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La Ciudad De Dios

San Agustín

Introducción de Francisco Montes de Oca.

INTRODUCCIÓN

Del mismo modo que un cuerpo humano minado por la vejez llama a las enfermedades, así
el Imperio Romano, a fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros. Y vinieron, en
efecto: y llegaron, no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como
soldados más o menos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con
carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El término
exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española invasión, que
hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país, sería el alemán
Völkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido
más de mil años antes de nuestra Era, cuando los invasores arios, griegos y latinos, habían
asaltado los viejos imperios, volvió a reproducirse a partir de fines del siglo IV. Uno de los
episodios que mayor trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno del Imperio
fue el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410. Acontecimiento terrible, que
depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus más firmes, aunque no fue totalmente
inesperado. El propio San Agustín se sintió profundamente conmovido.

Llevaba en el corazón el destino del Imperio, por lo ligado que lo creía al destino de la
Iglesia. Dos años antes había sabido con gran consternación, por una carta del presbítero
Victoriano, cómo los vándalos habían invadido la infortunada España y cómo habían
incendiado sistemáticamente todas las basílicas y asesinado, casi sin excepción, a cuantos
siervos de Dios pudieron capturar. Y a comienzos del 409, cuando los visigodos
amenazaron por vez primera la Ciudad eterna, reprendía Agustín a una matrona allí
residente, porque, habiéndole escrito tres veces, nada le contaba sobre la situación de
Roma: "Tu última carta no me dice nada sobre vuestras tribulaciones. Y querría saber qué
hay de cierto en un confuso rumor llegado hasta mí acerca de una amenaza a la Ciudad" El
temor del obispo de Hipona se convertiría en desoladora realidad en menos de dos años.
Roma, la inexpugnable Roma, fue conquistada por Alarico y entregada al saqueo; la Ciudad
eterna tuvo que confesarse mortal. La fecha del 24 de agosto de 410 sonó en los oídos
romanos como la campana de la agonía. Durante cuatro días consecutivos se desencadenó
allí un frenesí de crímenes y de violencias, en una atmósfera de pánico. Pocos días después
llegaba al África la terrible nueva: ¡Roma acababa de ser saqueada por los bárbaros! La
vieja capital, inviolada desde los lejanos tiempos de la invasión gala, había sido forzada por
las bandas de un godo y gemía todavía bajo el peso de sus ultrajes. Y tras la nueva, fueron
llegando algunos de los que lograron escapar a la catástrofe. Veíase desembarcar, en
atuendo mísero y con la mirada turbada, a aristócratas fugitivos portadores de los más
ilustres apellidos romanos.

Se escuchaban sus relatos acerca de los actos de terror en la ciudad, los palacios
incendiados, los jardines de Salustio en llamas, la casa de los ricos, la sangre que manchaba
los mármoles de los foros, los carros de los bárbaros atestados de objetos preciosos robados
y maltrechos. Familias enteras habían quedado aniquiladas, habían sido asesinados
senadores, violadas vírgenes consagradas a Dios, y la anciana Marcela había sido
abandonada por muerta en su palacio del Ayentino, por no haber podido mostrar a los
bárbaros asaltantes ningún escondrijo de oro y haberles rogado solamente que respetaran el
honor de su joven compañera Principia. Se los oía con horror y se repetían por doquiera sus
relatos, mientras ellos, los últimos romanos, se daban prisa en abandonar la minúscula
ciudad portuaria y marchaban a Cartago, donde inmediatamente ocupaban otra vez
localidades en el teatro, y donde, con la presencia de los fugitivos romanos, la locura y
barahúnda eran mayores que antes. Pero la impresión de la caída de Roma no podía
borrarse fácilmente. El mundo parecía decapitado. "¡Cómo han caído las torres!", leían los
ascetas en Jeremías y pensaban en la torre de la muralla aureliana. "¡Qué solitaria está la
ciudad, antes populosa!", pensaban las gentes pías, cuando oían hablar del espantoso vacío
que siguiera al saqueo, de cómo aullaban los canes en los palacios desiertos, de cómo salían
los supervivientes, agotados por el hambre, después de cinco días de forzada abstinencia, de
las basílicas, y se daban la mano para sostenerse en pie por las calles cubiertas de
cadáveres, mientras chirriaban, camino del sur, por la Vía Apia, los carros cargados de oro
y plata y de jóvenes y muchachas cautivas. Es cierto que Alarico y sus soldados no
permanecieron más que tres días en la Ciudad eterna, después de haberla saqueado a
ciencia y conciencia; es cierto que se instituyó una fiesta conmemorativa para celebrar el
aniversario de su liberación. Con todo la caída de la capital tuvo una resonancia inmensa y
durable por todo el Imperio. Puede resultarnos hoy a nosotros un tanto difícil de
comprender: contemplada de lejos, la entrada de los bárbaros en la Ciudad eterna quizá no
nos parezca más que un incidente banal. La administración del Imperio, y el emperador
Honorio mismo, hacía varios años que ya no residían ahí. Retirados a Ravena, fortalecidos
detrás de una fuerte cintura de lagunas, se hallaban a buen recaudo desde el 404, y
dispuestos a proseguir, sin sentirse inquietados seriamente, aquellas bajas intrigas que
constituían lo esencial de sus preocupaciones cotidianas. Por lo demás, al cabo de pocos
años los mismos contemporáneos se dieron cuenta de que nada había cambiado en sus
costumbres, de que el Imperio sobrevivía a todas las catástrofes y de que no había lugar
para inquietarse por un desastre tan rápidamente reparado. Pero de momento no fue así.

Tremendamente sacudidos en sus ánimos paganos y cristianos pusiéronse por una vez de
acuerdo para plañir juntos las calamidades que les afectaban igualmente. Hacía largo
tiempo que venían, atribuyendo los primeros todas las desventuras de Roma al hecho de
que los cristianos hubiesen abandonado a sus antiguos dioses. Pero también estos
empezaron a repetir con otras palabras y en diferente sentido la misma cantinela: ¿"Dónde
están ahora las memoriae de los apóstoles?", oía decir el obispo a sus gentes. "¿De qué le
ha valido a Roma poseer a Pedro y a Pablo? Antes estaba en pie la ciudad, ahora ha caído".
Los que así murmuraban eran cristianos y no podía replicarles el prelado de Hipona, como
a los no cristianos, que un pagano como Radagaiso, que ofrecía puntualmente cada día
sacrificios a los dioses, fue vencido, y Alarico, que era cristiano, fue vencedor. Difícilmente
podía alegar esto ante cristianos descontentos. ¿No era Alarico arriano? ¿Y tenía que caer la
Ciudad eterna precisamente ahora cuando estaba ceñida por una corona de sepulcros de
mártires? El viejo pecado bíblico de la murmuración volvía a levantar cabeza entre aquellos
fieles, presa del abatimiento, y no era permitido al pastor permanecer callado.

Cuando, súbitamente y casi sin lucha, sucumbió la Ciudad, recibió Agustín las primeras
noticias, en una casa de campo en que, por prescripción médica, tenía que descansar un
verano enteró. Inmediatamente mandó una carta a Hipona, exhortando al pueblo y clero á
cooperar en vez de lamentarse, a acoger y vestir a los fugitivos que afluían, y a hacerlo
mejor de lo que lo hicieran antes. Y a las diversas quejas de los murmuradores les va a salir
al paso con argumentos exclusivamente cristianos, que dominan diferentes sermones de los
años 410 y 411. La catástrofe de Roma es una intervención divina. Dios es un médico que
corta la carne podrida de nuestra civilización. Este mundo es un horno en que la paja arde al
fuego; el oro, en cambio, sale purificado y ennoblecido. Es una prensa que separa el aceite
del deshecho sin valor; el deshecho es negro y tiene que desaguar por el canal. El canal se
pone así más sucio, pero el aceite sale más puro. Los que murmuran son el deshecho; el que
entra en sí y se convierte, es el aceite puro. El día de San Pedro y San Pablo del año 411,
diez meses después del saqueo, Agustín se dejó caer, como sin pretenderlo, en el tema del
destino de la Ciudad y la lamentación que no enmudecía nunca. Y es su respuesta, que
arranca de un pasaje de la Carta de San Pablo a los Romanos sobre la relatividad de todo
sufrimiento terreno, un soberano ejemplo de improvisación en el púlpito: "Está escrito que
los sufrimientos de este tiempo no pueden compararse con la gloria por venir que ha de
revelarse en nosotros. Si es así, que nadie de vosotros piense hoy carnalmente. No es este el
momento. El mundo ha sido sacudido, el hombre viejo despojado, la carne prensada: dad,
por tanto, libre curso al espíritu.

El cuerpo de Pedro está en Roma, dice la gente, el cuerpo de Pablo está en Roma, el cuerpo
de Lorenzo está en Roma, los cuerpos de otros muchos mártires están en Roma, y, sin
embargo, Roma está en la miseria, Roma está devastada, Roma está en la desolación; ha
sido pisoteada e incendiada. ¿Dónde están ahora las memoriae de los apóstoles? -¿Qué
dices, hombre? -Lo que he dicho: ¡Cuánta calamidad no está pasando Roma! ¿Dónde están
ahora las memorias de los apóstoles? -Allí están, allí están ciertamente, pero no en ti. ¡Ojalá
estuvieran en ti! Tu, quienquiera que. seas, que así te expresas y tan neciamente juzgas,
quienquiera que tú seas, ¡ojalá estuvieran en ti las memorias de los apóstoles! ¡Ojalá te
acordaras de ellos! Entonces verías si se les ha prometido dicha temporal o eterna. Porque
si la memoria del apóstol es realmente viva en ti, oye lo que dice: La ligera carga de la
tribulación temporal nos depara un peso grande sobre toda ponderación de gloria eterna;
porque lo que vemos es temporal y lo que no vemos es eterno. En Pedro mismo fue
temporal la carne y no quieres tú que sean temporales las piedras de Roma. Pedro reina con
el Señor, el cuerpo del apóstol Pedro yace en alguna parte, y su recuerdo ha de despertar en
ti el amor a lo eterno, para que no sigas pegado a la tierra, sino que, con el apóstol, pienses
en el cielo. ¿Por qué estás, entonces, triste y lloras porque se han derrumbado piedras y
maderos, y han muerto hombres mortales?... Lo que Cristo guarda, ¿se lo lleva acaso el
godo? ¿Es que las memoriae de los apóstoles tenían que haberos preservado para siempre
vuestros teatros de locos? ¿Es que murió y fue sepultado Pedro para que jamás caiga de los
teatros una piedra?" No, Dios obra con justicia y quita a los niños malos las golosinas de las
manos. Basta ya de pecar y murmurar. ¡Qué vergüenza que anden los cristianos
lamentándose de que Roma ha ardido en época cristiana. Roma ha ardido ya tres, veces:
bajo los galos, bajo Nerón y ahora con Alarico. ¿Qué sacamos de irritarnos? ¿Para qué
rechinar de dientes contra Dios, porque arde lo que tiene costumbre de arder? Arde la Roma
de Rómulo, ¿hay algo de extraño en ello? Todo el mundo creado por Dios arderá un día.
¡Pero es que la ciudad perece cuando en ella se ofrece el sacrificio cristiano? ¿Y por qué
fue arrasada su madre Troya, cuando se ofrecían los sacrificios a los dioses? Lo sucedido ha
sucedido porque el mundo tiene que meditar y, además, después de la predicación del
Evangelio, es mucho más culpable que antes. Por lo demás, aun cuando Agustín no creía en
la eternidad del Imperio, le resultaba difícil imaginar un mundo sin él. El fin del uno era
para él el fin del otro. No acertaba a divisar una edad media tras los bárbaros. En este
sentido su pensamiento era doblemente escatológico. Pero, según su creencia, el Imperio
había sido probado, que no cambiado; y, como esto había sucedido ya incontables veces,
Roma tenía aún la posibilidad de levantarse de nuevo. Claro que le preocupaban más las
almas inmortales que los reveses exteriores del destino.

Sus amonestaciones, a veces conmovedoras, contra una civilización que era la suya y que
en realidad, había construido algo más que teatros, le eran inspiradas por esta superior
solicitud. No se dirigían contra la ruina mayestática de una Roma agonizante, sino contra
los enanos de poca fe y murmuradores que, en el desierto cristiano del siglo Y, echaban de
menos tristemente la opulenta casa de la servidumbre, las ollas y cebollas del paganismo.
Entre los paganos, por su parte, era corriente la versión de que la caída de Roma no era más
que un castigo infligido por los dioses a aquellos que les habían vuelto las espaldas. Lo cual
no era otra cosa que enmarcar el suceso reciente en el marco de una antigua polémica. Por
Tertuliano y otros apologistas sabemos cómo hacían responsable a la nueva religión de
todas las catástrofes: desbordamientos del Tiber, sequías, temblores de tierra, peste o
hambre. Eran desgracias que, según ellos, no acontecieron cuando se ofrecían sacrificios a
los dioses de la ciudad; solo eran imputables a esta religión, enemiga de la re- pública. Si
hemos de creer al historiador, Zosimo, buen número de paganos se habrían dirigido al
prefecto de Roma, poco antes de que se produjese su toma por Alarico, a fin de demandarle
autorización para ofrecer de nuevo sacrificios. Y el papa Inocencio I se habría avenido a
hacer la vista gorda ante esta infracción a las leyes cristianas, con tal de que esos sacrificios
fuesen celebrados en privado, sin solemnidad externa. A lo que habrían advertido los
peticionarios que las ceremonias exigidas por los dioses no podían ser eficaces para
proteger a Roma si no se efectuaban públicamente en presencia del senado. Naturalmente
habría sido imposible satisfacer esta nueva exigencia y el asunto no pasó de ahí.

Mas la ciudad había sido ocupada y esto había proporcionado a los paganos excelentes
pretextos para renovar sus lamentaciones, con más acritud que nunca: "Ha sido en tiempos
del cristianismo cuando Roma ha sido devastada, alegaban ellos, cuando el hierro y el
fuego han devastado Roma... Mientras nosotros pudimos ofrecer sacrificios a nuestros
dioses, Roma permanecía incólume, Roma estaba floreciente. En cambio hoy, cuando han
reemplazado vuestros sacrificios a los nuestros, cuando los ofrecéis por doquier a vuestro
Dios, cuando no se nos permite sacrificar a nuestros dioses, he ahí lo que ha sucedido a
Roma". Durante los primeros meses que siguieron al memorable saqueo, creyó Agustín que
bastaría con responder a todas las objeciones, de cualquier parte que viniesen, por medio de
su predicación, tanto más cuanto que los moradores de la capital se pusieron a reparar las
ruinas y a reanudar una existencia normal, mientras que los fugitivos refugiados en Cartago
y en toda África, seguían escandalizando con su indolencia y mala conducta. Los ejemplos
que ofrecían los habitantes de Roma y los refugiados no bastaban, sin embargo, para
aplacar a los adversarios del cristianismo, que siguieron acusando a la doctrina cristiana:
"Se tenía buen cuidado de hacer notar a los fieles, escribe el Santo, que su Cristo no les
había socorrido, y este argumento había hecho mella en muchos de ellos, ya que nada
permitía, en la catástrofe, pretender que Dios había hecho una discriminación entre los
buenos y los malos. Si nosotros, que somos pecadores, hemos merecido estos males, ¿por
qué han sido muertos por el hierro de los bárbaros los servidores de Dios y conducidas al
cautiverio sus servidoras?

Las Escrituras prometen que por diez justos no hará perecer Dios la ciudad, ¿es qué no
había en Roma cincuenta justos? Entre tantos fieles, entre tantos religiosos, entre tantos
continentes, entre tantos siervos y siervas de Dios, ¿no se han podido hallar cincuenta
justos, ni cuarenta, ni treinta, ni veinte, ni diez?... Muchos han sido llevados cautivos,
muchos han sido muertos, muchos han sufrido diversas torturas. ¡Tantos horrores se nos
han contado! Y, a la inversa, entre los que han salvado la vida gracias al asilo cristiano, no
pocos eran paganos. ¿Por qué se extiende esa divina misericordia hasta a los impíos y a los
ingratos?" En el grupo de paganos que más animosidad mostraban entonces contra el
cristianismo figuraba un rico individuo de Roma llamado Volusiano. Era hermano de
Albina y tío de Santa Melania, la joven. Esta notable familia romana ofrecía un espectáculo
un tanto extraño desde el punto de vista religioso. El padre, Probo, que vemos discurrir en
las Saturnales de Macrobio, había sido el amigo íntimo de Símaco y pontífice de la diosa
Vesta. Sus primas Marcela y Asela habían convertido en convento su palacio del Aventino,
y más tarde en escuela bíblica, bajo la dirección de San Jerónimo. Sus dos hijas, Albina y
Leta, eran cristianas fervorosas, y el antiguo pontífice pagano veía a la pequeña Paula,
consagrada a Dios desde jovencita, saltar sobre sus rodillas balbuceando el Aleluya de
Cristo. Volusiano, a ejemplo de su padre, permanecía alejado del cristianismo y
multiplicaba contra él las objeciones. En conversaciones con sus amigos pretendía que "de
ninguna manera convienen al Estado la predicación y la doctrina cristiana, porque
preceptos como no devolver a nadie mal por mal, presentar la otra mejilla a quien te
abofetea en la derecha, dejar también el manto a quien quiere litigar contigo para arrebatar
la túnica y caminar dos millas con quien te ha contratado para una, son nefastos para la
conducta del Estado, y se oponen al bien de la República.

Si el enemigo arrebata una provincia del Imperio, ¿habrá que renunciar a reconquistarla con
las armas? Si han sobrevenido tales desventuras al Estado, es evidente que la culpa la
tienen, los emperadores cristianos por observar la religión de Cristo". El tribuno Marcelino,
gran amigo y sostén de Agustín en la lucha, contra el donatismo el mismo que presidiera en
junio del 411 la magna conferencia entre obispos católicos y los de aquella secta-, está al
tanto de tales reproches y se dirige, impresionado, al Santo para ponerle al corriente de las
ideas que circulaban en los medios frecuentados por Volusiano, y para preguntarle qué
clase de respuesta habría que dar a esas interrogaciones. También Volusiano había entrado
ya en relación con Agustín y le escribía, por su parte, proponiéndole nuevas objeciones
sobre la encarnación del Hijo de Dios, en nombre propio y en el de un grupo de amigos. A
entrambos corresponsales dirige el de Hipona sendas misivas extensas y bien
documentadas. En la que envía a Marcelino hace notar que la impugnación se vuelve contra
sus autores.
Criticando la mansedumbre y generosidad de Cristo, critican igualmente los paganos a sus
más grandes escritores: "¿No escribió Salustio de los grandes hombres que gobernaron y
engrandecieron la República, que preferían perdonar las injurias a vengarlas? ¿No alabo
Cicerón a César por no saber olvidar más que una cosa: las ofensas? "Cuando leen esto en
sus autores, aclaman, aplauden... Y he aquí que oyendo la misma enseñanza, por mandato
de la autoridad divina, acusan a nuestra religión de ser enemiga del Estado". Llegado al
final de su carta, se da cuenta el autor de que se ha extendido demasiado, aunque no tanto
como lo reclamaría la importancia del asunto. Ruega a Marcelino que recoja otras
objeciones, que "yo responderé a ellas, con la ayuda de Dios, en nuevas cartas o con
libros". Palabras éstas últimas que encierran una especie de promesa y responden fielmente
a los deseos expresados por Marcelino, cuando pedía a su amigo de Hipona que, para
responder cabalmente a Volusiano, escribiera algún libro, que, eran sus palabras, "sería de
enorme utilidad en las presentes circunstancias". Y, en efecto, iba a responder a Volusiano
y a los paganos todos, no en una carta dirigida a algún individuo en particular, sino en un
libro para el público de entonces y del porvenir: iba a componer La Ciudad de Dios. La
correspondencia entre Agustín de un lado y Volusiano y Marcelino de otro, tuvo lugar en el
curso de los primeros meses del 412. Es decir, que había transcurrido año y medio desde la
toma de Roma por Alarico y que las dificultades específicas que planteara tan sonado
acontecimiento, habían perdido ya mucha de su virulencia.

El año 411 se le había pasado al obispo de Hipona; parte en los preparativos para la
conferencia con los donatistas, parte en poder llevar a la práctica los resultados logrados en
el curso de aquella discusión. No pudo encontrar reposo para ocuparse detenidamente de
problemas apologéticos. Sólo al año siguiente pudo estar dispuesto para emprender la
redacción de la obra acariciada. Por lo que no hay que tomar en sentido demasiado estricto
lo que leemos en las Retractaciones: "En el entretanto fue destruida Roma por la invasión e
ímpetu arrollador de los godos, acaudillados por Alarico. Fue aquel un gran desastre. Los
adoradores de muchos falsos dioses, a quienes llamamos paganos de ordinario, empeñados
en hacer responsable de dicho desastre a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar del
Dios verdadero con una acritud y un amargor desusado hasta entonces. Por lo que yo,
ardiendo en celo por la casa de Dios, decidí escribir estos libros de la Ciudad de Dios contra
sus blasfemias o errores. La obra me tuvo ocupado algunos años, porque se me interponían
otros mil asuntos que no podía diferir y cuya solución me preocupaba primordialmente."

En conjunto, los recuerdos que evoca San Agustín en esta información son exactos, pero
incompletos. No nos dice que las primeras objeciones lanzadas después del saqueo de
Roma partieron de los cristianos mismos. No habla más que de los paganos, lo que le
permite justificar el carácter marcadamente apologético de su obra. No explica; sobre todo,
por qué se ha visto obligado a responder a dificultades especiales, surgidas a propósito de
un pasajero acontecimiento histórico, con una obra inmensa, que comporta una vista de
conjunto sobre la historia del universo desde la creación de los ángeles, o la historia de la
humanidad desde la creación de Adán, y que se desarrolla hasta los últimos días del mundo.
En realidad, es lícito pensar que San Agustín abrigaba desde hacía muchos años el deseo de
escribir esta vasta obra sobre la ciudad de Dios, o, más exactamente, sobre las dos ciudades
que se reparten hoy día el imperio del mundo. Durante largo tiempo no pudo llevarlo a la
práctica.
La caída de Roma, los deseos de Marcelino le impulsaron a poner manos a la obra. Pero en
su proyecto no se trataba únicamente de descartar algunas dificultades pasajeras; había que
mostrar la conducta de la Providencia en los asuntos de este mundo, y es preciso subrayar
el hecho de que, desde las primeras palabras de su prefacio a Marcelino, indica con toda
precisión la finalidad que se ha propuesto y hasta los grandes lineamientos del plan que
pretende seguir, al paso que no desliza la más mínima alusión en ese prefacio a la caída de
Roma: "He emprendido, a instancias tuyas, carísimo hijo Marcelino, en esta obra que te
había prometido, la defensa, contra aquellos que anteponen sus dioses a su Fundador, de la
gloriosísima Ciudad de Dios considerada, tanto en el actual curso de los tiempos, cuando,
viviendo de la fe, realiza su peregrinación en medio de los impíos, como en aquella
estabilidad del descanso eterno, que ahora espera por la paciencia, hasta que la justicia se
convierta en juicio, y luego ha de alcanzar por una suprema victoria en una paz perfecta.
Grande y ardua empresa. Pero Dios es nuestro ayudador. Por lo cual también de la Ciudad
terrena, que en su afán de dominar, aunque le estén sujetos los pueblos, está dominada ella
por la pasión de la hegemonía, será menester hablar, sin omitir nada de lo que reclama el
plan de esta obra ni de lo que me permita mi capacidad."

Es verdad que los primeros libros de la obra y, sobre todo, los capítulos iniciales del primer
libro se destinan a refutar las objeciones particulares provocadas por la toma de Roma. Pero
enseguida se da uno cuenta de que esas objeciones apenas interesan ni al autor ni a sus
eventuales lectores. Estos casi se han olvidado ya de las catastróficas jornadas del 410. Han
transcurrido dos años desde entonces; los refugiados regresaron a la Península, la vieja
capital renació de sus cenizas. Agustín persigue un designio más vasto, precisado ya al final
del primer libro: "Recuerde la Ciudad de Dios que entre sus mismos enemigos están ocultos
algunos que han de ser conciudadanos, porque no piense que es infructuoso, mientras aún
anda entre ellos, que los soporte como enemigos hasta el día en que llegue a acogerlos
como creyentes. Del mismo modo que en el curso de su peregrinación por el mundo, la
Ciudad de Dios cuenta en su seno con hombres unidos a ella por la participación de los
sacramentos, que no compartirán con ella el destino eterno de los santos... De hecho, las
dos ciudades están mezcladas y entreveradas en este mundo hasta que el último juicio las
separe. Quiero, pues, en la medida en que me ayude la gracia divina, exponer lo que estimo
deber decir sobre su origen, su progreso y el fin que les espera." Vastísimo es el programa
así trazado: largos años necesitaría el Santo para llevarlo a cabo. * * * Obra de
circunstancias, como casi todas las suyas, La Ciudad de Dios es un gigantesco drama
teándrico en veintidós libros, síntesis de la historia universal y divina, sin duda la obra más
extraordinaria que haya podido suscitar el largo conflicto que, desde el siglo I al siglo VI,
colocó frente a frente al mundo antiguo agonizante con el cristianismo naciente.

Obra imperfecta, ciertamente, repleta de digresiones, de episodios, de demoras, de


prolongaciones, en la que no todo es del mismo trigo puro. La proyección, en el más allá
del espacio y del tiempo, de lo que el Santo sabe por haberlo experimentado él mismo, en
un presente cargado de su propio pasado y de su propio porvenir, le, llevó a
consideraciones aventuradas, discutibles o francamente erróneas. Pero la obra resulta de
una excepcional calidad por el plan que la inspira, y de un inmenso alcance por las
perspectivas que abrió a la humanidad. En las Retractaciones resume así el autor el plan que
ha seguido al escribir el De Civitate Dei: "Los cinco primeros libros refutan la tesis de los
que hacen depender la prosperidad terrestre del culto dedicado por los paganos a los falsos
dioses y pretenden que, si surgieron tantos males que nos abaten, es porque ese culto fue
proscrito. Los cinco libros siguientes se alzan contra los que aseguran que estas desgracias
no han sido ni serán perdonadas jamás a los mortales, que unas veces, terribles y otras
soportables, se diversifican según los lugares, los tiempos, las personas, pero que sostienen
por otra parte, que el culto de una multitud de dioses con los sacrificios que se les ofrecen,
son útiles para la vida futura después de la muerte.

Estos diez primeros libros son, por tanto, la refutación de las opiniones erróneas y hostiles a
la religión cristiana. Pero para no exponerme al reproche de haber refutado únicamente las
ideas ajenas sin establecer las nuestras, consagramos a esta última tarea la segunda parte de
la obra, que comprende doce libros. Por lo demás, incluso en los diez primeros, no hemos
dejado de exponer nuestros puntos de vista, allí donde era necesario, al igual que en los
doce últimos hemos tenido que refutar también las opiniones adversas. Por consiguiente, de
estos doce libros, los primeros tratan del origen de las dos Ciudades, la de Dios y la, del
mundo; los cuatro siguientes explican su desenvolvimiento o su progreso, y los cuatro
últimos los, fines que les son asignados. El conjunto de estos veintidós libros tiene por
objeto las dos Ciudades. Sin embargo, recibieron su título de la mejor de las dos; por eso
preferí titularlos La Ciudad de Dios." En carta dirigida a los monjes Pedro y Abraham,
escrita entre 417 y 419, es decir, cuando aún faltaba mucho para dar remate a la obra, pero
cuando ya había avanzado el trabajo lo suficiente como para que fuese posible prever la
continuación, el obispo de Hipona da los siguientes informes sobre las ideas directrices que
ha seguido: "He terminado ya diez volúmenes bastante extensos. Los cinco primeros
refutan a aquellos que defienden como necesario el culto de muchos dioses y no el de uno
solo, sumo y verdadero, para alcanzar o retener esta felicidad terrena y temporal. Los otros
cinco van contra aquellos que rechazan con hinchazón y orgullo la doctrina de la salud y
creen llegar a la felicidad que se espera después de esta vida, mediante el culto de los
demonios y de muchos dioses. En los tres últimos de estos cinco libros refuto a sus
filósofos más famosos.

De los que faltan, a partir del undécimo, sea cual fuere su número, ya he terminado tres, y
traigo entre manos el cuarto. Contendrán lo que nosotros sostenemos y creemos acerca de
la Ciudad de Dios. No sea que parezca que, en esta obra, sólo he querido refutar las
opiniones ajenas y no proclamar las nuestras." La Ciudad de Dios, pues, divídese en dos
partes: la una negativa, de carácter polémico contra los paganos (libros I-X), subdividida, a
su vez, en dos secciones: los dioses no aseguran a sus adoradores los bienes materiales (I-
V); menos todavía les aseguran la prosperidad espiritual (VI-X); -la otra positiva, que
suministra la explicación cristiana de la historia (libros XI- XXII), subdividida asimismo en
tres secciones: origen de la Ciudad de Dios, de la creación del mundo al pecado original
(XI- XIV); historia de las dos ciudades; que progresan la una contra la otra y, por así
decirlo, la una en la otra (XV-XVIII); los fines últimos de las dos ciudades (XIX-XXII) Y
es obvio que San Agustín se propuso desde un principio tratar en su conjunto la historia de
las dos ciudades, desde su origen a su consumación final; la sola mención de la Ciudad de
Dios en la primera línea de la obra, bastaría para confirmarlo. Cuando comenzó su trabajo
sabía ya muy bien el Santo lo que quería hacer y que no se proponía tan solo, ni siquiera
principalmente, tomar la defensa de la religión cristiana contra: sus acusadores más o
menos malévolos, sino que quería recordar en su conjunto la maravillosa historia de la
Ciudad de Dios.

En el año 412 hacía ya mucho tiempo que el autor venia meditando acerca de la oposición
de las dos ciudades; la toma de Roma y el recrudecimiento de la oposición solamente le
empujaron a no retardar más una obra de cuyo contenido estaba bien compenetrado. No
cabe la menor duda de que fue el propio Agustín quien dividió su obra en veintidós libros.
En todo momento habla, indicando la cifra, de los libros que constituyen La Ciudad de
Dios, y sus divisiones son exactamente las que nos ha transmitido la tradición manuscrita.
Por lo demás, al obrar así no hizo más que conformarse a un uso tradicional que
correspondía a exigencias de orden material. Un libro basta para llenar un papiro de
dimensión corriente; cuando se llena el papiro se acaba el libro. Una obra poco extensa no
lleva, pues, más que un solo libro; una obra importante cuenta con varios. Así es como
Agustín declara, al fin de las Retractaciones, que ha compuesto hasta la fecha noventa y
tres obras, o sea doscientos treinta y dos libros.

El libro es así, por la fuerza de las cosas, la unidad fundamental, y debe leerse, si no de un
tirón, al menos como formando un todo cuyas partes son inseparables una de otra. Más
difícil es determinar si fue también él quien dividió los libros en capítulos. Y más todavía si
fue el autor de los títulos que preceden a cada uno de los capítulos. Lo cierto es que están
muy lejos de ser recientes esos títulos y su uso se fue imponiendo progresivamente. Vamos
a dar a continuación el contenido sumario de la obra, tal como lo resume M. Bendiscioli.
Las devastaciones y estragos efectuados por los godos no han dañado lo que
verdaderamente vale; a lo más han constituido una prueba saludable y una advertencia
elocuente para los cristianos demasiado apegados a los bienes terrenales (libro I). Los males
morales y los males físicos afligieron también a la humanidad cuando el culto de los dioses
estaba en pleno vigor y aun no existía el cristianismo.

La prosperidad y el incremento del Imperio romano no pueden haber sido obra de los
dioses venerados por los romanos: basta examinar la mitología para comprobar su
incoherencia y puerilidad. No son los falsos dioses, sino el Dios único y verdadero quien
distribuye los reinos según sus designios, que no por estar ocultos para nosotros son menos
verdaderos. Es la Providencia divina, no el azar epicúreo, ni el hado estoico, quien ha
otorgado a Roma su imperio en premio a sus virtudes, naturales y como indemnización por
la felicidad eterna que nunca hubiera conseguido. El celebrado celo de los romanos por su
patria terrena ha de ser aviso y ejemplo para los cristianos al aspirar a la patria celestial (II-
V) Esta primera sección va enderezada contra los qué opinan que se debe adorar a los
dioses con miras a alcanzar los bienes materiales, es decir, contra el vulgo. En la segunda
sección de la primera parte -consagrada a la polémica antipagana pasa a refutar a los que
afirman que se debe practicar el culto de los dioses para obtener la felicidad ultraterrena.
Estos son filósofos y por eso la polémica va dirigida principalmente contra ellos; y, sobre
todo, contra su tentativa de justificar de algún modo el núcleo de la religión popular. El más
autorizado de estos defensores es Varrón. San Agustín piensa que basta con refutar las
justificaciones de este eminente teólogo pagano para dar por demolida la pretensión pagana
de asegurar con el politeísmo la felicidad ultraterrena (VI-VII). Pero los filósofos no se han
limitado a esto; han intentado, además, elaborar una teoría de los dioses, diversa de la de
los poetas, y de las instituciones públicas. Una "teología natural" que Agustín reconstruye y
pulveriza, siguiendo la trayectoria del pensamiento griego, desde los milesios a Platón y
195 neoplatónicos (VIII-X).

El motivo fundamental de la polémica es: para los presocráticos, la incomprensión de la


inmaterialidad de Dios y de su cualidad de Creador; para Platón, la ignorancia del hecho de
la Redención y de todo el contenido de la Revelación cristiana; para los neoplatónicos, la
imposibilidad de conciliar su demonología con la omnipotencia y la perfección divinas. En
la segunda parte, el autor pasa de tratar el problema casi exclusivamente de modo polémico
y negativo, a tratarlo; ante todo, de modo expositivo y dogmático. No basta demostrar la
incoherencia y lo infundado del culto politeísta; es menester probar que, en efecto, toda la
verdad se encuentra en el cristianismo, y cómo él satisface a un mismo tiempo al corazón y
a la inteligencia, y es verdaderamente el camino de liberación del mal y de la, infelicidad.

He aquí, pues, la descripción cristiana del mundo, no tanto del físico como del moral,
basado en la aspiración a la felicidad. Esta descripción se desarrolla en tres fases. Primero
se discute el origen de la sociedad en general, de la "ciudad", principiando por examinar el
comienzo absoluto de lo que no es Dios, es decir, la creación, y aclarando así que con ella
ha tenido origen el tiempo, que es el surco señalado por la mutabilidad de las criaturas; de
aquí viene la consideración del origen y de las características de las dos ciudades del culto;
la creación de los ángeles (Ciudad de Dios) y el origen de la de los malvados, con la
rebelión de los ángeles soberbios y sus consecuencias en la vida humana y su destino (XI),
ya que la historia de las dos ciudades entre los hombres tiene como preámbulo necesario la
de las dos ciudades ultraterrenas: de los ángeles felices sujetos a Dios con sumisión y amor
y de los demonios desventurados y rebeldes.

En la caracterización de la ciudad terrena tienen extensa parte tres cuestiones: la del mal,
que se explica como una deficiencia de perfección y cuya causa se achaca a un desvío de la
voluntad respecto al bien supremo, que es Dios, hacia el individuo; la cuestión de la muerte
en su sentido relativo (separación del alma del cuerpo: primera muerte) y en su sentido
absoluto (muerte del alma: segunda muerte), con su separación sin remedio de Dios (XII); y
la cuestión del pecado original, de su naturaleza (desobediencia y orgullo), de sus
manifestaciones (rebelión de la carne, concupiscencia, debilitamiento de la voluntad), y de
sus efectos principales (XIII). Estos efectos pueden advertirse en toda la vida psíquica, que
se muestra trastornada y perturbada por el predominio de las pasiones; es significativo a
este respecto el sentimiento del pudor (XIV).

La segunda fase es la que considera los desarrollos de las dos ciudades: de la carnal,
fundada en el amor de sí mismo, y de la espiritual, fundada en el amor de Dios. Cada una
posee su propia manera de vivir y de gozar. La ciudad terrena finca su residencia y su
felicidad relativa aquí abajo; la ciudad de Dios está sobre la tierra meramente de paso, en
espera de la felicidad celeste. La ciudad terrena procede del fratricidio de Caín, mientras
que la de Dios remonta sus comienzos hasta Abel. Cada una continúa en la serie de las
generaciones que enumera la Biblia desde el Diluvio (XV), pasando por Abraham, Isaac,
Jacob, Moisés, los Jueces (XVI), mientras se afirman las grandes monarquías de Babilonia
y de Asiria. Y ello con un permanente significado simbólico, ya que las vicisitudes de Noé,
de los Patriarcas, de Moisés y de otros personajes bíblicos semejantes prefiguran
místicamente la ciudad de Dios en su peregrinación. Lo mismo vale para la época de los
profetas, que señala el momento culminante y la crisis irreparable de Israel, realidad y
símbolo al mismo tiempo de la ciudad de Dios.

También aquí el significado simbólico profético predomina sobre el histórico (XVII). La


ciudad terrena se desenvuelve, después de Noé y la dispersión de los pueblos, en las
grandes monarquías orientales, de las cuales el autor da noticia valiéndose de la Crónica de
Eusebio de Cesarea, en los reinados helénicos y en la Roma antigua; para esto se sirve
prudentemente de Varrón. Aquí queda subrayado el carácter mixto de la historia humana, la
imposibilidad de distinguir en ella la ciudad terrena de la ciudad celeste, que siguen siendo
dos realidades metafísicas, cuya separación empírica, sensible, queda reservada al juicio
final de Dios. Esto vale, de modo particular, para los primeros siglos de la era cristiana, en
que la Iglesia, la Ciudad de Dios, vive mezclada con la ciudad del mundo, hasta el punto de
albergar en ella también hombres carnales, aunque tal vez deseosos de redención. De ahí las
persecuciones, las herejías, los escándalos que, con todo, tienen su función beneficiosa
sobre la ciudad de Dios metafísica: sus santos (XVIII). La tercera fase se refiere al
resultado final de las dos ciudades: felicidad eterna para la una, infelicidad también eterna
para la otra. Aquí (XIX) se vuelve a tratar extensamente la cuestión de la verdadera
naturaleza de la felicidad y de su carácter necesariamente transcendental, divino. De aquí la
confutación de los estoicos, que presumían arribar a ella por sus propios medios: la vida
humana, vista con ojos realistas, es desorden, apasionamiento, violencia. La racionalidad y
la paz no son de este mundo, ni es aquí donde las cosas reciben su valoración definitiva.

Esta depende del juicio futuro de Dios (XX). A su luz, el vicio se revelará como tal, aunque
aquí abajo se presente con el aspecto fascinador de la virtud y de la felicidad. Nada seguro
se sabe acerca de cuándo vendrá ni cómo se desarrollará. Desde luego, el juez será el Cristo
glorioso, y la última fase de la historia humana estará muy agitada por luchas espirituales y
acontecimientos físicos gigantescos; y ciertamente el fin y el juicio representaran una
regeneración, una palingenesia del mundo. Entonces tendrá lugar también la distinción real
de las dos ciudades. A la ciudad del mundo tocará una eternidad de dolor, a la vez moral y
físico (XXI); eternidad de pena contra la cual no valen ni las objeciones físicas derivadas de
la pretendida imposibilidad de un fuego que no se consume, ni las morales, que dependen
de una presunta desproporción entre un pecado temporal y un castigo eterno: la gravedad
del cual será, no obstante, proporcionada en intensidad a la entidad de la culpa.

En cambio, a los santos quedará reservada la bienaventuranza eterna (XXII); no sólo para
las almas en la contemplación de Dios, sino para los propios cuerpos que resucitarán a una
vida real, aunque diversa de la terrena. La forma de la resurrección no está clara; pero, el
hecho, a pesar de las objeciones de los platónicos, es cierto; como es seguro que, aun
siendo la Ciudad de Dios en primer lugar obra de la predestinación divina, no es indiferente
para ella la orientación del libre albedrío humano. La observación de la vida psíquica podrá
dar a entender cuál ha de ser la bienaventuranza eterna como satisfacción de las exigencias
positivas del hombre. Ella será, por lo tanto, el gran sábado, la paz suprema en el reino de
Dios. Tal es, en resumen, esta gran obra de la antigüedad cristiana, síntesis amplísima que
abarca la historia de toda la raza humana y sus destinos, en términos de tiempo y eternidad,
y en la que se plantea decididamente, la cuestión de las relaciones entre el Estado y la
sociedad humana en general, según los principios cristianos.
En consecuencia su influjo en el desarrollo del pensamiento europeo tiene una importancia
incalculable. Osorio y Carlomagno, Gregorio I y Gregorio VII, Santo Tomás y Bossuet,
todos sin excepción, la han conceptuado como la expresión clásica del pensamiento,
político cristiano y de la actitud cristiana frente a la historia. Y en los tiempos modernos
sigue conservando su vigencia. De todos los escritos de los Santos Padres es el único que el
historiador secular no se atreve a desdeñar de forma definitiva, y el siglo XIX opinó que esa
obra justifica que se considere a San Agustín como el fundador de la filosofía de la historia.
Ciertamente La Ciudad de Dios no es una teoría filosófica de la historia en el sentido de
inducción racional de los hechos históricos. No descubre nada nuevo sobre la historia,
considerando ésta sencillamente como el resultado de una serie de principios universales.
Lo que San Agustín nos ofrece es una síntesis de historia universal a la luz de los principios
cristianos. Su teoría de la historia procede estrictamente de la que tiene sobre la naturaleza
humana, que a la vez deriva de su teología de la creación y de la gracia.

No es teoría racional si se considera que se inicia y termina con dogmas revelados; pero sí
es racional por la lógica estricta de su procedimiento e implica una teoría definidamente
filosófica y racional sobre la naturaleza de la sociedad y de la ley, y la relación entre la vida
social y la ética. San Agustín leyó en su experiencia propia la verdad universal que en ella
estaba contenida. Leyó, en el presente que es, el misterioso presentimiento del porvenir que
no es todavía, y que, no obstante, como el pasado que no es ya, revive y se perpetúa en la
imagen presente de la memoria, existe ya, y nos es presente por sus causas y por sus signos
precursores, como dice en las Confesiones. La Ciudad de Dios extiende a la humanidad el
tiempo que él había percibido en su interior: este tiempo, ambivalente, que es el del
envejecimiento y de la espera, de la dominación del pecado y de la liberación del alma,
resuelve su dualidad por la mediación del Verbo encarnado, en el advenimiento de esa
plenitud de los tiempos que reunirá todas las cosas en Jesucristo. Inmensa esperanza que
recorre el universo, que lo sacude, que le hace presente en cada instante el fin de su
progreso, que le salva de sus calamidades y de sus caídas, puesto que todas, y el pecado
mismo con sus consecuencias, concurren, por caminos misteriosos, sólo de Dios conocidos,
al advenimiento del Reino sustraído al envejecimiento, ya que, en lo eterno, hay
coincidencia de lo temporal y de lo intemporal, de las existencias y de las esencias, en el
seno del Ser que permanece. La distensio misma de nuestro tiempo en nosotros se
encamina a ello por la tensio o la intentio del alma, que es una extensio animi ad superiora,
que reúne en sí las cosas pasadas, presentes y futuras. Imagen lejana, porque el acto de
sobrepasar el tiempo es don de Dios, pero imagen ejemplar y real, como se ve por la
Iglesia, que está en el tiempo aun siendo eterna. Añadamos a esto que se encuentra en La
Ciudad de Dios el primer ensayo grandioso y coherente de coordinar la marcha de los
acontecimientos y el progreso de la humanidad con la lucha incesante entre los hombres
esclavos del hombre y los hombres que son los servidores de Dios. Desde este punto de
vista, la vida de la humanidad entera se ostenta como un maravilloso poema que se
desarrolla a lo largo de los siglos -saeculorum tanquam pulcherrimum cermen (XI, 18)-.
Poema del que uno mismo no puede recorrer sus páginas sin sentir un inmenso amor y una
intensa admiración por el modulador inefable que creó el mundo con el tiempo, que regula
su orden y sus armonías, poniendo de acuerdo los contrarios y adaptándolos a los tiempos.

Este Dios que ve y quiere y mueve todos los seres inmutablemente, que creó todas las cosas
por bondad, tanto las pequeñas como las grandes, señalándolas todas, y en primer lugar al
alma humana, con la impronta de la Trinidad divina. En esta historia, ni el azar o lo que con
este nombre denominamos, ni el destino o la fortuna representan papel alguno, ni los
designios o las pasiones de los hombres son los que disponen; porque todo, en último
término, está ordenado a Dios y entra en sus planes, sin que su presencia constriña la
libertad del hombre y su libre elección. Es decir, que no hay otras causas eficientes que las
causas voluntarias, dependientes todas ellas de la voluntad de Dios; pues no tienen más
eficacia que la que Dios les presta. Siempre son, al mismo, tiempo, actuantes y actuadas;
únicamente Dios hace y no es hecho. Causa itaque rerum, quae facit non fit, Deus est; aliae
vero causae et faciunt et fiunt. Después de lo cual, una vez que la causalidad haya
terminado su trabajo, Dios descansará, y estaremos nosotros mismos en la paz. Veremos y
amaremos, amaremos y alabaremos en el Reino sin fin.

Así, quiéralo o no lo quiera el hombre, tome o no conciencia de ello, se preste por su


concurso o por su resistencia, de todo lo cual Dios extrae igualmente partido, todo progreso
de la humanidad se realiza en el sentido de un aumento de la ciudad celeste a expensas de la
ciudad terrena, o, como dirá el poeta Baudelaire, de una disminución de las huellas del
pecado original. Noción singularmente más profunda y más próxima a nosotros, observa
con justicia Rudolf Eucken, que la concepción hegeliana de un devenir inmanente, y, con
mucha más razón, que su contrapartida marxista de un materialismo histórico, que no
retiene de los hechos más que su apariencia externa o una imagen parcial, con frecuencia
deformada. En la visión agustiniana, son retenidos todos los elementos, pero colocados en
su lugar debido, y reciben su sentido de la conducta invisible de Dios, cuyos eternos
designios transcurren en la duración al igual que la gracia se incorpora a la naturaleza, sin
privarle en nada de su espontaneidad, ni al hombre de su libertad, sino, por el contrario,
perfeccionándola, de tal suerte que ser plenamente libre para el hombre es obedecer a los
designios de Dios. Es La Ciudad de Dios la obra que expresa, mejor que ninguna otra, la
polifacética personalidad de San Agustín, a un mismo tiempo exegeta, metafísico,
psicólogo y teólogo. En ella confluyen, emergiendo de cuando en cuando, los motivos de
obras precedentes, que han formado tanta parte de la vida intelectual y religiosa del Padre
africano: el antimaniqueismo y el antiplatonismo del De la verdadera religión y de las
Confesiones; el antidonatismo y el antipelagianismo que nutren las largas digresiones
acerca de los problemas internos de la Iglesia.

En ella todo es orgánico. Reanudada y abandonada mil veces, su redacción se lleva a cabo
entre el 412 y el 426, y se presenta sobrecargada por las polémicas circunstanciales. Si no
es, repetimos, una filosofía de la historia -de la historia San Agustín conocía muy poco-, sí
es una metafísica de la sociedad, es decir, una determinación de lo permanente en lo
mudable de las conductas humanas, de las fuerzas secretas que deciden el diverso
comportamiento de individuos y naciones. Lo que en las Confesiones hiciera para el
individuo, reduciendo el drama de los afectos y de las inquietudes del hombre en particular
al drama Dios-Hombre, lo hace San Agustín en el De civitate Dei acentuando los elementos
propiamente teológicos y bíblicos.

Sólo que aquí las pasiones y las ambiciones son las desencadenadas por la primera voluntad
humana, la de Adán, que se ha preferido a Dios. Aquí la gracia redentora libera no sólo a
Agustín sino a todos los hombres, llamados, a la salvación de la "masa de los pecadores" en
Adán. La lucha entre las dos ciudades, que, estriba respectivamente sobre el amor sui y el
amor Dei, es el reflejo social de la lucha entre el viejo y el nuevo Adán en cada uno de
nosotros. * * * Hemos indicado que el de Hipona empleó no menos de catorce años en la
redacción de la que no pocos consideran su obra maestra, La Ciudad de Dios. Del 412 al
426 trabajó en este grandioso libro, sin descuidar por ello sus habituales tareas episcopales,
sin remitir en lo más mínimo en su cara ocupación de predicar la palabra divina y sin que
sufriese mengua su siempre copiosa correspondencia. Le vemos durante esos años
desplazarse, para no perder la costumbre, en largos y fatigosos viajes. Son los años de la
áspera pugna pelagiana y aún no han concluido las enojosas disputas con los empecinados
donatistas. Y todavía le queda tiempo para sostener prolongadas conferencias con el
español Paulo Orosio, que tan bien asimilara en su Historia las lecciones del maestro, para
discutir con Emérito de Cesárea y para conseguir la retractación del monje francés Leporio.
Y, lo que es más asombroso, para componer otras muchas obras de la más varia doctrina.
Porque, alternando con la composición de La Ciudad de Dios, brotaron de su pluma más de
una veintena de diversos tratados, tales como Sobre el origen del alma, Contra los
priscilianistas y los origenistas, Sobre la presencia de Dios, De la gracia de Cristo y del
pecado original, Contra un adversario de la ley y de los profetas, Contra la mentira, De la
fe, de la esperanza y de la caridad, De los matrimonios adúlteros, De las bodas y de la
concupiscencia, Contra Gaudencio, Cuestiones sobre el Heptateuco, por enumerar algunos.

Ateniéndonos al orden seguido en La Ciudad de Dios, y tomando en cuenta algunos datos


contenidos en la misma, podríamos rastrear las etapas de su redacción sin necesidad apenas
de apoyarnos en argumentos extrínsecos. Aquel gran amigo del Santo, el tribuno
Marcelino, cuya epístola fue el motivo determinante para la composición de esta magna
obra a él dedicada, pereció ejecutado en septiembre del 413, acusado de atentar contra la
seguridad del Estado. Antes de su muerte habían sido concluidos y publicados los tres
primeros libros. El autor mismo nos informa, a punto de terminar el quinto, de que ha
editado por separado estos tres libros y la dedicatoria a Marcelino precisa la fecha de su
aparición. Nos da cuenta asimismo, del éxito alcanzado por su obra, que, asegura, circula
sin cesar de mano en mano. Que esos tres primeros libros tuvieron una entusiasta acogida
nos lo confirma un testimonio de fines del 414; una carta dirigida a San Agustín por el
vicario de África, Macedonio, dándole cuenta de los sentimientos y reflexiones que en él ha
suscitado la lectura de las primicias de su obra: "He acabado de leer tus libros, le escribe.
Me han entusiasmado hasta el punto de alejar de mí todas mis restantes preocupaciones.

Muchos son los aspectos que me han sorprendido, de tal suerte que no sé qué admirar más,
si la perfección del sacerdocio, o las doctrinas filosóficas o el pleno conocimiento de la
historia o lo agradable de la elocuencia.. Los espíritus más neciamente obstinados han
tenido que convencerse, a la vista de los siglos felices cuyo recuerdo evocan, de que peores
acontecimientos han tenido lugar... Tú te has servido del ejemplo más conmovedor de las
recientes calamidades; aunque has fundado sólidamente tu argumentación, yo hubiera
preferido, de haber sido posible, que no le hubieras concedido tanta importancia. Mas
cuando aquellos a quienes hay que convencer de necedad han comenzado a quejarse de
aquellos acontecimientos, no hay más remedio que extraer de los mismos las pruebas de la
verdad." Bien significativos son estos últimos párrafos, porque demuestran que, apenas al
día siguiente de la invasión, ya no era del agrado de muchos el recordar con insistencia el
saqueo de Roma, y que, a la mención de los recientes sucesos se prefería el relato de
antiguas catástrofes: la lección que proporcionaban, por ser menos hiriente, no era tan
desagradable.

En su larga respuesta a Macedonio no alude Agustín al reproche de su corresponsal. Se


limita a hablarle de la verdadera felicidad y de sus condiciones, y no hace alusión alguna a
los tres primeros libros de La Ciudad de Dios mas que para recordar que allí había tratado
largamente la cuestión del suicidio. Tal vez el propio obispo habría caído en la cuenta de
que era ya demasiado tarde para insistir en la ferocidad de las hordas de Alarico. El caso es
que los dos libros siguientes, como ya cabe observar, por lo demás, en el segundo y en el
tercero, se elevan a reflexiones más generales. Su redacción ocupa los últimos meses del
413 y el año 414. Está acabada en el 415, como lo atestigua una carta dirigida al obispo
Evodio a fines de ese mismo año. Es menester leer todo el pasaje referente a La Ciudad de
Dios, porque nos suministra preciosa información, no sólo acerca de los libros ya
terminados, sino también acerca de los que faltan por escribir: "Añadí dos nuevos libros a
los otros tres de La Ciudad de Dios contra los demonícolas, que son sus enemigos.

Creo que en estos cinco libros he, discutido bastante contra aquellos que, por razón de la
felicidad de la presente vida, creen que debemos adorar a sus dioses, y se oponen al nombre
cristiano por creer que les impedimos su felicidad. En adelante, según prometí en el primer
libro, tengo que hablar contra aquellos que, por razón de la vida que sigue a la muerte,
juzgan necesario el culto de sus dioses, sin saber que cabalmente por esa vida somos
nosotros cristianos." Con renovado ardor prosigue Agustín su tarea a partir del 415; en el
417 ha terminado ya el libro décimo y, con él, la primera parte de la obra que había
acometido. Es lo que declara abiertamente al final de dicho libro: "Por esta razón, en estos
diez libros, aunque menos de lo que esperaba de mí la intención de algunos, con todo, he
satisfecho el deseo de otros, con la ayuda del Dios verdadero y del Señor, refutando las
contradicciones de los impíos, que prefieren sus dioses al Fundador de la Ciudad Santa,
sobre la que nos propusimos disertar.

De estos diez libros, los cinco primeros los escribí contra aquellos que juzgan que a los
dioses se les debe culto por los bienes de esta vida, y los cinco últimos, contra los que
piensan que se les debe por la vida que seguirá a la muerte. En adelante, como prometí en el
libro primero, diré, con la ayuda de Dios, lo que crea conveniente decir sobre el origen,
sobre el desarrollo y sobre los fines de las dos ciudades, que, como he dicho también, andan
en este siglo entreveradas y mezcladas la una con la otra." La fecha está claramente
indicada por Paulo Orosio en el prefacio de su Historia contra los paganos. Esta obra,
redactada a instancias del propio Agustín, para servir de complemento a La Ciudad de Dios,
está destinada a probar que las invasiones bárbaras no han sido una calamidad excepcional;
que las guerras y matanzas son de todos los tiempos, y que los romanos contemporáneos no
tienen por qué sorprenderse de ellas si se sienten más débiles que los bárbaros.

Nos consta que esta obra fue redactada en 417. Acababa de publicarse entonces la edición
de los diez primeros libros de San Agustín y su luz se difundía por el mundo entero.
Aunque al principio del libro undécimo se cree obligado el Santo a repetir una vez más las
ideas fundamentales que se propone desarrollar y que ya había esbozado al final del
anterior, eso no nos debe mover a pensar que hubo de transcurrir mucho tiempo entre la
composición de uno y de otro, puesto que del libro duodécimo se hace ya mención en el De
Trinitate, tratado que no parece ser muy posterior al 417. El libro XIV está citado en el
Contra un adversario de la, ley y de los profetas, que data de hacia el 420., Tratase en este
opúsculo del pecado original y de la desobediencia del primer hombre, temas éstos, dice
Agustín, que ha abordado más ampliamente en otras partes y, sobre todo, en el libro XIV de
La Ciudad de Dios. En los libros XV y XVI, se utilizan con frecuencia las Cuestiones sobre
el Heptateuco, que parecen haber sido redactadas después del 418 y antes del 420.

Comparando la lista de los lugares paralelos échase de ver bien a las claras la imposibilidad
de una relación inversa, porque un cierto número de problemas, apenas esbozados en las
Cuestiones, están resueltos en su obra maestra. Queda así fijado el término a quo de la
redacción de esos dos libros, pero no podemos decir otro tanto del término ad quem. Como
el libro, XVIII se inicia con una especie de recapitulación, en la que el autor se cree
obligado a resumir lo que ya ha expuesto con anterioridad y lo que le queda aún por
exponer, nos sentimos impulsados a preguntarnos si no habrán sido publicados juntos los
libros XIV-XVII. Como quiera que sea, el libro decimoctavo no ofrece visos de ser anterior
al 425. Figuran en él algunos datos cronológicos que serían preciosos para fijar la fecha en
que fue compuesto el libro si no fuesen tan imprecisos. El conjunto de la obra estaba
terminado antes de escribir las Retractaciones, es decir, antes del 427, puesto que en este
último escrito pudo estampar San Agustín: "Esta gran obra de La Ciudad de Dios quedó,
por fin, concluida en veintidós libros." Y adivinase en ese "por fin" como un suspiro de
alivio. Después de haber trabajado durante tanto tiempo, tras incontables trastornos y
zozobras, siente el autor la alegría de haber arribado al término de la empresa que se había
señalado.

Sus últimas palabras, al concluir el libro XXII, habían sido para expresar la misma
satisfacción de la obra terminada: "Estoy en que ya he saldado, con la ayuda de Dios, la
deuda de esta inmensa obra. Que me perdonen los que la encuentren demasiado corta o de-
masiado larga. Y quienes estén satisfechos con ella, agradecidos den gracias no á mí, sino a
Dios conmigo. Así sea." No es menester insistir en que una obra tan considerable, y cuya
consumación exigiera tantos años, fue editada en varias veces. Gracias a las indicaciones
suministradas por el autor mismo podemos seguir de cerca las diversas fases de esa
publicación.

Los tres primeros libros, ya lo hemos visto, comenzaron por ser editados aparte y dedicados
a Marcelino, apenas se acabó su redacción. Una segunda edición aparecida en 415 contenía
los cinco primeros. En el 417, hácese referencia, en el prefacio de Orosio a su Historia, a
una nueva edición que no contaba con menos de diez libros mientras el once estaba ya en
preparación. En el 418 o 419, según toda probabilidad, una carta dirigida a los monjes
Pedro y Abraham proporciona nueva información. Después de haberse referido a los diez
primeros libros que son del dominio público y que ellos pueden leer, si es que no lo, han
hecho ya, dirigiéndose al presbítero Firmo, añade Agustín que ha dado cima a los tres libros
siguientes y que está en proceso de composición el decimocuarto. En éste se responde a
todas las preguntas planteadas por Pedro y Abraham. De donde verosímilmente se puede
concluir que hubo de ser publicado junto con los tres precedentes, si es que no lo fue con
los trece en un futuro muy próximo. No parece que después de esa publicación de los
catorce primeros libros haya habido ninguna otra para el conjunto de la obra antes de
acabarla toda. A lo sumo se podría preguntar si cada uno de los libros sucesivos fue
publicado aisladamente, a medida que se iba componiendo. No tenemos ningún vestigio
cierto de una tal publicación, que, por lo demás, pugna un tanto con la costumbre de San
Agustín.

Una vez que hubo puesto punto final a La Ciudad, de Dios, procedió el autor a una revisión
de conjunto de la obra para asegurar su perfecta corrección, y envió el manuscrito a Firmo,
que era una especie de agente literario suyo, su librero o su editor en Cartago. El
manuscrito dirigido a, Firmo constaba de veintidós cuadernos separados, uno por cada
libro, y aconsejaba el Santo que no se leyesen en un solo volumen que sería desmesurado,
sino en dos o en cinco. Por último, tras haber invitado a Firmo a leer atentamente todo su
tratado, prosigue Agustín: "Por lo que se refiere a los libros de mi Ciudad de Dios que
todavía no poseen nuestros hermanos de Cartago, te ruego que se los facilites a quienes te
los pidan, para que saquen copia.

No se los des a gran número de personas, sino a uno o a dos y que éstos a su vez se los den
a otros. Por lo que toca a tus amigos personales, sean miembros del pueblo cristiano
deseosos de instruirse o sean paganos que pueden, según tu opinión, ser liberados de sus
errores, con la gracia de Dios, por la lectura de mi obra, a ti te corresponde decidir como
comunicárselos." De manera que el ejemplar de La Ciudad de Dios dirigido a Firmo no
estaba destinado más que a él, que debería permitir sacar una Copia a todos Ios cristianos
que lo deseasen. Hasta los mismos paganos, podían tener acceso a ese ejemplar, bajo la
responsabilidad de Firmo. Así se cierra la larga y compleja historia de la composición de
esta magna obra.

Emprendida con ardor en defensa de la Iglesia, abandonada en varias ocasiones, reanudada


otras tantas hasta su consumación definitiva, esa obra maestra de San Agustín no, cesó de
solicitar su atención durante quince años. Fácilmente se comprende, pues, si se tiene
presente el gran lapso de tiempo que necesitó el autor para llevarla a cabo, que ha de haber,
en ella algunos desórdenes en su composición, algunas repeticiones en la distribución de los
materiales. Defectos que podemos ir descubriendo con solo seguir el plan establecido por el
obispo de Hipona. Pero defectos que en ningún momento alcanzaron a impedir la extraña
fascinación que ejerciera sobre sus contemporáneos tan colosal obra, como no impiden que
todavía en nuestros días suscite la admiración de cuantos reflexivamente la leyeren.
CRONOLOGIA 350. Magencio se hace proclamar emperador. Muerte de Constante.

Los hunos en Europa Oriental. Mefila traduce la Biblia al gótico. Edad de oro de la cultura
hindú y del sánscrito. 351. Lucha de Constancio contra los usurpadores. 352. Constancio,
último superviviente entre los hijos de Constantino, reconquista Italia y la Galia al
usurpador Magencio. 353. Muerte de Magencio. Constancio emperador único. Constancio
favorece al arrianismo. 354. Nace Agustín en Tagaste el 13 de noviembre. 355. Los
francos, alamanes y sajones invaden la Galia. Juliano es designado césar y enviado a la
Galia contra los alamanes. 356. Victoria de Juliano en Estrasburgo (Argentoratum), y
liberación de las Galias. 358. El patriarca Hillel II fija el calendario hebreo. 360. Juliano el
apóstata se proclama emperador en París, rebelándose contra Constancio. 361.

Agustín estudiante en Tagaste. 362, Juliano resucita el antiguo paganismo. Lucha religiosa
con el cristianismo. 363. En guerra con los persas sasánidas, Juliano el apóstata, que había
llegado victorioso hasta Ctesifonte, es derrotado y muerto. Joviano emperador. Paz
desastrosa con los persas. 364. Valentiniano es nombrado emperador, asociándose, para
Oriente, con su hermano Valente. Nueva invasión de los. alamanes en la Galia, rechazada
por Valentiniano. 365. Usurpación de Procopio, que es derrotado por Valente. 367.

Marcha Agustín a Madaura a estudiar gramática. Guerra de Valente contra los godos y de
Valentiniano contra los alamanes. 368. Teodosio el Viejo pacifica la Bretaña romana. 370.
Interrumpe Agustín los estudios durante un año y permanece en Tagaste. Fallece su padre
Patricio. Los persas conquistan Armenia. 371. Agustín estudiante, en Cartago. Comienza
sus relaciones con la madre de Adeodato. 372. Rebelión en África del jefe bereber Firmus.
Introducción del budismo en Corea. Nacimiento de Adeodato. 373.

Florece en China Hui Youan, fundador de una secta budista. Lee Agustín el Hortensius de
Cicerón y se convierte a la filosofía. Se adhiere al maniqueísmo. 374. Los hunos atraviesan
el Volga, siguiendo su avance hacia el Oeste. San Ambrosio, obispo de Milán. Agustín
profesor en Tagaste. 375. Graciano emperador en Oriente y Valentiniano II coemperador en
Occidente. Los hunos aniquilan el reino ostrogodo y empujan a los visigodos hacia el Sur.
Son aceptados los visigodos en el imperio de Oriente. Chaudragupta II, rey en la India. 376.
Agustín profesor en Cartago. 377. Graciano derrota a los alamanes. 378. Sublevación de los
visigodos. Valente es derrotado y muerto por los godos en la batalla de Andrinópolis. 379.
Teodosio es asociado al imperio por Graciano. 380.Teodosio abandona a los visigodos la
Panonia, y establece a los ostrogodos en el sur del Danubio. Restablece el cristianismo
como religión del Estado. Historia de Roma de Amiano Marcelino. 381. Concilio
ecuménico de Constantinopla; derrota definitiva del arrianismo.

Escribe Agustín el De pulchro et apto. 382. Establecimiento de los visigodos en Mesia.


Comienzan las dudas de Agustín contra el maniqueísmo. 383. En Occidente, usurpación de
Máximo, asesino de Graciano. Conversaciones de Agustín con Fausto. 384. Comienza San
Jerónimo la traducción de la Biblia. Relación sobre el ara de la Victoria de Símaco. Agustín
se aparta del maniqueísmo. Profesorado en Roma. Es nombrado profesor en Milán, donde
comienza a oír a San Ambrosio. Decide ser catecúmeno. 385.

Agustín orador oficial. Panegírico de Bauton y de Valentiniano II. Llegada, de Mónica.


386. Dinastía de los Wei, en el norte de China. Lucha de San Ambrosio con la emperatriz
Justina. Descubre Agustín la filosofía neoplatónica. Lee las Epístolas de San Pablo. Se
convierte y parte a Casiciaco. Escribe los primeros Diálogos. 387. Máximo arrebata Italia a
Valentiniano II. Regresa Agustín a Milán, donde recibe el bautismo con Alipio y Adeodato.
Muerte de Mónica en Ostia. Estancia de Agustín en Roma.. 388. Teodosio derrota a
Máximo. Valentiniano II bajo la tutela del franco Arbogasto. Parte Agustín a África. 389.
Agustín comienza su vida monástica en Tagaste. Muerte de Adeodato. 391. Valerio, obispo
de Hipona, ordena sacerdote a Agustín. Funda un segundo monasterio. 392. Arbogasto
asesina a Valentiniano II y proclama emperador a Eugenio. Conmoción ante el empuje de
los hunos.

Los vándalos son rechazados hacia el Oeste, por los alanos que los siguen. Estilicón derrota
a los bárbaros en el Danubio. Disputa de Agustín con el maniqueo Fortunato. 393. Últimos
juegos olímpicos en Grecia. Sínodo de Hipona donde Agustín predica sobre la fe y el
símbolo. 394. Teodosio, vencedor de Eugenio, en Aquileya, se proclama único emperador.
395. Muerte de Teodosio el Grande. División del Imperio: Arcadio en Oriente y Honorio en
Occidente, bajo la regencia de Estilicón. Alarico rey de los visigodos. 396. Los visigodos
en Iliria. Fin de los misterios de Eleusis. Es nombrado Agustín obispo auxiliar de Valerio y
lo consagra Megalio, el primado de Numidia. 397. Intrigas en la corte de Arcadio,
dominado por su mujer Eudoxia; triunfo del partido antigermano; renacimiento nacional
bizantino. Vida de San Martín de Tours de Sulpicio Severo. Asiste Agustín a un concilio de
Cartago. Muere Valerio y la sucede Agustín como obispo de Hipona. 398. San Juan
Crisóstomo, patriarca de Constantinopla. San Agustín escribe las CONFESIONES.
Controversia con Fortunio. 399. Los vándalos entran en la Galia. Los hunos llegan al
Elba. Yezdegerd I, rey de Persia. Tolerancia del cristianismo. Entrevista de Agustín con
Crispín, obispo donatista de Calama. 400. Llega Pelagio a Roma. Florecen Macrobio y
Kalidasa. 401.

Primera tentativa de los visigodos en Italia. Asiste Agustín a un concilio de Cartago. Lucha
con los donatistas. 402. El emperador Honorio se refugia en Ravena, futura residencia
imperial. 404. Acude Agustín al concilio de Cartago. 405. El ostrogodo Radagaiso en Italia.
406. Estilicón derrota a Radagaiso en Fiésole. Vándalos, alanos, suevos y burgundios se
establecen en Galia. 407. Usurpación de Constantino III en Bretaña, prontamente evacuada.
408. Teodosio II sucede a Arcadio como emperador de Oriente. Marcha de Alarico sobre
Roma. 409. Vándalos, suevos y alanos, entran en España. 410. Conquista y saqueo de
Roma por los visigodos de Alarico. Muerte de Alarico. 411. Constantino III restablece la
autoridad romana en la Galia. Conferencia en Cartago entre católicos y donatistas.
Comienza la polémica pelagiana. 412. Los visigodos en la Galia meridional. Comienza
Agustín LA CIUDAD DE DÍOS. 413. Rebelión de Heraclio en África, pronta y
salvajemente reprimida. Los burgundios se establecen en el Rin. Nuevo amurallamiento de
Constantinopla por Teodosio II. 414. Ataúlfo, caudillo de los visigodos casa con Gala
Placidia, hermanastra del emperador Honorio. Orosio se entrevista con Agustín. 415.

En las luchas contra los paganos en Alejandría muere Hipátia. 416. Se establecen los
visigodos en España. Fundación del reino visigodo de Toulouse. Asiste Agustín al concilio
de Milevi contra los pelagianos. 417. Historia contra los paganos de Paulo Orosio. 418.
Teodorico I sucede a Walia como rey de los visigodos. Taulouse se anexa a Aquitania.
Disputa de Agustín con Emérito de Cesarea donatista. 419. Reino de los suevos en el
noroeste de España. Nuevamente Agustín en Cartago. 420. Anglosajones y jutos se instalan
en Bretaña. Comienza la dinastía de los Sung en China. Varanes V, rey de Persia;
persecución al cristianismo. Consigue Agustín la retractación de Leporio. 422. Paz entre
Bizancio y los persas. 425. Valentiniano III, emperador de Occidente. Regencia de Gala
Placidia y más tarde de Aecio. Ataque de los hunos a Persia. 426. Termina San Agustín La
Ciudad de Dios y nombra a Heraclio obispo auxiliar. 427. Rebelión, en África, del conde
Bonifacio. 428. Los persas en Armenia. Controversia nestoriana. Conferencia de Agustín
con el obispo arriano Maximino. 429. Los vándalos pasan al África durante el reinado de
Genserico. Código teodosiano. 430. Muere San Agustín el 28 de agosto mientras Genserico
sitia Hipona. 431. Concilio ecuménico de Efeso, que condena las doctrinas de Nestorio y
Pelapio. 432.
Rivalidad entre Aecio y Bonifacio. Evangelización de Irlanda por San Patricio. 437. Atila,
rey de los hunos. 439. Conquista de Cartago por los vándalos. 440. León I papa. Guerras
entre Atila y Teodosio II. PROEMIO En esta obra, que va dirigida a ti, y te es debida
mediante mi palabra, Marcelino, hijo carísimo, pretendo defender la gloriosa Ciudad de
Dios, así la que vive y se sustenta con la fe en el discurso y mundanza de los tiempos,
mientras es peregrina entre los pecadores, como la que reside en la estabilidad del eterno
descanso, el cual espera con tolerancia hasta que la Divina Justicia tenga a juicio, y ha de
conseguirle después completamente en la victoria final y perpetua paz que ha de
sobrevenir; pretendo, digo, defenderla contra los que prefieren y dan antelación a sus falsos
dioses, respecto del verdadero Dios, Señor y Autor de ella. Encargo es verdaderamente
grande, arduo y dificultoso; pero el Omnipotente nos auxiliará. Por cuanto estoy
suficientemente persuadido del gran esfuerzo que es necesario para dar a entender a los
soberbios cuán estimable y magnífica es la virtud de la humildad, con la cual todas las
cosas terrenas, no precisamente las que usurpamos con la arrogancia y presunción humana,
sino las que nos dispensa la divina gracia, trascienden y sobrepujan las más altas cumbres y
eminencias de la tierra, que con el transcurso y vicisitud de los tiempos están ya como
presagiando su ruina y total destrucción.

El Rey, Fundador y Legislador de la Ciudad de que pretendemos hablar es, pues, Aquel
mismo que en la Escritura indicó con las señales más evidentes a, su amado pueblo el
genuino sentido de aquel celebrado y divino oráculo, cuyas enérgicas expresiones
claramente expresan “que Dios se opone a los soberbios, pero que al mismo tiempo
concede su gracia a los humildes”. Pero este particular don, que es propio y peculiar de
Dios, también le pretende el inflado espíritu del hombre soberbio y envanecido, queriendo
que entre sus alabanzas y encomios se celebre como un hecho digno del recuerdo de toda la
posteridad “que perdona a los humildes y rendidos y sujeta a los soberbios”. Y así',
tampoco pasaremos en silencio acerca de la Ciudad terrena (que mientras más
ambiciosamente pretende reinar con despotismo, por más que las naciones oprimidas con
su insoportable yugo la rindan obediencia y vasallaje, el mismo apetito de dominar viene a
reinar sobre ella) nada, de cuanto pide la naturaleza de esta obra, y lo que yo penetro con
mis luces intelectuales.
LIBRO PRIMERO LA DEVASTACIÓN DE ROMA NO FUE CASTIGO DE LOS
DIOSES DEBIDO AL CRISTIANISMO

CAPITULO PRIMERO

De los enemigos del nombre cristiano, y de cómo éstos fueron perdonados por los bárbaros,
por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos en el saqueo y destrucción de la
ciudad Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la
Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos
ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose
tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la actualidad no
podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando huían el cuello de la segur
vengadora de su contrario no hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus
sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a
quienes por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros?.

Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que
en la devastación de Roma acogieron dentro de sí a los que precipitadamente, y temerosos
de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo número se comprendieron no
sólo los gentiles, sino también los cristianos. Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando
su furor el enemigo, pero allí mismo se amortiguaba o apagaba el furor del encarnizado
asesino, y, al fin, a estos sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que,
hallados fuera de los santos asilos, hablan perdonado las vidas, para que no cayesen en las
manos de los que no usaban ejercitar semejante piedad, por lo que es muy digno de notar
que una nación tan feroz, que en todas partes se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo
crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas, donde la estaba prohibida
su profanación, así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por
derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada desprendiéndose
igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y
abastecida.

De esta manera libertaron su, vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los
tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, v, no
atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su
santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno, respectivamente,
hacía depender este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o de su buena suerte,
cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir Ias molestias y penalidades que
sufrieron por la mano vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias
disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar con los
funestos efectos que presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de
los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a veces,
ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la aureola de su
mérito; y cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajos a otro
lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada
trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores
atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles
hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro
respeto que por indicar su sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular
favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado
de los templos dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente
espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen
superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad.

De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a
Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de
librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del fuego eterno, así como de su
presente destrucción; porque muchos de estos que veis que con tanta libertad y desacato
hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no
fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia,
con dañado corazón se opone a aquel santo nombre, que en el tiempo de sus infortunios le
sirvió de antemural, irritando de este modo la divina, justicia y, dando motivo a que su
ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores que están preparados
perpetuamente a los malos, pues su con- fesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino
con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de
esta vida.

CAPITULO II

Que jamás ha habido guerra en que los vencedores perdonasen a los vencidos por respeto y
amor a los dioses de éstos Y supuesto que están escritas en los anales del mundo y en los
fastos de los antiguos tantas guerras acaecidas antes y después de la fundación y
restablecimiento de Roma y su Imperio, lean y manifiesten estos insensatos un solo pasaje,
una sola línea, donde se diga que los gentiles hayan tomado alguna ciudad en que los
vencedores perdonasen a los que se habían acogido (como lugar de refugio) a los templos
de sus dioses. Pongan patente un solo lugar donde se refiera que en alguna ocasión mandó
un capitán bárbaro, entrando por asalto y a fuerza de armas en una plaza, que no molestasen
ni hiciesen mal a todos aquellos que se hallasen en tal o tal templo. ¿Por ventura, no vio
Eneas a Príamo violando con su sangre las aras que él mismo había consagrado? Diómedes
y Ulises, degollando las guardias del alcázar y torre del homenaje, ¿no arrebataron el
sagrado Paladión, atreviéndose a profanar con sus sangrientas manos las virginales vendas,
de la diosa?.

Aunque no es positivo que de resultas de tan trágico suceso comenzaron a amainar y


desfallecer las esperanzas de los griegos; pues en seguida vencieron y destruyeron a Troya
a sangre y fuego, degollando a Príamo que se había guarecido bajo la religiosidad de los
altares. Sería a vista de este acaecimiento una proposición quimérica el sostener que Troya
se perdió porque perdió a Minerva; porque ¿qué diremos que perdió primero la misma
Minerva para que ella se perdiese? ¿Fueron por ventura sus guardas? Y esto seguramente es
lo más cierto, pues, degollados, luego la pudieron robar, ya que la defensa de los hombres
no dependía de la imagen, antes más bien, la de ésta dependía de la de aquellos. Y estas
naciones ilusas, ¿cómo adoraban y daban culto (precisamente para que los defendiese a
ellos y a su patria) a aquella deidad que no pudo guardar a sus mismos centinelas?
CAPITULO III

Cuán imprudentes fueron los romanos en creer que los dioses Penates, que no pudieron
guardar a Troya, les habían de aprovechar a ellos Y ved aquí demostrado a qué especie de
dioses encomendaron los romanos la conservación de su ciudad: ¡oh error sobremanera
lastimoso! Enójanse con nosotros porque referimos la inútil protección que les prestan sus
dioses, y no se irritan de sus escritores (autores de tantas patrañas), que, para entenderlos y
comprenderlos, aprontaron su dinero, teniendo a aquellos que se los leían por muy dignos
de ser honrados con salario público y otros honores. Digo, pues, que en Virgilio, donde
estudian los niños, se hallan todas estas ficciones, y leyendo un poeta tan famoso como
sabio, en los primeros años de la pubertad, no se les puede olvidar tan fácilmente, según la
sentencia de Horacio, “que el olor que una vez se pega a una vasija nueva le dura después
para siempre”. Introduce pues, Virgilio a Juno, enojada y contraria de los troyanos, que dice
a Eolo, rey de los vientos, procurando irritarle contra ellos: “Una gente enemiga mía va
navegando por el mar Tirreno, y lleva consigo a Italia Troya y sus dioses vencidos”; ¿y es
posible que unos hombres prudentes y circunspectos encomendasen la guarda de su ciudad
de Roma a estos dioses vencidos, sólo con el objeto de que ella jamás fuese entrada de sus
enemigos? Pero a esta objeción terminante contestarán alegando que expresiones tan
enérgicas y coléricas las dijo Juno como mujer airada y resen- tida, no sabiendo lo que
raciocinaba.

Sin embargo, oigamos al mismo Eneas,, a quien frecuentemente llama piadoso, y


atendamos con reflexión a su sentimiento: “Ved aquí a Panto, sacerdote del Alcázar, y de
Febo, abrazado él mismo con los vencidos dioses, y con un pequeño nieto suyo de la mano
que, corriendo despavorido, se acerca hacia mi puerta.” No dice que los mismos dioses (a
quienes no duda llamar vencidos) se los encomendaron a su defensa, sino que no encargó la
suya a estas deidades, pues le dice Héctor “en tus manos encomienda Troya su religión y
sus domésticos dioses.” Si Virgilio, pues, a estos falsos dioses los confiesa vencidos y
ultrajados, y asegura que su conservación fue encargada a un hombre para que lo librase de
la muerte huyendo con ellos, ¿no es locura imaginar que se obró prudentemente cuando a
Roma se dieron semejantes patronos, y que, si no los perdiera esta ínclita ciudad, no podría
ser tomada ni destruida?.

Mas claro: reverenciar y dar culto a unos dioses humillados, abatidos y vencidos, a quienes
tienen por sus tutelares, ¿qué otra cosa es que tener, no buenos dioses, sino malos
demonios? Acaso no será más cordura creer, no que Roma jamás experimentaría este
estrago, si ellos no se perdieran primero, sino que mucho antes se hubieran perdido, si
Roma, con todo su poder, no los hubiera guardado? Porque, ¿quién habrá que, si quiere
reflexionar un instante, no advierta que fue presunción ilusoria el persuadirse que no pudo
ser tomada Roma bajo el amparo de unos defensores vencidos, y que al fin sufrió su ruina
porque perdió los dioses que la custodiaban, pudiendo ser mejor la causa de este desastre el
haber querido tener patronos que se habían de perder, y podían ser humillados fácilmente,
sin que fuesen capaces de evitarlo? Y cuando los poetas escribían tales patrañas de sus
dioses, no fue antojo que les vino de mentir, sino que a hombres sensatos, estando en su
cabal juicio, les hizo fuerza la verdad para decirla y confesarla sinceramente. Pero de esta
materia trataremos copiosamente y con más oportunidad en otro lugar. Ahora únicamente
declararé, del mejor modo que me sea posible, cuanto habla empezado a decir sobre los
ingratos moradores de la saqueada Roma.

Estos, blasfemando y profiriendo execrables expresiones, imputan a Jesucristo las


calamidades que ellos justamente padecen por la perversidad de su vida y sus detestables
crímenes, y al mismo tiempo no advierten que se les perdona la vida por reverencia a
nuestro Redentor, llegando su desvergüenza a impugnar el santo nombre de este gran Dios
con las mismas palabras con que falsa y cautelosamente usurparon tan glorioso dictado para
librar su vida, o, por mejor decir, aquellas lenguas que de miedo refrenaron en los lugares
consagrados a su divinidad, para poder estar allí seguros, y adonde por respeto a él lo
estuvieron de sus enemigos; desde allí, libres de la persecución, las sacaron alevemente,
para disparar contra él malignas imprecaciones y maldiciones escandalosas.

CAPITULO IV

Cómo el asilo de Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no libró
a ninguno de la furia de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles ampararon del
furor de los bárbaros todos los que se acogieron a ellos La misma Troya, como dije, madre
del pueblo romano, en los lugares consagrados a sus dioses no pudo amparar a los suyos ni
librarlos del fuego y cuchillo de los griegos, siendo así que era nación que adoraba unos
mismos dioses; por el contrario, “pusieron en el asilo y templo de Juno a Phenix, y al bravo
Ulises para guarda del botín; Aquí depositaban las preciosas alhajas de Troya, que
conducían de todas partes, las que extraían de los templos que incendiaron, las mesas de los
dioses, los tazones de oro macizo y las ropas que robaban; alrededor estaban los niños y sus
medrosas madres, en una prolongada fila, obser- vando el rigor del saqueo.

En efecto: eligieron un templo consagrado a la deidad de Juno, no con el ánimo de que de


él no se pudiesen extraer los cautivos, sino para que dentro de él fuesen encerrados con
mayor seguridad. Compara, pues, ahora aquel asilo y lugar privilegiado, no ya dedicado a
un dios ordinario o de la turba común, sino consagrado a la hermana y mujer del mismo
Júpiter y reina de todas las deidades, con las iglesias de nuestros Santos Apóstoles, y
observa si puede formarse paralelo entre unos y otros asilos. En Troya los vencedores
conducían como en triunfo los despojos y presas que habían robado de los templos:
abrasados y de las estatuas y tesoros de los dioses, con ánimo de distribuir el botín entre
todos y no de comunicarlo o restituirlo a los miserables vencidos; pero en Roma volvían
con reverencia y decoro las alhajas, que, hurtadas en diversos lugares, averiguaban
pertenecer a los templos y santas capillas. En Troya los vencidos: perdían la libertad, y en
Roma la conservaban ilesa con todas sus pertenencias. Allá prendían, encerraban y
cautivaban a los vencidos, y acá se prohibía rigurosamente el cautiverio. En Troya
encerraban y aprisionaban los vencedores a lo: que estaban señalados para esclavos, y en
Roma conducían piadosamente a los godos a sus respectivos hogares a los que habían de
ser rescatados y puestos en libertad. Finalmente, allá la arrogancia y ambición de los
inconstantes griegos escogió para sus usos y quiméricas supersticiones el templo de Juno;
acá la misericordia y respeto de los godos (a pesar de ser nación bárbara e indisciplinada)
escogió las iglesias de Cristo para asilo y amparo de sus fieles. Si no es que quieran decir
que los griegos, en su victoria, respetaron los templos de los dioses comunes, no
atreviéndose a matar ni cautivar en ellos a los miserables y vencidos troyanos que a ellos se
acogían. Y concebido esto, diremos que Virgilio fingió aquellos sucesos conforme al estilo
de los poetas; pero lo cierto es que él nos pintó con los más bellos coloridos la práctica que
suelen observar los enemigos cuando saquean y destruyen las ciudades.

