La Ciudad Amarilla - Julio Manegat
La Ciudad Amarilla - Julio Manegat
La Ciudad Amarilla - Julio Manegat
años '50.
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Julio Manegat
La ciudad amarilla
ePub r1.0
Titivillus 03.12.2023
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Julio Manegat, 1958
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JULIO MANEGAT
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JULIO MANEGAT
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Barcelona, «la ciudad amarilla», reparte «los papeles» del argumento —
cómicos, sentimentales, dramáticos, melancólicos, grotescos— están: el
taxista Eulogio Bonastre, su esposa Mercedes, sus hijos Martín —futbolista
malogrado y mecánico en un taller de reparaciones de autos—, Elena —
empleada en una fábrica de cajas de cartón— y Eugenio —que aún va al
colegio—; y formando mundillos individuales «aparte», pero dispuestos a
colaborar en el todo argumental: Manolo, compañero de Martín, a quien le
preocupa mucho creer o no creer en Dios; y Vicente, novio de Elena; y el
enigmático trotamundos «el Nanu»; y Ricardo Rovira Rusiñol, negociante y
vividor a grandes tragos y a grandes trancos… Y a cada uno de estos
personajes, y a bastantes más, episódicos, les acontecen cosas sencillas o bien
tremendas… consideradas en su individualización. Personajes todos metidos
en su ternura y en su fiereza, en sus egoísmos y en su magnanimidad
circunstancial, en sus amores lícitos y en sus pasiones bastardas, en sus
crecientes apetencias o en sus definitivos desistimientos… Lo dicho: cosas
tan tan viejas, y tan renovadas, en el mundo desde que lo es. Que sea el fin de
esta novela —tremendamente realista— la muerte en el hospital, a
consecuencia de accidente, del más humilde y entrañable de sus personajes: el
taxista Eulogio Bonastre, también alcanza fuerza suficiente para restar la
fuerza cotidiana derrochada en la gran ciudad.
Cierto que terminada la lectura de La ciudad amarilla se nos quedan en la
memoria y en las entretelas de la emoción algunos nombres, algunos sucesos.
Mas poco a poco se nos van desvaneciendo, porque se nos impone —
grandiosa y sugerente— Barcelona, en lo que es y en lo que representa, en lo
que hace y en lo que deshace, en lo que nos exige y en lo que nos entrega.
Cierto, en la gran novela de Julio Manegat todo «nos sabe», «nos huele»,
«nos suena», «nos luce» a Barcelona. Sólo Barcelona se nos mete por los ojos
y nos acaricia o nos araña el alma. Y nos encantan, lo que más, sus luces
cambiantes con la hora, sus ruidos innumerables y tan distintos, sus colores
descompuestos en las gamas más vivas; su hermoso cuerpo humano, de
inconfundibles perfiles y perspectivas, su espíritu envolvente y caracterizador,
con genialidad. Y en fin, tal es la fuerza seductora de esta Barcelona
«novelada», que hasta cuanto ocurre en ella, siendo como es semejante a
tantos sucesos de cualquier parte, nos convence con plenitud de que no
podrían suceder así sino en Barcelona Julio Manegat ha escrito una gran
novela barcelonesa; pues que en ella, calles y plazas, jardines y pórticos,
monasterios, fábricas, comercios, costumbres, dejan de ser escenarios,
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ambiente, para usurpar esas misiones que, al parecer, sólo pueden ser
encomendadas a criaturas de carne y hueso.
Julio Manegat sabe como pocos narradores construir una novela y dotarla
de cuantos elementos le son indispensables: tensión temática, interés
creciente, personajes tan humanos y del momento que podemos
encontrárnoslos «a la vuelta de una esquina». Una originalidad muy acusada
en esta novela es que su autor, en un mismo párrafo, refiere en tercera persona
y deja que hable «para su caletre» uno de los personajes, sin establecer entre
ambas referencias puntualización alguna. Por ejemplo: «El coche se deslizaba
lento por el asfalto al entrar en la avenida de José Antonio. No sé qué me pasa
de un tiempo a esta parte, que prefiero empezar en Cataluña… (plaza)». La
primera frase es del novelista, la segunda es un pensamiento del taxista
Eulogio. Pues ejemplos semejantes pueden encontrarse en muchas páginas:
alapada colaboración del autor con sus criaturas. (La presente edición ha sido
corregida por el autor).
OTRAS NOVELAS
La feria vacía —«Premio Ciudad de Barcelona»—; El pan y los peces
—«Premio Selecciones en Lengua Española»; Spanish Show; Historias de
otros —narraciones—;…
S. de R.
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A mi padre, compañero también.
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PRIMERA PARTE
Le despertó la tos. Siempre lo mismo desde hacía algún tiempo; al llegar las
siete de la mañana empezaba a brotar la tos. Una tos blanda, lejana, como si
fuese requerida. Y él la esperaba. Cuando le sacudía en un estremecimiento,
la reconocía como algo suyo. Esto es bronquitis, pensó, no puede ser otra cosa
que bronquitis. Abrió los ojos intentando despertar del todo. Luego pulsó el
conmutador y la luz, blanca, brillante, le hizo suspirar. Torció la cabeza para
ver el gran despertador que estaba enfrente, sobre la cómoda. Me molesta el
tictac. Lo había dicho como cada noche, al acostarse y él respondió, como
siempre también: ¿Y qué quieres que yo le haga? La faena es la faena.
Su faena, el trabajo como decían los otros. Bueno, era lo mismo: él tenía
que trabajar; no había más remedio. Apartó las sábanas y la manta con
cuidado; pero también, como todos los días, le llegó la voz desde el lado
izquierdo, nacida en el mismo tono, entre dormido y quejumbroso:
—¿Qué hora es?
—Las siete menos cinco.
—¿Me levanto?
Y en las palabras, el deseo de la negativa, la avaricia de unos minutos más
de sueño, de descanso. Cinco años que se iban repitiendo día a día en unas
simples y diarias palabras. Total: un café con leche calentado, recalentado, en
el hornillo de gas, y luego envolver en un papel el almuerzo. ¿Para qué iba a
levantarse? Medio dormido aún, empezó a vestirse. Vestirse es una operación
laboriosa que requiere sumo cuidado. Él, sin saberlo, al vestirse cumplía un
rito: el rito del hombre que se prepara para una nueva jornada de trabajo,
porque en cada hombre se repite un esfuerzo milenario y oscuro. La tos,
ascendiendo lenta, le cosquilleaba en la garganta y después brotaba brusca,
necesaria, incontenible. Desde el lecho, la voz, qué voz más extraña tiene
Mercedes por la mañana, se alzaba monótona e inoportuna:
—Tienes que ir al médico, Eulogio. Esa tos…
¿Para qué contestar? Cuando estuviese en la cocina calentando el café con
leche, volvería a oír sus ronquidos. Las palabras, a aquella hora, apenas tenían
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sentido. Eran algo distinto, vago, perteneciente a otra realidad. Es un misterio;
eso de hablar es un misterio. Y el azúcar, le gustaba dulce, iba cayendo en el
tazón que esperaba paciente, quieto, adivinando su destino y resignándose a
él. Vaciló un momento y volvió a hundir la cuchara en el azucarero con
cuidado, temiendo ser sorprendido. El golpe de tos le hizo mantener la
cucharilla en el aire mientras la palabra bronquitis bailaba ante sus ojos,
congestionados por el esfuerzo. Comenzó a beber lentamente, sorbo a sorbo,
saboreando el calorcillo que iba entrando en su cuerpo. Miró el calendario,
una mujer rubia con una copa de anís en la mano: Veinticinco… ¡ya estamos
a veinticinco! Se acercó a la puerta de la habitación de Martín. Su hijo,
diecinueve años, tabaco rubio los sábados y baile los domingos, dormía allí y
él era el encargado de despertarle todas las mañanas. La voz se le arrugó
ronca entre los labios:
—Martín, que son cerca las siete y media. ¡Vamos, despabila, que para
luego es tarde!
El café con leche… bah… ¡qué bobada! Todos los días igual, igual,
igual… El agua fría en el grifo de la cocina. Le caía a chorros el agua por el
cuello, por el pecho, por los brazos… Aunque sea bronquitis, lo que es el
lavarme así no hay médico que me lo prohíba. Se frotaba el pecho, la cara, los
brazos…
—¡Martín!
Se había acostumbrado a un orden extraño por las mañanas al levantarse.
Primero se ponía el pantalón y se calzaba, luego calentaba y bebía el café con
leche, iba al retrete y después se lavaba dejando caer el agua fría que,
inevitablemente, le salpicaba los pantalones. Por último se afeitaba con la
maquinilla nueva que le regaló don Ricardo el día en que se cumplieron los
diez años de trabajar para él, desde 1945, con el «Renault», algo viejo ya y
melancólico entre los modernos taxis que comenzaban a verse en Barcelona
La Gillette es la mejor, volvió a pensar mientras se rasuraba meticulosamente,
primero el mentón, siempre duro y rebelde, luego la mejilla derecha, después
el bigote y, por último, la mejilla izquierda.
—Buenos días…
—Te acostaste tarde, ¿no?
—Los amigos…
Sí, los amigos de su hijo. Compañeros del taller y otros, que festejaron el
santo de uno de ellos. O el cumpleaños, era lo mismo. Buenos chicos, si no
fuera por eso del gusto a la noche y a estar de palique hasta las tantas. Le
picaba el alcohol en la piel recién afeitada y volvió a frotarse con fuerza. Si
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no es por éste, que me lo iba a gastar en dos días, me compraba un frasco de
«Floïd». Cuando alguna vez se afeitaba en la barbería de Ozores, se hacía
aplicar un masaje con «Floïd». Claro que Ozores era amigo de antiguo y le
cobraba sólo el precio de coste.
—¿Qué nos han preparado para el almuerzo?
—Tortillas, con la carne que tú no te comiste anoche.
Demasiado aceite en el pan; la grasa rezumaba a través del papel. Eulogio
envolvió el paquete en un periódico.
—Así está mejor; si no, se pone uno de pringue hasta la gorra.
Martín se lavaba ahora en la cocina y hasta él llegaba el sonido del agua
del grifo, que a veces parecía una ametralladora por el aire acumulado en las
cañerías.
—¿Te divertiste?
—Como siempre. Con ese Eduardo no hay quien se entienda. Se figura
que sabe de fútbol más que nadie. No puede consentir que se le lleve la
contraria.
—¿Has visto mi gorra? Juraría que la dejé aquí… Bueno, adiós.
Y luego la advertencia cotidiana, con risas y sin intención:
—Cuidado con las curvas, ¿eh?
Sonrió mientras cerraba la puerta y comenzaba a bajar la estrecha escalera
que se dibujaba en una suave penumbra. Debe de estar nublado. A ver si
tenemos suerte y llueve un poco. Hacía varios días que el cielo estaba
despejado y la primavera, aunque había llegado oficialmente, era sólo una
realidad en el presentimiento, en las caras de las mujeres, hasta en la forma de
decirle la gente adonde quería que les llevase. Se paró en el segundo piso,
donde vivían los Planell. Pobre gente…, perder un chaval de cuatro años, así,
tan sin cuento, de la noche a la mañana… A él le habían ido a llamar, a ver si
quería ir con el taxi a por el médico, que vivía en la calle de Córcega, cerca
del Paseo de San Juan. A medio vestir llegó corriendo al garaje, un antiguo
almacén, en donde dejaba el taxi por las noches, trescientos metros más arriba
de su casa, a la vuelta de la calle Yolanda, tocando a Galileo. Le hizo correr al
«Renault». El vigilante le preguntó que a qué médico buscaba, porque en la
misma casa vivían tres. Yo qué sé…, es uno de infancia. El médico ya le
esperaba y cuando oyó las voces en la escalera abrió la puerta de su casa y
preguntó si iba a buscarle. A Eulogio le pareció muy joven el médico, pero se
dijo que a lo mejor, al cabo de los años, sería una eminencia. Ahora tiene que
estar en el Seguro, se comprende. Los Planell… Cuando llegaron ya no pudo
hacer nada. A la madrugada se les murió…
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¡Dios! ¡Cómo gritaba aquella pobre mujer! Tan joven, tan rubia, tan
bonita… Ya estaba en el portal. No había llave desde que se estropeó la
cerradura hacía unos meses, pero daba lo mismo, porque es lo que decían los
vecinos: ¿quién va a robar en una casa en donde sólo viven obreros? La
puerta chirrió y conforme se abría dejaba ver una claridad pálida y tenue.
Entornó la puerta y mirando a las nubes comenzó a caminar calle arriba, hacia
el garaje donde le esperaba el taxi, aquel viejo «Renault» con el que ganaba el
pan de los suyos. Martín y Elena trabajaban, y así la familia marchaba mejor.
Martín, en un taller de reparaciones, empleo que le había proporcionado un
chófer con el que Eulogio se encontraba muchos días en la parada de la Plaza
de Cataluña, y Elena en una fábrica de cajas de cartón donde, con sus
diecisiete años apenas cumplidos, ya iba camino de oficiala.
Contrariamente a los barrios del centro de la ciudad, las calles de Sans se
veían de pronto animadas, a aquella hora de la mañana: gentes que marchaban
a su trabajo, a las fábricas, a los talleres y algunos, pocos, a las oficinas que
conservaban durante todo el año el horario intensivo. La calle de Galileo se
perdía arriba, pasado el campo del Sans, en donde Martín había jugado tantas
veces. ¡Lástima de chico! Prometía lo suyo en el fútbol y hasta en cierta
ocasión le hicieron una interviú, de esas que se titulan «En los vestuarios», en
El Mundo Deportivo. Cuando se rompió la pierna, no se sabe qué pasó; el
caso es que no se la soldaron bien y tuvo que dejar, un año atrás, su vocación
futbolística. No es que a Eulogio le gustase demasiado, pero entonces sólo
tenían ante los ojos las cantidades astronómicas que cobraban las grandes
figuras del fútbol que fichaban los mejores clubs. Para Martín quizá las cosas
hubieran ido muy bien, así lo decía todo el mundo en el barrio, pero la
desgracia de la pierna lo estropeó todo. El muchacho no se resignó fácilmente
y ahora parecía contento con su trabajo en el taller.
A sus espaldas quedaba el campo de Sans cubierto aún por una niebla fina
y húmeda cuando Eulogio, sin hacer caso de la tos que volvía a sacudirle,
encendió el primer pitillo del día. Antes fumaba «caldo», porque no era muy
fumador, pero con el coche era una lata. Los «Rumbo» estaban hechos y así
no había que preocuparse cuando tenía ganas de fumar lejos del centro.
Aspiraba el humo y, acompañándole, entraba en sus pulmones el aire fresco
de la mañana. Un paquete de cigarrillos le duraba día y medio, sin contar que
caía un pitillo de vez en cuando, o de algún pasajero o de los compañeros,
cuando esperaban charlando en las paradas.
Ya estaba cerca del garaje; bueno, él lo llamaba así, pero en realidad era
un almacén contiguo a la fábrica de harinas de don Ricardo Carbonell, el
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dueño del taxi. Era una suerte que el señor Carbonell tuviese la fábrica tan
cerca de su casa y un pequeño local para guardar el coche por las noches. Don
Ricardo heredó de su padre el negocio, y las cosas le fueron bien. Luego tuvo
ocasión de comprar el «Renault», con licencia y todo, en condiciones
inmejorables. El taxi, como decía él, era un suplemento que le caía todos los
meses. Un suplemento… ¡Caray! Si él, Eulogio, tuviese el coche en
propiedad… Don Ricardo le había prometido que si en un sorteo le tocaba
uno de los nuevos, le vendería el viejo «Renault» a buen precio y a pagar
como él quisiera. Cuando se lo dijo a ella, a su mujer, hasta se emocionó:
—Este don Ricardo es lo que se dice una buena persona.
—Pues es muy fácil que sea verdad porque ahora, tú siempre lo dices,
sortean con mucha frecuencia, ¿no?
—Lo malo es que si hay muchos de los nuevos, la gente se hace el
remolón antes de tomar un cacharro como el mío.
Dijo así, «el mío», y la frase se le subió a la boca con gusto de fruta recién
cortada.
Sacaba ya las llaves del bolsillo trasero del pantalón. La puerta, de hierro
ondulado, se alzó con suavidad, que buen cuidado tenía él de engrasarla a
menudo, y allí, en el espacio oscuro que de pronto se veía inundado de luz,
destacaba el coche con su amarillo brillante. Le tenía cariño al «Renault», que
no en vano llevaba ya con él diez años, bregando arriba y abajo por toda
Barcelona. Y conocía todos sus trucos y cada uno de sus jadeos y los
ronquidos del motor. Además, ahora, con el arreglo del año pasado, lo dejaron
apañadito y causaba muy buena impresión su interior con el tapizado de
plástico rojo y hasta con el pequeño jarro para poner unas flores.
Levantó la tapa metálica del motor y hundió la varilla en el depósito del
aceite. Poco hay pero ya le pondré mañana. Se cerraba el capot con un ruido
seco y triste que Eulogio no pudo nunca dominar y eso que lo intentó por
todos los medios, engrasando cada una de las junturas y bisagras. Pero aquel
ruido, como tantos otros, se le resistía y al fin renunció a evitarlo. Cuando
llevando a algún pasajero comenzaba la carrocería a dar señales de vida,
Eulogio disimulaba: «¡Este condenado piso!». Pero él sabía bien que no era el
adoquinado o los baches de las calles; que eran los huesos entumecidos del
coche, que tenía a sus espaldas un montón de años y que estaban pidiendo ya
el descanso. Luego, comprobó que de gasolina estaba más falto que de aceite.
Eulogio le hablaba al taxi:
—Bueno, hoy, para que seas bueno, te voy a poner mitad y mitad, ¿qué
dices? Veinte blanca y veinte super. ¿Hace? A ver si hay suerte y hoy nos
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tiramos los ciento cincuenta, que no estaría nada mal, o doscientos.
Cogió la regadera y la llenó hasta el borde bajo el grifo, que soltaba
siempre un chorro fuerte y limpio. Después quitó el tapón del depósito del
radiador y fue dejando caer el agua, que era absorbida con un gluglú sediento,
como si el radiador la esperase y la respirase. Con la manivela puso en
marcha el motor. Así me gastas menos batería por las mañanas cuando estás
frío, y mientras ronroneaba como un viejo animal despertándose, Eulogio, con
unos trapos, limpió los guardabarros y las puertas, la parte trasera del taxi y,
por último, el motor. Para los cristales usaba una gamuza que cada mañana,
después de utilizarla, doblaba cuidadosamente.
Se metió en el interior y sacó el cenicero lleno de colillas, que fue a vaciar
a la calle.
«Oiga usted, don Ricardo —le había dicho—, es necesario que ponga un
cenicero en el coche, porque ahora que lo tenemos tan nuevecito con el
plástico ese, nos lo van a dejar hecho una porquería y sería una lástima, digo
yo». Cuando hablaba con el dueño se refería al taxi en plural y cuando lo
hacía con los clientes, o incluso con los chóferes de otros taxis, hablaba
siempre en singular, como si el «Renault» fuese suyo.
Cayeron las colillas sobre el asfalto. A veces se divertía pensando de qué
pasajero provenían. Por el retrovisor observaba a sus clientes, y por el modo
de fumar, si es que fumaban, sabía si echarían la colilla al suelo para
pisotearla después o si buscarían afanosamente un cenicero. «Un taxi —
explicó a los amigos de Martín cuando fueron a verle por lo de la pierna— es
como una ciudad, con la diferencia de que nosotros pasamos por las ciudades
y ésta de que yo hablo es una ciudad que se mete dentro del taxi. No os podéis
hacer idea de la cantidad de gente que pasa por el coche al mes. Se puede
decir que representa a toda Barcelona. —Luego sonreía maliciosamente para
abrirse en misterios y picar su curiosidad—: Si yo os contase…». Si él
contase… Miró el cielo y vio que la mañana crecía en nubes y presagios.
Volvió al interior y colocó de nuevo el cenicero. Sacudió la alfombra y volvió
a ponerla cuidando de que no se levantase la punta de la derecha en la que
más de una vez habían tropezado los pasajeros. Apretó un poco el pedazo de
papel doblado que había introducido el día antes entre el cristal y el marco de
la puerta, para evitar que el vidrio trepidara. Son tantos los ruidos en un viejo
coche como éste…
—Bueno, listos, ya podemos largarnos…
Pero aún volvió a meterse en la parte trasera para darle cuerda al reloj que
don Ricardo se había empeñado en colocar un poco más arriba del jarrito para
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las flores. Él no era partidario y así se lo había dicho después: «Mire usted,
don Ricardo, aparte de que los clientes suelen llevar todos su reloj, ocurre que
los que no lo llevan se ponen nerviosos mirando el nuestro, y los que llevan,
como nunca va igual que el del coche, empiezan a preguntar si estoy seguro
que son cinco minutos más tarde o más temprano, según lo que les conviene,
y acaban mareándome… Claro que si ha sido su gusto…».
Cuando le daba cuerda por las mañanas, tentado estaba de dejar que se
parase o ponerlo tres horas adelantado, pero se decía: Don Ricardo no se
merece esto, y así el reloj del «Renault» iba todo lo puntual posible.
Para dar la vuelta era necesario maniobrar, porque la calle era muy
estrecha, y aunque no había acera y era posible acercarse hasta la pared, era
preciso retroceder y avanzar un par de veces hasta que, sin parar el motor,
bajaba del taxi y tiraba con fuerza de la puerta metálica que cerraba con llave,
no sin antes haber echado una última ojeada al garaje.
Galileo abajo, pasaba ahora delante de su casa mientras daba cuerda al
taxímetro y, aprovechando el movimiento de la mano derecha, estiraba la
cabeza en un vano intento de descubrir el balcón tras el que Mercedes, su
mujer, estaría levantándose. Tocó el claxon sabiendo que ella lo oiría, quizá
aún desde la cama, y que el sonido un poco desgarrado del claxon sería
también una fuerza que le obligaría a dejar el lecho.
Algunos días, en vez de bajar por Galileo, iba a la Plaza del Centro, que
estaba a un paso del garaje, pero, generalmente, prefería llegarse hasta la
Plaza de Sans y de allí seguir hacia la de España, en donde el encargado del
«poste» era ya un viejo conocido. En la Plaza de Sans se encontró, temprano
empiezan, con un jaleo de tranvías, a causa de que a un «50» se le había
estropeado el motor y detrás había cola. Cuando llegaba a Cruz Cubierta,
echaba el cuerpo hacia delante y hacia atrás arrellanándose en el asiento.
Luego encendía un «Rumbo» y miraba a la calle, y era precisamente entonces
cuando comenzaba su jornada de trabajo, de vida, de un día más, de una
alegría más para él, Eulogio, que quizás muy pronto fuera propietario de un
taxi y entonces… ¡ah, entonces…!
Y la calle se abrió lenta, nueva y segura a sus esperanzas.
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pedazo grande y grasiento de tortilla. Lejos, en la parroquia de Las Corts,
sonaron unas campanadas y Martín dejó de masticar unos instantes, mientras
las iba contando. Las ocho, diré que no me encontraba bien. No lo creerán,
pero lo diré. Casi se atraganta con los últimos bocados del almuerzo. Luego
volveré a tener hambre, pero… Bebió un vaso de vino, no habrá manera de
que lo traigan del tinto, y salió disparado cruzando el pequeño comedor.
Había nacido en Valencia, pero él se consideraba catalán y quería aquella casa
como si en ella hubiera venido al mundo. La escalera no tenía resquicio ni
escalón mellado que él no conociese, y así hubiese podido bajarla igual que el
tío aquel que vio en el circo cuando la fiesta mayor de Sans, saltando en un
cable con la venda negra, para mí que tiene truco, en los ojos. Era demasiado
joven para pensar en los Planell y así no se detuvo en el segundo piso. La
puerta de la calle, abierta ahora de par en par, dejaba penetrase por el oscuro
pasillo un chorro de luz clara y caída. Casi sin darse cuenta volvió su cabeza,
como de costumbre, hacia la parte alta de la calle: allí, a la derecha, estaba el
campo del Sans F. C. Y es que en la escalera, casi a saltos, no se acordaba
nunca de su pierna rota y mal soldada, pero bastaba el pequeño pasillo hasta
la calle para recordársela. Entonces parecía que se le metía dentro y cojeaba
un poco, como apoyándose, como sabiéndolo…
—¡Adiós, Martín!
—Hasta luego, chaval.
Habían ido juntos al colegio, al mismo que ahora iba su hermano Eugenio,
en lo alto de la calle de Vallespir, y luego, inexplicablemente, dejaron de
tratarse cuando Martín abandonó el fútbol y entró en el taller «Reparaciones
Mecánicas para toda clase de Automóviles», como rezaba en la fachada,
partida la frase en dos líneas paralelas pintadas de rojo sobre fondo blanco. Se
llamaba Martín como él y quizá por eso habían sido amigos. Ahora se
saludaban siempre y algún domingo se encontraban por casualidad en el bar
de la calle de Galileo.
—Que esto no puede ser, Martín. A ver si nos vemos con más frecuencia.
—Chico, ya se nota que estás en una oficina; mucho tiempo tendrás tú…
—Pero, hombre, un sábado por la noche…
—Eso es distinto. —Y luego, apurando la copa:
—Bueno, adiós, Martín.
—Adiós, Martín…
Ahora tenía nuevos amigos: Eduardo, no hay forma de hablar de fútbol
con Eduardo; Juanito, al que llamaban el Vasco sólo porque estuvo trabajando
un par de años en San Sebastián, en una fábrica de papel y cartón; Matías, el
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guapo de la cuadrilla, al que le pusieron como mote Matatías, por sus
conquistas en el baile; Pepe, que intentó ser torero y al primer mugido de un
becerro prefirió seguir en el estanco de su madre, viuda de militar muerto en
campaña; y, por último, el Nanu, aquel muchacho misterioso que nadie sabía
de dónde pudo salir ni cuál era su trabajo. El Nanu los esperaba cada sábado
silbando y sonriendo en la esquina con Cruz Cubierta. Se hicieron amigos en
una bolera y cuando, unas semanas más tarde, le preguntaron, sonrió y
guiñando el ojo derecho comenzó a silbar, indicando con ello que no le
gustaban las preguntas. Cierto que tampoco él preguntaba y si alguno
intentaba hacerle una confidencia, guiñándole un ojo y silbando se alejaba
dando unos pasos de baile para terminar con una carcajada. Pero le querían
todos; les gustaba el aire de misterio que emanaba de toda su personilla,
escurrida y quebradiza, del cuerpo espigado y gris, de sus ojos, lentos y
tristes, o rápidos y alegres como un relámpago cuando daba aquellos
fantásticos pasos de baile que, inevitablemente, terminaban con una
carcajada. Se sabían acompañados por el Nanu que, poco a poco, se fue
convirtiendo en una especie de mascota que todos querían proteger y por la
que se sentían protegidos; una mascota lejana y necesaria que de cuando en
cuando se quedaba silenciosa mientras en su mirada aparecía una expresión
profunda que infundía respeto.
Y estaban las chicas. Bueno, las chicas eran otra cosa. Le daba un poco de
rabia acordarse de las chicas. Desde que dejó el fútbol fueron cambiando, y lo
que antes era zalamería, coqueteo, caricia casi en los ojos, fue
transformándose en una especie de huida y de recelo. La hermana de
Eduardo, cómo se está poniendo esta chavala, le trataba con cariño. Claro que
él la conocía desde que era una niña, pero ahora, lo que va de un año a otro, se
está poniendo que… ¡Las chicas! Cuando jugó en el Sans le buscaba por
todas partes: que si quieres venir con nuestra panda el domingo, que no tienes
partido; que si me llevas una tarde al cine…; que si eres capaz de irme a
esperar el sábado y te digo un secreto; que si… ¡Las chicas! Fueron creciendo
en su vida como algo que le estaba preparado, como un fruto que se le tendía
entre sonrisas y suspiros. A Conchita la llevó una tarde al «Pelayo», entonces
el dinero, sin sobrar, tampoco faltaba, y luego, en la puerta de su casa, le dijo
que le quería, que estaba loca por él y que si no se hacían novios era capaz de
tirarse al tren. Eso lo dice por lo cerca que estamos de la vía, pensó, y sus
besos crecieron entrecortados por las palabras. La estrechaba contra sí y sus
manos se abrían nobles e inseguras a la caricia. Pues Conchita, cuando lo de
la pierna, fue la primera en saludarle de lejos: «¿Ya estás bien? Me alegro
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mucho, Martín. No, ahora tengo prisa…». Todas comenzaron a tener prisa y
Martín sintió un extraño recelo hacia el fútbol. Cada mañana, al salir de casa
y mirar allá arriba de Galileo, al campo del Sans, no terminaba de aclararse si
en su mirada había nostalgia o rencor.
¡Las chicas! Las chicas, que al principio eran sólo algo que se aproximaba
desde lejos y quedaba a la distancia justa en que no podía ser tocado; las
chicas, al otro lado del mundo y después, de pronto, daban un salto y se
pasaban al mundo de uno y descubrían sus rincones y asaltaban la
tranquilidad y decían frases misteriosas, envueltas en niebla. Las chicas que,
con una palabra, eran capaces de encender la sangre y el deseo y que se iban
transformando en voces, en peligrosas voces llenas de temor, de manos y
bocas, de cuerpos y estremecimientos que le llenaban a uno de improviso,
palpitándole el corazón como si estuviese lleno de pájaros. Las chicas, que
con palabras y gestos disimulaban su deseo para excitarlos más a ellos y
después se entregaban furiosas y violentas, sonrojadas y libres. Y luego
miraban a los ojos como si nada y prometían y esperaban y buscaban de
nuevo la caricia y el combate en donde temblaban ardientes y dóciles,
rebeldes y sumisas, amargas y llenas de ternura. ¡Las chicas!, que se subían a
los ojos y al corazón y llenaban el cuerpo de sentido para que el cuerpo se
sintiese fuerte y premeditado como unos inmensos ojos de ciego, como unas
desoladas yemas de los dedos, de cientos de miles de dedos, distribuidos
sabiamente por la piel; ojos de ciego capaces de la alegría y de la última
tristeza cuando se apagaba la carne. ¡Las chicas! Conchita y la Tony, chico,
yo siempre uso Rouge kaiser, y María, que no quiso cortarse el pelo y ahora
llamaba la atención de todo el mundo con sus largas melenas doradas; y la
Sole, medio gitana ella en su cuerpo oscuro y en la realidad de un abuelo que
pretendía ignorar; y Luisa, un fuego incapaz de apagarse, Luisa, algo mayor
que él y que no tenía fuerzas para resistir la voluntad de su propio cuerpo,
apasionado y fuerte. Luisa, a la que iba a ver por la tarde y a la que
encontraría en su piso y que luego le diría, a las ocho y media, que se
marchase ya, no fuera a llegar la madre. Y si era así, ¿qué importaba? Un día
llegó y le trató como si fuera un hijo y él se sonrojó cuando le dijo aquellas
palabras: «Te gusta la Luisa, ¿verdad, chico? Es una gran muchacha, mi hija,
una buena chica, ¿comprendes? Tú también tienes cara de bueno… Hala,
hala, no sea que tu madre se inquiete…». Y estaban los dos aún a medio
vestir; sucios, cansados y tristes. Ella no vio nada y Luisa sonreía, entre
irónica y desolada. Luego le dijo que ya había sucedido otras veces y que,
entonces, por la noche, cuando ella dormía, se despertaba y en la penumbra
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distinguía la figura de la madre sentada a su lado y que le hablaba cosas
incomprensibles y que la acariciaba y tapaba como si fuese una niña. Luisa
sentía miedo de su madre aquellas noches, y su cuerpo se iba arrinconando al
otro lado de la cama separándose de ella hasta que no podía más y le gritaba
que se fuese. Entonces la madre se levantaba de la silla y decía siempre lo
mismo: «Ya me voy, nena, ya me voy. Anda, duerme porque si no papá se
enfadará». Luisa se quedaba temblando, porque su padre había muerto hacía
ya varios años, y a la mañana siguiente no se atrevía ni a mirar a su madre.
¡Las chicas! Tere. Pero Tere no era «las chicas». Tere era la hermana de
Eduardo. Tere sabía mirar a los ojos de una forma distinta.
¡Las chicas!
Estaba llegando a la calle Valladolid, cerca vive la Conchita, y apretó el
paso, me abroncan, hoy me abroncan, hasta rebasar la Plaza de Sans y
meterse por Cruz Cubierta en busca de la boca del Metro.
No le gustaba el Metro y procuraba, cuando salía de casa con tiempo,
subirse a un «50» o a un «33». Demasiada gente en el Metro, a aquellas horas;
una gente que llevaba en el rostro el gesto de un antiguo cansancio, que
despedía un penetrante olor a trabajo, a cálculos económicos complicadísimos
en su sencillez. «Hostafranchs». Volvió la cabeza para ver quién le estaba
metiendo el codo en la cintura y la vieja se apartó un poco, abriendo paso a la
cesta, que llevaba apretada a ella como si temiera que se la robasen. Tenía un
aspecto de perdida resignación la muchacha sentada bajo el anuncio de «Todo
a plazos», como si ella fuese también algo que se vendía a plazos, que a
plazos iba dejando caer su vida en la gran tienda del trabajo, de la excursión
dominguera, del baile apretado y tibio, de la palabra torpe y de la turbia
mirada que fácilmente se transforma en insinuación, en caricia, en sudor… En
la mano, una novela barata con portada de vivos colores en donde un hombre
y una mujer se miran separados por un enorme signo de interrogación. Abrió
el libro y volvió a cerrarlo en el momento en que el tren se detenía. «España».
Tuvo que apretarse ante el nuevo gentío que entre gritos, silencios, empujones
y protestas, pretendía meterse en el vagón. El empleado sacaba la cabeza
mientras con la mano hacía girar la pequeña llave del control de puertas.
—¡Que nos vamos…!
Apenas pudieron cerrarse las puertas automáticas cuando ya penetraban
en el túnel. Ahora le miraba y en sus ojos también estaba escrito «todo a
plazos». Se mojó el dedo índice con saliva y rozó sus pestañas en un vano
intento de hacerlas más largas y suaves. Martín la miraba sonriendo hasta que
la chica, ¡Dios!, ¡Las chicas!, se dio cuenta y abrió de nuevo el libro.
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«Lombrices (Cues). Azúcar del doctor Sastre y Marqués», leyó en el anuncio.
A su lado, dos hombre hablaban.
—Pues yo te digo que ése es el fenómeno del siglo, ¡vaya! Que no hay
quien le haga al toro lo que él les hace.
—Que aquí no se entiende de toros, eso es; que no sabe ni coger el capote,
que torea como una inglesa, fíjate, como una inglesa.
Olor a cansancio y a trabajo, olor a tardes de domingo con los brazos
quietos, sin saber qué hacer con ellos, con aquellas manos que durante una
semana (LUNES, MARTES, MIERCOLES, JUEVES, VIERNES, SÁBADO)
luchaban y sudaban acompasadas y rotas, sucias y abiertas, atrevidas y
fáciles, para que el domingo todo estuviese bien. Y estar bien consistía en
esto: consistía en tenerlas sobre las rodillas, apaciguadas, o tumultuosas en la
carne sacudida por la música. O dejar que sintiesen el mármol en la mesa del
café o, simplemente, tenerlas como guardadas dentro de los bolsillos. Estar
bien era la palabra dicha con calma, sin mirar el reloj. «Rocafort». Estar bien
es saber en qué consiste eso de la vida y de la ciudad; saber que la ciudad es
una catarata de hombres y mujeres con los que se puede hablar, con los que se
debe hablar; saber las cosas que pueden, y deben, tocarse; sentir todos los
lugares que pueden, y deben, verse; conocer todas las cosas que pueden, y
deben, pertenecemos. ¡Qué difícil es estar bien! Olor a humo en los pulmones.
«Por orden gubernativa se prohíbe terminantemente fumar o llevar el cigarro
encendido en el interior de los coches. Los infractores serán sancionados con
la multa de 5 pesetas que se hará efectiva en el acto». Todas las multas se
hacían efectivas en el acto, como la de cinco pesetas por fumar o llevar el
cigarro encendido en el interior de los coches. La vida estaba llena de policías
que iban imponiendo multas a todo el mundo: multa por mirar, multa por
correr, multa por respirar, multa por tocar, multa por querer, por desear, por
reír, por rebelarse, por sudar, por… Multa por vivir, por la sangre nuestra y de
los demás, multa por los ojos secos y los ojos que lloraron, multa por los
incendios y la inundaciones, por las sequías y las nieves, por las lluvias y los
desiertos, por las barracas y los rascacielos, por los cigarrillos encendidos y
los corazones encendidos también; multa por los ladrones y los asesinos, por
los soldados y los barcos, por los marinos y las prostitutas, por los negros y
por los blancos, y los franceses y los chinos y los esquimales. Todo era un
inmenso talonario de multas correspondientes a otros tantos cigarrillos que
despedían el humo que se huele dentro de los pulmones. Olor a Andalucía, a
Cataluña, a Valencia, a Galicia. Olor a fútbol, a toros, a periódico de ayer y
nómina de mañana. Olor a sonrisa de niño y a sangre de hombre.
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—Que mejor te va bajar en Urgel, hombre, que Casanova queda más
cerca de Urgel que de Universidad.
Volviendo la cabeza sobre el hombro, podía ver cómo la estación iba
acercándose: era una boca de luz dentro del túnel, una boca de luz que se iba
engullendo las sombras segundo a segundo, centímetro a centímetro. La chica
se había metido ya dentro del signo de interrogación que separaba al hombre
y a la mujer de la portada. Ya estaba fuera del Metro, ya estaba lejos del túnel,
de Rocafort, de Viernes, de Todo a Plazos. Ahora vivía dentro del signo de
interrogación, ¿quién sabe dónde? Olor a novelas, a cine, a Marlon Brando, a
Nueva York, a barra de bar y a coche con radio. «Urgel». Desde la puerta,
miró sin interés a la muchacha Como haya llegado el jefe, me cascan, hoy me
cascan. Corría por el andén y su pierna se apoyaba con más fuerza en el suelo
haciéndole dar pequeños y ridículos saltos. Se metía el tren en el túnel, como
un gusano de luz en una caja cerrada de cartón.
Caminó hasta Sepúlveda, eso, agua encima, y bajo los balcones siguió
hasta Villarroel. El rótulo del taller, humedecido por la lluvia, casi brillaba en
la mañana gris y plomiza.
—Anda, que se te han pegado las sábanas, ¿eh?…
—Calla, hombre, una vomitona terrible sin ton ni son que…
Ya estaba delante de Emilio, el dueño del taller, con sus ojos eternamente
apagados y secos, sin comunicación.
—Lo siento, pero me encontré bastante mal esta madrugada.
—¿Ya estás bien?
Le hablaba moviendo la colilla entre los labios mientras se limpiaba las
manos en un manojo de trapos, negros de aceite seco.
—Algo que me sentó mal, digo yo.
—De melindres estáis hechos vosotros, de melindres. Hala, que aquí hay
faena Cuida ahora de aquellas baterías, que deben de estar al caer. Luego te
juntas al Manolo y a ver si para el mediodía me dejáis listo ese «Austin» que
tiene más años que la pera.
Buena persona el Emilio. Se lo tragaba todo y quería a «sus» chicos como
si de verdad lo fueran. Había algo roto en su vida, pero nadie sabía con
certeza de qué se trataba. Unos decían que si su padre estuvo a punto de
matarle, otros que estaba casado y que la mujer le había dejado porque fueron
al médico y les dijo que si no tenían hijos era por él, que son cosas que debían
saberse antes de ligarse para toda la vida… Nadie sabía nada del dueño del
taller, pero lo cierto es que era una buena persona y de su secreto, si es que lo
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tenía realmente, sólo le quedaba esa triste expresión de los ojos sin expresión
y sin brillo, como si les hubiesen pasado una gamuza empapada de alcohol.
Atravesado bajo un «Seat», Rafael sacaba la cabeza para guiñarle, un ojo.
—Salud, compadre.
—Que esta noche no sé qué me ha sentado mal…
—Sí, señor, lo que usted mande… Eso díselo al tigre, futbolista.
Seis baterías cargándose en cadena. Emilio se acercó a la puerta a tirar la
colilla, que fue a caer en el borde de un minúsculo charco de agua. Emilio la
contempló atentamente, esperando que el papel se deshiciese despacio. Miró
al cielo pálido y monótono, y entró de nuevo en el taller.
«Triunfo». La muchacha salió a la luz de la calle, de la ciudad, de la vida.
En aquella luz sin interrogantes destacaban con fuerza el hombre y la mujer
de la portada del libro.
Martín se acordó de Luisa; a la tarde diré que me encuentro peor y saldré
antes, pensó, y sintió seca la boca y tuvo ganas de fumar.
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—¿A cuánto?
—Como siempre: dos y cuarto.
Eulogio miraba a la Plaza de Toros.
—Me parece que va a llover.
—La delantera pierde un poco; para mí que es la válvula. Se mojó el dedo
índice con saliva y lo aplicó a la válvula. —No, pues no pierde por aquí;
habrá que echarle un vistazo a la cámara.
El coche se deslizaba lento por el asfalto al entrar en la Avenida de José
Antonio. No sé qué me pasa de un tiempo a esta parte, que prefiero empezar
en Cataluña. Calvo Sotelo no está mal, pero ahí, se levantan tarde; en Calvo
Sotelo nada más viven señoritos, bueno, y pingas, que las hay como para
quedarse a veranear…
Estaba cerca de Rocafort cuando comenzó a caer una lluvia fina, que de
no ser por el cristal del parabrisas ni la hubiese notado. El «Renault» pareció
sentirla también y aceleró imperceptiblemente, saludando la presencia del
agua, que significaba trabajo seguro. Le gustaba levantarse temprano a
Eulogio, le gustaba porque las calles se transformaban en algo pacífico y casi
silencioso. Con la lluvia, pequeña y limpia, las calles brillaban levemente.
Daba gusto conducir así, sin prisas, sabiendo que tenía una jornada entera por
delante y pudiendo mirar a las calles; mirarlas complaciéndose en ellas antes
de las nueve de la mañana. Le gustaban las calles y le gustaba su oficio. Y es
lo que yo digo, no se cansaba de repetir, la vida se aprende tratando a la
gente; viéndola entrar y salir, viéndola correr de un lado para otro. Cuando iba
de paseo con Mercedes o con Eugenio, siempre le decían que corriese más,
que iba demasiado despacio. ¡Ay!, hijo, bastante que corro durante el día en el
taxi; cuando camino, despacito y saboreando cada paso.
Era curioso ver cómo la vida experimentaba un crecimiento segundo a
segundo; casi de manzana en manzana podía notar que la luz era distinta y
que las gentes se acompasaban a su ritmo. En la ciudad cada hora tiene su
sentido, su luz, su prisa. Una tras otra eran servidas por él con toda
meticulosidad. Un raro oficio el suyo: correr para los demás, acompasar su
lentitud a la prisa de los otros y servir despacio, ejecutando cada movimiento
con lentitud porque la prisa se producía igual y con ella su consecuencia y su
origen. El semáforo de Urgel no funcionaba todavía y sólo un destello
amarillo, opaco, como la caricatura de un faro, se iluminaba donde al cabo de
unos minutos empezaría el continuo perseguirse de los colores: verde,
amarillo, rojo… Los semáforos dejaban en sus nervios una impresión de
sosiego, de seguridad, de protección para él y para los demás.
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A la Universidad iban llegando estudiantes con cara de sueño y libros bajo
el brazo. Para Eulogio era la Universidad como una provocación y, cuando
pasaba ante ella, inmediatamente le empujaba el pensamiento de que aquella
mole era un símbolo de la injusticia de la sociedad. Eulogio tenía un concepto
elemental y a veces desesperado de la injusticia entre los hombres. Cuando lo
de la pierna de Martín, se lo confesó a su mujer: «A mí me hubiese gustado
que se hiciera médico o catedrático, por ejemplo». Luego se esperanzó: «Si le
toca uno de los nuevos a don Ricardo y me deja éste, entonces le haremos
estudiar al Eugenio».
Nunca podía acordarse de uno solo de sus hijos; si cualquiera de éstos
llegaba hasta su pensamiento, en seguida le seguía el recuerdo de los demás y
el recuerdo le alegraba dentro de una escondida y apenas confesada
preocupación por el destino de todos. Eulogio, cuando nació Martín, se lo dijo
a su cuñado: «Chico, puedes creerlo, no lo veo como a un hijo mío. Lo que
me asusta es pensar que es un nuevo hombre, ¿sabes?, un nuevo hombre con
toda la vida por delante».
Levantaba los ojos al cielo, esto va a quedar en agua de borrajas, al pasar
delante del «Heidelberg» y, en Balmes, tuvo que detenerse porque ya
funcionaban los semáforos. Pensó que había ido demasiado despacio y
arrancó casi con brusquedad, acelerando como si de aquellos cien metros
dependiese el trabajo del día. Demasiado despacio, he venido demasiado
despacio, y se colocó en quinto lugar, frente por frente del Cinema
«Cataluña», que jamás comprendió por qué se llamaba así cuando todo el
mundo decía Cine. El sol intentaba abrirse paso detrás de los bloques de
casas, Bancos, que quedaban al otro lado de la Plaza, mientras aquel inicio de
lluvia era apenas una húmeda huella que se secaba rápidamente en las calles.
«El motín del Caine» y «Leyenda de una voz», leyó en los grandes plafones
del Cinema «Cataluña». La gente se apresuraba hacia la Ronda de la
Universidad y hacia las Ramblas y Pelayo. El primero de la fila salió, dando
la vuelta, para meterse después por Vergara, y Eulogio hizo avanzar unos
metros el coche. Dejó la portezuela abierta y se acercó al grupo de taxistas
que estaban de charla junto al teléfono de la Compañía de Tranvías.
—¿Qué hay?
—Parecía que íbamos a tener lluvia, pero…
—Bueno, otro día será.
—Claro, tú, como tienes el «pato» no hay preocupación; servicio seguro.
—Anda, no empecemos con esto. Si fuera mío aún podrías hablar…
—Y las propinas, ¿qué?
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—¡Vamos! No me hagas reír, que estoy de mal café esta mañana… Pues
sí que está la gente como para hacerme rico con las propinas…
Pero ya se iba corriendo porque el «pato» era el primero y una mujer con
un gran paquete intentaba abrir la portezuela. Le conocía desde tres o cuatro
años atrás; era joven y soltero. Para él, con «Citroen» o con «Ford» del año la
nana, no había problema. Si tuviera tres hijos como yo…
—Si tuviera tres hijos como yo, no diría lo mismo.
—¡No te quejes, hombre! Total, en un par de años, de seguir así, y más
con los «Seat» que dicen van a poner como taxis, todos con «haiga» y vuelta
a empezar: el mismo servicio para todos.
—Pero así será más justo, como antes. A mí es que todo lo que no sea
justo, me revuelve.
—Anda, toma un pito y que se te pase la rabia.
—Si no es rabia; uno ha estado trabajando año tras año y de pronto,
porque ha habido suerte en un numerito, ¡hala!, a gibarse los demás. Porque
no me diréis que os gusta que, estando en la parada, ya podéis dormir
tranquilos mientras haya uno de los nuevos. Lo que es a vosotros no hay
quien os diga esta boca es mía.
Intentaba parecer disgustado, pero detrás de las palabras surgían los
pensamientos y en ellos su verdad: Menuda sorpresa os vais a llevar si un día
os digo que el «Renault» es mío. Al fin y a la postre de los que aquí estamos
ninguno trabaja para él mismo. Ya pueden entonces echarme «haigas» de
trinca, que ya le sacaré el jugo a este cacharro. La grande iba yo a armar…
Se oían las campanas de Santa Ana dando las nueve mientras unos rayos
de sol subían por las Ramblas para estrellarse en la esquina del Banco de
Bilbao. Allí parecían detenerse un instante para luego proseguir el camino
ciudad arriba. En unos segundos cambió el aspecto de la Plaza de Cataluña
que se vio de repente rota, inundada de luz, abierta ya en la mañana.
Hablaba con sus compañeros y se estaba viendo fumar, saboreando el
humo, aunque de cuando en cuando un golpe de tos le viniese de abajo arriba
como una corriente de cosquillas en la garganta. Esto de verse a sí mismo le
empezó a ocurrir cinco años antes: estaba delante de un escaparate,
estacionado mientras esperaba a un pasajero, y de pronto se vio; fue como un
relámpago, y Eulogio desde afuera veía a Eulogio sentado al volante y
procurando distinguir los objetos de plata de la joyería. Al principio se rió con
ganas, pero después, como si aquello fuese un juego mágico y prohibido, fue
inquietándose conforme la sensación se hacía más fuerte. Comenzó un
encadenamiento de imágenes que estuvo a punto de marearle: surgía un
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Eulogio detrás de otro Eulogio, y aquél miraba a éste y éste a otro y a otro y a
otro… Era parecido a cuando se colocan dos espejos de frente; una cadena de
Eulogios sentados al volante de un «Renault» matrícula de Valencia. Se
restregó los párpados con fuerza y se asustó. El pasajero le sacó de su
nerviosismo: «Ahora vamos a la Plaza de Tetuán».
Desde aquel día le fue sucediendo cada vez con más frecuencia y hasta
pensó en decírselo a su mujer —¿si será el tabaco?— pero no lo hizo por
temor a que lo tomase en serio y le obligara a ir al médico. En seguida voy yo
a contarle una fábula como ésta a un médico… ¡vamos! Ahora no pasaba día
sin que le ocurriera, y se había acostumbrado de tal modo que hasta se
divertía viéndose a sí mismo. «Era como estar fuera, o sentado en un cine y
viendo una película en la que el protagonista es uno mismo —le confesó a
don Ricardo— porque lo bueno es que jamás me veo cuando conduzco; sólo
cuando estoy parado, o en casa, o charlando con los compañeros».
Se acercó otro taxista al grupo. Ninguno le conocía.
—Buenos días, amigos.
Y empezó a hablar como si tuviera prisa, sin darles tiempo a que
correspondiesen debidamente a su saludo:
—Ustedes no me conocen, claro, ni yo a ustedes. Es que he estado de
particular en Barcelona diez años y ahora los señores han tenido que venderse
el coche. Parece —y guiñó el ojo— que una rubia se comió la despensa del
amo. He intentado otra colocación igual, porque como particular no hay nada
para un chófer, eso lo saben ustedes y lo sé yo, pero me salió esto y aquí
estoy. Me llamo Valentín Porqueras y ésta es mi mano.
Era una mano nerviosa y dura que les iba tendiendo uno a uno mientras se
presentaban.
—Enrique Puiggrós.
—Tanto gusto.
—Sebastián Ramírez.
—Tanto gusto.
—Eulogio Bonastre.
—Tanto gusto. Si les parece, nos hablaremos de tú, ya que somos
compañeros… ¿eh?, ¿qué decís?
Y comenzaba ya el tuteo. Era un hombre delgado y fino en los ademanes.
Se notaba que había estado de particular en casa de ricos. Sus ojos eran
pequeños y rápidos al mirar, como si temiese que las imágenes fueran a
escapársele.
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—¿Queréis fumar? —Les tendió un paquete de «Camel»—. ¿O es que no
fumáis americano?
—Venga.
—Yo lo fumo todo.
—¿Y para quién trabajas?
—Un tío que tiene más dinero que nadie. Cuatro taxis; uno para cada hijo,
y esto sin contar la agencia de transportes, que vale un riñón. No vayáis a
creeros, un tío con toda la capacidad y la inteligencia precisa para hacer
«rodar» un negocio.
Se reía de su propio chiste mirándolos a todos con aire de ser más que
ellos. Se hizo un silencio y todos se sintieron cohibidos. Con el rabillo del ojo
vio, por la esquina de Vergara, salir a un hombre con seguro aspecto de
buscar un taxi. Vaciló unos segundos y, por fin, se fue acercando a los coches.
Los demás también se dieron cuenta y con disimulo observaban. Se paró
delante del «Renault» y Eulogio, tirando el cigarrillo, se dirigió al taxi cuando
el cliente ya estaba dudando si entrar en el de más atrás, en el de Valentín
Porqueras.
—Adiós…
Iba a subir al coche cuando se acordó:
—Y encantado, ¿eh?
Con el ademán maquinal de siempre, quitó el «Libre» y bajó la bandera
del taxímetro. Volvió la cabeza mientras pulsaba el demarré.
—A la calle Vilafranca.
—Eso es por la plaza Rovira, ¿no?
—Sí, muy cerca.
El V. 16.474 S.P. arrancó alegremente, porque siempre era alegre hacer el
primer servicio que se convertía en la afirmación del trabajo, de una nueva
continuidad que se encadenaba a toda su vida pasada y a una serie
interminable de ilusiones futuras y luminosas.
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que pronto debería levantarse, pero a Mercedes le gustaban estos últimos
minutos tibios y cómodos en el recorrer la cama con las piernas, ocupando
totalmente un espacio que antes era insuficiente porque el cuerpo de su
marido lo llenaba. Este tosía otra vez.
—Tienes que ir al médico, Eulogio. Esa tos…
Apagaba la luz eléctrica, pero la habitación ya no quedaba a oscuras: por
las rendijas de los postigos llegaban tímidas y blandas las primeras luces de la
mañana. Qué bien se está ahora… No puedo quedarme mucho rato. Luego
todo son prisas… Martín ha vuelto tarde esta noche, Elena… Y el sueño se
acercaba, seguro, dominante, a su cuerpo y la invadía dulcemente, rodeándola
de una caricia interminable, de un sopor lejano y piadoso. Sin reconocerla
apenas, la voz de Eulogio brotó oscura en el comedor:
—¡Martín! Que son cerca de las siete y media. ¡Vamos, despabila, que
para luego es tarde!
Para luego…, para luego… El cuerpo extendido sabiamente sobre el
lecho, acogiéndose al suave contacto de las sábanas, y la respiración
profunda, fatigosa; el postrer escape librado al tiempo, robado a la vida,
perdido en la seguridad de la inconsciencia, pero detrás, un nerviosismo que
hace apretar los ojos en la resistencia, inútil ya, de unos minutos.
La despertó como un sobresalto el sonido del claxon del taxi de Eulogio
casi al mismo tiempo en que se unía a aquél, coordinado en el misterio, el
ruido de la puerta al cerrarse. Martín, es Martín que se marcha al taller…
Abrió los ojos al extender la mano sobre su cabeza, ya deben ser cerca de
las ocho, y el pequeño resorte hizo el milagro de la luz derramándose por la
habitación que diariamente, durante unos segundos, contemplaba con
curiosidad, detallando cada mueble, cada porción de pintura, comprobando
que todo seguía igual que la noche antes, que la semana, que el año antes, que
los recuerdos antes…
Las ocho y cinco; se le ha hecho tarde a Martín. Eso de salir después de
cenar… Comenzó a vestirse y el contacto con las ropas acabó de despertarla a
una realidad cotidiana, querida y firme. Vacilante aún, entró en el comedor y
sus ojos detuvieron la mirada sobre el calendario y luego se posaron sobre la
mesa donde, invariablemente, estaba el tazón en que Eulogio había tomado su
desayuno. Mientras llevaba la taza a la cocina se acercó a la puerta:
—¡Elena! ¡Levántate, que a Martín se le ha hecho tarde y ya han dado las
ocho!
Abrió de par en par los postigos de la ventana.
—¿Qué hace éste? ¿Duerme todavía?
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—Se pasa la noche soñando. Por lo visto tiene pesadillas.
Se acercó a la cama turca que estaba al lado de la cama de Elena: Eugenio
dormía encogido entre las sábanas. Era distinto a sus hermanos, y el rubio de
los cabellos, revueltos y libres, caía sobre la cicatriz de la frente, que
Mercedes no podía ver sin que el recuerdo de aquella tarde le llegase rápido y
cortante. Entonces su mano acariciaba la cabeza de Eugenio y tapaba la
cicatriz en un deseo antiguo e imposible.
—Le dejaremos dormir un poco más… Da pena llevarlo al colegio tan
temprano.
Elena ya estaba lavándose en la cocina y la madre, desde el comedor,
contemplaba la silueta de su cuerpo joven, crecido aprisa, haciéndose mujer
aprisa, codiciado ya aun antes de formarse por completo. La madre, sin darse
cuenta, decía:
—Si sólo tiene diecisiete años, Señor; si todavía es una nena…
En la cocina, la hija tarareaba la melodía de Candilejas con una voz
dulzona y triste que se interrumpía ahora bruscamente. Secándose con una
toalla azul cruzó el comedor, ¿por qué me mirará así?, y entró corriendo en la
habitación, buscando, nerviosa, la ropa para vestirse. Se apretaba el jersey
estirándolo hacia la cintura para que resaltase el pecho —tuve suerte en
poderme comprar este jersey en la liquidación. Si no fuese porque me dicen
que si se me ha pegado el color del taxi de papá…—, que le brotaba altivo y
firme, provocador y cálido.
—Pero, ¿qué haces ahí sentada?
—Estaba pensando en tu padre. Tose cada vez más y yo creo que debería
ir a un médico a que le echase los rayos… La tisis empieza tosiendo y yo
siempre he tenido miedo de esa enfermedad. Allá, en Valencia, se murió un
primo mío en menos de lo que canta un gallo y…
—¡Anda! ¿Y tú crees que porque tosa un poco ya…? ¡Vamos, mamá, que
pareces andaluza…!
—No, si yo no digo que tu padre…, pero me gustaría que le viese un
médico.
—Bueno, pues que vaya un día al Seguro y que le miren con rayos, y así
te quedas tranquila.
Sobre la mesa ya estaba preparado el vaso de leche fría, y Elena la bebió
de un tirón.
—Un día te hará daño bebería tan deprisa. ¿No quieres llevarte algo para
luego?
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Ya estaba junto a la puerta y su cabeza, maja sí es esta hija, Señor, se
volvió sonriendo.
—Adiós, mamá.
La puerta cerrada y Mercedes se quedó quieta un momento, mirándola,
sintiendo todavía la presencia tras ella.
—Bueno…, ¡a la faena!
Sus manos, anchas, seguras, hechas al trabajo y a la caricia, ordenaron el
cabello, cada día tengo más canas, revuelto y confuso entre los dedos.
Terminaba de lavar las tazas cuando Eugenio se despertó.
