Octavio Paz Los Hijos Del Limo
Octavio Paz Los Hijos Del Limo
Octavio Paz Los Hijos Del Limo
Prefacio
En un libro publicado hace más de quince años, El arco y la lira (México, 1956),
intenté responder a tres preguntas sobre la poesía: el decir poético, el poema ¿es
irreductible a todo otro decir? ¿Qué dicen los poemas? ¿Cómo se comunican los
poemas? La materia de este libro es una prolongación de la respuesta que intenté dar
a la tercera pregunta. Un poema es un objeto hecho del lenguaje, los ritmos, las
creencias y las obsesiones de este o aquel poeta y de esta o aquella sociedad. Es el
producto de una historia y de una sociedad, pero su manera de ser histórico es
contradictoria. El poema es una máquina que produce, incluso sin que el poeta se lo
proponga, antihistoria. La operación poética consiste en una inversión y conversión
del fluir temporal; el poema no detiene el tiempo: lo contradice y lo transfigura. Lo
mismo en un soneto barroco que en una epopeya popular o en una fábula, el tiempo
pasa de otra manera que en la historia o en lo que llamamos vida real. La
contradicción entre historia y poesía pertenece a todas las sociedades pero sólo en la
edad moderna se manifiesta de una manera explícita. El sentimiento y la conciencia
de la discordia entre sociedad y poesía se ha convertido, desde el romanticismo, en el
tema central, muchas veces secreto, de nuestra poesía. En este libro he procurado
describir, desde la perspectiva de un poeta hispanoamericano, el movimiento poético
moderno y sus relaciones contradictorias con lo que llamamos «modernidad».
A despecho de las diferencias de lenguas y culturas nacionales, la poesía
moderna de Occidente es una. Apenas si vale la pena aclarar que el término
Occidente abarca también a las tradiciones poéticas angloamericanas y
latinoamericanas (en sus tres ramas: la española, la portuguesa y la francesa). Para
ilustrar la unidad de la poesía moderna escogí los episodios más salientes, a mí
entender, de su historia: su nacimiento con los románticos ingleses y alemanes, sus
metamorfosis en el simbolismo francés y el modernismo hispanoamericano, su
culminación y fin en las vanguardias del siglo XX. Desde su origen la poesía
moderna ha sido una reacción frente, hacia y contra la modernidad: la Ilustración, la
razón crítica, el liberalismo, el positivismo y el marxismo. De ahí la ambigüedad de
sus relaciones —casi siempre iniciadas por una adhesión entusiasta seguida por un
brusco rompimiento— con los movimientos revolucionarios de la modernidad, desde
la Revolución francesa a la rusa. En su disputa con el racionalismo moderno, los
poetas redescubren una tradición tan antigua como el hombre mismo y que,
transmitida por el neoplatonismo renacentista y las sectas y corrientes herméticas y
ocultistas de los siglos XVI y XVII, atraviesa el siglo XVIII, penetra en el XIX y
llega hasta nuestros días. Me refiero a la analogía, a la visión del universo como un
sistema de correspondencias y a la visión del lenguaje como el doble del universo.
La analogía de los románticos y los simbolistas está roída por la ironía, es decir,
por la conciencia de la modernidad y de su crítica del cristianismo y las otras
religiones. La ironía se transforma, en el siglo XX, en el humor —negro, verde o
morado. Analogía e ironía enfrentan al poeta con el racionalismo y el progresismo de
la era moderna pero también, y con la misma violencia, lo oponen al cristianismo. El
tema de la poesía moderna es doble: por una parte es un diálogo contradictorio con y
contra las revoluciones modernas y las religiones cristianas; por la otra, en el interior
de la poesía y de cada obra poética, es un diálogo entre analogía e ironía. El contexto
donde se despliega este doble diálogo es otro diálogo: la poesía moderna puede verse
como la historia de las relaciones contradictorias, hechas de fascinación y repulsión,
entre las lenguas románicas y las germánicas, entre la tradición central del clasicismo
grecolatino y la tradición de lo particular y lo bizarro representada por el
romanticismo, entre la versificación silábica y la acentual.
En el siglo XX las vanguardias dibujan las mismas figuras que en el siglo
anterior, sólo que en sentido inverso: el modernismo de los poetas angloamericanos
es una tentativa de regreso a la tradición central de Occidente —precisamente lo
contrario de lo que habían sido el romanticismo inglés y alemán—, mientras que el
surrealismo francés extrema las tendencias del romanticismo alemán. El período
propiamente contemporáneo es el del fin de la vanguardia y, con ella, de lo que desde
fines del siglo XVIll se ha llamado arte moderno. Lo que está en entredicho, en la
segunda mitad de nuestro siglo, no es la noción de arte, sino la noción de modernidad.
En las últimas páginas de este libro aludo al tema de la poesía que comienza después
de la vanguardia. Esas páginas se unen a Los signos en rotación, una suerte de
manifiesto poético que publiqué en 1965 y que ha sido incorporado como epílogo a
El arco y la lira. El texto de este libro es, modificado y ampliado, el de las
conferencias que di en la Universidad de Harvard (Charles Eliot Norton Lectures) el
primer semestre de 1972*
OCTAVIO PAZ Cambridge, Mass., a 28 de junio de 1972
La tradición de la ruptura
4 «The travels of Mirza Akü Taleb», en Sources of Iridian tradttion, Nueva York, Co—lumbia
University Press, 1958
alcanzado la perfección, es posible que en edades futuras, los filósofos vean los
descubrimientos de Newton con el mismo desdén con que ahora vemos el rústico
estado de las artes entre los salvajes». Para Abü Taleb nuestra perfección es ideal y
relativa: no tiene ni tendrá realidad y siempre será insuficiente, incompleta. Nuestra
perfección no es lo que es, sino lo que será. Los antiguos veían con temor al futuro y
repetían vanas fórmulas para conjurarlo; nosotros daríamos la vida por conocer su
rostro radiante —un rostro que nunca veremos.
En todas las sociedades las generaciones tejen una tela hecha no sólo de
repeticiones sino de variaciones; y en todas se produce de una manera u otra, abierta
o velada, la «querella de los antiguos y los modernos». Hay tantas «modernidades»
como épocas históricas. No obstante, ninguna sociedad ni época alguna se ha llamado
a sí misma moderna —salvo la nuestra. Si la modernidad es una simple consecuencia
del paso del tiempo, escoger como nombre la palabra moderno es resignarse de
antemano a perder pronto su nombre. ¿Cómo se llamará en el futuro la época
moderna? Para resistir a la erosión que todo lo borra, las otras sociedades decidieron
llamarse con el nombre de un dios, una creencia o un destino: Islam, Cristianismo,
Imperio del Centro... Todos estos nombres aluden a un principio inmutable o, al
menos, a ideas e imágenes estables. Cada sociedad se asienta en un nombre,
verdadera piedra de fundación; y en cada nombre la sociedad no sólo se define sino
que se afirma frente a las otras. El nombre divide al mundo en dos: cristianos—
paganos, musulmanes—infieles, civilizados—bárbaros, toltecas—chichimecas...
nosotros—ellos. Nuestra sociedad también divide al mundo en dos: lo moderno—lo
antiguo. Esta división no opera únicamente en el interior de la sociedad —allí asume
la forma de la oposición entre lo moderno y lo tradicional—, sino en el exterior: cada
vez que los europeos y sus descendientes de la América del Norte han tropezado con
otras culturas y civilizaciones, las han llamado invariablemente atrasadas. No es la
primera vez qué una civilización impone sus ideas e instituciones a los otros pueblos,
pero sí es la primera que, en lugar de proponer un principio atemporal, se postula
como ideal universal al tiempo y a sus cambios. Para el musulmán o el cristiano la
inferioridad del extraño consistía en no compartir su fe; para el griego, el chino o el
tolteca, en ser un bárbaro, un chichimeca; desde el siglo XVIII el africano o el
asiático es inferior por no ser moderno. Su extrañeza —su inferioridad— le viene de
su «atraso». Sería inútil preguntarse: ¿atraso con relación a qué y a quién? Occidente
se ha identificado con el tiempo y no hay otra modernidad que la de Occidente.
Apenas si quedan bárbaros, infieles, gentiles, inmundos; mejor dicho, los nuevos
paganos y perros se encuentran por millones, pero se llaman (nos llamamos)
subdesarrollados... Aquí debo hacer una pequeña digresión sobre ciertos y recientes
usos perversos de la palabra subdesarrollo.
El adjetivo subdesarrollado pertenece al lenguaje anémico y castrado de las
Naciones Unidas. Es un eufemismo de la expresión que todos usaban hasta hace
algunos años: nación atrasada. El vocablo no posee ningún significado preciso en los
campos de la antropología y la historia: no es un término científico, sino burocrático.
A pesar de su vaguedad intelectual —o tal vez a causa de ella—, es palabra predilecta
de economistas y sociólogos. Al amparo de su ambigüedad se deslizan dos pseudo
ideas, dos supersticiones igualmente nefastas: la primera es dar por sentado que existe
sólo una civilización o que las distintas civilizaciones pueden reducirse a un modelo
único, la civilización occidental moderna; la otra es creer que los cambios de las
sociedades y culturas son lineales, progresivos y que, en consecuencia, pueden
medirse. Este segundo error es gravísimo: si efectivamente pudiésemos cuantificar y
formalizar los fenómenos sociales —desde la economía hasta el arte, la religión y el
erotismo—, las llamadas ciencias sociales serían ciencias como la física, la química o
la biología. Todos sabemos que no es así.
La identificación entre modernidad y civilización se ha extendido de tal modo
que en América Latina muchos hablan de nuestro subdesarrollo cultural, A riesgo de
pesadez hay que repetir, primero, que no hay una sola y única civilización; en
seguida, que en ninguna cultura el desarrollo es lineal: la historia ignora la línea recta.
Shakespeare no es más «desarrollado» que Dante ni Cervantes es un
«subdesarrollado» frente a Hemingway. Es verdad que en la esfera de las ciencias hay
acumulación de saber, y en ese sentido sí podría hablarse de desarrollo. Pero esa
acumulación de conocimientos de ninguna manera implica que los hombres de
ciencia de hoy sean más «desarrollados» que los de ayer. La historia de la ciencia, por
otra parte, muestra que tampoco es exacto que los progresos en cada disciplina sean
continuos y en línea recta. Se dirá que, al menos, el concepto de desarrollo sí se
justifica cuando hablamos de la técnica y de sus consecuencias sociales. Pues bien,
precisamente en este sentido el concepto me parece equívoco y peligroso. Los
principios en que se funda la técnica son universales, pero no lo es su aplicación.
Nosotros tenemos un ejemplo a la vista: la irreflexiva adopción de la técnica
norteamericana en México ha producido un sinnúmero de desdichas y
monstruosidades éticas y estéticas. Con el pretexto de acabar con nuestro
subdesarrollo, en las últimas décadas hemos sido testigos de una progresiva
degradación de nuestro estilo de vida y de nuestra cultura. El sufrimiento ha sido
grande y las pérdidas más cieñas que las ganancias. No hay ninguna nostalgia
oscurantista en lo que digo —en realidad los únicos oscurantistas son los que cultivan
la superstición del progreso cueste lo que cueste. Sé que no podemos escapar y que
estamos condenados al «desarrollo»: hagamos menos inhumana esa condena.
Desarrollo, progreso, modernidad: ¿cuándo empiezan los tiempos modernos?
Entre todas las maneras de leer los grandes libros del pasado hay una que prefiero: la
que busca en ellos, no lo que somos, sino justamente aquello que niega lo que somos.
Acudiré de nuevo a Dante, maestro incomparable, por ser el más inactual de los
grandes poetas de nuestra tradición. El poeta florentino y su guía recorren un inmenso
campo de lápidas llameantes: es el círculo sexto del Infierno, donde arden los
heréticos, los filósofos epicúreos y materialistas 5. En una de esas tumbas encuentran a
un patricio florentino, Farinata degli Uberti, que resiste con entereza el tormento del
fuego. Farinata predice el destierro de Dante y después le confía que incluso el don de
la doble vista le será, arrebatado «cuando se cierren las puertas del futuro». Después
del Juicio Final no habrá nada que predecir porque nada ocurrirá. Clausura del
tiempo, fin del futuro: todo ha de ser para siempre lo que es, ya sin alteración ni
cambio. Cada vez que leo este pasaje me parece que escucho no sólo la voz de otra
edad sino de otro mundo. Y así es: es otro mundo el que profiere esas palabras
terribles. El tema de la muerte de Dios se ha vuelto un lugar común y hasta los
teólogos hablan con desenvoltura de ese tópico, pero la idea de que un día han de
cerrarse las puertas del futuro... esa idea alternativamente me hace temblar y reír.
Concebimos al tiempo como un continuo transcurrir, un perpetuo ir hacia el
futuro; si el futuro se cierra, el tiempo se detiene. Idea insoportable e intolerable, pues
contiene una doble abominación: ofende nuestra sensibilidad moral al burlarse de
nuestras esperanzas en la perfectibilidad de la especie, ofende nuestra razón al negar
nuestras creencias acerca de la evolución y el progreso. En el mundo de Dante la
perfección es sinónimo de realidad consumada, asentada en su ser. Sustraída al
tiempo cambiante y finito de la historia, cada cosa es lo que es por los siglos de los
siglos. Presente eterno que nos parece impensable e imposible: el presente es, por
definición, lo instantáneo y lo instantáneo es la forma más pura, intensa e inmediata
del tiempo. Si la intensidad del instante se vuelve duración fija, estamos ante una
imposibilidad lógica que es también una pesadilla. Para Dante el presente fijo de la
eternidad es la plenitud de la perfección; para nosotros es una verdadera condenación,
pues nos encierra en un estado que, si no es la muerte, tampoco es la vida. Reino de
emparedados vivos, presos entre muros, no de ladrillo y piedra, sino de minutos
congelados. Negación del existir tal como lo hemos pensado, sentido y amado:
perpetua posibilidad de ser, movimiento, cambio, marcha hacia la tierra movible del
futuro. Allá, en el futuro, en donde el ser es presentimiento de ser, están nuestros
paraísos... Podemos decir ahora con cierta certeza que la época moderna comienza en
ese momento en que el hombre se atreve a realizar un acto que habría hecho temblar
y reír al mismo tiempo a Dante y a Farinata degli Uberti: abrir las puertas del futuro.
La modernidad es un concepto exclusivamente occidental y que no aparece en
ninguna otra civilización. La razón es simple: todas las otras civilizaciones postulan
imágenes y arquetipos temporales de los que es imposible deducir, inclusive como
6 The Everlasting Cospel [hacia I8J8], en The Complete Poetry ofWilliam Blake, con una
introducción de Robcrt Silliman HilJycr, Nueva York, Random House, 1941.
Los hijos del limo
10 F. L. Jones, ed., The Letters of Percy Bysshe Shelley* Londres, Oxford University Press,
1964.
11 Ernest de Selirtcourt, ed., The Prelude, Londres, Oxford University Press, 1970. Hay dos
versiones del poema; la segunda es de 1850 y contiene las enmiendas y modificaciones que le hizo
Wordsworth desde 1806 hasta su muerte.
oculta: también es el medio por el que la naturaleza, a través de la mirada del poeta,
se mira. Por la imaginación la naturaleza nos habla y habla con ella misma.