CAPITULO V

Lo que sintió Julio César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando
entran por fuerza en las ciudades Julio César, en el dictamen que dio en el Senado sobre los
conjurados, insertó elegantemente aquella norma que regularmente siguen los vencedores
en las ciudades conquistadas, según lo refiere Salustio, historiador tan verídico como sabio.
“Es ordinario, dice, en la guerra, el forzar las doncellas, robar los muchachos, arrancar los
tiernos hijos de los pechos de sus madres, ser violentadas las casadas y madres de familia, y
practicar todo cuanto se le antoja a la insolencia de los vencedores; saquear los templos y
casas, llevándolo todo a sangre y fuego, y, finalmente, ver las calles, las plazas... todo lleno
de armas, cuerpos muertos, sangre vertida, confusión y lamentos.” Si César no mencionara
en este lugar los templos, acaso pensaríamos que los enemigos solían respetar los lugares
sagrados. Esta profanación temían los templos romanos les había de sobrevenir, causada,
no por mano de enemigos, sino por la de Catilina y sus aliados, nobilísimos senadores y
ciudadanos romanos; pero, ¿qué podía esperarse de una gente infiel y parricida?

CAPITULO VI

Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que
perdonasen a los vencidos, que se guarecían en los templos Pero ¿qué necesidad hay de
discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles guerras entre sí, las que no
perdonaron a los vencidos que se acogieron al sagrado de sus templos?. Observemos a los
mismos romanos, recorramos el dilatado campo de su conducta, y examinemos a fondo sus
prendas, en cuya especial alabanza se dijo: “que tenían por blasón perdonar a los rendidos y
abatir a los soberbios; y que siendo ofendidos quisieron más perdonar a sus enemigos que
ejecutar en sus cervices la venganza.

Pero, supuesto que esta nación avasalladora conquistó y saqueó un crecido número de
ciudades que abrazan casi el ámbito de la tierra, con sólo el designio de extender y dilatar
su dominación e imperio, dígannos si en alguna historia se lee que hayan exceptuado de sus
rigores los templos donde librasen sus cuellos los que se acogían a su sagrado. ¿Diremos,
acaso, que así lo practicaron, y que sus historiadores pasaron en silencio una particularidad
tan esencial? ¿Cómo es posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para
atribuírselas a esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los lugares y
tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el rasgo
característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De Marco Marcelo,
famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se refiere que la lloró
viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar la sangre de sus moradores vertió
él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de la honestidad, queriendo se observase
rigurosamente este precepto, a pesar de ser los siracusanos sus enemigos.
Y para que todo esto se ejecutase como apetecía, antes que como vencedor mandase
acometer y dar el asalto a la ciudad, hizo publicar un bando por el que se prescribía que
nadie hiciese fuerza a todo el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al
estilo de la guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y
clemente como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en tal o cual
templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco se pasaron en
silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en los reales a favor de la
honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la ciudad de Tarento, es celebrado porque
no permitió se saquea- sen ni maltratasen las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de
que, consultándole su secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los
dioses, de las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos,
manifestó su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y
respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que estaban
armadas, dijo con donaire: “Dejémosles a los tarentinos sus dioses airados.” Pero, supuesto
que los historiadores romanos no pudieron dejar de contar las lágrimas de Marcelo, ni el
donaire de Fabio, ni la honesta clemencia de aquél y la graciosa moderación de éste, ¿cómo
lo omitieran si ambos hubiesen perdonado alguna persona por reverencia a alguno de sus
dioses, mandando que no se diese muerte ni cautivase a los que se refugiasen en el templo?

CAPITULO VII

Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y
lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo Todo cuanto acaeció en este
último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de edificios, robos, incendios, lamentos y
aflicción, procedía del estilo ordinario de la guerra; pero lo que se experimentó y debió
tenerse por un caso extraordinario, fue que la crueldad bárbara del vencedor se mostrase tan
mansa y benigna, que eligiese y señalase unas iglesias sumamente capaces para que se
acogiese y salvase en ellas el pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni fuese extraído;
adonde los enemigos que fuesen piadosos pudiesen conducir a muchos para librarlos de la
muerte, y de donde los que fuesen crueles no pudiesen sacar a ninguno para reducirle a
esclavitud; éstos son, ciertamente, efectos de la misericordia divina. Pero si hay alguno tan
procaz de no advertir que esta particular gracia debe atribuirse a nombre de Cristo y a los
tiempos cristianos, sin duda está ciego; o no lo ve y no lo celebra es ingrato, y de que se
opone a los que celebran con júbilo y gratitud este sin beneficio es un insensato. No permita
Dios que ningún cuerdo quiera imputar esta maravilla a la fuerza de los bárbaros. El que
puso terror en los ánimos fieros, el que los refrenó, el que milagrosamente los templó, fue
Aquel mismo que mucho antes habla dicho por su Profeta: “Tomaré enmienda de ellos
castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre y peste; pero
no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del cumplimiento de la palabra que
les tengo dada”.

CAPITULO VIII
De los bienes y males, que por la mayor parte, son comunes a los buenos y malos No
obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e
ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. ¿Y
quién es tan benigno para con todos? “El mismo que hace que cada día salga el sol para los
buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores”. Porque aunque es
cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán
de su pecado, otros, como dice el Apóstol, “no haciendo caso del inmenso tesoro de la
divina bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación
incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel
tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno,
según las obras que hubiere hecho”. Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios
respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su
conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener
sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio.

Además de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos
después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia usa
de rigor con los malos para castigarlos como merecen, pues es innegable que el
Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los que no gozarán
los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que no serán molestados los
buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y males temporales de la vida mortal
fuesen comunes a los unos y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia
los bienes de que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e
infortunios que observamos envía también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una
diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que llaman
prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se ensoberbece con
los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al pecador le envía Dios
adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se estraga con las pasiones,
separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin embargo, en muchas ocasiones
muestra Dios también en la distribución de prosperidad y calamidades con más evidencia
su alto poder; porque, si de presente castigase severamente todos los pecados, podría
creerse que nada reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no
diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales que no había
Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las felicidades terrenas,
las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano liberal a algunos que se las piden
con humillación, diríamos que esta particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia
de un Dios tan grande, tan justo y compasivo, y, por consiguiente, si fuese tan franco que
las concediese a cuantos las exigen de su bondad, entenderla nuestra fragilidad y limitado
entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de iguales
premios, y semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino codiciosos y
avarientos.

Siendo tan cierta esta doctrina, aunque los buenos y malos juntamente hayan sido afligidos
con tribulaciones y. gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no
sean distintos los males que unos y otros han padecido; pues se compadece muy bien la
diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y, a pesar de que sufran
un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el vicio; porque así como
con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea, y con
un mismo trillo se quebranta la arista, y el grano se limpia; y asimismo, aunque se expriman
con un mismo peso y husillo el aceite y el alpechín, no por eso se confunden entre sí; así
también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los
reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores
abominan y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo
la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se padece, sino en la
de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo, exhala el cieno un
hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima.

CAPITULO IV

De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos ¿Qué han
padecido los cristianos en aquella común calamidad, que, considerado con imparcialidad,
no les haya valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero, porque reflexionando
con humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha enviado al mundo tantas
calamidades, aunque ellos estén distantes de ser pecaminosos, viciosos e impíos, con todo,
no se tienen por tan exentos de toda culpa que puedan persuadirse no merecen la pena de
las calamidades temporales. Además de esto, cada uno, por más ajustado que viva, a veces
se deja arrastrar de la carnal concupiscencia, y aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo
del pecado, al golfo de los vicios y a la impiedad más abominable, sin embargo, degeneran
en pecados, o raros, o tanto más ordinarios cuanto son más ligeros.

Exceptuados éstos, ¿dónde hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya horrenda
soberbia, lujuria y avaricia, y por cuyos abominables pecados e impiedades, Dios, según
que nos lo tiene amenazado repetidas veces por los Profetas, envía tribulaciones a la tierra)
les trate del modo que merecen y viva con ellos de la manera que con semejantes debe
vivirse? Pues de ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni advertirlos de su fatal estado, y
a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea porque nos molesta esa fatiga tan interesante al
bien de las almas, ya porque nos causa pudor ofenderles, cara a cara, reprendiéndoles sus
demasías, ya porque deseamos excusar enemistades que acaso nos impidan y perjudiquen
en nuestros intereses temporales o en, los que pretende nuestra ambición o en, los que teme
perder nuestra flaqueza; de modo que, aunque a los justos ofenda y desagrade la vida de los
pecadores, y por este motivo no incurran al fin en el terrible anatema que a los malos les
está prevenido en el estado futuro, con todo, porque perdonan y no reprenden los pecados
graves de los impíos, temerosos de los suyos, aunque ligeros y veniales, con justa razón les
alcanza juntamente con ellos el azote temporal de las desdichas, aunque no el castigo eterno
y las horribles penas del infierno.

Así pues, con justa causa gustan de las amarguras de esta vida, cuando Dios los aflige
juntamente con los malos, porque, deleitándose en las dulzuras del estado presente, no
quisieron mostrarles la errada senda que seguían cuando pecaban, y siempre que cualquiera
deja de reprender y corregir a los que obran mal, porque espera ocasión más' oportuna, o
porque recela que los pecadores pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o
porque no impidan a los débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan
ajustadamente, o los persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que es ocasión
de codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que viven bien y aborrecen los
vicios de los malos, disimulan los pecados de aquellos a quienes debieran reprender,
procurando no ofenderlos porque no les acusen de las acciones que, los inocentes usan
lícitamente; aunque este saludable ejercicio deberían practicarlo con aquel anhelo y santo
celo del que deben estar internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos en
este mundo y únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria.

En esta suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y tienen sucesión
o procuran tenerla y poseen casa y familias (con quienes habla el Apóstol, enseñándoles y
amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus maridos y éstos con aquéllas, los
hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los criados con sus señores y los señores
con sus criados) procuran adquirir las cosas temporales y terrenas, perdiendo su dominio
contra su voluntad, por cuyo respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida
escandalosa y abominable les da en rostro, sino también los que están ya en estado de
mayor perfección, libres del vinculo y obligaciones del matrimonio, pasando su vida con
una humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando a su fama y
bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias de los impíos, dejan de reprenderlos; y
aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo que ellos se rindan a sus
amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en que no tienen comunicación unos con
otros, por lo común no los quieren reprender, pudiendo, quizá, con su corrección lograr la
enmienda de algunos, y, cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción, llena
de caridad, corra peligro su crédito y Vida; no porque consideren que su fama y vida es
necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque se apodera de su corazón
flaco la falsa idea de que son dignas, de aprecio las lisonjeras razones con que los tratan los
pecadores, y que, por otra parte, apetecen vivir en concordia entre los hombres durante la
breve época de su existencia; y, si alguna vez temen la critica del vulgo y el tormento de la
carne o de la muerte, esto es por algunos efectos que produce la codicia en los corazones, y
no por lo que se debe a la caridad.

Esta, en mi sentir, es una grave causa, porque juntamente con los malos atribula Dios a los
buenos cuando quiere castigar las corrompidas costumbres con la aflicción de las penas
temporales. A un mismo tiempo derrama sobre unos y otros las calamidades y los
infortunios, no porque juntamente viven mal, sino porque aman la vida temporal como
ellos, y estas molestias que sufren son comunes a los justos y a los pecadores, aunque no las
padecen de un mismo modo; por esta causa los buenos deben despreciar esta vida caduca y
de tan corta duración, para que los pecadores, reprendidos con sus saludables consejos,
consigan la eterna y siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas máximas ni
asociarse con los buenos para obtener el último galardón, los 'debemos sufrir y amar de
corazón, porque mientras existen en esta vida mortal, es siempre problemático y dudoso si
mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y Criador.

En lo cual no sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a su condenación
aquellos de quienes dice Dios por su Profeta: “El otro morirá, sin duda, justamente por su
pecado, pero a los centinelas yo los castigaré como a sus homicidas”, porque para este fin
están puestas las atalayas o centinelas, esto es, los Propósitos y Prelados eclesiásticos, para
que no dejen de reprender los pecados y procurar la salvación de las almas; mas no por eso
estará totalmente exento de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las
personas con quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo hace por
no chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes que posee lícitamente,
en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón.

En cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por qué Dios los
aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada atentamente, conocerá
que el Altísimo opera con admirable, probidad y por un medio tan esencial a nuestra salud,
para que de este modo se conozca el hombre a sí mismo y aprenda a amar a Dios con virtud
y sin interés. Examinadas atentamente estas razones, veamos si acaso ha sucedido algún
trabajo a los fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en bien, a no ser que
pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice. “Que es infalible que a
los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como adversas, les son ayudas de costa
para su mayor bien.”

CAPITULO X

Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las cosas temporales Si dicen que
perdieron cuanto poseían, pregunto: ¿Perdieron la fe? ¿Perdieron la religión? ¿Perdieron los
bienes del hombre interior, que es el rico en los ojos de Dios? Estas son las riquezas y el
caudal de los cristianos, a quienes el esclarecido Apóstol de las gentes decía: “Grande
riqueza es vivir en el servicio de Dios, y contentarse con lo suficiente y necesario, porque
así como al nacer no metimos con nosotros cosa alguna en este mundo, así tampoco, al
morir, la podremos llevar. Teniendo, pues, que comer y vestir, contentémonos con eso;
porque los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones y lazos, en muchos deseos,
no sólo necios, sino perniciosos, que anegan a los hombres en la muerte y condenación
eterna; porque la avaricia es la raíz de todos los males, y cebados en ella algunos, y
siguiéndola perdieron la fe y se enredaron en muchos do- lores. Aquellos que en el saqueo
de Roma perdieron los bienes de la tierra, si los poseían del modo que lo habían oído a este
pobre en lo exterior, y rico en lo interior, esto es, si usaban del mundo como si no usaran de
él, pudieron decir lo que Job, gravemente tentado y nunca vencido: “Desnudo salí del
vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra.

El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como al Señor le agradó, así se ha hecho; sea el
nombre del Señor bendito”, para que, en efecto, como buen siervo estimase por rica y
crecida hacienda la voluntad y gracia de su Señor; enriqueciese, sirviéndole con el espíritu,
y no se entristeciese ni le causase pena el dejar en vida lo que había de dejar bien presto
muriendo. Pero los más débiles y flacos, que estaban adheridos con todo su corazón a estos
bienes temporales, aunque no lo antepusiesen al amor de Jesucristo, vieron con dolor,
perdiéndolos, cuánto pecaron estimándolos con demasiado afecto; pues tan grande fue su
sentimiento en este infortunio como los dolores que padecieron, según afirma el Apóstol, y
dejo referido, y así convenía que se les enseñase también con la doctrina la experiencia a
los que por tanto tanto tiempo no hicieron caso de la disciplina de la palabra, pues cuando
dijo el Apóstol Pablo “que los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones”, sin
duda que en las riquezas no reprende la hacienda, sino la codicia.

El mismo Santo Apóstol ordena en otro lugar a su discípulo Timoteo el siguiente


reglamento para que anuncie entre las gentes, y le dice: “Que mande a los que son ricos en
este mundo que no se ensoberbezcan ni confíen y pongan su esperanza en la instabilidad e
incertidumbre de sus riquezas, sino en Dios vivo, que es el que nos ha dado todo lo
necesario para nuestro sustento y consuelo con grande abundancia; que hagan bien, y sean
ricos de buenas obras y fáciles en repartir con los necesitados, y humanos en el
comunicarse, atesorando para lo sucesivo un fundamento sólido para alcanzar la vida
eterna. Los que así dispusieron de sus haberes recibieron un extraordinario consuelo,
reparando sus pequeñas quiebras con un excesivo interés y ganancia, pues dando con
espontánea voluntad lo pusieron en mejor cobro, formándose un tesoro inagotable en el
cielo, sin entristecerse por la privación de la posesión de unos bienes que, retenidos, más
fácilmente se hubieran menoscabado y consumido.

Estos bienes pudieron muy bien haber perecido en esta vida mortal por los fatales
accidentes que ordinariamente acaecen, los cuales, en vida, pudieron poner en las manos
del Señor. Los que no se separaron de los divinos consejos de Jesucristo, que por boca de
San Mateo nos dice: “No queráis congregar tesoros en la tierra, adonde la polilla y el moho
los corrompen, y adonde los ladrones los desentierran y hurtan, sino atesoraos los tesoros
en el cielo, adonde no llega el ladrón ni la polilla lo corrompe, porque adonde estuviere
vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” En el tiempo de la tribulación y de las
calamidades experimentaron con cuánta discreción obraron en no haber desechado el
consejo del Divino Maestro, fidelísimo y segurísimo custodio.

Pero si algunos se lisonjearon de haber tenido guardadas sus riquezas adonde por acaso
sucedió que no llegase el enemigo, ¿con cuánta más certidumbre y seguridad pudieron
alegrarse los que, por consejo de su Dios, transfirieron sus haberes al lugar donde de ningún
modo podía penetrar todo el poder del vencedor? Y así nuestro Paulino, Obispo de Nola,
que, de hombre poderoso se hizo voluntariamente pobre cuando los godos destruyeron la
ciudad de Nola, una vez ya en su poder (según que luego lo supimos por él mismo) hacía
oración a Dios con el mayor fervor, implorando su piedad por estas enérgicas expresiones:
“Señor, no padezca yo vejaciones por el oro ni por la plata, porque Vos sabéis dónde está
toda mi hacienda.” Y estas palabras manifestaban evidentemente que todos sus haberes los
había depositado en donde le había aconsejado aquel gran Dios; el cual había dicho,
previendo los males futuro:, que estas calamidades habían de venir al mundo, y por eso los
que obedecieron a las persuasiones del Redentor, formando su tesoro principal donde y
como debían, cuando los bárbaros saquearon las casas y talaron los campos no perdieron ni
aun las mismas riquezas terrenas; mas aquellos a quienes pesó por no haber asentido al
consejo divino dudoso del fin que tendrían sus haberes, echaron de ver ciertamente, si no ya
con la ciencia del vaticinio, a lo menos con la experiencia, lo que debían haber dispuesto
para asegurar perpetuamente sus bienes.

Dirán que hubo también algunos cristianos buenos que fueron atormentados por los godos
sólo porque les pusiesen de manifiesto sus riquezas; con todo, éstos no pudieron entregar ni
perder aquel mismo bien con que ellos eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer
ultrajes y tormentos que manifestar y dar sus fortunas; haberes, seguramente, que no eran
buenos; pero a éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro; era necesario advertirles
cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen a amar, especialmente al que se
enriquece y padece por Dios, esperando la bienaventuranza, y no a la plata ni al oro, pues
en apesadumbrarse por la pérdida de estos metales fuera una acción pecaminosa, ya los
ocultasen mintiendo, ya los manifestasen y entregasen diciendo la verdad; porque en la
fuerza de los mayores tormentos nadie perdió a Cristo ni su protección, confesando, y
ninguno conservó el oro sino negando, y por eso las mismas afrentas que les daban
instrucciones seguras para creer debían amar el bien incorruptible y eterno eran, quizá, de
más provecho que los bienes por cuya adhesión y sin ningún fruto eran atormentados sus
dueños; y si hubo algunos que, aunque nada tenían que poseer patente, cómo no los daban
crédito, los molestaron con injurias y malos tratamientos, también éstos, acaso, desearían
gozar grandes haberes, por cuyo afecto no eran pobres con una voluntad santa y sincera, y
éste es el motivo porque - era necesario persuadirles que no era la hacienda, sino la codicia
de ella la que merecia semejantes aflicciones; pero si por profesar una vida perfecta e
intachable no tenían atesorado oro ni plata, no sé ciertamente si aconteció acaso a alguno de
éstos que le atormentasen creyendo que tenía bienes; y, dado el caso de que así sucediese,
sin duda, el que en los tormentos confesaba su pobreza, a Cristo confesaba; pero aun
cuando no mereciese ser creído de los enemigos, con todo, el confesor de tan loable
pobreza no pudo ser afligido sin la esperanza del premio y remuneración que le estaba
preparada en el Cielo.

CAPITULO XI

Del fin de la vida temporal ya sea breve ya sea larga Mas se dirá perecieron muchos
cristianos al fuerte azote del hambre, que duró por mucho tiempo, y respondo que este
infortunio pudieron convertirle en utilidad propia los buenos, sufriéndole piadosa y
religiosamente, porque aquellos a quienes consumió el hambre se libraron de las
calamidades de esta vida, como sucede en una enfermedad corporal; y los que aún
quedaron vivos, este mismo azote les suministró los documentos más eficaces no sólo para
vivir con parsimonia y frugalidad, sino para ayunar por más tiempo del ordinario. Si añaden
que muchos cristianos murieron también a los filos de la espada, y que otros perecieron con
crueles y espantosas muertes, digo que si estas penalidades no deben apesadumbrar, es una
ridiculez pensarlo así, pues ciertamente es una aflicción común a todos los que han nacido
en esta vida; sin embargo, es innegable que ninguno murió que alguna vez no hubiese de
morir; y el fin de la vida, así a la que es larga como a la que es corta, las iguala y hace que
sean una misma cosa, ya que lo que dejó una vez de ser no es mejor ni peor, ni más largo ni
más corto.

Y ¿qué importa se acabe la vida con cualquier género de muerte, si al que muere no puede
obligársele a que muera segunda vez, y, siendo manifiesto que a cada uno de los mortales le
están amenazando innumerables muertes en las repetidas ocasiones que cada día se ofrecen
en esta vida, mientras está incierto cuál de ella le ha de sobrevenir? Pregunto si es mejor
sufrir una, muriendo, o temerlas todas, viviendo. No ignoro con cuánto temor elegimos
antes el vivir largos años debajo del imperio de un continuado sobresalto y amenazas de
tantas muertes, que muriendo de una, no temer en adelante ninguna; pero una cosa es lo que
el sentido de la carne, como débil, rehúsa con temor, y otra lo que la razón bien ponderada
y examinada convence. No debe tenerse por mala muerte aquella a que precedió buena
vida, porque no hace mala a la muerte sino lo que a ésta sigue indefectiblemente; por esto
los que necesariamente han de morir, no deben hacer caso de lo que les sucede en su
muerte, sino del destino adonde se les fuerza marchar en muriendo. Sabiendo, pues, los
cristianos, que fue mucho mejor la muerte del pobre siervo de Dios “que murió entre las
lenguas de los perros que lamían sus heridas, que la del impío rico que murió entre la
púrpura y la holanda”, ¿de qué inconveniente pudieron ser a los muertos que vivieron bien
aquellos horrendos género de muertes con que fueron despedazados?

CAPITULO XII

De la sepultura de los cuerpos humanos, la cual, aunque se les deniegue, a los cristianos no
les quita nada Pero dirán que, siendo tan crecido el número de los muertos, tampoco hubo
lugar espacioso para sepultarlos. Respondo que la fe de los buenos no teme sufrir este
infortunio, acordándose que tiene Dios prometido que ni las bestias que los comen y
consumen han de ser parte para ofender a los cuerpos que han de resucitar, “pues ni un
cabello de su cabeza se les ha de perder”. Tampoco dijera la misma verdad por San Mateo
“No temáis a los que matan al cuerpo y no pueden mataros el alma”, si fuese inconveniente
para la vida futura todo cuanto los enemigos quisieran hacer de los cuerpos de los difuntos;
a no ser que haya alguno tan necio que pretenda defender, no debemos temer antes de la
muerte a los que matan el cuerpo, precisamente por el hecho de darle muerte, sino después
de la muerte, porque no impidan la sepultura del cuerpo; luego es tanto lo que dice el
mismo Cristo, que pueden matar el cuerpo y no más, si tienen facultad, para poder disponer
tan absolutamente de los cuerpos muertos; pero Dios nos libre de imaginar ser incierto lo
que dice la misma Verdad.

Bien confesamos que estos homicidas obran seguramente por sí cuando quitan la vida, pues
cuando ejecutan la misma acción en el cuerpo hay sentido; pero muerto ya el cuerpo, nada
les queda que hacer, pues ya no hay sentido alguno que pueda padecer; no obstante, es
cierto que a muchos cuerpos de los cristianos no les cubrió la tierra, así como lo es que no
hubo persona alguna que pudiese apartarlos del, cielo y de la tierra, la cual llena con su
divina presencia. Aquel mismo que sabe cómo ha de resucitar lo que crió. Y aunque por
boca de su real profeta dice: “Arrojaron los cadáveres de sus siervos para que se los
comiesen las aves, y las carnes de tus Santos, las bestias de la tierra. Derramaron su sangre
alrededor de Jerusalén como agua, y no había quien les diese sepultura”; mas lo dijo por
exagerar la impiedad de los que lo hicieron, que no la infelicidad de los que la padecieron;
porque, aunque estas acciones, a los ojos de los hombres, parezcan duras y terribles; pero a
los del Señor “siempre fue preciosa la muerte de sus Santos”; y así, el disponer todas las
cosas que se refieren al honor y utilidad del difunto, como son: cuidar del entierro, elegir la
sepultura, preparar las exequias, funeral y pompa de ellas, más podemos caracterizarlas por
consuelo de los vivos que por socorro de los muertos. Y si no, díganme qué provecho se
sigue al impío de ser sepultado en un rico túmulo y que se le erija un precioso mausoleo, y
les confesaré que al justo no perjudica ser sepultado en una pobre hoya o en ninguna.
Famosas exequias fueron aquellas que la turba de sus siervos consagró a la memoria de su
Señor, tan impío como poderoso, adornando su yerto cuerpo con holandas y púrpura; pero
más magnificas fueron a los ojos de aquel gran Dios las que se hicieron al pobre Lázaro,
llagado, por ministerio de los ángeles, quienes no le enterraron en un suntuoso sepulcro de
mármol, sino que depositaron su cuerpo en el seno de Abraham. Los enemigos de nuestra
santa religión se burlan de esta santa doctrina, contra quienes nos hemos encargado de la
defensa de la Ciudad de Dios, y, con todo observamos que tampoco sus filósofos cuidaron
de la sepultura de sus difuntos; antes, por el contrario, observamos que, en repetidas
ocasiones, ejércitos enteros muertos por la patria no cuidaron de elegir lugar donde,
después de muertos, fuesen sepultados, y menos, de que las bestias podrían devorarlos
dejándolos desamparados en los campos; por esta razón pudieron felizmente decir los
poetas: “Que el cielo cubre al que no tiene losa”. Por esta misma razón no debieran
baldonar a los cristianos sobre los cuerpos que quedaron sin sepultura, a quienes promete
Dios la reformación de sus cuerpos, como de todos lo: miembros, renovándoselos en un
momento con increíbles mejoras.

CAPITULO XIII

De la forma que tienen los Santos en sepultar los cuerpos No obstante lo que llevamos
expuesto, decimos que no se deben menospreciar, ni arrojarse los cadáveres de los difuntos,
especialmente los de los justos y fieles, de quienes se ha servido el, Espíritu Santo “como
de unos vasos de elección e instrumentos para todas las obras buenas”; porque si los
vestidos, anillos y otras alhajas de los padres, las estiman sobremanera sus hijos cuanto es
mayor el respeto y afecto que les tuvieron, así también deben ser apreciados los propios
cuerpos que les son aún más familiares y aún más inmediatos que ningún género de
vestidura; pues éstas no son cosas que nos sirven para el adorno o defensa que
exteriormente nos ponemos, sino que son parte de la misma naturaleza. Y así, vemos que
los entierros de los antiguos justos se hicieron en su tiempo con mucha piedad, y que se
celebraron sus exequias, y se proveyeron de sepultura, encargando en vida a sus hijos el
modo con que debían sepultar o trasladar sus cuerpos. Tobías es celebrado por testimonio
de un ángel de haber alcanzado la gracia y amistad de Dios ejercitando su piedad de
enterrar los muertos. El mismo Señor, habiendo de resucitar al tercero día, celebró la buena
obra de María Magdalena, y encargó se celebrase el haber derramado el ungüento precioso
sobre Su Majestad, porque lo hizo para sepultarle; y en el Evangelio, hace honorífica
mención San Juan de José de Arimatea y Nicodemus, que, bajaron de la cruz el santo
cuerpo de Jesucristo, y procuraron con diligencia y reverencia amortajarle y enterrarle; sin
embargo, no hemos de entender que las autoridades alegadas pretenden enseñar que hay
algún sentido en los cuerpos muertos; por el contrario, nos significan que los, cuerpos de
los muertos están, como todas las cosas, bajo la providencia de Dios, a quien agradan
semejantes oficios de piedad, para confirmar la fe de la resurrección.

Donde también aprendemos para nuestra salud cuán grande puede ser el premio y
remuneración de las limosnas que distribuimos entre los vivos indigentes, pues a Dios no se
le pasa por alto ni aun el pequeño oficio de sepultar los difuntos, que ejercemos con caridad
y rectitud de ánimo, nos ha de proporcionar una recompensa muy superior a nuestro mérito.
También debemos observar que cuanto ordenaron los santos Patriarcas sobre los
enterramientos o traslaciones de los cuerpos quisieron lo tuviésemos presente como
enunciado con espíritu profético; mas no hay causa para que nos detengamos en este
punto; basta, pues, lo que va insinuado, y si las cosas que en este mundo son indispensables
para sustentarse los vivos, como son comer y vestir, aunque nos falten con grave dolor
nuestro, con todo, no disminuyen en los buenos la virtud de la paciencia ni destierran del
corazón la piedad y religión, antes si, ejercitándola, la alientan y fecundizan en tanto grado;
por lo mismo, las cosas precisas para los entierros y sepulturas de los difuntos, aun cuando
faltasen, no harán míseros ni indigentes a los que están ya descansando en las moradas de
los justos; y así cuando en el saco de Roma echaron de menos este beneficio los cuerpos
cristianos, no fue culpa de los vivos, pues no pudieron ejecutar libremente esta obra
piadosa, ni pena de los muertos, porque ya no podían sentirla.

CAPITULO XIV

Del cautiverio de los Santos, y cómo jamás les faltó el divino consuelo Sí dijesen que
muchos cristianos fueron llevados en cautiverio, confieso que fue infortunio grande si, por
acaso, los condujeron donde no hallasen a su Dios; mas, para templar esta calamidad,
tenemos también en las sagradas letras grandes consuelos. Cautivos estuvieron los tres
jóvenes, cautivo estuvo Daniel y otros profetas, y no les faltó Dios para su consuelo. Del
mismo modo, tampoco desamparó a sus fieles en el tiempo de la tiranía y de la opresión de
gente, aunque bárbara, humana, el mismo que no desamparó a su profeta ni aun en el
vientre de la ballena. A pesar de la certeza de estos hechos, los incrédulos a quienes
instruimos en estas saludables máximas intentan desacreditarlas, negándolas la fe que
merecen, y, con todo, en sus falsos escritos creen que Arión Metimneo, famoso músico de
cítara, habiéndose arrojado al mar, le recibió en sus espaldas un delfín y le sacó a tierra;
pero replicarán que el suceso de Jonás es más increíble, y, sin duda, puede decirse que es
más increíble, porque es más admirable, y más admirable, porque es más poderoso.

CAPITULO XV

De Régulo, en quien hay un ejemplo de que se debe sufrir el cautiverio aun voluntariamente
por la religión, lo que no pudo aprovecharle por adorar a los dioses Los contrarios de
nuestra religión tienen entre sus varones insignes un noble ejemplo de cómo debe sufrirse
voluntariamente el cautiverio por causa de la religión. Marco Atilio Régulo, general del
ejército romano, fue prisionero de los cartagineses, quienes teniendo por más interesante
que los romanos les restituyesen los prisioneros, que ellos tenían que conservar los suyos,
para tratar de este asunto enviaron a Roma a Régulo en compañía de sus embajadores,
tomándole ante todas cosas juramento de qué si no se concluía favorablemente lo que
pretendía la República, se volvería a Cartago. Vino a Roma Régulo, y en el Senado
persuadió lo contrario, pareciéndole no convenía a los intereses de la República romana el
trocar los prisioneros.

Concluido este negocio, ninguno de los suyos le forzó a que volviese a poder de sus
enemigos; pero no por eso dejó Régulo de cumplir su juramento. Llegado que fue a
Cartago, y dada puntual razón de la resolución del Senado, resentidos los cartagineses, con
exquisitos y horribles tormentos le quitaron la vida, porque metiéndole en un estrecho
madero, donde por fuerza estuviese en pie, habiendo clavado en él por todas partes
agudísimos puntas, de modo que no pudiese inclinarse a ningún lado sin que gravemente se
lastimase, le mataron entre los demás tormentos con no dejarle morir naturalmente. Con ra-
zón, pues, celebran la virtud, que fue mayor que la desventura, con ser tan grande; pero, sin
embargo estos males le vaticinaban ya el juramento que había hecho por los dioses, quienes
absolutamente prohibían ejecutar tales atrocidades en el género humano, como sostienen
sus adoradores. Mas ahora pregunto: si esas falsas deidades, que eran reverenciadas de los
hombres para que los hiciesen prósperos en la vida presente, quisieron o permitieron que al
mismo que juró la verdad se le diesen tormentos tan acerbos, ¿qué providencia más dura
pudieran tomar cuando estuvieran enojados con un perjuro? ,Pero, por cuanto creo que con
este solo argumento no concluiré ni dejaré convencido lo uno ni lo otro, continúo así.

Es cierto que Régulo adoró y dio culto a los dioses, de modo que por la fe del juramento ni
se quedó en su patria ni se retiró a otra parte, sino que quiso volverse a la prisión, donde
había de ser maltratado de sus crueles enemigos; si pensó que esta acción tan heroica le
importaba para esta vida, cuyo horrendo fin experimentó en sí mismo, sin duda, se
engañaba; porque con su ejemplo nos dio un prudente documento de que los dioses nada
contribuían para su felicidad temporal, pues adorándolos Régulo fue, sin embargo, vencido
y preso, y porque no quiso hacer otra cosa, sino que cumplir exactamente lo que había
jurado por los, falsos dioses, murió atormentado con un nuevo nunca visto y horrible
género de muerte; pero si la religión de los dioses da después de esta vida la felicidad,
como por premio, ¿por qué calumnian a los tiempos cristianos, diciendo que le vino a
Roma aquella calamidad por haber dejado la religión de sus dioses? ¿Pues, acaso,
reverenciándoles con tanto respeto, pudo ser tan infeliz como lo fue Régulo? Puede que
acaso haya alguno que contra una verdad tan palpable se oponga todavía con tanto furor y
extraordinaria ceguedad, que se atreva a defender que, generalmente, toda una ciudad que
tributa culto a los dioses no puede serlo, porque de estos dioses es más a propósito el poder
para conservar a muchos que a cada uno en particular, ya que la multitud consta de los
particulares.

Si confiesan que Régulo, en su cautiverio y corporales tormentos, pudo ser dichoso por la
virtud del alma, búsquese antes la verdadera virtud con que pueda ser también feliz la
ciudad, ya que la ciudad no es dichosa por una cosa y el hombre por otra, pues la ciudad no
es otra cosa que muchos hombres unidos en sociedad para defender mutuamente sus
derechos. No disputo aquí cuál fue la virtud de Régulo; basta por ahora decir que este
famoso ejemplo les hace confesar, aunque no quieran, que no deben adorarse los dioses por
los bienes corporales o por los acaecimientos que exteriormente sucedan al hombre, puesto
que el mismo Régulo quiso más carecer de tantas dichas que ofender a los dioses por
quienes había jurado. ¿Pero, qué haremos con unos hombres que se glorían de que tuvieron
tal ciudadano cual temen que no sea su ciudad, y si no temen, confiesan de buena fe que
casi lo mismo que sucedió a Régulo pudo suceder a la ciudad, observando su culto y
religión con tanta exactitud como él, y dejen de calumniar los tiempos cristianos?

Mas por cuanto la disputa empezó sobre los cristianos, que igualmente fueron conducidos a
la prisión y al cautiverio, dense cuenta de este suceso y enmudezcan los que por esta
ocasión, con desenvoltura e imprudencia, se burlan de la verdadera religión; porque si fue
ignominia de sus dioses que el que más se esmeraba en su servicio por guardarles la fe del
juramento creciese de su patria, no teniendo otra; y que, cautivo en poder de sus enemigos,
muriese con una prolija muerte y nuevo género de crueldad, mucho menos debe ser
reprendido el nombre cristiano por la cautividad de los suyos, pues viviendo con la
verdadera esperanza de conseguir la perpetua posesión de la patria celestial, aun en sus
propias tierras saben que son peregrinos.

CAPITULO XVI

SI las violencias que quizá padecieron las santas doncellas en su cautiverio pudieron
contaminar la virtud del ánimo sin el consentimiento de la voluntad Piensan seguramente
que ponen un crimen enorme a los cristianos cuando, exagerando su cautiverio, añaden
también que se cometieron impurezas, no sólo en las casadas y doncellas, sino también en
las monjas, aunque en este punto ni la fe, ni la piedad, ni la misma virtud que se apellida
castidad, sino nuestro frágil discurso es el que, entre el pudor y la razón, se, halla como en
caos de confusiones o en un aprieto, del que no puede evadirse sin peligro; mas en esta
materia no cuidamos tanto de contestar a los extraños como de consolar a los nuestros. En
cuanto a lo primero, sea, pues, fundamento fijo, sólido e incontestable, que la virtud con
que vivimos rectamente desde el alcázar del alma ejerce su imperio sobre los miembros del
cuerpo, y que éste se hace santo con el uso y medio de una voluntad santa, y estando ella
incorrupta y firme, cualquiera cosa que otro hiciere del cuerpo o en el cuerpo que sin
pecado propio no se pueda evitar, es sin culpa del que padece, y por cuanto no sólo se
pueden cometer en un cuerpo ajeno acciones que causen dolor, sino también gusto sensual,
lo que así se cometió, aunque no quita la honestidad, que con ánimo constante se conservé,
con todo causa pudor para que así no se crea que se perpetró con anuencia de la voluntad lo
que acaso no pudo ejecutarse sin algún deleite carnal; y por este motivo, ¿qué humano
afecto habrá que no excuse o perdone a las que se dieron muerte por no sufrir esta
calamidad? Pero respecto de las otras que no se mataron por librarse con su muerte de un
pecado ajeno, cualesquiera que les acuse de este defecto, si le padecieron, no se excusa de
ser reputado por necio.

CAPITULO XVII

De la muerte voluntaria por miedo de la pena o deshonra Si a ninguno de los hombres es


lícito matar a otro de propia autoridad, aunque verdaderamente sea culpado, porque ni la
ley divina ni la humana nos da facultad para quitarle la vida; sin duda que el que se mata a
sí mismo también es homicida, haciéndose tanto más culpado cuando se dio muerte, cuanta
menos razón tuvo para matarse; porque si justamente abominamos de la acción de Judas y
la misma verdad condena su deliberación, pues con ahorcarse más acrecentó que satisfizo el
crimen de su traición (ya que, desesperado ya de la divina misericordia y pesaroso de su
pecado, no dio lugar a arrepentirse y hacer una saludable penitencia”, ¿cuánto más debe
abstenerse de quitarse la vida el que con muerte tan infeliz nada tiene en sí que castigar? Y
en esto hay notable diferencia, porque Judas, cuando se dio muerte, la dio a un hombre
malvado, y, con todo, acabó esta vida no sólo culpado en la muerte del Redentor, sino en la
suya propia, pues aunque se mató por un pecado suyo, en su muerte hizo otro pecado.
CAPITULO XVIII

De la torpeza ajena y violenta que padece en su forzado cuerpo una persona contra su
voluntad Pregunto, pues, ¿por qué el hombre, que a nadie ofende ni hace mal, ha de hacerse
mal a sí propio y quitándose la vida ha de matar a un hombre sin culpa, por no sufrir la
culpa de otro, cometiendo contra sí un pecado propio, porque no. se cometa en él el ajeno?
Dirán: porque teme ser manchado con ajena torpeza; pero siendo, como es, la honestidad
una virtud del alma, y teniendo, como tiene, por compañera la fortaleza, con la cual puede
resolver el padecer ante cualesquiera aflicciones que consentir en un solo pecado, y no
estando, como no está, en la mano y facultad del hombre más magnánimo y honesto lo que
puede suceder de su cuerpo, sino sólo el consentir con la voluntad o disentir, ¿quién habrá
que tenga entendimiento sano que juzgue que pierde su honestidad, si acaso en su cautivo y
violentado cuerpo se saciase la sensualidad ajena?

Porque si de este modo se pierde la honestidad, no será virtud del alma ni será de los bienes
con que se vive virtuosamente, sino será de lo: bienes del cuerpo, como son las fuerzas, la
hermosura, la complexión sana y otras cualidades semejantes, las cuales dotes, aunque
decaigan en nosotros, de ninguna manera nos acortan la vida buena y virtuosa; y si la
honestidad corresponde a al- guna de estas prendas tan estimadas, ¿por qué procuramos,
aun con riesgo del cuerpo, que no se nos pierda? Pero si toca a los bienes del alma, aunque
sea forzado y padezca el cuerpo, no por eso se pierde; antes bien, siempre que la santa
continencia no se rinda a las impurezas de la carnal concupiscencia, santifica también el
mismo cuerpo. Por tanto, cuando con invencible propósito persevera en no rendirse,
tampoco se pierde la castidad del mismo cuerpo, porque está constante la voluntad en usar
bien y santamente de él, y cuanto consiste en él, también la facultad.

El cuerpo no es santo porque sus miembros estén íntegros o exentos de tocamientos torpes,
pues pueden, por diversos accidentes, siendo heridos, padecer fuerza, y a veces observamos
que los médicos, haciendo sus curaciones, ejecutan en los remedios que causan horror. Una
partera examinando con la mano la virginidad de una doncella, lo fuese por odio o por
ignorancia en su profesión, o por acaso, andándola registrando, la echó a perder y dejó
inútil; no creo por eso que haya alguno tan necio que presuma que perdió la doncella por
esta acción la santidad de su cuerpo, aunque perdiese la integridad de la parte lacerada; y
así cuando permanece firme el propósito de la voluntad por el cual merece ser santificado el
cuerpo, tampoco la violencia de ajena sensualidad le quita al mismo cuerpo la santidad que
conserva in violable la perseverancia en su continencia. Pregunto: si una mujer fuese con
voluntad depravada, y trocado el propósito que había hecho a Dios a que la deshonrase uno
que la había seducido y engañado, antes que llegue al paraje designado, mientras va aún
caminando, ¿diremos que es ésta santa en el cuerpo, habiendo ya perdido la santidad del
alma con que se santificaba el cuerpo? Dios nos libre de semejante error. De esta doctrina
debemos deducir que, así como se pierde la santidad del cuerpo, perdida ya la del alma,
aunque el cuerpo quede íntegro e intacto, así tampoco se pierde la santidad del cuerpo
quedando entera la santidad del alma, no obstante de que el cuerpo padezca violencia; por
lo cual, si una mujer que fuese forzada violentamente sin consentimiento suyo, y padeció
menoscabo en su cuerpo con pecado ajeno, no tiene que castigar en sí, matándose
voluntariamente, ¿cuánto más antes que nada suceda, porque no venga a cometer un
homicidio cierto, estando el mismo pecado, aunque ajeno, todavía incierto?

Por ventura, ¿se atreverán a contradecir a esta razón tan evidente con que probamos que
cuando se violenta un cuerpo, sin haber habido mutación en el propósito de la castidad,
consintiendo en el pecado, es sólo culpa de aquel que conoce por fuerza a la mujer, y no de
la que es forzada y de ningún modo consiente con quien la conoce? ¿Tendrán atrevimiento,
digo, a contradecir estas reflexiones aquellos contra quienes defendemos que no sólo las
conciencias, sino también los cuerpos de las mujeres cristianas que padecieron fuerza en el
cautiverio fueron inculpables y santos?

CAPITULO XIX

De Lucrecia, que se mató por haber sido forzada Celebran y ensalzan los antiguos con
repetidas alabanzas a Lucrecia, ilustre romana, por su honestidad y haber padecido la
afrenta de ser forzada por el hijo del rey Tarquino el Soberbio. Luego que salió de tan
apretado lance, descubrió la insolencia de Sexto a su marido Colatino y a su deudo Junio
Bruto, varones esclarecidos por su linaje y valor, empeñándolos en la venganza; pero,
impaciente y dolorosa de la torpeza cometida en su persona, se quitó al punto la vida. A
vista de este lamentable suceso, ¿qué diremos? ¿En qué concepto hemos de tener a
Lucrecia, en el de casta o en el de adúltera? Pero quién hay que repare en esta controversia?
A este propósito, con verdad y elegancia, dijo un célebre político en una declaración:
“Maravillosa cosa; dos fueron, y uno sólo cometió el adulterio; caso estupendo, pero
cierto.” Porque, dando a entender que en esta acción en el uno había habido un apetito torpe
y en la otra una voluntad casta, y atendiendo a lo que resultó, no de la unión de los
miembros, sino de la diversidad de los ánimos; dos, dice, fueron, y uno sólo cometió el
adulterio. Pero ¿qué novedad es ésta que veo castigada con mayor rigor a la que no cometió
el adulterio?.

A Sexto, que es el causante, le destierran de su patria juntamente con su padre, y a Lucrecia


la veo acabar su inocente vida con la pena más acerba que prescribe la ley: si no es
deshonesta la que padece forzada, tampoco es justa la que castiga a la honesta. A vosotros
apelo, leyes y magistrados romanos, pues aun después, de cometidos los delitos jamás
permitisteis matar libremente a un facineroso sin formarle primero proceso, ventilar su
causa por los trámites del Derecho y condenarle luego; si alguno presentase esta causa en
vuestro tribunal y os constase por legítimas pruebas que habían muerto a una señora, no
sólo sin oírla ni condenarla, sino también siendo casta e inocente, pregunto: ¿no castigaríais
semejante delito con el rigor y severidad que merece?.

Esto hizo aquella celebrada Lucrecia: a la inocente, casta y forzada Lucrecia la mató la
misma Lucrecia; sentenciadlo vosotros, y si os excusáis diciendo no podéis ejecutarlo
porque no está presente para poderla castigar, ¿por qué razón a la misma que mató a una
mujer casta e inocente la celebráis con tantas alabanzas? Aunque a presencia de los jueces
infernales, cuales comúnmente nos los fingen vuestros poetas, de ningún modo podéis
defenderla estando ya condenada entre aquellos que con su propia mano, sin culpa, se
dieron muerte, y, aburridos de su vida, fueron pródigos de sus almas a quien. deseando
volver acá no la dejan ya las irrevocables leyes y la odiosa laguna con sus tristes ondas la
detiene; por ventura, ¿no está allí porque se mató, no inocentemente, sino porque la
remordió la conciencia? ¿Qué sabemos lo que ella solamente pudo saber, si llevada de su
deleite consintió con Sexto que la violentaba, y, arrepentida de la fealdad de esta acción,
tuvo tanto sentimiento que creyese no podía satisfacer tan horrendo crimen sino con su
muerte? Pero ni aun así debía matarse, si podía acaso hacer alguna penitencia que la
aprovechase delante de sus dioses.

Con todo, si por fortuna es así, y fue falsa la conjetura de que dos fueron en el acto y uno
sólo el que cometió el adulterio, cuando, por el contrario, se presumía que ambos lo
perpetraron, el uno con evidente fuerza y la otra con interior consentimiento, en este caso
Lucrecia no se mató inocente ni exenta de culpa, y por este motivo los que defienden su
causa podrán decir que no está en los infiernos entre aquellos que sin culpa se dieron la
muerte con sus propias manos; pero de tal modo se estrecha por ambos extremos el
argumento, que si se excusa el homicidio se confirma el adulterio, y si se purga éste se le
acumula aquél; por fin, no es dable dar fácil solución a este dilema: si es adúltera, ¿por qué
la alaban?, y si es honesta, ¿por qué la matan? Mas respecto de nosotros, éste es un ilustre
ejemplo para convencer a los que, ajenos de imaginar con rectitud, se burlan de las
cristianas que fueron violadas en su cautiverio, y para nuestro consuelo bastan los dignos
loores con que otros han ensalzado a Lucrecia, repitiendo que dos fueron y uno cometió el
adulterio, porque todo el pueblo romano quiso mejor creer que en Lucrecia no hubo
consentimiento que denigrase su honor, que persuadirse que accedió sin constancia a un
crimen tan grave. Así es que el haberse quitado la vida por sus propias manos no fue porque
fuese adúltera, aunque lo padeció inculpablemente; ni por amor a la castidad, sino por
flaqueza y temor de la vergüenza.

Tuvo, pues, vergüenza de la torpeza ajena que se había cometido en ella, aunque no con
ella, y siendo como era mujer romana, ilustre por sangre y ambiciosa de honores, temió
creyese él vulgo que la violencia que había sufrido en vida había sido con voluntad suya;
por esto quiso poner a los ojos de los hombres aquella pena con que se castigó, para que
fuese testigo de su voluntad ante aquellos a quienes no podía manifestar su conciencia.
Tuvo, pues, un pudor inimitable y un justo recelo de que alguno presumiese había sido
cómplice en el delito, si la injuria que Sexto había cometido torpemente en su persona la
sufriese con paciencia. Mas no lo practicaron así las mujeres cristianas, que habiendo
tolerado igual desventura aun viven; pero tampoco vengaron en si el pecado ajeno, por no
añadir a las culpas ajenas las propias, como lo hicieran, si porque el enemigo con brutal
apetito sació en ellas sus torpes deseos, ellas precisamente por el pudor público fueran
homicidas de sí mismas.

Es que tenían dentro de sí mismas la gloria de su honestidad, el testimonio de su


conciencia, que ponen delante de los ojos de su Dios, y no desean más cuando obran con
rectitud ni pretenden otra cosa por no apartarse de la autoridad de la ley divina, aunque a
veces se expongan a las sospechas humanas.

CAPITULO XX
Que no hay autoridad que permita en ningún caso a los cristianos el quitarse a sí propios la
vida Por eso, no sin motivo, vemos que en ninguno de los libros santos y canónicos se dice
que Dios nos mande o permita que nos demos la muerte a nosotros propios, ni aun por
conseguir la inmortalidad, ni por excusarnos o libertarnos de cualquiera calamidad o
desventura.

Debemos asimismo entender que nos comprende a nosotros la ley, cuando dice Dios, por
boca de Moisés: “no matarás”, porque no añadió a tu prójimo, así como cuando nos vedó
decir falso testimonio, añadió: “no dirás falso testimonio contra tu prójimo”; mas no por
eso, si alguno dijere falso testimonio contra sí mismo, ha de pensar que se excusa de este
pecado, porque la regla de amar al prójimo la tomó el mismo autor del amor de si mismo,
pues dice la Escritura: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y si no menos incurre en la
culpa de un falso testimonio el que contra sí propio le dice que si le dijera contra su
prójimo, aunque en el precepto donde se prohíbe el falso testimonio se prohíbe
específicamente contra el prójimo, y acaso puede figurárseles a los que no lo entienden bien
que no está vedado que uno le diga contra sí mismo; cuánto más se debe entender que no es
licito al hombre el matarse a sí mismo, pues donde dice la Escritura “no matarás”, aunque
después no añada otra particularidad, se entiende que a ninguno exceptúa, ni aun al mismo
a quien se lo manda. Por este motivo hay algunos que quieren extender este precepto a las
bestias, de modo que no podemos matar ninguna de ellas; pero si esto es cierto en su
hipótesis, ¿por qué no incluyen las hierbas y todo que por la raíz se sustenta y planta en la
tierra?.

Pues todos estos vegetales, aunque no sientan, con todo se dice que viven y, por
consiguiente, pueden morir; así pues, siempre que las hicieren fuerza las podrán matar, en
comprobación de esta doctrina, el apóstol de las gentes, hablando de semejantes semillas
dice: “Lo que tú siembras no se vivifica si no muere primero”; y el salmista dijo: “matóles
sus vidas con granizo”. Y acaso cuando nos mandan no matarás”, ¿diremos que es pecado
arrancar una planta? Y si así lo concediésemos, ¿no caeríamos en el error de los
maniqueos? Dejando, pues, a un lado estos dislates, cuando dice “no matarás”, debemos
comprender que esto no pudo decirse de las plantas, porque en ellas no hay sentido; ni de
los irracionales, como son: aves, peces, brutos y reptiles, porque carecen de entendimiento
para comunicarse con nosotros; y así, por justa disposición del Criador, su vida y muerte
está sujeta a nuestras necesidades y voluntad. Resta, Pues, que entendamos lo que Dios
prescribe respecto al hombre: dice “no matarás”, es decir, a otro hombre; luego ni a ti
propio, porque el que se mata a sí no mata a otro que a un hombre.

CAPITULO XXI

De las muertes de hombres en que no hay homicidio A pesar de lo arriba dicho, el mismo
legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre
que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por
medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta
su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa;
por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios
declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la
justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida. Por esta causa,
Abraham, estando resuelto a sacrificar al hijo único que tenía, no solamente no fue notado
de crueldad, sino que fue ensalzado y alabado por su piedad para con Dios, pues aunque,
cumpliendo el mandato divino, determinó quitar la vida a Isaac, no efectuó esta acción por
ejecutar un hecho pecaminoso, sino por obedecer a los preceptos de Dios, y éste es el
motivo porque se duda, con razón, si se debe tener por mandamiento expreso de Dios lo
que ejecutó Jepté matando a su hija cuando salió al encuentro para darle el parabién de su
victoria, en conformidad con el voto solemne que había hecho de sacrificar a Dios el
primero que saliese a recibirle cuando volviese victorioso.

Y la muerte de Sansón no por otra causa se justifica cuando justamente con los enemigos
quiso perecer bajo las ruinas del templo, sino porque secretamente se lo había inspirado el
espíritu de Dios, por cuyo medio hizo acciones milagrosas que causan admiración.
Exceptuados, pues, estos casos y personas a quienes el Omnipotente manda matar
expresamente o la ley que justifica este hecho y presta su autoridad, cualquiera otro que
quitase la vida a un hombre, ya sea a sí mismo, ya a otro, incurre en el crimen de
homicidio.

CAPITULO XXII

Que en, ningún caso puede llamarse a la muerte voluntaria grandeza de ánimo Todos los
que han ejecutado en sus personas muerte voluntaria podrán ser, acaso, dignos de
admiración por su grandeza de ánimo, mas no alabados por cuerdos y sabios; aunque si con
exactitud consultásemos a la razón (móvil de nuestras acciones), advertiríamos no debe
llamarse grandeza de ánimo cuando uno, no pudiendo sufrir algunas adversidades o
pecados de otros, se mata a sí mismo porque en este caso muestra más claramente su
flaqueza, no pudiendo tolerar la dura servidumbre de su cuerpo o la necia opinión del
vulgo; pero si deberá tenerse por grandeza de ánimo la de aquel que sabe soportar las
penalidades de la vida y no huye de ellas, como la del que sabe despreciar las ilusiones del
juicio humano, particularmente las del vulgo, cuya mayor parte está generalmente
impregnada de errores, si atendemos a las máximas que dicta la luz y la pureza de una
conciencia sana.

Y si se cree que es una acción capaz de realizar la grandeza de ánimo de un corazón


constante el matarse a sí mismo, sin duda que Cleombroto es singular en esta constancia,
pues de él refieren que, habiendo leído el libro de Platón donde trata de la inmortalidad del
alma, se arrojó de un muro, y de este modo pasó de la vida presente a la futura, teniéndola
por la más dichosa, ya que no le había obligado ninguna calamidad ni culpa verdadera o
falsa a matarse por no po- derla sufrir y sólo su grandeza de ánimo fue la que excitó su
constancia a romper los suaves lazos de la vida con que se hallaba aprisionado; pero de que
cita acción fue temeraria y no efecto de admirable fortaleza, pudo desengañarle el mismo
Platón, quien seguramente se hubiera muerto a sí mismo y mandado a los hombres lo
ejecutasen así, si reflexionando sobre la inmortalidad del alma, no creyera que semejante
despecho no solamente no debía practicarse, sino que debía prohibirse.
CAPITULO XXIII

Sobre el concepto que debe formarse del ejemplo de Catón, que, no pudiendo sufrir la
victoria de César, se mató Dirán que muchos se mataron por no venir en poder de sus
enemigos; pero, por ahora, no disputamos si se hizo, sino si se debió hacer, en atención a
que, en iguales circunstancias, a los ejemplos debemos anteponer la razón con quien
concuerdan éstos, y no cualesquiera de ellos, sino los que son tanto más dignos de imitar
cuanto son más excelentes en piedad. No lo hicieron ni los patriarcas, ni los profetas, ni los
apóstoles hicieron esto.

El mismo Cristo Señor Nuestro, cuando aconsejó a sus discípulos que siempre que
padeciesen persecución huyesen de una ciudad a otra, les pudo decir que se quitasen la vida
para no venir a manos de sus perseguidores; y si el Redentor no mandó ni aconsejó que de
este modo saliesen los apóstoles de esta vida miserable (a quienes en muriendo, prometió
tenerles preparadas las moradas eternas), aunque nos opongan los gentiles cuantos
ejemplares quieran, es manifiesto que semejante atentado no es lícito a los que adoran a un
Dios verdadero; no obstante que las naciones que no conocieron a Dios, a excepción de
Lucrecia, no hallan otros personajes con cuyo ejemplo puedan eludir nuestra doctrina sólo
Catón, precisamente porque fuese quien ejecutó en sí este crimen, fue reputado entre los
hombres por bien y docto.

Y éste es el motivo que puede hacer creer a algunos que cuando Catón tomó esta
deliberación, podía hacerse, o que él tenía facultad para ejecutarlo cuando lo puso en
práctica: Pero de un hecho tan temerario, ¿qué podré yo decir sino que algunas personas
doctas, amigos suyos, que con más cordura le disuadían de su determinación, consideración
esta acción como hija de un espíritu débil y no de un corazón fuerte? Pues por ella venía a
manifestar, no la virtud que huye de las acciones torpes, sino la flaqueza que no puede
sufrir las adversidades, lo cual dio a entender el mismo Catón en la persona de su hijo;
porque si era cosa vergonzosa vivir bajo los triunfos y protección de César, como lo
aconsejaba a su hijo, a quien persuadió tuviese confianza, que alcanzaría de la benignidad
de César cuanto le pidiese, ¿por qué no le excitó a que, imitando su ejemplo, se matase con
él?.

Si Torcuato, loablemente, quita la vida a su hijo, que contra su orden presentó la batalla al
enemigo, no obstante de quedar vencedor, ¿por qué Catón vencido perdona a su hijo
vencido, no habiéndose perdonado a sí propio? ¿Por ventura era acaso acción más
humillante ser vencedor contra el mandato que contra el decoro de sufrir al vencedor?
Luego Catón no tuvo por ignominioso vivir bajo la tutela de César vencedor; pues si
hubiera sentido lo contrario, con su propia espada libertaría a su hijo de esta deshonra. ¿Y
cuál pudo ser el motivo de esta persuasión paterna? Sin duda no fue otro tan singular como
fue el amor que tuvo a su hijo, a quien quiso que César perdonase; tanta fue la envidia que
tuvo de la gloria del mismo César, porque no llegase el caso de ser perdonado de éste,
como refieren que lo dijo César, o para expresarlo con más suavidad, tanta fue la vergüenza
de hacerse prisionero de su enemigo.
CAPITULO XXIV

Que 'en la virtud en que Régulo superó a ,Catón se aventajan, mucho más los cristianos Los
incrédulos, contra cuyas opiniones disputamos, no quieren que antepongamos a Catón, un
varón tan santo como fue Job, que quiso más padecer en su cuerpo horribles y pestíferos
males, que, con darse muerte, carecer de todos aquellos tormentos, o a otros santos que, por
el irrefragable testimonio de nuestros libros, tan autorizados como dignos de fe, consta
quisieron más sufrir el cautiverio de sus enemigos que darse a sí propios la muerte.

Con todo, por lo que resulta de los libros de estos fanáticos, a M. Catón podemos preferir
Marco Régulo, en atención a que Catón jamás venció en campal batalla a César, siendo así
que César había vencido a Catón, el cual, viéndose vencido, no quiso postrar su orgullosa
cerviz sujetándose a su albedrío, y por no rendirse quiso más matarse a si propio; pero
Régulo había ya batido y vencido varias veces a los cartagineses, y siendo aún general,
había alcanzado para el Imperio romano una señalada victoria, no lastimosa para sus
mismos ciudadanos, sino célebre por ser de sus enemigos; y, con todo, vencido al fin por
los africanos, quiso más sufrir sus injurias sirviendo como esclavo que huir de la esclavitud
dándose la muerte; y así, bajo el yugo de los cartagineses, mostró paciencia, y en el amor a
su patria constancia, no privando a los enemigos de un cuerpo ya vencido, ni a sus
ciudadanos de un ánimo invencible.
Jamás tuvo la idea de quitarse la vida por insufribles que fuesen sus calamidades, y esto lo
hizo por el deseo de conservar la vida; cuya presunción ratificó cuando, en virtud del
juramento referido, volvió sin recelo al poder de sus contrarios, a quienes había causado en
el Senado mayor perjuicio con sus raciocinios y dictamen que en campaña con su
acreditado valor y temibles ejércitos. Así, pues, un tan gran menospreciador de la vida
presente, que quiso más terminar su carrera entre enemigos crueles, padeciendo toda suerte
de desdichas, que darse por sí mismo la muerte, sin duda que tuvo por horrendo crimen que
el hombre a sí mismo se quite la vida.

Entre todos sus varones insignes en virtud, armas y letras, no hacen alarde los romanos de
otro mejor que de Régulo, a quien ni la felicidad le perdió; pues con tantas victorias murió
pobre, ni la infelicidad quebrantó su constante ánimo, puesto que volvió sin temor a una
servidumbre tan fiera, sólo por atender la felicidad de su patria; y si tales hombres,
acérrimos defensores de Roma y de sus dioses (a quienes adoraban con el mayor respeto,
observando religiosamente los juramentos que por ellos hacían), pudieron quitar la vida a
sus enemigos, atendiendo el derecho de la guerra, éstos, ya que la veían conservada por la
piedad del vencedor, no quisieron matarse a sí propios; pues no temiendo los horrores de la
muerte, tuvieron por más acertado sufrir el yugo de sus señores que tomársela por sus
propias manos.

A vista de tales ejemplos, ¿con cuánta mayor razón los cristianos, que adoran a un Dios
verdadero y aspiran a la patria celestial, deben guardarse de cometer este pecado, siempre
que la Divina Providencia los sujete al imperio de sus enemigos, ya para probar la rectitud
de su corazón, ya para su corrección? Pues es indudable que en tal calamidad no los
desampara aquel gran Dios, que, siendo el Señor de los señores, vino en traje tan humilde a
este mundo, para enseñarnos con su ejemplo a practicar la humildad, por lo cual, aquellos
mismos a quienes ninguna ley, derecho militar ni práctica autoriza para atar al enemigo
vencido, deben ser más cuidadosos en conservar vidas y no quebrantar las divinas
sanciones.

CAPITULO XXV

Que no se debe evitar un pecado con otro pecado ¿Qué error tan craso es el que se apodera
de nuestra imaginación cuando llega a persuadir al hombre se mate a sí mismo, ya sea
porque su enemigo pecó contra él, o por que no peque cuando no se atreve a matar al
mismo enemigo que peca o ha de pecar? Dirán que se debe temer que el cuerpo, sujeto al
apetito sensual del enemigo, convide y atraiga con él demasiado regaló al alma a consentir
en el pecado; y por eso añaden que debe matarse uno a sí mismo, no ya por el pecado ajeno,
sino por el suyo propio antes que le cometa; pero de ningún modo consentirá en tal flaqueza
un alma que acceda al apetito carnal, irritada con el torpe deseo de otro; un alma, digo, que
está más sujeta a Dios y a su admirable sabiduría que el apetito corporal; y si es una acción
detestable y una maldad abominable el matarse el hombre a sí mismo, como la misma
verdad nos lo predica, ¿quién será tan necio que diga: pequemos ahora para que no
pequemos después; cometamos ahora el homicidio, no sea que después caigamos en
adulterio? Pregunto: si dado caso que domine en nuestros corazones con tanto despotismo
la maldad, que no escojamos ni echemos mano de la inocencia, sino de los pecados, ¿no
será mejor el adulterio incierto futuro que el homicidio cierto de presente? ¿No sería menos
culpable cometer un pecado que se pueda restaurar con la penitencia que cometer otro en
que no se deja tiempo para hacerla?.

Esto he dicho por aquellos que por evitar el pecado, no ajeno, sino propio (no sea que a
causa del ajeno apetito vengan a consentir también con el propio irritado), piensan que
deben hacerse fuerza a sí y matarse. Pero líbrenos Dios que el alma cristiana que confía en
su Dios, teniendo puesta en él su esperanza y estribando en su favor y ayuda, caiga, se rinda
y ceda a un deleite carnal para consentir en una torpeza, aumentando un delito con otro
delito. Y si la resistencia carnal, que había aun en los miembros moribundos, se mueve
como por un privilegio suyo contra el de nuestra voluntad, cuánto más será (sin mediar
culpa) en el cuerpo del que no consiente, si se halla (sin culpa) en el cuerpo del que duerme.

CAPITULO XXVI

Cuando vemos que los Santos hicieron cosas que, no son lícitas, ¿cómo debemos creer que
las hicieron? Pero instarán diciendo que algunas santas mujeres, en tiempo de la
persecución, por librarse de los bárbaros que perseguían su honestidad, se arrojaron en los
ríos, cuyas arrebatadas aguas habían de ahogarlas, precisamente, y que de esto murieron, a
las que, sin embargo, la Iglesia celebra con particular veneración en sus martirologios. De
éstas no me atreveré a afirmar cosa alguna sin preceder un juicio muy circunstanciado,
porque ignoro si el Espíritu Santo persuadió a la Iglesia con testimonios fidedignos a que
celebrase su memoria; y puede ser que sea así. ¿Y quién podrá averiguar si estas heroínas lo
hicieron no seducidas de la humana ignorancia, sino inspiradas por alguna revelación
divina, y no errando, sino obedeciendo a los altos e inescrutables decretos del Criador? Así
como de Sansón no es justo que creamos otra cosa, sino lo que nos dice la Escritura y
exponen los Santos Padres; y cuando Dios así lo prescribe, ¿quién osará poner tacha en tal
obediencia? ¿Quién criticará una obra piadosa?.

Pero no por eso obrará bien quien se determinare a sacrificar su hijo a Dios, movido de que
Abraham lo hizo, y que de esta acción le resultó una gloria incomparable y su justificación;
porque también el soldado, cuando, obedeciendo a su capitán, a quien inmediatamente está
sujeto, mata a un hombre, por ninguna ley civil incurre en la culpa de homicida; antes, por
el contrario, si no obedece a la voz de su jefe, incurre en la pena de los transgresores de las
leyes militares, y si lo ejecutase por su propia autoridad y sin mandato, incurrirá en la culpa
de haber derramado sangre humana; así pues, por la misma razón que le castigarán si lo
ejecuta sin ser mandado, por la misma le castigarán si no lo hiciera mandándoselo; y si esto
sucede cuando lo manda un general, ¿con cuánta más razón si así lo prescribiese el
Criador? El que oye que no es lícito matarse, hágalo si así se lo previene Aquel cuyo
mandamiento no se puede traspasar, pero atienda con el mayor cuidado si el divino
mandato vacila en alguna incertidumbre.

Nosotros, por lo que oímos, examinamos la conciencia, mas no nos usurpamos e¡ juzgar de
lo que nos es oculto, pues nadie sabe lo que pasa en el hombre, sino su espíritu, que está
con él. Lo que decimos, lo que afirmamos, lo que en todas maneras aprobamos, es que
ninguno debe darse la muerte de su propia voluntad, como con achaque de excusar las
molestias temporales, porque puede caer en las eternas; ninguno debe hacerlo por pecados
ajenos, porque por el mismo hecho no se haga reo de un pecado propio gravísimo y mayor
que aquel a quien no tocaba el ajeno; ninguno por pecados pasados, porque para éstos
tenemos más necesidad de la vida, para enmendarlos con la penitencia, y ninguno por deseo
de mejor vida que espera en muriendo, porque a los culpados en su muerte, después de
muertos, no les aguarda mejor vida.

CAPITULO XXVII

Si por evitar el pecado se debe tomar muerte voluntaria Réstanos una causa que exponer, de
la que ya habíamos empezado a tratar, y es que es muy importante darse la muerte por no
caer en el pecado, ya sea convidado por la blandura del deleite o forzado por la crudeza del
dolor; pero; si admitiésemos esta causa, pasaría tan adelante, que nos obligase a exhortar a
los hombres a que se matasen, especialmente cuando, habiéndose purificado con el agua del
bautismo, acaban de recibir el perdón de todos sus pecados, porque entonces es tiempo a
propósito para guardarse de todos los pecados que pueden sobrevenir cuando ya están
perdonados; lo cual, si se hace bien en la muerte voluntaria, ¿por qué no se hará entonces
más que nunca? ¿Por qué todos los que se bautizan no se matan? ¿Por qué, habiéndose una
vez librado, vuelven nuevamente a meterse en tantos peligros como hay en esta vida, siendo
fácil medio para huir de todos el darse muerte?.

Y diciendo la Escritura “que quien ama el peligro cae en él”, ¿por qué motivos se aman
tantos y tan graves peligros? O, si no se aman verdaderamente, ¿por qué se meten los
hombres en ellos? ¿Para qué se queda en esta vida aquel a quien es lícito irse de ella? Por
ventura, ¿puede haber error tan disparatado, que trastorne el juicio de un hombre y no le
deje reflexionar en aquella verdad que, si no se debe matar por no caer en pecado, viviendo
en poder del que la cautivó; piense que le está bien el vivir para sufrir al mismo mundo,
lleno a todas horas de tentaciones, y tales cuales se podían, viviendo, temer debajo la
sujeción de un señor, y otras innumerables, sin las cuales no se vive en este mundo? ¿Para
qué, pues, consumimos el tiempo en las acostumbradas exhortaciones, siempre que
procuramos persuadir a los bautizados, o la integridad virginal, o la continencia vidual, o la
fe del casto matrimonio, teniendo un atajo libre de todos los peligros de pecar, para que
todos los que pudiésemos persuadir que se den muerte en acabando de recibir la remisión
de sus pecados, los enviemos al Señor con las conciencias más sanas y más puras?.

Si alguno cree que puede ejecutar o persuadir esta doctrina, no sólo es ignorante, sino loco.
¿Con qué valor dirá a un hombre: Mátate, porque a tus pecados veniales acaso no añadas
alguno grave viviendo, tal vez, en poder de un bárbaro o sensual, quien no puede decir sino
con impiedad: Mátate, en estando absuelto de tus pecados, porque no vuelvas a caer en otro
acaso más graves viviendo en un mundo tan engañoso, cercado de lazos y deleites, tan
furioso, con tanto número de nefandas crueldades, y tan enemigo, con tantos errores y
sobresaltos? Y si se dice que esto es maldad, sin duda lo es matarse, pues si pudiera haber
alguna justa causa para hacerlo voluntariamente, ciertamente no habría otra más arreglada
que ésta, y supuesto que ésta no lo es, luego ninguna hay para cometer un delito tan
execrable Y esto, ¡oh fieles de Jesucristo!, no amargue vuestra vida; si de vuestra
honestidad acaso se burló el enemigo, grande y verdadero consuelo os queda si tenéis la
segura conciencia de no haber consentido a los pecados de los que Dios permitió pecasen
en vosotros.

CAPITULO XXVIII

Por qué permitió Dios que la pasión del enemigo se cebase en los cuerpos de los
continentes Y si acaso preguntáis por qué permitió Dios tan horribles crímenes, diré con el
Apóstol: “Alta es, sin duda, y que se pierde de vista la providencia del Autor y Gobernador
del mundo, incomprensibles sus juicios e investigables sus ideas y caminos”. Con todo,
preguntádselo fielmente y examinad vuestras conciencias, no sea que os hayáis engreído
demasiado por la gracia de la virginidad y continencia, o por el privilegio de la castidad, y
llevadas de la complacencia de las humanas alabanzas, envidiéis también esta prerrogativa
a otras.
No acuso lo que ignoro, ni oigo lo que a la pregunta os responden vuestros corazones. No
obstante, si respondieren que es así, no debéis maravillaros que hayáis perdido la fama con
que pretendíais conquistar los corazones de los hombres, si os ha quedado lo que no se
pueden manifestar a los hombres, que es el pudor. Si no consentisteis con los que pecaron
con vosotras, a la gracia divina, para que no se, pierda, se le añade el divino favor, y a la
humana gloria para que no se la estime ni aprecie sucede el humano baldón.

En lo uno y lo otro os podéis consolar las pusilánimes, pues por un lado fuisteis probadas y
por otro castigadas, por uno justificadas y por otro enmendadas; pero a las que su corazón,
preguntado, les responde que jamás se ensoberbecieron por el bien de la virginidad, o de la
viudez o del casto matrimonio, y que no despreciaron, sino que se acomodaron con las
humildes, alegrándose con temor y respeto por la merced que Dios les había concedido, y
no envidiando a ninguno la excelencia de otra santidad y castidad igual o más excelente,
antes bien, sin hacer caso de la humana gloria, que suele ser tanto mayor cuanto el bien que
pide la alabanza es más raro y singular, habían deseado que fuese mayor el número de éstas
que no el que entre pocas fuesen ellas las más ilustres.

Tampoco las que fueron tales, si acaso a algunas de ellas lastimó su honra la bárbara
licencia, deben irritarse contra la divina permisión, ni crean que por esto no cuida Dios de
estas cosas, porque permite lo que ninguno comete impunemente. De estos pecados, los
unos, como contrapeso de nuestros torpes apetitos, se nos perdonan en la vida presente por
oculto juicio de Dios, pero otros se reservan para el último y tremendo juicio, que será
patente a todos los mortales; y acaso también estas señoras, a quienes asegura el testimonio
de su conciencia de no haberse envanecido ni engreído por el bien de la castidad,
padeciendo, no obstante, violencia en sus cuerpos, tenían oculta alguna flaqueza que
pudiera degenerar en soberbia, si en aquella miserable forma escaparán de la humillación
con que las sujetó la barbarie del vencedor. Así como la muerte arrebató a algunos porque
la malicia no les trastornase el juicio, así a éstas se les arrebató violentamente una cierta
interior prerrogativa, para que la prosperidad no desvir- tuase su modestia.

A las unas y a las otras, que con respecto a su cuerpo les habían padecido afrenta alguna
contra su honestidad, o eran ya soberbias, o acaso podrían ensoberbecerse si la violencia del
enemigo no las hubiera tocado; pero esta acción no fue causa de perder la castidad, sino de
recomendarles la humildad, proveyó Dios en lance tan crítico; de pronto remedió a la
soberbia presente de las unas, y a la que amenazaba en lo sucesivo a las otras. Sin embargo,
no se debe omitir que algunas que padecieron violencia pudo ser creyesen que el bien de la
continencia era bien exterior del cuerpo, y que se poseía incorrupto mientras no sufriese
torpeza de alguno, y que no consistía únicamente en la constancia de la voluntad, que
estriba en el favor divino para que sea santo el cuerpo y el espíritu, y, finalmente, que este
bien no es de calidad que no se pueda perder, aunque le pe se a la voluntad.

Del, cual error quizá salieron con la experiencia, porque, cuando consideran con qué
conciencia sirvieron a Dios y con fe cierta, creen que a los que así sirven invocan de ningún
modo puede desampararlos, y, por último, no dudan lo agradable que es a sus divinos ojos
la castidad, observan al mismo tiempo es infalible consecuencia que en ninguna manera
permitiría sucediesen semejantes infortunios a sus santos si por ellos pudieran perder la
santidad e incorruptibilidad de costumbres que el mismo autor de la Naturaleza les
concedió y aprecia en ellos.

CAPITULO XXIX

Qué deben responder los cristianos a los infieles cuando los baldonan de que no los libró
Cristo de la furia de los enemigos Tienen, pues, todos los hijos del verdadero Dios su
consuelo, no falaz ni fundado en la vana confianza de las cosas mudables, caducas y
terrenas, antes más bien, pasan la vida temporal sin tener que arrepentirse de ella, porque en
un breve transcurso se ensayan para la eterna, usando de los bienes terrenos como
peregrinos, sin dejarse arrebatar de sus ligeras representaciones y sufriendo con notable
conformidad los males que prueban su constancia o corrigen su vida; pero los que se burlan
de los suaves medios de que Dios se sirve para acrisolar nuestra justificación, diciendo al
hombre perseguido cuando le ven rodeado de calamidades temporales: “¿Adónde está tu
Dios?”, digan ellos, ¿adónde están sus dioses cuando padecen iguales infortunios, pues para
eximirse de tales vejaciones, o acuden a su adoración, o pretenden que se deben adorar?.

Pero los atribulados por la mano poderosa constantemente responden: “Nuestro Dios, en
todas partes y en todo lugar está presente, sin estar limitadamente encerrado en un solo
lugar, pues es tan visible su omnipotencia, que puede hallarse presente estando oculto y
ausente sin moverse. Este gran Señor, siempre que nos lastima con calamidades y
adversidades, lo hace, o por examinar el grado en que se hallan nuestros méritos, o para
castigar nuestras culpas, teniéndonos preparado el premio eterno por haber sufrido con
constancia estos temporales Infortunios; pero, ¿quién sois vosotros para que yo me entregue
a raciocinar con vosotros ni de vuestros dioses, cuanto más de mi Dios, que es terrible sobre
todos los dioses, porque todos los dioses de los gentiles son demonios, y sólo el Señor crió
los Cielos?”

CAPITULO XXX

Que desean abundar en abominables prosperidades los que se quejan de los tiempos
cristianos Si viviera aquel insigne Escipión Nasica, que fue ya vuestro pontífice (a quien, al
mismo tiempo que estaba más encendida la segunda guerra Púnica, burlando la República
una persona de la más excelente bondad para recibir la madre de los dioses que
transportaban de Frigia, le escogió unánimemente todo el Senado para desempeñar este
honorífico encargó), este ínclito héroe, el grande Escipión, digo, cuyo mismo rostro no os
atreveríais a mirar, él reprimiría vuestra altanería.

Porque, pregunto, si queréis que os diga mi sentir: cuando os veis afligidos con las
adversidades, ¿acaso os quejáis por otro motivo de los tiempos cristianos, sino porque
apetecéis tener seguros y libres de temores vuestros deleites, vuestros apetitos, y entregaros
a una vida viciosa, sin que en ella se experimente molestia ni pena alguna? Y la razón es
obvia y convincente, porque vosotros no deseáis la paz y abundancia de bienes para usar de
ellos honestamente, es decir, con sobriedad, frugalidad y templanza, sino para buscar con
inmensa prodigalidad infinita variedad de deleites, y lo que sucede entonces es que, con las
prosperidades, renacen en la vida y las costumbres unos males e infortunios tan
intolerables, que hacen más estragos en los corazones humanos que la furia irritada de los
enemigos más crueles.

Aquel Escipión, vuestro pontífice máximo, aquel grande hombre; superior en bondad a
todos los patricios romanos, según el juicio del Senado, temiendo en vosotros esta
calamidad, resistía a la destrucción de Cartago, émula y competidora en, aquella época del
pueblo romano, contradiciendo a Catón, cuyo dictamen era se destruyese temeroso del ocio
y de la seguridad, que es enemiga de los ánimos flacos, y viendo que era importante y
necesario el miedo, como tutor idóneo de la flaqueza infantil de sus ciudadanos; mas no se
engañó en este modo de pensar, porque la experiencia acreditó cuán cierto era lo que
exponía, pues, destruida Cartago, esto es, habiendo ya sacudido y desterrado de sus ánimos
el terror que tenía amedrentados a los romanos, inmediatamente se sucedieron tan crecidos
males, nacidos de las prosperidades, que; rota la concordia primeramente con las sediciones
populares, crueles y sangrientas, después, enlazándose unas revolu- ciones con otras, con
las guerras civiles, se hizo tanto estrago, se derramó tanta sangre, creció tan
insensiblemente la bárbara crueldad de las prescripciones y robos, que aquellos mismos
ínclitos romanos que, viviendo moderadamente, temían recibir algún daño de sus enemigos,
perdida la moderación y la inocencia de costumbres, vinieron a padecer terribles
infortunios, ejecutados por la fiera mano de sus propios ciudadanos; finalmente, el
insaciable apetito de reinar, que entre los otros vicios comunes a todos los hombres
ocupaba el primer lugar, especialmente en los corazones de los romanos, después que salió
con victoria respecto de muy pocos, y ésos no muy poderosos, al fin, habiendo quebrantado
las fuerzas de los demás, los vino a oprimir también con duro yugo de la servidumbre.

CAPITULO XXXI

Con, qué vicios y por qué grados fue creciendo en los romanos el deseo de reinar Y ¿cómo
había de aquietarse este deseo en aquellos ánimos soberbios, sino hasta el instante mismo
en que con la continuación de los honores acabase de llegar la potestad real que a todos
sujetase? Lo cierto es que no hubiera habido posibilidad para continuar tales dignidades,
sino prevaleciera la ambición.

Tampoco hubiera dominado la ambición si no fuera porque ya Roma estaba estragada con
la abundancia de riquezas, deleites y festines; es innegable que el pueblo llegó a ser
codicioso y vicioso en su trato y regalo por las propiedades pasadas, como sentía
prudentemente el insigne Nasica, cuando era de dictamen que no se destruyese la ciudad
más populosa, más fuerte y más poderosa de los enemigos, a fin de que el terror refrenase
el apetito, y, moderado éste, no excediese en sus regalos y deleites; templados éstos no
creciese la codicia, y, atajados estos vicios, floreciese y se fomentase la virtud, importante
para la existencia del poder romano, permaneciendo y conservándose consiguientemente la
libertad que, naturalmente, había de seguir a esta virtud.

De estos principios y del aplaudido amor a la patria procedió lo que el mismo pontífice
máximo (escogido por el Senado unánimemente como el varón más insigne en bondad)
impidió para evitar graves inconvenientes, y fue que, teniendo resuelto el Senado fabricar
un amplio teatro, puso en juego toda su elocuencia para persuadir que no debía ejecutarse,
haciendo ver a aquel respetable Congreso en un enérgico discurso no era conveniente
permitiesen el que se introdujesen paulatinamente en las varoniles costumbres de su patria
los deleites, sensualidades y regalos de Grecia, y menos, consintiesen en que una peregrina
superfluidad y fausto se estableciese, pues no serviría más que para destruir y corromper el
valor y virtud romana.

Fue tan eficaz el raciocinio de Nasica y tanta impresión hizo en los ánimos de los
magistrados, que, movidos de sus poderosas razones, ordenaron los senadores que de allí
adelante no se pusiesen los bancos o escaños que entonces solían poner en lugar de teatro y
acostumbraban a usar para ver los juegos. ¿Con cuánta diligencia hubiera desterrado,
Nasica de Roma los juegos escénicos si se hubiera atrevido a oponerse a la autoridad de los
que él tenía por dioses y no sabía que eran demonios? Y, en caso que lo supiese, creía que
primero debía aplacarles con las funciones que menospreciarles, pues en estos tiempos aún
no se había declarado ni predicado a las gentes la doctrina del Cielo, la cual, purificando el
corazón con la fe, pudiera enderezar el afecto humano para procurar con humildad las cosas
celestiales librándole al mismo tiempo de la sujeción de los demonios.

CAPITULO XXXII

Del origen de los juegos escénicos Con todo, sabed los que ignoráis, y advertid los que
disimuláis no saberlo y murmuráis contra el que os vino a librar de vuestra esclavitud, que
los juegos escénicos, espectáculos de torpezas y vivo retrato de la humana vanidad, se
instituyeron primeramente en Roma, no por los vicios de los hombres, sino por mandato de
vuestros dioses. Ciertamente fuera más tolerable que dieseis honor y culto divino a aquel
esclarecido Escipión, que no el que adoraseis semejantes dioses, cuando éstos no eran
mejores que su pontífice.

