Sanchez Vazquez Invitacion A La Estetica OCR

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Invitación
a la estética
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Adolfo Sánchez Vázquez


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Invitación
a la estética

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índice • i .

introducción J3

Primera parte: A nverso y reverso de ía Estética' í ;


21
I. L a n e c e s i d a d d e l a E s t é t ic a ............... . . 23
¿Tiene la Estética derecho a existir?, 23. Proceso a la Estética, 27.
Los cargos del espectador “ ingenuo” y del conocedor “cultivado?’,
27. Las quejas del crítico de arte y del artista, 29. También el filóso­
fo arremete, 31. Suma y sigue. . ., 32. En defensa de la Estética, 33. /•",
Utilidad e inutilidad de la Estética, 34. Dialeclizar la Estética,
35. Estética y crítica de arte, 37. Teoría y práctica para el artista, -
38. La micro-Estética del lenguaje, 43. Conclusión, 46. . ^
II. E l OBJETO DE LA ESTÉTICA......................... .. ....................................... 47
La Estética como filosofía de lo bello, 48. La Estética como filo­
sofía del arte, 51. Estética y Ciencia del arte, 54. Una apropiación
específica de la realidad como objeto de la Estética, 55. »
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III. E l SABER ESTÉTICO ......................................... ............................... . . . 59


Estética y filosofía, 59. La Estética como ciencia, 61. La Estética1-
y otras ciencias, 64. Cuestiones de método, 68. Dos principios
metodológicos: el histórico y el estructural, 71.

Segunda parte: La relación estética de! hombre con el mundo . . . . . > 75

I. O rígenes y n a t u r a l e z a de la relación estética ................ .. 77


Diversas relaciones del hombre con el mundo, 77. Producción <
material y producción estética, 79. Producción y consumo estéti­
cos, 80. Pintura rupestre, pila bautismal, monolito azteca, 82.
Tres objetos distintos y una misma función, 84. De la función
originaria a la función estética, 85. Dos cuestiones acerca de la re­
lación estética, 88. Relación con objetos producidos sin finalidad
estética, 89. Producción sin finalidad estética de objetos que fun­
cionan estéticamente, 95. Consideraciones finales, 102:

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8 ÍNDICE

II. 1) E l o b j e t o ...................................... 105


La s it u a c ió n e s t é t ic a .
Sujeto y objeto en la situación estética, 105. Condicionantes de la
situación estética, 106. Potencialidad y efectividad del objeto es­
tético, 111. La existencia física del objeto estético, 112. Lo físico
sensible, perceptual, 114. Forma y significado en el objeto estéti­
co, 116. La realidad estética, 118. ¿Objeto irreal?, 119. ¿Objeto
psíquico?, 121. Palabras finales sobre el objeto estético, 125.

III. L a s i t u a c i ó n e s t é t i c a . 2) E l s u j e t o .................................... 127


El sujeto en la situación estética, 127. La percepción ordinaria,
127. La percepción estética, 131. Interés y desinterés en la situa­
ción estética, 134. ¿Fusión o distanciamiento?, 138. Dialéctica de
la identificación y el distanciamiento, 141.

Tercera parte: Las categorías estéticas ............................................. 143

I. LA CATEGORÍA GENERAL DE LO ESTÉTICO .................................. 145


Concepto de categoría, 145. Las categorías estéticas, 145. Breve
incursión en la historia de las categorías estéticas, 146. Lo estéti­
co en claves socrática y kantiana, 148. Lo estético y lo útil, 150.
La disputa sobre las fuentes de lo estético, 151. El objetivismo es­
tético, 151. El subjetivismo estético, 157. La superación de los
opuestos, 159.

II. ........................................... . 165


L a s v i c is i t u d e s d e l a b e l l e z a
“ Difícil cosa es lo bello” (Platón), 165. Belleza sin metafísica, 166.
Lo bello como categoría estética particular, 169. De lo bello en el
arte, 169. Hacia una definición real de lo bello, 174. El círculo de
hierro de lo bello clásico, 176. Más allá de lo bello clásico, 178.
Conclusión ante la dificultad de lo bello, 180.

III. L a s AVENTURAS DE LO F E O ...................................................... 183


Lo feo y las relaciones del hombre con el mundo, 183. La dimen­
sión estética de lo feo, 185. Lo feo en la realidad, 186. Lo feo en
la Antigüedad griega, 189. Lo feo en la Edad Media, 191. Lo feo
en el Renacimiento, 192. Lo feo en los tiempos modernos, 193.
La entrada de lo feo en el arte, 194. La rebelión práctica de lo feo
y la salvación teórica de lo bello, 194. El sujeto ante lo feo en la
realidad y en el arte, 197.

IV. Lo SUBLIME ............................................................................. 201


La dimensión humana de lo sublime, 201. Lo sublime en el arte,
202. Lo sublime como categoría estética, 202. Lo sublime en el
pensamiento estético: de Longino a Adorno, 203. Reflexión fi­
nal sobre lo sublime, 208.

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V. LO. TRÁGICO . . . . . . . . . . . . . . .................................. ............ '. . 211.»
Ló irágico en la vida real, 211. Lo trágico en el arte!, 214.-Primer
acercamiento a lo trágico, 216. La tragedia según. Aristóteles, .. 0'.,y'
' 216. Compasión e ideología, 219. Los fines en la colisión trágica,
22L Pesimismo y. optimismo trágicos, 223: - v . v ■,
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cómico .como fenómeno social, 231. Ló cómico como crítibá so-1,.:,y
cial, 233. La dimensión estética de lo cómico en la Vidaré^ly'"éiT’éí !, ‘VN1•J.i•'AÍ»*'
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arte, 234. Variedades de lo cómicc ■v> í';i'
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ra, 239. La ironía, 240. \ L« .' ;0 }
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Lo grotesco como categoría estética, 243. Lo grotesco en El Bosco, \W¡ NÍV .. si'.:;:: y,
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Bibliografía ..............;

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índice onomástico
índice de ilustraciones ...............

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Introducción

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La presénte obra es una invitación a los lectores de lengua, española ■:,


a penetrar ,en los’problemas que plantea la relación'con-un,,tipp,'Ü'é'
objetos que llamamos estéticos*. Se trata de u n a’relación.pecúliárN;1/^
que se distingue dé las relaciones que mantenemos con otros obje-1 .
tos. Dicha relación la consideramos en nuestro trabajo tal como la - í v'
vivimos y conocemos e n la actualidád, cualesquiera que sean sus
antecedentes u orígenes. Se trata, por tanto, de una relacióndatada}:
o delimitada históricamente, en cuanto que es la que mantenemos ' V
hoy con objetos remotísimos en el tiempo —como la pintura preti'isf:;'
tórica dé las cuevas de Altamira,(España)— con creaciones no;tah ‘,^;;¡:
remotas, aunque lejanas de nuestro tiempo (un templo maya, uñácá^íijfi'v.
tedral gótica.o un palacio renacentista) o, finalmente, con un produc^^ J
tb artístico de la cultura contemporánea (un cuadro de Chagall,;
edificio de Gaudí o un m uraldeJosé Clemente Orozco). Es justamejité;,
la relación, que llamamos estética, con esos objetos, la que cae dentro
del campo del estudió al que invitarnos a nuestros' lectores.';Áhorá-g:'’j;.
bien, sabemos que ¿diferencia de'lo que ocurre con las obras artísticas' V^'-
contemporáneas, los hombres no siempre mantuvieron con ciertos ob-H |,-:v
jetos (la pintura rupestre de Altamira, el templo maya de Chichén-Itza-/0
o la catedral gótica de Colonia) la misma rélació n ^ éstéfíca—- q ü é v '
hoy mantenemos con ellos. Es precisamente esta relación quéi desde \
nuestra perspectiva y sensibilidad contemporáneas^consideramos és-^v;*;
tética, así como el objeto de este peculiar comportamientohuitíanó;- lo ;
que constituye el punto de mira en nuestra invitación/* . ■■-.•;.i v‘,' '
. T \ i i i ' • j e '
Por los ejemplos anteriores, podría pensarse que el estudio al que 1
invitamos a nuestros lectores se refiere sóioilr§gjet^^i>^|fíc^^üé'liíóy^p';.’
^denominamosjojSra de^afte/ así como'a' nuestro éÓmpóií^'ipiéntpv;^
con respecto a effáTFero hay que precisar, desde ahora, que no'és^^;
nuestra intención reducir así nuestro campo temático0 ya 'cjde nos,. ; •
proponemos incluir en él todo lo que es objeto dé’lá xélacióri,'-‘dej,
comportamiento o de la experiencia de carácter estéticóy ya sea.qué^; ;;
se trate de un paisaje ha.tural,' una flor; un colibrí o un objéto prp- ^
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14 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

ducido por el hombre sin una finalidad estética (un vaso de cristal,
una lámpara, una mesa o un automóvil).
El examen de lo estético en sus diversas manifestaciones —natural
o artificial, artesanal o artístico, técnico o industrial— , tanto por lo
que toca a ciertos objetos como al correspondiente comportamiento
hacia ellos, constituye la temática central del presente libro. Con
todos los riesgos que conlleva esta temática sumam ente general,
ella es la que corresponde a una teoría general de lo estético. Lo
que se sostenga con respecto a esa temática, pretende valer teórica­
mente no sólo para la pintura rupestre de la cueva de Altamira, sino
también para el mural Guernica de Picasso.. Y pretende valer, asi­
mismo, no sólo para el Poema del Mió C id, sina también para el
Canto general de Pablo Neruda. Y, de modo análogo, para un templo
griego, una pirámide maya, una catedral gótica, o una estatua con­
temporánea. Y no sólo esto: pretende valer igualmente para ciertos
productos (no todos) artesanales, técnicos o industriales que, a di­
ferencia de los objetos nombrados en los ejemplos anteriores, no
podríamos considerar artísticos, aunque reconozcamos que hay en
ellos un lado estético.
Nos movemos, pues, en un terreno general; tan general que se
extiende no sólo desde la pintura mural de hace unos cuarenta siglos al
mural de Picasso del siglo xx, sino también desde lo que consideramos
propiamente como obras de arte a objetos utilitarios como un vaso,
un cuchillo, un mueble, o un artefacto técnico como ciertos mecanis­
mos o máquinas. Las estéticas tradicionales, especulativas, sucumben
al riesgo de una generalización que se vuelve de espaldas a lo concreto
real. Y sucumben precisamente al derivar lógica u ontológicamente
lo general —que es por otra parte el terreno propio de toda ciencia-
de un principio establecido a priori.
A lo largo de nuestro trabaj o, hemos procurado deslindarnos de se­
mejantes estéticas. Pero, ¿cuál es nuestra alternativa a tal deduccio-
nismo de las estéticas metafísicas o especulativas del pasado y, hasta
cierto punto, de no pocas del presente? No es, en verdad, la que siempre
han propuesto los empirismos y positivismos de uno u otro tipo. O
sea: el abandono o sacrificio de lo general en eras de lo concreto, de
lo empírico. Que el objeto de nuestro estudio debe ser lo empírico
—los objetos singulares que suscitan una experiencia estética—,
constituye la premisa básica de una teoría que, como la nuestra,
rechaza el apriorismo y la especulación en sus dominios. Que esta
realidad debe ser considerada en su totalidad sin segmentar o arrancar
de ella ciertas esferas (las que no se reducen a la realidad artística) o

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INTRODUCCIÓN ' 15
sin reducir una parte de ella —el arte— a una determinada fase de su
desenvolvimiento histórico, constituye una premisa también básica.
Esta premisa nos aleja de las estéticas que, unilateralmente, concen­
tran todo su interés en la práctica artística, así como de las estéticas
clasicistas o eurocéntricas que reducen aún más su interés al con­
centrarse en una form a histórica del arte: el clásico o europeo-oc­
cidental. En tercer lugar es la premisa básica de la Estética que
—como la nuestra— aspira a explicar objetiva, racional, científi­
camente una realidad específica —la constituida por los objetos
estéticos— ; aunque esta realidad específica, concreta, que tiene en
la mira, es tom ada, al reflexionar sobre ella, en sus determinacio­
nes más generales. Y con ella se distancia de las estéticas empiristas
que pretenden captar lo concreto, lo particular, pasando por alto
esas determinaciones generales. Cualquier intento de explicación
que no parta de estas premisas que entrañan —como vemos— una
atención1primordial a lo real (a lo “ concreto real” , como decía
Marx), pero considerado: á) en su totalidad (sin mutilaciones ni
exclusiones) y b) en sus determinaciones más generales, invalidará el
saber estético como teoría general de una realidad específica, con­
creta. Esta realidad se compone de un conjunto abierto e intermi­
nable de objetos, actos, procesos y experiencias singulares. No existe
real, efectivamente, el arte, sino obras de arte y vivencias, individua­
les ante ellas. Pero la posibilidad de explicar lo empírico, lo concreto
individual, pasa por lo general. Y para ello se necesita desplegar una
actividad teórica que consiste en la construcción del aparato con­
ceptual correspondiente. El adiós positivista a lo general es también
un adiós al conocimiento de lo real, de lo concreto singular. Lejos,
pues, de acercarnos a lo real, a lo empírico, nos aleja de él..
La Estética como teoría de una realidad, experiencia o compor­
tamiento humano específico, concreto, no puede prescindir de lo
general. Ciertamente, hay niveles distintos de teorización o genera­
lidad. El nivel en que se sitúa el presente volumen, como teoría de
la realidad y la experiencia estéticas, es el más general en este campo
específico. Es, en pocas palabras, el de lo estético en su totalidad;
como decíamos anteriormente, sin amputaciones ni exclusiones: lo
estético en la naturaleza, en el arte, en la técnica, en la industria, en
la vida privada o pública, en los centros de trabajo o de esparci­
miento, en el hogar o en la calle. Ciertamente, dentro de esta gene­
ralidad tan amplia, hay una generalidad más estrecha: la del nivel
del arte,'sin que esto disminuya el papel preeminente que tiene en
el campo de lo estético: Y habría, asimismo, otro nivel degenerali­

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16 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

dad dentro del marco de lo estético, representado por lo estético


no artístico, en el que se encontraría lo estético natural, constitui­
do por objetos no producidos por el hom bre que pueden suscitar
en él una experiencia estética, así com o lo estético artificial, consti­
tuido en nuestra época tanto por objetos creados con una finalidad
estética (las obras de arte) com o por objetos producidos con una
finalidad extraestética (productos técnicos, industriales o usuales
de la vida cotidiana) que, sin em bargo, son fuente de actitudes o
experiencias estéticas.
En este vasto campo de objetos y comportamientos humanos hacia
ellos, nuestra Invitación a la Estética se sitúa en el nivel más alto de
generalidad, o sea: en sus determinaciones más generales, que son
las que corresponden a todo lo estético sin excluir ninguna de sus
manifestaciones reales ni amputar ningún segmento de su desenvol­
vimiento histórico. Sin embargo, dejamos para otra ocasión el ocu­
pamos especialmente —más allá de las determinaciones generales que
comparten con otras regiones de lo estético— de las regiones particu­
lares del universo estético que adjetivan lo estético cuando se da
en el arte, la naturaleza, la técnica, la industria o la vida cotidiana.
Ciertamente, a lo largo del presente trabajo habrem os de referir­
nos a manifestaciones concretas de esas diferentes regiones y sobre
todo a las del arte, tomando en cuenta el papel preeminente que,
en nuestra época, tiene en él la función estética. P or supuesto, no
olvidaremos un solo momento que independientemente de que tal
función no tenga esa preeminencia fuera del arte —en la industria,
la técnica o la vida cotidiana—, no se puede negar su presencia, ra­
zón por la cual podemos hablar de lo estético técnico, lo estético
industrial o lo estético en la vida cotidiana. Esto significa, asimismo,
que estos niveles específicos de lo estético participan —aunque en
distinta forma y con diverso alcance— de esa generalidad estética que
nos toca ahora estudiar y que, por otra parte, siempre tiene como
escenario la realidad y la historia en las que surge y se desarrolla lo
concreto, lo empírico y singular.
De ahí que, a este nivel más alto de la generalidad de lo estético,
nos hayamos propuesto superar los intentos de otras estéticas de
reducir su estudio a una esfera que, por importante que sea —como
es la del arte—, constituye un dominio específico o una región par­
ticular junto a otros —como lo estético artesanal, natural, técnico,
industrial o usual— dentro del campo más general de lo estético.
Nuestro enfoque, por esta razón, es universal: nada de lo estético
le es ajeno. No importa la época en que haya surgido lo que hoy se

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INTRODUCCIÓN
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nos presenta como tal: un objeto prehistórico o histórico, pasado o


presente. No importa la función prioritaria que haya cumplido origi­
nariamente, o cumpla en la actualidad: como objeto de culto religio­
so, instrumento de poder, artículo usual o utilitario. No importa
tampoco el lugar en que se ponga de manifiesto su función estéti­
ca: en la iglesia o el palacio, en el taller o en la fábrica, en el merca­
do o en la vida doméstica, en el museo ó en la galería artística.
Lo estético puede darse para nosotros en cualquier tiempo/ en
cualquier lugar y cualquiera que sea la función extraestéticá que el
objeto pueda cumplir, junto con su función estética. Somos conscien­
tes de que éste es un enfoque universal, en virtud del cual admitimos
que podemos comportarnos estéticamente con objetos que en otros
tiempos, dadas sus funciones primordiales y los lugares en que* las
ejercían, no suscitaban ese comportamiento que corresponde a l a
sensibilidad moderna, y sobre todo a la contemporánea. Una sen­ o .
sibilidad que, en su desarrollo, debe más a las revoluciones políticas;
sociales y artísticas de nuestro tiempo que a las estéticas dominan­
tes, vueltas de espalda a todo lo que en el universo estético real no
es arte, y arte, a su vez, reducido a la fase histórica de éste—clásica.o
renacentista— privilegiada en la cultura occidental. . > ..
Nuestra Estética ancla, pues, en esta universalidad de lo estético
y de lo artístico, en particular. Pero su universalismo es histórico.
No sólo porque se ha alcanzado históricamente —en el pasado no
existía—, sino porque como hombres de nuestro tiempo —tiempo
de descolonización en todos los órdenes—, no podemos dejar de
considerar lo estético como un patrimonio universal. Este univer­
salismo es el que nos permite acercarnos a un crucifijo del siglo XVI
o a una máscara ritual africana, viendo en ellos respectivamente no V;
un objeto del culto religioso, o una simple pieza etnográfica, sino dos ■!
“ obras de arte” . Pero, esta integración del crucifijo y de la másca­
ra en el universo estético requiere, en el primer caso, abstraer el
crucifijo de su función religiosa y, en el segundo, desligar la máscara
no sólo de su función mágica o ritual, sino también del imperialismo
estético clasicista u occidental. Se trata, en ambos casos, de un en7
riquecimiento del universo estético al superar la unilateralidad fun­ ....•; v xv:
cional del objeto; dejar de estar adscrito forzosamente a su función , ' ■-i*■\• "v.'tl.V
rv#
originaria y adquirir otra nueva: la estética. Pero, se trata asimis- ;
mo de no concebir esta última y nueva función exclusivamente en; !^ /1r.’ 1í
una forma histórico-concreta: la propia del arte occidental, clásico ; ■. C -v $
o clasicista. Este universalismo de lo estético que se pone de mani­
fiesto, como vemos en los ejemplos anteriores, en el enriqueci-

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18 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

miento y ampliación de sn ám bito propio, y en la superación de la


unilateralidad funcional de los objetos mencionados, constituyen
conquistas irreversibles de la sensibilidad estética contemporánea.
A esta sensibilidad pretende responder nuestra Estética. Es, pues,
una teoría general de lo estético que aspira a dar razón de lo con­
creto, pero a la luz de conceptos que se sitúan en el marco de esta
sensibilidad contemporánea, que es a la vez universal e histórica.
Una teoría estética que, asimismo, no puede ignorar las exigencias
propias de una exposición rigurosa, objetiva y fundada. Lo cual
no excluye otras exigencias que provienen de la materia de que se
trata y de los lectores a los que se dirige. P or la naturaleza de su
materia —los problemas fundamentales de la relación y la expe­
riencia estéticas—, el interés que puede suscitar rebasa el marco
simplemente académico, aunque nuestra exposición no puede —ni
debe— desprenderse de la huella que, en el presente libro, dejan
los cursos docentes universitarios que, durante años, precedieron o
acompañaron a la elaboración de esta obra.
Todos vivimos —académicos o no— en ciertos momentos de nues­
tras vidas, en una situación estética, por ingenua, simple o espontá­
nea que sea nuestra actitud como sujetos en ella. Ante la flor que
se obsequia, el vestido que se elige, el rostro que cautiva o la can­
ción que nos place, vivimos esa relación peculiar con el objeto que
llamo situación estética. Y la vivimos guiados por cierta conciencia
o ideología estéticas. La relación es más profunda ante una obra
de arte, aunque no por ello deja de ser inmediata y, en gran parte,
espontánea. Ya en un nivel más reflexivo, aunque su punto de par­
tida es una relación inmediata con el objeto, tenemos una relación
con él más propiamente teórica, si bien a diferentes niveles de genera­
lidad, como es la relación que mantienen el crítico o el historiador .
del arte. Así pues, el círculo de los que tienen cierto trato con el
universo estético y, en particular, con la producción artística, rebasa
con mucho el de un círculo específicamente teórico o académico. Es
un círculo que comprende no sólo al contemplador ingenuo o culto,
espontáneo o reflexivo, sino también al artista, al critico, al histo­
riador, al investigador y, por supuesto, al docente en esta materia.
Aunque la teoría es necesaria, indispensable, para quienes como
el esteta, el teórico del arte, el critico o el historiador del arte, el
docente o estudiante de Estética tienen que ver profesional o aca­
démicamente con esta disciplina, no sobra en modo alguno para
quienes como creadores o espectadores, productores o consumi­
dores se hallan en relación directa con ciertas regiones del univer-

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INTRODUCCIÓN 19

so estético (las artesanías, el arte, el diseño técnico o industrial).


Así pues, el sector académico o profesional especializado en este
campo no puede monopolizar el interés por la Estética, o por la teoría
de las diferentes regiones en que se ramifica el universo estético. De
ahí también que, al abordarse la problemática estética general, el
presente libro se dirija, más allá de ese sector especializado, a un
amplio círculo de lectores que lo rebasa y que, sin mengua del ri­
gor indispensable, se haya procurado que la lectura del texto sea lo
más ágil, clara y atractiva posible. Con este fin, lo hemos descarga­
do de las notas y referencias —salvo las indispensables— que obli­
gan a hacer un alto frecuente en la lectura, y por tanto a que ésta
sea más lenta y sufrida.
No nos hemos propuesto que el libro sea un repertorio de respues­
tas acabadas. Por el contrario, hemos procurado que la naturaleza
problemática del estudio de la Estética se mantenga en nuestro tra­
bajo desde el comienzo hasta el fin, sin que esto signifique que re­
huyamos por ello ofrecer nuestras propias respuestas, o hacer
nuestras las de otros, aunque confrontándolas con las que se ale- ■
jan de, o se contraponen a las nuestras. Por todo ello, no hemos
dado a nuestro libro el título de Estética a secas, sino el de Invita­
ción a la Estética, porque dado que no estamos ante un repertorio
de soluciones sino de problemas abiertos, invitamos a nuestros lec­
tores a enfrentarse a ellos desde el nivel de sus conocimientos y /o
de sus experiencias en su trato con lo estético.
Nuestra exposición se halla dividida en tres partes. En la primera,
“Anverso y reverso de la Estética” , tratamos de poner de relieve, en
toda su agudeza, el carácter problemático de la Estética. Con este
motivo, no hemos dudado en abrirle un proceso a la Estética, de­
jando que en él tomen la palabra sus detractores (profesionales o
no en este campo), como son: el espectador “ ingenuo” , el conoce­
dor “ cultivado” , el crítico de arte, el filósofo (o al menos, cierto
filósofo), el científico del arte, o el historiador en este campo. Y
hemos puesto a la Estética —tal como nosotros la concebimos— en
la necesidad de defenderse ante los diversos cargos que se le hacen,
y justificar así su derecho a existir. Una vez justificada su existen­
cia, hemos tratado de delimitar su objeto de estudio, adentrándonos
en una de las cuestiones más debatidas, y hemos procurado asimis­
mo desentrañar Jas características fundamentales'de un saber esté­
tico con vocación científica frente a las tendencias especulativas y
empiristas. En la segunda parte, “ La relación estética del hombre
con la realidad” , nos ocupamos primero de los orígenes y naturaleza

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20 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

de esa relación, tomandb en cuenta su dimensión histórica y social*


para considerarla después en la relación concreta, singular, que llama*
mos situación estética, y en la cual el sujeto y el objeto se comportan
con la modalidad peculiar —distinta de la que tienen fuera de esa
situación—, que nosotros tratamos de caracterizar. La tercera parte,
“ Las categorías estéticas” , se abre con el estudio de la categoría
más general en este campo, justamente la de lo estético. Sin pre­
tender agotar el repertorio categorial, se pasa después a las categorías
específicas: lo bello, lo feo, lo sublime, lo trágico, lo cómico y lo
grotesco. En el estudio de estas categorías hemos rehuido las de­
finiciones abstractas, apriorísticas, que tanto abundan en las estéticas
tradicionales, y hemos partido de lo que nos ofrece históricamente
la experiencia estética y la práctica artística.
Queda pendiente para otra ocasión la exploración del universo
estético, concebido desde el mirador de nuestra sensibilidad con­
temporánea y, por tanto, como un universo abierto y sin límites, en
el que podemos distinguir varias regiones fundamentales, a saber: lo
estético natural, lo estético artístico, lo estético técnico e industrial
y, finalmente, lo estético en la vida cotidiana. En todas estas regio­
nes se hace presente lo estético, pero en cada una de ellas de dis­
tinta manera. No corresponde al presente libro, pues, el estudio
de esas diversas y específicas manifestaciones de lo estético. A él
habrán de consagrarse otros trabajos y fundamentalmente dos: uno,
dedicado a las artes que, por cierto, no se reducen a su lado estético, y
otro, a lo estético no propiamente artístico (en la naturaleza, la ar­
tesanía, la técnica, la industria y la vida cotidiana). Pero, aunque lo
estético artístico debe ser objeto de un estudio especial (como teoría
de las artes o del trabajo artístico), nos interesa subrayar desde
ahora el lugar privilegiado que ocupa en el universo estético, consi­
derando el papel preeminente que tiene para la conciencia estética
contemporánea. E interesa destacar asimismo el papel central que
tiene en las artes, a diferencia de lo que sucedía en otras épocas, o a
diferencia también de lo que sucede hoy en otras regiones del univer­
so estético, la función que consideramos estética.
Con esta introducción, queda abierta la puerta al campo de los
problemas generales y fundamentales de la Estética. A los lectores
que ya han recorrido este tramo introductorio, los invitamos a en­
trar en él.

S rfln n fS rrh v P .a m S c a n n e r
I. La necesidad de lá Estética

¿ Tiene la Estética derecho a existir?


Al iniciar nuestro estudio de la Estética partimos del supuesto de
que las investigaciones en este campo han de darse en un territorio
o ámbito propios, pues de lo contrario carecería de sentido dicho
estudio. Pero, al tratar de fijar sus límites y señalar los caminos más
adecuados para transitar por él, surgen y se encadenan una serie de
problemas. Estos problemas son, en primer lugar, los de precisar el
objeto sobre el que versa, así como los del método o métodos más
certeros de acuerdo con la naturaleza de su objeto y, en segundo
lugar, y en concordancia con esos dos problemas, los de definir la
Estética misma y determinar la utilidad o ventaja de su estudio.
El cúmulo de respuestas diversas, e incluso antagónicas a estas ,
cuestiones, pone de manifiesto cuán difíciles e inciertas son las in­
vestigaciones en este campo. Arredrados ante tantas dificultades
no han faltado —sobre todo en nuestra época— quienes hayan pro­
puesto lisa y llanamente abandonar su estudio. En verdad, no de­
jan de ser inquietantes los argumentos con que se niega a la Estética
su derecho a existir como una rama legítima del conocimiento. Y
entre esos argumentos están los de que la Estética carece de objéto .
propio; que si lo tiene, dado su carácter vaporoso u opaco a la razón ,
no permite explicaciones objetivas, fundadas; que por sus generali­
zaciones ilegítimas y su esencialismo se halla vuelta de espaldas a lo
concreto real y, finalmente, que su estudio carece de provecho para
quienes —como los espectadores, creadores, críticos o historiado­
res— se hallan en una u otra relación con la experiencia estética en
general, o con el arte en particular.
En consecuencia, lo que con estos argumentos se pone en tela
de juicio es el derecho mismo a existir de la Estética, derecho que
sólo podría justificarse si dispone de objeto y método propios;;
Ahora bien, aunque sólo podremos responder en definitiva a esta
cuestión al poner punto final al presente libro, no podríamos iniciar

•/ ‘ f '•

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24' INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

nuestro estudio si no nos aventuráram os a responder —aunque sea


provisionalmente— a la cuestión m edular del derecho de la Estéti­
ca a existir. Nos vemos obligados, por ello, a exam inar los argu­
mentos de quienes, situados en diferentes niveles o planos en su
trato con lo estético o movidos por diferentes preocupaciones en
sus relaciones estéticas con la realidad, dudan de, o rechazan cate­
góricamente, la validez teórica o las ventajas prácticas del estudio
de la Estética.
Una cautelosa exploración en este cam po m inado nos permite
reconocer, sin embargo, que para nosotros existe un conjunto de obje­
tos a los que atribuimos ciertas cualidades específicas y al que llama­
mos, justamente porque sus objetos las poseen, universo estético. En
este universo incluimos tanto seres naturales (un paisaje, una flor,
un colibrí) —es decir, seres que no deben su existencia al h o m b re -
como objetos artificiales, producidos por el trabajo humano, y entre
los cuales figuran: objetos usuales de la vida cotidiana, productos
artesanales o industriales, determinados dispositivos mecánicos o
técnicos y, finalmente, los productos humanos, que llamamos obras
de arte y que, en nuestra época, ocupan un lugar privilegiado
dentro del rico y variopinto universo estético. Todos los miembros de
este universo, por muy diversos que sean o por mucho que se distingan
entre sí dada su diferente apariencia sensible, estructura interna o
función y finalidad, tienen algo en común que es lo que justifica,
desde nuestra perspectiva contemporánea, su pertenencia al uni­
verso estético. Hay que reconocer que no todos los objetos que hoy
admitimos como legítimos pobladores de ese universo, fueron siem­
pre reconocidos como tales. Esto nos obliga a ser cautelosos con
respecto a su filiación estética futura, cuidándonos de afirm ar que
todos ellos, en el futuro, seguirán formando parte de ese universo.
No olvidemos que en un pasado aún reciente, el mapa de lo estético
no incluía, por ejemplo, en su continente artístico al arte prehispá­
nico. Y tenemos presente asimismo, para no caer en cómodas predic­
ciones, que ciertos objetos —máquinas o productos industriales—
hasta bien avanzado el siglo x ix eran considerados por su fealdad
como la negación misma de lo estético.
Pero, si hoy reconocemos que existe algo así como un universo
» estético y, con él, un modo de apropiación, contemplación o com­
portamiento humano específico ante sus objetos, y si, por otra parte,
advertimos que uno y otro no son estudiados en su especificidad
por ninguna de las ciencias particulares que conocemos hasta ahora,
podemos concluir que se hace necesaria una ciencia especial que se

k k\ # o m C^OnnPf
LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA 25
ocupe de esos objetos y del com portam iento hum ano hacia ellos,
así como de las condiciones individuales y sociales en que se dan
dichos objetos y ese comportamiento. Y esa ciencia es precisamente
la Estética. Como toda ciencia que versa sobre hechos, experiencias o
relaciones empíricas, tiene un objeto propio de estudio, distinto del
que tienen otras ciencias particulares, y como todas ellas aspira a con­
siderar su objeto de un modo sistemático, fundado y racional.
La realidad peculiar y el comportamiento humano específico que
constituyen el objeto de la Estética, no pueden ser separados del
todo en que se integran otras realidades y otros com portamientos
humanos. De ahí que no pueda desvincularse de las ciencias —como
la psicología, la economía, la sociología, la lingüística, la semiolo­
gía, la teoría de la información, etcétera—, que estudian realidades y
relaciones entre los hombres que influyen en lo estético o condicionan
su existencia. Pero ello no anula la necesidad de la Estética como
ciencia especial y autónoma. Y esto es válido incluso cuando se ocupa
de objetos o fenómenos estudiados también por otras ciencias huma­
nas o sociales. Naturalmente, al hacerlo, no se limitará a repetir lo
que, gracias a ellas, ya se sabe acerca de su objeto; sino que lo hará
desde otro ángulo, o prestando atención a aspectos irrelevantes o
ignorados deliberadamente por dichas ciencias. Así, por ejemplo,
aunque las distintas ciencias naturales se reparten el conocimiento
de la naturaleza, ninguna de ellas atiende a lo que el hombre ve en
ella como lo “ bello natural” o “ naturaleza estetizada” . Atender á
esta naturaleza peculiar es tarea no de las ciencias naturales, sino
de la Estética. Ningún botánico se preguntará, acerca del ser de la
encina, lo que se pregunta el poeta Antonio Machado, al interrogarla:

¿Qué tienes tú, negra encina ' .


campesina, ;*
con tus ramas sin color
en el campo sin verdor;
con tu tronco ceniciento
sin esbeltez ni altiveza,
con tu vigor sin tormento,
y tu humildad que es firmeza?

Ahora bien, no es la encina natural castellana, sino la encina hu­


milde y firme que sólo existe efectivamente por obra y gracia del
poeta, la que pertenece al tipo de objetos que interesá, no a la bo-

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26 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

tánica, sino a la Estética. A veces se trata de experiencias ya exis­


tentes para otras ciencias, pero que la Estética las considera desde
otro ángulo que escapa a ellas. Así sucede por ejemplo con la per­
cepción. La psicología se ocupa de la percepción ordinaria, o de la
percepción en general, cualquiera que sea la form a que asuma en
diferentes relaciones humanas: cognoscitiva, práctico-utilitaria,
productiva o estética. Pero corresponde a la Estética estudiar los
rasgos propios de esta forma específica de percepción que es esen­
cial en el comportamiento estético. En suma, se hace necesaria una
disciplina particular, autónom a, que se haga cargo de todo ese te­
rreno no cultivado, o cultivado en otra forma por otras ciencias. Y
esa disciplina es justamente la Estética.
Aunque ya en la Antigüedad griega encontramos reflexiones so*
bre problemas estéticos (desde los filósofos presocráticos del siglo
VI antes de nuestra era), la Estética, como rama del saber o discipli­
na filosófica especial, es relativamente joven. Nace a mediados del
siglo xviii cuando el filósofo alemán Alexander Baumgarten cons­
truye la primera teoría estética sistemática a la que da, también por
primera vez, el nombre de Estética (del griego aisthesis, que significa
^^literalmente “ sensación” , “ percepción sensible” ). En consonan­
cia con el significado originario del término, Baumgarten entiende
por Estética una teoría del saber sensible o conocimiento inferior
con respecto al saber racional, superior, que es objeto de la lógica,
y a la teoría de las acciones de la voluntad, objeto de la ética.
Nace, pues, la Estética como una disciplina filosófica, destinada
a estudiar una forma de conocimiento oscuro, inferior, y no un tipo
específico de lo real; es decir, nace sin fundamento empírico, histó­
rico y social y, por tanto, con una abrum adora carga especulativa.
Sin embargo, ya en su nacimiento mismo se subraya algo que hasta
hoy conserva su validez, más allá de sus límites especulativos: su
atención a lo sensible. Posteriormente, se abren a la Estética cami­
nos diversos que van desde la reafirmación y extensión de su fardo
especulativo originario, hasta el intento de constituirse en una disci­
plina científica autónoma. Pero el peso de ese fardo especulativo
ha sido tan grande, sobre todo en las estéticas metafísicas, y sigue
siéndolo todavía en las que la reducen a una rama de la filosofía, y
las dificultades para construirla como una verdadera ciencia han sido
tan irrefrenables que su propia existencia se vuelve problemática. “No
hay Estética” , sentencia el filósofo analítico J.A . Passmore; “ La
Estética no existe ni puede existir” , afirma el poeta Paul Valéry,
aunque reconoce que constituye “ una gran, mejor dicho, irresisti-

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LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA 27

ble, tentación” . P o r ello, volvamos a preguntarnos, ansiosos ya de


ir más allá de una respuesta provisional: ¿se justifica la necesidad
de la Estética? Lo que equivale asimismo a preguntar: ¿tiene la Es­
tética derecho a existir? Pero antes de dar nuestra propia respuesta,
interroguemos a quienes —profesionalmente o no, a un nivel es­
pontáneo o reflexivo— se relacionan con lo estético en general, o
lo artístico en particular, y conozcamos los cargos que, en diverso
tono y con diferentes argumentos, lanzan contra la Estética po­
niendo en tela de juicio su existencia misma.

Proceso a la Estética
La Estética al parecer no tiene muchos valedores. Abundan los que
le niegan el pan y la sal, o sea el derecho a vivir su vida. Así pues,
antes de seguir adelante abramos un proceso a la Estética. No du-'
demos incluso en sentarla en una especie de banquillo de los acusados
y en citar a juicio a sus diversos acusadores, a saber: el espectador
“ ingenuo” , el conocedor “ cultivado” , el crítico de arte, el artista,
el filósofo (o más exactamente, cierto filósofo), el historiador y el
científico del arte. Escuchemos primero a sus detractores y luego
veamos lo que la Estética (o al menos, determinada Estética) po^
dría responderles en el proceso que le hemos abierto.

Los cargos del espectador “ingenuo” \


y del conocedor “cultivado”
El espectador ”ingenuo ” : “ ¿Qué puedo ganar con la Estética? ¿Me
servirá para distinguir el arte de lo que no lo es? ¿Acaso podré con su
ayuda apreciar mejor una obra artística? ¿No ganaré más leyendo
los libros que prometen enseñar ‘cómo se mira un cuadro* o ‘cómo
leer una novela’? En ellos encontraré al menos alguna ventaja
práctica que ningún tratado de Estética me podrá dar. Y si pensa­
mos en el artista, en un joven pintor por ejemplo, ¿es que el estudio
de la Estética le hará pintar mejor? Lo dudo. En consecuencia, si
no me sirve como espectador ni sirve tampoco al creador, la Estética
por mucha teoría que almacene en sus libros no deja de ser inútil
cuando uno se enfrenta a problemas concretos, prácticos, ante una
obra de arte. Con esto no niego que pueda servir a intelectuales
entretenidos en ‘rizar el rizo’ o a filósofos de salón ocupados siempre
en lo que menos sirve en la vida real.”

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28 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Hasta aquí el espectador “ ingenuo” con su lenguaje sencillo, sin


rodeos, y un tanto provocador. No obstante, acaba de plantear un
problema vital: ¿para qué sirve la teoría — la Estética en este
caso— a la práctica? Retengámoslo en nuestra mente porque con
su desnuda y espontánea form ulación, está planteando nada me­
nos que el problema medular de las relaciones entre la teoría y la
práctica, aunque sólo lo haga con respecto a esa manifestación es­
tética peculiar que es el arte. Pero oigamos o tra voz.
El conocedor “cultivado” : “ Desde hace años no me pierdo en
esta ciudad ninguna exposición importante. Ayer estuve en el Museo
de Arte Moderno solazándome con el geometrismo de Manuel Fel-
guérez y las “ lluvias abstractas” de Vicente Rojo, y hoy he terminado
la lectura de la novela más reciente y más vendida, según las en­
cuestas, de Gabriel García Márquez: El general en su laberinto.
Por lo que se refiere a la producción artística y literaria, más acá o
más allá del charco, estoy al día, lo que no es fácil en nuestra época.
Nada de lo que se exhibe con éxito en Nueva York o París me es
ajeno, aunque sea a través de las revistas norteam ericanas o fran­
cesas de arte, y de los últimos ‘gritos’ no hay ninguno que escape a
mis oídos. Cierto es que en todos estos años unos estilos se suceden
a otros y, a veces, vertiginosamente. Es difícil no marearse ante
tanto cambio. Por ello guardo celosamente el último diccionario
de ismos, publicado recientemente en inglés, pues el que yo tenía
en español de Cirlot ya quedó muy viejo. Hay que estar al día, antes
de que —como decía un antiguo filósofo, cuyo nombre no recuerdo—
el hoy se convierta en ayer. Todo esto me afirma en la convicción de
que el arte, como la manifestación más alta de la cultura estética, es
un territorio inestable, sujeto a cambios bruscos e inesperados, sobre
todo en nuestra época, cambios que marean a muchos. ¿Quién podría
sospechar a comienzos de siglo la boga posterior, no la moda, del arte
abstracto? ¿Quién se imaginaria a su vez hace unos años, en pleno
auge del arte abstracto, no figurativo, que la figura retornaría con
el pop-artl ¿Y, menos aún, que las reacciones contra el objetualis-
mo —o apoteosis del objeto según mi diccionario— darían paso a
este novísimo arte conceptual? ¿Qué dirían los antiguos si levanta­
ran la cabeza? ¿Qué dirían los modernos ante los embates del pos­
modernismo? Pero, en verdad, no hay que retroceder mucho para
encontrarlos, piies los antiguos y los modernos están ahí, cerca de
nosotros, a la vuelta de la esquina, irritados o desconcertados ante
todo arte no representativo. Y todo ello para no hablar del arte ecoló­
gico, del arte hidráulico, del arte del cuerpo, del arte computarizado,
LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA 29
del arte cinético, etcétera, junto a los cuales el arte no figurativo de
las vanguardias del siglo X X , que tanto escandalizó a nuestros abue­
los, resulta ya de lo más anacrónico y tradicional. Pero incluso re­
firiéndonos sólo a éste, vemos que desde el Renacimiento a nuestro
siglo, cambian los estilos, los gustos artísticos y las preferencias es­
téticas. Lo que ayer provocaba conmoción, hoy no sobresalta a na­
die. Lo que en el pasado se rechazaba, hoy se acepta dócilmente. La
música de Stravinsky, silbada en París en su primera ejecución, es
hoy —para un conocedor cultivado como yo— una música pegajo­
sa. ¿Quién se atreverá, por tanto, a pisar firme en esta arena mo­
vediza? ¿Quién a izar banderas fijas, es decir, principios generales,
con la pretensión de valer para tan diversos estilos y movimientos
artísticos? Y, sin embargo, tal es la ilusoria aspiración de la Estética:
establecer algo firme, absoluto, universal, esencial, allí donde todo es
movedizo, relativo, concreto e inestable. Ante esta pretensión desca­
bellada, no tenemos más remedio que gritar: ‘ ¡Viva el arte! ¡Abajo la
Estética!’. ”
He aquí lo que opina el conocedor “ cultivado” . Ve a la Estética
meciéndose dulcemente en una hamaca intemporal, abstracta, ciega
para el arte que se agita y mueve por doquier. Pero demos paso a
nuevos detractores de la Estética.

Las quejas del crítico de arte y del artista


El crítico de arte: “ En las galerías me encuentro siempre con un con­
junto de cuadros, mejor o peor colgados, que son producto, cada
uno de ellos, de un proceso creador único e irrepetible. Mi tarea
como crítico consiste en penetrar en la estructura de cada obra y
tender un puente entre ella y el espectador que facilite a éste el ac­
ceso a su organización interna, al principio único que la rige y, de
este modo, mostrar sus valores estéticos. El crítico, por tanto, no
puede repetirse, pues cada vez tiene que habérselas con una nueva
obra a la que no son aplicables los conceptos, principios, normas o
valores propios, descubiertos en otras. Por todo esto, nuestra labor se
vuelve tan difícil, tan incierta e incomprendida y, en ocasiones,
tan ingrata y amarga. Mi compañero, el crítico literario Emmanuel
Carballo, ha denunciado muy justamente y en más de una ocasión,
esta incomprensión, esta ingratitud y esa amargura. Cuando nos en­
frentamos a una obra única como el cuadro Las señoritas deAvignon
de Pablo Picasso, o el mural de Diego Rivera Sueño de una tarde
dominical en la A lameda, ¿de qué valen las afirmaciones generales del

y C ám Scanner
30 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

esteta? El marcha por un camino; nosotros por otro. El suyo es el


general y abstracto de la teoría; el nuestro, el singular y concreto de
la vida: el de la experiencia estética que es suscitada por la obra con­
creta y única. No está de más recordar el famoso aforismo de Goethe
acerca de la grisura de la teoría y el verdor de la vida. En suma, el
esteta puede seguir haciendo afirmaciones generales; pero los críticos
al enfrentarnos a la obra singular, podemos pasarnos sin ellas. Pero
no sólo nosotros; también el espectador y el artista pueden ignorar­
las, pues no las necesitan. Por el contrario, si de alguien necesita el
espectador al contemplar la obra de arte, o el artista al crearla, es
precisamente del crítico. O sea: de este juez tan extraño que está
obligado a juzgar cada obra sin poder recurrir a ningún código.”
Toca ahora su turno al artista, que por su papel decisivo en la crea­
ción de la obra, considera que debe ocupar en el presente debate
una posición central.
El artista: ‘‘Lo importante para nosotros es crear y ninguna teoría
podrá sacarnos de apuros en el proceso de creación. En el acto crea­
dor, el artista se encuentra sólo. El poeta ante el papel en blanco o
el pintor ante el lienzo desnudo son como exploradores inseguros
que, sin brújula, tienen que aventurarse por senderos desconoci­
dos. No hay señales en el camino que puedan orientarle. No hay
reglas que le marquen los pasos justos. Lo que diga el crítico, después
de haber recorrido el incierto y, en ocasiones, doloroso camino, le
llega demasiado tarde. Pero ¿acaso podrá acogerse previamente a
los principios, normas o prescripciones que la Estética pone al al­
cance de su mano? Tampoco. El artista está condenado a ser libre,
a darse su propia ley y de nada le valdrá buscarla fuera de él. ¿De
qué le sirvió a Lope de Vega en la acción dram ática de Fuenteove-
juna la ley aristotélica de las tres unidades? ¿De qué le sirvieron a
Velázquez las reflexiones de su coetáneo Palom ino cuando en Las
meninas pintó algo jamás pintado: el aire? ¿Cómo puede encauzar
una teoría estética el impulso creador del artista cuando su azarosa
tarea consiste precisamente en pisar terrenos jam ás pisados, en ha­
blar una lengua nunca hablada o en producir una realidad que sólo
puede existir como realidad creada por él? Ciertamente, lo que la
Estética le diga será tanto menos válido cuanto más general sea, y
por consiguiente cuanto más alejado esté de los problemas concre­
tos e inesperados que al artista ha de resolver. En consecuencia,
cuanto más general y abstracta, tanto más inútil para el artista. ¿Y
qué decir de la Estética que se entromete en nuestro trabajo, tra­
zándole límites, normas o caminos a seguir? Ejemplos de ella no

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•vi,

LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA

faltan lamentablemente incluso en nuestra época (recuérdense los


tiempos aún frescos del ‘arte dirigido’ bajo el nazismo y el stalinis- ^
mo). Digamos rotundamente que el artista tiene que rechazar el arte
por decreto y la Estética normativa que pretende justificarlo. Pero ^:'V,
si, por razones ajenas a la voluntad del artista, el arte no escapa
determinadas condiciones históricas a cierto normativisrrio, y nun- . v
ca les falta una ‘buena razón’ para recurrir a él a las iglesias de una; v yf*;-
u otra naturaleza (religiosa, moral, política) y entrometerse así en;i
nuestra labor, anhelemos vivamente que se mantengan lo más alé- ^
jadas posible,’mordiéndose la cola con sus normas y abstracciones..;;;^
Ciertamente, su intromisión en nuestra práctica al empeñarse en
justificar un arte dirigido o regimentado sólo puede ser funesta.para-:¡. ;>$,•
el artista. ¡Más vale en definitiva una Estética distante, pero'inócuá,
que una Estética vecina y entrometida empeñada en poner una ca­
misa de fuerza a nuestro impulso creador!” •, ; , , v íri

■',\<f- "*i
,■
También el filósofo arremete
Aunque ía Estética ha sido considerada desde su nacimiento (con ,
Baumgarten y Kant, en el siglo xvm ) como una rama de la filoso- ■i:
t
fía, y aunque a lo largo de casi veinticinco siglos, casi todos ló^i;:;^ ; j.n e

grandes filósofos (Platón, Aristóteles, Hume, Schiller, Kant y.Hcgel/t:.’;1;; ^


entre otros) han reflexionado sobre sus problemas, no faltan en .
nuestros días filósofos que consideran sus títulos teóricos bástante;dü¿;^ 5 >
dosos. Se ha visto así sujeta a un ataque frontal como él, que
desencadena el filósofo analítico John Passrriore en su ensayo- Th'é-
Dreariness o f Aesthetics (en W. Elton, Aesthetics and Languagé, \ ::|í
Oxford, 1959). Resumamos en pocas palabras los argumentos que •
suelen esgrimirse contra la Estética desde.esás posiciones filoso-
ficas. ” ;" ■ ^
El filósofo: “ La Estética es una ciencia que habla de algo inéxis-
tente; carece de objeto propio, pues ‘el arte’ o ‘el objeto estético’
son palabras a las que no corresponde un referente. No''existen,,
efecto, cualidades o propiedades ‘estéticas’ comunes á objetos tan
diversos como una rosa, una sinfonía, un cielo azul, un cuadró,
un poema o un templo. ¿Cómo generalizar ciertas propiedades tratán-
dose de objetos tan distintos? En este campo no caben definiciones,
y el arte o la belleza no pueden ser definidos. Ahora bien, c u a n d o ’ 1
la Estética se mueve de lo particular a lo general camina ¿n una d i-:
• , j ;í
rección equivocada. La generalización estética proviene ante todo ,
del uso ambiguo y arbitrario de palabras como ‘belleza’, ‘arte’.o>f y

u, 0":
¡ • t

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32 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

‘verdad artística’, a las que se atribuyen significados muy diversos.


La Estética es, por ello, una Torre de Babel en la que se manejan
los mismos términos sin que pueda haber acuerdo sobre sus signifi­
cados. Lo menos que puede decirse, entonces, es que en ella reina
la confusión y el desorden tanto en el uso de las palabras como en los
problemas y soluciones. De ahí su esterilidad. Lo único que permitiría
conservarla, sería reducirla a la tarea de analizar el lenguaje artístico í
tratando de reformular o traducir el significado de sus expresiones.
No es mucho, pero aplicar el análisis lingüístico para evitar confu­
siones y ambigüedades no es poco.” ,
Ni el crítico ni el artista llegaron tan lejos como el filósofo en sus
ataques a la Estética filosófica. ¿Será tal vez por aquello de que “para
que la cuña apriete ha de ser del mismo palo” ? Pero. . .

Suma y sigue. . .
Aún nos queda escuchar la voz de dos oponentes de fuste que pro*
vienen respectivamente de campos tan respetables como los de la
historia y la ciencia del arte. No se les puede negar, por tanto, el
derecho a pronunciarse en una cuestión —como la del papel de la
Estética— que tanto les afecta. Oigámosles.
El historiador del arle: “ Los estetas suelen olvidar que el arte
tiene una historia, y que toda identificación de periodos diversos*
en este terreno no hace más que mutilarla o ignorarla. De la histo­
ria universal del arte suelen tomar un segmento —el arte clásico o
clasicista—, breve si se piensa que las primeras manifestaciones ar­
tísticas datan de hace unos cuarenta mil años; sin embargo, los princi­
pios y valores de ese arte los elevan al rango de paradigma. Sólo
existe lo que se ajusta a él. Mediante esta operación, lo diferente se
vuelve idéntico. Pero el historiador no puede dejar de tomar en cuen­
ta el desarrollo histórico en su conjunto, y no sólo un periodo por
importante que sea. En consecuencia, tiene que considerar otras
experiencias artísticas anteriores o posteriores a ese paradigma que
no caben en un marco artístico tan excluyeme. Fiel a la historia
real, no puede ignorar la existencia de artes como el antiguo oriental, el
cretense, el prehispánico, el barroco, el impresionista, el cubista,
etcétera, que rebasan el angosto marco clásico o renacentista. La
historia del arte pone así en bancarrota a la Estética que extrae sus
categorías o principios de una fase artística histórica determinada,
que identifica, por ejemplo, lo bello con lo bello clásico. El histo­
riador del arte no puede esperar nada saludable y provechoso de
Fig. 1. La obra de arte —como este Brindis de alegría de Rufino Tamayo (óleo
sobre tela, 1985)— es una realidad específica, singular, aunque para la Estética
sólo existe con sus determinaciones más generales, (la. parte, cap. i.)

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Fig. 2. El arte, como la manifestación más alta de la cultura estética, es un terri­
torio inestable, sujeto históricamente a cambios bruscos e inesperados, sobre todo
en nuestra época, ¿Quién podría sospechar, a comienzos del siglo, la boga poste­
rior del arte en el que se inscribe esta lluvia abstracta de Vicente Rojo? (México
bajo la lluvia, acrilico sobre tela, 1980). (la . parte, cap. i.)

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Fig. 3. Los valores extraestéticos ( religiosos, nacionales, morales, etc.) se dan en
el cuadro de El Greco (Museo del Prado), £7 caballero de la mano en el pecho,
pero esos valores sólo se encuentran integrados, como parte indisoluble de esa to­
talidad que es la obra de arte.

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w

Fig. 4. La cabeza del Mermes de Praxiteles (Museo de Olimpia) es una de las más
altas expresiones de lo bello clásico; es decir, de lo bello como categoría estética
particular e histórica. Si lo estético no se reduce a lo bello y, menos aún, a lo bello
clásico, ¿cómo podría definirse la Estética como simple filosofía o ciencia de lo
bello? (la. parte, cap. i.)

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pig. 5. La Venus de Milo, vista posterior (Museo del Louvre, París), encarna el
■deal de belleza femenina de la Grecia clásica, (la. parte, cap. i.) •

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Fig, 6. La Estélica tradi­
cional, eurocéntrica y clasi-
cista permaneció ciega du­
rante siglos para una obra
com o esta Máscara teo-
tihuacana, de piedra con
m osaicos, que hoy se exhibe
en el M useo Nacional de
Antropología de la ciudad
de M éxico, (la . parte, cap.
ii.)

Fig. 7. Si comparamos el ideal de belleza femenina que encarna este cuadro de


Tiziano, Venus recreándose con el amor y la música (M useo del Prado, Madrid),
con el de la Grecia clásica en la Venus de Milo , podem os comprender hasta qué
grado varían estilos e ideales estéticos, y hasta qué punto la Estética tiene que dialec-
tizar su enfoque de la realidad artística, (la . parte, cap. i.)

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Fig. 8. De acuerdo con una estética especulativa, como la de Schelling, este
cuadro de Guido Renni, La Virgen de la silla (Museo del Prado), encarna en la his­
toria del arte la fase en que el alma domina totalmente sobre el cuerpo. No es, por
tanto, la historia real la que lo lleva a esa conclusión, sino la metafísica que le hace
deducir el arte de lo Absoluto. (la. parte, cap. i.)

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Fig. 9. Winckelman en el siglo xvm tal vez pensaba en El Discóbolo de Mirón al
proclamar que el arte griego constituía, por su perfección, la cumbre inaccesible
del arte, lo que le conducía a descalificar estéticamente al barroco, (la. parte,
cap. 11.)

O O
™ , . • wnrrineer lo hace alejándose del enfoque
Fig. 10. Al ocuparse del arte egipcio, W°r g n &una estética dei arte clási-
de las estéticas tradicionales que, según el, se
co. (la. parte, cap. n.)

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Fig. 11. La Estética no puede reducirse a una filosofía o ciencia de lo bello, y>
menos aún, si ésta se reduce a lo bello clásico que encontramos en La Victoria de
Samotracia (Museo del Louvre, París). (la. parte, cap. u.)

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Fig. 12. ¿Qué tiene que ver este cuadro de Goya, Saturno devorando a sus hijos
(Museo del Prado, Madrid) con lo bello del cuadro de Renni (fig. 8)? Tan poco
como un poema de César Vallejo con un soneto de Garcilaso. (la. parte, cap. n.)

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Figs. 13 y 14. Arriba: Bisonte de la Cueva de Altamica (Santander, España), pin­
tado sobre la figura de un caballo y superpuesto a figuras de cérvidos. Abajo: Bi­
sonte saltando, pintura rupestre de la misma Cueva, producida hace unos 15,000
años con una finalidad mágica, no estética, aunque hoy la contemplamos estética­
mente. (2a. parle, cap. i.)
1

Fig. 15. Pila bautismal de la iglesia de San Bartolomé (Lieja, Bélgica), producida
a comienzos del siglo xn para cumplir una finalidad ritual-católica. Hoy se la
puede contemplar en la misma iglesia como una obra de arte. (2a. parte, cap. l.)

Fig. 16. Este propulsor de un arpón con las figuras de dos renos acoplados, cono­
cido como Propulsor de Bruniquet, demuestra, ya en la prehistoria, que en la
producción de instrumentos se abría un espacio que rebasaba su función estricta­
mente utilitaria. (2a. parte, cap. i.)

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Fig. 17. Lo estético puede darse hoy para nosotros en un objeto como esta Más*
cara de barro, teotihuacana, cualquiera que haya sido el lugar en que fue produci­
da o la función extraestética que cumplió originariamente. (2a. parte, cap. m.)

Fig. 18. Los mayas no mantenían con este Templo del Jaguar (Pirámide del
Castillo”) en Chichén-Itzá, la misma relación que hoy mantenemos con él como
obra de arte. (2a. parte, cap. i.)
Fig. 19. Al contemplar este retrato velazquefto de Don Sebastián de Morras (óleo
sobre tela, 1643-1644), es difícil encerrar el cuadro en la definición del pintor con­
temporáneo Maurice Denis: “ Un cuadro —antes que un caballo, una mujer des­
nuda o cualquier otra anécdota— es esencialmente una superficie plana cubierta
de colores organizados en cierto orden.” (2a. parte, cap. i.)

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Fig. 20. Contemplar este Autorretrato de Rembrandt en una sala del Museo del
Prado, de Madrid, es entrar en la relación específica, concreta, singular entre un
sujeto (el espectador) y un objeto determinados que constituyen, en unidad indi­
soluble, cierta situación estética. (2a. parte, cap. n.)

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i a n i -c t s i d a d dl: i a i s u -tic a 33
«na Estética que, en definitiva, se convierte en una cárcel para todo
intento de explicación y valoración del arte de periodos histórico-
artísticos irreductibles a los principios y valores del arte clásico.
Para el historiador este último —como todo arte— es un hecho
histórico, y como tal irrepetible. Si la Estética pretende reducir a
unidad esa diversidad histórica (el arte al arte griego o renacentis­
ta, las funciones artísticas a la función estética, y esta función a la
de reflejar la realidad, etcétera), sólo podrá hacerlo en la medida en
que se vuelva de espaldas a la historia real.”
Por último, conozcamos el punto de vista de quienes propugnan
dejar a un lado lo estético, como un mundo aparte, y concentrar la
atención en “ el gran hecho del arte” , ya sea en un sentido general
(el propio de la “ Ciencia general del arte” que cultivan Max Dessoir
o Emil Utitz) o de un arte en particular (como hacen Worríngei-.al
ocuparse del arte gótico o Paul Westheim al estudiar el arte prehis­
pánico).
El científico del arte: “ A la Estética como filosofía de lo bello'
sólo le interesa el arte desde el punto de vista estético. Pero en
cuanto que lo bello se plasma sobre todo en el arte clásico, la Estética
se reduce en definitiva —como dice Worringer en su texto Abstracción
y proyección sentimental, de 1910— a una Estética del arte clásico:
Ahora bien, ni el arte se reduce a su lado estético ya que se encuentra
unido por múltiples hilos a otras esferas de la vida humana (la moral,
la religión, la política, etcétera), ni el arte entero cabe en los mol­
des de un solo arte: el clásico. Así pues, hay que separar los dos
campos: el de la Estética que versa sobre lo estético y sobre lo bello
en sentido clásico, y el de la Ciencia del arte, que se ocupa deEart¡e
cualesquiera que sean sus manifestaciones históricas, y en todos sus
aspectos —religioso, moral, político, social—, aunque no encarné
lo bello en sentido clásico. Al separar de la Estética la Ciencia del
arte, y liberar a éste de su subordinación a lo bello, podemos estu­
diarlo en toda su complejidad así como en su diversidad histórica: el
arte de todas las épocas: arte egipcio, griego, gótico, prehispánico,
barroco, etcétera.”
* v

En defensa de la Estética
Difícilmente podría defenderse la Estética a sí misma si tuviera que
asumir todos los errores que, en su nombre, han cometido en el pa­
sado, o incluso en el presente, las estéticas metafísicas, especulati­
vas, o las de inspiración eurocéntrica y clasicista. Pero los cargos u
l
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S canríS trby'C am S canner


34 INVITACIÓN A I.A ESTÉTICA

objeciones que se le hacen, ¿pueden alcanzar a toda teoría estética


y, en particular, a la que movida por una vocación científica aspira
a dar razón, y a fundar sus razones, de una realidad y un compor­
tamiento humanos específicos? Cierto es que no basta esa voca­
ción y que hoy la Estética más que una ciencia constituida es más
bien un proyecto de ciencia que avanza lenta y penosam ente en su
realización, a partir de ciertos supuestos filosóficos (sobre el hom­
bre, la sociedad y la historia así como sobre el conocimiento), y
con la ayuda de diversas ciencias sociales. Y avanza a través de di­
versos obstáculos epistemológicos e ideológicos, bajo el fuego cru­
zado de las más opuestas interpretaciones de los hechos estéticos y
procurando hacer frente al reto de las más audaces e insospechadas
actitudes estéticas y prácticas artísticas de nuestro tiempo. Pues
bien, ¿qué podría responder esta Estética, en proceso de forma­
ción aún, a cada uno de sus firmes detractores, después de sopesar
sus negaciones y afirmaciones?

Utilidad e inutilidad de la Estética


Al espectador “ ingenuo” que confiesa sinceramente que no acierta
a ver qué puede ganar él con la Estética o qué beneficios reportaría al
artista, se le puede responder que este saber no es un conjunto de
reglas a las que deba sujetarse la contemplación o producción ar­
tísticas. Y hay que concederle de buen grado que, en este punto, él
como espectador poco tiene que ganar, si de pérdidas y ganancias
se trata. En efecto, todo lo que la Estética pueda decirle no podrá
sustituir, en modo alguno, al trato directo, concreto y sensible con
la obra artística, si es que quiere apropiársela com o un todo y no se
contenta con una radiografía suya. Ningún principio estético, nin­
guna crítica de un cuadro, por ejemplo, puede liberar de la necesi­
dad de contemplarlo. Ahora bien, el espectador “ ingenuo” vive
bajo la influencia de determinada ideología estética; es decir, de un
conjunto de valores, normas y apreciaciones que asume acrítica y
pasivamente. La teoría estética puede servirle, entonces, para disipar
la niebla que la ideología tiende sobre las funciones del arte, el papel
del artista, las relaciones entre el arte y la sociedad, entre la obra
artística y el mercado, etcétera. Lo que le diga la Estética no será irre­
levante para él, aunque no le reporte el beneficio contante y so­
nante que pudiera esperar de ella. Si le demuestra, verbigracia, que
la experiencia estética o la práctica artística no son algo superfluo,
un adorno en nuestra existencia, sino un elemento vital en toda so-

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LA NnCliSIDADDU LA ííSTÉTICÁ 35
ciedad, una necesidad humana que requiere ser satisfecha, no podrá .,
serle indiferente la comprensión de su naturaleza, o su papel en la '
vida de los individuos y,de los pueblos1. El valor que atribuyamos;
a la Estética no será, por ello, un valor en sí, sino el dé un conocimiento
de algo necesario para el hombre; tan necesario que, a lo largo de los
siglos, encontramos al arte cumpliendo una u otra función én Jas
sociedades más diversas. En este sentido, aunque la Estética no tiene
por qué guiar al espectador en cada acto contemplativo, o al artista
en su creación, si puede contribuir a esclarecer a ambos su signifi­
cación estética, social, humana. De este modo, algo tiene que ga­
nar el espectador “ ingenuo” al cobrar conciencia del lugar que él1
ocupa en su relación directa e inmediata con un objeto estético,' o;
en particular con un producto artístico. . ; , i • v /

Dialectizar la Estética
Y'-'f
Al conocedor “ cultivado” , catador incansable de los ismos qué-se j
suceden frenéticamente y que, a la vista de la vertiginosa dinámica
del arte contemporáneo, rechaza la pretensión de buscar, ün punto
fijo en un terreno tan movedizo e inestable, se le debe conceder
que ha hecho bien en subrayar la mutabilidad de lo, artístico, tan
acentuada en nuestra época. Pero esa mutabilidad no se reduce1
—como él la reduce— a los cambios de gusto y preferencias estéti­
cas, a la falta de unanimidad en la apreciación de las obras artísticas.
La historia universal del arte se le presenta, en virtud dé esos (cam­
bios, como un ascenso y desplome de imperios artísticos, y esto le .
parece mortal para la Estética, empeñada en ignorar las diferencias ,•
estéticas y artísticas: Cree que para establecer los principios gené­
rales que pesan sobre ellas, tendría que contar con un consenso de'
opinión tan amplio en este campo, como el que existió durante si­
glos en torno al arte clásico o al renacentista. El conocedor “ culti-;
vado” acepta la legitimidad de las variaciones de gustos o ideales
estéticos, pero cree que, con ello, se mina el terreno de la Estética,
ya que se le hace imposible explicar lo que —como arte— es ante
todo cambio e inestabilidad. ' '; i ' ^ í r , (
Ahora bien, esta creencia'descansa en el supuesto de que sólo pue- !
de haber conocimiento de lo inmutable e idéntico, y no de lo variable,.'
y diferente. Pero aunque esta concepción tenga padrinos fílosófi- ■
eos tan venerables como Platón y Aristóteles, lo cierto es que la
ciencia es ciencia de un mundo real y que éste, por su naturaleza,:'
es cambio, movimiento y variación constantes. Las proposiciones
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36 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

científicas, por tanto, sólo tienen una estabilidad relativa, lo que


no quiere decir que por ello sean falsas, pues justam ente por ser re­
lativas se ajustan al ritmo cambiante y dinám ico de lo real. En este
sentido, todas las ciencias fácticas —y muy especialmente las ciencias
humanas o sociales entre las cuales habría que pugnar por incluirá
la Estética—, son tan cambiantes —es decir, tan históricas— como la
realidad que estudian. Por ello decía Marx en La ideología alema­
na, atendiendo a esta dinámica de lo real: “ Sólo hay una ciencia:
la ciencia de la historia.”
La variabilidad de la realidad que investiga la Estética, podrá ser
mayor que la de las ciencias sociales, para no hablar de las ciencias
de la naturaleza. Pero, de la misma manera que la variabilidad y el
cambio no excluyen, en ellas, la formulación de conceptos, princi­
pios, leyes o teorías relativamente estables, tampoco aquí es impo­
sible semejante formulación, pese a los cambios de gusto e ideales
estéticos y a la sucesión de diversas manifestaciones artísticas. Por
otro lado, los cambios pueden y deben ser explicados. La preferen­
cia en una sociedad dada por el ideal clásico o el rom ántico, por el
realismo o la abstracción, así como la predilección de que gozan los
cuadros de historia en una época o los bodegones en otra, el auge
de la epopeya en determinado periodo histórico o de la poesía líri­
ca en otro, no tienen nada de inexplicable, irracional o misterioso.
Responden a una compleja trama de factores objetivos, sociales e
ideológicos de la que forman parte también los individuos concretos
(artistas y espectadores) con su bagaje vital en una sociedad determi­
nada. Ciertamente, como dice con razón el conocedor “ cultivado”,
el cambio está en la entraña misma de la experiencia estética y del
arte. Pero, si esto es así, la Estética no puede cerrar los ojos ante
él, y empeñarse sólo en buscar lo idéntico, lo eterno o intemporal,
como hacían las doctrinas estéticas en el pasado. Si la realidad que
estudia es dinámica, la Estética ha de serlo también; si es dialécti­
ca, hay que dialectizar su enfoque de esa realidad. La variabilidad
de estilos e ideales estéticos, que justamente interesa al historiador del
arte, no puede ser mortal para una Estética científica, aunque sí lo
es para una Estética metafísica o especulativa, cerrada o dogmática,
que se resiste a admitir —y con mayor razón a explicar— esa varia­
bilidad y cambio históricos. El conocedor “ cultivado” tiene razón
contra ella; pero no contra una Estética dialéctica, atenta al carác­
ter dinámico y cambiante del universo estético y, dentro de él, a la
sucesión de corrientes y estilos que constituyen la historia del arte.

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Estética y critica de arte .;h/ *•
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Respondamos ahora ’al' crítico. Pero ¡précisemps de entrada que ,


hay críticos y críticos. Y teniendo presente esta distinción, quede . '
claro que no nos referimos ahorá al que ténía en menté A ntonio
Machado al decir que “ no hay qué confundir la crítica con las ma- ;
las tripas” . Tampoco nos referimos al crítico que, lejos dé aportar á¡ . J
razones al explicar o valorar úna obra1artística, sólo éxhib^ías ;ih^ í
presiones que suscita en su sensibilidad. Es él crítico q u e ¿ e n ^
de girar en torno a la obra, hace que ésta gire en,torno' a/éh'íGrítiéa^ii'v: ■'
pues, como medio y no cómo fin; o también, como puente éntre la
obra y el crítico, y no entre la obra y el público. La crítica se con- • l-
vierte entonces con este puente falso en la obra en laque'elespecia-’
dor debe detenerse para admirar a quien se autoéxhibé(!en élla^Eh i V;'
diálogo de la Estética con quien escamotea de ese modo, el objeto; ;;/
mismo de su labor, seríá un diálogo de sordos. No; la 'Estéticja^jp% í;'=;.
tiene que hacerse valer frente a semejante escamoteador, sino antev
el crítico auténtico que, empeñado en poner de manifiesto el ser, elv
valor o la función de uña obra de arte, recela de lo que pretende ; ¡i;
aportarle la Estética. ¿De qué le sirven justamente como. Criticó —y
la pregunta no deja de ser legítima— las afirmaciones d e .la Esté- •
tica? ■ , ■ ; : :v ; ■■ ■V:,-^Lí, ^
El crítico hace bien en déslindar los'campos; la Estética sem uévéí:'%;i
en el dominio de lo general: conceptos, juicios, teorías, etcétera; la Crí- :
tica, en la esfera de lo singular: esta obra concreta. Pero podría haber •
hecho también esta distinción: la Estética-explica, conoce; la críti­
ca no se limita a ello sino que también* aprecia, valora; áunquéVé^í;-.im­
poniendo las razones en que basa su apreciáción.'Deslindados asrlos ifip-
campos, el crítico hace bien en impugnar la Estética-normativa qúe :
pretende imponerle reglas para juzgar toda obra de arte, igriorándó - n
su realidad específica y el contexto social y cultural en que es prórVi ■'
ducida. Pero de esto no se deduce que puedaprescindir. o arrojan-
por la borda todo fardo reflexivo qué no se circunscriba a lasingu-'/.L^:,
laridad de la obra, ya que incluso para esclárécér ésta tiene qué : ?
partir de supuestos que toca a la Estética, y no á la;crítica, funda- f •
mentar. Ciertamente, todá crítica presupone determináda concep-:
ción de la estructura o función de la obra de arte: Citando sé la. ju z g a/ •'¿¡f
por las intenciones délsir^utor, por él efecto que suscita en¿ei;'és-v;>^
pectador, lector u oyente, o por determinadas cualidades objetivas
de ella, se trata respectivamente: ¡a) dé uña dríücá;iritencioñálista<'í,;, *
(en función de lo que se propuso el creador); b) de úna' crítica !
, , ’iV'-j *. """v * . h ; •;;i y ; !¡ ' . \ ^ ' A ? , ; ".V*.•i V ■
* '• i - . - - ’i .!•. '.I-1;■<' -i. i.i.*- ■■-. .ti-* - V v.ví. *>•••>.;.»;
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38 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

efectual (para la cual cuenta ante todo el efecto emocional que la obra
provoca en quien la percibe), o c) de una crítica objetiva —o más
bien objetivista (que hace depender el valor de la obra de sus cuali­
dades, consideradas éstas como propias de un objeto en sí, o en sus
relaciones puramente externas). Toda crítica presupone, pues, cieña
concepción del objeto artístico; lo que implica, a su vez, determina­
da Estética.
El crítico maneja asimismo conceptos fundam entales como los
de percepción, belleza, forma, contenido, materia, expresión, signifi­
cación, verdad, lenguaje, etcétera, cuya legitimidad teórica o peculia­
ridad de su uso en el arte corresponde explicar y fundam entar a la
Estética. Y si ello es así y el crítico los maneja necesariamente aunque
no siempre con clara conciencia de ellos, al igual que el personaje de
Moliére que hablaba en prosa sin saberlo, ¿por qué no aprovechar
las reflexiones de la Estética para dar mayor fundamento y rigor a la
crítica? Debe quedar claro, sin embargo, que el conocimiento que
el crítico pueda obtener de ella jam ás le liberará de las exigencias
de su tarea propia: explicar y valorar una obra artística tanto en su
singularidad como en su estructura interna y sus múltiples relacio­
nes. La crítica de arte no es Estética en acción o en movimiento,
o simple aplicación de lo que, como teoría general, pone a su dis­
posición. Así pues, por muy provechosa que sea para el crítico, la
Estética jamás podrá descargarle de las exigencias que le impone el
cumplimiento de su tarea específica.

Teoría y práctica para el artista

Las quejas del artista parecen más convincentes que las del espec­
tador o el crítico, pues si no hay reglas para contemplar o juzgar
las obras de arte, menos aún las habrá para crearlas. Si pese a todo
—recordemos los argumentos del artista—, la Estética insiste en
establecer principios generales en una esfera que, por su propia na­
turaleza, es creación o invención, ello sólo puede conducir a esta
alternativa: formular principios tan generales y abstractos que hagan
de ella una disciplina vacua y estéril para el artista en su proceso
creador; o bien guiar la actividad creadora, dictando normas que
sólo conducirán a obstaculizar, o incluso a anular con funestas conse­
cuencias su libertad de creación. Pero ante esta alternativa vemos
que el artista no puede menos que exclamar: “ iMás vale una Estética
distante, pero inocua, que una Estética vecina y entrometida!”

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LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA 39
¿Qué puede responder la Estética ante la alternativa de convenirse
en una teoría inútil o en una disciplina normativa? Podría respon­
der, en primer lugar, que esa alternativa es falsa, ya que las relaciones
entre la teoría y la práctica en este terreno ofrecen una tercera va­
riante que no se deja reducir a las dos mencionadas: la de una teoría
no normativa y, a la vez, fecunda para la práctica artística. Pero el
que una teoría (al nivel de generalidad de la Estética, o al más bajo
de una teoría del trabajo artístico, o más bajo aún: de un arte de­
terminado —teorías de la danza, la música, la arquitectura, el cine,
el teatro, etcétera—) sea beneficiosa o nociva, dependerá en cada
caso: a) de qué tipo de teoría se trate (desligada o no de la práctica
correspondiente; normativa o explicativa); b) del momento histórico
en que surge la reflexión estética, y c) del grado de desarrollo de la
práctica artística con la que esa teoría se halla en relación. Veamos
todo esto más de cerca.
Cuando la Estética o la teoría del arte (en sus diferentes niveles
de generalidad) no guardan relación con la práctica correspondiente;
es decir, cuando sus conceptos, proposiciones, leyes o categorías
no toman en cuenta la experiencia y la historia real y se deducen de
principios metafisicos (el Ser, la Idea, lo Absoluto, Dios o lo infinito)
o de abstracciones vacías (el hombre, la naturaleza humana, la vo­
luntad, la vida), el artista tiene razón en rebelarse contra semejante
doctrina estética, o en considerarla inocua para su actividad. La
Estética se convierte entonces en mera ilustración de la metafísica
o de cierta antropología filosófica. Le interesa extraer sus princi­
pios de una u otra más que de la experiencia estética y la práctica
artística. Así, por ejemplo, Schelling ve la evolución del arte como
una sucesión de fases que él llama lo “ característico” , la “ gracia
sensible” y la “ aparición del alma” , fases que se encarnan respecti­
vamente en tres grandes pintores del Renacimiento: Miguel Angel,
Rafael y Guido Renni. Con la última fase, que para Schelling es la
del dominio total del alma sobre el cuerpo, se cierra el ciclo. Pero
¿se acaba con ella la evolución del arte? No. Ahora bien, la reno­
vación artística sólo puede venir de una vuelta a la primera fase para
recorrer nuevamente el ciclo señalado. ¿De dónde extrae Schelling
esta ley de la evolución del arte? ¿Acaso de la historia real? De nin­
guna manera. ¿De dónde entonces? De su filosofía idealista, de su
metafísica de acuerdo con la cual el arte es la presentación de lo
Absoluto (lo infinito) por medio de lo finito. La pintura de Rafael,
por tanto, no existe con su realidad propia allí donde esta realidad
se da, a saber: en una sociedad concreta y dentro de la historia real
8en*ménia UnivwtkiMl A utsoem i tte P m »,

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Ooswroflo de Coleccione'
' *V**.

