El - Matadero E. Echeverria

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A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el
arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acos-
tumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de
América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas
razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser di-
fuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración pasaban
por los años de Cristo de 183…. Estábamos, a más, en cuares-
ma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la
iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (su-
fre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de
los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice
el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ab initio
y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre
las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertene-
cen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por
lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos
Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda
especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al
matadero, los novillos necesarios para el sustento de los ni-
ños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la
Bula, y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes,
que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos
carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el
mal ejemplo.

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DANIEL Osvaldo HUARTE (plasterm66@hotmail.com)
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Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa.


Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y
las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuo-
so barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por
el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus
turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata,
creciendo embravecido, empujó esas aguas que venían bus-
cando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre cam-
pos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un
lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad, circun-
valada del norte al este por una cintura de agua y barro, y al
sur por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban
a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chime-
neas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y
barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando
misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo di-
luvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios
y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo
y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio,
decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina re-
bosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, peca-
dores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la
iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la pala-
bra de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no imploráis
misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda
del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones.
Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias,
vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tie-
rra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación
os declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del
templo, echando, como era natural, la culpa de aquella cala-
midad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inun-
dación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores.
Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del

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El matadero

muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas


consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios,
empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida,
oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como
de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la
población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al
Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta la barranca
de Balcarce, donde millares de voces, conjurando al demonio
unitario de la inundación, debían implorar la misericordia
divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido
de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el
Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su
inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por cau-
sa de la inundación estuvo quince días el matadero de la
Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno
o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consu-
mieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfer-
mos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y
herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinen-
cia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más
digno de la bendición de la iglesia, y así fue que llovieron so-
bre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las ga-
llinas se pusieron a seis pesos, y los huevos a cuatro reales,
y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresma-
les promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se
fueron derecho al cielo innumerables ánimas y acontecieron
cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos
millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de ham-
bre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud
de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de pre-
sa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías
prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los
perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron

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en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos


cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo
más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino
de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato
de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y
bacalao, y se fueron al otro mundo a pagar el pecado come-
tido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne
continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los es-
tómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de no-
tar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia
y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos
padres contra toda clase de nutrición animal y de promis-
cuación en aquellos días destinados por la iglesia al ayuno
y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra
intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por
el inexorable apetito y las no menos inexorables vocifera-
ciones de los ministros de la iglesia, quienes, como es su
deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las
costumbres católicas; a lo que se agregaba el estado de flatu-
lencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado
y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descom-
pasados en la peroración de los sermones y por rumores y
estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o
dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el go-
bierno, tan paternal como previsor, el Restaurador, creyendo
aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndo-
los a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, se-
gún los predicadores federales, habían traído sobre el país la
inundación de la cólera divina; tomó activas providencias,
desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien
informado, promulgó un decreto tranquilizador de las con-
ciencias y de los estómagos, encabezado por un consideran-
do muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetien-
do por agua y todo se trajese ganado a los corrales.

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El matadero

En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del


día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al mata-
dero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa
poca por cierto para una población acostumbrada a consu-
mir diariamente de doscientos cincuenta a trescientos, y
cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de
alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos
privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que
la iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne
suele meterse en el cuerpo y que la iglesia tiene el poder de
conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo
móvil principal no sea su voluntad sino la de la iglesia y el
gobierno. izá llegue el día en que sea prohibido respirar
aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin per-
miso de autoridad competente. Así era, poco más o menos,
en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por
desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuera, a la noticia de la providencia guberna-
tiva, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de
carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con
grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos
destinados al matadero.
—Chica, pero gorda —exclamaban—. ¡Viva la Federación!
¡Viva el Restaurador! Porque han de saber los lectores que
en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, has-
ta entre las inmundicias del matadero y no había fiesta sin
Restaurador como no hay sermón sin Agustín. Cuentan que
al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agoniza-
ban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a
correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lu-
gares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de
abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo
al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión
de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales

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del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por


la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada
al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios,
enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó
a la arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la
ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones
de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador
tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstener-
se de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes,
tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no
hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en
día santo.
Siguió la matanza, y en un cuarto de hora cuarenta y nue-
ve novillos se hallan tendidos en la playa del matadero, de-
sollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofre-
cía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo
lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña
clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el
lector pueda percibirlo a un golpe de ojo, preciso es hacer un
croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las
quintas al sud de la ciudad, es una gran playa en forma rec-
tangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales
allí se termina y la otra se prolonga hacia el este. Esta playa,
con declive al sud, está cortada por un zanjón labrado por
la corriente de las aguas pluviales, en cuyos bordes laterales
se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce
recoge, en tiempo de lluvia, toda la sangrasa seca o reciente
del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el oeste
está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de
media agua con corredor al frente que da a la calle y palen-
que para atar caballos, a cuya espalda se notan varios co-
rrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas
para encerrar el ganado.
Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero
lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta

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El matadero

el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento.


