El Collar de La Reina - Dumas, Alejandro

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Annotation

La situación en Francia para finales del Siglo XVIII era


insostenible económicamente, el pueblo moría de hambre y
frío, mientras que el clero, la nobleza y en especial la Reina
María Antonieta de Austria, se daban la gran vida.
El Cardenal de Rohan en un intento por comprar el favor
de la Reina se ve estafado, y el pueblo francés pierde la
confianza en sus políticos, que gastan millones en joyas,
mientras ellos mueren de hambre. El asunto del collar de la
reina, que por si solo ya tenía tintes novelescos, es tomado por
Alejandro Dumas, que le da su particular toque, lleno de
aventuras, intrigas y por supuesto, una que otra historia de
amor.
En este libro, podremos observar desde adentro todas las
maquinaciones que dieron al traste con una de las estafas más
famosas y costosas de la historia, conoceremos los personajes
mucho más a fondo (inclusive a los propios Reyes), pero sobre
todo, pasaremos un buen rato con una fantástica novela, hecha
por uno de los más grandes escritores de todos los tiempos.

PROLOGO
I.- UN VIEJO GENTILHOMBRE Y UN VIEJO
MAESTRESALA
II.- LA PEROUSE
EL COLLAR DE LA REINA
I.- DOS MUJERES DESCONOCIDAS
II.- UN INTERIOR
III.- JUANA DE LA MOTTE-VALOIS
IV.- PELUS
V.- CAMINO DE VERSALLES
VI.- UNA CONSIGNA
VII.- LA ALCOBA DE LA REINA
VIII.- EL TOCADOR DE LA REINA
IX.- EL BASSIN DES SUISSES
X.- EL TENTADOR
XI.- DE SUFFREN
XII.- EL SEÑOR DE CHARNY
XIII.- LOS CIEN LUISES DE LA REINA
XIV.- EL MAESTRO FINGRET
XV.- EL CARDENAL DE ROHAN
XVI.- MESMER Y SAINT-MARTIN
XVII.- LA CUBETA
XVIII.- MADEMOISELLE OLIVE
XIX.- MONSIEUR BEAUSIRE
XX.- EL ORO
XXI.- LA CASITA
XXII.- ALGUNAS PALABRAS SOBRE LA
OPERA
XXIII.- EL BAILE DE LA OPERA
XXIV.- EL BAILE DE LA OPERA (Continuación)
XXV.- SAFO
XXVI.- LA «ACADEMIA» DE BEAUSIRE
XXVII.- EL EMBAJADOR
XXVIII.- BOEHMER Y BOSSANGE
XXIX.- LA EMBAJADA
XXX.- LA COMPRA
XXXI.- LA CASA DEL GACETILLERO
XXXII.- COMO DOS AMIGOS SE CONVIERTEN
EN ENEMIGOS
XXXIII.- LA CASA DE LA CALLE NEUVE-
SAINT-GILLES
XXXIV.- EL CABEZA DE FAMILIA DE LOS
TAVERNEY
XXXV.- EL CUARTETO DEL SEÑOR DE
PROVENZA
XXXVI.- LA PRINCESA DE LAMBALLE
XXXVII.- EN LAS HABITACIONES DE LA
REINA
XXXVIII.- LA COARTADA
XXXIX.- MONSIEUR DE CROSNE
XL.- LA TENTADORA
XLI.- DOS AMBICIOSOS QUE QUIEREN PASAR
POR AMANTES
XLII.- DONDE SE COMIENZAN A VER LOS
ROSTROS BAJO LAS MASCARAS
XLIII.- DONDE DUCORNEAU NO
COMPRENDE NADA DE LO QUE PASA
XLIV.- ILUSIONES Y REALIDADES
XLV.- DONDE MADEMOISELLE OLIVE
COMIENZA A PREGUNTARSE QUE SE QUIERE
HACER CON ELLA
XLVI.- LA CASA DESIERTA
XLVII.- JUANA, PROTECTORA
XLVIII.- JUANA, PROTEGIDA
XLIX.- LA CARTERA DE LA REINA
L.- DONDE VOLVEMOS A ENCONTRAR AL
DOCTOR LOUIS
LI.- ALEGRI SOMNIA77
LII.- DONDE SE DEMUESTRA QUE LA
AUTOPSIA DEL CORAZÓN ES MAS DIFÍCIL
QUE LA DEL CUERPO
LIII.- DELIRIO
LIV.- CONVALECENCIA
LV.- DOS CORAZONES SANGRANTES
LVI.- UN MINISTRO DE HACIENDA
LVII.- ILUSIONES ENCONTRADAS. SECRETO
PERDIDO
LVIII.- EL DEUDOR Y EL ACREEDOR
LIX.-CUENTAS DE CASA
LX.- MARÍA ANTONIETA, REINA; JUANA DE
LA MOTTE, MUJER
LXI.- EL RECIBO DE BOEHMER Y EL
RECONOCIMIENTO DE LA REINA
LXII.- LA PRISIONERA
LXIII.- EL OBSERVATORIO
LXIV.- LAS DOS VECINAS
LXV.- LA CITA
LXVI.- LA MANO DE LA REINA
LXVII.- MUJER Y REINA
LXVIII.- MUJER Y DEMONIO
LXIX.- LA NOCHE
LXX.- LA DESPEDIDA
LXXI.- LOS CELOS DEL CARDENAL
LXXII.- LA HUIDA
LXXIII.- LA CARTA Y EL RECIBO
LXXIV.- REY, NO PUEDO; PRINCIPE, NO
QUIERO; ROHAN, LO ACEPTO
LXXV.- ESGRIMA Y DIPLOMACIA
LXXVI.- GENTILHOMBRE, CARDENAL Y
REINA
LXXVII.- EXPLICACIONES
LXXVIII.- EL ARRESTO
LXXIX.- EL PROCESO VERBAL
LXXX.- UNA ÚLTIMA ACUSACIÓN
LXXXI.- LA PETICIÓN DE MANO
LXXXII.- SAINT-DENIS
LXXXIII.- UN CORAZÓN MUERTO
LXXXIV.- DONDE SE EXPLICA POR QUE
ENGORDABA EL BARÓN
LXXXV.- EL PADRE Y LA PROMETIDA
LXXXVI.- DESPUÉS DEL DRAGÓN, LA
VÍBORA
LXXXVII.- DE COMO EL SEÑOR DE
BEAUSIRE, CREYENDO HABER CAZADO LA
LIEBRE, FUE CAZADO POR LOS AGENTES
DEL SEÑOR DE CROSNE
LXXXVIII.- LOS TÓRTOLOS SON METIDOS EN
LA JAULA
LXXXIX.- LA BIBLIOTECA DE LA REINA
LXXXX.- EL GABINETE DEL JEFE DE POLICÍA
LCI.- LOS INTERROGATORIOS
LCII.- LA ULTIMA ESPERANZA PERDIDA
LCIII.- EL BAUTIZO DEL PEQUEÑO BEAUSIRE
LCIV.- EL BANQUILLO
LCV.- UNA REJA Y UN ABATE
LCVI.- LA SENTENCIA
LCVII.- LA EJECUCIÓN
LCVIII.- EL MATRIMONIO
notes
.

Alexandre Dumas

El collar de la Reina
.

Título Original: Le collier de la Reine

Alexandre Dumas, 1849


PROLOGO
I.- UN VIEJO GENTILHOMBRE Y UN
VIEJO MAESTRESALA

En los primeros días del mes de abril de 1784,


aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde, el viejo
mariscal de Richelieu, antiguo conocido nuestro, después de
haberse impregnado las cejas con un tinte perfumado, rechazó
con la mano el espejo que sostenía su ayuda de cámara,
sucesor, pero no sustituto, del fiel Rafté, y, moviendo la cabeza
con aquel gesto que le era propio, dijo:
—Vamos. Ya estoy preparado.
Se levantó de su sillón y se sacudió con ademán juvenil
las motas de polvo blanco que habían volado de su peluca a su
pantalón azul celeste.
Seguidamente, y después de dar dos o tres vueltas por el
cuarto de aseo a fin de desentumecer las piernas, dijo:
—Que venga mi maestresala.
Cinco minutos después, el maestresala se presentó en
traje de ceremonia. El mariscal adoptó el gesto grave que
requería la situación.
—Monsieur —dijo—, supongo que me habréis preparado
un buen almuerzo.
—Por supuesto, monseñor.
—Os han entregado la lista de los convidados, ¿verdad?
—Recuerdo exactamente el número, monseñor. Nueve
cubiertos, ¿no es eso?
—Hay cubiertos y cubiertos…
—Sí, monseñor, pero…
El mariscal interrumpió al maestresala con un breve
movimiento de impaciencia, no exento, sin embargo, de
majestad.
—«Pero…» no es una respuesta, monsieur. Y cada vez
que oigo la palabra «pero», y estoy oyéndola muchas veces
desde hace ochenta y ocho años…, cada vez que he oído esa
palabra, ya estoy harto de decíroslo, precedía a una tontería.
—Monseñor…
—A ver: ¿para qué hora habéis dispuesto la comida?
—Monseñor, los burgueses comen a las dos, los letrados
a las tres y la nobleza a las cuatro.
—¿Y yo, monsieur?
—Monseñor comerá a las cinco.
—¡Oh, a las cinco!
—Sí, monseñor; como el rey.
—Y ¿por qué como el rey?
—Porque en la lista que monseñor me ha remitido está el
nombre de un rey.
—Nada de eso. Os equivocáis. Entre mis invitados de hoy
sólo hay simples caballeros.
—Monseñor quiere divertirse con su humilde servidor, y
le agradezco el honor que me hace. Pero como el señor conde
de Haga, que es uno de los invitados de monseñor…
—¿Y qué?
—Pues que el conde de Haga es un rey.
—No conozco a ningún rey que se llame así.
—Que monseñor me perdone —dijo el maestresala,
inclinándose—, pero había creído, había supuesto…
—Vuestra obligación no consiste en creer. Vuestro deber
no es suponer. Lo que tenéis que hacer es leer las órdenes que
os doy, sin añadir comentarios. Cuando quiero que se sepa una
cosa, la digo, y cuando no la digo, es que deseo que se ignore.
El maestresala se inclinó por segunda vez, y ahora mucho
más respetuosamente que si estuviese hablando con un rey.
—Por lo tanto, monsieur —continuó el viejo mariscal—,
quisiera, puesto que sólo vienen caballeros a comer, que me
sirvieseis la comida a la hora de costumbre, a las cuatro.
Al oír esta orden, la expresión del maestresala se nubló
como si acabase de escuchar su sentencia de muerte. Palideció,
encogiéndose bajo el golpe. Después se irguió con el valor de
la desesperación.
—Que sea lo que Dios quiera —dijo—, pero monseñor
comerá a las cinco.
—¿Por qué a las cinco? —exclamó el mariscal.
—Porque es materialmente imposible que monseñor
coma antes.
—Monsieur —dijo el viejo mariscal, moviendo con
altivez su cabeza todavía joven—, hace ya veinte años que
estáis a mi servicio, ¿no es así?
—Veintiún años, monseñor, un mes y dos semanas.
—Pues a esos veintiún años, un mes y dos semanas no
añadiréis ni un día más, ni siquiera una hora. ¿Comprendido?
—replicó el anciano, pellizcándose sus finos labios y
frunciendo las cejas pintadas—. Desde esta tarde os buscaréis
un nuevo amo. No admito que la palabra «imposible» se
pronuncie en mi casa. Y a mi edad ya no deseo aprenderla. No
puedo perder el tiempo.
El maestresala se inclinó por tercera vez.
—Esta tarde —dijo— me despediré de monseñor, pero
por lo menos hasta el último momento le serviré como es
conveniente.
Retrocedió dos pasos hacia la puerta.
—¿A qué llamáis vos «como es conveniente»? Aprended,
monsieur, que las cosas deben hacerse como a mí me
convienen. He aquí la conveniencia. Pues bien, deseo comer a
las cuatro, y cuando deseo comer a las cuatro, no admito que
me sirváis a las cinco.
—Señor mariscal —dijo con sequedad el maestresala—,
yo he servido de mayordomo al príncipe de Soubise y de
intendente al príncipe cardenal Louis de Rohan; en casa del
primero, Su Majestad el difunto rey de Francia comía una vez
al año; en casa del segundo. Su Majestad el emperador de
Austria lo hacía una vez al mes. Por lo tanto, sé cómo tratar a
los soberanos, monseñor. En casa del príncipe de Soubise, el
rey Luis XV se llamaba en vano barón de Gonesse, pero no
dejaba de ser un rey. En casa del segundo, es decir, en casa del
príncipe de Rohan, el emperador José se hacía llamar conde de
Packenstein, pero no dejaba de ser un Emperador. Hoy, el
señor mariscal recibe a un convidado, que en vano se hace
llamar conde de Haga, pues no por eso deja de ser rey de
Suecia. Me iré esta tarde de la residencia del señor mariscal,
donde el conde de Haga será tratado como un rey.
—Eso es precisamente lo que os prohíbo, obstinado; el
conde de Haga desea mantener el incógnito más severo.
¡Pardiez! En eso conozco vuestra estúpida vanidad, señores de
la servilleta. No es precisamente a la corona a quien honráis,
sino que os glorificáis a vosotros mismos con nuestros
escudos.
—Supongo —observó con acritud el maestresala— que,
cuando monseñor habla de dinero, no lo hace en serio.
—Por supuesto que no —dijo el mariscal, casi con
humildad—. No. ¿Dinero? ¿Quién diablos os habla de dinero?
No deis la vuelta a la cuestión, os lo suplico, y repito que no
deseo que se hable aquí del rey.
—Pero, señor mariscal, ¿por quién me tomáis? ¿Pensáis
que estoy ciego? Ni por un instante se hablará aquí de rey
alguno.
—Pues no os obstinéis y servidme la comida a las cuatro.
—No, señor mariscal. Porque a las cuatro no habrá
llegado lo que espero.
—¿Y qué esperáis? ¿Un pescado, como monsieur Vatel?
—Monsieur Vatel, monsieur Vatel…1 —murmuró el
maestresala.
—¿Os extraña la comparación?
—No. Pero, por una cuchillada que monsieur Vatel se dio
en el cuerpo, ya es inmortal.
—¿Y os parece, monsieur, que vuestro colega ha pagado
muy barato la gloria?
—No, monseñor. Pero hay otros que sufren más que él en
nuestra profesión y padecen dolores y humillaciones cien
veces peores que una cuchillada, y, sin embargo, no son
inmortales.
—Monsieur, ¿no sabéis que para ser inmortal es
necesario pertenecer a la Academia o haber muerto?
—Monseñor, si es así, prefiero seguir vivo y cumplir con
mi obligación. Yo no moriré y cumpliré con mi deber, al igual
que habría hecho Vatel si el señor príncipe de Conde hubiese
tenido la paciencia de esperar media hora.
—Me prometéis maravillas. Sois muy hábil.
—No, monseñor; no prometo ninguna maravilla.
—Entonces, ¿qué es lo que estáis esperando?
—¿Monseñor desea que se lo diga?
—Claro que sí. Soy muy curioso.
—Pues bien, monseñor: espero una botella de vino.
—¿Una botella de vino? Explicaos; el asunto empieza a
interesarme.
—Se trata de lo siguiente, monseñor: Su Majestad el rey
de Suecia… Perdón, he querido decir Su Excelencia el conde
de Haga…, sólo bebe vino de Tokay.
—Y ¿qué? ¿Estoy tan mal provisto como para no tener
Tokay en mi bodega? En ese caso habrá que despedir a mi
bodeguero.
—No, monseñor. Aún quedan cerca de sesenta botellas.
—Y ¿creéis que el conde de Haga beberá sesenta botellas
de vino en la comida?
—Paciencia, monseñor; cuando el señor conde de Haga
vino a Francia por primera vez, sólo era príncipe real; entonces
comió con el ahora difunto rey, que había recibido doce
botellas de Tokay de Su Majestad el emperador de Austria. El
primer Tokay se reserva para las bodegas de los emperadores,
y los mismos soberanos únicamente lo beben cuando Su
Majestad el Emperador tiene a bien enviárselo.
—Lo sé.
—Monseñor, de esas doce botellas que el príncipe real
probó y encontró admirables sólo quedan dos. Una de ellas
está todavía en la bodega del rey Luis XVI; la otra…
—Ah…
—Sí. A eso es a lo que íbamos —dijo el maestresala, con
una sonrisa triunfante, dándose cuenta de que, después de la
larga lucha que acababa de sostener, el momento de la victoria
se acercaba—. La otra… ¡fue robada!
—¿Por quién?
—Por uno de mis amigos, monseñor. El bodeguero del
difunto rey, que me debía muchos favores.
—Y él os la dio…
—En efecto, monseñor —dijo el maestresala, con
orgullo.
—Y ¿qué hicisteis con ella?
—La deposité con sumo cuidado en la bodega de mi amo,
monseñor.
—¿De vuestro amo? Y ¿quién era en aquel tiempo
vuestro amo?
—El cardenal príncipe de Rohan, monseñor.
—Dios mío, ¿en Estrasburgo?
—En Saverna.
—¿Y habéis enviado a buscar esa botella para mí? —
exclamó el viejo mariscal.
—Para vos, monseñor —respondió el maestresala, con un
tono que se podía traducir por «ingrato».
El duque de Richelieu cogió la mano del viejo servidor,
exclamando:
—Os pido perdón. Sois el rey de los maestresalas.
—Y vos me echabais —respondió éste, con un
indefinible movimiento de cabeza y hombros.
—Os pago por esa botella cien pistolas.
—Que, con las cien pistolas que costarán al señor
mariscal los gastos del viaje, sumarán doscientas. Pero
monseñor estará de acuerdo conmigo en que es barato.
—Estaré de acuerdo con vos en todo lo que queráis, y
desde hoy os doblo vuestros honorarios.
—Monseñor, no he hecho nada para merecerlo;
únicamente he cumplido con mi deber.
—Entonces, ¿cuándo llegará vuestro correo de cien
pistolas?
—Monseñor juzgará si he perdido el tiempo: ¿qué día me
encargó monseñor la comida?
—Hoy hace tres días, creo.
—El correo necesita veinticuatro horas para ir y otras
tantas para volver.
—Aún os quedan veinticuatro. ¿Qué habéis hecho con
ellas, príncipe de los maestresalas?
—Desgraciadamente, las he perdido, monseñor. La idea
no se me ocurrió hasta la mañana siguiente del día en que vos
me disteis la lista de invitados. Ahora calculemos el tiempo
que llevará la negociación, y veréis, monseñor, que, al pediros
retrasar la comida hasta las cinco, no os solicito más que lo
estrictamente necesario.
—¿Cómo? ¿La botella no está aquí todavía?
—No, monseñor.
—Dios mío… Y ¿si vuestro colega de Saverna es tan leal
al señor príncipe de Rohan como vos lo sois conmigo?
—¿Qué, monseñor?
—Si él se niega a entregar la botella, ¿cómo os las
arreglaréis vos?
—¿Yo, monseñor?
—Sí. Porque supongo que no serviréis una de las botellas
parecidas que hay en mi bodega.
—Os pido humildemente perdón, monseñor. Pero si un
compañero mío tuviese que cumplimentar a un rey y viniese a
pedirme vuestra mejor botella de vino, se la daría al momento.
—¡Oh! —exclamó el mariscal, con una ligera mueca.
—Ayudando, se ayuda uno a sí mismo, monseñor.
—Así ya estoy más tranquilo —dijo el mariscal,
suspirando—. Pero aún existe una desgraciada posibilidad.
—¿Cuál, monseñor?
—¿Y si la botella se rompe?
—Jamás se ha oído que un hombre rompa una botella de
vino que valga dos mil libras.
—Convengo en que estaba equivocado; no hablemos más
del asunto… ¿A qué hora llegará vuestro correo?
—A las cuatro en punto.
—Entonces, ¿qué es lo que nos impide comer a las
cuatro? —volvió a preguntar el mariscal, terco como una
mula.
—Monseñor, mi vino necesita una hora de reposo, y eso
gracias a un proceso de mi invención, sin el cual necesitaría
tres días.
Derrotado una vez más, el mariscal saludó a su
maestresala.
—Por otra parte —continuó éste—, los convidados de
monseñor saben ya que tendrán el honor de comer con el señor
conde de Haga, y por lo tanto llegarán a las cuatro y media.
—Esa es otra.
—Sin duda, monseñor; ¿no son los convidados de
monseñor el señor conde de Launay, la condesa du Barry,
monsieur de La Perouse, monsieur de Favras, monsieur de
Condorcet, monsieur de Cagliostro y monsieur de Taverney?
—¿Y bien?
—Procedamos por orden, pues, monseñor: monsieur de
Launay viene de la Bastilla2, y desde París aquí, a causa del
hielo que hay en las carreteras, se emplean tres horas.
—Sí, pero saldrá nada más terminar la comida de los
prisioneros, es decir, a mediodía; conozco muy bien eso.
—Perdón, monseñor, pero desde que monseñor dejó la
Bastilla3, la hora de la comida ha cambiado; ahora se come a la
una.
—Todos los días se aprende algo, y os doy las gracias.
Continuad.
—Madame du Barry viene de Louveciennes, y el camino
está muy resbaladizo debido a la escarcha4, sólo se las da de
reina con los barones. Es necesario que lo comprendáis,
monsieur: había deseado comer pronto porque monsieur de La
Perouse, que se marcha esta tarde, no deseará retrasarse5.
—Monseñor, el caballero de La Perouse está en este
momento con el rey; trata de geografía y cosmografía con Su
Majestad. El rey no dejará marchar tan pronto a monsieur de
La Perouse.
—Es posible…
—Es seguro, monseñor. Y pasará lo mismo con monsieur
de Favras, que está en casa del señor conde Provenza, sin duda
comentando la obra de Carón de Beaumarchais.
—¿Las bodas de Fígaro?
—Sí, monseñor.
—¿Sabéis que sois muy ilustrado, monsieur?
—En mis ratos perdidos, leo, monseñor.
—Tenemos a monsieur de Condorcet6, que, en su calidad
de geómetra, podría ser puntual.
—Sí, pero se enfrascará en un cálculo y, cuando lo haya
resuelto, se encontrará con media hora de retraso. En cuanto al
conde de Cagliostro, como se trata de un extranjero y vive en
París desde hace poco tiempo, es muy probable que no
conozca aún la vida de Versalles y se haga esperar.
—Veo —dijo el mariscal— que habéis nombrado a todos
mis convidados excepto a Taverney, y con un orden de
enumeración digno de Homero y de mi fiel Rafté.
El maestresala se inclinó.
—No he hablado de monsieur de Taverney porque es un
viejo amigo que se conformará con lo que se disponga. Creo,
monseñor, que son éstos los ocho cubiertos de esta tarde, ¿no?
—Perfectamente. ¿Dónde comeremos?
—En el comedor grande, monseñor.
—Nos helaremos.
—Hace tres días que está calentándose, monseñor, y he
regulado la temperatura a dieciocho grados.
—Muy bien, pero ya suena la media.
El mariscal miró el reloj.
—Son las cuatro y media.
—Sí, monseñor, y un caballo está entrando en el patio;
llega mi botella de vino de Tokay.
—Desearía ser servido de esa manera veinte años más —
dijo el viejo mariscal, volviendo a su espejo mientras el
maestresala corría al office.
—Veinte años más —dijo una alegre voz que interrumpió
al duque en el preciso momento en que se miraba al espejo—.
¡Veinte años! Querido mariscal, os lo deseo, pero entonces,
duque, yo tendré sesenta y seré ya muy vieja.
—¿Vos, condesa? —exclamó el mariscal—. ¡Vos la
primera que llega! Dios mío, seguís tan bella y lozana como
siempre.
—Decid, más bien, que estoy helada.
—Pasad al tocador, os lo ruego.
—¿Una conversación privada entre los dos, mariscal?
—Entre los tres —respondió una voz cascada.
—De Taverney —exclamó el mariscal. Y añadió al oído
de la condesa—: ¡Peste de aguafiestas!
—¡Puaf! —murmuró madame du Barry con una
carcajada.
Los tres pasaron a la estancia contigua.
II.- LA PEROUSE

