Muerto de Vergüenza

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MUERTO DE VERGÜENZA

Allí donde el sepulcro que se cierra


abre una eternidad,
todo lo que los dos hemos callado
lo tenemos que hablar.
GUSTAVO ADOLFO BECQUER

A veces creer en fantasmas tiene sus inconvenientes. Te contemplas en el espejo, sientes


que te observan y puedes ver una sombra que se pierde detrás de la pared. O qué tal
cuando muere tu abuelo y al tercer día como un viejo Jesucristo se muestra ante tu
ventana en un momento en que vives desierto en la máxima acepción de la palabra
soledad.

––¡No abuelo, no te quiero ver, no puedo mirarte, tengo miedo!

Y él únicamente te escudriña, atraviesa el cristal de la ventana tan fácil como la


luz, llega a ti, y se sienta a tu lado como cuando te contaba una de sus historias, pero sólo
pone su frente en tu frente, sólo llora y continúa su camino no sin antes decir:

––Hijo, me mandaron para que te informe. Hoy la muerte es la caricia que sentiste,
el estremecimiento que te hizo despertar.

Estás recostado pensando en que únicamente se trata de un sueño y en qué vivir.


Adviertes la presencia de alguien más. Dejas de mirar la última cerveza para darte cuenta
de que un espíritu asexuado se sienta en tu cama con sus cabellos lacios sobre el rostro y
que lentamente utilizando sus manitas lo descubre. Notas que llora y quieres hablarle.

––¿Qué te sucede? ¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Qué haces aquí?

––No me creas un fantasma soy tu ángel y lloro por ambos.

Dice con voz ––de qué más–– de ángel. Deseas preguntar, pero el miedo te gana cuando
ves las alas y vuelves a beber. Y el sublime querubín, triste y desempleado se desvanece
al mismo tiempo que le escuchas decir con resignación:

––Lo lograste, estás muerto.


Ves el reloj. Las 2:40 de la madrugada. Te incorporas para terminar de
emborracharte y lamentas vivir sin nadie. Levantas el teléfono y te arrepientes antes de
completar una llamada. ¿Para qué despertar a alguien? ¿A quién despertar?

Siempre he creído en fantasmas. Hoy es como mirar orquídeas negras y marchitas.


Danzan y ríen los fantasmas. Cargan rosas y palabras que comparten conmigo.

––¡Viene la dama! ––gritan––. ¡Viene la dama, despierta! ––y llega la muerte que
sí, siempre será una dama.

––Aún no lo entiendes, no estás soñando, estás muerto ––dice mientras preparo


café. Toma la tasa que le invito.

––¡Muerto! Pero sí ayer me recosté en mi cama, tomé algunos tragos de tequila


para festejar una vez más que mi mujer se fue, luego cerveza para acercarme a los que
eran mis amigos. Recuerdo que una a una fui mirando las fotos de la familia: mamá, papá,
mis hermanos. Como sentí el hedor escarchado de la soledad decidí dormir. ¡Sólo dormir!
¿Cómo que muerto?

––Así fue, querido mío, sólo omites un detalle. Antes de cerrar los ojos resolviste
ofrendarme tu sangre y aquí estoy y la recibo. ¡Festejo por ti y por mí! Además, eso no fue
ayer, hoy se cumplen cinco días, pero apenas despiertas de la vida.

La imagen de la muerte no desagrada. Se presenta vestida de blanco y no le causa


repulsión embarrarse de tu sangre que permanece fresca para ella. Luego se acerca y te
da un beso en los labios y sientes el frío de sus huesos. Su aliento curiosamente no huele
a muerte; tiene un ligero olor a jazmines.

Puso su esquelética mano en mi frente como cuando mamá revisaba mi


temperatura e intenté dormir escuchando una suave tonada de cuna de sus labios.

Me lo informaron, pero cómo lo va a creer uno. Eres ya un fantasma, dijeron; pero cómo
pensar que las voces escuchadas sólo por mí eran reales. Necesitaba corroborarlo. Le
pregunté al espejo.