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40 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

del arte. Existe pura y simplemente con otra realidad: como un mo­
m ento o fase de lo Absoluto. ¡He ahí un claro ejem plo de la Estéti­
ca contra la cual se pronuncia legítimamente el artista! Es evidente
que semejante Estética especulativa, m etafísica, nada puede decir­
le de provecho ya que entraña una contradicción irreconciliable
entre el camino irreal que prescribe a la actividad artística y el ca­
mino real que sigue la verdadera historia del arte.
Pero veamos ahora el caso más favorable para el artista: el de la Es­
tética o teoría del arte que se halla en cierta relación con la práctica
y que, hasta cierto punto, se alimenta de ella. Pues bien, al artista
puede interesarle no por razones puram ente teóricas sino en la me­
dida en que contribuye a desplegar su capacidad creadora. O sea:
cuando le orienta con sus conceptos y categorías a m odo de señales
en la lucha entre lo viejo y lo nuevo, entre tradición e innovación.
O también cuando le ayuda a deshacerse de una ideología estética
que le da una imagen distorsionada o ilusoria de su situación, de su
trabajo y su obra y, por tanto, del papel que puede desempeñar con
su arte en la sociedad de su tiempo. Todo lo cual tiene que ver, por
supuesto, con su actividad.
El artista, en verdad, no es por principio un teórico, pero un poco
de teoría —cuando ésta hunde sus raíces en la práctica— no le sobra.
A veces, insatisfecho e impaciente con lo que los teóricos le dicen, se
pregunta inquieto por qué han de ser ellos y no él —que cuenta con el
rico e insustituible bagaje de su experiencia creadora— , quien re­
flexione sobre ella. Y surge así el artista-teórico, reflexivo, que en­
contramos en el Renacimiento con Leonardo y Alberti, en los tiem­
pos modernos con Goethe, Schiller y Shelley, y en nuestra época
—que es, lo cual no deja de ser sintomático, cuando más abundan—
con creadores de la talla de Kandinsky, Malevich y Siqueiros, en la
pintura; Stravinsky y Schónberg, en la música; Eisenstein, en el
cine; Elliot, Valéry, Machado y Octavio Paz, en la poesía, y tantos
otros. Bastaría esta breve nómina para reconocer que la hostilidad
del artista hacia la teoría no es absoluta sino que está dirigida más
bien a las doctrinas que sólo ofrecen sus norm as asfixiantes o su
vacua especulación. Esto no quiere decir que el artista que teoriza
sobre el arte, por el hecho de contar con su propia experiencia, esté
a salvo de interpretarla en un sentido norm ativo, como hace Si­
queiros al proclamar que ‘‘no hay más ruta que la nuestra” , o que
no se deje arrastrar por un impulso especulativo —como sucede a
Kandinsky, Malevich y M ondrian— al enredarse en laberintos me-
tafisicos.

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LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA 41
Por otro lado, habría que distinguir entre las teorías propiamente
dichas, que cumplen ante todo una función explicativa, y el con­
junto de ideas, normas o convenciones que, en un momento dado,
es asumido por los artistas y con el cual pretenden encauzar en cierta
dirección su práctica artística. Es lo que en la actualidad suele de­
nominarse la poética de determinado movimiento artístico. Se ha­
bla así, por ejemplo, de la poética del realismo o del modernismo o
del constructivismo en un sentido distinto del que dieron al térmi­
no Aristóteles en la Antigüedad griega, o los formalistas rusos en la
época contemporánea. De la poética forman parte los manifiestos
y programas artísticos, así como las declaraciones de los artistas en
contra de los principios o convenciones con los que rompen, o en pro
de los nuevos con los que aspiran a impulsar su práctica. Así enten­
dida, la poética es parte de la ideología estética que vive el artista, y
no debe confundirse, por tanto, con la teoría ya sea del fenómeno
estético, del arte, o de una práctica artística en particular.
Hecha esta distinción obligada, y refiriéndonos ahora a la teoría
propiamente dicha que por su fuerza explicativa proporciona cier­
tos conocimientos,, cabe preguntarse: ¿en qué medida tiene efectos
positivos sobre la práctica artística? Precisemos con este motivo
que, incluso compartiendo esa fuerza explicativa, hay teorías y teorías.
Hay las que van a remolque de la realidad, o a la zaga de una prác­
tica que ya ha recorrido históricamente todo su ciclo y de la que
son, dada su aparición tardía, apenas un registro o balance suyo.
Estas teorías pueden ser muy firmes, estar muy bien asentadas, pero
en cuanto que son abstracciones de realidades o movimientos artís­
ticos que ya han agotado sus posibilidades creadoras, poco es lo que
pueden ofrecer a los artistas de su tiempo. Su limitación práctica
está —parafraseando el famoso aforismo hegeliano sobre la filoso­
fía— en haber emprendido el vuelo demasiado tarde. Así sucede
con la Poética de Aristóteles, que es una abstracción del arte dra­
mático de su época (siglo IV antes de nuestra era), cuando éste ya ha
dado sus mejores frutos, razón por la cual no podía influir vivamente
en los autores griegos de su tiempo. Hay teorías que surgen, en cam­
bio, cuando lo nuevo en el arte apenas despunta o no ha realizado
aún todas sus posibilidades. Tal es el caso de una teoría como la
que en el siglo x v expone León Bautista Alberti en su Tratado de
la pintura. En una época en la que los artistas rompen con el ideal
estético de la Edad Media y en la que necesitan hacer una nueva
pintura, el Tratado de Alberti contribuye a demoler valores plásti-.
eos ya caducos, como el que se asignaba hasta entonces al fondo de

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42 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

oro, y contribuye asimismo a afirmar otros valores inéditos como


es el de la visión de la realidad en perspectiva. La teoría ilumina así
a los pintores florentinos del siglo XV y, de este modo, les ayuda en su
práctica a romper con lo viejo y asumir lo nuevo. Un papel semejante
cumple en nuestra época el trabajo de Worringer, Abstracción y pro­
yección sentimental, de 1910, año también —y no es casual— de
la Acuarela abstracta de Kandinsky, que puede considerarse como el
acta de nacimiento del arte abstracto. Y análoga función cumplen
los escritos de los formalistas rusos de las primeras décadas de este
siglo que —al igual que El arte como procedimiento de Sklovsky—
vienen a contribuir a minar una concepción mimética, clasicista del
arte, y a abrir nuevos caminos a la creación poética. En todos estos
casos, la teoría llega en ayuda de una práctica artística o literaria
que pugna por orientarse entre la demolición de lo viejo y ios valores
estéticos que van a dominar en el Renacimiento (León Alberti), o que
trata de afirmar lo que ya apunta en el horizonte artístico como un
nuevo modo de crear: la abstracción en la pintura (Worringer) o el
lenguaje autónomo de la poesía futurista (Sklovsky).
Ahora bien, el peligro para toda teoría, incluyendo la verdade­
ra, es que pierda la conciencia de sus propios límites. Y estos no son
otros que los que le impone la propia práctica. Los principios váli­
dos para explicar una práctica artística, dejan de serlo cuando se
aplican a otra distinta, o cuando la realidad teorizada queda atrás
y aparece otra que exige nuevos principios explicativos. Tal es la li­
mitación de las estéticas cíasicistas al pretender medir todo arte por
el rasero clásico y descalificar —como hacía Winckeimann con el
barroco— un arte que no se deja medir por él. Algo semejante sucede
cuando los principios estéticos dominantes en la cultura occidental
tratan de extenderse a otras culturas, dando lugar con ello a una ver­
dadera colonización estética.
Si los principios de una teoria se extienden más allá de la realidad a
la que responden, o entran en contradicción con una práctica que
no se ajusta a ellos, dejan de ser instrumentos teóricos válidos; es
decir, pierden su fuerza explicativa y se convierten en abstraccio­
nes vacuas o en un simple conjunto de normas. Esta teoría que por
su carácter especulativo o normativo resulta infecunda, es justa­
mente la que el artista ve con recelo e incluso con hostilidad. Pero,
como decíamos antes, hay teorías y teorías. Están las que, como las
que antes hemos ejemplificado, son fecundas y provechosas para
la práctica, y las inocuas o nocivas para ella. Con las primeras, el
artista tiene poco que perder y algo que ganar, aunque sólo sea —y

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LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA 43
en verdad no es cosa de poca m onta— una mayor conciencia de su
propia práctica. Le ayudará, por ejemplo, a evitar las frecuentes
confesiones de algunos artistas acerca de su propio quehacer, en las
que no hacen más que repetir los lugares comunes de una ideología
estética rom anticoide, subjetivista, o de una metafísica para andar
por casa.
Esto es lo que la Estética, a la que nosotros nos sumamos, podría
responder a las quejas, reproches o recelos, muchas veces legíti­
mos, del artista.

La micro-Estética del lenguaje


La Estética tiene que hacer frente todavía a las objeciones demole­
doras de quien, al parecer, se halla mejor pertrechado teóricamen­
te: el filósofo. Hay que precisar antes de adentram os en ellas que
la Estética, lejos de ser impugnada desde la filosofía misma, ha sido
considerada tradicionalmente una rama filosófica y que, desde ia
Antigüedad griega, muchos filósofos se han ocupado de lo bello y,
sobre todo desde los tiempos modernos, del arte. En este campo, los
ataques a la Estética provienen de cierta filosofía: la analítica, o
del lenguaje ordinario. Se trata de una filosofía que no tiene la menor
influencia fuera de los recintos académicos y que nace y domina,
desde hace varias décadas, en los países de lengua inglesa, aunque
encuentra también cieno eco fuera de ellos, en algunas universidades
escandinavas y latinoamericanas. En nombre del análisis y clarifica­
ción de las creencias admitidas, esta filosofía que se considera in­
mune a ellas y a toda ideología, abandona por asepsia los llamados
problemas sustantivos del tipo de “ qué es” o “ cuál es la función”
del arte. La problemática estética la reduce al análisis del lengua­
je con el que la Estética habla de lo bello o del arte, pues en verdad
—como señala Meszaros— poco es lo que aporta con relación al len­
guaje artístico. Con referencia a la Estética, esta filosofía liega a la
conclusión de que no hay objetos reales a los que correspondan tér­
minos como “ lo bello” o “ el arte” . Carente de tales objetos, no
hay propiamente una rama del saber como la que pretende ser la Es­
tética. Para fundar esta posición se ataca froníalmente el principio
de generalización y se rechaza la posibilidad de definir lo bello e
incluso —como hace Morris Weitz— el arte. Ya en el siglo pasado,
Walter Pater había señalado que eran vanos los intentos de definir
la belleza en general y que, por ello, había que definirla del modo
más concreta posible. Pero, los filósofos como Passmore, Heyl o

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44 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Morris Weitz van aún más lejos al pronunciarse contra toda gene­
ralización porque en ella ven el intento de im poner una unidad es­
puria a ciertos objetos, desdeñando con ello sus diferencias.
¿Qué podría oponerse a estos filósofos que niegan a la Estética el
pan o la sal, o que estrechando su campo de estudio la reducen a
una Estética mínima? En primer lugar, hay que reconocer que si
las palabras se conciben como herram ientas, y por tanto no pue­
den ser consideradas fuera de su uso, el empeño en depurar el len­
guaje para evitar confusiones y ambigüedades, no puede dejar de
ser saludable. Esto vale también para la Estética ya que en ella, como
en otros campos del saber, el lenguaje no se pliega fácilmente al pen­
samiento y sus términos más traídos y llevados, como los de “ arte” y
“ belleza” , se han usado con frecuencia de un m odo arbitrario,
confuso o impreciso. Nadie negará, por tanto, la necesidad de clari­
ficar lo más posible su lenguaje para poder usarlo adecuadamente
en la explicación del mundo de objetos, relaciones y experiencias
que calificamos de estético o artístico. Pero, si es legítimo y necesario
limpiar las herramientas que usamos en cualquier campo y, por
consiguiente, las herramientas lingüísticas o palabras en la Estética, es
evidente también que esa tarea no puede ser un fin en sí misma, sino
un medio o paso previo obligado para poder conocer el tipo de ob­
jetos, relaciones o experiencias correspondientes. A hora bien, al
rechazarse el principio de generalización en la Estética, se va más
allá del plano puramente instrumental o lingüístico y se entra en un
terreno ontológico, ya que se rechaza que exista la realidad a la que
corresponderían los conceptos o términos impugnados.
Anteriormente, hemos subrayado una y otra vez, y no nos cansare­
mos de hacerlo, que la Estética tradicional considera una forma
histórica de arte —el griego antiguo o el clásico occidental— como
el arte sin más. Con ello, incurre en una falsa generalización ya que,
a espaldas de la historia real, de las diferencias históricas y reales,
proclama ese arte como paradigma, y deja fuera todo arte que no
encaje en sus cánones. Con esta óptica, Winckelmann ve en el siglo
XVIII el arte griego como una cumbre, por su perfección, inaccesible
y, por ello, descalifica estéticamente —como vimos— al barroco.
Pero la misma ceguera padecería en nuestra época toda Estética
que excluyera, en nombre de este o aquel paradigm a de lo estético
y lo artístico, nuevas manifestaciones creadoras como la música con­
creta o aleatoria, el arte cinético, los happenings o la pintura infor­
mal. Se debe rechazar, por supuesto, semejante generalización
que, por un lado, cierra abusivamente los conceptos de lo estético

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LA NECESIDAD DE LA ESTÉTICA !; 45

y lo artístico (al excluir de él manifestaciones creadoras como las


citadas) y, por otro, los extiende desmesuradamente (al elevar una ‘
forma histórica, concreta, de arte ál paradigma del arte sin más o
arte auténtico). Sin embargo, al pretenderse que toda generalización
cargue con los vicios de la falsa, justamente rechazada—comp cuando
se extienden infundadam ente los males de una Estética; cerrada,
normativa, a toda Estética—, se comete el mismo'errof; éí dé gene-- ¡
ralizar ilimitadamente, que se denunciaba y pretendía superar. Un ,
error, además, corregido y aumentádo, pues sólo, albreéió.;d é?una';'v;:::
generalización absoluta, y, por tanto, absolutamente 'ilegitima;- se;
puede negar la existencia de objetos, relaciones y experienciásreales ;;
con los que los hombres se comportan estéticamente, y que son V
precisamente los que estudia la Estética. ¡v-j.’,-,
Cierto es que este campo, destinado a ser cultivado teóricamente '
por la Estética, debe permanecer siempre abierto, pues nuevas condi-
cionés sociales y culturales, al engendrar nuevos ideales estéticos y
nuevas prácticas artísticas, habrán de incorporar a él objetos
titudes imprevisibles hoy y que, hasta ahora, no formaban parte del
universo estético. Y es probable qué no se les reconozca fácilmente ^ ;
el derecho a esa incorporación. Baste recordar, con este motivo,; ' H
que no siempre se ha reconocido ese derecho a lo bello natural, al 'a ite ;/^
prehispánico, al arte negro africano, a lo estético industrial o técnh
co. Pero hoy que el arte ha dejado muy atrás los cánones clásicosy •
renacentistas, las teorías estéticas se muestran m ás permeables a ; !
las exigencias de la práctica y de la historia real y, por tanto, más .
propicias a arrojar por la borda la carga especulativa y norm ativa4
de la falsa generalización. Pero esto no significa que los,términosrfe;
“ propiedad estética” , “ objeto estético” ,- “ belleza” ,•“ arte,*,.efcét''. tXj-
tera, al ser considerados desde esta nueva óptica teórica, no-sean t í '
legítimos y, por tanto, que la Estética y la teoría de la producción i
artística al usarlos no se refieran a un campo de. objetos, ‘fespecífi- •x-'ví
eos. Especificidad que pierden de vista los filósofos analíticos que, al
ocuparse no de aquello de lo que habla la Estética sino del l e n g ú a - 8
je que habla, se empeñan en traducir o reformularlo en lenguaje or- •!). :
dinario. Pero, como dice Istvan Mészaros, teniendo pirésehte elt^ "
lenguaje poético, al buscarse el significado aislado o literal de Jas ¿ít
palabras, o expresiones, al margen del todo en que se integran, se,
pierde el significado propiam ente estético, poético, que debe ser ¡ ;
objeto del análisis del lenguaje artístico. , \
Así podría responder la Estética que propugnamos al .filósofo
que, preocupado por limpiar la herramienta lingüística y movido

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46 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

por su aversión a la generalización, acaba por negar el pan y la sal


a la Estética. O que, prosternado ante el significado literal del len­
guaje ordinario, se le escapa de las m anos el significado propio, es­
tético, del lenguaje artístico.

Conclusión
Con esta última respuesta daremos por terminado el proceso a la Es­
tética. Quedarían pendientes de réplica los cargos del historiador y el
“ científico” del arte. Sin embargo, ya no nos detendrem os en ellos
puesto que en lo esencial se les ha hecho frente en las respuestas
anteriores. Ciertamente, al impugnar el estudio de la Estética, am­
bos detractores tienen presente sobre todo la generalización viciosa
en que incurren las estéticas de corte m etafísico, especulativo.
Ahora bien, esto no significa que el historiador del arte pueda pres­
cindir de la Estética empeñada en no caer en esa generalización. En
verdad, al manejar el rico y diverso material fáctico que le brinda
la historia real del arte, no puede quedarse en un plano descriptivo,
como pretendían los historiadores positivistas, dejando a un lado
ciertos principios teóricos generales. A su vez la “ Ciencia general
del arte” tampoco puede eludirlos al no poder prescindir del lado
estético de cualquier manifestación histórico-artística.
El proceso al que hemos sometido a la Estética llega a su fin. Pues
bien, tomando en cuenta los argumentos de sus detractores y lo que
ella ha invocado en su defensa, podemos adm itir su derecho a exis­
tir. Dejando atrás los recelos u objeciones de quienes negaban o
aminoraban la necesidad de su estudio, podemos pasar ahora a abor­
dar sus problemas fundamentales. Despejado el cam ino, lo cual no
significa que no surjan nuevos obstáculos, caminemos por él. Tal
es el sentido de nuestra Invitación a la Estética.

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II. El objeto de ja Estética.

La primera tarea que'se plantea a cualquier ráma del saber es la dé ,■,.v


V>* I
precisar su objeto de estudio. Para la Estética, como puede’dedu-
cirse del capítulo anterior, se trata de una tarea escabrosa. ’Y seguirá /.V,-' \¿y.
siéndolo mientras no se esclarezca el significado de términos funT g
damentales como los de “ bello” , “ estético” y “ arte” que entran
reiteradamente, a lo largo de su historia, en sufdefinición.^:A horá;^;V f
bien, aunque a dicho esclarecimiento dedicaremos gran parte dé
nuestro trabajo, no podríamos ni siquiera iniciar éste si no p a r - ' V e r ­
tiéramos, como en cierto modo hemos partido ya, de un uso de dichos - >vff.'Jj
términos con un significado provisional. Ciertamente, este si gni f í ^■ ! ' / ;';V
cado se halla sujeto a las conclusiones definitivas a que lleguemos.•
investigación
en nuestra investigación. ;i’ 4•0•••'-; -I
Reafirmando sin embargo lo ya expuesto, aunque en fóritaa-preliVf.’f.Y,.{f‘::í
minar y provisional, podemos reconocer que existe un mundo especí-'{ \ y\ ¡\ í
fico de relaciones humanas con la realidad y, por tanto, un;tipó!:áe\.^':‘>¿f';';.
objetos, procesos o actos humanos, que reclaman justamente p o r ^ 'í
su especificidad un estudio particular: el que corresponde;llevar a \
cabo, precisamente, a la Estética. ■ , 'k\4ÍkíS'¡''.
Aunque en el pensamiento occidental encontramos reflexiones ;V
estéticas desde hace ya veinticinco siglos, esta disciplina—como ;
saber autónomo y sistemático— apenas tiéne dos siglos y medio de ■
existencia, si consideramos como acta de nacimiento la publicación . ' V; 'J:
de la Aesthetica de Baumgarten en los años 1750-1758. Sin em­ Y /;Y i
bargo, desde los albores de la filosofía en la antigua Grecia hasta
nuestros días, rara es la doctrina filosófica que no consagre cierto V\> \

.ív V ,
espacio a los problemas .estéticos: Y en nuestra época, aunque la;
Estética se concibe predominantemente como una disciplina filo ^ .’V^ "/:}■)
sófica, se abre paso el empeño de hacer de ella una ciéncia;;ya sea f .•'¿i’.vf
como teoría general del arte o como una ciencia particular, empírir^.^;;'!;;,v:; .,/|
ca. Pues bien, a la vista de este diverso y rico caudal teórico que se ha -
ido acumulando desde la Antigüedad griega, ¿por qué no interro-?
gar a.la historia del pensamiento estético, de inspiración filosófica '.o. •
. ’■■ >' ,■•' .<’ 1, y;, ,

1 ' ■ 7 , ' ‘' - ' ' 4 7 , ■ , ■ V'. ' '.i'í|V"■'■íKrvV'


' ' v Y Yv YY7#

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48 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

científica, a fin de delimitar el objeto de estudio de la Estética? Esto


es precisamente lo que haremos a continuación, examinando las
concepciones básicas de la Estética, que afloran históricamente, para
poder llegar así a una conclusión acerca de su objeto.

La Estética com o filosofía de lo bello


La concepción más venerable de la Estética filosófica en este punto
es la que pone a lo bello en el centro de sus reflexiones. Pero como ya
reconocía Platón (en H ip ia s m a y o r ) “ lo bello es difícil” , y lo es so­
bre todo si se pregunta, como hace él, no “ qué cosa es bella, sino
q u é e s lo b e llo ” . Así pues, al definir la Estética como filosofía o cien- •
cia de lo bello, la dificultad consiste precisamente en definir el con­
cepto que entra en esa definición. Para Platón, lo bello es lo bello
en sí, perfecto, absoluto e intemporal. Esta concepción no es sino la
aplicación de su doctrina metafísica de las ideas. La belleza es sólo
una idea y como tal existe, con una realidad suprasensible, inde­
pendientemente de las cosas bellas, empíricas, sensibles, que sólo
son bellas en cuanto que participan de la idea. La belleza, dice tam­
bién Platón en E l b a n q u e te , “existe por sí misma, uniforme siempre
y tal que las demás cosas bellas lo son porque participan de su be­
lleza, y aunque ellas nazcan o perezcan, ella nada gana ni pierde ni
se inmuta” . En cuanto al contenido de lo bello, Platón insiste sobre
todo en un rasgo que toma de los pitagóricos, cuando dice (en E l sofis­
ta ): “ Nada que sea bello lo es sin proporción.” A la tesis platónica
de la belleza en sí, ideal y suprasensible, gracias a la cual las cosas
empíricas, sensibles, son bellas, Aristóteles contrapone la tesis de
lo bello en las cosas empíricas, pero siguiendo a su maestro, distin­
gue entre los componentes reales de la belleza la proporción de las
partes. A estos componentes agrega las de simetría y extensión, y
en relación con ellos, los de orden y límite. De Platón y Aristóteles
deriva la teoría general de la belleza, en que se centran las concep­
ciones estéticas posteriores y que con diferentes* modulaciones se
extenderán hasta el siglo XVIII. La Estética cristiana y medieval
(con San Agustín, Hugo de San Víctor, Alberto Magno, Tomás de
Aquino) insistirá en que la belleza es medida y forma, orden y propor­
ción. Y el Renacimiento (con Alberti y Lomazzo) hará suyo asimismo
el concepto clásico de belleza al definirla como “ consonancia e in­
tegración mutua de las partes” . Todavía en los siglos xvn y parte
del XVIII, seguirá imperando esta teoría clásica de lo bello, compar­
tiendo asimismo el objetivismo que la caracteriza desde un principio: lo

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•: ; •v*:*•uim ■■ • ''V,'.; •• • % i- ::v;-Vi-
.. '■ . >... ■ • ■/i-, • ■■,v?iv '¿v\.
’ . i . ■ ■> ,,i ; . ■

■’1'' ; 'V
EL OBJETO DE LA ESTÉTICA 49
bello como.cualidad de las cosas, de la realidad (ideal o empírica),- . i,
independientemente de la relación que los hombres mantengan con
aquéllas. ■
' '1
En los tiempos modernos, particularmente desde él siglo xvm,
la determinación de lo bello como eje de la reflexión estética se <;
desplaza del objeto al sujeto. A lo largo del siglo xvíié, los ingleses'.Y
Hutcheson, Hume, Burke y Adam Smith-.acentúan!ía.dimensiQ^:;-.
subjetiva de lo bello. La belleza, afirma Hutcheson, no es iiria'cú&V*^.:.**.
lidad objetiva de las cosas sino una percepción de lá mente.; Hume Y¿cX
sostiene que la belleza sólo existe en la mente del que laOóntpmplá;^
'x Posteriormente, encontramos el'elemento subjetivo de lo bello cortijo i Y
atributo de la “ naturaleza humana” en la Estética ele la!Ilustr^';\YY%.
ción, o como producto de la conciencia del hombre, ya sea/enveív;Yl¿^f
sentido idealista trascendental de Kant, ya sea en el psicologista de ; •
los teóricos alemanes de la ’E in fü h lu n g (“ empatia” o “ proyección.^,
sentimental” ). ?Lo bello en todas estas concepciones no estaria.cn ; •
el objeto, como una cualidad suya, sino en la actitud del ;sujeto.4$yfe
hacia el objeto, que sólo por ella y no por sí mismo se consideraríá
bello. Las posiciones objetivistas y subjetivistas llenan la historia del ,vY
pensamiento estético —particularmente la primera—•, casi a lo largó'
de veintidós siglos. Se ha pretendido superarlas en diversos mó^’Y -i^
mentos de esa historia, y especialmente en nuestra época,' como una'-YYck
relación peculiar entre sujeto y objeto. Tal es la posición que nosotros y V•
sustentamos, pero referida no sólo á lo bello, sino a todo.lo estético, y y,
Pero, volviendo al punto que en este momento nos interesa, vemos !
’ a'*'.'
que en todas las doctrinas señaladas y, cualquiera que sea;el modo
como se concibe —en un sentido ideal o real, objetivo o subjetiyoV aí
margen del hombre o en .su relación peculiar con la realidad—{Jo bello •• V j L :

está en el centro de las reflexiones estéticas! Y puesto que los obje-


fos o la relación con ellos sólo'interesa estétiemente poílaíBefleza í ¿ M r
iñfim m te~2jpoL Írietitídoj^I£^
que los contemplan, la Estética, que estudia esos objetos oJas actLT : :f ?
tudes hacia ellos, se define-Como..cienáa2[Zio beilo.l Y en cuantg Y
que sej}cupa.del-arte,. éste. espara..ella,el. arte beho^o la actividad ; yj;: j
humaha.productora..de.bellíeza^ y 'T ''^
Tenemos, pues, la Estética como ciencia de lo’béllo. Las dificúl-1 ^ •iíí
tades de esta definición derivan precisamente del lugar central que' . -
en.eJla,pcupa lo bello.jFuefá dé'élljü'eda lo^quFn5"sS^Yi^Bnt^en,,*;
las cosas befiásTno sólo su antítesis —lo feo—, sino también lo trá­
gico, lo cómico,do grotesco, lo monstruoso, lo gracioso, etcétera; es
decir, todo lo que, sin ser bello, no deja de ser estéticojEs'Wfdénfel

Scanned by C am Scanner '■ /Lir'í-


50 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

que podemos entrar en una relación estética con los objetos en que
se dan esos rasgos, aunque éstos no sean los propios de lo bello; y
es evidente asimismo que, con respecto a ellos, adoptamos un com­
portamiento específico en cada caso, que no se identifica con el
que mostramos ante los objetos bellosJPor otro lado, si fijamos la
atención en lo bello tal como lo encontramos en el templo el Parte-
nón, o en la escultura La victoria de Sam otracia , en la Gioconda
de Leonardo, en un retrato de David, en un cuarteto de Vivaldi oen
una sinfonía de Mozart, en un soneto de Garcilaso o en un poema de
Juan Ramón Jiménez, es decir, lo bello en sentido clásico o clasicista,
no podríamos hacer entrar en este concepto la escultura prehispánica
Coatlicue, el cuadro de Goya Saturno devorando a sus hijos , el
de Rembrandt El buey desollado, o la obra musical de Schónberg
Los supervivientes de Varsovia.
Y si extendemos el concepto, en el primer caso, hasta abarcar todas
las modalidades de lo estético (lo trágico, lo cómico, lo sublime,
etcétera) o, en el segundo, todas sus manifestaciones artísticas, lo
bello acabará por perder su contenido propio. Y lo perderá respec­
tivamente por exceso, al convertirse en todo lo estético; o por de­
fecto, como modalidad clásica, o al excluir del arte las formas no
clásicas de lo bello.
Ahora bien,.si cabe afirmar_que todo lo bello es.estético,_no todo lo
estético es bello. La esfera de lo estético, como hemosseñalacto y
como mostraremos más detenidamente al ocuparnos de las catego­
rías estéticas, es más ampfíajiue la deJo_bello. A su vez, en el arte
no puede reducirse a su versión clásica o clasicista, aunque ésta haya
dominado la escena artística en Occidente durante más de veinte si-
\ glos. Pero si esto es así, beUojiojp^^ el concepto
, centraLen 1íldefinición_de TaJEstética, ya que ésta resultaríalimilad^
^ } ¡ aj excluir dejsu objeto de estudio lo estético n o bello; o insuficiente, al
i A ! considerar lo bello.en una sola.forma histónca,jJeterminadaude-arte:
qel clásico o clasicista.iPor otra parte, cuando.se concibe.lo belloal
, modo idealista, metafísico, esto obliga a cargar con las premisas
i correspondientes: el reino de las ideas en Platón, lo absoluto^en
Schelling o la idea absoluta en Hegel. Pero entonces la Estética se
! convierte en .un^apéndicc o ilustración de la metafísica. De modo
semejante, cuando se hace de lo bello un producto de nuestra con­
ciencia, ya sea en el sentido trascendental de Kant, o el psicológico
de la teoría de la E in fü h lu n g (“ empatia'’ o “ proyección sentimen-
* talM),lla Estética pasa a ser una rama de la filosofía idealista subjetiva
U d un capitulo de la psicología^ ~'

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EL OBJETO DE LA ESTÉTICA 51

Finalmente, a las dificultades que presenta —como acabamos de


ver— la introducción de lo bello como concepto central en la defi­
nición de la Estética, hay que agregar las que plantea la práctica ar­
tística misma. Si bien es cierto —como ya hemos subrayado— que
durante siglos la belleza ha presidido la creación artística, no siem-
i pre ha sido así a lo largo de la historia del arte. Y no lo es, sobre todo,
.en la época contemporánea. ¿Dónde está la belleza en E l g r ito de
Edvard Munch en el que la figura humana se deforma hastaha-
cerse expresión insospechada de un terror sin límites? Pero los ar­
tistas de vanguardia no sólo la dejan a un lado en sus obras, sino<
que la desacreditan y combaten abiertamente, “ La belleza ha muerto” ,
proclama el dadaístaTristan Tzaraen 1918, reafirmando la sentencia
que el poeta Apollinaire había dictado en 1913: “ La belleza, ese
monstruo, no es eterno.” Pero si no hay un arte bello, y los propios
artistas se disponen a enterrar la belleza, ¿cómo podría la Estética
convertirla en objeto central de su reflexión?/En suma, siJaJEstéti-
ca no puede^delar-de-tener-presente la historía real, y si otros valores
estéticos.desplazan~aLde'!o"beHo; no'puede hacer de éste síT.oBjeto
cemraUEn eonsecuencia hoy^menos que nunca, cuando el arte .y.
! losjartistas lo arrojan por la borda después de haberle rendido cul­
to duran tejsiglos, laEstética no puede. .defínir.se..como la ciencia de
ló~be1I5T t

La Estética como filosofía del arte


Las dificultades,anteriores se.eluden, al parecer, al.desplazar de la
befiéza al arte el concepto centrardé*sü ‘definicióni-La Estética se'
convierte entonces enla- filoso fía del arte. LgjMtéíipp^óJo. beílpldeja"
dejnteresar como problema._esp.e.cial. o^exciusjvo. y la atención se
concentra allí donde _uno y,otro se danfen.el arte. En la época con-i
temporánea,^’.Hanslick,.FiedÍer, SemperrWorringeTrGroce,--RogeÍ7
Fry, Clive Bell, Veléry^Soüríauy-Ingarden o Susanne-Lange^refleJ
1xíonanjundamentalmente no sobre la esencia de lo bello, sino so-
bre el arte. \La Estética es, para ellos, ante todo, una filosofía^
o teoría del arte^En favor de esta concepción militare! papel.privi-
legiado que, desde el Renacimiento, se.atribuye afarte en el universo
estético.,. En verdad, sólo desde entonces,,comíenza,a_ser con side-
rado por-jsu^significado^prnpiamente estético. Es decir, como^iimá
región propia, autosuficientef y no por sus servicios a los podero­
sos del cielo o la-tierra. En otros tiempos las estatuas góticas, p o r,
ejemplo, se veían ante todo como medios para invocar a una divini-
i -

’ . • ! ’ * . y
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* f ■’*‘i \ , i ,. . . k-/
’by C am Scanner ‘ ' r '-'
52 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

dad; no se las veía como “ obras de arte” . Ahora bien, para que el
. .. arte fuera reconocido como una actividad humana autónoma, era
i ? ! preciso que al hombre se le reconociera la capacidad creadora que
¡ antes sólo se.atribuía a Dios.^Y esto es lo que sucede en el Renaci­
miento, en la sociedad burguesa que comienza a tomar forma en
las repúblicas italianas del siglo XV, como la de Florencia.
El artista con su personalidad propia, original y creadora empie­
za a adquirir, desde entonces, verdadera carta de ciudadanía y a
distinguirse del artesano. Todo ello es inseparable del humanismo
burgués, renacentista, que afirma la autonomía del hombre ante
Dios y la naturaleza.)El artista conquista, a la vez, su autonomía*
—especialmente en la pintura— en la medida en que ésta obtiene
su reconocimiento entre las artes liberales y se distingue de las artes
mecánicas, manuales o serviles. Los artistas afirman así su distin-
ción respecto de los artesanos. Y para subrayarla-há'cHn'hmeapié
—como hace Leonardo— en que “ la pintura es.cosa mental^-o-sea,
una actividad intelectual no* física y, además, creadora. Ciertamente
hasta el siglo xvm la autonomía del arte no será reconocida explíci-
¡ tamente. Justamente en el.año.1762 apareceja palabra “ arte” en el
Diccionario de la Academia Francesa.con un^signifícadolj^n?^^
te al de los oficios. Y el arte al que se le da este significado propio
es el que se asocia a la belleza. Por ello, al fundarse la^cademia
Francesa de las Bellas Artes, se recurrirá justamente a^esta^expre-
sión “ bellas” para calificar, a las„arte$_._____
Y precisamente en el mismo siglo en que se reconoce la autonomía
^ del arte, como arte bello, y en que se le distingue como tal de la ar-
tesanía, de los oficios, nace también a mediados del siglo xvm, con
- r f ' ( Baumgarten, la Estética como disciplina filósófica^autón.QrnarY7
en concordancia con todo ello, en la medida en que se eleva no sólo
su autonomía sino su preeminencia en el universo estético, el arte
pasa a ocupar el lugar central en las disquisiciones estéticas. Difí­
cilmente podía haberlo ocupado antes, cuando sólo existía con una
doble condición servil: a) como medio o instrumento de una finali­
dad ajena, al servicio de los hombres o los dioses, y b ) como una
actividad propia de artesanos o siervos y, por tanto, con un estatus
ideológico y social inferior para los artistas.
Pero al cambiar la posición social y cultural del arte, y adquirir
cada vez más —desde el Renacimiento hasta nuestra época— una
posición central, y a veces exclusiva en el universo estético, se afir-
; ma también la tendencia a hacer de IqJEstética una fílosofm_q_teqrm
i que pone al arte en el centro'de su reflexiórTT" '
l

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EL OBJETO DE LA ESTÉTICA 53
No podemos dejar de reconocer que este enfoque teórico de la Es-

Para Sa.n.AfiLUSliniiav_un..arte supremo: el divino, del que es obra


la naturaleza; el humano.sólo, ppera con las forinas cuyo ‘m6‘délÓ^
t<55ia^de-X)ios. >Pori.oiro.]ado, continuando, la tradicióhjgriegalgue ’-
será impugnada en eLRenacimientQ,_subraya .el .caráctex„seml del
¿He humano por servirse —como el trabajo físico— de la matefiáT
La aportación de la filosofía del arte está en haber centraHó'SU'
atención en él, respondiendo al papel privilegiado que desde el Re-.-,
nacimiento tiene en Occidente. Ahora bien, aunque para la Es­
tética el arte es un objeto de estudio fundamental, éste no puede
ser exclusivo. Por importante que sea para ella, es sólo un modo •
del comportamiento estético del hombre. La preminencia que al­
canza el arte en.la relación estética del hombre con el mundo,’.'es ün^ ^
fenómeno histórico: surge yjse desarrolla en Occidente desde los
tiempos modernos.^Pero la relación estética, como modo específico V
díTapropiación humana del mundo, no sólo se da en el arte y en la ! •
recepción de sus productos, sino también en la contemplación de
la naturaleza, así como en el comportamiento humano con objetos
producidos con una finalidad práctico-utilitaria.J
La definición de la Estética comoTíTosofia del arte, es, pues, do-
bieménte limitativa: no sólo féstringéjél.campo dejo estético a lo
artístico. sino.iam-bién-eLdel arte a su lado estéticorFuefa^de-^i
atención quedan los nexos del arte con otras actividades humanas . >
(moral, filosofía, política, economía, etcétera), así como la vincu- '
lación de todo el campo artístico (no sólo su producción, sino tam­
bién su distribución y consumo) con la sociedad en que se da y con
las diversas relaciones sociales que lo condicionan. En esta concep­
ción, el arte aparece dotado de una esencia estética que correspon-
de, a su vez, a una esencia abstracta e inmutable del hombre. Por:
otro lado, esa esencia estética suele identificarse con lo bello, en- V
tendido por añadidura como, lo bello clásico. De este modo, los
productos artísticos de otras sociedades, no occidentales y no sujetos
a los cánones clasicistas, difícilmente pueden llamar la atención de
dicha filosofía del arte. En suma, se trata de una teoría estrecha ;
ante la amplitud del universo estético, y unilateral, dada la comple- :
jidad e historicidad del arte.

>
i ) *•

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54 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Estética y Ciencia del arte


Manteniendo el arte como objeto de sus reflexiones, pero tratando de
hacer frente a su complejidad e historicidad, se han elaborado, en el
presente siglo, diversas teorías que se agrupan bajo la denominación
común de “ Ciencia general del arte” , o más escuetamente “ Ciencia
del arte” . Entre sus exponentes más destacados figuran los estetas
alemanes Emil Utitz y Max Dessoir. Lo que diferencia a esta teoría
de la filosofía del arte no es tanto su objeto, ya que es el mismxT—
arte—, sino el modo de concebirlo. Ya no se tiende a verlo por un
solo lado, el estético, sino en todos siís'áspéetos'y**relacioñés.
La’clave de bóveda de esta concepción es la distinción deio esté- .
tico y lo artístico. Estético es lo que puede suscitar una percepción
desinteresada; lo artístico comprende los valores diversos que se
revelan en la obra de arte, comprendido también el valoLestético.
Gracias a esta distinción, que es de origen kantiano, la Ciencia del
■ ‘arte puede considerar una obra artística determinada, o-eLarte de
jdiferentes épocas o pueblos, tomando en cuenta sus valores no pro­
piamente estéticos: religiosos, morales, nacionales o sociales. Se li­
bera así al arte, de su,sujeción a la belleza y, más precisamente, dé~
la belleza clásica. Con ello, la Ciencia del arte se aleja, al parecer,
dé las estéticas tradicionales que, como dice Worringer, se reducen
a estéticas del arte clásico. AI mismo tiempo, las investigaciones
impulsadas por esta ciencia pueden extenderse —como hace el propio
Worringer con el arte gótico y el arte egipcio— a manifestaciones
artísticas alejadas del ideal clásico.
La distinción de lo estético y lo artístico da lugar a dos disciplinas
independientes que se.reparten uno y.otro ám bito de estudio: la
Estética y la Ciencia del arte. Con base en esta distinción, la Ciencia
del arte considera la obra artística no sólo por su lado estético, sino
como un todo que incluye valores extraestéticos. Esto constituye
una contribución importante con respecto a las estéticas tradiciona­
les y, en particular, las de cuño clasicista, interesadas exclusivamente
en el momento estético. A diferencia de ellas, la Ciencia del arte toma
en cuenta las manifestaciones artísticas de otros pueblos y de otros
l tiempos, ignoradas por dichas estéticas.
». V Pero, junto a esta aportación innegable, la distinción de lo estético
X J y lo artístico..—pieza fundamental de la Ciencia deí arte— plantea,
j dos tipos de cuestiones: una, sobre la naturaleza de los términos
puestos en relación, y otra, sobre la relación misma. Lo estético^
lo conciben en definitiva como lo bello, y este concepto, a su vez, lo

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EL OBJETO DE LA ESTÉTICA 55

definen a la maner^clásica,.£qn lo cual caen en el mismo error que


laTdoctnnas^adkjonalesjiue critican. Por__ello, ajj;erInaplicable su
concepto de lo estético a las manifestaciones artísticas no cíasícasT
separan el"arte dé ía.belleza.o de lo estético en sentidoesfrechoAEn
cuanto a la relación entre lo estético y lo extraestético, ¿tinque la
Ciencia deí arte llama legítimamente la atención" sobre los valores
extraéstéticos incorporados a la obra artística, no acierta a estable­
cer una relación intrínseca entre ambos aspectosl Como subraya
Morpurgo-Tagliabue, ,.en L a ,,E sté tic a , c o n te m p o r á n e a , lo estético
y lo extraesíetico se presentan mas bien como externos, o en yux-
taposición. Estos,.teóncos —particularmente Lítitz—, no llegan
a ver que, de la misma manera que no existe lo estético “ química-
mente puro” sino lo,estético ‘‘impuro” , es decir, ligado indisolu­
blemente a lo extraestético incorporado a la obrá dé arte, tampoco'
existen en ésla, plenamente puros, los valores nacionales, moralés,'"
religiosos o políticos; estos valores se dan~fundidos"én eliód^^
tico enj^ue_seJntegran,.Lx>,qu.e.significa, asimismo, que los valores
extraestéticos por„el.hechojie darse como parte .incfisoíübfe'de' ése ;
tQdO-.que_esJa.jQbra-de_arteT-sólo-se-dan-e3¿é£/cítmezz/e, / <
Estajvinculación, así como la existente entre lo_estqtico y lo ar tís-
tico, no excluye su distinción, puesto que lo estético no se agota en
el artej también se da en ía naturaleza, en los" objetos; técnicos y los
productos utilitarios.*. Por consiguiente, jetarte no se agota en lo es­
tético ya que tiene que contar con lo que^3eJxtraéstético se.incor- > jj
pora a éÍ.\La’ñecé’sidád dé distinguir lo estético de Ío artístico rio
justifica, pues, la distinción radical de Estética y Clénciádelarté7yá~
que ío artístico nópuéde prescindir del“valor. esTétícorCa función
estética es siempre indispensable en~el~arte,..inclusQ~.aunque éste
pueda asumir otros valores y cumplir otras funciones.
1 ' i
Una apropiación específica de la realidad
como objeto de la Estética
E>e_la5^jficultades.qu£.pr.esentan.las-definiciones delaEstética^que
hemos examinado, se desprende la necesidad de buscar una nueva
definición’que tenga presente:
• . i .

-* 1. La distinción (no su separación radical) délo, esté tico..yJo. a t


,tísfico;.pero sin olvidar que, dado.s.u carácterJiistórico,^esa^distin-
ciónes_r dativa.

t 2. La jetea de lq estético destacando en primer plano su significado

*’ 1
. V ’ ii'k
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III. El saber estético
•■
’i-i'-.' ,/■
;
'y
Una vez determinado el objeto propio de la Estética, se plantean tres
cuestiones estrechamente vinculadas entre sí: a) ¿gjigjipn de saber
es el deja Estética?: b ) ¿quéí relación guarda este saber con la filo-
soga-^las-ciencias?; y c) ¿qué. enfoques q"piétodojSjon más ¿adé-
cuad_os,.a-su-obieto de estudio?

Estética y filosofía
t '

Si recorremos la larga historia del pensamiento estético, veremos que


las reflexiones que predominan en este campo tienen un carácter
filosófico. Y veremos también que, como tales, su atención sé con­
centra en los fenómenos estéticos o artísticos como manifestacio­
nes de un principio supremQ^metafísico.-ontolóeico-o,antropoIógico
£la-idear el ser, .Dios,_eLhombre o la conciencia-humana). La És’té-
tica interesa a la filosofía sobre-todo en cuanto que ilusfraó^apoya
su_yisión del. mundo o del-hombxe.
Semejante saber estético, que ejerce un dominio no compartido
desde los albores de la historia de la filosofía en.Grecia hasta nues­
tro tiempo, podemos ejemplificarlo con algunas de las estéticas
metafísicas o especulativas contemporáneas. Veamos, en primer
lugar, la Estética neotomista de Jacques Maritain. Al definir lo be­
llo como “ esplendor de la forma” o “ de todos los trascendentales
reunidos” , no hace más que trasladar al ámbito de lo sensible los
principios básicos de su filosofía. Y cuando ve en el arte, y particular­
mente en la poesía, la belleza como su “correlato necesario” , atiende
más al principio metafísico de lo bello que al status real, históri­
co, del arte.
Algo semejante encontramos^eniajistéticaque» atenida-a-la.feno­
menología husserliana,1busca en la conciencia'la esencia"dél*objetp
estético como objeto intencional e inmanente,a ella. En los análisis
■ de la obra literaria como los que lleva a cabo Román Ingarden, se

59 . !

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60 INVITACION A l.A ESTÉTICA

desvanece su condición real, histórica, para asumir la condición fe­


noménica que se revela en la conciencia. Y cuando Heidegger tran­
sita de la fenomenología a ja oaLoÍQgía_fundarnental,-y-deda mano
dec.llajil análisis existencia] del ente, “ ser ahí’^ o existente huma­
no, que se^pregunta por_eí ser, la problemática estéticajjue^'an-
'cladá^eTYsu analítica.existcnaáLyrontológicáV CorTimnuevo ropa­
je reaparecen aquí las viejas tesis metafísicas de “_la_ belleza como
manifestación.de la verdad” , o dejojbello como (‘esplendondelser’/f
Y al concentrar su atención en el arte, y más especialmente en la poe^
sia, y afirmar que el carácter privilegiado de la poesía radica en que
el ser tiene su mansión en el lenguaje, no rebasa el plano especulati­
vo tradicional.
Pero, de la carga especulativa no se libra tampoco la Estética que
se presenta fundada en el jnateriaüsmo_dialéctico. Al proclamar,
como tesis fundamentales, l^bietividadm aturaí de lo estético o el
arte como csflej.Q-d.eJa. realidad, no hace sino aplicar su principio
ontológico del primado del ser, y el gnoseológic_o_del.conocimiento
có'moTreflejo, al campo de lo estético y lo artístico. Y, al concentrar
su atención en el realismo como forma histórica del arte —una
forma que, en definitiva, se deduce de ambos principios filosófi­
cos—, semejante estética realista se vuelve de espaldas a la rica, di­
námica y compleja experiencia estética, y práctica artística, que no
encaja en esos moldes ontológico y gnoseológico.
Tampoco toman en cuenta la correspondiente realidad históri­
ca, concreta, las estéticas de-iaizjcantiana que_se limitan a aplicar
el principio antropológico de lo bello como trasfondo cómún:de1a
‘^naturaleza humana” , o las estéticas neopositívistas que Hacen lo
propio con el principio epistemológico de la separación radical del
lenguaje racional de la ciencia y el emotivo del arte.
Si atendemos a la riqueza y diversidad de la experiencia estética
y de la práctica artística, y no aceptamos sacrificarlas a un princi­
pio abstracto, no queda otra alternativa que abandonar el marco
especulativo de la Estética filosófica. Pero esto no significa, en
modo alguno, que podamos prescindir, como cree el más estrecho
empirismo y positivismo, de ciertos principios o supuestos filosófi­
cos. En,cuanto que la experiencia estética y la producción artística
son formas del comportamiento humano, o de una praxis.esperífi-
ca, que se dan en.determinadq entramado Histórico-social, la Estética-
se mitre de cierta concepción del hombre, de la historia y la socie-
---dadTJuepara nosotros es el marxismo, entendido no como una onto-
logía más o una nueva antropología filosófica, sino como filosofía de

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EL SABER ESTÉTICO
•' . . .■*■■■ • , ' ", ‘ >I'.V
la praxis. Ahora bien, con este bagaje filosófico, 'la Estética que
propugnamos aspira a ser una ciencia que por su objeto y métodos
se inscribe en el espacio del conocimiento que también ocupan dife­ r\
rentes ciencias humanas o sociales. •.«, ‘!l'‘:'¿
(,y.
'‘i'.-h'i;
't¡tM/.'
La Estética como ciencia• ■.,l(' , - í,,.
i

Como toda ciencia, ja^E^ticaJpretendedescrjbiL


jeto propio: cierta relación con el mundo así como lá praxis artística i
en cuyos productos se objetiva esa relación. Se ocupa pues de ciertos .. - ' i'i1
.. i

hechos, procesos, actos u objetos que sólo existen por y para el hom­ v
V > J
(;
bre, y que justamente por ello se tienen por valiosos o portadores -vi r ■
; ; ;

de un valor especial: el estético. Por esta dimensión axiológicaide . >


/; t , V ’
; ;

f:
- Í í , ' .
; , . V ;í

í 11
■ i, * ,

_za~Pero lo bello natural que interesa a la Estética no es lo natural’ \ ,


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• f . i l . / V v ■:
V . r ^ r , . ; * j'
'•i ’ ' ‘ /
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que es —en un contexto social determinado— valioso esteticamen-ív


1
te. I^objetivo no es-aquído^objetivo-en-sív sino humano,.social; por ¿ *.1 »• ,• . | *
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ello,-lejos de excluir el ingrediente axiológico, lo incluye, necesaria- } ; • ' •« /*


; : ; ; h

í» ,

su objeto peculiar, humano o humanizado, sin cercenar de éí lo que"


tiene de valioso. Y para ello recurre como toda ciencia a la cons-' : • Í H

trucción del objeto teórico correspondiente. j f - ! > " • ’ :: r ; ;


* ’ 'i ; ¡ r ' ; W
•V v *

_ L a Estética e s jpu.e^jácncia,dfe.una_realidadjí(^uliar-^las^je-:_.’i; •.
: \\
\
.‘ - • ' l - IV ;
’ - •

ponente axiológico, le corresponde explicar cómo y por qué losvalo-:


res estéticos se integran .en ella. Ahora bien, la Estética explica esos / ,
valores, no los instituye o prescribe; no los propone ni dicta ñor-
mas para su realización. Por ello, no es normativa; es ciencia de l0jv;.;:^;:\;r^J
que es-y no de lo que debe ser. 1 /,!
El carácter-científico de la^Estética se manifiesta.tarabiéjn^en <jué ; í
sus .conceptos y proposiciones se articulan lógicamente, y en que sus ^
problemas se"-slíSordm arTy ^ resí, formando un sis- .¿ j '
tema. Pero como la realidad que se pretende explicar se despliega,v:^^;;'■í;^;V:jj
. .. * 1 ■
■A ■-!C ■ ■. * t ■ ' .
; . -y., V. <•>•; tód»
.i •■'•■i • •
••• ' • 'L'. > ;'/ .. '.'V;U^íjS
,íiA
■ ' ■; i l; V //.V:;-'.;
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62 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

históricamente y se halla sujeta a constante movimiento y cambio, su


carácter sistemático ha de entenderse en un sentido abierto. Como
dem uestra la historia del pensamiento estético, los conceptos ce­
rrados acerca de lo estético —lo bello, el arte, la estructura de la obra
artística, las relaciones entre el arte y la moral o entre el arte y la políti­
ca— limitan o anulan la posibilidad de captar los fenómenos estéticos
y artísticos en toda su diversidad y com plejidad. La-Estética debe
esta r siempre abierta, y no sólo para enriquecer conceptos ya esta­
blecidos sino también para introducir los nuevos que responden a
una nueva relación estética con la realidad. De todo lo anterior se
deduce que no puede aceptar los conceptos eurocentristas o clasi-
cistas que dejan fuera del arte lo que se ha dado artísticamente en
otros tiempos u otras culturas. De la misma m anera, la Estética no
puede cerrar los ojos a las prácticas estéticas de nuestro tiempo que
han dinamitado el terreno en que se asentaba la Estética tradicional.
A ceptar en las investigaciones estéticas los conceptosjibiertos es
.una exigencia científica insoslayable, pero es también una opciónldeo-
lógica. Ciertamente, aferrarse a un concepto cerrado del arte como el
que ha prevalecido en los últimos siglos en el pensamiento estético
occidental no es sólo un error científico, sino una posición ideológi­
ca; es rechazar —explícitamente o no— el derecho de los pueblos
de otros tiempos o de otras culturas a incorporarse con sus creacio­
nes al universo estético y artístico.
Pero, comra el carácter científico de la Estética, conspira también
úna concepción romántica, irracionalista, en virfucl de la cual tanto
el objeto como el comportamientoújstéíicos serían totalmente opacos
al tratam iento lógico-racional propio de toda ciencia. Al afirmarse
esto, se parte en primer lugar del supuesto faiso de la aconceptuali-
dad de lo estético. Ciertamente, aunque en lo estético hay que contar
con la presencia de componentes sensibles, imaginarios o afecti­
vos irreductibles a lo conceptual, esto no excluye la presencia de
un elemento intelectivo tanto en el objeto como en el comporta­
miento hacia él. En segundo lugar, se presupone infundadamente
que la necesidad de adecuarse en-su tratam iento teórico a la natu­
raleza estética del objeto excluye un enfoque extraestético como
sería el lógico-racional.
Ambos supuestos conducen a una confusión de planos en la que se
borran las distinciones específicas. En verdad, puede admitirse un
componente intelectivo en la relación propiamente estética, sin que,
por ello, se confunda con una relación propiamente teórico-cognos-
citiva que sería la de la Estética. La reproducción de lo concreto-real

j
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EL SABER ESTÉTICO 63
en esta relación no es directa o mimética, sino teórica; es decir, re­
curre a conceptos y abstracciones. Por esta razón, de la misma manera
que la explicación química de la sal no es salada, ni' la de la magia
mágica o la de la imaginación, imaginaria, la explicación de la Es­
tética acerca de lo estético no es estética, sino abstracta, concep­
tual. Por consiguiente, de la misma manera también que la sal, la .
magia o la imaginación son objetos de una relación teórica que no
se confunde, respectivamente, con la relación gustativa, mágica o
imaginativa, la relación teórico-cognoscitiva en que se sitúa la Es­
tética no se confunde con la relación estética que, sin excluir, un com­
ponente racional, por su carácter complejo, no se reduce a dicha
relación. Así pues, sólo una concepción de lo estético que lo iden-,,
tifica con lo misterioso, irracional, arbitrario o absolutamente in­
determinado, puede rechazar el carácter científico de la Estética. Pero v
esto únicamente puede hacerse si no se distingue claramente el plano '
lógico-racional en que ha de situarse como teoría, con la relación.,
directa, inmediata y sensible en que consiste el comportamiento ^es­
tético hacia su objeto.
A veces, el carácter científico de la Estética, como en general el de i
las ciencias sociales, humanas, se impugna también cuando, al am- ’
paro del modelo científico-natural, se hace notar la ausencia de un 4
rasgo suyo que se considera esencial: la predicción. Ciertamente, la
Estética no puede predecir, por ejemplo, los límites y la composición ■
cambiante del universo estético, las formas que adoptará la práctica
artística ojos ideales, valores,.o normas que presidixánJa producción
- o •recepcíoiude. o b fa s ^ F ^ n ^TNadie puede prever hoy los cauces -'
porJos-que discurrirá la creatividad estéticaen el^siglo xxi. Pero'1
sí se puede, tratar de explicar la revolución artística-que se inicia "en
el siglo"paS_adp rT lñ c 1 üs6~piTede explicarse ese océano cTémivoT
inesperado y sorprendente que es la obra de Picasso. Y esta fuerza
explicativa, ciertamente a poster\ori> del tratamiento teórico no se
anula por el hecho de que no haya dado lugar a predicciones cuando
aún estaba vivo y abierto su impulso creador. Y es que en este campo
—el de la práctica estética y artística— la predicción se hace imposi­
ble, al menos con el rigor, objetividad y fundamento con que la hacen
las ciencias naturales. Ahora bien, lo que se desprende de este im­
perio de lo imprevisible, lo incierto o lo inesperado, es la necesidad <
de no convertir las experiencias estéticas o artísticas ya conocidas,
en ideales o modelos de lo que aún no podemos conocer. O sea: con- .
vertir lo que ha sido o es, en lo que ha de ser. Lo que sean en el futuro
lo estético y artístico dependerá de las condiciones sociales en las

' v -I ‘ \ '■

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64 INVITAC ION A l.A nSTI-TK'A

cinc habrán de gestarse los valores, ideales y concepciones que im­


pregnarán las experiencias estéticas y artísticas correspondientes. Y
como esas condiciones no son rigurosamente previsibles, tampoco
lo es el universo estético y el arte que se gestarán en ellas. Conse­
cuentemente, a Ja_.Estética como ciencia de ujijohjetQ-.cealniente
exis.iente^no le corresponde fundar pdr’a n tia p a d o o Jn stau rarjo
quejestéticameñte ño~ éxi'ste aún. Pero, sí puede tratar de ex^Jicar
racionalmente lo que, en este campo, ha existido effel_pasado o
existe actualmente. Y esta es justamente su tarea com o ciencia:
construir el objetó teórico adecuado a su^objeto real.

L a E s té tic a y o tr a s c ie n c ia s

Como toda ciencia, la Estética tiene un objeto de estudio propio.


Al delimitarlo, justifica su existencia como disciplina especial. Pero
esto no significa que por sí sola, con unos recursos conceptuales y
metodológicos exclusivos, pueda cultivar su área específica de in­
vestigación. En primer lugar, su atención se concentra en umohjfito^
complejo que no puede reducirse a una sola dim ensión, supuesta­
mente la estética o artística. No puede dejar de tom ar en cuenta en
ese objeto complejo, los aspectos extraestéticos o extrartísticos sin
los cuales no se da la experiencia estética o la práctica artística. De
ahí la necesidad de atender a las ciencias que tienen que decir algo
acerca de ellos, o cuyos objetos —la historia, la sociedad^jas relacio-
nes de producción, la psique, el lenguaje, la comunicación o la infor­
mación— se hacen presentes de un modo específico eifélóbjeTó“real
sobre el que versa la Estética. En suma, la Estética no puede dejar
de estar en relación con otras ciencias, no sólo porque puede ser­
virse provechosamente de sus logros, sino también porque no puede
avanzar en el estudio de su objeto propio sin partir de lo que ellas,
en un plano más general, ofrecen teóricamente. Aquí entra en juego-
la dialéctica de lo general y lo particular, sin la cual la Estéticajno^
podría profundizar en el conocimiento de su objeto. Ahora bien, la
necesidad insoslayable de atenerse a esta vinculación es la mejor
garantía para que la Estética no sea absorbida o devorada por al­
gunas de las ciencias con las que se relaciona forzosamente. Cierta­
mente, aunque su objeto de estudio —dado su carácter complejo y
polifacético— pueda interesar a diferentes ciencias, esto no pone
en cuestión la necesidad de abordar los aspectos específicos que,
integrados en un todo, corresponde estudiar a la Estética.

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i

EL SABER ESTÉTICO 65

¿Cuáles son estas ciencias de cuyas aportaciones parte o se sirve


provechosamente la Estética? Veamos.
Lo estético y lo artístico surgen y se desarrollan históricamente, y
tanto en su origen como en su naturaleza se hallan condicionados
socialmente. La Estética necesilítrPOJLello^poyarse en una teoría
j&aerahde-ladiistQiia v la-sociedad que permita situarITistórícaTy
socialmente la relación estética y delinear el lugar del arte dentro
del todo social, así como sus nexos con otras actividades humanas.
Partiendo de esta teoría general, que para nosotros es el materialismo
histórico, podemos comprender junto al carácter histórico-social
de los hechos estéticos y artísticos, el papel de las condiciones so­
ciales en la organización del proceso artístico, y las formas indivi­
duales que, determinadas por ellas, adoptan dentro de ese proceso
artístico social la individualidad en la creación y recepción de los
productos artísticos. De acuerdo con las tesis fundamentales ela­
boradas por Marx y Engels, el arte se relaciona orgánicamente con
la sociedad en que se produce. Y en cuanto'qué, sin dejar de ser un
sistema específico de producción, distribución y consumo, se halla
vinculado con otros sistemas de la estructura social (la base económi­
ca, la supraestructura política e ideológica), la Estética al ocuparse
del arte tiene que tomar en cuenta las ciencias sociales correspon­
dientes: sociología, economía política, teoría política, teoría de las
. ideologías. Así pues, eí carácter social de losTenomenos estéti­
cos, así como la inscripción del arte en la estructura^social que lo
^condiciona, tanto en su génesis y existencia como en sus efectos,
exige aprovechar las adquisiciones, en este terreno, de las diferen­
tes ciencias sociales.
De los^vínculos entre arte_y_sociedad-s&jocupa la sociología de]_.
arte, ya sea cdmo Tin”capítulo especial de la sociología o como una
disciplina particular. Su enfoque sociológico contribuye esencial­
mente al esclarecimiento de las condiciones sociales que intervie­
nen en el proceso artístico, pero no agota los problemas que plantea
su especificidad. De ahí que las investigaciones estéticas no puedan
reducirse a las sociológicas cuando se abordan problemas como los de
la creación, el valor estético, el gusto, la recepción, etcétera. La orien­
tación sociológica es necesaria, pero su validez se pierde al transformar­
se en el enfoque sociologista que disuelve lo estético y lo artísti­
co en las condiciones sociales que lo hacen posible, evaporándose
así lo específico y distintivo de ambos fenómenos. Este sociolo-
gismo se da en la Estética que, en nombre del marxismo, reduce el
arte a un epifenómeno de la estructura social. Semejante reduccio-

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66 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

nismo puede remitirse a Plejánov por su teoría del arte como “ equiva­
lente social” , pero no a Marx y Engcls. Baste recordar a este respecto
la ley ntarxiana del desenvolvim iento desigual del arte y la sociedad
y las precisiones de Engels sobre las relaciones contradictorias entre el
realismo de Balzac y su ideología. En sum a, el enfoque sociológico
de lo estético y lo artístico y, particularm ente, el exam en de los la­
zos entre arte y sociedad, son indispensables p ara la Estética. Pero
ha de evitar el sociologismo en que suelen caer no sólo la Estética
m arxista de raíz plejanoviana o de inspiración luckacsiana, sino
tam bién la m ayor parte de las sociologías contem poráneas del arte
y la literatura.
Las diversas posiciones del arte dentro del todo social exigen quela
Estética, al tratar de explicarlas, aproveche las aportaciones de dife­
rentes ciencias sociales. Así, por ejem plo, el estatuto económico
que adquiere la obra de arte en la sociedad m oderna, capitalista,
al transform arse en mercancía, obliga a la Estética a fijar la aten­
ción en la econom ía política que, com o ciencia de las relaciones
de producción, pone al descubierto el tejido m ercantil en que se
inserta la obra artística. Asimismo, la atención que en todas las
sociedades presta el Estado, en una form a u otra, a los efectos ideo­
lógicos del arte, así como las relaciones que históricam ente se dan
entre creación artística y práctica política, exigen que la Estética
tenga presente conceptos básicos de la teoría del Estado y de la cien­
cia política. Igualm ente, el lugar que ocupa el arte dentro de lasu-
praestructura ideológica y las diversas funciones que cumple en los
aparatos ideológicos del Estado, determ inan que la Estética no
pueda prescindir de la teoría de las ideologías, ya que ésta ofrece
ciertas claves conceptuales indispensables para entender las rela­
ciones entre arte e ideología.
Así com o la determ inación social de la experiencia estética y de
la práctica artística explican la necesidad de to m ar en cuenta las
aportaciones de las ciencias sociales, el papel del individuo humano
en el proceso estético —tanto en el mom ento de la creación como en el
de la recepción— hacen necesaria la vinculación de la Estética con
ciencias —com o 1a psiool ogía-y^.psjcoa n á 1isis— que se ocupan del
com portam iento psíquico individual. Asi, por ejem plo, las investi­
gaciones estéticas en el cam po de la percepción_\dsuaLxLaudiliya^
tienen que apoyarse en los resultados alcanzados por la psicología
de la visión o de la audición. A hora bien, aunque es indispensable
que la Estética se apoye en las aportaciones de la psicología al estu­
diar el aspecto subjetivo, individual, de la relación estética, esto no

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V

EL SABER e s t é t i c o 6 7 1;
>•i <
significa que se reduzca a una “ psicologíadel arte’’. Al reducir lo es­ M' J.

tético a una sola dimensión —la psíquica—, este.psicologismo lleva á; 1 /


cabo una operación unilateral semejante a lá'del'sociologismo que •V•'ír''\
]• ’1 ;,\Íl8
reduce la complejidad de lo estético a su’dimensión social. Algo
análogo a lo que acabamos de decir puede afirmarse también res-. 1 *■i*».’
pecto a la vinculación de la Estética y el psicoanálisis., A hora‘bien,
teniendo presente los riesgos —para no caer en ellos—-de una vincu­
lación reductiva y unilateral, la Estética puede> beneficiarse de las ,'WÍV'Í:
' ¿‘'-."/'i •vV '•
aportaciones del psicoanálisis al calibrar, con su ayuda, el papel de
'*• ’.i >
las motivaciones inconscientes en el proceso creador, así como en la
« : ■ &
formación de la personalidad del artista. • • ¡*
,a.K ;>f -i /
La génesis de la relación estética del hombre con el m undoyde'la''
practica artística, junto con la aparición de una conciencia protóes- ; . , ¡V
tética, puede rastrearse en las sociedades más primitivas o prehistoria ^
cas de acuerdo con los estudios antropológicos autorizados;1E)e ahí'
la importancia de la vinculación de la Estética con la antropología,,;■'
particularmente la antropología social o cultural. • •'
Finalmente, en la explicación del arte como mgdio¿e comunicá f f i f e r ^ ^
Q_leELguaje_esRecífíco, la Estética recurre provechosamente a lasCien-
cias que se ocupan de ios procesos comunicativos. Entre ellas térie-^’xdddK '1'
mos en primer lugar a lajingüistica como ciencia que se ocupa del
sistema básico de comunicación: el lenguaje verbal. Recurre ásimis-\ j víQi^¡
mo a la semiótica, cuyo objeto de estudio son,los sistemas de s i g n o s s i
construidos sobre la base del lenguaje natural. Los logros de esta;
ciencia se vuelven indispensables para la Estética en cuanto que
artes —y no sólo las verbales— pueden considerarse cómo sistemas■ ' pd:i.‘-Jv$¡
de signos. Por último, la Estética se beneficia también de la teoría.de
la información, ciencia novísima que se ocupa de la .información■ ■ ■ ¿:
contenida en un mensaje transmitido por un emisor a-un:recéptor^'‘;;;^ ^ /^ ¿
por mediación del canal correspondiente, en un sistema de pomuni-^;
cación dado. Este enfoque ha dado lugar a la Estéticainfórm£widnalvffScív§
fundada por Abraham Moles y Max Bense, en la cuál la obra idé.
arte se concibe como un mensaje que transmite una?información
específica o estética. • í
Las aportaciones de estas ciencias son fecundas paraJá E stétjc^-'^i
siempre que ésta no se deje deslumbrar por,sus logros impresio- • ^
nantes y no se convierta en una simple aplicación o extensión dé
ellas. Ahora bien, si apoyándose en esas ciencias concentra 'su ‘áteh^ ...Jí
ción en los problemas específicos que plantea el arte como lqiguáíj^;1^ ^ ^ ^
sistema de signos o mensaje que transmite una información específicaj ^ d
queda un ancho y fértil terreno para Ja.Estética, como lo demuestran . v

iWtfcym
Scarmed b yC a m S ca nn er • 'iW; %-■'^W M m
‘1

68 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

por ejem plo los estudios de Yuri Lotm an en su Estructura del texto
artístico. P ero, al hacerlo, ha de procurar no dejarse seducir por
las tentaciones inm anentistas o form alistas que pierden de vista
que los procesos lingüísticos, semióticos o informacionales son
procesos significativos y sociales. Así pues, sin dejar de reconocer
la contribución de dichas ciencias al esclarecimiento de aspectos y
funciones im portantes del arte, así como al análisis de la estructura
interna de la obra artística, la Estética no puede olvidar que, dado
su sentido social, el examen de dichos aspectos y funciones del arte,
asi com o de dicha estructura interna, no puede agotarse en los en­
foques lingüístico, semiótico o informático.

