Bloque 1. Europa en La Ilustración
Bloque 1. Europa en La Ilustración
Bloque 1. Europa en La Ilustración
3º de Grado en Historia
Contenidos
Bloque 1. ¿Qué es la Ilustración?
1) Un movimiento ideológico-cultural. 2) El pensamiento ilustrado. 3) La religiosidad
ilustrada. 4) El Absolutismo Ilustrado.
Departamento de Hª
Profesor Fernando Manzano Ledesma manzanofernando@uniovi.es Área de Hª Moderna
(2ª planta)
.
1) UN MOVIMIENTO IDEOLÓGICO-CULTURAL
Introducción
Les Lumieres, die Aufklarung, the Enlightenment, l’Illuminismo, as Luzes, en
idiomas diversos, el término viene a el equivalente del vocablo castellano Ilustración.
Pero ¿qué es la Ilustración?
La historiografía de los años 50 puso de moda identificar la Ilustración con el
espíritu del siglo, condensado en “las ideas de renovación y reforma, de ordenación
racional, de difusión de la ciencia, de pedagogía social”. Pero es obligado reconocer que
no todo el siglo XVIII fue ilustrado y que, junto a la Ilustración, existió una corriente
contraria a ella. El llamado espíritu del siglo recoge más bien las ideas o tendencias
propias de un marco espiritual, social y hasta, en parte, cronológico determinado. Y si es
equívoco hablar de espíritu de siglo, lo es más referirse a la Ilustración “como la
caracterización general de las tendencias intelectuales, políticas y sociales de una época”.
Otros autores han definido el fenómeno ilustrado como una mentalidad, un sistema de
ideas, una ideología, o, por decirlo de forma más precisa, un fenómeno ideológico-
cultural. Por el contrario, un tercer grupo de investigadores ha definido la ilustración
como un fenómeno de más vasto alcance. Domínguez Ortíz, por ejemplo, afirma que se
trata de “un movimiento que abarca la integridad de los aspectos vitales”, y, para
caracterizarla, ha invocado la tesis del doctor Koch. Según este último, la Ilustración se
resumiría en cuatro puntos esenciales: 1) la aceptación de la investigación científica y de
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sus resultados, aun a riesgo de chocar con las opiniones corrientes; 2) la lucha contra la
superstición y los prejuicios, en especial, los que conducen a cualquier forma de opresión
o injusticia; 3) la reconstrucción y reexamen crítico de todas las creencias básicas; y 4) el
interés por las obras de reforma económica y social.
Kant interpretaba que la Ilustración era una actitud que llevaba al hombre a salir
de su “minoría de edad” y servirse de su propio entendimiento para emanciparse
plenamente y acercarse a la verdad. Este era el lema ilustrado: sapere aude. Voltaire venía
a decir lo mismo cuando exclamaba: Osez penser par vous meme. Y Feijoo exaltaba “el
propio entendimiento”.
En esa línea, Palacio Atard llegó a escribir, hace ya muchos años, que “en los
hombres ilustrados es preciso definir la actitud para comprenderles (más que) las ideas
que expresan o comportan”. J. H. R. Polt veía en la “Ilustración un deseo de mejorar la
vida humana en este mundo: la vida del individuo, la de la sociedad y la de todo el género
humano”. Recientemente, J. M. Caso se pronunciaba de modo aún más claro: “la
Ilustración no fue una filosofía, ni siquiera un sistema ideológico, sino unos cuantos, y no
muchos principios generales, que engendran programas de actuación, todos ellos con una
meta: conseguir un hombre nuevo, para hacer un mundo nuevo”. A mi modo de ver, la
Ilustración se entiende mejor si se la considera no como un sistema de ideas, y menos
como una ideología, sino como una actitud capaz de transformar el hombre y el mundo
que le rodea. El fundamento de tal actitud se expresó sobre todo a través de tres
postulados: la fe en la capacidad creativa y transfiguradora de los saberes, el respeto
crítico y a veces el ataque frontal a la fe cristiana y el afán de reformas. Sea cualquiera el
concepto de Ilustración que se adopte, los especialistas reconocen en ella unos rasgos
generales y unos factores condicionantes.
Características de la Ilustración
Ante todo, la Ilustración se caracterizó por la fe en la capacidad creativa y
transfiguradora de los saberes. El protagonista de esa capacidad es el hombre. “Nuevo
centro de interés”, como dijera Gusdorf, y “sede de todos los valores”. El hombre, para
la sensibilidad ilustrada, no sólo busca ser útil a si mismo, sino a los demás. Y, para ello,
supera el viejo dualismo entre el cuerpo y el alma y se reconoce como un “ser de carne y
hueso”, integrado en la naturaleza que le circunda, con una razón y unas pasiones que no
tienen nada de reprobable.
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La fe en las Luces
La vía para llegar a la verdad y al bienestar personal y general es el uso de la razón
y del espíritu crítico; es más: la filosofía consiste en el ejercicio del espíritu crítico. El
filósofo debe atenerse a los datos que la razón y los sentidos le proporcionan. “La razón,
que no es (Cassirer) un contenido fijo de conocimientos, de principios, de verdades, sino
más bien como una facultad, como una fuerza que se puede comprender plenamente
gracias a su ejercicio, ha de revisar el orden vigente, y todo el mundo viejo, no concebido
conforme a la razón, debe ser objeto de crítica”. Unas veces, esta crítica universal
reconocerá límites para algunos los dogmas religiosos, en otras ocasiones no. Un arma
especialmente sutil al servicio de la razón y del espíritu crítico es la ironía. Gracias a ella,
se pusieron en solfa personas o instituciones consideradas hasta entonces respetables. En
definitiva, “la razón se convierte en una fuerza para transformar lo real”.
Con razón se ha hecho ver que, para los ilustrados, “la confianza en el poder de la
razón no equivale exactamente al racionalismo tal y como se concebía en el siglo XVII.
La Ilustración subraya la importancia de la sensación como modo de conocimiento frente
a la mera especulación racional, pero el empirismo…no es sino un acceso distinto hacia
una realidad que se presupone racional”. La razón de los ilustrados trata de poner orden
en los datos de la experiencia sensible y afirma, mediante el conocimiento inductivo; esto
es, yendo de lo particular a lo general. Con base en este pensamiento, crece la fiebre de
los experimentos y se despierta el espíritu positivista. El maestro del empirismo fue John
Locke. A través del Essay on Human Understanding, el filósofo inglés había condenado
la metafísica e invitado a prestar atención al mundo que rodeaba al ser humano. Tanto o
más que Locke influyó en el racionalismo y el empirismo del siglo XVIII el llamado
paradigma newtoniano. Isaac Newton había pretendido también partir de lo dado –los
fenómenos-, para elevarse a lo buscado –las leyes-, que daban cuenta de la naturaleza de
los mismos y no las causas últimas. Su método se basaba, como confesará en su Optica
(1704), en los experimentos y observaciones. Las teorías newtonianas se difundieron
particularmente en el ámbito científico y filosófico, pero también tuvieron eco entre los
diletantes de la época. El matemático Pierre Louis Moreau de Maupertuis (en su Essai de
philoshophie morale) y el conde de Buffon en su Essai d’arithmetique morale, pusieron
en marcha las matemáticas sociales.
La razón, el espíritu crítico, el racionalismo y el empirismo proporcionaban al
hombre nuevas certidumbres y nuevas luces. La ciencia útil y la técnica son dos
inevitables derivaciones del conocimiento científico en una época en que se buscan, ante
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todo, resultados prácticos. Los sabios del siglo XVIII, explica R. Herr, “refinaron algunos
de los logros anteriores y se encaminaron en nuevas direcciones: la botánica, la
electricidad estática y el proceso químico de la combustión. Para la persona culta media,
sin embargo, su gran triunfo fue difundir la comprensión de los avances científicos y
filosóficos del siglo precedente, como hizo Voltaire con la leyes de Newton y hacer
patente el conflicto existente entre ellos y los conceptos aristotélicos y escolásticos que
formaban la base de la educación y el conocimiento en la sociedad cristiana”.
Pero la atención de la ciencia se polarizó no solo en la naturaleza, sino en la
sociedad y en la economía política.
Si la visión del mundo, sometida a categorías de razón, cambió, también se
modificaron las explicaciones sobre la persona y la sociedad: el hombre, como parte de
la naturaleza, sostenían (los ilustrados), debía obedecer las leyes naturales al igual que las
órbitas celestes, y dichas leyes, tenían que ser también susceptibles de ser descubiertas
mediante la observación y la inducción.
Disipadas, a través de las luces, las nubes de la ignorancia, el hombre sería mejor
y viviría de forma más perfecta, tanto en su dimensión individual como en la social. El
gran mito que acompaña a ese nuevo destino es la felicidad. Se busca la felicidad privada,
pero también la pública. La “búsqueda de la felicidad”, escribe Carmen Iglesias, “no se
concibe como una persecución egoísta de cada individuo, sino como una articulación en
donde lo individual y lo social se armonizan”. Dos son los grandes puntos de referencia
para alcanzar la felicidad: la naturaleza y la historia.
Para los ilustrados optimistas, la naturaleza es buena. Solo hay que descubrirla
para alcanzar la felicidad. Con evidente carga retórica, el poeta británico Alexander Pope
dirá: “todo está bien”. Y el filósofo y matemático alemán Leibniz llegará a afirmar: este
es el mejor de los mundos posibles. El camino ideal para descubrir la naturaleza es la
ciencia. Dominada la naturaleza a través de ella, el hombre tendrá colmadas sus
necesidades y será feliz. Cientos de obras, algunas con acentos visionarios, creyeron haber
encontrado el camino de la felicidad, como aquel utópico Reino de los felicianos (1727)
del marqués de Lassay.
Otra ruta de acceso a la felicidad era la historia. “El pasado histórico, recuerda V.
León, se analiza desde un punto de vista crítico y se considera que no es una forma
necesaria de la evolución de la humanidad, sino que en él han influido un conjunto de
errores explicables por el insuficiente uso de la razón”. Si el pasado no siempre es bueno,
el futuro será mejor, gracias al progreso de los diversos sectores del saber y de la sociedad.
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El entusiasmo de los saberes y la búsqueda de la felicidad y el progreso para la
persona y la sociedad implicaban un amplio plan educativo y pedagógico, duramente
obstaculizado por el vaivén entre un “equívoco dirigismo” y la “defensa de la libertad”.
“Educación, instrucción pública, cultivo de la inteligencia, resumen C. Iglesias, ésos son
los cauces para la mejora del individuo y para la mejora de la sociedad…Esta será tanto
más prospera y más gobernable cuanto más culta sea: aquel será más feliz cuanto mejor
oriente y satisfaga su interés personal”. Así pues, era natural que, en opinión de los
ilustrados, la educación sea el “motor principal de los cambios”, que opere con todo lujo
de instrumentos, además de los centros educativos y culturales, el teatro, las fiestas y
diversiones, la prens, etc., y que afecte, no sólo a lo particular, sino al ámbito completo
de la sociedad.
El cuadro de las Luces se completaba para los ilustrados con el conocimiento
directo del mundo y de las cosas. El hombre, como observa Palacio Atard, se convirtió
en un weltburger (cosmopolita): habla diversas lenguas, viaja por Europa, toma té a la
inglesa o chocolate a la española, escucha ópera italiana y, en algunos casos, profesa la
impiedad.
Religiosidad y agnosticismo
La religiosidad tradicional –que pervivió en amplios sectores-, se sometió al filtro
implacable de la razón y de ello salieron, esencialmente, tres respuestas al fenómeno
religioso: la religiosidad ilustrada, la exaltación de una religión natural y el agnosticismo.