En el mismo instante, el rodar de muchos carruajes sobre el


empedrado cubierto de nieve advirtió al mariscal que llegaban
sus invitados, y poco después, gracias a la exactitud del
maestresala, nueve convidados se sentaban alrededor de la
mesa ovalada del comedor: también nueve lacayos, silenciosos
como sombras, ágiles sin precipitación, atentos sin importunar,
se deslizaban sobre las alfombras, pasaban entre los
convidados sin rozar nunca sus brazos, sin tropezar con sus
sillones, sillones hundidos en un mar de pieles, donde se
sumergían hasta los tobillos, las piernas de los invitados.
Disfrutaban con todo esto los huéspedes del mariscal; y
también con el dulce calor de las estufas, el humo de las
carnes, el bouquet de los vinos y el runrún de las primeras
charlas después de la sopa.
Ni un solo ruido fuera, pues los postigos de las ventanas
tenían sordina; ni un solo ruido en el interior, excepto el que
hacían los invitados. Los platos cambiaban de sitio sin que se
los sintiese sonar, las bandejas iban del aparador a la mesa sin
una sola vibración, y un maestresala, al que era imposible
sorprender en un susurro, daba las órdenes con la mirada.
De este modo, al cabo de diez minutos, los invitados se
sintieron completamente solos en el comedor; en efecto, unos
servidores mudos, unos esclavos impalpables, tenían también
por fuerza que ser sordos.
Richelieu fue el primero en romper el solemne silencio,
que había durado tanto como la sopa, diciendo a su vecino de
la derecha:
—¿El señor conde no bebe?
Estas palabras iban dirigidas a un hombre de treinta y
ocho años, de cabellos rubios, bajo de estatura y ancho de
espaldas. Sus ojos, de un azul claro, eran vivos a veces, y
melancólicos con frecuencia; la nobleza estaba escrita con
rasgos inconfundibles en su frente despejada y generosa.
—Sólo bebo agua, mariscal —respondió.
—Excepto en el palacio de Luis XV —dijo el duque—.
Tuve el honor de comer allí con el señor conde, y aquella vez
se dignó beber vino.
—Me traéis a la memoria un excelente recuerdo, señor
mariscal; en efecto, fue en el 1771; era vino de Tokay de la
cosecha imperial.
—Era hermano del que mi maestresala ha tenido el honor
de verter en este momento en vuestra copa, señor conde —dijo
Richelieu, inclinándose.
El conde de Haga levantó el vaso a la altura de los ojos y
lo miró a la luz de las velas.
El vino brillaba en el vaso como un rubí líquido.
—Es cierto, señor mariscal; gracias.
Y el conde pronunció la palabra «gracias» con un tono
tan noble y grato, que los asistentes, electrizados, se
levantaron a la vez, gritando:
—¡Viva Su Majestad!
—Es cierto —respondió el conde de Haga—. ¡Viva Su
Majestad el rey de Francia! ¿No sois de mi opinión, monsieur
de La Perouse?
—Señor conde —respondió el capitán con el acento a la
vez adulador y respetuoso del hombre que está acostumbrado a
tratar con cabezas coronadas—, he dejado al rey hace una
hora, y el rey ha tenido tales bondades conmigo que nadie
gritaría más alto que yo: ¡Viva el rey!. Lo que ocurre es que,
como dentro de una hora he de tomar el coche de posta que me
llevará al mar, donde me esperan los dos navíos que el rey
pone a mi disposición, una vez que haya salido de aquí, os
pediré permiso para gritar: ¡Viva otro rey!, al que
precisamente me gustaría mucho servir si no tuviese ya tan
buen señor.
Levantando su vaso, monsieur de La Perouse saludó
humildemente al conde de Haga.
—Ese saludo —dijo madame du Barry, sentada a la
izquierda del mariscal— lo compartimos nosotros también.
Pero sería preciso que el decano de esta reunión lo
transmitiese al Parlamento.
—¿La proposición se dirige a vos, De Taverney, o a mí?
—preguntó el mariscal.
—Yo no lo creo —dijo un nuevo personaje, situado frente
al cardenal Richelieu.
—¿Qué es lo que no creéis, monsieur de Cagliostro? —
dijo el conde de Haga, fijando su aguda mirada sobre su
interlocutor.
—No creo, señor conde —dijo De Cagliostro,
inclinándose—, que monsieur de Richelieu sea el mayor de
nosotros.
—¡Bien dicho! —agregó el mariscal—. Según parece, el
más viejo sois vos, De Taverney.
—Pues tengo ocho años menos que vos. Nací en 1704 —
replicó el anciano caballero.
—Infame —exclamó el mariscal—. ¡Revelar mis ochenta
y ocho años!
—Pero ¿de verdad tenéis ochenta y ocho años, señor
duque? —preguntó De Condorcet.
—Dios mío, sí. El cálculo es fácil de hacer, y por lo
mismo es indigno de una persona que cultiva el álgebra con la
fortuna que vos, marqués. Pertenezco al otro siglo, el gran
siglo, como ahora se le llama: nací en 1696. Hermosa fecha.
—¡Imposible! —replicó De Launay.
—Si estuviese vuestro padre aquí, señor gobernador de la
Bastilla, no diría que es imposible. El me tuvo en pensión allí
en 1714.
—El decano en este lugar, os lo aseguro —dijo De Favras
—, es el vino que el conde de Haga vierte en este momento en
su vaso.
—Un Tokay de ciento veinte años. Tenéis razón,
monsieur de Favras —repuso el conde—. A este Tokay
corresponde el honor de brindar por la salud del rey.
—Un instante, señores —dijo De Cagliostro, irguiendo
por encima de la mesa su rostro deslumbrante de vigor y de
inteligencia—; ese honor lo reclamo yo.
—¿Reclamáis el derecho de primogenitura sobre el
Tokay? —replicaron a coro los invitados.
—Naturalmente —dijo el conde con calma—, ya que fui
yo quien precintó la botella.
—¿Vos?
—Sí, yo, y precisamente el día en que Montecuccoli ganó
la gran batalla a los turcos: en el año 1664.
Una gran carcajada acogió las palabras que De Cagliostro
acababa de pronunciar con una gravedad imperturbable.
—Según estas cuentas, monsieur —dijo madame du
Barry—, tenéis alrededor de los ciento treinta años, porque
supongo que tendríais por lo menos diez años, pues de otro
modo os habría sido imposible llenar de vino una botella tan
grande.
—Tenía más de diez años cuando llevé a cabo esa
operación, madame, ya que, al día siguiente, tuve el honor de
recibir de Su Majestad el emperador de Austria el encargo de
felicitar a Montecuccoli, quien, con la victoria de Saint-
Gothard, había vengado la poca fortuna de D’Especk en
Eslavonia, en la jornada en que los infieles derrotaron
brutalmente a los imperiales, mis amigos y mis compañeros de
armas, allá por 15367.
Con la misma frialdad que De Cagliostro, habló el conde
de Haga:
—Es lógico que tuvieseis entonces más de diez años,
dado que tomasteis parte en tan memorable batalla.
—¡Una horrible derrota, señor conde! —dijo De
Cagliostro, inclinándose.
—Menos cruel, sin embargo, que la derrota de Crecy —
agregó De Condorcet, sonriendo.
—Desde luego, monsieur —repuso De Cagliostro,
también sonriendo—. La derrota de Crecy fue una cosa
horrible, pues no se derrotó únicamente a un ejército, sino a
Francia entera. Pero debemos admitir que la derrota no fue una
victoria muy leal por parte de Inglaterra8. El rey Eduardo tenía
cañones, circunstancia que Felipe de Valois ignoraba o, más
bien, se negó a creer cuando le advertí que con mis propios
ojos había visto las cuatro piezas de artillería que Eduardo
había comprado a los de Venecia.
—¡Oh!… —aparentó sorprenderse madame du Barry—.
¿Conocisteis a Felipe de Valois?
—Madame, tuve el honor de ser uno de los cinco
caballeros que le dieron escolta cuando abandonó el campo de
batalla —respondió De Cagliostro—. Había llegado a Francia
acompañando al viejo rey de Bohemia, que estaba ciego y que
se hizo matar cuando le dijeron que todo estaba perdido.
—Monsieur —dijo De la Perouse—, ¡no sabéis cuánto
lamento que, en vez de asistir a la batalla de Crecy, no
estuvieseis presente en la de Actium!
—¿Por qué, monsieur?
—Porque hubieseis podido darme detalles náuticos que, a
pesar de la hermosa narración de Plutarco, siempre he
encontrado demasiado confusos9.
—¿Qué detalles, monsieur? Me sentiría satisfecho si
pudiese seros de utilidad.
—¿Estabais allí?
—No, monsieur. Me encontraba entonces en Egipto.
Había recibido el encargo de la reina Cleopatra de organizar la
biblioteca de Alejandría, cosa que yo podía hacer mejor que
cualquier otro, ya que conocía personalmente a los mejores
autores de la antigüedad.
—¿Habéis visto a la reina Cleopatra, monsieur de
Cagliostro? —gritó madame du Barry.
—Como ahora os veo a vos, madame.
—¿Era tan bella como se dice?
—Señora condesa, ya sabéis que la belleza es relativa.
Encantadora reina de Egipto, Cleopatra no hubiera podido ser
en París más que una adorable modistilla.
—No habléis mal de las modistillas, señor conde.
—Dios me libre.
—Así que Cleopatra era…
—Pequeña, menuda, viva, espiritual, de grandes ojos
almendrados, nariz griega, dientes como perlas y una mano
como la vuestra, señora. Una verdadera mano para sostener el
cetro… Ved aquí un diamante que ella me dio y que heredó de
su hermano Ptolomeo; ella lo llevaba en el pulgar.
—¿En el pulgar? —exclamó madame du Barry.
—Sí; era una moda egipcia. Y yo, según veis, apenas
puedo hacerlo pasar por mi dedo meñique.
Y quitándose la sortija, la presentó a madame du Barry.
Era un magnífico diamante, que podía valer, tanto por su
nitidez maravillosa como por su talla, que era perfecta, treinta
o cuarenta mil francos. El diamante fue de mano en mano y
volvió a De Cagliostro, quien lo colocó tranquilamente en su
dedo.
—¡Ah!… Veo —dijo— que sois incrédulos. Incredulidad
fatal que he tenido que combatir toda mi vida. Felipe de Valois
no quiso creerme cuando yo le aconsejaba abrir una retirada a
Eduardo. Cleopatra no me quiso creer cuando le dije que
Antonio sería derrotado. Los troyanos no quisieron creerme
cuando les dije, a propósito del caballo de madera: «Casandra
está inspirada. Escuchadla»10.
—Pero eso es maravilloso —dijo madame du Barry,
muerta de risa—. De verdad que jamás he visto a un hombre
que sea a la vez tan serio y tan divertido como vos.
—Yo os aseguro —dijo De Cagliostro, inclinándose hacia
ella— que Jonatán era todavía más divertido que yo. Ah, aquel
compañero encantador… Hasta el punto de que, cuando fue
muerto por Saúl, yo creí que me volvería loco.
—Si continuáis así, conde —dijo el duque de Richelieu
—, a quien vais a volver loco es al pobre De Taverney, que
tiene tanto miedo a la muerte y que os mira con ojos
espantados, creyéndoos inmortal. Veamos, francamente. ¿Lo
sois o no?
—¿Inmortal?
—Inmortal.
—Yo no sé nada de eso. Sólo puedo afirmar una cosa.
—¿Cuál? —preguntó De Taverney, más ansioso que los
otros oyentes del conde.
—Que he visto todas las cosas y he tratado a todos los
personajes que he citado hace un momento.
—¿Conocisteis en verdad a Montecuccoli?
—Como os conozco a vos, monsieur de Favras, y aún
más íntimamente, porque ésta es la segunda o tercera vez que
tengo el placer de veros, mientras que con aquél viví casi un
año en la misma tienda.
—¿Ya Felipe de Valois?
—Como tengo el honor de decíroslo, monsieur de
Condorcet. Pero, cuando él volvía a París, yo abandonaba
Francia para regresar a Bohemia.
—¿Cleopatra?
—Sí, señora condesa. Ya os he dicho que ella tenía los
ojos negros, como vos. Y la garganta casi tan bella como la
vuestra.
—Pero, conde, ¿sabéis cómo tengo la garganta?
—La tenéis parecida a la de Casandra, madame. Y para
que nada falte a este parecido, ella tenía, como vos, o vos
tenéis como ella, un pequeño lunar negro a la altura de la sexta
costilla izquierda.
—Conde, creo que sois brujo.
—No, marquesa —dijo el mariscal de Richelieu, riendo
—. Soy yo quien se lo ha dicho.
—¿Y vos cómo lo sabéis?
El mariscal frunció los labios.
—Es un secreto de familia.
—Está bien, está bien —dijo madame du Barry—. En
verdad, mariscal, que hay que ponerse una doble capa de
maquillaje cuando se viene a vuestra casa. —Y volviéndose
hacia De Cagliostro, agregó—: Verdaderamente, monsieur,
tenéis el secreto de rejuvenecer, porque a la edad de tres o
cuatro mil años, como vos declaráis, parecéis apenas de
cuarenta.
—Sí, madame; tengo el secreto para rejuvenecer.
—Oh, rejuvenecedme, entonces.
—No es necesario, madame. El milagro ya ha sido
realizado. Se tiene la edad que se aparenta. Y todo lo más, vos
tenéis treinta años.
—Eso es una galantería.
—No, madame, es un hecho.
—Explicaos.
—Es bien fácil. Habéis usado de mi procedimiento vos
misma.
—¿Cómo es eso?
—Habéis robado mi elixir.
—¿Yo…?
—Vos, condesa. No lo habréis olvidado.
—Por ejemplo…
—Condesa, ¿os acordáis de una casa de la calle Saint-
Claude? ¿Os acordáis de haber ido a esa casa para cierto
asunto concerniente a monsieur de Sartines? ¿Os acordáis de
haber rendido un servicio a uno de mis amigos, a José
Bálsamo? ¿Os acordáis de que José Bálsamo os hizo el
presente de un pomo de elixir, recomendándoos tomar tres
gotas todas las mañanas? ¿Os acordáis de haber seguido su
recomendación hasta el último año, la época en que el pomo se
agotó? Si no os acordáis de todo esto, condesa, no sería un
olvido, sino una ingratitud.
—Oh, monsieur de Cagliostro… Me decís unas cosas…
—Que no son conocidas más que por vos; lo sé bien.
¿Pero dónde estaría el mérito de ser brujo si no se supieran los
secretos del prójimo?
—¿Pero José Bálsamo tenía, como vos, la receta de ese
admirable elixir?
—No, madame. Pero era uno de mis mejores amigos, y le
di alguno de esos frasquitos.
—¿Y le queda alguno?
—Lo ignoro. Hace tres años que el pobre Bálsamo
desapareció. La última vez que le vi fue en América, en las
orillas del río Ohio; partía para una expedición a las montañas
Rocosas, y después he oído decir que murió allí.
—Veamos, veamos, conde —gritó el mariscal—. Tregua
de galanterías, por favor. ¡El secreto, conde, el secreto!
—¿Habláis en serio, monsieur? —preguntó el conde de
Haga.
—Muy en serio, Sire. Perdón, quiero decir señor conde.
—Y De Cagliostro se inclinó con un gesto que demostraba que
el error que acababa de cometer había sido voluntario.
—Así pues —dijo el mariscal—, ¿madame du Barry es
demasiado vieja para ser rejuvenecida?
—No, en conciencia.
—Bien. Entonces voy a presentaros otro sujeto. He aquí a
mi amigo De Taverney. ¿Qué me decís de él? ¿No parece
contemporáneo de Poncio Pilatos? Pero quizá es todo lo
contrario, demasiado viejo para rejuvenecer.
De Cagliostro contemplaba al barón, y dijo:
—No.
—Ah, mi querido conde —gritó Richelieu—, si vos
rejuvenecéis a ése, os proclamo discípulo de Medea11.
—¿Lo deseáis? —preguntó De Cagliostro, dirigiendo la
palabra al dueño de la casa y mirando atentamente a todo su
auditorio.
Todos asintieron.
—¿Y vos también, monsieur de Taverney?
—Yo más que los demás, caramba —dijo el barón.
—Muy bien, es fácil.
Deslizó sus dedos en un bolsillo y sacó una botellita de
forma octogonal. Después tomó un vaso de cristal, todavía
limpio, y vertió en él algunas gotas del licor que contenía el
frasquito.
Mezcló las gotas con la mitad de un vaso de champaña
helado, y pasó la bebida así preparada al barón.
Todos los ojos habían seguido hasta sus menores
movimientos. Todas las bocas estaban anhelantes. El barón
cogió el vaso, pero en el momento de llevárselo a la boca, se le
vio dudar.
Unos y otros, advirtiendo su duda, se rieron tan
alegremente que De Cagliostro se impacientó.
—Despachadlo, barón, o vais a dejar perder un licor que
vale cien luises cada gota.
—¡Diablo! —dijo Richelieu, intentando bromear—. Esto
es algo distinto del vino de Tokay.
—¿Es preciso, pues, beberlo? —preguntó el barón, casi
temblando.
—O pasar el vaso a otro, monsieur. Por lo menos que el
elixir aproveche a alguno.
—Dádmelo —dijo el duque de Richelieu, extendiendo
hacia él su mano.
El barón olió el vaso y, decidido sin duda por el olor vivo
y balsámico y por el hermoso color rosado que las pocas gotas
de elixir habían comunicado al champaña, se apresuró a
beberse el licor mágico.
En el mismo momento pareció como si un terrible
estremecimiento sacudiese todo su cuerpo e hiciese afluir a su
epidermis toda la sangre vieja y lenta que circulaba por sus
venas, desde los pies al corazón. Su arrugada piel se estiró, sus
ojos, perezosamente cubiertos por el velo de los párpados, se
dilataron de manera espontánea. La pupila se tornó viva y
grande, el temblor de sus manos dejó lugar a un aplomo
nervioso, su voz se afirmó, sus rodillas recobraron la
elasticidad de los más bellos días de su juventud, y se
robustecieron sus riñones, como si el licor, al bajar, hubiera
regenerado su cuerpo de uno a otro extremo.
Un grito de sorpresa, de estupor, de admiración, retumbó
en la sala. De Taverney, que comía con las encías, se sintió
hambriento. Cogió con vigorosa decisión plato y cuchillo y se
sirvió una ración de estofado que tenía a su izquierda. Y
mientras parecía triturar los huesos de perdiz, aseguró que le
renacían sus dientes de veinte años.
Comió, rió, bebió y gritó de alegría por espacio de media
hora, durante la cual los convidados le contemplaban
estupefactos. Luego, poco a poco, bajó como una lámpara en
la cual el aceite empieza a faltar. Fue primero su frente, donde
los antiguos pliegues, por un instante desaparecidos,
ofrecieron nuevas arrugas, y sus ojos se velaron y
oscurecieron. Perdió el gusto. Después, su espalda se encorvó.
Su apetito había desaparecido. Sus rodillas volvieron a
temblar.
—¡Oh…! —gimió.
—¿Y bien? —inquirieron todos los invitados.
—¿Y bien? ¡Adiós a la juventud!
Y exhaló un profundo suspiro, seguido de dos lágrimas
que humedecieron sus párpados.
Instintivamente, ante este triste aspecto de viejo
rejuvenecido, primero, y vuelto a envejecer después; ante este
transitorio retorno de juventud, un suspiro igual al de De
Taverney salió del pecho de cada invitado.
—Es muy simple, señores —dijo De Cagliostro—. Sólo
he vertido en la copa del barón treinta y cinco gotas del elixir
de vida, y por eso sólo ha rejuvenecido treinta y cinco
minutos.
—¡Oh, un poco más! ¡Un poco más! —pidió el anciano,
con avidez.
—No, monsieur. Porque una segunda prueba es casi
seguro que podría mataros —respondió De Cagliostro.
De todos los invitados, era madame du Barry la que,
conociendo la virtud del elixir, había seguido con mayor
curiosidad los detalles de la escena.
A medida que la juventud y la vida dilataban las arterias
del viejo De Taverney, la mirada de la condesa seguía en ellas
la progresión de la juventud y la vida. Reía y aplaudía, y se
rejuvenecía también contemplándole. Cuando el éxito del
brebaje llegó a su apogeo, la condesa estuvo a punto de
arrojarse sobre De Cagliostro para arrancarle el maravilloso
frasquito. Pero, al ver que De Taverney había envejecido más
rápidamente que había rejuvenecido, dijo con tristeza:
—¡Ay, bien se ve que todo es vanidad, todo es quimera!
El secreto maravilloso ha durado treinta y cinco minutos.
—Es decir —repuso el conde de Haga—, que para
concedernos una juventud de dos años sería necesario beber un
río.
Todos se rieron con la ocurrencia.
—No —dijo De Condorcet—. El cálculo es simple: a
treinta y cinco gotas por treinta y cinco minutos, sería una
miseria de tres millones ciento cincuenta y tres mil seis gotas
lo que haría falta beber para permanecer joven durante un año.
—Una inundación —dijo De la Perouse.
—Y sin embargo, según vuestra opinión, monsieur, no ha
ocurrido así conmigo, puesto que una botellita cuatro veces
más grande que vuestro pomo, y obsequio de vuestro amigo
José Bálsamo, ha bastado para detener en mí la marcha del
tiempo durante diez años.
—Justamente, madame. Y únicamente vos habéis puesto
el dedo en la misteriosa realidad. El hombre que ha
envejecido, y envejecido demasiado, tiene necesidad de esta
cantidad para que se produzca un efecto inmediato y poderoso.
Pero una mujer de treinta años como vos, madame, o un
hombre de cuarenta años, como tenía yo cuando ambos
comenzamos a beber el elixir de la vida, esta mujer o este
hombre, llenos aún de días y de juventud, no tienen necesidad
más que de beber diez gotas de este líquido en cada período de
decadencia para encadenar eternamente la juventud y la vida al
grado de encanto y energía que en ese momento poseen.
—¿A qué llamáis vos los períodos de la decadencia? —
preguntó el conde de Haga.
—Los períodos naturales, señor conde. Normalmente, las
fuerzas del hombre crecen hasta los treinta y cinco años.
Llegado ahí, permanecen estacionarias hasta los cuarenta. A
partir de los cuarenta comienzan a decrecer, pero casi
imperceptiblemente, hasta los cincuenta. Entonces los
períodos se aproximan y se precipitan hasta el día de la
muerte. En estado de civilización, es decir, cuando el cuerpo
ha sido gastado por los excesos, por las preocupaciones y las
enfermedades, el crecimiento se detiene a los treinta y la
decadencia comienza a los treinta y cinco. Entonces, sea un
hombre del campo o un hombre de ciudad, es preciso actuar
sobre la naturaleza en el momento en que se encuentra
estacionaria, a fin de oponerse a su movimiento de decadencia
en el mismo instante en que comience a producirse. El que,
conociendo los secretos como yo, sepa combinar el ataque de
modo que sorprenda y detenga la decadencia, éste vivirá como
yo, siempre joven, o por lo menos lo bastante joven para lo
que necesite hacer en este mundo.
—¡Dios mío! —exclamó la condesa—. ¿Por qué,
entonces, ya que erais dueño de elegir vuestra edad, no habéis
escogido veinte años en lugar de cuarenta?
—Porque, señora condesa —dijo sonriendo De Cagliostro
—, siempre me ha convenido más ser un hombre de cuarenta
años sano y completo que un joven incompleto de veinte años.
—¡Oh! —exclamó la condesa.
—Y es indudable, madame —continuó De Cagliostro—,
que a los veinte años se agrada a las mujeres de treinta, y a los
cuarenta se domina a las mujeres de veinte y a los hombres de
sesenta.
—Me doy por vencida, monsieur —dijo la condesa—.
Por otra parte, ¿cómo discutir con una prueba tan viva?
—Entonces —dijo, con tono plañidero, De Taverney—,
yo estoy condenado; he llegado demasiado tarde.
—El duque de Richelieu ha sido más hábil que vos —
manifestó De la Perouse, con su franqueza de marino—, y yo
siempre oí decir que el mariscal poseía cierta receta…
—Es un rumor que las mujeres han propalado —dijo,
riéndose, el conde de Haga.
—¿Es eso una razón para no creer en ello, duque? —
preguntó madame du Barry.
El viejo mariscal enrojeció, él, que casi nunca enrojecía,
y dijo a continuación:
—¿Quieren saber entonces en qué consiste mi receta?
—Sí, queremos saberlo.
—En cuidarme.
—¡Oh, oh! —exclamó la asamblea.
—Eso es todo —dijo el mariscal.
—Yo contestaría a esa receta —respondió la condesa— si
no acabara de ver el efecto de la de monsieur de Cagliostro.
Pero tened cuidado, brujo: no he terminado con mis preguntas.
—Hacedlas, señora, hacedlas.
—¿Decís que cuando hicisteis por primera vez uso de
vuestro elixir teníais cuarenta años?
—Sí.
—Y que después de esa época, es decir, después del sitio
de Troya…
—Un poco antes, madame.
—Conforme. ¿Habéis conservado vuestros cuarenta
años?
—Lo estáis viendo.
—Entonces, vos nos probáis, monsieur —dijo De
Condorcet—, más que lo que vuestra teoría demuestra…
—Y ¿qué os pruebo yo, señor marqués?
—Vos nos probáis, no solamente la perpetuación de la
juventud, sino la conservación de la vida. Porque si teníais
cuarenta años cuando la guerra de Troya, es que jamás habéis
muerto.
—Es verdad, señor marqués; yo no he muerto jamás, os
lo confieso humildemente.
—Sin embargo, vos no sois invulnerable como Aquiles, y
esto no pasa de ser una inexacta comparación, puesto que al
invulnerable Aquiles lo mató Paris, hiriéndole con una flecha
en el talón.
—No, no soy invulnerable, y con gran disgusto mío —
dijo De Cagliostro.
—¿Entonces, podéis ser asesinado, podéis morir de
muerte violenta?
—¡Ay, sí!
—¿Cómo habéis hecho, pues, para escapar a los
accidentes durante tres mil quinientos años?
—Es una suerte, señor conde; lo veréis si seguís mi
razonamiento.
—Lo seguiré.
—Lo seguimos.
—Sí, sí —repitieron todos los convidados.
Y con señales de interés manifiesto, cada uno se acodó
sobre la mesa y se puso a escuchar.
La voz de monsieur de Cagliostro rompió el silencio.
—¿Cuál es la primera condición de la vida? —dijo, al
tiempo que desplegaba, con gesto elegante y fácil, dos
hermosas manos blancas cargadas de sortijas, entre las cuales
la de la reina Cleopatra brillaba como la estrella Polar—. La
salud, ¿no es así?
—Sí, cierto —respondieron todas las voces.
—Y la condición de la salud es…
—El régimen —dijo el conde de Haga.
—Tenéis razón, señor conde; es el régimen lo que
asegura la salud. Y bien, ¿por qué estas gotas de mi elixir no
pueden constituir el mejor régimen posible?
—¿Quién lo sabe?
—Vos, conde.
—Sí, sin duda, pero…
—Pero no otros —dijo madame du Barry.
—Esto, madame, es una pregunta que trataremos de
inmediato. Yo siempre he seguido el régimen de mis gotas, y
como son la mejor realización del sueño eterno de los hombres
de todos los tiempos; como son lo que los antiguos buscaban
bajo el nombre de agua de juventud, lo que los modernos han
buscado bajo el nombre de elixir de vida, he conservado
constantemente mi juventud y, en consecuencia, mi salud y mi
vida. Está claro.
—Sin embargo, todo se gasta, conde, y el más hermoso
cuerpo igual que los otros.
—El de París como el de Vulcano —dijo la condesa.
—¿Sin duda habéis conocido a Paris, monsieur de
Cagliostro?
—Exactamente, madame. Era un fuerte y atractivo
muchacho, pero no mereció que Homero dijese que las
mujeres se morían por él. En primer lugar, era pelirrojo.
—¿Pelirrojo? ¡Qué horror! —dijo la condesa.
—Por desgracia —añadió De Cagliostro—, Helena no era
de vuestra opinión, señora; pero volvamos a nuestro elixir.
—Sí, sí —clamaron todas las voces.
—Vos pretendéis, pues, monsieur de Taverney, que todo
se gasta. Sea. Pero vos sabéis también que todo se reajusta,
todo se regenera o se reemplaza. El famoso cuchillo de san
Humberto, que tantas veces ha cambiado de hoja y
empuñadura, es un ejemplo, porque, a pesar de ese doble
cambio, continúa siendo el cuchillo de san Humberto. El vino
que conservan en su celda los monjes de Heidelberg es
siempre el mismo vino, y sin embargo, se vierte cada año en el
gigantesco tonel de la nueva cosecha. De ese modo el vino de
los monjes de Heidelberg es siempre claro, vivo y sabroso,
mientras que el vino precintado por Opimus12 y yo en ánforas
de barro era, cien años después, cuando traté de beberlo, un
barro espeso, que seguramente se podía comer, pero que no
podía beberse. Así pues, en vez de seguir el ejemplo de
Opimus, he adivinado el que debían dar los monjes de
Heidelberg. Me entretuve vertiendo cada año nuevos
elementos encargados de regenerar los viejos. Todas las
mañanas, un átomo joven y fresco ha reemplazado en mi
sangre, en mi carne y en mis huesos a la molécula usada e
inerte.
»He reanimado los detritus mediante los cuales el hombre
vulgar ve invadir insensiblemente toda la masa de su ser; he
reforzado a todos los soldados que Dios dio a la naturaleza
humana para defenderse contra la destrucción, soldados que
las criaturas vulgares deforman o dejan paralizar en el ocio.
Les he empujado a un trabajo continuo, que facilitaba, que
ordenaba la introducción de un estimulante siempre nuevo. Y
así resulta, de este estudio asiduo de la vida, que mi
pensamiento, mis gestos, mis nervios, mi corazón, mi alma, no
han olvidado sus funciones, y como todo se encadena en este
mundo, como siempre tienen mayor éxito en una empresa los
que se dedican por completo a la misma, me he encontrado
mucho más hábil que los demás para evitar los peligros de una
existencia de tres mil años, y eso porque he conseguido
asimilar, de todo cuanto ocurre, tal experiencia que preveo los
riesgos, los peligros de cualquier posición. Por lo tanto, no
conseguiríais hacerme entrar en una casa a punto de
derrumbarse. Desde luego que no. He visto demasiadas casas
para que a la primera ojeada no distinga las buenas de las
malas. No me haréis acompañar en la caza a un hombre que
use con torpeza su arma. Desde Céfalo13, que mató a su esposa
Procris hasta el Regente, que hizo saltar el ojo del Príncipe, he
visto demasiados torpes en mi vida. No conseguiríais que
ocupase, en la guerra, tal o cual puesto que cualquier recién
llegado aceptaría, puesto que en un instante habría calculado
todas las líneas rectas y todas las líneas parabólicas que
conducen de una manera fatal a ese lugar. Me diréis que es
difícil prevenirse contra una bala perdida. Por favor, no hagáis
gestos de incredulidad, porque después de todo estoy aquí
como una prueba viva. No os digo que sea inmortal; os digo
solamente que sé lo que nadie sabe, es decir, evitar la muerte
cuando viene de una manera accidental. Por ejemplo, por nada
del mundo me quedaría un cuarto de hora aquí con monsieur
de Launay, quien en estos momentos piensa que, si me tuviese
en una de las mazmorras de la Bastilla, experimentaría mi
inmortalidad con ayuda de mi hambre. Tampoco me quedaría
con monsieur de Condorcet, porque en este momento piensa
poner en mi vino el contenido del anillo que lleva en el índice
de la mano izquierda. Y lo que contiene es veneno; todo,
naturalmente, sin mala intención, sino para satisfacer una
curiosidad científica, para saber, simplemente, si yo moriría.
Los dos personajes que el conde de Cagliostro acababa de
nombrar hicieron un movimiento.
—Confesadlo con valor, monsieur de Launay. Después de
todo, no estamos en una corte de justicia, y por lo tanto no se
castiga la intención. Veamos, ¿habéis pensado en lo que acabo
de decir? Y vos, monsieur de Condorcet, ¿tenéis en ese anillo
un veneno que desearíais hacerme probar en nombre de
vuestra muy amada señora la Ciencia?
—A fe mía —dijo monsieur de Launay, riendo y
