Cobo Borda - Hernán Darío Correa

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JUAN GUSTAVO COBO BORDA COMO LECTOR

EN EL ESPEJO DEL ESPÍRITU DE LOS AÑOS SETENTA

Por: Hernán Darío Correa

Al volver sobre la obra de Juan Gustavo Cobo-Borda, como en la multiplicación de los


espejos de Borges, quien fue uno de sus autores predilectos (iba a decir preferido, pero
aquella palabra resulta más literal), se despliega un verdadero palimpsesto, según lo que
el mismo anunció al definir la crítica, actividad que, como se sabe, fue una dimensión
central de su trabajo desde sus comienzos:
Ejercicio retórico, la crítica repite lo que está ahí, pero quizá su sentido último le otorgue
razón de ser: admiración, homenaje compartido: la humildad –y a la vez la arrogancia– de
un tercer lector desvelando sus interrogantes. Solo que cubrir con nuestra escritura
aquella visión que esclarece es, inevitablemente, incurrir en el palimpsesto. 1

Por ello, en sus escritos asoman, también en una suerte de progresión geométrica, las
citas sucesivas, y por supuesto las comillas dentro de las comillas, puestas de forma
paradójica al servicio de la síntesis como lo estricto, según lo que precisó a propósito de la
pintura de Alejandro Obregón:
Saldando cuentas, ahonda su análisis hasta la síntesis, entendida como lo estricto
(…), y lo estricto eran los huesos de sus bestias”.2
Su crítica, en efecto un verdadero palimpsesto, se fue puliendo a lo largo del ejercicio que
adelantó en todos los oficios propios del mundo impreso: librero; 3 director de revistas
como Eco, o Gaceta de Colcultura, y por ende, al unísono promotor de lectura, lector,
editor y crítico; escritor (ensayista y poeta); bibliotecario, en la Biblioteca Nacional y en la
paciente y nunca finalizada tarea de conformación de su biblioteca personal, que llegó a
varias decenas de miles de libros, instalada en un apartamento exclusivo al lado de su
vivienda.4 Pero además fue divulgador cultural (publicó numerosas reseñas, y dirigió y
participó en programas de radio sobre literatura y arte, historia, sociología, gastronomía y
muchos otros temas); y editor de las colecciones de Colcultura y de la Presidencia de la
República, o personales, como, entre otras, la efímera Ediciones La soga al cuello, en
compañía de Darío Jaramillo Agudelo, donde publicó su primer libro de poemas, Consejos
para sobrevivir, Bogotá, 1974.
El resultado de ese ejercicio fue el anudamiento de imágenes en una trenza alucinada que
fue abarcando y ahondando en aquel juego especular, todo el campo de la cultura
mediante miradas sobre la literatura, el bolero, la pintura, la escultura, el arte, la poesía,
los grandes autores e hitos de la historia cultural del país, de Latinoamérica y el mundo,
las narrativas de lo que fuimos durante el siglo XX, y hasta de lo que seríamos a partir de la
década de los setenta, cuando empezó a publicar…
Su caso fue similar al de Andrés Caicedo, su contemporáneo algo más joven, cuya primera
novela, Que viva la música (Colcultura, colección popular, 1977), editó y le entregó justo el
día de su muerte, de quien dijo algo que análogamente se le puede aplicar a Cobo mismo:
“Su trayectoria, además, bien cabe en un lema: lo que hay que hacer, hay que
hacerlo bien, y rápido. A los catorce años escribía piezas de teatro; adaptó luego a
Poe, Melville y Mario Vargas Llosa y participaba, asiduamente, en concursos de
cuento, ganando varios. (…) Pero el descubrimiento esencial lo formuló en 1973:
´El cine no ha cumplido aún los ochenta años y no es demasiado aventurado
afirmar que ha puesto a funcionar el mundo según su ritmo. Por su misma
juventud, ofrece una de las más fascinantes posibilidades que se le pueden ofrecer
a hombre alguno: la posibilidad de saberlo todo al respecto’.”5
En tal sentido, Juan Gustavo fue exponente de una generación joven que se apropió e hizo
el inventario de su tradición cultural, y al mismo tiempo se expresó e impuso rupturas
mediante la lectura, la escritura y la acción política y cultural, asumiendo con cierta
ferocidad y sin tregua afinidades electivas que configuraron en el país el proceso de
modernidad desbordada que caracterizó a los años sesenta y setenta del siglo pasado,
durante los cuales algunos asumieron el delirio de saberlo todo: sobre el cine (Andrés
