DeathloveFINAL 15x21 CM

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Ejemplar de cortesía y/o evaluación. Prohibida su venta.

José Eduardo Gimeno & Víctor Marín

Ilustración de portada por Tomás Hijo · Ilustración trasera por


David Benzal
Logotipo por Eduardo Maqueda
Diseño y maquetación por Víctor Marín

©Invictus Designs 2023


victor@invictus-designs.com
—Es casi de día. Dejaría que te fueses, pero no más allá
que el pajarillo que, cual preso sujeto con cadenas, la niña mi-
mada deja saltar de su mano para recobrarlo con hilo de seda,
amante celosa de su libertad. —¡Ojalá fuera yo el pajarillo!
Ojalá lo fueras, mi amor, pero te matara de cariño. ¡Ah, buenas
noches! Partir es tan dulce pena que diré "buenas noches" hasta
que amanezca.
“ROMEO Y JULIETA” (1595). SHAKESPEARE.

George y Phil charlan frente a la chimenea mientras que


la madera crepita, como queriendo quejarse.
—El fuego habla —dijo George—. Parece que susurre.
Phil asiente con la cabeza sin apartar su mirada perdida
e inmóvil, como si el fuego estuviera seduciéndolo con su me-
lodía.
Dio un pequeño trago a una taza de cerámica en la que
había dibujada una cara de uno de los monstruos del “Laberinto
del Fauno”, con esas grandes manos abiertas y en el medio de
sus palmas los ojos... como si se pudiera mirar usando el tacto.
El colmo de lo extraño y la extravagancia hecha realidad, una
realidad distorsionada. Distorsionada como ahora. El ahora, el
ya, este retorcido presente. Pareció salir de ese estado de diva-
gación interna al ver la taza y sonrió a la vez que George alzaba
la suya, una desvencijada jarra metálica y llena de bollos.
—Dicen los tuaregs que el fuego está, en realidad, com-
puesto de palabras y es cuando el fuego se enciende en la noche
bajo las estrellas, que comienza la hora de hablar. Bueno, aún
no me has dicho nada... aparecisteis así, sin más. No es que no
quiera acogeros, de hecho, ha sido un alivio ver que erais cono-
cidos y que no he tenido que volaros la cabeza.

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—¡Jajajajajaja! —George dio un sonoro sorbo—. ¡Días ex-
traños… días jodidamente extraños, Phil!
Arrojó lo que quedaba de la taza al fuego y este respon-
dió con una vívida llamarada, el whisky casero hecho en alam-
biques suele producir ese octanaje y resultados.
—La vida es una puta mierda, George, suena bastante a
tópico, pero mi vida es una grandísima puta mierda —dijo Phil
con voz entrecortada levantando la cabeza y rompiendo esa co-
nexión con el fuego.
—¿La tuya? Perdona pero no sé si te has dado cuenta de
que todo se ha ido a la mierda... aunque a ratos me regocija tal
pensamiento. Creo que todo ha experimentado un giro de 180
grados, lo complicado se ha vuelto sencillo, y lo sencillo, creo
que ya es solo un viejo recuerdo del ayer. El tiempo que era
nuestro mayor tesoro, ha pasado a ser nuestro mayor verdugo.
—Sí, complicado. Es complicado pensar cuándo sucedió
todo esto y cuál fue el motivo, aunque hay bastantes hipótesis
circulando por las calles. Joder, George, las calles, calles en las
que se arremolinaban las personas y que ahora son un triste re-
cuerdo de aquella sociedad. Pues mi primer recuerdo acerca del
‘incidente’ fue en casa de mis padres, era la típica reunión fami-
liar de fin de semana, esa que conforme se va acercando la fecha
más excusas tratas de inventar para intentar escaquearte y que-
darte en casa viendo Netflix.
—Venga Phil, coge la chaqueta, que tus padres y tu hermano
estarán ya esperando. Ya sabes cómo se ponen cuando llegamos tarde.
Y siempre llegamos tarde —decía Sophie intentando no sulfurarse.
—¡Joder, la cartera! No sé cómo lo hago pero nunca doy con
ella, me cago en la leche —mascullaba yo revolviendo los cojines del
sofá del salón, muy típico de mí.
¡Qué tiempos aquellos en que mi mayor preocupación

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era encontrar una dichosa cartera y tener que poner buena cara
en casa de mis padres justo después de una pelea con Sophie!
—Sophie —repitió el nombre mesando su barba de va-
rios días, para a continuación mirar al otro lado de la cabaña
donde dentro de un saco de dormir, ajena a esa conversación,
estaba durmiendo ella de cara a la pared de madera. Thomas
seguro que estaba durmiendo en el otro extremo, con la boca
abierta y generando varios litros de baba.
El saco vacío de Phil y un catre militar completaban el
peculiar lugar.
—Sophie y yo llevábamos algún tiempo con tiranteces,
creo que ella estaba en esa fase en la cual, según dicen, se activa
el famoso reloj biológico de las mujeres y prácticamente a diario
me intentaba convencer de lo maravilloso que sería ser padres.
Ser padre no era algo que me llamara en absoluto la atención.
Yo, con 37 años y, según casi todo el mundo, un niñato en toda
regla. Trabajaba lo justo, me encantaba jugar a videojuegos, leer
cómics, y claro... un niño podía ser la clave para que todo eso
acabara perdiéndose por el desagüe, tal y como se ha perdido
la civilización como la conocíamos.
—Piensa en positivo, chico... quizás haber tenido una
criatura hubiera sido más complicado, ya que has repetido esa
palabra. Una complicación y un verdadero problema, Phil. En
este jodido lío en el que estás metido tú, ellos y yo...e incluso
este virus llamado humanidad.
—Sophie, Thomas, todos... ese día lo recuerdo a la per-
fección, pero se mezclan con sensaciones y emociones indes-
criptibles, ¡y sí! otra vez complicadas —Phil sonrió haciendo un
amago con su taza, como queriendo derramar el líquido en el
interior de la chimenea.
—Pero no eches el whisky al fuego pequeño cabroncete

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—gruñó George.
—Sí ¡jajajajaja!, así me llamabas cuando veníamos en el
pasado a pasar los veranos y las temporadas de caza, tal vez por
eso fue el primer lugar en el que pensó papá...
—Ross...y tu madre Anna... ¿Te apetece contarlo? Ya te
digo que el tiempo no es problema, ahora tenemos todo el del
mundo —le cortó.
—Algo así como una terapia ¿no?, esos juegos que ha-
cías en el campamento de compartir dolores, desilusiones y ata-
ques de otros niños... ¡Joder, George! Te hubieran considerado
el pionero de la lucha contra el bullying, antes de que alguien
inventara ese palabro.
George se mesó la barba y se carcajeó intentando no ele-
var demasiado la voz para no despertar a los otros dos, que dor-
mían plácidamente.
—Luego te cuento cómo le sucedió a… ella... a Pam...
¿Quid pro quo? —comentó apesadumbrado George.
—Ok. Quid pro quo.
Chocaron las tazas con el brebaje.
—Recuerdo que llegamos a casa de mis padres, sería
cerca de la una del mediodía, también recuerdo que siempre
que tocábamos a la puerta abría mi madre, esa vez me sorpren-
dió un poco que el que abriera fuera mi padre.
—¡Hola hijo, hola Sophie, pasad! —saludó amablemente papá
mientras agarraba la bolsa de plástico que yo llevaba.
—¡Hola papá!, ¿Qué tal todo? —le pregunté, extrañado de no
ver cerca a mamá—. ¿Dónde está? —dije echando un rápido vistazo.
Mi madre era una persona increíble y querida por todos,
hasta mis amigos me preguntaban siempre por ella cuando nos

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reuníamos, amigos... qué raro se me hace pensar en esa palabra
hoy en día.
—Tu madre lleva indispuesta desde esta mañana, está acos-
tada, espero que se encuentre mejor para poder acompañarnos en el
almuerzo —contestó apesadumbrado.
Recuerdo haber dado un efusivo abrazo a mi padre y
buscar a mi hermano mayor, pese a llevarnos diez años de dife-
rencia de edad, Thomas siempre ha sido uno de mis mejores
amigos —Phil miró al otro lado de la cabaña intentando locali-
zar al cuerpo dormido de Thomas.
—¿Qué pasa golfo? —me dijo Thomas mientras venia co-
rriendo a darme un abrazo—. ¡Tú! ¿Dónde está la mujer más preciosa
de la ciudad? —le dijo a Sophie mientras le daba un sonoro beso en la
mejilla—. ¡Bueno, la más bonita después de mi madre! —rio a carca-
jadas, guiñándole un ojo a papá que, por un instante, sonrió y por un
momento esa especie de nube negra en la mirada se disipó.
Recuerdo vagamente alguna cosa más, recuerdo que
todo era casi perfecto excepto que tuvimos que comer sin
mamá, buen humor, anécdotas, en definitiva, un buen mo-
mento en el que pude desconectar un poco hasta que pasó algo
que me traumatizaría para siempre, ese instante en el que mi
vida cambió, y mi alma se derrumbó, el momento que yo llamo
“el incidente”.
Mi querida madre abrió la puerta del dormitorio brus-
camente, tenía los ojos cerrados y llenos de legañas amarillen-
tas, eso lo recuerdo perfectamente, tan nítidamente que parece
que sigo allí. Parece que olfateaba el aire, como un perro de
presa al que le ofrecen un trozo jugoso de muslo de pollo. Sin
mediar palabra y con una especie de gemido corrió hacia la
mesa y se abalanzó sobre mi padre.
—Cariño, ¿Qué te pasa? —preguntó mi papá con una mezcla
de confusión y sorpresa en un principio, y puto y jodido pánico cuando

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mamá le arrancó limpiamente un pedazo de carne del cuello con un
mordisco.
Es curioso, porque tras ver mil y una películas de zombis
en el cine, mi cerebro no podía comprender lo que estaba pa-
sando, esto era casi como si una de las películas de George A.
Romero se trasladara de la pantalla a la vida real. Y no, un mor-
disco de un humano hacia otro humano no es algo a lo que nos
haya acostumbrado la gran pantalla. Ese sonido, joder, ese puto
sonido. Hay noches en que cierro los ojos y sigo escuchándolo,
ninguna película te prepara para eso.
—Ya nada es como la ciencia ficción, recuerda “Regreso
al Futuro”, no hay patinetes voladores... ¡mierda! y ahora sí que
estoy seguro que ya nunca los habrá —suspiró George.
—El ser humano no está pensado para ser cazador
George, créeme, los dientes de mi madre preciosos cuando era
una persona normal, ahora se habían convertido en un arma y
en algo oscuro, ¡Dios! mordiendo sin pausa el cuello y el rostro
de mi padre, tiñendo de rojo brillante su camisa blanca de los
domingos, odiaba esas putas camisas joder, y ahora estaba llena
de su propia sangre. Un hedor indescriptible llenaba la habita-
ción, mientras todos nosotros mirábamos el espectáculo petrifi-
cados. Y qué decirte de los dientes, algunos se caían solos,
arrancados a causa de ese hambre voraz, algunos se despren-
dían de su encía a cachos, otros hasta la raíz, cuando movía la
cabeza como las alimañas al arrancar carne, luego nos dimos
cuenta de que hasta sus uñas, o más bien trozos de ellas, se nos
quedaron adheridas en nuestra ropa al forcejear con ella.
—¡Agarra a mamá, joder! —me chilló Thomas que fue el pri-
mero en reaccionar, mientras intentaba sacar a papá del abrazo mortal
de mamá.
Mientras tanto, la que fuera mi dulce madre seguía con

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su destructiva labor, y con cada arremetida le arrancaba un pe-
dazo de carne, un pedazo de alma, un pedazo de vida. Como
pudimos, y con muchísima dificultad, los separamos, pero me
temo que fue demasiado tarde, el cuerpo casi sin vida de mi pa-
dre estaba tirado en el suelo, la sangre de su cuello seguía bro-
tando cada vez más lenta mientras su corazón dejaba de latir.
Sé que nos encontrábamos en estado de shock pero lo
que vino a continuación creo que fue demasiado hasta para no-
sotros. Mi madre estaba tirada en el suelo y yo sujetándola con
fuerza arrodillado encima de ella, de repente y por primera vez
desde que irrumpió en la sala, abrió los ojos, miró fijamente el
cadáver de mi padre, y llámame loco, pero juro que la vi sonreír
y poner esa mirada de enamorada que siempre le regalaba tan
a menudo a mi padre. Tras ese traumático gesto, ella comenzó
a automutilarse. Siempre he tenido una memoria que muchos
podrían catalogar de mierda, pero de ese día recuerdo multitud
de momentos con excesiva claridad, a veces parece que el viento
me trae el sonido de sus uñas y dientes desgarrando su propia
piel.
Intenté pararla, dios sabe que intenté pararla George,
pero a pesar de mis esfuerzos y hasta el de mi novia, logró sec-
cionarse con lo que le quedaba de uñas la yugular, no pudimos
hacer más que intentar presionar la herida a la par que la aga-
rrábamos, tan solo para ver como su vida se esfumaba lenta-
mente.
Lo último que hizo fue luchar con desesperación para
intentar tocar el cuerpo de su marido, de mi padre, ahora ya
poco más que un amasijo de carne y sangre —la voz de Thomas
se quebró. Más chispas y esta vez sí que Phil se bebió de un
trago la taza.
—Sí, ese puto brillo en los ojos, esa mirada... ¡joder, me
cago en la puta, Phil! Era como el Síndrome de Stendhal, ya sabes,

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ese síndrome que creo recordar que llaman de Florencia, en la
que una persona sufre algo así como un estado de locura, con
temblores, palpitaciones y alucinaciones cuando un individuo
ve obras de arte, especialmente cuando estas son particular-
mente bellas o están expuestas en gran número en un mismo
lugar. También suele suceder ante escenarios históricos, como
campos de batalla, palacios, ruinas o lugares en los cuales se
hayan producido hechos muy importantes. Siente tal estado de
locura ante la belleza que su mirada se pierde y se torna la de
un enamorado —George se removió en el butacón—. Lo había
estudiado en la universidad, pero te juro que esa era su mirada
esa mañana... pensé que mi Pam tan solo jugaba hasta que me
cogió una mano y de un bocado me quitó parte del dedo pulgar
y lo masticó. George levantó su mano derecha con un pequeño
muñón en el dedo.
—Mi Pam, ¡coño Phil!, tú la conocías, tus padres la co-
nocían, si hasta tu hermano la conocía —señaló a Thomas em-
pezando a sollozar y a llenarse la larga barba de lágrimas—. Ella
era tan poquita cosa, siempre bromeábamos... yo tan grande y
ella tan bajita, nos hacían bromas por la diferencia de altura, me
sentía como King Kong con la bella dama.
—No podía con ella, te lo juro, tenía una fuerza increíble,
me mordió en el hombro, me tiró al suelo. Pude encerrarla en el
lavadero. No hubo manera, no era ella, no respondía, solo gri-
taba cuando me acercaba, como olfateando el aire con esos ojos
legañosos, no recuerdo haberla visto de otra manera que no
atenta a que yo entrara por esa puerta para mirarme con ese
gesto, esperando a atacarme para poder devorarme. Y ese olor
como de amoniaco raro que desprendía... ¿Absurdo?
—No he sido nunca un hombre religioso George, es más,
casi puedo decir que siempre critiqué a todos los que los eran,
pero creo que su alma fue en busca de la de mi padre en ese

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mismo momento. Creo que ese fue el momento en el que em-
pecé a creer en dios, creo que necesitaba aferrarme a algo o lo
poco que me quedara de cordura se marchitaría, como se mar-
chitó la vida de mi madre entre mis dedos.
—Phil, le di un tiro —sacó de su cinto una vieja pistola—
. Con el arma de su padre que me regaló él mismo cuando nos
mudamos al campo para que protegiera a su hija, a su peque-
ñina... de eso ha de hacer al menos treinta años. Curioso, ¿Ver-
dad? que el arma que mi suegro pensaba que iba a servir para
proteger la vida de su hija, terminara siendo la que se la quitara.
—Sí, Phil, a ti te dio por creer, yo cuando apagué esa
vida dejé de creer en nada...y por extraño que parezca todo co-
bró sentido.
Las chispas del fuego rompieron el silencio sepulcral
que habían creado tras las últimas palabras.
—Será mejor que me acueste un rato. Mañana supongo
que habrá que hacer planes.
—Acuéstate Phil, yo me quedaré un rato más —Al igual
sigo hablándole al fuego.
—Esto George...
—Dime.
—Gracias por dejar que nos quedemos en tu cabaña.
—Beber solo es aburrido— contestó con una carcajada
contenida.
Phil se acercó a su saco de dormir. Contra la pared, So-
phie apretó fuertemente los ojos, al lado contrario, unas lágri-
mas cayeron de los ojos de Thomas. Los dos lo habían escu-
chado todo. Pronto quedaron solo las chispas y el fuego ha-
blando en un murmullo infinito.

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—“Si no tuviéramos esa lente, las transformaciones
matemáticas operadas por nuestro cerebro, posiblemente con-
cebiríamos un mundo organizado como un campo de frecuen-
cias. Sin espacio ni tiempo, sino tan solo aconteceres”.
KARI PRIBRAM.

No sabía de dónde demonios sacaba su cerebro ahora


esa información. Quizás era una forma extraña y exógena de
mantenerla atenta y alerta emocionalmente. Los ataúdes están-
dar tienen una capacidad de 120 litros de oxígeno y una persona
que fuera enterrada con vida tan solo aguantaría poco más de
dos horas con vida.
Bebió con aire despistado la taza en la que había un lí-
quido cargado de proteínas con un sabor no demasiado agrada-
ble, era el acompañamiento perfecto para las algas liofilizadas
con tomate que estaba comiendo... ¿O era desayunando?
Miró el reloj de la pantalla del ordenador. Eran las 15:40
del 13 de octubre del año 2033. Desde hacía varios días, sin con-
tar los cinco primeros tras el despertar, realizaba ese ritual, en
vez de comer en la cocina comedor lo hacía frente a la pantalla.
Buscando incansable longitudes y bandas de radios, televisio-
nes o algo que surgiera de los satélites.
Los jodidos miles de satélites, desde los enormes de los
años 70´s y 80´s, a los sofisticados de los 90´s y los diminutos y
casi autónomos de los 2005 en adelante.
Silencio, puto y desesperante silencio.
Miró de soslayo a la habitación donde estaban las cáma-
ras de hibernación, en la que había despertado, la única que fun-
cionaba… para despertar del estado de catalepsia inducida. De-
masiado tarde o muy pronto, se supone que lo acordado en el
programa eran tres meses, y no tenía la certeza de cuánto

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tiempo había estado allí.
—Silencio, puto silencio —murmuró por lo bajo.
Estaba empezando a hablar en voz baja y a susurrarse
entre dientes.
Sus dedos teclearon y en la parte del exterior del Útero,
la antena parabólica giró unas décimas de grado para rastrear
otra porción del cielo.
Apareció un listado de satélites, la mayoría con nombres
cifrados en letras, aunque había algunos con nombres absurdos
y casi infantiles: Black Cavalier, Fanatic Moon, Virgin Bitch...
Todos seguramente militares.
Despertar para ver que no había nadie en la instalación.
Al entrar en una de las salas, cuatro cámaras de criogenia cir-
cuncidaban un extraño ordenador central. Johan estaba desapa-
recido, y su cámara vacía.
La cámara de Tom estaba apagada y llena de vaho... en
su interior Tom estaba muerto, las constantes inexistentes den-
tro de ese lugar que se convertía en su féretro. Y la doctora...
¿cómo se llamaba? No lograba encontrar la etiqueta con su
nombre, ¿dónde estaría metida? ¿Estaría a salvo?
Las dos cámaras restantes estaban vacías, una era de
Johan y la otra de Fred.
Dos horas de aire. Con su analítica mente calculó que la
capacidad de aire de ese lugar sería un poco mayor que el es-
tándar de un ataúd...
No, mejor no pensarlo, cuanto más aire, más tiempo de
agonía.
¿Se habría dado cuenta Tom de que se estaba muriendo
o tan solo en su estado inducido se habría ido apagando como
un suicida con monóxido de carbono?

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Lo que peor llevaba era no saber quién era, sería Fred o
tal vez Johan. Estaba prácticamente convencido de que era Fred.
Intentó borrar esa idea de su cabeza.
Lo único decente que se le ocurrió fue cubrirlo con una
gran sábana. La búsqueda del ordenador concluyó negativa-
mente. Apagó la pantalla y se levantó para dejar los platos en el
fregadero y regresar a su laboratorio a seguir con el trabajo cien-
tífico. Para eso estaba en ese experimento, para eso lo habían
contratado… aunque no parecía haber nadie fuera... nadie…
El puto silencio del mundo fuera del interior de esa
montaña, esa instalación, el Útero. Lo único que le hacía no per-
der la cordura eran sus experimentos. Borrando con esfuerzo
esas ideas de locura... obligó a su mente a volcarse en las cifras
de los últimos germinados que tocaba analizar ese día.
Canturreó Rockaway Beach de Los Ramones para rasgar
el vacío de sonido que reverberaba en sus pasos. Y esa sensación
de olvidar cosas, esa sensación de que lo que hacía era solo un
pedazo de algo más grande, y aún seguía trabajando en algo,
algo que no sabía que era, al menos así al igual no se volvería
loco, olvidar lo que olvidaba.
En esa cámara de hibernación una parte de su memoria
se había quedado suspendida en ese escaso aire. Un recuerdo le
vino de golpe y se aferró a él.
Vio a una niña de apenas un año. Allí estaba envuelta en su
mortaja y colocada con delicadeza en posición fetal en el interior de un
hueco de un árbol. Era tal y como le había dicho Passoli, su guía.
Pronto, por la exuberancia de la selva haría que la corteza se
cerrara y el cadáver quedara para siempre en su interior.
—Pero tan solo se puede enterrar a los niños que aún no tie-
nen dientes —Recordó que le dijo.

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Ahora su mente viajó al Útero, de hecho estaba allí por el tra-
bajo realizado en aquellas zonas de Asia sobre la relación íntima de las
sociedades con su ecosistema, su consideración de ser una pieza más
de ese juego llamado vida.
Creencias que se mezclaban entre las concepciones del Paleo-
lítico y las nuevas del Neolítico que desbordaron las mentes y sin saber
cómo ni por qué variaron a escala mundial los conceptos de la vida, tal
y como se entendía la relación con la Madre Tierra.
Era un experimento alucinante cuando Johan Bastide le llamó
para que formara parte de él. Dos años enteros encerrados en una ca-
verna, en un laboratorio incrustado bajo la tierra para dilucidar las
reacciones fisiológicas del mundo vegetal con una posible biotecnología
que obviaba el sol y los nutrientes naturales para la vida, el que bautizó
el complejo como el Útero estuvo muy muy acertado.
La Nasa, el centro Europeo Espacial, y otras agencias como la
China, la India y por supuesto la rusa se habían mostrado interesados
y la financiación había caído a raudales.
Y allí estaban Anabel Hooper, una biotecnóloga llegada del
CERN, el propio Johan Bastide, y él. Se desarrollarían múltiples expe-
rimentos, como la propia cámara de hibernación, de la que sacarían
datos para los viajes espaciales.
Era un complejo e intrincado proyecto que superaba con creces
los pasados Biosfera 1 y 2 que habían quedado en agua de borrajas a
mediados de los años 80´s y 90´s del siglo XX.
Todo conectado con placas solares, un motor experimental de
la Rolls Royce de gravitación, y demás aparatejos que había que tes-
tear. Tan solo la conexión con los ordenadores y satélites les daba la
sensación de un nudo umbilical con el que estar conectados al exterior,
desde allí abajo, a casi 70 metros de profundidad.
Y mientras en el mundo tan solo había comida para 78 días, si
todo se parara, aquí en el Útero se puede sobrevivir años con los bati-
dos de proteínas y algas.

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Una alimentación que había que controlar, de eso se encargaba
el doctor Johan con sus analíticas y pruebas. Y él... él se ocupaba...
—Cosas con la mente... —dijo en voz alta—. Trabajo con
el cerebro.
Algo rasgó su pensamiento, una molestia, más allá de
sus razonamientos. Un dolor en algún lugar, luego una pun-
zada fuerte en otro lado de las sienes. La caída a la realidad era
dura y su mente la recordaba. Otra oleada de confusos recuer-
dos golpeaba su mente de nuevo.
El vacío de aire en los pulmones y su consiguiente dolor y
opresión. Estaba en la cámara de hibernación y el sistema lo estaba
despertando. Se concentró como había aprendido en los once meses de
duro entrenamiento. Tras el dolor inicial, llegó un chorro de oxígeno
casi puro a la mascarilla que cubría su boca y nariz.
El dolor y los pinchazos empezaron, se inyectaban en su to-
rrente sanguíneo componentes para que su cuerpo fuera despertando
progresivamente. Se relajó y volvió a pensar en los sencillos y a la vez
complejos Torajas y en la conexión que había con otras tribus africanas
y del este del Amazonas, la de enterrar las placentas de los recién na-
cidos en la base de un árbol y el comprender que desde ese instante la
vida de esa criatura estaba para siempre ligada a la vida de ese ser ve-
getal vivo.
Pensó en la destrucción de las selvas en ambas partes, la de las
tierras Torajas, la de los indígenas y en la desaparición de árboles junto
con cuerpos y almas humanas, la destrucción de ese lazo...
Pensó en revisar en cuanto despertara toda la información po-
sible para buscar un nexo... como antropólogo era su trabajo. El ca-
lambre que le hizo mover los pies le dio la seguridad de que quedaba
una hora para que su cuerpo se pusiera en marcha y saliera de allí.
La pregunta era: ¿Habría cambiado todo mucho en tres meses?

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—Experimento de tres meses en las cabinas de hiberna-
ción —gritó.
Se levantó de golpe tirando la silla al suelo y mirando
con los ojos desorbitados el trabajo que estaba haciendo. No era
su trabajo, no era suyo, era de la doctora Anabel.
—Soy de cerebro, trabajo en cosas del cerebro... este no
es mi despacho...
Apretándose las sienes supo que había estado semanas
trabajando en algo que no era suyo. Pero... ¿Qué hacía él en ese
laboratorio subterráneo y solo? ¿Y ese vacío de silencio en el ex-
terior?

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—“Los hijos son las anclas que atan a la vida a las ma-
dres”
SÓFOCLES.

Era una sensación extraña, no tenía la percepción de que


hubiera un vacío, al contrario, era como si en realidad ese vacío
lo hubiera creado el mismo ser humano y su presencia, y ahora
sin él... todo fuera diferente. Sophie se revolvió en el saco.
—Ella estaba en esa fase en la cual según dice, se activa el
famoso reloj biológico de las mujeres y prácticamente a diario me in-
tentaba convencer de lo maravilloso que era ser padres.
La frase que acababa de escuchar en labios de Phil em-
pezaba a quemarle las tripas.
Como había aprendido en su trabajo, intentó perderse en una
idea para evitar que la mala leche le invadiera.
Todo ajustaba como un guante sin la cacofonía humana.
Ningún trino era superior a otro, no era necesario que los pája-
ros elevaran su tono para hacerse oír, teoría que había leído en
alguna parte, de que las aves de las urbes cantaban más grave
para hacerse oír, por el ruido que las ciudades emitían.
El rodar de las ruedas de la bicicleta en las sendas fores-
tales por las que habían salido de la ciudad.
Intentó pensar en eso, en cómo después del “incidente”
Thomas y Phil habían retomado la idea de ir al complejo de
montaña de George Sanders, donde durante más de media vida
habían acudido de vacaciones.
En el caos de la ciudad robaron bicicletas y remolques
para ellas, las cargaron de cosas y pedalearon hasta llegar allí
buscando siempre pistas forestales donde habrían menos de
esas cosas... que no solían atacar pero que...

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El rodar de las ruedas de la bicicleta, le recordaba a la
serenidad del mar, era un hermoso ruido, algo que le traía algo
de paz.
—Ella estaba en esa fase en la cual según dice, se activa el
famoso reloj biológico de las mujeres y prácticamente a diario me in-
tentaba convencer de lo maravilloso que era ser padres.
Otra vez sus palabras murmuradas hacía unos minutos
a George.
Puto y jodido ser humano siempre pendiente e intere-
sado en acelerar las cosas, en dividir, en sesgar, en catalogar, en
cercenar, en anotar, siempre quisquilloso, siempre alerta a su
alrededor para terminar huyendo de sí mismo, como los came-
llos de Alejandro Magno incendiados para propagar el fuego,
huyendo de una quema que portaban en sus lomos. ¿Por fin se
han marchado esos humanos hijos de puta?... y quedan solo los
restos vacíos de una civilización sin futuro... sin continuidad...
sin hijos.
Se palpó el bajo vientre.

HISTORIA TIENDA.
—¡Putos lunes!.
Esa era la frase corta, las palabras que ella había soltado al
subir del ascensor del parking para empleados del centro comercial y
ver allí un montón de gente arremolinada en las puertas.
¿Y esa gente no podía esperar a que se abrieran las puertas?
¿No tenían otra cosa que hacer que dos horas antes de la apertura estar
allí tocando en las narices en masa? ¿No tenían vida?¿No tenían hi-
jos?
Otra vez la palabra maldita, la palabra prohibida.

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Esa noche la habían tenido otra vez, amaba a Phil pero su ce-
rrazón era absurda, solo el hecho de que revoloteara el tema lo ponían
en tensión.
Sophie notaba como él se veía amenazado o presionado.
En un principio pensó que era miedo, ¿quién no lo tiene al
tener una criatura y la primera? ¡no se nacía enseñado para eso!, pero
conforme hablaban, discutían y se gritaban por ese motivo, empezó a
darse cuenta de que la presencia de un hijo representaba para Phil el
fin de la adolescencia. Sus videojuegos, sus cómics, sus partidas de rol
con sus amigos, cada vez más escasos pues según a su manera de ver
claudicaban. El tiempo que él dedicaba a ser libre, a su manera, podría
ser absorbido o “abducido” como decía Phil, por el cuidado de los hijos,
más horas de trabajo para los gastos, una casa más grande, en esa en-
fermiza paranoia americana de cambiar de casa cada vez que subía la
renta o el número de habitantes del hogar.
Pero no era cuestión de dinero, Phil ganaba un buen sueldo y
ella llevaba ya cinco meses de encargada de todas las tiendas de ropa
de la marca de todo el estado... y se rumoreaba en los mentideros de la
empresa que quizás la llamaran para algo más gordo en la central de
New Jersey. No era por dinero, era por la comodidad de seguir siendo
un adolescente de 37 años.
La noche anterior, una minúscula cosa había desencadenado
la discusión, la gilipollez de verla a ella con un pequeño programa de
diseño en el que se podía decorar habitaciones con múltiples objetos,
como un configurador de vehículos pero para habitaciones de bebés.
—¿Y dónde se supone que irá eso? —había preguntado Phil.
—¿Eso? —había respondido ella al notar ese tono, esa vibra-
ción que los hacía ponerse en guardia.
—En tu friki cueva. Bajaremos todo al sótano —había men-
tido.
Y empezó el bucle, recriminaciones, “tu no lo tienes que pa-
rir”, “no estamos preparados”, “no es necesario que seas el padre tan

20
solo que pongas el apellido”, “la maternidad frena tu carrera”, “y tu
infantilidad, tu existencia, tu egoísmo y el eterno soltero“.
Luego silencio, y más tarde la calma, susurros y empezar como
si nada hubiera pasado.
—Ella estaba en esa fase en la cual según dice, se activa el
famoso reloj biológico de las mujeres y prácticamente a diario me in-
tentaba convencer de lo maravilloso que era ser padres.
Otra vez su frase.
—Señora Hagen no siga —la voz de Paul el jefe de seguridad
del centro.
—¿Qué ocurre hoy Paul, se ha lanzado un IPhone nuevo?
—No, no lo sabemos, empezó de madrugada, este es el cuarto
grupo.
Recordó la explicación de cómo habían acudido a la entrada del
centro comercial una veintena de jóvenes y habían empezado a gol-
pearse violentamente con la cabeza hasta reventársela contra los esca-
parates como en una locura suicida.
Esa era la tercera vez, todos muertos por las contusiones, con
la masa encefálica desparramada por las grietas de sus cabezas golpea-
das. La policía tenía una teoría extravagante de unir esos casos, con la
conocida droga zombi que ya había afectado hacía unos años a la zona
de California, donde perdían el control y se dedicaban a morder y a
atacar a todo lo que se les ponía enfrente.
—Esto es diferente —le dijo Paul—. van sonriendo y se re-
vientan a golpes contra las puertas, parece que lo hacen con todo el
gusto del mundo, ¡joder que cosa más rara!
Luego supieron que no solo sucedía allí sino en todo el país,
con una cosa inquietantemente común, si eran cogidos a tiempo y los
encerraban, gritaban como poseídos aullando sin dejar de olfatear al
centro comercial con esos ojos llenos de legañas. Eso solo había sido el
principio, parece que el universo ya nos iba dejando pistas de lo que se

21
nos iba a venir encima.
Sophie logró quedarse dormida y soñó bajo el silencio y
el crujir de la madera crepitando, estaba haciendo el amor y
supo que ya no había pastillas, ni diafragma, ni preservativo,
era un acto deseado para quedarse embarazada.
En el sueño se regocijó y una ola de alegría hizo levantar
el rostro para ver quién la poseía, y no era Phil. Pero no pasaba
nada, no había remordimiento, tan solo placer y ansias de que
algo germinara dentro de ella. Miró por encima del hombro de
su amante y en el espejo de la habitación vio una cara reflejada
que los miraba desde fuera de la habitación. Ese sí era Phil, y de
un salto se despertó incorporándose. Todos dormían, incluso
George que también se había acostado en su catre. Se dio la
vuelta y acercó su saco al saco de Phil, lo abrazó y volvió a que-
darse dormida.

22
—“La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulve-
rizarse los ojos”.
ALEJANDRA PIZARNIK .

A Thomas le costó algo más el poder dejar de lagrimear


en silencio.
Escuchar a su hermano Phil contándole a George el “in-
cidente” le había hecho recordar a su madre, a su padre, a la fa-
milia, y estar en la cabaña donde habían pasado tan buenos mo-
mentos en familia le quebraba el alma.
Notó que alguien se movía, era Sophie que acababa de
incorporarse del saco, miró a su alrededor con la mirada per-
dida, no reparó en que él la miraba. Arrastró su saco y lo colocó
junto al de Phil, para a continuación abrazarlo.
“La Historia con mayúsculas es pendular, Thomas”
Esa frase la había oído una vez en boca de un amigo, de
su rector, en una situación que pudiera catalogarse de loca.
“La historia es pendular, va y viene y siempre repite su pro-
ceso”.
Esa era la moraleja del dicho. Recordaba cuando todo
empezó a desmoronarse, haber observado con suma atención
por encima de la pequeña ventana abierta que daba al interior
de la gasolinera donde se habían detenido junto a su querido
mentor, el señor Pound. Desde allí, en ese pequeño despacho
del que posiblemente fuera el gerente del lugar, se podían ver
las estanterías con multitud de artículos, todos en perfecto or-
den y con una gran capa de polvo, a excepción de las zonas me-
dio bajas donde perros, gatos y seguramente algún roedor ha-
bían tomado carta blanca para devorar todo lo comestible.
Tras su paso, el señor Pound dejó algún hueco ocasional,

23
rompiendo esa armonía al coger algunas latas de comida, re-
frescos y algunos snacks. También se veían las hileras de cáma-
ras frigoríficas, todas apagadas y sin corriente, de las que ema-
naban un fuerte olor a rancio de alimentos en un estado avan-
zado de descomposición.
Pound volvió su mirada a la vieja mesa de madera
donde reposaba una botella de bourbon y un vaso vacío. Lle-
vaba ocho años sobrio, sin probar ni gota de alcohol tras una
década siendo alcohólico.
Alguna vaharada de viento hacía mecerse las puertas
batientes de la entrada... incluso reparamos en un Mercedes to-
doterreno que estaba parado en uno de los surtidores con la
manguera aún en el orificio del depósito.
—Todo es pendular, Thomas. Tiempo en que la gente vivía de
sueldo en sueldo, en el que cada posesión tenía una realidad diferente
para cada persona... absurdas posesiones que se justificaba uno mismo
para seguir en la frenética línea de consumo. Burda enfermedad para
adquirir objetos, no para su uso real y práctico sino para posicionarse
a escala social.
Dime qué tienes y te diré qué valor posees. Rumiar como vacas
el pasado, aullar como lobos el futuro y dormir el presente como mar-
motas. Amar a las personas, usar las cosas, solo en ese sentido, si no,
no funciona.

Divagaba como hacía en sus clases de Ciencias Políticas,


como lo había hecho en el movimiento anarquista de “Ocupy
Wall Street” donde muchos, incluido él, lo habían seguido en esa
utopía que les había hecho creerse que el capitalismo expiraba
y que lo vencerían desde el mismo corazón financiero de Amé-
rica.
Y al final todo se había disuelto como un azucarillo en

24
un vaso de café caliente, pero las ideas que habían surgido ha-
bían llenado el mundo académico y antisistema con un nuevo
vigor, ayudado por otros movimientos al otro lado del charco
en la vieja Europa.
—Pues sí que era el fin del capitalismo —rio con un impulso
rápido asiendo la botella, abriéndola y dando un trago que le produjo
un atisbo de arcada.
Había sido el fin de todo, una especie de viaje de ácido
en modo Apocalipsis que había rondado por el campus en el
que trabajaba como ayudante adjunto de la rama de política y
geopolítica. Varios alumnos y alumnas con los dientes rotos, la-
bios partidos y estómagos reventados al ponerse a devorar, a
comerse libros enteros en la biblioteca ante la estupefacción del
resto.
El profesor Charles, la profesora Stanlet, John, el de re-
cepción, Carlos, el simpático puertorriqueño que se encargaba
de los ordenadores de la planta A, atacando a alumnos, a otros
profesores, a un repartidor de agua, tal y como lo hizo mamá,
devorando solo a una víctima para luego quedarse quieto con
esa mirada e intentar acabar con su propia existencia tras ello.
Una semana de caos en que todos parecían haber entrado en
una surrealista esquizofrenia, que se expandía por todo el país.
Empezaron a circular las teorías de conspiración y se
desempolvaron viejos archivos y desclasificaciones de la CIA,
viejos experimentos donde se veía el uso que había hecho el go-
bierno en los años 60´s afectando el agua de varios pueblos de
Utah con LSD para ver el resultado. Las pruebas del llamado
Control Mental en donde se usaba hipnosis para inducir al sui-
cidio o al asesinato.
Esas teorías cada vez parecían más terroríficamente
reales conforme pasaban los días, pero el gobierno no quería di-

25
sidencias y, curiosamente, hasta en medio del caos, la burocra-
cia mordaza seguía funcionando, todos los que propagaban las
ideas de pandemia, de experimento, la sola mención de algo
coordinado hacía que fueran expulsados.
Fui despedido, al igual que el señor Pound y casi todos
los contrarios, pero era algo absurdo, ya que estaban en el pre-
cipicio y en el colapso de la civilización.
Ayudé al viejo rector a trasladar sus cosas a su viejo piso
de la calle 33 y allí, desde las sucias ventanas, vimos cómo se
apagaba el mundo. Empezaron los saqueos, las explosiones, los
incendios, los ciudadanos se convirtieron en una jauría hu-
mana, y lo peor eran esos... ellos... quienes vagaban con cara
sonriente, los ojos cerrados y olfateando... como mamá, pero
sueltos por las calles.
Salimos una madrugada en una vieja Harley Davidson
hacia las afueras con la intención de llegar a casa, pero el señor
Pound tenía otra idea. Parar en la siguiente gasolinera.
—“La historia es pendular, va y viene y siempre repite su pro-
ceso”.
El señor Pound repitió esa frase por tercera vez en esa
saqueada gasolinera, a tan solo 10 km de casa. Dio un largo
trago a la botella antes de sacar una pequeña pistola del 22 y
pegarse un tiro en el paladar, dejando trozos de su brillante ce-
rebro por todas partes mientras algo dentro de mí se rompió en
mil pedazos al ver tal espectáculo.
Tras llegar a casa, me enteré de que en el pueblo había
habido más incidentes, algunos ataques esporádicos con varios
muertos y el más sorprendente el del viejo Manfred “el ratón”,
que había muerto abrazando a su nueva trilladora de cebada, la
encontraron bloqueada por algún hueso del desgraciado Man-
fred que no pudo partir.

26
Y todo pese a lo problemático del estado del país, en
aquel lugar no tan apartado de la ciudad más próxima, la vida
continuaba. Recuerdo como papá siempre había dicho que si
algo se torciera el sitio que elegiría sería el campamento de
George, papá siempre había sido un buen hombre, pero su paso
por la guerra lo había hecho ser bastante previsor, pero esta vez
ni lo vio venir. En cuestión de horas tuvimos que salir de casa
de mis padres los tres, dejándolo todo atrás, hasta los cuerpos
de nuestros queridos padres... creo que nadie está preparado
para algo así.
Phil era el más pequeño pero siempre había sido el triun-
fador y yo solo un anarquista, un neohippie, el patito feo.
Aunque fuera él y no Phil quien se había hecho cargo del
ataque de su madre mientras su hermano lo miraba todo con
cara de bobalicón... la misma cara que ponía cuando jugaba a
sus insufribles juegos, la de una mente en blanco.
“La historia es pendular, va y viene y siempre repite su pro-
ceso”.
Con la frase se quedó dormido.

27
—“Son vanas y están plagadas de errores las ciencias
que no han nacido del experimento, madre de toda certidum-
bre”.
LEONARDO DA VINCI.

Un miedo extraño y cerval lo invadió desde la base de la


columna hasta la boca del estómago, desde donde se dice que
surgen todos los miedos. Ahora comprendía los gestos de los
enfermos de Alzheimer en sus primeros estados, sus cuadros
clínicos de despiste y olvidadizas cuestiones que iban a más
cada vez.
El no recordar cosas lo perturbaba y lo enfrentaba a un
abismo de dudas.
Estaba seguro de que había estado realizando un cultivo
de esporas y germinados que no eran suyos. Es más, lo había
comprobado al ver anotaciones en cuadernos encontrados en
los cajones, no concordaba con su letra con la que pulcramente
había apuntado los datos. ¡Mierda!, ese era el despacho y el la-
boratorio del doctor Johan, o del pobre Tom antes de no desper-
tar en la cámara... no lo sabía... y la duda lo torturaba. ¿Quién
coño era?
Pero en su recuerdo el doctor Johan era el responsable
que había organizado el Útero, ese laboratorio bajo tierra. Un
nuevo pensamiento, una nueva palabra y su cerebro reveló otro
recuerdo hablando con el doctor Johan en una cafetería del ae-
ropuerto de Denver antes de ir juntos a una convención en
Seattle.
Pues por esas fechas yo me encontraba con una pierna en
Roma y con otra en Washington, ya que el proyecto del Útero se había
paralizado y tanto mi equipo como yo habíamos gastado tres largos

28
años para acabar, al menos, la teoría y la infraestructura del experi-
mento y pese a las ayudas e interés de la NASA, el dinero no daba para
alargar la construcción de todo eso y de mantener su durabilidad du-
rante los años del proyecto. Estaba en Roma pues, cuando me llamó el
enlace con los patrocinadores diciéndome excitado que ya teníamos
fondos para el Útero, es más, que podríamos hacerlo sin los recortes de
presupuesto a los que nos habíamos cada vez más ajustado por la crisis
y la retirada de patrocinadores que, como siempre pasa en este puto
país, tan solo se ayuda a los deportes. Pero antes tenía que ver a una
persona que cambiaría el enfoque del experimento. No quiso decirme
nada más y me dio la hora de una cita para una entrevista con una
persona que me explicaría algo muy interesante. Mysaki Tozuho es-
taba esperándome en un pequeño comedor privado del hotel….
—¿El genetista? —había cortado yo—. El reciente premio
Nobel....
—¡Ajá! —sonrió satisfecho.
Intenté no poner cara de panoli cuando lo vi y me invitó a
sentarme. ¡Joder, era él!, no sabía qué decir, ni qué preguntar, iban y
venían por mi cabeza preguntas sobre sus libros y teorías que yo a ve-
ces había seguido, de hecho, varios de los experimentos del Útero se
pueden decir que se basaban en teorías o hipótesis sacadas de sus es-
critos científicos. Pero antes de que abriera la boca lo hizo él.
—Vengo del Tassili, en pleno Sahara, de hecho, el moreno de
mi rostro no es playero, es del sol del Magreb —rio a carcajadas—.
Allí he visto cosas incomprensibles, al menos en un principio, he te-
nido frente a mis ojos pinturas de hace miles de años. Objetos voladores
de supuestos dioses que hacen subir mujeres por una entrada y luego
las sacan por otra embarazadas. He visto filas de humanos colocados
en grandes grupos y siendo subidos a esos objetos. He visto los mismos
dibujos en lugares casi remotos de las selvas de Brasil, en petroglifos
de habitantes de la Mongolia Ulterior. En huesos de ballena de algunas
chamanas inuit… lo mismo, una y otra vez. Coger hembras, dejarlas
preñadas y luego llevarse a toda la gente. He leído las traducciones de

29
tablillas de la ciudad de Ur de hace miles de años en las que se relatan
tales hechos, tablillas robadas del museo de Irak durante la Tormenta
del Desierto. He leído los textos bíblicos y he discernido la presencia de
los Elohim judíos, los Nefillim sirios, los dioses del Gilgamesh. Y he
visto con mis propios ojos como la teoría de Crick de la “Panspermia
Dirigida”, de esa realidad de la siembra humana en este planeta es
cierta y ha sido contada por todas las civilizaciones. Este planeta, se-
gún mucha gente, a lo largo de miles de años ha sido una granja, en la
que nosotros somos la mercancía... muchos lo sabían y lo pusieron por
escrito, mientras que otros intentaron borrarlo como solo sabe hacerlo
el humano, mezclando el terror con la religión y la mentira con las
medias verdades. Tras una cosecha el planeta quedaba desarbolado, ci-
vilizaciones enteras desaparecían sin dejar rastro, y las siguientes en
vez de superarlas son venidas a menos y jamás alcanzan la maestría
de las antiguas, algo parecido a una involución social. Desaparecen
como los mayas, los toltecas, los olmecas, los pueblos de la Capadocia
que se ocultaban en las ciudades bajo tierra, la desconocida civilización
que desapareció en lo que hoy es Ecuador y dicen que se ocultó en las
cuevas. Sé que ahora piensa que estoy completamente loco, que el No-
bel se me ha subido a la cabeza y se me han fundido los plomos —volvió
a reír—. Ojalá fuera cierto, pero es real. La Cosecha, la próxima cose-
cha se acerca y hay que estar preparados.
—¿De qué cosecha me habla?
Los ojos rasgados de Mysaki Tozuho se hicieron más estrechos,
tan solo una línea de carne entre párpados.
—De la de la propia Naturaleza. Somos un virus y ya se están
moviendo los resortes para la degradación, el colapso humano está a
pocos años de suceder, pero no imagines una guerra mundial, ¡no! —
se señaló la cabeza—, será aquí donde el fin llegue. El cerebro como el
arma para acabar con una especie que amenaza a la totalidad del pla-
neta.
Esa era la teoría y es la realidad. Mysaki Tozuho llevaba bajo

30
el brazo una propuesta que se acercaba a parte de la idea de experimen-
tación del Útero y todo el dinero que hiciera falta.
—¿Y quién paga las facturas? —dije.
—No quieras saberlo…
El recuerdo se disolvió, qué confusos eran todos los re-
cuerdos. ¡Joder!, había dicho o se había dicho que era antropó-
logo en uno de esos retales de recuerdos. ¿Pero era cierto o era
como el saber los estudios de biología que había realizado esos
días? ¿Un recuerdo asimilado como personal? ¿Y dónde estaba
la doctora? ¿Y Johan?
Pasó junto a una puerta mientras investigaba esa ala de
las instalaciones, esa puerta llevaba a unas escaleras que subían
en espiral, escaleras de hierro estrechas e iluminadas con luces
cada varios escalones. Estaba subiendo a una torre que ascendía
por un tubo excavado en la roca de la montaña de Colorado...
estaba allí en el Estado de Colorado, eso lo supo con certeza.
Arriba se veía luz natural en una especie de cúpula con cristales
esféricos. Una puerta más y llegó a lo que parecía la parte alta
de un faro, un techo con tragaluces y paredes llenas de agujeros
que dejaban entrar la luz solar. Escuchó ruidos extraños, algo se
movía o reptaba, en la otra parte de ese pasillo circular, algo que
gargajeaba. Tuvo miedo, no por lo que pudiera ser, sino por no
saber qué era aquello, ese lugar de extraña estructura. Caminó
poco a poco y el ruido se intensificó. De pronto notó un viento
en el rostro y algo se abalanzó sobre él, que le hizo caer al suelo
gritando.
—¡Era una paloma! ¡Una jodida paloma!
Estaba en un palomar, la parte de arriba de esa escalera
era un gran palomar lleno de agujeros y de nidos estabulados
en una especie de literas que ahora veía con claridad en la pe-
numbra de los tragaluces que estaban parcialmente cubiertos

31
con unas opacas cortinas. Varias palomas salieron por las oque-
dades y otras lo miraron con curiosidad cuando se levantó y
siguió caminado. El olor era nauseabundo, pero no era un olor
a mierda de paloma. Al fondo divisó de dónde provenía el he-
dor. Un cuerpo en un avanzado estado de putrefacción.
Horrorizado contempló el cuerpo, lo más extraño es que
rodeado de palomas muertas, de restos para ser más exactos, a
muchas les faltaban trozos, y prácticamente todas estaban deca-
pitadas. Decenas de ellas arrojadas a sus pies. Giró el cuerpo y
el horror y la náusea invadieron su cuerpo. El rostro era irreco-
nocible y estaba lleno de plumas, la boca era una mueca de grito
silencioso y de ella surgían restos de cabezas de palomas. Sus
manos aún llevaban pedazos de aves a medio devorar. Vio con
repulsa varios dientes como arrancados de cuajo pegados al
cuello como si hubieran resbalado. Le faltaban todas las uñas.
Había estado devorando a las palomas. ¡Vivas!
El cadáver era de un hombre y la fauna cadavérica, miles
de gusanos, ya hacían su trabajo a conciencia. Pudo observar
una chapa en su bata con un nombre.
“Fred Ayyú”.
Un mareo extraño y cerval lo llenó todo, desde la base de la co-
lumna hasta la planta de los pies. Si ese hombre muerto era
Fred... ¿entonces?... ¿quién cojones era él?
Le entró un ataque de pánico y echó a correr hacia ade-
lante, trastrabilló y terminó volcando una mesa plegable llena
de sacos de mijo ya picoteados por las aves. En el suelo divisó
otra puerta al final de ese recodo y a ella llegó para escapar de
ese lugar, pero sobre todo de esa visión, ese nombre, ese falso
recuerdo que había estado creyendo desde que despertó. El no
ser quien pensaba que era. Detrás de la puerta encontró un pe-
queño despacho, pulcro y limpio, lleno de archivos y una gran

32
pizarra blanca con nombres y fechas. Vio un dietario y ense-
guida comprendió que era una especie de control de las palo-
mas con nombres, fechas y números. La pizarra estaba dividida
en dos partes:
“Antes del Pulso Electromagnético”.
“Después del Pulso Electromagnético”.
Se sentó en la silla, intentando calmarse un poco y em-
pezó a intentar descifrar eso. Comprendiendo que su mente ha-
cía su trabajo, intentar encontrar algo para distraer un poco a su
cerebro tras el duro trago de no saber quién era al final. Su am-
nesia, fuera quien coño fuera él.

33
—“La vida de los muertos perdura en la memoria de los
vivos”.
CICERÓN.

—La recordaba más grande —dijo Thomas echando un


vistazo por encima de la barandilla del porche de la cabaña con-
tigua en la que habían dormido.
—Claro, hace años que no vienes, tu hermano aún se
acerca algún fin de semana para cazar patos con tu padre,
bueno, se acercaba —dijo George.
—Desde que se hizo hippie antisistema dejó toda cone-
xión con la caza, la depredación, el humano es malo —se burló
poniendo Phil cara de resignación —capitalismo, muerte y todo
eso.
—Debiera haber sido al contrario, que el más joven des-
pertara para concienciar a los mayores de que esto iba a reven-
tar... aunque lo ha hecho de otra manera, siempre hemos sido
una familia al revés ¿no, golfo? —rio Thomas.
—¿Es verdad eso que me dijo Ross, digo tu padre, de
que no comes carne? —George miró por encima de unas lentes
que se había colocado para mirar con unos prismáticos la parte
baja de la colina, donde estaba el único camino que llevaba a la
finca.
—Sí, hace varios años —se rascó la nariz—. Tengo un
problema con las proteínas de origen animal, mi cuerpo no las
asimila...
—¡Ja! ¡Y una mierda! Se ha hecho un snob vegano
George, es de capital, ¿recuerdas? De la Universidad, ayudante
del rector... —carcajeó Phil.
—Pues en mis tiempos quienes fumaban más yerba son

34
los que ahora mandan, o mandaban ¡jajajajajaja! —rio George—
. Veganos por ignición —añadió tras soltar otra ristra de carca-
jadas.
—Cosas de ética personal... —empezó Thomas.
George levantó la mano haciendo seña para que callara
mientras volvía a mirar la colina.
—Solo era para saber qué hay que preparar para comer,
me resbala lo que comas... mientras... bueno ya sabéis... mien-
tras no te dé por comernos —lo dijo serio.
Se miraron los tres sin reír la supuesta broma... ¿o es que
no lo era?
—¿Qué miras? —preguntó Phil acabando la taza de café.
—Antes de que os levantarais he metido en el corral a
las ocas, mi sistema de seguridad casera. No hay animal más
fiable de que te avise si llega un extraño que las ocas. En la edad
media las tenían en todas las casas que se lo podían permitir.
—¿No jodas? —preguntó Phil.
—Aún hay iglesias que las tienen, aunque creo que más
como costumbre y tradición —dijo Thomas.
—Pero antes tenían perros —resolvió Phil—. ¡Coño,
siempre ha habido perros!
—Sí, aunque desaparecen, cuando hay un ataque desa-
parecen. Eso me pasó cuando mi Pam cambió, y lo escuché tam-
bién en el pueblo de Wenstins, cuando le sucedió a Harry el
Grande. Alguien contó que los perros amaestrados por los bom-
beros solo se echan atrás ante un cadáver, ahora sabemos que
salen cagando leches y no vuelven cuando aparece uno de esos
humanos olfateantes —explicó George.
Se escuchó un silbido y Thomas entró en la cabaña, que

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era más pequeña y que la usaba de cocina y almacén de alimen-
tos. Salió con una vieja cafetera y llenó las tres tazas.
—Suelo mirar de vez en cuando el camino, por ahí lle-
gan siempre las visitas y quienes se acercan buscando cosas.
Alimentos, ayuda… algunos solo para depredar. No hay otra
entrada, el río cierra el paso con sus desfiladeros al este y oeste
y al sur tenemos las montañas donde acaban los caminos —se-
ñaló George a un rifle que estaba apoyado en la barandilla—
Nada que un par de tiros al aire no solucionen antes de que lle-
guen cerca. Ahora solo uso tres de las doce cabañas del com-
plejo, donde hemos dormido, esta que tengo de cocina y alacena
y otra para mis cosas. Intento simplificarlo todo, el resto las es-
toy quemando poco a poco.
—¿Quemando? —preguntó Phil que acababa de coger el
rifle y lo miraba con ojo experto.
—Sí, buena madera, ¿para qué buscarla si la tengo a
mano desmontando troncos? Espero que me llegue hasta la ju-
bilación ¡jajajajajajaja!.
Ahora sí que rieron de buena gana los tres.
—¿Por qué no nos disparaste al aire a nosotros? —dijo Thomas.
—Por que vi la fea cara de tu hermano Phil, sois muy
fácil de reconocer hasta de lejos, además como le dije ayer a tu
hermano, no me gusta beber solo —se explicó.
—La idea de papá siempre fue en caso de que pasara
algo, era llegar aquí y luego marchar hacia las montañas a los
pueblos del interior, decía que el gobierno seguro que tendría
preparada alguna instalación —dijo Phil dejando el rifle en su
sitio.
—Tu padre siempre fue un poco paranoico, aunque un
gran tío. Pero no, no hay nada más allá —soltó George.
—Vamos, no me jodas, habrá búnkeres en alguna parte,

36
alguna instalación, militar o social donde se hayan podido refu-
giar a los supervivientes —exclamó Thomas.
—Te digo que no hay nada. Esto no es The Walking
Dead. Todo se ha caído, todo, hasta las jodidas comunicaciones
desaparecieron después del pulso electromagnético.
—¿De qué pulso hablas George? —preguntó Thomas.
—Hubo un pulso electromagnético lanzado por el go-
bierno, según dicen para apagar la plaga o erradicarla, pero
claro, eso conllevaba el apagón total —siguió explicando.
—Apagar la plaga... suena raro —meditó Thomas—.
Nunca escuché eso en las noticias.
George dio un trago a su café y miró otra vez a la colina.
—Venga, no te hagas el interesante— rogó Thomas.
—Es una bola, un embuste, como la que nos decía de pe-
queños, eso de la bruja que salía de noche en el riachuelo del
Indio Charles, para que no nos bañáramos de noche allí —ex-
clamó Phil.
—El gobierno, los militares… hablaban de apagarlo
todo para erradicar la plaga. Por lo visto oí no sé qué leches de
que llevaba algún componente inorgánico. Intentaron arreglar
la situación, pero solo consiguieron destrozar todo lo electró-
nico y llevarnos de un plumazo de la Edad Media. Y volvimos
a la Edad Media —rio George
—Y a las ocas —añadió Phil.
—Lo llaman EMP y fue descubierto en los años 40´s, es
un efecto secundario descubierto con las pruebas atómicas, vie-
ron que se dañaban e inutilizaban todos los aparatos electróni-
cos en un cierto radio de acción —dijo Thomas—. Se basa en la
radiación gamma, en la mayor parte que es altamente pene-
trante e interactúa con la materia irradiando e ionizándolo todo,

37
incluido el propio aire circundante. La radiación gamma se con-
sume enseguida y crea un pulso electromagnético. Y todo lo que
funciona con electricidad se va a tomar por culo... y la civiliza-
ción se apaga.
—Qué bueno es tener un universitario contigo para que
te explique cosas —rio Phil.
—Lo extraño es que no puedan reiniciarlo —dijo Tho-
mas—. Todo queda inservible pero existen lugares donde se
pueden proteger de ese pulso, tiene que haber lugares que ha-
yan sobrevivido a este Apocalipsis tecnológico.
—Os digo que no queda nada, algo falló y se les fue de
las manos, o no controlaron la potencia de ese pulso —continuó
George—. También sé que no queda nada y no es algo que pase
solo aquí, es a escala mundial. Cayeron ciudades tras ciudades,
la gente abandonaba los lugares donde antes se aglomeraban, y
esos infectados... esa plaga que pretendían erradicar. He oído
que hasta catalogan a los distintos infectados, hay errantes, san-
grenegras, narcisos, poliamores, y millovers, y no me preguntéis
qué son porque no tengo ni idea, solo sé que los agrupan en
distintos bloques de infectados.
—¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó Phil.
—Seguidme —masculló George.
Se levantaron y caminaron un rato, llegaron a un gran
granero en el que había un viejo depósito de agua de hierro des-
colorido y lleno de agujeros. Dentro del granero vieron mucha
maquinaria parada, una cosechadora, dos tractores, un corta-
césped, dos camionetas y entre ellas una escalera metálica que
subía.
Se escucharon muchos aleteos.
—¿Un palomar? —afirmó más que preguntó Phil.

