La Democracia Delegativa Nota de Guillermo o Donnell

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Domingo 4 de diciembre de 2011 LA NACION

La democracia delegativa
Politólogo reconocido y lúcido observador de la vida política nacional, Guillermo O'Donnell falleció el
martes pasado, a los 75 años. A modo de homenaje, reproducimos el último texto que escribió para LA
NACION el 28 de mayo de 2009, que conserva una inquietante actualidad
Por Guillermo O'Donnell | Para LA NACION
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Hace unos 15 años, al tratar de entender los gobiernos de Menem; de Collor, en Brasil, y la primera
presidencia de Alan García, en Perú, argumenté que estaba surgiendo un nuevo tipo de democracia, a la que
llamé delegativa para diferenciarla de la que está ampliamente estudiada: la democracia representativa. Se
trata de una concepción y una práctica del poder político que es democrática porque surge de elecciones
razonablemente libres y competitivas; también lo es porque mantiene, aunque a veces a regañadientes,
ciertas importantes libertades, como las de expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información
no censurados por el Estado o monopolizados.

Este tipo de democracia, como la que vive hoy la Argentina, tiene sus riesgos: los líderes delegativos suelen
pasar, rápidamente, de una alta popularidad a una generalizada impopularidad.

Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis, pero no toda crisis produce democracias
delegativas; para ello también hacen falta líderes portadores de esa concepción y sectores de opinión pública
que la compartan. La esencia de esa concepción es que quienes son elegidos creen tener el derecho -y la
obligación- de decidir como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos sólo al juicio de los
votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les delegan plenamente esa autoridad durante ese
lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional es considerado una injustificada traba; por eso, los líderes
delegativos intentan subordinar, suprimir o cooptar esas instituciones.

Estos líderes a veces fracasan de entrada (Collor en Brasil), pero otras logran superar la crisis, o al menos
sus aspectos más notorios. En la medida en que superan la crisis logran amplios apoyos. Son sus momentos
de gloria: no sólo pueden y deben decidir como les parece; ahora ese apoyo les demuestra, y debería
demostrar a todos, que ellos son quienes realmente saben qué hacer con el país. Respaldados en sus éxitos,
los líderes delegativos avanzan entonces en su propósito de suprimir, doblegar o neutralizar las instituciones
que pueden controlarlos.

A libro cerrado

Aquí se bifurcan las historias de estos presidentes. Algunos de ellos, como Kirchner (y Menem en su
momento), tuvieron la gran ventaja de lograr mayoría en el Congreso. Sus seguidores en este ámbito repiten
escrupulosamente el discurso delegativo: ya que el presidente ha sido elegido libremente, ellos tienen el
deber de acompañar a libro cerrado los proyectos que les envía "el Gobierno". Olvidan que, según la
Constitución, el Congreso no es menos gobierno que el Ejecutivo; producen entonces la mayor abdicación
posible de una Legislatura, conferir (y renovar repetidamente) facultades extraordinarias al Ejecutivo.

En cuanto al Poder Judicial (en el caso nuestro, a contrapelo de buenas decisiones iniciales en la designación
de miembros de la Corte Suprema y reducción de su número), se van apretando controles sobre temas tales
como el presupuesto de esa institución y, crucialmente, las designaciones y promociones de jueces.
Asimismo, con relación a las instituciones estatales de accountability (rendición de cuentas), auditorías,
fiscalías, defensores del pueblo y semejantes, se apunta a capturarlas con leales seguidores del presidente, al
tiempo que se cercenan sus atribuciones y presupuestos. Todo esto ocurre con entera lógica: para esta
concepción supermayoritaria e hiperpresidencialista del poder político, no es aceptable que existan
interferencias a la libre voluntad del líder.

Por momentos, el líder delegativo parece todopoderoso. Pero choca con poderes económicos y sociales con
los que, ya que ha renunciado en todos los planos a tratamientos institucionalizados, se maneja con

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relaciones informales. Ellas producen una aguda falta de transparencia, recurrente discrecionalidad y
abundantes sospechas de corrupción.