Caicedo), la salsa (Rafael Quintero), el tango (Carlos Roberto Moreno), la economía (Jesús
Antonio Bejarano, quien también coleccionaba y decía saberlo todo sobre los boleros), la
historia (Jorge Orlando Melo y Renán Silva), la pintura (Santiago Mutis), la revolución
como proceso histórico y político (los líderes del movimiento estudiantil del 71, y
especialmente Héctor Moncayo), la filosofía y el pensamiento crítico (Estanislao Zuleta), la
literatura (R. H. Moreno Durán, y el mismo Juan Gustavo Cobo), entre otros, todos en
función de un goce contracultural y crítico, y como tal medio esclarecedor para descifrar el
ser de los colombianos, el qué habíamos sido y estábamos siendo, y la trama de lo que
fuimos desde entonces.
De forma inevitable, se trataba de una necesaria desmesura después de abrirse las
esclusas al represamiento de la modernidad impuesto por las repúblicas conservadoras, y
en medio de la lucidez y la tenacidad que se revela en las copiosas y valiosas obras de
muchos de esa generación, cuyos primeros pasos se dieron en esos años, recogidos
además por Cobo en sus revistas y publicaciones en el perpetuo y voraz tiempo de la
década del setenta. Un solo ejemplo: los dos tomos de Obra en marcha. La nueva
literatura colombiana.6
En ocho años justos Cobo escribió y publicó a partir de 1974 seis libros; 7 compiló, editó y
publicó los escritos de quienes consideró claves en nuestra historia cultural (Baldomero
Sanín Cano, Luis Tejada, Jorge Zalamea, César Uribe Piedrahita, Hernando Téllez, Nicolás
Gómez Dávila, entre otros); y editó más de ciento cincuenta libros de las colecciones de
Colcultura;8 además de dirigir las dos revistas mencionadas.
Y lo hizo, asumiendo los costos que le impuso aquella tradición de la pobreza, sobre la
cual precisó en La tradición de la pobreza, para el caso de la poesía:
“La lectura de la poesía colombiana, aunque solo sea la de un siglo, resulta
incómoda. Es una poesía poco importante. No es que no haya algunos buenos
poetas y, lo que es más importante, algunos buenos poemas. Es que la sensación
es de profunda e inalterable intrascendencia. Como el país, también la poesía
colombiana resulta pobre. Pobre en recursos. Pobre en imaginación. (…) No es
factible sustentar una tradición únicamente en fracasos, pero los logros resultan
inexplicables. ¿Se puede decir algo más de lo que dice el Nocturno? ¿Es lícita una
glosa de Morada al sur? ¿Quiénes fueron, en definitiva, Beremundo el Lelo y
Maqroll el Gaviero? ‘Un mito es una historia y una figura mítica se mueve y existe
únicamente dentro de la plenitud significante de su historia’, como afirmó Harold
Bloom en su libro sobre los románticos ingleses. Ellos son, tan sólo, las palabras
que nos revelan. Pero en muy pocos otros casos esas palabras resultan ineludibles
y fatales.”
Por supuesto, ante semejante panorama, allí mismo Cobo debió justificar la publicación de
sus ensayos críticos:
Publicar un libro para demostrar la pobreza de la literatura colombiana es una
empresa a todas luces superflua. Sólo que esta recopilación de notas de lectura no
sustenta ninguna tesis. Se limita a repasar los textos. Reivindicar esta pobreza es lo
mismo que exaltar la muerte. Pero ante una literatura tan mustia y apagada
resulta mucho más honrado asumir dicha tradición que falsificar otras “Atenas
Suramericanas”.
Al final de ese mismo prólogo, con una gran ironía, sentencia sobre los textos de su libro, y
de paso sobre los autores que leyó e incluyó en él:
“De todos modos aquí están [estos textos]. Su única importancia radica en la
importancia de los autores que comentan, y a los cuales se hallan supeditados.
Son, por lo tanto, parte de nuestra única tradición: la tradición de la pobreza”.
A pesar de ello, no cejó, hasta el punto de que ese querer abarcarlo todo lo condujo a lo
que señaló otro de sus congéneres culturales: la soledad.1
Así, empezó y acabó emulando a quienes consagró como nuestros grandes críticos –Sanín
Cano, Téllez, Valencia Goelkel–, con un desencanto que convirtió en convicción y tesón, y
que lo liberó de la culpa que quisieron endilgarle al ocupar una y otra vez espacios
públicos institucionales en una época de deslindes y marginalidades autoimpuestas por