—¡Mamá!
—Voy…
—Mamá, Elena se ha marchado y sin decirme adiós.
—Ya voy…
Era hermoso vestir al pequeño: era encontrar otra vez unos años llenos de
alegría y promesas, cuando Martín era el único hijo y Eulogio estaba todavía
en los camiones.
Eugenio apoyaba la cabeza y se movía alegre entre los brazos.
—Estáte quieto, que no puedo vestirte…
Sí, era bueno y querido vestir al pequeño, como una alegría renovándose
diariamente: los calcetines, las botas de cuero crudo, los pantalones con
tirantes de ropa, el jersey azul de lana… Y, luego, lavar aquella cara siempre
sucia y siempre risueña.
—Estáte quieto…
Y las manos, sin querer, vestían y acariciaban, oprimían y besaban,
silenciosas, rápidas y continuas.
—Llegarás tarde al colegio…
—Me castigarán…
—Dices que mamá no ha podido acompañarte antes, y verás como no te
castigan.
—El año pasado castigaron a un nene porque no sabe leer.
Cuando recordaba algo decía «el año pasado» y en aquellas palabras se
encerraba todo su concepto del tiempo, de lo que había transcurrido ya, de lo
que no era presente porque el presente y el futuro eran una misma cosa llena
de posibilidades y risas, de sorpresas y juegos.
—Pues a mí me ha dicho la señoritamaestra que si soy bueno me dará un
caramelo… ¡éeeeelis… éeeeelis…!
—¡Qué bien! ¿Le guardarás un poquito a mamá?
—Pero a Juan no, ¿verdad?
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No, a mamá nada más. Anda, ven a desayunarte…
Y limpiar la boca pequeña y rosada, y volver a echar sobre la frente un
mechón rubio y claro que tape la cicatriz, y envolver el pan y el chocolate, y
evitar y conceder la caricia última, y poseer la mano entre las manos y sentir
un nuevo y misterioso latido en la palma y apretar entonces y comprender que
una y otra son lo mismo, que en ellas alienta algo tremendo y poderoso que
une y separa, que se rasga y se penetra, que huye y se aproxima. Y luego la
escalera y el portalón a la calle.
—¡Eugenio! ¡Ven aquí! ¡No corras!
Y Eugenio, sin querer oír la voz, corriendo Galileo arriba, en nacimiento
de fuerzas, de vida, de calle, de nombres de niños como él, de gatos y de
perros, de circo y A.B.C., de caramelos y señoritamaestra, de Tom y Jerry y
Caperucita, de taxis como el del padre, y de indios y soldados, de balones de
fútbol y globos en el cielo. Corría Eugenio y la madre, tras él, le miraba
intranquila y satisfecha de esta desobediencia, vigilante y orgullosa de aquel
niño, aquel hombre apenas nacido y que ya sentía sobre sí brotar la
independencia como algo sagrado y prohibido, como algo venturoso y noble
que era un juego grande, inmenso, ilimitado siempre y vivo.
—¡Eugenio!
Y la voz era una promesa en el mañana y una soledad en el pasado.
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aquel detenerse era únicamente un pretexto para mirarse una vez más y
ajustar el cabello y tensar el jersey, hoy tendremos otra vez chunga con el
color del jersey, y ver en el reflejo del cristal el brillo joven y provocativo de
sus labios. Se los volvió a humedecer levemente y en seguida le vino el
recuerdo de Vicente, su novio, si en casa se enterasen de que tengo novio…,
mecánico en La España Industrial y tres años mayor que ella.
Aquellos «tres» eran para Elena la fe de hombría de Vicente. Le conoció
poco antes, en la calle; él la había mirado sonriendo en el momento en que
salía del taller y luego, cada tarde, la esperaba sin pretender hablarle. Se sintió
halagada y se lo dijo a Emy y a Juanita y a Herminia. Cuando faltaba poco
para las siete y media, cualquiera de ellas le decía: «Ese ya no estará hoy,
como si lo viera. Chica, se va a cansar de tanto mirarte». Y a ella le dolía, se
rebelaba en su interior, y contestaba: «Bueno, para lo que me importa…».
Pero le importaba, empezaba a sentir a aquel hombre joven como algo suyo,
como algo que nos pertenece, sin palabras, casi sin miradas. Luego, a la
salida, su corazón y los ojos buscaban hasta que le veía, tranquilo, sonriendo,
frente a la puerta del taller.
—Pues, hija, eres tonta. Si te gusta, dale pie.
—Pero, ¿qué queréis vosotras que yo haga si él no se arranca?
—Tú, sonríele bien claro y has de ver…
—Además, si siempre salimos juntas como si fuésemos siamesas…
Por eso no te preocupes, reina… ¡Mírala! Cualquiera diría que queremos
pisarte la conquista.
No, si yo no lo digo con intención…
Salió la última, despacio, y apenas le vio le sonrió con miedo y con
coquetería. En vez de ir hacia la calle de Sans, siguió por Guadiana hacia la
de Gavá. Él vaciló un momento y luego fue tras ella.
Lo recordaba ahora y tenía sus palabras prendidas del oído como unos
pendientes luminosos y acariciadores. A los pocos días ya no hacía otra cosa
que pensar en él y mirar el reloj del taller esperando, con una impaciencia
asustada y vehemente, el instante de salir y encontrarle. El domingo fueron a
bailar y las manos de él presionaron suaves y lentas en su cuerpo. Tenía una
voz grave y tersa y cuando hablaba miraba siempre a los ojos. Comenzaron a
descubrirse, a saberse, a preguntar esas cosas que parece imposible no
conocer ya antes de que hayan sido dichas. Las pequeñas cosas que acercan y
separan, las grandes maravillas de los recuerdos, de las realidades, de los
proyectos. Todo el mundo se convirtió en un espejo que los reflejaba. Luego
vino el cuerpo y la caricia, el beso y la ansiedad. Vicente se acercaba a ella
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cada día con más fuerza, con más decisión en sus manos y en sus labios.
Elena se sentía crecer y el miedo fue pronto vencido en la ternura y el amor.
Los sábados por la tarde iban al cine, y la oscuridad les brindaba un sopor, un
alejamiento confiado e irresponsable. Al regresar a casa fueron conociendo
las calles menos transitadas y de poca iluminación. Se apretaban el uno al otro
y las palabras eran cálidas y las manos se fusionaban en heridas y en sosiegos
hasta que ella se separaba con energía: «Vamos, chico, di que si yo no te
paro…». Pero toda la sangre le bullía en el cuerpo anunciándole su
vencimiento, su alta y segura culminación.
A Elena le gustaba bailar, pero los domingos por la tarde, cuando se
abrazaba a él, bailar se convertía en la silenciosa y pequeña batalla de dos
cuerpos jóvenes que se buscan y se comprenden. Luego, para Navidad, la
madre quiso que comulgara y una gran ansiedad fue invadiéndola cada tarde
pensando en lo que le diría al confesor. De la religión tenía Elena una idea
elemental y sin complicaciones; pero, dentro de ella, comprendía que los
arrebatos con su novio eran algo escondido y difícil de confesar. Luego se
sintió más tranquila y le habló con fingida seriedad que él rechazó entre
bromas y sonriendo. Para Vicente, la religión, Dios, eran cosas para mujeres.
«Si Dios existiese…». Se reía de ella y de sus graves palabras, y ella acabó
riéndose también. Aquella tarde se besaron, y Elena comprendió que algo
empezaba a romperse entre ella y su novio, como al cruzar una calle y
encontrarnos que nos hemos vuelto a equivocar de acera. Empezó a dejar de
oír misa los domingos. Antes se levantaba temprano y luego se encontraba
con Vicente. Ahora… una tarde, cuando Vicente tuvo por unos días que hacer
el turno de noche y comenzaba a las seis en La España Industrial, entro en
una iglesia sin saber por qué y allí estuvo un rato sin pensar en nada. Vio a
una mujer joven como ella que se acercaba al confesonario y cómo, al
levantarse, su cara se había transformado en algo sereno y limpio. Sintió una
extraña vergüenza y salió entristecida de la iglesia. Los hombres, en la calle,
le decían piropos, y la calle recobró de nuevo su naturalidad; una naturalidad
que durante unos segundos, al salir del templo, había cambiado súbita y
silenciosamente. Y ya no quiso entrar en la iglesia. Los domingos, al pasar
por delante de algún templo, sentía una leve comezón y entonces bromeaba
con Vicente y alzaba la voz y se reía y apretaba el brazo de su novio, como si
en él estuviese toda la fuerza y toda la necesidad. Poco a poco, fueron
olvidándose todos sus escrúpulos y ahora el único temor que tenía era el de no
saber resistir al ímpetu y a la voluntad de su cuerpo.
¿Qué, chavala, te han dado fiesta hoy?
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—No, chico, ¿por qué?
Porque si no avías un poco, me parece que a las nueve estás todavía en las
nubes.
—¿Tan tarde es?
Apretaron el paso. Antoñito trabajaba con ella en la fábrica de cajas de
cartón y vivía cerca de la calle Galileo. Algún día se encontraban y llegaban
juntos al taller. Al principio, a Elena le molestaba porque él se iba insinuando,
pero se había hecho medio novio de otra de las chicas y desde entonces eran
unos buenos amigos, con ese concepto tan simple que los jóvenes de
diecisiete años tienen de la amistad. Al encontrarse con él, Elena volvía al
trabajo. No le gustaba el taller, pequeño y mal iluminado, pero era una hábil
operaría y se ganaba un buen jornal. Cuando Vicente hacía el turno de noche
y no podía ir a buscarla, a veces se quedaba a terminar un montaje de cajas
que corriera prisa y se ganaba unas pesetas haciendo horas extraordinarias.
A Elena esa denominación de «horas extraordinarias» le divertía mucho
desde que el Nanu le dijo que todas las horas en que se trabajaba eran
extraordinarias porque lo normal, lo fetén, es no trabajar ninguna. Un día
Martín le presentó al Nanu y ella se rió de la presentación.
—¡Ahí va, qué nombre*.
Él la miró desde dentro, con unos ojos que producían desasosiego y daban
al mismo tiempo confianza.
—Bueno, su hermano y los amigos me llaman así. Y ya me he
acostumbrado. Al fin y al cabo, todos somos distintos a lo que parecemos. Así
que, aunque uno tenga otro nombre…
Varias veces le había encontrado en las calles del barrio y entonces se
detenía a charlar un poco, porque el Nanu siempre decía cosas extrañas y
divertidas. Con tal de no mirarle a los ojos, las cosas iban bien. Si le miraban
a los ojos, el Nanu bajaba la voz y hablaba de forma distinta, hasta que de
pronto desviaba la mirada y se ponía a silbar o daba unos pasos de baile
alejándose al mismo tiempo. Era una misteriosa habilidad la que se
desprendía de su cuerpo para moverse, para alejarse dando la impresión de
que, en vez de ello, se acercaba. A Elena le era simpático el amigo de su
hermano. Se daba cuenta de que le gustaba, pero eso le ocurría con casi todos
los muchachos que conocía y era una baza más que ella jugaba para irse
considerando algo importante que, algún día, se iba a resolver en triunfos y
esplendor. Elena soñaba en una posición de privilegio y cuando pasaban
frente a ella coches en los que iba una mujer elegante, siempre pensaba como
algo natural que un día también iría ella en un coche así. A veces, con Emy u
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otra amiga, se iban a pasear por el Paseo de Gracia o la Diagonal, y entonces
pararse en los escaparates, ver el lujo de los restaurantes y de las cafeterías o
de los bares de la plaza de Calvo Sotelo era una amarga diversión en la que se
mezclaban la envidia, la timidez y el desprecio. Sólo entonces se sentía menos
segura de alcanzar todo aquello que ante sus ojos palpitaba de una vida
distinta, que intuía como algo asombroso y feliz. En ocasiones también los
hombres la piropeaban en aquellos lugares y ella apretaba el paso temerosa de
que intentasen hablarle, porque estaba segura de que, aunque quisiera, no
podría pronunciar una palabra. Sí, Vicente era tan sólo mecánico,
especializado eso sí, y que ganaba un buen jornal, pero mecánico, y era difícil
que por sus medios alcanzase una posición mejor. Secretamente jugaban los
dos a la lotería y así de vez en cuando, poseían unos días maravillosos en los
que estaban seguros de que al cabo de unas horas sus vidas iban a
transformarse. Pero sus vidas seguían siempre igual, entre esperanzas y
desilusiones, entre máquinas y besos, entre películas americanas —chica, las
que más me gustan son las americanas, las españolas no se pueden ni oler—,
y baile en «La mariposa», «La pape» como llamaban en el barrio a la sala de
baile, o en «Bahía», o en el centro recreativo de la calle del Párroco Triado.
La casa era una parte de otro mundo, un mundo que no variaba nunca y en
el que estaban el padre, la madre, Martín y el pequeño con sus extrañas
palabras en la noche, cuando soñaba. Esto no podía variar nunca. Elena quería
a los suyos como algo que tampoco nunca podría dejar de ser igual. Con
quien se sentía más unida era con Martín. Cuando tuvo que dejar el fútbol, la
que más se disgustó fue ella. Con él en el Sans, las amigas y los chicos la
rodeaban como si fuese una parte de aquel pequeño dios de barrio que era el
hermano. El verano anterior, un domingo, Martín la llevó con sus amigos y
amigas de excursión. Fueron a Gavá, a bañarse, y allí, ante las miradas de
todos, se dio cuenta de que se había transformado y que ya era una mujer que
los hombres deseaban. Martín tuvo unas palabras con uno de los chicos y por
poco llegan a las manos por su causa. Esto la halagó; se sintió orgullosa de su
hermano, pero también del otro muchacho, que, por lo visto, se había
permitido una frase demasiado clara sobre sus altas y robustas piernas.
—Pues, hija, parece que te hayas vuelto muda; ¿es que te ocurre algo?
—No, es que hoy no tengo ganas de hablar.
—Bueno, pues no hablemos.
Llegaban ya a la esquina de Guadiana y al pasar delante de la vaquería
vieron que ya eran las nueve y, como puestos de acuerdo, echaron a correr,
alegres y jóvenes, hasta el taller, «Fábrica de cajas», que con su puerta
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estrecha y anónima les brindaba otro día de trabajo, de ilusiones, de miradas,
de pequeños triunfos y derrotas. Otro día nuevo para ser gastado, quemado
con prisas, con impaciencia por llegar al otro y al otro, y al sábado y al
domingo, y luego vuelta a empezar y llegar al otro sábado, al otro domingo,
en una cadena interminable donde las etapas se iban alcanzando y dejando
atrás como algo inservible que ya había cumplido su misión en las horas del
cine o del baile, o de la novela, o del contacto invasor y enérgico de las manos
y de los labios.
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alegría, las letras y la pizarra, los árboles del patio y las ventanas que daban a
la calle. Aquellas ventanas eran también un tesoro inacabable para los niños
del Grupo Escolar. Las ventanas los unían a la calle, a la libertad, al salto y al
empujón. A veces, la maestra también se acercaba a las ventanas y miraba
hacia arriba, hacia las ramas de los altos plátanos, y en ocasiones, estando
junto a la ventana, sonreía acariciando algo que sólo ella podía ver. Pero los
niños llegaban más alto aún que sus miradas y descubrían todo un horizonte
de brujas y de enanos, de gorilas y de palomas. Los niños… Ellos
comprendían mejor a la señorita maestra, ellos notaban cuando, al llegar la
primavera, ella se ponía vestidos más claros y a veces una blusa blanca.
Entonces era posible gritar un poco en clase y tirar bolas de papel a Luis
Surós y a Miguelito Ramírez y a Renato Miralle y a las niñas… Las niñas…
Ellas los cogían de la mano, estirando sus brazos mansamente; ellas corrían
con delicadeza junto a los árboles del patio; ellas lloraban en seguida si uno
de ellos les daba un empujón y caían al suelo, asombradas y tristes. Las niñas
tenían todas la voz como la madre. A ellos se les hinchaba la garganta al
llamarlas «tonta» y luego les daban pedacitos de lápiz o de ramas, o cromos
con muñecas. Un día se acercaba Rosita, o Emilín, o Monserrat, y les decía:
«Hoy tengo cinco años». Y reían las palabras porque era la aventura mayor de
todas el sentir las palabras y maravillarse al comprenderlas. En el patio, a la
hora del recreo, sucedían las más milagrosas escenas. Ellos eran generales y
médicos, inyecciones y botellas de alcohol, ellos eran camellos y Reyes
Magos, pelotas y colores. Las niñas jugaban y corrían, y ellos se separaban de
ellas para correr y jugar de una forma distinta, llena de diminutas violencias,
de sudor y golpe en los brazos, de ver de pronto una hormiga y llamarlos a
todos y entonces quedar en cuclillas observando y trenzando en seguida su
fabulosa historia de casas bajo tierra, como les había explicado la
señoritamaestra.
—Ya voy…
Con frecuencia le preguntaban, mientras le señalaban la frente, qué era
aquella línea blanca que tenía de arriba abajo. Entonces él hacía un esfuerzo
por recordar y decir: «Una vez choqué con un coche». Y todos le miraban
como a un héroe al que se le debe respeto y sumisión.
Luego, tímidamente, alargaban la mano y un dedo recorría despacio la
línea de la cicatriz buscando, aún allí, el coche y la sangre. Eugenio apenas
podía acordarse: sólo un aturdimiento y un grito le habían quedado en su
naciente memoria; pero, a fuerza de decirlo, él podía ver el coche acercándose
y a él mismo corriendo en el arroyo y oír el frenazo del automóvil y oír los
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gritos de la gente y sentir el calor de su sangre rodándole por las mejillas y
cegándole los ojos. Eugenio tenía, como todos los niños, un terror indefinido
por la sangre, que siempre iba unida a un sentido de valentía y de riesgo. Si
alguno de ellos se hacía un rasguño del que brotaban unas gotas de sangre, los
demás, con miedo, pero con placer, tocaban la pequeña herida y luego
miraban su dedo con la leve mancha que en seguida se oscurecía y alejaba.
Por eso cuando un día la maestra, la señoritamaestra, le preguntó en clase qué
era la cicatriz de la frente, antes de decir lo del atropello exclamó, lleno de
orgullo: «Tuve mucha sangre».
Ahora le vestía la madre y él se hacía el remolón, manoseando, echándose
atrás, dando un salto rápido o encogiéndose.
—Estáte quieto, que no puedo vestirte…
Sí, era algo bueno y querido dejarse vestir por la madre; como una alegría
del colegio continuada diariamente: los calcetines, las botas de cuero crudo,
los pantalones con tirantes de tela, el jersey azul de lana… Luego venían las
manos llenas de agua fría que, sin darse cuenta, acariciaban al frotar mientras
la voz gruñía cariñosa y triunfante.
—Estáte quieto…
Y él sentía las manos y se sabía recogido en ellas, protegido contra todas
las cicatrices, contra todos los gigantes, contra todas las voces desconocidas
que en la calle brotaban a su lado, contra la sangre y las terribles letras del
libro que ya empezaba a unir una a otra para que de los labios naciesen sin
querer las palabras: árbol, manta, Pedro, niño, Luis…
—Llegarás tarde al colegio.
—Me castigarán…
Y en seguida llegaba la promesa y en ella la certidumbre de salvación:
—Dices que mamá no ha podido acompañarte antes y verás como no te
castigan…
La palabra castigo es fea y dura. Las palabras son bonitas o feas. Las
palabras feas son: castigo, sucio, pegaré, deja, suelta, bruja, ogro, muerto. Las
palabras bonitas son: cromo, chocolate, señoritamaestra, mamá, Elena, papá,
Martín, globo, circo, indio, payaso, calle, lápiz, goma, avión… El mundo está
lleno de palabras bonitas, que son juguetes limpios y relucientes para los
niños.
Las palabras bonitas no se terminan nunca; es hacer una colección
inacabable de cromos. Las palabras feas son menos, y a él sólo le gustan las
bonitas. A Luis Surós le parece que la palabra muerto es bonita. Un día le
preguntaron a la señoritamaestra si la palabra muerto era bonita o fea. Ella los
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miró sonriendo porque no supo hacer otra cosa que acariciarles el resplandor
de sus hermosas cabezas y decirles: «Cuando seáis mayores, lo sabréis».
—El año pasado castigaron a un nene porque no sabe leer.
La madre le miraba, la madre le penetraba midiéndole la altura y los años,
buscando el recuerdo de una carne más blanda aún, más leve y recién llegada.
—Pues a mí me ha dicido la señoritamaestra que si soy bueno me dará un
caramelo… ¡éeeelis… éeeelis…!
La madre le miraba riendo, orgullosa en el acto y en la palabra, en el
doblar un pliegue y abrochar un botón, en el frotar de la toalla y en el secar de
las manos.
—¡Qué bien! ¿Le guardarás un poquito a mamá?
A ella sí, a ella se le podía guardar un poco de caramelo envuelto en un
papel sucio y arrugado. A ella se le podía hacer partícipe del azúcar y del
color verde de la menta, a ella…
—Pero a Juan no, ¿verdad?
Juan da unos empujones terribles y siempre quiere ser el rey y el capitán y
el indio. Juan nunca deja chupar un poco de caramelo y pisa las hormigas y se
ríe cuando una niña llora. El también, pero de forma distinta. Él se ríe en
hombría y en corro de chicos. Juan…
—No, a mamá nada más. Anda, ven a desayunarte…
Es buena la leche caliente con un poquito de café y echar una, dos, tres
cucharadas de azúcar y sentir que todo el cuerpo se va calentando y
endulzando despacio y tibiamente. Es bueno desayunarse sin prisas y de
pronto beberse la leche de un tirón porque se acuerda de que la
señoritamaestra le riñe a uno si llega tarde, cuando los demás ya están
sentados, y Montserrat le saca la lengua al entrar en la clase. Y buscar aprisa
la cartera de cartón y ver si en ella está el T.B.O. y los lápices de colores y el
sacapuntas y la goma y el pedacito de cordel del día anterior y la caja de
cerillas con las ruedas blancas y rojas del auto que se rompió.
Y la escalera y dejar que le llamen a uno y bajar, bajar, bajar al milagro de
la calle y pararse aturdido de tanta luz, de tanto aire, de tanto vivir. Y luego
correr calle arriba y sentir que en cada salto, que en cada ritmo del cuerpo,
crece una fatiga espesa y deliciosa que se sube a la garganta y a la nariz y a
las manos.
—¡Eugenio! ¡Ven aquí! ¡No corras!
Y correr, correr, correr y saber que la madre no está enfadada y que le
gusta verle así, corriendo arriba, sintiendo Galileo arriba que la calle y la luz y
la madre están hechas para él y que todo es fácil y bonito y que las palabras
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feas están lejos y que en las manos, en el corazón, entre los dedos y en los
labios, se lleva una inmensa montaña de nombres de niños como él, de gatos
y perros, de circo y A.B.C., de caramelos y señoritamaestra, de Tom y Jerry y
Caperucita, de taxis como el de papá y de indios y soldados, de balones de
fútbol y globos en el cielo.
—¡Eugenio!…
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cuando el hombre, en voz baja y cansada, decía la dirección de su casa y se
limpiaba los labios con un pañuelo o se ajustaba el nudo de la corbata. La
noche también tenía sorpresas, viajes llenos de tensión, cuando le decían: a tal
o cual clínica. Entonces Eulogio conducía con respeto, sintiéndose un poco
solidario de un dolor ajeno que se le había confiado. Una noche, bajando por
Balmes, le detuvo un hombre joven frente a la Clínica del Pilar. Fueron hasta
Vía Layetana, esquina a Diputación, y allí el hombre llamó al vigilante y, tras
hablar con él, esperó fumando hasta que del portal salió el médico. Apenas
hablaron en el taxi, pero Eulogio comprendió que se trataba de algo grave en
el gesto taciturno del médico y las miradas de ansiedad que el joven dirigió al
pequeño maletín, como si de él dependiese todo un futuro. Cuando llegaron
de nuevo a la clínica, el joven le tendió un billete y sin esperar el cambio
descendieron ambos del coche y se perdieron corriendo hacia los pabellones
del fondo del jardín.
El Museo Marítimo quedaba a la derecha en su mole de piedra, gótica y
dura.
—En la esquina; no hace falta que entre.
Frenó con suavidad y la mano repitió el ademán de subir la bandera.
—Son siete setenta.
Devolvió dos billetes de peseta, mientras hacía como que buscaba la
calderilla.
—Quédese con la vuelta.
—Gracias.
Le vio alejarse y entrar en la calle Carrera, mientras buscaba el lápiz en el
bolsillo del guardapolvo azul. A su derecha, la tablilla de madera con la hoja
de papel, tengo que ponerlo cuadriculado, va mucho mejor cuadriculado,
donde anotaba cada uno de los servicios. Las propinas las descontaba por la
noche, todas juntas.
Giró de nuevo, enfilando la estatua de Colón y se acordó de aquella tonta
melodía que había estado de moda un par de años antes: «¡Ay!, señor Colón,
fíjese cómo está el mundo…». Sorteó un carro, cargado de sacos, del que
tiraba un caballo negro y escuálido. Sobre los sacos dormitaba un viejo que
llevaba una bufanda que le envolvía el cuello y cuyos extremos caían sobre la
espalda. Su cabeza iba moviéndose al compás del paso lento del caballo,
como si los cascos fueran nana hecha de ciudad y de campo, de ilusiones
perdidas y años gastados. Dio la vuelta por delante del monumento y el coche
quedó parado en el centro de la Puerta de la Paz, frente al Gobierno Militar,
donde un soldado se paseaba, fusil al hombro, en su turno de guardia. Desde
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aquí no se ven los barcos, se dijo, y de nuevo arrancó dando la vuelta al
salvavidas, pegado al bordillo, para quedar frente al puerto. Al pasar cerca de
los muelles, recordaba cuando su padre le llevaba a pasear por el puerto de
Valencia y le hablaba de grandes viajes a bordo de los buques. Entonces
Eulogio, el niño Eulogio, se los quedaba mirando sin pensar, porque todavía
no había aprendido a hacerlo y sus pensamientos eran sólo imágenes quietas
como fotografías. No tengo hambre, pero debiera comer el almuerzo. No
obstante, su mano buscó el paquete. Con cuidado desenvolvió el papel hasta
encontrar las dos rebanadas de pan grasiento y frío, mientras sus ojos se
detenían en las palabras impresas el día anterior: «Estalló el “enano” atómico,
durando la bola de fuego un segundo». Y abajo, en el subtítulo: «Anderson
anuncia que el nuevo proyectil dirigido, disparado desde un submarino, dará
vértigo».
Comenzó a comer, pero un gusto aceitoso y metálico le recorrió la boca
apartándola de la comida. De nuevo, el periódico envolvió el pan húmedo y
amarillento. Su mirada se dirigió, aburrida, hacia la parte derecha del muelle,
en donde el Ciudad de Formentor descansaba de su reciente llegada de
Palma, y el paisaje se adormecía entre brumas no del todo aclaradas, hasta los
mástiles finos y libres de un pequeño velero que había llegado junto a la proa
de la motonave. Tengo que ver el museo ése, y su cabeza se volvió
lentamente hacia las Reales Atarazanas. Se aburría en el taxi parado. A mí me
gusta trabajar, pero estar de plantón… Se aburría porque se había olvidado de
coger una de las novelas que los hijos mayores llevaban a casa de vez en
cuando. Novelas de amor o de aventuras. Elena y Martín. Tíos millonarios o
facinerosos pegando tiros. Elena y Martín. Dulces jovencitas de rubios
cabellos o imponentes mujeres de cabello rojo o negro. Elena y Martín. Besos
y puñetazos. Elena y Martín.
Van creciendo, creciendo y de pronto resulta que uno no los conoce. Sé
que trabajan, que están contentos… ¡Bobadas! Lo que importa es saber qué
llevan dentro, detrás de la piel y antes de las tripas. Ya me lo han dicho
varios. ¿Qué hace tu chica, Eulogio? ¡Vigila, taxista, que no te la roben!
¿Quién me la podría robar? ¿Todavía lleva el «Libre» levantado? Pero ¿qué
puñeta os importa a vosotros? También me importa a mí, Eulogio. Bueno, tú
eres su madre. ¿Y qué? No me gustan algunas cosas de la nena. ¿Hasta
cuándo me vais a llamar nena? Es mi preferido, no puedo negarlo; seis años
que me tiene ya. Me gustaría que estudiase en la Industrial y se hiciese perito
electricista. Estudiar es una injusticia de la sociedad. ¿Quieres que me
levante? Me da rabia que me lo pregunte cada día, como si no lo supiera…
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El humo del cigarrillo le entraba a bocanadas densas y espaciadas. En el
Gobierno Militar relevaban al centinela de la puerta con mucho aparato de
soldados, cuatro, esperando lejos, y el cabo haciendo de testigo del relevo.
Cuando Eulogio estuvo en Artillería, le tocó Huesca, en los relevos se decían
mil cochinadas. Mucho presenten, mucho defenderá su puesto con la vida.
¿Cómo decía aquella ordenanza? ¡Cualquiera se acuerda! Luego… Se rió
recordando sus tiempos de recluta en Huesca, saliendo a pasear con aquella
gordinflona que se enamoró de él y le llevaba chorizo y queso, y hasta
croquetas que birlaba de la casa en donde servía. ¿Qué se habrá hecho de
aquélla? Ni el nombre me sé ya. Que vas para viejo, Eulogio, que vas para
viejo. Y si un hombre es viejo a los cuarenta y ocho, pues a freír monas todos,
pero todos.
—¿Está libre?
Dijo que sí con la cabeza mientras pasaba el brazo hacia atrás para abrir
por dentro la portezuela, que se resistía a los esfuerzos de un hombre maduro,
grueso y jadeante.
—A ver, déjeme probar a mí.
Cerraron con fuerza, como para desquitarse, cuando Eulogio ponía en
marcha el motor y bajaba la bandera.
—¿A dónde vamos?
—A la Plaza Urquinaona.
El «Renault» arrancaba ya.
—¿Sabe la Banca Soler y Torra? Pues allí.
Le gustaba pasar bajo las palmeras, lástima que hayan quitado las del otro
lado, y mientras recorría el Paseo de Colón le llegaron las palabras del joven
que entró en el coche con el que no pudo abrir la puerta.
—No se impaciente. Es posible que todavía pueda arreglarse…
—¡Arreglarse! ¿Cómo va a arreglarse si el tío ese no tiene ni un céntimo y
ya se han adelantado otros a embargar?
—Pero queda el local. Si nosotros hacemos el embargo hoy mismo,
teniendo en cuenta que, además, hay bastante maquinaria y…
—Eso es verdad, máquinas tiene y buenas.
—¿Lo ve usted?
—Yo no veo nada. Yo sólo sé que cada día van saliendo más cosas: tres
mil de aquí, siete de allá ¡catorce de Bilbao…!
—Pero nosotros estamos más cerca. Ya verá…
Estaba parado un poco más arriba de la Trasmediterránea. Qué bonito
color tiene el semáforo aquí. Se ríen cuando lo digo, pero es verdad: éste es
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distinto. ¡En marcha! Pasaban rápidos por el cruce de la Plaza del Angel. Este
señor que fuma tan aprisa tiene un lío, vaya si lo tiene. A saber… Bueno, a
cada uno lo suyo.
—¿Quiere abrir un poco la ventanilla? Esta va muy dura.
El joven, Daniel Alós, abogado, bajaba el cristal lentamente, saboreando
la inquietud de su compañero. Su compañero, Ernesto Subirá, industrial.
Despacho en Consejo de Ciento. Fábrica en Pueblo Seco. Papeles y juicios.
Maquinaria agrícola. Novia. Mujer. No le gustan los niños. Tiene tres hijos.
—¿Cómo están sus hijos, señor Subirá?
—¿Eh? ¿Qué? Bien, muy bien.
La suspensión de pagos lo anulaba todo; hasta sus hijos. Decía que
estaban bien, muy bien, y aún no hacía cuatro días que a Isabel, la mayor, la
operaron de apendicitis y por poco se queda en la intervención porque «no sé
qué le pasó con la anestesia». Los hijos eran algo lejano; pertenecían a la casa
y la casa estaba lejos de la fábrica, del señor Alós y del taxi en que corrían
hacia la Banca Soler y Torra Hnos.
—Empieza a hacer calor, ¿verdad?
—Lo que a ti te da calor es el tinglado ese con Hijos de E. Serradell, si lo
sabré yo… Esta tarde iré al cine con Lita. Como esto siga así, nos casamos en
otoño.
En la subida de Junqueras, el motor hizo un ruido extraño y Eulogio
frunció las cejas levemente. Cambió a segunda y el «Renault» llegó a la Plaza
de Urquinaona. Un «30» tocando la campana. Te esperas si quieres. En el
«Maryland», un artista norteamericano vestido de indio.
Le gustaba frenar pausadamente, arrimándose al bordillo.
—Ya está bien.
—Gracias.
Mientras el señor Alós y el señor Subirá entraban en el Banco, tener que
dar las gracias por treinta cochinos céntimos, Eulogio apuntaba el importe del
servicio, cuadriculado, tengo que comprarlo cuadriculado, y del lápiz surgían
las cifras, lentas, inseguras, miserables como diminutas y hostiles sentencias,
provocativas y amargas.
Y este andar siempre de una ciudad a otra de un pueblo a otro por estas
asquerosas carreteras que uno nunca sabe cómo va a encontrar al día siguiente
porque se estropean con una facilidad que no hay quien entienda me espera
para la hora de comer pero supongo que se acordará de todo lo que le tengo
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dicho y de que si alguna vez tardo no se apure que a lo mejor he tenido una
avería en el camión o me han entretenido al cargar o cualquier otra cosa que
esto de ir en ruta es algo que aunque generalmente va como un reloj no se
puede asegurar y luego te encuentras en mitad de la carretera como anoche
cuando llegaba a Zaragoza también fue mala suerte leche llegar ya con el
tiempo justo y tres kilómetros antes empezar a tontearme las bujías yo ya se
lo dije al amo y él como si lloviese en Algeciras… claro que esto me pasa por
tonto bueno y porque ahora es difícil encontrar un buen empleo han salido
muchos conductores y no hay camiones para todos aunque tampoco puede ser
un cualquiera que se necesita mucha experiencia de ruta sí hombre no te
apartes… menos mal que el sol calienta algo porque por estos andurriales aun
en marzo hace frío por las mañanas suerte que el café que me he tomado era
de lo mejor para arriba me gusta encender un pito a esta hora corriendo solo
por la carretera y sin mucho tránsito aunque estos turismos de señorito de
mierda me dan más miedo que un tanque claro que si yo ahora viera una
columna de tanques pegando castaña como en el cine anda morena el miedo
que iba a pasar y ya hace tiempo debía yo estar cerca de Barcelona y no como
quien dice viendo el Pilar todavía que entre unas cosas y otras se me han
hecho las once de la mañana cuando debía haber salido a la madrugada bueno
pues que se gibe el tío ese total para lo que nos paga y ahora con eso de
esperar un crío las cosas se complican pues aunque la Nuri se gane sus
pesetas planchando digo yo tendrá que dejarlo cuando llegue el chaval porque
todo no se puede hacer si tuviera dinero ¿qué hará ese cura leyendo tan
tranquilo?, qué bien viviríamos los tres… los domingos saldríamos en coche
propio y nos iríamos en verano a Castelldefels o a Sitges que hay que ver
cómo está aquello en verano claro que lo mejor sería no estar casado para
poder alternar con todas aquellas chavalas del pantalón corto y la piel morena
que le dan mareos a uno nada más mirarlas y digo yo qué puñeta harán esas
niñas durante todo el día pero anda que si ahora una de ésas se me parase ahí
mismo antes de llegar y me hiciera señas para que la llevara… dice Claudio
que en Francia y Alemania y por ahí te paran en la carretera a lo mejor tías
estupendas y que si saben cuando suben que eres español te hacen las mil
carantoñas claro que Claudio es un fulero pero si es verdad lo que contó de la
alemana aquella que durmió con él, en el camión como si tal cosa y que
cuando la dejó a la mañana siguiente le dio las gracias por todo ¡por todo!
¡San Pedro!, y es que eso del extranjero debe de ser algo como una película
porque si no es así no se comprende yo debí salir al extranjero antes de
casarme claro que si ahora el patrón dice que a lo mejor también vamos
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nosotros a por un cargamento de no sé qué cáscaras a lo mejor voy yo y
bueno ese pitillo está bárbaro lástima no haber comprado unos paquetes esta
noche aunque esté cansado voy al cine con Nuri que desde que espera al niño
está estupenda y más cariñosa que nunca y eso que ella siempre lo ha sido que
di tú que si de novios no la paro yo pues ¡vamos!, que tenemos el bautizo
antes de la boda claro que así es como le gusta a un hombre y lo que es ahora
bien que nos resarcíamos de aquellos años porque si no de qué… tendré que
comer en la Panadella y si le sabe malo al amo que se chinche que uno no es
un camión que echándole gasolina ya funciona y a lo mejor en la Panadella
me encuentro a los de «La Asturiana» que suelen comer allí y se pasa bien
con ellos siempre con esas historias de tías y sus chistes que no es que a mí
me gusten mucho los chistes verdes pero Isidro tiene gracia para contarlos
claro que mejor hubiese sido estar ya en los Bruchs y casi con los ojos en
Barcelona que la Nuri estará intranquila y a lo mejor esto no es bueno para el
chaval que viene aunque él no se entere de nada dicen que es malo que la
madre pase angustias y eso sí que es así la Nuri por nada se asusta y se pone a
las tragedias y eso que bien acostumbrada debe de estar y a mí halagarme
pero la verdad es que es un lío porque como soltero ni hablar bueno parece
que se termina el pedazo malo y ahora este firme resbaladizo tampoco es
manco porque todavía hay humedad y desde luego le diré al amo que no
vuelvo a salir solo que ayer mismo si hubiera estado Jaime o Miguel conmigo
otro gallo hubiese cantado para todos además que uno se cansa de tanto
volante y al final ya no se sabe ni dónde tiene los ojos ni los dedos y esto es
una lata porque cada uno conoce su responsabilidad en la ruta lo malo mío es
que si voy solo empiezo a darle vueltas al caletre y no paro que de alguna
forma se ha de distraer uno porque si se va fijo con los ojos en la carretera sin
hablar con nadie y sin radio yo ya sé que algunas empresas los han instalado
en los camiones puede venir el sueño y esto es mal asunto sobre todo si se ha
dormido poco la noche antes que entre unas cosas y otras se puede decir que
no pegué el ojo y la culpa no la tuvieron el par de copas que me tomé en aquel
bar con los del taller sino que se hicieron las tantas y luego esta mañana sin
poder descargar las cajas con la maquinaria porque creía que no había llegado
pues tiene gracia que encima por una avería se crean que la empresa no
cumple con su deber porque si no él se iba a ver en más de un apuro pero no
le podemos consentir nos deje salir solos aunque ya comprendo que si Jaime
tenía fiebre era natural que se quedase en la cama pero bien podían haberme
acompañado Carlos o el Miguel aunque tuviese fiesta cuando hay un enfermo
todos tenemos las mismas obligaciones así que nazca el peque será una
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maravilla llegar de un viaje y verle más crecido porque dicen que los recién
nacidos crecen por días y yo a veces me estoy una semana fuera lo malo será
eso de la Nuri porque luego hay que aguantarse o irse por ahí con alguna
pinga y eso a mí ni me gustaría ahora ni me ha gustado nunca aunque también
es cierto que yo no he tenido necesidad y antes mis buenos planes tenía
siempre en la misma Barcelona o en otras plazas que hay que ver lo bien que
se pasa de soltero estando en ruta y teniendo cuidado con lo que se hace y sin
beber más de dos copas no vaya a ser que le pase a uno como a Francisco que
se la pegó llevando una torda en la cabina porque entonces había poca gente y
se salía siempre solo aunque no para viajes largos que si éste llega a ser uno
de los buenos no salgo solo ni que me den mil pelas que uno ya espera familia
y esto es una cosa muy seria y ahora sí que se acaba lo malo y empieza lo
bueno por lo menos en este tiempo que me acuerdo muy bien de cuando vine
por aquí camino de Madrid y estaba hecho un asco que se tenía que ir a veinte
por hora y con sustos encima el buen tiempo es una buena cosa para todo
porque ahora con la Nuri así es preferible ya que en verano el nene tendrá
unos meses y ya no es lo mismo que ir de cara al invierno que un crío es una
cosa muy delicada según dicen aunque la Nuri es fuerte y a mí no me ha visto
un médico en la vida y es de suponer que el chaval será como nosotros y
tampoco necesitará médicos que si lo necesita no será de esos que hay en el
Seguro y a veces te vuelves loco esperando que vayan a casa como les pasa a
muchos si el crío se pone malo ha de ser algo terrible ver una carita tan
pequeña que está sufriendo y no puedes hacer nada y hay veces en que un crío
agarra un mal aire y se te va y los padres bueno no sé por qué pienso estas
cosas como si ya estuviera sufriendo por el hijo que me viene y esto no está
bien porque las cosas malas no deben pensarse no vaya a ser que uno las
llame y yo ahora soy feliz con la Nuri y el crío que viene aunque ya se va
haciendo la remolona y cada vez cuesta más y cada vez parece que ella tenga
menos ganas y debe de ser por el crío que la molesta y que ya pesa y que
además ella debe de tener miedo porque son cosas delicadas y se debe tener
cuidado claro que yo tampoco ahora me porto mal y comprendo la situación
de la Nuri y procuro disimular aunque hay veces en que no hay manera
porque uno está en ayunas desde hace días y es un nerviosismo que le entra y
no se puede parar y se le van los ojos detrás de las gachís y uno sabe esto no
está bien que mucho me acuerdo de la Rosa y de Purita y de… bueno chaval
para el carro que te vas a poner malo que uno sabe cómo empieza pero no
cómo termina y luego al llegar a casa y yo no quiero para que la Nuri no sufra
por mi causa lo mejor será encender otro pito y en el primer pueblo pararme a
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tomar un café con leche bien hecho y que me despeje un poco porque esto es
una lata y tengo ganas de estirar las piernas que ya son horas aquí sin
moverme y empiezo a cansarme y es mejor que uno hable con alguien aunque
sea un desconocido que parece que le dan a uno cuerda y entonces al subir
otra vez es como si no llevase encima una buena tunda de kilómetros si el
Jaime estuviese aquí sería otra cosa y entonces charlando los dos de fútbol o
de lo que sea se pasa mejor y más distraído quien será el cabrito que ha
dejado esa piedra ahí en medio que no se puede circular por estas carreteras
mientras cada uno no cumpla con su deber y no me da la gana de pensar en la
Rosa y en todas sus ternezas y hay que ver lo bien que está y cómo se me
insinúa otra vez y uno ya está diciéndose total por una vez pero me conozco y
sé que si vuelvo a decirle algo ya me lío y la Nuri no se merece esto que es
una buena chica y siempre me ha sido constante y esto es una charranada pero
un hombre es un hombre y la verdad que uno pierde su obligación por una
buena moza que las hay como para parar diecisiete trenes y que además no le
hace falta a uno más que decir quiero y adelante con los faroles por cierto que
anoche la larga me pestañeó un poco y habrá que repasarla aunque lo mejor es
que cambien este «Ford» por alguno más nuevo porque siempre estamos así
de un lado para otro con el motor los frenos y las bujías o el demarré que en
Toledo se portó como un cochino y tuve que bajarme más de cinco veces con
aquella lluvia que era como para irse a Málaga y suerte que eran cajas bien
forradas porque si no puedo descargar ahí está la pareja supongo que no me
pararán porque no estoy para perder mucho tiempo y tengo ganas de tomar un
buen café si es que es posible tomarlo en estos pueblos que parecen ruinas
pintadas de blanco bueno abur yo creo que algunos ya me conocen y además
cuando ven el nombre de la empresa ya saben de qué se trata lo que les
escama a ellos son los camiones medio camuflados y sin letras de ninguna
clase o séase los particulares que las empresas no se meten en líos bueno eso
cree uno pero a saber… no están los tiempos para bobalicar y a lo mejor todos
en la altura en que estén tienen sus dificultades esto me parece que no debía
pensarlo si siempre se han portado bien conmigo y ya me han dicho que
cuando nazca me van a dar un plus de no sé qué y todo se agradece aunque
desde luego no vuelvo a salir solo ni que me aspen y no paro de fumar y
también es una gaita aunque si ahora no puedo fumar pues a ver si será verdad
eso que dicen del cáncer que ha de ser una enfermedad terrible pero yo no
creo que un poco de humo al día pueda hacerle mal a uno y los médicos son
los primeros en fumar y la Rosa fumaba como un carretero y a mí no me
gustaba y le hacía lavarse la boca porque no podía besarla después y me
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parecía que besaba a un tío con el gusto a tabaco negro que le quedaba y bien
que besaba y se ponía como loca y yo igual… la Nuri estará ahora planchando
y pensando si llegaré para la hora de la comida y seguro habrá preparado algo
de mi gusto que suelo llegar con hambre de la carretera y todo me parece
poco y ella me mira comer y se sienta a mi lado y me dice que ha pensado en
mí y que siempre tiene miedo de que me pase algo por la carretera que ella
cada día lee en el periódico accidentes con los camiones del transporte y
mejor estaría de particular en Barcelona si un buen chófer es bueno para todo
pero yo creo que de verdad ya me he acostumbrado a esto y me parece que en
la ciudad siempre no sabría entendérmelas que aunque se pasen malos ratos la
carretera es buena cosa y es bonito por las noches y se está bien y en invierno
es un fastidio pero tampoco dura mucho y da gusto ver las luces cuando se
llega a un pueblo y más aún cuando se llega a casa de madrugada y se acuesta
uno y encuentra a su lado a la Nuri y se descansa mejor con una mujer al lado
que uno sabe que le quiere y que no lo hace por dinero ni por nada y por esto
yo no debo acordarme de la Rosa ni de ninguna que luego con la Nuri parece
que me lo esté viendo y no sé a dónde mirar las mujeres son algo extraño que
se mete dentro y parece que se entere de todo lo que uno va pensando por
estos mundos de Dios que nunca se acaban cuando va uno solo por la
carretera y tiene ganas de llegar pronto a casa y encontrarla a ella y respirar su
olor que la Nuri tiene un olor que me gusta mucho y cuando íbamos al cine de
novios y la besaba parecía que toda ella era como un olor y a mí me gustaba y
también a ella porque para algo nos casamos luego y nos llevamos bien y no
peleamos por tonterías aunque a veces uno se pone nervioso y no sabe lo que
dice y luego no se quiere volver atrás que si no ellas se montan y se suben a la
parra y luego no hay quien tosa y siempre así por las carreteras es bonito
porque uno trabaja y al mismo tiempo puede pensar o hablar con el
compañero con tal de tener los ojos bien abiertos y yo ya sé que es mejor no ir
solo pero al fin y al cabo a esta hora no hay mucho tráfico y puede uno
recordar lo malo es que vienen unos y otros recuerdos y uno va de Herodes a
Pilatos que es decir de la Nuri a la Rosa y esto sí que no puede ser que
luego… vaya carro que lleva el tío ese extranjero tenía que ser que ésos sí que
viven como quieren y no hay quien les chiste debe de dar gusto correr por
esas autopistas que dicen que hay en Alemania y en Italia o en Francia mismo
y pisar fuerte sabiendo que no te puede salir por delante ningún atontao de
esos que se creen no sé qué y que sólo te pueden pasar por la izquierda como
Dios manda y no hay peligro teniendo un poco de cuidado lo malo es aquí con
tanto cruce y tanto paso a nivel sin guarda que da risa y tanto bache y tanto
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resbaladizo y tanto merienda de negros por el país que uno se lee también los
periódicos o por lo menos va al cine y ve cómo se vive por ahí pero yo no
puedo quejarme y lo paso bien que si estuviera todo el santo día con la Nuri
creo que no viviríamos tan felices en cambio así aunque la veo menos
también da más ilusión y no hay tanto tiempo para disgustarse y así ella
espera siempre con ganas de verme y a mí me gusta encontrarla y vamos
viviendo que más no se puede esperar si ahora tenemos el crío que a mí me
gustaría una niña pero siempre digo un niño porque parece que hace más
hombre que el primero sea un chaval aunque ahora sí que habrá que tener
cuidado porque la vida no está para muchas criaturas y sí que me gustaría una
nena que son más cariñosas sobre todo para el padre y ya está Enrique con
tres chicos y los padres querrían también una nena y me parece a la Nuri
también le haría más gracia aunque la verdad lo importante es que venga bien
sea lo que sea y ahora sí que de ahí no paso y me quedo un rato tomando un
café y una copa de anís que es lo bueno.
Había aceptado aquel trabajo porque era al aire libre y él no había podido
nunca resignarse a estar encerrado entre cuatro paredes mientras fuera estaban
la calle y los hombres, las nubes y las casas; las casas son casas desde fuera,
dentro todo es una cueva, se decía.
Trabajó una vez como dependiente en una ferretería y tuvo que dejarlo al
poco tiempo: se notaba ahogado entre miles de paquetes envueltos en el
insoportable y áspero papel color caqui verdoso; ahogado entre los hierros, las
herramientas y los tornillos, entre las batas que llevaban todos, iguales,
exactas, como el uniforme de un ejército de esclavos; entre las sonrisas del
encargado cuando entraba una mujer a comprar… Él miraba la calle, por
donde llegaba la luz y el ruido de la vida en la ciudad. Él miraba el pequeño
compartimento dedicado a Caja, la cárcel, María Luisa lleva diez años en la
cárcel y está condenada a cadena perpetua, en donde la mujer cobraba y
devolvía el cambio de los billetes con un gesto inútil y cansado. ¡Diez años en
la Caja…! Y lo dejó, tuvo que dejarlo. Un día, a las doce y media, el sol
brillaba en lo alto de la calle y en las aceras, se acercó al dueño de la
ferretería:
—Mire, señor Fisas, un servidor de usted no encaja en este trabajo,
¿comprende?, así es que me voy. No, no me debe nada; me paga, si quiere,
estos cuatro días de mi jornal y ya está.
Se le quedó mirando.
—Bueno, como quieras, chico, gente no falta para trabajar, pero acuérdate
de lo que te digo: sin trabajar nadie se hace un hombre de provecho… Mira,
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me firmas un papel conforme te vas porque quieres y asunto concluido. Allá
tú con…
Sí, asunto concluido y empezado del todo. El Nanu salió sin despedirse de
nadie y desde aquel instante ignoraba todo lo que se relacionaba con la
ferretería. Se quitó la bata y sólo al pasar por delante de la Caja, delante de
María Luisa, que también se iba convirtiendo poco a poco en una caja de
madera con cristales, con papeles pegados, con facturas amontonadas, le
sonrió:
—Cadena perpetua, nena. Tú no sabes dónde te has metido: cadena
perpetua…
Y comenzó a silbar ante la mirada sorprendida de la mujer, quizá más
sorprendida por haberse oído llamar nena a sus treinta y ocho años de edad y
diez de Caja.
Silbar. Silbar era vivir. Silbar era meter la vida hacia adentro y luego
sacarla; jugar con el aire arriba y abajo y convertirlo en sonidos, en limpios
sonidos que llenaban los labios y el paladar y los dientes. Silbar era comer
una fuerza inmensa que se llama aire y hacer música con ella. En la ferretería,
más de una vez le habían llamado la atención. Él los miraba sonriendo y decía
únicamente:
—Bueno…
En la calle es necesario silbar porque, el aire transformado, también es
olvido y ensueño y «Cadillac» y teléfono en casa y ascensor y calefacción.
Silbar es saber lo que es un árbol y una nube y un silencio y una caricia. El
Nanu había hecho de su habilidad un arma defensiva que le seguía a todas
partes, que le daba palmadas cariñosas en la espalda, que le ayudaba a mirar,
a cruzar las calles, a saberse vivo, solo y libre.
La mañana en que se despidió —la ferretería estaba cerca de la Estación
de Francia, detrás del Mercado del Borne—, se fue silbando y sonriendo, a
saber qué entenderá ese tío por ser hombre de provecho, hacia la Plaza de
Palacio y, cruzando frente a los soportales de «Las Siete Puertas», se metió
por Reina Cristina en dirección al puerto. Frente a las grandes verjas que
separaban los muelles de la calle, el sol chocaba contra el grupo de hombres
que gozaban de su calor junto al bar. Dos de ellos le miraron, reconociéndole,
y él hizo un leve ademán de saludo con la mano antes de entrar en el
establecimiento.
—¡Hola , chico! ¿Ya has vuelto de París?
—No, aún estoy allí, pero vuelvo en seguida…
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La mujer, joven todavía, le miraba sonriente y despejada desde sus ojos
un poco cansados, que brillaban como si ya no le perteneciesen, como si
fuesen parte de un salario que se gana o pierde todos los días.
Se acercó a la barra:
—Anda, si quieres te invito. ¿Qué vas a tomar?
—¿Y tú?
—Un clarete.
—Vermut.
Caía el vino con docilidad en el vaso y el Nanu lo bebió lentamente,
sabiendo lo que buscaba en el olor, en el color y en el gusto, seco, el vino
siempre me gusta seco. La mujer lo miraba en silencio.
—¿Has visto a Pedrín?
—No creo que venga. Ayer me dijo que hoy tenía faena. Pero oye, hazme
caso: no te metas con él en nada. Ese terminará enchironao, como si lo viera,
enchironao.
Y levantaba el vaso de vermut hasta la altura de los ojos antes de
llevárselo a los labios.
—Bueno. ¿Y qué? Yo no soy Pedrín… ¿Qué dices?
—Tú verás… De mí no has de hacer caso… ¡Menudo francés estás tú
hecho!…
Y luego bajando la voz, con una extraña pausa en los labios rojos y secos:
—Si necesitas algo… Poco puedo yo ofrecerte, pero…
El Nanu empezó a silbar, pero sus ojos le dijeron a la mujer todo lo que
ella necesitaba para saberse acompañada por aquel hombre, si es casi un niño,
que sabía alegrarla cuando, sentada al fondo del bar, pasaba las horas
indiferente y llena de una pesada tristeza. Se sentaba a su lado y él le hablaba
de la mar y de los árboles, de los barcos y de los pájaros, de las hierbas y de
los tranvías que suben y bajan por la calle de Muntaner. Era lo mismo, pero
entonces su voz se hacía grave y sonora, cálida y lenta, alegre o repentina
como un chispazo de luz. Y ella podía ver pájaros y barcos, tormentas o
calles, ciudades y paisajes, y la voz se convertía en una gran pantalla de
colores que traía la ternura y la mano, la mirada y el silencio.
—Si viene, dile que necesito verle pronto y que volveré esta noche.
Recogió el cambio del billete de cinco duros que había entregado al viejo
camarero, él decía siempre «soy el encargado», que estaba detrás del
mostrador y que jamás daba las gracias cuando recibía, rara vez en aquel bar,
una propina.
—A ver cuándo vienes a verme a mí una noche…
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La mujer le vio alejarse, cruzar la calle y encender un cigarrillo mientras
esperaba que terminase de pasar el inacabable tren de mercancías. Luego, su
breve y noble silueta fue perdiéndose hacia los barcos, hacia la mar, hacia un
mundo fabuloso del que el Nanu le hacía a ella partícipe alguna vez.
Era una historia vulgar como otras miles en las que sólo cambia el nombre
de la protagonista. Había llegado a Barcelona muchos —¿qué son muchos?—
años antes, contando apenas los diecisiete. Andaluza y llena de brío para el
baile y el taconeo, creyó que Barcelona iba a ser la cuna de su triunfo como
«estrella» del folklore. Primero estuvo en el «Bolero», luego en «Barcelona
de Noche», luego… No le gustaba el ambiente, como ella decía, y se marchó
del cabaret, de las noches bebiendo combinados de Coca-Cola que figuran
«Martinis» dulces y de alternar con hombres, ricos unos, whisky y ginebra con
hielo, menos ricos la mayoría, coñac con sifón, y otros, los más ruidosos y
vulgares, una botella de espumoso. Buscó trabajo y una amiga de la pensión
la convenció para que hiciese de modelo de pintores. «Mujer, si son artistas,
artistas que no ven tu cuerpo como cuerpo…». Por las mañanas, consiguió
trabajar en una empresa de sopas preparadas y su misión era pasarse las horas
en las tiendas de ultramarinos regalando muestras a quienes entraban a
comprar. Llevaba un delantal azul y un gorrillo cuartelero blanco. Los
dependientes le decían piropos mirándola con caricia y más de uno se llevó un
chasco cuando intentó propasarse. Luego, por la tarde, de tres y media a seis,
posaba para un pintor que tenía un bonito estudio en San Gervasio y que
cuando un día se acercó a ella y sin pronunciar palabra la abrazó y besó, no
pudo sorprenderla porque esperaba aquello desde el primer momento que
posó para él. Fue feliz con el pintor; un tipo alto y rubio que parecía
extranjero. Fue feliz porque él llegó en el momento exacto en que ella no
podía más con su soledad y necesitaba amor y apoyo, compañía y fuerza. Se
fue a vivir con él y con él estuvo hasta que le dijo que estaba casado y que
volvía de nuevo con su mujer, que vivía en el Norte, en Santander. Tampoco
esto le sorprendió porque, en el fondo, también lo esperaba.
Paso a paso fue cayendo con naturalidad; sin lamentaciones ni desgarros,
sin llantos ni protestas. Aceptó su destino desde el primer día y los primeros
años incluso se divirtió, incluso pudo pensar que aquella vida no era tan mala
como decían y que, con un poco de suerte, aún podría situarse bien. Sólo
había un instante en el que jamás quería pensar: el momento de llegar a casa
sola y meterse en su cama y tenderse relajada sobre el lecho y sentirse
cansada y turbia, sin pasado y sin futuro; sólo con un presente que era cada
vez más difícil vivir; evitar que se transformase en pasado.
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Pero él, si todavía parece un niño, estaba ya lejos, silbando entre las velas
y los motores, entre los hombres y los navíos. Y recordaba, siempre lo
recordaba así, con un estremecimiento acogedor, el día en que conoció a el
Nanu y juntos pasearon por la ciudad y bebieron en sus bares y se aturdieron
juntos y juntos se entregaron en una extraña y desesperada entrega. Aquel día,
la mujer y el muchacho se supieron acompañados y se desprendieron,
luminosos, de su soledad. Y aquel día la mujer, cuando regresó a su rincón y
se tendió en la cama como todas las noches, pudo dormir en paz porque el
muchacho sabía hablar como a ella le gustaba, porque sus manos eran
sencillas y claras en el tacto y parecían también hablar y silbar y mirar con
ojos limpios y sosegados.
