Escatologia Jose Grau Leccion03

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LECCIÓN 3.

a LA PERSPECTIVA BÍBLICA DE LA MUERTE

1. La raíz del problema de la muerte

El problema de la muerte acaso sea trágico, no porque siendo polvo hayamos de volver al
polvo, sino, como escribe Paúl Tillich, porque somos culpables y morimos como tales. Lo
mismo expresó, de modo equivalente, R. S. Candlish:

«El hombre muere, no como criatura, sino como criminal.» Y Emilio Brunner remacha: «No es
el hecho de que el hombre muera lo que constituye "el salario del pecado", sino que muera
como muere, en temor y agonía, con la ansiosa incertidumbre de lo que le espera más allá de
la muerte, con una mala conciencia o el temor de un posible castigo; en resumen: muerte
humana.»9

2. El salario del pecado

Al llegar a este punto nos movemos dentro de la atmósfera de la Revelación bíblica, para la
cual ―reconoce Bultrnann― la muerte es tan poco natural como la resurrección.

En la perspectiva bíblica, el hecho de la muerte va unido indisolublemente al hecho del pecado.


La consecuencia del pecado es la muerte; es su paga, su salario, su justa retribución (Rom.
6:23). De ahí su horror, su carácter antinatural.

3. La muerte como frustración suprema

Pero la relación «pecado - muerte» se entrelaza con el ansia de inmortalidad que Dios mismo
ha puesto en el corazón del hombre. Todo ser humano siente este afán por perpetuarse, quizá
por el secreto motivo de seguir investigando en los misterios de la vida con una curiosidad
irrestañable, con lo que se unirían los dos sentidos que el vocablo hebreo 'olam adquiere en
Eclesiastés 3:11: «Todo lo hizo hermoso (Dios) en su tiempo: y ha puesto ETERNIDAD (mejor
que "un mundo", como decía la antigua Reina-Valera) en el corazón de ellos,* sin que alcance
él hombre a entender la obra que ha hecho Dios, desde el principio hasta el fin.» De ahí la
tensión irreconciliable que produce la coexistencia en un mismo ser, del pecado que le arrastra
a la muerte (al no-ser) y del anhelo de perpetuidad que, paradójicamente, pugna por
manifestarse; a veces, con la pujanza que alcanzó en Unamuno.

Por consiguiente, acusa una gran superficialidad todo el que ve en el temor a la muerte una
obsesión enfermiza, o un mieao al más allá, o el resultado de la ignorancia y hasta de la falta
de educación. Todo confluye ante el misterio de la muerte, para plantearnos la totalidad del
sentido de la existencia, cara a cara con los enigmas fundamentales de la vida, de los cuales
no es el menor el «salto en las tinieblas», como alguien lo ha definido. Se trata de cuestiones
ineludibles, por lo menos en ciertos momentos de la vida; y, para ciertas personas,
insoslayables a lo largo de todo su devenir.

Si se prescinde de la Divinidad y, consiguientemente, de su Palabra reveladora, no hay


esperanza ya de poder llegar a saber algo del misterio de la muerte. Los problemas más
agudos de la existencia del hombre, tales como el significado de su vida y de su muerte, y la
presencia del sufrimiento en el mundo, quedarán para siempre sin resolver. El hombre que
suprime a Dios ha de optar, o por la desesperación, al hallarse falto de respuestas
satisfactorias, o por la inconsciencia alienadora que, como al avestruz, le incita a esconder la
cabeza para hacerse la ilusión de que no existe el peligro de muerte, por el hecho de que ésta
es algo que no pertenece a la vida.

4. La muerte, vencida por Cristo

La respuesta última de la Palabra de Dios (la única respuesta válida) nos es garantizada por
habérsenos revelado la Divinidad a sí misma en un proceso histórico que la Biblia registra. Dios
ha hablado; por consiguiente, se trata de un mensaje que nos viene dado desde fuera, como
algo objetivo e independíente de nuestras reflexiones filosóficas y teológicas. Y Dios ha
pronunciado su última Palabra en Cristo (Heb. 1:1). muy especialmente en la Cruz, donde
«Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no poniendo a la cuenta de los
hombres sus pecados» (como dice el original de 2.ª Cor. 5:19). Y, sobre esta base, el cristiano
puede exclamar con el apóstol:
«¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de
la muerte es el pecado... Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por medio de
nuestro Señor Jesucristo» (1.ª Cor. 15:55-57. Cf. Is. 25:8;Os. 13:14).

Esto significa que la situación trágica del hombre-pecador (todo hombre, Rom. 3:11) puede, a
pesar de todo, no ser desesperada como lo sería si se encontrase preso en la vorágine de las
leyes cósmicas, que son insensibles e impersonales, o como si estuviese a merced de un hado
inexorable. Cierto, la muerte es el castigo de Dios por el pecado; pero. al mismo tiempo, la vida
es el obsequio de su gracia (V. Rom. 6:23)."10

5. La muerte, señal y consecuencia del pecado

Lo inevitable de la muerte física es símbolo de una verdad espiritual más profunda: el hombre,
porque es hombre y hombre pecador, vive solamente dentro de la esfera de la muerte y debe
considerarse como condenado a muerte. Porque fuera de Cristo, que es la Verdad y la Vida,
sólo hay muerte.

La muerte física es el signo y el fruto del pecado. Es el símbolo del orden natural que rige el
mundo; natural para nosotros ―pecadores―, pero no para Dios, que es _ la plenitud de vida;
constituye además la gran contradicción de este encuentro que se produce entre Dios, vivo y
vivificante, autor y dador de la vida, y el hombre sumido en el pecado que rechaza y rehuye la
intensa vitalidad F a la que es llamado.

