El Arbol de Los Deseos
El Arbol de Los Deseos
El Arbol de Los Deseos
MARIO MAZZOLENI
EL ARBOL
DE LOS
DESEOS
REFLEXIONES ACERCA DE
LAS ENSEÑANZAS DE SAI BABA
errepar
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ISBN 950-739-450-8
Presentación
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nesta y objetiva al Maestro Sai, que desde hace cincuenta años predica
la verdad, el amor, la rectitud, la paz y la no-violencia, enfocando la
atención del investigador en el único objetivo de la vida: el de la reali-
zación de la propia dignidad primordial, cuyo nombre es Dios.
Tras dos mil años de ritual, de culto y de simbolismo jamás desci-
frados, ha llegado el momento de explicar a la gente lo que hasta ayer
era privilegio exclusivo de los adeptos. De donde encalló ayer la insti-
tución por su incapacidad de descifrar correctamente el simbolismo
sagrado, hoy parte Sai Baba, quien ofrece al indagador la posibilidad
de denotar las distintas realidades y distintos estados de conciencia.
El nombre de este hombrecillo descalzo que vive en la India del Sur,
ha dado ya la vuelta al mundo. Centenares de millones de personas han
comprendido Su realidad y luchan por adecuarse a Su enseñanza. Un
nuevo orden de cosas se perfila en el ámbito de la humanidad.
Libros como el de Mazzoleni sirven al viandante para reflexionar
sobre su miseria humana, invitándolo a dirigir la mirada hacia lo infi-
nito, hacia la búsqueda de la divinidad propia; sirven a los inseguros
para encontrar puerto seguro; al indagador espiritual, para encontrar
el riel apropiado; al materialista, para volver a hallar su vida interior,
y al ateo, para redescubrir la dignidad propia.
El lenguaje sencillo y grato que usa Mazzoleni puede alcanzar a
las más variadas clases. La finalidad del autor es sólo una: lograr que
todos, sin distinción, puedan asir la gran oportunidad de tomar con-
tacto con una realidad sobrenatural. Es éste un evento que tan rara-
mente sucede en la historia de la humanidad, que nosotros, hombres
del dos mil, debemos verdaderamente considerarnos afortunados de te-
ner esta oportunidad. Pero como siempre, es menester aprovechar la
ocasión.
El tren de la salvación pasa una sola vez por la vida de un hom-
bre. Si no subimos a ese tren, muchos milenios transcurrirán antes de
que una locomotora similar se detenga en nuestra estación. Mazzole-
ni quiere decir esto a la gente: “Ustedes que creen en la verdad, uste-
des que aún tienen una pizca de dignidad y creen en el hombre y en
Dios, deténganse a reflexinar. No les pido que se encaramen al techo
de ese tren, sino que se detengan a observarlo. Fíjense en la locomoto-
ra, evalúen su potencia y la fuerza que emana de ella y luego decidan
con plena libertad, sin condicionamiento ni represión. La locomotora
está allí para ustedes y sólo para ustedes”. Es el suyo un pesaroso lla-
mado, típico de quienes aman a los hombres y quisieran compartir la
alegría de la salvación.
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Capítulo I
El Kalpataru
o el Arbol de los Deseos
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n árbol, en la semiología de la Naturaleza —esto es:
en todo lo que la Naturaleza expresa a través de se-
ñales y manifestaciones diversas— es símbolo de ex-
traordinaria riqueza y, en el terreno espiritual, indica
la energía vital prodigada por el Creador a cada cosa. Cuando
hablamos de todo lo que halla óptima analogía en la luz, el ca-
lor y la generosidad incondicionada, hacemos referencia al Sol.
Hablamos del Océano y de sus olas cuando queremos exaltar la
inmensidad de lo multiforme y la simplicidad del Uno. En la
forma, el color y el perfume de una flor están contenidos senti-
mientos tales como el amor, la pasión, el perdón, la adoración,
el honor, la inocencia, la pureza…
El árbol se ha convertido en emblema en los más variados
ámbitos: la heráldica, la medicina, la política, la filosofía, la reli-
gión y otras disciplinas han adoptado al árbol como símbolo
que mejor sintetiza varios principios y conceptos. Su simplici-
dad tiene la fuerza de lo unificador, y las muchas formas de las
fases con que se presenta, desde la semilla hasta el fruto, encie-
rran la infinita inteligencia de la creación.
Quisiera ser poeta para cantar el panegírico del árbol: no es
simplemente la matriz donde nacen los frutos, sino, al mismo
tiempo, el fruto y todas sus cualidades. En el árbol hay verdad,
porque expresa exactamente y en su sazón los frutos que pro-
mete; hay imparcialidad, porque no tiene preferencia de perso-
nas y dispensa sus frutos a buenos y malos; hay amor, porque
da sombra y amparo al viandante; hay paz, porque, susurrán-
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8 N. Kasturi: La Vida de Sai Baba (Sathyam Shivam Sundaram), vol. I, Ed. Erre-
par, Buenos Aires, Argentina.
9 Idem nota 8.
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10 Idem nota 8.
11 Coloquios, I,63, Mother Sai Publication, Milán, Italia.
12 Idem nota 8, vol. II.
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Capítulo II
El deseo
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s preferible no dar nada a quien no muestra interés por
lo que se le quiere dar. Es odioso hacer una donación
cuando la misma no es apreciada en absoluto, así como
es contraproducente alimentar forzosamente al niño
que lo rechaza. Será pues necesario investigar por qué no tiene
hambre, si quiere uno evitar las lamentables sorpresas de la re-
gurgitación y el empeoramiento de su malestar.
