Cristologia - Breve 56 65

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56 Cristología breve

porque tiene un acto de ser. En Cristo al ser la Persona divina su


acto de ser que es el acto de ser por esencia, su relación principal
es con el Padre y con el Espíritu Santo. Después transparenta esa
libertad y ese amor en lo humano de Jesús que refleja esa Luz in-
terior del que es Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, y
se relaciona con los hombres de un modo nuevo con una relación
de amor divino humana. Jesús es Hijo natural de Dios, no hijo
adoptivo. Y la Virgen María es Madre de Dios, no de la divinidad,
porque la maternidad se dirige a la Persona, que es divina.

4. LA UNIÓN HIPOSTÁTICA

La naturaleza humana de Jesús es perfecta, pero no constituye


una persona humana, porque no existe en virtud de su propio acto
de ser, sino que está unida a la Persona del Verbo, esto es, existe en
virtud del ser divino del Verbo. La unión hipostática, pues, no es
otra cosa que la unión de la naturaleza humana de Cristo con la
Persona del Verbo en unidad de persona.
Dicho de otra forma, la naturaleza humana de Cristo no sub-
siste con subsistencia propia, sino que subsiste en la Persona del
Verbo y, por estar unida a Él sustancialmente, le confiere el que sea
hombre. El Verbo es hombre, precisamente porque subsiste en su
naturaleza humana, comunicándole el acto de ser. Por esa razón, la
Persona del Verbo responde de las acciones y pasiones de su natu-
raleza humana; el Verbo es el sujeto de esas acciones.
La palabra subsistencia se convierte así en concepto clave pa-
ra entender la noción de persona, La persona es tal, porque, además
de ser sustancia completa, subsiste por sí misma separadamente de
las demás sustancias completas. La no subsistencia en sí misma, si-
no en la Persona del Verbo, es la razón por la que la humanidad de
Cristo —que es completa— no es persona humana, sino que está
hipostasiada, personalizada, en la Persona del Verbo.
La unión hipostática es la mayor de las uniones que pueden
darse entre Dios y la naturaleza creada. Es una unión personal. Por
eso al Verbo (a Dios Hijo) se le pueden atribuir las acciones huma-
Cómo es hombre el hijo de Dios 57

nas de Jesús como nacer, morir, etc. Es una unión estrictamente so-
brenatural y no existe nada semejante en el mundo. Es un misterio
que se realiza por medio de una gracia divina, llamada gracia de
unión, que sobrepasa todo otro género de gracia.
La unión hipostática es indisoluble y permanecerá para siem-
pre, por eso se puede decir con San Pablo: «Jesucristo, ayer y hoy,
el mismo por los siglos» (Hb 13, 8). Es el don más grande otorga-
do por Dios a la naturaleza humana. La naturaleza humana es asu-
mida, no absorbida, por el Verbo, sin ningún cambio real en el Ver-
bo, que es infinito, pero sí cambia la naturaleza humana que es
atraída a la naturaleza divina.
El momento de la Encarnación fue en el mismo momento de la
concepción, es decir, no hay momento en que Cristo haya sido sim-
plemente hombre, pues entonces habría tenido una hipóstasis pro-
pia. Esto no quiere decir que la naturaleza humana no sea íntegra,
sino que tiene todas las características de la naturaleza, pero recibe
la vida de la persona divina. El Verbo no tomó el alma y después el
cuerpo, sino que en el instante de la concepción fue creada un alma
humana que en ese instante recibe el ser de la Persona del Verbo

5. LA SANTIDAD DE CRISTO

Durante la Anunciación dice el ángel a María: «El Espíritu


Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra, y por esto lo que nacerá de ti será santo, será llamado Hi-
jo de Dios» (Lc 1, 35). Ya se había profetizado que el espíritu de
Yahvé reposaría sobre Él (cf. Is 11, 1-5). Esta santidad no es sólo
la santidad de Jesús como Dios, sino también la santidad del Ver-
bo, una santidad plena, perfecta y total. Se trata de la santidad de
su humanidad, que es divinizada al comunicarse a ella la del Ver-
bo a través de su Persona.
Se pueden distinguir en Cristo tres gracias: la gracia de unión
—la unión hipostática considerada como gracia o don—, la gracia
habitual o santificante, y la gracia capital en cuanto es cabeza de la
nueva humanidad redimida.
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1. La gracia de unión. La santidad es unión con Dios, vida ín-