38
—Pero no uno cualquiera, un palomar de palomas men-
sajeras. Desde siempre el ejército ha tenido palomas mensajeras,
claro que venía todo de las tradiciones de los ejércitos europeos,
y la cosa siguió hasta hoy —explicó George—. Es del “Signal
Corps” o sea el Cuerpo de Señales del Ejército de los Estados Unidos,
que es una división del Departamento del Ejército que crea y
administra sistemas de comunicaciones e información para el
comando y control de las fuerzas armadas combinadas creado
en 1860. En la primera Guerra Mundial enviamos seiscientos
ejemplares a territorio francés, hay una historia muy conocida
de una de esas palomas que tenía el nombre de Cher Ami. En la
dura batalla de Verdún entregó doce mensajes cruciales, siendo
hasta condecorada. Esa mítica ave recibió un disparo entre el
pecho y el ala, no obstante, consiguió entregar su último men-
saje salvando a una división entera. Casi dos mil palomas se
usaron para repartir mensajería entre las líneas. Desde entonces
siempre han cohabitado con la tecnología y hay una red que va
desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, yo he sido miembro casi
toda mi vida —hizo una pausa—. La mayoría de personas que
han guardado viva esta red somos civiles, compartiendo men-
sajes y reponiendo a palomas como se hacía en la época del Po-
ney Express, que cambiaban caballos para que llegara el correo
lo más rápido posible, nosotros cambiamos de palomas. Por eso
sé todo lo que pasó y pasaba. Lo malo es que desde hace un mes
solo quedaba un lugar donde recibía e intercambiaba noticias.
Hace poco ese lugar cayó, o algo tuvo que pasar, porque dejaron
de llegar palomas con mensajes, algunas incluso llegaron heri-
das y llenas de sangre, pobres. Muchas otras jamás regresaron.
Ese sitio es una especie de lugar de estudio del gobierno, algo
secreto porque los mensajes iban cifrados en un principio.
—¿Y cómo lo sabías? —cortó Phil
—¿Saber el qué?
—Que iban cifrados.

39
Señaló sus prismáticos que llevaba al cuello y sonrió con
una mueca burlona parado ya en la puerta de entrada del palo-
mar.
—Siempre me ha gustado chafardear cosas y descifrar
enigmas.
Arriba, la estructura del palomar del depósito de agua
estaba lleno de agujeros por donde entraban las palomas, tenían
hasta una especie de literas llenas de paja donde anidaban y
descansaban, junto con bebederos y comederos con maíz y se-
millas.
—No sé qué haré cuando se me acabe el alimento, aún
me queda, ya que el ejército sufragaba ese gasto, así como algu-
nos gastos de anillaje y control de enfermedades. Tendré para
mes y medio, eso si no siguen llegando de otras partes, se avisan
unas a otras, son listas. Saben qué hacer para poder sobrevivir,
creo que en eso las palomas son mejores que nosotros.
Un pasillo circular llevaba a la parte donde el depósito
hueco se juntaba con el granero, allí una puerta de madera y
cristal llevaba a una especie de despacho con archivadores, pós-
teres de aves, banderas de palomas pintadas y muchos mapas.
George cogió una regla de una mesa pulcramente ordenada con
carpetas y dos libretas gruesas llenas de pósits de colores.
—Primero dejaron de llegar de Washington y de la zona
del este, de ahí llegaron las primeras informaciones de la Plaga
Gris…— George parecía un profesor dando una clase.
—¿Plaga Gris? —cortó Thomas.
—Sí, así la llamaban, supongo que por lo de masa gris
del cerebro… Bueno, antes he de deciros que de la misma forma
que se usan las redes informáticas, se han seguido usando el
correo, el código morse, las viejas radios de onda corta, pese al
avance de internet, nuestro ejército no ha dejado de utilizar los

40
viejos medios de información, sé que en otras partes como en
Europa también continúan usándolos, la historia nos ha ense-
ñado que lo antiguo puede ganar batallas o guerras. Poca gente
sabe que los lenguajes indios que lograron evitar a los criptó-
grafos alemanes en la Segunda Guerra Mundial se siguen ense-
ñando en el “Signal Corps”. Con la regla marcó las principales
ciudades del Este.
—No todas tienen, digamos, un centro de paso que es
como llamamos a palomares como este lugar, hay distintos ni-
veles, distintas procedencias, pero en todos se reciben palomas
que a veces ni vienen con mensajes, solo con las anillas que los
de este mundillo reconocemos, algo así como la matrícula o la
bandera —siguió apasionado George—. Llegaron del norte, del
centro menos y del oeste muy pocas. Poco a poco se han ido
apagando los mensajes, cuando hubo el pulso electromagnético
esto parecía una puta oficina de correos. Me pase días reci-
biendo, copiando y reenviando.
—¿Pero qué haces aquí exactamente? —quiso saber Phil
atento al mapa lleno de chinchetas y anotaciones.
—Llegan palomos con un mensaje, se llama columbo-
grama —George mostró un tubito trasparente—. Es esto, dentro
se enrolla el papel con el mensaje y este se ata a una de sus patas.
Revisas su estado, lo abres, si es urgente sacas a otra de las tuyas
y lo envías junto con el mensaje al siguiente puesto —señaló con
una regla—. Este es el mío y yo lo envío a aquí, aquí, y aquí, en
un abanico de varias millas que varía, según haya puestos que
paren por vacaciones o que cierren. Los mensajes varían según
el color que esté pintado en una de las partes del columbograma,
o se espera a que la paloma quiera salir, o se envía rápido como
os he dicho o se multiplica.
—¿Multiplica? —dijo Thomas.
—¡Joder! Es sencillo, como un puto semáforo, verde, el

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animal va a su puta bola y no hay prisa por lo que en un par de
días descansa y se va él solo. Naranja, cambias el mensaje y en-
vías una de las tuyas en un plazo de un día. Rojo, en cuanto
llega envías la tuya al destino marcado o el siguiente puesto. Y
morado...
—Eso no está en el semáforo— rio Phil
—En ese caso copias el mensaje y lo envías a los cuatro
vientos a todos los puestos multiplicando el mensaje y sacando
a todas las palomas que haya en el palomar. Eso genera el mo-
rado, una trama de redes que llegan incluso a girar el planeta
varias veces en poco tiempo, ya que el que las recibe hace lo
mismo y así en cadena. Pues esto era un ir y venir de mensajes,
pocos al principio, que hablaban de la Plaga Gris, detallando a
esos grupos de infectados, que no sé qué leñes son. Luego se
hablaba del pulso electromagnético para frenar la epidemia, ya
la llamaban así, epidemia. Luego pasaron a llamarla pandemia.
Y después del pulso, cuando todo lo electrónico y eléctrico dejó
de funcionar, nadie o casi nadie estuvo preparado para hacer de
fuente de información, salvo los palomares. Nos avisaron con
tres días de antelación, llegaron aquí dos camiones de los mari-
nes y dejaron gasolina, alimento y material para las palomas,
aún queda muchísimo de todo menos comida para las palomas,
la comida se acaba rápido, como nadie atiende el resto de palo-
mares, ellas saben que tienen que venir aquí, ¡ya os dije que son
listas! Era todo muy confuso y sobre todo a pesar del nervio-
sismo de los soldados que no quisieron decir nada, solo asustar
con denuncias con una montaña de cargos en juicios si me iba
de la lengua con esto y que en poco tiempo todo se acabaría.
Pues tras el pulso, esto sí que fue Wall Street en su patio de ne-
gociación de valores, como en las películas, pero con palomas
alborotando y todas con mensajes. El mundo se apoyaba en
ellas y en su poder de transportar información. Todas en rojo al
principio y moradas al final, hasta que... —señaló algunos pin-
chos rojos sobre algunos puntos del mapa—. Hasta 23 o 24 que

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son las que controlaba yo, se apagaron y pararon de hacer su
labor. Hace unas semanas dejaron de llegar de todas partes,
aunque ocasionalmente llegan algunas palomas con mensajes
de hace un mes o más, tan solo queda este —marcó con la regla
un lugar cercano en el mapa—. Bueno, rectifico, solo quedaba
este y nos repartíamos información. Casi todo lo que proviene
o provenía es de un tipo que está allí y sabe mucho, muchí-
simo... ya os he dicho que es una instalación del gobierno o algo
parecido. Y hace semanas que también cayó o eso creo… lo lla-
man El Útero.
De pronto se escuchó un fuerte grito de mujer. Se mira-
ron asustados. George abrió un cajón del archivador y sacó una
pistola para cada uno. El grito se repitió.
—¡Sophie! —exclamó Thomas siendo el primero en salir
de allí seguido por los otros dos.

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—“He amado hasta llegar a la locura; para mí es la
única forma sensata de amar”.
FRANCOISE SAGAN.

Junto a la pizarra del despacho había un gran mapa de


EEUU, y junto a este, un mapa mundial, ambos llenos de ban-
derolas.
Se fijó que en el de EEUU había clavadas chinchetas de
color rojo de las que pendían hilos del mismo color que sujeta-
ban unas cartulinas que no paraban de moverse debido al aire
que entraba por la puerta abierta, la cerró y se acercó a las car-
tulinas.
"CAÍDA EN 5 DÍAS DESPUÉS DE LA NORMA 78".
Esa estaba en Philadelphia.
"CAÍDA EN 12 DÍAS DESPUÉS DE LA NORMA 78".
Boulder.
Todas repetían la misma frase escrita a bolígrafo cam-
biando los días iniciales.
Una mesa pequeña auxiliar estaba debajo del mapa y allí
en una hoja escrita a doble cara y plastificada había una lista de
29 ciudades y poblaciones, en una cara en la que ponía “puesto”.
Y en la otra cara 88 ciudades, un regimiento del ejército y una
instalación del gobierno. Volcando toda su atención como había
hecho desde que despertara de la cámara para intentar olvidar
algo que no conseguía aún saber, se dio cuenta que todas las
chinchetas rojas tenían una cifra del 1 al 28 en números romanos
y del 1 al 88 en números arábigos. Dejó ese lugar de la habita-
ción y se centró en un escritorio en el que parecía que había un
ordenador, pero, aunque pudo ver el teclado, la pantalla y el
ratón, no pudo encontrar la CPU, tan solo estaba el cable que

44
colgaba de la pantalla. Abrió uno de los cajones y sacó un die-
tario y una libreta fina encuadernada y plastificada. En la última
había colores en alas de palomas con un número y una identifi-
cación que no comprendía. En la otra había anotaciones de tal
manera.
“BOULDER NIVEL DE PANGEMIA”.
Pangemia, ese término le hizo pararse y pensar... recor-
daba eso de algo.
“PORCENTAJE EFECTO PULSO ELECTROMAGNÉ-
TICO”.
Otra vez el pulso. Cada palabra le embargaba la sensa-
ción de tener algo en la punta de la lengua, en este caso en la
punta de la memoria.
“NÚMERO EN DATOS SUPLENTES”.
Eso no le dijo nada, y luego unos nombres bajo el enun-
ciado
“GRUPOS DE INFECTADOS: Errantes, Sangrenegra,
Narcisos, Poliamores, Millovers”.
Leyó varias veces las anotaciones y las cifras.
—Pulso... pulso electromagnético —murmuró en voz
alta—. Pangemia. —Repitió esa palabra varias veces como sa-
boreando las sílabas—. Pangemia.
Otra vez ese puto dolor de cabeza. Otro recuerdo.
—¿Pero qué cojones haces Anabel? ¿Te has vuelto loca?
—le gritaba él.
Y es que la situación era cuanto menos inquietante. Es-
taba tumbado y atado con cinta americana de brazos y piernas
en una camilla y la doctora Anabel Hooper a su lado miraba
algo en el microscopio, nada menos que la sangre de él sacada

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con habilidad de una vía que le había colocado en la mano de-
recha.
—Quiero estar segura de que no te has convertido en
nada raro y potencialmente peligroso para mí —dijo ella con
tranquilidad sin levantar la cabeza del aparato.
—¡No me jodas!... ¿Qué te piensas que soy un Deathlo-
ver?
—Me desperté hace cinco días y tu módulo de hiberna-
ción estaba apagado, no funcionaba ningún control. Tom ha
muerto en su cabina. Fred no está en ninguna parte. No fun-
ciona ningún satélite. Fuera no hay nadie que conteste. No hay
radio, ni televisión, ni internet... nada, nada. Algo ha pasado
mientras dormíamos, tras el Pulso parece que no han podido
reiniciar los sistemas.
—¿Y eso te hace suponer que soy un bicho o algo seme-
jante? ¡Joder!, me he despertado con la cabeza hecha una mierda
y tú me golpeas en la cabeza con un martillo...
—Era una porra policial.
—¿Y qué coño haces tú con una porra policial? —Anabel
levantó la mirada del microscopio.
—Pudimos traer objetos personales al Útero, yo traje
ese… y me ha servido.
—¿Y no sabes qué ha sido de Fred? Él tenía que estar
controlando el experimento hasta que despertáramos secuen-
cialmente. ¿Has mirado en su despacho?
—Su despacho está lleno de sus cultivos de semillas y
esporas, pero su habitación está llena de papeles y libros amon-
tonados en filas, cientos de ellos —dijo Anabel.
—Pero aquí no había libros, de algún lugar habrán sa-
lido. ¿Algo más?

46
—No mire nada más, no crucé la puerta —cortó tajante-
mente la doctora.
—Pero ¿habrá que descubrir qué ha pasado? Solo han
pasado unas semanas...
La doctora Anabel Hooper lo cortó con un gesto.
—Dicen que Jesús resucitó a su amigo Lázaro, al que,
tras su crucifixión, fue por así decirlo adorado y temido por la
población, de tal manera que tuvo que irse a Chipre hasta su
segunda muerte final —explicaba Anabel—. Allí había o hay,
no lo tengo claro, una ermita que ardió hasta los cimientos en
los años 70´s. Al excavar en las ruinas hallaron una lápida con
una frase y bajo ella unos huesos. La frase era:
“Aquí yace Lázaro el de los 4 días, el amigo de Jesús”.
—¿Y qué leche tiene que ver eso ahora con que esté ama-
rrado aquí?
—Las células neuronales tardan ocho horas en morir, las
de la piel dos días y las de los huesos siguen trabajando más de
cuatro días tras la muerte. Según los datos y pruebas de la cá-
mara has estado muchos días en un estado como el de Tom...de-
berías de estar muerto.
—Pues no lo estoy... ¿y no piensas que puede ser un fallo
joder? ¡Estoy vivo!
—O infectado. No sé lo que eres ahora ni lo que ha pa-
sado. Tengo que investigarlo y mientras tanto puedo conside-
rarte algo peligroso, quizás formes parte de algo exógeno que
ha acabado con todo —dijo la doctora mientras se acercaba con
una jeringuilla.
—¿Qué coño vas a hacer?
—De momento sedarte, hasta que vea en qué estado está
tu sangre.

47
—Eso serán horas para saberlo…
—No puedo permitirme riesgos, hasta que hayamos
descartado que no estés infectado. Te volveré a meter en la cá-
mara.
Anabel se acercó agachándose. Notó el pinchazo y todo
dio vueltas.
El recuerdo se difuminó dejando una sola imagen en su
cerebro, la de una especie de araña, ¡no! era un robot plateado
de cuatro patas, con un cuerpo esférico semitransparente en el
que se apreciaban unas partículas doradas. Se estaba aferrando
a algo rojo ovoide. Cogió las dos cosas que había encontrado en
el cajón y rebuscó algo más pero aparte de hojas sueltas no ha-
bía nada más... faltaba la CPU.
Se acercó nuevamente al mapa, sabiendo que era un
puto enigma con mayúsculas. El viento movía las cartulinas.
Leí algunas.
“DENVER 33 DÍAS DESPUÉS DE LA NORMA 78".
“NEW YORK 2 DÍAS DESPUÉS DE LA NORMA 78".
“CALIFORNIA ARRASADA DESPUÉS DE LA NORMA 78".
Eso era nuevo.
Justo cuando pensaba marcharse, pudo apreciar en el mapa una
chincheta verde, la única del mapa.
“CABAÑAS GEORGE SANDERS. ACTIVO DESPUÉS
DE LA NORMA 78".
Era un lugar cercano al pueblo de Wenstins no muy lejos
de “El Útero”.
Salió de allí con más dudas con las que había entrado.
Al pasar por el cadáver de Fred, pudo apreciar algo bajo su
cuerpo, era una bolsa de tela naranja. La sacó como pudo, rezu-

48
maba de un líquido putrefacto y algunos jodidos dientes arran-
cados de raíz. Dentro halló un libro grueso como los de los se-
llos y ¡dios!, la CPU.
Abrió el libro en las escaleras mientras los palomos se-
guían volando por su presencia. Era una especie de guarda se-
llos, solo que tenía colocadas en las hojas unas cartulinas peque-
ñas con textos. En la página uno pudo ver: palomo, lugar, men-
saje... ¡Joder! Estaba en un palomar de palomas mensajeras, y
eso eran los mensajes enviados. Pensó en que tal vez las chin-
chetas serían palomares receptores o suministradores de men-
sajes.
—Pangemia —leyó en voz alta.
Y volvió a ver otra vez esa araña robótica sobre algo rojo,
decidido salir de allí con la intención de conectar la CPU abajo.
Mientras bajaba llegaron nuevas palomas de Denver, Ohio y de
una parte de Texas donde había una instalación secreta del go-
bierno. Llegaban tras haber salido de otros lugares en donde
nadie recogía sus mensajes y no quedaba nada en los comederos
para alimentarse. ¡Bichos listos!

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“Hay un final para cada viaje y hasta para cada huida,
pero dónde termina una deserción, cuándo la corriente del río
tiene una textura oleosa manchada de rojo en la luz declinante.
Se puede ir huyendo de la desgracia y del miedo tan lejos como
sea posible pero dónde se esconderá uno del remordimiento”.
“LA NOCHE DE LOS TIEMPOS”. ANTONIO MU-
ÑOZ MOLINA.

El primero en llegar fue Thomas que vio como un hom-


bre salía de la cabaña a toda prisa.
—¡Eh! —gritó.
El tipo se giró y echó a correr donde a unos metros había
un caballo atado a un árbol.
—¡Dispara Thomas! —gritó George.
Extendió la pistola y apuntó.
—¡Joder, dispara o aparta! —bramó George ya llegando.
El tipo subió al caballo y salió al galope justo en el mo-
mento en que llegaba Phil y vaciaba su cargador sin acertar.
—¡No ha hecho nada, no ha hecho nada! —era Sophie
que salía de la cabaña—. solo me he asustado al despertarme y
verlo dentro.
George llegó resoplando agarrando del cuello sin con-
templaciones a Thomas.
—¡Te he dicho que le dispararas joder! —le gritó—. Ha-
bía que matarlo.
—¿Qué mierdas me dices de matar a nadie? —dijo Tho-
mas mientras apartaba las manos de George de su cuello.

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—Te he dado una orden precisa, mierda —George mi-
raba al cielo y pateaba furioso el suelo—. Hasta tu hermano Phil
ha disparado, no es tan complicado. Te enseñó Ross,¿no?
—A cazar animales, no personas... era un hombre.
—Y una mierda un hombre. Es lo que pasa con los putos
hippies... un puto hippie es lo que eres. Amor y toda esa mierda.
George estaba fuera de sí.
—Muchos de los que viven merecen morir y algunos de
los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? En-
tonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sa-
bio conoce el fin de todos los caminos — recitó Thomas—. Lo
dijo Gandalf en “el Señor de los Anillos”.
—A mí no me vengas con frases de mierda. Esto es una
jodida carrera de supervivencia ¿sabes? No una tea party de la
Universidad. En qué mala hora os dejé entrar, bueno a qué mala
hora te dejé entrar a ti, tu hermano le habría volado la cabeza si
le hubieras dejado ir primero en la escalera.
—¡Vale George! —cortó Phil—. ¡Coño, que estás ha-
blando de cargarse a un tipo!
—Tu disparaste tarde, pero lo hiciste... ¿Por qué?
—Tu tono de voz, no sé… joder, instinto.
—Instinto que no tuvo tu hermano, o huevos por el puto
veganismo ese —gritó George.
—Pero no me ha hecho nada —gritó Sophie mientras se
ponía entre Thomas y George intentando mediar—. Thomas no
ha hecho nada, solo porque uno diga de matar a alguien, aun-
que otro por un absurdo instinto dispare... es una vida. ¡Tíos
estáis hablando de arrebatar una vida!

51
—Como los millones que han sido eliminadas de la tie-
rra cariño —escupió George y de un impulso le arrebató la pis-
tola a Thomas—. Si no vas a usarla mejor que me la des, e id
preparando vuestras cosas, os marcháis.
—Mierda, ¿Nos echas George?
Los miró con los ojos chispeantes, levantó la cabeza y
respiró hondo como intentando serenarse.
—Me iré yo —dijo Thomas.
George abrió los ojos y empezó a llorar en silencio.
—Nos iremos todos, nos tenemos que ir, era un explora-
dor, detrás llegarán los saqueadores —dijo antes de entrar a la
cabaña, seguidos por los tres en silencio—. Son como langostas
depredando lo que encuentran, algunos son mejores que otros,
pero nunca negocian, lo que encuentran es suyo, sin discusión.
Suelen enviar exploradores a caballo, como mucho a un día de
distancia del grupo —hizo una pausa quedándose en el quicio
de la puerta—. Ese tipo es de la Banda del Chándal —soltó una
carcajada irónica—. Eso decían los mensajes, todos van con
chándal como ese tipo. Los tipos estos negocian a veces, y no sé,
algo me dice que salgamos disparados de aquí. Instinto.
—Lo... lo siento —balbuceó Thomas.
—No lo sientas... no lo sabías —dijo con bastante pena y arre-
pentido George—. Siento haberte hablado así, hijo.
—¿Ese es el primero que ves? —preguntó Sophie.
—No, enterrado bajo el manzano hay uno, otros dos en
un pozo seco al otro lado de la Banda del Chándal, los otros dos
no sé a qué grupo pertenecen. Por eso miro con insistencia el
camino. He tenido bastantes visitas sí. Pero qué más da. En al-
gún momento tenía que llegar este instante.
—Pero igual no vienen, igual se han infectado de esa
plaga y solo era un superviviente —sugirió Phil.

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—Un tipo solitario no echa a correr, si busca comida la
pide y se hubiera tirado al suelo para que supiéramos que es
inofensivo. Esto es América. Podemos esperarlos en las colinas
y verlos llegar, tenemos que empezar a llevarnos todo lo que
podamos. Ha llegado gente a las cabañas y les he ayudado y
luego han seguido su camino.
—¿Y cuánto tardarán? —dijo Sophie.
—No lo sé —tomó la botella de la otra noche y le dio un
largo trago—. Sacar a Dolly del establo y en el carro cargaremos
lo que podamos, tampoco hay mucho que llevarnos, la verdad.
Vamos, pero dejaremos recuerdos para los que lleguen —dio
otro trago—. Joder, qué putada, me quedo sin leña para mi ju-
bilación. Ahora todos rieron, incluso Sophie. que no sabía
dónde estaba el chiste pero los nervios la hicieron carcajearse.
En una hora y media estaba todo empacado en una pe-
queña berlina que llevaba una yegua menuda, y en los remol-
ques de las bicicletas. George cogió toda la documentación de
los mensajes, se llevaron los sacos de alimento para las palomas
y cerraron todos los agujeros del palomar.
—No podrán entrar y buscarán por otra parte la comida.
La iré tirando por el camino, son listas y nos seguirán.
—¿A dónde vamos? —preguntó Phil ya en lo alto de la
colina donde pretendían esperar a la posible llegada de los sa-
queadores, rezando que nunca llegaran y fuera una paranoia de
George.
—¿En el caso de que lleguen ellos? Al Útero, es el único
lugar seguro y cercano que conozco, podemos encontrar allí ali-
mento y agua. Al igual lo encontraremos silenciado, pero es-
pero que al menos sea seguro, espero eso con todas mis fuerzas.
No tuvieron que esperar mucho tiempo, un par de horas
más tarde y con los prismáticos vieron un pequeño grupo de

53
personas, algunos montaban a caballo y otros en bicicletas de
tres ruedas con pequeños remolques, se acercaban por la carre-
tera lentamente, pero sin pausa, llegarían en unas horas. Ojalá
fuera lo suficiente para estar lejos. Era demasiada distancia para
poder apreciar a los que se acercaban por la única carretera que
llevaba a las Cabañas Sanders. Se pusieron en marcha borrando
las huellas.

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“Sólo un quedar en suspenso en el exceso del horror, una
fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea
de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio
constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza
inaceptable”.
“LA CONDESA SANGRIENTA”. ALEJANDRA PI-
ZARNIK .

No se percibía, pero era como un susurro que iba por


debajo, muy por debajo. Como en todos los lugares de vez en
cuando crujían los aparatos y los objetos de esa sala donde siem-
pre había una luz como de salida de emergencia que lo ilumi-
naba todo. Los rojos extintores colocados en las cuatro esquinas
formando un símbolo extravagante y las cuatro cabinas de
acero blanco que estaban en el medio, una de ellas tapada con
una gran sábana, rodeando un peculiar ordenador central.
Frente a las cabinas dispuestas en equis (como los extintores,
una para cada extintor), una camilla de acero con una gruesa
colcha, una silla de ruedas plegada y una silla de plástico
blanco. ¡Sí!, cruje algo. Parece provenir de un bol de cerámica
que está colocado encima de una pequeña mesa con ruedas, una
mesa auxiliar en la que se ven algunos productos como vendas,
tijeras, esparadrapo, alcohol y lo que parece ser un dispensador
de oxígeno portátil. También hay jeringuillas desechables. A la
derecha de la puerta, un pequeño banco de acero y un armario
de pared que está sobre una nevera de cristales trasparentes en
la que dejan ver viales y botellas de inyectables. Otra vez ese
susurro, ese run run. Bajo, incluso más bajo que el zumbido de
la corriente eléctrica generada por las placas solares que habían
sido resguardadas con tubos y un material aislante con los prin-
cipios de las cajas de Faraday, al igual que el cableado de todo el
Útero, que era la única solución a los pulsos electromagnéticos.

55
Era un sonido robótico. Sí, robótica era la palabra. Ahora el so-
nido crujió un poco más, y con un lapso de tiempo más largo.
Venía de las cabinas. De pronto un chisporroteo, y las pantallas
oscuras de todas ellas se encendieron, para apagarse enseguida,
como si algo fallara. Algo vibró, como cuando se enciende el
motor de un refrigerador. Una de las pantallas se encendió,
yendo y viniendo la corriente. En ese momento se escuchó un
crujido fuerte seguido de un siseo. En la pantalla se pudo leer
“OPEN”. Y la sábana que cubría la cámara de hibernación cayó
lentamente al suelo.
Johan, que al fin había descubierto quien era, buscaba
por los despachos un cable que pudiera conectarse a la CPU que
había encontrado bajo el cadáver de Fred. Algo le decía que allí
estaban muchas de las respuestas que su cerebro ansiaba y bus-
caba desesperadamente. Solo en unas horas había pasado de ser
una especie de autómata que trabajaba con esporas y que ni si-
quiera se paraba a pensar en quién era, a conocer y recuperar su
realidad y su identidad. ¿Lo hacemos siempre, en realidad? El
saber quiénes somos realmente... él había pasado por etapas
para valorar esa realidad de que no era Fred Ayyú, era Johan
Bastide. Y así de golpe, al ver el cadáver de quien pensaba que
era, tuvo conciencia de muchas cosas, de recuerdos que iban
acoplándose como pequeños trocitos de una hoja triturada que
se intenta recomponer a base de paciencia, pegándose con celo.
Fred era genetista y experto en la interacción de los hongos con
los invertebrados, de hecho, las hormigas carpinteras de la selva
tropical brasileña eran su vida, sobre todo el estadio vital en el
que eran infectadas por la espora de un hongo determinado,
convirtiendo al insecto en una “hormiga zombi” que nunca más
controlará sus propias acciones. Manipulada por el parásito,
una hormiga infectada abandonará los acogedores confines de
su hogar arbóreo y se dirigirá al suelo del bosque, un área más
adecuada para el crecimiento de hongos. Después de alojarse en
la parte inferior de una hoja, la hormiga zombificada se ancla

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así misma mordiendo el follaje. Esto marca el acto final de la
víctima. A partir de ahí, el hongo continúa creciendo y pudrién-
dose dentro del cuerpo de la hormiga, atravesando en algún
momento la cabeza de la hormiga y liberando sus esporas de
hongos. Todo este proceso, de principio a fin, puede tardar más
de diez agonizantes días, pero antes de morir, el hongo mueve
a la hormiga para que vuelva al hormiguero a la zona más alta
donde el hongo estalla y esparce sus esporas sobre otras hormi-
gas. Casi como un titiritero tira de las cuerdas para hacer un
movimiento de marioneta, el hongo controla los músculos de la
hormiga para manipular las piernas y las mandíbulas, Fred es-
taba focalizado en ese trabajo.
—Ophiocordyceps unilateralis —dijo en voz alta. Ese era el
nombre científico del hongo.
—“Un hongo de más de 48 mil años que zombificada hormi-
gas. Pero no invade ni daña el cerebro, tan solo lo manipula”. —Johan
recordó las palabras de Fred.
¡Por fin!, acababa de encontrar en uno de los cajones un
cable HDMI perfecto. Se encontraba enfrascado en conectar la
pantalla, tal nivel de concentración no hizo darse cuenta de la
sombra que acababa de entrar en la sala. Por el rabillo del ojo
pudo apreciar la sombra de algo que se dirigía hacia él segun-
dos antes de que su olfato notara un acre olor a amoniaco. Y allí
estaba Tom Forner arrastrando los pies como solía hacerlo.
—¿Tom?— dijo Johan.
—“Tom ha muerto en su cabina” —las palabras de la doc-
tora Anabel le taladraron.
Tom lo miró con los ojos desviados, uno de ellos estaba
vacío y aún goteaba algo de la cuenca ocular vacía. Lo ignoró
dándose la vuelta y dirigiéndose a una de las puertas dobles
que estaban en la otra parte de la sala.

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—Tom, espera —Johan corrió hacia él y se colocó de-
lante—. Me dijo la doctora que estabas muerto... me dijo....
La voz se le fue en un hilo. El dedo índice de Tom estaba
hurgando en la cuenca vacía, con una mano azulada donde fal-
taban todas las uñas y el dedo meñique, el otro ojo cerrado y
lleno de legañas. Se metió el dedo en la boca donde había dien-
tes quebrados como si hubieran sido destrozados a pedradas,
chupó el dedo y por la comisura de los labios resbaló el dedo
meñique amputado a medio masticar que quedó como en una
imagen absurda pegado a su traje de hibernación. Comenzó a
olisquear el aire, a olfatear como un sabueso.
—Mierda... —tan solo dijo antes de que Tom se abalan-
zara sobre él, empezando a golpearlo en la cara y en el cuerpo
mientras de su garganta surgía un grito agudo como el chirriar
de una tiza en una pizarra.
Cayó al suelo y empezó a patearlo.
—“Un Errante es un Errante, no ama a nada, tan solo vaga y
ataca a quien se pone en su camino o simplemente le incomoda”—le
gritó su mente.
Tenía que apartarse de él, lograr escapar. Consiguió ro-
dar sin poder evitar que le diera unas patadas más hasta que se
colocó bajo una mesa hecho un ovillo. Entonces Tom dejó gra-
dualmente de emitir ese espeluznante grito. Se giró sobre sus
talones y retomó su caminar arrastrando los pies hacia las puer-
tas dobles, una vez allí intentó abrirlas pero estaban cerradas.
Lo probó una y otra vez hasta quedarse quieto.
—“Un Errante, es un Errante, no ama a nada, tan solo vaga
y ataca a quien se pone en su camino” —se dijo Johan repitiendo
esa frase que diagnosticaba en lo que se había convertido Tom.
Y de esa misma manera supo que no había muerto en la
cabina de hibernación, ¡No! el recuerdo volvió a su cabeza, ellos

58
lo habían colocado, le vinieron las imágenes, Tom se había in-
fectado y la solución tomada entre todos, incluida la del propio
Tom fue la de dejarlo en estado de hibernación hasta que todo
pasara y poder dar con la cura de esta Pangemia. Se notificó que
el coronel Tom Forner, el enlace entre el Útero y el gobierno
quedaba fuera de servicio a la espera de saber en qué grupo de
infectado se ajustaba. Otra vez Tom empezó con ese inhumano
grito y repitió los movimientos para abrir las puertas, siguiendo
golpeándolas con fuerza, cada vez con más fuerza. Johan sacó
la cabeza por encima de la mesa y apreció la violencia con que
efectuaba sus golpes. Y empezó a escuchar cómo crujían sus
huesos, primero los dedos de las manos, luego las muñecas,
luego los antebrazos, codos, dejando ambas extremidades como
colgajos de carne donde se veían los huesos astillados traspa-
sándola. Cesó el grito para en un par de segundos regresar con
más fuerza, y seguir los golpes, esta vez con las piernas que imi-
taron el proceso hasta que le hicieron caer ya rotas. Entonces,
arrastrándose como un gusano cogiendo impulso golpeó con su
cabeza. Esto último Johan lo vio con las orejas tapadas ya que el
grito ya lo perturbaba. Solo cuando el cuerpo, o lo que quedaba
de él dejó de moverse se quitó las manos y salió de allí.
“NORMA 78 se refiere a que el límite de 78 días donde todo
el sistema civilizado humano acaba por apagarse. Comida almacenada
y producida, agua distribuida en tuberías y en reservas para la pobla-
ción. Distribución de medicamentos y sustento real de un gobierno de
ley y orden”—su mente nuevamente recordando qué significa-
ban los días anotados en las tarjetas del palomar. Entonces
Johan Bastide se encaminó de nuevo hacia la CPU mientras co-
menzaba a llorar y las gotas de lágrimas caían sobre los cables.

59
—“Pero los brujos malvados que sólo se sentían a gusto
en las tinieblas, extinguieron aquel destello de luz y cegaron a
los humanos. Los niños lloraban, los hombres peleaban y se
lastimaban: habían olvidado el sentido de la vida. Entonces la
Abuela Araña volvió a ellos y les dijo: —Tawa, el espíritu del
sol, está muy descontento de vosotros. Habéis desperdiciado la
luz que había brotado en vuestras cabezas. Por consiguiente,
deberéis ascender al cuarto mundo. Pero esta vez tendréis que
buscar vosotros mismos el camino”.
MITO HOPI DE LA CREACIÓN.

EN ALGÚN LUGAR DEL CONDADO DE STIRLING


(ESCOCIA) AHORA MISMO......
Era una pluma y la vio caer desde arriba, en el techo de
chapa ondulada del granero. Como un diente de león que gira en
un viento casi imperceptible, tras el ligero vuelo, llegó hasta de-
lante de su cara. En situaciones normales hubiera intentado co-
gerla, cosa que no pudo, porque sus manos estaban atadas a la
espalda. Se escucharon ruidos sordos y tras varios minutos, las
chapas del techo fueron retiradas y la luz del día lo llenó todo
mostrando un agujero donde unos tres metros más abajo había
un parque infantil lleno de bolas de colores, con las paredes de
espuma llenas de dibujos de personajes infantiles. Una multitud
de pasos resonaron en las escaleras de hierro y en silencio dece-
nas de personas de todo sexo y edad entraron colocándose en
una especie de gradas que circundaban el agujero. Eran al me-
nos un centenar de personas que lo miraban fijamente, recono-
ció a muchos de ellos, a casi todos. Algunos hasta vecinos del
pueblo cercano a donde se hallaban y a otros por convivir en la
Comunidad desde la mierda del Colapso de la civilización. Na-
die lo miraba con amabilidad, flotaba la resignación, el odio e
incluso la indiferencia. Pudo escuchar unos pesados pasos por
la espalda y alguien sujetó con fuerza la cuerda que lo ataba de

60
pies y manos, haciendo que se arrodillara.
—Ciudadanos de la Comunidad —dijo la voz de los pasos
pesados, la voz del pastor que hacía que todo funcionara, el re-
presentante de la ley y el orden allí—. Hacía tiempo que no ve-
níamos a este lugar de expiación y al mismo tiempo de ense-
ñanza. “Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también pe-
recerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzga-
dos”, Romanos 2,12.
Hizo una pausa larga teatral en la que colocó su mano
en su cabeza obligándolo a agacharla.
—¡Somos Comunidad! —gritó.
—¡Somos Comunidad! —respondieron todos.
—Porque si no hay ley no hay justicia y sí, hay normas
en estos tiempos oscuros, en esta época de pruebas para los jus-
tos, para poder superar la muerte y el horror. Sí, hay normas,
repito, y son para cumplirlas. A rajatabla, a fuego. “Yo reprendo
y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete”. Apoca-
lipsis 3,19. Llegamos todos de diferentes partes del condado
para intentar hallar en la unidad el germen que nos permita so-
brevivir, para eso Dios nos dio la iluminación, el don para hacer
leyes que hagan de este lugar, antes de dolor y de olvido, ahora
un trocito de luz, paz y armonía. Ese don... el don que me fue
otorgado...” Pero el don no fue como la transgresión; porque si por
la transgresión de aquel uno murieron los muchos, abundaron mucho
más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un
hombre, Jesucristo”. Romanos 5,15.
—¡Somos Comunidad!.—gritó el pastor con los ojos des-
encajados
—¡Somos Comunidad!—respondieron todos.
—Nuestro hermano ha pecado, ha ofendido, ha trans-
gredido, ha cruzado la línea de la ley y ha de pasar a la balanza

61
del Señor, a ser pesado y arrojado a su infierno, al infierno en la
tierra, el que fue su hogar y cuyos demonios logramos encerrar
por la gracia de Dios. Curly Johnson ha pecado. Ha robado co-
mida y no una vez. Siempre —le cogió por los cabellos—. Siem-
pre y de alimentos destinados a los ancianos y a los niños.
Curly pensó en gritarle a ese hijo de puta que la mayor
parte de esos alimentos para niños y ancianos eran en realidad
para la familia del pastor y su séquito más cercano, mientras
que ancianos y niños pasaban penurias. Pero de nada hubiera
servido. Todo un grupo de gente viviendo en el gigantesco com-
plejo del orfanato San Patrick, cuidando de ganado, de gallinas
y preparando tierras y huertas para alimentarse y vivir. Tan
solo vivir. Pero la comida era controlada, el sexo controlado, los
niños aleccionados, el puto pastor nos había convertido a noso-
tros, los supervivientes, en una jodida secta, unos autómatas sin
cerebro. Abrieron los candados de la reja, y por la abertura se
podía ver una piscina de bolas de colores, como de un parque
de juegos infantil. Curly sabía lo que iba a pasar, y la verdad es
que ya le importaba una mierda. Tal vez echara de menos el
cuerpo rollizo de Hanna, con la que se había saltado la ley de
no dormir juntos en pareja, con la que había podido disfrutar
de festines que estaban reservados tan solo al pastor y su legión
de acólitos lameculos y que habían dado buena cuenta del vino
de las bodegas del orfanato de las que nadie sabía su existencia,
bueno, el pastor, ese gran hijo de puta sí que lo sabía.
—”De hecho, ya que la muerte vino por medio de un hombre,
también por medio de un hombre viene la resurrección de los muer-
tos”, Corintios 15,21 —gritó antes de empujarlo al agujero.
Curly cayó de cabeza en la piscina de bolas, en ese par-
que de juegos. El lugar donde moraban esos pequeños demo-
nios que consiguieron sacar de las dependencias del orfanato
para arrojarlos allí. Vio como en algunas partes se movían bolas,

62
en un tobogán pareció ver un pequeño rostro de niño que des-
apareció enseguida. Los “Noamados” los habían bautizado, eran
los niños del orfanato que nunca habían sido adoptados y que
estaban infectados, era tal su necesidad de amor que atacaban a
todo aquel que pudiera pasar por su padre o madre. Era curioso
y según el pastor el tema de los inescrutables caminos de Dios.
Los movimientos de bolas se asemejaban a las ondas que
producen los tiburones cuando nadan cerca de su futura presa,
de entre las bolas de colores empezaron a asomar cabecitas de
niños, de seis, ocho, diez, doce años observando a Curly con sus
putos ojos legañosos cerrados, una mirada, si se puede llamar
así, casi hipnótica, sus bocas casi desdentadas, a algunos les fal-
taban trozos de nariz o alguna oreja. Comenzaron a olfatear el
aire y a emitir su desagradable ruido gutural. Curly cerró los
ojos, abandonándose a su fatal destino. Cuando el primero de
ellos se arrojó sobre él y le arrancó un trozo considerable de
oreja de un bocado el “no importa nada” lo abandonó y empezó
a gritar pidiendo auxilio.
—¡Somos Comunidad! —gritó el pastor.
—¡Somos Comunidad! —respondieron todos.
Y entre gritos Curly fue despedazado y comido vivo.
EN ALGÚN LUGAR DEL CONDADO DE STIRLING
(ESCOCIA) AHORA MISMO......

63
—“Un general sabio se ocupa de abastecerse del
enemigo”.
“EL ARTE DE LA GUERRA”. SUN TZU.

Como siempre Mugon, nombre japonés que significa si-


lencioso y que le había puesto un sargento en su unidad de los
SEAL, antes de salir en una operación les había contado a todos
una historia real. Esta vez había sido la historia del virus de las
ratas. Resultaba que casi por casualidad, un par de biólogos se
habían encontrado con el comportamiento extraño de una colo-
nia de ratas. Y era que los jodidos bichos no tenían miedo a los
gatos y caminaban tranquilamente hacia ellos para acabar
siendo devoradas. Es más, al empezar a estudiarlas, comproba-
ron que siempre repetían esa pauta buscando al felino más agre-
sivo. Como sucede con los científicos, les dio por investigar a
fondo, seguramente algún snob le diera por hacer alguna gene-
rosa donación para tal fin y comprobaron que en los cerebros
de los roedores había un virus que les anulaba la parte del cere-
bro que controla el miedo, el sueño de todo ejército y soldado,
y por ese motivo, no dudaban en ir directamente a la boca del
lobo, en este caso del gato. Pero como siempre hay un pero, al
acabar su investigación se dieron cuenta de que en sí, el virus
solo usaba a las ratas como medio para un fin. En realidad, el
virus mutaba, pero no en el cuerpo de las ratas, lo hacía en el
cuerpo de los gatos, se reproducía en los cuerpos de los felinos
para luego ser expulsado en sus heces, que a su vez comían las
ratas para infectarse. El jodido virus usaba ese ciclo rata—
gato—mierda para poder sobrevivir y seguir dando por culo en
este mundo. Mugon miró con los prismáticos las cabañas, com-
probando que se acercaban tal y como los había adiestrado.
—¡Perfecto!. –susurró Mugon.
Por supuesto había utilizado la historia para hacer una

64
especie de moraleja entre las ratas, los gatos, la supervivencia y
ellos, los Saqueadores, ¡Sí! Saqueadores, ¿Para qué buscar un nom-
bre estúpido si ya existía una palabra que definía a la perfección
lo que eran? El mundo se había convertido en una lucha por la
comida, el agua y el espacio. Era la ley del más fuerte y del más
preparado. Nada más y nada menos que como en una puta gue-
rra. Para esta operación tan solo había contado con la presencia
de siete hombres, ya que Macarrón, que era quien había esca-
pado de su exploración, había contado tan solo a dos hombres
jóvenes, un viejo y una mujer. Mugon se rascó la cabeza, hacía
tiempo que no capturaban a una mujer, desde que encontraran
a aquellas hermanas en la vieja gasolinera de Concret Falls. De
eso hacía mucho y ya tocaba levantar la moral de la tropa. El
sexo como premio de guerra, uno de los trofeos más codiciados
en las guerras desde que el mundo era mundo. Lástima que hu-
biera que acabar con ellas pronto o abandonarlas a su suerte.
Cuando un chocho era tomado casi como propiedad por la
tropa, empezaban las riñas, los odios y su tropa debía de estar
impoluta. Como los jodidos samuráis. ¡Sí estaría bien lo de la
mujer, muy bien!
Marchaban con cautela acercándose a las cabañas. Las
dos primeras estaban vacías, Macarrón había comentado que
era allí donde estaban las camas y la cocina. Mugon estaba es-
pecialmente orgulloso de Hunter, su hijo, al que había logrado
sacar de la mierda de pueblo donde se lo había llevado la zorra
de su exmujer cuando todo esto pasó. Estaba completamente
seguro de que toda esta mierda de situación fue algo inventado
en un laboratorio para hacer ajustes de población como el Ébola,
el Sida y otras mierdas. Volvió a recordar a su exmujer, esa zo-
rra que le enviaba cartas de amor y respondía sus llamadas
cuando estaba de servicio en algún agujero del mundo, ponién-
dolo a distancia caliente como el cenicero de un puto bingo. Su
mujer, que se follaba a todo hombre que hubiera disponible en
cuatro manzanas a la redonda de la base militar donde vivían.

65
Fue casualidad que se suspendiera una operación en Irak y re-
gresara antes, pillándola en plena faena con el capitán Montauk,
allí ni capitán ni hostias, tras pasar por las “amables” manos de
Mugon, el capitán Montauk tuvo que ser ingresado en el hospi-
tal y estuvo varias semanas en coma. Calabozo durante una
temporada y el milagro de ser jodidamente bueno en lo suyo
obraron su magia. Mugon el silencioso, fue soltado con la con-
dición de abandonar esa base y aceptar otro destino. Sonrió al
recordar la paliza casi de muerte que le propinó al capitán. A su
exmujer, pese a pensar en cobrarse venganza, la dejó en paz
para que pudiera ocuparse de su hijo, Mugon no podía hacerse
cargo él mismo, siempre viajando, siempre luchando. Órdenes
de alejamiento y demás mierdas quedaron atrás, pero todo va-
lió la pena al ver a su hijo de dieciséis años que aprendía rápido,
muy rápido, sería un SEAL cojonudo. Lo miró con orgullo
arrastrarse a la cabaña más grande, tenía la pinta de ser un al-
macén con toda seguridad. Hizo la señal para rodearla y de un
salto entrar por la ventana abierta, Contó con los dedos… tres,
dos, uno… y entraron todos. Entonces se produjo una gran ex-
plosión y la cabaña voló en mil pedazos. Los caballos se enca-
britaron y el resto de la tropa corrió apresuradamente hacia el
lugar de la explosión. Los detuvo a gritos. Ordenándoles que se
quedaran en su sitio.
—“Solo cuando conoces cada detalle de la condición del
terreno puedes maniobrar y luchar”—les gritó Mugon.
Mugon había estudiado muchísimo a un general japo-
nés, Sun Tzu, un genio militar de hace siglos.
—No sabemos qué ha pasado, y os juro que deseo sa-
berlo como vosotros, pero… —Bajó del caballo y desenfundó su
arma—, hagámoslo con cerebro.
Llamó a tres de sus hombres y empezaron a acercarse a

66
las cabañas. Mientras en su disciplinada mente de soldado in-
tentaba no pensar en su hijo y sus hombres volatilizados en la
explosión, para centrarse en una única cosa. Ganar la posición
y conquistar el lugar. Luego vendrían las respuestas y las solu-
ciones. Y sin dudarlo ni por un solo segundo, habría venganza.

67
—“Casi no necesito decir al lector que en ese instante
resolví permanecer en la ciudad, y que, entregándome entera-
mente a la bondad y la protección del Todopoderoso, no bus-
cara ninguna otra clase de refugio. Mis horas estuvieron en sus
manos siempre, y era tan capaz de protegerme en época de epi-
demia como en época de salud".
“DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE”. DANIEL DEFOE.

—¡Coño! —gritó Thomas girando la cabeza.


—¿Qué mierda ha sido eso? —preguntó Phil parando la
bicicleta.
—Una explosión, mirad el humo —exclamó Sophie—.
Sale de la zona donde están las cabañas.
George no dijo nada, tan solo se quedó con una sonrisa
en la boca sin dejar de azuzar a la yegua con tranquilidad.
—Os dije que dejaría un regalo para los saqueadores —
los miró desde el pescante de la carreta.
—Hablas mucho de los saqueadores, ¿quiénes son real-
mente esa gente? —preguntó Sophie curiosa colocándose al
lado de George.
—Es un nombre genérico que les daban en los mensajes
a esos grupos de gente que se dedican a saquear y a depredar.
Por supuesto son personas que no están infectadas, que es lo
que más enfermo me pone. Gracias a los mensajes que traían las
palomas, pude ver que catalogaban a los distintos tipos de ener-
gúmenos, ya sabéis, el ser humano se siente muy cómodo cata-
logando a todo y a todos. Los Supervivientes, son un número in-
determinado de individuos, sin distinción de sexos y de dife-
rentes edades que vagan por ciudades y pueblos. Se dedican a
desvalijar buscando cosas que les sirvan para sobrevivir. Llevan

68
armas para defenderse pero si las cosas se ponen feas se piran y
se largan cagando leches. Son nómadas. No les culpo, en cierta
parte me dan un poco de pena, cualquier buena persona podría
acabar siendo un Superviviente. Hay otro grupo denominado los
Langostas, estos sí que son unos hijos de puta, son como los Su-
pervivientes, pero van arrasando con todo. Violan a la gente que
encuentran, asesinan y queman todo para no dejar para los que
vengan detrás cuando han terminado, además lo hacen con un
método que recuerda a algunos ejércitos cuando estaban en re-
tirada, no dejan nada para quien venga detrás. Estos bastardos
sí que se establecen en un pueblo o lugar, lo exprimen y se van
cuando ya no pueden sacar nada. Se llevan como esclavos a las
personas que no han asesinado y puedes serles de alguna utili-
dad. Son los más peligrosos, el tipo del manzano era uno de
ellos. El tercer grupo del que pude saber es el más extraño y al
que tenían todos en estado de alerta, lo llamaban los Rambos...
—¿Como Rambo de Silvestre Stallone? —cortó Thomas
con una carcajada.
—Sí, pero no es de risa. Son soldados, o actúan como ta-
les, atacaron varias comisarías solo para robar armas y muni-
ción, se desplazan a caballo como un verdadero Séptimo de Ca-
ballería. Aparecen como fantasmas, se llevan lo que quieren y
desaparecen. Nadie sabe qué buscan, los mensajes no aclaraban
nada, pero sí que les tenían miedo, llegué a leer insinuaciones
de que podría haber algunos miembros pertenecientes a… —
explicó George.
—¿Otros países? —esta vez Phil se había colocado junto
al pescante y se cogía a la carreta.
—Otros países, sí, pero ya os digo que a veces era muy
confuso lo de los mensajes, solo el tipo del Útero me explicaba
alguna cosa —George paró a la yegua, ya que acababan de co-
locarse en la entrada de un cañón rocoso—. Parece ser que, a

69
parte del gobierno, o de lo que quedaba de él, había organiza-
ciones privadas que también estaban metidas en la historia esta
de supervivencia y de buscar curas.
—¿Y quiénes eran los que han llegado allí y han explo-
tado? —preguntó Thomas.
—Langostas... pero poco tienen que depredar, eso sí ha
quedado alguno sano –rio fuertemente—. Esos galones de ga-
solina habrán sido una buena barbacoa —se secó los ojos con las
lágrimas provocadas de la risa—. Que se jodan, leí sobre las vio-
laciones en masa en varios pueblos y cómo acababan con quie-
nes se oponían a su control.
—¿Y qué decían de la pandemia, George? —se bajó de
la bici Sophie.
—El tipo del Útero me explicó que es algo que afecta al
cerebro, y que se estaba estudiando una cura de diferentes ma-
neras, de hecho sus palabras coincidían con otras comunicacio-
nes que hablaban de multitud de estudios entre varios lugares,
y no solo aquí en América. Donde vamos estudiaban algo sobre
esporas y nanotecnología. En otro lugar llamado Ford 666 inves-
tigaban sobre minerales y electromagnetismo —George se bajó
del carro y cogió sus prismáticos.
—¿Para saber cómo curar hay que saber qué es? —pun-
tualizó Thomas.
—Creo que no buscaban una cura, solo un control de la
enfermedad. Por lo que pude entender es como una especie de
cura o de vacuna que se les fue de las manos, por eso lanzaron
lo que me dijisteis, eso del pulso electronosequé, eso que acabó
con todo lo eléctrico, no sabría decirte demasiado bien —siguió
George.
—¡No jodas! —cortó Thomas—. ¿Fueron ellos mismos

70
los que se han cargado esto? ¿Los que han puesto fin a la civili-
zación tecnológica?
—¿Quién? ¿La CIA, la NSA? —Sophie se sentó sobre
una roca—. Parece una puta película, en todas las teorías de
conspiración siempre acaban saliendo las mismas.
—Ni idea, creo que era un estudio a escala planetaria —
George se rascó la barba—. Hablaban de un comienzo de la
plaga, no sé qué cosa que halló un científico, algo sobre las pro-
teínas animales que ya infectaban a la humanidad.
—Ahora dirás que por no hacerse la humanidad vegana
la naturaleza nos castigó —cortó nuevamente Phil riéndose—.
Ahora comprendo las imágenes de los veganos con el payaso
de Ronald McDonald’s transformado en el payaso de It de Step-
hen King.
—No seas gilipollas Phil —gritó Sophie—. Deja que lo
explique.
Phil levantó las manos con gesto de rendirse.
—Todo era de una proteína que la llaman ARC, no me
digáis a qué siglas se refiere porque no lo recuerdo —siguió
George tras dar un trago a una petaca llena de su whisky casero
que solo Phil aceptó beber—. Pues esa proteína llamada ARC es
la que se encarga de hacer posible químicamente la… ¿sinapsis?
—miró a Thomas—. Se dice así. ¿No profesor?
—Sí —sonrió Thomas—. Las neuronas se comunican a
través de la sinapsis, que es un espacio que hay entre una neu-
rona y otra célula, ya sea neurona o no. Un lugar muy activo en
el que continuamente suceden cosas. Físicamente es una sepa-
ración, funcionalmente una conexión que transfiere la informa-
ción de una célula a otra.
—Gracias profesor —le cortó George—. Entre las neuro-
nas y para revisar nuestros recuerdos, esa proteína funciona

71
como combustible o algo así. Cuando falta esa proteína, no se
recuerda nada, no existe esa conexión que hay entre la realidad
y la no realidad. Algo así dijo el tipo del Útero, y llegan las de-
mencias. El caso es que desde los años 50´s, que es cuando se
aumentó tantísimo el consumo de proteínas animales, empezó
el problema. Lo queramos o no, nuestra alimentación a escala
planetaria se basa, o se basaba, en la carne barata, la leche in-
dustrial, etc.
—¿Veis el payaso de McDonald’s zombi? —rio otra vez
Phil.
—Deja de hacer el gilipollas, golfo —le dio un capón
Thomas— escucha, joder.
—Sí, porque os enviaré a la mierda y no os contaré nada
—gruñó George—. Vale, lo que os decía es que cuando no está
esa proteína, pues las cosas se olvidan y aparece la demencia,
pero si esta proteína está en exceso, como sucede con la mayor
parte de la población civilizada, aparece una especie de psicosis.
Algunos recuerdos concretos que llegan a obsesionar a la per-
sona en cuestión. Se investigó y vieron que esa proteína ARC en
exceso bajo el microscopio era igual que un jodido virus, se ha-
bía hecho, no recuerdo la palabra, algo muy jodido. Y esa pro-
teína—virus como tal, infectaba a las otras neuronas para que
generaran el mismo recuerdo obsesivo e iba creciendo hasta
acabar por devorar y controlar todo el cerebro. Ese puto virus
mutado, el efecto de una simple proteína por sobrealimentación
animal, se alimentaba de los cerebros y las mierdas que tenemos
dentro de ellos... dopamina, serotonina y oxitocina.
—Creo que para la edad que tengo no lo he memorizado
muy mal del todo, ¿está bien dicho profesor?
—¡Joder!, sí George —se levantó de un salto Thomas co-
locando sus manos en su cabeza—. ¡Eso era! Mierda y lo hemos
tenido toda la vida en la cara.

72
Phil levantó la mano derecha como si estuviera en clase.
—Gracias por dejar la palabra a este ignorante —dijo
con sorna Phil—. ¿Y qué mierda es eso de la copamina y osito-
cina?
—La dopamina, serotonina y oxitocina, la química del
amor —dijo casi en un susurro Sophie.
—Exacto —masculló Thomas—. A esos tres componen-
tes químicos se les llama los químicos del amor, por eso cuando
nos enamoramos nos sentimos excitados, llenos de energía y
nuestra percepción de la vida es magnífica. Pero los procesos
neuroquímicos del enamoramiento vienen a ráfagas o en este
caso, en esas sinapsis que dice George, al cabo del tiempo, como
en el consumo de alcohol, barbitúricos o drogas, se llega a la
tolerancia o lo que comúnmente se conoce como habituación.
Lo que realmente sucede es que los receptores neuronales ya se
han acostumbrado a ese exceso de flujo químico y el enamorado
necesita aumentar la dosis para seguir sintiendo lo mismo. Eso
puede convertir una fluctuación natural en una crisis.
—Como los adictos a los deportes de riesgo que necesi-
tan adrenalina —dijo George—. Que cada vez necesitan más
riesgo para seguir sintiendo algo, algo así como un chute de ac-
ción.
—Sí, George y se necesita un proceso de recuperación
para volver a los niveles normales y hace falta dejar pasar
tiempo para recuperar la estabilidad —Thomas los miró—. ¿No
lo veis joder? Toda la gente devora a gente que ama... recuerda
a mamá, Phil, amaba a papá hasta el delirio, esa ARC lo que
hace es drogar a los cerebros hasta tal punto que la obsesión por
lo que se ama te lleva a una locura… locura de devorar lo que
más quieres..
—Te quiero tanto que te comería... a besos —dijo Sophie

73
en un escalofrío.
Tras un largo minuto de silencio George continuó.
—Según estas conversaciones que tuve con el tipo del
Útero, cuando se quisieron dar cuenta, toda la Humanidad es-
tábamos o estamos, infectados… toda… en los comienzos solo
fueron el Alzheimer, las psicosis cada vez más extendidas, las
depresiones y las demencias... probaron algo de tecnología ex-
perimental a escala planetaria para frenar lo que llamaron Pan-
gemia.
—¿Pangemia? —preguntó Phil.
—Un nombre que un científico acuñó para bautizar así
a la plaga, un tal Vector Marhín la llamó Pangemia por la unión
del nombre de Pangea, como el continente primario del planeta
en el que no había separación, como ahora está pasando, no hay
separación puesto que todo el mundo está infectado. No hay
muros, ni fronteras, ni siquiera mares que frenen esto. Y a eso
le añadimos la palabra Pandemia, hoy más de moda que
nunca… Aquí tienes de donde sale el término Pangemia. Nuevo
silencio donde George empezó a subir la pequeña colina que se
encontraba a la entrada del cañón.
—Por aquí llegaremos al pequeño pueblo de Second Op-
portunity, junto con Wenstins son los únicos pueblos que están
en el mismo borde del Parque Nacional de Mesa Verde. No es un
camino conocido porque va por pistas forestales, desde allí al
Útero hay tan solo unas horas de camino si atajamos por aquí
—dijo George mientras subía.
Se escuchó otra explosión.
—No me miréis así, tan solo había puesto una trampa —
se quejó George ya en lo alto de la colina y mirando con los pris-
máticos—. Solo se ve a una nube de humo subiendo desde la
parte del granero y alguien estaba incendiando las cabañas.

