lectura que brindó a mi epistolario. A este
epistolario le falta una breve introducción orientadora que relate las circunstancias a
las que el libro debió su existencia, pero últimamente, rara vez logro reunir el coraje o
el humor necesario para escribir estas costas y en este caso en particular ya no me
sentía en condiciones para hacerlo[10].
¡Oh, sí, cuánto nos traen las cartas! En cierta ocasión me escribió un librero de
Berna que uno de sus clientes, un obrero de Emmental, le había encargado mi libro
Ensueños y a los pocos días se lo devolvió con la siguiente observación: «Jamás cayó
bajo mi vista tan reverenda majadería».
Estos días, otra carta me causó gracia a pesar de su contenido serio y en parte
alarmante. El director de un establecimiento educacional de un lugar no muy distante
de su terruño, me comunicaba que últimamente le preocupaba el problema de la
decoración de las aulas de su escuela intermedia, pero por fin había encontrado una
solución: había logrado convencer al escultor Profesor B. para que representara en
cinco bajorrelieves las etapas de la vida humana, «aquellas que partiendo de la tutela
materna llevan sucesivamente a la preparación para una profesión, a la manifestación
de la individualidad en el plano de la profesión, a la vuelta hacia el tú en el dominio
del quehacer público y caritativo y por último a lo metafísico y a la síntesis de la fe y
del saber». Estos bajorrelieves irían ligados unos a otros mediante una ancha banda
con una inscripción. Para tal fin habían pensado utilizar los últimos versos de mi
poema «Peldaños» si yo no ponía objeciones.
Hube de pensar pues, si tenía algo que objetar y qué. En el fondo no me
interesaba en absoluto lo que rezara en aquella inscripción, pero entonces empezó a
ocurrírseme esto y aquello y por último concebí la siguiente respuesta:
»Cuando me pongo a pensar en las aulas escolares que conocí siendo alumno, no
recuerdo haber visto en ellas relieves con inscripciones. Pasábamos por aquella

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legendaria época de preguerra y no éramos tan ricos como para dotar a las aulas de
tan nobles y magníficas creaciones, pero aquí y allá estaba presente por cierto, si bien
en un grado más modesto, la imagen y la palabra: la cabeza de yeso de Sófocles sobre
una puerta, el retrato de un dramaturgo alemán de fama mundial, así como sentencias
de profundo e irrebatible contenido en otros lugares. Si en aquel entonces, cuando no
contaba más de catorce años, me hubieran preguntado si hubiera querido ser uno de
los poetas o autores de esos dichos, lo hubiese negado resueltamente, pues para
nosotros era una vergüenza. Esas nobles citas no nos merecían ninguna importancia,
las encontrábamos aburridas y a lo sumo empleábamos a veces las doradas sentencias
para inventar divertidas tergiversaciones o juegos de palabras. Por lo tanto como
podrá ver, los antecedentes de mi período escolar me han dejado tal aversión, por no
decir repugnancia por estas cosas, que de manera alguna consideraría deseable ver
lucir palabras mías en lugares tan solemnes y saberme enganchado en el tren de los
autores clásicos de dorados lemas, desde Marco Aurelio a Schiller.
»Lo que me gusta de su idea es su determinación de confiar a un artista este
honroso cometido. Podría originarle problemas realizar la división de la vida en cinco
etapas ideológicas y escultóricas a su satisfacción y a la del artista, pero creo que ya
se abrirá camino. Ahora bien, si habré de colaborar en su empresa quisiera hacerlo
proponiéndole para la inscripción fragmentos en verso o en prosa de uno de aquellos
verdaderos y genuinos clásicos, en cuyos tesoros se acumulan las más nobles preseas.
»Por otra parte, abrigo algunos temores en relación con mis versos y mi nombre y
no por lo que me pueda afectar a mí sino a usted. No soy político y menos aún
profeta, pero por ejemplo, considero la posibilidad de que su escuela, su ciudad, su
provincia puedan caer en un futuro cercano o lejano bajo la presión de una severa
dictadura empecinada en una unificación incondicional. Podría ser la del proletariado
o también la de un militarismo o fascismo que vuelva a resurgir triunfante. En este
caso adornarían las paredes de sus aulas muy bellos relieves por cierto, pero en la
inscripción los versos de un autor a quien toda dictadura adicta al orden no tardaría en
poner en la lista negra. Entusiastas jovencitos inflamados de amor patriótico se
encargarían enseguida de informar al comisario más cercano acerca de la existencia
en su escuela de la deshonrosa leyenda y entonces no sólo se vería precisado a borrar
a golpes de cincel y a costos considerables dicha inscripción, sino afrontar quizá otras
situaciones mucho más graves y desagradables por ser el responsable de la elección
del poeta y del texto».
Esta es más o menos la respuesta que pensé enviar a mi corresponsal de la lejana
comarca nórdica. Pero el hombre es débil y por añadidura cómodo, y estas fuerzas
fueron tan poderosas en mí que en lugar de enviar mi bella carta de recusación y
advertencia a aquel director de escuela, le escribí una amable tarjeta aceptando su
proposición. Las tarjetas postales son en verdad una de las mejores invenciones que
Alemania brindó al mundo.
No sé si hago bien en molestarle con la lectura de esta carta no escrita y sin

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embargo escrita, después de la paciencia que ha demostrado respecto a mi volumen
de cartas. Mi intención era tan sólo la de charlar un poco con usted, sin importar el
tema…
Próximamente volveremos a Baden, a orillas del Limmat, para tomar de nuevo
mis baños rituales. Desde allí, Ninon irá a visitar la Biblioteca de Zúrich y también
iremos alguna vez a ver a mi hijo Heiner, en la actualidad dueño de una pequeña
casita en Küsnacht, situada en la calle Schiedhaldenstrasse que usted conoce tan bien.
Saludamos a Vd. y a los suyos con toda cordialidad.

A la señora K
Respuesta a la consulta de la madre de un niño de nueve años respecto a si debía educarlo libremente o en la fe
judío-ortodoxa.

Junio de 1952

Estimada señora K.
Le doy las gracias por su carta. Comparto su gran preocupación, pero no soy
educador y si lo fuera sólo podría educar a individuos a los que conociera y de
quienes conociera su origen y su medio.
En el fondo, esta candente cuestión se resume de la siguiente manera: debemos
proporcionar a la juventud la mayor cantidad posible de tradición, sostén y normas, o
en lo posible brindarles amplia libertad, educarlos para desarrollar la mayor
elasticidad y facultad de adaptación posibles. Dado que el mundo en el que crecerá la
juventud carece ya de todo orden moral y anímico, ayudaremos en el primer caso a
los jóvenes a conservarse decentes y si se da la emergencia morir decentemente, pero
les privaremos de la posibilidad de cooperar en este mundo amoral, puramente
dinámico y tener éxito.
Desde el punto de vista teórico, la educación para la norma y la ortodoxia es lo
único permitido. Sólo nuestro amor habrá de decidir en qué extensión se aflojarán las
ataduras a pesar de todo. Pero debemos hacerlo con prudencia y aún en el mejor de
los casos no podremos prevenir que la juventud deba enfrentar demasiado temprano
decisiones morales y sea privada de la infancia.
La saluda atentamente.

