Kenro

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Kenro nunca conoció a sus padres. Un mestizo, semielfo, bastardo para más inquina.

Su
madre le echó un buen vistazo y decidió deshacerse de él. Provenía de una respetada casta
de altos elfos magos, que no veían con buenos ojos semejante desliz. Su solución pasaba
por deshacerse de él y olvidarse de que nunca existiera. Su padre, había desaparecido tan
rápido como había aparecido, en realidad nunca llegó a saber muy bien quién era.

O eso es lo poco que más tarde le llegó, pues de una forma u otra, siendo tan solo un bebé,
fue abandonado en el orfanato del Lirio Blanco. Allí se educó y creció. Curioso, travieso y
descarado, se metía en problemas más pronto que tarde, metiendo las narices siempre en
donde no le llamaban. Quería ver siempre qué hay más allá de los grises muros de aquel
deslavazado hogar de niños huérfanos, anhelaba todo aquello que le faltaba, que era casi
todo, subsistiendo siempre al borde de la más absoluta pobreza, y sobre todo, soñaba con
ser alguien. Alguien con dinero, con poder, con prestigio. A esas personas se les atiende,
se les admira, se les respeta. No como a ellos, tristes cucarachas de callejón, que allí
habían tirado para olvidar.

Allí cada uno llevaba el abandono, la pérdida como podía. Muchos, incapaces de volverse
contra sus propios demonios, lo hacían con sus compañeros. Y el peor era Brego y sus
compinches. Más de una vez el semielfo había tenido problemas con él, pero el asunto con
el cuchillo fue el peor. El rufián siempre llevaba ese cuchillo, exhibiéndolo con chulería ante
la ignorancia o indiferencia de los cuidadores. Harto, Kenro se lo había robado cuando
estaba despistado en la comida. Incluso le había hecho creer que se le había caído al
callejón, con uno de esos truquitos mágicos que estaba aprendiendo de un viejo libro
olvidado de la mísera biblioteca. Pero tuvo que abrir la bocaza y presumir ante un
compañero… Ingenioso y ágil, el chaval era en cambio menudo y no muy fuerte, y no pudo
hacer nada cuando entre tres lo cogieron y le empezaron a golpear. La cosa hubiera
acabado muy mal cuando Brego cogió su arma, si no llega a ser porque por allí apareció
Borin, un rudo pero afable enano fortachón con quien nadie se metía, que dispersó a los
pequeños maleantes con dos gritos y un coscorrón. Desde aquella se hicieron amigos. “Las
faltas no las olvido, pero los favores todavía menos” le había dicho.

Se hicieron inseparables. O al menos hasta que un enano pelirrojo con malas pintas y un
símbolo sagrado al cuello se lo llevó de allí.

Decidido a rescatar a su amigo y harto de las expectativas de tan anodino lugar, a la noche
siguiente se escapó del orfanato.

Pronto descubrió que si pensaba que lo que había conocido era duro, los oscuros y
sinuosos callejones de los arrabales de la ciudad eran mucho peores. Pero mezcla de su
descaro, un poco de ingenio y mucha suerte, lo llevaron al lado bueno de una de las figuras
más influyentes y poderosas de los bajos fondos: Umrick “Secreto Oscuro”, o simplemente,
“Sombrerero”. El misterioso gnomo, traficante de información y experto ilusionista, era el
dirigente nominal de “El Crisol”, el grupo criminal más influyente de la región.

Bajo literalmente el ala de su sombrero, se unió a la organización, donde no tardó en


destacar entre los cadetes, para poco a poco encargarse de misiones cada vez más
complicadas. Y más comprometidas.

Sombrerero le había puesto al mando de uno de sus lugartenientes, Onas, el Gusano, le


llamaban algunos incautos osados, que pronto aprendían que poco no llegaba a sus oídos y
jamás perdonaba. El Crisol era un grupo variopinto que compartía el ideal de robar a los
ricos, poderosos, a los opresores a los que le sobraba y no compartían, ayudando en el
proceso a los más débiles, o esa era la teoría. Algunos versos sueltos se saltaban con
discreción más o menos los valores del grupo, pero Onas, según fue ascendiendo en poder,
también se fue separando más y más de aquella doctrina.
Hasta que una noche, el Gusano les había ordenado infiltrarse en una prisión y matar a uno
de los presos. Parecía ser el hijo adoptivo de un afamado capitán pirata, asesinado por su
antigua tripulación. Los amotinados pagaban una buena suma por librarse de este cabo
suelto que de alguna forma había sobrevivido. El asesinato a sangre fría cruzaba todas las
líneas rojas del Crisol, pero Onas y sus seguidores había declarado su independencia.
Ahora se hacían llamar Estigma, y su símbolo era la Omega.

Eran un grupo de cuatro, entre ellos Kylie, la líder, con fama de enigmática y calculadora, y
letal con su espada larga.

Todo parecía ir bien, hasta que Eremon y él se toparon con su objetivo. Cuál fue su
sorpresa al descubrir en la penumbra de su celda el rostro Borin, casi irreconocible con
largas barbas y un parche, pero no para el amigo al que hace tanto años salvara. Eremon,
alzó su daga, avanzando hacia el enano, para caer de bruces, dormido ante el conjuro de
Kenro. “Las faltas no las olvido, pero los favores todavía menos” había dicho con una
sonrisa al levantar a su antiguo compañero.

Se escabullían ya de la prisión cuando se toparon con Kylie y Tantor. Estaba convencido de


que acabarían con ellos, cuando la tiefling atravesó con su espadón el corazón del
grandullón semiorco antes de que pudiera siquiera entender la situación.

Con una sonrisa, ante los atónitos ojos de los dos amigos, se arrancó el colgante con una
amiga y lo pisó en el sueño, y le tiró una moneda de plata con un yunque en su cara, el
símbolo del Crisol.

- Ahora iros, pero nos debes una.

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