Muchos ilustrados siguieron fieles a su fe, aunque trataron de hacerla compatible con las
nuevas explicaciones sobre la naturaleza del universo o la organización de la sociedad, y
criticaron múltiples aspectos de la práctica religiosa, la pastoral, la disciplina o el
apostolado. Con razón ha diferenciado Caso González a los “ilustrados católicos”, que
aceptan la revelación, pero no todos la interpretación que de ella se ha dado y cuya actitud
lleva a la reforma socioeconómica, a la reforma religiosa, o a otras reformas; y los
“católicos ilustrados”, que aceptan la necesidad de algunas “reformas, de una purificación
de la fe y de la moral pero difícilmente irán más allá”. Las diferencias personales o
nacionales, en cada caso, eran acusadas. Teófanes Egido ha resumido con agudeza las
notas diferenciadoras de la religiosidad de los ilustrados españoles: crítica a la
religiosidad popular, religión bíblica y cristocéntrica, protagonismo de los laicos y nuevas
virtudes con proyección social. En España, los ilustrados católicos digirieron
fundamentalmente sus dardos “no contra la fe, sino contra unos determinados modos de
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entenderla o practicarla, o contra ciertas actitudes e instituciones de la Iglesia y,
especialmente, contra ciertas individualidades u organizaciones del clero, e incluso, si se
quiere contra el propio estamento eclesiástico”.
La Ilustración fustigó, además, la religión revelada e impulsó una religión natural.
Lo que no es conforme a la razón repugna a la naturaleza humana: repugnan los milagros,
los misterios. Basta creer, dijeron algunos, en un Dios creador, en un ser supremo, y dejar
de lado los dogmas cristianos y a los clérigos. La ofensiva la iniciaron los deístas ingleses
(Toland, Pope, Tyndall) y la prosiguieron los franceses. Voltaire, símbolo de muchos de
ellos, criticó los libros sagrados, la historia sagrada, la organización de la Iglesia y la
conducta de los cristianos. En Alemania, el ataque de los deístas fue más tardío: Michaelis
o Semler, por ejemplo, hicieron una exégesis científica de la Biblia.
De la actitud crítica se pasó, en ciertos casos a posiciones agnósticas, materialistas
o ateas. El grito de la impiedad está representado en el Belisario de Marmontel, en
Mélaine de La Harpe y en muchas obras más.
El afán de reformas
Son muchos los autores que han puesto de relieve que los ilustrados y algunos que
no lo eran tanto contribuyeron a articular, singularmente en la segunda mitad de siglo, un
vasto movimiento reformista y regenerador. Con él se buscaba, entre otros objetivos,
mejorar las condiciones de vida y lograr tangibles mejoras materiales, aumentar el poderío
estatal, procurar la felicidad y el bienestar de los súbditos, dar muestra de filantropía y
alcanzar –con todos los condicionamientos que se quiera- una mayor franja de libertad.
Estuvo centrado, principalmente en brindar un nuevo horizonte económico, expresado,
en las reformas agrarias, la expansión comercial, la mejora del transporte, la revolución
industrial y la reordenación de la vida financiera.
Se buscó, además, una reforma de la educación, que afectó, “tanto a los principios
como a los métodos, la organización o (los contenidos), y que configura lo que se ha
llamado soberanía de la educación, en cuanto ésta se transforma en el motor principal de
los cambios”. La reforma afectó a todos los sectores del proceso educativo: la educación
primaria, los estudios luego denominados medios, la enseñanza universitaria y la
profesional. Las nuevas formas educativas tuvieron que abrirse paso en competencia con
las antiguas y se plasmaron, de forma siempre incompleta, en los nuevos saberes, los
nuevos métodos y la nueva organización.
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Las reformas afectaron así mismo a la maquinaria político-administrativa. Cuando
se habla de reforma del Estado se hace referencia, sobre todo, a dos fenómenos de singular
entidad: el absolutismo ilustrado y la centralización político-administrativa. Hartung y
otros muchos autores –por ejemplo, Palacio Atard y J. A. Escudero o A. Mestre- han
puesto de relieve la contradicción máxima del despotismo ilustrado: monarcas y filósofos
justificaban un poder despótico, aunque no arbitrario, para “restaurar el libre juego de las
fuerzas (individuales) y sociales”. En la medida en que se aceptaba ese libre juego, parecía
defenderse, en cierto grado, la soberanía popular –es decir, un poder basado en la voluntad
del pueblo. Pero, por otra parte la misma corriente doctrinal canonizaba el absolutismo
monárquico. Un aspecto concreto de esa política sería la centralización político-
administrativa. El proceso se desarrolló a lo largo del siglo, pero alcanzó sus matices más
significativos con Federico II de Prusia, José II de Austria, Catalina II de Rusia, Carlos
III de España, José de Portugal y Cristián VII de Dinamarca, entre otros soberanos.
Así mismo tuvo importancia la reforma de las Iglesias, emprendida a impulsos de
la presión de la sociedad civil y de los creyentes, y realizada por las autoridades o
instituciones eclesiásticas. Las reformas alcanzaron también a las formas culturales –
pensamiento, arte, letras, ciencias, técnica- y a las costumbres, condicionadas, unas veces,
por los impulsos populares y otras, por las reglas y las academias o modos culturales,
como el afrancesamiento y la anglomanía.
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La Ilustración y el poder
No puede entenderse plenamente la Ilustración si no se definen sus relaciones con
el poder. “Quién debía gobernar el Estado, cómo y con qué fines (Herr) eran cuestiones
indecisas a las que la Ilustración se esforzó por dar nuevas respuestas, según los países”.
Allí donde existió despotismo ilustrado, el entendimiento entre el soberano y los
intelectuales o los políticos “no dejó de encerrar dificultades y confrontaciones”, pero de
distinto volumen.
En España, por ejemplo, el forcejeo entre Ilustración y despotismo ilustrado fue
menos radical que en otras partes. Ello se debió a que, lejos de situarse en dos planos
opuestos la autoridad y los intelectuales, la mayoría de éstos y la monarquía (a veces con
tensiones) supieron armonizarse, de manera que el poder se convirtió en “nervio de la
reforma” y sirvió para impulsar (a veces sin éxito) propósitos renovadores. En otros países
el despotismo ilustrado, aun con concesiones de los gobernantes a los filósofos, puso más
el acento en la razón de estado.
Otros países europeos más alejados de la órbita ilustrada se regían por un soberano
que no obedecía a nadie fuera de sus fronteras, si se exceptúa en algunos casos la sumisión
al papa, y que en el interior de cada país veía limitado su poder por la Iglesia, la nobleza
y las cortes o parlamentos. En ciertos estados, como Francia, el entendimiento entre la
monarquía y los intelectuales o la clase política quebraron, y se abrió camino la vía
revolucionaria.
Gran parte de las tendencias de reforma características de la Ilustración vinieron
ligadas a la acción de una minoría propulsora. “Tal minoría, escribió hace años Vicens
Vives, fue formándose poco a poco…Sus componentes fueron políticos, como Olavide,
Campomanes, Floridablanca, Feijoo, Jovellanos, Cadalso, Meléndez Valdés;
economistas, como Uztáriz, como Virgili, Gimbernat y Casal…; naturalistas como
Cavanilles…; matemáticos, como Jorge Juan…; eruditos, como Pons y Villanueva”.
Es difícil de ubicar ideológicamente a estos hombres de élite. Se ha hablado de
conservadores, tradicionales, modernistas tradicionales, enciclopedistas, reformadores –
prudentes o ilusos-, protoliberales, pero muchas personalidades se resisten a los
encasillamientos. De una forma u otra, casi todos ellos tuvieron una educación católica –
a la que luego respondieron de formas muy diversas- por la filosofía moderna, la
mentalidad burguesa y el afán de reformas. En la actualidad los historiadores tienden a
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situar a los ilustrados, más que en sectores ideológicos diferenciados, en órbitas de
afinidad profesional, territorial o social.
Por decisivo que sea el conocimiento de la minoría propulsora, la fisonomía de la
Ilustración no quedaría definida si no se enmarca el fenómeno en un contorno social. No
hay unanimidad sobre si hubo o no conciencia comunitaria en la época de la Ilustración.
En directa relación con el tema está la polémica sobre el casticismo. ¿Fue la Ilustración
elitista y, en cierto grado, instrumentalizó al pueblo? En España, como ha advertido Javier
Varela, “el discurso ilustrado sobre el pueblo supone su elevación a la inédita dignidad
de ciudadano; también entraña la consideración en profundidad de una realidad (el
pueblo) que trata de reorganizarse para afrontar una etapa histórica nueva: la sociedad de
clases burguesa y moderna”.
El contorno social debe estudiarse también desde otros planos. El primero, sin
duda, es el de la participación de los burgueses en la génesis y desarrollo de la Ilustración.
Pero la Ilustración, no fue sólo obra de burgueses. Fue una aventura en la que tomaron
parte sectores sociales muy diversos, sobre todo funcionarios civiles y militares,
universitarios, profesionales –singularmente médicos y abogados-, intelectuales –
especialmente, filósofos, científicos, técnicos, escritores y periodistas-, miembros de la
burguesía mercantil o financiera, gentes de la nobleza titulada, de la pequeña nobleza, de
la nobleza provinciana o de la alta nobleza, prelados, canónigos, frailes, párrocos,
artesanos y unas pocas mujeres.
La oposición a la Ilustración
El movimiento ilustrado se vio abiertamente combatido o desdeñado por algunos.
En todas partes, escribe F. López, “las Luces van ligadas dialécticamente a su contrario,
el oscurantismo”, y, a fines del siglo XVIII, se opondrá la palabra “civilización”, recién
construida, a la muy antigua de “barbarie”. No hay ni un ilustrado que no exprese su
anhelo de “remover los obstáculos”, de combatir las “opiniones”, las “prevenciones” que
oponen a las luces”.
¿Quién movía las fuerzas de la reacción? Ante todo, los que no comprendieron
que sin moderación no había futuro, pero también quienes se sentían prendidos en las
redes de intereses más o menos egoístas. En España, a juicio de T. Egido, son
principalmente “sectores aristocráticos que, reflexiva o instintivamente, perciben la
amenaza al régimen señorial, al sistema de valores que lo sustenta…, clérigos (que tratan
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de oponerse) al proceso secularizador que intenta disolver la ordenación sacralizada de la
sociedad y el sustentáculo ideológico de su predominio. Los antiilustrados, por tanto,
incorporan un discurso capaz de enfrentarse con el de los ilustrados”.
Los opositores a la Ilustración dispusieron de instituciones y medios de relativa
eficacia para propagar su mensaje. Entre los primeros cabe citar la universidad, los
colegios mayores y ciertas organizaciones eclesiásticas. Los segundos están
representados en una amplia panoplia que va desde tratados de filosofía a sermones, cartas
pastorales de algunos prelados, periódicos, apologías o virulentas sátiras. Para los
antiilustrados, lo bueno era lo antiguo, lo ortodoxo, lo nacional; lo malo era lo moderno,
las novedades y la filosofía experimental y racionalista opuesta a Aristóteles.
El monstruo que ellos presentaban era una Ilustración distorsionada. Para atacarla,
las más de las veces se usaron argumentos efectistas, troquelados en Francia o en Italia y
aplicados a realidades muy distintas, como la española, por ejemplo. Se fue tejiendo así,
como bien dice Egido, una imagen polémica y falsa de la Ilustración que los reaccionarios
se encargaron de propagar. ¿Triunfaron los antiilustrados en su propósito? No es fácil
conocer la difusión y asimilación que tuvieron sus ideas, pero, en todo caso, trataron de
aprovechar la escasa capacidad de absorción de la cultura popular –la de la mayoría- que
los ilustrados mostraron.
2) EL PENSAMIENTO ILUSTRADO
Introducción
Pocas veces el espíritu humano buscó tan denodadamente como en el siglo XVIII
una base filosófica para explicar la vida y actividades de los hombres. La filosofía
compitió con la teología y, en buena parte, la sustituyó, y el arte de filosofar se generalizó.
Cesar Chesneau Dumarsais era el autor del escrito Le Philosophe, editado como anónimo
en 1743 y reproducido, con retoques, en la Enciclopedia. El filósofo, se decía en esta
última publicación, “es un honnête homme que aspira a complacer y a hacerse útil…Está
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lleno de humanidad…La sociedad civil es para él, por así decirlo, una divinidad sobre la
tierra; la exalta, la honra con probidad, con la exacta observancia de los propios deberes
con el deseo sincero de no ser un miembro inútil o incómodo”. Esta idealizada imagen no
la compartían los que, al motejar a alguien de filósofo, pretendían usar la ironía. En todo
caso, el filósofo trataba, como dijera Diderot, “de hacer la filosofía recomendable a los
ojos del vulgo y demostrársela acompañada de la utilidad”; es decir, aspiraba a desarrollar
una tarea práctica y útil o, por expresarlo, con una palabra equívoca, comprometida.