––Acéptalo, eres un fantasma.


Me cuestioné: ¿Será hora de creerlo? ¿Será hora de llorar? Todo buen fantasma
quiere una segunda opinión, por eso busqué a mi madre en el panteón por la mañana.

––¡Hijo!, ¿cuándo visitaste mi tumba la última vez? ¿Te lo recuerdo? La última vez
fue cuando estabas vivo.

––¡Mami! ¿Soy un fantasma? ––le pregunté con ojos llorosos.

––¡Mi pequeño! Lo importante es que aun en la muerte eres mi hijo.

Quise refugiarme en su tumba como otrora lo hice en sus brazos cuando tenía
miedo, pero no había espacio, por eso me senté sobre el sepulcro de un desconocido
para pensar. ¡Soy un fantasma! Qué curioso, me había apostado en mi propia tumba, yo
era el desconocido, pero cómo no iba a desconocerme, transparente como me sentía,
ilusión como me creía, vacío como me miraba, solo como me sabía. “Aquí yace René H.
Elija. Que la ofrenda de su sangre le permita descansar.”

Es duro ser fantasma; fuera de casa y de amigos, fuera de mentores y de discípulos,


alejado de caricias, del cuerpo de la mujer, del éxtasis del sexo, del aroma de la orquídea
fresca, alejado de casa. Pensé en el suicidio como opción sustentable y algunas almas en
pena dejaron de penar y se burlaron de mí como se ríe la gente de la oveja negra de la
familia, cuando jura que va a cambiar.

––¿Qué venas vas a cortar? ¡Qué sangre aportarás a la tierra, a las flores? En
vida funciona el suicidio, pero en la muerte…

Lloré, eso sí, como fantasma. Llanto de caballero fantasma. Comencé a limpiar mi
tumba como cuando se prepara la cama, corté unas flores silvestres, de esas que crecen
para los muertos olvidados, tallé una cruz por no dejar con una piedra roja, pensé en mi
epitafio y en echarme a dormir para siempre. No iba a ser un vulgar fantasma vagabundo,
indigente, loco, burdo, no iba a ser de ninguna manera la oveja negra de los fantasmas
como lo fui ante mis vivos. En todo caso quería resignarme a ser disciplinado como
fantasma. Para qué salir a asustar, para qué caminar por las calles buscando solitarios o
quedarse a dormir en una casa vieja, en una iglesia o en una biblioteca abandonada;
dormir, sólo dormir, pero cuando mis últimas lágrimas a la luz de la vida se asomaron, la
vi. Tan dulce como el hada de la azúcar, caminando entre las tumbas como buscando su
nombre.
Amarás a la mujer como al agua misma. Corte de fantasmas: caballeros y damas,
príncipes y princesas de cuentos de hadas. Dulce fantasma, guía de mis sueños, hoy no
quiero ver almas errantes, no quiero saber de cruces y de rezos, de coronas de espinas.
Dulce fantasma, llévame hacia ti. Ya no hay que jugar a los espantados, mi alma no quiere
penar. Llévame a tu nicho. Dame pues la sentencia, dulce fantasma, que se da a los
enamorados. Ya no quiero dormir, soñar quizá, si los cuerpos ya no pueden hacer el amor,
que el amor lo hagan las almas. Amada, dulce fantasma. Desee entonces que las almas
errantes en su camino extraviado la guiaran hasta mi luna y así fue.

Es curioso cómo en la muerte también las relaciones empiezan con una mirada. Juntos
nos sentamos a charlar.

––Soy Yamilet, creo que dejé de vivir hace dos días. No he podido evitar mis pasos
entre las tumbas tratando de encontrar respuestas. No puedo recordar cómo morí, por
qué morí. Creo que estaba enferma. Depresión o algo así. Han estado viniendo a
visitarme. Lo que más me duele es ver llorar a mamá y a papá, a mis hermanos. Y tú,
¿qué haces aquí?