tima divina que se derrama en la humanidad concreta del hombre
y le hace hijo de Dios, participante de la naturaleza divina.
En Cristo esa unión es la más alta posible, la llamamos unión hi-
postática o personal, pues la divinidad y la humanidad de Jesús se
unen en la Persona del Verbo. La gracia de esa unión es el mayor don
que su naturaleza puede recibir. Es una gracia infinita pues lo es el
Verbo. Jesús como hombre es persona en y por el Verbo. No es una
filiación adoptiva como la de los hombres que viven en gracia, sino
que es una filiación natural. De ahí que no se pueda dar una santidad
mayor. Es una santidad sustancial. Esta gracia otorga a Cristo la im-
pecabilidad, pues las acciones son de la Persona que es divina.
2. La gracia santificante. Esta unión de la humanidad a la
fuente de la gracia que en el Verbo lleva a pensar que también re-
cibe la gracia santificante, de un modo semejante a todo hombre,
pero a nivel más perfecto.
Por otro lado, Cristo debe tener plenamente la gracia que ha ga-
nado para los hombres, pues es la cabeza de toda la humanidad, y
a través de Él llegan todas las gracias a los hombres.
La proximidad del alma humana de Jesús al Verbo necesita en
su conocimiento y amor a Dios los mayores niveles y esto se con-
sigue sólo por la gracia.
Es lógico pensar que también posee los del Espíritu Santo, pues
la acción del Espíritu Santo es total en su alma y la santidad más
alta de los hombres corresponde a esta actividad.
Con la gracia vienen las virtudes infusas. No se puede decir que
Cristo tiene fe, pues este don implica conocer lo que no se ve, y
Cristo tiene la ciencia de visión de Dios mismo, y tener la fe im-
plica una imperfección. Aunque tiene algún aspecto de la fe como
la confianza y la entrega a Dios. Tampoco propiamente tiene espe-
ranza pues posee a Dios mismo. Sí espera cosas futuras que con-
vienen a su misión como la glorificación de su cuerpo y la salva-
ción de los hombres.
La caridad la tiene en el grado más alto. Y éste es el testimonio
más grande que no da para que le imitemos. Una manifestación
constante de ella es la misericordia y la compasión.
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Otras virtudes se ven muy claras en los evangelios: obediencia,


fortaleza, paciencia, mansedumbre, sinceridad, sobriedad, casti-
dad, generosidad, justicia, laboriosidad, etc. Sin embargo, no se pue-
de decir que tiene la penitencia, que es dolor de los pecados, por-
que no tuvo ningún pecado, aunque expió por nuestros pecados y
satisfizo por ellos.
3. Las gracias actuales y los carismas. Estas ayudas divinas
para el bien de los demás o para la propia perfección, pero que son
distintas de las habituales, también las tuvo Jesús. Entre ellas po-
demos ver la profecía.
4. Cristo tiene la plenitud de gracia, aunque experimentó el
crecimiento en las virtudes que al crecer de niño a hombre signifi-
can una mayor perfección, como se verá en la ciencia adquirida de
Cristo o en la mayor paciencia y amor en el momento de la cruz.
No hay equivalencia total con los hombres pues Cristo era también
Dios y en este sentido no se da en Él un crecimiento en la santidad.
5. La gracia capital. Cristo es la Cabeza de la Iglesia y Me-
diador de todos los hombres, es la Cabeza del Cuerpo místico. San
Pablo insiste en esta idea, y añade que es el primogénito de toda
criatura (cfr. Col 1, 15-18). Esto significa que tiene una gracia es-
pecial, llamada capital, para ser el nuevo Adán y Cabeza de la Igle-
sia y de esta gracia dimana toda gracia en la Iglesia y en el mundo.
La unión de la Cabeza y los miembros es tan intensa que se puede
hablar de una casi persona mística (cfr. Ga 3, 26-27; Col 2, 19).
La gracia capital de Cristo no es distinta de la gracia personal
de la Humanidad de Jesús, sino un aspecto de la misma gracia en
cuanto es causa de la gracia para los miembros, a su vez es recibi-
da en función de la gracia de unión como su raíz y fundamento y
la razón de que es el nuevo Adán de la Humanidad regenerada.