Cuestiones de m étodo
Al caracterizar el objeto de estudio de la Estética, hemos visto que
aquél existe real, efectivamente, como objeto hum ano, social e his­
tórico. A hora bien, este objeto no se da de un modo directo, inme­
diato o espontáneo en la relación de conocimiento. Paraxonoceíjo^
se necesita construir-todo-un-conjunto de conceptos ^abstracciones
que, articulados en un todo, constituyen propiamente el objetoJeori-
09. Sin la mediación de este objeto, que sólo existe como producto
de una actividad específica, teórica, no se puede describir y expli­
car el objeto real. Justamente su producción es la tarea propia de
la Estética. Marx llama, respectivamente a uno y otro objeto, lo
“ concreto pensado” y lo “ concreto real” . El primero sólo existe
en el pensamiento, en el terreno de la abstracción, en cuanto que es
producido teóricamente, mientras que el segundo existe real, efec­
tivamente, con independencia de que sea pensado —es decir, cons­
truido teóricamente— o no.
Así, la percepción estética, el objeto estético, la obra artística, el
condicionamiento social de la experiencia estética y del arte, las
funciones del arte o la relación entre forma, contenido y materia, o
entre forma y función en los productos estéticos, se dan realmente
con las modalidades que asumen en diferentes épocas y socieda­
des, independientemente del conocimiento acerca de esos fenóme­
nos, procesos u objetos reales. Ahora bien, aunque los conceptos
o teorías acerca de ellos sólo existen como producto de la actividad
cognoscitiva —que consiste, según Marx, en el ascenso de lo abs­
tracto a lo concreto, entendido como reproducción ascensional de
lo “ concreto real” por lo “ concreto abstracto” —, en definitiva el
objeto teórico sólo existe por y para el objeto real; es decir, como

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:U '
i'■y-
lUNAIWR KNIÜHCn 69
medio o instrumento pañi conocerlo, Por eoi’iÑIguleuie, ambos olí.
jetos no se ideutifieim, pero si se hallan en una relación peculiar en '
enamo que el objeto real eonsiiiuye la (¡unlklud tic la eonsirneeíón
del objeto teórico, en virtud de la cual “ el pensamiento se apropia
de lo concreto y lo reproduce en forma ele lo concreto pensado"
(Marx), l,o que se reproduce, pues, pasando de.una abstracción a
otra es el objeto real, Mu consecuencia, el conocimiento que pcrsl-'
gue la Estática, como el que buscan otras ciencias, Un ele consistir
en la producción del objeto teórico (conceptos,’ leyes, leorías) qtic
permita la reproducción abstracta, conceptual, tic lo concreto. >'
l a Estática como ciencia habrá de usar la viaj\.clJUátodojl.9^ •'
perm iia.^iejn!U e.4*cprothieci6n,y,desceljar6joHA|ucJaJmRÍdcn o
debilitan. Con este fin, aprovechará los métodos que, provcti,icnicrs
de otras ciencias, contribuyen al conocimiento de su propjd objeto.,
Esta pluralidad metodológica en el terreno de la Estática se justifica ,
por lu complejidad y multidimcnsioaaliclad, ya señaladas, de su obje­
to de estudio. De ahí la importancia que para ella tienen los métodos v
que le brindan otras ciencias. Un cuanto que los procesos estáticos ■
son subjetivos y objetivos, individuales y sociales, la Estática se vale
de métodos djversos: psicológico,- sociológico, seiniótico,- etcétera., p
A la ve?.réu~cuanto que otras ciencias —como la psicología. -las cien­
cias .sociales, la semiótica y la teoría de la información— se.octipan ■!
rde aspectos'del'objeto' reál que-interesaba-la-Es’tétiéáTw se"!just¡ficá' 1
que ésta los acepte en cuanto que contribuyen a conocer su objeto:,
Ahora bien, las mismas razones que le llevan —dada la coniplc- '
jidad de su objeto— a servirse de los enfoques metodológicos que ■.
han permitido a otras ciencias esclarecer aspectos diversos de ese obje­
to, han de llevarla también a prescindir de los métodos que, lejos1
de aproximarla a su objeto de estudio, la alejan de él, 1v : '
Es lo que sucede con el método deductivo-especulativo (que no
hay que confundir en modo alguno con el hipotético-deductjvo cíe ,
las ciencias fácticas) a que suelen recurrir las estéticas filosóficas y
sobre todo a tambor batiente las de corte nietafíit¿o7 Eh^‘esrasésfé-
ticas tan abundantes, de las que pondremos cómo ejemplo las de
Platón, Plotino, Marsilio Ficino, Schelling, Hegel, Schopenhaiier y
Maritain, se parte de un principio superior —el ser, Dios, la idea, ,
etcétera— y por una vía lógica, deductiva, se extrae de él un con; .-
ceptq_generaL^F^jQ :j3eIló— del'Cualsededucenlosconcepfós
estéticos particulares. De este modo, un concepto relacionado cón
lo real como el de “ arte clásico” en Hegel, se deduce del principio .
supremo: la Idea. De este principio se pasa al cbncepto general de

k' v
»' ij' i¡v"
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70 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

lo bello como manifestación sensible de la Idea, y se llega al de lo


bello clásico —como equilibrio del contenido ideal y la forma—
que se encarna en una forma histórica del arte: el arte griego.
A este método deductivo-especulativo no sólo recurren las estéti­
cas de orientación idealista, como las citadas; sino también las que, al
prescindir de principios metafísicos supremos, estatuyen otros, no
corroborados por la experiencia, que se establecen apriorística-
mente o elevando lo particular a condición de elemento universal.
Es lo que hallamos en las estéticas que generalizan determinado
rasgo del arte, dado históricamente, o una función suya, cumplida
realmente, a un plano universal, esencial o absoluto. En este tra­
tamiento especulativo no sólo se absolutizan ciertos aspectos de
la experiencia estética o del arte realmente existentes, sino que se corre
un velo sobre otros de su existencia efectiva, histórica. En suma, el
enfoque especulativo en su doble versión, deductiva o generalizan­
te, permite construir un objeto teórico que, lejos de aproximar al
objeto real, lo encubre o se vuelve de espaldas a él.
.. Por oposición al método deductivo-especulativo, el enfoque em-
pirista que se considera diametralmente contrario a él, proclama la
/ necesidad de acercarse directamente al objeto real, dejando a un
:! lado o reduciendo considerablemente la mediación del trabajo teó-
:í rico. Para asegurar ese acercamiento insiste en la fidelidad a los hechos
; como si estos pudieran hablar por sí mismos. Por ello, suele recu-
. rrir a los datos que brindan, por ejemplo, las encuestas sobre las
preferencias de los lectores o visitantes de museos, o a las estadísti­
cas de compras en las galerías de arte, cuando se trata de establecer
ciertas regularidades en los juicios y valores estéticos. Lo decisivo
en este enfoque es el dato empírico, no mediado teóricamente, que
se convierte en un verdadero fetiche. Y es este fetichismo del dato, y
del hecho desnudo al que se remite, lo que oculta las relaciones en
que se inserta.
El empirismo surge “ desde abajo” (Fechner), como una reac­
ción opuesta al tratamiento especulativo “ desde arriba” del objeto
real. Ahora bien, en tanto que el método deductivo especulativo
construye un objeto teórico a espaldas del objeto real, el enfoque
empirista ignora el objeto teórico que se ha de construir, y ello en
nombre del acceso directo a lo real. De este m odo, al suprimir la
mediación del trabajo teórico, identifica lo “ concreto pensado” y
lo “ concreto real” (utilizando la terminología ya citada de Marx).
Desconoce con ello que no existe el hecho en sí, aislado, para el co­
nocimiento, sino el hecho integrado en sus relaciones con otros; y

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- •/% v?i* *>

*I ••• ' ’ ■ . 1 ' S ’i Í ' v ' X ’ í 1-

. , EL SABER ESTÉTICO :¡
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■ :í . 'ííV,
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1
que, por tanto,,para conocer hay que ir más allá del dato e inte- ‘y:C
grarlo en un conjunto de elementos y relaciones,1pues sólo así puede
revelar—m ás allá de la apariencia— su sentido. Conocer la expérien-
cia estética o el arte como objetos que existen independientemente;
de su conocimiento es —como insiste A lthusser-y construir median- ”
te la actividad teórica —ignorada por el em pirism o-Pej objetó que
aprehende su realidad efectiva;^»-'!^'^^'
Y puesto queda Estética‘sólo- puede explicar sü objetó^real;<siatieri-1 ,Ayí
de a su desarrollo histórico y,a su existencia efectíva|;m‘édiándé:dá
construcción teórica que-dota de sentido,á;los .Jíechoáfttíé^
dejar a un lado tanto el-método especulativo q u e< sacn fica^
esencia inmutable las 'manifestaciones históricas, c o n c r é ta i^ ^
el empirismo,que, en el altar del dato empírico, sacrificada cómple
jidad de los fenómenos estéticos y artísticos, su globahdad y susTela1; ,
ciones. Si la ceguera especulativa parados hechos conduce a lasvaéuas;:y
abstracciones y generalizaciones de las‘estéticas filosóficas,' l a- ' f cer v
güera empiristá parada teoría conduce a la fetichización del^ d a tó ,-¿ ¿ y
empírico que, en nuestros'días, practican las-sociologíás'?del‘a r t é ^ ^
la literatura de un Silberman o un Escarpit. ^ •'
' ¡ . .ív. 1 ■' ‘
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¡, i’.'í'v-:’- ; ' i r t . ' , W
* , i/ '■ V‘ - ' í i

D o s p r in c ip io s m e to d o ló g ic o s : "■:'\V;; ’■!v1-V^f; : ;
e l h i s t ó r i c o y e l e s t r u c t u r a l ' h ]. «y h '>&!'V & ’
•79 • , ,v ■ ' ■v,¡ '• ' ■■ .f s x ; : fl.’y v - ! li',y i ;¡;;,. ' í v ;‘ '\¡ , 'ijí
De todo lo anterior se. desprende la importancia dé .dos^irincipiós i":
metedológicos-fundarnentales, que permiten evitar una y otra ce- .
güera para lo real: eLhistóriee-y-el^isténrieü'^straefruxáí. Am
principios, ya aplicados fecundamente en lás1ciéncias:.sóciale¿y‘s pn!•
indispensables, con las modalidades1que impóné suóbjetÓÍ’én l a s i y
investigaciones estéticas.. ’■ , 1 l¡- , ' ; ; í V - 1
^Lprincipio -histór&Q_obliga-a -situar dos fenómenos,¿stéíico^ V-:wv^
artístícos-en.jelJiempo^tanto-en.relación con lo quedos precede co m o:‘y ;.yy?
^oistupropio tiempo. Justamente por esta doble vincüláóiónunter---¿SíjS
na y externa, han de ser considerados con una-estabilidad relativa y:V £
sin perder de vista, por tanto, que se hallan sujetos a un proceso in- V;
cesante de cambio. Cambian,ciertamente las característica que sev . -
Ies atribuyen, sus relaciones mutuas, así como süs relaciones'--córiVÍo;*;^=:-;.-?£■
que, en una época dada,!se considera extraestético o extrartísticó^ ^
Cambian históricamente las funciones del arte-'y^á1^sü-^:véz,tél;dugár.:':-^
que en el conjunto de ellas cumple la funcióri estétibá.: Gámbian,\ ;. ;
asimismo, de una época a; otra los ideales estéticos; loS valorés y ; •
lenguajes artísticos.;Cambiada;posición del artista en.lá'saciedad

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72 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

y sus relaciones con el público. Cam bian igualm ente las relaciones
del arte con la ciencia y la técnica, así como con las diversas formas de
la supraestructura ideológica: m oral, religión, filosofía, etcétera.
Y aunque se considere que la obra artística trasciende su época, no
por ello se sale de la historia, ya que las condiciones de su propia
perduración son también históricas.
La aplicación del principio histórico__es el m ejor antídoto contra
toda-tentación esencialista empeñada en disólverias'diferendas-en
un orden idéntico a sí mismo, intemporal o transhistórico. Perora!
mismo tiempo, permiíe-descubrir que lo que se presenta como eterno
no es sino la generalización ilegítima de un fenómeno histórico, par­
ticular. Al aplicar el principio histórico, se.vuelve claro quelaheljo,
absolutizado por la Estética tradicional, es sólo una-de-sus Jornias
históricas, concretas; que el arte como imitación o reproducaon
de lo real es un modo (realista), entre otros, de producir arte y que
la función estética —privilegiada desde el Renacimiento— no siem­
pre ha sido considerada dominante, y menos aún exclusiva, en el
arte. Así pues, no se puede ignorar la naturaleza histórica de lo esté­
tico y lo artístico sin escamotear su conocimiento como objeto real.
De ahí la importancia que reviste para la Estética el método his­
tórico.
El principio sistémico o estructural obliga a considerar los fenóme­
nos estéticos como sistemas de relaciones o todos estructurados,
cuyas cualidades globales son irreductibles a las de sus elementos
integrantes. Trátese de la percepción estética, de la situación estética
en que se encuentran el sujeto y objeto respectivos, del arte como
comportamiento humano, de la sociedad en la que se integra el arte,
etcétera, nos hallamos ame totalidades concretas que no pueden
ser comprendidas al margen de sus relaciones internas y externas.
El enfoque sistémico denlos-fenómenos estéticos-y-artísticos^!
cuanto que éstos constituyen un campo unitario o forman parte de to­
talidades más amplias, impiden concentrar la atención exclusivamente
en uno de los elementos de ese campo o en una totalidad aislada,
ya sean éstos —como suele suceder en las estéticas tradicionales—
el arte al margen de la vida social, la función estética desvinculada de
otras funciones, el artista fuera de sus nexos con el público, la pro­
ducción sin tomar en cuenta la distribución y el consumo, etcétera.
En suma, elementos que sólo se dan como componentes —mutua­
mente condicionados— en un campo unitario.
Lo mismo cabe decir con respecto a la obra artística, concebida
como un todo estructurado en el que las partes o los elementos, o las

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EL SABER ESTÉTICO 73
funciones diversas que cumple, sólo se dan fundidos orgánicamen­
te. El enfoque sistémicQ,hace^v.erJa-ob,ra.como un todo orgánico.
^ta&íer*utónomo-e-inmanenter^ue4nslaroej)te_p£^
ser reducido_ajana>de-1siis^elementQS.iiiternQSJ.p.e£0J:.tainpQCQ_a los
,externos:“ideóIógÍá;~psicología d elautor, condiciones sociales; o a
una sola de las funciones que puede cumplir: cognoscitiva, com u­
nicativa, expresiva, representativa, etcétera. Ahpra-bien,_eI.,enfo-
quesistém ico.al acercarse_a.su objeto real no puede olvidar q u esu ,
restabilidad,.autonom ía e inmanencia.son relativasrya*que se trata.
_en_definitiya de un.objeto -histórico,-insertojisu vez en un conjun-
j ' - :iones ” -
..principios metodológicos considerados —el histórico y el
sistémico—, lejos de excluirse ^.complementan y necesitan m utua-.
mente, dadas las características del objeto real como objeto históri­
co y sistema de relaciones. Así, por ejemplo, el arte en la forma én
qué se le conoce y acepta hoy, es un producto histórico que no puede
ser separado de ciertos fenómenos, igualmente históricos, como
determinada división social del trabajo, la aparición del mercado y .
el fortalecimiento del poder burgués frente a la iglesia y la realeza.
Ahora bien, aunque sus características fundamentales se han pro­
ducido históricamente, el enfoque sistémico permite destacar cierta
relación entre ellas como elementos de una totalidad, o estructura re­
lativamente estable. Se pone de manifiesto así que no hay historia
sin estructura. Por esta unidad de lo histórico y lo estructural en su
objeto, la Estética —al estudiarlo— ha de recurrir a uno y otro m étodo.,
Pero si la Estética ha de tener presente —explícitamente, unas
veces; como supuesto, otras— la historicidad de su objeto, esto no
significa qqe la teoría estética pueda confundirse con la historia de
ese objeto. L aJEsté_tica-esT-fun dañíenl al mente, teoría deun.obj.etj3
íeal_q^^jendo..históricq,_cpjistituye un.sistema relativamente-es-
table de-relaciones. Ciertamente, como teoría tiene que nutrirse de
la historia real sin disolverse en ella. A su vez, la historia de su ob­
jeto —como historia de la apropiación estética del mundo por el
hombre o del arte— necesita a su vez de la teoría estética, pues los
hechos históricos tienen que ser leídos teóricamente, en la unidad
de sus relaciones y dependencia. Sólo una lectura semejante permite
que la historia del arte, por ejemplo, no se reduzca a una historia
de los artistas, de las obras o de las recepciones del público. Seme­
jante historia debe ser evitada, ya que al desconectar cada uno de1
esos elementos del todo correspondiente se oculta su sentido y, con
ello, el de la historia real. .

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M IN\ ! 1ACION A I A I STf-TICA

t:l enroque teórico sin contenido histórico es vacío, o sea, esen-


eialista. especulativo; el enfoque histórico sin contenido teórico o
sistémico es ciego ante los acontecim ientos, ya que no permite ver­
los como manifestaciones empíricas de un sistema de relaciones)
dependencias. Por todas estas razones, la Estética como teoría de un
objeto real, histórico —la experiencia estética y el arte— ha de estar
constantemente atenta a su historicidad, y con ella a su existencia
efectiva.

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. Segunda parte:

La relación estética, 1 .. .44


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del hombre con el mundo ■! ■, '4v!


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. i i. V I. Orígenes y náturaleza
''.s'-’."!,' t- ¿v:V:.‘ de la relación estética ;;
“ * >' . . . t>; ‘r \ v-‘wV . *:s’,/ ■
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Diversas relaciones del hombre ■ K ;• ., ';■!
con el mundo ' 1' K ; !
. . . . . . r ■ s ,< ' ¡ ' : i',
1,7'^
Los hombres han mantenido y mantienen diversas relaciones con el 1 •
mundo. Diversas son también en ellas su actitud hacia la realidad, .
las necesidades que trata de satisfacer y el modo de satisfacerlas. ■>
Entre esas relaciones figuran: í ';V

1. La relación teórico-cognosciíiva con la que se acercan a la rea­


lidad para comprenderla.
2. La relación práctico-productiva con la cual intervienen mate­ '.y‘
rialmente en la naturaleza y la transforman produciendo, con su {v: ■>;
trabajo, objetos que satisfacen determinadas necesidades vitales: A
alimentarse, vestirse, guarecerse, defenderse, comunicarse, trans­
portarse, etcétera. /;•. \-v;. ■'í-'.l.
3. La relación práctico-utilitaria en la cual utilizan o consumen
esos objetos. Vj-O*

En ciertas fases de su desarrollo social, los hombres contraen también I- '


otras relaciones, no menos vitales, como son las mágicas, míticas o
religiosas. En ellas la naturaleza es, respectivamente:, dominada
imaginariamente, entendida fantásticamente o trascendida como
signo de otro m undo, sobrenatural. Estas relaciones con la natura­
i if t; ,v
leza se hallan mediadas por las que los hombres contraen éntre sí.
Entre ellas se encuentran las relaciones económicas, políticas, jurí­
dicas y morales';que, en las formas específicas que adoptan cada
una de ellas, y con las características que-les impone históricamen­
te determinada estructura económico-social, se hacen necesarias
para la existencia misma de los individuos y de la sociedad. Dentro
de este sistema de relaciones hay que situar también la relación es­
tética. A unque se halla vinculada de diferente modo, a lo largo de
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' f'\ '.V:> 'i \‘u
•V•**k;o
11 i v
'v. i -y.

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78 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

su historia con todas las demás, esta relación ofrece rasgos pecu­
liares que no permiten reducirla a cualquiera de ellas.
La aparición y el desarrollo de las diversas relaciones del hombre
con el mundo, y en algunos casos su desaparición, depende de di­
ferentes factores y condiciones históricas y sociales: producción
material, estructura de clase de la sociedad, división social del tra­
bajo, tradiciones nacionales, organización cultural, ideología do­
minante, etcétera.
Veamos, por ejemplo, la relación teórico-cognoscitiva. Durante
largos milenios, no existió en su forma propia —como filosofía o
ciencia— y, en lugar de ella, la función explicativa la cumplen la
magia o el mito. En cuanto a las relaciones políticas, como relaciones
entre grupos o clases sociales que pugnan por m antener, reformar
o transform ar radicalmente el régimen político-social vigente, es
innegable que no se han dado siempre; no podían existir en la comu­
nidad primitiva, anterior a la división de la sociedad en clases, ya
que no existía tampoco el poder político necesario para asegurar
—por la vía del consenso o de la fuerza— cierta arm onía o cohe­
sión social. La moral, en cambio, como sistema de normas con el
cual los individuos regulan sus relaciones m utuas, así como entre
ellos y la comunidad, la encontramos incluso en las sociedades co­
lectivistas más primitivas, en las que las normas consuetudinarias
apenas si dejan un resquicio para la libertad y responsabilidad per­
sonal.
Las diversas relaciones del hombre con el mundo no se desenvuel­
ven paralelamente a lo largo de la historia. Su vinculación mutua,
así como el lugar que ocupan o el nivel que alcanzan dentro del todo
social, varían de acuerdo con determinadas condiciones históricas)'
sociales. Estas condiciones explican, asimismo, el papel principal o
subordinado que desempeña cierta relación —económica, política,
religiosa, etcétera— en una época o sociedad. Unas relaciones son
más importantes que otras en determinada fase histórico-social.
Así, por ejemplo, la magia tuvo un papel preeminente en la vida
del hombre en los tiempos prehistóricos durante 40 mil años; una
peculiar relación mágico-mítica perdura en el México prehispánico
hasta que los conquistadores españoles imponen en el siglo xvi su
religión; la relación teórico-cognoscitiva se afirm a en la Edad Mo­
derna al constituirse en Occidente la ciencia como tal, pero sólo en
nuestra época tiene lugar el desarrollo impresionante que ha hecho
posible la revolución tecnológica de nuestros días; la vida política
ocupaba el primer plano entre las actividades de los hombres “ libres”

S n a n n p rl h v P .p m íírsm n fa r
V 1:. ’ LA RELACION ESTÉTICA 1 . 79

de la Atenas clásica, y dejó de ocuparlo al derrumbarse el mundo


antiguo; la religión católica institucionalizada conoció su apogeo
en la Edad Media, y pierde su papel rector en la vida social a partir
de los movimientos de Reforma y de la Ilustración en los tiempos
modernos. . ;• ; /c*v, • . • • - •<v *
La relación estética,, embrionaria y difusa en sus comienzos, es
una de las formas más antiguas de relación del hombre con el mundo.
Es anterior no sólo al derecho, la política, la filosofía y la ciencia,
sino incluso a la magia, al mito y a la religión, aunque no, anterior
—sino vinculada estrechamente en sus orígenes— a la producción
material de objetos útiles. En la larga existencia que atribuim os,:
desde nuestro m irador actual, a la relación estética, cabe subrayar '
que si bien nunca ha desempeñado el papel principal en la vida social
—que desempeñan en diferentes épocas la magia, la religión, la polí­
tica o la economía—, sin embargo se halla presente en todas las socie­
dades y, en gran parte de ellas, como un elemento necesario y vitál.
Vemos, pues, que las diversas relaciones del hombre con el mundo
no se desenvuelven de un modo paralelo y que, históricamente, va­
ría el peso que tienen en la vida de los individuos y de la sociedad.
En determinadas épocas su importancia decrece, como sucede con
la religión en los tiempos modernos; en otras se eleva, como ocurre
en nuestra época con la relación teórico-cognoscitiva y la tecnolo­
gía que aplica sus logros científicos. Finalmente, no faltan épocás,
como la nuestra, en que determinadas relaciones —como la magia
o el mito— dejan de tener la importancia, la vitalidad, que tuvie­
ron en otros tiempos y en otras sociedades. Hay asimismo relacio-
■ nes —como las económicas—, que no sólo desempeñan íin papel
principal, como sucede con ellas en la sociedad capitalista actual,
sino que persisten de una sociedad a otra y conservan a lo largo de
ellas un papel fundamental. Se trata de las relaciones económicas
entendidas, como las entiende Marx, como relación del hombre con
la naturaleza mediante la producción material (fuerzas productivas),
y como relaciones que los hombres contraen entre sí en el proceso de
producción al transform ar lá naturaleza (relaciones de producción).

Producción m aterial ^ ; 1 ; ? f
y producción estética'
La producción material es tan necesaria en la sociedad que bastaría
que los hombres dejaran de producir, en un tiempo relativamente
breve, los bienes materiales con los que satisfacen sus necesidades

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80 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

básicas, para que su historia se detuviera y su existencia se degra­


dara a un nivel animal. Durante centenares de milenios, el hombre
ha mantenido una relación productiva material con la naturaleza.
Gracias a ella la ha sometido a sus fines y necesidades. Este someti­
miento, o humanización de ella, ha significado asimismo un dominio
cada vez mayor del trabajo humano sobre la materia, al elevarse su
capacidad de imprimirle determinada forma. Al extender y perfeccio­
nar ese dominio, se ha extendido y perfeccionado la producción de
objetos útiles, destinados a satisfacer sus necesidades vitales más
inmediatas. Pero, a partir de esa producción, ha ido apareciendo
con el tiempo la producción de objetos dotados de cualidades que
ya no son las estrictamente utilitarias.
A esta forma de producción, que podemos llamar transutilitaria,
sólo llega el hombre con el tiempo, a través de un largo —larguísimo—
proceso, en el que se elevan y perfeccionan sucesivamente las ca­
racterísticas del trabajo humano. De acuerdo con ellas, el hombre
somete a la materia, imprimiéndole la forma adecuada para que
surja un producto que satisface determinada necesidad o cumple cier­
ta función. La producción que hoy consideramos estética, como
modalidad específica de la producción transutilitaria, va apare­
ciendo cuando la capacidad humana de producir materialmente algo
ideado previamente (o sea: la capacidad de transform ar la materia
de acuerdo con formas o fines previos), alcanza un alto nivel, a lo
largo de un proceso cuya duración calculan los antropólogos en cen­
tenares de miles de años. En este sentido, la producción utilitaria
ha sido la condición necesaria y el fundamento de la producción
estética en general y de la artística en particular, en cuanto que am­
bas requieren el mismo comportamiento humano: el que se pone
de manifiesto en el trabajo al “ hacer cambiar la materia que le
brinda (al hombre) la naturaleza” , al mismo tiempo que ‘‘realiza
en ella su fin” (Marx, El capital). Se trata, pues, de dos relaciones
con el mundo, de las cuales una de ellas —la estética— surge y se
desarrolla en el seno de la otra: la producción material. Pero, la
trasmutación de la relación estrictamente utilitaria en la que hoy
llamamos estética, plantea una serie de cuestiones al considerar esta
última tanto en su génesis como en su naturaleza o estructura propias.

Producción y consumo estéticos


La relación estética se presenta, en prim er lugar, como producción
de ciertos objetos. Ahora bien, como toda producción, requiere deter-

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L A RELACIÓN ESTÉTICA 81

minado uso o consum o de lo producido. Esto quiere decir que, en


cierto modo, el consum o produce la producción ya que la determina
y justifica, al establecer el fin al que tiende. Y significa igualmente
que si el consum o crea el fin de la producción, sea lo que sea lo que
se produce —objetos útiles u obras de arte—, no cumple su des­
tino en si mismo. En verdad, “ el producto sólo conoce su cumpli­
miento final en el consum o” (Marx). La producción de una silla,
por ejemplo, remite necesariamente a su consumo y, mientras no
es consumida, sólo existe potencialmente. De la misma manera, una
imagen religiosa requiere ser venerada, y una casa deshabitada no es
propiamente una casa. Ya decía el viejo Aristóteles que una mano
am putada, que, por tanto, no cumple su función, no es una ma­
no. Del producto artístico cabe decir también que no es sólo un ob­
jeto en el que se exterioriza o expresa un sujeto; sino un objeto
producido para ser com partido, o consumido ló que exterioriza
o expresa por otros. Así pues, como todo producto, la obra artística
requiere su cumplimiento final en una apropiación o consumo pecu­
liar. La producción requiere no sólo el consumo de sus productos,
sino el consumo adecuado: la, silla, sentarse; la casa, habitarla; la
imagen religiosa, ser venerada. Cuando se afirma que la producción
de un objeto sólo se cumple finalmente en su consumo, hay que preci­
sar que se trata de su consumo propio, adecuado: el que corresponde
a la naturaleza del objeto producido para satisfacer determinada
necesidad hum ana. En este sentido, hay unidad de producción y
consumo.
Ahora bien, si consideramos desde este ángulo la relación estética
—es decir, como producción de ciertos objetos destinados a ser consu­
midos y, por tanto, como productos que sólo alcanzan su cumpli­
miento final o uso apropiado en su consumo, veremos que la unidad
de producción y consumo antes mencionada se plantea de un modo
peculiar. Ciertam ente, nos encontramos con que el consumo que
hoy hacemos —al contem plarlos— de ciertos objetos que conside­
ramos estéticos o artísticos —de acuerdo con la naturaleza estética
o artística que les atribuim os—, no corresponden al fin o función
que determinó su producción. Se ha roto la unidad originaria de
producción,y consum o, al no consumirlos de acuerdo con la finali­
dad o función en que habrían de alcanzar su cumplimiento final. Y
no sólo esto, sino que el abandono por nuestra'parte del consumo'
originario y, por tanto, de la unidad de producción y consumo, se
considera necesaria a fin de poder consumir de una nueva y distinta
forma (contemplándolo) dicho objeto. - ; ;

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82 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

La explicación de este hecho, que docum entarem os inmediata­


mente con tres ejemplos significativos, es importante para comprender
la relación estética, tanto en su génesis y movimiento real como
en la naturaleza o estructura que tiene para nuestra conciencia estéti­
ca. Veamos pues, sobre la base de los tres ejemplos anunciados,
tomados de sociedades, culturas y épocas distintas, la génesis, el
desenvolvimiento y la naturaleza de la relación estética. El hilo con­
ductor en este examen, será la dialéctica particular de la producción y
el consumo, que antes hemos expuesto, pero considerada ahora en
este modo específico de relación del hombre con el mundo que es
la relación estética.

P in tu r a r u p e s tr e , p ila b a u tis m a l,
m o n o lito a z te c a

Retengamos, a lo largo del examen que nos hemos propuesto, estos


tres ejemplos:
1. Pintura rupestre prehistórica. Tenemos presente aquí el “ bi­
sonte saltando” (fig. 14) de la cueva de Altamira (en Santander, Es­
paña), de hace aproximadamente 15 mil años. Los antropólogos han
establecido que el ejecutante-cazador (del periodo magdaleniense del
paleolítico superior), al trazar figuras de animales como las del “bi­
sonte saltando” en las profundidades de las cavernas, lo hacía de
acuerdo con una finalidad o función mágicas. Los especialistas
coinciden también en afirmar, en el primer capítulo de la historia
universal del arte, que el llamado “ paleolítico” , en verdad sólo
era en su remotísimo tiempo una práctica mágica. Para el cazador
prehistórico que ejecutaba aquellas pinturas (eso son hoy para no­
sotros) sobre las paredes rocosas de la cueva, no eran sino un medio
para ejercer una acción real. Más exactamente, un instrumento para
cazar animales salvajes. Esto corresponde a una concepción del mun­
do en la que la creencia en un principio único o flujo universal des­
conoce todo dualismo: de lo subjetivo y lo objetivo; de lo natural
y lo sobrenatural. Por ello, se cree que lo que acontece en el plano de
la ejecución “ pictórica” sobre el muro de la cueva, es lo mismo
que sucede —o puede suceder— fuera de ella, en la realidad. Pintura,
pues, como herramienta de caza a la que se le atribuye la eficacia
de un instrumento real. Por consiguiente, no se trataba de producir
un objeto destinado a ser contemplado, como lo prueba el hecho
de que fuera ejecutado en los lugares más profundos, oscuros e inacce-

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/

LA-RELACIÓN ESTÉTICA 83
t '
sibles, lo cual hacía imposible su contemplación. A esto hay que
agregar el hecho de que las pinturas se superponían unas a otras, lo
que impedía en esas condiciones toda posibilidad de verlas.
No se puede afirm ar, por tanto, que esas pinturas rupestres (las
de Lascaux en Francia o de Altamira en España) fueran ejecutadas
como objetos destinados a ser contemplados, es decir, como o b r a s
de arte. Lo cual no excluye el hecho, innegable también, de que hoy
se las considere como cumbres del arte paleolítico con el que se abre
—como hem os1subrayado^- en nuestro tiempo toda historia uni­
versal del arte. ■■ ' ■
2. Pila bautismal dé una iglesia medieval. Se trata de la pila de
bautismo labrada por Rainer van Huy para la iglesia de San Barto­
lomé, de Lieja (Bélgica), a comienzos del siglo Xlí (fig. 15). Fue
producida en bronce para que cumpliera una función ritual-reli­
giosa: adm inistrar a los fieles un sacramento de la iglesia católica.
Y con ese fin se conserva todavía en la iglesia belga. La producción
originaria de la pila bautismal reclamaba que fuera percibida y utili­
zada como un objeto ritual; o sea, como medio o instrumento para
la administración del correspondiente sacramento. Su relieve cen­
tral con el bautismo de Cristo, las dos figuras que aguardan a orilla
del río Jordán su llegada e-incluso las Figuras de los toros en que
descansa la pila subrayaban el significado religioso del bautismo, de
acuerdo con los textos sagrados, y estaban ahí no simplemente para
provocar —al ser percibidos— una experiencia estética, sino ante
todo al servicio de una práctica ritual. Así pues, se trataba de un
objeto producido para cumplir con una Finalidad religiosa: subrayar
la importancia y el significado del bautismo para los creyentes. De
ahí que fuera producido por un artista —como señala Gombrich—
con la intervención de los teólogos que le aconsejaban. No era un
objeto destinado ante todo a ser contemplado, aunque —a dife­
rencia de lo que vimos en el ejemplo anterior de la pintura rupes­
tre— la contemplación era necesaria para que el creyente pudiera'
captar el significado religioso, ritual, que la obra de Rainer van Huy
pretendía inculcar o subrayar en el creyente. No se trataba, pues, de
una obra de arte y, sin embargo, como tal la considera en nuestra
época Ernst H ; Gombrich en su H i s t o r i a del a r t e , así como todos
los espectadores (creyentes o no) que visitan hoy la Iglesia de San
Bartolomé de Lieja; para contemplar estéticamente su pila bautismal.
3. La C o a tlic u e . Se trata de la escultura azteca (fig. 21) de finales
del siglo XV o comienzos del XVI, que fue desenterrada en la Plaza
Mayor de la ciudad de México el 13 de agosto de 1790. Después de

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84 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

una serie de vicisitudes —llevada primero a la Real y Pontificia Uni­


versidad de México, enterrada y desenterrada nuevamente, arrinco­
nada en la Universidad, después de la Independencia— se halla
instalada en la actualidad en la sala azteca del Museo Nacional de
Antropología. La escultura monumental está consagrada a la diosa
Coatlicue, “ la de la falda de serpientes” , diosa de la Tierra, a cuyo
poder terrible se debe —de acuerdo con la mitología azteca— tanto la
vida como la muerte de todo lo que es. La misma tierra que engendra y
crea, destruye y devora. Nada escapa a su poder: ni dioses ni hom­
bres, ni plantas ni animales. La escultura es un enorme bloque de
piedra en el que vagamente puede reconocerse el contorno de una
figura humana. En este colosal monolito rectangular pueden dis­
tinguirse una serie de atributos humanos y animales: corazones y
manos humanas cortadas, cabezas de serpientes con sus fauces abier­
tas y lengua bífida, garras de fiera, etcétera. A unque todos estos
atributos, considerados aisladamente, se presentan en forma rea­
lista, se articulan para plasmar en piedra la idea del poder omnipo­
tente y tremendo de la diosa de la Tierra sobre todo lo que nace y
muere. La contemplación de este colosal m onolito, con sus formas
y atributos aterradores, debía afirmar al espectador —al azteca que
compartía la correspondiente concepción mítica del mundo— en
la creencia del poder terrible de la diosa al que él —como todos los
seres— no podía escapar.

Tres objetos distintos


y una misma función
Los tres productos de la actividad práctica hum ana que acabamos
de señalar —pintura rupestre, pila bautism al, escultura de una dio­
sa— corresponden a épocas muy distantes entre sí; a sociedades
con una organización interna, económica y social muy distintas; a
culturas de desigual nivel de desarrollo y a concepciones del mundo
diferentes —mágica, religiosa y mítica. Los tres tienen en común
para nosotros el ser objetos dignos de ser contem plados: ya en la
cueva en que fue producido originariamente ( 1); en la iglesia en
que fue instalado para que cumpliera su función ritual (2), o en el
Museo de Antropología al que fue trasladado para su contemplación
(3). Con los tres objetos, no obstante su diversidad, establecemos
hoy la misma relación: estética. A ellos nos acercamos como espec­
tadores y, al mantener ante ellos la misma actitud contemplativa,
comprobamos que los tres cumplen la misma función estética.

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LA RELACIÓN ESTÉTICA 85

Pero, al registrar el hecho de que dichos productos de la actividad


práctica- humana,1,como objetos dignos de ser contemplados, cum­
plen esa función, se plantea una serie de cuestiones que derivan
del hecho incuestionable de que esos objetos; no fueron producidos
para quecumplieran la función estética que hoy cumplen respecíi-,
vamente en la cueva, la iglesia o el museo. V. j.
En los tres ejemplos mencionados sus productores o ejecutantes
(artífices o artistas en la terminología moderna) han trabajado una
materia hasta imprimirle cierta forma y hacer de ella: una combi­
nación de líneas y colores que da .lugar a la representación realista
de un animal salvaje (1 ); una integración de superficies,,volúmenes:
y figuras diversas en relieve, fundidas en bronces (2), y un enorme
bloque de piedra que muestra vagamente el contorno de ún cuerpo ’
humano y todo un conjunto de atributos de hombres y animales clara­
mente discernibles (3) j En todos estos casos comprendemos que la
materia ha recibido la forma adecuada para cumplir la función origi­
naria correspondiente: mágico-venatoria (1 ), ritual-cristiana (2) y;
mítico-religiosa (3). Ahora bien, para nosotros, espectadores que.
contemplamos la pintura Rupestre, la pila bautismal y>el monolito’
azteca, estos objetos cumplen hoy una misma función, distinta de,
•su función originaria.!, . V i ) f.

De la función originaria
a la función estética
\ ' i, \ *•

Al caracterizar nuestra relación con dichos objetos como uiia reía-,


ción contemplativa^ estética, no podemos dejar de tener presente
lo que yá hemos señalado: que la pintura rupestre no se produjo
‘ originariámente para ser contemplada y que, en los dos ejemplos
restantes (la pila bautismal y el monolito azteca), la contemplación
era sólo una condición necesaria para que el objeto pudiera cum­
plir su función propia: subrayar la importancia de un sacram entó,.
en un caso, o provocar terror en el otro. Al contemplar ahora cada
una de las obras citadas, éstas sé nos presentan desligadas de su
función originaria, y nuestra atención se desplaza a la forma que el
ejecutante imprimió a su materia. La forma alcanzada, frutó de su
trabajo sobre ella, testimonia su capacidad para transformarla hasta
darle la forma adecuada á su función. Pero, el contemplar ahora la
obra, desligada de la función para la que fue creada,: no quiere decir
que nuestra atención pueda concentrarse en una supuesta forma
“ pura” . O sea,' que la obra sea percibida exclusivamente: como

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86 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

combinación de líneas y colores en una superficie plana (1 ); como inte­


gración de superficies, volúmenes y figuras en relieve (2), o como
conjunto de formas distribuidas en la triple estructura de un blo­
que de piedra (3). A hora bien, la form a no es sólo la organización
interna de la m ateria sensible y, por ello, índice de la capacidad de
transform ación, de la creatividad, del ejecutante o “ artista” en ese
proceso de form ación; sino form a a la que es inm anente un signifi­
cado inscrito, gracias a ese trabajo o proceso de formación, en la
materia sensible. Y este significado, puesto que es inmanente ala for­
ma, no se pierde o diluye en la obra ya form ada al perderse o di­
luirse su función originaria. En concordancia con esto, tenérnoslo
siguiente, circunscribiéndonos a nuestros tres ejemplos:

1. El “ bisonte saltando” de la pared rocosa de la cueva de Alta-


m ira ciertamente no es para nosotros un instrum ento para cazar un
bisonte real; o sea: ya no funciona mágicam ente. Pero tampoco se
reduce a la combinación de líneas y colores que el cazador prehis- ,
tórico trazó hace treinta y cinco siglos en la cueva de Altamira. En
el realismo de la figura animal y en la perfección con que se la pre­
senta en movimiento, esta pintura rupestre no sólo testimonia el
dom inio de la m ateria que acredita su organización interna, for­
mal, sino también la encarnación de cierta actitud del hombre prehis­
tórico ante el mundo. Justamente esta actitud explica que lo pintado
reproduzca tan fielmente lo real, ya que su eficacia mágica depen­
día de la perfección de su reproducción de la realidad. Sólo así el
bisonte pintado podía contribuir a la caza efectiva del bisonte real.
A l contem plar ahora —como visitante de la cueva— la pintura
rupestre, ciertamente la función que cum plía originariamente ha
desaparecido. Nuestra m irada se detiene desde luego en sus líneas
y colores, en su figura. Con ello, nuestra atención se desplaza a la
form a, pero a una form a im pregnada de un significado en cuanto
que se encarna en ella la actitud mágica del pintor-cazador prehis­
tórico. La función mágica ya no es elem ento vivo de la obra, pero
sí lo es el significado ideológico —la concepción mágica del mun­
d o — que llevó a su ejecutante a crear la form a adecuada a esa fun­
ción originaria. Y esa forma, desligada ya de su función mágica
pero no de su significado, es precisamente la que ahora permite —en
la actitud contemplativa del espectador— que la obra cumpla la fun­
ción que llamamos estética. En suma, la pintura rupestre que para el
cazador paleolítico funcionaba mágicamente, hoy funciona para no­
sotros estéticamente.

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LA RELACIÓN ESTÉTICA 87
2. Lo mismo sucede cuando nos situamos como simples especta­
dores ante la pila bautismal de la iglesia belga. La pila deja de ser
en ese momento un instrumento ritual y se convierte en un objeto
que nos interesa por su forma y nos atrae por la ejecución que tes­
timonia. En suma, se convierte para nosotros en un objeto digno
de ser contemplado. Ciertamente, el creyente católico puede si­
tuarse hoy ante él en una actitud contemplativa en la que el objeto
es más usado que contemplado, al funcionar para.él como instru­
mento o medio necesario para cumplir el rito bautismal. Ahora bien,
al desplazarse la atención a la forma y dejar de ser un simple medio
para el cumplimiento de una función ritual, el objeto ya no funciona
ritualmente, incluso para el creyente, sino estéticamente. Es decir,
deja de ser instrumento de una finalidad ritual para ser objeto de
contemplación. Y aunque el espectador no sea un creyente católico,
la obra se le presenta con el significado religioso inherente a la for­
ma o con la concepción del mundo traducida por la pila bautismal
en el correspondiente lenguaje plástico.
3. La escultura azteca Coatlicue, que hoy contemplamos en ,el
Museo Nacional de Antropología, nos conduce a una conclusión
semejante. La Coatlicue del museo es y no es la misma que estaba
en el Templo Mayor de la antigua Tenochtitlán. Ciertamente, en él
monumental bloque de piedra encontramos los mismos atributos que
aterrorizaban, al verlos, a sus adoradores aztecas. Ahí están el co­
llar de corazones humanos y de manos cortadas, las cabezas de ser­
pientes con sus fauces y colmillos, las garras de fiera. En suma, todo
aquello que daba cuenta de su poder terrible, como diosa de la vida
y de la muerte, y que estremecía de horror a los que la contemplaban
en el Templo Mayor. Hoy vemos en el museo la misma estatua, el
mismo bloque de piedra y los mismos atributos, pero no vemos todo
ello de la misma manera. No lo vemos con horror sino con admira­
ción. No vemos la diosa terrible del antiguo templo, sino la obra de
arte instalada en la sala del museo. La diosa que encarna el bloque
de piedra ha perdido su poder terrible. A nadie estremece. O sea:
aunque conserva su forma, ha perdido la función originaria, sobre-
cogedora que cumplía en la sociedad azteca. Ahora nos limitamos
a contemplar el monolito como una obra de arte por la forma que
se ha dado a la piedra, por la maestría con que se han combinado
en ella los recursos plásticos, los elementos realistas y simbólicos,'
los atributos humanos y extrahumanos. Pero la Coatlicue nó sólo ,
muestra a los espectadores de hoy el dominio con que, al imprimir
cierta organización o estructuración formal, se ha tratado a la m a -;;

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88 INVITACIÓN A L A EST É TIC A

teria, a la piedra, sino tam bién con el significado — la concepción


m ítico-cósm ica del pueblo azteca— que gracias a ese dominio y a
esa organización se ha hecho tam bién piedra. Se ha perdido la fun-
ción originaria: la C o a tlic u e ya no aterroriza a nadie; pero, no se ha
perdido el significado de su poder terrible inherente a la forma petrifi­
cada. En suma, los atributos de la divinidad, tal com o se dan en el blo­
que de piedra, ya no cumplen la función que cumplieron en el Templo
M ayor para los aztecas. La función que hoy cumplen en el Museo de
A ntropología para los espectadores que contem plan la monumen­
tal escultura, seducidos por su form a y por el significado mítico-re-
ligioso que* gracias a ella, expresa y sim boliza, es la función que
llam am os estética.

D os cuestiones acerca de la relación estética


Los ejemplos anteriores demuestran que hoy podem os entrar en una
relación estética con objetos de épocas, sociedades o culturas lejanas
o distintas, cuya producción no estaba guiada por una finalidad
estética. M ientras que los objetos de este género en los ejemplos ci­
tados pertenecen a épocas que se rem ontan respectivamente a 35,9
y 5 siglos, la relación estética propiamente dicha, o la que hoy consa­
gram os como tal sobre todo en los museos, com ienza en Occidente
hace apenas cuatro siglos, y en rigor sólo se afirm a desde el siglo
pasado y culmina en el presente. A hora bien, si hoy contemplámos
o consumimos estéticamente objetos que no fueron producidos con
una finalidad estética, o para que funcionaran estéticamente, tene­
mos aquí una disociación de producción y consum o. O sea: la obra
no es consum ida de acuerdo con el fin y la función que determina­
ron su producción y viceversa: a la producción corresponde hoy un
modo de consumo (la contemplación) no buscado con ella. Esta di­
sociación de la unidad originaria nos obliga a plantear dos cuestiones
medulares para el esclarecimiento de la naturaleza de la relación
estética, a saber:

Prim era: ¿ C ó m o p u e d e f u n c i o n a r e s t é t i c a m e n t e u n o b je to p r o ­
d u c i d o s in u n a f in a lid a d e s t é t i c a ?
Segunda: ¿ C ó m o p u e d e p r o d u c i r s e s in f i n a l i d a d e s té tic a un o b ­
j e t o q u e , s in e m b a r g o , f u n c i o n a e s t é t i c a m e n t e ?

Al plantearse la primera cuestión partim os del reconocimiento del


hecho de que la relación estética propiam ente tal —es decir, con

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LA RELACIÓN ESTÉTICA 89

la conciencia de su especificidad y autonomía,' tanto en su produc­


ción como en su consumo— no se daba en el pasado y, en verdad,
sólo se da desde los tiempos modernos (arte del Renacimiento, esté­
tica kantiana), aunque la autonomía de lo estético (concebido sobre
todo como lo bello) respecto de lo bueno, lo justo y lo útil comienza
a vislumbrarse en la Antigüedad griega. Se trata, pues, de determinar
cómo y por qué surge y se afirm a la relación estética como relación
. específica y relativamente autónom a del hombre con la realidad.
La segunda cuestión nos lleva a tratar de aclarar si lo que hoy se
nos presenta como estético en objetos que no fueron producidos
con una intención estética, ha sido puesto en ellos por la conciencia
estética occidental, moderna y contemporánea —lo que supondría
admitir que la producción de obras como las que hemos considerado
se ha operado en plena inconsciencia estética—, o si por el contrario
hay que reconocer la existencia de cierta conciencia estética, por rudi­
mentaria o difusa que fuera, en quienes produjeron dichas obras. -

Relación con objetos producidos ¿s <


sin finalidad estética
Con respecto a la primera cuestión, insistimos en el hecho de que los
objetos mencionados —pintura prehistórica, pila bautismal, monoli­
to azteca— funcionan estéticamente para nosotros, los espectadores
de hoy. Al contemplarlos en la gruta, la iglesia o el museo, nuestra
atención se desplaza de su función originaria, extraestética, a la for­
ma. Pero insistimos, asimismo, en que por ser esta última la form a
sensible de una materia a la que es inherente —como forma mate­
rializada o materia form ada— un significado (mágico, religioso o
mítico), el efecto estético del objeto no lo provoca una forma “ pura” ,
sino la integración de la forma y la materia, gracias a la cual la obra
significa y se abre a un mundo humano (mágico, religioso o mítico).
En este sentido, la pintura rupestre, la pila bautismal o la escultura ;
azteca —para seguir con los mismos ejemplos—, funcionan hoy,
para los espectadores que las contemplan, desprendidas de sus fun­
ciones originarias (mágica, religiosa y mítica), pero no. aisladas; del
significado, de la concepción del mundo que se encarna en ellas. Y '
justamente en cuanto que el objeto significa a trayés de su forma
sensible, asume para nosotros una nueva función no originaria:
justamente la que llamamos estética. Y la cumple precisamente
cuando lo contemplamos. Con el desplazamientp de la función ori-\
ginaria a la forma sensible y significativa, se opera también un des­

« ra n fled by C am S can n er
90 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

plazamiento del objeto como simple medio o instrum ento al objeto


como fin. La obra no se contempla ya como medio al servicio de un
fin exterior a sí misma; o sea: como instrum ento de caza (1), dis­
positivo ritual (2) o m áquina de terror (3), sino como un fin en sí.
Pero, aunque desligada de su condición instrum ental, no lo está
del significado que late en su forma. P or ello, podemos decir que la
pintura rupestre, que ya no funciona mágicamente, es para nosotros
magia hecha línea y color; que la pila bautism al que, al ser contem­
plada no cumple ya una función ritual, es idea religiosa en bronce,
y que la Coatlicue que en el museo ya no aterroriza, es mito hecho
piedra.
En cuanto que la form a sensible de la obra es el producto de un
trabajo creador sobre la materia, la atención a esa form a se extiende a
la obra entera como producto de una actividad hum ana creadora; es
decir, a lo que hay en ella de arte. La palabra “ arte” (en griego, tejné)
significa originariamente la habilidad para hacer algo bien, para
producirlo excelentemente. Y esto en la A ntigüedad griega vale
tanto para construir sillas, vasos o barcos, como para crear cuadros,
relieves o estatuas; tanto para los oficios y profesiones como para
las artes en sentido moderno. Se trata de un hacer que tenía un fin
fuera de sí y no un fin propio. D urante siglos y siglos la obra artís­
tica se vio así: como algo bien hecho o hecho con “ arte” , pero al
servicio de un fin exterior del que dependía, en definitiva, su valo­
ración. No se la veía, o al menos no era vista primordialmente como
obra de arte. O sea: por su capacidad de provocar en el contempla­
dor una experiencia específica, estética, que dependía sobre todo
de la creatividad desplegada en ella y testim oniada sobre todo por
su form a.
Si consideramos que las más autorizadas historias universales del
arte abarcan aproximadamente cuarenta siglos, ya que se inician
con las realizaciones del paleolítico superior, resulta entonces que
el arte —lo que hoy llamamos tal— apenas si ocupa una estrechí­
sima franja de tiempo. Existían, ciertam ente, los objetos que hoy
llamamos artísticos, pero durante siglos y siglos no existieron como
tales. Su recuperación como obras de arte tiene lugar en el siglo XIX y
culmina sobre todo en el siglo X X . En este sentido, el arte antiguo
de México, por ejemplo, sólo entra en el universo estético en el siglo
x x , y a ello contribuye decisivamente —com o h a subrayado Octa­
vio Paz— el cambio radical que en la conciencia estética provocan
las revoluciones artíticas de nuestro siglo y los cam bios profundos
que, en la visión del pasado prehispánico, suscita la Revolución

by C am Scanner
LA RELACION ESTETICA 91 ?

Mexicana de 1910. Antes de la Conquista, lo que existía era una , ,í


actividad práctica, creadora, que desembocaba en la producción
de ciertos objetos —como la Coatlicue— destinados a aplacar la ,
ira de una divinidad terrible, o a mantener al hombre en armonía con
el cosmos. N ada más alejado del toltecatl (palabra nahua que difí­
cilmente podría traducirse por “ artista” ) que la finalidad de pro­
vocar una “ experiencia estética” , o el deseo de proporcionar con
ella cierto “ placer” . -; ,
La relación estética se constituye propiamente en un proceso his­
tórico de autonomización de lo estético en general y de lo artístico
en particular, balbuciente aún en la antigua Grecia, ya definido en ,
los tiempos modernos y consolidado en el siglo XX. Ese-proceso se
caracteriza por los dos rasgos antes señalados: a) desplazamiento
de la atención de la función a la forma, del medio al fin, o también: de ■
la función utilitaria (en el doble sentido de práctica y espiritual)
a la función estética; y b) atención a la obra como obra de arte, ts .
decir, como producto de una actividad humana práctica, creado- 1 1 .. ' 7
ra, específica. ' « ■ ■ ■ , - ,, y
Este proceso de autonomía de lo estético y lo artístico, quedos ■■■■
griegos comenzaron a recorrer al pretender hacer un arte laico que v
rinde más culto a la belleza que a los dioses, encuentra también ,en.u .'
la misma época, en Platón, el primer crítico de un arte sin valor ' .
utilitario, gratuito y placentero. A éste contrapone uñ a rte qué se
nutre de valores religiosos y políticos a los que sirve como sirven
“ los himnos a los dioses y los elogios a los héroes” {La república, . ¡•
X, 607, a). El proceso iniciado, apenas vislumbrado en la Grecia
clásica, se detiene en la Edad Media, en la sociedad feudal occiden­
tal que, a través de una escala jerárquica del poder u organización
social piramidal, únicamente reconoce en la cúspide al verdadero v ,
creador; Dios. Sólo al desarrollarse nuevas relaciones de producción
capitalistas y con ellas una nueva organización social* en'la que '
una nueva clase dominante, la burguesía, afirma cada vez más su V
poder económico y político, se desarrolla también una ideología1 'z í¡¿
humanista, en la que el hombre deja de ser siervo o vasallo de Dios
para convertirse en dueño y señor. Su riqueza ya no es sólo espiritual •
sino corpórea y sensible. Se abandona por ello el ascetismo medieval é
como una mutilación de la riqueza humana. La creatividad deja dé \
ser monopolio divino y se atribuye también al hombre. Alberti y
Marsilio Ficino en el Renacimiento no sólo admiten queél hombre ^
crea, sino que su creación en el terreno del arte es comparable o asimi-
lable a la divina. El hom bre . ■
se afirma como ser. activo-,
. .
constructor
, . ., *i . ; >. *

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92 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

y creador no sólo en el plano teórico sino práctico. Por esta razón,


los ascetas y ermitaños medievales dejan paso a los forjadores de
Estado, a los políticos, a los grandes capitanes y a los artistas. En
la Edad Media, los pintores, escultores y arquitectos no pintan, es­
culpen o construyen para que se oiga su voz propia; en sus obras es
Dios quien habla a los hombres. En el Renacimiento los artistas fir­
man sus trabajos para hacer valer su personalidad individual, y aunque
recurran a temas religiosos es el artista y no Dios quien da su valor
a la obra. A pesar de recibir encargos de la iglesia ya no es un simple
artesano al servicio de ella. Se va afirmando así en la conciencia es­
tética moderna la idea de que el arte no es mero instrumento o me­
dio sino arte\ es decir, una actividad que consiste no sólo en hacer
bien las cosas, creadoramente, sino en hacerlas teniendo en ella su
fin propio.
Un crucifijo en la Edad Media es ante todo un objeto de culto, la
representación simbólica de Cristo clavado en la cruz. Justamente
por este significado, la imagen de Cristo suscita la devoción del
creyente. Le basta asociar ese significado a la imagen para besar el
crucifijo devotamente. Ahora bien, en el Renacimiento esto no
basta: el crucifijo debe ser también bello. La anécdota que cuenta
Arnold Hauser (en su Historia social de la literatura y el arte) acer­
ca de un creyente que, en su lecho de muerte, se niega a besar un
crucifijo porque es feo y pide otro que sea bello, muestra ejemplar­
mente el cambio profundo que, en la concepción de lo estético y lo
artístico, se opera en el Renacimiento.
Desde un punto de vista social, la autonomización del arte y la
afirmación de la personalidad individual creadora del artista, presu­
ponen cierta división social del trabajo y, dentro de ella, la actividad
artística como profesión separada de los gremios medievales, que
quedan reservados a los trabajadores manuales o artesanos agru­
pados en ellos. Justamente para subrayar la espiritualidad que dis­
tingue al arte del trabajo manual, propio de la artesanía, Leonardo
da Vinci dice que “ la pintura es cosa mental” . Y, precisamente por
ser cosa de la mente, la pintura se asemeja a la ciencia y se diferencia
del trabajo manual. En su divorcio de la artesanía y en su dominio
sobre el material al que el artesano se halla sujeto, León Bautista Al-
berti ve la dignidad de la pintura, que al igual que Marsilio Ficino
compara, como creación artística, con la divina.
El movimiento a la vez artístico y social de independización del
artista respecto de la iglesia primero, y de los poderosos, reyes o
príncipes, después, conocerá en su camino los obstáculos que le

P.amíírflnnpr
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■i ; ^ ; Í Á RELACIÓN E S T É T l i C A ^ ' T v ' 93

opondrán las monarquías absolutas y la iglesiá de la Contrarreforma.


Esos obstáculos se volverán insuperables en las coionias america­
nas sometidas al dominio de la corona española. Sin embargo, la
independizacióri del.arte y del artista cobrará nueva fuerza eri Eu­
ropa con el romanticismo; y particularmente con-los.cambios radi­
cales que se operan,- a partir del impresionismo; en"el último tercio
del siglo x v u i. Pero la liberación del artista-de la dependencia per-,
sonal de los poderosos, no pone fin a toda dependencia. A menos
de condenarse a sí mismo a la soledad, o*de verse condenado por la
sociedad misma como un “ maldito” (y así condenó la sociedad
burguesa a Van Gógh, GaUguin, Modigliani’y a tantos,btros), él
artista se .ve obligado a entrar en una nueva relacióríír^anónimá-,
impersonal— en la que su obra, como mercancía, se vende a. un
comprador cuyo rostro no conoce. Aunque la produzca para cjue;
tenga un valor espécífico, estético,"el artista sólo puede lograr qúéair¡;
canee su destino final t—su consumo peculiar: la contcmpláción .y
valoración estéticas— , si pasa por el mercado y se sujeta a.süs.léy^s
inexorables. Sólo así puede circular y llegar a sus corisumidorés;
pero esto exige a su vez que su valor propio, de uso ^-ó'sea; el esté-.
tico—, se transform e como el de.todá mercancía en valor de ¿am f
bio. Ciertamente, de una dependencia se cae en otra. Pero aunque
mercantilizada y sujeta por tanto a las exigencias deí mercado qué
no dejan de influir en gustos y preferencias, la obrá se vende cpmp
mercancía, en una peculiar-,conjunción -y‘contradicción ^ p ro p ias,,
de la sociedad moderna capitalista— del valor de uso (estético) y del'
valor de cambio.* «■ *- «-v»'. ^
La autonom ización relativa de la producción estética (relátiya,
puesto que no queda abolida plenamente la dependencia) provoca
asimismo una transformación del consumo del producto, entendido
éste en su doble sentido de obra de arte y mercancía;. Desdé 5él
punto de vista del consumo, la atención del.contempladorfmódefnó '
(en verdad, antes no ha habido otro) se desplaza copió ya hemos
visto de la función extraestética (directamente utilitaria o. dé'seryj-
cio a los dioses, héroes o poderosos) a la función estética./Páfá qué él ■
objeto funcione estéticamente se le aísla dé los objetos realés qiieí
lo rodean, se traza una línea.divisoria entre lo que es y no es estético,
y con este motivo.se dota de un.marco al cuadro o de un pedestal a
la estatua. De este modo, la contemplación puede concehtrarse;i-éit;éÍ.^
objeto, que ha sido aislado de su entorno real. Pero no basta con
esto: debe ser contemplado en el lugar y espacio propios, destinados
especialmente a su contemplación. Ese lugar es justamente él m u -
i.
' \J■ ;*!'•' yS
'tWm- *. f '
Scanned by CamScánrier
94 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

seo. El traslado de una escultura religiosa, por ejemplo, del templo


donde era objeto de devoción al museo para convertirse allí en
objeto de contemplación, no es un simple traslado físico: significa
una transformación radical en la naturaleza del objeto. Ya no se
trata del que cumple una función ritual religiosa, sino de un objeto
que funciona estéticamente. Y como tal, junto a otros que compar­
ten el mismo espacio, consagrado exclusivamente a la contempla­
ción, está allí en el museo como obra de arte.
A hora bien, en cuanto que las obras se desligan de las funciones
que cumplieron originariamente o de la finalidad con que fueron
producidas, las obras artísticas se igualan por el cumplimiento de
una misma función: la estética. Resulta entonces que la relación
estética con ellas no sólo se autonomiza respecto de otras relacio­
nes —utilitaria, mágica, religiosa, etcétera— , sino que también se
universaliza. Se extiende a todo objeto que pueda cumplir una fun­
ción estética, independientemente de su función originaria, de la
época y el contexto social en que ha surgido, de la forma sensible
con que se presente o el significado que se encarne en él. Las pinturas
rupestres de Altamira, las estatuas egipcias, las catedrales medie­
vales, las pirámides mayas, los frescos renacentistas, las esculturas
aztecas o las máscaras negras, para referirnos ahora sólo al sector
del universo estético que llamamos arte,.permiten a los espectado­
res de nuestro tiempo mantener una relación estética que, por no
estar limitada por las particularidades antes señaladas, podemos
calificar de universal.
Esta universalidad no siempre se ha dado; es decir, no siempre
ha sido reconocida aunque hoy pueda hablarse entre nosotros, y
con la mayor naturalidad, de historia universal del arte. En un
pasado no tan lejano, sólo se admitía la relación estética con los
productos del arte europeo occidental, y en cuanto se sujetaban
a los cánones clásicos. Y cuando se admite la existencia artística
de objetos de otras sociedades o culturas se trata, en una primera
fase, de una universalidad de vía estrecha, ya que esos productos
sólo son aceptados estéticamente al ser considerados con los ojos
de la estética euroclasicista. Y así los considera, por ejemplo, en
1520, un año antes de la caída de Tenochtitlán, el famoso pintor
Alberto Durero al contemplar algunas de las creaciones aztecas,
traídas al emperador Carlos V “ desde la nueva tierra del oro” . Su
admiración ante aquellas obras le hace decir: “ eran tan bellas que
sería maravilla ver algo mejor” . Y también: “ en ellas he encontrado
objetos maravillosamente artísticos” . Pocos años después, el

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'ft ' , • , • ' . ■ 1 1
Í

■ ■ ■ ■ ■■
■ LA RELACIÓN ESTÉTICA , , ' 95

humanista Pedro M ártir de Anglería exclama al contemplar los


mismos objetos: “ lo que me pasma es la industria-y el arte con que
la obra aventaja a la m ateria” . Y agrega: “ no he visto jamás cosa
alguna que por su belleza pueda atraer tanto la mirada de los hom­
bres” : Ahora bien, como comenta Miguel León Portilla, tanto
Durero como Pedro Mártir aplicaban a esas obras “ el calificativo de
bellas y genuinas obras de arte” por la analogía que encontraban
en ellas con creaciones artísticas de tipo occidental. Ciertamente, esas .
obras ya eran consideradas estéticamente, pero pasando por la vía
particular del arte occidental. Se trataba, pues, de una universalidad
limitadas estrecha aún. Sólo más tarde, en el siglo x ix y sobre todo
en el XX, una escultura azteca o una máscara negra africana serán
reconocidas como “ obras de arte” , sin ser asimiladas al arte occi­
dental y en igualdad de derechos estéticos en cuanto que, como él,
cumplen una misma función: la estética. Así pues, la universalidad
de esta relación es histórica no sólo en su origen sino también en su
desarrollo; es decir, depende de la incorporación sucesiva de for­
mas diversas de producción artística, incluyendo en ella el vasto
campo de la que originariamente no tenía una finálidad estética. (
Ahora bien, cualquiera que sea el tipo de objetos que entran en
esa relación, tanto en sus orígenes como en su desarrollo, se halla
condicionada por factores económicos, sociales y culturales como
son: el modo de producción material, la división social del traba­
jo, las relaciones sociales de producción, la estructura de clase de
la sociedad, la ideología dominante, etcétera. Pero, una vez que
la relación estética se afirma modernamente como modo autóno­
mo y específico de apropiación del mundo por el hombre, dicha re -.
lación tiende a unlversalizarse: o sea, a extenderse a objetos que,
desligados de sus funciones originarias y del contexto histórico, so­
cial o ideológico en que fueron producidos, pueden suscitar por su
forma sensible, por su estructura objetiva, cierto efecto estético
aunque no fueron creados con una finalidad estética. Y esta uni­
versalidad que se alcanza al precio de no cumplir ya las funciones
para las que fueron concebidos, de aislarlos de las condicionas en
que surgieron, queda consagrada al entrar el objeto en el templo
mayor del arte: el museo.

Producción sin finalidad estética de objetos


que funcionan estéticamente
Abordemos ahora la segunda cuestión: ¿cómo han podido pro­

' t. "' ‘ •
sean ned by CámScanner
96 ' INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

ducirse sin finalidad estética objetos que, sin em bargo, funcionan


para nosotros estéticamente? Ya la pregunta misma entraña el re­
conocimiento de dos hechos antes señalados: prim ero, que ciertos
productos del trabajo humano (pintura rupestre de Altamira, pila
bautismal belga, escultura azteca) no fueron producidos para que
funcionaran estéticamente; y segundo, que estos objetos, así pro­
ducidos, funcionan hoy estéticamente. Nadie se atrevería en nuestros
días a negar ambos hechos. Ahora bien, su conocimiento entraña
a su vez —como ya hemos expuesto— lo siguiente: a) la relación
estética con dichos objetos implica que la atención del espectador
se desplaza a su forma sensible, desligada de la función a la que se
adecuaba originariamente, pero no del significado inseparable de
ella; b) esta conciencia de la forma es, asimismo, conciencia de la
autonomía y especificidad de lo estético o del objeto producido
como obra de arte\ y c) esta conciencia no surge ni se desarrolla para­
lelamente con la producción que hoy —no originariam ente— se
considera estética; en rigor, sólo se destaca y afirm a en los tiempos
modernos.
Ahora bien, la conciencia estética así entendida, ¿significa que
hasta su aparición balbuciente, o con más exactitud hasta su afir­
mación en la modernidad, se ha producido estéticamente en plena
inconsciencia? O, volviendo a nuestros ejemplos anteriores: el ca­
zador prehistórico, el artesano medieval o el toltecatl azteca, ¿pro­
dujeron lo que hoy consideramos artístico sin la menor conciencia
de la forma; o sea de la necesidad de introducir en la materia las
propiedades que llamamos estéticas? ¿Es legítimo establecer un
corte tan tajante en la historia de la conciencia estética entre el pe­
riodo anterior y el posterior al Renacimiento? Si la historia universal
del arte incluye una producción que abarca cuarenta siglos, ¿habrá
que negar a lo largo de esa historia lo que sólo se reconoce desde
hace cuatro siglos (y para algunos desde el siglo pasado), a saber:
la producción con conciencia del carácter estético de la obra que se
produce; es decir, destinado ante todo a ser contem plado?
Proponemos como respuesta a este abanico de preguntas la si­
guiente tesis: en primer lugar, desde el m om ento en que se produ­
cen objetos con cierta forma, tiene que darse necesariamente una
conciencia de ella, por difusa o rudim entaria que sea, a la que
podemos llamar conciencia estética; en segundo lugar, esta concien­
cia, propiamente de la forma, es inseparable del proceso práctico-ma­
terial de transformación de una m ateria, con arreglo a un fin, en
que consiste el trabajo hum ano.

Snannprl hv OamSnannfir
Fig. 21. La escultura azteca Coatlicue, con sus formas y atributos aterradores,
era hace cinco siglos un instrumento mítico para afirmar el poder terrible de la
diosa de la tierra. Hoy, en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de
México, a nadie estremece, ya que la relación que el espectador mantiene con ella
no es una relación mítica, sino estética. (2a. parte, cap. i.)

Scahned b yC a rnS can ne r


Fig. 22. Cuando al atardecer se cierra esta sala del Museo Nacional de Antropo­
logía de la ciudad de México, las esculturas prehispánicas que alberga dejan de ser
contempladas y, sin espectador alguno, quedan fuera de toda situación estética.
Tienen entonces una existencia muda, potencial, no efectiva o propiamente estéti­
ca. (2a. parte, cap. n.)

Scanned by C am Scanner
1

Fig. 23. El mundo representado y expresado en este cuadro de Van Gogh, El


dormitorio del artista (Museo Van Gogh, de Ámsterdam, Holanda) tiene un espa­
cio propio: no el físico delimitado por el marco, sino el humano inventado o creado
por el pintor. A su vez, lo sensible en esta obra, como en todo objeto estético, ad­
quiere un significado que aquél de por sí no tiene. Los colores cobran aquí el sig­
nificado emocional con el que el pintor expresa cierta relación humana con el
mundo, dando lugar a otro nuevo: el mundo de Van Gogh. (2a. parte, cap. n.)

Scanned by C am Scanner
Fig. 24. Cuando percibimos la vida, el dolor o el movimiento frenético en la
piedra inerte del grupo escultórico, Laocoonte (Museo del Vaticano), no estamos
ame algo irreal, sino ante un objeto peculiar que, en la piedra trabajada, ha ad­
quirido una naturaleza específica: la estética.

S ra n rip rl hv fla m S r.a n n p r


1

,í& .

Fig. 25. El espectador no produce o crea este Autorretrato (1907) de Picasso, pero
su intervención, al percibirlo, se hace necesaria para que cumpla, como objeto es­
tético, su destino final. (2a. parte, cap. u.)

S c ln n e d by C am Scanner
Fig. 26. Para producir !o
estético, no se requieren
materiales exclusivos o pri­
vilegiados. Un artista genial
com o Picasso puede servir­
se, como material, de dos
partes de una modesta bi­
cicleta para asociarlas crea-
doramente y hacer surgir asi
esta obra de arte: Cabeza de
inrn (París, 1943). (2a. par
te, cap. II.)

Fig. 27. El historiador iiende a ver en el cuadro La rendición de Breda de Veláz-


quez (Museo del Prado, de Madrid) una lección de historia. No lo contempla estéti­
camente, sino para aprender o comprobar una verdad histórica. (2a. parte, cap. n.)

Scanned by C am Scanner
Fig. 28. El jugador de pelota, estatua de la cultura olmeca. Aunque pudiera apli­
carse a ella el principio de la “ sección de oro” , la esteticidad de esta obra escultó­
rica no se reduce a la estructura objetiva a que se refiere ese principio, ya que la
estatua expresa una relación humana, específica, del hombre olmeca con el mun­
do. (3a. parte, cap. n.)

S c a W » í5rC a m S c a n n e r
Fig. 29. Olla de barro rojo con (ana nmt'.,*.,
Tonalá, estado de Jalisco, México, ¿'on ell-V *V!?,Uc dccoiada y policromada. «■
artesanía puede integrarse —junto al -irte V Sc prUcba ejemplarmente cómo
tria— en el universo sin límites de lo estétuV ‘'aUl,ale/a, la técnica y la llKla
■F a. Parte, cap. i.)

Scanned by C am Scanner
Fig. 30. Este velero de regata (diseñado por Ian Proctor y construido por
Richardson and Plástic Ltd.), al desplazarse velozmente por el mar no sólo
cumple la correspondiente función práctica, sino que suscita también —al ser
contemplado— una experiencia estética. (3a. parte, cap. i.)

líJt,
Scanned by Cam Scanner
Fig. 31. Ancho es el mundo de lo estético. También puede estetizarse lo práctico,
utilitario o funcional. Así, por ejemplo, las superficies ondulatorias de esta obra
arquitectónica, Restaurante en Xochimilco (México, D .F.), de Félix Candelas,
permiten estetizar con sus formas dinámicas, en expansión, lo que sin ellas sería la
rigidez de lo puramente funcional. (3a. parte, cap. i.)

Scanned by C am Scanner
'feto2' Con su Plaza de ,os Tres Poderes, en Brasilia, Óscar^¡emeya
c'onar^Síet*CO a* v*ncular su carácter monumental y repres
nahdad. (3a. parte, cap. i.)

Scanned b y u a m S c a n n e r
J
Fig. 33. Como puede apreciarse en esta famosa obra suya / o r
en Barcelona, Gaudí trasciende el rigor y la funcionalidad <jfe la^arquítectu^hásta
alcanzar, con su tratamiento de los recursos técnicos, su dominio de los mate­
riales, y sus audaces formas escultóricas, efectos estéticos insospechados. (3a.
parte, cap. i.)

Scanned by C am Scanner
Vi-*'*' >

•' |s. 34 y 35. La arquitectura funcional no entraña !a abolición de un componen*


- estético. Así lo testimonian: (arriba) la Biblioteca de la Universidad Nacional
“•- enema de México (Ciudad Universitaria), del arquitecto Juan Ü'Gonnan, al
•'^•eitirse con una decoración prehispanica. y (abajo). La \We Je Savoye. de Le
-^'C-isier, que algunos han llamado el Partenon del funcionalismo. En ambos
^ Pone de manifiesto que las soluciones arquitectónicas no pueden dejar
' e s u Indo estético. (3a. parte, cap. i.)

Scariñed by C ám Scanner
Figs. 36 y 37. El Hangar para aviones, de Paolo Luigi Nervi (arriba) en Orbe*
tello, y el Hipódromo de Ia Zarzuela (abajo) en Madrid, de Torroja, Arniches y
Domínguez, prueban fehacientemente, al ser contemplados, que el más riguroso
funcionalismo no logra excluir cierto efecto estético. (3a. parte, cap. i.)

Scanned by C am Scanner 4
Fig. 38. En nuestra época, no sólo se integran ciertos artefactos técnicos en el uni­
verso estético, sino que la técnica sirve también para producir un objeto estético.
Así se sirve de ella Lazlo Moholy-Nagy para construir su Modulador lumínico es­
pacial con motor (3a. parte, cap. i.)

S c a n n e d by C am Scanner
_/
GABRIEL
GARCÍA
M ARQ UEZ
I
f

Fig. 39. Con Vicente Rojo el diseño gráfico no es una simple ilustración, esclava
de la palabra impresa, ya que adquiere un equilibrio de belleza y función gracias a
su tratamiento estético. Así lo testimonia esta portada suya (1988) de una novela
de García Márquez para Ediciones Era.

Scanned by C am Scanner
v!

1 ‘•1 .. i
LA RELACIÓN ESTÉTICA 97
\

Volvamos de nuevo á nuestro primer ejemplo: el “ bisonte sal­


tando” de la Cuevá de Altamira. En él se dan de un modo cabal
los hechos antes apuntados: se trata de un objeto producido no con
una finalidad estética sino estrictamente vital; para alcanzarla debía
cumplir;, como instrum ento adecuado, una función mágica. Sin
embargo, por la precisión del trazo, la perfección, el realismo y el
dinamismo de su figura, este instrumento prehistórico es para no­
sotros objeto de uná relación estética. Vale decir: funciona esté­
ticamente no obstante que fue concebido, anticipado idealmente y
construido ' para que funcionara mágicamente. Cabe recordar con
. esté motivó que, al ser descubiertas casualmente las pinturas de Al­
tamira por una niña de cinco años, los “ expertos” de la épocá en
arte se negaron a admitir que, dada su perfección que las convertía
en obras de.arte, fueran en verdad pinturas prehistóricas.
Ahora’ bien,. para alcanzar el grado de perfección o madurez
creadora que revelan el dibujo y el color del “ bisonte saltando” ,
fue preciso que el hombre recorriera un largo camino, que los an­
tropólogos calculan ¿n unos 500 mil años, en el curso del cual, a la
vez que transform aba a la naturaleza con su trabajo, fue transfor-'
mandóse a sí mismo. Ene elevándose, a la vez, su conciencia de
la relación entre medios y fines, entre forma y función y, al misirio
tiempo, fueron afinándose y desarrollándose sus sentidos como
sentidos humanos (“ la formación de los cinco sentidos es la obra
de toda la historia universal anterior” , Marx).
Los antropólogos coinciden en afirmar que en un primer y lar­
guísimo periodo (entre los 500 y 100 mil años antes de nuestra era),
desempeñó un papel decisivo la fabricación de los instrumentos de
trabajo o útilés. Su producción debió de exigir una selección cada
vez más rigurosa y acertada de los materiales, un empleo de técni­
cas cada vez más eficaces y una búsqueda de formas cada vez más
adecuadas.a la función que el útil debía cumplir. Tuvo que darse
forzosamente cierta conciencia de la relación forma-función; o
sea, de que una form a era más adecuada que otras para el cumpli­
miento de determ inada función. De igual modo, es imposible no
creer que tuvo que darse cierta comprensión de que determinado
trabajo respondía más eficazmente que otros al fin perseguido y
que conducía a un resultado, a un producto mejor. En consecuen­
cia, los materiales, las técnicas, los trabajos y los productos podían
ser jerarquizados de acuerdo con su eficacia en el cumplimiento del
fin, medida esta eficacia por la adecuación de la forma a la función. 1
Es difícif no a d m itir—siempre instalados éá el terreno de la hi-
\.;VV , ■r h .
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Scanned by C am Scanner
98 INVITACIÓN A l.A ESTÉTICA

pótesis, pero contando a favor de ella con las luces que arrojan con sus
estudios antropólogos como L croi-G ourhan— , que en el produc­
tor prehistórico del palcolilico medio y superior (entre los 300 mil y
10 mil años antes de nuestra era) se fue d an d o cierta conciencia de
la “ buena form a” y, unida a ella, la del “ buen trab ajo ” . Y que esa
conciencia del “ trabajo bien hecho” , gracias al cual se alcanzabais
“ buena form a” , tenía que ser a su vez, conciencia de la capacidad
propia para producir el útil dotado de esa form a. P or último, hay
que suponer también que la conciencia de la “ buena forma” y
del “ trabajo bien hecho” , así com o de la capacidad propia para
realizarlo, tenía que ir seguida de cierto placer o satisfacción des­
pués de la ejecución.
Así pues, en el curso de los cientos de miles de años que constitu­
yen el paleolítico inferior y medio, se van afirm ando en el trabajo
—como proceso entre el hombre y la naturaleza en el que “ la actividad
del hom bre consigue transform ar, valiéndose del instrumento co­
rrespondiente, el objeto sobre el que versa el trab ajo con arreglo al
fin perseguido” (Marx)— los siguientes rasgos:
1. Preexistencia ideal del producto y de su form a en la concien­
cia del productor, lo que implicaba a la vez cierta conciencia de la
relación forma-función, de la bondad de la form a y del trabajo
bien hecho, así como de la capacidad propia para materializar lo
ideado mediante ese trabajo.
2. Dominio cada vez mayor del hom bre sobre la materia gracias
a: su conocimiento cada vez más rico y extenso de los materiales;
la fabricación de instrumentos cada vez más finos y adecuados para
dom eñar esos materiales, y el empleo de procedim ientos y técnicas
cada vez más perfectos.
3. Eficacia cada vez mayor del útil para cum plir su función, lo
que implicaba la conquista de una form a cada vez más perfecta.
4. Placer vinculado, después de la ejecución, a la conciencia del
“ buen trabajo” realizado y de la capacidad propia para ejecutarlo.
Estos rasgos fundamentales constituyen la condición necesaria para
que surja y se desarrolle un nuevo com portam iento humano que, sin
dejar de reconocer su carácter utilitario, calificam os de estético.
Tal es el comportamiento que encontramos objetivado en las profun­
didades de las cavernas de Lascaux (Francia) y Altamira (España) en
el periodo magdaleniense del paleolítico superior, entre los 17 mil y
10 mil- años antes de nuestra era. Pero, ya desde el paleolítico me­
dio (100 mil a 40 mil años anteriores a nuestra era), se habían ido

Scanned bv C am Scanner
LA RELACIÓN USTÍiTICA 99

perfilando y potenciando los rasgos de ese nuevo comportamiento.