Advertid y escuchad, si el juicio, trastornado tiempo ha con los errores que ha bebido en el
maternal pecho, os deja considerar algún punto que sea conforme a razón. Los dioses, para
aplacar la pestilencia de los cuerpos, mandaron que se les hiciesen los juegos escénicos; y
vuestro pontífice, porque se preservasen de la infección de los ánimos, estorbó el que se
edificase el teatro. Si os quedó en el entendimiento alguna luz con que conozcáis, podéis
preferir el ánimo al cuerpo; elegid a quien habéis de adorar. Aquella decantada pestilencia
de los cadáveres no cesó tampoco entonces, a pesar de observar fielmente las fiestas
prescritas; por cuanto en un pueblo belicoso y acostumbrado de antemano a solos los juegos
circenses, no sólo se introdujeron la delicadeza y la lascivia de los juegos escénicos, sino
que, observando la perspicaz astucia de los malignos espíritus que aquel contagio, había de
cesar, llegado su total complemento, procuró con esta ocasión enviarles otro mucho más
grave (que es la, que principalmente les agrada), no en los cuerpos, sino en las costumbres,
el cual cegó con tan oscuras tinieblas los ánimos de los miserables y los estragó con tan
reiteradas torpezas, que, aún al presente (que será quizá increíble si viniere a noticia de
nuestros descendientes), después de destruida Roma, los que estaban atacados de aquella
enfermedad contagiosa, y huyendo de ella pudieron llegar a Cartago, cada día concurren a
porfía a los teatros, por el ansia y desatino de ver estos juegos.

CAPITULO XXXIII

De los vicios de los romanos, los cuales no pudo enmendar la destrucción de su patria ¡Oh
juicios sin juicio! ¡Qué error!, o, por mejor decir, ¡qué furor es éste tan grande, que llorando
vuestra ruina -según he oído- las naciones orientales y haciendo públicas demostraciones de
sentimiento y tristeza las mayores ciudades que hay en las partes más remotas de la tierra,
vosotros busquéis aún los teatros, entréis en ellos hasta llenarlos del todo, y ejecutéis
mayores desvaríos que antes! Esta ruina e infección de los ánimos, este estrago de la
bondad y de la virtud, es lo que temía en vosotros el ínclito Escipión cuando prohibía
severamente que se edifiquen teatros; cuando examinaba en su interior que las
prosperidades fácilmente estragarían vuestros corazones, y cuando quería que no vivieseis
seguros del terror de vuestros enemigos, porque no tenía aquel celebrado héroe por feliz la
República que tenía los muros de pie y las costumbres por el suelo.

Pero en vosotros pudo más la ingeniosa astucia y seducción de los impíos demonios que las
providencias justas de hom- bres sensatos, de donde se infiere necesariamente que los
males que hacéis no queréis imputároslos a vosotros; pero los que padecéis los imputáis a
los tiempos cristianos, ya que en la época de la seguridad no pretendéis la paz de la
República, sino la libertad de vuestros vicios, los que no pudisteis enmendar con las
adversidades, porque ya vuestro corazón estaba pervertido con las prosperidades. Quería
Escipión que os pusiera miedo el enemigo para que no cayeseis en el vicio, y vosotros, aún
hollados y abatidos por el enemigo, no quisisteis desistir del vicio, perdisteis el fruto de la
tribulación, habéis venido a ser miserables y quedado contagiados con vuestros pasados
excesos; y, con todo, si lográis el vivir, debéis creer es por singular merced de Dios, que,
con perdonaros, os advierte que os enmendéis haciendo penitencia.

Por último, hombres ingratos, debéis estar persuadidos íntimamente que este gran Dios usó
con vosotros la grande misericordia de libraros de la furia, del enemigo amparándoos bajo
el nombre de sus siervos o en lugares y oratorios de sus mártires, adonde os acogíais y
salvabais vuestras vidas.

CAPITULO XXXIV

De la clemencia de Dios con que mitigó la destrucción de Roma Refieren que Rómulo y
Remo hicieron un asilo o lugar privilegiado adonde cualquiera que se acogiese fuese libre
de cualquier daño o pena merecida, procurando con este ardid acrecentar la población de la
ciudad que fundaban; maravilloso ejemplo precedió a la presente ruina para que sobre él se
aumentase la gloria de Jesucristo, y los que arruinaron a Roma hicieron lo mismo que
habían antes establecido sus fundadores, pero con esta diferencia: que éstos lo ejecutaron
para suplir el número de sus ciudadanos, que era muy escaso, si había de formarse una
población tan numerosa como apetecían, y aquellos igualmente lo practicaron por conservar
el considerable número de hombres que había en ella. Responda a sus contrarios la familla
redimida con la sangre de Jesucristo, y su peregrina ciudad, si más copiosa y cómodamente
pudiere, estas y otras cosas semejantes.
CAPITULO XXXV

De los hijos de la iglesia que hay encubiertos entre los impíos, y de los falsos cristianos que
hay dentro de la iglesia Pero acuérdese que entre estos sus amigos hay algunos ocultos que
han de ser ciudadanos suyos; porque no juzgue es sin fruto, aun mientras conversa con
ellos, que sufra a los que la aborrecen y persiguen hasta que finalmente se declaren y
manifiesten; así como en la Ciudad de Dios, mientras es peregrina en el mundo, hay
algunos que gozan al presente en ella de la comunión de los sacramentos, los cuales, sin
embargo, no se han de hallar con ella en la patria eterna de los Santos, y de éstos unos hay
ocultos y otros descubiertos, quienes con los enemigos de la religión no dudan en murmurar
contra Dios, cuyo sacramento traen, acudiendo unas veces en su compañía a los teatros, y
otras con nosotros a las iglesias.

Pero de la enmienda aún de algunos de éstos con más razón no debemos perder la
esperanza, pues entre los mismos enemigos declarados vemos que hay encubiertos algunos
amigos predestinados sin que ellos mismos lo conozcan; porque estas' dos ciudades en este
siglo andan confusas y entre sf mezcladas, hasta que se distinga en el juicio final, de cuyo
nacimiento, progresos y fin, con el favor de Dios, diré lo que me pareciere a propósito para
mayor gloria de la Ciudad de Dios, la cual campeará mucho más cotejada con sus
contrarios.

CAPITULO XXXVI

De lo que se ha de tratar en el siguiente discurso Pero todavía me quedan que decir algunas
razones contra los que atribuyen las pérdidas de la República romana a nuestra religión,
porque les prohíbe ésta que sacrifiquen a sus dioses; referiré también cuántas calamidades
me pudieren ocurrir, o cuántas me parecieren dignas de referirse, que padeció aquella
ciudad, o las provincias que estaban debajo de su Imperio, antes que se prohibiesen sus
sacrificios.

Todas las cuales, sin duda, nos las atribuyeran si tuvieran entonces, o noticia de nuestra
religión, o les prohibiera así sus sacrílegos sacrificios. Después manifestaré cuáles fueron
sus costumbres y por qué causa quiso, el verdadero Dios -en cuya mano están todos los
imperios- ayudarles para acrecentar el suyo, y cómo en nada favorecieron los que ellos
tenían por sus dioses, antes por el contrario, cuánto daño les causaron con sus engaños.
Últimamente, hablaré contra los que, refutados y convencidos con argumentos insolubles,
procuran defender la adoración de los dioses, no por la utilidad que se saca de ellos en vida,
sino por la que se espera después de la muerte.

En la cuestión si no me engaño, habrá mucho más en que entender, y será digna de que se
trate con mayor esmero, de modo que en ella vengamos a disputar contra los filósofos, y no
cualesquiera, sino contra los que entre ellos son de mejor fama y nombre, y concuerdan en
muchas cosas con nosotros; es a saber, en la inmortalidad del alma, en que el verdadero
Dios creó al mundo y en la admirable Providencia con que gobierna todo lo que creó; mas
porque es justo que los refutemos también en los puntos que opinan contra nosotros, no
dejaré tampoco de dar satisfacción a esta parte, para que, refutadas las impías
contradicciones conforme a las fuerzas que Dios me diere, presentemos la Ciudad de Dios y
la verdadera religión, mediante la cual se nos promete con verdad la eterna
bienaventuranza. Así con esto concluyo este libro, para que lo que tenemos dispuesto lo
comencemos en un nuevo libro.

LIBRO SEGUNDO DEGRADACIÓN DE ROMA ANTES DE CRISTO

CAPITULO PRIMERO

Del método que se ha de observar al exponer este tratado Si el pervertido y estragado


corazón del hombre no se atreviera comúnmente a oponerse a la razón y a la verdad sólida
y evidente, sino que sujetara su enferma ignorancia a la doctrina sana, como a medicina,
hasta que con los auxilios de Dios, y mediante la fe de la religión y de una piedad edificante
recobrara la salud, no tendrían necesidad de emplear muchas razones los que sienten bien y
declaran lo que entienden con palabras convenientes vara convencer y destruir cualquier
error de los que opinan vanamente lo contrario. Mas porque en la presente época la
dolencia más incurable y más contagiosa de las almas necias es aquella con que sus
discursos e imaginaciones sin razón ni fundamento, aun después de haberle dado una
instrucción tal cual está obligado a suministrar un hombre a otro, o de pura ceguedad, que
les impide ver aun los objetos más perceptibles, o por tenaz obstinación, que le impele a no
admitir aun aquello mismo que registran sus ojos, defienden sus temerarios caprichos como
si fueran la misma razón y verdad, es fuerza que en la mayor parte de las materias que
hayan de proponerse seamos algo extensos, aun en los asuntos por su esencia evidentes,
como si las propusiéramos, no a los que tienen ojos para verlas, sino a los que andan a
tientas y a ojos cerrados, para que las toquen y palpen. Pero ¿qué fin tendría la disputa d a
qué límites habrían de ceñirse las expresiones si hubiéramos de contestar siempre a los que
nos responden? Porque aquellos que no pueden entender lo que decimos, o son tan
inflexibles por la repugnancia de sus juicios, que, aun dado el caso que lo perciban, no
quieren desistir de su tenacidad, responden como dice la Escritura: “Profieren expresiones
impías, no cansándose jamás de ser vanos.”

Cuyas contradicciones, si tantas veces las hubiéramos de refutar cuantas ellos se han
empeñado con obstinación en sostener sus errores, ya ves ¡cuán prolija, molesta e
infructífera seria esta fatiga!, por lo cual ni tú propio -¡carísimo hijo mío Marcelino!- ni los
demás a quienes nuestras penosas tareas serán útiles para conservaros en el amor y caridad
de Jesucristo, gustaría fueseis jueces de mis obras, pues los incrédulos echan siempre de
menos las respuestas, aunque oigan contradecir algún punto que hayan leído, y son como
aquellas mujercillas de quienes dice él Apóstol “que aprenden siempre y nunca acaban de
conseguir la ciencia de la verdad”.

CAPITULO II

De las materias que se han resuelto en el primer libro Habiendo comenzado a hablar en el
libro anterior de la Ciudad de Dios, en cuya defensa (con el divino auxilio) he emprendido
toda esta obra, decimos que, en primer lugar, se me ofreció responder con exactitud y
extensión a los que imputan a la religión cristiana las crueles guerras con que es agitado el
universo, y, principalmente, el último saqueo y destrucción que hicieron los bárbaros en
Roma; no por otro motivo, sino porque prohíbe el culto de los demonios y sus nefarios
sacrificios, debiendo antes atribuir a Jesucristo el que por reverencia a su santo nombre y
contra el instituto de la guerra, les concedieron los godos lugares religiosos y capaces
donde se pudiesen acoger libremente; quienes en muchas acciones que ejecutaron
demostraron que no solamente habían honrado y respetado el culto debido al Salvador, sino
también que, ocupados del temor, presumieron no era lícito ejecutar lo que permitía el
derecho de la guerra.

Con este motivo se ofreció la cuestión de por qué causa fueron comunes estos divinos
beneficios a los impíos e ingratos y, asimismo, por qué los sucesos ásperos y lastimosos
que acaecieron en la toma de la ciudad afligieron juntamente a los buenos y a los malos.
Para dar cumplida solución a esta cuestión, que encierra otras varias (pues todo lo que
ordinariamente observamos, así beneficios divinos como desgracias humanas, que los unos
y los otros acontecen indiferentemente muchas veces a los que viven bien y mal, convenía,
me he detenido algún le excitar los corazones de algunos incrédulos); para resolver, digo,
especialmente para consolar a las mujeres santas y castas en quienes ejecutó con violencia
el enemigo, y que no perdieron la prenda de la honestidad, aunque las lastimasen el pudor y
empacho de presentarse después en público, pues así podía reducir seguramente a que no
les pesase de vivir a las que no tenían culpa de qué arrepentirse.

Después dije algunas cosas contra aquellos que se rebelan contra los cristianos incluidos en
las expresadas calamidades, como también contra las mujeres virtuosas y honestas que
padecieron fuerza, siendo así que ellos son torpes e infames por sus costumbres y conducta,
en lo que degeneran de aquella decantada virtud romana, de donde se precian descender; y
mucho más desdicen con sus obras de ser dignos sucesores de aquellos ínclitos romanos, de
quienes refieren las historias acciones famosas, propias solamente de una virtud sólida y
elevada; y lo que es más, han reducido a la antigua Roma (fundada gracias a la diligencia
de los antiguos, fomentada y acrecentada con su industria y valor) a un estado más
deplorable y abominable que cuando el enemigo la arruinó, porque en su ruinas cayeron
solamente las piedras y los maderos, en la que éstos la han preparado han caído por tierra
los más vistosos edificios y ornamentos, no de los muros, sino de las costumbres, haciendo
más daño en sus corazones el ardor de sus sensuales apetitos que el fuego en los edificios
de aquella ciudad; y con esto concluí el primer libro.

Ahora expondré todas las calamidades que ha padecido Roma desde su fundación, así
dentro, como en las provincias sujetas a su Imperio; todas las cuales, ciertamente, las
atribuyeran a la religión cristiana si entonces la doctrina evangélica predicara libremente
contra sus falsos y seductores dioses.

CAPITULO III
De cómo se ha de aprovechar la historia que expone los trabajos acaecidos a los romanos
cuando adoraban los dioses y antes que se propagase la religión cristiana Pero advierte que
cuando refiero estas particularidades hablo todavía con los ignorantes, de quienes dimanó
aquel refrán común: “No llueve, la culpa es de los cristianos”; porque entre ellos hay
algunos instruidos en su literatura y aficionados a la Historia, por la cual saben todo esto.
Pero estos engreídos y preocupados literatos, para malquistarnos con la turba de los
ignorantes, fingen o disimulan que no tienen tal noticia, queriendo dar a entender al mismo
tiempo al vulgo que las calamidades y aflicciones con que en ciertos tiempos conviene
castigar a los hombres, suceden por culpa del nombre cristiano, el cual se extiende y
propaga con aplauso y fama por todo el ámbito de la tierra, mientras que se desmembra la
reputación de sus dioses.

Recorran, pues, con nosotros los tiempos anteriores a la venida del Salvador, y a la deseada
época en que su augusto nombre se manifestó a las gentes con aquella gloria y majestad que
en vano envidian, y advertirán con cuántas calamidades ha sido afligido incesantemente al
Imperio romano, y en ellas excusan y defiendan a sus dioses si pueden; y si es que los
adoran por no padecer estas desgracias, de las cuales, si ahora sufren alguna, procuran
echarnos la culpa, pregunto: ¿Por qué permitieron los dioses que a sus adoradores les
sucediesen las calamidades que he de referir, antes que les molestase el nom- bre de Cristo
y prohibiese sus sacrificios?

CAPITULO IV

Que los que adoraban a los dioses jamás recibieron de ellos precepto alguno de virtud, y
que en sus fiestas celebraron muchas torpezas y deshonestidades Y en cuanto a lo primero,
por lo que se refiere a las costumbres, ¿por qué causa no procuraron sus dioses que no las
tuviesen tan abominables? El Dios verdadero no hizo caso de aquellos que no le adoraban;
pero los dioses, cuya veneración se quejan estos hombres ingratos que se les prohíbe, ¿por
qué no auxiliaron con saludables leyes a sus adoradores para que pudiesen vivir bien y
santamente? ciertamente, era justo que así como éstos cuidaban de sus sacrificios, así
atendieran aquellos a su vida; pero a esta objeción responden que cada uno es malo porque
quiere. ¿Y quién lo negará? Con todo eso, era cargo indispensable de los dioses a quienes
consultaban no ocultar al pueblo que les rendía adoración los preceptos y mandamientos
necesarios para vivir ajustadamente, antes manifestárselos con toda claridad, hablarles por
medio de sus adivinos, reprenderles sus pecados, amenazar con los castigos más severos a
los que viviesen mal, y prometer premios proporcionados a los que viviesen bien. ¿Cuándo
se oyó en los templos de estas falsas deidades clamar contra los vicios y engrandecer las
virtudes? Íbamos nosotros, siendo jóvenes, a los espectáculos y juegos sagrados,
observábamos los linfáticos o furiosos, oíamos los músicos y gustábamos de los torpes
juegos que se celebraban en honra de los dioses y las diosas.

A la Celeste virgen, y a Berecynthia, madre de todos los dioses, en el día solemne que la
sacaban procesionalmente, delante de sus andas la cantaban los corrompidos actores
cánticos tan obscenos, que no sería justo lo oyera, no digo la madre de los dioses, pero ni la
de cualquier senador o persona honesta; y, lo que es más, ni aun las madres de estos
mismos actores, porque guarda para con los padres el respeto y pudor humano cierta
reverencia que no puede quitársela aun la misma torpeza; y así las mismas expresiones feas
y abominables que decían ejecutaban (y que se avergonzaran los mismos actores de
hacerlas por vía de ensayo en sus casas y en presencia de sus madres) las hacían por las
calles públicas delante de la madre de los dioses, observándolo y oyéndolo el concurso
innumerable de gentes que se congregaba a estas fiestas.

Pero si aquella muchedumbre pudo hallarse presente a estas funciones, permitiéndoselo la


curiosidad, por lo menos por el escándalo público y ofensa a la castidad debieron
confundirse. Y ¿a qué llamaremos sacrilegios, si éstas eran ceremonias sagradas? ¿qué
profanación, si aquélla era purificación? A estas indecentes operaciones llamaban férculos,
o, como si dijéramos, platos en que los demonios celebraran una especie de convite, y
usando de estos manjares, se apacentaban y complacían. Y ¿quién hay tan inconsiderado
que no advirtiera qué clase de espíritus son los que gustan de semejantes torpezas? Esto es,
aquellos que ignoran que hay espíritus inmundos que engañan a las gentes con el dictado de
dioses; o los que hacen tal vida, que en ella desean tener antes a éstos propicios, o temen
tenerlos enojados más que al verdadero Dios.

CAPITULO V

De las torpes deshonestidades con que honraban a la madre de los dioses sus devotos Bien
desearía en el presente asunto no tener por jueces a los que procuran, primero que oponerse,
entretenerse con los vicios de su mala vida y costumbres; y únicamente apetecería tener por
mi censor al mismo Escipión Nasica, a quien el Senado eligió, como hombre de suma
bondad, para recibir la estatua de la madre de los dioses, que introdujeron con pompa y
aparato en la ciudad. Este nos diría si deseaba que su madre hubiera hecho tantos beneficios
a la República, que por ellos se la decretaran las honras divinas, así como consta que los
griegos, los, romanos y otras naciones las decretaron a ciertos hombres, por la gran,
estimación que hicieron de las gracias que de ellos recibieron, creyendo que, colocados en
el número de los inmortales, estaban ya admitidos en el catálogo de los dioses.

Ciertamente que una felicidad tan grande, si fuera posible, la apetecería Escipión para su
madre. Pero si le preguntáramos enseguida si le gustaría que entre sus divinos honores se
celebraran las torpezas y deshonestidades, seguramente clamaría que quería más que su
madre permaneciese muerta, sin sentido alguno, que, constituida diosa, viviese para oír
semejantes obscenidades. No es posible que un senador romano, perseverando en el sano
juicio con que prohibió se edificase un teatro en una ciudad poblada de gente valerosa,
gustara que se diese culto a su madre en tales términos, que, contada entre las diosas, la
aplacaron con ceremonias tales, que estando solamente en la clase de las matronas le
ofenderían.

Tampoco podría persuadirse que el pudor natural de una mujer honrada se transformaba
con la divinidad en el extremo contrario, de modo que los que la adoraban la invocasen con
tales honras, que cuando se dijesen semejantes denuestos contra alguno y oyéndolo en vida
no se tapara los oídos y huyera de tales insolencias, se corrieran y avergonzaran de ella sus
deudos, marido e hijos. Y si esta madre de los dioses, que tuviera vergüenza aun el hombre
más abandonado y miserable de tenerla como madre propia, para apoderarse de los ánimos
de los romanos buscó un hombre extremadamente bueno, no para hacerle tal con sus
consejos y auxilio, sino para pervertirle con sus engaños; en todo semejante, pues, a aquélla
mujer de quien dice la Escritura “que va pescando las preciosas almas de los hombres” para
que aquel ánimo dotado de un excelente natural, engreído con este divino testimonio y
teniéndose por extremadamente bueno, no buscase la verdadera piedad y religión, sin la
cual cualquier índole, aunque buena, se desvanece y precipita con la soberbia. ¿Y cómo
había de buscar aquella diosa, si no es cautelosamente, a. un hombre tan justificado cuando
para sus ceremonias, aun las más sagradas, hace elección de aquellas que no gustan los
hombres honrados se representen en sus banquetes?

CAPITULO VI

Que los dioses de los paganos nunca establecieron doctrina para bien vivir De aquí se sigue
necesariamente no vigilaban aquellos dioses en la vida y costumbres de las ciudades y
naciones que les rendían culto; y esto, sin duda, lo ejecutaban con el fin de dejarlas que se
saciasen de tan horrendos y abominables males, no precisamente en sus campos y viñas, no
en sus casas y riquezas, finalmente, no en su cuerpo, que está sujeto al alma, sino en la
propia alma, en el mismo espíritu que gobierna al cuerpo, entregándose así a todos los
vicios, sin temor de algún precepto o mandamiento suyo que se lo prohibiese. Y en caso
que vedasen semejantes torpezas, es importantísimo nos lo averigüen y prueben; si bien es
cierto que permitían ciertos susurros inspirados en los oídos de algunos, bien pocos y tal
cual instruidos, como una secreta y misteriosa religión, con que dicen se aprende la bondad
y santidad de vida. Y si no, muestren los lugares que se hayan alguna vez consagrado para
semejantes reuniones, no donde se representen los juegos con torpes expresiones y acciones
de los farsantes, ni donde se solemnizan las fiestas fugales, en cuyas funciones dan rienda
suelta a todas las deshonestidades, porque huyen de todo género de pudor y virtud, sino
adonde el pueblo pudiese oír lo que mandaban los dioses acerca de refrenar la avaricia,
moderar la ambición, cercenar el fausto y deleites, y adonde pudiesen estos miserables
aprender lo que, reprendiendo a los hombres, enseña Persio: “Aprended, dice, oh
miserables mortales, y procurad con el auxilio de la Filosofía conocer las causas y
principios de las cosas natu- rales; quién y qué sois con un conocimiento propio y exacto, y
para qué fin nacisteis en esta vida; aprended un modo de vivir que sea honesto, comprended
cuán breve y frágil es la vida y por qué lo sea la humana inconstancia; entended cuál es lo
más sustancial de las riquezas, qué es lo que se debe desear, y pedid a Dios el provecho y
utilidad del dinero con su verdadero uso; y para no ser pródigos ni escasos, aprended lo que
se debe de dar y emplear en los enemigos y deudos, en los padres y en la patria, y
considerad la vocación y estado que Dios os dio, para que viváis con- tentos con vuestra
suerte.” Dígannos: ¿en qué lugares o templos se acostumbran dictar semejantes preceptos y
documentos que enseñasen los dioses y adonde acudiesen a oírlas las naciones que los
adoran, como nosotros podemos señalar iglesias fundadas con este laudable objeto en todas
partes que ha sido admitida la religión cristiana?

CAPITULO VII
Que poco aprovecha lo que ha inventado la Filosofía sin la autoridad divina, pues a uno que
es inclinado a los vicios, más le mueve lo que hicieron los dioses que lo que los hombres
averiguaron Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las famosas
escuelas y disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no tuvieron
su origen en Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad romanos,
porque. Grecia ha venido a ser provincia romana y estar sujeta a su imperio, no son
preceptos y documentos de los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes,
poseyendo naturalmente sutilísimos ingenios, procuraron con la fecundidad de su discurso
descubrir lo que estaba encubierto en los arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor
exactitud aquello que se debía desear o huir en la vida y costumbres; y, por último, que
aquel arcano, observando escrupulosamente las reglas del discurso y argumentación,
concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no concluía, o repugnaba.

Algunos de estos celebres filósofos hallaron y conocieron, con el auxilio divino, cosas
grandes, así como erraron en otras que no podían alcanzar por la debilidad de
conocimientos que por sí posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería
y caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo
el campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al Cielo, de
todo lo cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si fuese la voluntad de
nuestro gran Dios. Con todo, si los filósofos encontraron algunos medios que puedan servir
para vivir bien y conseguir la bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber
decretado las honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en el
templo sus libros de Platón, que no que en los templos de los demonios se castraran los
galos, se consagraran los hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se
ejercieran todos los demás actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o torpemente
torpes, que suelen celebrarse en las fiestas y entre las ceremonias sagradas de los dioses?
¿Cuánto más importante sería para instruir y enseñar a la juventud la justicia y buenas
costumbres, leer públicamente las leyes de los dioses, que alabar vanamente las leyes e
instituciones de los antepasados? Porque todos los que adoran a semejantes dioses, luego
que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de un vivo fuego sensual, más ponen
la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o en lo que a Catón le pareció.

Por eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que, mirando un cuadro
colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de que en cierto
tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en esta alusión la
causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose que en ella imitaba a un dios ¿Y
a qué dios dice? A aquel que hace temblar los más altos templos y edificios, tronando desde
el cielo; ¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he
ejecutado y de muy buena gana.

CAPITULO VIII

De los juegos escénicos donde, aunque se referían las torpezas de los dioses, ellos no se
ofenden, antes se aplacan Dirán acaso los defensores de estos falsos dioses que no se
enseñan estas obscenidades en las ceremonias sagradas de los dioses, como se ven escritas
en las fábulas de los poetas. No pretendo decir que aquellas misteriosas ceremonias son aún
más obscenas que las del teatro: sólo digo lo mismo que persuade la historia a los que lo
niegan, y lo es, que los juegos escénicos donde reinan las ficciones de los poetas, no los
inventaron e introdujeron los romanos en las ceremonias sagradas de sus dioses por motivo
de ignorancia, sino que los mismos dioses establecieron que les celebrasen solemnemente
estos juegos y los consagrasen en honor suyo, mandándoselo rigurosamente; y, si así puede
decirse, obligándolos por fuerza a practicarlo; todo lo cual toqué breve y concisamente en
el libro primero: así es que, por autoridad de los Pontífices, y con motivo de acrecentarse el
cruel azote de la peste, se instituyeron los juegos escénicos en Roma. ¿Quién habrá, pues,
que en el orden y método de su vida no juzgue que debe seguir mejor lo que se hace en los
juegos escénicos, instituidos por autoridad divina; que lo que se halla escrito en las leyes
promulgadas por los hombres?.

Si los poetas falsamente delinearon y pintaron a Júpiter como adúltero, sin duda que estos
dioses, si fuesen cautos, se debían enojar y tomar completa satisfacción de la injuria, pues
por medio de estos humanos juegos se les motejaba de una maldad tan execrable, aunque
no por eso dejaban de celebrarla. Y aun esto es lo más tolerable que se halla en los juegos
escénicos, digo las comedias y las tragedias, es a saber, las fábulas de los poetas
compuestas para representarlas en los espectáculos que contienen en realidad muchas
acciones torpes, aunque a lo menos en las palabras no se hallan obscenidades y
deshonestidades, y éstas procuran los ancianos que las lean y aprendan los jóvenes entre los
estudios que llaman honestos y liberales.

CAPITULO IX

De lo que sintieron lo antiguos romanos sobre el reprimir la licencia de los poetas, la cual
los griegos siguiendo el parecer de los dioses, quisieron que fuese libre Y lo, que acerca de
estas funciones sintieron los antiguos romanos nos lo dice Cicerón en su libro cuarto de
República, donde discutiendo Escipión varias materias, dice: “Jamás las comedias, si no lo
exigiera así el actual método de vivir, pudieran conseguir que se admitiesen con aplauso en
el teatro sus torpezas”. Algunos griegos antiguos guardaron cierta analogía en su errada
opinión, entre quienes permitía la ley que en la comedia dijesen lo que quisiesen; y de
quien les pareciera. Por esta razón, en los mismos libros dice Escipión el Africano: “¿Quién
ha habido en la comedia que no haya sido zaherido, o, por mejor decir, quién ha escapado
de su crítica, o quién se ha visto perdonado?” Y bien que haya ofendido solamente a Cleón,
Cleofonte e Hipérbolo, hombres plebeyos de mala vida, y sediciosos contra la República.
“Pasemos, dice, por esto, aunque a semejantes personas fuera mejor que las notara o
reprendiera el censor que no el poeta. Pero que a Pericles, después de haber gobernado con
suma autoridad y prudencia su República por tantos años, ya habiendo paz, ya guerras
continuadas, le ultrajen con sus versos y los reciten en el teatro, es tan impropio como si
nuestro Plauto o Nevio quisieran decir mal de Publio y Neyo Escipión, o Cecilio de Marco
Catón”.

Poco más adelante dice: “Al contrario, nuestras Doce Tablas, aunque a pocos crímenes
impusieron la pena capital, les pareció conveniente establecer esta pena, siempre que
alguno representase o compusiese versos que causasen nota o infamia a alguno. Sabia
constitución es ésta seguramente, ya que debemos tener nuestra vida sujeta a la decisión
jurídica y sus legitimas determinaciones, y no a los gracejos y ficciones de los poetas;
además de esto, tampoco debemos oír ignominia, alguna de boca de otro, sino de modo que
podamos contestar y defendernos en juicio.” Estas expresiones me pareció conveniente
sacarlas de Cicerón en dicho libro cuarto, dejando algunas expresiones como están, o
mudándolas algún tanto para que se entiendan mejor, porque importan mucho, para lo que
voy a explicar, si tuviese capacidad para ello. Añade Cicerón después otras
particularidades, y concluye el asunto propuesto, manifestando que los antiguos romanos
aborrecieron el que a ninguno en vida le alabasen o vituperasen en el teatro.

Pero esta libertad, como ya dije, los griegos (aunque con menos pudor y más acierto)
quisieron permitirla, advirtiendo que sus dioses gustaban se representasen en las fábulas
escénicas las ignominias y abominaciones, no sólo de los hombres, sino también de los
dioses, ya fuesen ficciones de poetas, ya fuesen verdaderas, maldades de los dioses las que
recitaban en los teatros, y ¡ojalá que a sus adoradores les pareciesen sólo dignas de ser
reídas y no imitadas! Fue, sin duda, demasiada soberbia y atrevimiento respetar la fama de
los principales ciudadanos, cuando sus dioses quisieron no se respetase su propio honor;
porque las razones que alegan en su defensa sólo significan no ser cierto lo que dicen contra
sus dioses, sino falso y fingido; y por el mismo hecho es mayor, maldad, si atendéis al
respeto que se debe a la religión. Y si consideráis la malicia de los demonios, ¿qué espíritus
puede haber más astutos y sagaces para engañar? Pues cuando se propala una expresión
injuriosa contra un príncipe que es bueno y útil a su patria, pregunto: ¿esta acción no es más
indigna, cuanto más remota de la verdad y más ajena de su conducta? ¿Y qué castigo, por
terrible que sea, será bastante cuando se hace a Dios esta injuria tan atroz?

CAPITULO X

De la astucia de los demonios para engañarnos, queriendo que se cuenten sus culpas, falsas
o verdaderas Pero los malignos espíritus, a quienes tienen por dioses, se complacen en que
se cuenten de ellos aun las obscenidades que nunca cometieron, a trueque de empeñar y
trabar las almas de los hombres con semejantes opiniones como con redes, y llevarlos
consigo a los tormentos que les están aparejados; ya las hayan cometido hombres a quienes
desean los tengan por dioses los que se lisonjean en la ceguedad e ignorancia humana, y
con el fin de que los adoren también por tales, se entremeten con infinitas cautelas y
artificios perjudiciales y engañosos; ya no hayan sido realmente cometidas por hombre
alguno, las cuales gustan los espíritus falaces que se finjan de los dioses, a fin de que
parezca hay autoridad bastante para cometer torpezas y obscenidades, viendo que, al
parecer, traen su derivación y ejemplo del mismo Cielo a la tierra.

Viendo, pues, los griegos que servían a tales dioses, que en los teatros se representaban
semejantes ignominias contra la santidad de sus dioses, no les pareció era razón les
perdonasen de modo alguno los poetas, ya fuese por querer aun en esto asemejarse a sus
dioses, o por temer que, pretendiendo mejor fama y prefiriéndose por este motivo a ellos,
los enojasen y provocasen su ira. Y ésta es la razón de la razón por qué a los autores y
representantes escénicos de estas fábulas los tenían por merecedores de las honras y cargos
más importantes de la ciudad; pues como se refiere en el citado libro República, el
elocuentísimo ateniense Esquines, después de haber representado tragedias en su juventud,
entró en el gobierno de la República; y Aristodemo, autor también trágico, fue enviado en
varias ocasiones por los atenienses en calidad de embajador al rey Filipo de Macedonia,
sobre negocios gravísimos de paz y guerra. Porque estaban persuadidos de que no era razón
tener por infames a los mismos que representaban los juegos escénicos, de los cuales veían
que gustaban sus dioses.

CAPITULO XI

Cómo entre los griegos admitieron a los autores escénicos al gobierno de la República,
porque les pareció no era razón menospreciar a aquellos por cuyo medio aplacaban a los
dioses Esta política, aunque torpe, la seguían los griegos por ser muy conforme al placer de
sus dioses, sin atreverse a eximir la vida y, costumbres de sus ciudadanos de las mordaces
lenguas de los poetas y farsantes, observando estaba sujeta a sus dicterios y reprensión la de
los dioses.

Fundados en estos principios, creyeron que no solamente no debían despreciar a los


hombres que representaban en el teatro estas impiedades, de que se agradaban sus dioses, a
quienes adoraban; antes, por el contrario, debían honrarlos con más distinción; ¿pues qué
causa podían hallar para tener por honrados a los sacerdotes por cuyo ministerio ofrecían
sacrificios agradables a los dioses, y al mismo tiempo tener por viles a los autores
escénicos, por cuyo medio sabían tributaban a los dioses aquel honor que ellos habían
establecido? Y más cuando así lo pedían los dioses, y aun se enojaban cuando suspendían
tales funciones; y, lo que es más, advirtiendo que el erudito Labeón hace también distinción
de cultos entre los dioses buenos y los malos, diciendo que los malos se aplacan con sangre
y con sacrificios tristes y los buenos con, servicios alegres y placenteros, como son, según
afirma, los juegos, banquetes y mesas que preparaban a los dioses en los templos, de todo
lo cual hablaremos después particularmente, si Dios nos lo permite. Ahora, lo que se refiere
al asunto de que vamos tratan, do es que, ya atribuyan a los dioses indiferentemente y sin
distinción de buenos y de malos todas las operaciones como si fuesen todos buenos (porque
no es razón que sean los dioses malos, aunque por ser todos espíritus inmundos todos son
malos), ya les sirvan, como le pareció a Labeón, con cierta distinción, señalando para, los
unos ciertos ritos y ceremonias y para los otros otras diferentes, diremos que con justa
causa los griegos tienen por honrados así a los sacerdotes por cuyo ministerio se les ofrece
el sacrificio como a los autores escénicos, por cuyo medio se les celebran los juegos; pues
así no pueden acusarles de que agravian, o, generalmente a todos los dioses, si es que todos
gustan de los juegos, o, lo que sería más indigno, a los que tienen por buenos, si únicamente
éstos son aficionados a tales diversiones.

CAPITULO XII

Que los romanos, con quitar a los poetas contra los hombres la libertad que les concedieron
contra los dioses, sintieron mejor de si que de sus dioses Pero los romanos, como se gloría
Escipión en la mencionada obra República, no quisieron tener expuesta su vida y fama a los
dicterios e injurias de los poetas, antes por el contrario, impusieron la pena capital contra
cualquiera que se atreviese a hacer semejantes poemas, la cual ley sin duda promulgaron en
favor suyo y con sobrado fundamento; mas respecto de sus dioses, esta constitución era
irreligiosa y contraria a su decoro, y el motivo de esta indolencia pudo consistir en que,
como observasen que sus dioses sufrían, no sólo con paciencia, sino con placer, ser tratados
de los poetas con denuestos e injurias, presumieron asimismo eran indignos de los dicterios
con que se profanaba la autoridad de los dioses, y para esto se abroquelaron con una
sanción tan rigurosa, permitiendo, sin embargo, el que se mezclasen en las solemnidades y
fiestas las afrentas con que injuriaban a los dioses. ¡Que sea posible, Escipión, que alabes y
encarezcas el haber prohibido a los poetas romanos la licencia de que no puedan notar con
ignominia a ningún ciudadano romano, viendo que ellos no han perdonado a ninguno de
vuestros dioses! ¿Es posible que os haya parecido más estimable la reputación de vuestro
Senado que la del Capitolio, o, por mejor decir, la de toda Roma, más que la de todo el
Cielo, que prohibieseis severamente por medio de una autorizada sanción a los poetas
vomitasen la ponzoña de sus lenguas contra el honor de vuestros ciudadanos, y el que sin
temor del castigo y contra la majestad de sus mismos dioses pudiesen zaherirles con sus
frecuentes dicterios y afrentas ningún senador, ningún censor, ningún príncipe, ningún
pontífice lo prohíba? Fue, por cierto, reprensible que Plauto y Nevio hablasen mal de
Publio y Neyo Escipión y Cecilio de Marco Catón; pero ¿por qué reputáis por una acción
justa y calificada el que vuestro Terencio, refiriendo el delito de Júpiter Optimo Máximo,
excitase el apetito sensual de la juventud?

CAPITULO XIII

Que debían echar de ver los romanos que sus dioses, que gustaban los honrasen con tan
torpes juegos y solemnidades, eran indignos del culto divino Parece que, si viviera
Escipión, acaso me respondería: “¿Cómo hemos de querer nosotros se castiguen aquellos
crímenes que los mismos dioses constituyeron por ritos sagrados, cuando no sólo
introdujeron en Roma los juegos escénicos, en los cuales se celebran, dicen, y representan
semejantes indecencias, sino que mandaron también que se les dedicasen e hiciesen en
honra suya?” Pero ¿y cómo instruidos en estos principios no llegaron a comprender que no
eran verdaderos dioses, ni de modo alguno dignos de que la República les diese el honor y
culto que se debe a Dios? Porque aquellos mismos que debían, por justas causas, no
reverenciarlos, si hubieran deseado que se representaran los juegos escénicos con afrenta de
los romanos, pregunto: ¿cómo los tuvieron por dioses y creyeron dignos de adorarlos?
¿Cómo no echaron de ver que eran espíritus abominables, que, con ansia de engañarlos, les
pidieron que en honra suya les celebrasen sus torpezas y crímenes abominables?.

Además de esto, los romanos, aunque estaban ya bajo el yugo de una religión tan perversa
que les inclinaba a dar culto a unos dioses que veían habían querido les consagrasen las
representaciones obscenas de los juegos escénicos; con todo, mirando a su autoridad y
decoro, no quisieron honrar a los ministros y representantes de semejantes fábulas, como lo
ejecutaron los griegos, sino que, como dice Escipión y refiere Cicerón, considerando el arte
de los cómicos y el teatro como ejercicio ignominioso, no solamente no quisieron que sus
actores gozasen de los privilegios y honores comunes a los demás ciudadanos romanos,
sino que hasta los privaron de su tribu, conforme a lo resuelto en la visita que practicaron
los censores.

Determinación verdaderamente prudente y digna de que se refiera entre las alabanzas de los
romanos, pero yo quisiera que se siguiera a sí misma y se imitara a sí propia en tan
acertadas decisiones: porque, reflexionad un poco ¿está muy bien ordenado que a
cualquiera ciudadano romano que eligiese el oficio de los farsantes, no sólo le admitiesen a
la obtención de honor alguno, sino que por orden del censor no le dejasen siquiera
permanecer en su propia tribu? ¡Oh, glorioso decreto de una ciudad esclarecida, tan deseosa
de alabanza como en el fondo verdaderamente romana! Pero, respóndanme: ¿qué motivo
tuvieron para privar a los escénicos de todos los cargos de la ciudad, y, sin embargo, los
mismos juegos los dedicaron al honor de sus dioses? Pasaron ciertamente muchos años en
que la virtud romana no conoció los ejercicios del teatro, los cuales, silos hubieran buscado
por humana diversión, su introducción, sin duda, hubiera procedido del vicio y relajación
de las costumbres humanas; pero no nacieron de este principio: los dioses mismos fueron
los que pidieron se les sirviese con ellos; y a vista de este particular precepto, ¿cómo
menosprecian al actor por cuyo ministerio se sirve a Dios? ¿Y con qué valor se tacha y
castiga al que representa la fábula en el teatro, al mismo tiempo que se adora al que lo pide?
En esta controversia se hallan desavenidos en sus dictámenes los griegos y los romanos.
Los griegos opinan que hacen bien en honrar a los actores, supuesto que adoran a los dioses
que les piden tales juegos, y los romanos no consienten que se deslustre y desacredite con
los actores una tribu de gente plebeya, cuanto más el orden de los senadores.

Mas en ésta disputa se resuelve el punto de la cuestión con este argu- mento: proponen los
griegos: si han de adorarse los tales dioses, por la misma razón debe honrarse a los que
ejecuten sus juegos; resumen los romanos: Ahora bien; de ningún modo" se debe dar honor
a tales hombres. Concluyen los cristianos: luego por ninguna razón se deben adorar tales
dioses.

CAPITULO XIV

Que Platón, que no admitió a los poetas en una ciudad de buenas costumbres, es mejor que
los dioses que quisieron los honrasen con juegos escénicos Pregunto aún más: ¿por qué
razón no hemos de tener por infames, como a los actores, a los mismos poetas que
componen estas fábulas, a quienes por la ley de las Doce Tablas se les prohíbe el ofender la
fama de los ciudadanos y se les permite lanzar tantas ignominias contra los dioses? ¿Cómo
puede caber en una razón rectamente dirigida, y menos en la justicia, que se tengan por
infames los actores y los dioses, y al mismo tiempo se honre a los autores? ¿Acaso en este
particular hemos de dar la gloria al griego Platón, quien, fundando una ciudad tal cual era
conforme a razón, fue de parecer se desterrasen de ella los poetas como enemigos de la
tranquilidad pública? Platón no pudo sufrir las injurias que se hacían a los dioses; pero
tampoco quiso que se estragasen los ánimos de los ciudadanos con ficciones y mentiras.

Cotejemos ahora la condición humana de Platón, que destierra a los poetas de la ciudad
porque no seduzcan a los ciudadanos con falsas imágenes, con la divinidad de los dioses,
que desean y piden que los honren con los juegos escénicos. Platón, aunque no lo
persuadió, con todo, disertando sobre estos puntos y atendiendo a la disolución y lascivia
de los griegos, aconsejó que no se escribiesen semejantes obscenidades. Pero los dioses,
mandándolo expresamente, obligaron con toda su autoridad y aun hicieron que la gravedad,
y modestia de los romanos les representase tales funciones; y no se contentaron
precisamente con que se les recitasen semejantes torpezas, sino que quisieron se las
dedicasen y solemnemente se las celebrasen. ¿Y a quién con más justa causa debía mandar
la ciudad romana Se tributasen honores como a Dios, a Platón, que prohibía estas maldades
y abominaciones, o a los demonios, que gustaban de estos delirios de los hombres, a
quienes Platón no pudo desengañar, ni persuadir la verdad? Fundado en estas razones,
Labeón opinó que debíamos colocar y contar a Platón entre los semidioses, como a
Hércules y Rómulo; y respecto de los semidioses, les pospone o coloca en el orden
siguiente a los héroes, aunque a unos y otros coloca entre los dioses; pero Platón, a quien
llama semidiós, no dudo debe ser preferido y antepuesto, no sólo a los héroes, sino a los
mismos dioses.

Las leyes de los romanos corresponden de algún modo con la doctrina de Platón, en cuanto
éste condena absolutamente todas las ficciones poéticas; y ciertamente quitan a los poetas
la licencia de infamar directamente a los hombres. Platón extermina y prohíbe a los poetas
el habitar en la ciudad, y los romanos destierran a los actores y les cierran el paso para
poder subir a los honores y prerrogativas correspondientes a los demás ciudadanos; y si del
mismo modo se atrevieran con los dioses que deseen y resuelven los juegos escénicos,
acaso lograran exterminarlos del todo: luego de ninguna manera pudieran esperar los
romanos de sus dioses leyes bien combinadas para establecer las buenas costumbres o para
corregir las malas; antes los vencen y convencen con sus desatinadas constituciones; porque
ellos les piden los juegos escénicos en honra suya, y éstos privan de todos los honores
correspondientes a su estado a los actores escénicos. Ordenan los romanos igualmente que
se celebren por medio de las ficciones poéticas las acciones abominables de los dioses, y al
mismo tiempo refrenan la libertad de los Poetas, prohibiéndoles injuriar a los hombres.
Pero el semidiós Platón, no sólo se opuso al apetito descabellado de los dioses, sino que
enseñó cuál era lo más conforme a la índole natural de los romanos, pues no quiso
habitasen en una ciudad tan bien formada los mismos poetas, o los que, por mejor decir,
mentían a su albedrío o proponían a los hombres acciones injustas que imitasen o
representasen los crímenes de sus dioses Nosotros no defendemos que Platón es dios, ni
semidiós, ni le comparamos a los ángeles buenos del verdadero Dios, ni a los profetas, ni a
los apóstoles, ni a los mártires de Jesucristo, ni a algún hombre cristiano, y la razón de este
dictamen la daremos en su lugar, pero, con todo, supuesto que quieren sostener fue
semidiós, me parece debemos anteponerle, si no a Rómulo y a Hércules (aunque de Platón
no ha habido historiador alguno o poeta que diga o finja que dio muerte a su hermano, ni
haya cometido otra maldad), por lo menos debe ser preferido a Príapo o a un cinocéfalo, o,
finalmente, a la fiebre, que son dioses que los temían los romanos, parte de otras naciones y
parte los consagraban ellos propios.

¿Y de qué modo habían de prohibir el culto de semejantes dioses, y menos oponerse con
sabios preceptos y leyes a tantos vicios como los que amenazan al corazón humano y a las
costumbres del hombre? ¿O cómo habían de extirpar aquellos que naturalmente nacen y
están arraigados en él? Mas, por el contrario, todos éstos procuraron fomentar y aun
acrecentar, queriendo que tales torpezas suyas, o como si lo fuesen, se divulgasen por el
pueblo por medio de las fiestas y juegos del teatro, para que, como con autoridad divina, se
encendiese naturalmente el apetito humano, no obstante estar clamando contra este
desenfreno en vano Cicerón, quien, tratando de los poetas, “a los cuales, como les divierten,
dice, la voz y el aplauso del pueblo, como si fuese un perfecto y eminente maestro, ¡ qué de
tinieblas introducen.!, ¡cuántos miedos infunden!, ¡qué de pasiones y apetitos inflaman!”

CAPITULO XV

Que los romanos hicieron para sí algunos dioses, movidos, no por razón, sino por lisonja Y
¿qué razón tuvo esta nación belicosa para adoptarse estos dioses, que no fuese más una pura
lisonja en la elección que hicieron de ellos, aun de los mismos que eran falsos? Pues a
Platón, a quien respetan por semidiós (que tanto estudió y escribió sobre estas materias,
procurando que las costumbres humanas no adoleciesen ni se corrompiesen con los males y
vicios del alma, que son los que principalmente se deben huir), no le tuvieron por digno de
un pequeño templo, y a Rómulo le antepusieron a muchos dioses, no obstante que la
doctrina que ellos consideran como misteriosa y oculta le celebre más por semidiós que por
dios, y en esta conformidad le crearon también un sacerdote que llamaban Flamen, cuya
especie de sacerdocio fue tan excelente y autorizado en las funciones y ceremonias
sagradas de los romanos, que usaban la insignia de un birreta de mitra, la que usaban los
tres flamines que servían a los tres dioses, como eran un flamen dial para Júpiter, otro
marcial para Marte y otro quirinal para Rómulo; pero habiendo canonizado a éste, y
habiéndole colocado en el Cielo como por dios en atención a lo mucho que le estimaban sus
ciudadanos, se llamó después Quirino, y así con esta honra quedó Rómulo preferido a
Neptuno y a Plutón, hermanos de Júpiter, y al mismo Saturno, padre de éstos, confiriéndole
como a dios grande el sumo sacerdocio que habían dado a Júpiter y Marte, como a su
padre, y quizá por su respeto.

CAPITULO XVI

Que si los dioses tuvieran algún cuidado de la justicia, de su mano debieran recibir los
romanos leyes para vivir, antes que pedirlas prestadas a otras naciones Si pudieran los
romanos haber obtenido de sus dioses leyes para vivir y gobernarse, no hubieran ido
algunos años después de la fundación de Roma a pedir a los atenienses que les prestasen las
leyes de Solón, aunque de éstas tampoco usaron del modo que las hallaron escritas, sino
que procuraron corregirlas y mejorarlas conforme a sus usos; no obstante que Licurgo
fingió había dispuesto que las leyes que dio a los lacedemonios con autoridad del oráculo
de Apolo, lo cual, con justa razón, no quisieron creer los romanos, y por eso no las
admitieron en todas sus partes, Numa Pompilio, que sucedió a Rómulo en el reino, dicen
que promulgó algunas leyes, las cuales no eran suficientes para el gobierno de su Estado, y
al mismo tiempo estableció ceremonias del culto religioso; pero no aseguran que estos,
estatutos los recibiesen de mano de sus dioses; así éstos no cuidaron de que sus adoradores
no poseyesen los vicios del alma, de la vida y de las costumbres, que son tan grandes, que
algunos doctos romanos afirman que con estos males perecen las Repúblicas, estando aún
las ciudades en pie; antes procuraron, como dejamos probado, el que se acrecentasen.
CAPITULO XVII

Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun en los tiempos que
tenían por buenos Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar
leyes al pueblo romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre
ellos no tanto por las leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y
equidad provino el robo de las sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que
engañar a las hijas de sus vecinos, bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no recibirlas
por mujeres con voluntad de sus padres, sino robarlas por fuerza, según cada uno podía?.
Porque si fuera mal hecho el negarlas los sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue
el robarlas, no dándoselas? Más justa fuera la guerra con una nación que hubiera negado
sus hijas a sus vecinos por mujeres después de habérselas pedido que con las que
pretendían, después se las volviesen por habérselas robado.

Esto hubiera sido entonces más conforme a razón, pues, en tales circunstancias, Marte
pudiera favorecer a su hijo en la guerra, en venganza de la injuria que se les hacia en
negarles sus hijas por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con
el derecho de la guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las que sin razón le
habían negado; lo que sucedió muy al contrario -ya que sin motivo ni derecho robó las que
no le habían sido concedida-, sosteniendo injusta guerra con sus padres, que justamente se
agraviaron de un crimen tan atroz. Sólo hubo en este hecho un lance que verdaderamente
pudo tenerse por suceso de suma importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria
de este engaño permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó en
aquella magnífica ciudad; y fue que los romanos cometieron un error muy craso, más en
haber canonizado por su dios a Rómulo, después de ejecutado el rapto, que en prohibir que
ninguna ley o costumbre autorizase el hecho de imitar semejante robo.

De esta justicia y bondad resultó que, después de desterrados el rey Tarquino y sus hijos,
de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto hizo por la fuerza que
Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su compañero en el consulado, hombre
inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco que tenía con los Tarquinos
renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción fea efectuó con
auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla recibido el consulado, así
como Bruto.

De esta justicia y bondad dimanó que Marco Camilo, varón singular de aquel tiempo, que
al cabo de diez años de guerra, en que el ejército romano tantas veces había tenido tan
funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma Roma, venció con
extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo romano, ganándoles
su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta en la guerra, la
cual determinación extraña motivó el odio implacable de sus antagonistas y la insolencia de
los tribunos del pueblo, halló tan ingrata la ciudad que le debía su libertad, que, estando
seguro de su condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar de estar
ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había de volver a librar
a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy ya fastidiado de referir relaciones
tan abominables e injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos procuraban
subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las ca- bezas de ambos partidos
más con pasión y deseo de vencer, que con intención de atender a lo que era razón y
justicia.

CAPITULO XVIII

Lo que escribe Salustio de las costumbres de los romanos, así de las que estaban reprimidas
con el miedo, como de las que estaban sueltas y libres con la seguridad Seré, pues, breve, y
me aprovecharé del incontestable testimonio de Salustio, quien habiendo dicho en honor de
los romanos (que es de donde empezamos nuestra exposición) que la justicia y bondad
entre ellos florecía no tanto por las leyes cuanto por su buen natural, celebrando la gloriosa
época en que, desterrados los reyes, insensiblemente y en breve tiempo aquella admirable
ciudad; sin embargo, el mismo Salustio, en el libro primero de su historia y en las primeras
páginas, confiesa que, casi en el mismo instante en que, extinguido el poder real se
estableció el consular, padeció la República considerables vejaciones y agravios de los
poderosos; por lo que resultaron divisiones entre el pueblo y los senadores, sin referir las
discordias y daños que en seguida acaecieron; pues habiendo dicho cómo el pueblo romano
había vivido con laudables costumbres y mucha concordia, aun en aquellos tiempos
calamitosos en que la segunda y última guerra de Cartago atrajo considerables males, y
habiendo asimismo expuesto que la causa de esta felicidad fue, no el amor de la justicia,
sino el miedo de la poca seguridad de la paz que había mientras vivía Cartago en su
grandeza, que era la razón porque también Nasica no quería que se destruyera a Cartago,
para de este modo reprimir la disolución, conservar las buenas costumbres y refrenar con el
miedo los vicios, añade:

“Pero la discordia, la avaricia, la ambición y los demás vicios y desgracias que suelen
resultar de las prosperidades, crecieron extraordinariamente después de la destrucción de
Cartago, para que lo entendiésemos que antes no sólo solían nacer, sino igualmente crecer,
los vicios”; y dando la razón por qué se explica en estos términos, prosigue diciendo:
“Porque hubo vejaciones y agravios que cometían los poderosos, de donde procedía la
división entre los senadores y el pueblo, y otras discordias domésticas en el principio,
cuando apenas había cesado la autoridad de los reyes, viviendo los hombres con equidad y
modestia mientras duró el miedo de Tarquino y la peligrosa guerra con los etruscos.” ¿Veis
cómo también el miedo fue la causa de haber vivido un espacio de tiempo tan corto,
después de desterrados los reyes, con alguna equidad y honestidad; pues se temía la guerra
que el rey Tarquino, despojado del reino, excitaba, y hacía contra los romanos, aliados de
los etruscos? Advierte, pues, ahora lo que añade en seguida:

“Comenzaron los padres a tratar al pueblo como a esclavo, disponiendo de su vida y de sus
espaldas, al modo que acostumbran los reyes, defraudándolos del repartimiento de los
campos, quedándose ellos solos con el gobierno y autoridad, sin conferir con los demás
parte alguna. Oprimido el pueblo con un gobierno tan tiránico, y principalmente con el peso
de las deudas y usuras, sufriendo igualmente con la continuación de las guerras, el tributo y
la milicia, se amotinó y acudió armado al monte Sacro y al Aventino, donde eligió para su
gobierno tribunos de la plebe y estableció varias leyes; no teniendo otro fin más feliz las
discordias de uno y otro bando que la segunda guerra Púnica. ¿Veis desde qué tiempo, esto
es, poco después de ser desterrados los reyes, cómo se portaron entre silos romanos, de
quienes se dice que la justicia y bondad valía entre ellos no tanto por las leyes como por su
buen natural? Pues si vemos que fueron tales aquellos tiempos en que dicen fue virtuosa,
inocente y hermosa la República romana, qué nos parece podemos ya decir o pensar de
aquellos célebres romanos que les sucedieron, en cuya época, habiéndose transformado
paulatinamente para usar de los términos del mismo historiador), de hermosa y buena se
hizo muy mala y disoluta, es a saber: después de la destrucción de Cartago, como lo insinuó
el mismo Salustio; y del modo que este historiador recopila y describe estos tiempos que
pueden examinarse en su historia, es fácil observar con cuánta malicia y corrupción de
costumbres, nacida de las prosperidades, se fueron corrompiendo hasta el desdichado
tiempo de las guerras civiles.

Desde esta época, dice, las costumbres de los antepasados, no poco a poco como antes, sino
como un arroyo que se precipita, se relajaron en tanto grado y la juventud se estragó tanto
con las galas, deleites y avaricia, que con razón se dijo de ella que había nacido una gente
que no podía tener haciendo ni sufrir que otros la tuviesen. Dice Salustio muchas cosas
acerca de los vicios de Sila y de los demás desórdenes de la República, en lo que convienen
todos los escritores, aunque se diferencian mucho en la elocuencia. Ya veis, a lo que
entiendo, y cualquiera persona que quiera advertirlo fácilmente podrá notar, la relajación y
corrupción de costumbres en que estaba sumergida Roma antes de la venida de nuestro
Señor Jesucristo.

Acaeció, pues, esta desenfrenada disolución no sólo antes que Cristo encarnase y predicase
personalmente su divina doctrina, sino también aun antes que naciese de la Virgen
Santísima; y supuesto no se atrevieron a imputar los graves males acaecidos por aquellos
tiempos, ya fuesen los tolerables al principio o los intolerables y horribles sucedidos
después de la destrucción de Cartago; no atreviéndose, digo, a imputarlos a sus dioses, que
con maligna astucia sembraban en los humanos corazones unas opiniones y principios
prevaricadores de donde naciesen semejantes vicios, ¿por qué tienen la osadía de atribuir
los males presentes a Cristo, quien por medio de una doctrina sana nos libra, por una parte,
de la adoración de los falsos y seductores dioses, y por otra, abominando y anatematizando
con autoridad divina esta perjudicial y contagiosa codicia de los hombres, poco a poco va
entresacando de todas las partes del mundo corrompidas, y aun destruidas, con estos males,
su dichosa familia, para ir estableciendo y fundando con ella la ciudad que es eterna y
verdaderamente gloriosa, no por voto y como un aplauso de la humana vanidad, sino a
juicio de la misma verdad, que es Dios?

CAPITULO XIX

De la corrupción que hubo en la República romana antes que Cristo prohibiese el culto de
los dioses Y ved aquí cómo la República romana (lo cual no soy yo el primero que lo digo,
sino que sus cronistas, de quienes a costa de muchas tareas y molestias lo aprendimos, lo
dijeron muchos años antes de la venida de Cristo) poco a poco se fue mudando, y de
hermosa y virtuosa se convirtió en mala y disoluta. Ved aquí cómo antes de la gloriosa
venida del Salvador, y después de la destrucción de Cartago, las costumbres de sus
antepasados no paulatinamente como antes, sino como una rápida avenida de un arroyo, se
entregaron y relajaron en tanto grado, que la juventud se corrompió con la superfluidad de
las galas, deleites y codicia. Léannos algunos preceptos que hayan promulgado sus dioses
contra el lujo, regalo y ambición del pueblo romano, a quien ojalá hubieran callado las
cosas santas y modestas y no le hubieran pedido también las torpes y abominables, para
acreditarlas mediante el oráculo de su falsa divinidad con más daño de sus adoradores.

Lean los nuestros, así los Profetas como el santo Evangelio, los hechos apostólicos y las
epístolas canónicas, y observarán en todos estos admirables escritos gran abundancia y
copia de máximas saludables y de persuasiones convincentes, predicadas al pueblo
mediante el influjo del espíritu divino, contra la avaricia y lujuria, no excitando el ruidoso
estrépito y vocería que se oye a los filósofos desde su cátedras, sino tronando como desde
unos oráculos y nubes de Dios, y, sin embargo, no imputan a sus dioses el haberse
convertido la República antes de la venida de Cristo en disoluta y perversa, con los fuertes
incentivos del deleite, del lujo, del regalo y con costumbres tan torpes como sanguinarias;
antes bien, cualquiera aflicción que sufre en la presente situación su soberbia y molicie la
atribuyen al influjo de la religión cristiana, cuyos preceptos sobre las costumbres sanas y
virtuosas, si los oyesen y juntamente se aprovechasen de ellos los reyes de la tierra, los
jóvenes y las doncellas y todas las naciones juntas, los príncipes y los jueces de la tierra, los
ancianos y los mozos, todos los de edad capaz de juicios, hombres y mujeres, y aquellos a
quienes habla San Juan Bautista, los mismos publicanos y soldados, no sólo ilustraría y
adornaría la República con su felicidad las tierras de esta vida presente, sino que subiría a la
cumbre de la vida eterna para reinar eternamente y con perpetua dicha; pero por cuanto uno
lo oye y otro lo desprecia, y los más son aficionados más a la perniciosa condescendencia y
atractivo de los vicios que al importante rigor y aspereza de las virtudes, se les notifica y
manda a los siervos de Jesucristo que tengan paciencia y sufran, ya sean reyes, príncipes, ya
jueces, soldados, de provincias, ricos, pobres, libres, esclavos, de cualquier condición que
sean, hombres y mujeres, que toleren, digo (si así conviene), aun a la República más
disoluta y perversa, y que con este sufrimiento granjearán y conseguirán un elevado y
distinguido lugar en aquella santa y augusta Corte de los Ángeles y República celestial,
cuyas leyes y ordenanzas son la misma voluntad de Dios.

CAPITULO XX

Cuál es la felicidad de que quieren y las costumbres con que quieren vivir los que culpan
los tiempos de la religión cristiana Aunque los que aprecian y adoran a los dioses, cuyos
crímenes y maldades se lisonjean de imitar, de ningún modo procuran atender a la
conservación de una República mala y disoluta, con tal que ésta exista o que florezca en
abundancia de bienes y gloriosas victorias; o lo que es mayor felicidad, con tal que goce de
una paz segura y estable, ¿qué nos importa a nosotros? Antes bien, lo que a cada uno
interesa más es que cualquiera aumente continuamente sus riquezas, con las cuales haya
para sostener los diarios gastos, y, del mismo modo, es que fuere más poderoso pueda
sujetar igualmente a los más necesitados, o que obedezcan a los ricos los más pobres, sólo
para conseguir la comida y aliviar su necesidad, y para que a la sombra de su amparo gocen
del ocio y de la quietud, y se sirvan los ricos de los indigentes para sus ministerios
respectivos, y para la, ostentación de su pompa y fausto; que el pueblo aplauda, no a los que
le persuaden lo que le importa, sino a los que le proporcionan gustos y deleites; que no se
les mande cosa dura, ni se les prohíba cosa torpe; que los reyes no atiendan a si son buenos
y virtuosos sus vasallos, sino a si obedecen sus órdenes; que las provincias sirvan a los
reyes, no como gobernadores o primeros directores de sus costumbres, sino como a señores
o dueños absolutos de sus haciendas y como a proveedores o dispensadores de sus deleites
y regalos, y al mismo tiempo que los honren y reverencien, no sinceramente o de corazón,
sino que los teman servilmente; que castiguen severamente las leyes primero lo que ofende
a la vida ajena que lo que daña a la vida propia; que ninguno lleve a la presencia del juez,
sino al que fuere perjudicial a los bienes, casa o salud ajena, o fuere importuno o nocivo por
sus costumbres relajadas; que en lo demás, con sus afectos o deudos, o de los haberes de
éstos, o de cuales quiera que condescendiere haga cada uno lo que más le agradare; que
asimismo haya abundancia de mujeres públicas, para todos los que quisiesen participar de
ellas, o particularmente para los que no pueden tenerlas en su casa; que se edifiquen
grandes, magníficas y suntuosas casas donde se frecuenten los saraos y convites, y donde,
según le pareciere a cada uno, de día y de noche, juegue, beba, se divierta, gaste y triunfe;
que continúen sin interrupción los bailes, hiervan los teatros con el aplauso y voces de
alegría; que se conmuevan con la representación de actos deshonestos y todo género de
deleites tan abominables y torpes, y que sea tenido por enemigo público el que no gustare
de esta felicidad; que a cualquiera que intentase alterarla o quitarla puedan todos,
libremente, echarle adonde no le oigan, le destierren donde no sea visto y le saquen de entre
los vivientes; que sean tenidos por verdaderos dioses los que procuraron que el pueblo
consiguiese esta felicidad y, conseguida, supieron inventar medios para conservársela; que
los reverencien y tributen del modo que les fuera más agradable; que pidan los juegos y
fiestas que fuesen de su voluntad y pudiesen alcanzar de sus adoradores, con tal que
procuren con todo su esfuerzo que esta felicidad momentánea esté segura de las invasiones
del enemigo, de los funestos efectos del contagio y de cualquiera .otra calamidad; ¿y quién
de sano juicio habrá que quiera comparar esta República, no digo yo con el Imperio
romano, sino con la casa de Sardanápalo, quien, siendo por algún tiempo rey de los asirios,
se entregó con tanta demasía a los deleites que mando se escribiese en su sepulcro que
después de muerto sólo conservaba lo que había devorado y consumido en vida su torpe
apetito? Si la suerte hubiera dado a los romanos por rey a Sardanápalo, y contemporizara y
disimulara estas torpezas sin contradecirles de modo alguno, sin duda de mejor gana le
consagraran templo y flamen que los antiguos romanos a Rómulo.

CAPITULO XXI

Lo que sintió Cicerón de la República romana Pero si no hicieron caso del erudito escritor
que llamó a la República romana mala y disoluta, ni cuidan de que esté poseída de
cualesquiera torpezas y costumbres abominables y corrompidas, con tal que exista y
persevere; digan cómo no solo se hizo procaz y disoluta, como dice Salustio, sino que,
según enseña Cicerón, en aquella época había ya perecido del todo la República, sin quedar
rastro ni memoria de ella Introduce, pues, en el raciocinio este sabio orador al valeroso
Escipión, aquel mismo que destruyó Cartago, disertando sobre la República en un tiempo
en que ya se sospechaba y advertía que estaba vacilante y expuesta a ser destruida con los
vicios y corrupción de costumbres, sobre lo que elegantemente habla Salustio.
Suscitose, pues, esta controversia en el tiempo en que ya uno de los Gracos había muerto,
en cuyo gobierno -como escribe Salustio- tuvieron principio graves discordias, y de cuya
muerte se hace mención en los mismos libros; y habiendo dicho Escipión al fin del libro
segundo, que “así como se debe guardar en la citara, en la flauta y en la canción una cierta
consonancia de distintas y diferentes voces, la cual, si se muda, disuena, ofende y no la
puede sufrir un oído delicado, y esta misma consonancia, aunque de diferentes voces, con
sólo contemplarlas y arreglarías a una perfecta modulación, se hace grata y suave al oído;
así también una ciudad compuesta de diferentes órdenes y estados, altos, medios y bajos,
como voces bien templadas, con la conformidad y concordia de partes de entre sí tan
diferentes, vive concorde y tranquila; lo que llaman los músicos en el cántico armonía, esto
era en la ciudad la concordia, que es un estrecho e importante vínculo para la conservación
de toda la República, la cual de ningún modo podía existir sin la justicia”; pero disertando
después dilatada y copiosamente sobre lo que interesaba el que hubiese justicia en la
ciudad, como de los graves daños que se seguían en todo Estado que no se observaba; tomó
la mano Filón, uno de los que disputaban, y pidió que se averiguase más
circunstancialmente esta opinión, tratándose con más extensión de la justicia, porque
comúnmente se decía que era imposible regir y gobernar una República sin injusticia, y por
esto fue Escipión de parecer convenía aclarar y ventilar esta duda, diciendo “le parecía que
era nada cuanto hasta entonces habían hablado acerca del gobierno de la República, y que
aún podría decir más, a no estar confirmado y fuera de toda ambigüedad que era falso el
principio de que sin justicia podía regirse un pueblo, así como era cierto el otro, de que es
imposible gobernar una República sin una recta justicia”.

Y habiendo diferido la resolución de esta cuestión para el día siguiente, en el tercer libro se
trató de esta materia copiosamente, refiriendo las disputas que ocurrieron para su decisión.
El mismo Filón siguió el partido de los que opinaban era imposible regir la República sin
injusticia, justificándose en primer lugar para que no se creyese que él realmente era de este
parecer, y disertó con mucha energía en favor de la injusticia, y contra la justicia, dando a
entender quería manifestar con ejemplos y razones verosímiles que aquélla interesaba a la
República y ésta era inútil. Entonces Lelio, a ruegos de los senadores, empezando a
defender con nervio y eficacia la justicia, ratificó, y aun aseguró cuanto pudo la opinión
contraria, hasta demostrar que no había cosa más contraria al régimen y conservación de
una ciudad que la injusticia, y que era absolutamente imposible gobernar un Estado y hacer
que perseverase en su grandeza, sino obrando con rectitud y justicia.

Examinada y ventilada esta cuestión por el tiempo que se creyó suficiente, volvió Escipión
al mismo asunto que había dejado, tornando a repetir y elogiar su concisa definición de la
Republica, en la que había asentado que era algo del pueblo; y resuelve que pueblo no es
cualquiera congreso que compone la multitud, sino una junta asociada unánimemente y
sujeta a unas mismas leyes y bien común. Después demuestra cuánto importa la definición
para las disputas, y de sus definiciones colige que entonces es República, esto es, bien útil
al pueblo, cuando, se gobierna bien y de acuerdo, ya sea por un rey, ya por algunos
patricios, ya por todo el pueblo; pero siempre que el rey fuese injusto, a quien llamó tirano,
como acostumbraban los griegos, injustos serían los principales encargados del gobierno,
cuya concordia y unión dijo era parcialidad; o injusto sería el mismo pueblo, para quien no
halló nombre usado, y por eso le llamó también tirano; no era ya República viciosa, como
el día anterior habían dicho, sino que, como manifestaba el argumento y razones deducidas
de las establecidas definiciones, de ningún modo era República, porque no era bien útil al
pueblo, apoderándose de ella el tirano con parcialidad; ni el mismo pueblo era ya pueblo si
era justo, porque no representaba ya la multitud unida y ligada por unas mismas leyes y
bien común, como se ha definido al pueblo.

Cuando la República romana era de tal condición cual la pintó Salustio, no era ya mala y
disoluta, como él dice, sino que totalmente no era ya República, como se confirmó en la
disputa que se suscitó sobre ella entre sus principales patricios que la gober- naban, así
como el mismo Tulio, hablando no ya en nombre de Escipión ni de otro alguno, sino por si
mismo, lo mostró al principio del libro quinto, alegando en su favor el verso del poeta
Ennio, que dice: “Que conservan la República romana en su primitivo esplendor las
antiguas buenas costumbres y los muchos hombres excelentes que había producido.”

El cual verso, dice él, “me parece que, o por su concisión o sencillez, le pronunció como si
fuese tomado de algún oráculo, porque ni los varones excelentes, si, no estuviera tan bien
formada y acostumbrada la ciudad, ni las cos- tumbres, si no presidieran y gobernaran estos
insignes varones, hubieran podido establecer ni conservar una República tan dilatada con
un dominio en su gobierno tan justo y tan extendido; así pues, en los tiempos pasados, las
mismas costumbres o la buena conducta de nuestra patria elegía varones insignes, quienes
conservaban en su primer esplendor las costumbres e instituciones de sus mayores; pero
nuestro siglo, habiendo recibido el gobierno del Estado como una pintura hermosa que se
deteriora y desmejora con la antigüedad, no solamente no cuidó de renovar los mismos
colores que solía tener, pero ni procuró que por lo menos conservase la forma y sus últimos
perfiles; porque ¿que retenemos ya de las antiguas costumbres con que dice estaba en pie la
República romana, las cuales vemos tan desacreditadas y olvidadas, que no sólo se estiman,
pero ni aun las conocen? Y de los varones puede decir que las mismas costumbres
perecieron por falta de hombres que las practicasen, de cuya desventura no solamente
hemos, de dar la razón, sino que también, como reos de un crimen capital, hemos de dar
cuenta ante el juez de esta causa, en atención a que por nuestros propios vicios, no por
accidente alguno, conservamos de la República sólo el nombre; pero la sustancia de ella
realmente hace ya tiempo que la perdimos”.

Esto confesaba Cicerón, aunque mucho después de la muerte de Africano, a quien hizo
disertar en sus libros sobre la República, pero todavía, antes de la venida de Jesucristo, y si
esto se hubiera pensado y divulgado cuando ya florecía la religión cristiana, ¿quién hubiera
entre éstos que no le pareciera que se debía imputar esta relajación a los cristianos? ¿Por
qué no procuraron sus dioses que no pereciera ni se perdiera entonces aquella República, la
cual Cicerón, muchos años antes que Cristo naciese de la Santísima Virgen, tan
lastimosamente llora por perdida? Examine atentamente los que tanto ensalzan, qué tal fue
aun en la época en que florecieron aquellos antiguos varones y celebradas costumbres; si
acaso floreció en ella la verdadera justicia, o si quizá entonces tampoco vivía por el rigor de
las costumbres, sino que estaba pintada con bellos colores, la cual aun el mismo Cicerón,
ignorándolo cuando la celebraba y prefería, lo expresó; pero en otro lugar hablaremos de
esto, si Dios lo quiere, procurando manifestar a su tiempo, conforme a las definiciones del
mismo Cicerón, cuán brevemente explicó lo que era República y lo que era pueblo en
persona de Escipión, conformándose con él otros muchos pareceres, ya fuesen suyos o de
los que introduce en la misma disputa, donde sostiene que aquélla nunca fue República,
porque jamás hubo en ella verdadera justicia; pero, según las definiciones más probables en
su clase, fue antiguamente República, y mejor la gobernaron y administraron los antiguos
romanos que los que se siguieron después; en atención a que no hay verdadera justicia, sino
en aquella República cuyo Fundador, Legislador y Gobernador es Cristo, si acaso nos
agrada el llamarla República, pues no podemos negar que ella es un bien útil al pueblo;
pero si este nombre, que en otros lugares se toma en diferente acepción, estuviese acaso
algo distante del uso de nuestro modo de hablar, por lo menos la verdadera justicia se halló,
en aquella ciudad de quien dice la Sagrada Escritura: “¡Cuán gloriosas cosas están dichas
de la, Ciudad de Dios!”

CAPITULO XXII

Que jamás cuidaron los dioses de los romanos de que no se estragase y perdiese la
República por las malas costumbres Por lo que se refiere a la presente cuestión, por más
famosa que digan fue, o es, la República, según el sentir de sus más clásicos autores, ya
mucho antes de la venida de Cristo se había hecho mala y disoluta, o por mejor decir, no
era ya tal República, y había perecido del todo con sus perversas costumbres; luego para
que no se extinguiese, los dioses, sus protectores, debieran dar particulares preceptos al
pueblo que los adoraba para uniformar su vida y costumbres, siendo así que los
reverenciaba y daba culto en tantos templos, con tantos sacerdotes, con tanta diferencia de
sacrificios; con tantas y tan diversas ceremonias, fiestas y solemnidades, con tantos y tan
costosos regocijos y representaciones teatrales; en todo lo cual no hicieron los demonios
otra cosa que fomentar su culto, no cuidando de inquirir cómo vivían antes, y procurando
que viviesen mal; pero si todo esto lo hicieron por puro miedo en honra y honor de los
dioses, o si éstos les dieron algunos saludables preceptos, tráiganlos, manifiéstenlos y
léannos qué leyes fueron aquellas que dieron los dioses a Roma y violaron los Gracos
cuando la turbaron con funestas sediciones, cual fueron Mario, Cinna y Carbón, que
fomentaron las guerras civiles, cuyas causas fueron muy injustas, y las prosiguieron con
grande odio y crueldad y con mucha mayor las acabaron, las cuales, finalmente, el mismo
Sila, cuya vida y costumbres, con las impiedades que cometió, según las pinta Salustio, y
otros historiadores, ¿a quién no causan horror? ¿Quién no confesará que entonces pereció
aquella República? ¿Acaso por semejantes costumbres experimentadas reiteradamente en
Roma se atreverán, como suelen, a alegar en defensa de sus dioses aquella expresión de
Virgilio en el libro 2 de la Eneida, donde dice “que todos los dioses que sustentaba en pie
aquel Imperio se marcharon, desamparando sus templos y aras?”

Si lo primero es así, no tienen que quejarse de la religión cristiana, pretendiendo que,


ofendidos de ella sus dioses, los desampararon; pues sus antepasados muchos años antes,
con sus costumbres, los espantaron como a moscas de los altares de Roma; pero, con todo,
¿adónde estaba esta numerosa turba de dioses cuando, mucho antes que se estragasen y
corrompiesen las antiguas costumbres, los galos tomaron y quemaron a Roma? ¿Acaso
estando presentes dormían? Entonces, habiéndose apoderado el enemigo de toda la ciudad,
sólo quedó ileso el monte Capitolino, el cual también le hubieran tomado si, durmiendo los
dioses, por lo menos no estuvieran de vela los gansos; de cuyo suceso resultó que vino a
caer Roma casi en la misma superstición de los egipcios, que adoran a las bestias y a las
aves, dedicando sus solemnidades al ganso; mas no disputo, por ahora, en estos males
casuales que conciernen más al cuerpo que al alma, y suceden por mano del enemigo o por
otra desgracia o casualidad. Ahora únicamente trato de la relajación de las costumbres, las
cuales, perdiendo al principio poco a poco sus bellos colores y despeñándose después al
modo de la avenida de un arroyo arrebatado, causaron, aunque subsistían las casas y los
muros, tanta ruina en la República, que autores gravísimos de los suyos no dudan en
afirmar que se perdió entonces; y para que así fuese hicieron muy bien en marcharse todos
los dioses, desamparando sus templos y aras, si la ciudad menospreció los preceptos que les
habían dado sobre vivir bien, con rectitud y justicia; pero, pregunto ahora: ¿quiénes eran
estos dioses que no quisieron vivir ni conversar con un pueblo que los adoraba, al que
viviendo escandalosamente no enseñaron a vivir bien?

CAPITULO XXIII

Que las mudanzas de las cosas temporales no dependen del favor o contrariedad. de los
demonios, sino de la voluntad del verdadero Dios ¿Acaso no se puede demostrar que,
aunque estos falsos dioses o deidades alentaron y ayudaron a los romanos a satisfacer sus
torpes apetitos, sin embargo, no les asistieron para refrenarlos? ¿Por qué los que
favorecieron a Mario, hombre nuevo y de baja condición, cruel autor y ejecutor de las
guerras civiles, para que fuese siete veces cónsul, y que en su séptimo consulado viniera a
morir viejo y lleno de años, no le patrocinaron asimismo a fin de que no cayera en manos
de Sila, que había de entrar luego vencedor? ¿Por qué no le ayudaron también para que se
amansara y evitara tantas y tan inmensas crueldades como hizo? Pues si para esta empresa
no le ayudaron sus dioses, ya expresamente confiesa que, sin tener uno a sus dioses
propicios y favorables, es factible que consiga la temporal felicidad que tan sin término
codician, y que pueden algunos hombres, como fue Mario, a despecho y contra las
disposiciones y 'voluntad de los dioses, adquirir y gozar de salud, fuerzas y riquezas de
honras y dignidades y larga vida; y que pueden igualmente algunos hombres, como fue
Régulo, padecer y morir muerte afrentosa en cautiverio, servidumbre, pobreza y
desconsuelo, estando en gracia de los dioses, y si conceden que esto es así, confiesan en
breves palabras que de nada sirven, y que en vano los reverencian; porque si procuraron
que el pueblo se instruyese en los principios más opuestos a las virtudes del alma y a la
honestidad de la vida, cuyo premio debe esperar después de la muerte, y si en estos bienes
transitorios y temporales ni pueden dañar a los que aborrecen ni favorecer a los que aman,
¿para qué los adoran y para qué con tanto anhelo? ¿Por qué murmuran en los tiempos
adversos y desgraciados, como si ofendidos se hubieran ido, y al mismo tiempo con impías
imprecaciones injurian la religión cristiana? Y si en estas cosas tienen poder para hacer bien
o mal, ¿por qué en ellas favorecieron a Mario siendo un hombre tan malo, y fueron infieles
a Régulo siendo tan bueno? Y acaso con este procedimiento, ¿no hacen ver claramente que
son sumamente injustos y malos?.

Pero si por estos motivos creyeron que deben ser aún más temidos y reverenciados,
tampoco esto debe creerse, porque es sabido que del mismo modo los adoró Régulo que
Mario, y no por eso nos parezca se debe escoger la mala vida, porque se presume que los
dioses favorecieron más a Mario que a Régulo, ya que Metelo, uno de los mejores y más
famosos romanos, que tuvo hijos dignos del consulado, fue también dichoso en las cosas
temporales, y Catilina, uno de los peores, fue desdichado, perseguido de la pobreza y murió
vencido en la guerra que tan injustamente había promovido. Verdadera y cierta es
solamente la felicidad que consiguen los buenos que adoran a Dios, y es de quien solamente
la pueden alcanzar, pues cuando se iba corrompiendo y perdiendo Roma con las malas
costumbres, no tomaron providencia alguna sus dioses para corregirlas o enmendarlas y
para que no se aniquilase, antes cooperaron a su depravación, corrupción y completa
destrucción. Ni por eso se finjan bue- nos como aparentando en cierto modo que, ofendidos
de las culpas y crímenes de los ciudadanos, se ausentaron, pues seguramente estaban allí;
con lo cual ellos mismos se descubren y conocen, puesto que al fin no pudieron ayudarlos
con sus consejos, ni pudieron encubrirse callando.

Paso por alto el que los minturnenses, excitados de Ia compasión, encomendaron los
sucesos de Mario a la diosa Marica, a, quien rendían adoración en un bosque contiguo al
lugar y consagrado a su hombre, para que le favoreciese y diese prósperos sucesos en todas
sus empresas; y sólo advierto que, vuelto a su primera prosperidad desde la suma
desesperación, caminó fiero y cruel contra Roma, llevando consigo un poderoso y
formidable ejército, adonde cuán sangrienta fue su victoria, cuán cruel y cuánto más fiera
que la de cualquier enemigo, léanlo los que quisieren en los autores que la escribieron. Pero
esto, como digo, lo omito, ni quiero atribuir a no sé qué Marica la sangrienta felicidad de
Mario, sino a la oculta providencia de Dios, para tapar la boca a los, incrédulos y para librar
de su ceguedad y error a los que tratan este punto, no con compasión, sino que lo advierten
con prudencia, porque aunque en estos acontecimientos pueden algo los demonios, es tanto
su poder cuantas son las facultades que les concede el oculto juicio del que es
Todopoderoso, para que, en vista de tales desengaños, no apreciemos demasiado las
felicidades terrenas, las cuales como a Mario, se dispensan también por la mayor parte a los
malos, ni tampoco mirándola bajo otro aspecto la tengamos por mala, viendo que, a
despecho de los demonios, la han tenido también por lo mismo muchos santos y verdaderos
siervos del que es un solo Dios verdadero; ni, finalmente, entendamos que debemos acatar
o temer a estos impuros espíritus por los bienes o males de la tierra; porque así como los
hombres malos no pueden hacer en la tierra todo lo que quieren, así tampoco ellos, sino en
cuanto se les permite por orden de aquel gran Dios, cuyos juicios nadie los puede
comprender plenamente y nadie justamente reprender.

CAPITULO XXIV

De las proezas que hizo Sila, a quien mostraron favorecer Ios dioses El mismo Sila, cuyos
tiempos fueron tales que se hacían desear los pasados (a pesar de que a los ojos humanos
parecía el reformador de las costumbres), luego que movió su ejército para marchar a Roma
contra Mario, escribe Tito Livio que, al ofrecer sacrificios a los dioses, tuvo tan prósperas
señales, que Postumio -sacrificador y adivino en este holocausto- se obligó a pagar con su
cabeza si no cumplía Sila todo cuanto tenía proyectado en su corazón con el favor de los
dioses. Y ved aquí cómo no se habían ausentado los dioses desamparando los sagrarios y
las aras, supuesto que presagiaban los sucesos de la guerra y no cuidaban de la corrección
del mismo Sila. Prometíanle, adivinando los futuros contingentes, grande felicidad, y no
refrenaban su codicia amenazándole con los más severos castigos; después, manteniendo la
guerra de Asia contra Mitrídates, le envió a decir Júpiter con Lucio Ticio que había de
vencer a Mitrídates, y así sucedió; pero en adelante, tratando de volver a Roma y vengar
con guerra civil las injurias que le habían hecho a él y a sus amigos, el mismo Júpiter
volvió a enviar a decirle con un soldado de la legión sexta, que anteriormente le había
anunciado la victoria contra Mitrídates, y que entonces le prometía darle fuerzas y valor
para recobrar y restaurar, no sin mucha sangre de los enemigos, la República.