Las vicisitudes de la pasión política de Wordsworth podrían explicarse en
términos de su vida íntima: los años de su entusiasmo por la Revolución son los años
de su amor por Annette (Anne Marie Vallon), una muchacha francesa a la que
abandona precisamente cuando empiezan a cambiar sus opiniones políticas; los años
de su creciente enemistad por los movimientos revolucionarios coinciden con los de
su decisión de apartarse del mundo y vivir en el campo, acompañado de su mujer y de
su hermana Dorothy. Esta mezquina explicación no empequeñece a Wordsworth, sino
a nosotros. Otra interpretación, ahora de orden intelectual e histórico: su afinidad
política con los girondinos; su natural repugnancia ante el terror y el espíritu de
sistema de los jacobinos; sus convicciones morales y filosóficas que lo llevan a
extender la reprobación protestante del universalismo papista al universalismo
revolucionario; su reacción de inglés ante las tentativas de invasión de Napoleón.
Esta explicación, que combina la antipatía del liberal frente al despotismo
revolucionario y la del patriota frente a las pretensiones hegemónicas de un poder
extranjero, podría aplicarse también a los románticos alemanes, aunque con ciertas
salvedades.
Ver el conflicto entre los primeros románticos y la Revolución francesa como un
episodio de la lucha entre autoritarismo y libertad no es del todo falso, pero tampoco
es enteramente cierto. No, la explicación es otra. En circunstancias históricas
distintas, el fenómeno se manifiesta una y otra vez, primero a lo largo del siglo XIX y
después, con mayor intensidad, en lo que va del que corre. Apenas si vale la pena
recordar los casos de Esenin, Mandelstam, Pasternak y tantos otros poetas, artistas y
escritores rusos; las polémicas de los surrealistas con la Tercera Internacional; la
amargura de César Vallejo, dividido entre su fidelidad a la poesía y su fidelidad al
Partido Comunista; las querellas en torno al «realismo socialista* y todo lo que ha
seguido después. La poesía moderna ha sido y es una pasión revolucionaria, pero esa
pasión ha sido desdichada. Afinidad y ruptura: no han sido los filósofos, sino los
revolucionarios, los que han expulsado a los poetas de su república. La razón de la
ruptura ha sido la misma que la de la afinidad: revolución y poesía son tentativas por
destruir este tiempo de ahora, el tiempo de la historia que es el de la historia de la
desigualdad, para instaurar otro tiempo. Pero el tiempo de la poesía no es el de la
revolución, el tiempo fechado de la razón crítica, el futuro de las utopías; es el tiempo
de antes del tiempo, el de la «vida anterior» que reaparece en la mirada del niño, el
tiempo sin fechas.
La ambigüedad de la poesía frente a la razón crítica y sus encarnaciones
históricas: los movimientos revolucionarios, es una cara de la medalla; la otra es la de
su ambigüedad —otra vez afinidad y ruptura— ante la religión de Occidente: el
cristianismo. Casi todos los grandes románticos, herederos de Rousseau y del deísmo
del siglo XVIII, fueron espíritus religiosos, pero ¿cuál fue realmente la religión de
Hólderlin, Blake, Coleridge, Hugo, Nerval? La misma pregunta podría hacerse a los
que se declararon francamente irreligiosos. El ateísmo de Shelley es una pasión
religiosa. En 1810, en otra carta a su íntimo Thomas Hogg, dice: «Oh, ardo en
impaciencia esperando la disolución del cristianismo... Creo que es un deber de
humanidad acabar con esa creencia. Si yo fuese el Anticristo y tuviese el poder de
aniquilar a ese demonio para precipitarlo en su infierno nativo...» 12. Lenguaje más
bien curioso para un ateo y que prefigura al de Nietzsche de los últimos años.
Negación de la religión: pasión por la religión. Cada poeta inventa su propia
mitología y cada una de esas mitologías es una mezcla de creencias dispares, mitos
desenterrados y obsesiones personales. El Cristo de Holderlin es una divinidad solar
y, en ese enigmático poema que se llama El único, Jesús se convierte en el hermano
de Hércules y «de aquel que unció su carro con un tiro de tigres y descendió hasta el
Indo», Dionisio13. La Virgen de Novalis es la madre de Cristo y la Noche
precristiana, su novia Sophie y la muerte. La Aurelia de Nerval es Isis, Pandora y la
actriz Jenny Colon. Religiones románticas: herejías, sincretismos, apostasías,
blasfemias, conversiones. La ambigüedad romántica tiene dos modos, en el sentido
musical de la palabra: uno se llama ironía y consiste en insertar dentro del orden de la
objetividad la negación de la subjetividad; el otro se llama angustia y consiste en
dejar caer, en la plenitud del ser, una gota de nada. La ironía revela la dualidad de lo
que parecía uno, la escisión de lo idéntico, el otro lado de la razón: la quiebra del
principio de identidad. La angustia nos muestra que la existencia está vacía, que la
vida es muerte, que el cielo es un desierto: la quiebra de la religión.
El tema de la muerte de Dios es un tema romántico. No es un tema filosófico,
sino religioso. Para la razón Dios existe o no existe. En el primer caso, no puede
morir, y en el segundo, ¿cómo puede morir alguien que nunca ha existido? Esté
razonamiento es válido solamente desde la perspectiva del monoteísmo y del tiempo
sucesivo e irreversible de Occidente. La Antigüedad sabía que los dioses son mortales
pero que, manifestaciones del tiempo cíclico, resucitan y regresan. En la noche los
marineros escuchan una voz que recorre las costas del Mediterráneo diciendo: «Pan
ha muerto», y esa voz que anuncia la muerte del dios, anuncia también su
resurrección. La leyenda náhuatl nos cuenta que Quetzalcóatl abandona Tula, se
inmola y se convierte en el planeta doble (Estrella de la Mañana y de la Tarde), pero
que un día ha de regresar para recobrar su herencia. En cambio, Cristo vino a la tierra
sólo una vez. Cada acontecimiento de la historia sagrada de los cristianos es único y
12 F. L. Jones, ed., The Letters of Percy Bysshe Sheltey, Londres, Oxford Univcrsity Press,
1964.
13 Friedrich Hólderlin, Poems and fragments, Londres, Routledge and Kegan Paul, edición
bilingüe, traducción inglesa de Michael Hamburger, 1966.
no se repetirá. Si alguien dice: «Dios ha muerto», anuncia un hecho irrepetible: Dios
ha muerto para siempre jamás. Dentro de la concepción del tiempo como sucesión
lineal irreversible, la muerte de Dios se vuelve un acontecimiento impensable.
La muerte de Dios abre las puertas de la contingencia y la sinrazón. La respuesta
es doble: la ironía, el humor, la paradoja intelectual; también la angustia, la paradoja
poética, la imagen. Ambas actitudes aparecen en todos los románticos: su
predilección por lo grotesco, lo horrible, lo extraño, lo sublime irregular, la estética
de los contrastes, la alianza entre risa y llanto, prosa y poesía, incredulidad y
fideísmo, los cambios súbitos, las cabriolas, todo, en fin, lo que convierte a cada
poeta romántico en un Ícaro, un Satanás y un payaso, no es sino respuesta al absurdo:
angustia e ironía. Aunque el origen de todas estas actitudes es religioso, se trata de
una religiosidad singular y contradictoria, pues consiste en la conciencia de que la
religión está vacía. La religiosidad romántica es irreligión: ironía; la irreligión
romántica es religiosa: angustia.
El tema de la muerte de Dios, en este sentido religioso/irreligioso, aparece por
primera vez, según creo, en Jean—Paul Ritcher. En este gran precursor confluyen
todas las tendencias y corrientes que más tarde van a desplegarse en la poesía y la
novela del siglo XIX y del XX: el onirismo, el humor, la angustia, la mezcla de los
géneros, la literatura fantástica aliada al realismo y éste a la especulación filosófica.
El célebre Sueño de Jean—Paul es el sueño de la muerte de Dios y su título completo
es: Discurso de Cristo muerto en lo alto del edificio del mundo: no hay Dios, Existe
otra versión en la que, significativamente, no es Cristo, sino Shakespeare, el que
anuncia la noticia14. Para los románticos Shakespeare era el poeta por antonomasia,
como Virgilio lo fue para la Edad Media; al poner en labios del poeta inglés la
terrible nueva, Jean—Paul afirma implícitamente algo que más tarde dirán todos los
románticos: los poetas son videntes y profetas, por su boca habla el espíritu. El poeta
desaloja al sacerdote y la poesía se convierte en una revelación rival de la escritura
religiosa.
La versión definitiva del Sueño acentúa el carácter profundamente religioso de
este texto capital y, simultáneamente, su carácter absolutamente blasfemo: no es un
filósofo ni un poeta, sino Cristo mismo, el hijo de la divinidad, el que afirma que
Dios no existe. El lugar del anuncio es la iglesia de un cementerio inmenso. Tal vez
es medianoche, aunque ¿cómo saberlo a ciencia cierta?: el cuadrante del reloj no tiene
cifras ni agujas y una mano negra traza incansablemente sobre esa superficie signos
que se borran inmediatamente y que los muertos en vano quieren descifrar. En medio
del clamor de la multitud de las sombras, Cristo desciende y dice: He recorrido los
mundos, subí hasta los soles y no encontré a Dios alguno; bajé hasta los últimos
límites del universo, miré los abismos y grité: Padre, ¿dónde estás? Pero no escuché
15 El Sueño de Jean—Paul va a ser soñado, pensado y padecido por muchos poetas, filósofos y
novelistas del siglo xix y del XX. En Francia fue conocido gracias al libro famoso de Madame de Staél: De
VAllemagne (1814).
16 Gérard de Nerval, Oenvrcs, París, Gallimard, Bibliothéquc de la Plciadc, 1952. Texto
establecido, anotado y presentado por Albcrt Beguin y Jean—Paul Richier. Los sonetos de Nerval se
publicaron por
abrupto, exagerado; los sonetos de NervaJ despliegan los mismos temas como una
solemne música nocturna. El poeta francés suprimió el elemento confesional y
psicológico; el poema no es el relato de un sueño, sino el de un mito: no es la
pesadilla de un poeta en la iglesia, de un cementerio, sino el monólogo de Cristo ante
sus discípulos dormidos. En el primer soneto hay una línea soberbia (Le dicu manque
a l'autel, oü je suis la victime) que inicia un tema que no aparece en Jean—Paul y que
los siguientes sonetos continúan hasta culminar en el último verso del último soneto.
Es el tema del eterno retorno que, aliado al de la muerte de Dios, reaparece más tarde
en Nietzsche con una intensidad y una lucidez sin paralelo.
En el poema de Nerval el sacrificio de Cristo en este mundo sin Dios lo
convierte, a su vez, en un nuevo Dios. Nuevo y otro: es una divinidad que apenas si
tiene relación con el Dios cristiano. El Cristo de Nerval es un Ícaro, un Faetón, un
hermano Atis herido y al que Cibeles reanima. La tierra se embriaga con esa sangre
preciosa, el Olimpo se despeña en el abismo y César pregunta al oráculo de Júpiter
Amón: ¿Quién es ese nuevo Dios? El oráculo calla, pues el único que puede explicar
al mundo ese misterio es: Celui qui donna Vame aux enfants du limón. Misterio
insoluble, pues el que infunde un alma al Adán de lodo es el Padre, el creador:
precisamente ese Dios ausente en el altar donde Cristo es la víctima. Un siglo y
medio más tarde Fernando Pessoa se enfrenta al mismo enigma y lo resuelve en
términos parecidos a los de Nerval: no hay Dios, sino dioses, y el tiempo es circular:
«Dios es un hombre de otro Dios más grande; / También tuvo caída, Adán supremo; /
También, aunque creador, él fue criatura...»17.
La conciencia poética de Occidente ha vivido la muerte de Dios como si fuese
un mito. Mejor dicho, esa muerte ha sido verdaderamente un mito y no un mero
episodio en la historia de las ideas religiosas de nuestra sociedad. El tema de la
orfandad universal, tal como lo encarna la figura de Cristo, el gran huérfano y el
hermano mayor de todos los niños huérfanos que son los hombres, expresa una
experiencia psíquica que recuerda la vía negativa de los místicos: esa «noche oscura»
en la que nos sentimos flotar a la deriva, abandonados en un mundo hostil o
indiferente, culpables sin culpa e inocentes sin inocencia. No obstante, hay una
diferencia esencial: es una noche sin desenlace, un cristianismo sin Dios. Al mismo
tiempo, la muerte de Dios provoca en la imaginación poética un despertar de la
fabulación mítica y así se crea una extraía cosmogonía en la que cada Dios es la
criatura, el Adán, de otro Dios. Regreso del tiempo cíclico, transmutación de un tema
cristiano en un mito pagano. Un paganismo incompleto, un paganismo cristiano
teñido de angustia por la caída en la contingencia.
18 «Poetry and Religión—, en I. A. Richards, The Portable Coleridge, Nueva York, The Viking
Press,
1950.
19 Cf. Blütenstaub y Gbwben und ¡Jebe,
que es uno de los rasgos de la poesía romántica, no aparece en su obra. Creía que «el
mundo de la imaginación es el mundo de la eternidad, mientras que el mundo de la
generación es finito y temporal». Esta idea lo acerca a los gnósticos y a los
iluminados, pero su amor al cuerpo, su exaltación del deseo erótico y del placer
—«aquel que desea y no satisface su deseo engendra pestilencia»— lo oponen a la
tradición neoplatónica. Aunque se llamó «adorador de Cristo», ¿fue cristiano? Su
Cristo no es el de los cristianos: es un titán desnudo que se baña en el mar radiante de
la energía erótica. Un demiurgo para el que imaginar y hacer, desear y satisfacer el
deseo, son una y la misma cosa. Su Cristo más bien hace pensar en el Satán de The
Marriage of Hcaven and Hell (1793); su cuerpo es como una gigantesca nube
iluminada por relámpagos incesantes: la escritura llameante de los proverbios del
Infierno.
En los primeros años de la Revolución francesa, Blake se paseaba por las calles
de Londres tocado por el gorro frigio color sangre. Más tarde se enfrió su entusiasmo
político, no el ardor de su imaginación libre, libertaria y libertadora: «Todas las
biblias y códigos sagrados han sido la causa de los errores siguientes:
(1) Que en el hombre coexisten dos principios distintos: el cuerpo y el alma;
(2) Que la energía, llamada mal, viene únicamente del cuerpo y que la razón,
llamada bien, viene únicamente del alma;
(3) Que Dios atormentará eternamente al hombre por seguir sus energías.
Pero las siguientes proposiciones contrarias son verdaderas:
(1) El cuerpo no es distinto del alma;
(2) La energía es vida y procede del cuerpo; la razón envuelve a la energía como
una circunferencia;
(3) Energía es delicia eterna20.
La violencia de estas afirmaciones anticristianas hace pensar en Rimbaud y en
Nietzsche. No es menos violento contra el deísmo racionalista de los filósofos.
Voltaire y Rousseau son frecuentes víctimas de Su cólera y en sus poemas proféticos
Newton y Locke aparecen como agentes de Urizen, el demiurgo maléfico. Urizen
{Your Reason) es el señor de los sistemas, el inventor de la moral que aprisiona con
sus silogismos a los hombres, los divide a unos de otros y a cada uno de sí mismo.