74
A George se le revolvió el estómago, quienes se movían
estaban vestidos con uniformes militares de camuflaje y actua-
ban con la seguridad de soldados. Iba a bajar cagando leches
cuando un destello encima del palomar le llamó su atención y
enfocó. Allí se topó con un hombre barbado que a su vez lo ob-
servaba con prismáticos. Le hizo una señal de cortarle el cuello
y desapareció. Vio también al tipo del chándal al que habían
sorprendido saliendo de la cabaña, ahora vestía un uniforme
militar. George saltó a botes de la colina.
—¡Hay que salir cagando leches de aquí! —gritaba casi
trastrabillando—. ¡Corred! ¡Corred!
—¿Pero qué pasa? —exclamó Phil levantándose de un
salto de la roca en la que estaba sentado para colocarse bien un
calcetín.
—¿Cómo que corramos? —se asustó Sophie.
—Os lo explico luego, cuando entremos allí —señaló el
cañón y el sendero entre las rocas—. Hay que borrar las huellas
hay que seguir hasta el pueblo a toda leche.
Lejos se escuchó otra explosión, acababan de derribar el
palomar y las palomas que estaban fuera, al no poder entrar en
el palomar cerrado, revolotearon un rato antes de irse en una
bandada hacia el este, sobrevolando las cabezas de Phil, Tho-
mas, Sophie y George en dirección hacia el Útero. Las palabras
que dijo a continuación George les hizo conmocionar.
—Los saqueadores vienen y estamos jodidos.

75
—“El amor es una epidemia que se acaba con el tiempo”.
JOAQUÍN SABINA .

Observó la voladura perfecta del palomar que había


caído sobre un viejo granero del que solo pudieron sacar algu-
nas herramientas y un par de cajas de botes de sopa en con-
serva. Como había estado comprobando con Hansel, experto en
comunicaciones y hacker, sacado del trullo por un enganche a los
marines y que había caído en sus manos antes de que intentara
suicidarse. ¡Ostia! A veces la vida de los de Operaciones Espe-
ciales eran verdaderas historias de dolor y de odio. Y sobre todo
de injusticia. Era un palomar militar del que sacaron los mapas
y triangularon los lugares donde había otros, aunque las notifi-
caciones en rojo les hacían pensar que estaban todos fuera de
servicio o abandonados sin nadie que los vigilara. De hecho, por
los restos de sacos vacíos de pienso con el anagrama del Cuerpo
de Señales y los depósitos de gasolina que habían estallado y cu-
yos restos eran del ejército, era muy lógico pensar que quienes
habían colocado la trampa irían a un lugar seguro. A otro palo-
mar o a algún otro refugio. Recordó a la gente que había mirado
por los prismáticos, tan solo el anciano parecía tener algún aire
castrense, aunque hubiera bajado cagando leches la colina en la
que estaba subido. Los otros dos tipos no le preocupaban en ab-
soluto, en cambio la mujer sí que había levantado la moral de la
tropa tras la masacre, todos la habían visto, Macarrón la había
descrito a la perfección y era el gran premio cuando los cogie-
ran. La trampa explosiva, casera pero afectiva, había acabado
con tres de los suyos y herido a dos que habían tenido que ayu-
dar a morir de previo acuerdo. Ese acuerdo era grupal y se re-
afirmaba de vez en cuando. Era necesario hacerlo si el resto se
convertían en una carga para la supervivencia de la unidad. Y
su hijo. Mugon apretó los dientes, no podía dejar que la ira lo

76
inundara, y menos aún delante de sus hombres, eran una ma-
nada, eran un bloque y para sobrevivir se necesitaban unos a
otros. No podía parecer débil delante de ellos. Era una norma
rigurosa, como la de informar si notaban que alguno de ellos
podría estar infectado. Recordó a aquel puto canadiense, que
había combatido con él como mercenario en esas oscuras ope-
raciones secretas en Corea del Norte un par de veces. La casua-
lidad quiso que estuviera cerca cuando todo se fue a la mierda,
juntos crearon el grupo. Lo que pasó después no fue tan agra-
dable, se había subido en un Ford Mustang Cabrio V8 de 1967 y
con una puta sonrisa de placer se había estampado una y otra
vez contra la pared del concesionario intentando salir con el co-
che. Chillaba “a todo gas, a todo gas”, hasta que su cuerpo se con-
virtió en una masa sanguinolenta. Desde entonces, siempre que
algún miembro del grupo se infecta, la solución es una bala di-
recta a la cabeza. Una solución rápida y casi indolora. Tan solo
Roxanne, la urraca, su urraca, bautizada así por la canción de
Police, lo había visto y notado que estaba infectado. De hecho, la
utilizaban para saber quién estaba infectado, aunque solo podía
notarlo a horas o minutos de la transformación final, en el mejor
de los casos un par de días. Era casi como una juez, cuando Ro-
xanne dictaba sentencia de condenado, el reo acababa con una
bala en la sien. Mugon había leído alguna vez que había gatos
que presentían la muerte de sus amos, que incluso se estaban
entrenando a mascotas para detectar subidas o bajadas de azú-
car o niveles peligrosos de otras sustancias, que podían generar
ictus o embolias. Creyó recordar que incluso había animales que
“olían” los tumores y cáncer. Pero Roxanne actuaba de otra ma-
nera, se posaba en los hombros de quien estaba ya en medio de
esa transformación fatal... como decía el dicho:
"La diferencia entre medicina y veneno tan solo es la medida
de la poción".
Ella era capaz de localizar esa diferencia, y es imposible

77
saber qué pasará por la cabeza del ave, que comenzaba a pico-
tear del cuello del infectado con tal insistencia que si no se lo-
graba distraer a Roxanne con algo brillante, no pararía hasta ha-
cerle un gran agujero. Su eficiencia era extrema. Hasta el cana-
diense fue atacado, pero nadie lo vio, tan solo apreciaron todos
los picotazos en la nuca cuando intentaron sacarlo del Mustang
para recuperar munición y sus armas. Parece que todo se resu-
mía en amor, el jodido amor. Todos experimentaban progresi-
vamente una sensación de euforia hacia algo o alguien y ese
pensamiento ocupaba cada vez más su cerebro, hasta que se au-
todestruían gozando de ese amor, querían tanto algo que no pa-
raban hasta tenerlo dentro de sí, para después poner fin a su
existencia. Devorando a quienes querían, o cualquier cosa que
se pudiera imaginar. ¡Mira si no el puto canadiense con el coche!
—¡Era como una subida de éxtasis líquido mezclado con
un poco de heroína!—había dicho uno de ellos antes de meterle
un balazo.
Mugon echó un rápido vistazo a sus hombres, estaban
acabando de comer. ¡Joder! De veintidós tan solo quedaban
trece. Apretó con fuerza algo que llevaba en su mano y que
guardó en una vieja cajita de metal. Era el dedo índice de su
hijo, lo que quedaba de él. Lo único que había logrado recuperar
de la explosión.
—¡Cinco y en marcha! —gritó—. Nos acercaremos con
sigilo a esos tipos a ver a qué lugar nos conducen. ¡Haydn!
Un soldado joven se levantó, era el que había estado re-
visando los papeles encontrados en todas las cabañas y en el
palomar.
—El dueño de esto es un tal George Sanders y es de la
zona, por lo que irá a algún lugar seguro, y pienso que no de-
masiado alejado. No sé si puede ir a alguna instalación militar

78
cercana a pedir ayuda, ya que el palomar que acabamos de vo-
lar era del Cuerpo de Señales. Necesitamos armas y munición —
dijo como leyendo de carrerilla.
—Como siempre, no dejaremos nada atrás. Nosotros sa-
limos al mundo para apoderarnos de todos los lugares que nos
dé la gana, haremos como los romanos hicieron en su momento.
¡Somos conquistadores! —miró a sus hombres—. Y recordad el
premio y en un día más vivos. Pensad en todos los que han
caído cuando os la folléis —miró su reloj—. ¡Cuatro y salimos!

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—“En el origen del mundo, tan solo había un hombre y
una mujer, sin ningún animal. La mujer pidió a Kaila, el dios
del cielo, que poblara la Tierra. Kaila le ordenó hacer un agujero
en el hielo para pescar. Entonces, ella fue sacando del agujero,
uno a uno, todos los animales. El caribú fue el último. Kaila le
dijo que el caribú era su regalo, el más bonito que podría ha-
cerle, porque alimentara a su pueblo. El caribú se multiplicó y
los hijos de los humanos pudieron cazarlos, comer su carne, te-
jer sus vestidos y confeccionar sus tiendas. Sin embargo, los hu-
manos siempre elegían los caribúes más grandes. Un día, solo
les quedaron los débiles y los enfermos, por lo que los inuit no
quisieron más. La mujer se quejó entonces a Kaila. Él la reenvió
al hielo y ella pescó el lobo, enviado por Amarok, el espíritu del
lobo, para que se comiera a los animales débiles y enfermos con
el fin de mantener a los caribúes con buena salud”.
MITO INUIT DE LA CREACIÓN.

EN ALGÚN LUGAR DE LA PARTE ESTE DE LA CIU-


DAD DE BARCELONA (ESPAÑA) AHORA MISMO...
En un lugar de Barcelona... cerca de la Diagonal, pasó
junto a varias personas que iban en triciclos que llevaban ver-
duras y frutas para hacer trueque en las plazas cercanas.
—¡Era curioso! —pensaba mientras se dirigía hacia la ca-
lle de la derecha, cómo la ciudad, o parte de esta, había mutado
y había pasado a convertirse en casi un referente. Cómo habían
logrado recomponer un poco la sociedad, trabajando en común
con los cimientos de una sociedad que se derrumbaba.
—¡Ubuntu! —dijo en voz alta.
Esa era la palabra, rescatada de una vieja tradición de la
tribu Xhosa, la de Nelson Mandela, Ubuntu, que significaba sim-
plemente:

80
“Si ganamos todos ganas tú”.
Era más que una palabra, era una filosofía de vida. Un
término que había recogido la constitución sudafricana, claro
que también allí había sido una de las partes más inseguras del
globo sur. Ahora se hablaba en pasado de cosas sucedidas hacía
tan solo un año aproximadamente. Como si el colapso de la ci-
vilización y esa vuelta al horror hubiera sucedido hacía decenas
de años. Como si se viviera de nuevo en la Edad Media. Ubuntu,
ese era el nombre del mega yate, gigante como un petrolero, que
había construido y flotado la fortuna más grande del planeta
para intentar hallar una cura para la plaga que estaba devas-
tando el mundo. Un barco que, para evitar contagios y para evi-
tar injerencias del caos, se había hecho a la mar lleno de los me-
jores científicos y las mentes más brillantes. Todos lo habían
visto en la prensa y la televisión antes que el apagón acabara
con todo lo eléctrico y con las comunicaciones. La ciudad había
aprendido sin necesidad de organización de ningún gobierno.
Los ciudadanos que no estaban infectados habían conseguido
ser autosuficientes plantando su propia comida e incluso pota-
bilizando su agua. La nueva Barcelona estaba ya organizada y
exceptuando algunos altercados con gentuza que hubo que sol-
ventar, la ciudad, o más bien dicho, la mayor parte de ella, vivía
en relativa paz. Viviendo y dejando vivir, comiendo de lo que
se había llamado un banco de tiempo o de trueque, ella como
quiropráctica trocaba sus artes por verduras en el piso que ha-
bían ocupado y que tenía todo lo necesario para vivir... sin es-
perar otra cosa y sin buscar el puto crecimiento continuo, tan
solo viviendo el momento, Carpe Diem. Ya todo se resumía en
sobrevivir. Nunca tanta gente se había juntado a ver amanece-
res y puestas de sol en la Barceloneta por el puro placer de ver
un espectáculo natural, nunca el teatro al aire libre generaba
tanto entusiasmo. Con esa filosofía Ubuntu, esa parte de la cui-
dad se sentía viva.

81
Llegó a las barricadas hechas con camiones y autobuses,
bloqueaban la calle por seguridad, cerrando en un círculo un
par de manzanas. Allí un anciano leía un grueso tomo de Dos-
toievski ayudado por una gran lupa.
—¡Buenos días bonita! —le dijo levantando la mirada
de la lupa.
—¡Buenos días abuelo! —respondió ella.
—¿Vienes a lo mismo?
—Sí —dijo con una gran sonrisa.
Enseguida el anciano se levantó y le cogió suavemente
el mentón.
—No eres la única que viene al limbo, es casi como ir al
cementerio, solo que has de tener claro en qué lado se está de la
barricada.
Abrió la puerta del autobús y tras atisbar abrió una por-
tezuela que estaba en el otro lado.
—Ve con cuidado —le dijo antes de volver a cerrar la
puerta
—Sí, tranquilo.
Ella siguió caminando hasta llegar a la siguiente boca-
calle, allí vio a varios errantes arrastrando los pies y uno en el
suelo chirriando los dientes en medio de un charco de su propia
sangre, parece que se había chocado contra algo o alguien le ha-
bría hecho algo. Se cruzó con varios cuerpos en descomposición
que hacía dos días que no estaban allí, ni siquiera se dignó a
mirar. Ese era el limbo, el lugar que habían dejado y donde se
había decidido en asamblea dejar en su interior a los infectados
que iban y venían en sus múltiples facetas de violencia y ataque.
Llegó frente al escaparate de la tienda, y enseguida la vio. La
que en otro momento fue una guapa chica ahora era poco más

82
que un distorsionado recuerdo, estaba como en un estado cata-
tónico, pero seguía paseando su mirada por el cartel de la
tienda, si podemos llamar mirada a esos ojos cerrados y legaño-
sos, olfateando como un animal en celo. En ese cartel estaba la
nítida imagen del último modelo de Apple IPhone. Esa era Lisa,
su pareja. Siempre había pensado que su loca afición a todo lo
tecnológico era tan solo eso, una loca afición. Después de que
Lisa se infectara se dio cuenta de que amaba la tecnología más
que a su propia novia. No estaba triste por Lisa, la había amado
tanto, y en el fondo, siempre la amaría. Ya sabían que los infec-
tados necesitaban devorar lo que más amaban, y en ese caso, en
ocasiones, deseaba que Lisa quisiera acabar con ella y comérsela
viva. Había visto a muchos otros con ese mismo amor, chicos
intentando comerse ordenadores e incluso PlayStations. Al me-
nos gracias al limbo tenía la oportunidad de ir a visitar o a llorar
a sus...¿muertos?
—¡Hola, cariño! —le dijo a Lisa que ni siquiera supo de
su presencia.

EN ALGÚN LUGAR DE LA PARTE ESTE DE LA CIUDAD DE


BARCELONA (ESPAÑA)... AHORA MISMO...

83
—“Las bacterias y los virus fueron los aliados más efi-
caces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la vi-
ruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestina-
les y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla,
las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en
aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella epidemia
desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía
las carnes? (...) Los indios moran como moscas; sus organismos
no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que
sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo
brasileño Darcy Ribeiro estima que más de la mitad de la po-
blación aborigen de América, Australia y las islas oceánicas
murió contaminada luego del primer contacto con los hombres
blancos".
“LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA”.
EDUARDO GALEANO.

Durante un día entero estuvo Johan revisando archivo


por archivo todo lo que contenía la CPU, y resultaba que no era
del ordenador de Fred, era la memoria central donde iban todos
los informes. Solo distraía su lectura algún sobresalto cuando
oía retorcerse a Tom, o más bien el amasijo de huesos y vísceras
que quedaba de él y que de vez en cuando se movía para inten-
tar abrir la puerta cerrada, con esa obsesión que daba el virus.
Recordó la Pangemia a la que se refirió en Roma el Nobel Mysaki
Tozuho. Pero tenía la certeza de que una legión de científicos e
investigadores en diferentes partes del mundo estaban inten-
tando curas o medios para frenar lo que sería como una peste
negra, pero a escala planetaria. La peste negra se cree que surgió
en Asia central, desde donde pasó a ciudades italianas con gran
actividad marítima como Génova, y de ahí a toda Europa. Esa
enfermedad acabó con más de un tercio de la población europea

84
y con 45 a 60 millones de personas en todo el mundo. Estima-
ciones varias cifraban en unos 100 millones la cantidad de
muertos totales de la pandemia en África, Asia y Europa. Más
del 20% de la población mundial de esa época, y tan solo esta
devastación llevada por una pulga que llevaba una bacteria mu-
tada. La Plaga Gris se estimaba que ya estaba dentro del 98% de
los humanos, esa proteína ARC y pronto se activaría en un es-
tado de latencia que nadie sabía. Se hicieron muchos estudios y
el Útero fue elegido como el que más probabilidades tenía de
poder buscar alguna solución y frenar ese deterioro. Se usaron
las esporas del hongo Ophiocordyceps unilateralis causante de las
llamadas hormigas zombi, las hormigas de la selva tropical que
eran infectadas con una de estas esporas y se convertían en una
“hormiga zombi”, que dejaban de controlar sus acciones. Johan
recordó fascinado el comportamiento de tal hongo y como una
espora se apoderaba del cuerpo y mente del insecto, Fred había
modificado la espora y la había cruzado junto con un gusano
patógeno de caracoles que también los zombificada y del que
Tom era experto, se trataba del Leucochloridium Paradoxum, un
parásito que usa de huésped a los caracoles para que los lleven
a su verdadero objetivo: los pájaros. Los moluscos solo serán su
transporte para alcanzar las copas de los árboles y llamar la
atención de los tordos y mirlos, en cuyo recto pondrán larvas
que se expulsarán en sus heces para volver a infectar a otros
caracoles. Era el ciclo de la vida.
Cuando el parásito infectaba al caracol, como la espora,
se apoderaba de su cerebro. En ese momento su única función
era mostrarse a los pájaros. Nadie sabe por qué ese virus—gu-
sano sabe que los caracoles no son la comida favorita de las
aves, pero gracias a los colores que muestra a través de su trans-
parente piel, llama tremendamente su atención. Estos colores
son debidos a las larvas de los gusanos que sí entran dentro del
menú de las aves, siendo una delicia para los pájaros y el fin del
caracol. El parásito, por el contrario, se acomoda en su nuevo

85
hogar, en los intestinos del ave. Se pudo crear un híbrido que
inhibía y controlaba los niveles de la proteína destruyendo
parte de esta y su capacidad de mutar. Al mismo tiempo que
apoyados con los estudios sacados por el propio Mysaki Tozuho
del caso del Kuru, una enfermedad neurodegenerativa alta-
mente infecciosa causada por un prion (partícula formada por
una proteína priónica alterada del tejido cerebral). La palabra
Kuru significa en lengua aborigen "temblor, con fiebre y frío", uno
de los signos que manifiestan los afectados por dicha enferme-
dad. Fue inicialmente descrita a comienzos del siglo XX en
Nueva Guinea y comenzó a investigarse de manera científica en
la década de los 50´s. Con un desarrollo lento y un periodo de
incubación puede durar hasta 30 años. Una vez que se manifies-
tan sus síntomas resulta letal, y los pacientes fallecen en el plazo
máximo de un año. Sin embargo, el desarrollo normal de la en-
fermedad suele tomar sólo entre tres y seis meses, falleciendo la
inmensa mayoría de los pacientes en el curso del tercer mes. Ini-
cialmente se pensó que era una enfermedad hereditaria, ya que
afectaba a los miembros de una tribu nativa de Nueva Guinea.
Sin embargo, tras las investigaciones de D. Carleton Gajdusek, se
demostró que en realidad estaba causada por un prion (que no
es estrictamente un agente infeccioso, aunque sí transmisible),
transmitido por la ingestión de tejidos cerebrales de personas
difuntas con la intención de adquirir la sabiduría durante los
ritos funerarios. Gajdusek descubrió que lo que se transmitía en
realidad era un agente infeccioso que denominó "virus lento",
todo lo contrario que la Pangemia creada por el ARC. En sus es-
tudios clínicos sobre el Kuru había podido hacer que el hígado
creara y mutara una proteína ARC pero esta vez no nociva que
sustituyera progresivamente a la mutada de la carne procesada
como en la enfermedad de Creutzfeldt—Jakob también llamada
de las vacas locas que perturbó al mundo en especial a Europa.
¡Qué se esperaba si la mitad de los peces capturados o criados
en granjas, por ejemplo, eran para los piensos del ganado que

86
acababa en nuestros platos! Y la enfermedad de las vacas locas
surgió como el Kuru, pues se hacían piensos para el ganado va-
cuno con restos de mataderos, convirtiendo a los animales en
verdaderos caníbales... zombis. En el Útero habían logrado ha-
llar esa mezcla, esa fórmula magistral, juntando el reino vegetal
de las esporas, el invertebrado de los gusanos y los priones mo-
dificados de una enfermedad mortal una cura, o al menos un
freno a la Pangemia. Allí entraba la doctora Anabel Hooper, la
que lo había encerrado en la cámara, ella era técnica en nano-
tecnología, un fabuloso y futurista campo de investigación y
que creaba robots cuyos componentes están o son cercanos a
escala teniendo estos dispositivos un tamaño alrededor de 0,1 a
10 micrómetros. El que habían fabricado se llamaba “Invictus”
y en su interior llevaba microgramos de esa vacuna que iría li-
berando en el cerebro para frenar el deterioro neuronal. Johan
había golpeado la mesa al ver las imágenes de los “Invictus”.
¡Esa era la imagen que había visto varias veces en su mente! ¡Ese
era el nano robot! Esos pequeños robots con cuatro patas y cú-
pula transparente en su parte inferior. Se hicieron muchas prue-
bas, hasta verificar cómo el ingenio entraba por el riego sanguí-
neo hasta llegar al cerebro e inoculaba la vacuna. Tras el éxito
inicial, la fase del proyecto pasó a otro nivel en el que ellos tan
solo estarían para esperar los resultados y las muestras de los
pacientes que eran inoculados, no había tiempo que perder, ni
hacer catas ni siquiera cultivos o programas de aceptación como
cualquier medicamento o vacuna. Era una carrera contrarreloj.
En un arco de un 80% de bajas sin vacuna un 10% estimado en
fallos multiorgánicos era un tesoro. Y los “Invictus” fueron fa-
bricados a miles de millones con una rapidez y secreto logístico
sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial y el Día D del
Desembarco de Normandía. Con un sistema tan sencillo como efi-
caz, en los conocidos chemtrail, las estelas de condensación de
larga duración dejadas por los aviones a gran altura, esas líneas
en el cielo. Los “Invictus” eran mezclados con el queroseno en

87
las toberas de todos los aviones a escala planetaria y, lo quisie-
ran o no, lanzaban al aire millones de estos nano robots que tan
solo debían esperar a ser inhalados por un humano. Una vez en
un pulmón humano, varios cientos de ellos se abrían paso hasta
el cerebro acoplándose en su lugar y activándose solo uno de
ellos por individuo. El restante de nano robots se expulsaba con
la orina o las heces. Acababan como los micro plásticos, se cal-
culaba que un humano ingería en un mes una porción similar a
una tarjeta de crédito de plásticos sin pretenderlo, así acababa
el restante de los “Invictus”. Todos los humanos acabaron te-
niendo dentro de sí estos ingenios que pretendían salvar a la
humanidad en secreto. Con un clic se activaron y empezaron a
llegar las muestras al Útero sacadas en secreto a pacientes de
todas las edades y condiciones. Entonces el gran engaño fue
destapado. Johan dio un respingo al escuchar un pitido y ver
que se encendían luces rojas en la sala. Eso sí que lo recordaba,
esas señales decían que alguien había entrado en el Útero. Tras
dudar unos instantes corrió a una habitación contigua y sacó de
un armario un arma automática.

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—“No cabía duda de que era bueno que este mundo ex-
terior existiese, aunque sólo le sirviera de lugar de refugio.".
“EL PERFUME”. PATRICK SUSKIND.

Tan solo habían parado unas horas para que todos pu-
dieran descansar, en especial para que la yegua reposara, aun-
que parecía muy contenta de estar fuera del establo. Disfrutaba
comiendo sobre la marcha hierbas y algunas ramas de arbustos
que al principio eran casi inexistentes pero que conforme se
adentraron por las sendas del desfiladero fueron aumentando.
Tomaron un camino casi invisible, apto casi únicamente para
cabras por las que la carreta pasó justito. George explicó que el
camino se llamaba "El Camino del Indio Listo", porque en la
época del genocidio de las tribus locales a manos de los colonos
y el ejército americano, siempre lograban escapar por ese lugar.
Era un sitio secreto hasta que un indio, a cambio de varias cajas
de whisky, reveló donde estaba ese paso que cortaba el camino
por el cañón. Unas horas más tarde divisaron el pueblo de Se-
cond Opportunity, en el que no vieron ni escucharon actividad
humana. Tomando una brújula, George los condujo hacia el
oeste entrando ya en el Parque Natural y Nacional de Mesa Verde,
atravesaron un parking para visitantes hasta cruzar una colina.
Allí había una sencilla caseta de obra, parecida a esas que se
usaban para guardar algún motor o gran cuadro eléctrico. La
puerta se encontraba abierta y dentro había otra puerta, solo
que esta era una puerta acorazada con un teclado alfanumérico.
—Pangemia —tecleó George.
Se escuchó un clic y la puerta se abrió hacia afuera mos-
trando un pasillo iluminado con tubos fluorescentes, de pare-
des de roca y suelos de cemento. Unas escaleras bastante mo-
dernas descendían hacia un nivel inferior. Ahora estaban de-
jando todo lo que habían traído en ese pasillo incluyendo las

89
bicicletas, la prioridad era esconderse de los Rambos.
—Me siento como Sam dejando a Bill en El Señor de los
Anillos a las puertas de Moria —dijo Phil.
—No sé cómo sigues teniendo ganas de bromear —le es-
petó Thomas—. Golfo, a veces me pregunto seriamente si no te
sacaron de la incubadora demasiado pronto.
—Sí, sois tan diferentes… — susurró Sophie—. Tan di-
ferentes...
—¿Qué quieres decir con tan diferentes? Y en ese tonito
—quiso saber Phil.
Sophie esperó a que Thomas regresara a la carreta para
recoger el ultimo bulto. Ataron a la yegua, pues no sabían que
se encontrarían allí dentro, la prioridad era esconderse, era la
única opción jugársela a hallar un refugio seguro en ese lugar,
en el Útero, la carreta la dejaron escondida tras unos arbustos
tupidos.
—¿Por qué no llegaste el primero al escuchar mis gritos?
—le preguntó Sophie a Phil increpándole con la mirada.
Phil notó como si le asestaran un golpe en el estómago.
—¿Cómo dices? —exclamó Phil.
—Sí, Thomas llegó antes que tú en mi ayuda... no sé Phil,
tampoco disparó a ese tipo, tan solo se preocupó de que estu-
viera bien. Y tú, disparaste en cuanto te lo dijo George, y ni te
preocupaste por mí hasta que ese tipo se fue.
—¡Coño Sophie! Yo que sé, la escalera era estrecha y él
bajó primero... —hizo una pausa—. Además, George no nos ha-
bía contado nada de los saqueadores, tan solo nos habló de la
Banda del Chándal, que daban más risa que otra cosa, para nada
soldados asesinos que vestían a sus exploradores con esa ropa
para confundir.

90
—No sé, a veces pienso que estoy en el lugar equivocado
—le cortó Sophie suspirando.
—¿Qué quieres decir ahora? ¿Crees que el resto estamos
en el lugar correcto? —levantó la voz.
—No sé algo así como “Ella estaba en esa fase en la cual
según dice, se activa el famoso reloj biológico de las mujeres y prácti-
camente a diario me intentaba convencer de lo maravilloso que era ser
padres” —lo miró con dureza—. ¿Te suena?
Phil se quedó parado sin saber qué decir. Como balbu-
ceando y en el mismo momento en que iba a articular palabra
llegaron George y Thomas que dejaron el saco con alubias secas
y cerraron la puerta que hizo un ruido al cerrarse automática-
mente sus cinco cierres. En ese momento una voz dijo.
—¡Quietos, no os mováis y levantad las manos! —un
hombre rubio de unos cuarenta y pico años con una bata blanca
los apuntaba con una arma de gran calibre—. Contra la pared
¿Cómo habéis entrado?
George se giró.
—Me llamo George Sanders, del palomar Sanders —
Johan bajó el arma quitando tensión—. Fred Ayyú me facilitó el
código de entrada por si nos veíamos en peligro.
Tras confirmar la veracidad de la historia de George,
Johan los condujo a una de las salas principales del Útero. Com-
partieron durante un buen rato unas cervezas y temas de con-
versación.
—¡Dios qué buena está la jodida! —rio Johan con satis-
facción.
—Ibas por lo de cómo soltaban los nano robots con las
estelas de los aviones —dijo Sophie.

91
—Sí, pues esos nano robots eran así colocados en el que-
roseno, que era suministrado a las líneas aéreas a un precio más
económico por lo que nadie hizo preguntas ni nadie dijo nada,
aunque si se hubieran negado hubieran tenido problemas. Al
mismo tiempo se iban anotando en archivos a escala planetaria
cada una de estas unidades que esperaba operativa en cada ser
humano.
—Siempre supe que esas estelas de condensación que
hacían extraños cuadrados en el cielo eran más que una leyenda
urbana —murmuró Phil—. Putas conspiraciones.
—Y entonces se activaron... los encendimos a todos a la
vez —siguió Johan.
—¿Encendisteis? —exclamó Thomas con cierto deje de
duda.
—Conectarlos para monitorizar a cada cerebro —le res-
pondió Johan—. Todos tenemos en nuestro cerebro un "Invic-
tus".
—Nunca he sido de conspiraciones —siguió Phil—. Pero
vas ahora y me destapas lo de los chemtrail que todos decían que
nos envenenaban y otros que eran para manipular el clima. Y lo
más brutal, joder, nos dices que en cada cerebro humano hay
un robot microscópico con una vacuna. Espero con impaciencia
el nombre del asesino real de JFK.
—Pero hay una cosa que no acabo de comprender, Johan
—meditó George mesando su barba—. Dices que toda la huma-
nidad está infectada con esa ARC que viene del consumo de
carne procesada. ¿Y la gente que no ha probado esa alimenta-
ción? No sé… las tribus del Amazonas.
—Los veganos... —sonrió Phil que cerró el pico ante la
mirada asesina que le lanzó su hermano.
—Con eso ocurre lo mismo que con los antibióticos o con

92
los disruptores endocrinos que no pasan los filtros de las depu-
radoras y que acaban en el agua que bebemos y en lo que come-
mos, peces que cambian de sexo por los restos de anticoncepti-
vos femeninos en los ríos, que van al mar. Tarde o temprano
acaban llegando a toda la humanidad —Johan hizo una pausa—
. Se hizo una simulación y se calculó en una horquilla entre
cinco y diez años ese contagio total. Claro que siempre pueden
quedar focos libres, que ni saben ni les importa la civilización a
la que son ajenos.
—¡Tienes razón! —espetó Sophie—. Si hasta en la Fosa
de las Marianas la sima más profunda del océano está a rebosar
de plásticos y basura. Lo pudrimos todo. El ser humano es el
peor cáncer.
—Pero no acabo de verme con un ingenio robótico, un
chip en mi cabeza —insistió Phil—. No le veo lógica, lo veo muy
de Matrix.
—Ya se hicieron pruebas antes, golfo —apuntó Tho-
mas—. Algo leí en la universidad de varios ensayos piloto para
tener un banco de datos de huellas neuronales para controlar a
gente VIP.
—En algunas partes era legal, recuerdo una discoteca en
Caracas donde se pagaba muchísima pasta y podías acceder a
ella con un chip que habían implantado —dijo Sophie—. Y creo
que también se hizo en otras de Barcelona, Ámsterdam y en
ciertos locales de ocio exclusivos.
—¿Y entonces dónde está el fallo?— preguntó Phil.
—A escala planetaria se montaron mega servidores con
capacidad de guardar miles de petabytes de datos donde la in-
formación a tiempo real de cada cerebro era anotado y empeza-
ron a hacerse valoraciones y controles. Estimaciones de donde

93
podía aparecer la Pangemia cuando los nano robots comproba-
ban que el deterioro ya era muy avanzado para paralizarlo. Por
eso en los primeros meses no surgieron muchos casos, solo al-
gunos muy esporádicos. Entre nuestra vacuna híbrida y que se
acudía antes a lugares de mucha densidad de población para
quitar de en medio a quien estuviera a punto de sufrir el ata-
que... Al principio eran casos muy aislados que lográbamos re-
solver rápidamente.
—Pero siguieron surgiendo casos —cortó Sophie a
Johan—. Todos conocemos a alguien que le dio esa furia des-
tructiva.
—No sé cómo lo manejaban, ni tan siquiera sé con qué
criterios o si los tenían, algún criterio, eso ya se escapaba a nues-
tras responsabilidades y eran los gobiernos quienes lo llevaban.
Pero os puedo asegurar que había miles de agentes encargados
de retener a gente en comisarías, centros de detención, hospita-
les y otros lugares, ya os digo que fue una operación compara-
ble con el Desembarco de Normandía en que miles de personas
trabajaron sin que se desvelara al enemigo la verdad.
—Lo de retener suena a suave, seguro que eran ejecuto-
res y a los infectados los quitaban de en medio —dijo Thomas.
—Yo os digo lo que sé, no valoro. Era un control a la
población infectada, sobre todo a gente importante y que pu-
diera ser un foco mediático, ya sabéis, que todo quedara en casa
—siguió Johan—. Y con todo supuestamente controlado se si-
guió funcionando e intentando buscar con los datos parámetros
de la plaga mientras en otros lugares se investigaban otras me-
joras a la vacuna o por otras vías de experimentación.
—¿Y si estaba todo bajo control? —Thomas dejó un mo-
mento de mirar las imágenes de la pantalla que mostraban una
simulación de la expansión de la Pangemia.

94
—Era una tapadera... —soltó Johan en un suspiro largo.
—¿Cómo? —inquirió Thomas.
—El que fueran controlados todos los “Invictus” no hizo
solo que se pudiera controlar la Pangemia, también a toda la
gente como jamás se hubiera soñado. Una versión con esteroi-
des del Gran Hermano de Orwell, empezaron a salir voces que
dudaban de la legalidad de todo esto y la necesidad urgente de
hacerlo público —hizo una pausa—. Entre ellos yo. Empezamos
a ver algo oscuro, ya que al comprobar datos en países terceros
y digamos no “amigos” se les dejaba incluso inoperantes y había
zonas en que los nano robots registraban datos que no compren-
díamos al estar encriptada dicha información, por lo que dedu-
jimos que más gente monitorizaba todos los datos y la restringía
al resto. Otras no tenían siquiera la vacuna cargada y los “Invic-
tus” estaban vacíos, solo los usaban como conectores y recepto-
res de información neuronal.
Mysaki Tozuho llegó un día aquí acusando al Darpa, la
Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa, a dife-
rentes estamentos del gobierno y el ejército de apropiarse del
proyecto, así que empezó a lanzar una teoría sobre la sobrepo-
blación del planeta y que desde los años ochenta la élite mun-
dial había estado pretendiendo reducir la población cuyo au-
mento exponencial era insoportable para la Tierra.
—Eso siempre se ha dicho, aunque la realidad es que no
es tanto la masa humana sino la desigualdad lo que nos hace
peligrosos, un pequeño porcentaje humano que devora lo que
podría servir y alimentar a un resto desfavorecido —apuntó
Thomas.
—Ya habló el hippie —sonrió Phil que ya llevaba su ter-
cera cerveza. Lo ignoraron.
—Pero la realidad era otra, el gobierno estaba al margen

95
y alguien había decidido elegir quién se salvaba y quién no, a
qué países se les beneficiaba y a quiénes no y todo controlado.
Entonces todos aquellos que hablaban más de la cuenta empe-
zaron a sufrir ataques violentos, comenzando por Mysaki To-
zuho que murió a las pocas horas de expresar lo que opinaba en
su despacho, introduciéndose el visor de un microscopio del si-
glo XIX que tenía allí por los dos ojos hasta reventarlos y llegar
a su cerebro. Nos enteramos por su secretaria que nos rogó que
tuviéramos cuidado, ella al poco tiempo sufrió un ataque de
esos. Pero seguimos trabajando y por los datos comprobamos
que los “Invictus” también los habían programado para lo con-
trario, para estimular el crecimiento salvaje de la proteína ARC.
—¡Ostias! —exclamó Sophie.
—Sí, ostias —continuó Johan—. Alguien se acababa de
apoderar de la humanidad ante nuestros ojos y la única solu-
ción fue la de anular por completo a los nano robots. De ahí que
intentáramos…
—Un pulso electromagnético —cortó Thomas.
—Efectivamente, para desactivarlos todos —Johan son-
rió dando un sorbo a su cerveza—. Y esta vez sí que fue la mala
suerte y no hubo mano negra. Se les fue de las manos y en un
arma nunca probada a escala planetaria los parámetros no fue-
ron los óptimos, erraron y acabaron con todo lo electrónico. No
se pudo volver a reiniciar y tan solo quedaron lugares como este
y otros ya preparados para estas supuestas armas o de efectos
colaterales de ataques nucleares. Esto es una instalación de un
silo nuclear mejorado para el proyecto Útero.
—Volvimos a la Edad Media y encima todos infectados
—susurró Phil.
—O sea, que tarde o temprano todos sufriremos ese ata-
que final —dijo en un susurro Sophie.

96
—No sabemos —Johan se encogió de hombros—. Supo-
nemos que hay organismos que con tan solo la vacuna inicial
habrán logrado que su cuerpo revierta esa proteína. Vamos,
como cualquier antibiótico, a unos los mejora rápido, a otros
más lento y a otros no les hace nada. En resumidas cuentas, que
algunos han logrado ser inmunes.
—¿Y qué se supone que debemos hacer para sobrevivir?
—Sophie colocó sus manos en el rostro—. Estamos condenados.
En ese mismo momento se encendieron unas luces rojas.
—Alguien acaba de entrar en el Útero —dijo Johan.
—¿Los Rambos? —preguntó George ya que le habían
contado a Johan de quiénes huían.
—No, los que sean han marcado como vosotros, la clave
—respondió Johan.

97
—“En el proceso hemos perdido de vista una de las má-
ximas leyes de la guerra de guerrillas: la guerrilla gana si no
pierde. El ejército convencional pierde si no gana”.
HENRY KISSINGER.

—¡Pues ya te digo! No estaría mal hacernos unas chule-


tas de yegua —dijo el sargento Will señalando a una vieja ye-
gua—. Nos sobran caballos y esta de aquí no está para muchos
kilómetros.
Mugon lo miró de soslayo y vio la sonrisa de Will, mitad
ironía, mitad seriedad, que siempre formaba un ángulo perfecto
en la boca del sargento. Se conocían desde hacía más de veinte
años y habían probado el sabor de distintos tipos de miedos de
batalla, incluso inhalado pólvora y visto más sangre de la que
se hubieran imaginado en los lugares más dispares del planeta,
siempre en operaciones especiales.
—Mmm, con salsa barbacoa, patatas y un barril de cer-
veza Bud fresquita —Will se rascó el mentón sin dejar de obser-
var las colinas que rodeaban el parking vacío de la entrada del
Parque Natural y Nacional de Mesa Verde.
—Se deben haber escondido en alguna parte, Mu (siem-
pre lo llamaba así cuando no estaban los hombres delante), aun-
que no sé por qué coño han dejado a la yegua y la carreta escon-
dida. Se habrán ido en las bicicletas.
—Deben de estar cerca, muy cerca —respondió Mugon
a Will pensando en voz alta—. La velocidad de una carreta ti-
rada a caballo es bastante similar que yendo en bicicleta... a no
ser que donde hayan ido no pudieran entrar con ambas cosas.
—El último rastro nos conduce aquí, luego está todo bo-
rrado, también pueden haber ido atrás y haberse metido en al-
gún sendero de los cañones —Will señaló a la colina cercana—

98
Y lo único que hay es esa caseta de contadores de luz.
—¿Quién cojones pondrá contadores de luz en medio de
este lugar? —levantó la ceja Mugon.
El sargento se levantó la manga de la camisa militar para
rascarse en el brazo, un puto mosquito le había picado ahí, de-
jando a la vista una gran mano negra tatuada que ocupaba casi
todo el antebrazo. Era la Mano Muerta y se la habían tatuado
todos los supervivientes de la unidad en Tailandia después de
una complicada operación en el Mar de Japón donde hundieron
un pesquero que era una tapadera llena de antenas y aparatos
electrónicos. Nunca sabrían de quién o de cuál, para qué o el
cómo. De eso se trataban las operaciones especiales, no hacían
preguntas, solo ejecutaban órdenes. Tres de ellos murieron, por-
que ni el barquito de pesca era un barquito de pesca, ni sus tri-
pulantes marineros al uso. No llevaban cañas sino AK 47. Fue
tras esa operación cuando alguien comentó el tema de la Mano
Muerta, que era el nombre que se le daba al sistema de misiles
de la URSS. Se rumoreaba que el ejército americano también
disponía de él. Un sistema en el que, si la Mano Muerta compro-
baba que había habido un ataque masivo del enemigo, accio-
naba el resorte para disparar todo el arsenal nuclear. Como res-
puesta, la aniquilación total del enemigo y por ende del planeta
entero. Ese sistema era una Mano Muerta que apretaba el botón
rojo.
—¿Qué había dentro de la caseta ? —preguntó Mugon.
—No lo sé, fue a mirar Macarrón, creo —respondió se-
ñalando a Francesco, le llamaban Macarrón simplemente por
ser italiano, ya hacía tres años desde dicho bautismo.
Mugon dio un silbido y sus hombres aparecieron casi de
la nada que habían estado emboscados esperando. Se arremoli-
naron todos tras unos grandes arbustos.

99
—¿Quién ha mirado en el interior de esa caseta de obra?
—les dijo Mugon.
Nadie respondió.
—¿Macarrón? —dijo Will.
—Sargento, usted me dijo sargento que fuera si veía algo
atípico —torció el gesto—. No vi nada raro y como no me lo
ordenó…
—O sea que puede que estén ahí dentro... —dejó caer
Will.
—Ahí no cabrían todos y menos aún con las bicicletas —
sopesó Charles, un chino descomunal que llevaba unas lentes a
lo John Lennon.
—Compruébalo, Macarrón. Y esta vez te lo ordeno —
dijo entre dientes el sargento Will.
Nada más incorporarse Mugon lo hizo agacharse e hizo
que todos se echaran al suelo con un gesto. Entonces escucharon
claro el sonido, era como un zumbar de millones de abejas furi-
bundas. Con un revolotear de aire aparecieron unos extraños
aparatos, parecidos a motocicletas, pero con grandes hélices en
sus costados, más parecido a unas moto-drones. Eran dos de
estas moto-drones que llevaban a dos hombres cada una, vesti-
dos de camuflaje con pasamontañas y cascos que en segundo
rodearon la caseta, y en perfecta coordinación entraron de uno
en uno en una sincronizada maniobra ejecutada a la perfección.
Desaparecieron los cuatro por la puerta de la caseta.
—¿Eso qué cojones es? —resopló Mugon.
—¿Pero qué coño…? —el sargento Will señalaba una en-
seña grabada en los aparatos voladores, era la misma de los
SEAL con su águila aferrando entre sus garras un ancla, un tri-
dente y una pistola de carga antigua, la misma que tenían ellos.

100
Una insignia de los 55 cuerpos existentes de SEALS, solo que
tras el águila había unas extrañas figuras de cuatro rectángulos
rodeando una gran T de color blanco que ocupaban la parte de-
trás del emblema.
—Nunca había visto esa unidad, ni esa aspa extraña —
susurró Bert que era de Ohio.
Conocía a la perfección su enseña con el amanecer de las
montañas, el águila y las flechas, conocía también la unidad de
Montana, también con su amanecer en las montañas y su pala y
pico en el escudo —pero esa jodida aspa rara... no la había visto
en su puta vida.
—No es un aspa —dijo Macarrón—. Es una hélice...
—Y una mierda una hélice —cortó Charles—. Son putas
puertas.
—Ya, puertas —sonrió el sargento Will—. Ni puertas, ni
hélices, ni mierdas en vinagre. Son SEALS, cojones.
—Sean de donde sean no son de los nuestros —habló
White, un espigado negro de New York— ¿Y dónde han ido?
Esa es la jodida pregunta a resolver.
—Cierto White. Pero creo que lo sé, van a por ellos, bus-
can a la misma gente que nosotros, no me preguntéis por qué
—Mugon acariciaba el meñique de su hijo.
Siempre que Mugon, el jefe, como lo llamaba la unidad,
decía yo sé o no me preguntéis por qué con ese deje de visionario,
sabían que era complicado que errase. Desenfundó su machete
de asalto e hizo señas para rodear la caseta, todos se pusieron
en movimiento como una maquinaria perfectamente engra-
sada. Por el agujero de respiración que había en una de las par-
tes de la caseta, que era un ladrillo medio agujereado, vio que
había uno de esos tipos esperando apostado junto a otra puerta.
La puerta era mucho más robusta, dirían que acorazada y que

101
estaba abierta e iluminada con un color blanco de tubos fluores-
centes, podían apreciar también el inicio de unas escaleras, que
se metían hasta los niveles inferiores.
—Vaya, vaya, aquí está la entrada a ese lugar que estaba
en los mapas del palomar que miramos Haydn y yo —se dijo
Mugon, con una gran sonrisa.
Marcó una señal con la mano y como en una bien ensa-
yada coreografía se colocaron en posición. Guposd, un irlandés
abstemio desde que se agujereó el estómago tras beberse por
una apuesta en Hong Kong tres botellas de licor de dragón,
arrojó una piedra al techo. Mugon rezó para que no fuera un
excelente soldado quien estuviera dentro y tan solo uno bueno.
El tipo salió fuera como quien va a recoger el periódico.
—Ni es excelente, ni bueno, es un paquete —se dijo a la
vez que observaba cómo Tom, un viejo marine que se les había
unido en el asalto de una comisaría en busca de munición y ha-
bían decidido aceptarlo en la unidad, lo derribaba limpiamente
y White, en segundos, ayudado por Bert, lo arrastraban a los
arbustos inmovilizándolo.
Se replegaron y en unos rápidos segundos lo desarma-
ron y le cachearon.
—¿De qué unidad sois? —preguntó Mugon señalándole
la insignia que lucía en el hombro derecho donde estaba el es-
cudo de los SEALS.
No contestó, tan solo los miró con un deje de temor.
—Es un crío joder —le susurró White en voz baja al oído
a Mugon—. ¿No ves la cara de acojonado que tiene? Si es un
SEAL yo soy Patrick Swayze.
—Pues cuando llevas medio galón de bourbon en el
cuerpo bailas igual que Swayze en Dirty Dancing —rio Bert que

102
estaba escuchando—. Doy fe —hizo una pausa y borró su son-
risa al ver la mirada dura del jefe—. Ya está limpio —se apresuró
a decir.
Mugon se acercó aún más al hombre y sin mediar pala-
bra sacó de uno de los bolsillos de su pantalón un sucio trapo
que le embutió en la boca mientras lo sujetaban White y Bert.
—Tienes un escudo de los SEAL, pero eres muy joven,
hijo, para haber estado en cualquier guerra de verdad o algunos
de los follones a los que nos envían, como mucho habrás estado
haciendo simulaciones por ordenador o trabajado en los cam-
pos de entrenamiento, con maniquíes y cosas de esas.
Hizo una pausa de la que sacó el dedo de su hijo.
—Esto sí que no es una simulación —hizo una larga
pausa—. Verás, mis hombres, mi equipo, mis hermanos aquí
presentes, incluso los que están por los alrededores, no creemos
en la casualidad, pero sí en la suerte. De hecho, todos, y digo
todos los jodidos días damos gracias por los golpes de suerte
que hacen que una bala rebote en algún lugar insospechado y
no te reviente la cabeza. Que una puta nevera te haga de chaleco
anti metralla, que te tropieces y al caer al suelo alguien eche una
ráfaga de balas de 40mm.
—¿Hay allí dentro una instalación secreta? Tan solo
asiente o niega, no hace falta que hables. Y te recomiendo que
cooperes —le mostró el dedo—. Esto pertenecía a mi querido
hijo, estaba siendo adiestrado y era parte de nuestra unidad.
Cayó en una trampa, en una bomba casera de gasolina y metra-
lla, solo quedó esto de recuerdo para recordar que siempre hay
algo por lo que vivir y por lo que luchar o vengar. Ahí dentro
están quienes lo asesinaron al mismo tiempo que a otros de los
nuestros y tan solo queremos ajustar cuentas y descansar en este
lugar, que parece del gobierno.

103
—¿Con lo que vuelvo a repetir… ¿Hay allí dentro una
puta instalación secreta? —amenazó Mugon al joven soldado.
No dijo nada. Mugon suspiró, colocó el dedo en la palma
de su mano, luego sacó algo de uno de sus bolsillos. Era un
puño americano de acero, apretó el puño y con un fuerte im-
pulso le golpeó el hombro a la altura del omoplato donde se
escuchó un chasquido al salirse el hombro por la dureza del im-
pacto. Los ojos del soldado se salieron de las órbitas y bufaba
de dolor. Con una estudiada ceremonia se guardó el puño ame-
ricano y mostró el dedo de su hijo.
—¿Es una instalación del gobierno, soldado?
Asintió desesperado con la cabeza.
—Vale, ya nos vamos entendiendo. ¿Hay más soldados
de tu unidad cerca a parte de los otros tres?
Negó con la cabeza.
—Solo estáis los cuatro.
Asintió con lágrimas en los ojos.
—¿Y venís a llevaros al grupo que perseguimos?
Negó con la cabeza el joven que aún mantenía el sucio
trapo en la boca.
—¡Ummm! ¿A eliminarlos?
Negó de nuevo cada vez más aterrorizado.
—¿Le quitamos la mordaza? —preguntó el sargento
Will—. Con síes y noes no llegaremos a nada.
—Vale, probemos sargento —decidió Mugon—. Escu-
cha bien, hijo, te vamos a quitar la mordaza. Creo que sabrás
que, si gritas, estoy seguro de que no te escucharán y, si fuera
así, antes de que lleguen tus amigos estaremos unos minutos

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aquí rompiéndote los huesos golpe a golpe —agachó su rostro
para colocarlo junto al suyo, y comprobó el terror que llenaba
su mirada y vio un fino hilo que estaba manchando sus panta-
lones. ¡Joder, se estaba meando encima! —Creo que lo has en-
tendido.
El joven asintió con la cabeza por lo que le sacaron la
mordaza y aflojaron la presión sobre sus manos.
—Vale, empecemos, soldado. ¿De qué unidad eres? —
Preguntó Mugon.
—De la 500 millions —respondió con voz entrecortada.
—Nunca la había oído ¿De dónde coño es? —inquirió
Bert.
—Georgia.
—¿Y dónde está vuestro cuartel general? —siguió el sar-
gento.
—En el Condado de Elbert —suspiró largamente el sol-
dado—. ¿Puedo aflojarme el cuello y quitarme la braga?
—La enseña de Georgia es dorada con una puerta do-
rada, en la parte superior pone… pone Constitución o algo así
—dijo White.
—Adelante, aflójate el cuello soldado —asintió Mugon.
Levantó su mano y de un tirón se quitó algo que tenía
en el cuello, una especie de collar negro mate del que empezó a
emitir destellos rojos.
El primer instinto de todos fue el de echarse y apartarse
pensando que acababa de accionar un explosivo que llevaría
consigo, pero al ver que se quedaba quieto arqueando la es-
palda se acercaron otra vez.
—¿Qué mierda es esto? —White lo aferró colocándose

105
sobre él para que Bert le colocara unas bridas en las manos.
—¿Un localizador, una alarma? —dijo nervioso Bert es-
perando a que Mugon volviera a embutirle el trapo en la boca.
No hubo tiempo de preguntar más, con un gruñido gu-
tural empezó a mover la boca mirándolos con unos ojos cada
vez más desviados. Entonces de un impulso y con una fuerza
asombrosa se deshizo de White, se levantó de un salto y mordió
a Bert en la carótida provocando un chorro de sangre que sal-
picó los ojos del sargento, que justo después fue mordido en el
hombro desgarrándole parte del mismo. Mugon comenzó a gol-
pearlo, pero aunque se escuchaba el crujir de huesos de la man-
díbula, ese tipo, ese joven enclenque, logró meter los dedos en
los ojos de White con tal ímpetu que con sus índices llegó hasta
el cerebro. White, tras un desgarrador grito, murió. Luego fue a
por el sargento Will que empezaba a arrastrarlo.
—A la mierda —gritó Mugon sacando su pistola y des-
cerrajándole tres tiros pero el hijo de puta seguía apretando la
pierna del sargento aún muerto.
Lograron quitarle las manos con muchísima dificultad.
—Me cago en dios y todos los putos santos —bufó el sar-
gento—. Esto era como si se hubiera metido tres cajas de dexi-
drinas o de anfetas, de esas azules que comprábamos en Taiwán.
—¿Será contagioso? —preguntó con miedo Charles, que
acababa de comprobar que White y Bert estaban muertos.
—No lo creo, pero de lo que estoy seguro es que esto no
es normal. Entremos allí dentro y si alguien de los otros tres se
quita el puto collar o lo que sea esa mierda del cuello le volamos
la cabeza. ¡Vamos a entrar, ya!

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—“Echamos una mirada retrospectiva a los alquimistas
y nos reímos de lo que estaban tratando de hacer, pero las ge-
neraciones futuras se reirán del mismo modo. Hemos intentado
lo imposible...Y gastado mucho dinero haciéndolo. Porque, de
hecho, existen grandes categorías de fenómenos que son intrín-
secamente impredecibles. —¿El caos dice eso? —Sí y es sorpren-
dente ver cuán poca gente se interesa por oírlo”.
“PARQUE JURÁSICO”. MICHAEL CRICHTON .

Se habían parapetados en la habitación contigua a la sala


en donde aún palpitaba lo que quedaba de Tom, por esa puerta
tendrían que entrar quien o quienes acababan de entrar en el
Útero.
—Quien sea ha entrado con la contraseña —repitió
Johan nervioso aferrando una pistola que había cambiado a
George por su arma semiautomática—. No tengo ni la más re-
mota idea de quién puede ser.
—¿Tal vez sean otras personas con las que se comuni-
caba Fred con el sistema de las palomas mensajeras? —pre-
guntó Thomas.
—No creo, vuestro palomar y el mío eran los únicos pa-
lomares activos —dijo George dirigiéndose a Johan asomán-
dose a la puerta.
Pasaron unos largos y tensos minutos donde nada suce-
dió, hasta que...
—Quietos y no mováis un solo músculo —exclamó una
voz a su espalda sobresaltándolos.
Se acababa de abrir en el más absoluto de los silencios
una puerta que estaba tras ellos y que venía de la parte interna
del Útero. Un soldado vestido de camuflaje y con pasamontañas

107
los apuntaba con un arma. La primera reacción de George fue
la de girarse de golpe encarando al recién llegado con su semi-
automática. El soldado, tras verse amenazado y con una rapidez
endemoniada, le disparó dos veces en el pecho.
Antes de caer al suelo, George ya había fallecido. Justo cuando
el cuerpo de George tocó el suelo, los otros dos soldados entra-
ron en la sala, apuntándolos con miras láser.
—Quietos todos —repitió de nuevo el soldado bajo su
pasamontañas—. Arrojad las armas al suelo.
—¡Mierda! ¿Pero esa no era la entrada? —dijo Phil con
la voz temblorosa—. Coño, han matado a George.
—¿Quiénes sois? —dijo Johan—. No hemos hecho nada,
esto es una instalación...
—Cállate —espetó otro de los soldados.
—¿Este es Johan Bastide verdad? —comentó el que dis-
paró a George mirando a Johan.
—Es él, cogedlo y nos lo llevamos —dijo el tercero de los
soldados que aún no había hablado.
—Ok —dijo el segundo apuntando al pecho de Phil.
—Me voy con ustedes, pero no hagan nada… son... son
amigos... los dejé entrar, no les hagáis nada. De hecho les dio la
clave de entrada el profesor Fred Ayyú —explicó nervioso
Johan—. Colaboraba con él en el puesto de información de las
palomas mensajeras… el hombre al que han disparado tenía in-
formación…
—Cállese, doctor —dijo el que ya había acabado con la
vida George apuntando con la mira láser a la frente de Sophie
—Solo lo queremos a usted. Son órdenes.
—Mierda, el regalo —murmuró Mugón desde fuera al
ver como la mira apuntaba a la frente de la chica.

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Y antes de que lo pudiera impedir, Macarrón ya había
dado una patada a la puerta y le había descerrajado dos tiros en
la cabeza al primero de los soldados. Como efecto reflejo y como
una reacción de un solo cuerpo entraron como habían apren-
dido y efectuado decenas de veces, sin duda, sin miedo, como
máquinas, como SEALS, Guposd acabó con el segundo dispa-
rándole en las rodillas y antes de que cayera al suelo Haydn, el
pequeño informático del grupo, ya lo había rodado, lo había
desarmado y le apuntaba con su pistola en la frente. El tercer
soldado se había arrojado al suelo con las manos extendidas rin-
diéndose.
—¡No me disparéis! Por favor, atadme las manos,
atadme las manos a la espalda, no quiero quitarme el dispara-
dor —gritaba.
Mugon, tras toda una vida en misiones y operaciones
especiales, al ver las reacciones de estos soldados se le venía a
la cabeza que estos tipos eran unos SEALS de Disney.
—Sargento, ate con bridas a ese soldado y amordácelo
—gritó—. Se nos acumula el trabajo y no tenemos la cabeza para
pensar tanto. Una cosa detrás de otra.
—¡Eso decía mi abuela, jefe! —sonrió Haydn que no de-
jaba de apuntar al soldado en el suelo con las rodillas sangrando
debido a las heridas de bala.
El soldado, en un rápido movimiento, se quitó el extraño
collar, como hizo su compañero en la entrada, que cayó a sus
pies destellando leds rojos. Tras varios espasmos agarró del
cuello a Haydn que disparó varias veces al soldado que pese a
tener las rodillas destrozadas se arrojó sobre él y empezó a darle
cabezazos. Cuando lo pudieron quitar de encima y vaciarle un
cargador en la cabeza Haydn estaba con la cabeza abierta e in-
consciente.

