El Tatuaje de La Concubina 04
El Tatuaje de La Concubina 04
El Tatuaje de La Concubina 04
El tatuaje de la
concubina
Sano Ichiro 04
Título original: The Concubine's Tatoo
Traducción: Gabriel Dols Gallardo
Copyright © Laura Joh Rowland, 1998
Copyright © Ediciones Salamandra,
2002
Publicaciones y Ediciones Salamandra,
S.A.
Mallorca, 237 —08008 Barcelona —
Tel. 93 215 1199
ISBN: 84-7888-799-7
Depósito legal: B-36.343-2002
1ª edición, septiembre de 2002
Printed in Spain
Impresión: Romanyá-Valls, Pl. Verd-
aguer, 1
Capellades, Barcelona
para Pamela Gray Ahearn, con gratitud
Edo
Período Genroku,
año 3, mes 9
(Tokio, octubre de 1690)
1
—Es para mí un honor dar comienzo a
esta ceremonia, por la cual el sosakan Sano
Ichiro y la dama Ueda Reiko se unirán en
matrimonio ante los dioses —anunció con
solemnidad a los presentes en la sala de
audiencias privadas del castillo de Edo el
rechoncho y miope ex superior de Sano,
Noguchi Motoori, que había actuado de me-
diador para el enlace.
En aquella agradable mañana de otoño,
las puertas correderas de la sala per-
manecían abiertas al esplendor escarlata de
las hojas de arce y a un radiante cielo azul.
Dos sacerdotes de vestiduras blancas y altos
tocados negros presidían la sala arrodillados
frente a la hornacina, de la que pendía un
pergamino con los nombres de los kami, las
deidades sintoístas. Bajo éste y sobre una
tarima, reposaban las tradicionales ofrendas,
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—¿Cómo es eso?
Eri esbozó una triste sonrisa.
—Las concubinas y sus damas de com-
pañía son jóvenes. Románticas. Inocentes.
Las tribulaciones de un pretendiente re-
chazado conmueven sus tiernos corazonci-
tos. No entienden cómo un hombre pueda
amar a una mujer tanto como Kushida
amaba a la dama Harume, y al mismo
tiempo odiarla lo bastante para matarla.
—Pero habrá pruebas que hayan llevado
a otras mujeres a creer que Kushida es
culpable.
—Cielos, hablas igual que un policía,
Reiko-chan. Tu marido es tonto si no acepta
tu ayuda. —Soltó una carcajada—. Pues bien,
te diré algo que es probable que él
desconozca y que no va a descubrir. El día
antes de que expulsaran al teniente Kushida,
un guardia lo pilló en la habitación de la
dama Harume. Tenía las manos en el
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—¡Sí!
A pesar de su enfado, Sano admiraba la
entereza de Reiko. Una mujer más débil le
habría mentido para evitar la reprimenda en
vez de plantarle cara. Su atracción por ella
cargó el aire del oscuro pasillo de chispas in-
visibles. Y notaba que ella también lo sentía.
El recato rompió la mirada impasible de
Reiko; se llevó la mano al pelo para ar-
reglárselo; se tocó el diente mellado con la
lengua. Sano se sintió excitado contra su vol-
untad. Se obligó a reír con sarcasmo.
—Investigando, ¿cómo? ¿Qué puedes
hacer tú?
Con las manos entrelazadas y las
mandíbulas firmes en un rígido autocontrol,
Reiko dijo:
—No tengas tanta prisa por reírte de mí,
honorable esposo —dijo con voz cargada de
desdén—. He ido a Nihonbashi a ver a mi
prima Eri. Es funcionaria de palacio en el In-
terior Grande. Me dijo que sorprendieron al
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—Basta. ¡Parad!
Le quedaba la suficiente conciencia para
no querer poner perdida a la dama Ichiteru,
pero ésta hizo caso omiso de su protesta y
siguió con sus movimientos. Hirata sentía la
rápida aproximación del inevitable de-
sahogo. Ichiteru aplicó diestras presiones en
algunos puntos de la base de su erección. El
clímax de Hirata entró en erupción entre es-
pasmos de éxtasis. Sin dejar de gemir y
jadear, hizo un débil intento de escudar a
Ichiteru, pero su mano se negaba a moverse.
Ichiteru y el punto donde sus cuerpos se
tocaban parecían estar a una distancia im-
posible, y tuvo que hacer esfuerzos para
centrar en él su visión. Entonces se quedó
mudo de sorpresa.
Su virilidad, que seguía dura como una
roca, no había derramado semilla. Y el
clímax no había disminuido en lo más mín-
imo su excitación.
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en espíritu, si no en matrimonio.
—¿Os escribió Harume esto a vos, dama
Keisho-in? Keisho-in abrió la boca llena de
comida y reveló una asquerosa mezcolanza
de alimentos mascados.
—¡Imposible!
—La referencia al rango y la fama cuadra
con vos —arguyó Sano.
—Pero el pasaje no menciona a la dama
Keisho-in por su nombre —atajó Ryuko
limpiamente—. ¿Harume decía en algún
punto del diario que fueran amantes?
—No —reconoció Sano.
—Entonces debía de escribir sobre otra
persona. —La voz de Ryuko conservó una
calma suave, pero retiró las piernas del
edredón como si tuviera demasiado calor.
—Poco antes de que Harume muriera
—prosiguió Sano—, le rogó a su padre que la
sacara del castillo de Edo. Dijo que tenía
miedo de alguien. ¿Era de vos, dama Keisho-
in?
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Mura se detuvo.
—Aquí es, mi señor.
Hacia Sano avanzaban tres eta varones
adultos que caminaban con zancadas animo-
sas y cargadas de determinación. El que iba
en el medio, el más joven, le llamó la aten-
ción de inmediato.
Delgado como un sarmiento, su cuerpo
no presentaba ningún exceso de carne que
suavizase la dureza del hueso y el músculo.
Los fuertes tendones de su cuello destacaban
como cables de acero. Su cara era un patrón
de ángulos esculpidos en planos de bordes
afilados. Su boca fina estaba cerrada en una
línea de resolución. El pelo corto y espeso
crecía hacia atrás a partir de un acusado pico
sobre la frente, como la cresta de un halcón.
Con la cabeza y los hombros firmes,
proyectaba un aura de fiera nobleza que con-
trastaba con sus descoloridas ropas de
remiendos y su condición de eta. Las dos es-
padas que llevaba proclamaban su identidad.
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—¡Dioses benditos!
—No es ella. ¡No es ella! —En un frenesí
de alegría, Sano saltó y abrazó a Hirata,
entre risas y sollozos—. ¡Reiko está viva!
—¡Sosakan-sama! ¿Estáis bien? —La
cara de Hirata era la viva imagen de la pre-
ocupación. Sacudió a Sano con fuerza—.
Deteneos y escuchadme.
Cuando vio que Sano se limitaba a reír
más fuerte, le dio un bofetón.
El golpe sacó a Sano de su histeria. Se
calló de inmediato y miró a Hirata, sorpren-
dido de que su vasallo le hubiese pegado
aunque fuera una vez.
—Gomen nasai, «lo siento» —dijo
Hirata—, pero tenéis que recobrar la com-
postura. Los guardias me han dicho que la
dama Miyagi mató a las concubinas de su
marido. Fue ella quien las ató. Pensaron que
era un juego. Entonces les rajó la garganta.
Cuando los guardias y criados oyeron los gri-
tos y acudieron para ver qué pasaba, les
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