1
Estanislao Zuleta, al inicio de una conferencia dictada en Cali a mediados de los años 70, en el Museo La
Tertulia, dijo: “¿Quieren saber lo que es la soledad? La soledad es una mirada. Una mirada redonda. La
mirada que quiere verlo todo”.
quienes quisimos reinventarlo todo; abocándose a lo que sintetizó de la tarea de aquellos,
en La alegría de leer:
“Un aprendizaje que era, a la vez, trabajo y acción (…). Una misma línea de
conducta, idéntica actitud, que se puede resumir con palabras de Valencia Goelkel:
´la rebeldía no es ya un heroísmo; es, probablemente, un deber. Por consiguiente,
ha perdido su énfasis y su sonoridad”. Y hablando sobre la revista Mito, remató:
“(Fue) la ruptura, el punto de partida hacia otra cultura: no servil ni elocuente”.
Posteriormente, continuó escribiendo y publicando a un ritmo vertiginoso y sostenido,
alcanzando diez libros más en cada una de las dos décadas siguientes. Y durante los doce
años posteriores, ya en el siglo XXI, por lo menos otros dieciocho libros, editados en varios
países y ciudades colombianas. (Ver la lista de dichas publicaciones en el recuadro, al final
de este artículo).
Evidentemente, y siguiendo su ejemplo, tal prolijidad amerita un balance crítico que
debería perfilar muy probables excesos y reiteraciones, seguramente derivados de sus
evidentes afinidades y obsesiones con algunos autores y temas, y aun con el atractivo
pero excesivo estilo de algunos;2 pero siempre alternando la poesía y el ensayo, y ese
interés por todo lo que propusiera la exaltación de la lucidez, la belleza y la alegría, y el
develamiento crítico de los laberintos y los extravíos nacionales y del mundo
contemporáneo.
Allí está precisamente lo que por encima de todo es más que notable dentro de su obra:
sus seis primeros libros, dos de poesía, y cuatro de ensayo, en los cuales generó un
balance y una síntesis de la producción literaria nacional de lo transcurrido desde finales
del siglo XIX, con base en una lectura crítica exhaustiva de lector incansable, crítico,
riguroso e implacable, cuyo resultado, veintiséis ensayos y alrededor de cincuenta y cinco
poemas, nos permite asomarnos a las simas del eterno presente del extravío nacional, y se
anticiparon a lo que no imaginábamos que vendría después de nuestra primera juventud,
en ambos casos reivindicando la potencia de la lectura como redención de las obras que
nos revelan, y ayudan a rebelarnos.
En cuanto al sentido de hacer el recuento y la síntesis, en el prólogo de La tradición de la
pobreza, afirma:
“Cuando comencé a leer estos autores (los del siglo XX del país, hasta mediados de
1970) no sabía de lo que se trataba. Ahora, al concluir, me siento evidentemente
cercano –también soy colombiano– pero distante. Me explico mejor: estoy seguro
de releer a Proust, o a Henry James, no a Osorio Lizarazo. Pero no es esto lo que