109
—Charles llama a Creak que está fuera y que traiga el
botiquín rápido —gritó Mugon.
Entró con premura Creak, un médico de ambulancias de
Maryland al que la Pangemia le pilló de camino a casa para en-
terrar a su padre que había sido atacado por su vecina con la
que tenía una relación “secreta”. Todo el condado conocía este
hecho, pero ellos pretendían llevarlo en secreto. Sin otro lugar a
donde ir se unió a la unidad junto con Tom en la misma comi-
saría que él.
—No me toquéis los cojones, haced espacio y quiero luz,
Macarrón, aparta de ahí —gruño Creak arrodillándose junto a
su compañero.
—Ni un alma en toda la instalación, jefe —dijo Tom.
—Salid fuera y quedaros en la puerta —ordenó Mugon.
—Y ahora un chute para descansar —susurró Creak.
—Dinos, matasanos. ¿Qué tal pinta eso? —preguntó
Will.
Thomson, un marine mudo amigo de Charles, rompió el
tenso silencio. Tom iba a su lado. Tras unos minutos manipu-
lando, cosiendo y mirando pupilas, le inyectó algo que hizo que
Haydn abriera de par en par los ojos unos segundos para vol-
verlos a cerrar relajadamente.
—Pese al golpe, está bien, tan solo es una conmoción por
el impacto, gracias al cuidado del matasanos se repondrá, jefe
—contestó con una sonrisa.
—Punto uno acabado —Mugon alzó la voz. Entonces
sacó de su cuello el colgante que había hecho con el dedo de su
hijo—. Y ahora —miró al grupo—. ¿Quién de vosotros tres es
George Sanders?
Thomas señaló al cadáver del anciano.

110
—¡Me cago en la puta de oro! —gritó girándose junto al
cadáver del soldado enemigo que tenía más cerca—. ¡Hijo de
puta, era mío!
Y empezó a patearlo una y otra vez hasta que las botas
quedaron rojas y se extendió un charco de sangre bajo el cuerpo
del soldado, que casualmente era quien había acabado con la
vida de George.
—Punto dos acabado —dijo entre dientes, resoplando
por el esfuerzo. Miró al grupo de personas ajenas a su grupo—
. Punto tres, contadme todo lo que sabéis de esta mierda, quién
os parió, vuestros nombres y hasta quién os dio vuestra primera
papilla.
Se sentó en la silla, colocó sus botas llenas de sangre so-
bre el escritorio y entonces vio un bolso que cogió en un im-
pulso.
—Me empezáis a caer bien, así que no lo echéis a perder.
¿Vale? —sonrió Mugon al descubrir que el bolso tenía una do-
cena de latas de cerveza y medianamente frías—Guposd, repár-
telas a la unidad.

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—“No hay un arca de Noé que salve a algunos y deje
perecer a los demás. O nos salvamos todos, o perecemos todos”.
LEONARDO BOFF.

EN ALGÚN LUGAR DE VENECIA (ITALIA) AHORA


MISMO...
La historia del barco de la esperanza, el “Ubuntu”, la co-
nocía a la perfección, o casi. De hecho, todo el mundo la conocía
o había oído parte de ella. Un mega yate pertrechado con los
aparatos de investigación más avanzados de la tierra y con un
gran número de científicos que había zarpado desde New York
con la intención de escapar y aislarse a la plaga, y de investigar
cómo erradicarla. Su intención era la de tocar puerto con la va-
cuna en Southampton, haciendo un viaje inverso al que debiera
haber hecho el Titanic, esta vez con final feliz. Esa era la idea
romántica de Nikola Naupoulos, el magnate, el archimillonario,
una de esas anónimas personas que ni siquiera aparecían en las
listas Forbes de los más ricos, porque podría comprar a varios
de los que salían en ellas. Llegaba un momento en que los billo-
nes eran algo anecdótico, la de ese grupo de menos de veinte
personas que tenían un capital que superaba el PIB de muchos
países. Pues Naupoulos había echado un órdago a la plaga y
había formado un equipo que fue presentado como si fueran los
salvadores del mundo. Como en la película de Bruce Willis en la
que van a un asteroide a volatilizarlo para salvar al planeta. De
esa guisa fue vendida la historia, olvidando los comentarios de
que invirtiera su fortuna y sus recursos a cada una de las líneas
de investigación que se llevaban a lo largo y ancho de universi-
dades, instituciones e institutos científicos para estudiar la
plaga. Pero Naupoulos tenía las ideas muy claras y la absoluta
certeza de que el mundo se salvaría gracias a él. A lo largo de

112
sus 72 años siempre había sido fiel a sus impulsos, tales impul-
sos le habían llevado siempre al éxito, a llegar donde estaba. En
sus entrevistas recordaba el poco dinero que invirtió gracias a
la herencia de sus padres, unos inmigrantes griegos del Bronx
que le hizo triplicar ese dinero en tan solo semanas. Había sido
un pionero inyectando hasta la locura miles de dólares al prin-
cipio y millones después en un aún desconocido lugar llamado
Silicon Valley que fue acuñado por el periodista Don C. Hoefler
allá por 1971, uniendo el nombre de la del Valle de santa Clara
con la del “silicio” de los semiconductores de los ordenadores y
a la alta concentración de industrias en la zona norte de Califor-
nia. Su intuición le indicaba que ese lugar no era solo un expe-
rimento social y tecnológico recién surgido de garajes y de con-
ceptos de frikis barbudos. Nikola Naupoulos sentía ese mismo
aire de victoria, y estaba seguro al cien por cien que su equipo
y su “Ubuntu” lograrían salvar a la humanidad. La vela viró y
cogió un poco de viento de siroco, que esa mañana soplaba con
fuerza descompasada. Parece que el viento susurraba una pala-
bra, Ubuntu. Esa palabra sudafricana de la tribu xhosa, la misma
de Nelson Mandela y que significaba "Si todos ganamos, ganas
tú”, y también recordó la historia del antropólogo en una tribu
xhosa.
“Una vez un antropólogo europeo quiso hacer un juego con
varios niños de un poblado Xhosa, y para ello les mostró una pequeña
cesta con golosinas y frutas mientras les decía:
—Dejaré esta cesta debajo de aquel árbol que está allí lejos, y yo me
colocaré aquí. Silbaré y echaréis a correr hacia el árbol. El primero que
llegue ganará la cesta. Eso hizo pero para su sorpresa todos los niños
corrieron unos más que otros, y uno a uno fueron esperando la llegada
de todos, una vez juntos cogieron la cesta como uno solo y se empeza-
ron a repartir las golosinas y las frutas.
—Pero, no lo habéis entendido —se quejó el antropólogo—.
Esa no es la finalidad del juego, tiene que ganar uno, en eso consiste
un premio para el que gana.

113
Los niños lo miraron con esa cara ponen los niños cuando los
mayores les hacemos una pregunta absurda. Y uno de ellos le contestó:
—Alguno de nosotros podríamos haber ganado y habernos lle-
vado la cesta, pero el resto estaría triste por no tener premio. Y eso no
es Ubuntu, si tú ganas, ganamos todos. Y así estamos todos felices”.
Ese era el concepto por el que Nikola había bautizado a
su mega yate así. Muchos dudaron de él, pero ante tal poder
poco se podía hacer, tan solo esperar cruzando los dedos para
que el “Ubuntu” y su equipo internacional de científicos logra-
ran la vacuna para algo que ya se escapaba a los controles sani-
tarios. Desde pequeño Naupoulos había estado fascinado por
las historias de los hombres lobo y era uno de los mayores co-
leccionistas de todo lo referente a estos seres mitológicos y de
leyenda. Según un mito, Licaón rey de Arcadia, era un jefe sabio
y culto y una persona muy religiosa que había sacado a su pue-
blo de las condiciones salvajes en que vivían originariamente.
Pero parece que él mismo continuó siendo un salvaje, pues con-
tinuó sacrificando seres humanos en honor a Zeus. Corrían mu-
chos rumores en toda la tierra del Peloponeso de que el rey ase-
sinaba a todo forastero que llegara a su reino pidiendo hospita-
lidad. Al enterarse, el dios Zeus quiso comprobar los rumores y
se disfrazó de vagabundo para hacer una visita a Licaón. Este,
inmediatamente, pensó en matar a su visitante pero se enteró a
tiempo de que se trataba de Zeus y lo invitó a participar en un
suntuoso banquete. Todo habría salido bien de no ser porque
Licaón no pudo resistir la tentación de jugar una horrible broma
al dios Zeus, ordenó que le sirvieran la carne de un niño. Zeus
se dio cuenta, por supuesto, y encolerizado, condenó a Licaón a
convertirse en lobo y a que todos sus descendientes fueran tam-
bién hombres lobo. Lo más peculiar era que el propio Nikola
era heredero de ese antiguo rey griego. Para el multimillonario
era casi su deber, puesto que veía demasiada similitud entre la

114
maldición del hombre lobo y lo que estaba sucediendo actual-
mente en el mundo. Los efectos eran iguales a los afectados de
la plaga, ya fuera para atacar devorando a otra persona o des-
truirse salvajemente contra lo más deseado. Sus científicos esta-
ban convencidos de que se podía hacer una vacuna jugando con
la genética, creían que aislando una molécula podrían paralizar
esa agresividad. Y zarparon con el “Ubuntu”, se les siguió hasta
que dejaron de ser mediáticos ya que el caos cada vez era más
grande hasta que todo se volvió negro y todo… todo dejó de
funcionar. Matthew, un viejo pescador de casi setenta años, co-
locó su viejo barco pesquero a una distancia prudencial del
“Ubuntu”, la noticia de que el gigantesco barco estaba llegando
a la ciudad llenó de regocijo a todos, era la esperanza personifi-
cada. El mega yate avanzaba con sus enormes velas, que no eran
de tela sino columnas de fibra de carbono de última generación
con un sistema novedoso y ecológico. Nada se veía en sus cu-
biertas e iba a todo trapo, sin ninguna bandera visible. Nada,
tan solo su quilla de no se sabía cuántos millones de dólares
macheteando las aguas del Adriático en el Golfo de Venecia. Ya
lo habían divisado a primera hora de la mañana y al igual que
el viejo Matthew, varias embarcaciones de pescadores también
acompañaban al mastodóntico yate, al igual que decenas de
cientos, o tal vez miles de venecianos esperaban en la dársena
del puerto y los muelles. El mar era el centro de la vida, no solo
la puerta de entrada para turistas. Un puerto lleno de trasiego
de mercancías entre islas y la pesca era la base para el trueque.
—“San Marcos nos ha escuchado” —pensaban muchos
en el muelle. El “Ubuntu estaba en Venecia.
Esa era la frase que había resonado por toda la ciudad y
por la que la multitud esperaba a pie de muelle. Muchas embar-
caciones como la de Matthew se acercaban al mega yate, pero
no parecía haber nadie y a su velocidad era impensable en pen-
sar un abordaje. El viejo Matthew lo vio claro a pocas yardas y

115
plegó las velas, varias embarcaciones repitieron el mismo acto.
Vio como el barco de la esperanza, el portador de ilusiones, el
“Ubuntu” se estrellaba contra el muelle arrollando a cientos de
personas que esperaban, al principio entusiasmadas, después al
ver la cercanía del barco, aterrorizadas. Luego hubo explosiones
y Matthew, pescador de oficio como su padre y el padre de su
padre, levantó velas y se fue hacia donde vivía, en Poveglia, una
pequeña isla situada entre Venecia y el Lido en la Laguna de Ve-
necia. Un lugar antes de visita prohibida, de hecho, los mismos
venecianos la llamaban “la isla del no retorno”, lugar donde se
incineraron miles de cadáveres durante las plagas de peste,
donde se realizaban las cuarentenas, donde nadie vivía salvo
los muertos, donde el año de 1922 el gobierno decidió que era
hora de volver a ocupar esas tierras, ahora para poner ahí un
psiquiátrico. Antes de encarar la proa dio un último vistazo al
muelle donde ya surgían volutas de humo y llamaradas de
fuego que empezaron a extenderse entre las barcas. Otro mila-
gro que se apagaba. Y rezó a quien quedara para velar por la
triste humanidad que no hubiera mucha gente conocida entre
los que habrían fallecido. En el “Ubuntu” con todos sus tripu-
lantes muertos por ataques o por propios efectos de la puta Pan-
gemia, ya nada quedaba, nada salvo llamas que se hundirían
poco a poco en el puerto, pero si se hubiera podido mirar en la
cabina del capitán, habrían encontrado a Nikola Naupoulos, sin
rastro alguno ya de vida, con sus dientes arrancados por él
mismo, de eso daban fe unos alicates sangrientos en el y de
cómo se había colocado unos colmillos de lobo en los agujeros
que quedaban, vestido con una piel de lobo y esperando la luna
llena que nunca llegó.

EN ALGÚN LUGAR DE VENECIA (ITALIA) AHORA


MISMO...

116
—“En los problemas comunes de la vida humana, la
ciencia nos dice muy poco, y los científicos, como personas, sin
duda no son ninguna guía. De hecho, son a menudo la peor guía,
ya que a menudo tienden a concentrarse, como un láser, en sus
propios intereses profesionales, y saben muy poco sobre el
mundo”.
NOAM CHOMSKY.

—¿Qué mierda es este collar? —empezó Mugon—.


¿Algo que os hace suicidaros?
Acababan de tener una larga conversación en la que
tanto Johan como el resto habían contado lo que sabían de la
Pangemia y la conexión con el Útero. Satisfechas todas las pre-
guntas y atados cabos que confirmaban muchas elucubraciones
de Mugon, siguieron con el soldado quitándole la mordaza.
—Es uno de los experimentos que se realizaron de
donde es mi unidad Raven Rock, situado cerca de la residencia
presidencial en Camp David, en Pensilvania... —dijo el soldado
que habían apoyado contra la pared para poder interrogarlo.
—¿Aún está eso en marcha? —cortó Will.
—Vaya, vaya… Raven Rock, inaugurado en los 50´s con
una capacidad para más de mil personas, tiene dos compuertas
de 34 toneladas resistentes a un ataque nuclear. Sin embargo,
yo también creía que se había convertido en un lugar vacío o
“protocolario”— dijo Mugon—. ¿Aún vuelan tres helicópteros
cada pocas horas para estar siempre en servicio y poder llevarse
a parte del gobierno allí?
—Fueron nuevamente los ataques del 9/11 los que le
dieron una nueva vida al refugio. Hoy en día, Raven Rock cuenta
con nuevos edificios, cuyas capacidades permiten albergar a
4900 empleados del Gobierno, pero no a sus familiares —siguió

117
el soldado—. Y sí, siguen esos vuelos.
—Pero seguimos sin reconocer tu insignia —dijo Will
mientras se pasó la mano por el mentón—. Esas puertas o héli-
ces. Además, como SEAL sois una puta mierda. Ni para asaltar
un puesto de comida para llevar os veo preparados.
—Nos usaron de cobayas para intentar frenar la plaga y
usaron toxinas de ácido domoico sacado de unas algas de las
que se alimentan los moluscos y de estos los pájaros y otras es-
pecies iniciando una oleada de locura asesina en el ecosistema
de ese lugar que infectan. La película de Los Pájaros de
Hitchcock se basa en uno de esos ataques... —se explicó el sol-
dado.
—A mí me trasladaron de Fort Delaware porque me pre-
senté voluntario, una vez en Raven Rock nos incorporaron a to-
dos los soldados que estábamos en el experimento al grupo de
SEALS —cambió su tono a enfadado—. Y no miento.
—No miente —dijo Johan—. Es una biotoxina, el ácido
domoico también conocido como toxina amnésica de moluscos
o ASP (del inglés Amnesic Shellfish Poisoning), es una neuroto-
xina que afecta al sistema nervioso central. Químicamente es un
aminoácido que producen algunas algas rojas marinas. Tras el
afloramiento de estas algas, el ácido domoico, sigue la cadena
alimentaria contaminando moluscos, bivalvos o peces como an-
choas y sardinas —continuó Johan haciendo una pausa al ver
que todos le miraban con curiosidad, incluidos los soldados que
no habían dejado de apuntarles con sus armas todo el rato—. El
ácido afecta al recuerdo y a la noción del espacio y del tiempo y
crea una sensación en el bulbo raquídeo que hace que no se pare
de comer, en este caso las aves revientan literalmente comiendo
y hace que ataquen a lo que tengan enfrente. Ha habido casos
de bandadas de orcas matándose entre ellas al consumir peces
ya intoxicados por esta neurotoxina.

118
—¿Y sabes de todo esto tan bien por…? —inquirió Mu-
gon.
—Sabía que existía una línea de investigación sobre ese
elemento.
—¿Y esa toxina está en ese collar? —preguntó Charles.
—Ya —le cortó Mugon a Johan—. Teníais, como nos has
contado, a la espora de las hormigas y al puto gusano de los
caracoles.
—Pues es como la antigua cápsula de cianuro para el
suicidio —siguió el soldado—. Es el protocolo que nos hacen
seguir.
—¿Y tú, por qué no te lo has quitado? ¿Cómo funciona
esa mierda? —preguntó Will—. Explícate.
—En nuestra unidad estamos todos infectados, real-
mente todos en Raven Rock lo estamos. Realmente estamos en el
estadio de fase de inicio de locura. Nos colocaron el collar antes
de que nos hiciéramos daño a nosotros o a alguien y regresamos
a la normalidad —continuó el soldado—. Este collar parece que
controla a un robot microscópico que llevamos dentro. De al-
guna manera estamos como monitorizados y ese robotito con-
trola algo más que la plaga, nos controla a nosotros. Es más, es
el puto robot el que hace que, si sentimos que todo está perdido,
nos obliga a quitarnos el collar que sujeta a esa plaga. Como si
estuviéramos en pausa y al quitarlo entramos en modo Pange-
mia, pero en una cota muy alta de agresividad. Creo que esa
neurotoxina entra a saco en nuestro cerebro y ya lo habéis visto.
—¿Y tú como no has podido quitártelo si es una orden
que no se puede obviar? —repitió la pregunta Will.
—Porque lo vi venir, por eso os pedía que me atarais las
manos si no...

119
—¿Y el impulso se fue? —preguntó Guposd que estaba
apuntándolo.
—¿Tu qué crees? —respondió—. Miradme los brazos.
Creak como médico se acercó, le remangó las mangas y
al ver algo extraño de su bolsillo sacó unas tijeras médicas y
cortó la tela de la camisa de camuflaje, luego el otro.
—¡Dios! —dijo Sophie que es la que estaba más cerca del
soldado.
—¡Me cago en dios! —exclamó Charles para después
santiguarse varias veces y rezar en voz baja un padrenuestro,
cosa que hacía cada vez que soltaba un taco.
Ambos brazos estaban morados y rojos con las venas a
punto de explotarle y las manos eran garras donde los dedos
estaban blancos por el esfuerzo.
—Quiera o no si se rompen las bridas y me soltáis las
manos me arrancaré el dispositivo —extendió el soldado una
sonrisa forzada—. Si, o sí. Es la misma sensación de cuando te
rompes una pierna que la notas pero que va a su aire, solo que
sin dolor, tan solo con tensión. Como un acto reflejo repetido
infinitamente.
—Me dijiste que tu unidad no está en la zona —dijo Mu-
gon.
—Tan solo vinimos nosotros cuatro, nos dejó un buque
aéreo... un zepelín de energía solar que usamos ahora, y regresó,
hay varios buques de suministros y transporte circulando por
este estado. Teníamos que empezar a vigilar una zona habitada
donde poder colocar una base de avanzadilla si hiciera falta
cuando nos dijeron que debíamos entrar en Útero y sacar de
aquí al profesor Johan y acabar con el resto.
—¿Puestos de avanzadilla? —preguntó Creak.

120
—Sí, para controlar a los supervivientes se lleva un con-
trol sobre los que sobreviven y nuestra labor es la de colocar
unos sensores... todos tenemos...
—Ya, ya lo sabemos —le cortó Will—. Todos tenemos
una mierda de esas en la cabeza.
—¿Cómo sabían que había entrado más gente en el
Útero? Eso quiere decir que nos ven —dijo dando un salto Mu-
gon.
—Todos... —contestó con una mueca de dolor el sol-
dado—. Estamos monitorizados. Incluso las cámaras de seguri-
dad del Útero nos mandaban imágenes de lo que pasaba aquí.
—Pero hay algo que no entiendo, si hay imagen de ví-
deo… ¿Y el pulso electromagnético? No debería de funcionar
nada, ni siquiera esos zepelines que dices con energía solar —
dijo Creak.
—Hay otros para reiniciar el sistema y se están encar-
gando de hacerlo, poco a poco.
—¿El gobierno que está en Raven Rock...? —preguntó
Charles—. ¿Quién queda del gobierno?
—No vi a ningún político, solo militares....
—Y vosotros, los SEAL de los 500 millions, me suena a
secta o a bulo —gruñó Will.
—Intentamos acabar con quien intentó controlar a toda
la humanidad como un Gran Hermano a escala planetaria y efec-
tiva. La plaga era una trampa diseñada para que se pudieran
implantar por todos los gobiernos el nano robot —se explicó.
—El “Invictus” —dijo Johan.
—¿Quién?
— El nano robot se llama “Invictus” —dijo Johan—. ¿Y

121
para qué me quieren? ¿quiénes?
—Quien ha quedado en el gobierno supongo que lo ne-
cesita para seguir con las investigaciones —respondió el sol-
dado.
—¿Cuál de todas? Mi trabajo ya acabó…
—¿Sabes? Aquí pregunto yo o en su defecto mis hom-
bres —le cortó Mugon—. Me creo alguna cosa suelta, pero no
todo, mientes como una zorra en un sábado noche y sin dosis
en un barrio chungo de Los Ángeles y creo que ya tenemos mu-
cha información de momento para filtrar. Así que de momento
te ataremos más fuerte y a dormir la mona.
Y de una parada le dejó inconsciente.
Mugon miró al grupo y a Sophie.
—Y ahora el premio para quitar el estrés de combate —
dijo con una sonrisa malvada.
Sophie se estremeció.

122
—“Perros rabiosos, montones de ratas gordas e hincha-
das de tantos cadáveres, locos y criminales fugados, soldados
que no cesaran de matar hasta estar muertos”.
“MATADERO CINCO”. KURT VONNEGUT.

Puto humano, puta guerra que siempre desde que el


hombre es hombre usa a la mujer como botín de guerra. Un ob-
jeto de vaciado de ira, de deseo que dura tan solo minutos para
después ser un puto trapo, un pedazo de carne, algo para usar
y tirar.
“Ella estaba en esa fase en la cual según dice, se activa el fa-
moso reloj biológico de las mujeres y prácticamente a diario me inten-
taba convencer de lo maravilloso que era ser padres”.
Asco y repulsión, eso que tantas veces había escuchado
en las series y en las noticias, ese ser tan solo un agujero donde
ser penetrada. Sophie cerraba los ojos con fuerza, el tipo, el que
mandaba, la había cogido mientras sus soldados seguían apun-
tando al resto. El regalo, la llamó. Siempre había sido una jodida
romántica. Le entró la risa floja. Phil no quería hijos, punto. Un
regalo, un pedazo de carne, una mujer fértil que sería estéril
porque su pareja, esa persona que había elegido para formar un
vínculo hasta el fin de los días, no quería darle un hijo. Todos
se levantaron a protestar... pero... pero Thomas fue el primero
que lo hizo y el único que recibió un culatazo en la cara por de-
fenderla. Como la otra vez en la cabaña... siempre Thomas, y
Phil, el querido Phil con su mirada de adolescente abriendo la
boca como un pez hasta que le apuntaron a la sien con una pis-
tola.
—El tesoro que debía de someterse y dejarse follar por
todos los del grupo —pensó apretando más los párpados—.
¡Mierda, no sabía cuántos eran!

123
Quiso llorar, pero algo en su interior la bloqueaba, la ira,
un enfado que iba creciendo cada vez más contra ese hombre
que estaba frente a ella. Ira, violencia contra los hombres, contra
esa mierda de sociedad, contra el tener que pedir permiso para
quedarse preñada. La maternidad no era un estado, era una de-
cisión suya.
“Ella estaba en esa fase en la cual según dice, se activa el fa-
moso reloj biológico de las mujeres y prácticamente a diario me inten-
taba convencer de lo maravilloso que era ser padres”.
—No quiero ser rudo contigo, tan solo es un mero inter-
cambio —dijo Mugon sentándose junto a ella—. Podría atarte y
que pasáramos todos y cada uno de nosotros hasta que nos can-
sáramos y luego acabar con todos vosotros —hizo una larga
pausa—. Lo he visto muchas veces, créeme... y también parti-
cipé. Es fácil, te dejas llevar.
—¿Intercambio? —preguntó Sophie entre dientes.
—Sí, verás… en ese artefacto explosivo murieron algu-
nos de mis hombres e incluso mi hijo —siguió—. Nunca he sido
un buen marido, ni siquiera algo parecido a un buen padre,
siempre en alguna parte de este puto mundo haciendo cosas
que no puedo contar —Mugon le colocó su mano en el hom-
bro— Abre los ojos.
Le enseñó el dedo de su hijo.
—Esto es lo que me queda de mi hijo, que estalló por
vuestra culpa. En tierra hostil, si muere un compañero has de
coger su chapa, si es que vas de operación legal, si por desgracia
es una operación clandestina solo cogemos algo del cadáver, ni
siquiera podemos enterrarlo, en el mejor de los casos solo que-
marlo. Cuando regresamos a casa enterramos ese trozo de
cuerpo para tener un lugar en que su familia le llore —dijo Mu-
gon sin dejar de sostener el trozo de dedo frente a los ojos de
Sophie—. Prometí a mis hombres que se acostarían contigo si

124
os cogíamos, como venganza, pero también como aliciente.
Tristes días en que el único aliciente para un soldado solo es
follarse a una víctima... pero son días extraños.
Hizo una pausa mirando el dedo de su hijo.
—”Un general sabio se ocupa de abastecerse del enemigo”,
eso dijo Sun Tzu —siguió acariciando su rostro y ella se estre-
meció.
—No tengo otra opción —susurró Sophie.
—Creo que no, si no cooperas mataré a tus amigos y lo
haremos igual, pero la sangre genera violencia extrema y enton-
ces en vez de un intercambio será una violación.
—No veo la diferencia —cortó ella.
—Me importa una mierda lo que creas, tan solo intento
ser algo humano, pero tengo un límite —entonces puso de
golpe sus manos en los pechos—. Quítate la ropa, quiero verte
desnuda.
Y llegó primero el odio para ser sustituido por el olvido,
la bruma, el obedecer conforme se lo ordenaba. Dejó que la ob-
servara como una res, la obligó a tocarlo, a masturbarlo, a me-
térsela en la boca. En ese momento en que su mente estaba per-
dida en otro sitio para no estar presente, notó algo sobre su ros-
tro y unos picotazos en su cabeza después.
—¡Mieerda!... ¡mierda!... ¡mierda!... –gritó Mugon.
Mugon sacó su polla de la boca de Sophie y rápidamente
se subió los pantalones. Sophie abrió los ojos confundida y vio
con miedo y extrañeza como una urraca revoloteaba en el techo
de la habitación para atacarla intentando picotear su cuello.
—¡Mierda! —repitió Mugon—. Ven Roxanne —le dijo al
pájaro que obedeció posándose en su mano.

125
Sophie dio un grito, pero nadie vino, ni Phil ni Thomas,
y se hizo un ovillo.
—¿Qué pasa... qué pasa? —preguntó Sophie sin dejar es-
tar acurrucada y casi en estado de shock.
—Estás infectada, eso ya lo sabes, pero quizás no sepas
que estás a punto de sufrir un ataque —dijo Mugon antes de
recoger su ropa.
Diez minutos más tarde estaba hecha un ovillo, pero esta
vez arropada por los brazos de Phil, el jefe había dado la noticia
a sus hombres, y Mugon, tras hacer varias preguntas a Johan
sobre el cercano pueblo de Second Opportunity, se dedicó a re-
gistrar habitaciones, cajones, armarios y despensas saqueando
todo lo que podía serles de utilidad. Las armas de los soldados
muertos, las del Útero y las que llevaron ellos desde las cabañas
fueron sustraídas por la unidad.
—Nos vamos —dijo Mugon que fue el último en salir de
la sala.
—¿Y nosotros? —dijo Thomas con una voz extraña ya
que tenía la cara hinchada por el culatazo.
—Pero es absurdo que digas que está a punto de sufrir
un ataque... —gritó Phil.
—Créeme o no lo hagas —respondió Mugon—. Yo de
vosotros le pegaba un tiro y me piraba de aquí en un par de
horas. Si salís antes puede que estemos aún cerca y os volemos
la cabeza. Es la verdad, me creas o no me la sopla —hizo un
gesto de despedida con la mano—. Recordad, un tiro sin dolor
y a esperar un par de horitas.
La unidad se marchó y junto a ellos Johan al que consi-
deraban tanto un guía de la zona como una especie de comodín,
porque si lo buscaban los SEAL de los 500 millions fueran quie-
nes fueran siempre podían negociar si volvían a aparecer. La

126
urraca Roxanne no se equivocó. Sophie se desembarazó de los
brazos de Phil para levantarse con lentitud y tras dar unos lar-
gos suspiros como si fuera a romper a llorar, se arrodilló al otro
lado de la sala donde Thomas estaba con la mirada perdida en
el techo y una toalla mojada en el golpe.
—Sophie ¿te encuentras bien? —le dijo.
—Te quiero —dijo a Thomas en voz alta y clara.
Ella extendió sus brazos y con sus manos acarició el ros-
tro y con suavidad rozó el lugar morado donde le habían gol-
peado. Tras unos segundos se lanzó con un gruñido al cuello
donde quiso la suerte que sus dientes mordieran la toalla. Phil
de un salto la cogió por la espalda y la arrojó al suelo, ella gruñía
y forcejeaba para intentar desasirse. Horrorizado, Thomas ob-
servó la mirada cándida y de adoración con la que lo miraba,
como su madre con su padre.
—No, Sophie no —gritó Thomas—. Phil, le ha dado el
ataque...
—¿Qué hacemos? —gritó Phil luchando en el suelo—.
No voy a poder sujetarla más tiempo —exclamó aferrando los
brazos de ella.
—No me jodas, golfo.
—Pues dime una solución... mierda está empezando a
acercar su boca a los brazos para morderme... ¡Dios! No, Sop-
hie...no. ¿Qué hacemos? Mierda.
—Vale, golfo, la giras e intento darle un hachazo… allí
hay un hacha junto a el cajón de la manguera contraincendios.
—Hijo de puta es mi novia....
Thomas rompió el cristal y agarró un hacha de mango
rojo. Los hermanos se miraron.

127
—No puede ser como... otra vez no... —Phil empezó a
gritar—. Mierda, mierda, mierda, puta mierda.
—Pues, joder. ¿Qué cojones hacemos? Ya sabes lo que
pasará... Ya está perdida...
—Ponedle mi dispositivo —dijo una voz.
Era el soldado que había vuelto en sí.
—Mis brazos están ya necrosándose por la tensión de la
orden repetitiva que manda mi cerebro para que lo arranque —
siguió—. Será más fácil dar un hachazo a un desconocido. Os
aseguro que en cuanto le pongáis el collar volverá a la normali-
dad.
—¿Y a ser monitorizada? —dijo Thomas.
—Todos lo estamos de todas maneras —hizo una pausa
larga en la que solo se escuchaba los gruñidos de Sophie inten-
tando liberarse—. No tenéis opción, o esa o acabar con ella y
largaros dejándonos aquí a los dos. Aunque esa no es que sea
mi preferida.
—Está bien, está bien, haremos eso —exclamó Thomas
acercándose al soldado al ver que Phil asentía con la cabeza la
idea—. Por cierto... ¿Cómo te llamas?
—Oz, mis amigos me llaman Oz —respondió con una
sonrisa.
—¿Cómo el Mago de Oz?
—Sí.
—Oíd, dejad esa mierda de cháchara y al lío joder, no
puedo con ella, joder —se quejó Phil.
—Vale, tiene un botón como un cierre que se pulsa para
liberarlo, se coloca igual y es magnético y se cierra solo. Tan solo
aprietas, lo quitas y se lo pones... y ya sabes ¡chas, chas! En mi

128
cráneo, y por favor te pido que no falles el golpe.
Thomas dejó el hacha en el suelo y colocó sus manos en
el cuello del soldado notando el botón de cierre del collar.
—Gracias, Oz.
Contó tres y el collar se soltó, corriendo se acercó a Sop-
hie y ayudado por Phil que la cogió por la cabeza y le colocó
con dificultad el dispositivo. Se le cayó al suelo una vez y recibió
unas patadas de Sophie en los brazos. De nuevo intentó colo-
cárselo, esta vez con éxito. Se escuchó un ‘clic’ y los movimien-
tos de Sophie cesaron.
—¡Funciona!— se rio nervioso Phil—. ¿La suelto?
—Pues... ¡ostia puuutaaa! —gritó Thomas—. Oz se aca-
baba de levantar y miraba de un lado a otro con cara de extra-
viado hasta que después de olfatear, se dirigió hacia ellos, de un
tirón rasgó las bridas que dejaron grandes heridas en sus brazos
ya ennegrecidos y se abalanzó sobre Thomas.
Phil rodó por el suelo y cogió el hacha que había dejado
Thomas y de un giro le asestó un hachazo efectivo en la cabeza
que le cubrió el rostro y el pecho de sangre, Oz se tambaleó y
cayó al suelo inmóvil. Quedaron en silencio unos largos minu-
tos.
—Te atacó a ti primero —susurró Phil acercándose.
—Estaba delante de él, le molestaría en su camino...
—No me refería a él, si no a ella —dijo manoseando el
hacha—. Te dijo que te quería, hermano.
—No sé, golfo...
—¿Te has follado a mi novia, Thomas? —le dijo en un
tenebroso susurro.
—Yo... no...

129
Entonces Sophie volvió en sí.
—¿Qué ha pasado? Dios. ¿Qué ha pasado? Todo era os-
curo... Phil. ¿Dónde estás, cariño? —lloraba desconsolada-
mente.
Phil se arrojó al suelo a reconfortarla, tal y como había
dicho Oz, ella de una manera se había recuperado y ese dispo-
sitivo frenaba los ataques de la Pangemia. Thomas se dejó caer
al suelo y a la cabeza le vino una frase del libro de El Mago de
Oz de Lyman Frank Baum.
“Verás, Oz es un Gran Mago y puede adoptar la forma que
desee, de modo que algunos dicen que parece un pájaro, otros afirman
que es como un elefante y los demás que tiene la forma de un gato. Para
otros, es un hermoso duende o trasgo o cualquier otra cosa... Pero nin-
gún ser viviente podría decir quién es el verdadero Oz cuando adopta
su forma natural”.
Eso era la Pangemia…

130
—“Los cómics, descritos como imágenes en secuencias
que cuentan una comunicación gráfica, comenzaron con los je-
roglíficos en Egipto y aparecieron de manera reconocible en lá-
minas de cobre en la medieval historia, es una forma muy anti-
gua de época producidas por la iglesia católica para contar his-
torias morales.”
WILL EISNER.

Se recortó la barba con unas pequeñas tijeras que había


encontrado en la casa de un atelier de la calle 4 de Julio. Eran
doradas y afiladas como una cuchilla.
—¡Perfecto!
El bigote en su sitio y perfectamente recortado. Una
barba pulcramente cuidada. Su larga melena morena recogida
en una coleta. A sus casi cincuenta años podría pasar perfecta-
mente por un “chaval” de cuarenta.
—“Estilo. Eso es lo que recuerda la gente. Se acuerdan del gla-
mour. Todo lo demás, toda la verdad del asunto, termina convirtién-
dose en... Cuentos de viejas” —dijo parafraseando a un personaje
del maestro Terry Pratchett.
Se puso su largo gabán de color turquesa con un ribete
de pelo de camello, cogió su mochila de piel que se echó al hom-
bro. Se puso su negro sombrero de copa en el que había colo-
cado cerca de la base del gorro unas gafas metálicas con cristales
negros parecidas a las de un soldador. Aseguró los correajes de
las dos pistolas Colt que llevaba a la cintura, probó el meca-
nismo de su brazo derecho, donde un muelle accionado con un
movimiento de codo colocaba en su mano un pequeño revolver
del 22. Era hora de darse una vuelta por la ciudad. Peter Pattin-
son era la estampa perfecta de un chico steampunk, un subgé-
nero literario nacido dentro de la ciencia ficción de los años 80´s

131
del siglo XX. Antes de que todo se fuera al garete, este subgé-
nero era un verdadero movimiento artístico y sociocultural y no
tan solo literario en el que sus seguidores vivían en una ambien-
tación donde la tecnología a vapor seguía siendo la predomi-
nante, con muchas reminiscencias de la época victoriana y
donde no era extraño encontrar elementos comunes de la cien-
cia ficción o la fantasía. Una forma de entender el mundo, más
culto y sin la prisa absurda de la humanidad desbocada. Julio
Verne, Arthur Conan Doyle, H.G. Wells como referentes, Poe,
Lovecraft, Jack London, Terry Pratchett como algunos de los
cientos de profetas. En otro momento no habría sido más que
otro tipo raro más en los Estados Unidos, un país lleno de raros.
Pero es que Peter Pattinson no era siquiera americano, era eu-
ropeo, español, para ser más precisos, de Málaga. ¿Y qué hacía
un malagueño en Second Opportunity? Pues era a la vez sencillo
y extraño, como su vestimenta, como su mente, como su cora-
zón. Profesor de literatura y fisioterapeuta, era un tipo enorme
pero con un corazón de oro. Había visto como las cosas empeo-
raban día a día por culpa de la plaga, y filosofando hasta altas
horas de la madrugada tuvo una especie de satori, esa especie
de iluminación japonesa que tanto le gustaba en una mezcla de
fanático del cómic, el manga, la literatura de fantasía y el steam-
punk. Una epifanía que le dio sentido a lo que le quedaba de
vida. Lo había visto claro al ver en la televisión los primeros
saqueos a centros comerciales, a los bancos, a las tiendas en to-
das las partes del planeta y el caos que se empezaba a generar.
Aunque las autoridades pedían calma y decían que todo estaba
bajo control, Peter Pattinson, también conocido como PePe sa-
bía que no era cierto. Él, que tenía como referentes a los perso-
najes de Verne y Sherlock Holmes, a los vívidos personajes del có-
mic, desde la Marvel a la DC Cómics, al Creepy, a Tales From de
Crypt, a Zona 84, al Tótem, al Víbora, a Pulp Fiction, a Tintín, a las
Amazing Stories como parte de su mente, lo vio claro.
Un día, recordando una escena de la película “El Día del

132
Mañana”, en la que un cambio climático congelaba el planeta,
varios supervivientes estaban a punto de perecer de frío y ante
una gran chimenea comenzaban a quemar libros para calen-
tarse. Entonces, asaltado por una idea que asemejaba irracional,
pidió una excedencia que intuía que sería para siempre, vendió
todo lo que pudo como un perturbado y tomó un vuelo hasta
Nuevo México, y de allí hasta Second Opportunity donde estaba el
museo biblioteca más importante del planeta de cómics y cien-
cia ficción, el Miskatonic SF Museum. Satisfecho con su atuendo,
PePe subió las escaleras de los sótanos y en la puerta de entrada
tras quitar las cadenas y descorrer varios cerrojos que él mismo
había colocado, al igual que las planchas metálicas soldadas a
las ventanas del museo, la abrió no sin antes colocarse sus gafas
de soldador steampunk y salió a las calles de Second Opportunity.
El autonombrado vigilante y custodio de la colección más
grande de la Humanidad de cómics y libros de ciencia ficción y
fantasía épica estaba ahora a salvo.

133
—“La cultura líquida moderna ya no siente que es una
cultura de aprendizaje y acumulación, como las culturas regis-
tradas en los informes de historiadores y etnógrafos. A cambio,
se nos aparece como una cultura del desapego, de la disconti-
nuidad y del olvido.”
ZYGMUNT BAUMAN.

Mugon iba sentado en la carreta en el pequeño pescante


junto a Johan, en la parte trasera estaba Haydn aún incons-
ciente, mientras tres de sus hombres estaban en la retaguardia
en triciclos modificados, que eran mejor que las bicicletas de dos
ruedas, sobre todo para mantener el equilibrio si había que dis-
parar. Guposd montaba en uno de los tres caballos que tenían.
En la vanguardia el resto también en los triciclos, excepto Ma-
carrón y Charles que iban en los animales de avanzadilla un ki-
lómetro por delante.
—Hay una cosa que no entiendo, doctor Johan —dijo
Mugon—. ¿Cómo cojones con todos los científicos al servicio de
la humanidad no se pudo hallar rápido una vacuna o un reme-
dio? Coño, ni la ONU, ni la Organización Mundial de la Salud, ni
los Nobel, Harvard, ni las miles de instituciones médicas pudie-
ron hacer nada.
—Por lo de siempre —contestó Johan—. El dinero y el
poder que da el conocimiento.
—¿Poder sobre la cura?
—Sí, y su valor en el mercado —sonrió torvamente.
—No me joda, doctor.
—Había al menos 120 proyectos serios de estudio, y le
hablo de antes de que estallara en las manos todo. Antes de los
“Invictus” y las fumigaciones, cuando el problema de las Vacas

134
Locas demostró que los priones en la carne ya estaban en mu-
chos cuerpos humanos en estado latente esperando algo para
activarse —siguió Johan—. Son infecciones que pueden tardar
en aparecer hasta treinta años, y por mis manos pasaron mu-
chos informes de diferentes organizaciones que demostraban
por las fechas en las que estaban redactados que desde los años
50´s algo pasaba. Solo aquí en Estados Unidos teníamos a los de
DARPA, la NSA, la CIA, al Servicio Secreto, a la FDA por citar
algunos que a su vez subcontratan a empresas privadas para
sus investigaciones, y estas a su vez subdividen sus investiga-
ciones para dar más velocidad a los avances en otras empresas,
por lo que en diez estudios para hallar una vacuna o una solu-
ción se multiplica exponencialmente...
—Ya, esa historia me la conozco, cuando muchas orga-
nizaciones del Gobierno quieren mojar en la misma salsa para
alimentarse y ganar favores para que les suban las asignaciones
en los presupuestos —cortó Mugon escupiendo.
—A eso iba. Luego está la realidad, que quienes tienen
el verdadero poder de decisión sobre la efectividad de la solu-
ción son empresas privadas, pri—va—das —deletreó Johan con
sorna—. Con lo que su prioridad es generar el máximo benefi-
cio para sus accionistas y si pueden de paso, aplastar a sus com-
petidores en el mercado. Al final todo se convierte en una gue-
rra comercial.
—Vaya, eso de no curar de golpe y de mantener estable
la enfermedad para que un paciente pague religiosamente su
enfermedad crónica hasta que la diñe y no se libre de ella. Vi un
par de documentales sobre las farmacéuticas y algunas opinio-
nes de afamados científicos que aseguraban que muchas enfer-
medades a escala planetaria no se curan porque se busca man-
tener la enfermedad parada con medicación, no les interesa
erradicarla. Por eso, el que crea una vacuna, o la vende rápida-
mente, le cortan el cuello si la dona a la Organización Mundial

135
de la Salud... creo que le pasó a un investigador con una vacuna
para la malaria. Le hicieron la vida imposible.
—Con los nano robots y la vacuna que creamos había
ingentes cantidades de dinero y mucho poder en juego, se lo
aseguro, y el Gobierno solo se veía en fotos, siempre se trataba
con ejecutivos —explicó Johan—. Lo sé porque estuve en varias
de esas reuniones y solo se hablaba de tiempo, de rendimiento
y de precio de fabricación en serie. Así se hizo, después sí que
entraron los del Gobierno para su distribución y conexión con
otros países para la dispersión de los “Invictus”. Algunas veces
me recordaba a una moneda de dos caras como la que se vio en
la Segunda Guerra Mundial...
—¿Qué tiene que ver la Gran Guerra con esto? —cortó
Mugon que se había girado para ver el cuerpo de Haydn que
parecía moverse.
—En la Segunda Guerra Mundial hubo dos maneras de
afrontar los avances tecnológicos a escala planetaria, los Aliados
de alguna u otra manera trabajaron entre ellos mano a mano
con la única finalidad de ganar para acabar con el enemigo, aun-
que luego tuviera claro nuestro país que si salía victorioso sería
el amo del mundo, era una jugada de ajedrez geopolítico. Pues
se asociaron y contrastaron ideas, conceptos, cada uno con sus
armas para unir, por ejemplo, a los indios Navajo con sus claves
para que no fueran descifradas por los japoneses y alemanes, y
los polacos e ingleses descifrando el funcionamiento de la má-
quina Enigma con la que se comunicaban las tropas del Reich —
Johan hizo una pausa para dar un trago de la cantimplora que
le pasaba Mugon—. Y los alemanes hicieron como lo hemos he-
cho nosotros con la Pangemia.
—Explícate.
—Tenían decenas de proyectos de armas, de cohetes, de

136
aviones de tanques todos novedosos. Pero no había comunica-
ción entre los investigadores, técnicos y diferentes estamentos
militares, todos querían dar en la diana y ganarse el favor de
Hitler. Ser los héroes del Reich de los mil años como lo llamaban.
Como luego se comprobó, muchas de esas ideas hubieran de-
cantado la guerra en favor de los alemanes tal y como compro-
bamos nosotros con nuestros avances en los años 50´s y 60´s.
—Esa me la sé también, cuando trajimos a esos hijos de
puta a América perdonándolos a cambio de sus conocimientos.
—Así es. El programa espacial, armamento, medicina...
—Y esa mierda de lucha por la ganancia es lo que ha he-
cho que el mundo se fuera a la mierda y no hubiera una vacuna
efectiva en tantos años. ¿Me equivoco, doctor?
—No, no se equivoca —afirmó Johan—. Y eso solo para
Estados Unidos, ahora hay que expandirlo al resto del planeta,
cada uno con sus ambiciones, rencillas, religiones, que no se
cure el enemigo puesto que es un castigo de Dios...
—Esas mierdas que hacen al hombre pequeño —senten-
ció Mugon para continuar.
—Ya me dio que pensar que todo se mantuviera en se-
creto una vez salió el proyecto “Invictus”. Creo que la razón es
porque había un proyecto privado ajeno a los gobiernos mun-
diales...
—Lo que dijo ese soldado, que alguien ha intentado apo-
derarse de la humanidad, del botón que permite controlar al
mundo —dijo Mugon parando de golpe.
—Yo tengo la misma idea, como una película de conspi-
ración a lo James Bond y un malvado Doctor NO para dominar al
mundo y causar un caos mundial...
Johan dejó de hablar, Mugon en la parte de atrás de la

137
carreta tomaba el pulso de Haydn para después dar un puñe-
tazo en el suelo de madera.
—Creak, maldito matasanos, ven aquí —gritó—. Creak
paró y subió a la trasera.
—Está muerto —sentenció Creak con pasmosa tranqui-
lidad.
—Dijiste que se pondría bien —gritó Mugon—. Sólo
conmoción dijiste.
—No tengo hojas de reclamaciones, jefe — respondió—
¿Lo enterramos aquí?
Johan vio como Mugon apretaba los puños un par de
veces antes de responder.
—Sí, empezar a cavar una fosa profunda, no quiero que
las alimañas se lo coman —intentaba respirar controlando su
ira.
Una hora y media después continuaron el camino. La
ceremonia había sido corta, en la que cada uno había dicho una
frase recordando al joven Haydn. Nada más, desnudo a la fosa
tras añadir a la dotación sus pertenencias. Eran tiempos extra-
ños.
—Antes hablaste de cine, de James Bond y la película del
Doctor NO —dijo Mugon—. Solíamos hablar mucho de cine
Haydn y yo... compartíamos un extraño placer y afición al cine
mudo, en especial a sus narradores, esa gente que iba contando
lo que sucedía en pantalla. En ningún otro lugar del mundo
llegó a tal nivel como el de acercarse al propio arte que descri-
bía, y era en Japón, donde los Narradores de Películas eran lla-
mados Benshi. ¿Le suena el nombre, doctor?
—No, pero sí que recuerdo el cine de barrio donde un

138
tipo al piano tocaba música mientras otro explicaba lo que su-
cedía pese a que entre escena y escena había frases escritas. Lo
recuerdo como un sueño, sería muy pequeño —contestó.
—En Japón, los Benshi no solo describían los cortometra-
jes, películas y documentales, sino que debían estudiar y poder
explicar a la cultura nipona las realidades y describir en pocas
palabras una realidad cada vez más cercana, la del mundo occi-
dental. Allí siempre había habido una larga tradición de narra-
dores ya que hay partes de sus artes escénicas que la única voz
es la del narrador y los actores o marionetas son las que repre-
sentan la acción. Como putos maestros enlazaban la imagen con
su cuento —siguió Mugon—. Haydn me contó que el Benshi se
situaba a la izquierda del escenario con una mesa y se diluía
porque lo importante era que la gente siguiera y disfrutara y,
sobre todo, comprendiera lo que veía, aunque había especiali-
zados en diferentes actores, Charlie Chaplin tenía un Benshi
muy conocido que se disfrazaba de él y otros de vaqueros o de
soldados europeos.
—Qué curioso.
—En Japón la curiosidad ajena es un arte. Unos jodidos
artistas en todo, esa mezcla entre lo antiguo y lo moderno que
te deja fascinado —sonrió—. He estado muchas veces allí. Son
diferentes. Verá… la popularidad del cine fue de la mano de
estos tipos, y se crearon escuelas en todo Japón en las que no
solo se les enseñaba el arte de narrar, sino que además se ense-
ñaba cultura occidental y se crearon archivos en los que acce-
dían a las novelas de las que se habían adaptado los guiones y
actualidades de las sociedades occidentales, prensa, revistas, li-
bros, música. Las proyecciones empezaban con una explicación
corta de lo que iban a ver y lo que representaba o qué valores
daban a entender. Buscaban el arte de la palabra en sus narra-
ciones.

139
—En 1929 había constancia de más de 6900 Benshi en
todo Japón, nadie como los japos para ponerse las pilas.
—¡Ah! Y también me contó Haydn que hubo un Benshi
muy muy famoso llamado Heigo al que tras perder su trabajo
cuando ya el sonoro acaparaba todo tras los primeros doblajes,
se suicidó.
—Ese hombre no era otro que el hermano de Akira
Kurosawa, el director japonés más famoso de todos los tiempos
—comentaba excitado Mugon—. ¿Sabes que George Lucas basó
su universo de Star Wars en las pelis del maestro Kurosawa?
Durante un largo rato no hablaron, tan solo escucharon
los cascos de la yegua y el chirriar de alguna rueda de triciclo.
—A veces me gustaría ser uno de esos contadores de his-
torias y no haber vivido cosas que me siguen atormentando por
las noches, si hasta vi a una abuelita con su nieto en brazos… se
lo estaba comiendo vivo, doctor… —susurró Mugon—.
Johan no supo qué decir, pero ya no hizo falta porque
llegaron Macarrón y Charles informando que en la siguiente
curva del camino de tierra entraban en la carretera asfaltada a
menos de un kilómetro del pueblo de Second Opportunity.

140
—“Se ha declamado mucho contra el positivismo de las
ciudades, plaga que entre las galas y el esplendor de la cultura,
corroe los cimientos morales de la sociedad; pero hay una plaga
más terrible, y es el positivismo de las aldeas, que petrifica mi-
llones de seres, matando en ellos toda ambición noble y ence-
rrándoles en el círculo de una existencia...”
BENITO PÉREZ GALDÓS.

EN ALGÚN LUGAR DE MOSCÚ (RUSIA) AHORA


MISMO....

Hacía un frío de mil demonios, pero siendo ciudadano


ruso y para más inri, siberiano, debía de estar acostumbrado.
Pero una cosa era para Dimitri Harloff el tener pasaporte de la
Madre Rusia y otra el no haber salido de laboratorios con cale-
facción o aire acondicionado en veinte años. Tenía frío. Pero es
lo que había. Él era un nganasan, un nativo de la península nor-
teña y siberiana de Taymyr, aunque desde hacía algunas gene-
raciones vivían bajo la bandera de la Federación Rusa en Ust—
Avam o Norilsk, su anciana madre, de tradición animista, aún en-
viaba ofrendas votivas. Aunque él sabía que el futuro estaba en
las escuelas y las universidades, cambiar sus nombres impro-
nunciables. Dejar atrás una lengua moribunda que hablaban
menos de quinientas personas de las casi tres mil de las que es-
taba censada la etnia. Dimitri había ganado beca tras beca y ha-
bía logrado ser considerado uno de los ingenieros más recono-
cidos y el único de su tribu en llegar tan lejos. Dimitri tenía que
ser fuerte por su mujer Bianca y sus dos hijas. Con lentitud pre-
meditada se colocó el pequeño catalejo en el ojo y recorrió las
calles de lado a lado, mirando entre los vehículos incendiados,
la basura y los cadáveres. La música del viento ponía la perfecta

141
banda sonora. Otros, que hacían lo mismo, iban a otras partes
de la ciudad o a las afueras, y con menos frío, porque si algo era
lo que no faltaba en cada dacha abandonada eran litros de vodka
para el frío. Ese remedio tan antinatural como cuando los pio-
neros del oeste llevaron el whisky a los indios, el "agua de fuego",
allí había sido su perdición. Recordaba haber visto incluso en el
laboratorio militar ese soplador donde se echaba el aliento antes
de colocar tu dedo para registrar la entrada en las instalaciones
y si pasabas de una tasa de alcohol no te dejaban entrar y eras
detenido. El laboratorio había sido destruido por una explosión
premeditada y nada accidental poco antes de que aconteciera el
caos. En la vieja Rusia la plaga se tapó y extirpó como si fuera
la Edad Media con su tratamiento de la Peste, los estadios de
futbol fueron usados para albergar a los infectados allí, a su
suerte como quien mete lo malo en una caja, la cierra y luego
tira la llave. Pero la vida continuaba o continuó hasta el apagón,
ese pulso electromagnético del que pocos sabían por qué... pero
Dimitri sí. Su nivel de seguridad en el laboratorio militar pro-
piedad de la vieja KGB ahora FSB, Servicio Federal de Seguridad
Ruso, le permitió saber mucho más que la mayoría. Alguien que
gobernaba por encima incluso de los gobiernos y que surgía de
Canadá y Estados Unidos en su mayor parte. Allí se estaban
realizando investigaciones encubiertas que estaban intentando
controlar a toda la población a escala planetaria. Ya no virtual-
mente como había demostrado Edward Snowden, el fugado a Ru-
sia analista y supervisor informático de la NSA y la CIA que
había destapado antes de huir de Estados Unidos que los servi-
cios secretos americanos escudriñaban a toda la población mun-
dial. Todo un entramado con puertas traseras en el software de
los teléfonos móviles que lo escuchaban todo, televisores Smart
TV’s y cámaras de ordenadores grabando conversaciones, hasta el
cacharro ese de Alexa registrando todas las conversaciones sin
que los usuarios se dieran la menor cuenta. Y todo pasado por

142
un filtro de poderosos ordenadores cuyo sistema había progra-
mado y revisado el propio Snowden. Las escuchas telefónicas de
la conspiración de Echelon, ese sistema descubierto de espionaje
por teléfono que había salpicado también al gobierno ameri-
cano en el que espiaba las conversaciones de todas las redes so-
ciales de todos los usuarios. Conversaciones incluso de los pre-
sidentes de países aliados y usaban esa información para favo-
recer contratos multimillonarios para empresas americanas
como Boeing. Ese control en la sombra era real, ese mismo go-
bierno fue el que empezó a boicotear las investigaciones, y más
cuando vieron que podían ser beneficiosas y acertadas según
indicaciones de altos cargos para crear una puerta trasera con la
que descontrolar lo que otros pretendían controlar con los "In-
victus". Conforme avanzaban en positivo sus investigaciones
empezaron las muertes, los ataques de plaga a casi todos sus
colaboradores y conforme se acercaban a esa anulación total de
los “Invictus” se informó de los planes de ese pulso electromag-
nético. Ya sabían que habían participado engañados, como to-
dos, por ese lanzamiento de los nano robots y sin esperar a que
se asumieran los riesgos o el consenso mundial, surgieron las
explosiones y se acabaron los lugares de archivos, las instalacio-
nes, todo. Luego vino el silencio y el caos. Por la misma razón y
por la misma fuente de información, sabían que conocíamos
que el pulso solo era un engaño y que se activaría todo de nuevo
como un reset del sistema tecnológico humano. El acabar con los
nano robots era una falacia, y lo de que el pulso se les había ido
de las manos otra falsedad mayor. Dimitri sabía que no había
que huir de la ciudad donde esa tecnología estaba solo en
stand—by, había que esperar al reinicio y adaptarse porque
quien controlara la tecnología lo controlaría todo en la nueva
realidad. Entre los coches calcinados apareció un jabalí, estaba
tranquilo y confiado, no había nada de lo que tuviera miedo, al
menos de momento. Dimitri tenía los cinco sentidos alerta e iba
sigilosamente tras su presa. Esa era la parte trasera del antiguo

143
zoológico, modernizado hasta el extremo de estar todo informa-
tizado, y una vez cayó toda la red, las puertas en su totalidad se
abrieron y ¡Bang!, la ciudad de Moscú, con uno de los mayores
zoológicos del mundo, liberó a todos sus animales. Era brillante
cómo la naturaleza se había adaptado, cómo leones, tigres, osos
blancos y demás fieras se habían adaptado al lugar por el mo-
tivo más sencillo, tenían comida de sobra, miles de humanos a
los que cazar y devorar tranquilamente. Habían aprendido a
desaparecer cuando comprendían que había un arma de fuego.
Dimitri daba gracias por saber y por recordar los métodos de
caza de su tribu. Se acercó un poco más entre el hueco de una
ventanilla rota de una puerta abierta de un Lada Niva. Tensó la
cuerda de su arco de tejo, cerró uno de sus ojos, contuvo la res-
piración… y disparó. La flecha dio en el blanco y el jabalí con
un gruñido cayó al suelo moviéndose. De un salto Dimitri se
acercó y con su machete le cortó el cuello rápidamente. Calculó
mentalmente sus kilos y lo que podría sacar en el mercado de
las calles Manege o en la Tverskaya que seguían siendo las más
importantes, allí se había configurado una especie de lonja de
todo, desde prostitución a barberos, médicos, aguadores que
traían agua filtrada o desde pozos secretos, agricultores que cul-
tivaban en invernaderos en lo alto de edificios. La realidad de
una ciudad a lo Mad—max. Entonces ese sexto sentido del que
hablaba su abuelo y su padre estando sereno, ese que había ob-
viado en ese momento pensando en qué hacer con lo que aún
no tenía, ese cuento de la lechera en versión rusa, apareció. Si hu-
biera estado atento habría salido de ese lugar y se habría colo-
cado en otro dejando la presa abandonada a toda prisa... pero
era tarde. El enorme tigre de Bengala estaba a un metro de él
mirándolo con curiosidad, vio por el rabillo de ojo otro, una
hembra que se acercaba sin temor al cadáver ya casi inmóvil del
jabalí y lo olisqueaba con curiosidad. No hubo pausa, ni grito,
ni amenazas, simplemente el enorme tigre de más de doscientos
kilos se arrojó sobre él y le reventó la cabeza entre sus fauces.