Urizen: la razón sin cuerpo ni alas, el gran carcelero. Blake no sólo denuncia a la
superstición de la filosofía y a la idolatría de la razón sino también, en el siglo de la
primera revolución industrial y en el país que fue la cuna de esa revolución, profetiza
los peligros del culto a la religión del progreso. En esos años el paisaje pastoral de
Inglaterra comienza a cambiar, y valles y colinas se cubren con la vegetación de
20 «The Voice of the Dcvil», The Marriage of Heaven and Hcll, en The Complete Poetry of
WiHútm Blakey Nueva York, Random Housc, 1941
hierro, carbón, polvo y detritus de la industria. Blake llama a los telares, minas,
fraguas y herrerías «fábricas satánicas», y «muerte eterna» al trabajo de los obreros.
Blake: nuestro contemporáneo.
Eliot lamentaba que la mitología de Blake fuese indigesta y sincretista, una
religión privada compuesta de fragmentos de mitos y creencias heteróclitas. El mismo
reproche podría hacerse a la mayoría de los poetas modernos, de Hólderlin y Nerval a
Yeats y Rilke. Ante la progresiva desintegración de la mitología cristiana, los poetas
no han tenido más remedio que inventar mitologías más o menos personales hechas
de retazos de filosofías y religiones. A pesar de esta vertiginosa diversidad de
sistemas poéticos —mejor dicho: en el centro mismo de esa diversidad —, es visible
una creencia común. Esa creencia es la verdadera religión de la poesía moderna, del
romanticismo al surrealismo, y aparece en todos los poemas, unas veces de una
manera implícita y otras, las más, explícita. He nombrado a la analogía. La creencia
en la correspondencia entre todos los seres y los mundos es anterior al cristianismo,
atraviesa la Edad Media y, a través de los neoplatónicos, los iluministas y los
ocultistas, llega hasta el siglo XIX. Desde entonces no ha cesado de alimentar secreta
o abiertamente a los poetas de Occidente, de Goethe al Balzac visionario, de
Baudelaire y Mallarmé a Yeats y a los surrealistas.
Analogía e ironía
23 Exageré. Musset, por ejemplo, es autor de algunas canciones dentro de la mejor tradición
romántica, como Á Saint—Blaise, Cbanson de Barbcrinc> Venise... {Nota tíV 1990).
La idea de la correspondencia universal es probablemente tan antigua como la
sociedad humana. Es explicable: la analogía vuelve habitable al mundo. A la
contingencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y la
excepción, la semejanza. El mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho,
las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo gobiernan el ritmo y sus repeticiones y
conjunciones. Es un teatro hecho de acordes y reuniones en el que todas las
excepciones, inclusive la de ser hombre, encuentran su doble y su correspondencia.
La analogía es el reino de la palabra como, ese puente verbal que, sin suprimirlas,
reconcilia las diferencias y las oposiciones. La analogía aparece lo mismo entre los
primitivos que en las grandes civilizaciones del comienzo de la historia, reaparece
entre los platónicos y los estoicos de la Antigüedad, se despliega en el mundo
medieval y, ramificada en muchas creencias y sectas subterráneas, se convierte desde
el Renacimiento en la religión secreta, por decirlo así, de Occidente: cabala,
gnosticismo, ocultismo, hermetismo. La historia de la poesía moderna, desde el
romanticismo hasta nuestros días, es inseparable de esa corriente de ideas y creencias
inspiradas por la analogía.
La influencia de los gnósticos, los cabalistas, los alquimistas y otras tendencias
marginales de los siglos XVII y XVIII fue muy profunda no sólo entre los románticos
alemanes sino en Goethe mismo y su círculo. Lo mismo debe decirse de los
románticos ingleses y, claro, de los franceses. A su vez, la tradición ocultista de los
siglos XVII y XVIII se entronca con varios movimientos de crítica social y
revolucionaria, simultáneamente libertaria y libertina. La creencia en la analogía
universal está teñida de erotismo: los cuerpos y las almas se unen y separan regidos
por las mismas leyes de atracción y repulsión que gobiernan las conjunciones y
disyunciones de los astros y de las sustancias materiales. Un erotismo astrológico y
un erotismo alquímico; asimismo, un erotismo subversivo: la atracción erótica rompe
las leyes sociales y une a los cuerpos sin distinción de rangos y jerarquías. La
astrología erótica ofrece un modelo de orden social fundado en la armonía cósmica y
opuesto al orden de los privilegios, la fuerza y la autoridad; la alquimia erótica —
unión de los principios contrarios, lo masculino y lo femenino, y su transformación
en otro cuerpo— es una metáfora de los cambios, separaciones, uniones y
conversiones de las sustancias sociales (las clases), durante una revolución.
Correspondencias verbales: la revolución es el crisol en el que se produce la
amalgama de los distintos miembros del cuerpo social y su transubstanciación en otro
cuerpo. El erotismo del siglo XVIII fue un erotismo revolucionario de raíces
ocultistas, tal como puede verse en las novelas libertinas de Restif de la Bretonne. Del
misticismo erótico de un Restif de la Bretonne a la concepción de una sociedad
movida por el sol de la atracción apasionada no había sino un paso. Ese paso se llama
Charles Fourier.
La figura de Fourier es central lo mismo en la historia de la poesía francesa que
en la del movimiento revolucionario. No es menos actual que Marx (y sospecho que
empieza a serlo más). Fourier piensa, como Marx, que la sociedad está regida por la
fuerza, la coerción y la mentira, pero, a diferencia de Marx, cree que lo que une a los
hombres es la atracción apasionada, el deseo. La palabra deseo no figura en el
vocabulario de Marx. Una omisión que equivale a una mutilación del hombre. Para
Fourier, cambiar a la sociedad significa liberarla de los obstáculos que impiden la
operación de las leyes de la atracción apasionada. Esas leyes son leyes astronómicas,
psicológicas y matemáticas, pero también son leyes literarias, poéticas. En el
«discurso preliminar» de la Théorie des qttatrc mouvements et des destinées
genérales (1818) hace un resumen de su concepción: «La primera ciencia que
descubrí fue la teoría de la atracción apasionada... Pronto me di cuenta de que las
leyes de la atracción apasionada se conformaban en todos sus puntos a las leyes de la
atracción material explicadas por Newton: el sistema de movimiento del mundo
material era el del mundo espiritual. Sospeché que esta analogía podía extenderse de
las leyes generales a las leyes particulares y que las atracciones y propiedades de los
animales, los vegetales y los minerales quizás estaban coordinadas de la misma
manera que las de los hombres y los astros... Así fue descubierta la analogía de los
cuatro movimientos: material, orgánico, animal y social... Apenas estuve en posesión
de las dos teorías, la de la atracción y la de la unidad de los cuatro movimientos,
comencé a leer en el libro mágico de la naturaleza» 24. Es revelador que esta
declaración termine por una metáfora a un tiempo literaria y ocultista: la naturaleza
concebida como un libro, pero como un libro mágico, secreto. Rotación de la
analogía: el principio que mueve al mundo y a los hombres es un principio
matemático y musical que también se llama, en una de sus fases, justicia y, en otra,
pasión y deseo. Todos estos nombres son metáforas, figuras literarias: la analogía es
un principio poético.
La crítica oficial había ignorado o minimizado la influencia de Fourier. Ahora,
gracias sobre todo a las indicaciones de André Bretón, que fue el primero en señalar
al utopista francés como uno de los centros magnéticos de nuestro tiempo, sabemos
que hay un punto en el que el pensamiento revolucionario y el pensamiento poético se
cruzan: la idea de la atracción apasionada. Fourier: un autor secreto como Sade,
aunque por razones distintas. Al hablar del Balzac visionario —el autor de Louis
Lamben, Sérapbita, La Pean de chagrín, Melmoth reconcilié" se piensa únicamente
en Swedenborg, con olvido de Fourier. Hasta Flora Tristan, la gran precursora del
socialismo y de la liberación de la mujer, incurre en la misma injusticia: «Fourier fue
el seguidor de Swedenborg; por la revelación de las correspondencias, el místico
sueco anunció la universalidad de la ciencia e indicó a Fourier su hermoso sistema de
24Charles Fourier, Théorie des quatre moxvcments eí des destinées génératesy París, Editions
Anthropos, 1967.
analogías. Swedenborg concibió al cielo y al infierno como sistemas movidos por la
atracción y el antagonismo; Fourier quiso realizar en la tierra el sueño celeste de
Swedenborg y convirtió las jerarquías angélicas en falansterios...». Stendhal dijo:
«dentro de 20 años quizá se reconocerá el genio de Fourier». Estamos en 1970, el
mes de abril se cumplió el segundo centenario de su nacimiento, y todavía no
conocemos bien su obra. Hace poco Simone Debout rescató y publicó un manuscrito
que había sido escamoteado por discípulos pudibundos, Le Nouveau monde
amoureux> en el que Fourier se revela como una suerte de anti—Sade y anti—Freud,
aunque su conocimiento de las pasiones humanas no haya sido menos profundo que
el de ellos. Contra la corriente de su época y contra la de nuestro tiempo, contra una
tradición de dos mil años, Fourier sostiene que el deseo no es por necesidad
mortífero, como afirma Sade, ni que la sociedad es represiva por naturaleza, como
piensa Freud. Afirmar la bondad del placer es escandaloso en Occidente, y Fourier es
realmente un autor escandaloso: Sade y Freud confirman en cierto modo —el modo
negativo— la visión pesimista del judeocristianismo.
Baudelaire hizo de la analogía el centro de su poética. Un centro en perpetua
oscilación, sacudido siempre por la ironía, la conciencia de la muerte y la noción del
pecado. Sacudido por el cristianismo. Tal vez esa ambivalencia (también su
escepticismo político) lo llevó a escribir con dureza contra Fourier. Pero esa dureza es
apasionada, una admiración al revés: «Un día llegó Fourier a revelarnos, un poco con
demasiada solemnidad, los misterios de la analogía. No niego el valor de algunos de
sus minuciosos descubrimientos, aunque creo que su mente estaba demasiado
preocupada por llegar a una exactitud material como para comprender realmente y en
su totalidad el sistema que había esbozado... Además, podía habernos dado una
revelación igualmente preciosa si, en lugar de la contemplación de la naturaleza, nos
hubiese ofrecido la lectura de muchos excelentes poetas...» 25. En el fondo Baudelaire
le reprocha a Fourier no haber escrito una poética, es decir, le reprocha no ser
Baudelaire. Para Fourier, el sistema del universo es la llave del sistema social; para
Baudelaire, el sistema del universo es el modelo de la creación poética. La mención
de Swedenborg no podía faltar: «Swedenborg, que poseía un alma más grande, nos
había enseñado que el cielo es un hombre inmenso y que todo —forma, color,
movimiento, número, perfume—, en lo espiritual como en lo material, es
significativo, recíproco y correspondiente». Admirable pasaje que revela el carácter
creador de la verdadera crítica: comienza en una invectiva y termina en una visión de
la analogía universal. Novalis había dicho: «tocar el cuerpo de una mujer es tocar
cielo»; y Fourier: «las pasiones son matemáticas animadas».
En Francia hubo una literatura romántica —un estilo, una ideología, unos gestos
románticos—, pero no hubo realmente un espíritu romántico sino hasta la segunda
mitad del siglo XIX. Ese movimiento, además, fue una rebelión contra la tradición
poética francesa desde el Renacimiento, contra su estética tanto como contra su
prosodia, mientras que los romanticismos inglés y alemán fueron un
redescubrimiento (o una invención) de las tradiciones poéticas nacionales. ¿Y en
España y sus antiguas colonias? El romanticismo español fue epidérmico y
declamatorio, patriótico y sentimental: una imitación de los modelos franceses, ellos
mismos ampulosos y derivados del romanticismo inglés y alemán. No las ideas: los
tópicos; no el estilo: la manera; no la visión de la correspondencia entre el
macrocosmos y el microcosmos; tampoco la conciencia de que el yo es una falta, una
excepción en el sistema del universo; no la ironía: el subjetivismo sentimental. Hubo
actitudes románticas y hubo poetas no desprovistos de talento y de pasión que
hicieron suyas las gesticulaciones heroicas de Byron (no la economía de su lenguaje)
y la grandilocuencia de Hugo (no su genio visionario). Ninguno de los nombres
oficiales del romanticismo español es una figura de primer orden, con la excepción de
Larra. Pero el Larra que nos apasiona es el crítico de sí mismo y de su tiempo, un
moralista más cerca del siglo XVIII que del romanticismo, el autor de epigramas
feroces: «aquí yace media España, murió de la otra media». Con cierta brutalidad el
argentino Sarmiento, al visitar España en 1846, decía a los españoles: «ustedes no
tienen hoy autores ni escritores ni cosa que lo valga... ustedes aquí y nosotros allá
traducimos». Hay que agregar que el panorama de la América Latina no era menos,
sino más desolador que el de España: los españoles imitaban a los franceses y los
hispanoamericanos a los españoles27.
El único escritor español de ese período que merece plenamente el nombre de
romántico es José María Blanco White. Su familia era de origen irlandés y uno de sus
abuelos decidió hispanizar el apellido simplemente traduciéndolo: White = Blanco.
No sé si pueda decirse que Blanco White pertenece a la literatura española: la mayor
parte de su obra fue escrita en lengua inglesa. Fue un poeta menor y no es sino justo
que en algunas antologías de la poesía romántica inglesa ocupe un lugar al mismo
tiempo escogido y modesto. En cambio, fue un gran crítico moral, histórico, político
y literario. Sus reflexiones sobre España e Hispanoamérica son todavía actuales. Así
27 A diferencia de los otros hispanoamericanos, los argentinos se inspiraron directamente en
los románticos franceses. Aunque su romanticismo, como el de sus maestros, fue exterior y declamatorio, el
movimiento argentino produjo un poco después, en la forma del «nacionalismo poético» (otra invención
romántica), el único gran poema hispanoamericano de ese período: Martín Fierro, de José Hernández
(1834 —1866).
pues, aunque no pertenezca sino lateralmente a la literatura española, Blanco White
representa un momento central de la historia intelectual y política de los pueblos
hispánicos. Blanco White ha sido víctima tanto del odio de los conservadores y
nacionalistas como de nuestra incuria: gran parte de su obra ni siquiera ha sido
traducida al español28. En íntimo contacto con el pensamiento inglés, es el único
crítico español que examina desde la perspectiva romántica nuestra tradición poética:
«Desde la introducción de la métrica italiana por Boscán y Garcilaso a mediados del
siglo XVI, nuestros mejores poetas han sido imitadores serviles de Petrarca y los
escritores de aquella escuela... La rima, el metro italiano y cierta falsa idea del
lenguaje poético que no permite hablar sino de lo que los otros poetas han hablado,
les ha quitado la libertad de pensamiento y de expresión». No encuentro mejor ni más
concisa descripción de la conexión entre la estética renacentista y la versificación
regular silábica. Blanco White no sólo critica los modelos poéticos del siglo XVIII, el
clasicismo francés, sino que va hasta el origen: la introducción de la versificación
regular silábica en el siglo XVI y, con ella, la de una idea de la belleza fundada en la
simetría y no en la visión personal. Su remedio es el de Wordsworth: renunciar al
«lenguaje poético» y usar el lenguaje común, «pensar por nuestra cuenta en nuestro
propio lenguaje». Por las mismas razones deplora el predominio de la influencia
francesa: «es desgracia notable que los españoles, por la dificultad de aprender la
lengua inglesa, recurran exclusivamente a los autores franceses».
