2° Parcial Metafísica - Martina Zan Bisignani
2° Parcial Metafísica - Martina Zan Bisignani
2° Parcial Metafísica - Martina Zan Bisignani
de Metafísica
Cátedra Cragnolini
Fecha de entrega: 12/11
2° cuatrimestre 2023
Comisión 3 - Prof. Gustavo Romero
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Así habló Zaratustra, F. Nietzsche (1883)
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Así habló Zaratustra, F. Nietzsche (1883)
“esta extraña figura sin figura, la corteza-y-el-núcleo”, el Yo se protege del mundo exterior
—de cargas y ataques— y asimismo del interior —sus ¿propios? impulsos— para presentarse
como una totalidad cuando no es más que un efecto que surge de la necesidad de darle un
límite a un inconsciente que se desborda. Es, de hecho, un límite, nada le es propio.
Esta imagen casi háptica del Yo como piel o corteza que garantiza una doble
protección del núcleo, evidencia que el Uno que siempre quiere presentarse como Uno, está
siempre ocultando la alteridad que en él mismo se detecta. Tan oculto para Husserl, que
entendió el olvido como efecto de la experiencia, siendo en realidad este la condición
necesaria de aquella. Exactamente igual a cómo lo dicho siempre va de la mano de lo que
debe permanecer no dicho. Existe un “núcleo” no decible que sólo puede ser significado a
través del símbolo y la anasemia, puesto que no se circunscribe dentro de los límites de la
presencia.
En el lenguaje es precisamente donde aflora la presencia de la alteridad, y la ilusión
de propiedad, de no-contaminación, se desintegra fácilmente cuando entra en juego la
escritura. La aparición inevitable de múltiples interpretaciones hace patente que siempre hay
una parte del Yo que no corresponde a ningún Yo. Que, propiamente dicho, no existe tal
propiedad. Al leer, lo que hacemos es, a través de la corteza, de la palabra, traducir un
“núcleo” que a la vez nos pauta de manera ímplicita —no es presentable— cómo debe ser
traducido. La analogía, sin embargo, está limitada por ella misma: “se traduce y exige ser
leída según los protocolos que ella misma constituye o realiza.” La figura de corteza-núcleo
de Nicolás Abraham es, de alguna forma, una corteza ella también, pero no para cualquier
núcleo. No permite, por ejemplo que, como en la imagen de una fruta, el núcleo salga a la
superficie a la manera del carozo, debido a su carácter de estructura. Si Derrida nos introduce
al texto con una invitación a traducirlo nosotros mismos, es porque el texto (cualquier texto)
es siempre el intento por traducir algo que ni siquiera se puede decir sin algún tipo de
mut(il)ación.
No toleramos la ausencia, ni queremos convivir con ella, “y nos creamos un enemigo
para ocultar que somos vulnerables”3, somos un abismo.
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Así habló Zaratustra, F. Nietzsche (1883)
1.b.
Existe un silencio en la obra de Heidegger: la sexualidad. A simple vista observamos
que la diferencia sexual no pertenece a la estructura existencial del Dasein, sino al contrario:
le es estructural la “neutralidad sexual”. Pareciera que hay una depreciación de la diferencia
sexual por parte de Heidegger, que esta no está a la altura de la diferencia ontológica.
Partamos por la base de que “todo cuerpo propio es sexuado y no hay Dasein sin cuerpo
propio”. Ya sea sexo masculino o femenino (o en algunos casos, inter-sex), no hay
posibilidad de no-sexo en el cuerpo del existente humano. Entonces, en una época donde está
tan latente el tema de la diferencia sexual, ¿por qué omitir tal distinción?
Ahora bien, Derrida no interpreta esta asexualidad o neutralidad como una
negatividad o carencia de sexo, sino como la potencia del ser mismo. Se aproxima más si
quiere a una especie de pan-sexualidad, una fuente de toda la sexualidad. El pensamiento
debe someter la sexualidad a algún tipo de negación para poder neutralizarla y así liberarla de
su división dual preestablecida. Esta neutralización es la posibilidad misma de su positividad.
Si Heidegger dice que “el Dasein no es de ninguno de los dos sexos” es porque la binariedad
sexual le confiere al Dasein una dimensión antropológica —biológica, psicológica, etc— que
no conviene a su estructura. Consecuentemente, es necesario dar cuenta de una negatividad,
que resulta de la discriminación entre dos sexos determinados, para desvelar el núcleo, una
positividad subyacente. Podemos pensar, según Derrida, en una “sexualidad pre-dual” o
“pre-diferencial”, “más originaria que la díada”, como fuente diferenciante —pero no ya
diferenciada— de toda sexualidad posible: en eso consiste su positividad y potencia.