Durante esos, largos' milenios, la función práctico-utilitaria fue
siempre dominante.;.Sin em bargo, en el transcurso de ellos, se en­
cuentran ya formas tan delicadas y perfectas que no podrían expli­
carse exclusivamente por las exigencias ele una función utilitaria
estrictamente vital. Así sucede con algunas tallas de sílex del achclen-'
se final (paleolítico,inferior), cuyas formas son tan,perfectas que
uno de los antropólogos más eminentes de nuestra época (Lcroi-
Gourhan) llega a afirm ar —movido por su admiración an ted ias­
que “ yá estamos eñ prcscncia.de la estética funcional, es decir, la
búsqueda de las form as1más bellas y eficaces en la fabricación/de
los útiles’?. Sin llegar tan lejos como este antropólogo al atribuir al
tallador prehistórico la búsqueda de belleza en la eficacia misma1, ‘
sí podemos rec.onocer que en esas tallas de sílex la forma reclamada por .
su función ha ¡sido rebasada y que, buscada o no, el trabajo del i1
productor ha conducido a cierta “ gratuidad” o excedente con res­
pecto a lo estrictam ente utilitario. Gratuidad o excedencia que
se pone de manifiesto igualmente en las manchas de color, estrías, ,
etcétera, de ciertos útiles, no exigidas por su uso o buen funciona-i1,
miento y que' al rebasar o exceder su función, se vuelven decorativas
o asumen una nueva función:’ mágica.
Con esta liberación o autonomía respecto de la función práctico- ;
vital, se abre la posibilidad de un nuevo espacio —al que denomi- .
namos estético— , tanto en un sentido objetivo (producción de un
objeto dotado de una form a que rebasa, en mayor o menor grado,
la exigida por la función utilitaria, y a la que llamaremos por ello
“ forma excedente” ), como subjetivo: conciencia; en mayor o me­
nor grado también, de esa forma excedente. Y esto se ha producido
al elevarse y perfeccionarse los rasgos que ya hemos señalado en el
trabajo, a saber: a) dom inio cada vez mayor sobre la materia; "ó)
conquista de una form a funcional cada vez más perfecta hasta lle­
gar a la form a que rebasa esa funcionalidad o forma excedente, y
^conciencia de la “ b o n d ad ” d é la forma que excede a su función.
Se trata de un largo proceso prehistórico que hay que contar por
milenios y milenios dé años en el que no cabe fijar fronteras preci­
sasen el curso del cuál aunque lo nuevo debió de perderse y recu­
perarse millares de veces, se fue pasando de una forma cada vez
más perfecta (o sea: m ás adecuada a su función práctico-utilitaria)
a otra ya tán perfecta que, sin sacrificar la eficacia, rebasaba su
función estrictam ente vital al introducir en el objeto propiedades o
motivos no justificados por un encargo utilitario. ;
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100 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Es difícil creer que el hom bre prehistórico no tuviera cierta con­


ciencia de que, al introducir elem entos form ales excedentes, estaba
rebasando el límite práctico-utilitario más allá del cual se abría un
nuevo espacio: justam ente el que nosotros llam am os estético. Asi­
mismo, al producirse —no por puro azar— ciertos elementos forma­
les que excedían las exigencias funcionales, tenía que darse también
cierta conciencia de la capacidad propia para crearlos.
A hora bien, este nuevo com portam iento que surge, con sus pér­
didas y recuperaciones, en la larga búsqueda de lo estrictamente
utilitario y que en esa búsqueda es rebasado, no significa que pueda
darse algo totalmente ajeno —como sería la belleza— a la mentalidad
mágico-utilitaria del hombre prehistórico. La disociación en forma y
función, o la reducción de la prim era a una función estética, no
puede ser atribuida en modo alguno al tallador de sílex o al “ pintor"
de Altamira. Aunque nosotros m antengam os hoy con esos objetos
una relación o actitud contem plativa, sem ejante a la que mantene­
mos con una escultura de Rodin o un cuadro de T am ayo, no tenemos
derecho a atribuir la misma relación o actitud al hom bre prehistó­
rico. Ya vimos que la contemplación —elem ento fundam ental de
esa relación o actitud—, quedaba descartada con respecto a las
pinturas rupestres de Altamira. Y cuando era necesaria —en el caso
de la talla de sílex— nunca perdía su carácter instrum ental: de medio
indispensable para poder tallar el objeto. Lo que nunca se descarta
es, ciertamente, su funcionalidad, su condición de m edio o instru­
mento, aunque se rebase hasta cierto grado'esa funcionalidad. Lo
que sí encontramos, justam ente en la m edida en que se produce ese
rebasamiento o gratuidad al perfeccionarse la form a originaria, es
un cambio de signo de la función. Lo conquistado — la capacidad
de producir formas cada vez más perfectas— sirve ahora no para
cumplir una función práctico-utilitaria, sino sim bólica. Al pintar
hombres y animales en las cuevas, se busca la form a adecuada a una
función mágica. Queda atrás el valor utilitario en sentido estric­
tamente vital, pero en verdad adquiere una nueva utilidad al ponerse
ai servicio de la magia. El producto del trab a jo , al poner en obra la
capacidad de transform ar la m ateria, sigue siendo un instrumento,
aunque simbólico, pero un instrum ento que perm ite —gracias a su
form a— actuar sobre lo real. Es lo que revelan, com o encarnación
de una concepción mágica del m undo, las pinturas de Lascaux y
Altamira. Todo el poder creativo de los pintores-cazadores del pa­
leolítico superior, en el que culmina lo conquistado a lo largo de
miles y miles de años de trabajo —y entre sus más altas conquistas
-LA RELACIÓN ESTÉTICA 10 1

está su capacidad de imprimir al material una forma “ excedente” —


se pone simbólica, mágicam ente al servicio de la finalidad práctica
de cazar animales salvajes. De este modo la magia, al servir así al
arte, se convierte en un impulso decisivo para que florezcan las
formas que hoy adm iram os —como obras de arte— en Altamira y
Lascaux. Si el acto mismo de pintar incide en lo real; es justamente
por lo que h a y e n él de buen trabajo, de trabajo creador (artístico
para nosotros); pero a su vez, si éste tiene una dimensión creadora
(o artística) es gracias al impulso que recibe de la magia1. A su vez,
el producto cumple esa función simbólica cuando adquiere una
“buena form a” (o “ form a excedente” ) como resultado del “ buen
trabajo” . Dicho en otros términos, la eficacia práctica que busca
el cazador-“ pintor” depende de la perfección de la forma, del trazo
realista de la figura, de la armonía del color, etcétera. En suma, de
la excelente reproducción de lo real, porque sólo así puede influir
en lo real mismo.
Ya no se trata sólo de la forma, que en un proceso creciente de
“buen trabajo” acaba por rebasar, en mayor o menor medida, su
función práctico-utilitaria; sino del efecto práctico: actuar sobre lo ,
real gracias al valor simbólico, mágico, que adquiere el objeto pro­
ducido. Pero, la búsqueda de la forma que garantice ese valor y ése
efecto, tiene que ir acom pañada: a} de cierta conciencia de la fo r-;
ma que es necesario dar al objeto para que pueda provocar tal efec­
to; b) de la conciencia del “ buen trabajo” , indispensable para
dotar a la materia de esa forma, y c) de la conciencia de la capacidad
propia para producir la forma adecuada y desplegar el trabajo
necesario. ,
Así pués; aunque el objeto no se ha elaborado para que cumpla
la función estética o suscite el efecto estético, que hoy produce en
nosotros ai-contemplarlo —ya que todo el arte prehistórico es utili­
tario—, esto no quiere decir que se haya producido en plena in¿
consciencia estética. P or el contrario, como hemos tratado de
demostrar, la producción de un objeto utilitario-mágico, exigía cierta
conciencia, por elemental que fuera, de la excedencia o gratuidad
de la forma con respecto a lo estrictamente vital, pues sólo así po­
día servir a la magia. Sin esa triple conciencia —de la forma, del
trabajo y del producto—', que hoy, llamamos estética, sería incon­
cebible la espléndida floración pictórica de Altamira y Lascaux, así
como el alto grado de creatividad alcanzado por los “ artistas” pa­
leolíticos en su paciente trabajo para dar forma a los materiales
que utilizaban. ^ y;

py C am S can n er
102 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Y, con esto, damos por terminado el examen de la segunda cues­


tión planteada, a saber: ¿cómo puede producirse sin finalidad estética
un objeto que funciona estéticamente? Y nuestra respuesta pode­
mos resumirla en los siguientes términos: la producción sin finalidad
estética (o sea, sin una intención estética exclusiva o dominante),
lejos de excluir, presupone cierta conciencia de la forma excedente,
del trabajo necesario para alcanzarla y de la capacidad propia para
realizarlo. En suma, presupone cierto grado de conciencia estética,
aunque ésta sólo muchos siglos después se manifestará verdade­
ramente como tal; es decir, con su especificidad y autonomía.

Consideraciones finales

Las conclusiones a que llegamos al examinar el primero de los tres


ejemplos (el “ bisonte saltando” de Altamira), y en torno al cual
han girado nuestras reflexiones anteriores, pueden extenderse a los
dos ejemplos restantes. En el caso de la pila bautismal del siglo XII,
se trata de un objeto concebido y construido con una finalidad re­
ligiosa, a la que el artesano servía mejor cuanto mejor estuviera
hecho. Es decir, cuanto más dominio del material y más creativi­
dad desplegara con su trabajo. Es difícil creer que éste pudiera lle­
varse a cabo sin cierta conciencia de su dimensión creadora, pues
sólo ella podía permitir un cumplimiento tan perfecto de una fina­
lidad religiosa. Y lo mismo podemos concluir con respecto a la es­
cultura azteca, la Coatlicue. El fin que se perseguía: provocar un
efecto aterrador ante la omnipotencia de la divinidad terrible, no era
ciertamente un fin estético. Pero ese fin sólo podía alcanzarse si
se era consciente de que los materiales tenían que ser trabajados
hasta darles la forma adecuada; o sea, la forma que permitiría al
objeto construido producir el efecto mítico-religioso buscado. Una
vez más: esta conciencia de la forma, del trabajo necesario para al­
canzarla y de la propia capacidad para realizarlo, entrañaba ya
la conciencia de la creatividad, por elemental o difusa que fuera,
que hoy calificamos de estética.
En suma, la relación estética surge y se desarrolla en el seno de la
actividad práctico-utilitaria, en el proceso de producción de obje­
tos que satisfacen necesidades vitales. Sin embargo, ese proceso
conduce a cierta gratuidad de la forma con respecto a lo estricta­
mente vital que está en la base del comportamiento estético. Pero,
como hemos visto, se trata de una gratuidad o autonomía relativas,

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, - , ; ; ; " -..V . 1.A RELACIÓN ESTÉTICA 103

por lo que sé"refiere al objeto como sujeto, ya que ni el productor se


ha propuesto1crear'o b jeto s que funcionen estéticamente, ni los
consumidores ven esos productos como portadores de valores esté­
ticos o con uná'función exclusivamente estética. •
Sólo en un proceso histórico que ya puedeatisbarse en la Antigüe­
dad griega, que se afirm a propiamente en el Renacimiento y culmina
en nuestra época, se busca producir objetos que funcionen estéti­
camente de un m odo exclusivo o dominante; es decir, como obras
de arte. En las revoluciones artísticas de nuestro siglo se persigue
aislar lo estético de todo servicio, y darle una autonomía abso­
luta. Y a eso se aspira no sólo desligando la forma de toda función
cxtraestética, sino también de todo significado o contenido. Y esta
aspiración a la pérdida de tocio significado se expresa rotundamente
en la conocida definición del pintor contemporáneo Maurice Denis:
“Un cuadro—antes que un caballo, una mujer desnuda o cualquier
otra anécdota— .es esencialmente una superficie plana cubierta de
colores organizados en cierta orden.” ' v
Pero se trata'dé una aspiración imposible de cumplir, pues como
ya hemos señalado, a la form a sensible le es inherente siempre un
significado. No hay, pues, una relación estética “ pura” , incontami­
nada; lo estético es siempre “ impuro” , es decir, se halla contamina-
por cierta significación y vinculado por ello —estéticamente— a lo
no estético. Así hallamos en la pintura prehistórica, la pila bautismal>
o la escultura azteca (para seguir con nuestros ejemplos), lo nó
estético, o sea: la magia, la religión, el mito, respectivamente. Como
vemos en estos casos, la relación estética no exige Ja disociación de
forma y significado .— aunque así lo crea Maurice Denis y, en gene­
ral,el formalismo contem poráneo— para que dicha relación se dé
propiamente cóm o tal. Cierto es que, como testimonian las obras
citadas, las creaciones de otras épocas, sociedades o culturas, en­
tran en el universo estético disociadas de su función originaria, prác­
tica o espiritual. Pero esa conexión perdida no puede restaurarse, ya
que en la relación estética contem poránea la pintura prehistórica,
¡apila bautismal medieval, o la escultura azteca, dejan de funcio­
nar mágica, religiosa o míticamente. Sólo así, con esa disociación, se,
afirma la relación estética que se consagra autónomamente desde ,
el Renacimiento, con productos creados especialmente para ser con­
templados; yále decir, para que funcionen ante todo estéticamente.
Ahora bien, esto no significa que en otros campos —fuera o más
allá del arte-- no pueda darse esa conexión de forma y función que
en oíros tiempos, otras sociedades y culturas constituyó el funda-, -.

py C am Scáhher
104 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

mentó mismo de lo estético. Vemos así cómo esta época nuestra, en


la que el arte lleva hasta sus últimas consecuencias el proceso de
autonomización de lo estético que arranca del Renacimiento, es
también Ja época en que se restablece la unidad de forma y fun­
ción, entendida ésta en su sentido práctico-utilitario. Esto aparece
con toda claridad en los intentos de diverso tipo encaminados a ar­
ticular el arte y la vida cotidiana, lo estético y lo técnico, así como
lo estético y la industria. Lejos de desligar forma y función, y de
considerar estético lo que ha perdido su función originaria, la re­
lación estética arraiga en su unidad misma. Con lo cual el campo
de los objetos, actos o procesos, con los que cabe entablar una re­
lación estética, se extiende considerablemente.
Pero, en verdad, trátese de objetos que funcionan o no estética­
mente, de objetos que cumplen ante todo una función estética, o
de objetos en la que ésta no puede ser desligada de una función
práctico-utilitaria, sólo podremos hablar propiamente de relación es­
tética si en ella, y en la contemplación correspondiente, se atiende
a una forma sensible a la que le es inherente cierto significado.

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• II. La situación estética


••: .V 1) El objeto
• /'- íví- .V-
Hasta ahora hemos considerado la relación estética como una forma
específica del comportamiento humano, que surge y se desarrolla en
determinadas condiciones históricas y sociales hasta alcanzar una
autonomía relativa en los tiempos modernos. En este capítulo la
examinaremos como relación entre un sujeto individual (espec­
tador, oyente, lector) y un objeto concreto, singular (paisaje natural,
producto artesanal, artefacto, técnico o industrial, artículo usual u
obra de arte). Nos referiremos, pues, a la experiencia vivida por un
sujeto en un m om ento dado y al objeto que es correlato necesario
de ella. Tal es la experiencia o relación en que se encuentra el es­
pectador que contempla el A utorretrato de Tiziano en una sala del
Museo del Prado de M adrid, o.la del oyente que escucha la sinfo­
nía Júpiter
. 1.
de M ozart en el Palacio de Bellas Artes de México.

Sujeto y objeto en la
situación estética »
-’*■■
Los dos términos, de esta relación concreta, singular, constituyen
una totalidad o estructura peculiar que llamaremos situación esté­
tica: Como^en toda estructura, sus elementos, así como la totali­
dad de que form an parte, sólo existen en su unidad y dependencia
mutuas. En ella, y durante ella, un sujeto y un objeto determina­
dos se com portan estéticamente. Pero si uno y otro sólo se com­
portan así como elementos de una relación (con el todo, y entre sí) —es
decir, en una situación dada, siempre concreta y singular, y por
tanto, temporal— , esto supone que el sujeto no se comporta en todo
momento estéticamente, y que el objeto no cumple siempre una
función estética. El espectador que contempla en cierta parte de su
jornada el A utorretrato de Tiziano en el museo, en otras partes de
ella trabaja, descansa en su casa, visita a un amigo, participa en
una reunión festiva o política, y duerme. Es decir, puede mostrar

• ...v - - • '■ 105


• r '* •; V

sca nn ed by C am Scanner
106 INVITACIÓN A l.A USTÉTICA

otras formas de comportamiento: teórico, práctico, moral, político,


lúdico o religioso, en los que no se com porta estéticamente. El ob­
jeto, el cuadro de Tiziano, al cerrarse por la tarde el museo, deja
de ser contemplado, y deja de cumplir también una función estética.
Por otro lado, como ya vimos en el capítulo anterior, ciertos objetos
estéticos actuales han cumplido en otros tiempos funciones extraesté-
ticas (como las pinturas rupestres de Altamira, o la Coaílicueazteca),
o pueden cumplir también en'Ia actualidad una función ajena (ritual
católica en el ejemplo de la pila bautismal belga) a la función esté­
tica. En todos estos casos, el sujeto fuera del museo o en el acto
ritual del bautismo, y el objeto —el cuadro— en las horas en que
no es contemplado, o en que es sólo —como la pila bautismal— un
instrumento ritual, uno y otro —sujeto y objeto— se hallan fuera
de una situación estética.
Para que un objeto exista estéticamente, es preciso que se relacione
con un sujeto concreto, singular, que lo usa, consume o contempla
de acuerdo con su naturaleza propia: estética. Por consiguiente,
mientras no es consumido o contemplado, sólo es estético poten­
cialmente. El sujeto, a su vez, sólo se com porta estéticamente
cuando entra en la relación adecuada con su objeto. En suma, su­
jeto y objeto de por sí, al margen de su relación m utua, no tienen
real, efectivamente, una existencia estética. El objeto necesita del
sujeto para existir, de la misma manera que el sujeto necesita del ob­
jeto para encontrarse en un estado estético. De esto se desprende que
en el sujeto no se da algo así como una actitud estética, previa a esa
relación, como sostienen algunos tratadistas contemporáneos,
entre otros Jerome Stolnitz (en su Aesíhetics and Philosophy o f
A rt Criíicism). Lo que existe, en verdad, es la experiencia estética
que provoca el objeto, o el estado o actitud que se engendra en (y
no antes de) la relación concreta, singular, con ese objeto.

Condicionantes de la situación estética


La situación estética se halla condicionada por diversos factores.
Sin ellos, el sujeto en unos casos, o el objeto en otros, no pueden
encontrarse en esa situación. Estos factores indispensables, o con­
diciones necesarias, son de diverso orden, pero basta la ausencia
de cualquiera de ellos para que el encuentro sujeto-objeto no se
produzca. Podemos hablar de factores objetivos cuando han de
darse necesariamente en el .objeto para que el sujeto pueda enta­
blar una relación estética con él, y de factores subjetivos cuando

Scanned by C am Scanner
LA SITUACION ESTÉTICA. D EL OBJETO 10 7

constituyen condiciones necesarias para que él sujeto pueda entrar


en esa relación con el objeto correspondiente. ¡i 1
Veamos los factores objetivos, aclarando primero que por obje­
tivo entendemos aquí Ió que es independiente del acto concreto,
singular de percibir,‘o de relacionarse con él objeto; por tanto, se
trata de factores o condiciones que se dan en el objeto, aunque no
sea percibido o Contemplado. Entre ellos figuran ciertos factores
físicos sin cuya presencia no podría mostrarse a los sentidos del
sujeto el objeto estético. La. luz que ilumina, por ejemplo, la superfi­
cie de un cuadro, una escültura o un paisaje natural, son absoluta­
mente necesarios para que un espectador pueda percibir visualmente
esos objetos.-Úna iluminación insuficiente o inadecuada'debilita, o
incluso anula, la posibilidad de entrar en la relación estética,
contemplativa correspondiente, con'las obras pictóricas expuestas
en un museo o una galería artística. Un factor físico importante es
igualmente la condición acústica de la sala de conciertos en la qué,
una orquesta ejecuta determinada obra musical, como lo es tam -,
bien la calidad del sonido emitido' por los instrumentos con que es
ejecutada; Tanto en un easo como en otro, si no se cumplen las
condiciones requeridas; la percepción de la obra musical —que a
diferencia délas obras plásticas necesita de la mediación de la ejecu­
ción orquestal—, no se dará, o se dará en forma defectuosa, ina- ,
decuada. Así pues, la relación estética con el objeto de nuestros’
ejemplos —óbra plástica,' paisaje natural u obra musical—, se halla
condicionada necesariamente por factores físicos; es decir, sin cier­
tas condiciones físicas, dé luz o sonido, esa relación se volverá im­
posible para el sujeto. '
Entre los factores objetivos, hay que destacar también, ciertas
características o. propiedades específicas, que nó‘ se dan en todo
tipo de objetos, y que hacen posible que el sujeto pueda entrar en
ellos en la relación péculiar —distinta de la que mantiene con otros
objetos— que llamamos estética. Estas características, «que un poco<
más adelante señalaremos, así como el modo de darse,, se encuen­
tran —no obstante su diversidad concreta, singular—, como inva­
riantes en todo objeto estético. Pertenecen a él con independencia de
los actos subjetivos;1individuales, de su percepción o contemplación.
Son características o ¡propiedades objetivas, en cuanto que no se
dejan reducir a las que muestra el objeto al aparecer en cada situa­
ción estética; es decir, en cuanto que su ser estético no se agota en
ninguna de'sus percepciones por adecuadas-que sean. Son objeti­
vas, asimismo,' porque en el objeto, aunque no se le perciba,
., í - ¡ V

STCarñScanner
108 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

o sea mal percibido. Sin estas características propias del objeto, al


igual que sin los factores objetivos antes señalados y sin los cuales
no podría darse su aparición, el sujeto no puede entrar en determi­
nada situación estética. Conviene subrayar, sin embargo, que estas
características del objeto, que se consideran propias de él e inde­
pendientes, por tanto, de cada percepción concreta, singular, no
deben considerarse en sí mismas; es decir, al margen del contexto
histórico, social y cultural en el que determinado sistema de con­
venciones o código permite considerar ese objeto como estético
y, por tanto, mantener con él la relación estética que se reconoce
como tal. Para la conciencia estética moderna y contemporánea
todo objeto estético es —como veremos, aunque no únicamente—
un objeto sensible. Sin la presencia sensible, no puede mantenerse
con él una relación propiamente estética. Sin embargo, en la Edad
Media, en la que la materia sensible es despreciada o arrojada al
mundo del no ser, o de las tinieblas (principio del con tem ptu s
m u n d i ), la relación estética se da ante todo con un objeto (Dios, el
hombre como ser espiritual) suprasensible o inmaterial. No es que
se niegue la cualidad sensible del objeto bello, pero la belleza de
éste es más asunto del alma que del ojo, más belleza interior, espi­
ritual, que belleza física o sensible. Por el contrario, para nuestra
conciencia estética esta característica del objeto, su presencia sen­
sible, así como los factores objetivos —sonido, luz— que permiten
o destacan su aparición, son necesarios para que pueda darse una
relación estética con cierto objeto.
Veamos ahora los factores subjetivos, igualmente necesarios
para que el sujeto (un individuo concreto en una circunstancia dada)
pueda entrar y encontrarse en una situación estética. Son de diverso
género. Señalemos, en primer lugar, los de carácter psíquico.
Cierto interés por el objeto o atención a él son indispensables. El
desinterés total o la indiferencia plena ante la existencia del objeto,
cierra las vías de acceso a su contemplación estética. Este interés o
esa atención pueden ser provocados directamente, antes de entraren
relación con él, o indirectamente por las sugerencias de conocedores o
críticos que ya han mantenido con el objeto una relación estética.
O también pueden ser suscitados por experiencias estéticas anterio­
res del sujeto con respecto a otros objetos —en el caso del arte—del
mismo creador o de la misma tendencia, aunque el interés o la aten­
ción a la obra pueden ser despertados, al contrario, por la ruptura
que anuncia con el sistema de convenciones estéticas o código ar­
tístico conocidos. En suma, la relación estética con el objeto sólo

Scanned bv C am Scanner
LA SITUACIÓN ESTÉTICA. I) EL OBJETO 109

se da si el sujeto se interesa por el objeto y está atento a él. Se trataren


ambos casos, de una condición psíquica necesaria para que se pro­
duzca la relación .adecuada a su naturaleza estétida. Lo que quiere
decir también que no .basta que el sujeto se interese o esté atento al
objeto; tiene que tratarse de un interés o atención motivados por
el objeto estético en cuanto tal. Si ese interés o atención están provoca­
dos por una situación personal, y tanto más si se trata de una situación
personal vivida intensamente, bajo los efectos de una presión emo­
cional, esta situación le cerrará el paso a la contemplación serena y
gozosa del objeto, y le impedirá por tanto entrar en una situación
propiamente estética. Es lo que sucede, por ejemplo, al celoso*
—y tanto más cuanto más intensa o apasionadamente le arrastren
los celos—, que se ve incapacitado para entrar en la relación estética
apropiada, con un objeto estético, artístico, como el O te lo de Sha­
kespeare. En el personaje que el actor interpreta, no ve al celoso
ficticio, irreal, al que da vida en la escena Shakespeare, sino que se
ve a sí misino. Los sentimientos, recuerdos o pasiones que despier­
tan en el celoso real que se agita en su butaca, le impiden percibir
las cualidades estéticas de lo que en el escenario se representa. No
estamos aquí, en modo alguno, ante un desinterés o indiferencia
del sujeto sino, por el contrario, ante un interés o atención tan inten­
sos que lejos dé concentrarse en la obra pasan por alto su naturaleza
estética, y sólo se fijan en lo que en ella se relaciona con su situa­
ción personal o la experiencia que vive como hombre celoso.
Algo semejante sucede con el sujeto que percibe el objeto estético
en función de las preocupaciones o móviles dominantes en su con­
ducta, como historiador, comerciante, político o paria. Así, por
ejemplo: “ . . .el tratante en minerales sólo ve el valor mercantilista,
pero no la belleza ni la naturaleza peculiar de los minerales con que
trafica. . .” (Marx, M a n u s c r i t o s e c o n ó m ic o - f i lo s ó f ic o s ) . El histo­
riador tiende a ver el cuadro de Velázquez, L a r e n d ic ió n d e B r e d a ,
como una lección de historia. El político tiende a confundir arte y
propaganda política y, al fijar, la atención en la eficacia política de la
obra artística, se desinteresa por ello de las cualidades estéticas de
la obra de arte. Cierto equilibrio emocional o liberación de las ne­
cesidades y preocupaciones inmediatas, se, vuelven necesarios para
que el sujeto no sea prisionero de ellas o se vea absorbido por el
objeto de éstas, lo que en uno u otro caso, hace imposible la con­
templación indispensable en la relación estética. Por ello: “ El hombre
angustiado y en, la penuria no tiene el menor sentido para el más
bello de los espectáculos” (Marx, i b i d .) .
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by CamScánner "4
110 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Pero no terminan aquí los factores subjetivos que intervienen en


la situación estética. Junto a los señalados, de orden psíquico, los
hay de orden histórico, social o cultural que trascienden la indivi­
dualidad del sujeto. No siempre el sujeto ha podido entrar en una
situación estética, y no siempre se encuentra en ésta, o accede a
ella, de la misma manera. Ya hemos visto que, en otros tiempos, el
cazador prehistórico, el creyente medieval o el hombre azteca no
podían encontrarse en una situación estética, ya que para ellos
no existía propiamente lo trazado en el muro, lo fundido en bronce
o lo esculpido en piedra, como objetos destinados exclusiva o pre­
dominantemente a ser contemplados. Estos objetos sólo existen
estéticamente para los hombres de los siglos XIX y XX, con ciertas
limitaciones para los del Renacimiento y, con más limitaciones aún,
—dada su confusión de lo bello y lo bueno—, para los ciudadanos
de la antigua Atenas. No bastaba, sin embargo, que la relación es­
tética se constituyera como una forma propia y autónoma del
comportamiento humano —lo que como sabemos sólo acontece en
el siglo xvni—, para que muchos objetos que hoy tenemos por estéti­
cos se ganaran el derecho a entrar en esa relación. Fue necesario
que la concepción de lo estético rebasara sus límites clasicistas, eu-
rocéntricos, que en definitiva habían sido fijados por el código o
sistema de principios y convenciones estéticos de una manifestación
artística particular. Era preciso que se llegara a un universalismo
estético que, tanto para el pasado como para el presente, reconociera
la pluralidad de sistemas estéticos o códigos artísticos. Pero, en
verdad, esto sólo ha tenido lugar en tiempos posteriores bajo la
presión de las revoluciones artísticas del siglo pasado, y sobre todo
de nuestro siglo. Sólo en el marco de ese pluralismo estético y del
reconocimiento de la legitimidad de un arte no occidental, el mo­
nolito azteca es hoy un objeto que permite, al ser contemplado, en­
tablar la relación estética adecuada. Ciertamente, la Coatlicue ya
no es la máquina mítico-religiosa de terror que impresionaba a los
aztecas ni tampoco la encarnación diabólica que veían en ella los con­
quistadores en el siglo xvi, sino un objeto estético en cuanto que
puede provocar en el contemplador la experiencia estética corres­
pondiente. Pero sólo el espectador que ya ha hecho suya esta ideo­
logía estética universalista y que, en el marco de ella, aplica un ¡
código o principio rector que no es ciertamente el clasicista o rena- I
centista que hace de la belleza su categoría central, puede situarse
estéticamente ante la Coatlicue. En suma, sólo a partir de una ideo­
logía estética, que asume lo estético y lo artístico como un valor

S ra n n p rl hv P a m S c a n n e r
I,A SITUACIÓN liSTÍm CA. I) l i í . OHJIíTO III

universal, dicha escultura deja de ser un instrumento milico-reli­


gioso, una encarnación diabólica o simple testimonio de una cultura
o una sociedad desaparecidas, para ser el objeto estético que llamamos
obra de arle. .
En conclusión, el encuentro concreto, singular, en que consiste
la situación estélica se halla condicionado necesariamente por los
factores objetivos y subjetivos que hemos señalado. Sólo euancio
se clan —y ello no sólo es asunto psíquico, individual sino, como
hemos visto, histórico, social y cullural—, los dos términos'.que
entran en esa, situación se comportan estéticamente. Ahora bien,
aunque las .situaciones estéticas son múltiples, diversas e inago­
tables para un mismo objeto, y también para un mismo sujeto,
podemos señalar algunos rasgos generales que, a modo de constantes
o invariantes, se presentan en cada uno de ios términos —sujeto y
objeto— en relación, a través de las múltiples, diversas e inagota­
bles situaciones estéticas. Vcámoslos, refiriéndonos en primer lu -,
gar al objeto estético.

Potencialidad y efectividad
del objeto estético
El objeto estético, como ya hemos señalado, es efectivamente tal
en la situación estética. Antes o fuera de ella, sólo tiene una exis-
i ___

teñera virtual o potencial. El cuadro o la escultura no contempla­


dos, la obra musical no ejecutada y, por tanto, no escuchada, el
manuscrito déla novela que yace, sin lectores, en el cajón del escrito­
rio de sii autor, tienen una existencia muda, potencial, que preexiste
ciertamente a su existencia efectiva, pero que aún no es estética. Esta
sólo la adquiere cuando al entrar en relación con un sujeto (espec­
tador, oyente o lector) constituye con él una situación estética. Lo
cual significa, a su vez, que el objeto, sin la intervención corres­
pondiente del sujeto, tampoco tiene propiamente una existencia
estética. En suma, sólo es efectiva, realmente, objeto estético en
cuanto que forma parte de una situación estética. Su función pro­
pia, estética, sólo se cumple en ella y por ella; es decir, en su con­
templación, audición o lectura por un sujeto.
El objeto es consumido, pero no se consuma en la situación es­
tética. Nuevos encuentros sujeto-objeto son posibles y, por tanto,
nuevas e inagotables relaciones estéticas entre uno y otro. Las Me­
ninas, el cuadro de Velázquez que hoy contempla un espectador en
el Museo del Prado de Madrid, fue contemplado por los cortesanos

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1 12 INVITACIÓN A LA LSTLTICA

, de Felipe iv hace tres siglos en el Palacio Real; miles de visitantes


lo contemplan cada día en la sala del museo madrileño y miles, de­
cenas de miles, lo percibirán en el futuro. De este modo, desde que
fue pintado y expuesto en 1656, el cuadro realiza una y otra vez su
potencialidad, o disponibilidad a ser contem plado, convirtiéndose
, siempre, en éste o aquel momento, en objeto estético. Pero hay
momentos también en que el cuadro permanece en la sala, mudo y
ensimismado, en espera de nuevas contemplaciones, de un consumo
interminable que jamás significará su consumación. .
Como fuente de ésta o aquella experiencia estética, su potencial
o disponibilidad se realiza en cada situación estética, sin agotarse
nunca en ninguna de ellas. Nuevos encuentros sujeto-objeto, nue­
vas percepciones vendrán a confirmar su potencialidad, sin que ésta
se realice total o definitivamente en ningún encuentro singular. En
este sentido, el objeto estético está siempre abierto y como tal es
inagotable. Su capacidad de realizarse, de mostrarse o ser percibido
rebasa siempre lo que realiza, muestra o se percibe en determinada
situación estética. En este sentido se distingue del objeto científico
: (teoría, ley o teorema), que se cierra o agota una vez que el sujeto
se relaciona en la forma adecuada a su naturaleza, es decir, com-
' prendiendo su significado preciso y unívoco. En pocas palabras,
* sólo admite una lectura, o una interpretación. O dicho en términos
de la Teoría de la Información: a diferencia de la información lógica
o semántica que transmite el objeto científico, el objeto estético
l transmite una información peculiar que para cada receptor, y en
* cada relación con él [o situación estética] es distinta, nueva e ina­
gotable (Abjaham Moles, Theoríe de VInformation et perception
esthétique).
Pues bien, trátese de una escultura o un cuadro, de una sinfonía
o un ballet, de un film o una pieza dramática, de fuegos artificiales o
de un surtidor de agua, de una fiesta popular o un happening, de
un tapiz o un mueble, de una laca michoacana o de un rebozo,
de un paisaje montañoso o un cielo estrellado, ¿cuáles son para no­
sotros los rasgos fundamentales de todos estos objetos, actos
o procesos que consideramos estéticos?

La existencia física del objeto estético


El objeto estético tiene en primer lugar una existencia física; osea,
posee necesariamente cierto sustrato físico. Un poema sólo llega a
un sujeto si es recitado o leído.. En el primer caso, tienen que pro-

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' >' LA SITUACIÓN ESTÉTICA. I)EL OBJETO : in
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ducirse determ inadas ondas sonoras; en el segundo, se requieren
determinados signos gráficos que, gracias a la tinta empleada, des­
tacan en el papel. Sim lapresencia física del poema, garantizada por
esos elementos sonoros o gráficos, es decir, sin su cuerpo físico,
material, sensible, el poem a no existiría en absoluto. í;
El objeto estético no puede prescindir de ese sustrato físico y
desaparece como tal cuando desaparece físicamente. En la estatua de
mármol que, al caer al suelo, salta hecha pedazos; en el cuadro devo­
rado por un incendio o en el original perdido de un poema, la desa­
parición física del objeto lleva aparejada su desaparición estética. Si
Max Brod, am igo y albacea literario del gran novelista checo Frariz
Kafka, hubiera entregado a las llamas todos sus originales para
cumplir lós últim os deseos de su amigo, el mundo novelesco,* esté­
tico, kafkiano habría dejado de existir. Los monumentos denlas1
viejas civilizaciones, perdidos o destruidos físicamente por con­
quistadores y colonizadores, se .perdieron o destruyeron para siem­
pre como objetos estéticos. Y ninguna reconstrucción por la palabra
—verbal ,o escrita— de: quienes alguna vez los contemplaron,
puede reconstruir, estéticamente con su descripción, impresión o
valoración, lo que se perdió o fue destruido físicamente. Ninguna
de las descripciones que se conocen puede recuperar estéticamente,
por ejemplo, el retablo del sagrario sevillano de Jerónimo Balbás,1
destruido en .1824, y que —como explica Justino Fernández— fue
el antecedente del Retablo de ios Reyes del mismo artista en la cate­
dral de México/ El mural de Diego Rivera del Centro Rockefeller, en
Radio City, N ueva York, fue,víctima de la furia anticomunista deí
capitalismo, norteam ericano. Diego Rivera quiso pintarlo de huevo
en él Palacio de Bellas Artes de México, pero el resultado fue lá
creación de un nuevo mural, no la recuperación imposible def que
había sido destruido físicamente. ; •
La relación necesaria entre el objeto estético y su sustrato físico
se manifiesta también en el hecho de que los cambios que sufre en su
existencia física afectan, de un modo u otro, a su condición esté­
tica. Es innegable, por ejemplo, que las alteraciones en la compo­
sición química -o en la pigmentación de un cuadro afectan a sus
propiedades estéticas. Si el color palidece o se oscurece bajo la ac­
ción del tiem po; si ciertas sombras azules se vuelven verdes o unos
blancos se tornan grises,- el cuadro podrá seguir siendo un cuadro,
pero ya no será el mismo. Y si las alteraciones físicas se acumulan y
el cuadró entra en un proceso de envejecimiento físico, éste puede
conducir a su m uerte como objeto estético. Ahora bien, si esto.es
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1 14 INVITACIÓN A L A EST É TIC A

cierto no significa que toda alteración física sea siempre negativa


desde el punto de vista estético. Así, por ejem plo, la mutilación déla
Venus de M ilo con su brazo derecho destruido, no anula su existen­
cia estética. Ciertamente, la Venus que conocem os no es la misma, ín­
tegra físicamente que la que le precedió y hoy inexistente. Pero, sin su
brazo derecho, tiene para nosotros una existencia estética que es inse­
parable de su mutilación física. Y, finalmente, en favor de la idea de
que no toda alteración física es nociva p ara el objeto estético, está
el ejemplo de las ruinas que, no obstante las profundas destruccio­
nes sufridas por el objeto originario, tienen p ara nosotros un valor
estético.
Así pues, la destrucción, desaparición o alteración física del objeto
en los ejemplos anteriores, se traducen respectivamente en la des­
trucción, desaparición o alteración de su existencia estética, razón
por la cual cabe concluir que lo físico es condición necesaria de
ella. Pero con esto no se afirm a en m odo alguno que el objeto físico
sea de por sí estético, ni que todo lo que está físicamente en él forme
parte de su ser estético. Esto nos lleva forzosam ente a precisar aún
más las relaciones entre lo físico y lo estético.

Lo físico sensible , perceptual


Aunque lo físico se da necesariam ente en todo objeto estético ya
que sin él, como hemos visto, no podría existir, su ser propiamente
estético no se reduce a su existencia física. Es, pues, inseparable de lo
físico y, a la vez, irreductible a él. A h o ra bien, para comprender
esta relación, hay que distinguir diferentes tipos de existencia física,
ya que no todo lo físico es parte intrínseca del objeto estético en
cuanto tal. Es indudable, por ejem plo, que los movimientos de los
electrones o átom os form an parte del sustrato físico de un cua­
dro, pero no form an parte de él de la mism a m anera que los colo­
res que percibimos en el cuadro, o los sonidos en la obra musical
que escuchamos. A unque es cierto que los electrones o átomos per­
tenecen al sustrato físico de un cuadro o una sinfonía, no son parte
integrante de ellos, a diferencia de los colores o sonidos. Para que
lo físico pueda elevarse al plano de lo estético tiene que ser accesi­
ble a los sentidos: la vista en las artes plásticas, el oído en la mú­
sica, o uno y otro en la danza. Los sonidos de una sinfonía, los
colores de un paisaje natural o un cuadro, el márm ol de una esta­
tua o el movim iento del cuerpo hum ano en la danza, no sólo tienen
una existencia física sino tam bién sensible, perceptual.

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> , v . :y, LA SITUACIÓN ESTÉTICA. I) EL OBJETO 115
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Es importante subrayar este carácter perceptual del objeto estéti­
co, ya qué no todo lo que existe en él físicamente puede ser percibido
por nuestros sentidos y, en consecuencia, existir estéticamente. La
vista no percibe los átomos, electrones o protones, ni él oído capta las
ondas sonoras de una longitud inferior o superior al umbral de lá sen­
sación correspondiente. En ambos casos, aunque lo físico existe
efectivamente^ al no ser percibido directamente por nuestros sentí-1
dos, no puede ser estetizado. Así, pues, el objeto estético es físico
pero a la.Veij1y necesariamente, sensible, perceptual. Ahora bien,
¿qué alcance estético tiene esta presencia física, sensible?
Lo sensible' no está en el objeto estético pura y simplemente
como un sustrato necesario, a la manera como están otros elementos
físicos ya citados'E stá como parte intrínseca, indisoluble, suya. El.
mármol de la estatua no es sólo el sustrato físico que la hace posi­
ble, sino el material dotado de ciertas cualidades—color, grano,
textura—, en virtud de las cuales al ser formado o trabajado por el
escultor, se vuelve parte inseparable de la estatua como objeto es­
tético. Lo físico, el mármol en este caso, ya transformado, no sólo
es condición necesaria o medio de lo estético, sino que es —yá for­
mado o trabajado— lo estético mismo.
Justamente porque lo físico, sensible, perceptual, es un aspecto
indisoluble del objeto estético, y porque éste sólo existe para
los sentidos, nuestra relación con él reclama forzosamente, y no como *
simple medio, su percepción sensible. Esta intervención de nues­
tros sentidos se diferencia de la que tienen en la percepción de un'
objeto destinado a ser utilizado o manipulado, cuyas cualidades
sensibles interesan en cuanto son requeridas por su uso o manipu­
lación. Es decir, el aspecto sensible del objeto, en este caso, sólo
reclama la intervención de nuestros sentidos en la medida en que
necesitamos captar su ■significación utilitaria o uso de acuerdo
con su función práctica. El leñador percibe sobre todo el tronco
del árbol en cuanto que ha de descargar en él su hacha. Su percep­
ción aquí es sólo medio, o estación de paso, y no se prolonga más
allá de las exigencias de su condición instrumental. En el objeto es­
tético, la relación perceptual con lo sensible es necesaria, e insosla-1
yable durante toda la situación estética, y sólo se suspende cuando
deja de estar en esa situación. Por ello, lo sensible no es simple
medio o estación de paso, sino un aspecto intrínseco e indisoluble del
objeto estético qué reclama como fin,1y no como medio, la percep­
ción correspondiente.Vi!; 1' \ ,
No hay, pues, nada en’el objeto estético que no ésté encarnado

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116 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

en él sensiblemente. P or ello, sólo puede hablarse de idea en una


obra de arte en cuanto que tom a cuerpo y llam a a nuestros senti­
dos por su existencia sensible. Esta concepción de lo estético es im­
pugnada en nuestros días por el conceptualism o, al sostener que “el
arte es idea” y que ésta, lejos de necesitar de lo sensible para encar­
narse en él, lo suscita o provoca, invirtiéndose su relación —la de
la idea— con él. Se desplaza así su espacio en ella: ya no es el lugar en
que se manifiesta o encarna una idea, sino el efecto sensible de la
aparición de ella. A hora bien, queda por ver si ese desplazamiento
de lo sensible no acarrea tam bién un desplazam iento o la desapari­
ción de lo estético. A nuestro m odo de ver, el objeto estético es ne­
cesariamente, sin reducirse a ello, un objeto de los sentidos. Por
tanto, si consideramos que la idea sólo existe estéticamente encar­
nada en una form a sensible, la reducción de lo sensible a simple
efecto de la idea, atentaría contra la naturaleza misma del objeto
estético que hemos venido propugnando. Esta reducción quepo-
dría invocar en su apoyo a concepciones platónicas, neoplatónicas
o medievales, es a nuestro modo de ver difícil de aceptar para una
conciencia estética contem poránea.

F orm a y significado
en el o b jeto estético

Aunque fuera de lo sensible no hay objeto estético, éste no puede


reducirse a él. Un estímulo sensorial simple (un color, un sonido),
puede suscitar una reacción estética elemental. Pero lo sensorial
aislado —este estímulo cromático o sonoro— se integra en un con­
junto de relaciones con otros estímulos sensoriales para constituir un
todo. Dentro de él, un hecho sensible —el color rojo por ejemplo-*,
adquiere un significado ideológico o emocional más rico y profundo
que el que tiene originariamente. Lo sensible así rebasa su signifi­
cado elemental, su tono emocional originario, y asume un significado
que no tiene de por sí. De este modo, el rojo o el verde en la paleta del
pintor adquiere el significado que asum e, por ejemplo, en el cua­
dro El café nocturno (1888) de Van Gogh. Vemos en él que, me­
diante cierto tratam iento del m aterial dado, se ha convertido en
cauce o tram polín de los más com plejos significados. Los colores
de la paleta de Van Gogh han pasado al cuadro no para estimular
nuestro sentido visual, sino para expresar —una vez que ha recibi­
do en la materia la form a adecuada— un profundo significado hu­
mano. “ He tratado de expresar con el rojo y el verde las terribles

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LA SITUACIÓN ESTÉTICA. I) EL OBJETO 117

pasiones hum anas’*, escribe el pintor a su hermano Theo en una de


sus cartas.
En suma, el objeto no se reduce a lo inmediatamente percibido;
es concreto-sensible pero a la vez significativo, y la forma con que se
organiza lo sensible es la form a exigida por su significado. Por
consiguiente, i a s cualidades del objeto no sólo son perceptibles
sino significativas. A hora bien, al igual que lo sensible, lo significa­
tivo no está en él de un modo instrumental o extrínseco, sino
intrínseco y necesario. El significado emocional del cuadro antes
citado de Van Gogh, la relación humana que expresa con el mundo,
es inseparable de cierto tratamiento del rojo y del verde y, por ello, es
inmanente a lo sensible. El trabajo del pintor ha consistido preci­
samente en hacer de una idea o una emoción, exterior a lo sensible
en cuanto preexistente al cuadro, algo inmanente al rojo y al verde.
Así pues, lo sensible y ,1o significativo (el color y la pasión) son el
objeto estético mismo y, por tanto, están en él en unidad indisoluble.
Lo sensible es significativo y éste sólo es tal encarnado sensiblemente.
Pero, a su vez, si lo sensible —piedra, color, sonido, palabra o
movimiento del cuerpo— es significativo, lo es porque ha sido or­
ganizado, trabajado, en cierta forma, justamente la que le permite
encarnar un significado y no otro. P or consiguiente, este último ya
no existe de por sí, sino en cuanto que se ha vuelto inmanente a la
forma sensible en que se encarna. Lo sensible, pues, sólo es signifi­
cativo cuando recibe la form a adecuada: la que mantiene la unidad
del todo, de lo sensible y lo significativo. La forma ordena lo sensible
—el color rojo o verde de Van Gogh— para producir determinado
significado t—una terrible pasión humana—, y esa estructuración
es esencial para que el objeto revista la forma sensible que, a la
vez, es significativa.
Pero, si lo sensible en el objeto estético —trátese de un paisaje
natural, un cuadro, una sinfonía, un producto artesanal o un artefac­
to industrial— adquiere un significado que de por sí no tiene, ¿de
dónde proviene lo que no posee en sí, directa o indirectamente?
Sólo es significativo p o r y para el hombre; pero para un hombre
concreto, el que se halla en,un contexto histórico, social y cultural ,
determinado. C om o,tal, el objeto estético es siempre —incluso el
no producido por el hom bre en el caso de un paisaje natural— un
objeto humano o hum anizado. Ni la materia sensible, ni la forma
con que se presenta, ni el significado que leemos en ella, existen en
I sí y por sí, al margen de determ inada relación humana. Lo que hay
I de sensible, formal y significativo en el objeto estético se da en su

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118 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

unidad y sólo en la relación concreta, singular, que llamamos si-


tuación estética.
En conclusión, el objeto estético es físico-perceptual, y en él lo
sensible se halla organizado en una fo r m a que lo hace significativo.
Pero sólo tiene esta triple e indisoluble existencia en la relación entre
un sujeto y un objeto que se concreta o realiza en cada situación
estética que, siendo siempre singular, se halla condicionada histó­
rica, social y culturalm ente.

La realidad estética

Hemos caracterizado el objeto estético como un objeto físico-per­


ceptual que, por su forma, se vuelve significativo. Pero cabe pregun­
tarse, pensando sobre todo en su existencia estética: ¿es real o irreal?
Y si es real, ¿qué realidad es la suya? Tratem os de responder a
estas cuestiones.
P or su físico, el objeto estético puede ser considerado como una
cosa entre las cosas. El cuadro que cuelga en la sala de la casa ocu­
pa cierto espacio de ella, y cabe tratarlo como cualquier enser físico.
Así lo trata, por ejemplo, el cargador que lo descuelga y lleva al
camión de la mudanza. Su m irada se detiene en su superficie el
tiempo necesario para organizar su trabajo; para él sólo es una cosa
que form a parte del mundo que le rodea y en el cual la maneja y la
utiliza. En cuanto cosa, el cuadro se integra en la realidad efectiva, su­
jeta a las categorías de espacio, tiempo, causalidad, movimiento,
reposo, etcétera. El cuadro de nuestro ejemplo puede ser descolgado
y removido, medido y transportado, e incluso golpeado en la mu­
danza o destruido si un incendio devora antes la casa. Si el cuadro
es consumido por las llamas, y se conservan de él fotografías o des­
cripciones verbales o escritas, se podrá hablar del cuadro después
de haber desaparecido físicamente, com o se habla hoy por ejemplo
del mural de Diego Rivera destruido en D etroit; pero al no poder
ya ser percibido, el cuadro ya no existirá com o objeto estético.
Ahora bien, mientras el cuadro de nuestro ejem plo exista física y
estéticamente, es irreductible a la realidad efectiva del enser que
cuelga en la pared de la sala y que el cargador descuelga y transporta
en la mudanza. Tiene, como objeto estético, una realidad pro­
pia que se manifiesta al ser percibido por el espectador, y que, si
bien desaparece al desaparecer físicamente com o cosa en el mundo
de las cosas, no se agota en su ser físico, justam ente porque su ser
sensible y significativo lo rebasa.

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LA SITUACIÓN ESTÉTICA. 1) EL OBJETO 119

Mientras existe com o tal, el objeto estético se sustrae a las


dimensiones del m undo real ya que se halla instalado en otro mundo
con dimensiones propias. El marco del cuadro fija la frontera entre
esos dos mundos. Veamos, por ejemplo, el cuadro de Van Gogh El
dormitorio del artista en Arlés. Lo que está dentro del marco for­
ma parte del m undo hum ano —el otro m undo— que el cuadro ex­
presa. Lo que está fuera del marco, no forma parte de ese otro
mundo: el representado y expresado por el cuadro. Este mundo
tiene un espacio propio que no se identifica con el delimitado físi­
camente por el m arco. Lo que encontramos en el cuadro: las pare­
des violetas, la cam a y las sillas amarillas, la almohada verdosa, el
suelo rojo, etcétera, no están en el espacio físico, real, que el marco
delimita, sino en el espacio sin límites creado o inventado por el ar­
tista. En cuanto al tiem po, el cuadro se inscribe como todo objeto
físico en un tiem po real, y por ello, puede envejecer y caducar físi­
camente. Pero el cuadro tiene un tiempo propio que no se deja re­
ducir al tiempo físico, objetivo, que miden los relojes. El instante
fijado por Goya en L o s fusilam ientos del 3 de mayo —a diferencia
del terrible instante real que representa el cuadro—, no pasa nun­
ca, no tiene comienzo ni fin. En el grupo escultórico Laocoonte, el
esfiierzo dramático y desesperado del sacerdote y sus hijos por librar­
se déla serpiente que los estruja entre sus anillos, lo percibimos cier­
tamente en el m árm ol inerte, pero lo percibimos en movimiento.
En suma, al objeto estético en cuanto tal no le son aplicables las
categorías de espacio, tiem po y movimiento reales. Y no le son
porque —como hem os visto en los ejemplos anteriores: el cuadro
de Van Gogh, la pintura de Goya y el grupo escultórico g rie g o -
tienen, respectivamente, un espacio, un tiempo y un movimiento,
propios. Así pues, si bien el objeto estético no puede prescindir de
su ser físico,7de su realidad efectiva, su ser propiamente estético
no se identifica con él, aunque tampoco lo excluye. No puede ex­
cluirlo ya que lo físico, entendido como lo físico perceptual, entra
necesariamente.en el objeto estético. Ahora bien, si no se reduce
a esa realidad efectiva y su m odo de ser propio consiste en rebasaría,
¿cuál será entonces la realidad propia del objeto estético? ¿O será
tal vez un objeto irreal o puram ente psíquico? Veamos.
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¿Objeto irreal?

Cuando se dice que el objeto estético es irreal o ilusorio puede en­


tenderse en el sentido de que, al ser percibido, no nos da su reali-
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by CamScánner
120 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

dad efectiva sino la ilusión o ficción de algo inexistente. Así, por


ejemplo, el grupo escultórico L a o c o o t u e nos ofrece en la piedra, en
su realidad inerte, una ilusión de dinamismo y vida. La cosa mate­
rial, el mármol sin vida ni movimiento existe efectivamente; el mo­
vimiento y lo vivo en la piedra inerte, no. P ara el contemplador
existe estéticamente, pero podría pensarse que por estar fuera de lo
real se trata de un objeto irreal. Ciertamente, el objeto estético nos
hace cómplices de una ilusión o de un engaño al mostrarnos la piedra
con una vida y un dinamismo que real, efectivamente, no tiene. So­
mos cómplices porque nos hemos prestado conscientemente a de­
jarnos ilusionar o engañar, lo cual implica cierto distanciamiento
respecto de la realidad efectiva —la nuestra y la del objeto—; pero
no tanto que lo ilusorio sea vivido por el sujeto como siendo efecti­
vamente real, ni que el objeto sea mera ilusión o simple irrealidad.
El objeto estético tiene una realidad propia, una realidad o tra
(respecto de la efectiva de la cosa material) que, al ser percibida, re­
quiere ser asumida como tal y no como puro engaño o ilusión.
Cuando percibimos la vida, el dolor o el movimiento frenético en
la piedra inerte del grupo escultórico L a o c o o n t e , no estamos ante
algo irreal sino ante un objeto peculiar que, en la piedra trabajada,
formada, ha adquirido una realidad propia: la estética. No somos
víctimas de una percepción engañosa sino que nos hallamos, jus­
tamente por la percepción adecuada del dolor o del movimiento
hechos piedra, ante una realidad significativa gracias a su forma
sensible. Si llamamos irreal al objeto estético porque como tal no se
halla inscrito de por sí, y necesariamente, en la realidad física, ma­
terial, de la piedra, o porque —como en el caso del L a o c o o n t e —
no podemos atribuir una existencia efectiva al retorcimiento de los
cuerpos y a la expresión dolorosa de los rostros, ello no significa
que en la piedra inerte misma, ya trabajada o form ada, no se den
esos cuerpos retorcidos y esos rostros marcados por el sufrimiento.
Lo irreal en un sentido es real en otro. Si el Hamlet que habla y se
mueve en escena no existe efectivamente como existe el actor que lo
encarna, esto no significa que no exista con otra realidad que puede
ser percibida siempre que se perciba en el actor al personaje chespi-
riano que encarna en la escena, y no al actor en su vida efectiva,
real. No estamos, pues, ante el dilema de realidad o irrealidad del
objeto estético; o sea, ante la necesidad de situarlo fuera o dentro
de lo real, sino ante la exigencia de situarse ante él —mediante la
percepción estética— en la esfera de realidad que le es propia. En
conclusión, si el objeto estético está fuera de la realidad efectiva
LA SITUACIÓN ESTÉTICA. DEL OBJETO ¡2 1

tiene, empero, una realidad propia que rebasa a aquélla: la reali­


dad estética. Por tanto, no se trata de un objeto irreal.
Seria irreal si fuera —como sostiene Sartre en L o im a g in a rio —
sólo lo que imagino cuando percibo. Lo que percibo sería, según él,
la ocasión para que surja, por obra de la imaginación, este irreal
que sería el objeto estético. Tendríamos así un dualismo insalvable
entre lo real (la cosa física, perceptible) y lo irreal (el objeto estéti­
co), o entre el objeto percibido y el objeto imaginario con el que se
identificaría el objeto estético. Pero tal dualismo es insostenible,
pues lo que Sartre llama lo irreal no puede separarse de la materia
sensible con la que se integra en un cuerpo indisoluble. Por otro lado,
la percepción no es simple medio, pretexto u ocasión de lo estético
(para Sartre lo imaginario), sino que es lo estético mismo. Así
pues, el objeto estético es real no sólo porque se enraiza por su ma­
teria en lo real sino porque, al ser formada ésta, adquiere una,
nueva y propia realidad.
El objeto estético sólo es efectivamente tal al ser percibido, ya
que su ser no es el de una forma abstracta ni el de un significado
puro, sino el de un significado que se encarna en lo sensible gracias
a la forma que recibe. Y, justamente, por esta forma sensible, la
percepción es absolutamente necesaria. Solamente en esta relación
concreta y singular con lo sensible en que consiste la percepción,
podemos captar el significado que le es inmanente. Ahora bien, el
objetó estético no se agota en ella. Se muestra de modo desigual en
diferentes percepciones y existe, aunque sólo potencialmente, incluso
cuando no es percibido. No puede ser reducido por ello a las múl­
tiples y diversas percepciones singulares y, con respecto a ellas, es
siempre uno y distinto. Uno, en cuanto que conserva su autonomía
frente a esas diversas e inagotables percepciones; y distinto en
cuanto que no puede separarse de ellas, puesto que sólo al ser perci­
bido en diferentes situaciones muestra efectivamente su existencia
estética. *
/ .
* *

¿Objeto psíquico?
: i / . ,
i

El ser del objeto estético podría entenderse también, en un sentido


idealista subjetivo, reducido no a la percepción individual del su­
jeto sino al efecto que suscita en él, al ser percibido o contemplado.
En verdad, la percepción suscita determinado efecto o recepción en el
espectador, y en el caso de la obra de arte ésta es producida para
generar cierto efecto en quien la contempla. No se puede, por tanto,

by CamScanner
122 INVITACIÓN A L.A ESTÉTICA

ignorar el efecto o recepción que, en la situación estética, provoca


en el sujeto. Pero, al tenerlo en cuenta, hay que precisar de qué
efecto se trata. Cuando se reduce el objeto estético al efecto psí­
quico que produce, se piensa sobre todo en el efecto emocional
que, por su intensidad o extensión, suscita en los espectadores, lec­
tores u oyentes.
Ahora bien, si el objeto estético se define por el efecto emocio­
nal que produce, sin precisar el tipo de em oción que entraña, se
puede argumentar que ciertos subproductos estéticos provocan fá­
cilmente emociones elementales más intensa y extensamente que
una obra de arte. El efecto emocional que suscitan ciertas obras
dramáticas que transmite la televisión comercial es mucho más
intenso y extenso que el que provoca una tragedia de Shakespeare.
Si la existencia estética del objeto dependiera ante todo de su efecto
emocional, resultaría que la obra televisiva sería superior estética­
mente a la del trágico inglés. Como no puede aceptarse semejante
conclusión, que deriva sin más de la caracterización del objeto es­
tético por su efecto psíquico, emocional, se ha pretendido mantener
dicha caracterización excluyendo semejante efecto elemental y dan­
do a éste un sentido más complejo, rico y profundamente humano.
Así, para Tolstoy (en ¿Qué es el a rtel) la calidad estética de una
obra artística se halla determinada em ocionalmente o, con más
exactitud, depende de su capacidad de contagiar a los espectadores
o lectores emocionalmente. Este “ contagio —dice— no es sólo sig­
no seguro del arte, sino que también el grado en que contagia es la
única medida de la excelencia artística’’. Sólo el objeto que conta­
gia emocionalmente y hace vivir como propias las emociones que el
artista transmite con él, puede considerarse propiam ente estético.
Pero, ciertamente —afirma también Tolstoy— no todo efecto e-
mocional tiene este rango estético sino sólo aquel que, al fundir al
artista y al espectador así como a éstos con todos los espectadores,
permite al arte unir a todos los hom bres. El efecto estético se tiñe,
asimismo, de una coloración m oral y religiosa que desvanece la
especificidad de la obra de arte como objeto estético. En definitiva,
el efecto que se busca o se aprecia en él es religioso o moral. Producir
este efecto es para Tolstoy la función más alta del arte. Como ve­
mos, la caracterización por su efecto em ocional, o capacidad de
contagiar emocionalmente, conduce a una caracterización extraes-
télica del objeto estético.
Pero quizás se pudiera sostener la vinculación mencionada entre
objeto estético y efecto emocional si se prescindiera de los efectos
LA SITUACIÓN ESTÉTICA. I) EL OBJETO 123
más simples y elementales así como de los que —por su contenido
religioso o moral preeminente— no fueran propiamente estéticos y
se pensara sólo en aquellos que son auténticamente tales. Tendría­
mos entonces una caracterización del objeto estético por el efecto
propio, específico (o sea: estético), que produce. Se salvan así las
dificultades anteriores pero surgen otras no menos insalvables. Una
catarata de cuestiones sale a nuestro encuentro. ¿Quién o quiénes
—y con qué fundamento— determinarían la presencia del efecto
estético? ¿Todo aquél que creyera vivirlo, experimentarlo, o sólo
el círculo restringido de los expertos privilegiados o estetas refina­
dos? ¿Y cuál sería el contenido de esa esteticidad? Si se rehuye por
inverifícable el criterio de la subjetividad individual y se atiende a
ciertos datos comprobables objetivamente, podría pensarse en la
duración de la capacidad del objeto para producir el efecto estético
a través del tiempo, en contraste con los objetos cuya capacidad de
perduración es baja o casi inexistente. Ahora bien, no puede abso-
lutizarse la relación entre Ja duración del efecto estético, producido
por cierto objeto, y,su esteticidad. Hay efectos efímeros, no desti­
nados a aparecer en nuevas situaciones estéticas, dada la existencia
efímera del objeto que lo produce. Tal es el caso de los fuegos arti­
ficiales. Nadie negará el efecto estético que suscitan en los especta­
dores, pero éste se agota en su producción misma. Ciertamente, la
historia del arte atiende sobre todo a las obras que sobreviven a su
tiempo y perduran más allá de éste. Y los museos son el lugar en el
que se reúnen, desconectadas del tiempo en que fueron creadas, las
obras que perduran. El hecho mismo de formar parte del museo
es en nuestro tiempo una garantía de perdurabilidad. Toda una
ideología estética viene a sancionar la perdurabilidad o “ eterni­
dad” de la obra de arte como un atributo esencial de la esteticidad
o de la “ belleza” alcanzada. Y, sin embargo, en nuestra época se
producen obras no destinadas a perdurar y cuyo efecto estético,
como en el caso de los fuegos artificiales, es limitado en el tiempo o
incluso efímero. La durabilidad o “ eternidad” de ciertas obras vi­
suales de nuestra época es más bien escasa o efímera. A título de
ejemplo de los productos de esta práctica artística que aspira cierta­
mente a provocar un efecto estético efímero, están los h a p p e n in g s o
conjunto de acciones realizadas, con una finalidad estética, por
una o varias personas en forma improvisada,,con la particularidad
de que esas acciones no.sólo llaman a la contemplación sino tam­
bién a la participación en las mismas. El efecto en este caso, es
limitado, breve, ya que no es producido por un objeto estético pro-

py C am Scanner
124 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

píamente dicho sino por un acontecim iento. Desde el punto de vista


estético, se trata de un efecto legítimo, aunque no sea el perdurable
y “ eterno” de las obras que se alinean en los museos. Lo estético
está aquí no en el producto de un proceso, destinado a sobrevivir al
llegar este proceso a su térm ino; sino que está en el proceso mismo
y, por tanto, destinado a agotarse en él. A veces, en el arte contem­
poráneo la transitoriedad del efecto estético radica no en su vincu­
lación con un acontecim iento o proceso, sino con el objeto; pero
en un objeto que, por la fragilidad de sus materiales o por la in­
tervención de elementos externos, está destinado a suscitar efectos
estéticos limitados, cuando no efím eros. Así sucede con el llamado
arte ecológico (¡and art o earth works) de nuestros días, cuyos
productos consisten en espacios naturales al aire libre (montañas,
desiertos, campos cultivados, ríos o mares) transformados por el
artista. Los efectos estéticos que producen en los espectadores esos
fragmentos de naturaleza, sujetos a la acción destructora del clima
o del tiempo, acaban o acabarán por desaparecer, como lo atesti­
guan las realizaciones de Walter de M aría, Oppenheim y Mike Heizer
en la década de los sesenta y setenta.
Ahora bien, frente a estos intentos contem poráneos de desfeti-
chizar la obra de arte “ eterna” , cuyos efectos estéticos no se agotan
nunca dada su “ eternidad” , está la idea de la relación intrínseca
entre perdurabilidad y esteticidad com o un componente esencial
de la ideología estética dom inante en nuestra época. Y justamente
la existencia del museo viene a avalarla, ya que en él sólo entra lo
que se considera estéticamente digno de perdurar. Ahora bien,
como los criterios conforme a los cuales.se establece esa perdurabi­
lidad no dejan de ser relativos, históricos, nada garantiza esa per­
durabilidad, aunque la entrada en el museo constituye ya una
certificación de ella. En definitiva, sólo a posteriorí, y tanto más
cuanto más largo sea el periodo de su posterioridad, puede afir­
marse que una obra artística m uestra la capacidad de producir
efectos estéticos renovados. La historia del arte ofrece abundantes
ejemplos de obras, como las de los pintores “ m alditos” , Van Gogh,
Gauguin o Modigliani que, en su tiem po, no producían efectos es­
téticos, y que sólo más tarde los suscitaron intensa y extensamente. Y
en el campo de la música es bien conocida la fría, e incluso hostil,
acogida que recibieron en su tiem po las obras maestras de un Mo-
zart, Beethoven o Stravinsky. Y, al revés, obras que en su época
produjeron un efecto extenso y profundo en el público, han pasado
inadvertidas posteriormente. Un ejemplo elocuente de esto es el de

. r > « « .C / 'o n n p r i
LA SITUACIÓN ESTÉTICA. I) EL OBJETO 125

los dramas del hoy olvidado y casi desconocido José de Echegaray,


aplaudido sin reservas por el público español de su tiempo, siglo
XIX, y comparado por algún crítico de la época, que se hacía eco
de sus admiradores, nada menos que con Shakespeare. A la vista de
los efectos estéticos de una obra en cuanto a su profundidad, ex­
tensión y durabilidad, ¿quién podría hoy atreverse a vaticinar la
recepción que esa obra de nuestros días tendrá en el público de
mañana?; ¿quién podría asegurar la perdurabilidad o el agota­
miento de sus efectos, basándose en los que hoy producen en los
espectadores, oyentes o lectores? Y este cuestionamiento podría
extenderse'a las obras del pasado; aunque en este caso el tiempo
transcurrido permite considerar, en cierta forma, cómo la obra ha
resistido —si es que ha resistido— a la acción implacable del tiempo
y, de este modo, atribuir como se atribuye a las obras clásicas
cierta garantía de perdurabilidad por haber pasado la barrera de su
tiempo y de otros tiempos. Pero, no olvidemos que por firme que
aparezca ante nuestros ojos el pasado, lo vemos siempre con los ojos
del presente, lo que introduce ya forzosamente cierta relatividad
en su aparente perdurabilidad. Relatividad que se trueca en incerti­
dumbre cuando pretendemos adentrarnos en la experiencia estética
del futuro. Tratar de preverla con clave estética del pasado, o del,
presente, sería tanto como pretender prefigurar su destiño futuro,
pasando por alto las condiciones sociales y necesidades humanas
que habrán de determinar, en forma que hoy no podemos sospe­
char, esa experiencia estética así como los criterios con los que
habrá de ser definida y valorada.

Palabras fin a les so b re


el objeto estético ,

Si el objeto estético sólo existe efectivamente en la relación concreta,


vivida, singular, que llamamos situación estética, no es un ser en sí
y por sí, sino un ser cuyo destino se cumple al ser percibido en su
relación con un sujeto individual. Pero si sólo se realiza en ella, esto
no quiere decir que pueda reducirse a las percepciones que suscita
o a los efectos que.produce. Si así fuera, tendríamos —en el primer
caso— el subjetivismo más radical ya que el sujeto produciría o
constituiría al objeto en cada situación estética; y, en el segun­
do, considerado sólo por sus efectos, su caracterización tendría que
enfrentarse a las dificultades que plantea, como hemos visto, la rela­
ción entre esteticidad y duración del objeto. Ahora bien, si su ser

by CamSCanner
126 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

no se reduce a las percepciones de un sujeto individual o a los efec­


tos que provoca en él, ya que —tanto en un caso como en otro—
resiste o subsiste, esto significa que muestra cierta objetividad. Pero
¿cuál? No ciertamente, como ya hemos subrayado, la física o na­
tural de un ser en sí y por sí —como es la del bloque de mármol de
la estatua antes de ser trabajado o form ado por el escultor—; sinola
objetividad humana, social, propia de un objeto (la estatua) que,
sin dejar de ser físico (como bloque de márm ol) es, gracias a la
forma que ha recibido, sensible y significativo. Es la objetividad
del ser para otro que sólo se da, por tanto, en su relación con un
sujeto. Ciertamente, este sujeto no produce o crea el objeto en esa
relación, al percibirlo; pero su intervención se hace necesaria —dado
el tipo de objetividad que lo caracteriza—, para que cumpla su
destino final, estético. Así pues, si no se reduce al sujeto, el objeto
sólo existe real, efectivamente, en la situación estética; es decir, en
la relación que en ella contrae con un sujeto, cuya intervención se
hace necesaria para que el objeto estético pase de su existencia vir­
tual o potencial —mientras no es percibido— a su existencia real,
efectiva, al serlo.

Scanned by C am Scanner
La relaciónen que consiste la situación estética se caracteriza por
i i

el papel específico y preeminente que en ella desempeña la percep­


ción del objeto por el. sujeto. Es indispensable, pues; señalar sus
rasgos esenciales. Pero, antes de ello, veamos los propios de la per­
cepción ordinaria, ya que en definitiva aquella tiene a ésta en su base.

La percepción ordinaria

La percepción ordinaria se caracteriza por seis rasgos esenciales


que señalamos a continuación.. ■i

1. Percibir es entrar en una relación singular, sensible e inmediata


con un objeto.. S in g u la r : el sujeto que percibe, como el objeto
percibido, es singular. Se percibe un objeto determinado, concre- , .
to, individual (esta hoja de papel que cae al suelo), y no un objeto
abstracto, general (la ley física que explica la caída de ese cuerpo, o el
concepto de ese objeto). El sujeto que percibe es, a su vez y siempre, un
individuo concreto, un “ hombre de carne y hueso”*. Y aunque indivi­
duos distintos perciban el mismo objeto (la misma hoja que cae), sus
percepciones son distintas, pues percibir es siempre un acto singu­
lar. S e n s ib le : la* percepción del objeto pone siempre en juego el
órgano sensorial correspondiente del,sujeto, pero éste sólo percibe lo
que es accesible, a sus sentidos. Ya señalamos que no puede percibir
directamente todas: las propiedades o elementos físicos del obje-,
to; sino aquellos que percibe, inmediatamente, con sus órganos sen­
soriales,' o indirectamente con los instrumentos que le permiten
prolongar su capacidad sensorial. La percepción requiere, pues,
la presencia sensible del objeto y la correspondiente capacidad sen­
sorial del sujeto. I n m e d i a t a : la relación perceptiva es inmediata o,

ad by CamScánner
128 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

directa (en un sentido distinto del antes empleado) en cuanto que


lo sensible se capta sin necesidad de recurrir a puentes, media­
ciones o estaciones de paso (como son los argumentos o razona­
mientos).
2. La percepción no se reduce a una actividad sensorial, sino
que constituye una experiencia psíquica más compleja. No puede
haber percepción sin ese elemento sensorial, pero éste no existe aisla­
damente sino —como ha puesto de relieve la teoría de la Gestalt—
formando parte de una totalidad o estructura global. (A eso equivale
precisamente el término Gestalt, en alem án, que suele traducirse
por las acepciones de estructura, configuración, forma de partes
integradas o totalidad cohesionada que no se reduce a la suma
de las partes que la integran.) En el proceso perceptivo, como pro­
ceso unitario y global, se reconocen objetos, se desencadenan re­
cuerdos de vivencias pasadas, se elaboran imágenes y se despiertan
ciertas reacciones afectivas. Percibir es, pues, un proceso complejo
en el que no sólo se percibe sensiblemente, sino que a su vez se re­
cuerda, se imagina, se siente y también se piensa. (“ Todo acto de
percibir es al mismo tiempo pensar” , dice R udolf Arnheim, uno
de los psicólogos contemporáneos que han aplicado más consecuen­
temente los principios de la Gestalt al arte.) Y toda esta variedad
de componentes perceptivos se da en la unidad indisoluble de una
estructura global que no permite ser reducida a uno de ellos —la sen­
sación—, por importante que sea su papel en ese proceso unitario y
global. Así pues, aunque la percepción —como relación sensorial,
directa e inmediata— requiere forzosamente de la intervención de
los sentidos para captar un objeto concreto, sensible, singular, da
más que lo que ofrecen los datos sensibles. Así, por ejemplo,
puedo percibir el lado opuesto de una puerta, aunque no lo veo, al
movilizar para ello un saber previo o la imaginación empírica; ex­
perimento un sentimiento de placer al percibir una calle oscura, a
la que asocio ciertas circunstancias personales felices, aunque la
oscuridad de la calle que veo no sea de por sí placentera; percibo
las nubes que se arremolinan y oscurecen en el horizonte como
anuncio de una lluvia inminente, aunque este significado no está
inscrito forzosamente en lo sensible. En suma, siendo como es una
relación sensorial, la percepción contiene más que los datos sensi­
bles que captan nuestros sentidos.
3. El sujeto que percibe un objeto es siempre un individuo con­
creto, y percibir es asimismo un acto individual, determinado en
gran parte por experiencias de la vida personal. Pero, como el indi-
LA SITUACIÓN ESTÉTICA. 2) EL SUJETO 129
14
viduo es un ser social (Marx), tanto en su actividad teórica o cons-
' cíente como en su actividad práctica, material, percibir es a la vez
un acto individual y social. Se percibe dentro de un contexto so­
cial, cultural, que im pone a la percepción individual ciertos hábi­
tos, estructuras o esquemas perceptivos, que determinan el modo
como el sujeto organiza los datos que le proporcionan sus sentidos.
Estos determinantes de la percepción individual varían histórica­
mente, de una sociedad a otra, de acuerdo con la cultura, concepción
del mundo o ideología dominantes. Justamente por su carácter his­
tórico y social; estos determinantes no son formas apriori de una
sensoriedad hum ana en general. Y no sólo cambian los modos de
organizar el material sensible, conforme a los hábitos, estructuras o
esquemas perceptivos vigentes, sino que en el curso de la milena­
ria y compleja actividad práctica con la que el hombre transforma
I a la naturaleza y se transform a a sí mismo, cambian también los
I sentidos, no obstante la invariabilidad de su fundamento natural,
biológico. P or ello ha podido decir Marx que “ la formación de los
cinco sentidos es la obra de toda la historia universal anterior”
{Manuscritos del 44). En suma, la percepción como proceso global;
unitario, en el que encuentran su lugar como partes indisociables del
todo datos sensibles, recuerdos, ideas, imágenes o sentimientos,
es un proceso individual, pero siempre impregnado de cierta cuali­
dad social. Se trata de un proceso vivido por un individuo concre­
to, pero condicionado por la sociedad en la que vive; o sea, en la
que percibe, recuerda, imagina, siente y piensa.
4. La percepción es selectiva ya que no se hace cargo de todos
los datos que proporcionan los sentidos. Esto se deduce de su ca­
rácter global: no todos los datos sensibles son percibidos sino sólo
aquéllos que sdn esenciales para indentificar un objeto como tal.
Estos datos esenciales, y no cualquier rasgo o detalle, constituyen
“los datos prim arios de la percepción” (R. Arnheim, Arte y per­
cepción visual). Pero la esencialidad de estos componentes depende,
asimismo, de la relación del hombre con el mundo, con las cosas, en
la que la percepción se inserta como un elemento necesario de esa
relación. Ello explica que, en un mismo objeto, varíen los compo­
nentes esenciales que se perciben, de acuerdo con la necesidad, o
/inalídad a la que sirve la percepción. Veamos, por ejemplo, la per­
cepción de un árbol en tres relaciones humanas distintas. En la re­
lación teórico-cognoscitiva, nos acercamos a él con la intención de
conocerlo y, por tanto, la observación se concentra en aquellos
rasgos que perm iten clasificarlo o verificar una explicación, dese-

CamScanner
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130 INVITACION A l A ESTÉTICA

chande los detalles que no contribuyen a ella. En la relación prác­


tica, el leñador de un ejemplo anterior, ve el árbol como un objeto
de su acción. Los rasgos esenciales que percibe son aquellos que
convienen para lograr el resultado de la acción proyectada. El le­
ñador, ciertamente, no deja de contemplar el árbol, pero sólo fija
su mirada el tiempo necesario en los puntos de la corteza en que ha de
descargar los hachazos correspondientes. Fuera de esos puntos que
tienen relación directa con su trabajo, los detalles del árbol le son
indiferentes. Finalmente, en la relación práctico-utilitaria de la vida
cotidiana, la percepción se detiene sobre todo en los rasgos que
permiten reconocerlo y utilizarlo.
La percepción es, pues, un proceso selectivo en virtud del cual
unos datos sensibles —los esenciales— ocupan el primer plano en
tanto que los restantes permanecen en segundo plano, o sencilla­
mente se prescinde de ellos. En consecuencia, como proceso glo­
bal, la percepción es más rica o contiene más que lo que ofrecen los
sentidos; pero, por otro lado, al seleccionar los datos sensibles, es
más pobre sensorialmente puesto que no carga con toda la riqueza
concreto-sensible del objeto. Ahora bien, sin esta función selecti­
va, no habría propiamente percepción sensible, sino un caos o con­
glomerado informe de sensaciones.
5. Los hábitos, estructuras o esquemas perceptivos con los que,
en una sociedad dada, se organizan los datos sensibles, tienden a
convertirse en normas o reglas rutinarias que empobrecen la capa­
cidad de enriquecer con nuevos significados los datos sensibles. La
percepción en la vida cotidiana tiende a repetirse en esquemas in­
variables y, por tanto, a automatizarse. Los objetos percibidos y el
acto mismo de percibirlos pierden su frescor y espontaneidad, su
novedad y riqueza, y acaban por reducirse a los rasgos indispensa­
bles que permiten reconocerlos y usarlos, con la mínima interven­
ción de la conciencia. La percepción se vuelve automática. Esta
tendencia de la percepción ordinaria, fue agudamente señalada
por los formalistas rusos, y especialmente por Sklovsky: “ Si exami­
namos las leyes generales de la percepción, vemos que una vez que
las acciones llegan a ser habituales se transforman en automáticas”
{El arte como procedimiento). Así pues, en virtud de esta tenden­
cia a la automatización, el objeto en la percepción ordinaria queda
reducido a sus rasgos sensibles mínimos y a sus componentes signi­
ficativos más pobres.
6. La percepción, con los cinco rasgos que acabamos de expo­
ner. se presenta como un elemento indispensable del comporta­

fsran n p rl hv P .p m S c a n n o r
LA SITUACIÓN ESTÉTICA. 2) EL SUJETO 131

miento del hombre en su relación con el mundo, cualquiera que


sea el carácter y lás modalidades de ella. Es indispensable en la re­
lación teórico-cognoscitiva al investigar un fenómeno dado; el
científico tiene que percibirlo u observarlo para comprenderlo o
elevarse a un nivel más profundo y abstracto de la comprensión. Y
cuando sus sentidos son insuficientes, recurre a la mediación de
instrumentos o aparatos (microscopios, telescopios, pantallas elec­
trónicas, etcétera), que permiten prolongar o ampliar la observación
más allá de los límites con que tropieza la percepción ordinaria.
También es indispensable percibir en la relación práctico-producti­
va, como hemos visto en el ejemplo del leñador que, a golpes de
hacha, transforma el tronco del árbol en leña. Y, finalmente, es vi­
tal en el quehacer cotidiano, no obstante su tendencia a automati­
zarse, para moverse entre los objetos que nos rodean, reconocerlos
y hacer uso apropiado de ellos.

