Muerto de Vergüenza
Muerto de Vergüenza
Muerto de Vergüenza
––Hijo, me mandaron para que te informe. Hoy la muerte es la caricia que sentiste,
el estremecimiento que te hizo despertar.
Dice con voz ––de qué más–– de ángel. Deseas preguntar, pero el miedo te gana cuando
ves las alas y vuelves a beber. Y el sublime querubín, triste y desempleado se desvanece
al mismo tiempo que le escuchas decir con resignación:
––¡Viene la dama! ––gritan––. ¡Viene la dama, despierta! ––y llega la muerte que
sí, siempre será una dama.
––Así fue, querido mío, sólo omites un detalle. Antes de cerrar los ojos resolviste
ofrendarme tu sangre y aquí estoy y la recibo. ¡Festejo por ti y por mí! Además, eso no fue
ayer, hoy se cumplen cinco días, pero apenas despiertas de la vida.
Me lo informaron, pero cómo lo va a creer uno. Eres ya un fantasma, dijeron; pero cómo
pensar que las voces escuchadas sólo por mí eran reales. Necesitaba corroborarlo. Le
pregunté al espejo.
––¡Hijo!, ¿cuándo visitaste mi tumba la última vez? ¿Te lo recuerdo? La última vez
fue cuando estabas vivo.
Quise refugiarme en su tumba como otrora lo hice en sus brazos cuando tenía
miedo, pero no había espacio, por eso me senté sobre el sepulcro de un desconocido
para pensar. ¡Soy un fantasma! Qué curioso, me había apostado en mi propia tumba, yo
era el desconocido, pero cómo no iba a desconocerme, transparente como me sentía,
ilusión como me creía, vacío como me miraba, solo como me sabía. “Aquí yace René H.
Elija. Que la ofrenda de su sangre le permita descansar.”
––¿Qué venas vas a cortar? ¡Qué sangre aportarás a la tierra, a las flores? En
vida funciona el suicidio, pero en la muerte…
Lloré, eso sí, como fantasma. Llanto de caballero fantasma. Comencé a limpiar mi
tumba como cuando se prepara la cama, corté unas flores silvestres, de esas que crecen
para los muertos olvidados, tallé una cruz por no dejar con una piedra roja, pensé en mi
epitafio y en echarme a dormir para siempre. No iba a ser un vulgar fantasma vagabundo,
indigente, loco, burdo, no iba a ser de ninguna manera la oveja negra de los fantasmas
como lo fui ante mis vivos. En todo caso quería resignarme a ser disciplinado como
fantasma. Para qué salir a asustar, para qué caminar por las calles buscando solitarios o
quedarse a dormir en una casa vieja, en una iglesia o en una biblioteca abandonada;
dormir, sólo dormir, pero cuando mis últimas lágrimas a la luz de la vida se asomaron, la
vi. Tan dulce como el hada de la azúcar, caminando entre las tumbas como buscando su
nombre.
Amarás a la mujer como al agua misma. Corte de fantasmas: caballeros y damas,
príncipes y princesas de cuentos de hadas. Dulce fantasma, guía de mis sueños, hoy no
quiero ver almas errantes, no quiero saber de cruces y de rezos, de coronas de espinas.
Dulce fantasma, llévame hacia ti. Ya no hay que jugar a los espantados, mi alma no quiere
penar. Llévame a tu nicho. Dame pues la sentencia, dulce fantasma, que se da a los
enamorados. Ya no quiero dormir, soñar quizá, si los cuerpos ya no pueden hacer el amor,
que el amor lo hagan las almas. Amada, dulce fantasma. Desee entonces que las almas
errantes en su camino extraviado la guiaran hasta mi luna y así fue.
Es curioso cómo en la muerte también las relaciones empiezan con una mirada. Juntos
nos sentamos a charlar.
––Soy Yamilet, creo que dejé de vivir hace dos días. No he podido evitar mis pasos
entre las tumbas tratando de encontrar respuestas. No puedo recordar cómo morí, por
qué morí. Creo que estaba enferma. Depresión o algo así. Han estado viniendo a
visitarme. Lo que más me duele es ver llorar a mamá y a papá, a mis hermanos. Y tú,
¿qué haces aquí?
Fue su turno en eso de las preguntas necesarias para romper el hielo, aunque
siendo uno fantasma cuesta trabajo dejar de sentirse frío. Cómo decirle que era un
incierto y novel viajero en esto de ser ánima. “Sabes, protegía a una bella dama cuando
sucedió…”, no, “combatía por mi patria…”. No… no… “Di mi vida por mis ideales…”. ¡No!
Qué ridículo. La verdad. Tenía que decirle la verdad.
––Ni me di cuenta cuándo ocurrió, creo que morí como decía Benedetti que no
debe morir uno: muerto de vergüenza y reafirmando lo que siempre decía papá de mí:
“eres la oveja negra de la familia”.
––Pues que nuestras muertes sirvan para hacernos compañía. Esta noche no
veré, si así lo deseas, la luna, estando sola.
Cuando ella hablaba, yo sólo pensaba en besar sus labios; carnosos, pálidos y
excitantes labios de muerta fresca. Pronto nos quedamos en silencio y luego simplemente
desapareció.
Había que refugiarse en la tumba preparada para los muertos. Al fin de cuentas ya
me había encontrado. Aquí yace… ¡Qué horror escuchar mi nombre siendo un fantasma!
Chocarrero me sentía sentado en el borde de mi tumba. Otros fantasmas se burlaban de
mí.
––¿Se te fue la mujer? Amigo, no has entendido nada. ¡Lo que huyó de ti fue la
vida!
Llegó la luna, luego se mostró majestuosa, vanidosa, casi flor subversiva, dando
día a la noche, esperar. Las horas pasaron y mi cita no llegó. Quizá ya fue hacia el cielo,
pensé; era demasiado ángel para ser una muerta humana. Esa noche fue mi primera
noche en un sepulcro, sólo me recosté en el frío cemento y me hundí, entré en un cuerpo
que desaparecía poco a poco, sólo por añoranza.
Enero, 2008.