El abúlico, o la persona que no demuestra pulsiones hacia
bien alguno, merece el terrible juicio formulado por el Señor de
la Eternidad, el Principio Divino que se manifestó en la AUM y
del que habla el Apocalipsis: “Así habla el Amén (el Aum, el
Pranava primordial, NdA), el Testigo fiel y veraz, el Principio de
la creación de Dios: ‘Conozco tus obras: tú no eres ni frío ni ca-
liente. ¡Ojalá fueras o frío o caliente! Pero, puesto que eres tibio,
esto es: ni frío ni caliente, estoy por vomitarte de mi boca’.”1
Resulta a buen seguro preferible un pecador empedernido
que uno que no peca por ser incapaz o frustrado: el primero,
cuando haya sonado la hora, volverá hacia el bien toda la ener-
gía que dedicaba en un tiempo al mal; el segundo quedará iner-
te y, no habiendo conocido la aversión por el orden moral ni la
anarquía interior, no sabrá amar la disciplina espiritual, porque
ésta última se sirve de una fuerza análoga y contraria.
Con la finalidad de que el lector no interprete mal mis pala-
bras, quisiera protegerme a la sombra de un Padre de la Iglesia
considerado entre los preclaros: San Agustín, quien afirma en
los Tratados sobre Juan: “Dame uno que ame, y comprenderá lo
que estoy diciendo. Dame uno que arda de deseo; uno que ten-
1 Apocalipsis, 3,15-16.
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2 Trat. 26, 4-6; CCL, 36, 261-263, Breviario Romano, IV, 348.
3 “O infelicitas generis humani! Amarus est mundus, et diligitur. Puta si dulcis es-
set, qualiter amaretur?”. San Agustín, Discursos III, cit. por G.B. Scaramelli,
Directorio Ascético, Trat. III, 342.
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porque su Padre sabe las cosas que necesitan aun antes de que
se las hayan pedido… Busquen primero el reino de Dios y su
justicia, y todas estas cosas les serán dadas por añadidura”.20 A
Marta, quien se preocupaba excesivamente por las cosas mate-
riales, Jesús le recordó que “una sola cosa es necesaria” y que
María había “elegido la mejor parte”, la de estar acompañada
por lo Divino, aun en perjuicio de las tareas hogareñas.21 Algu-
nos predicadores comentan en la actualidad este episodio con
ironía diciendo que, si Marta no hubiese trajinado, tampoco Je-
sús hubiese encontrado el almuerzo listo. Es la típica reacción
del businessman, que no tolera una acción distinta de la práctica
y manual y olvida que, ante la divina presencia de un Avatar,
todo otro deber como no sea el de contemplarlo pierde signifi-
cado, ya que en ese momento histórico El provee también a las
necesidades materiales de Sus contempladores, como lo demos-
tró Jesús varias veces y como en la actualidad a menudo hace
Baba, multiplicando el alimento y ofreciendo albergue y cobijo.
La búsqueda del Reino Espiritual, sin embargo, no impide a
la suprema Compasión de Dios venir a satisfacer nuestros dese-
os inmediatos y concretos. Encarna Sai Baba, admirablemente,
la generosidad y prodigalidad de lo Divino. El, sí, exhorta a no
pedir lo que tiene programado dar, pero, si pides porque estás
urgentemente impelido a hacerlo, te secundará. Su respuesta,
en definitiva, aun si llega tras pedidos materiales, acelera las
desilusiones que acompañan siempre a la satisfacción de dese-
os efímeros. Su munificencia se traduce en una nueva y amoro-
sa táctica para el devoto: toma a manos llenas… Mientras tus
manos sean pequeñas, tendrás cosas de menor cuantía; cuando
tus manos sean infinitamente grandes como el Amor, me ten-
drás entonces a Mí, que soy el Amor, y no tendrás ya necesidad
de pedir. Tus manos estarán siempre llenas, pero sólo para dar,
como yo lo hago.
He aquí lo que exactamente dice Swami:
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Capítulo III
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i es cierto que a un árbol se lo reconoce por sus frutos,
no se puede negar que el Kalpataru de Puttaparti, el pro-
digioso Arbol de la Vida que ha echado Sus raíces en el
mundo eligiendo por jardín la India, tiene en verdad to-
das las credenciales para ser una planta generosa hasta la pro-
digalidad, noble y fecunda, de exquisitos y benéficos frutos. De
no ser así, quedaría olvidada en un rincón perdido; sus frutos
se secarían en las ramas o caerían para marchitarse en el suelo.
No sería un Arbol Divino, porque Dios no justifica los derro-
ches y Su Economía es sabia y cautelosísima.
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Capítulo IV
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iene suma importancia para el jardín del alma humana
comprender el significado global de los frutos escondi-
dos bajo los velos de las pasiones y nuestra ignorancia.
No es éste un hecho de poca monta y depende tanto del
receptor como del recipiente. pero aun si fueren éstos plenamen-
te eficientes en cabida y adhesión, si falta el Arbol y —en espe-
cial— si Este no prodiga Su cariñosa dádiva, será como querer
nacer uno de mujer estéril o sujetar la liebre por sus cuernos.
Cuando el Señor Jesús adujo el ejemplo del agricultor que
había salido a sembrar, dio estadísticas acerca de los distintos
modos de percibir ese don: “una parte de la semilla cayó en el
camino…; otra cayó sobre piedra…; otra cayó en medio de
abrojos y otra parte cayó en tierra buena y, creciendo, dio fruto
centuplicado”.1
Lo mismo está sucediendo con respecto a la realidad Sai Ba-
ba. Hay algunos que, tras haber oído hablar de ella, tachan la
idea de revolucionaria en demasía y no quieren saber más del
asunto: son la semilla que ha caído en el camino y que los pája-
ros picotean al instante. Hay otros que manifiestan un caluroso
entusiasmo inicial, querrían leerlo todo acerca del tema, pro-
yectan ir a Prashanti Nilayam, incluso se conmueven al oír el
Nombre de Baba, pero luego, en pocos instantes, oída la opi-
nión de un colega o la repulsiva opinión de un sacerdote, desis-
ten de la idea o la rechazan sin más ni más. Otros aceptan la no-
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2 Vida Pastoral Nº 8/9, Agosto-Setiembre 1992 y Nº 10, Octubre 1992 (Soc. San
Pablo).