La p e r c e p c ió n e s t é t i c a

Teniendo presente los seis rasgos esenciales que acabamos dé seña­


lar, podemos precisar los que la percepción estética comparte con la
percepción ordinaria y los que, dada su especificidad, la djstingue de
ésta. Veamos.
1. La percepción estética, en primer lugar, comporta el carácter
concreto, sensible, singular e inmediato de toda percepción. Es re­
lación con un objeto que se hace presente al sujeto en forma direc­
ta e inmediata a través de sus sentidos: la vista y el oído que son los
sentidos propiamente estéticos, o ambos a la vez. Es dudoso que
tratándose de otros sentidos —como el gusto, el tacto o el o lf a to -
pueda hablarse también de sentidos estéticos.
Si un sujeto individual no percibe sensorialmente un objeto, no
puede darse una relación estética. Trátese de una flor, un colibrí,
una obra de arte, un artefacto técnico, o un objeto industrial
o usual, la relación estética con cualquiera de ellos sólo se da si se al­
zan ante nosotros con su presencia sensible, presencia que sólo se
hace efectiva.en la percepción. Tan preeminente e indispensable es lo
sensible en la relación estética que la ciencia (la Estética), que estudia
esta relación, así como su objeto, al nacer —con Baumgarten— recurre
al término griego (aisthesis), que originariamente significa sensación. Y
de ahí las reservas que suscita en nosotros aplicar el término “ esté-
tico” a nuestro comportamiento con respecto a la idea o el concepto
Que no tiene una encarnación sensible. . ■,.
132 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

2. En la percepción estética, com o en la ordinaria, nos hallamos


ante una actividad com pleja, unitaria, que no se queda en la capta­
ción de la apariencia sensible del objeto. Al igual que la percepción
ordinaria, pone en juego ideas, recuerdos, sentimientos, imágenes,
determinados todos ellos por experiencias vividas, personales; pero
también se hacen presentes concepciones, valores que derivan del
bagaje cultural de que se dispone y del ideológico-estético en par­
ticular. La contemplación del tem plo m aya-tolteca de los Guerre­
ros, en Chichén Itzá, con la escultura de un Chac Mol a su entrada, no
se reduce al momento sensible, sino que se carga de los elementos
significativos propios del arte religioso y profano a la vez, de un
pueblo que trata de congraciarse con sus dioses y exaltar a sus je­
fes. Ahora bien, todo lo que captam os en el tem plo, se capta en él
como un todo; por lo cual su significado se presenta en esta totali­
dad como inmanente a lo sensible. Por ello, hemos dicho antes que la
escultura azteca Coatlicue es mito, pero mito hecho piedra. El sig­
nificado mítico aquí no está fuera de lo sensible, como sucede en la
percepción ordinaria, sino que está inscrita en lo sensible mismo.
No está en forma abstracta, como idea, sino como mito trasmuta­
do en piedra; sólo existe en su “ petricidad” .
3. Por lo que toca al rasgo de la percepción ordinaria que subra­
ya la unidad de lo individual y lo social en la actividad perceptiva,
esta unidad se mantiene aunque en ella se refuerza el papel de la
experiencia propia, personal. Ello no excluye —como pretende una
concepción individualista de la percepción— la importancia del
elemento social en ella. Y este elemento se hace presente no sólo
porque se percibe desde un contexto social que, hasta cierto punto,
contribuye a limitar o enriquecer las posibilidades de percibir, sino
también porque se percibe, como en la percepción ordinaria, con
ciertos esquemas perceptivos que se imponen al individuo, aunque
estos esquemas sean de distinta naturaleza de los que dominan en
la percepción ordinaria. Desde Paolo Uccello en el Renacimiento,
por ejemplo, la pintura se ha sujetado a una convención, la pers­
pectiva, que en otras épocas y otros países fue ignorada. Esta con­
cepción del espacio se convirtió en un elemento esencial del esquema
perceptivo durante siglos hasta que, con Cézanne, en el siglo XIX, es
abandonado. En todo ese tiempo, no se podía percibir estéticamente
lo que no se ajustaba a ese esquema. La perspectiva supone un centro
privilegiado en la visión del conjunto que corresponde al lugar privile­
giado que el hombre tiene en la concepción renacentista (humanista)
del mundo. Por ello, al abandonarse esa visión —como sucede ya

Scanned bv C am Scanner
I
l.A SITUACIÓN T StT riC A , 2) l-I. SU.II-TO 133

xC\ bnrroco y especialmente en el arte contemporánea—, el especia-


\ordcun cuadro cubista que está t orinado en el esquema perceptivo,
^nuceniista, no puede percibir estáticamente lo que en 61 se encuentra
descentrado. H abituado su ojo a ver el cuadro como una represen-
i.u'ián de lo real, garantizada por la perspectiva, el espectador se
pregunta desconcertado, al no abandonar ese esquema perceptivo,
¿qué representa el cuadro?; pregunta que pone de manifiesto la li­
mitación estética que se im pone al aferrarse a ese esquema. Ahora
bien, lo que determina la ruptura que a comienzo del siglo llevan a cabo
t'é/anne, Draque y Picasso, o sea el descentramiento o desplaza­
miento del esquema perceptivo que tiene por eje la perspectiva, y
que exige por tanto una nueva percepción estética, rebasa la esfera
puramente individual, ya que como en el caso del esquema de la
perspectiva renacentista, el nuevo tiene raíces sociales, culturales e
ideológicas. Una nueva concepción del espacio forma parte siem­
pre de una nueva concepción del hombre y del mundo, en unas
condiciones históricas y sociales dadas.
4, 5 y 6. La función selectiva propia de toda percepción que, en
la ordinaria, se ejerce de acuerdo con la finalidad o función a la que
sirve, y que es por tanto instrumental, pierde este carácter en la per­
cepción estética. Ciertam ente, como ya señalamos, tanto en el caso
del científico que entra en una relación teórico-eognoscitiva con
los objetos que estudia, como en el del trabajador —el leñador de
nuestro ejemplo— que mediante su trabajo transforma determinado
material y, finalmente, en nuestro comportamiento cotidiano con
las cosas usuales que nos rodean, la percepción es ante todo un me­
dio al servicio de un fin. Se observa un fenómeno para conocerlo;
se fija la mirada en una parte del árbol para actuar sobre él, y se
mira un objeto de nuestra vida cotidiana para reconocerlo y usar­
lo. La imagen sensible del objeto se recorta, pues, de acuerdo c o n 1
una exigencia instrum ental y en esa imagen se destaca ló que satis­
face esa exigencia. Esto explica, asimismo, que la percepción no se
presente siempre con Ja misma intensidad y que incluso pueda des­
vanecerse a lo largo de la relación del sujeto con el objeto. Cuando
se trata de conocerlo, es abandonada una vez que ha cumplido su
función de medio; se pasa entonces a ciertas operaciones teóricas
que tienen lugar sin necesidad de la presencia sensible de los objetos o
fenómenos correspondientes. En la relación práctico-productiva,
siguiendo con eí ejem plo del leñador, la percepción de la parte del
objeto en el que ha de concentrarse la acción, y en la que ha de uti­
lizarse el instrumento necesario, pierde su intensidad y preeminencia

i i
by ¿amScanner
134 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

—aunque no desaparece— para ceder su sitio a la acción misma. Y, en


el com portamiento cotidiano con las cosas que nos rodean y utili­
zamos, la reducción de los datos sensibles es tan grande —dada la
automatización de la percepción— que casi desaparecen. O, como
dice Sklovsky: “ La gente que vive en la costa llega a acostumbrar­
se tanto al murmullo de las olas que ni siquiera las oye.”
En todos estos casos la percepción se halla determinada por el
fin correspondiente y, por ello, aunque es necesaria como medio, no
ocupa, a lo largo de la relación correspondiente, un lugar esencial o
central. Ciertamente, también puede percibirse así, es decir, con una
función instrumental, un objeto estético; pero en este caso la relación
sujeto-objeto no llegará a constituir una situación estética, ya que
el sujeto no percibe estéticamente y el objeto estético no es percibi­
do como tal. Así sucede, por ejem plo, cuando un estudioso de la
historia de España se detiene, en el Museo del P rado, ante el cua­
dro de Velázquez La rendición de Bredci (conocido popularmente
como El cuadro de ¡as lanzas) y fija su mirada en la figura de los
generales que se entrevistan (Spinola, el vencedor, y Justino de Na­
ssau, el vencido), y se concentra en la pintura para determinar si
el acontecimiento representado por el pintor corresponde a la verdad
histórica. Percibir, aquí, es reconocer: el rostro de los dos generales,
su atuendo, el séquito que los acom paña, el cam po de batalla al
fondo. No se percibe la escala de los colores, el contraste entre los
tonos cálidos y fríos, la ordenación de las líneas horizontales
y verticales, la violación de la perspectiva en el paisaje del fondo, y
todo ello para encarnar sensiblemente el significado, la idea de que
la verdadera victoria no es militar sino humana; que no consiste en hu­
millar al vencido, sino en reconocerle —u h o n rar— su humanidad,
porque al hacerlo el vencedor se reconoce hum anam ente y se honra
a sí mismo. Percibir estéticamente el cuadro es, por tanto, no hacer
del acto perceptivo un medio o instrum ento, sino un fin. Es estar
todo el tiempo que dura ese acto prendido de lo sensible; o más
exactamente de un entram ado de líneas, colores y contrastes en el
que se lee un significado. P or ello, la actividad del sujeto en la si­
tuación estética es esencialmente perceptiva.

Interés y desinterés
en la situación estética
La idea de que la percepción estética no se subordina a un fin exte­
rior implica que no se guía por un interés particular. Kant en su

.^ráTnnprl h\/ P .a m .^ ra n n p r
' ! LA SITUACIÓN ESTÉTICA. 2) EL SUJETO 135

Critica d e l j u i c i o ,
teniendo presente el interés sensible, utilitario,
asi como el interés moral, de.naturaleza espiritual, ha sostenido
que el sentimiento estético es totalmente desinteresado. Aunque por
desinterés entiende Kant*. en un caso, liberación dé todo deseo y, en
otro, la no sujeción‘a. un fin exterior, incluso el moral, por elevado
que sea; la tesis kantiana-tiene que ser reconsiderada para que pueda
admitirse qué el interés, o cierto interés, tiene un lugar propio en
la situación estética. Abordemos esta cuestión a partir de varios
ejemplos. ■ ;i( ^ ... • r
Al contemplar un paisaje natural, se excluye ciertamente toda,
consideración de los beneficios contantes y sonantes que ese frag­
mento de naturaleza pudiera producir como objeto de una inversión
turística. Es decir, se ,descarta todo interés económico, material.
De manera análoga, no se contempla estéticamente, como hemos
visto, el cuadro de Velázquez L a r e n d ic ió n d e B re d a movido por
un interés cognoscitivo para aprender o comprobar una verdad
histórica. Tampoco cabe esa contemplación si el profesor de filosofía
se acerca al cuadro de Rafael L a E s c u e la d e A te n a s , para mostrar
a sus alumnos, con las dos figuras que ocupan el primer plano, la
oposición entre dos doctrinas filosóficas de la Antigüedad griega: el
idealismo de Platón y'el realismo de Aristóteles. Con respecto a
los tres objetos señalados, lá contemplación no puede darse si el
interés (práctico, material, en el primer ejemplo, o teórico, en los
segundos) guía la .percepción. El interés perturba, mediatiza o anula
la percepción estética,, ya que ésta se ha convertido en simple me­
dio de un fin exterior (invertir, conocer o enseñar). La percepción
así moldeada, se reduce a la-función instrumental exigida precisa­
mente por su subordinación a un fin exterior. En este sentido, la,
contemplación estética requiere descartar semejante interés par­
ticular y es, por tanto, desinteresada. * ; V
Pero este carácter desinteresado, ¿significa que se deba admitir
dentro de la situación estética una oposición absoluta, como sos­
tiene Kant, entre contemplación e interés? Para responder a esta
cuestión, hay que precisar de qué interés se trata y, por lo pronto,
no reducirlo al sensible o moral que es el que tiene en mente Kant.
La contemplación estética despierta un interés propio, específico,
no reductible al déseo o interés moral de que habla Kant ni a otros
intereses particulares. Se trata de un interés tanto más intenso y
profundo cuanto más intensa y profunda sea la experiencia estéti­
ca. En esa relación’contemplativa que se da en la situación estética,
y no antes o fuera de ella, él sujeto se siente atraído, llamado o

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by CamScanner
136 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

interesado por el objeto. Semejante atracción, llamado o interés


sólo surge en la relación con el objeto, brota de ella y, en conse- 1
cuencia, no es algo que —como fin— exista previamente o pueda
guiarla desde fuera. Surge, pues, en el acto perceptivo mismo y en
unidad indisoluble con él; pero sólo cuando la percepción, libera­
da de afanes inmediatos o intereses particulares, deja de ser simple
medio para convertirse en un fin en sí.
Ante este interés profundo e intrínseco, que surge y crece en el
proceso perceptivo y que en él se cumple, todo interés particular,
exterior, se toma inconciliable con él. Pero, ciertamente, entre
uno y otro no hay muros insalvables. Se puede pasar de un interés
(que podemos llamar estético) a otro (extraestético), y al revés.
Así, por ejemplo, el interés material —previo a la contemplación
del paisaje— puede convertirse con la contemplación misma en un
interés estético. Y, a su vez, puede darse un movimiento de signo
opuesto cuando, al contemplar la belleza de un paisaje, por ejem­
plo, se despierta en el inversionista que estaba soterrado en el
espectador, un interés material como el de construir un centro turístico.
En suma, no contemplamos estéticamente un objeto movidos
por un interés particular, que sólo vendría a perturbar o anular
nuestra posición en la situación estética, y con ello la situación mis­
ma, ni estamos interesados estéticamente antes o fuera de la situación
en que contemplamos. O dicho en otros términos: no contempla­
mos el objeto estético porque nos interesa sin más, sino que nos in­
teresa porque lo contemplamos estéticamente; no como medio sino
como fin.
La contemplación estética es, valga la expresión contradictoria,
interesada y desinteresada a la vez. Con esto queremos subrayar quesi
hay oposición entre interés y contemplación, no se trata como hemos
considerado —al calificar estéticamente ambos términos— de una
oposición radical o de incompatibilidad absoluta. Si desinterés se
entiende —como lo entiende Kant— en el sentido de no esperar
nada de la existencia de un objeto y, por tanto, ser indiferente a su
destino, esto será válido respecto de todo interés particular extra­
estético y a p r io r i. Entendiéndolo en este sentido, la contempla­
ción estética, al liberarse de él, es desinteresada. Pero si se tiene
presente que la contemplación estética, suscitada por el objeto,
aviva y eleva el interés por él, es interesada. Se trata asimismo de
un doble movimiento, que lleva y trae de un término a otro. El in­
terés surge y crece avivado por la percepción y ésta, a su vez, se
intensifica y enriquece movida por el interés. Ahora bien, el interés
■M
oí' LA SITUACIÓN ESTÉTICA. 2) EL SUJETO 137

estético surge y crece en cuanto que el objeto percibido despliega


ante el sujeto toda su riqueza sensible, a la que es inherente —por
suforma— un significado: el que el sujeto lee al percibir el objeto,
yno antes o fuera de su actividad perceptiva. Dicho interés nace de
[apercepción misma y se mantiene vinculado a ella. En ese proceso
perceptivo,1el sujeto se ve afectado profunda e íntegramente ya
que, en ese proceso, no sólo se relaciona sensiblemente con el objeto,
sino que, por. el significado que en éste encuentra, pone en juego
todo lo que es .como ser que siente, piensa y padece.
Cuando la contemplación se guía por un interés particular, el
objeto se reduce.en ella a una determinación unilateral, justamente
la exigida por ese interés. Se recorta entonces a su medida toda la
riqueza sensible y significativa del objeto. No se puede entrar pro­
piamente en una.situación estética, si la percepción —de un paisaje
natural, o de un cuadro, como vimos en los ejemplos anteriores—
se guía por un interés particular. El objeto estético que es, como
hemos subrayado, un todo concreto-sensible, formado y significa­
tivo, se presenta entonces mutilado, abstracto (como parte separada
del todo copcreto en que se integra). Una mutilación o abstracción
semejantes se dan también en el sujeto que lo contempla, movido o
guiado por un interés particular. Pero, al comportarse unilateral­
mente —como sujeto inversionista, mercantil, coghoscente o polí­
tico—y nó entrar, por tanto, en una relación íntegra, con todo su
ser, se priva dé la posibilidad de percibir el objeto estético con la
riqueza sensible;y significativa que, gracias a su forma, se da en él
como un todo concreto. Sujeto y objeto se relacionan en este caso
unilateralmente, como entidades abstractas, mutiladas, lo que hace
imposible que se produzca la situación estética.
En suma, el interés particular es incompatible con la contempla­
ción estética, ya que sólo ofrece una imagen unilateral y mutilada
del objeto. No lo es, en cambio, el interés que, lejos de guiar o preexis­
tir a la percepción1* surge de ella y se aviva en ella, ofreciendo así la
imagen del objeto cómo un todo concreto-sensible al que, por su
forma, le es inherente un significado. La contemplación estética
-desinteresada con respecto a cierto interés particular— conlleva
a su vez un interés profundo e intenso por el objeto percibido. En
este sentido reafirmamos la idea de que se trata de un interés desin­
teresado. 7T
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by CarriScánner
138 INVITACIÓN A LA tiSTTTIC'A

¿Fusión o distanciam iento?

El sujeto se halla movido, pues, por un interés profundo en el pro­


ceso perceptivo. ¿Significa esto que llega a fundirse con el objeto
percibido y que, en esa fusión que lo llevaría a diluirse en él, radica
la relación que vive en la situación estética? O, por el contrario: ¿el
sujeto tiene que mantenerse a una distancia psíquica del objeto
para poder contemplarlo estéticamente? O, tal vez: ¿la contempla­
ción estética implica otra alternativa en la que se superarían ambos
extremos? Es lo que tratarem os de ver a continuación.
Desde finales del siglo pasado existe una teoría cuyos máximos
exponentes son los alemanes Theodor Lipps (1851-1916) y Johanncs
Volket (1848-1930), que pretende explicar la contemplación estética
como un proceso de proyección del sujeto en el objeto. En virtud de
ella, nuestro yo traslada a los objetos sus propios sentimientos. Lo
que llamamos “ bello” o “ feo” —dice Volket— no es más que loque
♦* yo vivo en la contemplación estética; no es más que mi propio
I z,
1 «j
♦r* sentimiento de afirmación o negación de la vida, respectivamente,
í5 “ objetivado, sentido o vivido en un objeto” {Fundamentos de la
í r;
7 r;
* 1i Estética). Para Volket, en la percepción estética vinculamos nues­
tros propios sentimientos a objetos externos, los objetivamos en
ellos. Tal es la teoría de la “ proyección sentimental” , “ ¡ntroyec-
ción” , “ empatia” o “ endopatía” , términos con los que suele tra­
iv ducirse en español el sustantivo alemán Einfühhmg.
Vemos pues, que de acuerdo con esta teoría, la experiencia esté­
d: tica tiene por base la proyección de nuestros sentimientos en las
cosas, merced a la cual se vuelven expresivos. La proyección senti­
mental no sería un fenómeno exclusivamente estético, sino que se
daría al contemplar cualquier objeto. Hablamos, por ejemplo, del
mar furioso, del valle triste o del cielo sereno, aun cuando nada
de esto pertenezca efectivamente a esos objetos externos y materiales.
La furia, la tristeza o la serenidad se las prestamos nosotros al mar,
al valle o al cielo, ya que en verdad sólo se dan en nuestra propia
persona. Al introyectar o proyectar en esos objetos nuestros senti­
mientos, hacemos que aquéllos, al ser percibidos, se presenten fu­
riosos, tristes o serenos. Pero, aunque parezcan desprenderse de
ellos, esos sentimientos son nuestros.
Cierto es que no se trata de una proyección arbitraria. Para
poder objetivar nuestros sentimientos en las cosas, es preciso que
éstas ofrezcan cierta analogía con los sentimientos que reconocemos
en ellas. No es casual que atribuyamos fuerza y vitalidad a un ár-
•■i • ■'
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sean las analogías que puedan establecerse entre el objeto percibido
yel estado anímico correspondiente, lo determinante para esta teo­
ría es el proceso.déjfúsióh o identificación de sujeto y objeto en
virtud del Cual este último adquiere, al ser contemplado, un tono
afectivo. LO objetivó se torna así subjetivo; el objeto percibido sé
convierte en simple expresión o atributó del sujeto.
Tal es la;proyección sentimental que se da, en mayor o menor
grado, en t'odá percepción; Ahora bien, en la percepción ordinaria
esa proyección: eje nuestros sentimientos es incompleta o imperfec­
ta, ya que se halla limitada por la influencia perturbadora de las
circunstancias cotidianas: intereses prácticos, preocupaciones per­
sonales, recuerdos de experiencias vividas, conocimiento del objeto,
etcétera. En cambio, en la percepción estética, liberada de todo
elemento perturbador,, el sujeto puede proyectar libre y plenamente
sus sentimientos; Y el objeto percibido será tanto más valioso es­
téticamente scuanto más intensa y perfecta sea la E in fiih lu n g . Se
¡rata, pues, ,de una diferencia de grado; lo cual plantea la dificultad
—que más de una vez se ha objetado a esta teoría— de determinar
cuándo la proyección sentimental rebasa el nivel de la percepción
ordinaria y alcanza la intensidad, plenitud y perfección propias de
la percepción'estética.
Por otro lado, como relación sujeto-objeto, la proyección senti­
mental significa el sacrificio del segundo en aras del primero. Cier­
tamente, el sujeto se proyecta tan plenamente en el objeto percibido
que desaparece la distancia entre uno y otro: el objeto se disuelve
en el sujeto'individual. En suma, la contemplación estética del ob­
jeto se convierte en una autocontemplación. Lo que encuentra el
sujeto en él es lo que ha puesto o proyectado de sí mismo. La con­
secuencia forzósaide esta teoría es, en conclusión, su subjetivismo
radical. ;fev •'■ ■
Ahora bien, como hemos señalado anteriormente, el objeto es­
tético tiene la realidad propia de un objeto sensible que, por su for-
nia, significa. Es, por tanto, una realidad que no se reduce a la
de su ser físico y cuya objetividad no se disuelve en las diferentes
Proyecciones psíquicas del contemplador, aunque necesita de sus per­
cepciones individúales para que esa objetividad se muestre efecti­
vamente. La fusión —no la unidad— de sujeto y objeto, al abolir
toda distanciaentre uno y otro, haría imposible la contemplación,

by CamScanner
'I

140 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA


1
ya que al fundirse, y reducirse lo objetivo a lo subjetivo, no habría
propiamente objeto que contemplar.
Contemplar estéticamente es, pues, contemplar un objeto que
no es mera proyección subjetiva ni existe tampoco en sí y por sí.
Sujeto y objeto sólo existen estéticamente en la relación peculiar,
singular, o situación estética, en la cual uno y otro dejan de ser lo
que eran antes o fuera de ella. Tienen que desvincularse, respecti­
vamente, de una realidad anterior o externa para ganar otra, la
propiamente estética. Ciertamente, el sujeto tiene que poner entre
paréntesis sus preocupaciones personales, sus intereses particulares
o sus afanes inmediatos para poner el pie en esa nueva realidad. El
objeto a su vez tiene que desvincularse del contexto físico, usual,
que le rodea, o rebasar el cuerpo físico, sensible, que lo sostiene
para alcanzar o encarnar esa otra realidad. Así, por ejemplo, esa
actriz que se mueve, gesticula y habla en el escenario es ciertamen­
te una mujer de carne y hueso que tiene un nombre propio: Ofelia
Medina; pero, para los espectadores, en el dram a que se representa
en escena es sólo la amante de Carlos, el hijo natural de Felipe ll,
una mujer que vive una vida que no es la que vive cada día la actriz
que la representa. Una mujer que no es tampoco un personaje ilu­
sorio o irreal, forjado por nosotros, los espectadores, al proyectar
en escena nuestros sentimientos.
Por el contrario, sólo distanciándonos de nuestra propia reali­
dad, de la que vivimos cotidianamente, y distanciando a su vez lo
que contemplamos en escena (el personaje que se mueve, gesticula
y habla) de la mujer de carne y hueso que la representa, podemos
contemplar estéticamente la realidad estética, escénica, de la que el
citado personaje femenino forma parte. De una realidad humana
dada pasamos así a una nueva realidad, estética, no menos huma­
na. Si se borra esa distancia y el sujeto no lleva a cabo ese doble
•movimiento de distanciamiento —con respecto a sí mismo y con
respecto al objeto— no se dará esa nueva realidad, o más exacta­
mente: no se dará en su especificidad, es decir, estéticamente, y
sólo será para nosotros una prolongación de la realidad dada que no
hemos abandonado. El sujeto identificado totalmente con un objeto
que no separa de su propia realidad personal (como en el ejemplo ya
expuesto del celoso que se identifica con el Otelo de la escena), per­
derá la conciencia ficcional de que está ante otra realidad, concien­
cia que es indispensable para poder contemplarla estéticamente.

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; í LA SITUACIÓN ESTETICA. 2) EL'SUJETO 141
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• :Vm- ' 7 > • ' .
Dialéctica de la identificación
el distandamiento
Vi**.
La contemplación estética requiere, pues, cierta distancia psíquica
entre sujeto y objeto, no sólo para que éste no se perciba disuelto en
aquél sino también para que el objeto, al ser percibido, no se re­
duzca a la realidad vivida, cotidiana, del sujeto. Ortega y Gasset
vio en ese desprendimiento de la “ realidad vivida” , que él identificó
sin más con la “ realidad humana” , la prueba de la “ deshumaniza­
ción del arte” , propia de “ las grandes épocas del arte” y, en par­
ticular, del “ arte nuevo” . Por ello afirma en el mismo texto {L a
d e sh u m a n iza c ió n d e l a r t e ) que “ la percepción de la realidad vivida
y la percepción de la forma artística son, en principio, incompati­
bles. . . ” Y agrega: “ Todas1las grandes épocas del arte han evitado
que la obra tenga en lo humano su centro de gravedad.” O sea: del’
hecho de que el arte no es expresión directa e inmediata de una rea­
lidad vivida por el artista, deduce sin poner límites a su generalización
que el arte no expresa,, objetiva o hace presente cierto mundo humano. t
Ahora bien, en el distanciamiento del arte de una realidad humana vi­
vida, Jejos de mostrarse su “ deshumanización” se muestra justamente
lo contrarío. En primer lugar, porque siendo la obra artística un
producto humano, no puede dejar de tener siempre una significa­
ción humana. Pero, a su vez, al distanciarse de la realidad humana
“vivida” por el artista antes o fuera del proceso creador, el arte '
expresa cierta;realidad humana, o relación del hombre con el mun­
do, coh mayor riqueza, plenitud y profundidad. Y este mundo que
no es un mundo dado sino creado por el artista, y en el que se pasa
de una realidad “ vivida” a una realidad humana más profunda,
es el que constituye el centro de gravedad del objeto que se ofrece
a la contemplación estética. Contemplación que sólo se da, a su
vez, si el sujeto que se sitúa ante el objeto, lejos de fundirse con
él, convirtiéndolo en una proyección suya, se mantiene a cierta dis­
tancia. ” . ■ ■',
, Sujeto y objeto se separan de sí mismos, o más precisamente, de
una parte dé su ser, para poder encontrarse en la situación estética.
El sujeto.se separa'de su realidad vivida; el objeto, de su realidad
corpórea como cosa entre las cosas. Y justamente al comportarse
así, el sujeto puede apropiarse el objeto en su riqueza estética, ^ue
es esencialmente humana, y no en la forma abstracta, mutilada,
que —ésta sí— lo deshumaniza.. Distanciándose así, el objeto al-
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142 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

canza su dimensión estética y el sujeto puede contemplarlo de


acuerdo con su naturaleza.
Este distanciamiento es el que propugna Bertolt Brecht: noia
identificación íntima del sujeto (el espectador o el actor) con el ob­
jeto (el personaje representado); “ no llevar al público a identificar
sus propios sentimientos con los del personaje” { P e q u e ñ o órgano
p a ra e l íe a ir o ). En lugar de su proyección o identificación sentimen­
tal íE in fü h lu n g ), su distanciamiento o extrañamiento ( Verfrem-
d u n z ). El sujeto se desplaza así de una realidad vivida, sentimental, a
la realidad humana de la obra como obra de arte. Esto es también
lo que hablan buscado, decenios antes que Brecht, los formalistas
rusos, al atribuir al arte la misión de elevar nuestra capacidad de
sorpresa o extrañeza ame lo cotidiano, lo banal, lo evidente de suyo.
El hombre se resiste así a dejarse integrar en esa realidad que se vive
cada día y se afirma ante ella con el poder desautomatizador, críti­
co, que ejerce con el arte. También Brecht recomienda observarlo
habitual de tal manera que parezca extraño, insólito. Al distanciarse
de cierta realidad y “ quitarle esa marca de familiaridad que hoy
los mantiene al alcance de Ja mano” , el sujeto recupera su libertad,
su poder reflexivo y crítico, su capacidad de aceptar una nueva rea­
1 lidad. En conclusión, se encuentra en la percepción estética con una
realidad más humana que la que le es familiar.
En suma, ai contemplar el sujeto esa o t r a realidad que es propia­
mente la del objeto en la situación estética, lo humano como “centro
I de gravedad” se desplaza de la “ realidad vivida” a otra, la estética, ;
más plena y profundamente humana. Hay pues una dialéctica de
la unión y la separación, de la identificación y el distanciamiento
de sujeto y objeto que constituye la naturaleza misma de su relación
en la situación estética.

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Tercera parte: V ;'i
Las categorías estéticas : "í
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I. La categoría general
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Concepto* dé; categoría ’ i• . ' Vf" i'1-'1’'j '■
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Como'otros términos filosóficos, “ categoría” procede de la ánti-


gua Grecia; dónde tenía el significado originario de “ acusación” o ‘
Reproche”. (Ferrater Mora, D ic c io n a r io d e f i l o s o f í a ) . Pero, como
la acusación ó.reproche consistía en enunciar algo de alguien, aca­
bópor significar “ enunciación” o “ declaración” . Y en este sentido lo,
utiliza Aristóteles en S ó b r e fa s c a te g o r ía s : como modos de enunciar ~
lo que las cosas son de distinta manera (según su cantidad, cua­
lidad, posición,’lugar,1tiempo, etcétera). De acuerdo con esta tradi­
ción aristotélica; realista, son los conceptos más generales acerca '
de un grupo de’bbjetos o fenómenos, así como de sus vínculos in­
ternos y relaciones'externas. Hegel define las categorías como
abreviaturas?de los inumerables detalles de la realidad. Sin esa
reducción de la ínultiformidad de pormenores y aspectos de la reali-,
dad a sus determinaciones más generales y esenciales, el hombre no '
podría afirmarse en el mundo. Vienen a ser, asimismo, nudos o.pel-
daños de la profundización en lo real, pero dada para Hegel la
identificación delespíritu y la realidad, las categorías son a la vez de­
terminaciones subjetivas y objetivas. Para Marx, las categorías le­
jos de ser absffabciones que preforman lo real, expresan en forma
teórica, abstracta, el movimiento histórico, concreto, real, que
describen.^Son^pues,,abstracciones de lo real que definen la reali-,
dad/o cierto'sector de'ella —físico, biológico, histórico, social—
en sus determinaciones más generales. '

Las catégórías estéticas ' ^


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Las categorías estéticas ■*son. determinaciones generales y esenciales _ . V ,'

d?lmiiyeísaj^al qué llamamos estético. La categoría estética más


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146 INVITAC IÓN A LA ESTÉTICA

midad de_cierta realidad específica, o de cierto comportamiento


del hombre con ella, y que permite captar a su vez lo que hay de
común o afín entre diferentes categorías estéticas particulares-
es justam ente la categoría deJo^siéticoT YT^sih embargo, siendo
como es la más general, ha sido la mepos tratada —al menos explí­
citamente— a lo largo de la historia del pensamiento estético. Y es
que, como ya tuvimos ocasión de ver, las reflexiones estéticas han
girado, a lo largo de más de veinte siglos, en torno a lo bello, lo
cual significaba reducir esta categoría a otras, si es que se reconocía su
existencia. Pero, por muy im portante que sea, lo bello es sólo una
categoría particular entre otras, aunque relacionada con ellas, y
sobre todo con la categoría más general de lo estético.

Breve incursión en la historia de las


categorías estéticas
Las categorías estéticas son históricas. No pueden ser separadas de
la historia de la realidad de la que son su expresión teórica, abs­
tracta, ni tampoco de su propia historia: historia de los ideales esté­
ticos y de las realizaciones artísticas de esos ideales, y todo ello
como parte indisoluble de la historia real de la sociedad. Hegel fue
el primero en elaborar, aunque en la form a propia de su idealismo
absoluto, una historia de las categorías estéticas, pero puestas en
relación necesaria con las formas históricas fundamentales del arte.
Así, la categoría de lo sublime la descubre en la forma simbólica
del arte del Antiguo Oriente, en el que la idea (el contenido) no en­
cuentra la expresión (la forma adecuada); lo bello corresponde al
arte clásico en el que la figura hum ana encuentra el equilibrio de
contenido y forma (o expresión adecuada a la idea) y, finalmente,
la ironía es la categoría propia de la versión rom ántica del arte (el
arte cristiano); la idea desborda aquí la form a sensible, con lo cual
se pone de manifiesto que, al no poder ser expresada en ella, el arte
ya no responde a los más altos intereses del espíritu.
A hora bien, en la historia del pensam iento estético occidental, la
primera categoría estética que se elabora no es la primera que Hegel
encuentra plasm ada en la historia del arte, o sea, lo sublime, sino
la categoría que preside el arte clásico: lo bello. En los primeros fi-
lósofos griegos (Pitágoras, H eráclito, Empédocles), lo bello es un
atributo del m undo (cosmos). Pero, en verdad, el primero que se
plantea la cuestión de qué es lo bello es Sócrates. Así lo atestiguan,
no obstante las diferentes imágenes que de él nos brindan, Jeno-

i
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147
fonte {en M e m o r a b le s ) y Platón (en Hipias mayor). Platón, fiel a
su concepción aristocrática'dcl hombre libre, desprecia lo cómico
como indignó de él y, propio, en cambio, de esclavos y mercenarios
extranjeros* Támpoco aprecia lo trágico, pues su racionalismo le
lleva a ver lás pasiones como perturbaciones del alma que la alejan
déla contemplación»de Ias:ideas. De ahí que rechace la tragedia
que pretende reproducirlas en escena. / •
Es Aristóteles quien extiende el espacio categorial estético al dar
carta de ciudadanía a lo trágico y lo cómico. La comedia es para él
reproducción‘de caracteres sin suscitar dolor. Condena por ello la
sátira que denuncia y flagela y produce ira, no placer. Pero su gran
aportación, en este terreno, se halla en el análisis de lo trágico en .
su P o ética , en lá cual —como en tantas cuestiones— se aparta de
Platón. Mientras que para su maestro la presentación de las pasiones
corrompe a los hombres, ya que contribuye a que impere lo irra­
cional y no la ley en la comunidad, para Aristóteles la purificación
délas pasiones { c a ta r s is ) , al ser representadas en escena, permite al
espectador liberarse de ellas. Así atemperadas, pierden su crudeza
emocional, su peligrosidad y, lejos de producir dolor, provocan
placer. • •.
Ya hundido el mundo antiguo, se abre el espacio de la reflexión
estética a una nueva categoría con el tratado D e lo s u b lim e , de un
autor desconocido del siglo I de nuestra era que, durante mucho
tiempo, se atribuyó a Longino. Lo sublime se vincula con la idea
délo infinito, con las aspiraciones del alma a rebasar su finitud, e im­
pregna el arte,cristiano medieval. Con esta nueva categoría, se
marca ya la distinción respecto del principio clásico de la belleza
que el Renacimiento volverá a entronizar en la teoría y la práctica
artísticas. í; ‘
El imperio’de lo bello en Occidente comenzará a tambalearse con
el arte barroco;y, sobre todo, con el romanticismo. Nuevas catego­
rías entrarán en el pensamiento estético. Así, por ejemplo, Schlegel
se ocupará de la ironía, y Hegel, como hemos visto, recurrirá a ella
para definir la forma romántica del arte.' Incluso lo feo, tan des­
preciado como la antítesis de lo bello, será objeto de la reflexión
estética y, a,mediados del siglo xix, ocupará el lugar central en una
obra de Rosenkránz, cuyo título, E s té tic a d e la f e a l d a d , no deja de
ser significativo. I*ero es, sobre todo, en la época contemporánea
cuando se amplía considerablemente el espacio de las categorías
estéticas. A ello contribuyen decisivamente —una vez más la práctica ;
por delante dé ía teoría— las revoluciones artísticas que transfor-

ScaniWri bV
•^

148 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

man radicalmente la sensibilidad estética que, bajo el reinado déla


belleza, hunde sus raíces en la Grecia clásica y el Renacimiento.
Cambios radicales en el arte obligan a asignar a lo grotesco, lo
horrible, lo siniestro, etcétera, nuevos lugares en el mapa categorial.
De este modo, se iluminan teóricamente no sólo nuevos y sorpren­
dentes caminos del arte occidental, liberado de lo bello clásico, sino
también los caminos recorridos en otros tiempos por artes —como el
gótico o el barroco— que nunca se sometieron al imperio de lo
bello clásico, o por el arte de otras sociedades —como el prehispá­
nico o el negro africano— que sólo podía ser reivindicado al ceder
su predominio teórico y práctico la categoría de lo bello en Occi­
dente.

Lo estético en claves
socrática y kantiana
Siendo la categoría estética más general, lo estético fija lo que hay
de común en las diferentes categorías particulares: lo bello, lo feo,
lo sublime, lo trágico, lo cómico, lo grotesco, etcétera. Resulta así
que lo bello es estético, pero no todo lo estético es bello. En cuanto
a la cuestión de qué es lo estético —cuestión que durante largo tiem­
po no se distingue en la historia de la Estética de la de lo bello—,
encontramos dos respuestas fundamentales, que no obstante su opo­
sición mutua, comparten un rasgo común: poner lo estético, o lo
bello en sentido amplio, en relación con lo útil. Se trata de las res­
puestas de Sócrates en la Antigüedad griega, y de Kant en los tiempos
modernos, que sólo en nuestra época han sido elevadas a una sín­
tesis superior.
De acuerdo con el legado de las ideas socráticas que nos transmi­
ten Jenofonte (.Memorables) y Platón (Hipias mayor), Sócrates
confunde lo bello con lo útil. El cesto de la basura es, en con­
secuencia, bello, y no lo es, en cambio, un ornamento inútil. En el
diálogo platónico, Sócrates hace ver que un escudo, por muy ador­
nado que esté, si no protege de los ataques de un enemigo no puede
considerarse bello; en tanto que el poco adornado, si cumple esa'
función protectora, será bello. Al vincular así lo bello con lo útil,
Sócrates no hace sino tender teóricamente el puente que ya había
tendido prácticamente el trabajo humano desde los tiempos pre­
históricos. Sienta así las bases de una estética funcional, utilitaria,
que difícilmente podía ser aceptada en su tiempo. El propio Sócrates
así lo reconoce, según Jenofonte, al hacer decir a un armero: “A

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’í í LA CATEGORÍA GENERAL DE LO ESTÉTICO 149

pesar de ello [o sea: de su inutilidad] algunos prefieren comprar


corazas coloreadas y doradas.” Pero, Sócrates no sólo afirma que
el escudo es bello y útil, sino que sostiene que es bello en la medida en
que es utiL'Es decir, es bello porque se adapta a, o cumple, su fun­
ción (tesis fundamental de la estética funcionalista contemporánea).
Lo bello, pues, se confunde con lo útil, entendido en un sentido
práctico-material, o funcional.
Una concepción diametralmente opuesta es la de Kant, para
quien lo bello ydo útil son incompatibles (recuérdese a este respecto
lo que ya señalámos acerca de su concepción del carácter desintere­
sado de Ja contemplación estética). Bello es para él “ lo que gusta
por su forma” , cuando ésta “ es percibida sin la representación
de un fin” ,( C r ít ic a d e l j u i c i o ). La verdadera belleza, o “ belleza
libre”, no se apoya en ningún concepto del objeto: “ nadie que no
sea botánico sabe qué clase de cosa es una flor, y al juzgar su belle­
za no la tiene en cuenta’’ (i b i d .). Pronunciarse sobre la utilidad de un
objeto requiere conocer el fin. La utilidad carece de valor estético y,
por tanto, el objeto bello es por principio inútil. Cuando se admite
su utilidad y, en consecuencia, un conocimiento del fin que se apoya
en el concepito del objeto —como en el caso de una obra arquitec­
tónica o de un monumento histórico—, estamos, según Kant, ante
la belleza a d h e r e n te , que comparada con la “ belleza libre” de un
arabesco o una flor es inferior o dependiente.
Ahora bien, aun entendiendo lo útil en el sentido estrecho de lo
que satisface una necesidad vital elemental (lo que tiene un-“ valor
de uso” ), y no en el sentido amplio y profundo de lo que —como
el arte— satisface una necesidad humana espiritual, de creación,,
expresión o comunicación, las relaciones entre lo estético y 16 útil
no se dejan reducir a* las posiciones antagónicas de Sócrates y
Kant. Cierto es que un objeto estético —como una estatua de Ro-
din— es inútil en un sentido práctico-utilitario. Pero, como de­
muestra la experiencia histórica, cabe hablar no sólo de utilidad
estética en el sentido antes mencionado (la del objeto que satisface
una necesidad de creación, expresión y comunicación), sino tam­
bién de una utilidad extraestética (mágica, religiosa, política) e in­
cluso, en -el .casó de la artesanía, las artes aplicadas o la industria, de
una utilidad práctica directa de los objetos usuales, que incluye
cierto coeficiente estético. De la misma manera que el escudo ador­
nado del que habla Sócrates, lejos de excluir, supone necesariamente
la función práctica de proteger de los ataques del enemigo, la belleza
de un vaso . dé cristal es inconcebible sin su utilidad. Pero, de esto
*» »

. ¡ ' !i' *
••

. hi/ CairiScánnér
150 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

no se deduce que lo útil sea siempre —en todo escudo o en todo


vaso— de por sí bello, pues la utilidad en un caso y otro no exige en
cuanto tal la belleza. De modo análogo, un mecanismo no necesita
ser bello para funcionar eficientemente. Así pues, aunque lo esté­
tico y lo útil no se hallan separados por la barrera infranqueable
que levanta entre ellos la Estética kantiana, tampoco puede sos­
tenerse con Sócrates que el cesto de la basura o el escudo sean de por
sí bellos.

Lo estético y lo útil

En suma, la caracterización de lo estético (entendido como lo bello


en sentido amplio) por su relación con lo útil, nos lleva a la conclu­
sión de que no existe incompatibilidad ni tampoco identidad entre
uno y otro, y no sólo cuando lo útil se concibe en un sentido prácti­
co, funcional o técnico. Tampoco existe —como demuestra toda la
historia del arte— cuando éste, en busca de una utilidad ideológica, se
pone al servicio de una finalidad extraestética —religiosa, moral, po­
lítica, etcétera— a condición de que la sirva e s té tic a m e n te . O sea, a
condición de que esa finalidad no sea puramente externa y de que,
por el contrario, materializada o formada en la obra, sea parte in­
trínseca, indisoluble de ella. Por último, reiteramos que lo estético
es útil en cuanto que, en la relación sujeto-objeto correspondiente,
satisface necesidades profundamente humanas (de creación, expre­
sión, comunicación o desautomatización de la vida rutinaria). En
este sentido, el arte no sólo no es inútil, sino útil para elevar y enri­
quecer al ser humano.
Lo estético a que nos venimos refiriendo es —como hemos ex­
puesto anteriormente— la cualidad de un objeto humano, o huma­
nizado, peculiar, no importa si es natural o artificial, al que por su
forma sensible le es inmanente cierto significado. Se trata, pues, de un
objeto concreto-sensible, singular, que se vuelve significativo en la
percepción (estética) adecuada. Al caracterizar así a la estética
rehusamos definiciones tautológicas y, por tanto, vacías, como
ésta de Mikel Dufrenne: “ Es estético todo objeto estetizadoporuña
experiencia estética cualquiera* ’ { F e n o m e n o lo g í a d e la experiencia es­
t é t i c a ) . Aunque lo estético y sus derivados entran tres veces en esta
definición, o quizás por ello, nos quedamos sin saber qué es pro­
piamente. No se trata tampoco de caer en el extremo opuesto dando
un contenido tan preciso o detallado* a su definición que ésta
quede fácilmente invalidada por la historia real de la experiencia

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LA CATEGORÍA GENERAL DE LO ESTÉTICO 151
estética y del arte. Ahora bien, los elementos que hemos señalado
para caracterizar en su unidad indisoluble al objeto estético —ma­
teria sensible, forma y significado—, son sólo condiciones necesa­
rias pero insuficientes, por abstractas, de lo estético. En verdad, lo
estético sólo se da en determinadas relaciones sociales que hacen
posible las manifestaciones concretas de su presencia, o sea: como
lo estético-concreto, singular, en la situación estética correspon­
diente.
, *

La disputa sobre las fu en tes


de lo estético

Si lo estético es una propiedad o modo de ser peculiar que el sujeto


percibe en cierto objeto, ¿de dónde proviene esa propiedad y cuál
es su fuente o fundamento? Reduciremos las respuestas, salvando
sus diferentes matices, a tres fundamentales, entre las cuales figura
la que nosotros suscribimos. Son las del objetivismo y el subjetivis­
mo, diametralmente opuestas, así como la que intenta superar las
limitaciones de uno y otro. Como precisa W. Tatarkiewicz, en su
H istoria d e s e i s i d e a s : “ . . .En la estética antigua y medieval pre­
dominó la teoría objetivista y, en tiempos modernos, la teoría sub-
jetivista.” Lo cual no significa, como aclara el mismo autor, que
en la misma época no existieran también teorías opuestas a las do­
minantes: subjetivistas en la Antigüedad y Edad Media, y objetivistas
durante el periodo moderno. Con esta puntualización, pasamos a
exponer los principios básicos de una y otra teoría en la disputa sobre
la fuente de la cualidad “ estética7* o “ bella” en sentido amplio.

El objetivismo estético

Todo objetivismo concibe al objeto como lo que existe en sí y por


sí, al margen de cualquier relación con el sujeto, cualquiera que
sea esa relación y el modo como se conciba el sujeto. Objeto es en­
tonces lo exterior, independiente o contrapuesto al sujeto. Según
el tipo de realidad —ideal o material, espiritual o natural— atri­
buida al objeto, puede hablarse en el terreno de lo estético tanto de
objetivismo idealista como de objetivismo naturalista, materialista.
El o b j e t i v i s m o i d e a l i s t a podemos ejemplificarlo con Platón en la
Antigüedad griega. De acuerdo con su dualismo metafísico (reino
de las ideas-mundo sensible), las cosas bellas empíricas sólo son

i
n n p H bV
CamScanner
15 2 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

manifestaciones o sombras de la belleza ideal que —como toda idea-


es único, absoluto, perfecto, eterno e inm utable. Por muy bellas que
sean las cosas sensibles —diversas, relativas, imperfectas, cambian­
tes y perecederas— nunca podrán igualarse con la belleza ideal que
comparte los atributos mencionados de toda idea. Su belleza es,
pues, inferior con respecto a la belleza suprem a que existe en sí y
por sí, independientemente de que los hom bres la perciban o no.
Ahora bien, si la belleza ideal no necesita de las cosas bellas para
existir, éstas sí necesitan de ella ya que sólo son tales en cuanto que
participan de la belleza.
Por tanto, la belleza es objetiva en un sentido absoluto, ya que
no depende de las cosas empíricas ni de los hombres. Existe en sí y
por sí, al margen de toda relación humana con ella, o con las cosas
en que se encarna. Esta concepción objetivista impregna la estética
cristiana medieval que ve en la belleza un atributo del ser supre­
mo, pues en definitiva toda belleza terrena deriva de Dios. En el
Renacimiento domina también la teoría objetivista, ya que la belleza
se encuentra en la naturaleza de las cosas en tanto que se da en
ellas un acuerdo o armonía de las partes. No im porta cuál sea el
fundamento último de ella, se trata siempre de una belleza obje­
tiva. Y así se presenta en el Renacimiento cuando Marsilio Ficinola
descubre como esplendor del “ rostro de Dios” , o cuando Hegel
la concibe, ya en el siglo xix, como “ manifestación sensible de la
idea” . En todos estos casos, la belleza es una cualidad objetiva, in­
dependiente del hombre, aunque en definitiva dependiente de un
principio supremo, ideal o espiritual. Tal es el objetivismo estético
idealista.
El objetivismo naturalista o materialista considera que lo estético
se da en la naturaleza o en las cosas empíricas, independientemente de
toda relación del hombre con ellas. Su objetividad es, pues, natu­
ral, material, o extrahumana. A este objetivismo puede aplicársele
la caracterización que del materialismo metafísico hace Marx en
sus Tesis sobre Feuerbach, cuando dice: “ La falla fundamental de
todo el materialismo precedente (incluyendo el de Feuerbach) resi­
de en que sólo capta el objeto, la realidad, lo sensible, bajo la forma
de objeto o de contemplación, no como actividad humana sensible,
como práctica; no de un modo subjetivo.” El objeto es concebido, por
tanto, como algo en sí y por sí, exterior o contrapuesto al sujeto,
sin relación alguna con el hombre. Y así lo concibe el objetivismo
estético de signo naturalista o materialista.
Los antecedentes de esta concepción estética se encuentran ya en
L A CATLiCíORÍA GHNk'RAL l)Ii LO HSTÚTICO 153

la Antigüedad griega desde los pitagóricos, para los cuales la belleza


es una propiedad del universo y de las cosas. O de acuerdo con su
formulación: “ el orden y la proporción son bellos y útiles” . Y si­
guiendo esta tradición pitagórica, Aristóteles dirá también: “ Una
cosa bella. . . ha de ser no sólo una disposición ordenada de par­
tes, sino también un tam año que no es casual” {Poética). Aquí se
habla, pues, de la belleza de las cosas como una propiedad que se da
en ellas, independientemente del hombre que la descubre o per­
cibe, pero no la produce o crea. Mas tarde, el estoico Marco Aure­
lio subraya esta objetividad al afirmar: “ Todo lo que es bello de
cualquier modo que sea, es bello en sí mismo, y ninguna alabanza
o reprobación puede modificarlo. . . La belleza. . . no necesita
admiradores; nada requiere fuera de sí misma. .
Los materialistas metafísicos, a los que apunta Marx en su Tesis (I)
sobreFeuerbach, coinciden en afirm ar que ciertas cualidades obje­
tivas de por sí son suficientes para despertar la experiencia estética. Un
representante típico de esta posición, en el siglo xvm , es Diderot.
Lo que se percibe como bello existe, según él, con independencia
de que se perciba o no. Y ejemplificando con la fachada del Museo del
Louvre, agrega: “ P or el hecho de que los hombres la miren o no,
esta fachada no es menos bella.” Para Diderot, una cosa es bella
por ciertas relaciones reales que nuestra mente descubre en ella con
ayuda de nuestros sentidos. Y como esas relaciones existen objeti­
vamente, la belleza inherente a ellas es objetiva. En consecuencia, la
fuente de lo estético hay que buscarla en ciertas relaciones objeti­
vas. El sujeto se limita a percibirlas y por tanto, sólo le toca descu­
brir lo que existe al margen de su relación con él.
La identificación de las propiedades estéticas con ciertas cuali­
dades objetivas, es propia de todo materialismo metafísico o vul­
gar, que a su vez puede ser considerado naturalismo en cuanto que
concibe esas cualidades como puramente naturales. Ahora bien,
no sólo los materialistas metafísicos, criticados en la Tesis de Marx
antes citada, caen en este naturalismo estético, sino también los “ ma­
terialistas dialécticos” que admiten sólo la objetividad natural de
lo estético. Entre las propiedades naturales del objeto estético esta-
! rían la simetría, la proporción, la armonía, el ritmo, etcétera. Tal
es el punto de vista que sostiene N. A. Dmitrieva al afirmar que la
fuente de lo estético se halla en la naturaleza misma, en cuanto que
en ella se dan esas propiedades naturales, independientemente del
, hombre y la sociedad. O —como afirma A. Yegórov al considerar
que lo bello existe en las cosas materiales— en la naturaleza, con in­

L , kv CamScanner
154 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

dependencia de la relación, espiritual o práctica, que el hombre


tenga con ellas. El objetivismo naturalista de am bos autores rusos
no queda desmentido por el hecho de que reconozcan el papel de
las relaciones sociales, de la práctica social, en la relación estética
del sujeto con esa realidad objetiva, ya que lo estético, en definitiva,
sólo existe para ellos en sí y por sí, al margen de la relación del sujeto
con ella.
El objetivismo estético que busca la fuente de lo estético en ciertas
cualidades de las cosas o de la naturaleza, se ha extendido también,
a lo largo de la historia, al arte. Desde la Antigüedad griega hasta
nuestra época, pasando por el Renacimiento, se ha tratado de
descubrir la clave de la esteticidad en ciertas estructuras formales,
asociadas a determinadas fórmulas matemáticas. Así, en la Grecia
clásica un escultor, Policleto, siguiendo a los pitagóricos en su
empeño de estudiar matemáticamente las relaciones armónicas en
que se fundaba la belleza del cosmos, hacía consistir la belleza del
cuerpo humano en cierta relación matemática o en la simetría de las
partes. Alberd, Leonardo y Durero, en el Renacimiento, prosiguen
el estudio de las medidas y proporciones del cuerpo en su búsqueda
de la fuente de su belleza.
Durante varios siglos, el objetivismo estético ha encontrado un
fuerte puntal en la teoría —revitalizada en el siglo XIX por Viollet-
le-Duc y Hambidge entre otros teóricos— que se conoce con los nom­
bres de “ divina proporción” , “ sección áurea” o “ número de
oro” . Desprendido de sus connotaciones metafísicas, este famoso
“ número de oro” expresa una relación matemática simple entre dos
partes desiguales de una magnitud, en la que la relación entre esta
magnitud {a + b ), y la parte mayor (¿7), es igual a la relación entre
esta parte mayor (a) y la menor (ó). Con base en esta proporción
“ áurea” se ha pretendido explicar lo que hay de estético en la pirámi­
de egipcia de Keops y el Partenón griego. Y en el transcurso del
siglo x x, el cubismo fue colocado por algunos autores bajo el im­
perio de la “ sección de oro” . Entre nosotros, Beatriz de la Fuente
ha aplicado recientemente (en su libro L os hom bres de piedra) el
canon o relación proporcional de la “ sección de o ro ” en la escul­
tura monumental olmeca, particularmente en las cabezas colosales
y en las figuras sedentes.
Con respecto al objetivismo estético que funda lo estético en
ciertas estructuras formales, asociadas a determinadas relaciones
matemáticas, así como al que lo busca en ciertas propiedades natura­
les —simetría, armonía, proporción, ritm o—, cabe observar que la

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LA CATEGORÍA GENERAL DE LO ESTÉTICO 155

presencia de esas proporciones matemáticas o de esas cualidades


naturales no bastan para que los objetos en que se dan adquieran
un valor estético. La arm onía, por ejemplo, no garantiza la esteti-
cidad —como lo demuestra el hecho de que hay objetos que se consi­
deran bellos sin ser armónicos o, al revés, que siendo armónicos no
son bellos—. Y cuando la armonía se vuelve necesaria, se requiere
que este elemento formal sea significativo, lo cual sólo puede ser
en un objeto que existe no en sí, sino como objeto humano o hu­
manizado. En cuanto al principio de la “ sección de oro” , si bien es
cierto que puede aplicarse —como lo hace Beatriz de la Fuente—,
también lo es que se trata entonces de un principio que no se reduce
a una dimensión puramente objetiva, sino que cobra una dimen­
sión ideal, sobrenatural, que, en definitiva, expresa una relación
humana específica: la del olmeca con el mundo. O, como dice la
autora: . .La divina proporción revela. . . un aspecto primor­
dial: la simbolización del mundo y de la eternidad. Las figuras hu­
manas están investidas con un ropaje de apariencia natural, pero
su estructura, basada en patrones de armonía absoluta, las colocan
en una dimensión ideal, sobrenatural.” Finalmente, frente al valor
estético que se atribuye a las fórmulas matemáticas que rigen cier­
tas estructuras formales, puede afirmarse con Etienne Souriau (en
La c o r r e s p o n d e n c i a d e la s a r te s ) que esas fórmulas “ se encuentran
también en gran número de obras mediocres” , es decir, sin valor
estético.
El objetivismo estético, desprendido de los ingredientes mate­
máticos, adopta un matiz especial cuando la esteticidad del objeto
se hace descansar en la organización formal de sus elementos o me­
dios materiales, sensibles. El objetivismo aquí se da la mano con
un formalismo extremo, ya que lo estético valioso se reduce a cierta
organización o relación formal. Dos conocidos exponentes de este
objetivismo son los críticos de arte ingleses contemporáneos, Clive
Bell y Roger Fry, que tratan de encontrar con su formalismo la cla­
ve del arte. Ciertamente, aunque sostienen que su teoría puede
aplicarse también a la naturaleza y a los objetos no artísticos, la
verdad es que su atención se concentra en el arte, casi exclusiva­
mente en la pintura, y dentro de ella en la pintura moderna, todo
lo cual estrecha considerablemente los límites de la aplicación de
su teoría. Pero, en cuanto que todo formalismo es objetivismo,
la posición extrema y “ p u ra” de ambos autores nos permitirá com­
prender lo que es el objetivismo llevado a su extremo en toda su
“pureza” .

S can n ed by C am S can n er
156 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Refiriéndose especialmente a la pintura, Roger Fry encuéntralo


estético, o más exactamente: lo estéticam ente valioso, en cierta or­
ganización formal de sus elementos m ateriales distintivos: líneas,
masas, color, som bra y luz. No cualquier relación formal entre
esos elementos tiene un valor estético, sino aquella que constituye
lo que él llama una “ form a significativa” . A unque define de un
modo muy insatisfactorio —como habrem os de ver— esa forma sig­
nificativa, lo que sí está claro es que, no obstante este calificativo, se
trata de una forma que carece de todo significado. ¿Qué es enton­
ces? “ Forma significativa” es aquella que despierta una experiencia
estética y que la despierta precisamente por carecer de significado. Se
comprende por ello que este formalismo vea en la representación
artística algo que “ puede ser dañino o no, pero siempre irrelevan­
te” estéticamente. Se comprende, asimismo, que Fry sólo encuentre
lo estéticamente valioso en el arte no representativo, y que conside­
re a la literatura, es decir, a un arte cuyos elementos —las pala­
bras— no pueden prescindir de cierto significado, como un arte
que siempre será impuro.
Al desprender la “ forma significativa” de todo significado, sólo
le queda definirla como la forma que produce una experiencia o
emoción estética. Podría parecer que, al ponerla en relación con el
sujeto que la percibe, ha perdido su carácter objetivista. Pero no
hay tal, puesto que el espectador sólo percibe una form a en sí, que
existe por tanto objetivamente. Podría pensarse, por el contrario,
que esta teoría cae en el extremo opuesto, subjetivista, puesto que
el autor afirma también que “ la forma significativa expresa la
emoción de su creador” , pero esto no hace más que añadir confu­
sión a la definición del término. Y ello por dos razones: la primera,
porque así entendida, la “ forma significativa” no puede extenderse
a los objetos estéticos naturales, no creados por el hombre. Y segun­
da, porque no se puede hacer entrar en esa formulación un significado
emocional que no cabe en ella, después de haberla definido como
simple organización de elementos materiales, sensibles. En suma,
el reconocimiento de que el espectador desempeña cierto papel
como sujeto de la experiencia estética que en él despierta el objeto,
no altera el estatuto de éste como objeto en sí, cuya objetividad
estética se halla determinada por la organización formal de sus ele­
mentos materiales, sensibles. Por otro lado, al adm itir la presencia
de un contenido emocional que tiene su fuente en el sujeto, en el
creador, no se hace más que mostrar la impotencia de este objeti­
vismo extremo y “ puro” .

by C am Scanner
LA CATEGORÍA GENERAL DE LO ESTÉTICO
157

El subjetivismo estético

Frente a la pretensión objetivista de separar lo estético del sujeto,


el subjetivismo absolutiza el papel de la subjetividad, dejando a un
lado las cualidades y los factores objetivos que intervienen en la
relación estética. H istóricam ente, el pensamiento estético occidental
gira, hasta el siglo x v m , en to rn o al objeto, aunque no faltan posi­
ciones subjetivistas en los siglos anteriores, e incluso en la Antigüe­
dad griega. P ara los sofistas, por ejemplo, el hombre era la medida de
todas las cosas y, por tanto, también de la belleza. Sin embargo, hay
que esperar cerca de veintidós siglos para que la atención se ponga,
con los empiristas ingleses, en la dimensión subjetiva de lo estético.
Más que a la cualidad, o conjunto de cualidades de un objeto que se
considera bello, se atiende entonces a la facultad humana —el senti­
miento— que hace sentir las cosas como bellas. Se traspone así la
fuente de lo estético del objeto al sujeto. Hutcheson y Hume represen­
tan claramente este viraje con respecto al objetivismo. Y lo repre­
sentan al reducir lo estético a la percepción del sujeto: “ La belleza
—dice H utcheson— denota realmente la percepción de una mente.”
Y David Hume subraya la misma idea al negar que lo bello sea una
cualidad objetiva y la descubre sólo en el sujeto, en su mente: “ La
belleza no es ninguna cualidad de las cosas en sí mismas. Existe en
la mente que las contem pla, y cada mente percibe una belleza dife­
rente” (Cita de Tatarkiew icz, en su Historia de seis ideas).
El subjetivismo con estos dos rasgos constantes en sus múltiples
formas: negación de las cualidades objetivas y absolutización del
papel del sujeto, lo encontram os en diferentes teorías estéticas del si­
glo XX. Ya tuvimos ocasión de conocer la explicación subjetivista que
da de la contem plación la teoría de la Einfühlung. Como vimos, de
acuerdo con ella, el objeto estético carece de realidad propia y es
sólo una proyección de los sentimientos del sujeto que lo contem­
pla. Vimos tam bién que para Tolstoy lo estético sólo existe subjeti­
vamente, pero entendiendo por subjetivo el efecto emocional del
objeto sobre el sujeto.
Dentro del m arco subjetivista se mueven también, en nuestra épo­
ca, otras teorías que prosiguen la tradición empirista inglesa. Así,
para el filósofo norteam ericano Ralph B. Perry lo estético como
valor no es una propiedad que pertenezca al objeto, sino la propie­
dad que éste adquiere cuando despierta un interés. Por tanto, no
hay objeto estético si el sujeto no lo convierte en tal al interesarse
Por él. Tal es el p u n to de vista que expone en su General Theory o f

^ hv CamScanner
158 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

V a lu é y y que fácilmente se extiende a lo estético. La clave de la ex­


plicación del valor está en el interés del sujeto y no en las cualida­
des del objeto. La catarata, por ejem plo, carece de valor estético
“ hasta que una sensibilidad hum ana la encuentra sublime” . No es
sublime en sí; necesita del sujeto que la encuentra tal. En esto, cier­
tamente, Perry tiene razón; pero ello no significa que baste la in­
tervención necesaria del sujeto para que éste encuentre sublime al
objeto. Algo ha de darse en él para que, a diferencia de otros obje­
tos, provoque en el sujeto el sentimiento de la sublimidad. Por otro
lado, en el caso particular del interés estético, no se trata —como
ya tuvimos ocasión de señalar— de un interés previo, aplicable a
cualquier objeto; sino de un interés que surge y se mantiene en la rela­
ción del sujeto con él, y justamente cuando posee ciertas cualidades
que lo hacen posible.
El subjetivismo estético impregna también las obras de J. A.
chard, P r i n c i p i o s d e c r ític a li t e r a r i a y F u n d a m e n t o s d e E s té tic a (en
colaboración con C. K. Ogden). De acuerdo con las ideas expues­
tas en ellas, hay objetos que, al ser contem plados, producen cierto
equilibrio o armonía emocional y que, por esta razón, son conside­
rados bellos. El subjetivismo que aquí se sostiene no consiste en se­
ñalar que el sujeto es afectado emocionalmente, sino en identificar
lo estético con ese efecto emocional, dejando a un lado las cualida­
des del objeto que intervienen en la producción de ese efecto. Ahora
bien, insistiendo en lo que ya dijimos con respecto al objeto que se
considera sublime, agregamos ahora que algo ha de haber en él,
alguna cualidad, que haga posible el equilibrio emocional que suscita
en nosotros, por ejemplo, la sinfonía P r a g a de M ozart, aunque ese
equilibrio no es tan patente cuando se trata de una sinfonía como la
N o v e n a de Beethoven.
Finalmente, el subjetivismo estético se mantiene sin rodeos des­
de las posiciones neopositivistas de Alfred J. Ayer (en L e n g u a je ,
v e r d a d y ló g ic a ) al afirmar que en el juicio estético no se enuncia
nada sobre el objeto ni sobre el sujeto, sino que se expresa pura y
simplemente un estado de ánimo del sujeto. Al declararse que esta
flor es bella, o que esa catarata es sublime, no se dice nada acerca
de uno u otro objeto; se registra sencillamente que el sujeto experi­
menta el estado de ánimo que se expresa en el juicio estético co­
rrespondiente. Se trata de una cuestión empírica, de hecho, pero
sólo y exclusivamente por lo que toca al sujeto, a sus sentimientos
o estado de ánimo.

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LA CATEGORÍA g e n e r a l d e lo e st é t ic o 159

ta superación de los opuestos


Tanto el objetivismo como el subjetivismo tienen su parte de verdad
al reaccionar frente a la posición contraria, pero yerran al tratar de
enmendarla. El objetivismo acierta al subrayar la objetividad de lo
estético, pero sigue una vía errónea al concebirla como una objeti­
vidad en si, al margen de la relación con el hombre. El subjetivis­
mo, a su vez, acierta al señalar el papel del sujeto, pero pierde el
rumbo al absolutizár éste y desconocer las cualidades objetivas que
no se reducen a las naturales o sensibles de un objeto en sí. Ambas
posiciones caen en el mismo error: separar lo que sólo existe en re­
lación mutua y, una vez separados los términos de ella —sujeto y
objeto—, concebirlos de un modo abstracto y absoluto.
Ahora bien, sujeto y objeto no sólo existen en general en rela­
ción mutua, sino en una relación histórica, concreta, lo que impide
hablar de uno y otro en términos generales, abstractos, inmuta­
bles. El carácter histórico-concreto de esa relación puede compro­
barse aduciendo simplemente que no siempre ha existido, ni siempre
se ha dado en la misma forma, al menos con la forma específica
que alcanza dicha relación desde los tiempos modernos. No existía,
ciertamente, con su autonomía y peculiaridad en las sociedades pre­
histórica, medieval o prehispánica, aunque en ella se daban los objetos
mágicos, religiosos o míticos con los que hoy mantenemos una rela­
ción estética. Estos objetos ya existían para los hombres de su tiem­
po, en cuanto que satisfacían determinadas necesidades y cumplían
las funciones correspondientes —mágica, religiosa o mítica—; pero
no existían estéticamente, o sea: cumpliendo una función estética,
específica p dominante. Los objetos de otros tiempos con los que
hoy mantenemos una relación estética, tenían ciertamente determi­
nadas cualidades materiales o físicas que, para los hombres de las
sociedades correspondientes, se convertían en propiedades mági­
cas, religiosas o míticas, pero no en propiedades estéticas. No es
que los hombres de esas sociedades —cazadores prehistóricos, fíeles
medievales o adoradores aztecas— estuvieran ciegos para ellas. Sólo
se está ciego, en general, para lo que pudiendo ser visto, no se ve.
Pero, en los ejemplos citados, el sentido de la vista no estaba for­
mado o constituido aún para poder ver, como objetos estéticos, el
muro pintado, el altar de la iglesia o la diosa hecha piedra. Como
ya tuvimos ocasión de exponer, para que el hombre se sitúe ante
ciertos objetos en la relación estética adecuada, se requiere todo un
largo proceso en el tiempo, en el curso del cual se van creando las

, h* CamScanner
160 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

condiciones necesarias para que surja y se desarrolle, con su auto­


nomía y especificidad, la relación estética.
Ya nos hemos referido, en capítulos anteriores, a esas condiciones
diversas: materiales, sociales e ideológicas. P o r ello, nos limitare­
mos ahora a recordarlas muy esquem áticam ente. Condición fun­
dam ental es la actividad m aterial, p ro d u ctiv a, del hom bre. Este, al
afirmar con su trabajo su dom inio sobre la naturaleza y su capacidad
de imprimir a los materiales la form a adecuada, produce así objetos
que satisfacen determ inadas necesidades vitales y eleva su capaci­
dad de crear objetos que, por su form a, cum plen no ya funciones
imperiosas, vitales, sino tam bién la función espiritual que llama­
mos estética. La característica fundam ental del tra b a jo humano:
imprimir a una m ateria la form a adecuada a su función, se mantie­
ne en la práctica estética. También aquí se tra ta de d a r form a a una
materia sensible, sólo que en este caso se trata de la form a necesa­
ria para que el objeto cumpla la función p ro p ia, específica, que
llamamos estética. Con la particularidad de que esta producción
no sólo elabora el objeto correspondiente (estético), sino también
el sujeto (estético) que se relaciona con él (M arx).
Pero, como vimos también en capítulos anteriores, las condiciones
que hacen posible la relación estética no se reducen al desarrollo
de la producción material, al increm ento del dom inio del hombre
sobre la naturaleza. Ya al nivel del trab ajo , este dom inio requiere,
asimismo, una elevación cada vez m ayor de las capacidades huma­
nas físicas y espirituales para ejercerlo. Y de ahí que cierta división
social del trabajo, así como su especialización y profesionalización,
se hagan necesarias para que se puedan producir (por los especialistas
o profesionales, o sea, los artistas) los objetos de la relación estéti­
ca, u obras de arte, como relación específica y autónom a. En suma,
como relación del sujeto con ciertos objetos, la relación estética no
puede ser separada de las condiciones sociales en que dichos obje­
tos se producen, distribuyen y consum en, pero tam poco de ciertas
condiciones espirituales, culturales o ideológicas sin las cuales no
podrían darse como objetos estéticos. Se requiere la existencia de
determinada supraestructura ideológica de la sociedad; es decir, de un
conjunto de ideas, creencias, normas o valores (o ideología estéti­
ca), que justifique y guíe el comportamiento estético de los hombres
(como un comportamiento distinto de otros: m oral, religioso, po­
lítico, etcétera), así como de las instituciones — escuelas, mercado,
academias, etcétera— correspondientes.
Semejante ideología estética no existe aun cuando impera la magia,

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Fig. 40. La belleza clásica fundada en el orden, la proporción y la armonía la ha­
damos en el Partenón (fachada oriental restaurada) de la antigua Grecia. Este
^mplo a escala humana, construido para honrar a dioses humanizados, expre­
sa con su estructura formal una relación armónica y transparente del hombre
griego con el mundo en que vive y con las divinidades que están más allá de él.
I Wa-Parte, Cap. u.)

S c a n n e d by C am Scanner
Fig. 41. La Venus de !*p <
Prefigurar los c á n o n e s^ ía WK ^ USeo ^^storia Natural, París)
elleza clásica o renacentista. (3a- Pa

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Fig. 42. A través de los siglos se mantiene un consenso general al atribuir lo que
llamamos Belleza a la Venus de M ilo (Museo del Louvre, París). Pero, esta Belle-
¿asin adjetivos es, en definitiva, una belleza adjetivada: clásica o clasicista. (3a.
I parte, cap. ii.)

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^ ^ — ¿sS£S&,r-

1 “' ,don?ina ^ e r e c t a d á^ ks <N,USro de o lim P>a) responde a la sed í,! $ ! *;


s Oteles— ni pr4 ct¡Co . S.a Sln dejar espacio teórico —con la eXt
* 0 teo - (3a. parte, cap. ii .)

Scanned by C am Scanner
i
Fig. 44. Con esta cabeza de A fro d ita de Gnido puede ejemplificarse lo bello clási­
co. Así entendido, ¿ha desaparecido lo bello del escenario estético, o subsiste en
él como un círculo de hierro del que no se logra salir? (3a. parte, cap. n.)