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A una joven de dieciséis años

Diciembre de 1952

Querida señorita:
No le responderé sino brevemente pues mis fuerzas se han agotado. Pero su carta
me ha gustado y por tal razón no debe quedar sin contestación.
La inhibición respecto a escribir o componer que obstaculiza su enorme anhelo
está perfectamente justificada. De hecho, es usted muy joven para poder dar algo al
mundo por ese camino. Pero le aconsejo no pensar en dar ni pensar en el mundo
cuando escriba, sino entregarse a escribir cuando el apremio de hacerlo sea
invencible. Realice esta práctica por sí sola, para aclarar sus ideas, como un examen
de conciencia, y aspire siempre a la claridad y a la concisión, sin tener en cuenta los
modelos bonitos ni a los posibles lectores. Escribir no debe ser para usted algo
vedado, pero sí sagrado, un recogimiento, un esforzarse por reconocer el sentido de
su soledad. De lo que hay que cuidarse en la juventud es de escribir como si esto
fuera una borrachera, un goce, un vicio. Sin embargo no creo que usted corra este
peligro. Cuando escriba, que ello suceda con la conciencia limpia y con sentido de
responsabilidad. La saluda cordialmente.

A Thomas Mann

Enero de 1953

Querido Thomas Mann:


Me ha hecho mucho bien con su carta y le estoy muy agradecido por ello.
Saber que una nueva narración suya está próxima a su conclusión es una
alentadora noticia y algo que nos regocija y llena de expectativa.
Hay un extraño enigma en torno de nuestra sensación (pues es también la mía) de
que nuestra obra no se cuenta entre lo «efectivo», entre lo absolutamente vigente y
genuino, entre lo clásico y lo perdurable. En parte este sentir se fundamenta en algo
objetivo, en el hecho de que los genuinos y grandes, los clásicos, han pasado por esa
prueba que los vivos tienen aún por delante. Usted sobrevivió al período en que el
mundo estaba harto de usted y ensalzaba a nuevas grandezas, un período que a
menudo puede prolongarse bastante tiempo. Usted ha vuelto a resurgir de la tumba y
de la sumersión.

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Pero a mi parecer, no es sólo esto. Hay entre los artistas como también entre la
demás gente, el tipo dotado de la suerte y la osadía de creer en sí mismo y estar
orgulloso de su persona; gente como Benvenutto Cellini. Quizá también pertenezcan
a este tipo un Hebbel, un Victor Hugo, un Gerhart Hauptmann, y además otros
muchos pequeños que en un patético sentimiento de la propia dignidad gozan por
anticipado de una grandeza y una perpetuidad que no se merecen. Pase lo que pasare,
nosotros no pertenecemos a este tipo.
¡Ojalá que pronto vuelva a encontrarse rodeado de un buen refugio y
comodidades! Lo imagino más feliz desde que lo sé en Erlenbach. Y he degustado,
como un buen vino, su maravilloso canto sobre la transitoriedad.

Al señor M.

Febrero de 1953

A través de mi impreso se habrá hecho una idea acerca de mi posición, sin


embargo deseo enviarle además un breve saludo. Ignoro si será también una respuesta
a sus preguntas, pues no las he comprendido del todo.
Inquiere, así lo creo, qué relación tiene Bach conmigo y asimismo, qué nos
importa Jesús a los hombres contemporáneos. En realidad, no conozco en absoluto el
aspecto del «hombre contemporáneo». De cualquier manera yo no soy uno de ellos.
Viven en la actualidad personas a las que por cierto amo y venero, a las cuales
reconozco absoluta vigencia y nobleza. Pero la gran mayoría de los individuos con
los que comparto mi existencia, cuya obra o ejemplo significan algo para mí, cuya
presencia me conforta, no viven en este sombrío «hoy», sino en un plano
ultratemporal. Creo que en El lobo estepario los llamé «los inmortales». Entre ellos
se cuentan tanto Bach como Jesús, Lao Tsé y Buda como Giorgione, Corot o
Cézanne. No creo que artista, poeta o pensador alguno sienta de manera diferente: sus
camaradas son ante todo los antecesores, aquellos cuyas ideas, metas e ideales viven
aún y se conservan bellos y vigentes al cabo de decenios, centurias o milenios, en
tanto los emperadores, los reyes, estadistas, generales, los grandes de «hoy», mañana
estarán caducos y nadie se acordará de ellos. ¿Quiénes son hoy el Emperador
Guillermo, Hitler, Hindenburg?
Quizá pueda extraer de esto alguna conclusión. Me alegraría. Le saluda
cordialmente.

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A Hans Carossa
En su septuagésimo quinto cumpleaños.

Diciembre de 1953

Estimado señor Carossa:


Le ha llegado el momento de pasar por esta fatigosa celebración. Deseo que salga
airoso del trance. Usted siempre me ha aventajado en impasibilidad, de modo que
todo saldrá bien. Además le deseo y me deseo que logre producir aún unas cuantas
creaciones literarias. Desde el Doktor Bürger e Infancia y desde sus tempranos
poemas, su voz ha formado parte de los pocos de nuestra generación, cuyo timbre no
sólo fue capaz de convencerme, sino también de colmarme de felicidad.
Es para mí un grato deber volver a decirle esto hoy y agradecerle por ello.