144
Un último pensamiento antes de morir... se moría con él la in-
formación de la conspiración que había acabado con la huma-
nidad, y qué posible solución al control de los "Invictus" había
cuando retornara la tecnología. Los dos tigres comenzaron a de-
vorar al jabalí, a Dimitri ni se acercaron, la carne humana no era
gran cosa en comparación con la carne de cerdo. La hembra de
tigre debía de comer mucha carne rica en grasa, estaba embara-
zada y quería que su nueva progenie viniera fuerte a este nuevo
mundo.

EN ALGÚN LUGAR DE MOSCÚ (RUSIA) AHORA


MISMO....

145
—“Allí donde la vida levanta muros, la inteligencia
abre una salida”.
MARCEL PROUST.

Thomas revisó los últimos armarios de la alacena que


parecían no haber sido del todo saqueados por los soldados.
Poco botín se llevaban, menos del que sacaron de las cabañas
de George, al que habían dado sepultura, ahora estaba ente-
rrado bajo unos setos tras la caseta de entrada al Útero. Descu-
brieron que el Útero tenía otras entradas, pero estaban bloquea-
das por teclados electrónicos y en estos, la clave "Pangemia" no
funcionaba. El resto de los cadáveres los habían dejado en el si-
tio, tan solo les habían quitado sus chaquetas de camuflaje, eran
ligeras y de excelente calidad pese a su delgadez de tela, les se-
rían de mucha utilidad. Los soldados, además de llevarse a
Johan y todo lo comestible que pudieron acarrear, se habían lle-
vado la carreta, la yegua y todos los suministros que habían
traído. La verdad es que se podían haber quedado un tiempo
allí, había comida que se preparaba con un sistema de hidrofi-
liación. Había incluso agua caliente, se habían duchado hasta
que se les pusieron los dedos como pasas de arrugados, pero
Sophie necesitaba salir de allí inmediatamente, el lugar le daba
al mismo tiempo repulsión y miedo. Allí tenía la sensación de
que le faltaba el aire. Solo accedió a ducharse y cambiarse de
ropa sacada de un armario, seguramente de la doctora Anabel
Hooper. No quería pasar ni un segundo más allí. Esa era su de-
cisión final. Thomas entró en la última habitación que le que-
daba por revisar, miró en uno de los cajones de un pequeño
mueble donde solo había sábanas y alguna manta. Miró bajo la
cama y sacó algo. Eran unas bragas.
—Mierda —recordó que era allí donde la había llevado el jefe
de los saqueadores. Eran suyas. Sin poder reprimirse las olió y
enseguida, como pillado como un niño haciendo algo malo que

146
es visto, las arrojó nuevamente bajo la cama.
Thomas se encontraba disperso en sus pensamientos.
"¿Te has acostado con mi novia?”.
La frase de su hermano Phil taladró su mente. Era mejor
salir de ese sitio. Una vez fuera no vio a Phil ni a Sophie y el
corazón le dio un vuelco. Tampoco estaban los sacos donde lle-
vaban las pocas cosas que podrían llevarse.
—¡Phil! ¡ Sophie! —gritó mirando a los cuatro costados.
De pronto se escuchó un zumbido que venía del cielo.
—Hola hermanito, me vino bien estar con la pandilla de
los chungos en mi juventud y aprender a hacer puentes —Phil
reía montado en una de las motos aéreas que habían traído los
SEAL.
Otro zumbido y Sophie apareció montada en la otra
moto y descendiendo.
—¡Woooowww! —se reía— tienes que probarla, Tho-
mas, ahora doy gracias a que el tarugo de tu hermano se haya
pasado media vida jugando a las consolas.
—¿Ves como no todo es estudiar y ser un hombre de
provecho? —gritó Phil
Thomas se rio pero sobre todo se alegró de ver de nuevo
una sonrisa dibujada en la cara de Sophie.
—Funciona como un simulador, es igual tío, de hecho,
la marca Konami hizo un simulador de tanques de combate tan
perfecto que los soldados preferían la simulación a la realidad.
Dicen que desde entonces se obligó desde ese día a los fabrican-
tes a hacer la maniobrabilidad de los tanques tal y como se hacía
en los simuladores. Y claro, la leyenda dice que el simulador ese
fue retirado del mercado y sobornaron con muchos ceros a Ko-
nami, que se hizo con el poder planetario en esa época del

147
mundo de los videojuegos.
Mostró a Thomas cómo funcionaba, era muy sencillo.
—Mira, y tiene hasta una especie de GPS aunque más
rudimentario, y marca un pueblo a pocos kilómetros, es Second
Opportunity, ese pueblo del que nos habló George al pasar cerca,
podemos ir a buscar comida y a pensar qué hacemos, si quere-
mos irnos o no de este sitio.
—Aquí no vamos a estar Phil… por lo menos yo —cortó
Sophie— y lo sabes.
—Sentimos lo que paso allí... —empezó Thomas.
—Ya lo hemos hablado —dijo secamente Phil— eso es
algo entre Sophie y yo.
—Siento a veces que no puedo más con todo el peso que
cargamos a nuestras espaldas —a Sophie se le llenaron los ojos
de lágrimas.
—Déjalo ya, joder —se quejó Phil.
—Entonces ¿tu idea es ir a ese pueblo? —preguntó Tho-
mas.
—Sí y más rápido, volando —rio Phil—. Sube atrás, her-
mano, que siempre has sido muy torpe, Sophie se defiende bien,
igual que con el World of Warcraft.
Thomas se ajustó la cremallera de la chaqueta en la que
se reflejaba la insignia de los SEAL de los 500 Millions y subió a
la parte de atrás de la moto-dron. Y con suave zumbar se eleva-
ron unos tres metros del suelo alejándose en dirección a Second
Opportunity.

148
—“En nuestra sociedad, quienes mejor saben lo que está
ocurriendo son también quienes más lejos están de ver el mundo
tal como es en realidad. En general, cuanto más saben, más se
engañan; cuanto más inteligentes son, menos cuerdos están”.
GEORGE ORWELL.

Otra vez el sueño, el jodido sueño. Se incorporó de un


salto llevándose las manos al rostro y apretando fuerte, como
cuando hacía de pequeño y tenía una pesadilla, su hermano
John solía esconderse debajo de las sábanas, pero él usaba el
método de taparse los ojos y apretar para que no hubiera nin-
gún impulso de abrirlos. Solo cuando su corazón se calmaba
apartaba las manos de allí. Había sido como otras veces, y siem-
pre igual, con alguna diferencia de atrezzo y como los fallos en
el cine en que hay una persona cuyo nombre no recordaba que
era la encargada de anotar todo tal y como había quedado para
continuar o repetir la escena y se notaba, salvo esos detalles, su
sustancia era inquietante. Se hallaba solo, en medio de una gran
plaza del complejo mexicano de Xochicalco, un lugar arqueoló-
gico azteca situado en el Estado de Morelos, una zona que había
visitado hacía años cuando ayudaba a la policía mexicana en el
apoyo logístico de unos nuevos lanzacohetes. Había grabados
unos glifos en la piedra en medio de esa plaza que estaba llena
de gente vestida como hacía mil o mil quinientos años antes de
la llegada de los europeos, con sus tocados, sus ayates... y lo ex-
traño, porque una de las primeras cosas extrañas era que pese a
saber que estaba en unas ruinas aztecas, comprendía que toda
esa gente era maya.
—“Todos controlados” —se decía en su sueño a él mismo.
Y de pronto, algunas personas comenzaban a parpadear
y como en los videojuegos estos iban desapareciendo primero a

149
un ritmo sereno y acabando con un torbellino de personas ma-
yas que parpadeaban y desaparecían hasta no quedar nadie. El
pueblo maya desaparecía, y la plaza queda vacía. Había apare-
cido una voz que había dicho tronando:
“Y el pueblo inuit, y quien estuvo en la zona de Anatolia...
civilizaciones desaparecidas...y los ejércitos de Cambises... desapareci-
dos”.
Mientras esa voz seguía enumerando lugares y civiliza-
ciones, él miraba una pantalla, una gran tablet en sus manos
donde aparecían a gran velocidad nombres de personas con sus
lugares, situaciones y localizaciones a tiempo real, y a la dere-
cha surgían dos palabras en rojo destellando:
“APAGADO— INACTIVO”
—Los estamos perdiendo, los estamos perdiendo —se decía
nervioso—. Tras tantos años de preparación todo se diluye y el control
se escapa...es la hora de pagar.
Y entonces se echaba la mano al cuello y se arrancaba el
dispositivo. Y allí es cuando despertaba.
—Otra vez el sueño, el jodido sueño —dijo esta vez en
voz alta.
Un pitido estridente le hizo adelantar ese apartar de ma-
nos de su rostro. Era el intercomunicador interno con la sala de
control del YAVHE.
—¿Sí?
—Comandante, ha habido novedades en la unidad GX6
que fue mandada a las coordenadas 786453/876522/ES...
—A las instalaciones del Útero... debían traer al doctor
Johan Bastide para interrogarlo, sellar el lugar y eliminar al
resto. ¿Qué novedades hay? ¿Ya han regresado? —preguntó.

150
—No, señor, tres de los SEALS han muerto y no tienen
actividad vital, un cuarto, el SEAL-A34 también, pero...
—¿Pero...? —odiaba esos peros, nunca les seguía nada
bueno.
—Verá señor, hubo un ataque y algo salió mal porque
todos activaron sus dispositivos de manera automática salvo
uno, el SEAL-A34. No lo desactivó por cuenta propia, la orden
de activarlo estuvo durante horas en modo repetitivo. Se puso
en stand by y tras un tiempo se volvió a activar.
—¿Y cuál es el problema? Deberá ser un error de lectura,
aún no tenemos todo el sistema recuperado —preguntó el co-
mandante.
—La unidad biológica a la que se ha vinculado es una
mujer, señor, y no está en los archivos que ya están recuperados.
Señor...
—Se quitó su dispositivo y se lo ha colocado a otra per-
sona infectada en pleno ataque inicial —meditó.
—Sí señor, se lo ha quitado, o se lo han arrebatado, des-
pués ha muerto, sus datos del “Invictus” nos dicen eso. La uni-
dad biológica femenina estaba ya infectada y en fase ataque-
destrucción, por lo que el dispositivo la está conteniendo.
—Lo que nos lleva a pensar que o saben cómo funcionan
los dispositivos o SEAL-A34 se lo dijo —cortó nuevamente—.
No podemos acceder a sus datos hasta que se acabasen de des-
cargar todos los archivos o que por suerte baje su perfil. ¿No es
así?
—Exacto, señor.
—Y el tiempo de recuperación del sistema suele demo-
rar entre un par de días y tres semanas —gritó—, putos infor-
máticos.

151
—Señor... el doctor Johan no está en el Útero, la única
cámara que tenemos controlada lo muestra saliendo con un
grupo de soldados.
—¿Soldados? ¿Qué coño me dice de soldados? —espetó
el comandante.
—Estamos escaneando las imágenes señor, algunos lle-
van insignias SEAL.
Ahora el comandante sí que se puso en pie de un bote al
mismo tiempo que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿No son de los nuestros? —preguntó el comandante
con voz temblorosa.
—No, señor.
—Voy a la sala ahora mismo —resolvió.
—Otra cosa...señor...
—Dígame.
—Las motos aéreas han sido activadas y vuelan con tres
personas, una de ellas la mujer con el dispositivo. Son civiles o
al menos no llevan armas, pero sí ropa militar, de hecho guerre-
ras de nuestros SEAL.
—¡Pero esto es un puto circo! —gritó el comandante que
ya se estaba vistiendo.
—Lo más curioso es que todos van al mismo sitio, señor,
esos soldados SEAL, Bastide y los tres civiles con nuestras mo-
tos. Van a un pueblo pequeño llamado Second Opportunity.
—¿Estamos lejos de allí?.
—No, señor, a unas tres horas si cambiamos de rumbo.
—¡Cambien de rumbo ya! ¡Es una orden! Anótela en el
cuaderno de bitácora. Nuestra misión era la de llevar al doctor

152
Johan a Raven Crook o a la base Ombligo y por Dios que lo hare-
mos.
—Sí, señor.
El comandante se lavó la cara en el pequeño cuarto de
baño de su camarote y abrió el ojo de buey para que el aire
fresco calmara sus ánimos. El paisaje era precioso desde el ze-
pelín. La pérdida de Anabel Hooper, la experta de los "Invic-
tus", fue un jarro de agua fría y aunque no se supiera cómo ha-
bía desaparecido, la culpa siempre rodaba escalera abajo desde
lo más alto de la pirámide de mando a lo más bajo. Y en ese
escalafón del Nuevo Orden Mundial de los 500 millions, el coman-
dante estaba aún demasiado abajo. No, no podía fallar esta vez,
el doctor Bastide era parte vital del proyecto que se había tor-
cido y ahora empezaban a reiniciarlo empezando con los datos
informáticos que el pulso había apagado, pero eso, el pulso era
tan solo una treta para resetear la Humanidad. Y él formaba
parte de eso. Cogió el intercomunicador.
—Ordene a todas las unidades que se preparen para
asaltar ese poblacho. Quiero una reunión en media hora con to-
dos y quiero todos los datos que tengamos en tiempo real. ¡Ya!
Se puso frente al espejo, miraba cómo el pelo se le había
quedado completamente blanco en cuestión de meses, pese a
sus 50 años y una complexión muy musculada, se sorprendió al
ver cómo se le habían echado los años encima desde que co-
menzó esta plaga. Se abrochó el cuello de la camisa y se puso su
guerrera donde en el pecho había una insignia con algo pare-
cido a puertas o a una hélice negra y la frase 500 Millions en
dorado. Cogió aire para evitar el apretar de nuevo las manos en
su rostro y salió, era hora cazar.

153
—“Todos éstos, los que vivían en estas casas, y todos
los condenados dependientes de comercio, que vivan por allí, no
sirven. No tienen coraje, no sueñan ni ansían nada, y el que no
tiene esas cosas, no vale un ardite”.
“LA GUERRA DE LOS MUNDOS”. H.G. WELLS.

Como en una mala película del oeste, el cartel de latón


en la entrada al pueblo estaba lleno de agujeros de bala, en una
verde y arreglada avenida con viejos álamos que lo circunda-
ban.
“SECOND LIFE 1078 habitantes”, y bajo alguien había
escrito:
“1077 infectados y yo”.
A una señal los hombres se dispersaron entrando en
abanico, mirando en las ventanas de las primeras casas de lo
que parecía ser una zona residencial. El silencio era total.
—Hay algo no me gusta —chasqueó la boca Will que se
había quedado con Johan.
—Hay algo extraño aparte del silencio —comentó el
doctor mirando desde la parte de atrás de la carreta donde es-
taban parapetados a la espera de que llegaran Mugon y los sol-
dados tras su inspección.
—Sí, es un pueblo abandonado, pero no se aprecia nin-
gún signo de saqueo o de... —Will escupió al suelo—. Mierda,
no hay ni basura, ni un puto papel, ni una jodida colilla. No me
gusta.
Calle abajo Mugon también se había dado cuenta y hacía
señas a sus hombres para que estuvieran alerta y para que ce-
rraran el abanico. El pueblo de Second Opportunity parecía un
decorado, un pueblo temático a lo Disney para turistas.

154
La calle mayor en la que se hallaban se extendía en línea recta
hasta perderse en las montañas rojizas al inicio del Desierto de
Colorado, todo a excepción de varios edificios de unas seis plan-
tas como mucho y que se veían en el centro de la calle a mitad
pueblo, el resto eran casas residenciales con jardín, porche y ga-
raje.
—American style —murmuró Mugon haciendo en gesto
que uno de ellos se acercara a su lado.
Entrarían en una de las casas. Así lo hicieron, Macarrón
lo cubrió y nada más mover el picaporte este se abrió. Era una
casa normal y corriente y su interior estaba en perfecto estado,
no había nadie. En la cocina olía a rancio, seguramente a comida
podrida de la nevera y en la mesa un solitario bol de cereales
resecos. En el salón todo en su sitio, tan solo algún juguete en el
suelo. Ahora Mugon cubrió a Macarrón y este subió a la parte
de arriba. Todo en perfecto estado, las camas arregladas, el
cuarto de baño impoluto.
—Esta está cerrada, jefe —dijo Macarrón—. Y tiene algo
extraño. Ostias, es un candado antiguo, pero las alcayatas son
nuevas en la madera.
Del candado pendía una etiqueta de cartón en la que ha-
bía tres nombres. Bettum, Ron y Gisele Greener, los dos prime-
ros con una cruz tachándolos y el tercero con un redondel en
azul. Se escuchó un sonido tras la puerta. Pusieron la oreja y de
pronto alguien la golpeó con fuerza. Luego un llanto de niño.
—¡Mierda! casi me cago encima joder —gritó Macarrón.
—Es una niña —susurró Mugon sin dejar de apuntar a
la puerta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Mugon—. ¿Eres Gisele?
El llanto se hizo más intenso y golpearon la puerta dos
veces.

155
—¿Abro, jefe? —Macarrón sacaba de su bolsillo un estu-
che con ganzúas.
—Ok —Mugon sacó de su funda la pistola, le quitó el
seguro y volvió a apuntar.
En poco tiempo el candado estaba quitado y abrieron la
puerta que chirrió sobre sus goznes.
—¿Niña, estás ahí? —dijo Macarrón.
La habitación estaba a oscuras y olía a carne podrida y a
amoniaco. Con una linterna que se sujetaba en el fusil ilumina-
ron y se toparon con los cadáveres de un hombre y una mujer
completamente mutilados a mordiscos. A pequeños mordiscos,
les faltaban trozos por todas partes. Algo se movió por la cama
y llegaron a ver unos calcetines de Bob Esponja desaparecer bajo
esta.
—Sal, no te haremos daño —Mugon acercó la bocacha
del arma a la sábana y empezó a levantarla.
Se escuchó un gemido y lloros lastimeros.
—Tranquila no te haremos daño... abajo tenemos choco-
latinas... ¿quieres una chocolatina? —dijo con voz melosa Ma-
carrón agachándose.
El lloro cesó de repente y una mano pequeña y sucia
asomó por los bajos de la cama, luego otra para de golpe aso-
marse el rostro de una niña con los ojos cerrados y legañosos, la
nariz cuarteada y la boca llena de lo que parecían pústulas. Con
las pequeñas manos apartó la bocacha del arma, dio un alarido
y, a cuatro patas, con una velocidad pasmosa, salió de allí de-
bajo para saltar por encima de Mugon y desaparecer por el pa-
sillo.
—¡Ostia puta… mierda… joder! —exclamó Mugon in-
corporándose de un salto.

156
Corrieron escaleras abajo tras la niña y allí la vieron, sen-
tada en el sofá con el mando a distancia. Se acercaron y ella giró
su cabeza en un ángulo imposible y de pronto soltó un alarido
estridente tres veces. Enseguida se escuchó otro alarido idén-
tico, luego otro y otro y otro. Otros niños seguían chillando
desde otras casas en un coro espeluznante. Con otro salto veloz
la niña salió por la ventana abierta del porche perdiéndose en
la casa de al lado.
—Salgamos y entremos en otra —dijo Mugon—. Y si
aparece esa niña le volamos la cabeza.
—No sé porque no lo hemos hecho antes, jefe —parece-
mos los típicos gilipollas incautos de las películas de terror.
En la siguiente casa vieron algo muy parecido, solo que
esta tenía las camas deshechas y la pila de platos era enorme y
llenos de roña reseca. Un candado idéntico y una etiqueta de
cartón con cinco nombres todos con una cruz. Abrieron la
puerta y allí había cinco cadáveres y ninguna sorpresa ni ruido,
tan solo los cinco muertos colocados unos sobre otros.
—Esto lo ha hecho alguien, joder —dijo Mugon.
Entraron en la tercera casa, escucharon también gritos
de niños, y al subir a ver la habitación superior, la etiqueta mar-
caba a un tal Ron y a un tal Paul con un círculo azul, pero esta
vez decidieron no abrir. Salieron y Mugon llamó por señas a la
unidad entera para una reunión. Cuando el grupo estaba com-
pleto pudieron ver desde lejos a la niña que encontraron en pri-
mer lugar, acompañada de dos niños más.
—¿Qué mierda es eso? —preguntó Guposd.
Macarrón le explicó lo que había pasado con la niña.
Mientras lo explicaba, vieron que varios niños entraban casa
por casa y salían con más niños infectados, ninguno mayor de
diez u once años.

157
—Esto no me gusta nada, jefe —dijo en voz alta Charles,
todos pensaban exactamente lo mismo.
—No tiene buena pinta... —murmuró Mugon, mientras
más se alejaban ellos, más críos se unían a los otros, formando
un grupo que se hacía cada vez más grande.
—En las otras casas solo hay cadáveres de personas
adultas —susurró Macarrón—. Allí no entran.
—Ya, y los niños están vivos, infectados pero vivos, jo-
der, esa niña era un puto clon de Regan, la puta niña de la peli
del exorcista —replicó Macarrón bastante inquieto.
—Obviando las comparaciones de cine de Macarrón…
—cortó Mugon—. La pregunta es si nos atacarán —Hubo un
silencio sepulcral.
—¿Quién puede matar a un niño? —preguntó Creak.
—Pues si me va a comer la yugular, yo —dijo sin dudar
Tom.
—Los marines sois muy... — empezó Charles.
—Dejaos de historias y entremos en las casas a ver qué
hay, quizás hallemos un plano de la ciudad y podamos ver
dónde está la comisaría o si hay algún cuartel de la Guardia Na-
cional. Necesitamos armas y comida —cortó Mugon—.
Thomson, ve a avisar al sargento para que venga y traed todo.
—Y vigilad a esos jodidos niños, si se acercan, disparad
—sonrió Tom.

158
—“Si un problema no puede resolverse, aumentará”.
DWIGHT EISENHOWER.

El parking del supermercado estaba casi lleno de


vehículos y todos aparcados correctamente.
—No hay basura, qué raro… — dijo Sophie nada más
bajar del vehículo aéreo—. Está como si acabaran de pasar los
servicios de limpieza. Voy a por un par de carros de compra.
—Hay coches con las ventanillas abiertas y algunos con
las llaves puestas, pero están aparcados —dijo Thomas.
—Extraño, sí —rio Phil—. Pero extraño o no hay que lle-
nar el buche, esperemos que no seamos los primeros en llegar.
Se acercaron al supermercado y se asomaron a través de
las puertas transparentes.
—Joder, veo mogollón de chocolate... y cerveza... ¡Joder,
mira eso! —siguió hablando Phil con el rostro pegado en el cris-
tal.
—¿Qué? —Thomas también pegó su rostro en la puerta.
—Está de oferta el jamón —rio Phil.
—Qué tonto eres, golfo —gruñó Thomas.
Sin mediar palabra, Phil cogió a Thomas del cuello.
—Puede que sea tonto, hermano... pero si descubro que
te has acostado o tonteado con ella... —le dijo entre dientes por-
que se acercaba Sophie con dos carros vacíos—. Volveremos a
hablar de mi novia, no creas que se me ha olvidado.
—No hay nada que contar, tarado, fuiste la última gota
de ADN bueno de la familia… —Thomas intentó suavizar un
poco el tema.

159
Con un grito Phil soltó a su hermano, agarró una pape-
lera que estaba muy cerca y la arrojó con fuerza contra uno de
los cristales que saltó en mil pedazos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sophie llegando.
—Que se han dejado las llaves dentro, querida —dijo
Phil mientras, con los pies, quitaba los cristales que cayeron al
suelo —podemos pasar, my lady.
Thomas y Sophie se miraron y ella le indicó con un gesto
que no dijera nada y entraron tras Phil. El supermercado estaba
bastante recogido y a excepción del fuerte olor a podrido de los
productos perecederos, todo estaba bastante bien. Aunque las
cámaras frigoríficas estaban vacías y limpias.
—Me resulta realmente raro el estado en el que está este
pueblo, todo bastante limpio y sin signos de saqueo —dijo Sop-
hie.
—Como si lo hubieran abandonado todos a la vez y al-
guien se hubiera encargado de dejarlo todo en su sitio, incluso
aparcando los coches —meditó Thomas—. Es muy extraño, pa-
rece una puta novela de Stephen King.
—Sí, extraño, pero la comida es real y la bebida también.
Podemos acampar aquí, no hace falta ir a ninguna casa,
quiero decir, hacemos una barricada en la puerta y a vivir que
son dos días. Aquí hay comida para tiempo —comentó Phil
abriendo los brazos y señalando a su alrededor—. ¡Señoras y
señores, bienvenidos a mis aposentos!
Así es que se perdieron por los lineales probando, co-
miendo y cargando víveres en los carros hasta que les llegó un
extraño coro de voces que al principio era muy tenue pero que
cada vez subía de intensidad. Thomas se acercó a la puerta de
entrada ya que le parecía que esos cantos raros venían de fuera,
y no se equivocaba. Sophie se colocó tras las cajas registradoras

160
y pudo apreciar una imagen casi surrealista, varias decenas de
niños y niñas que por su altura no tendrían más de doce años
que iban como en una manifestación infantil en dirección al su-
permercado. Todos iban con los ojos cerrados y legañosos.
—¡Yo quiero.. yoooo quiero... yoooo quiiiieeeeroooo! —
decían cada uno a su aire y a su ritmo en una salmodia que eri-
zaba la piel con un tono casi metálico.
—¡La puta de oros! Esto da muy muy mal rollo, Thomas
—susurró Sophie—. Esto es algo muy jodido.
—¿Sabes a qué me recuerda? —preguntó Thomas—. A
los putos niños del maíz.
—Jooooder —dijo Sophie sin dejar de quitar la mirada
al grupo de niños que eran al menos un centenar. Ya estaban en
el parking y parecía que jugaban en los coches abiertos entrando
en ellos para volver a salir con alguna cosa en las manos y ese
inquietante “¡yo quiero!” —me recuerda a los pueblos decorado
que se crearon en los años cincuenta en los Álamos o incluso aquí
en Nuevo México para estudiar los efectos de las explosiones ató-
micas.
—¿Como en la última película de Indiana Jones? ¿La que
se mete en una nevera?
—Sí. Hicieron aberraciones además de decorados, nues-
tro gobierno efectuó multitud de pruebas con material radioac-
tivo con la población —siguió Thomas—. La gente iba a ver las
explosiones con su hamaca y su picnic, sus gafas de sol al de-
sierto como quien va a ver amanecer.
—Algo vi en alguna parte, lo atómico de moda —Sophie
se rio—. Somos la leche de gilipollas.
—A los niños les invitaban a los espectáculos y luego les
daban de regalo cereales contaminados de radiación para ver
sus efectos —susurró de nuevo Thomas.

161
—No me jodas. ¿Eso aquí en América? —preguntó ella.
—Sí, aquí en casa. Bill Clinton tuvo que pedir perdón en
1995 por la experimentación secreta con seres humanos a los
cuales se los había expuesto a radiación, drogas, substancias
químicas y radioactividad sin su consentimiento. Una perio-
dista ganó un Pulitzer siguiendo esa historia radiactiva.
—¡Yooooooo quierrrro, yooooo quierrooooooo! —can-
taban al unísono la legión de niños.
Ahora subieron de volumen los cantos, la manada de ni-
ños acababa de encontrar los vehículos aéreos y los rodeaba con
curiosidad.
Callaron un instante y de golpe todos se lanzaron sobre ellos
como en una melé de fútbol americano en la que las motos eran
el balón.
—Creo que la idea de tu hermano de poner una barri-
cada me parece muy acertada —dijo Sophie apesadumbrada—
. Me dan...
Iba a decir miedo cuando apareció en el pasillo una niña
rubia con dos coletas atadas con gomas de colores. Llevaba un
colorido chándal de Jack, el personaje de Pesadilla Antes de Navi-
dad de Tim Burton, sus ojos eran muy inquietantes, y les resul-
taban tremendamente familiares, esos ojos cerrados y legaño-
sos... Su rostro estaba cerúleo y mostraba una sonrisa infantil
normal en una niña que no tendría más de diez años.
—Yo quero —dijo mostrando un interior de su boca llena
de pústulas secas.
Salió del supermercado para colocarse de espaldas a
ellos y empezar a dar un alarido que les heló la sangre. Ante tal
grito, el montón de niños dejaron de hacerles caso a las motos
aéreas, que habían dejado destrozadas, algunos se quedaron en
el suelo llenos de sangre o con alguna extremidad rota por el

162
extraño juego, moviéndose como escarabajos boca arriba que no
pueden levantarse. Paró el grito para seguir con un fuerte:
—Yo quero.
Al que empezaron a responder todos, cada uno a su aire
a la vez que comenzaban a caminar hacia el supermercado for-
mando otra vez esa extraña formación de manifestación infan-
til.
—Creo que no da tiempo a hacer la barricada, hay que
salir cagando leches —Thomas asió del brazo a Sophie.
Echaron a correr supermercado adentro llamando a Phil
que no aparecía por ninguna parte, vieron con horror cómo los
niños entraban como una ola derribando estanterías unos y
otros parándose a abrir cosas de sus envoltorios y cajas para se-
guidamente dejarlos caer al suelo y coger otra cosa diferente. Y
siempre con ese cada vez más alto “yo quiero”.
—No os lo vais a creer —dijo Phil apareciendo de detrás
de uno de los lineales en el que un cartel colgante decía “infor-
mática y videojuegos”—. Años buscando este original y lo en-
cuentro aquí y para no poder jugarlo. ¿No es increíble?
Sophie se acercó en un par de pasos y le soltó un sonoro
bofetón.
—Eres un tarado, un gilipollas, un...
Un estruendo la hizo parar, los niños acababan de derri-
bar una torre de pantallas de plasma en promoción.
—Ya está aquí la mierda de la niña —bufó Thomas mi-
rando como la niñita rubia del chándal de Jack aparecía de
nuevo en el pasillo.
—¿Y esa quién cojones es? ¿Qué coño es este follón? —
Phil se quejaba sorprendido a partes iguales por la marabunta
de niños y el dolor del bofetón.

163
—La realidad, Phil, la realidad y no tus putos juegos —
le recriminó Sophie.
La niña volvió a chillar y como si fuera un comandante
que mandaba sobre la masa infantil y todos callaron. Los señaló
a ellos.
—Yoooooo… querooooooo —gritó y todos empezaron a
correr en su dirección derribando cosas por el camino.
Entonces se abrió una puerta a la derecha y salió alguien
vestido con un gabán de color caramelo, pantalones de piel ne-
gra en la que se veían unos correajes de donde había sujetada
una pistola dorada. Una mochila mitad metálica mitad tela en
la que colgaba una ballesta y con una máscara antigás que pa-
recía sacada de la Primera Guerra Mundial. Se levantó unas ga-
fas de soldador, los miró y dijo con voz fuerte para que le escu-
charan a través de la máscara.
—Si queréis vivir venid conmigo —y extendió la mano.
No reaccionaron. Y el tipo se bajó la máscara.
—Vale, vale, es una mala frase de Terminator tres, al
igual si hubiera sido de la segunda parte… —les dijo— iba a
soltar una de Sherlock Holmes, algo así como “Querido Watson:
usted mismo, en su práctica médica, está continuamente sacando de-
ducciones sobre las tendencias de los niños, mediante el estudio de los
padres”, pero, cosas de la edad, no recuerdo cómo continúa y
maldecir al señor Conan Doyle es un sacrilegio. Por aquí hay
una salida segura.
Los niños estaban a menos de diez metros, reaccionaron
y entraron por la puerta que cerró el extraño tipo.

164
—“Las ideas o la falta de ellas pueden causar enferme-
dad”.
KURT VONNEGUT.

La puerta daba a una especie de almacén de recepción


de mercancías, porque tras unas persianas de metal se aprecia-
ban dos muelles de carga. Sin mediar palabra, el hombre que
los había rescatado cambió su sonrisa por una mueca de alerta
y los apuntó con una mano con una pistola y con la otra con una
escopeta de cañones recortados que había sacado del interior de
su gabán. Colocó el cañón sobre el escudo de las guerreras que
llevaban.
—Los 500 Millions —dijo—. Tenéis 60 segundos para de-
cirme quiénes sois y qué tenéis que ver con esa escoria.
—Tranquilo, tranquilo, no son nuestras, las cogimos…
prestadas... —empezó Thomas.
—¡Ya! Están en cualquier tienda de costa a costa en todo
el país —apuntó a Sophie y señaló su dispositivo en el cuello—
. Y con cada tres guerreras de los SEAL regalan un collar como
este, ¿no? Os quedan 40 segundos.
Le contaron apresuradamente de dónde venían, las ca-
bañas, lo del Útero, lo que había sucedido y cómo habían lle-
gado allí.
—¿Así que no tenéis ni idea de qué son los 500 Millions?
Pues os lo contaré, pero tomaré precauciones por si me estáis
mintiendo —y colocó una esfera metálica del tamaño de una
manzana en el suelo —, sentaos alrededor de ella.
—¿Qué es eso? —preguntó con curiosidad Sophie.
—Un explosivo muy potente, si intentáis algo apretaré
un dispositivo que tengo en la mano y ¡Pum! —se explicó—. Por

165
cierto, me llamo Peter Pattinson, pero podéis llamarme PePe.
Cuando se hubieron sentado alrededor de la esfera con
elegancia, PePe dobló el gabán y se sentó en una silla de plástico
blanco.
—Se las llama Las Piedras Guía y es una gran escultura
de granito en Elbert en el estado de Georgia, aunque algunos
atrapados la llaman también el Stonehenge americano.
Su construcción siempre ha sido un misterio y no es una pelí-
cula o una leyenda urbana. No, es una realidad tan cristalina
como la luz que nos hace ver. Un tal R.C. Christian, en 1979,
llegó a este pueblo de Elbert, compró el terreno donde están,
pagó a un cantero y se marchó una vez estuvieron colocadas
según sus planos. Son las que están dibujadas en el escudo que
lleváis en esas guerreras. La escultura tiene más de cinco metros
de alto y está hecha con seis losas de granito. Una de las losas
se encuentra situada en el centro, rodeada por cuatro y una más
se encuentra horizontalmente sobre las cinco anteriores...
—Como una hélice —dijo Phil.
—Sí, más o menos. Pero lo extraño aparte de que todas
ellas se encuentran alineadas según criterios astronómicos es
que llevan un mismo texto escrito en varias lenguas incluidas el
cuneiforme babilonio, griego clásico, sánscrito y egipcio anti-
guo, luego inglés, español, ruso, chino, swahili, hebreo, hindi y
árabe.
—Nunca había oído hablar de ellas —dijo Thomas.
—Como dijo Kurt Vonnegut “Saber cosas nuevas es el bien
más valioso que hay sobre la superficie de la Tierra. Con cuantas más
verdades trabajemos, más ricos nos haremos” —hizo una pausa—.
En mi país hay un dicho que dice “Nunca te acostarás sin saber
una cosa más”, solo que quien manda o quien dirige todo en esta
trama siempre intenta que el conocimiento sea sesgado, ya se
sabe, el conocimiento es poder. Hay una teoría de conspiración

166
sobre esos monolitos que fue apoyada por algunas personas de
mucho poder durante años tanto en la FAO como en el Fondo
Monetario Internacional o incluso la ONU, dando, digamos,
apoyo al inicio del texto que se liga a la del escudo que lleváis.
Y una conspiración —señaló alrededor— que se ha hecho reali-
dad.
—¿Y qué dicen esos textos? —preguntó Sophie.
—”Mantener a la Humanidad a menos de 500 millones en
equilibrio perpetuo con la naturaleza. Guiar sabiamente a la reproduc-
ción mejorando la condición y diversidad de la Humanidad. Unir a la
Humanidad con una nueva lengua viviente. Gobernar la pasión, la fe,
la tradición y todas las cosas con la razón templada. Proteger a los
pueblos y naciones con leyes imparciales y tribunales justos. Permitir
a todas las naciones que se gobiernen internamente resolviendo las
disputas externas en un tribunal mundial. Evitar leyes mezquinas y
funcionarios inútiles. Equilibrar los derechos personales con las obli-
gaciones sociales. Valorar la verdad, la belleza, el amor buscando la
armonía con el infinito. No ser un cáncer en la Tierra. Dejarle espacio
a la Naturaleza. Dejarle espacio a la Naturaleza”.
PePe hizo una pausa.
—Me las sé de memoria, no es que sea un conspiranóico
pero cuando llegué aquí tuve bastante trato con un par de sol-
dados que dejaron ese grupo de los 500 Millions. Se ocupaban
de dejar el pueblo tal y como está, en perfecto orden militar. Me
lo contaron ellos.
—¿Y qué tiene que ver con lo que has dicho de la ONU
y la FAO y eso…? —preguntó Phil.
—Mantener a la Humanidad a menos de 500 millones en
equilibrio perpetuo con la naturaleza, ¿te suena de algo? —respon-
dió—. Supongo que será la cifra estimada de la población que
ha de quedar tras esta plaga. Si pudiéramos mirar en las heme-

167
rotecas se pueden ver declaraciones sobre el control de natali-
dad y que la cantidad de humana deseada es esa, 500 millones.
A algunos grandes altos cargos mundiales se les escapó acci-
dentalmente dando alguna charla. Ahí ya se estaba gestando
esto. ¿Y no te suena lo último? Dejarle espacio a la Naturaleza. Y
lo repite dos veces el texto. La Naturaleza tendría más espacio
si no hubiera 7000 millones de humanos dando por culo.
Dio un par de pasos y cogió la esfera metálica.
—Venga, vayamos a un lugar donde podáis comer algo
decente, evitemos a los “niños
descarriados”...
—¿“Niños descarriados”? —preguntó Sophie.
—Los soldados los llaman “niños perdidos”, como en el
libro de Peter Pan, pero yo prefiero “niños descarriados”, son más
o menos como los de la novela, pero pertenecen a Peter Punk, un
cómic de Max en que los niños son unos fumetas, Campanilla
pega otros polvos mágicos con... bueno… digamos que la histo-
ria es algo diferente —PePe sonrió y lanzó arriba y abajo la es-
fera como si fuera una pelota con la que jugar—. Los niños están
infectados, pero de alguna manera están como conectados,
como una mente colmena. Algo así como si no se hubiera reali-
zado la llamada poda sináptica, un corte neuronal que sucede en
todos los cerebros humanos entre los ocho y los doce años. Por
algún motivo los ataques que sufren estos críos no son tan au-
todestructivos como los que hemos podido ver en los adultos.
Si no van en grupo se quedan aletargados, como en estado de
hibernación, de hecho, hay niños que pueden llevar meses así.
PePe guardó las armas. Luego abrió la esfera metálica y
mostró su contenido.
—¿Un chicle de menta? —ofreció.
El interior estaba lleno de chicles.

168
—”Lo imposible no puede haber sucedido; luego lo imposible
tiene que ser posible, a pesar de las apariencias”, dijo Agatha Christie
en el Asesinato en el Orient Express —comentó PePe mascando
chicle.
Y colocándose la máscara y las gafas de soldador abrió
una de las persianas.

169
—“La estrategia había quedado ya abandonada. Se tra-
taba de sobrevivir”.
“AFRICANUS. EL HIJO DEL CÓNSUL”. SANTIAGO
POSTEGUILLO.

No habían pasado ni quince minutos cuando se despertó


inquieto, con la sensación de que alguien o algo estaba sentado
sobre su pecho. En Laos había escuchado a un local decir que a
esa sensación se la denominaba “la bruja que cabalga” y era una
especie de posesión de un ente oscuro que hacía que no pudie-
ras moverte y torturar tu mente. Pero para Mugon era una es-
pecie de alarma, las llamadas parálisis del sueño para él eran
casi premonitorias. En Laos despertó de esa manera justo antes
de que cayera un proyectil de mortero que dejó la casa donde
se encontraba totalmente destruida. También le ocurrió un día
antes de reunir a la Unidad para escapar de la ciudad e ir en
busca de su hijo. Había sido en una iglesia de las afueras en la
parte de arriba del coro donde había apuntalado la puerta para
que nadie entrara ni le molestara, estaba realmente cansado y
necesitaba dormir algo tras más de treinta y pico horas sin pegar
ojo. Que hubiera visto a los dos sacerdotes en pleno ataque de
la plaga devorando el dinero de los cepillos de limosna y luego
hurgando entre los bolsillos de algunos cadáveres para vaciar
sus carteras y tragar billetes y monedas no era una imagen como
para relajar la mente. Uno de ellos estaba incluso comiéndose
un trozo de talla de la Virgen María en el que parecía que la
estatua tenía pan de oro en la capa. Esa vez la “bruja volvió a
cabalgar” justo a tiempo de que, por algún misterioso suceso, ca-
yera un tubo del órgano en el mismo rincón donde estaba dur-
miendo, pudiendo eliminar a los dos padres antes que pudieran
haberle jodido vivo. Y ahora, esa sensación nuevamente. Como
un resorte, Mugon salió de la habitación de la gran casa en la
que habían acampado todos. Miró su reloj, habían pasado casi

170
tres horas desde que llegaran al pueblo. Tan solo Charles leía
despreocupado un libro que había encontrado en una muy bien
abastecida biblioteca de la planta baja.
—¿Y el sargento? —preguntó Mugon.
—Durmiendo en la tercera habitación a la derecha —res-
pondió sin levantar la vista del texto—. ¿Jefe, sabe que esta casa
era del hermano del gobernador del estado? El cabrón tenía
muy buen gusto, cojones.
—¿Quién está de guardia fuera? —quiso saber Mugon.
—Thomson y Tom.
Ahí vino el peso otra vez. Era la señal. El aviso. Salió co-
rriendo escaleras abajo. Llegó a tiempo para ver cómo ambos
caían con certeros disparos con silenciador en sus cabezas, a
Thomson en la parte occipital y a Tom en la frontal, hasta pudo
ver de reojo el destello de la mira láser. Los putos imbéciles se
habían juntado para echar un cigarro y uno de ellos había de-
jado su puesto de retaguardia.
—”No dejes para un marine lo que puede hacer un SEAL”—
dijo apretando los dientes.
Las miras lo apuntaron y se arrojó al suelo.
—Jefe....
Charles no dijo nada más, dos impactos lo derribaron,
cuando cayó al suelo ya estaba muerto.
—¡Me cago en todo, SEALS alarma! —gritó como un po-
seso—. ¡Tres bajas, nadie en la retaguardia!
Empezó a escuchar movimiento en el piso de arriba y en
segundos comenzó el baile. Mugon se arrastró logrando entrar
en la casa cuya puerta cerró. Subió cagando leches las escaleras,
allí estaba Will, que le entregó un arma.

171
—Macarrón está ya en la parte de atrás, Guposd al este
y Creak está encargándose de tres tipos en el jardín —le dijo.
—Will —lo cogió de la pechera—. Pusiste a Thomson y
a Tom juntos, estaban tomando el té, joder.
—No vi peligro... —dudó Will— No...
—Siempre hay peligro. ¡Siempre! —le gritó—. Hablare-
mos luego de esta mierda si salimos de ella.
Pararon los disparos.
—¡Macarrón, habla! —gritó Will.
—Tres tipos al norte y movimientos en este y oeste, cinco
en total —respondió el italiano.
—¿Creak?
—Me he cargado a dos, uno parapetado en la piscina y
movimiento de cuatro, no cinco...
—¿Guposd?
—Esto es una fiesta, jefe, le di a uno, esto parece un puto
jardín de gnomos. Pero hay algo raro, jefe, una nave extraña en
el cielo, de allí han bajado estos hijos de puta... —Ráfagas de
balas cortaron su frase—. A las siete —informó Creak.
Will y Mugon se asomaron a la ventana con precaución
y pudieron ver un zepelín flotando a varios metros sobre el
suelo, era enorme, como una patrullera costera pero en el aire.
Se podía distinguir un puente de mando y múltiples ojos de
buey.
—No había visto nada parecido en mi vida —dijo Will.
Mugon, por el contrario, memorizaba los pocos datos de
sus hombres.
—Es una tenaza púnica —susurró.

172
—¿Qué dices? —preguntó Will.
—Que estamos rodeados desde hace tiempo, tan solo es-
peraban algo. Quizás una orden. Se escuchó una explosión y un
grito, era Creak. Luego pasos rápidos.
—Mierda, están ya dentro —Mugon se levantó y salió
en dirección a donde había sonado la explosión.
Se topó con la figura de cinco tipos vestidos de camu-
flaje, a tres los dejó secos al instante, un cuarto fue abatido por
el sargento Will y el quinto de una patada fue desarmado, pero
al instante se quitó el dispositivo del cuello arrojándose sobre
ellos con furia asesina, hicieron falta muchísimas balas para po-
der derribar a ese cabrón.
—¡Hijo de putaaaaaa! —gritó Macarrón tras haberle re-
ventado la cabeza de un disparo llenando de sangre el rostro de
Mugon—. He contado hasta doce, señor, y vienen más de ca-
mino.
Guposd gritó y escucharon un cuerpo cayendo desde
arriba al jardín. En un par de minutos los rodearon decenas de
puntos de mira láser, dejaron caer sus armas y levantaron las
manos.Y se fueron acercando los soldados todos con el em-
blema SEAL 500 Millions.
—¿Dónde está el doctor Johan Bastide? —preguntó uno
de ellos colocando la bocacha del arma sobre el corazón de Ma-
carrón.
—Pues creo que se estaba cambiando para irse al Spa del
Resort de tu puta madre…
Disparó y el italiano cayó al suelo.
—¿Dónde está el doctor Johan Bastide? —repitió apun-
tando a Will. Este se frotó la rasurada cabeza.
—A ver, lo dejamos en una de las habitaciones del ala

173
este —empezó diciendo—. Es que este lugar es una puta man-
sión —mientras decía esto último sacó con una increíble rapidez
del lateral de su cintura un pequeño revolver y le voló la cabeza
al SEAL que le estaba apuntando, para luego disparar a otro.
Eso fue lo último que hizo el sargento Will. Casi una de-
cena de balas acribillaron su cuerpo.
—No hay nadie más en la casa —dijo un soldado que
entró acompañado de tres más—. Lo hemos registrado todo.
Uno de los que estaba más apartado de la escena, un sol-
dado mayor y con el pelo gris, se acercó y por su manera de
andar Mugon supo que era el de mayor rango pese a no llevar
ningún galón ni distintivo diferente.
—No está aquí —dijo quitándose un auricular del
oído—. Los sistemas lo han detectado tres calles más abajo, que
dos unidades vayan inmediatamente a buscarlo, contacten con
YAHVE y que los guíen. Vivo, lo queremos vivo. ¡No quiero
más cagadas!
Varios soldados salieron con premura.
—Dentro de unos minutos mi misión aquí habrá con-
cluido —le dijo mirando a Mugon—. Las órdenes son no dejar
a nadie vivo. Pero, pero, pero algo me dice que hay algo en ti
que nos puede ser de utilidad. Coronel Young, Egbert Young.
Dio vueltas a su alrededor, como queriendo analizar
cada centímetro de Mugon.
—Los sistemas se están recuperando y el azar ha hecho
que tu nombre y el control de tu “Invictus” del que supongo que
el doctor quizás les haya puesto al corriente… está a un “click”.
Y considero que puedes servir aún con algunas modificaciones.
Se colocó el auricular.
—¡Activadlo ahora!

174
Mugon se tensó y sintió como le llenaba una calma y un
sosiego indescriptible y al mismo tiempo como si todo hubiera
desaparecido a su alrededor, solo quedó él y una abrumadora
sensación de amor hacia una imagen, la de su hijo. Con un gesto
sacó de su bolsillo el trozo de hueso del dedo de su hijo y se lo
comió tragándoselo. Una vez hecho esto tan solo quedó esa ima-
gen y un único pensamiento llenó por completo su mente, bus-
car cosas que le recordaran a él. En ese momento dos soldados
le aferraron de los brazos, un tercero de la cabeza y le colocaron
un dispositivo. En segundos la imagen flotante y obsesiva de su
hijo desapareció, regresó la realidad, la casa, los SEAL, la
muerte de su Unidad.
—¡Bienvenido! —dijo el tipo.
Le inyectaron algo en el cuello y se desmayó.
—Llevadlo al zepelín. En cuanto el doctor esté en la nave
y acabemos con el resto de los civiles nos vamos.

175
—“Solo los enemigos dicen la verdad. Los amigos y los
amantes mienten sin cesar, atrapados en la red del deber”.
STEPHEN KING.

Johan llegó a un momento en su carrera en que no supo


hacia dónde dirigirse. Había estado charlando un poco con
Charles, ese soldado gigantesco con el que había comprobado
que había mucha inteligencia y sensibilidad debajo de esa
enorme masa de músculos. Tras hablar sobre Kerouac y otros es-
critores de la generación beat, se quedó solo en la biblioteca,
pudo ver cómo unos tipos acababan con dos de los hombres de
Mugon y lo primero que le vino a la cabeza fue salir de allí a
toda pastilla. En la parte trasera de la casa, en una gran cocina,
una puerta daba a un callejón estrecho con cubos de basura, de
ahí saltó una valla y simplemente echó a correr dejando atrás
disparos y una explosión. ¿Serían los mismos que habían lle-
gado al Útero para llevárselo? En esa diatriba estaba cuando
una voz le frenó en seco.
—Doctor Bastide, no se mueva.
Frente a él, un soldado le apuntaba con un arma.
—No voy a hacerle daño, tan solo quiero que venga con-
migo —señaló al cielo donde había un enorme zepelín flotando
en el aire—. Jugamos en el mismo equipo.
Cuando estaba a escasos dos metros de él apareció una
niña pequeña con un gracioso pijama de unicornios azules que
se interpuso en medio.
—Yo quiero —le dijo señalando al soldado.
—Quita niña —le espetó este.
—Yo quiero —repitió acercándose.

176
Sin mediar nada más el tipo le disparó a la cabeza y la
niña cayó al suelo. Un charco de sangre se formó a su alrededor
casi inmediatamente.
—No ponga esa cara doctor, estaba infectada.
Como si el disparo hubiera sido un reclamo para patos,
comenzaron a aparecer decenas de niños entre los setos, que se
fueron acercando al soldado por detrás.
Johan estuvo a punto de decir algo, pero se había quedado pe-
trificado, no lograba apartar los ojos de esas caras amarillentas
con esos ojos cerrados y legañosos.
—¡Mierdaaaa! —gritó el soldado intentando girarse con
el arma preparada, pero ya era tarde, los niños se abalanzaron
sobre él arañándole y mordisqueándolo con esas pequeñas bo-
quitas.
En segundos estaba cubierto por cuerpecitos que se lo
estaban comiendo vivo… Johan pudo ver hasta cómo le hun-
dían los deditos en sus cuencas oculares.
—Yo quiero, yo quierooooo —dijo un niño pelirrojo mi-
rando a Johan.
Pararon la carnicería en la que el soldado aún se movía
sin dejar de proferir alaridos, era poco más que un guiñapo san-
guinolento. Sin pensárselo dos veces, Johan echó de nuevo a co-
rrer, dejando atrás ese coro de vocecitas. En la lejanía pudo oír
otras voces más graves, la de soldados llegando… más disparos
sordos y gritos...

177
—“Ya sabes, mi lema es ‘Excelsior’. Esa es una vieja palabra
que significa ‘hacia arriba y hacia adelante para una mayor gloria”.
STAN LEE.

PePe cerró la gran puerta de la cámara acorazada cuyo


cierre estaba preparado para hacerlo desde el interior.
—Esta era una vieja cámara de seguridad de una antigua
delegación de la Reserva Federal, vamos… donde se guardaba el
oro del país en los años de la Guerra Fría —explicó PePe—. Todo
fue debido al proyecto Stargate, la Visión Remota, los americanos
descubrieron que los rusos tenían submarinos enormes bajo los
casquetes polares y les entró la paranoia de que llegara una in-
vasión soviética por mar. A alguien se le ocurrió la idea de un
sistema que en menos de tres días moviera todo el oro de la Re-
serva Federal a pequeñas cámaras para evitar el posible saqueo.
—Esa red fue comprada más tarde por el Bank of America
para colocar sobre ellos sus nuevas sucursales ahorrándose la
construcción de las carísimas cajas acorazadas.
Y pasados los años cayeron en el olvido hasta que la Asociación
Americana de Preppers los adquirió para hacer bunkers... –conti-
nuó Pepe.
—Los Preppers… los Preparacionistas —exclamó Tho-
mas—. No había reparado en ellos. Esta estaba preparándose
para sobrevivir una posible futura alteración del orden político
o social, ya sea a nivel local, regional, nacional o internacional.
Siempre esperando como los milenaristas el fin del mundo.
—Los Preppers, una forma de vida o de entenderla —dijo
Sophie—. Conocía a un delegado de Boston que era uno de
ellos, tenían entrenamiento médico, almacenaban agua, víveres,
libros de todas las clases de conocimientos, semillas, y se había
dejado una pasta en un refugio-búnker en su jardín. Me dijo que

178
había hasta catálogos para elegir búnker y varias empresas muy
potentes los construían.
—Se crea una necesidad y tendrás un nicho de negocio
—sonrió Peter—. ¡Dios Bendiga a América! Pues bueno… este
lugar forma parte de esa red, su anterior inquilino me la legó y
la uso en ocasiones especiales como esta. Aunque nunca tan es-
peciales…
Pepe se acercó a una de las paredes que estaba cubierta
con unas cortinas que apartó dejando al descubierto unas ven-
tanas que se asomaban a la calle.
—Están blindadas contra no sé cuántas cosas, además si
la cosa se pone fea se tira de esa palanca y bajan tres chapas de
acero de tres dedos cada una —comentó PePe.
—¿Eso qué leches es? —preguntó Phil señalando el
cielo.
—Es un zepelín de quienes controlan esto —respondió
PePe— los putos 500 Millions. Pero tranquila —le dijo a Sophie
mirando su collar—. Aquí no pueden registrar tu dispositivo,
ni ese ni vuestros “Invictus”.
—¿Nuestros? —exclamó Sophie— ¿Y el tuyo?
PePe se rascó la cuidada barba dejando una sonrisa mis-
teriosa.
—Yo no tengo nada en mi cerebro que no sean mis neu-
ronas de fabricación orgánicamente humana —dijo orgulloso.
—¿Pero no estaba todo el mundo infectado? ¿No era im-
posible escapar a esa infiltración por vía aérea? —preguntó
Phil—. Nos estás vacilando.
—Me lo quitaron.
—¿Pero que coño...? ¡La puta de oros, ese es Johan! —

179
exclamo Thomas.
PePe miró a la ventana y vio a un hombre rubio que co-
rría como alma que llevara el diablo.
—Esperadme aquí, cerrad y procurad abrir cuando re-
grese o activaré una palanca que os llenará de gas venenoso
aquí dentro...
—Como la esfera de explosivos con chicle —rio Phil.
—Si queréis probar si es cierto o no, tan solo no me tenéis
que abrir…
Y salió a los sótanos del edificio por donde habían en-
trado.

180
—“Creo que en los países civilizados ya no quedan bru-
jas ni brujos, magos o hechiceras. Pero el caso es que el País de
Oz nunca fue civilizado, pues estamos apartados de todo el
resto del mundo. Por eso es que todavía tenemos brujas y ma-
gos”.
“EL MARAVILLOSO MAGO DE OZ”. LYMAN
FRANK BAUM.

Ya habían pasado varias horas desde que todas las uni-


dades salieron en busca del doctor Bastide y el resto de civiles,
y nada, no habían encontrado nada. Otra vez el sueño en su
mente, como cuando desapareció la doctora Anabel Hooper.
—Señor, acabamos de escanear otra vez el pueblo. Cero
registros —le dijo el teniente que estaba sentado delante de una
gran consola y varias pantallas.
El coronel estaba muy muy jodido. Diez SEAL muertos,
tres heridos, uno de ellos grave. El doctor esfumado, los otros
volatilizados como si hubieran pasado a otra dimensión.
—Señor, ya están todos a bordo —el teniente dudó—.
Señor, el jefe de máquinas pide instrucciones para no sobreca-
lentar los rotores.
Quizás, como dijo Descartes: “Es prudente no fiarse por en-
tero de quienes nos han engañado una vez”, aunque si se ignora tal
engaño se puede llegar a seguir confiando.
—Señor...
—Teniente Harold, tiene usted familia en Raven Rock,
¿verdad? —preguntó el coronel.
—¡Ehhh! sí, señor.
—Es un privilegio. Creo que son pocos quienes tienen
esa suerte, teniente.

181
Hubo un silencio tenso en el que se escuchaban los roto-
res del zepelín.
—Fue una suerte que estuvieran de visita justo el día en
que todo se desató. Sí, una enorme suerte —reiteró el coronel.
—Lo contrario a lo que hemos tenido nosotros hoy, te-
niente Harold. Bueno, la versión oficial será que en la refriega
esos SEAL ajenos a nosotros han acabado con la vida del doctor
Bastide y en la caza hemos acabado con el resto, a excepción del
que hemos capturado y controlado con un dispositivo —dijo el
comandante.
Nueva pausa.
—¿Podemos decir entonces que ha sido una misión con
éxito, señor?
—De las órdenes pertinentes, regresamos a la base. En-
víe el informe por los canales protocolarios. Si hay alguna no-
vedad estaré en mi camarote.
—Sí, señor.
Seguidamente dio la orden y empezó a modificar el in-
forme de la misión.

182
—“La desesperación tiene sus propias calmas”.
“DRÁCULA”. BRAM STOKER .