Scanned by C am Scanner
*‘6-
carnada &
^ elCUerp0,un ^ eaíb arm co^ ^ h 0^ 61 Prado> Madrid) enea:
enus de Mito de la Grecia , , e *eza femenina que ya no e
asica. (3a. parte, cap. n.)

S ca n n e d b y C am Scanner
f

Fig. 46. Lo bello no se da sólo en el arte occidental. También lo hallamos en las


manifestaciones artísticas de otros pueblos y otras culturas no occidentales, como
'o prueba esta figurilla de un caballo pastando del arte chino de la dinastía Tang
(«glos vn-ix de nuestra era). (3a. parte, cap. ti.)

S c a n n e d by C am Scanner
rig. 47. Bella figurilla de un caballo bailanrin t , T„na
movimiento y la expresión se conjugan en ella Chm° de 13 d,naSt,r hrio
parte, cap. n.) a con serenidad y el equtlibn

Scanned by C am Scanner
^ que testi
hig, 4¡j , perturbación barr , is/ladrid
^Onia . ^ell° b ásico y renacentista con° c*\ ej Museo del Pra •
a ®Jte cuadro de El G reco, La Trinidad, e
D
Parte>cap. h .)

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Fig. 49. La deslumbrante belleza de la modelo que aparece en L a f a l d a b l a n <-a
Balthus suscita comentarios que presuponen el concepto de lo bello clásico- -
parte, cap. n.)

L
Scanned by Cam Scanner
• igj». 50 y 51. Lo bello también se hace presente en el cine. Asi lo testimonian estas
dos escenas del espléndido filnrde Serguei M. Eisenstein, ¡Que viva México'. Arri­
ba: “Un melancólico, dilatado lamento: la despedida indígena al sol poniente”
Wel guión de Eisenstein). Abajo: “ De acuerdo con la tradición, Sebastián tendrá
íue presentar a su novia con el propietario de la hacienda” (del mismo guión),
lia. parte, cap. u.)

¿d by Cam Scanner
e se conjuga con

Scanned by C am Scanner
, , F i n i ñ o d e V a l l e c a s

'^ ¿ 0 f í ’" Veláz<1uez. como puede aPreciarf e“ eíarÍe carta de ciudadanía este
iiCa 0 del Prado, de Madrid), lo feo adquiere e

Scanned by C am Scanner
Fig. 54. i£l buey desollado, de Rembrandt (Museo del Prado), representa un obje­
to ingrato, innoble que produce insatisfacción o disgusto al ser contemplado en 1»
vida real. Pero, no es así como el espectador del cuadro reacciona ante la fealdad,
no ya real, sino representada o creada. (3a. parte, cap. ni.)

Scanned by C am Scanner J
5 y 56. Aunque es
iez quien abre en el
mi de par en par las
a lo feo, casi dos
ates, en pleno impe-
centista de la Belle-
nardo da Vinci reco-
ie no sólo existe lo
i los cuerpos, sino
1 lo feo. Arriba.
ón de un hombre
io Museo del
parís; abajo: D ib u ­
j a n Museum,
^ (3a. p a ^ , cap.

Vi
- **t

' %
•i
Fig. 57. La fealdad de estos rostros agusanados en la acuarela, Mercado délo
carneen Hamburgo (1973), de José Luis Cuevas, entraña una denuncia y una crítica
de la sociedad en la que impera la corrupción y la injusticia. (3a. parte, cap. ni-)

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LA C A T E G O R ÍA Gl-NLkAL DI- LO 1-STElK’O
Í6I
el mito o la religión, im perios diversos que sólo se derrumbarán en
los tiempos m odernos. Esa ideología estética que justifica un com­
portamiento estético específico y autónom o, sólo surgirá y se desa­
rrollará en esos tiem pos para afirm arse sobre todo en e! siglo xix y
en nuestro siglo, ju stifican d o precisamente la producción y el con­
sumo de un objeto específico, estético (el artístico), digno de ser
contemplado por su form a. Pero, aun dándose ya esta ideología de
la autonomía y especificidad estéticas, se tratará durante los siglos
XVIII, XIX y hasta ya entrado el siglo xx, de una ideología predomi­
nantemente clasicista o eurocéntrica. Esta ideología tenderá a pre­
sentar —con las correspondientes exclusiones— lo que, en definitiva
es justificación y guía de un comportamiento estético particular
-el estético occidental— com o una práctica y un comportamiento
estéticos universales. En sum a, como demuestra la relación estética
sujeta a esta ideología clasicista, eurocéntrica, el modo como el su­
jeto y el objeto entran en una situación estética, no puede abstraer­
se de la ideología que fija, en ella, su lugar y relación mutua. De
ahí el error en que incurren tanto el subjetivismo como el objetivismo
al separar los térm inos de la relación o asignarles en ella un lugar
fijo.
El subjetivismo, en verdad, asigna al sujeto un lugar fijo, inmu­
table, al atribuirle una capacidad o sensibilidad estética que corres­
ponde a su naturaleza hum ana. Tal es el sujeto para Kant. No se
trata, ciertamente, de un sujeto empírico, individual, sino de un
sujeto humano, universal, que posee un sentido especial, o especie
de "sentido com ún” de la belleza o del gusto, que permite juzgar y
estimar lo bello con una pretensión de universalidad. Se trata entonces
de una capacidad humana universal, no compartida por los animales.
Así pues, lo estético hay que buscarlo en cierto comportamiento
del sujeto en el que “ el sentimiento de una armonía en el juego de
las facultades mentales, que no puede sino sentirse” , constituye un
elemento esencial (Crítica del juicio). El sujeto atribuye belleza a
un objeto cuando éste es percibido desinteresadamente, sin una re­
presentación del fin y como un objeto que produce placer. Pero,
aunque no se trata del sujeto empírico, personal, el acento se pone,
como en todo subjetivismo, en la subjetividad, aunque entendida
esta en un sentido universal y, por tanto, antropológica. Así enten­
dida, la fuente de lo estético está en el hombre, en una capacidad o
sentido especial de la belleza, común a todo el género humano y
ajena a todo contexto histórico-social concreto. Este “ sentido es­
tético” es, en definitiva, un atributo de la “ naturaleza humana” ,

w, camScanner
162 INVITACION A LA LSTF.TICA

concebida ésta como una esencia perm anente e inm utable a través
de los avatares de la historia real.
Ahora bien, se puede tratar de rehuir ese antropologism o po­
niendo a la “ naturaleza hum ana” en movimiento; es decir, presen­
tándola configurada por y en la historia y en diferentes situaciones
históricas. La dimensión antropológica de lo estético sólo podría
darse historizada. Pero entonces perdería su universalidad como ras­
go permanente de la ‘‘naturaleza hum ana” , ya que si bien sólo se
da en la historia, no siempre se ha dado históricamente. Como hemos
tratado de mostrar a lo largo de nuestra exposición, lo estético como
relación humana específica (entendida como producción de ciertos
objetos, o como consumo o recepción de ellos) es algo que el hom­
bre ha conquistado históricamente, es decir, en el curso de un largo
y complejo proceso en su propia historia, y no un atributo de su
“ naturaleza” al margen de aquélla.
En verdad, aunque reconozcamos la existencia de un comporta­
miento estético intencional desde hace relativamente pocos siglos, y
admitamos la existencia de una praxis estética no intencional desde
hace treinta o cuarenta siglos, la “ naturaleza hum ana” no tiene una
dimensión estética en los centenares de miles de años que preceden
a esa práctica estética no intencional. Y no la tiene aunque es cierto
que la capacidad humana de producir materialmente, ésta sí inse­
parable del hombre desde que existe como tal, estaba engendrando
las condiciones necesarias para que la creatividad hum ana, puesta
ya de relieve en el trabajo, llegara a tener una dimensión estética.
Por ello, al “ carácter universal en sentido antropológico de la di­
mensión estética” , o al “principio antropológico como base de una
nueva Estética” hay que considerarlo —como dice José Jiménez
{Imágenes del hombre)— en “ el despliegue práctico de la propia
experiencia estética (en el doble plano histórico y estructural)” . Es
decir, no puede hablarse en rigor de “ naturaleza hum ana” y, por
tanto, de lo estético como atributo de ella, sin tener presente su ca­
rácter histórico-social: histórico porque no hay —como pensaba
Kant— un “ sentido estético” común a los hombres de todos los
tiempos, y social porque sólo socialmente se da la relación sujeto-
objeto que llamamos estética.
Así pues, cuando afirmamos, frente a todo subjetivismo, que el
sujeto posee en esa relación la capacidad de vincularse con el obje­
to, constituyendo con él una situación que hemos denominado es­
tética, no nos referimos al sujeto universal, kantiano, que dada su
naturaleza humana abstracta se ha vuelto de espaldas a la histo-

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LA CATEGO RÍA GENERAL DE LO ES I ÉTICO 163

r¡a, a la sociedad y, p o r ta n to , al despliegue concreto, real, de la


experiencia estét ica. N os referim os, en cam bio, a un sujeto concre­
to, empírico, individual que, por serlo es también social; un sujeto
estético que sólo es tal h istórica y socialmcntc y que, a su vez, sólo
histórica y socialm ente despliega práctica, concretamente la capa­
cidad humana c o n q u ista d a .
La absolutización del papel del sujeto tiene, pues, como vemos,
una doble faz: por un lado, se le aísla del objeto o se convierte a éste
en proyección de u n a facultad suya y, por otro, se da a esta facul­
tad una dim ensión universal, antropológica, esencialista, fuera de
la historia y de sus m anifestaciones concretas. El objetivismo cae
en una absolutización sem ejante, aunque de signo contrario: aísla
al objeto del sujeto, o reduce el papel de éste —entendido en un senti­
do antropológico, a b stra c to — a un simple registro de lo ya dado
estéticamente en el o b je to en sí, sin que participe activamente en su
constitución. Así se presenta, como hemos tenido ocasión de adver­
tir, el objetivismo naturalista que identifica las propiedades estéticas
con las naturales, físicas, existentes al margen del hombre. Y así se
presenta igualm ente el objetivism o formalista que, en las obras de
arte, identifica las propiedades estéticas con las propiedades for­
males que, al ser concebidas sin el significado que les es inherente, se
considera que se dan objetivam ente, con independencia del sujeto
que las percibe.
Ahora bien, el o b je to sólo existe estéticamente, en un caso y en
otro, en relación con, o para el hom bre, entendido frente a toda
recaída en una concepción especulativa o antropológica de su “ na­
turaleza” , com o un ser social, histórico y, a la vez, concreto, indi­
vidual. Y existe en dos planos que si bien se hallan vinculados entre
sí, como lo están lo social y lo individual en el hombre real, deben
ser distinguidos. C ierto es que el objeto estético sólo existe poten­
cialmente mientras no se abre paso —con sus atisbos en la Antigüedad
griega, sus descubrim ientos en el Renacimiento y su afirmación en la
época contem poránea— la ideología estética que admite la especi­
ficidad y autonom ía relativa de la relación estética. En este sentido,
sólo existe efectivam ente al convertirse en realidad la posibilidad
de ser reconocido estéticam ente, no como un objeto en sí, sino
como un objeto p ara el hom bre que, en determinadas condiciones
sociales e históricas, asum e dicha ideología estética. Volvamos a
nuestros ejemplos anteriores: la pintura rupestre, la pila bautismal
y el monolito azteca, p ara ilustrar nuestras ideas. Como objetos
estéticos no existen en absoluto, ni siquiera potencialmente, en las

bV CamScanner
164 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

épocas y sociedades respectivas, puesto que no existe la ideología


estética que justifique y guíe el com portam iento propiam ente esté­
tico con ellos. En pocas palabras, no existe la posibilidad de que las
propiedades de esos objetos —naturales, físicas o artificiales, pro­
ducidas por una actividad práctica, material, hum ana— se transfor­
men efectivamente en propiedades estéticas. Sólo históricamente, de
modo balbuciente en la Grecia antigua, con m ayor firmeza en el Re­
nacimiento, y con una conciencia estética más específica y autónoma
en la época contemporánea, surge la posibilidad de esa transforma­
ción bajo la guía y la sanción de la ideología estética correspondiente.
Sólo cuando esta ideología ha abierto el espacio de la especificidad y
autonomía de lo estético, se crean las condiciones de posibilidad para
que se produzcan los encuentros concretos, singulares, entre sujeto y
objeto que hemos llamado situaciones estéticas.
Sólo en ellas los objetos dotados de ciertas cualidades, no cual­
quier objeto, adquieren una existencia estética efectiva. Mientras
no entra en una situación estética concreta y, por ello, mientras no
es percibido o contemplado, el objeto, aun poseyendo las cualida­
des o propiedades naturales, físicas o sensibles necesarias, sólo es
estético potencialmente. Para que pueda realizar su esteticidad, o
pasar de la que sólo es potencial a su realidad estética efectiva, se
requiere la participación del sujeto. Sólo entonces el objeto desplie­
ga una forma sensible a la que le es inm anente un significado. Al
percibirlo, el sujeto no inventa esa forma ni ese significado que tienen
como premisa las cualidades objetivas que los hacen posibles, ya sean
las naturales de lo estético natural —de un paisaje, por ejemplo—, ya
sean las artificiales, creadas por el hombre cuando se trata, por
ejemplo, de una obra de arte. Prescindiendo de ellas, no se realiza­
ría la esteticidad del objeto (que es lo que no entiende el subjetivis­
mo); pero, a su vez, prescindiendo de la intervención del sujeto, lo
dado (en el paisaje natural) no alcanzaría un plano estético, o bien
lo creado (en la obra de arte) no podría realizarse com o tal (y esto
es lo que, en un caso y otro, no entiende el objetivism o).
En conclusión, lo estético —como categoría general— caracteriza
un tipo de objetos que por su forma sensible poseen un significado
inmanente que determina, asimismo, el com portam iento del suje­
to que capta, percibe o contempla esos objetos de acuerdo con su
naturaleza sensible, formal y significativa. Pero lo estético sólo ca­
lifica a uno y otro (sujeto y objeto) en la relación hum ana, históri­
ca y social que hace posible su existencia estética, y en la situación
concreta, singular, en que esa posibilidad se realiza efectivamente.
I

11. Las vicisitudes de la belleza

De lo estético com o categoría general pasamos a las categorías es­


téticas particulares. No es casual que empecemos por la categoría
de lo bello. Es la prim era que encontramos en los lenguajes de los
pueblos, y la prim era también en la que se detiene el pensamiento
estético occidental. En las lenguas más antiguas como la griega, y
en las de las sociedades prehelénicas, “ bello” aparece con un ma­
tiz peculiar en el interior de lo “ bueno” . Designa, asimismo, lo
“bien fabricado” o “ bien hecho” . En La Iliada, la palabra kalós
designa lo bello referido a objetos producidos con arte, íejné*, así
como a personas hum anas o divinas, animales y la naturaleza. En
el poema homérico los objetos bellos, bien hechos —como las ar­
mas—, cumplen casi siempre una función utilitaria. La belleza del
hombre se asocia a su belleza moral, aunque sin identificarse total­
mente una y ot ra. Pero si la belleza de una persona no se desliga de
sus cualidades m orales, medidas éstas con una vara aristocrática,
tampoco se desprende sin más de su apariencia sensible, física, como
puede colegirse de los elogios homéricos a la belleza de Aquiles y
Helena.

“Difícil cosa es lo bello ” (Platón)

Con estas palabras P latón pone punto final a su diálogo Hipias


mayor, después de haber sometido al escalpelo socrático varias de­
finiciones de lo bello. Y, no obstante esa dificultad, o tal vez por
ella, desde que los prim eros filósofos griegos se ocupan de la belle­
za, allá por los siglos v u y vi antes de nuestra era, viendo en ella un
atributo del m undo (cosm os), no han cesado los intentos de defi-

* "Arle” (íejné) conservará a lo largo de la Antigüedad griega el significado de produc­


ción hecha con habilidad, con destreza, conforme a ciertos principios o reglas, ya se trate de
objetos utilitarios o de los objetos que hoy llamamos obras de arte. Por consiguiente, tanto
los productos de! trabajo de un carpintero o de un tejedor como los de la actividad de un
pintor o un escultor formaban parte del mundo del arte (tejné).

165

CamScánner
- A hV
r

166 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

nirla. Es decir, de encerrarla en un concepto o fijar sus límites con­


ceptuales, que en eso estriba precisamente toda definición.
Desde que los pitagóricos encuentran en el mundo (cosmos), como
un atributo suyo,Jo q^ue define a la.belleza clásica (eLorjdenJaj?ro-
porción, la armonía), no se ha dejado de buscar en un principioju-
premo el atributo de lo bello. Y así proliferan, desde que se formula
metafísicamente este o aquel principio, las definiciones metafísicas
de la belleza, desde la Antigüedad griega hasta nuestros días. Tales
son entre otras las que afirman que lo bello es: idea eternaTperfec­
ta , inmutable, de la que participan temporal, im perfecta y diversa-
'mente las cosas empíricas bellas (Platón); resplandor de una luz
inteligible en las cosas sensibles (Plotino); belleza de las formas
que tienen su fuente en Dios y de las que provienen las bellezas de
los cuerpos (San Agustín); resplandor del Sumo Bien en las cosas
sensibles (Marsilio Ficino); reflejo de Dios (Miguel Ángel); manifesta­
ción sensible de la idea (Hegel). Y, acortando las distancias para llegar,
) desde la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, hasta nuestra
i* época, nos encontramos con definiciones de lo bello como las de
t- Maritain (esplendor de la forma en lo sensible) y Heidegger (modo
ir de estar presente la verdad como desvelamiento del ser).
Como podemos advertir fácilmente, en todas estas definiciones-lo^
* sustantivo es el principio supremo escogido: idea, Dios, forma, ser
o verdad, y lo adjetiyoJas.cjosasjsensibles, em píricas, que no son_
¿• bellas de por sí ni tampoco por su relación con el hombre, sino como
cualidades en las que se manifiesta, resplandeceTrefleja o sejiace
presente un principio supremo. La belleza, con iñBéi5endencíade los
objetos reales, por un lado, y de la relación hum ana con ella, por
otro, reina con un carácter absoluto sobre el tiempo y la historia,
sobre los hombres y las cosas concretas.

B e l l e z a s in m e t a f í s i c a

Otras definiciones de la belleza fijan su atención en las cosas be-


, Has, ya sea en su realidad propia, o en su condición de objetos para
un sujeto. De este modo, se liberan de las servidumbres metafísicas
a un principio supremo. Así sucede con las definiciones que enu­
meraremos a continuación.

1. Benedetto Croce enuncia como nota distintiva de lo bello ser


una “ expresión afortunada” . A hora bien, es innegable que seme­
jante “ expresión afortunada” se encuentra también en obras de

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LAS VICISITUDES DE LA BELLEZA 167

arte en las que dominan otras categorías estéticas como las de lo trági­
co, lo cómico o lo sublime.
2. Algojmidpgojt.cjQnlecexuando.lo.bello.se encuentra (como lo
encuentran, por ejemplo, Plejánov o Georg Lukács) enja unidad de
contenido y form a. Pero esta unidad no es privativa de las obras
'artísticas o literarias que consideramos bellas. Así, un relato como
El proceso de Franz K afka tiene, en unidad indisoluble, la forma
que corresponde al contenido. Ciertamente, sus personajes son abs­
tractos, esquemáticos, despersonalizados, porque así son efectiva­
mente en el m undo hueco, cosificado, deshumanizado en que se
mueven y actúan. Sin em bargo, esa unidad de contenido y forma
no permite afirm ar que la narración kafkiana sea bella.
3. Para W. T. Stace ( The Meaning o f Beauty), la belleza se da
en la fusión de un contenido intelectual y un campo perceptual,
gracias a la cual se revela un aspecto de la realidad. Pero semejante
fusión, que puede adm itirse, no es exclusiva de la experiencia es­
tética de lo bello, ya que podría darse también en otro género de
experiencias estéticas.
4. Esta amplitud o indistinción de lo bello en el seno de lo estéti­
co se presenta también cuando se le define atendiendo sobre todo a
rasgos propios del contenido: lo bello es la vida (Chernishevsky), o
lo característico (Goethe).
5. Lo bello como categoría particular se diluye igualmente cuan­
do se le define como lo estéticamente valioso. Lo bello como valor
estaría presente en todo fenómeno estético.
6. En esta excesiva extensión cae también la definición de lo be­
llo como “ inm anencia total del sentido a lo sensible’’ que sostiene
Mikel Dufrenne. Su especificidad se pierde aquí a menos que se
postule —cosa que no se hace— un grado o matiz distintivo de lo
bello dentro de esa inm anencia propia de todo lo estético.
7. Max Bense define lo bello como “ aquello en lo cual la obra
de arte trasciende la realidad” . Y a este modo de ser o plano ontoló-
gico lo llama asim ismo “ correalidad” . Ahora bien, aunque puede
admitirse —como lo hemos hecho en capítulos anteriores— que
la obra de arte no puede reducirse a su condición sensible, ma­
terial, ni tampoco prescindir de ella, este modo de ser que Bense
llama “ correalidad” sería propio de todo objeto estético y no sólo
de los objetos bellos. P o r tanto, al definir la belleza como “ co­
rrealidad” , en verdad se está definiendo lo estético y no propia­
mente lo bello com o categoría particular. De ahí que la definición
de Max Bense —de la belleza como modo de ser “ correal” , o “ lo

.i ■
<i
L camScanner
168 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

positivamente estético” — sea infructuosa, por excesivamente gene­


ral, cuando se trata de definir lo bello com o categoría específica,
particular.
8. La belleza de las cosas se ha pretendido definir com o perfec­
ción, entendida ésta como adecuación plena a su idea o género, o
como realización cabal del tipo o prototipo de aquéllas. De acuerdo con
esta definición, que no puede ocultar su raigam bre platónica, serian
bellos por ejemplo el caballo o el perro que se ad ecu aran perfecta­
mente a su idea o género. Pero, en este caso, h ab ría que admitir
que también lo serían seres —como el sapo, la lom briz o la cucara­
cha— que no obstante su perfección o adecuación plena a su género,
difícilmente podría considerarse que son bellos.
9. A diferencia de las definiciones anteriores, que Fijan sobre todo
la atención en las cosas bellas, tenemos la que busca la belleza en la
relación del objeto con el sujeto, o más exactam ente, en el modo
en que éste es afectado por aquél. Tal es la definición que hace hin­
capié en el placer como ingrediente distintivo de lo bello que, de esta
m anera, se identifica con el efecto que un o bjeto estético produce
en un sujeto. Aunque este tipo de definición surge sobre todo —como
ya vimos— con el subjetivismo estético en los tiem pos modernos,
tiene claros antecedentes en la Antigüedad griega y en la Edad Media.
Ya en la Grecia clásica el mismo Platón, que construye el paradigma
metafíisico, idealista, de lo bello, lo caracteriza com o “ . . .lo que
nos causa placer, no toda especie de placeres, sino los que provienen
de la vista y el oído” . Y entre los objetos que lo producen enumera
los que “ encantan nuestra mirada: hombres bellos, dibujos en colo­
res, pinturas, esculturas, bellos sonidos, música en general. . .” Esta
definición que Platón considera “ una buena definición de lo bello” ,
correrá con buena fortuna a lo largo de la historia del pensamiento
estético. Santo Tomás dirá también en la Edad M edia que bello es
“ lo que place a la vista” . Y David H um e, en el siglo XViii, pone en
relación directa placer y belleza, y define a esta últim a com o “ po­
der especial de producir placer” . Kant caracteriza esta relación
más claramente al delimitar el tipo de placer y de objeto que están
en juego. Se trata de un placer que, desde el ángulo del sujeto, se
distingue del placer sensible, o basado en la sensación, ya que se asien­
ta también en el juicio y la imaginación. Se trata, asim ismo, de un
placer desinteresado y no sólo individual, ya que se caracteriza por ser
un placer universal, compartido por otros; aunque con la particulari­
dad de que esa universalidad, siendo subjetiva, no se halla someti­
da a reglas. En cuanto al objeto, se trata del que por su fo rm a , por

Scanned by C am Scanner
LAS VICISITUDES DE LA BELLEZA 169

poseer una configuración adecuada, suscita piacer al ser percibido.


Ciertamente, aunque estas definiciones de Jo bello como placer, que
bemos ejemplificado con las teorías de Platón, Santo Tomás, Hume y
Kant, subrayan el ingrediente placentero que, innegablemente, forma
parte de la experiencia estética de lo bello, corre el riesgo de toda
generalización excesiva, m ientras no se especifique el matiz propio
que adquiere el placer en esa experiencia estética particular. Pues si
bien es cierto que todos los o b jeto estéticos —incluso los feos y trá­
gicos como habrem os de ver— producen cierto placer, no todos lo
producen de la m ism a m an era y con la misma intensidad.

Lo bello com o categoría


estética particular

Vemos, en conclusión, que si las definiciones metafísicas, especu­


lativas, sólo conducen a poner lo bello a espaldas de los objetos
estéticos reales y de la relación hum ana específica con ellos, los in­
tentos de construir un concepto de belleza partiendo_de las cosas
¡jellasj de la relación hum ana correspondiente, llevan a un.con-
cepto.tan am plio que lo bello se desvanece como categoría particu­
lar. En suma, sigue en pie la cuestión de formular —hasta donde
sea posible— una definición de lo bello como categoría específica,
que pueda convivir en el universo estético con otras categorías par­
ticulares, con las que se relacione sin confundirse con ellas, tales
como lo feo, lo sublime, lo trágico, lo cómico, lo grotesco, lo siniestro,
lo gracioso, etcétera. A nte las vías muertas de la vacua abstracción
metafísica y de la d esb o rd ad a generalización, veamos si es posible
atribuir a lo bello un terreno estético propio, partiendo de objetos
concretos, y especialm ente de los productos artísticos que conside­
ramos bellos.

Üe lo bello en el arte

Acabamos de decir “ consideramos” bellos. Con esto presuponemos


Una relación en la que —como sujetos— nos hallamos presentes y
£nja que los objetos de esa,relación exhiben su presericiaTNó' sé~
^ ^ p u e s , cíe ló’béilo para un espectador ideal, intemporal, sino
ParaaquHqUéV como nosotros, se mueve en el marco estético (ideoló­
gicoy práctico) de nuestro tiempo. Y aunque esos objetos se hayan
Producido en épocas pasadas, justamente las que registra y perio-

í
Rrannfid by CamScanner
170 INVITACION A LA ESTÉTICA

diza la historia del arte, se trata de objetos pretéritos por su origen


con los que mantenemos una relación viva, no arqueológica; es de­
cir, actual, en presente. Y ello es así cualesquiera que hayan sido
las relaciones que mantenían con esos objetos los hombres de su
tiempo. Es lo que tuvimos ocasión de ver ampliamente con los ejem­
plos de tres obras artísticas producidas en diferentes épocas y socieda­
des: la pintura rupestre prehistórica, la pila medieval de bautismo
y la escultura azteca. De ahí que suscribamos el punto de vista del
historiador contemporáneo del arte, S. C. A rgan, cuando afirma
que “ la historia del arte es la única entre todas las historias espe­
ciales que se hace en presencia de los hechos. . . ” (cursivas nues­
tras), idea que puntualiza certeramente al agregar: “ Sea la que sea
su antigüedad, la obra de arte aparece siempre com o algo que su­
cede en el presente.”
Aplicado todo esto a la categoría estética que nos interesa en este
m om ento, hablar de objetos bellos es hablar de objetos que apare­
cen en el presente. O sea: los consideramos bellos en el marco de nues-
tra cultura occidental, de los valores estéticos que con ella asumimos,
independientemente de lo que en este terreno registra la experiencia
histórica. Es un hecho, que no puede dejar de reconocerse, que
los espectadores (y el término no es muy exacto) de otros tiem­
pos, otras culturas y sociedades no los consideraban bellos o, al
menos, no los consideraban tales en el mismo sentido que hoy tienen
para nosotros al contemplarlos.
Si atendemos, pues, a los objetos estéticos que llamamos obras
de ¿ríe como productos específicos de una capacidad "creadora que
ño sé identifica con la habilidad o destreza (tejné) de la Antigüe­
dad griega, y si dejamos a un lado su filiación histórica originaria y
él modo como fueron acogidos y calificados (estéticam ente o no),
habrá que reconocer lo siguiente: que existen hoy, o que aparecen
en presente para nosotros, un tipo de objetos a los que atribuimos
esta cualidad, rasgo, modo de ser o de valer estético, que llamamos
“ belleza” . Semejante atribución no la hacemos en un sentido vago
por su amplitud (“ la noche negra donde todos los gatos son par­
dos” ), sino en un sentido preciso, aunque sólo sea el indispensable
para no confundir lo bello con otras categorías estéticas particulares.
Y, en este sentido propio, específico, atribuim os belleza a unos ob­
jetos, y no a otros. Y, en ese sentido que hace de la belleza una
categoría estética particular, la atribuimos por ejemplo, en las artes
plásticas, a las estatuas El discóbolo de M irón, el H erm es de Praxí-
teles o la Paulina Borghese de Canova; a cuadros como La Sagrada

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1 AS VICISITUDES DE I.A I1EU.EZA 171

¡¡¡a y La M adonna del alba> de Rafael, A m or sagrado y amor


^ \ ]no\ de Tiziano, Fiesta en un parque, de Watlcau o Las espiga-
í'fi' [■ de Millei. Y, en poesía, consideramos bello, por ejemplo, este
‘ffiie
íc enn te de la égloga de Garcilaso de la Vega al virrey de Nápolcs:
t '-

Corrientes aguas, puras, cristalinas;


árboles que os estáis mirando en ellas;
verde prado que aquí sembráis vuestras querellas;
yedra que por los árboles caminas
torciendo el paso por su verde seno
yo me vi tan ajeno
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.

Vdeslumbrados nos quedam os por la belleza de este soneto de Mi­


guel Hernández, de El rayo que no cesa:
Tu corazón, una naranja helada
con un dentro sin luz de dulce miera
y una porosa vista de oro: un fuera
venturas prometiendo a la mirada.

Mi corazón, una febril granada


de agrupado rubor y abierta cera,
que sus tiernos collares te ofreciera
con una obstinación enamorada.

¡Ay, qué acontecimiento de quebranto


ir a tu corazón y hallar un hielo
de irreductible y pavorosa nieve!

Por los alrededores de mi llanto


un pañuelo sediento va de vuelo
con la esperanza de que en él Jo abreve.
belleza es lo que encontramos en tantos poemas en lengua españo­
lé de Góngora, Lope de Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén
ario, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Carlos Pellicer, Juan
am°n Jiménez u Octavio Paz. Y, en cuanto a la música, ¿qué

S c a r m é d b y C a m S c a n n e r
172 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

oyente contemporáneo negará su belleza a composiciones como


Las cuatro estaciones, de Vivaldi; los Conciertos de Brandeburgo,
de Juan Sebastián Bach; las sinfonías Júpiter y Praga, de Mozart;
la Sinfonía inconclusa de Schubert; el Cuarteto para cuerdas y el
Preludio a la siesta de un fa u n o , de Debussy; la Rapsodia española
o el Concierto para la mano izquierda, de Ravel; la Sinfonía clási­
ca, de Prokofiev, o El amor brujo y El sombrero de tres picos, de
Manuel de Falla? Y si reparamos en la arquitectura, muchos son
los edificios y construcciones diversas que, desde la Antigüedad
hasta nuestros días, nos cautivan por su belleza, tales como: el
Partenón griego; el Pórtico de la Gloria, de la catedral de Santiago
de Compostela; la plaza de San Marcos en Venecia; el batisterio de
Florencia; la Alhambra de Granada; la Giralda, de Sevilla; la fa­
chada de la Universidad de Salamanca, la catedral y la capilla del
Rosario, de Puebla. Y belleza hallamos también en la Plaza de las
Tres Cultura^ (Tlatelolco, México, D.F.), en la que la belleza se
reparte o se conjuga en monumentos o edificios de tres culturas o
sociedades diversas (prehispánica, colonial y contemporánea). Y si
fijamos la atención en un arte como el cine, —nacido propia­
mente en nuestro siglo y tan tributario de exigencias técnicas e in­
dustriales—, la belleza no deja de estar presente en films como: ¡Que
viva México/, de Eisenstein; Amarcord, de Fellini; María Candela­
ria ^ del Indio Fernández; El sacrificio, de Tarkovsky; El último
emperador, de Bertolucci o Sueños, de Kurosawa.
Nos hemos referido hasta ahora a lo bello en el arte, pero cierta­
mente no sólo lo encontramos en él, sino también en otras esferas
del universo estético: la naturaleza, la artesanía, la industria y
la vida cotidiana. Ciertas categorías estéticas pueden faltar en esas
esferas: la naturaleza no es trágica ni cómica, y en la artesanía o
en la industria difícilmente podíamos hablar de lo sublime. Pero en
todas ellas (ya se trate de una realidad natural: un paisaje, una
flor, un árbol; o un ser animal: un pájaro o un tigre; o una reali­
dad artificial producida por el hombre: la artesanía, la industria o
la técnica) cabe hablar de belleza, o de fealdad, cuando esas reali­
dades adquieren una dimensión estética.
De la presencia de lo bello, sobre todo en los productos deja
práctica artística, podemos desprender estas dos conclusiones:
Primera. Que atribuimos belleza a ciertos objetos estéticos, que
hemos ejemplificado con las obras artísticas citadas, y no a todos.,
Ciertamente, no la atribuimos a un cuadro de Goya como Saturno
devorando a sus hijos o a sus pinturas negras. Tam poco la atribui-

O nnAr
r \* >
I A S V U ' I S I I U D h S n r i AIII I I I V A 173

:I una l¡(«i',ialí¡i com o I-I yjiln , tío lúlvnrd Mwicli, o n im


ii-’1' ■, ilc losc 1 nis t llevas. I’cro (ampoco lo liarlninos después de
.l'1" ,oc iaipicsioiianic poem a de t ’ts a r Valleio, de l-.simñu, apuno
a <’sh'
^1 fin do la batalla,
muerto ol combatiente, vino hacia él un hombre
v ie dijo: "¡N o mueras: te amo tanto!”
¡vio el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

^e lo aceren ron tíos y repitiéronle:


••¡No mo dejos! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!”
pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

;\cm!icron a 61 veinte, cien, mil, quinientos mil,


M
jamando: “ ¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!

I e rodearon millones de individuos,


c o n un ruego común: “ ¡Quédate hermano!”
pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

palonees totitis los hombres de la tierra


|c loilearon: les vio el cadáver triste, emocionado:
*‘ineo rpo rósc leu iun ici 11c,
abrazó al primer hombre: echóse a andar” .

Segunda. Que, en consecuencia, junto a las categorías que cubren el


* f I ki •

bomas Maun tic un Kafka, a un Debussy de un Scliflnbcrg, a un Bcr-


lolucci de un Buftucl. V esa categoría es precisamente la de !o bello.
Ahora bien, tratar de definir Ja..belleza como categoría particular
significa nada menos que buscar una definición real, entendiendo
por ésta la que incluye ciertos rasgos constantes, necesarios o esencia­
les (ya sea que se busquen en la estructura formal o en la totalidad
concreía) de ciertos objetos bellos reales, o efectivamente existentes.
Pero la empresa es verdaderamente problemática, difícil, Cier­
tamente, cabe preguntarse: ¿se puede descubrir en las obras que
consideramos bellas ciertos rasgos que, por su presencia efectiva en
ellas, permitan construir una definición real, concreta, de lo bello?

S c a n n e d by C a m S c a n n e r
174 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Hacia una definición real


de lo bello
Fueron los pitagóricos en la Antigüedad griega los primeros er¡
subrayar el orden y la proporción como rasgos de la belleza, Pero
es Platón quien desarrolla esta formulación al poner, en su diálogo
Gorgias, el orden y la armonía entre los requerimientos de lo bello; y
estos rasgos los precisa aún más al establecer, en el Filebo, que ía
linea recta y el círculo, así como las figuras formadas con ellos, son
bellos. Aristóteles, en su Metafísica, atendiendo sobre todo a fas
cosas reales, subraya como rasgos de su belleza el orden, la simetría
o proporción de las partes entre sí, así como la limitación o propor­
ción extrínseca, del conjunto. Y a estos rasgos añade en su Poética ul
cuarto elemento: el tamaño o magnitud. Con las aportaciones funda­
mentales de Platón y Aristóteles, tenemos los pilares de la teoría
general de lo bello a la que se atendrán —con sus rasgos de orden,
medida y proporción— la estética cristiana (San Agustín) y la esté­
t tica medieval (Alberto Magno, Santo Tomás).
En el Renacimiento se deja atrás la práctica artística medieval er.
la que los productos se consideran bellos por servir a Dios. Ahora
f se piensa que son bellos de un modo esencial y constitutivo. El ar­
tista deja de ser el artesano que produce bellamente artefactos y se
conviene en el creador de obras bellas, o como se las conoce mo­
dernamente “ obras de arte” . Los artistas aspiran a crear objetos
i que tengan la cualidad de lo bello que hallan en la naturaleza. Y
I cuando se encuentran con una realidad que de por sí no es bella,
procuran embellecerla al representarla, aunque esto signifique des­
realizarla o idealizarla.
Ahora bien, cuando los tratadistas del Renacimiento tratan de
definir la belleza que gran parte de ellos han producido artísti­
camente, se mueven teóricamente en el marco de las definiciones clá­
sicas. Y así para León Bautista Alberti, teórico de la arquitectura y
él mismo arquitecto, la belleza es una concordancia “ de las partes
de un conjunto, de tal manera que nada se puede agregar, quitar o
cambiar sin hacerlo menos agradable” (L ’Archittetura. De re edi­
ficatoria). Y complementa su definición con esta otra: “ La belleza
es una especie de armonía y de acuerdo entre todas las partes, que
constituyen un todo construido según un número fijo, cierta rela­
ción, cierto orden, tales corno lo exige el principio de simetría que
es la ley más elevada y más perfecta de ia naturaleza.” Tenemos,
pues, como rasgos de la belleza que el artista debe plasmar en sus

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LAS VICISITUDES DE LA BELLEZA 175

obras, los mismos que hemos encontrado en las teorías de Platón y


Aristóteles y en el arte clásico, a saber: la armonía o concordancia
de las partes, la proporción y la simetria.
Leonardo se atiene tam bién al criterio clásico de la proporciona­
lidad como fundam ento racional de la belleza; pero en tamo que
Alberti trata de fijar un canon aplicable a todas las figuras huma­
nas, él tiene presente la variedad que, en las proporciones de
dichas figuras, despliega la naturaleza.
Y Lomazzo, un pensador no muy renombrado hoy, pero muy
importante en su época, remacha el punto en su tratado E l te m p lo
de la p in tu r a : “ Todo lo que nos agrada tiene su fundamento en el
orden de las proporciones que consiste en la medida de las partes,” Lo
bello se presenta, pues, vinculado a cierta ordenación o proporción de
las partes de un conjunto. En consecuencia, se descubre en cierto
esquema formal que incluye, junto a la proporcionalidad, la armo­
nía, la simetría, la unidad de la variedad. Y, con esta idea o canon
ideal, el artista ve la naturaleza y el cuerpo humano. O como dice
el pintor Rafael en una carta a Baltasar de Castiglione: “ Para pin­
tar una belleza, necesito ver muchas bellezas; pero, puesto que las
mujeres bellas son muy raras, utilizo cierta idea que me viene a la
mente.” De donde resulta, muy neoplatónicamente, que los artistas
del Renacimiento —Rafael, Leonardo e incluso Miguel Angel—,
adecúan su representación de la naturaleza o del hombre a una
idea de lo bello que corresponde en lo esencial a sus componentes
clásicos.
En v erd a d , la bel 1eza fundada en el orden, la proporción y la si­
metría, es la que se tiene por tal desde la antigua Grecia. Y esa es,
asimismo, la belleza que, proclaman Jos tratadistas renacentista?
y la que a sp ira n a plasmar en sus obras, embelleciendo o idealizando
la realidad, los grandes pintores jtalianos. Ciertamente, no pode­
mos dejar de señalar que, en contraste con este culto renacentista a
la belleza, ya en el siglo XVII un pintor español, Diego de Veláz-
quez, después de haber rendido en Italia su tributo a esta idea de lo
; bello (por ejemplo, en L a f r a g u a d e V u lc a n o ), al representar la
I realidad de la corte española —con su cauda de reyes, principes,
¡ duques, bufones y enanos— ya no se siente súbdito de un reino de la
S belleza que para él no existe ni siquiera en el palacio doblemente real.
í Sin embargo, el reinado de lo bello aunque habrá de conocer las per-
I ^rbaciones manieristas de un Bernini, las naturalistas de Caravaggioy
E as barrocas de El Greco, Rembrandt y Velázquez, se prolongará
i aun en la práctica del siglo xviil: con David en la pintura; Mo-

hx/ camScanner
176 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

zart en la música, y Corneille y Racine en la literatura, hasta que


el romanticismo pone en primer plano la expresividad, la emoción,
la imaginación, que estaban ausentes en la belleza clásica. Pero, en la
teoría, lo bello clásico no se dejará desplazar fácilmente. El pen­
samiento estético moderno —de W inckelm an a Hegel, e incluso
hasta Marx en el siglo XIX— seguirá girando en torno al eje catego-
rial de lo bello clásico; paradigma insuperable para Winckelman. “No
podemos concebir nada más bello’’, sentenciará Hegel en un tono a la
vez entusiasta y lapidario; y Marx no podrá ocultar una vena clasicis-
ta y eurocéntrica en su pensamiento, al plantearse el problema del se­
creto de la superioridad del arte griego, un arte que conserva para
él “ la im portancia de la norma y del modelo inaccesible” .

El círculo de hierro de lo bello clásico


La teoría de lo bello como lo bello clásico, con sus principios de ar­
monía, proporción, simetría y medida, ha dominado en la historia
del pensamiento estético —con un dominio incompartido— durante
veintidós siglos. Su eclipse en la práctica, y con mayor renuencia en la
teoría, comienza en el siglo x ix . Pero ¿acaso tenemos otra idea
de lo bello, una idea que pueda apoyarse en ciertos rasgos específi­
cos —distintos de los que constituían lo bello clásico—, cuando ar­
tistas, estetas o críticos emplean el término “ belleza” ?
A más de veinte siglos de la estética clásica y a cinco de la renacen-
' tista, y después de haber conocido una y otra el vendaval artístico del
romanticismo y el huracán de las revoluciones artísticas del siglo XIX
y del presente y moribundo siglo, cabe preguntarse ¿qué queda del
[ concepto clásico de belleza? Digamos, sin rodeos* que no obstante los
I ataques de que ha sido objeto, lo bello no ha desaparecido del escena-
; rio estético y que incluso subsiste —aunque no se reconozca explíci­
tamente— con cierto trasfondo clásico o clasicista. Y así, cuando
un filósofo contemporáneo, Eugenio Trías, lo pone en relación
con la categoría que da título a su libro {Lo bello y lo siniestro),
parte —como un supuesto— de lo bello con las notas distintivas
conocidas, ya que como él reconoce: “ Prevalece la presuposición,
desde la antigüedad greco-romana, de que lo bello implica armo-
; nía y justa proporción.” Ciertamente el problema que se plantea
í Trías es el de la articulación de lo bello y lo siniestro; pero para él lo
bello, de lo cual lo siniestro es “ condición y límite” , es justamente
, lo armónico, proporcionado, aunque se trate de “ un velo (ordenado)
a través del cual debe presentirse el caos” . Pero veamos el mismo

ij
m
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LAS VICISITUDES DE I.A BELLEZA 177

upncsio en el ejemplo de un crítico actual, Juan García Poncc,


!|iic es a la vez un fino catador de las más audaces aventuras artísticas
,1c nu estro tiempo, Al escribir sobre un pintor de nuestros días,
líaltluis, recurre en más de una ocasión al termino “ belleza” y sus
derivados. Habla así de la “ belleza y clásica serenidad de sus pai­
sajes” ; de la “ apacible belleza” de la escena de la pintura L os
k ilo s días; de “ la bellísima nina” del centro del cuadro; de la
‘'deslumbrante belleza” de la modelo que aparece en L a fa ld a
fénica y, finalmente, aludiendo a diferentes obras, habla de la rea­
lidad que “ puede envolvernos a través de la belleza” , y de “ la posi­
bilidad de una contemplación tierna y equilibrada” (U n a lectu ra
pseudognóstica d e ¡a p in tu r a d e B a lt/iu s). Ciertamente, en este texto
sobre el pintor inglés se habla de belleza, aunque no se dice explíci­
tamente de qué belleza se trata. Pero basta prestar atención a lo que
de ella se apunta (su “ clásica serenidad” , su tonalidad “apacible”),
así com o el carácter de la contemplación “ tierna y equilibrada” que
suscita para que podamos afirmar que, como en el caso de Trías, se
está presuponiendo, con sus notas distintivas de armonía, equili­
brio y proporción, la belleza clásica.
M ucho se habla de belleza sin que se precisen los rasgos que permi­
tan configurarla como una categoría específica, particular. Pero tras
la imprecisión y la ambigüedad, lo que encontramos con frecuencia
—más c o m o supuesto que como tesis explícita— es la estructura
formal de un objeto armónico, proporcionado, equilibrado, que
provoca cierta contemplación serena. Pero éste es justamente el"
concepto de lo bello que desde la Antigüedad griega pasa al Renaci­
miento y que, en la época moderna, hará suyo Kant.i,o.bello,desde
entonces se concebirá, o se supondrá, en su.doble vertiente obje­
tiva y subjetiva, como un objeto que por su forma—es.decir, como
objeto armónico, proporcionado o equilibrado— al^ser percibido
produce placer.
¿Se ha avanzado mucho con posterioridad en la definición de lo
bello? Si es así ¿con qué se ha enriquecido el concepto clásico? Y si
no lo es ¿qué destino debe reservarse a este concepto tomando en
enema no sólo el despliegue de la teoria, sino también el de la prácti­
ca artística que desde el siglo pasado ha roto abiertamente con la
que engendró y alimentó la teoría general de la belleza clásica, re­
nacentista o clasicista? Esto debe ser subrayado una y otra vez; la
leoría clásica de lo bello es inseparable de una práctica artística
históricamente determinada: la del arte clásico, Y por ello viene
wmo anillo al dedo a todas las manifestaciones artísticas occiden-

CamScanner
-i hV
178 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

(ales de inspiración clasicista que se han ido dando posteriormente,


sin conlar con la ideología estética o “ sentido común estético” que,
desde el Renacimiento, sobrevive en nuestros días en la conciencia del
hombre común y corriente.
El que la categoría de lo bello clásico se vincule con una expe­
riencia histórica, tanto en su génesis como en su desarrollo, lejos
de ser inquietante es saludable ya que, por esa vinculación concreta,
podemos comprender también sus límites y librarnos así de la especu­
lación y de las vacuas abstracciones de las estéticas tradicionales que
saltan por encima del tiempo, de la historia y de la propia práctica. Lo
concreto, a saber la historia real de la práctica artística, se convierte en
la prueba de fuego que esas estéticas especulativas no pueden resistir.
Pero la práctica inspirada por el ideal de la belleza clásica, o pro­
ducción de arte bello, no cubre toda la historia del arte. Y si en ella
reinan Lidias y Policleto, Rafael y Leonardo, David e Ingres, Vi-
valdi y Mozart, Garcilaso y Rubén Darío, son muchos los que como
El Hosco y Caravaggio, Vclázquez y Goya, Picasso y Orozco, Va-
llejo y Neruda, no caben en sus aguas serenas y equilibradas. Lo cual
significa que el arle no puede reducirse al “ arte bello” y, menos
aún, si éste se entiende en un sentido clásico o clasicista. Ahora
bien, si no queremos hacer semejantes reducciones y se reconoce la
existencia de obras que no encajan en el esquema formal de cierta
práctica artística, de la que se ha alimentado determinada defini­
% ción de lo bello, sólo queda como alternativa abandonar de una
buena vez este concepto, o forjarlo de nuevo con materiales con­
ceptuales exigidos por cierta práctica.
t
i

M ás allá de lo bello clásico

Estas exigencias vienen de la historia real. En ella advertimos que, en


determinados periodos —el barroco, el manierismo— los artistas se
rebelan contra lo bello clásico sin dejar de producir belleza. Así,
por ejemplo, sería difícil negarla a un cuadro del Parmiagianino,
La virgen del cuello largo, aunque con sus formas antinaturales y
alargadas viola el esquema formal de las proporciones clásicas.
Tampoco podríamos negar su presencia en un cuadro como El des­
cubrimiento del cuerpo de San Marcos, en el que Tintoretto muestra
un contraste de luces y sombras, unas formas ampulosas, o un
“ inacabado” que lo alejan de la claridad, suavidad y mesura de
lo bello clásico. Y lo que decimos del arte (manierista y barroco)
que vive todavía bajo la presión o en las cercanías del imperio clá-

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LAS VICISITUDES DE LA UELLEZA 179

s¡aule lo bello, cabe decirlo de un arle que, como el romántico, se


;1(uea la emoción, al entusiasm o, a lo extraño y misterioso. La be-
Ikva aquí, por su expresividad, no puede ser la de! equilibrio, la
proporción y la arm onía entre las partes. Y no por esto ciertas obras
dejarán de considerarse bellas, como las considera Eugene Dclacroix,
el pintor romántico por excelencia; sólo que la belleza no estribará en
su ajuste a un esquema formal como el clásico, sino —como dice el
pintor— en expresar “ la pura imaginación del artista” . Belleza,
pues, ante todo expresiva, o belleza producida al dar a la expresión
cierta forma que, lejos de contenerla, permite que se manifieste. Pero
esta belleza, que no se deja reducir al esquema formal clásico, se
encuentra también en los espacios abiertos por las revoluciones
artísticas de finales del siglo pasado y primeras décadas del presente.
¿Es que no hallamos belleza en ciertas obras pictóricas de Renoir,
Gauguin, Modigliani, Picasso, Matisse, Diego Rivera o Balthus; de
Debussy y Prokofiev, en la música; de Rafael Alberti, Carlos Pelli-
cer, Juan Ramón Jiménez u Octavio Paz, en la poesía? Todos los
ejemplos anteriores corresponden, ciertamente, a distintas épocas
del arte occidental. Pero también podríamos aducirlos con mani­
festaciones artísticas de otros pueblos y otras culturas no occiden­
tales. En verdad, ¿no son bellas las figurillas de caballos del arte
chino T’ang o los frisos mayas de Uxmal?
En suma, a la vista de todos estos ejemplos, es difícil sostener
que sólo cierta estructura formal sea la adecuadalTTá belleza. Por
otro lado, cuando se trata de lo bello clásico no se puede entender que
se trata de una estructura que por su forma es bella en sí misma,
como si fuera un recipiente que pudiera llenarse con cualquier signifi­
cación. Ya hemos subrayado que la forma es siempre significativa/y
que por tanto, la arm onía, el orden o la disposición proporciona­
da, equilibrada entre las partes, no puede dejar de tener un signi­
ficado. Y así vemos que el esquema formal de la Antigüedad griega
se encarna en el P artenón, que es un templo a escala humana,
o más exactamente a escala de dioses antropomorfizados: un tem­
plo que no pretende abrum ar al hombre, Aplastarlo o sobrecogerlo
con una carga sobrenatural. Es el templo que corresponde a una
religión en la que las relaciones humanas con los dioses se han
'■uelto claras, arm ónicas, trasparentes y felices. No hay lugar en
ellas para lo confuso, lo com plejo, lo misterioso o lo siniestro. Y
de ahí que en la inequívoca expresión de ese mundo humano que
csel Partenón, predom inen la armonía, la proporción, la medida,
’0s efectos nítidos, y que se excluya, en consecuencia, lo desmedi-

C am Scanner
U hV
■ri

180 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

do, lo recargado y violento. El arte griego no busca una estructura


formal bella en sí misma, sino la adecuada a una visión lúcida y
clara de las cosas: una relación armónica y transparente del hombre
con el mundo y con sus dioses. Las mismas razones que explican el
ideal clásico de la belleza, o sea la necesidad de adecuar cierta es­
tructura formal y determinada visión del hom bre o de sus dioses
—o dicho más lapidariamente, de integrar forma y significado en lo
sensible—, explican también la diversidad y variabilidad de lo bello
en un mundo humano, histórico y cambiante por naturaleza.
Si hay una visión de la realidad en la que se muestra claramente
esa diversidad y variabilidad, es la del cuerpo humano como objeto
estético. Que el desnudo entre en el arte para encarnar la belleza, es
un acontecimiento histórico, como lo es también su atribución a
cierta configuración del cuerpo y no a otra. En la Grecia clásica, y
en Occidente en la medida en que sobrevive su ideal de belleza fe­
menina, la Venus de Milo encarna ese ideal. En la Edad Media no
gusta esa Venus clásica, a la que llega a calificarse incluso de dia­
blesa y gusta, en cambio, una belleza femenina tan alejada de ella
como la representada en los iconos bizantinos. En el Renacimiento,
se reivindica la apariencia sensible, el cuerpo desnudo, aunque es­
piritualizado. Pero el apogeo de lo corpóreo está en el ideal de
belleza femenina que, en el barroco, encarnan las mujeres robustas y
frondosas de Las tres gracias de Rubens. Vemos, pues, que cambian
los ideales de belleza y con ellos, en unidad indisoluble, ciertos
esquemas formales y el significado vital inherente a ellos. Estos cam­
bios históricos de lo que, en una época o sociedad dada, se tiene
por bello, no son por supuesto casuales. Tienen que ver con los
cambios que se operan en el conjunto de ideas, valores o actitudes
en esa época o sociedad; es decir, en la ideología con la que los
hombres toman conciencia, ciertamente interesada, de la realidad
en que viven y de las relaciones que en ella contraen entre sí.

Conclusión ante la ♦

dificultad de lo bello
De todo lo anterior se desprende que no hay lo bello ideal, como
una esencia inmutable, a través de sus con figuraciones concretas,
sino lo bello que se da históricamente. De ahí que la pregunta misma
d€¿qué es lo bello?, sea capciosa ya que apunta a una respuesta esen-
cialísta o a una definición especulativa, abstracta. No existe, cierta­
mente, lo bello en sí ni al margen de su relación con el hombre, sino

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I A \ Vlf l‘ »l 11 Míl S I» | AHP'I I l'/A jg|

romikimirt históricas, sociales y culiuralo dudas, Va hemos


'‘,'¡,1-,;t<(íi, una y olí» vez, que lo |>iniiir;« rupestre <lc Albimíra o
’l,,,,, ¿lijo del creyente medieval, sólo son bellos o comienzan a ser
((li toiiMíleiado*,, en determinadas condiciones liÍKE/irica^. Sólo cu
j l ¡r(( y di»,de ella:,, se lea atribuye la belleza que en oíros tiempos
(|0 '.<• Ir. atribuía.
Aluna bien, tam poco la premunía ¿qué c m t es bella?, premunía
ion la (pie al parecer se baja del cielo especuladvo a la lierra, nos
cmauiiiia a una respuesta adecuada, Ciertamente, se puede res­
pondo olalandn (jiic esto -—un cuadro, ana escultura o una sinío-
ni;, t <imio objetos concretos, singulares, empíricos, son bellos. Y
y* punir intentar explicar (pie lo son justamcnle porque poseen
, kno', aiiíbiitos com unes. Al atribuir a lo bello estos atribuios se
luí (Mtiido, es verdad, de ciertas earacierislieas comunes, pero al
(Ir,picado éstas de los objetos concretos, singulares y de la forma
cmiciria, singular, en que se dan, se lia caído en un nuevo esencia*
lición. Id empirismo atiende a lo singular; pero al transformarlo
cu general, a mi ve/,, desemboca también en el eseneialismo. De
r.ir modo una doble vía, la especulativa y la empírica, conducen
¡i un misino resultado: impedir (pie el concepto de lo bello se ajuste
¡il uummiciilo historien, real, de sus formas particulares o mani-
Ir.iaciones concretas.
¿I'acdc def inirse lo bello eludiendo el Itscila y Caribdis que hace
dr él ana esencia inim itable, al margen de la historia real, o una
jimiiilcslncióii concreta, particular, que se eleva a lo universal situán­
dose así también fuera deesa historia? Da pregunta está pidiendo una
íespuesta en donde la definición de lo bello sea universali/.ablc
sin ,ei abst i acia, esencialista, y que a su ve/, atienda a lo concreto sin
lomar una de sus form as — por ejemplo, lo bello clásico— como
universal. A mi m odo de ver, la respuesta que puede darse —la que
puede esquivar los dos escollos señalados— justamente por su ex­
cusión, por su universalidad, lia de ser forzosamente pobre. Y la
tespiiesla es ésta: llam arem os bello a un objeto que por su estruc-
tuia formal, gracias a la cual se inscribe en ella cierto significado,
produce un placer equilibrado o goce armonioso. Ahora bien, como
titilo placer o goce acom paña siempre a toda experiencia estética,
y no sólo a la de lo bello, nuestra respuesta no hace sino introducir
I ti matiz de una m ayor serenidad o un mayor equilibrio emocional
tu el efecto placentero o contemplación gozosa de todo lo estético,
bs indudable que una estructura formal, una apariencia sensible del
objeto en el que dominen los contrastes violemos, no contribuirán a

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182 INVITACIÓN A L A ESTÉTICA I

producir ese placer contenido, equilibrado. Pero esto no significa que ]


sólo un objeto armónico —en el sentido clásico— pueda producirlo. 1
Al caracterizar lo bello no podem os ir más allá sin tropezar con 1
los obstáculos señalados: la vacua abstracción de ras estéticasrífe^ j
tafísicas, que sacrifican ló concreto a lo abstracto, o la falsa con- j
creción de las estéticas clasicistas cju_é elevan lo co n creto —Jo bello ]
clásico de uña fase históricadeterm inada del arte^- a la condición dé' 5
jo je ito universal. Ciertamente con esto no se llega muy lejos, pero el ¡
irftento de iFmás'álIá puede llevarnos a una definición que se vuelva i
de espaldas a la historia y la realidad. Tenía razón el viejo Platón: “Lo :
bello es difícil” ; pero no nos librará de esta dificultad el esencialis- ¡
mo en que nos arrojan tanto la especulación como el empirismo.

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III. Las aventuras de lo feo

Al abordar la categoría estética de lo feo, la primera cuestión que


senos plantea es precisam ente la de j usti ficar.su carácter estético.
Cualquiera que sea el contenido que le atribuyam os,püedepre-
mnitarse: ¿cabe lo feo dentro de lo estético?; o más bien, ¿sería
lo indiferente estéticam ente, o la antítesis de lo bello, en cuyo caso
podría pensarse que queda fuera del universo y el comportamiento
estéticos? Pero, para responder a estas cuestiones, hay que plantearse
también estas otras: ¿qué tipo de objetos son esos que en determi­
nadas condiciones se consideran feos, y qué características asumen
al mostrarse como tales? Y, ¿en qué sentido la experiencia que vive
el sujeto al entrar en relación con ellos puede calificarse propia­
mente de estética? Sólo la respuesta a este conjunto de cuestiones
nos permitirá adentrarnos en el territorio de lo feo y perfilar sus
rasgos como categoría estética.

Lo feo y las relaciones del hom bre


con el mundo

Al tratar de esclarecer el lugar estético de lo feo y la experiencia pe­


culiar que vive el sujeto en la relación concreta, singular, con él —que
liemos llamado situación estética—, veamos en primer lugar, con
referencia a la categoría que ahora nos interesa, las relaciones bási­
cas del hombre con el m undo. Esto nos permitirá reconocer que,
no en cualquiera de esas relaciones atribuimos fealdad al objeto
que, en ella, suscita la experiencia correspondiente. Empecemos
por la relación teórico-cognoscitiva. Jgsjiyjdente.que.no.atribuimos
fealdad al objeto real de nuestro conocimiento, ni tampoco al objeto
Jcórieo (concepto, ley o hipótesis) que construimos para producir
M conocimiento. Al científico en cuanto tal no le interesa la bclle-
^ o fealdad del objeto o fenómeno que pretende explicar (para el
Mímico no existe la rosa “ bella** o el matorral “ feo” , que existen,
Cn cambio, para el contem plador o el poeta). Y lo mismo cabe de-

183

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184 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

cir de las proposiciones con las que articula la teoría necesaria para
conocer su objeto. Lo que busca con su práctica teórica es la verdad,
y lo que trata de descartar es justam ente lo contrario: el error o la
falsedad. Al ser enunciada una proposición o exponerse d&termi-
nada teoría, puede hablarse con respecto a la form a en que se enuncia
o expone una u otra, de su belleza o fealdad. Ciertamente, ésta "o
aquélla pueden darse en el texto científico, pero este ingrediente es­
tético de por sí no añade ni quita nada a su valor cognoscitivo. No
es verdadera una teoría por ser bella ni, al revés, es falsa porque
sea fea. Esto nos hace recordar que hay autores —como Ortega y
Gasset en sus textos filosóficos, o como Octavio Paz en sus ensayos
políticos— cuyas proposiciones, convertidas en metáforas, tienen
más valor estético que teórico, y que, por tanto, seducen más por
su belleza que por su verdad. Digamos de paso que fue justamente
esta capacidad de seducción, la que llevó a Platón a expulsar a los
poetas de su república ideal.
Vemos, pues, que lo feo no cabe, o al menos no necesariamente,
en la relación teórico-cognoscitiva con el objeto real ni en el objeto
teórico que se construye en ella para conocerlo. Tampoco puede
admitirse esta identificación si lo feo se entiende en un sentido distinto
al que tiene en esa relación; o sea, entendido como lo inauténtico que
oculta el verdadero origen y la naturaleza del objeto. Así, en el arte
una obra es falsa cuando, como producto de una falsificación, oculta
su origen, su verdadero productor, y aparece dotada de las mis­
mas cualidades de otro producto al que ella "falsifica. Pero de este
doble ocultamiento —de su origen y su naturaleza, ya que ésta, le­
jos de ser la original, es prestada o copiada— no se deduce que la
obra falsa, o falsificada, sea forzosamente fea.
De modo análogo, en las relaciones entre los hombres regidas
por los principios o valores morales de lo “ bueno” y lo “ malo” ,
lo feo no puede confundirse con el polo negativo de esas relacio­
nes. Cierto es que la Estética tradicional, particularmente la griega
(con Sócrates y Platón), combina lo bello y lo bueno (doctrina de
la kalokagathia) en un sentido ético, y que esa combinación se con­
vierte en Grecia en un ideal de vida. La palabra latina bellum (bello),
con la que en el Renacimiento se sustituye a lo que los romanos lla­
maron pulcrum y los griegos kalon , se origina según Tatarkiewicz
(Historia de seis ideas) “ en bonum , vía el diminituvo bonellum [que]
fue abreviado a bellu m ” . Ahora bien, la identificación de lo bueno
con lo bello y, a su vez, de lo malo con lo feo, sólo puede hacerse
a condición de ignorar la naturaleza propia, estética y moral, de los

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t.AS AVENTURAS DE LO FEO ¡85

j términos contrapuestos. Pero es indudable que históricamente, y


tto sólo en la A ntigüedad griega, ¡o feo se ha asociado frecuente­
mente con el mal y lo bello con el bien en sentido moral. Por ello,
en los relatos y leyendas del pasado así como en las historias de
amor del cine y la televisión en nuestros días, los personajes positi­
vos son bellos, y los m alvados (los “ malos” como se les conoce)
son feos. Por la mism a razón, en los cuentos infantiles, de hadas,
ya es consabido que las princesas que hacen el bien o sufren el mal,
son bellas, en tanto que las brujas, que encarnan la maldad, son
siempre feas.
Finalmente, en la relación práctico-utilitaria, regida por los valores
I opuestos de lo útil y lo inútil, de lo eficiente y lo ineficiente, no se
puede atribuir sin más —como ha pretendido en nuestra época cierta
estética utilitaria o funcionalista—, una dimensión estética positi­
va o negativa a uno u otro par. Ciertamente, aunque en nuestro
tiempo se ha logrado conjugar, con el diseño industrial, utilidad y
belleza, esto no perm ite concluir_que un objeto útil, eficiente, sea
forzosamente bello por su apariencia sensible. Sin dejar de ser eficien­
tes o funcionales, los primeros automóviles que salían de las fábricas
eran verdaderamente feos. Y asimismo, un objeto inútil que ya no
funciona, como los relojes de Pedro el Grande que forman parte
de la deslumbrante colección que se exhibe en los sótanos del Kremlin,
no deja de ser bello.

Im dimensión estética de lo fe o

Vemos, pues, que lo feo tiene una dimensión estética que.no.sejdcnti-


fica con otras dimensiones o valores negativos .(lo falso, lo malo, lo
inútil, lo ineficiente) con los que suele asociársele por su negativi-
dad. Calificar de feo un ser real (un auto desvencijado o un sapo)
no significa negarlo estéticam ente. Lo feo se da en un objeto que
por su forma es percibido estéticamente, aunque se note —sobre
todo cuando se trata de objetos reales— la ausencia o negación de la
belleza. Pero, com o sucede con otras cualidades estéticas, aunque
se trate de la experiencia singular que vive un sujeto en determi­
nada situación estética, lo feo sólo se da históricamente y, con el
fluir histórico, cam bia su contenido. No siempre lo que se ha con­
siderado feo en una época sobrevive como tal en otras. Difícil sería
encontrar hoy, por ejem plo, un visitante de Santiago de Compos-
¡ (España) que no quede cautivado por la belleza de esta dudad
I Medieval, al contem plar sus plazas de la Quintana y del Obradoi-

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narl hV
186 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

ro, las fachadas de la Plaza de la Azabachería y del Hostal de los


Reyes Católicos, así como su catedral y, especialmente en ella, su
Pórtico de la Gloria. Y sin embargo, un humanista del Renaci­
miento, Cosme de Médicis, después de visitarla y pasear su mirada
por sus más bellas expresiones arquitectónicas, urbanas y escultó­
ricas, describe la ciudad y la califica de “ fea” .
Ahora bien, cualquiera que sea el contenido que históricamente ^
se vierta en esta categoría, lo que ahora nos interesa subrayar es que
con ella se reconoce en ciertos objetos una dimensión específica
que reclama su percepción estética. Lo feo, en consecuencia,.™ )^
sinónimo de no-estético, o de indiferente (o a n e s t é t i c o ) desde el ^
punto de vista estético, como lo es —de acuerdo con lo que antes
hemos señalado— en las relaciones teórico-cognoscitiva, moral o
práctico-utilitaria. Lo feo.se da en la esfera de lo sensible (de la áis-
tH ésis ) y no en un estado de a n e s te s ia (en el sentido originario de
carente de sensibilidad). Como todo lo estético, se da en un objeto
concreto-sensible y en la experiencia de un sujeto al percibirlo sen­
siblemente. Por todo lo anterior, se justifica que nos ocupemos de
lo feo como una de las categorías estéticas.

Lo fe o en la realidad

Ancho es el territorio de lo feo. Y lo es, en primer lugar, en Ja_ ~


naturaleza. Un árbol carcomido, una fruta podrida, un campo pe­
lado, suscitan en nosotros, al ser percibidos, la experiencia estética
de lo feo. Igualmente la provocan ciertos animales: un sapo, una cuca­
racha, los gusanos. El cuerpo humano tanto en su conjunto como
en sus partes —rostro, nariz, ojos, manos, etcétera— puede ser
caracterizado —no siempre, por supuesto— como feo. Los seres
vivos, asimismo, cuando su vitalidad se halla mermada por la enfer­
medad o anulada por la muerte, tienden a suscitar la experiencia de
lo feo, incluso cuando con anterioridad a esa merma o anulación
provocaban la experiencia estética opuesta. Así, por ejemplo, el
caballo decrépito o el cadáver del pájaro más bello son feos. Pero
no sólo hallamos fealdad en esta naturaleza en sí, sino también en
la que ha sido trabajada por el hombre. El dominio humano sobre la
naturaleza, que se manifiesta históricamente en el desarrollo de
las fuerzas productivas, y con ello en la extensión de la naturaleza
humanizada, introduce también en ella, con su dominio, la fealdad.
¡Cuántos paisajes bellos han desaparecido al ser hollados o destrui­
dos por los hombres! El reconocimiento de este hecho no significa
L AS AVENTURAS DE LO FEO 187

, [U1yaque alim entar por contraste el mito romántico, roussonia-


una naturaleza salvaje, pura, que excluyera la fealdad do su
;,no. Pero lo cierto es que puede darse, como acabamos de ver, tamo
naturaleza tra b a ja d a p o r el hombre como en la naturaleza in­
v ad a —rom ánticam ente considerada bella— que cada vez se re­
corta más y más al am pliarse el dominio del hombre sobre ella.
A hora b ie n , junto a lo feo natural también encontramos en la
realidad la fe a ld a d d e los productos creados por el hombre, ya sean
objetos té c n ic o s o industriales, u objetos usuales de la vida cotidiana.
Ciertamente, en lo que se refiere a máquinas y mecanismos diversos su
producción t ie n e lugar con una finalidad técnica, funcional, y en
ntedio de la mayor indiferencia estética. Sólo en las máquinas o
m ecanism os que requieren un funcionamiento que permita usarlas
públicam ente (automóviles, refrigeradores, televisores, etcétera) se
toma en cuenta su apariencia exterior o sensible, lo cual obliga a
atender a ciertas exigencias estéticas. Pero no se trata de exigen­
cia; prioritarias, ya que sólo pueden presentarse cuando las técnicas o
funciones han sido resueltas en lo fundamental. De ahí que los pri­
meros automóviles fabricados nos parezcan tan feos en compara­
ción con lo s actuales. La disociación entre funcionalidad y belleza
se m a n tien e, aunque se responda perfectamente a las exigencias
técnicas. Así, por ejemplo, pocas máquinas hay tan perfectas como el
L u n ajod que el hombre puso en la luna, pero pocas tan feas para los
que tuvieron el privilegio de contemplarla. Una disociación semejante
encontramos en los productos industriales, destinados al consumo
masivo d e la población y que, con frecuencia, por su presentación
o asp ecto sensible, consideramos feos.
Ciertamente, no puede hacerse de la disociación kantiana de be­
lleza y utilidad una ley general. Las relaciones entre una y otra son
históricas y sociales. La misma razón —la de rentabilidad— que
llevó en tiempos pasados a la industria en la sociedad capitalista a
desdeñar la bella presentación de los productos, porque la aten­
ción a ella los hacía menos rentables, en nuestra época esa misma
exigencia económica obliga a los industriales a embellecerlos. Cier­
tamente, durante largo tiempo, en las primeras fases del desarrollo
industrial capitalista, no se tomaba en cuenta la bella presentación
del objeto ya que elevaba el costo de su producción, con lo cual se
abría un ancho espacio a lo feo en su fabricación, Pero hoy, la ne­
cesidad de comercializar el producto en el mercado en condiciones
más ventajosas, obliga a tom ar en cuenta ese coeficiente estético
cine en el producto constituye su bella presentación. Considerando

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n s r l hV
188 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

el producto desde el ángulo prioritario del valor de cambio, el in­


dustrial llega a la conclusión de quejojFeojio_se^yende,y que, por
tam o, no es rentable. De ahí la im portancia que cobra en nuestra
época el diseño industrial que, al proyectar la fabricación de un
producto', tom a en cuentaiio sólo las exigencias técnicas, económi­
cas y utilitarias, sino también la exigencia de una presentadónj^ue
sea atractiva sensiblemente; es decir, qué excluya lo que, por el
contrario, repele al consumidor: su fealdad.
Los productos industriales que caen en desuso, o que acaban
por perder su funcionalidad, son tam bién feos, incluso aquellos
que alguna vez fueron, por su apariencia sensible, bellos. Los dese­
chos industriales que atiborran los depósitos de basura, o los ce­
menterios de automóviles en las grandes ciudades testimonian la
fealdad de los productos desusados o desechados.
D urante los siglos que precedieron al nacim iento y desarrollo del
diseño industrial, la conjunción de utilidad y belleza se buscó sobre
todo en la artesanía. Pero aunque en ella se ha tendido, sobre todo
en el pasado, a descartar lo feo de lo útil, no siempre se ha logra­
do. La estrecha dependencia de los productos artesanales respecto
de su utilidad, así como la tosca y repetitiva producción tradicional
conforme a un modelo, conduce con frecuencia a que sus productos,
por su presentación, sean feos. Sólo un mito rom ántico y populista
puede hacer ver la artesanía como el reino propio de lo bello; aunque
no se puede negar la belleza que alcanzan los artículos artesanales,
sobre todo en países como España y México. En nuestros días la
artesanía tiende a dividirse en una artesanía corriente, masiva, que
en competencia desventajosa con la industria atiende a un.consumo
popular, y una artesanía fina, destinada a un consum o más elitista.
La primera se preocupa antejodo por la utilidad y bajo precio dejos
artículos, y secundariamente busca su bella presentación; la segun­
da se desentiende de su utilidad, y procura satisfacer sobre todcT
su consumo estético. En suma, sólo la idealización de la artesanía
como/árte popular, ignorando el consumo práctico-utilitario que,
en gran parte, fija el fin de su producción, puede ignorar la feal­
dad que en ella también se hace presente?
Por último, lo feo gana cada vez más amplios espacios en nuestros
centros urbanos a medida que estos crecen. A diferencia de las
bellas ciudades del pasado hechas a escala del hom bre que podía
caminar por ellas, como las de Venecia, Toledo, Praga, Leningrado,
G uanajuato o Santiago de Compostela, en las que desde hace si­
glos impera la belleza, las grandes urbes de nuestros días, con sus

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L A S AV E N T U R A S 1>|* LO LLO
189

construcciones caóticas y su publicidad agresiva, chillona, se han


convertido en verdaderas concentraciones de lo feo. Y cuando parte
tU>estas ciudades —como el centro histórico de la antigua Ciudad de
los Palacios— se salvan de este naufragio de lo bello, las colonias
marginadas o las ciudades perdidas que las rodean extienden en ellas
cada ve/, más la presencia de lo feo. Y no sólo se hace presente en
sus calles, fachadas c interiores de las casas, convertidas en sus cin-
mrones de miseria en auténticos tugurios, sino también en el rostro
y vestimenta de sus míseros y harapientos moradores. La miseria
física y espiritual siempre ha sido enemiga de la belleza; pero nun­
ca como en nuestra época, y particularmente en los países del Tercer
Mundo, ha generado tanta fealdad.
En conclusión, si coinparamjOs..clJugaLdeJo.fco en la realidad con
el que ocupan otras categorías, estéticas,. y especialmente la de lo
bello, veremos que llena una ancha franja tanto en la naturaleza
como en las concentraciones urbanas. Pero advertimos, asimismo,
que cuando se trata de productos humanos —como los de la indus­
tria, o las ciudades— la presencia de lo feo no puede ser disociada
de la realidad social en-que-se gcnera_y-se.cxpandc.