Las doce. Debía darse prisa si quería llegar a tiempo para acudir a la cita
con Angel Luis después de hacer un montón de cosas. Se había levantado
tarde para vivir un día tan importante como iba a ser el 25 de marzo.
¡Veinticinco de marzo ya…! Se afeitaba con cuidado, delicadamente. La
culpa la tenían los amigos y el whisky y sobre todo sus nervios, que no le
permitieron dormirse hasta la madrugada. Luego, cuando a las nueve le llamó
su hermano, le había dicho que dormiría un poco más; total… Sí, pero ahora
eran las doce y él se estaba afeitando, y a la una tenía una cita con Angel Luis
Menéndez y antes debía pasar por la fábrica a ver cómo iban las cosas y decir
que por la tarde no iría. Menos mal que el gerente era de confianza y con él en
la fábrica podía estar tranquilo. Cuando pensó esta palabra, tranquilo, tuvo un
estremecimiento. ¿Qué es estar tranquilo? O mejor aún: ¿qué es no estarlo?
La máquina eléctrica, es buena, americana, recorría una y otra vez la pálida
piel de su rostro. Él se miraba en el espejo y no podía dejar de mirarse a los
ojos porque en ellos se reflejaba su verdad. Siempre había sido así. Gran parte
del éxito que había tenido con las mujeres, lo atribuía a la sinceridad de sus
ojos. Sólo él sabía que a veces su sinceridad era fingida; pero no importaba si
en los ojos se reflejaba todo lo que él pretendió: ternura, comprensión,
amor… Él siempre fue un hombre tranquilo. Incluso cuando la guerra. Cierto
que entonces era casi un niño y el mosquetón, ¿por qué no tuve nunca un
«Mauser» y siempre un mosquetón?, le «venía grande» como le decían sus
camaradas en el frente. Se portó como un jabato, y en Teruel, con la nieve y el
frío helando hasta el pensamiento, tuvo una noche un arranque y saltó de la
trinchera y él sólo llegó hasta el nido y con tres bombas de mano deshizo la
ametralladora que los hostigaba. Cuando regresaba le hirieron en el muslo y
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estuvo quieto en la nieve dos horas, hasta que la luna se ocultó tras unas
espesas nubes y dos compañeros salieron a buscarle creyéndole muerto y le
recogieron cuando ya pensaba que iba a morir helado. Después de aquello, se
volvió más precavido, pero al mismo tiempo su valor se hizo sereno y
responsable. Le citaron en la orden del día y de dieron la Medalla Militar de
segunda clase. Se sonreía ahora recordando los días de convalecencia en
Pamplona. Le llevaron al Seminario, convertido en hospital, un gran edificio
cerca de la Media Luna, el paseo en donde chachas y niños tomaban el sol. El
primer día que le dejaron salir del hospital, lo hizo acompañado de una
enfermera. Una chica rubia de Pamplona que le llevó a la Media Luna y que
cuando se asomaron al mirador, apoyados en la vieja baranda de hierro, le
dijo que aquel río era el Arga y que la arboleda de abajo se llamaba de la
Magdalena. Entonces Marichu, siempre me acordaré de su nombre, de sus
ojos oscuros y de sus imponderables piernas, se puso un poco sentimental y
en voz baja le canturreó la jota: «Las golondriiinas cantabaaaaan… y a las
oriiillas del Argaaaaa…». Él no le dijo que estaba harto de cantarla en el
frente pero apretó su mano sobre el brazo de la muchacha y entonces, ella,
animada por el contacto, levantó un poco la voz hasta terminar la canción.
¡Qué lejos estaba todo aquello! Teruel, la nieve, la trinchera… Los
veraneos en San Sebastián, suerte porque si no me pilla en Barcelona el lío, su
hermana Rosario, casada con un alemán, el padre y la enfermedad que se lo
llevó apenas terminada la contienda. Entonces él, Ricardo Rovira Rusiñol,
«tres erres» como le llamaban sus amigos, tuvo que ponerse al frente del
negocio que los rojos habían convertido en fábrica de mantas para el Ejército.
Fueron unos meses difíciles. Luego, vinieron los años del estraperlo y de la
facilidad monetaria. No fue tonto él y en poco tiempo la fábrica volvió a ser
un buen negocio. Quedaba únicamente su hermano Ramiro, lo de las tres
erres es una constante familiar, menor que él y que ahora se empezaba a situar
como médico. En resumen, la maquinilla de afeitar estaba dando los últimos
retoques al mentón, que él, a sus treinta y cinco años, llevaba la fábrica y que
su hermano había renunciado a todo reservándose únicamente una pequeña
parte en el negocio.
Se mojó el rostro con agua fría y luego se puso un poco de Sambel, que
suavizaba la piel y dejaba un leve perfume que, al cabo de unos minutos,
desaparecía totalmente. Un suspiro hondo, qué bonito es vivir, y comenzó a
vestirse cuidadosamente, no comeré en casa y es necesario estar arreglado
para la tarde, un traje azul oscuro que, ya empiezan a pasar de moda pero a
ella le gusta mucho, acababa de hacerse. ¿Qué se habrá hecho de Marichu?
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Aquellos paseos por la Taconera, por la Vuelta de las Blancas, por los
Sarios…, aquellos besos furtivos en el Tenis… Marichu era la guerra en
forma de recuerdo agradable. Quizá ella llegó a quererle de verdad. Cuando
regresó al frente se despidieron en la estación; ella le dio una medalla, ¿dónde
estará?, de la Virgen de Roncesvalles y sin importarle nada el que la viesen se
abrazó a él llorando y le besó con una pasión sincera y desconocida. Se
emocionó Ricardo Rovira Rusiñol al subir al tren en la estación de Pamplona.
Ahora… La corbata, el pañuelo… ¡Cuánto habían cambiado las cosas desde
la guerra! La vida se hizo una aventura alegre y confiada y cada día, al
levantarse, tenía como un sentimiento de gratitud hacia Dios que le iba a
permitir respirar, fumarse un cigarrillo, beberse un vaso de vino o de whisky,
hablar con un amigo y, sobre todo, verla a ella, a María Francisca, y besarla y
apretarla entre sus brazos si iban a bailar a la «Bodega» o a «Saratoga». Bailar
con María Francisca era respirar un aire fresco y tibio al mismo tiempo; una
cadencia que llenaba los sentidos y se acompasaba al ritmo del latido
constante y diminuto, grandioso, de su vida y de su corazón. No era una niña,
veintiséis años, y supo comprenderle, acercarse a él desde el principio. El
primer día le habló ella y, cuando salieron juntos el sábado siguiente y fueren
a bailar, ella dejó que él hablase y se acogió a sus palabras. Comenzó jugando
como con las demás y antes de darse cuenta ya estaba enamorado. Por
segunda vez en su vida pensó en casarse. La primera… Aquello fue distinto,
fue una tormenta rápida y desapacible. La conoció en el verano de 1952, en
«Rigat». Había salido sin rumbo y cenó en el «Cantábrico». Luego fue hasta
«Rigat» y se quedó en la barra bebiendo un coñac. Cuando la chica morena,
tienes cara de antílope ¿lo sabías?, le dijo que le perdonara, que tenía que
actuar en el ballet, él entró en la sala, casi llena de turistas. De pronto, los
guías, como misteriosos dictadores, fueron de mesa en mesa y al terminar las
atracciones se levantaron los extranjeros y quedó la sala casi vacía. Hasta que
no se hubo sentado no la vio en una mesa de atrás, fumando y mirando
sorprendida la fuga, parecía una fuga, de toda aquella gente que segundos
antes llenaba el local. Le extrañaron sus ojos fijos y penetrantes, y le extrañó
la sonrisa de su boca alargada y suave. Nunca pudo aclarar cómo se encontró
en el centro de la pista bailando con ella. Comenzó a hablarle en un inglés
torpe y vacilante, pero ella le comprendió y algo sin sentido, absurdo y
prodigioso fue naciendo en ellos aquella noche. Vivía en Bolton, una pequeña
ciudad cerca de Manchester, y estaba en España haciendo una especie de
despedida de soltera antes de casarse unos meses después, en Londres, con un
americano de las Fuerzas Aéreas destacadas en Inglaterra. Fueron quince días
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exaltados y hermosos. En su recién estrenado «Seat», lástima no tenerlo hoy
por culpa de ese maldito freno que se agarrotó, recorrieron la ciudad y los
alrededores. Incluso pasaron unos días en la Costa Brava. Allí las cosas
siguieron un cauce distinto y Judy se entregó a él. Ricardo Rovira Rusiñol
pensó en casarse; no por lo sucedido sino porque creía querer a la inglesa.
Poco después, ella regresó a su isla y aunque los dos sufrieron al principio y
se escribieron cartas y postales, la vida volvió a su cauce. Sí, ahora era
distinto a todo, incluso a lo que sintió por Judy: ahora iba a casarse,
definitivamente iba a casarse con María Francisca, y ante este pensamiento de
seguridad sonrió de nuevo mientras la sirvienta le acercaba el periódico a la
mesa en la que humeaba el café negro y amargo. María Francisca… Todavía
no hacía un año que se conocieron en casa de los Modolell. ¡Un año…! Pero
¿es posible que haya pasado un año? Los días fueron creciendo en
descubrimientos y en ternuras, en confidencias y en libertades. Ahora estaba
todo dispuesto y unos días más tarde iban a casarse en San Severo.
Precisamente aquella noche, hoy, iban a cenar juntos para precisar los últimos
detalles de la ceremonia, del viaje, del piso alquilado en la calle de la Ciudad
de Balaguer, de… ¡tantas cosas! Él dejaba que María Francisca dispusiese
todo a su gusto y ella se complacía en esta cesión, en esta conformidad con
sus deseos. Pero era necesario hacer tantas gestiones antes de las siete y
media de la tarde… Y sin coche, que hasta el día siguiente no estaría listo, iba
a ser una locura. En primer lugar la fábrica estaba cerca de Hospitalet, luego
debía ver a Angel Luis para ultimar lo de la licencia de importación de los
dichosos tintes alemanes, comer con el cargante de Luis Rodríguez y
convencerle de que se quedase con la partida de jerseys para vender en los
pueblos. Por la tarde, comprar la nevera eléctrica, ir al piso y hablar con la
portera de las cosas que iban a llevar, ir al sastre y probarse y darle prisas para
que le terminase su equipo de boda: trajes de calle, el chaqué, gabardina… Se
acordaba de Teruel y le daba risa todo aquel equipo de boda, como si fuese
una niña tonta que se va a casar, igualito…, pero la guerra estaba lejos, tan
lejos que ya hasta había olvidado las razones, ¿se dice razones?, que le
llevaron a combatir. Cuando era cosa de pegar tiros, pues a pegar tiros; ahora
se trata de vivir lo mejor posible y de ser feliz. Los demás…, que cada uno
haga lo que pueda.
Sí, que cada uno haga lo que pueda. El portero le miraba al salir del
ascensor.
—Buenos días, don Ricardo.
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—Buenos días, pero… ¿qué le pasa a usted, hombre? Tiene una cara
que…
—Mi mujer, don Ricardo, la pobre Lucía que se me ha puesto muy mala,
señorito.
—Vaya, hombre, no será tan grave…
—El corazón, señorito, el corazón.
Tenía prisa y las palabras del portero le detenían innecesariamente.
—La ha visto el médico, ¿no?
—Sí, don Ricardo, la ha visto y me parece que…
Los ojos del hombre, unos ojos humildes, hechos a la obediencia y a las
distancias, se humedecieron pronta e impulsivamente.
—Es que si le pasa algo, que si se me muere…
—¡Hombre! ¡Hombre! No se ponga usted pesimista. Ya sabe: mientras
hay vida…
—Sí, señorito, sí, ya lo sé… Perdone usted, don Ricardo, pero ya se hace
cargo, ¿verdad, usted?
—¡Hala, hala! Tenga ánimo: ya verá como todo se arreglará. Ahora tengo
mucha prisa. ¿Por qué no ha llamado a mi hermano?
—Ya lo hice, don Ricardo, pero ya había salido. Es que ha sido a las
nueve y cuarto, ¿sabe?
—Bueno…, en fin… A ver si se mejora su mujer, me alegraría.
—Gracias, señorito. Uno tiene ya tantos años… Pero es lo que usted dice,
mientras hay vida…
Sí, mientras hay vida, mientras hay esperanza que impulsa a la vida, que
obliga a la vida, pero… ¿si no la hay? Si vive uno sin ilusiones, sin nada a que
agarrarse porque todo se quedó bajo tierra años atrás, cuando aquella horrible
batalla del Ebro. ¡Bah! ¿Qué les importa a ellos? A nadie le importa nada de
nadie. Todo es una falsedad, una falsedad que da asco. ¡Señorito Ricardo! A
buen seguro que cuando me mataban el hijo él estaba paseándose en el París
ese con alguna zorra. Dios me perdone, que a lo mejor él también estuvo en el
frente como un hombre. Mi chico… ¿Te acuerdas, Lucía?
Entró de nuevo cruzando la puerta de cristal y se dirigió a su cuarto, a su
vida, a sus recuerdos en común, a su vida en común, a su corazón en común.
—Ya voy, Lucía, ya voy. ¿Te encuentras mejor?
La Avenida del General Goded deslumbraba bajo el sol de marzo y los
Jardines del poeta Eduardo Marquina nacían a un verde limpio y palpitante,
dichoso y húmedo en los alegres gritos de los niños y la impaciencia de sus
carreras, de sus caídas, de sus voces, proclamando la vitalidad de sus cuerpos
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y de sus almas. Alzó la mano y el taxi, he tenido suerte, uno de los nuevos, se
detuvo frenando con estridencia.
—Vaya por Sans, hacia Hospitalet, ya le indicaré.
Y luego, al mirar el reloj, rectificando:
—No, no me queda tiempo; vaya a la plaza Lesseps.
Mientras aspiraba el humo del cigarrillo, no comprendo cómo antes me
gustaba el tabaco negro, miraba por la ventanilla del coche, no parecía
enferma aunque el corazón tiene esas bromas, y aspiraba con el humo la calle
y el sol, la alegría de vivir y la seguridad de su existencia: la fábrica, los
balances anuales, los amigos, los libros, María Francisca… Bajó con rapidez
el cristal de la ventanilla de la derecha, y el aire de la mañana de marzo llegó
a su encuentro. Ricardo Rovira Rusiñol cerró un momento los ojos y se supo
feliz.
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—Tú no le conocías. ¿Se llamaba o se llama?, Agustín Almirall. Era
viudo, con una hija. La chica ya es mayor.
—¿Irás al entierro?
—Sí, esta tarde, a las cuatro. Perderé algún servicio, pero…
—Es natural.
Estuvo a punto de preguntarle qué era lo natural; si el ir al entierro o el
perder algún servicio.
—¿Era joven?
—¿Y eso qué importa ya? Se ha muerto, y ya está. Como yo; poco más o
menos como yo.
—¡Ah!
Vivía en Marina, cerca de la Sagrada Familia, hace pocos días me dijo que
su hija tenía novio y que estaba preocupado. El taxi, me ha venido bien
terminar la carrera aquí, se deslizaba por el asfalto, húmedo en el calor, de la
calle de Córcega, poco antes del cruce con Diagonal, llegaré con el tiempo
justo, y aceleró ligeramente.
Ya había algunos taxis frente a la casa. Eulogio, con cuidado, como si
Agustín Almirall —presumía de aparcar como nadie— le viese, se fue
acercando al último de los coches parados y detuvo el «Renault» a pocos
centímetros de un «Peugeot» reluciente y alargado.
—¡Hola!
—¡Chico, qué cosa! ¿Verdad, tú?
—¡Pobre Agustín!… Con tantos años por delante…
—Y la chica, ¿eh? ¿Qué será de la hija?
—Se casará. Precisamente me dijo, no hace mucho, que tenía relaciones.
—¿Vas a subir?
—¿Y tú?
—Acabo de bajar. Da pena esa chica…
Subía despacio, escalón a escalón, con la gorra en la mano. Al llegar al
primer piso se percató de que no se había quitado la bata azul al bajar del taxi.
Bueno, no importa, a él quizá le gustaría más así. Y no pensó que a él le daba
lo mismo; que si no le podía importar ya que su hija tuviese novio o se hiciera
un pendón, menos iba a importarle que Eulogio llevase en su entierro la bata
de trabajo. La escalera, oscura, con el sol que hay ahí fuera, se perdía en el
rumor y en la quietud, en una extraña unión de abandono, de bullicio y de
ruidos. Ruidos que iban revistiéndose de solemnidad, de silencio, de sorpresa,
de inevitable preocupación.
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La puerta, diré que no quiero verlo, ¿para qué?, es mejor recordarlo vivo,
estaba entornada y a través de ella salía a la escalera, liberándose, un rumor
de voces apagadas y unas lenguas de luz que en las baldosas se estremecían
alargándose casi hasta tocar la madera de la puerta de enfrente. Empujó con
timidez y movió la cabeza dirigiendo sus ojos a todo el recibidor, buscando,
pero sin ver nada más que un grupo uniforme y opaco de caras que se
mezclaban unas a otras en una expresión cansada y seria.
—Buenas tardes, Eulogio.
—Hola, Juan, ¿qué?
—Ya ves… Un ataque a la cabeza.
—Pobre… ¿dónde está su hija?
—Allá, en el comedor; pasa…
Le empujaba con la mano sobre la espalda y Eulogio inició un
movimiento de retroceso. La presión se hizo insistente, decidida, aplastante:
—Pasa…
El pasillo estaba también lleno de hombres que fumaban y hablaban;
compañeros y vecinos. A muchos los conocía Eulogio desde años atrás y
ahora le parecían seres distintos, nuevos, lejanos, ariscos. Los saludaba casi
sin fijarse. En el umbral de la puerta se detuvo: el comedor estaba ocupado
por un grupo de mujeres, quizá debió venir la Mercedes, que se apretaban en
torno a la muchacha y miraban con leve hostilidad a los hombres, como si a
ellas perteneciese la hija y los demás fueran extraños que llegaban a turbar su
dolor.
Una sola vez había hablado con ella; una noche en que fue a casa de
Almirall a beberse unas copas porque era el día de su santo. Su mano, una
mano rosada y fuerte, apretó la suya cuando el padre los presentó: «Aquí, un
amigo. ¿Qué te parece la hija que tengo, eh, Eulogio?». Y ahora ella estaba
allí, sentada junto al aparador en que se alineaban muñecos de loza junto al
reloj despertador, como el mío, es igual que el mío, que reposaba sobre la
madera deslucida y abierta del mueble. Estaba allí junto a dos mujeres que le
miraron un momento mientras se acercaba y, en seguida, redoblaron sus
caricias a la muchacha susurrándole al oído misteriosas palabras para que él
viese la importancia que ellas tenían en aquellos momentos. La voz le nació
confusa y vacilante:
—Yo quería mucho a su padre, ¿sabe?: éramos amigos…
Los sollozos de la muchacha le hicieron apretar con fuerza las mandíbulas
mientras las manos estrujaban nerviosas la gorra azul de taxista. Ni siquiera sé
cómo se llama la chica, ni siquiera lo sé. Las mujeres, dos o tres amigas y
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unas vecinas, le miraban a él y hubo un segundo en que le pareció sentirse
responsable de algo; de algo pequeño y desolado como el llanto de la hija de
Agustín Almirall, de las miradas que caían sobre él o del silencio que volvía a
reinar en el comedor en donde jugaron a las cartas aquella noche.
Una forma ajena estaba ahora a su lado.
—Soy la cuñada de Agustín —dijo. Y luego, señalando a la muchacha—:
Le agradecemos mucho que haya venido. Isabel está, la pobrecilla, deshecha.
Imagínese…
Isabel. Se llama Isabel.
—He traído el coche, ya supondrá usted que también soy taxista; por si
hace falta para ir al cementerio.
—Gracias. Hay pocos hombres en la familia —inició un resplandeciente
sollozo— y otros amigos ya se han ofrecido. Muchas gracias.
—No hay de qué. De todas formas, iré al cementerio.
Hubo un silencio peligroso y Eulogio se dio cuenta de qué era lo que
inmediatamente iban a decirle.
—Venga, que verá al pobrecillo; ha quedado muy bien. Talmente que
parece dormido.
Las mujeres le miraban de nuevo, midiendo en su rostro la amistad que
pudo tener con el muerto, no me atrevo, no me atreveré a negarme, y dieron
unos pocos pasos. Una chica se apartó ligeramente, torciendo el cuerpo joven
y esbelto hacia la derecha, mirando, ella también, al lecho sobre el que estaba
el ataúd entre las velas gruesas y amarillas. Se detuvo junto a la puerta sin
querer hacer caso de la mano de la cuñada, que se apoyó ligeramente en su
brazo invitándole a seguir, a aproximarse a la cama. De repente se serenó por
completo y sus brazos colgaron fláccidos a lo largo de las piernas, sin fuerza
ya en las manos para estrujar la gorra.
—Parece dormido, ¿verdad?
Estuvo a punto de gritar que no; que no podía parecer dormido porque
estaba muerto, porque nadie duerme dentro de un ataúd, porque los ojos se
hundían en el rostro de una forma insoportable, porque la piel era un cartón
seco y violeta y los labios eran rayas blancas; porque las manos no se cruzan
nunca así, tan definitivamente unidos los dedos, protegiéndose unos a otros,
acompañándose para no saberse solos… Debería rezar, yo ahora debería
rezar… Se llama Isabel. Qué largo y qué raro está. No pude negarme; todas
esas tías mirando…
Se santiguó rápidamente y al salir estuvo a punto de tropezar con la tapa
del ataúd, que se recostaba contra la pared. Vio cómo las mujeres que
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llenaban el pálido y adormecido comedor estaban pendientes de un hombre
joven que, sentado junto a Isabel, le tenía cogida una mano mientras con la
otra intentaba torpemente subirse el nudo de la corbata, se ha puesto corbata
negra como si ya fuese de la familia. La muchacha que se apartó antes para
dejarle paso, le dijo con una cortante dulzura:
—Buenas tardes.
Y en ella Eulogio, el taxista Eulogio, volvió a encontrar el símbolo de la
vida que se escapaba en la habitación de al lado entre el humo y la penumbra
de cuatro cirios altos y maravillosos.
—Buenas tardes.
Llegó al recibidor en el instante en que entraba apresuradamente otro
chófer de taxi que tampoco se había quitado la bata del trabajo.
—Ya suben.
Y se hizo de nuevo el silencio, un silencio cargado de rumores y de voces
lejanas. Salió al descansillo y se apartó hasta el otro extremo. Riendo subían
los empleados de la funeraria con sus trajes negros relucientes de viejos y
gastados, con los rostros ajenos y sin afeitar, sudorosos, pretendiendo
limpiarse las manos frotándolas contra el oscuro y misterioso uniforme. La
puerta se abrió del todo y por ella penetraron los tres hombres, sin vacilación,
seguros del camino que les indicaban las miradas de los que, serios y
cohibidos, se apretaban en el recibidor.
Eulogio vaciló un segundo y comenzó a bajar despacio, junto a la
baranda, cuántas veces él habría subido y bajado esta escalera. Y la chica,
Isabel, pobre chica… Y sin darse cuenta le vino el recuerdo de sus hijos: de
Elena y Martín y el pequeño Eugenio, revoltoso y vivo. El recuerdo se le
subió a la garganta y a los ojos y a la sangre y le recorrió las manos y la
espalda. Todo volvía a ser preciso y tibio, verdadero y acogedor. Necesitaba
ver el sol y comenzó a bajar aprisa, casi corriendo, los tramos de la escalera
que le faltaban hasta llegar al portal. Enfrente, un sacerdote y un monaguillo
aguardaban. Pasó junto a ellos y se dirigió hacia el taxi. Sin saber por qué,
puso las dos manos sobre el morro del viejo «Renault» y respiró con fuerza,
profundamente; sabiendo que respiraba.
Comenzaron a salir a la calle otros de los que estuvieron arriba en el piso.
Luego, las vecinas asomadas a los balcones, mirando como algo extraño y
terrible el sencillo ataúd. Mientras lo sujetaban al coche, el sacerdote inició el
responso. El aire se paraba quieto bajo el sol, y los hombres miraban,
disimulando, indiferentes al propio latir de su corazón que les estaba
pidiendo, llamando, exigiendo.
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Cuando arrancó el «Peugeot» de delante, se metió en el coche y siguió
hasta la Sagrada Familia; las torres se levantaban hirientes hacia la luz y un
grupo de extranjeros miró con curiosidad el cortejo encabezado por el coche
mortuorio. Uno de ellos se quitó la gorra blanca que llevaba mientras una
mujer, a su lado, le hablaba sonriendo.
En la cripta de la Sagrada Familia la voz del sacerdote sonaba lejos, como
si las palabras se pronunciasen en otra dimensión; más allá de aquella realidad
de la muerte de Agustín Almirall. Cuando pasaron por su lado al salir de la
iglesia, vio al joven que estaba antes con Isabel y a otro, quizá sea el hermano
que me dijo que vivía en Tarragona. Tras ellos, el grupo de amigos y vecinos
que en el interior del templo parecía mucho más exiguo que en el piso
minutos antes. Eulogio miraba seriamente a los que pasaban ante él y la gorra
de taxista, entre las manos, volvía a ser nerviosamente retorcida.
Aún no había terminado de rezar el sacerdote el último responso ante la
furgoneta mortuoria, cuando el empleado de pompas fúnebres se acercó al
grupo:
—Los que no vayan al cementerio, pueden despedirse de los familiares.
Tenía algo morboso y triste el empleado que, a fuerza de acompañar
entierros, había ido adquiriendo un aspecto singular, indicado, preciso,
resonante en lutos y suspiros. La americana negra, cubriendo la camisa
dudosamente blanca sobre la que una corbata, deslucida y brillante, se
arrugaba en un nudo, le iba demasiado grande, igual que si no le perteneciese.
En su rostro, sanguíneo y rosado, pretendía imponer el aspecto de la más
estudiada severidad.
Pasó una mujer joven, falda negra y jersey verde bajo el que los senos se
le desproporcionaban, y el empleado no pudo evitar el mirarla largamente
mientras sus ojos se avivaban en un reflejo directo y animado. Eulogio
también la miró en el instante en que, junto a él, brotaba un espontáneo
silbido, callado y leve:
—Vaya…, que ni siquiera aquí le dejan a uno tranquilo…
Los que no vayan al cementerio…, ¿Qué hago? La verdad es que no tengo
muchas ganas. El pobre Agustín… Debe de ir a la calle Mallorca y atraviesa
por aquí acortando. Cuando empieza el buen tiempo se ponen las mujeres a
vestirse de un modo… Al fin y al cabo los del duelo no me conocen… Y he
perdido ya bastante tiempo…, ¿qué hago?
Pero ya terminaban de pasar dando la mano y diciendo:
—Le acompaño en el sentimiento.
—Tú también vas, ¿no?
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—Sí, claro.
—Terminaremos a las tantas; es en el Cementerio Nuevo.
Junto al novio de Isabel y al otro hombre quedaban cinco o seis amigos de
Agustín Almirall. En dos taxis cupieron todos con holgura. Eulogio, he tenido
suerte de que no se me haya metido nadie, puso en marcha el «Renault» y
dejó que los demás coches arrancasen antes.
Bajaban por el Paseo del General Mola y el «Renault» de Eulogio se iba
retrasando despacio, imperceptiblemente, empujado por una extraña y
reciente necesidad. No voy, vaya, que no voy… Total… En cuanto lo decidió
comenzó a llegarle una tristeza, un saber que no obraba bien, que debía ir
hasta el cementerio…
Cruzaba la furgoneta la Diagonal y, tras ella, cuatro taxis. El último
pareció dudar y, cuando los otros entraban en el Paseo de San Juan, fue
deteniéndose despacio para, más lentamente aún, dar la vuelta al monumento
a Jacinto Verdaguer y estacionarse al fin con un resuello, en la parada de
taxis, a espaldas de la alta columna de piedra. Se apaciguó el motor con
suavidad, comprendiendo también, y Eulogio, se darán cuenta cuando lleguen
al cementerio y pensarán que se me ha averiado el trasto, encendió un
«Rumbo» y se quitó la gorra, brusco y desabrido.
El sol sobre el asfalto en el cruce de las dos avenidas era también algo
inesperado y solitario; era una culpa más, un dolor más, una vergüenza más
entre todas las que Barcelona soportaba, solitarias y pacientes, en sus calles y
en sus hombres.
Y ahora, cada vez que veía un entierro, si por casualidad iba algún taxi
detrás, se acordaba con disgusto y tristeza de aquella tarde en la que pudo
haber acompañado a su amigo y no lo hizo sin saber todavía por qué. Y era
parecido a sentirse pillado en falta y se sabía culpable de un pecado pequeño
que a veces se agrandaba enormemente.
—Pero, bueno, ¿está libre o no está libre?
—¿Cómo…? Claro, sí…, perdone; estaba distraído…
Es guapa… Qué raro, se parece a la hija de Agustín Almirall. Y la piel se
le puso tensa en el rostro, como si alguien tirase de ella hacia atrás y hacia
dentro.
—Al «Barato». Ya sabe donde está, ¿no?
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la panadería y simpatizaron. Luego vinieron las confidencias y el acercarse
una a otra en las pequeñas dificultades diarias de los precios y de las
inquietudes. Poco a poco, fue naciendo una amistad compartida con
espontaneidad y cariño. Mercedes gustaba de la conversación de su amiga,
quizá porque ésta le daba siempre la razón y era ella quien decía siempre la
última palabra. El marido trabajaba en una fábrica de planchas eléctricas, en
Hospitalet, y un domingo salieron juntos los dos matrimonios. Desde
entonces, la amistad se fortaleció día a día y Mercedes llegó a considerarla
como a su mejor amiga la tarde en que, sin darse cuenta, se empezaron a
tutear.
Estaban paradas en Cruz Cubierta, frente al mercado, y las cestas de la
compra les pesaban largamente en los brazos. Fue entonces cuando Gabriela
la dejó en el suelo con un gesto de cansancio y le dijo, sin levantar los ojos
del montón de verduras que salían del apretado bolso:
—Las cosas se hacen más verdad cuando se dicen, por esto no quería que
lo supieras, pero es inútil, Mercedes, son muchas personas las que lo han
dicho: me engaña…
—Mujer…
—Y la culpa, ya lo sé, la tiene el vino y la taberna, y detrás de todo esto
está el no haber tenido hijos, que si yo le hubiera dado por lo menos uno, él
no andaría fuera de casa pendoneando sin importarle nada.
Mercedes la miraba y no sabía qué decirle. En su pensamiento bullía el
recuerdo de una noche cuando llegó Eulogio de Málaga, viviendo todavía en
Valencia. Recordó la ternura que la llenó y al mismo tiempo el asco y la
repugnancia que le latían dentro, y sin comprender cómo era aquello posible,
se sintió más cerca de su marido al saberse traicionada. Ahora pensaba en su
amiga y la veía triste y humilde, sintiéndose culpable por no haber tenido
hijos. Quiso decirle algo, darle ánimos, y ni se le ocurrió esperanzarla en que
todo pasaría, en que aquello era inevitable en los hombres, pero que luego
volvían más cariñosos y sumisos. Nada. Gabriela alzaba los ojos esperando,
buscando en su amiga algo que ella había perdido y que sabía nunca más
podría recuperar.
—Los hombres…, ¿sabes?
—Nunca le he faltado en nada. Siempre le he acogido como si fuese la
primera vez. ¿Por qué, entonces? ¿Es que no basta que una sienta vergüenza,
porque es una vergüenza que tú no puedes saber, de no tener hijos, de no tener
esperanza de tenerlos? ¿Es que no basta estar en casa sola y sola siempre?
¿Cosiendo o planchando o arreglando el piso, que cada día se va haciendo
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más grande y es más difícil de llenar? Y yo no me atrevo a decirle nada a él…
Cuando llega, le miro y procuro estar más cariñosa que nunca. Pero… ¿Qué
va una a hacer con esta facha y esta cara que empieza a envejecer? Me come
la tristeza, Mercedes, ésa es la verdad. Me come la tristeza y querría
morirme… Sí, morirme… Cuando éramos novios, cuando nos casamos, él
siempre me hablaba de los hijos. Y luego, al pasar los años, fue dejando de
hablar de esto y yo vi cómo se iba alejando… Aquel domingo que salimos los
cuatro…
—No sé qué decirte, Gabriela, no sé… Yo nunca… Otra te diría que se lo
gritases a la cara, que no dejases se acercase más a ti, yo qué sé… Sí; tienes
razón, si hubieses tenido un hijo…
Tranvías y coches, camiones y gente cruzando ante los ojos, ante el
corazón, ante la nostalgia. Mercedes y Gabriela estaban allí, paradas, en
silencio ahora, sin saber qué hacer porque se encontraban pequeñas y
perdidas, ajenas la una a la otra y separadas. Una pensaba en la hora de la
comida, cuando llegase el marido y sólo el silencio y la desgana llegasen con
él. Otra pensaba en la casa, con el padre y los hijos, comiendo y hablando sin
cesar cada uno de su vida, pero formando un mundo simultáneo y vivo,
creado con el esfuerzo de todos. Mercedes y Gabriela miraban y querían
descubrir algo remoto e ignorado en cada coche que cruzaba ante ellas, en
cada hombre, en cada niño. Las dos querían acercarse a esa certidumbre de la
soledad y del camino sin ayuda, sin triunfos, sin palabras casi. Las dos
querían salirse de su piel y comprender.
—Sí, ya sé…, ¿qué puedes tú hacer? Pero tú eres amiga mía y por eso te
lo he dicho. Las cosas al decirlas se hacen más verdad, pero también duelen
menos.
—Los hombres a veces cambian de repente… Yo creía que eras muy
feliz.
Sonrió con amargura. ¡Feliz! ¿Qué entendía ella, Mercedes, por ser feliz?
Para saberlo hay que dejar atrás muchas cosas y sentir que la tarde se va
oscureciendo despacio y ver detrás del cristal cómo se encienden las luces de
la calle mientras se apaga la poca luz de la habitación. Y ver a la gente ir y
venir por las aceras y darse cuenta de que no se espera nada, ni siquiera el
regreso del hombre, porque entonces el silencio es mayor y es mayor la
oscuridad y es más doloroso mirar a través de los cristales. Para saber lo que
es ser feliz, es necesario despertarse por la noche y oírle respirar. Y ahorrar
para comprarle una libra de tabaco, y ponerle delante la botella de vino
cuando se le ve triste, quizá por otra mujer, y decir que no se encuentra muy
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bien cuando le preguntan a una por qué pone aquella cara tan seria y luego
sonreír y luego… ¡Feliz!
—Hace seis años lo era. También lo fui el año pasado unos días. Luego…
Y de pronto, en un estallido enérgico y desolado:
—¡Ya no sé vivir, Mercedes, ya no sé vivir!
Y el recuerdo latiendo en los ojos con las lágrimas y la vergüenza de su
estrecha cintura y el fracaso y la lucha y la independencia y la cerrada
obstinación.
—Serénate, mujer, confianza… Anda, que la gente te mira…
Y sacó su propio pañuelo y se lo tendió a la mano y pensó en la suerte de
su vida y en la desgracia de la de su amiga y se sintió feliz; feliz hasta
ahogarse dentro de su felicidad, y en un instante vio la cara de todos los
suyos, tan suyos, tan llenos de ella, y el dolor de la otra se transformaba en
alegría y deseó avergonzarse y no pudo, porque su realidad era más fuerte que
nada en aquellos instantes.
—Anda, vamos, crucemos; no vamos a estar paradas aquí toda la mañana.
Vamos, Gabriela.
—Sí, vamos; total…
Fueron juntas, ¿juntas?, hasta la calle de Alcolea y allí se separaron, se
separaron más de lo que ya entonces estaban.
—Ya verás cómo se arregla, mujer. Tú procura que él no note nada y ya
verás.
—Sí, gracias, Mercedes; gracias por haberme dejado que te lo contase.
Me siento tan hundida y tan sola…
Vio cómo se alejaba dulcemente, casi arrastrando su cuerpo, envejecida
de pronto, desgarbada y sola. Tuvo un impulso y se contuvo y pensó que era
ya tarde para llamarla, para abrazarse a ella y hacerle comprender que era su
amiga y que ahora también era capaz de sentir un poco de su dolor y que
fuese a verla con frecuencia y que hablarían las dos y que ella…
Debo ir a casa… Pronto serán las once y tengo que hacer la comida.
Luego vienen todos hambrientos y deben volver al trabajo. Y antes ir a buscar
al nene y…
Gabriela pensaba que tenía razón su amiga Mercedes y que quizá pronto
él cambiaría y que aún, ¡Señor, aún!, podía ser feliz, y le daba miedo
detenerse ante esta palabra, como si el solo hecho de pensarlo fuese suficiente
para alejar la realidad que significaba.
Mercedes ascendía despacio por Galileo. Al pasar frente al «Casino de
Sans», con vieja nostalgia de pueblo independiente, Mercedes pensó que una
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vez estuvo allí viendo una representación teatral y en la obra se trataba de un
hombre que abandonaba a su mujer. Aquella tarde lloró y ahora, cuando
conocía algo semejante en una amiga, se sentía feliz y al mismo tiempo
avergonzada de serlo. Mercedes no podía comprender que a veces los
hombres y las mujeres se avergüenzan de su propia felicidad porque otros son
desgraciados. Nada más que por esto.
Entró en la tienda donde vendían legumbres cocidas y compró media libra
de garbanzos: le gustan a Martín con la carne, pensó, y otra vez la llenó una
oleada de vida y de seguridad al pensar en el hijo mayor. Al salir apretó el
paso y detrás quedó, perdida ya, brumosa y absurda, la imagen de su amiga
Gabriela con la inmensa tristeza de sus ojos y de sus palabras, con el
desesperado palpitar de su afán. De nuevo la calle, las tiendas, las voces
conocidas y los rostros, los letreros y el nombre de las calles, eran una
canción alegre y acariciadora que se acercaba y la sorprendía y la rozaba de
afirmaciones llenas de luz, de verdades y de ternuras. Caminaba aprisa y sabía
que en cada paso estaban el marido y los hijos acompañándola, recogiéndola,
diciéndole palabras. Su vida, hasta el momento de casarse, era un recuerdo
fugaz y sin sentido. Ella había empezado a vivir el día en que se encontró con
Eulogio en una plaza de Valencia y hablaron. La boda fue una puerta que se
cerró y se abrió lanzándola a nuevo camino para su cuerpo y para su alma.
Los demás… ¿qué podían importarle? Sí, lo de su amiga era triste y
desagradable, pero era suyo, no de ella. ¿Cómo hubiera podido ayudarla? Son
cosas en las que nadie puede hacer nada. Unicamente decir «lo siento mucho»
y seguir adelante. De pronto tuvo miedo; miedo de que se acabase también su
felicidad. Pensó en Elena y en Martín y en Eugenio y en su marido, y quiso
tenerlos cerca y abrazarlos y sentirse abrazada por ellos. Apretó el paso
notando que el bolso le pesaba más y le tiraba del brazo con una fuerza nueva
y enérgica. Entonces se decidió: iré a buscar a Eugenio; por un día…
El Grupo Escolar, en lo alto de la calle Vallespir, dejaba ver desde la
puerta el patio y los árboles y, detrás, el edificio donde estaría en aquellos
momentos Eugenio, en la clase, en el reducido y feliz mundo de sus pequeños
límites. Ahora, lejana, le llegaba la voz de los niños que eran una sola voz,
Eugenio, cantando una canción de la que nada podía entender. Pero eran las
voces y la voz; eran ellos, allí, con sus delantales sucios o limpios, con sus
cuerpecillos frágiles y poderosos, con la inesperada reacción de sus labios y la
sorpresa de las manos y de los tesoros encontrados en la calle.
Mercedes se apoyó en la puerta de hierro y dejó que la canción la fuese
sosegando, penetrando, hasta que se supo tranquila y recobrada. Luego llamó
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y cuando Eugenio se acercó a ella y la miró, apretó muy fuerte en la suya la
mano del hijo, como si temiese que allí, en la tierna continuidad de su
existencia, pudiera alguna vez perderse todo el esfuerzo de los años y de la
felicidad.
Y me quedan aún cerca de ochenta hasta Fraga pero ésos me los salto sin
manos y ya entraré en Cataluña y esto es como estar ya en casa acostumbrado
a las distancias largas que una vez me tiré desde Badajoz y aún me acuerdo de
lo cansado que llegué a Lérida y ya no pude más y allí dormí aunque sabía la
bronca que me iban a armar pero uno no puede hacerlo todo como si fuese
una máquina este café con leche está bien por lo menos caliente sí está y
ahora me tomo la copa de anís aunque vaya usted a saber qué anís tendrán en
este pueblo que parece lo han sacado de un cromo antiguo y no está mal la
moza vaya que no que tiene unos andares que dan ganas de pedirle que vaya
de un lado para otro para que camine y la Nuri ahora sí que esperará que
llegue de un momento a otro y ya van tres veces que me mira creyendo que
yo no lo hago y me parece que si me quedase aquí a lo mejor pero…
—¿De muy lejos?
Y ya me habla esto es que aquí pocos deben de parar y les gusta curiosear
y saber de uno porque en los pueblos pequeños ya se sabe cada cara nueva es
como una película gratis y tiene unos ojos que brillan como demonios…
—Hoy no, de Zaragoza sólo. ¿Y usted?
—¡Anda la guasa! ¡Yo sí, de muy lejos! De la casa de enfrente.
¡Imagínese!
No sé qué voy a imaginar si no es que me gusta tu risa y lo que hay detrás
y delante y si empiezo a hablar me estoy aquí hasta las tantas que eso no es
malo y yo sé que a veces cuando le he dicho que bromeaba con chicas en los
cafés o en las paradas no decía nada aunque puede que tampoco le supiese
bien…
—¿Es usted de aquí?
—Del mismísimo. ¿Conocía usted este pueblo?
—De paso, chica, como está en la general…
—Ustedes los de ciudad, porque usted será de ciudad, ¿verdad?, pasan por
aquí mirando como si fuesen de pueblo. ¿No se había dado cuenta?
No entiendo lo que quiere decir pero se ha puesto colorada y aún está más
bonita que antes y de buena gana…
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—Es que a veces en pueblos como éste se ven cosas, como usted, que no
hay en Barcelona.
Tiene la piel fina y respira como si supiese que el pecho se le levanta y se
le pone más bonito eso nena apóyate en el mostrador que yo me acerco a verte
de verdad…
—Póngame otra copa de anís, preciosa.
—A ver si se le sube a la cabeza… ¿Este camión es suyo?
—Qué más quisiera… Si fuera mío te invitaba a venirte conmigo a
Barcelona o a la Francia esa. Anda, apura la botella, chica, que no me voy a
emborrachar.
—Luego le hará daño, que usted no sabe el daño que hace el anís. Una vez
yo bebí tres copas en una fiesta y… ¡no quiero ni acordarme!
—A mí lo que se me sube a la cabeza es tu cara.
—Bueno, bueno, bébase el anís y no se acerque tanto, que luego apestaría
a gasolina…
—O yo olería a ese perfume tuyo que nace en tu piel.
—Vaya… nos ha salido fino el chófer…
Sí pero miras de un modo que se te van los ojos, no si cuando yo digo que
el que no liga es porque no quiere…
—¿Qué tal anda el negocio en el Café?
—¡Bah…! Poca gente en este pueblo y los de aquí, los sábados por la
noche y el domingo por la tarde. Esto lo tenemos porque nos gusta, que si
no…
—¿Es tuyo el Café?
—De mi padre…, pero bueno no me dé tanta conversación que si se
entera su señora…, porque usted será casado, ¿verdad, usted?
—¿Es que tengo cara de casado? ¡Si acabo de salir de la mili! Todavía no
he encontrado mi tipo…, puede que lo seas tú.
—Sí, ustedes se bajan del camión, venga decir cosas y que si aquí y que si
allá y luego se mueren de risa contándoles a sus amigos que…
—Oye, maravilla, yo no soy de ésos, ¿sabes? Si te he dicho que me
gustas, ¿te lo he dicho?, es porque es verdad; tienes una cara y una boca y…
—No me hable tan en serio, que me lo voy a creer… Tengo unas ganas de
marcharme de este pueblo… Ver una ciudad y otra y poder ir al cine y pasear
y a la playa. ¿Usted va a la playa alguna vez?
—Claro… ¿Te gusta el mar?
—No lo he visto nunca, pero sí me gusta. ¿Pasa muchas veces por aquí?
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—Según…, pero con bastante frecuencia. Cuando pase, pararé a echar una
copa de anís. ¿Me dices cómo te llamas?
—Tengo un nombre muy feo. No le va a gustar.
—A mí el nombre me da lo mismo; lo que importa es la percha. ¿Cómo te
llamas?
—Josefa… ¿Es feo, verdad?
—Es tu nombre. Yo me llamo Juan. Es más corriente que el tuyo.
—Por ahí viene mi padre. Ahora disimule usted porque no le gusta que dé
conversación a los chóferes, ¿sabe? Cuando pase otro día… Yo estoy siempre
en el Café ¿sabe?
Me mira y ahora sale a la puerta y seguro que si me quedo aquí… lo que
ocurre es que cuando de verdad se queda uno luego se echan para atrás y
antes de darle un beso ya están pensando en que si se va a casar uno con ellas
y éste arranca otra vez mal y se acabó preciosa hasta otro día cuidado que está
bien la Josefa y la verdad que tiene un nombre que no se lo salta un sargento
de la Benemérita pero en cambio tiene un cuerpo que ése sí que no se lo salta
ni un capitán de la Legión pero esto no está bien porque una cosa es bromear
y decirle que le gusta a uno y otra negar que está uno casado que eso no se
debe de decir nunca y todo por no llevar el anillo que me molesta y no puedo
acostumbrarme que si le ven a uno con el anillo ya no hay ocasión de meterse
en berenjenales que las mujeres lo saben antes de que saque uno la mano del
bolsillo y la pobre a lo mejor se ha creído que vuelvo y que quién sabe que las
chicas tienen la cabeza llena de fantasías y por nada se ven ya en los altares
pero me gusta o es que uno ya se está volviendo como todos que se la pegan a
la mujer y tan tranquilos pero la verdad es que yo no lo he hecho nunca y me
parece que ahora esperando un hijo sería algo que no me dejaría tranquilo y
como faltar más a la Nuri que ahora estará en casa haciendo la comida y a
ratos pensando en mí y a ratos pensando en el chaval que viene y luego irá a
la cómoda y sacará esas cosas de críos tan pequeñas y las ahuecará como si el
nene estuviese dentro que yo le vi una vez hacerlo y se puso toda colorada
cuando se dio cuenta de que la miraba y a mí me produjo como un cosquilleo
en todo el cuerpo y un hombre debe saber dominarse porque si no parece que
se emociona como una Josefa cualquiera detrás del mostrador que hay que ver
el padre que tiene la pobre y así no me extraña que tenga ganas de irse del
pueblo que entre el padre y las cuatro casas encaladas debe de ser como un
cementerio y qué vida llevarán ahí en invierno sobre todo que en verano por
lo menos se puede salir a pasear con las amigas y seguro que más de un tío
del pueblo le hace la rosca porque no creo que ahí haya chavalas mejores y
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con ese tipo de mujer hecha y siendo joven al mismo tiempo que debe de
tener apretadas las carnes y la piel como un fuego y ya estoy otra vez dándole
vueltas a todo eso y no quiero porque es peor y luego se pone uno de mal
humor y ya se sabe encenderemos un pitillo y a mirar el paisaje que es más
soso que el padre de la Josefa con tanta tierra sin labrar y menos mal que
ahora empezará a cambiar y aunque no sea nada del otro mundo es más
agradable de mirar que todo este desierto de los Monegros que dicen que un
día tendrá agua y se podrá cultivar hasta huerta que de eso sí que tendría que
preocuparse el Estado y todo ese grupo de ministros y no de otras cosas y de
echar discursos que no van a ninguna parte que palabras por aquí sobran y lo
que hace falta es agua aquí y máquinas en otras partes que esto con agua sería
precioso y daría mucha vida a la región y los pueblos serían más ricos y yo
creo que la gente estaría más contenta y a lo mejor la Josefa ya no querría
marcharse del pueblo y ver ciudades que la pobre chica me parece se quedará
ahí toda la vida y lo malo será que yo volveré a pasar y veremos quién es el
guapo que me dice que no pare a echar una parrafada y si se pone a tono yo
me pongo igual parece mentira que siempre voy a parar a lo mismo y si llega
a ser de noche a ese conejo me lo cargo aunque si vuelvo a pararme ahí no
será yendo solo y las cosas cambian que si voy con Jaime que es soltero será
él quien quiera meter baza y lo mismo le dice que yo estoy casado y que me
llamo Félix y no Juan aunque al fin y al cabo a mí qué me importa y lo mejor
es no acordarse más de esa moza y dejarme de cuentos y arrear para llegar
pronto a casa que a lo más tarde quisiera estar en Barcelona a las cinco o
cinco y media aunque si me encuentro a algún amigo en la Panadella pues ya
sé lo que pasa y que nos liaremos a hablar y quién sabe si caerá una partida
para jugarse el café y la copa aunque no sé si habrá alguien allí porque son
muy pocos los que ahora van de día y lo que es seguro es que estará Luis el
dueño del bar y hay que ver lo que le gusta hablar parece mentira con la
cantidad de gente que conoce y que se acuerde del nombre de cada quisque y
de las circunstancias de cada cual que igual le pregunta a uno que cómo está
su mujer que si se ha arreglado ya aquella muela que le dolía y esto lo hace
para que nos encontremos a gusto en su casa y así es que todos somos como
de años atrás ese trozo no lo van a terminar de arreglar nunca y es que un tío
sólo no puede no hay manera si aquí pusieran una brigada de obreros con pico
y pala ya estaría de sobra pero con poner el cartelito de precaución obras en
doscientos metros todo listo y a esperar a que dentro de tres años esté
terminado como los trozos que acortan en los Bruchs aunque sea poco el
terreno que ganan se evitan muchas curvas y a mí me tiene sin cuidado
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siempre se conduce más aliviado en las rectas que puedes apretar más sin
frenar a cada momento y se cansa uno menos aunque lo mejor es pararse de
cuando en cuando y fumarse un pitillo tranquilo en un pueblo o en mitad de la
carretera o tomarse un café como el que me he bebido yo con la chavala esa
apoyada en el mostrador aunque quizás ella lo hiciese sin malicia pero que
dejaba ver un escote blanco que parecía hecho adrede lo del Enrique se
arreglará creo yo y es raro que no haya pensado en él en todo el viaje pero es
lo que le dije que un hombre que quiere trabajar puede encontrar faena ahora
y ya le han hablado de la fábrica de tuberías y es casi seguro que entrará en
ella y podrá defenderse que con tres hijos la cosa no está para bromas y
menos mal que los padres de Montse son unos ángeles y tienen algún dinero
con la panadería y así ahora no pasan necesidad aunque comprendo que a él le
dé vergüenza porque a un hombre le gusta ser el responsable de los suyos y
no tener que agradecer nada a nadie sino que se gana su comida y su vida y la
de los hijos que yo conozco a mi hermano y sé que esto no lo aguantaría
mucho tiempo aunque no sé qué es lo que iba a hacer porque los chicos no se
alimentan del aire y todo porque el amo le dijo aquella estupidez de su mujer
y él se lió a puñetazos como si tal cosa y ya se sabe que aunque tenga razón
uno el que manda manda y tuvo que irse porque además y yo lo comprendo
ya no hubiera podido estar más allí después de aquello y este motor se está
portando bien y parece que le gusta correr así que adelante a ver si
recuperamos el tiempo perdido en la charla y llegamos cuanto antes que no sé
por qué tengo esta vez tantas ganas de llegar a casa y sentarme en el balcón al
lado de la Nuri y ver cómo cose ella ropa para el hijo mientras yo me bebo un
vaso de vino y me fumo un cigarro que eso es descansar de verdad y se está
tranquilo y entonces se me pasan todas las ideas de las chicas que no dejo de
pensar cuando estoy solo porque ella con estar a mi lado es como si me
acariciase y yo la veo sosteniendo el crío en brazos y aunque me hago el
distraído tengo una ilusión que no vivo y estoy deseando que nazca y tenerlo
en brazos y entonces a nadie más diré que no estoy casado al contrario que
tengo un hijo que se llama como yo y que me mira y que mueve los brazos y
las piernas como un pequeño animalito vivo y que luego me conocerá y que
llegará un día en que hablará conmigo y esto debe de ser algo tremendo que
un hijo hable con uno y le llame y se deje llamar y cuando sea un hombre
llevará una vida distinta a la mía y si es posible le haré que estudie y que se
vaya al extranjero de vez en cuando que allí están más adelantados y puede
que tenga más suerte que yo aunque no puedo quejarme y que quién sabe a lo
mejor se hace un hombre famoso y entonces tendremos coche propio y no
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habrá chófer de su coche mejor que yo para el nuestro y es mejor bajar este
cristal también y que entre el aire que ya la mañana se ha levantado del todo y
los árboles y las casas y la carretera parecen sentir que estamos cerca del
verano y que esta primavera va a ser buena y se han acabado los fríos y ahora
es bonito vivir y saber que está en casa esperándome y que vamos a tener un
hijo y que se llamará Félix o Nuria y que dentro de unas horas llegaré a
Barcelona y dejaré este trasto hasta pasado mañana y que esta noche aunque
esté cansado iremos al cine y que mañana me levantaré más tarde y que no se
puede uno quejar porque todo se va arreglando y tengo ganas muchas ganas
de llegar pronto a casa y abrazar a la Nuri y decirle que me he acordado
mucho de ella…
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—Pues, chico…, la verdad es que nunca lo había pensado, así, pensado,
¿sabes? Yo voy a misa de vez en cuando y hasta me confieso cada año o cada
dos años y comulgo, ¿sabes?, pero ahora… Hombre, yo supongo que sí.
Bueno, me parece que todo el mundo cree en Dios aunque no sé en qué
consiste esto de creer o no creer. ¿Y tú?
Ahora era él quien preguntaba buscando una respuesta. Ahora era él
quien, sin saberlo, deseaba contestarse a sí mismo en las palabras de su
compañero. La respuesta le llegó fría y seca:
—Yo no.
—¿No?
—No. Antes sí; antes, cuando era un chaval, sí. Cuando murió mi madre
dejé de ir a la iglesia y poco a poco me di cuenta de que no creía en Dios.
Pero…
Manolo no creía en Dios. Manolo, el amigo que siempre hacía preguntas
extrañas, había dado una respuesta categórica; él, con sus diecinueve años,
todo un hombre, no creía en Dios. Y él, Martín, se sintió derrotado sin saber
por qué.
—Pero…
—Es una cosa muy rara, Martín, pero desde entonces, desde el día en que
me dije que no creía en Dios, me sentí más solo. ¿Tu lo comprendes?
—¿Por qué dejaste de creer?
—Es una cosa estúpida, si tú quieres… Pero me sentí vacío, como si me
hubiese fallado algo muy dentro.
Las palabras ahora subían a los ojos de Martín y de allí pasaban a su
pensamiento. Más que oírlas las veía en los labios de Manolo, en sus labios
finos y alegres, hechos para la verdad y la promesa.
—Cuando enfermó mi madre y los médicos dijeron que no había nada que
hacer, yo fui una tarde a la iglesia y me arrodillé y…
—¿Qué te pasa ahora? ¿Por qué te callas?
—Es que duele recordar, ¿sabes? Yo quería a mi madre con locura. Mi
hermana estaba ya casada y vivíamos solos ella y yo. Cuando comencé a
trabajar aquí, va para tres años, ella estaba tan contenta… Quería que yo
estudiase el bachillerato, pero no pudo ser… Oye, échame una mano que no
puedo darle la vuelta al cable este.
Las manos llenas de grasa negra y reluciente, espesa y resbaladiza como
una palabra, como una pregunta de Manolo. Las manos apretando tornillos y
ajustando ejes. Las manos que acariciaban a las muchachas y temblaban,
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vivas e independientes. Las manos estaban allí hablando de Dios. Y estaban
allí brillantes de grasa y de incredulidad y de fe.
—Bueno, sigue; ¿qué es lo que te pasó?
—Fui una tarde a la iglesia y le dije a Dios que si ella no se moría yo me
haría cura. Cuando llegué a casa, ella se había muerto. ¿Comprendes? Se
había muerto sola mientras mi hermana bajaba a telefonear al médico. Desde
entonces dejé de creer en Dios. Después de haber ofrecido yo el hacerme
cura, lo menos que podía hacer Dios era que no se muriese sola, ¿no te
parece?
—No sé… No entiendo de eso. Es muy raro.
—Primero me odié a mí mismo por haber ido a la iglesia a perder el
tiempo mientras ella se moría, y luego pensé en Dios y ¡se acabó! Me di
cuenta de que no creía, de que ya no podría creer nunca.
Trabajaban en silencio y Martín miraba de vez en cuando al muchacho
que estaba a su lado y que parecía un desconocido, pálido y manchado de
grasa, moviendo las manos con ligereza y seguridad.
—Por eso te he preguntado si tú creías…
Martín tendió su mano y la puso sobre la del amigo:
—De verdad, siento mucho lo que te pasó con tu madre. Ha de ser muy
duro.
—Bueno, chaval, cambiemos de rollo, que ya está bien por hoy. Este
trasto ya pita.
Se quedó parado y quieto, mirando hacia arriba, hacia el chasis del coche,
hacia los ejes y los cables, perdido entre el hierro y el suelo, entre la espalda y
la necesidad de la palabra y de la confidencia.
—Lo que ocurre es que a veces pienso que quizá aquel día Dios estaba
ocupado y no pudo oírme…
—No sé…, a mí nunca me ha sucedido algo así; ni con Dios ni con nadie.
No quiero pensar en lo que uno no puede entender. Yo sé, por ejemplo,
que si un día me acuesto con una mujer luego me queda un gusto raro y me
siento triste también. Yo no sé si es por eso del pecado pero, entonces, a
veces, me acuerdo un poco de Dios.