Dos nombres parecen negar lo que he dicho: Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía
de Castro. El primero es un poeta que todos admiramos; la segunda es una escritora
no menos intensa que Bécquer y quizá más extensa y enérgica (iba a escribir viril,
pero me detuve: la energía también es mujeril). Son dos románticos tardíos, inclusive
dentro del rezagado romanticismo español. A pesar de que fueron contemporáneos de
Mallarmé, Verlaine, Browning, su obra los revela como dos espíritus impermeables a
los movimientos que sacudían y cambiaban a su época. No obstante, son dos poetas
auténticos que, al cerrar el vocinglero romanticismo hispánico, nos hacen extrañar al
romanticismo que nunca tuvimos. Juan Ramón Jiménez decía que con Bécquer
comenzaba la poesía moderna en nuestra lengua. Si fuese así, es un comienzo
demasiado tímido: el poeta andaluz recuerda demasiado a Hoffmann y,
contradictoriamente, a Heine. Fin de un período o anuncio de otro, Bécquer y Rosalía
viven entre dos luces; quiero decir: no constituyen una época por sí solos, no son ni el
romanticismo ni la poesía moderna.
El romanticismo fue tardío en España y en Hispanoamérica, pero el problema no
es meramente cronológico. No se trata de un nuevo ejemplo del «retraso histórico de
España», frase con la que se pretende explicar las singularidades de nuestros pueblos,
28 Gracias a los trabajos críticos de Vicente Llorens —Liberales y románticos, Madrid,
Castalia, 1968— y más recientemente a los de Juan Goytisolo —vid. Libre, 2, París, 1971—, empezamos a
conocer la vida y la obra de Blanco White. Pero su voz nos llega con un siglo y medio de retardo.
nuestra excentricidad. ¿La pobreza de nuestro romanticismo es un capítulo más de
ese tema de disertación o de elegía que es «la decadencia española»? Todo depende
de la idea que tengamos de las relaciones entre arte e historia. Es imposible negar que
la poesía es un producto histórico; también es una simpleza pensar que es un mero
reflejo de la historia. Las relaciones entre ambas son más sutiles y complejas. Blake
decía: Ages are all equal hut Genius is always above the Age. Incluso si no se
comparte un punto de vista tan extremo, ¿cómo ignorar que las épocas que llamamos
decadentes son con frecuencia ricas en grandes poetas? Góngora y Quevedo
coinciden con Felipe III y Felipe IV, Mallarmé con el Segundo Imperio, Li Po y Tu
Fu son testigos del colapso de los T'ang. Así, procuraré esbozar una hipótesis que
tenga en cuenta tanto la realidad de la historia como la realidad, relativamente
autónoma, de la poesía.
El romanticismo fue una reacción contra la Ilustración y, por tanto, estuvo
determinado por ella: fue uno de sus productos contradictorios. Tentativa de la
imaginación poética por repoblar las almas que había despoblado la razón crítica,
búsqueda de un principio distinto al de las religiones y negación del tiempo fechado
de las revoluciones, el romanticismo es la otra cara de la modernidad: sus
remordimientos, sus delirios, su nostalgia de una palabra encarnada. Ambigüedad
romántica: exalta los poderes y facultades del niño, el loco, la mujer, el otro no—
racional, pero los exalta desde la modernidad. El salvaje no se sabe salvaje ni quiere
serlo; Baudelaire se extasía ante lo que llama el «canibalismo» de Delacroix en
nombre precisamente de «la belleza moderna». En España no podía producirse esta
reacción contra la modernidad porque España no tuvo propiamente modernidad: ni
razón crítica ni revolución burguesa. Ni Kant ni Robespierre. Ésta es una de las
paradojas de nuestra historia. El descubrimiento y la conquista de América no fueron
menos determinantes que la Reforma religiosa en la formación de la edad moderna; si
la segunda dio las bases éticas y sociales del desarrollo capitalista, la primera abrió
las puertas a la expansión europea e hizo posible la acumulación primitiva de capital
en proporciones hasta entonces desconocidas. No obstante, las dos naciones que
abrieron la época de la expansión, España y Portugal, pronto quedaron al margen del
desarrollo capitalista y no participaron en el movimiento de la Ilustración. Como el
tema rebasa los límites de este ensayo, no lo tocaré aquí; será suficiente recordar que
desde el siglo XVII España se encierra más y más en sí misma y que ese aislamiento
se transforma paulatinamente en petrificación. Ni la acción de una pequeña élite de
intelectuales nutridos por la cultura francesa del siglo XVIII ni los sacudimientos
revolucionarios del XIX lograron transformarla. Al contrario: la invasión napoleónica
fortificó al absolutismo y al catolicismo ultramontano.
Al apartamiento histórico de España sucedió brusca y casi inmediatamente, a
fines del siglo XVII, un rápido descenso poético, literario e intelectual. ¿Por qué? La
España del siglo XVII produjo grandes dramaturgos, novelistas, poetas líricos,
teólogos. Sería absurdo atribuir la caída posterior a una mutación genética. No, los
españoles no se entontecieron repentinamente: cada generación produce más o menos
el mismo número de personas inteligentes y lo que cambia es la relación entre las
aptitudes de la nueva generación y las posibilidades que ofrecen las circunstancias
históricas y sociales. Más cuerdo me parece pensar que la decadencia intelectual de
España fue un caso de autofagia. Durante el siglo XVII los españoles no podían ni
cambiar los supuestos intelectuales, morales y artísticos en que se fundaba su
sociedad ni tampoco participar en el movimiento general de la cultura europea: en
uno y otro caso el peligro era mortal para los disidentes. De ahí que la segunda mitad
del siglo XVII sea un período de recombinación de elementos, formas e ideas, un
continuo volver a lo mismo para decir lo mismo. La estética de la sorpresa
desemboca en lo que llamaba Calderón la «retórica del silencio». Un vacío sonoro.
Los españoles se comieron a sí mismos. O como dice sor Juana: hicieron de «su
estrago un monumento».
Agotadas sus reservas, los españoles no podían escoger otra vía que la imitación.
La historia de cada literatura y de cada arte, la historia de cada cultura, puede
dividirse entre imitaciones afortunadas e imitaciones desdichadas. Las primeras son
fecundas: cambian al que imita y cambian a aquello que se imita; las segundas son
estériles. La imitación española del siglo XVIII pertenece a la segunda clase. El siglo
XVIII fue un siglo crítico, pero la crítica estaba prohibida en España. La adopción de
la estética neoclásica francesa fue un acto de imitación externa que no alteró la
realidad profunda de España. La versión española de la Ilustración dejó intactas las
estructuras psíquicas tanto como las sociales. El romanticismo fue la reacción de la
conciencia burguesa frente y contra sí misma —contra su propia obra crítica: la
Ilustración. En España la burguesía y los intelectuales no hicieron la crítica de las
instituciones tradicionales o, si la hicieron, esa crítica fue insuficiente: ¿cómo iban a
criticar una modernidad que no tenían? El cielo que veían los españoles no era el
desierto que aterraba a Jean—Paul y a Nerval, sino un espacio repleto de vírgenes
dulzonas, ángeles regordetes, apóstoles ceñudos y arcángeles vengativos —una
verbena y un tribunal implacable. Los románticos españoles se rebelaron contra ese
cielo, pero su rebelión, justificada históricamente, no fue romántica sino en
apariencia. Falta en el romanticismo español, de una manera aún más acentuada que
en el francés, ese elemento original, absolutamente nuevo en la historia de la
sensibilidad de Occidente —ese elemento dual y que no hay más remedio que llamar
demoníaco: la visión de la analogía universal y la visión irónica del hombre. La
correspondencia entre todos los mundos y, en el centro, el sol quemado de la muerte.
El romanticismo hispanoamericano fue aún más pobre que el español: reflejo de
un reflejo. No obstante, hay una circunstancia histórica que, aunque no
inmediatamente, afectó a la poesía hispanoamericana y la hizo cambiar de rumbo. Me
refiero a la Revolución de Independencia. (En realidad debería emplear el plural, pues
fueron varias y no todas tuvieron el mismo sentido, pero, para no complicar
demasiado la exposición, hablaré de ellas como si hubiesen sido un movimiento
unitario.) Nuestra Revolución de Independencia fue la revolución que no tuvieron los
españoles —la revolución que intentaron realizar varias veces en el siglo XIX y que
fracasó una y otra vez. La nuestra fue un movimiento inspirado en los dos grandes
arquetipos políticos de la modernidad: la Revolución francesa y la Revolución de los
Estados Unidos. Incluso puede decirse que en esa época hubo tres grandes
revoluciones con ideologías análogas: la de los franceses, la de los norteamericanos y
la de los hispanoamericanos (el caso de Brasil es distinto). Aunque las tres triunfaron,
los resultados fueron muy distintos: las dos primeras fueron fecundas y crearon
nuevas sociedades, mientras que la nuestra inauguró la desolación que ha sido nuestra
historia desde el siglo XIX hasta nuestros días. Los principios eran semejantes,
nuestros ejércitos derrotaron a los absolutistas españoles y al otro día de consumada
la Independencia se establecieran en nuestras tierras gobiernos republicanos. Sin
embargo, el movimiento fracasó: no cambió nuestras sociedades ni nos liberó de
nuestros libertadores.
A diferencia de la Revolución de Independencia norteamericana, la nuestra
coincidió con la extrema decadencia de la metrópoli. Hay dos fenómenos
concomitantes: la tendencia a la desmembración del Imperio español, consecuencia
tanto de la decadencia hispánica como de la invasión napoleónica, y los movimientos
autonomistas de los revolucionarios hispanoamericanos. La Independencia precipitó
la desmembración del Imperio. Los hombres que encabezaban los movimientos de
liberación, salvo unas cuantas excepciones como la de Bolívar, se apresuraron a
tallarse patrias a su medida: las fronteras de cada uno de los nuevos países llegaban
hasta donde llegaban las armas de los caudillos. Más tarde, las oligarquías y el
militarismo, aliados a los poderes extranjeros y especialmente al imperialismo
norteamericano, consumarían la atomización de Hispanoamérica. Los nuevos países,
por lo demás, siguieron siendo las viejas colonias: no se cambiaron las condiciones
sociales, sino que se recubrió la realidad con la retórica liberal y democrática. Las
instituciones republicanas, a la manera de fachadas, ocultaban los mismos horrores y
las mismas miserias.
Los grupos que se levantaron contra el poder español se sirvieron de las ideas
revolucionarias de la época, pero ni pudieron ni quisieron realizar la reforma de la
sociedad. Hispanoamérica fue una España sin España. Sarmiento lo dijo de una
manera admirable: los gobiernos hispanoamericanos fueron los «ejecutores
testamentarios de Felipe II». Un feudalismo disfrazado de liberalismo burgués, un
absolutismo sin monarca, pero con reyezuelos: los señores presidentes. Así se inició
el
reino de la máscara, el imperio de la mentira. Desde entonces la corrupción del
lenguaje, la infección semántica, se convirtió en nuestra enfermedad endémica; la
mentira se volvió constitucional, consubstancial. De ahí la importancia de la crítica en
nuestros países. La crítica filosófica e histórica tiene entre nosotros, además de la
función intelectual que le es propia, una utilidad práctica: es una cura psicológica a la
manera del psicoanálisis y es una acción política. Si hay una urca urgente en la
América Hispana, esa tarea es la crítica de nuestras mitologías históricas y políticas.
No todas las consecuencias de la Revolución de Independencia fueron negativas.
En primer lugar, nos liberó de España; en seguida, si no cambió la realidad social,
cambió a las conciencias y desacreditó para siempre al sistema español: al
absolutismo monárquico y al catolicismo ultramontano. La separación de España fue
una desacralización: nos empezaron a desvelar seres de carne y hueso, no los
fantasmas que quitaban el sueño a los españoles. ¿O eran los mismos fantasmas con
nombres distintos? En todo caso, los nombres cambiaron y con ellos la ideología de
los hispanoamericanos. La separación de la tradición española se acentuó en la
primera parte del siglo XIX, y en la segunda hubo un corte tajante. El corte, el
cuchillo divisor, fue el positivismo. En esos años las clases dirigentes y los grupos
intelectuales de América Latina descubren la filosofía positivista y la abrazan con
entusiasmo. Cambiamos las máscaras de Danton y Jefferson por las de Auguste
Comte y Herbert Spencer. En los altares erigidos por los liberales a la libertad y a la
razón, colocamos a la ciencia y al progreso, rodeados de sus míticas criaturas: el
ferrocarril, el telégrafo. En ese momento divergen los caminos de España y América
Latina: entre nosotros se extiende el culto positivista, al grado de que en Brasil y en
México se convierte en la ideología oficiosa, ya que no en la religión, de los
gobiernos; en España los mejores entre los disidentes buscan una respuesta a sus
inquietudes en las doctrinas de un oscuro pensador idealista alemán, Karl Christian
Friedrich Krause. El divorcio no podía ser más completo.
El positivismo en América Latina no fue la ideología de una burguesía liberal
interesada en el progreso industrial y social como en Europa, sino de una oligarquía
de grandes terratenientes. En cierto modo, fue una mixtificación —un autoengaño
unto como un engaño. Al mismo tiempo, fue una crítica radical de la religión y de la
ideología tradicional. El positivismo hizo tabla rasa lo mismo de la mitología
cristiana que de la filosofía racionalista. El resultado fue lo que podría llamarse el
desmantelamiento de la metafísica y la religión en las conciencias. Su acción fue
semejante a la de la Ilustración en el siglo XVIII; las clases intelectuales de América
Latina vivieron una crisis en cierto modo análoga a la que había atormentado un siglo
antes a los europeos: la fe en la ciencia se mezclaba a la nostalgia por las antiguas
certezas religiosas, la creencia en el progreso al vértigo ante la nada. No era la plena
modernidad, sino su amargo avantgoüt: la visión del cielo deshabitado, el horror ante
la contingencia.
Hacia 1880 surge en Hispanoamérica el movimiento literario que llamamos
modernismo. Aquí conviene hacer una pequeña aclaración: el modernismo
hispanoamericano es, hasta cierto punto, un equivalente del Parnaso y del simbolismo
francés, de modo que no tiene nada que ver con lo que en lengua inglesa se llama
modernismo. Este último designa a los movimientos literarios y artísticos que se
inician en la segunda década del siglo XX; el modernismo de los críticos
norteamericanas e ingleses no es sino lo que en Francia y en los países hispánicos se
llama vanguardia. Para evitar confusiones emplearé la palabra modernismo en
español, para referirme al movimiento hispanoamericano; cuando hable del
movimiento poético angloamericano del siglo XX, usaré la palabra modernism, en
inglés.