A Hermann Scholz, Calw

10 de enero de 1954

Estimado Señor Scholz:


Está bien que haya vuelto a escribir.
… Sus cambios están muy bien resumidos en la nota que sobre el poder y la
impotencia escribió en su diario. Su nota concluye así: «Considero la vida demasiado
preciosa para perder tiempo», en consecuencia, demasiado preciosa para tener
paciencia y ejercitarse en el pensar, y de este modo se declara partidario del poder
porque presumiblemente con él se va más a prisa. Así pensaba Hitler y también Stalin
y no de otra forma pensaba Eisenhower, y ni el mundo ni la paz han avanzado un solo
paso siquiera. Pero ahora tiene usted tiempo y paciencia y vuelve a hacer migas con
la impotencia. Este es un proceso casi normal, nada se le puede objetar, a lo sumo que
es una pena que la mayoría de los individuos simpaticen con el poder en tanto son
vigorosos y jóvenes y no encuentren deleite en la impotencia sino cuando se sienten
cansados.
Excepción hecha de las dimensiones mucho mayores de Marx, la diferencia que
existe entre él y yo es que Marx quiere transformar el mundo, yo en cambio al
individuo particular. Él se dirige a las masas, yo a los individuos…

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… No he vuelto a ver Calw desde hace veinte años, pero me llegan muchos ecos
de allí, en parte a través de mis primas residentes en esa aldea, en parte a través de
gente que visita Calw y me comunican sus impresiones. No lo volveré a ver y no
quisiera hacerlo, pero los pocos años de mi infancia pasados allí siguen significando
para mí algo así como el contacto con el terruño.
En caso de desear usted recibir libros míos gustosamente le complaceré. Aún hay
algunos que no se pueden conseguir, pero sí la mayoría.
Con los mejores deseos, lo saluda.

A la señora I. S., Buenos Aires

Marzo de 1954

Por lo que trasunta de su carta, veo que adolece usted de una unilateralidad de sus
afanes, a saber el afán de resolver el enigma del mundo y de la realidad por el camino
racional, por el pensamiento. Pero de este modo no se aproximará al enigma.
Debemos emplear y ejercitar nuestro entendimiento, pero no escucharlo sólo a él. La
gente sana y sencilla, el «pueblo», llega al dominio de la vida y sus abismos agotando
sus energías vitales en los deberes y las satisfacciones de cada día y de cada hora. Los
intelectuales, con el prurito de lucubrar, no pueden morir en esta inocencia. Necesitan
un contrapeso para balancear la inteligencia y su fatuidad, y este antídoto es hacerse
amigos de la Naturaleza. La mayoría de los «cultos» utilizan para ello —en tanto no
sean ellos mismos artistas— el arte. Al hacer pintura, música, poesía o gozar de las
creaciones logradas en cada una de estas ramas, hallan el vínculo con las fuerzas
originales. Aquel a quien esto no baste para hallar un equilibrio, deberá recurrir a la
meditación, a la contemplación y al ensimismamiento. El camino indicado para tal fin
es el Yoga. Existen sobre el particular miles de libros que no he leído y existen
también, por ejemplo en Estados Unidos, escuelas de yoga en parte dotadas de
profesores hindúes. Acerca de ellas también sólo sé de oídas. Cuando en algunos
momentos de mi vida necesité de la meditación, inventé mi propio método. La
meditación no se puede aprender ni transmitir, pero a través de los libros y las
escuelas que le menciono seguramente podrá interiorizarse en algunas cosas. Estimo
que le será provechoso. También creo que podría aprender de su hijita. Se ha
impuesto una meta noble y elevada, pero a menudo no le deja apreciar cuán azul es el
cielo.
Le he contestado a disgusto. Aun las mejores filosofías se vuelven triviales al
formularlas y expresarlas.

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Cordiales saludos.

A una joven niña

Febrero de 1955

Querida señorita:
No está tan sola como usted piensa y «los otros» de manera alguna son tan felices
o tan abúlicos como le parece a usted. Debe tratar de llegar a esos otros, ya sea a sólo
uno o una de los suyos. Muchos padecen lo mismo que usted, muchos están solos y
se sienten separados y divorciados de todo sólo porque están demasiado aislados y
enamorados de sí mismos y no encuentran el camino hacia el prójimo. Lo que hace
falta es amor, es abnegación, es diálogo, sinceridad, comunicación, confianza. En
tanto eso no sea logrado, el mundo permanecerá en tinieblas y la vida carecerá de
sentido.

A Thomas Mann con motivo del 6 de junio de 1955

Febrero de 1955

Querido Thomas Mann:


¿No fue hace poco que usted me felicitó en este mismo lugar por mi
septuagésimo cumpleaños? Nosotros, los viejos, no tenemos ya una clara noción
sobre la inconmensurabilidad del tiempo, ni nos extrañamos sobre la inconstancia de
sus manifestaciones, y así en sus ochenta le digo mi saludo como si en el ínterin no
hubiera ocurrido nada. Seré breve pues le he congratulado en otra parte y le he escrito
algo sobre los motivos de mi veneración y afecto.
La última novedad que leí de usted fue el magnífico ensayo sobre Chéjov.
Seducido por él, he vuelto a dar algunos mordisquitos aquí y allá a su precioso
volumen de ensayos De lo viejo y lo nuevo y con esta lectura me he procurado horas
ricas en meditación y goce. Y antes de separarme del libro, aun cuando lo conozco de
memoria desde la primera lectura, volví a consultar las frases finales de su reflexión
«La poesía predilecta». En la actualidad no hay en nuestro idioma autor alguno que

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pueda imitarlo. No me refiero a la sintaxis, sino más bien a la cadencia de las
oraciones y más aun, a la combinación cuidadosamente dosificada de amor y
picardía. Es más moderna y conceptual que la de su maestro Fontane, pero su espíritu
la domina por completo.

A un amigo

Marzo de 1955

… Sabes que durante toda la vida he hecho uso y abuso de una enorme dosis de
soledad y aislamiento, nunca participé en congresos de escritores o intelectuales ni
soy miembro siquiera del PEN Club. Pero éste fue un aislamiento físico, de economía
vital, no un aislamiento anímico. Siempre tuve la necesidad de amar y en lo posible
despertar el amor y este sentimiento fue particularmente intenso respecto a los
colegas y camaradas. En general, a pesar de mi retraimiento fui un buen camarada,
intercambié libros con muchos colegas, fui un lector atento y benévolo de los de
ellos, durante decenios mantuve con ellos correspondencia… Hoy quedan muy pocos
con los que podría seguir cultivando la relación incondicionalmente afectuosa y
confiada de otrora. La muerte me los está quitando, viejos y jóvenes, y hay
demasiadas cosas que me separan de las generaciones más recientes, como para que
las relaciones con ellas puedan llegar a ser cordiales.
No es sólo que su lenguaje y sus problemas de forma no son ya los míos, sino
también son distintas sus vivencias, toda la forma de su existencia, sus cuitas y sus
alegrías.
Recientemente, he vuelto a perder dos de esos colegas a quienes me sabía, unido
por lazos afectivos: Ernst Penzoldt y Monique Saint-Hélier.
A Penzoldt lo conocí personalmente en ocasión de dos breves encuentros.
También cambiamos algunas cartas y a veces las suyas venían adornadas con dibujos
muy originales y talentosos. En cierta oportunidad me envió un pequeño dibujo en
colores a la pluma y a la acuarela. Representaba la pluma de un pájaro y era de una
delicadeza tan extraordinaria y tan fiel al natural que varios de mis visitantes, a
quienes lo mostré, alargaron los dedos engañados para coger la tenue pluma. La
hojita con este curioso dibujo pendió largos años en mi cuarto de trabajo más
pequeño, donde se encuentra la mejor parte de mi biblioteca y donde muy rara vez
llevo a un huésped.
Nuestro último intercambio epistolar giró en torno a los dibujos y a las
ilustraciones. Hay un pequeño cuento mío tardío que le agradaba a Penzoldt en