Entonces preguntó qué forma o figura tenía el que se le había aparecido al soldado, y
respondiendo éste cumplidamente, se acordó Sila de lo que primero le había referido Ticio
cuando de su parte le trajo el aviso de que había de Vencer a Mitrídates. ¿Qué podrán
responder a esta objeción si les preguntamos por qué razón los dioses cuidaron de anunciar
estos sucesos como felices, y ninguno de ellos atendió a corregirlos con sus
amonestaciones, o recordar al mismo Sila las futuras desgracias públicas, si sabían que
había de causar tantos males con sus horribles guerras civiles, las cuales no sólo habían de
estragar, sino arruinar totalmente la República? En efecto, se demuestra bien claro quiénes
son los demonios, como muchas veces lo he insinuado. Sabemos nosotros por el
incontrastable testimonio de la Sagrada Escritura, y su calidad y circunstancias nos
muestran, que hacen su negocio porque les tengan por dioses, adoren y ofrezcan votos, que,
uniéndose con éstos los que se les ofrecen, tengan juntamente con ellos delante del juicio de
Dios una causa de muy mala condición.

Después de llegado Sila a Tarento y sacrificado allí, vio en lo más elevado del hígado del
becerro como una imagen o representación de una corona de oro. Entonces Postumio -el
adivino de quien se ha hecho mención- le dijo que aquella señal quería dar a entender una
famosa victoria que había de conseguir de sus enemigos; por lo que le mandó que sólo él
comiese de aquel sacrificio. Pasado un breve rato un esclavo de Lucio Poncio, adivinando,
dio voces, diciendo: “Sila, mensajero soy de Belona; la victoria es tuya”; añadiendo a estas
palabras las siguientes: “Que se había de quemar el Capitolio.” Dicho esto, se apartó del
campo, donde estaba alojado el ejército, y al día siguiente vol- vió aún más conmovido, y
dando terribles voces, dijo que el Capitolio se había quemado, lo que era cierto, aunque era
muy fácil que el demonio lo hubiese previsto y manifestado luego. Pero es digno de
advertir lo que hace principalmente á nuestro propósito, y es, bajo qué dioses gustan estar
los que blasfeman del Salvador, que es quien pone en libertad las voluntades de los fieles,
sacándolas del dominio de los demonios.

Dio voces del hombre, vaticinando: “Tuya es la victoria, Sila”; y para que se creyese que lo
decía con espíritu divino, anunció también lo que era posible sucediese y después acaeció,
estando, sin embargo, muy distante aquel por quien el espíritu hablaba; pero no dio voces,
diciendo: “Guárdate de cometer maldades, Sila”, las cuales, siendo vencedor cometió en
Roma el mismo que en el hígado del becerro, por singular señal de su victoria, tuvo la
visión de la corona de oro. Y si semejantes señales acostumbraban a dar los dioses buenos y
no los impíos demonios, sin duda que en las entrañas de la víctima prometerían primero
abominables males y muy perniciosos al mismo Sila: en atención a que la victoria no fue de
tanto inte- rés y honor a su dignidad cuanto fue perjudicial a su codicia, con la cual sucedió
que, anhelando ensoberbecido y ufano las prosperidades, fue mayor la ruina y muerte que
se hizo a si mismo en sus costumbres que el estrago que hizo a sus enemigos en sus
personas y bienes.
Estos fatales acaecimientos, que verdaderamente son tristes y dignos de lágrimas, no los
anunciaban los dioses ni en las entrañas de las víctimas sacrificadas, ni con agüeros, sueños
o adivinaciones de alguno, porque más temían que se corrigiese, que no que fuese vencido;
antes procuraban lo posible que el vencedor de sus mismos ciudadanos se rindiese vencido
y cautivo a los vicios nefandos, y por ellos más estrechamente a los mismos demonios.

CAPITULO XXV

Cuánto incitan al hombre a los vicios los espíritus malignos, cuando para hacer las
maldades interponen su ejemplo como una autoridad divina Y de cuanto va referido, ¿quién
no entiende, quién no advierte, sino es el que gusta más de seguir e imitar semejantes dioses
que apartarse con la divina gracia de su infame compañía, cuánto procuran los malignos
espíritus acreditar los vicios y maldades con su ejemplo como con autoridad divina? En
cuya comprobación decimos, que en una espaciosa llanura de tierra de campaña, adonde
poco después los ejércitos civiles se dieron una reñida batalla, los vieron a ellos mismos
pelear entre sí; allí se oyeron primero grandes rumores y estruendos, y luego refirieron
muchos que habían visto por algunos días pelear mutuamente dos ejércitos; y, concluida la
batalla, hallaron como huellas de hombres y caballos, cuantas pudieran imaginarse en un
encuentro igual.

Ahora, pues, si de veras pelearon los dioses entre sí, no se culpen ya las guerras civiles
entre los hombres, sino considérese la malicia o miseria de estos dioses; y si fingieron que
pelearon, ¿qué otra cosa hicieron sino trayendo entre sí los romanos guerras civiles, darles a
entender no cometían maldad alguna teniendo aquel ejemplo de los dioses? A la sazón ya
habían comenzado las guerras civiles y precedido algunos casos horrorosos y abominables
de tan fieras batallas; y asimismo había ya conmovido los corazones de muchos el fatal
suceso acaecido a un soldado que, despojando a otro que había muerto; descubriendo su
cuerpo, conoció que era su hermano, y abominando de las guerras civiles, se mató a sí
mismo en el mismo lugar, haciendo así compañía al difunto cuerpo de su hermano, lo cual
sin duda les movía, persuadía, no precisamente a que se avergonzasen y arrepintiesen de
una maldad tan execrable, sino a que creciese más y más el furor de tan perjudiciales
guerras; luego estos demonios a quienes los tenían por dioses y les parecía debían adorarlos
y reverenciarlos, quisieron aparecerse a los hombres peleando entre sí, para que, a vista de
este espectáculo, no revelase el afecto y amor de una misma patria semejantes encuentros y
combates; antes el pecado y error humano se excusase con el ejemplo divino.

Con este ardid prescribieron también los malignos espíritus que se les consagrasen los
juegos escénicos, de los que he referido ya circunstancialmente algunas particularidades, y
en los que han celebrado tantas abominaciones de los dioses, así en los cánticos y músicas
del teatro como en las representaciones de las fábulas, para que todo el que creyese que
ellos hicieron tales acciones, lo mismo que el que no lo creyese, a pesar de ver que ellos
querían gustosamente que se les ofreciesen semejantes fiestas, seguramente los imitase; y
para que ninguno imagine cuando los poetas cuentan que pelearon entre sí, que habían
escrito contra los dioses injurias y oprobios, y no acciones propias de su divinidad, ellos
mismos, para engañar a los hombres, confirmaron los dichos de los poetas, mostrando a los
ojos humanos sus batallas, no sólo por medio de los actores en el teatro, sino también por sí
mismos en el campo. Nos ha movido a referir esto el observar que sus propios autores no
dudaron en decir y escribir, que muchos años antes de las guerras civiles se había perdido la
República romana con las perversas costumbres de sus ciudadanos, y que no había quedado
sombra de República antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo; cuya perdición no
imputan a sus dioses los que atribuyen a Cristo, los males transitorios y temporales con que
los buenos, ya vivan, o ya mueran, no pueden perecer.

Habiendo nuestro, gran Dios dado tantos preceptos contra las malas costumbres y en favor
de las buenas, y no habiendo tratado sus dioses negocio alguno por medio de semejantes
preceptos con el pueblo que los adoraba, para que aquella República no se perdiese, antes
corrompiendo las mismas costumbres con su ejemplo y detestable autoridad, hicieron que
totalmente se perdiese, de la cual - a lo que entiendo- ninguno se atreviera ya a decir que se
perdió entonces, porque se marcharon todos los dioses; desamparando los sagrarios y las
aras como afectos a las virtudes y ofendidos de los vicios de los hombres; pues por tantas
señales de sacrificios, agüeros y adivinaciones con que deseaban recomendar su divinidad y
presciencia y dar a entender conocían lo futuro y favorecían en las guerras, quedan
convencidos de que estaban presentes; y si de veras se hubieran ido, sin duda con más
piedad y clemencia se hubieran portado los romanos en las guerras civiles, aunque no se lo
inspiran las instigaciones de los dioses, sino sólo sus pasiones y deseos ambiciosos.

CAPITULO XXVI

De los avisos y consejos secretos que dieron los demonios tocante a las buenas costumbres,
aprendiéndose por otra parte públicamente todo género de maldades en sus fiestas Siendo
esto así, y habiéndose manifestado públicamente las torpezas, junto con las crueldades y
afrentas de los dioses, y sus crímenes, verdaderos o fingidos, pidiéndolo ellos mismos y
enojándose si no se ejecutaban, teniéndolos consagrados en ciertas solemnidades y
habiendo pasado tan adelante que los han propuesto en los teatros a vista de todo el
concurso como dignos de ser imitados, ¿qué significa el que estos mismos demonios, que
en semejantes deleites se entremeten y confiesan que son espíritus inmundos y que sus
crímenes y maldades, sean verdaderas o fingidas, y con apetecer que se las celebren,
rogándoselo a los disolutos, y consiguiéndolo por fuerza de los modestos, se declaren ser
autores de la vida disoluta y torpe?.

Con todo, se asegura que allá en sus sagrarios y en lo más secreto de sus templos, dan
algunos preceptos para practicar las buenas costumbres a algunas personas como escogidas,
predestinadas o consagradas a su deidad; y si esto fuese cierto, por el mismo hecho se
convence de más engañosa la malicia de los malignos espíritus; porque es tan poderosa la
fuerza de la bondad y de la honestidad, que toda o casi toda la naturaleza humana se
conmueve con su alabanza, y jamás llega a tan torpe y viciosa que del todo se estrague y
pierda el sentido de la honestidad; en esta inteligencia, si la malicia de los espíritus
infernales no se transfigura a veces -como nos lo advierte la Sagrada Escritura- en ángel de
luz, no puede salir con su pretensión, reducida únicamente a engañarnos; así que en público
la impura y detestable torpeza por todas partes se vende a todo el pueblo, con notable
estruendo y rumor, pero en secreto la honestidad fingida apenas la oyen algunos pocos; la
publicidad es para las cosas abominables y vergonzosas, y el secreto para las honestas y
loables; la virtud está oculta y la maldad descubierta; el mal que se hace y practica convida
a todos los que le ven, y el bien que se predica apenas halla alguno que le oiga, como si lo
honesto fuera vergonzoso y lo torpe, digno de gloria.

Pero ¿dónde se obra tan impíamente sino en los templos de los demonios? ¿En los
tabernáculos de los embustes y engaños? Pues lo primero lo ejecutaron para coger y
prender a los virtuosos y honestos, que son pocos en número, y lo segundo porque no se
corrijan y enmienden los muchos que son torpes y viciosos dónde y cuándo aprendiesen sus
escogidos los preceptos de la celestial honestidad, lo ignoramos. Con todo, en el
frontispicio del mismo templo adonde veíamos colocado aquel otro simulacro todos los que
de todas partes concurríamos acomodándonos donde cada uno podía estar mejor, con gran
atención veíamos los juegos que se hacían; pero volviendo los ojos a un lado,
observábamos la pompa, fausto y aparato de las rameras, y volviéndonos a otros, veíamos
la virgen diosa, y cómo adoraban humildemente a ésta, y celebraban delante de la otra
tantas torpezas. No vimos allí ningún mimo recatado y honesto, en actora que manifestase
alguna modestia o pudor; antes todos cumplían exactamente todos los oficios de
deshonestidad e impureza. Sabían lo que agradaba al ídolo virginal, y representaban lo que
la matrona más prudente podía llevar del templo a su casa.

Algunas que eran más pundonorosas volvían los rostros por no mirar los torpes meneos de
los actores, y, teniendo pudor de ver el arte y dechado de las impurezas, le aprendían
reparándolo con disimulo; pues por estar los hombres presentes tenían vergüenza, y no se
atrevían a mirar con Iibertad los ademanes y posturas deshonestas; pero al mismo tiempo
no osaban condenar con ánimo casto las ceremonias sagradas de la deidad que
reverenciaban. En fin, presentaban públicamente estas obscenidades para que se aprendiese
en el templo aquello que para ejecutarlo, por lo menos en casa, se busca el aposento más
oculto; sería sin duda cosa extraña el que hubiera allí algún pudor en los mortales, para no
cometer libremente las torpezas humanas que religiosamente aprendían delante de los
dioses, habiendo de tenerlos airados si no procuraban representarlas en honra suya. Porque,
¿qué otro espíritu con secreto instinto mueve las almas perversas y depravadas, las insta
para que se cometan adulterios y se apacienta y complace en los cometidos, sino el que se
deleita con semejantes juegos escénicos, poniendo en los templos los simulacros de los
demonios ya gustando en los juegos de las imágenes y retratos de los vicios, murmurando
en lo secreto lo que toca a la justicia, para seducir aun a los pocos buenos, y frecuentando
en lo público lo que nos excita a la torpeza, para apoderarse de infinitos malos?

CAPITULO XXVII

Con cuánta pérdida de la moralidad pública hayan consagrado los romanos, para aplacar a
sus dioses, las torpezas de los juegos Tulio, aquel tan grave y tan excelso filósofo, cuando
comenzó a ejercer el oficio de edil, clamaba delante del pueblo que entre las demás cosas
que pertenecían a su oficio era una aplacar a la diosa Flora con la solemnidad de los juegos,
los cuales suelen celebrarse con tanta más religión cuanta es mayor la torpeza. Dice en otro
lugar, siendo ya cónsul, que en un grave peligro en que se vio la ciudad se habían
continuado los juegos por diez días, y que no se había omitido circunstancia alguna para
aplacar a los dioses; como si no fuera más conveniente enojar a semejantes dioses con la
modestia que aplacarlos con la torpeza, y hacerlos con la honestidad enemigos antes que
ablandarlos con tanta disolución; porque no pudieran causar tan graves daños por más
fiereza y crueldad que usaran los enemigos por cuyo respeto los aplacaban, como causaban
ellos con hacer aplacar con tan abominables impurezas; pues para excusar el daño que se
temía causaría el enemigo en los cuerpos, se aplacaban los dioses de tal manera, que se
extinguía la fuerza y el valor en los ánimos, supuesto que aquellos dioses no se habían de
poner a la defensa contra los que combatían los muros, si primero no daban en tierra y
arruinaban las buenas costumbres.

Esta satisfacción ofrecida a semejantes dioses, deshonesta, impura, disoluta, desenfrenada y


torpe en extremo, condenó a sus ministros en el honor el honrado pundonor y buen natural
de los primeros romanos, los privó de su tribu, los reconoció por torpes y deshonestos, y los
dio por infames. Esta satisfacción, digo, digna de vergüenza y de que la abomine la
verdadera religión; estas fábulas torpes y llenas de calumnias contra los dioses, y estas
ignominiosas acciones de los dioses, maligna y torpemente fingidas, o más maligna y
torpemente cometidas, dándoles públicamente ojos para ver y orejas para oír tales
impurezas, las aprendía generalmente toda la ciudad. Estas representaciones veía que
agradaban a los dioses, y por tanto, creía que no sólo las debía recitar públicamente, sino
que era razón imitarlas también, y no aquel no sé qué de bueno o de honesto que se
manifestaba a tan po- cos y tan en secreto; mas de tal modo se decía, que más temían que
no se supiese y divulgase que el que no se ejecutase.

CAPITULO XXVIII

De la saludable doctrina de la religión cristiana Quéjanse, pues, y murmuran los hombres


perversos e ingratos y los que están más profunda y estrechamente oprimidos del maligno
espíritu de que los sacan mediante el nombre de Jesucristo del infernal yugo y penosa
compañía de estas impuras potestades, y de que los transfieren de la tenebrosa noche de la
abominable impiedad a la luz de la saludable piedad v religión; danse por sentidos de que el
pueblo acuda a las iglesias con una modesta concurrencia y con una distinción honesta de
hombres y mujeres, adonde se les enseña cuánta razón es que vivan bien en la vida
presente, para que después de ella merezcan vivir eternamente en la bienaventuranza;
donde oyendo predicar y explicar desde la cátedra del Espíritu Santo en presencia de todos
la Sagrada Escritura y la doctrina evangélica, a fin de que los que obran con rectitud la
oigan para obtener el eterno premio, y los que así no lo hacen, lo oigan para su juicio y
eterna condenación; y donde cuando acuden algunos que se burlan de esta santa doctrina,
toda su insolencia e inmodestia, o la dejan con una repentina mudanza o se ataja y refrena
en parte con el temor o el pudor; porque allí no se les propone cosa torpe o mal hecha para
verla o imitarla, ya que, o se les enseñan los preceptos y mandamientos del verdadero Dios,
o se refieren sus maravillas y estupendos milagros, o se alaban y engrandecen sus dones y
misericordias, o se piden sus beneficios y, mercedes.

CAPITULO XXIX

Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses Esto es lo que
principalmente debes desear, ¡oh generosa estirpe de la antigua Roma! ¡Oh descendencia
ilustre de los Régulos, Escévolas, Escipiones y Fabricios! Esto es lo que principalmente
debes apetecer; en esto principalmente es en lo que te debes apartar de aquella torpe
vanidad y engañosa malignidad de los demonios.

Si florece en ti naturalmente alguna obra buena, no se purifica y perfecciona sino con la


verdadera piedad, y con la impiedad se estraga y viene a sentir el rigor de la justicia. Acaba
ahora de escoger el medio que has de seguir para que seas sin error alguno alabada, no en ti,
sino en el Dios verdadero; porque aunque entonces alcanzaste la gloria y alabanza popular,
sin embargo, por oculto juicio de la divina Providencia te faltó la verdadera religión que
poder elegir. Despierta ya este día como has despertado ya en algunos, de cuya virtud
perfecta y de las calamidades que han padecido por la verdadera fe nos gloriamos; pues,
peleando por todas partes con las contrarias potestades y venciéndolas muriendo
valerosamente, con su sangre nos han ganado esta patria. A ella te convidamos y
exhortamos para que acrecientes el número de sus ciudadanos, cuyo asilo en alguna manera
podemos decir que es la remisión verdadera de los pecados.

No des oídos a los que desdicen y degeneran de ti; a los que murmuran de Cristo o de los
cristianos y se quejan como de los tiempos malos buscando épocas en que se pase, no una
vida quieta, sino una en que se goce cumplidamente de la malicia humana. Esto nunca te
agradó a ti, ni aun por la eterna patria. Ahora, echa mano y abraza la celestial, por la cual
será muy poco lo que trabajarás, y en ella verdaderamente y para siempre reinarás, porque
allí, ni el fuego vestal, ni la piedra o ídolo del Capitolio, sino el que es uno y verdadero
Dios, que sin poner límites en las grandezas que ha de tener, ni a los años que ha de durar,
te dará un imperio que no tenga fin. No quieras andar tras los dioses falsos y engañosos;
antes deséchalos y desprécialos, abrazando la verdadera libertad.

No son dioses, son espíritus malignos a quienes causa envidia y da pena tu eterna felicidad.
No parece que envidió tanto Juno a los troyanos, de quienes desciendes según la carne, los
romanos alcázares, cuanto estos demonios, que todavía piensas que son dioses, envidian a
todo género de hombres las sillas eternas y celestiales. Y tú misma en muchos condenaste a
estos espíritus cuando los aplacaste con juegos, y a los hombres, por cuyo ministerio
celebraste los mismos juegos, los diste por infames. Déjate poner en libertad del poder de
los inmundos espíritus, los cuales colocaron sobre tus cervices el yugo de su ignominia para
consagraría a sí propios y celebrarla en su nombre.

A los que representaban las culpas y crímenes de los dioses los excluiste de tus honores y
privilegios; ruega, pues, al verdadero Dios que excluya de ti aquellos dioses que se deleitan
con sus culpas, verdaderas, que es mayor ignominia, o falsas, que es cosa maliciosa. Si
bien, por lo que a ti se refería, no quisiste que tuviesen parte en la ciudad los representantes
y los escénicos. Despierta y abre aún más los ojos; de ningún modo se aplaca la Divina
Majestad con los medios con que se desacredita y profana la dignidad humana. ¿Cómo,
pues piensan tener a los dioses que gustan de semejantes honras en el número de las santas
potestades del cielo, pues a los hombres por cuyo medio se les tributan estos honores,
imaginaste que no merecían que los tuviesen en el número del más ínfimo ciudadano
romano? Sin comparación, es más ilustre la ciudad soberana donde la victoria es la verdad,
donde la dignidad es la santidad, donde la paz es la felicidad, donde la vida es la eternidad,
mucho menos que no admite en su compañía semejantes dioses, pues tú en la tuya tuviste
vergüenza de admitir a tales hombres. Por tanto, si deseas alcanzar la ciudad
bienaventurada, huye del trato con los demonios.

Sin razón e indignamente adoran personas honestas a los que se aplacan por medió de
ministros torpes. Destierra a éstos y exclúyelos de tu compañía por la purificación cristiana,
como excluiste a aquellos de tus honras y privilegios, por la reforma del censor, y lo que
toca a los bienes carnales, de los cuales solamente quieren gozar los malos, y lo que
pertenece a los trabajos y males carnales, los cuales no quieren padecer solos. Y como ni
aun en éstos tienen estos demonios el poder que se imagina (y aunque le tuvieran, con todo,
deberíamos antes despreciar estos bienes y males, que por ellos adorar a los demonios, y
adorándolos, privarnos de poder llegar a aquella gloria que ellos nos envidian; pero ni aun
en esto pueden lo que creen aquellos que por esto nos procuran persuadir que se deben
adorar); esto después lo veremos, para que aquí demos fin a este libro.

LIBRO TERCERO CALAMIDADES DE ROMA ANTES DE CRISTO

CAPITULO PRIMERO

De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha padecido el mundo
mientras adoraba a los dioses Ya me parece que hemos dicho lo bastante de los males de las
costumbres y de los del alma, que son de los que principalmente nos debemos guardar y
cómo los falsos dioses no procuraron favorecer al pueblo que los adoraba, a fin de que no
fuese oprimido con tanta multitud de males; antes, por el contrario, pusieron todo su
esfuerzo en que gravemente fuese afligido. Ahora me resta decir de los males que éstos no
quieren padecer, como son el hambre, las enfermedades, la guerra, el despojo de sus bienes,
ser cautivos y muertos, y otras calamidades semejantes a éstas que apuntamos ya en el libro
primero, porque éstas sólo los malos tienen por calamidades, no siendo ellas las que, los
hacen malos; ni tienen pudor (entre las Cosas buenas que alaban) en ser malos los mismos
que las engrandecen, y más les pesa una mala silla donde descansar que mala vida, como si
fuera el sumo bien del hombre tener todas las cosas buenas fuera de sí mismo.

Pero ni aun de estos males que solamente temen los excusaron o libraron sus dioses cuando
libremente los adoraban, porque, cuando en diferentes tiempos y lugares padecía el linaje
humano innumerables e increíbles calamidades antes de la venida de nuestro redentor
Jesucristo, ¿qué otros dioses que éstos adoraba todo el Universo, a excepción del pueblo
hebreo y algunas personas de fuera de este mismo pueblo, dondequiera que por ocultó y
justo juicio de Dios merecieron los tuviese de su mano la divina gracia? Mas por no ser
demasiado largo omitiré los gravísimos males de todas las demás naciones, y sólo referiré
lo que pertenece a Roma y al romano Imperio, esto es, propiamente a la misma ciudad, y
todo lo que las demás, que por todo el mundo estaban confederadas con ella o sujetas a su
dominio, padecieron antes de la venida de Jesucristo, cuando ya pertenecían, por decirlo
así, al cuerpo de su República.

CAPITULO II

Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas
para permitir la destrucción de Troya Primeramente la misma Troya o Ilion, de donde trae
su origen el pueblo romano (porque no es razón que lo omitamos o disimulemos, como lo
insinué en el libro primero, capítulo IV), teniendo y adorando unos mismos dioses, ¿por
qué fue vencida, tomada y asolada por los griegos? Príamo, dice Virgilio, pagó el
juramento que quebrantó su padre Laomedonte; luego es cierto que Apolo y Neptuno
sirvieron a Laomedonte por jornal, pues aseguran les prometió pagarles su trabajo y que se
lo juró falsamente.

Me causa admiración que Apolo, famoso adivino, trabajase en una obra tan grande, y no
previese que Laomedonte no había de cumplirle lo pactado; aunque no era justo que
tampoco Neptuno, su tío, hermano y rey del, mar, ignorase las cosas futuras, pues a éste le
introduce Homero presagiando gloriosos sucesos de la descendencia de Eneas, cuyos
sucesores vinieron a ser los que fundaron a Roma, habiendo vivido, según dice el mismo
poeta, antes de la fundación de aquella ciudad, a quien también arrebató en una nube, como
dice, porque no le matase Aquiles; deseando, por otra parte, trastornar desde los
fundamentos los muros de la fementida Troya que había fabricado con sus manos, como
confiesa Virgilio. No sabiendo, pues, dioses tan grandes, Neptuno y Apolo, que
Laomedonte les había de negar el premio de sus tareas, edificaron graciosamente a unos
ingratos los muros de Troya. Adviertan no sea peor creer en tales dioses que el no haberles
guardado el juramento hecho por ellos, porque eso, ni aun el mismo Homero lo creyó
fácilmente, pues pinta a Neptuno peleando contra los troyanos y a Apolo en favor de éstos,
diciendo la fábula que el uno y el otro quedaron ofendidos por la infracción del juramento.

Luego si creen en tales fábulas, avergüéncense de adorar a semejantes dioses, y si no las


creen, no nos aleguen los perjurios troyanos, o admírense de que los dioses castigasen a los
perjuros troyanos y de que amasen a los romanos. Porque, ¿de dónde diremos provino que
la conjuración de Catilina, formada en una ciudad tan populosa como relajada, tuviese
asimismo tan grande número de personas que la siguiesen, si no de la mano y la lengua que
sustentaba la fuerza de la conspiración, con el perjurio o con la sangre civil? ¿Y qué otra
cosa hacían los senadores tantas veces sobornados en los juicios, tantas el pueblo en los
sufragios o en las causas que ante él pasaban, por medio de las arengas que les hacían, sino
perjurar también? Porque en la época en que florecían costumbres tan detestables se
observaba el antiguo rito de jurar, no para guardarse de pecar con el miedo o freno de la
religión, sino para añadirles perjurios al crecido número de los demás crímenes.
CAPITULO III

Que no fue posible que se ofendiesen los dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy
usada entre ellos, como dicen Así que no hay causa legítima por la cual los dioses que
sostuvieron, como dicen, aquel Imperio, probándose que fueron vencidos por los griegos,
nación más poderosa que ellos, se finjan enojados contra los troyanos porque no les
guardaron el juramento: ni tampoco (como algunos los defienden) se irritaron por el
adulterio de Paris para dejar a Troya, en atención a que ellos suelen ser autores y maestros
(no vengadores) de los más horrendos crímenes. “La ciudad de Roma (dice Salustio), según
yo lo he entendido, la fundaron y poseyeron al principio los troyanos, que, fugitivos de su
patria con el caudillo Eneas, andaban vagando por la tierra sin tener aún asiento fijo”; luego
si los dioses creyeron conveniente vengar el adulterio de Paris fuera razón que le castigaran
antes los troyanos o también en los romanos, supuesto que la madre de Eneas fue la que
cometió este crimen: ¿y por qué motivo condenaban en Paris aquel pecado los que
disimulaban en Venus su crimen con Anquises, que produjo el nacimiento de Eneas? ¿Fue
acaso porque aquél se hizo contra la voluntad de Menelao, y éste con el beneplácito de
Vulcano? Pero yo creo que los dioses no son tan celosos de sus mujeres, que no gusten de
comunicarlas a los hombres. Acaso parecerá que voy satirizando las fábulas y que no trato
con gravedad causa de tanto momento; luego no creamos, si os parece, que Eneas fue hijo
de Venus, y esto es lo que os concedo, con tal que tampoco se diga que Rómulo fue hijo de
Marte; y si éste lo es, ¿por qué no lo ha de ser el otro? ¿Por ventura es ilícito que los dioses
se mezclen con las, mujeres de los hombres, y es lícito que los hombres se mezclen con las
diosas? Dura e increíble condición que lo que por derecho de Venus le fue lícito a Marte,
esto, en su propio derecho, no lo sea lícito a la misma Venus. Con todo, lo uno y lo otro
está admitido y confirmado por autoridad romana, porque no menos creyó el moderno
César era Venus su abuela, que el antiguo Rómulo ser Marte su padre.

CAPITULO IV

Del parecer de Varrón, que dijo era útil se finjan los hombres nacidos de los dioses Dirá
alguno: ¿y crees tú esto?, y yo respondo que de ninguna manera lo creo. Pues aun su docto
Varrón, aunque no lo afirma con certeza, con todo, casi confiesa que es falso. Dice que
interesa a las ciudades que las personas de valor, a pesar de ser falso, se tengan por hijos de
los dioses, para que de este modo el corazón humano, como alentado con la confianza de la
divina estirpe, emprenda con mayor ánimo y denuedo las acciones grandes, las examine
con más madurez y eficacia y con la misma seguridad las acabe más felizmente. Este
dictamen de Varrón, referido como pude con mis palabras, ya veis cuán grande portillo abre
a la falsedad, cuando entendamos que se pudieron ya inventar y fingir muchas ceremonias
sagradas, y como religiosas, cuando pensemos que aprovechan e importan a los ciudadanos
romanos las mentiras aun sobre los mismos dioses.
CAPITULO V

Que no se prueba que los dioses castigaron el adulterio de Paris, pues en la madre de
Rómulo le dejaron sin castigo Pero si pudo Venus con Anquises parir a Eneas, o Marte de
la unión con la hija de Numitor engendrar a Rómulo, dejémoslo por ahora, porque casi otra
semejante cuestión se origina igualmente de nuestras Escrituras, cuando se pregunta si los
ángeles prevaricadores se juntaron con las hijas de los hombres, de donde nacieron unos
gigantes, esto es, unos hombres de estatura elevada y fuertes, con que se pobló entonces la
tierra.

Pero, entre tanto, nuestro discurso abrazará lo uno y lo otro; porque si es cierto lo que entre
ellos se lee de la madre de Eneas y del padre de Rómulo, ¿cómo pueden los dioses
enfadarse de los adulterios de los hombres, sufriéndolos ellos entre sí con tanta
conformidad? Y si es falso, tampoco pueden enojarse de los verdaderos adulterios humanos
los que se deleitan aun de los suyos fingidos, y más que si el crimen de Marte no se cree,
tampoco puede creerse el de Venus. Así que con ningún ejemplo divino, se puede defender
la causa de la madre de Rómulo, en atención a que Silvia fue sacerdotisa vestal, y por eso
debieran los dioses vengar antes este crimen sacrílego contra los romanos que el adulterio
de Paris contra los troyanos. Era, pues, un delito tan execrable entre los antiguos romanos
éste, que enterraban vivas a las sacerdotisas vestales, convencidas de deshonestidad; y a las
mujeres adúlteras, aunque las afligían lo bastante, con todo, no era con ningún género de
muerte cruel, pero acostumbraban a castigar con más rigor a los que pecaban contra los
sagrarios divinos, que no a los que manchaban los lechos humanos.

CAPITULO VI

Del parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses Y añado otra circunstancia, y es que,
si tanto se irritaron los dioses de los pecados de los hombres, que ofendidos del rapto de
Paris asolaron a Troya a sangre y fuego, pudiera moverles. Más contra los romanos la
muerte impía del hermano de Rómulo, que contra los troyanos la burla hecha al esposo
griego: sin duda más debía irritarles el parricidio cometido en una ciudad recién fundada,
que el adulterio de la que ya reinaba, cuya investigación nada importa para el asunto que
ahora tratamos; esto es, si el asesinato le mandó hacer Rómulo, o si le ejecutó él mismo, lo
cual muchos lo niegan sin reflexión, otros por vergüenza lo ponen en duda, y algunos de
pena disimulan.

Y para que no nos detengamos en averiguar con demasiada diligencia esta circunstancia,
atendiendo a los testimonios de tantos escritores, consta claramente que mataron al
hermano de Rómulo, no los enemigos, ni los extraños, sino el mismo Rómulo, que ejecutó
por sí mismo el fratricidio, o mandó se hiciese; y aun cuando así fuese, parece tuvo mejor
derecho para decretarlo, pues Rómulo era el primer jefe y legislador de los romanos, y Paris
no lo era de los troyanos. ¿Por qué razón provocó la ira de los dioses contra los troyanos
aquel que robó la mujer ajena y Rómulo, que mató a su hermano, excitó y convidó a los
mismos dioses a que tomasen sobre sí la tutela y amparo de los romanos? Y si este delito ni
le cometió ni le mandó ejecutar Rómulo, no obstante que la trasgresión era digna de
castigo, toda la ciudad fue la que le hizo, porque toda pasó por él y no hizo caso de él; y no
mató precisamente a su hermano, sino lo que es más notable, a su mismo padre; en atención
a que el uno y el otro fue su fundador, y quitando al uno alevosamente la vida no le dejaron
reinar, creo que no hay para qué insinuar el castigo que mereció Troya para que la
desamparasen los dioses, y así pudiese perecer, y el bien que mereció Roma para que
hiciesen en ella asiento los dioses y pudiese creer, a no ser que digamos que, vencidos,
huyeron de Troya y se vinieron a Roma para engañar también a estos nuevos fundadores de
la República romana; sin embargo, de que es más cierto el que se quedaron en Troya para
engañar, como suelen, a los que habían de ir a vivir en aquellas tierras, y ejercitando en
Roma los mismos artificios de sus retiradas seducciones, fueron ensalzadas con mayores
glorias, siendo adorados con extraordinarios honores.

CAPITULO VII

De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario Y para explicarnos con
más sencillez, decimos que, cuando ya pululaban las guerras civiles, ¿en qué había pecado
la miserable ciudad de Ilion para que Fimbria, hombre facineroso del bando y parcialidad
de Mario, la asolase con mayor fiereza e inhumanidad que antiguamente lo hicieron los
griegos? Entonces al menos escaparon muchos huyendo, y muchos hechos cautivos a lo
menos vivieron, aunque en servidumbre; pero Fimbria mandó, ante todo promulgar un
bando por el cual ordenaba que a ninguno se perdonase, y así quemó y abrasó toda la
ciudad y sus moradores.

Este impío decreto se mereció la ciudad de Ilion, no por mano de los griegos, a quienes
había irritado con sus maldades, sino por la de los romanos, a quienes había propagado con
sus calamidades, no favoreciendo para estorbar tantas desgracias los dioses que los unos y
los otros comúnmente adoraban, o lo que es más cierto, no pudiendo ayudarles en
infortunio tan grave. ¿Acaso entonces, desamparando sus sagrarios y aras se habían
ausentado todos los dioses que sostenían en pie aquel lugar después que los griegos le
quemaron y asolaron? Y si se habían ido, deseo saber la causa; y cuanto más la examino,
hallo que tanto mejor es la de los ciudadanos cuanto es peor la de los dioses; porque los
habitantes cerraron las puertas a Fimbria sólo por conservar la ciudad a Sila, y él, enojado,
les puso fuego, los abrasó y destruyó del todo; hasta entonces Sila era capitán de la mejor
parte civil, y hasta entonces procuraba con las armas recobrar la República; pero de estos
buenos principios aún no hablan llegado a experimentarse los malos fines. ¿Qué
deliberación más justa y concertada pudieron tomar en tal apuro los vecinos de aquella
ciudad? ¿Cuál más honesta? ¿Cuál más fiel? ¿Qué acción más digna de la amistad y
parentesco que tenían con Roma que conservar la ciudad en defensa de la mejor causa de
los romanos y cerrar las puertas a un parricida de la República romana? Pero en cuán
grande ruina y destrucción suya se les convirtió esta generosa acción, véanlos los
defensores de los dioses que desamparasen éstos a los adúlteros y que dejasen Ilion en
poder de las llamas griegas, para que de sus cenizas naciese Roma más casta, sea
enhorabuena; pero, ¿por qué causa desampararon después la ciudad cuna, de los roma- nos,
no rebelándose contra Roma su noble hijo, sino guardando la fe más constante y piadosa al
que en ella tenía mejor causa? Y, sin embargo, la dejaron para que la asolase, no a los más
valientes griegos, sino al hombre más torpe de los romanos. Y si no agradaba a los dioses la
parcialidad de Sila, que es para quien los infelices moradores guardaban su ciudad cuando
cerraron las puertas, ¿por qué prometían tantas felicidades al mismo Sila?

Con esta demostración se conoce igualmente que son más lisonjeros de los felices que
protectores de los desdichados: luego no fue asolado entonces ya Ilion porque ellos le
desampararon; ya que los demonios, que están siempre vigilantes para engañar, hicieron lo
que pudieron; pues habiendo arruinado y quemado con el lugar todos los ídolos, sólo el de
Minerva, dicen, como escribe Livio, que en una ruina tan grande de sus templos quedó
entero, no porque se dijese en su alabanza: “¡Oh dioses patrios, bajo cuyo amparo está
siempre Troya!” Sino porque no se dijese para su defensa que se habían ido todos los
dioses, desamparando sus sagrarios y aras, en atención a que se les permitió pudiesen
conservar aquel ídolo, no para que por este hecho se probase que eran poderosos, sino para
que se viese que les eran favorables.

CAPITULO VIII

Si fue prudente encomendarse Roma a los dioses de Troya ¡Qué prudente deliberación fue
encomendar la, conservación de Roma a los dioses troyanos, después de haber visto por
experiencia lo que pasó en Troya! Dirá alguno que ya estaban acostumbrados a vivir en
Roma cuan do Fimbria asoló Ilion; pero, ¿dónde estaba el simulacro de Minerva? Y si
estaban en Roma cuando Fimbria destruyó Ilion, ¿acaso cuando los galos tomaron y
abrasaron a Roma estaba en Ilion? Pero como tienen perspicaz el oído y veloz el
movimiento, al graznido de los gansos volvieron en seguida para defender siquiera la roca
del Capitolio, que solamente había quedado; mas para poder venir a defender el resto de la
ciudad llegó el aviso tarde.

CAPITULO IX

Si la paz que hubo en tiempo de Numa se debe creer que fue obra de los dioses Créese
también que éstos ayudaron a Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, para que gozase la paz
que disfrutó en todo su reinado, y a que cerrase las puertas de Jano, que suelen estar
abiertas en tiempo de guerra; es, a saber, porque enseñó a los romanos muchos ritos y
ceremonias sagradas. A éste se le pudiera dar el parabién del ocio y quietud que gozó en el
tiempo de su reinado, si pudiera emplearla en proyectos saludables, y, dejándose de una
curiosidad perniciosa, se aplicara con verdadera piedad a buscar al Dios verdadero. Mas no
fueron los dioses los que le concedieron el reposo, y es creíble que menos le engañaran si
no le hallaran tan ocioso, porque cuanto menos ocupado le hallaron, tanto más le
empeñaron en sus detestables designios y cuáles fueron sus pretensiones y los artículos con
que pudo introducir para sí o para la ciudad semejantes dioses, lo refiere Varrón, de lo cual,
si fuere la voluntad de Dios, hablaremos más largamente en su lugar; pero ahora, porque
tratamos de sus beneficios, decimos que grande. y singular merced es la paz, mas las
incomparables gracias del verdadero Dios son comunes por la mayor parte, como el sol, el
agua y otros medios importantes para la vida, para los ingratos y gente perdida; y si este tan
particular bien le hicieron los dioses a Roma o a Pompilio, ¿por qué después jamás se le
hicieron al Imperio romano en tiempos mejores y más loables? ¿Eran, acaso, más
interesantes los ritos y ceremonias sagradas cuando se instituían que cuando, después de
instituidas, se celebraban?.

Ahora bien; entonces no existían, sino que se estaban instituyendo, y después ya existían y
para que aprovechasen se guardaban. ¿Cuál fue la causa de que los cincuenta y tres años, o
como otros quieren, treinta y nueve, se pasaron con tanta paz reinando Numa, y después,
establecidas ya, las ceremonias sagradas y teniendo ya por protectores a los mismos dioses
que habían sido honrados con las mismas ceremonias, apenas después de tantos años, desde
la fundación de Roma hasta Augusto César, se refiera uno por gran milagro, concluida la
primera guerra pánica, en que pudieron los romanos cerrar las puertas de la guerra?

CAPITULO X

Si se debió desear que el imperio romano creciese con tan rabiosas guerras, pudiendo estar
seguro, con lo que creció en tiempo de Numa Responderán acaso que el Imperio romano no
podía extender tanto por todo el mundo su dominio y ganar tan grande gloria y fama, si no
es con las guerras continuas, sucediéndose sin interrupción las unas a las otras. Graciosa
razón por cierto; para que fuera dilatado el Imperio, ¿qué necesidad tenía de estar en
guerra? Pregunto: en los cuerpos humanos, ¿no es más conveniente tener una pequeña
estatura con salud, que llegar a una grandeza gigantesca con perpetuas aflicciones, y
cuando hayáis llegado, no descansar, sino vivir con mayores males cuando son mayores los
miembros? ¿Y qué mal hubiera sido, o qué bien no hubiera sucedido, si duraran aquellos
tiempos que notó Salustiano, cuando dice: “Al principio los reyes (porque en el mundo éste
fue el primer nombre que tuvo el mando y el imperio) fueron diferentes: unos ejercitaban el
ingenio, otros el cuerpo, los hombres pasaban su vida sin codicia, y cada uno estaba
sobradamente con lo suyo?”. ¿Acaso, para que creciera tanto el Imperio, fue necesario lo
que aborrece Virgilio, diciendo “que a poco vino la edad peor y achacosa, y sucesivamente
la rabia de la guerra y la ansia de poseer?” Mas seguramente se excusan con justa causa los
romanos de tantas guerras como emprendieron e hicieron, con decir estaban obligados a
resistir a los enemigos que imprudentemente les perseguían, y que no era la codicia de
alcanzar gloria y alabanza humana, sino la necesidad de defender su vida y libertad la que
les incitaba a tomar las armas.

Sea así enhorabuena: “porque después que su República (como escribe el mismo Salustio)
se engrandeció con las leyes, costumbres y posesiones, y parecía que estaba harto próspera
y poderosa, como sucede las más veces en las cosas humanas, de la opulencia y riqueza
nació la envidia y la emulación: así que los reyes y pueblos comarcanos los comenzaron a
tentar con la guerra, y pocos de sus amigos acudieron en su favor, pues los demás, aterrados
con el miedo, hurtaron el cuerpo a los peligros; pero los romanos, diligentes en la paz y en
la guerra, comenzaron a darse prisa, disponíanse con denuedo, animábanse los unos a los
otros, salían al encuentro a sus enemigos, defendían con las armas su libertad, padres y
patria; mas después habiéndose librado con su valor de los peligros inminentes que les
rodeaban, se aplicaron a socorrer a sus amigos, aliados y confederados, empezando con esta
política a granjear amistades más con hacer que con recibir beneficios”.
Con estos medios suaves se acrecentó honestamente Roma; pero reinando Numa, para que
hubiese una paz tan estable y prolongada, pregunto: si les acometían los enemigos e
incitaban con la guerra, o si acaso no había recelos de ésta, para que así pudiese perseverar
aquella paz; pues si entonces era provocada Roma con la guerra y no resistía a las armas
con las armas, con la traza que se apaciguaban los enemigos sin ser vencidos en campal
batalla y sin causarles temor con ningún ímpetu de guerra, con la misma traza podía Roma
reinar siempre en paz, teniendo cerradas las puertas de Jano, y si esto no estuvo en su mano,
luego no tuvo Roma paz todo el tiempo que quisieron sus dioses, sino el que quisieron los
hombres, sus comarcanos, que no se la turbaron con hostilidad alguna; si no es que
semejantes dioses se atrevan también a vender al hombre lo que otro hombre quiso o no
quiso. Es verdad que esta alternativa de acontecimientos coincide con el vicio propio y
culpa de los malos, que opinan que se les permite a estos demonios el atemorizarles, o
animarles sus corazones; pero si siempre dependiesen de su arbitrio tales sucesos, y por otra
oculta y superior potestad no se hiciese muchas veces lo contrario de lo que ellos pretenden,
siempre tendrían en su mano la paz y las victorias en la guerra, las cuales, las más de las
veces, acontecen según disponen y mueven los ánimos de los hombres.

CAPITULO XI

De la estatua de Apolo Cumano, cuyas lágrimas se creyó que pronosticaron la destrucción


de los griegos por no poderles ayudar Y con todo, por la mayor parte suceden semejantes
acontecimientos contra su voluntad, según lo confiesan las fábulas, que mienten mucho y
apenas tienen indicio de cosa que sea verosímil, y también las mismas historias romanas, en
cuya comprobación decimos que no por otro motivo se tuvo aviso que Apolo Cumano lloró
cuatro días continuos, al tiempo que sostenían guerra los romanos contra los aqueos y
contra el rey Aristónico; pero atemorizados los arúspices con este prodigio, y siendo de
parecer que se debía echar en el mar aquel ídolo, intercedieron los ancianos de Cumas,
diciendo que otro semejante milagro se había visto en la misma estatua en tiempo de la
guerra de Antioco y en la de Jerjes, afirmando que en ellas les había sido próspera la
fortuna a los romanos, pues por decreto del Senado le habían enviado sus dones a Apolo.
En virtud de esta contestación congregaron entonces otros arúspices más prácticos, y
examinando el caso con la debida circunspección, respondieron unánimemente que las
lágrimas de la estatua de Apolo eran favorables a los romanos, porque Cumas era colonia
griega, y que llorando Apolo había significado llanto y desgracias a las tierras de donde le
habían traído, esto es, a la misma Grecia. Después de breve tiempo vino la nueva fatal de
haber sido vencido y preso el rey Aristónico, quien seguramente no quisiera Apolo que
fuera vencido, y de ello le pesaba, significándolo con lágrimas de su piedra, por lo que no
tan fuera de propósito nos pintan como veraz la condición de los demonios los poetas con
sus versos verosímiles, aunque fabulosos; porque en Virgilio leemos que Diana se duele y
aflige por Camila, y que Hércules llora por Palante, advirtiendo que le habían de matar; por
esta causa quizá también Numa Pompilio, gozando de una suave y larga paz, pero
ignorando por beneficio de quién le provenía aquella felicidad, sin procurar indagarlo,
estando Ocioso imaginando a qué dioses encomendaría la salud de los romanos y la
conservación de su reino, y opinando que el verdadero y poderoso Dios no cuidaba de las
cosas terrenas, y acordándose al mismo tiempo que los dioses troyanos, que Eneas había
traído, no habían podido conservar por mucho tiempo ni el reino de Troya ni el de Lavinio,
que el mismo Eneas había fundado, le pareció seria bueno proveerse de otros para añadirlos
a los primeros que con Rómulo habían pasado a Roma, o a los que habían de pasar después
de la destrucción de Alba, poniéndoselos, o por guardas como a fugitivos, o por ayuda y
socorro como a poco poderosos.

CAPITULO XII

Cuántos dioses añadieron los romanos, fuera de los que hizo Numa, cuya multitud no les
ayudó ni sirvió de nada Con todo, no quiso contentarse con tributar culto a todos los dioses,
como estableció en ella Numa Pompilio, sino que trató de añadir otros infinitos. Entonces
aún no se había fundado el suntuoso templo de Júpiter, pues el rey Tarquino fue el que
fabricó el Capitolio. Esculapio de Epidauro vino a Roma para poder, pues era sabio médico,
ejercer en aquella noble ciudad su arte con más gloria y fama; y la madre de los dioses fue
conducida no sé de qué ciudad del Pesinunte, por parecer impropio que, presidiendo ya y
reinando el hijo en el monte Capitolino, estuviese ella escondida en un lugar de tan poco
nombre; la cual, si es cierto que es madre de todos los dioses, no sólo vino a Roma después
de algunos de sus hijos, sino que también precedió o otros que habían de venir después de
ella.

Me causa extraordinaria admiración que esta diosa pariese al Cinocéfalo, que transcurridos
muchos años vino de Egipto, y si procreó igualmente a la diosa Calentura, averígüelo
Esculapio, su biznieto; con todo, cualquiera que fuese su madre, me parece que no se
atreverán los dioses peregrinos o forasteros a decir que es mal nacida y de baja condición
una diosa que es ciudadana romana, estando bajo la protección de tantos dioses. ¿Y quién
habrá que pueda contar los naturales y advenedizos, los celestes, terrestres, infernales, los
del mar, fuentes y ríos, y, como dice Varrón, los ciertos e inciertos, y los de todo género,
como se contienen en los animales, machos y hembras? Estando, pues, bajo la tutela de
tantos dioses romanos, no sería razón que fuera perseguida y afligida con tan grandes y
horribles calamidades, como de muchas referiré algunas pocas, pues con una tan grande
humareda, como si fuese señal de atalaya, vino a juntar para su defensa una infinidad de
dioses a quienes poder erigir y dedicar templos, altares, sacerdotes y sacrificios, ofendiendo
con tan horrendos holocaustos al verdadero Dios, a quien sólo se deben estos cultos,
practicados con la mayor veneración; y aunque vivió más dichosa con menos número, con
todo, cuanto mayor se hizo, le pareció era menester proveerse de más, como una nave de
marineros desahuciada, a lo que presumo, y sinceramente persuadida de que aquellos pocos
-bajo cuya tutela había vivido más arregladamente en comparación de sus ordinarios
excesos- no bastaban a socorrer a su grandeza, puesto que en el principio, y en tiempo de
los mismos reyes, a excepción de Numa Pompilio, de quien he hablado ya, es notorio
cuántos males causaron aquellas discordias y contiendas, que llegaron a quitar la vida al
hermano de Rómulo.

CAPITULO XIII

Con que derecho y capitulaciones alcanzaron los romanos las primeras mujeres en
casamiento Del mismo modo, ni Juno, que con su Júpiter fomentaba ya y favorecía a los
romanos y a la gente togada, ni la misma Venus pudo ayudar a los descendientes de su
Eneas para que pudiesen haber mujeres conforme a razón; llegando a tanto extremo la falta
de ellas, que se vieron precisados a robarías por engaño, y después del rapto tuvieron
necesidad de tomar las armas contra los suegros, y dotar a las tristes mujeres que por el
agravio recibido en la sangre de sus padres no estaban aún reconciliadas con sus maridos;
¿y dirán todavía que en esta guerra salieron los romanos vencedores de sus vecinos? Y
estas victorias, pregunto, ¿cuántas heridas y muertes costaron, así de parientes como de los
comarcanos? Por amor a un César y a un Pompeyo, suegro y yerno, ha- biendo ya muerto la
hija de César, mujer de Pompeyo, exclama Lucano, excitado de un justo dolor, resultó la
más que civil batalla de los campos de Emacia, y del derecho adquirido con una acción
abominable dimanó el ser necesario que venciesen los romanos para conseguir por fuerza,
con las manos bañadas en sangre de sus suegros, los miserables brazos de sus hijas, y
también para que ellas no se atreviesen a llorar la muerte de sus padres, por no ofender la
gloria de sus maridos, las cuales, mientras ellos peleaban, estaban suspensas e indecisas, sin
saber para quiénes habían de pedir a Dios la victoria Tales bodas ofreció al pueblo romano
Venus, sino Belona, o acaso Alecto, aquella infernal furia que, cuando los favorecía ya
Juno, tuvo contra ellos más licencia que cuando con sus ruegos la estimulaba contra Eneas;
más venturoso fue el cautiverio de Andrómaca que los matrimonios de los romanos; porque
Pirro, aun después que gozó de sus brazos, ya cautiva, a ninguno de los troyanos quitó la
vida; pero los romanos mataban en los reencuentros a los suegros cuyas hijas abrazaban ya
en sus tálamos.

Andrómaca, sujeta ya a la voluntad del vencedor, sólo pudo sentir la muerte de los suyos,
mas no temerla; las otras, casadas con los que andaban actualmente en la guerra, temían
cuando iban sus maridos a ellas, las muertes de sus padres, y cuando volvían se lamentaban
sin poder temer ni sentir libremente, porque por las muertes de sus ciudadanos, padres,
deudos y hermanos, piadosamente se entristecían, o por las victorias de sus maridos
cruelmente se alegraban. A estas tristes circunstancias se añadía que, como son varios los
sucesos de la guerra, algunas, al filo de la espada de sus padres, perdían a sus maridos, y
otras, con las espadas de los unos y de los otros, los padres y los maridos.

No fueron tampoco de poco momento los terribles aprietos y peligros que sufrieron los
romanos, pues llegaron sus enemigos a poner cerco a la ciudad, defendiéndose los sitiados a
puertas cerradas; pero habiéndolas abiertas por traición y entrado el enemigo dentro de los
muros, se dio aquella tan abominable y cruel batalla en la misma plaza entre los suegros y
los yernos, en la que iban también de vencida los raptores, y, a veces, huyendo a sus casas,
deslustraban más gravemente sus pasadas victorias, aunque de la misma manera fueron
éstas vergonzosas y lastimosas. Aquí fue donde Rómulo, desahuciado ya del valor de los
suyos, hizo oración a Júpiter, pidiéndole hiciese que se detuviesen y parasen los suyos; de
donde le vino a Júpiter el nombre de Estator. Ni con esta providencia se hubieran acabado
tantos daños, si las mismas hijas, desgreñadas, desmelenadas, no se pusieran de repente por
medio, y postradas a los pies de sus padres no aplacaran su justo enojo, no con las armas
victoriosas, sino con piadosas y humildes lágrimas. Tranquilizados los ánimos y acordados
por ambas partes los conciertos, Rómulo fue obligado a admitir por socio en el reino a Tito
Tacio, rey de los sabinos, siendo así que antes no había podido sufrir la compañía de su
hermano Remo en el gobierno. Y ¿cómo había de tolerar a Tacio el que no sufrió a un
hermano gemelo? Así pues, le quitó también la vida, y quedó solo con el reino. ¿Qué
condiciones de matrimonios son éstas? ¿Qué motivos de guerras? ¿Qué modo de conservar
la fraternidad, afinidad, sociedad y divinidad? Finalmente, ¿qué vida y costumbres éstas de
una ciudad que está bajo la tutela de tantos dioses? ¿Notáis cuán grandes cosas pudiera
decir sobre esto si no cuidara de lo que resta y me apresurara a tratar otras materias?

CAPITULO XIV

De la injusta guerra que los romanos hicieron a los albanos y de la victoria que alcanzaron
por codicia de reinar Y ¿qué fue lo que sucedió en Roma después de la muerte de Numa
cuando la gobernaban los reyes sus sucesores? ¿Con cuánto perjuicio, no sólo suyo, sino
también de los romanos, fueron provocados los albanos a tomar las armas? En efecto, la
paz de Numa fue tanto más vergonzosa cuanto fueron más frecuentes las derrotas que
padecieron alternativamente los ejércitos romano y albano, de que se siguió el menoscabo y
quebranto de ambas ciudades, porque la ínclita ciudad de Alba, fundada por Ascanio, hijo
de Eneas (la cual era madre más próxima de Roma que Troya), siendo provocada por el rey
Tulo Hostilio, tomó las armas y peleó, y peleando quedaron ambas igualmente destrozadas;
y así determinaron fiar los sucesos de la guerra, por una y otra parte, a los tres hermanos
mellizos. Salieron al campo, de la parte de los romanos, tres Horacios, y de los albanos, tres
Curiacios; éstos mataron a dos Horacios, un Horacio maté a los tres Curiacios, y así quedo
Roma con la victoria, habiendo padecido también en esta última batalla la desgracia de que
de tres, uno solo volvió vivo a casa. Y ¿para quién fue el daño de los unos de Venus, para
los nietos de Júpiter los otros? ¿Para quién el llanto, sino para el linaje de Eneas, para la
descendencia de Ascanio, para los nietos de Júpiter? Esta guerra fue más que civil, pues
peleó la ciudad hija con la ciudad madre. Causó asimismo este combate postrero de los
mellizos otro fiero y horrible mal, porque como eran ambos pueblos antes amigos, por ser
vecinos y deudos, pues la hermana de los Horacios estaba desposada con uno de los
Curiacios, ésta, luego que vio los tristes despojos de su esposo en poder de su hermano
victorioso, no pudo disimular ni contener las lágrimas, y por una acción tan natural la
asesinó su propio hermano.

Estoy firmemente persuadido que el afecto de esta sola mujer fue más humano que el de
todo el pueblo romano; porque imagino que la que poseía ya a su marido por medio de la fe
dada en los esponsales, y acaso también doliéndose de su hermano, viendo que había
muerto a Curiacio, a quien había prometido a su hermana en matrimonio, creo, digo, que
sus lágrimas no fueron culpables, y así, en Virgilio, el piadoso Eneas, con justa causa, se
duele y lastima de la muerte del enemigo, aun del que él mató por su propia mano;
asimismo Marcelo, considerando la ciudad de Siracusa y que había caído en un momento
entre sus manos toda la grandeza y gloria que poco antes tenía, pensando en la suerte
común, con lágrimas, se compadeció de su fatal suerte.

Por el amor natural que mutuamente nos debemos, suplico nos dé licencia el ser humano
para que, sin llorar una mujer a su difunto esposo, muerto por mano de su hermano,
supuesto que los hombres pudieron llorar, aun con gloria y aplauso, a los enemigos que
habían vencido; así que, al mismo tiempo que aquella mujer lloraba la muerte que su
hermano había dado a su esposo, Roma se alegraba de haber peleado con tanta fiereza
contra la ciudad, su madre, y de haber vencido con tanta efusión de sangre de parientes de
una y otra parte. ¿Para qué alegan en mi favor el nombre de alabanzas o el nombre de
victoria? Quítense las sombras de la vana opinión, examínense las obras imparcialmente,
pondérense y júzguense desnudas de todo afecto. Dígase el crimen de Alba, como se decía
el adulterio de Troya, y seguramente que no se hallará ninguna de su clase, ninguna que se
le parezca cualquier flojedad o descuido me preinstigar a los hombres al manejo de las
armas y aficionarlos a desacostumbradas victorias y a los triunfos. Por aquel pecado se vino
a cometer una maldad tan execrable como fue la guerra entre amigos y parientes, y este
crimen tan grave bien de paso le toca Salustio, porque, habiendo referido en compendio
(alabando los tiempos antiguos, cuando pasaban su vida los hombres sin codicia y vivía
cada uno contento con lo suyo), dice “que después que comenzaron Ciro en Asia, y los
lacedemonios y atenienses en Grecia, a subyugar las ciudades y naciones y a tener por
motivo justo para declarar la guerra el insaciable apetito de reinar, y a juzgar que la mayor
gloria consistía en poseer un dilatado Imperio”, con lo demás que empezó allí a relacionar,
me basta por ahora el haber referido hasta aquí sus palabras; este deseo de reinar mete a, los
hombres en grandes trabajos y quebrantos.

Vencida entonces de este epíteto, Roma triunfaba de haber vencido a Alba, y doraba su
crimen con el pomposo nombre de gloria, porque, según dice la Sagrada Escritura, “el
pecador se jacta en los perversos deseos de su alma, y el inicuo se ve celebrado”. Quítense,
pues, las engañosas celadas y las máscaras con que se disfrazan todas las cosas, para que
sinceramente se examinen y consideren. Nadie me diga: aquel y el otro es grande porque
combatió con éste y aquél y venció; pues también combaten los gladiadores y vencen del
mismo modo, y esta crueldad tiene igualmente por premio la, alabanza; pero en mi
concepto, tengo por más laudable pagar la pena de cualquier flojedad o descuido que
pretender la gloria de aquellas armas; y con todo, si saliesen al teatro y a la arena a
combatir entre sí un par de gladiadores que el uno fuese padre y el otro hijo, ¿quién pudiera
sufrir semejante espectáculo? ¿Quién no lo estorbara? ¿Cómo, pues, pudo ser gloriosa la
guerra que se hizo entre dos ciudades madre e hija? ¿Hubo, por ventura, aquí alguna
diferencia porque no hubo arena, o porque se llenaron los campos más extendidos y
espaciosos con los cadáveres no de los gladiadores, sino de infinitos de uno y otro pueblo?
¿Acaso porque estos combates y batallas no las cercaba algún anfiteatro, sino todo el orbe?
¿O porque se mostraba aquel impío espectáculo a los entonces presentes y a los venideros
hasta donde se extiende esta fama?.

Con todo, aquellos dioses patronos del Imperio romano, y que, como en un teatro, estaban
mirando estos debates padecían entre sí los impulsos de la pasión que tenía cada uno a la
parte que favorecía, hasta que la hermana de los Horacios, como habían sido muertos los
tres Curiacios, también ella, muriendo a manos de su hermano, entró con sus dos hermanos
a ocupar el número de los otros tres de la otra parte, para que así no tuviera menos muertos
la vencedora Roma. Después, para conseguir el fruto de la victoria, asolaron a Alba, donde
después de Ilion, destruido por los grie- gos, y después de Lavinio, donde el rey Latino
puso por rey al fugitivo Eneas, habitaron finalmente aquellos dioses troyanos. Pero, según
lo tenían ya de costumbre, quizá también se habían ausentado ya de allí, y por eso fue
destruida. Fuéronse, en efecto, y desampararon sus sagrarios y aras todos los dioses que
mantuvieron en pie aquel Imperio. Y ved aquí cómo se fueron ya la tercera vez, para que a
la cuarta, por justa providencia, se les encomendase Roma; porque igualmente les
descontentó” Alba, donde echando del reino a su hermano, reinó Amulio, y al mismo
tiempo les había agradado Roma, donde, habiendo muerto a su hermano, había reinado
Rómulo; pero antes que fuese asolada Alba, dicen, toda la gente del pueblo se mandó pasar
a Roma, para que de ambas se hiciese una ciudad sola; y dado que fue así, con todo, aquella
ciudad, que fue donde reinó Ascanio y tercer domicilio de los dioses troyanos, siendo
ciudad madre, fue destruida por su hija, y para que de las reliquias que habían quedado de
la guerra, de los dos pueblos se hiciera una miserable unión y sociedad, primeramente se
hubo de derramar tanta sangre de una y otra parte. ¿Qué diré ya en particular cómo en
tiempo de los demás reyes estas mismas guerras se renovaron tantas veces, cuando parecía
que se habían ya acabado con tantas victorias y que, al parecer, aparentaban habían haber
desaparecido finalmente con tantos estragos? ¿Cómo en una y otra ocasión, después de
ajustadas alianzas y paces, tornaron a renovarse entre los, yernos y suegros, y entre sus
descendientes y posteridad? No pequeño indicio de esta calamidad fue que ninguno de ellos
cerrase las puertas de la guerra; luego ninguno de ellos reinó en paz bajo la tutela y amparo
de tantos dioses.

CAPITULO XV

Cuál fue la vida y el fin que tuvieron los reyes de los romanos Y ¿cuál fue el fin que
tuvieron estos reyes? De Rómulo, vean lo que dice la lisonjera fábula, que fue recibido y
canonizado por Dios en el Cielo, y asimismo, observen lo que algunos escritores romanos
dijeron, que por su ferocidad le hicieron pedazos en el Senado, sobornando con crecidos
dones a Julio Próculo para que dijese se le había aparecido y mandado que dijese al pueblo
romano le admitiese en el número de los dioses, con lo que el pueblo, que había empezado
a desabrirse con el Senado, se había reprimido y aplacado, y por qué sucedió también
eclipsarse el sol, lo cual, ignorando el vulgo que acaece en ciertos tiempos por su natural
curso y movimiento, lo atribuyeron a los méritos de Rómulo, como en realidad de verdad si
llorara el sol por el mismo caso se debía creer que le habían muerto y que esta maldad la
manifestaba con eclipsarse aun la misma luz del día, como realmente sucedió cuando fue
crucificado nuestro Señor Jesucristo por la crueldad e impiedad de los judíos. Es prueba
convincente de que aquel eclipse no sucedió por el curso regular de los astros el ver que
entonces cayó la Pascua de los judíos -que se celebraba solemnemente- estando la luna
llena, y el eclipse regular del sol no sucede sino al fin de la luna.

Cicerón bien claro da a entender que la admisión de Rómulo entre los dioses fue más
opinión vulgar que una realidad, pues alabándole en los libros de República, en persona de
Escipión dice: “Tanto alcanzó, que como no se le viese, habiéndose de pronto oscurecido el
sol, se creyó que le habían recibido en el número de los dioses, cosa que jamás ningún
hombre pudo alcanzar sin estar dotado de singular valor”; y en lo que dice que de repente
dejó de ser visto, sin duda se entiende así, o la violencia de la tempestad o el secreto con
que le dieron muerte; pues otros escritores suyos, al eclipse de sol añaden también una
imprevista tempestad, la cual, sin duda, o dio ocasión y tiempo a aquella muerte, o ella
misma fue la que acabó con Rómulo; porque de Tulo Hostilio, que fue su tercer rey
(constando de Rómulo que murió igualmente herido de un rayo), dice en los mismos libros
Cicerón que no se creyó del mismo modo que le recibieron a éste entre los dioses muriendo
de la manera insinuada, en atención a que lo que probaban por acaso, esto es, creían de
Rómulo los romanos, no quisieron divulgarlo, es decir, disminuirlo y desacreditarlo, si
concedían fácilmente esta prerrogativa a otro. Dice asimismo, expresamente, en aquellas
invectivas: “A Rómulo, que fundó esta ciudad, le hemos colocado entre los dioses
inmortales con el amor y con la fama”; para demostrar que no sucedió realmente, sino que
por los méritos de su valor, junto con el afecto que le profesaban se echó esta voz y corrió
esta fama. Y en el diálogo de Hortensio, hablando de los ordinarios eclipses del sol, dice
así: “De modo que se noten las mismas tinieblas que hubo en la muerte de Rómulo, que
sucedió en el eclipse del sol.”

Es cierto que aquí no dudó llamarIa muerte de hombre, porque desempeñaba más el cargo
de averiguar la verdad que el de hacer un panegírico; pero los demás reyes del pueblo
romano, a excepción de Numa Pompilio y Anco Marcio, que murieron de enfermedad
natural, ¿acaso no expiraron con horribles muertes? A Tulo Hostilio, como dije (el que
venció y asoló la ciudad de Alba), un rayo le abrasó con todo su palacio. Tarquino Prisco
murió por traición de los hijos de su antecesor. Servio Tulo falleció por el enorme crimen
de su yerno Tarquino el Soberbio, que le sucedió en el reino, y, con todo, no se fueron los
dioses, desamparando sus sagrarios y aras, no obstante haberse cometido tan gran parricidio
en el rey más justo y virtuoso de aquel pueblo. Sin embargo, estos espíritus preocupados
dicen que al proceder así con la miserable Troya y dejarla para que la asolasen y abrasasen
los griegos, les movió el adulterio de Paris, contra lo cual, justamente, se opone que el
mismo Tarquino sucedió en el reino al suegro, a quien había matado.

A este infame parricida, con la muerte de su suegro le vieron aquellos dioses reinar, triunfar
en muchas batallas y edificar con los despojos de ellas el Capitolio, sin desamparar ellos el
lugar; antes hallándose presentes y de asiento a todos estos lances sufriendo que su rey
Júpiter los presidiese y reinase sobre ellos en aquel elevado templo, esto es, construido por
mano de un parricida, pues entonces aún no era inocente cuando edificó el Capitolio, y
después, por su mala conducta y crueldad, fue echado de la ciudad entrando a poseer el
mismo reino (o donde había de edificar el Capitolio) por medio de una abominable maldad
y execrable crimen; pues cuando después le echaron los romanos del reino y le desterraron
de los muros de la ciudad no fue porque él tuviese culpa en la violación de Lucrecia, porque
éste fue pecado de su hijo, que le cometió no sólo sin saberlo, sino estando ausente, pues
estaba a la sazón combatiendo la ciudad de Ardea y dirigiendo la guerra del pueblo romano.

Ignoramos qué hubiera hecho si a su noticia llegara el delito que había cometido su hijo; y,
con todo, sin saber su dictamen y voluntad, y sin hacer la prueba de ella, el pueblo le privó
del reino, y habiendo recogido el ejército (a quien ordenaron que, dejase de seguir al rey y a
sus banderas), le cerraron después las puertas de la ciudad y no le permitie- ron entrar
dentro de ella; pero después de frecuentes y penosas guerras con que afligió a los romanos,
procurando se conjurasen contra ellos sus comarcanos, viéndose absolutamente desam-
parado de sus antiguos aliados, en cuyo favor confiaba, y que no le era posible recobrar la
corona, vivió en paz, según dicen, catorce años como persona particular en el Túsculo,
cerca de Roma, y envejeció con su mujer, muriendo con muerte quizás más digna de
envidia que la de su suegro, que murió por alevosía de su yerno y no ignorándolo su hija,
según dicen.

Y con todo, a este Tarquino no le llamaron los romanos el cruel o el malvado, sino el
soberbio, no pudiendo acaso sufrir ellos su real fausto y soberbia, por otra semejante
soberbia de que estaban dominados sus corazones. ¿Y por qué razón del crimen que
cometió en matar a su suegro y a su buen rey hicieron tan poco caso, que en seguida le
colocaron en el trono? Como si en este acto no cometieran ellos mayor culpa y maldad
recompensando tan extraordinariamente un crimen tan alevoso; y con todo, no se fueron los
dioses desamparando sus sagrarios y aras, si no es, que acaso haya alguno que intente
defenderlos diciendo que por eso se quedaron en Roma, más para poder castigar a los
romanos afligiéndolos que para ayudarlos con beneficios contentándolos con victorias
vanas y destruyéndolos con crueles guerras. Esta fue la vida por casi doscientos cuarenta y
tres años que se pasó en Roma bajo el gobierno de los reyes, en el tiempo tan alabado por
sus escritores, hasta que echaron a Tarquino el Soberbio, por casi doscientos cuarenta y tres
años, habiendo dilatado el Imperio con todas aquellas victorias compradas y habidas a costa
de tanta sangre y de tantas desgracias, apenas veinte millas alrededor de Roma, espacio tan
corto, que al presente no se puede comparar con ninguna de las ciudades de Getulia.

CAPITULO XVI

De los primeros cónsules que tuvieron los romanos; cómo el uno de ellos echó al otro de su
patria, y después de haber cometido en Roma enormes, parricidios, murió dando la muerte
a su enemigo A esta época debemos añadir también la otra hasta la cual dice Salustio que se
vivió justa y moderadamente, mientras duró el miedo que tenían a las armas de Tarquino y
se terminó la peligrosa guerra que sostuvieron con los etruscos; porque todo, el tiempo que
éstos favorecieron a Tarquino en la pretensión de recobrar el reino padeció Roma una
guerra cruel; y por eso dice que se gobernó la República justa y moderadamente, forzados
del terror y no por amor a la justicia. En, este tiempo, que fue sumamente breve, cuán
funesto fue el daño en que se incluyeron los cónsules, extinguida ya la potestad real, porque
no llegaron a cumplir el año; pues Junio Bruto, despojando de su oficio a su compañero
Lucio Tarquino Colatino, le desterró de la ciudad, y, a poco, viniendo a las manos en una
batalla con su Contrario, cayeron ambos muertos, habiendo el primero quitado antes la vida
a sus propios hijos y a los hermanos de su mujer, porque tuvo noticia de que se habían
conjurado para restituir a Tarquino.

Esta hazaña, después de haberla contado Virgilio como famosamente luego, piadosamente,
tuvo horror de ella, porque habiendo dicho “que por conservar la dulce libertad el mismo
padre hará dar la muerte a sus, hijos por haber maquinado contra ellos nuevas guerras”;
luego exclama y dice: “Desgraciado, en fin, como quiera que entendieren este hecho los
venideros.” Como quiera, dice, que los sucesos tomaren este hecho; esto es, como quiera
que le engrandecieren y alabaren. En efecto, el que mata a sus hijos es desgraciado y
desdichado, y como para consuelo de este infeliz, añadió: “Vencióle el amor de la patria y
la inmensa ambición de gloria.” ¿Por ventura en Bruto, que mató a sus hijos (y que
habiendo dado muerte a su enemigo, hijo de Tarquino, quedando él muerto de mano del
mismo, no pudo vivir más, antes el mismo Tarquino vivió después de él), no parece que
quedó vengada la inocencia de Colatino, su colega, que, siendo buen ciudadano, después de
desterrado Tarquino, padeció inculpablemente lo que el mismo tirano merecía? Y aun el
mismo Bruto, dicen, era pariente de Tarquino. Pero, en efecto, a Colatino le perjudicó la
semejanza en el nombre, porque también se llamaba Tarquino; forzáranle, pues, a que
muere el nombre y no la patria, y, al fin, a que en su nombre faltara esta voz y se llamara
solamente Lucio Colatino; mas por esto nada perdió en su reputación, ni lo que sin desdoro
alguno pudiera perder, y menos fue motivo para que al primer cónsul le depusieran de su
cargo, y para que a un buen ciudadano le desterraran de su patria. ¿Es posible que sea gloria
y grandeza un crimen tan execrable de Junio Bruto, tan abominable y tan sin utilidad dc la
República? ¿Acaso para cometer este crimen le venció el amor de la patria y la inmensa
ambición de gloria?

En efecto; después de desterrado Tarquino el Tirano, el pueblo eligió por cónsul,


juntamente con Bruto, a Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia; pero con cuánta
justicia atendió el pueblo a la vida y costumbres y no al nombre de su ciudadano, y con
cuánta impiedad Bruto, al tomar posesión de aquella primera y nueva dignidad, privó a su
colega de la patria, y del oficio, a quien pudiera fácilmente privar del nombre, si éste le
ofendía, es cosa fácil de ver. Estas maldades se cometieron y estos desastres sucedieron
cuando en aquella República los romanos se gobernaban y vivían justa y moderadamente.
Asimismo, Lucrecio (a quien habían puesto en lugar de Bruto), antes de concluirse aquel
mismo año, murió de una enfermedad, y así Publio Valerio, que sucedió a Colatino, y
Marco Horacio, que entró en lugar del difunto Lucrecio, terminaron aquel año funesto y
desgraciado en que hubo cinco cónsules; en este mismo, la República romana instituyó el
oficio y potestad del consulado.

CAPITULO XVII

De las calamidades que padeció la República romana después que comenzó el imperio de
los cónsules, sin que la favoreciesen los dioses que adoraba Entonces, habiendo respirado
un poco del miedo que reinaba en sus corazones, no porque habían cesado las guerras, sino
porque no les estrechaban con tanto rigor, es a saber, acabado el tiempo en que se rigieron
justa y moderadamente de esta manera: “Después comenzaron los senadores a tratar al
pueblo como esclavos, disponiendo de su vida y de sus espaldas al modo que
acostumbraban los reyes defraudándolos del repartimiento de los campos, cargándose ellos
con todas las propiedades y excluyendo a los demás del gobierno. Irritado el pueblo con
estas crueldades, y, principalmente viéndose oprimido con los gravámenes de las deudas
públicas y de las usura sufriendo y soportando a un tiempo con la ocasión de las continuas
guerras la malicia y el tributo, acudió, armado al monte Sagrado y al Aventino, y entonces
estableció para la defensa de sus derechos tribunos de la plebe y otras leyes, poniendo fin a
las discordias y debates que reinaron entre ambos partidos la segunda guerra púnica.” ¿Para
qué me detengo, pues, en escribir tantos sucesos, o para qué molesto a los que los hubieren
de leer?

Cuán miserable haya sido aquella República en tan largo tiempo, y por tantos años como
mediaron hasta la segunda guerra púnica, con la inquietud continua de las guerras de afuera
y con las discordias y sediciones de dentro, Salustio nos lo ha referido sumariamente; y así,
aquellas victorias no fueron alegrías y contentos sólidos de bienaventurados, sino consuelos
vanos de miserables, y unos motivos extraños y celos de personas inquietas que los
convidaban a emprender y sufrir más y más terribles trabajos; y no se enojen con nosotros
los virtuosos y juiciosos romanos, aun que no hay causa para pedírselo ni advertírselo, pues
es evidente que no se han de irritar con nosotros en modo alguno, porque ni referimos cosas
más pesadas ni las decimos más gravemente que sus propios autores; sin embargo, de que
en el estilo y en el tiempo que, nos queda libre somos muy inferiores, y, con todo, para
estudiar y aprender estos autores no sólo trabajaron ellos mismos, sino que hacen también
trabajar en ellos a sus hijos; y los que se enojan ¿cómo me sufrieran si yo insinuase lo que
dice Salustio? “Nacieron muchas revoluciones y discordias, y, al fin, las guerras civiles,
pretendiendo ambiciosamente ser los señores absolutos bajo el honesto y disfrazado título
de favorecer la causa de los padres o del pueblo, algunos pocos de los más poderosos, cuya
gracia y fortuna seguían la mayor parte, concedían el honor de ciudadanos a los buenos y a
los malos, no por los méritos o servicios que hubiesen hecho a la República, estando todos
igualmente corrompidos, sino según que cada uno era más rico y más poderoso, para
agraviar a otros; porque defendían la causa presente, y lo que se antojaba se tenía por
bueno”. Y si a aquellos historiadores les pareció que tocaba a la honesta libertad no pasar
en silencio las calamidades de su propia ciudad, a quien en otros muchos lugares les ha sido
forzoso alabarla con grande gloria y exageración, ya que, efectivamente, no disfrutaban de
la otra más verdadera, adonde se han de admitir y recibir los ciudadanos eternos, ¿qué
obligación nos liga a nosotros (cuya esperanza en Dios, cuanto es mejor y más cierta, tanto
debe ser mayor nuestra libertad), viendo que imputan y atribuyen a nuestro Señor Jesucristo
los infortunios y calamidades presentes, Para desviar a los débiles y menos entendidos y
enajenarlos de aquella ciudad, la única en que se ha de vivir eterna y bienaventuradamente?

Ni tampoco contra sus dioses decimos cosas más abominables que sus mismos autores, que
ellos leen y alaban, pues de ellos hemos tomado nuestros discursos, y en ningún modo
somos aptos para referir tales y tantas particularidades como ellos dicen. ¿Dónde, pues,
estaban aquellos dioses que por la pequeña y engañosa felicidad de este mundo creen ellos
que deben ser adorados, cuando los romanos, a quienes con falsa y diabólica astucia se
vendían para que les rindiesen culto andaban afligidos con tantas calamidades? ¿Dónde
estaban cuando los forajidos y esclavos mataron al cónsul Valerio, procurando ganar el
Capitolio que ellos habían ocupado, en el cual aprieto, con más facilidad pudo él socorrer el
templo de Júpiter que a él la turba de tantos dioses con su rey Optimo Máximo, cuyo
templo había librado del furor de sus enemigos? ¿Dónde estaban cuando fatigada la ciudad
con infinitas desgracias, causadas por las sediciones y discordias civiles, y permaneciendo
en parte sosegada, mientras esperaban el regreso de los embajadores que habían enviado a
Atenas para que les comunicasen sus leyes, fue asolada con una insufrible hambre y cruel
pestilencia? ¿Dónde estaban cuando, en otra ocasión, padeciendo hambre el pueblo, creó
por primera vez un prefecto que cuidase de la provisión del pan, y creciendo el hambre
sobremanera, Espurio Melio, por haber proveído libremente de trigo al hambriento pueblo,
incurrió en el crimen de haber intentado alzarse con el señorío de la República, siendo a
instancia del mismo prefecto, por orden expresa del dictador Lucio Quincio, viejo ya
decrépito, asesinado por Quinto Servilio, general de la caballería, ni sin una terrible y
peligrosa revolución de la ciudad? ¿Dónde estaban cuando, en una cruel peste, viéndose el
pueblo fatigado por mucho tiempo y sin remedio con sus dioses inútiles, determinó hacerles
nuevos lectisternios, lo que jamás antes había hecho, para lo cual solían colocar unos lechos
o mesas ricamente aderezadas en honra de los dioses, de donde esta ceremonia sagrada, o,
por mejor decir, sacrílega, tomó el nombre? ¿Dónde estaban cuando por diez años
continuos, peleando con mal suceso contra los veyos, el ejército romano padeció muchos y
muy terribles estragos y calamidades, los que se hubieran acrecentado si al cabo no le
socorriera Furio Camilo, a quien después condenó la ingrata ciudad? ¿Dónde estaban
cuando los galos ocuparon a Roma y la saquearon, quemaron e hicieron infinitas muertes?
¿Dónde cuando aquella funesta peste causó tan terribles daños, en la cual murió también
Furio Camilo, que defendió a aquella República ingrata primeramente de las armas de los
veyos y después la libertó de la irrupción de los galos, y con ocasión de este contagio
mortífero se introdujeron los juegos escénicos, que fue otra nueva infección en las
costumbres y vida humana, que es lo más doloroso, aunque quedaron ilesos los cuerpos de
los romanos? ¿Dónde estaban cuando se fomentó otra pestilencia más grave, nacida, a lo
que se sospecha, de los mortales venenos de las matronas, cuya vida y costumbres causaron
más funestas desgracias que la mayor peste? ¿O cuando en las Horcas Caudinas, estando
cercados por los samnitas ambos cónsules, con su ejército, fueron forzados a concluir con
ellos unas paces tan vergonzosas, quedando en rehenes 600 caballeros romanos, y los
demás, perdidas las armas y despojados de sus insignias y vestidos, pasaron humildemente
debajo del yugo de los enemigos? ¿O cuando estando todos gravemente enfermos de la
peste muchos perecieron en el ejército, a causa de los rayos que cayeron del cielo? ¿O
cuando asimismo, por otro intolerable y funesto contagio, fue obligada Roma a traer de
Epidauro a Esculapio, como a dios médico, porque a Júpiter, rey universal de todos, que ya
había mucho tiempo que presidía en el Capitolio, las muchas liviandades a que se entregó
siendo joven no le dieron, quizá, lugar para estudiar la Medicina? ¿O cuando, conjurándose
a un mismo tiempo sus enemigos los lucanos, brucios, samnitas, etruscos y galos senones,
primeramente les mataron sus embajadores y después rompieron y derrotaron el ejército
con su pretor, muriendo con él siete tribunos y 13,000 soldados? ¿O cuando en Roma,
después de graves y largas discordias, en las cuales, al fin, el pueblo se amotinó y retiró al
Janicolo? Siendo tan terrible este infortunio y calamidad, que por su causa hicieron dictador
a Hortensio, nombramiento que sólo se ejecutaba en los mayores apuros, quien habiendo
sosegado al pueblo murió en el mismo cargo, suceso que antes no había acaecido a ningún
dictador, el cual, para aquellos dioses, teniendo ya presente a Esculapio, fue culpa más
grave. Después de esto surgieron por todas partes tantas y tan crueles guerras, que, por falta
de soldados, recibían en la milicia a los proletarios, los cuales se llamaron así porque su
único y principal encargo era multiplicar la prole y generación, no pudiendo por su pobreza
servir en la guerra. Entonces los tarentinos trajeron en su favor a Pirro, rey de Grecia (cuyo
nombre, en aquel tiempo, era muy famoso), quien se declaró enemigo acérrimo de los
romanos; y consultando éste al dios Apolo sobre el suceso que había .de tener la guerra, le
respondió con un oráculo tan ambiguo, que cualquiera de las dos cosas que sucediese podía
quedar con la reputación y crédito de adivino, porque dijo así: Dico te, Pyrrhe vincere posse
romanos, y de esta manera, ya los romanos venciesen a Pirro, o Pirro a los romanos, el
agorero seguramente podía esperar el éxito, cualquiera de las dos cosas que sucediesen Y
¿qué estrago y matanza padeció uno y otro ejército? No obstante, Pirro fue más venturoso
en el combate, de modo que ya pudiera, interpretando en su favor a Apolo, publicarle y
celebrarle por adivino si luego en esta batalla no llevaran lo mejor los romanos.

En medio de la tribulación y despecho que causaban las guerras, sobrevino igualmente una
peligrosa peste en las mujeres, porque antes de que al tiempo natural pudiesen parir las
criaturas, morían con ellas, estando aún embarazadas, en lo cual, a lo que entiendo, se
excusaba Esculapio, diciendo que él profesaba la facultad de médico mayor y no la de
partera; del mismo modo perecía el ganado, siendo ya tan terrible la mortandad, que
llegaron a persuadirse las gentes que se había de extinguir la generación de los animales. Y
¿qué diré de aquel invierno tan memorable en la Historia, que fue sobremanera cruel y
riguroso, durando en la plaza por espacio de cuarenta días la nieve tan elevada, que ponía
horror, helando también el Tiber? Si esto sucediera en nuestros tiempos, ¡qué de cosas y
cuán grandes nos dijeran éstos! Y asimismo, ¿cuánto duró el rigor de aquella funesta peste?
¿Cuán excesivo fue el número de los que mató? La cual, como empezase a continuar aún
más gravemente por otro año, teniendo en vano presente a Esculapio, acudieron a los libros
Sibilinos, que son un género de oráculos; según refiere Cicerón en los libros de
Divinatione, en que más se suele creer a los intérpretes que conjeturan como pueden o
como quieren sobre las cosas dudosas.