Y de pronto la salida, la necesaria salida, la puerta que se abre a voluntad:
—Bueno, Manolo, no me compliques la vida… Lo mejor es ir viviendo y
luego ya veremos. Además, por mucho que pienses no sacas nada en limpio y
lo mejor es ir tirando.
—Pues, ¡hala!, andando, que todavía hay trabajo aquí. Vamos a probar
ahora.
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Al ponerse en pie, Martín recuperó su realidad. Al ponerse en pie, Manolo
volvió a ser el mecánico silencioso y pálido que de vez en cuando lanzaba
preguntas que muchas veces provocaban las carcajadas de sus compañeros y
hasta de Emilio, el dueño del taller.
—¡Eh, tú, Martín! Cuando termines del «Austin» lava el «Fiat» de trinca
que está en la calle. Rafael te ayudará a entrarlo.
Y ahora Martín recordaba a la muchacha que iba en el Metro y que leía
una novela con una portada en la que un hombre y una mujer se miraban
separados por un interrogante, y se preguntó si aquella muchacha creería en
Dios y miró al señor Emilio y pensó lo mismo y a Rafael y a la pareja que
cruzaba la calle delante del taller y deseó saber si ellos creían en Dios. Y
entonces se dio cuenta de que nunca había hablado con su padre de Dios y
que su madre le preguntaba poco y que su hermana… Martín estaba
descubriendo que su familia era una familia de desconocidos y que él lo era
para los otros, puesto que ni siquiera había hablado con su padre de algo tan
importante.
Porque eso de Dios es algo importante y, la verdad, me extraña que no
hayamos hablado desde hace años, cuando yo empecé a salir solo. Antes
íbamos a misa con mamá, porque él siempre ha hecho fiesta los lunes, pero
ahora no sé cómo están las cosas de Dios en casa y Elena se marcha sola y
tampoco le he preguntado nunca y es que Dios debería dar señales de vida
para que todos creyésemos de verdad. Lo que le pasó a Manolo hace cavilar
pero también es cierto que él fue un exagerado y a mí, la verdad, no me
importa una cosa ni otra pero estimo que todos los hombres deben de creer en
Dios aunque también Él se hará cargo, sobre todo de nosotros, los obreros,
que no hemos tenido instrucción de escuelas y de libros, que es más fácil,
digo yo, cuando uno estudia y puede comprender las cosas, porque…
—¡Eh, tú, pasmao!, ¿es que vuelves a estar malo o qué te pasa?
Voy en seguida, señor Emilio. No; la verdad es que no me encuentro muy
bien, pero ya estoy mejor. Rafael, ayúdame a entrar el «Fiat», anda.
La esponja se deslizaba blanda sobre el azul oscuro de la carrocería, sobre
los cristales y las ruedas. Martín miraba al fondo del taller, donde Manolo
reparaba una cámara pinchada. Lo veía desde lejos y pensaba en él y en su
madre, muriéndose sola en la casa, mientras él estaba en la iglesia llorando y
diciéndole a Dios que si su madre vivía él se haría cura. ¿Quién era Manolo?
¿Quién era él mismo, allí, lavando un coche nuevo de alguien a quien nunca
había visto? Las paredes blancas y manchadas por la parte de abajo, los
coches y los compañeros del taller. ¿Estaba allí Dios?, ¿era posible hablarle
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como se hablaba con Rafael o con Manolo? Y la Luisa, ¿qué? La muchacha
apareció ante sus ojos provocándole con las miradas y las palabras. Por la
tarde diré que me encuentro peor y que salgo antes. Da un poco de apuro eso
de subir a su casa, pero total, ella me espera y estará sola. A la madre la habrá
mandado al cine, como otras veces; la pobre chochea y no se entera de nada.
Hace dos semanas que no estoy con la Luisa…
El «Fiat» iba quedando limpio y reluciente bajo la esponja, de la que
chorreaba el agua. Martín iba sumergiéndola en el cubo y luego, dejando que
el agua cayese libremente, la aplicaba a las puertas, a los cristales, a los
guardabarros, como una caricia de lluvia continua y eficaz. De cuando en
cuando, sin detenerse, miraba hacia el rincón en donde estaba Manolo con
toda su pequeña incredulidad y sus deseos de esperanza. Manolo, que ahora
había crecido, como si fuese más hombre por haber tenido la valentía de decir
que él no creía en Dios, pero que se acordaba de El de cuando en cuando y
pensaba si aquel día Dios estaba ocupado y no pudo oírle. Rafael, el mecánico
electricista, probaba de nuevo el claxon de un pequeño coche sin nombre,
perdido en los muchos años de servicio. Emilio, dentro del reducido despacho
rodeado de cristales, comenzaba a preparar las facturas del mes de marzo y
sus labios se movían a compás del lápiz, como si las cantidades se hiciesen
mayores al pronunciarlas en voz baja. Levantó la cabeza y miró a los
muchachos y entonces volvió a acordarse de su vida rota tantos años atrás y
volvió a verla a ella cuando le dijo con amargura que esperaba un hijo y vio la
alegría de él y sus cuidados y su orgullo y su impaciencia, y de nuevo regresó
a casa y la encontró a ella en la cama diciéndole triunfante que ya no tendrían
el hijo porque se lo había hecho perder. Y otra vez se le puso la piel tirante y
se mordió los labios como aquella tarde cuando se abalanzó sobre su mujer y
estuvo a punto de matarla a golpes, ciego, desesperado y bronco. Y vio cómo
Amalia, días más tarde, se levantaba de la cama en la que él ya no quiso
dormir más y sin decirle palabra recogía una cuantas ropas y se iba, cerrando
la puerta con un gran portazo tras ella. Y recordó cómo se le fue endureciendo
la mirada y la tristeza le llenó de soledad y de ira, de angustia y de rebeldía,
de asco y de vergüenza por haberse casado con una mujer capaz de asesinar a
un hijo, al hijo que él tanto había deseado.
Levantó la mirada y la detuvo en los tres mecánicos de su taller: Manolo,
Rafael, Martín… La mano apretó con fuerza el lápiz y, los ojos, por un
momento, perdieron su dureza mientras se decía nuevamente:
—Ahora serías como cualquiera de éstos y estarías aquí, conmigo…
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Fuera, en la calle, el sol había roto ya las nubes, y las aceras se iban
secando despacio, recibiendo el calor con ternura y alegría. La calle se iba
haciendo más clara y más viva y la luz penetraba en el taller. Para Emilio
también la calle estaba llena de mecánicos como Rafael, Martín y Manolo; la
calle estaba llena de hijos que nunca habían nacido, que ya nunca nacerían, y
que quizá fueron asesinados por sus propias madres. Emilio miró hacia la
calle y luego, resignadamente, volvió a sus números y a sus facturas.
Bajaba por Muntaner y al dar la vuelta hacia la izquierda, en la Diagonal,
no podré acostumbrarme a llamarla de otro modo, notó que el volante giraba
con rudeza, debía haberlo llevado a engrasar hace ya días, tres semanas es
demasiado para un trasto como éste, vio como el hombre le hacía señas
llamándole. Se acercó a la acera, frenando ya, cara al Paseo de Gracia.
Cuando el joven abrió la portezuela, con un ademán mecánico quitó el cartel
de «Libre» y bajó la bandera del taxímetro, volviéndose, casi sin girar el
cuerpo, hacia el pasajero:
—Usted dirá a dónde le llevo…
Pareció dudar un momento y luego, secamente:
—Gerona, 121, junto a Provenza.
Estaba hermosa la Avenida del Generalísimo en la mañana de marzo y el
«Renault» parecía notar en el aire la recién comenzada primavera y se diría
que se deslizaba con más decisión, más joven, por la amplia calzada. Al
detenerse ante el semáforo de la calle de Balmes, Eulogio comenzó a notar un
extraño nerviosismo que le hizo respirar lenta y profundamente. Se llevó la
mano al estómago y se sintió mejor. El verde anunció el paso libre y el taxi
arrancó de nuevo, con más brusquedad que otras veces. Delante, pasándolo
por la derecha, hay tíos que no quieren y no hay nada que hacer, apareció
veloz uno de los nuevos, un «mau-mau», así llamaban a los «Peugeots»,
porque era necesario entrar en ellos tan encorvados que el cliente parecía
hacerlo a gatas. Entre los de la profesión, pronto salieron nombres populares
para los coches nuevos. Al «Renault» se le llamaba «bañera»; al «Citroen»,
«pato» o, simplemente «stromberg»; al «Austin» se le conocía por «orejudo»,
por los intermitentes que lleva tan arriba y tan grandes. El nombre más
divertido fue el que pusieron los taxistas madrileños a los primeros
«Mercedes Benz» que circularon como taxis. Los llamaban «Lola Flores»,
por el ruido del diésel, que parece el de unas castañuelas cascadas.
Si le tocase en el próximo sorteo uno de ésos y yo me quedase con este
viejo perro… Con suerte se le pueden sacar hasta las trescientas al día, más
las propinas y alguna que otra maleta… No es lo mismo que un veinte por
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ciento, y eso tratándome bien… Tocó el claxon para avisar a un par de
mozalbetes que jugaban cruzando la Diagonal y persiguiéndose.
Sin darse cuenta, dijo en voz alta:
—Dicen que dentro de poco prohibirán tocar el claxon en la ciudad.
Y después, hablándole al pasajero:
—Dígame cómo vamos a avisar al que cruza distraído…, como ésa.
Y el coche torció un poco hacia la izquierda, rozando casi a la mujer que
cruzaba. Bajó por Bailén y enfiló por Valencia, para subir a encontrar el 121
de la calle Gerona.
—No corte, por favor; espere un momento.
Se quitó la gorra y al ver que el joven entraba en el portal y se perdía en
él, encendió un «Rumbo» y aspiró el humo. Un golpe de tos le congestionó
por un momento. De la librería de la derecha salieron dos jovencitas. Las miró
y luego se sintió un poco avergonzado de su pensamiento al acordarse de que
Elena tendría la misma edad que ellas. Un niño de unos tres años estaba
parado junto al taxi y tocaba el guardabarros con una expresión seria y
temerosa. Le sonrió y entonces el niño dio media vuelta y corrió hacia la
mujer que le esperaba a pocos metros, apoyada al sol, en el escaparate de la
peluquería. Cuando Eugenio era como éste fue cuando… Y de golpe le
llegaron al corazón, nítidas y rápidas, las imágenes de aquel día. Se había
retrasado mucho y llegaba a casa a las cuatro de la tarde. Le había tomado un
tío que no paró, desde las dos y media, de ir de un lado para otro de la ciudad,
como si le persiguiesen. Estaba hambriento y de mal humor, y cuando llegó a
casa se encontró con el niño en la cama y vendada su cabeza. La piel blanca,
fría, y Eulogio creyó que había muerto. Un estremecimiento le recorrió de
nuevo, como siempre que recordaba aquel día. Miró al portal esperando ver
salir al joven. La madre pasó con el niño de la mano y cuando el pequeño
tropezó y casi se cae, Eulogio tuvo un sobresalto.
Salieron a la calle y Eulogio miró a la muchacha que ahora acompañaba al
pasajero. Era muy hermosa, joven, con la cara riente y sin pintar. Se miraron
un momento, anhelantes y solos. Eulogio, desde dentro, abrió la portezuela y
luego, despacio, dio una última chupada y tiró el cigarrillo, lástima de pitillo,
y puso el coche en marcha. Esperó.
—A la plaza Real.
Al llegar a Layetana, se dio cuenta de que la pareja se estaba besando con
entusiasmo. ¡Qué tíos! ¡Otros que han tomado el coche por un meublé! No
comprendía cómo no se daban cuenta de que uno podía verlos perfectamente
por el espejito. Era como si los taxis fueran un lugar aparte; un poco la casa
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del que lo ocupaba, aunque fuese para recorrer medio kilómetro. A veces se
irritaba Eulogio y procuraba mirarlos hasta que se daban cuenta. En tales
casos, la pareja en cuestión dejaba sus efusiones o, por el contrario, se
entregaba a ellas con mayor vehemencia, convirtiendo al chófer en un
pequeño y discreto cómplice de sus libertades. Antes, cuando tenía mejor
humor, comenzaba, si no había mucho tráfico, a circular en zigzag y se
divertía viendo cómo la pareja daba tumbos de un lado para otro. No hacía
mucho tiempo que le ocurrió algo que aún no podía comprender. Ellos eran
ya talluditos, cumplidos de sobra los cuarenta, y parecía que se iban a comer
en el coche. Eulogio zigzagueó lo más claramente posible, y ellos, como si
nada. Cuando llegaron a Sarriá y el coche se detuvo frente a una torre con
jardín, su sorpresa fue mayúscula cuando de él salieron dos chicos de unos
diez y doce años llamándolos papá y mamá. Asombrado, contempló cómo los
cuatro se metían en la casa y ni siquiera supo dar las gracias cuando le dejaron
tres con veinte de propina. Me giba que en el coche se morreen, pensó, siendo
novios aún se comprende, pero, vamos casados y con dos quintos por hijos…
Al principio se enfurecía y más de una vez estuvo tentado de parar el
coche y decir a la pareja que se fuese a patita a donde fuera, que él era una
persona decente y no los llevaba en el coche haciendo porquerías. Porque una
cosa es pegarse un par de besos, pero, chica —le decía a su mujer,
explicándole—, otra es que se ponen que, de veras, le avergüenzan a uno. Así,
Eulogio fue comprendiendo muchas cosas y acostumbrándose a otras. Luego,
con los años, ya sabía por el aspecto, por la voz al decirle que fuese a tal sitio
o a tal otro, si la pareja era matrimonio o no, si ella era una profesional o una
desgraciada, o una viciosa, o si los dos que iban en el taxi eran casados o
solteros. Era como si por el coche, entrando y saliendo con mucha seriedad y
finura, se fueran descubriendo las verdades de los pasajeros. Eulogio tenía
buena memoria y hubiera podido recordar cientos de «casos» que a veces, al
principio, comentaba con los compañeros o con Mercedes. Ellos se reían de
sus constantes sorpresas y su mujer terminó diciéndole que no quería saber
más cochinadas como aquéllas.
Una tarde que estaba de parada en la Cooperativa, en la plaza de
Letamendi, le dijeron que fuera al Pedralbes a recoger pasaje. Subió una
mujer que se le quedó en la memoria por lo guapa que era. Durante el
servicio, la llevó hasta Marina, cerca de la Monumental, la miró de cuando en
cuando por el retrovisor. Después de apearse, al dar la vuelta, la vio en el
momento en que se metía en otro taxi, qué precauciones, no habrá para tanto,
pensó, y no habían pasado quince días cuando un domingo, al pasar por
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Consejo de Ciento hacia el Paseo de Gracia, le llamó la atención una pareja
con tres críos, el menor no tendría aún los dos años. Eulogio se quedó helado
al reconocer a la pasajera del Pedralbes y sin saber por qué se sintió triste y
lleno de malestar.
La pareja, ahora, cruzando Diputación, estaba abrazada en silencio.
Eulogio recordó el día en que una muchacha como aquélla, después de las
mismas efusiones, le dijo que parase y, después de darle una bofetada
solemne a su acompañante, abrió la portezuela y se alejó corriendo y llorando.
Desde aquel día renunció por completo a entender a las mujeres, fueran
decentes o no. En otras ocasiones sufría viendo la angustia, el temor, la duda,
en el rostro de muchachas que eran casi unas niñas todavía. Se acordaba de
Elena y apretaba las mandíbulas como si aquellas chicas, serias, jóvenes,
alegres, llenas de cinismo o de vergüenza, que había llevado a tantos meublés
y reservados de Barcelona, fuesen un poco su Elena, una Elena limpia y
decente que, por miles de extrañas circunstancias, se hubiera perdido como
muchas otras. Cuando al regresar a su casa hablaba con la hija, la miraba al
fondo de los ojos y, luego, avergonzado, desviaba sus miradas, en un gesto
cansado y distraído. Una noche, la ciudad ya se había convertido en una
inmensa calle fría y húmeda, hizo Eulogio una cosa que no se la había
contado a nadie. Era como un pequeño secreto entre él y aquella muchacha
que le dijo llamarse Marisol. Todo había sido de lo más vulgar; la pareja, por
lo que veladamente hablaron en el interior del coche, salía de un hotel de los
que la gente, no se sabe por qué, ya que no cabe la menor duda, ha dado en
llamar dudosos. Eulogio ya estaba acostumbrado a ello, pero hubo algo en la
cara de aquella chica que le llamó la atención y que le obligó a mirarla
disimuladamente por el retrovisor. Era una expresión de conseguida ansiedad
que brotaba de sus ojos, de sus gestos, de su cabello, de la boca, firme y
alargada. Y, al hablar, la muchacha movía las manos en un ademán que lo
abarcaba todo, recogiendo al mundo en ellas para arrojarlo después, resignada
y débil. El hombre sonreía a su lado y apenas la miraba mientras ella, movida
quizá también por su angustia, hablaba y hablaba buscando y descubriendo,
sabiendo y rebelándose. Cuando oyó que él decía, casi en un murmullo «mi
mujer», ya no necesitó mirarle la cara a ella y en el silencio comprendió que
lloraba. Es lo de siempre, lo de siempre, pensó, y sintió un profundo desprecio
por aquel hombre que era como todos, como él mismo en más de una ocasión.
Y se acordó de sus discusiones con Mercedes, de sus celos de recién casados,
cuando por las noches, al regresar de un transporte a Madrid o a Barcelona, a
Sevilla o a Málaga, llegaba rendido y lleno de deseos, temblándole la voz
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como si la que le esperaba no fuese su mujer, sino otra a la que él iba a poseer
por vez primera. Y se acordó del desaliento que le fue llegando al comprender
que Mercedes ya no era la misma para él, que a su amor había sucedido una
costumbre lenta y llena de otros sentimientos, quizá más profundos, más
verdaderos, cuando les nació el primer hijo. Entonces volvió a mirar a las
mujeres y a desearlas y luego se fue atreviendo más y más hasta que una
noche, en Málaga, vivió unas horas turbias y alegres en compañía de una
mujer que no era la suya, que nunca hubiera podido ser la suya. Sin embargo,
él estuvo a gusto con ella, y cuando pasearon, madrugada ya en el puerto,
cerca del mar, él le habló de Mercedes y del hijo y se puso triste al decirle ella
que todos los hombres hacían lo mismo, que la mujer era una cosa y una
noche de juerga otra. Cuando por la mañana regresaba hacia Valencia, no
pudo silbar tangos porque la boca estaba reseca de un gusto amargo, lleno de
palabras y de pensamientos. Aquella noche, al acostarse, él le dijo que estaba
muy cansado y que no se encontraba bien, porque no quería tocarla. Luego,
por la mañana, se despertó con un deseo violento y sumiso y se abrazó a ella
buscando el olor de su cuello y su valor y su vida. Y ella, entonces,
acariciando su cabeza, le dijo despacio y llena de ternura: los hombres no
podéis ocultar nada, nada, nada; no vuelvas a hacerlo…
Cuando le dijeron que parase, casi no se dio cuenta. El hombre bajó y le
dijo: «Adiós». Luego, se fue despacio y la muchacha quedó en el coche. No
pudo nunca comprenderlo, pero de pronto se encontró con que le estaba
hablando y ella le escuchaba. Ni siquiera podía recordar lo que le dijo, pero,
poco a poco, la muchacha cesó de llorar. Cuando la dejó en su casa y ella
quiso pagarle, Eulogio se negó a cobrar. Marisol ni le dio las gracias, pero le
miró con un tímido agradecimiento en los ojos y él se sintió un poco redimido
de sus culpas pasadas, de sus culpas presentes, de sus culpas futuras. Y ahora
recordaba muchas veces a la muchacha y se notaba unido a ella por una
ilógica comunicación. Cuando llovía pensaba que la lluvia también era para la
chica y cuando lucía el espléndido sol del verano la imaginaba con la piel
morena y los ojos brillantes, llenos de vida y de luz. A veces se reía de sí
mismo al pensar en Marisol, pero lo cierto era que la muchacha se fue
convirtiendo en una lejana amiga a la que él ayudaba y por la que se sabía
ayudado.
Miró por el retrovisor, aprovechando la luz roja del semáforo de la Vía
Layetana, frente al Fomento del Trabajo y el Banco de España. Ahora volvían
a besarse, pero ella se había dado cuenta y le apartó a él mientras se arreglaba
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el pelo con ademanes rápidos y nerviosos. El joven encendió un cigarrillo y
echó la cerilla en el cenicero.
—Ya empiezan los días buenos, ¡qué bien!, ¿verdad?
Entraron por la Plaza del Angel y, en la de San Jaime, se detuvieron detrás
de un autobús alemán que estaba intentando aparcar. Eulogio lo pasó dando
un par de hábiles golpes al volante y aún tuvo tiempo de ver cómo, en el
interior del autocar, los turistas se levantaban dispuestos a descender del
coche. Paró frente a la plaza Real. El joven le dio un billete de cien pesetas.
—¿No tiene más pequeño? He cambiado ya esta mañana y ando mal de
duros.
—¿Tienes tú?
Ella buscó en un bolso diminuto y le tendió un billete de veinticinco
pesetas.
—Ya vale.
—Muchas gracias, adiós.
Les vio cruzar los arcos, cogidos del brazo y alegres, levantando las
cabezas y riendo, demostrando que estaban vivos y que se amaban. Apuntó la
cifra en la tablilla: 21,20. Ya podría todo el pasaje dar propinas como este par
de tortolitos…
Otro taxi tocaba el claxon detrás suyo, pidiendo paso; miró hacia atrás
instintivamente mientras ponía en marcha el motor que, por primera vez en
aquel día, se le había calado. El guardia urbano de las Ramblas le hizo parar
porque subía un «59» desgarrando el aire de la avenida. Miró los escaparates
de Casa Beristain; oro de Toledo y artículos para regalo. El chófer de atrás
volvía a impacientarse. Me quedaré aquí mismo un rato. No sé qué me pasa
hoy, pero estoy nervioso, intranquilo. Quizá no me ha sentado bien el
almuerzo, ¡tanta grasa…!
Se detuvo delante del Café de la Opera pero Luis, el camarero, le hizo
señas con la mano para que adelantase un poco. Con su sonrisa y su mirada
irónica y brillante, Luis, el mejor camarero del mundo, como le llamaba un
periodista amigo suyo, se quedó observando cómo arrancaba de nuevo, con
todo su acompañamiento de desvencijados ruidos, el «Renault» de Eulogio,
que volvió a pararse frente a la agencia de viajes, a un paso del «Hotel
Internacional».
Le gustaba estar allí, en el centro de las Ramblas; era un buen sitio para
coger pasaje y los minutos que aguardaba se convertían en una diversión
mirando el constante trajín de la ciudad, sintiendo que en aquel pedazo de
Barcelona se unía toda la vida de la urbe.
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Ramblas arriba se adivinaba entre la gente el estallido de las flores.
Eulogio se miró largamente las manos y las vio más finas y estrechas,
temblorosas casi, secas y nuevas. Eulogio sintió que el corazón se le
arremolinaba y, sin saber la fuerza que le obligaba a ello, puso las manos
sobre el volante y las dejó allí, quietas y solemnes.
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nunca más a hablar con él y si insiste saldré y a lo mejor volveré a verla
cuando regrese a la oficina y es mejor que salga antes y venga a pie y si el
tranvía se retrasa no sé qué diré y… La una de la tarde en la ciudad, cuando
se establece una tregua y las cosas se dejan para luego, para…
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duda entre decir Martín es hermano de Elena o Elena tiene un hermano que se
llama Martín. Y siente que el pitillo cambia el sabor con la persona, y se
empequeñece ante la gran ciudad en la que, aquí, allá abajo, late otra vida a la
que él se acerca. Y se crece en la sabiduría y entorna los ojos para pensar en
la muchacha y deja el cigarrillo apoyado en el labio y, cuando la mano va a
recogerlo, la tiene un momento en el aire y luego se la pasa por la mejilla
porque nadie sabe dónde empieza la ira o la resignación.
El Nanu abre su marmita y se decepciona, y el hambre le lleva la saliva a
la boca y la mano se tiende hacia el pan y hacia los dos pedazos grasientos y
espesos de bacalao. Y el labio se acaricia a sí mismo antes de beber el vino
oscuro de la botella y el Nanu comprende que todo tiene su medida y que el
sol de marzo es un buen amigo cuando uno está solo y parece el dueño de
todas las flores y los arbustos que crecen a sus cuidados y también a sus
palabras. Y cansa el vino y cansa el pan, y el hombre se abandona a negocios
de más libertad y la marmita se cierra para que no lleguen las moscas y la
cabeza se echa hacia atrás y se adormece en la pared blanca del barracón y los
ojos se entornan y quizá sueñan y vuelven a abrirse en un sobresalto que el
Nana no sabe si es de felicidad o de desesperación. De la calle llegan voces y
pasos junto a la verja, junto a la débil pared de cañas y de ramajes, y el Nanu
abre de pronto los ojos y se queda mirando otra vez la nube, porque la nube
ha tapado al sol y las ramas y los árboles se han oscurecido para que él se
vuelva a abrochar los botones de la camisa que antes dejara abierta al calor, al
pequeño calor de la mañana de marzo.
El Nanu se echa sobre los hombros la chaqueta y espera a que pase la
nube y le devuelva la luz y la tibieza y aguarda a que regrese el dueño y llame
con alegría a la puerta y entonces retornar al trabajo y esperar a que sean las
siete y aliviar el cuerpo y el anhelo hacia la otra ciudad en la que no es difícil
encontrar a Elena y mirarla y saber que existe y comprender muchas cosas
para que sea posible olvidar otras y así seguir viviendo, viviendo como una
tremenda fuerza que se agota a sí misma.
La madre en la cocina y él con sus coches pequeños y sus maderas y su
penacho de plumas de indio y su pistola de cow-boy. La madre, de cuando en
cuando, le llama para asegurarse de su presencia, quizá de su realidad, quizá
de su demanda constante de auxilio para crecer y hacerse un hombre,
convertir en un hombre el dulce cuerpo niño y reposado.
—¡Eugenio…!
Y la voz llega y se desliza entre las patas de la cama donde está el cuartel
general y donde los muñecos son verdades para las manos y para los ojos. Y
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Eugenio cobra el caballo y el indio y saca la pistola y tiene miedo de su
propio gesto de hombre que mata y repele, que se abalanza y defiende, que es
capaz de gritar y de violentarse, de decir «manos arriba» y «te mato».
Eugenio juega en la casa y la casa es un inmenso territorio por él solo
conocido y vivido en toda su intensidad.
Ahora se cae el caballo y Eugenio lo endereza y tuerce sus patas para que
el caballo vuelva a sostenerse en pie y el caballo se niega y no cede y sus
patas parecen doblegarse, adaptarse y luego, sencilla y lentamente, se
repliegan para desequilibrar el cuerpo de juguete y vencerse a un lado y caer
de nuevo y así provocar el grito del niño que desea y manda y busca y se irrita
con una irritación que le llena de orgullo y es suficiente.
—¡Mama! ¡Este caballo no quiere quedarse de pie! ¡Mira!
Sí, mira y vuelve a mirar y otra vez el caballo bajo la cama y otra vez el
simulacro y la caída, el ímpetu y el desasosiego. Y la paz, porque la paz
consiste en saber cambiar de juego cuando el juego se ha hecho insoportable y
trasladarse del caballo a la selva y arrimar el cuerpo a los colchones y levantar
la cabeza buscando un enemigo que él no ve, pero que ya existe agazapado
también entre las sábanas, también entre las paredes y junto a la cocina y la
puerta de la calle y el sol que ahora se marcha y precipita la oscuridad en la
habitación; un enemigo que el niño Eugenio, que Eugenio el niño, quiere
adivinar a cada instante y combatirlo y vencerlo como un poderoso atleta en
el circo levantando pesas para el asombro y el aplauso.
—Eugenio, a ver si dejas ya de enredar, que pronto vendrán tu padre y tus
hermanos…
Y el juego se detiene un segundo para encontrar en él la cara del padre y
las caricias de Elena y de Martín. Y el juego se recobra más ambicioso ahora
y más ardiente porque el enemigo no se atreve con el padre y los hermanos,
porque el enemigo huye y Eugenio quiere comer, llenar su pequeña panza y
oír la llamada en la puerta y correr, correr siempre, para explicarle a Elena o a
Martín, al primero que llegue, que el caballo y el indio, que la pistola y la
cama, que…
Eugenio toma el pequeño caballo de plástico y lo arrima con fuerza a la
pata de la cama y allí lo abandona, con gesto de vencedor que sabe que ha
triunfado, y luego sale corriendo del cuarto porque el enemigo puede aparecer
y entonces el niño volvería a sentir miedo.
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Ricardo Rovira Rusiñol se apoya un poco en la barra del bar y deja que la
muñeca de su brazo izquierdo se descubra bajo el limpio puño de la camisa
para que quede a la vista el reloj. La una de la tarde no posee tiempo dentro
del reducido espacio del bar. La una de la tarde es un silencio más; una pausa
llena de voces y cristales, de melodías calladamente permitidas y de humo de
cigarrillos americanos. Ricardo Rovira se impacienta porque sabe que, al fin,
no ha ido a la fábrica, como esperaba; se acerca al teléfono, situado a un
extremo de la barra.
Con ademán cansado, concediendo algo que nadie le ha pedido, ruega:
—Anda, ponme una ficha.
Y los números hacen su pequeño recorrido de siempre y, cuando la voz
contesta, dice que no ha podido ir, que a lo mejor a la tarde, que ha tenido
asuntos importantes y que con eso de la boda todo va patas arriba.
Se ríe para que el otro, el contable, que le ha respondido, se ría también
haciéndose cómplice de quien le paga para vivir, para que él crea que vive en
su piso y en sus hijos.
Vuelve a la barra, frente al espejo, y su mano alcanza el vaso donde el
blanco de la ginebra apenas ha palidecido al Bill Cobianchi que se desliza
dentro de su cuerpo con un sabor punzante y alegre. Por el espejo se ve la
puerta y en ella la muchacha habla seriamente con el hombre que la mira
sonriendo, quitándole importancia a lo que ella dice queriendo convencer,
queriendo que el hombre comprenda por qué para ella sí es importante. Ahora
el hombre mira a su reloj y le tiende la mano, que ella recoge con torpe
desaliento. La muchacha baja los dos escalones de madera y mira sorprendida
al interior del bar porque allí no hay nadie a quien ella conozca, quizá porque
en la vida no hay nadie a quien ella conozca.
Ricardo Rovira mira a la muchacha y lo hace para poder recordar mejor a
María Francisca y piensa que ella estará, en aquellos momentos, camino de su
casa llevando adrede los brazos cargados de paquetes para que su peso le vaya
diciendo que todo ha cambiado y que muy pronto, dentro de unos días, se
casará con él, con Ricardo Rovira Rusiñol. Y él piensa en la mujer y aprieta
un poco el vaso entre los dedos y enciende un cigarrillo y a través de su piel
nota la corriente de su vida llamándole y exigiéndole sin darle reposo, porque
el vivir consiste precisamente en no reposar y en cansarse mucho para, al fin,
encontrarla y entonces poder ofrecerle sus manos y decirle que está cansado y
que es feliz de estarlo para poder descansar en ella.
—Perdona, chico, pero a esta hora no hay manera de encontrar un taxi
libre… ¿hace mucho que esperas?
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Ricardo Rovira Rusiñol le mira sin reconocerle y tiene que hacer un
esfuerzo para volver a él mismo, para saber que su amigo Angel Luis está a su
lado y que debe hablar con él de negocios, de unos negocios de géneros de
punto y de mantas que, en este momento, nada le importan porque ahora se
siente cansado como aquella noche frente al nido de ametralladoras que él
destruyó, cuando no tuvo fuerzas para despegarse del frío de la nieve.
Caminan uno junto a otro hacia la avenida de José Antonio y no hablan
porque entre ellos se ha cruzado un inmenso secreto nacido bajo las ruedas de
un coche. Martín alarga el paquete de cigarrillos a Manolo:
—Anda, fuma. ¿Tienes lumbre?
Pero ni el fuego ni el cigarro, ni el humo ni la calle pueden destruir el
secreto que abre y limita a los hombres, que los hace sentirse solitarios dentro
de su piel, y responsables. Manolo y Martín han hablado de Dios en el taller
donde trabajan y hay conversaciones que se meten dentro de uno y mortifican
y van penetrando y escarbando hasta los últimos rincones de los huesos y de
la sangre. Martín ha vuelto a acordarse de Dios y mira con respeto a su
compañero porque sabe que él no cree en Dios y quizá que una rabia, que le
creció un día y le sostiene, le impide creer, porque si no Manolo no le hubiera
dicho aquello de que si Dios estaba o no estaba demasiado ocupado aquel día
para atenderle. Pero el pensamiento ha pasado del uno al otro y es Martín
quien tiene en los labios la palabra y la ansiedad. Por eso caminan sin hablar,
sin darse cuenta, y buscan el rozarse el uno al otro, porque el roce es
compañía y repetición de encuentro para el trabajo y para la amistad, para la
duda y para la respuesta.
Desde la puerta del taller, Emilio los ha visto salir uno a uno. Rafael se
queda a comer allí porque vive demasiado lejos, pero Rafael sale también y
llega hasta la taberna para no estar con él mientras come, porque Rafael tiene
miedo del dueño del taller cuando se quedan los dos solos y Emilio le
pregunta, sin alzar la voz, cuántos años tiene.
—¡Jolín, pues di tú que nos hemos despachado a gusto! ¿Verdad tú?
—No sé… la verdad es que estaba pensando y…
Los ojos que se entornan y la sonrisa:
—¿En qué pensabas? Anda, di.
—En eso… Ya sabes. En Dios.
Y otra vez la palabra en mitad de la calle, como antes lo estuvo entre
cables y ejes bajo el coche. Y otra vez la resonancia dentro y fuera, hacia
dentro y hacia fuera, quemando, disolviendo, arrebatando, haciéndose cuerpo
y distancia, miedo y sorpresa.
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—Yo también antes pensé mucho, pero ahora… ¡Bah…!
—Ha sido por ti; tú fuiste el que empezó.
Martín no podía comprender que hay cosas que no las empiezan los
hombres y que se originan desde fuerzas más altas. Martín sentía miedo del
misterio y se acordaba de Luisa y del cuerpo terso y acariciante de la
muchacha. Martín no sabría nunca que aquella mañana él había sido llamado
por el misterio de lo fácil y de lo difícil, de lo que aturde y quema y resbala y
muerde y busca y desespera buscando y llamando y absorbiendo. Hacia la
plaza de España, deteniéndose ya en la parada, se acercó al «56» y Martín no
quiso mirar a los ojos de su amigo al despedirse.
—Bueno, Manolo; ahí llega mi tranvi. ¡Hasta luego!
Manolo le mira correr y cojear levemente. Manolo piensa que si no
hubiese sido por la pierna rota, Martín sería ahora un buen futbolista y tendría
dinero y libros donde se contestasen todas las preguntas, y amigos para
charlar tranquilamente y sin temor. Manolo busca algo con los ojos y le ve
subir despacio al tranvía, asegurando bien la pierna antes de decidirse a tomar
impulso, y el vehículo vuelva a ponerse en marcha arrastrando con su chirriar
de ruedas la preciosa carga que alberga: una carga de hombres y mujeres que
se desconocen entre sí, pero que se sienten participantes en una tarea común
de vivir y soportarse y, a veces, llegar a alguna parte desconocida y poner allí
la mano sobre el hombro de alguien y estremecerse. Manolo recibe el golpe
de sombra que ha oscurecido la calle y busca inútilmente en sus bolsillos algo
que le baste para demostrar que, aquel día en que murió su madre, Dios estaba
demasiado ocupado para hacerle caso a él cuando sus rodillas cayeron sobre
el suelo de la iglesia, mientras ella estaba sola, dulce y desoladamente sola
para morirse. Manolo buscaba pensando que morirse tan solo como ella debía
de ser algo terrible y fue entonces cuando tropezó con la mujer y, al levantar
los ojos, vio llegar hasta él al sacerdote que le miraba y le sonreía. Manolo
sintió miedo también y corrió hacia la entrada del Metro buscando un refugio
al espacio y a la luz. Y el miedo le acercó más a la llamada y a la espera, a la
pregunta y a la incertidumbre.
Cerca de la plaza de España, Martín, en el pasillo del tranvía, pensaba en
Dios.
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qué se me hace hoy interminable y no veo el momento de llegar a casa y de
sentarme al lado de la Nuri y contarle la avería de ayer y de cómo he hecho el
viaje unos ratos bien y otros mal por el dichoso cacharro éste que he de
decirle de una vez que lo venda o que le haga un repaso a fondo que por lo
menos uno debe de tener con qué trabajar a gusto y no estar siempre
pendiente de que si el embrague o… ¡pasa hombre pasa!, ahí va como un rayo
esos coches de trinca son una maravilla ¡cómo corren!, con ese estaría en la
Diagonal en un par de horas aunque esos tipos se juegan la vida a cada
momento que correr así es peligroso que los coches y ya me está entrando
sueño no se pueden dominar y eso que está buen tiempo y la carretera no está
mojada que la niebla se ha quemado con este sol tan rico que se comprende la
Josefa aquella llevara el escote tan abierto que hace calor y si vuelvo a pasar
me pararé pues a lo mejor saco tajada aunque no lo creo que eso de ver al
padre y decir que adiós bien puede ser un disimulo y si no aquella torda que
conocí cuando el servicio que parecía una sacristana y hay que ver cómo se
portaba que si no me mandan al destacamento acaba conmigo y ahora me
gusta más la carretera hay más árboles y el sol alegra y ya estoy acercándome
y me parece que voy a hacer una buena comida que ya me está haciendo falta
meter en el estómago algo sólido y no de juguete algo así como un buen arroz
aunque ahí lo hacen demasiado caldoso y a mí me gusta más seco y luego un
par de filetes si tienen de buey que es la mejor y más sabrosa si no está muy
hecha que la Nuri me la prepara que da gloria algo debe de haber pasado ahí
que están los guardias y un grupo de gente que digo yo no sé de dónde salen
porque no hay pueblo cerca aunque sí hay muchas casas de campo y frenaré
por si acaso puedo ser útil que esto es un deber y cuando yo me he encontrado
alguna vez parado en la carretera me gusta que por lo menos me pregunten si
necesito algo que da la sensación de que uno no está en la vida como un
monigote sino que es un hombre y por eso nos ayudamos unos a otros y ya…
—¿Puedo servir en algo?
—Ahora ya nada, gracias; ya se lo han llevado.
—¿Qué ha sido?
—Un atropello. Va herido. Nada, gracias; puede usted seguir.
Ha de ser terrible eso de que de pronto se le echen a uno encima y lo dejen
herido en mitad de una carretera y yo los cogía y los mandaba al presidio para
toda la vida que eso de abandonar a un semejante sea quien sea es un crimen
que de resultas del atropello si no lo curan en seguida se puede morir y esos
tíos no tienen conciencia que yo bien he oído al otro guardia preguntar si
alguien había visto al coche y a lo mejor era el que me ha pasado a mí pero no
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porque de aquello hace un momento y esto debe de haber sido hace más no
me han dicho quién era ni si hombre o mujer pero debe ser hombre porque ha
dicho herido y si no hubiese dicho herida y a saber qué es lo que tendrá roto y
no he visto sangre que eso impresiona mucho me imagino lo que debe de ser
atropellar a alguien y matarle me parece que en la vida podría ya dormir
tranquilo como si fuese aunque sin querer un asesino y lo que no haría nunca
es dejar a alguien en la carretera que eso sí que es algo terrible que no tiene
perdón que a todos nos gusta que nos auxilien cuando lo necesitamos pobre
hombre a lo mejor es joven y está como yo esperando que su mujer le dé un
hijo y qué disgusto más grande y qué dolor la mujer cuando vaya alguien y le
diga que a su marido le han atropellado cuando venía del campo o iba a
ganarse el pan con ilusión y con esfuerzo aunque no sé por qué pienso todo
esto porque quizá sólo es un trompazo o heridas de las que se dice que leves
aunque a él no le quita nadie su ración de cama y de susto que el susto ha de
ser muy grande y como perder el mundo de vista y creer uno que se muere
sobre todo si se ha dado un golpe en la cabeza que se queda uno atontado o
sin sentido que nunca se me olvidará cuando me dieron aquel garrotazo y caí
redondo al suelo y cuando desperté y volví en mí que era como si lo viese
todo nublado y sólo hacía que llamar a la madre igual que en las películas
americanas de la guerra que cuando van a palmar llaman a la madre para que
les ayude pobre hombre le deben de haber llevado a ese pueblo y me parece
que me quedo a comer ahí que algún sitio habrá y me entero aunque si es
grave se lo habrán llevado a Fraga por lo menos o estarán camino de Lérida
que allí ya pueden atenderle bien en el hospital o en las clínicas aunque mejor
sería ir más adelante y pegar unos cuantos kilómetros más que entre unas
cosas y otras y este motor que vuelve a tontear voy a llegar a las tantas y si
como más cerca más cerca estaré luego que después de comer entra siempre
el gusanillo del café y la copa y liar unos pitillos y hasta cuando sea que las
horas pasan a gusto sentado después de una buena comida los domingos sobre
todo ahora en primavera quedarse con la Nuri junto al sol y fumar y beberse
un par de copas o las que sean hasta que ella protesta y luego viene el decir
uno que tiene sueño y que si ella no quiere dormir un rato y ya me imagino
que se da cuenta pero me hace rabiar un poco y luego viene porque sabe que
lo estoy deseando y es mejor así que no siempre esté dispuesta y me pierda la
ilusión pero no hay cuidado que me gusta más que cualquiera y esta noche
iremos al cine y le paso el brazo por la espalda y la acaricio un poco encima
de la blusa y ella me dice que nos pueden ver y a mí me gusta porque
parecemos novios y no sé qué echan en el barrio pero total a lo mejor me
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duermo en mitad de la película si no suenan muchos tiros que le espabilen a
uno que es una buena tirada lo que llevo desde ayer y es necesario pensar de
una vez en parar a comer que algo habrá por aquí digo yo aunque no conozca
a nadie total me da lo mismo aquí que en la Panadella porque es más fácil
encontrar amigos por la noche cuando la cena que de día y ya conozco este
pueblo que una vez paré aquí a comer y no estuvo mal y bueno chaval
descansa un poco que ya hemos llegado y a los dos nos vendrá bien echar un
remiendo a ver si aquí saben algo del accidente y me lo cuentan pobre hombre
tan tranquilo que estaría él y ahora quién sabe cómo está y es que no tienen
precaución que con cuidado y vista no pasa nunca nada bueno listo.
—Veremos si se come…
Está mirando el reloj, el pequeño reloj que hay en la pared del taller, junto
a los retretes, y apenas ha vuelto la cabeza cuando ya sabe que los demás
están dejando la caja y el pincel, el pedazo de cartón y la etiqueta. Elena
suspira y piensa que quizá haya podido arreglarlo y le da la sorpresa de
esperarla en la acera de enfrente, en el mismo lugar donde aguardaba a que
ella saliese antes de empezar a hablarle. Se imagina el ancho portal con las
puertas de madera y a él allí, fumando y sonriendo, y no puede evitar el
emocionarse y busca de nuevo con los ojos el reloj y se hace la remolona
porque sabe que Vicente sale, si no tiene que quedarse, a la una en punto y
necesita por lo menos diez minutos aunque vaya aprisa. Elena respira y se
entretiene con la última caja que estaba pegando y la deja sobre el montón
que crece como una criatura extraña y prodigiosa, nacida de su trabajo
continuo y aburrido. Ahora se levanta y se acerca al espejo antes de recoger el
pequeño bolso y sacar de él la barra de carmín y trazar, recorriendo con
fuerza, la línea de sus labios, gruesos y arqueados. El espejo es ahora una
verdad más roja y más joven, más llena de vida y de temblor. Emy la mira y
Emy sabe comprenderla porque antes ella también lo hizo, y ahora apenas si
se mira en el espejo un segundo para arreglarse.
—¿Qué, vamos?
—Espero un poco, a ver si viene Vicente.
—Bueno, pues adiós.
Elena ve cómo el encargado repasa las mesas y las máquinas antes de ir a
buscar las llaves, las llaves que cierran y abren un mundo que no les pertenece
y al que están obligados todos por una fuerza que nadie puede comprender.
Las llaves del mundo de dentro y de fuera, el que empieza cuando entran por
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la mañana y por la tarde y el que empieza cuando salen al mediodía y al
anochecer, y que nace necesariamente para olvidar el otro; para que el otro se
pierda por unas horas antes de comenzar de nuevo. Elena sale también al
pequeño patio y lo cruza con prisa antes de salir, ahora sí, llena de impulso a
la calle. Aunque no quiere mirar sabe que Vicente no está y el contorno del
portal destaca vacío y sucio. Elena piensa que aún puede llegar y camina
despacio hasta Cruz Cubierta, dándole tiempo, dándole confianza a que
llegue, como otras veces, cuando ya no le espera.
En la esquina, se detiene indecisa y busca mientras pasan ante ella todos
aquellos que la ciudad ha lanzado a la calle porque es necesario que
descansen y cobren fuerzas para la tarde. Elena mira el escaparate de la tienda
de bolsos y quiebra hábilmente la cercanía de los tres muchachos que alegres
y espontáneos pretenden rodearla. Espera, aunque sin esperar ya y, cuando la
nube comienza a ocultar el sol, siente un poco de frío y echa a andar despacio,
despreocupada pero sin alegría.
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se mueve cumpliendo la ceremonia de su costumbre. Mercedes ha abierto la
ventana del patio y puede ver cómo Pilar, la vecina, corta uno tras otro los
tomates que se comerán en la ensalada su marido y los dos hijos, dos hombres
ya, que todavía estarán trabajando en la fábrica y que los sábados salen juntos
como camaradas y juntos a veces regresan cantando. Hace poco que viven en
Barcelona y antes trabajaron los tres en las minas, allá en Andalucía. Los tres
se creen más hombres porque fueron mineros, pero la ciudad también va
apoderándose de ellos y comienzan a sentirse inseguros, débiles y poseídos de
una fuerza llena de vacilaciones y locuras.
Mercedes está contenta porque ha ido a buscar al hijo antes de las doce y
sabe que él también lo está porque le ha comprado un indio y un caballo de
plástico en la tienda de la calle de Vallespir y porque ha sido liberado un poco
de la escuela y de la maestra. El niño no se ha sorprendido, pero ha sido capaz
de preguntarle por qué le iba a buscar si el colegio no había terminado; el
niño, con sus difíciles preguntas, es a ella a quien sorprende. No hace muchos
meses, cuando asesinaron a un taxista y el padre habló en la mesa y les contó
cómo le habían encontrado muerto en una calle desierta de Horta, el niño
preguntó y dijo y comentó cosas que a ella la llenaron de temor:
—¿Y el taxista dónde está ahora…?
—En el Cielo.
—¿Y se tarda mucho en llegar?
—No, en seguida.
—Entonces, en la caja de muertos, ¿qué hay?
Y ella quiso explicarle que es el alma lo que se va al Cielo y él le preguntó
cuánto pesa un alma y si en el Cielo se está con los trajes puestos o se va
desnudo, y cómo sería la caja para él si se muriese…
Le oye jugar y decir «manos arriba» y «te mato». Y tiene miedo; un
miedo alegre, un miedo confiado y sin preocupación, un miedo que se acerca
más al pasado que al futuro. Mercedes está contenta, pero dentro siente como
si no debiera estarlo, y fuese mentira su alegría, y algo comenzase a llegarle
desde muy lejos. Quiere cantar y esconder y olvidar y tiene prisa en dejar
dispuesta la comida y en que lleguen todos pronto y la sostengan con su buen
o mal humor, con sus discusiones o con sus bromas, con sus gritos o con su
callar mientras comen, rápidos o lentos, la comida preparada por ella con
tanto esmero. Y mira a su vecina y vuelve a acordarse de Gabriela y piensa lo
inmensamente desgraciada que sería ella si su marido le faltase
continuamente, como hace el de Gabriela. Mercedes cree que la infidelidad de
Eulogio sería su mayor desgracia y que no sabría vivir sin sentirlo suyo por
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completo, como siempre ha sido porque, al fin y al cabo, el que una vez o dos
ella le haya notado que…
—¡Mamá! ¡Este caballo no quiere quedarse de pie. ¡Mira!
La voz del hijo la aparta de la ventana en el momento en que la nube tapa,
sin querer, como pidiendo perdón, la luz del sol, pero la luz le llega a
Mercedes desde el otro extremo de la casa: de allí donde el hijo se irrita
porque un caballo, quizá el que montaba el indio que ella le ha comprado hace
una hora o dos, no quiere sostenerse en pie. Mercedes se quita el delantal y
cierra un poco la llave del gas para que la comida no se haga demasiado
pronto, porque piensa que Eulogio quizá llegue más tarde y que es un fastidio
que no pueda llegar a la misma hora todos los días si un pasajero no le deja o
lo hace al otro extremo de la ciudad. Mercedes ha doblado el delantal sobre la
silla y, antes de salir de la cocina, levanta la tapa del puchero y mira a su
interior y después pone un plato sobre el que contiene los garbanzos cocidos
que ha comprado para Martín.
—Eugenio, a ver si dejas ya de enredar, que pronto vendrán tu padre y tus
hermanos…
Mercedes no puede comprender que las palabras son las personas y que
ellas han estado allí toda la mañana persiguiéndola e inquietándola para que el
25 de marzo sea un día más; un día cualquiera en la difícil cadena de los días
y los años. Mercedes vuelve a recordar a su amiga Gabriela y se siente rabiosa
y peligrosamente feliz.
Eulogio está cansado. Eulogio piensa que cada día se va cansando antes y
que si por las mañanas, cuando sale de casa, su oficio le parece de los mejores
que puede uno realizar en una ciudad como Barcelona, de los más distraídos y
diversos, cuando llega la hora de comer se encuentra fatigado, sin ganas de
conducir arriba y abajo por las calles, de un barrio a otro, o de aguardar media
hora a un cliente o de ver cómo en una parada los últimos taxis en bajar la
bandera son los viejos, mientras los nuevos tienen servicio continuo y seguro.
Eulogio se comprende triste ahora, cuando a la una de la tarde Barcelona es
un enorme edificio que de pronto abre sus puertas y ventanas para dejar salir
toda la vida que contiene. Eulogio se ha ido poco a poco acostumbrando a sus
inexplicables tristezas pero de pronto se derrumba, se sabe pequeño y solitario
y piensa si llegará el día en que pueda retirarse y descansar y ver que sus hijos
son ya hombres y que le ayudan a vivir sus últimos años. Eulogio siente a
veces muy poco interés por su trabajo y apenas concede una ojeada a los
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clientes que suben al coche, al viejo «Renault» que parece contagiarse de su
conductor haciéndose lento y pesado.
La calle de Clot se pierde en el extremo de la ciudad, como un brazo que
se alarga y quiere salir al aire libre. Eulogio mira nervioso hacia la puerta de
la sucursal del Banco Hispano Americano y piensa que el pasajero lleva allí
por lo menos diez minutos y ya tendrá que salir porque falta poco para la una
y a esa hora cierran los Bancos. Eulogio tiene prisa por llegar a casa y jugar
un poco con Eugenio y preguntarle qué es lo que ha leído en el colegio y si ha
hecho enfadar a su madre; Eulogio se sonríe ahora pensando en el hijo, y el
hijo le lleva al recuerdo de los otros dos y se da cuenta de que cada día se van
separando más de él, que hace ya tiempo, años, que comenzaron a tener una
vida propia y ajena a su trabajo, a su esfuerzo por levantarlos. Piensa que
Martín es ya un hombre y que desde que dejó el fútbol apenas hablan.
Entonces eran todo proyectos para lo futuro, para un futuro espléndido y
sosegado; después se redujeron a las conversaciones sobre el taller y los
amigos, y ya no se volvió a hablar de fútbol. Elena le preocupa menos al
taxista Eulogio; él sabe que su hija es hermosa y que su destino se cumplirá y
que quizá encuentre un buen partido y que incluso es posible que conozca a
algún estudiante de Medicina o Leyes, uno de esos a los que tantas veces ha
llevado él a los bailes populares. Y los bailes son una de las cosas que más le
inquietan a Eulogio, porque recuerda aquellas salas en Valencia, aquellos
bailes donde sólo iba para apretar el cuerpo de las muchachas y buscar la
aventura que empezaba con un beso o una leve caricia. Pero Eulogio piensa
que su hija es distinta a las demás y que sabe guardarse como supo su madre,
que quizá por eso le enamoró de verdad hasta el punto de casarse con ella.
Del Banco Hispano Americano salen los empleados; hombres de
dieciocho, veinte, veinticuatro años… Hombres que miran al cielo y respiran
y hablan con alegría, olvidando inmediatamente que han permanecido cuatro
horas entre talones y cheques, entre cuentas corrientes y letras, entre
impagados y transferencias; hombres que han calculado, comprobado, quizá
especulado imaginativamente con la vida de los poseedores de todas aquellas
cifras que ellos tienen la obligación de alinear, de sumar y dividir sin derecho
a equivocarse en la más mínima cantidad; hombres que se acostumbran a
trabajar entre rejas, entre esas rejas que pone el dinero, y que para ellos son
rejas de fuera adentro, no de dentro hacia la calle, hacia la barrera que
siempre les separa de la calle; hombres que a fuerza de hablar de millones se
sienten un poco ricos de una riqueza prestada sin tantos por ciento, porque es
una riqueza sin interés y sin capital. Y ahora salen del trabajo, salen del
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número y del talonario de cheques, del impagado y del aplazamiento. Y lo
olvidan todo porque no podrían vivir; tienen que olvidar el dinero de los
demás para encontrar el suyo y para ser capaces de organizar una excursión
para el próximo domingo y un partido de fútbol con los empleados del Banco
Español de Crédito, y son capaces de pensar que tienen un trabajo seguro y
libre porque se sienten en libertad al dejar tras sí las rejas y los guardias. Y
entonces se recobran y se dan la mano y encuentran de nuevo su rostro, ese
rostro que ha estado escondido tras los números y las cantidades. Se saben
libres en la calle y pasan indiferentes junto al taxi de Eulogio y uno de ellos
golpea con los nudillos el guardabarros delantero y otro se ríe a carcajadas y
todos se confunden con los que van y con los que cruzan, con los que vienen
y con los que no tienen nunca a dónde ir. Y unos y otros forman la calle, le
dan vida a la calle, porque la calle se la da a ellos en el aire y en el calor, en el
frío y en la lluvia, en la nieve y en los altos cielos serenos y azules de
Barcelona.
Eulogio simula que no le ve cuando sale del Banco porque no tiene ganas
de abrirle la portezuela; se mueve un poco en el asiento y la tos que le sacude
otra vez, más blanda y suave, le sirve de pretexto para ignorar los esfuerzos
del viajero al abrir la puerta del coche. Luego, excusándose, comenta:
—Esta tos… ¿A dónde vamos ahora?
—Córcega-Paseo de San Juan.
Eulogio piensa si aquél será por fin el último servicio de la mañana y
podrá ir a comer a la una y media. Le gusta comer temprano, porque así puede
luego tomarse un café en el bar y charlar con los amigos durante media hora.
El taxi pasa frente a los Encantes Viejos, al aire libre, junto a Dos de
Mayo, en el momento en que la nube debilita la fuerza del sol y Eulogio se ve
conduciendo hacia la Plaza de Toros «Monumental» y se ve reducido y se
contempla como un hombre cansado mirando a otro y queriendo ayudarle,
pretendiendo tenderle una mano para que no se sienta abatido.
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palabra. La luz se vuelca en las manos y en los ojos y en los corazones. Y los
abriga y los descubre y los continúa y los sorprende y llega a poseerlos y a
entregarse. La luz tiene ahora prisa por cumplirse, acompañando a los miles
de seres que alientan en la ciudad desde el borde del mar al borde las
montañas, y desciende y se alza y se precipita y se abandona sobre un banco
de madera, junto a una fachada, o un coche, o una piedra, o una rama, o el
aleteo sensible de una paloma. La luz cae sobre la ciudad y la domina y
sueña en sosegarla y en hacerla libre para que lo sean los que ahora,
dolorosamente derramados, golpean con sus pies la tierra y se atemorizan
cuando la nube alcanza al sol y permite que la sombra, unos segundos, siga
avisando a los hombres y diciéndoles que la muerte se alza como una
poderosa hoguera que consume y alienta.
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SEGUNDA PARTE
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ponía en el plato de Martín los garbanzos cocidos que había comprado para
él.
—Anda, madre, que siempre andas con imaginaciones… Cosas de los
hombres, mujer; a lo mejor ha tenido unas palabras con otro chófer y se ha
puesto de mal humor. Si no pensaras tanto…
Pero ella piensa y piensa en su novio, en Vicente, que por la mañana
tampoco ha ido a buscarla a la salida del taller. Y sabe que por la tarde es
seguro que no irá, porque se queda a trabajar horas extraordinarias, que todo
es necesario en estos tiempos, y él vive con la madre y el otro hermano y el
viejo hermano del padre. Vicente, a veces, le habla a Elena de su padre y
entonces el muchacho, el hombre que es mecánico de telar en «La España
Industrial», el chico que no tiene porvenir según las amigas de ella, se crece y
se enciende de rabia y de nostalgia, de ímpetu de hombre y de ternura de niño.
El padre de Vicente se marchó hace ya años, cuando él era un chaval, se fue a
Francia, desde donde le habían escrito que fuera porque allí se ganaba uno
bien la vida… Y nunca más se supo de él. Vicente había intentado averiguar
algo por el viejo que ahora vivía con ellos, pero éste, si algo sabía callaba
obstinadamente y sólo, cuando le preguntaba, sabía contestar:
—Tu padre era, o es, vete tú a saber, de esos que si un día cruzan la
puerta, hazte idea de que han muerto.
