Carta A Diogneto

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CARTA A DIOGNETO: LOS CRISTIANOS EN LA ÉPOCA ROMANA

La epístola o discurso “A Diogneto” es una obra de la apologética cristiana, escrita, quizás, en las
postrimerías del Siglo II. Contiene apenas doce capítulos. Lo más incomprensible de esta obra es
que nadie la conociese antes de su descubrimiento en el siglo XV. No existe mención alguna,
explícita o implícita, que permita suponer que alguno de los Padres de la Iglesia la leyera, siquiera
que tuviese noticia de su existencia. Se trata de un breve tratado dirigido a un tal Diogneto que, al
parecer, había preguntado acerca de algunas cosas que le llamaban la atención sobre las
creencias y modo de vida de los cristianos. Un documento testimonial de la apologética cristiana,
que merece ser leído y reflexionado.

Al responder sobre los cristianos en el mundo, la carta dice así:


En cuanto al misterio de la religión propia de los cristianos, no esperes que lo podrás
comprender de hombre alguno. Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni
por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno ellos
establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género
de vida singular. La doctrina que les es propia no ha sido hallada gracias a la
inteligencia y especulación de hombres curiosos, ni hacen profesión, como algunos
hacen, de seguir una determinada opinión humana, sino que habitando en las ciudades
griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada
región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se
muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario.
Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los
ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y
toda patria les es extraña.
Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa
común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la
tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su
propia vida superan las leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y
con todo se los condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida. Son
pobres, y enriquecen a muchos. Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados,
pero se glorían en la misma deshonra. Son calumniados, y en ello son justificados. «Se
los insulta, y ellos bendicen». Se los injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son
castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si se les diera la
vida. Los judíos les declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen, pero
los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio.
Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el
mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos lo
están por todas las ciudades del mundo. El alma habita ciertamente en el cuerpo, pero no
es del cuerpo, y los cristianos habitan también en el mundo, pero no son del mundo. El
alma invisible está en la prisión del cuerpo visible, y los cristianos son conocidos como
hombres que viven en el mundo, pero su religión permanece invisible. La carne
aborrece y hace la guerra al alma, aun cuando ningún mal ha recibido de ella, sólo
porque le impide entregarse a los placeres; y el mundo aborrece a los cristianos sin
haber recibido mal alguno de ellos, sólo porque renuncian a los placeres. El alma ama a
la carne y a los miembros que la odian, y los cristianos aman también a los que les
odian. El alma está aprisionada en el cuerpo, pero es la que mantiene la cohesión del
cuerpo; y los cristianos están detenidos en el mundo como en una prisión, pero son los
que mantienen la cohesión del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal, y
los cristianos tienen su alojamiento en lo corruptible mientras esperan la inmortalidad en
los cielos. El alma se mejora con los malos tratos en comidas y bebidas, y los cristianos,
castigados de muerte todos los días, no hacen sino aumentar: tal es la responsabilidad
que Dios les ha señalado, de la que no sería licito para ellos desertar.
Porque lo que ellos tienen por tradición no es invención humana: si se tratara de una
teoría de mortales, no valdría la pena una observancia tan exacta. No es la
administración de misterios humanos lo que se les ha confiado. Por el contrario, el que
es verdaderamente omnipotente, creador de todas las cosas y Dios invisible, él mismo
hizo venir de los cielos su Verdad y su Palabra santa e incomprensible, haciéndola
morar entre los hombres y estableciéndola sólidamente en sus corazones. No envió a los
hombres, como tal vez alguno pudiera imaginar, a un servidor suyo, algún ángel o
potestad de las que administran las cosas terrenas o alguno de los que tienen
encomendada la administración de los cielos, sino al mismo artífice y creador del
universo, el que hizo los cielos, aquel por quien encerró el mar en sus propios límites,
aquel cuyo misterio guardan fielmente todos los elementos, de quien el sol recibió la
medida que ha de guardar en su diaria carrera, a quien obedece la luna cuando le manda
brillar en la noche, a quien obedecen las estrellas que son el séquito de la luna en su
carrera; aquel por quien todo fue ordenado, delimitado y sometido: los cielos y lo que en
ellos se contiene, la tierra y cuanto en la tierra existe, el mar y lo que en el mar se
encierra, el fuego. El aire, el abismo, lo que está en lo alto, lo que está en lo profundo y
lo que está en medio. A éste envió Dios a los hombres. Ahora bien, ¿lo envió, como
alguno de los hombres podría pensar, para ejercer una tiranía y para infundir terror y
espanto? Ciertamente no, sino que lo envió con bondad y mansedumbre, como un rey
que envía a su hijo rey, como hombre lo envió a los hombres, como salvador, para
persuadir, no para violentar, ya que no se da en Dios la violencia. Lo envió para invitar,
no para perseguir; para amar, no para juzgar. Ya llegará el día en que lo envíe para
juzgar, y entonces ¿quién será capaz de soportar su presencia?

Autor Anónimo
Obra del Siglo II que fue hallada en el Siglo XV

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