Entonces, pues, dijeron que la causa del contagio era porque muchas personas particulares
tenían ocupadas varias de las casas consagradas a los dioses; y así libraron en esta ocasión a
Esculapio de la indisculpable calumnia de ignorancia o desidia; ¿y por qué motivo,
pregunto, se habían ido muchos a vivir en aquellas casas sin prohibírselo ninguno, sino
porque inútilmente y por mucho tiempo habían acudido a pedir remedio a tanta multitud de
dioses? Así, poco a poco, los que los reverenciaban desamparaban las casas para que, como
baldías; por lo menos sin ofensa de nadie, pudiesen volver a servir a las necesidades de los
hombres, y las que entonces, con toda diligencia, se renovaron y taparon con ocasión de
aplacar la peste, si no volvieron a estar otra vez de la misma manera encubiertas y por
haberlas desamparado, sin duda que no se tuviera por tan grande la noticia y erudición de
Varrón, pues escribiendo de las casas consagradas a los dioses, refiere tantas de que no se
tenía noticia y estaban olvidadas; pero entonces, más procurando inventar una aparente
disculpa para con los dioses que el remedio necesario para atajar la peste.

CAPITULO XVIII

Cuán graves calamidades afligieron a los romanos en tiempo de las guerras púnicas,
habiendo deseado y pedido en balde el auxilio y favor de sus dioses En el tiempo en que se
sostenían las guerras púnicas o cartaginesas, vacilando entre uno y otro Imperio, como in
cierta y dudosa, la victoria, y haciendo estos dos poderosos pueblos fuertes y costosas
jornadas, ¿qué reinos de menos reputación fueron destruidos? ¿Qué de ciudades populosas
e ilustres asoladas? ¿Cuántas afligidas? ¿Cuántas perdidas? ¿Qué de provincias y tierras
taladas de extremo a extremo? ¿Cuántas veces fueron vencidos los de acá, y vencedores los
de allá? ¿Cuántos perecieron, ya de soldados peleando, ya de los pueblos que no peleaban y
estaban en paz? Y si intentáramos referir la infinidad de naves que quedaron sumergidas
también en los combates navales y anegadas con diversas tempestades, borrascas y
temporales contrarios, ¿qué otra cosa vendríamos a ser nosotros que historiadores?
Entonces, despavorida y turbada con un extraordinario miedo la ciudad de Roma, acudió
presurosa a buscar remedios vanos e irresistibles. Renovaron por autoridad de los libros
Sibilinos los juegos seculares, cuya solemnidad, habiéndose establecido de cien en cien
años, y en los tiempos mejores habiéndose olvidado su memoria, se habían dejado ya de
celebrar.

Renovaron también los pontífices los juegos consagrados a los dioses infernales, estando
también éstos ya olvidados con los muchos años que habían pasado sin solemnizarse;
porque, en efecto, cuando los renovaron, como se habían enriquecido los dioses infernales
con tanta copia y multitud de los que se morían, gustaban por lo mismo ya de jugar, en
atención a que, seguramente, los tristes y miserables hombres, haciéndose rabiosa guerra,
mostrando su valor y corazón sanguinario, alcanzando el uno y otro hemisferio funestas
victorias, celebraban solemnes juegos a los demonios y banquetes abundantes y suntuosos a
los dioses del infierno. No sucedió ciertamente tragedia más lamentable en la primera
guerra púnica que el haber sido vencidos en ella los romanos; siendo hecho prisionero de
guerra Régulo, de quien hicimos mención en el primero y segundo libros, persona sin duda
de gran valor, que, primero había venido y dominado a los cartagineses, el cual hubiera
podido terminar la primera guerra púnica, si por una extraordinaria ansia de gloria y
alabanza no hubiera pedido a los rendidos cartagineses con- diciones más duras de las que
ellos podían sufrir.

Si la prisión impensada de aquel célebre general, si la esclavitud y servidumbre indigna, si


la fidelidad del juramento y la bárbara crueldad de su muerte no avergüenza a los dioses,
sin duda es cierto que son de bronce y que no tienen gota de sangre que les pueda salir al
rostro; al mismo tiempo no faltaron dentro de sus propios hogares gravísimos males y
desgracias; porque, saliendo de madre el río Tiber fuera de lo acostumbrado, arruinó casi
toda la parte baja de la ciudad, llevándose parte con el furioso ímpetu y avenida, y
derribando parte con la humedad reconcentrada en tanto tiempo como estuvieron detenidas
las aguas en las calles. Siguió a esta desgracia la del fuego, más perjudicial que la anterior,
pues prendiendo por la plaza en los mas altos y encumbrados techos, no quisieron perdonar
ni aun el templo de Vesta, su mayor amigo y familiar, adonde acostumbraban las que no
eran tan honradas vírgenes conservar el fuego y darle, añadiéndole con diligencia leña,
como una perpetua vida en donde el fuego entonces no sólo vivía, sino que se fomentaba
más y más, de cuyo ímpetu y vigor, aturdidas las vírgenes, no pudiendo salvar de tan voraz
incendio aquellos fatales dioses que habían ya oprimido tres ciudades donde habían tenido
su residencia, el pontífice Metelo, olvidado en cierto modo de su vida y atravesando
valerosamente por medio de las llamas, los sacó ilesos, saliendo él bastante chamuscado,
porque ni aun a él le tocó el fuego, ni tampoco había allí dios, que aun cuando le hubiera no
huyera más bien, podemos decir que el hombre pudo ser de más importancia a los dioses
del templo de Vesta que ellos al hombre.

Y si a sí propios no se podían defender del fuego, ¿a aquella ciudad, cuyo principio,


esplendor y conservación se creía que amparaban, en qué la pudieran ayudar contra las
aguas y las llamas, como, en efecto, la misma experiencia manifestó que nada pudieron?
No les hiciéramos estas objeciones si dijeran que aquellos dioses los habían instituido no
para custodia de los bienes temporales, sino para significar los eternos; y así, aunque
sucediese perderse por ser cosas corporales y visibles, nada se perdía de aquellos objetos
en, cuya significación fueron instituidos, y que se podían renovar y reparar de nuevo para el
mismo defecto; pero es cierto que con extraña ceguedad creen que fue posible alcanzar con
aquellos dioses, que no podían perecer, que no, pudiese acabar la salud corporal y la
felicidad temporal de la ciudad; y así, cuando los manifestamos que, permaneciendo aún
salvos sus dioses, les sucedió o el estrago en la salud, o la infelicidad, aún tienen valor para
no mudar o abandonar la opinión que no pueden defender.

CAPITULO XIX
De los trabajos de la segunda guerra púnica, en que gastaron las fuerzas de una y otra parte
Y viniendo a tratar de la segunda guerra púnica, sería largo de contar el estrago que estos
dos pueblos se hicieron mutuamente con tantas guerras como en tantas partes entre sí
sostuvieron, de modo que, en sentir aún de los que tomaron de propósito a su cargo no tanto
de referir las guerras romanas como el elogiar al Imperio romano, más representación tuvo
de vencido el que venció, porque levantando Aníbal formidables ejércitos en España y
pasando los montes Pirineos, atravesando y corriendo Francia, rompiendo los Alpes,
acrecentando sus fuerzas con tanto rodeo, talando y sujetando cuanto se le ponía por
delante y dando consigo, como una impetuosa e imprevista avenida, en el centro de Italia,
¡cuán sangrienta se hizo la guerra, qué de reencuentros y choques hubo, qué de veces
fueron vencidos los romanos, qué de pueblos se humillaron y rindieron al enemigo, cuántos
de éstos fueron entrados a fuerza de armas y saqueados, cuán crueles y horribles batallas se
dieron, y muchas veces con gloria de Aníbal y ruina y desdoro de los romanos! ¿Qué diré,
pues, de aquella derrota horrible digna de admiración, padecida en Cannas, donde Aníbal,
no obstante ser cruel, con todo, saciado ya de la sangre de sus enemigos, dice que mandó a
sus soldados que los perdonasen las vidas, enviando allí a Cartago tres celemines de anillos
de oro, para dar a entender que en el combate había dado muerte a tantos individuos de la
nobleza romana, que más fácilmente se pudieron medir que contar; y asimismo para que se
conjeturase el estrago del ejército que murió sin anillos, que sería, sin duda, tanto más
numeroso cuanto más débil? Finalmente, después de esta batalla sobrevino tan notable falta
de gente para la guerra, que los romanos se reemplazaban y echaban mano de hombres
facinerosos, ofreciéndoles el perdón de sus crímenes, dando también libertad a los esclavos,
y, con todos no tanto suplieron cuanto formaron un vergonzoso ejército. Estos esclavos
(pero no agravemos a los ya libertos) que habían de pelear por la República, faltándoles las
armas ofensivas y defensivas, se vieron precisados a tomar las de los templos, como si
dijeran los romanos a su dioses: “Dejad lo que tanto tiempo habéis tenido en vano, por si
acaso nuestros esclavos pueden hacer algo de provecho con lo que vosotros, siendo
nuestros dioses, no habéis podido emprender acción alguna heroica.

Entonces, estando exhaustos igualmente el erario público para pagar el sueldo del ejército,
vinieron las haciendas de los particulares a servir al beneficio común en tanto grado, que
dando todos los ciudadanos cuanto poseían, el mismo Senado no se reservó, alhaja alguna
de oro, a excepción de varios anillos y joyeles, insignias miserables de su dignidad, y así
toda la gente. de las demás clases y tribus. ¿Quién pudiera tolerar a éstos si en nuestros
tiempos vinieran a esta necesidad, apenas pudiéndoles sufrir ahora, cuando por un superfluo
deleite dan más a los cómicos que entonces dieron a las legiones por el servicio de salvar la
República de un peligro extremo?

CAPITULO XX

De la destrucción de los saguntinos, a los cuales, muriendo por conservar la amistad de los
romanos, no les socorrían los dioses de los romanos Pero entre todas las calamidades que
sucedieron en la segunda guerra púnica, ninguna hubo más lastimosa ni más digna de
compasión y justa queja. Porque esta ciudad de España, por ser amiga y confederada del
pueblo romano, y por observar constantemente su asustad, fue destruida, y de esta
conquista quebrantando la paz con los romanos, tomó ocasión Aníbal para irritarlos y
obligarlos a la guerra.

Cercó, pues, bárbaramente a Sagunto, lo cual, sabido en Roma, enviaron sus embajadores a
Aníbal para que levantase el sitio, y, no haciendo caso de sus ruegos, marcharon a Cartago,
donde, querellándose de la infracción de la paz y sin concluir cosa alguna, volvieron a
Roma. Mientras andábase en estas dilaciones, la infeliz Sagunto, ciudad opulentísima y
aliada de la República romana, fue destruida por los cartagineses al cabo de ocho o nueve
meses de cerco, cuya ruina causa horror al leerlo, cuanto más al escribir cómo aconteció;
sin embargo, la referiré brevemente, porque interesa al asunto que tratamos. Primeramente
se fue consumiendo por el hambre, pues aseguran que al nos comieron los cuerpos muertos
e sus mismos compatriotas; después, reducida al mayor extremo con la penuria y escasez de
todas las cosas necesarias a la vida y a su propia defensa, por no verse m aun cautiva en
manos de Aníbal, formó en la plaza pública una grande hoguera, y, degollando a todos sus
amados hijos y parientes y demás ciudadanos, se arrojaron todos en ella. Hicieran aquí
alguna admirable acción los dioses glotones y seductores, hambrientos de buenos bocados y
manjares de los sacrificios, y empeñados solamente en alucinar a los idiotas con la
oscuridad y la ambigüedad de sus engañosos presagios. Obraran aquí algún prodigio
estupendo y socorrieran a una nación amiga del pueblo romano, y no dejaran perecer a la
que se sepultaba voluntariamente en sus ruinas por conservar su amistad en atención a que
ellos fueron los que presidieron en la unión y confederación que ella estipuló con la
República romana.

Así que, por observar escrupulosamente los sagrados tratados y conciertos que, presidiendo
o autorizando estas falsas deidades, había concluido con verdadera voluntad, ligado con la
amistad y estrechado con juramento inviolable, fue cercada, ocupada y asolada por un
hombre pérfido y fementido. Si estos dioses fueron los que después espantaron y
ahuyentaron a Aníbal de los muros de Roma con crueles tempestades y encendidos rayos,
entonces, con tiempo, debieran obrar alguno de estos particulares prodigios, pues se atrevió
a decir que con más justa razón pudieron enviar la tempestad en favor de los amigos de los
romanos, expuestos al inminente riesgo de perderse puesto que, por no faltar a la fe dada a
los romanos, estaban en peligro de perecer, y entonces, totalmente faltos de ayuda, que en
favor de los mismos romanos, que peleaban y corrían riesgo por sí, y contra Aníbal teman
en sí mismos bastante auxilio; luego si fueran tutores y defensores de la felicidad y gloria
de Roma, debieran haberla librado de una culpa tan grave como fue la ruina de Sagunto.
Pero ahora consideremos cuán neciamente creen que no se perdió Roma por la defensa de
estos dioses cuando andaba victorioso Aníbal si vemos que no pudieron socorrer a la ciudad
de Sagunto para que no se perdiese por guardar a Roma su amistad.

Si el pueblo de Sagunto fuera cristiano y padeciera algún infortunio como éste por la fe
evangélica (aunque no se hubiera él profanado a sí mismo, matándose a fuego y sangre), y
si padeciera su destrucción por la fe evangélica, la sufriría con aquella esperanza que creyó
en Jesucristo, y gozaría del premio y galardón, no de un brevísimo tiempo, sino de una
eternidad sin fin. Pero en favor de estos dioses, los cuales dicen que por eso deben ser
adorados y por eso se buscan para adorarlos, para asegurar la felicidad de estos bienes
temporales y transitorios, ¿qué nos han de responder sus defensores sobre la pérdida de los
saguntinos, sino lo mismo que sobre la muerte de Régulo? Porque la diferencia que hay es
que aquél fue una persona particular, y ésta una ciudad entera; pero la causa de la ruina de
ambos fue el querer guardar puntualmente la lealtad, pues por ésta quiso el otro volverse a
poder de sus enemigos, y ésta no quiso entregarse; ¿luego la lealtad observada
inviolablemente, provoca la ira de los dioses? ¿O es, acaso, cierto que pueden también,
teniendo propicios a los dioses, perderse no sólo cualesquiera hombres, sino también las
ciudades enteras? Elijan, pues, lo que más les agradare, porque si ofenden a estos dioses
con una fidelidad bien guardada, busquen a los pérfidos y fementidos que los adoren; pero
si teniéndolos aún propicios pueden perderse y acabar los hombres, y las ciudades ser
afligidas con muchos y graves tormentos, sin provecho ni fruto alguno de esta felicidad los
adoran. Dejen, pues, de enojarse los que entienden y creen que ha causado su desgracia el
haber perdido los templos y sacrificios de estos dioses, porque pudieran, no sólo sin
haberlos perdido, sino teniéndolos aún de su parte propicios y favorables, no como ahora,
quejarse de su infortunio y miseria, sino, como entonces Régulo y los saguntinos, perderse
y perecer también del todo con horribles calamidades y tormentos.

CAPITULO XXI

De la ingratitud que usó Roma con Escipión, su libertador, y las costumbres que hubo en
ella, cuando cuenta Salustio que era muy buena Además de esto, en el tiempo que
medió entre la segunda y última guerra púnica, cuando dice Salustio que vivieron
los romanos con costumbres muy buenas y mucha concordia (porque varias acciones omito
atendiendo a ser breve en esta obra); en este tiempo, pues, de tan buenas costumbres y tanta
concordia, aquel Escipión que libró a Roma y a Italia, que acabó tan honrosamente la
segunda guerra púnica, tan horrible, tan sangrienta y tan peligrosa; aquel vencedor de
Aníbal, domador de Cartago, aquel cuya vida se refiere que desde su juventud fue
encomendada a los dioses y criada en los templos, cedió a las acusaciones de sus enemigos,
y desterrado de su patria (a quien había dado la vida y libertad con su valor), pasó y acabó
el resto de su vida en Linterno, después de su famoso triunfo, con tan poca afición a Roma,
que dicen mandó que ni aun le enterrasen en ingrata patria. Después de estos su sucesos,
habiendo triunfado el procónsul Gn. Manlio de los gálatas, comenzó a cundir por Roma la
molicie de Asia, aún más perjudicial que el mayor enemigo: porque entonces dicen fue la
primera vez que se vieron lechos labrados de metal y preciosos tapetes.

Entonces se comenzaron a usar en los banquetes mozas que cantaban y otras licenciosas
desenvolturas; mas ahora no es mi intención otra que la de tratar de los males que
impacientemente padecen los hombres, y no de los que ellos causan voluntariamente: y así
aquellas gloriosas acciones que referí de Escipión, de cómo cediendo a sus enemigos murió
fuera de su patria, a la cual había libertado, hacen más el propósito de lo que vamos,
anunciando; pues los dioses de Roma, cuyos templos había defendido Escipión de los
rigores de Aníbal, no le correspondieron a sus continuas fatigas, adorándolos ellos
solamente por esta felicidad; pero como Salustio dijo que entonces florecieron allí las
buenas costumbres, por esto me pareció referir lo de la molicie del Asia, para que se
entienda también que Salustio dijo aquellas expresiones, hablando en comparación de los
demás tiempos, en los cuales, sin duda, con las gravísimas discordias, fueron las
costumbres mucho peores, porque entonces también, esto es, entre la segunda y última
guerra cartaginesa, se publicó la ley Voconia, por la cual se mandaba “que ninguno dejase
por su heredero a mujer alguna, aunque fuese hija única suya.” No sé que se pueda decir o
imaginar orden más injusta que esta ley.

Con todo, en aquel espacio de tiempo que duraron las dos guerras púnicas, fue mal
tolerable la desventura, pues solamente con las guerras padecía el ejército de afuera, pero
con las victorias se consolaba y en la ciudad no habla discordia alguna, como en otros
tiempos; mas en la última guerra púnica, de un golpe fue asolada y totalmente destruida la
émula y competidora del Imperio romano por el otro segundo Escipión, que por esto se
llamó por sobrenombre el Africano; y desde este tiempo en adelante fue combatida la
República romana con tantos infortunios que hace demostrarle que con la prosperidad y
seguridad (de donde corrompiéndose en extremo las costumbres, nacieron acumuladamente
aquellos males” hizo más estrago y daño Cartago con su rápida ruina que lo había hecho en
tanto tiempo manteniéndose en pie contra su enemigo. En todo este tiempo, hasta Augusto
César, quien parece no quitó del todo a los romanos, según la opinión de éstos, la libertad
gloriosa, sino la perniciosa que totalmente estaba ya descaecida y muerta, y que,
revocándolo todo y reduciéndolo al real albedrío, renovó en cierto modo la República
arruinada ya y perdida casi con los males y achaques de la vejez; en todo este tiempo, pues,
omito unas y otras derrotas de ejércitos nacidas de varias causas, y la paz numantina
violada con tan horrible ignominia, porque volaron, en efecto, las aves de la jaula y dieron,
como dicen, mal agüero al cónsul Mancino, como si por tantos años en que aquella pequeña
ciudad, estando cercada, había afligido al ejército romano, empezando ya a poner terror a la
misma República romana, los demás capitanes también hubieran ido contra ella con mal
agüero.

CAPITULO XXII

Del edicto del rey Mitrídates, en que mandó matar a todos los ciudadanos romanos que se
hallasen en Asia Pero como dejo insinuado, omito estos sucesos, aunque no puedo pasar en
silencio cómo Mitrídates, rey de Asía, mandó matar en un día todos los ciudadanos
romanos, dondequiera que se hallasen en Asia, así los peregrinos y transeúntes como otra
innumerable multitud de mercaderes y negociantes ocupados en sus tratos, y así se ejecutó.
¡Cuán lastimosa tragedia fue ver en un momento matar de repente e impíamente a todos
éstos dondequiera que los hallaban, en el campo, en el camino, en las villas, en casa, en la
calle, en la plaza, en el templo, en la cama, en la mesa! ¡Qué de gemidos habría de los que
morían, qué de lágrimas de los que veían esta catástrofe, y acaso también de los mismos
que los mataban! ¡Cuán; dura fuerza se hacía a los huéspedes, no sólo en haber de examinar
con sus propios ojos, y en sus casas, aquellas desgraciadas muertes, sino también en haber
de ejecutarlas por sí mismos, trocando repentinamente el semblante apacible y humano para
ejecutar en tiempo de tranquila paz un crimen tan horrendo, matándose de un golpe, por
decirlo así, lo mismo los matadores como los muertos, pues si el uno recibía la muerte en el
cuerpo, el otro la recibía en el alma! ¿Acaso todos éstos no habían apreciado asimismo los
agüeros? ¿No tenían dioses domésticos y públicos a quienes pudieran consultar cuando
partieron de sus tierras a aquella infeliz peregrinación? Y, si' esto es cierto, no tienen los
incrédulos en este punto de qué quejarse de nuestros tiempos, pues hace tiempo que los
romanos no se ocupan de estas vanidades; mas si acaso los consultaron, digamos: ¿de qué
les aprovecharon semejantes cosas, cuando por solas las leyes humanas, sin que nadie lo
prohibiese, fueron. licitas semejantes cosas?

CAPITULO XXIII

De ¡os males interiores que padeció la República romana con un prodigio que precedió, que
fue rabiar todos los animales de que se sirve ordinariamente el hombre Pero empecemos ya
a referir brevemente, como pudiéremos, aquellas calamidades que, cuanto más interiores,
fueron tanto más funestas, las discordias civiles; o, por mejor decir, inciviles e inhumanas,
no ya sediciones, sino guerras urbanas dentro de Roma, donde se derramó tanta sangre,
donde los que favorecían las diversas parcialidades usaban de mayor rigor contra los otros,
no ya con porfiadas demandas, contestaciones y destempladas voces, sino con las espadas y
las armas; pues las guerras sociales, serviles y civiles, ¿cuánta sangre romana hicieron
derramar, cuántas tierras talaron y asolaron en Italia? Y antes que se moviesen contra Roma
los aliados del Lacio, todos los animales que están ordinariamente sujetos al servicio del
hombre, como son perros, caballos, jumentos, bueyes y las demás bestias y ganados que
están bajo su dominio, se embravecieron repentinamente, y, olvidados de su doméstica
mansedumbre, se salieron de las casas y andaban sueltos, huyendo por varias partes, no
sólo de los no conocidos, sino de sus propios dueños, con daño mortal o peligro del que se
atrevía a acosarlos de cerca. Y si esto fue solamente un presagio que de suyo fue un mal tan
enorme, ¿cuán grande fatalidad fue aquella que vaticinó? Si igual desgracia sucediera en
nuestros tiempos, sin duda que sentiríamos a los incrédulos aún más rabiosos que los otros
a sus animales.

CAPITULO XXIV

De la discordia civil causada por las sediciones de los gracos La causa que motivó las
guerras civiles fueron las sediciones de los Gracos, nacidas de la promulgación de las leyes
agrarias sobre el repartimiento de los campos, por las que se mandaba distribuir entre el
pueblo las heredades que los nobles poseían con injusto título; pero el querer remediar una
injusticia tan inveterada fue proyecto muy arriesgado, o, por mejor decir, como enseñó la
experiencia, muy pernicioso. ¡Qué de muertes sucedieron cuando asesinaron al primer
Graco, y cuántas hubo, pasado algún tiempo, cuando quitaron la vida al otro hermano! A
los nobles y plebeyos los mataban los ministros de Justicia, no conforme a lo que dictaban
las leyes y procediendo contra ellos jurídicamente, sino en movimientos sediciosos y
pendencias, combatiéndose mutuamente con las armas. Después muerto el segundo Graco,
el cónsul Lucio Opimio quien dentro de Roma movió contra él las armas y habiéndole
vencido y muerto, hizo un considerable estrago en los ciudadanos, procediendo ya entonces
por vía judicial persiguiendo a los demás conjurados, dicen que mató a tres mil hombres, de
donde puede colegirse la infinidad de muertos que pudo haber en las frecuentes
revoluciones y choques, cuando hubo tanta en los tribunales, después de examinadas
escrupulosamente las causas. El homicida de Graco vendió al cónsul su cabeza por tanta
cantidad de oro como pesaba; pues ésta había sido la recompensa ofrecida por Opimio, y en
seguida quitaron la vida al consular Marco Fulvio, con sus hijos.
CAPITULO XXV

Del templo que edificaron por decreto del Senado a la Concordia en el lugar donde las
sediciones y muertes tuvieron lugar Y mediante un elegante decreto del Senado, edificaron
un templo a la Concordia en el mismo lugar donde se dio aquel funesto y sangriento
tumulto, en el que murieron tantos ciudadanos de todas clases y condiciones, para que,
como testigo ocular del merecido castigo de los Gracos, diese en los ojos de los que oraban
y hacían sus arengas al pueblo y les escarmentase la memoria de tan lamentable catástrofe.
Y esto, ¿qué otra cosa fue que hacer mofa de los dioses, erigiendo un templo a una diosa
que si estuviera en la ciudad no se sepultara en sus ruinas ,con tantas disensiones, a no ser
que, culpada la Concordia porque desamparó los corazones de los ciudadanos, mereciese
que la encerrasen en aquel templo como en una cárcel? Y pregunto: si quisieron
acomodarse a los acontecimientos que pasaron, ¿por qué no fabricaron más bien un templo
a la Discordia? ¿Acaso traen alguna razón poderosa para que la Concordia sea diosa y la
Discordia no lo sea; y según la distinción de Labeón, ésta sea buena y aquélla mala? Esto
supuesto, no parece le movió otra razón para deliberar de este modo, sino el haber visto en
Roma un templo dedicado, no sólo a la Fiebre, sino a la Salud; luego de la misma manera,
no solamente debieron erigir templo a la Concordia, sino también a la Discordia.

Así que en gran peligro quisieron vivir los romanos teniendo enojada a una diosa tan mala,
sin acordarse de la destrucción de Troya, que tuvo su principio en haberla ofendido; porque
ella fue la que, por no haber sido convidada entre los dioses, trazó la competencia de las
tres diosas con la manzana de oro, de donde nació la lid y pendencia de éstas, la victoria de
Venus, el robo de Elena y la destrucción de Troya; por lo cual, si acaso irritada porque no
mereció te- ner en Roma templo alguno entre los dioses, turbada hasta entonces con tan
grandes alborotos la ciudad, ¿cuánto más furiosamente se pudo enojar viendo en el lugar de
aquella horrible matanza; esto es, en el lugar de sus hazañas, edificado un templo a su
enemiga? Cuando nos reímos de estas vanidades se indignan y enojan estos doctos sabios, y
con todo, ellos, que adoran a los dioses buenos y malos, no pueden soltar esta dificultad de
la Concordia y Discordia, ya se olvidasen de estas diosas y antepusiesen a ellas las diosas
Fiebre y Belona, a quienes construyeron templos en lo antiguo, ya también las adorasen a
ellas; pues desamparándolos así, la Concordia, la feroz Discordia los condujo hasta
meterlos en las guerras civiles.

CAPITULO XXVI

De las diversas suertes de guerras que se siguieron después que edificaron el templo de la
Concordia Curioso baluarte contra las sediciones fue poner a los ojos de los que hablaban al
pueblo el templo de la Concordia por testigo, memoria de la muerte y castigo de los Gracos
La utilidad que de esto sacaron lo manifiesta el fatal suceso de las calamidades que se
siguieron; pues desde entonces procuraron los que hablaban no separarse del ejemplo de los
Gracos; antes salir con lo que ellos pretendieron, como fueron Lucio Saturnino, tribuno del
pueblo y Gayo Servilio, pretor, y mucho después Marco Druso. De cuyas sediciones y
alborotos resultaron primeramente infinitas muertes, encendiéndose después el fuego de las
guerras sociales, con las cuales padeció mucho Italia, llegando a sufrir una infeliz
desolación y destrucción. En seguida acaeció la guerra de los esclavos y las guerras civiles,
en las cuales hubo reñidos encuentros y batallas, derramándose mucha sangre, de manera
que casi todas las gentes de Italia, en que principalmente consistía la fuerza del Imperio
romano, fueron domadas con una fiera barbarie; tuvo principio la guerra de los esclavos de
un corto número; esto es, de menos que de setenta gladiadores; pero ¿a cuán crecido
número, fuerte, feroz y bravo llegó? ¿Qué de generales romanos venció aquel limitado
ejército? ¿Qué de provincias y ciudades destruyó? En fin, fueron tantas, que apenas lo
pudieron declarar circunstanciadamente los que escribieron la historia. Y no sólo hubo esta
guerra de los esclavos, sino que también antes de ella, gentes viles y de baja condición
talaron la provincia de Macedonia, y después Sicilia y toda la costa del mar; y ¿quién podrá
referir conforme a su grandeza cuán grandes y horrendos fueron al principio los latrocinios
y cuán poderosa fue la guerra de los corsarios que vino después?

CAPITULO XXVII

De las guerras civiles entre Mario y Sila Y cuando Mario, ensangrentado ya con la sangre
de sus ciudadanos, habiendo muerto y degollado a infinitos del partido contrario, vencido,
se fue huyendo de Roma, respirando apenas por un breve rato la ciudad -por usar las
palabras de Tulio-, “venció de nuevo Cinna a Mario. Entonces, con la muerte de hombres
tan esclarecidos, murió la refulgente antorcha, honor y gloría de esta ínclita ciudad. Vengó
después Sila la crueldad de esta victoria, y no es menester referir con cuánta pérdida de
ciudadanos y con cuánto daño de la República fue”, porque de esta venganza, que fue más
perniciosa que si los delitos que se castigaban quedaran sin castigo, dice también Lucano:
“Fue peor el remedio que la enfermedad y profundizó demasiado la mano por donde cundía
el mal.” Perecieron los culpados, más en un tiempo en que solamente quedaban los
culpables; y en esta lastimosa situación se dio libertad a los odios, corrió presurosamente la
ira y el rencor, sin miedo al freno de las leyes.

En esta guerra de Mario y Sila, además de los que murieron fuera, en los combates, también
dentro de Roma se llenaron de muertos las calles, plazas, teatros y templos, de modo que
apenas se pudiera imaginar cuándo los vencedores hicieron mayor matanza, si cuando
vencían, o después de haber vencido; pues en la victoria de Mario, cuando volvió del
destierro, además de las muertes que se hicieron a cada paso por todas partes, la cabeza del
cónsul Octavio se puso en la tribuna; degollaron en sus mismas casas a César y a Fimbria;
hicieron pedazos a los Crasos, padre e hijo, al uno en presencia del otro; Bebio y Numitor
perecieron arrastrados con unos garfios, derramando por el suelo sus entrañas. Catulo,
tomando veneno, se libró de las manos de sus enemigos. Merula, que era sacerdote de
Júpiter, abriéndose las venas, sacrificó su vida a Júpiter; y delante del mismo Mario daban
luego la muerte a quienes al saludarle no alargaban la mano.

CAPITULO XXVIII

Cuál fue la victoria de Sila, que fue la que vengó la crueldad de Mario La victoria de Sila,
que siguió luego (la que, en efecto, vengó la crueldad pasada a fuerza de mucha sangre de
los ciudadanos, con cuyo derramamiento y a cuya costa se había conseguido terminada ya
la guerra, permaneciendo todavía las enemistades), ejecutó aún más fieramente su rigor en
la paz. Después de las primeras y recientes muertes que ejecutó Mario el mayor, habían ya
he- cho otras aún más horribles Mario el joven y Carbón, que eran del mismo partido de
Mario, sobre quienes, viniendo enseguida Sila, desesperados, no sólo de la victoria, sino
también de la misma vida, llenaron toda la ciudad de cadáveres, así con sus propias muertes
como con las ajenas; porque, además del daño que por diversas partes hicieron, cercaron
también el Senado, y de la misma curia, como de una cárcel, los iban sacando al matadero.

El pontífice Mucio Escévola (cuya dignidad entre los romanos era la más sagrada, como el
templo de Vesta, donde servía”, se abrazó con la misma ara, y allí le degollaron; y aquel
fuego, que con perpetuo cuidado y vigilancia de las vírgenes siempre ardía, casi pudo
apagarse con la sangre del sumo sacerdote. Enseguida entró Sila victorioso en la ciudad,
habiendo primeramente, en el camino, en un lugar público (encarnizándose no ya la guerra,
sino la paz), degollado, no peleando, sino por expreso mandato, siete mil hombres que se le
habían rendido desarmados del todo. Y como por toda la ciudad cualquiera partidario de
Sila mataba al que quería, era imposible contar los muertos; hasta que advirtieron a Sila que
era conveniente dejar a algunos con la vida, para que hubiese a quien pudiesen mandar los
vencedores. Entonces, habiéndose ya aplacado la desenfrenada licencia de matar que por
todas partes se observaba incesantemente, se propuso con grandes parabienes y aplauso una
tabla que contenía dos mil personas que se habían de matar y proscribir del estado noble,
contándose así de los caballeros como de los senadores un número sumamente crecido;
pero daba consuelo solamente el ver que tenía fin, y no por ver morir a tantos era tanta la
aflicción como era la alegría de ver a los demás libres del temor. Sin embargo, de la misma
seguridad de los demás (aunque cruel e inhumana) hubo motivos suficientes para
compadecer y llorar los exquisitos géneros de muertes que padecieron algunos de los que
fueron condenados a muerte; porque hubo hombre a quien, sin instrumento alguno, le
hicieron pedazos entre las manos, despedazando los verdugos a un hombre vivo con más
fiereza que acostumbran las mismas fieras despedazar un cuerpo muerto. A otro,
habiéndole sacado los ojos y cortándole parte por parte sus miembros, le hicieron vivir
penando entre horribles tormentos, o, por mejor decir, le hicieron morir muchas veces.
Vendiéronse en almoneda, como si fueran granjas, algunas nobles ciudades, y entre ellas
una, como si mandaran matar a un particular delincuente, decretaron toda ella pasada a
cuchillo. Todo esto se hizo en paz, después de concluida guerra, no por abreviar en
conseguir la victoria, sino por no despreciar la ya alcanzada. Compitió la paz sobre cuál era
más cruel con la guerra, y venció; porque la guerra mató a los armados, y la paz, a los
desnudos. La guerra se fundaba en que el herido, si podía, hiriese; mas la paz estribaba no
en que el que escapase viviese, sino' que muriese sin hacer resistencia.

CAPITULO XXIX

Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de
los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles ¿Qué furor de gentes
extrañas, qué crueldad de bárbaros se puede comparar a esta victoria de ciudadanos
conseguida contra sus mismos ciudadanos? ¿Qué espectáculo vio Roma más funesto, más
horrible y feroz? ¿Fue, por ventura, más inhumana la entrada que en tiempos antiguos
hicieron los galos, y poco hace los godos, que la fiereza que usaron Mario y Sila y otros
insignes varones de su partido, que eran como lumbreras de esta ciudad, con sus propios
miembros? Es verdad que los galos pasaron a cuchillo a los senadores y a todos cuantos
pudieron hallar en la ciudad, a excepción de los que habitaban en la roca del Capitolio, los
cuales se defendieron por todos los medios.

Con todo, a los que se habían guarecido en aquel lugar les vendieron a lo menos las vidas a
trueque de oro, las cuales, aunque no pudieron quitárselas con las armas, sin embargo
pudieron consumírselas con el cerco. Y por lo que se refiere a los godos, fueron tantos los
senadores a quienes perdonaron la vida, que causa admiración que se la quitasen a algunos;
pero, al contrario, Sila, viviendo todavía Mario, entró victorioso en el mismo Capitolio (el
cual estuvo seguro del furor de los galos), para ponerse a decretar allí las muertes de sus
compatriotas; y habiendo huido Mario, escapando para volver más fiero y más cruel, éste,
en el Capitolio, por consultas y decreto del Senado, privó a infinitos de la vida y de la
hacienda; y los del partido de Mario, estando ausente Sila, ¿qué cosa hubo de las que se
tienen por sagradas a quien ellos perdonasen, cuando ni per- donaron a Mucio, que era su
ciudadano, senador y pontífice, teniendo asida con infelices brazos la misma ara, adonde
estaba -como dicen-el hado y la fortuna de los romanos? Y aquella última tabla o lista de
Sila, dejando aparte otras innumerables muertes, 'no degolló ella sola más senadores que los
que fueron maltratados por los godos?

CAPITULO XXX

De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo ¿Con


qué ánimo, pues, con qué valor, desvergüenza, ignorancia o, mejor decir, locura, no se
atreven a imputar aquellos desastres a sus dioses, y estos los atribuyen a nuestro Señor
Jesucristo? Las crueles guerras civiles; más funestas aún, por confesión de sus propios
autores, que todas las demás guerras tenidas con sus enemigos (pues con ellas se tuvo a
aquella República no tanto por perseguida, sino por totalmente destruida), nacieron mucho
antes de la venida de Jesucristo, y por una serie de malvadas causas, después de la guerra
de Mario y Sila, llegaron las de Sertorio y Catilina, uno de los cuales había sido proscrito y
vendido por Sila, y el otro se había criado con él; en seguida vino la guerra entre Lépido y
Catulo, y de estos uno quería abrogar lo que había hecho Sila, y el otro lo quería sostener;
siguióse la de Pompeyo y César, de los cuales, Pompeyo había sido del partido de Sila, a
cuyo poder y dignidad había ya llegado, y aun pasado, lo cual no podía tolerar César, por
no ser tanto como él; pero al fin logró conseguirla y aún mayor, habiendo vencido y muerto
a Pompeyo. Finalmente, continuaron las guerras hasta el otro César, que después se llamó
Augusto -en cuyo tiempo nació Jesucristo- y porque también este Augusto sostuvo muchas
guerras civiles, y en ellas murieron innumerables hombres ilustres, entre los cuales uno fue
Cicerón, aquel elocuente maestro en el arte de gobernar la República.

Asimismo Cayo César (el que venció a Pompeyo y usó con tanta clemencia la victoria),
haciendo merced a sus enemigos de las vidas y dignidades, como si fuera tirano y se
conjugaron contra él algunos nobles senadores, bajo pretexto de la libertad republicana, y le
dieron de puñaladas en el mismo Senado, a cuyo poder absoluto y gobierno déspota parece
aspiraba después Antonio, bien diferente de él en su condición, contaminado y corrompido
con todos los vicios, a quien se opuso animosamente Cicerón, bajo el pretexto de la misma
libertad patria. Entonces comenzó a descubrirse el otro César, joven de esperanzas y bella
índole, hijo adoptivo de Cayo julio César, quien como llevo dicho, se llamó después
Augusto. A este mancebo ilustre, para que su poder creciese contra el de Antonio, favorecía
Cicerón, prometiéndose que Octavio, aniquilado y oprimido el orgullo de Antonio,
restituiría a la República su primitiva libertad; pero estaba tan obcecado y era poco previsor
de las consecuencias futuras, que el mismo Octavio, cuya dignidad y poder fomentaba,
permitió después, y concedió, como por una capitulación de concordia, a Antonio, que
pudiese matar a Cicerón, y aquella misma libertad republicana, en cuyo favor había
perorado tantas veces Cicerón, la puso bajo su dominio.

CAPITULO XXXI

Con qué poco pudor imputan a Cristo los presentes desastres aquellos a quienes no se les
permite que adores a sus dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los
adoraban Acusen a sus dioses por tan reiteradas desgracias los que se muestran
desagradecidos a nuestro Salvador por tantos beneficios. Por lo menos cuando sucedían
aquellos males hervían de gente las aras de los dioses y exhalaban de sí el olor del incienso
Sabeo y de las frescas y olorosas guirnaldas. Los sacerdocios eran ilustres, los lugares
sagrados, lugar de placer; se frecuentaban los sacrificios, los juegos y diversiones en los
templos, al mismo tiempo que por todas partes se derramaba tanta sangre de los ciudadanos
por los mismos ciudadanos, no solo en cualquiera lugar, sino entre los mismos altares de
los dioses. No escogió Cicerón templo donde acogerse, porque consideró que en vano le
había escogido Mucio; pero estos ingratos que con menos motivo se quejan de los tiempos
cristianos, o se acogieron de los lugares dedicados a Cristo, o los mismos bárbaros los
condujeron a ellos para que librasen sus vidas.

Esto tengo por cierto, y cualquiera que lo mirase sin pasión, fácilmente advertirá (por omitir
muchas particularidades que ya he referido y otras que me pareció largo contarlas) que si
los hombres recibieran la fe cristiana antes de las guerras púnicas y sucedieran tantas
desgracias y estragos como en aquellas guerras padeció África y Europa, ninguno de éstos
que ahora nos persiguen lo atribuyera sino a la religión cristiana; y mucho más insufribles
fueran sus voces y lamentos por lo que se refiere a los romanos, si después de haber
recibido y promulgado la religión cristiana, hubiera sucedido la entrada de los galos o la
ruina y destrucción que causó la impetuosa avenida del río Tiber y el fuego, o lo que
sobrepuja a todas las calamidades, aquellas guerras civiles y demás infortunios que
sucedieron, tan contrarios al humano crédito, que se tuvieron por prodigios, los que
sucedieran en los tiempos cristianos, ¿a quiénes se lo habían de atribuir como culpas sino a
los cristianos? Paso en silencio, pues, los sucesos que fueron más admirables que
perjudiciales, de cómo hablaron los bueyes: cómo las criaturas que aún no habían nacido
pronunciaron algunas palabras dentro del vientre de sus madres; cómo volaron las
serpientes; cómo las gallinas se convirtieron en gallos y las mujeres en hombres, y otros
portentos de esta jaez, que se hallaban estampados en sus libros, no en los fabulosos, sino
en los históricos, ya sean verdaderos, ya sean falsos, que causan a los hombres no daño,
sino espanto y admiración; asimismo aquel raro suceso de cuando llovió tierra, greda y
piedras, en cuya expresión no se entiende que apedreó, como cuando se entiende el granizo
por este nombre, sino que realmente cayeron piedras, cantos y guijarros; esto, sin duda, que
pudo hacer también mucho daño. Leemos en sus autores que, derramándose y bajando
llamas de fuego desde la cumbre del monte Etna a la costa vecina, hirvió tanto el mar, que
se abrasaron los peñascos y se derritió la pez y resina de las naves; este suceso causó
terribles daños.

Aunque fue una maravilla increíble. En otra ocasión, con el mismo fuego, escriben que se
cubrió Sicilia de tanta cantidad de ceniza, que las casas de la ciudad de Catania, oprimidas
por el peso, dieron en tierra; y, compadecidos de esta calamidad, los romanos les
perdonaron benignamente el tributo de aquel año; también refieren en sus historias que en
África, siendo ya provincia sujeta a la República romana, hubo tanta multitud de langosta
que anublaban el sol, las cuales, después de consumir los frutos de la tierra, hasta las hojas
de los árboles, dicen que formaron una inmensa e impenetrable nube y dio consigo en el
mar, y que muriendo allí, y volviendo el agua a arrojarlas a la costa, inficionándose con
ellas la atmósfera, aseguran que causó tan terrible peste, que, según su testimonio, solo en
el reino de Masinisa perecieron 80,000 personas, y muchas más en las tierras próximas a la
costa. Entonces afirman que en Utica, de 30,000 soldados que había de guarnición
quedaron vivos sólo diez. No puede darse semejante fanatismo como el que nos persigue y
obliga a que respondamos que el suceso más mínimo de éstos que hubiese acontecido en la
actual época le atribuirían el influjo y profesión de la religión cristiana, si le vieran en los
tiempos cristianos. Y, con todo, no imputan estas desgracias a sus dioses, cuya religión
procuran establecer por no padecer iguales calamidades o menores habiéndolas padecido
mayores los que antes los adoraban.

LIBRO CUARTO LA GRANDEZA DE ROMA ES DON DE DIOS

CAPITULO PRIMERO

De lo que se ha dicho en el libro primero Debiendo empezar ya a tratar de la ciudad de


Dios, fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los enemigos, quienes, como
viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciendo con ansia los bienes caducos
y perecederos, cualquiera adversidad que padecen, cuando Dios, usando de su misericordia,
los avisa, suspendiendo el castigarlos con todo rigor y justicia, lo atribuyen a religión
cristiana, la cual es solamente la verdadera y saludable, religión, y porque entre ellos hay
también vulgo estúpido e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra nosotros,
como excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos; persuadiéndose los
necios que los sucesos extraordinarios que acaecen con la vicisitud de los tiempos no solían
acontecer en las épocas pasadas.

Confirman su falsa opinión con disimular que lo ignoran, no obstante que saben que es
falso, para que de este modo se puedan persuadir los entendimientos humanos ser justa la
queja que manifiestan tener contra nosotros, porque lo que fue necesario demostrar por los
mismos libros que escribieron sus historiadores dándonos una noticia extensa y
circunstanciada de la historia y sucesos ocurridos en los tiempos pasados, que es muy al
contrario de, lo que opinan; y asimismo enseñar que los dioses falsos que entonces
adoraban públicamente y ahora todavía adoran en secreto, son unos espíritus inmundos,
perversos y engañosos demonios, tan procaces, que tienen su mayor deleite y complacencia
en oír y examinar las culpas y maldades más execrables, sean ciertas o fingidas, aunque
seguramente suyas, las cuales quisieron se celebrasen y anunciasen solemnemente en sus
fiestas, a fin de que la humana imbecilidad no se ruborizase en perpetrar acciones feas y
reprensibles, teniendo por imitadores de las más impías a las mismas deidades, lo cual no
he probado yo precisamente por meras conjeturas falibles, sino ya por lo sucedido en
nuestros tiempos, en los que yo mismo vi hacer y celebrar semejantes torpezas en honor de
los dioses, ya por lo que está escrito en autores que dejaron a la posteridad el recuerdo de
estas torpezas, considerándolas no como infames, sino como honoríficas y apreciables a sus
dioses.

De modo que el docto Varrón, de grande autoridad entre los gentiles, escribiendo unos
libros que trataban de las cosas divinas y humanas, y distribuyendo, conforme a la calidad
de cada uno, en unos las materias divinas y en otros las humanas a lo menos no colocó los
juegos escénicos entre las cosas humanas, sino entre las divinas, siendo seguramente cierto
que si en Roma hubiera solamente personas honestas y virtuosas, ni aun en las cosas
humanas fuera justas que hubiera juegos escénicos; lo cual, ciertamente, no estableció
Varrón por su propia autoridad, sino como nacido y criado en Roma, los halló considerados
entre las cosas divinas. Y porque al fin del libro primero expusimos en compendio lo que
en adelante habíamos de referir, y parte de ello dijimos en los dos libros siguientes,
reconozco la obligación en que estoy empeñado de cumplir en lo restante con la esperanza
de los lectores.

CAPITULO II

De lo que se contiene en el libro segundo y tercero Prometimos, pues, hablar contra los que
atribuyeron las calamidades padecidas en la República romana a nuestra religión, y referir
extensamente todos los males y penalidades grandes y pequeños que nos ocurriesen, o los
suficientes para demostrar claramente los que padeció Roma y las provincias que estaban
bajo su Imperio antes de que se prohibieran absolutamente los sacrificios. Todos los cuales
infortunios, sin duda, nos los atribuyeran si entonces tuvieran ellos noticia de nuestra
religión, o les vedase sus sacrílegas oblaciones: este punto, a lo que creo, le hemos
explicado bastantemente en el libro segundo y tercero. En el segundo, cuando tratamos de
los males de las costumbres, que se deben estimar por los únicos y por los más grandes, y
en el tercero, cuando tratamos de las calamidades que temen los necios y huyen de padecer;
es, a saber: de los males corporales y de las cosas exteriores, las cuales por mayor parte
sufren también los buenos; pero, al contrario, las desgracias con que empeoran sus
costumbres las toleran, no digo con paciencia, sino con mucho gusto. Ha sido sumamente
limitada la relación que he dado de las desgracias de Roma y de su Imperio, y de éstas no
he referido todas las ocurridas hasta Augusto César; pues si me hubiera propuesto contar y
exagerarlas todas, no las que se causan los hombres mutuamente unos a otros, como son los
estragos y ruinas que motivan las guerras, sino las que atraen a la tierra los elementos
celestes, las que resumió Apuleyo. en el libro que escribió del mundo, diciendo que todas
las cosas de la tierra sufren cambios y destrucciones, porque asegura, para decirlo con. sus
palabras, que se abrió la tierra con terribles temblores, se tragó ciudades enteras y mucha
gente; que rompiéndose las cataratas del cielo se anegaron provincias enteras; que las que
anteriormente había sido continente y tierra firme quedaron aisladas por el mar; que otras,
por el descenso del mar, se hicieron accesibles a pie enjuto; que fueron asoladas y
destruidas hermosas ciudades con furiosos vientos y tempestades; que de las nubes
descendió fuego, con que perecieron y fueron abrasadas algunas regiones en el Oriente; que
en el Occidente, las frecuentes avenidas de los ríos causaron igual estrago, y que en tiempos
antiguos, abriéndose y despeñándose de las cumbres, del monte Etna hacia abajo aquellas
encendidas bocas con divino incendio, corrieron ríos de llamas y fuego, como si fuesen una
impetuosa avenida de agua.

Si estas particularidades y otras semejantes intentara yo recopilar (las que se hallan en


varias historias de donde podría trasladarlas), ¿cuándo acabaría de referir las que
acontecieron en aquellos lastimosos tiempos, antes que el nombre de Cristo reprimiese a los
incrédulos sus vanidades y contradicciones a la verdadera fe? Prometí asimismo patentizar
cuáles fueron las costumbres que quiso favorecer para acrecentar con ellas el imperio el
verdadero Dios, en cuya potestad están todos los reinos, y por qué causa y cuán poco les
auxiliaron estos que tienen por dioses, o, por mejor decir, cuántos daños les causaron con
sus seducciones y falacias; sobre lo cual advierto ahora que me conviene hablar, y aún más
del acrecentamiento del Imperio romano, porque del pernicioso engaño de los demonios, a
quienes adoraban como a dioses, y de los grandes daños que ha causado en sus costumbres
su culto, queda ya dicho lo suficiente, especialmente en el libro segundo. En el discurso de
los tres libros, donde lo juzgué a propósito, referí igualmente los imponderables consuelos
que en medio de los trabajos de la guerra envía Dios a los buenos y a los malos por amor a
su santo nombre, a quien, al contrario de lo que se acostumbra en campaña, tuvieron los
bárbaros tanto respeto, tributando obediencia y reconocimiento al augusto nombre de Aquel
que hace salga el sol sobre los buenos y los malos, y que llueva sobre los justos y los
injustos.

CAPITULO III

Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los
bienes que llaman, así de los felices como de los sabios Veamos ya y examinemos las
causas que puedan alegar para demostrar la grandeza y duración tan dilatada del Imperio
romano, no sea que se atrevan a atribuirla a estos dioses, a quienes pretenden haber
reverenciado y servido honestamente con juegos torpes y por ministerio de hombres
impúdicos; aunque primero quisiera indagar en qué razón o prudencia humana se funda,
que no pudiendo probar sean felices los hombres que andan siempre poseídos de un
tenebroso temor y una sangrienta codicia en los estragos de la guerra y en derramar la
sangre de sus ciudadanos o de otros enemigos, aunque siempre humana (tanto que solemos
comparar al vidrio el contento y alegría de estos tales que frágilmente resplandece, de quien
con más horror tememos no se nos quiebre de improviso), con todo, quieran gloriarse de la
opulencia y extensión de su Imperio. Y para que esto se entienda más fácilmente y no nos
desvanezcamos llevados del viento de la vanidad, y no escandalicemos la vista de nuestro
entendimiento con voces de grande bulto, oyendo pueblos, reinos, provincias, pongamos
dos hombres, porque así como las letras en un escrito, cada hombre se considera como
principio y elemento de una ciudad y de un reino, por más grande y extenso que sea.
Supongamos que el uno de éstos es pobre y el otro muy rico; pero este contristado con
temores, consumido de melancolía, abrazado de codicia, nunca seguro, siempre inquieto,
batallando con perpetuas contiendas y enemistades, que con estas miserias va acrecentando
sobremanera su patrimonio, y con tales incrementos va acumulando también grandísimos
cuidados; y el de mediana hacienda, contento con su corto caudal,, acomodado a sus
facultades, muy querido de sus deudos, vecinos confidentes y amigos, gozando de una paz
dulce, piadoso en la religión, de corazón benigno, de cuerpo sano, ordenado en la vida,
honesto en las costumbres y seguro en conciencia, No sé si pueda haber alguno tan necio
que se atreva a poner en duda sobre a cuál de éstos, haya de preferir. Así, pues, como en
estos dos hombres, así en dos familias, así en dos pueblos, así en dos reinos se sigue la
misma razón de semejanza e igualdad, la cual, aplicada con acuerdo, si corrigiésemos los
ojos de nuestro entendimiento, fácilmente advertiríamos dónde se halla la vanidad y dónde
la felicidad; por lo cual, si se adora al verdadero Dios y le sirven con verdaderos sacrificios
con buena vida y costumbres, es útil e importante que los buenos reinen mucho tiempo con
crecidos honores; cuya felicidad no es precisamente útil a ellos solos, sino a aquellos sobre
quienes reinan; pues por lo que se refiere a éstos, su religión y santidad (que son grandes
dones de Dios) les basta para conseguir la verdadera felicidad, con la que pueden pasar
dichosamente esta vida y después alcanzar la eterna.

En la tierra se concede el reino a los buenos, no tanto por utilidad suya como de las cosas
humanas; pero el reino que se da a los malos, antes es en daño de los que reinan, pues
estragan y destruyen sus almas con la mayor libertad de pecar, aunque a los súbditos y a los
que los sirven no les puede perjudicar sino su propio pecado; pues todos cuantos perjuicios
causan los malos señores a los justos no es pena del pecado, sino prueba de la virtud, por
tanto, el bueno, aunque sirva, es libre, y el malo, aunque reine, es esclavo, y no de sólo un
hombre, sino, lo que es más pesado, de tantos señores como vicios le dominan, de los
cuales, tratando la Escritura, dice: “que por el mismo hecho de dejarse uno vencer o rendir
a otro, viene a ser su esclavo”.

CAPITULO IV

Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia Sin la virtud de la justicia, ¿qué
son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos
reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está
unida entre si con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las
leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a
crecer con el concurso de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde
poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre
más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que ha
dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso
con mucha gracia y verdad respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno,
preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar, con arrogante
libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas
porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las
haces con formidables ejércitos, te llaman rey.
CAPITULO V

De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la dignidad real Por lo cual
dejo de examinar qué clase de hombres fueron los que juntó Rómulo para la fundación de
su nuevo Estado, resultando en beneficio suyo la nueva creación del Imperio; pues que se
valió de este medio para que con aquella nueva forma de vida, en la que tomaban parte y
participaban de los intereses comunes de la nueva ciudad, dejasen el temor de las personas
que merecían por sus demasías, y este temor los impelía a cometer crímenes más
detestables, y desde entonces viviesen con más sosiego entre los hombres.

Digo que el Imperio romano, siendo ya grande y poderoso con las muchas naciones que
había sujetado, terrible su nombre a las demás, experimentó terribles vaivenes de la fortuna,
y temió con justa razón, viéndose con gran dificultad para poder escapar de una terrible
calamidad, cuando ciertos gladiadores, bien pocos en número, huyéndose a Campania de la
escuela donde se ejercitaban, juntaron un formidable ejército que, acaudillado por tres
famosos jefes, destruyeron cruelmente gran parte de Italia Dígannos: ¿qué dios ayudó a los
rebeldes para que, de un pequeño latrocinio, llegasen a poseer un reino, que puso terror a
tantas y tan exorbitantes fuerzas de los romanos? ¿Acaso porque duraron poco tiempo se ha
de negar que no les ayudó Dios, como si la vida de cualquier hombre fuese muy
prolongada? Luego, bajo este supuesto, a nadie favorecen los dioses para que reine, pues
todos se mueren presto, ni se debe tener por beneficio lo que dura poco tiempo en cada
hombre, y lo que en todos se desvanece como humo. ¿Qué les importa a los que en tiempo
de Rómulo adoraron los dioses, y hace, tantos años que murieron, que después de su
fallecimiento haya crecido tanto el Imperio romano, mientras ellos están en los infiernos?
Si buenas o malas, sus causas no interesan al asunto que tratamos, y esto se debe entender
de todos los que por el mismo Imperio (aunque muriendo unos, y sucediendo en su lugar
otros, se extienda y dilate por largos años), en pocos días y con otra vida lo pasaron
presurosa y arrebatadamente, cargados y oprimidos con el insoportable peso de sus
acciones cri- minales. Y si, con todo, los beneficios de un breve tiempo se deben atribuir al
favor y ayuda de los dioses, no poco ayudaron a los gladiadores, que rompieron las cadenas
de su servidumbre y cautiverio, huyeron y se pusieron en salvo, juntaron un ejército
numeroso y poderoso, y obedeciendo a los consejos y preceptos de sus caudillos y reyes,
causando terror a la formidable Roma, resistiendo con valor y denuedo a algunos generales
romanos, tomaron y saquearon muchas poblaciones, gozaron de muchas victorias y de los
deleites que quisieron, hicieron todo cuanto les proponía su apetito, eso mismo hicieron,
hasta que finalmente fueron vencidos (cuya gloria costó bastante sangre a los romanos), y
vivieron reinando con poder y majestad. Pero descendamos a asuntos de mayor momento.

CAPITULO VI

De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que movió guerra a
sus vecinos Justino, que, siguiendo a Trogo Pompeyo, escribió un compendio, de la
Historia griega, o, por mejor decir, universal, comienza su obra de esta manera: “Al
principio del mundo el imperio de las naciones le tuvieron los reyes, quienes eran elevados
al alto grado de la majestad, no por ambición popular, sino por la buena opinión que los
hombres tenían de su conducta. Los pueblos se gobernaban sin leyes, sirviendo de tales los
arbitrios y dictámenes de los reyes, los cuales estaban acostumbrados más a defender que a
dilatar ambiciosamente los términos de su imperio. El reino que cada uno poseía se incluía
dentro de los límites de su patria. Nino, rey de los asirios, fue el primero que con nueva
codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua costumbre conservada de unos a otros desde
sus antepasados.

Este monarca fue el primero que movió guerra a sus vecinos, y sujetó, como no sabían aún
hacer resistencia, todas las naciones situadas hasta los confines de Libra”; y más adelante
añade: “Nino robusteció el poder de su codiciado dominio con un largo reinado. Habiendo,
pues, sujetado a sus comarcanos, como con el acrecentamiento de las fuerzas militares
pasase con más pujanza contra otras naciones, y siendo la victoria que acababa de
conseguir instrumento para la siguiente, sojuzgó las provincias y naciones de todo el
Oriente.” Sea lo que fuere el crédito que se debe dar a Justino o a Trogo (porque otras
historias más verdaderas manifiestan que mintieron en algunos particulares); con todo,
consta también entre los otros escritores que el rey Nino fue el que extendió fuera de los
límites regulares el reino de los asirios, durando por tan largos años, que el Imperio romano
no ha podido igualársele en el tiempo; pues según escriben los cronologistas, el reino de los
asirios, contando desde el primer año en que Nino empezó a reinar hasta que pasó a los
medos, duró mil doscientos cuarenta años El mover guerra a sus vecinos, pasar después a
invadir a otros, afligir y sujetar los pueblos sin tener para ello causa justa, sólo por
ambición de dominar, ¿cómo debe llamarse sino un grande latrocinio?

CAPITULO VII

Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra para su esplendor y
decadencia Si el reino de los asirios fue tan opulento y permaneció por tantos siglos sin el
favor de los dioses, ¿por qué el de los romanos, que se ha extendido por tan dilatadas
regiones y ha durado tantos años, se ha de atribuir su permanencia a la protección de los
dioses de los romanos, cuando lo mismo pasa en el uno y en el otro? Y si dijesen que la
conservación de aquél debe atribuirse también al auxilio y favor de los dioses, pregunto: De
qué dioses? Si las otras naciones que domó y sujetó Nino no adoraban entonces otros
dioses, o si tenían los asirios dioses propios que fuesen como artífices más diestros para
fundar y conservar Imperios, pregunto: ¿Se murieron, acaso, cuando ellos perdieron
igualmente el Imperio? ¿O por qué no les recompensaron sus penosos cuidados, o por qué
ofreciéndoles mayor recompensa, quisieron más pasarse a los medos, y de aquí otra vez,
convidándolos Ciro y proponiéndolos tal vez partidos más ventajosos, a los persas? Los
cuales, en muchas y dilatadas tierras de Oriente, después del reino de Alejandro de
Macedonia, que fue grande en las posesiones y brevísimo en su duración, todavía
perseveran hasta ahora en su reino. Y si esto es cierto, o son infieles los dioses que,
desamparando a los suyos, se pasan a los enemigos (cuya traición no ejecutó Camilo,
siendo hombre, cuando habiendo vencido y conquistado para Roma una ciudad, su mayor
émula y enemiga, ella le correspondió ingrata, a la cual, a pesar de este desagradecimiento,
olvidado después de sus agravios y acordándose del amor de su patria, la volvió a librar
segunda vez de la invasión de los galos) o no son tan fuertes y valerosos cómo es natural
sean los dioses, pues pueden ser vencidos por industria o por humanas fuerzas; o cuando
traen en sí guerra no son los hombres quienes vencen a los dioses, sino que acaso los dioses
propios de una ciudad vencen a los otros. Luego también estos falsos númenes se enemistan
mutuamente, defendiendo cada uno a los de su partido. Luego no debió Roma adorar más a
sus dioses que a los extraños, por quienes eran favorecidos sus adoradores. Finalmente,
como quiera que sea este paso, huida o abandono de los dioses en las batallas, con todo, aún
no se había predicado en aquellos tiempos y en aquellas tierras el nombre de Jesucristo
cuando se perdieron tan poderosos reinos o pasaron a otras manos su poder y majestad con
crueles estragos y guerras; porque si al cabo de mil doscientos años y los que van hasta que
se arruinó el Imperio de los asirios, predicara ya allí la religión cristiana otro reino eterno, y
prohibiera la sacrílega adoración, de los falsos dioses, ¿qué otra cosa dijeran los hombres
ilusos de aquella nación, sino que el reino que había existido por tantos años no se pudo
perder por otra causa sino por haber desamparado su religión y abrazado la cristiana? En
esta alucinación, que pudo suceder, mírense éstos como en un espejo y tengan pudor, si
acaso conservan alguno, de quejarse de semejante acaecimientos; aunque la ruina del
Imperio romano más ha sido aflicción que mudanza, la que le acaeció igualmente en otros
tiempos muy anteriores a la promulgación del nombre de Jesucristo y de su ley evangélica,
reponiéndose al fin de aquella aflicción; y por eso no debemos desconfiar en esta época,
porque en esto, ¿quién sabe la voluntad de Dios?

CAPITULO VIII

Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su imperio,
habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de por si,
el amparo de una sola cosa Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses
que adoraban los romanos cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron
aquel Imperio. ¿Por qué en empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a
conceder alguna parte de gloria a la diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale,
que es el deleite, o la Libentina, denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al
Vaticano, que preside a los llantos de las criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y
cómo pudiéramos acabar de referir en un solo lugar de este libro todos los nombres de los
dioses o diosas, que apenas caben en abultados volúmenes, dando a cada dios un oficio
propio y peculiar para cada ministerio? No se contentaron, pues, con encomendar el
cuidado del campo a un dios particular, sino que encargaron la labranza rural a Rusina, las
cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a la diosa Colatina, los valles a
Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una vez se encargase y cuidase
de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban debajo de la tierra,
quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido de la tierra y
criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las trojes para
que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la Segecia,
mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y, con
todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la
miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos
abrazos de un solo Dios verdadero.
Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan y nacen; al dios Noduto los nudos
y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos y envoltorios de las espigas, y
a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga la espiga; a la diosa
Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los antiguos, al igualar,
dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia, cuando están en
leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los arrancan de la
tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se avergüenzan. Esto he
dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se atreverán a decir que, estos
dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano; pues en tal conformidad
daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en general. ¿Cuándo Segecia
había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo tiempo de las mieses y de los
árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su poder no se extendía más que
a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto les había de ayudar en la guerra, si su
poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de la espiga, sino tan sólo a los nudos
de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es hombre, es, sin duda,
bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea, para los quicios;
Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo pudiese cuidar juntamente
de las puertas, quicios y umbrales?

CAPITULO IX

Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe atribuir a Júpiter, a quien
sus adoradores tienen por el supremo de los dioses Dejada, pues, a un lado por tiempo
breve la turba de estos dioses particulares, es necesario pasemos a indagar el oficio y cargo
de los dioses mayores, con que Roma ha llegado a creer en tanto grado que ha tenido el
dominio sobre tantas naciones crecido número de siglos. Luego, en efecto, esta gloria se
debe a Júpiter Optimo Máximo, ya que quieren que éste sea el rey de todos los dioses y
diosas; lo cual manifiesta su cetro y la elevada roca Tarpeya en el Capitolio. De este dios
refieren, aunque por un poeta, que se dijo muy bien Jovis omnia plena, que todo estaba
lleno de Júpiter. Este -cree Varrón- es el que adoraban también los que veneran a un solo
dios sin necesidad de imágenes, aunque le llaman con otro nombre; y si esto es así ¿por qué
le trataron tan mal en Roma, así como algunos, igualmente, entre las de-más naciones,
erigiéndole estatuas, lo cual al mismo Varrón le desconcertó tanto, que con ser contra el uso
y depravada costumbre de una ciudad tan populosa, no dudó en escribir que los que en los
pueblos instituyeron estatuas les quitaron el temor y les añadieron error?

CAPITULO X

Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en diversas partes del
mundo Y ¿por qué ponen a su lado también a su esposa, Juno, y permiten que ésta se llame
hermana y esposa? Por qué motivo por Júpiter entendemos el cielo, y por Juno el aire,
siendo así que estos dos elementos están juntos, el uno más alto y el otro más bajo? Luego
no es aquel dé quien se dijo que todo estaba lleno de Júpiter, si alguna parte la llena
también Juno. ¿Por ventura cada uno de ellos hinche el cielo y el aire, y ambos están
juntamente en estos dos elementos y en cada uno de ellos? ¿Por qué causa atribuyen el cielo
a Júpiter y el aire a Juno? Finalmente, si estos dos solos fuesen bastantes, ¿para qué el mar
le atribuyen a Neptuno, y la tierra a Plutón? Y porque éstos no estuvieran tampoco sin sus
mujeres, les añadieron, a Neptuno, Salacia, y a Plutón, Proserpina; pues así como Juno,
dicen, ocupa la parte inferior del cielo, esto es, el aire, así Salacia ocupa la parte inferior del
mar, y Proserpina la de la tierra. Buscan solícitos estratagemas para sostener sus fábulas, y
no las hallan; pues si esto fuese así, sus mayores mejor dijeran que los elementos del
mundo eran tres, que no cuatro, para que a cada elemento le cupiera su casamiento con los
dioses; no obstante, es cierto que afirman ser una cosa el cielo y otra el aire; y el agua, ya
sea la de arriba o la de abajo, seguramente sea agua. Pero supongo que sea diferente; ¿acaso
es tanta la diferencia que la inferior no sea agua? Y la tierra, ¿qué puede ser otra cosa que
tierra, por más diferente que sea, y más cuando con estos tres o cuatro elementos estará ya
perfeccionado todo el mundo corpóreo? Minerva, ¿dónde estará? ¿Qué lugar ocupará?
¿Cuál llenará? Ya, juntamente con los otros, la tienen puesta en el Capitolio, aunque no es
hija de ambos; y si dicen que Minerva ocupa la parte superior del cielo, y por esta causa
fingen los Poetas que nació de la cabeza de Júpiter, ¿por qué motivo no tienen a ésta por
reina de los dioses, que es superior a Júpiter? ¿Es por ventura porque es impropio preferir
una hija a su padre'? Y si ésta es la causa, ¿por qué no se hizo esta justicia a Saturno con el
mismo Júpiter? ¿Es por ventura porque fue vencido? ¿Luego pelearon? De ninguna manera,
dicen, sino que esto es cosa de fábulas.

Sea así enhorabuena; no creamos a las fábulas y tengamos mejor concepto de los dioses;
mas ¿por que no le han dado al padre de Júpiter, ya que no lugar más alto, por lo menos uno
igual en honra? Porque Saturno, dicen, es la longitud del tiempo. Luego adoran al tiempo
los que adoran a Saturno, y suficientemente se nos insinúa que el rey de los dioses, Júpiter,
es hijo del tiempo. ¿Qué expresión indigna se profiere cuando se dice que Júpiter y Juno
son hijos del tiempo, si él es el Cielo y ella la Tierra, supuesto que el Cielo y la Tierra son
cosas criadas? Esto también lo confiesan sus doctos y sabios en sus libros, y no lo tomo de
ficciones poéticas, sino de los libros de los filósofos, donde dijo Virgilio: “Entonces el
Cielo, padre todopoderoso, con fecundas lluvias desciende en el regazo de su festiva
esposa”; esto es, en el regazo de la Tellus o Tierra, porque también quieren que haya
algunas diferencias, y en la misma tierra una cosa piensan que es la Tierra, otra Tellus, otra
Tellumón, y tienen a todos éstos como dioses, llamándolos con sus propios nombres y con
sus oficios distintos, y reverenciando a cada uno en particular con sus aras y sacrificios. A
la misma Tierra denominan también madre de los dioses; de modo que viene ya a ser más
tolerable lo que fingen los poetas, si, según los libros de éstos, no los poéticos, sino los que
tratan de su religión, Juno no sólo es hermana y mujer, sino también madre de Júpiter. Esta
misma Tierra quieren que sea Ceres, la misma también, Vesta, aunque, por la mayor parte
afirmen que Vesta no es sino el fuego que pertenece a los hogares, sin los cuales no puede
pasar la ciudad, y que por esto le suelen servir las vírgenes, porque así como de la virgen no
nace cosa alguna, tampoco del fuego, Toda esta vanidad fue preciso que la desterrase y
deshiciese el que nació de la Virgen; porque ¿quién podría sufrir que tributando tanto honor
al fuego y atribuyéndole tanta castidad, algunas veces no tenga pudor de decir que Vesta es
también Venus, para que en sus siervas sea vana la virginidad tan estimada y honrada? Por
que si Vesta fue Venus, ¿cómo la podría servir legítimamente las vírgenes no imitando a
Venus? ¿Por ventura hay dos Venus, una virgen y otra casada? O, por mejor decir, hay tres:
una, de las vírgenes, la cual se llama también Vesta; otra, de las casadas, y otra, de las
camareras. A ésta también los fenicios ofrecían sus oblaciones, resultantes de la torpe
ganancia que hacían sus hijas con sus cuerpos antes que las diesen en matrimonio a sus
maridos. ¿Cuál de estas matronas es la de Vulcano? Sin duda que no, es la virgen, porque
tiene mando, y por ningún caso será tampoco la ramera, porque no parece que hacemos
agravio al hijo de Juno, auxiliar de Minerva; luego se infiere que ésta es la que pertenece a
las casadas; pero no queremos que la imiten en lo que ella hizo con Marte. Otra vez, dicen,
volvéis a las fábulas; mas ¿qué razón o qué justicia es ésta, agraviarse de ,nosotros porque
hablamos de sus dioses y no agraviarse de sus propios cuando tan de buena gana se ponen a
mirar en los teatros como se representan semejantes delitos de sus dioses, y, lo que es más
increíble, si constantemente no se probase con la experiencia que estos mismos crímenes
teatrales de sus dioses se instituyeron en honor de su divinidad?

CAPITULO XI

De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos defienden que son un mismo
Júpiter Por más razones y argumentos filosóficos que quieran alegar, jamás podrán sostener
que Júpiter es ya el alma de este mundo corpóreo que llena y mueve toda esta máquina,
fabricada y compuesta de los cuatro elementos o de cuantos quisieren añadir; con tal que
ceda su parte a su hermana y hermanos, ya sea el Cielo, de modo que tenga abrazada por
encima a Juno, que es el aire y tiene debajo de sí; ya sea todo el Cielo, juntamente con el
aire, y fertilice con fecundas lluvias y semillas la tierra, como a su mujer, y a la misma
como a su madre; supuesto que tan extraña mezcla de parentescos en los dioses no se tiene
por acción criminal; ya porque no sea necesario discurrir particularmente por todas sus
cualidades si es un solo dios, de quien creen algunos habló el poeta cuando dijo “que Dios
se difunde por todas las tierras, por todos los golfos y senos del mar, y por toda la profunda
máquina del Cielo”. Pues bien; el que en el Cielo es Júpiter; en el aire, Juno; en el mar,
Neptuno; en las partes inferiores del mar, Salacia; en la tierra, Plutón; en la parte inferior de
la tierra, Proserpina; en los domésticos hogares, Vesta en las fraguas de los herreros,
Vulcano; en los astros, el Sol, Luna y Estrellas; en los adivinos, Apolo; en las mercaderías,
Mercurio; en Jano, el que comienza; en Término, el que acaba; en el tiempo, Saturno;
Marte y Belona, en las guerras; Uber, en las viñas; Ceres, en las mieses; Diana, en las
selvas; Minerva, en los ingenios; finalmente, sea Júpiter también la turba de dioses
plebeyos; él sea el que preside, con el nombre de Libero, a la semilla o virtud generativa de
los varones, y con nombre dc Ubera, a la de las mujeres; él sea Diespiter, el que lleva a feliz
término los nacimientos; él sea la diosa Mena, a quien encargaron los menstruos de las
mujeres; él sea Lucina, a quien invocan las que paren; él sea el que ayuda a los que nacen,
recibiéndolos en el regazo de la tierra, y llámese Opis, el que en los llantos de las criaturas
les abra la boca, y Ilámese dios Vaticano el que las levante de la tierra, y llámese la diosa
Levana; el que tenga cuenta de las cunas, llámese diosa Cunina; no sea otro sino sea el
mismo en aquellas diosas que dicen su suerte a, los que nacen, y se llaman Carmentes;
tenga cargo de los sucesos fortuitos, y llámese Fortuna; ya representando a la diosa Ruma,
dé leche a las criaturas, porque los antiguos al pecho llamaban ruma; en la diosa Potina, dé
de beber bebida; en la diosa Educa, la comida; del pavor de los niños llámese Pavencia; de
la esperanza que viene, Venilla; del deleite, Volupia; del acto generativo, Agenoria; de los
estímulos con que se mueve el hombre con exceso al acto sexual llámese la diosa Estímula;
sea la diosa Estrenua haciéndole estrenuo y diligente; Numeria, que le enseñe a numerar y
contar; Camena, a cantar; él sea el dios Conso dándole consejos, los que particularmente no
son adorados, ¿cómo no temen, habiendo aplacado a tan pocos, vivir teniendo airado contra
si a todo el Cielo? Y si adoran y tributan culto a todas las estrellas, porque están contenidas
en Júpiter, a quien reverencian, con este atajo pudieran en él solo venerar a todos, pues así
ninguna se enojara, pues que, en sólo Júpiter se rogaba a todas, y ninguna era despreciada;
mas adorando a unas se daría justa causa a otras de enojarse por ser adoradas las cuales son
muchas más, sin comparación, mayormente cuando estando ellas resplandecientes desde su
elevado asiento, se les prefiera hasta el mismo Príapo desnudo y torpemente armado.

CAPITULO XII

De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que el mundo era el
cuerpo de Dios Y ¿qué diremos del otro absurdo? ¿Acaso no es asunto que debe excitar los
ingenios expertos, y aun a los que no sean muy agudos? En este punto no hay necesidad de
poseer elevada exce- lencia de ingenio para que, dejada la manía de porfiar, pueda
cualquiera advertir que, si Dios es el alma del mundo, y que respecto de esta alma el mundo
se considera como cuerpo, de suerte que sea un animal que conste de alma y cuerpo; Y si
este dios es un seno de la Naturaleza que en sí mismo contiene todas las cosas, de modo
que de su alma, que vivifica toda esta máquina, se extraigan y tomen las vidas y almas de
todos los vivientes, conforme a la suerte de cada uno que nace, no puede quedar de modo
alguno cosa que no sea parte de Dios; y si esto es verdad, ¿quién no echa de ver la gran
irreverencia e inconciencia que se sigue de que pisando uno cualquier cosa haya de pisar y
hollar parte de Dios, y que matando cualquier animal haya de matar parte de Dios? No
quiero referir todas las reflexiones que pueden ocurrir a los que lo consideraren
maduramente, y no se pueden indicar sin pudor.

CAPITULO XlII

De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un solo Dios Y si se
obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales, como son
los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es Dios,
separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo animal,
esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que
azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios
lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que del
todo estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le adoran, si sus
partes son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus
peculiares vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino
que se deben adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que
no todos lo pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden
que él les fundó y acrecentó el Imperio romano.
Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema, ¿cuál será el que creerán pudo
emprender obra tan majestuosa estando ocupados todos los, demás en sus oficios y cargos
propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? ¿Luego puede ser que el rey de los
dioses propagase y amplificase el reino de los hombres?

CAPITULO XIV

Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como dicen, la victoria
es odiosa, ella sola bastará para este negocio Pregunto ahora lo primero: ¿por qué también
el mismo reino no es algún dios? ¿Y por qué no lo será así, si la victoria es dios? ¿O qué,
necesidad hay de Júpiter en este asunto si nos favorece la Victoria, la tenemos propicia y
siempre acude en favor de los que quiere que sean vencedores? Con el socorro y favor de
esta diosa, aunque esté quedo e inmóvil Júpiter, y ocupado en otros negocios, ¿qué
naciones no se sujetaran? ¿Qué reinos no se rindieran? ¿Es acaso porque aborrecen los
buenos el pelear con injusta causa, y provocar con voluntaria guerra por el ansia de dilatar
los términos de su Imperio a los vecinos que están pacíficos y no agravian ni causan
perjuicios a sus comarcanos? Verdaderamente que si así lo sienten, lo apruebo y alabo.

CAPITULO XV

Si conviene a los buenos querer extender su reino Consideren, pues, con atención, no sea
ajeno del proceder de un hombre de bien el gustar de la grandeza de! reino, porque el ser
malos aquellos a quienes se declaró justamente la guerra sirvió para que creciese el reino, el
cual sin duda fuera pequeño y limitado si la quietud y bondad de los vecinos comarcanos,
con alguna injuria, no provocara contra sí la guerra; pero si permaneciesen con tanta
felicidad las cosas humanas, gozando los hombres con quietud de sus haberes, todos los
reinos fueran pequeños en sus limites, viviendo alegres con la paz y concordia de sus
vecinos, y así hubiera en el mundo muchos reinos de diferentes naciones, así como hay en
Roma infinitas casas compuestas de un número considerable de ciudadanos; y por eso el
suscitar guerras y continuarías, como el dilatar del reino, sojuzgando gentes y pueblos, a los
malos les parece felicidad y a los buenos necesidad; mas porque sería peor que los malos,
procaces e injuriosos, se enseñoreasen de los buenos y pacíficos, no fuera de propósito, sino
muy al caso, se llama también este trastorno felicidad.

Con todo, seguramente, es dicha más apreciable tener amigo a un buen vecino que sujetar
por fuerza al malo belicoso. Perversos deseos son desear tener odios y temores, para poder
tener triunfos. Luego si sosteniendo juntos guerras, no impías ni injustas, pudieron los
romanos conquistar un Imperio tan dilatado, ¿acaso deben o están obligados a adorar
igualmente como a diosa a la injusticia ajena? Pues observamos que ésta cooperó mucho
para conseguir esta grandeza y posesión vasta del Imperio, en atención a que ella misma
formaba malévolos, para que hubiese con quien sostener justa guerra, y así acrecentar el
Imperio; ¿y por qué motivo no será diosa del mismo modo la maldad, a lo menos de las
otras naciones, si el Pavor, la Palidez y la Fiebre merecieron ser diosas de los romanos? Así
que con estas dos, esto es, con la maldad ajena y con la diosa Victoria, levantando las
causas y ocasiones de la guerra la maldad, y acabándola con dicho fin la Victoria, creció el
Imperio sin hacer nada Júpiter; porque ¿qué parte pudiera tener aquí Júpiter, supuesto que
los sucesos que pudieran considerarse como beneficios suyos los tienen por dioses, los
llaman dioses y los adoran como dioses, y a éstos llaman e invocan en vez de sus partes?
Aunque pudieran tener aquí alguna parte si él se llamara también reino, como se llama la
otra victoria; y si el reino es don y merced de Júpiter, ¿por qué no ha de tenerse la victoria
por beneficio suyo? Y, sin duda, se tuviera por tal, si conocieran y adoraran, no a la
pedirían en el Capitolio, sino al verdadero Rey de Reyes y Señor de Señores.

CAPITULO XVI

Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada movimiento su
dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas de Roma Pero me causa grande
admiración el observar que, atribuyendo los romanos su dios respectivo a cada objeto, y a
casi todos los movimientos naturales en particular, llamando diosa Agenoria a la que los
excita a obrar; diosa Estímula a la que los estimulaba con exceso a obrar
desordenadamente; diosa Murcia, a la que con demasía los dejaba mover y hacía al hombre,
como dice Pomponio, murcidum; esto es, demasiado flojo e inactivo; diosa Estrenía, a la
que los hacía diligentes.

A todos estos dioses y diosas les señalaron públicas fiestas; pero a la que llamaban Quietud,
porque concedía quietud y descanso, teniendo su templo fuera de la puerta Colina, no
quisieron recibirla públicamente. Ignoro si fue esta deliberación indicio seguro de su ánimo
inquieto, o si acaso nos quisieron dar a entender que él que adoraba aquella turba, no de
dioses verdaderos, sino de demonios, no podía gozar de quietud y reposo, a que nos llama y
con vida el verdadero médico, diciendo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas”.

CAPITULO XVII

Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener por diosa a la Victoria
¿Dirán seguramente que Júpiter es quien envía con los mensajes felices a la diosa Victoria,
y que ella, como, obediente al rey de los dioses, va adonde él se lo manda y allí hace su
residencia? Esta particular prerrogativa se dice con verdad no de aquel Júpiter, a quien
según su opinión suponen rey de los dioses, sino de aquel verdadero rey de los siglos, que
envía no la victoria, que no es sustancia, sino a su ángel, haciendo que venza el que le ama
de corazón, cuyo consejo y altas disposiciones pueden ser ocultas, pero no injustas;, que si
la Victoria es diosa, ¿por qué no es dios también el Triunfo y se une con la Victoria, como
marido, o como hermano, o como hijo? Tales absurdos idearon los antiguos gentiles,
respecto de sus dioses, los cuales si los poetas lo fingieran y nosotros los reprendiéramos,
respondieran que eran ridículas patrañas de los poetas, y no cualidades que se debían
atribuir a los verdaderos dioses. Con todo, no se reían de sí mismos no digo cuando leían
semejantes desatinos en los poetas, pero ni cuando los adoraban en sus templos; y en tales
circunstancias debieran, pues, suplicar y dirigir sus oraciones a Júpiter en todas sus
necesidades, acudieron a él solo con sus votos y ruegos; porque si la Victoria es diosa y está
subordinada a este rey, no pudiera o no se atreviera a contradecirle, antes más bien
cumplirla exactamente su voluntad.

CAPITULO XVIII

Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la Fortuna Supuesto que la Felicidad
es también diosa, le fue erigido templo, mereció ara, le dedicaron ceremonias propias;
luego debieran adorar a ésta sola, porque donde ésta se halle, ¿qué bien no habrá? Pero
¿qué significa que del mismo modo tienen y adoran por diosa la Fortuna? ¿Es, por ventura,
una cosa la felicidad y otra la fortuna? Sin duda, la fortuna puede ser también mala; pero la
felicidad, si fuera mala, no será felicidad; pues ciertamente todos los dioses varones y
hembras (si es que en ellos hay diferencia de sexos) no los debemos tener sino por buenos.
Esto lo enseña Platón y lo enseñan otros filósofos y los más insignes príncipes de los
pueblos. Y como la diosa Fortuna a veces es buena y a veces es mala, ¿acaso cuando es
mala no es diosa, sino que de repente se convierte en espíritu maligno? ¿Cuántas son estas
diosas?.