Y Elena, mientras lleva los platos a la mesa, piensa que Vicente hace ya
dos días que no ha ido a buscarla y que sus amigas ya han empezado con
sonrisitas y con alusiones al preguntarle si está enfermo. Elena sabe dónde
vive y piensa y se envalentona y resuelve que si al día siguiente no la espera,
irá a su casa a preguntar. Y ahora, cuando deja el plato, tiene ganas de
marcharse en seguida de casa porque no tiene palabras en la boca y está
deseando hallarse en la calle o en el taller, en cualquier sitio donde, a solas,
pueda pensar libremente en Vicente y sentir deseos de sus dulces labios y de
sus manos, de su hablar fuerte y seguro.
—¿Y a ti qué mosca te ha picado?
—Puede que la misma que a ti, milhombres.
—¡Chica!, no se te puede decir nada… Pues, hijo, ¡cómo está hoy la
familia! Anda, madre, ponme más garbanzos. Y tú, Elena, ¡hala!, a cortar pan.
Come con apetito, se nota que la noche anterior no cenó y ahora recupera,
ahora quiere comer para que nadie le pregunté en qué piensa, porque no
sabría qué decir y no por no tener fijo el pensamiento, que él sí sabe lo que
busca y encuentra, lo que disimula y arriesga. Y Martín tiene la sensación de
que no puede unir los dos pensamientos que le aprietan mientras come,
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porque se acuerda de Luisa y la ve y la desea, y se alegra sabiendo que a la
tarde estará con ella en su casa, y al mismo tiempo le llegan las palabras de su
amigo y se nota distinto al pensamiento de Luisa cuando se escucha decir a sí
mismo… «En Dios, chico, en Dios». Y Martín tiene miedo y se divierte
porque es como si dentro de él estuvieran Dios y Luisa frente a frente y los
dos tirasen de él en distintas direcciones. Y se asombra de que precisamente
hoy que verá a la muchacha se acuerda de Dios y la palabra tiene más
cercanía que otras veces, quizá por lo que le ha contado Manolo de la muerte
de su madre. Se pregunta si él cree en Dios y no sabe contestarse, y mira a
Eulogio y a Mercedes y sabe que además de ser su padre y su madre son un
hombre y una mujer que, a lo mejor, también piensan en Dios. Por lo menos
la madre, que él ha estado muchas veces en la iglesia con ella y sabe que reza
todas las noches en voz alta antes de acostarse. ¿Y el hombre? ¿Cree en Dios
el hombre que es su padre? Le ve comer, sin hambre, distrayendo la comida
de un lado al otro del plato, jugando con pedacitos de pan y sonrisas para que
la madre, la mujer, no se dé cuenta de algo ¿De qué? ¿De qué podrían todos
darse cuenta? Él está detrás, con su bonita batalla, con su batalla entre Dios y
Luisa, entre una palabra que no puede imaginar y un cuerpo que sí puede
imaginar y que él acaricia y tiende y sosiega. ¿O es que Dios será
precisamente el acordarse de la palabra cuando ve a la Luisa o a otra mujer, o
las fotografías de aquella revista francesa que llevó Rafael un día al taller?
¿Cómo pensarán en Dios el hombre y la mujer que son sus padres? Martín no
sabe quién, quizá, en un lejano lugar, en un lugar al que no llegan los
hombres, está venciendo en la batalla, pero sabe que por la tarde se acercará a
Luisa y en ella perderán sentido todas las palabras y en ella se saldrá de sí
mismo para encontrarse más lleno y más vacío, más triste y más esperanzado.
Y ahora come y se entrega furiosamente a la comida y alza el vaso de vino y
lo bebe sin respirar, sediento y perseguido por la palabra y por la imagen del
cuerpo desnudo de Luisa.
—Mamá, ¿me dejas ir a jugar al cuarto grande?
La madre se ha puesto también de mal humor y querría decirle que no,
que se aguante él también, pero, mientras busca en el plato las nueces y las
avellanas, mira a Eulogio:
—Si tu padre te deja…
Quiere ver si el niño, la alegría de todos, le distrae de eso que está
pensando, de eso que le preocupa y le lleva lejos.
—¡Papá!… ¡Papá!
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El padre le acerca con la mano y le sienta en sus rodillas y le mira y le
acaricia la frente y juega con su cabello rubio y rebelde.
Y el padre se sorprende de la belleza del hijo y de que sea suyo, de que
sea algo nacido de sus años, de su historia, de su pasado y de su presente; que
esté naciendo todavía a cada instante, a cada palabra, a cada decisión de él
para con el niño.
—Anda, dime: ¿has sido bueno hoy? ¿Qué has hecho en el colegio?
Y el niño dice que sí y que en el colegio la señoritamaestra les ha
mandado hacer un dibujo de un árbol lleno de hojas verdes y que él las ha
pintado de color encarnado porque no tenía lápiz verde y Miguel Nadal no le
ha querido dejar el suyo y que la señoritamaestra no le ha reñido por haberlas
pintado de rojo y que él le ha decido que eran hojas de sangre y que su amigo
Jorge Ventura se ha reído y que la señoritamaestra le ha dado un caramelo y
le ha decido que le regalará un lápiz verde para que nunca más vuelva a pintar
hojas de sangre, y que después, cuando estaban cantando, ha venido mamá a
buscarle y que él se ha ido a comprar un indio de plástico y que ya sabe
escribir su nombre y que el caballo se lo va a regalar a Pepito porque no se
tiene de pie y que el Niño Jesús llora cuando los niños no son buenos y dicen
mentiras y…
El padre ya no le escucha porque el niño está dentro de él hablando,
transformando el cuerpo y la casa en un paraíso limpio y sin cuidados.
Eulogio le mira hablar y no puede escucharle porque hoy se siente abatido y
le da pena estar cansado cuando se tiene un hijo como Eugenio, que ya sabe
escribir su nombre y pinta hojas de sangre en los árboles que dibuja. Y
Eulogio tiene miedo de que el niño crezca demasiado despacio para su vida y
demasiado aprisa para la vida de los demás. Y Eulogio siente que la voz se le
hace ronca cuando le da un beso y lo deja suavemente en el suelo:
—Anda, vete a jugar, pero un poco nada más, ¿eh?, que tienes que ir al
colegio.
La madre y Elena están ahora en la cocina y lavan y secan los platos y los
pucheros. El padre y Martín siguen sentados a la mesa y fuman. A veces
hablan y otros días fuman en silencio mientras Martín lee unas páginas de la
novela policíaca o de aventuras. Pero hoy se miran, Martín aspira el humo
despacio y, cuando menos lo espera, se oye decir:
—Oye, papá, bueno… ¿tú crees en Dios?
—¡Anda con qué sale éste ahora! ¡Naturalmente! Si te oye tu madre…
—Es que, ¿sabes?, un chico del taller, Manolo, y yo, no sé si le conoces,
hemos estado hablando de eso; de Dios y esas cosas tan complicadas.
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—¿Y qué?
—No…, nada. Es que…, no sé, me parece que nosotros no hemos hablado
nunca de Dios.
—¿Nosotros?
—Sí; tú y yo, aquí, en casa o paseando juntos. ¿Por qué…?
—Mira, hijo, eso de Dios, como tú dices, nunca se ve claro. Yo creo en
Dios, de corazón, pero no sé nada de Él, ¿comprendes? Tu madre y yo vamos
a la iglesia los domingos y… ¿es que tú no lo haces?
—Verás, papá, antes íbamos todos, ¿recuerdas?; tú y mamá y Elena y yo.
Luego, nosotros crecimos y empezamos a salir solos siempre y uno se aparta
de las cosas que no entiende. La verdad, padre, es que no sé si creo en Dios.
—Quizá creer en Dios es amar esa palabra de su nombre y sentir respeto
por ella y no hacer daño a nadie y… No sé…, quizá sea conveniente que
hablemos de cuando en cuando. ¿No te parece? Yo creía que tú, que
vosotros… Dios es una cosa muy íntima, me parece, y… ¿Es que has hecho
algo malo? ¿Eh?
—No. Aunque tampoco sé qué es malo. Sí, ya sé que matar, robar, y todo
eso, pero…
Ahora el silencio se hace más pesado y los dos hombres, porque ahora son
dos hombres, se observan el uno al otro y quieren penetrar detrás y dentro de
las palabras, y las palabras se han convertido en camino y en valla, en puerta
y en muro.
—¿Qué hora es?
—Las dos y media. ¿Sales ya?
—No tengo muchas ganas hoy, la verdad; ha sido una mañana muy
movida y más a gusto me quedaba en casa o me iba por ahí, a dar un paseo
caminando. Bueno, ¡qué le vamos a hacer! A la faena. ¿Quieres que te lleve
hasta el tranvía o el Metro?
—De acuerdo.
La madre los ha visto salir juntos y le gusta darse cuenta de que su hijo es
ya más alto que él y que es un hombre, pero ¿es que un hijo puede ser alguna
vez un hombre? Cuando vuelva por la noche, si viene antes que su marido, le
preguntará; han estado hablando después de comer y quizá le haya dicho a
Martín qué es lo que le pasa.
Elena se ha sentado junto al balcón y mira a través de los cristales.
Eugenio acaba de matar a diez indios y ahora descansa deletreando las
noticias del extranjero en un pedazo de El Correo Catalán que ha encontrado
sobre la cómoda.
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Ha terminado de comer y enciende el faria que le lleva el mismo dueño de
la fonda.
—¿Tomará café?
—Y una buena copa de anís, que el cuerpo lo agradece.
No me es simpático este tío parece como si quisiera adivinar todo lo que
uno piensa y eso no le hace gracia a nadie aunque bien mirado sería divertido
que un día pudiésemos hacerlo y sin hablar ir enterándonos de todo sólo con
mirar la cara de la gente y menuda se iba a armar porque me parece que todo
serían sorpresas y una vergüenza tremenda de ver lo que uno es capaz de
tener en el caletre y pienso por ejemplo que la Nuri pudiera ver todo lo que yo
he visto y pensado hoy y el disgusto sería mayúsculo porque vamos no creo
que le hiciese gracia saber que uno piensa en esas porquerías relacionándolas
con otra mujer y este tío que ahora me mira si supiera que me es antipático y
que me río por dentro de su cara de matasiete chulín a lo mejor me daba una
tunda que me baldaba aunque yo no soy manco y es verdad que no me ha
gustado nunca pelearme con nadie menuda chavala esa que pasa y se para a
hablar con la vieja a saber qué estará pensando y ya me hubiera gustado leer
el cerebro de la gachí aquella ¿cómo se llama?… Josefa que a lo mejor
también tendría sorpresas y es que el mundo está bien como está porque
vamos a ver si nos enterásemos de qué piensan los demás a lo mejor seríamos
como bestias por las calles y en la vida porque la verdad todos somos
desconocidos que si no nos presentan o nos conocemos y empezamos a hacer
amistad y trato parece que seamos animales o enemigos que nos da recelo
todo si no es una persona conocida claro que sería de una manera u otra muy
divertido porque eso de ver a una beata de esas pensando marranadas del
basurero o el carterista que en el tranvía quiere birlarle el dinero a un señor a
lo mejor lo que ocurría es que por miedo a que viesen cómo somos de verdad
en nuestro interior quisiéramos ser mejores y no parecerlo solamente y vamos
que la Nuri se va a reír cuando le cuente esto que me estoy imaginando y ese
tío se creerá que estoy choré como dicen los del Norte al verme ahora reír
solo pero qué bueno es poder pensar y que nadie se te meta dentro y ser rey de
lo que a uno se le imagina y sin nadie que nos obligue así que uno se da
cuenta que lo mejor es tener las cosas como están… aunque si todas
estuvieran como este café… pero si es tierra pura qué asco de pueblos que ni
saben hacer el café como civilizados… menos mal que el anís es de marca y
no lo cambian que para la gente que debe de tomarlo aquí embotellado una
botella les dura un año que por las trazas esto es una miseria que ni al herido
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lo han parado un momento y aquí no saben nada del accidente si es que ha
sido un accidente o un atropello que en la carretera no caen piedras del cielo
aunque la verdad es que la carne estaba buena y las patatas muy fritas como a
mí me gustan y la sopa calentada por lo menos y habrá que empezar a pensar
en largarse y apurar este café y el anís y si tengo ganas me tomo otra más
adelante aunque tres copas a mí no me hacen nada en todo el día y así y todo
mejor sería vigilarse no vaya a ser que me parece que lo sería nada no tomo
otra copa hasta llegar a casa y después de cenar nos vayamos al cine la Nuri y
yo y no puedo quejarme que con el cuento de la avería no me estoy matando
que es mejor llegar un poco más tarde que no exponerse a que me haga el
tonto otra vez y tenga que pasarme horas en cualquier pueblo en este no me
había parado nunca y no creo que vuelva porque…
—La cuenta, por favor.
Ahora es cuando las cosas peligran chaval que con el lápiz en la mano y
escribiendo en el mostrador me das más miedo que un tiro a ver si no te
excedes que aunque la casa paga los gastos ya han crecido en este viaje que
tengo ya ganas que se acabe de una vez no sé por qué será digo yo por el
cansancio y por el gusto que da el estar en casa en estas tardes de primavera y
sentarse en una silla baja de las cómodas y esperar que en cualquier día o en
cualquier momento aparezcan las golondrinas gritando y persiguiéndose
como si jugasen y vaya uno a saber si de verdad gritan y de verdad se
persiguen que a lo mejor sólo es un juego de los animalitos parece que ya ha
terminado y no sé para qué se está rascando los pocos pelos que le quedan
debe de ser que la suma no le sale bien y efectivamente vuelve a empezar y a
repasar a ver si se equivoca y me pide un ojo de la cara que aunque estos
pueblos no son caros hay tíos que hacen lo que quieren y que te piden cien
pelas por una comida de nada y luego se quedan tan frescos que para eso es lo
que ellos llaman su negocio esto un negocio propio es lo que me gustaría
tener sin depender de nadie y con empleados que le sirvan a uno y así
empiezan a ir bien las cosas y parece que uno es quien gana los cuartos
cuando en realidad son otros los que amasan el pan que uno se come y esto
debe de ser lo que se dice la injusticia social y lo bueno es estar arriba qué
puñeta y los demás que campen que alguien ha de tirar del carro de la basura
porque si no apesta en las calles me parece que ahora va de veras y el tío ha
terminado de una vez y se acerca sonriente malo porque eso quiere decir que
ha cargado que si son honraos se llegan a uno con seriedad y temiendo
siempre que a uno le parezca caro y…
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—Son treinta y seis pesetas; siete de la sopa, que era de pescado bueno,
¿eh?; ocho de los macarrones; diez de la carne con patatas; tres del flan; dos
cincuenta del café; tres de la copa de anís y dos cincuenta del faria; treinta y
seis justas.
El hombre se apoya en la larga mesa de madera y, como quien hace una
confidencia, le insinúa:
—Luego, usted carga veinte o treinta pelas, y todos contentos, ¿eh?
Levantó la cabeza y sonriendo le aseguró:
—Amigo, yo no soy de ésos, y para que usted lo sepa, el faria, por
ejemplo, me lo pago yo mismo porque es un capricho y no una necesidad de
la ruta. ¿Estamos?
Se sorprendió el hombre y, sonriendo también, mientras recogía el billete
de cincuenta pesetas que le había dejado sobre la mesa, quiso excusarse:
—¡Hombre!, era una broma… Además, si todos lo hacen…
—Pues yo no.
—Bueno.
—Eso; bueno.
Se acercó hasta detrás del mostrador y del cajón sacó las catorce pesetas
de vuelta, mientras pensaba que aquel chófer no iba a darle propina, cosa que
efectivamente sucedió al dejarle los dos billetes de a duro y las cuatro pesetas
sueltas, sobre la mesa.
Se levantó despacio arreglándose los pantalones, luego cogió
distraídamente el cambio y comenzó a caminar hacia la puerta, en donde el
sol se detenía brillante y amarillo sobre los cristales.
—Adiós, buenas tardes.
—Adiós…
Le vio salir y volvió tras el mostrador a lavar la copa y el servicio de café
que él había usado, esos tíos no dan propina ni por una apuesta… Luego se
acercó a la puerta del interior y gritó:
—¡Carmen! ¡A ver si vienes de una vez a echarme una mano, que no
vives de renta!
Félix, el chófer del camión, ha mirado con un gesto de desprecio el cartel
de la fonda en donde el letrero asegura comidas caseras y baratas, y en donde,
a la derecha, con los trazos de la típica publicidad española de pintura negra y
brocha goteante, el aviso le da risa cuando lee «No mearse». Sube a la cabina
y pone en marcha el motor antes de cerrar, de un golpe, la portezuela, como
dando a entender que ha resuelto ya sus problemas con el pueblo al que le ha
concedido el honor de darle de comer a él. Félix, el chófer del camión, es un
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hombre joven y alegre al que a veces le gusta aparentar mal humor para que
los demás le miren con serenidad. Félix ha bebido su copa de anís, que es lo
bueno, y se dispone a seguir su camino hacia Barcelona en donde su mujer, la
Nuri, que espera un hijo, el primer hijo, le aguarda intranquila y ya se ha
asomado varias veces al balcón a ver si él llegaba, porque casi nunca le ha
hecho esperar tanto y si dice que llega a la hora de comer es porque llegará a
tiempo de comer, a saltos, con impaciencia, lo que ella le ha preparado.
Y ahora, sobre la mesa, están los dos cubiertos y, en la cocina, las habas a
la catalana, que tanto le gustan a su marido, van consumiendo la salsa porque
la Nuri no quiere sacarlas del fuego para que no se enfríen y porque el hacerlo
es renunciar a que él llegue en seguida y entonces tendrá que comer sola y
con angustia, pensando siempre que es posible le haya pasado algo, que por
las carreteras nadie sabe los accidentes que en un momento determinado
pueden ocurrir. La Nuri se acaricia ahora el vientre, que se le abulta y la
redondea, y piensa qué es lo que lleva dentro de sí y si cuando nazca será un
chico o una chica, y si llegará con bien. La Nuri tiene, como todas las mujeres
que van a ser madres por primera vez, un miedo espantoso a que su hijo nazca
deforme o tonto. La Nuri se siente sola porque su marido no llega a la hora
que le dijo y piensa que se trata únicamente de un retraso o de una avería y
que quizá debiera bajar a la tienda de abajo, a la perfumería, y telefonear a la
agencia a ver si tienen noticias, aunque también comprende que, en caso de
suceder algo desagradable, ellos serían los primeros en avisarla. La Nuri
vuelve al balcón que da a la calle del Carmen y el sol la llena de luz y de
caricia; mira las Ramblas y busca entre la gente que camina al sol, y sus ojos
se afilan pretendiendo adivinar los pasos seguros y rápidos de su marido, pero
ahora el hijo se mueve otra vez y ella se siente orgullosa y llena de temor,
alegre y nostálgica porque todavía no lo tiene en sus brazos y puede vestirlo
con esa ropita azul y blanca y rosa que, como un juguete, nace de sus manos.
La Nuri las deposita ahora levemente sobre la tensa piel y se dice que a Félix
no puede pasarle nada porque Félix es su marido, y al padre de un niño que
aún no ha llegado al mundo no puede pasarle nada. La Nuri entra de nuevo y
llega hasta la cocina y lentamente apaga el gas y vuelve al comedor a buscar
su plato y pone en él unas cuantas cucharadas de habas y piensa que por la
noche le gustará a él comerlas, porque seguro que se ha detenido en Zaragoza
a causa de una avería o de que no ha podido descargar antes y que llegará por
la noche cansado y con hambre acumulada en el viaje. La Nuri sabe que,
cuando él llega más tarde de lo que creía, siempre le dice que está cansado y
que tiene hambre y que le gustaría ir al cine después de cenar.
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La Nuri siente que un hormigueo le recorre la piel porque se acuerda de
las manos de Félix, que la tientan en el cine como antes de casarse, y que
luego, cuando llegan a casa, se transforman en pequeños y diligentes animales
que la buscan y la persiguen y que la obligan a ceder. Y no es que ella no lo
desee, pero teme que pueda perjudicar al hijo que se anuncia ya en
estremecimientos, en menudos saltos que tiran de ella y que la inundan de
gozo y de alegría y de pesadumbre temiendo la hora del parto, porque ella
conoce a una mujer que le ha dicho que es horrible y que una desea morirse
entonces y que todo termine. La Nuri, al entrar en el comedor, lo siente vacío
sin la presencia del hombre y pone un poco de vino en el vaso y bebe y come
con apetito, porque el hijo le produce un apetito enorme y aunque sabe que no
debe comer mucho, no puede evitarlo y ahora se para y escucha porque le
parece que en la escalera ha oído sus pasos y, luego, la puerta de abajo le dice
que no y se queda un instante en reposo y suspira y se levanta y lleva el plato
a la cocina y piensa otra vez en bajar a la perfumería cuando abran y, si él no
ha llegado todavía, telefonear a la agencia de transportes y preguntar si saben
algo de su marido.
Las últimas casas del pueblo han quedado atrás y Félix está contento y se
pregunta por qué ha estado tan seco con el dueño de la fonda, si al fin y al
cabo no ha comido mal y el anís era de marca y el cigarro tira bien y la
carretera está llena de sol y él en camino de casa, donde su mujer le espera y
donde también le espera su primer hijo, que pronto llegará a la vida para que
el mundo se haga alegre y bello, para que ellos sean felices y empiecen un
nuevo camino en donde todo será claro y limpio, en donde la única
preocupación será el verle crecer y hacerse un hombre como él, que avanza en
la vida igual que él por la carretera.
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pasado muy bien en el Instituto, y que sus recuerdos eran confusos y lejanos.
Se acordaba, sí, de aquella chica de segundo curso, él cursaba entonces el
primero, que en la azotea del viejo edificio, aún no se había inaugurado el
nuevo, le besó en la mejilla llenándole de vergüenza. Se acordaba de Gloria y
de su parecido con una artista de cine alemana que más tarde murió en un
confuso percance marítimo. Y recordaba sus pequeñas fugas hasta la tienda
de flores de la calle de Enrique Granados, junto a Mallorca, donde compraba
las primeras violetas a diez céntimos el pomo; flores que luego,
románticamente, le ofrecía a la muchacha, que le sonreía con su joven
nacimiento a la vida en la boca, en los ojos y en la inocente picardía de las
palabras. Luis Rodríguez también se enamoró de Gloria y juntos vivieron su
poético amor de adolescentes hasta que él conoció a María Rosa, que supuso
un impacto más firme y más auténtico en su sensibilidad. Luego, ella cambió
de barrio y él dejó de esperarla, y se sintió defraudado y crecido en aquel
silencioso amor de bachillerato, cuando la nieve en la ciudad representaba un
día de fiesta en el que era posible huir con los amigos hacia el Tibidabo y allí
tocar la nieve y maravillarse y volver luego a casa con el corazón precipitado
y temeroso de que los padres adivinasen la verdad.
Ricardo Rovira miraba a su antiguo compañero de Instituto y se
impacientaba ante su apetito y el progresivo enrojecimiento de los ojos,
pequeños y sepultados en la masa de su cuerpo redondo y brutal. Luis
Rodríguez tenía un negocio de compra y venta de géneros de punto, sábanas,
mantas, lana y algodón y casi todos los productos textiles. Cuando Ricardo
Rovira Rusiñol se interesaba por desprenderse de una vieja partida de
géneros, le llamaba y él, comprando en firme, sabía colocarlos por los pueblos
o incluso en tiendas de la misma capital. Ahora se trataba de una partida casi
de liquidación, porque Ricardo Rovira quería fabricar en otras condiciones,
que para eso se fue a Alemania un año antes y había estudiado la fabricación
de jerseys de nylon. Le interesaba que Luis Rodríguez se quedase con todo el
género disponible y para ello le había citado hoy, aun teniendo tantas cosas
que hacer por la tarde, pero su amigo le había dicho que salía para Salamanca
al día siguiente y era cosa de dejar ultimado el negocio.
Luis Rodríguez levantó la vista del plato y su mano alcanzó el vaso de
sangría:
—Ahora ya no es como hace diez años. ¿Recuerdas? Aquellos sí que eran
tiempos… Movías un dedo y negocio seguro. Sí, Ricardo, las cosas han
cambiado y ya no es tan fácil hacer dinero comprando y vendiendo. Me
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defiendo, tú lo sabes, pero chico, eso de comprar tanto género, me asusta un
poco, ésa es la verdad.
—Es buen género, Luis, género para vender en las tiendas. Quiero
deshacerme de toda esa partida porque voy a fabricar con otros materiales.
Borrón y cuenta nueva, ¿entiendes? No me digas que no te hago buenas
condiciones; tú te quedas con todo y me pagas en un año y…
Luis Rodríguez se ha bebido el vaso entero de sangría y aparta
indolentemente el plato, como si le molestase el minúsculo pedacito de carne
que ha dejado en él. Sonríe satisfecho, dispuesto a conceder:
—Sí, eso ya ni se discute; me quedo con todo. Mándamelo al almacén.
Bueno, no se hable más. ¿No quieres otro helado?
Ricardo Rovira enciende un cigarrillo y hace un gesto al camarero
pidiendo la cuenta. Mira a la pareja que está enfrente y piensa que son recién
casados y que muy pronto él también se habrá casado y que quizás alguien los
mire cenar juntos en un restaurante de Ginebra o de Gotinga, la ciudad
alemana a la que quiere llevar a María Francisca, porque él la recordó mucho
allí, el año anterior, cuando hacía muy poco que se habían conocido.
—Perdona un momento, Luis, tengo que llamar por teléfono. Oye, pide
otro coñac y que lo añadan a la cuenta.
Los números parecen conocer el camino que conduce hasta la casa de
María Francisca y se dejan llevar por el dedo índice de Ricardo Rovira, suave
y largamente. Luis Rodríguez termina su postre y enciende un habano antes
de probar el café. Luis Rodríguez piensa que su amigo Ricardo es bastante
tonto al casarse y mira con ojos expertos a las mujeres que hay en el comedor,
buscando con quién iniciar un inocente asedio de miradas.
—Sí, bien, pero es un pesado, come desesperadamente; parece que se está
jugando la vida en cada plato.
Ricardo Rovira Rusiñol ríe ahora porque ha oído la voz de ella, la risa de
ella, y no comprende por qué dentro de sí se siente turbio y decepcionado,
inquieto y nervioso.
—Sí, a las siete y media. Puntual. Como siempre.
A las siete y media tiene que ir a su casa y antes… Ricardo Rovira
prefiere no acordarse de las cosas que debe hacer antes de ir a buscar a su
novia, y regresa al comedor.
—El amor, ¿eh?… ¡Ah, el amor…!
La carcajada hizo volver la cabeza a la pareja y obligó a mirar a los
camareros. Ricardo Rovira se sentó de nuevo y bebió un poco de coñac, de
golpe, sabiéndose molesto.
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—¿Nos vamos? Tengo un poco de prisa y…
—¡Vamos, hombre! ¿Qué tienes que hacer a estas horas? Las cuatro
menos diez de la tarde. Anda, termina tu coñac con calma y luego te
acompañaré a donde quieras.
Estaba deseando librarse de su antiguo compañero de Instituto; le
desagradaba su presencia, su forma de hablar levantando la voz, demostrando
que él estaba allí, comiendo y bebiendo, lleno de satisfacción dentro de sus
grasas y detrás de sus pequeños ojos de pájaro. Le fastidiaba que le
concediese el quedarse con la partida de jerseys y mantas cuando el favor era
él quien se lo hacía al dejarle la totalidad a tan buen precio. Ricardo Rovira
notaba que Luis Rodríguez le producía una sorda irritación y se dio cuenta de
que no eran amigos y de que no lo habían sido nunca. El encuentro fortuito en
Zaragoza, durante la guerra, les había aproximado un poco y, más tarde,
cuando al finalizar la contienda volvió a verle en Barcelona y hablaron de
negocios, sus relaciones se hicieron más comerciales, sin que ninguno de los
dos se diera cuenta de que la amistad tan sólo era un recuerdo que era
imposible vivificar al cabo de los años.
—No, de verdad; tengo un montón de cosas que hacer esta tarde y antes
quiero ir un momento a la fábrica. Si quieres, te llevo yo a ti porque la fábrica,
ya sabes, está demasiado lejos.
El camarero le dio las gracias por los cinco duros de propina y ellos dos
salieron a las Ramblas por la parte del bar, donde a aquella hora se apretaba el
público tomando café, y donde varias mujeres iniciaban la incierta jornada del
día que, con suerte, era posible comenzar a aquella hora de la tarde. Una
muchacha, rubia y duramente pintada, le miró al pasar, sonriéndole en una
invitación que ella esperaba no fuese aceptada, pero que debía forzosamente
hacer en un gesto mecánico y lánguido, porque nunca se sabe en dónde y en
qué momento puede aparecer el que ayude a transcurrir el día, y la semana, y
el mes, y el año de una, que necesita seguir gustando a los hombres y
disimulando los años y el cansancio de la cara con la pintura y el maquillaje,
con la palabra y la cesión.
Del taxi descendieron dos marinos americanos y Luis Rodríguez se acercó
para hacerle señas al chófer.
—Anda, sube, que te llevo.
—Mira, yo bajaré en Cataluña y tomo el Metro, que me deja muy cerca de
la fábrica y además es más rápido.
—Bueno, como quieras.
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No hablan en el taxi; ahora no tienen nada que decirse y Luis Rodríguez
busca palabras y mira a la calle, esperando encontrar allí la idea o el recuerdo
que rompiesen su mutismo y el de su amigo. Luis Rodríguez baja el cristal de
la izquierda:
—Ahora sí que estamos en primavera, ¿verdad? Ya da gusto salir a la
calle, a cuerpo, los días como hoy.
—Te aseguro que tengo ganas de descansar; llevo una temporada de
arrastre; no paro, chico, y es que eso de casarse trae muchas complicaciones.
Y tú, ¿qué? ¿No te decides?
El taxi pasa frente a «S.E.P.U.» y se acerca a la Plaza de Cataluña.
—¿En qué parte?
Adelanta un poco el cuerpo y le contesta:
—Ahí, frente al café «La, Luna».
Se detiene el coche y Luis alarga su mano, ancha y sudorosa:
—Bueno, chaval; hasta otra. No dejes de enviarme ese lío de trapos en
seguida.
—Descuida. Adiós.
No ha cerrado aún la puerta cuando le llama:
—¡Ricardo! ¡Se me pasaba, chico! ¡Enhorabuena!, ¿eh?
—Gracias, Luis; ya sabes, la boda será casi íntima y por eso…
—¡Hombre!, pues no faltaba más…
Cruzó el inicio de la Rambla de Cataluña y descendió por los grises
peldaños. Hacía meses que no iba en Metro y al penetrar en el vagón, del que
se vació una apresurada multitud que buscaba la salida, estuvo tentado de
volverse atrás y subir de nuevo. Un chorro de olores espesos y acres le llenó
la respiración, y Ricardo Rovira no pudo disimular un gesto de repugnancia.
Se acercó a la parte delantera, donde había menos gente, y se mantuvo en pie
cerca de una de las paredes del vehículo pero sin apoyarse en ella, temiendo
llenarse de aquel olor penetrante y simple a hombres que viven y que se
fatigan de un lado para otro, buscando y esperando algo que nunca se
encuentra. Y ahora, él, Ricardo, se sabe desprendido de esa humanidad, se
sabe en la región de los privilegiados, de los que pueden mirar desde arriba y
respirar aire puro. Y el pensamiento le lleva al recuerdo de los primeros años
de la fábrica, cuando aún vivía el padre, y las máquinas y los hombres eran
grandes misterios a los que podía acercarse con miedo e incertidumbre. Su
padre, Ignacio Rovira, había levantado la fábrica con sus manos, con su
esfuerzo, con una esperanza y un sacrificio constantes, y ahora él estaba
obteniendo los frutos de aquella esperanza y de aquel sacrificio, de aquel
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esfuerzo continuo y agotador. Sintió piedad en el recuerdo y pensó que era
muy doloroso que los padres no pudiesen casi nunca contemplar la plenitud
de sus hijos, sobre todo si éstos habían seguido su camino y sus huellas. Podía
verlo sentado en su despacho, al fondo del taller, con sus gafas de miope y su
pipa entre los labios, con su palidez y sus manos delgadas y nerviosas.
Cuando llegó a la fábrica, ahora un moderno edificio, se sintió invadido
por la ternura y el agradecimiento y pensó que él debía continuar la obra para
su mujer y los hijos que llegasen, y debía hacerles comprender todo lo que
aquello significaba y la fidelidad que le debían. Ricardo Rovira sonrió al
darse cuenta de que casi estaba imaginando las palabras que el día de mañana
iba a dirigir a sus hijos para que fuesen conociendo, amando, respetando el
mundo de su padre; un mundo que era el suyo y el de sus hijos y el de los
hijos de sus hijos.
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árboles o en la orilla del mar. Antes, al principio de tener el taxi, salían todos
porque aún no se habían despegado los mayores y todavía crecían al amparo
de los padres. Eulogio se acordó de las palabras de Martín y se sintió inquieto
por el tono de la voz del hijo al preguntarle si creía en Dios. ¿Será cierto que
uno empieza a sentirse viejo de repente, de pronto, sin que nadie ni nada le
avise a uno? Son ya un hombre y una mujer y cada día se alejan más de su
madre y de mí. Pero esto es lo que hemos hecho todos, porque el hombre es el
que nace más desamparado y más sólo; todos los animales, todos, pueden
valerse por sí mismos casi en cuanto nacen; en cambio, nosotros… La verdad
es que por lo menos hasta los diez o doce años no podemos hacer algo,
trabajar en algo, y aún así, ¿qué?… Si no se tienen padres, si no se tiene a
alguien capaz de ayudarnos… Eugenio… ¿Cómo podría Eugenio vivir solo,
sin nadie? ¡Qué raro es esto! Y luego crecen, comen y viven de uno hasta que
un día se levantan y dicen adiós y ya se han convertido en hombres como los
demás. Estamos llenos de misterio, piensa Eulogio, y la palabra le hace
sentirse importante y ajeno, fugitivo y débil como su propio hijo llamándole,
esperándole detrás de la puerta para, cuando llegue, echarse en sus brazos y
sentirse, entonces sí, seguro.
Frente a la Estación de Francia da la vuelta y piensa que el tren en que ha
de partir el cliente todavía tardará un poco en dejar la ciudad porque si no
fuese así ya habría vuelto a chillar y ahora, cuando bajaba despacio la maleta
y se disponía a pagarle, no estaba nervioso. Eulogio le daba el cambio de las
cincuenta pesetas, cuando vio a la mujer que le hacía señas aproximándose
corriendo. Le hizo un signo afirmativo con la cabeza y abrió la puerta del
coche, aguardándola.
Ella se acercó, sofocada por la carrera, y entró precipitadamente, con
miedo a que alguien pudiese arrebatarle el vehículo, y se sentó molesta y
fatigada:
—Al «Oro del Rhin»; rápido, por favor.
Vaya, otro que tiene prisa; pues paciencia, que éste no da para muchas
velocidades. La miró por el retrovisor y la vio joven y guapa; morena y
redonda de carnes, elegante en su traje sastre bajo el que una blusa blanca,
abierta, palpitaba tibia e insinuante.
Eulogio dirigió el coche hacia la Vía Layetana y comenzó a ascender por
ella apretando el acelerador. La voz le llegó nerviosa:
—No sé dónde se meten ustedes, pero no hay manera de encontrar un taxi
libre cuando una lo necesita… Llevo no sé el tiempo ahí, en la Estación, pero
todo el mundo se me adelanta…
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—Es que faltan coches en Barcelona, ¿sabe?, y hay momentos en que no
hay manera. Además, ¿sabe lo que ocurre?, que al precio a que está la
gasolina no se puede ir por ahí dando vueltas y lo que hacemos es ir a las
paradas o quedarnos donde nos deje el pasaje, si no es muy mal sitio.
¿Para qué le digo esto? ¿Qué me importa a mí el tiempo que haya estado
esperando? Y es que ahora me gusta hablar, porque si no lo hago empiezo a
pensar y hablando me distraigo. Digo yo si estaré a punto de enfermar, porque
estoy raro; no me duele nada, pero estoy raro; lo veo todo desde fuera, como
desde lejos. Bueno, ¡hala!, a pensar en bailarinas, que me estoy viendo en el
manicomio…
Ahora se sonríe y quiere olvidarse de su pesadumbre, de su melancolía, de
su desprenderse un poco de todo lo que le está cercando, lo que le sujeta y
aleja, lo que dentro de él va abriendo una prodigiosa galería que recorre su
alma al mismo tiempo que él recorre las calles de la ciudad. Eulogio sonríe,
porque se dice que dentro de él hay un gusanillo que le atraviesa, que viaja
dentro de su sangre, de sus tejidos y de sus huesos y que, a cada instante, se
detiene y hace preguntas y trae recuerdos y los recuerdos se le agolpan hoy en
las sienes y en la frente, que ahora es una pantalla cinematográfica en la que
van apareciendo imágenes y más imágenes y palabras que él nunca había
pensado, que nunca se había siquiera atrevido a pensar. Y la ciudad se va
haciendo más pequeña y más simple y más difícil y peligrosa, aunque él se
mueve seguro dentro de ella, aunque sus manos y sus pies le obedecen
fielmente y sus reflejos, rápidos y necesarios para sortear el tráfico, se
producen con la misma precisión de siempre.
—¿Tiene usted cerillas? He olvidado el encendedor…
Eulogio, sin volver la cabeza, sacó del bolsillo el mechero y llevó el brazo
hacia atrás.
—Gracias.
Alargó de nuevo la mano hasta sentir en su palma abierta el frío del metal.
—¿Quiere un cigarrillo?
—No, muchas gracias.
Así comenzó años atrás aquella aventura que vivió apenas llegar a
Barcelona, cuando el «Renault» corría más que ahora y él vivía de sorpresa en
sorpresa. La mujer le ofreció un cigarrillo y luego le dijo que era alemana,
pero que llevaba ya dos años viviendo en Madrid y que aquélla era la primera
vez que visitaba Barcelona. Fueron al Tibidabo y allí ella le invitó a una copa.
Luego, en el Pueblo Español, le dijo que la acompañara a recorrerlo y de
pronto le cogió del brazo. Se avergonzaba Eulogio un poco de aquella
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aventura inesperada, porque la mujer tendría ya sus cuarenta, aunque parecía
menos, y al anochecer, cuando él la cogió del brazo y ella le dijo aquellas
incomprensibles palabras en alemán, incluso le pareció joven y bonita.
Siguieron bebiendo hasta que ella le dijo que la llevase a algún sitio donde
pudieran estar solos. Él, valiente y decidido en las copas, la llevó a un viejo
hotel, en la parte alta del Paralelo, y estuvo con ella hasta las doce de la
noche. Cuando llegó a casa todos dormían, pero Mercedes se despertó
inquieta, llamándole. Nunca había comentado con nadie aquel extraño
encuentro con la mujer extranjera, aquel encuentro del que se avergonzaba y
al mismo tiempo se enorgullecía en una mezcla de hombría y de miseria, de
asco y de orgullo de conquista.
Miró a la mujer y la vio fumar nerviosa, cuando en la Plaza de
Urquinaona tuvo que detenerse ante la luz encarnada surgida sin apenas
interrupción con la verde de paso libre. Eulogio la miró largamente,
saboreando la piel oscura de la mujer y, entonces, volvió a sentir el peso de
una punzante fatiga, de un desaliento pequeño, dulce casi, que se apoderaba
de él. Pero yo no puedo quejarme de la vida, porque vivo bien, apuros todos
tienen, y está ella y los tres hijos… Más me hubiera gustado ser rico y tener
coche propio o un barco de esos que se pegan a la Estación Marítima, en el
Club Naútico, y viajar y conocer mundo y mujeres como ésta. Sí, ¿para qué?
Total…, sí pero a ellos nadie les quita lo bailao, ¿o puede que alguien se lo
quite? Tiene razón Martín. Nunca hemos hablado de cosas serias, nunca. Y es
que antes me daba miedo que al hablar con él, como si fuese un hombre, se
me fuese antes, y ahora ya se hace tarde, ya me da un poco de vergüenza.
¿Cómo le voy a preguntar si se ha acostado alguna vez con una mujer? Más
difícil es hablar de Dios, si yo no sé nada de Él… Y me gustaría saberlo;
cuando está uno pensativo y triste, como hoy, saber algo de Dios debe de ser
acercarse a la paz, a esa paz que uno sabe que no es la suya, que es otra, más
grande y más tranquila, sin miedos y sin avergonzarse de nada. ¿Por qué me
habré acordado de aquella tarde? Si lo supiera la Mercedes… ¡Cuánta gente
ha entrado en este coche! La gente pasa y pasa, va de un sitio a otro y
parecemos todos locos, caballos desbocados que corren y corren hasta que se
estrellan contra una pared. ¿Estará Dios detrás de ella? Dios debe de ser como
una madre y debe de sufrir cuando nos hacemos daño. Eso le diré a Martín y
le preguntaré y le rogaré que vaya a misa. Es mejor acordarse de Dios, de vez
en cuando, y…
Subió por Lauria hasta la Avenida de José Antonio, y giró a la izquierda,
frente al «Hotel Ritz». La mujer tiró el cigarrillo por la ventanilla y la dejó
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abierta. Abrió el bolso y se miró en el reducido espejo para retocarse los
labios con la barra roja y violeta. Al pasar frente al «Comedia», vio el gran
cartel que anunciaba la obra de que tanto se hablaba en la ciudad, La muralla,
y pensó que le gustaría ir una noche al teatro con Mercedes y ver aquella
comedia que estaba armando tanto ruido. Eulogio, hasta llegar a Barcelona,
tuvo una idea muy simple del teatro, que él asociaba a mujeres muy pintadas
y provocativas. Un domingo fue con su mujer al «Casino de Sans» y allí vio
una obra sangrienta y dramática, que le llenó de confusiones. Es más verdad
que el cine, pensó, mucho más verdad. Desde entonces, fueron alguna vez a
las representaciones de aficionados del barrio. Una noche le dieron dos
entradas para ver una revista de los Vieneses. Eulogio se encendió en la fácil
carne de las vicetiples y de las vedettes, y aunque Mercedes decía que aquello
era una asquerosidad, estuvieron hasta el final. Aquella noche, Eulogio,
excitado por la tibia cadencia de las mujeres medio desnudas, la buscó con
más fuerza y deseo que otras veces y tuvo conciencia de que cometía una
mala acción, porque en ella buscaba a las otras, a aquellas muchachas del
escenario. No quiso ir a ver más revistas; pero a otros teatros fueron con
alguna frecuencia. El lunes por la noche, decidió, venimos a ver esta obra.
Cuando pase libre por aquí, compro dos entradas de asiento fijo, que seguro
debe de haberlas en un teatro como éste, y el lunes venimos.
La mujer esperó, ahora tranquilamente, el cambio de los cinco duros y le
dejó como propina el resto de una peseta setenta sobre las trece treinta que
marcaba el taxímetro. Bajó despacio y se acercó a la mesa, tras la que el
muchacho, ¡pero si es mucho más joven!, se levantó anhelante.
Eulogio alzó el «Libre» junto al parabrisas y arrancó despacio hacia la
Plaza de Cataluña. Al detenerse en la parada se acordó de Valentín Porqueras
y de su mano dura y pequeña, de sus aires de chulín de barrio y de sus
cigarrillos americanos. Eulogio, estoy fumando mucho hoy, sacó el paquete
de «Rumbo» y encendió cuidadosamente el pitillo. La verdad es que desde
esa puñeta del cáncer no fumo tranquilo. Bueno, pues, ¡a la porra!, de alguna
cosa nos tenemos que morir. Abrió la portezuela y puso el pie en el estribo del
coche. Entonces le entraron deseos de bajar y de estirar las piernas. Se quedó
en pie, junto al taxi, y lo miró con cariño, agradeciéndole el pan que gracias a
él tenían y el camino que en la vida le iba trazando. Si un día fueses mío…,
ibas a pitar más que un «haiga» de estos que ahora nos hacen la pascua.
El cigarrillo se consumía despacio y de pronto un ligero chasquido, una
diminuta explosión en el tabaco, le hizo sorprenderse e inquietarse. Como un
cigarro, eso es; un cigarro que se quema despacio o aprisa… ¿Qué hará
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Marisol ahora? Si yo hubiese sido joven y soltero, a lo mejor me hubiera
casado con ella aunque saliese de acostarse con otro. Era una desgraciada,
pobre chavala… Me gustaría encontrarla un día y hablar con ella; a lo mejor
ha tenido suerte y se ha casado ya. Quizá la chica también se me case
pronto… Hace dos días era una nena y ahora… ¿Qué pensará ella de Dios?
Tengo que hablar con su madre; la Mercedes se preocupa por la chica, y es
natural… Parece que hoy son más hijos míos, que los tengo más, que vuelven
a hacerse pequeños… ¡Qué extraños somos! Ayer estaba tan contento y hoy
parece que sea el único hombre que está en Barcelona y que tiene hijos y se
acuerda de ellos.
Miró a su alrededor y se sorprendió de que la calle estuviese tan llena de
gente y de que a su lado pasasen coches y tranvías y de que las casas fuesen
tan altas y tan y tan macizas, frías y sin sangre. Eulogio se quedó unos
instantes perplejo y asombrado de no estar solo en mitad de la calle, en un
inmenso desierto sin nadie, sin ruidos, sin ojos, sin piernas y sin
pensamientos. Eulogio entornó los párpados y volvió a abrirlos en seguida,
con una expresión de terror, de soledad, de negrura y de abandono que se le
hizo insoportable. Eulogio se había visto solo, el único hombre en mitad de la
urbe. Y tuvo miedo, un miedo frío y seco; un miedo que era una navaja
hiriendo y cortando la más antigua verdad de su cuerpo y de su esperanza.
Ve al niño cruzar el patio donde se alzan los árboles, en los que, sobre sus
tempranas hojas, se deposita el polvo de la calle y, cuando Eugenio se vuelve
y le dice adiós con la mano, sonríe satisfecha y tristemente porque las alegrías
de unos se las quitan los otros, porque Mercedes está preocupada por el
silencio de su marido y de su casa a la hora de comer, cuando siempre las
voces y los gritos la llenan de orgullo y de paciencia. Mercedes ha dejado al
niño en el Grupo Escolar y desea que lleguen pronto las seis y media de la
tarde para ir a recogerle de nuevo, porque esto significa que se acerca la hora
del regreso de todos a ella, y entonces podrá ver qué es lo que tiene Eulogio, y
Martín y Elena, que también estaban huraños, malhumorados. Piensa que
hace tiempo que ninguno de los hijos está enfermo y tiene miedo, como lo
tuvo hace años, cuando Elena se resfriaba con tanta frecuencia y empezó a
brotarle el asma, que, gracias a Dios, le desapareció a los catorce años.
Entonces el médico estaba continuamente en casa y ellos, aunque sin darle
demasiada importancia, porque el médico tampoco se la daba, se sentían
molestos y apesadumbrados por aquel estado de alerta constante y por
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aquellas noches en las que el fatigoso respirar de la niña los llenaba de
inquietud y de angustia. A Eugenio le había visto un médico cuando se hirió y
cuando tuvo el sarampión; crecía el niño fuerte y poderoso en sus músculos,
en su empuje, en su cada día más arriesgada voluntad de salto y de equilibrio,
de voltereta y de energía. Ahora quedaba allí con los otros niños y niñas del
barrio, entregado a las clases y a la señoritamaestra, como decía él. Luego
vendría el recobrarle y el sentirse orgullosa cuando se encontrase en la calle a
una vecina y dijese que estaba desconocido y que cada día se iba pareciendo
más a ella. Mercedes se acarició la cintura con la mano ancha y robusta y se
acordó otra vez de su amiga Gabriela y de sus caderas finas y sin deformar.
Esa tos de las mañanas… No creo que esté enfermo y de estarlo sería, me
parece, bien poco; quizá algo de bronquitis del tabaco y del madrugar. No sé
cuándo dejará de ir tan temprano. Dice que le gusta ver despertarse a la
ciudad y salir a la calle… Cuando éramos novios… Los niños hacen cambiar;
roban algo del marido y al marido le quitan algo de una. Lo que da pena es
pensar que pronto irán dejándonos. Elena, seguro, la primera, aunque todavía
es muy joven para casarse, y luego Martín, pobre, con su pierna y su
desgracia… Pero queda Eugenio y éste tiene todavía muchos años por
delante. De aquí a que se haga un hombre… Sí, sí…, con lo rápidos que pasan
los años. Si pudiera él estudiar… Mi abuela decía que el que nace para
ochavo no llega a cuarto, pero también es verdad que hay muchos que
estudian y se hacen médicos o ingenieros. Si le dejara don Ricardo el coche a
Eulogio… Pobre Gabriela, tan sola… ¿Por qué algunas mujeres no tienen
hijos? Debe de ser como un castigo de Dios por algo que nosotros no
sabemos, que no sabremos nunca, porque no se puede saber nada de lo que
Dios piensa de nosotros, allí arriba.
Mercedes levanta la cabeza y se turba ante el cielo azul, en el que ahora
no hay una sola nube, y que parece devolver palabras a las palabras y miradas
a las miradas que brotan desde muy dentro, desoladas o felices. Mercedes se
turba porque ha pensado en Dios y si le dijesen que su hijo Martín también lo
ha hecho hoy y que su marido y él han hablado de Dios, le parecería que Él la
está avisando de algo. Se turba mirando el cielo, tan azul y tan lejos, y vuelve
a sentir miedo de su felicidad; de una felicidad que ella pudo intuir cuando
conoció a su marido en Valencia, porque le vio fuerte y seguro de sí, porque
en seguida le comprendió necesitado de ternura y de calor de hijos y de
sosiego en la casa. Mercedes desciende despacio por la calle de Vallespir y
cruza a la acera de enfrente, porque allí da el sol y el cuerpo gusta del sol en
la tarde de marzo. Se ha parado delante del escaparate y vuelve a ver en él las
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filas de indios y de vaqueros de plástico y el castillo y el fuerte, Forty, que
luce una bandera americana y que Eugenio ha contemplado por la mañana
con un inmenso deseo en los ojos y una pregunta apenas en los labios: «¿Me
lo traerán los Reyes si soy bueno?». Ella le ha comprado un indio montado en
un caballo negro y reluciente, y le ha dicho que sí, que si es bueno…
Apenas lo piensa y ya está hablando con la dependienta; la misma
muchacha ojerosa y blanca que por la mañana le ha vendido el juguete:
—¿Cuánto vale el fuerte? Sí; el que tiene la bandera.
—Ciento cuarenta y ocho pesetas, pero ahora quizá suban. Este todavía es
de Reyes.
Ciento cuarenta y ocho pesetas no son mucho para la bondad de un niño,
para la alegría de un niño, para la esperanza de un niño, y Mercedes piensa
que se lo dirá a Eulogio por la noche y que seguramente se lo comprarán para
su santo, el trece de julio, sin esperar a que llegue el seis de enero, porque el
chico se lo merece y hay tantos sufrimientos en la vida que bien vale la pena
adelantarle la sonrisa y la ilusión.
Y por ello se la adelanta a sí misma y, cuando sale de la tienda y mira
hacia el Grupo Escolar, permanece unos segundos así, parada y riente para
alejar las sombras que le llegan si se acuerda de su amiga Gabriela o de su
marido a la hora de la comida, cuando parecía ocultar algo, o de sus hijos
mayores que se van haciendo más difíciles de comprender y de dirigir.
Mercedes siempre dice que ella sabe poco de la vida, pero que aún quisiera
saber menos, porque la vida está llena de aristas que cortan el cuerpo y el
alma y dejan la existencia vacía y afilada y poco se puede hacer para remediar
el dolor de los demás y bastante hace con evitar o luchar contra los
sufrimientos que a una pueden llegarle.
Cruza la calle de Yolanda y mira hacia el lugar donde su marido guarda el
taxi por las noches, y vuelve a pensar que don Ricardo Carbonell es una
buena persona y que, si tiene suerte y le toca uno de los coches nuevos, el
viejo taxi será propiedad de su marido, y las cosas irán mucho mejor porque
las ganancias serán mayores y entonces sí que podrán hacer estudiar al
pequeño y convertirle en un hombre de importancia que no tenga que
depender de sus manos y pueda ganarse la vida con su inteligencia, siendo
abogado o médico, o incluso técnico electricista, que dicen es una profesión
de mucho adelanto y porvenir en España. Mercedes se sorprende de que
siempre está pensando algo y ella quisiera dejar de pensar algún rato y poder
hacer las cosas sin que se le llene la frente de imágenes y de palabras. Las
imágenes y las palabras traen recuerdos y, los recuerdos cálculos y presagios
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y futuros, y ella siempre ha tenido un poco de miedo al futuro, porque lo
futuro es un enorme misterio en el que una se siente perdida y sin recursos
para luchar contra él.
Mercedes alarga el camino en la lentitud de sus pasos y lo acorta en la
impaciencia por llegar antes a casa, donde la espera un buen montón de ropa
que lavar. Y luego tiene que ir a buscar a Eugenio y hacer la cena y sobre
todo tiene que esperar a que regresen todos, y esto es el trabajo más
importante que ella sabe hacer, pues esperar es adelantarse a la espera.
Conoce que hoy se le va a hacer difícil porque su marido le oculta algo y
está deseando que llegue la noche y preguntarle y mirarle y saber de qué se
trata para poder de nuevo recuperar la tranquilidad y no sentir la comezón que
la gana y la llena, aun cuando ella quiere distraerse sin aventurarse en las
suposiciones y en las preguntas que a sí misma se procura.
Mercedes ve a la portera de la casa de al lado y se alegra de la posibilidad
de conversación que sabe que reunirá a las dos mujeres en una charla llena de
lamentaciones y que, de pronto, se romperá cuando ella pregunte qué hora es
y diga que ya no puede perder ni un minuto más, porque tiene un montón de
cosas para hacer y es necesario dejarlas listas antes de que regresen todos por
la noche. Y piensa en ellos de nuevo y adelanta los pasos y la voz, con miedo
de que la portera no la haya visto y vuelva a meterse dentro y no tenga
ocasión de hablar con ella para comentar cómo crecen los hijos y lo caro que
está todo y si los hombres supieran y si ya tiene arreglada la radio y si quiere
que…
—De dejar al chico en el Grupo Escolar. ¿Verdad, señora Mercedes?
¡Cómo le crece ese crío! Lo tiene precioso…
Y la charla que se enlaza y detiene y se atropella y busca y complace y
vuelve a reposar y vacila y regresa y se abre a la intimidad y a la confianza
para que Mercedes no piense y no se inquiete y pueda luego subir a casa y
trabajar allí por la tarde para que la espera se haga más corta y menos precisa.
La señorita maestra se acerca a la ventana que da a la calle de Vallespir y
su mano derecha se aproxima, trémula, al pestillo de metal pintado de blanco
que la mantiene cerrada. La señorita maestra se llama Montserrat y lleva ya
tres años en el Grupo Escolar, entre aquellas docenas de niños y niñas que
todavía pueden seguir juntos en las clases antes de que, poco después, los
separen, porque comienzan a crecer y esto es un hecho misterioso que, dicen,
obliga a la separación. Para los niños, Montserrat es la señoritamaestra, una
figura portentosa que sabe todas las letras y todos los números, todas las
palabras y todos los pensamientos.
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Ahora está junto a la ventana y se diría que desde su mesa hasta ella, tres
metros, ha tenido que recorrer una enorme distancia porque lo que ahora va a
hacer, lo que ahora está haciendo, es una inmensa distancia que separa el
invierno de la primavera, el silencio del ruido, la sombra de la luz. Se detiene
un segundo con la mano en el pestillo y nota que su blusa blanca se alza
temblorosa mientras ella mira, casi de reojo, casi sin querer atreverse, a sus
alumnos. Ellos se han quedado silenciosos y serios porque comprenden toda
la trascendencia del acto que está realizando la señoritamaestra. Ellos han
dejado de hablar y de moverse y han puesto las manos sobre los cuadernos y
el libro de lectura, sobre los lápices de colores y las gomas de borrar, sobre la
importancia y el recuerdo de los meses invernales, cuando es necesario
encender la salamandra porque todavía no funciona bien la calefacción
central.
Los niños, silenciosos y serios, apenas parecen niños; crecen en unos
segundos de ansiedad, como si por ellos pasasen siglos de esperas y de
promesas, de pasados y de futuros. Los niños sienten que también, en su
interior, la pequeña e inmensa voz de sus corazones salta incontenible y
alegre. Los niños, ahora, cuando Montserrat se acerca a la ventana y pone sus
dedos sobre el pestillo, piensan que las clases terminarán pronto y que ya
están en primavera.
Montserrat corre con cuidado el blanco pestillo y luego, con las dos
manos, abre ampliamente la ventana. Todavía hay un momento de silencio.
Todavía los niños y niñas miran asombrados el prodigio del nuevo aire
penetrando en la clase de la calle de Vallespir, donde los árboles tienen hojas
verdes y donde pasan coches y caballos. Y luego, de pronto, hay un estallido
de voces y de risas, y la clase se llena de un rumor que es algo más que voz y
risa de niño, que es algo dulcemente profundo y poseído de ternura que
invade las paredes y los bancos, las mesas y las bombillas, la pizarra y la
tarima, los gráficos de colores y las líneas resquebrajadas del techo. Y el
misterio se apodera de todos, contagiándolos y encendiéndolos,
comunicándose y entregándose para que el asombro parezca fácil y cotidiano,
para que los niños y niñas y Montserrat se unan y se miren llenos de alegría.
La señorita Montserrat respira el aire que llega de la calle y sonríe. La
señorita Montserrat también piensa que el invierno queda atrás y que dentro
de tres meses como máximo regresará a Cadaqués, con sus padres, y que allí
volverá a encontrar al médico nuevo que la llevó a pasear y que la besó. La
señorita Montserrat piensa que aún puede emprender más caminos en la vida,
porque ella es joven y bonita y tiene unas piernas finas y rectas y un pecho
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que se alza ahora, al respirar, con palpitación y promesa. Con disimulo, se
lleva la mano al pecho y siente que su carne es dura y vibrante y que tiene
anhelo de la mano del médico de Cadaqués y de su presencia y de sus
palabras.