6. LAS CIENCIAS DE CRISTO


En Cristo existen dos naturalezas: la divina y la humana. Por lo
tanto, existen dos modos de conocer: el divino y el humano. Jesús
como Verbo tiene un conocimiento increado. Como hombre tiene
una inteligencia humana en la que podemos distinguir tres modos
de ciencia o conocimiento.
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1. La visión beatífica. Es la visión intuitiva de la Divinidad o


«ver cara a cara» a Dios (cf. 1 Co 13, 12) o conocer a Dios como
es en sí mismo (cf. 1 Jn 3, 2). Hay muchos textos de la Escritura
que así lo atestiguan: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el
Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo». Jesús testifica lo
que ha visto y nunca se manifiesta como un creyente que en el cla-
roscuro de la fe camina hacia la luz, sino que ve la intimidad divi-
na, al modo como los santos ven a Dios en el cielo que es el don
supremo de Dios a los hombres que no podía faltar a Cristo.
Esta ciencia de visión no abarca toda la esencia divina, pues es-
to resulta imposible para una mente humana por perfecta que sea.
Es decir, no abarca todos los infinitos posibles. La opinión más co-
mún es que conoce todo lo presente, lo pasado y lo futuro ya que
le afecta como Rey del Universo y Redentor del Género humano.
Juan Pablo II enseña que Cristo, «en su condición de peregrino
(viator) por los caminos de la tierra, estaba ya en posesión de la
meta (comprehensor) a la cual había de conducir a los demás»
(Discurso, 4-V-1980).
No es fácil para nosotros entender cómo es al mismo tiempo
viator y comprehensor, es decir, caminar en la tierra y tener la cien-
cia del cielo. Santo Tomás acepta el dato de la Escritura y enseña
que mientras era caminante en esta tierra (viator) tenía la gloria en
lo más profundo del alma, pero no redundaba en el alma ni en el
cuerpo. El gozo de la visión se hace compatible con el dolor tan pa-
tente en otras ocasiones. No tenemos demasiadas experiencias en
los humanos, pues Cristo es único, pero sí las hay, como el mismo
Juan Pablo reseña:
«El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no
delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que
ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mien-
tras se identifica con nuestro pecado, “abandonado” por el Padre, él
se “abandona” en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Pre-
cisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de
Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gra-
vedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza
plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el peca-
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do a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es


sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado pre-
guntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el
Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el
grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparen-
temente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad in-
sondable de la unión hipostática.
Ante este misterio, además de la investigación teológica, pode-
mos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la “teo-
logía vivida” de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones pre-
ciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto
gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del
Espíritu Santo, o incluso a través de la experiencia que ellos mismos
han hecho de los terribles estados de prueba que la tradición mística
describe como “noche oscura”. Muchas veces los Santos han vivido
algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica
confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la Divina Provi-
dencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las almas
santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: “Y el
alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz
por la unión y por el afecto de la caridad que ha recibido en sí mis-
ma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual
estando en la cruz estaba feliz y doliente”. Del mismo modo Teresa
de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando
en sí misma precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angus-
tiado: “Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las
alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es
un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, com-
prendo algo”. Es un testimonio muy claro. Por otra parte, la misma
narración de los evangelistas da lugar a esta percepción eclesial de la
conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su profundo dolor,
él muere implorando el perdón para sus verdugos (cf. Lc 23, 34) y ex-
presando al Padre su extremo abandono filial: “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu” (Lc 23, 46)» (Novo Millennio ineunte, 6-I-2001).

2. Ciencia infusa. Es aquella que no se adquiere por el trabajo


de la razón, sino que es infundida por Dios en el alma. Jesús sabía lo
que había en el corazón de Natanael, la vida anterior de la samarita-
na, lo que discuten los discípulos a sus espaldas, que Lázaro ha
muerto sin que nadie se lo diga, predice la negación de Pedro y la de-
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fección de los discípulos, anuncia su muerte y su resurrección, anun-