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Capítulo V
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ecibir, obtener y poseer, gozando en todo lo posible de
los demás: ésta es la ley de la selva entre los hombres.
Resulta obvio que, en una época habituada al concepto
unidireccional del amor, en la cual por desdicha se
pretende siempre recibir y no dar jamás, encontrar a una perso-
na cuya única finalidad en la vida sea la de prodigar en toda
ocasión, no sólo nos dejará entre incrédulos y estupefactos, sino
que suscitará incluso alguna sospecha de impostura. Por eso
existen personas malévolas —seres incapaces de amar— que
proyectan luchar contra lo que llaman “mistificación”, encu-
briendo con ello su habitual ineptitud en materia espiritual. De-
dicadas solamente a demoler y alérgicos a toda obra constructi-
vas, son estas personas, a su vez, los mistificadores de la anti-
mistificación.
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3 M.V.N. Murthy: The Greatest Adventure, publicado en Mother Sai, Boletín Bi-
mestral, 5/1989, págs. 16/20, Mother Sai Publications, Milán, Italia.
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“¡Dame Tus Pies! ¡Deja que toque Tus Pies!” Parecía que supie-
se exactamente dónde se encontraba Baba por el sentido del ol-
fato, pues husmeaba el camino que conducía a El. Pero Baba lo
alejaba con suavidad, se escondía o bien tenía los Pies ocultos
mientras estaba sentado, y no se rendía a su insistencia.
“Cuando se le pidió a Krishnamurti que abriera los ojos,
rehusó, diciendo que no deseaba fijar la vista en ninguna otra
cosa: deseaba sólo ver y tocar los Pies de Baba. Su excitación y
alegría continuaron ininterrumpidamente durante días, y Baba
dijo que, si Le hubiese tocado los Pies en ese estado de éxtasis, Krishna-
murti habría muerto. De este modo lo persuadió sosegadamente
para que volviese a casa, diciéndole que le daría Su darshan, y
se dirigió a otra casa situada en un complejo de viviendas parti-
culares. Mas no logró contenerse Krishnamurti; con los ojos aún
cerrados, husmeó de alguna manera el camino, subió a un birlo-
cho e indicó la dirección de la casa en que se encontraba Baba.
No bien hubo llegado, bajó del birlocho y corrió detrás del valla-
do. Deambuló en torno a la casa, luego golpeó justo en la venta-
na de la habitación en que estaba Baba. Siguió Baba hablando
acerca del peligro de muerte de Krishnamurti, por obra de la ex-
cesiva alegría de su experiencia. El hombre fue arrastrado hasta
la casa de los parientes, quienes lo habían seguido. Aún mante-
nía los ojos cerrados e imploraba por los Pies de Baba.
“Lo llevaron al hospital porque se había debilitado por el
ayuno y porque no quería ni siquiera beber el agua. Le mandó
entonces Baba un poco de agua en que habían sido lavados Sus
Pies y, cuando Krishnamurti la hubo bebido, estuvo en condi-
ciones de ser conducido a su casa. Allí pidió a todos que canta-
ran los bhajans, recostado él en una cama pequeña de la misma
habitación. Al concluir los bhajans, sus parientes advirtieron
que Krishnamurti no se levantaba. ¡Había tocado los Pies del
Señor! El río había tocado el Mar”.11
11 N. Kasturi: La Vida de Sai Baba (Sathyam Shivam Sundaram), vol. I, Ed. Erre-
par, Buenos Aires, Argentina.
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Los frutos más potentes que el Arbol Sai oculta, están místi-
camente ligados a la historia que con El nos une. Un día, reveló
Baba el poder de esos frutos, que consisten en la dimensión his-
tórica de ver, oír y tocar al Avatar, trayendo a colación cierta de-
claración extraída del Vedanta que hará estremecer de emoción
a muchos devotos de Sai Baba:
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14 Mother Sai, Boletín bimestral, 21/1992, Mother Sai Publications, Milán, Ita-
lia.
15 R. Guénon: Simboli della Scienza Sacra, 1992, pág. 27, Ed. Adelqui, Italia.
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PRIMERA PARTE
LA VERDAD:
EL FRUTO DE TODOS
LOS SABORES
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Capítulo VI
Necesidad de la Verdad
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ando una ojeada al mundo en que vivimos y a nues-
tro mundo interior, descubriremos que ambos están,
en esta época, dominados por la confusión y la an-
gustia. La primera origina la segunda: como nos sen-
timos inseguros al elegir, nunca sabemos qué está bien y qué
está mal; de resultas, nace un estado de ansiedad.
Es en dicha situación cuando la índole natural del hombre
—conocer la Verdad— se torna apremiante y la demanda de co-
sas verdaderas, cada vez más aguda. Los valores del hombre
han sido subvertidos: lo verdadero es difundido como falso,
mientras lo falso es dado por verdadero. Quienes han esperado
siempre de los hombres un ejemplo de verdad y justicia, ense-
ñan la intolerancia y la lucha fratricida, tan sólo porque tienen
ideas religiosas distintas.