El modernismo fue la respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el
corazón —también de los nervios— al empirismo y el cientismo positivista. En este
sentido su función histórica fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del
siglo XIX. El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo y, como en el caso
del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro
romanticismo. La conexión entre el positivismo y el modernismo es de orden
histórico y psicológico. Se corre el riesgo de no entender en qué consiste esa relación
si se olvida que el positivismo latinoamericano, más que un método científico, fue
una ideología, una creencia. Su influencia sobre el desarrollo de la ciencia en nuestros
países fue muchísimo menor que su imperio sobre las mentes y las sensibilidades de
los grupos intelectuales. Nuestra crítica ha sido insensible a la dialéctica
contradictoria que une al positivismo y al modernismo y de ahí que se empeñe en ver
al segundo únicamente como una tendencia literaria y, sobre todo, como un estilo
cosmopolita y más bien superficial. No, el modernismo fue un estado de espíritu. O
más exactamente: por haber sido una respuesta de la imaginación y la sensibilidad al
positivismo y a su visión helada de la realidad, por haber sido un estado de espíritu,
pudo ser un auténtico movimiento poético. El único digno de este nombre entre los
que se manifestaron en la lengua castellana durante el siglo XIX. Los superficiales
han sido los críticos que no supieron leer en la ligereza y el cosmopolitismo de los
poetas modernistas los signos (los estigmas) del desarraigo espiritual.
La crítica tampoco ha podido explicarnos enteramente por qué el movimiento
modernista, que se inicia como una adaptación de la poesía francesa en nuestra
lengua, comienza antes en Hispanoamérica que en España. Cierto, los
hispanoamericanos hemos sido y somos más sensibles a lo que pasa en el mundo que
los españoles, menos prisioneros de nuestra tradición y nuestra historia. Pero esta
explicación es a todas luces insuficiente. ¿Falta de información de los españoles? Más
bien: falta de necesidad. Desde la Independencia y, sobre todo, desde la adopción del
positivismo, el sistema de creencias intelectuales de los hispanoamericanos era
diferente al de los españoles: distintas tradiciones exigían respuestas distintas. Entre
nosotros el modernismo fue la necesaria respuesta contradictoria al vacío espiritual
creado por la crítica positivista de la religión y de la metafísica; nada más natural que
los poetas hispanoamericanos se sintiesen atraídos por la poesía francesa de esa época
y que descubriesen en ella no sólo la novedad de un lenguaje sino una sensibilidad y
una estética impregnadas por la visión analógica de la tradición romántica y ocultista.
En España, en cambio, el deísmo racionalista de Krause fue no tanto una crítica como
un sucedáneo de la religión —una tímida religión filosófica para liberales disidentes
—, y de ahí que el modernismo no haya tenido la función compensatoria que tuvo en
Hispanoamérica. Cuando el modernismo hispanoamericano llega por fin a España,
algunos lo confunden con una simple moda literaria traída de Francia y de esa errónea
interpretación, que fue la de Unamuno, arranca la idea de la superficialidad de los
poetas modernistas hispanoamericanos; otros, como Juan Ramón Jiménez y Antonio
Machado, lo traducen inmediatamente a los términos de la tradición espiritual
imperante entre los grupos intelectuales disidentes. En España el modernismo no fue
una visión del mundo, sino un lenguaje interiorizado y transmutado por algunos
poetas españoles.29
Entre 1880 y 1890, casi sin conocerse entre ellos, dispersos en todo el continente
—La Habana, México, Bogotá, Santiago de Chile, Buenos Aires, Nueva York—, un
puñado de muchachos inicia el gran cambio. El centro de esa dispersión fue Rubén
Darío: agente de enlace, portavoz y animador del movimiento. Desde 1888 Darío usa
la palabra modernismo para designar a las nuevas tendencias. Modernismo: el mito
de la modernidad o, más bien, su espejismo. ¿Qué es ser moderno? Es salir de su
casa, su patria, su lengua, en busca de algo indefinible e inalcanzable pues se
confunde con el cambio. // court> il cherche. Que cherchetil}, se pregunta Baudelaire.
Y se responde: il cherche quelque chose qu'on nouspermettra d'appeler la
«modernité»30. Pero Baudelaire no nos da una definición de esa inasible modernidad
y se contenta con decirnos que es Vélément particulier de chaqué beauté. Gracias a la
modernidad, la belleza no es una sino plural. La modernidad es aquello que distingue
a las obras de hoy de las de ayer, aquello que las hace distintas y únicas. Por eso le
beau est toujours bizarre. La modernidad es ese elemento que, al particularizarla,
vivifica a la belleza. Pero esa vivificación es una condena a la pena capital. Si la
modernidad es lo transitorio, lo particular, lo único y lo extraño, es la marca de la
muerte. La modernidad que seducía los poetas jóvenes al finalizar el siglo es muy
distinta a h que seducía a sus padres; no se llama progreso ni sus manifestaciones son
31 Cuadrivio, México, Siglo XXI, 1965; Postdata, México, Siglo XXI, 1970.
poeta a la dignidad del iniciado: si oye al universo como un lenguaje, también dice al
universo. En las palabras del poeta oímos al mundo, al ritmo universal. Pero el saber
del poeta es un saber prohibido y su sacerdocio es un sacrilegio: sus palabras, incluso
cuando no niegan expresamente al cristianismo, lo disuelven en creencias más vastas
y antiguas. El cristianismo no es sino una de las combinaciones del ritmo universal.
Cada una de esas combinaciones es única y todas dicen lo mismo. La pasión de
Cristo, como lo expresan inequívocamente varios poemas de Darío, no es sino una
imagen instantánea en la rotación de las edades y las mitologías. La analogía afirma
al tiempo cíclico y desemboca en el sincretismo. Esta nota no—cristiana, a veces
anticristiana, pero teñida de una extraña religiosidad, era absolutamente nueva en la
poesía hispánica.
La— influencia de la tradición ocultista entre los modernistas
hispanoamericanos no fue menos profunda que entre los románticos alemanes y los
simbolistas franceses. No obstante, aunque no la ignora, nuestra crítica apenas si se
detiene en ella, como si se tratase de algo vergonzoso. Sí, es escandaloso pero cierto:
de Blake a Yeats y Pessoa, la historia de la poesía moderna de Occidente está ligada a
la historia de las doctrinas herméticas y ocultas, de Swedenborg a Mademe
Blavatsky. Sabemos que la influencia del Abbé Constant, alias Eüphas Levi, fue
decisiva no sólo en Hugo sino en Rimbaud. Las afinidades entre Fourier y Levi, dice
André Bretón, son notables y se explican porque ambos «se insertan en una inmensa
corriente intelectual que podemos seguir desde el Zohar y que se bifurca en las
escuelas iluministas del XVIII y del XIX. Se la vuelve a encontrar en la base de los
sistemas idealistas, también en Goethe y, en general, en todos aquellos que se rehúsan
a aceptar como ideal de unificación del mundo la identidad matemática» 32. Todos
sabemos que los modernistas hispanoamericanos —Darío, Lugones, Ñervo, Tablada
— se interesaron en los autores ocultistas: ¿por qué nuestra crítica nunca ha señalado
la relación entre el íluminísmo y la visión analógica y entre ésta y la reforma métrica?
¿Escrúpulos racionalistas o escrúpulos cristianos? En todo caso, la relación salta a la
vista. El modernismo se inició como una búsqueda del ritmo verbal y culminó en una
visión del universo como ritmo.
Las creencias de Rubén Darío oscilaban, según una frase muy citada de uno de
sus poemas, «entre la catedral y las ruinas paganas». Yo me atrevería a modificarla:
entre las ruinas de la catedral y el paganismo. Las creencias de Darío y de la mayoría
de los poetas modernistas son, más que creencias, búsqueda de una creencia y se
despliegan frente a un paisaje devastado por la razón crítica y el positivismo. En ese
contexto, el paganismo no sólo designa a la Antigüedad grecorromana y a sus ruinas
sino a un paganismo vivo: por una parte, al cuerpo y, por la otra, a la naturaleza.
Analogía y cuerpo son dos extremos de la misma afirmación naturalista. Esta
33 Dos libros: /.os crepiisat/o* del jardín, 1903. y Lunario sentimental, 1909.
El ocaso de la vanguardia
34 Los dos artículos han sido recogidos en ci segundo volumen de Literatura y revolución y
otros escritos sobre la literatura y el artc> París, Ruedo Ibérico, 1969.
Más de una vez y con verdadera impaciencia —una impaciencia que no excluía una
extraordinaria lucidez—, Trotski señaló los elementos religiosos de la obra de la
mayoría de los poetas y escritores rusos de la década de los veinte —los llamados
«compañeros de viaje». Todos ellos, dice Trotski, aceptan la Revolución de Octubre
como un hecho ruso más que como un hecho revolucionario. Lo ruso es el mundo
tradicional y religioso de los campesinos y sus viejas mitologías, «las brujas y sus
encantamientos», mientras que la Revolución es la modernidad: la ciencia, la técnica,
la cultura urbana. Para apoyar su crítica, cita un pasaje de El año desnudo de Pilniak:
«la bruja Egorka dice:
"Rusia es sabia por sí misma. El alemán es inteligente, pero su espíritu es
alocado". "¿Y qué ocurre con Karl Marx?" —pregunta uno. "Es alemán —digo yo—
y por lo tanto alocado*'. "¿Y con Lenin?" "Lenin es un campesino —digo—, un
bolchevique; por lo tanto, debéis ser comunistas..."». Trotski concluye: es muy
inquietante que Pilniak se oculte tras la bruja Egorka y use su lenguaje estúpido,
incluso si lo hace en favor de los comunistas. La actitud inicial de simpatía hacia la
Revolución de esos escritores —lo mismo debe decirse del comunismo cristiano de
Los doce de Blok— «tiene su origen en la concepción del mundo menos
revolucionaria, más asiática, más pasiva y más impregnada de resignación cristiana
que pueda concebirse». ¿Qué diría Trotski si hoy leyese a ios poetas y novelistas
rusos contemporáneos, igualmente poseídos por esa concepción del mundo y ya sin
ilusiones revolucionarias?
El grupo que apoyó abiertamente a la Revolución —una rama del futurismo
prerrevolucionario que, encabezada por Mayakovski, fundó la LEF— tampoco le
parece a Trotski enteramente revolucionario: «El futurismo es contrario al
misticismo, a la deificación pasiva de la naturaleza... Y es favorable a la técnica, la
organización científica, la máquina, la planificación... La conexión entre esta
"rebeldía" estética y la rebeldía social y moral es directa». Pero el origen de la
rebelión futurista es individualista: «El hecho de que los futuristas rechacen
exageradamente el pasado no tiene nada de revolucionarismo proletario, sino de
nihilismo bohemio». De ahí que la adhesión de Mayakovski a la Revolución, por más
sincera que haya sido, le parezca un equívoco trágico: «sus sentimientos
subconscientes hacia la ciudad, la naturaleza, el mundo entero no son los de un
obrero, sino los de un bohemio. El farol calvo que quita las medias a la calle 35 gran
imagen, descubre mejor la esencia bohemia del poeta que cualquier otra
consideración». Trotski subraya «el tono cínico e impúdico de muchas imágenes» de
Mayakovski y, con admirable perspicacia, descubre su origen romántico: «Los
investigadores que, al definir la naturaleza social del futurismo en sus orígenes [se
refiere al período prerrevolucionario, el más fecundo del movimiento] dan una
36 L. Trotski, op. át
cambiar la naturaleza humana e instaurar una iglesia universal fundada en un dogma
también universal. En un caso, analogía e ironía; en el otro, transposición de la
teología dogmática y la escatología a la esfera de la historia y la sociedad.
Los orígenes de la nueva religión política —una religión que se ignora a sí
misma— se remontan al siglo XVIII. David Hume fue el primero en advertirlo.
Señaló que la filosofía de sus contemporáneos, especialmente su crítica al
cristianismo, contenía ya los gérmenes de otra religión: atribuir un orden al universo
y descubrir en ese orden una voluntad y una finalidad era incurrir otra vez en la
ilusión religiosa. Pero Hume no fue testigo, aunque lo previo, del descenso de la
filosofía en la política y su encarnación, en el sentido religioso de la palabra, en las
revoluciones. La epifanía del universalismo filosófico adoptó inmediatamente la
forma dogmática y sangrienta del jacobinismo y su culto a la diosa Razón. No es una
casualidad que el dogmatismo y el sectarismo hayan acompañado a los movimientos
revolucionarios del siglo XIX y del XX; tampoco lo es que una vez en el poder, esos
movimientos se transformen en inquisiciones que periódicamente realizan ceremonias
reminiscentes de los sacrificios aztecas y de los autos de fe.
El marxismo se inició como una «crítica del cielo», es decir, de las ideologías de
las clases dominantes, pero el leninismo victorioso transformó esa crítica en una
teología terrorista. El cielo ideológico bajó a la tierra en la forma del Comité Central.
El drama cristiano entre libre albedrío y predestinación divina reaparece también en
el debate entre libertad y determinismo social. Como la providencia cristiana, la
historia se manifiesta por signos: «las condiciones objetivas», «la situación histórica»
y otros presagios e indicios que el revolucionario debe interpretar. La interpretación
del revolucionario es, como la del cristiano, a un tiempo libre y determinada por las
fuerzas sociales que sustituyen a la providencia divina. El ejercicio de esta ambigua
libertad implica riesgos mortales: equivocarse, confundir la voz de Dios con la del
Diablo, significa para el cristiano la pérdida del alma y para el revolucionario la
condenación histórica. Nada más natural, desde esta perspectiva, que la deificación de
los jefes: a la consagración de los textos como escrituras santas sigue fatalmente la
consagración de sus intérpretes y ejecutores. Así se satisface la vieja necesidad
humana de adorar y ser adorado. Padecer por la Revolución equivale al suplicio
gozoso de los mártires cristianos. La máxima de Baudelaire, levemente modificada,
conviene perfectamente a la situación del siglo XX: los revolucionarios han puesto en
la política la ferocidad natural de la religión37.
La oposición entre él espíritu poético y el revolucionario es parte de una
contradicción mayor: la del tiempo lineal de la modernidad frente al tiempo rítmico
del poema. La historia y la imagen: H obra de Joyce puede verse como un momento
de la historia de la literatura moderna y en este sentido es historia; pero la verdad es
40 Cf. Hugh Kcnner, Tfe Pound Era, Berkeley, University of California Press, 1971. La
entrevista, con D. C. Bridson, apareció en el número 17 de Netv Directions, 1961.
y Eliot fue el París cosmopolita del primer tercio de siglo, teatro de sucesivas
revoluciones artísticas y literarias. Se ha repetido hasta la saciedad el tema de la
influencia de Laforgue en Eliot; en cambio, nadie ha explorado el de las semejanzas
entre el collage poético de Pound y Eliot y la estructura «simultaneísta» de Zone, Le
Musicien de Saint—Merry y otros poemas de Apollinaire. No pretendo negar la
originalidad de los poetas norteamericanos, sino señalar que el movimiento poético
de lengua inglesa sólo es plenamente inteligible dentro del contexto de ia poesía de
Occidente. Lo mismo ocurre con las otras tendencias: sin Dada, nacido en Zurich y
traducido por Tzara al francés, el surrealismo sería inexplicable. Sin Dada y sin el
romanticismo alemán. A su vez, el ultraísmo español y el argentino son inexplicables
sin Huidobro, que, por su parte, es inexplicable sin Reverdy.