Sin duda, cuantos son los hombres afortunados; esto es, de buena fortuna; porque habiendo
otros muchos juntamente, esto es, en una misma época, de mala fortuna, pregunto: si ella
fuera tal, ¿sería juntamente buena y mala; para esto, una, y para los otros, otra? O la que es
diosa, ¿es acaso siempre buena? Luego de esta manera ella es la felicidad, y si lo es, ¿para
qué las ponen diversos nombres? Pero esto, dicen, se puede sufrir, porque también
acostumbramos llamar a una misma cosa con diferentes nombres. ¿A qué vienen entonces
diversos templos, diversas aras y sacrificios? Dicen que la causa es porque felicidad es la
que tienen los buenos por sus merecimientos; pero la fortuna que se dice buena viene
fortuitamente a los buenos y a los malos, sin tener en cuenta sus méritos, y por eso se, llama
también fortuna. ¿Cómo es buena la que sin juicio ni discreción viene a los buenos y a los
malos? ¿Y para qué la adoran siendo tan ciega y ofreciéndose a cada paso a cualquier
persona, de modo que por la mayor parte desampara a los que la adoran y se hace de la
parte de los que la desprecian? Y si es que aprovechan o sacan alguna utilidad los que la
tributan culto de manera que ella los atienda y los ame, y tiene en cuenta los méritos y no
viene por acaso. ¿Dónde está, pues, aquella definición de la Fortuna? ¿Y por qué se llamó
Fortuna del caso fortuito? Porque es cierto que no aprovecha el rendirla adoración si es
fortuna; pero si acude a sus devotos, y a los que la reverencian, de modo que utilizase su
influjo, no es fortuna. ¿O es que Júpiter la puede enviar donde quiera? Entonces adórenle
sólo a él; porque no puede resistir a sus mandatos ni dejar de ir adonde Júpiter quisiere.
Pero, en fin, adórenla si quieren los malos, que no se preocupan de adquirir méritos con que
granjear el afecto de la diosa Felicidad.

CAPITULO XIX

De la Fortuna femenil Tanto poder atribuyen a esta diosa que llaman Fortuna, que la estatua
que la dedicaron las matronas y se llamó Fortuna femenil refieren que habló y dijo, no una
vez, sino dos, que legítimamente la habían dedicado las matronas, de lo cual, dado que sea
verdad, no hay por qué maravillarnos: porque el engañarnos de este modo no es difícil a los
malignos espíritus, cuyas cautelas debieran éstos advertir mucho mejor por este ejemplar,
viendo que, habló una diosa que socorre por acaso y no por méritos, supuesto que vino a ser
la fortuna parlera y la felicidad muda, ¿y con qué objeto, sino para que los hombres no
cuidasen de vivir bien, habiendo ganado para sí la Fortuna que los puede hace? dichosos sin
ningún merecimiento suyo? Si la Fortuna había de hablar, por lo menos hablara no la
mujeril, sino la varonil, a fin de que no pareciese que las mismas que habían dedicado la
estatua habían también fingido tan gran portento por la locuacidad de las mujeres.

CAPITULO XX

De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y sacrificios, dejándose otras
cosas buenas que asimismo debían adorar, si se concedía rectamente a las otras la divinidad
Hicieron asimismo diosa a la Verdad, y si en realidad lo fuera, debiera ser preferida a
muchas; pero supuesto que no es diosa, sino un don particular de Dios, pidámosla a Aquel
que solamente la puede dar, y desaparecerá como humo toda la canalla de los dioses falsos.
Mas ¿por qué motivo tuvieron por diosa a la Fe y la dedicaron templo y altar, a quien el que
prudentemente lo reconoce, se convierte a sí mismo en templo y morada para ella? ¿Y de
dónde saben ellos qué cosa sea fe, cuyo primero y principal deber es que se crea en el
verdadero Dios? ¿Y por qué no se contentaron con sola la Virtud? ¿Por ventura no está allí
también la fe, pues observaron que la virtud se divide en cuatro especies: prudencia,
justicia, fortaleza y templanza? Y cómo cada una de éstas tienen sus especies subalternas,
debajo de la justicia está comprendida la fe, y tiene el primer lugar entre cualquiera de
nosotros que sabe lo que es: Justos ex fide vivit, “que el justo vive por la fe”; pero me
admiro de estos que tienen ansia por aglomerar dioses. ¿Cómo o por qué causa, si la Fe es
diosa, agraviaron a otras diosas sin hacer caso de ellas a quienes asimismo pudieran dedicar
templos y aras? ¿Por qué no mereció ser diosa la templanza, habiendo alcanzado con su
nombre no pequeña gloria algunos príncipes romanos? ¿Por qué razón, finalmente, no es
diosa la fortaleza, la que favoreció a Murcio cuando extendió su diestra sobre las llamas; la
que favoreció a Murcio cuando se arrojó por la defensa de su patria en un boquerón abierto
en la tierra; la que motivó pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden que
favoreció a Decio padre y a Decio hijo cuando ofrecieron sus vidas a los dioses por salvar
el ejército? Si es que había en todos estos campeones verdadera fortaleza, de lo cual ahora
no tratamos, ¿por qué la prudencia y sabiduría del nombre genérico de la misma virtud se
reverencian y sobreentienden todas? Luego por el mismo motivo pudieran venerar a un solo
Dios, cuyas partes entienden que son todos los demás, y así es, que en la virtud sola se
contienen igualmente la Fe y la Pureza, las cuales, sin embargo, merecieron se las erigiese
altares en sus propios templos.

CAPITULO XXI

Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran contentar con la virtud y
con la felicidad A estas virtudes de que acabamos de hablar las hizo diosas no la verdad,
sino el capricho humano; pues de hecho son dones del verdadero Dios, no diosas. Con todo,
donde está la virtud y la felicidad, ¿para qué buscan otra causa? ¿Qué le ha de bastar a
quien no le es suficiente la virtud y la felicidad? La virtud comprende en sí todas las
acciones loables que se deben practicar, y la felicidad todas las que se pueden desear; si
porque les concediera éstas adoraban a Júpiter (que, en efecto, si la grandeza y duración
larga del Imperio es algún bien, pertenece en cierto modo a la felicidad), ¿por qué,
pregunto, no entendieron que eran dones de Dios y no diosas? Y si pensaron que eran
divinidades, a lo menos no debieron buscar la demás turba numerosa de dioses, pues,
considerados atentamente los oficios respectivos de todos ellos, los cuales fingieron como
quisieron, según que a cada uno le pareció, busque si quieren alguna prerrogativa que pueda
conceder algún dios al hombre, mediante la cual se haya virtuoso y consiga la felicidad.
¿Qué razón había para pedir doctrina a Mercurio o a Minerva, comprendiéndola toda en sí
la virtud? Los antiguos nos definieron la virtud, diciendo “que era arte de vivir bien y
rectamente”, de la cual (como en griego se dice apern la Virtud) se entiende, que tomaron
los latinos su derivación y tradujeron el nombre de arte, y si la virtud no podía recaer sino
en el ingenios, ¿qué necesidad había del dios padre Cacio para que los hiciera cautos, esto
es, agudos, pudiendo desempeñar este ministerio la felicidad? Porque el nacer uno
ingenioso, a la felicidad pertenece; y así, aunque no pudo ser reverenciada la diosa
Felicidad por el que aún no había nacido para que lisonjeándola en su favor le concediera
este don gratuito, con todo, pudo hacer gracia a sus padres, sus devotos, para que les
naciesen los hijos ingeniosos. ¿Qué necesidad había de que las que estaban de parto
invocasen a Lucina, pues si tenían propicia a la felicidad, no sólo habían de tener feliz
parto, sino también buenos hijos? ¿Qué necesidad había de encomendar a la diosa Opis las
criaturas que nacían; al dios Vaticano las que lloraban; a la diosa Cunina las que estaban en
las cunas; a la diosa Rumina las que mamaban; al dios Estalino las que se tenían ya en pie;
a la diosa Adeona las que llegaban; a la Abeona las que partían; a la diosa Mente, para que
las diera buena muerte y entendimiento; al dios Volumno y a la diosa Volumna, para que
quisiesen cosas buenas; a los dioses Nupciales, para que las casaran bien; a los dioses
Agrestes, para que los proporcionaran abundantes, Y copiosos frutos, y principalmente a la
misma diosa Fructesea; a Marte y Belona, para que guerreasen con éxito; a la diosa
Victoria, para que venciesen; al dios Honor, para que fuesen honrados; al dios Esculano y a
su hijo Argentino, para que tuviesen dinero de vellón y plata? Y por eso tuvieron a
Esculano por parte de Argentino, porque primero se principió a usar la moneda de vellón y
después la de plata; pero me admiro que el Argentino no engendrase a Aurino, pues que a
poco tiempo empezó a usarse la de oro; pues si éstos tuvieran por dios a éste, así como
antepusieron a Júpiter Saturno, así también prefieran el Aurino a su padre Argentino y a su
abuelo Esculano. ¿Qué necesidad había por el interés de estos bienes del cuerpo, o de los
del alma, o de los exteriores, de adorar e invocar tanta multitud de dioses, que ni yo Ios he
podido contar todos, ni ellos han podido proveer ni destinar a todos los bienes humanos,
distribuidos menudamente y a cada uno de por sí, sus imbéciles y particulares dioses,
pudiendo con un atajo importante y fácil conceder todos estos bienes la diosa Felicidad por
sí sola; en cuyo caso, no sólo no buscaran otro alguno para alcanzar los bienes, pero ni aun
para excusar los males? ¿Para qué habían de llamar para aliviar a los cansados a la diosa
Fessonia; para rebatir los enemigos, a la diosa Pelonia; para cuidar a los enfermos, al
médico Apolo o Esculapio, o a ambos juntos, cuando hubiese mucho peligro? ¿Qué falta les
haría implorar el favor del dios Epinense para que les arrancase las espinas o abrojos del
campo, ni a la diosa Rubigo para que no se les aneblasen las mieses, estando la Felicidad
sola presente, con cuyo auxilio no se ofrecerían males algunos, o fácilmente se evitarían?
Finalmente, puesto que hablamos de estas dos diosas, Virtud y Felicidad, si ésta es premio
de la virtud, no es diosa, sino don de Dios, y si es diosa, ¿por qué no diremos que también
ella da virtud, ya que el con-seguirla es una inestimable felicidad?
CAPITULO XXII

De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón haberla el enseñado a los
romanos ¿Cómo se atreve a vender Varrón por un beneficio muy apreciable a sus
ciudadanos no sólo el darles cuenta de los dioses a quienes deben venerar los romanos, sino
el enseñarlos también lo que pertenece a cada uno? Así como, dice, no aprovecha que sepan
los hombres el nombre y circunstancias de un médico si no saben que es médico, así, dice,
no aprovecha saber que es dios Esculapio, sin saber asimismo que ayuda a recobrar la
salud, y por esto ignoras lo que debes pedir.

Esta misma doctrina enseña con otra semejante muy a propósito, diciendo que no sólo
ninguno puede vivir acomodadamente, pero que ni absolutamente puede vivir si no sabe
quién es el carpintero, quién el pintor, quién el albañil a quien pueda pedir lo que necesita
de su oficio, de quien pueda ayudarse para que le encamine y le enseñe lo que hubiere de
hacer, y de este mismo modo nadie duda que es útil el conocimiento de los dioses, si
supiere la facultad o poder que cada dios tiene sobre cada cosa; “porque de esta
investigación resultarán el que podamos, dice, saber a qué dios debemos llamar e invocar
para cada cosa, y no ejecutaremos lo que acostumbraban los bufones de las comedias
pidiendo el agua a Baco y a las ninfas el vino”. Grande utilidad, por cierto, ¿y quién no se
lo agradecería a este sabio escritor si enseñara la verdad y manifestara con expresiones
sencillas y concluyentes el modo como debían los hombres reverenciar a un solo Dios
verdadero, de quien proceden todos los bienes?

CAPITULO XXIII

De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses, en mucho tiempo no
adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar de todos Pero, volviendo a lo
que íbamos hablando, si sus libros y los puntos tocantes a su religión son verdaderos, y la
Felicidad es diosa, ¿por qué no crearon a ésta sola por divinidad, supuesto que todo podría
concederlo, y sin dificultad hacer a cualquiera dichoso? ¿Quién hay, por acaso, que desee
alcanzar alguna cosa por otro fin que por ser feliz y dichoso? ¿Por qué, finalmente, después
de tantos príncipes romanos, vino Lúculo a dedicar templo, tan tarde, a una diosa tan
célebre y poderosa? ¿Por qué razón el mismo Rómulo, ya que deseaba fundar una ciudad
feliz, no edificó, antes que a otro, a ésta un templo? ¿Y para qué suplicó gracia alguna a los
demás dioses, pues nada le faltaría si tuviese sólo a ésta propicia? Porque ni él fuera en sus
principios rey ni, según ellos lo predican, después dios, si no hubiera tenido a está diosa por
su favorita. ¿Para qué dio Rómulo por dioses a Jano, Júpiter, Marte, Pico, Fauno, Tiberino,
Hércules, si hay otros? ¿Para qué Tito Tacio les añadió a Saturno, Opis, el Sol, la Luna,
Vulcano, la Luz y los demás que aumentó, entre los cuales puso a la diosa Cloacina, si para
nada valen dejándose a la Felicidad? ¿Para qué añadió Numa tantos dioses y tantas diosas si
no hizo caso de ésta? ¿Es, por ventura, porque entre tanta turba no la vio?.
El rey Hostilio tampoco hubiera introducido nuevamente por dioses para tenerlos propicios
al pavor y a la palidez si se conociera y adorara a esta diosa, porque en presencia de la
Felicidad todo pavor y palidez se ausentaron, no por, haberlos aplacado, sino que, contra su
voluntad, se marcharan. Y asimismo, ¿qué diremos fue el motivo de que, no obstante
haberse extendido por diferentes provincias la dominación romana, sin embargo, todavía
ninguno adoraba a la Felicidad? ¿Diremos, acaso, que por esto fue el Imperio más grande y
feliz? Mas ¿cómo podría haber verdadera felicidad donde no había verdadera piedad y
religión?, puesto que la piedad es el culto del verdadero Dios, y no el culto de los dioses
falsos, que son tan dioses como demonios; con todo, aun después de haber recibido ya en el
número sus falsos dioses a la Felicidad, sobrevino poco después aquella terrible infelicidad
causada de las guerras civiles. ¿Diremos, acaso, que el motivo de esta catástrofe dimanó de
haberse enojado con justa causa la Felicidad por haberla convidado tan tarde y por no
honrarla, sino para afrentarla, con especialidad viendo que juntamente con ella tributaban
rendidos cultos a Príapo y a Cloacina, al Pavor y a la Palidez, a la Fiebre y a los demás, no
dioses que se debían adorar, sino vicios de los que adoraban? Finalmente, si les pareció
conveniente venerar a una tan célebre diosa en compañía de una turba tan infame, ¿por qué
siquiera no la adoraban y reverenciaban con más solemnidad que a los otros? ¿Quién ha de
sufrir que no colocasen a la Felicidad ni aun entre los dioses Cosentes, que dicen asisten al
consejo de Júpiter, ni entre los dioses que llaman Sabetos, dedicándola algún templo que,
por la excelencia del lugar y la majestad del edificio, fuera preeminente? ¿Y por qué no
debía ser más suntuoso que el del mismo Júpiter? ¿Pues quién dio el reino a Júpiter, sino la
Felicidad? Si, pero fue feliz cuando reinó, y mejor es, sin duda, la felicidad que el reino,
porque es infalible que fácilmente hallaréis quien rehúse ser rey, pero no hallaréis ninguno
que no quiera ser feliz; luego si consultaran a los mismos dioses, por vía de prestigio o
agüeros, o de cualquier otro modo que éstos entienden que pueden ser consultados, si, por
ventura, querían ceder su lugar a la Felicidad, aun en el caso que el paraje donde hubiese de
erigirse a la Felicidad su mayor y más suntuoso templo estuviese ocupado con algunos
templos y altares de otros dioses, hasta el mismo Júpiter cediera el suyo a la Felicidad y
señalara la misma cumbre del monte Capitolino, lo que ninguno contradijera si no opusiera
a la Felicidad, sino lo que es imposible, el que, quisiese ser infeliz.

Es evidente que si se lo preguntaran a Júpiter, no practicara, lo que hicieron con él los


dioses Marte, Término y Juventas, que no quisieron de modo alguno cederle su lugar, no
obstante ser el mayor y su rey; pues, según refieren sus historias, queriendo el rey Tarquino
fabricar el Capitolio y observando que el paraje que le parecía más digno y acomodado, le
tenían ya ocupado algunos dioses extraños, no atreviéndose a deliberar cosa alguna contra
la voluntad de éstos, y creyendo que de su voluntad, gustosamente, cederían el lugar a un
dios tan grande y que era su príncipe (por haber copiosa abundancia de ellos en el
Capitolio), tomando su agüero procuró saber por el oráculo si querían conceder el lugar a
Júpiter, y todos convinieron en desocuparle a excepción de los referidos Marte, Término y
Juventas; por esta causa se dispuso la fábrica del Capitolio de tal modo, que quedaron
igualmente dentro de él estos tres tan desconocidos y con señales tan oscuras, que apenas lo
sabían hombres doctísimos; así que en ninguna manera despreciara Júpiter a la Felicidad,
como a él le despreciaron Marte, Término y Juventas; y aun estos mismos que no cedieron
a Júpiter, sin duda que cedieran su lugar a la Felicidad que les dio por rey a Júpiter, o si no
se le dejaran no lo hicieran por menosprecio, sino porque quisieran más ser desconocidos
en casa de la Felicidad que ser sin ella ilustres en sus propios lugares.
Y así, colocada la Felicidad en un lugar tan alto y eminente, supieran todos los ciudadanos
adónde habían de acudir en busca de ayuda y favor para el cumplimiento de todos sus
buenos deseos. Conducidos de la misma Naturaleza, sin hacer caso de la muchedumbre
superflua de los demás dioses, adoraran a sola la Felicidad; a ella sólo fueran las rogativas,
sólo su templo frecuentaran los ciudadanos que quisiesen ser felices, y no habría uno solo
que no lo quisiera hacer. Ella misma fuera a la que los hombres dirigieran sus plegarias, ella
sola a la que implorasen y rogasen entre todos los dioses, y aun estos mismos; porque
¿quién hay que quiera alcanzar alguna gracia de un dios, sino la felicidad, o lo que piensa
que importa para la felicidad? Por tanto, si la Felicidad tiene en su mano el comunicarse a
la persona que quisiere (y tiénelo, sin duda, si es diosa”, ¿qué ignorancia tan crasa es
pedirla a otro dios, pudiéndola alcanzar de ella propia? Luego debieran estimar a esta diosa
sobre todos los dioses, honrándola también con darla el mejor lugar; porque, según se lee
en sus historias, los antiguos romanos tributaron adoraciones a no sé qué Sunmiano, a quien
atribuían el descenso de los rayos que calan de noche, aunque con más reli- giosidad que a
Júpiter, a quien pertenecía la dirección de los rayos que caían de día; pero después que
edificaron a Júpiter aquel templo más magnífico y suntuoso por su excelencia y majestad,
acudió a él tal multitud de gentes, que apenas se halla ya quien se acuerde siquiera de haber
leído el nombre de Sunmiano, el cual no se oye ya en boca de alguno. Y si la Felicidad no
es diosa, como es cierto, porque es don de Dios, búsquese a aquel Dios que nos la pueda
dar, y dejen la multitud prejuiciosa de los falsos dioses, la cual sigue la ilusa turba de los
hombres ignorantes, haciendo sus dioses a los dones de Dios, ofendiendo con la obstinación
de su arrogante y pervertida voluntad al mismo de quien es peculiar la distribución de estos
dones; porque no le puede faltar infelicidad al que reverencia a la felicidad como diosa y
deja a Dios, dador y dispensador de la verdadera felicidad; así como no puede carecer de
hambre el que lame pan pintado y no lo pide al que lo tiene verdadero y puede darlo.

CAPITULO XXIV

Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de Dios Pero quiero
que veamos y consideremos sus razones: ¿Tan necios, dicen, hemos de creer que fueron
nuestros antepasados, que no entendieron que estas cosas eran dones y beneficios di-vinos y
no dioses? Sino que, como sabían que semejantes gracias nadie las conseguía si no es
concediéndolas algún dios a los dioses, cuyos nombres ignoraban, les ponían el nombre de
los objetos y cosas que veían que ellos daban, sacando de allí algunos nombres.

Como de bello dijeron Belona, y no bellum; de las cunas, Cunina, y no cuna; de las segetes
o mieses, Segecia, y no seges; de las pomas o manzanas Pomona, y no pomo; de los bueyes
Bubona, y no buey, o también, sin alterar ni la palabra, sino denominándolas con sus
propios nombres, como Pecunia se dijo de la diosa que da el dinero, sin tener de ningún
modo por dios a la misma pecunia; así se llamó Virtud la que concede la virtud; Honor, el
que da la honra; Concordia, la que da concordia; Victoria, la que da victoria; y por eso
dicen que cuando llaman diosa a la Felicidad no se atiende a la que se da, sino al dios que la
da. Con esta razón que nos han suministrado, con mayor facilidad persuadiremos a los que
no fueren de ánimos demasiado obstinados.

CAPITULO XXV

Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es
dador de la felicidad Pero si ya echó de ver la humana flaqueza que la felicidad no la podía
conceder sino algún dios, sintiendo esto mismo los hombres que adoraban tanta multitud de
dioses, y entre ellos al mismo Júpiter, rey de los dioses, porque ignoraban el nombre del
que concedía la felicidad, por eso quisieron llamarle con el nombre peculiar de la gracia
que entendían que daba; luego suficientemente nos dan a entender que ni aun el mismo
Júpiter, a quien ya adoraban, les podía dar la felicidad, sino aquel a quien con el nombre de
la misma felicidad les parecía que se debía adorar; y apruebo, ciertamente, lo que ellos
creyeron, que daba la felicidad un dios a quien no conocían; luego busquen a éste, adórenle;
éste basta. Repudien el orgullo y tráfico de innumerables demonios; no baste este dios a
quien no le basta su don; a aquél, digo, no le baste, para que adore y reverencie al Dios
dador de felicidad, a quien no le basta ni satisface la misma felicidad; pero al que le es
suficiente (pues que no tiene el hombre objeto que deba desear más) sirva a un solo Dios
dador de la felicidad. No es éste el que ellos llaman Júpiter, porque si le reconocieran a éste
por dispensador de la felicidad, sin duda que no buscaran otro u otra del nombre de la
misma felicidad que les concediera esta particular gracia, ni fueran de parecer que debían
adorar al mismo Júpiter por sus muchas maldades.

CAPITULO XXVI

De los fuegos escénicos que pidieron los dioses a los que los adoraban Pero “crímenes tan
obscenos los finge Homero -dice Tulio-, así como las acciones humanas que transfirió, a los
dioses, y yo quisiera más que trasladara las divinas a nosotros”. Con razón desagradó a tan
eximio orador y filósofo la relación del poeta, porque en ella no hizo más que suponer,
falsamente, culpas y crímenes de los dioses; mas ¿por qué causa celebra los juegos
escénicos, donde estos delitos se cantan y representan en honor de los dioses, y los más
doctos entre ellos los colocan entre los ritos tocantes al culto divino? Aquí pudiera clamar
Cicerón no contra las ficciones de los poetas, sino contra las costumbres de sus mayores.
¿Pero, acaso, no debían exclamar también ellos en su defensa, diciendo en qué hemos
pecado nosotros? Los mismos dioses nos pidieron que hiciéramos estos juegos en honra
suya; rigurosamente nos lo mandaron, y nos amenazaron con terribles calamidades si no los
ejecutábamos, y porque por accidentes extraordinarios omitimos alguna particularidad de
ellos, o los suspendimos algún tiempo, nos castigaron severamente, y porque practicamos
lo que dejamos de hacer por breves instantes, se mostraron contentos y apiadados.

Entre sus virtudes y hechos maravillosos se refiere el siguiente: Dijéronle en sueños a Tiro
Latino, labrador romano, padre de familia, fuese y avisase al Senado que volviesen a
celebrar de nuevo los juegos romanos. El primer día en que debían hacerlos sacaron al
suplicio a un malhechor en presencia del pueblo romano, y como pretendían realmente los
dioses lograr un completo júbilo y regocijo en los juegos, les ofendió la triste y rigurosa
justicia pública; y como el que había sido advertido en sueños no se atrevió al día siguiente
a ejecutar lo que le mandaron, la segunda noche le volvieron a prevenir lo mismo con más
rigor, y perdió la vida su hijo mayor, porque no lo practicó; la tercera noche le dijeron que
le amenazaba aún mayor castigo si no ejecutaba la orden; y no atreviéndose, a pesar de la
cruel amenaza, cayó enfermo con un mal terrible y maligno; entonces, por consejo de sus
amigos, dio, al fin, cuenta a los senadores, haciéndose conducir en una litera al Senado; y
luego que declaró su misterioso sueño, recobró inmediatamente la salud, volviéndose a pie,
sano y bueno, a su casa.

Atónito el Senado con tan estupendo portento, mandó, que se volviesen a celebrar los
juegos, gastando en ellos cuatro veces mayor cantidad de la acostumbrada. ¿Qué hombre
juicioso y sensato habrá que no advierta cómo los hombres sujetos a los infernales espíritus
(de cuyo poderío no los puede librar otro que la gracia de Dios por Jesucristo Señor
nuestro) fueron forzados a hacer en honor de estos dioses acciones que con justa razón se
podían tener por torpes? Porque en los juegos escénicos es notorio se celebran las culpas y
ficciones poéticas de los dioses, los cuales se renovaron por orden del Senado, habiéndole
apremiado a ello los dioses.

En tales fiestas, los obscenos y deshonestos farsantes cantaban, representaban y aplacaban a


Júpiter de un modo extraordinario, manifestando claramente cómo era un profanador y
corruptor de la honestidad. Si los sucesos reiterados en el teatro eran fingidos, enojárase en
hora buena; pero si se holgaba y lisonjeaba de sus crímenes supuestos, ¿cómo había de ser
reverenciado si no sirviendo al demonio? ¿Es posible que había de fundar, dilatar y
conservar el Imperio romano este hombre, el más abatido e infame, que cualquier romano a
quien no agradaran ciertamente semejantes torpezas? ¿Y había de dar la felicidad el que tan
infelizmente se hacía venerar y si así no le reverenciaban, se enojaba en extremo?

CAPITULO XXVII

De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola Refieren las historias que el
doctísimo pontífice Escévola trató de tres géneros de dioses, de los cuales, el uno
introdujeron los poetas, otro los filósofos y el tercero algunos príncipes de la ciudad. El
primero dice que es una patraña, porque suponen muchas operaciones indignas del carácter
de los dioses. El segundo, que no conviene a las ciudades, porque tiene algunas cosas
superfluas, y otras también que nos conviene las sepa el pueblo: lo superfluo no es ahora
tan digno de tenerse en cuenta, pues aun entre los doctos se suele decir que lo superfluo no
daña; pero ¿cuáles son aquellas particularidades que, publicadas, dañan al vulgo? El saber
que Hércules, Esculapio, Cástor y Pólux no son dioses, pues escriben los doctos que fueron
hombres, y que murieron como hombres; y ¿qué más?, que de los que son realmente dioses
no tienen las ciudades verdaderas imágenes, porque el que es verdadero Dios no tiene sexo,
ni edad, ni ciertos y determinados miembros del cuerpo. Esto no quiere el pontífice que lo
sepa el pueblo, porque no las tiene por falsas; luego opinó es bueno que sean engañadas las
ciudades en materia de religión. Lo cual no duda afirmar el mismo Varrón en los libros de
las cosas divinas. ¡Graciosa religión para que acuda a ella el enfermo en busca de su
remedio, e indagando él la verdad para librarse, creamos que le está bien el engañarse en las
mismas historias! No se omite tampoco la razón por qué Escévola no admite el género
poético de los dioses, y es porque de tal manera afean y desfiguran a los dioses, que ni
siquiera se pueden comparar a los hombres de bien, haciendo al uno ladrón y al otro
adúltero.

Y del mismo modo hacen que digan o hagan algunas cosas fuera de su orden natural, torpe
y neciamente, publicando que tres diosas compitieron entre sí sobre quién llevaría el premio
de la hermosura, y que las dos, por haber sido vencidas por Venus, destruyeron a Troya;
que las diosas se casan con los hombres; que Saturno se comía a sus hijos; en fin, que no se
puede fingir engaño alguno sobre horrendos monstruos o vicios que no se halle allí; todo lo
cual es muy ajeno a la naturaleza de los dioses. ¡Oh Escévola, pontífice máximo! Destierra
los juegos, si puedes; manda al pueblo que no haga tales honores a los dioses inmortales,
con los que se deleite en admirarse de las culpas y delitos de los dioses, y se le antoja de
imitar lo que es posible y fácil, y si te respondiere el pueblo: “Vosotros, pontífices, nos
enseñasteis esta doctrina”, acude y ruega a los mismos dioses, por cuya sugestión lo
mandaste, que ordene no se ejecuten semejantes fiestas por ellos; las cuales, si son malas,
por la misma razón en ninguna conformidad es justo que se crean de la majestad de los
dioses; pues mayor injuria es la que se hace a éstos suponiendo libremente y sin temor
semejantes abominaciones de ellos, pero no te oirán, son demonios, enseñan máximas
perversas, gustan de torpezas, no sólo no las tienen por injuria cuando fingen de ellos estas
liviandades, sino que no pueden sufrir de modo alguno la contumelia que reciben cuando
estas torpezas no se representan en sus solemnidades. Ya, pues, si de estos juegos os
quejaseis a Júpiter, especialmente por razón de que en ellos se representa la mayor parte de
sus culpas y horrendos crímenes, acaso, aunque tengáis y confeséis a Júpiter por persona
que rige y gobierna todo este mundo, por el mismo hecho de meterle vosotros entre la turba
de los otros y adorarle juntamente con ellos y decir que es su reino, le hacéis una notable
injuria.

CAPITULO XXVIII

Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los romanos el culto de sus dioses
Luego de ningún modo semejantes dioses como éstos que se aplacan; o, por mejor decir, se
infaman con tales honores, que es mayor culpa el gastar de ellos siendo falsos que si se
dijeran de ellos con verdad; de ningún modo, digo, estos dioses pudieron acrecentar y
conservar el Imperio romano; porque si pudieran hacerlo, dispensaran antes esta gracia tan
particular a los griegos, quienes en iguales solemnidades divinas, esto es, en los juegos
escénicos, los honraron con mucho más respeto y más dignamente, supuesto que ni aun a si
propios se eximieron de la mordaz crítica de los poetas con que veían afrentar a los dioses,
concediéndoles permiso para que trataren mal a quien se les antojase, y a los mismos
actores no los tuvieron por personas abominables ni infames, antes los estimaron por
beneméritos dignos de grandes honras y dignidades.

Con todo, así como los romanos, pudieron tener la moneda de oro, aunque no veneraran al
dios Aurino, y así como pudieron tener la de plata y la de bronce, aunque no tuvieran a
Argentino ni a su padre, Esculano, y de este modo todo lo demás cuya narración fastidia,
así también, aunque por ningún titulo pudieran tener el Imperio contra la voluntad del
verdadero Dios, sin embargo, aun cuando ignoraran o vilipendiaran a estos dioses falsos,
conocieran o veneraran a Aquel uno y solo con fe sincera y buenas cos- tumbres, y no sólo
gozaran en la tierra de un reino mucho más apreciable, cualquiera que fuese, grande o
pequeño, sino que después de éste alcanzaran el eterno, ya le tuvieran aquí o no le tuvieran.

CAPITULO XXIX

De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la fortaleza y estabilidad del
imperio romano ¿Y qué fue lo que dicen haber sido un maravilloso agüero? Digo lo que
referí poco antes: que Marte, Término y Juventas no quisieron ceder su lugar a Júpiter, rey
de los dioses, porque con esto, dicen, pronosticaron que la nación Marcial, esto es, los
romanos, a nadie habían de ceder el lugar que ocupasen; que ninguno había de mudar los
términos y límites romanos por respeto al dios Término, y que la juventud romana, por la
diosa Juventas, a nadie había de ceder en valor y constancia.

Advertían, pues, el aprecio en que tenían al rey de sus dioses y dador de su reino, supuesto
que le oponían tales agüeros, teniendo por presagio muy favorable el que no se le hubiera
cedido el lugar preeminente; aunque si esto es cierto, nada tienen que temer, ya que no han
de confesar ingenuamente que sus dioses, que no quisieron ceder a Júpiter, cedieron por
necesidad a Cristo, puesto que sin detrimento ni menoscabo de los límites del Imperio
pudieron ceder al Salvador los lugares en donde residían, y, principalmente, los corazones
de los fieles. No obstante, antes que Cristo viniese, al mundo en carne mortal; antes, en fin,
que se escribiesen estos sucesos que referimos y citamos de sus libros, y después que en
tiempo de Tarquino tuvieron aquel agüero, fue derrotado en distintas ocasiones el ejército
romano; esto es, le hicieron huir, y demostró ser falso el agüero que aquella juventud no
había cedido a Júpiter; la gente marcial, vencida por los galos, fue atropellada y degollada
dentro de la misma Roma y los límites del Imperio, pasándose muchas ciudades al partido
de Aníbal, se encogieron y estrecharon grandemente.

Así salieron vanos sus admirables agüeros, y quedó contra Júpiter la contumacia, no de los
dioses, sino de los demonios, porque una cosa es no haber cedido, y otra el haber vuelto al
lugar desde donde habían cedido, aunque también después. en las provincias del Oriente se
mudaron los límites del Imperio romano, queriéndolo así el emperador Adriano. Este
concedió graciosamente al Imperio de los persas tres hermosas provincias: Armenia,
Mesopotamia. y Asiria, de suerte que el dios Término, que, según éstos, defendía los
límites romanos, y que por aquel admirable agüero no cedió su lugar a Júpiter, parece que
temió más a Adriano, rey de los hombres, que al rey de los dioses; y habiéndose recobrado
en esta época estas provincias, casi en nuestros tiempos retrocedieron nuevamente los
límites, cuando el emperador Juliano, dado a los oráculos de aquellos dioses, con
demasiado atrevimiento mandó quemar las naves en que se llevaban los bastimentos, con
cuya falta el ejército, habiendo muerto luego el emperador de una herida que le dieron los
enemigos, vino a padecer tanta necesidad, que fuera imposible escapar nadie, viéndose
acometidos por todas partes, y los soldados, turbados con la muerte de su general, si por
medio de la paz no se pusieran los límites del Imperio donde hoy perseveran, aunque no
con tanto menoscabo como los concedió Adriano; pero fijos, en efecto, por medio de un
tratado amistoso. Luego, con vano agüero, el dios Término no cedió a Júpiter, pues cedió a
la voluntad de Adriano; cedió a la temeridad de Juliano y a la necesidad de Joviano. Bien
advirtieron estos lances los romanos más inteligentes y graves; pero eran poco poderosos
para rebatir las inveteradas y corrompidas costumbres de una ciudad que estaba ligada con
los ritos y ceremonias de los demonios, y ellos, aunque entendían que todo aquello era
vanidad, eran de opinión que se debía tributar el culto divino que se debe a Dios, a la
Naturaleza criada, que está sujeta a la, providencia e imperio de un solo Dios verdadero;
sirviendo, como dice el Apóstol, “antes a la criatura que, al Criador, que es bendito para
siempre”. El auxilio de este Dios verdadero era necesario para que nos enviara varones
santos y verdaderamente píos que murieran por la verdadera religión, a fin de que se
desterrara de entre los que viven y siguen la falsa.

CAPITULO XXX

Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran Cicerón, siendo miembro del Colegio de
Augures o Adivinos, se burla de los agüeros y reprende a los que disponen el método y
régimen de su vida por las voces del cuervo y de la corneja. Pero éste académico, que
sostiene que todas las cosas son inciertas, no merece crédito ni autoridad alguna en está
materia. En sus libros, y en el segundo, De la naturaleza de los dioses, disputa en persona
de Quinto Lucio Balbo, y aunque admite tas supersticiones que se derivan de la naturaleza
de las cosas, como las físicas y filosóficas, con todo, reprueba la institución de los
simulacros o ídolos y las opiniones falsas, diciendo de este modo: “¿Veis cómo de las cosas
físicas que descubrieron y hallaron los hombres con utilidad y provecho de la humana
sociedad tomaron ocasión para fingir e inventar dioses fabulosos? Lo cual fue motivo de
formarse muchas opiniones falsas, de errores turbulentos y de supersticiones casi propias de
viejas; porque conocemos la fisonomía de los dioses, su edad, vestido y ornato, y asimismo
el sexo, los casamientos, parentescos y todo ello reducido al modo y talle de nuestra
humana flaqueza, pues nos lo introducen con ánimos perturbados; conocemos, asimismo,
los apetitos de los dioses, sus melancolías. y enojos, ni estuvieron exentos (según refieren
las fábulas) de disensiones y guerras, no sólo, como vemos en Homero, cuando los dioses,
unos favoreciendo una facción y otros la otra, ayudaban a dos ejércitos contrarios, sino
también cuando sostuvieron sus propias guerras, como las que tuvieron con los titanes o
gigantes.

Estas particularidades no sólo se dicen, sino que se creen muy neciamente, y en realidad no
son más que sofismas llenos de vanidad y de suma liviandad.” Y ved aquí, entretanto,
palpable lo que confiesan los que defienden a los dioses de los gentiles; pues cuando añade
después que esta doctrina pertenece a la superstición, y aun a la religión que él parece
enseña, según los estoicos, “porque no sólo los filósofos, dicen, sino también nuestros
antepasados, distinguieron la superstición de la religión, en atención a que todo el día
rezaban y sacrificaban para que les sobreviviesen sus hijos supérstites, por lo cual los
llamamos supersticiosos”. ¿Quién no advierte que Cicerón procura aquí, por temor de no
contravenir al uso y costumbre de su ciudad, alabar la religión de sus ma- yores, y
queriéndola distinguir de la superstición no halla medio para poderlo hacer? Porque silos
progenitores llamaron supersticiosos a los que todo el día rezaban y sacrificaban, ¿acaso no
los denominaron así los que idearon, no sin reprenderlo aquél, las estatuas de los dioses, de
diferente edad, vestido, sexo, sus casamientos y parentescos? Estas preocupaciones, sin
duda, cuando se reprenden como supersticiosas, la misma culpa comprende a los
antepasados, que establecieron y adoraron semejantes estatuas, que a él mismo, que por
más que procurar con el sacrificio de su elocuencia desenvolverse y librarse de ella, con
todo, le era necesario tributarles culto, por no exponerse a los rigores de un pueblo iluso; ni
tampoco lo que dice aquí Cicerón y defiende con tanta energía se atreviera a mentarlo,
perorando delante del pueblo. Demos, pues, los cristianos gracias a Dios nuestro Señor, no
al cielo ni a la tierra, como éste enseña, sino al que hizo el cielo y la tierra, de que estas
supersticiones, que este Balbo como balbuciente apenas reprende, las derribó por la elevada
humildad de Cristo, por la predicación de los Apóstoles, por la fe de los mártires, que
mueren por la verdad y viven con ella, las derribó, digo, y desterró no sólo de los corazones
religiosos, sino de los templos supersticiosos, con libre servidumbre de los suyos.

CAPITULO XXXI

De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión que tenía el pueblo, y no
llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con todo, es de parecer que se debía adorar
un solo Dios Pues qué, el mismo Varrón (de quien nos pesa que haya colocado entre los
asuntos de la religión los juegos escénicos, aunque esto no fuese de su dictamen, pues en
muchos lugares, como religioso, exhorta al culto de los dioses), ¿acaso no confiesa que no
sigue por parecer propio las cosas que refiere instituyó la ciudad de Roma acerca de este
punto, de modo que no duda decir que, si él fundara de nuevo aquella ciudad, dedicara los
dioses y los nombres de éstos según la fábula de su naturaleza? Pero dice que le precisa
seguir como estaba recibida por los antiguos en el pueblo viejo, la historia de sus nombres y
sobrenombres, así como elles nos la dejaron, y escribir y examinarlos atentamente, llevando
la mira y procurando que el vulgo se incline antes a reverenciarlos que a menospreciarlos;
con las cuales palabras este hombre indiscreto, bastantemente nos da a entender que no
declara todo lo que él solo despreciaba, sino lo que parecía que había de vilipendiar el
mismo vulgo, si no lo pasase en silencio. Pareciera esto, hablando de las religiones, no
dijera claramente que muchas cosas hay verdaderas que no sólo no es útil que las sepa el
vulgo, sino también, dado que sean falsas, es conveniente que el pueblo lo entienda de otra
manera; y por esto los griegos ocultaron con silencio y entre paredes sus mayores secretos y
misterios.

Aquí realmente nos descubrió toda la traza de los presumidos de sabios, por quienes se
gobiernan las ciudades y los pueblos, aunque de estas seducciones y estos maravillosos
gustan los malignos demonios pues igualmente están en posesión de los seductores y de los
seducidos, y de su posesión y dominio no hay quien los pueda librar, sino, es la gracia de
Dios por Jesucristo Señor nuestro. Dice también el mismo sabio y discreto autor que es
Dios los que creyeron era un espíritu, que con movimiento y discurso gobierna: el mundo;
con cuyo sentir, aunque no alcanzó un conocimiento exacto y genuino de la verdad (porque
el Dios verdadero no es precisamente el alma del mundo, sino más bien el Criador y
Hacedor de este espíritu), con todo, si pudiera eximirse de las opiniones que estaban ya tan
recibidas por la costumbre, confesara y persuadiera eficazmente que se debía adorar a un
solo Dios, que con movimiento y razón el Universo; de modo que sobre este punto sólo
quedara con la indecisa la cuestión y duda en cuanto que es espíritu, y no como debiera
decir, Criador del alma.

Dice asimismo que los antiguos romanos, por más de ciento setenta años, adoraron y
veneraron a los dioses sin estatuas; y “si esto, añade, perseverara todavía, con más castidad
y santidad se reverenciaran los dioses”, Y en apoyo de su parecer cita, entre otros, por
testigo la nación de los judíos, no dudando de concluir su discurso diciendo: “Que los
primeros que introdujeron en el pueblo las estatuas de los dioses quitaron el miedo a los
ciudadanos y los indujeron a nuevos errores”; advirtiendo, como prudente, que fácilmente
podía despreciar a los dioses por la imperfección de sus imágenes; al decir no sólo que
enseñaron errores, sino que les indujeron, quiere dar a entender ciertamente que también sin
las estatuas, había ya errores.

Por eso, cuando dice que sólo acertaron a indicar lo que era Dios los que se persuadieron
era el alma que gobernaba el mundo, y es de parecer que más casta y santamente se guarda
la religión sin estatuas, ¿quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de la
verdad? Porque si se atreviera a oponerse a un error tan antiguo, sin duda que diría: lo uno
que había un solo Dios, por cuya providencia creía que se gobernaba el mundo! y lo otro
que éste debía adorarse sin representación sensible Y así, hallándose tan cercano a las
primeras nociones de la verdadera religión, acaso cayera fácilmente en la cuenta, opinando
que el alma era mudable, para de este modo poder entender que Dios verdadero era una
naturaleza inmutable que había criado asimismo a la misma alma.

Y siendo esto cierto, todas las vanidades ilusorias de muchos dioses, de que semejantes
autores han hecho mención en sus libros, más han sido obligados por ocultos juicios de
Dios a confesarías como son que procurando persuadirlas. Cuando citamos algunos
testimonios de éstos, los alegamos para convencer a esos que no quieren advertir de cuán
terrible y maligna potestad de los espíritus infernales nos libra el incruento sacrificio de la
sangre santísima que por nosotros se derramó y el don y gracia del espíritu que por él se nos
comunica.

CAPITULO XXXII

Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre sus vasallos las
falsas religiones Dice también que por lo que se refiere a las generaciones de los dioses, el
pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas que a la de los físicos, y que por lo
mismo sus antepasados, esto es, los antiguos romanos, creyeron como indudable el sexo y
generaciones de los dioses, y creyeron que entre ellos habla también casamientos; lo cual,
ciertamente, parece que no lo hicieran si no fuera porque el empeño y principal pretensión
de los prudentes y sabios del siglo fue engañar al pueblo su color de religión, y en esto
mismo no sólo adorar, sino imitar también a los demonios, que principalmente intentan
seducirnos; porque así como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado,
así también los príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios, lo
mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera verdad lo
persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban más en él el vínculo de
la unión civil, para tenerle así obediente y sujeto; y con tal traza, ¿cómo el flaco e ignorante
podría evadirse a un tiempo de los engaños de los príncipes y de los espíritus infernales?

CAPITULO XXXIII

Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del
verdadero Dios Aquel gran Dios, autor y único dispensador de la felicidad, esto es, el Dios
verdadero, es el único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los malos, no
temerariamente y como por acaso, pues es Dios y no fortuna, sino según el orden natural de
las cosas y de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a El, al cual orden de
los tiempos no sirve y se acomoda como súbdito, sitio que El, como Señor absoluto, le
gobierna con admirable sabiduría, y como gobernador le dispone; mas la felicidad no la
concede sino a los buenos, por cuanto ésta la pueden tener y no tener los que sirven; pueden
también no tenerla y tenerla los que reinan, la cual, sin embargo, será perfecta y cumplida
en la vida eterna, donde ya ninguno servirá a otro; y por eso concede los reinos de la tierra a
los buenos y a los malos, para que los que le sirven y adoran y son aún pequeñuelos en el
aprovechamiento del espíritu no deseen ni le pidan estas gracias y mercedes como un don
grande y estimable. Y éste es el misterio del Viejo Testamento, en donde estaba oculto y
encubierto el Nuevo, porque allí todas las promesas y dones eran terrenos y temporales,
predicando al mismo tiempo, aunque no claramente, los que entonces eran inteligentes y
espirituales, la eternidad que significaban aquellas cosas temporales, y en qué dones de
Dios consistía la verdadera felicidad.

CAPITULO XXXIV

Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es sólo y verdadero Dios,
mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión Para que se conociese también que
los bienes terrenos, a que sólo aspiran los que no saben imaginar con más utilidad
espiritual, estaban en manos dcl mismo Dios, y no en la multitud de dioses falsos (los
cuales creían los romanos antes de ahora se debían adorar), multiplicó en Egipto su pueblo,
que era en número muy corto, de donde le sacó libre de la servidumbre con maravillosos
prodigios y señales; y, con todo, no invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que,
de un modo admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación, las
fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de las manos y furia
de los egipcios, que los perseguían y deseaban matarles; todas sus criaturas, sin la diosa
Rumina, mamaron; sin la Cunina estuvieron en las cunas; sin la Educa y Potina
comenzaron a comer y a beber, y sin tantos dioses de niños se criaron; sin los dioses
conyugales se casaron, sin invocar a Neptuno se les dividió el mar y concedió paso franco,
y anegó, tornando a juntar sus ondas, a los enemigos que iban en su seguimiento; ni
consagraron alguna diosa Manina cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando, estando
muertos de sed, la piedra herida con la misteriosa vara, les brotó abundancia de agua,
adoraron a las ninfas y linfas; sin los desaforados misterios de Marte y de Belona
emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin la victoria no vencieron, mas no la
tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular de Dios.
Tuvieron mieses sin Segecia; sin Bobona bueyes; miel sin Melona; pomos y frutas sin
Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que los romanos creyeron debían acudir a
suplicar a tanta turba de falsos dioses, lo tuvieron con mucha más bendición y abundancia
de la mano de un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra El con curiosidad impía,
acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses de los gentiles y a sus ídolos, y,
últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran en la posesión del mismo reino,
aunque no tan espacioso, pero sí más dichoso. Y si ahora andan tan derramados por casi
todas las tierras y naciones, es providencia inescrutable de aquel único y solo Dios
verdadero, para que, viendo cómo se destruyen por todas partes las estatuas, aras, bosques y
templos de los falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se prueba y verifique por sus
libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado, porque leyendo en
los nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra; pero lo que se sigue es
necesario que lo veamos en el libro siguiente.

LIBRO QUINTO EL HADO Y LA PROVIDENCIA DIVINA PROEMIO

Puesto que consta que el colmo, de todo cuanto debe desearse es la felicidad, la cual no es
diosa, sino don particular de Dios, y que por eso los hombres no deben adorar otro dios,
sino sólo al que puede hacerles felices, por cuyo motivo, si ésta fuera diosa, con razón se
diría que a ella sola se debía tributar culto; veamos ya, según estos principios, por qué razón
Dios, que puede dar los bienes que pueden gozar también los que no son buenos, y por el
mismo caso los que no son felices, quiso que el Imperio romano fuese tan dilatado y que
durase por tanto tiempo. Supuesto, pues, que esta tan admirable resolución no la causó la
muchedumbre de dioses falsos que ellos adoraban, y basta por ahora lo que hemos ya
referido acerca de ella; después diremos más donde nos pareciere a propósito.

CAPITULO PRIMERO

Que la felicidad del imperio romano y de todos los reinos no es casual ni debida a la
posición de las estrellas La causa, pues, de la grandeza y amplificación del Imperio romano
no es fortuita ni fatal, según el sentir de los que afirman que las cosas fortuitas son las que,
o no reconocen causa alguna, o suceden sin algún orden razonable, y las fatales, las que
acontecen por la necesidad de cierto orden y contra la voluntad de Dios y de los hombres.

Sin duda alguna, que la Divina providencia es la que funda los reinos de la tierra; y si
ningún entusiasta atribuye su erección al hado, fundado en que por el nombre de hado se
entiende la misma voluntad o poder de Dios, siga su opinión y refrene la lengua; y este tal
¿por qué no dirá al principio lo que ha de decir al fin cuando le preguntaren que- entiende
por hado? Porque cuando lo oyen los hombres, según el común modo de hablar, no
entienden por esta voz sino la fuerza de la constitución de las estrellas, calculada según el
estado en que se hallan cuando uno nace o es concebido; cuya operación intentan varios
eximir de la voluntad de Dios, aunque otros quieren que este efecto dependa asimismo de
ella; pero a los que son de opinión que sin la voluntad de Dios las estrellas decretan lo que
hemos de practicar o lo que tenemos de bueno o padecemos de malo, no hay motivo para
que les den oídos ni crédito, no sólo los que profesan la verdadera religión, sino los que
siguen el culto de cualesquiera dioses, aunque falsos; porque esta opinión errónea ¿qué otra
cosa hace que persuadir que de ningún modo se adore a dios alguno, ni se le haga oración?
Contra éstos, al presente, no disputamos, sino contra los que contradicen a la religión
cristiana en defensa de los que ellos tienen por dioses; pero los que se persuaden estar
dependiente de la voluntad de Dios la constitución de las estrellas, que en alguna manera
decretan o fallan cuál es cada uno y lo que le sucede de bueno y de malo, si juzgan que las
estrellas tienen este poder recibido del supremo poder de Dios, de modo que determinen
voluntariamente estos efectos, hacen grande injuria al Cielo, en cuyo clarísimo consejo
(digámoslo así) e ilustrísima corte, piensan que se decretan las maldades que se han de
perpetrar por los malvados: que si tales las acordara alguna ciudad de la tierra por decreto
de los hombres, debiera ser destruida y asolada. ¿Y qué imperio y jurisdicción le queda
después a Dios sobre las acciones de los hombres si las atribuyen a la necesidad del Cielo,
o, por mejor decir, a la fatal constelación de los astros, siendo este gran Dios el Señor
absoluto y Criador de los hombres y de las estrellas?.

Si dicen que las estrellas no decretan estos sucesos a su albedrío, aunque hayan obtenido
facultad del sumo Dios, sino que en causar tales necesidades cumplen puntualmente sus
mandatos, ¿es posible que hemos de sentir de Dios lo que nos pareció impropio sentir de la
voluntad de las estrellas? Si instan, diciendo que las estrellas significan los futuros
contingentes, pero que no los ejecutan, de modo que aquella constitución sea como una voz
que anuncia lo que está por venir, mas que no sea causa de ello (porque esta opinión fue de
algunos filósofos bastante ignorantes), no suelen explicarse así los matemáticos, de forma
que digan de esta manera: “Marte, puesto en tal disposición, anuncia un homicidio”, sino
que dicen: “Hace un homicida”; pero aun cuando concedamos que no se expresan como
deben, y que es necesario tomen de los filósofos la regla de cómo han de hablar para
pronosticar lo que piensan que alcanzan para la constitución dc las estrellas, ¿qué arcano
tan profundo o dificultad tan intrincada es ésta, que jamás pudieron dar la razón por qué en
la vida de los mellizos nacidos de un parto, en sus acciones, sucesos, profesiones, artes,
oficios, en todo lo demás que toca a la vida humana y en la misma muerte, hay por la
mayor parte tanta diferencia, que les son más parecidos y semejantes en cuanto a es-tas
cualidades muchos extraños que los mismos mellizos entre sí, a quienes, al nacer, los
dividió un corto espacio de tiempo, y al ser concebidos con un mismo acto, y aun en un
mismo movimiento, los engendraron sus, padres?

CAPITULO II

De la disposición semejante y desemejante de dos mellizos Refiere Cicerón que Hipócrates,


insigne médico, escribe que, habiendo caído enfermos dos hermanos a un mismo tiempo,
viendo que su enfermedad en un mismo instante crecía y en el mismo declinaba, sospechó
que eran gemelos, de quienes el estoico Posidonio, aficionado en extremo a la Astrología,
solía decir que habían nacido bajo una misma constelación, que en la misma fueron
concebidos, de modo que lo que el médico decía pertenecía a la correspondencia o
semejanza que tenían entre si por su disposición física, el filósofo astrólogo lo atribuía a la
influencia y constitución de las estrellas que se reconoció al tiempo que nacieron y fueron
concebidos.
En este punto es mucho más creíble y común la conjetura de los médicos, pues conforme a
la disposición corporal que tenían los padres, pudieron disponerse los primeros materiales
de la generación, de modo que, recibiendo el cuerpo de la madre los mismos principios
nutritivos, naciesen los hijos de igual disposición, fuera buena o mala; después, criándose
en una misma casa, con unos propios alimentos, sobre cuyas circunstancias dicen los
médicos que el aire, el sitio del lugar y la naturaleza de las aguas pueden mucho para
preparar bien o mal el cuerpo y acostumbrándose también a unos mismos ejercicios, es
natural tuviesen los cuerpos tan semejantes, que de un mismo modo se dispusieran para
estar enfermos a un tiempo, y por unas mismas causas; pero querer atribuir la igualdad y
semejanza de esta enfermedad a la disposición del cielo y de las estrellas que se observó
cuando los engendraron o cuando nacieron, siendo muy posible que se concibiesen y
naciesen tantos de diverso género y de diferentes afectos y sucesos en un mismo tiempo, en
una misma región y tierra colocada bajo un mismo cielo y clima, no sé si puede darse
mayor temeridad; aunque en este país hemos conocido mellizos que han tenido no sólo
diferentes acciones y peregrinaciones, sino que han padecido diferentes enfermedades; de
lo cual, en mi sentir, pudiera dar fácilmente la causa Hipócrates, diciendo que con el uso de
diferentes alimentos y ejercicios que proceden, no de la templanza del cuerpo, sino de la
voluntad del ánimo, les pudo suceder tener diferentes disposiciones; y seria harto
maravilloso que en este caso Posidonio o cualquier otro defensor del hado o influencia de
las estrellas pudiera hallar qué replicar, a no ser queriendo trastornar los juicios de los
ignorantes con fenómenos raros que no saben ni entienden; pues los que intentan persuadir,
computando el pequeño espacio que tuvieron entre si los mellizos mientras nacieron con
respecto a la partícula del cielo, donde se coloca la nota de la hora que llaman horóscopo, o
no puede el signo tanto cuanta es la diversidad que hay en las voluntades, acciones,
costumbres y sucesos de los gemelos, o pueden aún más estas cualidades que la misma
bajeza o nobleza del linaje de los mellizos, cuya mayor diversidad no la calculan, sino la
hora en que cada uno nace; y por consiguiente, si tan presto viene a nacer uno como otro
permaneciendo en igual grado la misma parte o punto del horóscopo, luego deberán ser del
todo semejantes o iguales en sus propiedades, lo cual es imposible hallarse en ningunos
mellizos. Y si la dilación del segundo en el nacimiento muda el horóscopo, luego los padres
serán diferentes, cuya circunstancia no puede verificarse en los mellizos.

CAPITULO III

Del argumento que Nigidio, astrólogo, tomó de la rueda del ollero en la cuestión de los
gemelos. Así que en vano se alega en comprobación de esta doctrina aquella famosa
invención de la rueda del ollero, de la cual refieren se valió Nigidio para responder
hallándose atajado en esta cuestión, por lo cual le vinieron a llamar Fígulo, pues habiendo
impelido y sacudido con toda su fuerza a la rueda, corriendo ésta la señaló con suma
presteza, como si fuera en un determinado paraje de ella, con tinta dos veces; después,
parando la rueda, hallaron los dos puntos que había señalado en las extremidades de ella no
poco distantes entre sí; “del mismo modo, dice, siendo tan imperceptible la velocidad con
que se mueve el cielo, aunque uno tras otro nazca con tanta presteza con cuanta yo herí dos
veces la rueda, es mucho mayor la ligereza del cielo en su curso; de este principio,
prosigue, dimanan todas las diferencias tan singulares que refieren hay en las costumbres y
sucesos de los mellizos”. Esta ficción es más frágil que las mismas ollas que se forjan con
las vueltas de aquella rueda, porque si tanto importa en el cielo (lo que no puede
comprenderse en las constelaciones) que a uno de los gemelos le venga la herencia y al otro
no, ¿cómo se atreven a los que no son mellizos (examinando sus constelaciones) a
pronosticarles sucesos que pertenecen a aquel secreto que nadie puede comprender,
notándolos y atribuyéndolos a los puntos y momentos en que nacen las cria- turas? Y si
estos acaecimientos los pronostican en los nacimientos de los otros porque conciernen a
espacios y tiempos más largos, aquellos puntos y momentos de partes tan menudas que
pueden tener entre sí los gemelos cuando nacen, atribuyéndose a cosas mínimas, sobre que
no se suele consultar a los astrólogos (porque quién ha de preguntar cuándo se sienta uno,
cuándo se posea o cuándo come), ¿por ventura diremos esto cuando en las, costumbres,
acciones y sucesos de los mellizos hallamos tantas y tan diferentes propiedades?

CAPITULO IV

De tos hermanos gemelos Esaú y Jacob, y de la diferencia tan grande que hubo, entre ellos
en sus costumbres y acciones Nacieron dos gemelos en tiempo de los antiguos padres (por
hablar de los más insignes), de tal suerte en uno tras el otro, que el segundo tuvo asida la
planta del pie del primero. Hubo tanta diversidad en su vida y costumbres, tanta
desigualdad en sus acciones y tanta diferencia en el amor de sus padres, que esta distancia
les hizo entre sí enemigos. ¿Acaso refieren las historias esta particularidad de que andando
el uno el otro estaba sentado, durmiendo el uno el otro velaba, y hablando el uno el otro
callaba, todo lo cual pertenece a aquellas menudencias que no pueden comprender los que
describen la constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios nace cada uno, para que en
su vista puedan consultar a los matemáticos? El uno pasó su vida sirviendo a sueldo, el otro
no sirvió; el uno era amado de su madre, el otro no lo era; el uno perdió la dignidad que
entre ellos era tenida en mucho aprecio, y el otro la alcanzó; ¿pues qué diré de la diversidad
que hubo en sus mujeres, hijos y hacienda? Y si estas cosas se dicen porque se atiende no a
las diferencias pequeñísimas de tiempo que hay entre los mellizos; sino a es- pacios de
tiempo más considerables, ¿a qué viene la rueda del ollero, sino para que a los hombres que
tienen el corazón de barro los tenga al retortero, para que no queden en mal lugar las
vanidades de los matemáticos?

CAPITULO V

Cómo se, convence a los astrólogos de la vanidad de su ciencia ¿Y qué practican,


finalmente, aquellos mismos cuya enfermedad, porque a un mismo tiempo crecía y
declinaba, Hipócrates, mirándolo como médico, sospechó que eran gemelos? ¿Por ventura
no es argumento suficiente contra los que quieren atribuir a las estrellas lo que procedía de
una misma templanza y disposición física de los cuerpos? Pregunto: ¿por qué de una misma
manera y a un mismo tiempo no enfermaban el uno tras el otro, como habían nacido, pues
seguramente no pudieron nacer ambos juntamente? Y si no fue de momento para que
cayeran enfermos en diferentes tiempos el haber nacido en distintas estaciones, ¿por qué
pretenden que vale para la diferencia de las otras propiedades la diferencia del tiempo en
que nacen? Pregunto asimismo: ¿por qué pudieron peregrinar en diferentes tiempos, y en
diferentes tiempos casarse, engendrar hijos y no pudieron por la misma causa enfermar
también en diferentes tiempos? Porque si la desigualdad y dilación en el nacer mudó el
horóscopo y causó desproporción y diferencia en las demás cualidades, ¿por qué razón
perseveró en las enfermedades lo que tenían los que fueron concebidos con igualdad a un
mismo tiempo? Y si la suerte o hado de la buena o mala disposición consiste en la
concepción, y la de los demás sucesos en el nacimiento, no debieran vaticinar nada acerca
de la salud, mirando las constelaciones del nacimiento, supuesto que no pueden observar la
hora de la concepción.

Y si vaticinan las enfermedades sin examinar el horóscopo de la concepción, ¿por qué las
significan los puntos y momentos en que nacen? Pregunto: ¿cómo po- drían pronosticar a
cualquiera de aquellos mellizos, observando la hora de su nacimiento, cuándo habla de
estar enfermo, si el otro que no nació en la misma hora necesariamente había de enfermar a
un mismo tiempo? Pregunto más: si hay tanta distancia de tiempo en el nacimiento de los
mellizos, que por ello sea preciso sucederles diferentes constelaciones por el horóscopo
diferente, y por esto resultan distintos todos los ángulos cárdines, a los cuales atribuyen un
influjo tan particular, que de ellos quieren procedan diferentes hados y suertes, ¿por dónde
pudo suceder esto, pues la concepción de ellos no pudo ser en diferente tiempo? Y si dos
concebidos en un mismo momento pudieran tener diferentes hados para nacer, ¿por qué
otros dos que nacieron en un mismo instante de tiempo no pueden tener diferentes hados
para vivir y morir? Pues si un mismo momento en que ambos fueron concebidos no impidió
que naciese el uno primero y el otro después, ¿por qué causa, si nacen dos en un momento,
ha de haber algún motivo que impida que muera el uno primero y el otro después? Si un
momento en la concepción causa el que los gemelos tengan diferentes suertes hasta en el
vientre de su madre, ¿por qué un instante en el nacimiento no motivará que otros dos
cualesquiera tengan diferentes suertes en la tierra, y así se quiten todas las ficciones de esta
arte, o, mejor decir, vanidad? ¿Qué misterio se encierra en que los concebidos eh un mismo
tiempo, en un mismo momento, debajo, de una misma porción del cielo, tengan diferentes
suertes, que los impelan a nacer en diferente hora, y que dos nacidos igualmente de dos
madres en un momento de tiempo, debajo de una misma constelación del cielo, no pueden
tener diferentes suertes que los traigan a diferente necesidad de vivir o de morir? ¿Acaso
los concebidos no participan de la influencia de los hados sino cuando llega el momento de
nacer? ¿Cómo, pues, aseguran que si se halla la hora de la concepción pueden adivinar
muchas maravillas? ¿Y cómo defienden también algunos que un sabio escogió la hora en
que se había de juntar con su esposa, y mediante una lección tan prudente logró engendrar
un hermoso y perfecto hijo? ¿Cómo, finalmente, decía Posidonio, aquel grande astrólogo y
filósofo, de los dos gemelos, que la causa de haber enfermado en un mismo tiempo
consistió en que nacieron en un mismo momento, y en uno mismo fueron concebidos? Sin
duda, parece, añadió la concepción, porque no le dijesen que no pudieron nacer
precisamente en un mismo tiempo lo que era notorio fueron concebidos en un mismo
momento, y por no atribuir la particularidad de haber enfermado de un mismo mal y a un
mismo tiempo a la igual templanza o disposición del cuerpo; antes más bien, por imputar y
hacer dependiente de las estrellas aquella misma igualdad y semejanza de enfermedad. Y si
tanto puede para la igualdad de los hados la concepción, no se habían de mudar estos
mismos hados con el nacimiento, o si se in- mutan los hados de los gemelos porque nacen
en diferentes tiempos, ¿por qué no hemos de imaginar con más justa causa que ya se habían
mudado para que naciesen en diferentes tiempos? ¡Que no pueda la voluntad de los vivos
mudar los hados del nacimiento, pudiendo el orden de hacer mudar los hados de la
concepción, es admirable, sin duda!

CAPITULO VI

Los mellizos de distinto sexo Además, en las concepciones de los mielgos que han tenido
lugar en el mismo momento, ¿de dónde procede que bajo una misma constelación fatal se
conciba uno varón, y otra, hembra? Conocemos gemelos de distinto sexo. Ambos viven
aún, ambos están aún en la flor de la edad. Aunque ellos tienen rasgos corporales
semejantes entre sí, cuanto es posible entre seres de diferente sexo, con todo, en el
comportamiento y tren de vida son tan dispares, que, fuera de las acciones femeninas, que
necesariamente se han de diferenciar de las viriles, él milita en el oficio de conde y casi
siempre está de viaje fuera de casa, y ella no se separa del suelo patrio y del propio campo.
Más aún (cosa más increíble si se da fe a los hados de los astros, y no extraña si se
consideran las voluntades de los hombres y los dones de Dios), él es casado y ella virgen
consagrada a Dios; él, padre de muchos hijos; ella ni se casó siquiera. ¿Todavía es grande el
poder del horóscopo? Sobre cuánta sea su vacuidad, ya diserté bastante. Pero, cualquiera
que sea, dicen que influye en el nacimiento. ¿Acaso también en la concepción, donde es
manifiesto que hay un solo ayuntamiento carnal? Y es tal el orden de la naturaleza; que, en
concibiendo una vez la mujer, no puede concebir después otro.

De donde resulta necesariamente que los mellizos son concebidos en el mismo momento.
¿Acaso, porque nacieron bajo diverso horóscopo, se cambió, al nacer, a aquél en varón y a
ésta en hembra? Puede, pues sostenerse no de todo punto absurdamente que ciertos influjos
sidéreos valen para solas las diferencias corporales, como vemos también variar los tiempos
del año en las salidas y puestas del sol y aumentarse y disminuirse algunas cosas con los
crecientes y menguantes de la luna, como los erizos, las conchas y los admirables oleajes
del océano, y que las voluntades de los hombres no se subordinan a las posiciones de los
astros.

El que éstos ahora se esfuercen por hacer depender de ellas nuestros actos, nos previene
para que investiguemos cómo esta su razón no puede probarse ni aun en los cuerpos. ¿Qué
hay tan concerniente al cuerpo como el sexo? Y, sin embargo, bajo la misma posición de
los astros pudieron concebirse mellizos de distinto sexo. Por tanto, ¿qué mayor disparate
puede decirse o imaginarse que pensar que la posición sideral, que fue una misma para la
concepción de ambos, no pudo hacer que, con quien tenía una misma constelación, no
tuviera sexo distinto, y pensar que la posición sideral que presidía la hora del nacimiento
pudo hacer que discrepara tanto de él por la santidad virginal?

CAPITULO VII

De la elección del día para tomar mujer o para plantar o sembrar alguna semilla en el
campo ¿Quién ha de poder sufrir el oír que con hacer elección de ciertos días procuran
formar con sus acciones unos nuevos hados? En efecto; no tuvo otro tal felicidad que
lograse tener un hijo admirable; antes, por el contrario, supo le había de engendrar soez y
despreciable, y por eso el hombre docto escogió hora determinada; luego hizo el hado que
no tenía, por el mismo hecho comenzó a ser fatal, lo que no fue en su nacimiento. ¡Oh
estupidez singular! Hacerse elección del día para tomar mujer, porque de no hacerlo así
hubiera podido suceder en fecha no propicia ¿Dónde está, pues, lo que decretaron las
estrellas cuando nació? Puede, acaso, el hombre mudar con la elección del día lo que le
estaba ya decretado, y aquello que él determinó con la elección del día ¿no lo podrá mudar
otra potestad? Mas si los hombres solos, y no todos los entes que están colocados debajo
del cielo, están sujetos a las constelaciones, ¿por qué escogen días acomodados para plantar
viñas, árboles o mieses, y otros para domar el ganado o para echar los machos a las
hembras, para que se multipliquen las yeguas o los bueyes, y todo lo que es de esta clase? Y
si las elecciones de los días valen para estos ejercicios por causa de que la posición de las
estrellas domina sobre todos los cuerpos terrenos animados o inanimados, según la
diversidad de los momentos de los tiempos, consideren cuán innumerables son las
producciones que debajo de un mismo punto de tiempo nacen o salen de la tierra o
empiezan a crecer, y, con todo, tienen tan diferentes fines, que a cualquier niño le obligan a
que se ría y mofe de estas observaciones; porque ¿quién hay tan falto de juicio que se
atreva a decir que todos los árboles, todas las plantas y hierbas, todas las bestias, reptiles,
aves, peces, gusanillos e insectos participan, cada uno respectivamente, de diferentes
momentos en su nacimiento?

Con todo, suelen algunos, para experimentar la pericia de los astrólogos, representarles las
constelaciones de algunos animales brutos, cuyos nacimientos han observado
diligentemente en su casa para este efecto, y reputan por excelentes astrólogos a los que,
habiendo visto las constelaciones, responden que no nació hombre, sino alguna bestia,
atreviéndose a decir igualmente la calidad de la bestia, si es a propósito y acomodada para
la lana, para carga, para el arado o para la custodia de la casa; y porque tienen su sabiduría
hasta en los hados de los perros, responden a todo con grande aclamación de los que se
admiran de su vana ciencia; tan necios proceden los hombres, que imaginan que cuando
nace el hombre se impiden los demás nacimientos de las cosas naturales, de manera que
debajo de una misma región del cielo, no nazca con él ni una mosca; pero si admiten el
argumento, éste, paso a paso y poco a poco, los hace ir de las moscas a los camellos y
elefantes.

Tampoco quieren advertir que haciendo elección del día para sembrar el campo, la grande
muchedumbre de granos que cae juntamente en el suelo, juntamente nace, y, nacida, espiga,
grana y blanquea; y con todo, entre ellas, a unas mismas espigas, que son de un mismo
tiempo que las otras, sembradas, nacidas y criadas juntas, las destruye la niebla, a otras las
consumen las aves y a otras las arrancan los hombres. ¿Cómo han de decir que tuvieron
diferentes constelaciones estas semillas, que ven tienen tan diferentes fines? Por ventura,
¿se avergonzarán y dejarán de elegir días para estas investigaciones, y negarán que no
pertenecen a los decretos del cielo, y sólo sujetarán al imperio de las estrellas al hombre, a
quien sólo en la tierra dio Dios voluntad libre? Considerando todas estas justas reflexiones
con la meditación debida, no sin razón se cree que cuando los astrólogos ,admirablemente
pronostican muchos sucesos que salen verdaderos, esto sucede por oculto instinto de los
espíritus no buenos, a cuyo cargo está el plantar y establecer en los hombres estas falsas y
dañosas opiniones de los hados o influjos de las estrellas, y no por algún arte que observa y
nota el horóscopo, porque no le hay.
CAPITULO VIII

De los que entienden por hado, no la posición de los astros, sino la trabazón de las causas
que penden de la voluntad divina Pero los que entienden por nombre de hado, no la
constitución de los astros tomo se halla cuando se engendra, o nace, o crece alguna especie,
sino la trabazón y orden de todas las causas con que se hace todo lo que se hace, no hay
razón para que nosotros nos cansemos ni porfiemos obstinadamente con ellos sobre la
cuestión del nombre, supuesto que el mismo orden y trabazón de las causas la atribuyen a la
voluntad y potestad del Dios sumo, de quien se cree con realidad y verdad que sabe todas
las cosas antes que se hagan, y que no deja alguna sin orden: de quien dependen todas las
potestades, aunque no dependen de él todas las voluntades; que llamen estos hados con
especialidad a la misma voluntad del sumo Dios, cuyo poder sin resistencia se difunde por
todo lo criado, se prueba con estos versos, que son, si no me engaño, de Séneca “Llévame,
Sumo Padre y Señor del alto Cielo, adonde quiera que quisieres; obedeceré sin dilación
alguna. Ved aquí, en resumen, que, supuesto el caso que no quiera, he de seguirte, aunque
no quiera, y haré, por fuerza, siendo malo, lo que pude hacer de grado siendo bueno. Al que
quiere llévanle suavemente los hados, y al que no quiere, por fuerza.”

Así que con este último verso, evidentemente llamó hados a la que había llamado voluntad
del Sumo Padre, a quien dice que está dispuesto a obedecer, para que queriéndolo le lleven
de grado y suavemente, y no queriendo no le llevan por fuerza; porque, en efecto, al que
quiere le llevan suavemente los hados, y al que se resiste, por fuerza. Apoyan también esta
sentencia aquellos versos de Homero que Cicerón puso en el idioma latino, y dicen: “Tales
son las voluntades de los hombres, cuales son las influencias que al mismo padre Júpiter le
parece enviar sobre la tierra.” Y aunque fuera de poca autoridad en esta cuestión el parecer
del poeta, mas porque dice que los estoicos (que son los que defienden la fuerza del hado)
suelen citar estos versos de Homero, no se trata ya de la opinión del Poeta, sino de la de
estos filósofos, ya que con estos versos que citan en la materia, que tratan del hado
manifiestamente, declaran qué es lo que sienten que es hado, supuesto que le llaman
Júpiter, el cual piensan y entienden que es el sumo Dios, de quien dicen que depende la
trabazón de los hados.

CAPITULO IX

De ¡a presciencia de Dios y de ¡a libre voluntad del hombre contra la definición de Cicerón


A estos filósofos de tal modo procura refutar Cicerón, que le parece no ser bastante
poderoso contra ellos si no es quitando la adivinación, la cual procura destruir, diciendo que
no hay ciencia de las cosas futuras, y ésta pretende probar con todas sus fuerzas
intelectuales que es del todo ninguna, así en Dios como en los hombres; que no hay
predicción o profecía de ningún futuro; niega, por consiguiente, la presciencia de Dios,
procura enervar, desautorizar y dar por el suelo con vanos y lisonjeros argumentos todas las
profecías más claras que la luz; y opóniéndose a sí mismo algunos oráculos, a que
fácilmente se puede a satisfacción; no obstante, cuando refuta estas conjeturas de los
matemáticos de contestar, con todo, tampoco triunfa su elocuencia, porque realmente ellas
son tales, que mutuamente se destruyen y confunden.
Con todo eso, son mucho más tolerables aún los que opinan ser infalibles los hados de las
estrellas que Cicerón, que quita la presciencia de las cosas futuras; porque confesar que hay
Dios y negar que sepa lo venidero es caer en un claro desvarío, lo cual, advertido por este
elocuente orador, procuró asimismo establecer como inconcuso aquel verdadero axioma
que se halla en la Escritura: “Dijo el necio en su corazón: no hay Dios”; aunque no en su
nombre. Porque echó de ver cuan odioso y grave problema era éste; y por lo mismo, aunque
procuró disputase Cota, apoyando la hipótesis contra los estoicos en los libros de la
naturaleza de los dioses; con todo, quiso más declararse en favor de Lucio Balbo, a quien
persuadió defendiese el sistema de los estoicos, que por Cota, que pretende establecer como
principio innegable que no hay naturaleza alguna divina;. pero en los libros de
Divinationes, hablando él mismo, refute claramente la presciencia de los futuros, todo lo
cual parece lo hace por no conceder que hay hado, y echar por tierra la libertad de la
voluntad o libre albedrío; pues estaba imbuido en el error de que concediendo la ciencia de
lo venidero se seguía necesariamente conceder la influencia del hado, de forma que en
ningún modo se pudiera negar; mas como quiera que sean las prolijas y perplejas disputas y
conferencias de los filósofos, nosotros, así como confesamos que hay un sumo y verdadero
Dios, así también confesamos su voluntad divina, sumo poder y presciencia; y no por eso
tememos que hacemos involuntariamente lo que practicamos con libre voluntad, porque
sabía ya que lo habíamos de ejecutar Aquel cuya presciencia es infalible.

Esta justa repulsa temió Cicerón por el mismo hecho de combatir la presciencia, y los
estoicos igualmente, por no verse precisados a confesar sinceramente ni decir que todas las
cosas se hacían necesariamente, no obstante que al mismo tiempo sostenían que todas se
hacían por el hado. Pero con especialidad, ¿qué fue lo que temió Cicerón en la presciencia
de los futuros para que así procurase derribarla y destruirla con un raciocinio tan impío? Es,
a saber, porque si se saben todas las cosas venideras, con el mismo orden que se sabe
sucederán han de acontecer; y si han de acontecer con este orden, Dios, que lo sabe, ab
aeterno, observa cierto y determinado orden; y si hay cierto orden en las cosas,
necesariamente le hay también en las causas, ya que no puede ejecutarse operación alguna a
que no preceda la causa eficiente, y si hay cierto orden de causas con que se efectúa todo
cuanto se hace, “con el hado, dice, se hacen todas las cosas que se hacen, lo cual, si fuese
cierto, nada está en nuestra potestad, y no hay libre albedrío en la voluntad; y si esto lo
concedemos, prosigue, todas las acciones de la vida humana van por el suelo. En vano se
promulgan leyes, en vano se aplican reprensiones, elogios, ignominias y exhortaciones, y
sin justicia se prometen premios a los buenos y penas a los malos. Por este motivo, para que
no se sigan estas consecuencias tan temerarias, funestas y perniciosas a las cosas humanas,
no consiente que haya presciencia de los futuros, reduciendo Cicerón, y poniendo a un
hombre Pío y temeroso de Dios en la estrechez de elegir una de dos vías: o que hay alguna
acción dependiente de nuestra voluntad, o que hay presciencia de lo venidero; pues le
parece que ambas po- siciones no pueden ser ciertas, sino que si se concede la una se debe
negar la otra; que si escogemos la presciencia de los futuros, quitamos el libre albedrío de
la voluntad, y si elegimos éste, quitamos la presciencia del porvenir.

El, pues, como varón tan docto y científico, atendiendo mucho y con mucha discreción y
pericia a todo lo que toca a la vida humana, entre estos dos extremos escogió por más
adecuado el libre albedrío de la voluntad, y para confirmarle y establecerle con solidez
niega la presciencia de los futuros; y' así, queriendo hacer a los hombres Iibres, los hace
sacrílegos; pero un corazón piadoso y temeroso de Dios hace elección de lo uno y de lo
otro. “Y ¿cómo es posible esto?, dice; porque si hay presciencia de lo venidero, síganse
todas aquellas consecuencias que están entre sí trabadas, hasta que lleguemos al extremo de
confesar que no hay acción alguna dependiente de nuestra voluntad, y si alguna depende de
nuestra voluntad, por lo mismos grados llegamos a conocer que no hay presciencia de los
futuros, porque por todas ellas volveremos a raciocinar así, si hay libre albedrío, no todas
las cosas se hacen fatalmente; y s¡ no se hacen todas fatalmente, no de todas hay cierto y
determinado orden de causas.

Si no hay cierto orden de causas, tampoco hay cierto orden de cosas para la presciencia de
Dios, las cuales no se pueden hacer sin causas, antecedentes y eficientes; si no hay cierto
orden de las cosas para la presciencia de Dios, no todas las cosas suceden así como El las
sabía que habían de suceder. Y si no suceden así todas las cosas, como El sabía que habían
de acontecer, no hay, dice, en Dios presciencia de los futuros”. Nosotros confesamos
sinceramente contra esta sacrílega e impía presunción, que Dios sabe todas las cosas antes
que se hagan, y que nosotros ejecutamos voluntariamente todo lo que sentimos, y
conocemos que lo hacemos queriéndolo así; pero no decimos que todas las cosas se hacen
fatalmente, antes afirmamos que nada se hace fatalmente, porque el nombre de hado, donde
le ponen los que comúnmente hablan, eso es, en la constitución de las estrellas, bajo cuyos
auspicios fue concebido o nació cada uno (porque esto vanamente se asegura), probamos y
demostramos que nada vale; y el orden de las causas, en cuya influencia puede mucho la
voluntad divina, ni le negamos ni le llamamos con nombre de hado, sino que es, acaso,
entendamos que fatum se dijo de fando, esto es, de hablar; porque no podemos negar que
dice la Sagrada Escritura: “Una vez habló Dios y oí estas dos, cosas: que hay en ti, mi Dios,
potestad y misericordia, y que recompensarás a cada uno según sus obras”.

En las palabras primeras, donde dice “una vez habló”, se entiende infaliblemente, esto es,
inconmutablemente habló así, como conocer inconmutablemente todas las cosas que han de
suceder, y las que El ha de hacer; así que en esta conformidad pudiéramos llamar y derivar
el hado de fando, si no estuviera admitido comúnmente el entenderse otra cosa distinta por
este nombre, a cuya excepción no queremos que se inclinen los corazones de los hombres.
Y no se sigue que si para Dios hay cierto orden de todas las causas, luego por lo mismo
nada ha de depender del albedrío de nuestra voluntad; porque aun nuestras mismas
voluntades están en el orden de las causas, el que es cierto y determinado respecto de Dios,
y se comprende en su presciencia, pues las voluntades humanas son también causas de las
acciones humanas; y así el que sabía todas las causas eficientes de las cosas, sin duda que
en ellas no pudo ignorar nuestras voluntades, de las cuales tenía ciencia cierta eran causas
de nuestras obras; porque aun lo que el mismo Cicerón concede, que no se ejecuta acción
alguna sin que preceda causa eficiente, basta para convencerle en esta cuestión; y ¿qué le
aprovecha lo que dice, que, aunque liada se hace sin causa, toda causa es fatal, porque hay
causa fortuita, natural y voluntaria? Basta su confesión cuando dice que todo cuanto se hace
no se hace sino precediendo causa; pues nosotros no decimos que las causas que se llaman
fortuitas, de donde vino el nombre de la fortuna, son ningunas, sino ocultas y secretas, y
éstas las atribuimos, o a la voluntad del verdadero Dios, o á la de cualesquiera espíritus, y
las que son naturales no las separamos de la suprema voluntad de aquel que es Autor y
Criador de todas las naturalezas. Las causas voluntarias, o son de Dios, o de los ángeles, o
de los hombres, o de cualesquiera animales; pero al mismo tiempo deben llamarse
voluntades los movimientos de los animales irracionales, con los que practican ciertas
acciones, según su naturaleza, cuando apetecen alguna cosa buena o mala, o la evitan; y
también se dicen voluntades las de los ángeles, ya sean de los buenos, que llamamos
ángeles de Dios, ya de los malos, a quienes denominamos ángeles del diablo, y también
demonios; asimismo las de los hombres, es a saber, de los buenos y de los malos; de lo cual
se deduce que no son causas eficientes de todo lo que se hace, sino las voluntarias de
aquella naturaleza que es espíritu de vida; porque el aire se llama igualmente espíritu, mas
porque es cuerpo no es espíritu de vida.

El espíritu de vida que vivifica todas las cosas y es el Criador de todos los cuerpos y
espíritus criados, es el mismo Dios, que es Espíritu no criado. En su voluntad se reconoce
un poder absoluto, que dirige, ayuda y fomenta las voluntades buenas de los espíritus
criados; las malas juzga y condena, todas las ordena, y a algunas da potestad, y a otras no.
Porque así como es Cria- dor de todas las naturalezas, así es dador y liberal dispensador de
todas las potestades; no de las voluntades, porque las malas voluntades no proceden de
Dios en atención a que son contra el orden de la naturaleza que procede de él. Así que los
cuerpos son los que están más sujetos a las voluntades, algunos a las nuestras, esto es, a las
de todos los animales mortales, y más a las de los hombres que a las de las bestias; y
algunos a las de los ángeles, aunque todos, principalmente, están subordinados a la
voluntad de Dios, de quien también dependen todas sus voluntades, porque ellas no tienen
otra potestad que las que El les concede.