En el siglo XVIII hubo grandes pensadores, pero hubo también, y en mayor
medida, figuras menores. Alguna razón asistía a Vicens Vives cuando decía que la
filosofía ilustrada era, ante todo, un “proceso de divulgación y aplicación práctica de los
grandes principios establecidos por la filosofía y la investigación científica del XVII”.
En concomitancia con la realidad que se describe, los pensadores tendieron a
comunicarse, a filosofar juntos, en cierto grado, a asociarse. En Francia surgió, en torno
a la Enciclopedia, un grupo de presión de intención reformadora al que se denominó parti
philosophique, un pseudopartido de escasa organización y en el que se promovió toda
clase de debates, incluso el político. En Gran Bretaña no existió nada semejante, tal vez
porque existían verdaderos partidos políticos, en los que el debate era habitual, y una
opinión pública más viva y libre. Pero las discusiones intelectuales contaban con marcos
muy diversos: el periodismo, el gabinete de lectura, el club, el café. Aunque el nivel
teórico no fuese elevado y, más que alentar nuevas ideas, se difundiesen las ajenas, no
dejaron de tener importancia los filósofos de café. Reuniones semejantes se dieron en
otros países.
La filosofía de la Ilustración, alcanzara o no este objetivo, ponía sus miras en un
público amplio. Los autores usaron, en vez del latín, las respectivas lenguas nacionales;
su lenguaje era directo y se enfrentaron con temas que preocupaban no sólo a los
intelectuales, sino al hombre de cultura media. Además, los avances de la imprenta y la
prensa facilitaron la difusión de los textos. Muchos filósofos menores trivializaron
demasiado su pensamiento, y se convirtieron en meros divulgadores.
El pensamiento ilustrado trató de poner coto a los fárragos y superficialidades de
la escolástica decadente, pero ello le llevó a despreciar, indiscriminadamente, importantes
parcelas filosóficas. En vez de la metafísica, la ciencia especulativa o las grandes ideas
interesaron, sobre todo en la segunda mitad del siglo, la teoría del conocimiento, la ciencia
positiva y la ciencia útil, el desarrollo de las ideas y métodos de Bacon, Locke, Newton o
Galileo, y la definición de temas conectados con la vida real, como la naturaleza, la razón,
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el progreso, la felicidad y la filantropía. En otro terreno, cuestiones como el conocimiento
de Dios, la religión y la inmortalidad se pasaron por el cedazo crítico de los deístas o el
agnóstico de los materialistas y los sensualistas. El pensamiento ilustrado trajo una
filosofía de la Ilustración, del derecho y de una ética basada en las virtudes naturales.
Todo ello condujo a un optimismo, fundamentado en la fuerza de la razón y de las
normas naturales, pero tal optimismo fue quebrantado a lo largo del siglo. Son muchas
las vías que abrieron camino a la desconfianza y, luego, al pesimismo, respecto a las
posibilidades del hombre ilustrado.
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del conocimiento estableció una distinción entre impresiones e ideas. Las primeras se
obtienen al hacer uso de los sentidos o de las experiencias derivadas de nuestros actos y
posibilitan el conocimiento de la naturaleza; las ideas se reducen a copiar o desarrollar la
primitiva y original impresión. Así pues, el conocimiento fidedigno se adquiere a través
de los sentidos y la naturaleza no pasa a ser una representación de la mente humana. Pero
estas representaciones no prueban la existencia del mundo externo, que sólo puede
estimarse como probable, ya que todas las representaciones y son el resultado de nuestras
sensaciones y de las asociaciones que se repiten en cada caso. Hume negaba así mismo la
causalidad, la relación causa a efecto es indemostrable. Sin duda es cierto que un
fenómeno puede suceder a otro, pero ello no significa que éste, según Hume, dependa de
aquél o que se haya producido por su mediación. Este pensamiento, como se ha hecho
observar, “tuvo la virtualidad de alejar a la metafísica, de reivindicar la psicología a través
de la asociación, de valorar las ciencias experimentales y de evidenciar que la matemática
era la única ciencia con certeza absoluta”. Pero la razón sufrió, como fruto de algunas
afirmaciones de Locke y de los sistemas de Berkeley y Hume, un duro golpe.
Los deísmos
Dos notas definen el deísmo británico del siglo XVIII: la negación de la religión
revelada y la aceptación de una religión natural. Dos son, a la vez, los postulados
fundamentales de esta última: la creencia en Dios y la observancia de las leyes naturales.
La creencia en Dios de los deístas es, sin embargo, imprecisa. Al decir de Bayle, “la
diferencia entre los ateos y los deístas, no es casi nada”, pero en ese “casi”, observa el
historiador francés Hazard “¡cuántos matices pueden ponerse!”. La verdad es que el Dios
de los deístas es, como ha escrito Teófanes Egido, “el ser supremo, arquitecto del mundo,
cuya existencia se prueba racionalmente por la naturaleza; pero no obliga; que no
interviene en el desarrollo de la historia, una vez que ha hecho el mundo; pero al que hay
que adorar, sobre todo, a través de la naturaleza”.
Los deístas aceptaban al igual que los cristianos unas leyes naturales –la naturaleza
es sana, dicta lo que es justo- y tanto unos como otros pensaban que los hombres no son
naturalmente buenos. Sin embargo, las diferencias entre cristianos y deístas eran
sustanciales. Bayle ha escrito: “Vemos en el género humano muchas cosas malísimas,
aunque no se puede dudar que son pura obra de la naturaleza”. Pero los deístas, “se
contentaban con creer que obraban libremente, en el sentido de la fuerza oscura que
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aseguraba la conservación y el orden del Universo. Adorando a un Dios sin misterio,
tenían la impresión de adherirse a una ley positiva”.
Los deístas John Toland (1670-1722) y, en una línea menos radical, Mathew
Tyndall (1656-1733) arremetieron, a veces violentamente, contra el cristianismo. Pero
estos hombres, que luchaban contra las iglesias organizadas, crearon una comunidad
espiritual, con sus himnos a la naturaleza y sus ritos de iniciación. Sus lemas y frases,
influidas por la masonería, se resumían en el saludo a los asociados de la secta deísta –
“Florezca entre nosotros la Filosofía” –y la respuesta de éstos –“Con las demás artes
liberales”.
La moral natural
En diversos lugares de Europa, desde comienzos de siglo, se había defendido la
tesis de la independencia entre moral y religión. Abandonada la moral de orden divino,
¿qué moral de orden humano era aconsejable? Se buscó una filosofía moral autónoma, en
la que el protagonista fuese sólo el hombre, depositario de un sentido moral innato que
no necesita de imposiciones trascendentes.
En esa línea, Ashley Cooper, conde de Shaftesbury (1671-1713), adalid de las
buenas maneras y del sentimiento, se atrevió a afirmar que la norma de la moralidad es la
utilidad, la máxima felicidad. Su refinado esteticismo le llevó a defender que la regla
moral, es la que se adapta a la armonía, a la belleza, a la serenidad, en contra de lo que
postulaban los que el filósofo denominó “extremismos religiosos”. Sus obras filosóficas
más importantes están reunidas en Características de hombres, costumbres, opiniones y
tiempos (1711).
En oposición al optimismo de Shaftesbury, Bernard de Mandeville (1670-1733)
fue un escéptico que defendió una cínica moral del vicio, útil, en su opinión para la vida
pública. En un ruidoso folleto La colmena zumbadora, o los bribones convertidos en
personas, narraba una fábula en la que venía a demostrarse que sólo los malos triunfan.
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mejor, el espíritu del primero se caracterizó por una actitud de crítica universal y
escepticismo. La filosofía puede destruir afirmaciones, suscitar la duda, pero difícilmente
puede postular la verdad, afirmaba. La evidencia se escapa hasta en las ciencias exactas:
la única certeza es la incertidumbre. Deslizándose desde la crítica, la tolerancia y la duda,
pudo llegar el escepticismo absoluto pero no dio el último paso. La huella de Bayle fue
profunda y algunas de sus posiciones y sus métodos –la ironía, la duda, el sarcasmo-
fueron heredadas por ciertos ilustrados y, singularmente, por Voltaire. El otro heraldo del
pensamiento ilustrado fue Fontenelle, introductor en Francia de las ideas de Newton. Los
enciclopedistas decía de él que preparó “la luz que el mundo debía ser reiluminado”. Su
postulado fundamental era que la ciencia debe sustituir a la fe y a la religión. Pero su
deísmo no fue óbice para que opinara que la física debía ser una nueva teología. A su
juicio, la existencia de Dios se probaba no con argumentos metafísicos, sino con otros
extraídos de la física y la astronomía., donde se manifestaba la existencia de un Supremo
Arquitecto del universo.
Dejando de lado a los autores menores, el pensamiento ilustrado francés del
Setecientos encuentra su plenitud en dos grandes marcos: el de la Enciclopedia y el del
pensamiento político y social.
La Enciclopedia
Cuando se utiliza la expresión Siglo de la Enciclopedia se quiere poner de
manifiesto la importancia de esa empresa ingente que fue la Enciclopedia o Diccionario
razonado de las ciencias, las artes y los oficios. En 1745, el librero Le Breton proyectó
traducir del inglés y ampliar levemente la Cyclopaedia (1728) de Chambers. En seguida
se asociaron a la tarea otros libreros franceses –Briasson, David y Durand-, y en 1747 se
eligieron dos directores Denis Diderot y Jean Le Rond d’Alembert. Fue el primero quien
hizo público, en 1750, el prospecto en el que se esboza, como era habitual en
publicaciones semejantes, la naturaleza, los fines y el sentido de la obra. Lo que, en
principio, se concibió como una traducción o una adaptación, acabó siendo un trabajo
original de gran importancia informativa, cultural y política. Según Diderot, se pretendía
“formar un cuadro general de los esfuerzos del espíritu humano en todos los géneros y en
todos los siglos, presentar esos objetos con claridad y dar a cada uno de ellos la extensión
conveniente”. En el Discurso preliminar, D’Alembert exaltaba como talentos
inspiradores de la nueva publicación a Bacon, Newton y Locke.
16
Los colaboradores elegidos entre 1747 y 1750 fueron unos cincuenta. Entre ellos,
destacaban, además de Diderot –que escribió novecientos artículos-, D’Alembert, Forney,
Damberton, Malouin, La Chapelle, Toussaint y el abate de Prades. Poco a poco, se
añadieron otros: Voltaire, Montesquieu, Buffon, Rousseau, Marmontel, Condillac, La
Condamine, Langlet-Dufresnoy, D’Aumont, Boulliet y, más adelante, los economistas de
la fisiocracia, por ejemplo, Quesnay y Turgot; científicos como el barón d’Holbach y
Daubenton; artistas como Falconet; gramáticos, como Dumarsais; historiadores, como
Duclos; el abate Raynal y Mallet. En suma, representantes caracterizados de la
Ilustración. Entre ellos había miembros de la burguesía, gentes próximas a la
administración, pequeños terratenientes y eclesiásticos.
Como muchas de las ideas esgrimidas eran audaces o radicales y algunas chocaban
con los criterios de las autoridades civiles o eclesiásticas, los directores procedieron con
cautela. Dos argucias utilizadas para burlar a los censores fueron insertar ideas polémicas
en artículos de poca importancia o remitir a los lectores de artículos conformistas a otros
de intención radical.
El primer volumen se publicó en París en 1751 y el segundo, el año siguiente.
Muy pronto la obra contó con partidarios y detractores, y no sólo en círculos oficiales y
cultos, sino en órbitas más amplias. Poco a poco, se formaron dos sectores: uno, en contra,
integrado por autoridades religiosas, los jesuitas, el Delfín, espíritus conservadores e
individuos enfrentados por motivos personales con los autores, y otro a favor, del que
formaban parte sectores de la corte, madame Pompadour, Sartine, Malesherbes y filósofos
y escritores.
En 1752, a la polémica siguió de inmediato la batalla de ideas. Fue condenada por
el Parlamento de París y la Iglesia prohibió la nueva obra y se abatió sobre ella la censura.