Los ejemplos que he dado no se proponen ilustrar una idea lineal de la historia
literaria, sino subrayar su complejidad y su carácter transnacional. Una literatura es
una lengua, pero no aislada, sino en perpetua relación con otras lenguas, con otras
literaturas. Eliot encuentra que la unión de experiencias contradictorias o dispares es
un rasgo característico de los poetas «metafísicos» ingleses. Un rasgo característico
no es un rasgo exclusivo: la unión de los contrarios —paradoja, metáfora— aparece
en toda la poesía europea de esa época. La consecuente disociación de la sensibilidad
y la imaginación —ingenio neoclásico y elocuencia miltoniana y romántica—
también es un fenómeno general europeo. Por eso Eliot dice que «Jules Laforgue, y
Tristan Corbiére en muchos de sus poemas, están mis cerca de la "escuela de Donne"
que cualquier poeta inglés moderno»41. Quizás habría dicho lo mismo de López
Velárde, si hubiese podido leerlo. La literatura de Occidente es un tejido de
relaciones. Ese tejido está hecho de las figuras que dibujan, al enlazarse y
desenlazarse, los movimientos, las personalidades— y el azar. En lo que sigue
procuraré mostrar cómo las tendencias poéticas de la primera mitad del siglo repiten,
aunque en sentido contrarío, algunas de las figuras que el romanticismo había
dibujado un siglo antes. La imagen es la misma —invertida. La relación de oposición
entre las lenguas germánicas y romances reaparece en el siglo XX y tiende a
cristalizar en dos extremos: la poesía de lengua inglesa y la poesía francesa. Me
referiré también a la poesía de lengua española, no sólo por ser la mía sino porque el
período moderno, lo mismo en España que en América, es uno de los más ricos de
nuestra historia. Me doy cuenta de que dejo de lado grandes movimientos y figuras
—el futurismo italiano y el ruso, el expresionismo alemán, Rilke, Benn, Pessoa,
Ungaretti, Móntale, los griegos, los brasileños, los polacos... Cierto, la visión de un
poeta alemán o italiano sería distinta. Mi punto de vista es parcial: el de un poeta
hispanoamericano.
41 «The Metaphisical Poets» [1911], en Selccted E$$ays> Nueva York, Harcourt, Brace, 1932.
La expresión «poesía moderna» se usa generalmente en dos sentidos, uno
restringido y otro amplio. En el primero, alude al período que se inicia con el
simbolismo y que culmina en la vanguardia. La mayoría de los críticos piensan que
este período comienza con Charles Baudelaire. Algunos añaden otros nombres, como
el de Edgar Alian Poe o el de Nerval de Les Chiméres. En el sentido amplio, tal como
se ha usado en este libro, la poesía moderna nace con los primeros románticos y sus
predecesores inmediatos de finales del siglo XVIII, atraviesa el siglo XIX y, a través
de sucesivas mutaciones que son asimismo reiteraciones, llega hasta el siglo XX. Se
trata de un movimiento que comprende a todos los países de Occidente, del mundo
eslavo al hispanoamericano, pero que en cada uno de sus momentos se concentra y
manifiesta en dos o tres puntos de irradiación. El período del simbolismo, sin que esto
signifique que no haya habido grandes poetas simbolistas en otras lenguas (apenas si
debo recordar al simbolismo ruso, al alemán o al hispanoamericano), fue
esencialmente francés. Va de Baudelaire a Mal I armé, Verlaine, Rimbaud y
Laforgue, y de éstos a Claudel y Valéry. La poesía de vanguardia es,
simultáneamente, una reacción contra el simbolismo y su continuación. La obra del
poeta típico de ese momento, Guillaume Apollinaire, ostenta rasgos vanguardistas y
simbolistas. El lugar de nacimiento de la poesía de vanguardia explica su genealogía
literaria: Francia. En su origen, la vanguardia fue la metáfora contradictoria del
simbolismo francés.
Al lado de esta relación, debe señalarse otra, ya no polémica sino de
convergencia y aun filialidad, con la pintura de esos años, especialmente con la
cubista. Esta relación no fue literaria ni verbal sino conceptual; más que un lenguaje,
los poetas recogieron de la experiencia cubista una estética. Si la vanguardia comenzó
hablando en francés, fue un francés cosmopolita, con acento español, polaco, italiano,
ruso, alemán, rumano. Un lenguaje que, si venía de Rimbaud, Mallarmé y Jarry, se
conformaba, deformaba y reformaba al enfrentarse a la nueva estética de pintores y
escultores. El nuevo lenguaje tuvo muchos nombres. El más conveniente, por ser el
más descriptivo, es el de simultaneísmo. Fue una poética originada en el cubismo y
en el futurismo. Una de las ideas centrales del cubismo era la presentación simultánea
de las diversas partes de un objeto —las anteriores y las posteriores, las visibles y las
escondidas— y mostrar las relaciones entre ellas. El cubismo concibió al cuadro
como una superficie donde, regidos por fuerzas de atracción y repulsión, oposiciones
complementarias, se despliegan los distintos elementos externos e internos que
componen un objeto. El cuadro se convirtió, para emplear la expresión consagrada,
en un «sistema de relaciones plásticas». Jakobson ha subrayado que la influencia de
la pintura cubista fue tanto o más profunda que la de la física atómica en la
orientación del pensamiento de los primeros estructuralistas en lingüística. Apenas si
vale la pena recordar otra analogía, destacada muchas veces, entre el
«simultaneísmo» y el montaje cinematográfico, sobre todo tal como fue practicado y
expuesto por Serguei Eisenstein.
Los futuristas, como es sabido, añadieron a esta estética intelectualista dos
elementos: la sensación y el movimiento. También el nombre: simultaneísmo. Fueron
los primeros en usar la palabra y el concepto. La introducción de la sensación y del
movimiento produjo consecuencias insospechadas. La sensación es movimiento y,
desde Aristóteles, el movimiento es inseparable del tiempo. Tal vez por esto los
filósofos de la Antigüedad, al tratar de entender la paradoja de la eternidad, que es
tiempo inmóvil, se sirvieron del movimiento circular de los astros, un movimiento
que volvía perpetuamente a su punto de partida. El simultaneísmo poético del siglo
XX tuvo que enfrentarse a una dificultad semejante: la representación simultánea de
la sucesión. Los futuristas italianos, al proclamar una estética de la sensación,
abrieron la puerta a la temporalidad. Por la puerta de la sensación entró el tiempo;
sólo que fue un tiempo disperso y no sucesivo: el instante. La sensación es
instantánea. Así, el futurismo se condenó, por su estética misma, no a las
construcciones del porvenir sino a las destrucciones del instante. La traducción de la
pintura de la sensación y del movimiento al lenguaje de la poesía, fue aún más
desconcertante y contraproducente. El poema simultaneísta —más exacto sería decir:
instantaneísta— no era sino una yuxtaposición de interjecciones, exclamaciones y
onomatopeyas. El poema futurista no se encaminaba hacia el futuro sino que se
precipitaba por el agujero del instante o se inmovilizaba en una serie inconexa de
instantes fijos. Eliminación del tiempo como sucesión y como cambio: la estética
futurista del movimiento se resolvió en la abolición del movimiento. Los agentes de
la petrificación fueron la sensación y el instante.
No sé si Apollinaire se dio cuenta de las consecuencias negativas de una
doctrina que destruía en sus obras aquello mismo que exaltaba en su teoría: el
movimiento. Pero es indudable que sí fue sensible a la pobreza poética de los poemas
futuristas. El manifiesto que publicó en su favor, la Antitradición futurista (1913), fue
un acto de oportunismo literario. Otra tentativa por allanar el obstáculo que se opone
a todo simultaneísmo verbal fue la del poeta francés Henri—Martin Barzun. Ese
obstáculo es doble: ¿cómo dar una representación simultánea del movimiento, que es
por naturaleza un proceso, un sucesión, y particularmente del movimiento parase: el
tiempo?; ¿cómo organizar la materia verbal, que es por esencia temporal y sucesiva,
en una disposición espacial y simultánea? La solución de Henri—Martin Barzun —
fundador de un grupo «simultaneísta» del que fue miembro Apollinaire por una corta
temporada— fue aún más simple que la de los futuristas: convertir al poema en una
suerte de drama musical. El modelo de la poesía futurista fueron los ruidos de la
ciudad moderna: el bruitism; el de Barzun fue la ópera. El primer nombre que escogió
Barzun para su escuela poética fue dramatismo Poemas no para ser leídos sino para
ser oídos. La limitación del método era obvia: cada actor tenía que decir su parte al
mismo tiempo que los otros decían las suyas.
La limitación era en verdad una imposibilidad: el poema era inaudible.
Apollinaire abandonó pronto las ideas y la compañía de Barzun.
El remedio contra la sensación y su dispersión instantánea es la reflexión. Entre
una sensación y otra, entre un instante y otro, la reflexión interpone una distancia que
es también un puente: una medida. Esa distancia se llama ritmo; también se llama
símbolo e idea. El poema de Mallarmé o de Valéry es un símbolo de símbolos; un
cuadro cubista es la idea de un objeto expuesta como un sistema de relaciones. En el
poema simbolista y en el cuadro cubista lo visible revela lo invisible pero la
revelación se logra por métodos opuestos: en el poema, el símbolo evoca sin
mencionar; en el cuadro, las formas y colores presentan sin representar. El
simbolismo fue transposición (Mallarmé); el cubismo fue presentación. En la obra de
Apollinaire se consuma el tránsito de la transposición a la presentación. El poeta
quizá no hubiera podido dar este paso decisivo sin la influencia del pintor Robert
Delaunay y su orfismo42. Derivada del cubismo, esta tendencia fue una de las formas
en que se manifestó el simultaneísmo en pintura. En el orfismo había, además, como
su nombre lo indica, ciertos elementos simbolistas —la idea de la correspondencia
universal— y afinidades indudables con el hermetismo del abstraccionismo, tal como
lo concebía Kandinsky (Lo espiritual en el arte).
La amistad entre Apollinaire y Delaunay produjo poemas admirables como Les
Penetres. No obstante, el orfismo pictórico no ofrecía una solución al problema del
movimiento en la poesía. Se pueden presentar, al mismo tiempo y sobre una misma
superficie, distintos colores y formas que los ojos perciben simultáneamente. En
cambio, al hablar y escribir emitimos las palabras unas detrás de otras, en hilera; no
sólo no podemos oír varias frases al mismo tiempo sino que tampoco, si las leemos,
podemos entenderlas. Apollinaire descubrió la solución en la poesía de Blaise
Cendrars. Hay dos poemas de Cendrars que impresionaron a Apollinaire y que son el
origen de algunas de sus grandes composiciones de esos años: Paques a New York
(1912) y Prose du Transsibérien et la petite Jeanne de France (1913) En ambos, más
que del simultaneísmo, en el sentido del cubismo pictórico, Cendrars se sirve de un
método de composición que no es otro que el del relato. Un relato entrecortado, con
idas y venidas, anticipaciones, irrupciones, digresiones y enlaces imprevistos. Los
poemas de Cendrars están más cerca del cine que de la pintura, más del montaje que
del collage. Pero Cendrars no hubiera podido utilizar esta técnica cinematográfica si
no se hubiese servido del lenguaje hablado como instrumento de convocación de
rimas, imágenes, episodios, sucedidos y sensaciones. Cendrars no canta: cuenta. El
habla de todos los días, el lenguaje cotidiano que fluye y transcurre y no el instante y
46 «Horas situadas de Jorge Guillen»» en Puertas al campo, Barcelona, Seix Barral, 197*.
Volumen 3, Obras completas, Círculo de Lectores.
adhirieron al «realismo socialista» y practicaron la poesía de propaganda social y
política. Sacrificio de la búsqueda verbal y la aventura poética en aras de la claridad y
la eficacia política. Gran parte de esos poemas ha desaparecido como desaparecen las
noticias y los editoriales de los periódicos. Quisieron ser testimonio de la historia y la
historia los ha borrado. Lo más grave no fue la falta de tensión poética, sino moral:
los himnos y las odas a Stalin, Molotov, Mao —y los insultos más o menos rimados a
Trotski, Uto y otros disidentes. Curioso realismo que, después de las revelaciones de
Khruschcv, obliga a sus autores a desdecirse. Las verdades de ayer son las mentiras
de hoy: ¿donde está la realidad? Esa época fue la del «deshonor de los poetas» , como
la llamó Benjamín Péret.
También aquellos que se negaron a poner su arte al servicio de un partido
renunciaron casi completamente a la experimentación y la invención. Fue una vuelta
general al orden. Didactismo político y retórica neoclásica. Los antiguos
vanguardistas —Borges, Villaurrutia— se dedicaron a componer sonetos y décimas.
Dos libros representativos de lo mejor y lo peor de ese período: el Canto general
(1950) de Pablo Neruda y Muerte sin fin (1939) de José Gorostiza. El primero es
enorme, descosido, farragoso, pero atravesado aquí y allá por intensos pasajes de gran
poesía material: lenguaje—lava y lenguaje—marea. El otro es un poema de unos
ochocientos versos blancos, un discurso en el que la conciencia intelectual se inclina
fijamente sobre el fluir del lenguaje hasta congelarlo en una dura transparencia.
Retórica y gran poesía. Dos extremos; el sí pasional y el no reflexivo. Un monumento
a la locuacidad y un monumento a la reticencia.
Hacía 1945 la poesía de nuestra lengua se repartía en dos academias: la del
«realismo socialista» y la de los vanguardistas arrepentidos. Unos pocos libros de
unos cuantos poetas dispersos iniciaron el cambio. Aquí se quiebra toda pretensión de
objetividad: aunque quisiera no podría disociarme de este período. Procuraré, por
tanto, reducirlo a unas cuantas noticias mínimas. Todo comienza —recomienza— con
un libro de José Lezama Lima: La fijeza (1944). Un poco después (no tengo más
remedio que citarme) Libertad bajo palabra (1949) y ¿Águila o solf (1950). En
Buenos Aires, Enrique Molina: Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951).
Casi en los mismos años, los primeros libros de Nicanor Parra, Alberto Girri, Jaime
Sabines, Cintio Vitier, Roberto Juarroz, Alvaro Mutis... Estos nombres y estos libros
no son toda la poesía hispanoamericana contemporánea: son su comienzo. Hablar de
lo que ha seguido, por más valioso que sea, sería caer en la crónica. El comienzo:
acción clandestina, casi invisible y que muy pocos tomaron en cuenta. En cierto
sentido fue un regreso a la vanguardia. Pero una vanguardia silenciosa, secreta,
desengañada. Una vanguardia otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra
la academia en que se había convertido la primera vanguardia. No se trataba, como en
1920, de inventar, sino de explorar. El territorio que atraía a estos poetas no estaba
afuera ni tampoco adentro. Era esa zona donde confluyen.lo interior y lo exterior: la
zona del lenguaje. Su preocupación no era estética; para aquellos jóvenes el lenguaje
era, simultánea y contradictoriamente, un destino y una elección. Algo dado y algo
que hacemos. Algo que nos hace.