ruborizándose—, reconozco que tenéis razón, señor conde.
Pero esta locura me pasó por la cabeza precisamente en el
mismo momento en que me acusabais.
—Y yo —dijo De Condorcet— no seré menos franco que
monsieur de Launay. Efectivamente, he pensado que si probáis
lo que tengo en mi sortija no daría un cobre por vuestra
inmortalidad.
En el mismo instante, un grito de admiración partió de la
mesa.
Todo daba la razón, no a la inmortalidad, sino a la
penetración del conde de Cagliostro.
—Ved bien —dijo tranquilamente De Cagliostro—, ved
bien cómo lo he adivinado. En fin, es a esto mismo a lo que se
debe llegar. El hábito de vivir me ha revelado, a la primera
ojeada, el pasado y el futuro de la gente que veo. Mi
infalibilidad sobre este punto es tal que se extiende a los
animales, a la materia inerte incluso. Si subo a un carruaje, veo
en el brío de los caballos y en el rostro del cochero si
volcaremos o si me arrastrarán; si embarco en un navío,
adivino si el capitán será un ignorante o un testarudo y, por
consiguiente, si podrá o no querrá hacer la maniobra necesaria.
Evito, entonces, al cochero y al capitán, y abandono los
caballos y el navío. No niego el azar, pero lo limito; en lugar
de dejar correr cien suertes, como hace todo el mundo, yo
evito noventa y nueve y desconfío de la número cien. He aquí
de lo que me ha servido haber vivido tres mil años.
—Entonces —dijo riendo De la Perouse, en medio del
entusiasmo o de la desaprobación que originaron las palabras
de monsieur de Cagliostro—, entonces, mi querido profeta,
deberíais venir conmigo hasta las naves con las cuales debo
dar la vuelta al mundo. Me rendiríais un estimable servicio.
De Cagliostro no respondió.
—Señor mariscal —continuó riendo el navegante—,
puesto que el conde de Cagliostro, y yo le comprendo, no
quiere abandonar tan buena compañía, es preciso que me
permitáis que lo haga yo. Perdonadme, señor conde de Haga;
perdonadme, madame, pero han dado las siete y he prometido
al rey estar en la Bastilla a las siete y cuarto. Ahora, y puesto
que al conde de Cagliostro no le tienta el venir a mis navíos,
que me diga al menos lo que me ocurrirá de Versalles a Brest.
De Brest al Polo se lo dispenso, porque es asunto mío, pero,
por Dios, de Versalles a Brest sí me debe informar.
De Cagliostro miró una vez más a De la Perouse, y de un
modo tan melancólico, con un aire tan dulce y triste a la vez,
que la mayor parte de los convidados quedaron extrañamente
impresionados. Pero el navegante no notaba nada y se
despedía de los convidados. Los criados le ayudaron a ponerse
una pesada hopalanda de pieles, y madame du Barry deslizó en
su bolsillo alguno de esos exquisitos cordiales que son tan
dulces para el viajero, a los cuales, sin embargo, él no presta
nunca atención y que le recuerdan a los amigos ausentes
durante las largas noches de marcha en medio de un frío
glacial.
De la Perouse, siempre riendo, saludó respetuosamente al
conde de Haga y tendió la mano al viejo mariscal.
—Adiós, mi querido De la Perouse —le dijo el duque de
Richelieu.
—No, señor duque; hasta la vista —repuso De la Perouse
—. En verdad se diría que parto para la eternidad. Todo el
mundo lo hace después de todo. Cuatro o cinco años de
ausencia no son motivo para decirse adiós.
—¡Cuatro o cinco años! —gritó el mariscal—. ¡Eh,
señor! ¿Por qué no decís cuatro o cinco siglos? Los días son
años a mi edad; adiós os digo yo.
—Bah… Preguntadle al adivino —dijo De la Perouse,
riéndose—; él os prometerá veinte años todavía. ¿No es así,
monsieur de Cagliostro? Ah, señor conde, ¿cómo no me habéis
hablado antes de vuestras mágicas gotas? A cualquier precio
que fuera habría embarcado un tonel en el Astrolabe. Es el
nombre de mi navío, señores. Madame, todavía un beso en
vuestra hermosa mano, la más hermosa que, estoy seguro,
encontraré a mi vuelta. Hasta la vista.
Y salió.
De Cagliostro seguía guardando el mismo silencio de mal
augurio.
Se oían los recios pasos del capitán en los peldaños de la
escalinata exterior, y su voz siempre alegre en el patio, así
como sus últimos cumplidos a las personas reunidas para
verle.
Después se oyó cómo las monturas sacudían las colleras,
la portezuela de la silla se cerró con un ruido seco, y las ruedas
rechinaron sobre el pavimento empedrado de la calle. De la
Perouse acababa de dar el primer paso de ese viaje misterioso
y del cual no debía volver.
Cada uno escuchaba, y cuando ya no se oyó nada, todas
las miradas se concentraron, como movidas por una fuerza
superior, sobre De Cagliostro. Había en aquel momento, en los
rasgos del hombre, una iluminación profética que hizo sentir
escalofríos a los convidados.
Un silencio extraño se prolongó durante algunos
instantes; el conde de Haga lo rompió.
—¿Por qué no le habéis respondido?
Esta pregunta era la expresión de la ansiedad general. De
Cagliostro se estremeció como si, al oírla, le hubiesen
arrancado de su contemplación.
—Porque —replicó el conde— habría tenido que decirle
una mentira o una crueldad.
—¿Cómo es eso?
—Porque habría tenido que decirle: «Monsieur de La
Perouse, el duque de Richelieu ha tenido razón al deciros adiós
y no hasta la vista.»
—¡Diablos! —exclamó Richelieu, palideciendo—.
Monsieur de Cagliostro, ¿qué es lo que decís de monsieur de
La Perouse.
—Tranquilizaos, señor mariscal —repuso vivamente De
Cagliostro—. No es a vos a quien concierne este augurio tan
triste.
—¿Cómo? —preguntó madame du Barry—. El pobre De
la Perouse, que acaba de besarme la mano…
—No solamente no os la besará más, madame, sino que
no volverá a ver a ninguno de los que se ha despedido esta
tarde —dijo De Cagliostro, observando atentamente su vaso
lleno de agua, en el cual, por la forma en que estaba colocado,
se juntaban dos conchas luminosas de un color ópalo, y
cortadas transversalmente por las sombras de los objetos
circundantes.
Un grito de asombro salió de todas las bocas.
La conversación había llegado al punto en que cada
minuto extrema el interés; se hubiera dicho, al ver el gesto
grave, solemne y casi ansioso con que se interrogaba a De
Cagliostro con la voz y con los ojos, que se trataba de
predicciones infalibles de un antiguo oráculo.
En medio de esta preocupación, monsieur de Favras,
resumiendo el sentimiento general, se puso en pie, hizo un
gesto y fue de puntillas a ver si en la antecámara algún criado
les espiaba.
Pero como ya hemos dicho, era una casa bien llevada la
del mariscal de Richelieu, y monsieur de Favras sólo encontró
en la antecámara a un viejo intendente que, severo como un
centinela en un puesto perdido, defendía los límites del
comedor a la hora solemne del postre.
Volvió, pues, a su lugar y se sentó haciendo una señal a
los invitados de que estaban completamente solos.
—En este caso —dijo madame du Barry, respondiendo a
la seguridad de monsieur de Favras como si hubiera emitido
en voz alta su juicio—, en ese caso, contadnos lo que le espera
al pobre De la Perouse.
De Cagliostro movió la cabeza.
—Veamos, veamos, monsieur de Cagliostro —dijeron los
caballeros.
—Sí, os lo rogamos.
—Bien: monsieur de La Perouse parte, como él ha dicho,
con la intención de dar la vuelta al mundo y continuar los
viajes de Cook, del pobre Cook, que, como sabéis, fue
asesinado en las islas Sandwich.
—Sí, sí lo sabemos —dijeron todos, más con la cabeza
que con la voz.
—Todo presagia un feliz éxito en la empresa, pues
monsieur de La Perouse es un buen marino. Por otra parte, el
rey Luis XVI le ha trazado con habilidad el itinerario.
—Sí —interrumpió el conde de Haga—, el rey de Francia
es un hábil geógrafo, ¿no es cierto, monsieur de Condorcet?
—Más hábil geógrafo de lo que conviene a un rey —
respondió el marqués—. Los reyes no deberían conocer todo
más que en la superficie. Entonces es posible que se dejasen
guiar por los hombres que conocen el fondo.
—Es una lección, señor marqués —dijo sonriendo el
conde de Haga.
De Condorcet, que enrojeció al oír las últimas palabras,
dijo:
—¡Oh, no, señor conde! Es una simple reflexión, una
generalidad filosófica.
—¿Entonces se va? —preguntó madame du Barry,
empeñada en romper toda conversación particular y que
pudiera desviar del camino que había tomado la conversación
general.
—Parte de viaje —repuso De Cagliostro—, pero no
creáis, por muy inmediato que os haya parecido, que va a
partir tan pronto; yo le veo perdiendo mucho tiempo en Brest.
—Es una desgracia —dijo De Condorcet—. Es la época
de hacerse a la mar, y resulta un poco tarde para ello. Habría
sido mejor en febrero o marzo.
—Oh, no le reprochéis estos dos o tres meses, monsieur
de Condorcet, porque por lo menos, durante ese tiempo, tendrá
vida y esperanza.
—Se le ha dado buena compañía, supongo —dijo
Richelieu.
—Sí —repuso De Cagliostro—. El que manda el segundo
navío es un oficial distinguido. Pero es joven todavía y audaz;
por desgracia es un valiente.
—¿Por desgracia?
—Eso. Un año después, busco a este amigo y ya no lo
encuentro —dijo De Cagliostro con inquietud y mirando su
vaso—. ¿Ninguno de ustedes es pariente o allegado del señor
de Langle?
—No.
—¿Nadie lo conoce?
—No.
—Pues bien: la muerte comenzará por él. Ya no lo veo.
Un murmullo de espanto se escapó del pecho de los
asistentes.
—¿Pero él…, él…, De la Perouse? —preguntaron
muchas voces angustiadas.
—Navega, desembarca, vuelve a embarcar…; un año…,
dos años de navegación feliz. Se reciben noticias. Y después…
—¿Y después?
—Los años pasan.
—¿Y qué?
—El océano es grande, el cielo está sombrío. Aquí y allá
aparecen tierras inexploradas; acá y allá figuras espantosas,
como los monstruos del archipiélago griego, acechan al navío,
que huye perdido en las nieblas por entre los arrecifes, llevado
por la corriente, y al fin la tempestad: la tempestad es más
hospitalaria que la costa; después fuegos siniestros. ¡Oh, De la
Perouse, De la Perouse! Si tú pudieras oírme, yo te diría: «Tú
partes, como Cristóbal Colón, para descubrir un mundo. De la
Perouse: ¡desconfía de las islas desconocidas!»
De Cagliostro enmudeció. Un escalofrío glacial se
apoderó de la asamblea mientras en el ambiente vibraban
todavía las últimas palabras.
—¿Pero por qué no le ha advertido? —preguntó,
apenado, el conde de Haga, sufriendo como los demás la
influencia de este hombre extraordinario que trastornaba los
corazones a voluntad.
—Sí, sí —dijo madame du Barry—. ¿Por qué no correr,
por qué no alcanzarle? La vida de un hombre como De la
Perouse bien vale un correo, mi querido mariscal.
El mariscal comprendió y se levantó un poco para tocar la
campanilla. De Cagliostro extendió el brazo y el mariscal
volvió a caer en su sillón.
—¡Ay! —continuó De Cagliostro—. Todo aviso sería
inútil; el hombre aunque prevea su destino, no lo cambia. De
la Perouse se habría reído si hubiese oído mis palabras, como
rieron los hijos de Príamo cuando profetizaba Casandra; pero
ved cómo vos mismo os reiréis, señor conde de Haga, y la risa
se contagiará a vuestros compañeros. No, no os contengáis,
monsieur de Favras; nunca he encontrado un auditorio crédulo.
—¡Nosotros creemos! —gritaron madame du Barry y el
anciano duque de Richelieu.
—Yo creo —murmuró De Taverney.
—Yo también —dijo cortésmente el conde de Haga.
—Sí —repuso De Cagliostro—, vos creéis, pero creéis
porque se trata de monsieur de La Perouse, pero si se tratase
de vos no creeríais.
—¡Oh…!
—Estoy seguro.
—Confieso que lo que me haría creer —dijo el conde de
Haga— sería que monsieur de Cagliostro hubiera dicho a De
la Perouse: «Guardaos de las islas desconocidas.» Y quizá se
guardaría de ellas. Siempre sería un aviso.
—Yo os aseguro que no, señor conde, y si me hubiera
creído, ved lo que esta revelación habría tenido de horrible
para él. Entonces, en medio del peligro y ante el aspecto de
estas islas desconocidas, que deberán serle fatales14, el
desgraciado, convencido de mi profecía, hubiera sentido
aproximársele la muerte que le amenaza, sin poderla evitar.
Entonces no sería una muerte; serían mil muertes las que él
habría sufrido, porque es sufrir mil muertes marchar en la
sombra con la desesperación como única compañera. La
esperanza que le hubiera arrancado, y pensadlo bien, es el
último consuelo que cualquier desgraciado guarda bajo el
cuchillo, incluso cuando el cuchillo le toca, cuando siente la
mordedura del acero, cuando su sangre corre. Incluso cuando
ve que se extingue, el hombre aún espera.
—Es verdad —dijeron en voz baja algunos de los
asistentes.
—Sí —continuó De Condorcet—. El velo que cubre el
fin de nuestra vida es el único bien real que Dios ha hecho al
hombre sobre la tierra.
—En fin, sea lo que fuere —dijo el conde de Haga—.
Pero si yo llegara a oír decir a un hombre como vos:
«Desconfiad de tal hombre o tal cosa», tomaría el aviso por
bueno y agradecería al consejero.
De Cagliostro movió dulcemente la cabeza, acompañando
este gesto con una triste sonrisa.
—De verdad, monsieur de Cagliostro —continuó el
conde—. Advertidme y os lo agradeceré.
—¿Queréis que os diga a vos lo que no he querido decir a
De la Perouse?
—Lo deseo.
De Cagliostro hizo un movimiento como si fuese a
hablar, pero se detuvo durante unos instantes, al cabo de los
cuales añadió:
—¡Oh, no, señor conde! Os lo suplico.
De Cagliostro, al tiempo que denegaba con la cabeza,
murmuró:
—Nunca.
—Cuidado —dijo el conde con una sonrisa—, porque
entonces seré otro incrédulo.
—Vale más la incredulidad que la angustia.
—Monsieur de Cagliostro —advirtió con seriedad el
conde—, olvidáis una cosa.
—¿Cuál? —preguntó respetuosamente el profeta.
—Que si bien ciertos hombres pueden, sin inconveniente
alguno, ignorar su destino, hay otros que tendrían necesidad de
conocer el porvenir, por la razón de que su destino no sólo les
importa a ellos, sino a millones de hombres.
—Entonces —dijo De Cagliostro—, dadme una orden.
No haré nada sin una orden.
—¿Qué queréis decir?
—Que Vuestra Majestad me lo ordene —dijo De
Cagliostro en voz baja— y obedeceré.
—Os ordeno revelarme mi destino, monsieur de
Cagliostro —volvió a decir el rey, con una majestad llena de
cortesía.
Al mismo tiempo, y como el conde de Haga acababa de
dejarse tratar como un rey y había roto el incógnito, al dar una
orden, el duque de Richelieu se acercó a saludar al príncipe, a
quien dijo, tras una gran reverencia:
—Gracias por el honor que el rey de Suecia ha hecho a
mi casa, Sire; que a Vuestra Majestad le plazca tomar el puesto
de honor. Desde este momento no puede pertenecer más que a
vos.
—Continuemos, continuemos como estamos, señor
mariscal, y no perdamos una palabra de lo que el conde de
Cagliostro va a decirnos.
—A los reyes no se les dice la verdad, Sire.
—Bah, yo no estoy en mi reino. Volved a tomar vuestro
lugar, señor duque; hablad, monsieur de Cagliostro; no os
podéis evadir.
De Cagliostro fijó los ojos en su vaso; globos parecidos a
los que atraviesan el champaña subían del fondo a la
superficie, y el agua atraída por su poderosa mirada, parecía
que se agitase bajo el influjo de su voluntad.
—Sire, decidme lo que queréis saber —dijo De
Cagliostro—. Estoy dispuesto a complaceros.
—Decidme de qué muerte moriré.
—De un disparo, Sire.
Los ojos de Gustavo resplandecieron.
—Ah…, en una batalla —dijo—. ¡La muerte de un
soldado! Gracias, monsieur de Cagliostro, cien veces gracias.
Ah…, preveo batallas, y Gustavo Adolfo y Carlos XII me han
enseñado cómo muere un rey de Suecia.
De Cagliostro bajó la cabeza sin responder. El conde de
Haga frunció las cejas, murmurando:
—Entonces, entonces… ¿No se producirá ese disparo en
una batalla?
—No, Sire.
—¿En una sedición? Sí, también es posible.
—Tampoco será en una sedición.
—¿Pues dónde ocurrirá eso?
—En un baile, Sire15.
El rey enrojeció, y De Cagliostro, que se había levantado,
se volvió a sentar y ocultó la cabeza entre sus manos.
Palidecieron todos los que rodeaban al autor de la
profecía y al que era objeto de ella.
Monsieur de Condorcet se aproximó al vaso de agua en el
que el adivino había leído el siniestro augurio, lo tomó por
debajo, lo levantó a la altura de sus ojos y examinó
minuciosamente sus brillantes facetas y el misterioso
contenido.
Su inteligente mirada, fría y escrutadora, parecía buscar
en el doble cristal, sólido y líquido, la solución de un problema
que su razón reducía al valor de una especulación puramente
física.
Efectivamente, el sabio sondeaba la profundidad, las
refracciones luminosas y los juegos microscópicos del agua. Y
se preguntaba cuál podría ser la causa de todo, la causa y el
pretexto de un charlatanismo vertido sobre hombres de la valía
de los que rodeaban la mesa, y por un hombre al cual no se
podía negar un aspecto fuera de lo corriente.
Sin duda no encontró la solución de su problema, porque
cesó de examinar el vaso, lo colocó sobre la mesa, y, en medio
del estupor que originó el pronóstico de monsieur de
Cagliostro, dijo:
—Bueno, yo rogaría a nuestro ilustre profeta que
interrogase su espejo mágico. Por desgracia —añadió— yo no
soy un señor poderoso, no tengo órdenes que dar, y mi oscura
vida no pertenece a millones de hombres.
—Monsieur —dijo el conde de Haga—, vos mandáis en
nombre de la ciencia y vuestra vida no solamente importa a un
pueblo, sino a la humanidad.
—Gracias, señor conde, pero quizá vuestra opinión sobre
el particular no es la de monsieur de Cagliostro.
Este volvió a levantar la cabeza, como hace un corcel al
sentirse espoleado.
—Sí lo es, marqués —dijo con un principio de
irritabilidad nerviosa, que en tiempos más antiguos se habría
atribuido a la influencia del dios que le atormentaba—. Sí lo
es. Vos sois un señor poderoso del reino de la inteligencia.
Veamos, miradme de frente: ¿queréis también, deseáis en
verdad que os haga una predicción?
—De verdad, señor conde —repuso De Condorcet—. Os
lo juro por mi honor. De verdad.
—Bien, marqués —dijo De Cagliostro con voz ronca; y
bajando los párpados añadió—: Vos moriréis del veneno que
hay en esa sortija que tenéis en el dedo16. Vos moriréis…
—¿Y si lo tiro? —interrumpió De Condorcet.
—Tiradlo.
—¿Confesáis que es así de fácil?
—Tiradlo, os digo.
—¡Oh, sí, marqués! —gritó madame du Barry—. Por
favor, tirad ese maldito veneno; arrojadlo aunque no sea más
que para dejar por mentiroso a este siniestro profeta que nos
atormenta con sus profecías. Porque si lo tiráis no podrá
envenenaros, y como es lo que monsieur de Cagliostro
pretende, entonces le dejaremos por embustero.
—La señora condesa tiene razón —dijo el conde de
Haga.
—Bravo, condesa —dijo Richelieu—. Vamos, marqués,
arrojad ese veneno; además, ahora que sé que lleváis en la
mano la muerte de un hombre, temblaría cada vez que
brindásemos juntos. La sortija puede abrirse sola, y…
—Dos vasos que se entrechocan están demasiado cerca el
uno del otro —dijo De Taverney—. Tiradlo, marqués, tiradlo.
—Es inútil —aseguró, con la mayor tranquilidad. De
Cagliostro—. Monsieur de Condorcet no lo hará.
—No —dijo el marqués—, no lo haré, es verdad, y no
porque trate de ayudar al destino, sino porque Cabanis me ha
preparado este veneno, que es único, una sustancia solidificada
por efecto de un azar que seguramente no se repetiría si lo
tirase; he aquí por qué no pienso hacerlo. Daos por ganador si
lo deseáis, monsieur de Cagliostro; el destino…
—El destino —repuso De Cagliostro— encuentra
siempre a gentes fieles que le ayudan a la ejecución de sus
designios.
—Entonces, yo moriré envenenado —dijo el marqués—.
Está bien. No muere envenenado quien quiere. Es una muerte
admirable la que me predecís; un poco de veneno en la punta
de mi lengua, y habré terminado. No es «más» la muerte; es
«menos» la vida, como decimos en álgebra.
—Yo no discuto lo que vos sufriréis —indicó con frialdad
De Cagliostro, e hizo un gesto en el que manifestaba su deseo
de no seguir la discusión con monsieur de Condorcet.
—Monsieur —dijo entonces el marqués de Favras, quien
se inclinó sobre la mesa, como para situarse mejor ante De
Cagliostro—, he aquí un naufragio, un disparo y un
envenenamiento que me producen envidia. ¿No me
concederéis la gracia de predecirme a mí alguna muerte del
mismo género?
—Señor marqués —dijo De Cagliostro, que comenzaba a
animarse ante la ironía—, no tenéis necesidad de envidiar a
estos señores, porque, por mi honor de gentilhombre, tendréis
una muerte mejor.
—¿Mejor? —gritó De Favras, riendo—. Procurad no
comprometeros demasiado. ¿Mejor que el mar, el fuego y el
veneno? Lo veo difícil.
—Queda la cuerda, señor marqués —dijo, sonriendo, De
Cagliostro.
—La cuerda… ¿Qué queréis decirme con eso?
—Os digo que seréis ahorcado —respondió De
Cagliostro con una especie de ira profética que le fue
imposible dominar.
—¿Ahorcado? —repitió la asamblea—. ¡Diablo!
—Olvidáis que soy un gentilhombre17 —dijo monsieur de
Favras fríamente—, y si por casualidad quisiera pensar en un
suicidio, os anuncio que me respeto lo bastante para, en el
último momento, no servirme de una cuerda mientras tenga
una espada.
—No os hablo de un suicidio, monsieur.
—Entonces, habláis de un suplicio.
—Sí.
—Sois extraño, monsieur, y debido a esta condición os
perdono…
—Perdonarme, ¿qué?
—Vuestra ignorancia. En Francia se decapita a los
gentilhombres.
—Vos arreglaréis ese asunto con el verdugo —dijo De
Cagliostro, apabullando a su interlocutor con esta brutal
respuesta.
Por un instante la perplejidad reinó en la asamblea.
—Sabed que en este momento estoy temblando —dijo De
Launay—. Mis predecesores han elegido con tan triste éxito,
que tengo miedo de adivinar un mal para mí, si se me ocurre
registrar el mismo saco que ellos.
—Entonces, porque sois más razonable que los demás, no
queréis conocer el porvenir.
—Tenéis razón. Bueno o malo, respetemos el secreto de
Dios.
—Muy bien, monsieur de Launay —dijo madame du
Barry—. Espero que tendréis tanto valor como estos señores.
—Yo también lo espero, madame —dijo el gobernador,
inclinándose hacia ella.
Después, dirigiéndose de nuevo a De Cagliostro, le dijo:
—A ver, premiadme con mi horóscopo, os conjuro a ello.
—Es fácil —dijo De Cagliostro—, un hachazo sobre la
cabeza, y ya está dicho todo18.
Un ahogado grito de espanto resonó en la sala; el duque
de Richelieu y De Taverney suplicaron a De Cagliostro que no
fuese más lejos, pero la curiosidad femenina no podía
detenerse.
—Realmente…, conde —le dijo madame du Barry—,
según vos, el universo entero acabará de muerte violenta. Aquí
somos ocho, y de los ocho, cinco ya han sido condenados por
vos.
—Como comprenderéis, madame, aunque este asunto
para él no tiene vuelta de hoja, nosotros, sin embargo, nos
reímos de todo eso —dijo monsieur de Favras, tratando de
quitar importancia a las predicciones del conde.
—Claro que nos reímos —dijo el conde de Haga—, sea
todo verdadero o sea falso.
—Oh, yo me reiría también —dijo madame du Barry—,
porque no debería defraudar a la asamblea con mi cobardía.
Pero… yo no soy más que una mujer. Y no tengo el honor de
estar a vuestra altura ante un desenlace siniestro. He aquí una
mujer que muere en su cama. ¡Ay…! Mi muerte de mujer
anciana, triste y olvidada, será la peor de las muertes. ¿No es
así, monsieur de Cagliostro?
E incluso mientras decía estas palabras, dudaba; deseaba
no solamente con sus frases, sino con su gesto, ofrecer un
pretexto al adivino para que le diese esa seguridad; pero De
Cagliostro no quiso dársela.
La curiosidad era más fuerte que su inquietud, y dominó a
la dama.
—Vamos, monsieur de Cagliostro —dijo madame du
Barry—, respondedme.
—¿Cómo queréis que os responda, madame, si no me
habéis preguntado?
La condesa dudó al murmurar:
—Pero…
—A ver —preguntó De Cagliostro—, ¿me estáis
interrogando, sí o no?
La condesa hizo un esfuerzo y, después de buscar
estímulo en la sonrisa de la asamblea, contestó:
—Pues sí, me arriesgo. Decidme cómo terminará Juana
de Vaubernier, condesa du Barry.
—En el cadalso, madame19 —respondió el fúnebre
profeta.
—Es una broma, ¿verdad, monsieur? —balbució la
condesa, y su mirada era toda una súplica.
Pero había llevado a De Cagliostro a un límite, y éste no
reparó en su mirada.
—¿Por qué ha de ser una broma?
—Porque para subir al cadalso hace falta haber matado,
haber cometido un crimen, y según las probabilidades no creo
que yo vaya a cometer ninguno. Es una broma, ¿verdad que es
una broma?
—Dios mío, sí —dijo De Cagliostro—. Es una broma,
como todo lo que he predicho.
La condesa lanzó una carcajada que un hábil observador
habría encontrado demasiado estridente para ser natural.
—Vamos, monsieur de Favras —dijo—, tendremos que ir
encargando nuestras carrozas fúnebres.
—Será inútil para vos, condesa —dijo De Cagliostro.
—¿Por qué, monsieur?
—Porque iréis al cadalso en una carreta.
—¡Qué horror! —gritó madame du Barry—. ¡Oh, qué
mal hombre, mariscal! Para otra vez escoged convidados con
distinto humor, o no volveré más a vuestra casa.
—Excusadme, madame —dijo De Cagliostro—, pero, lo
mismo que los demás, vos lo habéis querido.
—¿Yo como los demás? Por lo menos me concederéis
tiempo para elegir a mi confesor.
—Será un cuidado superfluo, condesa —dijo De
Cagliostro.
—¿Cómo es eso?
—El último que subirá al cadalso con un confesor será…
—¿Será? —preguntó todo el auditorio.
—Será el rey de Francia.
De Cagliostro pronunció estas palabras con una voz tan
opaca y lúgubre, que pasó como un soplo de muerte sobre los
asistentes y les heló el corazón.
Siguió entonces un silencio de algunos minutos, durante
el cual De Cagliostro rozó con sus labios el vaso de agua en el
cual había leído sus sangrientas profecías, pero apenas lo tocó,
una desgana invencible volvió a asaltarlo como si se tratase de
un cáliz amargo. Mientras hacía ese movimiento, su mirada se
detuvo sobre De Taverney.
—¡No! —gritó éste, creyendo que iba a hablar—. No me
digáis lo que me va a ocurrir. Yo no os lo he pedido.
—Pues yo lo pido en su lugar —dijo Richelieu.
—Vos, señor mariscal —dijo De Cagliostro—,
tranquilizaos, porque sois el único de todos nosotros que
morirá en una cama.
—El café, señores —dijo el viejo mariscal, encantado con
la predicción—, el café.
Todos se levantaron. Pero antes de pasar al salón, el
conde de Haga, aproximándose a De Cagliostro, dijo:
—Monsieur, no pienso huir del destino, pero decidme de
qué será preciso que desconfíe.
—De un manguito, Sire.
El conde de Haga se alejó.
—¿Y yo? —interrogó De Condorcet.
—De una tortilla.
—Muy bien. Renuncio desde ahora a los huevos.
Y se reunió con el conde.
—Y yo —dijo De Favras—, ¿qué es lo que debo temer?
—Una carta.
—Gracias.
—¿Y yo? —preguntó De Launay.
—La prisión de la Bastilla.
—Entonces me quedo tranquilo.
Y se alejó riéndose de lo que acababa de oír.
—Ahora yo, monsieur —dijo la condesa con cierta
turbación.
—Vos, mi bella condesa, desconfiad del lugar que
ocupáis al lado de Luis XV.
—¡Ay! —respondió la condesa—. Ya en una ocasión fui
desterrada, y sufrí mucho. Sentí como si perdiese la cabeza.
—Pues ese día también la perderéis, condesa, pero ya no
la encontraréis.
Madame du Barry lanzó un grito y corrió hacia el salón a
reunirse con los demás invitados. De Cagliostro se dispuso a
seguir a sus compañeros.
—Un momento —le dijo Richelieu—. No quedamos más
que De Taverney y yo, a quien vos no habéis dicho nada, mi
querido hechicero.
—Monsieur de Taverney me ha rogado que no dijera
nada, y vos, señor mariscal, tampoco me lo habéis pedido.
—Pues os lo ruego ahora —repuso De Taverney juntando
las manos.
—Pero antes probadnos el poder de vuestro genio; ¿no
podríais decirnos una cosa que supiéramos únicamente los
dos?
—¿Cuál? —preguntó De Cagliostro, sonriendo.
—Podría ser lo que ese honrado De Taverney acaba de
hacer en Versalles en lugar de vivir tranquilamente en su bella
tierra de Maison-Rouge, que el rey compró para él hace tres
años.
—Nada más sencillo, señor mariscal —respondió De
Cagliostro—. He aquí que hace diez años De Taverney quiso
dar a su hija Andrea al rey Luis XV, pero no tuvo éxito.
—¡Oh! —murmuró De Taverney.
—Ahora, monsieur, quiere dar a su hijo, Felipe de
Taverney, a la reina María Antonieta. Preguntadle si miento.
—A fe mía, no —dijo De Taverney temblando—. Este
hombre es brujo, el diablo me lleve.
—Santo Dios —dijo el mariscal—, no habléis con tanta
tranquilidad del diablo, mi viejo camarada.
—¡Es espantoso, espantoso! —exclamó De Taverney.
Y se volvió para implorar por última vez la discreción de
monsieur de Cagliostro, pero éste había desaparecido.
—Vamos, De Taverney, vamos al salón —dijo el mariscal
—. Tomarán café sin nosotros, o nosotros tomaremos el café
frío, lo que sería peor.
Y corrió al salón, pero el salón estaba desierto; ni uno de
los convidados había tenido el valor de volverse a ver de frente
al autor de tan terribles predicciones.
Las bujías ardían en los candelabros, el café humeaba en
su recipiente, el fuego crepitaba en el hogar…
Todo inútilmente.
—Me parece, mi viejo camarada, que vamos a tomar
nuestro café solos… Está bien. ¿Dónde diablos te has metido?
Y Richelieu miró a todos lados, pero el viejecillo se había
esfumado como los demás.
—Es igual —dijo el mariscal con una risa irónica, como
habría hecho Voltaire, y mientras frotaba una contra otra sus
manos secas y blancas, llenas de sortijas—. Yo seré el único
de mis convidados que morirá en la cama. Bien, bien… ¡En la
cama! Conde de Cagliostro, yo no soy un incrédulo. ¿En mi
cama y lo más tarde posible? A ver, mi ayuda de cámara,
¿dónde están mis gotas?
El ayuda de cámara acudió con un frasco en la mano, y el
mariscal, acompañado por él, entró en su dormitorio.
EL COLLAR DE LA REINA
I.- DOS MUJERES DESCONOCIDAS