La nueva doctrina religiosa admite la pena de muerte y pre-
dicando la inferioridad del animal respecto del hombre, sobre-
entiende y declara lícito todo abuso que afecte a sus vidas. Se
les niega a las mujeres el derecho de ejercer el sacerdocio y el
hecho abre un surco aún mas profundo en la separación ya
existente entre dos iglesias. Se ponen de moda ciertos pecados,
como si el alma humana estuviese sujeta a modas; se cuenta en-
tre ellos el delito de corrupción, como si hubiese sido descu-
bierto en el siglo actual, pero son promovidos hombres que han
escandalizado al mundo por su habilidad de administrar o, pe-
or aún, obtener ingentes sumas de dinero mediante malas artes.
Se emiten sentencias condenatorias contra personas que luchan
por la justicia y la defensa de pobres; se castiga a sacerdotes
que se aúnan en la lucha por amparar los derechos de pueblos
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3 Idem nota 1.
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Capítulo VII
Miedo a la Verdad
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s en verdad extraño el hombre; por una parte anhela lo
verdadero y quiere saberlo todo, pues desea conocer
con lujo de detalles todo lo que le atañe; pero si, por
otra parte, aparecen verdades incómodas o revolucio-
narias en su camino, preferirá dejar de lado el problema y re-
nunciar a su sed de conocimiento.
Su extrema necesidad de verdad proviene de su esencia,
que es Verdad en sí; la renuncia a buscarla surge de su temor a
comprometerse.
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Son los celos madre del miedo. Ser celoso significa temer a
un bien mayor que el que se considera tener ya, porque una in-
tensa luz elimina a las menos intensas. Es el miedo el mal más
difundido en la actualidad por el mundo, y quien vive en su
poder pierde incluso lo poco que tiene.
El miedo y su difusión han sido hábilmente aprovechados
por los hombres perversos: en los campos de concentración, el
miedo ha sido siempre la ley que todo lo obtenía de los prisio-
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14 Hech. 5,29; también 4,19: “Si ante Dios es justo obedecerlos a ustedes más
que a él, júzguenlo ustedes mismos; nosotros no podemos callar lo que
hemos visto y oído”.
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Capítulo VIII
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e reserva siempre a lo que se teme un comportamiento
que —puede decirse— reside como programa genético
en cada modelo de vida, a partir de la célula: es el meca-
nismo de defensa que, en las formas de vida evoluciona-
das, es la premisa de una estrategia de ataque. Las más de las
veces, la defensa crea desórdenes y descompensaciones, como
es el caso de un tumor, proliferación celular provocada por
agentes de distinta naturaleza, bio, fisio y psicológicos. Otras
veces, en casos excepcionales, puede incluso crear ciertos pro-
ductos de gran valor (¡para el hombre!), como en el caso de la
perla, cuya formación se debe a un agente “perturbador” (para
el molusco) que se introduce en la concha madre irritándola pa-
ra engendrar de este modo la preciosa creación.
Hemos dicho recientemente que el miedo es la causa directa
del rechazo a una novedad. Si retrocedemos en nuestra investi-
gación, descubriremos que este miedo es causado a su vez por
la necesidad de conservar un statu quo, una condición de vida
considerada ideal y segura.
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1 I Tesalonicenses 5,2-3.
2 Coloquios, XXIX,18, Mother Sai Publications, Milán, Italia.
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Capítulo IX
¿Quién es la Verdad?
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l pináculo de la misión dramática de Jesús fue la Cruci-
fixión, mas Su enseñanza encontró la realización máxi-
ma en el histórico alejamiento de Jesús acontecido en
dos etapas, con la Resurrección primero, y luego con la
Ascensión. Creo yo que, para que nos sea suficientemente reve-
lada la oculta y profunda significación de ambos momentos,
tendrá que verificarse una catarsis total de la teología y de la
tradición histórico-religiosa que nos ha trasmitido dichas ver-
dades. No es mi deber profundizar aquí en tal cuestión, delica-
da y compleja; me limito a afirmar que, despojados de su inge-
nua y popular pátina, estos dos “poderosos tiempos” de la en-
señanza crística darían al hombre inteligente y de buena volun-
tad que se sitúa en el sendero de la búsqueda espiritual una su-
blime revelación.
Indudablemente ha caído la teología occidental en un inde-
coroso positivismo, más acentuado incluso que el que sostienen
las llamadas ciencias “profanas” que son, a menudo, de un ca-
riz sacro superior al de dicha teología. Por el contrario, los
hombres de iglesia que sienten un llamado espiritual eluden la
búsqueda académica, para caer a veces en una ingenua mitifi-
cación de las leyendas evangélicas. La época de decadencia en
que vivimos, también ha afectado al teólogo, lo ha contamina-
do y le ha asignado el mismo papel iluminista que hasta hace
poco condenaba en los hombres de ciencia.
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SEGUNDA PARTE
Capítulo X
Felicidad en el dominio de sí
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eino de Cristo significa un gobierno en el cual rige el
poder de Aquél que se presenta ante el hombre como
el Cristo, el Ungido, elegido por la Divinidad Supre-
ma para cumplir una Misión. No se puede poner lími-
te a la suma e inescrutable Economía de Dios. Esta destina un
cuerpo elegido entre millares de posibilidades a la nobilísima
finalidad de ir al encuentro del hombre, cuando El lo quiere así.
A pesar del alboroto y el escándalo de algunos ignorantes,
esto es: hombres que no saben —y que quieren ignorar (y es tal
la obstinación en la maldad de que padecen) las inifinitas posi-
bilidades divinas—, no hay nadie en el mundo que pueda im-
pedir, ni física ni mentalmente, una nueva encarnación de lo
Divino.
En mi único coloquio con el cardenal Camillo Ruini, me dijo
el alto prelado: “Tiene usted razón de afirmar que nadie puede
poner límite a la fantasía de Dios y que, si El lo quiere, puede,
por ende, encarnarse otras veces, ¡mas nosotros sabemos que
Dios lo ha hecho una sola vez en la historia de la humanidad!”
