Cuentos de Google Porque Si Jaja
Cuentos de Google Porque Si Jaja
Cuentos de Google Porque Si Jaja
La intrusa
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de
los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia
mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien
la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y
la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a
contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más
prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y
divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me
engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con
probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar
algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia
de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres
y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica
de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de
ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y
otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad.
En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el
apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol
pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que
nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía
a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro
pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan
Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho.
Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de
avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos
nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de
bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava.
Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse
con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta
entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando
Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una
sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la
lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el
corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era
de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se
sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por
no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado
por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba
solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de
Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la
rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado
al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La
mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés,
usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no
sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que
era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida
unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas
semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el
nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que
discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo,
estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una
mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban
enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó
por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo
injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la
había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se
acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa
con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había
dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un
silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y
serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la
patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió
después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era
una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de
hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas
casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual
por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de
año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el
palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro
estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a
mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana
iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos
habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño
entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían
compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los
domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén,
vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué;
aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.
La mujer que llegaba a las seis
Gabriel García Márquez (Colombia, 1927-2014)
En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se
encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov,
su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de
comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y
destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un
paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita
y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
-Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el
cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha
fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer
desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias,
pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de
subir una alta escalera.
-¿Qué desea? -preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se
sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios,
tratando de decir algo.
-¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes
ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y
las manos-. ¿Qué marido? – repitió, empezando a temblar.
-Mi marido… Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No… no, señora… Yo… no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varias veces el pañuelo
por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración.
Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y
perpleja.
-¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña
sonrisa.
-Yo… no sé por quién pregunta.
-Usted es una miserable, una infame… -balbuceó la desconocida, mirando a
Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí… es una miserable. Celebro mucho,
muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida
de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus
mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo
siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin
flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le
habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora
desconocida y misteriosa.
-¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí
o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están
buscando a Nikolai Petróvich… Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha
hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el
miedo no la dejaba comprender.
-Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó
escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-.
Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es
usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la
señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me
veo impotente… sépalo, miserable… Me veo impotente; usted es más fuerte que
yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo!
Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces
se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía
las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella
algo espantoso.
-Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
-¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la
conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
-Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no
fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
-¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la
oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la
señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por
principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone,
pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de
sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… Si lo condenan y es desterrado,
mis hijos y yo moriremos de hambre… Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio
para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los
novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
-¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo… yo no
sé nada… No los he visto siquiera…
-No le pido los novecientos rublos… Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo.
Lo que pido es otra cosa… Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como
usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
-Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a
comprender.
-¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha
metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho
muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo
sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico,
devuélvame las joyas.
-Hum… -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho
gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede
creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos
cosas. Si quiere, se las daré…
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un
anillo de poco precio con un rubí.
-Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
-¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le
pertenece… lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido… a ese
desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted
unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo
inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
-Es usted muy extraña… -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro
que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo
único que traía eran pasteles.
-Pasteles… -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué
comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el
espacio.
« ¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es
hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a
esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
-Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi
marido, sálvelo… No se compadece de él, pero los niños… los niños… ¿Qué
culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella
misma rompió en sollozos.
-¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he
arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de
él… En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás
salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado,
y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
-¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro… me humillo… ¡Si quiere,
me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella
señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el
teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo,
movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la
corista.
-Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero
tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich… me las regalaron otros
señores. Pero si usted lo desea…
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una
sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
-Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -
siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de
rodillas-. Y, si usted es una persona noble… su esposa legítima, haría mejor en
tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino…
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
-Esto no es todo… Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos
gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
-Es todo lo que tengo… Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin
decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y
sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En
sus ojos brillaban unas lágrimas.
-¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo,
dígame?
-Joyas… ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la
cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado…
-¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
-Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura… Hasta quería ponerse de
rodillas ante… esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he
consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
-No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí… canalla! -gritó con asco,
haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería
ponerse de rodillas… ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse
alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse
desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía
ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón
alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.