En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corra-
les, se cobran las multas por violación de reglamentos y se
sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo
de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella
pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es
calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño
de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio
tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no
estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar
sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: «Viva
la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína doña
Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios».
Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y reli-
giosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sa-
brán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador,
patrona muy querida de los carniceros quienes, ya muerta,
la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su fe-
deral heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso
que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la
mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido ban-
quete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió
con su hija y otras señoras federales, y que allí, en presencia
de un gran concurso, ofreció a los señores carniceros en un
solemne brindis su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos
la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estam-
pando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará
hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca,
llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas
sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban
aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En
torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de
tez y raza distintas. La figura más prominente de cada gru-
po era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho
desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro

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embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían, caraco-


leando y siguiendo los movimientos, una comparsa de mu-
chachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad tra-
suntaba las harpías de la fábula, y, entremezclados con ella,
algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de
tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas
con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente
a lo largo de la playa, y algunos jinetes, con el poncho ca-
lado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas al
tranco o, reclinados sobre el pescuezo de los caballos, echa-
ban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos,
al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas
blanquiazules, que habían vuelto de la emigración al olor
de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido
todos los ruidos y voces del matadero y proyectando una
sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto
se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba: los
grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas
actitudes y se desparramaban corriendo como si en medio
de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de
algún encolerizado mastín. Esto era que, ínter el carnicero
en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro
los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste,
sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma, que ojeaba y
aguardaba la presa de achura, salía de cuando en cuando una
mugrienta mano a dar un tarazcón con el cuchillo al sebo o
a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de
cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos,
dichos y gritería descompasada de los muchachos.
—Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía —gritaba uno.
—Aquél lo escondió en el alzapón —replicaba la negra.
—¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un
tajo —exclamaba el carnicero.
—¿é le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino
la panza y las tripas.

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El matadero

—Son para esa bruja: a la m…


—¡A la bruja! ¡A la bruja! —repitieron los muchachos—,
¡se lleva la riñonada y el tongorí!— y cayeron sobre su cabe-
za sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arras-
trando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba
con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco
de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada
presa. Acullá se veían acurrucadas en hileras cuatrocientas
negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno
a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había de-
jado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban
panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para
depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos, gambeteando a pie y a caballo, se da-
ban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando
con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpián-
dose en el aire celebraba chillando la matanza. Oíanse a me-
nudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del
día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas
de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de
nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los
lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de
alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún defor-
me mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por
si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y
mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución
de un muchacho que le había embadurnado el rostro con
sangre, y, acudiendo a sus gritos y puteadas, los compañeros
del rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y
llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con
groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez
mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo
del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro,

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cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho


a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un
carnicero; y no de ellos distante, porción de perros, flacos
ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio
para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro.
Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se
ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos indi-
viduales y sociales. En fin, la escena que se representaba en
el matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales, de corta y an-
cha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no
estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de
toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo
penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie,
a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en
la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios piala-
dores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armados
del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y
chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios ji-
netes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal, prendido ya al lazo por las astas, bramaba
echando espuma, furibundo, y no había demonio que lo hi-
ciera salir del pegajoso barro donde estaba corno clavado y
era imposible pialarlo. Gritábanlo, lo azuzaban en vano con
las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las
horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de
silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía
de aquella singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas
rodaban de boca en boca y, cada cual hacía alarde espontá-
neamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el es-
pectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
—Hi de p… en el toro.
—Al diablo los torunos del Azul.
—Mal haya el tropero que nos da gato por liebre.
—Si es novillo.

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El matadero

—¿No está viendo que es toro viejo?


—Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c…, si le
parece, c…o!
—Ahí los tiene entre las piernas. No los ve, amigo, más
grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego
en el camino?
—Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No
ve que todo ese bulto es barro?
—Es emperrado y arisco como un unitario —y al oír esta
mágica palabra todos a una voz exclamaron:
—¡Mueran los salvajes unitarios!
—Para el tuerto los h…
—Sí, para el tuerto, que es hombre de e… para pelear con
los unitarios.
—El matahambre a ¡Matasiete, degollador de unitarios.
¡Viva Matasiete!
—¡A Matasiete el matahambre!
—Allá va —gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos
desahogos de la cobardía feroz—. ¡Allá va el toro!
—¡Alerta! Guarda los de la puerta. ¡Allá va furioso como
un demonio!
Y, en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo
por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo
flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a en-
trambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el
enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta,
crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se
vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si
un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza
de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de
palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
—Se cortó el lazo —gritaron unos—, allá va el toro —pero
otros, deslumbrados y atónitos, guardaron silencio porque
todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se
agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho

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degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito


semblante, y la otra parte, compuesta de jinetes que no vie-
ron la catástrofe, se escurrió en distintas direcciones en pos
del toro, vociferando y gritando: —¡Allá va el toro! ¡Atajen!
¡Guarda! —Enlaza, Sietepelos. —¡e te agarra, Botija! —Va
furioso; no se le pongan delante. —¡Ataja, ataja, morado!
—Dele espuela al mancarrón. —Ya se metió en la calle sola.
—¡é lo ataje el diablo!
El tropel y vocería era infernal. Unas cuantas negras
achuradoras, sentadas en hilera al borde del zanjón, oyen-
do el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas
y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de
Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al
mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió
adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de
ellas se fue de cámaras, otra rezó diez salves en dos minutos,
y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos
malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No
se sabe si cumplieron la promesa.
El toro, entre tanto, tomó hacia la ciudad por una larga y
angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángu-
lo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y
un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos
casas laterales y en cuyo apozado centro había un profun-
do pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de
vuelta de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso
a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto
en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería
sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repen-
te su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr de-
jando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este
accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de
los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando car-
cajadas sarcásticas: —Se amoló el gringo; levántate, gringo
—exclamaron, y, cruzando el pantano, amasaron con barro
bajo las patas de sus caballos su miserable cuerpo. Salió el

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El matadero

gringo, como pudo, después, a la orilla, más con la aparien-


cia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de
un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de: ¡Al
toro! ¡Al toro!, cuatro negras achuradoras que se retiraban
con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único
refugio que les quedaba.
El animal, entre tanto, después de haber corrido unas
veinte cuadras en distintas direcciones, azorando con su
presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una
quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifes-
taba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profun-
da y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse
luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y re-
solvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase
su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en
el matadero, donde la poca chusma que había quedado no
hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el
pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del
niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de
sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba
haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle
uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó pren-
dido de una pata; su brío y su furia redoblaron; su lengua,
estirándose convulsiva, arrojaba espuma, su nariz, humo,
sus ojos, miradas encendidas. —¡Desgarreten ese animal!
exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del
caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando
en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al
cabo hasta el puño en la garganta, mostrándola enseguida
humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la
herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el so-
berbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba
a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matam-
bre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el

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brazo y, el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarle


con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales
del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indo-
minable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga
tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente
una voz ruda exclamó: —Aquí están los huevos —sacando
de la barriga del animal y mostrando a los espectadores, dos
enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro.
La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgra-
ciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el matade-
ro era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según reglas de
buena policía, debió arrojarse a los perros; pero había tanta
escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que
el señor juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en
la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el
pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba
concluida a las doce, y, la poca chusma que había presenciado
hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tiran-
do a la cincha algunas carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: —¡Allí
viene un unitario! —y al oír tan significativa palabra toda
aquella chusma se detuvo como herida de una impresión
subitánea.
—¿No le ven la patilla en forma de U?. No trae divisa en el
fraque ni luto en el sombrero.
—Perro unitario.
—Es un cajetilla.
—Monta en silla como los gringos.
—La Mazorca con él.
—¡La tijera!
—Es preciso sobarlo.
—Trae pistoleras por pintar.
—Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el
diablo.

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El matadero

—¿A que no te le animas, Matasiete?


—¿A que no?
—A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha ac-
ción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el
hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo ha-
bían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a bri-
da suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años, de gallar-
da y bien apuesta persona, que mientras salían en borbotón
de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones,
trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno.
Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo
de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra so-
bre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada
al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del
suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimien-
to alguno.
—¡Viva ¡Matasiete! exclamó toda aquella chusma cayen-
do en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces
sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía, el joven fue, lanzando una mirada
de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo
que permanecía inmóvil no muy distante, a buscar en sus
pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete, dando un
salto le salió al encuentro, y con fornido brazo asiéndolo de
la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la
daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estertorio vol-
vió a victoriarlo.
¡é nobleza de alma! ¡é bravura en los federales!
Siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima
inerte.
—Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo
como al toro.
—Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.