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particular. Para él ideó una serie de ilustraciones y me las envió para su examen. Era
su deseo ver editado en alguna parte mi texto con sus dibujos. Pero ya no me llegó
respuesta alguna a la carta con la cual le devolví sus dibujos. Estaba enfermo y a poco
el querido y talentoso hombre falleció. Me preguntarás cuál de sus libros me gusta
más. Se trata de Der arme Chatterton. (El pobre Chatterton).
Ahora desaparece otra figura cara y venerable para mí, una de las escasas poetisas
auténticas de su generación: Monique Saint-Hélier. No la conocí en persona ni
mantuve con ella correspondencia y no fue sino bastante tarde que me familiaricé con
su obra, una serie de novelas de una abundancia de imágenes y una intensidad muy
singular. Esta enigmática mujer que padeció durante decenios, nacida en la Suiza
italiana y casada en Francia, creó para sí un albergue y una patria espiritual en estas
grandiosas secuencias de imágenes, donde el lector sólo puede entrar como lo hace el
durmiente en el mundo de los sueños. Quien logre realizar esta entrega encontrará en
la obra de Monique Saint-Hélier un mundo mágico por el que constituye un
verdadero encanto transitar.
En Alemania esta escritora era completamente desconocida. Conseguí interesar al
amigo Suhrkamp en el proyecto de una edición alemana y a su vez, él logró hallar
una traductora perfecta para su última novela «Eisvogel» (Pájaro de hielo).
Presumiblemente, el hecho de que esta edición alemana llegara a materializarse, fue
el motivo del ulterior intercambio entre la autora y yo. Me envió sus tres últimos
libros y pareció demostrar también interés por mis obras, pero este contacto casi
tácito se mantuvo siempre a respetable distancia. Y un buen día me entero por el
periódico del deceso de Monique. Alcanzó aproximadamente la misma edad de
Penzoldt. Ambos eran mucho más jóvenes que yo. Poco después de esta noticia
necrológica se me comunicó que había dejado concluido un nuevo libro y me lo había
dedicado. En efecto, a la semana el correo me hizo entrega de un ejemplar del libro
(L’arrosoir rouge) con la dedicatoria manuscrita «Pour H. H. Un plus bel arrosoir
arrivera dans quelques jours. J’avais hate de savoir celui, ci dans vos mains». Estas
líneas debió escribirlas en sus postreros días, poco antes de su muerte.

A la Academia Alemana de las Artes, Berlín

Abril de 1955

Distinguidos señores:
Agradezco vuestra carta del 28 de marzo en la cual me invitan a ingresar a la
Academia como miembro correspondiente.

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Cuento setenta y ocho años de edad y he logrado mantenerme libre de todas las
afiliaciones similares a ésta. Así como no ingresé al PEN Club ni a las Academias de
Alemania Occidental, tampoco puedo afiliarme a la vuestra.
Les ruego no ver en esta respuesta una negativa a vuestros esfuerzos, sino tan sólo
mi deseo de aferrarme a un principio al cual debo seguir siendo fiel.
Con un saludo muy devoto.

Al profesor doctor G. Burckhardt, Hanau, Bodensee

Sils Maria, 30 de julio de 1955

Distinguido y querido profesor Burckhardt:


Usted se cuenta entre mis benefactores. Hace cuarenta años conocí a través de su
traducción el Gilgamesh, obra que me ha sido cara hasta el presente y que di a
conocer también a muchos de mis amigos. Y ahora, a tan avanzada edad, me envía la
nueva edición del poema junto con su bello discurso del año 1925 y una cartita por la
cual advierto que no sólo yo obtuve favores de usted, sino también pude brindarle
algo mío. En una ocasión en que hablaba con Thomas Mann sobre esta forma de dar
y recibir, me dijo estas hermosas palabras: «En lo espiritual no existen amores
desgraciados».
Yo he leído el discurso, y estos días dejaré el nuevo Gilgamesh sobre la mesa de
noche, en mi habitación del hotel, donde yace en estos momentos una vieja edición
de las cartas de Lessing que he leído casi hasta el final.
En aquella ocasión, cuando apareció su Gilgamesh por primera vez, fue para mí
bienvenido y fructífero porque desde mi temprana juventud he tenido íntimos
contactos con el Lejano Oriente (ya los había heredado del abuelo), pero en cambio el
Cercano Oriente (exclusión hecha de Las Mil y una Noches, Hafis, etcétera) se me ha
develado mucho más lento y reacio, de manera que no puedo menos de sentirme
agradecido cuando se me abre una nueva puerta a sus maravillas.
En consecuencia y de una manera cordial, en estas relaciones ha predominado
reciprocidad. Lo verá en la copia de la carta adjunta. Japón se apoderó de mis obras
antes que Inglaterra o América. Están todas traducidas. Recientemente, la India
también ha comenzado a corresponder a mi amor de toda la vida. Siddharta aparecerá
en estos días en el cuarto idioma indio. En cambio el Cercano Oriente que se me
abrió más tarde y con dificultad, me ha devuelto esta esquivez. Allí jamás se ha
introducido nada mío.
En setiembre volveré a mi casa de Montagnola. Hasta entonces mi paradero es

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Sils María. Si pudiera retribuir sus regalos con un libro mío que no poseyera y le
interesara, me proporcionaría una gran alegría poder mandárselo.
Con saludos muy cordiales.

A Mr. Theodore Ziolkowski, Montevallo (Alabama) USA

Sils María, 2 de agosto de 1955

Distinguido señor:
Respecto a sus intenciones de traducir mi obra le ha escrito brevemente mi
esposa, quien atiende por mí todas estas cosas. Tan sólo quedaba por contestar su
pregunta: ¿Qué opino yo de la traducción?
En general, creo que ninguna obra puede ser vertida a un idioma extranjero sin
gran pérdida de su sustancia. Dentro de una misma lengua ocurre que, por ejemplo,
un poema o un fragmento en prosa escrito en dialecto suabo, suizo o hamburgués
pierde lo mejor de su esencia al ser vertido al alemán culto. No obstante, se debe
traducir e intentar siempre lo imposible. De no ser por las traducciones no hubiera
tenido acceso a todos los libros chinos y rusos que conozco. Asimismo, he leído con
más frecuencia libros ingleses, franceses e italianos traducidos que en versión
original.
Muy distinta es en cambio mi posición respecto a las traducciones de mis propios
libros. Jamás di el menor paso tendiente a su concreción y en el curso de cincuenta
años he podido comprobar que la acogida que mis libros encuentran entre los
diversos pueblos es muy variada. En Japón tengo lectores mucho más numerosos y
asiduos que en Francia, y en este país más que en Inglaterra. Con el tiempo esta
situación puede variar. Mi Siddharta, que apareció hace más de treinta años, no será
traducido sino ahora en la India, y lo será en cuatro idiomas indios a la vez. Por mi
parte, nunca me ocupé de las traducciones, pero tampoco las impedí.
Cordiales saludos.