El terrible invierno del año 178420, un monstruo que devoró


una sexta parte de Francia, aunque hubiese llamado a las
puertas del palacio del duque de Richelieu, nosotros,
encerrados en este comedor tan cálido y perfumado, no lo
habríamos visto.
Un poco de hielo en los cristales era el lujo de la
naturaleza unido al lujo de los hombres. El invierno posee sus
diamantes, su polvera y sus bordados de plata para el rico,
sumergido en sus pieles, o encerrado en su carroza, o envuelto
en las sedas y los terciopelos de un cálido apartamento. Toda
la escarcha es una pompa y toda intemperie un cambio de
decorado, que el rico contempla, a través de los vidrios de sus
ventanas, como una obra de ese grande y eterno arquitecto que
se llama Dios.
En efecto, el que tiene calor puede admirar los árboles
ennegrecidos y encontrar encanto en las sombrías perspectivas
de las llanuras envueltas en el blanco sudario del invierno.
El que aspira el grato olor de la comida que le espera,
puede percibir también, de tiempo en tiempo, a través de una
ventana entreabierta, el áspero perfume del cierzo y el glacial
vapor de las nieves que estimulan sus ideas.
El que, después de una jornada sin sufrimientos, cuando
millones de sus conciudadanos sufren, se extiende bajo un
edredón, entre sábanas finas y en un lecho bien caliente, éste,
como el egoísta del que habla Lucrecio y que glorifica
Voltaire, puede encontrar que todo está bien y que vivimos en
el mejor de los mundos posibles21.
Pero el que tiene frío no ve ninguno de estos esplendores
de la naturaleza, tan enriquecida con su manto blanco como
con su manto verde.
El que tiene hambre busca la tierra y huye del cielo, del
cielo sin sol y, en consecuencia, sin sonrisa para el
desgraciado.
Ahora bien, en esta época a la cual hemos llegado, es
decir, hacia la mitad del mes de abril, trescientos mil
desgraciados gemirán y morirán de frío y hambre en este París,
donde, con el pretexto de que ninguna ciudad encierra más
ricos, nada está previsto para impedir que los pobres perezcan
de frío y de miseria.
Después de estos cuatro meses, un cielo de bronce hacía
huir a los desgraciados de las aldeas hacia las ciudades, del
mismo modo que el invierno empuja a los lobos hacia las
aldeas.
Nada de pan, nada de combustible. Nada de pan para los
que soportaban el frío, nada de combustible para cocer el pan.
Las provisiones que se habían podido conseguir, París las
había devorado en un mes; el preboste de los mercaderes, poco
previsor e incapaz, no sabía cómo hacer entrar en París,
confiado a sus cuidados, doscientas mil cargas de leña
disponibles en un radio de diez leguas alrededor de la capital.
Daba por excusa el hecho de que cuando helaba, el hielo
impedía que los caballos pudieran andar, y cuando deshelaba,
el número de carretas y de caballos resultaba insuficiente. Luis
XVI, siempre bondadoso, siempre humano, siempre
impresionado por las necesidades materiales del pueblo, cuyas
necesidades sociales se le escapaban con mayor facilidad,
empezó por aportar una suma de doscientas mil libras para
conseguir carros y caballos, y después impuso una requisa que
se quedó con los caballos y con los carros.
Sin embargo, el consumo continuaba importando los
envíos, que resultaban insuficientes, y había que poner coto a
los compradores. Nadie tuvo derecho a sacar del almacén
general más que una carga de leña, y más tarde no más de
media carga. Se vio entonces la cola de gente alargarse a la
puerta de los almacenes, como más tarde se la vería crecer a
las puertas de las panaderías.
El rey entregó toda la plata de su tesoro particular en
limosnas, retiró tres millones de las sumas de impuestos y los
aplicó al cuidado de los desgraciados, declarando que toda
urgencia debía ceder y callarse ante la del frío y el hambre.
Por su parte, la reina, dio quinientos luises de sus propios
recursos. Convirtió en salas de asilo los conventos, los
hospitales y las instituciones públicas. Y cada puerta cochera
se abrió a la orden de sus dueños, a ejemplo de los palacios
reales, para acoger en los patios a los pobres que acudían a
hacinarse alrededor de un gran fuego.
Se esperaba ganar así los suaves deshielos. Pero el cielo
era inflexible. Cada noche un velo de cobre rosado se extendía
por el firmamento, las estrellas brillaban secas y frías como un
farol muerto y la helada nocturna condensaba de nuevo, en un
lago de diamantes, la nieve pálida que el sol del mediodía
había derretido por un instante.
Durante el día, millares de obreros, la azada y la pala en
la mano, apilaban la nieve y el hielo al lado de las casas, de
modo que una doble muralla espesa y húmeda obstruía la
mitad de las calles, ya demasiado estrechas la mayor parte de
ellas.
Carrozas pesadas con ruedas resbaladizas y caballos
vacilantes que caían a cada minuto, aplastaban contra estos
muros helados al peatón, expuesto al triple peligro de las
caídas, los choques y los atropellos.
Los montones de nieve y de hielo llegaron en seguida a
ser tan grandes que las tiendas quedaron ocultas y los pasajes,
cerrados. Hubo que renunciar a quitar el hielo, pues las fuerzas
y los medios de acarreo eran insuficientes.
París, impotente, se declaraba vencido y dejaba hacer al
invierno. Diciembre, enero, febrero y marzo transcurrieron de
esta forma; algunas veces el deshielo de dos o tres días
transformaba en un océano todo París, desprovisto de cloacas
y de pendientes.
Algunas calles, en estos momentos, no se podían
atravesar más que a nado. Varios caballos no salieron de allí, y
se ahogaron. Las carrozas ya no se arriesgaban por aquellos
lugares, ni siquiera al paso, y fueron sustituidas por lanchas.
París, fiel a su carácter, satirizaba, cantando a la muerte
por el deshielo como antes había cantado a la muerte por el
hambre. Se iba en procesión a Les Halles para ver a los pícaros
despachar su mercancía y empujar las balsas cargadas de
productos, con sus grandes botas de cuero y el mandil
recogido hasta la cintura, siempre riendo, gesticulando y
salpicándose los unos a los otros en la ciénaga donde vivían;
pero como el deshielo no duraba, como el hielo era más sólido
y como los lagos de la víspera se convertían en un cristal
resbaladizo, a la mañana siguiente los trineos reemplazaban a
las carrozas, empujados por patinadores o arrastrados por
caballos herrados de manera conveniente, y corrían por las
calles convertidas en espejos. El Sena, helado hasta una
profundidad de varios pies, se había convertido en el lugar de
reunión de los ociosos, que se entregaban al patinaje, o sea a la
caída, a los resbalones, a los juegos de todo género, y
recalentados por esta gimnasia, corrían al fuego más cercano
cuando la fatiga los obligaba al reposo, para impedir que el
sudor se les helase sobre la piel.
Se preveía el momento en que las comunicaciones por
agua serían interrumpidas, en que las comunicaciones por
tierra llegarían a ser imposibles; se preveía el momento en que
los víveres no llegarían, y París, este cuerpo gigantesco,
sucumbiría falto de alimentos, como esos monstruosos
cetáceos que, habiendo acabado con todas las presas de su
comarca, terminan acorralados por los hielos polares y mueren
de inanición, sin poder escapar por las grietas, como los
pececillos que han sido sus víctimas, para ganar zonas más
templadas y aguas más propicias.
El rey, al llegar esta situación a tal extremo, reunió a su
consejo. Y decidió que se exiliaran de París, es decir, rogó que
volviesen a sus provincias los obispos, los abates y los monjes
poco cuidadosos de su residencia; y lo mismo pidió a los
gobernadores y a los intendentes de provincia que habían
hecho de París el lugar de su gobierno, y, en fin, a los
magistrados que preferían la ópera y el mundo a sus sillones
flordelisados.
En efecto, estas gentes hacían un enorme gasto de madera
en sus suntuosos palacios y consumían demasiados víveres en
sus inmensas cocinas.
Quedaban todavía los señores feudales, a quienes se
invitaría a encerrarse en sus castillos. Pero Lenoir,
lugarteniente de policía, advirtió al rey que no todos ellos eran
culpables, que no se les podía obligar a abandonar París de la
noche a la mañana, pues en su retirada pondrían una lentitud
que sería el resultado de su mala voluntad, por una parte, y de
la misma dificultad de los caminos, por otra, con lo cual el
deshielo llegaría antes de que se sacase provecho de esa
medida, que implicaría más inconvenientes que ventajas.
Sin embargo, la piedad del rey, que había vaciado sus
cofres, y la misericordia de la reina, que había agotado sus
ahorros, suscitaron el reconocimiento ingenioso del pueblo
que consagró con monumentos, efímeros como el mal y como
la bondad, la memoria de las caridades que Luis XVI y la reina
habían vertido sobre los indigentes. Del mismo modo que en
otros tiempos los soldados erigían trofeos al general vencedor
con las armas del enemigo, del cual el general les había
librado, los parisienses que sobre el campo de batalla luchaban
contra el invierno, elevaron al rey y a la reina obeliscos de
nieve y de hielo. Cada cual aportó su esfuerzo: la mano de
obra daba sus brazos, el obrero su industria, el artista su
talento, y los obeliscos se elevaron elegantes y sólidos en cada
rincón de las principales calles, y el pobre hombre de letras, a
quien la bondad del soberano había ido a buscar en su
buhardilla, aportó la ofrenda de una inscripción, redactada más
con el corazón que con la inteligencia.
A fines de marzo, el deshielo había llegado, pero
desigual, incompleto, con nuevas heladas que prolongaban la
miseria, el dolor y el hambre de la población parisiense, al
mismo tiempo que conservaban en pie y sólidos los
monumentos de nieve.
Jamás la miseria había sido tan grande como en este
último período, ya que las intermitencias de un sol tibio hacían
parecer más duras las noches de hielo y escarcha; las grandes
capas de hielo se habían fundido y corrían al Sena, que se
desbordaba en todos los lugares. Pero los primeros días del
mes de abril, uno de esos recrudecimientos de frío de que ya
hemos hablado, se manifestó en los obeliscos, a lo largo de los
cuales corría ya ese sudor que presagiaba su muerte; los
obeliscos, derretidos a medias, se solidificaron de nuevo,
informes y disminuidos; una bella capa de nieve cubrió los
bulevares y los muelles, y se volvió a ver los trineos con sus
trotones.
Pero en las calles, las carrozas y los cabriolés rápidos
llegaron a ser el terror de los peatones, que no los oían venir, y
que a menudo, impedidos por las murallas de hielo, no podían
evitarlos; en fin, que con frecuencia calan bajo las ruedas
cuando trataban de huir de ellas.
En pocos días París se llenó de heridos y de moribundos.
Aquí una pierna destrozada por una caída sobre el hielo, allá
un pecho hundido por las varas de un cabriolé que, arrastrado
en la rapidez de su carrera, no había podido pararse sobre el
hielo. Entonces la policía comenzó a preocuparse de preservar
de las ruedas a aquellos que habían escapado al frío, al hambre
y a las inundaciones.
Se hizo, pues, pagar multas a los ricos que aplastaban a
los pobres. Era el tiempo en que reinaba la aristocracia, y
había aristocracia hasta en la manera de conducir los caballos;
un príncipe de sangre real se dejaba arrastrar a rienda suelta y
sin gritar «¡cuidado!»; un duque y un par, un gentilhombre y
una cantante de ópera, al galope; un presidente y un financiero
al trote; el pisaverde se portaba en su cabriolé como si
estuviera cazando, y el lacayo, en pie detrás, gritaba «¡paso!»
cuando ya el dueño había atropellado o derribado a un
desgraciado transeúnte.
Y después, como decía Mercier, se salvaba quien podía;
pero en resumen, con tal de que los parisienses viesen
hermosos trineos con cuello de cisne correr por el bulevar; con
tal de que admirasen dentro de sus pieles de marta o armiño a
las bellas damas de la corte, llevadas como meteoros sobre los
surcos brillantes del hielo; mientras las campanillas doradas,
las bridas de púrpura y los penachos de los caballos divirtiesen
a los niños que se encontraban al paso de todas estas bellas
cosas, el burgués de París olvidaba la incuria de los policías y
las brutalidades de los cocheros, en tanto que el pobre, al
menos por unos instantes, olvidaba su miseria: tal era ya su
costumbre de ser protegido en aquellos tiempos por las gentes
ricas o por los que presumían de serlo.
En estas circunstancias que acabamos de describir, ocho
días después de la cena dada en Versalles por el duque de
Richelieu, ocurrió que, mientras lucía un hermoso pero frío
sol, vieron entrar en París cuatro elegantes trineos que se
deslizaban sobre la dura nieve que cubría el Patio de la Reina
y el extremo de los bulevares desde los Campos Elíseos. Fuera
de París, el hielo puede conservar durante largo tiempo su
blancura virginal, pues las huellas de los transeúntes son
escasas. Por el contrario en París, cien mil pasos por hora
trituran rápidamente, ennegreciéndolo, el espléndido manto
del invierno.
Los trineos que se habían deslizado sobre el hielo del
camino hasta llegar a París, se detuvieron primero en el
bulevar, o sea allá donde el barro sucedía a la nieve, pues el
sol de la mañana había entibiado la atmósfera y el
momentáneo deshielo empezaba, y decimos momentáneo
porque la pureza del aire prometía para la noche ese cierzo
glacial que en abril quema las primeras hojas y las primeras
flores.
En el trineo que iba en cabeza viajaban dos hombres
vestidos con una hopalanda de tela oscura con cuello doble; la
única diferencia apreciable entre los dos trajes era que uno
tenía botones y galones de oro, y el otro, galones y botones de
seda.
Estos dos hombres, arrastrados por un caballo negro,
cuyos belfos exhalaban un humo espeso, precedían a un
segundo trineo, hacia el cual miraban de vez en cuando, como
si lo vigilasen.
En este segundo trineo iban dos mujeres envueltas de tal
modo en pieles, que nadie habría podido ver sus rostros.
Incluso habría sido difícil asegurar a qué sexo pertenecían, de
no ser por la altura de sus peinados, tocados con un pequeño
sombrero sobre el cual se agitaban sus plumas.
De aquel original «edificio», adornado con lazos y joyas
pequeñas, se escapaba una nube de polvo blanco como en el
invierno se escapa una nube de escarcha de las ramas que el
viento sacude.
Las dos damas, sentadas la una al lado de la otra y tan
próximas que su asiento se confundía, hablaban sin prestar
atención a los numerosos espectadores que las contemplaban
desde el bulevar.
Nos olvidábamos ya de decir que, después de un
momento de duda, continuaron su camino.
Una de ellas, la más alta y de porte majestuoso, se llevaba
a los labios un pañuelo de fina batista bordada y mantenía su
cabeza erguida y firme, a pesar del viento que azotaba el trineo
en su rápida carrera. Acababan de dar las cinco en la iglesia de
Sainte-Croix-d’Antin, y la noche empezaba a caer sobre París
y, con la noche, el frío.
En este momento los viajeros acababan de llegar a la
puerta de Saint-Denis.
La dama del trineo, la que se llevaba el pañuelo a la boca,
hizo una señal a los hombres que la precedían, y éstos se
alejaron del trineo de las dos damas, obligando al caballo
negro a apresurar el paso. Después, la misma dama se volvió
hacia los que la seguían. Esta retaguardia estaba compuesta
por otros dos trineos conducidos cada uno por un cochero sin
librea, y los dos cocheros, obedeciendo su indicación,
desaparecieron por la calle de Saint-Denis, en la que en
seguida se perdieron de vista.
Como ya hemos dicho, el trineo de los hombres se
adelantó al de las dos mujeres y desapareció entre las primeras
brumas de la noche, muy espesas al acercarse al imponente
edificio de la Bastilla.
El segundo trineo, una vez llegó al bulevar de Menil-
Montant, se detuvo. Allí apenas había transeúntes, la noche les
había alejado; en esta apartada zona, pocos burgueses se
aventuraban sin luz y sin escolta desde que el invierno había
afilado los dientes de tres o cuatro mil mendigos sospechosos,
convertidos de la noche a la mañana en ladrones.
La dama que daba las órdenes tocó con la punta de un
dedo el hombro del cochero que conducía el trineo, el cual se
detuvo.
—Weber, ¿cuánto tiempo necesitáis para conducir el
cabriolé adonde vos sabéis?
—¿La señora toma el cabriolé? —preguntó el cochero
con un acento alemán inconfundible.
—Sí, volveré por las calles para ver los fuegos, pero
como hay más barro que en los bulevares, sería difícil ir en
trineo. Además, he cogido un poco de frío. Vos también, ¿no
es cierto, pequeña? —dijo la dama, dirigiéndose a su
acompañante.
—Sí, madame.
—¿Habéis oído, Weber? Adonde ya sabéis y con el
cabriolé.
—Bien, madame.
—¿Cuánto tiempo necesitáis?
—Una media hora.
—Bien; mira la hora, pequeña.
La más joven de las dos damas buscó entre sus pieles y
miró la hora en su reloj con bastante dificultad, porque, como
ya hemos dicho, la noche era a cada instante más cerrada.
—Las seis menos cuarto.
—Por lo tanto a las siete y cuarto, Weber.
A continuación, la dama saltó con agilidad fuera del
trineo. Dio la mano a su amiga y ambas se alejaron cogidas del
brazo, al mismo tiempo que el cochero, con gestos de
respetuosa desesperación, murmuró lo bastante alto para que le
oyese su dueña:
—¡Qué imprudencia! ¡Dios mío, qué imprudencia!
Las dos jóvenes se envolvieron bien en sus pieles, cuyos
cuellos les cubrían hasta las orejas, y cruzaron el bulevar
divirtiéndose en hacer crujir la nieve bajo sus pequeños pies,
calzados con chapines forrados de piel.
—Vos que tenéis buenos ojos, Andrea —dijo la dama que
parecía de más edad, pero que no tendría más de treinta a
treinta y dos años—, intentad leer en ese ángulo el nombre de
la calle.
—Es la calle del Pont-aux-Choux, madame —dijo la
joven, riendo.
—¿Y cuál es la calle del Pont-aux-Choux? Dios mío, nos
hemos perdido. La calle del Pont-aux-Choux. Me dijeron la
segunda calle a la derecha. ¿No sentís, Andrea, qué buen olor
a pan caliente?
—Naturalmente, estamos a la puerta de una panadería.
—Pues preguntemos al panadero dónde está la calle de
Saint-Claude —dijo la dama de más edad, dirigiéndose a la
puerta de la panadería.
—No, no entréis, madame —dijo en seguida la otra dama
—; dejadme a mí.
—¿La calle de Saint-Claude, mis preciosas damas? —
dijo una voz alegre—. ¿Deseáis saber dónde está la calle de
Saint-Claude?
Las dos mujeres se volvieron a la vez y con un solo
movimiento en dirección hacia la voz, y vieron, de pie y
apoyado en la puerta de la panadería, al primer oficial
panadero, con la gorra encasquetada y las piernas y el pecho
descubiertos, a pesar del frío glacial que hacía.
—¡Oh, un hombre desnudo! —exclamó la más joven de
las dos mujeres—. ¿Acaso estamos en Oceanía?
Y dio un paso atrás, escondiéndose detrás de su
compañera.
—¿Buscáis la calle Saint-Claude? —volvió a preguntar el
panadero, quien no comprendía la reacción de la más joven y
que, acostumbrado a su vestimenta, estaba muy lejos de
atribuirle la fuerza centrífuga cuyos resultados acabamos de
ver.
—Sí, amigo; la calle de Saint-Claude —respondió la
dama de más edad, reprimiendo sus ganas de reír.
—No es difícil encontrarla, y yo mismo os guiaré —
respondió el alegre muchacho enharinado, quien en el acto dio
rienda suelta a sus largas y delgadas piernas, embutidos los
pies en unos chanclos en los que cabían otros mucho mayores
que los suyos.
—¡No, no! —opuso la mayor de las dos mujeres, que sin
duda no deseaba ser vista con semejante guía—. Indicadnos la
calle sin moveros, y seguiremos vuestras instrucciones.
—La primera calle a la derecha, madame —respondió el
guía, al tiempo que se retiraba con discreta elegancia.
—Gracias —dijeron, a la vez, las dos mujeres.
Y emprendieron la dirección indicada, sofocando la risa
con sus manguitos.
II.- UN INTERIOR

Hemos contado demasiado con la memoria de nuestro lector, o


quizá podamos esperar que conozca ya esta calle de Saint-
Claude, que linda por el este con el bulevar, y por el oeste con
la calle de Saint-Louis; en efecto, el lector ha visto a más de
uno de los personajes de esta historia recorrerla en otro
tiempo, es decir, cuando el gran físico José Bálsamo habitaba
allí con su sibila Laurence y su maestro Althotas.
En 1784, como en 1870, la calle de Saint-Claude era una
honrada calle, poco iluminada, poco limpia, poco frecuentada
y poco conocida. Pero tenía nombre de santo y su cualidad de
calle de Marais, y como tal abrigaba, en las tres o cuatro casas
que componían su efectivo, a unos cuatro pobres rentistas, a
algunos pobres comerciantes y a otros pobres, pobres
olvidados en los registros parroquiales.
Entre estas tres o cuatro casas había todavía, en un rincón
del bulevar, un palacio que con su gran fachada en la calle de
Saint-Claude hubiera podido presumir de fortaleza
aristocrática, pero esta fortaleza, cuyas altas ventanas habían
alumbrado, por encima del muro del patio, toda la calle en un
día de fiesta con el simple reflejo de sus candelabros y sus
metales resplandecientes; esta fachada, decíamos, era la más
negra, la más muda y cerrada de todas las casas del distrito.
La puerta no se abría jamás; las ventanas, acolchadas por
cortinajes, tenían sobre cada hoja, sobre cada alféizar, sobre
cada hueco de las maderas, una capa de polvo a la que los
físicos o los geólogos podrían atribuir diez años.
Cualquier transeúnte desocupado, un curioso o un vecino
se podía acercar a la puerta de la cochera y, a través de su gran
cerradura, examinar el interior del palacio.
Entonces no veía más que hierbas aplastadas entre el
pavimento, macizos, verdín y musgo sobre las losas. A veces
una gran rata, soberana de este dominio abandonado,
atravesaba tranquilamente el patio y se metía en los sótanos,
modestia desproporcionada cuando tenía a su disposición
salones y gabinetes mucho más cómodos, donde los gatos no
podían acosarla.
Si era un transeúnte o un curioso, después de haber
comprobado la soledad de este palacio, continuaba su camino;
pero si era un vecino, como el interés que le atraía al palacio
era mayor, casi siempre dedicaba más tiempo a la observación,
como para que otro vecino hiciera lo mismo, atraído por una
curiosidad parecida a la suya; entonces casi siempre se
establecía una conversación, de la cual daremos a conocer el
fondo, ya que no los detalles.
—Vecino —decía el que no miraba al que miraba—, ¿qué
veis vos en la casa del conde de Bálsamo?
—Vecino —respondía el que miraba al que no miraba—,
veo la rata.
—¡Ah…! ¿Queréis permitirme?
Y el segundo curioso se instalaba, a su vez, en el agujero
de la cerradura.
—¿La veis? —decía el vecino desposeído al vecino en
posesión del agujero de la cerradura.
—Sí —respondía éste—, la veo. Monsieur, ha engordado.
—¿Lo creéis?
—Sí, estoy seguro.
—Claro, como nada la molesta.
—Y seguro que, como se suele decir, habrán quedado
buenos mendrugos en la casa.
—¿Buenos mendrugos, decís?
—¡Por la virgen! Monsieur de Bálsamo ha desaparecido
demasiado pronto para no haber olvidado alguna cosa.
—Vecino, cuando una casa arde a medias, ¿qué creéis que
se olvida allí?
—En efecto, vecino; podríais tener razón.
Y después de una nueva mirada a la rata se separaban,
espantados de haber dicho tanto sobre una materia tan
misteriosa y tan delicada.
En efecto, después del incendio de esta casa, o más bien
de una parte de la casa, Bálsamo había desaparecido, ninguna
reparación se hizo y el palacio quedó abandonado.
Este viejo palacio, cerca del cual hemos querido pasar sin
detenernos, como delante de un viejo conocido, lo dejamos
destacar sombrío y húmedo en la noche, con sus terrazas llenas
de nieve y su techo medio destruido por las llamas; después
cruzaremos la calle de izquierda a derecha para mirar un
pequeño jardín cerrado por un gran muro, una casa estrecha y
alta, parecida a una larga torre blanca sobre el fondo azul y
gris del cielo.
En efecto, en esta casa se eleva una chimenea como un
pararrayos, y al final de la misma centellea una estrella.
El último piso de la casa se pierde en las sombras, sin un
rayo de luz que ilumine ninguna de las tres ventanas de la
fachada.
Los otros pisos son tétricos y sombríos. ¿Sus habitantes
duermen ya? ¿Economizan bajo sus cobertores la lumbre tan
cara y la madera tan rara este año? Los cuatro pisos no dan
nunca señal de vida, mientras que el quinto no sólo vive, sino
que resplandece con cierta ostentación.
Llamemos a la puerta, subamos esta escalera sombría que
termina en ese quinto piso adonde nosotros queremos ir. Una
simple escalera de mano apoyada contra el muro conduce al
piso superior.
Hay una cornamenta de ciervo fija en el dintel, y una
estera de paja y un perchero de madera adornan la escalera.
Por la primera puerta penetramos en una cámara oscura y
desnuda, la única cuya ventana no está iluminada. Nos
detenemos un momento en esta pieza que sirve de antecámara,
pues el mueblaje y los detalles llaman nuestra atención.
Baldosas en lugar de entarimado, puertas toscamente
pintadas, tres sillones de madera blanca guarnecidos de
terciopelo amarillo, un viejo sofá cuyos cojines están casi
vacíos a causa de los años.
Las arrugas y la flacidez son lo más destacable de un
viejo y descolorido sillón: de joven, era muelle y orondo, en su
vejez irrita a su huésped en vez de brindarle descanso, y
cuando éste, vencido por la fatiga, intenta acomodarse en él,
cruje.
Dos cuadros colgados del muro atraen en seguida las
miradas. Una bujía y una lámpara, colocadas la una sobre el
velador y la otra sobre la chimenea, combinan sus luces de
manera que los dos retratos queden iluminados.
Una boina en la cabeza, un rostro largo y pálido, ojos
apagados, barba puntiaguda y gorguera; el primero de los
retratos resalta por su notoriedad; es una magnífica
reproducción del rostro de Enrique III, rey de Francia y de
Polonia.
Al pie, una inscripción en letras negras sobre un recuadro
mal dorado nos permite leer: ENRIQUE DE VALOIS.
El otro retrato, de marco más reciente y pintura más
fresca, representa a una mujer de ojos negros, nariz fina y
recta, pómulos salientes y boca circunspecta. Aparece peinada
o, más bien, aplastada bajo un edificio de cabellos y de bucles,
al lado del cual la boina de Enrique III semeja una topera al
lado de una pirámide.
Bajo este retrato se leía, igualmente en letras negras:
JUANA DE VALOIS.
Y si se hubiera querido, después de inspeccionar la
chimenea apagada, las gastadas cortinas de muselina del lecho,
recubierto de damasco verde amarillo; si se quisiera saber qué
relación tenían estos retratos con los habitantes de este quinto
piso, nos sería necesario dirigirnos a una mesita de encina,
sobre la cual acoda su brazo izquierdo una mujer,
sencillamente vestida, que revisa varias cartas cerradas,
fijándose en las direcciones.
Esta joven era el original del retrato.
A tres pasos de ella, en una actitud que revelaba
curiosidad y respeto al mismo tiempo, una viejecilla de sesenta
años, la doncella de servicio, vestida como una dueña de
Greuze, atendía y miraba.
«Juana de Valois», decía la inscripción.
Pero entonces, si esta dama era una Valois, ¿cómo
Enrique III, el rey sibarita, el voluptuoso engolado, soportaba,
incluso en pintura, el espectáculo de una miseria parecida
cuando se trataba no sólo de una persona de su raza, sino de su
nombre?
Por otro lado, la dama del quinto piso no desmentía con
su porte el origen que se le había dado. Tenía manos blancas y
delicadas, que calentaba de vez en cuando bajo sus brazos
cruzados. Poseía un pie pequeño, fino, alargado, calzado con
una pantufla de terciopelo todavía coqueta y con la cual
intentaba calentarse también, golpeando el pavimento, liso y
frío como el hielo que cubría París.
Después, cuando el cierzo silbaba bajo las puertas y por
las rendijas de las ventanas, la camarera sacudía con un gesto
de tristeza los hombros y miraba la chimenea sin fuego.
En cuanto a la dama dueña de la casa, continuaba
revisando las cartas y leyendo las direcciones.
Después de cada lectura, hacía un pequeño cálculo.
—Madame de Misery —murmuró—, azafata de Su
Majestad. No puedo esperar de ella más que los seis luises que
me ha dado.
Exhaló un suspiro.
—Madame Patrix, dama de cámara de Su Majestad, dos
luises.
«Monsieur de Dormesson, una audiencia.
«Monsieur de Calonne22, un consejo.
»Monsieur de Rohan23, una visita. Trataremos de
devolvérsela —dijo la joven, sonriendo—. Tenemos, pues —
continuó en el mismo monótono tono—, ocho luises
asegurados de aquí a ocho días.
Levantó la cabeza y dijo:
—Querida Clotilde, despabiladme esa vela.
La anciana, tras cumplir este ruego, volvió a su sitio y
desde allí siguió observando.
Esta especie de inquisición pareció fatigar a la joven.
—Ved, querida mía —dijo—, si queda por ahí algún cabo
de bujía. Me es insoportable la vela de sebo.
—No hay nada por ahí —repuso la vieja.
—Pero mirad.
—¿Dónde?
—Quizá en la antecámara.
—Hace mucho frío allí.
—Acaban de llamar a la puerta —dijo la joven.
—Madame se engaña —murmuró la vieja, obstinada.
—Yo creo que sí, Clotilde.
Al ver que la vieja se resistía, cedió, rezongando en voz
baja, como hacen las personas que, por una causa cualquiera,
han perdido el respeto de sus inferiores.
Después volvió a sus cálculos. «Ocho luises, de los cuales
debo dos o tres en el distrito.»
Tomó la pluma y escribió.
«Tres luises, cinco prometidos a monsieur de la Motte por
tener que soportar la estancia de Bar-sur-Aube.»
«¡Pobre diablo! Nuestro matrimonio no le ha enriquecido,
pero paciencia.» Sonrió mientras se miraba en el espejo
colocado entre los dos retratos.
«Ahora —continuó— desplazamientos de Versalles a
París y de París a Versalles. Precio del carruaje de alquiler, un
luis.»
Y escribió esta nueva cifra en la columna de los gastos.
«Durante ocho días tendremos que vivir con un luis.»
Agregó todavía:
«Gastos de tocador, coches de alquiler, gratificaciones a
los suizos de las casas adonde acudimos en busca de ayuda:
cuatro luises. ¿Está todo apuntado? Sumemos.»
Pero a la mitad de la suma se interrumpió.
—Llaman. Os lo había dicho.
—No, madame —respondió la vieja, que dormitaba ahora
en su butaca—. No es aquí; es más abajo, en el cuarto.
«Cuatro, seis, once, catorce luises: seis menos de los que
son precisos, todo un guardarropa que renovar y esta vieja
insoportable a la que hay que pagar para poder despedirla.»
De pronto exclamó:
—Pero, si os he dicho que llaman —gritó enfurecida.
Esta vez, es preciso confesarlo, incluso un sordo habría
oído que llamaban; la campanilla, agitada con fuerza,
temblaba en su soporte y vibró tanto que los ecos se
esparcieron por toda la mansión.
Mientras la vieja, despierta por fin con el ruido, corría a
la antecámara, su dueña, ágil como una ardilla, recogió las
cartas y los papeles esparcidos sobre la mesa, los metió en un
armario y, después de echar una rápida ojeada alrededor para
asegurarse de que todo estaba en orden, se sentó en el sofá, en
la actitud humilde y triste de una persona infeliz pero
resignada.
Sin embargo, sólo su cuerpo reposaba; con mirada atenta,
ansiosa, vigilante, interrogaba al espejo que reflejaba la puerta
de entrada, mientras aguzaba el oído para escuchar el menor
ruido.
La dueña abrió la puerta y se la oyó murmurar algo en la
antecámara.
Luego una voz fresca, suave y firme, pronunció estas
palabras:
—¿Es ésta la casa donde vive la señora condesa de la
Motte?
—¿La señora condesa de la Motte-Valois?24 —concretó
con voz gangosa, Clotilde.
—Sí, mi buena señora. ¿Está en casa?
—Sí, madame. Sufre demasiado para salir.
Durante estas frases de las que no perdió una sílaba, la
pretendida enferma, vio por el espejo a la mujer que
preguntaba a Clotilde, y que esa mujer, según las apariencias,
pertenecía a una clase elevada de la sociedad.
Abandonó inmediatamente el sofá y se hundió en el
sillón, a fin de dejar el asiento de honor a la desconocida.
Mientras cambiaba de sitio, observó que la visitante se
había vuelto en el descansillo de la escalera y le decía a otra
persona que continuaba en la oscuridad:
—Podéis entrar, madame. Es aquí.
La puerta se cerró, y las dos mujeres a quienes vimos
preguntar por la calle Saint-Claude penetraron en la casa de la
condesa de la Motte-Valois.
—¿A quién debo anunciar ante la señora condesa? —
preguntó Clotilde, paseando con curiosidad, aunque con
respeto, la vela de sebo por delante de las dos mujeres.
—A una dama de las Buenas Obras —dijo la de más
edad.
—¿De París?
—No, de Versalles.
Clotilde, seguida por las desconocidas, entró en la
estancia de su ama, quien se levantó, tras un penoso esfuerzo,
de su sillón, para saludar a sus dos visitantes.
Clotilde acercó los otros dos sillones, a fin de que las
recién llegadas tuviesen donde sentarse, y se retiró a la
antecámara con premeditada lentitud, que le permitía adivinar
lo que ocurriría detrás de la puerta y la conversación que
seguiría.
III.- JUANA DE LA MOTTE-VALOIS