En verdad, ese líder no puede tener verdaderos aliados. Por un lado, tiene que lidiar con los nunca confiables
señores territoriales. Ellos deben proveer votos, así como un control de sus territorios que, sin importarle
demasiado al líder cómo, no genere crisis nacionales. Por supuesto, los gobernadores (no pocos de ellos
también delegativos, si no abiertamente autoritarios) pasan por esto facturas cuyo monto depende del
cambiante poder del presidente; así se pone en recurrente y nunca finalmente resuelta cuestión la
distribución de recursos entre la Nación y las provincias.

En cuanto a los colaboradores directos de estos líderes, ellos tampoco son verdaderos aliados. Deben ser
obedientes seguidores que no pueden adquirir peso político propio, anatema para el poder supremo del líder.
Tampoco tiene en realidad ministros, ya que ello implicaría un grado de autonomía e interrelación entre
ellos que es, por la misma razón, inaceptable.

Asimismo, el líder suele necesitar el apoyo electoral de otros partidos políticos, algunos de los cuales se
tientan con la posibilidad de beneficiarse de la popularidad de aquél. Pero estos partidos tampoco pueden ser
verdaderos aliados; su a veces ostensible oportunismo los hace poco confiables, y el propio hecho de que
sean otros partidos muestra al líder que tampoco lo son para acompañarlo plenamente en su gran tarea de
salvación nacional. Además, si fueran realmente tales aliados, el líder tendría que negociar con ellos
importantes decisiones de gobierno, lo cual implicaría renunciar a la esencia de su concepción delegativa.

Los líderes delegativos inicialmente exitosos generan importantes cambios, algunos de ellos, en casos como
el nuestro, de signo e impactos positivos. Pero por eso mismo van apareciendo nuevas demandas y
expectativas, junto con el resurgimiento de antiguos problemas. La complejidad de los temas resultantes
exigiría tomar complejas decisiones; pero ellas sólo son posibles con participación de sectores sociales y
políticos que sólo pueden hacerlo ejerciendo una autonomía que el líder delegativo no está dispuesto a
reconocerles.

De esta manera, los líderes se van encerrando en un estrecho grupo de colaboradores, que quedan cada vez
más atados al supremo valor de la "lealtad" al líder. A su vez, quienes en el Estado y desde el llano apoyan
desinteresadamente al líder comienzan a dar señales de desconcierto y preocupación. Comienzan a resentir
que sólo se los convoque para aclamar las decisiones del Gobierno. Es típico de estos casos que a períodos
iniciales de alta popularidad suceden abruptas caídas y, con ello, una cascada de "deserciones" de quienes
hasta hacía poco proclamaban incondicional lealtad al líder.

Cuando aparece la crisis de estos gobiernos, el país se encuentra con debilidades institucionales que el líder
delegativo se ha ocupado de acentuar. Entonces, los señores territoriales empiezan a tomar distancia de ese
líder. Por su parte, los partidos que creyeron ser aliados y descubren que sólo podían ser subordinados
instrumentos, comienzan a recorrer un complicado camino de Damasco hacia otras latitudes políticas.

Desde su creciente aislamiento, el líder reprocha la "ingratitud" de quienes, luego de haberlo aplaudido,
ahora resienten la reemergencia de graves problemas y las maneras abruptas e inconsultas con que intenta
encararlos (si no negarlos como malicioso invento de condenables intereses expresados en los nunca tan
molestos medios de comunicación). Este es un estilo de gobernar que corresponde rigurosamente a la
constitutiva vocación antiinstitucional de la democracia delegativa.

De hecho, el líder tiende a adoptar un mecanismo psicológico bien estudiado, típico de estas situaciones: no
logra distinguir caminos alternativos y se aferra a seguir haciendo lo mismo y de la misma manera que no
hace mucho funcionó razonablemente bien. A estas alturas de los acontecimientos, otros líderes delegativos
se encontraron huérfanos de todo apoyo organizado. En cambio, entre nosotros, el matrimonio presidencial
tiene la ventaja de contar con parte del Partido Justicialista; pero, mostrando la raigambre de sus visiones,
éste es manejado con la misma discrecionalidad que su gobierno.