cia el fin del mundo y la destrucción de Jerusalén. Todo son mues-
tras de un conocimiento sobrenatural distinto del humano natural.
3. Ciencia adquirida. Jesús tiene inteligencia humana y ad-
quiere conocimientos como todo hombre: niño, adolescente, hom-
bre, conocer gente nueva, dialogar, ver un terreno nuevo. Este mo-
do de conocer es una perfección humana, por lo tanto, la tenía. Para
nosotros resulta difícil saber cuándo conoce con uno o con otro, pe-
ro es frecuente que Jesús pregunte, aunque sea sólo para enseñar
preguntando, pero es aceptable que su Madre y José le enseñasen
cosas como las costumbres del país. Santo Tomás dice que abarca
todo aquello cuanto puede ser conocido por la acción del entendi-
miento agente, es decir, que es limitada en cuanto la adquiría por
los sentidos y progresaba como en los demás hombres, pero era ili-
mitada en cuanto a la capacidad de la inteligencia.
A este respecto Jesús está exento de error y de ignorancia. Él
mismo dice que es «El Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Error
es considerar falso lo que es verdadero y viceversa; ignorancia es
desconocer algo que debe conocerse y es una imperfección. En Je-
sús no cabe ni uno ni otra pues van contra la dignidad de la Persona
divina y contra la misma Providencia divina que no dota a la natura-
leza humana de lo conveniente para su misión. Sí se da, en cambio,
la nesciencia, pues su alma humana no era omnisciente. La ignoran-
cia del día del juicio parece algo querido deliberadamente por Dios.

7. LAS VOLUNTADES DE CRISTO

En Cristo existe la voluntad divina y la voluntad humana por-


que existen dos naturalezas, la divina y la humana. Algunos nega-
ron la voluntad humana —los monoteletas— al pensar que podrí-
an oponerse las dos voluntades, la voluntad divina movería de tal
modo la humana que ésta acabaría desapareciendo. El III Concilio
de Constantinopla (años 680-681) explicó más ampliamente lo di-
cho en Calcedonia de las dos naturalezas que se relacionan sin di-
visión, sin cambio, sin separación, sin confusión, afirmando que en
Cristo existen dos voluntades no contrarias.
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Un momento donde se ve con gran claridad esta doble volun-


tad es en la oración en el huerto cundo Jesús dice: «... no se haga
mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26, 39). Aquí se advierte una vo-
luntad no sólo distinta de la del Padre, sino que tiene una tenden-
cia contraria al cumplimiento del mandato recibido y tiene que
vencer una resistencia para obedecer.
Al querer humano de Cristo —como a todo hombre— le cues-
ta el dolor, que es contrario a la tendencia de la naturaleza huma-
na, es la llamada voluntas ut natura. Pero cuando usa la razón pa-
ra hacer una elección libre elige lo que el Padre quiere, aunque le
cuesta, es la voluntas ut ratio. En Jesús la voluntas ut natura está
totalmente sometida a la voluntas ut ratio. La primera podía querer
algo contrario a la voluntad del Padre (sufrir la Pasión y la muer-
te). Sin embargo, su libertad guiada por la voluntas ut ratio elige
siempre lo mismo que Dios quiere, «no se haga como Yo quiero,
sino como quieras Tú» (Mt 26, 39). No hay contrariedad de volun-
tades, sino una libertad real que obedece también cuando le resul-
ta costoso, por eso la obediencia es verdaderamente meritoria, y el
amor que la guía, realmente humano.
Cristo tuvo libertad humana y libre albedrío. La auténtica
libertad no consiste en el capricho o en la indiferencia, sino en ele-
gir por amor sin importar la coacción externa ni la necesidad inter-
na, por verdadero amor. Sin auténtica libertad es imposible obede-
cer y merecer.
Al mismo tiempo Cristo es impecable, no puede pecar. La Sa-
grada Escritura es constante en esta afirmación: «¿Quién de voso-
tros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46); igual en todo a nosotros «ex-
cepto en el pecado» (Hb 4, 15), y «a quién no conoció el pecado,
[Dios] le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justi-
cia de Dios» (2 Co 5, 21 y también 1 P 2, 22; 1 Jn 3, 5). Es «el Cor-
dero inmaculado» (1 P 1, 19).
Esto es así porque las acciones son de las personas y la perso-
na de Cristo es divina y Dios no puede pecar. La santidad de Cris-
to es incompatible con todo pecado.
Esta impecabilidad le viene a Cristo de la unión hipostática y
antecede a toda gracia, es decir, no sólo por la Providencia divina
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y la visión beatífica o cualquier otra causa externa a que Él mismo