Por eso decimos que la causa que hace y no es hecha, o más claro, es activa y no pasiva, es
Dios; pero las otras causas hacen y son hechas, como son espíritus creados, y especialmente
los racionales. Las causas corporales, que son más pasivas que activas, no se deben contar
entre las causas eficientes; porque sólo pueden lo que hacen de ellas las voluntades de los
espíritus. Y ¿cómo el orden de las causas (el cual es conocido a la presencia de Dios) hace
que no dependa cosa alguna de nuestra voluntad supuesto que nuestras voluntades tienen
lugar privilegiado en el mismo orden de las causas? Compóngase como pueda Cicerón, y
arguya nerviosa y eficazmente con los estoicos, que sostienen que este orden de las causas
es fatal, o, por mejor decir, le llaman con el nombre de hado (lo que nosotros abominamos)
principalmente por el nombre, que suele tomarse en mal sentido.

Y en cuanto niega que la serie de todas las causas no es certísima y notoria a la paciencia de
Dios, abominamos más de él nosotros que los estoicos, porque o niega que hay Dios (como
bajo el nombre de otra persona lo procuro persuadir en los libros de la naturaleza de los
dioses), o si confiesa que hay Dios, negando que Dios sepa lo venidero, dice lo mismo que
el otro necio en su corazón: Non est Deus, no hay Dios; pues el que no sabe lo futuro, sin
duda, no es Dios, y así también nuestras voluntades tanto pueden cuanto supo ya y quiso
Dios que pudiesen, y por lo mismo, todo lo que pueden ciertamente lo pueden, y lo que
ellas han de venir a hacer en todo acontecimiento lo han de hacer, porque sabía que habían
de poder y lo había de hacer Aquel cuya presciencia es infalible y no se puede engañar. Por
tanto, si yo hubiera de dar el nombre de hado a alguna cosa, diría antes que el hado era de la
naturaleza inferior, y que puede menos; y que la voluntad es de la superior y más poderosa,
que tiene a la otra en su potestad; que decir que se quita el albedrío de nuestra voluntad con
aquel orden de las causas, a quien los estoicos a su modo, aunque no comúnmente recibido,
llaman hado.

CAPITULO X

Si domina alguna necesidad en las voluntades de los hombres Así que tampoco se debe
temer aquella necesidad por cuyo recelo procuraron los estoicos distinguir las causas,
eximiendo a algunas de las necesidades y a otras sujetándolas a ella; y entre las que no
quisieron que dependiesen de la necesidad pusieron también a nuestras voluntades, para
que, en efecto, no dejasen de ser libres si se sujetaban a la necesidad. Porque si hemos de
llamar necesidad propia a la que no está en nuestra facultad, sino qué, aunque nos
resistamos hace lo que ella puede, como es la necesidad de morir, es claro que nuestras
voluntades, con que vivimos bien o mal, no están subordinadas a esta necesidad, supuesto
que ejecutamos muchas acciones que, si no quisiésemos, las omitiríamos; a lo cual,
primeramente, pertenece el mismo querer; porque si queremos es, si no queremos no es;
porque no quisiéramos si no quisiéramos. Y si se llama y define por necesidad aquella por
la cual decimos es necesario que, alguna cosa sea así o no se haga a no sé por qué hemos de
temer que ésta nos quite la libertad de la voluntad, pues no ponemos la vida de Dios y su
presencia debajo de esta necesidad; porque digamos es necesario que Dios siempre viva y
que lo sepa todo, así como no se disminuye su poder cuando decimos que no puede morir
ni engañarse; porque de tal manera no puedo esto, que si lo pudiese, sin duda, sería menos
facultad. Por esto se dice con justa causa todopoderoso, el que con todo no puede morir ni
engañarse; pues se dice todopoderoso haciendo lo que quiere y no padeciendo lo que no
quiere; lo cual, si le sucediese, no sería todopoderoso, y por lo mismo no puede algunas
cosas, porque es todopoderoso. Así también, cuando decimos es necesario que cuando
queremos sea con libre albedrío sin duda, decimos verdad, y no por eso sujetamos el libre
albedrío a la necesidad que quita la libertad. Así que las voluntades son nuestras, y ellas
hacen todo lo que queriendo hacemos, lo que no se haría si no quisiésemos; y en todo
aquello que cada uno padece, no queriendo, por voluntad de otros hombres, también vale la
voluntad, aunque no es voluntad de aquel hombre, sino potestad dé Dios; porque si fuera
sólo voluntad, y no pudiese lo que quisiese, quedaría impedida con otra voluntad más
poderosa.

Con todo, aun entonces, habiendo querer habría voluntad, y no sería de otro, sino de aquel
que quisiese, aunque no lo pudiese lograr; y así todo lo que padece el hombre fuera de su
voluntad no lo debe atribuir a las voluntades humanas o angélicas o de algún otro espíritu
cria- dor, sino a la de Aquel que da potestad a los que quiere. Luego, no porque Dios
quisiese lo que había de depender de nuestra voluntad deja de haber algo a nuestra libre
determinación. Por otra parte, si que previó lo que había de suceder en nuestra voluntad vio
verdaderamente algo, se sigue que aun conociéndolo él, hay cosas de que puede disponer
nuestra voluntad, por lo cual de ningún modo somos forzados, aunque admitimos la
presciencia de Dios, a quitar el albedrío de la voluntad, ni aún cuando admitamos el libre
albedrío, a negar que Dios (impiedad sería imaginarIo) sabe los futuros, sino que lo uno y
lo otro tenemos, y lo uno y lo otro fiel y verdaderamente confesamos: lo primero, para que
creamos con firmeza esto otro, y lo segundo, para que vivamos bien; y mal se vive si no se
cree bien de Dios; por lo cual, este gran Dios nos libre de negar su presciencia intentando
ser libres, con cuyo soberano auxilio somos libres o lo seremos.

Y así no son en vano las leyes, las reprensiones, exhortaciones, alabanzas y vituperios;
porque también sabía que habían de ser útiles, y valen tanto cuanto sabía ya que habían de
valer; las oraciones sirven para alcanzar las gracias que sabía ya había de conceder a los
que acudiesen a él con sus ruegos: y por eso, justamente, están establecidos premios a las
obras buenas, y castigos a los pecados. Ni tampoco paca el hombre, porque sabía ya Dios
que había de pecar, antes por lo mismo, no se duda de que peca cuando peca, pues Aquel a
cuya presciencia es infalible y no se puede engañar, sabía ya que no el hado, ni la fortuna,
ni otra causa, sino él, había de pecar. El cual, si no quiere, sin duda, no peca; pero si no
quisiese pecar, también sabía ya Dios este su buen pensamiento.

CAPITULO XI

De la providencia universal de Dios, debajo de cuyas leyes está todo El sumo y verdadero
Dios Padre, con su unigénito Hijo y el Espíritu Santo, cuyas tres divinas personas son una
esencia, un solo Dios todopoderoso, Criador y Hacedor de todas las almas y de todos los
cuerpos, por cuya participación son felices todos los que son verdadera y no vanamente
dichosos; el que hizo al hombre animal racional, alma y cuerpo; el que en pecando el
hombre no le dejó sin castigo ni sin misericordia; el que a los buenos y a los malos les dio
también ser con las piedras, vida vegetativa con las plantas, vida sensitiva con las bestias,
vida intelectiva sólo con los ángeles de quien procede todo género, toda especie y todo
orden; de quien dimana la medida, número y peso; de quien pro viene todo lo que
naturalmente tiene ser de cualquier género, de cualquiera estimación que sea. de quien
resultan las semillas de las formas y las formas de las semillas, y sus movimientos el que
dio igualmente a la carne su origen, hermosura. salud. fecundidad para propagarse,
disposición de miembros equilibrio en la salud; y el que así mismo concedió a¡ alma
irracional me moría, sentido y apetito, y a la racional, además de estas cualidades, espíritu.
inteligencia y voluntad; y el que no sólo al cielo y a la tierra, no sólo al ángel y al hombre,
pero ni aun a las delicadas telas de las entrañas de un pequeñito y humilde animal, ni a la
plumita de un pájaro, ni a la florecita de una hierba, ni a la hoja del árbol dejó sin su
conveniencia, y con una quieta posesión de sus partes, de ningún modo debe creerse que
quiera estén fuera de las leyes de su providencia los reinos de los hombres, sus señoríos y
servidumbres.

CAPITULO XII

Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el verdadero
Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio Por lo cual, examinemos ahora
cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes quiso favorecer el verdadero Dios,
y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su Imperio aquel Señor en cuya
potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de averiguar este punto más
completamente, escribí en el libro pasado a este propósito, manifestando cómo en este
importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los dioses a quienes ellos
adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí hemos tratado en
este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya persuadido de que
el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que tributaba a los
falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa voluntad del sumo
y verdadero Dios.

Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque
como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y
sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; “con todo, eran
aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria
inmortal”; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron
morir. Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario
apetito de gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y
dominar, glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron
que fuese señora absoluta. De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes,
“establecieron su gobierno anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron
cónsules de consulendo, no reyes o señores de reinar o dominar” con despotismo.

Aunque, en efecto, los reyes parece que se dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se
deriva de los reyes, y la etimología de éstos, como queda dicho, de regir, paro el fausto y
pompa real no se tuvo por oficio y cargo de persona que rige y gobierna; no se estimó por
benevolencia y amor de persona que aconseja y mira por el bien y utilidad pública, sino por
soberbia y altivez de persona que manda. Desterrado, pues, el rey Tarquino, y establecidos
los cónsules, siguiéronse los sucesos que el mismo autor refirió entre las alabanzas de los
romanos: “Que la ciudad -cosa increible-, habiendo conseguido la libertad, cuanto mayor
fue su incremento, tanto creció en ella el deseo de honra y gloria”. Esta ambición del honor
y deseo de gloria proporcionó todas aquellas maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los
ojos y estimación de los hombres. Elogia el mismo Salustio por ínclitos hombres de su
tiempo a Marco Catón y a Cayo César, diciendo hacía muchos años que no había tenido la
República persona que fuese heroica por su valor; pero que en su tiempo hablan florecido
aquellos dos excelentes y valerosos campeones, aunque, diferentes en la condición, ideas y
proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el mérito de César, pone que deseaba para si
el generalato (mejor dijera toda la autoridad republicana reunida en su persona), un ejército
numeroso y una nueva y continuada guerra, donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y
por eso confiaba en los ardientes deseos de los hombres famosos por su heroicidad y
fortaleza, para que provocasen las miserables gentes a la guerra y las hostigase Belona con
su sangriento látigo, a fin de que de este modo hubiese ocasión para poder ellos manifestar
su valor La causa de estos deseos, sin duda, era aquella insaciable ansia de honra y de
gloria a que aspiraban.

Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y por codicia
de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y lo otro
el insigne poeta, diciendo: “A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena restablecer en
su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su libertad se arrojaban
a las armas con extraordinario denuedo y fiereza.” Así que entonces tuvieron ellos por
acción heroica o morir como fuertes y valerosos soldados, o vivir con libertad; pero luego
que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en el deseo de gloria, que les pareció
poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el dominio y señorío, teniendo por
grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter dice: “También Juno la áspera,
la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y aire, mudará sus consejos para
mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo el mundo, y a la gente
togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pa- sando años, en que el
linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble Micenas, y se enseñoreará,
vencidos los griegos”. Todo lo cual Virgilio refiere altamente, aunque introduce a Júpiter
como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado, y lo observa como
presente. He querido alegar este testimonio para demostrar que los romanos, después de
obtenida la libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus
mayores elogios. De aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las
profesiones y artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto
primordial de reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: “Otros harán tan al
vivo las imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros en el mármol
esculpirán al vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán altamente de la astronomía
de los mo- vimientos de los cielos y de los aspectos de los signos. Tú, oh romano, no te
olvides de regir a los pueblos con Imperio; guarda solos estos preceptos; procura siempre
conservar la paz, favoreciendo a los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso”. Estas
artes y profesiones las ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los
deleites y a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo,
deseando y acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando a sus
infelices ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y las los que habían
pasado y sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en las costumbres, y eran ricos y
poderosos cuando esto escribía Salustio y cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la
gloria por medio de aquellas artes, sino con cautelas y engaños; y así dice él mismo: “Pero
al principio más ocupados tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la
avaricia, aunque este vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y
el mando igualmente los desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención
por el camino verdadero, y el otro (porque le faltan medios limpios) procura alcanzarlo con
cautelas y engaños.” Los medios limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición
engañosa, a la honra, a la gloria y al mando, todas las cuales felicidades desean igualmente
el bueno y el malo; aunque el bueno las procura por el verdadero camino, y este camino es
la virtud, por la cual procura ascender como al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del
honor y del mando; y que estas particularidades las tuviesen naturalmente fijas en sus
corazones los romanos, nos lo manifiestan asimismo los templos de los dioses que tenían,
el de la Virtud y el del Honor, los cuales los edificaron contiguos y pegados el uno al otro,
teniendo por dioses los dones peculiares que con acede Dios gratuitamente a los mortales.

De donde puede colegirse el fin que se hablan propuesto, que era el de la virtud, y adónde
la referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la
virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables,
esto es, con cautelas y engaños. Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que
cuanto menos pretendía la gloria tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos
andaban tan codiciosos es el juicio y opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de
los hombres. Y así es mejor la virtud, que no se contenta con el testimonio de los hombres,
sino con el de su propia conciencia, por lo que dice el apóstol: “Nuestra gloria es ésta: el
testimonio de nuestra conciencia. Y en otro lugar: “Examine cada uno sus obras, y cuando
su conciencia no le remordiere, entonces se podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por
lo que ve en otro”.

Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los
buenos apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades
deben seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin
donde está el sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir,
sino que la ciudad estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en
aquel tiempo dos personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la
virtud de Catón se aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del
mismo Catón, veamos qué tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. “No
penséis, dice, que nuestros antepasados acrecentaron la República con las armas. si así
fuera, tuviéramosla mucho más hermosa, porque tenemos mayor abundancia de aliados y
de ciudadanos, amén de más armas y caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los
hicieron grandes, y de que carecemos nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio
y el ánimo libre en el dictaminar y exento de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros
gozamos del lujo y la avaricia, en público de pobreza y en privado de opulencia. Alabamos
las riquezas, seguimos la inactividad.

No hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la virtud
están en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa
en privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del
dinero y del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como a una
víctima sin defensa”. Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina que todos
o la mayor parte de los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas con las
alabanzas que se les prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el
mismo escribe, que ya cité en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los
poderosos, y por ellas la escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias domésticas,
existieron ya desde el principio. Y no más que después de la expulsión de los reyes, en
tanto que duró el miedo de Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió
con equidad y moderación.

Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a


usanza de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con
los demás. El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos
querían ser señores y otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un
grave miedo, y a cohibir los ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a
revocar a la concordia civil. Pero unos pocos, buenos según su módulo, administraban
grandes haciendas y, tolerados y atemperados aquellos males, crecía aquella república por
la providencia de esos pocos buenos, como atestigua el mismo historiador que, leyendo y
oyendo el las muchas y preclaras hazañas realizadas en paz y en guerra, por tierra y por
mar, por el pueblo romano, se interesó por averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan
grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los romanos habían peleado con un puñado de
soldados contra grandes legiones de enemigos; conocía las guerras libradas con escasas
riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de mucho pensar, le constaba que la
egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado todo aquello, y que el mismo
hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la poquedad a la multitud.
“Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la república con su
grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados”, Catón elogió
también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando por el
verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria doméstica
mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas privadas fueran
de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo lo contrario: públicamente,
la pobreza, y en privado, la opulencia.

CAPITULO XIII

Del amor de la alabanza que, aunque es vicio se le tiene por virtud, porque por el cohíbense
mayores vicios Por eso, habiendo brillado ya por largo tiempo los reinos de Oriente. quiso
Dios se constituyera también el occidental, que fuera posterior en el tiempo, pero más
floreciente en la extensión y grandeza de imperio. Y lo concedió para amansar las graves
males de muchas naciones a tales hombres, que mediante el honor, la alabanza y la gloria
velaban por la patria, en la que buscaban la propia gloria. No dudaron en anteponer a su
propia vida la salud de la patria, aplastando por este único vicio, o sea, por el amor de la
alabanza, la codicia del dinero y muchos otros vicios.

Con más, cuerda visión apunta él que conoce que el amor de la alabanza es un vicio, cosa
que, no se oculta ni al poeta Horacio, que dice: “¿Te engalla el amor de la alabanza? Hay
remedios certeros en este librito que, leído tres veces y con sencillez, te podrán aliviar
grandemente.” Y el mismo, en verso lírico, canta así para refrenar la libido de dominio:
“Reinarás, domando tu insaciable espíritu, más anchurosamente que si juntaras Libia con la
lejana Cádiz y te sirvieran las dos Cartagos.” Sin embargo, los que no refrenan sus libidos
más torpes, rogando con piadosa fe al Espíritu Santo y amando la belleza inteligible, sino
más bien por la codicia de la alabanza humana y de la gloria, no son santos ciertamente,
pero sí menos torpes. Tulio mismo no pudo disimular esto en los libros que escribió Sobre
la República, donde habla. de la constitución del príncipe en una ciudad, y dice que hay que
alimentarlo con la gloria. A renglón seguido refiere que el amor de la gloria, inspiró a sus
mayores muchas maravillas. No sólo no oponían resistencia a este vicio, sino que juzgaban
que debía ser alentado y encendido, en la convicción de que era útil para la república. Ni en
los mismos libros de filosofía, donde lo afirma con mayor claridad, oculta Tulio, esta peste.
Hablando de los estudios, que cumple seguir por el verdadero bien, no por la vanidad de la
alabanza humana, inserta esta sentencia universal y general: “El honor es el alimento de las
artes, y todos se apasionan por los estudios por la gloria, y siempre yacen olvidadas las
ciencias desacreditadas entre algunos.”

CAPITULO XIV

De cómo se debe cercenar el deseo de la humana alabanza, porque toda la honra y gloria de
los justos está puesta en Dios Es más conveniente resistir con firmeza este apetito que
dejarse vencer de él; porque tanto más es uno parecido a. Dios, cuanto está más limpio y
puro de semejante inmundicia. La cual, aunque en la vida presente no se desarraigue
totalmente del corazón humano, por cuanto no deja de tentar aun a los espíritus bien
aprovechados, a lo menos vénzase el deseo de gloria con el amor de la justicia, para que si
en alguno hay ciertos sentimientos nobles que entre los mundanos suelen ser despreciados,
el mismo amor de la alabanza humana se avergüence y se retire ante el amor de la verdad,
porque este vicio es tan enemigo de la fe (que se debe a Dios cuando hay en el corazón
mayor deseo de gloria que temor o amor de Dios), que dijo el Señor: “¿Cómo podéis
vosotros creer, pretendiendo ser honrados y estimados los unos de los otros, andando a caza
de la gloria vana del mundo, olvidados de aquella que sólo Dios os puede dar?” Y
asimismo dice el evangelista San Juan de algunos que habían creído en él y temían
confesarle públicamente: “estimaron más la gloria y alabanza de los hombres que la de
Dios”. Lo que no hicieron los Santos Apóstoles, quienes predicando el nombre de
Jesucristo en parajes y provincias dónde no sólo no le estimaban (porque, como dijo un
sabio, están abatidas y olvidadas siempre las cosas de las que todos generalmente no hacen
caso ni aprecian), sino que también le aborrecían en extremo, conservando en la memoria lo
que habían oído a su divino Maestro y verdadero médico de sus almas: “Si alguno no me
estimare y me negare delante de los hombres, también lo negaré yo delante de mi Padre,
que está en los Cielos, y delante de los ángeles de Dios”.

Entre las maldiciones y oprobios, entre las gravísimas persecuciones y crueles tormentos,
no dejaron de proseguir en la predicación de la salud de los hombres. aun cuando resultaba
en notable ofensa de los hombres. Y aun cuando haciendo y diciendo cosas divinas, y
viviendo divinamente después de haber conquistado en algún modo la dureza de los
corazones, e introducido la paz de la justicia y santidad, alcanzaron en la iglesia de Cristo
una suma gloria, sin embargo, no descansaron en ella como fin y blanco de su virtud, sino
que atribuyendo esto mismo a gloria de Dios por cuya singular gracia y beneficio eran tales,
con este divino fuego encendían asimismo a los que persuadían que le amasen que también
a éstos les hiciese tales; porque les había enseñado su divino Maestro que no fuesen buenos
por sólo la honra y gloria de los hombres, diciendo: “Guardaos, no hagáis vuestras buenas
obras delante de los hombres porque ellos las vean, porque de esta manera, perderéis el
premio de vuestro Padre, que está en los Cielos”. Pero, por otra parte, porque entendiendo
estas expresiones en sentido contrario, no temiesen y dejasen de agradar a los hombres, y
fuesen de menos fruto estando encubiertos, y siendo buenos, mostrándoles con qué fin se
habían de manifestar: “resplandezcan, dice, vuestras obras delante de los hombres, de
suerte que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos”.

Así que no lo practiquéis porque os vean, esto es, n con intención de que pongan los ojos
en vosotros, pues por vosotros sois nada, sino porque glorifiquen a vuestro Padre que está
en los Cielos, porque, vueltos a El, sean como vosotros. Esta máxima siguieron los
mártires, quienes se aventajaron y excedieron a los Escévolas, a los Curcios y Decios, no
sólo en, la verdadera virtud (por lo que en efecto les hicieron ventaja en la verdadera
religión), sino también en la innumerable multitud, no tomando por si mismos las penas y
tormentos, sino sufriendo con paciencia los que otros les daban. Pero, como aquéllos vivían
en la ciudad terrena, y se habían propuesto por ella, como fin principal de todas sus
obligaciones, su salvación y que reinase, no en el Cielo, sino en la tierra, no en la vida
eterna, no en el tránsito de los que mueren y en la sucesión de los que habían de morir, ¿qué
habían de amar y estimar sino la honra Y gloria con que querían también después de
muertos vivir en las lenguas de los pregoneros de sus alabanzas?
CAPITULO XV

Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos Aquellos a quienes
no habla de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en su celestial ciudad, a
la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el culto que los
griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no les concediera ni aun
esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y pagara sus buenas
artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de aquellos que
parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres, dice
también el Señor: “De verdad os dije que y a recibieron su recompensa. Pues bien, éstos
despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y por
su tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien de
su patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y con
todas estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al Imperio y a
la gloria, y así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a
muchas gentes, y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por
así toda la redondez del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia del
sumo y verdadero Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.

CAPITULO XVI

Del premio de los ciudadanos santos de la Ciudad Eterna, a quienes pueden aprovechar los
ejemplos de Las virtudes de los romanos Pero muy distante de éste es el premio y galardón
de los santos que sufren también en esta vida con paciencia los oprobios por la verdad de
Dios, con la cual tienen ojeriza los amigos de este mundo. Aquélla es la Ciudad sempiterna,
allí ninguno nace, porque ninguno muere, donde la felicidad es verdadera y cumplida, no
diosa, sino don de Dios. De allí procede la prenda que tenemos de nuestra fe, en tanto que,
peregrinando por acá, suspiramos por su hermosura. Allí no nace el sol sobre los buenos y
sobre los malos, sino que el sol de justicia sólo abriga a los buenos; allí no habrá necesidad
de mucha industria y trabajo para enriquecer el erario y tesoro público con los pobres y
escasos bienes de los particulares, donde el tesoro de la verdad es común.

Por tanto, debemos creer que no se dilató el romano Imperio sólo por la gloria y honor de
los hombres, a fin de que aquel galardón se diera a aquellos hombres, sino también para que
los ciudadanos de la Ciudad Eterna, en tanto que acá son peregrinos, pongan los ojos con
diligencia y cordura en semejantes ejemplos, y vean el amor tan grande que deben ellos
tener a la patria celestial por la vida eterna, cuando tanto amor tuvieron sus ciudadanos a la
terrena por la gloria y alabanza humana CAPlTULO XVII Qué fruto sacaron los romanos
con La guerra y cuánto hicieron a los que vencieron Por lo respectivo a esta vida mortal,
que en pocos días se goza y se acaba, ¿qué importa que viva el hombre que ha de morir
bajo cualquiera imperio o señorío, si los que gobiernan y mandan no nos compelen a
ejecutar operaciones impías e injustas? ¿Acaso fueron de algún daño o inconveniente los
romanos a las naciones, a quienes después de reducidas a su dominación impusieron sus
leyes, sino sólo en cuanto esto se hizo por medio de crueles guerras? Lo cual, si se hiciera
con piedad, lo mismo se lograra con mejor suceso, aunque fuera ninguna la gloria de los
que triunfaban.

Porque tampoco los romanos dejaban de vivir debajo de sus propias leyes que imponían a
los otros; lo que si se hiciera sin intervención de Marte y Belona, de modo que no tuviera
lugar la victoria no venciendo nadie, donde nadie había peleado, ¿no fuera una misma
suerte y condición de los romanos y la de las demás gentes? Mayormente si luego se
determinara lo que después se deliberó grata y humanamente, ordenando que todos los
vasallos que pertenecían al Imperio romano gozasen de la naturaleza y privilegio de la
ciudad, disfrutando el honor de los ciudadanos romanos, siendo así común a todos la
prerrogativa que antes era peculiar de muy pocos, a excepción de aquel pueblo que no
tuviese campos propios y se sustentase y viviese de los públicos, cuyo sustento con más
dulzura y beneficencia lo sacaran de los que se conformaban voluntariamente con esta
sanción por mano de los prudentes gobernadores de la República que consiguiéndolo por
fuerza de los vencidos.

Porque no veo que importe para la salud y buenas costumbres y para las mismas
dignidades de los hombres que unos sean vencedores y otros vencidos, salvo aquel vano
fausto de la honra humana, con el cual recibieron su galardón los que tanta ansia tuvieron
de él, y tantas guerras sostuvieron por su logro. ¿Por ventura los campos y haciendas de los
vencidos no pagan su tributo? ¿Acaso pueden ellos aprender y saber lo que los otros no
pueden? ¿Por ventura no hay muchos senadores en otras provincias que ni aun de vista
conocen a Roma? Echemos a un lado la vanagloria. Y ¿qué son todos los hombres sino
hombres? Que si la perversidad del siglo permitiera que los virtuosos fueran los más
honrados, aun de este modo no habría motivo para estimar en mucho la honra humana,
porque es humo de ningún peso y de ningún momento; pero aprovechémonos también en
estos sucesos de los beneficios de Dios nuestro Señor.

Consideremos cuántas bellas ocasiones despreciaron, cuántas desgracias sufrieron, qué de


apetitos propios vencieron por la gloria humana los que la merecieron alcanzar como
galardón y premio de sus virtudes, y válganos también esta consideración para reprimir la
soberbia; pues habiendo tanta diferencia entre la ciudad donde nos han prometido que
hemos de reinar y entre esta terrena, cuanta hay del cielo a la tierra, del gozo temporal a la
vida eterna, de los vanos elogios a la gloria sólida, de la compañía de los mortales a la
sociedad de los ángeles, de la luz del sol y de la luna a la luz del que hizo el sol y a la luna,
no les parezca que han hecho una acción heroica los ciudadanos de tan excelente patria, si
por conseguirla practicaren alguna obra buena o su fueren con paciencia algunas malas
cuando los otros, por alcanzar esta terrena, hicieron tantas proezas y sufrieron tantos
infortunos, mayormente cuando el perdón de los pecados, que va recogiendo los ciudadanos
dispersos a aquella eterna patria, tiene alguna semejanza con el asilo de Rómulo, donde la
remisión de cualesquiera delitos fue el mejor aliciente para congregar los hombres y fundar
aquella célebre ciudad.

CAPITULO XVIII
Cuán ajenos de vanagloria deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable acción por el
amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto Ios romanos por La gloria humana y por la
ciudad eterna ¡Qué acción tan heroica será despreciar todos los deleites y regalos de este
mundo, por más apreciables que sean, por aquella eterna y celestial patria, si por esta
temporal y terrena se animó Bruto a degollar a sus propios hijos, temeraria resolución a la
que nunca se obliga en aquélla! Pero, realmente, más dificultoso es el matar a los hijos que
lo que debemos nosotros hacer por ésta, y se reduce a que los tesoros que hablamos de
congregar y guardar para los hijos, o los repartamos con los pobres o los abandonemos si
hubiere alguna tentación que nos fuerce a hacerlo por la fe y la justicia. Pues ni a nosotros
ni a nuestros hijos nos hacen felices las riquezas de la tierra, pues que lo hemos de perder
en vida, o muriendo nosotros, han de venir a poder de quien no sabemos o de quien no
quisiéramos, sino Dios es el que nos hace felices, que es la verdadera riqueza y tesoro de
nuestras almas; además que Bruto, por haber muerto a sus hijos, aun el mismo poeta que le
elogia le tiene por infeliz y despreciado, porque dice: “Y siendo padre poco dichoso,
castigará a sus hijos que mueven guerras, deseando la libertad amable de la patria, lleven
como llevaren esto sus descendientes”. Pero en el verso que se sigue consuela al miserable
héroe, diciendo: “A esto le obligó el amor de la patria y el deseo desordenado de ser
celebrado en el mundo”; estas dos cualidades, la libertad y el deseo de elogios, son las que
movieron a los romanos a hacer empresas heroicas y maravillosas.

Luego, si por obtener la libertad de los que eran mortales y habían de morir, y por el deseo
de la lisonja humana, que son cualidades que apetecen los hombres, pudo un padre matar a
sus hijos, ¿que acción heroica será, por la verdadera libertad que nos exime de la esclavitud
del demonio, del pecado y de la muerte y no por la codicia de las humanas alabanzas, sino
por el amor y caridad de libertar los hombres, no de la tiranía del rey Tarquino, sino de la
de los demonios y de Luzbel, su príncipe, no digo ya matamos a los hijos, sino que a los
pobres de Jesucristo los tenemos en lugar de hijos? Asimismo, si otro príncipe romano
llamado Torcuato, quitó la vida a su hijo porque, siendo provocado del enemigo, con ánimo
y brío juvenil peleó, no contra su patria, sino en favor de ella; mas saliendo victorioso
porque dio la batalla contra su orden y mandato, esto es, contra lo que el general, su padre,
le había mandado, porque no fuese mayor inconveniente el ejemplo de no haber obedecido
la orden de su general: qué gloria hubo en matar al enemigo, ¿para qué se han de jactar los
que por las órdenes y mandamientos de la patria celestial desprecian todos los bienes de la
tierra que se estiman y aman menos que los hi- jos?

Si Furio Camilo, después de haber apartado de las cervices de su ingrata patria el yugo de
los veyos, sus inexorables enemigos, y no obstante de haberle condenado y desterrado de
ella por envidia sus émulos, con todo, la libertó segunda vez del poder de los galos, porque
no tenía otra mejor patria adonde pudiese vivir con más gloria, ¿por qué se ha de
ensoberbecer como si ejecutara alguna acción plausible el que, habiendo acaso padecido en
la Iglesia alguna gravísima injuria en su honra por los enemigos carnales, no se pasó a sus
enemigos, los herejes, o porque él mismo no levantó contra ella herejía alguna, sino que
antes la defendió cuanto pudo de los perniciosos errores de los herejes, no habiendo otra
ciudad, no donde se pase la vida con honor y aplauso de los hombres, sino donde se pueda
conseguir la vida eterna'? Mucio, para que se efectuara la paz con el rey Porsena, que tenía
muy apretados a los romanos con su ejercito, porque no pudo matar al mismo Porsena, y
por yerro mató a otro por él, puso la mano en presencia del rey sobre unas brasas que en
una ara estaban ardiendo, asegurándole que otros tan valerosos como él se habían conjurado
en su muerte, y teniendo el rey su fortaleza y asechanzas, sin dilación ajustó la paz y alzó la
mano de aquella guerra; pues, si esto sucedió así, ¿quién ha de zaherir o dar en cara al rey
sus méritos, no al de los Cielos, aun cuando hubiere aventurado por él, no digo yo una
mano, no haciéndolo de su voluntad, sino aun cuando padeciendo por alguna persecución,
dejare abrasar todo su cuerpo?

Si Curcio, ar- mado, arremetiendo el caballo, se arrojó con él en un boquerón por donde se
había abierto la tierra, porque en esta acción heroica obedecía a los oráculos de sus dioses,
que ordenaron que echasen allí la mejor prenda que tuviesen los romanos, y no pudiendo
entender otra cosa, advirtiendo que florecían en hombres y armas, sino que era necesario
por mandado de los dioses que se arrojase en aquella horrible abertura algún hombre
armado, ¿cómo se atreve a decir que ha hecho algo grande por la eterna patria el que
cayendo en poder de algún enemigo de su fe, muriese no arrojándose voluntariamente al
riesgo de semejante muerte, sino lanzado por su enemigo; ya que tiene otro oráculo más
cierto de su Señor, y del rey de su patria, donde le dice: “¿No queráis temer a los que matan
el cuerpo y no pueden matar el alma?” Si los Decios, consagrando su vida en cierto modo,
se ofrecieron solemnemente a la muerte para que con ella y con su sangre, aplacada la ira
de los dioses, se librase el ejército romano, en ninguna manera se ensoberbezcan los santos
mártires, como si hicieran alguna acción digna de alcanzar parte en aquella patria, donde
hay eterna y verdadera felicidad, si amando hasta derramar su sangre, no sólo a sus
hermanos, por quienes era derramada, sino, como Dios se lo manda, a los mismos enemigos
que se la hacían derramar, pelearon con fe llena de caridad y con caridad llena de fe. Marco
Pulvilo en el acto de dedicar el templo de Júpiter, Juno y Minerva, advirtiéndole
cautelosamente sus émulos y envidiosos que su hijo era muerto, para que turbado con tan
triste nueva dejase la dedicación y la honra y gloria de ella la llevase su compañero, hizo
tan poco caso de la noticia, que mandó cuidasen de su sepultura, triunfando de esta manera
en su corazón la codicia de gloria del sentimiento de la pérdida de su hijo: ¿pues qué
heroicidad dirá que ha hecho por la predicación del Santo Evangelio con que se libran de
multitud de errores los ciudadanos de la soberana patria, aquel a quien estando solícito de la
sepultura de su padre, le dice el Señor: “Sígueme y deja a los muertos enterrar sus
muertos”?

Si Marco Régulo, por no quebrantar juramento prestado en manos de sus crueles enemigos
quiso volver a su poder desde la misma Roma, porque, según dicen, respondió a los
romanos que le querían detener, que después que había sido esclavo de los africanos no
podía tener allí el estado y dignidad de un noble y honrado ciudadano, y los cartagineses,
porque peroró contra ellos en el Senado romano, le mataron con graves tormentos, ¿qué
tormentos no se deben despreciar por la fe de aquella patria, a cuya bienaventuranza nos
conduce la misma fe? ¿O qué es lo que se le da a Dios en retorno por todas las mercedes
que nos hace, aun cuando por la fe que se le debe padeciere el hombre otro tanto cuanto
padeció Régulo por la fe que debía a sus perniciosos enemigos? ¿Y cómo se atreverá el
cristiano a alabarse de la pobreza que voluntariamente ha abrazado para caminar en la
peregrinación de esta vida más desembarazada por el camino que lleva a la patria, adonde
las verdaderas riquezas es el mismo Dios, oyendo y leyendo que Lucio Valerio, cogiéndole
la muerte siendo cónsul, murió tan pobre, que le enterraron ¿ hicieron sus exequias con la
suma que el pueblo contribuyó de limosna?
¿Qué dirá oyendo o leyendo que a Quinto Cincinato, que poseía entre su hacienda tanto
cuanto podían arar en un día cuatro yugadas de bueyes, labrándolo y cultivándolo todo con
sus propias manos, le sacaron del arado para crearle dictador, cuya dignidad era aún más
honrada y apreciada que la de cónsul, y que después de haber vencido a los enemigos y
adquirido una suma gloria, perseveró viviendo en el mismo estado? ¿O qué estupenda
acción se alabará que hizo el que por ningún premio de este mundo se dejó apartar de la
compañía de la eterna patria, viendo que no pudieron tantas dádivas y dones de Pirro, rey
de los epirotas, prometiéndole aun la cuarta parte de su reino, mudar a Fabricio de
dictamen, ni precisarle por este arbitrio a que dejase la ciudad de Roma, queriendo más
vivir en ella como particular en su pobreza, sin oficio público alguno? Porque teniendo
ellos su República, esto es, la hacienda del pueblo, la hacienda de la patria, la hacienda
Común, opulenta y próspera, experimentaron en sus casas tanta pobreza que echaron del
Senado, compuesto de hombres indigentes, y privaron de los honores de la magistratura por
nota y visita del censor, a uno de ellos que había sido cónsul dos veces, porque se averiguó
que poseía una vajilla cuyo valor ascendía como hasta diez libras de plata.

Si estos mismos eran tan pobres, éstos, con cuyos triunfos crecía el tesoro público, ¿acaso
todos los cristianos que con otro fin más laudable hacen comunes sus riquezas, conforme a
lo que se escribe en los hechos apostólicos, “que la distribuían entre todos, conforme a la
necesidad de cada uno, y ninguno decía que tenía cosa alguna propia, sino que todo era de
todos en común” no advierten que no les debe mover la lisonjera aura de la vanagloria
cuando ejecuten acción semejante por alcanzar la compañía de los ángeles; habiendo los
otros hecho casi otro tanto por conservar la gloria de los romanos? Estas y otras
operaciones semejantes, si alguna de ellas se halla en sus historias, ¿cuándo fueran tan
públicas y notorias, cuándo la fama las celebrara tanto, si el Imperio romano, tan extendido
por todo el mundo, no se hubiere amplificado con magníficos sucesos? Así que, con este
Imperio tan vasto y dilatado, de tanta duración, tan célebre y glorioso por virtudes de tantos
y tan famosos hombres, recompensó Dios, no sólo a la intención de estos insignes romanos
con el premio que pretendían, sino que también nos propuso ejemplos necesarios para
nuestra advertencia y utilidad espiritual, a fin de que, si no poseyésemos las virtudes a que
comoquiera son tan parecidas éstas que los romanos ejercitaron por la gloria de la ciudad
terrena, sino las tuviésemos por la ciudad de Dios, nos avergoncemos y confundamos; y si
las tuviésemos, no nos, ensoberbezcamos. Porque, como dice el Apóstol. “no son dignas las
pasiones de éste tiempo de la gloria que se ha de manifestar en nosotros”; pero para la
gloria humana y la de este siglo, por bastante loable, y digna de imitación se tuvo la
ejemplar vida que éstos hacían.

Y por lo mismo también concedió Dios a los judíos que crucificaron a Jesucristo,
revelándonos en el Nuevo Testamento lo que había estado encubierto en el Viejo, y
manifestándonos que debemos adorar un solo D¡os, no por los beneficios terrenos y
temporales que la Providencia divina, sin diferencia, distribuye entre los buenos y los
malos, sino por la vida eterna, por los dones y premios perpetuos y por la compañía de la
misma ciudad soberana, con muy justa razón, digo, concedió y entregó a los judíos a la
gloria de los gentiles, para que éstos, que buscaron y consiguieron con la sombra de algunas
virtudes de gloria terrena, venciesen a los que con sus grandes vicios quitaron
afrentosamente la vida y despreciaron al dador y dispensador de la verdadera gloria y
ciudad eterna.

CAPITULO XIX

De La diferencia que hay entre el deseo de gloria y el deseo de dominar Pero hay notable
diferencia entre el deseo de la gloria humana y el deseo del dominio y señorío; pues aunque
sea fácil que el que gusta con exceso de la gloria humana apetezca también con gran
vehemencia el dominio, con todo los que codician la verdadera gloria, aunque sea de las
humanas alabanzas, procuran no disgustar a los que hacen recta estimación y discreción de
las cosas; porque hay muchas circunstancias buenas en las costumbres, de las cuales
muchos opinan bien y las estiman, no obstante que algunos no las posean, y procuran por
ellas aspirar a la gloria, al imperio y al dominio, de quien dice Salustio que lo solicitan por
el verdadero camino.

Pero cualquiera que sin deseo de la gloria con que teme el hombre disgustar a los que
hacen justa estimación de las cosas, desea el imperio y dominio, aun públicamente por
manifiestas maldades, por lo general procura alcanzar lo que apetece; y así el que anhela la
adquisición de la gloria, una de dos: o la procura por el verdadero camino, o, a lo menos,
por vía de cautelas y engaños, queriendo parecer bueno no siéndolo. Por eso es gran virtud
del que posee las virtudes menospreciar la gloria, porque el desprecio de ella está presente a
los ojos de Dios, sin cuidar de descubrirse al juicio y aprecio de los hombres. Pues
cualquiera acción que ejecutare a los ojos de los mortales, a fin de dar a entender que
desprecia la gloria si creen que lo hace para mayor alabanza, esto es, para mayor gloria, no
hay cómo pueda mostrar al juicio de los sospechosos que es su intención muy distinta de la
que ellos imaginan.

Mas el que vilipendia los juicios de los que le elogian, menosprecia también la temeridad
de los maliciosos, cuya salvación, si él es verdaderamente bueno, no desprecia; porque es
tan justo el que tiene las virtudes que dimanan del espíritu de Dios, que ama aun a sus
mismos enemigos y de tal modo los estima, que a los maldicientes y que murmuran de él,
corregidos y enmendados los desea tener por com- pañeros, no en la patria terrena, sino en
la del Cielo, y por lo que se refiere a los que le alaban, aunque no, haya asunto de que
ponderen sus virtudes; pero no deja de hacer caudal de que le amen, ni quiere engañar a
éstos. cuando le elogian por no engañarlos cuando le aman. Y por eso procura en cuanto
puede que antes sea glorificado aquel señor de quien tiene el hombre todo lo que en él con
razón puede engrandecer. Mas el que menosprecia la gloria y apetece el mando y señorío,
excede al de las bestias en crueldades y torpezas. Y tales fueron algunos romanos, que
después de haber dado a través con el anhelo de su reputación, no por eso se desprendieron
del deseo insaciable del dominio.

De muchos de éstos nos da noticia exacta la Historia; pero el que primero subió a la
cumbre, y como a la torre de homenaje de este vicio, fue el emperador Nerón, tan disoluto y
afeminado, que pareciera que no se podía temer de él operación propia de hombre, sino tan
cruel que debería decirse con razón no podía haber en él sentimientos mujeriles si no se
supiera. Ni tampoco estos tales llegan a ser príncipes y señores sino por la disposición de la
divina Providencia, cuando a ella le parece que los defectos humanos merecen tales
señores.

Claramente lo dice Dios, hablando en los Proverbios, su infinita sabiduría: “Por mí reinan
los reyes, y los tiranos por mí son señores de la tierra”. Mas por cuanto por los tiranos no se
dejarán de entender los reyes perversos y malos, y no según el antiguo modo de hablar, los
poderosos, como dijo Virgilio: “Gran parte y segura prenda de la paz y amistad que deseo
será para mi el haber tocado la diestra de vuestro tirano”; muy claramente se dice de Dios
en otro lugar: “Que hace reine un príncipe malo por los pecados del pueblo”; por lo cual,
aunque según mi posibilidad he declarado bastantemente la causa por qué Dios verdadero
uno y justo, ayudó a los romanos que fueron buenos, según cierta forma de ciudad terrena,
para que alcanzasen la gloria y extensión de tan grande Imperio; sin embargo, pudo haber
también otra causa más secreta, y debió ser los diversos méritos del género hu- mano, los
cuales conoce Dios mejor que nosotros; y sea lo que fuere, con tal que conste entre todos
los que son verdaderamente piadosos que ninguno, sin la verdadera piedad, esto es, sin el
verdadero culto del verdadero Dios, puede tener verdadera virtud, y que ésta no es
verdadera cuando sirve a la gloria humana; con todo, los ciudadanos que no lo son de la
Ciudad Eterna, que en las divinas letras se llama la Ciudad de Dios, son más importantes y
útiles a la ciudad terrena cuando tienen también esta virtud, que no cuando se hallan sin
ella. Y cuando los que profesan verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia
de gobernar cl pueblo, por la misericordia de Dios alcanzan esta alta potestad, no hay
felicidad mayor para las cosas humanas. Y estos tales, todas cuantas virtudes pueden
adquirir en esta vida no las atribuyen sino a la divina gracia, que fue servida dárselas a los
que las quisieron, creyeron y pidieron, y juntamente con esto saben lo mucho que les falta
para llegar a la perfección de la justicia, cual la hay en la compañía de aquellos santos
ángeles, para la cual se procuran disponer y acomodar. Y por más que se alabe y celebre, la
virtud, que sin la verdadera religión sirve a la gloria de los hombres, en ninguna manera se
debe comparar con los pequeños principios de los santos, cuya esperanza se funda y estriba
en la divina misericordia.

CAPITULO XX

Que tan torpemente sirven las virtudes a la gloria humana como al deleite del cuerpo
Acostumbran los filósofos, que Ponen fin de la bienaventuranza humana en la misma
virtud, para avergonzar a algunos otros de su misma profesión, que, aunque aprueban las
virtudes, con todo, las miden con el fin del deleite corporal, pareciéndoles que éste se debe
desear por sí mismo, y las virtudes por él; suelen, digo, pintar de palabra una tabla, donde
esté sentado el deleite en un trono real como una reina delicada y regalada, a quien estén
sujetas como criadas las virtudes, pendientes o colgadas de su boca, para hacer lo que les
ordenare, mandando a la prudencia que busque con vigilancia arbitrio para que reine el
deleite y se conserve; previniendo a la justicia que acuda con los beneficios que pueda para
granjear las amistades que fueren necesarias para conseguir las comodidades corporales;
que a nadie haga injuria, para que estando en su vigor las leyes, pueda el deleite vivir
seguro; ordenando a la fortaleza que si al cuerpo le sobreviniere algún dolor, por el cual no
le sea forzoso el morir, tenga a su señora, esto es, al deleite, fuertemente impreso en su
imaginación, para que con la memoria de los pasados contentos y gustos alivie el rigor de la
presente aflicción; prescribiendo a la templanza que se sirva moderadamente de los
alimentos y de los objetos que le causaren gusto, de modo que por la demasía no turbe a la
salud algún manjar dañoso, y padezca notable menoscabo el deleite.

El mayor que hay le hacen igualmente consistir los epicúreos en la salud de cuerpo; y así
las virtudes, con toda la autoridad de su gloria, servirán al deleite como a una mujercilla
imperiosa y deshonesta. Dicen que no puede idearse representación más ignominiosa y fea
que esta pintura, ni que más ofenda a los ojos de los buenos, y dicen la verdad. Con todo,
soy de dictamen no llegará la pintura bastantemente al decoro que se le debe, si también
fijamos otro tal, adonde las virtudes sirvan a la gloria humana; porque, aunque esta gloria
no sea una regalada mujer, con todo, es muy arrogante y tiene mucho de vanidad. Y así no
será razón que la sirva lo sólido y macizo que tienen las virtudes, de manera que nada
provea la prudencia, nada distribuya la justicia, nada sufra la fortaleza, nada modere la
templanza, sino con el fin de complacer a los hombres y de que sirva al viento instable de la
vanagloria.

Tampoco se separarán de esta fealdad los que como vilipendiadores de la gloria no hacen
caso de los juicios ajenos, se tienen por sabios y están muy pegados y complacidos de su
ciencia Porque la virtud de éstos, si alguna tienen, en cierto modo se viene a sujetar a la
alabanza humana, puesto que el que está agradado de sí mismo no deja de ser hombre; pero
el que con verdadera religión cree y espera en Dios, a quien ama, más mira y atiende a las
cualidades en que está desagradado de sí, que a aquéllas, si hay algunas en él, que no tanto
le agraden a él cuanto a la misma verdad, y esto con que puede ya agradar, no lo atribuye
sino a la misericordia de Aquel a quien teme desagradar, dándole gracias por los males de
que le ha sanado, y suplicándole por la curación de los otros que tiene todavía por sanar.

CAPITULO XXI

Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana
toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo Siendo cierta, como lo es, esta
doctrina, no atribuyamos la facultad de dar el reino y señorío sino al verdadero Dios, que
concede la eterna felicidad en el reino de los Cielos a sólo los piadosos; y el reino de la
tierra a los píos y a los impíos, como le agrada a aquel a quien si no es, con muy justa razón
nada place. Pues, aunque hemos ya hablado de lo que quiso des- cubrirnos para que lo
supiésemos, con todo, es demasiado empeño para nosotros, y sobrepuja sin comparación
nuestras fuerzas querer juzgar de los secretos humanos y examinar con toda claridad los
méritos de los reinos. Así que aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de favorecer al
linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando quiso y en cuanto quiso,
y el que le dio a los asirios, y también a los persas, de quienes dicen sus historias adoraban
solamente a dos dioses, uno bueno y otro malo; por no hacer referencia ahora del pueblo
hebreo, de quien ya dije lo que juzgué suficiente, y cómo no adoró sino a un solo Dios, y en
qué tiempo reinó.

El que dio a los persas mieses sin el culto de la diosa Segecia, el que les concedió tantos
beneficios y frutos de la tierra sin intervenir el culto prestado a tantos dioses como éstos
multiplican, dando a cada producción el suyo, y aun a cada una muchos, el mismo también
les dio el reino sin la adoración de aquéllos, por cuyo culto creyeron éstos que vinieron a
reinar. Y del mismo modo les dispensó también a los hombres, siendo el que dio el reino a
Mario el mismo que le dio a Cayo César; el que a Augusto, el mismo también a Nerón; el
que a los Vespasianos, padre e hijo, benignos y piadosos emperadores, el mismo le dio
igualmente al cruel Domiciano; y ¿por qué no vamos discurriendo por todos en particular?
El que le dio al católico Constantino, el mismo le dio al, apóstata Juliano, cuyo buen natural
le estragó por el anheló y codicia de reinar una sacrílega y abominable curiosidad.

En estos vanos pronósticos y oráculos esta enfrascado este impío monarca cuando,
asegurado en la certeza de la victoria, mandó poner fuego a los bajeles en que conducía el
bastimento necesario para sus soldados; después, empeñándose con mucho ardimiento en
empresas temerarias e imposibles, y muriendo a manos de sus enemigos en pago de su
veleidad, dejó su ejército en tierra enemiga tan escaso de vituallas y víveres, que no
pudieron salvarse ni escapar de riesgo tan inminente si, contra el buen agüero del dios
Término, de quien tratamos en el libro pasado, no demudaran los términos y mojones del
Imperio romano; porque el dios Término, que no quiso ceder a Júpiter, cedió a la necesidad.
Estos sucesos, ciertamente, sólo el Dios verdadero los rige y gobierna como le agrada. Y
aunque sea con secretas y ocultas causas, ¿hemos, por ventura, de imaginar por eso que son
injustas?

CAPITULO XXII

Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios Y así como está en
su albedrío, justos juicios y misericordia el atribular o consolar a los hombres, así también
está en su mano el tiempo y duración de las guerras, pudiendo disponer libremente que unas
se acaben presto y otras más tarde. Con invencible presteza y brevedad concluyó Pompeyo
la guerra contra los piratas, y Escipión la tercera guerra púnica, y también la que sustentó
contra los fugitivos gladiadores, aunque con pérdida de muchos generales y dos cónsules
romanos, y con el quebranto y destrucción miserable de Italia; no obstante que al tercer
año, después de haber concluido y acabado muchas conquistas, se finalizó. Los Picenos,
Marios y Pelignos, no ya naciones extranjeras, sino italianas, después de haber servido
largo tiempo y con mucha afición bajo el yugo romano, sojuzgando muchas naciones a este
Imperio, hasta destruir a Cartago, procuraron recobrar su primitiva libertad.

Y esta guerra de Italia, en la que muchas veces fueron vencidos los romanos, muriendo dos
cónsules y otros nobles senadores, con todo, no duró mucho, porque se acabó al quinto año;
pero la segunda guerra púnica, durando dieciocho años, con terribles daños y calamidades
de la República, quebrantó y casi consumió las fuerzas de Roma; porque en solas dos
batallas murieron casi 70,000 de los romanos. La primera guerra púnica duró veintitrés
años, y la mitri- dática, cuarenta. Y porque nadie juzgue que los primeros ensayos de los
romanos fueron más felices y poderosos para concluir más presto las guerras en aquellos
tiempos pasados, tan celebrados en todo género de virtud, la guerra samnítica duró casi
cincuenta años, en la que los romanos salieron derrotados, que los obligaron a pasar debajo
del yugo. Mas por cuanto no amaban la gloria por la justicia, sino que parece amaban la
justicia por la gloria, rompieron dolorosamente la paz y concordia que ajustaron con sus
enemigos.
Refiero esta particularidad, porque muchos que no tienen noticia exacta de los sucesos
pasados, y aun algunos que disimulan lo que saben, si advierten que en los tiempos
cristianos dura un poco más tiempo alguna guerra, luego con extraordinaria arrogancia se
conmueven contra nuestra religión, exclamando que si no estuviera ella en el mundo y se
adoraran los dioses con la religión antigua, que ya la virtud y el valor de los romanos, que
con ayuda de Marte y Belona acabó con tanta rapidez tantas guerras, también hubiera
concluido ligeramente con aquélla. Acuérdense, pues, los que lo han leído cuán largas y
prolijas guerras sostuvieron los antiguos romanos, y cuán varios sucesos y lastimosas
pérdidas. según acostumbra a turbarse el mundo, como un mar borrascoso con varias
tempestades, que motivan semejantes trabajos confiesen al fin lo que no quieren, y dejen de
mover sus blasfemas lenguas contra Dios, de perderse a sí mismo y de engañar a los
ignorantes.

CAPITULO XXIII

De la guerra en que Radagaiso, rey de los godos, que adoraba a los demonios, en un día fue
vencido con su poderoso ejército Pero lo que en nuestros tiempos, y hace pocos años, obró
Dios con admiración universal y ostentando su infinita misericordia, no sólo no lo refieren
con acción de gracias, sino que cuanto es en sí procuran sepultarlo en el olvido, si fuese
posible, para que ninguno tenga noticia de ello.

Este prodigio, si nosotros le pasásemos también en silencio, seríamos tan ingratos como
ellos. Estando Radagaiso, señor de los godos, con un grueso y formidable ejército cerca de
Roma, amenazando a las cervices de los romanos su airada segur, fue roto y vencido en un
día con tanta presteza, que sin haber ni un solo muerto, pero ni aun un herido entre los
romanos, murieron más de 100,000 de los godos; y siendo Radagaiso hecho prisionero,
pagó con la vida la pena merecida por su atentado.

Y si aquel que era tan impío entrara en Roma con tan numeroso y feroz ejército, ¿a quién
perdonara? ¿A qué lugares de mártires respetara? ¿En qué persona temiera a Dios, cuya
sangre no derramara, cuya castidad no violara? ¿Y qué de bondades publicaran éstos en
favor de sus dioses? ¿Con cuánta arrogancia nos dieran en rostro que por eso había vencido,
por eso había sido tan poderoso, porque cada día aplacaba y granjeaba la voluntad de los
dioses con sus sacrificios, que no permitía a los romanos ofrecer la religión cristiana: pues
aproximándose ya al lugar donde por permisión divina fue vencido, corriendo entonces su
fama por todas partes, oí decir en Cartago que los paganos creían, esparcían y divulgaban
que él, por tener a sus dioses por amigos y protectores, a quienes era notorio que sacrificaba
diariamente, no podía, de ningún modo ser vencido por los que no hacían semejantes
sacrificios a los dioses romanos ni permitían que nadie los hiciera? Y dejan los miserables
de ser agradecidos a una tan singular misericordia de Dios como ésta; pues habiendo
determinado castigar con la invasión de los bárbaros la mala vida y costumbres de los
hombres dignos de otro mayor castigo, templó su indignación con tanta mansedumbre, que
permitió ante todas cosas que milagrosamente Radagaiso fuese vencido, para que no se
diese la gloria, para derribar los ánimos de los débiles a los demonios, a quienes constaba
que él rendía culto y adoración.
Y, además de esto, siendo después entrada Roma por aquellos bárbaros, hizo que, contra el
uso y costumbre de todas las guerras pasadas, los mismos amparasen, por reverencia a la
religión cristiana, a los que se acogían a los lugares santos, los cuales eran tan contrarios
por respeto del nombre cristiano a los mismos demonios y a los ritos de los impíos
sacrificios en que el otro confiaba, que parecía que sustentaban más cruel y sangrienta la
guerra con ellos que con los hombres; con cuyos prodigiosos triunfos, el verdadero Señor y
Gobernador del mundo, primeramente, castigó a los romanos con misericordia, y después,
venciendo maravillosamente a los que sacrificaban a los demonios, demostró que aquellos
sacrificios no eran necesarios para conseguir el remedio en las presentes calamidades, sólo
con el loable objeto de que los que no fuesen muy obstinados y pertinaces, sino que con
prudencia considerasen el milagro, no abdicasen la verdadera religión por los infortunios y
necesidades presentes; antes la tuviesen más asidua con la fidelísima esperanza de alcanzar
la vida eterna.

CAPITULO XXIV

Cuán verdadera y grande sea la felicidad de los emperadores cristianos Tampoco decimos
que fueron dichosos y felices algunos emperadores cristianos porque reinaron largos años,
porque muriendo con muerte apacible dejaron a sus hijos en el Imperio, porque sujetaron a
los enemigos de la República, o porque pudieron no sólo guardarse de sus ciudadanos
rebeldes, que se habían levantado contra ellos, sino también oprimirlos. Porque estos y
otros semejantes bienes o consuelos de esta trabajosa vida también los merecieron y
recibieron algunos idólatras de los demonios que no pertenecen al reino de Dios, al que
pertenecen éstos. Y esto lo permitió por su misericordia, para que los que creyeren en él no
deseasen ni le pidiesen estas felicidades como sumamente buenas. Sin embargo, los
llamamos felices y dichosos; cuando reinan justamente, cuando entre las lenguas de los que
los engrandecen y entre las sumisiones de los que humildemente los saludan no se
ensoberbecen, sino que se acuerdan y conocen que son hombres; cuando hacen que su
dignidad y potestad sirva a la Divina Majestad para dilatar cuanto pudiesen su culto y
religión; cuando temen, aman y reverencian a Dios; cuando aprecian sobremanera aquel
reino donde no hay temor de tener consorte que se le quite; cuando son tardos y remisos en
vengarse y fáciles en perdonar; cuando esta venganza la hacen forzados de la necesidad del
gobierno y defensa de la República, no por Satisfacer su rencor, y cuando le conceden este
perdón, no porque el delito quede sin castigo, sino por la esperanza que hay de corrección;
cuando lo que a veces, obligados, ordenan ,con aspereza y rigor lo recompensan con la
blandura y suavidad de la misericordia, y con la liberalidad y largueza de las mercedes y
beneficios que hacen; cuando los gustos están en ellos tanto más a raya cuanto pudieran ser
más libres; cuando gustan más de ser señores de sus apetitos que de cualesquiera naciones,
y cuando ejercen todas estas virtudes no por el ansia y deseo de la vanagloria, o por el amor
de la felicidad eterna; cuando, en fin, por sus pecados no dejan de ofrecer sacrificios de
humildad, compasión y oración a su verdadero Dios. Tales emperadores cristianos como
éstos decimos que son felices, ahora en esperanza, y después realmente cuando viniere el
cumplimiento de lo que esperamos.
CAPITULO XXV

De las prosperidades que Dios dio al cristiano emperador Constantino La bondad de Dios, a
fin de que los hombres que tenían creído debían adorarle por la vida eterna no pensasen que
ninguno podía conseguir las dignidades y reinos de la tierra, sino los que adorasen a los
demonios, porque estos espíritus en semejantes asuntos pueden mucho, enriqueció al
emperador Constantino, que no tributaba adoración a los demonios, sino al mismo Dios
verdadero, de tantos bienes terrenos cuantos nadie se atreviera a desear. Concedióle
asimismo que fundase una ciudad, compañera del Imperio romano, como hija de la misma
Roma; pero sin levantar en ella templo ni estatua alguna consagrados a los demonios, reinó
muchos años, poseyó y conservó siendo él solo emperador augusto de todo el orbe romano;
en la administración y dirección de la guerra fue feliz y victorioso; en oprimir los tiranos
tuvo grande prosperidad.

Cargado de años, murió de los achaques de la vejez, dejando a sus hijos por sucesores en el
Imperio. Además, para que ningún emperador apeteciese profesar el cristianismo por el
interés de alcanzar la felicidad de Constantino, debiendo ser cada uno cristiano sólo por
hacerse digno de conseguir la vida eterna, se llevó mucho antes, a Joviano que a Juliano,
permitiendo que Graciano muriese a manos del hierro cruel, aunque con más humanidad
que el gran Pompeyo, que adoraba a los dioses romanos; porque a aquél no le pudo vengar
a Catón, a quien dejó en cierto modo por sucesor en la guerra civil; pero a éste, aunque las
almas piadosas no tengan necesidad de semejantes consuelos, le vengó Teodosio, a quien
había tomado por compañero en el Imperio, no obstante tener un hermano pequeño,
deseando más amistad sincera que mando despótico.

CAPITULO XXVI

De la fe y, religión del emperador Teodosio Y así Teodosio, en vida, no sólo le guardó la fe


que le debía, sino también después de muerto; porque habiendo Máximo, que fue el que le
dio a él la muerte, echado del Imperio a Valentiniano, su hermano, que era aún muy
pequeño, Teodosio, como cristiano, acogió al huérfano y pupilo, asociándole en la parte de
su Imperio; amparó con afecto de padre al que desamparado de todos los auxilios humanos,
sin dificultad alguna, podía quitarle de delante, si reinara en su corazón más la codicia de
extender su Imperio y señorío que el deseo de hacer bien. Y así, acogiéndole y
conservándole la dignidad imperial, le alentó más y consoló con toda clase de delicadezas y
atenciones.

Después, notando que con aquella deliberación se había hecho Máximo muy terrible,
áspero y cruel, en el mayor aprieto y angustias que le causaban sus cuidados, no acudió a
las curiosidades sacrílegas e ilícitas; antes, por el contrario, envió su embajada a un santo
varón que habitaba en el yermo de Egipto, llamado Juan, el cual, por la fama que corría de
él, entendía que era siervo muy estimado de Dios, y que tenía espíritu de profecía, de quien
tuvo aviso cierto de que vencería a su enemigo; luego, habiendo muerto al tirano Máximo,
restituyó al joven Valentiniano, con una reverencia llena de misericordia, en la parte de su
Imperio de que le habían despojado. Y muerto éste dentro de breve tiempo, ya fuese por
asechanzas o por cualquier otro motivo, o bien por casualidad, lleno de confianza por la
respuesta profética que había recibido, venció y oprimió a otro tirano, llamado Eugenio,
que en lugar de Valentiniano había sido elegido ilegítimamente en el Imperio, peleando
contra su formidable ejército más con la oración que con la espada.
A soldados que se hallaban presentes al referir que les sucedió arrancarles de las manos las
armas arrojadizas, corriendo un viento furiosísimo de la parte de Teodosio contra los
enemigos, el cual no sólo les arrebataba violentamente todo lo que arrojaban, sino que los
mismos dardos que les tiraban se volvían contra los que los esgrimían; por los cual,
también el poeta Claudiano, aunque enemigo del nombre de Cristo, con todo, en honra y
alabanza suya, dijo: “¡Oh, sobremanera regalado y querido de Dios, por quien el cielo y los
vientos conjurados al son de las trompetas acuden en su favor!” Habiendo conseguido la
victoria, como lo había creído y dicho, hizo derribar una estatua de Júpiter, que contra él,
no sé con qué ritos, se había consagrado y colocado en los Alpes; y como los rayos que
tenían estas imágenes eran de oro, y diciendo sus adalides entre las burlas que permitía
aquella alegría, que quisieran ser heridos de aquellos rayos, se les concedió la petición con
júbilo y benignidad.

A los hijos de sus enemigos que habían muerto, no ya por orden suya, sino arrebatados del
ímpetu y furia de la guerra, acogiéndose, aun no siendo cristianos, a la Iglesia, con esta
ocasión quiso que fuesen cristianos, y como tales los amó con caridad cristiana, y no sólo
no les quitó la hacienda, sino que los acrecentó y honró con oficios y dignidades. No
permitió después de la victoria que ninguno con este motivo se pudiese vengar de sus
particulares enemistades. En las guerras civiles no se portó como Cinna, Mario, Sila y otros
semejantes, que después de acabadas no quisieron que se terminasen, antes tuvo más pena
de verlas comenzadas que ánimo de que, concluidas, fuesen en daño de ninguno.

Entre todas estas revoluciones, desde su ingreso en el Imperio, no deja de ayudar y


socorrer a las necesidades de la Iglesia promulgando leyes justas y benignas, la cual el
hereje emperador Valente, favoreciendo a los arrianos, había afligido en extremo, y se
preciaba más de ser miembro de esta Iglesia que de reinar en la tierra. Mandó que se
derribasen los ídolos de los gentiles, sabiendo bien que ni aun los bienes de la tierra están
en mano de los demonios, sino en la del verdadero Dios. ¿Y qué acción hubo más
admirable que su religiosa humildad? Fue el caso que se vio obligado por el pueblo, a
instancias de algunos. que andaban a su lado, a. castigar un grave crimen que cometieron
los tesalónicos, a quienes ya por intercesión de algunos obispos había prometido el perdón.
Por esto fue corregido conforme al estilo de la disciplina eclesiástica, y fue tal su
compunción que, rogando a Dios el pueblo por él, más lágrimas derramó viendo postrada
en la tierra la majestad del emperador que temor había manifestado cuando le vio cegado
por la ira.

Estas admirables acciones y otras buenas obras hizo que sería largo referirlas, llevando
siempre consigo el desprendimiento del humo temporal de cualquier gloria y lisonja
humana, de cuyas buenas operaciones el premio es la eterna felicidad, la cual sólo da Dios a
los verdaderamente piadosos Pero todas las demás cualidades, ya, sean las más celebradas
fortunas o los subsidios necesarios de ésta vida, como son el mismo mundo, la luz, el aire,
la tierra, el agua, los frutos, el alma del mismo hombre, el cuerpo, los sentidos, el espíritu y
la vida lo da Dios a los buenos y a los malos, en lo cual se incluye también cualquiera
grandeza o exaltación al trono, lo cual dispensa igualmente este gran Dios según lo piden
los tiempos.

Según esto, advierto que únicamente me resta responder a aquellos que, refutados y
convencidos con manifiestas razones y documentos, con que se demuestra evidentemente
que para la obtención de estas felicidades temporales, que solos los necios desean tener, no
aprovecha el número crecido de los dioses falsos, procuran, no obstante, defender que se
deben adorar esos númenes, no por el provecho y comodidad de la vida presente, sino por
la futura que se espera después de la muerte. Pues a los que por las amistades mundanas
quieren adorar vanidades, y se quejan que no los permiten entregarse a los gustos y
bagatelas de los sentidos, me parece que en estos cinco libros les hemos respondido lo
necesario. De los cuales, habiendo sacado a luz los tres primeros, y empezando a andar ya
en manos de muchos, oí decir que algunos habían tomado la pluma y disponían no sé qué
respuesta contra ellos. Después me informaron asimismo que habían escrito, pero que
aguardaban tiempo para darlo al público a su salvo; a los cuales advierto que no deseen lo
que no les está. bien, porque es muy fácil parecer que ha respondido uno con no haber
querido callar. Y ¿qué cosa hay más locuaz y sobrada de palabras que la vanidad? La cual
no por eso puede lo que la verdad; pues si quisiera, puede también dar muchas más voces
que la verdad; si no, considérenlo todo muy bien, y si acaso, mirándolo sin pasión de las
partes, les pareciere que es de tal calidad que más pueden echarlo a barato que desbaratarlo
con su procaz locuacidad y con su satírica y ridícula liviandad, repórtense y den de mano a
sus vaciedades, y quieran más ser antes corre- gidos por los prudentes que alabados por los
imprudentes.

Porque si aguardan tiempo, no para decir libremente la verdad, sino para tener licencia de
decir mal, Dios los libre de que les suceda lo que dice Tulio de uno, que por la licencia que
tenía de pecar se llamaba feliz. ¡Oh miserable del que tuvo semejante licencia para pecar! Y
así cualquiera que imaginare que es feliz por la licencia que tiene de maldecir, será mucho
más dichoso si de ningún modo usare de tal permiso pudiendo aún ahora, dejando aparte la
vanidad de la arrogancia, como con pretexto de querer saber la verdad, contradecir cuanto
quisiere y cuanto fuere posible oír y saber honesta, grave y libremente lo que hace al caso
de boca de aquellos con quienes, confiriéndolo en sana paz, lo preguntaren.

LIBRO SEXTO TEOLOGÍA MÍTICA Y CIVIL DE VARRÓN PROEMIO

Me parece que he disputado bastante en estos cinco libros pasados contra los que
temerariamente sostienen que por la importancia y comodidad de la vida mortal, y por el
goce de los bienes terrenos, deben adorarse con el rito y adoración que los griegos llaman
latría, y se debe únicamente al solo Dios verdadero, a muchos y falsos dioses, de los cuales
la verdad católica evidencia que son simulacros inútiles, o espíritus inmundos y perniciosos
demonios, o por lo menos criaturas, y no el mismo Criador. Y ¿quién no advierte que para
una necedad y pertinacia tan grandes no bastan estos cinco libros ni otros infinitos por más
que sean muchos en el número? En atención a que se reputa por gloria y honra de la
humana lisonja no rendirse a todos los contrastes de una verdad acrisolada, cuando resulta
en perjuicio sin duda de aquel en quien reina tan monstruoso vicio.
Porque también una enfermedad peligrosa contra toda la industria del ?que la cura es
invencible, no precisamente porque cause daño alguno al médico, sino por el que resulta al
enfermo considerado como incurable. Pero las personas que lo que leen lo examinan con
madurez y circunspección habiéndolo entendido y considerado sin ninguna, o a lo menos
no con demasiada obstinación en el error en que se veían sumergidos, echarán de ver
fácilmente que con estos cinco libros que hemos concluido hemos satisfecho bastantemente
a más de lo que exigía la necesidad de la cuestión, antes que haber quedado cortos, y no
podrán poner en duda que toda esa odiosidad que los necios se esfuerzan en arrojar contra
la religión cristiana, tomando pie de las calamidades de este mundo y de la fragilidad y
vicisitudes de las cosas terrenas, con disimulo, más aún, con la aprobación de los doctos
que obrando contra su conciencia se hacen necios por su loca impiedad, no dudarán, digo,
que es un juicio vacío completamente de todo sentido y razón y llenó de vana temeridad y
odio malvado.

CAPITULO PRIMERO

De los que dicen que adoran a los dioses, no por esta vida presente, sino por la eterna
Ahora, pues, porque según lo pide nuestra promesa habremos también de refutar y
desengañar a los que intentan defender que debe tributarse adoración a los dioses de los
gentiles, que destruyen la religión cristiana, no por los intereses y felicidades de esta vida,
sino por la que después de la muerte se espera, quiero dar principio a mi discurso por el
verdadero oráculo del salmista rey, donde se lee: “Bienaventurado el hombre que pone toda
su confianza en Dios, y el que no se aparta de El, ni fingió las vanidades y los falsos
desvaríos.” Con todo, entre todas las ilusorias doctrinas y falsos despropósitos, los que más
tolerablemente se pueden oír son los de los filósofos a quienes no satisfizo la opinión y
error universal de las gentes, que de- dicaron simulacros a los dioses, suponiendo muchas
falsedades de los que llaman dioses inmortales, las cuales, siendo falsas e impías, las
fingieron o, una vez fingidas, las creyeron, y, creídas, las introdujeron en el culto y
ceremonias de su religión. Con estos tales, que aunque no diciéndolo libremente, pero si al
menos en sus obras, como entre dientes aseguraban que no aprovechan semejantes
desatinos, no del todo fuera de propósito se tratará esta cuestión: si conviene adorar por la
vida que se espera después de la muerte, no a un solo Dios, que hizo todo lo criado
espiritual y corporal, sino a muchos dioses, de quienes algunos de los mismos filósofos,
entre ellos los más acreditados y sabios, sintieron que fueron criados por aquél solo y
colocados en un lugar sublime.

Porque ¿quién sufrirá se diga y defienda que los dioses de que hicimos mención en el libro
IV, a quienes se atribuye a cada uno, respectivamente, su oficio y cargo de negocios de
poco momento, conceden a los mortales la vida eterna? ¿Por ventura aquellos sabios y
científicos varones que se glorían por un beneficio digno del mayor aprecio el haber escrito
y enseñado, para que se supiese, el método y motivo con que se había de suplicar a cada
uno de los dioses, y qué era lo que se les debía pedir, a fin de que, inconsiderada y
neciamente, como suele hacerse por risa y mofa en el teatro, no pidiesen agua a Baco y
vino a las ninfas, aconsejaran a ninguno rogase a los dioses inmortales que cuando hubiese
pedido a las ninfas vino y le respondiesen: “Nosotras sólo tenemos agua, eso pedidlo a
Baco”, dijese entonces prudentemente: “Si no tenéis vino, a lo menos dadme la vida
eterna”? ¿Qué idea puede haber más monstruosa que este disparate? ¿Acaso excitadas a
risa, porque suelen ser fáciles en reír, a no ser que afecten engañar, como que son
demonios, no responderán al que así les rogare: “Hombre de bien, ¿pensáis que tenemos en
nuestra mano la vida, siendo así que habéis oído repetidas veces que ni aun disponemos de
vida?” Así que es Una necedad y desvarío insufrible pedir o esperar la vida eterna de
semejantes dioses, de quienes se dice que cada partecilla de esta trabajosa y breve vida, y si
hay alguna que pertenezca a su fomento, incremento y sustento, la tiene debajo de su
amparo; pero es con tal restricción, que lo que está bajó la tutela y disposición de uno lo
deben pedir a otro, de que resulta se tenga por tan absurda, imposible y temeraria tal
potestad, como lo son los donaires y disparates del bobo de la farsa, y cuando esto lo hacen
actores ingeniosos ante el público, con razón se ríen de ellos en el teatro y cuando lo hacen
los necios ignorándolo, con más justa causa se burlan y mofan de ellos en el mundo.

Con mucho ingenio descubrieron los doctos y dejaron escrito en sus obras a qué dios o
diosa de los que fundaron las ciudades se debería acudir en busca de diversos remedios; es
a saber, qué es lo que se debía pedir a Baco, a las ninfas, a Vulcano, y así a los demás; de lo
que parte referí en el libro IV y parte me pareció conveniente pasarlo en silencio, y si es un
error notable pedir vino a Ceres, pan a Baco, agua a Vulcano y fuego a las ninfas, ¿cuánto
mayor disparate será pedir a alguno de éstos la vida eterna? Por lo mismo, si cuando
preguntábamos acerca del reino de la tierra qué dioses o diosas debía creerse que le podían
dar, habiendo examinado este punto, averiguamos era muy ajeno de la verdad el pensar que
los reinos, a lo menos de la tierra, los daba ninguno de los que componen tanta multitud de
falsos dioses.

Por ventura, ¿no será una disparatada impiedad el creer que la vida eterna, que sin duda
alguna y sin comparación se debe preferir a todos los reinos de la tierra, la pueda dar a
nadie ninguno de ellos? Porque está fuera de toda controversia que semejantes dioses no
podían dar ni aun el reino de la tierra, por sólo el especioso título de ser ellos dioses
grandes y soberanos; siendo estos dones tan viles y despreciables, que no se dignarían
cuidar de ellos, viéndose en tan encumbrada fortuna, a no ser que digamos que por más que
uno, con justa razón vilipendie, consideran- do la fragilidad humana, los caducos títulos del
reino de la tierra, estos dioses fueron de tal calidad. que parecieron indignos de que se les
confiase la distribución y conservación de ellas, no obstante de ser correspondiente a su alta
dignidad encomendárselas y ponerlas bajo su custodia Y, por consiguiente, si conforme a lo
que manifestamos en los dos libros anteriores, ninguno de los que componen la turba de los
dioses, ya sea de los plebeyos o de los patricios, es idóneo para dar los reinos mortales a los
mortales, ¿cuánto menos podrá de mortales hacer inmortales? Y más que si lo tratamos con
los que defienden deben ser adorados los dioses, no por las facilidades de la vida presente,
sino por la futura, acaso nos dirán que de ninguna manera se les debe tributar veneración, a
lo menos por aquellas cosas que se les atribuyen como repartidas entre ellos y propias de la
potestad peculiar de cada uno, porque así lo persuada la luz de la verdad, sino porque así lo
introdujo la opinión común, fundada en la vanidad humana y en el fanatismo, como se
persuaden los que sostienen que su culto es necesario para sufragar a las necesidades de la
vida mortal, contra quienes en los cinco libros precedentes he disputado lo preciso cuanto
me ha sido posible.
Pero siendo, como es, innegable nuestra doctrina; si la edad de los que adoran a la diosa
Juventas fuera más feliz y florida, y la de los que la desprecian se acabara en el verdor de su
juventud, o en ella, como en un cuerpo cargado de años, quedarán yertos y fríos; si la
fortuna Barbada con más gracia y donaire vistiera las quijadas de sus devotos, y a los que
no lo fuesen los viéramos lampiños y mal barbados, dijéramos muy bien que hasta aquí
cada una de estas diosas podía en alguna manera limitarse a sus peculiares oficios, y, por
consiguiente, que no se debía pedir ni a la Juventas la vida eterna, pues no podía dar ni aun
la barba; ni de la fortuna Barbada se debía esperar cosa buena después de esta vida, porque
durante ella no tenía autoridad alguna para conceder siquiera aquella misma edad en que
suele nacer la barba.

Mas ahora, no siendo necesario su culto ni aun para las cosas que ellos entienden que les
están sujetas, ya que muchos que fueron devotos dé la diosa Juventas no florecieron en
aquella edad, y muchos que no lo fueron gozaron del vigor de la juventud; y asimismo
algunos que se encomendaron a la fortuna Barbada, o no tuvieron barbas o las tuvieron muy
escasas; y si hay algunos que por conseguir de ella las barbas la reverencian, los barbados
que la desprecian se mofan y burlan de ellos. ¿Es posible que esté tan obcecado el corazón
humano que viendo está lleno de embelecos y es inútil el culto de los dioses para obtener
estos bienes temporales y momentáneos, sobre los que dicen que cada uno preside
particularmente a su objeto, crea que sea importante para conseguir vida eterna? Esta, ni
aun aquellos, han osado afirmar que la pueden dar; ni aun aquellos, digo, que para que el
vulgo necio los adorase, porque pensaban que eran muchos en demasía, y que ninguno
debía estar ocioso, les repartieron con tanta prolijidad y menudencia todos estos oficios
temporales.

CAPITULO II

Qué es lo que se debe creer que sintió Varrón de los dioses de los gentiles, cuyos linajes y
sacrificios, de que él dio noticia fueron tales, que hubiera usado con ellos de más reverencia
si del todo los hubiera pasado en silencio ¿Quién anduvo buscando todas estas
particularidades con más curiosidad que Marco Varrón? ¿Quién las descubrió más
doctamente? ¿Quién las consideró con más atención? ¿Quién las distinguió con más
exactitud y las escribió con más profusión y diligencia? Este escritor, aunque no es en el
estilo y lenguaje muy suave, con todo, inserta tanta doctrina y tan buenas sen- tencias, que
en todo género de erudición y letras que nosotros llamamos humanas y ellos liberales,
enseña tanto al que busca la ciencia cuanto Cicerón deleita al que se complace en la
hermosura de la frase.

Finalmente, el mismo Tulio habla de éste con tanta aprobación, que dice en los libros
académicos que la disputa la tuvo con Marco Varrón, sujeto, dice, entre todos sin
controversia agudísimo y sin ninguna duda doctísimo; no le llama elocuentísimo o
fecundísimo, porque en realidad de verdad en la retórica y elocuencia con mucho no llega a
igualarse con los muy elocuentes y fecundos, sino entre todos, sin disputa, agu- dísimo. En
aquellos libros, digo, en los académicos, donde pretende probar que todas las cosas son
dudosas, le distinguió con el apreciable título de doctísimo. Verdaderamente que de esta
prenda estaba tan cierto, que quitó la duda que suele poner en todo, como si habiendo de
tratar de este célebre escritor, conforme a la costumbre que tienen los académicos de dudar
de todo, se hubiera olvidado de que era académico.

Y en el libro I, celebrando las obras que escribió el mismo Varrón: “Andando, dice,
nosotros peregrinando y errantes por nuestra ciudad como si fuéramos forasteros, tus libros
puedo asegurar nos encaminaron y tornaron a casa, para que, al fin, pudiéramos advertir
quiénes éramos y adónde estábamos; tú nos declaraste la edad de nuestra patria, tú las
descripciones de los tiempos, tú la razón de la religión, el oficio de los sacerdotes, la
disciplina doméstica y pública de los sitios, regiones, pueblos y de todas las cosas divinas y
humanas nos declaraste los nombres, géneros, oficios y causas”. Este Varrón, pues, es de
tan excelente e insigne doctrina, que brevemente recopila su elogio Terenciano, en este
elegante y conciso verso “Varrón por todas partes doctísimo.” Leyó tanto, que causa
admiración tuviese tiempo para escribir sobre ninguna materia; y, sin embargo, escribió
tantos volúmenes cuantos apenas es fácil persuadirse que ninguno pudo jamás leer.

Este Varrón, digo, tan perspicaz e instruido, si escribiera contra las cosas divinas, de que
escribió también y dijera que no eran cosas religiosas, sino supersticiosas, no sé si
escribiera en ellas cosas tan dignas de risa, tan impertinentes y tan abominables. Con todo,
adoró a estos mismos dioses y fue de dictamen que se debían reverenciar, tanto, que en los
mismos libros dice teme no se pierdan, no por violencia causada por los enemigos, sino por
negligencia de los ciudadanos. De esta inminente ruina dice que los libra depositándolos y
guardándolos en la memoria de los buenos, por medio de aquellos sus libros, con una
diligencia harto más provechosa que la que es fama usó Metelo cuando libró su estatua de
Vesta, y Eneas sus Penates del voraz incendio de Troya. Y con todo, deja allí escritas a la
posteridad sentencias dignas que los sabios y los ignorantes las desechen y algunas
sumamente contrarias a las verdades de la religión. En virtud de este proceder, ¿qué
debemos pensar sino que este hombre, siendo muy ingenioso y docto, aunque no libre por
la gracia del Espíritu Santo, se halló oprimido de la detestable costumbre y leyes de su
patria, y, con todo, no quiso pasar en silencio las causas que le movían, so color de
encomendar la religión?

CAPITULO III

La división que hace Varrón de los libros que compuso acerca de las antigüedades de las
cosas humanas y divinas Habiendo escrito cuarenta y un libros sobre las antigüedades, los
dividió según materias divinas y humanas. En estas últimas consume veinticinco, en las
divinas dieciséis, siguiendo en la división de materias esta distribución; de forma que
reparte en cuatro partes veinticuatro libros concernientes a las cosas humanas, designando
seis a cada parte. Allí trata por extenso quiénes, dónde, cuándo y qué llevan a cabo. Así que
en los seis primeros habla de los hombres, en los seis segundos de los lugares, en los seis
terceros de los tiempos, y en los seis últimos de las cosas; y así cuatro veces seis hacen
veinticuatro.

Pero, además, colocó uno por sí solo, al principio, que en común habla de todos los asuntos
propuestos. El que trata asimismo de las cosas divinas guardó el mismo método en la
división, por lo respectivo a los ritos y víctimas que se deben ofrecer a los dioses, ya que
los hombres, en determinados lugares y tiempos les ofrecen el culto divino. Las cuatro
materias que, he dicho las comprendió en cada tres libros: en los tres primeros trata de los
hombres; en los tres siguientes, de los lugares; en el tercer grupo, de los tiempos; en los tres
últimos, del culto divino; designando en ese lugar, por medio de una sencilla distinción,
quiénes, dónde, cuándo y qué ofrecen. Mas porque convenía decir -que era lo que
principalmente se esperaba de él- quiénes eran aquellos a quienes se ofrece, trató también
de los mismos dioses en los tres postreros, para que cinco veces tres fuesen quince, y son
entre todos, como he dicho, dieciséis; porque al principio puso uno de por sí, que primero
habla en común de todos.