El lenguaje es el hombre, pero también es el mundo. Es historia y es biografía:
los otros y yo. Estos poetas habían aprendido a reflexionar y a burlarse de sí mismos:
sabían que el poeta es el instrumento del lenguaje. Sabían asimismo que con ellos no
comenzaba el mundo, pero no sabían si no se acabaría con ellos: habían atravesado el
nazismo, el estaünismo y las explosiones atómicas en el Japón. Su incomunicación
con España era casi total, no sólo por las circunstancias políticas sino porque los
poetas españoles de la postguerra se demoraban en la retórica de la poesía social o en
la de la poesía religiosa. Se sentían atraídos por el surrealismo, movimiento ya en
repliegue y al que llegaban tarde. Veían en los poetas angloamericanos posteriores al
modernism —Lowell, Olson, Bíshop, Ginsberg— a sus verdaderos contemporáneos,
incluso si (o porque) esos poetas venían de la otra vertiente, la opuesta, de la tradición
moderna. Descubrieron también a Pessoa y, por Pessoa, a los brasileños y
portugueses de su generación, como Cabra! de Meló. Aunque algunos eran católicos
y otros comunistas, en general se inclinaban hacia la disidencia individualista y
oscilaban entre el trotskismo y el anarquismo. Pero las clasificaciones ideológicas no
son enteramente aplicables a estos escritores. En casi todos ellos el horror hacia la
civilización de Occidente coincide con la atracción por el Oriente, los primitivos o la
América precolombina. Un ateísmo religioso, una religiosidad rebelde. Búsqueda de
una erótica más que de una poética. Casi todos se reconocían en una frase del Camus
de aquellos años de la segunda postguerra: «solitario solidario». Fue una generación
que aceptó la marginalidad y que hizo de ella su verdadera patria.
La poesía de la postvanguardia (no sé si haya que resignarse a este nombre no
muy exacto que empiezan a darnos algunos críticos) nació como una rebelión
silenciosa de hombres aislados. Empezó como un cambio insensible que, diez años
después, se reveló irreversible. Entre cosmopolitismo y americanismo, mi generación
cortó por lo sano: estamos condenados a ser americanos como nuestros padres y
abuelos estaban condenados a buscar América o a huir de ella. Nuestro salto ha sido
hacia dentro de nosotros mismos.
El punto de convergencia
47 Corriente alterna, México, Siglo XXI, 1967; Conjunciones y disyunciones, México, Joaquín
Mortiz, i$6% entrevista con Rita Guibert, en Seven Vokes, Nueva York, Al—fred A. Knopf, 1973.
La creencia en la historia como una marcha continua, aunque no sin tropiezos y
caídas, adoptó muchas formas. A veces, fue una aplicación ingenua del «darwinismo»
en la esfera de la historia y la sociedad; otras, una visión del proceso histórico como
la realización progresiva de la libertad, la justicia, la razón o cualquier otro valor
semejante. En otros casos la historia se identificó con el desarrollo de la ciencia y la
técnica o con el dominio del hombre sobre la naturaleza o con la universalización de
la cultura. Todas estas ideas tienen algo en común: el destino del hombre es la
colonización del futuro. En los últimos años ha habido un cambio brusco: los
hombres empiezan a ver con terror el porvenir y lo que apenas ayer parecían las
maravillas del progreso hoy son sus desastres. El futuro ya no es el depositario de la
perfección, sino del horror. Demógrafos, ecologistas, sociólogos, físicos y
geneticistas denuncian la marcha hacia el futuro como una marcha hacia la perdición.
Unos prevén el agotamiento de los recursos naturales, otros la contaminación del
globo terrestre, otros una llamarada atómica. Las obras del progreso se llaman
hambre, envenenamiento, volatilización. No me importa saber si estas profecías son o
no exageradas: subrayo que son expresiones de la duda general sobre el progreso. Es
significativo que en un país como los Estados Unidos, donde la palabra cambio ha
gozado de una veneración supersticiosa, hoy aparezca otra que es su refutación:
conservación. Los valores que irradiaba cambio ahora se han trasladado a
conservación. El presente hace la crítica del futuro y empieza a desplazarlo.
El marxismo ha sido, probablemente, la expresión más coherente y osada de la
concepción de la historia como un proceso lineal progresivo. Más coherente porque la
concibe como un proceso dueño del rigor de un discurso racional; más osada porque
ese discurso abarca tanto al pasado y al presente de la especie humana como a su
futuro. Ciencia y profecía. Para Marx la historia no es plural, sino una, y se despliega
como la serie de proposiciones de una demostración. Cada proposición engendra una
réplica y así, a través de negaciones y contradicciones, la demostración produce
nuevas proposiciones. La historia es un texto productor de textos. Ese texto es un
proceso único que va del comunismo de las sociedades primitivas al futuro
comunismo de la edad industrial. Los protagonistas de ese proceso son las clases
sociales y el motor que lo mueve son las distintas técnicas de producción. Cada
período histórico marca un avance frente al anterior y en cada período una clase
social asume la representación de la humanidad entera: señores feudales, burgueses,
proletarios. Estos últimos encarnan el presente y el futuro inmediato de la historia...
Repetiré lo que todos sabemos: si las violencias y cambios del siglo XX confirman el
genio apocalíptico de Marx, la forma en que se han producido niega la supuesta
racionalidad del proceso histórico.
La ausencia de revoluciones proletarias en los países más avanzados
industrialmente tanto como las revueltas en la periferia del Occidente, revelan que la
ideología marxista no ha sido la levadura de la revolución proletaria mundial, sino de
la resurrección nacional de Rusia, China y otros países que llegaron tarde a la era
industrial y tecnológica. Los protagonistas de todos esos cambios no han sido los
obreros, sino clases y grupos que la teoría había puesto al margen o a la zaga del
proceso histórico: intelectuales, campesinos, pequeña burguesía. Y lo más grave: las
revoluciones triunfantes se han transformado en regímenes anómalos desde un punto
de vista auténticamente marxista. Aberración histórica: el socialismo asume la forma
de la dictadura de una nueva clase o casta burocrática. La aberración cesa de serlo si
renunciamos a la concepción de la historia como un proceso lineal progresivo dotado
de una racionalidad inmanente.
Nos cuesta trabajo resignarnos porque renunciar a esta creencia implica
asimismo el fin de nuestras pretensiones sobre la dirección del futuro. Sin embargo,
no se trata de renunciar al socialismo como libre elección ética y política, sino a la
idea del socialismo como un producto necesario del proceso histórico. La crítica de
las aberraciones políticas y morales de los «socialismos» contemporáneos debe
comenzar por la crítica de nuestras aberraciones intelectuales. No, la historia no es
una: es plural. Es la historia de la prodigiosa diversidad de sociedades y civilizaciones
que han creado los hombres. Nuestro futuro, nuestra idea del futuro, se bambolea y
vacila: la pluralidad de pasados vuelve plausible la pluralidad de futuros.
Las revueltas en los países atrasados y en la periferia de las sociedades
industriales desmienten las previsiones del pensamiento revolucionario; las rebeliones
y trastornos en los países avanzados minan aún más profundamente la idea que se
habían hecho del futuro los evolucionistas, los liberales y los burgueses progresistas.
Es notable que la clase a la que se atribuía per se la vocación revolucionaria, el
proletariado, no haya participado en los disturbios que han sacudido a las sociedades
industriales. Recientemente se ha intentado explicar el fenómeno por medio de una
nueva categoría social: las sociedades más adelantadas, especialmente los Estados
Unidos, han pasado ya de la etapa industrial a la postindustrial 48. Esta última se
caracteriza por la importancia de lo que podría llamarse producción de conocimientos
productivos. Un nuevo modo de producción en el que la ciencia y la técnica ocupan el
lugar central que tuvo la industria. En la sociedad postindustrial las luchas sociales no
son el resultado de la oposición entre trabajo y capital, sino que son conflictos de
orden cultural, religioso y psíquico. Así, los trastornos estudiantiles de la década
anterior pueden verse como una rebelión instintiva contra la excesiva racionalización
de la vida social e individual que exige el
48 Cf. Daniel Bell, «The Post—industrial Society. The Evolution of an Idea», Survey, 78 y 79,
Cam-bridge, Mass., 1971.
nuevo modo de producción. Distintos modos de deshumanización: el capitalismo
trató a los hombres como máquinas; la sociedad postindustrial los trata como signos.
Cualquiera que sea el valor de las lucubraciones sobre la sociedad postindustrial,
lo cierto es que las rebeliones en los países adelantados, aunque sean justas y
apasionadas negaciones del actual estado de cosas, no presentan programas sobre la
organización de la sociedad futura. Por eso las llamo rebeliones y no revoluciones 49.
Esta indiferencia frente a la forma que debe asumir el futuro distingue al nuevo
radicalismo de los movimientos revolucionarios del siglo XIX y de la primera mitad
del XX. La confianza en los poderes de la espontaneidad está en proporción inversa a
la repugnancia frente a las construcciones sistemáticas. El descrédito del futuro y de
sus paraísos geométricos es general. No es extraño: en nombre de la edificación del
futuro medio planeta se ha cubierto de campos de trabajo forzado. La rebelión de los
jóvenes es un movimiento de justificada negación del presente pero no es una
tentativa por construir una nueva sociedad. Los muchachos quieren acabar con la
situación presente precisamente porque es un presente que nos oprime en nombre de
un futuro quimérico. Esperan instintiva y confusamente que la destrucción de este
presente provoque la aparición del otro presente y sus valores corporales, intuitivos y
mágicos. Siempre la búsqueda de otro tiempo, el verdadero.
En el caso de las rebeliones de las minorías étnicas y culturales, las
reivindicaciones de orden económico no son las únicas ni, muchas veces, las
centrales. Negros y chicanos pelean por el reconocimiento de su identidad. Otro tanto
ocurre con los movimientos de liberación de las mujeres y con los de las minorías
sexuales: no se trata de la edificación de la ciudad futura sino de la emergencia,
dentro de la sociedad contemporánea, de grupos que buscan su identidad o que pelean
por su reconocimiento. Los movimientos nacionalistas y antiimperialistas, las guerras
de liberación y los otros trastornos del Tercer Mundo tampoco se ajustan a la noción
de revolución elaborada por la concepción lineal y progresiva de la historia. Estos
movimientos son la expresión de particularismos humillados durante el período de
expansión de Occidente y de allí que se hayan convertido en los modelos de la lucha
de las minorías étnicas en los Estados Unidos y en otras partes. Las revueltas del
Tercer Mundo y las rebeliones de las minorías étnicas y nacionales en las sociedades
industriales son la insurrección de particularismos oprimidos por otro particularismo
enmascarado de universalidad: el capitalismo de Occidente. El marxismo preveía la
desaparición del proletariado, como clase, inmediatamente después de la desaparición
1.. La crítica del tiempo no es sino uno de los métodos para exorcizar a la
historia. El otro es el régimen de castas. Aunque la palabra casta traduce con cierta
fidelidad el término generalmente usado en la India, jeti, los occidentales tienen la
tendencia a darle un significado teñido de historicismo: no linaje o generación, sino
clase estratificada. La palabra «clase», en el sentido en que la emplean los
antropólogos occidentales y sus discípulos indios, tiene el sentido de grupo social e
inmediatamente nos remite a la historia y al cambio. Desde este punto de vista, el
fenómeno de las castas, por más singular que nos parezca, no es sino un caso extremo
de un fenómeno universal: la tendencia a la estratificación social. Esta interpretación
disuelve o, más exactamente, escamotea el concepto de «casta» en lo que tiene de
único. Hay algo específico en la «casta». Si queremos comprender la ideología
subyacente en que se apoya la realidad de las castas, lo que significa realmente este
concepto para un indio tradicional, lo primero que debemos hacer es distinguir la
«casta» de la «clase».
Para nosotros la sociedad es un conjunto de ciases, generalmente en lucha unas
con otras y todas en movimiento. La sociedad humana es un todo dinámico y en
cambio continuo; ese incesante movimiento es lo que la distingue de las sociedades
animales, que son estáticas. En la sociedad humana aparece algo que no existe en la
naturaleza: la cultura. Y la cultura es historia. La concepción india es la contraria: no
hay oposición entre naturaleza y sociedad, la primera es el arquetipo de la segunda.
Para un indio las «castas» —hay más de tres mil— no son «clases», sino especies. La
palabra jeti quiere decir precisamente especie. El indio ve a la sociedad humana en el
espejo inmóvil de la naturaleza y sus especies inmutables. Lejos de ser excepción, el
mundo humano prolonga y confirma el orden natural. A nosotros, acostumbrados a
ver la sociedad como un proceso, nos parece el régimen de castas una escandalosa
excepción, una anomalía histórica. Así, la oposición entre «casta» y «clase» recubre
otra más profunda: historia y naturaleza, cambio y estabilidad. Si hombres de otras
civilizaciones pudiesen terciar en el debate, probablemente dirían que la verdadera
excepción no es el régimen de castas —aunque algunos reconocerían que es una
exageración más o menos inicua— ni la idea que lo inspira, sino pensar, como
pensamos nosotros, que los cambios son inherentes a la sociedad y que esos cambios
son casi siempre benéficos. Lo singular y único es sobre valorar el cambio,
convertido en una filosofía y hacer de esa filosofía el fundamento de la sociedad. Un
primitivo diría que semejante manera de pensar es, por lo menos, imprudente:
equivale a abrir la puerta al caos original.
2. Ya escritas estas páginas llega a mis manos un interesante estudio de Edmund
L. King: «What is Spanish Romanticism?» (Studies in Romanticism, i, II, Otoño
1962). La primera parte del análisis del profesor King coincide con el mío: la pobreza
del neoclasicismo español y la ausencia de una auténtica Ilustración en España
explican la debilidad de la reacción romántica; en cambio no comparto el punto de
vista que expone en la segunda parte de su estudio: el krausismo fue el verdadero
romanticismo español, «pues infundió genuinas inquietudes románticas a una
generación de jóvenes españoles que serían expresadas en las artes y la literatura de la
que llamamos la generación de 1898». Mi desacuerdo puede concretarse en dos
puntos.
El primero: el krausismo fue una filosofía, no un movimiento poético. No hay
poetas krausistas aunque algunos poetas de principios de siglo (Jiménez entre ellos)
hayan sido tocados más o menos por las ideas de los discípulos españoles de Krause.
¿Y la generación de 1898? Fue un grupo de escritores memorables por su actitud
crítica ante la realidad española, expresada sobre todo en sus obras en prosa. No
constituyen un movimiento poético, aunque algunos entre ellos hayan sido poetas. En
cambio, la influencia del «modernismo» hispanoamericano fue determinante en todos
los poetas de ese período: Jiménez, Valle—Inclán, Antonio y Manuel Machado, el
mismísimo Unamuno.