A la señora H. S., Basilea

Sils, agosto de 1955

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Querida señora S.
… Difiero de su modo de pensar en un punto. Usted conoce mi escepticismo en
cuanto a mi actividad y mis logros como poeta y literato. No puede ser su intención
quitarme este escepticismo, esta inquietud de mi vida, pues despojado de ella no me
quedaría sino dejar caer las manos en el regazo, dejar que el mundo sea mundo y
gozar de mi don de poder sentir más íntimamente que otros lo bello. Ya sabe, la
humanidad está en decadencia: fabrica bombas atómicas, afluye por millones hacia
las únicas religiones y pseudorreligiones que pueden proveer bienaventuranza, el aire
está saturado de guerra y corrupción. No deseará usted de veras que el poeta
contemple todo esto con una sonrisa, que no se sienta copartícipe de la culpa por todo
esto y sufra, que él y las fuerzas anímicas en las cuales cree, sean impotentes contra
todo esto.
¡Pero aquí surge la palabra fatal en su carta! Para consuelo de mi inquietud me
recuerda que en Alemania soy el escritor «más leído». ¿Cree usted de veras que esto
signifique algo para mí? ¿Pretende que pueda consolarme competir en fama y
popularidad con Eisenhower o la estrella más reciente de la cinematografía, estar al
mismo nivel de los bestsellers estadounidenses en cuanto al número de lectores? Esta
frase me ha decepcionado. Con esto me he desahogado. Echémosle tierra encima.
Le saluda cordialmente.

A un joven lector de Kafka

9 de enero de 1956

Querido señor B.:


… Lamentablemente, debo desilusionarlo por entero. Sus preguntas y la forma
como se comporta respecto a la literatura no me sorprenden. Tiene usted miles de
colegas animados por su misma manera de pensar. Pero sus preguntas insolubles sin
excepción, provienen todas de la misma fuente de error.
Las narraciones de Kafka no son tratados sobre problemas religiosos, metafísicos
o morales, sino obras literarias. Quien sea capaz de leer de verdad a un poeta, a saber,
sin preguntas, sin esperar resultados intelectuales o morales, con la simple
disposición de recibir aquello que el autor da, a éste las obras le ofrecen en su
lenguaje la respuesta que sólo puede desear. Kafka no tiene nada que decimos como
teólogo o filósofo, sino solamente como poeta. Kafka no tiene la culpa de que sus
estupendas obras se hayan puesto de moda y que las lean personas carentes de los
dones y la voluntad para asimilar la literatura.

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Para mí, lector de Kafka desde sus primeras obras, ninguna de sus preguntas tiene
significado. Kafka no da respuestas para ellas. Nos da en cambio los sueños y las
visiones de su vida penosa y solitaria, alegorías para sus experiencias, sus aflicciones
y sus satisfacciones, y son sólo estos sueños y visiones lo que debemos buscar en él y
lo que debemos recibir, no las «interpretaciones» que ingeniosos intérpretes puedan
darle a estas obras. Este «interpretar» es un juego del intelecto, a menudo un juego
muy bonito, indicado para gente inteligente pero ajena al arte, capaces de leer y
escribir libros sobre las artes plásticas de los negros y la música dodecafónica, pero
que jamás encuentran acceso al interior de una obra de arte, porque se detienen ante
la puerta y prueban cien llaves antes de percatarse de que la puerta está abierta.
Esta es más o menos mi reacción a sus preguntas. Considero que le debía una
respuesta porque usted se toma las cosas en serio. Un cordial saludo.

A la señora M. W.

1.º de junio de 1956

He comprendido perfectamente el tenor de su carta, pero no puedo contestar a sus


preguntas. Son preguntas infantiles como las que a veces nos formulamos en nuestra
aflicción, como si debiera existir en alguna parte una instancia de la que estamos
autorizados a esperar una respuesta. A todos nos ocurre lo mismo y las preguntas
infantiles en tomo «a la vida» no terminan jamás. Yo cuento setenta y nueve años de
edad y mañana será sepultado otro amigo muy cercano, uno de los más leales y
serviciales y yo, hombre viejo, también tendría deseos de preguntarle a esa instancia
por qué debió ocurrir esto, por qué tuvo que irse mi amigo que hasta hace poco
irradiaba pleno vigor y vitalidad, en tanto yo estoy viejo y enfermo.
El error de estas preguntas y quejas probablemente resida en que quisiéramos
recibir desde afuera algo regalado que sólo somos capaces de alcanzar en nosotros
mismos con nuestra propia entrega. Exigimos que la vida tenga un sentido, pero tiene
exactamente el sentido que nosotros estemos en condiciones de darle. Puesto que el
individuo sólo es capaz de lograrlo de manera incompleta, las religiones y las
filosofías han tratado de responder a estas preguntas de una manera consoladora.
Todas estas respuestas desembocan en lo mismo, la vida sólo adquiere sentido a
través del amor. Esto significa que cuanto más capaces seamos de amar y
entregarnos, tanto más sentido tendrá nuestra vida.
Un ejemplo extraído de su propia carta: usted va por la Naturaleza en busca de
consuelo y la decepciona que esa Naturaleza permanezca «tan pasiva e indiferente».

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¿Pero cuánto interés le ha dedicado a la Naturaleza? Nunca ha observado e intuido
cuán difícil y ardua es su labor, cómo tiene que luchar, trabajar, padecer y sufrir
necesidades todo ser desde el escarabajo al árbol, cómo todo ser debe ubicarse en el
conjunto de las cosas luchando y sacrificándose y sometiéndose a sus leyes. Usted se
ha mostrado tan indiferente y desamorada con la Naturaleza puesto que considera que
ella lo fue con usted. Aquí reside el problema. Y no diré al respecto una sola palabra
más. Usted misma debe meditar.
Con un cordial saludo.