La muerte física es, pues, símbolo y pena, a la vez, de la entrada del pecado en la existencia
humana (V. Gen.2:17; 3:24, comp. con Rom. 5:12; Ef. 2:5).

La muerte nunca la quiso Dios. Entró en el mundo por el pecado. Santiago 1:14, 15 ofrece un
gráfico ejemplo de la relación entre el pecado y la muerte: «Cada uno es tentado cuando de su
propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces, la concupiscencia, después que ha
concebido, da a luz el pecado; y EL PECADO, siendo consumado. DA A LUZ LA MUERTE.»

Tenemos, pues, afirmada aquí la gran verdad bíblica de que la muerte es el engendro del
pecado.

6. La naturaleza de la muerte

La naturaleza de la muerte es la soledad, la soledad radical. Como dijo G. A. Bécquer en una


de sus famosas Rimas:

¡Dios mío, qué solos


Se quedan los muertos!

La muerte separa, aisla, produce vacilación. Como el pecado, su progenitor, que produce la
separación entre el hombre y Dios (Is. 59:2), medíante la constante, al menos latente, rebeldía
del hombre (Is. 53:6), y produce también la separación de los hombres entre sí (V. Rom. 3:13-
18, ilustrado, sin quererlo, por Sartre cuando sostiene que «el infierno, son los demás»),
mediante el egoísmo, la envidia, la vanidad y la explotación del hombre por el hombre.

Con razón se ha dicho que «el pecado y la muerte sé pertenecen inseparablemente. Juntos
permanecen, o caen juntos».11

Esta soledad absoluta ―tanto en relación a Dios como a los hombres y, a la larga, con
respecto a si mismo, lo cual suele incitar al suicidio― torna al hombre en un ser impotente. De
ahí que, si bien puede acortar su destino ―ya que tiene libertad para proponérselo y energía
para realizarlo―, no puede, sin embargo, confiar su destino ni a su libertad ni a su energía. Y
es que, cuando morimos, no escapamos a las consecuencias de nuestros actos, sino que
vamos al encuentro de las mismas. Como veremos más adelante, esto hace de la inmortalidad
―cuando es entendida a la manera platónica― algo totalmente inútil e inservible. Fuera de
Dios todo es muerte, náusea y desesperación; tanto en esta existencia terrena como después
de la destrucción o descomposición final del cuerpo físico.

Esta estrecha ligazón entre pecado y muerte hizo necesario que Cristo viniese «para destruir
por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos
los que por el temor de la muerte estaban durante toda su vida sujetos a servidumbre» (Heb.
2:14, 15).

Como alguien ha escrito: «La muerte comprometía radicalmente el proyecto de vida que Dios
hacía en favor de los hombres. Era, pues, menester que Cristo combatiera en el mismo terreno
del enemigo. Fue necesario que muriera para franquear con su muerte el rechazo de la
humanidad a los proyectos de Dios. Cristo tiene conciencia, además, de que solamente él tiene
el poder de combatir. Ha salido de la misma "pasta humana", en plena solidaridad con ella.
Carga sobre sí los pecados del mundo (Gálatas 3:13) y se hace obediente hasta la muerte (Fil.
2:7, 8; Heb. 5:9)... Jesucristo sabe simplemente que tiene entre sus manos el futuro de la
humanidad, una humanidad que ya no puede reconciliarse con Dios, porque lo ha
rechazado.»12

En este hecho radica nuestra esperanza. La confianza cristiana se funda en la victoria de


Cristo. Porque Jescristo es, no sólo Señor de la vida, sino también de la muerte, al tener poder
para destruirla y al haberle arrebatado su aguijón en la Cruz.

7. La muerte como doble respuesta de Dios

De manera que la muerte no sólo es la respuesta de Dios al pecado, sino que, para la solución
del mismo. Cristo tiene que morir; su muerte es vicaria y expiatoria, en representación de los
hombres, en lugar de los hombres y a favor de los hombres. No para satisfacer un supuesto
carácter vengativo de Dios, sino las exigencias universales y eternas de su santa justicia: «AI
que no conoció pecado ―dice Pablo―, por nosotros ío hizo (Dios) pecado, para que nosotros
fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2.- Cor. 5:21).

La muerte de Cristo tiene que ser mi muerte, si deseo que su resurrección sea mía también
(Rom. 6:4; Ef. 2:4-6; Fil. 3:9-11). Esto es posible por la fe, que nos une a Cristo (Jn. 1:12; 15:1).

Pero este hombre que muere por causa del pecado, y que también puede ser salvado por
causa de la obra realizada a su favor por Dios en Cristo, ¿quién es?; ¿qué es el hombre? ¿Qué
es lo que constituye su personalidad?; ¿qué es este «algo» que perdura?; ¿cuál es, en
definitiva, su esperanza, la inmortalidad o la resurrección? Esto lo vamos a estudiar en las
lecciones que siguen.

Notas:

9. Citados por L. Morris en El salario del pecado (Barcelona, EEE. 1967). p. 33, nota 31.
y p. 23, nota 18

* La misma palabra hebrea 'olam aparece en Miqueas 5:2 con referencia clara a la eternidad
del Hijo de Dios que nacería como un niño en Belén.

10. Véase L. Morris, o. c., pp- 34 y ss. así como J. Laidlaw (citado por Morris). quien dice:
«No estamos hurgando en la epidermis de frias y mecánicas leyes, sino en la mano del
Dios vivo que castiga el pecado, pero que también puede decir: "Encontraré el medio
de sacaros de la tumba, porque he hallado un rescate."»

11. Citado por L. Morris. o. c., p. 16 de Nygen

12. Francis Vachette, Salváts per Jesucrist (Barcelona, Nova Térra. 1967), pp- 63-64.

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