Y acabado éste, luego, conforme a la división hecha en las cinco partes, los primeros que
pertenecen a los hombres los reparte de este modo: en el primero trata de los pontífices; en
el segundo, de los augures o adivinos; en el tercero, de los quince varones que atendían a
las funciones sagradas. Los tres segundos, que miran a los lugares, de esta manera: en el
primero trata de los oratorios; en el segundo, de los templos sagrados; en el tercero, de los
lugares religiosos; y los tres que siguen luego, que conciernen a los tiempos, esto es, a los
días festivos, que en el primero habla de las ferias, en el segundo de los juegos circenses, en
el tercero de los escénicos. Los del cuarto ternario, que pertenecen a las cosas sagradas; los
divide así: en el primero diserta sobre las consagraciones; en el segundo, de la reverencia y
culto particular, y en el tercero, del público. A éste, como aparato de los asuntos que ha de
exponer en los tres que restan, siguen, en último lugar, los mismos dioses, en cuyo honor ha
empleado todas sus tareas literarias, por este orden: en el primero trata de los dioses ciertos;
en el segundo, de los inciertos; en el tercero y último, de los dioses escogidos.

CAPITULO IV

Que, conforme a la disputa de Varrón, entre los que adoran a los dioses, las cosas humanas
son más antiguas que las divinas De lo que hemos ya insinuado y dios adelante puede
fácilmente advertir el que obstinadamente no fuere enemigo de sí propio, que en toda esta
traza, en esta hermosa y sutil distribución y distinción, en vano se busca y espera la vida
eterna, que imprudentemente la quieren y desean. Porque toda esta doctrina, o es invención
de los hombres o de los demonios, y no de los demonios que ellos llaman buenos, sino, por
hablar más claro, de los espíritus inmundos o, más ciertamente, malignos, los cuales con
admirable odio y envidia ocultamente plantan en los juicios de los impíos unas opiniones
erróneas y perniciosas con que el alma más y más se vaya desvaneciendo y no pueda
acomodarse ni adaptarse con la inmutable y eterna verdad; y en oca- siones, evidentemente,
las infunden en los sentidos y las confirman con los embelecos y engaños que les es posible
imaginar.

Este mismo Varrón confiesa que por eso no escribió en primer lugar de las cosas humanas
y después de las divinas, porque antes hubo ciudades, y después éstas ordenaron e
instituyeron las ceremonias de la religión. Pero, al mismo tiempo, es indudable que a la
verdadera religión no la fundó ninguna ciudad de la tierra, antes sí, ella es la que establece
una ciudad verdaderamente celestial. Y ésta nos la inspira y enseña el verdadero Dios, que
da la vida eterna a los que de corazón le sirven. La razón en que se funda Varrón cuando
confiesa que por eso escribió primeramente de las cosas humanas y después de las divinas,
porque éstas, fueron instituidas y ordenadas por los hombres, es ésta: “Así como es primero
el pintor que la tabla pintada, primero el arquitecto que el edificio, así son primero las
ciudades que las instituciones que ordenaron estas mismas.” Aunque dice que escribiera
antes de los dioses y después de los hombres, si escribiera sobre toda la naturaleza de los
dioses, como si escribiera aquí de alguna y no de toda, o como si alguna naturaleza de los
dioses, aunque no sea toda, no debe ser primero que la de los hombres. Cuanto más que en
los tres últimos libros, tratando cuidadosamente de los dioses ciertos, de los inciertos y de
los escogidos, parece que no omite ninguna naturaleza de los dioses. ¿Qué significa, pues,
lo que dice? “¿Si escribiéramos de toda la naturaleza de los dioses y de los hombres,
primero concluyéramos con la divina que tocáramos a la humana?” Porque, o escribe de
toda la naturaleza de los dioses, o de alguna o de ninguna; si de toda, debe ser preferida, sin
duda, a las cosas humanas; si de alguna, ¿por qué también ésta no ha de preceder a las cosas
humanas? ¿Acaso no merece alguna parte de los dioses ser antepuesta aun a toda la
naturaleza de los hombres? Y si es demasiado que alguna parte divina logre preferencia
generalmente sobre todas las cosas humanas, por lo menos será razón que se anteponga
siquiera a las romanas, puesto que escribió los libros relativos a las cosas humanas, no
precisamente por lo que respecta a todo el orbe de la tierra, sino en cuanto conciernen a sola
Roma.

A los cuales, sin embargo, en los libros de las cosas divinas, dijo que, según el orden
analítico que habla observado en escribir, con razón los, había antepuesto, así como debe
ser preferido el pintor a la tabla pintada, el arquitecto al edificio, confesando con toda
claridad que estas cosas divinas, igualmente que la pintura y el edificio, son instituciones
que deben su erección a los hombres. Resta, por último, sepamos que no escribió sobre
naturaleza alguna de los dioses, lo cual no lo quiso hacer claramente y al descubierto; antes
lo dejó a la consideración de los que lo entienden, Pues cuando se dice “no toda”,
comúnmente se entiende “,alguna”; pero puede entenderse asimismo “ninguna”, porque la
que es ninguna, ni es todo ni es alguna; en atención a que, como él dice: “Sí escribiera de
toda la naturaleza de los dioses, en el orden de la escritura debiera preferiría a las cosas
humanas”; y conforme lo dice a voces, la verdad, aunque él lo calla, debiera anteponerla
por lo menos, a las glorias romanas, cuando no fuera toda, a lo menos alguna; es así que
con razón se pospone, luego no quiere hacer alusión a los dioses, donde se infiere que no
quiso preferir las cosas humanas a las divinas; antes, por el contrario, a las verdaderas no
quiso anteponer las falsas; pues en cuanto escribió acerca de las cosas humanas siguió la
historia según el orden de los sucesos y acaecimientos; mas en lo que llama cosas divinas,
¿qué autoridad siguió sino meras conjeturas y sueños fantásticos? Esto es, en efecto, lo que
quiso con tanta sutileza dar a entender, no sólo escribiendo últimamente de éstas y no de
aquéllas sino también dando la razón por qué lo hizo así. La cual, si omitiera, acaso esto
mismo que hizo lo defendieran otros de diversa manera; pero en la misma causa que dio no
dejó lugar a los otros para sospechar lo que quisiesen a su albedrío.

Con pruebas bien concluyentes y con razones harto claras dio a entender que prefirió los
hombres a las instituciones humanas, y no la naturaleza humana a la naturaleza de los
dioses. Y por esto confieso ingenuamente que Varrón escribió los libros pertenecientes a las
cosas divinas, no según el idioma de la verdad que concierne a la naturaleza, sino según la
falsedad que toca al error. Lo cual reprodujo más extensamente en otro lugar, como lo
insinúe en el Libro IV, diciendo que él seguirá gustosamente el estilo y traza de la
naturaleza si él fundara una nueva ciudad; pero, como había hallado una ya fundada, no
pudo sino acomodarse y seguir las prácticas de ella.

CAPITULO V

De los tres géneros de Teología, según Varrón fabulosa, natural y civil ¿Y de qué aprecio es
la proposición por la que sostiene que hay tres géneros de Teología, esto es, ciencia de los
dioses, de los cuales el uno se llama mítico, el otro físico y el tercero civil? Al primer
género le denominaremos con propiedad fabuloso, que es lo mismo que m¡thicon, pues
mithos, en griego, quiere decir fábula: que al segundo llamemos natural, ya la costumbre de
hablar así lo exige; al tercero, que se llama civil, él mismo le nombró en lengua latina.
Después dice llaman mítico aquel del que usan los poetas, físico del que los filósofos, civil
del que usa el pueblo. “En el primero, dice, se hallan infinitas ficciones indignas de la
naturaleza de los inmortales; por cuanto en él se advierte cómo un dios nació de la cabeza,
otro procedió de un muslo, otro de unas gotas de sangre.

En él se lee cómo los dioses fueron ladrones, adúlteros y cómo sirvieron a los hombres;
finalmente, en él atribuyen a los dioses todas las criminalidades que no sólo puede cometer
un hombre, sino también aquellas que apenas se pueden acumular al más vil y despreciable.
Aquí, a lo menos, donde pudo, donde se atrevió y donde le pareció que pudo hacerlo sin
costarle molestia alguna, declaró con razones patéticas y demostrativas y sin obscuridad o
ambigüedad, cuán grande agravio e injuria se hacía a la naturaleza de los dioses fingiendo
de ellos mentirosas fábulas; explicóse en términos tan insinuantes y propios, porque
hablaba no de la Teología natural, no de la civil, sino de la fabulosa, a la cual le pareció
debía culpar y reprender libremente. Veamos lo que dice de lo segundo: “El segundo
género es, dice, el que he enseñado, del cual nos dejaron escritos los filósofos muchos
libros, donde se expone qué sean los dioses, de qué género y calidad, desde qué tiempo
proceden, si son ab aeterno, si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de números;
como Pitágoras; si de átomos, como Epicuro, y otros desvaríos seme- jantes más
acomodados para oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y
conversación social.” No culpó o reprendió proposición alguna relativa al género que llama
físico y pertenece a los filósofos; sólo refirió las controversias que existen entre ellos, de las
que han nacido tanta multitud de sectas, como se advierte, todas tan discordantes entre sí.
Con todo, separó de este género, sacándole del trato común, esto es, de las investigaciones
del vulgo y encerrándole dentro de las escuelas y sus paredes.

Mas al otro, esto es, al primero, mentiroso y obsceno, no le apartó ni exterminó de las
ciudades. ¡Oh, verdaderamente religiosos oídos los del vulgo, y sobre todo los de un
romano! Lo que los filósofos disputan acerca de los dioses inmortales no lo pueden oír y lo
que cantan los poetas y representan los farsantes, porque todo es indigno de la naturaleza de
los inmortales, y porque son crímenes que pueden recaer no sólo en cualquier hombre, sino
en el más bajo, humilde y despreciable; no sólo lo toleran, sino que oyen con gusto; y no
contentos con esto, resuelven autorizadamente que esto es lo que agrada a los mismos
dioses, y que por medio de semejantes representaciones teatrales debe aplacarse su ira. Diré
alguno: estos dos géneros, mítico y físico, esto es, el fabuloso y el natural, debemos
distinguirlos del civil, de que ahora tratamos, así como él los distinguió, y veamos ya cómo
declara el civil. Bien considero las razones que militan para que se deba distinguir del
fabuloso, supuesto que es falso, torpe e indigno; mas el querer distinguir el natural del civil,
¿qué otra cosa es, sino confesar que el mismo civil es asimismo mentiroso? Porque si aquél
es natural, ¿qué tiene de reprensible para que se deba excluir? Y si éste que se llama civil
no es natural, ¿qué mérito tiene para que se deba admitir? Esta es, en efecto, la causa
porque primero escribió de las cosas humanas y últimamente de las divinas; pues en éstas
no siguió la naturaleza de los dioses, sino las intrucciones de los hombres.

Examinemos, pues, al mismo tiempo la Teología civil: “El tercer género es, dice, el que en
las ciudades los ciudadanos, con especialidad los sacerdotes, deben saber y administrar, en
el cual se incluye qué dioses deben adorarse y reverenciar públicamente, qué ritos y
sacrificios es razón que cada uno les ofrezca.” Veamos ahora también lo que se sigue: “La
primera Teología, dice, principalmente es acomodada para el teatro; la segunda, para el
mundo; la tercera, para la ciudad.” ¿Quién no echa de ver a cuál dio la primacía? Sin duda
que a la segunda, de la que dijo arriba cómo era peculiar a los filósofos, porque ésta, añade,
que pertenece al mundo, es la que éstos reputan por la más excelente de todas. Pero las
otras dos Teologías, la primera y la tercera, es a saber, la del teatro y la de la ciudad, ¿las
distinguió o las separó? Porque advertimos que no porque una cosa sea propia de la ciudad
puede consiguientemente pertenecer al mundo, aunque vemos que las ciudades están en el
mundo; pues es posible acontezca que la ciudad instruida y fundada en opiniones falsas
adore y crea tales cosas, cuya naturaleza no se halla en parte alguna del mundo o fuera de
su ámbito. Y el teatro, ¿dónde está sino en la ciudad? ¿Y quién instituyó el teatro sino la
ciudad? ¿Y por qué le instituyó sino por afición a los juegos escénicos? ¿Y dónde se hallan
colocados los juegos escénicos sino entre las cosas divinas, de las cuales se escriben estos
libros con tanto ingenio y agudeza?

CAPITULO VI

De ¡a Teología mítica, esto es, fabulosa, y de la civil, contra Varrón ¡Oh Marco Varrón!
Eres ciertamente el más ingenioso entre todos los hombres, y, sin duda, el más sabio; pero
hombre, en fin, y no Dios; y, por lo mismo, aunque no ha sido elevado a la cumbre de la
verdad y de la libertad por el espíritu de Dios para ver y publicar las maravillas divinas,
bien echas de ver cuánta diferencia se debe hacer entre las cosas divinas y entre las
fruslerías y mentiras humanas; pero temes ofender las erróneas opiniones y las pervertidas
costumbres del pueblo, que las ha recibido entre las supersticiones públicas; asimismo,
notas que estas ficciones repugnan a la naturaleza de los dioses, aun de aquellos que la
flaqueza del espíritu humano imagina destruidos en los elementos de este mundo; tú lo
echas de ver cuando por todas partes las consideras, y todo cuanto tenéis escrito en vuestros
libros lo dice a voces: ¿qué hace aquí, aunque sea excelentísimo, el humano ingenio? ¿De
qué te sirve en tal conflicto la sabiduría humana, aunque tan vasta y tan inmensa? ¿Deseas
adorar los dioses naturales y eres forzado a venerar los civiles? Hallaste que los unos eran
fabulosos, contra quienes pudiste libremente decir tu sentir, y, sin embargo, aun contra tu
misma voluntad, viniste a salpicar en los civiles. ¿Por qué confiesas que los fabulosos son
acomodados para el teatro, los naturales para el mundo, los civiles para la ciudad, siendo,
como es, el mundo obra de todo un Dios, y las ciudades y los teatros invenciones humanas,
y no siendo los dioses, de quienes se burlan y ríen en los teatros, otros que los que se
adoran en los templos, y no dedicando los juegos a otros que a los que ofrecéis las víctimas
y sacrificios? Con cuánta más libertad y con cuánta más sutileza hicieras esta división,
diciendo que unos eran dioses naturales y otros instituidos por los hombres. Pero que de los
establecidos por los hombres, una cosa enseña la doctrina de los poetas, otra la de los
sacerdotes, aunque una y otra profesan entre sí una amistad mutua, por lo que ambas tienen
de falsas; y de una y otra gustan los demonios, a quienes ofende la doctrina de la verdad.

Dejando a un lado por un breve rato la Teología que llaman natural, de la cual hablaremos
después, ¿os parece, acaso, que debemos perder o esperar la vida eterna de los dioses
poéticos, teátricos, juglares y escénicos? Ni por pensamiento; antes nos libre Dios de
cometer tan execrable y sacrílego desatino. ¿Acaso interpondremos nuestros ruegos para
suplicar nos concedan la vida eterna unos dioses que gustan oír unos desvaríos, y se aplacan
cuando se refieren y frecuentan en semejantes lugares sus culpas? Ninguno, a lo que pienso,
ha llegado con su desvarío a un tan grande despeñadero de tan loca impiedad.

De donde se infiere que nadie alcanza la vida eterna con la Teología fabulosa, ni con la
civil; porque una va, sembrando doctrinas detestables, fingiendo de los dioses acciones
torpes, y la otra, con el aplauso que las presta, las va segando y cogiendo; la una esparce
mentiras, la otra las coge; la una recrimina a las deidades con supuestas culpas, la otra
recibe y abraza entre las cosas divinas los juegos donde se celebran tales crímenes; la una,
adornada con la poesía humana, pregona abominables ficciones de los dioses; la otra
consagra esta misma poesía a las solemnidades de los mismos dioses; la una canta las
impurezas y bellaquerías de los dioses, la otra las estima sobremanera; la una las publica y
finge, y la otra o las confirma por verdaderas o se deleita aun con las falsas; ambas son
seguramente torpes, ambas odiosas; pero la una -que es la teátrica-, profesa públicamente la
torpeza, y la otra -que es la civil-, se adorna con la obscenidad de aquella. ¿Es posible que
hemos, de esperar alcanzar la vida eterna con lo que ésta, caduca y temporal, se profana? Y
si adultera la vida el comercio y trato con los hombres facinerosos cuando se entrometen a
hacer consentir nuestros afectos y voluntades en sus maldades, ¿cómo no ha de profanarla y
pervertir la sociedad con los demonios, que se adoran y veneran con sus culpas? Si éstas
son verdaderas, ¿qué malos los que son adorados?; si falsas, ¿cuán mal son adorados?
Cuando esto decimos, quizá parecerá al que fuere demasiado ignorante en esta materia que
sólo las impurezas que se celebran de semejantes dioses son indignas de la, Majestad
Divina; ridículas y abominables las que cantan los poetas y se representan en los juegos
escénicos; pero los sacramentos que celebran, no los histriones, sino los sacerdotes, son
limpios, puros y ajenos de toda esta impiedad e indecencia.

Si esto fuese así, jamás nadie fuera de parecer que se celebrasen en honra y reverencia de
los dioses las torpezas que pasan en el teatro, nunca ordenaran los mismos dioses que
públicamente se representaran; mas no se ruborizan de hacer semejantes abominaciones en
obsequio de los dioses, en los teatros, porque lo mismo se practica en los templos;
finalmente, el mismo autor referido, procurando distinguir la Teología civil de la fabulosa,
y formar una tercera Teología en su género, más quiso que la entendiésemos compuesta de
la una y de la otra que distinta y separada de ambas. Y así dice que lo que escriben los
poetas es menos de lo que debe seguir el pueblo, y lo que los filósofos es más de lo que
conviene escu- driñar al vulgo.

Asegurando asimismo que, “no obstante de estar tan encontradas entre sí una y otra
doctrinas, sin embargo, están recibidas no pocas opiniones de tantos géneros en el gobierno
de los pueblos; con lo cual, lo que fuere común con los poetas, lo escribiremos juntamente
con lo civil, aunque entre éstos debemos más arrimarnos y comunicar con los filósofos que
con los poetas” Luego no del todo habla con los poetas, aunque en otro lugar dice que, por,
lo respectivo a las generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la autoridad de los
poetas que a la de los físicos, por cuanto aquí designa lo que debía hacer, y allí lo que se
hacía. Los físicos, añade, escribieron para la utilidad común, y los poetas para deleitar. Y
así, según este sentir, lo que han escrito estos poetas y lo que no debe seguir el pueblo son
las culpas de los dioses, los cuales con todo deleitan, igualmente así al pueblo como a los
dioses. Porque a fin de deleitar, escriben, como dicen los poetas, y no para aprovechar; y
con todo, escriben lo que los dioses pueden apetecer y el pueblo se lo pueda representar.

CAPITULO VII

De la semejanza y conveniencia que hay entre la Teología civil y fabulosa Así que la
Teología civil se reduce a la Teología fabulosa, teatral, escénica, llena de preceptos
indignos y torpes, y toda esta que justamente parece se debe reprender o condenar es parte
de la otra, que, según su dictamen, se, debe reverenciar y adorar, y parte no por cierto
despreciable (como lo pienso demostrar); la cual no sólo no es distinta ni ajena en todas sus
partes de todo lo que es cuerpo, sino que del todo es muy conforme con ella, y
convenientemente, como miembro de un mismo cuerpo, se la han acomodado. y juntado
con ella. Y si no, digan, ¿qué nos manifiestan aquellas estatuas, las formas, las edades, los
sexos y hábitos de los dioses? ¿Por ventura consideran los poetas a Júpiter barbado y a
Mercurio desbarbado, y los pontífices no? Pregunto: ¿fueron los cómicos solos los que
atribuyeron enormes crímenes a Priapo, y no los sacerdotes? ¿O le presentan en los lugares
sagrados a la pública adoración bajo otro aspecto, o con distintos adornos cuando le sacan
para que se rían de él en los teatros? ¿Acaso los come- diantes representan a Saturno viejo y
a Apolo joven, o de una manera diferente como están sus estatuas en los templos? ¿Por qué,
preguntó, Fórculo, que preside las puertas y Lementino el umbral, son dioses varones, y
Cardea, que custodia los quicios, es hembra? ¿Acaso no se hallan estas simplezas en los
libros relativos, a las cosas divinas, las cuales, poetas graves las tuvieron por indignas de
incluirlas en sus obras?

¿Por qué causa Diana, la del teatro, trae armas, y la de la ciudad no es más que una simple
doncella? ¿Por qué motivo Apolo, el de la escena es citarista, y el de Delfos no ejercita tal
arte? Pero todos estos despropósitos son tolerables respecto de otros más torpes. ¿Qué
sintieron del mismo Júpiter los que colocaron al ama que le crió en el Capitolio? ¿Por
ventura por este hecho no confirmaron la opinión del Evemero, quien, no con fabulosa
locuacidad, sino con exactitud histórica, escribió que todos estos dioses fueron hombres, y
hombres mortales? Igualmente, los que fingieron a los dioses Epulones parásitos
convidados a la mesa de Júpiter, ¿qué otra cosa quisieron que fuesen sino unas ceremonias
de pura farsa? Porque si en el teatro dijera el bobo o el gracioso que en el convite de Júpiter
hubo también sus parásitos, sin duda que parecería que había intentado con este donaire
hacer reír a la gente; pero lo dijo Varrón, y no en ocasión que escarnecía a los dioses, sino
cuando los recomendaba y celebraba. Testigos fidedignos de que lo escribió así con los
libros, no los pertenecientes a las cosas humanas, sino los que tratan de las divinas, y no en
parte donde explicaba los juegos escénicos, sino donde enseñaba al mundo los ritos del
Capitolio; finalmente, de estas ficciones se deja vilmente vencer, confesando que así como
supieron de los dioses que tuvieron forma humana, así también creyeron que gustaban de
los humanos deleites.

CAPITULO VIII

De las interpretaciones de las razones naturales que procuran aducir los doctores paganos
en favor de sus dioses Sin embargo, dicen que todo esto tiene ciertas interpretaciones
fisiológicas, esto es, razones naturales, como si nosotros en la presente controversia
buscásemos la Fisiología y no la Teología; es decir, no la razón de la naturaleza, sino la de
Dios, porque, aunque el verdadero Dios es Dios, no por opinión, sino por naturaleza, con
todo, no toda naturaleza es Dios, pues, en efecto, la del hombre, la de la bestia, la del árbol,
la de la piedra, es naturaleza, y nada de esto es Dios; y si, cuando tratamos de los misterios
de la madre de los dioses, lo principal de esta interpretación consiste en que la madre de los
dioses es la tierra, ¿para qué pasamos adelante en la imaginación? ¿Para qué escudriñamos
lo demás? ¿Qué argumento hay que concluya con más evidencia en favor de los que
sostienen que todos estos dioses fueron 'hombres? Y en esta conformidad son terrígenas e
hijos de la tierra, así como la tierra es su madre; pero en la verdadera Teología, la tierra es
obra de Dios y no madre; con todo, como quiera que interpreten sus misterios y los refieran
a la naturaleza de las cosas, el ser hombres afeminados no es según el orden de lo natural,
sino contra toda la naturaleza.

Esta dolencia, este crimen, esta ignominia es la que se practica entre aquellas ceremonias,
lo que en las corrompidas costumbres de los hombres apenas se confiesa en los tormentos;
y si estas ceremonias, que, según se demuestra, son más abominables que las torpezas
escénicas, se excusan y purgan porque tienen sus interpretaciones, con las que se manifiesta
que significan la naturaleza de las cosas, ¿por qué no se excusará y purificará asimismo lo
que dicen los poetas? Pues que ellos han interpretado muchas cosas de la misma manera, y
esto de forma que lo más horrible y abominable que cuentan como de que Saturno se comió
a sus hijos, lo exponen así algunos; que todo cuanto el dilatado transcurso del tiempo,
significado por el nombre de Saturno, engendra, él mismo lo consume. O, como piensa el
mismo Varrón, porque Saturno pertenece a las semillas, las cuales vuelven a caer en la
misma tierra de donde traen su origen, y otros de otra manera, y así lo demás concerniente
al asunto Y con todo ello, se llama Teología fabulosa, la cual, con todas estas sus
interpretaciones, reprenden, desechan y condenan; y porque ha fingido acciones impropias
del carácter de los dioses, no sólo con razón la diferencia de la natural, que es propia de las
filósofos, sino también de la civil, de que, tratamos, de la que dicen que pertenece a las
ciudades y al pueblo, lo cual ha sido con este fin, porque como los hombres ingeniosos y
doctos que escriben de estas materias observaron que ambas Teologías eran dignas de
condenación, así la fabulosa como la civil, y se atrevieron a condenar aquélla y no ésta,
propusieron aquélla para condenarla, y a ésta, que era su semejante, la pusieron en público
para que se comparase con la otra no para que la escogiesen, sino para que se entendiese
que era digna de desechar juntamente con la otra, y de esta manera, sin riesgo alguno de los
que temían reprender la Teología civil, dando de mano a la una y a la otra, que llaman
natural, hállase lugar en los corazones de los que mejor sienten.

Porque la civil y la fabulosa, ambas son fabulosas y ambas civiles, ambas las hallará
fabulosas el que prudentemente considerare las vanidades y las torpezas de ambas, y ambas
civiles, el que advierte incluidos los juegos escénicos, que pertenecen a la fabulosa, entre
las fiestas de los dioses civiles y entre las cosas divinas de las ciudades Esto supuesto,
¿cómo se puede atribuir el poder de dar la vida eterna a ninguno de estos dioses, a quienes
sus propias estatuas, sus ritos y religión convencen que son semejantes a los dioses
fabulosos que claramente reprueban, y muy parecidos a ellos en las formas, edades, sexo,
hábito, matrimonios, generaciones, ritos? En todo lo cual se conoce que, o fueron hombres,
y que conforme a la vida y muerte de cada uno les ordenaron sus peculiares ritos y
solemnidades, insinuándoles y aun asegurándoles este error y ceguera los demonios, o que
realmente fueron unos espíritus inmundos, que se entrometieron en su voluntad,
favorecidos de cualquier ocasión ventajosa para engañar los juicios humanos.

CAPITULO IX

De los oficios que cada uno de los dioses tiene ¿Y qué diremos de los oficios peculiares de
los dioses, repartidos tan vilmente y tan por menudo, por los cuales, dicen, es menester
suplicarles conforme al destino y oficio que cada uno tiene? Sobre cuyo punto hemos ya
dicho bastante, aunque no todo lo que había que decir; pues, ¿por ventura no se conforma
más esta doctrina con los chistes y donaires de la farsa que con la autoridad y dignidad de
los dioses? Si proveyese uno de dos amas a un hijo suyo para que la una no le diese más
que la comida, y la otra la bebida, así como los romanos designaron para este encargo dos
diosas: Educa y Potina, sin duda parecería que perdía el juicio, y que hacía en su casa una
acción semejante a las que practica el cómico en el teatro con una desvergüenza
extraordinaria. El mismo Varrón confiesa que semejantes obscenidades era imposible las
hiciesen aquellas mujeres ministras de Baco, sino enajenadas de juicio, aunque después
estas abominables fiestas llegaron a ofender tanto los ojos del Senado, más cuerdo y
modesto, que las extinguió y abolió por un solemne decreto; y a lo menos, al fin quizá,
echaron de ver lo que influyen los espíritus inmundos sobre los corazones humanos cuando
los tienen por dioses.

Estas impurezas, a buen seguro que no se ejecutaran en los teatros, porque allí se burlan,
juegan y no andan furiosos; no obstante, el adorar dioses que gusten también de semejantes
fiestas es una especie de furor. ¿Y de qué valor es aquella proposición, donde haciendo
distinción del religioso y supersticioso, dice que el supersticioso teme a los dioses, y que el
religioso sólo los respeta como a padres, y no los teme como a enemigos; añadiendo que
todos son tan buenos, que les es más fácil el perdonar; a los culpados que el ofender al
inocente? Con todo, refiere que a la mujer, después del parto, la ponen tres dioses de
centinela, para que de noche no entre el dios Silvano y la cause alguna molestia; que para
significar estos guardas, tres hombres, por la noche, visitan y rondan los umbrales de la
casa, y que primeramente hieren el umbral con un hacha, después le golpean con mazo y
mano de mortero, y, por último, le barren con unas escobas, a fin de que con estos símbolos
de la labranza y cultivo se prohiba la entrada al dios Silvano, ya que no se cortan ni se
podan los árboles sin hierro, ni el farro se hace sin el mazo con que le deshacen, ni el grano
de las mieses se junta sin las escobas, y que de estas tres cosas tomaron sus nombres tres
dioses: Intercidona, de la intercisión o del partir de la hacha; Pilumno, del pilón o mazo;
Daverra, de las escobas, para que con el amparo de estos dioses la mujer estuviese segura e
indemne contra las furiosas invasiones del dios Silvano; y así contra la fuerza y rigor de un
dios injurioso y malo, no aprovechara la guarda de los buenos, si no fueran muchos contra
uno, y contrastaran al áspero, horrendo, inculto y en realidad silvestre, como con sus
contrarios, con los símbolos de la labranza y cultivo. ¿Es ésta, pregunto, la inocencia de los
dioses, ésta la concordia? ¿Son éstos los dioses saludables de las ciudades, más dignos
ciertamente de befa y risa que los escarnios de poetas y teatros? Váyanse, pues, y procuren
distinguir con la sutileza que pudieren la teología civil de la fabulosa, las ciudades de los
teatros, los templos de las escenas, los ritos de los pontífices, de los versos de los poetas,
como las cosas honestas, de las torpes; las verdaderas, de las falsas; las graves, de las
livianas; las veras, de las burlas, y las que se deben desear de las que se deben huir. Bien
entendemos lo que pretende; conocen que la teología teatral y fabulosa depende de la civil,
y que de los versos de los poetas, como de un espejo cristalino, resulta su retrato; y por eso,
cuando hablan de ésta que no se atreven a condenar, con más libertad arguyen y reprenden
aquélla, que es su imagen, para que los que advierten sus deseos abominen también el
mismo original de ésta, cuyo dechado e imagen es aquélla, la cual, con todo, los mismos
dioses, viéndose en ella como en un espejo, la aman; de modo que se descubre y echa de
ver mejor en ambos lo que ellos son, y que tales son; y así también, con terribles amenazas,
forzaron a los que los adoraban a que les dedicasen las impurezas. de la teología fabulosa,
la pusiesen en sus solemnidades y la tuviesen entre sus cosas sagradas, en lo que, por una
parte, nos enseñaron con la mayor evidencia que ellos eran unos espíritus torpes, y por otra,
a la teología teatral, tan abatida y reprobada, la hicieron miembro y parte de la civil, que es
en cierto modo escogida y aprobada, para siendo toda ella generalmente obscena y
engañosa, Y estando llena en sí misma de dioses fingidos, una parte estuviese en la liturgia
de los sacerdotes y otra en los versos de los poetas.

Y si contiene igualmente otras partes, más, es otra cuestión; por ahora, por lo que se refiere
a la división de Varrón, me parece que bastantemente he demostrado cómo la teología
urbana y teatral pertenece a una misma civil; y así, participando ambas de unas mismas
torpezas absurdas, impropiedades y falsedades, no hay motivo para que personas religiosas
y piadosas imaginen esperar de la una y de la otra la vida eterna.

Finalmente, hasta el mismo Varrón refiere y enumera los dioses, comenzando desde la
concepción del hombre. Empieza por Jano y va siguiendo la serie de los dioses hasta la
muerte del hombre decrépito, y concluye con los dioses, que pertenecen al mismo hombre,
hasta llegar a la diosa Nenia, que es la que se invoca en los entierros de los ancianos;
después sigue declarando otros dioses, que pertenecen, no al mismo hombre, sino a las
cosas que son propias del hombre, como es el sustento, el vestido y todo lo demás que es
necesario para la vida, manifestando en todos estos ramos cuál es el oficio de cada uno, y
por qué se debe acudir y suplicar a cada uno de ellos; pero con toda esta su exactitud y
curiosidad, no se hallará que demostró o nombró un solo Dios a quien se daba pedir la vida
eterna, y solamente por ella sola somos en realidad cristianos.
En vista de esto, ¿quién será tan estúpido que no advierta que este hombre, declarando con
tanta prolijidad la teología civil, manifestando que es tan semejante a la fabulosa, impía,
detestable e ignominiosa, e indicando con sobrada evidencia que la fabulosa es parte de
ésta, no hace sino preparar el camino en los corazones de los hombres a la natural, la cual,
dice, perte- nece a los filósofos, lo que desempeña con tanta sutileza, que reprende
abiertamente la fabulosa, y aunque no se atreve a motejar la civil, no obstante, al tiempo de
declararla y examinarla, muestra cómo es reprensible; y así, reprobadas la una y la otra, a
juicio de los que lo entienden bien, quede sola la natural, para que usen de ella; de lo cual,
con el auxilio del verdadero Dios. trataremos con más extensión en su lugar.

CAPITULO X

De la libertad con que Séneca reprendió la teología civil, con más vigor que Varrón la
fabulosa. Pero la libertad que faltó, a Varrón para reprender a cara descubierta y con
desahogo, como la otra, esta teología urbana tan parecida la teatral, no faltó, aunque
no del todo, pero sí en alguna parte, a Anneo Séneca, que por varios indicios sabemos
floreció en tiempo de nuestros santos apóstoles, porque la tuvo en la pluma, aunque le faltó
en la vida. Y así, en el libro que escribió contra las supersticiones, más abundantemente y
con mayor vehemencia reprende esta teología civil y urbana que Varrón la teatral y
fabulosa; pues tratando de las estatuas: “dedican -dice- a los dioses sagrados, inmortales e
inviolables en materia vilísima e inmóvil, vistiéndolos de formas propias de hombres, fieras
y peces, y a algunos los hacen de ambos sexos y de diferentes cuerpos, llamándolos dioses,
los cuales, si tomaran espíritu y vida y de improviso los encontraran, los tuvieran por
monstruos”.

Después, un poco más abajo, habiendo referido los dictámenes de algunos filósofos, y
celebrando la teología na- tural se opuso a sí mismo una duda, y dice: “Aquí dirá alguno:
¿He de sufrir yo a Platón y al peripatético Estratón, que el uno hizo a Dios sin cuerpo y el
otro sin alma?” Y respondiendo a este argumento, dice: “¿Te parecen más verdaderos los
sueños de Tito Tacio, o los de Rómulo, o los de Tulio Hostilio? Tito Tacio dedicó a la diosa
Cloacina, Rómulo a Pico Tiberino, Hostilio al Pavor y a la Palidez, afectos pestilenciales
del hombre, de los cuales el uno es un movimiento o alteración del ánimo espantado y
despavorido, y el otro del cuerpo, y no es enfermedad, sino color; ¿y has de creer que éstos
son dioses, canonizándolos y colocándolos en el cielo?” De los mismos ritos, atroces y
torpes, ¿acaso no escribió también con la mayor libertad? “El uno - dice- se corta las partes
que tiene de hombre, y el otro los músculos de los brazos: ¿cómo o cuándo temen a los
dioses airados los que, así granjean y lisonjean los propicios? Parece que por ningún motivo
se deben reverenciar los dioses, si es que igualmente quieren se les tribute este honor.

Tan grande es el furor y desvarío de un juicio perturbado y sacado de sus quicios, que
piensan aplacar a los dioses con sacrificios tales que ni aun los hombres más bárbaros,
traídos por argumento de fábulas y tragedias crueles, se muestran más inhumanos y atroces
que ellos. Los tiranos, aunque hicieron pedazos los miembros de al- gunos, sin embargo, a
nadie mandaron que se los despedazase a sí propio. A algunos han castrado por contemplar
o contemporizarse con el apetito sensual de algunos príncipes; mas ninguno puso en sí
mismo las manos por mandato de algún señor para dejar de ser hombres. A sí propios se
despedazaron en los templos, y bañados en su propia sangre y mortales heridas, imploraron
el favor de sus mentidas deidades; si alguno tiene lugar de ver lo que hacen y lo que
padecen, advertirá acciones tan indecentes e impropias de los honestos, tan indignas de los
libertinos, tan desemejantes y contrarias a las de los cuerdos y sensatos, que no dudaría
decir que están dementes y furiosos si fueran menos en número; pero ahora la numerosa
multitud de fanáticos sirve para que los tengan por juiciosos.” Pues lo que insinúa que pasa
en el mismo Capitolio, y lo que, sin miedo alguno, reprende severamente, ¿quién creerá que
lo ejecutan, sino personas que escarnecen de ello o que están furiosas? Y así, habiéndose
reído porque en las funciones sagradas de los egipcios lloraban el haber perdido a Osiris, y
luego inmediatamente manifestaban particular alegría de haberle hallado, viendo que el
perderle y el hallarle era fingido; aunque el dolor y alegría de los que nada perdieron y nada
hallaron, realmente le representaban: “con todo dice- ésta locura y furor tiene su tiempo
limitado; es tolerable volverse locos una vez en el año.

Vine al Capitolio; vergüenza causará el descubrir la demencia que un furor ridículo ha


tomado por oficio: uno hace como que presenta los nombres al dios, otro se ocupa en avisar
a Júpiter las horas, otro se muestra que es lector, otro untador, que con un irrisible menear
de brazos contrahace al que unta. Hay algunas mujeres que fingen están aderezando los
cabellos a Juno y a Minerva, y estando no sólo lejos de la estatua, sino del templo, mueven
sus dedos como quien está componiendo y tocando a otra. Hay otras que tienen el espejo,
otras que llaman a los dioses para que les favorezcan en sus pleitos. Hay quien les ofrece
memoriales y les informa de su causa: un excelente archimimo, o director de escena,
anciano ya decrépito, cada día iba a recitar en el Capitolio, como si los dioses oyeran de
buena gana al que los hombres habían ya dejado. Allí veréis ociosos todo género de
oficiales, asistiendo al servicio de los dioses inmortales.” Y poco después dice: “éstos,
aunque ofrecen al dios un ministerio superfluo y excusado, sin embargo, no es torpe ni
infame: hay algunas mujeres que están sentadas en el Capitolio, persuadidas de que Júpiter
está enamorado de ellas, sin tener respeto ni miedo a Juno, no obstante de ser (si quisierais
creer a los poetas) una diosa colérica e iracunda”.

Esta libertad no la tuvo Varrón; solo se atrevió a reprender la teología poética, sin meterse
con la civil, a la que éste fustigó. Con todo, si atendiéramos a la verdad. peores son los
templos donde se ejecutan estas abominaciones que los teatros en donde se fingen. Y así, en
orden a los ritos de la teología civil, aconseja Séneca al sabio “que no los conserve
religiosamente en el corazón, sino que los finja en las obras, porque dice: todo lo cual
guardará el sabio como las sanciones establecidas por la ley, pero no como agradables a los
dioses. Y poco después añade: “Pues que hacemos también casamientos con los dioses, y
aun esto no es piadosa y legítimamente, por cuanto casamos a hermanos con hermanas. A
Belona casamos con Marte, a Venus con Vulcano, a Salacia con Neptuno; aunque a algunos
los dejamos solteros, como si les hubiera faltado con quién, principalmente habiendo
algunas viudas como Populonia o Fulgora, y la diosa Rumina, a quienes no me espanto no
hubiese quien las pidiese. Toda esta turba plebeya de dioses, la cual por largo tiempo la
amontonó una dilatada y sucesiva superstición, la adoramos - dice- en tales términos, que
parece que su culto y veneración pertenece más al uso ya adaptado.” Por lo tanto, ni
aquellas sus leyes civiles, ni el uso y la costumbre instituyeron en la teología civil cosa que
fuese agradable a los dioses, o fuese de importancia; pero éste, a quien los filósofos, sus
maestros, hicieron así libre, como que era ilustre senador del pueblo romano, reverenciaba
lo que reprendía, practicaba lo que condenaba, lo que culpaba adoraba; y, en efecto, la
Filosofía le había enseñado adecuadas máximas para que no fuese supersticioso en el
mundo; mas él, por amor y respeto a las leyes civiles y a las costumbres establecidas,
aunque no ejecutase lo que el escénico finge en el teatro, sin embargo, le imitaba en el
templo, que es tanto peor y más reprensible; pues lo que hacía por ficción lo hacía de modo
que el pueblo pensaba lo hacía de veras, y el actor de burlas; y fingiendo, antes deleitaba
que engañaba.

CAPITULO XI

Lo que sintió Séneca de los judíos Séneca, entre otras supersticiones relativas a la teología
civil, reprende igualmente los ritos de los judíos, con especialidad la solemnidad del
sábado, diciendo que la celebran inútilmente; porque en los días que interponen cada siete
días, estando ociosos, pierden casi la séptima parte de su vida, y se, malbaratan muchas
cosas dejándolas de hacer al tiempo que debieran; pero no se atrevió a hacer mención de los
cristianos, que ya entonces eran aborrecidos de los judíos, ni en bien ni en mal, o por no
alabarlos quebrantando la antigua costumbre de su patria, o por no reprenderlos quizá
contra su voluntad; pero hablando de los judíos, dice: “Y con todo eso, han cundido y
prevalecido tanto las costumbres y método de vivir de esta malvada nación, que están ya
recibidas por todas las provincias de la tierra, y los vencidos han dado leyes a los
vencedores.”

Admirábase diciendo esto, y no sabía lo que Dios obraba; al fin puso su parecer,
significando lo que sentía acerca de aquellos ritos, y dice así: “Con todo, ellos saben y
entienden las causas en que se fundan sus ritos y ceremonias, y la mayor parte del pueblo
hace lo que ignora por qué lo hace”; pero sobre los ritos de los judíos, las causas porque
fueron instituidos por la autoridad divina, la ma- nera que se observó en su establecimiento,
y cómo después por la misma autoridad en el tiempo en que convino se los quitaron al
pueblo de Dios, a quien fue servido revelar el misterio de la vida eterna, ya en otra parte lo
hemos expuesto, principalmente cuando disputamos contra los maniqueos, y en estos libros
lo manifestaremos también en lugar más oportuno.

CAPITULO XII

Que descubierta la vanidad de los dioses de los gentiles, es, sin duda, que no pueden ellos
dar a ninguno la vida eterna, pues que no ayudan tampoco para esta vida temporal Mas
ahora acerca de estas tres teologías que los griegos llaman mítica, física y política, y en
idioma latino pueden llamarse fabulosa, natural y civil, de ésta hemos demostrado que no se
debe esperar la vida eterna; tampoco de la fabulosa, a la cual, aún los mismos que adoran
muchos y falsos dioses, con bastante libertad reprenden; y menos de la civil, cuya parte
principal se convence ser la fabulosa, descubriéndose que es muy semejante a ella y aun
peor; pero si no pareciese suficiente a los incrédulos lo que hemos referido en este libro,
añada también lo que hemos dicho copiosamente en los precedentes, y especialmente en el
IV, hablando de Dios, dador y dispensador de la felicidad.
Porque ¿a quién debieran consagrarse los hombres por amor de la vida eterna, sino sólo a
la felicidad, si ésta fuera diosa? Y, supuesto que no lo es, sino un don de Dios, ¿a qué dios
sino al dador de la felicidad nos hemos de consagrar los que con piadosa caridad amamos y
deseamos la vida eterna, donde se halla la verdadera y completa felicidad? Que ninguno de
los dioses que con tanta torpeza se reverencian, y que si no los adoran más torpemente se
enojan, aunque se confiesan ellos mismos por espíritus inmundos; que ninguno de és- tos,
digo, sea dador de la felicidad, creo que por lo que llevamos referido ninguno tiene que
dudar; y el que no da la felicidad, ¿cómo podrá dar la vida eterna? ¿Cuál es la causa porque
llamamos vida eterna aquella donde hay felicidad sin fin? Pues si el alma vive en las penas
eternas, donde también los espíritus malignos han de ser atormentados, mejor debe ser
llamada aquélla muerte eterna que, vida; porque no hay muerte mayor ni más temible que
aquella donde no muere la muerte; pero como la naturaleza del alma, que fue criada
inmortal, no puede existir sin alguna vida, cualquiera que sea, su muerte más infausta es
hallarse ajena y privada de la vida de Dios en la eternidad del tormento. De donde se infiere
que la vida eterna, esto es, la feliz y bienaventurada sin fin, sólo la da el que da la verdadera
felicidad; la cual, por cuanto está demostrado que no la pueden dar los dioses que
reverencian esta teología civil, por lo mismo, no sólo no se les debe venerar por interés de
las cosas temporales y terrenas, según lo manifestamos en los cinco libros anteriores, pero
mucho menos por la vida eterna que esperamos después de la muerte; lo cual hemos
probado en este solo libro, aprovechándonos también de las máximas establecidas en los
precedentes, y por cuanto suele estar demasiado arraigada la malicia de una envejecida
costumbre, si a alguno le pareciere que hemos dicho poco en razón de condenar y desterrar,
esta teología civil, atienda con diligencia a lo que con el favor de Dios estudiaremos en el
libro siguiente.

LIBRO SEPTIMO LOS DIOSES SELECTOS DE LA TEOLOGÍA CIVIL


PROEMIO

Si pareciere que soy algo más exacto y prolijo en procurar arrancar y extirpar las perversas
y envejecidas opiniones contrarias a la verdadera religión, las cuales tenía arraigadas
profunda y obstinadamente en los corazones meticulosos el error en que tanto tiempo había
estado el género humano; y si vieren dedicar mis tareas literarias, y según lo que alcanzan
mil facultades intelectuales cooperar, con la gracia de aquel que como verdadero Dios es
poderoso, para extirparlas (aunque los ingenios que son más vivos y superiores en la
comprensión quedan y suficientemente satisfechos con los libros que dejamos explicados),
lo habrán de sufrir con paciencia; y por amor a la salud eterna de sus prójimos, entender no
es superfluo lo que ya respecto de ellos echan de ver que no es necesario. Grande negocio,
y muy interesante es el que se hace cuando se predica y enseña que se debe buscar y adorar
la verdadera y realmente santa esencia divina, y aun cuando ella no nos deje suministrar los
medios necesarios para sustentar la humana fragilidad de que al presente estamos vestidos;
sin embargo, la causa final por que se debe buscar y adorar, no es el humo transitorio de
esta vida mortal, sino la vida dichosa y bien aventurada, que no es otra sino la eterna.

CAPITULO PRIMERO
Si habiéndonos constado que no hay divinidad en la teología civil, debemos creer que la
debemos hallar en los dioses que llaman selectos o escogidos. Que esta divinidad, o, por
decirlo así, deidad (porque ya tampoco los nuestros se recelan de usar de esta palabra, por
traducir del idioma griego lo que ellos llaman Ceoteta), que esta divinidad o deidad, digo,
no se halla en la teología denominada civil (de la cual disputó Marco Varrón en 16 libros),
es decir, que la felicidad de la vida eterna no se alcanza con el culto de semejantes dioses,
cuales instituyeron las ciudades, y del modo que ellas establecieron fuesen adorados; a
quien esta verdad no hubiera aún convencido con la doctrina propuesta en el libro VI que
acabamos de concluir, en leyendo acaso éste, no tendrá que desear más para la averiguación
de esta cuestión; porque es factible piense alguno que por la vida bienaventurada, que no es
otra sino la eterna, se debe tributar adoración a los dioses selectos y principales que Varrón
comprendió en el último libro, de los cuales tratamos ya: sobre este punto no digo lo que
indica Tertuliano, quizá con más donaire que verdad: “Que si los dioses se escogen como
las cebollas, sin duda que los demás se juzgan por impertinentes”; no digo esto porque
observo que de los escogidos se eligen igualmente algunos para algún otro objeto mayor y
más excelente; así como en la milicia luego que se ha levantado y escogido la gente bisoña,
de ésta también se eligen para algún lance mayor y más importante de la guerra los más
útiles, y cuando en la Iglesia se escogen y eligen los propósitos y cabezas, no por eso
reprueban a las demás, llamándose con razón todos los buenos fieles escogidos.

Elígense para un edificio las piedras angulares, sin reprobar las demás, que sirven para
otros destinos y partes del edificio. Escógense las uvas para comer, sin reprobar las demás
que dejamos para beber, y no hay necesidad de discurrir por otros ramos, siendo este asunto
sumamente claro; por lo cual, no porque algunos dioses sean escogidos entre muchos, se
debe menospreciar, o, al que escribió sobre ellos, o a los que los adoran, o a los mismos
dioses, antes se debe advertir quiénes sean éstos y para que efecto los escogieron.

CAPITULO II

Cuáles son los dioses elegidos y si se les excluye de los oficios de los dioses plebeyos
Varrón enumera y encarece en uno de sus libros estos dioses elegidos: Jano, Júpiter,
Saturno, Genio, Mercurio, Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol, Orco, el padre Libero, la
Tierra, Ceres; Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus y Vesta. Poco más o menos, entre
todos son veinte, doce machos y ocho hembras. Se pregunta si estos dioses llámanse
elegidos por sus mayores administraciones en el mundo o porque son más conocidos por
los pueblos y se les rinde mayor culto. Si es precisamente porque son de orden superior las
obras que administran, no debíamos haberlos encontrado entre aquella turba de dioses casi
plebeyos, destinados a trabajillos casi insignificantes. Comencemos por Jano. Este, cuando
se concibe la prole, de donde toman principio todas las obras, distribuidas al por menor a
los dioses pequeños, abre la puerta para recibir el semen. Allí se halla también Saturno por
el semen mismo. Allí alienta también Libero, que, haciendo derramar el semen, libra al
varón. Allí también L¡bera, que otros quieren que sea Venus a la vez, que presta a la
hembra el mismo servicio, con el fin de que también ella, emi- tido el semen, quede libre.

Todos éstos son de los llamados selectos. Pero también se halla allí la diosa Mena, que
preside los menstruos al correr. Esta, aunque es hija de Júpiter, es plebeya. La provincia de
los menstruos corrientes asígnala el mismo autor en el libro de los dioses selectos a Juno,
que es la reina de los elegidos. Lucina, como Juno, con la susodicha Mena, su hijastra,
preside la menstruación. Allí hacen acto de presencia también dos obscurísimas
divinidades, Vitunno y Sentino, de los cuales uno da la vida a la criatura; y otro, los
sentidos. En realidad, dan mucho más, siendo tan vulgares, que los otros próceres y
selectos. Porque ¿qué es, sin vida y sin sentido, lo que la mujer lleva en su seno sino un no
sé qué abyectisimo y comparable al cieno y al polvo?

CAPITULO III

Nulidad de la razón aducida para mostrar la elección de algunos dioses, siendo más
excelente el cometido asignado a muchos inferiores 1. ¿Cuál fue la causa que compelió a
tantos dioses elegidos a entregarse a las obras más insignificantes, cuando en la partición de
esta munificencia son superados por Vitunno y por Sentino, que duermen en las sombras de
una obscura fama? Da Jano, dios selecto, entrada al semen y le abre la puerta, por así
decirlo. Confiere Saturno, también selecto, el semen mismo, y Libero, selecto, a su vez
confiere la emisión del semen a los varones. Esto mismo confiere Libera, que es Ceres o
Venus, a las hembras.

Da Juno, la elegida, pero no sola, sino con Mena, hija de Júpiter, los menstruos corrientes
para el crecimiento de lo concebido. Confiere el obscuro y plebeyo Vitunno la vida, y el
obscuro y plebeyo Sentino el sentido, funciones ambas que sobrepujan las de los otros
dioses en la misma proporción que la vida y, el sentido son superados por el entendimiento
y la razón. Como los seres racionales y dotados de entendimiento son más poderosos, sin
duda, que los que viven y sienten sin entendimiento y sin razón, como las bestias, así los
seres dotados de vida y de sentido merecidamente llevan la preferencia a los que ni viven ni
sienten. Se debió, pues, colocar entre los dioses selectos a Vitunno, vivificador, y a Sentino,
sensificador, antes que a Jano, admisor del semen, y que a Saturno, dador o creador del
mismo, y que a Libero y a Libera, movedores o emisores de él. Es monstruosa la sola
imaginación de los sémenes sin vida y sin sentido. Estos dones escogidos no los dan los
dioses selectos, sino ciertos dioses desconocidos y que están al margen de la dignidad de
éstos.

Si encuentran respuesta adecuada para atribuir, y no sin razón, a Jano el poder de todos los
principios, precisamente en que abre la puerta a la concepción, y para asignar, el de todos
los sémenes a Saturno, en que no puede separarse la seminación del hombre de su propia
operación; y asimismo, para imputar a Libero y a Libera el poder de emitir los sémenes
todos, en que presiden también lo tocante a la sustitución de los hombres, y para decir que
la facultad de purgar y dar a luz es privativa de Juno, precisamente en que no falta a las
purgaciones de las mujeres y a los partos de los hombres, busquen respuesta para Vitunno y
Sentino, si quieren que estos dioses presidan a todo lo que vive y siente. Si conceden esto,
consideren la sublimidad del lugar en que han de colocarlos, porque nacen de semen se da
en la tierra y sobre la tierra; en cambio, vivir y sentir, según opinan ellos, se da también en
los dioses del cielo. Si dicen que éstas solas son las atribuciones de Vitunno y Sentino, vivir
en la carne y adminicular a los sentidos, ¿por qué aquel Dios que hace vivir y sentir a todas
las cosas no dará también vida y sentido a la carne, extendiendo con su operación universal
este don a los partos? ¿Qué necesidad hay de Vitunno y de Sentino?

Si Aquel que con su regencia universal preside la vida y los sentidos confió estas cosas
carnales, como bajas y humildes, a éstos como a siervos suyos, ¿están los dioses selectos
tan faltos de domésticos, que no encuentren a quienes confiar estas cosas, sino que con toda
su nobleza, causa aparente de su altivez, se ven obligados a desempeñar las mismas
funciones que los plebeyos? Juno, elegida y reina, esposa y hermana de Júpiter, es Iterduca
de los niños y ejerce su oficio con dos diosas de las más vulgares, con Abeona y con
Adeona. Allí colocaron también a la diosa Mente encargada de dar buena mente a los niños,
y no se la elevó al rango de los dioses selectos, como si pudiera proporcionarse algo mayor
al hombre. En cambio, se elevó a ese rango a Juno, por ser Iterduca y Domiduca, como si
fuera de algún provecho tomar el camino y ser conducido a casa si la mente no es buena.
Los electores no tuvieron a bien enumerar la diosa que da este bien entre los dioses
selectos. Sin duda que ésta debe ser antepuesta aun a Minerva, a la cual atribuyeron, entre
tantas obras pequeñas, la memoria de los niños. ¿Quién pondrá en tela de juicio que es
mucho mejor tener una buena mente que una memoria de las más prodigiosas? Nadie que
tenga buena mente es malo, mientras que algunos pésimos tienen una memoria asombrosa.
Estos son tanto peores cuanto menos pueden olvidar lo mal que imaginan.

Con todo, Minerva está entre los dioses selectos, y la diosa Mente se halla arrinconada
entre la canalla. ¿Qué diré de la Virtud? ¿Qué de la Felicidad? Ya he dicho mucho sobre
ellas en el libro IV. Teniéndolas entre las diosas, no quisieron honrarlas con un puesto entre
los dioses selectos, y honraron a Marte y a Orco, uno hacedor de muertes, y otro, receptor
de las mismas 2. Viendo, como vemos, a los dioses de la elite confundidos en sus
mezquinas funciones con los dioses inferiores, como miembros del senado con el
populacho, y hallando, como hallamos, que algunos de los dioses que no han creído dignos
de ser elegidos tienen oficios mucho más importantes y nobles que los llamados selectos,
no podemos menos de pensar que se les llama selectos y primates no por su más prestante
gobierno del mundo, sino porque han tenido la fortuna de ser más conocidos por los
pueblos. Por eso dice Varrón que a algunos dioses padres y a algunas diosas madres les
sobrevino la plebeyez, igual que a los hombres.

Si, pues, la Felicidad no cumplió que estuviera entre los dioses selectos justamente quizá
porque alcanzaron tal nobleza no por sus méritos, sino fortuitamente, siquiera, colóquese
entre ellos, o mejor, antes que ellos, a la Fortuna. Esta diosa, creen, confiere a cada uno sus
bienes no por disposición racional, sino a la buena de Dios, a tontas y a locas. Esta debió
ocupar el primer puesto entre los dioses selectos, ya que entre ellos hizo la principal
ostentación de su poder. La razón es que los vemos escogidos, no por su destacada virtud,
no por una felicidad racional, sino por el temerario poder de la Fortuna, según el sentir de
sus adoradores.

Tal vez el mismo disertísimo Salustio tiene la atención fija en aquellos dioses, cuando
escribe: “En realidad de verdad, la Fortuna señorea todas las cosas. Ella lo enaltece y lo
encubre todo, más por capricho que por verdad.” No puede hallarse el porqué de que se
encomie a Venus y se encubra a la Virtud, siendo así que a una y a otra consagraron ellos
por diosas y no hay cotejo posible en sus méritos. Y si mereció ser ennoblecida cabalmente
por ser más apetecida, pues es indudable que aman muchos más a Venus que a la Virtud,
¿por qué se elogió a la diosa Minerva y se dejó en la penumbra a la diosa Pecunia, siendo
así que entre los mortales halaga mucho más la avaricia que la pericia? Aun entre los
mismos que cultivan el arte te verás negro para encontrar un hombre cuyo arte no sea venal
a costa de dinero. Siempre se estima más el fin que mueve a la obra que la obra hecha. Si
esta selección ha sido obra del juicio de la insensata chusma, ¿por qué no se ha preferido la
diosa Pecunia a Minerva, pues que hay muchos artífices por el dinero?

Y si esta distinción es obra de unos cuantos sabios, ¿por qué no han preferido la Virtud a
Venus, cuando la razón la prefiere con mucho? Siquiera, como he dicho, la Fortuna, que,
según el parecer de los que creen en sus muchas atribuciones, señorea todas las cosas y las
enaltece y encubre más por capricho que por verdad, debiera ocupar el primer puesto entre
los dioses elegidos, ya que goza de vara tan alta con los dioses, es verdad y que es tanto su
valimiento, que, por su temerario juicio, ensalza a los que quiere y encubre a los que le
place. ¿O es que no le fue posible colocarse allí, quizá no por otra razón que porque la
Fortuna misma creyó tener fortuna ad- versa? Luego, se opuso a sí misma, puesto que,
haciendo nobles a los otros, no se ennobleció a sí misma.

CAPITULO IV

Que mejor se portaron con los dioses inferiores, quienes no son infamados con oprobio
alguno, que con los selectos, cuyas increíbles torpezas se celebran en sus funciones Todo
el que fuese deseoso de la humana gloria y alabanza celebraría a estos dioses selectos, y los
llamaría afortunados si no los viese escogidos más para sufrir injurias que para obtener
honores; porque su misma vileza tejió y formó aquella ínfima turba para no cubrirse de
oprobios. Nosotros nos mofamos seguramente cuando los vemos distribuidos (repartidos
entre sí sus respectivos encargos, con las ficciones de las opiniones humanas) como
arrendadores de alcabalas, o como artífices de las obras de plata, donde para que salga
perfecto un pequeño vaso pasa por las manos de muchos artífices, cuando podría
perfeccionarse por un oficial instruido en su arte. Aunque no se opinó lo contrario,
resolviendo que debía consultarse a la multitud de los artífices, pues se deliberó así para
que cada uno de ellos aprendiese breve, y fácilmente cada una de las .partes de su oficio, y
todos ellos. no fuesen obligados a perfeccionarse tardíamente y con dificultad en un arte
sola. Con todo eso, apenas se halla uno de los dioses no selectos, que por algún crimen
abominable no haya incurrido en mala fama; y apenas nin- guno de los elegidos que no
tuviese sobre su honor una singular nota de alguna insigne afrenta: éstos descendieron a los
humildes ministerios de éstos, y aquéllos no llegaron a perpetrar los detestables y públicos
crímenes de aquéllos.

De Jano no me ocurre fácilmente acción alguna que pertenezca a su deshonor e infamia; y


acaso fue tal, que observó una vida inocente, absteniéndose de los delitos y pecados
obscenos que a los demás se acumulan; recibió, pues, con benignidad y cariño a Saturno
cuando andaba huido vagando por todas partes: partió con su huésped el reino, fundando
cada uno de éstos una ciudad, Jano a Janículo, y Saturno a Saturnia; pero los que en el culto
de los dioses apetecen todo desdoro a aquel cuya vida hallaron menos torpe, deshonraron su
estatua con una monstruosa deformidad, pintándole ya con dos caras, ya con cuatro, como
gemelo; ¿por ventura, quisieron que porque muchos dioses escogidos, perpetrando los más
horrendos crímenes, habían perdido la frente, siendo éste el más inocente, apareciese con
mayor número de frentes?

CAPITULO V

De la doctrina secreta de los paganos, y de sus razones físicas Pero mejor será oír sus
propias interpretaciones físicas con que procuran, bajo el pretexto de exponer una doctrina
más profunda, disimular la abominación y torpezas de sus miserables errores: primeramente
Varrón exagera sobremanera estas interpretaciones, diciendo que los antiguos fingieron las
estatuas, las insignias y ornamentos de los dioses, para que, viéndolos con los ojos
corporales los que hubiesen penetrado y aprendido la misteriosa doctrina, pudiesen
examinar con los del entendimiento el alma del mundo y sus partes, esto es, los verdaderos
dioses; y que los que fabricaron sus estatuas en figura humana, parece lo hicieron así por
cuanto el espíritu de los mortales, que reside en el cuerpo humano, es muy semejante al
alma inmortal, como si para designar los dioses se pusiesen algunos vasos; y en el templo
de Libero se colocase una vasija que sirva de traer vino, para significar el vino, tomando
por lo que contiene lo contenido Esto supuesto, decimos que por la estatua que tiene forma
humana se significa el alma racional, porque en ella, como en un vaso, suele existir esta
naturaleza, la cual creen que es dios o los dioses.

Esta es misteriosa doctrina que había penetrado el doctísimo Varrón, de donde pudo
deducir y enseñar estas máximas. Pero ¡oh hombre ingeniosísimo!, por ventura, alucinado
con los misterios de esta doctrina, ¿te has olvidado de aquella tu innata prudencia, con que
con mucho juicio sentiste que las primeras estatuas que notaste en el pueblo no sólo
quitaron el temor a sus ciudadanos, sino acrecentaron y añadieron errores condenables, y
que más santamente reverenciaron a los dioses sin estatuas los antiguos romanos? Porque
éstos te dieron autoridad para que te atrevieras a propalar tal injuria contra los romanos que
después se siguieron. Pues aun concedido que los antiguos hubieran venerado las estatuas,
no hubiera sido mejor entregarle al silencio por el temor popular de que te hallas poseído,
que con la ocasión de exponer estas perniciosas y vanas ficciones. publicar y pregonar con
una vanidad y arrogancia extraordinaria los misterios de tan detestable doctrina? Sin
embargo, está tu alma, tan docta e ingeniosa (por lo que te tenemos mucha lástima) no
obstante de hallarse ilustrada con los misterios de esta doctrina, de ningún modo pudo
llegar a conocer al sumo Dios, esto es, a Aquel por quien fue hecha, no con quien fue
formada el alma; no a aquel cuya porción es, sino cuya hechura y criatura es; no al que es el
alma de todos, sino al que es el criador de todas las almas, por cuya ilustración llega a ser el
alma bienaventurada, si no corresponde ingrata a sus beneficios: pero qué tales sean y en
cuánto se deben estimar los misterios de esta doctrina, lo que se sigue lo manifestará.

Confiesa, con todo, el doctísimo Varrón que el alma del mundo y sus partes son verdaderos
dioses; de este principio se deduce que toda su teología, que es, en efecto, la natural, a
quien atribuye una singular autoridad, cuanto se pudo extender fue hasta la naturaleza del
alma racional; porque de la natural muy poco dice en el prólogo de este libro, donde
veremos si por las interpretaciones fisiológicas puede referir a esta teología natural la civil,
que fue la última donde escribió de los dioses escogidos, que, si puede hacerlo, toda será
natural. ¿Y qué necesidad había de distinguir con tanto cuidado la civil de ella? Y si la
distinción fue buena, supuesto que ni la natural, que tanto le contenta, es verdadera, porque
se extiende únicamente hasta el alma, y no hasta el verdadero Dios, que crió la misma alma,
cuánto más despreciable será y falsa la civil, pues se ocupa principalmente en disertar
acerca de la naturaleza de los cuerpos, como lo mostrarán sus mismas interpretaciones que
con tanta exactitud y escrupulosidad han examinado y referido estos espíritus fanáticos, de
los cuales necesariamente habré de referir alguna particularidad.

CAPITULO VI

De la opinión de Varrón, que pensó que Dios era el alma del mundo, y que, con todo, en
sus partes tenía muchas almas, y que la naturaleza de éstas es divina Dice, pues, el mismo
Varrón, hablando en el prólogo todavía de la teología natural, que él es de opinión que Dios
es el alma del mundo a quien los griegos llaman Kosmos, y que este mismo mundo, es dios;
pero que así como el hombre sabio, constando de cuerpo y alma, se dice sabio por aquella
parte del alma que le ennoblece, así el mundo se dice dios por la misma parte del alma, por
cuanto consta de alma y cuerpo. Aquí parece confiesa, como quiera, un dios; mas por
introducir también otros muchos, añade que el mundo se divide en dos partes: en cielo y
tierra; y el cielo en otras dos: éter y aire; y la tierra en agua y tierra, de cuyos elementos
asegura ser el supremo el éter; el segundo el aire; el tercero el agua, y el ínfimo la tierra; y
que todas estas cuatro partes están pobladas de almas, esto es, que en la parte etérea y en el
aire se hallan las dos de los mortales; en el agua y en la tierra las de los inmortales; que
desde la suprema esfera del cielo hasta el círculo de la luna, las almas etéreas son los astros
y las estrellas; que éstos, que son dioses celestiales, no sólo se ven con el entendimiento,
sino que también se observan con los ojos, que entre el círculo de la luna y la última región
de las nubes y vientos están las almas etéreas; pero que éstas se alcanzan a ver sólo con el
entendimiento, y no con los ojos; y que se llaman Heroas, Lares y Genios. Esta es, en
efecto, la teología natural que brevemente propone en este su preámbulo, la cual le contentó
no sólo a él, sino también a muchos filósofos; de la cual trataremos más particularmente
cuando, auxiliados del verdadero Dios, hubiéremos concluido con lo que resta de la civil,
por lo que se refiere a los dioses escogidos.

CAPITULO VII

Si fue conforme a razón hacer dos dioses distintos a Jano y Término Pregunto, pues, de
Jano, por quien comenzó Varrón la genealogía de los dioses, ¿quién es? Responden que es
el mundo. Breve sin duda y clara la respuesta. Mas ¿por qué dicen pertenecen a éste los
principios de las cosas naturales, y los fines a otro, que llaman Término? Porque con
respecto a los principios y fines, cuentan que dedicaron a estos dioses dos meses (además
de los diez que empiezan desde marzo hasta diciembre), januario o enero a Jano, y febrero a
Término; y por lo mismo, dicen que en el mismo mes de febrero se celebran las fiestas
terminales, en las que practican la ceremonia de la purificación que llaman Februo, de que
la misma deidad tomó su apellido; pero pregunto, ¿cómo los principios de las cosas
naturales pertenecen acaso al mundo, que es Jano, y no le pertenecen los fines, de suerte
que sea necesario acomodar y proveer a los fines de otro dios? ¿Acaso todas las cosas que
insinúan se hacen en este mundo, no confiesan también que se terminan en este mismo
mundo? ¿Qué impertinencia es ésta; darle la mitad del poder en cuanto al ejercicio, y dos
caras en las estatuas?

¿Por ventura no interpretaran con más propiedad a este dios de dos caras, si dijeran que
Jano y Término eran una misma deidad y acomodaran, la una cara a los principios, y a los
fines la otra, pues el que hace alguna cosa debe atender a lo uno y a lo otro; porque siempre
que uno se mueve a producir cualquier acción que sea, si no mira al principio tampoco mira
al fin? Y así es necesario que la memoria, cuando se pone a recordar alguna especie, tenga
juntamente consigo la intención de mirar al fin; porque al que se le olvidare lo que
comenzó, ¿cómo ha de poder concluirlo? Y si entendieran que la vida bienaventurada
principiaba en este mundo y que acababa fuera de él, y por lo mismo atribuyeran a Jano,
esto es, al mundo, la potestad sola de los principios, sin duda que prefirieran y pusieran
antes de él a Término, y a éste no le excluyeran del número de los dioses escogidos, aunque
ahora, cuándo consideran igualmente en estos dioses los principios y fines de las cosas
temporales, con todo, debía ser preferido y más honrado Término; porque es indecible el
contento que experimenta cuando se pone fin a una obra, ,ya que los principios siempre
están llenos de dificultades hasta que se conducen a buen fin, el cual, principalmente,
atiende, procura, espera y sumamente desea el que empieza alguna cosa, y no se ve
contento y satisfecho con lo comenzado si no lo acaba.

CAPITULO VIII

Por qué razón los que adoran a Jano fingieron su imagen de dos caras, la cual, con todo,
quieren también que la veamos de cuatro Pero salga ya al público la interpretación de la
estatua de Jano Bifronte, o de dos caras: dicen que tiene dos, una delante y otra a las
espaldas, porque el hueco de nuestra boca, cuando la abrimos, parece semejante al mundo,
y así al paladar los griegos le llamaron Uranon, y algunos poetas latinos le llamaron cielo.
Desde este hueco de la boca se ve una puerta o entrada, de la parte de afuera, hacia los
dientes, y otra de la parte de adentro, hacia la garganta. Ved aquí en lo que ha parado el
mundo, por adaptar el nombre griego o poético que significa nuestro paladar; pero esto
¿qué tiene que ver con el alma? ¿Qué con la vida eterna? Adórese a este dios por solas las
salivas, supuesto que ambas puertas del paladar se abren delante del cielo, ya para tragarlas
o ya para expelerlas. ¿Y qué mayor absurdo que no hallar en el mismo mundo dos puertas
contrapuestas, una enfrente de otra, por las cuales pueda recibir algún alimento dentro o
expelerlo afuera?

Tampoco nuestra boca y garganta tienen semejante con el mundo, y menos el querer fingir,
en Jano la imagen del mundo por solo el paladar, cuya semejanza no tiene Jano; y cuando le
hacen de cuatro caras y le llaman Jano Gémino, lo interpretan por las cuatro partes del
mundo, como si el mundo tendiese la vista y mirase algún objeto de afuera, como Jano le
observa por todas sus caras; además, si Jano es el mundo, y éste consta de cuatro partes,
falsa es la estatua de Jano que tiene dos caras; o, si es verdadero, por que también en el
nombre de Oriente y Occidente sabemos entender todo el mundo, pregunto: cuando
nombramos las otras dos partes, del Septentrión y del Mediodía, ¿por qué llaman a aquel
Jano de cuatro caras Gémino? ¿Hemos de llamar igualmente al mundo Gémino?
Ciertamente, no tienen expresiones adecuadas para poder interpretar y acomodar las cuatro
puertas que están abiertas para los que entran y salen, a semejanza del mundo, así como las
tuvieron, por lo menos, para poderlo decir de Jano Brifonte, en boca del hombre si no es
que los socorra Neptuno dándoles partes de un pez, que además de la abertura de la boca y
de la garganta tengan también otras dos a la diestra y a la siniestra, y, sin embargo de
tantas, puertas, no hay alma que se pueda escapar de tal ilusión, si no es la que oye a la
misma verdad, que le dice: Ego sum Janus. Yo, soy la puerta.

CAPITULO IX

De la potestad de Júpiter y de la comparación de ésta con Jano Declaramos, pues, quién es


el que quieren entendamos por Jove, a quien llaman también Júpiter; es un dios, responden,
que tiene dominio y potestad absoluta sobre las causas que obran en el mundo; y cuán
grande sea esta excelencia o prerrogativa, lo declara el celebrado verso de Virgilio,
“dichoso el que consigue saber las causas de las cosas”; pero la razón por que se prefiere
Jano, nos la insinúa el ingenioso y docto Varrón, cuando dice: “Jano ejerce potestad sobre
las cosas primeras, y Júpiter sobre las principales”; así que con razón Júpiter es tenido por
rey o monarca de todos; porque lo sumo vence a lo primero, pues aunque lo primero
preceda en tiempo, sin embargo, lo sumo se le aventaja en dignidad; pero esto estuviera
bien dicho cuando en las cosas que se hacen se distinguieran las primeras y las sumas, así
como el principio de una acción es el partir y lo sumo el llegar; el principio de ella es
empezar a aprender, y lo sumo, alcanzar la ciencia; y así en todas las cosas lo primero es el
principio, y lo sumo el fin; mas este punto ya le tenemos averiguado entre Jano y Término;
con todo, las causas que se atribuyen a Júpiter son las eficientes, y no los efectos a las cosas
hechas, no siendo posible de modo alguno que ni aun en tiempo sean primero que ellas los
efectos o cosas hechas, o los principios de las hechas, porque siempre es primero la causa
eficiente y activa que la que es hecho o pasiva; por lo cual, si tocan y pertenecen a Jano los
principios de las cosas que se hacen o están hechas, no por eso son primero que las causas
eficientes que atribuyen a Júpiter, 'pues así como no se hace cosa alguna, así tampoco se
empieza a hacer alguna a que no haya precedido su causa eficiente, y realmente si a este
dios, en cuya suprema potestad, están todas las causas de todas las naturalezas hechas, y de
las cosas naturales llaman los gentiles Júpiter, y le reverencian con tantas ignominias y tan
abominables culpas, más sacrílegos son que si no le tuviesen por dios.

Y así, más acertadamente obrarían poniendo a otro que mereciera y le cuadrara aquella
torpe y obscena veneración el nombre de Júpiter, colocando en su lugar algún objeto vano
de que blasfemaran, como dicen que a Saturno le pusieron una piedra para que la comiese
en lugar de su hijo, que no decir que este dios truena y adultera, gobierna todo el mundo y
comete tantas maldades, y que tiene en su mano las causas sumas de todas las naturalezas y
cosas naturales, y que las suyas no son buenas. Asimismo pregunto: ¿qué lugar dan entre
los dioses a Júpiter, si Jano es el mundo? Porque, según la doctrina de este autor, el alma
del mundo y sus partes son los verdaderos dioses, y así, todo lo que esto no fuere, según
éstos, sin duda no será el verdadero dios. ¿Dirán, por Ventura, que Júpiter es el alma del
mundo y Jano su cuerpo; esto es, este mundo visible? Si así lo persuaden, no habrá motivo
para poder decir que Jano es dios, porque el cuerpo del mundo no es dios, aun según su
mismo sentir, sino el alma del mundo y sus partes.

Por, lo que el mismo Varrón dice claramente que su opinión es que Dios es el alma del
mundo, y que este mismo mundo es Dios, pero que así como el hombre sabio, constando de
alma y cuerpo, sin embargo, se dice sabio por el alma que le ennoblece, el mundo se dice
dios por la misma alma, constando, como consta también, de alma y de cuerpo; de donde se
infiere que el cuerpo solo del mundo no es dios, sino, o sola su alma, o juntamente el
cuerpo y el alma; por la misma razón, si Jano es el mundo y dios es Jano, ¿querrán acaso
decir que Júpiter, para que pueda ser dios, es necesario sea alguna parte de Jano? Antes, por
el contrario, suelen atribuir el poder absoluto sobre todo el universo a Júpiter, y por eso dijo
Virgilio “que todo el mundo estaba lleno de Júpiter” Así que Júpiter, para que sea dios, y
especialmente rey y monarca de los dioses, no puede ima- ginar sea otro que el mundo, para
que así reine sobre los demás dioses, que según éstos son sus partes. Conforme a esta
opinión, el mismo Varrón, en el libro que compuso distinto de éstos, acerca del culto y
reverencia de los dioses, declara unos versos de Valerio Sorano, que dicen así: “Júpiter
todopoderoso es el progenitor de los reyes, de las cosas naturales y de todos los dioses, y el
progenitor de los dioses es un dios y todos los dioses.”

CAPITULO X

Si es buena la distinción de Jano y de Júpiter Siendo, pues, Jano y Júpiter el mundo, y


siendo uno solo el mundo. ¿por qué son dos dioses Jano y Júpiter? ¿Por qué de por sí tienen
sus templos, sus aras, diversos ritos y diferentes estatuas? Si es porque una es la virtud y
naturaleza de los principios y otra la de las causas, y la primera tomó el nombre de Jano y la
segunda de Júpiter, pregunto: si porque un juez tenga en diferentes negocios dos
jurisdicciones o dos ciencias, ¿hemos de decir que por cuanto es distinta la, virtud y la,
naturaleza de cada una de ésta, por eso son dos jueces o dos artífices? Y en iguales
circunstancias, porque un mismo dios tenga potestad sobre los principios y él mismo la
tenga sobre las causas, ¿acaso por eso es forzoso imaginemos dos dioses, porque los princi-
pios y las causas son dos cosas? Y si esto les parece que es conforme a razón, también dirán
que el mismo Júpiter será tantos dioses cuantos son los sobrenombres que le han puesto con
relación a tantas facultades como tiene y ejerce, ya que son muchas y diversas las causas
por las cuales le pusieron tantos sobrenombres, de los cuales referiré algunos.

CAPITULO XI

De los sobrenombres de Júpiter que se refieren no a muchos dioses, sino a uno mismo
Llámanle vencedor, invicto, auxiliador, impulsador, estator, cien pies, Supinal, Tigilio,
Almo, Rumino y de otras maneras que sería largo el referirlas. Todos estos sobrenombres
pusieron a un solo dios con respecto a diferentes causas y potestades, y, con todo, no en
atención a tantos objetos, le obligaron a que fuese otros tantos dioses, porque todo lo vencía
y de nadie era vencido, pues socorría a los que lo habían menester, tenía poder para
impeler, estar permanente, establecer, trastornar, sos- tenía y sustentaba el mundo con una
viga o puntal, todo lo mantiene y sustenta, y, finalmente, con la ruma, esto es, los pechos,
cría los animales. Entre estas prerrogativas como hemos visto, algunas son grandes y otras
pequeñas, y con todo, dicen que uno es el que lo hace todo.

Pienso que las causas y principios, de las cosas, que es el motivo por que quisieron que un
mundo fuese dos dioses, Júpiter y Jano, están entre sí más conexas que su opinión,
mediante la cual aseguran que contiene en si al mundo, y que da la leche a los animales; y,
no obstante, para desempeñar estos dos ministerios, tan distintos entre sí en virtud y en
dignidad, no fue preciso que fuesen dos dioses, sino un Júpiter, que por el primero se llamó
Tigilo, viga o puntal, que tiene y sustenta, y por el segundo, Rumino, que da el pecho; no
quiero decir que por dar el pecho a los animales que maman, mejor se le pudo llamar Juno
que Júpiter, mayormente habiendo también otra diosa Rumina, que en este cargo le podía
ayudar a servir, porque imagino responderán que Juno no es otra que Júpiter, conforme a
los versos de Valerio Sorano, donde dice: “Júpiter todopoderoso es el progenitor de los
reyes, de las cosas naturales y de los dioses y progenitora de los dioses.” Pero pregunto
¿por qué se llamó también Rumino, pues es el mismo en el concepto de los que quizá con
alguna más exactitud y curiosidad lo consideran, aquella diosa Rumina? Porque si con
razón parecía impropio de la majestad de las diosas que en una sola espiga uno cuidase del
nudo de la caña y otro del hollejo, ¿cuánto más indecoroso es que de un oficio tan ínfimo y
bajo como es dar de mamar a los animales, cuide la autoridad de los dioses, que el uno de
ellos sea Júpiter, que es el rey monarca de todos, y que esto no lo haga siquiera con su
esposa, sino con una deidad humilde y desconocida, como es Rumina, y el propio Rumino;
Rumino, acaso, por los machos que maman, y Rumina por las hembras? Cómo diría yo que
no quisieron poner nombre de mujer a Júpiter, si en aquellos versos no le llamaran
asimismo progenitor y progenitora, y entre otros nombres suyos no leyera que también se
llama Pecunia, a cuya diosa hallamos entre aquellos oficiales munuscularios, como lo
dijimos en, el libro IV; pero ya que la Pecunia la tienen los varones y las hembras, véanlo
ellos por qué no se llamó igualmente Pecunia y Pecunio, como Rumina y Rumino.

CAPITULO XII

Que también Júpiter se llama Pecunia ¡Y con cuánto donaire y gracejo dieron razón de este
nombre! “Llamábase también, dicen, Pecunia, porque todas las cosas son o dependen de la
Pecunia.” ¡Oh, qué plausible razón de nombre del dios! Antes aquel cuyas son todas las
cosas es envilecido e injuriado siempre que se le llama pecunia o dinero; porque, respecto
de todo cuanto hay en el Cielo y en la tierra, ¿qué es el dinero, en general, con respecto a
cuanto posee el hombre con nombre de dinero? Pero, en efecto, la codicia puso a Júpiter
este nombre, para que el que ama el dinero le parezca que ama no a cualquiera dios, sino al
mismo rey y monarca de todos; mas fuera otra cosa muy diferente si se llamara riquezas,
porque una cosa es riqueza y otra el dinero; porque llamamos ricos a los sabios, virtuosos y
buenos, quienes, o no tienen dinero, o muy poco, y, con todo, son, en realidad, más ricos en
virtudes, cuyo ornamento les basta aun en las necesidades corporales, contentándose con lo
que poseen; y llamamos pobres a los codiciosos que están siempre suspirando, deseando y
anhelando por las riquezas del mundo, sin embargo en su mayor abundancia no es posible
dejen de tener necesidad, y al mismo Dios verdadero, con razón, le llamamos rico no por el
dinero, sino por su omnipotencia. Llámense también ricos los adinerados, mas en el interior
son pobres si son ambiciosos; asimismo se llaman pobres los que no tienen dinero; pero
interiormente son ricos si son sabios.

¿En qué estimación debe tener, pues, el sabio la Teología en la cual el rey y monarca de los
dioses toma el nombre de aquel objeto: “que ningún verdadero sabio, deseó”, y cuanto más
con- gruamente, si se aprendiera con esta, doctrina alguna máxima saludable que fuese útil
para la vida eterna, llamaran a Dios, que es gobernador del mundo, no dinero, sino
sabiduría, cuyo amor nos purifica de la inmundicia de la codicia, esto es, del afecto y deseo
desordenado del dinero?

CAPITULO XIII

Que declarando qué cosa es Saturno y qué es Genio, enseñan que el uno y el otro es un solo
Júpiter Pero ¿qué necesidad hay de que hablemos más de este Júpiter a quien acaso se
deben referir todas las otras deidades. sólo con el objeto de refutar la opinión que establece
muchos dioses, supuesto que éste es el mismo que todos, ya sea teniéndolos por sus portes
o potestades, ya sea que la virtud del alma, la cual imaginan difundida por todos los seres
creados, haya tomado de Ias partes de esta máquina, de las cuales se compone este mundo
visible, y de los diversos oficios y cargos de la naturaleza sus nombres, como si fuera de
muchos dioses? Porque ¿qué es Saturno? “Es uno de los principales dioses, dice, en cuya
potestad y dominio están todas las sementeras.” Por ventura, la exposición de los versos de
Valerio Sorano ¿no nos persuade, claramente que Júpiter es el mundo, y que expele de sí
todas las semillas, y que asimismo las recibe en si? Luego él es en cuya mano está el
dominio de todas las sementeras ¿Qué cosa es Genio? Es un dios, dice, que preside y tiene
potestad sobre todo cuanto se engendra.” ¿Y quién otro imaginan ellos tiene esta facultad,
sino el mundo, de quien dice que Júpiter todopoderoso es progenitor y progenitora? Y
cuando, en otro lugar, añade que el genio es el alma racional de cada uno, y que por eso
cada uno tiene su genio particular, y que la tal alma del mundo es diosa, a esto mismo, sin
duda, lo reduce, para que se crea que la misma alma del mundo es como un genio universal;
luego éste es el mismo a quien llaman Júpiter; porque si todo genio es dios, y toda alma del
hombre es genio, se sigue que toda alma del hombre sea dios; y si el mismo absurdo y
desvarío nos compele a abominarlos, resta que llamen singularmente y como por excelencia
dios a aquel genio de quien aseguran que es el alma del mundo, y, por consiguiente; Júpiter.

CAPITULO XIV

De los oficios de Mercurio y de Marte Pero a Mercurio y a Marte, ya que no hallaron medio
para referirlos y acomodarlos entre algunas partes del mundo y entre las obras de Dios que
se observan en los elementos, pudieran acomodarlos siquiera entre las operaciones de los
hombres, designándolos por presidentes y ministros del habla y de la guerra; y el uno de
éstos, que es Mercurio, si tiene la potestad de infundir el habla igualmente a los dioses,
tendrá dominio también sobre el mismo rey de los dioses, si es que Júpiter habla conforme

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