Lo feo en la A n tig ü ed a d griega

Si admitimos lo feo con su dimensión estética en esta realidad tan


diversa que es la naturaleza, la técnica, la industria y las concen­
traciones urbanas, ¿cabe admitir su existencia en la práctica estéti­
ca que, durante siglos, se ha considerado como “ arte bello” o, en
plural, desde el siglo x v in , como “ Bellas Artes” ?* ¿Hastaqué punto
la fealdad e s admisible o, más exactamente, ha sido admitida o re­
chazada en el arte? Una vez más, para responder no podemos dejar
de volver nuestra mirada contemporánea a la historia.
La sensibilidad estética que aflora en la Grecia clásica vive, como
hemos subrayado, bajo el imperio de lo bello. Y puesto que su arte
tiende a plasmarla, su polo opuesto, que eso es para el griego antiguo
lo feo, difícil cabida tiene en él. Y cuando es forzado a represen­
tarlo, lo hace idealizándolo; es decir, negándolo como tal o disolviendo
su sustancia real. Admitir lo feo en cuanto tal en el arte, constituiría

* L1 termino y el concepto “ Bellas Artes” fue introducido en 1747 por Charles Baiteux
(en ies beuux arta reduits ú un ¡neme principe). El sistema de las bellas arles incluía a seis:
Pintura, escultura, música, poesía, arquitectura y elocuencia. Fuera de él quedaban ios ofí-
eios manuales (las artesanías) y las ciencias.

h v ca m S c a n n e r
190 INVII ACIÓN A I A I S í (■ MCA

pitra el griego tina contradicción en los término,sfvu que el urteloemiá


he como bello. Pero para él lo leo no es sólo la antítesis de lo bella, Mn0
también —como ya seOalainos— de lo bueno en senlido monil; es el
lado oscuro, malo, de la vida que no liene derecho a ver la la/.. .
Va en La Muda un hombre es feo no sólo físicamente, porque upa.
rece con deicrmituulas cualidades corpóreas, sensibles, sino tnmhit'ii
por ciertos rasgos espiriiuales: cobardía, codicia, hipocresía, cité*
(era. O sea; es leo física y moralmcnle. Agreguemos a estoqueen
el poema de Homero befleza y fealdad lienen (ambién un cotilcru*
do social, de clase. Quien no es aristócrata, no puede scrjielk»,
La estética griega. centrada como su ar te en la belleza, apenas sí
tiene ojos partí lo Ico. Ya los pitagóricos habían formulado la oposi­
ción entre ambos conceptos en estos términos: “ lil orden y líi pro­
porción son bellos y útiles, mientras cpie el desorden y la lülla de
proporción son feos e inútiles.” Y en el dualismo platónico de lo
bello en si, ideal, y lo bello tic las cosas empíricas como aproxima­
ciones o sombras de la belleza ideal, es difícil encontrar un lugar pro-
pio para lo feo. Ciertamente, la admisión de cosas empíricas feas
tendría que hacer frente a una objeción análoga a la de Aristóteles
a la tesis platónica de la participación de las cosas empíricas en la
idea coi respondiente: lo empírico feo no participarla, por supuesto,
de lo bello ideal; pero entonces ¿en (pié sentido sería propiamente
leo? Sólo —cabe pensar— en la medida en que participara de lo feo
ideal. Vemos, pues, que lo feo no puede tener un asiento firme en
la Estética platónica, ya que ello le obligaría a adm itirlo como idea
con todos los atributos de los seres (pie pueblan ese reino ideal.
Ahora bien, con respecto al arle, Platón (en El sofista) se refiere
negativamente a lo feo como disonancia y discordia; os decir, por
cuanto que sus atributos son —como ya habían seflalatlo los pitagó­
ricos— opuestos a los de lo bello; armonía, consonancia, medida. Bn
consecuencia, la imitación artística no puede ser imitación délo
feo, sino de la belleza ideal de la que participan las cosas bellas em­
píricas. En consecuencia, lo feo pina Platón no puede tencrxabiifcu
en lo que —como el arte— es, por su naturaleza, bellos
Aristóteles, al rechazar la realidad del reino platónico de las ideas,
y fijar su atención en las cosas empíricas, reales, sitúa en un .plano,
mitológico el problema de lo feo. Admite en la realidad la c?mtenda
de seres feos —animales viles o cndiYveres— cuya Visión "de§agrttd¿
Y, sin emburgo, estos seres imitados o reproducidos con ia muyor
exactitud en_cl arte (pintura, escultura o poesía), (ejos.dcprovocar
desagrado, suscitan .placer. O dicho con sus propias palabras: “Aun

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LAS A VENTURAS DE LO FEO 191

/;is cosas que en la naturaleza no podríamos mirar sin asco, si ia ve­


nios en su reproducción artística, y particularmente cuando esas
^producciones son lo más realista posible, nos dan placer, como
por ejemplo lo s c u e r p o s de los a n im a le s más re p u g n a n te s, o ios ca­
dáveres” { P o é tic a ) .
A ristóteles se acerca así a una concepción de Ja fe a ld a d que tar­
dará siglos en ser aceptada. O sea: Ja c o n c e p c ió n de que no sólo las
cosas bellas en la realidad sino también la s fea s, pueden ser repre­
sentadas en el a r te , a condición de que lo sean en fo rm a creadora,
artísticamente. Vemos, pues, que no sólo a firm a en el pasaje antes
citado que lo feo puede ser representado, sino que su representación o
imitación, cuando es artística, produce un efecto placentero que se
distingue del efecto repulsivo —o asco— que provoca lo que es feo
en la realidad. Así pues, podemos decir que Aristóteles es el primero
—y durante siglos solitariamente— que da carta de ciudadanía es-
¡ tética a lo feo.
Varios siglos después de Aristóteles (en el siglo I de nuestra era),
ycontando ya con la experiencia de lo feo acumulada durante esos
siglos en el arte, Plutarco trata de explicar su presencia siguiendo
de cerca al filósofo griego. A juicio suyo (en D e a u d ie n c is p o e t is
¡li), lo feo (un lagarto o un mono) sigue siendo feo en el arte; es de­
cir, no se convierte en bello si se le representa adecuadamente, pero al
ser representado “ deleita con razón a causa de la inteligencia que
se requiere para obtener la semejanza” . De estejnodo,. lo feo,_es„
admirado en el_arte por 1a capacidad.de representarlo, de imitarlo.
En suma: de crear algo semejante a él.

Lo feo en la Edad M edia

En la Edad Media reaparece el dualismo platónico.dejo ideal y lo


real, entendido como cJuálísmo'de lo sobrenatural y lo natural,'cié
focelestial y lo terreno, de lo divino y lojiümánó. Y, cómóTñ'PIa-
tón, la belleza plena, perfecta, sólo se da en el primero de estos dos
mundos, como un atributo divino. La belleza terrena, en cambio,
siempre es limitada, transitoria, relativa. Y lo que muestra precisa­
mente sus límites y carácter transitorio y relativo, es justamente
la fealdad. Las danzas macabras en las que los muertos invitan a
bailar a los vivos, los retratos de viejos decrépitos, de enfermos e
Inválidos, las representaciones de cadáveres, calaveras y esqueletos
que pueblan el arte y la poesía medievales, los monstruos que ajustan
lentas a los pecadores; todo ello recuerda con su fealdad la na-

hw CamScanner
192 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

turaleza precaria, transitoria y engañosa de la belleza aquí en la


tierra. Lo feo existe, ciertamente, en la vida real y entra en el arte y
la literatura para mostrar que lo bello es só 1o rel^tivT>7í^árió7ya
que sólo la belleza divina es absoluta, plena y etemaTYTo feoTán&r
representado artísticamente, recuerda la transitonédad de lo bello,
asociada al pecado, la enfermedad, la decrepitud y la muerte, pn
suma,, lo feo en este mundo terreno es el limite de lo J?ell_Q. Así
pues, al ser representado adecuadamente no se convierte en bello,
pero permite comprender, desde la limitación que impone en este
mundo a la belleza terrena, dónde está Ja verdadera belleza.^e|iJ)jos,
Y, por esta vía, el arte al acoger lo feo muestra el rostro engañoso
de lo bello mundano, y permite así descubrir lo divinocom o lo ver-
daderamente bello...

Lo fe o en el Renacimiento

El Renacimiento, al poner al hombre en el centro de.suj/isiófl4el


mundo, altera radicalmente la relación medieval entre lo divino y -
lo humano: Dios se vuelve más humano, y el hombre, m ásjíivú¿
Este antropocentrismo determina, a su vez, la relación éntrelo bello
y lo feo en la conciencia estética renacentista. La belleza se desdivi­
niza, y se busca sobre todo en la naturaleza y el hombre, y el arte
sólo se justifica como arte bello. La búsqueda de la belleza,, tanto
en la realidad como en el arte, desplaza a ló feo del lugar que le ha-
bía reconocido la Edad Media, y fija con ello su destino en lacon-
ciencia estética que, con las perturbaciones manierista, barroca y
romántica, dominará en Occidente hasta el siglo XIX. En las obras
que encarnan ejemplarmente el ideal renacentista de lo bello (como
la escultura la C a n to n a de la catedral de Florencia, o los cuadros La
M a d o n n a d e l a l b a , de Rafael, o S a n ta A n a , la V ir g e n y e l n iñ o , de
Leonardo), no hay lugar para lo que carece de orden y proporción
como lo feo. Al aplicar la doctrina de la imitación, de raigambre clá­
sica, pero más cercana a Platón que a Aristóteles, el artista del Re-.
nacimiento sólo ve la belleza en lo que imita: la naturaleza o el
cuerpo humano. Pero lo que se imita no es ía naturaleza o los cuer­
pos como se presentan, en su apariencia sensible, sino idealizados.
Imitar es representar lo real según la idea de belleza; significa, por
tanto, desechar ló qué —cómo lo feo— la niega, y elegir, en cam­
bio, lo que se aproxima en la naturaleza o en los cuerpos humanos
a lo bello ideal. Por esto, León Bautista Alberti aconseja al artista
escoger las partes más bellas de sus modelos e integrarlas en un todo,

C r o n n o r l h\/ P o m C r o n n o r
LAS AVENTURAS DE LO FEO 193
I

ic tal manera que en su pintura se introduzca la menor fealdad


Cosible. Escoger lo m ejor de la naturaleza y los cuerpos significa,
L>>, desechar lo peor: sus partes feas. En suma, como la imitación
je lo sensible, de lo corpóreo, se halla guiada por la belleza —no en el
vencido divino medieval, sino en el platónico de lo bello ideal que se
manifiesta sensiblemente en la naturaleza y en los cuerpos— se des­
carta lo que hay de feo en sus manifestaciones concretas. Leonardo
ja Vinci, aunque fiel a la concepción'renacentista del arfe, atempera
sin embargo el idealismo que cierra sus puertas a lo feo. Ciertamente
admite que, puesto que la proporción perfecta no existe realmente, hay
que reconocer que no sólo existe lo bello en los cuerpos, sino también
lo feo como objeto de representación. Y él mismo lo prueba prácti­
ca, artísticamente, con su serie de caricaturas. Ahora bien, para la
conciencia estética occidental que se acoge, hasta bien entrado el
siglo xix, al paradigma renacentista de lo bello, la naturaleza o
el hombre deben ser representados según la belleza ideal, que es in­
compatible con la presencia de lo inarmónico, desproporcionado o
deforme; es decir, con lo feo.

Lo feo en los tie m p o s m odernos

En los tiempos modernos se dan ya algunos intentos de abrir paso


a la fealdad en el arte. Pero el modo de estar en él no deja de plantear
serios problemas al pensamiento estético, sobre todo tratándose
de artes que, por su propia naturaleza, son, o han de ser, b ella s.
Lessing, en el siglo x v m , es consciente de esta contradicción que
como hemos visto viene de lejos, y la resuelve categóricamente en
favor de uno de los términos con la consiguiente exclusión del
otro, al afirmar que “ la belleza es el fin del arte” (L a o c o o n te , cap.
v) y que, por tanto, lo feo no cabe en él. Como en la realidad, lo
feo desagrada en el arte; su representación, a diferencia de lo que
piensa Aristóteles, no lo redime. Kant, sin embargo, en las postri­
merías del mismo siglo, hará unTugaFa lo feo en el marco mismo
de lo bello, lo que —como acabamos de ver— es inadmisible para
Lessing. Y le asigna ese lugar al sostener que lo feo puede darse en
el arte cuando es bellamente representado: PeroTeifvefdad, ni con
Lessing ni con Kant lo feo se salva como tal, ya sea porque el pri­
mero lo excluye del arte, ya sea porque el segundo lo mantiene, pero
convertido en su opuesto; es decir, bellamente representado. Como
vemos, tanto uno como otro se quedan a la zaga de lo que Aris­
tóteles admitía veintitrés siglos antes.

nfid by C am S can n er
194 INVITACIÓN a la estética

L a e n tr a d a d e lo f e o en e l a r te

Ahora bien, lo que la Estética del xvm , aún prendida del paradigma
renacentista o neoclásico de lo bello, no podía admitir, se había abier­
to ya paso en la práctica artística del siglo anterior. Ciertamente,
en el siglo xvn la fealdad ya había entrado en el arte de la mano de
tres grandes pintores: Velázquez, Rembrandt y Ribera. Y entra con
su propio ser, sin convertirse en su opuesto: lo bello. Así entran
en sus cuadros los bufones, monstruos, mendigos, idiotas o borra­
chos de Velázquez; el buey desollado o la caza colgada de Rembrandt,
o los santos martirizados, los viejos decrépitos o la monstruosa mujer
barbada de Ribera. Lo feo como tal, con su realidad propia, está ahí
en la pintura de ellos para expresar cierta relación del hombre con el
mundo: una relación tensa, purulenta o desgarrada que no puede
expresarse con la serenidad y el equilibrio emocional de lo bello.
Lo feo, por tanto, no puede hacer patente ante nuestros ojos esa
relación embelleciéndose, o sea negándose a sí mismo, dejando de
ser propiamente feo. No puede darse, por consiguiente, como lo
bellamente representado, sino corno \o a r t í s t i c a m e n t e creado, que
eso es en definitiva lo que nos viene a decir el viejo Aristóteles.
Pero, no obstante el terreno estético conquistado para lo feo en
el siglo XVII, el imperio de lo bello —con el neoclasicismo y el roco­
có, así como con su forma degradada: el academicismo— aúnre^
sistirá algún tiempo, hasta que Goya y el romanticismo sacudan
'fuertemente sus cimientos. Lo feo irrumpe de nuevo, y ya no cede­
rá su empuje hasta adquirir carta de ciudadanía estética con el arte
contemporáneo.

L a r e b e lió n p r á c tic a d e lo f e o
y la s a l v a c i ó n t e ó r i c a d e l o b e l l o

Desde el siglo xix se cuestiona abiertamente la vinculación necesaria


entre arte y belleza, pero se trata de un cuestíou^m fento'quéllé^
a cabóTobre (odóTmás que los teóricos, los artistas. Ya vimos que,
desde el siglo xvn, Velázquez, Rembrandt y José Ribera arrancan
ya vastos territorios al imperio de lo bello al representar en sus cua­
dros personajes feos. Pero en la literatura también se abre paso lo
feo en el siglo xix, con el jorobado de Nuestra Señora, de Víctor
Hugo, el brutal Squeers de Dickens o el pervertido Svidrigailov de
Dostoicvsky. Y siguiendo esta roturación fea del campo estético
LAS A VUNTURAS DH LO I'LO 195

encontramos en el arte contemporáneo a Picasso, Rouauít, Oroz-


co, Dubuffct, Bacon o José Luis Cuevas. El arte contemporáneo, que
surge con las revoluciones artísticas desde finales del siglo xix con­
tra el arte académico burgués, es de hecho una rebelión contra la
belleza a la que se ha rendido culto desde la Antigüedad griega y,
sobre todo, desde el Renacimiento. Y al torcerle así el cuello al cisne
de bello plumaje —dicho con palabras de un poeta— en que se había
convertido el arte, lo feo asegura su consagración estética. Y la
asegura, siguiendo y extendiendo la brecha abierta ya en el siglo
xvii, en el imperio de lo bello, por Velázquez, Rembrandt y Ribe­
ra, a saber: con la presencia propia de lo feo y no disolviéndolo en
su bella representación. Ahora bien, lo que lo feo ha ganado prác­
ticamente en la creación artística, difícilmente es reconocido toda­
vía en el siglo xix, y aun en el XX, en el campo de la teoría.
Y así vemos como, pese a las aleccionadoras reflexiones de los
antiguos (Aristóteles y Plutarco) y a la experiencia artística acumu­
lada, sobre todo desde los grandes pintores ya mencionados y, par­
ticularmente, desde el romanticismo en el siglo XIX, los teóricos
que —como Solger, Rosenkranz, Schasler o Hartmann— se ocupan
específicamente de lo feo, siguen girando en torno a lo bello, en­
tendido además como lo bello clásico. De este modo, lo que lo feo
ha ganado prácticamente, en el arte y la literatura, lo pierde en el
terreno de la teoría. Ciertamente, al mantenerse la igualdad entre
arte y belleza, difícilmente puede reconocerse el derecho artístico a
la existencia artística de lo feo, o reconocerlo como una categoría
específica, propiamente estética. Pero veamos, aunque sea breve­
mente, cómo se trata de salvar teóricamente el imperio de lo bello
que, práctica, artísticamente, conoce la rebelión de lo feo.
Para Solger ( Vorlesungen iiberAesthetik , 1829) lo feo es lo opuesto
a lo bello, y como tal no puede entrar en el arte. Rosenkranz le dedica
toda una obra, Estética de la fealdad (Aesthetik des Hasslichen,
1853), y aunque considera también que lo feo es lo opuesto a lo bello
piensa, asimismo, que no se puede negar su presencia en el arte.
Pero, al ser introducida en él la fealdad real, ésta no debe ser em­
bellecida (ello sería un fraude), sino idealizada. Esta idealización
consistiría en tratar lo feo conforme a los principios de lo bello
que, para Rosenkranz, no son otros que los de lo bello clásico —armo­
nía, simetría, proporción—, acentuando a su vez sus rasgos carac­
terísticos y esenciales. Pero, como le objeta Bosanquet: “Cabe dudar
aun de si la fealdad según la definición del autor (negación positiva
de la belleza) puede someterse a la idealización por él descrita sin per­

, hu camScanner
196 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

der su carácter de fealdad y presentarse como belleza” (H isto ria d e


la E s té tic a ) . Max Schasler sigue moviéndose en el marco trazado
por los teóricos que acabamos de mencionar; la relación bipolar
belleza-fealdad. En su A e s t h e t i k (1886) propone la tesis de que la
fealdad entra en los diferentes grados o formas de belleza. Negán­
dola la hace posible, a su vez, como principio activo de ella. Fuera
de lo bello, sólo cae lo sublime y lo gracioso. Finalmente, en Eduard
von Hartmann, la aproximación de lo feo a lo bello se convierte
en una identificación que, en verdad, significa la absorción del pri­
mero por el segundo. “ La fealdad se justifica estéticamente en cuan­
to que es medio de concreción de la belleza” , afirma Hartmann. Y
Bosanquet interpreta esta tesis en el sentido de que “ en toda belleza
hay fealdad, pero no como fealdad, sino sólo en cuanto elemento
de la belleza” { H is to r ia d e la E s t é t i c a ). En suma, la fealdad es sólo
a p a r e n te o una especie de belleza inferior, relativa.
Vemos, pues, que para estos teóricos el estatuto de lo feo, a fuer­
za de querer salvar lo bello, no puede ser más endeble: o bien se le
niega el derecho a existir en el arte por ser la negación de lo bello
(entendido asimismo como lo bello clásico), o bien se acepta su
existencia pero absorbido por su opuesto. En suma, en ambos ca­
sos se hace depender su destino de la relación que guarda con lo
bello, así como de una concepción del arte que, como claramente
indica la expresión “ Bellas Artes” , se caracteriza ante todo como
producción de belleza.
Esta concepción que domina en la práctica artística desde el Re­
nacimiento hasta el siglo XIX, domina también en el pensamiento
estético correspondiente, de tal manera que apenas si, teórica o
prácticamente, queda un lugar propio a lo feo. No es casual que, en
nuestra época, Nikolai Hartmann en su voluminosa E s té tic a (1953)
no dedique un sólo párrafo a lo feo como categoría estética. La ex­
cepción en este punto sería Adorno, que reivindica (en su Teoría
e s té tic a ) la importancia de lo feo como categoría estética. También
él lo pone en relación con lo bello, como negación suya, pero con­
siderando —a diferencia de las tesis anteriores— que el arte “para
llegar a la plenitud, necesita de lo feo como negación” de lo bello.
Pero, a la vez, invierte la relación ya apuntada entre ambos térmi­
nos al considerar que “ lo bello ha brotado en lo feo” .
Sin embargo, el arte contemporáneo se ha preocupado menos que
la teoría por salvar a lo bello en esa relación. Hay en nuestra épo­
ca no ya la voluntad de producir una belleza que necesitaría de su
negación, sino la voluntad decidida y consciente de separar —como
LAS AVENTURAS DE LO FEO 197

abiertamente lo proclama el surrealismo— arte y belleza. Las puertas


quedan abiertas de par en par no simplemente para subrayar la ne­
gación de lo bello, sino su ausencia. No se trata de lo feo como
trampolín a lo bello, ni tam poco de lo feo embellecido por su forma
en el arte. Los seres humanos pintados por Rouault, Dubuffet, Bacon
o José Luis Cuevas son tan feos como el mundo real del que proce­
den. Lo feo no se desvanece o embellece al ser representado en
el arte. Lo feo real entra en el arte sin dejar de ser feo. Esa es la lección
que nos brindan los artistas que —como los citados— introducen,
exaltan o reivindican, la fealdad en sus obras. Pero como fealdad in­
troducida por Velázquez, Rembrandt, Ribera o Goya, no se trata de
la fealdad real, natural, que existe fuera del arte, sino de la produ­
cida, creada por el artista, que no necesita dejar de ser tal o dejarse
embellecer para ser propiamente fealdad artística —como la que
encontramos en la obra de los artistas que antes hemos nombra­
do—. Los que se escandalizan de la existencia de este “ arte feo”
que supuestamente degradaría al arte por su ausencia de belleza y
al ser humano que en él se ve asimismo degradado, debieran por
un lado cuestionar el mundo real, humano, en el que la fealdad se
asienta, y por otro, debieran felicitarse de que el arte, al ponerla
ame nuestros ojos, eleve nuestra conciencia de ella. Existe la fealdad
en el arte porque existe en el mundo real. Y no se trata de salvarla
embelleciéndola, sino de mostrarla con su condición propia. Ahora
bien, desde el momento en que entra en el arte ya no es una fealdad
inmediatamente real o natural, sino producida o creada.

El sujeto ante lo f e o
en la realidad y en el arte

La distinción de lo feo en la realidad y en el arte nos lleva a una última


cuestión: ¿cómo se comporta el sujeto en un caso y otro, es decir,
cómo vive la experiencia estética de lo feo ante dos mundos dis­
tintos: la realidad y el arte? Si esta experiencia tiene que ver con
objetos o seres reales como, por ejemplo, un sapo, un rostro pu­
rulento, un páramo o un auto desvencijado, la contemplación lejos
de atraernos o deleitarnos, suscita en nosotros una repulsa o insa­
tisfacción. No se trata sólo de que, como sujetos, nos encontramos a
cierta distancia del objeto para poder percibirlo estéticamente, sino de
una repulsión o rechazo que establece una categórica separación
entre sujeto y objeto. Lejos de sentirse afirmado, atraído o intere­

, camScanner
198 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

sado en su contemplación, el sujeto —molesto o asqueado— hu­


biera preferido no experimentarla o incluso suspenderla. El objeto
contemplado desagrada, repugna o duele; justamente lo opuesto al
efecto placentero que vive el sujeto en otras experiencias estéticas
en la vida real como las de lo bello, lo cómico o lo gracioso.
Ahora bien, el desagrado, la repugnancia o el asco se producen
cuando el sujeto se sitúa estéticamente ante el objeto real que en­
cuentra feo. Y la fealdad, ya lo hemos subrayado, es una categoría
estética. Esos efectos negativos no se producen, en cambio, cuan­
do el sujeto se relaciona con el objeto en ciertas situaciones no pro­
piamente estéticas. Así, por ejemplo, el médico que observa el
cuerpo maltrecho, herido o atacado por un mal de su paciente, no
lo ve ciertamente como un cuerpo f e o . Las categorías estéticas de
belleza o fealdad le son extrañas en su ejercicio profesional. De modo
semejante, para el ingeniero o el técnico lo que cuenta es la eficiencia
o la funcionalidad de la máquina o el mecanismo que observa, aun­
que se trate de una máquina tan horrorosa como el ya mencionado
L u n a jo d . También para el comerciante que vende al por mayor
una figura de plástico k its c h , no cuenta en modo alguno su apa­
riencia bellamente engañosa y, en realidad, fea. Tampoco cuenta
para el tratante en minerales para el que, como decía Marx, no
existe la belleza del mineral. En todos estos casos, la contemplación
del objeto se guía por un fin exterior y es, por tanto, forzosamente
instrumental, razón por la cual no provoca el desagrado o efecto
negativo que produce en el sujeto cuando se relaciona con el obje­
to real en una situación estética.
Ahora bien, ¿cómo se da la experiencia estética de lo feo cuando
se trata de una obra artística, es decir cuando lo feo es represen­
tado en el arte? Pensemos en los rostros monstruosos, los cuerpos
flacos y deformes o masacrados, así como en los animales desollados
que Lucas Cranach, Goya, Picasso o Rembrandt nos muestran en
algunos de sus cuadros. Podemos contemplarlos guiados sobre todo
por lo que en ellos se representa, perdiendo de vista que no se trata de
una duplicación de la fealdad natural, real, sino de la que ha sido pro­
ducida o creada por el artista. Precisemos más nuestros ejemplos y
tomemos el de E l b u e y d e s o lla d o de Rembrandt (Museo del Louvre).
¿Produce placer o desagrado su contemplación? Ciertamente, el
buey desollado real al ser contemplado sólo puede producir un
efecto negativo. Sin embargo, al ser representado este objeto in­
grato, innoble, se ha convertido, gracias a la forma sensible que el
pintor ha impuesto a la materia, gracias a sus efectos de luz, y a su

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I AS M I N U lliA S n í- 1 O Mí) m
.tl|()i cantuso, cu un objeto grato y n o b le q u e place c o n te m p la rlo .
¡ s cierto que .'líj’mVn puede contemplar el buey represenu u lo co m o
mNl- i/aiasv del buey real, ileienicmlo.se .sobre lodo en su fealdad,
¡meado el cundió en un doble o copia del animal desollado en
h u'.ilidad, y (amo más cimillo más fielmente se lepresenie. Tan
iuIiiu’ihc que, al descartar en su contemplación lo que no está pro*
puniente en id animal al ser represen fado —su forma sensible con
mis (iiei’os de color y de luz así como el significado inherente a esa
ioí uta el sujeio se comporta ante lo feo representado como si
oiuvieia ame !o feo real. Y de ahí que su reacción ante E l b u e y
ih 'so lh u lo , cu este caso, sea la misma ¿pie la ¿pie le produciría la
ouiieuiplaeión de un buey desollado real. lis decir, una reacción
detlisiMisio, tic insatisfacción; una reacción natural, espontánea,
M'iik jaine a la que produciría el objeto real. Nada tiene (pie ver esta
micción con el placer ¿pie produce la contemplación del objeto
üiiisik'o, el cuadro de Rembrandt; placer vinculado a través de la
IHuvptióii tle su forma, de su configuración sensible, de la creati-
vid.ul <|iu* existe en semejante obra. Cuadros como E l b o b o d e C o ria ,
ilr Velá/ipiez, o I .o s tn a s a c r e s d e C o r e a , de Picasso, nos llevarían
tu misma conclusión. A diferencia de la contemplación del bobo
mi!, o de una masacre efectiva, el sujeto experimenta en la sitúa*
dóii ronespondienie, cierto placer. Y no es (pie en todos estos ea-
sns la lealilad del buey, del bobo o de la masacre, se baya ocul­
t o , idealizado o embellecido. Nada de esto. La fealdad está en los
rundios, pero no como simple copia de la real y electiva, sino como
lenidad creada. Y justamente por ello puede producir satisfacción,
Vno la repugnancia, la insatisfacción o el dolor que el objeto re-
P'rsuitudo provocaría en la vida real. Y cuando este oléelo último
M‘pmduec ante el-cuadro (de Velázquez, Rembrandt o Picasso), ello
l!|dica que el sujeto y el objeto correspondientes no so encuentran
1,1 una situación estética.
l a conclusión final a que llegamos es que lo feo como categoría
'bélica podemos descubrirlo tanto en la realidad como en el arte.
igualmente feos los objetos reales —el buey desollado, el bobo
,l;‘l o los coreanos masacrados— que los objetos representados
111leudos por Rembrandt, Vclázquez o Picasso. Sin embargo, al ser
^ ‘templados producen efectos no sólo distintos sino opuestos.
l-‘10 esta distinción u oposición no contradice la naturaleza estética
L,),ním de lo feo tanto en la realidad como en el arte.

Rnanned bV Cam Scanner


IV. Lo sublime

La palabra sublime procede del latín s u b lim is , término emparenta­


do con el verbo s u b l e v o , levantar, alzar del suelo. Con su significado
habitual designa algo, excelso, eminente o sumamente elevado, y_se
aplica tanto a ciertos fenómenos naturales como a determinadas
acciones jm mahás'. E n estFséñ tifió, son sublimes tin hufácánTuña
cascada, el cielo estrellado o el inmenso desierto, así como el com­
portamiento de los hombres que arriesgan o sacrifican su vida por
una noble causa.

La d i m e n s i ó n h u m a n a d e l o s u b l i m e

Lo sublime se halla siempre en cierta relación con el hombre. Cuando


se trata de lo sublime natural —el mar embravecido o ía terrífica
tempestad—, nos sentimos sobrecogidos o amenazados por algo
que, dado su poder y su grandiosidad,lejmpjmejmtejiuestra pre­
cariedad y limitación. Cuando se trata de acciones humanas, su
sublimidad suscita un sentimiento de admiración ante un poder„que
rebasa las limitaciones de la existencia normal, cotidiana. En lo
sublime el hombre se eleva’,’desde su precariedad y limitación, ante
la magnitud de lo negativo: el terror, lo horrible o la muerte. Lo
sublime natural no^existe en sí y por si, sino en relación con el hombre^
a! que, ¿nün’primér’momenTo',’sobrecoge o espanta y que después
se eleva y sobrepone a su terror o espanto. Tiene pues, una di-
niensión humana. Sólo existe poreLhombre y para^rhombre, y,
por'ello, como fenómeno físico, naturiLacfquiere la condición de
un fenómeno humano o humanizado. Pero lo sublime, tanto en la
naturaleza como en las acciones humanas, suscita efectos de signos
opuestos que tienen que ver con su naturaleza estética o no estética.
Cuando el terror que provoca un huracán o una tempestad, ano­
nada al hombre y hace imposible la distancia con respecto a él, que
es consustancial —como ya sabemos— de la contemplación, no
Podemos hablar propiamente de lo sublime, y menos aún en sentido

201

hv CamScanner
202 INVITACION A LA ESTÉTICA

estético. No hay propiamente sublimidad, porque el objeto es todo y


el sujeto nada; aquél absorbe, devora a éste. Cuando el sujeto, sin
dejar de sentirse sobrecogido ante lo grandioso o lo terrible, se
afirma sin dejarse anonadar, puede hablarse propiamente de lo
sublime con una dimensión estética. Esta la adquiere en una reía*
ción sujeto-objeto en la que el primero, lejos de verse abrumado,
devorado o absorbido por el objeto, puede hallarse a cierta distancia
psíquica de él, o sea, contemplarlo. Entonces el sujeto forma c.Qfl
el objeto una situación estética; es decir, puede transformar el sobre­
cogimiento, terror o asombro que experimenta anteja grandi.Qsi3aí^
del objeto, no sólo en simple contemplación sino en contemplación^
gozosa. Y ésta sólo puede darse cuando, situados a la necesaria dis­
tancia del objeto grandioso, amenazador o terrible, éste no nos
amenaza o anonada con su presencia.

Lo sublime en el arte
Ahorajbien, la esfera propia de lo sublime estético se halla no
tanto en la naturaleza y la vida real, como en ej arte. Es aquí donde__
más plenamente se pone de manifiesto. Nos_eleva,s¿tíre nuestros pro­
pios límites, nos arrebata por su grandiosidad o infinitud^nos estreme­
ce; y todo ello sin que esa elevación, arrebato-o estremecimiento-
nos funda con el objeto, borre la distancia necesaria que, desde
nuestra afirmación y autonomía con respecto a él^permite su con­
templación gozosa. Así se da lo sublime, en la situación estética
correspondiente: ante las catedrales de Reims o Colonia, la cúpula de
San Pedro en Roma, las pirámides de Egipto, los retratos del Rem-
brandt tardío, el mural El hombre en llamas, de José Clemente
Orozco, una gran misa de Bach o la Oda a la Alegría de la Novena
Sinfonía de Beethoven.
En la naturaleza y en la vida real lo sublime se hace presente. En
la pintura se representa, y en las artes no figurativas, como la ar­
quitectura y la música, se evoca el sentimiento de lo sublime sin
necesidad de su representación.

Lo sublime como categoría estética


Como categoría estética, lo sublime no es —como piensan los este­
tas contenidistas— la categoría suprema porque se asocia a la idea
de infinitud y grandeza (divinas o humanas). Tampoco se trata,

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LO SUBLIME 203
por el contrario, de una categoría que haya que olvidar porque en
¡a sociedad contem poránea, consumisía, enajenada, haya dejado
de estar presente en la vida real y expresada en el arte, aunque re-
cientemente —en la peculiar reacción del posmodernismo frente a
ja modernidad burguesa— se tiende a reivindicar lo sublime. No
estamos finalm ente ante una categoría que, dadas sus relaciones
con otras, como lo bello y lo trágico, se desdibuje haciendo impo­
sible su definición. Ciertam ente, lo sublime tiene rasgos como los
va mencionados, que no dejan que se disuelva en otras categorías
estéticas; aunque com o dice el proverbio al afirmar que “ de lo su­
blime a lo ridículo no hay más que un paso” , no puede descartarse
el riesgo de que se disuelva en otra.

Lo s u b l i m e e n e l p e n s a m i e n t o e s t é t i c o :
de L o n g i n o a A dorn o

De lo sublime se han ocupado, sobre todo a lo largo de la historia


del pensamiento estético, el seudo Longino en el siglo I de nuestra
era, Edmuna Burke y Kant en el siglo xvm y Hegeí en el siglo xtx.
En nuestra época, aunque como ya señalamos no despierta el mismo
interés que en el pasado, se detiene en él Nikolai Hartmann y da
lugar a reflexiones agudas de Adorno.
El primer trat_amiento^de_esta categoría, est.ética.lo encontramos
en el escrito Sobre lo sublime, atribuido a Longino. La sublimidad
tiene que ver en él con la elevación o'grandeza del alm a/tTnoes~
más que —dice— el eco de un alma gránele7’), pero referida a l a e í
celencia o eminencia_delJenguaje, o al estilo noble y elévádqTXei
se opone, pomo lo seudosublime, el estilo fríoj ampuloso o alambi­
cado. El autor establece cinco causas o fuentes de lo sublime^ pero
no llega a caracterizarlo más allá de ciertas cualidades del discurso
o lenguaje, o de su correspondencia con los sentimientos nobles y
elevados. En rigor, el término “ sublime” habrá de esperar diecisiete
siglos para ser incorporado al pensamiento estético. Esto sucederá
con la traducción de Boileau del escrito de Longino (Traité du
sublime et du m erveilleux), acompañada de algunas reflexiones su­
yas sobre el texto original. En ellas Boileau suscribe la definición
de Longino de lo sublim e, que él traduce como “ cierta fuerza del
discurso para elevar y seducir el alma” .
En verdad, el prim er estudio sistemático x a /o n d o de lo sublime
como rntggprja e-sfétieg y, por tanto, no ya como simple asunto de
estilo o lenguaje, lo hallamos en la obra del inglés Edmund Burke,

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nnnrl hV
204 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo


sublime y^delo bello ( 1757). La investigación de Burke rebasadeT
trecho campo en que Longino había situado a lo sublime. Es más
extensa y profunda; hace referencia al placer especialxjue^JXQxoca
lo sublime* cuestión no abordada por Longino, y se ocupa sobreiodc)^
de sus fuentes o causas. “ Todo lo que es de algún modo terrible
—afirma Burke—, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de
modo análogo al terror, es fuente de lo sublime.” Es decir, “ produce
la emoción más fuerte’* que el sujeto puede sentir. Burke busca por
tanto, las fuentes de lo sublime en todo aquello que provoca te­
mor, asombro u horror. Y entre esas fuentes enumeraJas^iguiea--
tes: la oscuridad no sólo en sentido físico sino intelectual; tanto la
noche como la ignorancia de las cosas y la incertidumbre y confú-
sión son fuente de lo sublime: la noche al provocar el terrona Jo
desconocido; la oscuridad mental al dar lugar a la-confusión^_
El poder que se atribuye a una fuerza terrible o el que va unido a
la representación de Dios, es también fuente de lo sublime: “ el poder
—dice Burke— extrae su sublimidad del terror que generalmente
lo acompaña.” Igualmente, la privación o carencia, incluyendo en
ella, junto con la oscuridad, el vacío, la soledad y el silencio, son fuen­
tes de lo sublime. Finalmente, también lo son la vastedad o grande­
za de dimensiones, la idea de infinito, la magnificencia o “gran
profusión de cosas” como el cielo estrellado, que “ excita una idea
de grandeza” . Anticipándose a Kant, Burke distingue lo sublimejde-
lo bello, tanto por lo que toca al objeto en quej>e d a ja sidjlhm-
dad como al efecto que produce en el sujeto. Los objetos sublimes
son oscuros y de grandes dimensiones; los bellos son claros, lige­
ros, delicados, y relativamente pequeños. Lo sublime y lo bello,
producen, asimismo, efectos disrintos: lo bel 1cTagYacfaLoIsúscíta^
placer (pleausure)\ jo sublime produce un placer relativo o dolor
moderado, que Burke designa en inglés con la palabra delight,
deleite. Este deleite se nutre a la vez de placer y dolor, y Burke lo
explica en estos términos: “ Si el dolor y el terror se modifican de
tal manera que no son realmente nocivos. . . son capaces de pro­
ducir deleite; no placer sino una especie de horror delicioso, una
especie de tranquilidad con un matiz de terror que, por su perte­
nencia a la autoconservación, es una de las pasiones más fuertes de
todas. Su objeto es lo sublime.”
En su Crítica del juicio, Kant contrapone lo bello y lo sublimeen
términos semejantes a los de Burke: “ Lo bello en JáJiaturaleza.se'*
refiere a la forma del objeto que consiste en su limitación.Lotif"

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LO SUBLIME 205
hlinie, al contrarío, puede encontrarse en un objeto sin forma en
palito en él, u ocasionado por él, es representada Himitación.” Y
¡:am se halla asimismo cerca de las diferencias que establece Burke,
.Jando dice: “ Lo su b lim ed eb e ser siempre grande; lo bello, pe­
queño. . . La soledad pro fu n d a es sublime.^ TUña'gran altura es
sublime, tanto com o una gran profundidad. . . Una larga dura­
ción es sublime. . {Lo bello y lo sublime). Así pues, mientras lo
bello se vincula a un objeto Jim itado, pequeHoHo sublime queda
ligado a un objeto sin form a, grande o'ilimitacjoT Difefente es tam­
bién el efecto que lo bello y lo sublime prodücéifen nosotros; mientras
lo bello provoca un placer positivo, lo sublime suscita en el con­
templador más bien una admiración y un respeto que pueden consi­
derarse más propiam ente negativos (Crítica del juicio).
A diferencia de Burke, Kant no piensa que lo horrible;j?hemor,
puedan dar lugar a una experiencia estética como la de lo sublime
(“Así no se puede llam ar sublime al amplio océano en irritada tor-'
menta” ), aunque sí produce esa experiencia la idea que suscita su
representación. La base de lo sublime no está, por tanto, fuera de
nosotros, en la naturaleza', sino en nosotros:" “ en el modo de pensar
que pone sublimidad en fa fé'présentáción de aquélla” {Crítica del
juicio). Por ello, aunqiié'lá "naturaleza, grande por"su fuerza y su
poder inconmensurable, parece afirmarse ante nuestra libertad, el
hombre empequeñecido ante esa fuerza y ese poder, no se doblega;
resiste y se eleva com o ser libre por encima de ella. Por esta razón,
el hombre subyugado por el terror o el temor, al no poderse elevar
con sus ideas sobre la naturaleza, no puede tenerla experiencia de
lo sublime.
Veamos con qué plasticidad presenta Kant las cosas que parecen
aplastar al hombre y que, sin embargo, despiertan en él la experien­
cia de lo sublime: “ Rocas audazm ente colgadas y, por decirlo así,
amenazadoras, nubes de torm entas que se amontonan en el cielo y
seadelantan con rayos y truenos, volcanes con iodo su poder devasta­
dor, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin
límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río podero­
so, etcétera. . . reducen nuestra facultad a una insignificante pe­
quenez, com parada con su fuerza.” Y, sin embargo, no obstante
nuestra pequeñez, nos sentimos superiores ante lo terrible. La
asunción de esta superioridad, disipa el temor u horror y produce
Placer: el placer de sentirse superior a la naturaleza. O dicho con
las propias palabras de K ant: . . La naturaleza, en nuestro jui­
cio estético, no es juzgada sublime porque provoque temor, sino

Ca m Scanner
bV
206 INVITACIÓN A LA LSTÚTICA

porque excita en nosotros nuestra fuerza (que no es naturaleza) para


que consideremos como pequeño aquello que nos preocupa (bienes;
salud, vida) y así no consideramos la fuerza de aquélla (a la cual, en lo
que toca a esas cosas, estamos sometidos), para nosotros y nuestra
personalidad, como un poder ante el cual tendríam os que inclinar­
nos si se tratase de nuestros más elevados principios y de su afirma­
ción o abandono. Así pues, la naturaleza se llama aquí sublime
porque eleva la imaginación a la exposición de aquellos casos en los
cuales el espíritu puede hacerse sensible a la propia sublimidad de su de­
terminación, incluso por encima de la naturaleza” (Crítica del juicio).
En definitiva, lo sublime para Kant no está en la n atu ra les jsino en
nuestro'espíriiu “ en tanto que podemos tener conciencia de nuestraju-
perioridad sobre la naturaleza en nosotros, sobre nuestra propia
naturaleza y, de este modo, sobre la naturaleza'Tuerá'de nosotros"T
Pero esta superioridad —puntualicemos una vez más poFñuesfra
cuenta— sólo puede mantenerse en cuanto que, liberados del temor
o el horror, nos encontramos a la necesaria distancia del objeto para
poder contemplarlo.
Hegel busca lo sublime ante todo en el arte. También como en el
caso de lo bello, su concepción de lo sublime es tributaria de su
doctrina metafísica del arte como manifestación sensible de la idea, o
como modo de hacerse sensible —y por esta vía autoconocerse— el
Espíritu Absoluto (los otros dos modos de autoconocimiento son la
religión y la filosofía). Las formas de manifestarse la idea en lo
sensible, o de aparecer sensiblemente la idea en el arte, da lugar
históricamente a tres momentos de su devenir: el arte simbólico, el
arte clásico y el arte romántico. En estas formas históricas, predo­
minan sucesivamente las categorías estéticas de lo sublime, lo bello y
la ironía. En el arte simbólico del antiguo oriente, la idea que se
manifiesta sensiblemente en él es abstracta, infinita e indeterminada
y, por tanto, no es adecuada a su forma. El contenjdodel arte (la^.
jdea) no constituye una unidad con su forma simbólica y es, por
consiguiente, exterior a ella. La categoría estética quexige.en elTarte^
antiguo oriental es para Hegel la de lo sublime, justamente porja
inadecuación de idea y forma. Lo sublime en este arte simbólico
consiste precisamente en su intento de representar la idea, lo infinito,
sin encontrar la forma adecuada para esta representación. Y, desde
el punto de vista humano, según Hegel: “ La sublimidad implica
por parte del hombre el sentimiento de su propia finitud y de su in­
superable alejamiento de Dios.”
Teniendo presente sobre todo la concepción kantiana de lo subir-
LO SUBLIME 207

lCv procurando distanciarse de ella, un filósofo contemporáneo,


sikolai H artm ann, traza j e n _ s u . j l e
\0 su b lim e” , los siguientes: ^Isu^separación de lo trascendental y
absoluto (Dios) y su aceptación en lo naturaí y humano; ¿fsu sepa­
ración de lo cuan lita n yo.y. c) d é lo abru mador, terrible y ¡o catas­
trófico, que si bien pueden existir no constituyen su esencia; el) su
¡undamentación no en un “ disvalor” (lo “ desmedido” , lo “ inútil^
¿cólera, y en el displacer correspondiente), sino enjmyajorqueestáen
el objeto en la m edida en que e^exp^nm ent ado J p or el sujeto) como
“ lo gran d e y su p erior en genera l” . Pero lo sublime estético solcTS?
presenta cuando de “ este vuelco del corazón” hacia lo “ grande”
se hace u n a r e la c ió n d e distancia y contemplación.
A h o ra b ie n ¿qué g randeza hum ana tiene presente Hartmann en
este “vuelco” hacia lo g ran d e que, al ser contemplado, se presenta
como lo sublime estético? ¿A caso la grandeza afirmativa de Romeo y
Julieta en el am or, o la destructiva de Macbeth en la ambición y el
afán de poder? ¿O tal vez es la grandeza del mal? Y la respuesta de
H artm a n n , teniendo presente sobre todo los ejemplos anteriores,
es que “ lo malo en e l hom bre no es lo sublime” , pues: “ Lo sublime es
más bien la grandeza h um ana com o tal aunque se emplee para el mal. ”
V eam os, finalm ente, .cóm o-concibe la,sublim eom jeórico de
nuestros días tan orig ín ate, incisivo como Theodor Adorno. En las
breves p á g in a s qué le dedica qn su Teoría estética (obra postuma,
publicada en 1970), m ás que un concepto de lolublim e lo que nos
ofrece es una revelación d e jo que subyace.aJo sublime de Kant, y.
una fija c ió n de sus lím ites. Em prim er lugar, señala como una limi-
[ación d e ja concepción k an tian a ej haberlo reseryad.Q.a la natura­
leza. E s ta idea d é lo sublim é'Yiatural tiene su fuente, a juicio de
'A dorno, en el co n cep to ilu strad o de naturaleza que contribuirá, a
iu vez, “ a la invasión del arte por lo sublime” . Y agrega: “ Lo su­
blime d e b ía ser la g ran d eza del hom bre como espírfTufqüe domina
fe n a tu ra le z a .” P ero, ¿qué sucede “ si, por el contrario, es el espíritu
t e n s e , ve reco n d u cid o a su m edida de naturaleza” ? Lo sublime
A' convierte en to n ces en figura, cóm ica, o converge-cancel juego,
'l'o r nuestra cu en ta, p o d ríam o s preguntar también: ¿qué sucede si
C'J dominio del h o m b re so b re la nat uraleza, en Ja forma destructiva
asume hoy, p o n e de m anifiesto su bajeza? Lo sublime resulta
Gonces trágico). C o m o vem os, A dorno pone a jo sublime en cier-
,a relación, que es históT ica,,enjre
Jalóse contrapone a una .cojacepción qiiet porJgiiorar ese .carácter
festórico,.resuTtalí'Ia postre especu]atiya,j:omo en el caso de Kant.

C am Scanner
hV
208 INVII AC IÓN A I.A HSTÉTICA

Adorno desmitifica así lo estéticamente sublime en Kant —lo que


hay de ahistórico en el— al ponerlo en relación con lo humano con­
creto. Pero, a su vez, la exaltación de la grandeza hum ana que está
en la entraña de lo sublime, puede tener en Kant un trasfondo ideo­
lógico. O, como dice Adorno: . . Al haber situado lo sublime
en la grandeza avasalladora, en la antitesis entre poder y debilidad,
(Kant) afirmó su clara complicidad con el poder y el dominio.” Y,
sin embargo, como si quisiera rectificar de raíz tan abrupto reproche
a Kant, dice unas líneas más adelante: ” . . . Con pleno derecho, de­
finió el concepto de lo sublime por la resistencia del espíritu frente al
poder desatado.” Con todo, le hace dos objeciones más: la primera
es haber limitado lo sublime a la naturaleza, no al arte, cuando
ya en su época “ aceptó el ideal de lo sublime, Beethoven más que
ninguno” ; la segunda es haber puesto el sentimiento de lo sublime, a
diferencia de los jóvenes de su tiempo, más en lo moral que en lo ar­
tístico. Pero, esto sería consecuente, a nuestro juicio, con lo que
agudamente y con un carácter más general, el propio A dorno repro­
cha a Kant, “ escribir una gran estética sin entender nada de arte” . En
rigor, más que ofrecernos un concepto de lo sublime, Adorno se li­
mita a ponernos en guardia, al relacionar lo sublime con la historia
y la realidad, contra su concepto especulativo, kantiano. Y esta
advertencia no podemos dejar de tomarla en cuenta, al recapitular
ahora nuestras ideas acerca de lo sublime.

R eflexión fin a l sobre


lo sublim e
*

A nuestro modo de ver, en las concepciones expuestas se aportan


elementos básicos para una caracterización de esta categoría estética.
Como hemos visto, el scntimiento.de lo sublime„se_despierta en
la relación entre la grandiosidad e infinitud de un fenómeno y las
limitadas fuerzas humanas, o cuando éstas alcanzan un poder que
sobrepasa desmesuradamente lo cotidiano o.normal. En la natura-'
leza, su poder desmesurado amenaza con aplastar al hombre. Pero,
donde hay aplastamiento, ya no estamos ante lo sublime sino ante
lo trágico. Lo sublime es lo desmedido en la naturaleza y la vida
humana. En ambos casos, elJiQmbre_se.eleva,,.subleva.a¿ublima.al
desplegar sus fuerzas. Lo sublime natural.es, por un Jado,.expre­
sión de un poder que el hombre no ha logrado.dominar.aún+.pero
que al mismo tiempo le da conciencia del suyo propio.^ En suma,

Qoonnarl Kv/ Pom Q ran n or


LO SUBLIME 209

c\ s e n tim ie n to de lo siiblin^desjp^erta en el hombre, frente a las


fuerzas nal u rales y 'sociales, su'con fianza crrlas fiférFa^ propias,
presenta, pues, u n a doble faz, objetiva y subjetiva: el fenómeno
natural que se le im pone con su poder físico, material, lejos dedo-
plegarle, le hace sentirse superior.
Vemos, pues, que lo sublim e tiene que ver con el poder en la na­
turaleza y la vida real. P ero vemos también que no es propiamente
sublime mientras el hom bre no hacesentirsu poder, afirmándoseeomo
ser libre ante las fuerzas naturales, o humanas, que le amenazan
o sobrecogen. El h o m b re aterrorizado no puede experimentar el
sentimiento de lo sublim e. Y lo que lo despierta no es tanto el ca­
rácter terrible o terrífico del fenómeno, el poder avasallador que
despliega, sino la actitud libre, positiva, del sujeto ante él. Por
ello, no se puede suscribir, sin matizarla, es decir sin humanizarla,
la afirmación de B urke acerca del terror como fuente de lo subli­
me. Lo que da a la experiencia de lo sublime su carácter propio es
el modo com o el sujeto se enfrenta al fenómeno que Burke consi­
dera su fuente. El te rro r de por sí paraliza al sujeto y, con él, a su
semimiemo de lo sublim e. El mismo fenómeno terrible puede te­
ner, por tan to , efectos diversos; por ejemplo: aterrorizar, en cuyo
caso no hay tal sentim iento, o producir asombro o admiración, en
cuyo caso el efecto será deleitoso, o relativamente placentero. Pero
este efecto sólo se d ará si el sujeto se siente liberado del terror u
horror, es decir, si no se siente directamente amenazado por él.-
En suma, d sujeto riene.que hallarse a cierta distancia del fenóme­
no terrífico u h o rro ro so para que pueda'contemplárlo yfdéspeHar.elL
él el sentim iento de lo sublim e. Y en esto consiste precisamente lo
sublime conió categoría"estética'.'"N o se trata sólo de subrayar,
como hace K ant, la afirm ación dél sujeto como espíritu frente a la
naturaleza, sino de subrayar también —como lo subraya Hartmann—
que esta afirm ación sólo se da en la contemplación. Y mientras el sujeto
no puede co n tem p la rla p o rq u e le aterroriza o anonada, es decir,
mientras no puede m antenerse a cierta distancia —la que le permite
sentirse libre y no en cad e n ad o a ella—, no puede hablarse propia­
mente de lo sublim e estético.
Con respecto a la concepción de Kant, hay que asumir el reproche
que le hace A d o rn o de lim itarlo a la naturaleza, aunque conviene
Precisar que, en el sen tid o kantiano, no se trata de una naturaleza
en sí, sino en relación con el hom bre. Y hay que asumir también el
reproche de q u e K an t p o n e el acento de lo sublime en lo moral
más que en lo propiam ente estético. Pero Adorno no sólo hace este
hv camScanner
210 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

reproche a Kant sino también a Hegel —cuya concepción es una


clara expresión de un enfoque contenidista de lo sublime (el conte­
nido para él es la idea), por su com prom iso “ con afirmaciones ex-
trartísticas” . Ahora bien, lo sublime en el arte sólo existe en él
—al representarlo en la pintura, o evocarlo en la música—, en cuanto
que la obra artística despierta el sentimiento de lo sublime no por su
contenido sin más, sino por su forma, o más exactamente: por su con­
tenido formado.
Lo grandioso, lo infinito, lo inconmesurable, no de por sí, como
simple contenido, sino por su forma (justamente por su forma ade­
cuada y no por la inadecuada como sostiene Hegel), es lo sublime es­
tético. Y, cabalmente, este “ vuelco” hacia la grandeza humana,
hacia lo grande en la obra de arte, es el que se da — como subraya
Hartmann— en la contemplación. Al especificarse que serrata de
la grandeza humana tal como se da, ya formada, en el arte, ponemos
el pie en lo propiamente artístico, y no en la grandeza o el contenido
extrartísticos. Con ello, tomamos en cuenta las objeciones de ¡
Adorno a Kant y Hegel, y especialmente al prim ero, por hacer hin- ¡
capié en la naturaleza moral de lo sublime. La grandeza humana /
está, ciertamente, en la entraña de lo sublime, tanto si se emplea
—afirma Hartmann— para el bien como para el mal.
Por último, la relación que establece A dorno —apuntando a
Kant— entre poder y debilidad es ideológicamente contradictoria,
pues uno es el papel de lo sublime cuando la grandeza es supra-
hurnana al encarnarse en los dioses, y otro es el papel que cumple
—como demostró el arte de la burguesía francesa revolucionaria con
los cuadros de David y Gericault— cuando la grandeza humana se
encarna en los héroes populares o en los revolucionarios. Pero, si
se atiende exclusivamente a su contenido ideológico —político o
moral—, siempre se corre el riesgo de que se nos escape lo sublime
como categoría estética, pues aunque éste tenga su lado ideológico
—político o moral—, en el arte sólo puede tenerlo como lo sublime
creado o formado, es decir, artísticamente.

Scanned by C aniScanner
V. Lo trágico

Adiferencia de o tra s categ o rías estéticas —como las de lo bello, lo


}eo o lo sublim e— q u e se d an , com o hemos visto, tanto en la reali­
dad como en el arte, siem pre con una dimensión estética, lo trágico
casi nunca tiene esta dim ensión en la realidad. Veamos, pues, lo trá­
gico fuera de lo estético, en la vida real, antes de considerarlo como
una categoría p ro p iam en te estética.

Lo trágico en l a v i d a r e a l

En rigor no cabe h a b la r de la tragícidad de algo real como la natu­


ra le z a , pues ésta no es trágica en sí misma sino en cierta relación del
hombre con ella. Lo trágico no está, por ejemplo, en la tempestad,
el s i s m o o el h u racán que sobrecogen, sino en el hombre que, ante
estos fenómenos n atu rales, sobrecogido u horrorizado ante ellos,
reencuentra en u n a situación trágica. La tragicidad es, pues, pro­
pia d e la existencia h u m a n a. N o, en verdad, como un componente
e s e n c ia l o constante de ella, pero sí enciertas relaciones del hombre
( i n d i v i d u o s , grupos sociales o pueblos) con el mundo, con la natu­
r a l e z a , o en d eterm in ad as relaciones de los homfifés entre sí. En
esas relaciones h u m an as se dan situaciones, comportamientos, ac­
tos o resultados de sus acciones que podemos calificar de trágicos.
A sí, por ejem plo, son trágicos los amores de los jóvenes que, ante
b imposibilidad de re m o n ta r los obstáculos insuperables que se
°Ponen a su unión, o p tan —en un pacto suicida— por quitarse la vida
Has crónicas de la prensa diaria han registrado, en más de una oca-
->ón, este suceso real); es trágico el destino de la muchacha judía Anna
Frank que, escondida du ran te meses en la trastienda de una casita ho-
^ndesa bajo la ocupación nazi, acaba por morir en un campo de con­
ju ració n ; trágico fue el final de los miles y miles de atrapados en
0s edificios que se d esp lo m aran por el sismo de 1985 en la capital
Mexicana; trágico fue igualm ente el destino de los viejos bolchevi-
^es, artífices de la revolución de octubre de 1917, como Bujarin

211

s « n n « i bv Ca-nScanner
212 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

o Kamencv, que en los años treinta fueron procesados por los tribu­
nales de Stalin y ejecutados como “ contrarrevolucionarios” . Y, por
último, trágico fue también el destino de los combatientes españoles
republicanos que, en las últimas semanas de la guerra civil se en­
contraron en Madrid entre el acoso de las tropas de Franco y las
del coronel Casado y, finalmente, se vieron em pujados hacia su
exterminio.
Existe, pues, lo trágicojm situaciones o comportamientos humanos
de la vida real que no se confunden, como no se confunden en los
ejemplos citados, con otras situaciones o comportamientos en condi­
ciones normales. Ciertamente, si la muerte de los jóvenes enamorados
que se suicidaron o de la adolescente Ana se hubiera producido en
condiciones normales, como resultado de una enferm edad natural,
su desaparición habría sido triste —muy triste dada su juventud—,
pero no trágica; si los viejos bolcheviques hubieran caído años
antes —como cayeron otros— en los frentes de batalla de la guerra
civil, su muerte habría sido heroica, pero no trágica. Y, de modo
análogo, los combatientes españoles republicanos habrían caído
heroica —y no trágicamente— si hubieran perecido en un enfren­
tamiento normal con su adversario, y no en las circunstancias de
indefensión total en que los dejó el levantam iento de Casado con­
tra el gobierno republicano.
Vemos pues, que si en las situaciones trágicas mencionadas se
hace presente la muerte o la derrota, no siempre esta presencia da a
una situación humana, o a su desenlace, un tinte trágico. ¿Qué es,
entonces, lo que da a la vida real esta dimensión trágica? Pero, an­
tes de responder a esta cuestión, no hay que perder de vista lo que
nos interesa directamente: ¿cuál es la relación de ló trágico con lo
estético en la vida real? O, más exactamente: ¿puede integrarse
lo trágico real en una situación estética y, por tan to , ser percibi­
do, contemplado, estéticamente? Esta es la cuestión que ahora nos
proponemos examinar.
Ea reacción natural ante el objeto trágico por parte del sujetaen la-
vida real, puede oscilar entre la compasión (por los jóvenes enat
morados que se suicidan), la ira ante la muerte de la muchacha^ji
un campo de concentración nazi, el horror ante el terrible final de
los atrapados en el edificio derrum bado por el sismo, y la indigna­
ción ante los revolucionarios rusos que mueren no sólo humillados-
y ofendidos, sino deshonrados. No podemos permanecer fríos,
insensibles o indiferentes ante lo trágico en la vida real. Somos
afectados por ello, y esta afección se muestra como compasión, ira,

O /-*<-»n n n r l K w P o m Q ^ a n n o r
1.0 TRAGICO 213

1(í(ir o indignación. 11n la vida real, el objeto o acontecimiento


'juico no puede ser contemplado de tul modo que su contcm-
Mción produzca un efecto placentero. 0 sea: lo trágico en la vida
¡v.¡i no puede convertirse en espectáculo, condición necesaria para
(jlK>pueda proilticir.se el placer estético.
Incluso si como espectadores nos situamos en la situación trágica
que vive otro —pues ciertamente sería imposible que nosotros pu­
diéramos asistir com o espectadores a nuestra propia experiencia
trágica—; si por ejemplo, contempláramos un edificio devorado por
tu) incendio en el que acertáramos a ver a un individuo dispuesto a
lanzarse al vacío para escapar a las llamas, nos sentiríamos sobre­
cogidos ti horrorizados, y no gozosos por io que contemplamos. Y
es que no podemos convertir a un edificio en llamas y al hombre al­
calizado por ellas, en un espectáculo. La conclusión a que llegamos
en este punto, es la de que nuestra relación con lo trágico real no
puede ser esleí ica. Pero, ¿se t rata de una imposibilidad real, es decir,
inscrita efectivamente en Ja naturaleza del objeto contemplado o del su-
jeio que contempla? Nos estamos refiriendo —claro está— a ambos
términos en una situación real; a lo trágico tal como se da en la
existencia humana efectiva, y no al que inspirado por una situación
real, o partiendo de ella, es representado, imaginado o creado; es de­
cir, a lo trágico en la literatura o el arte, del que nos ocuparemos
un poco más adelante. Con estas precisiones, podemos responder a
nuestra pregunta anterior que no hay un limite insalvable, ni en el
objeto ni en el sujeto, que impida la estetización de lo trágico real.
V, por tamo, que lo trágico se nos presente en la realidad con una
dimensión estética.
Ciertamente, ¿por qué no admitir la posibilidad —aunque sea
rara o lejana— de que alguien frente al edificio incendiado de
nuestro ejemplo anterior, detenga su mirada en la combinación
de formas y colores, en los movimientos de las llamas sobre el
cuerpo humano, en la expresividad de un rostro angustiado y que,
atrapado por todo esto, sienta cierto placer al contemplarlo? No
seria, en verdad, el placer monstruoso, sádico, por el sufrimiento
del “ hombre en llam as” (valga aquí la expresión con que titula
Orozco uno de sus murales) o por la angustia y la muerte del desdi­
chado que se arroja al vacío desde el edificio incendiado, sino el
placer (no sádico, pero no menos monstruoso) que suscita la con­
templación misma.
No hay una imposibilidad lógica que excluya, de un modo absoluto,
semejante relación estética con un acontecimiento trágico real, aunque

hV camScanner
214 INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

esa relación debiera considerarse más propiam ente esteticista,


o relación en la que todo valor o fin hum ano queda supeditado
al valor o finalidad estéticos. Pero, en este caso, lo posible estéti­
camente no lo seria moralmente. Precisemos esto últim o siguien­
do con el ejemplo anterior. Convertir el incendio del edificio, en
el que un hombre es devorado por las llamas, en espectáculo u ob­
jeto de contemplación, y gozar con las form as, los colores o la
expresividad del rotro angustiado, sería no sólo una inmoralidad
sii]o una perversión humana. En este sentido, lo trágico pierde su
dimensión estética en la vida real; dimensión que, en cambio, en­
contramos en ella cuando podemos considerarla desde las catego­
rías de lo bello, lo feo o lo sublime. Y esa dim ensión estética que
nos resistimos a ver en la vida trágica real, o que repugna recono­
cerla cuando no se cae en la perversidad o inm oralidad, es justa­
mente la que recuperan imaginativa, creadoram ente, la literatura
y el arte.
Lo trágico lo encontramos, pues, ya en la vida real, en determina­
das condiciones de la existencia humana. Si fijamos, por tanto,
nuestra atención en su existencia real, efectiva, en el comportamiento
humano, podemos concluir que la situación desdichada en que
consiste y el final inexorable a que conduce —el fracaso, la derro­
ta o la muerte—, suscita en el contemplador un sentimiento de
horror, ira o compasión, pero no un efecto placentero, a menos
que el sujeto, que así mantiene lo estético en la vida real, sea per­
verso en un sentido humano y moral. Con esta limitación que,
como vemos, es más propiamente moral que estética, cabe afirmar
que lo trágico se da en la vida real, en la existencia hum ana, sin que
tenga —o, al menos, sin que tenga necesariamente— una dimen­
sión estética.

L o trágico en el arte

Dejando atrás lo trágico en la vida real, veámoslo ahora en este


territorio estético poblado por personajes literarios como Edipo
Rey, Otelo, Hamlet, Raskólnikov, Willy Loman, Grigori Mélejov,
o el puñado de anónimos hombres del pueblo que van a ser fusila­
dos en un cuadro de Goya (Los fusilamientos del 3 de mayo). Todos
ellos pertenecen a diferentes épocas y sociedades, y se hallan en s¡-
tilaciones diversas, todas ellas conflictivas. Unos y otros persiguen
fines distintos, pero siempre inalcanzables. Todos ellos actúan, se
comportan o terminan trágicamente. • «.

by C am Scanner
I o TRAGICO 215
P eonajes trágicos. A Bclipo Rey, como os sabido, Sófocles le
id;» (y Tmioi (o) en la Antigüedad griega. No obstante su elevada po-
,social, l-dipo es un hombre desdichado que despliega activa-
' ^tc sti voluntad y trata de imponerla a un destino ineluctable. Nada
hacer, sin embargo, ame ese destino que se cumple inexorable*
Otelo y Hamlet, los personajes de las tragedias modernas de
¡,‘lJispeare, se rebelan contra fuerzas terrenas —no.supraliunmnas—
(1¡, <e oponen al desenvolvimiento libre de su personalidad. La
4 liictlio chcspiriana se halla bajo el influjo del humanismo burgués
¿ len to que pone al hombre en el centro del universo. Liberado
jv]os grilletes feudales, este hombre burgués aspira a desenvolverse
¿ e e ilimitadamente. Pero limites terrenos, sociales, se interpo-
(U,,i en su camino. Surge asi en estas tragedias modernas un con­
flicto entre las aspiraciones individuales y las posibilidades sociales
su realización. Otelo y Hamlet sucumben en el camino empren­
dido sin ver cumplidas sus aspiraciones. Encarnan asi un humanismo
trágico, condenado por razones históricas, objetivas, a quedaren
la u to p ia. Las situaciones en que se encuentran desembocan en la
muerte. Forman parte de un mundo cerrado que claramente Hamlet
caracteriza con estas lapidarias palabras: “ El mundo entero no es
sino una cárcel.”
RaskcMiiikov, el personaje de C r im e n y c a stig o , de Dostoievsky,
vive en una sociedad autocrática, asfixiante, en la que la personali­
dad individual no sólo se ve constreñida, sino degradada. En este
mundo cerrado, la libertad es ilusoria. ¿Cómo saltar sus muros?
¿Cómo encontrar una salida? Y, si se salta o se sale, ¿no significará
ello atentar contra los demás? ¿Tal vez debo sujetarme a la ley o
dolarla? ¿Debemos buscar la felicidad por otras vías? ¿Acaso por
la violencia? Pero, ¿podemos imponer la violencia, aunque sea a un
solo hombre en nombre de todos? Raskólnikov se debate en estos
dilemas sin lograr escapar de ninguno. No está en sus manos abrir
una situación cerrada.
Willy Loman es el personaje central de L a m u erte d e un viajan te ,
la tragedia contemporánea de Arthur Miller. Vemos en ella a un
hombre triturado en la sociedad capitalista por el engranaje implaca­
ble de un mecanismo social que le va cerrando, una tras otra, las piter­
as de su horizonte vital. En ese mundo cerrado no hay más salida
que la muerte y a ella se encamina inexorablemente Willv Loman.
¿V cuál es el destino de Grigori Mélejov, el héroe principal de la
novela de Sholojov, S o b r e e l D o n a p a c ib le ? Mélejov vive los tiem­
pos terribles de la Revolución Rusa y de la guerra civil. Pero los vive

S can n ed by C am S can n er
sin vivirlos como tales, sin esperarlos ni quererlos, arrastrado p0r
ellos sin poder escapar de este doble huracán social. En una sima,
ción tan oscura y compleja, este campesino ruso de carácter fuerte
y generoso no acierta a comprender su relación personal con la re-
volución y la guerra civil, y su situación se vuelve trágica: al no
poder estar a la altura de los grandes acontecimientos, se hunde irre­
misiblemente. Y lo trágico lo hallamos también en las artes como
la pintura. Un ejemplo paradigmático de la presencia de lo trágico
en ella es el famoso cuadro de Goya, L o s f u s i l a m i e n t o s del 3 de
m a y o d e 1808. Los patriotas que van a ser fusilados por la soldadesca
francesa, y que con los brazos en alto, arrodillados o tapándoselos
oídos, se enfrentan al destino que ya sufre el muerto que aparece es­
corzado a la derecha del cuadro, viven en ese momento, ante el pelo­
tón de ejecución, una situación verdaderamente trágica.

P r im e r a c e r c a m ie n to a lo tr á g ic o

Los personajes citados se encuentran en situaciones existenciales


muy diversas que se dan, a su vez, en diferentes sociedades y tiempos.
Sin embargo, todos ellos ofrecen —así como las gentes anónimas del
cuadro de Goya—, rasgos comunes en ellas: viven experiencias
desdichadas que a ninguno de ellos puede complacer; por el con­
trario, sufren y quisieran escapar de la situación infeliz en que se
hallan arrojados. Pero, justamente, lo que caracteriza a ésta en
todos los casos es la imposibilidad de salir de ella. Se trata, pues, de
un conflicto sin solución, o más exactamente con una solución ne­
gativa o un desenlace desdichado para el personaje trágico.
Tenemos, pues, en el conflicto vital que desgarra a Edipo Rey,
Otelo, Hamlet, Raskólnikov, Willy Loman, Grigori Mélejovoa
los patriotas de L o s f u s i l a m i e n t o s d e l 3 d e m a y o d e 1 8 0 8 : a) una si­
tuación desdichada; b ) cerrada y c) con ün desenlace inexorable: la
derrota, el fracaso o la muerte. Con estos tres rasgos tocamos, en
un primer acercamiento, la sustancia misma de lo trágico. Pero
tratemos de acercarnos más a esa sustancia de la mano de Aristóte­
les, el más grande tratadista de lo trágico.

L a tr a g e d ia s e g ú n A r i s t ó t e l e s

Al reflexionar sobre lo trágico en su P o é t i c a , Aristóteles tiene pre­


sente sobre todo la práctica literaria de los grandes poetas griegos:
LC) TRÁGICO 217

E squilo, Sófocles y Eurípides. Así pues, él no inventa la tragedia


como género. Esta ya existe con la madurez y el esplendor que al­
canza con los autores mencionados. Su mérito estriba en haber ge­
n eralizad o esa experiencia teatral concreta en el plano teórico y en
haber destacado, al meditar sobre ella, sus rasgos esenciales. Ya
en este punto se aparta de su maestro Platón, quien no podía legarnos
un tratado semejante, ya que nunca admitió que la presentación
escénica de las pasiones de los hombres y los dioses fuera digna de
una teoría. Al m ostrar las pasiones humanas o divinas en escena,
!a tragedia sólo contribuye a apartar a los hombres de su vida más
noble: la consagrada a la contemplación de las ideas. Critica por
ello en L a r e p ú b l i c a a los poetas, ya que al imitar imitaciones de
las ideas, alejan a los hombres de la verdad. Pero critica también la
tragedia por razones morales ya que, al mostrar las pasiones huma­
nas, q u e d a asociada a la parte más oscura e innoble del alma. Así
pues, la condena de la poesía, incluida la tragedia, y la expulsión
de los poetas de la comunidad ideal o Estado perfecto por apartar al
hombre de su vida auténtica como ser raciona!, son congruentes con su
metafísica de las ideas y con sus teorías de la verdad y la bondad moral.
Lejos de condenar la tragedia, Aristóteles ve en ella la cumbre
del arte. Tan elevada apreciación proviene justamente de que, a
juicio suyo, y contra lo que sostiene Platón, la tragedia se relaciona
con los aspectos más nobles y elevados del hombre. En este sentido,
se halla emparentada con la epopeya ya que, como ella, tiene un
alio valor moral. La tragedia es, como dice en su Poética (1149, a),
“reproducción imitativa de acciones esforzadas, perfectas, grandio­
sas” . Presenta a los hombres mejores de lo que son normalmente
y en esto se diferencia de la comedia, “ puesto que ésta se propone
reproducir por imitación a hombres peores de lo que son” (ib íd .,
1448, a ). Es decir, no cualquier hombre puede ser personaje trági­
co, sino sólo aquel cuyos actos tienen, por su grandeza, un elevado
contenido moral. En suma, el valor de la tragedia reside para Aris­
tóteles, precisamente, en aquello que Platón no encuentra en ella:
^u dimensión moral.
La tragedia consiste para Aristóteles en actos humanos en el curso
los cuales la felicidad se trueca en desgracia, o la buena suerte
en mala. El personaje trágico se encamina con sus actos hacia un
final desdichado. Y, poniendo el ejemplo de Eurípides —el más
'rágico, por cierto, de los poetas— sostiene: “ Yerran los que re­
prochan a Eurípides el hacer que sus tragedias, muchas por cierto
de ellas, terminen en desventuras que, como queda dicho, es lo co­

C am S can n er
CflonnoH bY
i

2 18 INVITACIÓN A LA ESTÍ:TICA

rrecto” (ibid., 1453, <7). Así pues, el personaje trágico es un ser


desdichado, ya que su vida desemboca en ia desventura; por tanto,
su destino es sufrir. Ahora bien, no basta sufrir para que el destino
del personaje sea de por sí trágico. Si su desdicha y sufrimiento se
producen “ por su maldad o perversidad” , no cabe hablar propia-
mente de un desenlace desventurado o de un sufrimiento trágico.
Si se trata de un monstruo o un individuo tan perverso que excluya
la inocencia, no estamos ante un personaje trágico. Aunque haya
cometido crímenes, como Edipo Rey 11 Orestcs, el héroe trágico no
es, en definitiva, malvado o culpable.
Aristóteles no se limita a señalar el com portamiento noble y ele­
vado del personaje trágico que desemboca en un final desdichado,
sino que subraya también el modo como —dado el carácter de sus
acciones y de su comportamiento— afectan esas acciones y ese
comportamiento al espectador.
La reproducción imitativa de las pasiones en que consiste la tra­
gedia, tiene un efecto especifico y positivo sobre el espectador que
Aristóteles llama kátharsis, término griego que suele traducirse por
“ purificación” . Mediante la imitación de los efectos extremos, de
terror (Jobos) y de conmiseración (eleos), éstos adquieren como
término medio “ un estado de pureza” . Al mostrar las pasiones ex­
tremas, la tragedia libera al espectador de la carga pasional que le
pesa y, de esta manera, ejerce deleitando o con un “ lenguaje delei­
toso” un efecto saludable. May, pues, una unidad estrecha entre esta
demostración propia, peculiar del terror y la conmiseración, y el
placer, que no es cualquier placer sino el placer propio, creado por
el poeta. O, como dice Aristóteles: “ No se ha de buscar sacar de la
tragedia cualquier delectación, sino la suya propia. . . El poeta
debe proporcionar precisamente ese placer que de conmiseración y
temor mediante la imitación procede. . . ” (Poética, 1453, />).
Así pues, las pasiones humanas, liberadas de su carga extrema
mediante la imitación que procura semejante placer, no producen
el efecto natural que producirían en la vida real, sino el catártico,
depurador, propio de una obra de arte. En este tránsito del efecto
real, natural, al efecto creado, está marcado, a nuestro juicio, el
tránsito de lo trágico en la vida real a la tragedia artística, tal como
la define Aristóteles: “ . . . reproducción imitativa de acciones es­
forzadas, perfectas, grandiosas en deleitoso lenguaje. . . que de­
termina entre conmiseración y terror el término medio en que los
efectos adquieren estado de pureza” .
Poniendo en relación las ideas de Platón con las de su maestro

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I d iH AüH i) 219

A' i‘,iói<'lrs( advertimos que tino y ot/o, por vbtf; d íh lin tm , oj p f(h
[wIn‘ii ulaot/m el mismo Un, Sí b ie n es d a lo q u e para Plafón la
¡,,j>n'M*iiiii<:íón de las pasiones es nociva, e/i tu m o q u e para A rh lú u y
|)(H d contrai io es posítívn, esto ú ltim o se d e b e it que fu k á fh m ia
|)(-jiiiiie alcanza i lo (pie buscaba Platón: n o el s o m e tim ie n to ¡i las
p.iMones, sino la liberación o ptnífícndón de días.
I ii suma, Aristóteles hace cairar en la idea de lo trágico; u ) m
t . - i t á r i n conflictivo; h ) el l'ínaí desdichado del personaje t i b i a r , r)
ii comportamiento noble y elevado; d ) su efeelo c u ló n ico , d e p u *
i.uloi en el espectador, y o) el placer p r o p io (estático) que procu ra.