Al señor P. H., Göppingen

8 de junio de 1956

Querido señor H.:


… A su pregunta acerca de «si podría crearse una religión universal» debo
responder negativamente. Ni siquiera las religiones auténticas, que surgieron de una
manera orgánica, han logrado salvar a sus fieles de la estupidez y la brutalidad, con
excepción de un pequeño número, una minoría de verdaderos creyentes. Y de las
religiones sintéticas, artificiales que al parecer usted desea, se puede esperar mucho
menos. Ocurre con ello lo que con los idiomas. De tanto en tanto una testa inteligente
concibe la idea de que sólo la diversidad de lenguas sería lo que separa a los pueblos
y no sería menester sino inventar un idioma universal general para que todos se
entendieran entre sí. Ya han surgido varios de estos idiomas sintéticos que procuran
mucha satisfacción a sus adeptos, pero los pueblos no hacen uso de ellos, tienen otras
cosas que hacer y son demasiado cómodos para molestarse aprendiendo nuevas
lenguas. Además, cada uno ama demasiado a su lengua vernácula como para preferir
a otra artificial. En resumen: mejorar a la humanidad siempre fue y será una empresa
desesperada. Por este motivo he edificado mi fe sobre el individuo, pues el individuo
es educable y susceptible de corregirse, y de acuerdo con mi fe, la pequeña minoría
selecta de individuos de buena voluntad, dispuestos al sacrificio y valerosos, fue y
será la custodia de lo bueno y bello que hay en el mundo.
Un saludo cordial.

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Al señor N. G., Karlsruhe

Agosto de 1956

Querido señor G.:


Pertenece usted a una iglesia y a un orden de sólida estructura y estoy
absolutamente de acuerdo que se mantenga en esa ubicación y goce de sus grandes
bendiciones. Pero entonces hará bien en no leer libros como Demian.
La vida lo pondrá por sí sola en la posición en que se evidenciará la problemática
de los órdenes aun mejor estructurados. Para citar un ejemplo de actualidad: usted
puede ingresar al ejército, ser instruido como soldado y enfrentado a un enemigo.
Tendrá entonces a su lado a su sacerdote, a su iglesia, a su patria si mata al enemigo.
Pero al mismo tiempo estará contraviniendo el mandamiento divino «no matarás».
Será entonces cuestión de su conciencia, si habrá de obedecer los preceptos de Dios o
los de la Iglesia y la Patria. Presumiblemente, otorgará más autoridad al sacerdote y a
la Patria que a Dios. Pero si así no lo hiciera y comenzara a dudar de la incondicional
autoridad de la Iglesia y de la Patria, entraría a formar parte de aquellos para quienes
Demian tiene un mensaje. Cordiales saludos.

Al doctor Curt Pfeiffer, Francfort del Meno

5 de agosto de 1958

Estimado doctor Pfeiffer:


«¿En realidad, la historia de la humanidad no se reduce sino a la vida en un
oscuro charco?» me pregunta usted.
Para mí hay dos historias de la humanidad, la política y la espiritual. Algo como
el progreso no es comprobable en ambas. Da lo mismo que Sansón matara a los
filisteos con un hueso o Hitler dejara caer sobre Inglaterra una lluvia de cohetes. Y
desde la filosofía de los Upanishad hasta Heidegger, tampoco se percibe progreso
alguno. Sin embargo, ambas historias son bien distintas una de otra. Sea cual fuere el
capítulo que se considere, la llamada historia universal es fea, horrenda y diabólica.
En cambio, la historia de los idiomas, de las maneras de pensar, de las artes está
jalonada en cada una de sus etapas por imágenes y flores bellas y amables. Quizá sea
debido a ella que el Creador ha permitido la supervivencia de la humanidad a pesar
de todo.

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Muchas gracias por su carta y cordiales saludos de su affmo.

Al doctor Siegfried Unseld, Francfort del Meno

1/2 de abril de 1959

Querido doctor Unseld:


Envidio de todo corazón a mi amigo Peter por haber concluido con sus
padecimientos y sus luchas. Por supuesto, me causa un profundo dolor que me haya
precedido en la muerte. Cuento entre las cosas positivas de mi vida, haber podido
prestarle mi colaboración para organizar la nueva editorial después del martirio
sufrido durante la época de Hitler y la decepción que le causó la vieja editorial.
Ahora usted ocupará su lugar y le deseo energía, paciencia y jovialidad. Es en
verdad una bella y noble actividad la que realizará, pero a la vez difícil y de suma
responsabilidad. Como suele decirse, el editor debe «marchar al ritmo de la época».
Sin embargo, no habrá de adoptar simplemente las modas imperantes, sino estar
preparado para oponerles resistencia cuando sean indignas. En la adaptación y en la
resistencia crítica se cumple la función del buen editor. Usted debe ser uno de ellos.
De todo corazón me uno a su pesar por el amigo que hemos perdido y de todo
corazón deseo que nuestro trabajo en común sea fructífero y grato.
Suyo.

A Gerta Grube, Bad Schwartau b. Lübeck

Fines de julio de 1962

Querida Gerta Grube:


En realidad no debería contestarle en este momento.
A cuatro semanas del cumpleaños mi mujer y yo estamos atendiendo aún el
último montón de cartas sin leer. Pero la cita tomada del Stravinski[11] que usted
transcribe no ha dejado de estar en mi mente desde entonces, de modo que le
escribiré acerca de los pensamientos que despertó en mí.
Para mí está fuera de toda duda que Stravinski es una persona muy inteligente y

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versada. Es una autoridad. Por consiguiente, tendrá razón también en lo que dice. En
cuanto a mí, nunca tuve conciencia de ese defecto de Beethoven en una formulación
tan directa. En cambio, me llamaron tempranamente la atención dos características de
su obra y a medida que pasa el tiempo se toman más decisivas: una positiva y otra
negativa. Sin embargo, destaco que no son juicios como el caso de Stravinski, ni
reclamos de objetividad, sino sólo percepciones subjetivas y reacciones del gusto que
con los años se han ido agudizando.
Primeramente, me referiré a lo negativo. Lo único que me desagrada en
Beethoven es cierta trivialidad de algunas ocurrencias melódicas y más aún la
tenacidad, por no decir obstinación con las que por momentos insiste en tal melodía y
la azuza hasta la muerte. Quizá mis palabras sean una blasfemia, pero el final de la
Novena, desde que aflora la melodía para el poema de Schiller es, por cierto en lo
referido a la dinámica, tan magistral y virtuoso como todo lo de Beethoven. Pero la
mortal tortura de la melodía en sí algo vulgar se me antoja bárbara.
Y ahora a lo positivo: quizá el insaciable goce de Beethoven por las variaciones
de melodías extrañas guarde relación con la falta de potencia melódica. Para mí, lo
mas hermoso de la obra de Beethoven reside en las sucesiones de variaciones y las
que más me agradan son las variaciones sobre temas de Diabelli. Bueno, ya es
suficiente. Le saluda afectuosamente H. Hesse.