2
Son evidentes, en algunos ensayos del libro La tradición de la pobreza, ciertos usos retóricos que le hacen
eco a los juegos de palabras que se le imponen a Octavio Paz cuando en sus textos mezcla las formas
alusivas del poema con las descriptivas o demostrativas del ensayo, en una apuesta estilística a nuestro
modo innecesaria y excesiva, si se miran las potencias de los poemas y los ensayos de ambos, como tales.
debe inquietarnos sino la remota posibilidad de que un legado tan precario se
enriquezca, de golpe, con una visión inesperada. En ese caso, todo sería diferente”.
Y una página antes, había escrito:
“¿Será que aquí nunca pasa nada? Existe la posibilidad de reinventar el pasado.
Aunque Cien años de soledad se nutre de muchas fuentes, como toda obra válida,
el clima de las guerras civiles no es el que aparece en el recuento de Lucas
Caballero, fechado en 1939, sino el que logra una novela, publicada en 1967. Todo
ha cambiado”. Y agrega: “Esta libertad infinita, esta posibilidad de hacer obras que
surjan, tan solo, de la arbitrariedad creativa, proviene, obviamente, del
conocimiento. (Y –palimpsesto– apela a Baudelaire): ´Holbein conoció a Erasmo; lo
conoció tan bien y tan bien lo estudió, que lo creó de nuevo´”.
Así, en cuanto a la potencia de la poesía para “crear de nuevo”, afirmó:
“También hoy en día es una gracia harto fácil, y en consecuencia irresistible,
explicar todas y cada una de las modalidades que reviste nuestra incurable
pobreza, apelando a las guerras civiles, las disputas partidistas, la violencia, el
desgobierno, la explotación, la dependencia, el neocolonialismo. Esto es así, pero
si la poesía tiene algún sentido, va más allá. O como lo dice Cintio Vitier, mucho
mejor: ´La poesía es siempre el efecto que excede a todas las causas´.”
Y no dejó de redundar –espejo multiplicador–, esta vez citando a Auden mientras
reflexionaba en La alegría de leer sobre la obra de Aurelio Arturo:
“Cuando W.H. Auden fue nombrado profesor de poesía en Oxford, concluyó su
lección inaugural con estas palabras: ´La poesía es capaz de hacer mil y una cosas,
puede complacer, entristecer, turbar, divertir, instruir, puede expresar todos los
matices de la emoción y describir todo tipo de acontecimientos concebibles, pero
solo existe una cosa que toda poesía debe hacer: debe alabar su propia existencia
y su propio acontecimiento’. Esto, precisamente esto último, es lo que ha hecho
Aurelio Arturo. Y solo hay una manera de celebrarlo: leyéndole”.
Cuando en alguna ocasión pude asomarme a la biblioteca de Estanislao Zuleta, en casa de
Yolanda González, me sorprendió la carencia de subrayados en sus libros (Zuleta decía
más o menos que lo subrayado en un libro se olvidaba), y al mismo tiempo la presencia de
papelitos anidados entre sus páginas, en los cuales escribía con su letra grande frases
claves que resonaron cuando volvió a mi memoria su voz, como aquella vez en La tertulia,
en Cali, o que reaparecieron cuando la vida me deparó participar en la edición de muchas
de sus conferencias, ahora libros que también expresan y configuran toda una época. 3 En
3
Apoyando a Juan David Correa en la tarea de editar los libros de Estanislao Zuleta, de los cuales ya ha
publicado diez títulos y prepara otros más con el sello Ariel, con base en las transcripciones y cuidado de
lectores y escritores que mantienen la que hoy es una verdadera “tradición de la riqueza” de leer, releer,
hablar, escribir y publicar, como Alberto Valencia, José Zuleta y Yolanda González, entre otros.
el caso de Cobo, quien, al contrario, fue profuso en la escritura, fichas como esas se
convertían en hitos de la construcción de sus ensayos, hasta el caso extremo del que
dedicó a Nicolás Gómez Dávila, en el cual puso sus propios aforismos en la forma de una
secuencia de citas de diversos autores, renunciando al balance directo de los aciertos o
desaciertos de aquel.
Lo cierto es que, de una forma u otra, Cobo acabó forjando un modo de leer, es decir de
analizar, en aquel juego palimpsestuoso: trasponiendo lecturas de autores de otras
latitudes, los cuales interpretaron situaciones o hitos similares a los que se vivieron en el
país, que nos revelan desde otros procesos literarios.
Como en el caso de la reflexión sobre El sueño de las escalinatas, de Jorge Zalamea:
“Cuando el 22 de octubre de 1959 convocó, en el Teatro Colón de Bogotá, a un
auditorio atento para iniciar sus ciclos de poesía de aire libre, no estaba haciendo
nada distinto de realizar un viejo sueño. Sueño que se percibe como constante a
todo lo largo de su trayectoria. (…) Sólo que este era un sueño que al parecer ya
había caducado en Occidente: el sueño del teatro; de la perdida comunicación