Eugenio participa del encanto y mira a Felipe Hernández y le sonríe y le
tiende el indio que le ha comprado la madre por la mañana, para que su amigo
lo toque y juegue, si quiere, un poco con él. Eugenio mira a la señoritamaestra
y abre la mano, en la que tiene un lápiz verde que le ha regalado ella para que
no vuelva a pintar árboles con hojas de sangre. Está contento porque, por la
mañana, cuando sus dedos empujaban el lápiz rojo y llenaban de sangre las
hojas, tuvo miedo y se quedó serio hasta que la señoritamaestra le prometió
que por la tarde le regalaría un lápiz verde. Eugenio alarga el brazo y tira del
pelo a Juanita y se ríe cuando ella se revuelve en su banco y se acerca a Rosa
María buscando protección, una protección apenas deseada y que quizá ella
buscaría mejor en el propio Eugenio, que sabe mirarla tan sonriente, porque
no quería hacerle daño, sino que comprendiese que la tarde es distinta porque
la señoritamaestra abre la ventana y la clase es como el patio donde corren y
saltan entre los árboles que ya dan sombra.
Eugenio no puede contenerse y casi grita pidiendo:
—¡Señoritamaestra, explíquenos un cuento bonito!
Y el milagro es una colmena de niños y niñas que se empujan y gritan y
ríen y quieren cantar y no aciertan con la canción y quieren hablar y no saben
aún las palabras que deben emplear para poder decir todo lo que quieren, todo
lo que les late dentro de sus cuerpecillos y al borde de los labios. El milagro
es una corriente que cruza a niños y niñas y les aprieta en los ojos y en las
manos que, ahora, ya no pueden estar quietas sobre los pupitres y las mesas.
Los delantales rayados de los niños y los delantales blancos de las niñas
bailan ante los ojos de la señorita Montserrat y ella se acerca a la mesa y
desde allí mira al enjambre de la colmena y les tiende las manos pidiendo
silencio y quiere también hablarles y no puede, porque ella también es una
niña que pide un cuento bonito en donde todas las muchachas sean felices y
tengan para ellas un médico nuevo que calme su soledad y su juventud.
Montserrat siente que todos aquellos niños y niñas son hijos suyos nacidos de
su cuerpo y de su espíritu, nacidos del misterio de la primavera que se nota en
la tarde del veinticinco de marzo, cuando en el cielo hay una promesa de
golondrinas y la ciudad queda lejos, porque las ciudades, con todo lo que
encierran, terminan cuando empiezan los niños a sentir que una nueva vida se
acerca a ellos.
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Los niños miran las manos de Montserrat, pero ven también sus ojos y no
quieren callarse todavía; quieren prolongar durante unos segundos más el aire
de la calle que se ha metido en la clase y que ellos comprenden. Montserrat
sonríe y, por fin, haciendo un gran esfuerzo, se sienta detrás de la mesa y las
cosas parecen volver a su cauce. Entonces sí, entonces el enjambre se aquieta
y recoge sus alas y se dispone a escuchar la palabra y el prodigio de la voz de
la señoritamaestra, capaz de contarles un cuento bonito.
Y ella repite, para darse fuerzas y comprometerse:
—¿Queréis que hoy os cuente una historia muy bonita de dos niños que
subieron a una montaña y hablaron con un ángel?
El silencio tiene ahora un sabor distinto. El silencio ahora se hace
importante y emocionado sobre las rubias y las morenas cabezas de los niños.
Los delantales vuelven a pegarse a los cuerpos y las manos se cierran
esperando, intuyendo ya toda una aventura en la que dos niños llegaron a ver
a un ángel y le hablaron. Luego, por la noche, en la cama, mientras las madres
los desnuden contarán que ellos han estado en una montaña y que allí…
La maestra baja un poco el tono de su voz y mirando al fondo de la clase,
como hace siempre que quiere que todos fijen su atención en ella, comienza a
hablar despacio. Las palabras brotan también con una fuerza y una delicadeza
distinta para narrar la historia —la bonita historia— de los dos niños que
subieron a lo alto de una montaña, allá lejos, en un país lleno de dulzuras y de
posibilidades.
El enjambre palpita al mismo ritmo y a la misma altura. Los niños y niñas
se han convertido en un solo corazón y en un solo latido que les llega en las
palabras. Eugenio ha dejado sobre la mesa el indio y el caballo de plástico, y
tiende de nuevo el brazo hacia Juanita, que casi apoya la cabeza sobre la mesa
de atrás. Eugenio coge entre sus dedos un rizo de la niña y Juanita no se
mueve, porque Juanita sabe, como lo sabe Eugenio, que son ellos dos los que
están subiendo a la montaña y que, cuando estén arriba, verán a un ángel y
hablarán con él.
Y Montserrat, la señoritamaestra, se ve trepar entre riscos y senderos y, a
su lado, el médico nuevo de Cadaqués le dice que cuando lleguen a la cumbre
y descansen la besará con más fuerza aún que el verano anterior.
Se ha entretenido demasiado tiempo en la fábrica y ahora mira impaciente
su reloj. Se ha entretenido demasiado y, sin embargo, han sido unos minutos
hermosos los que ha vivido en el despacho nuevo y confortable, mientras
repasaba viejos papeles de la industria en los que la letra del padre aparecía
temblorosa y fláccida Ricardo Rovira Rusiñol, «tres erres», se ha puesto en
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contacto con el pasado porque algo hay en él, hoy, que le invita a recordar
todo aquello que ha hecho posible su felicidad actual. Y el recuerdo es
emoción agradecida y es recompensa al anhelo del padre de que uno de los
hijos le sucediese en el negocio y lo alzara e hiciese prosperar. Por esto,
cuando sus ojos se han detenido en la letra de su padre, se ha emocionado y
ha querido permanecer solo en el despacho mientras el contable preparaba la
lista de la nómina que debía pagar al día siguiente y que él acostumbra a
repasar con detenida atención. Hubiera deseado que María Francisca
apareciese de pronto en el despacho y poder entonces leerle aquellos papeles,
aquellas simples palabras escritas por su padre, y decirle que la letra muerta
de las personas queridas es como una caricia que nos envían desde el otro
lado de la frontera. Y hubiese querido descubrirle que aquellas palabras,
aquellos números sin sentido alguno, habían construido su felicidad y
aseguraban el futuro de ellos dos y de los hijos que les naciesen. Entonces
habló en voz alta, dirigiéndose a ella para decirle: «Un día los traeré aquí,
cuando puedan comprender, y les diré todo lo que esto significa y lo que él
hizo por nosotros y lo que nosotros hemos hecho por ellos. ¿Sabes, María
Francisca? Hoy me encuentro un poco extraño y estoy deseando estar contigo
y que vayamos los dos juntos a cenar por ahí y hablemos de nuestro viaje de
boda y de cuando llevemos varios años casados y recordemos entonces los
momentos que viviremos esta noche».
El contable le interrumpió llamando con tímida voz tras la puerta del
despacho. Entonces se rompieron los preciosos minutos y, casi
avergonzándose, guardó los viejos papeles y no se sintió en disposición de oír
tranquilamente las consideraciones del empleado acerca de la última partida
enviada a Madrid y a La Coruña y a Sevilla, y sobre los vencimientos y los
pagos y los cobros atrasados y…
—Lo siento, amigo mío, pero hoy no puedo entretenerme. Supongo que la
nómina estará bien, como siempre. Repásela usted mismo y resuelva lo que
haya pendiente. Yo volveré mañana temprano y no me moveré de aquí. Es
necesario que ultimemos el envío de todas esas partidas de liquidación a
Rodríguez. Se queda con todo; a pagar en un año.
—Pero…
Ricardo Rovira Rusiñol ha llamado por teléfono al sastre y le ha dicho que
le era imposible ir a probarse y que pasaría el día siguiente por la tarde. Ha
ido de un lado para otro, de un extremo al otro de la ciudad, concretando
encargos y pagando facturas, y ahora tiene la sensación de que no ha hecho
nada en todo el día y de que incluso la comida con Luis Rodríguez podía
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haber sido aplazada. Va recorriendo las habitaciones del piso, en el que
comienzan a acumularse las cajas y los muebles, y se detiene en el comedor,
ya casi totalmente instalado. No acaba de gustarle, pero a ella le pareció mejor
que el otro, más sólido y adaptable a un piso moderno que, aunque no
pequeño, tampoco podía presumir de espacioso. Ricardo Rovira Rusiñol toca
con sus finos y alargados dedos la tapicería del tresillo azul que irá en la pieza
de al lado, separada del comedor por una gran arcada de madera, y vuelve
atrás y contempla las recién construidas estanterías, en las que ella irá
guardando los libros queridos, y acaricia la madera sin barnizar que despide
un olor fresco y agradable, de vida y de esfuerzo. Ricardo Rovira Rusiñol
piensa que el piso no estará terminado el quince de abril y que se han
retrasado mucho en sus preparativos, pero confía en la habilidad de María
Francisca para vencer los pequeños obstáculos, que a él le parecen
abrumadores.
Vuelve a mirar su reloj y se dice que es una tontería dejar pasar los
minutos inútilmente, cuando se le está haciendo tarde para ir a recoger a su
novia. Las siete y diez.
Y los segundos se acumulan a los segundos y van formando y creando una
cadena de causas y de efectos, de razones prolongadas hasta el infinito y
nacidas desde el infinito. Los segundos van determinándose unos a otros,
persiguiéndose y retardándose, escapando y cercando, prodigiosos y
diminutos como ángeles o diablos que juegan con los hombres y los unen y
los separan y los torturan y rebelan y conducen y olvidan y vuelven a
encontrar en una cadena interminable de zozobras y de luchas.
Ricardo Rovira Rusiñol ha cerrado cuidadosamente la puerta de su piso,
del que será su piso, y baja despacio la escalera porque no ha querido hacerlo
en ascensor, porque quiere conocer los peldaños uno a uno y que éstos
reciban ya su huella para siempre. Sale a la calle y la pureza de la luz, antes
de penetrar en la sombra, le hace buscar la silueta del Tibidabo, que se
descubre en lo alto de la calle Ciudad de Balaguer. De su pitillera de plata
saca un cigarrillo y se lo lleva a los labios con deleite, saboreándolo ya antes
de encenderlo. Duda un momento si salir a la calle de Muntaner o subir por
Ciudad de Balaguer para encontrar la plaza de la Bonanova, en donde será
más fácil hallar un taxi a aquella hora, y sus pasos le llevan hacia arriba y sus
pasos también significan segundos necesarios, medidos, regulados en sí
mismos.
En la plaza de la Bonanova, se aturde indeciso y no sabe qué dirección
tomar. Pero su duda tampoco puede prolongarse mucho porque el taxi se
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acerca ya y da la vuelta a la plaza y se detiene junto al bar. Cuando desciende
el hombre y el coche arranca de nuevo, él está en mitad de la calle, cruzando.
Y entonces grita: ¡Taxi! ¡Taxi!
El automóvil frena y Ricardo Rovira Rusiñol abre la portezuela del taxi
que conduce Eulogio Bonastre, y se acomoda en su asiento forrado de plástico
rojo, y dice:
—A la Vía Laye tana, entre Caspe y Urquinaona.
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pequeño jefe de Estado que sólo puede hacer lo que sus súbditos quieren y le
mandan. Mira con amor el asiento tapizado de plástico rojo, de un rojo
agresivo y llameante, que brilla y es suave y fresco al tacto. Reconoce a su
ciudad y la ama Eulogio, y quizá también la comprende y la defiende y la
disculpa. Mira hacia la derecha y ve, al fondo, la galería de casas y de barrios
que se aproximan al suyo de la calle de Galileo, en donde ahora quisiera estar,
pero al que todavía no se atreve a ir porque piensa hacer unos cuantos
servicios y no cerrar su trabajo antes de las ocho, y teme llegar a casa y que
Mercedes le pregunte y le haga hablar rompiendo el deseo de descanso en
silencio, sin que nadie le moleste. Y, así, le gustaría detenerse de nuevo y
estar un rato sin llevar a nadie dentro de su ciudad, pero su instinto puede más
que él y ya se está acercando a la parada del tranvía en donde un grupo de
gente espera y Eulogio sabe que alguien se destacará y le hará señas para que
se detenga.
Y es el hombre con la cartera bajo el brazo el que se aventura y da unos
pasos hacia delante temiendo que otro pueda arrebatarle la oportunidad.
Eulogio le ve y baja el «Libre» al acercarse frenando.
—Aquí mismo, pero es que tengo prisa…
Ya dentro, aclara:
—A la plaza de la Bonanova, por favor.
Eulogio, aunque el pasajero le ha dicho que tiene prisa, va despacio por el
paseo de la Reina Elisenda y mira con nueva curiosidad la calle y las
residencias que se abren en jardines al barrio más bello de la ciudad, hacía
tiempo que no pasaba por aquí, y ve y siente el contraste que existe entre estas
calles y tantas otras de la urbe, como la suya, perdida en la barriada de Sans
entre chimeneas y talleres. Eulogio sueña un poco y juega a verse a sí mismo
viviendo en una de aquellas casas en las que supone no puede plantearse
ningún problema que no sea el de matar el tiempo. Llega a la plaza de Sarriá y
alcanza ya el paseo de la Bonanova.
Eulogio se encuentra mejor y nota que una soñada paz le va llevando a
una quietud que pocas veces había sentido. Eulogio se ve conducir y no le
importa; se ve conducir con tranquilidad, sonriente, en un estado de calma, de
alegría casi. Y el pensamiento le anima y le levanta porque quizá en él se
vayan agotando las inquietudes que le han ensombrecido la jornada de
trabajo, en la que se ha ido sintiendo tan alejado de sí mismo y tan cercano,
tan confuso y ahora con tanta desmesurada paz que le recorre el cuerpo y se le
aquieta en el pecho y le hace respirar profundo y tranquilo y acordarse de sus
días de juventud en Valencia cuando empezó a conducir camiones y…
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—¡Cuidado!
El coche, viniendo el tranvía de frente, se metió hacia su derecha cuando
Eulogio intentaba pasarle por ese lado. Antes de oír la voz del pasajero ya
había, con un golpe de volante, evitado rozarse tan siquiera con el otro
automóvil.
—¡Caramba, qué susto! ¡Creí que nos la pegábamos!
—La verdad es que no me di cuenta del dichoso tranvía… Bueno, no ha
sido nada.
Pero el corazón le salta y le hiere al palpitar, y en su cerebro aparecen y
desaparecen pensamientos e imágenes. De golpe se ha roto todo dentro de él y
retornan el cansancio y el estupor y la angustia y la inseguridad y la porfía por
desprenderse del sentimiento y por saberse y sentirse el Eulogio que siempre
ha sido. Mira por el espejo y ve rígido y alerta al pasajero cuando cruzan
Ganduxer, a un paso ya de la plaza de la Bonavona. Ahora sí, ahora termino y
me voy a casa. Lo que tengo es que hoy estoy cansado y nervioso, eso es;
cansado y nervioso y lo mejor será dejar el trabajo y mañana será otro día y si
no me encuentro bien… Pero si yo no tengo nada: no me duele nada. Esto son
cosas de dentro, de los nervios que no se notan y que le convierten a uno en
nada, eso es, en nada y …
—¿Donde le dejo?
—Ahí, dando la vuelta a la plaza, junto al bar.
Gira despacio el volante y el coche se aproxima a la acera y se detiene. El
hombre le da dos billetes de cinco pesetas:
—Quédese con la vuelta.
Eulogio piensa que es extraño que, después del susto, le deje dos setenta
de propina. Con cuidado, resbalando el lápiz sobre el papel, tengo que
comprarlo del otro, del cuadriculado, anota la cifra, sube la bandera del
taxímetro, movido por la costumbre de tantos años, y da cuerda al
mecanismo. Segundos después, unos segundos inevitables, preciosos, cuando
el coche comienza a ponerse en marcha, le llega enérgica y anhelante la voz:
—¡Taxi! ¡Taxi!
Y frena porque así lo ha hecho siempre o porque así debía hacerlo
precisamente en la tarde del veinticinco de marzo. Saca la cabeza y ve llegar
corriendo al hombre. Eulogio mira como Ricardo Rovira Rusiñol abre la
portezuela del coche y penetra en él, sentándose con prisa y arrellanándose
buscando la comodidad de la postura.
—A la Vía Layetana, entre Caspe y Urquinaona; un poco rápido, si es
posible.
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Y ahora sí que se puede decir que estoy en casa que Molíns de Rey está al
lado de Barcelona si no es Barcelona que no sé por qué no lo ponen como un
barrio de la ciudad que esto de poner a los pueblos cercanos dependientes del
mismo Ayuntamiento está muy bien que eso he oído decir han hecho en
Madrid y así claro que se suman habitantes y esta cría ahí jugando al borde de
la carretera yo no sé como puede haber madres tan tranquilas que en un
segundo se pega un salto y se va bajo las ruedas de cualquier coche y luego
viene el lamentarse y todo eso qué hermoso está el cielo a esta hora cuando
empieza a acercarse la noche y las nubes se ponen como rabiosas y se
encienden y parece que todo el campo y las calles de los pueblos se están
quemando me acuerdo que nunca había visto una puesta de sol tan bonita
como una tarde con la Nuri en el faro de la Escollera que hubo una tormenta y
hará de eso lo menos un año y estábamos en casa y salimos al balcón cuando
acabó de llover y ella me dijo que le gustaría ir a ver el mar y nos fuimos de
casa y tomamos el tranvía frente a la Virreina y el mar estaba precioso de un
color verde claro y las nubes se iban volviendo rojas como las de hoy pero
mucho más y era extraño estar allí solos entre las nubes y el mar y ver como
las barcas de pesca salían y uno no se acuerda nunca de que en Barcelona
tenemos el mar y el gusto que da descubrirlo de cuando en cuando y acercarse
a él y en verano bañarse y nadar en las playas que este verano no podrá ser
porque con un crío recién nacido no se puede digo yo ir a la playa que el sol
es muy malo y dicen que los críos no tienen los huesos de la cabeza soldados
cuando nacen y que no se les cierran hasta que tienen por lo menos tres o
cuatro meses y debe de ser una angustia pensar que le pasas la mano por la
cabecita y que allí en algún sitio sólo hay la piel y un poco de carne y debajo
no hay hueso qué cuidado habrá que tener del chaval que ojalá sea una niña
aunque digan lo que digan mejor es que un chico para los padres por lo menos
parece que al crecer no se pierde tanto que un hombre puede decir un día que
se larga a las Américas y a ver qué hacen los padres entonces qué solos se
deben de quedar luego la Nuri tendría más cuidado y no dejaría que un hijo
suyo jugara en la carretera y en un lugar de tanto tránsito como éste he tenido
suerte en pescar abierto el paso a nivel que siempre son unos minutos de
retraso y ya he perdido bastante que no debía detenerme en aquel pueblo pero
si el Tomás me dijo que parase no podía hacerles un feo y claro uno se lía un
poco con la cerveza y la charla y ahora no sé qué voy a decirle al patrón que
me dirá que la avería no era para tanto y que en todo caso podía haber
telefoneado para que no estuviesen con cuidado y a lo mejor han llamado
ellos a casa García Sancho de Zaragoza a preguntar si había descargado y a
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qué hora y si me habían visto salir pero a mí qué me importa al fin y al cabo
que se me ha estropeado otra vez en la subida de los Bruchs y que vayan a
preguntar la Nuri sí que estará inquieta porque casi nunca me retraso tanto
sobre el horario previsto como dicen en la mili y de esperarme para comer y
llegar casi a la hora de la cena hay mucho camino qué guapa se ha puesto la
Nuri con el embarazo y se ha desarrollado y parece más mujer y los pechos le
han crecido y de todas formas es una cosa que según como se mire es bien feo
eso de una mujer esperando a un crío que se le pone el cuerpo extraño y
misterioso y gordo y tirante en el vientre que no se me olvida la impresión
que me causó poner la mano sobre el vientre y notar los movimientos del hijo
porque al moverse ya es un hijo aunque la verdad a mí no me parece nada
nuevo y dicen que las madres lo son ya antes de dar a luz y los padres no nos
damos cuenta hasta que el chaval nos tira del pelo y se nos mea encima y se
ríe con nosotros…
Félix, el chófer del camión que se ha retrasado en el horario previsto,
como dicen en la mili, vuelve a Barcelona y ya ha pasado «La Masía»,
después del cruce de Cuatro Caminos. Félix, el chófer del camión, no se
acuerda ya de la Josefa, la chica de aquel pueblo donde, por la mañana, ha
tomado un café y una copa de anís, ni se acuerda de la Rosa que, si él
quisiera… Félix piensa en su mujer y nota que la sangre se le va calentando
en el cuerpo y tiene deseos de llegar a su casa porque está fatigado y porque
las nubes rojas de la puesta de sol siempre le han asustado un poco, aunque él
no se lo diga a nadie. Ahora, al llegar a la caseta de arbitrios, frente a la
Estación de Servicio, se acuerda de que debía haber puesto agua al radiador,
pero concede que no vale la pena, por unos kilómetros más, antes de llegar a
la calle del Rech, donde está la agencia de transportes en la que trabaja desde
hace cuatro años y gracias a la que pudo casarse con la Nuri. Félix sabe que el
patrón no le va a decir nada porque haya tenido una avería, porque él es uno
de los buenos conductores que tiene la empresa y el dueño sabe también que
no debió dejarle ir solo a llevar las máquinas a Zaragoza. Félix piensa que,
cuando llegue a la agencia, dejará el camión y saldrá aprisa hasta la plaza de
Palacio y allí tomará un tranvía que suba por las Ramblas y le deje frente al
«S.E.P.U.» para, desde allí, llegar en seguida a su casa de la calle del Carmen,
en donde la Nuri le está esperando impaciente, tan impaciente que ya ha
bajado tres veces a la tintorería a telefonear a la agencia para saber si tenían
noticias de su marido.
La Nuri se acerca una vez más al balcón del comedor y lo abre y se asoma
a la calle, por donde la gente camina y corre y habla en voz alta para que ella
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se sienta más sola dentro de su cuerpo que ya comparte con un hijo, con el
primer hijo de Félix, que tarda en llegar demasiado y que hace que ella esté
tan preocupada. «Es que lo más raro, ¿comprende? —dijo en la tintorería—,
es que en la agencia no sepan nada; otras veces, si ha tenido una avería o se
ha retrasado por cualquier causa, él ha telefoneado y así yo me he quedado
más tranquila». Después de la tercera llamada le ha costado más subir la
escalera y llegar hasta el piso, y, cuando ha cerrado la puerta tras ella, se ha
sentido sola y ha tenido ganas de llorar al coger la labor del pequeño para
distraerse.
A las siete y cuarto de la tarde, mientras la Nuri se levanta otra vez de la
silla y se acerca al balcón para asomarse a la calle, su marido, Félix, está
entrando en Barcelona por la puerta grande de la Diagonal, desde la que se
contempla toda la ciudad baja extendida en una llameante caricia hasta la
línea del mar. Félix frena un poco porque siempre le ha gustado la entrada por
la Diagonal y sonríe contento porque ahora sí que falta poco, unos minutos
tan sólo, para llegar a casa y sentarse en el balcón, sobre la calle del Carmen,
y adivinar desde allí la fuerza de las Ramblas y beber un vaso de vino junto a
su mujer, mientras le cuenta las incidencias del viaje desde su salida de
Zaragoza. Félix se dice que también deberá mentirle a la Nuri explicándole
que en los Bruchs, a un paso de casa, ha tenido otra avería que le ha hecho
perder tiempo, pero que él estaba deseando llegar y decirle que en todo el
viaje no ha hecho otra cosa que pensar en ella y desearla.
Y ella se pondrá colorada como si lo viera y bajará un poco la vista y me
dirá cualquier cosa haciéndose la distraída y luego me preguntará si tengo
hambre y si quiero comer algo que me ha guardado la comida y que está muy
cansada de tanto esperar y esperar y esto lo dirá para que yo me vaya
haciendo idea de que más vale no ir al cine y dormir en seguida y ella tardará
un poco más en acostarse para ver si yo ya me he dormido y así no me acerco
a ella porque tiene miedo de que no sea bueno para el hijo que parece que las
mujeres los cuidan ya antes de que nazcan más que a nosotros mismos y
ahora tengo que meterme para dentro que desde aquí no van los camiones y lo
mejor será seguir por la estrecha hasta Urgel y bajar desde allí hasta Mallorca
y seguir luego por Paseo San Juan para llegar antes al almacén que estará en
la puerta como si nada pero yo sé que esperándome y mirando a ver si llego
de una vez y con la alegría de ver el camión que si no le hace un buen repaso
va a conducir Rita de ahora en adelante se le pasa el berrinche de momento y
luego empezarán las preguntas y yo le diré que ya hablaremos mañana que
hoy estoy cansado y pondré cara del mal humor y diré mil barbaridades del
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camión a ver si así le tapo la boca y el ofendido soy yo que no es mal recurso
aunque él querrá ver en seguida qué es lo que le ha pasado al trasto éste y qué
gusto da estar ya en Barcelona y ver cómo se hace de noche en las calles y
encender las de ciudad y acercarme cada segundo más a casa y a la Nuri y al
hijo y dejar atrás todas esas marranadas que he pensado durante el viaje que la
Nuri no se merece esto y ahora estará contenta cuando me vea llegar y hacerle
señas con el brazo desde la calle y ella tendrá abierta la puerta del piso y yo
subiré aprisa la escalera cantando para darle a entender que estoy bien y que
el retraso no ha sido nada grave y que…
Gira despacio hacia Mallorca y enfila la calle con decisión y comienza a
canturrear, lleno de confianza y de alegría.
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—Está muy considerado y puede mejorar muchísimo…
—¡Que tú no sabes lo que es la vida, Elena, que no lo sabes!
Ella sí lo sabía. Ella, con sus diecinueve años, sí lo sabía. La vida era
trabajar desde los doce, de aprendiza en un taller de modista. Y luego de
aprendiza en una fábrica de tejidos y después de aprendiza en una tintorería y
por último quedarse en una fábrica de cajas de cartón y llegar a medio oficiala
a los diecinueve años. Los diecinueve años… La vida era dormir en una
habitación con sus padres y dos crías pequeñas, amontonados como bestias…
¡La vida…! Sí, la vida era también el callejón oscuro y la voz diciéndole:
«eres una nena… anda, no seas tonta…». La vida eran aquellas manos
recorriéndole el cuerpo en una presión lenta, terca, obsesiva, y luego…
Diecinueve años y ver cómo el pecho se le quedaba liso y pálido en la
enfermedad y ver cómo las piernas se perdían en su delgadez y oír cada vez
con menos frecuencia esas cosas que los hombres dicen cuando pasa junto a
ellos una mujer, una mujer, y sentir que se pierden las miradas de los chicos y
las palabras que incitan al cine como un pretexto, o al baile del domingo, o al
paseo en la oscuridad… Todo aquello era la vida y Emy lo sabía, como sabía
que la vida era también el llorar por las noches y el mirarse al espejo desnuda.
Y, luego, calladamente, tristemente, la vida también era Elena a su lado, y su
busto alto y firme y sus piernas morenas y rubias y el roce de sus brazos
cubiertos de vello dorado, quieto, plácido… Elena, con la boca fresca cada día
y en los labios un brillo de provocación renovada, palpitante y roja. Elena,
con su jersey amarillo y su torcer la cintura quebrando la proximidad de los
chicos del taller o de la calle; los chicos, ávidos, sedientos, acariciadores y
torpes. Los chicos, que cambiaban el gesto y la mirada, que se daban codazos
y silbaban alargando los sonidos, veloces, lentos, abrumados en la soledad de
su deseo, de su pequeño y enorme deseo. La vida era todo aquello en un
torbellino exaltado que chocaba con ella a cada instante, que la buscaba, que
llegaba incluso a rozarla para apartarse en seguida y detenerse en Elena o en
Fina o en Pili o en…
—¿Qué te pasa, Emy? ¿Estás mala? ¡Emy! ¡Chicas!
La rodeaban todos y Emy respiraba afanosamente, con los ojos cerrados,
con los labios cerrados, con la vida cerrada en torno a su cuerpo caído y débil,
que entre varios de los hombres habían colocado sobre un banco.
—¡Llamad al encargado!
—Es un mareo, no es nada…
—Se ha desmayado; como en las películas, tú, como en el cine…
—¡Apartarse, coño, que no le dejáis aire!
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Elena abanicaba su rostro con un pedazo de cartón.
—¡Emy! ¡Chica!
Y Emy respiraba, respiraba quieta, sola, espantosamente sola entre cajas y
pinceles, entre botes de goma blanca y mesas alargadas, entre cansancio y
cansancio, entre rostros de mujer y rostros de hombre.
—A la Emy, que le ha dado no sé qué…
Abrió lentamente los ojos, sin atreverse, casi sin desearlo.
—¡Chica… qué susto me has dado!
—Toma, bebe esto…
Le alargaba el pequeño vaso con agua y coñac, y su brazo se apretaba con
fuerza, rodeándole la nuca.
—Anda, toma…
Bebía despacio y su mirada estaba fija en Elena.
—¡Hala, cada uno a lo suyo, que la Emy ya está bien!
—Te has mareado, ¿no?
Se encogió un poco de hombros.
—No sé…
—Estábamos hablando tan tranquilas… ¡Chica!…
—No sé…
—Que descanse un rato y luego que se vaya a casa; tú, Elena, la puedes
acompañar.
Estaban solas de nuevo y en otras mesas crecían otra vez los montones,
los insatisfechos montones, de cajas de cartón. Pasó, tras ellas, Fina:
—¿Qué, ya estás mejor?
—Sí…, no ha sido nada, ¿sabes? Un mareo de esos tontos…
Elena le acariciaba la frente y sus manos iban apartando los mechones de
pelo castaño con delicadeza y cariño.
—Es que hoy no he comido, ¿sabes? No tenía ganas…, ¿sabes?… casi
nunca tengo ganas de comer…
—Pues vete con juegos y verás…
—Es una mala época que estoy pasando, ¿no crees? Y estoy delgada… Si
vieras…, apenas si tengo pecho…
—Bueno, en cuanto te entre otra vez el apetito… ni la Marilyn, chica.
Tenía miedo a no saber sonreírle:
—Tú, Elena, tú… ¿me quieres, a mí?
—¡Anda! ¡Pues claro! Eres mi mejor amiga.
—Yo te lo pregunto por…
Y Emy, la mujer, la niña Emy, se echó a llorar tonta y apenadamente.
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—¡Emy! ¡Chica…! ¡Emy!
Encendieron las luces en el taller, y las máquinas, las mesas, las cajas de
cartón encaramadas en pirámides, los hombres y las muchachas, nacieron de
pronto a una palpitación nueva; a una realidad envuelta en contornos
amarillos, en paredes agrietadas, en sonidos más fuertes y verdaderos.
—No seas tonta, Emy…, anda, si te encuentras mejor te acompaño a tu
casa. Que no te vean llorar éstos… Emy… ¡tonta!… ¡Si serás tonta…!
—No sé, Elena; me parece todo distinto. ¡Qué raro! ¿Verdad?
—Eso te ocurre por no comer. En cuanto lleguemos a tu casa se lo digo a
tu madre. ¡Vaya si se lo digo!
Los ojos de la muchacha se quedaron fijos y apagados antes de responder:
—Es igual, Elena, no te harían caso. ¿A mi madre dices? Mira, no quiero
hablar, ¿sabes? Di tú que no quiero hablar… ¡Mi madre…! ¡Bah…!
Las seis y media de la tarde. Al salir del taller era como si amaneciese.
Encendían siempre muy temprano la luz eléctrica porque el taller, «Fábrica de
Cajas», estaba en la planta baja, al fondo de un largo pasillo, y la luz natural
sólo llegaba a través de unas claraboyas azules y opacas. Cuando aún no
había empezado a oscurecer en la calle de Guadiana, el local estaba en la
misma esquina de Santo Cristo, tenían que encender la luz eléctrica para
seguir trabajando.
—Si yo te contase, Elena… Mi vida es una novela… Si les dijeses algo
¿sabes lo que harían? Reírse, eso es lo que harían…
Se notaba la primavera en el aire, en la luz, en las ventanas abiertas y en la
gente parada ante los escaparates. La primavera cayendo sobre la ciudad y la
ciudad recogiéndola, sorbiéndola con prisas, con indiferencia, con amor…
Se apoyaba en su brazo, apretándose con fuerza.
—Mi madre es una cualquiera…
—¡Emy!
Se pararon frente a una zapatería. Los labios de Emy estaban tersos y
duros, fríos y duros como un risco. Se echaba el pelo hacia atrás y la miraba
intentando sonreír.
—¿Crees que no me duele decírtelo? Pues es así: una cualquiera.
—Eso…, no está bien que tú lo digas.
—¿Y qué, si es la verdad? Como lo oyes. Es la verdad, ¿sabes?
Caminaban de nuevo, despacio, hacia Cruz Cubierta donde, al fondo, la
plaza de España brillaba en el incesante movimiento de coches y tranvías, de
seres y de máquinas. Pasó un «33» arrastrando sonidos a su alrededor,
mientras la calle se abría en latidos, en injusticias y en recelos.
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—Si yo te contase…
—No quiero saber nada, Emy.
—Un día la vi en la calle, casi al lado de casa, besándose con un tío…
¡Qué vergüenza me dio!…
—Calla, Emy.
Ahora era Elena quien cogía del brazo a Emy, a la niña y mujer Emy;
diecinueve años, diecinueve golpes, exactos, certeros.
—Se lleva hombres a casa y…
—Calla, Emy.
Iban en silencio, con la cabeza baja, y de pronto, sin saber como, Elena
bajó su brazo y buscó la mano de Emy y entonces los dedos se aferraron unos
a otros y nació una comunicación llena de calor y de vida, de torrentes de
palabras y de silencios.
—El «55» nos va bien, ¿verdad, Emy?
—Tiene la parada casi enfrente del «Molino»; muy cerca de casa.
Paso un «50» y otro «33» antes de que llegase el tranvía que esperaban.
—Menos mal que aún no son las siete. ¡Qué diferencia!, ¿eh?
Incluso pudieron sentarse en el remolque. Emy y Elena miraban por la
ventanilla. El hombre sentado en el asiento de delante levantó el cristal y un
aire fresco, impregnado de luz, chocaba contra los rostros.
—¡Qué bien! ¿Verdad? Este aire te despeja del todo.
—No, si ya me encuentro mejor. Gracias, Elena.
¿Por qué me da las gracias? Ella hubiera hecho lo mismo; total por
acompañarla a su casa. ¡Pobre Emy!… Su madre… Y yo… ¿qué? Tornero en
«La España»… ¿Y qué?
El tranvía lo cortaba todo: palabras, pensamientos, miradas… El tranvía
era fuerte y señor en su recorrido de siempre, en sus paradas, en su arrancar
violento y quejumbroso, cansado de tener un número que le fija las horas de
llegar y de partir, de detenerse y de llevar sobre sus lomos todo aquel
cargamento de ilusiones, de jornales, de puntos y subsidios, de bolsillos y
manos, de lágrimas y de risas, de Pedros y Lucías y Josés y Rosas y
Montserrats; cargado siempre de una dulce y mansa carne, furiosa sin saber
serlo, dócil sin atreverse a comprender. Pero viva, alegre, y triste,
derrochando esperanzas y desolación.
—No hace falta que me acompañes hasta casa: Es aquí mismo y estoy
bien. Te lo juro, ya estoy bien del todo.
—No digas eso, te acompaño hasta tu casa y ya está.
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La calle del Rosal se subía a la montaña, lenta y plácidamente. En la calle,
la vida se mostraba alegre y directa cada tarde, cada mañana, cada hora, en los
juegos de los niños y el mirar de los hombres y mujeres, cruzándose,
incitándose en un disimulo de recelos, de palabras jamás pronunciadas, de
pensamientos hechos de infidelidades y mentiras. «Mi madre, ¿sabes?, es una
cualquiera…». Y subían acariciando la calle porque todo empezaba y
terminaba allí, de una forma imprevista y acerada.
—¡Pues, chica! ¡Lo que aquí falta es un ascensor!
—Yo ya estoy acostumbrada. Al principio, no creas, me fastidiaba mucho
la subidita, pero ahora ni la noto. ¿Estás cansada?
Se paró, casi en la esquina de Magallanes, ante un portal ancho y oscuro.
—¿De verdad no quieres que suba?
—No, Elena. Te lo agradezco mucho, no sabes cuánto, pero prefiero que
no subas. Otro día, si quieres venir… Cuando no esté ella, ¿sabes? No quiero
que la veas.
—Adiós, Emy. Irás mañana al taller, ¿no?
—¡Claro que sí! Adiós, Elena, y… gracias, muchas gracias.
Y luego, bajando la voz, como un arrastrar de palabras:
—Te parecerá una tontería lo que te digo, pero yo…, tú eres la única
persona a quien de verdad quiero.
—¡Emy!
Y Emy se perdía en el fondo oscuro del portal y se perdía en los
escalones, en los diecinueve años, en su madre, en el taller, en el callejón, en
el aire, en la luz… ¡Emy! ¡Chica! ¡Emy…!
Elena bajaba despacio por la calle del Rosal y sus caderas se movían
tensas, redondas y reprimidas.
—¡Princesa!… ¡Vaya angelito…!
Y el hombre la acariciaba en sus ojos y en el mordisqueo de los labios,
jóvenes y calientes. Todavía, lejos ya:
—Despacito, nena, despacito… ¡Princesa!
Elena se detuvo un momento al llegar a Marqués del Duero. Es temprano
para ir a casa y como Vicente no sale hoy hasta las tantas… Y el aire, la
anunciada primavera, la empujaban a caminar, a dejarse llevar por la tarde
lanzada ya hacia la noche; a dejarse conducir por el torrente de luz, de vida,
de nuevas y luminosas experiencias en su existencia, en su joven y pujante
cuerpo ya exigiendo vencerse, tembloroso ya en la promesa, segura e
irremediable, de su cumplimiento, de su victoria. Y se complacía en los ojos
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de los hombres que cruzaban ante ella, callados, perdidos en su latir sin
reposo.
—¿Me esperas a mí, encanto?
Torcer la cabeza en un gesto, en un estudiado desprecio, y luego dirigir la
vista hacia el hombre y ver sus espaldas rectas y vigorosas. En la puerta de
«El Molino», una pareja discutía mirándose, acariciándose, y las palabras se
perdían bajo los anuncios luminosos que acababan de encender. Pero ya
caminaba despacio hacia la calle del Conde de Asalto, saldré a las Ramblas y
en el puerto tomaré el tranvía. Pobre Emy, no sabe vivir; no la dejan vivir
entre unas cosas y otras.
En las Ramblas, una vez que hubo cruzado, dejado atrás el torbellino de
piropos y miradas en la calle Nueva, levantó la cabeza hacia los árboles, ya
tienen brotes, ya tienen brotes, en donde los pájaros casi apagaban el ruido de
la ciudad con su alegre e inmediato anuncio. Luego, un día he de venir con
Vicente al «Colón», vio a un grupo de marineros americanos que penetraban
en el local «Dancing Colón», al mismo tiempo que dos jóvenes, parecen
estudiantes, le abrían paso entre sonrisas y exagerados ademanes de asombro.
Vaya…, que hoy estoy de moda… Si una quisiera… Se detuvo junto al
quiosco mirando, ávida, las portadas de las revistas extranjeras, tiene razón la
Emy, con Vicente no hay nada que hacer, pero a mí me gusta y besa de un
modo y sus manos… Life, Parts Match, Vague, Tempo… Portadas a todo
color; la vida a todo color, la vida en inglés, en francés, en alemán, en
italiano; la vida gritando siempre, siempre lamiendo los ojos y, desde los ojos,
el corazón, la niebla, la osadía, la sonrisa, el futuro… como aquellos grandes
carteles del «Principal Palacio»: «Smith, el Silencioso» y «Papá necesita
esposa»…, ésta ya la he visto, fue con Vicente. Y el recuerdo del novio le
apretaba como un hormigueo superficial, profundo, sosegado, inquieto y
dulce. Vicente… En la parte baja de las Ramblas había menos transeúntes y la
avenida se ensanchaba, agrandándose también como una esperanza, hacia el
puerto, en donde el mar se adivinaba como una masa negra, apagándose en la
noche de marzo. Caminó más aprisa hasta cruzar la Puerta de la Paz donde, a
la derecha, comenzaba a alzarse un moderno edificio, blanco y severo.
Al cruzar junto a tres taxis que estaban parados frente al monumento a
Colón dirigió una rápida mirada. Siempre se sentía inquieta al pasar cerca de
una parada de taxis; tenía la impresión de que su padre estaba al volante de
todos ellos y que, de pronto, iba a oír su voz llamándola y preguntándole qué
hacía allí a aquellas horas, se encontrase donde se encontrase y fuese a la hora
que fuese. Una mañana de domingo paseaba con Vicente por la avenida del
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Tibidabo; habían tomado un aperitivo en el restaurante que hay junto al
funicular, y al bajar, cogidos del brazo, se cruzaron con el «Renault» de
Eulogio, que subía, renqueando, con pasaje. Los vio y ellos, ella, no supieron
a dónde mirar. Luego torcieron por una de las calles laterales, evitando así
que el taxista los encontrase si quedaba libre al pie del Funicular y bajaba en
seguida. Cuando llegó a casa, él no había regresado aún y, después de comer,
se marchó de nuevo sin atreverse a esperarle. Por la noche fue la madre quien
le preguntó con una extraña mirada y con voz distinta; una voz comprensiva,
plena de ternura y de sosiego. Y ella apenas pudo comprender aquella
suavidad que le hablaba y le hablaba: Ya eres casi una mujer…, niña…, los
hombres…, tú sabes…, Vicente, dices que se llama Vicente… Bueno…,
trabajo…, dinero…, jóvenes…, demasiado. Y ella dijo que sí, que le quería,
que era un buen chico y trabajador, muy formal…
Cuando veía un grupo de taxis, aunque fueran de los nuevos, ella siempre
se apartaba rápida, temerosa, como cogida en falta. Al fin y al cabo, ¿qué
saben ellos? Vicente… ¿y Juan, y Miguel, y los otros…? Ni enterarse…, ¿qué
saben ellos? El cine…, las manos…, los labios… Tornero en «La España
Industrial»…
Tardaba el «55» y, la noche, cerca del puerto, se hizo fresca en el aire que,
llegando del mar, le acariciaba la nuca. Le gustaba mirar hacia Montjuich,
adivinando por el sonido si el tranvía que paraba era el suyo. Las luces de la
montaña eran un parpadeo incomprensible y monótono. Las Ramblas se
estrechaban hacia arriba, escalando la ciudad, escalando las vidas y los
movimientos, las mentiras y las luces. Y las campanas de «Santa Mónica»,
débiles, sin fuerza apenas, tañeron dando la media de las siete. Fue entonces
cuando, de pronto, entre la silueta negra y rotunda de la montaña, entre las
gentes que como ella esperaban el tranvía, entre aquellas luces parpadeantes,
entre aquella masa blanca que crecía, en la parte izquierda de las Ramblas,
tuvo conciencia de un aislamiento absoluto y terminante. Se sintió, se supo
oprimida y sola y comprendió que todo aquello que la rodeaba le era ajeno;
que nada le pertenecía y que, por el contrario, las cosas y los seres se alzaban
ante ella como una alta barrera imposible de cruzar. Miró sus manos y las
encontró lejanas también, desprendidas de su cuerpo, y se abrazó con ellas
apretándose los brazos con firmeza, casi con desesperación, porque de repente
estaba descubriendo algo nuevo y misterioso que le llegaba de la forma más
imprevista: las alegres portadas de colores en idiomas desconocidos, los
grandes carteles de los cines, las miradas de los hombres, las palabras…, todo
quedaba sin vida, extrañamente hundido en el pasado, en un pasado apenas
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verdadero, apenas vivido, en un presente sin existencia, en un futuro que
nunca podría llegar… Comprender era más difícil aún, pero ella, Elena, no lo
intentaba siquiera. Le bastaba sentirse así en aquel momento; le bastaba
apretarse sus propios brazos con unas manos desconocidas y frías, le bastaba
aquel zumbido dentro y fuera, como una sirena de fábrica penetrando y
saliendo, saliendo y penetrando de las sienes al corazón y a la sangre y a una
intranquilidad pasmosa, pálida y fuerte, como un latido que se apaga y brota
de nuevo. Miró asustada a su alrededor y buscó las siluetas amarillas y negras
de los taxis que también esperaban, que también se abrazaban a sí mismos,
pegados a los adoquines de la Puerta de la Paz, y deseó ver entre aquellas
líneas de sombra y luz el viejo coche que conducía su padre y deseó que la
voz querida, y ahora más extraña, la llamase en un grito, interrogándola,
riñéndola: ¡Elena!
Cuando el «55» chirrió con su remolque y sus pesadas ruedas, Elena subió
a él casi sin darse cuenta y la luz, una luz amarilla y blanca, la deslumbró
desapacible y seca. Se pegó a los cristales de la plataforma y, por vez primera,
no pudo sentir sobre sí la mirada del hombre que la acariciaba siguiendo su
silueta, deteniéndose y prosiguiendo, con cautela, saboreando la esbelta
verdad de su cuerpo.
La calle se transformaba también ahora en algo desconocido y brillante en
las mortecinas luces de la avenida del Marqués del Duero, y las gentes que
por ella cruzaban, como las que en el tranvía se apretaban aturdidas y con su
pequeña desesperación sobre los hombros, fueron convirtiéndose en seres
solitarios y lívidos, enanos y gigantes de sí mismos.
Al pasar delante de «El Molino», hace un rato yo estaba aquí, buscó,
pidiendo ayuda, la penetrante sombra de la calle del Rosal que ascendía hacia
la montaña, «tú eres la única persona a quien quiero», y Emy, desde allá
arriba, supo que alguien estaba con ella, que alguien se metía dentro de ella,
dentro de aquella habitación donde dormían todos, donde el padre gritaba o
permanecía callado horas y horas, donde la madre llegaba huidiza y confusa,
donde lloraban las pequeñas, donde… Emy se quedó un instante quieta,
acariciando con su frente el vidrio de la ventana. Y Elena miraba, apoyada
sobre el cristal de la plataforma. Y las dos comprendieron que la soledad es
algo inevitable y necesario.
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—Chico, ¿de verdad te encuentras mal? A tu edad, aunque seas fuerte, no
se puede jugar con la salud.
Luego, acariciando las palabras:
—Si yo tuviera un hijo, haría que le viese el médico…
Martín sonrió al contestarle:
—No creo que sea nada importante; algo que me sentó mal anoche, me
parece, porque me duele un poco el estómago. Será mejor que vaya a casa y
me acueste. Mañana estaré como nuevo.
Manolo le guiñaba un ojo a Rafael mientras Martín hablaba en la puerta
del taller. Se quedaron mirando hasta que Emilio les gritó:
—Y vosotros, ¿qué puñeta hacéis ahí parados? ¡Hala, al trabajo, que
buenos jornales os lleváis! ¡Con un birria como éste ya tengo bastante!
Al llegar a la esquina, encendió un cigarrillo, si se entera mi padre de la
faena de hoy, menuda bronca me arma. Y si se entera el jefe, no te digo nada.
Aspiró suavemente el humo, mientras caminaba hacia la Ronda de San
Antonio en busca del tranvía que iba a conducirle cerca de la calle donde
vivía Luisa. ¡Luisa! Le temblaron las manos y los ojos se le encendieron en el
deseo y en la seguridad. En la parada del tranvía, una muchacha aguardaba a
su lado, pegada a sus piernas, una gran maleta de cartón sobre la acera. Martín
la miró abiertamente y ella desvió en seguida la mirada, volviendo nerviosa la
cabeza mientras el «29» paraba frente a ellos. La muchacha cogió la maleta y
con esfuerzo consiguió depositarla en la plataforma del vehículo. Martín
quiso ayudarla, pero ella logró subir la maleta antes de que él estuviese lo
suficientemente cerca como para lograrlo.
Se quedó en la plataforma para terminar su cigarrillo, apurado ahora con
prisas y nerviosismo en la cercanía del encuentro con Luisa. Es temprano aún
pero ella me dijo que estaría en el balcón desde las seis, así que aunque llegue
antes de las seis y media… Se acordaba de la calle de Mirallers y de la casa
estrecha y oscura en la fachada, en la que, perdidos y difusos, se dibujaban
aún unos esgrafiados en forma de flores. La colilla fue impulsada a la calle y
entonces Martín pasó al interior del tranvía y se sentó.
Se hacía lento el recorrido y Martín intentaba adivinar a qué hora llegaría
a la calle de Mirallers: hasta la plaza Palacio tardará unos seis minutos, luego,
es cosa de cinco minutos más… Mientras no esté hoy la vieja todo irá bien.
Claro que ella habrá procurado que saliese; a lo mejor, como la otra vez, le ha
dado dinero para ir al cine. Quizá se lo suponga, bueno… ¿y a mí qué me
importa? Volvió la cabeza y no vio a la chica de la maleta de cartón. Se habrá
bajado en Correos; creí que iba a la estación de Francia.
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Cuando descendió en la plaza de Palacio, se quedó un momento quieto,
estremecido y pausado, deseando retrasar el tiempo que le faltaba antes de
llegar a casa de Luisa. Cruzó despacio y encendió otro cigarrillo. En la Lonja,
el reloj señalaba las seis menos cinco, he tardado más de lo que suponía, y
Martín apresuró el paso arrastrando la pierna de la fractura. Unos niños
salieron de improviso, corriendo y bordeando el muro de Santa María del
Mar, y Martín se apoyó en él, vacilante. El frío de la piedra le produjo como
una quemadura en la palma de la mano, que apartó en seguida. Dios, ¿estará
Dios ahí dentro?, bueno, si está ahí dentro está en todas partes. ¿Qué le
pasaba? Estaba preocupado, inquieto, como si tuviera mucho sueño y no
hubiese dormido bien. Todavía es joven, creo que tiene cuarenta y… Ahora
no me acuerdo cuantos años tiene. A la noche se lo preguntaré; no está bien
que uno no sepa la edad que tiene su padre…
Las casas aparecieron más altas en la estrecha calle que Martín conocía
bien desde que empezó a acompañar a la muchacha. Las oscuras porterías,
que impedían que la luz subiera los altos peldaños de las escaleras, con fría
humedad en invierno y un insorportable olor ácido en los días del verano,
cuando la vida de los vecinos salía a la calle por los balcones y ventanas y se
exteriorizaba en ropas tendidas y en gritos y en palabras y en mujeres
sentadas en sillas bajas en la calle, hablando, hablando y gritando, cansadas,
hurañas, acostumbradas al frío y al calor de la calle, a la suciedad y al suelo
húmedo en el que los grandes adoquines brillaban en las noches de lluvia,
cuando la calle se iluminaba con dos o tres miserables farolas fijadas en las
paredes.
Buscó el balcón del piso en que vivía Luisa con su madre y no la vio en
él. Se detuvo y pensó que la chica quizá no hubiera podido quedarse en casa,
que la madre no había querido salir, que otro hombre, que… Se apoyó en la
puerta de una de las casas de enfrente. Desde allí podía ver el balcón sin tener
que levantar demasiado la cabeza con naturalidad, como quien no espera nada
ni nada teme.
Luisa dejó la botella de coñac sobre la vieja mesa del comedor y apartó el
mantón de la madre, dejándolo sobre una silla. Luego se acercó al espejo de la
cómoda del cuarto y se miró larga y tenazmente. Palpitaba su cuerpo joven
que exigía; palpitaba su respiración, y la sonrisa en los labios, duros y
entreabiertos, tenía un dejo amargo, inevitable y sediento. Se ajustó el jersey a
la cintura y volvió al comedor, para acercarse al balcón que, con suavidad,
midiendo cada uno de los ruidos, abrió dejando que la luz de la tarde
penetrase en la oscura vivienda.
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Le gustaba Martín, le gustaba aquel muchacho que tenía una cabeza
alegre y un cuerpo firme, le gustaba su manera de mover los brazos al hablar
y sus manos siempre acariciantes. Luisa se conocía bien y comprendió que en
Martín no sólo era su placer y su entrega lo que buscaba y que, si él quisiera,
sería capaz hasta de casarse. No había tenido demasiada fortuna su vida hasta
entonces, sobre todo desde que murió el padre y se vio obligada a buscar otro
trabajo y a coser pantalones y chalecos para un sastre de la calle Princesa. La
madre, poco a poco fue encorvándose y entregándose al vicio que la aislaba,
que la transformaba en una mujer llena de amabilidad, de cortesía, de irónica
y sorprendente finura. Ella quiso impedirlo y entonces la madre dio en una
amargura constante, hiriente, seca y dolorosa. Luisa fue transigiendo y
acostumbrándose a verla con los ojos brillantes y la boca llena de palabras de
ternura. Se hicieron cómplices de sus respectivas caídas, cómplices de su
aislamiento y su despego, de la soledad y la desesperanza. La madre la
ayudaba en el trabajo de coser y coser bajo la débil luz del comedor, y así
podía decir que tenía derecho a unos vasitos de vino para entonarse. Luisa la
miraba con pena, con rabia a veces, con cariño otras, hasta que se fueron
convirtiendo en dos extrañas la una para la otra; dos extrañas mujeres que
apenas hablaban, que comían en silencio y en silencio se soportaban. Luisa
conoció a un muchacho en el baile, y una tarde le dijo que fuese a su casa. Le
dio dinero a la madre para el cine, sabiendo que ella se iría a algún tabernucho
del barrio a beber y regresaría alegre, cariñosa, dispuesta a disculparlo todo.
Desde entonces, aquello se repitió hasta que al chico lo mandaron a servir a
Granada y no supo más de él. Los días, las semanas, se ahogaron en la carne
vencida de Luisa y un constante nerviosismo le intranquilizaba el cuerpo. Y
ahora estaba Martín, con su prestigio de antiguo jugador del Sans, y su fuerza
y su presencia que llenaba el pensamiento de la muchacha a cada instante.
No hacía aún media hora que la madre se marchó diciéndole que iría al
cine, donde echaban una película muy bonita, y ella la vio salir sabiendo que
las dos mentían y que aquello, admitido por las dos, era algo sucio y triste.
Pero de esa suciedad se escapaba ella en la calle, cuando paseaba del brazo de
Martín y oía sus palabras y notaba que la emoción se apretaba fuerte en la
garganta y en la sangre, igual que en el cine, cuando veía una película
sentimental. Se escapaba de la miseria por la miseria y entonces olvidaba las
comidas silenciosas y grises y las terribles noches en que la madre se sentaba
a su lado en la cama y le hablaba como si fuese una niña a quien se puede
reñir.
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Miró el mantón de la madre y se fijó en sus gruesos nudos de lana, con
cuidado, casi con caricia. Recordaba con asco y tristeza, con ira y rebeldía, la
tarde en que la madre los sorprendió en su cuarto y las palabras tan amables
que dirigió a Martín. Aquella noche, la madre se sentó de nuevo junto a la
cama de Luisa y cuando ella le gritó que se fuese, y la encorvada figura salió
de la habitación, Luisa lloró convertida de verdad en una niña a la que es
necesario reñir.
La vio en seguida y su cuerpo se tensó en el disimulo y en la mirada al
interrogar severamente en un gesto. Luisa sonrió moviendo afirmativamente
la cabeza y Martín, despacio, comenzó a caminar hacia la casa de la
muchacha. Apartó la reja de hierro de la cancela y empezó a subir la oscura
escalera en la que los escalones se hundían por el desgaste de años y años.
Martín no pensaba, ahora no podía pensar, y sólo el latir de las sienes y el
ritmo de la respiración le acompañaban en la escalera sucia y solitaria.
Unicamente había un piso en cada rellano, y al llegar frente a la puerta, se
detuvo intranquilo y temiendo que se abriese y ante él apareciera el rostro de
la madre de Luisa, tan alegre y rojizo.
En voz baja, casi sin pronunciar las palabras, le invitó:
—Anda, pasa.
Cerró la puerta con cuidado, sin permitir el menor ruido, y luego se volvió
y le miró sosegadamente:
—Cuánto tiempo sin verte…, ¿cómo estás?
Y otra vez sintió que la presencia de Martín la cohibía, la llenaba de un
profundo anhelo, de una desasosegada fuerza. Él tendió su mano y la puso
sobre el hombro de la muchacha:
—Tenía tantas ganas de estar aquí contigo…
La atrajo hacia sí y ella se acogió a sus brazos, levantando la cabeza para
que el muchacho la besase.
—Ven, beberemos un poco de coñac y hablaremos. Ella no vendrá hasta
muy tarde. Ha ido al cine. Ya te dije que le gusta mucho el cine.
El pasillo desembocaba en el comedor y, junto a la puerta entornada de la
habitación de Luisa, Martín apretó con fuerza el brazo de la chica y se dejó
llevar hasta la mesa en que ella trabajaba todo el día, y a veces hasta la
madrugada.
Llenó los pequeños vasos de coñac espeso y caliente en su color.
—Es del que a ti te gusta. Lo compré esta mañana y —lo dijo rápida, sin
darse cuenta— lo he tenido escondido para que ella…
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Martín apenas pudo ver en la penumbra del comedor que el rostro de
Luisa se encendía de vergüenza.
—¿Es qué se hubiera imaginado algo?
—Sí, claro, por eso…
Y luego, en un impulso:
—No te quiero engañar. A ti no puedo decirte mentiras. Contigo es todo
distinto: no me importa que ella piense lo que quiera… Lo escondí para que
no se lo bebiese.
Miró hacia el reloj que estaba sobre el aparador, y dijo con desgarro:
—A veces, ¿sabes?, mi madre bebe y se emborracha.
Martín se acordó de su madre, en la casa, en la cocina, trabajando para
todos, para su alegría. Se acordó de su madre y vio otra vez a la de Luisa, en
la puerta de la habitación, mirándolos y sonriéndoles.
—¡Qué extraño!, ¿verdad? Lo siento, Luisa. Ha de ser muy desagradable.
¿Por qué lo hace?
—Desde que murió mi padre, desde que empezamos a no entendernos y
yo tuve que trabajar… Hoy no está en el cine. Estoy segura de que estará
bebiendo en alguna taberna del barrio. Pero yo le di el dinero para que
pudieses venir tú.
La muchacha se acercó a Martín y apoyó la cabeza sobre su hombro:
—Me gusta estar así contigo… ¿Te has acordado de mí?
Él la besó y su brazo cruzó la espalda de Luisa para sentir la cálida
blandura de su cuerpo en el jersey, hasta que sus dedos se deslizaron bajo su
color granate, como sabiendo que la piel los esperaba en el contacto que
ambos apresuraban irreprimibles y violentos.