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DESTINATARIOS DE LAS CARTAS

1904 Barón Alexander von Bernus,


Convento Neuburg, cerca de Heidelberg,
Barón Alexander von Bernus
Convento Neuburg, cerca de Heidelberg
1912 Wilhelm Einsle
1916 Hans Sturzenegger, Bel-Air, Schaffhausen
Kurt Wolff, Leipzig
1917 Kurt Wolff, Leipzig
1919 Samuel Fischer, Berlín
1925 Kurt Wolff
1927 Oskar Loerke, Berlín
Oskar Loerke, Berlín
1928 Ninon Hesse
Emmy Ball-Hennings
Destinatario desconocido
1929 Oskar Loerke, Berlín
Señor T. G. M., Glatz
1930 Al estudiante H. S., Troppau
Señorita G. D., Friburgo
Señorita G. D., Duisburg
A un lector
Señora M. W.
Señor St. B., Naumburg
Señor B. B., Solingen
Hans Carossa
Wilhelm Kunze, Nuremberg
A un joven
Señor F. v. W., Waldenburg
A un lector en busca de consejo
1931 Thomas Mann
Señora Mia Engel, Stuttgart-Degerloch
Dr. P. Sch., Deutsch-Nettkow
Señor R. B.
Emmy Ball-Hennings
A un hombre joven
Thomas Mann, Múnich
Señor F. Abel, Zúrich

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1932 Señora R. v. d. O., Hannover
Thomas Mann
A un joven de Alemania
A la madre de un joven suicida
Dr. Paul Schottky, Berlin-Zehlendorf
Al hijo Heiner
Señor P. A., Riebe, Charlottenburg
Georg Winter, redactor de «Kolonne», Dresde
Señorita E. K., Liebstadt
A un joven problemático
Señor F. Abel, Tubinga
Dr. M. A. Jordan
A un adolescente
Señora K. L., Stuttgart
Señor Adolf B., Berlín
Señor A. St., Jugendburg Freusburg, Sauerland
1933 Gottfried Bermann, Chantarella, St. Moritz
A la editorial S. Fischer Verlag, Berlín
Señor H. Sch. Pohle en Oberlausitz
Señor M. K., Dusseldorf
Carlo Isenberg, Stuttgart
Señorita Anni Rebenwurzel, Colonia
A un estudiante en Potsdam
Ernst Rogasch, Colonia-Nippes
A la redacción del «Eckart», Berlín
Rudolf Jakob Humm, Zúrich
Thomas Mann
Thomas Mann
Thomas Mann
Adolf B., Rotenburg (Hannover)
Señora Br., Asesora de estudios
Josef Englert, Fiésole
Thomas Mann
Señor A. H., Pforzheim
Señora Berta Markwalder, Baden
1934 Wilhelm Gundert, Tokio
Señor S., Hohenberg (Sajonia)
Señora Johanna G., Cernauti
A un estudiante de teología
Max Machhausen, Colonia-Ehrenfeld
Dr. M. Sp., Charlottenburg

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A la Comisión Directiva del PEN Club, Londres
Otto Basler, Burg (Argovia)
Señor H. L., Wiesbaden-Biebrich
Profesor Toshihiko Katayama, Tokio
Dr. Wilhelm Stämpfli, Berna
Dr. C. G. Jung, Küsnacht
Señor A. B., Gotinga
Señor M. P.
Profesor C. Brinkmann, Heidelberg
A la editorial Philipp Reclam, Leipzig
Señor H. M., Breslau
1935 A un redactor suizo
A una lectora de Stuttgart
Al vicario D. Z., Pehrbellin
A la institución alemana que exigió a Hermann Hesse la prueba de su condición
de ario
Stefan Zweig, emigrado a Inglaterra en 1935
Señor E. K., Andelfingen
Profesor J. W. Hauer, Tubinga
Señor J. F., Colonia
Dr. J. L., Zúrich
Thomas Mann, Küsnacht-Zúrich
Señor H. M., Coblenza
R. J. Humm, Zúrich
1936 Thomas Mann, Küsnacht-Zúrich
A la editorial S. Fischer, Berlín
Dr. Eduard Korrodi, Zúrich
Thomas Mann, Küsnacht
Señorita H. B., Wolfratshausen
1937 Georg Reinhart, Winterthur
Señor P. U. W., Praga
Profesor Arthur Stoll, Basilea
A un joven pariente
Señor C. S., Mährisch-Ostrau
Carta a un escritor exiliado
Conde Wiser, Bad Eilsen
Robert Mächler, Berna
A un grupo de individuos jóvenes de Berlín
1938 Señora H. R., Norrköping
Señor Fr. A., Basilea
Señor F. L., Zúrich

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R. J. Humm, Zúrich
Oskar Laske, Viena
Dr. Herbert Steiner, Zúrich
A un erudito alemán
1939 Señor H. B. de Hamburgo, en aquel momento en Londres
Oskar Loerke, Berlín
Señora A. B., Zúrich
Kuno Fiedler, St. Antönien
1940 Kuno Fiedler, St. Antönien
Kuno Fiedler, Sr. Antönien
Carta de condolencia escrita durante la guerra
Señor G. G., Copenhague
Señora G. S., Berna
Señor G. G., Copenhague
1941 Señor W., Estocolmo
Peter Suhrkamp, Berlín
Dr. H. M., Burgdorf
Señor L. M., Cannstatt
1943 A un joven individuo
Al profesor Robert Faesi, Zúrich
1944 Profesor Emil Staiger, Zúrich
Otto Engel, Stuttgart-Degerloch
Rolf v. Hoerschelmann, Feldafing
Señorita Charlotte Petersen, Dillenburg (Hessen)
Profesor K. Kerényi, Ascona
1945 A una lectora
Al padre de un suicida
Dra. Paula Philippson, Basilea
Dr. O. D., Stuttgart
Sra. Lise Isenberg, Korntal
Obispo provincial Th. Wurm, Stuttgart
Al «Südkurier», Constanza
Thomas Mann, Pacific Palisades, California
1946 Dr. O. E., Stuttgart
Wilhelm Schussen, Tubinga
A un prisionero de guerra en Francia
Dra. Paula Philippson, Basilea
Señor L. E., Wietze
1947 A una dama con penas de amor
Dr. P. E., Dresden
A una lectora de El juego de abalorios