entre un autor y un auditorio. (…) Pero el sicoanálisis no es nunca suficiente.
También la historia tiene algo que decir al respecto. George Steiner, quien
incidentalmente en su libro La muerte de la tragedia habla de Saint-John Perse
como ‘ese poeta tan sobrevalorado’, ha demostrado que el teatro, es decir, la
tragedia, ya no es posible. El verso se ha vuelto un asunto privado y carecemos de
un repertorio común de creencias. La Atenas de Pericles; la Inglaterra de
Shakespeare; la España del siglo XVII y Francia entre 1630 y 1690, son accidentes
espléndidos; constelaciones que no vuelven: ‘Ayunos de poder inventivo, los
poetas empiezan a derramar salsas nuevas sobre viejos manjares’, concluye
Steiner, y hay algo que parece darle la razón en tal aserto. ¿Qué audiencias son
posibles hoy en día, y qué interés central las unifica? ¿Partidos de fútbol;
manifestaciones políticas; conciertos de rock? ¿Resistirían Benn y Cavafis, Pessoa y
Lowell semejante prueba? La voz de Zalamea parece salir inmune de tal exceso,
pero lo que dice no resulta demasiado interesante. Alguien, con exacta maldad,
habló de ‘los discursos gaitanistas en verso’. Así, buscar en el catálogo de la
miseria, no por afligente menos trivial, las razones para la cólera, es labor tediosa.
Y todo el poema no son más que enumeraciones. Como lo ha dicho Hernando
Valencia, refiriéndose a Cote: ‘La enumeración, sobre todo si es
convencionalmente lógica, es un recurso peligroso. Si cualquiera de sus partes
aparece como superflua o forzada, el poema todo queda entonces en cuestión, y
se pierde la razón de ser del inventario o del catálogo’.”4
4
La tradición de la pobreza, pp. 80-81. Las citas de Steiner se refieren a su libro La muerte de la tragedia,
Caracas, Monte Ávila Editores, 1971, p.40. Y la de Hernando Valencia Goelkel, a sus Crónicas de libros,
Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, Colección popular, número 9, 1977, p. 87, volumen compilado y
editado por Cobo, quien cita con frecuencia dentro de sus ensayos las publicaciones donde originalmente se
De ese modo, a fuerza de cruzar asertos universales y locales en los espejos de la crítica y
de su crítica, como en muchos otros casos, en este nos revela el rostro, la síntesis, lo
estricto de un poeta como Zalamea, proyectado a la política:
“Contemplar, desde las escalinatas de Benarés, todo un mapamundi de
humillados, e intentar conferirles voz propia, es una tarea contradictoria: ¿quién
es, en realidad, el que habla? Un miembro ilustre de la Generación de Los Nuevos.
Por supuesto, ‘la política es una traducción de la retórica en acción’, pero una
retórica vieja encierra, en su seno, una política también anacrónica”.
Y de la misma forma, en otros contextos, el perfil que esclarece es el de la ciudad misma,
como el de Bogotá con la revelación sobre y desde El día del odio, la novela-crónica de
Osorio Lizarazo:
“Allí estallan todas las tensiones reprimidas y estas existencias se iluminan un
momento con el fuego de los incendios. La historia irrumpe y la vemos a través de
los ojos de los sectores más bajos de la sociedad: rateros, prostitutas, muchachas
del servicio, emboladores, leguleyos, ayudantes de camión, que, desplazándose
por San Cristóbal, El Carmen, Las Cruces, Belén, La Perseverancia, Las Ferias, la
carrera 11, la Hortúa y la plaza de mercado, nos muestran la otra faz de Bogotá.
Una ciudad nueva, urbanísticamente (…) (y) una ciudad nueva, literariamente,
cuyos antecedentes habrían de buscarse en La miseria en Bogotá, de Miguel
Samper, aparecido en 1867”.5
Luego concluye, citando a Hernando Téllez, y hace la síntesis con base, una vez más, en lo
estricto, que Bogotá “se evidencia como una ciudad más culta que civilizada”.
Y se rebela, con y desde las obras de los jóvenes Andrés Caicedo y Jaime Manrique Ardila,
que fraguaron la ruptura con aquella tradición de la pobreza:
“Lo que sucede con Caicedo, como algunos otros jóvenes nacidos alrededor de
1950 –pienso en Jaime Manrique Ardila–, no tienen detrás suyo un lastre
abrumador: el nadaísmo; el compromiso; el boom; el posboom. Son por lo tanto
más irresponsables y el riesgo que corren es mucho mayor: pueden llegar a ser
escritores libres lo cual en Colombia sí resulta insólito, por decir lo menos. No
necesitan inventarse una tradición: de Trakl a Ricardo Rendón, todo es tradición.
Son escritores cultos, dado que ganaron sus mejores años yendo a cine; y logran,
en ocasiones, que compartamos su desprecio acerca de cuanto nos rodea, ya que
no parecen tomarse a sí mismos demasiado en serio ni están abrumados por una
teorización ideológica que les impide pensar. Todo lo cual los llevará con mayor
rapidez al desastre, pero se trata de eso, ¿no? ‘No me gustan, queda claro, más