Martín miraba el techo desconchado y pálido de la habitación y ella le
pidió dulcemente:
—Apaga la luz, Martín. Me gusta más estar así, junto a ti, a oscuras;
parece que estamos más cerca el uno del otro…
Él se sonrió diciendo:
—¿Más cerca?
—Ya sabes lo que quiero decir. Ahora, cuando te noto a mi lado, pienso
que es como si fueses mi marido y una noche cualquiera me despertase
sabiendo que tú estás conmigo, que lo estarás siempre. ¿No te ríes de mí,
verdad?
Él se acercó más a la muchacha:
—¿Qué hora será?
—¿Por qué? ¿Tienes prisa?
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—No, no es eso… Estoy bien aquí contigo, pero no es como las otras
veces. Todo el rato estoy pensando en tu madre y la veo como aquel día;
apareciendo de pronto en el cuarto.
—Vendrá tarde. ¿Qué te pasa?
Buscó su mano y la enlazó a la suya.
—Ahora ya estás satisfecho y tienes prisa… ¿No te das cuenta que yo te
quiero, que yo me he enamorado de ti, sí, enamorado, como en las películas,
como en las novelas, como… en la vida?
Y una oleada de amargura inundó la piel y las palabras de Luisa, el
pecado y el cuerpo de Luisa que buscaba algo más que la carne; que buscaba
en dónde aferrarse, en dónde sentirse un poco segura, un poco alejada de la
sordidez de su piso, de su madre, de su propio deseo. Luisa se crecía en mujer
y se disminuía en niña y quería que la luz estuviera apagada para no ver las
paredes de su habitación, y el espejo colgado de un clavo y la colcha verde y
descolorida y…
—No, Luisa, no es eso. Es distinto, es como un remordimiento por algo
que no he cometido, como un remordimiento que no está aquí, en nosotros.
¿Comprendes? Hoy, un amigo del taller, me ha preguntado si creo en Dios, y
no lo sé, Luisa, y me gustaría saberlo. Ahora pensaba que los curas dicen que
esto no se debe hacer, que es pecado no estando casados…
Y Martín supo que no sentía remordimiento por aquello, sino por algo en
cierto modo ajeno a él, pero de lo que él era también una parte. Tenía la
sensación de que fuera de allí, en algún misterioso lugar, alguien o algo estaba
sufriendo sin que él pudiese evitarlo. Una angustia desconocida se iba
apoderando del hombre y le impulsaba casi a gritar, a apretarse al cuerpo de
Luisa, lleno de miedo. Y él sabía que el miedo no era la tristeza y que la
tristeza no era la sensación de fatiga de otras veces; una fatiga asqueada, que
pretende ser alegre y muere en los labios al sonreír.
Martín volvió a encender la luz y la amarillenta claridad se derramó de
nuevo sobre las sucias paredes.
—Perdóname, Luisa, pero no me encuentro bien. Tengo que irme ¿sabes?
Es como si me ahogase aquí. Y no eres tú, Luisa, no eres tú, porque tú me has
dado compañía, no la compañía de un momento y de otras veces sino
compañía, ¿entiendes?
Luisa tenía los ojos cerrados y su rostro era el de una niña entristecida
porque ha llegado tarde a la cita con sus amigas. Un rostro de mujer cansada
que se tiende sobre la arena de la playa; un rostro limpio, sosegado, sin
mancha, en donde los labios se entreabren, con temblor y delicia. Luisa
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quisiera ser una niña en el colegio y que Martín jugase con ella y le diera
cromos y una pastilla de chocolate y un soldado de plomo y una muñeca de
papel para recortar. Por eso no mira al muchacho que se viste con prisa y
turbación. Oye los ruidos, el somier de la cama al sentarse para ponerse los
zapatos, los pasos de él aproximándose al espejo para anudar la corbata…
—Luisa, perdóname. No eres tú. Te lo juro que no es por ti, que no es lo
que tú has dicho. Pero tengo que irme, tengo que salir de aquí. Llámame al
taller y el domingo saldremos juntos, ¿quieres? Podemos ir a la Escollera, a
ver el mar y merendar allí, en aquella barca. No sé, Luisa, pero te lo juro que
no es por ti. ¿Me llamarás?
Se acercó a la cama y sus labios se aproximaron a los de ella. Entonces
vio que Luisa lloraba y él, en un impulso, besó los ojos de la muchacha:
—Nos veremos con más frecuencia, Luisa, te lo prometo. Y no sólo así,
aquí en tu casa. Iremos juntos al cine y al baile y a la playa cuando venga el
calor… ¿no te han pasado nunca cosas que no entiendes?
Abrió los ojos y en seguida, como arrepintiéndose, volvió a cerrarlos,
porque él estaba ya vestido y, al saberse desnuda bajo la colcha, se sintió en
falso, desposeída de una pureza más cercana aún de lo que ella pudiese
imaginar.
Sus manos subieron lentamente el cubrecama hasta el cuello, y el pecho
de Luisa se dibujó bajo el verde descolorido y roto.
—Te llamaré el sábado, te llamaré cuando tú quieras, haré lo que tú
quieras, Martín, lo que tú quieras. ¡Si supieses… cuánto y cuánto pienso en ti!
Te he dicho que no puedo engañarte, que contigo es distinto. Al principio sólo
buscaba eso, el gusto, el placer de tenerte y de entregarme a ti, luego… no sé
cómo explicártelo, fuiste convirtiéndote en otra persona y me enamoré de ti.
Seguía con los ojos cerrados y, Martín, sentado en la cama, la miraba
hablar y su mano acariciaba el hombro de la chica sintiendo que de nuevo le
llamaba el deseo en las palabras de la mujer. Ella, haciendo un esfuerzo,
terminó:
—Te juro, Martín, te lo juro, ¿oyes?, que desde que estuve contigo por
primera vez, nadie me ha tocado, ¿sabes?, nadie… y me parece que ahora
nunca podría que otro…
Buscó con la mejilla la mano de él, quieta y tibia sobre su hombro, y
entonces abrió los ojos y le miró.
—Me voy, Luisa, llámame al taller…
—Sí. Ahora me levanto.
—No te muevas, no importa; cerraré con cuidado.
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Le vio salir de la habitación y oyó sus pasos a través del corto pasillo
hasta la puerta. Luego, el ruido sordo al abrirse y cerrarse y, un momento, los
pasos en la escalera. Luisa se sentó en la cama y despacio, desde una antigua
y profunda resignación de gestos, comenzó a vestirse.
Casi tropezó con él en el primer rellano y le dijo con la boca espesa y
vacilante:
—No importa, hijo, no importa. A todos nos pasan cosas así; tropezamos
con los otros, con los viejos… ¿Verdad que yo te conozco, hijo?
Martín estaba callado, mirándola, dolorido por ella, por sí mismo y por
Luisa.
—No sé… quizá, pero me parece que…
Martín vio su figura empequeñecida y triste ascendiendo pesadamente
peldaño tras peldaño, hablando sola y diciendo palabras que llegaban al
muchacho como frescas y cortantes heridas sabiamente abiertas en la
penumbra de la escalera.
Martín la oyó golpear la puerta, con golpes que eran súplica y aviso,
violencia y disculpa, y entonces corrió escalera abajo, fugitivo y atemorizado
porque Martín comprendió que aquella vez había sido distinto y que algo
dentro de él estaba rompiéndose a gritos y a golpes, y que él nada podía hacer
sino aceptar y sufrir y correr como ahora por la viejas calles de la ciudad y
cansarse y llegar jadeante y sudando hasta una esquina cualquiera y allí
detenerse y sentir sus latidos como si fuesen esos gritos de los que huía y
pasarse la mano por el pelo y recibir un torrente de imágenes y ver a Luisa
sentada en la cama quitándose las medias, y el vaso de vino rojo y espeso
bebido por la madre en la taberna, y verse a sí mismo, delante del espejo,
anudándose la corbata, y detrás y lejos recibir a la madre y a los hermanos y
al padre y al taller y quedarse así, vacilante, respirando, respirando la vida en
la calle, la calle en la vida, y mirar con ojos asombrados a su alrededor y ver
que en el reloj de la panadería un mecanismo prodigioso está diciéndole que
son las ocho menos diez de la tarde del veinticinco de marzo de mil
novecientos cincuenta y cinco, y que él está fatigado y que le molesta la
pierna rota para correr y que ahora le tiembla por el esfuerzo de angustiarse y
de serenarse al sosiego de la respiración que se recobra.
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y, si era necesario, como lo fue cuando la madre se tuvo que operar, morfina.
«Aunque —le dijo el Nanu— nunca más. Tú sabes que lo hago por ella, pero
nunca más, ¿lo oyes? Nunca más». Lo del tabaco y las medias se había puesto
mal; había pasado un poco de moda y por ello aceptó el trabajo de peón
ayudante con el floricultor de Sarriá, al aire libre, para sentirse menos preso
de la urbe, de los hombres de la ciudad, de las enternecidas tentaciones de
Barcelona. Poco dinero era el que cobraba semanalmente, pero entre esto y
algún trapicheo con Pedrín se podía vivir, porque, para el Nanu, vivir no era
estar todo el día dale que dale para ganar diez o veinticinco duros más; vivir
era estar al aire libre y pasearse por las calles y por el puerto y beberse un
vaso de tinto con Martín y los otros amigos que había conocido en una bolera
de Sans. Y sobre todo, vivir era ver a Elena a veces y saborearla con los ojos
y silbar ante ella, porque en su presencia no cabía hacer otra cosa. Vivir era
encontrarla de pronto frente a él y acompañarla hasta su casa, arriba de
Galileo, o saludarla simplemente y reír muy fuerte y muy alto y decir cosas
para que ella también riese y le llevase con su reír hasta más allá de la calle y
de la ciudad. Vivir era no pensar en hacerse un hombre de provecho, y pisar
su sombra bajo los árboles y respirar su aire y estar siempre al lado de la
muchacha. Vivir era…
—Me gustaría saber qué secreto es ese secreto tuyo que a nadie dices.
Anda, cuéntamelo a mí…
Y reírse sin contestar y dejar que el corazón saltase y saltase hacia dentro
y hacia fuera, incontenible y puro. Gozoso e incontenible como el impulso
que empezaba a llegarle de abandonar el reciente trabajo, aunque pocos
encontraré como éste, sin que nadie se meta conmigo, comprendía que era
necesario tener un trabajo más o menos fijo que garantizase un mínimo de
recursos para la madre y el hermano del padre, viejo ya e incapaz de ganarse
una peseta. Lo cierto es que el Nanu no podía sentirse atado a ningún empleo.
Era como si tirasen de él miles de cosquilieos y de enérgicas fuerzas, miles de
impulsos y de gritos que le rozaban la piel y la quemaban y herían, miles de
hombres y canciones que estaban esperándole lejos, sin que fuera posible
saber dónde, pero que existían, que se impacientaban en la espera.
El Nanu tenía una distracción favorita; pararse ante las agencias de viajes
y ver, sentir, uno por uno los carteles anunciadores de paraísos en lejanas
tierras, porque todos los países están lejos para los hombres como el Nanu,
que jamás ha salido de su ciudad. A él le daba lo mismo Suiza que Francia o
Suecia o Estados Unidos: todo estaba lejos y perdido en cifras, en dólares, en
grandes e inasequibles negocios. Pero el Nanu había aprendido una forma de
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viajar y permanecía una hora o más delante de un escaparate, metiéndose por
el cartel, por las letras que formaban palabras muchas veces incomprensibles,
por sus colores y por sus paisajes enmarcados en folletos o en fotografías
siempre llenas de luz. Entornaba un poco los ojos y así comenzaba el viaje
repleto de grandes y maravillosas aventuras que, en ocasiones, vivía con
Elena en su imaginación. Y le hablaba atento, descubriéndole lo que él
también descubría en aquel instante:
—Ya hemos llegado a Ginebra, ¿ves? Esta noche saldremos a pasear por
las calles suizas de Ginebra y mañana seguiremos hasta Berna, que es la
capital de Suiza, y al otro cruzaremos la frontera de Alemania…
Y se detenía ante los monumentos, que imaginaba enormes para
contrastarlos con el reducido tamaño de las fotografías del cartel o del
prospecto anunciador, incitante, siempre alegre y maravilloso. Algún día
conoceré todo esto, algún día tendré pasaporte y viajaré por Francia, por
Italia, por Inglaterra y Austria, por… Se quedaba mirando a quienes entraban
en las agencias y de ellas salían y pretendía adivinar, saber de qué
nacionalidad eran, qué profesión tenían, y se inventaba el nombre y la edad y
el número del pasaporte y el motivo del viaje y el punto de destino. El mundo
se iba poco a poco convirtiendo en un viaje pagado, en pesetas o en dólares,
en una agencia de turismo; el mundo era ya una inmensa agencia de viajes
con carteles de propaganda y fechas de salida y horarios de ruta; una agencia
con escaparates en todos los países y muchedumbres de hombres y mujeres
mirándolos, quietas, fijas, solemnes, ante los cristales; muchedumbres de
hombres y mujeres terriblemente serios que en las manos sostenían una
pasaporte y, sin hablar, miraban los carteles y las tarifas y se apretaban unos
contra otros esperando que de la agencia, del escaparate, saliese un hombre
pequeño y lleno de ira que levantando una mano en alto dijese:
—¡Aquí hay un viaje!
Y entonces todo se desorbitaba y las gentes serias comenzaban a saltar y a
abrazarse, a gritar palabras extrañas en todos los idiomas y a reírse, mientras
rodeaban al hombre de la agencia y le iban apretando, acorralando, limitando,
y el hombre cambiaba en unos segundos el color de su cara y se
congestionaba y quería abrirse paso y ya le era imposible porque ciento, mil,
millones de manos y de pasaportes se lanzaban contra su rostro y él intentaba
sonreír para ocultar su temor, su miedo a la sed y al hambre, a la miseria y a
los corazones solos y alocados. Levantaba un poco la voz, que le brotaba
enronquecida y turbia al gritar:
—¡Aquí hay un viaje! ¡Aquí hay un viaje!
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Y, entonces, la muchedumbre solitaria y hambrienta se abalanzaba sobre
su voz y sus manos y su cuerpo blando y breve, destrozándolo todo. En aquel
instante la gran luna de vidrio se rompía en millones de trocitos de cristal y en
cada pedazo estaba escrito el nombre de un país y el número de un pasaporte
y, toda aquella muchedumbre, recibía milagrosamente su pedacito, su
número, su viaje, su país, y todos se iban cantando y silbando y la agencia se
quedaba vacía, sin nadie, y el Nanu llegaba corriendo, sudoroso, sin
respiración, y se acercaba al escaparate sin cristal y buscaba ávidamente su
trocito, su número, su país, y ya no encontraba nada. Retrocedía unos pasos,
vacilante y confuso, irritado y lívido. Se quedaba mirando fijamente al
interior de la agencia desde la que, danzando sobre un montón de carteles y
folletos, el hombrecillo breve e iracundo le miraba sonriendo, haciéndole
señas para que se fuera, moviendo los brazos desesperadamente.
El Nanu despertaba de pronto y volvía a su realidad, mirando alrededor,
temeroso y desconfiado: las gentes que entraban y salían del establecimiento
eran distintas a las que antes formaban una muchedumbre compacta y difícil,
feliz y vagabunda; el Nanu se sentía perdido entre ellas. Una última mirada al
escaparate, a aquel rincón de Alemania o de París, a aquel rincón tan suave de
color y tan firme de tentaciones, y el Nanu se apartaba con desaliento, con
hastío y vergüenza del sueño vivido que, quizá por la tarde o al día siguiente,
comenzaría de nuevo.
Bajaba despacio, a pie, desde Sarriá, y al llegar a la Diagonal se detuvo un
momento, y respiró el amplio paseo por el que circulaban coches y vidas en
un torrente rápido y tranquilo al propio tiempo. Por la Travesera de las Corts
entraba en Sans, entraba en la ciudad de Elena, de Martín, de Juanito el
Vasco, de Matías Matatías… Era una ciudad de adopción porque él vivía en el
extremo opuesto de Barcelona, en las últimas casas de San Andrés, pero las
distancias eran un pretexto más para vivir, para recorrer las calles y fijarse en
todo lo que le arrimaba, desprendía, de su trabajo, de sus amigos, de Elena…
Cuatro días antes la había visto acompañada por un hombre joven. Iban serios
y sin hablar y el Nana pensó si serían novios que, en aquel momento, se
hubieran peleado por cualquier tontería. No se atrevió a preguntárselo a
Martín porque, en el fondo, tampoco le importaba, ya que su amor hacia la
muchacha no tenía un fin determinado; le bastaba que ella existiese y poder
verla y hablarle de vez en cuando. El Nanu se sabía incapaz de hacer feliz a
una mujer, porque por encima de todo él amaba su libertad.
Claro que si ella… Pero, en eso, no había que pensar. Aunque si ella…
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Caía la tarde de marzo y el Nanu se sintió sin fuerzas para ceñir el
desasosiego que le apretaba dentro del cuerpo y del espíritu; era necesario ver
a Elena aquella tarde, era imprescindible que la viese, que la sintiese a su lado
caminando en silencio, incluso sin silbar, sin atreverse a hablarle, pero
acompañándola, porque el Nanu miraba al cielo, en donde las nubes tomaban
un tono rojiza y cortado y veía sola a la muchacha, sola y necesitada de una
compañía, como si desde lejos, desde cualquier punto misterioso de la ciudad,
su nombre y su figura estuvieran pidiendo ayuda, pidiendo socorro a grandes
voces que a él le llegaban angustiadas y precisas.
Bordeó el campo de fútbol del Barcelona, ahora están construyendo un
gran Estadio, y bajó por la calle de los Condes de Bell-lloch hasta encontrar la
de los Caballeros, siguiéndola hasta Galileo.
Pensó que ella ya estaría en su casa y, al pulsar el timbre, el sonido le
recorrió el cuerpo como algo vivo y caliente.
—Buenas tardes…
—¿Está Martín? Soy un amigo suyo, ¿sabe? Bueno, me llaman el Nanu…
La mujer, su madre, tenía un vaso de leche en la mano, para el peque, y el
niño, Eugenio, le miraba.
—No ha llegado aún. Si quiere esperarle, no creo pueda tardar mucho.
Aunque, la verdad, no sé si vendrá en seguida o no.
Deseaba entrar, ver alguna de las habitaciones del piso donde dormía y se
levantaba Elena; ver donde se lavaba todas las mañanas y comía y hablaba;
donde todo estaba lleno de su presencia, y de sus ropas, de sus recuerdos, del
volumen de su cuerpo y de la dimensión de su voz, de sus labios, de sus
ternuras ardientes en la piel al acostarse. Y ahora no se atrevía; ahora la casa
se le hacía demasiado grande, demasiado cercana, demasiado real para su
pequeño sueño de muchacho jugando al amor.
—Bueno, es lo mismo; esperaré un poco abajo. Tengo que ir al estanco,
¿sabe?, y, en todo caso, volveré luego.
—Le advierto que aquí no molesta, si quiere…
—Gracias, pero es igual; volveré más tarde.
—Adiós.
Bajar los escalones era acariciar aquel ansiado pedazo del mundo de
Elena; del mundo familiar de sus pies, de su peso, de toda su existencia. La
mano se deslizaba por la baranda, sintiéndola bajo la palma, bajo la tibia
presión de los dedos, esto también es ella, mientras la calle se iba acercando a
cada nuevo escalón que descendía, a cada trocito de mundo que dejaba atrás.
Iba a salir y en aquel instante paró un taxi, chirriando los frenos como un
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grito, frente al portal. Del coche salió el chófer, un hombre joven, de unos
veinticinco años. Miró el número de la casa y, luego, cruzó rápido el portal.
El Nanu no pensó nada pero, de nuevo, lejana e irresistible, sintió que
aumentaba su necesidad de ver a Elena, de hablarle, de caminar sin palabras a
su lado.
Siguió lentamente, Galileo abajo, hacia la calle de Sans. Las tiendas
brillaban en la luz eléctrica y el cielo parecía reflejar la ciudad queriendo
desprenderse de ella del todo, definitivamente.
Al verla desde lejos, se detuvo: era Elena y, sin embargo, le pareció una
mujer distinta a la de antes, a la de todos los días; se apagaba en sus ojos algo
confuso y seco, y su cuerpo se movía cansino e indeciso. Toda ella iba
recubierta de una atmósfera diferente, de una capa aislante que la envolvía
protegiéndola y distanciándola. El Nanu, de un salto, se metió en el portal
junto a la carnicería y la dejó pasar sin decir nada: el Nanu sabía que hay a
veces en los ojos, en las manos, en el caminar, un silencio que debe respetarse
siempre, por encima de todo.
Luego, el Nanu se alejó otra vez Galileo abajo, solitario y sin silbar. Antes
de llegar a la plaza de España se encontró agotado y sediento; entró en un bar
y se acercó al mostrador:
—Una copa de ginebra corriente y un vaso de agua.
Mientras le servían el licor, el Nanu miró hacia la calle y pensó que Elena
llevaba en su rostro una huella imprecisa y cierta y que quizá él debía haberle
hablado en vez de huir, por respeto, sí, pero también por miedo; un miedo
inexplicable y profundo, urgente y sensible a su piel y a sus latidos.
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caballería, o tanguistas que disparan los cañones de sus invencibles y grises
máquinas. Mercedes le ha dicho: «ten mucho cuidado mientras yo estoy en el
lavadero y no te asomes, ¿oyes?». Le ha puesto un jersey y el delantal pues,
aunque la temperatura es buena, por las tardes todavía refresca y podría
enfriarse al aire, corriendo y sudando.
Y Mercedes se ha visto sorprendida porque ella creyó que se habían
alejado sus preocupaciones y la ropa se las ha devuelto. Cada pieza de ropa la
llevaba al encuentro de su marido, o de Elena, o de Martín, o de Eugenio. De
cuando en cuando sacaba la cabeza por la ventanuca y buscaba al hijo,
extrañada de no oírle correr como otras veces o dar voces y gritar palabras
incomprensibles para ella en su sencillez o en su oculto significado. El sol va
cayendo y un airecillo fresco y repentino se cuela por la puerta y por la
angosta ventana del lavadero. Mercedes tiene un sobresalto y adivina, más
que oír, las leves campanadas de las siete y media, que tañen con prisa, con
timidez, en la capilla de la calle de Alcolea donde ella acostumbra a oír misa
los domingos y fiestas de guardar. Tiene un sobresalto y el corazón la empuja
a respirar hondo, como si se jugase mucho en aquella inspiración que le nace
desde dentro y le sacude la garganta y se desliza entre sus labios. Las manos
se abandonan, enjabonadas, sobre la blusa de Elena, y Mercedes haciendo un
esfuerzo, llama al pequeño y le dice que se acerque a ella porque quiere
decirle una cosa. Cuando llega Eugenio y se queda a su lado preguntando y
esperando, no sabe Mercedes qué decirle y sus ojos se dirigen a través de la
ventana abierta, buscando el mar de nubes que se tiñen de rojo y de violeta en
un lejano presagio que ella no puede comprender, que ella no querría
comprender aunque pudiese.
El niño espera a que la madre le diga las palabras prometidas, y Mercedes
se fatiga en el pensamiento y en el frío que le sube desde el agua hasta los
brazos, que ahora vuelven al movimiento, intentando resguardarse y liberarse
por sí mismos del frío y del rojo de las nubes que se adelanta y llena el
espacio del lavadero.
Eugenio la mira y se acerca aún más, al preguntarle:
—¿Nos vamos a casa, mamá?
Ella se maravilla de la voz y de la presencia y se restriega las manos una
contra otra:
—Anda sí, bajemos. No tengo más ganas de lavar; lo que me falta, total,
lo puedo terminar abajo.
Se van amontonando las piezas de ropa en el cesto de mimbre y Eugenio
sale de nuevo a la terraza y piensa que el domingo, aunque él no sabe la
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distancia que puede mediar entre un viernes y un domingo, quizá suba a la
azotea, al terrado, como dicen sus amigos del colegio, y verá desde lejos a los
jugadores correr tras la pelota en el campo de fútbol, porque desde allí puede
verse la mitad del campo en el que Martín jugó tantas veces, como le ha dicho
su padre. La ropa llena el cesto y Mercedes piensa que pronto ya no podrá
sostenerlo porque cada semana pesa más y ella, ahora, a las ocho menos
cuarto de la noche del veinticinco de marzo, se nota casi sin fuerzas.
—¡Eugenio! ¡Ven ayúdame!
Y Eugenio siente su importancia ayudando a la madre a bajar hasta el piso
el cesto de ropa recién lavada, y, al bajar la escalera, se crece y se
responsabiliza en sus palabras.
—Ten cuidado, mamá. No te hagas daño…
Mercedes sonríe y se llena de ternura hacia el hijo y, en un relámpago, se
acuerda del fuerte de indios y soldados americanos y en la alegría que le
darán a Eugenio si se lo compran para su santo.
—Así me gusta: que seas muy bueno y cuides a mamá. Si sigues siendo
bueno, papá y mamá te comprarán una cosa muy bonita para tu santo.
—¿Qué?
—No te lo digo, pero es una cosa muy bonita y que a ti te gusta
muchísimo. Ya verás.
—¿Cuando es mi santo? ¿La semana que viene? ¿El domingo?
—No, todavía faltan muchos días…
—¿Cien?
—Sí, cien, me parece que cien. Ahora, estáte quieto aquí y no te muevas,
mientras voy a buscar la ropa que se ha quedado arriba.
Mercedes llega otra vez al lavadero y recoge en sus manos la ropa sucia
que aún le queda por lavar y, al salir de la estrecha habitación, mira al cielo,
que se acerca a la noche y que, en pocos minutos, ha apagado el rojo hiriente
de las nubes y se transforma en una masa violeta y azulada que se ennegrece
segundo a segundo. Mercedes, ahora, no piensa, pero sabe que algo está
forzando de ella hacia dentro y se acuerda de cuando llevaba a los hijos en el
vientre y se movían, y de cuando parecían hacer esfuerzos por nacer y su piel
se tensaba con temblor. Mercedes siente un vacío rojo y violento como el de
las nubes y se aprieta el estómago con las palmas de la mano porque está
angustiada y el miedo que antes sintiera se aleja suavemente dejando paso a
una nueva oleada de temores que se acercan y la inundan para volver a
alejarse y regresar de nuevo con más fuerza, perfilando más el sentido de su
gravedad. Mercedes se recuesta en la pared del lavadero y contempla la
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cercanía de la noche, que comienza a envolver la ciudad, la calle y la azotea,
la escalera y el piso donde ella gasta su vida para su marido y para sus hijos.
Suspira y entorna la puerta y desciende y recoge la mirada del hijo que la
espera y que ya se impacienta:
—Mamá, tengo hambre…
—Ahora cenarás, y a la cama.
—¿Me dejarás jugar un poquito antes de acostarme?
Y ella dice que sí porque no podría soportar la soledad y el silencio del
piso, que hoy necesita más lleno de vida y de alegría que nunca, más seguro y
suyo que otras veces cuando, al caer, se ha sentido sola y desanimada.
Eugenio habla y habla contándole a su madre, descubriéndole a Mercedes
el cuento que les ha explicado la señoritamaestra, y le dice de los niños y del
ángel, y de lo que hablaron en lo alto de la montaña. Eugenio se sorprende de
sus propias palabras, que le llevan otra vez al encuentro de la prodigiosa voz
de la señoritamaestra y del silencio de la clase emocionada y llena de luz.
Mercedes le va dando despacio pedazos de tortilla porque hoy no quiere,
como cada noche, que su hijo cene aprisa y termine de una vez. Hoy desea
que la comida y las palabras se prolonguen y ella espera a que Eugenio
concluya de hablar antes de hacerle comer un poco más. Y entretiene las
palabras y la ascensión de los dos niños a la montaña y, a cada paso, ella se
encuentra más insegura y más vacilante porque esta tarde es Mercedes quien
está subiendo, trepando arriesgada y temerosa, a una ciega montaña donde,
arriba, no la espera ningún ángel.
—Ahora tomarás un vaso de leche y luego te dejaré jugar un poco, antes
de acostarte.
El niño bebe a sorbos y mira con picardía a su madre, porque desea verla
sonreír y la ve callada y seria. El sonido del timbre sobresalta a los dos.
Luego, tras un segundo:
—Es Elena.
Intenta correr y le detiene:
—Espera.
Con el vaso en la mano se acerca despacio. Eugenio, a su lado, mira
queriendo adivinar quién hay tras la puerta.
El muchacho está enfrente y sonríe nervioso cuando ella le dice:
—Buenas tardes.
—¿Está Martín? Soy un amigo suyo, ¿sabe? Bueno, me llaman el Nanu…
No comprende todavía y se tranquiliza, sin saber por qué se tranquiliza, y
sostiene ahora la mirada. Sí, se acuerda de que varias veces Martín y Elena
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han hablado de él, del Nanu, el extraño amigo de Martín, que siempre está
silbando.
—No ha llegado aún. Si quiere esperarle, no creo pueda tardar mucho.
Aunque, la verdad, no sé si vendrá en seguida o no.
Mercedes piensa que quizá el muchacho quiera decirle algo y no se
atreve; está a punto de preguntar, y la voz se le corta cuando él insiste:
—Bueno, es lo mismo; esperaré un poco abajo. Tengo que ir al estanco,
¿sabe?, y, en todo caso, volveré luego.
Ella duda y no quiere dejarle marchar:
—Le advierto que aquí no molesta, si quiere…
Y en su tono hay una invitación o una súplica, un deseo o una orden.
—Gracias, pero es igual; volveré más tarde.
—Adiós.
Cierra con cuidado la puerta y lleva de la mano a Eugenio.
—¿Quién es este señor?
—Un amigo de Martín.
—¿Y qué quería?
—Nada, ver a tu hermano. Volverá más tarde.
—¿Y Martín lo sabe?
—No sé, deja. Termina la leche de una vez.
Se irrita con Eugenio y se conturba por su irritación, injusta e innecesaria.
Pero tampoco quiere volver atrás y se sostiene en el silencio.
—¿Puedo jugar un poco, mamá?
—Sí, pero no armes mucho ruido…
Se marcha Eugenio y Mercedes va de un lado para otro; se acerca a la
cocina y llega hasta el comedor y vuelve a la cocina y entra en el dormitorio.
Está inquieta y su figura envejece cada segundo y espera, porque Mercedes,
hoy, a las ocho y veinte minutos de la noche del veinticinco de marzo, tiene la
noble, la angustiada misión de esperar.
Se sienta en la silla baja del comedor y se queda mirando el reloj que está
sobre la alacena, junto al perro lobo de loza que alarga sus patas en la quietud
y en el reposo. Mercedes mira el reloj. Y se abraza. Y se acompaña. Y espera.
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hombres que, en la ciudad, buscan y se desesperan, encuentran y se llenan de
gozo de posesión, pretenden y se desvanecen en las fuerzas que se reúnen en
cada segundo y en cada segundo ciñen y terminan y empiezan las vidas de los
hombres. Las viejas, las antiguas, las constantes fuerzas descienden de la luz
y se deslizan por las laderas de las montañas y son arrojadas a las arenas de
las incontenibles playas y se montan en los trenes, en los autobuses, en los
taxis y en las manos y en los corazones de los hombres. Y los ciegan, los
destruyen, los vuelven a crear y de nuevo los someten en una poderosa e
irreprimida distancia que cada segundo acorta, que cada latido aproxima
hacia una realidad de la que no pueden liberarse. Las fuerzas dudosas,
pertenecientes a la niebla, a la coincidencia, a la casualidad, al deseo, a la
envidia, al pecado, la virtud, van creando y amasando destinos pequeños en
la harina de sangre y de palabras, en la dulce arcilla que diariamente se
gana el pan con el sudor de su trabajo. Las fuerzas se preparan para el
asalto final y último, para el arriesgado salto en el vacío sin red protectora, a
cuerpo limpio, a corazón limpio, a truncamiento definitivo, para alcanzar la
muerte que madura, que da sentido a todo lo anterior y libera y contrae y
ejecuta y acompaña a los trapecistas de la Ciudad, del Metro y de la Fábrica,
de la Oficina y de la Clase, del Tranvía y del Médico, del Seguro y de la
Nómina, del Impuesto de Lujo y de la Sesión de Cine. Trapecistas delicados,
asombrosos trapecistas sin red y sin focos, sin música y sin aplausos.
Trapecistas de la Esquina y del Torno, de la Pluma y de la Madera, de las
Calles Solitarias y de los Vasos de Vino, de las Inyecciones de Penicilina y
del Viaje de Bodas, del Acta Notarial y del Todo a Plazos, del Cansancio y
del Sudor, del Serial Radiofónico y de la Esperanza, del Dolor y de la
Muerte, de la Sorpresa y del Pecado.
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descienda el pasajero, cuando descienda el hombre que le ha pedido le
condujese allí —y un poco rápido si es posible, por favor—, no volverá a
alzar el letrero de «Libre» y se irá en seguida a casa y le dirá a Mercedes que
no sabe qué es lo que le pasa y que todo el día se ha sentido angustiado y
extraño y que, efectivamente, lo mejor será ir a ver a un médico y que le eche
una mirada. Las nubes se han vuelto rojas y, alargadas, se prolongan en
violetas y azules bajo el cielo ya gris. Eulogio las mira de cuando en cuando y
pide ayuda en sus ojos, pero es una llamada que nadie puede reconocer, que
nadie puede mitigar porque se lanza sin sentido, al espacio, al silencio, quizás
a la misericordia.
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Qué bonita es la calle a estas horas cuando el día se va alejando y viene la
noche qué bonita la luz y la gente caminando por las calles de Barcelona y
esto de regresar es una cosa estupenda que yo me sé bien y no comprendo a la
gente que se pasa la vida aquí sin moverse y sin ir de una ciudad a otra y no
saben lo que es regresar a casa y encontrar a la Nuri que me estará esperando
aunque ya sé que luego me pondré de mal humor cuando vea que ella pone
excusas y hace remilgos y entonces hay momentos en que me da rabia del
hijo que parece comienza a separarnos porque ella se inclina más a él que a
mí claro que es porque en los últimos meses se necesitan más cuidados y la
verdad es que todo es poco para un hijo que viene al mundo y que nos
alegrará con su vida siempre con nosotros y yo ya le dije a la Nuri que por
ahora ni hablar de hermanitos que tampoco está la vida como para meterse en
muchas gollerías y si no que lo diga mi hermano que en un buen lío se ha
metido con tres críos y sin trabajo que ha de ser como para estar a gusto digo
yo que si a mí me sucedía una cosa así me volvería loco de ver que los críos
pasan necesidades y ya estoy en Casanova y vamos tirando bien aunque ahora
empezarán los malditos semáforos que si me pillan de lado en rojo y a
esperarse que no hay más remedio aunque total cinco minutos más o menos
no van a ninguna parte y antes de una hora estaré en casa con la Nuri y no me
vendrá mal pegar un buen bocado que ya estoy otra vez sintiendo el gusanillo
y…
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Ricardo Rovira Rusiñol se impacienta en el cruce con Balmes y se dice
que si él hubiese tenido reparado su «Seat», en vez de esperar hubiera girado
por Balmes para luego, tomar cualquier calle del ensanche hasta Vía
Layetana. ¿Quién será este chófer? Puede que el coche sea suyo, porque es un
verdadero cacharro. Ahora me gustaría saber quién es y si es soltero o esta
casado y tiene hijos y cuántos kilómetros se hace al día. Pero a Ricardo
Rovira no le importa nada saber o no saber quién es Eulogio, el taxista
Eulogio, y sólo quizá podría interesarse después, o antes, si pensase un poco
en cada segundo que le ha llevado a ocupar el desvencijado vehículo que
ahora le transporta por las calles de Barcelona para conducirle hasta la paz y
el amor de María Francisca, y hasta el bullicio de su voz que también es paz y
amor y batalla que se gana todos los días para el sosiego y el futuro. Ve el
cenicero pero le es más cómodo arrojar la colilla por la ventana del taxi y
luego deja el brazo apoyado en el cristal y mira hacia la calle, porque desea
que el aire fresco de la noche que llega le limpie y le acaricie el rostro.
Y ahora me tengo que parar otra vez pero porque al tío ese le ha dado la
gana que podía haberme dado paso a mí que llevo la derecha y no a ese
turismo tan elegante y que es que quieran o no nada más miran de favorecer al
rico que los camiones no son nunca de uno y dicen que se esperen que más
vale ese saludo que el tío ha recibido de la mano del conductor para ver si
luego para Navidad hay regalos que parece mentira la cantidad de regalos que
reúnen los guardias para Navidad y yo no dejo de reconocer que es una bonita
costumbre aunque ellos a veces se ponen bien tontos con las multas y las
indicaciones que se creen los amos de la calle y digo yo que debe de ser el
uniforme que los uniformes dan mucha autoridad y aquí lo que todos
queremos es mandar que si en vez de mandar nos gustase obedecer otro gallo
nos cantara a todos y mejor iría el país que con esto del hijo ya me preocupan
los gastos que nos vienen encima pero de una forma u otra saldremos que
todo el mundo sale adelante y…
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detiene el pensamiento en sus manos y ahora siente que también se
desprenden de él sus piernas, que se alejan y se introducen en el motor del
coche y desaparecen entre un enjambre de hierros y de tornillos. Eulogio se
pellizca los muslos y busca, en el dolor, el fluir de la sangre y, en la sangre, la
seguridad de su vida.
Ricardo Rovira Rusiñol sorprende la mirada del chófer del taxi y tiene un
relámpago extraño en un palpitar que le viene de lejos, quizá desde aquella
noche en Teruel, cuando esperaba en la nieve; quizá desde el día en que murió
Carlos Sanahúja, cuando al levantarse vio sus ojos y los descubrió infinitos y
apagados, duros y colmados de aristas. La misma mirada en los ojos del
taxista, la misma dureza amarga e insoportable y Ricardo Rovira Rusiñol
vuelve a sentir la misma sensación que en el frente, cuando alguien decía de
otro que tenía la marca en los ojos. Y ahora es como una orden observarle y
ve su nuca y sus hombros y el movimiento de su cabeza hacia uno y otro lado
y la forma que tiene de expulsar el humo de su cigarrillo. Y se obsesiona. Y
se olvida.
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podría volver a la orilla en donde Mercedes y Elena y Martín y Eugenio se
quedarían tristes y abandonados.
Ricardo Rovira Rusiñol quiere apartar la mirada de la nuca del chófer del
taxi y no puede porque lleva dentro de él la rota expresión de los ojos que le
han devuelto a los años de la guerra. Ricardo Rovira se ríe de los
presentimientos, pero recuerda a Teruel y no puede sonreírse como otras
veces, y se desasosiega y, de pronto, comienza a tensar los labios y siente se
le abre la boca en una carcajada espontánea y ante él aparece la cara jubilosa
de María Francisca.
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nunca me han dicho nada aunque puede ser que haya alguna portada con una
gachí bien puesta que hay que ver qué fotos se hacen hoy día y a mí me ponen
malo sobre todo las de las artistas de cine que están en traje de baño y
enseñando y…
Menos mal que le alcanzo libre y éste es el último que ya estaba harto de
pararme y…
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¡Pero a dónde… A dónde va ése…! ¡Dios mío! ¡Pero…!
Es inútil…
Dios…
Dios…
Dios…
Hay un silencio que sobrecoge más que el estrépito del taxi al estrellarse
contra el camión. Hay un silencio que resume vidas y distancias, palpitaciones
y rigideces. Un silencio que, durante unos segundos, se apodera de todos y los
detiene y los fija. Luego estalla el rumor y el grito y la ventana que se abre y
la mujer que se apoya en el escaparate de «Aviación y Comercio» y el silbato
del guardia que se acerca corriendo desde el Paseo de Gracia y las voces de
los hombres que se lanzan al centro de la calzada, donde el taxi se encuentra
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empotrado en la parte central del camión de Félix. Y surgen hombres
alrededor del coche y del camión y son docenas de opiniones y de órdenes, de
impulsos y de evasiones. Y el muchacho mira fijamente la parte delantera del
taxi en donde, aplastado contra el volante y el tablier, Eulogio, el taxista
Eulogio, se estremece en la sangre que le brota a saltos de la boca. Y suenan
pitos en el cruce y son más guardias los que ahora se abren paso y ordenan
rápidos y tajantes, precisos y oportunos, mientras dos hombres abren con
esfuerzo la puerta de atrás y extraen el cuerpo aturdido de Ricardo Rovira
Rusiñol, que se empapa en la sangre que le brota de las heridas que le han
causado los cristales en el rostro. Félix, el chófer del camión, baja ahora de la
carlinga y se frota las manos con desesperación y se golpea el rostro lívido
mientras grita que él tenía el paso libre y que el taxi se echó sobre el camión
sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Y los segundos se separan de nuevo y se alejan, buscando otra vez en el
camino de los siglos dónde recibirse juntos.
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Nuri y sólo ve ante sí la imagen del chófer del taxi, sobre el volante. El
guardia urbano se acerca a él, y le dice:
—Bueno, vamos a tomar nota de todo ahora.
—Parece imposible. Ya estaba el rojo en su lado y ha seguido como si tal
cosa… No lo comprendo.
—Usted no se preocupe, tiene el mejor testigo: el pasajero del taxi lo ha
dicho también. Bueno, es necesario tomar datos mientras llegan los bomberos
para quitar esto de ahí. ¿El camión ha sufrido?
—No creo, quizá en los ejes y en la caja. No hice otra cosa que frenar al
verle…
—Los bomberos estarán aquí en un minuto.
Comienza ahora para ellos una larga cadena de preguntas y respuestas,
una larga cadena que únicamente Eulogio, inconsciente y camino del Hospital
Clínico, no puede contestar aunque quizá sea el único que podría hacerlo para
explicar el accidente en sus remotas causas, comprensibles sólo cuando ya no
es posible explicarlas, aclararlas a los demás. Eulogio, chófer de taxi, pasajero
herido ahora en un taxi, comienza a penetrar en la exacta razón de su vivir, en
la angustiada madurez de su existencia, en el borde que une y separa la vida
de la muerte. Eulogio no parece respirar con grandes dificultades. Su piel ha
palidecido tanto, que los labios destacan en una línea azulada que se pierde
ante el color de la frente, en donde el guardia piensa ha debido de darse un
golpe terrible. De las manos brotan continuos canalillos de sangre que le caen
sobre el traje, bajo la bata de taxista, abierta y desgarrada por todas partes. El
conductor del coche intenta ver la cara de Eulogio por el espejo retrovisor,
pero la tapan el brazo y el costado del guardia urbano.
—¿Qué le parece? ¿Está grave?
—Creo que sí. Tiene el pecho hundido por este lado y ha perdido el
sentido totalmente. Veremos… Debe de tener conmoción cerebral…
—No me atrevo a correr más porque puede que le perjudique el
movimiento. Uno qué sabe, ¿verdad?
—Cuanto antes lleguemos, mejor. Los médicos dirán.
—Eso…
El coche ha entrado en Provenza por Paseo de Gracia y ahora enfila recto
hacia el Hospital Clínico. El joven chófer, joven y temeroso, piensa que quizá
un día le lleven a él como al taxista ese que se la ha pegado con todas las de la
ley, y el urbano considera que es bien desagradable tener que soportar sobre
el brazo el peso de una cabeza herida, el peso de un hombre del que nada se
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sabe, ni siquiera si está vivo, porque no se atreve a buscarle el pulso en las
muñecas llenas de sangre.
—¡Más aprisa, hombre, más aprisa!
Y el «Peugeot», de los nuevos, alcanza ya la calle de Casanova y sube y
gira y se detiene en la puerta principal del Hospital Clínico. De la encristalada
garita de la derecha, junto a la Facultad de Medicina, sale el portero y se
aproxima al taxi. Mientras echa una ojeada al interior del coche, pregunta:
—¿Qué traen? ¿Enfermo o traumático?
En realidad, no hacía falta que el guardia urbano dijese «traumático»
porque, con sólo ver la cara de Eulogio y la sangre, ya sabía el portero que se
trataba de un aparatoso accidente.
—Siga hasta ahí mismo; es la entrada de urgencias…
El «Peugeot» se detiene y el urbano empuja la puerta de cristal y baja los
dos escalones. El mozo se adelanta:
—¿Qué hay, guardia? ¿Un accidente?
—Un herido. Creo que está bastante mal.
—Arriba y adelante. Vamos a ver.
Los dos camilleros de guardia ya se habían levantado al ver entrar al
urbano y ahora se dirigen rápidos, efectivos en su obligación, hacia la puerta
de entrada, empujando la camilla de ruedas. Con presteza, acostumbrados a
hacerlo, sacan del coche el cuerpo de Eulogio y lo depositan sobre la
colchoneta.
—Bueno, oiga; ¿puedo marcharme yo?
—No, no, espere; suba conmigo.
El chófer disimula un gesto de contrariedad.
—Espere un momento; voy a aparcar el coche y a ver cómo me lo han
dejado… ¿Qué piso?
—Arriba, el último, en urgencias.
Los camilleros empujan la camilla hacia dentro del alargado ascensor:
—Va dao éste, ¿verdad, tú?
—Pobre; ya se le ha puesto el color… Claro que a lo mejor resulta que no
tiene nada, vete tú a saber.
—¡Anda! ¡Nada, dice…! Pareces novato, tú.
Sube el ascensor con su carga de tres hombres y una camilla, sube el
ascensor hacia la sala de urgencia del Hospital Clínico de Barcelona, y es el
mismo ascensor que antes, seis horas antes, ha subido al borracho que se
había roto las dos piernas al caerse del tranvía, y el mismo ascensor en el que
anoche bajaron el cadáver de aquel niño que estuvo en la sala ocho días y que
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no hubo manera de salvar, y es el mismo ascensor… Cientos de miles de
hombres y mujeres han subido en él angustiados, doloridos, sufrientes,
siempre con esperanza, y para todos ha sido un ascensor distinto, único,
especial para cada uno, inconfundible con cualquier otro.
En la planta baja el chófer y el guardia urbano esperan que descienda de
nuevo.
—¿Y por qué tengo que quedarme yo, si puede saberse?
—Quizá nos necesiten arriba y además, ya que nosotros le hemos traído,
me parece justo que veamos cómo está y qué es lo que tiene. ¿O no?
—Lo que usted diga, pero yo he cumplido mi obligación y nada puedo
hacer. Bastante tendré con el coche lleno de sangre…
—No diga usted eso, hombre. Al fin y al cabo es un compañero suyo…
—Somos cerca de cinco mil…
El guardia no dice nada porque el ascensor acaba de detenerse ante ellos.
Abre las puertas y penetra en él con torpeza, seguido del taxista, que en
seguida descubre unas manchas de sangre en el suelo. Sangre de uno de los
cinco mil, piensa, y por primera vez se siente emocionado y solidario con el
compañero herido.
Sobre la camilla de ruedas, Eulogio, el taxista Eulogio, es conducido por
el breve pasillo hasta que, a la izquierda, se abre una sala en la que una
Hermana, monjitas de Santa Ana, se acerca a la camilla y observa, con mirada
inteligente, inquieta, el rostro de Eulogio. Su mano levanta con seguridad el
párpado de uno de sus ojos y luego, con naturalidad, con esa naturalidad de
los seres que se mueven entre el dolor, dice:
—Llamaré al Padre de guardia.
Eulogio no puede ver a la hermana Cristina, ni oír sus palabras cuando
llama al capellán de guardia que, ahora, al oír el teléfono, se levanta de la
mesa en que escribe a su hermano que cumple el servicio militar en Vitoria.
Eulogio tampoco puede ver la sala donde se encuentra y de la que le sacan en
seguida llevándole a la inmediata, a la izquierda, en la que el enfermero
comienza a desnudarle con una rapidez y cuidado sorprendentes. El médico
de guardia, joven, alto y severo, se acerca a la camilla seguido de los dos
alumnos internos que realizan sus prácticas en la sala de urgencias.
El enfermero recoge las ropas de Eulogio y va sacando los objetos que
llevaba en los bolsillos. Forma un paquete con todo ello y se lo lleva a la
monja.
La hermana Cristina cruza el pasillo y entra en la habitación donde las
religiosas se acogen los breves minutos en que pueden estar sin hacer nada.
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Abre el armario y deja allí las ropas, ordenadamente dispuestas. Bajo el
estante, en un pequeño cajón, guarda las llaves, la cartera, el pañuelo, la
cajetilla de «Rumbo»… Abre la cartera y busca entre los papeles. Sus ojos se
detienen en el Documento de Identidad: Eulogio Bonastre Mora…
Sale del cuarto de las monjas y, como siempre, aunque entre y salga
cientos de veces en un día, mira un instante hacia la imagen de la Inmaculada,
que se halla entre los dos jarritos con flores de telas de color rojo y azul. La
hermana Cristina lleva en su mano la tarjeta de identidad del taxista Eulogio y
se acerca a la sala de reconocimiento, en donde cruza su mirada con el
médico, que le hace señas negativas con la cabeza.
La hermana Cristina mira a uno de los alumnos, un muchacho que no ha
cumplido todavía los veinte años, y le tiende el cartoncillo recubierto de
plástico transparente:
—Tenga; para el parte de entrada.
El médico de guardia, con los dos alumnos internos, ha realizado la
exploración primera del cuerpo de Eulogio; ha observado el pulso y la presión
y los reflejos de las pupilas. Ahora mueve cuidadosamente la cabeza del
hombre:
—Vean ustedes la rigidez de nuca que tiene; esto es, como saben, un
síntoma claro.
La hermana Cristina tiende un mantel blanquísimo sobre una mesilla
cuadrada y enciende las dos velas, preparándolo todo para cuando llegue el
sacerdote. Ahora, el médico ordena:
—Inyección antitetánica.
Sus dedos recorren el pecho, hundido en su lado izquierdo:
—Trepidación, hundimiento de varias costillas…
La boca de Eulogio se contrae y se abre en un vómito, en una bocanada
impulsiva y amarga.
—Suture usted mismo las pequeñas heridas de las manos y de la frente. Y
usted comience a llenar el libro de entradas.
El médico de guardia presiona con sus dedos la rodilla derecha de Eulogio
y siente la separación de la rótula:
—Hermana, prepare un vendaje compresivo; también tiene una rótula
fracturada.
La Hermana, el médico, el alumno interno, el enfermero parecen
pequeños y obedientes mecanismos útiles en sus movimientos y en su
silencio. El alumno interno, al que la hermana Cristina ha entregado la
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documentación, sale al pasillo, ve al guardia urbano al fondo, sentado en el
largo banco de madera, y se acerca unos pasos:
—¿Ha venido usted con este enfermo?
—Sí; nosotros lo hemos traído.
¿Quiere acompañarme un momento, por favor? Necesitaré algún dato.
Abre el libro de entradas, un libro que hubiera podido ser igualmente un
volumen de contabilidad en una oficina, y deja sobre la mesa el documento, y
comienza en seguida a escribir:
Nombre: Eulogio Bonastre Mora. Varón. Edad: 48 años. Estado: casado.
Profesión: mecánico conductor. Natural de: Valencia. Domicilio: Galileo,
138. Lugar del accidente…
—Vía Layetana, esquina a Mallorca.
—Clase de vehículo…
Ha chocado el taxi contra un camión. Es el chófer del taxi, como usted
supondrá.
—Matrícula…
El guardia tiene en la mano el pequeño bloc de notas.
Lo acerca un poco a los ojos:
—Matrícula de Valencia. Número 16.474. S. P.
—Gracias. Puede usted esperar fuera, si quiere.
Se acerca al médico de guardia y le pregunta:
¿Quiere usted darme el diagnóstico para el libro, doctor?
Se detiene un momento y mira al rostro lívido de Eulogio. Sus palabras
nacen lentas también, pero frías, ausentemente profesionales:
Hundimiento torácico, provocado por el choque contra el volante.
Contusión torácica con fractura de costillas. Contusión cerebral intensísima.
Fractura de la rótula derecha. El enfermo se halla en estado de coma.
Bueno…, resuma escribiendo únicamente contusión cerebral y torácica.
El Padre, de la Orden de los Camilos, de los Padres Agonizantes, lleva la
gran cruz roja sobre el pecho. Ahora administrará la Extremaunción a
Eulogio, allí mismo, sobre la mesa de reconocimiento.
El Padre tiene también costumbre de ver hombres que doblan la última
curva y sabe que Eulogio morirá, pero que no tiene que darse prisa en
extremaunciarle porque es posible que viva unas horas todavía, aunque
tampoco puede afirmarse nada definitivo puesto que estos heridos que
parecen cadáveres, a veces se salvan inexplicablemente.
—Puede empezar, Padre, mientras yo termino el vendaje de la rodilla.
¿Han avisado a la familia? Este hombre está muy mal.
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La hermana Cristina termina su turno a medianoche y piensa que será ella
quien reciba a los deudos del accidentado, suponiendo, lo más probable, que
los tenga. El alumno interno le dice:
—Galileo, 138, Hermana. Se llama Bonastre, Eulogio Bonastre. Tenga.
La Hermana lee el papel que le entrega el estudiante y al cruzar el pasillo
ve al chófer junto al guardia:
—Oiga, usted es el que ha traído a este accidentado, ¿no?
—Sí, Hermana.
—Este hombre está muy grave. Puede morirse en cualquier momento. ¿Le
importaría ir a buscar a la familia?
Y ante el mohín del taxista, añade:
—Es una obra de caridad…
—¿Dónde vive?
—Tenga; aquí están anotados el nombre y la dirección.
—¿Usted se queda?
El guardia mira el reloj.
—Son las ocho y cuarto… No; me marcho también. ¿Ha recobrado el
conocimiento?
La hermana Cristina sonríe diciendo que no con la cabeza, y se apresura a
regresar a la sala, junto al quirófano, para asistir al sacerdote en la
administración del Sacramento.
En el despacho que se abre a la derecha de la sala, el alumno termina de
escribir el diagnóstico en el libro de entradas. Ahora añade el pronóstico,
gravísimo, y escribe el nombre del médico de guardia y los de su compañero
estudiante y el propio. Luego pondremos la cama y la habitación —piensa—,
menos mal que ha venido este caso, porque no tengo las menores ganas de
estudiar. Así, uno aprende y se distrae…
Como cientos de otras veces se escucharon las palabras pronunciadas en
voz baja, con prisa, con una rapidez de costumbre y de necesidad:
—… quidquid per visum deliquisti. Amén.
La hermana Cristina no sabe si Eulogio está casado o no, si tiene o no
tiene hijos, si es o no un buen creyente, pero lo ve tendido en la camilla de
reconocimiento y sabe que en aquel instante el alma, e incluso el cuerpo, de
aquel hombre que ella no sabe quién es, que sólo tiene un nombre y una edad
y un domicilio, están recibiendo ayudas y tesoros que ningún médico del
mundo podría prestarle.
… indúlgeat tibi Dóminus quidquid per auditum deliquisti. Amén.
El médico de guardia se impacienta:
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—Hermana, en cuanto termine el páter, me lo instalan en una habitación
individual. Si es preciso, sacan al «22» y le meten allí. Al «22» pueden
llevarle a la sala de al lado.
—…quidquid per odorátum deliquisti. Amén.
La hermana Cristina no ha sabido jamás comprender cómo puede un
hombre pecar con el olfato y no le es posible, no lo ha logrado nunca, reprimir
el nacimiento de una sonrisa. Ahora el sacerdote hace el signo de la cruz
sobre los azulados labios de Eulogio:
—…per gustum et locutionem deliquisti. Amén.
La hermana Cristina tiene prisa, aunque ya ha dado la orden de que se le
instale en la habitación número 17. El sacerdote continúa, cada vez más
rápido:
—…per táctum deliquisti. Amén.
Sus manos han encontrado a veces las del alumno interno que está
terminando la sutura de las heridas de la frente y de las manos de Eulogio.
Las manos del sacerdote y del estudiante se reconocen un segundo y vuelven
a independizarse, cada una de ellas a su trabajo.
—…indúlgeat tibi Dóminus quidquid per gréssum deliquisti. Amén.
El sacerdote musita las oraciones finales apartándose de la camilla, para
que los enfermeros depositen en otra el cuerpo de Eulogio y lo lleven camino
de la habitación número 17.
La hermana Cristina apaga las velas y quita el mantel blanco cuando el
sacerdote cierra su libro diciendo:
—No creo que llegue a mañana…
El médico de guardia llama de nuevo:
—¡Hermana!
—Mándeme, doctor.
—Saquito de arena sobre la parte izquierda del pecho. Oxigeno y
carbónico. Un gota a gota de plasma. Inmovilícenle.
La hermana Cristina se va refunfuñando, porque la han pillado sola en el
piso y tiene que atenderlo todo, incluso a la llamada de ese timbre que ha
sonado varias veces y que seguramente pulsa la viejecita que cree morirse a
cada segundo.
El médico de guardia entra en el despacho y hojea el libro de entradas.
Enciende un cigarrillo y aspira profundamente. Del cajón de la izquierda
extrae el parte —no se olviden nunca de enviarlo por duplicado— para el
Juzgado de Guardia.
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Firma el parte y la hoja de ingreso, y deja ambos papeles sobre la mesa.
No hace falta que avise, porque Jaime, el mozo, ya estará quizá subiendo para
llevarse los documentos a la Comisaría de entradas del Hospital… El médico
de guardia se acerca a la ventana y la abre. La calle y los árboles se iluminan
débilmente en la noche que se ha apoderado ya de la ciudad. Una última
chupada al cigarrillo, y el médico de guardia, olvidándose de cerrar la
ventana, apaga la luz del despacho y, tarareando una melodía, cruza el pasillo
y se dirige hacia la habitación número 17.
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Soy yo, Mercedes, soy yo… ¡Ay, hija, abre, abre…!
La mano no acierta ahora con la cerradura y se aturde, se incrusta en la
madera y en el deseo, en la urgencia y en el temor. La puerta se abre brusca,
de par en par, y la mujer se precipita hacia sus brazos.
¡Ay! ¡Mercedes, hija, una desgracia, Mercedes, una desgracia…!
Las sienes, y la sangre quemando en todo el cuerpo, y los ojos queriendo
apartar la mirada. Y los labios que se detienen y cierran. Y la garganta y el
pecho que se endurece y se concentra y jadea y no se atreve.