A medida que avanza la crisis, el líder apela al apoyo de los verdaderos "leales" y arroja al campo del mal no
ya sólo a los eternos herejes de la causa nacional, sino también a los "tibios". El líder ya no vacila en
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proclamar que el principal contenido de toda la oposición es ser la antipatria, de las que nos quiere salvar. La
imagen asustadora del retorno a la crisis de la que nació su gobierno -el caos- aparece en su discurso. En
cuanto a la oposición, tiende a aglomerar, entre otros, a sectores sociales y actores políticos que aquél
justificadamente criticó. De allí resultan incómodas compañías, intentos de diferenciación y apuestas en pro
y en contra de la polarización que impulsa el líder delegativo.

Entonces también surge uno de los riesgos de la democracia delegativa: en respuesta a la crispación que
produce a su líder la para él/ella injustificable aparición de aquellas oposiciones, le tienta amputar o acotar
seriamente las libertades cuya vigencia la mantienen en la categoría de democrática. Que este riesgo no es
baladí se muestra en el desemboque autoritario de Fujimori en Perú y de Putin en Rusia, y en el similar
desemboque hacia el que hoy Chávez empuja a Venezuela. Felizmente, la Argentina no tiene las
condiciones propicias para ese desenlace, pero no es ocioso recordar que la democracia también puede morir
lentamente, no ya por abruptos golpes militares sino mediante una sucesión de medidas, poco espectaculares
pero acumulativamente letales.

Auténtico dramatismo

En la lógica delegativa, las elecciones no son el episodio normal de una democracia representativa, en las
que se juegan cambios de rumbo, pero no la suerte de gestas de salvación nacional. Para una democracia
delegativa, hasta las elecciones parlamentarias adquieren auténtico dramatismo: de su resultado se cree que
depende impedir el surgimiento de poderes que abortarían esa gesta y devolverían el país a la gran crisis
precedente. Hay que jugar todo contra esta posibilidad porque, para esta concepción, todo está realmente en
juego. Es importante entender que estos argumentos no son sólo recursos electorales; expresan auténticos
sentimientos.

La repetición de estos episodios no es casual; obedece al despliegue de una manera de concebir y ejercer el
poder que se niega a aceptar los mecanismos institucionales, los controles, los debates pluralistas y las
alianzas políticas y sociales que son el corazón de una democracia representativa. En el transcurso de su
crisis, cuando acentúa su discurso polarizante y amedrentador, esta manera de ejercer el poder recibe apoyos
cada vez más escasos y endebles, al tiempo que acumula enojos de los poderes e instituciones, políticos y
sociales, que ha ido agrediendo, despreciando y/o intentando someter. El período de crisis de las
democracias delegativas es de gran aceleración de los tiempos de la política; no deja de ser paradójico,
aunque entendible dentro de esta concepción, que sea el líder delegativo quien más contribuye a esa
aceleración -como todo le parece en juego, casi todo pasa a ser permitido.

Con estas reflexiones expreso una honda preocupación. Estoy persuadido de que el futuro de nuestro país
depende de avanzar hacia una democracia representativa. No sé si será posible moverse de inmediato en esa
dirección. Esta duda se refiere a un Poder Ejecutivo que parece poco dispuesto a reconducir su gestión.
También incluye una oposición que contiene importantes franjas que han demostrado compartir estas
mismas concepciones y prácticas delegativas, y no es seguro que las abandonen si triunfan en estas y futuras
elecciones. Queda abierta la gran cuestión -que algunas campañas electorales por cierto no despejan- de si el
aprendizaje de los defectos y costos de la democracia delegativa se encarnará efectivamente en
comportamientos y acuerdos que la superen.

Típicamente, los períodos de visible crisis del poder delegativo, recomponible o no, reencauzable o no, son
de gran incertidumbre. Con ellos tendremos que vivir, sin perder la esperanza de que, aunque mediante
oblicuos y ya largos caminos, nuestro país se encamine hacia una democracia representativa. Ella vale por sí
misma; es también condición necesaria para ir dando solución a los múltiples problemas que nos aquejan.

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1429892-la-democracia-delegativa

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