publicó al autor mencionado, y la recuperación de dicho texto en las ediciones que estaba haciendo en los
años setenta.
5
Ibid. p 89.
que las cosas no consumadas; sólo me propongo abarcar demasiado’; las palabras
son las de André Breton en La confesión desdeñosa. Y si bien la orgía alucinante de
la violencia campesina concluye en un festín opaco, lleno de melancolía y
podredumbre –véase el libro de Policarpo Barón–, los otros, los de la incipiente
narrativa urbana, envueltos en modalidades mucho más sutiles de un mismo
fracaso (…) lo afirman y encarnan gracias a un lenguaje dúctil y sinuoso: el lenguaje
de la complicidad”.6
Se trata de hallazgos que perduran y esclarecen, y sorprenden por su precocidad. En sus
ejercicios creativos, se puede decir de Cobo lo que afirmó en La alegría de leer sobre el
primer libro de Mutis, La balanza:
“El tono es insólito, tratándose de una obra inicial: firme, seguro, la vastedad de su
convicción desconcierta. La torpeza, casi consubstancial a cualquier poeta joven,
no se alcanza a advertir. Y ese ademán magnífico pero severo (la elegancia es la
supresión de todo gesto que no sea significativo), demuestra que ya a los
veinticinco años hablaba con la seguridad de un viejo maestro”.
Y –ahora es posible verlo–, fue dolorosamente premonitorio en lo personal y en lo
colectivo. En el primer sentido, en el poema que abre su primer libro de poesía, Consejos
para sobrevivir –un título de por sí también premonitorio–, sentenció:
“Prólogo. // Él habrá de buscarse / por los ásperos recovecos de la conciencia / y
cuando la fuerza que anteriormente lo hostigaba / haya cesado / perdurará,
apenas, / el maloliente olor de lo incumplido. / Así que no resulta / absolutamente
necesario / el estentóreo júbilo de una sana expectativa. / Desconfía, previamente,
de cualquier resultado: / no se trata de hallar sino de perderse. / Un poeta joven es
alguien capaz de renegar de sí mismo. / la imagen final, en consecuencia, ya está
prevista. / Sólo nos resta contemplar el incómodo espectáculo / de un ser que se
deshace delante nuestro: / sigan damas y caballeros, sigan. / Plagas; lepra;
arterioesclerosis: / nada le sirve de comparación. / Él será el encargado de hallar la
palabra inédita. / Aguardemos, entonces, sin mayor impaciencia”.
Y en el segundo, sobre aspectos de nuestro destino colectivo, un ejemplo extraído de sus
poemas implacables:
“Poesía comprometida. // El gesto inútil / de escribir en las paredes / mientras el
tirano inventa / novedosos suplicios.”
Tal vez por ello, por su precocidad, su ritmo vertiginoso y sostenido, y sus implacables
balances y sentencias, también la vida lo condujo, más allá de la soledad, a la
malquerencia de muchos, y al olvido, como también lo anticipó:

6
La tradición de la pobreza, p. 130.
“Consejo para sobrevivir. // Ahora, cuando el trabajo es arduo, / no me eximas de
nada. / La sed y su riqueza. / Extirpa todo relajamiento; / cualquier vana
complacencia. / No te distraigas, centinela: / uno acaba por convertirse / en
aquello que más detesta.”
“Colombia es una tierra de leones. // País mal hecho / cuya única tradición / son
los errores. / Quedan anécdotas; / chistes de café, / caspa y babas. / Hombres que
van al cine, solos. / Mugre y parsimonia”.

De este modo, visto en perspectiva, podemos decir con su propia sentencia también
anticipadora sobre el destino de su obra, y sin duda sobre la trascendencia de aquellos
primeros libros suyos, publicados hace ya casi medio siglo:

“Y no se me ocurre otra cosa que las palabras de Sartre: ‘No hacen falta muchos
años para que un libro se convierta en un hecho social al que se examina como una
institución, o al que se incluye como una cosa de las estadísticas; hace falta poco
tiempo para que un libro se confunda con el mobiliario de una época, con sus
trajes, sus sombreros, sus medios de transporte y su alimentación´.”7

Y claro, no podía faltar una relectura renovadora de sí mismo, cuando, siguiendo a lo


predicado sobre Aurelio Arturo, exaltó el espíritu indoblegable de su propia poesía, en uno
de sus últimos libros de poemas, Doctor Kafka:

“Doce días // Sólo restan doce días / para conocernos, / para que el pasado, / al
parecer inconmensurable, / se convierta en una ofrenda más. // Hay que dar todo,
con premura, / para comprobar que no hemos dado nada. // Que es necesario
crecer / y reinventarnos / para estar a la altura / de ese otro, tan próximo y tan
ignorado.”

En fin, su obra, como su época, solo pueden leerse desde los espejos contrapuestos de la
una en la otra, resolviendo aquel dilema que Sanín Cano presentaba al comienzo del gran
arco secular de ésta, y que Juan Gustavo trae en “Baldomero Sanín Cano: el oficio de
lector”, incluido en La tradición de la pobreza, el cual marcó el comienzo de la época que
sólo ahora se está empezando a cerrar, y convoca, también, como el mejor homenaje
posible a Cobo, a releerlo en la perspectiva de reinventar los alcances de esa doble
significación:

7
En La alegría de leer, p. 61, hablando de la revista Mito, y en la introducción a la selección de textos que
hizo de ésta dentro de la serie Las revistas, donde propuso, compiló, seleccionó y/o analizó en sendos libros
lo publicado por Voces (compilación y prólogo de Germán Vargas), Mito (compilación y análisis –“Lectura de
Mito”, de Cobo), Eco (Eco, 1960-1975. Ensayistas colombianos, compilación e índice por el poeta Álvaro
Rodríguez, a quien dedicó el poema citado arriba “Consejo para sobrevivir”); y Revista de las Indias, 1936-
1950, selección de Álvaro Miranda. Las tres primeras incluyen los índices de sus series, y todas las listas de
colaboradores y de redactores. Son revistas que, como la obra de Cobo, también “hacen parte de nuestro
mobiliario cultural”.
“La conferencia que (Sanín) le dedicó (a Brandes) en 1925, en Buenos Aires, es
elocuente: ‘la preocupación elemental del crítico literario, en estos días de prueba
para el espíritu, es hallar concordancias o diferencias entre el autor y su obra, y
entre los dos y su tiempo. Detrás de todo libro hay un espíritu que importa
descubrir. Este espíritu puede ser el símbolo de una época. Taine deducía las
cualidades de un autor estudiando su siglo. Brandes explica la época por medio del
autor’.”

Notas

1. Según explicó al comienzo de su lectura de la poesía Aurelio Arturo, en su primer libro de


ensayos, La alegría de leer, Bogotá, Colcultura, junio de 1976. p. 13.

2. La tradición de la pobreza, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1980, p. 162.

3. “Tendría que haber sospechado que ese muchacho corpulento y rozagante, que me miraba
buscar libros sobre Bizancio y Carlos V en los escondidos y polvosos saldos del sótano de la
librería Buchholz en la Jiménez de Quesada, no era todo lo inocente que su voz infantil y la
parsimonia de sus movimientos indicaban” –Álvaro Mutis, en la presentación del libro de Cobo,
Casa de citas, Bogotá, Ediciones Centro Colombo Americano, 1980. p. 7–).

4. La cual evidencia en su catálogo aquel borgiano juego de espejos de su forma de leer, como nos
lo acaba de recordar Consuelo Triviño en el recuento de su visita a Juan Gustavo, escrito unos
pocos días después de su deceso y divulgado por las redes: “Cuando le pregunté por Borges, me
indicó: ‘Entra a ese cuarto, allí están toda su obra y todos los libros escritos sobre ella y sobre su
vida”. Como un testimonio propio de que no se trataba de una vana presunción, ver el libro de
Cobo Borges enamorado (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1999), en el cual incluyó “ensayos
críticos, diálogos con Borges, rescate y glosa de textos de Borges y sobre Borges, y bibliografía”.