El primer cuidado de Juana de la Motte, en cuanto sus


educados modales le permitieron levantar los ojos, fue fijarse
en los rasgos de las damas que la visitaban.
La mayor de ellas, como ya hemos dicho, podría tener de
treinta a treinta y dos años y era de una belleza notable,
aunque el aire de altivez que se desprendía de su rostro restaba
a su fisonomía una parte de su encanto. Por lo menos así lo
juzgó Juana, basándose en lo poco que podía percibir de la
fisonomía de la visitante.
En efecto, prefiriendo uno de los dos sillones al sofá, se
había colocado fuera de la luz que la lámpara esparcía, en un
rincón de la sala, y luego se había echado sobre la frente el
borde de su manteleta, el cual, debido a esta disposición,
proyectó una sombra sobre su rostro.
Pero su porte era tan altivo, la mirada tan viva y tan
naturalmente dilatada, que todo detalle quedó borrado; la
visitante revelaba, en conjunto, a la mujer de una hermosa
raza, de una raza noble, sobre todo.
Su compañera, menos reservada en apariencia, aunque
cuatro o cinco años más joven, no disimulaba su auténtica
belleza. Un rostro admirable por sus líneas y el color de su
cutis, un peinado que descubría las sienes y hacía resaltar el
perfecto óvalo de la cara; dos grandes ojos azules, tranquilos y
de mirada penetrante y limpia; una boca de suave dibujo, en la
cual la naturaleza parecía haber imprimido el don de la
franqueza; y la educación y la etiqueta, la discreción. Una
nariz que por la forma, nada tenía que envidiar a la Venus de
Médicis. Todo esto pudo observar Juana en su rápida ojeada.
Después, al fijarse en otros detalles, la condesa pudo notar en
la más joven de las dos mujeres, un talle más fino y flexible
que el de su compañera, un busto más delicado y escultural y
una mano mejor modelada que la de la otra dama, que era más
nerviosa y fina.
Juana de Valois hizo este balance en muy pocos
segundos, es decir, en menos tiempo del que hemos empleado
para expresarlo. Tras este rápido reconocimiento, preguntó con
la mayor cortesía, a qué feliz circunstancia debía aquella
visita. Las dos mujeres se miraron, y, a una señal de la mayor,
dijo la más joven:
—Madame, vos estáis casada, según creo.
—Tengo el honor de ser la esposa del señor conde de la
Motte, madame, un excelente caballero.
—Nosotras, señora condesa, pertenecemos al consejo
superior de una fundación de buenas obras. Nos han dicho,
referente a vuestra condición, cosas que nos han interesado, y
deseamos conocer algunos detalles sobre vos y sobre todo lo
que os concierne.
Juana se detuvo un momento antes de responder.
—Señoras mías —dijo, notando la reserva de la segunda
visitante—. Ved ahí el retrato de Enrique III, es decir, del
hermano de mi abuelo, porque yo llevo realmente en mis
venas sangre de los Valois, como sin duda se os habrá dicho.
Y esperó una segunda pregunta con una especie de
engreída modestia.
—Madame —interrumpió entonces la voz grave y dulce
de la mayor de las dos damas—, ¿es verdad, como se dice, que
vuestra señora madre fue portera de una casa llamada Fontette,
situada cerca de Bar-sur-Seine?
Juana enrojeció ante este recuerdo; pero replicó sin
turbarse:
—Es verdad, madame. Mi madre era la portera de una
casa llamada Fontette.
—¡Ah…! —dijo su interlocutora.
—Como Marie Fossel, mi madre, era de una rara belleza
—prosiguió Juana—, mi padre se enamoró de tal modo de ella
que la hizo su esposa. Es, pues, de mi padre de quien me viene
la nobleza de estirpe. Madame, mi padre era un Saint-Remy de
Valois, descendiente directo de los Valois que han reinado.
—¿Cómo habéis descendido, pues, a este grado de
miseria? —preguntó la misma dama que la había interrogado.
—Oh, es fácil de comprender.
—Os escucho.
—Vos no ignoráis que, después del advenimiento de
Enrique IV, quien hizo pasar la corona de la casa de Valois a la
de Borbón, la familia despojada tenía todavía algunos
vástagos, oscuros sin duda, pero incontestablemente salidos
del tronco común: los hermanos25 que perecieron de manera
tan fatal.
Las damas hicieron un gesto que podía pasar por
asentimiento.
—Entonces —continuó Juana—, los descendientes de los
Valois, temiendo, a pesar de su oscuridad, hacer sombra a la
nueva familia real, cambiaron su nombre de Valois por el de
Remy, tomado de una tierra, y se les conoció, a partir de Luis
XIII, bajo este nombre en la genealogía, hasta el penúltimo
Valois, mi abuelo, quien, al ver afirmada la monarquía y
olvidada la antigua rama, no creyó necesario privarse por más
tiempo de un nombre ilustre, su única herencia. Volvió a
tomar, pues, el nombre de Valois y lo arrastró, en la sombra y
en la pobreza, por las tierras de su provincia, sin que nadie de
la corte de Francia pensara que, fuera del esplendor del trono,
floreciera un antiguo descendiente de nuestros antiguos reyes,
si no de los más gloriosos, sí, por lo menos, de los más
infortunados.
Juana se interrumpió. Había hablado con gran
naturalidad, con una moderación que no pasó inadvertida.
—Sin duda tendréis vuestras pruebas en orden, madame
—dijo la mayor de las visitantes, con delicadeza y fijando los
ojos en la que se decía descendiente de los Valois.
—¡Oh, madame…! —repuso ésta con una sonrisa amarga
—. Mi padre las hizo ordenar, y al morir me las legó todas a
cambio de otra herencia; pero, ¿de qué valen las pruebas de
una inútil verdad o de una verdad que nadie quiere reconocer?
—¿Vuestro padre murió? —preguntó la más joven de las
damas.
—Ay, sí.
—¿En provincias?
—No, madame.
—¿En París, entonces?
—Sí.
—¿En este apartamento?
—No. Mi padre, barón de Valois, nieto del rey Enrique
III, murió de miseria y de hambre.
—¡Imposible! —exclamaron a la vez las dos damas.
—No aquí —continuó Juana—; no en este pobre refugio,
no en su lecho, aunque éste fuera un camastro. No. Mi padre
murió en el Hótel-Dieu de París.
Las dos mujeres dieron un grito de sorpresa que más
pareció de espanto.
Juana, satisfecha del efecto que había producido, del arte
con que había conducido la conversación hasta su desenlace,
continuó inmóvil, los ojos bajos y la mano inerte.
La mayor de las damas la examinaba con atención e
inteligencia, y, al no ver en su dolor, tan simple y natural, nada
que denunciase el charlatanismo o la ordinariez, volvió a
tomar la palabra.
—Después de lo que me decís, madame, comprendo que
habéis sufrido grandes desgracias, la muerte de vuestro padre,
sobre todo…
—¡Oh…! Si os contase mi vida, veríais que no ha sido
nada corriente.
—¿Cómo, madame? ¿Consideráis como una desdicha
menor la muerte de un padre? —dijo la dama, frunciendo el
ceño con severidad.
—Así es, madame, y al decir esto, me muestro como una
hija piadosa, porque la muerte libró a mi padre de todos los
males que llenaron su vida y continuaron persiguiendo a su
desgraciada familia. Aunque su pérdida me causó un gran
dolor, hoy me consuelo pensando que mi padre está muerto y
que un descendiente de reyes no se vio reducido a mendigar su
pan.
—«Mendigar su pan.»
—Oh, lo digo sin vergüenza, porque ni mi padre ni yo
somos responsables de nuestras desgracias.
—Pero, ¿vuestra madre…?
—Así como agradecí a Dios el que llamara a mi padre,
lamento que dejara viva a mi madre. Sí, os lo aseguro.
Las dos mujeres se miraron, asombradas por tan extrañas
palabras.
—¿Sería una indiscreción pediros un relato más detallado
de vuestras desgracias? —dijo la mayor.
—La indiscreción, madame, sería mía por fatigar vuestros
oídos con una relación completa de dolores que sólo pueden
seros indiferentes.
—Os escucho, madame —dijo la mayor de las damas, a
quien su compañera dirigió una mirada de advertencia para
invitarla a observar.
En efecto, a Juana de la Motte la había impresionado el
acento imperioso de la dama, y la miraba con asombro.
—Os escucho —volvió a decir ella con voz menos
acentuada—, si queréis hacerme el honor de contestarme.
Y cediendo a un movimiento de mala inspiración, por el
frío sin duda, la que acababa de hablar con un estremecimiento
de hombros, agitó su pie, que se helaba al contacto del húmedo
pavimento.
La más joven le colocó entonces una especie de alfombra
que había debajo de su sillón, atención que mereció una
agradecida mirada de su compañera.
—Guardad esa alfombrilla para vos, amiga mía; estáis
más delicada que yo.
—Perdón, madame —dijo la condesa de la Motte—; me
dolería más el frío que vos sentís; la madera ha encarecido
hasta seis libras, y el que la trae pide setenta libras por el carro,
y mi provisión ha terminado hace ocho días.
—Decís —repuso la mayor de las visitantes— que os
sentíais desgraciada a causa de que vuestra madre aún vive.
—Sí. Comprendo que tal blasfemia ha de ser explicada,
¿no es así? Pues he aquí la explicación, ya que habéis dicho
que la deseabais.
La interlocutora de la condesa hizo un signo afirmativo.
—Ya he tenido el honor de deciros, madame, que mi
padre había hecho una mala alianza.
—Sí, casándose con su portera.
—Pues bien, Marie Fossel, mi madre, en lugar de estar
orgullosa y reconocida por el honor que se le hacía, empezó
por arruinar a mi padre, lo que no era difícil, satisfaciendo con
los restos de lo poco que poseía su marido la avidez de sus
exigencias. Después de haberle obligado a vender el último
trozo de tierra, le persuadió para que viniera a París y
reivindicase los derechos que tenía de nuestro nombre. Mi
padre fue fácil de seducir; quizá fiaba en la justicia del rey, y
vino, habiendo convertido en dinero lo poco que poseía.
«Aparte de mí, mi padre tenía un hijo y una hija. El hijo,
desgraciado como yo, vegeta en las últimas filas del ejército;
la hija, mi pobre hermana, fue abandonada la víspera de la
partida a París en la casa de un granjero, su padrino. Este viaje
agotó el poco dinero que nos quedaba. Mi padre se fatigó en
peticiones inútiles e infructuosas. Apenas se le veía en casa,
donde traía miseria y encontraba miseria. En su ausencia, mi
madre, que se creía una víctima, se enfurecía contra mí.
Empezó por echarme en cara lo que comía. Yo preferí poco a
poco no comer más que pan, e incluso no comer nada, antes
que sentarme a nuestra pobre mesa, pero pretextos para
castigarme le sobraban. A la menor falta, faltas que a veces
hacen sonreír a otra madre, me azotaba. Los vecinos, creyendo
hacerme un favor, informaron a mi padre de los malos tratos
de que era objeto. Mi padre trató de defenderme ante mi
madre, pero pronto comprendió que debido a su protección,
cambiaba mi enemigo de un momento en una madrastra
eterna. ¡Ay!, yo no podía darle un consejo en mi propio
interés; era demasiado joven, demasiado niña. No me
explicaba nada, experimentaba los efectos, sin tratar de
adivinar las causas. Yo no conocía el dolor; esto es todo.
»Mi padre cayó enfermo, y pronto tuvo que recluirse en
su habitación, y después en el lecho. Entonces se me obligaba
a salir de la habitación de mi padre con el pretexto de que mi
presencia le fatigaba, porque yo no sabía reprimir esa
necesidad de movimiento que es el grito de la juventud. Una
vez fuera de la alcoba, pertenecía como antes a mi madre. Ella
me enseñó una frase a fuerza de golpes; después, cuando hube
aprendido de memoria esta frase humillante que no quería
retener, cuando mis ojos terminaron enrojecidos por las
lágrimas, me hizo salir a la puerta de la calle y desde la puerta
me lanzó al primer transeúnte de buen aspecto que pasaba, con
la orden de decirle esa frase si no quería que me golpease
hasta matarme.
—¡Oh, qué espanto! —murmuró la más joven de las
damas.
—¿Y cuál era esa frase? —interrogó la mayor.
—Esa frase —continuó Juana— era: «Señor, tened
piedad de una huerfanita que desciende en línea directa de
Enrique de Valois».
—¡Oh!… ¿Eso hizo? —exclamó la mayor de las
visitantes con un gesto de indignación.
—¿Y qué efecto producía esa frase a los que se la
dirigíais? —preguntó la más joven.
—Unos me escuchaban con piedad —dijo Juana—; otros
se irritaban y me amenazaban. Algunos, todavía más
caritativos que los primeros, me advirtieron que corría un
peligro pronunciando aquellas palabras, que podían llegar a
oídos prevenidos, pero yo no conocía más que un peligro, el de
desobedecer a mi madre, ni más que un temor, el de ser
golpeada.
—¿Y qué se conseguía con todo eso?
—¡Por Dios, madame..! Se conseguía lo que mi madre
esperaba: yo llevaba un poco de dinero a casa, y mi padre vio
retrasarse durante algunos días la espantosa perspectiva que le
aguardaba: el hospital.
Los rasgos de la mayor de las visitantes se contrajeron y
las lágrimas asomaron a los ojos de la más joven.
—En fin, madame… A pesar de la ayuda que reportaba a
mi padre este repugnante oficio, me sublevaba. Un día, en
lugar de dirigirme a los transeúntes, de perseguirlos con mi
acostumbrada frase, me senté en un mojón del camino, donde
permanecí durante una parte del día, como aniquilada. Al
anochecer volví a casa con las manos vacías. Mi madre me
golpeó tanto que a la mañana siguiente estuve enferma. Fue
entonces cuando mi padre, privado de toda clase de ingresos,
tuvo que acogerse en el Hótel-Dieu, donde murió.
—¡Horrible historia! —murmuraron las dos damas.
—Y entonces, ¿qué hicisteis vos después de la muerte de
vuestro padre?
—Dios tuvo piedad de mí. Al mes de la muerte de mi
pobre padre, mi madre huyó con un soldado, su amante,
abandonándonos a mi hermano y a mí.
—Quedasteis huérfanos.
—Oh, madame… Nosotros, al contrario que otros, sólo
nos sentimos huérfanos cuando tuvimos una madre. La caridad
pública nos adoptó, pero como mendigar nos repugnaba, no lo
hacíamos más que en la medida de nuestras fuerzas. Dios
manda a sus criaturas buscar la forma de sobrevivir.
—¡Dios mío!
—¿Qué os podría decir, madame? Un día tuve la dicha de
encontrar una carroza que subía despacio por la cuesta del
bulevar Saint-Marcel. Cuatro lacayos iban detrás; delante, una
mujer bella y joven. Le tendí la mano, y ella me interrogó. Mi
respuesta y mi nombre la estremecieron de sorpresa, pero
luego creyó que todo era un embuste. Entonces le di mi
dirección y todos los datos. A la mañana siguiente ella sabía
que no había mentido. Entonces nos adoptó a mi hermano y a
mí. A él lo colocó en un regimiento y a mí en un obrador de
costura. Estábamos salvados del hambre.
—¿Esa dama no es acaso madame de Boulainvilliers?
—La misma.
—Ha muerto, según creo.
—Sí. Su muerte volvió a hundirme en el abismo.
—Su marido vive todavía; es rico.
—A su marido, madame, es a quien debo todas mis
desgracias de muchacha, como debo a mi madre las de niña.
Yo había crecido; quizá era algo bella… Lo cierto es que él se
dio cuenta y quiso poner un precio a sus bondades. Rehusé.
Fue en ese tiempo cuando murió madame de Boulainvilliers, y
yo, a quien ella había casado con un bravo y leal militar, conde
de la Motte, estaba alejada de mi marido, más abandonada
después de la muerte de ella que lo que estuve después de la de
mi padre.
»Esta es mi historia, madame. He suprimido los
pormenores. Los sufrimientos son siempre tan extensos que se
deben ahorrar los detalles a las gentes felices, aunque sean
bienhechoras, como ustedes lo son.
Un largo silencio sucedió a esta última parte de la historia
de Juana de la Motte. La mayor de las damas lo rompió.
—Y vuestro marido, ¿qué hace?
—Mi marido está en la guarnición de Bar-sur-Aube; sirve
en la gendarmería, y también espera tiempos mejores.
—¿Pero no habéis solicitado ayuda de la corte?
—Sí.
—El nombre de Valois, justificado por sus títulos, ¿no ha
despertado simpatías?
—Yo no sé cuáles pueden haber sido los sentimientos que
mi nombre ha despertado, porque ninguna de mis demandas ha
recibido contestación.
—Pero habréis visto a los ministros, al rey, a la reina…
—A nadie. Por todas partes, tentativas vanas —respondió
madame de la Motte.
—¡Pero vos no podéis mendigar!
—Ya he perdido la costumbre de hacerlo. Sin embargo…
—Sin embargo, ¿qué?
—Yo puedo morir de hambre como mi padre.
—¿No habéis tenido hijos?
—No, madame. Y mi marido, haciéndose matar por el
servicio al rey, encontrará un fin glorioso a nuestras miserias.
—¿Podríais vos, madame, y me disgusta tener que insistir
sobre este punto, dar pruebas que justifiquen vuestra
genealogía?
Juana se levantó. Registró un mueble y sacó de él algunos
papeles que presentó a la dama. Pero como deseaba
aprovechar el momento en que, para examinarlos, la dama se
aproximaba a la luz, y descubriese sus rasgos, Juana dejó
adivinar sus maniobras por el cuidado que puso en levantar la
mecha de la lámpara para tener más claridad.
Entonces la dama de caridad, como si la luz hiriese sus
ojos, volvió la espalda a la lámpara, y por consiguiente a
madame de la Motte.
En esta posición leyó atentamente, examinando cada
documento, uno después del otro. Luego, dijo:
—Esto son copias de las actas, madame de la Motte, y no
veo ningún documento auténtico.
—Son copias, madame —repuso Juana—. Los
documentos auténticos están depositados en lugar seguro y yo
los adjuntaré…
—Si una ocasión importante se presentase, ¿no es así? —
dijo, sonriendo, la dama.
—En efecto. Una ocasión importante es la que me
procura el honor de veros, pero como los documentos de que
habláis son tan preciosos para mí…
—Comprendo. No podéis entregarlos al primer
desconocido.
—Oh, madame… —exclamó la condesa, que acababa de
ver el rostro lleno de dignidad de su protectora—. Me parece
que no me sois una desconocida.
Inmediatamente, abriendo con rapidez otro mueble, en el
cual hizo funcionar un cajoncito secreto, sacó de él los
originales de los documentos justificativos, cuidadosamente
guardados en una vieja carpeta que llevaba el blasón de los
Valois. La dama los cogió, y después de un atento examen,
dijo:
—Tenéis razón, estos títulos están perfectamente en regla,
y os estimulo para que no dejéis de dirigirlos a quien conviene.
—¿Y qué obtendré de ello?
—Sin ninguna duda, una pensión para vos. Un ascenso
para el caballero de la Motte, a poco que este caballero se
recomiende a sí mismo.
—Mi marido es modelo de hombre honorable. Y jamás
ha faltado a los deberes de su servicio.
—No obstante, madame… —dijo la dama de caridad,
echándose la manteleta sobre el rostro.
Juana de la Motte seguía con ansiedad cada uno de sus
movimientos, y la vio registrar su bolsillo, del que sacó el
pañuelo bordado con que se protegió el rostro cuando cruzaba
en trineo los bulevares. Después sacó un pequeño rollo de una
pulgada de diámetro por tres o cuatro de longitud, y lo dejó
sobre el secrétaire, diciendo:
—La oficina de las buenas obras me autoriza, lo mismo
que a mademoiselle, a ofreceros este pequeño socorro.
Juana de la Motte miró con rapidez el rollo.
«¿Dos monedas de tres libras? —se preguntó—. Quizá
cincuenta libras, quizá ciento. Incluso puede haber ciento
cincuenta, o trescientas, que nos caerían como llovidas del
cielo. Sin embargo, para cien libras es más bien corto el rollo,
y para cincuenta quizá demasiado largo.»
Mientras se hacía estas reflexiones, las dos damas habían
pasado a la primera estancia, donde el ama Clotilde dormía en
una silla cerca de una vela, cuya mecha roja y humeante se
alargaba en el centro de una capa de sebo derretido. El olor
acre y nauseabundo irritó la garganta de la dama de caridad
que había dejado el rollo en el secrétaire. Se llevó la mano
vivamente al bolsillo y sacó un frasquito de perfume. A la
llamada de Juana, el ama Clotilde se despertó, y cogiendo con
cuidado el resto de la vela, la levantó como un faro por encima
de los oscuros escalones, guiando a las dos damas, a las que a
la vez iluminaba y manchaba.
—Hasta la vista, hasta la vista, señora condesa —dijeron,
y se precipitaron por la escalera.
—¿Dónde podré tener el honor de agradeceros esto? —
preguntó Juana de Valois.
—Ya os lo haremos saber —dijo la mayor de las damas,
descendiendo lo más rápidamente posible, y el rumor de sus
pasos se alejó hacia los pisos inferiores.
Juana de Valois volvió a entrar en su casa, impaciente por
comprobar si sus cálculos sobre el donativo eran justos. Pero
al atravesar la primera estancia tropezó con un objeto que
había en el suelo. Se inclinó rápidamente para recogerlo y
corrió a la lámpara.
Era una cajita de oro, redonda, plana y grabada con
sencillez. Contenía algunas pastillas de chocolate perfumado,
pero aunque fuese tan plana era evidente que tenía un doble
fondo, cuyo resorte tardó algún tiempo en localizar. Entonces
lo hizo funcionar y apareció un retrato de mujer, severo y
resplandeciente de belleza femenina y de imperiosa majestad.
Un tocado alemán, un collar magnífico, parecido al de
una orden, le daban a su fisonomía un asombroso aire
extranjero.
Una cifra compuesta de una M y de una C entrelazadas en
una corona de laurel ocupaba la parte inferior de la caja. Juana
de la Motte supuso, gracias al parecido de ese rostro con el de
su bienhechora, que era un retrato de madre o abuela, y su
primer impulso fue correr a la escalera para llamar a las
damas. La puerta de la calle se había cerrado. Corrió después
para llamarlas, pero ya era tarde.
En la extremidad de la calle de Saint-Claude,
desembocando en la calle de Saint-Louis, un cabriolé fue lo
único que ella vio desaparecer rápidamente.
Sin la esperanza de poder llamar a las dos protectoras,
examinó una vez más la caja, prometiéndose hacerla llegar a
Versalles; después, cogiendo el rollo abandonado sobre el
secrétaire, dijo:
—No me engañaba; no hay más que cincuenta monedas.
Roto el papel, rodó sobre la mesa.
—¡Luises! ¡Dobles luises! —gritó la condesa—.
¡Cincuenta dobles luises! ¡Dos mil cuatrocientas libras!
La alegría y la avidez se pintaban en sus ojos, y el ama
Clotilde, despierta ante el espectáculo de una cantidad de oro
que no había visto jamás, permanecía con la boca abierta y las
manos juntas.
—¡Cien luises! —repetía Juana de la Motte—. ¿Estas
damas son, pues, tan ricas? ¡Oh, tengo que encontrarlas!…
IV.- PELUS

Madame de la Motte no se había engañado al suponer que el


cabriolé que acababa de desaparecer llevaba a las dos damas
de la caridad.
En efecto, habían encontrado junto a la casa un cabriolé
construido según la época, es decir, alto de ruedas, caja ligera,
techo elevado y con una banqueta para el lacayo que iba
detrás.
Ese cabriolé, tirado por un caballo de cola corta, grupa
carnosa y color bayo, había sido llevado por la calle de Saint-
Claude, y guiado por el mismo conductor del trineo, al cual la
dama de caridad había llamado Weber, como hemos sabido
anteriormente.
Weber sujetaba al caballo y trataba de moderar la
impaciencia del fogoso animal, que removía con sus cascos
nerviosos la nieve que se iba endureciendo poco a poco, a
medida que anochecía.
Cuando las dos damas aparecieron, dijo Weber:
—Siñoga, quisiera haber traído a «Scibión», que es muy
suave y fácil de llevar, pero «Scibión» cayó enfermo anoche;
no haber más que «Pelus», y «Pelus» es díscolo.
—Pero no para mí; ya lo sabéis, Weber —repuso la
mayor de las damas—. La cosa no tiene importancia; tengo
mano firme y estoy acostumbrada a conducir.
—Yo sé que siñoga conducir bien, pero los caminos estar
bien malos. ¿Dónde ir?
—A Versalles.
—¿Por los bulevares, entonces?
—De ningún modo, Weber; ha helado y los bulevares
estarán llenos de un hielo homicida. Las calles deben ofrecer
menos resistencia, gracias a los millares de transeúntes que
aplastarán la nieve. Vamos, Weber, de prisa.
Weber sujetó al caballo mientras las damas subían
rápidamente en el cabriolé. Después se colocó detrás y advirtió
que había montado.
La mayor de las damas, dirigiéndose a su compañera,
dijo:
—Andrea, ¿qué os parece esa condesa?
Seguidamente aflojo las riendas y el caballo partió como
un relámpago y dobló la esquina de la calle de Saint-Louis.
Era el momento en que Juana de la Motte abría su
ventana para llamar a las damas de la caridad.
—Pienso, madame —respondió la que se llamaba Andrea
—, que madame de la Motte es pobre y muy desgraciada.
—Y bien educada, ¿verdad?
—Sin duda.
—Parece que te muestras fría cuando hablas de ella,
Andrea.
—No sé, pero…, lo confieso, tiene cierta astucia en su
fisonomía que no me agrada.
—Sois desconfiada, Andrea; ya lo sé. Y para que alguien
os pueda agradar es preciso ser perfecto. Yo encuentro a esa
condesita interesante y sencilla, en su orgullo como en su
humildad.
—Es una fortuna para ella, madame, haber tenido la
suerte de agradaros.
—¡Paso! —gritó la dama, apartando vivamente al
caballo, que iba a atropellar a un mozo de cordel en la esquina
de la calle Saint-Antoine.
—¡Paso! —gritó Weber.
Y el cabriolé continuó su carrera. Sólo se oían las
imprecaciones del hombre que se había librado de la rueda y
varias voces que, igual que un eco, le apoyaban con un clamor
hostil contra el cabriolé.
Por algunos segundos, «Pelus» puso entre su dueña y los
maldicientes todo el espacio que se extendía desde la calle de
Sainte-Catherine a la plaza Baudoyer. Ahí, como se sabe, hay
una bifurcación, pero la hábil conductora se arrojó
resueltamente por la calle de la Pixeranderie, una calle muy
transitada, estrecha y poco aristocrática.
A pesar de los «paso» que gritaba, a pesar de los rugidos
de Weber, no se oían más que las rabiosas exclamaciones de
los transeúntes.
—¡Oh, el cabriolé! ¡Abajo el cabriolé!
«Pelus» pasaba siempre, y su cochero, a pesar de la
delicadeza de su mano, lo hacía correr rápidamente, y sobre
todo hábilmente, sobre la alfombra de nieve líquida y entre los
hielos más peligrosos, abriendo arroyos y charcos.
Sin embargo, como era de esperar, no sucedió ninguna
desgracia; una linterna brillante enviaba sus rayos al frente, lo
que era un lujo de precisión que la policía no había impuesto
todavía a los cabriolés de aquel tiempo.
Ninguna desgracia, decimos, ocurrió, ningún carruaje
aplastado, ni una rueda rota, ni un transeúnte tocado; era un
milagro, y, sin embargo, los gritos y las amenazas se sucedían
siempre.
El carruaje atravesó con la misma rapidez y seguridad la
calle de Saint-Méderic. La calle de Saint-Martin, la calle
Aubry-Boucher…
Quizá parezca a los lectores que aproximándose a los
distritos más civilizados, el odio dirigido al coche aristocrático
sería menor.
Apenas «Pelus» hubo penetrado en la calle de
Ferronnerie, Weber, siempre perseguido por las vociferaciones
del populacho, notó varios grupos al paso del cabriolé.
Algunas personas hicieron ademán de correr detrás de él para
detenerlo.
Sin embargo, Weber no quería inquietar a su dueña. Veía
que ella desplegaba toda su sangre fría, conduciendo
fácilmente, y que se deslizaba entre todos los obstáculos
inertes o vivos, que son a la vez la desesperación y el triunfo
de cualquier cochero de París.
En cuanto a «Pelus», firme sobre sus patas, no había
resbalado ni una vez, ya que la mano que sostenía las riendas
sabía prever para él las pendientes y los accidentes del terreno.
Ya no se murmuraba más acerca del cabriolé, se rugía; la
dama que sostenía las riendas, apercibiéndose de ello y
atribuyéndolo a cualquier causa banal, como el rigor del
tiempo o la rebelión de los espíritus, resolvió abreviar la
prueba.
Hizo, pues, chasquear su lengua, y a esta sola indicación,
«Pelus» pasó del trote al galope.
Los vendedores ambulantes huyeron, los transeúntes se
echaron a los lados, y los «¡paso, paso!» eran continuos.
El cabriolé rozaba casi el palacio real y acababa de pasar
por la calle de Coq-Saint-Honoré, ante la cual el más bello de
los obeliscos de nieve levantaba orgullosamente su aguja,
disminuida por los deshielos, como un palo de caramelo que
los niños transforman en puntiagudos a fuerza de chuparlo.
El obelisco estaba rematado por un glorioso penacho de
cintas un poco marchitas, cintas que tenían un escrito en el
cual el escritor público del distrito había trazado en
mayúsculas el cuarteto siguiente, que se balanceaba entre dos
linternas:

Reina cuya belleza es un don del cielo,


con el don de ese rey que a ti, reina, ama:
Si este edificio es de nieve y hielo,
el corazón del pueblo, ante ti, es llama.