Tardaron un par de horas en compartir todo lo que sa-


bían todos. Juntar sus historias, lo que sabían por George, los
experimentos de Johan y el resto del equipo del Útero, lo que
sabía Peter sobre los 500 Millions y al final parece que todo en-
lazaba a las acusaciones vertidas por el Nobel Mysaki Tozuho so-
bre una conspiración planetaria.
—Entonces todo esto es por un ajuste de población... —
dijo Phil—. Es increíble.
—No es solo eso, es por el control mental total, cuando
el sistema se reinicie tendrán no solo a un número menos de
gente a la que poder controlar, tendrán esclavos controlados a
todas horas. Es lo más Orwelliano que jamás se soñó —suspiró
Johan.
—Nos dijiste que tú no tienes en tu cerebro ningún “In-
victus”, ¿no, PePe? —preguntó Sophie.
—Te lo quitaron, fueron tus palabras —añadió Thomas.
PePe asintió.
—¡Pero eso es imposible! —exclamó el doctor Johan—.
Una vez activado se aferra y solo hace caso a quien lo controla
desde el exterior, ese es el concepto del nano robot y su progra-
mación...
—No, el concepto de los nano robots es el mismo que el
de un boot informático, aprender de sus errores o rectificar
cuando es necesario, incluso inmolarse si llega al caso —explicó
PePe dando un bocado a un trozo de chocolate—. Un ente ci-
bernético que como dijo Isaac Asimov: “Contempló sus largos dedos
afilados con una curiosa expresión humana de perplejidad”, y en esa

183
perplejidad está la conciencia que conecta mundos.
—No entiendo una mierda de lo que quieres decir —
suspiró Phil.
—Es una paradoja, creo —dijo Sophie—. El robot se con-
vierte en algo que crea conciencia propia y como crea su con-
ciencia, entra en su concepto abstracto del bien y el mal.
—Y si el mal es su existencia… se anula. ¿Digamos que
se suicida? —añadió Thomas.
—Es algo más sencillo —dijo PePe— la magia humana
acaba con la magia científica. Hay una gente que hace rituales
chamánicos que anulan el poder del “Invictus”, el propio orga-
nismo acaba por expulsarlo al detectarlo como algo ajeno, algo
así como un rechazo del propio cuerpo.
—¿Ritual? —se interesó Johan—. ¿A qué te refieres con
eso? ¿Ahora trata la cosa de magia y mierdas paganas?
—Combaten la plaga con lo que el propio cerebro ge-
nera. Ya sabéis que el cuerpo humano segrega oxitocina, dopa-
mina, serotonina y melanina. Cada una de estas drogas cerebra-
les modifica nuestros estados de ánimo. En este ritual lo equili-
bran todo...
—¿Y dónde se hace esa cosa mágica? —preguntó Phil.
—A un par de horas de aquí —respondió sorprendién-
dolos a todos—. Allí están quienes realizan el ritual, pero no es
algo nuevo, llevan haciéndolo desde hace cientos de años para
equilibrar su mente y espíritu.
—Los hare Krisna —bromeó Phil, pero nadie le siguió la
risa.
—Los indios anasazi... —dijo PePe—. Los llamados “in-
dios pueblo”. Se usa este apelativo de "indios pueblo" para refe-
rirse a todas las civilizaciones indias autóctonas. Los indios hopi

184
son los que comprendieron lo que ocurría ya que estaba ya es-
crito, aunque suene a extraño en sus profecías del fin del
mundo, y antes de que comenzara todo empezaron a regresar a
sus antiguos poblados.
—¿Entonces te hacen un ritual y te curas expulsando al
nano robot? ¿Es así? —preguntó Thomas.
—Sí.
—¿Qué tipo de ritual? —dijo Johan.
—Uno muy antiguo... aunque su efectividad no es del
cien por cien, no sé por qué. Tampoco conozco tantísimo su cul-
tura. Yo soy más de tecnología de vapor, Julio Verne, siglo XX
en sus inicios y demás —levantó el puño—. ¡Larga Vida al
steampunk!
—¿Y podríamos verlos? —dijo nerviosa Sophie—. Para
probar —se señaló el dispositivo de su cuello.
—Podría llamarlos y son ellos los que decidirían si quie-
ren venir o no.
—¿Si vienen? ¿No habías dicho que estaban a dos horas?
—cortó Johan.
—Así es, pero los rituales los hacen fuera de sus tierras
—explicó—. Quien no se cura no puede entrar en ellas y, si lo
hacen, intentan acabar con su vida.
—¿Y tú, que haces aquí que no estás con ellos? ¿Tan
mala vida es la que se lleva allí? —gruñó poco convencido Tho-
mas.
—No, al contrario, es vida al más puro estilo natural,
hay agua limpia, energía, comida en abundancia, casas, gente,
cultura... como una pequeña civilización —hizo una pausa—.
Vine de España solo por un motivo, el cual es de mi incumben-
cia, como dijo Don Quijote: “La libertad es uno de los más preciosos

185
dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse
los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como
por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.
Mi vida y mi aventura es cosa mía. Pensad en positivo,
si no hubiera estado aquí por mis asuntos no estaríais aquí
ahora con esa oportunidad en la mano.
—Eso es cierto —sonrió Sophie poniendo su mano en su
brazo—. Entonces PePe… si no he entendido mal, se les puede
llamar y si quieren venir nos hacen lo que nos tengan que hacer.
En el mejor de los casos expulsamos al nano robot y en el peor
de los casos nos quedamos tal cual, ¿correcto?
—Así es —afirmó PePe
—Pues yo me apunto —resolvió ella.
—Y yo —añadió Thomas.
Johan levantó la mano.
—Pues, aunque no sean mis queridos hare Krisna, yo
también —dijo Phil. Esta vez sí que todos rieron.
PePe se acercó a un armario que estaba en el lado con-
trario de los ventanales y sacó un aparato de radio aficionado.
—Al estar aquí metidos el pulso no los afectó como si
hubieran estado en una Caja de Faraday —explicó mientras em-
pezaba a marcar y a cada pulsar se escuchaba un pitido.
—¿Morse? —preguntó Phil.
—Sí, pero en un idioma diferente, en la Segunda Guerra
Mundial los indios Navajos usaron su lengua para pasar infor-
mación y no ser comprendida por alemanes y japoneses, es esta
—dijo mientras no paraba de pulsar.
Esperaron en silencio unos minutos hasta que se em-
pezó a escuchar la respuesta, mucho más corta.

186
—¿Qué han dicho? —preguntó nerviosa Sophie.
—Me han dado una frecuencia de radio para hablar —
respondió mientras chirriaba el ruido blanco.
—Hola, PePe —brotó una voz femenina desde la radio—
. Vimos un zepelín de los 500 y pensamos que iban a por ti...
—No era por mí por quien iban estos cabrones…
—Sé perfectamente por quien iban —dijo una segunda
voz femenina.
—Esa voz… —cortó de pronto el doctor Johan.
—Me alegro de saber que estás vivo, Johan —le dijo la
mujer a través de la estática.
—¿Anabel? —Johan se levantó como con un resorte—.
¿Anabel Hooper?
PePe asintió.
—En un par de horas estaremos ahí para ayudaros. Te-
nemos mucho de lo que hablar.

187
—“La diferencia básica entre un hombre ordinario y
un guerrero es que el guerrero toma todo como un reto, mien-
tras que un hombre ordinario toma todo como una bendición
o una maldición".
VIAJE A IXTLÁN. CARLOS CASTANEDA

—Robert Graves (Londres, 1895 - Deyá, Mallorca, 1985)


se consideraba a sí mismo poeta, pero la antigüedad fue siem-
pre su pasión más rentable. Afincado en Mallorca durante la se-
gunda mitad de su vida, las culturas, religiones y mitologías del
Mediterráneo atraparon su interés y su estudio hasta llevarle a
un exhaustivo conocimiento de las costumbres y la psicología
de los antiguos. Sobre todo, Graves fue un profundo conocedor
de la evolución de las religiones y de cómo estas se van mez-
clando con las precedentes (por conveniencia de reyes y sacer-
dotes) para ir dando forma progresivamente a cultos que hoy
nos parecen estáticos, creados desde el principio con sus carac-
terísticas definitivas ya firmemente establecidas. Es el lado má-
gico de ver el mundo, aficionado a las tomas de LSD, y a las
musas, a los rituales bajo la luna. Atacaba sus novelas como lo
haría un poeta con el sumando de todo para dar cada vez una
cifra, cercana a la locura de la vida. Reconocido loco y poeta —
PePe hizo una pausa—. Esa es mi vida.
—Me parece de... no sé… venir desde España para cus-
todiar una biblioteca de cómic y libros... es de… —dijo Sophie.
—De locos, aunque yo quiero pensar que es más de poe-
tas —PePe hizo una pausa—. Lo único que me preocupa es que
Graves se sumergió en la locura del Alzheimer.
Un silencio se hizo entre ambos mientras atardecía. Ha-
bía pasado un día y medio desde que llegaran los indios junto
con la doctora Anabel Hooper con la que Johan había estado
hablando durante horas sobre los”Invictus”, de hecho, su plan

188
era regresar al Útero para recuperar la CPU y, desde allí,
cuando se conectara el sistema y se reseteara todo el poder, te-
ner una puerta trasera secreta para controlar a los nano robots.
Johan tenía dos motivos para ir, la primera era que sabía todas
las claves y sus conocimientos informáticos y la otra porque el
ritual no había funcionado en su cuerpo y seguía infectado. Por
lo que no podría acompañarlos a la ciudad hopi. El ritual había
consistido en una kiva, que era una cabaña de pieles que tapa-
ban un agujero en la tierra, donde se colocaban piedras calientes
y sobre las que se echaba agua con hierbas, como una sauna ri-
tual, una de las Ceremonias más antiguas que existen, la Cere-
monia del Origen, hecha en la “Cabaña de los Ancianos Piedra”,
donde se llegaba a tocar, a través del calor, la oscuridad y de
cánticos sagrados, el Misterio de cómo se crea la Vida constan-
temente, y de esa manera poder renacer y recrear una nueva
Vida, purificarnos y unirnos con la Armonía del Universo. Des-
nudos y ayudados con un brebaje que seguramente fuera pe-
yote, entraron los cuatro ayudados por dos de los indios y una
mujer anciana que estuvo atenta a sus viajes, cada cual dife-
rente, un viaje lisérgico y enteógeno que tuvieron los cuatro y
del cual se les dijo que no contaran nada a nadie hasta pasar
varios días. Cuando se les apareciera una señal, entonces sería
el momento de revelarlo todo. Sea como fuere pasaron muchas
horas dentro, conforme subía el calor, aumentaba la idea de
abandonar, pero todos aguantaron hasta que la anciana les co-
mentó que se debían aliar con el fuego interno. Cuando todo
finalizó y estaban descansando en la cama de una casa cercana
a donde habían montado la kiva, Sophie vomitó una bola oscura
de babas y con algo diminuto en medio que al mirarlo con un
microscopio que llevaba la doctora comprobaron que era su “In-
victus”. Thomas tardó un poco más en expulsarlo y fue también
con un vómito copioso. Sin embargo, Johan tan solo tuvo su
viaje, que consideró el más espiritual de su vida y que daba luz
a muchas cosas que le habían sucedido. Y Phil, Phil también

189
continuaba infectado. No había habido discusión, ni siquiera un
grito o una palabra de reproche porque ambos sabían que Sop-
hie marcharía con Thomas. Ella se lo había contado todo en ese
amanecer, cómo se había sentido sola cuando regresaba de tra-
bajar de la tienda y no había nada preparado, ni una simple tor-
tilla, ni una lasaña congelada, tan solo un silencio roto y frío en
toda la casa que compartían en la que solo había cabida para el
mundo de Phil, con sus videojuegos, sus amigos, sus partidas
de béisbol semanal. Ella estaba fuera de lugar y habría sido un
error traer una criatura al mundo, ahora lo veía claro, el viaje en
la kiva se lo había explicado, deseaba un hijo para no sentirse
sola. Amaba a Phil, pero también a Thomas y lo que la había
vuelto casi loca, ahora lo aceptaba. Su decisión estaba tomada,
se iría con ellos a la ciudad hopi y Phil partiría junto a Johan a
ayudarlo en el Útero, quizás y solo quizás, lograran hallar esa
puerta trasera y expulsar a los nano robots de sus cerebros y del
resto de quienes no podían hacerlo a la manera hopi. Desde allí,
Peter y Sophie miraban cómo la carreta de George con la yegua
y un caballo más se alejaban de vuelta buscando el “Camino del
Indio Listo” con Phil y el doctor Johan montados en el pescante.
—“Un hombre sabio vive actuando y no pensando en ac-
tuar”—eso dijo Carlos Castaneda—. Quizás, Sophie, esa sea la
verdadera naturaleza de la locura —dijo PePe.
Se levantaron de la hierba y se dieron un largo abrazo.
—Gracias por todo PePe, no te podemos dar lo suficiente
las gracias, has aportado luz a un mundo de negrura.
—Que la Fuerza te acompañe Princesa Leia —rio este an-
tes de colocarse su máscara antigás, sus anteojos y desaparecer
en las calles de Second Opportunity hacia su museo, su biblioteca,
su vida.
En un caballo, Thomas la estaba esperando junto el resto
de personas que marchaban hacia la ciudad hopi. Sentía esa

190
sensación agridulce, por un lado estaba realmente triste porque
las cosas con su hermano hubieran resultado así y, por otro, que
Sophie y él estuvieran enamorados era una bendición.
Phil les había contado a todos que el “viaje espiritual”
que había experimentado en el kiva le había abierto los ojos te-
rriblemente, le había pedido perdón a Sophie, por no enten-
derla, cuidarla y amarla como se merecía. A Thomas, le confesó
que había sido otro segundo padre para él y que no le guardaba
ningún tipo de rencor. También les comentó que esperaba de
todo corazón que si no en esta vida, en cualquier otra, pudiera
volverlos a ver y darles todo el amor que se merecían ambos.
Cuando Phil y Johan se hubieron marchado, Sophie
subió a la grupa del caballo y abrazó a Thomas con fuerza ce-
rrando los ojos, cargados de lágrimas. Él giró la cabeza y se die-
ron un largo beso que fue interrumpido por la anciana india.
—Tú no debes ir a caballo, vente conmigo en el carro —
le dijo colocando el vehículo al lado.
—Muchas gracias, pero estoy bien así...
—Tú, puede ser, pero no la criatura que está creciendo
en tu vientre —le espetó.
—¿Cómo dice? —dijo perpleja Sophie.
—Estás embarazada, niña —le respondió con una son-
risa.
Azorada, Sophie bajó del caballo y se sentó en el carro
mirando de soslayo a Thomas. Hizo cálculos mentales. No re-
cordaba cuando se quitó el DIU, pero sí que se había acostado
con los dos. Quizás nunca sabría de quién era... al menos sabía
que era un More. Una oleada de alegría la invadió a la vez que
en sus ojos brotaban lágrimas.
La anciana la abrazó e hizo gestos para que Thomas continuara
con su caballo. Y se pusieron en marcha hacia la tierra hopi.

191
—“El ser humano está dotado de libre albedrío y puede
elegir entre el bien y el mal. Si solo puede actuar bien o sólo
puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica”.
“LA NARANJA MECÁNICA”. ANTHONY BURGESS.

En el tercer túnel pudieron acceder al Útero, segura-


mente los soldados de los 500 Millions habían cambiado las con-
traseñas. Que el doctor Johan hubiera participado en la cons-
trucción del lugar hizo que pudieran localizar esa desconocida
entrada, que aun disponía de las claves antiguas. La idea era la
de bajar hasta la sala de control y abrir desde dentro la puerta
de entrada. Phil iba primero alumbrándose con una linterna que
habían sacado del supermercado en el que aún vagaba algún
niño del que decía PePe que se iría encargando poco a poco. No
sabía si el encargarse era encerrarlos de nuevo, acabar con ellos
o simplemente dejar que murieran de inanición. Miró el cro-
quis, ahora se ensanchaba el tubo y se dividía en tres ramales,
había que coger el de la izquierda, y así lo hizo. Al poco tiempo
de estar arrastrándose escuchó un ruido detrás suyo, se giró e
iluminó el tubo para ver la cabeza del doctor que se acercaba.
—¿Ocurre algo, Johan? —preguntó Phil—. Joder, no me
diga que están los putos soldados otra vez.
Johan no contestó y siguió acercándose hasta coger sus
pies.
—¿Qué coño pasa, Johan? —insistió Phil.
El doctor se arrastró subiendo por encima de él.
—¿Que mierda haces?
Entonces Johan Bastide se colocó sobre él, cuerpo con
cuerpo y lo abrazó. Notó un bulto duro en la entrepierna del
doctor. Iba a gritar algo cuando el rostro de él lo miró y vio esos
putos ojos cerrados legañosos, como analizando su alma. Con

192
esa expresión de amor en su rostro, sus manos le aferraron sus
mejillas.
—Te quieroooo —balbuceó el doctor ya entrando en
pleno ataque.
Entonces Phil arrojó la linterna y aferró con sus manos
el cuello de Johan intentando estrangularlo y al mismo tiempo
empezó a golpearlo contra la tubería cada vez más fuerte.
—Te quieroooo… te quiero —balbuceaba Johan.
Tal vez fueran minutos, aunque para Phil parecían ho-
ras. Nunca supo cuánto tiempo pasó hasta que la vida de Johan
se apagó por completo. Phil estaba cubierto de babas y sangre
de arriba abajo. Buscó la linterna y siguió como un poseso el
tubo y las indicaciones hasta llegar a la rejilla que de un golpe
cayó al suelo. Salió del túnel y comenzó a tener convulsiones
nerviosas, se hizo un ovillo y esperó mucho tiempo intentando
tranquilizarse, si podía decirse algo parecido. Sophie siempre
decía que era mejor dejar que la rabia saliera.
—Sophie —dijo entre dientes—. Sophie, ¡SOOOOOP-
HIIIIEEEEEEEEEEEEEEEEEE!
Y gritó tan alto que hasta la garganta le dolía… pero en
el Útero, en aquel lugar recóndito, nadie podía oír sus gritos...
¿O sí…?

FIN DE LA PRIMERA PARTE

193
“Mi deseo es que seas amado hasta que te vuelvas
loco”.
ANDRÉ BRETON.

La cámara enfoca al carismático presentador que


sonríe y abre los brazos, como queriendo dar un gran
abrazo.
—Gracias a todos vosotros —señala con su índice—
sí, sí, gracias a su fidelidad, este, su programa “El Amor es
para toda la vida” ha vuelto a ser líder de audiencia. Eso
nos da toda la fuerza del mundo y las ganas para seguir
cosechando amor a raudales. Gracias nuevamente.
Da un saltito bastante simpático y se coloca en una
tarima llena de corazones y con una gran figura de Cupido
con su arco y su flecha. Hay tres parejas sentadas en tres
sillones de distintos colores, con un corazón dibujado en
medio. Las parejas se encuentran felices y muy sonrientes.
—Y aquí tenemos a nuestros queridos concursantes
de esta noche —sigue el presentador— en el sillón verde,
desde Peoria, Illinois, Robert y Anna Hockson, que llevan
con nosotros ya la friolera de seis semanas y con...vamos a
ver...con una suma de…
Hace el gesto de colocarse la mano en la oreja y en-
seguida se escucha una voz en off de una mujer que dice.
—45.000 dólares de amorrrrr.
Suena una música y el público del plató aplaude
hasta que vuelve el silencio.

194
—En el sillón azul, desde Davenport en Iowa, Ma-
xim y Peter Trader, en su primera semana con ganas de
destronar a nuestros campeones y despojarlos de su co-
rona de amor.
Música y aplausos.
—Y en el sillón amarillo, procedentes de Pana, tam-
bién Illinois, donde parece que hay últimamente muchí-
simo amor, y que quieren demostrarlo en nuestro plató...
tenemos en su primer programa a Marc y Tom Portmam.
Traen mucho amor del bueno y quieren sentarse en el
trono de Cupido —. El presentador señala al lateral en el
cual se puede ver un trono dorado con multitud de cora-
zones y coronado con una figura de Cupido en la parte
superior central.
Más aplausos y música.
—Recordemos para quien no conozca la dinámica
del programa que aquí nuestras parejas han de demostrar
mediante juegos, preguntas y pruebas que el amor es su
motor y se conocen a la perfección el uno al otro. Que son
una sola mente, cuerpo y corazón. —hace muchos aspa-
vientos con los brazos—. Solo los más compenetrados y
que rebosen más de amor ganarán... porque el amor…
—Es para toda la vida —corea el público.
—Comencemos con la primera prueba.
—¿Qué sabes de mí? —dice la voz femenina en off.
—Nuestros campeones comienzan la ronda con
una pregunta sencilla, con respuestas que los mismos con-
cursantes nos dieron por separado, y recordamos que tan

195
solo tenéis veinte segundos para contestar. ¿Preparados
pues?
—Siempre, Gerard —responde Anna Hockson.
—Pues vamos a ello —saca una tarjeta que está en
una mesita— A ver, Robert, ¿cuántas cremas se pone tu
mujer antes de acostarse?
—¡Ufff! —exclama Robert— no sé, no sé…
—¡El tiempo corre, vamos! —urge el presentador,
con una gran sonrisa ensayada.
—¡Dos! —responde a pocos segundos de que el
gong señale el final del tiempo.
—Ha dicho dos, y es... ¡correcto!
Suena música y el público aplaude, mientras los
Hockson se besan para celebrarlo. Un beso largo.
—Por favor, tortolitos, esperad a que acabe el pro-
grama, solo acabamos de empezar —dice jocoso el presen-
tador, pero ellos siguen besándose con ansiedad.
La situación se torna incómoda al no parar de be-
sarse, todo se vuelve aún más extraño cuando se aprecia
un hilo de sangre que cae de sus bocas. Separan sus bocas
repentinamente y el público empalidece, ambos se han
arrancado parte de los labios, y la sangre chorrea man-
chando sus barbillas. Miran a la cámara con una sonrisa y
sus ojos, medio cerrados y legañosos, vuelven a mirarse y
a juntar sus bocas, esta vez mordiendo con fuerza y devo-
rándose la cara.
—¡Diossss! —grita el presentador, presa del pánico.

196
El regidor y varios técnicos del programa irrumpen
en el plató para intentar separarlos, el público grita, la cá-
mara muestra cómo la sangre lo mancha todo, no son ca-
paces de separarlos, el presentador, en estado de shock y
con las manos en el rostro no da crédito. Una mujer del
público de mediana edad baja las escaleras y se coloca
frente al aterrado presentador.
—Te amo, Gerard —le dice muy pausadamente.
Este levanta la cabeza y ve a la mujer.
—¿Co… Cómo dice? —murmura.
Entonces se abalanza sobre él y le arranca de un bo-
cado un trozo de mejilla, varios dientes de la señora se se-
paran de su boca cayendo al suelo.
Antes de que el técnico apague la cámara, un tipo
golpea con un extintor a los Hockson, cuyos rostros son
apenas las calaveras devoradas a bocados.
La gente que no está devorando a otras personas
huye despavorida.

197
“Cuando todo se va al infierno, la gente que está a
tu lado sin vacilar es tu familia”.
JIM BUTCHER.

—¡Sujétalo fuerte, Alice! —gritó Ron corriendo en-


tre la maleza del parque.
Una vez al lado, se agachó, cogió la liebre que había
caído en la trampa y de un golpe con el bastón le quebró
el cuello.
Miró con orgullo a su hija de nueve años que esa
mañana lo había acompañado a ver las trampas que esta-
ban por el gran parque del pueblo, otrora zonas verdes.
Metió el animal en el saco, que era el segundo que
cazaban hoy, y junto con unas patatas sacadas de un pe-
queño huerto que habían encontrado en las afueras, ya po-
drían cocinar un buen guiso, tal vez incluso sobrara un
poco para mañana.
—¡La familia Floyd en marcha! —dijo él levantando
la palma de su mano para que su hija la chocara.
Abandonaron el parque en silencio, siempre pen-
dientes de cualquier sonido, porque esa podía ser la dife-
rencia entre seguir vivos o no, no era únicamente por los
infectados, era incluso peor los que no lo estaban, eran casi
siempre impredecibles y muy peligrosos.
Los sonidos siempre susurraban una verdad, el
amartillar de un arma, el crujir de una rama, un quejido,

198
el estar atentos a esos pequeños detalles los habían mante-
nido a salvo desde que abandonaran Denver. Siempre per-
maneciendo juntos como la familia que era.
Su mujer Aristea, su hija Alice de 9 años, su hijo
Rick de 12 y él, Ron, formaban la familia Floyd, todos ha-
bían partido esa mañana hacia el interior, huyendo de las
grandes ciudades, como nómadas.
“Los nómadas jamás se pierden'' —recordó Ron.
Esa frase se la había dicho un compañero de trabajo
en la oficina, y era cierta, porque su compañero Kawil era
indio maya y en cuestiones de espiritualidad siempre pa-
recía tener un don especial, aunque a veces el tema de las
conspiraciones rondaban su cabeza y siempre comenzaba
charlas con teorías dispares, Ron disfrutaba mucho de
aquellos momentos.
Por un breve instante pensó en qué teorías hubiera
tenido Kawil sobre la Plaga si no se hubiera arrojado por
la azotea del edificio de oficinas sin ninguna explicación,
quizás era cierto que veía más que el resto y no deseaba
pasar por el trauma de la decadencia de la sociedad.
Salieron del parque y caminaron con rapidez por
las calles del pueblecito hasta llegar a la casa que habían
ocupado y que abandonarían en unos días, siguiendo la
norma nómada de no permanecer en el mismo lugar más
de tres semanas.
Preferían cazar en los parques por el simple motivo
de que había muchas menos amenazas, era mejor preocu-
parse de algún animal que de cualquier persona, infectada
o no.

199
Siempre encontraban comida pero nunca la agota-
ban, memorizaban qué recursos disponía el sitio en el que
se encontraban, nunca se sabía si tendrían que volver ahí
y también porque si alguien llegaba después pudiera ali-
mentarse.
—Hoy, estofado de liebre, ¡yuhuuu! —dijo nada
más entrar en la casa, situada en una zona en la que desde
cualquier ventana pudieran ver si alguien se acercaba.
—¡Vaya! —Aristea sonrió saliendo de la cocina en
donde habían colocado un hornillo de gas—. ¿Con pata-
tas…?
—Ya te digo que sí, hemos pensado lo mismo —rió
dándole un beso mientras le mostraba unas patatas—. ¿Y
Rick?
—Está metiendo en botes la mermelada que prepa-
ramos ayer.
Ron no pudo evitar mirar de nuevo la cicatriz,
grande como una moneda de un centavo, que tenía su mu-
jer un poco más arriba de la muñeca, de allí él mismo había
sacado un chip de localización y de reconocimiento.
Todos los que trabajaban en la central de la NSA los
tenían instalados. Gracias a Aristea y todos los conoci-
mientos que tenía, y el que se hubiera enterado de ciertas
cosas, había hecho que salieran vivos de Denver antes de
que todo empezara, y sobre todo conocer cómo proceder
para no ser detenidos.

200
Ron también sabía que su mujer sabía muchas cosas
sobre la Plaga Gris, aunque él no quisiera ni saberlas y pre-
tendía ignorarlas sobre todas las cosas.
Sí, cada vez que veía la cicatriz veía que el mundo
no había cambiado solo, alguien lo había hecho cambiar,
de eso no le cabía ninguna duda.
—Sabes que algún día, cuando estés preparado, te
tendré que contar lo que sé, ¿no? —le dijo ella como cada
vez que se daba cuenta de que miraba su cicatriz.
—Sí, aunque sabes que puedo vivir sin ello…
—Pero la información es poder, cariño, y si me pasa
algo a mí…
—Venga, venga, vamos a cocinar y dejémonos de
malos augurios, ahora mismo la verdad es que no puedo
ni quiero pensar en ese tipo de cosas.
Aristea le colocó la mano en los labios.
—¡Shhhhh!, vale ya. Tienes que enfrentarte a esto,
por ahora sobrevivimos, pero algún día habrá que explicar
a nuestros hijos cómo ha sucedido todo, al menos la ver-
dad que yo conozco.
—La verdad…
—Sí, la verdad. Nos hace libres, además ellos tienen
derecho a comprender cómo han llegado, bueno, cómo he-
mos llegado a este estado. Ahora somos una familia que
vaga por el mundo, ellos conocieron cómo era antes todo,
creo que se merecen saberlo, y tú también por mucho que
te duela o te cueste.

201
—Es lo malo de que tu mujer trabaje en la Agencia
de Seguridad Nacional.
—Sí —sonrió dulcemente.
En unos minutos y con bastante habilidad, las lie-
bres estuvieron troceadas y limpias.
—Luego te escucharé pues —dijo él.

202
“Los servicios secretos eran la única medida válida
de la salud política de una nación, la única expresión au-
téntica de su subconsciente”.
“EL TOPO”. JOHN LE CARRE.

Dos hombres ataviados con monos negros, peque-


ñas mochilas de combate y un arma automática colgando
del cuello, caminan entre las calles estrechas de un subur-
bio de Denver.
Uno de ellos lleva una tablet en donde aparece un
punto rojo.
—Espero que esta vez hallemos a alguien vivo, nú-
mero 15 —dice el hombre que lleva la tablet.
—Eres la polla John. ¿Por qué mierdas me llamas
15?
—Coño, porque eres el número 15 y yo el 12 —se
ríe a carcajadas—. Da un aire muy profesional, tío. Ade-
más, Lucien es un nombre como muy de aristócrata o de
personaje de peli de miedo.
—Hace meses que la profesionalidad se fue al ca-
rajo en el mundo…
—¿Echas de menos la normalidad de la NSA? —
John chasquea la lengua con desagrado.
—Es curioso que pese a pertenecer a la Agencia de
Seguridad Nacional, nos hayamos comido toda la mierda
que nos estamos comiendo. Una gran mierda a escala pla-
netaria. —comenta Lucien como para sus adentros—. A

203
saber qué habrá pasado con el resto de agencias guberna-
mentales, 38 más había antes, dudo que queden poco más
de un par.
—John, mira la tablet —son siete pisos, señala a la
escalera de emergencia de un edificio cercano—. ¡Joder,
siete pisos! ¡Menos mal que no es el número 12! ¡Jajajajaja!
Pues vamos entonces a ponernos en marcha, es hora de
encontrar de una puñetera vez al equipo “Alicia”.
Lucien resopla y ambos comienzan a subir las esca-
leras del edificio.
—Podrías contarme algo Lucien, una de esas putas
historias que te mantienen pegado como una mosca a una
mierda de perro. Una de esas historias de listo.
—Sí claro, cómo no… ¿me has visto cara de pod-
cast? —Lucien mira de reojo, parece gustarle que le rue-
guen.
—Venga, no seas así, cuéntame lo de ayer tío. La
mierda aquella de la que hablabas en la cafetería de la
base, así se nos pasan los putos siete pisos más rápido.
John sabía que Lucien no dejaría escapar la oportu-
nidad de hablar de literatura o de ciencia, cosa que le fas-
cinaba, de hecho era un analista de biblioteca ahora recon-
vertido en agente de campo por “falta de personal”.
—Está bien —sonrió—. El año 1816 pasó a la histo-
ria como el "año sin verano". En abril de 1815 la erupción
del volcán Tambora en Indonesia liberó toneladas de

204
polvo de azufre que se extendió por todo el planeta, pro-
vocando un duradero enfriamiento que alteró el ciclo agrí-
cola y llegó a producir hambrunas.
—¡Coño! Como lo de los dinosaurios, ¿no? —inte-
rrumpió John.
—¡Ains! Algo parecido, sí. ¿Me dejas continuar? —
suspiró Lucien.
—Perdona, tío.
—Estos efectos se hicieron sentir incluso en Suiza.
Allí, en Coligny, en una elegante mansión, se habían ins-
talado aquel verano un grupo de amigos llegados de In-
glaterra: el poeta Percy B. Shelley, su entonces amante,
Mary Godwin, el célebre escritor Lord Byron, su médico y
secretario personal John Polidori y la hermanastra de
Mary. Todos estaban fascinados por los avances de la cien-
cia y adoraban las historias de terror gótico.
—¿A quién no le gustan los relatos y las pelis de te-
rror? Joder, cómo las echo de menos—exclamó John.
—El caso es que se vieron obligados a quedarse
largo tiempo encerrados en casa por lo del puto volcán y
se aficionaron a pasar las veladas leyendo relatos de terror.
Pero había un avance en particular que les alucinaba y que
parecía estar a mitad de camino entre la magia y la ciencia,
eran los estudios de un tipo llamado Luigi Colvani, per-
dón Galvani. En esos estudios movía las patas de una rana
mediante descargas eléctricas. Algo que les debió de pare-
cer en aquella época a devolver la vida a la materia
muerta, ¿te suena de algo?

205
—Joder, sí que me suena… lo tengo en la punta de
la lengua.
—Te va a sonar muchísimo —cortó Lucien ya en el
segundo piso—. Un día Lord Byron propuso que cada
miembro del grupo escribiera una historia de terror. Así se
hizo y el resultado fueron dos obras maestras de la litera-
tura fantástica: El vampiro, de John Polidori, la historia de
un seductor aristócrata que deja sin sangre a todas las mu-
jeres que caen en sus redes, antecedente del Drácula de
Bram Stoker y, ¿no averiguas el otro?
—Mmmmm —Mascullaba pensativo John.
—Frankenstein, de Mary Shelley —alzó la voz con
excitación Lucien.
—¡No jodas! ¿Y todo en el mismo lugar y al mismo
tiempo? ¡Putos genios! —cortó John.
—Sí, es increíble cómo el azar ata así los sucesos.
Mary Shelley aún se llamaba en aquella época Mary God-
win, hija de William Godwin, un conocido pensador. Wi-
lliam hacía eventos en su casa en los que asistía lo más gra-
nado de Londres. Allí fue donde conoció a Percy B. She-
lley, un poeta por entonces casado y padre de dos hijos. Se
dice que fue un flechazo a primera vista.
—Qué bonito el amor, sobre todo cuando se hace,
¡jajajaja! —volvió a interrumpir como venía siendo normal
en John.
—Pero desde el primer momento, el padre de Mary
se opuso a la relación y la pareja huyó a Francia a los dos
meses de conocerse. Claire, la hermanastra de Mary los

206
acompañó. Poco después terminaron en Suiza donde es-
trecharon sus lazos con Lord Byron, quien estrechó espe-
cialmente lazos con Claire, no sé si me entiendes —se rió
pícaramente.
—¡Qué cabroncete el Lord! ¡Vamos, todos con to-
dos! —se carcajeó John ya en el cuarto piso— mucha letrita
y poesía pero al final siempre se trata de echar un buen
polvo.
Ambos se rieron con ganas.
—¡La jodienda no tiene enmienda! —siguió Lu-
cien—. Mary convirtió su primer relato en una novela que
se publicó en 1818 bajo el título Frankenstein o el moderno
Prometeo, sin que apareciera el nombre de la autora. La
historia ya la conoces, ¿no?, me refiero a la historia de
Frankenstein.
—Claro tío, de la Hammer, la Universal y un mon-
tón más de pelis malas.
—Se dice que cuando murió su marido, Mary se
negó en rotundidad a volver a casarse, alegando que tras
haberse casado con un genio, sólo podría casarse con otro.
Tras su fallecimiento de un tumor cerebral, cuando sus
allegados revisaron sus pertenencias, encontraron en-
vuelto en seda el corazón del que había sido su esposo y
mentor. Tal vez lo conservó en espera de que, algún día,
un Víctor Frankenstein de carne y hueso le devolviera su
latido…
Llegaron al séptimo piso.

207
—¡Ves, Lucien! —palmeó la espalda—. Eres un
puto crack contado historias.
Entraron por la puerta de acceso a la planta, enton-
ces John pasó delante con el arma apuntando hacia ade-
lante.
Caminaron en silencio entre basuras y un cadáver
reseco, hasta llegar a una puerta abierta, el apartamento
65. Allí marcaba la tablet el punto rojo, allí estaba lo que
venían buscando.
Con una señal entraron con una precisión estu-
diada. No encontraron nada, se pasearon por el lugar, todo
estaba revuelto, cajones vacíos, armarios abiertos.
—Esto no es un robo ni un saqueo, se llevaron sus
cosas antes de irse, fíjate, se han llevado hasta la ropa, nú-
mero 15 —comentó enfadado John.
—¿Otra vez con esa mierda de llamarme con mi nú-
mero, John? —se quejó cogiendo la tablet y moviéndola
por toda la sala hasta que marcó el lugar exacto. El cubo
de la basura.
—¡Joder! —dijo John—, es el tercero que lo ha he-
cho.
Lucien se colocó unos guantes y vació en el suelo la
papelera, y allí estaba reseco como una mancha marrón.
—También se quitó el dispositivo —dijo Lucien
mientras se quitaba la mochila, la abría y sacaba una caja
plateada como un lector de CD —lo que no saben es que
nunca se pierde el rastro del todo.

208
La caja se abrió y con unas pinzas colocó cuidado-
samente en su interior el trozo de carne reseca con el chip.
La cerró y la activó.
Un minuto después la tablet mostró el resultado de
la caja.
—Un pueblecito a unos 16 kilómetros de aquí —
dijo—, guardando datos y enviando a la base.
—Pues nos vamos ya. Otros irán a hacerle una vi-
sita a la doctora Floyd.
—Exacto, número 15.
—¿Perdón, número 12?
—¡Jajajajajajajajaja! —ambos volvieron a bajar la es-
calera de emergencia hacia la desolada Denver.

209
“Me parece que la civilización tiende más a refinar
el vicio que a perfeccionar la virtud.”
EDMOND THIAUDIERE.

ANTES DE LA PANGEMIA. SAN FRANCISCO.


El reportero mira a la cámara que enfoca a un cen-
tenar de personas desnudas que desfilan en grupo por la
calle.
—Varios centenares de personas marchan desnu-
das por las calles de San Francisco vitoreando y aplau-
diendo en el San Francisco Love Parade, para recordar que
el amor no conoce límites ni obedece reglas. Ellos lo lla-
man celebración con una forma "pura". Cientos de espec-
tadores se arremolinan por las calles sorprendidos que-
riendo presenciar tal evento. Lo que empezó como una
reivindicación política y activista es ya una tradición, y
nuevamente este año en la Love Parade el pudor no está
invitado a la fiesta.
Las cámaras enfocan a la multitud donde se empie-
zan a ver carrozas que se acercan con una fuerte música
electrónica.
—El evento que comenzó en Berlín en el 89, cobra
hoy en día más fuerza que nunca, con la gente reclamando
el amor, la música y el buen rollo. Es un día para desha-
cernos de todos los prejuicios y clamar bien alto por la con-
cordia, la paz y el amor.
Toda la Bahía bulle de gente que se acerca al desfile,
hay música a todo volumen y la muchedumbre baila, bebe

210
y se lo pasa bien, llega la primera carroza donde tiran con-
feti y serpentinas a ritmo de “Pet Shop Boys”.
De repente, de una de las carrozas salta un hombre
que se abalanza sobre una de las asistentes y comienza a
besarla, todos ríen y aplauden ante esa imagen de amor
espontáneo. Esa imagen de amor se torna en terror cuando
se separa y lleva la boca llena de sangre, entre sus dientes
hay un trozo enorme de labio y sangre. Se vuelve a aba-
lanzar sobre otra persona con la mirada legañosa.
En varios puntos de la cabalgata se repiten actos pa-
recidos, y como si fuera un efecto dominó, otras personas
comienzan a atacarse unas a otras. Un disc-jockey es de-
vorado por dos groupies, algunas personas se golpean
contra los altavoces mordiéndolos una y otra vez en un
baile frenético hasta que acaban con sus sesos en los sue-
los.
Avalanchas que terminan con multitud de muertos
por aplastamiento, la policía abate a tiros a los infectados
pero surgen más a cada momento como en una macabra
coreografía.
Tras cinco horas todo vuelve a la normalidad, solo
que esta vez no es nada normal. La Bahía de San Francisco
es más parecida ahora a una zona de guerra, sangre, cadá-
veres y un olor a miedo y sangre en el ambiente… y por
qué negarlo, también olor a amor.

211
“El amor fluye de la certera visión de la realidad
tal cual es, y es también el amor lo que nos hace sentirnos
responsables —individual y colectivamente— de todas
las cosas, buenas o malas, que ocurren en nuestra comuni-
dad humana”.
TEITARO SUZUKI.

Desde no muy lejos ya se escuchaba el ajetreo y el


sonido de las ruedas de los carros que avanzaban a un
ritmo lento pero constante.
Eran tres las carretas que componían el convoy, que
ellos mismos habían bautizado como “The Farm”, en ho-
nor a la comunidad hippie más antigua de Estados Unidos
que estaba en el estado de Tennessee.
No es que los componentes del convoy fueran hip-
pies, la verdad es que si tenían un cierto espíritu de liber-
tad aunque con una realidad más capitalista.
Todo había comenzado al poco de comenzar aque-
lla Pangemia, las tres familias pertenecían a un club de au-
tocaravanas de Texas y fue allí en el camping donde las
guardaban cuando no las utilizaban. Es donde se encon-
traron todos.
Los De Benito, con Ken y Enma, los Turner con Tim,
Anne y sus hijos John y Mark de 8 y 9 años cada uno, y por
último, los Kalle con Samara y Rosalía, ese era el particular
grupo que formaba “The Farm”.
Según veían las noticias y se apreciaba el deterioro
social, político y sobre todo de seguridad del país, idearon

212
un plan bastante adecuado a su forma de vida de campis-
tas, formar ese convoy autosuficiente.
Con los conceptos de “The Farm” de generar y op-
timizar los recursos pudieron adquirir pequeñas placas so-
lares, carretas, caballos de tiro y en algo menos de un mes
cada familia pudo tener preparada su casa rodante, era
como haber dado un salto en el tiempo y en vez de sus
cómodas autocaravanas con TV satélite, baño, DVD y aire
acondicionado ahora tenían algo bastante similar pero
más orgánico y auténtico. Aprovecharon que ya empeza-
ban a surgir los primeros casos de infectados en el cam-
ping para salir al amanecer por uno de los caminos secun-
darios de la zona hacia el este.
Así llevaban varios meses, los comienzos habían
sido extremadamente duros, cuidar de los caballos era
algo a lo que no estaban acostumbrados y ahora eran su
motor, intentar aprovechar todo lo que encontraban sin
dueño. Incluso un pequeño bosque de manzanos les hizo
parar tres días para hacer mermeladas y conservas entre
todos, como una comuna.
Se repartían las tareas y vigilancia, porque aunque
el nombre y el espíritu era hippie, la realidad era otra y
siempre iban armados y se mantenían vigilantes, hasta las
mujeres portaban sus armas automáticas.
Ya fuera por la suerte o el azar, no habían tenido
ningún percance más allá de algún encuentro con otras
personas a las que habían ayudado en un momento pun-
tual.

213
Cada cual aportaba sus conocimientos y tenían
claro que cualquier tipo de problema se limaría en charlas
largas, en vez de “The Farm”, debían de haberse llamado
“Utopía”. Bromeaban de vez en cuando y la existencia de
los dos niños dulcificaba el día a día, porque la realidad
era que vivían ajenos al mundo destruido, solo estaban
ellos, los caminos secundarios y comarcales y el paso del
tiempo.
Así acabaron en un pequeño condado cerca de
Amarillo, las ciudades de más de dos mil personas las evi-
taban, a la entrada de un parque hicieron un círculo con
las carretas para poder protegerse mejor en caso de nece-
sidad. Nunca había pasado nada, pero seguían siendo
muy cautos. Colocaron los caballos en el centro y se arma-
ron para vigilar todos los ángulos. Entonces los tres hom-
bres se adentraron en el pueblo que esperaban encontrar
vacío y sin vida.
Pasaron por un cartel que indicaba que en el pueblo
se prohibía la mendicidad y la venta ambulante, aunque
solo se podían intuir porque alguien había escrito en letras
verdes:
“Esta mierda es un experimento del gobierno para
matarnos”.
—Siempre la paga el gobierno —dijo uno de los
hombres—. ¡Qué mal ha hecho al mundo la serie de Expe-
diente X!
—Vamos Ken, no sabía que eras tan cándido —dijo
otro.

214
—¿Ahora me vendrás con que el SIDA es de labo-
ratorio? —se rió—, no me jodas Samara, tío.
Entraron en una de las calles y se asomaron al inte-
rior de una ferretería.
—Nos convendría aprovisionarnos —dijo Ken.
— Mientras, os voy a contar una historia que me
contó mi padre y verás Ken, que estoy al cien por ciento
con Samara.
—Cuenta, cuenta, Tim. Me encantan los relatos de
ficción conspiranoica.
—Mi padre, que en paz descanse —empezó mien-
tras revisaban las estanterías algunas ya vacías, y por el
estado del local ya habían pasado muchos otros antes que
ellos—, estuvo trabajando en un grupo de sanitarios que a
veces ayudaba en varios cuarteles del ejército. Me dijo que
a cambio de permisos y de promesas de ascensos entraban
en programas de investigación médica.
Hablamos de mitad de los años 40 aquí en Estados
Unidos, esa investigaciones eran una batería de vacunas
para las enfermedades que nuestros soldados pudieran
coger en las islas del Pacífico, pues resulta que una de esas
vacunas desarrolló el virus de la hepatitis C, y claro, ima-
gínate.
—¿Eso es cierto? —preguntó Ken.
—Tan cierto como que estamos aquí, a mi padre y
al resto de sanitarios les obligaron a mantener la boca ce-
rrada, aunque la verdad es que en aquellos años era casi
un honor todo lo que fuera por el bien de la patria. Por eso

215
te digo que cuando hay una cosa de estas, y esta es la puta
cosa más gorda que ha pasado en el mundo, no es que me
crea a pies juntillas todo, pero tampoco me creo las versio-
nes más oficiales.
Samara sacó una carretilla y empezó a colocar co-
sas.
—Sea lo que sea, o quien lo haya provocado el
mundo se ha ido a la mierda y nosotros nos hemos ido con
él. Al menos estamos sobreviviendo y no tenemos ninguna
baja que lamentar.
—”The Farm Power” —gritó Tim levantando la
mano y los tres chocaron palmas.
Tras ver que nada más les interesaba salieron con la
carretilla en dirección a un supermercado que estaba
cerca.
—¡Joooooooo… deeeeeer! —exclamó Samara sol-
tando la carretilla.
—¿Qué pasa? —dijo Ken apuntando su arma al
frente donde mirada su compañero.
—Una librería, una puta librería —exclamó.
—¡Vete a tomar por culo! Tú y tus libros —rió Ken.
—Si me disculpáis, tengo tareas pendientes en esa
tienda de libros —y con paso alegre entró en la librería.
Ken y Tim entraron pues en el supermercado a ver
qué encontraban.
A unos centenares de metros un hombre miraba
con atención a los tres hombres y el campamento que estos

216
habían formado. El peculiar individuo, ataviado con un
chándal bastante hortera, tras observar algunos minutos y
tomar notas, bajó de la parte alta de la casa en la que se
encontraba, montó en un caballo y se alejó hacia las afue-
ras del pueblo.

217
“El trabajo de espionaje tiene una sola ley moral:
se justifica por los resultados”.
“EL ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO”. JOHN LE
CARRE.

La teniente Samira se acomodó en la parte de atrás


de la camioneta, frente a ella varias pantallas de plasma
que mostraban diversas zonas de un parque de la ciudad,
en realidad ese lugar estaba bastante cerca de donde se en-
contraba ahora mismo.
Pese a llevar solamente tres semanas en el proyecto,
lo tenía todo bajo control. Por suerte hacía días que la or-
ganización había logrado reactivar los satélites y los siste-
mas tras el Pulso Electromagnético. Esperaba paciente-
mente en la “Caja Negra”, como llamaban a la camioneta.
A veces bromeaban diciendo que sus vehículos
eran los últimos dinosaurios de una era de automoción
que nunca volvería, la “Caja Negra” disponía de una pro-
tección en el motor que la previno de los daños ocasiona-
dos por el Pulso Electromagnético. Qué extraño era hoy en
día conducir por avenidas y calles como en las películas
de Mad Max, era como si el mundo actual lo hubiera es-
crito el guionista de Mad Max con una buena dosis de an-
fetas.
Ellos sí habían estado preparados, con una capaci-
dad y profesionalidad que no había existido en casi nin-
guna de las otras agencias gubernamentales, que estaban
más preocupadas en pelearse entre ellas que en hacer bien
su trabajo.

218
—¿Está todo preparado? —preguntó ella colocán-
dose los cascos.
—Sí, mi teniente.
—Pues en marcha, activando “ejemplares” —dijo
Samira centrando el enfoque de la cámara en una de las
esquinas del parque.
En la pantalla apareció una pequeña furgoneta,
paró y bajaron de ella un par de hombres ataviados con
monos verde oliva y pasamontañas, abrieron la puerta tra-
sera y sacaron a la fuerza a una mujer y a un hombre que
estaban amordazados y con los ojos vendados. Con rapi-
dez les quitaron las bridas, las mordazas y las vendas para,
a continuación, marcharse dejándolos allí a los dos.
La teniente hizo zoom a las caras del hombre y la
mujer, que se encontraban nerviosos e inquietos. Se veía
que estaban hablando entre ellos con temor. Presionó un
botón en la consola de mandos y cambió al modo de tem-
peratura corporal, un indicador en la parte baja de la pan-
talla mostraba varios parámetros vitales. Todo estaba
siendo monitorizado y grabado, y más tarde sería revisado
una y otra vez para evaluar el experimento.
La pareja comenzó a caminar hacia el interior del
parque muy juntos , tras varios minutos y delante de ellos
apareció un hombre muy alto y corpulento, al que llama-
ban Orlock.
—¡Qué imponente es el cabrón! —exclamó la te-
niente viendo cómo se acercaba Orlock, alto, muy alto, de
un metro noventa, ataviado con un gabán de piel negra,

219
traje impoluto con lustrosas botas negras, sus cabellos gri-
ses atados en una coleta y con unas Rayban de cristales. En
la mano llevaba un par de libros.
Rápidamente manipuló varias teclas de la consola
y aumentó el volumen al máximo de los micrófonos bidi-
reccionales que habían colocado en la zona.
—¡Buenos días! —dijo Orlock— ¿Están perdidos?
—No sabemos qué hacemos aquí —dijo el hom-
bre— estábamos con un grupo en un pueblo llamado Wait
Places. Despertamos en un lugar atados, amordazados y
con vendas en los ojos. Nos los han quitado unos tipos con
pasamontañas al dejarnos aquí.
—Son días extraños en los que el ser humano vive
como pendiente de un hilo azotado por el viento cósmico
—dijo Orlock.
—Ahora va su parte filosófica —murmuró dentro
de la “Caja Negra” la teniente Samira.
—...un viento que mueve todo en un 10 elevado a
500 de probabilidades matemáticas de mundos infinitos,
un viento que agita incontables realidades, todas las posi-
bles sujetas en las cuerdas cósmicas.
—¿Dónde estamos? —preguntó la mujer.
—Se encuentran en la ciudad de Aspen, Colorado
—respondió él—. Por cierto, ¿en qué trabajaban antes de
la llegada del Caos?
—¡Aspen! —exclamó el hombre.

220
—Sí, Aspen… perdonen mi falta de educación pero
en mis paseos matutinos por el parque para leer me suelo
quedar un poco absorto —mostró sus libros— hoy toca
Walden de Thoreau y La Hoguera de las Vanidades de
Tom Wolfe —hace una pausa—, mi nombre es intrascen-
dente, pero me gustaría saber los suyos.
—Paula y Mark —respondió la mujer—. ¿Sabe
quiénes eran esos hombres?
—Paula y Mark, aún no me han respondido en qué
trabajaban.
—¿Y eso qué más da? —el hombre levantó la voz y
cogió de la mano a la mujer— Si nos puede ayudar dígalo
y si no nos iremos...
—Las prisas sin reflexiones, las palabras sin actos se
las lleva el viento —cortó Orlock—, el Caos vino porque la
gente dejó de hablar. Triste la falta de comunicación que
acaba con la civilización. Y veo que no son muy comuni-
cativos, aunque nadie puede quedarse sin conocimiento,
aunque veo que nada podré sacar de ustedes para satisfa-
cer mi sed de filantropía, pues nunca hay que acostarse sin
saber nada más.
Hizo una pausa dejando los libros en el suelo con
delicadeza.
—Esos hombres llegan de vez en cuando trayendo
a personas como ustedes, a veces parejas, a veces gente
sola, gente interesante con las que departir horas o con las
que, como en este caso particular, sin nada intelectual que
sacar. Es un experimento en la que nos utilizan a nosotros,

221
a mí y a mis compañeros por nuestra rareza —en ese ins-
tante aparecieron dos hombres más vestidos elegante-
mente que se colocaron a los lados de Paula y de Mark—.
Allí hay un lugar desde donde nos graban… y sabemos
que somos parte de un experimento y vosotros nuestras
presas.
—¡Joder! —exclamó la teniente—, lo saben.
—Así que mis queridos aperitivos… —masculló
Orlock a la pareja que se encontraba con cara de terror
mientras hacía una señal a los dos hombres que se habían
incorporado.
En unos segundos los dos hombres se abalanzaron
sobre ellos y Orlock hizo lo mismo, con la ayuda de puña-
les los acuchillaron en un frenesí de locura hasta que sus
cuerpos fueron una masa sanguinolenta. Entonces uno de
ellos sacó de su gabán un mazo metálico con el que abrió
las cabezas para entre los tres devorar sus cerebros.
—Me fascina ese tipo —dijo la teniente Samira en
voz alta, mientras que agarraba una grabadora y presio-
naba el botón de grabar—, Orlock, junto con el resto de los
Sangre Negra, Hans y Pinocho han vuelto a actuar si-
guiendo el mismo modus operandi, de alguna manera sa-
ben quiénes tienen una capacidad intelectual superior y
quién no. Quien les atrae intelectualmente se lo llevan, y a
los desafortunados que no, los asesinan y devoran sus ce-
rebros como un vulgar Deathlover, solo que tras ese ata-
que de histeria inicial recuperan su… llamémosle cordura.
Orlock ha dicho hoy que sabe que todo esto es un experi-
mento, al igual que sabe que los estamos observando. Ha-

222
brá que tener cuidado en la próxima suelta, siguen sin te-
ner ningún signo de degradación corporal. Si no tenemos
la luz verde para poder capturar y analizar a otro Sangre
Negra no podremos avanzar en nuestros estudios —apagó
los monitores.
—Nos vamos, nos vemos en la base en una hora —
notificó la teniente a sus hombres.
—Ok, base en 60 minutos.
La teniente Samira pasó a la parte delantera de la
“Caja Negra”, arrancó y se internó por una de las avenidas
de Aspen.

223
“Instaura una pequeña anarquía, altera el orden es-
tablecido y comenzará a reinar el caos. ¿Y sabes qué tiene
el caos? Que es justo”.
JOKER EN “BATMAN EL CABALLERO OS-
CURO”.

El ahora su hogar se encontraba en la Plaza de la


Independencia de Aspen, lo que había sido otrora un
banco se había transformado en un gran gabinete de cu-
riosidades que albergaba desde libros a obras de arte colo-
cadas por todas partes pasando por percheros con ropa
cara y elegante y extraños utensilios. Ese era el refugio de
los seis Sangre Negra de Aspen, en el pasado un grupo de
filántropos. Del grupo, solo seis habían sobrevivido a la
Plaga Gris, pese a estar infectados, su amor a la naturaleza
humana no había cesado, seguramente esa pasión, de al-
guna manera, les frenaba el deterioro corporal, no se les
caían los dientes, ni las uñas, ni siquiera sus ojos se cubrían
de legañas, solo sus escleróticas eran amarillas como los
de los enfermos de malaria.
Les movía una desmesurada ansia de conocimiento
y por eso se pasaban la mayor parte del día de casa en casa
buscando libros, obras de arte, o cualquier cosa que por
insignificante que fuera, inspirara sus mentes. Por otro
lado su cuerpo de Deathlover les impulsaba a acabar con
la vida y a devorar los cerebros de los que en otro tiempo
hubieran protegido, ahora sí consideraban que no les
aportaban ningún estímulo a nivel intelectual, acababan
con ellos al instante. Pero tenían una curiosidad desme-
dida por los humanos que sí consideraban que estaban en

224
un escalón intelectual superior. Los Sangre Negra cazaban
en grupo a personas por el simple placer de hacerlo, como
una manada de lobos y, obviamente, también por la nece-
sidad de alimentarse pero de manera muy bizarra. Si los
especímenes eran intelectuales cocinaban sus cuerpos aún
vivos como si estuvieran en un restaurante selecto. En la
planta baja del edificio llevaban los cuerpos, los cocinaban
y troceaban. Como cualquier manada necesitaban comer a
diario, por eso Aspen y sus alrededores eran lugares per-
fectos, encima los tipos de los pasamontañas cada semana
les llevaban ‘provisiones’ frescas.
Estaban organizados y sabían que por su inteligen-
cia superior eran objeto de estudio, pero pese a partes po-
sitivas de ser cobayas, había llegado el tiempo de coger las
riendas y conocer más sobre aquellos extraños.
Orlock entró en el edificio y giró hacia la derecha
donde había gran cantidad de esculturas de bronce sobre
pedestales de mármol de carrara, cruzó por un pasillo
lleno de libros amontonados en el suelo para llegar a lo
que había sido un salón de baile, allí estaban tres de sus
compañeros tranquilamente sentados en butacones de
piel, leyendo libros en silencio.
—¿Dónde coño estáis? —una voz llena de electrici-
dad estática surgió de un emisor de radio que estaba en
una mesita de estilo turco.
Orlock sonrió.
—¿Lleva mucho tiempo llamando? —preguntó.

225
—Unos cinco minutos, cada minuto intenta contac-
tar —respondió uno de ellos sin levantar la mirada de su
libro.
Otro de ellos le alargó un papel escrito con una pul-
cra caligrafía.
—¿Hablaron?
—Como tenores en la Scala de Milán —sonrió.
—¿Dónde estáis joder? —repitió la voz.
Orlock cogió el emisor de radio que era como un
walkie pero diminuto.
—No están, teniente Samira —contestó él tras ver la
información escrita en el papel— y me da que no van a
llegar.
—¿Quién coño...? —dijo ella.
—Según veo me han bautizado como Orlock, su-
pongo que lo sacó usted de “El Conde Orlock” de la pelí-
cula Nosferatu. De hecho, nos hemos visto hace unos mi-
nutos en el parque aunque no en persona.
—¿Y mis hombres? —resopló Samira.
—Ahora estoy hablando yo, dedíquese solo a es-
chuchar —hizo una pausa— “El experimento es aquella
clase de experiencia científica en la cual se provoca delibe-
radamente algún cambio y se observa e interpreta su re-
sultado con alguna finalidad cognoscitiva.” Eso dijo Mario
Bunge pero es ahora cuando nosotros, las cobayas, toma-
mos el mando, teniente, si quiere saber más sobre noso-
tros, es momento de hablar cara a cara. Le espero mañana

226
a esta misma hora en el parque donde nos monitorizan y…
alimentan. Por cierto, uno de sus hombres nunca volverá,
es el pago para continuar sus investigaciones…
—No, escuche usted —cortó ella—, si le ocurre algo
a uno de mis hombres acabaré con todos.
—¿Y acabar con sus cobayas? No creo, noto su ne-
cesidad de conocernos más y de que sus investigaciones
trascienden a las vidas humanas. Recuerde, mañana en el
parque.
Orlock apagó el emisor.
—Ya está preparada la comida —dijo uno de ellos
asomando la cabeza por el quicio de la puerta.
—Comamos pues.