5. Cita de su artículo “Especificidad del cine”, que Cobo publicó en la Gaceta de Colcultura n. 9, en
abril de 1977.

6. Bogotá, Colcultura, septiembre de 1975 y noviembre de 1976, de 319 y 602 páginas


respectivamente, en los cuales publicó escritos de setenta y tres autores, algunos consagrados
muy pronto como referentes ineludibles de la literatura colombiana desde entonces. En el tomo
I, por ejemplo, publicó textos en prosa, entre otros, de Arturo Alape, Alonso Aristizábal, Roberto
Burgos, Ricardo Cano Gaviria, Alberto Duque López, Luis Fayad, Paula Gaitán, Amalia Iriarte, Jairo
Aníbal Niño, Julio Olaciregui, Armando Romero, Darío Ruiz, Héctor Sánchez, Germán Santamaría;
y poemas, para mencionar solo algunos, de José Manuel Arango, Fernando Garavito, Jaime
García Mafla, Santiago Mutis, Augusto Pinilla, Álvaro Rodríguez y Nicolás Suescún. En el tomo II,
textos de Harold Alvarado Tenorio, Martha L. Canfield, María Mercedes Carranza, Oscar Collazos,
Germán Espinosa, Marvel Moreno, Rafael H. Moreno Durán, Carmiña Navia Velasco, Jorge
Eliécer Pardo, Juan Manuel Roca, Benhur Sánchez, Anabel Torres, Umberto Valverde, Amparo
Villamizar y Policarpo Varón, entre otros.

7. Además de los tres ya citados, ver La tradición de la pobreza. Bogotá, Carlos Valencia Editores,
1980; Ofrenda en el altar del bolero, poesía, Monte Ávila, Caracas, 1981; y La otra literatura
latinoamericana, Bogotá, Procultura-Colcultura-El Áncora Editores, 1982.

8. Biblioteca Básica Colombiana -50 títulos-, Autores Nacionales -55-, Colección Popular -20-,
Historia Viva y Publicaciones especiales -alrededor de 10 en cada serie-, más los tres tomos del
Manual de Historia de Colombia, entre otras.

9. Estanislao Zuleta, al inicio de una conferencia dictada en Cali a mediados de los años 70, en el
Museo La Tertulia, dijo: “¿Quieren saber lo que es la soledad? La soledad es una mirada. Una
mirada redonda. La mirada que quiere verlo todo”.

10. Son evidentes, en algunos ensayos del libro La tradición de la pobreza, ciertos usos retóricos que
le hacen eco a los juegos de palabras que se le imponen a Octavio Paz cuando en sus textos
mezcla las formas alusivas del poema con las descriptivas o demostrativas del ensayo, en una
apuesta estilística a nuestro modo innecesaria y excesiva, si se miran las potencias de los poemas
y los ensayos de ambos, como tales.

11. Apoyando a Juan David Correa en la tarea de editar los libros de Estanislao Zuleta, de los cuales
ya ha publicado diez títulos y prepara otros más con el sello Ariel, con base en las transcripciones
y cuidado de lectores y escritores que mantienen la que hoy es una verdadera “tradición de la
riqueza” de leer, releer, hablar, escribir y publicar, como Alberto Valencia, José Zuleta y Yolanda
González, entre otros.

12. La tradición de la pobreza, pp. 80-81. Las citas de Steiner se refieren a su libro La muerte de la
tragedia, Caracas, Monte Ávila Editores, 1971, p.40. Y la de Hernando Valencia Goelkel, a sus
Crónicas de libros, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, Colección popular, número 9, 1977,
p. 87, volumen compilado y editado por Cobo, quien cita con frecuencia dentro de sus ensayos
las publicaciones donde originalmente se publicó al autor mencionado, y la recuperación de
dicho texto en las ediciones que estaba haciendo en los años setenta.

13. Ibid. p 89.

14. La tradición de la pobreza, p. 130.

15. En La alegría de leer, p. 61, hablando de la revista Mito, y en la introducción a la selección de


textos que hizo de ésta dentro de la serie Las revistas, donde propuso, compiló, seleccionó y/o
analizó en sendos libros lo publicado por Voces (compilación y prólogo de Germán Vargas), Mito
(compilación y análisis –“Lectura de Mito”, de Cobo), Eco (Eco, 1960-1975. Ensayistas
colombianos, compilación e índice por el poeta Álvaro Rodríguez, a quien dedicó el poema citado
arriba “Consejo para sobrevivir”); y Revista de las Indias, 1936-1950, selección de Álvaro
Miranda. Las tres primeras incluyen los índices de sus series, y todas las listas de colaboradores y
de redactores. Son revistas que, como la obra de Cobo, también “hacen parte de nuestro
mobiliario cultural”.

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