La multiplicidad del Dasein es posible gracias a su diseminación originaria
(ursprüngliche Streuung), que deviene dispersión (Zerstreuung) en la determinación fáctica
del ser-ahí. En otras palabras, la dispersión es la determinación de la estructura diseminal de
posibilitante. Derrida justifica a Heidegger entonces, entendiendo que el filósofo tuvo que
neutralizar a la manera de la negación a la sexualidad, atada y limitada por el “dos”, para dar
lugar a una sexualidad indeterminada que antecede a —y hace posible— su diferenciación
dual corriente.
En tanto que está arrojado al mundo, “en tanto que es uno, el Dasein es disperso o
distraído”. En tanto que es este o aquel, que está “asignado a un cuerpo, el Dasein es, en su
facticidad, separado, sometido a la dispersión y a la fragmentación y por eso mismo siempre
desunido, desacordado, partido, dividido por la sexualidad, hacia un sexo determinado.” Sin
embargo, aunque todas estas palabras tengan una connotación negativa y desvalorizante, lo
que hacen es demostrar que a pesar del aislamiento y singularidad fáctica del Dasein, a su ser
mismo le corresponde la multiplicidad. No se parte de un “uno” heterogéneo, a partir del cual
surgen diversas determinaciones, sino que siendo uno se es a la vez múltiple. Ya de base
existe multiplicidad: la posibilidad misma de multiplicación fáctica o “diseminabilidad”. Si la
diferencia sexual es ser-ya-diferenciado en uno de dos sexos, es por eso que no existe tal
diferencia a nivel estructural. De lo que se trata es de la estructural y originaria diseminación
que funda la posibilidad del Dasein de dispersarse en el arrojo hacia un sexo determinado.
2.
El soberano, elevándose a sí mismo por encima de lo común dirige hacia la cima,
diferenciando lo alto de lo bajo —de la espalda curva del trabajo, la horizontalidad del sueño
y de la muerte, aquello extendido—. Estableciendo así una jerarquía, dentro de la cual él es lo
más alto y no desciende, ni con la mirada. A pesar de ser un cuerpo, su objetivo es destacarse
por encima de él, no quiere ser de carne y hueso. Se eleva, no para ser lo más alto, sino para
ser la altitud en sí misma, sin medida. Si todo está construído sobre una base, esta cima a la
que tiende está no solo encima, sino también separada de todo: es justamente el límite entre el
todo y la nada, excede. El soberano, al querer penetrar en esa nada y separarse del todo,
romper con el ser-con, ser absolutum, queda suspendido y fundado en ella. Deviene un ser
que es pura abstracción, que no existe más que como pensamiento. Se esfuerza tanto por
diferenciarse del modo de ser de sus súbditos que termina por ser una nada. Al situarse por
fuera de la estructura, ya no puede operar sobre ella ni en ella. Es el existente que no depende
de nada, ni siquiera de una finalidad, por eso es a-teleológico. También es anarchico porque
carece de fundamento. Es decir, se remite y se reabsorbe en un sí mismo que “ni lo precede ni
lo funda, sino que es la nada (...) en tanto que cima, apogeo o colmo de existencia: separada
del propio existente.” Es decir, la soberanía no es el ente Nada, no es No-ser, sino que
simplemente nunca llega a ser algo concreto. Es aquello que escapa al soberano porque es la
cosa misma, que de alguna manera lo excede para hacerlo posible.
Cuando desconstruimos la política teológica y reconocemos la nada de la soberanía,
su carácter excepcional y excesivo, esta cobra un nuevo sentido y volvemos a lo común. Ya
no requiere un sujeto totalitario, ni siquiera necesita un sujeto. La confrontación con el ser
nada de la soberanía se presenta como una oportunidad para ser reinventada. Cuando muere
el fundamento y se revela una nada, se abre un espacio para que surja algo. “Un pueblo es
siempre su propia invención. Pero puede inventarse tanto dándose un soberano como dándose
a un soberano o aún dándose a sí mismo la soberanía. En cada hipótesis, el pueblo se
determina de forma diferente (...)” y del conjunto de todas estas instancias permanece un
resto: “el espacio vacío de la soberanía «misma».” En ese espacio vacío es de donde se da la
creatio ex nihilo que da sentido, por eso el autor cree posible una política que, en vez de
designar una asunción subjetiva, designaría “el orden de la regulación sin sujeto de la
relación entre los sujetos (...), un espacio sin remisión a lo idéntico.”