227
“El acto de defensa es ya un ataque. Las armas para
la defensa son siempre un pretexto para los que instigan
las guerras. La calamidad de la guerra se origina en el for-
talecimiento y potenciación de las distinciones sin sen-
tido entre yo/otro, fuerte/débil, atacar/defender.”
MASANOBU FUKUOKA.

La Asociación Nacional del Rifle, la NRA(National


Rifle Association), defiende el derecho a poseer armas de
fuego, protegiendo la llamada Segunda Enmienda de la
Constitución americana. Fundada en Nueva York en 1871,
es la organización de derechos civiles más antigua del
país. En Fairfax (Virginia) se encuentra su sede y es un día
grande para ellos porque se ha reformado el museo que
contiene más de 4000 armas históricas y además se está
realizando la exposición y feria del arma en su sede. La
asociación tiene más de 5 millones de socios y allí están
reunidos gran parte de ellos que pasean ojeando entusias-
mados los expositores, las tiendas de recuerdos y, por su-
puesto, el museo. Lógicamente casi todos caminan por-
tando su propia arma de fuego.
El arma de Harry el Sucio forma parte del museo,
donde se puede ver desde la carabina que perteneció a
John Alden, uno de los pioneros del Mayflower hasta el
revólver Colt New Frontier calibre 45 fabricado expresa-
mente para John Kennedy, pero que nunca le fue entre-
gado porque antes fue asesinado pasando por el arma de
Eddie Murphy en Detective en Hollywood o el forajido
Jesse James.

228
Todo está envuelto en un aire festivo y los asisten-
tes van de un lado a otro admirando las armas históricas,
rifles automáticos con miras láser, réplicas de armas famo-
sas, recambios, puestos para customizar tu propia arma,
etc... Nada hace suponer lo que va a suceder, ni siquiera el
guardia de seguridad que ve con horror como uno de los
visitantes rompe el cristal protector donde está la pistola
que llevó Mel Gibson en Arma Letal, la coge, la carga con
balas y empieza a disparar a todo lo que se mueve con una
sonrisa en la boca y sus ojos llenos de legañas para, a con-
tinuación, devorar la pistola con un éxtasis descomunal,
mientras en uno de los mordiscos, además de perder casi
la totalidad de los dientes se vuela la cabeza.
Como si se hubiera pulsado un botón de arranque
y en un sonido similar al de los fuegos de artificio, se em-
piezan a escuchar disparos por todas partes, decenas de
infectados aprietan el gatillo de sus armas, mientras se de-
voran unos a otros y otros muerden las armas.
Un tipo pelirrojo se mete en la boca destrozándose
los carrillos una brillante Smith and Wesson que acaba de
comprar, otros se abalanzan sobre las armas automáticas
para cogerlas con la boca babeante mientras sus dueños se
defienden disparando. Todo el mundo parece haberse
vuelto loco, unos se defienden, otros degluten las armas
en una sanguinolenta marea.
Las bajas ascienden a miles, es el fin de muchos ena-
morados de las armas de fuego, que tienen la Asociación
como una religión, una religión por la que mueren y son
muertos.
En este caso ese lema de la Asociación:

229
“Solo me quitarán mi arma de fuego de mis dedos
fríos y muertos”.
Que así sea.

230
“El estudio sistemático de la psicología de masas
reveló a sus estudiosos las posibilidades de un gobierno
invisible de la sociedad mediante la manipulación de los
motivos que impulsan las acciones del hombre en el seno
de un grupo”.
EDWARD BERNAYS.

El lugar era una especie de bóveda de hormigón


bajo la cual había bastantes cajas metálicas de color verde
desde las que salían decenas de cables de colores que se
entrelazaban unos con otros. Mangueras de cableado sa-
lían hacia agujeros del techo, en medio de esto dos mujeres
con monos azules pinzaban algunos cables y revisaban al-
gún resultado en un sus portátiles.
—Todos los aparatos electrónicos a tomar por culo
—dijo una de ellas—, cuando comenzó todo este caos y me
temo que a escala planetaria, debieron de morir infinidad
de personas que necesitaban máquinas electrónicas para
sobrevivir, ya fuera en hospitales o en sus propias casas.
—Coño y los aviones cayendo como insectos rocia-
dos con insecticida— cortó la otra—, fue brutal en las ciu-
dades con edificios cercanos a los aeropuertos. ¡Bum!
¡Bum!, y a cada caída explosiones y más caos. Yo no lo vi
pero Marie estaba en Nueva York y asegura que parecía
estar en una película tipo la Guerra de los Mundos, ni en
nuestros peores sueños creo que hubiéramos imaginado
algo así.
—Nadie está preparado para esto… bueno sí que
estaban preparados algunos con sus cajas de Faraday y sus

231
versiones mejoradas. Faraday utilizó una hoja de metal
para cubrir por completo una habitación y un generador
electrostático que emitía unas descargas de alto voltaje. Y
como un mago haciendo un truco de magia… ¡Tachán!, ya
tienes una protección cojonuda ante un puñetero pulso
electromagnético. Joder, si hubieramos sabido que una
mierda así podría pasar, creo que más de uno hubiera he-
cho una versión casera de la puta caja de Faraday.
—¡Tengo ya el principal! —exclamó cortándole.
Las dos se pusieron a seguir ese cable por entre me-
dio de las cajas. Tras más de media hora larga, lograron
conectarlo a un dispositivo de un tamaño similar al de un
pequeño barril de cerveza, una especie de caja negra.
—Vamos a ver si la teoría de reinicio funciona —
dijo una de las mujeres antes de apretar el enter del portá-
til.
En un principio pareció no suceder nada, pero pa-
sados unos veinte segundos empezaron a encenderse los
leds de las cajas, luego los ventiladores de su interior y una
a una cada caja empezó a despertar y a mandar informa-
ción por las mangueras del techo con millones de datos
dormidos desde hacía mucho tiempo.
Bastantes metros más arriba, tras capas de hormi-
gón, en una sala llena de pantallas, las quince personas
que estaban sentadas ante los teclados rompieron en víto-
res y gritos al ver cómo el sistema cobraba vida, apare-
ciendo en todas las pantallas el ansiado escudo de la NSA.
—¡Todo se está reiniciando! ¡Todo! —dijo una peli-
rroja con gafas de vaso.

232
Una mujer de unos cincuenta años con el pelo corto
y gris observaba con rostro de satisfacción la resurrección
de los sistemas informáticos de la Agencia de Seguridad
Nacional o de lo que quedaba de ella.
—¿Satélites? —preguntó.
—Conectados dos de los cinco señora Hugh —res-
pondió un tipo regordete.
—¡Hasta estamos recibiendo información a tiempo
real! —exclamó un hombre al otro lado de la sala, lo que
hizo que la señora Hugh se acercara a la carrera.
—Explícame eso.
—Son datos de los agentes 12 y 15, han escaneado
el dispositivo de la doctora Aristea Floyd que aparente-
mente se ha quitado el implante, su actual ubicación está
a varios kilómetros de Denver. Los agentes habían car-
gado los datos usando su portátil mediante los USB, pero
después de revivir el sistema, se me acaba de actualizar
todo. Parece ser que el volcado de esa información fue
hace unas tres horas aproximadamente.
—¿Y podemos contactar con ellos como antes? —
preguntó ella.
—Si llevan el equipo encima, seguro —respondió la
chica pelirroja.
—Vamos pues.
—¡Jodeeeerrrrr! —el agente número 12 dio un grito
cargado de alegría.

233
—¿Qué ocurre? —preguntó acercándose Lucien a
su compañero.
—Tío, me acaban de llamar de la central por el in-
tercomunicador —se explicó rebuscando en su cuello el
cable que llevaba el micrófono.
—¿De la central? Eso quiere decir que se ha acti-
vado el sistema, la central está a mil kilómetros de Denver,
los satélites deben de…
John le hizo señal de que callara y se acercara para
colocarse cerca de los auriculares.
—Agentes 12 y 15, llamamos de la central de la
NSA. ¿Están operativos?
—Afirmativo.
—Según su ubicación actual podemos observar que
se encuentran solamente a tres kilómetros de la base de
Denver, hemos recibido los datos de su operación de bús-
queda de la doctora Aristea Floyd a 16 km de donde se
hallan ahora. ¿Correcto?
—Así lo marca el detector genético del dispositivo.
—Los sistemas se están recuperando, aunque aún
no podemos acceder a la base de Denver sí que podemos
acceder a dispositivos móviles como los que llevan con-
sigo — le habla la supervisora Hugh—, en cuanto lleguen
a la base comuniquen a sus superiores que contacten ur-
gente con nosotros por esta vía. Ustedes cojan el equipo
necesario y vayan en busca de la doctora Floyd, el pro-
yecto “Alicia” es vital para nuestro futuro y supervivencia.

234
Hay que traerla, repito, es indispensable traer a la doctora,
por las buenas o por las malas. ¿Comprendido?
—Sí, señora —afirmó Lucien.
—Esperamos noticias de sus superiores en cuanto
lleguen a la base, recuerden informar con la mayor celeri-
dad cualquier noticia referente a la doctora Floyd.
—Celeridad… Me gusta cómo habla esta mujer —
rió Lucien.
La comunicación se cortó.
—Vaya Lucien, nos toca ir a buscar paquetes, pare-
cemos de Amazon.
—Mierda, yo que quería estar el resto del día le-
yendo.
—¡Todo no puede ser, número 15!
—Vete a la mierda, número 12.

235
“Un hombre sabio vive actuando y no pensando en
actuar.”
CARLOS CASTANEDA.

Era mestizo, aunque su fisonomía podría haberlo


hecho pasar por cualquier hombre blanco, su espíritu era
indio Cherokee. La vida de Halcón Loco había sido muy
extraña, como procede a quién está marcado por esa espe-
cie de destino, un destino que lo obliga a dar un giro de
trescientos sesenta grados a su modo de vida y pasar de
entender el mundo como lo conocía a otro más… peculiar.
Siempre que pensaba en ese cambio vital recordaba,
no sabía por qué, una de las leyendas más conocidas en la
Historia de la música, la que concierne a un tema de Pink
Floyd. Se trata de la conexión entre “Dark Side of the
Moon” con la película “El Mago de Oz”.
Una de esas maravillosas coincidencias, si ponías a
reproducir la película original de 1936 y al tercer rugido
del león de la Metro, empiezas a reproducir el disco, es
cuando comienza la magia. Las imágenes de la película
que encajan a la perfección como un baile sincronizado
con la letra del disco.
Dorothy se cae al recinto de los cerdos y en el disco
se puede escuchar el“cae cae cae”, el sonido de la bicicleta
con el sonido de ruedas en la música o cuando suena “el
lunático está en la hierba” el Espantapájaros baila en un
césped.
Así de extraño y lleno de casualidades había sido el
cambio de Halcón Loco, un sueño en el cual su abuelo le

236
decía junto a un fuego que debía de regresar a la reserva y
convertirse en lo que era, chamán, poco después recibió
una amarga llamada de teléfono comunicándole que su
abuelo había fallecido esa misma noche.
Junto a su primo hermano Charles y varios hom-
bres había aprendido medicina incluso de otros clanes
para que pudiera recoger el testigo de su abuelo. El com-
prender que las palabras no eran ni valían nada si no se
demostraban con hechos, que el tiempo era siempre rela-
tivo y que el amor y la pasión era el único motor que movía
mover al universo entero.
Su parte de hombre blanco aún se quedaba pas-
mada al ver que al mismo tiempo en todas las partes del
planeta, prácticamente todos los clanes de tribus origina-
rias nativas habían previsto la llegada de la Plaga Gris, an-
ticipándose y actuando de manera efectiva en su mayor
parte para sacar a los "INVICTUS" de los cuerpos y restau-
rar la mente y el espíritu de los infectados. Además de su
manera solidaria de acoger a todo aquel que estuviera en
problemas.
Halcón Loco agitó la pluma de águila sobre el humo
del fuego sagrado y entró en estado de meditación, como
le habían enseñado, como sabía que le dictaba su espíritu,
alejado del raciocinio de la sociedad moderna su mente
viajó lejos, muy lejos, para buscar a uno de sus hermanos
espirituales en Mesa Verde.
Noah salió de la kiva ritual y respiró intensamente
observando el cielo del atardecer. No tuvo que esperar de-
masiado, puesto que un halcón de cola roja salió de una de

237
las partes superiores del granero y chillando se perdió ha-
cia el norte. Estiró sus brazos y cogió el sendero que des-
cendía hacia el poblado de Mesa Verde, en el primer re-
codo vio a dos personas que observaban el atardecer desde
el mirador sentados en una roca. Una de ellas era la per-
sona a quien estaban buscando, a la persona a la que debía
de contarle la información.
—Bonito atardecer, pareja —dijo.
—¡Hola Noah! —respondió Thomas.
—A ti te estaba buscando…
—Y como siempre, aparece lo que necesitas —rió
Shopie.
—Tuve un mensaje desde el sur, se están volviendo
a reactivar los satélites y algunas agencias vuelven a estar
operativas, lo que quiere decir que los "INVICTUS" pronto
serán de nuevo controlados, hay que estar preparados
para una nueva oleada de todos los que luchan para inten-
tar dominar el mundo —explicó Noah.
—Habrá que hablar con la doctora Anabel
Hooper— dijo Thomas levantándose de la roca en la que
estaba sentado.
—Yo me voy adelantando —Noah siguió bajando.
Shopie se levantó también y le dio un sonoro beso a
Thomas.
—Espero que nada rompa este paraíso, aquí te sien-
tes como si esa mierda no existiera— gruñó Thomas.

238
—Habrá que luchar por ello cariño —le dio otro
beso.
—A muerte… ”Cuando escribo vuelo, enciendo
fuegos. Cuando escribo saco a la muerte de mi bolsillo iz-
quierdo, la lanzó contra la pared y la agarro cuando re-
bota”.
—¿Qué?
—Charles Bukoswki…
—¿El borracho y pervertido escritor? —rió Sophie.
—Habrá que coger todas las ideas vengan de donde
vengan— hizo una pausa—, quizás si todo se conecta de
nuevo en el Útero...ya sabes, tal vez Johan Bastide pueda
seguir con sus estudios y volver a controlar a los "INVIC-
TUS".
Sophie borró su sonrisa y Thomas cayó en la cuenta
de que Phil, su hermano y la expareja de ella, había partido
de Mesa Verde con Bastide al no haberle sido posible sa-
carles el nanorobot.
—Lo siento, no tenía que haber dicho nada… —co-
mentó muy apenado Thomas.
—Olvídalo, todo es como ha de ser, aunque a veces
los giros del destino son absurdos o bizarros… como tu
escritor borracho.
Se dieron un abrazo antes de descender al poblado.

239
“Cuando llega el miedo, rara vez aparece el sueño”.
PROVERBIO LATINO.

Los grandes zepelines sobrevuelan la costa de


Maryland a una velocidad de crucero. No hay prisa, es un
viaje rutinario que se hace dos veces cada quince días
desde meses antes a la aparición de la Pangemia.
En el primero de los aparatos van una larga serie de
equipamientos, comida y demás enseres que son necesa-
rios y que son pedidos vía cable.
Como en los inicios del siglo XX en que se habían
unido continentes con comunicación con cables bajo el
mar, desde el inicio del Proyecto ALBA se había buscado
el secretismo, aunque era cierto que el proyecto era muy
hermético y solo lo conocían pocas personas, a excepción
de quienes trabajaban en él con el grado de asignación
XXY de seguridad, solo un escalafón por debajo del presi-
dente...pero ni siquiera los de arriba sabían un 2% del pro-
yecto.
Al igual que los "INVICTUS", todo se había organi-
zado con anterioridad en la puerta trasera de las organiza-
ciones estatales que gozaban de la seguridad de no verse
afectadas en sus inversiones y su flujo constante de dinero
procedente de toda clase de negocios.
Como en los años 60 y 80 con la CIA todo valía para
financiar cosas que jamás serían aceptadas por el Con-
greso y por el vulgo.

240
El zepelín, que iba en segundo lugar, que llevaba
además de muchas grandes y pesadas cajas a varios solda-
dos, adelantó al primero como protocolo de acercamiento
a su destino.
—Ahí lo tienes —dijo uno de los soldados de nom-
bre James.
Su compañero de asiento atisbó por el ojo de buey
y vio una gran plataforma petrolífera en medio del Atlán-
tico.
—La llaman la Casa del Alba, aunque no tiene nada
de casa, ¡jajaja!, y creo que nunca bombeó ni un galón de
petróleo desde que empezó el proyecto —siguió James
esta vez bajando más la voz—. Se copiaron de un plan de
esos locos de los nazis, no recuerdo el nombre pero sonará
como todo lo alemán, como un ladrido de perro cabreado,
jajaja.
—Algo he oído —respondió el soldado que no de-
jaba de mirar por el cristal.
—Llevaron a muchos niños sacados de orfanatos de
todo el país, y niñas, claro, para llevarlos allí, ya lo verás,
es como un puto instituto pero con normas especiales, del
rollo de los que había antes en los que llamabas a tu padre
señor. Da hasta cosa la seguridad y la obediencia de los
niños...
—Como nosotros en el ejército, ¿no?
—¡Touché! Aunque son solo niños y niñas, tío, de
entre seis y quince años, ya lo verás, es algo muy raro, tío.

241
El soldado apartó su rostro del ventanuco y se re-
costó en el incómodo asiento, como todos los asientos de
vehículos militares en los que se había sentado en su vida,
incómodos, espartanos y hechos con mala hostia.
Claro que sabía, de hecho llevaba semanas curio-
seando y conociendo cosas de ese lugar, por eso había lo-
grado que lo llevaran allí como relevo del destacamento
que allí se hallaba, quince días en los que debía de apren-
der todo lo que pudiera y actuar para su propósito.
Quitarse el puto "INVICTUS" de su cerebro.
Inconscientemente se tocó el collar que llevaba al
cuello, un collar con el que lo controlaban y al mismo
tiempo si estaba en peligro se lo arrancaría él mismo con-
tra su voluntad y se arrojaría contra la amenaza, lo había
visto ya y no le apetecía acabar así, ese no sería su final.
No, él no.
El proyecto ALBA era un estudio o la prueba de si-
mulación de una nueva sociedad, de hecho ninguno de los
niños tenían a los "INVICTUS" y eso debía de ser posible
por alguna manera que debía de saber, además estaba
cada vez más convenicido de que muchos de los que man-
daban en esa nueva mierda de Orden Mundial no tenían
el puto bichejo en sus cerebros.
Y estaba seguro de que allí estaba la clave, se lo de-
cía su instinto, ese que nunca se había equivocado y al que
sus hombres siempre habían hecho caso y seguido hasta
las mismísimas fauces de la muerte.

242
Al pensar en sus hombres fue consciente de que
ahora tan solo era un soldado raso, con aptitudes muy va-
liosas, eso sí, por eso lo habían dejado con vida, instruido
y controlado con el collar.
Tenía quince días para descubrir cómo sacarse
aquella mierda de allí, y lo haría por las buenas o por las
malas.
Una sonrisa afloró en su rostro.
—¿De qué te ríes, soldado? —le dijo el sargento
Murtaw, que empezaba a preparar el aterrizaje a la plata-
forma y los informaba de malas maneras para que estuvie-
ran listos.
El soldado lo miró con seriedad.
—De un chiste, sargento.
—Pues aquí los chistes sobran —se caló su gorra de
asalto en la que se veía el escudo de los 500 millions—,
reiremos más tarde, cuando sea el momento, ahora toca
ganarse el pan. ¿Lo entiende, soldado?
—Lo entiendo, mi sargento.
—Vamos de escolta a un lugar de niños y se com-
porta como si fuéramos a asaltar la Casa Blanca —le dijo
James cuando el sargento se alejó—, no te preocupes, es un
gilipollas.
El sargento comenzó a dar órdenes y todos se le-
vantaron de sus asientos, se colocaron sus equipos y los 8
hombres colocaron sus anillas de seguridad en la puerta
de salida, saldrían ellos primeros para inspeccionar el lu-
gar y entonces, si todo era correcto, llamar al otro zepelín.

243
—Luego te cuento el chiste, James —dijo en voz
baja.
—Ok, pero que sea bueno, Mugón.
—Sí, muy bueno, muy muy bueno.
Se abrió la puerta y Mugón salió a la plataforma pe-
trolífera.

244
“Cuando una cultura entra en decadencia, la civili-
zación, es decir, el principio de utilidad, genera cierto sen-
timiento de pánico en el alma humana, y entonces empieza
la preocupación por medir el tiempo con una exactitud ex-
trema.”
“TIERRA, TIERRA”. SANDOR MÁRAI.

Todo sucedió rápido, los saqueadores de la banda


del chándal aparecieron sigilosos, primero vigilaron el for-
tín que habían hecho con las carretas y luego cogieron a
Samara cuando se encontraba en la librería, se encontraba
tan absorto que no tuvo tiempo de defenderse, a Tim y a
Ken los atraparon cuando regresaban de uno de los super-
mercados, este ya con casi nada que ofrecer dado su alto
estado de saqueo, las demás tiendas de comestibles esta-
ban vacías y destrozadas.
Parte de la banda del chándal llegó al campamento
con los prisioneros en primer lugar, iban encañonándolos
y este hecho hizo que las mujeres que estaban de guardia
depusieran las armas con caras de perplejidad.
A continuación llegaron más componentes de la
banda, catorce en total, que comenzaron a revolver entre
las caravanas, desvalijando todo lo que encontraba de va-
lor y utilidad. Amontonaron con aséptica rapidez y profe-
sionalidad todo su botín en montones, medicamentos y
utensilios varios, armas, ropa, comida, bebida, herramien-
tas.
Luego desmontaron piezas de las carretas como si
de un ejército de hormigas eficiente se tratase, cosas que

245
cargaron en sus propios carros, dejando todo arruinado y
prácticamente en esqueletos.
Y cuando pensaban que había pasado lo peor, em-
pezó algo más oscuro y preocupante que jamás hubieran
imaginado.
Los bandidos mataron a uno de los caballos para
cocinarlo en una gran hoguera y entonces hizo presencia
el que mandaba. Le apodaban Jordan en honor al mítico
jugador de baloncesto, de ahí su llamativo chándal de los
Chicago Bulls y sus zapatillas de deporte Nike Air Jordan.
Aunque pudiera parecer un tipo loco, era efectivo
en coordinar a ese grupo de saqueadores y a otro grupo
más que se encontraba al norte. Tenían un lugar fijo donde
ir y regresar, no eran nómadas, tan solo eran una moderna
versión de los vikingos que hacían campañas de saqueos
y violencia antes de regresar a su hogar.
—Todo en orden, Jordan —dijo un tipo que había
organizado todo.
Jordan, un tipo alto, de un metro noventa y pico y
piel aceitunada, se quitó sus gafas de montura dorada y
miró a los tres hombres cautivos.
—Esta gente no nos sirve para nada… fuera.
En un segundo sacó una pistola y sin siquiera pes-
tañear le descerrajó un disparo a cada uno de los hombres
de “The Farm”.
Las mujeres gritaron e intentaron ir hacia los ya ca-
dáveres de sus maridos, pero enseguida las sujetaron con
fuerza, los niños gritaron a más no poder.

246
—Que alguien saque a los niños de aquí y los encie-
rre, en el futuro serán buenos soldados para nuestro grupo
—dijo Jordan con sequedad.
Anne, la madre de los niños quiso ir detrás de ellos
pero varios hombres las sujetaron a todas. Jordan se acercó
a Rosalía y sin mediar palabra le dio una bofetada y metió
su mano bajo la falda mientras ella lloraba y se quejaba.
—Ahí mismo —dijo a sus hombres, la cogieron en-
tre varios y la colocaron sobre lo que quedaba de una de
las carretas, le levantaron la falda y rasgaron la ropa inte-
rior, entonces Jordan se bajó el chandal y estuvo jugando
con el sexo de la mujer hasta que la penetró y la violó entre
sonoras carcajadas.
Cuando acabó se limpió en la falda.
—Hermanos del chándal, tenemos cosas nuevas
que el destino ha puesto en nuestro camino, nos ha dado
herramientas, medicinas, piezas de carros, caballos, carne
esta noche y tres mujeres para disfrutar todos las veces que
queráis y por todos los agujeros que os apetezca.
Todos empezaron a gritar. Levantó la mano para
que callasen.
—Y recordad ser limpios y haced que duren hasta
el alba al menos.
Entonces empezaron los gritos, la violencia y las
violaciones. Los interminables minutos se convirtieron en
horas… y con la luna siendo testigo de tales actos, la noche
acabó.

247
Al amanecer acabaron con las mujeres disparándo-
les en la cabeza, recogieron los enseres y marcharon. Solo
a una no le metieron una bala entre ceja y ceja puesto que
la dieron por muerta, pero solo se había desmayado por
toda la vorágine de violencia que su cuerpo y su mente
había soportado.
Anne despertó varias horas más tarde y arrastrán-
dose se dejó caer en una pequeña laguna que se encon-
traba en el parque del pueblo, quiso ahogarse y acabar con
tanta penuria, pero al final terminó sólo lavándose una y
otra y otra vez como queriendo lavar el recuerdo de esa
noche de su cabeza... una y otra vez mientras en su cabeza
danzaban las grotescas imágenes de lo vivido y pensaba
en las caras de sus hijos.
Recordó el nombre de dónde se dirigían esos hijos
de puta, sí, podía recordarlo a la perfección. Su mente se
inundó con un solo pensamiento que ahora daba una ra-
zón a su existencia… ¡Venganza!

248
“Einstein se equivocaba cuando decía que ‘Dios no
juega a los dados con el universo’. Considerando las hipó-
tesis de los agujeros negros, Dios no solo juega a los dados
con el universo: a veces los arroja donde no podemos ver-
los”.
STEPHEN HAWKING.

Estaban en el porche de la casa, los niños estaban


jugando a un juego de mesa, solo había calma y quietud.
—El guiso estaba de rechupete —dijo Ron Floyd.
Ella asintió mientras daba un largo sorbo a la copa
con gin-tonic.
—Se llamaba Proyecto Alicia —dijo ella y con un
gesto le dijo que no hablara —, es un proyecto que llevaba
años creado, en él se estudiaban las repercusiones de los
virus y bacterias desde cepas de la gripe española, corona-
virus artificiales, SARS, ántrax, para lo descubierto, bien
usarlo con fines médicos o militares.
—¿Militares? —respondió sorprendido Ron.
—Sí, cariño, por desgracia casi todo lo que investi-
gamos podría ser susceptible de ser usado hasta en gue-
rras bacteriológicas.
—Unos científicos estadounidenses encontraron
hace muchos años una bacteria en lo que parecía ser una
milenaria madriguera de un conejo del cuaternario, de ahí
lo de Alicia, la madriguera del conejo y todo eso. Bacterias
con millones de años congeladas en el permafrost y con un
índice altísimo de autoinmunidad.

249
—Siempre son muy originales en poner nombre a
los estudios y experimentos —comentó con sarcasmo Ron.
—Intentamos usar esas bacterias cuando pasó toda
esta locura que llamamos internamente Pangemia, para
hallar una cura. Estábamos en punto muerto, no lográba-
mos comprender cómo funcionaba esta dichosa plaga,
hasta que nos percatamos de una cosa que jamás hubiera-
mos podido imaginar. La existencia de unos nanorobots.
Parece que llevaban una carga vírica y se encargaban de
regular ese… digamos virus. Inoculamos bacterias modi-
ficadas para intentar usarla como posible cura a varios vo-
luntarios y pudimos monitorizar cómo esos nanorobots
acababan con la solución que habíamos creado. Por cierto,
no sé si te lo dije, pero absolutamente todos los humanos,
o al menos casi todos, los llevamos dentro esos jodidos
nanorobots.
—¿Cómo que todos los tenemos dentro? —susurró
aterrorizado Ron, intentando no sobresaltar a los niños.
—Sí, pero déjame que continúe, cariño.
—En algunos casos casi pudimos apreciar que la
cura que habíamos preparado estaba ganando la batalla,
los sujetos se suicidaron. Llegamos a la conclusión de que
los nanorobots habían mandado algún tipo de orden.
—Esto es increíble, más propio de una película de
ciencia ficción —masculló Ron.
Aristea dio un largo sorbo al gin-tonic.
—¿Es ahí cuando entra lo que me contaste del rayo
electromagnético?

250
—Pulso electromagnético —ella se rió—. Para en-
tonces con la plaga ya campando a sus anchas todas las
agencias gubernamentales conocían ya lo de los nanoro-
bots que bautizamos como Invictus y el descontrol por
parte de los estados que habían financiado el experimento,
además fue muy cerca de aquí en un lugar que llamaron
Útero. El Proyecto Alicia se centró, y nos centramos, en in-
tentar desenmarañar el funcionamiento de los nanorobots,
eso que dicen que muerto el perro se acaba la rabia. Y en-
tonces....
—¿Y entonces?
—Descubrimos una puerta trasera para bloquear
los nanorobots y dejarlos en stand by definitivamente, fue
una idea de Marisa. ¿La recuerdas?
—¿La de las tetas grandes...? —hizo un gesto con
ambas manos.
—¡Ron, por favor!
—Perdona, tiene que ser el alcohol —se rieron con
ganas—. pero es una verdad como un templo que...
—Déjalo.
Unos instantes de silencio y escucharon a los niños
discutir que uno hacía trampas al otro.
—Usó un logaritmo que se utiliza en ciertos call
centers para desviar las llamadas de reclamaciones y hacer
filtros para que la gente que reclama abandone por des-
gaste. Había trabajado en una aseguradora y utilizaban ese
programa para evitar el máximo posible de reclamaciones.

251
Pues al introducirlo en el nanorobot, este evitaba una y
otra vez las órdenes hasta que se quedaba bloqueado.
—No lo entiendo.
—No te creas que yo ese proceso lo entiendo dema-
siado, pero es algo parecido a sobresaturar de información
y cambiar de canales para dejar tan repletos de informa-
ción a los Invictus que hacen que se queden como un or-
denador antiguo con un juego de los que tanto te gustaban
a ti.
Y el tan ansiado día llegó, podíamos parar los nano-
robots y al pararse esos dichosos bichos, se pararía toda
esta locura.
—Y llegó el pulso electromagnético. ¿Lo he dicho
bien? —se rió.
—Antes de eso, en cuanto se hizo público, bueno
cuando digo público me refiero a que mandamos toda la
información al resto de miembros que formábamos el Pro-
yecto Alicia, empezaron a suceder cosas aún más extrañas
si eso podía ser. Accidentes de tráfico, suicidios, incendios
en la sede y el robo de todos los datos de las investigacio-
nes antes de que se diera luz verde a ese pulso. Un día lle-
gamos y estaban todos los ordenadores formateados, los
servidores sin datos y todas las conexiones perdidas.
—Qué turbio suena todo esto, cariño —Ron estaba
francamente preocupado y con ambas manos en su ca-
beza.
Pero claro, los responsables que formábamos parte
de esa investigación, teníamos en dispositivos USB toda la

252
información por si llegara a pasar algo. La cura encerrada
en un pequeño pendrive, lo necesario para salvar al
mundo. Pero alguien se fue de la lengua y empezaron a
darnos caza.
—Fue cuando me dijiste que debíamos irnos ya de
casa.
—Sí, te lo quise explicar entonces y no quisiste es-
cucharme...
—Siempre te hago caso sin dudar.
—Por eso me quité el localizador subcutáneo.
—Y por eso huimos de un lugar a otro.
—Porque nadie sabe que nosotros tenemos los
nanorobot inutilizados y con la vacuna de la bacteria ac-
tuando. Estamos curados. Somos la prueba viviente de
que se puede acabar con esto, pero hay gente con dema-
siado poder y demasiados intereses que no quiere que esto
tenga fin, el poder tener su control mundial es algo dema-
siado importante como para dejarlo pasar.
—Somos inmunes ante la plaga pero no ante el mal
humano, cariño.
Hicieron un silencio, nada se escuchaba, ya no dis-
cutían los niños.
Hicieron un brindis en el aire para acabar con sus
bebidas, en ese instante surgió una voz.
—Buenas tardes, señorita Aristea —un soldado los
apuntaba con su arma automática —, tranquilos no voy a
hacerles daño, sus hijos están con mi compañero.

253
—¿Quién es usted y qué coño le ha hecho a mis hi-
jos? —gritó Aristea.
—Tranquila, señora, sus hijos están perfectamente
y lo seguirán estando si hacen caso. Quizás no me re-
cuerde, doctora, pero estuve en la sede del Proyecto Alicia,
nos envían a buscarla igual que al resto del equipo. Los
satélites se están reiniciando y es necesario que el proyecto
vuelva a ser activado.
—¿Para quién?
—Para el pueblo de Estados Unidos, para la Liber-
tad y la Justicia —otro soldado entró con los niños— Nú-
mero 12, ¿todo ok?
—¿Qué quieren de nosotros?
—Que nos acompañen hasta la nueva sede del pro-
yecto, esas son nuestras órdenes y protegerlos hasta que
lleguen sanos y salvos.
—¿Y si nos negamos? —dijo Ron.
—No contemplamos esa opción, caballero, lo
siento.
—Está bien, cariño —suspiró ella mirando a Ron y
a los niños—. Por cierto, ¿cómo me han encontrado?
—El ADN marca la localización —se encogió de
hombros el soldado—. Ah, quisiera saber si podemos dejar
de apuntarles con las armas. Somos los buenos.
—Nosotros no somos malos —dijo la doctora
Floyd.

254
—Pero sí que hay otra gente ahí fuera que sí que lo
es y busca lo mismo.
—Recogemos en media hora y nos vamos…
¿Vehículo?
—Andando.
—Ok, esperaba una limusina o algo por el estilo.
—Ya, con una camioneta me conformaba.

255
“El curso del tiempo es muy cruel... Para cada per-
sona es distinto, pero nadie puede cambiarlo jamás... Una
cosa que no cambia con el tiempo es el recuerdo de tus días
de juventud…”.
SHEIK (Personaje del juego The Legend of Zelda).

Phil dio un último trago al licor de hierbas mientras


en la pantalla los puntos conseguidos en el juego seguían
subiendo a un ritmo increíble.
En el sótano de su casa la pantalla era de 50 pulga-
das y los altavoces dolby-surround con subwoofer daba
más realismo al juego, pero ahora tenía lo que tenía, una
pantalla de 30, un teclado, un potente ordenador y unos
altavoces de mierda.
No podía estar más contento con el descubrimiento
de ese ordenador con tantos juegos. Fue un maravilloso
descubrimiento que había hecho que Phil no cayera en la
locura, en el Útero, tras lograr salir por ese conducto de
ventilación donde Johan lo había atacado. Ya habían pa-
sado semanas desde aquello, había logrado activar las lu-
ces, quitar el cadáver de Johan y de los soldados de los 500
Millions que ya estaban en un avanzado estado de des-
composición.
Había aprendido a usar la cocina y sus guisos, re-
buscando en todas partes hasta hallar cosas que le servían
para hacer de aquello por lo pronto su hogar.

256
Y su escape de la realidad, como siempre, habían
sido los videojuegos, ese escudo que siempre había utili-
zado para desconectar su mente de los problemas o de la
paranoia e insistencia de Sophie de querer tener un hijo.
Un pensamiento en ella le hizo revolvérsele el estó-
mago, sintió un profundo y visceral odio hacia su her-
mano Thomas.
—¡Hijo de la grandísima puta! —hizo mención de
estrellar el vaso contra la pantalla y se logró contener—.
Así se pudra, así se pudran todos en el infierno.
En el videojuego empezó el siguiente nivel y se cen-
tró en el mando, en empezar a cargarse a los enemigos por
todas partes.
Mientras en su mente, a cada disparo, ponía el ros-
tro de su hermano en todos los enemigos que iba aba-
tiendo.
Casi sin pensar imaginó a Sophie pidiéndole per-
dón y a él obligándola a convertirse en su esclava, a obe-
decer todos sus deseos, notó una erección y una sonrisa
malvada se tornó en su rostro.
En el video juego lo mataron, pero siguió fanta-
seando sobre cómo recuperar a la fuerza a su pequeña zo-
rra, pues Sophie pasó a llamarse así en ese instante. Fue al
baño y se desfogó.

257
“No me importa con quién tengo que pelear... Si me
arranca los brazos, lo patearé hasta la muerte. Si me
arranca las piernas, lo morderé hasta la muerte. Si me
arranca la cabeza, lo miraré hasta la muerte. Y si me
arranca los ojos, lo maldeciré hasta la muerte... ¡Incluso
si me rompen en pedazos... encontraré la manera de recu-
perar a Sasuke!”
NARUTO UZUMAKI.

EN UN LUGAR DE TOKIO, JAPÓN


Tokyo Big Sight de Odaiba.
Desde esa posición podía verlo todo, además podía
fácilmente controlar con el portátil los tres drones con cá-
mara que utilizarían luego para hacer reportajes y publici-
dad. Era un maravilloso recuerdo para los visitantes y los
expositores, así como un arma de marketing brutal para
redes.
El Comiket, creado en 1975, era uno de los salones
de manga más concurridos, lleno de vida, y donde la se-
riedad de la cultura japonesa se diluía entre centenares de
personajes que eran imitados por jóvenes y no tan jóvenes
que, vestidos como sus héroes, caminaban por todo el re-
cinto.
Masao movió uno de los drones para sobrevolar la
zona de comidas rápidas, Soba-Udon, puestos de tempura
y de gyudon, además de la franquicia Coco Ichi y puestos
de hamburguesas, todos ellos ya estaban con unas colas
larguísimas.

258
Era la hora punta donde empezaban los espectácu-
los en los escenarios, las performances que rondaban por
el congreso y tres autores firmando sus obras.
Con el tercer dron bajo su altura para poder fijarse
en un grupo de jovencitas que iban vestidas como Homura
Akemi, muy ligeras de ropa y que causaban una gran ex-
pectación a su paso.
Tentado estuvo en fijar la cámara en algunas partes
de sus cuerpos, en especial a una de ellas que vestía de
Mikasa Ackerman de “Ataque a los Titanes”, pero el tra-
bajo era el trabajo.
Dio un trago a su Calpis y obligó por enésima vez a
que los drones dieran la vuelta para iniciar un nuevo reco-
rrido.
En la entrada había un grupo de gente que se arre-
molinaba junto a dos personas. Se acercó y vio a Goku y a
Naruto, perfectamente caracterizados, eran dos visitantes,
pero parecía haber algo raro en ellos, y la gente lo obser-
vaba como si fuera un espectáculo más.
De pronto uno se abalanzó sobre otro mordiéndole
una oreja y arrancándosela de cuajo.
—¡Joder! —gritó Masao.
El otro se levantó, mirando con ojos legañosos y ba-
beando, enfocó a Goku que estaba igual y volvieron a ata-
carse.
No pudo precisar en qué momento la gente se dio
cuenta de que no se trataba de un espectáculo y esta em-
pezó a correr, era lógico.

259
Pero lo extraño es que varias de las personas que se
habían estado observando se quedaron allí paradas.
Mirando a su alrededor.
Un tipo vestido de Jotaro Kujo de “Jojo´s Bizarre
Adventure”, dos caracterizados de personajes de
“Re:Zero”, y tres de “Your Name”, y otras sacadas de
“Pokemon”, todos quietos, con esos ojos legañosos.
Como en un juego o en un propio manga echaron a
correr para buscar sus enemigos en la ficción y allí que em-
pezaron a encontrarlos entre los visitantes atacándolos y
generando un descontrol brutal.
Entonces llegó el caos porque como si de una mal-
dición o de un efecto de empatía se tratara, otras personas
de todas las edades y sexos se transformaron en esa pesa-
dilla humana que rasgaba y mordía a sus rivales en la fic-
ción.
En poco menos de diez minutos aquello desembocó
en una avalancha a las puertas de salida, por lo que la po-
licía no podía entrar, cada vez más gente se transformaba
y atacaba, había incluso grupos de héroes luchando contra
grupos de malvados de “A Silent Voice”, de “Naruto”, y
“Monogatari”, y lo que le horrorizó antes de cerrar las
puertas donde se encontraba, era que una vez alguien lite-
ralmente mataba a su rival, entonces no paraba una y otra
vez de golpearlo quedando grupos de gente que tan solo
daban puñetazos a amasijos de carne y sangre, para a con-
tinuación suicidarse.

260
La policía pudo entrar al fin y empezaron los dispa-
ros para abatirlos mientras afuera se escuchaba el atrona-
dor rugido de las ambulancias.
Masao siguió controlando los drones hasta que
todo se calmó.
Los hizo aterrizar y los desconectó, solo quería salir
de allí.
Abrió la puerta y se topo con varias de las jovenci-
tas disfrazadas de femme fatales.
—Mon ami —dijo una antes de que se abalanzaran
sobre él— muerte al macho.

EN UN LUGAR DE TOKIO JAPÓN


Tokyo Big Sight de Odaiba.

261
“¿Quién quiere morir? Todos se esfuerzan por vivir.
Mira ese árbol que crece allí fuera de esa red. No consigue
sol y obtiene agua solo cuando llueve. Está creciendo en
tierra agria. Y es fuerte porque está luchando por sobrevi-
vir. Mis hijos serán fuertes de esa manera.”
BETTY SMITH.

Lo suyo nunca habían sido ni los ordenadores, ni


las maquinitas, de hecho en los recreativos del barrio
donde se crió sus amigos hacían cola para echar partidas
al “Space Invaders”, al “Ghost & Goblins”, en definitiva, a
cualquiera de las máquinas arcade que tanto gustaban en
aquellos tiempos, muy lejanas en calidad a las consolas de
nueva generación que tanto jugaba la gente antes que pa-
sara todo esto.
Él era más de billar, bolera, dardos, su cuerpo nece-
sitaba algo físico a lo que aferrarse para que su mente tra-
bajara en cómo sacar el máximo al juego y a la estrategia.
Era más de ajedrez que de matar zombies....¡Vaya,
quién iba a pensar hace años de lo que iba a pasar con la
sociedad!
Ya en el ejército sí que tuvo que adaptarse y trabajar
con armas y material sofisticado que en parte estaba com-
puesto y gestionado por programas informáticos, aunque
seguía prefierendo la sencillez espartana, como un AK47,
madera, hierro balas y punto.
Y como a todo a lo que se había adaptado, había
aprendido cosas importantes gracias al nutrido grupo de
hijos de puta hackers. En su mayoría realizaban el servicio

262
para escapar de condenas más o menos largas, con ellos
había compartido pólvora, sangre y muerte en las opera-
ciones especiales. Allí todos se saltaban los protocolos
para lograr acceder ilegalmente a instalaciones y redes vir-
tuales para lograr poseer la mayor información posible so-
bre los blancos o las misiones.
Era parte del juego y la informática un arma pode-
rosa, ya que si eran cogidos...todo el mundo negaría quié-
nes eran y era mejor tener todos los comodines posibles en
la baraja, aunque esto incluyera preparar rutas de escape
y planes B, C o D, sin que los mandos superiores lo supie-
ran.
Mugon miró su reloj de combate y comprobó que
tenía tan solo 16 minutos y 44 segundos antes de que tu-
viera que regresar al cuerpo de guardia.
Tras varios días en la plataforma petrolífera de “La
casa del Alba” ya había aprendido y memorizado todo lo
que necesitaba en cuanto a la vigilancia y esa semana es-
taba con el turno de noche, era su oportunidad.
Como quien abre una bolsa de patatas fritas abrió
la puerta del despacho con una ganzúa y entró. Allí esta-
ban los ordenadores que guardaban la información de
todo el lugar y donde debiera de estar lo que buscaba.
Sacó una tela oscura, del tamaño de una sábana y se
cubrió a él junto la pantalla del ordenador, quedando den-
tro de esa tienda de campaña improvisada, bajo ella la luz
de la pantalla no se vería, entonces encendió el ordenador.
Sin claves... extraño, pero pensándolo mejor, ¿quién
las necesitaba en un lugar así? Aunque por otro lado,

263
¿quién necesitaba en un lugar así soldados haciendo guar-
dias?
Quitó las dudas de su mente y empezó a actuar.
Tras arrancar el sistema operativo del ordenador,
tecleó los comandos tal y como le había enseñado un sol-
dado llamado Hans, que había quedado con las tripas por
fuera en un poblacho del Yemen, para que el rastro que
pudiera dejar en el ordenador fuera prácticamente impo-
sible de seguir.
Empezó a buscar y halló lo que buscaba, como
siempre su intuición había acertado como de costumbre.
La Plataforma era en realidad una de las siete ciu-
dades en las que convivían niños y niñas, jóvenes de hasta
quince años como máximo a lo largo de todo el país. Esas
ciudades estaban ya operativas semanas antes de que em-
pezara la Pangemia y el lanzamiento de los Invictus. Esta-
ban como en una burbuja, niñas y niños sacados de orfa-
natos, en algunos casos incluso sacados de hogares funcio-
nales haciéndoles creer que iban internados a estudiar con
una beca.
Mugon revisó archivos y vio que había una pecu-
liaridad, casi todos los niños que allí se encontraban eran
del tipo de sangre 0, positivo o negativo.
Allí les enseñaban como en un colegio normal, con
la diferencia de que aprendían desde mecánica a agricul-
tura e incluso cursos de supervivencia, eran unos verda-
deros Preparacionistas.

264
Les inculcaban la necesidad de repoblar el mundo,
de estar preparados para cuando salieran de allí que ellos
serían el único futuro de la humanidad, ellos serían la
nueva generación de la humanidad, el resto ya no existiría
o deberían de ser eliminados.
Solo le quedaban ocho minutos.
Dejó de lado los archivos sobre el lugar y progra-
mas e intentó buscar algo que relacionara esta plataforma
con los Invictus y su control.
Todos los indicios les llevaban hasta un nombre,
Madeleine Ribonn, que estaba en ese lugar como enlace de
investigación, y cosa curiosa se encargaba de que ningún
niño sufriera una contaminación por Invictus, porque ca-
bía la probabilidad de que aun quedaran en la atmósfera
y los pudieran respirar.
De hecho se habían producido trece casos en los úl-
timos meses, habían sido eliminados.
¡Coño! Si eran eliminados era probable que se lo pu-
diera quitar el mismo. —pensó Mugon.
No logró encontrar nada más, tan solo esas notas de
actuación sobre los niños, cuyos nombres memorizó.
Miró su reloj, comprobó que había funcionado el
limpia rastro del ordenador y lo apagó. Cuando la pantalla
se apagó quitó la sábana oscura, la plegó y salió con sumo
cuidado del despacho caminando hacia el cuerpo de guar-
dia, comenzó a meditar cómo hacerse con esa información,
o hablando con los niños o con la doctora, pero la zona

265
noble de la plataforma les estaba vedada incluso a los sol-
dados.
¡Algo se me ocurrirá, algo se me ocurrirá, como
siempre! —murmuró.
Los siguientes días fueron frustrantes, no lograba
sacar nada en claro y solo le quedaban cinco días para
abandonar la plataforma y volver a la base.
Intentó en varias ocasiones ver cómo entrar en el
despacho de la doctora Ribonn, y esta vez un golpe de
suerte le llevó a empezar a comprender algunas cosas.
Fue una ronda nocturna tranquila, sobre las tres de
la madrugada, en su interés por descubrir lugares donde
podría haber ordenadores y por ende información, se
acercó por la zona médica, cercana a los pabellones de los
jóvenes y allí escuchó risas bajas y murmullos.
Fue con sigilo hasta ver a cuatro chicos y dos chicas
que fumaban mientras se pasaban una botella que estaba
claro, no era de zumo.
Se acercó y todos se quedaron callados.
—¡Buenas noches! —sonrió— ¿Pasando el rato?
Observó el rostro de terror y estupefacción de todo
el grupo, por lo que supuso que era grave el haberlos pi-
llado, como en todos los colegio mayores fumando y be-
biendo. Cogió la botella, joder, era vodka.
—Todo ha sido culpa mía señor, es mi cumplea-
ños...
—¿Y tú eres?

266
—Jardel Ponvela...
Como un chispazo ese nombre le dio de lleno en la
mente a Mugon, era uno de los jóvenes que había sido cu-
rado del Invictus.
—Nombres de todos —preguntó.
¡Bingo, nuevamente! Una de las chicas también ha-
bía sido curada.
—¿Haremos un trato, vale? Yo no digo nada y vo-
sotros dos os quedáis para que os haga unas preguntas y
si no decís nada, yo tampoco, ¿ok?
Una vez se fueron los otros, les preguntó de lleno
de su infestación con los Invictus, y de qué había sucedido
luego.
—Nos pusieron en una cámara hiperbárica, de las
que usan los buceadores —dijo ella.
—A 2 y 3 bares de presión, eso dijeron, fue tan solo
durante unos segundos, nos dolió la cabeza, nos sacaron y
ya está.
—¿Ya está?
—Sí, luego nos escanearon y entre ellos dijeron que
estaba reseteado e inservible, que estábamos limpios.
—¿Y por qué lo quiere saber? —preguntó ella.
—Curiosidad, la misma que hace que me olvide de
lo de esta noche, es más, estoy lo que queda de semana de
noche, si no hacéis mucho ruido dejaré de pasar por aquí.
¿Ok?

267
Sonrieron satisfechos, dieron a Mugon las gracias y
se marcharon.
Mugon se quedó allí pensativo y sin darse apenas
cuenta dio un largo trago al vodka.
Presión y fuera, joder, qué sencillo —pensó entu-
siasmado Mugon.
Era la última noche para Mugon y hacía un frío de
un par de cojones. Su salida estaba en el tablón del cuartel
de guardia y confirmada la llegada del transporte, como
siempre, en un enorme zepelín.
Caminó por las resbaladizas escaleras y llegó al
borde, donde los pilares de hierro se sumergían en la fría
agua del mar. Allí lo tenía todo, quizás era un suicido pero
nada importaba nada si no podía liberarse de esa mierda.
Colocó el reloj de combate en la esfera de profundidad
acuática. Empezó a respirar varias veces y profundamente
tal y como sabía hacer, los SEALS también buceaban y me-
jor que nadie, salva decirlo.
Cuando se vio preparado, colocó ante sus pies des-
nudos lo que más le había costado llevar allí, dos trozos de
hierro colado del taller de la plataforma de 25 kilos cada
uno para, a continuación, atarlo con cuerda a sus pies.
A la de tres las arrojó al agua y se tiró detrás arras-
trado por el lastre.
Cuando la esfera del reloj marcó los 18 metros de
profundidad, tres atmósferas de presión, cortó con pres-
teza las cuerdas y nadó hacia la superficie.

268
Nada más llegar arriba dio inmensas bocanadas tan
ruidosas que pensó que en breves instantes llegaría algún
soldado. Pero nadie llegó.
Aterido, subió a la plataforma y se puso su ropa.
Hacía un frío de mil demonios.
Debía de alejarse de allí. Pasados diez minutos y
evitando al centinela entró en uno de los servicios de los
funcionarios de la plataforma. Se miró al espejo.Y de un
solo tirón se arrancó el collar que controlaba al "INVIC-
TUS" y a él. Y no ocurrió nada, nada ocurrió. Debía de ha-
berse vuelto un Deathlover, y no había sido así. Sonrió de
oreja a oreja. Ya no estaba bajo las garras de esos hijos de
puta, la suerte había hecho que lograra saber cómo apagar
a esos bichos, a 18 metros de profundidad, la presión aca-
baba con ellos o los bloqueaba.
Se volvió a colocar el collar. Guiñó un ojo al espejo.
—Mañana sería un gran día, vaya que sí.
Ajustaría cuentas, sería su momento.

269
“¡Mi venganza acaba de empezar! La esparciré a
través de los siglos y el tiempo está de mi lado”.
“DRÁCULA”. BRAM STOKER.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sophie.


—Pues que la contraseña no funciona —la doctora
Anabel Hooper torció el gesto—, quedé con Johan en cam-
biar todos los sistemas de seguridad. En especial las de las
entradas.
—Igual se le olvidó cambiarlas —dijo Thomas.
—Probaré con la anterior.
La doctora tecleó y la puerta, con un chasquido, se
abrió. Los tres entraron cargados con mochilas pesadas,
tras el largo viaje desde Mesa Verde. Según Halcón Loco
debían de ir únicamente los tres, ya que era como el círculo
debía de cerrarse.
—Nos debe de haber visto ya por las cámaras —
sonrió la doctora—, he soñado muchas veces con el volver
aquí y terminar lo que empezamos en el Útero, la salva-
ción para la Pangemia.
El pasillo desembocó en la primera de las salas.
—¡Yo también he soñado con esto! —dijo una voz
cerrando la puerta de la sala de golpe.
Phil, que los apuntaba con un subfusil. Estaba irre-
conocible, con barba larga, la ropa llena de manchas de co-
mida.
—¡Phil! —exclamó Sophie— ¿Qué estás haciendo?

270
—¡Vaya, vaya, vaya! ¿Ahora me preguntas qué
hago? —se rió con una risa malévola—. ¿Y tú, qué has he-
cho tú? ¿Qué coño habéis hecho los dos? Tú y el cabrón de
mi hermano— Phil dirigió una amenazante mirada a Tho-
mas. El hermano que se folla a mi novia, el listo, el que
tiene carrera, el pulcro, el que quizás quiera tener hijos.
—¿Y Johan? —preguntó la doctora con sequedad.
—Dejad las mochilas en el suelo con cuidado y sin
mierdas —espetó Phil.
—¡Déjate de mierdas tú, Phil! —gritó Thomas
dando un paso hacia él.
Phil dio un disparo al techo que resonó como un ca-
ñón en la sala.
—¡Que dejéis las putas mochilas en el suelo, joder!
—gritó—. Disparar esto es como jugar y creedme me la
trae floja acabar con vuestra partida.
—¡Phil! —gritó Sophie—. ¿Qué coño estás ha-
ciendo? ¡Suelta ese arma, joder!
—¡Ohhh! La pequeña zorra quiere que suelte el
arma, la que se ha follado y refollado a mi hermano, la que
me ha dejado aquí tirado como una vulgar colilla. La que
dejó que me marchara del poblado indio...porque ¡ohhh!,
mi "INVICTUS" no se fue, soy un infectado, un apestado,
un lastre para tener hijos, ¿verdad?... ¿A qué ya estás
preñada, zorrita?
Sophie hizo un gesto que hubiera pasado desaper-
cibido a otra persona pero que para Phil fue claro. Había
acertado sin pretenderlo, estaba embarazada.

271
—¿Es suyo? —gritó Phil.
—¿El qué? —respondió asustada Sophie.
—El puto bebé, al final te has salido con la tuya—
se sentó en una mesa sin dejar de apuntarles—, sabes her-
mano, quizás esta zorra solo quería eso, un hijo, y te ha
usado como inseminador, ¿se dice así?
Hay que joderse, voy a ser tío y en vez de alegrarme
tan solo quiero volarle la cabeza a mi hermano y a Sophie
darle de hostias.
Phil cayó en un silencio en el que se mesaba la barba
sin dejar de observarlos con la mirada errática.
—¿Dónde está Johan? —preguntó la doctora.
Tardó en contestar.
—Le dio un ataque, se convirtió en un deathlover y
me atacó cuando entrábamos aquí desde un tubo de ven-
tilación. Por suerte pude acabar con él, su cuerpo está en
una habitación junto con el resto de cadáveres que había
por aquí. Por suerte me había explicado cómo encenderlo
todo durante nuestro camino desde Mesa Verde, desde
donde nos echasteis a patadas.
Desde ese día me encuentro aquí solo y gracias al
universo disfrutando de los juegos de un tal Fred que tra-
bajaba aquí —dijo con tono muy seco Phil—. No creo que
haya nada más que explicar y sí saber. ¿Qué carajo hacéis
aquí?
—Phil, fuera se han empezado a reiniciar los satéli-
tes tras el pulso electromagnético —dijo la doctora— he-
mos venido a encender todo el sistema del Útero y ver

272
quién queda con vida, intentar localizar a otros investiga-
dores, si es que aun los hay, y ayudar a anular a los "IN-
VICTUS"…
—¿Y eso puede hacer que el que llevo dentro se
anule o se vaya a tomar por culo?
—Sí, esa es la idea, intentar que esto acabe, ese era
nuestro trabajo aquí en el Útero.
Phil se rascó la barbilla meditabundo.
—¿Y me podrás quitar ese bicho?
—Si lo conecto todo y si interaccionamos con los
servidores de los satélites las probabilidades son muchas,
no hay nada garantizado pero haré todo lo que esté en mi
mano y mucho más aun, podríamos salvar muchas vidas.
—Vale, pero no quiero cruzarme ni con la zorra ni
con mi hermano y aunque antes fuera tu lugar de trabajo,
yo soy el rey de este castillo, ¿entendido? Nada de mierdas
ni de cosas extrañas. Encenderlo todo y buscar la cura para
mí y para el resto de la humanidad…—empezó a reírse—
somos los buenos. ¿No es así?
Phil bajó el arma.
—Estaré en mi espacio, allí, en aquellas salas…que
nadie cruce esa puerta o !bang bang¡ —gritó Phil—. ¿En-
tendido?
Todos asintieron.

273
“La persona inteligente busca la experiencia que
desea realizar”.
ALDOUS HUXLEY.

La teniente Samira intentó relajarse mientras cami-


naba a la improvisada terraza en la que habían colocado
una mesa llena de apetecible comida y su presentación era
digna de un Ritz o de un Palace. Pensó en su Beretta de 9
mm en su cintura, en su PPK escondida en su tobillo y en
su entrenamiento con el que podía acabar con ellos. Allí
estaban los seis Sangre Negra, vestidos como recién sali-
dos de un catálogo de moda, con aire de ver pasar la vida
con serenidad. Orlock se acercó entregándole un ramo de
flores.
—Los tulipanes blancos están asociados a la pureza
y a la paz. Se le considera el color de la bondad. Son el
accesorio perfecto de una novia para su boda. También
son un símbolo de querer hacer una tregua —dijo—, gra-
cias por venir a esta humilde terraza.
—¿Y mis hombres…? —rectificó— ¿Y mi hombre?
—Tranquila, todo a su tiempo, uno ya está en el otro
lado, era católico por lo que estará en el cielo, el otro se
halla en perfecto estado y se marchará con usted una vez
acabemos la reunión —hizo una pausa—. ¿Desea algo?
¿Pastas, té? Ya sabe, nosotros solo nos alimentamos
de…—rió— perdóneme.
El resto de Sangre Negra la observaba sin parpa-
dear con sus ojos legañosos.