El segundo punto de desacuerdo: la explicación del profesor King es
contradictoria, pues niega (u olvida) en la segunda parte de su estudio lo que afirma
en la primera. En la primera sostiene que el romanticismo español fracasó porque
carecía de autenticidad histórica (aunque hayan sido sinceros individualmente los
románticos españoles): fue una reacción contra algo que los españoles no habían
tenido, la Ilustración y su crítica racionalista de las instituciones tradicionales. En la
segunda parte afirma que el krausismo de la segunda mitad del siglo XIX fue el
romanticismo que España no tuvo en la primera mitad. Ahora bien, si el
romanticismo es una reacción frente y contra la Ilustración, el kransismo ha de ser
también una reacción... ¿contra o ante qué? El profesor King no lo dice. Más
claramente: si el krausismo es el equivalente español del romanticismo, ¿cuál es el
equivalente español de la Ilustración? El problema deja de serlo si, en lugar de pensar
que la tradición hispánica es una (la peninsular), se acepta que es dual (la española y
la hispanoamericana). La respuesta al aparente enigma está en dos palabras y en la
relación contradictoria que entablan en el contexto hispanoamericano; positivismo y
«modernismo». El positivismo es el equivalente hispanoamericano de la Ilustración
europea y el «modernismo» fue nuestra reacción romántica. No fue, claro, el
romanticismo original de 1800, sino su metáfora. Los términos de esa metáfora son
los mismos que los de románticos y simbolistas: analogía e ironía. Los poetas
españoles de ese momento responden al estímulo hispanoamericano de la misma
manera que los hispanoamericanos habían respondido al estímulo de la poesía
francesa. La cadena es: positivismo hispanoamericano —> «modernismo»
hispanoamericano —> poesía española.
¿Por qué fue fecunda la influencia de la poesía hispanoamericana? Pues porque,
gracias a la renovación métrica y verbal de los «modernistas», por primera vez fue
posible decir en castellano cosas que antes sólo se habían dicho en inglés, francés y
alemán. Esto lo adivinó Unamuno, aunque para desaprobarlo. En una carta a Rubén
Darío dice: «Lo que yo veo, precisamente en usted, es un escritor que quiere decir, en
castellano, cosas que ni en castellano se han pensado nunca ni pueden, hoy, con él
pensarse». Unamuno veía en los «modernistas» a unos salvajes parvenüs adoradores
de formas brillantes y vacías. Pero no hay formas vacías o insignificantes. Las formas
poéticas dicen y lo que dijeron las formas «modernistas» fue algo no dicho en
castellano: analogía e ironía. Una vez más: el «modernismo» hispanoamericano fue la
versión, la metáfora, del romanticismo y del simbolismo europeos. A partir de esa
versión, los poetas españoles exploraron por su cuenta otros mundos poéticos.
¿Cómo explicar la escasa penetración de las ideas de la Ilustración en España?
En su libro Liberales y románticos, Llorens cita unas desilusionadas frases de Alcalá
Galiano: «Sin duda alguna esta renovación (la romántica) de la poesía y la crítica era
sobremanera saludable; pero pecó entre nosotros cabalmente por lo que habían
pecado las doctrinas erróneamente llamadas clásicas, esto es, por ser planta de tierra
extraña traída a nuestro suelo con poca inteligencia y plantada en él para dar frutos
forzados, pobres, mustios de color y escasos de fuerza...». La explicación de Alcalá
Galiano es poco convincente: la poesía italiana fue en el siglo XVI una planta no
menos extraña que el neoclasicimo en el XVIII y el romanticismo en el xix, pero sus
frutos no fueron escasos ni pobres. Llorens cita la opinión de uno de los extremistas
desterrados en Londres y que se ocultaba bajo el pseudónimo de «Filópatro». En
1825, en El Español Constitucional, que pasaba por ser el vocero de los comuneros,
Filópatro decía: «...Los españoles empezaron a ilustrarse clandestinamente,
devorando con ansia las obras más selectas de filosofía y de derecho público de que
hasta entonces no habían tenido la menor idea... Empero esa misma ilustración (los
Lockes, los Voltaires, los Montcsquieus, los Rousseaus...), como inmatura y sin
contacto alguno con la práctica, vino a dar de sí frutos más amargos que la ignorancia
misma». Filópatro tenía razón; para que la Ilustración hubiese fecundado a España
habría sido necesario insertar las ideas (la crítica) en la vida (la práctica). En España
faltó una clase, una burguesía nacional, capaz de hacer la crítica de la sociedad
tradicional y modernizar ai país.
3. La crítica de la religión en el siglo XVIII abarcó al cielo y a la tierra: crítica
de la divinidad cristiana, sus santos y sus demonios; crítica de sus Iglesias y sus
sacerdotes. Por lo primero, crítica de la religión como verdad revelada y escritura
inmutable; por lo segundo, como institución humana. La filosofía minó el edificio
conceptual de la teología y combatió las pretensiones a la hegemonía y a la
universalidad de la Iglesia. Destruyó la imagen del Dios cristiano, no la idea de Dios.
La filosofía fue anticristiana y deísta: Dios dejó de ser una persona y se convirtió en
un concepto. Ante el espectáculo del universo los filósofos se entusiasmaron:
creyeron descubrir en sus movimientos un orden secreto, una inspiración escondida y
que no podía ser sino divina. Doble perfección: el universo estaba movido por un
designio racional que era igualmente un designio moral. La religión natural
substituyó a la religión revelada y la academia filosófica al cónclave cardenalicio. La
idea de orden y la idea de causalidad eran manifestaciones visibles, evidencias
racionales y sensibles de la existencia de un proyecto divino; el movimiento del
universo estaba inspirado por un fin y un propósito: Dios es invisible, no sus obras ni
la intención que anima a esas obras. Los materialistas y los ateos, salvo rarísimas
excepciones, también compartieron esta creencia: el universo es un orden inteligente
y dotado de un propósito evidente, incluso si ignoramos cuál es su finalidad última.
David Hume fue el primero que hizo la crítica de los críticos de la religión —
una crítica que todavía no ha sido superada y que es aplicable a muchas de nuestras
creencias contemporáneas. En sus Dialogues Concerning Natural Religión mostró
que los filósofos habían colocado sobre los altares vacíos ¿el cristianismo otras
divinidades no menos quiméricas, conceptos divinizados como los de la armonía
universal y el propósito que anima a esa armonía. En la noción de designio o
propósito está la raíz de la idea religiosa y allí donde aparece, sin excluir a las
filosofías ateas y materialistas, aparece también la religión y con ella, urde o
temprano, una Iglesia, un mito y una inquisición. El contenido de cada religión puede
variar —el número de dioses e ideas que han adorado y adoran los hombres es casi
infinito—, pero detrás de todas esas creencias encontramos siempre el mismo
esquema: atribuir un propósito al universo y en seguida identificar ese propósito con
el bien, la libertad, la santidad, la eternidad o cualquier otra idea del mismo género.
No es difícil deducir de la crítica de Hume esta consecuencia: el origen de la
idea de la historia como progreso es religioso y la idea misma es pararreligiosa. Es el
resultado de una doble y defectuosa inferencia: pensar que la naturaleza tiene un
designio e identificar ese designio con la marcha de la sociedad y de la historia.
Todas las religiones y pseudorreligiones obedecen a este mismo razonamiento. En el
primer momento de esta operación de ilusionismo, al observar la regularidad real o
aparente de los procesos naturales, se introduce en ese orden la idea de finalidad; en
el segundo momento se atribuyen los cambios y agitaciones sociales a la acción del
mismo principio que anima a la naturaleza. Si la historia posee realmente un sentido,
el transcurrir se vuelve providencial, aunque el nombre de esa providencia cambie
con los cambios de la sociedad y la cultura: unas veces se llama Dios, otras
evolución, otras dialéctica de la historia. La importancia del calendario en la antigua
China (o en Mesoamérica) es otra consecuencia de la misma idea: el modelo del
tiempo histórico es el tiempo natural, el tiempo del sol y del movimiento de los
cuerpos celestes.
La religión es una interpretación de la condición original del hombre, arrojado
en un mundo extraño y ante el cual su primera sensación es la de abandono, orfandad,
desamparo. Podemos juzgar de muchas maneras el sentido y el valor de la
interpretación religiosa. Podemos decir, por ejemplo, que es un acto de hipocresía
inconsciente, valga la paradoja, por medio del cual nos engañamos a nosotros mismos
antes de engañar a nuestros semejantes. O podemos decir que es una manera de
conocer o, más bien, de penetrar en la otra realidad, esa región que nunca vemos con
los ojos abiertos. También podemos decir que quizá no es sino la manifestación de
una tendencia inherente a la naturaleza humana. Si fuese así, no habría más remedio
que aceptar la existencia de un «instinto religioso». La crítica de Hume es decisiva
porque, al mostrar que invariablemente se trata de la misma operación —cualesquiera
que sean la sociedad, la época, el contenido y el carácter de las representaciones y
creencias—, implícitamente nos autoriza a sospechar que estamos ante una estructura
mental común a todos los hombres. Al mismo tiempo, al subrayar su carácter
inconsciente, apunta que es el resultado de una necesidad psíquica y, en cierto modo,
instintiva. La crítica de Hume sería completada un siglo y medio después por Freud y
por Heidegger, pero todavía nos falta una descripción completa del «instinto
religioso».
Cualquiera que sea su origen, la religión aparece en todas las sociedades: en las
primitivas y en las grandes civilizaciones de la. Antigüedad, en el seno de los pueblos
que creen en la magia y en las sociedades industriales contemporáneas, entre los
adoradores de Mahoma y entre los que juran por Marx. En todas partes y en todas las
épocas el «instinto religioso» convierte a las ideas en creencias y a las creencias en
ritos y mitos. Sería injusto olvidar que le debemos la encarnación de las ideas en
imágenes sensibles. Nada más hermoso que esa estatua india (Orissa) del siglo XII,
que representa a Prajna Paramita, la Suprema Sabiduría budista, el concepto
metafísico central de la tendencia Mahayana, como una muchacha desnuda y
alhajada. Doble rostro de la religión: la experiencia solitaria de los místicos y el
embrutecimiento de los pueblos, la iluminación espiritual y la rapacidad de los
clérigos, la fiesta comunal y la quema de herejes.
La crítica de Hume es aplicable a todas esas filosofías e ideologías que no son
sino religiones vergonzantes, sin dioses pero con sacerdotes, libros santos, concilios,
beatos, verdugos, herejes y reprobos. Hume anticipó lo que ocurriría cincuenta años
después: la razón adorada como una diosa y el ser supremo de los filósofos
convertido en el Jehová de sectas pedantes y sanguinarias. La crítica de la religión
desplazó al cristianismo y en su lugar los hombres se apresuraron a entronizar a una
nueva deidad: la política. El «instinto religioso» contó con la complicidad de la
filosofía. Los filósofos substituyeron una creencia por otra; la religión revelada por la
religión natural, la gracia por la razón. La filosofía profanó al cielo, pero consagró a
la tierra; la consagración del tiempo histórico fue la consagración del cambio en su
forma más intensa e inmediata: la acción política. La filosofía dejó de ser teoría y
descendió entre los hombres. Su encarnación se llamó revolución. Si la historia
humana es la historia de la desigualdad y la iniquidad, la redención de la historia, la
eucaristía que la cambia en igualdad y libertad, es la revolución.
El tema mítico del tiempo original se convierte en el tema revolucionario de la
sociedad futura. Desde fines del siglo XVIII y señaladamente desde la Revolución
francesa, la filosofía política revolucionaria confisca uno a uno los conceptos, valores
e imágenes que tradicionalmente pertenecían a las religiones. Este proceso de
apropiación se agudiza en el siglo XX, el siglo de las religiones políticas como los
siglos XVI y XVII lo fueron de las guerras de religión. Desde hace doscientos años
hemos vivido, primero los europeos y después todos los hombres, en espera de un
acontecimiento que posee para nosotros la gravedad y la fascinación terrible que tenía
la Segunda Vuelta de Cristo para los primeros cristianos: la Revolución. Este
acontecimiento, visto con esperanza por unos y con horror por otros, posee un
significado doble según ya he dicho; es la instauración de una sociedad nueva y es la
restauración de la sociedad original, antes de la propiedad privada, el Estado, la
escritura, la idea de Dios, la esclavitud y la opresión de las mujeres. Expresión de la
razón crítica, la Revolución se sitúa en el tiempo histórico: es el cambio del presente
inicuo por el futuro justo y libre. Ese cambio es un regreso: la vuelta al tiempo del
principio, a la inocencia original. Así, la Revolución es una idea y una imagen, un
concepto que participa de las propiedades del mito y un mito que se funda en la
autoridad de la razón.
En las sociedades del pasado, las religiones tenían la exclusividad de dos
funciones: cambiar al tiempo y cambiar al hombre. Los cambios de calendario no
eran cambios revolucionarios, sino religiosos. Cambio de era, cambio de dios: los
cambios del mundo eran los cambios de transmundo. Las revueltas, los motines, las
usurpaciones, las abdicaciones, el advenimiento de nuevas dinastías, las
transformaciones sociales, las mutaciones del régimen de propiedad o de la estructura
jurídica, los inventos, los descubrimientos, las guerras, las conquistas —todo ese
enorme e incoherente rumor de la historia con sus vicisitudes incesantes— no
entrañaban alteración de la imagen del tiempo y de la cuenta de los años. No sé si se
haya reparado y meditado sobre un hecho singular: para los indios mexicanos la
Conquista fue un cambio de calendarios. O sea: un cambio de divinidades, un cambio
de religión. En el mundo moderno la revolución desplaza a la religión y por eso los
revolucionarios franceses intentaron cambiar el calendario. Según la conocida frase
de Marx, la misión del filósofo no consiste tanto en interpretar al mundo como en
cambiarlo; ese cambio entraña la adopción de un nuevo arquetipo temporal: cambio
de la eternidad cristiana por el futuro de las revoluciones. La función religiosa que
consiste en la creación y el cambio del calendario se convierte así en una función
revolucionaria.
Algo semejante sucede con la otra función de las religiones: cambiar al hombre.
Las ceremonias de iniciación y de tránsito consisten en una verdadera transmutación
de la naturaleza humana. Todos esos rituales poseen una nota en común: el
sacramento es el puente simbólico por el que el neófito pasa del mundo profano al
mundo sagrado, de ésta a la otra orilla. Tránsito que es muerte y resurrección: un
hombre nuevo emerge del rito. El bautismo nos cambia, nos da un nombre y nos hace
otros; la comunión es también una transmutación y la misma función tiene el viático,
palabra significativa como pocas. El rito central, en todas las religiones, es el del
ingreso a la comunidad de los fieles y ese rito, en todos los casos, equivale a un
cambio de naturaleza. Conversión expresa con mucha claridad esta mutación que es
igualmente un regreso a la comunidad original (con verteré: «verterse con» y también
«cambiarse en» y «con»). Desde el nacimiento de la era moderna y con mayor
insistencia durante los últimos cincuenta años, los dirigentes revolucionarios
proclaman que el fin último de la revolución es cambiar al hombre: la conversión del
individuo y la comunidad. A veces esta pretensión ha adoptado formas que habrían
sido grotescas si no hubiesen sido atroces como cuando, combinando la superstición
por la técnica y Ja superstición ideológica, se llamó a Staiin: «ingeniero de hombres».
El ejemplo de Stalin es aterrador; hay otros que son conmovedores: Saint—Just,
Trotski. Incluso si me conmueve el carácter prometeico de su pretensión, no tengo
más remedio que deplorar su ingenuidad y condenar su desmesura.
La primera edición de Los hijos del Limo es de 1974; el texto de este libro es,
modificado y ampliado, el de las conferencias que dio Octavio Paz en la Universidad
de Harvard (Charles Eliot Norton Lectures) el primer semestre de 1972.