es el Verbo. Esto lleva a comprender mejor la esencia de la liber-
tad, pues la posibilidad de pecar no es esencia de la libertad, sino
un defecto contra natura introducido por una semilla del diablo co-
mo dice San Juan Damasceno citado por Santo Tomás de Aquino
(Summa Teológica, III, q. 15, a.1 in c). Esta perspectiva nos lleva
al misterio de la misma libertad de Dios, que es Amor y omnipo-
tente y su libertad es máxima. Pero en Cristo también se da una li-
bertad humana perfecta que por eso ama hasta el extremo y revela
como hombre que Dios es Amor. El pecado no corresponde a la na-
turaleza humana, sino que se ha introducido contra la naturaleza
humana y deforma al hombre. La esencia de la libertad es mover-
se por sí misma, ser causa de su propio acto, y es más algo que con-
quista que algo que se tiene, la libertad se perfecciona al amar en
los seres humanos, el pecado resta libertad y encadena la libertad
pecadora, pasa de ser una libertad amante y adquirida a una liber-
tad errante o esclava.

8. LAS TENTACIONES DE CRISTO

Fueron tentaciones reales, no algo ficticio como aseguran todos


los que no entienden la verdad de su naturaleza humana y piensan
que es aparente. No fueron tentaciones interiores producidas por el
desorden del pecado, pues no tenía pecado en su interior, sino dia-
bólicas, que no sólo tientan al hombre Jesús, sino que en cierta ma-
nera quieren tentar al mismo Dios como indican los textos. No se
trata tanto de una tentación a pecar, sino una tentación a que cam-
bie el modo de salvar por la vía de la humildad y el amor, que el
diablo no entiende, por la vía del poder. Por otro lado, la sensibili-
dad del Señor es real y más afinada que la de los demás hombres,
por lo que estas tentaciones que vence con inteligencia y fortaleza
le cuestan realmente y muestra el modo de vencer al engaño de to-
da tentación. La cruz será la tentación última y demuestra que el
amor es más fuerte que el dolor, que el pecado y que la muerte sin
utilizar su poder divino.
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9. LOS SENTIMIENTOS DE CRISTO


Cristo tiene una sensibilidad y unos sentimientos como todo
hombre. De hecho, pone como ejemplo su corazón para imitarle:
«... aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón y tendréis
descanso para vuestras almas» (Mt 11.3-5). En los judíos el cora-
zón (leb) indica la intimidad del hombre de donde salen los buenos
y malos pensamientos. Jesús tiene una riqueza de sentimientos que
manifiesta muchas veces al exterior: llora, se alegra, también sien-
te tristeza y temor, ira santa, y, sobre todo, experimenta el amor de
una manera que no es exclusivamente un querer de la voluntad, si-
no que posee una afectividad llena de riqueza, quiere apasionada y
ordenadamente. Lejos está su querer de un modo de ser apático,
frío o severo, aunque se indigna justamente ante el pecado o la hi-
pocresía. No hay en Jesús sentimentalismo, pues su querer y sentir
contiene toda la riqueza de sentimientos con un orden en el que el
amor gratuito está siempre por encima rigiéndolos. Por eso San Pa-
blo invita a los que le siguen a tener los mismos sentimientos que
Cristo tenía en su corazón.
La comunicación de propiedades consiste en que puede atri-
buirse a Cristo Dios lo que es propio de la naturaleza humana; y a
Cristo hombre lo que es propio de la naturaleza divina. Así se pue-
de decir que Dios murió y resucitó; o que un hombre es inmortal y
omnipotente.
Debe mantenerse el cuidado de emplear términos concretos, y
no abstractos. Así se dice que Dios es hombre, murió, etc., pero se-
ría gravísimo error afirmar que la divinidad es la humanidad, o que
la divinidad murió.
La razón que fundamenta esta advertencia es que no todo lo
que puede aplicarse a la persona de Cristo, puede aplicarse a la
divinidad en general.

Esta comunicación de propiedades la llaman los teólogos co-


municación de idiomas, porque idioma quiere decir en griego pro-
piedad; viene del adjetivo idios, que significa propio, particular.

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