Las presiones hicieron que se prohibiese su publicación. De la suspensión se libró gracias
a la Pompadour y a otros protectores influyentes. La suspensión volvió a producirse en
1759, cuando se le negó el privilegio real. Ante esto, Voltaire propuso abandonar la
empresa y Rousseau –que había colaborado en la parte musical y había escrito sobre
economía política- se despegó de los enciclopedistas. Ni en la ocasión anterior ni en ésta
los libreros sintieron inquietud, porque pensaban que hechos como la suspensión –tan
poco acordes con la libertad que la época propugnaba- constituían publicidad gratuita. La
impresión del texto continuó clandestinamente, en tanto que las planchas aparecieron con
regularidad desde 1762. El gobierno permitió, en 1766, que los diez últimos volúmenes
de lectura, pudieran distribuirse. En 1765 habían aparecido ya los diecisiete volúmenes
17
que, con once de láminas y cinco suplementos, integraban la publicación. Entre 1766 y
1780, fueron publicados cuatro volúmenes de texto y uno de láminas, que formaban un
suplemento y el índice general. En 1788 la Enciclopedia, terminada, ganó un pleito contra
sus detractores. Con posterioridad, en Europa se hicieron traducciones, reimpresiones y
ediciones de diverso tipo.
Esta obra es uno de los mayores esfuerzos que el movimiento ilustrado llevó a
cabo, tratando de poner al día los conocimientos teóricos de la época. Los artículos de
más calado afrontan los temas principales de la filosofía, la teología y de las ciencias y
desprecian cuestiones inútiles o baladíes. Muchos de los colaboradores –a los que
definiría la crítica y la duda metódica- eran, a la vez, historicistas, naturalistas y
utilitaristas, y se pronunciaron por un humanismo parcial, tiznado de antiteologismo. El
deísmo y la moral natural solían ser consustanciales a varios colaboradores, aunque
algunos eran declaradamente ateos. Los más defendían la tolerancia, pero no faltaban
quienes negaban la inspiración divina de la Biblia y atacaban al cristianismo, a la Iglesia
católica y a los jesuitas. En la larga nómina figuraban también materialistas y algunos de
ellos partidarios de hacer equiparables la filosofía y las ciencias de la naturaleza. Respecto
a las ideas económicas, hubo fisiócratas y librecambistas. En lo político, son diversas las
formulaciones afines a la política ilustrada o críticas hacia ella. Los más audaces, además
de reivindicar ciertas libertades –como la de la palabra-, afirmaron que la legitimidad del
poder deriva del asentimiento de los gobernados. Es proverbial la admiración de ciertos
enciclopedistas por el pensamiento político y los moldes institucionales británicos. Un
aspecto de particular resonancia fue el dedicado a las artes y a los conocimientos
prácticos.
No faltaron defectos en esta compleja empresa. Ordet hablaba de “repeticiones,
prolijidad y lagunas”. Se han subrayado que ciertos autores entraron a saco en
diccionarios anteriores o en obras ya existentes. Y se ha comentado mucho las presiones
de los editores y censores. Con todo, la tarea de estos hombres ligados por el interés hacia
el género humano y un recíproco sentimiento de benevolencia fue inmensa.
Los enciclopedistas
Los especialistas han puesto de relieve los contrastes entre los dos directores de la
Enciclopedia: Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783) y Denis Diderot (1713-1784).
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D’Alembert
Aunque no dejó de ser un hombre comprometido –ejemplo de ello son sus
artículos Collège y Vers la destruction des Jésuites en France-, Jean Le Rond d’Alembert
estuvo vinculado al despotismo ilustrado y no tuvo la gran vocación política de Diderot.
D’Alembert, que era, ante todo, físico y matemático, adoptó una vía media entre el
escepticismo filosófico y el positivismo fundado en la experiencia, e insistió sobre los
límites de nuestra capacidad cognoscitiva. No cabe pensar, afirmaba D’Alembert, que las
ideas son innatas: todo proviene de la sensación, y la realidad externa existe en cuanto es
contrastable por los hechos de experiencia. Opuesto a las conjeturas arriesgadas, se
mantuvo firme en la idea de aceptar sólo las certezas garantizadas por una sólida
investigación basada en la razón y la experiencia. El universo se presenta como un
conjunto coherente, pero el hombre, en opinión de D’Alembert, sólo es capaz de
comprender alguna de sus facetas. En el plano ético se muestra utilitarista; acepta la
libertad del alma, pero desliga la moral –apoyado en la utilidad social- de la religión. Sus
posturas religiosas fueron cautelosas y contradictorias: aunque era deísta y manifestó en
ocasiones sentimientos irreligiosos, mantuvo buenas relaciones con Benedicto XIV.
Diderot
Denis Diderot es un caso singular. Sus contradicciones han sido interpretadas
como la consecuencia de un esfuerzo incesante de clarificación, pero para explicarlas no
debe olvidarse además que, en contraste con D’Alembert, concedió especial importancia
a la intuición y a la imaginación.
Sus obras filosóficas –Pensées philosophiques (1746), Pensées sur
l’interpretation de la nature (1753-1754), Réve de D’Alembert (1769)- revelan una gran
labilidad. Influido por Locke y Shaftesbury, su confianza inicial en la razón fue
evolucionando hacia el escepticismo y el materialismo. En algún momento llegó a
admitir la “hipótesis de una continua mutación de las especies, de una evolución biológica
cósmica”, que afectaba también al hombre. Pero, frente al biologismo de Helvétius,
Diderot aceptaba una norma moral que, a su juicio, no se apoya en el placer físico, sino
en el altruismo y el sacrificio. Su filosofía de la naturaleza era confusa, y se basaba en
Lucrecio, Leibniz, Descartes, Toland, y en médicos de la escuela de Montpellier. En el
plano religioso, pasó del deísmo al ateísmo y, finalmente, a un panteísmo naturalista.
19
Condillac y Buffon
Otro enciclopedista de cierta notoriedad fue Étienne Bonnot de Condillac (1715-
1787). Clérigo observante, cambió, en cierto momento, de posición. Su pensamiento –
reflejado en obras como Essai sur l’origine des conaisances humaines (1746), el Traité
des systémes y el Traité des sensations –evidencia de Locke y Newton. Al reducir –apunta
Egido- todo el sistema de la Física a la gravitación, quiso establecer un gran sistema del
conocimiento, cosa que no logró. Pero Condillac no deseó que su sensismo desembocara
en el materialismo, y eso explica su defensa de la existencia de Dios y de la inmortalidad
del alma. Emparentada con el círculo enciclopedista está la obra y las ideas de George-
Louis Leclerc de Buffon (1707-1788). Su Histoire naturelle contenía una suma de
conocimientos y de hipótesis interpretativas. Frente al exclusivismo del modelo
matemático, él preconizaba una pluralidad de estrategias cognoscitivas.
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Más coherente, pero también radical, fue el barón Paul Heinrich Dietrich
D’Holbach (1723-1789), cuya tertulia fue foco de atención para muchos filósofos. A su
juicio, no existe más que la materia y los procesos humanos no son más que vibraciones
de dicha materia, dotada de movimiento y eterna. Ateo declarado, no creía en la existencia
del alma ni de la libertad humana, ya que el hombre está sometido al determinismo
universal. El criterio último de actuación es el que identifica el bien con lo útil y el mal
con lo inútil: el egoísmo de uno mismo favorece el egoísmo de los demás.
Montesquieu
Magistrado bordelés, presidente del Parlamento de Guyena, viajero infatigable, la
experiencia vital de Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755) fue,
al menos, tan rica como su capacidad de estudio, su actividad de investigador y su
reflexión intelectual. Con razón se ha dicho de él que fue un verdadero humanista, en el
que se aprecia el eco de Montaigne. Admirador de las instituciones políticas y de la
sociedad británica, fue siempre fiel a los postulados de la Ilustración. Murió, al menos
formalmente y a pesar de las críticas que formuló contra ella, en el seno de la Iglesia
católica.
Las Cartas persas (1721) constituyen una muestra singular de la corriente crítica
de la primera Ilustración. Constituye una comparación entre los mundos occidental y
oriental, lo que le permitió realizar una sátira de costumbres y criticar muchas cosas.
Fustigó, sobre todo, la “unidad de la religión”, el “absolutismo” de Luis XIV y de la etapa
de la Regencia, el sistema de Law, las costumbres cortesanas e incluso al Papa.
Pero la obra magna de Montesquieu fue L’esprit des lois (1748). Aunque
formalmente es algo inconexo, el libro constituye un hito de la evolución del pensamiento
político y social. Con la sensibilidad histórica y gran capacidad de crítica, pasa revista a
casi todo: geografía, economía, religión leyes, política, etc. La primera tesis fundamental
del autor es que las instituciones políticas responden a un orden y se puede dar una
explicación racional de ellas. Si las instituciones obedecen a leyes positivas, éstas son las
“relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas”. El espíritu es el principio
que regula su mecanismo, pero las leyes se ven condicionadas por la naturaleza del
gobierno, el clima, la clase de territorio, el comercio, la moneda, las costumbres, la
población y la religión.
21
Montesquieu fue uno de los primeros en entrever las relaciones que definen la
cultura, y de apuntar los ciclos –origen, apogeo, decadencia- del desarrollo de los estados
y de trazar una filosofía de la Ilustración secularizada.
Su análisis de los regímenes políticos se ha hecho clásico. A su juicio, cabe
observar tres tipos de gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico. En el
republicano, donde el pueblo (democracia), o una parte del pueblo (aristocracia), detenta
la soberanía, se basa en la virtud. En el sistema monárquico quien gobierna es uno solo,
pero con respecto a leyes establecidas, y se basa en el honor. En los regímenes despóticos,
el poder lo tiene un solo individuo, sin leyes ni reglas, y se basa en el temor. El
despotismo, al decir de Locke, proporciona una falsa paz, una paz de cementerio.
Montesquieu irá más allá en su crítica y dirá: el despotismo no proporciona la paz, sino
el silencio.
La dignidad del hombre exige, en opinión de Montesquieu, una cierta libertad –
hacer lo que se debe querer-. Las Leyes establecen lo que se debe querer, y la libertad no
es el poder del pueblo, sino el de las leyes. Para evitar el abuso de poder, Montesquieu
preconiza la división de poderes: el legislativo en el pueblo y los nobles; el ejecutivo, en
el rey, y el judicial, independiente.
L’esprit des lois tuvo gran éxito, y alcanzó las 22 ediciones en algunos meses.
Luego fue traducida a múltiples lenguas. Sin embargo, la Universidad, el clero y los
sectores dirigentes franceses la tildaron de atrevida, y en 1751 fue incluida en el Índice.
Otros estimaban que las formulaciones eran tímidas. Lo cierto es que, aún siendo
contradictoria su obra, la crítica contra el sistema administrativo (venalidad de los oficios
y de la justicia, desigualdad ante el impuesto) predispuso a sus lectores contra el sistema
vigente y, gracias a Montesquieu, se extendió la idea de que era necesaria la libertad
política y, con ella, la implantación de los derechos del hombre. En una dirección crítica
y de modernización actuaron también sus enérgicas protestas contra la intolerancia, la
esclavitud y la tortura.
Voltaire
Se ha dicho muchas veces que, si Montesquieu era suave y académico, François-
Marie Arouet, conocido con el seudónimo de Voltaire (1694-1778), fue más atrevido e
incluso más radical. No ha faltado quien ha dicho de él que es el más genuino
representante del pensamiento y del espíritu de la Ilustración francesa, sobre todo de la
segunda generación. La personalidad del “roi Voltaire” fue compleja. Domínguez Ortiz
22
recuerda que Arouet era apasionado, le faltaba concentración, era cambiante, en exceso
independiente y se dejó llevar por la tendencia al sarcasmo y a la sátira cruel. En cambio,
era un espíritu libre, ganado por una curiosidad intelectual, apasionado en las causas que
le interesaban y con gran capacidad de trabajo. Era deísta, pero, además, especialmente
hostil a las religiones reveladas, por lo que sus ataques al cristianismo llegaron a ser
obsesivos. En política no traspasó el umbral del despotismo ilustrado, si bien mostró
respeto al régimen representativo y a la república y profesó admiración a la monarquía
británica. Desde el punto de vista estético, sobre todo en lo literario, era un clásico, pero
también se dejó ganar por el espíritu de renovación. Voltaire no fue un filósofo, pero sí
un pensador, un historiador y, en cierto modo, un periodista. Dejando de lado las
producciones dramáticas de primera hora –Edipe (1718), La Henriade (1730)-, las que
alcanzaron mayor notoriedad fueron las históricas, las filosóficas y las literarias.