Fue aquí donde «Pelus» topó con la primera dificultad. El


monumento, que estaba a punto de iluminarse, había atraído a
buen número de curiosos, los cuales formaban grupos, y no se
podía seguir adelante con el mismo trote.
Hubo que poner a «Pelus» al paso. Pero se le había visto
llegar como un rayo; se habían oído los gritos que lo
perseguían, y aunque ante la cercanía del obelisco fue
reduciendo la marcha, la vista del cabriolé produjo en el gentío
el peor de los efectos.
Sin embargo, se abrió camino. Pero después del obelisco
apareció otro obstáculo: las verjas del palacio real estaban
abiertas y en el patio unos grandes braseros calentaban a un
ejército de mendigos a los que el duque de Orleáns distribuía
sopa en escudillas de barro.
Pero los que comían y se calentaban, aunque eran
muchos, eran menos que los que miraban calentarse y comer.
Esto es muy propio de París: en cuanto hay uno que hace algo
raro en la calle, en el acto tiene espectadores.
El cabriolé, después de vencer el primer obstáculo, tuvo
que detenerse ante el segundo, como un navío en medio de los
escollos.
En este instante, los gritos que hasta entonces las dos
mujeres habían oído como un ruido vago y confuso, les
llegaron más precisos en medio del tumulto.
—¡Abajo el cabriolé! ¡Abajo los asesinos!
—¿Gritan contra nosotras? —preguntó la dama que
conducía a su compañera.
—Sí, madame, y tengo miedo.
—¿Hemos atropellado a alguien?
—¡Abajo el cabriolé! ¡Abajo los asesinos!
La tormenta aumentaba. Habían cogido al caballo por la
brida, y «Pelus», irritado contra aquellas manos extrañas,
piafaba y espumeaba.
—¡A casa del comisario! ¡A casa del comisario! —gritó
una voz.
Las dos mujeres se miraron asombradas.
Mil voces repitieron:
—¡A casa del comisario! ¡A casa del comisario!
Las cabezas curiosas se acercaron al cabriolé.
—¡Toma, si son dos mujeres!
—¡Dos mujeres de Soubise26! ¡Dos mujerzuelas de
Haennin!
—Dos cantantes de la Ópera que se creen con derecho a
atropellar a la gente pobre porque ellas tienen diez mil libras
para pagar el hospital.
Un vítor furioso acogió este último insulto.
Las dos mujeres expresaron de distinto modo la
conmoción. La una se hundía temblorosa y pálida en el
cabriolé y la otra avanzaba resueltamente la cabeza, el ceño
fruncido y los labios cerrados.
—Pero, madame… —gritó su compañera, tirando de ella
hacia atrás—. ¿Qué hacéis?
—¡A casa del comisario! ¡A casa del comisario! —
continuaba gritando la gente—. ¡Y que se sepa quiénes son!
—¡Oh, madame! ¡Estamos perdidas! —dijo la más joven.
—¡Valor! —repuso la otra.
—Pero os van a ver; sin duda os van a reconocer.
—Mirad por el cristal del fondo si Weber sigue detrás del
coche.
—Intenta descender, pero no le dejan… Se defiende…
¡Ah!, aquí viene.
—Weber, Weber —dijo la dama en alemán—, ayúdanos a
bajar.
Weber obedeció y, a pesar de la oposición de los
asaltantes, consiguió abrir la portezuela, apeándose
inmediatamente las dos damas.
Mientras, el gentío se había apoderado del caballo y del
cabriolé y empezaron a reventar la caja.
—¿Pero qué es esto, en nombre del cielo? —continuó en
alemán la mayor de las damas—. ¿Comprendéis el motivo?
—No, madame —dijo el servidor, prefiriendo hablar en
su propia lengua que en francés y revolviéndose a patadas para
defender a su ama.
—Esto no son hombres, sino bestias —continuó la dama,
siempre en alemán—. ¿Por qué me atacan? ¡Huyamos!
En aquel instante una voz educada, que contrastaba con
las amenazas y las injurias de que las damas eran objeto,
respondió en el más puro idioma germano:
—Os reprochan, madame, desobedecer la orden de la
policía que ha aparecido en París esta mañana y que prohíbe
hasta la primavera la circulación de cabriolés, ya bastante
peligrosos cuando el pavimento está bien, pero que ahora son
mortales para los peatones, cuando el hielo hace patinar las
ruedas.
La dama se volvió para ver de dónde salía esta voz cortés,
en medio de las otras amenazas. Y vio a un joven oficial que,
para aproximarse a ellas, tuvo que emplear tanto valor como
Weber para seguir en su sitio.
La figura gentil y distinguida, la estatura elevada y el aire
marcial del joven agradaron a la dama, que se apresuró a
contestar en alemán:
—¡Dios mío! Ignoraba esta orden. La ignoraba por
completo.
—¿Sois extranjera, madame?
—Sí, monsieur. Pero decidme, ¿qué debo hacer? Han
destrozado mi cabriolé.
—Hay que dejar que lo destrocen por completo. El
pueblo de París está furioso contra los ricos que no respetan su
miseria, y debido a la orden dada esta mañana, se os conducirá
a casa del comisario.
—¡Jamás! —gritó la más joven de las damas—. ¡Jamás!
—Entonces —repuso el oficial, riendo—, aprovechaos de
la confusión que voy a promover entre el gentío para
desaparecer.
Estas palabras fueron dichas con desenfado, lo que hizo
comprender a las extranjeras que el oficial había oído los
comentarios del pueblo sobre las entretenidas de Soubise y de
Haennin, pero no era momento de andarse con miramientos.
—Dadnos el brazo hasta un carruaje de alquiler, monsieur
—dijo la mayor de las damas, con voz autoritaria.
—Iba a hacer encabritar vuestro caballo, y con la
confusión podríais haber huido, porque —agregó el joven, que
lo que quería era declinar la responsabilidad de una azarosa
protección— la gente se irrita al oírnos hablar en una lengua
que no comprende.
—¡Weber! —dijo la dama, en voz alta—. Haz que
«Pelus» se encabrite para que esa gente se asuste y se aparte.
—Y después, madame…
—Después sigue aquí, mientras nosotras desaparecemos.
—¿Y si destrozan el coche?
—¡Que lo destrocen! ¿Qué te importa? Salva a «Pelus»,
si puedes, y, sobre todo, sálvate tú. Es lo único que te
recomiendo.
—Bien, madame.
En el mismo instante azuzó al irritable corcel, que rompió
el cerco y avanzó por el centro del patio, arrastrando a los que
se habían cogido a las bridas y a los costados. En este
momento creció el terror y la confusión.
—Vuestro brazo, monsieur —dijo entonces la dama al
oficial—. Venid, pequeña —agregó, dirigiéndose a Andrea.
—Vamos, vamos, mujer valerosa —dijo en voz baja el
oficial, que dio con admiración su brazo a la que se lo pedía.
Sólo tardó unos minutos en conducir a las dos mujeres a
la plaza vecina, donde varios coches de alquiler esperaban
clientes, mientras los cocheros dormían en sus asientos y los
caballos, con los ojos a medio cerrar y la cabeza baja,
esperaban el humilde pienso de la noche.
V.- CAMINO DE VERSALLES

Las dos damas estaban libres de la posible agresión, pero aún


era de temer que algunos curiosos, habiéndolas seguido,
diesen lugar a una escena parecida a la que acababa de ocurrir
y de la que esta vez posiblemente no escaparían con tan buena
fortuna.
El joven oficial comprendió esta alternativa. Se pudo
advertir en la actividad que inmediatamente desplegó,
despertando al cochero, más helado que dormido.
Hacía un frío tan horrible que, contrariamente al hábito
de los cocheros que tratan siempre de robarse los clientes los
unos a los otros, ninguno de ellos abrió la boca, ni siquiera
aquel al que se dirigían.
El oficial cogió al cochero por el cuello de su raído abrigo
y le sacudió tan rudamente que lo despertó en el acto.
—¡Eh! —le gritó el joven al oído, al ver que daba señales
de vida.
—¡Listo, señor, listo! —dijo el cochero, despertando y
vacilando en el asiento como un borracho.
—¿Adonde vamos, señoras? —preguntó el oficial,
siempre en alemán.
—A Versalles —repuso la mayor de las dos.
—¿A Versalles? —gritó el cochero—. ¿Habéis dicho a
Versalles?
—Sí.
—¡A Versalles! Cuatro leguas y media sobre el hielo.
—Se os pagará bien.
—Se os pagará bien —repitió en francés el oficial al
cochero.
—¿Cuánto? —quiso saber éste desde lo alto de su
asiento, porque no parecía tener mucha confianza—. Eso no es
todo. Ved, mi teniente, que hay que ir a Versalles, y luego hay
que volver.
—¿Un luis es bastante? —dijo la más joven de las damas
al oficial, en alemán.
—Te ofrece un luis —indicó el joven.
—¿Un luis? —repitió el cochero—. Es muy justo, porque
yo arriesgo romper las patas de mis caballos.
—¡Es divertido! ¡Tú no tienes derecho más que a tres
libras por ir de aquí al castillo de la Muette, que está a mitad
de camino! Ya ves que se ha calculado bien y que se te pagará
la ida y la vuelta. No tienes derecho más que a doce libras, y
en lugar de eso, vas a cobrar veinticuatro.
—¡Oh, no regateéis! —dijo la mayor de las damas—. Dos
luises, tres luises, veinte luises. Conseguid que arranque al
instante y que no se detenga en el camino.
—Un luis basta, madame —repuso el oficial. Después,
volviéndose al cochero, le dijo—: ¡Vamos, granuja! Baja y
abre la portezuela.
—Quiero que se me pague primero —dijo el cochero.
—¿Tú quieres…?
—Es mi derecho.
El oficial hizo un movimiento hacia delante.
—Paguemos por adelantado, paguemos —dijo la mayor
de las damas.
Y registró rápidamente su bolsillo.
—¡Dios mío —susurró a su compañera—, no tengo mi
bolsa!
—¿Cómo es eso?
—Y vos, Andrea, ¿tenéis la vuestra?
La joven se cercioró con la misma ansiedad.
—Yo… tampoco.
—Mirad bien vuestros bolsillos.
—¡Es inútil! —exclamó la joven, con angustia, pues veía
que el oficial seguía con una mirada atenta el diálogo y que el
cochero gruñía, diciéndose quizá que había sido precavido.
En vano las dos damas buscaron, pues no encontraron ni
un cobre. El oficial las vio impacientarse, enrojecer y
palidecer, comprendiendo que la situación se complicaba. Y
cuando ellas se disponían a dar una cadena o una joya como
garantía, el oficial, para evitar la humillación a que se
exponían, sacó de su bolsa un luis y se lo tendió al cochero,
quien lo examinó mientras una de las damas agradecía al
oficial ese gesto. Después abrió la portezuela y las dos damas
subieron.
—Y ahora, buen hombre, conduce a estas damas
rápidamente y con tiento sobre todo. ¿Entiendes?
—No tenéis necesidad de recomendármelo, mi teniente.
Durante esas breves frases, las damas se consultaron,
viendo con angustia que su guía, su protector, pronto las
dejaría.
—Madame —dijo bajo la más joven a su compañera—,
es preciso que no se vaya.
—¿Por qué? Preguntémosle su nombre y su dirección.
Mañana le enviaremos un luis de oro, con unas líneas de
agradecimiento que le escribiréis.
—No, madame, no. Retengámosle, os lo suplico. Si el
cochero es de mala fe, si pone dificultades en la carretera…
Con este tiempo, los caminos son malos. Y si ocurre algo, ¿a
quién podremos pedir socorro?
—Tenemos su número y la nota de la administración.
—Está bien, madame. Y no os niego que más tarde le
haríais volar en un instante, pero esperando que eso ocurra, no
llegaréis esta noche a Versalles, ¿y qué se diría, gran Dios?
La mayor pareció reflexionar, y dijo:
—Es verdad.
Pero ya el oficial se inclinaba para pedir licencia.
—Monsieur —dijo en alemán Andrea—, escuchadme un
momento, por favor.
—A vuestras órdenes, madame —contestó el oficial,
visiblemente contrariado, pero conservando en su aire y en su
tono, y hasta en su acento, la más exquisita cortesía.
—Monsieur —continuó Andrea—, no podéis rehusarnos
una gracia, después de los servicios que ya nos habéis hecho.
—Hablad.
—Confesamos que tenemos miedo de este cochero que
tan mal ha aceptado la negociación.
—No debéis alarmaros. Sé su número, 107. La letra de la
administración es Z. Si os causara alguna contrariedad,
dirigíos a mí.
—¿A vos? —dijo en francés Andrea, olvidándose de
hablar en alemán—. ¿Cómo queréis que nos dirijamos a vos si
ni siquiera sabemos vuestro nombre?
El joven dio un paso atrás.
—¿Vos habláis francés? —exclamó—. Habláis francés y
me condenáis desde hace media hora a destrozar el alemán.
Realmente, eso no está nada bien.
—Excusad, caballero —repuso la otra dama, acudiendo
en socorro de su mal juzgada compañera—. Comprended que
sin ser extranjeras nos encontramos desplazadas en París, y
sobre todo en un coche de alquiler. Y sois lo suficiente hombre
de mundo para comprender que la nuestra no es una situación
natural. No protegernos más que a medias sería
desampararnos. Ser menos discreto de lo que hasta ahora lo
habéis sido sería pecar de indiscreto. Nos habéis juzgado bien,
monsieur; así, procurad no juzgarnos mal. Y si no podéis
rendirnos este servicio, decidlo sin reservas, o permitidnos
agradeceros lo que habéis hecho y buscar otra ayuda.
—Madame —repuso el oficial, impresionado por el tono,
a la vez noble y encantador, de la desconocida—, disponed de
mí.
—Entonces, tomaos la molestia de subir con nosotras.
—¿En el coche de alquiler?
—Para acompañarnos.
—¿Hasta Versalles?
—Sí.
El oficial subió al carruaje y se asomó por la ventanilla
para gritar al cochero:
—Arranca ya.
Las portezuelas cerradas, las mantas y las pieles
compartidas, el carruaje tomó la calle Saint-Thomas-du-
Louvre, atravesó la plaza del Carrousel y comenzó a rodar por
los muelles.
El oficial se hundió en un rincón, frente a la mayor de las
dos mujeres, y con el abrigo cuidadosamente extendido sobre
sus rodillas. El silencio más profundo reinaba en el interior. El
cochero, porque quisiera mantener fielmente la marcha, o
porque la presencia del oficial le imponía un temor respetuoso,
hizo correr a sus flacas monturas por el pavimento resbaladizo
de los muelles y por el camino de la Conference.
Sin embargo, el aliento de los tres viajeros calentaba
insensiblemente el coche. Un perfume delicado llevaba al
cerebro del joven impresiones que poco a poco eran menos
desfavorables para sus compañeras.
«Estas mujeres —pensaba él— se han retrasado en
cualquier visita y tratan de llegar a Versalles; están un poco
asustadas y también avergonzadas. No obstante, ¿cómo estas
damas —continuaba pensando el oficial—, si son mujeres de
alguna distinción, van en un cabriolé, y, “sobre todo”, lo
conducen ellas mismas?
»¡Ah! Para esto sólo hay una respuesta: el cabriolé era
demasiado estrecho para tres personas, y dos mujeres no iban a
molestarse haciéndole sitio al lacayo.
»¡Pero no tenían dinero ni la una ni la otra! Es algo
extraño, y merece que se reflexione sobre ello.
»Sin duda el lacayo tenía la bolsa. El cabriolé debe estar
ahora destrozado. Era elegante, y el caballo… Si sé algo de
caballos, valía ciento cincuenta luises.
»Sólo unas mujeres ricas podrían abandonar un cabriolé y
un caballo así, sin disgustarse. La falta de dinero no significa,
pues, absolutamente nada.
»Sí, pero esta manía de hablar en una lengua extranjera
cuando se es francés…
«Aunque esto prueba justamente una educación
distinguida. No es natural en los aventureros hablar el alemán
con una pureza germánica y el francés como un parisiense. Por
otro lado, hay una distinción natural en estas mujeres. La
súplica de la joven era enternecedora, y el requerimiento de la
mayor, noblemente imperioso.
»Pues verdaderamente —continuaba el joven, colocando
su espada de manera que no las incomodara—, ¿acaso hay
peligro para un militar en pasar dos horas en un coche de
alquiler con dos mujeres tan lindas? Lindas y discretas, porque
no hablan, ni esperan que yo entable conversación.»
Sin duda, las dos mujeres pensaban del joven oficial lo
mismo que él pensaba de ellas, pues en el momento en que él
acababa de formular esta idea, una de las damas, dirigiéndose
a la otra, le dijo en inglés:
—De verdad, querida amiga, que este cochero nos lleva
como si fuéramos muertos; jamás llegaremos a Versalles. Creo
que nuestro pobre compañero se aburre de muerte.
—Es que también —respondió, sonriendo, la más joven
— nuestra conversación no es de las más divertidas.
—¿No encontráis que su porte es distinguido?
—Sí, madame.
—¿Habéis notado que lleva uniforme de marina?
—No conozco mucho sobre uniformes.
—Pues lleva uniforme de oficial de marina, y todos los
oficiales de marina son de buena familia. El resto del uniforme
le va bien. Es un hermoso caballero, ¿no os parece?
La joven iba a responder, y probablemente a abundar en
el sentido de su interlocutora, pero el oficial hizo un ademán
que la detuvo.
—Perdón, señoras —dijo, en excelente inglés—, pero
creo un deber deciros que hablo y comprendo el inglés muy
bien. En cambio, no conozco el español, y si vos lo sabéis,
podéis estar seguras de que no comprenderé una palabra.
—Monsieur —repuso la dama, riéndose de la anécdota—,
no queríamos decir nada malo de vos, como habéis podido
advertir; también nosotras nos avergonzamos de ello, y no
hablaremos más que en francés, si tenéis la bondad de decirnos
cualquier cosa.
—Gracias por vuestra gentileza, madame, pero en el caso
de que mi presencia os sea fastidiosa…
—No podéis suponer eso, monsieur, porque no os la
hubiéramos pedido.
—Exigido incluso —dijo la más joven.
—No me confundáis, madame, y perdonadme mi
momento de indecisión. Conocéis París, ¿verdad? París está
lleno de peligros, de inconvenientes y decepciones.
—Entonces, vos nos habéis tomado… Hablad
francamente.
—Monsieur nos ha tomado por peligrosas.
—¡Oh, señoras! —dijo el joven, humillándose ante ellas
—. Juro que nada parecido ha pasado por mi mente.
—¿Qué es eso? El coche se ha detenido.
—¿Qué sucede?
—Voy a verlo, señoras.
—Creo que hemos encallado. Tened cuidado, monsieur.
La mano de la más joven se alargó con un brusco
movimiento, clavándose en el hombro del oficial, lo que le
hizo estremecer. Atraído con naturalidad, hizo el ademán de
cogerla, pero ya Andrea, que había cedido al primer
movimiento de temor, se había hundido de nuevo en el fondo
del carruaje. El oficial, al cual nada retenía, salió y encontró al
cochero ocupado en desenganchar uno de los caballos, por
habérsele enredado los tirantes.
Era un poco antes del puente de Sévres, y gracias a la
ayuda que el oficial prestó al conductor, el pobre caballo pudo
seguir adelante, y el joven volvió a entrar en el coche.
El cochero se felicitaba por tener un cliente tan amable,
haciendo restallar alegremente el látigo con el doble fin de
animar sus monturas y calentarse él.
Pero se diría que por la portezuela había entrado el frío,
helando la conversación y la recién nacida intimidad, a la cual
el joven empezaba a encontrar un encanto inexplicable. Se le
pidió simplemente cuenta del accidente, y contó lo que había
ocurrido. Esto fue todo, y el silencio volvió de nuevo a pesar
sobre los viajeros.
El oficial, al cual la mano tibia y palpitante había
impresionado, quiso por lo menos tener un pie a cambio.
Estiró, pues, la rodilla; mas, por muy sabiamente que lo
hizo, no encontró nada, o sólo encontró el dolor de ver que le
huía el pie que tenía más cerca.
Habiendo rozado el pie de la mayor de las dos mujeres,
ésta le dijo:
—Os molesto mucho, ¿verdad, monsieur? Os ruego que
me perdonéis.
El joven enrojeció hasta las orejas ante la ironía y se
felicitó de que la noche fuese lo suficiente oscura para ocultar
su vergüenza.
Así pues, todo estaba dicho, y allí terminó el diálogo.
Vuelto al silencio, inmóvil y respetuoso como si estuviese
en un templo, temía respirar, y se sintió pequeño como un
niño.
Pero poco a poco, y a su pesar, una impresión extraña
invadía su pensamiento y todo su ser.
Sentía, sin tocarlas, a las dos encantadoras mujeres, y las
veía sin verlas. Se acostumbró a estar cerca de ellas, y le
parecía que una parte de su existencia acababa de fundirse con
la suya. Habría querido reanudar la conversación, y no se
atrevía porque temía caer en banalidades. Y le alarmaba
parecer tonto o impertinente ante unas mujeres a las cuales una
hora antes creía conceder demasiado honor dándoles la
limosna de un luis y de una cortesía.
En una palabra, como en esta vida todas las simpatías se
explican, por las relaciones de los fluidos puestos en contacto,
un magnetismo poderoso emanaba de los perfumes, y el calor
juvenil de estos tres cuerpos juntos por azar dominaba al joven
y le invadía el pensamiento y le dilataba el corazón.
Así nacen a veces, viven y mueren, en el espacio de unos
momentos, las más suaves, las más reales, las más ardientes
pasiones. Tienen encanto porque son efímeras; tienen fuerza
porque son reprimidas.
El oficial no dijo una palabra y las damas hablaban bajo
entre sí.
Sin embargo, como su oído estaba incesantemente alerta,
oía palabras sin ilación y que, sin embargo, prestaban un
sentido a su fantasía.
He aquí lo que él entendía: la hora avanzada…, las
puertas…, el pretexto de la salida.
El coche de alquiler se detuvo de nuevo. Esta vez no era
ni un caballo caído, ni una rueda rota. Después de tres horas de
valerosos esfuerzos, el bravo cochero se había calentado los
brazos, es decir, había conseguido hacer sudar a sus caballos y
alcanzado Versalles, donde las largas, sombrías y desiertas
avenidas aparecían bajo las luces rojizas de algunas linternas
blanqueadas por la escarcha, como una doble procesión de
espectros negros y desolados.
El joven comprendió que se habían detenido. ¿Por qué
magia el tiempo le había parecido tan corto?
El cochero se inclinó hacia el cristal de delante.
—¡Monsieur! Estamos en Versalles.
—¿Dónde hay que detenerse, señoras? —preguntó el
oficial.
—En la plaza de armas.
—¡En la plaza de armas! —gritó el joven al cochero, y
éste le preguntó:
—¿Es preciso ir a la plaza de armas?
—Claro, puesto que se os ha dicho.
—¿Y no habrá una pequeña propina? —dijo el auvernés.
—¡Id de una vez!
Los latigazos se reanudaron.
«Es preciso, sin embargo, que les hable —pensó para sí el
oficial—. Voy a parecerles un imbécil después de haberles
parecido un impertinente.»
—Señoras —dijo, dudando todavía—, estáis en vuestra
casa.
—Gracias a vuestro generoso socorro.
—Cuánto trabajo os hemos dado —dijo la más joven.
—Ya está del todo olvidado, madame.
—Pero nosotras, monsieur, no lo olvidaremos. ¿Vuestro
nombre, por favor?
—¿Mi nombre? Bah…
—Es la segunda vez que se os pregunta.
—Porque vos no querréis hacernos regalo de un luis,
¿verdad?
—Si es por eso, madame —dijo el oficial, un poco picado
—, no me opongo. Soy el conde de Charny, y como habéis
observado, madame, oficial de la marina real.
—Charny —repitió la mayor, con un tono como si
hubiera querido decir: «Está bien, no lo olvidaré».
—Georges, Georges de Charny —agregó el oficial.
—Georges —murmuró la más joven.
—¿Y vos vivís…?
—En el hotel de los Príncipes y de Richelieu.
El coche se había detenido.
La mayor de las damas abrió la portezuela de su izquierda
y ágilmente saltó al suelo, tendiendo la mano a su amiga.
—Por lo menos —pidió el joven, que se disponía a
seguirlas— aceptad mi brazo; no estáis en vuestra casa, y la
plaza de armas no es un domicilio.
—No digáis más —dijeron simultáneamente las dos
mujeres.
—¿No debo hablar más?
—No, continuad en el coche.
—Pero no podéis quedaros solas, señoras, de noche y con
este tiempo. ¡Es imposible!
—Vaya… Después de haber casi rehusado darnos
protección, queréis protegernos demasiado —dijo, riendo, la
mayor.
—Sin embargo…
—No insistáis. Sed hasta el final un galante y leal
caballero. Gracias, monsieur de Charny, gracias de corazón. Y
como vos sois un galante y leal caballero, como ya os he dicho
hace un instante, no os olvidéis de vuestra palabra.
—¿De qué palabra?
—De cerrar la portezuela y decir al cochero que vuelva a
París; es lo que vos vais a hacer, ¿no es cierto? Y sin mirar por
dónde nos vamos.
—Tenéis razón, señoras; si no, mi palabra no sería de ley.
Cochero, volvámonos.
Y el joven deslizó un segundo luis en la ruda mano del
cochero.
El digno auvernés se estremeció de júbilo, diciendo:
—¡Por Dios! Los caballos pueden reventar si quieren.
—Yo también lo creo. Han sido bien pagados.
El coche de alquiler rodaba de prisa. Ahogado por el
ruido de las ruedas, no se oyó el suspiro del joven, un suspiro
voluptuoso, ya que el sibarita se había acostado sobre los dos
cojines, en los que quedaba el perfume de las dos bellas
desconocidas.
En cuanto a ellas, continuaron en el mismo sitio en que se
apearon, y hasta que el coche de alquiler no hubo
desaparecido, no se dirigieron hacia el palacio.
VI.- UNA CONSIGNA

En el momento en que se pusieron en camino, las ráfagas de


un viento fuerte trajeron al oído de las viajeras los tres cuartos
que sonaban en el reloj de la iglesia de Saint-Louis.
—¡Dios mío, las doce menos cuarto! —exclamaron al
unísono.
—Mirad, todas las verjas están cerradas —agregó la más
joven.
—No me inquieta ese detalle, querida Andrea; si la verja
estuviera abierta, entraríamos por el patio de honor; vayamos
de prisa, de prisa, por los reservados.
Y se dirigieron hacia el lado derecho del castillo.
Todo el mundo sabe que hay en este lado un pasaje
particular que conduce a los jardines, al que llegaron en
seguida.
—La puertecilla está cerrada, Andrea —dijo, inquieta, la
mayor.
—Vámonos, madame.
—No, llamemos. Laurent debe esperarme. Le he
prevenido que quizá llegaríamos tarde.
—Entonces, llamemos.
Y Andrea se acercó a la puerta.
—¿Quién va? —preguntó una voz desde el interior, sin
esperar que llamasen.
—¡Oh!… No es la voz de Laurent —dijo, espantada, la
joven.
—No, en efecto.
La mujer se aproximó a su vez.
—Laurent —murmuró a través de la puerta.
Ninguna respuesta.
—Laurent —repitió la dama,
—Aquí no hay ningún Laurent —replicó rudamente la
voz.
—Pero —dijo Andrea, con insistencia— seáis Laurent o
no, abrid.
—Yo no abro.
—Pero, amigo mío, ¿no sabéis que Laurent tiene la
costumbre de abrirnos?
—Yo no tengo nada que ver con Laurent. Cumplo mi
consigna.
—¿Quién sois, pues?
—¿Quién soy?
—Sí.
—¿Y vos? —dijo la voz.
La pregunta fue un poco brutal, pero no se podía porfiar.
Había que responder.
—Somos dos damas del séquito de Su Majestad. Nos
albergamos en el castillo y queremos entrar en nuestra casa.
—Muy bien. Yo, señoras, como soy un suizo de la
primera compañía Salischamade, haré todo lo contrario de
Laurent y os dejaré en la puerta.
—¡Oh! —murmuraron las dos mujeres, mientras la una
apretaba con indignación la mano de la otra.
Después, haciendo un esfuerzo para dominarse, dijo:
—Amigo mío, comprendo que observéis vuestra
consigna; sois un buen soldado y yo no quiero haceros faltar a
ella. Hacedme sólo el favor de avisar a Laurent, que debe estar
cerca de ahí.
—Yo no puedo abandonar mi puesto.
—Enviad a alguien.
—No hay nadie.
—¡Por favor!
—Diablo, madame, acostaos en la ciudad. ¿No es ésa una
bella aventura? Si me cerrasen la puerta del cuartel en la nariz,
encontraría pronto otro lugar. Idos.
—Granadero, escuchad —dijo, con resolución, la mayor
—. Veinte luises para vos si nos abrís.
—Y diez años de cárcel; gracias. Cuarenta y ocho libras
por año no es bastante paga.
—Os haré nombrar sargento.
—Sí, y el que me ha dado la consigna me hará fusilar.
Gracias.
—¿Quién os ha dado esa consigna?
—El rey.
—¡El rey! —repitieron las dos mujeres, con espanto—.
¡Oh! Estamos perdidas.
La más joven parecía casi enloquecida.
—Veamos, veamos —dijo la mayor—; ¿no hay otras
puertas?
—No, madame; si han cerrado ésta, han cerrado las otras.
—Y si nosotras no encontramos a Laurent en esta puerta,
que es donde suele estar, ¿dónde creéis que lo encontraremos?
—No lo sé.
—Es verdad, tienes razón, Andrea. El rey ha dado una
horrible orden. ¡Dios mío!
Y la dama acentuó sus últimas palabras con un desprecio
amenazador. La puerta de los reservados se abría en medio de
una muralla, con una especie de vestíbulo. Había en cada lado
un banco de piedra, y las damas se dejaron caer en uno de
ellos, en un estado de desesperada agitación.
Se veía bajo la puerta una raya luminosa; se oía detrás el
paso del suizo que de cuando en cuando dejaba en descanso su
fusil. Detrás de este pequeño obstáculo de encina esperaba la
vergüenza, el escándalo, casi la muerte.
—¡Oh! Mañana, cuando todo se sepa… —gimió la
mayor.
—Pues diréis la verdad.
—¿La creerán?
—Tenéis las pruebas, madame. Además, el soldado no va
a velar toda la noche —dijo la joven, que parecía recobrar
valor a medida que lo perdía su compañera—. Dentro de una
hora se le relevará y su sucesor será más complaciente.
Esperemos.
—Sí, pero las patrullas van a pasar dentro de un minuto;
se me encontrará delante de esta puerta, ocultándome. Es
horrible. Ved, Andrea, la sangre me sube al rostro y me sofoca.
—¡Vamos! Valor, madame; vos, tan fuerte de costumbre,
yo tan débil siempre, y soy yo quien os tiene que sostener.
—Hay un complot detrás de todo esto. Y nosotras somos
las víctimas. Jamás me ha ocurrido algo semejante. Jamás la
puerta me ha sido cerrada; esto me mata, esto me mata.
Y cubrió la cara con las manos, como si efectivamente se
ahogase.
En el mismo instante, sobre este pavimento seco y blanco
de Versalles que tan pocos pasos cruzan hoy día, sonaron unas
pisadas. Al mismo tiempo una voz se hizo oír, voz ligera,
alegre; era la voz de un joven que cantaba.
Cantaba una de esas canciones currilonas que pertenecían
esencialmente a la época que nosotros tratamos de reflejar.

