El Diario Intimo de La Cortesana
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El Diario Intimo de La Cortesana
Diario íntimo de la
cortesana
Sano Ichiro 07
A mi editora, Hope Dellon,
por su aguda percepción y su sabio
consejo.
Mi más sincero agradecimiento para ella
y todo el personal de St. Martin's Press.
JAPÓN
Periodo Genroku,
Año 6, mes 11
(Diciembre 1693)
Prólogo
«Hombres virtuosos han dicho, tanto en
poemas como en obras clásicas,
que las casas de libertinaje, para
mujeres públicas y de la calle,
son la carcoma de pueblos y ciudades.
Pero son males necesarios,
y en caso de ser abolidas por la fuerza,
los hombres de principios poco
escrupulosos devendrán como hilo
enredado.»
De la septuagésima tercera sección d el
legado del Primer Sogún Tokugawa
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—Saludos, Sosakan-sama.
Sano se arrodilló y se inclinó en una
reverencia.
—Saludos, honorable primer anciano
Makino.
Makino era uno de los cinco funcionari-
os que formaban parte del Consejo de An-
cianos, el escalón más alto del bakufu, que
asesoraba a los Tokugawa en cuestiones de
política nacional. Tenía un cuerpo es-
quelético, y la piel tensa de su cara dejaba
entrever la huesuda calavera. El quimono
negro que vestía acentuaba su palidez
mortecina.
—Supongo que venís a preguntarme
sobre el asesinato del caballero Mitsuyoshi
—dijo Makino.
—Si no os molesta —replicó Sano con
cautela, porque Makino no era precisamente
amigo suyo. El poderoso primer anciano lo
había acusado una vez de traición, con lo que
casi le busca la ruina.
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—No. ¡No!
Sabía que él odiaba a Mitsuyoshi más
que a cualquier otro de sus clientes. Retro-
cedió, retorciéndose, tratando de recobrarlo.
—¿Deseabas al caballero Mitsuyoshi?
—Sin aliento, Relámpago se estremecía de
pasión, pero la mantenía alejada de él pese a
su forcejeo—. ¿Lo amabas?
—No lo deseaba. No lo amaba —dijo Gli-
cinia, sollozando desesperadamente por ten-
er a Relámpago—. Por favor...
Volvió a penetrarla, y mientras ella aul-
laba de gozo, le dijo:
—Dime que me quieres.
—¡Te quiero!
En ese momento, sintiéndolo moverse
en su interior, reducido el mundo a ellos dos,
Glicinia amaba a Relámpago de forma apa-
sionada, sincera, devota.
—Dime que soy el único hombre al que
amarás nunca.
—Eres el único —chilló Glicinia.
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—¿Me quieres?
—¡Te quiero!
—¿Harás desde ahora lo que yo te diga?
—¡Sí!
—Porque si no, te mataré. ¿Entendido?
Y lo haría. Hasta ese momento Glicinia
no había sido consciente del todo de su capa-
cidad para la violencia.
—¡Sí, sí! —gritó.
Relámpago se apartó de ella y se puso en
pie. Su mole mojada y desnuda subía y ba-
jaba al ritmo de su respiración. Sonrió en
cruel ademán de triunfo.
—La próxima vez no te perdonaré tan fá-
cilmente —dijo, y recogió su ropa para salir
del baño.
Glicinia se quedó tumbada, magullada,
dolorida y temblorosa. ¡Cuánto deseaba no
haber conocido nunca a Relámpago! Por
muchos errores que él hubiera cometido, el
de ella había sido el peor: pensar que podría
manejarlo. Los ojos cerrados se le poblaron
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—¿Siempre es así?
—No siempre. —Midori no se veía capaz
de contarle que los arrebatos del caballero
Niu con frecuencia eran peores—. ¿Crees que
tu padre sigue enfadado? —preguntó con
timidez—. ¿Continúa estando en contra del
enlace?
—... No he tenido ocasión de hablar con
él.
Midori adivinaba que Hirata intentaba
salvaguardarla de la dolorosa verdad; la in-
vadió el pánico, porque su matrimonio
parecía más imposible que nunca, a pesar de
que fuera cada vez más necesario. Sufría
constantes náuseas, y cada día su cuerpo se
hinchaba un poco más con la nueva vida que
crecía en su interior.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó
llorando.
—Esperar a que la situación se tran-
quilice —dijo Hirata.
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se basaban en imaginaciones, y no en la
razón. ¿Cómo podía librarse del maleficio del
Loto Negro y dejar de ver amenazas que no
existían para concentrarse en las reales?
—He oído que han acusado al sosakan-
sama de asesinato y traición. —O-hana se
acercó un poco más a Reiko—. ¡Qué horror!
—Desde luego —dijo Reiko con voz
inexpresiva.
La niñera había sobrepasado los límites
de la cortesía al mencionar los problemas de
Sano, y a Reiko le desagradaba su evidente
sed de detalles sórdidos.
—Lo siento muchísimo. Debéis de estar
muy preocupada por lo que ha pasado. —O-
hana se arrodilló con cautela, como un gato
que se aposenta en un sitio donde no se si-
ente seguro—. Espero no haberos perturbado
más al hablar de ello.
En lugar de ceder al deseo de ordenarle
que volviera a su trabajo, Reiko se obligó a
sonreír.
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—Como desees.
Sano le indicó a sus hombres que se ad-
elantaran, mientras él caminaba junto al
guardia.
—Muchas gracias.
Aunque el hombre habló con alivio en-
trecortado, aún vacilaba, con los hombros
encogidos y la mirada furtiva.
Sano lo estudió mientras le daba tiempo
para serenarse. Tenía un ceño que le ar-
rugaba la piel de los párpados superiores, y
una boca delicada que le confería cierto aire
de vulnerabilidad, a pesar de su apariencia
musculosa.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Wada —respondió el guardia, como si
reconociera una culpa.
—No tengas miedo, Wada-san. Te
agradezco que hayas acudido a mí.
Avanzaron unos veinte pasos antes de
que Wada empezara a hablar con voz casi
inaudible.
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FIN
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