La historiografía de la Ilustración encuentra en obras como la Historia de Carlos
XII de Suecia, el Siglo de Luis XIV y sobre todo en el importante y anticipador Ensayo
sobre las costumbres su culminación, pese a sus limitaciones metodológicas y a la
unilateralidad. Aunque no menospreció el papel de las multitudes y tuvo en cuenta –con
evidente modernidad- algunos factores sociales, Voltaire valoró especialmente la obra y
las decisiones de las grandes personalidades de la historia.
En cuanto a las obras filosóficas, es preciso aludir a varios títulos. Durante su
estancia en Gran Bretaña, Voltaire había concedido atención a los británicos Newton y
Locke. El contacto con el pensamiento de ambos le llevó a afirmar que Descartes estaba
superado, a exaltar a los dos autores británicos y a hacer una equívoca interpretación
materialista de Locke. En 1734, Voltaire publicó las Cartas filosóficas o Cartas inglesas,
en las que criticaba a la sociedad francesa, elogiaba a Gran Bretaña y defendía una
felicidad humana basada en el inmanentismo. En su Tratado de Metafísica, escrito en
1734-1735 y publicado después de la muerte del autor, se concentró, sin llegar al
naturalismo extremo y al materialismo posterior en el hombre y se rechaza la moral del
sacrificio.
El Tratado sobre la tolerancia (1763) pasa por ser una de las más claras
expresiones del anticlericalismo y el deísmo volterianos. Un año más tarde, en su
Diccionario filosófico, se mostró como un burgués reformista. Le parecía que la igualdad
no era posible y que “siempre habría infinidad de hombres útiles que no poseyeran nada”.
Su espíritu elitista le llevaba a afirmar: “si el populacho se dedica a “razonar”, todo esta
perdido”. Defensor de la burguesía, crítico respecto a la aristocracia, su escepticismo se
23
verá equilibrado por el afán reformista., concentrado en el deseo de conseguir para
Francia la unidad de legislación, la abolición de las aduanas interiores, la implantación de
un nuevo sistema fiscal y la mejora del procedimiento judicial.
En el terreno literario, la experiencia de Voltaire fue muy amplia, desde el drama
histórico o la tragedia al cuento, el ensayo, la literatura de viaje y la sutil y rica
correspondencia. Algunas de sus obras tuvieron particular relevancia, como por ejemplo
Cándido o el optimismo (1759). En ella Voltaire, recurriendo en apariencia a la broma y
usando un tono desenvuelto, se plantea el tema del mal en la vida. Se mostraba alejado
del optimismo leibniziano y lejos también de la voluptuosa dulzura de vivir que él mismo
había cantado en los años 30. Más que el mal metafísico le preocupaba el “mal moral”.
La presencia de este tipo de mal podía inclinar a la desconfianza, pero, siguiendo un punto
el sentimiento pascaliano, preconizaba que el hombre, reconociendo sus propios límites,
trabajara como si, gracias a su esfuerzo, un día todo fuese mejor y concluía: “Il faut
cultiver notre jardin”.
Jean-Jacques Rousseau
Aunque el espíritu de Rousseau (1712-1778) está enraizado en las Luces, como
acredita su preocupación por el hombre, la fe en la educación, el deísmo, y la actitud
crítica, ha sido considerado uno de los padres de la filosofía del sentimiento.
Originario de Ginebra, donde su padre era relojero, a los 16 años huyó a Italia y
allí se convirtió al catolicismo. Pronto volvió al seno del calvinismo familiar, pero no fue,
ni un buen católico ni un buen calvinista; su religión, en definitiva, sería un “deísmo seco
y abstracto, ni anticristiano –comenta Domínguez Ortiz-, sino lírico y sentimental. Vivió
en París, donde dedicó atención a la música como compositor y crítico musical, y como
tal escribió para la Enciclopedia sobre temas musicales. Su prestigio creció al premiar la
Academia de Dijon su Discurso sobre las ciencias y las artes, en el que criticaba a las
clases acomodadas y que suscitó mucha polémica. En 1756 abandonó París y se alejó de
los enciclopedistas. Fijó su residencia en Suiza, y luego, desterrado de allí, fue acogido
por Hume en Gran Bretaña, pero también se enemistó con el filósofo británico. La
complejidad de su vida pública corrió pareja con la de su vida privada. Sus condiciones
de escritor y su inteligencia pudieron depararle un buen destino económico, pero su propia
idiosincrasia y su desprecio del éxito material lo impidieron.
Sus teorías sociales, políticas y educativas, contradictorias por cuanto responden
a la inspiración de ideas ilustradas y de otras basadas en la filosofía del sentimiento y
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hasta en el prerromanticismo, se contienen en cinco obras fundamentales: el Discurso
sobre las ciencias y las artes (1750), el Discurso sobre el origen y fundamentos de la
desigualdad de los hombres (1762), el Contrato social (1762) y las Confesiones (1782-
89).
En el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad de los hombres,
Rousseau trataba de mostrar a los seres humanos los males que se derivan del paso del
“estado de naturaleza” a la vida civilizada. Al hacer el elogio del hombre primitivo,
naturalmente bueno, y predicar el retorno a la selva, el filósofo pretendía fustigar las
“falsas delicias del presente”, el lujo, el “monstruo” del despotismo, la propiedad privada
y la desigualdad. Los defectos enunciados eran demasiado importantes para ser superados
con reformas, pero la denuncia debía servir para proyectar “nuevas asociaciones” capaces
de dar vida a una sociedad de hombres libres e iguales.
El Discurso era un alegato contra muchas de las ideas ilustradas y no satisfizo a
los enciclopedistas. Sin embargo, la ruptura de Rousseau con estos últimos se hizo
realidad en 1758-1759. La motivaron divergencias e incomprensiones mutuas pero
también, y sobre todo, diferencias ideológicas: mientras que para el ginebrino la sociedad
en que vivía era corrupta –dominada por la sed de riqueza, la competitividad
desenfrenada, la injusticia, en suma, el “aparentar” más que el “ser”, lo que provocaba su
rebelión frente a ella-, los ilustrados, aun reconociendo defectos, la consideraban
preferible a la del pasado y tenían la esperanza de reformarla.
Parte del mensaje del Discurso se repite en el Contrato social (1762), donde
Rousseau se plantea el tema, clásico, del tránsito de la sociedad natural a la civil. En línea
semejantes a los jusnaturalistas y opuestas a Hobbes –que justificaba el poder absoluto-,
Rousseau afirma que, en un momento dado, el individuo se decide a abandonar el estado
natural –en el que predominan la fuerza, la voluntad y los instintos, no la razón- y
establece un contrato, o pacto, con la comunidad que sirve de base al estado civil y social.
Al adscribirse a la situación que el pacto crea, se pierde la libertad natural, pero se gana
la libertad civil, en la que reinan la razón, el derecho, la propiedad y la igualdad. Para que
la vida social y política fuese posible, era necesaria una alienación del individuo, con
todos sus derechos, a la comunidad. En opinión de Rousseau, “lo que, con el pacto social,
enajena cada uno del propio poder, de los propios bienes, de la propia libertad, es sólo la
parte de todo aquello cuyo uso importa a la comunidad”. La cautela russoniana no es
óbice para quienes interpretan, exageradamente, que sus tesis pueden interpretarse como
gérmenes de los totalitarismos de izquierda y de derecha.
25
Al pacto, o contrato social, seguía la constitución de un “cuerpo moral o
colectivo”, dotado de una “voluntad general” –voluntad que el cuerpo político tiene
cuando respeta el interés común, siempre compatible con el individual, y no mera
voluntad de todos o de la mayoría”-, que se caracterizaba por su conformidad con la recta
razón. Según el filósofo, la soberanía reside en el pueblo, es del pueblo. Sin embargo,
Rousseau, más que un régimen representativo, preconiza una democracia directa en la
que los gobernantes no sean representantes, sino comisarios del pueblo. El gobierno se
define por la relación entre la soberanía y los gobernantes, y adopta tres formas: la
democracia, en la que el pueblo se gobierna por sí mismo; la aristocracia, en la que el
pueblo es soberano y legislador, pero gobernado por un grupo selecto de ciudadanos y de
poderes; y la monarquía, con distinción así mismo de poderes, y en la que el ejecutivo se
pone en manos del monarca. Para él, el orden mejor era la “aristocracia electiva”, similar
a lo que luego denominó sistema representativo.
Las principales ideas sobre la educación y la religiosidad de Rousseau se
contienen en el Emilio. Con un telón de fondo sensista y una acusada exaltación por lo
natural, se sitúa al educando, ante todo, en contacto con la naturaleza. Rousseau describe
detalladamente los pasos que debe seguir la educación, que él divide en cuatro fases,
desde el nacimiento hasta los 25 años. Un aspecto específico, de gran importancia, era el
religioso. La Profesión de fe del vicario de Saboya –incluida en el Emilio- expresa bien
la religiosidad russoniana: creencia en Dios, en la inmortalidad del alma, en la
providencia, pero negación del pecado original y de las penas eternas. Rousseau era deísta
y, al igual que los ilustrados, se oponía a la intolerancia, a las devociones externas y a las
disputas interconfesionales, y entendía, pero al contrario que los ilustrados, la religión
como una fundamental experiencia interior del hombre.
Relacionada con el Emilio está también Julia o la Nueva Eloísa (1760), novela
inspirada en una de las amantes del autor, que ha sido considerada como una muestra del
primer prerromanticismo. Ya en la fase final de su vida, Rousseau expresó este mismo
sentimentalismo en las Confesiones, lúcida y reveladora autobiografía que le sirvió para
autojustificarse (abandonó a sus cinco hijos en el hospicio de los Enfants Perdus) y
también para escandalizar a muchos.
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Los filósofos del progreso y los reformistas sociales
A fines del siglo XVIII se extendieron dos corrientes: la de los definidores de la
filosofía del progreso y los utópicos socializantes.
Entre los primeros hay que situar a Turgot (1727-1781). Fisiócrata y hombre de
estado, fue uno de los impulsores de la idea del progreso indefinido de la humanidad,
pero, además, tuvo cierta inquietud religiosa, como acreditó en su discurso de entrada en
la Sorbona, en el que exaltó los valores positivos del cristianismo. Pero el máximo
definidor de esta corriente fue el marqués de Condorcet (1743-1794), para quien el
progreso del espíritu humano haría desaparecer la desigualdad política y social del
hombre.
En cuanto a los utópicos socializantes, enlazan con Rousseau. Entre ellos se
encuentran el abate Bonnot de Mably (1709-1785). En sus obras Derechos y deberes del
ciudadano (1758), Dudas propuestas a los filósofos economistas sobre el orden natural
y esencial de las sociedades políticas (1768), Tratado de la legislación o principios de
las leyes (1776), preconizó tesis igualitarias y comunicantes.
Thomasius y Wolff
Dejando de lado a Leibniz, las figuras que iniciaron la filosofía ilustrada
germánica fueron Christian Thomasius (1665-1728) y Christian Wolff (1679-1754).
Thomasius no alcanzó talla de gran pensador. Profesor de Leipzig y en Halle, le
embargó siempre el deseo de buscar el lado práctico y utilitario del saber filosófico. En
la línea de Locke –cuyo pensamiento no conoció muy bien-, elaboró una lógica inductiva,
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basada en la experiencia. En el plano religioso, una vez que se separó del pietismo, siguió
aceptando la Revelación, pero dio mayor importancia a la razón. Su deseo de ser “útil a
los otros” le impulsó a apoyar tareas de reforma –por ejemplo, la lucha contra la tortura,
la defensa de la tolerancia, el combate contra los procesos por brujería- y le indujo así
mismo a fundar la primera revista mensual en alemán (Monatsgespräche) y a dedicarse
al periodismo.
De mayor envergadura intelectual fue Christian Wolff. Este autor pasa por ser un
divulgador del pensamiento de Leibniz, pero con una pedantería y manía clasificatoria,
que no eran propios de su maestro. Su doctrina, no profunda, pero expuesta de modo
asequible a muchos, parecía tener respuesta para casi todo. Su extensa obra está redactada,
una parte, en latín, y otra, en alemán. Sus puntos de partida eran la armonía del mundo –
expuesta con harta simplificación-, el dualismo entre el alma y cuerpo y la libertad
humana. Defendía un optimismo humano y ético, arropado por una racionalidad que
extendía a su filosofía del estado, la cual le servía para propugnar que la autoridad se
sometiera a determinadas normas. Para Wolff, la filosofía, incluso la metafísica, debía
referirse siempre a la práctica, de manera tal que “en la vida humana y en el trabajo
profesional todos y cada uno pudieran utilizarla”.