¿Por qué no puedo creerlo?


¿Es que no es para ser creído
lo que tú y yo entre las sombras
esta noche hemos sido?
Morfeo, cerrando mis ojos,
hizo de mí el hombre sin voz,
y vos erais una piedra imán
que me arrastraba cerca de vos.

—¡Esta voz! —gritaron al mismo tiempo las dos mujeres.


—Yo la conozco —dijo la mayor. —Es la de…

Este dios, con su bella treta,


de este imán hizo un clamor.,.

—¡Es él! —dijo al oído de Andrea la dama en la cual la


inquietud se había manifestado tan vivamente—. «Es él», «él
nos salvará».
En este momento un joven embutido en un gran abrigo de
pieles penetró en el pequeño vestíbulo, y al ver a las dos
mujeres llamó a la puerta, diciendo:
—Laurent.
—Hermano mío —dijo la mayor de las mujeres, tocando
el hombro del joven.
—¡La reina! —gritó éste, dando un paso atrás y con el
sombrero en la mano.
—¡Silencio! Buenas noches…
—Buenas noches, madame; buenas noches, hermana mía;
no estáis sola.
—No. Estoy con Andrea de Taverney.
—Ah… Buenas noches, mademoiselle.
—Monseñor —dijo Andrea, inclinándose.
—¿Salís, señoras? —dijo el joven.
—De ningún modo.
—¿Dónde vais, entonces?
—Queríamos entrar.
—¿No habéis llamado a Laurent?
—Sí, lo hemos hecho.
—¿Entonces?
—Llamad a Laurent, y veréis lo que pasa.
—Sí, llamad, monseñor, y lo veréis.
El joven, en quien se ha reconocido sin duda al conde de
Artois, se aproximó y gritó, golpeando la puerta:
—¡Laurent!
—Bueno, la diversión va a repetirse —dijo la voz del
suizo—. Os prevengo que si me molestáis más tiempo, voy a
llamar a mi oficial.
—¿Quién es éste? —dijo el joven, volviéndose hacia la
reina.
—Un suizo que ha sustituido a Laurent.
—¿Y quién lo ha hecho?
—El rey.
—¡El rey!
—Eso mismo hemos dicho nosotras hace poco.
—¿Y con una consigna?
—Feroz, por lo que parece.
—¡Diablo! Capitulemos.
—¿Y cómo?
—Démosle dinero a ese diablo.
—Ya se lo he ofrecido; ha rehusado.
—Ofrezcámosle unos galones.
—También se los he ofrecido.
—Y…
—No ha querido ni escuchar.
—No hay más que un medio, entonces.
—¿Cuál?
—Voy a hacer ruido.
—Vos no iréis a comprometerme, querido Charles; os lo
suplico.
—Yo no quiero comprometeros por nada del mundo.
—¡Oh…!
—Poneos a resguardo. Yo golpearé como un sordo,
gritaré como un ciego, terminará por abrirme y pasaréis
delante de mí.
El príncipe llamó de nuevo a Laurent, después gritó,
después hizo tal ruido con el puño de la espada que el suizo le
gritó enfurecido:
—¡Eh! ¿Qué es eso? ¡Llamaré a un oficial!
—¡Pardiez, llámale, idiota! Es lo que yo pido desde hace
un cuarto de hora.
Después se oyó el paso de otro, al lado de la puerta. La
reina y su amiga se colocaron detrás del conde de Artois,
prestas a aprovechar el pasadizo que, según parecía, iba a
abrirse.
Se oyó al suizo explicar la causa del ruido.
—Mi teniente, son dos damas con un hombre; acaban de
llamarme pobre diablo. Quieren entrar a la fuerza.
—¿Qué tiene de asombroso que nosotros queramos entrar
si somos del castillo?
—Eso es, quizá, un deseo natural, monsieur, pero se nos
ha prohibido abrir la puerta —replicó el oficial.
—¿Prohibido? ¿Y por quién, pardiez?
—Por el rey.
—Perdonadme, pero el rey no puede querer que un oficial
del castillo duerma fuera.
—Monsieur, no soy yo quien debe juzgar las decisiones
del rey; sólo debo hacer lo que el rey me ordena.
—Por favor, teniente: abrid un poco la puerta, para que
charlemos mejor y no a través de la madera.
—Monsieur, os repito que mi consigna es tener la puerta
cerrada, y si sois, como decís, oficial, debéis saber lo que es
una consigna.
—Teniente, habláis al coronel de un regimiento.
—Mi coronel, excusadme, pero mi consigna es formal.
—La consigna no está hecha para un príncipe. Sabed que
un príncipe no se acuesta fuera. Y yo soy príncipe.
—Alteza, creed en mi desesperación, pero hay una orden
del rey.
—¿El rey os ha ordenado tratar a su hermano como un
mendigo o un ladrón? Yo soy el conde de Artois. Arriesgáis
mucho dejándome helar en la puerta.
—Monseñor conde de Artois —dijo el teniente—, Dios
es testigo de que daría toda mi sangre por vuestra Alteza Real,
pero el rey me ha hecho el honor de decirme, además de
confiarme la guardia de esta puerta, que no le abra a nadie, ni
siquiera a él, al rey, que se presente después de las once. Así,
monseñor, os pido perdón con toda humildad, pero soy un
soldado, y aun cuando viese en vuestro lugar a Su Majestad la
reina transida de frío, yo le respondería a Su Majestad lo que
acabo de tener el dolor de responderos.
Dicho esto, el oficial murmuró buenas noches, más
afectuoso, y se volvió lentamente a su puesto.
En cuanto al soldado, colocado contra la puerta de armas,
no osaba respirar, y su corazón latía tan fuerte que el conde de
Artois, arrimándose a la puerta, sentía las pulsaciones.
—¡Estamos perdidos! —dijo la reina a su cuñado,
tomándole la mano.
Este no contestó.
—¿Se sabe que habéis salido? —preguntó él.
—Lo ignoro —dijo la reina.
—Quizá esto no se relacione más que conmigo, hermana;
quizá el rey haya dirigido esta consigna contra mí. El rey sabe
que yo salgo de noche y que a veces regreso tarde. La condesa
de Artois habrá sabido algo y se habrá quejado a Su Majestad;
de ahí esta orden tiránica.
—No, no, hermano. Os agradezco la delicadeza que
ponéis para tranquilizarme. Pero es contra mí y no contra vos
que se ha tomado esta medida.
—Imposible, hermana.
—Estoy en la puerta y mañana estallará el escándalo, y
por una cosa bien inocente. ¡Oh! Tengo un enemigo cerca del
rey; lo sé bien.
—Es posible. Pero tengo una idea.
—¿Una idea? Veamos, rápido.
—Una idea que va a volver a vuestro enemigo más tonto
que un asno atado por el ronzal.
—Por favor, salvadnos del ridículo de esta posición; es
todo lo que yo os pido.
—Sí, yo os salvaré. Al menos lo intentaré. No soy más
necio que él, aunque él sea más sabio que yo.
—¿Quién es él?
—¿Quién va a ser? El conde de Provenza27.
—¿Reconocéis, pues, como yo, que es mi enemigo?
—¿No es el enemigo de todo lo que es joven, de todo lo
que es bello, de todo lo que puede… en lo que él no puede
hacer?
—Hermano, ¿sabéis algo sobre esta consigna?
—Quizá, pero primero de todo no continuemos detrás de
esta puerta. Hace un frío atroz. Venid conmigo, querida
hermana.
—¿Dónde?
—Ya lo veréis; a cualquier sitio donde haga calor por lo
menos; venid, y en el camino os diré lo que pienso a propósito
de esta cerradura de puerta. ¡Ah, monsieur de Provenza, mi
querido e indigno hermano! Dadme el brazo, hermana mía;
tomad mi otro brazo, mademoiselle de Taverney, y
volvámonos hacia la derecha.
Se pusieron en marcha.
—¿Y vos decís que es obra de monsieur de Provenza…?
—Pues, sí. Esta noche, después de la cena del rey, vino al
gran gabinete. El rey había hablado mucho con el conde de
Haga, y no os había visto.
—A las diez salí para París.
—Ya lo sabía; el rey, permitidme decíroslo, querida
hermana, no pensaba más en vos que en Harun-al-Raschid y
en su gran visir Giaffar, y hablaba de geografía. Yo le
escuchaba bastante impaciente, porque también quería salir.
Claro que nosotros no saldríamos por el mismo motivo, de
suerte que me he equivocado…
—Vamos, continuad.
—Volvamos a la izquierda.
—¿Pero dónde me lleváis?
—A veinte pasos. Estad alerta. Hay un trozo nevado.
Mademoiselle de Taverney, si soltáis mi brazo, vais a caer, os
lo prevengo. Brevemente, para volver a mi conversación sobre
el rey, él no pensaba más que en la latitud, la longitud, cuando
De Provenza le dijo: «Quisiera presentar mis saludos a la
reina».
—¡Ah, ah! —dijo María Antonieta.
—La reina cena en su cámara —le respondió el rey.
»—Pues yo la creía en París —agregó mi hermano.
»—No, está en su cámara —respondió el rey.
»—Acabo de salir de ella y no me ha recibido —
respondió De Provenza.
«Entonces, el rey arrugó el ceño. Sin duda, apenas
habíamos salido cuando mi hermano se enteró. Luis es celoso,
vos lo sabéis; habrá querido veros, se le habrá negado la
entrada y habrá pensado cualquier cosa.
—Precisamente madame de Misery tenía orden de ello.
—Quizá ha sido para asegurarse de vuestra ausencia que
el rey habrá dado esta severa consigna que nos deja fuera.
—Esto es un trato afrentoso; confesadlo, conde.
—Lo confieso, pero ya hemos llegado.
—¿Esta casa?
—¿Os desagrada?
—No digáis eso; me encanta. Pero ¿y vuestra gente?
—¿Qué hay con mi gente?
—Si me ven…
—Hermana, entrad, y os garantizo que nadie os verá.
—¿Y el que me abrirá la puerta?
—Ni ése.
—Imposible.
—Vamos a probar —dijo el conde de Artois, riendo. Y
acercó la mano a la puerta.
La reina le detuvo.
—Os lo suplico, hermano mío; tened cuidado.
El príncipe apoyó su otra mano sobre un panel bien
tallado, y la puerta se abrió.
La reina no pudo reprimir un movimiento de temor.
—Entrad, hermana; os lo ruego. Ved que hasta el presente
no hay nadie.
La reina miró a mademoiselle de Taverney como a una
persona que se arriesga, y cruzó el umbral con uno de esos
gestos tan encantadores en las mujeres y que quería decir:
«Gracias a Dios».
La puerta se cerró detrás de ellas sin ruido.
Entonces se encontró en un vestíbulo de estuco con
zócalo de mármol, no muy grande y de muy buen gusto; las
lozas eran un mosaico figurando ramos de flores y sobre
consolas de mármol, cien ramos de rosas deshojaban sus
corolas perfumadas, tan raras en aquella estación del año.
Un dulce calor y un olor más dulce todavía cautivaban
tanto los sentidos que a su llegada al vestíbulo las dos damas
olvidaron no solamente parte de sus temores, sino incluso
parte de sus escrúpulos.
—Ahora estamos al abrigo —dijo la reina—, y hay que
confesar que el abrigo es bastante cómodo. ¿Pero no sería
mejor que os ocuparais de una cosa, hermano mío?
—¿Cuál?
—De alejar a vuestros servidores.
—¡Oh! Nada más fácil.
El príncipe tiró de una campanilla colgada de una
columna que vibró en las profundidades de la escalera. Las
mujeres emitieron un pequeño grito de espanto.
—¿Es así como alejáis a vuestra gente, hermano? —
preguntó la reina—. Yo habría creído que es así como la
llamáis.
—Si yo tirara de la campanilla por segunda vez, alguien
vendría, pero como no he dado más que un campanillazo,
estad tranquila, pues nadie vendrá.
La reina se rió, diciendo:
—Sois un hombre precavido.
—Ahora, hermana, no podéis quedaros en el vestíbulo;
tomaos la molestia de subir un piso.
—Obedecemos —dijo la reina—. El genio de esta casa
no parece demasiado perverso.
Y subió adonde le decían. El príncipe iba delante de ellas.
No se oía ninguno de los pasos sobre los tapices de Aubusson
que adornaban la escalera.
El príncipe, que llegó el primero, tocó una segunda
campanilla, cuyo ruido hizo de nuevo estremecer a la reina y a
mademoiselle de Taverney, que estaban desprevenidas.
Pero su asombro fue todavía mayor cuando vieron que las
puertas de este piso se abrían solas.
—De verdad, Andrea —dijo la reina—, comienzo a
temblar, ¿y vos?
—Yo, madame, tanto, que sólo porque Vuestra Majestad
marcha delante os sigo con confianza.
—Nada es tan simple, hermana mía, como lo que ocurre
—dijo el joven príncipe—. La puerta que tenéis en frente es la
de vuestro apartamento. Vedlo.
E indicaba a la reina un encantador refugio del cual no
podemos omitir la descripción.
Una pequeña cámara de palo de rosa, con dos aparadores
de Boule y techo de Boucher28, daba a un pequeño tocador de
cachemira blanca llena de flores bordadas a mano por los más
hábiles artistas.
En este gabinete había unos tapices de punto de seda,
tejidos con el arte que hacía de un tapiz de gobelino de la
época un lienzo maestro.
Después del tocador había una hermosa alcoba azul con
cortinas de encaje de Tours, un lecho suntuoso en un
dormitorio oscuro, un fuego ardiendo en una chimenea de
mármol blanco, quince bujías encendidas en candelabros de
Clodion, un biombo de laca azulada con sus dibujos
chinescos…; tales eran las maravillas que aparecieron ante los
ojos de las damas cuando penetraron en este elegante refugio.
Ningún ser vivo aparecía. Por todas partes el calor y la
luz, sin que pudieran adivinarse las causas de tales efectos.
La reina, que había entrado con recelo, se detuvo un
instante en el umbral de la alcoba. El príncipe se excusó de
una manera muy cortés sobre la necesidad que le impulsaba a
poner a su hermana en una situación indigna de ella. La reina
respondió con una sonrisa que decía muchas más cosas que
todas las palabras que hubiera podido pronunciar.
—Hermana mía —agregó entonces el conde de Artois—,
esta habitación es mi gabinete; sólo yo entro en él y siempre
solo.
—Casi siempre —dijo la reina.
—Siempre.
—¡Ah!
—Por otra parte —continuó él—, hay en el gabinete un
sofá y una poltrona donde muchas veces, cuando la noche me
sorprendía después de la caza, he dormido tan bien como en
mi lecho.
—Comprendo —dijo la reina— que la condesa de Artois
se sienta a veces inquieta.
—Sin duda, pero confesad que si la condesa se inquieta
por mí esta noche, estará bien equivocada.
—Esta noche no digo, pero las otras noches…
—Hermana, quien se equivoca una vez, siempre se
equivoca.
—Abreviemos —dijo la reina, sentándose en un sillón—,
pues estoy terriblemente cansada. ¿Y vos, mi pobre Andrea?
—Yo estoy muerta de fatiga, y si Vuestra Majestad lo
permite…
—En efecto, estáis pálida —dijo el conde de Artois.
—Vamos, vamos, querida mía —dijo la reina—, acostaos.
El conde de Artois nos cede este apartamento. ¿No es verdad,
Charles?
—Con toda propiedad, madame.
—Un instante, conde; una última palabra.
—¿Cuál?
—Si os vais, ¿cómo podremos llamaros?
—No tenéis necesidad de mí. Una vez instalada, disponed
de la casa.
—¿Hay otras cámaras además de ésta?
—Primero un comedor, que os invito a visitar.
—Con una mesa servida, sin duda.
—Ciertamente, y en la cual mademoiselle de Taverney,
que me parece muy agotada, encontrará un buen consomé, un
ala de volatería, vino de Jerez, y vos encontraréis una
colección de los frutos secos que más os gustan.
—¿Y todo esto sin criados?
—Ninguno.
—Ya se verá. Pero ¿y después?
—¿Después?
—Sí, para…
—¿Para volver al castillo?
—Sí.
—No se puede soñar en entrar en él en toda la noche,
puesto que la consigna está dada. Pero la consigna dada para la
noche desaparece con el día; a las seis, las puertas se abren.
Salid de
aquí a las seis menos cuarto. Encontraréis en los armarios
mantos de todos los colores y de todas las formas, si deseáis
disfrazaros; entrad como yo os he dicho en el castillo, acostaos
y no os inquietéis por el resto.
—¿Y vos?
-¿Yo?
—Sí; ¿qué vais a hacer?
—Salir de la casa.
—¿Cómo? Nosotras no os echamos, mi pobre hermano.
—No sería conveniente que pasara la noche bajo el
mismo techo que vos, querida hermana.
—Pero necesitáis un refugio, y nosotras os hemos robado
el vuestro.
—Aún me quedan tres parecidos a éste.
La reina se echó a reír.
—Es decir, que la condesa de Artois está equivocada al
inquietarse; ya la prevendré —dijo ella, con un encantador
gesto de amenaza.
—Entonces yo se lo diré todo al rey —dijo el príncipe en
el mismo tono.
—Tiene razón. Aunque no queramos, dependemos de él.
—En efecto, es humillante. ¿Pero qué hacer?
—Someterse. Decís que para salir mañana sin encontrar a
nadie…
—Un solo campanillazo en la columna de abajo.
—¿La de la derecha o la de la izquierda?
—Poco importa.
—¿Y la puerta se abrirá?
—Y se cerrará.
—¿Sola?
—Sola.
—Gracias. Buenas noches, hermano mío.
—Buenas noches, hermana mía.
El príncipe saludó y Andrea cerró las puertas al irse él.
VII.- LA ALCOBA DE LA REINA