Lo que importa, pues, según el parecer de un alto exponente de
la Iglesia, no es lo que puede aún revelarnos con extrema liber-
tad lo Divino que mora en cada uno de nosotros y cuyo Verbo,
incluso siendo único, tiene formas ilimitadas, sino lo que sostie-
nen los hombres en virtud de sus deducciones y conclusiones
veneradas desde hace siglos.
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Todas las sagradas Escrituras y los ascetas, que las han apli-
cado a sus vidas, subrayan la importancia de frenar la actividad
de los sentidos. De este modo hace Sai Baba uno de sus más va-
lederos caballitos de batalla. Se puede decir que no existe dis-
curso en el cual no exhorte al domnio de la mente y, antes toda-
vía, de los sentidos. Gusta de sintetizar esta enseñanza en la
afirmación que sugiere repetir diariamente: “Yo no soy el cuer-
po”. Es ésta una enseñanza que se remonta a los más antiguos
textos sagrados y que ha llevado a un sinnúmero de rishi, sa-
bios y santos de toda época y región, a la realización espiritual.
Es en Oriente donde mayormente ha sido aceptado este con-
cepto, hasta el punto de ser reducidos los cadáveres a ceniza;
fiel al culto de los muertos, ha conservado empero el Occidente
costumbres que revelan el apego al cuerpo, al que no querría-
mos perder ni siquiera cuando ya ha sido irreparablemente
perdido. Nuestras bóvedas de cemento son un macabro insulto
a la tierra y el aire, además de un grotesco modo de recordar a
los difuntos. Incluso, ha sucedido recientemente que algunos
“expertos” en la mala vida hayan pedido a los deudos de los
difuntos ilustres ingentes sumas por la restitución de sus cuer-
pos. Lúgubre extorsión, ésta, ¡fundada en el conocimiento de
arraigados apegos de Occidente!
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Nunca habla Sai Baba del sexo en forma directa, ni usa tam-
poco términos de condena o de desprecio para ello, pero tras
cada intervención, con la que enseña a refrenar la actividad de
los sentidos, supone continuamente la capacidad de gobernar
los instintos dictados por todo deseo. Si no habla abiertamente
de excesos sexuales, creo que es por una estrategia divina que
consiste en curar una enfermedad evitando hablar de ella, ya
que por el solo hecho de mencionarla se acentuará su virulen-
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que tratan de dar la alarma. La prueba del dolor (la duda tam-
bién es dolorosa) no siempre es individual sino colectiva y so-
cial a veces.
Sostienen las Escrituras que semejantes daños son conse-
cuencia de malas acciones y comportamientos desviados. ¿Qué
nos impedirá interpretar la actual difusión del HIV como una
señal de abolición de los niveles de vigilancia moral, en la vida
sexual en particular? El HIV es la enfermedad más diabólica ja-
más aparecida en la tierra: es incurable, ningún método de pre-
vención resulta confiable, su incubación es silenciosa y, cuando
se ha propagado, puede ya haber cobrado un sinnúmero de
víctimas y es fatal; en los portadores sanos, el virus puede exis-
tir solapadamente y no ser perceptible de inmediato; una labo-
riosa investigación declara siempre lo remoto de las esperanzas
de encontrar un antídoto. Todo ello se hace más peligroso aún
por la conjuración de silencio de los portadores sanos y a veces
por la perfidia de enfermos que se vengan de la propia desgra-
cia contagiando subrepticiamente a otros. Si alguien hubiese
encargado al diablo la misión de destruir a la humanidad,
¿dónde podría haber atacado éste tan certeramente sino en un
placer ambicionado en grado sumo por los hombres?
Desde los ’60 hasta el día de hoy se ridiculiza la castidad, la
morigeración en los hábitos sexuales y el pudor. Como reacción
a épocas austeras, incluso hipócritas a veces, se ha querido que-
mar en la plaza pública todo lo “tabú”, esto es: la inhibición. El
resultado de esto ha sido una libertad indómita, reclamada por
los jóvenes como derecho y concedida por los adultos como
desquite por los viejos tiempos. Han coronado el cuadro la
prensa y la televisión, ofreciendo material que contribuye a di-
fundir la desinhibición; incluso han aparecido revistas especia-
lizadas en este campo, que han derribado toda barrera de pu-
dor, sentido común y buen gusto.
¿No será el advenimiento del SIDA un índice claro —por no
decir trágico— de que la dirección emprendida estaba comple-
tamente errada? No quisiera parecer moralista en el sentido pe-
yorativo de la palabra —pájaro de mal agüero o infausto profe-
ta— pero, ¿será suficiente refugiarse en investigaciones de labo-
ratorio? ¿No sería oportuno introducir una política de preven-
ción también respecto de lo que asimilan la vista y el oído cuan-
do tienen acceso a todo tipo de espectáculo? ¿No es algo inge-
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3 Mother Sai, Boletín bimestral, 6/26 (1992), pág. 34, Mother Sai Publications,
Milán, Italia.
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cas para llevarlos a buen fin con éxito. Todo otro entendimiento
en el matrimonio —físico, material o asistencial —surge por sí
en forma espontánea, cuando la premisa de la unión se funda
en la voluntad de alcanzar el bien común con amor.
En definitiva, los supuestos para un matrimonio estable e
indisoluble radican en la calidad de los intereses compartidos
por los cónyuges: la relación que se basa en motivaciones efí-
meras, será efímera.