El carácter metódico y la claridad de la filosofía de Wolff contribuyeron a ampliar
su influjo en casi toda Europa central. Incluso el Kant de la primera hora partió del sistema
wolffiano. Sin embargo, la genial madurez del pensamiento kantiano y la penetración de
personas o ideas inglesas y francesas en Alemania sirvieron para cuartear definitivamente
el predicamento de Wolff.
Lessing
Ningún filósofo ilustrado alemán brilló tanto como Gotthold Ephraim Lessing
(1729-1781). Tres aspectos de sus construcciones intelectuales merecen ser destacadas:
las obras filosóficas o religiosas, las destinadas a criticar el absolutismo y las literarias.
Empezando por éstas es obligado recordar que Lessing fue poeta, renovó el teatro
alemán y acreditó dotes de prosista en un momento importante para la lengua alemana.
En sus obras filosóficas, como tantos otros ilustrados, se mostraba hostil a los
“fantasiosos grillos de la metafísica” y se mostró racionalista y empirista. Elaboró una
filosofía de la religión desde una perspectiva histórica, pareció inclinarse por el deísmo –
aunque no dejó de criticarlo-, dio escaso valor a las religiones reveladas y exaltó la moral
natural. Su pensamiento se mostró audaz en Pensamientos sobre el Herrnhutter (1750),
28
donde alabó la tolerancia y la fraternidad y menospreció la metafísica. Poco después
apareció El cristianismo de la razón (1753), verdadero ensayo de teología racionalizada.
En las Rehabilitaciones se ocupó de los hombres que, pese a las calumnias y
persecuciones buscan la verdad. Avanzado el siglo, el autor escribió La educación del
género humano (1780), en la que formuló su gran tesis: las religiones positivas son etapas
indispensables en el proceso de adquisición, por parte de la humanidad, de una moral más
elevada.
Esto era lo importante: el valor moral de la religión. A juicio de Lessing, las
religiones positivas, incluso el cristianismo, merecen respecto, pero se anuncia la época
de “un nuevo evangelio”, el de la “ética racional”.
En el terreno político, Lessing fue un crítico implacable del absolutismo. En
Federico II no veía a un ilustrado, sino a un déspota. El absolutismo es fustigado en Minna
von Barnhelm (1767), en Emilia Galotti (1772), en el proyecto –no realizado- de una
tragedia sobre Espartaco y en Natham el sabio (1779). En 1774-1778 publicó un
manuscrito, presentado como anónimo: Apología de los adoradores racionales de Dios,
pero del que era autor, en realidad, Samuel Reimarus –oficialmente wolffiano moderado,
pero, de hecho, implacable crítico de las religiones positivas y hasta de la divinidad de
Cristo. De esta manera, Lessing difundía ideas ateas y rompía el compromiso entre razón
y Revelación. Al final de su vida, Lessing incidió en la utopía con Ernst y Falk y Diálogos
para masones (1778-1780), en los que anunciaba un futuro “sin prejuicios religiosos”, en
el que triunfaría la fraternidad, la justicia y la igualdad.
Herder
Johann Gottfried Herder (1744-1803) representa bien el tránsito de la visión
ilustrada a la romántica de la Historia. Ante todo, Herder entendió que la Historia no es
sólo obra de los hombres sino “la realización de un orden providencia superior”. Al
propio tiempo, subrayó la necesidad del progreso y sustituyó la visión crítica del pasado
que tenían los ilustrados por una mayor comprensión hacia sus principios y valores. Para
él, la historia no es, como dijeron algunos ilustrados, un artificio, sino un proceso natural,
parangonable, en ciertos aspectos, al crecimiento biológico. Algunas de estas ideas se
pueden rastrear en dos obras de Herder: Todavía una filosofía de la Historia para la
educación de la humanidad (1774) y la famosa Idea sobre la filosofía de la Historia de
la humanidad (1784-1791). Herder reivindicó en ella los valores de la poesía y de la
religión y vio la Historia como un amplio proyecto divino para la educación de la
29
humanidad. Campos más acotados de Herder son los que se manifiestan en su Ensayo
sobre una Historia de la poesía –verdadero canto a los pueblos primitivos- y en su Origen
del lenguaje, donde proclamó que el lenguaje es tan natural al hombre como ser hombre.
Kant
Coetáneo de la Ilustración y de los prerrománticos, pero no identificable ni con
unos, ni con otros, es Immanuel Kant (1724-1804), uno de los grandes genios de la
filosofía universal. Inicialmente, Kant representó la herencia y armonización del
racionalismo y el empirismo, pero su pensamiento se reveló como más poderoso y
creativo.
Con la Ilustración, afirmaba Kant, el hombre había alcanzado su mayoría de edad.
No fue, por tanto, ajeno a ella y hasta valoró y dio nuevas pistas para entender el
movimiento, resumido, a su juicio, en el lema sapere aude, pero trascendió con mucho
los límites ilustrados. No se debe olvidar su interés por los problemas físico-astronómicos,
tal y como Newton los definía, y por la religión dentro de los límites de la razón, título de
una obra suya que resume uno de los grandes temas ilustrados. En concordancia con el
fenómeno ilustrado está también su conocida obra La paz perpetua, donde preconiza una
sociedad más racional.
En su plenitud, Kant apuntó a metas más ambiciosas que los iluministas. En la
Crítica de la razón pura se propuso demostrar que el conocimiento científico era la
síntesis de elementos obtenidos por la experiencia científica era la síntesis de elementos
obtenidos por la experiencia sensible y de otros derivados de la estructura formal de la
mente. La Crítica de la razón práctica, influida por Rousseau y los pietistas alemanes,
pretendía acreditar que Dios, el mundo y el alma son postulados de la razón práctica en
los que se ha de creer, aunque la razón teórica, debido a que quedan fuera de la experiencia
del hombre, no siempre puede demostrar su existencia.
Pese a estar impregnado de ideas ilustradas y de la fe en el progreso, Kant negó
confianza a las posibilidades metafísicas de la razón y el empirismo –con sus frutos de
escepticismo, materialismo y utilitarismo-, y abrió paso a nuevas actitudes. Fue también
uno de los padres del pensamiento liberal.
30
grandes modelos –el inglés, el francés y el alemán- no es óbice para que hayan sido
reivindicados, a medida que se conocen mejor, en los últimos años.
Las figuras de los novatores, del benedictino Benito Feijoo –autor, entre otras
obras importantes, del Teatro crítico universal y de las Cartas eruditas y curiosas-, del
valenciano Gregorio Mayans y Siscar, del mercantilista Jerónimo de Uztáriz y de Andrés
Piquer son sólo muestras de que la primera mitad del siglo no fue tan mediocre como
hasta hace pocos años se creyera. La etapa de transición de Fernando VI, en la que ocupan
lugar de honor el benedictino Martín Sarmiento, el marqués de la Ensenada y José de
Carvajal, dejó baso a la plenitud de la era carlotercerista. Pensadores y políticos como
Campomanes, Campillo y Cossío, Aranda, Olavide, Cadalso, Forner, Jovellanos o
Cabarrús, por citar algunos, dan prueba de la capacidad española para asimilar las ideas
ilustradas en boga en Europa y dotar de contenido propio a la teoría o los proyectos que
sirven de argamasa al proceso de reformas español.
En Italia, mediada la centuria, hubo una floración de eruditos –de los que
Ludovico Muratori (1672-1750) fue símbolo de excepción-, filósofos de la Historia –al
estilo del original Giovanni Battista Vico (1668-1744), definidor de la visión cíclica del
pasado humano-, economistas y juristas. Los dos principales focos de pensamiento y
cultura fueron Milán y Nápoles. En la primera alcanzó notoriedad Cesare Beccaria
((1738-1790) y Gian Domenico Romagnosi (1761-1835). El primero, literato e
historiador, fue punta de lanza de una teoría más tolerante y humana del derecho penal –
con la abolición de la tortura y la pena de muerte. Romagnosi fue el representante de la
filosofía racionalista, empirista y sensualista.
Más nutrido fue el grupo de Nápoles, donde las instituciones –como la Academia
de Investigadores- se vieron acompañadas por individualidades importantes. Entre estas
últimas resaltan el abate Ferdinando Galiani (1728-1787), diplomático y economista, el
filósofo y economista Antonio Genovesi (1712-1769) y Mario Pagano (1748-1790).
Las Luces tuvieron también meritorios valedores, aun con matices diversos, en
Portugal –donde la figura de Luis Antonio Verney (1713-1792), arcediano de Évora y
autor del Verdadero método de estudiar para ser útil a la República y a la Iglesia, resume
bien la recepción de ideas inglesas y francesas-, Suecia, Rusia –cuyo iluminismo cuenta
con personalidades como Feofán Prokópovich y Vasili Tatischev- o Polonia con el
inquieto Stanislaw Konarski.
31
3) La religiosidad ilustrada.
Al alumbrar el siglo XVIII, el planteamiento de la lucha religiosa mediante las
armas había terminado. La unidad de fe no se había podido restablecer, pero se habían
delimitado las diversas zonas confesionales. Casi en su totalidad, los católicos
permanecían en Austria, Baviera, el sur de las Provincias Unidas e Irlanda, además, de
Francia, Italia, España y Portugal, con sus inmensas posesiones coloniales. En
contrapartida, se había constituido una zona protestante bastante compacta, en parte de
confesión luterana y en parte calvinista, en las regiones septentrionales y noroccidentales
de Europa. Esta zona comprendía Dinamarca, Noruega, Suecia, las provincias bálticas,
las Provincias Unidas, Reino de Gran Bretaña y la Suiza francesa. En el norte de Alemania
se había afirmado mayoritariamente la Reforma, pero en el resto del territorio alemán
catolicismo y protestantismo coexistían, al igual que sucedía en la Suiza alemana, en
Polonia, Hungría y Transilvania.
La nueva centuria se reveló, en general, como una época de relajamiento espiritual
sólo ocasionalmente interrumpido. El espíritu de la Reforma, que había producido en la
Iglesia católica obras espléndidas, desapareció y el interés por la religión declinó, al
tiempo que iba ganando terreno la tolerancia y la indiferencia. Por otra parte, se potenció
cada vez más la idea del estado y, condicionado por la ideología ilustrada, el sistema
absolutista de poder alcanzó su apogeo. En consecuencia, dominó por doquier una
tendencia a circunscribir la organización eclesiástica de las diferentes regiones al ámbito
del territorio y la nación, y a desvincularla de la unión con el centro de la unidad
eclesiástica, el papado romano. Expresión concreta de tales aspiraciones son en Francia
el galicanismo, en Alemania el febronianismo y el josefinismo, en Italia el
jurisdiccionalismo y en España el regalismo.
32
La Religión en Europa en el siglo XVIII
La Iglesia católica.
El Papado
La situación del papado se hizo extraordinariamente difícil durante el siglo de las
Luces y, a pesar de la dignidad de los pontífices, las circunstancias provocaron un notable
descenso de su prestigio político, así como de la actividad religiosa de la curia romana.
Las potencias católicas, que en virtud del derecho de exclusiva tenían medios para ejercer
una gran influencia sobre el papado, presionaron cada vez de forma más efectiva en la
elección de los nuevos papas, al tiempo que hacían sentir a los pontífices su superioridad
política. El absolutismo estatal se permitió numerosas interferencias en los derechos de
la Iglesia; muestra de ello es la supresión de la Compañía de Jesús, deseada por el Imperio
de acuerdo con las cortes borbónicas. Este grave suceso, que agitó los pontificados de
Clemente XIII y Clemente XIV, así como otras controversias religiosas y políticas
centradas en torno a ciertas corrientes de pensamiento –galicanismo, jansenismo,
quietismo, febronianismo y josefinismo-, contribuyó a acentuar la decadencia del papado.