Ahora ve al chófer de taxi, al chófer joven y temeroso, y la voz se abre
paso a través de sangres y de recuerdos. Y brota el grito, como un corte, como
una roca, como una aspereza:
—¡Eulogio! ¡Eulogio! ¡Mi marido, Dios mío, mi marido!
—Ha sido un accidente, Mercedes, un accidente…
Y las palabras se atropellan unas a otras y las preguntas y las ansiedades.
Eugenio se acerca despacio y de pronto rompe a llorar junto a la puerta,
abrazándose a la madre.
—Hijo mío, mi Eugenio, mi Eugenio… ¡Ay, Dios! Si todo el día estoy
pensándolo, si todo el día estoy asustada. Eugenio, hijo, Eugenio…
Y las manos acarician al niño y le despeinan y lo aprietan y lo apartan
quejumbrosas, difíciles.
—Cálmate, Mercedes. Ahora ya lo sabes. Han venido a buscaros. ¿Y
Elena? ¿Y Martín?
—No han llegado todavía, estoy sola, sola con éste…
De pronto se queda rígida, blanca en la piel y rota en la mirada, que se
enfrenta con los ojos tímidos del chófer:
—Dígame la verdad; ¿ha muerto?
Y el silencio que alimenta y destruye, que enlaza y hiere. Y la voz:
—Yo lo he llevado al Hospital, al Clínico, y me han dicho que estaba muy
mal, ésa es la verdad. Pero no está… Bueno, está vivo. Palabra.
Y la esperanza que instiga y corroe:
—Mujer, a lo mejor es menos de lo que parece en un principio. Anda, te
acompañaré. Deja a Eugenio en casa, la María le cuidará y estará vigilando
para cuando vuelvan tus hijos… Anda, vamos, vamos ya.
El chófer, joven y temeroso, se acerca a la muchacha:
—Tengo el coche manchado de sangre y cuando la vea… ¿Tiene algo,
una manta, cualquier cosa para tapar el asiento?
La muchacha se adelanta y abre la puerta. Cuando llega Mercedes, ya ha
salido con una manta oscura, corriendo escalera abajo. Eugenio no comprende
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nada, pero llora, llora por primera vez con una voz que le crece y le proyecta
en hombría desde sus siete años mal cumplidos. María, la muchacha, sube ya
y le hace un signo afirmativo al chófer.
Elena ha mirado un segundo el taxi y le ha parecido que su amiga María
salía de él. Alcanza la puerta y apenas ha cruzado el umbral cuando le llegan
las voces, y entre todas las de la madre. Es un chispazo hondo y profundo que
le salta del oído a los nervios y de los nervios al corazón, que se precipita y
avisa:
—¡Mamá!
Y la voz por el hueco de la escalera:
—¡Elena, hija, tu padre, hija, tu padre…!
Y Elena salta y se detiene y arranca y corre y no para de gritar:
—¿Qué pasa? ¡Mamá! ¡Mamá!
Y la muchacha que, descendiendo a su encuentro, la abraza y la mira y
quiere apaciguarla:
—Ha sido un accidente, Elena, no sabemos qué, pero tu padre está herido.
Este chófer ha venido a buscaros para ir al Hospital.
Elena suspira y sus ojos se quedan secos, incapaces de llorar. La voz se
apaga y nace ajena a ella, ajena a todos, opaca, metálica casi:
—Vamos, mamá; hemos de ir en seguida… ¿Y Martín? Quizá esté
todavía en el taller. Acompañarla al coche; yo voy a telefonear a mi hermano.
Baja de prisa, fría, ausente, y se acuerda de que antes, al anochecer, se
encontraba ella en la parada del tranvía en la Puerta de la Paz y buscaba con
la mirada los taxis que estaban aparcados delante y deseaba que desde
cualquiera de ellos la voz del padre la llamase en un grito: ¡Elena!
Eugenio no quiere separarse de la madre y llora y patalea cuando le meten
en el piso. La portera de la casa de al lado ha visto salir corriendo a Elena y se
acerca al taxi en el momento en que sale Mercedes.
—Pero… ¿qué pasa?
La vecina, digna y seria, responde:
—Un accidente; su marido está herido.
Elena busca en la guía de teléfonos. Marca el número y cuando la voz
cansada de Emilio, el dueño del taller, le responde, se atropella:
—Soy la hermana de Martín Bonastre. ¿Está mi hermano? Es muy
urgente, ¿sabe?
Y le dicen que no, que precisamente ha salido antes, hacia las seis, porque
ha dicho que no se encontraba bien y se ha ido a casa. Y luego, con desmayo,
al preguntarle:
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—Mi padre ha tenido un accidente y ahora vamos al Hospital.
No ha tenido tiempo de oír la voz de Emilio diciéndole que lo sentía
mucho, y cuelga y sale y corre hacia el taxi.
—No vengas, Concha; prefiero que te quedes con el niño. Ahora ya está
Elena aquí y nos vamos las dos.
Mercedes se ha sentado sobre la manta oscura y no repara en ella. Elena,
junto a la mujer, ve unas manchas de sangre en la alfombra. Elena se aprieta a
su madre y cuando el taxi arranca, rompe a llorar desolada.
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lecho y sin sentido, a un ser querido que puede morir de un momento a otro.
La hermana Cristina, cuando la guerra, estuvo de enfermera en los hospitales
de primera línea y vio morir a muchos hombres que llamaban a la madre, a la
mujer o a los hijos. La hermana Cristina era muy joven entonces y no pensaba
hacerse monja. El sufrimiento de los demás la acercó a Dios y ya sólo quiso
dedicarse a cuidar enfermos. Cuando terminó la guerra, estudió en Zaragoza,
en el noviciado de la Orden de Santa Ana. Luego estuvo varios años en la
Clínica del Pilar y al fin la habían trasladado al Hospital Clínico. Docenas y
docenas de hombres y mujeres habían muerto junto a ella y a muchos los
había llenado de paz con sus palabras, con sus oraciones, con sus sonrisas. La
hermana Cristina ama el dolor porque no puede acostumbrarse a él y así es un
gozo más profundo el ofrecerle a Dios el sufrimiento propio unido al
sufrimiento de los demás. No le gusta estar en la sala de urgencia porque en
ella el dolor es más brusco e inesperado, y sin embargo solicita continuamente
quedarse fija allí. Este es el pequeño secreto de la monjita de Santa Ana que
allá por los años de la guerra, cuando aún tenía en las manos los libros del
bachillerato, fue capaz de salvar ella sola a cuatro soldados heridos
arrastrándolos por los pasillos de la casa hospital bombardeada, cuando el
fuego comenzaba a llegar hasta las mismas camas.
El médico de guardia entra de nuevo, toma la presión a Eulogio y
comprueba que la máxima no pasa de ocho.
—Aún no ha venido la familia, según veo.
—La respiración es cada vez más difícil, doctor.
—Es otro caso perdido, Hermana.
La hermana Cristina pone su mano sobre la frente herida de Eulogio y
sonríe al doctor, al responderle:
—En último extremo, puede que sea otro caso ganado ¿No le parece?
—En ese terreno quizá sí, Hermana. Volveré en seguida.
El médico de guardia se llama Alberto Molina Feliu y hace cuatro años
que terminó la carrera de Medicina. Se ha especializado en cirugía traumática
y sólo se encuentra a gusto en el Hospital. A Alberto Molina le duele cuando
llega un accidentado que no se puede intervenir, que sólo admite un
tratamiento simple para esperar a la vida o la muerte. Alberto Molina entra
ahora en la habitación número 21 y se acerca a la cama en que reposa un
hombre mayor que Eulogio, y se alegra de que todo siga bien y se dice que
aquel hombre tiene casi las mismas lesiones y que, sin embargo, ha podido
salvarse después de una lucha a brazo partido. Entra en el cuarto de los
médicos y se sienta junto a la pequeña mesa, en la que todavía están las cartas
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de póquer con que estuvieron jugando una partida hasta que llegó Eulogio,
herido y deshecho. Sobre la cómoda, cómoda de convento de monjas, está el
periódico de la noche. El médico de guardia Alberto Molina coge El Noticiero
Universal y lee en la primera página que Rusia está dispuesta a hacer
concesiones al Oeste en la cuestión del desarme y que veintinueve naciones
participarán en la Conferencia afroasiática de Yakarta y que el billete número
45.458 de la Lotería Nacional del sorteo del día, ha sido declarado nulo y sin
ningún valor ni efecto. Lee los titulares sin prestarles mucha atención, y sus
ojos se detienen en las páginas de información local y, en la sección de
sucesos, lee la noticia del atropello de la niña de ocho años a la que él asistió
el día anterior y que ahora se encuentra en la habitación número 14. Alberto
Molina enciende otro cigarrillo y decide que el lunes irá a ver La muralla, de
Joaquín Calvo Sotelo, porque han dado las doscientas representaciones y todo
Barcelona habla de ella. El lunes no estará de guardia, y piensa que por la
tarde irá a pasear con Maribel y que posiblemente acabará casándose con ella.
El mozo cruza delante de la puerta y, antes de que pueda decir nada, el
médico le ordena:
—Sobre la mesa están los partes. Llévatelos a la Comisaría.
—A eso vine, doctor.
El mozo se aleja hacia el despacho y Alberto Molina se levanta y se
acerca de nuevo a la habitación que ocupa el accidentado taxista.
Las nueve menos cinco en la sala de urgencia del Hospital Clínico. El
reposo llega a los pasillos y a las habitaciones, en las que la Hermana ha ido
apagando la luz. Se diría que en todo el piso no hay nadie que sufra; el
silencio se reúne bajo la necesaria luz del pasillo que se refleja en los verdes
azulejos del vestíbulo y en la blanca toca de la hermana Cristina, que
conversa ahora con la hermana Misericordia, tan habladora y reidora siempre.
En el silencio, sobresalta más claramente el sonido del ascensor que sube, y la
hermana Cristina se acerca a la puerta y mira hacia el vestíbulo hasta que ve
entrar en él a las dos mujeres y al chófer del taxi.
—Aquí está la familia…
La hermana Cristina se acerca a ellas y, con dulzura, comienza a
hablarles:
—¿Son ustedes familiares del que…?
Mercedes se ha encogido en su cuerpo, que sostiene Elena, y ninguna de
las dos atina a responder porque las palabras no tienen razón ahora y nadie
puede comprenderlas, nadie es capaz de saber qué significan las letras unidas
una a otra formando sonidos e imágenes e ideas. Mercedes lucha con su voz y
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con sus lágrimas, con la angustiada congoja que la embarga y no permite que
sus piernas la sostengan en el vestíbulo de la sala de urgencia.
—Hijas mías, tienen ustedes que ser fuertes. Dios nos envía el dolor
cuando menos lo esperamos. Es una puerta que se abre y cierra para todos,
porque todos hemos de cruzarla. Su marido —se vuelve a Elena—; su padre,
supongo…, está muy grave. No ha recobrado el conocimiento, ¿saben?, y es
necesario que sean muy fuertes…
Mercedes y Elena escuchan las palabras y no las oyen; una misteriosa
distancia se abre entre ellas y las voces, entre sus corazones y el verde claro
de los azulejos, entre sus ojos y el hábito negro de la hermana Cristina, entre
sus recuerdos y el inmenso, larguísimo, inacabable pasillo que se adentra ante
ellas hacia unas regiones prodigiosamente desconocidas y envueltas en
sombra. Elena aprieta su mano derecha con fuerza porque al salir del coche se
ha manchado los dedos de sangre y ella sabe que es la sangre de su padre y
quisiera que a través de su piel penetrase en las venas de su cuerpo joven para
que allí cobrase de nuevo vida y palpitación y destino independiente.
Mercedes ha cerrado los ojos porque está viendo a su marido levantarse de la
cama y oye sus propias palabras que le dicen que debe ir al médico a que le
«eche los rayos», a ver si se le cura de una vez esa tos de las mañanas. La hija
hace un esfuerzo y la mano se abre, caída y torpe, junto a la falda:
—Hermana…, díganos la verdad, Hermana ¿Está…?
—No hija mía, pero su estado es muy delicado y… y… hay muy pocas
esperanzas.
Mercedes regresa desde siglos atrás, desde raíces hundidas en el tiempo,
en la magia de los años y de las edades. Mercedes se encara con todos los
futuros y pregunta:
—¿Dónde está?
Y las palabras han nacido deshechas, inolvidables para todos, para ella
misma.
—Vengan, por aquí.
Es un cortejo silencioso y cruel el que forman la hermana Cristina y las
dos mujeres observadas por el chófer, joven y temeroso, que siente curiosidad
y tristeza, nerviosismo y seguridad. Porque no son mujeres suyas las que
caminan delante, porque no son seres de su familia ni es él quién está herido,
moribundo quizás, en una cama del Hospital. Un cortejo silencioso y cruel
que avanza por el largo pasillo, por el infinito pasillo de oscuridades y de
asombros. Mercedes va mirando una por una las puertas que se abren a los
lados y quiere encontrar, adivinar, antes de que lleguen al fin del viaje, del
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cansado viaje por el pasillo que no se acaba nunca, que ya nunca podrá
acabarse para ellas, para su recuerdo y para su existencia.
—Aquí es…
La hermana Cristina las detiene con un gesto:
—Está sin sentido. Es inútil que le digan nada…
La habitación, en cambio, se empequeñece aún más; la habitación se
convierte en cuatro paredes que caben en el hueco de una mano; la habitación
se acerca a ellas aplastante y clara, y la cama, de pronto, parece un extraño
animal capaz de herir, de torturar, de aniquilar. Hay un movimiento instintivo
de retroceso, de defensa, y las cabezas buscan el pasillo y la distancia y giran
otra vez hacia la cama y se quedan quietas, recogidas, sin atreverse a hacer el
menor movimiento. Quieren acercarse a él y no son capaces de moverse un
milímetro. Quieren separarse, huir de allí, borrar todo lo de allí, y los ojos
están fijos y clavados y, ahora, despacio, con precaución, recorren toda la
línea del cuerpo de Eulogio y se detienen en las manos vendadas, en el brazo
tendido con la aguja clavada, en la botella de plasma, en el color blanco de la
piel y azulado de los labios.
El médico de guardia aparta suavemente a Elena y en el movimiento se ve
Mercedes impulsada hacia la cama.
—Perdonen…
Se acerca a Eulogio, y Mercedes, cuando el médico levanta el párpado, se
aplasta contra la pared y gime. Gime Mercedes y es el dolor de todos el que
nace en su boca; es el dolor que no siente Eulogio y que en ella se multiplica
y se descubre. Gime Mercedes y la hija se acerca a ella y en ella se ampara y
gime también y son heridas las que gimen, heridas frescas y abiertas, heridas
tiernas y desoladas. La habitación es un puro gemido que se alza, se arrebata
y luego regresa y se distiende. Mercedes suspira y se siente calmada porque
ya nada le queda por imaginar, porque ahora la zozobra se convierte en paz en
la seguridad definitiva que la invade. Ahora quisiera enterarse de cómo ha
ocurrido porque esto sí que no puede imaginarlo y ansía que le pertenezcan
todos los segundos de su marido, del hombre que está frente a ella, en una
cama ajena, y que le parece un desconocido. El médico de guardia vuelve a
tomar la presión en el brazo derecho de Eulogio y las mujeres le miran
sabiendo que es un ser mágico, igual que un sacerdote que cumple un rito, un
peligroso rito que puede burlar la muerte o burlar la vida. Cuando sale el
médico, Mercedes se siente agotada, incapaz de la menor actividad, y se
desliza hasta la silla que está junto a la cama. Se sienta en ella y su mano
busca la mano herida del hombre y la apoya sobre los dedos vendados que
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tienen calor, que huelen a vida y, en la vida, a esperanza. Levanta la cabeza y
sus ojos buscan la mirada de la hija, que se apoya contra la pared.
—Ya ves, hija, ya ves…
Y ha dicho tanto con estas palabras, que hasta la hermana Cristina se
emociona y se turba y sale de la habitación y las deja en ella solas,
aterrorizadas de su soledad. Eulogio se estremece, sujeto por las correas, y su
pecho se alza y se hunde en la respiración, que se hace ahora más honda, que
parece detenerse y prosigue en un grupo de inspiraciones leves, casi plácidas.
Elena, recostada contra la pared, va alzando poco a poco la mano y
cuando sus ojos se manchan en la sangre que enrojece los dedos, traga saliva
y se siente en paz y descansada porque el llanto fluye ahora con suavidad,
como un río en el que se encuentran todas las seguridades nacidas de todos
los dolores. Elena echa hacia atrás la cabeza y gime, gime para que la madre
llore también, para que la madre se sumerja en el mismo río que ella y las dos
se abandonen a la corriente de sus aguas.
Por la avenida del Marqués del Duero llega Martín a la plaza de España.
Ha estado bebiendo en varios bares y ahora su mirada se apaga en la soledad,
en la inesperada soledad en que le ha vertido el cuerpo de Luisa. Martín ha
estado bebiendo y camina despacio porque se ha fatigado al salir de la casa de
la muchacha, y ha corrido por las calles del barrio viejo de la ciudad sin saber
qué fuerza le impulsaba a ello, exigente y alentadora. Martín llega a la plaza
de España y piensa que pronto, el día primero de junio, se abrirá otra vez la
Feria de Muestras y que allí, en la plaza central, del Universo la llaman,
beberá cerveza acompañado de Luisa y comerán bocadillos de salchichas.
Ahora, a las diez menos cuarto de la noche, las torres de entrada al recinto de
Montjuich, semejan altos fantasmas de piedra roja, y la silueta del Palacio
Nacional, recortada en el cielo nuboso, le devuelve a una edad infantil de
miedos y de castillos embrujados. Martín cruza delante del Café Bar «La
Pansa» y comienza a caminar por Cruz Cubierta. Se acuerda de Manolo y del
dueño del taller, se acuerda del cuerpo de Luisa y de las palabras de Luisa y
de la colcha verde y de la sensación de huida que ha experimentado cuando
ha salido corriendo de la casa, y reconoce que sí estaba huyendo, pero no de
ella, no del hastío de la carne y del miedo a la madre que sube por la escalera
oscura y húmeda. La huida fue algo más enérgico, más lleno de tinieblas, más
arriesgado para su alma joven. Porque Martín se acuerda de Manolo y piensa
que, efectivamente, Dios debió de estar demasiado ocupado aquel día en que
murió la madre de su amigo porque, si no, no se comprende que muriese sola.
Martín piensa en la muerte y la idea de Dios se une a la de muerte porque para
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él, porque para miles y millones de muchachos como él, Dios empieza cuando
la vida termina.
Martín se detiene en la puerta misma del bar y el Nanu se sobresalta al
verle; el Nanu lleva casi dos horas en la barra y ha bebido ya varias copas de
ginebra corriente.
—¡Eh! ¡Tú, Martín!
Martín se alegra del encuentro que le aparta de su soledad, de esa soledad
que él no ama porque le hace pensar en Dios y en la muerte.
—¿Qué haces aquí, chaval?
—Pues no lo sé… He estado en tu casa; nada, pensé que a lo mejor ya
habrías regresado y podíamos pasear un poco y echar una parrafada… Me lié
con la ginebra y aquí estoy.
—Bueno; ¿quieres beber algo? Yo también he andado metido en vasos.
¿Qué tomas?
—Otra ginebra y se acabó, que se hace tarde.
—Yo beberé un vermut. Chico, me gusta el vermut.
Y beben desde sus cuerpos jóvenes y libres, desde sus almas impacientes
y solitarias, desde todos los futuros que los aguardan. Y es ahora Martín quien
levanta el vaso a la altura de los ojos y, sin darle importancia, pregunta:
—Oye, Nanu, ¿tú crees en Dios? ¿Lo que se dice creer en Dios?
El Nanu apura la ginebra y se evade:
—Yo sí, pero no me gusta hablar de Dios, ¿sabes? Hay cosas que los
hombres no debemos, no podemos tocar.
Una pausa larga se cuela entre los dos muchachos y el camarero los mira
con curiosidad.
—¡Hala, vamos! Te acompaño hasta tu casa.
—¿No decías que se te estaba haciendo tarde?
—¡Bah…! La familia no me espera nunca. Total, para lo que cenamos…
Caminan por Cruz Cubierta y al llegar a la calle de Alcolea ascienden por
ella y luego tuercen a la izquierda, hasta Galileo. La calle se les anuncia igual
que siempre, pero algo llega hasta ellos y los inquieta, los pone tensos como
animales en peligro, y les avanza y les anuncia.
—Parece otra calle, ¿verdad, tú? Otra calle que no es la tuya. ¿Será el
vino, no?
Y suben Galileo arriba y ven el grupo en la puerta de la casa y Martín se
para y el Nanu piensa en Elena y en la expresión de sus ojos.
—¿Qué hará esa gente allí?
Y el hombre, el portero de al lado, ya los ha visto y se aparta del grupo.
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—Ahí viene el hijo. Yo le hablaré.
Martín los ve separarse y quedarse quietos y, en un segundo, descubre a
los vecinos asomados a la calle y ve a la mujer que se apesadumbra y le mira
y, con piedad, mueve la cabeza y las manos en una lamentación todavía sin
sentido. El Nanu está a su lado y le coge del brazo:
—Algo ha sucedido, Martín, algo ha sucedido.
Y el hombre, el portero de la casa de al lado, está frente a él y le mira. Y
se observan los dos como si fueran a pelear, retándose, midiéndose,
acompasando el silencio y la actitud. En un instante se borra el vino, y el
cuerpo de Luisa, y la palabra Dios.
—Bueno. ¿Qué pasa?
Y la duda, y la vacilación, y la mano sobre el hombro:
—Ya no eres un niño, Martín… Tu padre ha sufrido un accidente. No
sabemos, pero han dicho que está muy mal. Tu madre y Elena ya están allí…
Debes ir en seguida.
Es un golpe firme en las sienes, un golpe que se prolonga por los labios y
las muñecas, un golpe que se mete dentro del pecho y allí bate y se extiende
hacia el estómago y vuelve a los dientes para que se aprieten y castañeteen.
«Ya no eres un niño, Martín, ya no eres un niño».
Y el hombre se ve niño, se sabe niño, se consiente niño y duda y no se
atreve y se vigoriza:
—¿Dónde está?
—En el Clínico, debe de ser en urgencias. ¿Quieres que vaya alguno de
nosotros?
El Nanu no espera a que Martín conteste; le aprieta más aún el brazo en la
orden y en la decisión:
—Vamos, Martín. En la plaza del Centro habrá taxis.
Y corren los dos por las calles y se sofocan y pierden el aliento y en la
carrera olvidan el motivo y se aseguran y llegan.
—No hay ningún taxi. ¡Al tranvi, tú, corre! ¡Corre, hombre!
El tranvía va casi vacío y el cobrador, en la plataforma de atrás, los ve
cansados y pálidos, jóvenes y aturdidos. El tranvía arranca y sigue por la calle
de París, quejumbroso y lento. Se han sentado y es entonces cuando Martín se
da cuenta:
—Si se muere…
El Nanu le pasa el brazo por los hombros y con la otra mano le ofrece un
cigarrillo:
—Fuma, tú, esto templa los nervios.
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—Cuando los he visto allí, en un grupo, ¿comprendes?, lo estaba
diciendo, me lo estaban diciendo antes de llegar… Hoy, a la hora de la
comida, parecía preocupado por algo. Hemos hablado, quizá por primera vez,
lo que se dice de hombre a hombre, ¿comprendes? Y hemos hablado de Dios
y de cosas serias. Y ahora…
El tranvía gira por la calle de Urgel, cuando en el reloj de la Escuela
Industrial dan las diez y media.
—Y mi madre y mi hermana, ahí, solas, sin mí… Y yo estaba con Luisa,
¿comprendes?, acostado con Luisa… He dicho en el taller que me encontraba
enfermo y he salido antes, ¿comprendes? Si se muere… Y he sido yo quien le
ha hablado de Dios; yo, que le he preguntado si él cree en Dios,
¿comprendes?
Y la palabra Dios se hace amarilla y enorme, trepidante y mágica,
escondida en el corazón que se oculta y en el borde de la piel que tensan el
pensamiento y la proximidad de la mole oscura y rojiza del Hospital Clínico.
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Eulogio, el cuerpo de Eulogio, los pulmones de Eulogio, el corazón de
Eulogio, inician un grupo de inspiraciones profundas en las que la vida se
renueva, se pretende con más ansiedad, con mayor decisión. Todo el cuerpo
de Eulogio busca en esas inspiraciones un momento vital, una fuerza que le
empuje, un torrente que le aparte de la cercanía del tránsito y le aleje hacia el
pasillo, hacia el ascensor, hacia la calle, hacia la vida. Y el cuerpo se
estremece otra vez, y se convulsiona y los brazos y las piernas se tensan en la
inutilidad del esfuerzo que el hombre no regula, ni sirve, ni obedece. Baja el
tórax y se alza otra vez y vuelve a hundirse y a alzarse, a perseguir y a
envalentonarse en las respiraciones hondas, decididas, violentas casi.
Todos los ojos están fijos en su pecho y ahora, cuando éste se detiene,
hasta la luz amarilla y tenue de la habitación se torna más cansada y débil. El
pecho de Eulogio recobra la actividad y las inspiraciones se hacen más
suaves, lentas, interminables. Otra pausa y el grito está a punto de estallar
antes de que se recobre el aliento y se haga rápido, profundo de nuevo, serio y
alarmante.
El médico de guardia las mira directamente y siente curiosidad por la
mujer sentada al otro lado de la cama y que no aparta sus ojos de la cara del
hombre. La muchacha sigue apoyada contra la pared, igual que cuando él
entró en la habitación y su pecho se alza y retrocede bajo el jersey amarillo.
Alberto Molina Feliu detiene sus ojos en los senos de la muchacha y por un
momento no puede evitar el deseo. La mira y la ve triste y hermosa, joven y
repleta de fuerza en los músculos, en los labios, en las piernas, que se
insinúan bajo la estrecha falda gris. Alberto Molina se avergüenza un poco de
sus pensamientos y, cuando ella abre los ojos y le mira, preguntando,
urgiendo saber, él baja los suyos y no se decide a mirar de nuevo a la
muchacha. Entonces le llega la voz, y el médico de guardia no sabría decir de
dónde procede y si es necesario que esa voz nazca en algún lugar, en alguna
resquebrajadura de la carne, de la garganta, entre dolor y dolor, entre la vida
de ella y la muerte del padre:
—Se está muriendo.
No es pregunta y es necesidad de respuesta, no es a él a quien se le habla
y él debe contestar por todos los médicos del mundo, por todas las mujeres y
todos los hombres del mundo. Él sabe que el hombre está agonizando y que
su agonía no será muy larga, aunque puede prolongarse aún durante unas
horas. Alberto Molina Feliu siente de nuevo la vacía impotencia del hombre
ante la muerte, vuelve a recibir la misma sensación de abandono, de fracaso,
de imposibilidad, que siempre que se muere un enfermo le acucia y le invade
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el pensamiento. Antes, cuando estudiaba en la Facultad, cada disección era
para él un torrente inacabable de preguntas. Se dio cuenta de que su espíritu
podría orientarse hacia dos direcciones absolutamente opuestas: hacia un total
materialismo o hacia la aceptación definitiva y gloriosa de la creación del
hombre por Dios. El fenómeno se agudizaba conforme él iba obteniendo más
familiaridad, más costumbre con la carne muerta. Alberto Molina le dijo un
día a un compañero que era como si se hubiese desdoblado en dos
personalidades distintas. Por una parte, estaban sus manos y sus
conocimientos, su saber separar y cortar, aislar los músculos y los tendones, la
piel y las venas. Por otro lado parecía que estas manos suyas y que sus
pensamientos no le perteneciesen y que él se desligaba por completo para
encontrar una razón espiritual de cuanto le rodeaba. Y así nació el respeto por
los cuerpos muertos, por las carnes sin vida; un respeto que no quiso ocultar a
sus compañeros, aunque éstos se riesen y le gastasen bromas ante la mesa de
disección, bromas que a él jamás le dañaban, y cuando un compañero le
arrojaba una mano o el corazón de un cadáver, los recogía con respeto y daba
gracias a Dios por la obra maravillosa del hombre y por permitirle a él
investigar en el secreto de la armonía en el organismo humano. Y su respeto
saltó los pocos obstáculos que le quedaban el día en que vio morir a un
hombre en el Hospital, ante sus ojos, siendo él quien le había puesto las
últimas e inútiles inyecciones. Entonces se dijo que la muerte es algo
totalmente unido a la vida y que, en cierto modo es una función vital de
afirmación en la que la vida adquiere un sentido definitivo, e incluso su única
realidad, y que tan importante era decir que un hombre estaba muerto como
que estaba vivo. Y, así la muerte no se le apareció como una ruptura brusca de
la existencia, sino como el cumplimiento de esta existencia que, en la muerte,
redondeaba y justificaba todo el proceso y el itinerario que el hombre iba
siguiendo en la vida. Un cadáver desprendía, para el médico de guardia, un
sentido de derrota y de triunfo; algo había triunfado sobre aquella carne, pero
también aquella carne, vieja o joven, estaba proclamando su victoria sobre
algo, y era una victoria que nadie podía arrebarle, sustituirle o robarle; una
batalla que él estaba seguro de que se libraba en las oscuras palabras del
sacerdote, cuando al pronunciar la recomendación del alma decía, iluminado,
gigantesco y humilde:
«Sal, alma cristiana, de este mundo, en el nombre del Padre…».
La muchacha, la hija, ha pronunciado también sus palabras y él se
sorprende de que no grite, de que no se lance contra el hombre y le abrace y le
hable y se deshaga en lamentaciones y se rebele:
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—Se está muriendo…
Sí, se está muriendo Eulogio, el taxista Eulogio que por la mañana ha
recordado al cuerpo muerto de su amigo Agustín Almirall; que durante todo
el día ha ido estremeciéndose y angustiándose, porque quizá su espíritu y su
cuerpo no podían evitar la intuición sin palabras de la muerte que iba
aproximándose, segundo a segundo, y que movía, milímetro a milímetro, cada
una de las causas que en ella iban a concurrir en la absoluta concordia de lo
previsto o de lo peligrosamente natural.
El médico tiene la mano en la muñeca del hombre y comprueba que el
pulso es cada vez más arrítmico, que se desboca y se detiene, que vibra en
unas pulsaciones pausadas, difícilmente pausadas, o que se arranca
desenfrenado e impetuoso. Alberto Molina ha oído las palabras de la
muchacha y ha visto el relámpago de ira, de odio, en los ojos de la mujer que,
en un segundo, han cambiado su expresión, para volverse fríos y resignados.
El médico de guardia piensa que sería muy hermoso devolver la vida a aquel
cuerpo que se agota, que se desmorona a chorros, que en cada inspiración
recoge un poco de oxígeno para expulsar un cálido y atropellado pedazo de
vida, de esa vida que a borbotones huye y se realiza en la nitidez de la muerte.
—Mamá… Se está muriendo, mamá…
Y los hombros se convulsionan y las manos, la mano derecha manchada
de sangre, van hasta el rostro y lo abrazan, lo apartan del mirar, del
comprender, del temer. Elena llora y gime y la madre, Mercedes, la mujer del
taxista, tiene sentido en las entrañas y siente como si Eulogio se convirtiese
en un hijo suyo por nacer y tirase de ella hacia dentro, obligándola a renunciar
a una vida y a una verdad. Mercedes tiene miedo de los dedos vendados de su
marido y se arrepiente de sentir temor y aprieta la mano sobre las vendas y
acaricia el bulto que se forma bajo las ropas y tiene que hacer un enorme
esfuerzo para que la mano siga a su voluntad y no se clave, defendiéndose, en
la carne herida de su marido. Porque Mercedes se defiende para defenderle, se
obliga a no pensar para ver si así, cuando vuelva los ojos, lo encuentra sin
vendas y sin agujas, sin correas que le sujeten y sin la inmensa lividez de su
piel, que le hace muerto aun antes de morir. Mercedes se defiende y no cede y
siente un latigazo de odio hacia la hija que ha dicho que su marido se estaba
muriendo. Y ahora, de pronto, se acuerda de su otro hijo, Martín, y no siente
la menor sorpresa al no verle allí, en la habitación. Pero Martín también puede
ser un motivo de huida o de ocultamiento.
—¿Dónde estará tu hermano, hija?
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Elena piensa que el sitio de su hermano Martín ya no puede ser el mismo
que el de ellas, porque ellas han llegado al Hospital y le han visto y le han
sentido desde el primer momento. Si él no está con la madre y la hermana es
porque no ha de estar, porque así debían suceder las cosas, lo quisieran o no,
y más valía aceptarlas sin discutirlas, aunque tampoco se resignasen a ellas.
—Cuando llegue a casa, alguien se lo dirá… Y tendremos que avisar al
señor Carbonell y… ¿Tú crees, hija, tú crees que…?
Alberto Molina Feliu se aparta del lecho. Sus labios se mueven, apenas
sin abrirse:
—Es muy doloroso, pero no se puede hacer nada…
Y una pausa se alza también entre sus palabras, como la pausa que llega y
se fija en el pecho de Eulogio:
—Está terminando…
Ya está dicho y parece fácil; parece que nada ha cambiado con sus
palabras, que todo sigue igual, o que el médico de guardia variará sin duda de
opinión y de pronto les dirá que no es cierto y que el hombre está salvándose
y no muriéndose por momentos.
—Avisaré a la Hermana, para que esté con ustedes…
Y otra vez solas, de nuevo sin atreverse a mirar a la cama porque la
soledad les da miedo y temen que estando solas puedan precipitarle a la
muerte sin poder hacer nada para evitarlo. De los labios de Eulogio nace el
misterioso sonido de la respiración y cada molécula de oxígeno que llega a
sus pulmones tiene la fuerza de un huracán que devasta y destruye; cada gota
de plasma que penetra en sus venas es un torbellino que lucha y se retira. El
sonido se entrecorta más y es un jadeo o un silbido o un arrastrarse sobre la
tierra o nudo que se agarrota y ronca truncado y sin aliento. Eulogio, el
taxista, parece realizar un gran esfuerzo para dar testimonio de algo oscuro,
inconcreto y al mismo tiempo preciso y real; un testimonio nacido con prisas,
con urgencia e imposición de realizarse sin que nadie más que él pueda
lograrlo. Y su figura, su cuerpo alargado y sujeto bajo las sábanas y la manta,
se va transfigurando en dignidad y nobleza, en aristocracia que iguala, que se
gana y se pierde en un instante supremo.
Elena se ha ido acercando al lecho y se reclina sobre él con cuidado para
que sus manos no se apoyen sobre las piernas y el pecho del padre, a quien
contempla larga y detenidamente, con una intención sagrada y definitiva, con
una intención que va más allá de los límites que la tierra y la piel imponen y
los años regulan y necesitan. En la mirada de Elena se vierten todas las
miradas nacidas de sus ojos hacia el padre desde que sus ojos, recién nacidos,
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lo tuvieron delante por primera vez hasta el segundo preciso y cercano de la
separación que se advierte ya en la atmósfera del pequeño cuarto, en el que la
cama se perfila alargada y, también definitiva.
Mercedes dobla tanto su cuerpo sobre sí misma, que casi la frente le llega
a las rodillas. Mercedes ha detenido su pensamiento y se sabe rodeada de una
paz blanca y dolorosa, de una paz que obligaría, si fuese posible, a hablar, a
descubrir los más íntimos secretos de su existencia al lado de su marido, al
lado del hombre que el médico ha dicho iba a morir de un momento a otro. Y
Mercedes, dando a luz de nuevo, hacia dentro, alumbrando al revés a un
último hijo, retornándolo al olvido y a la quietud, no quiere ver cómo se
muere Eulogio, porque sabe que si le ve morir será verse morir a sí misma,
porque ella está también agonizando en la agonía del marido, está igualmente
muriendo con la muerte de él y como él se encuentra con los brazos atados y
sintiendo una aguja penetrar en su carne y en una de sus venas y, como él,
tiene la frente herida y ahora, aunque no le vea, aunque no lo sepa, abre
también un poco la boca para que de ella, tímidamente, sin fuerzas y sin
alegría, nazca una pasión de sangre desesperada y muerta.
Eulogio respira y alarga las pausas, cobra arrebato y se detiene lento en
los labios y en las costillas que oprimen y presionan su tórax hundido. El
color, pálido, suda en la piel y bajo las cuencas de los ojos, en las sienes y
sobre los labios que azulean la boca y la perturban.
Eulogio, costándole mucho el último esfuerzo del que su cuerpo instintivo
es capaz, desciende más abiertamente hacia una inspiración profunda,
apasionada y solemne, y cuando los labios se entreabren sobre los dientes
apretados y sucios de sangre y de saliva, todo él es una convulsión de quietud
que se pierde y se hace fláccida, volviendo a la posición anterior, relajada
ahora, imposible ahora, como las gotas de plasma que aún pretenden inundar
la sangre y como los párpados que se han abierto bruscos para que sus ojos,
muertos ya, descubran todo el asombro y toda la grandeza del equilibrio.
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solo entre las caricias y los brazos, entre las miradas y las palabras que a él se
refieren y que él desea no oír, porque también le asustan, porque también le
dan miedo, mucho más miedo que las historias de gorilas y de lobos que a
veces le cuenta Luisito, en el rincón del patio del Grupo Escolar.
Eugenio está sentado a la mesa del comedor de los vecinos y no quiere ir a
dormir. Le han dado papeles y lápices para que se entretenga, pero la mano no
obedece y las pocas Líneas que traza son débiles rasgos sin fuerza ni forma.
La mujer está a su lado, mientras cena con su marido y con la hija. Hablan y
se callan, le miran y silencian o comentan, y él busca entre las palabras algo
que le explique por qué la madre y la hermana han salido de casa llorando y
por qué los vecinos le acarician tanto, como si estuviera enfermo, y por qué
no le miran a los ojos.
Se espesa la luz del comedor cuando la hija, María, quita los platos y el
mantel y aparece otra vez la madera oscura de la tabla barnizada. El hombre
saca un paquete de «Ideales» y el papel, amarillo también, destaca en sus
manos toscas y sucias del trabajo en la fundición. Ahora nadie habla para no
provocar el latido y la pregunta que ninguno de ellos desea y que Eugenio
lanza de improviso:
—¿Dónde está mi papá?
Hay algo extraño y hosco en las palabras que vibran en el comedor en un
grito que es la primera afirmación del dolor, de la tristeza, del primer zarpazo,
de la primera y más determinada herida. Y es algo que está más allá de la
comprensión de los vecinos o de cualquiera; algo que escapa a todo sentido,
llenando las paredes, los cuadros, el reloj, el hombre y la mujer y la hija y el
pájaro que, en la jaula, ha cesado de saltar y se queda quieto, refugiándose en
un rincón del alambre. Y ellos se inmovilizan, asombrados, porque ante
aquella pregunta nadie es capaz de responder. El silencio se hace turbio y sin
luz, apretado y alto en un mar de nubes; un silencio que se puede tocar con los
dedos y las frentes, a las que de pronto se abalanza un peso de siglos, de años
inútiles, de trabajos fecundos y difíciles en el bosque y en las aguas, en el
surco que se traza sobre la tierra y en las raíces que se hunden y vivifican. Un
silencio que se convierte en historia en un segundo callado tras el que
millones y millones de hombres alzan los ojos preguntando.
Se miran ellos y todos esperan que sea otro el que hable, el que responda
por todos, el que invente la mentira o se atreva. Eugenio espera, paciente y
tranquilo en la actitud de sus manos, de sus deseos de niño. Eugenio busca de
uno en otro y el padre fuma y lanza con fuerza el humo hacia el techo y la
madre esconde los ojos en un lagrimeo fugitivo y enternecido, y la muchacha
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se aproxima a Eugenio y acerca su cara a la del niño y le habla y le acaricia y
siente como si el niño fuese un hijo suyo que está pidiendo ayuda y ella debe
socorrerle, ayudarle para que cruce el riachuelo y no se moje más de lo
imprescindible.
—Tu papá no vendrá esta noche, ¿sabes?, ha tenido que salir de viaje con
el taxi y tardará unos días en volver…
No se puede mentir a un hijo, no se puede mentir a un niño que espera y
que lleva la verdad en su corazón alegre y asustado. No se pueden decir
palabras al nacimiento de un hombre que incrusta los ojos y penetra allí donde
nadie puede descubrir luz y sentido.
—¿Dónde está mi papá? Yo quiero ir con mi papá…
Eugenio está cansado y tiende los brazos y los cruza sobre la mesa y
apoya en ellos su frente y esconde el rostro porque no quiere ver a nadie,
porque no quiere oír a nadie diciendo palabras que suenan a mentiras
envueltas en el papel azucarado y pegajoso de un caramelo.
El padre se levanta:
—Le acostaremos en tu cama, María.
Y le coge entre sus brazos de obrero metalúrgico y le acuna y se emociona
y aprieta los brazos que sostienen la frágil, la insoportable carga de un niño
que intuye y sufre y está solo, absolutamente solo en el reino de Dios sobre la
tierra.
Eugenio deja que las manos del hombre le vayan desnudando y se mueve
sentado en el lecho y aguarda a que le quiten los calcetines y cierra los ojos
porque el hombre no es el hombre, sino el padre que le desnuda y le mete en
la cama. Sus labios se mueven y reposan en las dulces palabras repetidas
noche a noche y día a día:
—Jesusito de mi vida…
El hombre le mira:
—¿Qué dices…?
—Nada, rezo. Eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi
corazón…
El niño Eugenio ofrece su corazón al Niño y con su corazón está
entregando su vida y su libertad de amor y su esperanza de hombre y su
nostalgia de juguetes y de globos de colores y soldados y de automóviles que
chocan en las calles…
—Mi papá ha chocado.
El hombre siente que se le eriza la piel. El hombre no puede mirar ahora
al niño porque éste ha crecido tanto, que ya es un hombre mayor que él,
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madurado con brusquedad en la pequeña habitación de la hija.
—Anda, no digas eso; duerme.
Eugenio está tranquilo y junta las dos manos bajo la mejilla y cierra los
ojos para ver al padre que le alza del suelo hacia arriba y le sonríe y le habla y
juega a que le lanza hacia el techo y le recoge.
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Salen las tres mujeres dejando solo el cuerpo solitario de Eulogio y llegan
a la habitación de las monjas, donde la Hermana hace que se sienten en las
sillas bajas, y abre el armario y les da a beber un poco de agua del Carmen. La
hermana Cristina cruza el pasillo, y antes de llamar por teléfono a la
Comisaría de entradas, apaga la luz de la habitación número 17 y cierra la
puerta.
En el despacho, el médico de guardia, Alberto Molina Feliu, acaba de
firmar el parte de color naranja en el que ha consignado que el enfermo que
ingresó unas horas antes, ha fallecido a las veintidós treinta de la noche del
veinticinco de marzo de mil novecientos cincuenta y cinco. El médico de
guardia aparta el papel sobre la mesa y piensa en el itinerario que habrá
seguido en aquellos momentos el espíritu del hombre que acaba de morir.
Enciende otro cigarrillo y se da cuenta de que esta noche está fumando mucho
y se dice que es necesario ir a ver qué hace la niña de ocho años y el enfermo
que operó tres días antes y que le llevaron medio desangrado porque un
tranvía le había amputado un brazo por el codo.
La tapia del Hospital es como la sombra de Martín y el Nanu, que avanzan
hacia la puerta y, ahora, tan cerca, acortan los pasos y no se atreven a llegar.
El portero se acerca a ellos al verlos allí, quietos, vacilantes, imprecisos.
—Oiga, soy el hijo de un taxista que ha sufrido un accidente…
¿Dónde…?
—Ahí, a la izquierda, díganselo al mozo. Es arriba, tercer piso, en
urgencias…
Los ve caminar, resonantes los pasos en los adoquines, y se dice que ha de
ser una desgracia espantosa llegar a casa y enterarse allí de que un pariente
cercano está en el Clínico.
El mozo los acompaña al ascensor.
—¿Cómo está mi padre?
El mozo baja la cabeza y vuelve a alzarla y le mira:
—Usted es un hombre… Creo que…
Martín se adelgaza por dentro y las manos se le empapan de sudor y la
piel se hiela y se endurece y se renuevan los estremecimientos y la sangre se
lanza y el corazón advierte. La mano izquierda se aprieta contra el rostro,
haciéndose daño, el mismo daño que le provoca el amigo presionando su
brazo.
Caminan despacio. Cada paso es la distancia que media entre la sorpresa y
la certidumbre, entre la red y el trapecio en alto, preparado ya todo para saltar
en el vacío. Cada paso es más lento y tira hacia atrás y los ojos buscan por
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todos lados y el olfato se impregna de un olor que evidencia y repercute en los
sentidos. Martín sabe ya que su padre ha muerto y no necesita hacer más
preguntas ni buscar más palabras. Cuando se para ante la puerta y las ve allí,
sentadas una junto a otra, doloridas y cansadas, la garganta se le aprieta en un
sollozo que es grito y alarido y rebeldía y disculpa.
La madre le mira y ver al hijo es contemplar un árbol solo en mitad de la
planicie. No puede decirle nada e inclina otra vez el rostro y vuelve a dejar las
manos tendidas sobre la falda, en un gesto de abandono, de llameante tristeza.
Elena se acerca al hermano y se abraza a él, convulsa, repitiendo un llanto que
amarga y desespera. Los brazos de Martín la rodean y está a punto de gritar
cuando el calor del cuerpo de su hermana le recuerda el calor de cuerpo de
Luisa y se siente culpable de un extraño delito y se reconoce sentenciado por
un tribunal de jueces implacables. Martín piensa que debe ver al padre y
ahora no quisiera hacerlo, desearía huir y salir corriendo del Hospital como
salió huyendo de la casa de Luisa. La hermana Cristina tira de su brazo,
insinuándole:
—Venga, está aquí al lado.
Y ahora es como si volviese todo el coñac y el vino y la cabeza se llenase
de alcohol y el alcohol nublara sus ojos y su horizonte y las piernas se
entorpeciesen sin obedecer. El Nanu se ha apartado un poco y mira a la
muchacha con desbordada ternura en su corazón y sufre por ella y no sabe
cómo podría ayudarla, porque él había visto en sus ojos al cruzarse en la calle
de Galileo, y ahora es demasiado tarde.
Cuando la hermana Cristina abre la puerta y enciende la luz de la
habitación número 17, Martín comienza a temblar, perseguido, acuciado por
cientos de miles de policías que en la chapa llevan escrita la palabra Dios.
Martín no puede dar un paso y ha de ser Elena quien le acerque. La hermana
Cristina, con cariño, aparta la sábana y se hace a un lado. Martín le mira y
tiene miedo de la cara del padre, que se dirige hacia él, y de los párpados
entornados y la frente y el pelo revuelto y lleno de sangre seca. Martín recibe
de golpe, en pleno rostro, en pleno corazón, en pleno vivir, la soledad que
brota de la muerte y, más que dolor, siente un vacío metálico y le parece que
no sólo el padre está muerto, sino también la cama y el armario y la silla y su
hermana Elena y el Nanu y la madre y la luz y las paredes, como si la muerte
contagiase muerte, hiciese muerte en todo lo que la rodea y la limita y la
resalta. La muerte del padre es un poco la muerte de todo y Martín piensa en
la palabra Dios y ahora comprende todo su sentido, porque el padre, el cuerpo
del padre, la vida del padre, no parece terminar allí, roto bajo las sábanas; era
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imposible que todas las palabras pronunciadas por el padre, que todos los
pensamientos, que todas las posturas, quedasen para siempre olvidadas y
destruidas. Eulogio muerto continuaba siendo el taxista Eulogio, con una
nueva importancia y una nueva dimensión: era un Eulogio distinto y era
también el mismo Eulogio de unas horas antes, de unos meses antes, de unas
vidas antes, sometido a una cambiante realidad, pero él mismo, desde siempre
y para siempre. La muerte del padre, más que como algo externo, algo
fisiológico de sangres, de golpes, de corazón y de músculos, se le ofrecía
como algo interno que le había costado mucho realizar para encontrarse
definitivamente consigo mismo y quedar así, con el rostro apaciguado y
vuelto hacia la vida, vuelto hacia la continuidad y pidiendo algo, exigiendo
algo de todos ellos y teniendo derecho a exigirles, porque el padre acababa de
construir algo individual y solemne que era una etapa más de su existencia y
de su realidad, de su haber trabajado y engendrado hijos, de su haber
adquirido un nombre y un peso y una altura y una capacidad de pensamiento
y de palabra y de virtud y de pecado.
Martín se reconoce a sí mismo en el padre y en sí mismo siente la muerte
del padre y ahora ya no tiene temor y se acerca y tiende sus dos manos hacia
el rostro y acuna las palmas sobre las mejillas y se inclina y besa con ternura,
con una ternura nacida en la misma muerte de la misma vitalidad que se
comparte, el rostro amarillento del hombre y la frente, todavía blanda, en la
que quizá se albergan los únicos pensamientos de la vida; las únicas y
portentosas razones que hacen a un hombre vivir y morir, que hacen a un
hombre ser elegido desde la eternidad.
La hermana Cristina le ha preguntado al Nanu si es pariente de los otros y
el muchacho dice que no y mira a Elena y la ve engrandecida, poderosa e
inasequible. La hermana Cristina sube despacio la sábana, y el hijo suspira en
la comprensión y en la ayuda que acaba de recibir del padre muerto: una
ayuda mucho mayor que las palabras que contestaron a su pregunta de si él
creía en Dios.
—Ahora tienen que llevarle al depósito. Mañana podrán verle. Vengan.
Y al salir cerrando de nuevo la puerta:
—Tendrán que hacerle la autopsia, pero no será antes de mañana cuando
el forense lo disponga. Venga usted mañana y pase por las oficinas de la
Comisaría de entradas, porque tendrá que formalizar varios impresos.
Por el fondo del pasillo, en el vestíbulo, frente al ascensor, el mozo
empuja la camilla metálica, sin colchoneta, y la rueda, a la que se le rompió la
cubierta de goma, chirría al rodar sobre las baldosas. La hermana los hace
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entrar y abre el armario en que ha guardado las ropas del muerto. Cuando la
madre ve la bata de taxista, desgarrada y manchada de sangre, cierra los ojos
y separa los labios en un gemido de animal acorralado, de animal moribundo
al que se ha dado caza.
El mozo, Juanito, el Sobamuertos, como le llaman los estudiantes de
Medicina, pone el bulto de las ropas sobre la camilla y pregunta:
—¿Qué habitación, Hermana?
Le tiende la llave al responderle:
—Ahí, en la 17.
Y mientras, en el cuarto de las monjas, se desarrolla una ceremonia
patética y triste. La hermana Cristina ha abierto el cajón y deposita sobre la
mesa los objetos que Eulogio llevaba en los bolsillos. La madre los va
reconociendo uno a uno, sobre su falda; las llaves, la cartera con la
documentación, con la licencia de taxista y el carnet de conductor, el
Documento Nacional de Identidad, el pañuelo, el anillo de boda, el paquete de
cigarrillos, el encendedor, un arrugado montón de billetes, el reloj, unas
monedas, el lápiz…
La hermana Cristina le ofrece a la mujer una bolsa de papel blanco y
grueso:
—Tenga hija, puede ponerlo todo aquí.
Las manos son beso y caricia, las manos son recuerdo e imagen, pretérito
y anillo de bodas y calles de Valencia; las manos son entrega y posesión, y
deseo y pedazo de pan, y excursión y horas y noches compartidas en el
crecimiento de los hijos, en la pérdida de los padres, en las escaleras que
ascienden al piso alto de la calle de Galileo. Las manos van dejando los
objetos en el fondo de la bolsa de papel y recuerdan y se alarman y se hieren y
se complementan con ellos. Las manos han apurado un tremendo ejercicio
vital y ahora se someten sobre el papel y se necesitan una a otra y los dedos se
engarzan para dolerse menos solos.
La hermana Cristina les habla y quiere distraerlos, porque sabe que dentro
de unos segundos cruzará frente a la puerta el mozo empujando la camilla en
que está depositado el cuerpo de Eulogio; un cuerpo que todavía conserva las
formas de siempre, y que poco a poco se va enfriando en la rigidez y en la
importancia del tránsito. La hermana Cristina cierra la puerta y sólo les llega
el sonido estridente y aniquilador de la rueda que no tiene la cubierta de
goma, como las demás. Y la madre y los hijos y el amigo están recogidos en
un grupo que reúne voluntades y dolores, en un grupo testigo que, en su
presencia, realiza también y reafirma la muerte de Eulogio, la transformación
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de Eulogio, que ha colmado su vida, que ha resuelto su existencia sin darla
por terminada, porque la muerte es un camino que se cumple en el momento
de nacer y el acto de morir es la coronación de una etapa a la que contribuyen
la madre y los hijos y el médico de guardia y la hermana Cristina y el mozo,
Juanito, el Sobamuertos, y las luces del pasillo y el ascensor y todos los seres
que, entre las paredes del Hospital, sufren y se curan y mueren y se
completan.
—Ahora será mejor que se vayan… Aquí nada pueden hacer. Mañana
podrán verle, vestido y arreglado en el depósito.
Y el grupo se alza y se repliega, amparándose, protegiéndose, uniéndose
para que la individualidad de cada uno se una a la de los demás y formen
juntos una sola presencia y una sola angustia, un solo desgarro y un único
destino.
El mozo, Juanito, el Sobamuertos, desciende en el ascensor y, en el piso
bajo, abre la puerta y desliza la camilla con movimientos exactos y necesarios
para que ni siquiera roce las paredes.
La mujer camina junto al hijo y, Elena, a su lado, pasa el brazo sobre el
talle de la madre y ni se ha dado cuenta de que el Nanu va detrás, a una
distancia mínima, y no puede saber que el muchacho llora por ella y que la
ama y que desearía ser él el muerto para evitarle el dolor. Bajan pesadamente
la escalera y la madre, la mujer, la compañera, se detiene en la pregunta y en
la necesidad:
—Quiero verle otra vez…
Y siguen bajando y la hija le ha dicho que mañana, que entonces volverán
y estarán con él, que ahora todo es inútil y que no lo permiten y que le han
llevado al depósito y que…
Cruzan la puerta de entrada y el portero los mira sabiendo, con respeto,
con desapego, con frialdad. Enfrente, cerca de la Facultad de Medicina, un
taxi se anuncia con la lucecita verde encendida. Martín se dirige a él y abre la
portezuela.
La madre se encoge, va a entrar y retrocede, se yergue y mira la calle y el
edificio y la tierra.
—No, hijo, ya nunca más volveré a subir a un taxi…
Y nadie dice nada y el grupo comienza a caminar Casanova arriba para
encontrar la calle de Córcega y luego, por Urgel, subir hasta la de París y
desde allí andar hacia Sans, hacia la casa vacía, hacia la calle vacía, hacia el
corazón vacío. Se cruzan con un bombero que va al cuartel de Provenza y una
mujer, que se dirige al bar «Choko», los mira con curiosidad. La noche se
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agranda, se dilata y se extiende sobre Barcelona, sobre los últimos pliegues y
rincones de Barcelona, sobre todas las vidas y las muertes de Barcelona.
Mientras, el grupo se apresura en la lentitud y en la oscuridad.
Dentro, en el pasillo de los dispensarios, Juanito, el mozo, arrastra la
camilla en la que Eulogio va ofreciendo su forma y su sentido último. Juanito
no piensa, Juanito se ha acostumbrado a no pensar porque, si lo hiciera, no
podría conducir las camillas hasta el depósito. El pasillo es ancho y la luz
ilumina el contraste de las baldosas negras y blancas que dibujan grandes
cuadros. Ahora tuerce por la derecha y enfila el camino que ha de llevarle
hasta la puerta trasera del depósito, en donde no recibirá la menor impresión
al entrar y en donde vestirá al hombre y arreglará los pliegues de las ropas y
peinará sus cabellos para que la familia lo encuentre limpio y plácido cuando
vayan al día siguiente, a verle.
Por la calle París camina el grupo. La madre se detiene a veces y vuelve la
cabeza hacia atrás, queriendo adivinar la distancia que la va separando de su
marido muerto y entregado a manos extrañas. Elena y Martín, cada uno a un
lado de la mujer, la protegen y se protegen en su movimiento y en su calor, en
sus gemidos y en sus lágrimas. Cruza un taxi y la mancha amarilla les parece
a todos cubierta de sangre. Y se detienen. Y vuelven a emprender el camino,
que alargan adrede porque saben que en la casa, donde espera Eugenio, la
verdad será implacable y comenzarán a vivirla en toda su intensidad. El Nanu
se aproxima a la muchacha y busca su mano y la aprieta entre los dedos y le
comunica fuerza y responsabilidad; la misma responsabilidad que nota Martín
crecer dentro de sí, dentro de la palabra Dios, que él ve cuidadosamente
grabada sobre la carne muerta del padre.
Barcelona, 1958
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JULIO MANEGAT nació en Barcelona en 1922. Licenciado en Filosofía y
Letras, en la especialidad de Semíticas, durante su juventud se sintió
profundamente atraído por África, en especial por Marruecos. Su padre, Luis
G. Manegat, había dirigido El Noticiero Universal, y él ejerció el periodismo
y la crítica en el mismo diario, donde llegó a ocupar el cargo de subdirector.
Su labor en este campo le llevó a dirigir la Escuela Oficial de Periodismo de
Barcelona.
Cultivó la poesía (Canción en la sangre, 1948), el cuento (Historias de los
otros, 1967), la novela (La feria vacía, 1961, con la que obtuvo el Premio
Ciudad de Barcelona; El pan y los peces, 1963, Premio Selecciones Lengua
Española, y Amado mundo podrido, 1976) y el teatro (El silencio de Dios,
1956, y Antes, algo, alguien, 1974). Con su relato de El coleccionista obtuvo
el Premio Hucha de Oro en 1984. Sus novelas La ciudad amarilla, 1958, y
Spanish Show, 1965, fueron finalistas del Premio Planeta.
Tuvo dos pasiones: la reseña literaria y teatral (por la que fue Premio
Nacional de Teatro) y el periodismo. En ese sentido, creó en 1956, junto a
Tomás Salvador y Joan Ramón Masoliver, los Premios de la Crítica. Falleció
en Barcelona el 9 de agosto de 2011.
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