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Capítulo XI
El Dharma de la Religión
E
n toda época ha tocado a la religión el deber de regular
las costumbres de los pueblos y sugerirles el mejor mo-
do de vivir con felicidad y alcanzar el objetivo último:
la realización espiritual. Intuyendo los profetas la voz
de Dios y personificando a la misma Divinidad con el uso gra-
matical de la primera persona, han alzado su grito en favor de
los pobres, los necesitados y los sin techo.
La moderación y el comportamiento moral que se han de
demostrar en toda circunstancia, son objeto de un sinfín de po-
esía épica, literatura mística e historias extraídas de diversas es-
crituras sagradas, desde los Vedas hasta el Vedanta, de las Upa-
nishad al Mahabharata, desde el Canon Budista hasta los di-
chos de Confucio, del Talmud hasta la Biblia y el Corán, y así
sucesivamente.
Los Diez Mandamientos encierran, por ejemplo —en nues-
tra opinión—, una enseñanza aún primitiva: un solo Dios, el de
Israel, las fiestas de precepto, no matar, no robar, no desear…
Por desdicha, el hecho de que se trate de mandamientos origi-
narios no nos autoriza a declararlos superados, desde el mo-
mento en que el hombre de hoy sigue afligido en gran medida
por los males denunciados en el Decálogo. Mas lo cierto es que
no sirve recomendar a un ser evolucionado en lo espiritual que
no defraude a su prójimo, que debe recordar a Dios y, menos
aún, que no ha de matar.
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1 Mother Sai, Boletín bimestral 3/23 (1992), pág. 4, Mother Sai Publications,
Milán, Italia.
2 Evangelio según San Mateo 19,16-22.
3 Idem nota 1.
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4 Justicia es, en este contexto, “el conjunto de las virtudes, por el que es bue-
no (justo) quien las tiene”. No han de confundirse esta acepción y la acep-
ción corriente de justicia como “equidad” (N. del T.).
5 Curso de Verano 1990, XIV,23, Mother Sai Publications, Milán, Italia.
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7 La Senda del Conocimiento (Jñana Vahini), Ed. Errepar, Buenos Aires, Argentina.
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Se dice que todas las castas han sido creadas por Dios.
Se cree que en verdad es El quien ha querido las cuatro
castas. En cambio, éstas dependen exclusivamente de la
naturaleza de las acciones humanas.8
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9 Idem nota 8, pág. 35. Los sudras representan la cuarta casta o clase social,
que por lo general es considerada la clase de los servidores. Los brahma-
nes representan la primera casta: son quienes se ocupan de Brahman: esto
es, Dios y, por ende, los sacerdotes. Luego siguen los kshatriyas, clase de
los guerreros y gobernantes (también llamada de los rajanyas). Luego es-
tán los vaishyas, agricultores y artesanos.
10 Idem nota 8, pág. 37.
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Capítulo XII
Libertad y Conciencia
por el Dharma
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ucho se ha dicho de la Conciencia y de la Libertad
de administrarla, con las consiguientes opciones.
Se puede decir que la humanidad no es más que la
resultante de una acumulación de conciencias: pu-
ras algunas; otras menos y otras, torpes.
La conciencia es el bien más caro que cada uno de nosotros
conserva en su fuero interno. Es nuestra parte auténtica y since-
ra; no podemos mentirle. Podemos obrar de modo distinto del
que nos dicta, más su voz nos censurará o bien aprobará lo que
estamos por hacer. En lo íntimo de nuestra conciencia está el la-
boratorio de nuestras acciones y pensamientos.
Por desdicha, sucede que cuando la conciencia nos envía
luz resplandeciente, nos cubrimos los ojos, o lo que es peor, en-
turbiamos las aguas de la mente o las agitamos. Cuanto más
pura una conciencia, tanto menos acordes con la “normalidad”
serán las acciones que nos sugiere que cumplamos; tanto ma-
yor será, pues, el miedo de ponerlas en práctica, en relación al
grado de sumisión a la conciencia de otros, de cuya pureza te-
nemos motivo de dudar o por lo menos nada sabemos.
Lo más grave es que la mayor parte de las conciencias hu-
manas ha querido adecuarse al proceder consuetudinario y, por
ende, cómodo: sustraerse del conflicto interior en que se en-
cuentra inevitablemente una conciencia pura cuando se compa-
ra con el mundo exterior y alcanzar el beneficio con mayor faci-
lidad y el mínimo esfuerzo.
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1 J. Lortz: Historia de la Iglesia, Vol. II, pág. 87, Ed. Paoline, Italia.
2 Idem nota 1, pág. 88.
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10 Salmos 133,1.
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TERCERA PARTE
EL FRUTO
QUE TODOS AÑORAN:
LA PAZ
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Capítulo XIII
A
muchos parecerá obvio y descontarán que, incluso
para el hombre común y corriente, nada es más pre-
cioso que la Paz; mas son pocos quienes han descu-
bierto cómo obtenerla.
Comenzaré por el supuesto de que la Paz es un patrimonio
interior, aún antes de serlo, por influjo de condiciones físicas y
exteriores. No analizaré este problema en profundidad por con-
siderar evidente su solución: me limitaré a mencionarlo: es ob-
vio que no podemos considerarnos en paz por la mera ausencia
de guerra o por cierta estabilidad lograda en la relación familiar
o por un acuerdo superficial con colegas de trabajo. En efecto,
aun hallándonos en aparente ausencia de conflicto con los de-
más, a menudo no estamos libres de conflicto interior: nuestra
mente es una fábrica de pensamientos, un enjambre de razona-
mientos y suposiciones, una industria de la preocupación. Y no
se puede negar que esta actividad representa una continua
amenaza a la relación pacífica con el prójimo. Nuestra falta de
serenidad genera disensiones en el ambiente en que nos halla-
mos y la paz que creíamos mantener con todos es sólo aparente
y precaria: la menor sacudida compromete su solidez y, a veces,
es incluso una ruina en cadena, como una vibración sonora o
un trocito de hielo que haya originado un ruinoso alud.