Otra manifestación de este declive se manifestó también en las decisiones que los diversos
estados tomaban respecto a territorios sobre los que la Santa Sede poseía antiguos
33
derechos de soberanía sin consultarla ni escuchar protestas. Esta situación se fue
acentuando a medida que ciertas potencias protestantes, como Gran Bretaña y Prusia,
junto con la Rusia ortodoxa, asumían su primer plano en el juego político del viejo
continente.
Uno de los papas más eminentes de este periodo fue Benedicto XIV (1740-1758).
El Cardenal Albertini y arzobispo de Bolonia, elegido en un cónclave que duró más de
seis meses, fue el pontífice más erudito del siglo y un eminente canonista. Durante su
pontificado se promovieron activamente los estudios científicos, y estuvo en relación con
los intelectuales más insignes de su tiempo, conquistando la estima de sus
contemporáneos, incluso en el ámbito protestante. Con los estados de Piamonte-Cerdeña
(1741), Nápoles-Sicilia (1741), España (1753) y Austria (1757), Benedicto XIV concluyó
concordatos en los que hacía a los gobiernos respectivos grandes concesiones; así, los
reyes de Cerdeña y España obtuvieron el derecho de conferir la mayoría de los beneficios
eclesiásticos existentes en sus estados. Este papa se ocupó también de elevar el tono de la
vida religiosa e intervino, entre otras cuestiones, en la reducción de los días festivos, en
los problemas de Asia oriental y en la supresión de la Compañía de Jesús.
Particular relieve alcanzó el último papa del siglo XVIII: Pio VI (1775-1799),
hombre de refinada cultura. El Estado Pontificio le debe importantes mejoras en la
administración y Roma numerosos edificios, y especialmente, el haber completado el
Museo Vaticano, iniciado por Clemente XIV. El pontífice mostró gran dignidad y mucha
prudencia al hacer frente al febronianismo de ciertos príncipes-obispos de Alemania, al
impetuoso celo reformista de José II de Austria y de Leopoldo de Toscana o a la actitud
de Fernando IV de Nápoles, reacio a reconocer la soberanía papal. Además, no sólo tuvo
que presenciar el hundimiento del orden estatal y eclesiástico en Francia causado por la
Revolución, sino que el mismo pontífice sufrió la pérdida de sus estados y el exilio.
El clero y la sociedad
Los ilustrados criticaban el exceso de clero como algo perjudicial a la sociedad.
Al vivir el celibato, los clérigos no contribuían al aumento de la población y, además, en
opinión de ciertos filósofos, eran un grupo social ocioso e ignorante que incentivaba el
fanatismo y la superstición. Sin embargo, tales afirmaciones eran poco exactas. Los datos
que se conocen ofrecen todavía grandes lagunas e inexactitudes, pero se puede asegurar
que, al menos en Europa occidental, la población eclesiástica alcanzó su máximo en la
primera mitad del siglo, si bien con grandes diferencias regionales. Más información se
34
tiene sobre la drástica disminución que, por crisis internas o por la aplicación de
disposiciones gubernativas, se verificó en la segunda mitad de la centuria. En Francia el
clero representaba poco antes de la Revolución, algo menos del 2% de la población. En
cambio en Hungría y Croacia, a finales de la centuria, no llegaba al 1%.
En España, el clero, que en 1752 representaba el 1,5% de la población, descendió
al 1,25% en 1797. Esta población eclesiástica, sin embargo, estaba distribuida de forma
desigual, tanto en lo que se refiere a los ámbitos provinciales como por lo que respecta a
los medios rural y urbano. Por ejemplo, si examinamos el censo de 1752, se observa que,
mientras en provincias como Valladolid o Sevilla los eclesiásticos superaban el 2,5% de
la población, en Galicia no llegaban al 1%. Ahora bien, donde la presencia alcanzó los
niveles más altos es en las ciudades: 11,09% en Valladolid y 8,67% en Segovia.
En el ámbito del clero secular se debe distinguir entre el alto y el bajo clero. El
alto clero comprendía a los arzobispos y obispos: una élite que disponía de ingentes
riquezas y controlaba el gobierno de las iglesias. Los obispos constituían el estado más
elevado de la Iglesia, aunque también eran los que estaban más sujetos a los gobiernos,
que en la mayoría de los países nombraba a los pastores en virtud del derecho de
Patronato. Su reclutamiento se hacía en gran medida entre los miembros de la nobleza.
Este fenómeno adquirió especial significación en Francia, donde todos los obispos
existentes en 1789 eran nobles. También se observa este monopolio altonobiliario en
Polonia, Austria y Bohemia. En España, la procedencia aristocrática del alto claro no es
tan generalizada (70%) y la mayoría provenían de los niveles medio y bajo de la nobleza.
Mayor apertura social se observa en Italia, donde los nobles, aunque tenían una alta
representación, no llegaron a ocupar todas las sedes.
Menos información se tiene sobre el clero capitular constituido por dignidades,
canónigos y otros prebendados, que en España, a finales del siglo, sumaban unos cinco
mil miembros. Constituían una parte numerosa e influyente del clero, además de rica,
aunque en este aspecto las clásicas desigualdades eran tan acentuadas como en otros
puntos de la vida eclesiástica.
El bajo clero secular estaba formado por un conglomerado heterogéneo, en el que
se encuentran algunos eclesiásticos con cura animarum –párrocos-- y muchos más sine
cura animarum –beneficiados, capellanes, meros presbíteros y simples clérigos de
menores--, lo que explica que, a pesar de su elevado número, muchas parroquias, sobre
todo en los ámbitos rurales, permanecieran sin párroco (España: 20% de parroquias sin
pastor en el siglo XVIII)
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Mucho se ha hablado sobre el insuficiente nivel cultural del bajo clero, pero a
media que se van realizando estudios de ámbito diocesano, tales afirmaciones se
desvanecen, como se ha puesto de manifiesto en diócesis del norte de Italia y de Francia.
En España, al menos los párrocos, poseían un buen nivel cultural, dado que sólo entraban
en posesión del beneficio después de haber superado un difícil concurso.
36
los tronos de Francia, España y Nápoles, empezaran a perseguir inexorablemente a la
Compañía.
Ésta tuvo que afrontar, además, algunos asuntos que dañaron su reputación, como
el caso de los ritos malabares y chinos, las reducciones del Paraguay o el problema del
padre Lavalette. En efecto, la quiebra de las empresas comerciales del padre Lavalette,
que se produjo con motivo de la guerra de Francia con Gran Bretaña (1755-1763), dio
lugar a que los acreedores de Marsella se querellasen e hiciesen responsable a la provincia
jesuita de Francia, con lo que se inició un proceso contra la Compañía que abocaría a su
supresión en 1764.
Entre tanto, también había sido suprimida en Portugal (1759) y en España y
Nápoles iniciaba su agonía, que terminaría en 1767.
Luteranismo y pietismo
En muchos territorios alemanes y en Escandinavia, el luteranismo era la religión
del estado, situación que implicaba, como en el caso anglicano, un riesgo de formalismo
y esclerosis al que el calvinismo se veía expuesto en menor grado. Consecuencia de ello
fue la gran extensión del pietismo, que se propagó a lo largo del siglo en las iglesias
reformadas alemanas. Por impulso de Philipp Jakob Spener (1633-1705), de su discípulo
August Hermann Francke (1663-1727) y del conde Nikolaus Ludwig von Zinzendorf
(1700-1760), el pietismo se propagó en los territorios alemanes a través de pequeñas
37
comunidades (collegia pietatis), que llegaron a constituir una iglesia dentro de la Iglesia
luterana. Al llevar sus ideas hasta el extremo y aumentar el número de adeptos, ésta
reaccionó contra los pietistas y en 1732 decretó la expulsión de Zinzendorf. Este y otros
decretos provocaron la diáspora de sus miembros, muchos de los cuales emigraron a
América del Norte, mientras que Zinzendorf se refugió en Prusia.
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Catalina II (1762-1796), a pesar de que era protestante, participaba en las
reuniones de la Iglesia ortodoxa y destruyó los últimos residuos de autonomía de esa
organización eclesial. Durante su reinado y como consecuencia de los repartos de Polonia
(1772, 1793, 1795), Rusia adquirió algunos millones de súbditos católicos. Aunque en
los tratados de división se aseguró a los católicos de ambos ritos, o sea latinos y rutenos
unidos a Roma, el libre ejercicio de su religión, en la práctica no fue así. Los rutenos
fueron obligados a separarse de Roma, sus iglesias se entregaron a los ortodoxos y sus
obispados, excepto el de Polotsk, fueron suprimidos y, en su lugar, fueron establecidos
obispados ortodoxos. Sólo una parte de las parroquias rutenas logró sobrevivir. También
las iglesias de rito latino tuvieron que sufrir la intolerancia rusa, aunque en menor medida.
Tendencias unionistas
No deja de causar estupor que, una vez que se fueron olvidando las prolongadas
guerras de religión, resurgiesen, especialmente en Alemania, las tendencias unionistas.
La situación de los tiempos exigía una pacífica coexistencia de las confesiones, hasta el
punto que una reunificación religiosa respondía al máximo interés nacional. Del problema
de la unión se ocuparon algunos de los más nobles espíritus del siglo. Entre los
protestantes destacó el gran filósofo Leibniz y entre los católicos, el franciscano Cristóbal
de Rojas y Spínola, obispo de Wiener-Neustadt. Sin embargo, al finalizar el siglo, ninguna
tentativa de unión entre iglesias había alcanzado madurez. Chocaron contra el
nacionalismo de unos o los intereses políticos de los otros, y estuvieron viciadas
constantemente por un confusionismo doctrinal que no podía general algo válido.
Los judíos
Los judíos seguían siendo un grupo perseguido en Europa oriental, mientras que
el antisemitismo existía también en el centro y oeste europeos. En Gran Bretaña, el intento
realizado en 1753 para nacionalizar a los judíos chocó con la resistencia popular y tuvo
que abandonarse. En Francia, en cambio, se les liberó de una capitación especial a la que,
hasta entonces, estuvieron sujetos. Por su parte, José II les permitió establecerse en Viena
con ciertas condiciones. En Prusia disfrutaron de un régimen de igualdad de hecho
respecto a los cristianos, aunque la igualdad legal sólo la alcanzaron en 1811-1812.
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La masonería y las sectas
El comienzo de las actividades masónicas modernas suele fijarse en 1717, fecha
en que se federaron cuatro logias en Londres. Se establecieron, en principio, tres tipos de
grados (aprendices, compañeros y maestros), pero los masones escoceses inventaron otros
nuevos, se entregaron al ocultismo y forjaron nuevos ritos. Las constituciones de 1723
inspiradas en un fondo en parte cristiano, abrieron camino a un ambiente de tolerancia
entre los miembros de la institución. La masonería continental europea se mezcló con las
tendencias ocultistas y las sociedades secretas y presentó un panorama más complejo en
su organización y actividades. Fruto de ello fue que personalidades influyentes
interpretaron que los masones intentaban derribar el orden político y religioso existente.
En 1728 el gobierno holandés dictó la primera condena contra la institución, a las que
luego siguieron las de Clemente XII y otros papas, y las de diversos estadistas. En España
fue prohibida por Fernando VI y su hermano Carlos adoptó la misma providencia en
Nápoles y, más tarde en Madrid.
En Francia la masonería tuvo más predicamento. Sus reuniones, no siempre
secretas, atraían a filósofos, hombres de mundo, abates y curiosos, que participaban en
sus espectaculares ceremonias, celebraban ágapes y pronunciaban discursos. Es conocido
el amplio debate sobre el influjo y la presencia de los masones en la Revolución.
La masonería alemana fue menos sólida. Federico II la apoyó, en principio, y
luego se sintió decepcionado. Ni la organización institucional ni la ideología eran claras,
y los hermanos se mezclaron con rosacruces e iluministas. En el marco de esta confusa
vaguedad se explica que católicos practicantes, como Mozart, se llamaron masones.
La huella masónica en América fue perceptible, primero, en la órbita anglosajona,
y luego, en la ibérica. Entre otras personalidades ilustres, estuvieron adscritos a la
masonería Franklin y los tres primeros presidentes de los Estados Unidos. Pero la
organización tuvo en territorio norteamericano, como hace observar Domínguez Ortiz, un
cuño británico, conservador, reglamentista y algo aristocrático, distinto del tono clerical
y politizado de los masones mediterráneos.