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—Tiene buen pescuezo para el violín.


—Tocale el violín.
—Mejor es resbalosa.
—Probemos —dijo Matasiete, y empezó sonriendo a pasar
el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la
rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra
mano le sujetaba por los cabellos.
—No, no le degüellen exclamó de lejos la voz imponente
del juez del matadero, que se acercaba a caballo.
—A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mashorca y las
tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador
de las leyes!
—¡Viva Matasiete!
—¡Mueran! ¡Vivan! —repitieron en coro los espectadores
y atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre
vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al ban-
co del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y for-
nida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los nai-
pes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los
sayones federales del matadero. Notábase, además, en un
rincón, otra mesa chica con recado de escribir y un cuader-
no de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un
sillón de brazos destinado para el juez. Un hombre, soldado
en apariencia, sentado en una de ellas, cantaba al son de la
guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre
los federales, cuando la chusma, llegando en tropel al corre-
dor de la casilla, lanzó a empellones al joven unitario hacia
el centro de la sala.
—A ti te toca la resbalosa —gritó uno.
—Encomienda tu alma al diablo.
—Está furioso como toro montaraz.
—Ya le amansará el palo.
—Es preciso sobarlo.
—Por ahora verga y tijera.
—Si no, la vela.

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El matadero

—Mejor será la mazorca.


—Silencio y sentarse exclamó el juez, dejándose caer sobre
su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven, de pie, enca-
rando al juez, exclamó con voz preñada de indignación:
—Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
—¡Calma! —dijo sonriendo el juez—, no hay, que encole-
rizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su
cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado
rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento
convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus
ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio
cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera
de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arte-
rias y, la respiración anhelante de sus pulmones.
—¿Tiemblas? —le dijo el juez.
—De rabia, porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
—¿Tendrías fuerzas y valor para eso?
—Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
—A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo,
otro de la cabeza, y en un minuto cortáronle la patilla que
poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus
espectadores.
—A ver —dijo el juez—, un vaso de agua para que se
refresque.
—Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petizo púsosele al punto delante con un vaso de
agua en la mano. Diole el joven un puntapié en el brazo y el
vaso fue a estrellarse en el techo, salpicando el asombrado
rostro de los espectadores.
—Este es incorregible.
—Ya lo domaremos.
—Silencio —dijo el juez—, ya estás afeitado a la federala,
sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos
a cuentas.

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—¿Por qué no traes divisa?


—Porque no quiero.
—¿No sabes que lo manda el Restaurador?
—La librea es para vosotros, esclavos, no para los hom-
bres libres.
—A los libres se les hace llevar a la fuerza.
—Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras ar-
mas, infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes
como vosotros. Deberíais andar como ellos en cuatro patas.
—¿No temes que el tigre te despedace?
—Lo prefiero a que, maniatado, me arranquen como el
cuervo, una a una las entrañas.
—¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?.
—¡Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria
que vosotros habéis asesinado, infames!
—¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
—Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el or-
gullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.
—¡Insolente!, te has embravecido mucho. Te haré cortar
la lengua si chistas.
—Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga
pelada denle verga, bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el juez, cuatro sayones, salpicados
de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largó a largo
sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
—Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Atáronle un pañuelo por la boca y empezaron a tironear
sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los
dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del jun-
co, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de
un movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor
fluían por su rostro, grandes como perlas; echaban fuego sus
pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente ne-
greaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran
repletas de sangre.
—Átenlo primero —exclamó el juez.

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El matadero

—Está rugiendo de rabia —articuló un sayón.


En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro
pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso
hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron
las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas
libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pare-
ció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporo primero
sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó
al momento murmurando: —Primero degollarme que desnu-
darme, infame canalla.
Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó
atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces
un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y, las
narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros
por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron in-
móviles y los espectadores estupefactos.
—Reventó de rabia el salvaje unitario —dijo uno.
—Tenía un río de sangre en las venas —articuló otro.
—Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él
y tomó la cosa demasiado a lo serio exclamó el juez fruncien-
do el ceño de tigre. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un
momento se escurrió la chusma en pos del caballo del juez
cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables
proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del matadero
eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federa-
ción rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría
de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario,
conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de
la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni
salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien
puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la
libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que
el foco de la federación estaba en el matadero.

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