La mayor parte de los fracasos de que somos víctimas se
debe a la falta de serenidad mental y por ende, de claridad.
Nuestra mente es como un espejo de agua: cuanto más lo agita-
mos, menos se ve reflejado el contorno de una imagen. Del mis-
mo modo, cuanto mayor es nuestra inestabilidad mental, tanto
mayor será la confusión en que nos encontraremos. La falta de
claridad es la característica de quien no sabe dominar la agita-
ción y los caprichosos de la propia mente.
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Capítulo XIV
Y
es! Con este dulce monosílabo, a menudo tranquiliza e
infunde Sai Baba seguridad en sí mismos a sus devo-
tos. Son incalculables las veces que le he oído yo mis-
mo pronunciar esta respuesta; antes bien, varias veces
me ha contestado de ese modo antes de que Le formulara una
pregunta. Su Yes había sido manifestado con un dejo de repro-
che benigno, queriendo decir: “¡Pero, por cierto! ¿No lo has
comprendido aún? ¡No te impacientes! ¡Quédate tranquilo, que
Yo me ocuparé!”
El Señor tiene tiempos que no se ajustan a los nuestros y no-
sotros querríamos que Sus promesas se cumpliesen ya. De este
modo, si El te ha dicho: “Pronto te recibiré”, o bien “Antes de
que partas, te veré”, lo esperamos nosotros en acecho, como si se
tratara de tiempos nuestros, en el orden de días, horas y minu-
tos. Pero los tiempos son Suyos, es más, El es el Tiempo. La espe-
ra en sentido cronológico debería ser traducida en una espera en
sentido teológico: ¡la espera del Tiempo es la espera de El!
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Capítulo XV
E
n la antigüedad la Ciencia gozaba de gran estima entre
los pueblos y la búsqueda de lo Divino en su expresión
específica de ciencia teológica nada tenía que temer de
los descubrimientos del saber científico. Cada una de
ellas cubría un papel propio “en pos de la Verdad” y no había
disputas por la primacía. Era la época en que existían muchos
hombres sabios, la época de los Veda, revelaciones en que el de-
nominado conocimiento profano prestaba en realidad un servi-
cio divino.
Ya en aquella época se hablaba del átomo, pero el descubri-
miento de la partícula infinitesimal era motivo y acicate para
glorificar a Aquél que ha dado impulso de vida y energía cós-
mica al Todo. Se casaba pues la Teología con la Ciencia y su ma-
ridaje fue de lo más exitoso que existió sobre la faz de la Tierra.
Para mayor precisión, deberíamos diferenciar a estos cón-
yuges —las dos disciplinas— en ciencia metafísica y saber ex-
perimental, aunque esta diferenciación —que nace del prurito
de dejar claro que la teología es también una ciencia— se presta
igualmente a algún equívoco. En efecto, considerando como
ciencia metafísica un saber que parte de conclusiones no expe-
rimentables con los sentidos ordinarios, se nos propone una di-
visión del saber profano, mas sólo por el hecho de que este últi-
mo puede llegar a sus conclusiones sólo a través de los cinco
sentidos. Ambas ciencias —la metafísica tanto como la física en
sentido lato— necesitan en realidad, una experiencia que res-
palde sus inferencias.
Para ejemplificar, se llega al descubrimiento del calor del
sol a través de medición ideal, en el sentido de que nadie puede
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8 Murphet, Howard: Sai Baba, el Hombre Milagroso, Ed. Errepar, Buenos Ai-
res, Argentina.
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CUARTA PARTE
AMOR: EL FRUTO
AL QUE TODOS ASPIRAN
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Capítulo XVI
Amarse a sí mismo
N
o creo que en el mundo exista una palabra, con toda
la realidad que ella evoca, que haya estimulado tan-
to el pensamiento, la literatura y la vida de los hom-
bres como ésta: amor. Esto se debe, acaso, al hecho
de que —como dice Sai Baba— nosotros estamos constituidos
de amor, nuestra íntima naturaleza es amor. Ya si no quisiéra-
mos reconocerlo, ya si nuestra vida estuviera constelada de
eventos tristes y odiosos, ya si nos hubiésemos comprometido a
realizar una misión de odio y atrocidad, el amor seguiría ha-
ciendo pulsar nuestra existencia.
Nuestro interés por el amor es tal que, aun desde puntos de
vista bien distintos entre sí y hasta de matices absurdos, cada
frase de nuestra vida quiere ser contraseña de esta realidad.
Desde el primer instante de su existencia en el vientre materno
quiere ser el niño amado y cuidado, cada ademán del infante es
un llamado al amor y atención maternos y paternos; lucha el
chiquillo para captarse el amor de los padres, que a menudo
debe compartir —celoso— con algún hermano u hermana; el
adolescente comienza con la experiencia de los primeros sabo-
res del amor de a dos, cuando, presa fácil de una atracción irre-
sistible, se implica en las primeras e ingenuas redes afectivas.
Luego la juventud, con la búsqueda del partner adecuado, la vi-
da de pareja con las primeras crisis que, especialmente en pre-
sencia de los hijos, requiere una inversión de aptitud en el pedi-
do de amor y una mayor disponibilidad para dar; la madurez y
la vejez, cuando los más comienzan a volver por donde han ve-
nido, a la fase en que se pide afecto, asistencia, consuelo y
amor.