274
—Yo soy Orlock, la verdad es que tengo otro nom-
bre, pero me gusta. Les presentaré, Dumas es a quien lla-
man Hans, Verne es su Pinocho, a su lado Dickens, Poe y
Cervantes. Antes que nada queremos saber a qué organi-
zación pertenece usted.
—DARPA —respondió la teniente aceptando unas
galletas de mermelada de fresa.
—La Agencia de Proyectos de Investigación Avan-
zados de Defensa, más conocida por su acrónimo DARPA,
la agencia del Departamento de Defensa de Estados Uni-
dos responsable del desarrollo de nuevas tecnologías para
uso militar —dijo Dumas.
—¿Y su especial interés por nosotros es por...? —
preguntó Cervantes.
La teniente mordisqueaba su galleta en silencio.
—Creo que ya es hora de mostrar sus cartas o nos
negaremos a seguir participando en este circo, no somos
cobayas, señorita, o habla o se termina la galleta y se larga
y nada obtendrá —dijo Orlock con sequedad—. Y no se
preocupe, ya hemos comido.
La teniente meditó sobre qué decir, la verdad era
que del proyecto DARPA tan solo quedaban siete...bueno,
seis, recordó a quién se habían comido, era una investiga-
ción que había empezado a los pocos meses de localizar a
los Sangre Negra en varios estados.
—¡A la mierda! —se dijo.
—La Pangemia ha causado en determinadas perso-
nas efectos peculiares, como los que les suceden a ustedes,

275
las capacidades intelectuales se incrementan de una ma-
nera atípica, tanto en resolución como en iniciativa y reac-
ción y se eleva a cotas desmesuradas. No sienten dolor, ac-
túan con rapidez y con un 99 por ciento de acierto…
—Somos la evolución —cortó Poe.
—Queremos saber cómo reproducir eso porque…
—De poder replicarlo en la mente de sus soldados...
serían los soldados perfectos —cortó ahora Orlock.
—Hay o había doce grupos de…
—Sangre Negra nos llaman, ya lo sabemos, cariño
—sonrió Dickens.
—Y todos los grupos de Sangres Negras se les lleva
monitorizando desde hace tiempo, y esa es la finalidad, in-
tentar comprender cómo os ha afectado la Pangemia. Por
eso creo que es positiva esta reunión, para dejar de hacer
pruebas sibilinas e incluso si lo desean, poder ser partíci-
pes de ellas.
—No, no, no querida. Queremos salir de aquí. ¡Ya!,
ya estamos aburridos de esta ciudad. Podemos llegar a un
acuerdo que tal vez nos beneficie terriblemente a todos. En
vez de estudiarnos y todas esas tonterías, qué le parece si
le propongo otra cosa. ¿Por qué no directamente somos
parte de DARPA? —dijo Orlock.
—Seis James Bond mejorados, trabajando para
DARPA en equipo, dando lo mejor de nosotros a cambio
de ver mundo y obviamente con una alimentación acorde
a nuestras peculiares necesidades —Cervantes guiñó uno
de sus legañosos ojos—. “La sangre se hereda y la virtud

276
se aquista; y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no
vale”, decía Don Quijote.
—No me disgusta la idea, siempre que puedan se-
guir siendo investigados, pero he de hablar con mis supe-
riores…
—Solo pedimos una cosa más, querida —dijo Or-
lock.
—¿El qué?
—Vivir en un barco, nos chiflan los barcos veleros,
como base de operaciones.
La teniente Samira se levantó de la silla.
—Hablaré con mis superiores y les contestaré en
breve.
—Más pronto que tarde —dijo Dumas que llevaba
a su lado al compañero de la teniente.
Cuando ya se alejaban, Orlock les gritó.
—Pero por favor, no se corten mientras se deciden
si aceptan o no y sigan mandando a gente para alimentar
nuestros cuerpos y espíritus.
Nada más entrar en la “Caja Negra”, la teniente se
quitó el micro que había llevado desde donde en la central
habían escuchado toda la conversación.
Solo unas palabras respondieron desde la sede de
DARPA.
—Luz verde. Aceptamos la propuesta.

277
“La ocasión hay que crearla”.
FRANCIS BACON.

—¡Venga, gandules, que es para hoy! —gritó el sar-


gento Murtaw.
Acababan de salir los soldados que les harían el re-
levo en la Plataforma mientras ellos se preparaban para
regresar al cuartel general al otro lado de la costa.
Mugon se sentó en uno de los asientos cercanos a la
cabina de los pilotos, cerró los ojos y dejó que su cuerpo se
relajara mientras repasaba mentalmente la posición de
cada uno en la góndola del zepelín.
Una vez que repasó todo mentalmente, se puso a
usar un método para que nada lo perturbara y dejó que
una única imagen llenara su cerebro y gracias a ello no hu-
biera cabida ni la duda, ni el temor, ni el nerviosismo, ni la
impaciencia...
Era algo muy sencillo que había aprendido de un
sargento de la Legión Extranjera francesa, lo había visto en
condiciones de estrés que había acabado con la salud men-
tal de todos mientras él conservaba la sonrisa en la boca.
Ahí estaba aquella imagen, inundando su cerebro,
rodeando cada poro de su ser, era la imagen de su hijo, lo
único que daba sentido a su vida ahora rota y su tan an-
siada venganza.
Abrió los ojos, contó hasta cinco, se levantó y, tras
sacar dos pistolas, en segundos eliminó a todos de certeros
disparos, solo tres lo vieron, el resto estaba dormido, el

278
cuarto fue el sargento Murtaw que tirándose al suelo entró
en la cabina de los pilotos cerrándola.
—Informa al cuartel general de que el soldado Mu-
gon se ha vuelto completamente loco y ha asesinado a
todo el equipo —escuchó Mugon como le gritaba al pi-
loto— que activen el "INVICTUS" inmediatamente y lo eli-
minen.
Con tranquilidad colocó su oreja en la puerta de la
cabina.
—Listo, sargento, el "INVICTUS" se activará en diez
segundos —dijo el piloto.
—Que jodan a ese hijo de puta, desde que lo vi supe
que traería problemas, puta manía de colocar en mi uni-
dad a rastrojos de mierda— sentenció Murtaw.
Mugon contó hasta doce y empezó a gritar, a dar
patadas y a hacer todo el ruido que pudo hasta pasados
unos segundos parar y quedarse en completo silencio.
Como había previsto, la puerta de la cabina se abrió
y el sargento convencido de que al activarse el collar se
había suicidado salió, pero un certero disparo en la frente
borró su sonrisa.
—¡Buenasss chicosss! —dijo con sorna entrando en
la cabina—. ¡Quietos, quietos, quietos..! —apuntó a los dos
pilotos.
Se arrancó el collar y lo arrojó al suelo.
—Hay cambio de planes y de destino. ¿Qué auto-
nomía tiene este bicho?

279
Aun no había acabado de hablar cuando ambos pi-
lotos se arrancaron sus collares y se abalanzaron sobre él,
Mugon tuvo que acabar con ellos sin pensarlo, entonces el
zepelín quedó sin gobierno.
Mugon se sentó a los mandos, no se parecía para
nada a un helicóptero AH 64 Apache, ni a un Supercobra
ni a ningún otro que hubiera visto pilotar.
—Todo digital y con putos botones por todos lados.
¡Joder! —gruñó.
Por el momento, el zeppelin se encontraba estable y
la barra de mando era lo único normal en ese aparato así
que se aferró a él.
Buscando entre los mandos vio una pequeña cá-
mara que lo enfocaba, por esa razón habían activado los
collares de los pilotos, lo estaban viendo.
Sacó la pistola y disparó al centro de la cámara, con
tan mala suerte que la bala rebotó y se coló en un panel
lleno de leds, enseguida comenzaron a sonar las estriden-
tes alarmas.
—Bien, Mugon, acabas de cagarla a lo grande —dijo
entre dientes.
Entonces el zepelín entró en barrena.

280
“El coraje no es tener la fuerza para seguir, es seguir
cuando no tienes fuerzas”.
NAPOLEON BONAPARTE.

La central hidroeléctrica de Cabo Rojo, ese era el lu-


gar, esa era la maldita guarida donde esos hijos de puta se
habían llevado a sus hijos John y Mark, donde se encon-
traban esos que habían asesinado a Tim y a todos los com-
ponentes de “The Farm”, esos que la habían violado como
a un trozo de plástico.
Ahí era donde debía ir, la ira era lo único que la
mantenía con vida, el deseo de rescatar a sus hijos era lo
que había impedido el haberse suicidado, el fuego de la
venganza recorría cada milímetro de su ser.
Sonaba absurdo, tal vez casi como una película de
Tarantino, una mujer de casi cuarenta años caminando con
una mochila a la espalda, aferrada a un revólver que los
hijos de puta no habían encontrado en la carreta. Y con la
clara idea de enfrentarse a un numeroso grupo de matones
armados.
Quizás muriera en el intento, seguramente fuera lo
más probable, pero Anne era descendiente de pioneros
que abandonaron las tierras escocesas a finales del 1800
para trazar una nueva vida en América, ese espíritu la em-
pujaba hacia adelante y la Providencia.
Sí, la Providencia, ese concepto religioso por el cual
una divinidad crea e influye en el universo, en especial la
Tierra para el socorro de la humanidad.

281
Esa era su fuerza, su particular visión de la Provi-
dencia.
Anne miró el plano que había conseguido en el
ayuntamiento del pueblo y vio que iba por buen camino.
Sacó una botella de agua y dio un largo trago, en-
tonces escuchó un ruido muy fuerte que venía del cielo,
levantó la cabeza y vio una especie de pepino volador que
caía a gran velocidad y que se dirigía hacia donde ella se
encontraba.
Tiró la botella de agua y echó a correr mientras ese
extraño artefacto se acercaba más y más, pudo tirarse a
una especie de zanja entre resecos árboles antes de que
aquella monstruosidad voladora se estrellara contra el
suelo con un ensordecedor estruendo.
Se había librado por poco pero, ¿qué demonios era
eso?, parecía una de esas cosas que colocaban con publici-
dad sobrevolando los campos de fútbol americano, pero
este era de un tamaño enorme.
De pronto notó que algo le caía por la frente, era
sangre, algún trozo de esa aeronave le debía de haber gol-
peado, su vista se nubló y se desmayó.

282
“¿…Qué busca? Tal vez busca su destino. Tal vez
su destino es buscar”.
OCTAVIO PAZ.

Las llamas de la hoguera proyectaban sugerentes


sombras en la pared de la pequeña cueva que Mugon ha-
bía encontrado, un fuego que desde el exterior no podía
verse, ya lo había comprobado.
Alrededor varias mochilas con todo lo que había
podido sacar del zepelín estrellado, armas con su muni-
ción, alimentos, bebida, una pequeña emisora de radio y
cosas varias que echó con rapidez a las mochilas con la in-
tención de salir de allí lo más rápido posible, no tardarían
en llegar los 500 millions a comprobar si había supervi-
vientes.
Fue en el último porte llevando cosas desde donde
se encontraban los restos del zepelin a la cueva, cuando la
vió, estaba en una pequeña zanja con una fea herida en la
cabeza. Era una mujer que rondaría los cuarenta y que lle-
vaba una pequeña mochila consigo, comida, un plano,
agua y un viejo revólver, inconsciente como estaba logró
limpiarle la herida y vendarla, la mala suerte hizo que un
trozo de fuselaje le diera en plena cabeza cuando el zepelin
chocó.
Llevó a la mujer a cuestas, aún no había despertado,
quizás nunca lo hiciera, los golpes en la cabeza eran im-
predecibles, o te morías de un pequeño golpe en la sien o
vivías con la cabeza abierta como un melón.

283
Echó más leña a la hoguera y de reojo vio como la
mujer abría los ojos sorprendida y con una velocidad que
lo sorprendió sacó el revólver de su cintura, Mugon no se
lo había quitado.
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —le dijo mientras le
apuntaba con el arma.
—Estamos en una cueva cercana a donde cayó ese
zepelín, un trozo de metal te dio en la cabeza, te encontré
desmayada en el suelo —respondió abriendo un paquete
de galletas saladas.
Ella se tocó la cabeza comprobando su vendaje.
—No me has dicho quién eres.
—Viajaba en ese aparato —le ofreció el paquete de
galletas—, me llamo Mugon.
—¿No hay más supervivientes? Recuerdo que el
aparato era grande…
—Estaban todos muertos, los maté yo —respondió
sin mentir con tranquilidad—. Estaba escapando, de he-
cho aún lo estoy, por eso estamos en esta cueva, no tarda-
rán en enviar a gente para ver qué ocurrió.
—¿Eres soldado?
Mugon masticó varias galletas sin dejar de observar
a la mujer.
—¡Contesta! —gritó—, o te pego un tiro, va en serio.
Mugon dio un trago a una botella de agua.

284
Apuntó al techo y disparó, pero tan solo se escuchó
el “click”.
—Te quité las balas, no sé quién eres y aunque pa-
reces inofensiva nunca me he fiado, he visto a compañeros
volar por los aires porque una niña afgana se acercó con
un peluche pidiendo una chocolatina. No tienes nada que
temer de mí, solo te he echado un cable pero mañana me
marcharé y tú podrás seguir tu camino sea el que sea, te
devolveré tu munición y puedo compartir algo de estas
mochilas contigo, no puedo cargar con todo. Así que tran-
quilízate y come algo.
—Anne, me llamo Anne —dijo bajando el arma y
cogiendo el paquete de galletas—, voy a la Central hidro-
eléctrica de Cabo Rojo.
—¿Y qué hay interesante allí para que te arriesgues
a un viaje sola por este mundo? Aunque no es de mi in-
cumbencia.
Entonces Anne le contó cómo su marido Tim y dos
parejas más habían planeado huir del caos con sus carre-
tas, la vida que habían llevado en la carretera y lo que ha-
bía sucedido en ese pueblo cuando aparecieron los hom-
bres del chándal, la dieron por muerta e iba a su refugio
para acabar con ellos y rescatar a sus hijos.
Lo contó todo entre lágrimas amargas e hipidos,
aunque se recuperaba enseguida y volvía a trazar su plan
en voz alta, acabar con todos uno a uno y salir de allí con
John y Mark.

285
—Los conozco, me topé en algunas ocasiones con
ellos… —hizo una pausa larga— mis hombres y yo sobre-
vivíamos saqueando también.
Mugon le contó cómo fue a por su hijo cuando la
Plaga gris hizo aparición, cómo viejos camaradas de ope-
raciones especiales se fueron uniendo al improvisado
grupo, cómo iban de un lado al otro del estado simple-
mente sobreviviendo. Le contó cómo murió su hijo, la sed
de venganza y su llegada al Útero y la aparición de los 500
millions. Le contó la verdad de la Plaga y los "INVICTUS",
que era una conspiración para acabar con la población.
Cómo fue reclutado a la fuerza y su posterior salida
de la Plataforma.
—Creo que todo está cambiando —siguió Mugon
hablando—, hasta yo, nunca he hablado tanto sobre mí
con un desconocido.
—Te creo.
—¿El qué?
—Todo lo que me has contado, suena a ciencia fic-
ción pero esta realidad la supera. ¿Y qué vas a hacer ahora?
—Sobrevivir, como siempre, sobrevivir… —se le-
vantó— voy a echar un vistazo fuera, no creo que vengan
a inspeccionar de noche, pero nunca se sabe. En esa mo-
chila hay comida, nada especial, sosa, aburrida y militar,
comida de rancho, sírvete… y por favor…
—¿Sí?

286
—No cojas ningún arma ni me dispares, no creo que
lo hagas pero por si acaso te lo recuerdo, mañana me iré y
seguirás tu camino, ¿ok?
—Ok.
Mugon regresó al poco tiempo con más leña, Anne
estaba de cara a la pared de roca y respiraba tranquila.
—Gracias por ayudarme —dijo ella.
—No hay de qué.
Echó un par de troncos a la hoguera.
—Oye, he pensado una cosa, podría ir contigo a esa
central si quieres, no sé, podría ser de mucha ayuda para
acabar con esos hijos de puta. Es mi trabajo, soy un mata
hijoputas de manual —sonrió.
Anne se giró.
—¿Por qué harías eso?
—No puedo recuperar a mi hijo, lo único que tenía
de él era un trozo de dedo y me lo comí…—se rió apenado
y le explicó que había sido cuando se convirtió en un
deathlover— me gustaría devolver vidas en vez de quitar-
las, además me guío por mi instinto y algo me dice que
nuestro encuentro no es casualidad.
—Gracias— ahora Anne lloraba—, te envía la Pro-
videncia.
—No sé quién me envía pero vamos a darles duro
a esos hijos de puta, ¿ok?, ahora descansa, al alba parti-
mos.

287
Anne se giró de nuevo y se durmió casi enseguida,
Mugon tardó más ya que sacó toda la artillería de las mo-
chilas y empezó a decidir qué llevarse para la batalla. En
cierto modo esto le volvía a hacer sentir vivo.

288
”Debemos matarlos, debemos incinerarlos, cerdo
tras cerdo, vaca tras vaca, aldea tras aldea, ejército tras
ejército, y me llaman asesino. ¿Cómo hay que llamarlo,
cuando los asesinos acusan a los asesinos? Mienten,
mienten y tenemos que ser misericordiosos con los que
mienten. A esos peces gordos les odio. ¡Cómo les odio!”.
“APOCALIPSIS NOW”. CORONEL WALTER
E.KURTZ .

El comandante Clark permanecía atento a las pan-


tallas esperando a la llegada del teniente Martin al que to-
dos llamaban “Bit”, porque era quien controlaba todos los
sistemas informáticos.
Por fin llegó, era un tipo desgarbado y desaliñado,
iba, cómo no, con la camisa arrugada, pero en Raven Rock,
la sede de los 500 Millions había cosas que se toleraban, el
comandante evitó mirar la indumentaria y las botas sin ce-
pillar del teniente y esperó al igual que el resto de coman-
dantes que los habían ordenado acudir para la Fase 0.
—Buenos días, señores —empezó “Bit” con su voz
de pito— en breves instantes comenzará la Fase 0 del plan
de la Nueva Orden Mundial, tienen en sus asientos dos-
siers con las ciudades piloto donde se comenzará a produ-
cir esta fase. Las instrucciones que deben de seguir cada
uno de ustedes y sus unidades les serán dadas por el ge-
neral personalmente.
En las pantallas aparecieron las imágenes aéreas de
una ciudad, eran imágenes sacadas desde un dron a
tiempo real.

289
—Empezaremos por Los Ángeles, aquí los supervi-
vientes de la Pangemia han creado huertos, han logrado
colocar placas solares en los barrios donde conviven miles
de personas, han logrado restablecer el servicio de agua de
acuíferos y han reorganizado la sociedad en una utopía —
sonrió—, pero eso se ha acabado caballeros y, ¡um!, da-
mas, disculpen mi falta de educación.
Se escuchó algunas risitas entre los asistentes y al-
gunas mujeres de alto rango lo miraron con desprecio.
“Bit” siguió con su voz de pito y sabedor que estaba bajo
el escudo del general le dio poca importancia, se podía
permitirse esas licencias.
—Sabemos que la Plaga gris afecta al lado emotivo
de deseo y de amor del cerebro, pero… pero… pero, como
dice el refrán, y en eso los refranes son muy acertados, del
amor al odio hay un pequeño paso.
Nuestros "INVICTUS" van a modular ese cambio y
todo el mundo se va a odiar, a todo lo que se mueva, como
gatos que al mínimo movimiento se abalanzan sobre lo
que sea.
Esa es la Fase 0, una vez cribada la gente es la hora
de vaciar de vida las grandes ciudades, que sea una batalla
al degüello, todos para todos y contra todos, ya no habrá
diferencia ni sentimiento, nada, ni filial, ni romántico, solo
un odio brutal para acabar con todo lo vivo.
Tomaremos Los Ángeles como prueba piloto y se-
gún los resultados iremos activando otras urbes, no solo
aquí, en todo el planeta, es la hora de vaciar de polizones

290
esta nueva humanidad, para dejar 500 millones de huma-
nos.
El comandante ahora se perdió en sus pensamien-
tos mientras “Bit” explicaba cómo se triangulaban las ór-
denes a los "INVICTUS" y según las simulaciones tan solo
quedarían no más de doscientos supervivientes infectados
con los que habría que acabar.
—Los he bautizado como los “Némesis”. En la mi-
tología griega, Némesis es el nombre que identifica a la
diosa de la venganza, la fortuna y la justicia retributiva. Se
ocupaba de aplicar un castigo a aquellos que no obedecían,
sancionaba la desmesura y no dejaba que los hombres fue-
ran demasiado afortunados. Así que en esa utopía en la
que se sienten tan seguros y a salvo, se acaba ya.
La reunión acabó y todos salieron hablando en gru-
pos, el comandante conversaba con dos coroneles cuando
vio que en la puerta de la sala estaba el teniente Harold
que lo miraba con rostro compungido.
Tuvo el pálpito de que algo no iba bien.
—Señor, hay un grave problema —le dijo nada más
acercarse en voz baja.
—Salgamos de aquí, teniente —respondió entrando
en una pequeña habitación llena de material de oficina —
diga.
—Recuerda lo que sucedió en el Útero, cuando per-
dimos al doctor Bastide por culpa de unos militares ajenos
a nosotros, reclutamos a la fuerza a ese soldado que que-
daba y que destinamos a la Plataforma... Que además,

291
cierta información no la plasmamos en el informe, como
todos los supervivientes que lograron escapar...
—¿Qué ha ocurrido? —un escalofrío recorrió su es-
palda.
—Ese soldado, de nombre Mugon, se escapó ayer,
matando a todo el equipo en el zepelín donde viajaban
destino al cuartel general.
—¿Cómo coño ha podido pasar eso?
—Aún hay más señor… su "INVICTUS"... está des-
activado…
—¿Quién cojones ha autorizado esa desactivación?
—Parece que ha sido el propio Mugon, pero no sa-
bemos cómo. Tenemos un problema gordo… hay que con-
tar la verdad de lo sucedido en el Útero para que se pue-
dan hacer las cosas bien y no volver a equivocarnos…
—¿Equivocarnos, teniente Harold? —cortó—, que
yo sepa sucedió lo que pusimos en el informe, nada más.
Resolveremos esto y atraparemos a ese cabrón, es un caso
aislado, nadie tiene que saber todo lo que sucedió en el
Útero.
—Señor, es mi deber contar lo que en realidad su-
cedió y voy a hacerlo, solo quería que lo supiera.
—Tiene razón, teniente, hemos de hacerlo por el
bien de los 500 millions —el comandante extendió su
mano y en cuanto se la estrechó se abalanzó sobre él y con
una llave aferró fuertemente su cuello, en tan solo un par
de minutos lo había estrangulado. Dejó caer al cuerpo sin

292
vida del teniente al suelo y le arrancó el collar "INVIC-
TUS".
Salió de esa habitación y se dirigió a su despacho.
—Es la hora de sobrevivir —dijo en voz alta el co-
mandante Clark.
Entró en el sistema informático y con sus claves de
alto secreto preparó una operación encubierta para que
sus mejores hombres salieran ya hacia el lugar donde se
había estrellado el zepelín.
Anuló la recepción del sistema de la información
del siniestro de la aeronave colocándolo como de máxima
seguridad, eso le daría dos días para que nadie se enterara
de nada, el suficiente para que acabaran con ese puto sol-
dado y limpiaran todo, y el teniente Harold sería su cabeza
de turco.
Acabado todo, levantó el auricular del teléfono.
—Sargento Pawe, ¿ha visto al teniente Harold?, te-
nía una cita conmigo hace cinco minutos.
—No, señor, lo buscaré.
—Gracias.
El comandante Clark suspiró, todo estaba bajo con-
trol, todo estaba bajo control.

293
“La última voz audible antes de la explosión del
mundo será la de un experto que diga: es técnicamente im-
posible”.
PETER ALEXANDER USTINOV.

EN ALGÚN LUGAR DE LOS ÁNGELES…


Once de la mañana en pleno barrio, ya hay tendere-
tes que ofrecen verduras y frutas recién recolectadas, agua
fresca, ropa, varios puestos donde hay peluqueros, profe-
sores, cantautores esperando a posibles clientes mientras
esperan leyendo o conversando felizmente unos con otros.
Cerca hay un kiosco lleno de libros, prensa y comics en el
que se puede leer en una gran frase en la parte superior:
"Un libro debe ser el hacha que rompa el mar he-
lado que hay dentro de nosotros". Franz Kafka.
Todo transcurre con calma, llega una mujer con su
hija que cojea y se sienta en un sillón donde hay una joven
masajista esperando ofrecer sus servicios.
Negocian el trueque del servicio mientras sin espe-
rar empieza a poner aceite en el tobillo de la niña.
Al final como la madre trabajaba en una pastelería
de Hasting Road, quedan en que haga una tarta de frutas
porque el cumpleaños de su pareja está cerca.
Así funciona la vida en el mercadillo, no hay dinero,
solo intercambio de conocimientos, trueque de objetos que
no se usan, incluso hay un tablón de anuncios donde toda

294
persona puede decir lo que necesita y voluntarios lo bus-
can fuera de las empalizadas que han colocado en el barrio
para librarse de los deathlovers.
La gente ha aprendido que la comunidad unida les
hace fuertes, no hay nadie que quede fuera, ese milagro lo
han conseguido seres humanos, los mismos que antes ha-
cían guerras y que en vez de cooperar luchaban hasta la
muerte por la competencia, la ley del más fuerte.
Una pareja pasea con su bebé y se coloca frente a un
teatrillo callejero donde en cuanto se llene de niños comen-
zará una representación de “La Bella y la Bestia” con ma-
rionetas.
Un tipo va tarareando una vieja canción de “The
Police” mientras arregla un despertador de cuerda a cam-
bio de tres hermosos tomates y una escarola.
De pronto el tipo deja de cantar de golpe y se queda
unos instantes boqueado como si no le saliera la voz, y en
un movimiento rápido lanza el despertador contra el ros-
tro del joven que se lo ha entregado para que lo arregle.
Luego se abalanza sobre él y le muerde el cuello.
El padre del bebé saca a su hijo del carrito, lo coge
por las piernas y empieza a estamparlo contra el tronco de
un árbol mientras su pareja intenta estrangular a una niña
que esperaba el teatrillo.
La masajista en un rudo movimiento rompe el tobi-
llo de la niña mientras la madre ignora tal gesto y se lanza
contra uno de los peluqueros que ya con las tijeras en

295
mano acaba de sacar los ojos a una anciana que echaba mi-
gas de pan a las palomas.
El silencio, la tranquilidad de ese barrio, de esa uto-
pía cobra otra nota, como en las películas de la edad media
en que dos ejércitos se enfrentaban y gritaban, se escuchan
miles de gritos llenos de odio, mezclado con lamentos y
desgarradores alaridos de dolor.
Gente que cae arrojada por sus padres, hijos, her-
manos, desde los balcones, toda arma sirve para acabar
con todo, es un todos contra todos.
Sin tregua, nada que viva va a quedar, mientras en
el cielo azul de ese barrio de Los Ángeles sobrevuelan dro-
nes que lo monitorizan todo.
Es el comienzo de la Fase 0.

EN ALGÚN LUGAR DE LOS ÁNGELES…..

296
“La tostada siempre cae del lado de la mantequi-
lla”.
PRIMERA LEY DE MURPHY.

—¡No me lo puedo creer!— exclamó la doctora


Hooper.
—¿Qué ocurre? —preguntó Thomas que estaba en
otro de los ordenadores copiando series binarias para
reiniciar los sistemas haciendo caso a la doctora.
—Los satélites están despertando, ¡vaya sorpresa!,
ya hay más de diez que vuelven a estar completamente
operativos aunque han cambiado los códigos, pero nada
que no se pueda superar…
—¿Los 500 millions? —dijo Sophie que estaba des-
cargando archivos y pasándolos a USB.
—Quizás, pero debemos de aprovechar ese reinicio
para sacar información, mucha estaba en servidores que
también han de estar operativos, si no un satélite solo es
un trozo de metal volando como una cometa en el cielo. Si
tenemos algo de suerte podremos saber si hay ahí fuera
hay otros laboratorios o gente que estaba buscando la cura,
podemos compartir el método indio que nos hizo sacarnos
los "INVICTUS", tengo la autorización de Halcón Loco,
muchas tribus ayudarían a esa cura.
—Para volver a la normalidad, bueno, a una nueva
normalidad puesto que la vida tal y como la conocíamos
no volverá. Pero necesitamos construir algo nuevo y

297
bueno para nuestros hijos, un futuro diferente, un futuro
mejor que esta mierda de presente —dijo Thomas.
—No es justo que nuestros hijos vivan esto si pode-
mos cambiarlo —Sophie se levantó de la silla—. ¿No os
dais cuenta? Creo que estamos más cerca que nunca de po-
der hacer algo por la humanidad y por los niños que ven-
gan —se tocó la barriga—, necesitamos algo verdadero
para nuestro hijo…
En ese momento se abrió la puerta de la sala y apa-
reció Phil que cogió a Sophie bruscamente del brazo y le
colocó el cañón del arma en la barbilla.
—Lo siento, lo siento —dijo Phil— pero eso de es-
cucharos decir una y otra vez hijos, hijo, hijo, hijos…¡jo-
der!, llevas un bebé de mi hermano, te ha follado y vas a
tener algo suyo, de ese hijo de puta que te ha apartado de
mi lado.
¿Qué de malo tenía nuestra vida? ¿Por qué entró
Thomas en nuestro círculo? ¿Te hablaba de cosas de pro-
fesor universitario? Para nada como yo que solo tengo
conversaciones de mierda, de gente trabajadora, sin ese
plus de intelectualidad. ¿Te mojabas las bragas cuando te
contaba…? No sé... ¿Cosas sobre el universo?
—Phil, no hagas ninguna estupidez —gritó Tho-
mas.
—Estupidez es no hacer esto, hermano.
Bajó el arma del cuello de Sophie y apuntando a
Thomas le disparó en el pecho. El cuerpo de Thomas cayó
pesadamente al suelo mientras Sophie gritaba —Phil le

298
volvió a colocar el arma en el cuello— Y tú tranquila,
muerto el perro se acaba la rabia.
Sacó de su bolsillo unas bridas.
—Ahora doctora deje inmediatamente lo que está
haciendo y acérquese para que pueda ponerle bridas en
las manos y los pies, quiero que esté un tiempo aquí atada
y tranquilita para que mi ex-novia y yo retomemos nuestra
relación.
La doctora con la cara desencajada se dejó poner las
bridas y quedó completamente amordazada. Phil le dió a
continuación un fuerte golpe con la culata del arma deján-
dola inconsciente. Phil obligó a Sophie a caminar hacia la
habitación donde había hecho vida desde que llegara al
Útero.
—Ya sé que todo está revuelto, cariño, perdona el
desorden —dijo Phil tirándola sobre la cama.
—¿Y qué vas a hacer ahora, violarme?
—Perdona, somos una pareja…
—¡Y una mierda, psicópata de los cojones! —le gritó
y Phil le respondió propinándole un sonoro bofetón, pese
a eso Sophie siguió gritándole—. Phil, el amor son hechos,
no palabras, nunca me has demostrado una puta mierda,
solo palabrería e intenciones, y de intenciones no se ali-
menta el amor. Siempre has sido un puto bocazas. Tho-
mas, tu hermano… —empezó a llorar— el maravilloso
hombre que has matado me ha demostrado más amor en
días que tú en años… eres un cabrón… un pedazo de
mierda... sí, estoy embarazada y puede que el hijo sea de

299
él o tuyo, no lo sé, pero por dios te juro que ojalá que no
tengas nada que ver con este embarazo.
Phil dejó caer el arma, se arrodilló y arrastrándose
se acercó a la consola de videojuegos, arrancó los cables y
como si de espaguetis fueran empezó a tragarlos a la
fuerza haciendo que la sangre brotara de su boca y de su
garganta al rasgar el esófago, luego siguió con los CD que
partía y se tragaba, uno traspasó la piel de su cuello y si-
guió y siguió golpeando la consola para hacer trozos pe-
queños que poder tragar, hasta que se detuvo vomitando
un chorro de sangre oscura y cayó muerto.
Sophie se acercó con miedo, cogió el arma del suelo
y le disparó varias veces mientras lloraba. Salió de allí, la
doctora estaba inconsciente, Thomas muerto, y ella se sin-
tió más sola que en toda su vida.. sola con una vida en su
vientre...
Cerró los ojos y deseó estar en otro lugar lejos de
allí...

300
“Porque nadie puede saber por ti. Nadie puede cre-
cer por ti. Nadie puede buscar por ti. Nadie puede hacer
por ti lo que tú mismo debes de hacer. La existencia no ad-
mite representantes”.
JORGE BUCAY.

—Yo diría que son aficionados —susurró Mugon—


.
Estaba junto a Anne en una pequeña colina cercana
a la entrada de la Central hidroeléctrica de Cabo Rojo, una
presa que como otras infraestructuras quedó obsoleta
justo al acabarse su construcción, al ver que los gastos de
mantenimiento superaban los beneficios, la dejaron allí
como una escultura al despropósito.
—Hay centinelas pero como si no los hubiera —dijo
Mugon mirando con los prismáticos—, van todos con una
lata de cerveza... espera… mira..
Le pasó los prismáticos a ella.
—Mira a las diez… espera, mira allí.
—¡Ohhh! —exclamó.
Acababa de salir una docena de niños ataviados con
chándal que parecían cantar algo, iban en formación y en
medio del grupo estaban sus hijos.
—Son ellos, mi John y mi Mark.
Empezó a llorar y Mugon la abrazó.

301
—Tranquila, nunca he dejado ninguna operación
sin terminar y jamás me he retirado, rescataremos a tus hi-
jos y acabaremos con los hijos de puta, palabra. Ahora ya
estamos aquí, pensaré cómo podemos actuar, como dijo el
maestro Sun Tzu: “ El supremo arte de la guerra es some-
ter al enemigo sin luchar”, y eso vamos a hacer.
Esperaremos un día más, veremos sus rutinas y
después actuaremos.
—Sé disparar —dijo Anne.
—No va a hacer falta, será más sencillo —rio malé-
volamente.
—¿Entraremos sin más y diremos que devuelvan a
esos niños?
—Confía en mí, tengo un plan y sé que va a funcio-
nar —sonrió Mugon abriendo una bolsa de sopa instantá-
nea—. ¿Una sopa de la abuela?
—Mi abuela no hacía esas mierdas —sonrió Anne.
Mugon estuvo desde ese momento parapetado tras
los matorrales observando cómo funcionaba todo el exte-
rior del complejo, de vez en cuando salían jinetes a caballo
o grupos de entre diez y quince hombres, en ocasiones sa-
lían los niños a los que les obligaban a hacer ejercicios, pa-
recía que querían convertirlos en soldados.
No dejaba de mirar a los hijos de Anne y aun le sor-
prendía que una mujer como ella hubiera pretendido lle-
gar allí armada tan solo con un viejo revólver para acabar
con todos los hijos de puta y rescatar a los suyos.

302
Eso era coraje, eso era vida, eso era pasión… nada
de palabras o promesas, era mirar a la muerte de frente y
decirle: ¡Aquí estoy y no podrás conmigo hasta que acabe
lo que he venido a hacer!
Mugon trazó su plan y regresó junto a ella que es-
peraba estoica.
—Mañana actuaremos a las once, cuando salgan los
niños a entrenar o a lo que demonios los obliguen —dijo—
pero debes confiar en mí, nada de correr hacia ellos o de
disparar. Nos acercaremos sigilosamente y nos escondere-
mos en los arbustos cercanos a la campa donde salen y...
esperaremos.
—¿Esperaremos a qué?
—”Lo supremo en el arte de la guerra consiste en
someter al enemigo sin darle batalla” —dijo Mugon.
—Otra vez ese chino…
—Jajajaja, sí, ese chino otra vez, puto genio.
Acababan de comer algo, era de noche y hacía bas-
tante frío, demasiado para estar a la intemperie pero no
tenían otra que apretujarse contra los arbustos para que el
viento nocturno no les pegara de lleno.
—Ahora vamos a llamar a mis enemigos para que
acaben con los tuyos —sonrió Mugon.
—¿Cómo?
—Lo entenderás luego.

303
Sacó de la mochila una pequeña emisora de radio,
la encendió y buscó una frecuencia que conocía muy bien,
en la que emitían a los 500 millions.
—Aquí la República Libertaria del Nuevo Mundo,
pretendemos dominar el planeta— guiñó un ojo a Anne—
, hemos logrado acabar con una de vuestras aeronaves, he-
mos matado a vuestros soldados y hemos logrado esca-
parnos de vuestros collares. Esta comunicación es para de-
clararos la guerra, estáis avisados.
Dejó la radio encendida, se levantó y tras caminar
unos cien metros la dejó bajo unos arbustos y regresó.
—”Lo supremo en el arte de la guerra consiste en
someter al enemigo sin darle batalla” —creo que voy en-
tendiendo —dijo sonriente Anne.
—Pues mañana al amanecer nos vamos a por tus
hijos y los otros acabarán con los imbéciles del chándal.
Hacía frío, mucho frío, por lo que se acurrucaron
uno junto al otro tapados con las mantas térmicas milita-
res, abrazados sin otra pretensión que la de darse calor
mutuo, presencia y hecho de compartir una meta.
—Gracias —dijo Anne adormilada.
—De nada, me das vida.
—¿Cómo?
—Nada, descansa.
Mugon miró las estrellas en ese cielo raso y se sintió
en paz con todo, apretó un poco más el cuerpo dormido

304
de Anne y pensó que las cosas nunca ocurrían por casua-
lidad, nunca.

305
“Hay que reflexionar y deliberar antes de tomar
cualquier decisión”.
SUN TZU.

—¿Tenemos su posición? —elevó la voz el coman-


dante Clark—. La radio sigue emitiendo, vayamos a por
ellos inmediatamente... quiero ese lugar yermo de vida.
¡Ya!
—Sí, señor —respondió al otro lado el capitán al
frente del equipo que había activado en secreto el coman-
dante.
—A por ellos, y sin piedad.
El comandante Clark cortó la comunicación y son-
rió.
A veces la vida te daba comodines con los que hacer
buenas manos, la operación del Útero ya no existía en los
archivos, el tal Mugon desaparecería en horas junto a esa
gente que le daba igual quien fuera y el teniente Harold
que aún no había sido hallado estaría en la trama, ya se
había encargado de colocar falsos correos con ese soldado,
ese Mugon.
Y el comandante Clark acabaría con el conato de
una rebelión seria, joder, habían acabado con un zepelín y
un cuerpo de élite.
—Clark, el héroe —rio— ¡Mierda!, cómo echo de
menos fumarme un puro cubano para celebrarlo.

306
“Si pudiésemos encontrar un hombre con ética, un infor-
mante, alguien dispuesto a desvelar esos secretos, ese hombre po-
dría derrocar al régimen más poderoso y represivo.”
BENEDICT CUMBERBATCH.

Llevaban escondidos desde el amanecer, entre unas


grandes piedras y unos matorrales bien espesos que se en-
contraban a poco más de diez metros de donde llevaban a
los niños.
Vieron a los centinelas bostezar, dormirse, liarse ci-
garrillos, hasta que por fin salieron los niños, todos en fila
cantando una absurda canción sobre que la familia no era
la sangre sino los compañeros que no te fallaban.
Empezaban a hacer algunos ejercicios físicos
cuando se escuchó un zumbido en el aire, entonces Mugon
salió de los matorrales a toda velocidad y disparó a los dos
monitores que ni lo vieron venir.
—¡John, Mark, venid conmigo ya!
Los cogió de las manos y regresó hacia los matorra-
les mientras otros centinelas corrían hacia él pero se frena-
ron en seco, en el cielo apareció un gran zepelín del que
cayeron cuerdas por las que descendieron decenas de sol-
dados que una vez en el suelo empezaron a disparar.
Había empezado la aniquilación de los hijos de
puta del chándal. Cuando entraron los soldados de los 500
millions en la Central, se alejaron de allí con rapidez.
—¿Y ahora? —preguntó Anne con lágrimas en los
ojos y sin dejar de coger las manos a sus hijos fuertemente.

307
—A sobrevivir Anne, a sobrevivir los cuatro.
—Me parece perfecto —sonrió Anne.
Y empezaron a caminar hacia el este, sabiendo que
la banda del chándal ya no existiría más, la venganza se
había ejecutado a la perfección.

308
“Es un error teorizar antes de poseer datos, insen-
siblemente, uno comienza a deformar hechos para hacer-
los encajar en las teorías en lugar de encajar las teorías en
los hechos”.
SHERLOCK HOLMES.

El problema de DARPA era su falta de efectivos,


aunque sus infraestructuras eran muy superiores al resto
de las agencias gubernamentales, no tenían gente, la Pan-
gemia había dejado a pocos agentes.
La teniente Samira era consciente de ello al igual
que sus superiores así como el giro geopolítico y social que
vendría de todo ello.
Saber más que el resto, poseer información o cono-
cimiento que generara el seguir actuando sin ver a quién o
con quien se trabajaba...como decía el viejo dicho de la
CIA: “los presidentes pasan pero los funcionarios queda-
mos legislatura tras legislatura”.
Y el Proyecto Sangre Negra era esencial, incluso
para quienes deseaban acabar con la humanidad, siempre
se necesitaban soldados y cuanto mejores y sin moral, me-
jor. Esos eran los Sangre Negra, ese era el valor de
DARPA, esa era la apuesta en un mundo que ya había per-
dido casi la partida.
Como siempre era una batalla entre agencias, entre
rivales. ¿Quién se acordaba ahora del FBI o de la CIA? Des-
aparecidos.

309
La NSA era la única que seguía con infraestructuras
suficientes para poder ser un problema pero eso se iba a
solucionar pronto.
Sin remordimientos, sin lloriqueos, nada de born in
USA, solo el ser esencial para quien quedara al final en la
cúspide del poder a escala planetaria, sólo así sobrevivi-
rían.
La teniente Samira observó como Orlock y sus cinco
compañeros miraban con asombro y gozo la goleta de 45
metros de eslora que contaba con todos los lujos posibles,
había pertenecido a un príncipe qatarí que la Plaga gris
había dejado muerto junto con su enorme séquito.
—Tiene trece camarotes, sala de cine, gimnasio… —
empezó a decir.
—Vale, queremos que tiren las pesas al agua y car-
guen todos nuestros libros —cortó Orlock.
—Y un piano, un piano —aplaudió Dumas.
—Veré qué puedo hacer.
—Lo hará, teniente, porque sabemos que somos vi-
tales para que DARPA sobreviva, sea quien sea que se
quede con el control planetario —dijo Poe ante la cara de
sorpresa de ella.
—Somos inteligentes, recuerde que la Plaga nos ha
hecho muy listos —rio Cervantes.
—Embarcaremos hoy mismo —dijo Orlock—, su-
pongo que ha dicho a la tripulación que no tengan miedo
de nosotros, son esenciales para llevar este barco, aunque
tardaríamos poco en aprender a manejarlo. Cuidaremos

310
de ellos y prometo —bajó la voz— que no nos los comere-
mos.
—He cumplido con el trato, ahora han de hacerlo
ustedes —dijo la teniente sentándose en uno de los sillones
de la toldilla donde estaban. Les dio una carpeta con fotos.
—Vaya, amigos nuestro primer encargo como
agentes 007 —sonrió Verne.
—Sabemos su localización y a dónde van… no que-
remos que lleguen a su destino, queremos que estén aquí
en esta goleta, por lo menos esta persona —dijo Samira
mostrando la foto—, el resto nos da igual que queden vi-
vos o muertos…
—O cocinados —añadió Dickens.
—Sí, nos da igual.
Los Sangre Negra se pasaron las fotos del dossier.
—¿Cuándo estarán preparados?
—Ya, salimos ya —respondió para su sorpresa Or-
lock—. Lleven nuestros libros, desháganse del puto gim-
nasio y traigan un piano.
Y los seis se marcharon charlando tranquilamente
por el muelle.

311
"Aunque invisible para muchos ojos, excepto para
aquel cuya lengua temeraria es capaz de exprimir contra
su paladar el fruto de la alegría, y cuya alma, tras beber
la tristeza de su poderío, será colgada entre sus vastos
trofeos sombríos”.
JOHN KEATS.

—¿Queda mucho para llegar? —preguntó Alice


que iba a caballito sobre su padre, Ron.
—Solo una hora y ya llegamos pequeña —respon-
dió John, el soldado que iba en la retaguardia del grupo.
—Eres una llorica, una llorica— se burló su her-
mano Rick—, yo sí que voy caminando.
—Tu hermana es más pequeña hijo —explicó Ron
Floyd a su hijo.
El ritmo de caminar era muy lento y paraban mu-
chas veces por los niños, pero sus superiores no les habían
dado urgencia , hacía buen tiempo y los soldados número
12 y 15 no tenían prisa.
Acababan de salir de un pueblo y llegaron a un
cruce de caminos desde donde vieron a un hombre sen-
tado sobre una piedra de la pequeña rotonda en la que ha-
bía un gran castaño de indias.
—¡Parad! —dijo Lucien—. Voy yo.
John se adelantó a la familia, cargó el arma y se
puso a la vanguardia.

312
—Está leyendo —dijo en voz baja Lucien al acer-
carse—. ¡Buenos días!
El hombre que estaba elegantemente vestido le-
vantó su cabeza y lo miró, llevaba unas gafas de espejo,
cerró el libro.
—¡Buenos días! —sonrió—, vaya, es una sorpresa
hallar gente en este cruce de caminos, todas las culturas
coinciden en señalar las encrucijadas, los cruces de cami-
nos, como espacios conectados con el más allá, enclaves en
los que poder contactar con otros mundos, especialmente
con el maligno —se rió con una voz clara—, espero que no
sean ustedes seres malignos.
—¿Es usted de aquí?
—Pues no, me considero más bien un ciudadano
del mundo, soy y no soy porque mi espíritu está en todos
los lados...bueno, eso lo dijo un abad del siglo XII pero me
gusta la definición —se levantó de la piedra—. En la Edad
Media, algunos ajusticiamientos se llevaban a cabo en las
encrucijadas. Se perpetuaba esta macabra costumbre por
la creencia de que, si los condenados morían en estos en-
claves, no encontrarían el camino a la otra vida, la Iglesia
Católica consideraba que en los cruces de caminos habi-
taba el demonio, de ahí que una de las decisiones del Con-
cilio de Trento fuera construir cruceros en las encrucijadas
de caminos y en las entradas de los pueblos, como forma
de santificar estos espacios infernales, pero aquí no hay
cruz ninguna, por lo que el demonio puede campar a sus
anchas, soldado.

313
—Bueno, para eso hay soluciones, señor —golpeó
suavemente su fusil de asalto mientras se dio la vuelta
para regresar con su compañero y la familia Floyd—, que
pase usted muy buen día.
John gritó de terror mientras Cervantes le arran-
caba la garganta de un zarpazo. Otros sangre negra rodea-
ron a la familia.
—¡Mierda! —exclamó y en esas tres sílabas como
un rayo el tipo se colocó junto a él, con una mano le sujetó
el arma y con la otra le agarró del cuello.
—Cruce de caminos, demonio, muerte soldado —
dijo Orlock y con un golpe le partió el cuello.
Se escucharon aplausos y aparecieron Poe y Du-
mas.
—Nos ha encantado lo del cruce de caminos, muy
gótico —dijo Poe, ante lo que Orlock hizo una reverencia.
—¿Y el resto? —preguntó.
—¡Oh! El soldado, muerto, los niños llorando, el
marido intentando hacerse el machito sin conseguirlo y
nuestro objetivo, la doctora Aristea Floyd, viva y co-
leando.
Orlock, Poe y Dumas charlaron durante un buen
rato, estaban muy contentos puesto que se sentían como
agentes especiales hasta que escucharon un ruido bastante
peculiar. Era el ruido de unas grandes ruedas de madera
y unos cascos de caballos, el de una carroza tirada por tres
caballos, allí se encontraba atada y amordazada la doctora.

314
—¿Nos vamos a nuestro barco ya? —dijo Cervantes
que llevaba las riendas.
—¿Y la familia? —preguntó Orlock.
—La estamos dejando encerrada en un lavabo de la
gasolinera de ahí atrás, si no logran salir supongo que su
probabilidad de sobrevivir será de cuatro días a lo sumo
—respondió Poe.
—Pues vámonos ya —dijo Orlock subiendo con el
resto a la carroza—, desde luego me encanta tu estilo de
conseguir cosas y en este caso vehículos, Cervantes.
—En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no
quiero acordarme…
La carroza enfiló la carretera mientras la doctora
gritaba en vano amordazada.

315
“Siempre después de una derrota y una tregua, la
Sombra toma una nueva forma y crece otra vez.”
J.R.R. TOLKIEN.

El comandante Clark dio un largo trago a su bour-


bon, acababa de ver todo el ataque en tiempo real gracias
a las cámaras de los soldados y la verdad es que estaban
muy organizados, dentro de las instalaciones de esa cen-
tral hidroeléctrica era como un pequeño pueblo, pero de
nada sirvió, cuando nada quedó con vida ordenó que lo
volaran.
Esa fue la última imagen mostrada desde el zepelín,
la presa volando por los aires junto a los imbéciles que se
habían atrevido a desafiarlos.
Mugon había muerto, el teniente Harold también,
la vida continuaba en Raven Rock.
Sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Señor, acaban de hallar al teniente Harold muerto
en una sala de almacén.
Sonrió.
—¿Cómo es eso? —gritó—. Voy para allá.
Colgó y acabó su bourbon, su cabeza de turco se en-
cargaría de borrar lo sucedido en el Útero.
Sí, estaba siendo un buen día.

316
"No es que me aterrorizara contemplar cosas ho-
rribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada".
EDGAR ALLAN POE.

En Moscú siempre ha habido una leyenda urbana


que ha perdurado desde 1936, la existencia de una línea de
metro secreta ideada por Stalin llamada METRO -2.
El 15 de mayo de 1935, se inauguraba la primera lí-
nea de metro de Moscú entre Sokólniki y Park Kultury. No
sería hasta años después cuando comenzaron a realizarse
las primeras estaciones subterráneas, algo de lo que Stalin
tomó nota. Si el país soviético sufriera un ataque nuclear,
¿cuál sería el lugar más seguro para protegerse? Sin duda,
bajo tierra. Sería en 1950 cuando anunciaría a sus colabo-
radores más cercanos su plan, llamado en clave D-6 por el
KGB.
La idea no era otra más que construir una especie
de metro secreto, paralelo al de uso normal de la ciudad
pero del que solo tuvieran conocimientos los altos cargos
del país, que no solo sirviera como refugio antinuclear,
sino que permitiera conectar los principales edificios de
Moscú. El proyecto conectaría el Kremlin, con los cuarteles
del Servicio de Seguridad, el Aeropuerto del Gobierno de
Vnúkovo-2 y el Cuartel de las Fuerzas Armadas rusas, en-
tre otros edificios claves.
Entre los altos cargos soviéticos, el proyecto pasó a
denominarse comúnmente Metro-2 y aún albergaba un se-
creto en su interior: una ciudad-búnker en la que esconder
a los altos cargos en caso de necesidad, llamada Ramenki-

317
43, una localidad absolutamente subterránea que tendría
unos 2 kilómetros cuadrados, con grandes almacenes con
víveres que garantizaran la supervivencia durante, al me-
nos, 30 años.
El secretismo rodeó a esta supuesta línea de metro
secreta durante varias décadas hasta la caída de la URSS
en 1991. Fue a partir de esa fecha cuando varios funciona-
rios soviéticos aseguraron la existencia del proyecto, un
hecho que refrendó el propio Departamento de Defensa de
EEUU a través de un informe llamado 'Fuerzas Militares
en Transición', en el que explicaba la existencia de Metro-
2 y sus comunicaciones con los principales edificios del
país.
Allí estaba Irina Harloff, hija de Dimitri Harloff que
había fallecido atacado por un tigre mientras cazaba para
alimentar a su familia pero su pasado era otro, conocía de
sobras esos nanorobots, los "INVICTUS", el gobierno ruso
había trabajado junto a agencias norteamericanas desarro-
llando esa tecnología.
Dimitri había descubierto cómo parar esos inge-
nios, pero conforme avanzaba en sus investigaciones co-
menzaron las muertes extrañas y los ataques de plaga a
casi todos sus colaboradores. Conforme se acercaban a esa
anulación total de los "INVICTUS" se informó de los pla-
nes de ese pulso electromagnético. Muchas naciones ha-
bían participado engañadas, como todos.
Poco tiempo después las instalaciones en las que
había pasado más de media vida y contenían casi la totali-
dad de la información que habían logrado recabar habían

318
explotado misteriosamente, definitivamente había alguien
que no quería dejar rastro de tal plan.
Aleccionó a sus hijas en qué hacer, si le pasaba algo,
su hermana y su madre se habían quedado allí pero Irina
deseaba algo mejor para salir adelante.
Se colocó frente a un insulso cartel cerca de la boca
de metro de Komsomolskaya, allí solo había un vaga-
bundo dormitando, con su mano tocó uno de los ojos del
personaje del cartel y dijo:
—¡Vaya, hoy parece que la nieve se fundirá!.
El vagabundo la miró de arriba a abajo.
—Sígueme —le dijo.
Dieron la vuelta a la valla que cerraba un solar sin
edificar desde los años 40, allí levantó una tabla y pasaron,
en el centro de ese lugar lleno de basura y maleza había
una pequeña caseta de obra en la que entraron. El tipo le-
vantó una trampilla dejando ver una escalera.
—Baja, allí te llevarán a tu destino.
Irina bajó y tras dar su nombre, una mujer que es-
taba en un destartalado escritorio cogió un teléfono, habló
en voz baja y se lo pasó a ella.
—¡Hola! —dijo una voz suave— encantado de co-
nocer a la hija de Dimitri, si estás aquí es porque algo ha
sucedido.
—Mi padre ha muerto.
—Todo el mundo muere…

319
—Pero no todo el mundo deja de legado a su hija
todos los datos de sus estudios…
—¿Tienes sus trabajos? —cortó la voz.
—Sí, miles de megas de información, desde el inicio
de las investigaciones hasta la resolución.
—¿Los llevas encima?
—Mi padre no era estúpido y yo tampoco, solo
quiero que traigan a mi madre y a mi hermana aquí y les
daré todo, mi padre lo guardó todo. Aunque desaparecie-
ron los laboratorios todas las investigaciones están archi-
vadas en lo que les voy a dar…
—¿Y si no accedemos? ¿Y si te obligamos... a dár-
noslas?
—Tengo una cápsula de cianuro en una de mis en-
cías, tan solo he de morder un poco.
—Vaya, Dimitri pensó en todo.
—Mi padre era fantástico.
—De acuerdo, voy a ordenar que traigan a tu madre
y a tu hermana a Ramenki-43 y tú vendrás ahora aquí.
—Gracias.
Irina devolvió el teléfono.
En unos minutos una pared se deslizó y con un si-
bilino sonido apareció un metro de dos vagones, era ME-
TRO-2.
Entró en uno de ellos, la pared se cerró como si no
hubiera nada.

320
“Trata de mantener siempre un trozo de cielo azul
encima de la cabeza”
MARCEL PROUST.

Una alarma sonaba y salía de uno de los ordenado-


res, la doctora Hooper se quitó la toalla mojada de la
frente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sophie.
—Una llamada vía satélite —respondió levantán-
dose con cuidado, después del golpe de Phil todo le daba
vueltas, todo.
Se sentó frente al ordenador y abrió la aplicación.
En la pantalla apareció el rostro de un hombre de
edad madura con barba blanca.
—¡Hola Anabel! —dijo con un fuerte deje.
—Doctor Smolenko, qué alegría verlo después de
tanto tiempo.
—Tenemos poco tiempo, así que escucha, tengo los
trabajos del laboratorio de Dimitri Harloff, que trabajó
contigo, ¡hay cura, Anabel, hay cura, lo logró!
—¡Dios, el cabeza cuadrada logró hallar la cura!
¿Dónde está?
—Ha muerto, pero su hija trajo sus informes en USB
y aquí están su mujer y su otra hija, necesito que me pue-
das explicar partes de sus investigaciones que no com-
prendemos, recuerda que trabajasteis juntos.

321
—Envíalos ya.
—Sí, querida, vamos a salvar a la humanidad.
—Dios te oiga…
—Dios ha muerto, dijo Nietzsche.
—Pero su sombra es larga, doctor, muy larga... aun-
que ahora esa sombra arroja esperanza —dijo Anabel.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

322
RESUMEN DE PERSONAJES

PHIL MORE
Hijo pequeño del matrimonio More,casado con Sophie
Casana y hermano de Thomas.
THOMAS MORE
Hijo mayor del matrimonio More, hermano de Phil.
SOPHIE HAGEN
Novia de Phil More.
ROSS MORE
Padre de Phil y Thomas y esposo de Anne More.
ANNE MORE
Madre de Phil y Thomas y esposa de Ross More.
GEORGE SANDERS
Dueño de un complejo de cabañas en las montañas,
viejo amigo de la familia.
JOHAN BASTIDE
Genetista y Jefe del “Útero”, un complejo de investiga-
ción bajo tierra donde se investigan curas para la Pangemia.
ANABEL HOOPER
Experta en nanotecnología y compañera de trabajo de
Johan Bastide en el “Útero”.
Coronel TOM FORNER
Militar asignado al “Útero”. Infectado.

323
Coronel Egbert, MUGON
Ex-Oficial de los SEAL,al mando de un grupo de sa-
queadores compuesto por antiguos soldados.
HUNTER
Hijo de Mugon, su padre lo sacó de la ciudad cuando la
Pangemia empezó a extenderse.
ANSEL HAYDN
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, Cabo
Primero. SEAL
SARGENTO WILL
Componente equipo de Saqueadores de Mugon,com-
pañero durante años de su grupo de SEAL.
FRANCESCO “MACARRON”
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, sol-
dado SEAL.
CHARLES “CHINO”
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, soldado
SEAL.
BERT
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, soldado
SEAL.
GUPOSD
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, soldado
SEAL.
WHITE

324
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, soldado
SEAL.
THOMPSON
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, civil.
CREAK
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, soldado
civil.
TOM
Componente equipo de Saqueadores de Mugon, soldado
MARINE.
PETER PATTINSONN
Steampunk que vigila el museo del cómic de Se-
cond Oportunity, es un preparacionista.
EL COMANDANTE
Comandante de una de las naves de los 500 Millions, el
Nuevo Gobierno en la Sombra.

ARISTEA FLOYD
Doctora del Proyecto Alicia.
RON FLOYD
Marido de Aristea.
ALICE FLOYD
Hija de 9 años de la doctora Aristea Floyd y su marido
Ron Floyd.
RICK FLOYD

325
Hijo de 12 años de la doctora Aristea Floyd y su marido
Ron Floyd.
JOHN TITOR
Soldado número 12 de la NSA.
LUCIEN POWELL
Soldado número 15 de la NSA.
KEN DE BENITO Y ENMA DE BENITO, SA-
MARA KALLE Y ROSALÍA KALLE, TIM TURNER,
ANNE TURNER, JOHN TURNER Y MARK TURNER
Familias integrantes del convoy llamado “The Farm”.
TENIENTE SAMIRA
Perteneciente a DARPA.
ORLOCK, DUMAS, VERNE, DICKENS, POE,
CERVANTES
Deathlovers Sangre Negra. Filántropos y de los infecta-
dos más peligrosos. Terriblemente inteligentes y cultos.

326

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