Fue su turno en eso de las preguntas necesarias para romper el hielo, aunque
siendo uno fantasma cuesta trabajo dejar de sentirse frío. Cómo decirle que era un
incierto y novel viajero en esto de ser ánima. “Sabes, protegía a una bella dama cuando
sucedió…”, no, “combatía por mi patria…”. No… no… “Di mi vida por mis ideales…”. ¡No!
Qué ridículo. La verdad. Tenía que decirle la verdad.

––Ni me di cuenta cuándo ocurrió, creo que morí como decía Benedetti que no
debe morir uno: muerto de vergüenza y reafirmando lo que siempre decía papá de mí:
“eres la oveja negra de la familia”.

––Pues que nuestras muertes sirvan para hacernos compañía. Esta noche no
veré, si así lo deseas, la luna, estando sola.

Cuando ella hablaba, yo sólo pensaba en besar sus labios; carnosos, pálidos y
excitantes labios de muerta fresca. Pronto nos quedamos en silencio y luego simplemente
desapareció.

Había que refugiarse en la tumba preparada para los muertos. Al fin de cuentas ya
me había encontrado. Aquí yace… ¡Qué horror escuchar mi nombre siendo un fantasma!
Chocarrero me sentía sentado en el borde de mi tumba. Otros fantasmas se burlaban de
mí.

––Mira, ese pobre no ha entendido que esto de estar muerto.

Un viejo, masculló sin dejar de fumar su puro.

––¿Se te fue la mujer? Amigo, no has entendido nada. ¡Lo que huyó de ti fue la
vida!

Otros fantasmas no invitados hablaron, hacían bromas a mis ¿costillas? Bien,


hacían bromas a ¿mi salud? ¡Oh, Dios! Un fantasma saludable.

Decidí caminar, sorteando tumbas viejas y abandonadas, espíritus no resignados,


mariachis para los muertos sordos, borrachos vivos. La reja estaba a mi alcance, salir del
espacio de los fantasmas para convertirme en lo que nunca había querido ser: alma
vagabunda. Pero el recuerdo de mi cita de esa noche me hizo esperar.

Llegó la luna, luego se mostró majestuosa, vanidosa, casi flor subversiva, dando
día a la noche, esperar. Las horas pasaron y mi cita no llegó. Quizá ya fue hacia el cielo,
pensé; era demasiado ángel para ser una muerta humana. Esa noche fue mi primera
noche en un sepulcro, sólo me recosté en el frío cemento y me hundí, entré en un cuerpo
que desaparecía poco a poco, sólo por añoranza.

Se me ocurrió al día siguiente buscar su tumba, pero no aparecía su nombre por


ningún lado. En la noche fue más difícil, aunque no claudiqué y pude llegar a una tarde
más de muerto. Cansado, con sueño creí que me engañaba cuando la vi nuevamente. No
estaba sola. Un hombre le lloraba y ella, cariñosa intentaba consolarlo, con dulzura sus
manos acariciaban su rostro, después sabría que ellos realmente no podrían sentirse ni
escucharse.

––¡Te amaré por siempre! ––dijo él.

––¡Te amaré incluso en la muerte y puedo jurarlo! ––dijo ella.

Él partió. Ella lloró. Pensé y me expliqué el origen de su ausencia prematura.


Apenas estábamos entendiendo esto de ser fantasmas. Me acerqué antes de que
durmiera. Le obsequié una rosa silvestre y ambos lloramos hasta la muerte, esperando el
amanecer. Cuando desperté estaba de nuevo solo. A ella únicamente le faltaba
despedirse de su amado para partir. Y yo, luego de casi un año aún no sé qué es lo que
me falta. Mi abuelo viene a visitarme, mamá sigue aquí después de tantos años. Ella
tampoco ha podido descansar. Me siento triste… Creo que papá ni siquiera me recuerda.

Enero, 2008.

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