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Capítulo XVII
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la mayor parte de los hombres la palabra “amor” no
les suena a algo desagradable. Casi todos están de
acuerdo en considerar que amor es sinónimo de bie-
nestar y deleite pero, en especial, de placer. El rumbo
del placer y los métodos para perseguirlo a través del tiempo
han cambiado las connotaciones del amor y, teniendo en cuenta
que no se puede negar que, donde haya bienestar físico y psí-
quico, el autor primordial de la situación deseable es siempre el
amor —para sí o para otros u otras cosas, no importa—, lo cier-
to es que este Autor de vida, pese al rostro que asuma, no po-
drá ser juzgado mal, nunca.
Existen, en efecto, varios niveles de amor, que sólo el per-
verso manejo de intelectos adiestrados para obedecer a normas
éticas parciales ha mancillado y suscitado juicios morales nega-
tivos. Por ejemplo, la sexofobia, cultivada durante siglos por le-
gisladores ni siquiera observantes del mismo código emitido
para gravitar sobre las conciencias, hace pensar en las severas
advertencias de Jesús, quien acusó de hipocresía a quienes
“Atan pesadas cargas y las echan a las espaldas de la gente, pe-
ro ellos ni con el dedo quieren moverlas”.1
No he citado este aspecto de la vida por el habitual prurito
morboso de que termine el argumento en un tema que se da
por descontado, pero es siempre atrayente. La sexualidad, que
los moralistas cristianos han pintado siempre como expresión
diabólica y exorcizado con anatemas, hasta el punto de consi-
derar la maternidad como efecto colateral —¡por desdicha!—
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QUINTA PARTE
Capítulo XVIII
M
uchos de nosotros hemos sucumbido a la idea de
que la violencia en el mundo es componente irre-
nunciable de él y aceptado la consecuencia sin cues-
tionar e investigar sus orígenes y causas. Han lle-
gado a mis oídos risitas irónicas cuando se cita el dicho evangé-
lico del “poner la otra mejilla” y en verdad no he encontrado en
mi vida a muchas personas dispuestas a ofrecerla, ni en la teo-
ría ni en la práctica.
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2 De Strange facts about a Great Saint, de Raj R.P. Varma, Jaipur (India). El
opúsculo es una biografía breve de Swami Brahmananda Sarasvati Maha-
raj, uno de los más ilustres Shamkaracharya del Jyofir Math en la zona del
Himalaya (Badarikashram).
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Capítulo XIX
No-violencia es evitar
el mal padeciéndolo
A
mor, en su perfección máxima, significa voluntad fir-
me e irreductible de no ocasionar daño alguno a nin-
gún ser de los que pueblan este maravilloso univer-
so. Hay en el mundo un solo pueblo que ha com-
prendido esta verdad a fondo: el pueblo hindú. Por eso el terri-
torio hindú ha sido escenario de grandes eventos espirituales y
ha albergado a encarnaciones divinas y santos de envergadura.
Se dice —estudios e investigaciones lo sostienen y un día no le-
jano, estoy seguro, descubrimientos revolucionarios lo confir-
marán— que el mismo Jesús ha vivido largo tiempo en la tierra
de Bharat. La India es como el corazón que da la vida al mun-
do, gracias al infinito patrimonio ascético y místico allí reunido
y transmitido a los siglos venideros desde milenios atrás.
En efecto, la tradición hindú ha habituado a sus hijos al res-
peto máximo por toda vida. Por cierto que la India actual ha
perdido mucho de aquella tradición; también ella padece el
mal que afecta al mundo entero y por esto no tiene asidero la
objeción fácil y descontada de que en ese país se reiteran en la
actualidad episodios de violencia feroz. La historia de un pue-
blo debe ser vista en el conjunto de sus milenios y no en la par-
ticularidad de un siglo. Los reinos de la India de antaño eran
gobernados por rajás de noble sabiduría y los pueblos de aquel
entonces gozaban de un verdadero clima paradisíaco. Fue Occi-
dente quien llevó la prepotencia y el encono a esa tierra y ense-
ñó al pueblo la ley de la selva. La Autobiografía de Gandhi es
claro testimonio de esta realidad.
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Conclusión
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oc erat in votis. Esto es lo que he deseado: escribir un
segundo libro, concentrado en lo que el Divino Ma-
estro Sai Baba ha dejado en mi corazón en estos años.
Anhelo que este deseo, satisfecho, sea tomado ade-
más por fruto del mismo Arbol que es protagonista del libro.
En esta oportunidad, he relegado a segundo plano mi expe-
riencia personal. Sólo me he permitido alguna mención aquí y
allá, ¡puesto que una excomunión no es cosa de todos los días!
Mi verdadero propósito, ahora que han sobrevenido los hechos,
no es defenderme —¿con qué finalidad?— sino acercar, por me-
dio de la reflexión y el reconocimiento de la palabra de Baba,
cada vez más personas a Su Misterio Divino.
Muchos no tienen acceso al conocimiento de la Verdad, por
una suerte de terror que se ha despertado en ellos: terror de fal-
tar a las enseñanzas, miedo de ser considerados fuera de la
Iglesia y no —¡esto es lo terrible!— el de estar efectivamente
fuera.
Quien vive de miedos nunca progresará y quien teme per-
der una iglesia terrenal perderá en cambio la eterna, mística y
universal. En efecto, incluso una Iglesia no es más que la mani-
festación histórica de la Iglesia, la cual —según un autor cristia-
no del siglo II— “no se ha originado en este tiempo, sino que es
desde siempre, por ser espiritual, así como nuestro Jesús (…)
Esa Iglesia espiritual fue creada antes aún que el sol y la luna”.1
Comprendo que siglos de prejuicios religiosos y teológicos
—meras construcciones intelectuales— constituyen un filtro
notable para el mínimo acercamiento a ese Misterio: tampoco
1 De la Homilía de un autor del siglo II: cfr. Breviario Romano, ed. italiana,
vol. IV, págs. 466-467.
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