¿Qué decir de las sectas? Hubo muchas, pero pocas tuvieron continuidad. Entre
ellas es obligado aludir a los fantasiosos rosacruces, que creían en la posibilidad de que
el hombre participase de la esencia divina, y los iluminados alemanes, fundados por Adam
Weishaupt.
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4) El Absolutismo Ilustrado.
En el siglo XIX, se difundió la expresión despotismo ilustrado para denominar el
sistema político imperante en la Europa del Setecientos. Pero historiadores como
Domínguez Ortiz han afirmado que “la expresión correcta es Absolutismo Ilustrado,
porque absoluto (solutus a legibus) significaba, en la terminología de la época, que el
monarca no estaba sometido a las leyes ordinarias, pero sí a las leyes morales y a los
pactos establecidos con los vasallos, mientras al déspota se le solía identificar con el tirano
que ejerce el poder sin respeto a las leyes ni derechos, para su exclusivo beneficio”.
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Lheritier, aunando criterios un tanto contrapuestos, fijó sus límites en Prusia,
Rusia (Catalina II), Austria, Bélgica y Hungría (José II), Baden (Carlos Federico), Sajonia
Weimar (Carlos Augusto), España y América (Carlos III), Toscana (Leopoldo), Saboya
(Víctor Amadeo y Carlos Manuel), Portugal y sus colonias (marqués de Pombal), Polonia
(Augusto III y Poniatowski), los países escandinavos (principalmente, Gustavo III),
China y la India. Este historiador considera así mismo que el régimen de Walpole en Gran
Bretaña revistió las formas del despotismo; y en cuanto a Francia, afirma que suministró
teóricos y economistas. Respecto a Francia, Vaucher se inclina a pensar que es discutible
la existencia de despotismo ilustrado. Gaxotte ha querido ver en el Luis XV de los últimos
años un déspota ilustrado y varios de los grandes intendentes franceses del XVIII se
presentan también como voces del sistema. Pero otros especialistas, como Olivier Martín,
opinan que “el despotismo ilustrado no ha sido en Francia una forma de gobierno, sino
una doctrina política”. Ni Gran Bretaña ni Francia conocieron el despotismo ilustrado,
según Näef, pero en cambio es en estos países y en Norteamérica, donde se desarrolló la
Ilustración política. Ésta no es, en rigor, una derivación de la Ilustración filosófico-
literaria, aunque presente algunas conexiones con ella, sino una relación entre lo espiritual
y lo institucional.
Por lo que respecta a la cronología, puede admitirse la delimitación de Paul
Vaucher. Según este autor, el despotismo ilustrado abarcaría un período comprendido
entre 1740 y 1789.
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aún no había completado su formación, necesitaban de la colaboración de los mejores
espíritus para una tarea difícil y en la que tenían, en parte, enemigos comunes: para
racionalizar la administración y potenciar el estado había que luchar con muchos hábitos,
costumbres y privilegios incompatibles con criterios lógicos y eficientes”. Además,
filósofos y príncipes coincidían en el afán de reformas, que articuladas desde el poder,
encerraban un claro paternalismo.
De todas formas, las consecuencias de esta contradictoria alianza entre los
príncipes y los intelectuales no siempre fueron las mismas. En España dio fruto gracias a
que la monarquía se convirtió en “nervio principal de las reformas”. En Prusia, Federico
II hizo quemar, en 1752, un panfleto de Voltaire y el filósofo acabó abandonando la corte
que tan propicia le había sido al principio. Y no fue un caso único. Muchos soberanos
tomaron del programa de la Enciclopedia los puntos que les eran útiles.
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anterior, y no sólo rompe con esa tradición: en realidad, considera que todo es reformable,
(y preconiza un futuro mejor), no por un cambio súbito, sino por una paciente labor
educativa y legislativa, para la que necesita el concurso de los ilustrados…, invitados a
participar en las tareas de gobierno”.
De hecho, los monarcas absolutistas veían limitado su poder por leyes o
costumbres, por privilegios territoriales o personales, por la presión de la nobleza, los
oficiales, los magistrados u otros grupos, como sucedió en Francia con los parlamentarios.
Sin embargo, se vieron favorecidos por los ilustrados, burgueses, clérigos o nobles, que
aspiraban, gracias a un pacto expreso o tácito con el monarca, a modificar el orden de las
cosas existentes y a instalarse ellos mismos o instalar a hombres suyos en la
administración y el gobierno. El poder se compartió más a medida que se consolidaron
órganos que representaban la voluntad popular o, más bien, de ciertos sectores de la
sociedad.
La corte
La corte seguía siendo el centro neurálgico del estado. Además de residencia real
era la sede de la alta administración y el foco de reunión de una nobleza domesticada y
dispuesta a ocupar cargos en la casa del rey o en otros organismos civiles y militares. Por
otra parte, la fastuosa vida cortesana contribuyó a dar una imagen de frivolidad y empujó
al monarca y a los que le acompañaban a alejarse temerariamente de la realidad del
pueblo.
Política y administración
La esfera del poder estatal debía extenderse, a juicio de los monarcas ilustrados y
sus colaboradores, a campos muy amplios: la seguridad, la política, el bienestar común,
la justicia, la igualdad, la política, la educación, la economía y la hacienda, el credo
religioso, la cultura, el arte, la ciencia y, en pequeña proporción, la sanidad.
Instrumento básico para cumplir los fines establecidos era la centralización
político-administrativa. Para que ésta ganara eficacia, se emprendió con distintas
modulaciones en cada país, una reforma de la administración central, territorial y local.
La justicia
La justicia fue una de las principales preocupaciones de los déspotas ilustrados.
Dos fenómenos dificultaron cualquier reforma: los derechos señoriales y la defectuosa
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preparación de los funcionarios, y ambos hubieron de obviarse con prudente eclecticismo.
El corpus doctrinal en el que se basaba una nueva articulación legal era la ley natural, de
origen puramente humano, y el consiguiente derecho y jurisprudencia naturales. Dos
importantes proyectos codificadores resumen el espíritu de la época: el proyecto de
Código de Derecho Público y Penal de Federico II y el Derecho Civil y Penal de Carlos
Teodoro Dalberg. Éste último se caracteriza porque la ley civil regula la vida privada de
los individuos, mientras que la ley penal, que se apoya en una teoría del delito y de la
pena, aspira más que a castigar a prevenir, reeducar y garantizar la integridad física y
moral de los ciudadanos. Algunos especialistas de su tiempo, como Cesare Beccaria,
clamaron por un derecho penal modernizado y por la eliminación de la tortura y la pena
de muerte.
La idea de unos derechos del hombre, aunque no se denominaran así, estaba en el
ambiente antes de la Revolución. Algunos de ellos (derecho a la vida, a la propiedad, al
honor) figuraban en los códigos. Otros, como la libertad o la igualdad, eran invocados,
pero practicados de forma incompleta y estamentalizada.
La educación
Acordes con el sistema, los déspotas procuraron implantar una educación dirigida
por el poder y, además, inspirar o vigilar la mayor parte de las actividades culturales.
Desde el punto de vista educativo, se trató de imponer una instrucción estatal, hecha por
funcionarios, preferentemente laicos, que tenía como objetivo fundamental formar
ciudadanos. Junto a los centros públicos, para los cuales las dificultades de financiación
eran evidentes, seguían existiendo mayoritariamente los privados en manos de
particulares, de los municipios, de organizaciones de la Iglesia o de otras asociaciones.
Algunos déspotas ilustrados (Federico II o María Teresa) se plantearon el problema de la
obligatoriedad de la enseñanza.
La organización docente se diversificó en dos grandes orientaciones: la clásico-
humanística y la científico-técnica. En la primera, los ciclos, no siempre bien perfilados
y mucho menos bien aplicados, eran tres: enseñanza primaria, secundaria y universitaria.
La mayor parte de las universidades, “atrincheradas”, como dice Domínguez
Ortiz, “en sus privilegios y sus rutinas seculares, se resistían a la renovación de sus planes
y métodos de estudio”. En realidad, operaban contra ellas dos peligros: los ataques a la
libertad de la ciencia, esto es, a lo que luego se ha denominado libertad de cátedra, y el
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exagerado intervencionismo estatal, contrario a la libertad institucional. Pese a ello,
seguía habiendo excelentes universidades, como Estrasburgo, Halle, Gotinga, Oxford,
Cambridge, Glasgow u otras. En todo caso, diversos países plantearon una reforma de la
universidad, con resultados, las más de las veces, decepcionantes.
No es extraño, por tanto, que los gobiernos pusieran especial empeño en la
creación o reforma de escuelas especiales (náutica, caminos, canales y puertos),
sociedades económicas, academias, bibliotecas, jardines botánicos, gabinetes de historia
natural y museos. La libertad intelectual que se profesaba en estos centros, singularmente
en las academias, era escasa, y menor aún la libertad de organización.
Política social
El despotismo ilustrado no dejó de tener también una política social, condicionada
por los principios que regían el sistema y factores coyunturales. Un primer aspecto fue el
apego a los sectores que generaban riqueza. Desde los labradores asentados en tierras
recién colonizadas en Hungría, Rusia, Prusia, Transilvania e incluso España, a los
comerciantes, financieros o promotores industriales, muchos mesócratas y burgueses
recibieron un trato de favor y ayudas por parte de la administración.
Más compleja es la actitud de ésta ante la nobleza. Muchos políticos y filósofos
ilustrados se mostraron contrarios a los privilegios heredados que no resultaran útiles a la
sociedad y a la superioridad de unos linajes respecto a otros; pero esta cuestión no llevaba
a buscar remedios violentos o revolucionarios, sino reformas conformes a razón. Por lo
demás, muchos admitían una jerarquía social basada en la riqueza, el saber o los servicios
al estado. A la nobleza se le asignaba la función de cooperar en el equilibrio social. De
ahí que se buscase a los nobles para los cargos públicos y se les impulsase a participar en
actividades económicas que hasta entonces eran consideradas incompatibles con el estado
noble.
La suerte de las masas campesinas o urbanas no atrajo en medida suficiente la
atención de gobernantes y pensadores, más inclinados a buscar soluciones para los
problemas económicos. En conjunto, políticos y pensadores ilustrados conocieron la
durísima situación de los campesinos, pero no supieron armonizar los intereses
económicos y sociales.
Otro interés de los monarcas ilustrados fue el de la asistencia social a los pobres,
mendigos, vagos y marginados. En vez de la caridad eclesiástica o privada, el modelo
ilustrado de beneficencia otorgó responsabilidades al estado y a las autoridades
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territoriales o locales, y propugnó la reeducación de los pobres con la vista puesta en hacer
de ellos seres útiles a la sociedad. Pero la secularización de la beneficencia no trajo
grandes bienes. El régimen de reclusión en los hospicios y hospitales construidos por los
Borbones y los workhouses ingleses no sirvió para recalificar el trabajo del marginado e
insertar a éste en la vida social, sino más bien evitar los supuestos peligros que
acompañaban en la calle al pobre. Por lo demás, la pobreza cristiana no se entendía bien
y economistas y políticas exaltaban el lujo para todos, como expresión de la libertad, la
ruptura de las barreras estamentales y el estímulo de la economía.
La beneficencia estatalizada trajo consigo un primer intento de Sanidad pública,
pero el modelo, que no mejoraba el sistema anterior, se ensayó de forma fragmentaria y
desacertada.
Política económica
Condición indispensable para el bienestar y el progreso material de todos era la
mejora económica. Los medio que adoptaron para llevarla a cabo estaban augurados, en
mayor o menor grado, por las doctrinas mercantilistas y fisiocráticas. Los presupuestos
mercantilistas y fisiócratas llevaron a los déspotas ilustrados a reformar, a través de
medidas técnicas, sociales y económicas, la agricultura; a liberalizar paulatinamente el
comercio y renovar o, en su caso, transformar la industria. La mejora de los transportes,
de las comunicaciones y de las obras púbicas y la fluidez de la vida financiera, facilitada
sobre todo por la banca pública o privada, completaban el esquema de una política
realizada sólo de forma parcial y vacilante.
El despotismo ilustrado concedió prioritaria atención así mismo a la economía
pública y buscó especialmente una reordenación de los impuestos y las tasas. El objetivo
fundamental a este respecto fue la potenciación de los impuestos y el establecimiento de
un impuesto territorial unificado (Por ejemplo, la Única Contribución en Castilla).
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