( o m p a s ió n <• i d e o l o g í a

!;i íleliiiieíón arisiolélica de la impedía incluye, como vemos, el


(krio de los actos del personaje trágico en el espectador como un
fíisi'o esencial. Se traía, como liemos visto también, de un efecto
saludable, liberador. Isn su producción desempefta un papel itíi-
portante ~juntc> con el temor— la conmiseración o compasión
por la cual el espectador hace suyo e! sufrimiento del héroe. Pero
Aristóteles precisa que no lodo sufrimiento o desdicha .suscita la
compasión del espectador en la tragedia. “ La compasión se funda en
lo inmciccido de la desdicha.” Por tanto, no lodo se puede com­
padecer . Ton esto, cjueda subrayado lo que ya habíamos expuesto:
que sí bien lo trágico conlleva siempre desdicha o sufrimiento, no
iodo sufrimiento o desdicha es de por si trágico. Sólo cabe compa­
decer el sufrimiento o la desventura que el héroe que los sufre, ino-
'.eiiienieutc o por error, no merece soportar. Así pues, si la tragedia
'•apone el paso a la desdicha, a la mala suerte, eslodebcentcnder.se
tomo un paso inmerecido.
De lo anterior se desprende que si la compasión se funda en
h tonalidad valoraliva que, a los ojos del espectador, adquiere la
dc'idielia del personaje trágico, ya que ésta puede ser merecida o
‘"merecida, culpable o inocente, justa o injusta, ha de darse en el
'""i/imte ideológico (moral, político, religioso, etcétera) que lo
Peitieclia con la correspondiente tabla de valores. Y justamente,
V()" base en cierto criterio valoradvo, ideológico, puede considerarse
'•orno trágica una situación desdichada. Partiendo, pues, de la ¡dea
'"ísiotéliea de la compasión ‘'que se funda en lo inmerecido de la
desdicha” y, por tanto, partiendo de un criterio ideológico, tome-
",l>s por nuestra cuenta, como ejemplo, dos cuadros con cierta sc-

C a nnScanner
C r o n n o r l hV
INVITACIÓN A LA ESTÉTICA

mejanza temática. Se trata, en un caso, de L os fusilam ientos del 3 de


mayo de ISOS, de Gova (Museo del Prado, de M adrid) y, en el otro,
de La ejecución de M axim iliano, de M anet (T ate Gallery, en Lon­
dres), Ambos cuadros representan una misma escena de fusilamiento
e ilustran lo que, en términos aristotélicos, se puede o no compadecer.
Veamos, en primer lugar, el cuadro de Goya que alguien ha carac­
terizado como “ el grito más terrible que ha lanzado España junto
con el Guernica de Picasso” . Detengamos nuestra mirada en la
pintura genial de Goya. En ella vemos un puñado de gentes del
pueblo ante el pelotón de soldados que se disponen a disparar
sobre ellos. La soldadesca constituye un bloque pétreo, desperso-
nalizado —no se ve el rostro de ninguno de los fusileros— frente al
grupo de sus inminentes victimas. Pero, en este grupo, cada uno de
sus componentes reacciona de un modo individual. Destaca en él la
figura de un hombre, iluminada toda ella por la luz de un farol,
que con los brazos en cruz increpa a sus verdugos, simbolizando
asi la ira y la protesta de todo un pueblo. La situación angustiosa de
estos hombres que van a ser fusilados, y que Goya nos presenta con
“ brutal” realismo y tremenda expresividad, va a ser coronada ine­
xorablemente —ya lo es para el desdichado que yace sin vida y en
escorzo al pie del grupo— con la muerte. Es una situación trágica
que promueve nuestra compasión por quienes ya han muerto o han
de morir inevitablemente.
Ahora bien, esta conmiseración no es puram ente emotiva ni se
funda simplemente en nuestra conciencia de su final desdichado.
No surge en un vacío ideológico; es decir, con indiferencia hacia
los valores o fines que están en juego, o hacia la naturaleza de su
sufrimiento. Juzgamos trágica su situación, com partim os su sufri­
miento y simpatizamos con él a la luz de ciertos valores, o toma de
posición ideológica. De acuerdo con ellos y con ella, los hombres
que han sido o van a ser inexorablemente víctimas de las descargas
de la soldadesca francesa, no merecen esa m uerte y son, por tanto,
inocentes. Su sacrificio es injusto. Por el contrario, la acción del
pelotón de fusilamiento nos parece injusta y repulsiva. Despojados
de toda aureola heroica, los soldados del victorioso ejército de Napo­
león sólo son, para nosotros, una máquina perfectamente engranada
de asesinar, o un bloque, sólidamente integrado, de culpables de
muertes inmerecidas, injustas. En contraste con todo esto, el sufri­
miento de los hombres del pueblo aún vivos: del que se tapa los
ojos, del que se sujeta la cabeza, del que se arrodilla, o del que con
los brazos en alto recrimina a los que se disponen a disparar, nos
I.O T R Á G IC O 221

parece —a la luz de nuestro criterio ideológico que condena la muerte


de todo inocente, o toda invasión, sea del color que sea, de la tierra de
cualquier pueblo— un sufrimiento trágico que por inmerecido
e injusto suscita nuestra compasión.
Veamos ahora el cuadro de Manel en el que se representa el fusila­
miento de M axim iliano de Habsburgo, tras la derrota de sus tropas
invasores en M éxico. P o r el tema, e incluso por su composición, el
cuadro de M anet se asem eja al de Goya. También en él unos hom­
bres —el em perador y los dos generales mexicanos, traidores a su
patria, que lo aco m p añ an — se enfrentan al pelotón de ejecución.
Y, sin em bargo, su situación no nos parece trágica, puesto que no
encontramos en ellos esa inocencia que tiñe los actos del personaje
trágico. M axim iliano y los dos generales que van a ser víctimas de
las descargas de los soldados de Juárez son culpables. Su destino
fatal por ser m erecido, por ser culpables de haber invadido, opri­
mido, desencadenado calamidades y sufrimientos de un pueblo, no
permite com padecerlos. Nuestra simpatía está con ese pueblo, y
no con los m áxim os responsables de sus males.
En suma: el sufrim iento o la muerte de por sí, como ya había
observado lúcidam ente Aristóteles, no bastan para caracterizar a
un personaje, a una situación o a su desenlace como trágicos. Todo
ello tiene que ser considerado en un contexto ideológico, valorativo,
justamente el que perm ite tender el puente de la compasión entre el
espectador y el personaje trágico por la situación en que se encuen­
tra o el desenlace de ella.

ios fines en la colisión trágica

El conflicto, la colisión, está, como hemos visto, en la entraña misma


délo trágico. T oda situación trágica es conflictiva. Cambian históri­
camente la naturaleza del conflicto y las fuerzas que se contraponen.
El conflicto puede darse entre hombres y dioses, entre el Estado y la
familia o los individuos, o entre individuos entre si, o entre grupos
) clases sociales. A este últim o tipo corresponde la que Marx y En-
gels —en polém ica con Lassalle, autor de Franz von Sikingen—,
han llamado la verdadera tragedia revolucionaria. Poniendo de
Manifiesto el fundam ento histórico-sociai del conflicto trágico,
Marx y Engels ven la naturaleza de la tragedia revolucionaria —fallida
scgún ellos en la obra de Lassalle—, en la contradicción entre unas
^ r a c io n e s exigidas históricam ente y la imposibilidad, también

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222 IN V IT A C IÓ N A L A E S T É T IC A

histórica, de satisfacerla. O, como dice Engels: “ Entre el postula­


do histórico necesario y la imposibilidad práctica de su realización.”
Y, con esto, se destaca ante nosotros el papel de los fines en el conflic­
to trágico, a los cuales nos referiremos ahora apoyándonos en Hegel.
El carácter de los fines en juego y la actitud hacia ellos son esencia­
les en el conflicto trágico. No cualquier fin motiva un comportamien­
to trágico. No cualquier actitud puede ser calificada de trágica.
En cuanto a la naturaleza de los fines, Hegel (en sus Lecciones
de estética) insiste en señalar su grandeza hum ana. Com o parte del
“ verdadero fondo de la acción trágica” , hay que verlos “ en el
ciclo de las fuerzas legítimas y verdaderas que determinan la voluntad
humana” . Los fines que mueven al personaje trágico son elevados y
legítimos. O como dice Hegel: “ Lo que les empuja a la acción es pre­
cisamente su motivo moral legitimo.” La naturaleza elevada, uni­
versal y moral de los fines determina que el carácter del conflicto, al
pugnar el héroe trágico por su realización, sea irreconciliable. La
lucha hay que librarla, por ello, hasta sus últimas consecuencias, y
éstas sólo pueden ser —dada la imposibilidad de realizar los fines—
la desdicha, la muerte. No cabe otro final, razón por la cual la conci­
liación es imposible. El fin determina, asimismo, el comportamiento
verdaderamente trágico como aquél en el que dadas la universalidad
y grandeza humana del fin, no se puede renunciar a perseguirlo.
Comportarse así, significaría renunciar a afirmarse humanamente, a
sí mismo. Asi pues, el comportamiento trágico, que incluye necesa­
riamente esta prosecución del fin hasta el sacrificio propio o hasta el
desenlace desdichado del conflicto —la derrota, el fracaso o la muer­
te— es, en definitiva, la victoria, la afirm ación del héroe trágico en
su verdadera humanidad. Y si los fines que se persiguen no impo­
nen ese sacrificio o admiten la conciliación y, por tanto, un final
feliz, ello significa que no estamos, en verdad, ante el desenlace
que corresponde a un conflicto trágico. Es lo que Hegel viene a de­
cirnos con estas palabras: “ Si los intereses enfrentados son de tal
suerte que no vale la pena el sacrificio de los personajes, ya que po­
drían alcanzar sus fines concillándose entre sí, entonces el desenlace
no necesita ser trágico” (Lecciones de Estética).
En suma, no basta subrayar —como se hace desde Aristóteles— el
desenlace desdichado del conflicto trágico, sino que hay que subrayar
también lo que lleva —como señala Hegel— a ese final desdichado.
O sea: la imposibilidad de la conciliación en virtud del carácter de los
fines que se persiguen y de los interses que entran en colisión. Los fines
y los intereses en pugna son tan vitales, esenciales o profundos en un

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LO TRÁGICO 223

sentido verdaderam ente hum ano, que no cabe la conciliación. No


fuiy, pues, más opción que la lucha hasta sus últimas consecuen­
cias, hasta un final que sólo puede ser desdichado —el fracaso, la
derrota o la m uerte— dado que el fin que determina las acciones del
personaje trágico, no puede realizarse. Renunciar a la lucha, buscar la
conciliación o el com prom iso, equivaldría a disminuir su estatura
humana. Por el co n trario , perseguir los fines universales, verdade­
ramente hum anos, sin adm itir conciliación o compromiso, signifi­
ca afirmar al hom bre com o tal aunque esos fines no se cumplan; es
decir, aunque el conflicto tenga un final desdichado.

Pesimismo y optim ism o trágicos

Si el conflicto trágico desemboca en la derrota, el fracaso o la muerte,


la tragedia no deja al parecer resquicio alguno al optimismo. La
absolutización del destino individual del personaje trágico sólo
permite hablar de una tragedia pesimista. Sin embargo, si se ve en
ella la afirmación del hombre como tal, haciendo abstracción del
sacrificio del individuo, del hombre de “ carne y hueso” , cabe ha­
blar de la tragedia optim ista. Ahora bien, semejante absolutiza-
ción de uno y otro polo pierde de vista lo que sólo se puede dar en
una unidad y tensión de los opuestos. Tiene razón, por ello, Alfonso
Sastre cuando afirma que “ la tragedia, en sus formas más perfectas,
significa una superación dialéctica” del pesimismo y del optimismo.
0 cuando propone “ como fundamental determinación de lo trágico la
esperanza” ; es decir, “ la esperanza activa y superadora” en la que
se resuelve algunas veces esa tensión entre el pesimismo y el opti­
mismo {Aña(omía ele! realismo).
Así pues, el significado profundo de lo trágico, gracias al cual
ocupa un lugar tan señero como categoría estética, está en la afir­
mación de una condición humana universal que exige la realiza­
ción de ciertos fines a los que no puede renunciarse, y está asimis­
mo en el sacrificio que impone —con su fracaso, su derrota o su
muerte— a los individuos concretos que, en unas condiciones his­
tóricas y sociales determ inadas, los hacen suyos y luchan por reali­
zarlos.

íi *
;

bV CamScanner
1

^ 3. £7 hom bre en Humas, pintura al fresco de José Gemente Orozco en la cú-


|)ul- Jel Hospicio Cabañas de Guadalajara, Jalisco. Este hombre devorado por el
constituye una alegoría pictórica de la dimensión trágica y sublime que
|.r‘v'° descubre en la existencia humana, junto a la degradada y corrompida de
Muc da testimonio en otras obras. (3a. parte, cap. iv.)

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I íg. 5{). I.ns J andamíenlos del i de mayo de IHOH en M atirid (M us c o d d l'rado)
de l-ranciseo de (joya nos hace ver la liágica situación de un grupo de patriotas
madrileños que se enlrentan al bloque pétreo, implacable, del pelotón de fusila^-
miento. (3a. parte, cap. v.)

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rT

K 60. En este detalle del cuadro de Coya, Los fusilamientos del 3 de mayo de
ISO* en M adrid, vemos al desdichado que yace sin vida, anticipando el destino
'ue orable que aguarda a lodo el grupo y que suscita nuestra compasión. (3a.
pane, cap. v.)

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Fig. 61. Este cuadro de
Edouard Manct, La ejecu­
ción de Maximiliano, de
1867 (Museo de Boston) se
asemeja por el tema, e
incluso por su composición,
al de Goya, Los fusilamien­
tos deI 3 de mayo. Pero en
él se confirma lo que ya
había observado Aristóte­
les: que la muerte de por sí
no basta para caracterizar a
una situación como trágica;
en este caso la del empera­
dor Maximiliano y los dos
generales mexicanos, trai­
dores a su patria, que lo
acompañan. (3a. parte, cap.
v.)

Fig 62. El título de este grabado “ Ya no hay remedio” , de la serie Los desastres
de la guerra de Goya, expresa claramente el carácter trágico del desenlace de la si­
tuación vivida por los personajes goyescos. (3a. parte, cap. v.)

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1

v deforma para

^
. .hlal'iS>'«hun’a'’í‘S
En El grito de Edsar N*uíK . parte, ll-
f rí'UÍ
^er expresar un terror sin limita**

á
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Hg. 64. El mural de Picasso, Guernica (1937), del que se ha di cho c on razón que.
comparte con L os fusilam ientos del 3 de m ayo d e 1808 de G o y a , “ e! grito más
terrible que ha lanzado España” , es un ejemplo genial de lo trágico en la pintura.
(3a. parle, cap. v.)

Fig. 65. Picasso vuelve a llevar una situación trágica a la pintura con su Masacre
en Corea (1951). (3a. parte, cap. v.)

Scánned by Cam Scanner


Figs. 66 y 67. El conflicto trágico con su desenlace desdichado se hace presente en
istas dos escenas del film de Eisenstein, £/ acorazatio Poit'mkin. Arriba; los co­
sacos lanzan una carga implacable contra el pueblo inerme; abajo, una de sus vic­
timas yace en el suelo con sus manos desnudas ante los fusiles que le apuntan, t?a.
Parte, cap. v.)

I
n e d W C am Scanner í
Fig. 6 8 . Como puede apreciarse en esta escena del film de Charles Chaplin,
Tiempos m odernos, lo cómico al desvalorizar cierta realidad —en este caso, el
maqumismo en la sociedad capitalista desarrollada— se convierte en una vigorosa
forma de crítica social. (3a. parte, cap. vi.)

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Navidades de 1BH1
'i. La política y los políticos siempre han sido temas predilectos —mientras
~rtad de prensa y de expresión lo ha permitido— de caricaturistas y humoris-
. t .paña tiene ya una larga tradición como puede verse por e>ta ilustración
í 1 de la revista El Loro en la que los políticos gobernantes de la época feste-
ozosos las navidades cambiando simplemente de un año a otro el plato que
.ponen a engullir: el Presupuesto en 1880, aderezado con la salsa “ El Pais” ,
's0, y el Poder, sazonado con las “ Promesas en conserva” en 1881. (Dibujos
ados del libro de Valeriano Bozal, La ilustración gráfica del siglo xixen Es-
^ ' ¡3*Comunicación, Madrid, 1979.) (3a. parte, cap. vi.)

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Fig. 70. Calavera catrina de José Guadalupe Posada, con la que el gran grabador
mexicano desvaloriza el emperifollado mundo “ catrín” o “ bella sociedad” Por ''
riana que será arrasada por la Revolución Mexicana de 1910. (3a. parte, cap- vl-

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r

i . ^0n sus calaveras, Posada arrenie ja fisión du


’ís' ln" de ^°n Quijote muestra al mancheg parte, eap-
lH)ncr su ley, des faciendo entuertos. (- •

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l-ig. 72. José ( ’leuiente Oto/.co, en estos dos dibujos ¿i pluma, culi iva la sátira pu­
blica en los artos turbulentos ile la «evolución Mexicana. Arriba: prominentes políti­
cos de la época de iTanctsco I. Madero minian a la patria. Abalo: Madero es reve­
renciado por algunos políticos mexicanos. (Ilustraciones tomadas del libro de Alma
Reed, Onrzrn. 1 VI*. México, 2a. ed., I9H3.) (Ja. parte, cap. v.)

Scanned bv C am Scanner
]
1

en l°s que
Rebolleí l ! compás*0-(3a'
fe* 73: « o s, TOS diversos, de Juan ^ hl""
p,;; "'“-'¡dad está más cerca de la sát.ra ag
’ CaP- vi.)
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néfJn In ’'“ í * ™ e ‘rrca|. surge de la unión de lo más heterogé­
neo en los ^res reales, se hace presente en la parte central del tríptico El jardín de
las delicias de El Mosco (Museo del Prado). (3a. parte cap vi, )

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I que ^ t<¡ i 'i t f f U

...................... ............. *
iiituliu | i ,i i ;i d w i i l i l i L 'i » t i e i J | 1’ i j J "
.............. .. cení ral) ilc 1,1 l«»*» tMusl" U
•' II 1
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Vi, Lo cómico

¡¡(u‘iu omi definición seria


ih, ¡o cóm ico

l(l„iicsna vida col ¡diana distinguimos fá c ilm e n te ¡a comicidad de


üil fi-sio, de un ademán, de una .situación o de una confusión de ideas
ti palabras, por el efecto -—la risa— que suscita en nosotros. £1
maullido de un galo en una solemne ceremonia produce este efecto,
unió más intenso cuanto más solemne sea el acto. De m o d o a n á lo -
r o l o producen: la palabrota del espectador que sufre un pisotón
involuntario, mientras en el teatro se representa una escena patética;
ti eminente profesor que, al recibir el diploma de doctor honoris
causa, vuelca e! vaso de agua de la mesa sobre el diploma que, solem­
nemente, se le entrega; el árbol de utilería que se desploma inespera*
«lamente sobre el actor que declama apasionadamente unos versos de
amor en el escenario; el fogoso orador político que, al tratar de
enjugarse el sudor, saca de su bolsillo una prenda íntima de su
amante, etcétera.
ludas estas situaciones tan diversas provocan una misma reacción
placentera y, en mayor o menor grado, brusca, explosiva: la risa.
Aunque la risa se lia considerado en el pasado como un don de Dios
'Mina fuerza creadora (en la Antigüedad romana), o una emanación
«Id diablo o fuerza destructiva (en el cristianismo primitivo), tam-
•’idi se lia tendido a verla como un rasgo propiamente humano.
Aristóteles dice que “ el hombre es el único ser vivo que ríe” y que
d recién nacido se convierte propiamente en ser humano cuando
ríc por primera vez (a los cuarenta días de haber nacido); Rabelais
;il*nna que “ la risa es lo típico del hombre” . Lo que puede afir-
,,,í,r<< sin desconocer todo esto, es que la risa es tan vieja como la
^“"anidad, y que si en un sentido más amplio define al hombre
í“d¡iuc de qué te ríes y le diré quién eres” , sentenciaba Goethe), en
11,1 mentido más restringido se halla estrechamente vinculada a la
comicidad.

225

j w ca m S ca n n e r
226 IN V IT A C IO N A I.A IIS T I-T IC A

Si lo cómico en general, en mayor o menor m edida, provoca la risa


o, en alguna de sus formas, com o habrem os de ver, suscita este
reír por lo bajo que es la sonrisa, cabe preguntarse: ¿por qué se
reacciona asi? ¿Hay en la situación cómica algunos elementos carac­
terísticos que determinan este com portam iento peculiar del ser hu­
mano que desemboca y se condensa en la risa? Y, por otro lado,
¿puede darse ésta ante una situación que no sea verdaderamente
cómica? Estas preguntas nos obligan a caracterizar cuidadosamente lo
cómico. Quizás debiéramos en este terreno movedizo aferrarnosa
las definiciones que, ciertamente, no escasean a lo largo de la his­
toria del pensamiento estético. Tomemos, en un m anojo apretado,
varias de ellas.

Hobbes: sentimiento brusco de nuestra superioridad al reconocer


la inferioridad de otro, o nuestra inferioridad interior.
Hegel: “ . . .Satisfacción infinita, la seguridad que se experimenta
de sentirse elevado por encima de la propia contradicción y de no
estar en una situación cruel y desgraciada. . . ” ; la personalidad
“ que, en su independencia se eleva por encima de todas las cosas
finitas, segura y feliz en sí misma, sigue siendo el principio de lo
cómico más elevado” .
Groos: sentimiento de nuestra superioridad sobre algo anormal
que no suscita compasión ni temor.
Volket: un sentimiento de superioridad, entendida ésta como
una superioridad juguetona, desinteresada, por encima de las co­
sas, es un elemento sustancial de lo cómico.
No nos llevan muy lejos, o más bien nos llevan demasiado lejos,
estas definiciones por la vía de la conciencia de nuestra superioridad
sobre algo inferior, finito o anormal, propias de estéticas especu­
lativas o psicologistas. Tenemos, pues, que echarnos a cuesta la
tarea de buscar una definición más convincente de lo cómico. Pero,
al hacerlo, nos contiene el recuerdo de las palabras del romántico
Jean Paul cuando dice que “ las definiciones de lo cómico tienen, en
general, el mérito y la gracia de ser todas cómicas y producir aquel
sentimiento estético y aquel resultado que en vano tratan de precisar
lógicamente” (cita de Marcos Victoria, en su Ensayo preliminar
sobre lo cómico).
Ahora bien, de la misma manera que la definición de la sal no pue­
de ser salada, ni la de la superstición, supersticiosa, la definición de
lo cómico, la búsqueda de algunos rasgos esenciales, no tiene por
qué ser cómica. Por el contrario, ha de “ tomar en serio” lo cómico,

ir •
S ra h rip rl hv n a m S c a n n s r
1.0 COMICO 227
* que es justam ente lo opuesto —corno veremos— a la seriedad. Asi
pues, con la precaución de no caer donde han caído definiciones
como las antes citadas y de tom ar en cuenta la advertencia de Jean
Paul para no suscitar lo que se trata de definir, acerquémonos por
diversas vías a la categoría estética de lo cómico tratando de apre­
sar su núcleo m edular.

Naturaleza contradictoria
de lo cóm ico

Si volvemos de nuevo sobre los ejemplos anteriores, veremos que


en todos ellos se pone de manifiesto cierta incongruencia, inade­
cuación o contradicción, que puede revestir varias formas. Kant
veia en la e n tra ñ a de lo cómico “ la reducción repentina a la nada
de una intensa expectativa” (Crítica del juicio). El efecto cómico
surge de algo que se espera intensamente y se resuelve en una ni­
miedad. Es lo que nos muestra la vieja fábula de Esopo: la montaña
que pare un ratón. La espera de algo grande, proporcionado a la
m ontaña, se resuelve en algo ínfimo: el nacimiento de un ratón.
También puede servir de ejemplo el experimento químico que el es­
tudiante espera con recelo porque se le ha prevenido de que hará
un ruido ensordecedor, cargado de peligrosidad; finalmente, el
experim ento ansiosam ente esperado se resuelve en una débil y casi
. inaudible reacción. En ambos casos, se trata de una expectación
1 defraudada por la brusca irrupción de lo inesperado. Ahora bien,
no toda expectativa incumplida es fuente de comicidad. La vida real
está llena de expectativas defraudadas que, lejos de suscitar risa,
provocan frustración, dolor o tristeza. En los ejemplos citados lo
que se espera, debido a su grandeza e intensidad, se conviene en
nada. En el fondo, se trata de una contradicción entre lo grande
esperado y lo que por ínfimo no se espera.
A veces la contradicción se presenta de otro modo: entre la esen­
cia o contenido de un fenómeno y su forma de manifestarse. Asi,
por ejem plo: un general, un académico de la lengua o un dirigente
político se com portan adecuadam ente cuando actúan de acuerdo
con lo que los define esencialmente como tales: el general, al frente
de sus tropas en el cam po de batalla; el académico dictando una se­
suda conferencia en la universidad; el político, animando a sus
partidarios en la plaza .pública. Ninguno de estos modos de compor­
tarse tiene por qué mover a risa. A su vez, el hecho de que las per-
; sonas m encionadas actúen, pública o privadamente, en la calle, en

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Hay con ira dicción, avmr.mo, cuando v "


que se persiguen y loe medios cue ve po^I" l'*‘' v",:'3£:íC“*í i ios fines

para realizarlos. Hs lo cue se expresa con *-■J/J jT* ^ rj- s- empúj


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sa apariencia , y pone como ejemplo la c o m e d í c-7 ----


las mujeres, de Arísiófanes: . .Las mujeres qúe q n i ^ e - ^ ' 5
rar y fundar una nueva constitución [tales son 1os f in V o - t- r v a n
ios caprichos y la pasión de las mujeres [medios ¿ a d ¿ ¿ ¡ S = F
i Lecciones de Estética). Pero un ejemplo muy elocuentede ^
proporción entre fines y medios es el que ha m ostrado — .Tí-
una ocasión el cine cómico clásico: el d d asesino que. al
acabar con la vida de su víctima, le da por e r r o r en lu z z i'fr i tó­
xico mortal— unos polvos inocuos.
Una contradicción que genera también d efecto cómico es la cue &
pone de manifiesto cuando un fenómeno habitual aparece fuera
contexto y, por tamo, como algo insólito. Así. por ejemplo. tss&
cómico un baile, o más exactamente continuar bailando, cuando
la orquesta ya ha callado. En el ane, el componamiemo d d burr-#5
advenedizo en un ambiente extraño, aristocrático, es decir,

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1.0 COMICO 229
!. ¿c su contexto na fu raí —como vemos en £7 burgués sem ih om bre t de
Moliere — es una buena ilustración de este tipo de contradicción.
De modo análogo, lo nuevo que trata de imponerse a lo viejo o a lo
, habiiualmenic aceptado, es con frecuencia fuente de lo cómico.
^ Recuérdese la risa que suscita, en más de una ocasión, una nueva
; moda. Y en el arte baste recordar no ya las risas sino incluso las
carcajadas con que el público acogió las primeras ejecuciones de
algunas obras musicales de Stravinsky como La consagración de la
<
■ prim avera , o la risa burlona que, una y otra vez, han provocado en
el público las obras pictóricas y escultóricas más innovadoras o au-
¡ daces d e las vanguardias artísticas del siglo XX.
; Henri Bergson nos habla (en La risa) de otra fuente de la comici­
dad: la contradicción entre lo vivo y lo mecánico, o lo que es lo
mismo: entre lo formal y lo espontáneamente vital. Pone el ejem­
plo de los funcionarios aduanales que se dirigen apresuradamente
a la costa a atender a los pasajeros de un barco que han logrado J
salvarse de un naufragio, y lo primero que se les ocurre preguntar­ i
t
les es "si no tienen algo que declarar” . Y a este respecto podríamos
s aportar como ejemplo un hecho real que conocimos personalmente al
alborear el 19 de julio de 1936 en la Plaza de la Constitución de
Málaga. El ejército se había sublevado desde el día anterior y los
muchachos de las Juventudes Socialistas Unificadas habían pren­
dido fuego aquella noche a los edificios abandonados de la plaza,
para aislar y hacer frente en aquel lugar a las tropas que la ocupa­
ban. Ya dominadas éstas, y cuando los edificios ardían aún, se pre­
sentó un grupo de barrenderos a cumplir su faena con la seriedad y
responsabilidad con que la cumplían cada mañana. Al expresarles
nuestro asombro ante sus intenciones de barrer, dadas las condi­
ciones en que se encontraba la ciudad y, en particular, la plaza, uno
1 de ellos nos respondió con toda firmeza: “ ¡Pues nosotros barremos!”
No cabe mayor contradicción entre lo formal, rutinario y lo vivo
r- y espontáneo, una contradicción que no pudo dejar de provocar
; —en aquella situación tensa, dramática— nuestras más explosivas
carcajadas. Y en el arte, un buen ejemplo de la contradicción cx-
| puesta por Bergson es la famosa escena de la película de Chaplin,
f Tiempos modernos, en la que se muestra la mecanización del acto
í: de comer de los obreros en una fábrica.
¿v
[• . En suma, en el fondo de lo cómico hay una contradicción, un
f conflicto. En esto se asemeja a lo trágico, aunque se trata de una con-
. 1**
y traducción diferente. En efecto, mientras que en la tragedia se pone
j j / • de manifiesto una contradicción entre fines o aspiraciones nobles,
*u

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230 INVITACIÓN A l.A 1-STf 1 ICA

elevadas, que se consideran vitales, esenciales para el personaje


trágico, y la imposibilidad de alcanzarlos, en lo cómico la naturaleza
de esos fines o aspiraciones es muy distinta. Se trata de fines que no
son vitales o esenciales y que, por tanto, no pueden ser tomados
en serio. Sin embargo, al presentarse como tales, es decir, como
nobles y elevados, dan lugar a una contradicción entre lo que algo
es aparentemente y lo que es efectivamente. O también: entre lo que se
presenta como valioso y su carencia de valor. La conciencia de esta
contradicción está en la fuente de lo cómico.

C om icidad y desvalorización

La contradicción que está en la base de lo cómico pone de manifiesto la


inconsistencia o nulidad de un fenómeno real. Lo cómico desvaloriza
algo que es. Volvamos a los ejemplos anteriores: el maullido del gato en
una ceremonia oficial desvaloriza la solemnidad del acto; las palabro­
tas que lanza un espectador mientras se representa una escena patética
anula de repente su patetismo; el desplome del árbol de.ut Hería reduce
a nada la afectada declamación amorosa del actor; los gestos automáti­
cos del obrero en el film de Chaplin son una desvalorización de la socie­
dad capitalista en la que hasta el simple acto de comer se mecaniza y
cosifica; las palabras del aduanero que, en lugar de ofrecer ayuda a los
náufragos, les pregunta qué tienen que declarar, ponen al desnudo
el burocratismo de los funcionarios del Estado, etcétera.
Así pues, en la base de lo cómico se halla una contradicción entre
lo que algo vale realmente y lo que pretende valer. Y justamente esa
pretensión, al ser medida con la vara de lo real, mueve a risa. Ca­
rente de valor, esa pretensión no puede ser tomada en serio y, al
ser contrastada con la realidad, es devuelta a sus justos límites. De
este modo, lo que parecía profundo se muestra superficial; lo no­
ble, vulgar; lo rico,‘pobre; lo pleno, vacío, y lo elevado, mezquino.
La desvalorización que entraña lo cómico no significa, pues, otra
cosa que la reducción de la apariencia a la realidad, o poner en su
verdadero lugar la aparente profundidad, nobleza, plenitud o eleva­
ción. En suma, lo que funda la comicidad es la pretensión de valor,
y no el valor real. La comicidad, por tanto, pone de manifiesto la
inconsistencia interna, la vacuidad o nulidad de un fenómeno, y
con todo ello, su infundada pretensión de ser más importante de lo
que en realidad es, o de valer más de lo que vale efectivamente.
Lo anterior explica que la literatura y el arte hayan recurrido a lo

■i . - '
tly-Ai -____ .
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I O CÓ M IC O 231
cómico una y otra ve? cuando se trata de mostrar la inconsistencia
* o nulidad de unas ideas, de un personaje, de determinada clase so­
cial o de una sociedad entera.
En la Edad Media, la literatura cómica se constituyó en un arma
temible y vigorosa contra la ideología y el poder de la Iglesia y de los
señores feudales. El Libro de! buen amor, del Arcipreste de Hita, y
\osfabliaux franceses se convierten en verdaderos dardos cómicos
disparados contra los monjes y el clero. Frente a la seriedad oficial
y autoritaria, frente a la mentira, la adulación y la hipocresía, la
comicidad medieval representa —como dice Bajtin, “ la victoria
sobre el miedo a través de la risa” (La cultura popular en ¡a Edad
Media y el Renacimiento). El Quijote, de Cervantes, es un ejemplo
genial en los tiempos modernos de la comicidad que desvaloriza la
inconsistencia de un mundo caduco empeñado en sobrevivir, es de­
cir, en mostrarse con una vitalidad o un valor infundados. Toda la
novela cervantina tiene por eje la contradicción entre unos ideales
caballerescos, que se empeñan en perdurar con la importancia y el
valor que tuvieron en otros tiempos, y el mundo moderno en que
fracasan, una y otra vez, al tratar de realizarse. Cervantes desvalo­
riza lo caduco al mostrar la nulidad de su pretensión de sobrevivir,
de valer cuando ya carece de base real esa pretensión. Pero la literatura
no sólo muestra —como vemos en el ejemplo genial de Cervantes—
la inanidad de lo viejo en un mundo nuevo, moderno, sino también la
comicidad de lo nuevo cuando se presenta con una pretensión de
valor que, en verdad, no tiene. Es así como la entrada del burgués
en el escenario histórico-social da lugar, con sus modales artificial­
mente adquiridos, a situaciones cómicas que han sido recogidas en
el teatro con Moliere, en el grabado con Daumier o en la novela
con Gogol. Y esta empresa de desvalorización que está en la base
de lo cómico, no se detiene ni siquiera en lo que constituye el pel­
daño más alto de la seriedad: la muerte. Baste recordar la Calavera
catrina de José Guadalupe Posada, con la que el gran grabador
. mexicano de la primera década de este siglo desvaloriza el emperi­
follado mundo “ catrín” o “ bella sociedad” porfiriana que va a
ser arrasada por la Revolución Mexicana de 1910.

Lo cómico como fenómeno social


La desvalorización de lo real, o de lo pretendidamente real, en que
consiste lo cómico, es un fenómeno social. No sólo porque sus ma­
nifestaciones diversas se hallan determinadas socialmente, sino

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.rt /.;•

232 IN V IT A C IÓ N A LA ESTÉTIC A

también porque tienen lugar a la luz de ideas y valores dominantes


o subordinados en determinada sociedad. La desvalorización de lo
real se hace desde cierta ideología y, por tanto, desde la posición
social que se refleja en ella. Las aventuras de don Quijote, porta­
dor de los ideales caballerescos en una sociedad en la que ya no es
posible su realización, son fuente de comicidad a la luz de un crite­
rio ideológico, valorativo, moderno, que responde al predominio
de las nuevas relaciones sociales, incompatibles con la vigencia de
unos ideales caducos. E incluso en una misma sociedad un fenó­
meno resulta cómico, desde determinada perspectiva ideológica,
social, que conlleva determinada tabla de valores, y no desde otra
opuesta, ideológica y socialmente. Chaplin dijo alguna vez que un
pobre nunca se rie de los apuros o desgracias de otro; pero que, en
cambio, no oculta su risa cuando ve al rico en una situación apura­
da. Una persona mal vestida puede hacer reír en uñ medio social, y
no en otro, de acuerdo con el significado que se le atribuye a su
vestimenta. Si el ir mal vestido revela falta de gusto o presuntuosi­
dad, puede resultar cómico. Si el traje cíemodée o estrafalario es con­
secuencia de la miseria en que vive el que la exhibe, ya no suscita risa
sino compasión, e incluso protestas. Una moda estrafalaria —como
la que permite a la juventud actual ponerse pantalones plagados de
parches o remiendos, incluso en los recién adquiridos— responde a
una actitud deliberada de inconformidad o rebeldía con respecto
a los valores y normas vigentes. La vestimenta informal, o incluso
estrafalaria en este caso, puede provocar reacciones opuestas —de
repulsa o aprobación—, de acuerdo con diferentes criterios ideoló­
gicos, pero no risa. Asi pues, la comicidad de un fenómeno, dado
su carácter social, en diferentes sociedades o épocas distintas, e in­
cluso en una misma sociedad, dependerá del criterio valorativo,
ideológico, con que se juzgue el fenómeno.
La comicidad reviste, pues, un carácter social, como lo reviste
su opuesto: la seriedad. Una y otra ocupan espacios sociales distin­
tos que no son, por supuesto, intercambiables. La seriedad es más
propia de “ los de arriba’’ en la pirámide social; la comicidad se da
más bien en “ los de abajo’’. Como demuestra claramente la Edad
iMedia, de acuerdo con los estudios de Bajtin, la comicidad llega a
convertirse en un patrimonio de la cultura popular. El poder de
lo cómico está sobre todo en las calles y plazas de los pueblos, en el
lenguaje coloquial y en las fiestas, y como reflejo de ello, en su li­
teratura. Pero semejante presencia de lo cómico se da, en general, en
las sociedades cerradas, autoritarias. Es en ellas donde más proli-

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íf>1 LO C Ó M IC O
ir • 233

[ fcran los chistes en las calles. No es casual que en una sociedad


como la “ victoriana” floreciera el humor británico y que la revista
j Punch naciera entonces y acribillara con sus dardos cómicos a la
J corona, a la iglesia y al orden vigente.
f' Existe, en general, cierta oposición entre la comicidad que viene
v “ de abajo” y que forma parte de la cultura popular, y la seriedad que
y se instala “ arriba” como parte de la cultura oficial, dominante.
■ Los grandes satíricos o humoristas (Cervantes, Quevedo, Rabelais,
Voltaire, Daumier, Posada, Bernard Shaw, Mariano José de Larra,
Orozco, Chaplin, etcétera) han estado siempre más cerca de esta
\ cultura “ de ab ajo ” , popular o de protesta, que de la cultura “ de
■ arriba” , oficial, dominante.

Lo cómico com o crítica social

Si lo cómico entraña, como hemos visto, una desvalorización de lo


real, o un aniquilamiento de su infundada pretensión de valor, es
consecuentemente una forma de critica social. Mientras que el or­
den establecido se ampara en la seriedad y solemnidad para legiti­
marse, la risa mina sus cimientos.
Reír es ya una forma de libertad. No se puede reír a la fuerza,
bajo coerción o por decreto. Reírse de lo solemne, de lo formal, de
la pretensión irreal de presentar como valiosa una realidad que no lo
es, resulta frente a ella un acto de libertad. En este sentido la risa es
socialmente subversiva y por ello en las sociedades cerradas, autori­
tarias, la censura se ensaña con la comicidad que la suscita. AUi donde
se condensan las relaciones de dominio entre los hombres —palacios,
iglesias, cárceles, tribunales, etcétera—, la risa difícilmente se tole­
ra. Sólo estalla ocultamente, porque la risa es critica, desvalorizante,
subversiva.
Una sociedad cerrada, autoritaria o despótica —y tanto más
cuanto más lo es— se apoya en la fuerza, en la violencia, en la cen­
sura, en la mentira o en la solemnidad; por ello, no puede contar
con el aval de lo que niega: la risa. Mientras los sátrapas, burócratas,
carceleros o jueces oponen su seriedad a la comicidad, el pueblo
—aunque sufra y muera, y morir es una cosa profundamente seria—,
se identifica más con la risa. Y es que su sufrimiento y su muerte
llegan siempre arropadas con la seriedad de los principios supremos
o de la retórica oficial. Los grandes artífices de la comicidad, sus
inventores o creadores en la literatura y el arte: Cervantes, Mo-

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234 i «vi v i ía í i6 n a i a r.s tf t ic a

liérc, Rabelais, Cioya, Dauniícr, Posada, Valle Inclán o MaíaJamfcy,


lian sido grandes demolcdores de los valores c ideas de un orden
vigente, autoritario. Y es que Ja comicidad, y la risa que suscita
como acto de libertad, son incompatibles con el dogmatismo, d
fanatismo y el autoritarismo. De ahí la importante fundón social
de lo cómico como arma crítica, tanto en Ja vida rea! como en el arte
y la literatura.

L a dim ensión estética de i o cóm ico


en la vida real y en el arte
Hasta ahora nos hemos ocupado indistintamente de lo cómico en
los dos pianos fundamentales en que puede darse: la vida real y el arte.
Ahora bien, su presencia en ambos planos, ¿significa que en uno y
otro tiene una dimensión estética? ¿La comicidad de un gesto en la
vida real es de la misma naturaleza que la del rostro de un político
en una caricatura? Es una cuestión semejante a la que nos plan­
teamos anteriormente con respecto a lo trágico en la realidad y en
el arte. Y nuestra respuesta, aunque después la matizaremos, es
también semejante: la comicidad se da en la vida real sin una di­
mensión estética, en tanto que en el arte y la literatura sólo existe
estetizada o estéticamente. No se da, pues, de la misma manera.
Pero ¿en qué consiste la distinción en el modo de darse en un plano
u otro? Veamos, en primer lugar, esta cuestión con respecto a la
realidad.
Lo cómico se hace siempre presente en una realidad humana (ges­
tos, actitudes, acciones o situaciones). Fuera de esa realidad —en la
naturaleza— no existe lo cómico. Y cuando advertimos en ella cierta
comicidad —en los gestos o movimientos de cienos animales: de un
mono o de un loro, por ejemplo—, la comicidad sólo existe para
nosotros; es decir, el gesto o el movimiento del animal lo ponemos
en relación con el hombre (en cuanto que reproduce un gesto o un
movimiento humano). No existe lo cómico en la naturaleza en si,
sino en su relación con el hombre. En esto se asemeja a lo trágico.
Lo cómico es siempre algo humano, o humanizado. Pero, en la vida
real, en Ja vida de los hombres, vimos ya que no cabe normalmente
una relación estética ante un acontecimiento trágico. El efecto que
suscita (dolor, ira, compasión) neutraliza la contemplación indis­
pensable en toda relación estética. Contemplar estéticamente lo
trágico, sin embargo, como ya advertimos es posible, pero sería

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1.0 C Ó M IC O 235

perverso o inmoral. De lo cual concluíamos que si bien no puede


descartarse la posibilidad de contemplar estéticamente lo trágico
en la vida real, habría que pagar el precio humano, terriblemente
elevado, de su inm oralidad o perversidad.
¿Qué sucede, desde el punto de vista estético, cuando nos hallamos
ante una situación real que, por su comicidad, provoca una risa espon­
tánea, explosiva y el placer natural correspondiente? Normalmente
—y ya sabemos que toda normalidad es siempre relativa—, el efecto
cómico (la risa), y tanto más cuanto más natural, intenso o explosi­
vo, neutraliza la contemplación estética, entendida como aquella
que se detiene en sí misma, y produce un goce peculiar en esta de­
tención. Por otro lado, cuando se trata de un estímulo cómico real
y de la respuesta adecuada (el efecto natural, explosivo que, como
risa, provoca), la contemplación se condensa en el tramo de ella
que suscita ese efecto. No hay propiamente espacio para prolon­
garla, prolongación que es característica de la contemplación en la
relación estética.
La risa y el placer que la acompañan ahogan o neutralizan en este
caso la contemplación estética. En cierto modo, ésta se paraliza
con la risa misma. La contemplación estética requiere que el sujeto
pueda escapar a semejante inhibición o neutralización. Con todo,
como sucede con lo trágico, no puede descartarse la posibilidad de
que ante un objeto o fenómeno cómico en la vida real, pueda darse
una contemplación estética, con la diferencia ventajosa respecto
del com portam iento estético ante lo trágico real, que no habría
que pagar el elevado precio de su inmoralidad o perversidad. Pero,
sin pasar por alto esta posibilidad, lo normal o natural en el com­
portamiento ante lo cómico en la vida real, es que carezca de la di­
mensión estética. Tener esta dimensión sólo puede significar úna
ruptura con nuestra relación espontánea, natural, cotidiana con
el mundo.
Lo cómico adquiere, pues, una dimensión estética propia no
tanto en la vida real como en el arte y la literatura. Y, al adquirirla,
lo cómico se presenta con estas características:

Primera. A unque en el arte y la literatura lo cómico es siem­


pre creación o invención, los personajes, actos o situaciones crea­
dos tienen que ver siempre con la comicidad en la vida real como
vertiente esencial de la existencia humana. El avaro creado por Mo­
liere es el típico avaro que encontramos en la realidad. Lo cómico
en el arte requiere, por ello, una representación realista de lo real;

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236 IN V ITA C IÓ N A LA LSTÚTICA

pero una representación que, lejos de ser una copia o reflejo, deforma
la realidad para que se produzca el efeclo cómico deseado. Mas esta
deformación no significa en modo alguno una evasión, «cui­
tamiento o mistificación de ella. Por ello, lo cómico no puede darse
en un arte —como el rococó— que idealiza la realidad, o en aquél
—como el abstracto— en que la realidad desaparece. Lo cómico
en el arte y la literatura tolera la deformación, la ruptura con lo real
hasta los extremos de la sátira o de la caricatura, pero sin que lo
real deje de estar presente. Por ello, en el arte abstracto, no repre­
sentativo o no figurativo, no hay lugar para lo cómico. No lo hay
en la arquitectura, en la que la introducción de elementos cómicos
—por ejemplo, en la fachada de ciertos edificios— ha hecho de és­
tos verdaderos adefesios. Y en la música no puede darse lo cómico
directamente, aunque sí indirectamente con el concurso del texto li­
terario (como en las óperas cómicas por ejemplo); pero, en todo
caso, la música en cuanto tal, más que representar lo cómico, lo que
hace es evocar el sentimiento festivo, placentero, asociado a él.
Segunda. En cuanto que, de acuerdo con lo antes expuesto, la
comicidad artística o literaria es siempre inventada, imaginada o
creada, no produce el efecto natural, espontáneo o intenso (la risa)
que produce lo cómico en la vida real. Su efecto es, como corres­
ponde al estímulo artificial que lo produce, un efecto sosegado,
contenido, que no puede confundirse con el intenso que suscita lo
cómico en la vida real.
Tercera. El efecto propiamente estético de lo cómico en el arte y
la literatura se halla acompañado siempre del placer peculiar (esté­
tico) que produce, por su forma, el objeto que suscita ese efecto al
ser contemplado.

Vemos, en suma, al trazar la línea divisoria que —en lo cómico— se­


para a lo estético y lo no estético en el arte y la literatura, así como en
la vida real, que dicha línea pasa por el papel de la contemplación del
objeto, o acontecimiento, y de la naturaleza del efecto que suscita.

V a r ie d a d e s d e l o c ó m i c o

Hasta ahora nos hemos detenido en los rasgos esenciales de lo có­


mico, sin entrar en las formas o matices diversos con que puede
presentarse. Entre esos rasgos esenciales hemos destacado la con­
tradicción en la que se pone de manifiesto la inconsistencia de un
fenómeno, su vacuidad o intrascendencia, al resultar —y ello es lo

>. .•

Scarínéd by C am Scanner
la literatura nos ofrecen abundantes manifestaciones de dio. Cnmpá-

un Bernard Shaw con los alfilerazos irónicos de Oscar Wjíde; o eí


generoso humor de Cervantes con la despiadada sátira de Quevedr;.
Veamos también, con su polaridad, ía risa con lágrimas de Gognfy la
risa angustiada de Andrcicv; pensemos asimismo en ía risa que Ca­
góla de los aguafuertes de Coya, el humor lírico de los cuentos de
Chéjov y los trallazos satíricos de Mariano José de Larra. Recor­
demos la fina ironía de! románrico Heíne y la burla fina, nunca
cruel, de lo cursi, de García Lorca en su Doña Rosita o eí lenguaje
de las flores.
Desde Platón no ha faltado quien tenga a lo cómico por (a más
vulgar de las categorías estéticas. Y, sin embargo, bastan lo: ejem­
plos citados para demostrar no sólo su grandeza, sino rambtér, su
riqueza y variedad de formas y matices. Acerquémonos, peen, a
esta rica floración de lo cómico, fijando sobre todo nuestra aten­
ción en tres de sus variedades fundamentales, a saber: eí humor, ía
sátira y la ironía. De acuerdo con la caracterización general de ío
cómico que hemos dado, veremos que las diferencias sustanciales
entre sus manifestaciones diversas —que, por otra parre, mantienen
cierta unidad y en ocasiones se entrelazan— se deben a ía mayor o
menor profundidad de la contradicción queesrá en ía entraña misma
de Jo cómico, a la mayor o menor radicalídad de la ¿«valoriza­
ción de! fenómeno en cuestión y, en consecuencia, a ía mayor o menor
dureza de la crítica a que da lugar, o de la intensidad, más aíra o
más baja, de la risa que suscita. Veamos a continuación las tres va­
riedades fundamentales de lo cómico ya apuntadas.

El hum or

Al ocuparnos del humor vemos que, como en el caso de lo cómico,


no escasean las definiciones. He aqui algunas de ellas: eí humor es
“ la seriedad oculta dentro de ía broma” (Schopenhauer); “ el hu­
mor es la ironía que termina en seriedad” (Vladimir Janlceíevích);
el humor “ es un poco la intrusión de lo maravilloso en eí razona-

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238 IN V IT A C IÓ N A L A E S T É T IC A

miento, o en el mecanismo normal de la vida hum ana” ; “ debajo


del humorismo hay siempre un gran d o lo r” (M ark Twain); “ el
hum or es la sutileza de un profundo sentim iento” (Dostoíevsky);
el hum or es “ la manifestación más alta de los mecanismos de
adaptación del individuo” (Freud).
Lo que encontramos en la mayor parte de estas definiciones es la
relación del humor con un profundo sentim iento, con un gran do-_
lor o con la seriedad, pero resultan insatisfactorias mientras no se
ponga de manifiesto el modo peculiar, propio — humorístico— de
darse esa relación. Preferimos por ello dejar a un lado las definicio­
nes mencionadas y empezar a caminar por nuestra cuenta a partir
de lo que nos ofrece, con su obra El Q uijote, un hum orista genial:
Cervantes. Con él encontramos ejemplificada una visión humorís­
tica de la existencia humana, proyectada ésta en la situación concre­
ta social de la España de su tiempo. La obra cervantina es, en este
sentido, tan ejemplar que puede afirm arse que quien no capta el
humorismo de El Quijote ni tiene sentido del humor ni ha entendido
a Cervantes. Pues bien, teniéndolo presente com o punto de refe­
rencia, tratemos de asir en un pequeño haz los rasgos distintivos
del humor.
Como en lo cómico en general, hay en él una desvalorización de
lo real y es, por tanto, una forma de crítica. Pero, el m odo como es
tratado el objeto, la actitud del humorista hacia él, y el efecto logra­
do, ofrecen ciertas peculiaridades que hay que tom ar en cuenta para
distinguir esta variedad de lo cómico. El objeto, ciertam ente, ha
sido desvalorizado; su inconsistencia interna ha sido puesta de re­
lieve. AI marcar asi su distancia respecto de la realidad, el quijotismo
es puesto en cuestión, pero ello no significa que no quede en pie
nada de él. El humorista ataca a su objeto, lo crítica, pero no lo
niega en su totalidad. Algo se salva de él. Por ello, a la vez que des­
valoriza el objeto, que mina el suelo en que se sustenta, nos invita
a com partir algo de él. El objeto es presentado de tal modo que no
se hunda por completo ante nuestros ojos; que no se desvanezca
toda atracción o simpatía por él. El humorista nos invita en cierto
modo a desdoblarnos: a desvalorizar v valorar, a criticar y tolerar,
a distanciarse y compadecer. Los ideales caballerescos de don Quijote
no pueden ser compartidos en el mundo moderno y, sin embargo, una
conciencia moderna no puede dejar de sentir sim patía —e incluso
sentirse cómplice— con su generosidad y com batividad. Por esta
razón, el humorista no nos propone que el objeto quede desnudo
ante nosotros, en toda su nulidad. Por ello, tam poco busca hacer

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I.-O C O M IC O 239

F reír* Nuestra sim patía y complicidad con don Quijote no nos per*
I miie reímos de él, No es que la risa desaparezca por completo. Pero
p' es una risa contenida por nuestra compasión, una risa que lejos de
£■" destruir perm ite com prender. Más que risa, sonrisa.
I Id hum or com o lo cómico en general, es crítica, pero una crítica
| comprensiva y com pasiva; una crítica que, al mismo tiempo que
l desvaloriza y hunde lo que —como los ideales quijotescos— se pre-
■ sema tan elevado, abre sus brazos para que ese hundimiento no sea
■/ total. Y, en ese abrir de brazos se pone de manifiesto la simpatía o
f- complicidad que provoca la sonrisa. Esta se halla a medio camino
[ entre la risa y el llanto. Puede decirse también que es una risa conte­
nida por la com pasión y la ternura. Nos sentimos, a la vez, lejos y
cerca del o b jeto . No tan lejos que no podamos simpatizar con él;
j no tan cerca que nos identifiquemos plenamente con él, pues en este
f caso no habría propiam ente la desvalorización que está en Ja entraña
¿ de lo cómico.
i. La com pasión del humorista por su objeto Ic lleva a poner lími-
f tes a su crítica, pero estos limites no le conducen a olvidar la incon-
i sislencia de su pretensión de valor. El humorista se mueve entre la
I risa y el llanto, sin llegar a uno u otro extremo. Cuando salta estos
límites, ya está en otro dominio. Si hace llorar, está fuera de lo có­
mico; si hace reír, fuera del humorismo. Y, sin embargo, aunque
contenida o reprim ida, la risa no se pierde totalmente en el humor
r pues, en definitiva, sonreír es —de acuerdo con su etimología latina—
1. sub-ridere, reír por lo bajo. Sin embargo, cuando el humor res­
ponde a una situación conflictiva, deja atrás la ternura y se vuelve
I áspero, sarcástico, la sonrisa se apaga, y el humor se instala a las
puertas mismas de la sátira. El humor benévolo y comprensivo cede
í entonces su sitio a esta variante suya que es el humor negro, o sea,
; al hum or sarcástico, cruel, lindante con la sátira, que podemos
ejemplificar en el pasado con Quevedo y, en nuestra época, con
» Luís Buñucl.
f.

['■ La sátira
i; Cuando el objeto o fenómeno revela su inconsistencia o nulidad
hasta el p unto de hacer perder toda simpatía o atracción por él, y
la risa que suscita ya no está teñida de ternura, sino más bien es indig-
; nación o ira, podem os decir que estamos en otra esfera de lo cómico:
{-■ la sátira. La desvalorización del fenómeno es aquí tan radical que nos
lleva a la conclusión de que no merece subsistir. Nuestra risa en-

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240 IN V I rA C IÓ N A LA ESTÉTICA

toncos es, en el fondo, un voto por su aniquilación. Objetos de la


sátira suelen ser por ello el despotismo, la corrupción moral, social
o política, los vicios privados y públicos de todo género, la prepo­
tencia, el burocratismo, etcétera. Ya fueron su objeto en la Anti­
güedad romana para Luciano de Samosata, Juvcnal y Marcial; en
los tiempos modernos para Moliere, Voltaire y Rabelais; en el siglo
xix, para Mariano José de Larra, y en nuestro siglo para José Gua­
dalupe Posada, Orozco, Maiakovsky y Aldous Huxley.
Al comparar la sátira con el humor, vemos que la crítica es más
demoledora porque el objeto satirizado no sólo revela su inconsisten­
cia, sino además su negatividad, razón por la cual los golpes que
descarga sobre él buscan su destrucción. Es, por tanto, una crítica
que lejos de ser comprensiva, tolerante, como la del humor, entra­
ña una condena. Sin dejar resquicio alguno a la simpatía, pro­
mueve la repulsa o desaprobación. La sátira de Moliere contra la
hipocresía en su Tartufo no es sólo su desvalorización radical, sino
un anhelo de desaparición del fanatismo que la inspira. La sátira
ha sido siempre, por su radicalidad, un medio adecuado para de-
*■ nunciar las anomalías más graves de carácter moral, político o
social. Tal fue la sátira de Maiakovsky en El baño contra los buró-
' cratas y aduladores en la sociedad soviética, o en la La chinche
donde somete a una critica corrosiva la mistificación de los ideales
socialistas en esa realidad social.
La sátira en estos tres ejemplos revela la inconsistencia total de
> un fenómeno (hipocresía, burocratismo, mistificación de los idea-
) les), mostrando la contradicción en el fenómeno satirizado entre lo
que es y lo que pretende ser. El satírico, en esto casos, se coloca
fuera y enfrente de su objeto, sin admitir ninguna tolerancia o
simpatía con respecto a él. Mientras que el humorista, llevado de
su comprensión y simpatía, salva ciertos aspectos del objeto, el sa­
tírico no reconoce límites a su crítica, ya que no encuentra en él
nada digno de ser salvado. La desvalorización que entraña la sátira,
sólo puede promover la antipatía o desaprobación del lector o es­
pectador. Y eso es, en definitiva, lo que busca el satírico.

L a ir o n ía

Corno todo lo cómico, la ironía revela la inconsistencia de un fenó­


meno y es una forma de critica. Pero ésta no tiene aquí el carácter
abierto y generoso del humor ni tampoco el frontal y demoledor de
la sátira. Es una crítica “ disimulada” (en griego —según Ferrater

wi
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C'
LO COMICO 241
i . ~

Mora— eironeia, “ el que ironiza” es el que disimula, o “ dice me­ :


i-
.í; .
nos que lo que piensa” ). La ironía es una critica oculta que hay
que leer entre líneas, y cuanto más oculta, más sutil y, a la vez, más r
profunda. Con matices diversos la encontramos en Sócrates, Erasmo
de Rotterdam, Dickens, Oscar Wilde y Antonio Machado. En la iro­ r
nía el objetóse hunde tras su aparente o fingida elevación. Lo irónico •:

tiene por ello, como apuntaba el romántico F. Schlegel, un carácter


paradójico. El vicio aparece como tal al presentarse como virtud;
la mediocridad se revela precisamente cuando el mediocre pretende
comportarse como genio; el elogio irónico, lejos de ensalzar, rebaja.
En la ironía, la crítica permanece oculta tras la exaltación, el elo­
gio o la felicitación. Sus cartas nunca están sobre la mesa. Por ello,
hay que saber jugarlas, pues el juego irónico no se despliega clara y
abiertamente. Por su crítica oculta, disimulada o sutil, la ironía se
distingue del hum or y la sátira. Dice más de lo que dice, o dice me­
nos que lo que piensa. O más bien da un rodeo para afirmar lo
que en el fondo niega: el vicio, la mediocridad, el error, la vani­
dad, la fanfarronería o la inmoralidad.
Ni el humor ni la sátira recurren a este disimulo, rodeo o fingi­
miento. Apuntan directamente con su crítica a su objeto, aunque
el humor incluye cierta simpatía por él y la sátira lo condena sin
remedio. Por su contenido, las fronteras de la ironía se acercan unas
veces a las del humor, y otras, a las de la sátira. Ciertamente, hay
la ironía humorística con una veta de compasión: la ironía que no
hiere, como la de un Dickens; y hay también, la amarga e impla­
cable de un Oscar Wilde que, por las heridas que abre, linda con
la sátira.

v •

CamScanner
ti-ir'L

I
I

V I I . L o grotesco

L o g r o t e s c o c o m o c a t e g o r í a e s té ti c a

La categoría ele lo grotesco nunca contó con la aprobación de la


estética clasicista que hacia girar el universo estético en torno a lo
bello. Va Vasari, en el siglo \v i, con base en un juicio desfavorable
del arquitecto romano Vitruvio, de la época de Augusto, condena­
ba lo grotesco, viendo en él un empeño en “ pintarrajear los muros
con monstruos cu lugar de pintar imágenes claras del mundo de los
objetos’*. Contraponía así la claridad clásica a la monstruosidad
grotesca. V en el siglo xvin, Winckelmann se queja con amargura
“ de la degeneración del buen gusto. . . debido en parte a los gro­
tescos convertidos en moda. . Y, sin embargo, aunque siempre
bajo la condena de esta estética clasicista, lo grotesco se da en una
larga práctica artística que arranca de una pintura ornamental ro­
mana, descubierta a Tines del siglo xv, y a la que se denominó gro-
nesca, derivación del sustantivo italiano grotta (gruta). Se trataba de
un conjunto de formas vegetales, animales y humanas que se com­
binaban de un modo insólito y fantástico. Ciertamente, medidas
con la vara clasicista y realista de la reproducción clara del mundo de
los objetos, esas formas sólo podían ser condenadas como mons­
truosas, porque —como decía Vasari— “ semejantes disparates no
existen, no existirán nunca ni existieron jamás” . Sin embargo, lo
grotesco, diversificando sus manifestaciones y ampliando su campo,
aparece una y otra vez en la literatura y el arte, como lo prueban los
ornamentos grotescos de Rafael en las galerías del Vaticano; la
pintura de El Bosco y Pieter Bruegel, El Viejo; la “ Comedia del
arte” en Italia y las estampas de Jacques Callot de sus representacio­
nes; las comedias de Moliére, la novela prerromántica de Sterne,
Vida y opiniones de Tristón Shandy; el Garganiúa y Pantagruel de
Rabelais; la pintura negra y los aguafuertes de Goya. . . para en­
carnarse finalmente, de un modo ejemplar y ya más cerca de nues­
tro tiempo, en los cuentos de Hoffmann, Edgar Alian Poe y Gogol.

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244 I N V U A ' tf>'J A I A t M Í U ' A

fin nuestro siglo, lo grutesco vz da, por ejemplo, en />/ melamorj'oco ^


Kafka, la pintura surrealista de XífrjHdnt ttofí y fas e.s/ampfrs f e %*Ht
A esta precian artística y literaria cOffesponde una fc-oria P";"1a / u
que sólo comenzará a tornar en cuenta U> yrotcv.o como
estética en el siglo y.vtit, cor» Jusfu*. MOv:r (Arfe/fuín o f(/ dr'fe/esj d*
in y tn tesen cómico, J7ólj, estimulado por la zzf¡eí¡erfC& ü í'/ev*
de la “ Comedia del arte", ¡Je lo groteveo ce a u p a rá n Hty/Á, Vfe,
dridi Scldcgel, lean Paul y Víctor Muyo, rodoc ‘ornando
cuerna la presencia, a través del romanticismo, de ur; rfr'/io fo r.z*
cer arte que no busca la producción de ío helio, Hjsalrocr.íe, er,
nuestra época, de Macan el tratado sistemático de V/odga.-sg Kayser,.
y particularmente el estudio de Pajón '.obre lo grotesco er, Pace>
luis, y su vinculación con la cultura popular de la fedad Medía,

L o grotesco en E í Hosco, H o ffm a n n , f*oe y (ío%ol

Antes de intentar una caracterización de lo grotesco, fíjerco: rectv


ira atención en cuatro ejemplos en los que diferentes autores ce:re­
cuden en señalar rasgos grotescos esenciales. Veamos, en primer
lugar, el tríptico E í jardín de las delicias fMusco del Prado, Madrid),
de 1:1 Mosco ífigs. 74, 75 y 7ój.
Ln su parte izquierda, se representa la creación de Lva írr, el paraíso
terrenal. Cristo, el creador, presenta a P,va con Adán. Seres extraño;
y fantásticos los acompañan: rocas de formas geométricas, una pri­
mera con una serpiente enroscada, un dragón de tres cabezas saífen-
do del estanque, una fuente de la vida con una media luna er; lo ¿l:o
y un disco que le sirve de base mostrando un ojo con una lechuza
acurrucada, animales y plantas raros, etcétera. Ciertamente rodo
esto se presenta con un realismo preciso y cargado de una iímbolopa
que tiene que ver con el cristianismo y la alquimia. Pero su conjunto
constituye un mundo extraño y absurdo, más que por las ideas o
símbolos comúnmente admitidos en la época, por la estrañeza y
antinaturaíidad con que se presentan.
La parte central del tríptico representa un conjunto de figuras
desnudas, de ambos sexos, que se entregan a las delicias de» ame:
carnal. Lo que nos interesa señalar no es tanto el desenfado con
que se presenta este mundo de pecados y pecadores, así como Sos
símbolos asociados a las figuras animales, vegetales o anímales, sino
la audacia aJ mezclar en esa representación lo más heterogéneo; ex*
crccencias de cuernos, conos, medias lunas, etcétera, que salen de íes
monumentos; vegetaciones extrañas en los traseros de los amames-

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{* .

I-OGROTHSCO 245
cuyas cabezas se han convenido en frutos; mujeres que se bañan con
cuervos o pavos en sus cabezas; personajes desnudos que se cobijan
en una redoma trasparente, etcétera. De nuevo, no obstante el rea­
lismo preciso con que todo esto ha sido pintado, el conjunto no
puede ser más extraño, fantástico y antinatural.
En los cuentos de Hoffmann se conjugan el terror y lo maravi­
lloso, la burla y la maldición, lo angelical y lo diabólico. Es por
ello un mundo raro, desorganizado, fantástico y antinatural. Un
mundo en el que lo misterioso se impone a lo claro. O, como dice
Hoffmann generalizando sus propias preferencias: “ El hombre
prefiere el peor de los terrores a la explicación natural de aquello
que, en su opinión, pertenece al mundo de los fantasmas; a ningún
precio quiere satisfacerse con nuestro universo; desea ver algo que
dependa de otro mundo, capaz de mantenerse sin mediación del
cuerpo.’’
La mezcla de lo heterogéneo, las transformaciones de lo humano
en animal, y de lo animal en humano, que encontramos en el tríptico de
El Bosco, aparecen ahora en las descripciones de Hoffmann, en
hombres cuyas cabezas “ se arrastraban sobre patas de langostas
pegadas en sus orejas” o en “ cuervos con rostros humanos” . En estas
descripciones se funden lo terrible y lo maravilloso, y al distanciarse de
este mundo y transladarse a la sucesión de sueños y visiones del
monje Medardo que se traza en Los elixires del diablo, Hoffmann
no hace más que potenciar la extrañeza y el misterio de la existencia
humana, allí donde la realidad se pierde, y el propio soñador, Medar­
do, se pierde también. Fijemos por un momento nuestra atención en
el último sueño de Medardo, en el que se ve a sí mismo asesinado y
abandonado, casi a las puertas del paraíso, rechazado ahí por ser­
pientes de llamas, unido de nuevo a su cadáver, caído éste, sacado
de su sueño, orando al escuchar la llamada de su doble hasta apa­
gar los gritos de éste con su oración y, finalmente, perdido en el
sueño, bañado de luz. Y así llegamos a este pasaje en el que lo ma­
ravilloso se convierte en el habitante de ese país, distante de lo real,
que es el sueño. Y el pasaje dice así:
La púrpura del ocaso desgarró la nube sombría e incolora, pero
surgió una gran aparición. Era Cristo; en onda una de sus llagas
asomaba una gota de sangre, y el rojo era devuelto a la tierra, y el la­
mento de los hombres se transformó en un rito de alegría; pues el rojo
era la gracia del Señor que Ies era concedida. Sólo la sangre de Me­
dardo manaba, incolora, de la herida, y él imploraba con fervor. . .
Pero hubo un movimiento en los zarzales, y una rosa rutilante, de

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246 ISVII A' A I A I VII.IK A

un rojo (.clíM t\ u l/ó la c « 6 *r/a y. «n a v o n m a an geh cab m n ó ¿


M edardo; lo rodeó un dulce jxrrfwne q u e era d ív.pbmxL>r u y ^ .
v íllo so de un día de prim avera.
N o ev el fuego quien lo ha arrebatado; n o hay com b ate en tre b }U/
y el fuego. II fuego es la palabra que ilu m in a a! pecad or,
Parecía que* la rosa hubiera pronunciado ceas palabras, Pero la roca
era una encantadora figura de m ujer. V estida de velo s b lan cos, con
rosas fren/ndasen su oscura cabellera, a v a n /ó hacia m i, ¡A urelia. , ,t„
cxclam e despertándornc.

En el cuento de Edgar Alian Poe La máscara de lo muerte roja ( l H42),


al describir las salas que un principe ífaltano ha m andado construir
en una abadía a la que se ha retirado por tem or a la peste, encon­
tramos algunos elementos que nos permitirán acercarnos a una de­
finición de lo grotesco:

tiran verdaderam ente grotescas. H abía m u ch o brillo y esplendor y


m ordacidad y cosas fantásticas. , . H abía figuras arabescas con los
miem bros torcidos y posiciones torcidas. H ab ía engendros del deli­
rio corno se los imagina un loco. H abía m uchas cosas herm osas y
no pocas capaces de provocar náuseas, fin efecto, en las siete salas
deam bulaban de acá para allá un enjam bre de sueños. Y ellos —los
sueños— se retorcían entrando y saliendo y a d a p ta b a n su color al
de las salas y hacían parecer la música saJvaje de la o rq u esta como
si fuera e! eco de sus pasos.

La descripción de un objeto real —las salas de una abadia— se hace


aquí con los elementos rnás irreales y fantásticos: engendros del delirio,
cosas excéntricas y siniestras, enjambres de sueños que se retuercen y
cambian de color, una música que es como el eco de pasos, etcétera.
Y en esta mezcla y confusión de lo fantástico, lo bello y lo repulsivo,
lo que se describe no puede ser más antinatural, arbitrario y extraño.
Veamos ahora lo grotesco con una nueva faz: com o parte de la
realidad y mostrándose, por tam o, con una envoltura realista. Es
lo que hallamos en el cuento de Nikolai G ogol, La nariz. El verda­
dero personaje del cuento es la nariz cortada que el barbero Iván
Yákovlíevich encuentra, petrificado, una m añana en su panecillo.
La nariz es del asesor colegiado Kovaliov, quien un día ve “ en lugar
de su linda y bien proporcionada nariz sólo un estúpido sitio liso y
llan o ". Desde entonces, am bos personajes viven una serie de peri­
pecias: Iván para deshacerse de su incóm odo hallazgo, y Kovaliov
para recuperar, sin conseguirlo, la nariz perdida. Por fin, cuando
ya se habían disipado sus esperanzas de encontrarla, un Dolida

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I.O GROTKSCO 247
devuelve a Kovaliov su nariz, Pero nuevas dificultades surgen, ya
que fracasan los intentos de ponerla en su sitio. Finalmente, “ aquella
misma nariz que paseaba bajo la Hgura de un consejero de Estado
y que causó tanto revuelo en la ciudad, apareció como si nada hu­
biera ocurrido en su sitio” .
La narración de Gogol no puede ser más realista, pero lo que se
narra es algo fantástico, completamente irreal: la pérdida, búsqueda
y recuperación de una nariz. Todo ello por extraño, por incompren­
sible, es inconcebible para el propio autor. “ Pero lo más extraño,
lo más incomprensible es que los autores puedan elegir semejantes
argumentos.” Y, sin embargo, no todo queda para él en un plano
irreal: “ ¿En dónde no existen cosas absurdas? Y, sin embargo, si
reflexionamos sobre todo lo sucedido, veremos que, en efecto, hay
algo. Digan lo que quieran, pero en el mundo se dan semejantes
sucesos. . . aunque raras veces, pero suceden.”
Lo grotesco está aquí en la irrupción de lo fantástico, de lo ex­
traño, en la realidad misma. Esta irrupción es inconcebible, y lo es
incluso, piensa Gogol, el imaginarla, o sea, el tomarla como argu­
mento para una narración realista; y sin embargo, aunque raro,
nos dice él finalmente, lo absurdo, lo extraño, existe, sucede. En
suma, está en la realidad misma.

La naturaleza de lo grotesco
Lo que encontramos siempre en lo grotesco —y los ejemplos anterio­
res lo confirman— es la presencia activa de algo extraño, fantástico,
irreal, o antinatural. Estos elementos extraños, fantásticos, pueden
darse en escenarios distintos: el sobrenatural ya sea como paraíso o
infierno; allí donde la realidad se pierde como en el sueño; en una
realidad —como las salas de una abadía— que toman formas fan­
tásticas; o en la realidad más prosaica y cotidiana en la ciudad de
Petersburgo en la que irrumpe, sin alterar su cotidianidad, un
hecho fantástico, extraño.
Lo extraño y fantástico puede ser de diversa naturaleza. Puede
consistir en la tendencia a unir lo más heterogéneo en los seres u
objetos reales: vegetaciones extrañas en ios traseros de los aman­
tes (como en El jardín de las delicias, de El Bosco); cuervos con
rostros humanos o una rosa convertida en mujer (en el cuento cita­
do de Hoffmann); sueños que se retuercen y adaptan su color al de
las salas (en La máscara de la muerte roja, de Poe); la nariz “ con
uniforme bordado de oro” (en el relato de Gogol). En lo grotesco,

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248 INVITACIÓN A I.A f^SIf ílCA

pues, lo fantástico, lo extraño, lo irreal, se produce al combinarse


lo más heterogéneo, aunque los elementos que se mezclan o combi­
nan sean reales.
El predominio de lo fantástico, de lo extraño, de lo insólito, no
significa, como puede confirmarse con los ejemplos que tenemos
presentes, que lo grotesco no este en cierta relación con la realidad. No
sólo porque toma de ella los elementos que, al ser combinados o de­
formados, producen ese mundo fantástico, extraño, irreal, sino
también porque significa una desnaturalización de ella. En lo gro­
tesco encontramos cierta destrucción del orden normal, de las relacio­
nes habituales, pero siempre desde lo irreal creado con materiales
reales. Hay, pues, en lo grotesco, cierto dístanciamiento de lo real en la
medida en que lo real, desde esta perspectiva fantástica, arbitraria, ex­
traña, pierde su consistencia y se vuelve, por tam o, inconsistente,
extraño, lo que antes parecía sólido y familiar. Lo grotesco es también
lo absurdo y, en este sentido, no sólo se da en el mundo irreal y
fantástico, sino también en la realidad que pasa por racional.
Por este dístanciamiento de lo real que pone en tela de juicio su
consistencia, lo grotesco se halla emparentado con lo cómico y
más de un tratadista lo incluye en esta categoría. En Jean Paul aparece
con el nombre de “ humor cruel’’, en tanto que Hegel lo excluye.
Ahora bien, sin negar esta relación entre lo cómico y lo grotesco, no
puede dársele un alcance absoluto. Si volvemos en nuestros ejem­
plos, al cuento de Gogol, veremos que las situaciones a que da lugar
en la vida real lo propiamente grotesco, o sea la pérdida, la bús­
queda y la recuperación de la nariz perdida, son situaciones verda­
deramente cómicas. Sin embargo, la comicidad está ausente en los
ejemplos restantes (en las creaciones de El Üosco, Hoffmann y Poc).
El papel esencial que en lo grotesco tiene lo fantástico, lo extra­
ño, lo sorprendente o lo antinatural —rasgos que no son compartidos
necesariamente por lo cómico— dan a su relación con lo real un
matiz peculiar, inconfundible. Cierto es que, a veces, se asemeja
a la sátira, pero su dístanciamiento del orden normal, cotidiano, y
sus componentes de horror, extrañeza o antinaturalidad lo acercan
más a lo feo, a lo monstruoso, que a lo propiamente cómico. En
tanto que lo cómico desvaloriza no propiamente lo real sino una
apariencia de realidad, lo grotesco desvaloriza lo real desde un
mundo irreal, fantástico, extraño.
Lo grotesco es uno de los medios de que disponen el arte y la li­
teratura para contribuir a quebrantar una realidad que, indiferente
al tiempo y al cambio, se empeña en ser eterna e inmutable. El

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I
i OGKOii;sr o 249

.
mundo de lo grotesco, aunque fantástico e irreal, no hace sino mos­
KS trar lo absurdo, lo irracional, en el seno mismo de una realidad que se
presenta como coherente, armónica y racional. No es casual que apa­
rezca asociado históricamente en el arte y la literatura con movimientos
anticlásicos y antirrealistas; en pocas palabras: ínconformistas.

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