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Thomas Mann
Al poeta Lajzer Ajchenrand
Thomas Mann
A una joven niña
1948 Sr. J. H., Hannover
Thomas Mann, Pacific Palisades, California
Señor H. D., Múnich
Señor W. S., Riehen-Basilea
1949 A un joven artista
Academia Svenska, Estocolmo
Notas sobre el verano de 1949
Señor K. St., Blecher cerca de Düsseldorf
Señor K. K. en C.
Señor A. Sch., Geislingen
Dagens Nyheter, Estocolmo
Martin Buber
Señora Fr.
Señor J. S., Lienham (Suecia)
1950 Siegfried Unseld, Tubinga
A una joven señorita
Señor P. H., Salzburgo
A un adolescente de diecisiete años
A un joven de dieciocho años
Thomas Mann, Pacific Palisades, California
A la hermana Luise, Zúrich
A un lector en Francia
Thomas Mann
1951 Señor K. Sch., Decize, Niève
André Gide
A un alumno
Felicitación a Peter Suhrkamp
A una bachiller
Thomas Mann, Pacific Palisades, California
1952 Señora K.
A una joven de dieciséis años
1953 Thomas Mann
Señor M.
Hans Carossa
1954 Hermann Scholz, Calw
Señora I. S., Buenos Aires
1955 A una joven niña

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Thomas Mann
A un amigo
A la Academia Alemana de las Artes, Berlín
Profesor Dr. G. Burckhardt, Hanau, Bodensee
Mr. Theodore Ziolkowski, Montevallo (Alabama)
Señora H. S., Basilea
1956 A un joven lector de Kafka
Señora M. W.
Señor P. H., Göppingen
Señor N. G., Karlsruhe
1958 Dr. Curt Pfeiffer, Francfort del Meno
1959 Dr. Siegfried Unseld, Francfort del Meno
1962 Gerta Grube, Bad Schwartau (Lübeck)

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HERMANN HESSE. Nació el 2 de julio de 1877 en Calw, Alemania y murió en
Montagnola, Cantón del Tesino, Suiza, el 9 de agosto de 1962. Novelista y poeta
alemán, nacionalizado suizo. A su muerte, se convirtió en una figura de culto en el
mundo occidental, en general, por su celebración del misticismo oriental y la
búsqueda del propio yo.
Hijo de un antiguo misionero, ingresó en un seminario, pero pronto abandonó la
escuela; su rebeldía contra la educación formal la expresó en la novela Bajo las
ruedas (1906). En consecuencia, se educó él mismo a base de lecturas. De joven
trabajó en una librería y se dedicó al periodismo por libre, lo que le inspiró su primera
novela, Peter Camenzind (1904), la historia de un escritor bohemio que rechaza a la
sociedad para acabar llevando una existencia de vagabundo.
Durante la I Guerra Mundial, Hesse, que era pacifista, se trasladó a Montagnola,
Suiza; se hizo ciudadano suizo en 1923. La desesperanza y la desilusión que le
produjeron la guerra y una serie de tragedias domésticas, y sus intentos por encontrar
soluciones, se convirtieron en el asunto de su posterior obra novelística. Sus escritos
se fueron enfocando hacia la búsqueda espiritual de nuevos objetivos y valores que
sustituyeran a los tradicionales, que ya no eran válidos. Demian (1919), por ejemplo,
estaba fuertemente influenciada por la obra del psiquiatra suizo Carl Jung, al que
Hesse descubrió en el curso de su propio (breve) psicoanálisis. El tratamiento que el
libro da a la dualidad simbólica entre Demian, el personaje de sueño, y su homólogo
en la vida real, Sinclair, despertó un enorme interés entre los intelectuales europeos
coetáneos (fue el primer libro de Hesse traducido al español, y lo hizo Luis López

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Ballesteros en 1930).
Las novelas de Hesse desde entonces se fueron haciendo cada vez más simbólicas y
acercándose más al psicoanálisis. Por ejemplo, Viaje al Oriente (1932) examina en
términos junguianos las cualidades míticas de la experiencia humana. Siddharta
(1922), por otra parte, refleja el interés de Hesse por el misticismo oriental —el
resultado de un viaje a la India—; es una lírica novela corta de la relación entre un
padre y un hijo, basada en la vida del joven Buda. El lobo estepario (1927) es quizás
la novela más innovadora de Hesse. La doble naturaleza del artista-héroe —humana y
licantrópica— le lleva a un laberinto de experiencias llenas de pesadillas; así, la obra
simboliza la escisión entre la individualidad rebelde y las convenciones burguesas, al
igual que su obra posterior Narciso y Goldmundo (1930). La última novela de Hesse,
El juego de abalorios (1943), situada en un futuro utópico, es de hecho una
resolución de las inquietudes del autor. También en 1952 se han publicado varios
volúmenes de su poesía nostálgica y lúgubre. Hesse, que ganó el Premio Nobel de
Literatura en 1946, murió el 9 de agosto de 1962 en Suiza.

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Notas

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[1]
Alexander von Bernus: Aus Rauch und Raum, ein Gedichtbuch, 1903 (Schuster y
Löffler, Berlín). <<

www.lectulandia.com - Página 231


[2]
Podría tratarse del cuento «Hotte Hotte, Putzpulver» publicado en el periódico
Neckrzeitung, en octubre de 1904. <<

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[3] Leben, Traum und Tod, ein Gedichtbuch, 1904 (Schuster y Löffler, Berlín). <<

www.lectulandia.com - Página 233


[4] En 1911, H. Hesse viajó a la India con el pintor Hans Sturzenegger, quien lo
retrató a menudo. <<

www.lectulandia.com - Página 234


[5]H. H. Pequeño jardín, E. P. Tal & Co. Verlag, en la Colección «Die 12 Bücher»
dirigida por Carl Seelig, Zúrich. <<

www.lectulandia.com - Página 235


[6] Emmy Ball-Hennings: Hugo Balls Weg zu Gott, editorial Kösel u. Pustet, Múnich.
<<

www.lectulandia.com - Página 236


[7] Como es sabido, la afiliación de André Gide al partido tuvo muy corta duración.
<<

www.lectulandia.com - Página 237


[8]Número 2, junio de 1945 contenía una carta de H. H. a un joven alemán (1919) y
el artículo de C. G. Jung: «Después de la catástrofe». <<

www.lectulandia.com - Página 238


[9] Se refiere a «Dr. Faustus». (N. de la T.). <<

www.lectulandia.com - Página 239


[10] En enero de 1952 H. H. escribió un breve epílogo para la 2.ª reimpresión de 1954.
<<

www.lectulandia.com - Página 240


[11]Uno de los últimos libros que leyó H. H. fue el tomito de la Biblioteca Insel,
Stravinski: Poética musical. <<

www.lectulandia.com - Página 241

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