A la mañana siguiente, o más bien aquella misma mañana, ya


que nuestro último capítulo ha tenido que cerrarse a las dos de
la madrugada; en esta mañana, decíamos, Luis XVI, en un
traje violeta, llegó hasta las puertas de la cámara de la reina.
Una dama del servicio entreabrió esta puerta, y
reconociendo al rey, dijo:
—Sire…
—¿La reina? —preguntó Luis XVI.
—Su Majestad duerme, Sire.
El rey hizo un ademán como para alejar a la dama, pero
ella no se movió.
—Vamos —dijo el rey—, ¿no os movéis? Ved que quiero
pasar.
El rey, en algunos momentos, tenía tan vivos los
ademanes que sus enemigos los traducían por brutales.
—La reina descansa, Sire —objetó ella tímidamente.
—Os digo que me dejéis pasar —exclamó el rey.
Diciendo estas palabras apartó a la mujer y penetró en la
otra cámara. Una vez hubo llegado a la puerta de la alcoba, el
rey vio a mademoiselle de Misery, primera camarera de la
reina, que leía la misa en su libro de horas, y la cual se puso en
pie al ver al rey.
—Sire —dijo en voz baja y con un profundo saludo—, Su
Majestad no ha llamado todavía.
—¿Todavía no? —preguntó el rey con ironía.
—Sire, no son más que las seis y media, según creo, y Su
Majestad nunca llama hasta las siete.
—¿Y estáis segura de que la reina se encuentra en su
lecho? ¿Estáis segura de que duerme?
—Yo no diría, Sire, que Su Majestad duerme; pero estoy
segura de que está en su lecho.
—¿De verdad?
—Sí, Sire.
El rey no pudo contenerse más tiempo. Se dirigió a la
puerta y levantó el pestillo dorado con brusca precipitación. La
cámara de la reina estaba oscura como si fuera de noche, pues
los postigos y cortinas estaban cuidadosamente cerrados.
Una lamparilla sobre un velador en el ángulo más alejado
del apartamento dejaba la alcoba de la reina bañada en la
sombra y las grandes cortinas de seda blanca con flores de lis
de oro colgaban en pliegues ondulantes sobre el lecho en
desorden.
El rey se dirigió rápidamente hacia el lecho.
—¡Oh, madame de Misery! —gritó la reina—. ¡Qué
ruido! Me habéis despertado.
El rey se detuvo estupefacto.
—No es madame de Misery —murmuró él.
—Ah, ¿sois vos, Sire? —preguntó María Antonieta,
incorporándose.
—Buenos días, madame —articuló el rey con un tono
agridulce.
—¿Qué buen viento os trae, Sire? Madame de Misery,
abrid las ventanas.
Las azafatas entraron, y, según la costumbre a que las
había habituado la reina, abrieron puertas y ventanas para que
circulase el aire puro que María Antonieta respiraba con
delicia cuando se despertaba.
—Dormís muy a gusto, madame —dijo el rey, tomando
asiento cerca del lecho después de arrojar en torno una mirada
investigadora.
—Sí, Sire. He leído hasta muy tarde, y si Vuestra
Majestad no hubiera venido a despertarme, todavía dormiría.
—¿Cómo es, madame, que ayer no quisisteis recibirme?
—¿Recibir a quién? ¿A vuestro hermano el conde de
Provenza? —dijo la reina con una presencia de espíritu que
atajaba las sospechas del rey.
—Sí, a mi hermano; él quiso saludaros y se le echó.
—¿Es posible?
—Diciéndole que estabais ausente.
—¿Se le dijo eso? —preguntó fríamente la reina—.
Madame de Misery.
La primera dama de cámara apareció en la puerta con una
bandeja de oro con las cartas dirigidas a la reina.
—¿Su Majestad me ha llamado?
—Sí. ¿Por qué se le dijo ayer a monsieur de Provenza que
yo estaba ausente del castillo?
Madame de Misery, para no pasar delante del rey, dio la
vuelta y tendió la bandeja con las cartas a la reina, la cual
reconoció la letra de una de las cartas.
—Responded al rey, madame de Misery —continuó la
reina con la misma indolencia—. Decid a Su Majestad lo que
se le contestó ayer a monsieur de Provenza cuando llegó a mi
puerta. Yo no me acuerdo.
—Sire —dijo De Misery mientras la reina abría el sobre
de la carta—, monseñor el conde de Provenza se presentó ayer
para ofrecer sus saludos a Su Majestad y se le dijo que Su
Majestad no recibía.
—¿Quién dio la orden?
—La orden la dio la reina.
—¡Ah! —murmuró el rey.
La reina había abierto la carta y leído estas dos líneas:
«Vos habéis regresado ayer de París y entrado en el castillo a
las ocho de la noche. Laurent os ha visto.»
Después, siempre con el mismo aire negligente, la reina
abrió media docena de billetes, de cartas y de peticiones que
dejaba, una vez leídos, sobre el edredón.
—Y bien —dijo ella, levantando la cabeza hacia el rey.
—Gracias, madame —dijo éste a la primera dama de
cámara.
Madame de Misery se alejó.
—Perdón, Sire —dijo la reina—. Aclaradme un punto.
—¿Cuál?
—¿Soy o no soy libre de ver a monsieur de Provenza?
—Perfectamente libre, madame…, pero…
—Su manera de ser me fatiga. Por otro lado, es muy
cierto que no me quiere. Yo tampoco le aprecio. Esperaba su
molesta visita, y me acosté a las ocho para no recibirle. ¿Qué
pensáis, pues, Sire?
—Nada, nada.
—Se diría que dudáis.
—Pero…
—Pero, ¿qué?
—Os creía ayer en París.
—¿A qué hora?
—A la hora en que pretendéis que os acostasteis.
—Es cierto que iba a París. ¿Pero acaso no se vuelve de
París?
—Todo depende de la hora a que se regrese.
—¿Queréis saber justamente a qué hora volví de París,
entonces?
—Claro.
—Nada más fácil, Sire.
La reina llamó a madame de Misery, la cual apareció en
el acto.
La azafata volvió a entrar.
—¿Qué hora era cuando yo volví de París ayer? —
preguntó la reina.
—Alrededor de las ocho, Majestad.
—Creo —dijo el rey— que os equivocáis, madame de
Misery, debéis informaros.
La azafata, rígida, impasible, se volvió hacia la puerta y
llamó:
—¡Madame Duval!
—¿Madame?
—¿A qué hora Su Majestad regresó de París anoche?
—Quizá fuesen las ocho, Majestad —contestó la segunda
azafata.
—Debéis engañaros, madame Duval —dijo madame de
Misery.
Madame Duval se inclinó hacia la ventana de la
antecámara y gritó.
—¡Laurent!
—¿Quién es ese Laurent? —preguntó el rey.
—Es el guardián de la puerta por la cual Su Majestad
entró ayer —dijo De Misery.
—Laurent —gritó madame Duval—, ¿a qué hora regresó
ayer Su Majestad la reina?
—Hacia las ocho —respondió el portero desde la terraza.
El rey bajó la cabeza. Los esposos quedaron solos.
Luis XVI era tímido y hacía grandes esfuerzos para
disimular su timidez.
Pero la reina, en lugar de sentirse triunfante por la
victoria que acababa de obtener, dijo fríamente:
—Veamos, Sire; ¿qué deseáis saber ahora?
—No, nada —dijo el rey cogiendo las manos de su mujer
—. ¡Nada!
—Sin embargo…
—Perdonadme, madame. Yo no sé lo que me ha pasado
por la cabeza. Ved mi alegría; es tan grande como mi
arrepentimiento. Vos no me queréis menos por ello, ¿no es así?
Callad; por mi fe de gentilhombre que me moriría de
desesperación.
La reina retiró su mano de la del rey.
—¿Qué hacéis, madame? —interrogó Luis.
—Una reina de Francia no miente —respondió María
Antonieta.
—¿Y bien? —preguntó el rey asombrado.
—Quiero deciros que no he entrado ayer a las ocho de la
noche.
El rey dio un paso atrás sorprendido.
—Quiero deciros —continuó la reina con la misma
sangre fría— que he entrado esta mañana a las seis.
—¡Madame!
—Y que sin el conde de Artois, que me ha ofrecido un
asilo y albergado por piedad en una de sus casas, estaría en la
puerta como una mendiga.
—¡Ah! Vos no habéis entrado —dijo el rey con gesto
sombrío—. Entonces, ¿yo tenía razón?
—Sire, llegáis, y os pido perdón por ello, a una solución
aritmética, pero no a una conclusión de hombre galante.
—¿Por qué, madame?
—Para aseguraros de si yo había entrado pronto o tarde,
vos no tendríais necesidad de cerrar vuestras puertas ni de dar
vuestras consignas, sino únicamente encontrarme y
preguntarme: «¿A qué hora habéis vuelto, madame?»
—¡Oh! —dijo el rey.
—No hubierais tenido por qué dudar, monsieur; vuestros
espías no habrían sido engañados o ganados, ni vuestras
puertas forzadas o abiertas, ni vuestra aprensión combatida, ni
vuestras sospechas disipadas. Yo os veo avergonzado por
haber empleado la violencia con una mujer en la plenitud de
sus derechos. Yo podía continuar gozando de mi victoria, pero
encuentro que vuestro procedimiento es vergonzoso en un rey,
desgraciado para un gentilhombre, y no quiero privarme de la
satisfacción de decíroslo.
El rey se detuvo con el gesto del hombre que medita una
respuesta.
—Digáis lo que digáis, monsieur —dijo la reina
sacudiendo la cabeza—, no excusaréis vuestra conducta para
conmigo.
—Al contrario, madame; lo haré fácilmente —respondió
el rey—. ¿Es que en el castillo una sola persona, por ejemplo,
suponía que no hubieseis regresado? Si cada uno sabía que
habíais entrado, nadie ha podido sospechar que era por vos mi
consigna ordenando el cierre de las puertas. Se hubiera
atribuido a las disipaciones del conde de Artois o de cualquier
otro, y comprended que no me inquieto por ello.
—¿Y después, Sire? —interrumpió la reina.
—Yo resumo y sigo: si he salvado hacia vos las
apariencias, madame, tengo razón, y os digo que os habéis
equivocado, vos que no las habéis guardado para conmigo, y si
yo he querido simplemente daros una lección secreta, si la
lección os ha aprovechado, lo que creo después de la irritación
que me testimoniáis… Pues digo que tengo razón y que no me
arrepiento de lo que he hecho.
La reina había escuchado la respuesta de su augusto
esposo calmándose poco a poco no porque estuviese menos
irritada, sino porque quería guardar todas sus fuerzas para la
lucha, que, en su opinión, en lugar de haberse terminado,
empezaba apenas.
—Magnífico —dijo ella—. ¿Así os excusáis de haber
hecho desfallecer a la puerta de su casa, como habríais podido
hacerlo con cualquier mujerzuela, a la hija de María Teresa, a
vuestra mujer, madre de vuestros hijos? No. Fue a vuestro
parecer una broma real, con mucha sal ática29, en la cual la
moralidad aumentaba el valor. Así, ante vuestros ojos, esto no
es más que una cosa natural. O sea que es natural haber
obligado a la reina de Francia a pasar la noche en la casita
donde el conde de Artois recibe a las coristas de la ópera y a
las mujeres galantes de vuestra corte. Eso no es nada; un rey
está por encima de todas estas miserias, un rey filósofo sobre
todo. Y vos sois filósofo, Sire. Notad bien que en esto
monsieur de Artois ha jugado un hermoso papel. Notad que
me ha rendido un señalado servicio. Notad que esta vez he
podido agradecer al cielo que mi cuñado fuese un hombre
disipado, puesto que su disipación ha servido de manto a mi
vergüenza, ya que sus vicios han salvaguardado mi honor.
El rey enrojeció y se movió bruscamente en su asiento.
—¡Oh…! —dijo la reina con una sonrisa amarga—. Sé
bien que sois un rey moral, Sire. ¿Pero habéis pensado qué
resultado podría obtenerse de vuestra moral? ¿Decís que nadie
ha sabido que yo no había regresado? ¡Y a vos mismo os ha
costado creerlo ahora! ¿Diréis que el conde de Provenza,
vuestro instigador, lo ha creído? ¿Diréis que D’Artagnan lo ha
creído? ¿Diréis que mis damas, que por orden mía os han
mentido esta mañana, lo han creído? ¿Diréis que Laurent,
comprado por el conde de Artois y por mí, lo ha creído?
Vamos, el rey tiene siempre razón, pero a veces la reina puede
tener razón también. Tomamos este hábito, ¿queréis, Sire? Vos
enviad espías y guardias suizos y yo compraré a vuestros
suizos y a vuestros espías, y os lo prevengo: antes de un mes,
porque vos me conocéis y sabéis que yo no me contendría,
antes de un mes la majestad del trono y la dignidad del
matrimonio, si sumamos ambas cosas juntas, una mañana,
como hoy por ejemplo, veríamos lo que nos cuesta a los dos.
Era evidente que estas palabras habían causado un gran
efecto en aquel a quien iban dirigidas.
—Sabéis que soy sincero y que confieso siempre mis
errores. ¿Queréis probarme, madame, que tenéis razón al partir
de Versalles en trineo con unos gentileshombres por toda
compañía? «Loco séquito que os compromete dadas las
circunstancias en que vivimos.» ¿Queréis probarme que tenéis
razón de desaparecer con ellos en París, como máscaras en un
baile, y de no aparecer hasta la noche, escandalosamente tarde,
mientras que mi lámpara se ha agotado en el trabajo y cuando
todo el mundo duerme? Habéis hablado de la dignidad del
matrimonio, de la majestad del trono y de vuestra calidad de
madre. ¿Es de una esposa, es de una reina, es de una madre lo
que acabáis de hacer?
—Os voy a responder en dos palabras, monsieur, y os
diré ante todo que os responderé todavía más desdeñosamente
que lo he hecho hasta ahora, porque me parece que ciertas
partes de vuestra acusación no merecen más que mi desprecio.
Yo he abandonado Versalles en trineo para llegar más rápido a
París; yo he salido con mademoiselle de Taverney, la cual, a
Dios gracias, posee una de las reputaciones más puras de la
corte, y he ido a París a verificar por mí misma que el rey de
Francia, este padre de la gran familia, este rey filósofo, este
sostén moral de todas las conciencias, el que ha alimentado a
los pobres extranjeros, calentado a los mendigos y merecido el
amor del pueblo por su beneficencia; he querido verificar,
digo, que el rey dejaba morir de hambre, hundirse en el olvido,
expuesta a todos los ataques del vicio y de la miseria, a alguien
de su familia, un descendiente de uno de los reyes que han
gobernado a Francia.
—¡Yo! —exclamó el rey sorprendido.
—He subido —continuó la reina— a una especie de
buhardilla y he visto sin fuego, sin luz y sin dinero a la nieta
de un gran príncipe; yo he dado cien luises a esta víctima del
olvido, de la negligencia real. Y como se me hizo tarde
reflexionando en la nada de nuestras grandezas, porque yo
también a veces soy filósofo; como la helada era tan fuerte y
por la helada los caballos caminaban mal, y sobre todo los
caballos del coche de alquiler…
—¡Los caballos del coche de alquiler! —gritó el rey—.
¿Vos habéis vuelto en coche de alquiler?
—Sí, Sire; en el número 107.
—¡Oh! —murmuró el rey balanceando su pierna derecha
montada sobre la izquierda, lo que en él era síntoma de
impaciencia—. En coche de alquiler…
—Sí, y con la suerte de haber encontrado siquiera ese
coche —repuso la reina.
—Madame —interrumpió el rey—, vos habéis obrado
bien, tenéis siempre nobles inspiraciones, tomadas quizá a la
ligera, pero la falta está en esa impetuosa generosidad que os
distingue.
—Gracias, Sire —respondió la reina con ironía.
—Pensad —continuó el rey— que yo no he sospechado
nada que no fuera completamente recto y honesto; la marcha
sola y la aventurada ida de la reina a París me ha desagradado;
habéis hecho el bien como siempre, pero haciendo el bien a los
demás habéis encontrado el medio de haceros mal a vos. He
aquí lo que yo os reprocho. Ahora he de reparar algún olvido,
he de velar por la suerte de unos descendientes de reyes. Estoy
pronto a ello: denunciadme esos infortunios, y mis favores no
se harán esperar.
—El nombre de Valois, Sire, creo que es bastante ilustre
para que vos lo tengáis presente en la memoria.
—¡Ah! —exclamó Luis XVI con una carcajada—. Ya sé
ahora lo que os preocupa. La pequeña Valois, ¿no es eso? Una
condesa de… esperad… de… Justo, De la Motte. ¿Su marido
es gendarme?
—Sí, Sire.
—Y la mujer es una intrigante. No os avergoncéis. Esta
dama ha removido cielo y tierra; ha agobiado a los ministros;
ha aburrido a mis tías; me ha aplastado a mí mismo con
súplicas, ruegos, con pruebas genealógicas.
—Sire, eso prueba que hasta ahora ella ha reclamado
inútilmente.
—No lo niego.
—¿Es o no es una Valois?
—Sí, creo que lo es.
—Pues bien, una pensión. Una pensión honorable para
ella, un regimiento para su marido, una posición social para
los vástagos del tronco real.
—Despacio, madame. Diablo, cómo os lanzáis. La
pequeña Valois me arrancará siempre bastantes plumas sin que
vos la ayudéis. Tiene buen pico la pequeña Valois.
—Yo no temo por vos. Vuestras plumas tienen fuerza.
—Una pensión honorable, Dios mío. ¡Cómo os dejáis ir,
madame! ¿Sabéis qué sangría terrible ha hecho este invierno a
mi tesoro particular? ¡Un regimiento para este gendarmillo que
ha hecho la especulación de casarse con una Valois! No tengo,
madame, más regimientos que dar, incluso a los que los pagan
o a los que se lo merecen. Una posición social digna de reyes
de los cuales descienden estos mendigos… Cuando otros reyes
gozamos de un estado de ricos particulares, el duque de
Orleáns ha enviado sus caballos y sus mulas a Inglaterra para
hacerlos vender, y ha suprimido los dos tercios de su casa. Yo
he suprimido mis cacerías de lobos. Saint-Germain me ha
hecho reformar mi mansión militar. Vivimos privándonos
todos de muchas cosas grandes y pequeñas, querida mía.
—Sin embargo, Sire, los Valois no pueden morir de
hambre.
—¿No decís que le habéis dado cien luises?
—Hermosa limosna.
—Es real.
—Dadle vos otro tanto, entonces.
—Me guardaré bien de ello. Los que le habéis dado
bastan por nosotros dos.
—Entonces, una pequeña pensión.
—No, nada fijo. Estas gentes se sostienen bastante bien
por sí mismas; pertenecen a la familia de los roedores. Aun
cuando yo tuviera deseos de darles, les daría una suma sin
obligaciones para el porvenir. En una palabra, daría cuando
tuviera bastante dinero. De esa pequeña Valois no puedo
contaros todo lo que sé. Vuestro buen corazón ha caído en un
lazo, mi querida Antonieta. Yo le pido perdón por ello a
vuestro buen corazón.
Y diciendo estas palabras, Luis le tendió la mano a la
reina, quien cediendo al primer movimiento se la acercó a los
labios, pero de improviso, rechazándole, exclamó:
—¡Vos no habéis sido bueno conmigo! Y os aborrezco.
—¿Vos me aborrecéis? Pues yo…, yo…
—Sí, decid que vos no me aborrecéis; vos, que me habéis
hecho cerrar las puertas de Versalles; vos, que llegáis a las seis
y media de la mañana a mi antecámara, abrís mi puerta a la
fuerza y entráis con ojos furibundos donde yo estoy.
El rey se rió, diciendo:
—No, yo no os aborrezco.
—Vos habéis dejado de quererme de pronto.
—¿Qué me daríais si os probase que yo no os quiero
menos, aun viniendo a vuestra cámara con la acritud que
habéis visto?
—Veamos primero la prueba de lo que me decís.
—Es muy fácil —repuso el rey—. Tengo la prueba en mi
bolsillo.
—¡Bah…! —murmuró la reina sin disimular su
curiosidad y sentándose en el lecho—. ¿Tenéis algo que
darme? Realmente sois bien amable; porque yo no hubiera
creído que trajeseis ninguna prueba. Nada de subterfugios.
Quiero lo prometido.
Entonces, con una sonrisa llena de bondad, el rey hurgó
en su bolsillo con una lentitud que aumentaba la expectación;
esa lentitud que hace estremecer de impaciencia al niño por su
juguete, al animal por su golosina, a la mujer por su regalo. Al
fin terminó por sacar de su bolsillo una caja de tafilete rojo
artísticamente estampado y realzado con dorados.
—¿Un cofrecillo? —dijo la reina—. Veamos.
El rey puso el cofrecillo sobre el lecho. La reina lo cogió
vivamente, y apenas hubo abierto la caja exclamó alborozada:
—¡Oh, qué bello, Dios mío, qué bello!
El rey sintió que un estremecimiento de alegría le
cosquilleaba el corazón.
—¿Lo encontráis bello?
La reina no podía responder de júbilo.
Después sacó del cofrecillo un collar de diamantes tan
grandes, tan puros, tan luminosos, y tan hábilmente
engarzados, que parecía que corría sobre sus bellas manos un
río de fósforo y de llamas.
El collar ondulaba como los anillos de una serpiente, en
que cada anillo ofrece un resplandor distinto.
—¡Oh, es magnífico! —dijo la reina encontrando la
palabra—. Magnífico —repetía con ojos que se animaban al
contacto de aquellos fabulosos diamantes, acaso porque
pensaba que ninguna mujer del mundo podía lucir un collar
como aquél.
—¿Estáis contenta?
—Entusiasmada, Sire. Me habéis hecho demasiado feliz.
—Me alegro.
—Ved esta primera fila, los diamantes son como
avellanas.
—En efecto, y bien colocados. No se distinguirían los
unos de los otros.
—Qué sabias proporciones entre las diferencias del
primero al segundo y del segundo al tercero. El joyero que ha
reunido estos diamantes y ha hecho este collar es un artista.
—Son dos.
—¿Se trata de Boehmer30 y Bossange?
—Habéis adivinado.
—De verdad que sólo ellos pueden atreverse a hacer
joyas parecidas. ¡Qué bello es, Sire, qué bello!
—Madame, madame, estáis pagando este collar
demasiado bien.
—Oh, Sire…
De improviso su radiante expresión se ensombreció y
bajó la cabeza, apesadumbrada.
El cambio fue tan rápido y se corrigió tan pronto que el
rey no tuvo tiempo de notarlo.
—Veamos —dijo él—, proporcionadme un placer.
—¿Cuál?
—El de poneros este collar.
La reina le detuvo.
—Es muy caro, ¿verdad? —dijo ella tristemente.
—Pues sí —dijo el rey riendo—, pero ya os he dicho que
acabáis de pagar más de lo que vale, y únicamente puesto en
vuestro cuello valdrá su verdadero precio.
Y diciendo estas palabras, Luis se acercó a la reina,
cogiendo los extremos del magnífico collar, para fijarlos por el
cierre, hecho con un magnífico diamante.
—No —dijo la reina—, no, nada de infantilismos. Volved
a poner este collar en vuestro cofrecillo, Sire.
Y sacudió la cabeza.
—¿Rehusáis que yo sea el primero en verlo sobre vos?
—Dios no quiera que yo os rehúse esa alegría si acepto el
collar; pero…
—Pero… —dijo el rey sorprendido.
—Pero, ni vos ni nadie, Sire, verá un collar de este precio
en mi cuello.
—¿No lo vais a llevar, madame?
—Nunca.
—¿Rehusáis mi regalo?
—No. Rehúso colgar un millón, y acaso un millón y
medio, de mi cuello, porque estimo este collar en seiscientas
mil libras, ¿no es así?
—No diría yo que no —repuso el rey.
—Pues, rehúso que cuelgue de mi cuello un millón y
medio cuando los cofres del rey están vacíos, cuando el rey se
ha visto forzado a disminuir sus socorros y a decir a los
pobres: «No tengo más dinero; Dios os asista.»
—¿Cómo? ¿Es en serio lo que me acabáis de decir?
—Ved, Sire; monsieur de Sartines me dijo un día que con
seiscientas mil libras se podía comprar un barco, y el rey de
Francia tiene más necesidad de un barco de línea que la reina
de Francia de un collar.
—¡Oh! —exclamó el rey en el colmo de la alegría y con
los ojos húmedos de lágrimas—. Lo que acabáis de decir es
sublime. ¡Gracias, gracias, gracias! Antonieta, sois una mujer
buenísima.
Y para coronar dignamente esta demostración cordial y
burguesa, el buen rey la tomó en sus brazos y la besó.
—¡Oh! Cómo se os bendecirá en Francia, madame,
cuando se sepan las palabras que acabáis de decir.
La reina suspiró.
—Estáis a tiempo todavía —dijo el rey con vivacidad—.
¿Un suspiro de disgusto?
—No, Sire; un suspiro de alivio. Cerrad ese cofrecillo y
devolvedlo a los joyeros.
—Yo ya había concretado mis términos de pago y el
dinero estaba dispuesto. ¿Qué haré ahora? No seáis tan
desinteresada, madame.
—No, yo he reflexionado bien. No; decididamente, Sire,
yo no quiero ese collar, pero quiero otra cosa.
—He aquí mis setecientas mil libras volatilizadas.
—¿Setecientas mil libras? ¿Tan caro?
—Sí, pero yo os he dado mi palabra y no faltaré a ella.
—Tranquilizaos, porque lo que yo voy a pediros costará
menos.
—¿De qué se trata?
—Que me dejéis ir a París otra vez.
—Es muy fácil, y sobre todo nada caro.
—Esperad, esperad.
—¡Diablo!
—A París, plaza de Vendóme.
—Diablo, diablo.
—A casa de Mesmer31.
El rey se pellizcó la oreja.
—En fin —dijo— si habéis rehusado una fantasía de
setecientas mil libras, bien puedo admitir la vuestra. Id, pues, a
casa de Mesmer, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que os hagáis acompañar de una princesa de sangre
real.
La reina reflexionó.
—¿Os parece bien madame de Lamballe?
—Conforme.
—Entonces todo está dicho
—Lo firmo.
—Gracias.
—De paso —agregó el rey— voy a encargar mi barco de
línea y se llamará El collar de la reina. Vos seréis su madrina,
y después se lo enviaré a De la Perouse.
El rey besó la mano de su mujer y salió del apartamento
rebosando alegría.
VIII.- EL TOCADOR DE LA REINA

Apenas el rey hubo salido, la reina se levantó y se acodó en la


ventana para respirar el aire glacial de la mañana.
El día se anunciaba brillante y con ese encanto que es un
avance de la primavera y que tienen algunos días de abril; a las
heladas de la noche sucedía el dulce calor de un sol que ya se
dejaba sentir; el viento de la víspera había cambiado del norte
al este.
Si se miraba en esta dirección, el invierno, el terrible
invierno de 1784, había terminado.
Ya se veía flotar en el horizonte ese vapor grisáceo que no
es otra cosa que la humedad evaporada por el sol.
El hielo se derretía en las ramas y los pájaros
comenzaban a posarse libremente sobre los vástagos recién
nacidos.
La flor de abril, el alhelí amarillo, curvado bajo el hielo
como esas pobres flores de que habla Dante, levantaba su
cabeza del seno de la nieve apenas fundida, y bajo las hojas de
la violeta, espesas, duras y largas, el botón oblongo de la flor
misteriosa lanzaba sus dos pétalos elípticos que preceden a su
floración y a su perfume.
En las avenidas, sobre las estatuas, sobre las rampas de
las puertas de hierro, el hielo se deslizaba en diamantes
rápidos; no era todavía agua; era hielo.
Todo anunciaba la lucha sorda de la primavera contra la
escarcha y presagiaba la próxima derrota del invierno.
—Si queremos aprovecharnos todavía del hielo que
queda —exclamó la reina interrogando a la atmósfera—, creo
que es preciso apresurarse. ¿No es así, madame de Misery? —
agregó volviéndose hacia esa dama—. La primavera acaba de
llegar.
—Vuestra Majestad tendrá deseos de ir a patinar al
Bassin des Suisses —dijo la primera azafata.
—Es verdad. Hoy haremos una partida —dijo la reina—,
porque mañana quizá sería demasiado tarde.
—¿A qué hora hay que hacer la toilette de Vuestra
Majestad?
—En seguida. Desayunaré ligeramente y saldré.
—¿Son sólo ésas las órdenes de la reina?
—Infórmese si mademoiselle de Taverney se ha
levantado y le decís que deseo verla.
—Mademoiselle de Taverney está ya en el tocador de Su
Majestad.
—¿Ya? —preguntó la reina que sabía a qué hora se había
acostado Andrea.
—Está esperando desde hace más de veinte minutos.
—Hacedla pasar.
Andrea entró en el gabinete de la reina en el momento en
que la primera campanada de las nueve sonaba en el patio de
Marbre.
Ya vestida con esmero, como toda mujer de la corte que
no tiene el derecho de mostrarse con descuido ante su
soberana, De Taverney se presentó un poco inquieta pero
sonriendo. La reina sonrió también, lo que tranquilizó a
Andrea.
—Vamos, mi buena De Misery —dijo—, enviadme a
Léonard y a mi sastre.
Después, habiendo observado a madame de Misery
mientras se retiraba y viendo que la puerta se cerraba detrás de
ella, dijo:
—El rey ha estado encantador; ha reído y le he
desarmado.
—¿Pero él está enterado? —preguntó Andrea.
—Comprenderéis, Andrea, que no se miente cuando se ha
equivocado uno y se es reina de Francia.
—Es verdad, madame —respondió Andrea, enrojeciendo.
—Sin embargo, mi querida Andrea, parece que hemos
cometido una equivocación.
—¿Una equivocación, madame? Sin duda más de una.
—Es posible, pero he aquí la primera: haberme quejado
de la situación de madame de la Motte; el rey no la aprecia.
Confieso, sin embargo, que a mí me ha gustado.
—Vuestra Majestad tiene demasiado buen juicio para no
inclinarse ante sus mandatos.
—Aquí está Léonard —dijo madame de Misery,
volviendo a entrar.
La reina se sentó a su tocador y el célebre peluquero
comenzó su trabajo. La reina tenía los más hermosos cabellos
del mundo y su coquetería consistía en hacerlos admirar.
Léonard lo sabía, y en lugar de proceder con rapidez,
como hubiera hecho con otra mujer, dejaba a la reina el tiempo
suficiente para que se admirase a sí misma. Esta mañana María
Antonieta estaba contenta y más bella que nunca; a través del
espejo contemplaba a Andrea y le dirigía las más afectuosas
miradas.
—A vos no os han reñido. Vos sois libre y orgullosa,
porque todo el mundo os tiene un poco de miedo, pues, como
la divina Minerva, sois demasiado sabia.
—Yo, madame —balbució Andrea.
—Sí, vos, vos, la aguafiestas de todos los pisaverdes de la
corte. ¡Qué feliz sois de ser doncella, Andrea, y sobre todo, de
sentiros feliz siéndolo!
Ella enrojeció y esbozó una triste sonrisa.
—Es un voto que he hecho.
—¿Y que vos mantendréis, mi bella vestal?
—Eso espero.
—A propósito —repuso la reina—; me acuerdo ahora…
—¿De qué, Majestad?
—Que sin estar casada, tenéis un dueño desde ayer.
—¿Un dueño, madame?
—Sí, vuestro querido hermano. ¿Cómo le llamáis?
Felipe, me parece.
—Sí, madame; Felipe.
—¿Ha llegado?
—Ayer, como Su Majestad acaba de decirme.
—¿Y no lo habéis visto todavía? Qué egoísta soy por
haberos apartado de él ayer para llevaros a París; es algo
imperdonable.
—Madame —dijo Andrea sonriendo—, os perdono con
todo el alma, y Felipe también.
—¿Estáis bien segura?
—Segura.
—¿Por cuenta propia?
—Por mí y por él.
—¿Cómo es él?
—Siempre gentil y bueno, madame.
—¿Qué edad tiene ahora?
—Treinta y dos años.
—Pobre Felipe… ¿Sabéis que tenía catorce años cuando
yo le conocí y que sobre esos catorce años han corrido nueve o
diez sin verle?
—Cuando Vuestra Majestad quiera recibirle, será feliz
por asegurar a Vuestra Majestad que la ausencia no ha
disminuido los sentimientos de respetuosa devoción que
profesa a la reina.
—¿Puedo verle inmediatamente?
—Dentro de un cuarto de hora estará a los pies de Vuestra
Majestad si Vuestra Majestad lo permite.
—Bien, bien. Yo lo permito. Más aún, lo deseo.
La reina acababa apenas de peinarse, cuando algo vivo,
rápido, ruidoso, se deslizó, o más bien saltó sobre el tapiz del
gabinete donde la reina hacía su tocado y vino a reflejar su
rostro reidor y pícaro en el mismo espejo donde María
Antonieta sonreía al suyo.
—Hermano mío De Artois —dijo la reina—. De verdad
que me habéis asustado.
—Buenos días, Majestad —dijo el príncipe—. ¿Cómo ha
pasado Vuestra Majestad la noche?
—Muy mal; gracias, hermano mío.
—¿Y la mañana?
—Muy bien.
—He ahí lo esencial. Inmediatamente y sin la menor duda
comprendí que la prueba se había soportado con toda
felicidad, ya que encontré al rey y me ha sonreído
deliciosamente. ¡Lo que es la confianza!
La reina se echó a reír. El conde de Artois, que no sabía
nada más del asunto, rió también, pero por otro motivo.
—Pero ahora pienso —dijo— en lo distraído que soy; no
he preguntado a la deliciosa mademoiselle de Taverney por el
empleo de su tiempo.
La reina miró a través de su espejo, gracias al cual nada
de lo que pasaba en su cámara se le escapaba.
Léonard acababa de terminar su obra, y la reina,
quitándose el peinador de muselina de las Indias, eligió el traje
para aquella mañana.
La puerta se abrió, y le dijo al conde de Artois:
—Vedla; si queréis saber algo de Andrea, aquí la tenéis.
Andrea entraba en aquel momento, trayendo de la mano a
un bello gentilhombre, moreno de rostro y cuyos ojos negros
expresaban una profunda nobleza y melancolía. Un vigoroso
soldado de frente inteligente, de aspecto severo, parecido a
uno de esos bellos retratos de familia que han pintado Coypel
o Gainsborough.
Felipe de Taverney vestía un traje gris finamente bordado
en plata, pero ese gris parecía negro y esa plata brillaba como
la lumbre; la chorrera blanca mate resaltaba sobre la casaca de
color sombrío, y el cabello empolvado completaba la varonil
energía del rostro.
Felipe avanzó, una mano en la de su hermana y la otra
sosteniendo su sombrero.
—Majestad —dijo Andrea, inclinándose con respeto—,
he aquí a mi hermano.
Felipe saludó ceremoniosamente.
Cuando levantó la cabeza, la reina no había cesado
todavía de mirarse en su espejo. Es verdad que lo veía todo tan
bien como si hubiese mirado a Felipe cara a cara.
—Buenos días, monsieur de Taverney —dijo la reina.
Y entonces se volvió. Estaba muy bella, con ese
resplandor real que confundía en torno a su trono a los amigos
de la realeza y a los adoradores de la mujer; que poseía en sí
misma el poder de la hermosura, y que se nos perdone esta
inversión de ideas, que también gozaba la hermosura del
poder.
Felipe, viéndola sonreír y sintiendo su mirada límpida,
orgullosa y dulce a la vez, posarse sobre él, palideció y dejó
ver en su rostro la emoción más viva.
—Parece, monsieur de Taverney —continuó la reina—,
que me ofrecéis vuestra primera visita. Gracias.
—Su Majestad se digna olvidar que soy yo quien tiene
que agradecerlo.
—¡Cuántos años! —dijo la reina—. ¡Cuánto tiempo hace
que no nos hemos visto! El tiempo más bello de la vida, ¡ay!
—Para mí sí, madame, pero no para Vuestra Majestad,
para la cual todos los días son hermosos.
—¿Os gusta tanto América que habéis permanecido allí
mientras todo el mundo aguardaba vuestro regreso?
—Madame —dijo Felipe—, monsieur de La Fayette, al
abandonar el Nuevo Mundo, tenía necesidad de un oficial de
confianza en quien pudiera dejar una parte del mando de los
auxiliares. Y me propuso al general Washington, que decidió
aceptarme.
—Parece —dijo la reina— que de ese Nuevo Mundo
regresan hechos héroes.
—No será por mí que Vuestra Majestad dice eso —
repuso Felipe, sonriendo.
—¿Por qué no?
Y después volviéndose hacia el conde de Artois, agregó:
—Miradle, hermano mío, qué bella figura y qué aire
marcial el de monsieur de Taverney.
Felipe, viéndose examinado por el conde de Artois, al que
no conocía, dio un paso hacia él, solicitando del príncipe
licencia para saludarle.
El conde hizo un gesto con la mano, y Felipe se inclinó.
—Un hermoso oficial —exclamó el joven príncipe—,
noble gentilhombre, al cual me siento feliz de conocer.
¿Cuáles son vuestras intenciones al regresar a Francia?
Felipe miró a su hermana.
—Monseñor —dijo—, el interés de mi hermana domina
el mío: lo que ella quiera que haga, eso haré.
—Pero existe un monsieur de Taverney, según creo —
dijo el conde de Artois.
—Hemos tenido la felicidad de conservar a nuestro
padre; sí, monseñor.
—Pero no importa —interrumpió vivamente la reina—;
yo prefiero a Andrea bajo la protección de su hermano, y a su
hermano bajo la vuestra, señor conde. Os vais a encargar,
pues, de monsieur de Taverney, si os parece bien.
El conde de Artois hizo un signo de asentimiento.
—¿Sabéis —continuó la reina— que los lazos más
estrechos nos unen?
—¿Lazos muy estrechos, hermana mía? Ah, contádmelo,
os lo ruego.
—Sí. Felipe de Taverney fue el primer francés que
apareció ante mis ojos cuando yo llegaba a Francia, y me
había prometido hacer la felicidad del primer francés que yo
encontrase.
Felipe sentía que el rubor le subía a las mejillas. Se
mordió los labios para continuar impasible. Andrea le miró y
bajó la cabeza.
María Antonieta sorprendió una de esas miradas que el
hermano y la hermana habían cambiado. Pero no podía
adivinar lo que una mirada parecida ocultaba de secretos
dolorosamente acumulados.
María Antonieta no sabía nada de los acontecimientos
que hemos relatado en la primera parte de esta historia.
La aparente tristeza que notó la reina la atribuyó a otra
causa. Ya que tantas gentes eran presas de amor por la delfina
en 1774, ¿por qué monsieur de Taverney no había de sufrir de
este amor epidémico de los franceses por la hija de María
Teresa?
Nada hacía esta suposición inverosímil, nada, ni siquiera
el examen hecho al espejo por esta joven belleza que había
llegado a ser mujer y reina.
María Antonieta, pues, atribuía el suspiro de Felipe a
alguna confidencia de este género hecha a la hermana por el
hermano. Ella sonrió al hermano y acarició a la hermana con
sus más amables miradas. La reina fue siempre mujer, y se
enorgullecía de ser amada. Ciertas almas tienen esta
aspiración, desean la simpatía de todos los que las rodean, y no
por eso son las almas menos generosas de este mundo.
¡Ay! ¡Vendría un momento, pobre reina, en que la sonrisa
que se te reprocha hacia las gentes que te aman la dirigirás en
vano a las gentes que te odian!
El conde de Artois se acercó a Felipe mientras la reina
consultaba a Andrea sobre el adorno de un vestido de caza.
—Seriamente —dijo el conde de Artois—, ¿es un gran
general el general Washington?
—Un gran hombre, sí, monseñor.
—¿Y qué efecto causan los franceses allá?
—Bueno, lo contrario del mal efecto de los ingleses.
—De acuerdo. Sois partidario de ideas nuevas, mi
querido Felipe de Taverney. ¿Pero habéis reflexionado bien en
una cosa?
—¿Cuál, monseñor? Os confesaré que allí, sobre la
hierba de los campos, en las sabanas, al borde de los grandes
lagos, he tenido bastante tiempo de reflexionar sobre muchas
cosas.
—En ésta, por ejemplo: que haciendo la guerra allá abajo,
no es ni a los indios ni a los ingleses32 a quien vos la habéis
hecho.
—¿A quién, pues, monseñor?
—A vos.
—No os desmentiré, pues es posible.
—Vos confesáis…
—Yo confieso la desgraciada repercusión de un
acontecimiento que ha salvado a la monarquía.
—Sí, pero una repercusión quizá mortal para los que se
habían repuesto del accidente primitivo.
—Ay, monsieur.
—He querido explicar por qué yo no encuentro tan
maravillosas como se pretende las victorias de Washington y
del marqués de La Fayette. Es egoísmo, lo confieso; pero
dejémoslo correr, no es egoísmo únicamente personal.
—Monseñor…
—¿Y sabéis por qué os ayudaré con todas mis fuerzas?
—Cualquiera que sea la razón, profeso a Vuestra Alteza
Real el más vivo reconocimiento.
—Es que, mi querido monsieur de Taverney, vos no sois
uno de los que las trompetas han exaltado en nuestras plazas;
vos habéis realizado valientemente vuestro servicio, pero no
habéis querido emborracharos con los clarines. No conocéis
París, y es por esto por lo que yo os aprecio. Monsieur de
Taverney…, yo soy un egoísta, ya lo veis.
Luego de estas palabras, el príncipe besó la mano de la
reina riendo, saludó a Andrea con gesto afable y más
respetuoso que el que solía tener con las demás mujeres;
después la puerta se abrió y desapareció.
La reina cortó entonces casi bruscamente su diálogo con
Andrea, y volviéndose hacia Felipe, le preguntó:
—¿Habéis visto a vuestro padre, monsieur?
—Antes de venir aquí, sí, madame; lo he encontrado en la
antecámara; mi hermana le había prevenido.
—¿Por qué no habéis ido a ver primero a vuestro padre?
—Había enviado a su casa a mi ayuda de cámara,
madame, lo mismo que mi reducido equipaje, pero monsieur
de Taverney ha hecho volver al criado con la orden de
presentarme primero en palacio, ante el rey o ante Vuestra
Majestad.
—¿Y vos habéis obedecido?
—Y ha sido una suerte, madame, pues así he podido
abrazar a mi hermana.
—Hace un tiempo soberbio —exclamó la reina con un
movimiento de alegría—. Madame de Misery, mañana se
habrá fundido el hielo. Necesito un trineo inmediatamente.
La primera dama salió para transmitir la orden.
—Y servidme aquí el chocolate —agregó la reina.
—¿Vuestra Majestad no almorzará? —preguntó De
Misery— Anoche Vuestra Majestad no cenó.
—Os engañáis, mi buena Misery; nosotras cenamos ayer;
preguntádselo a mademoiselle de Taverney.
—Y muy bien —afirmó Andrea.
—Lo que no me impedirá tomar el chocolate —agregó la
reina—; de prisa, de prisa, mi buena De Misery; este bello sol
me atrae; y habrá mucha gente en el Bassin des Suisses.
—¿Vuestra Majestad se propone patinar? —preguntó
Felipe.
—Sin duda vais a burlaros de nosotras, monsieur
americano, vos que habréis recorrido lagos inmensos, sobre
los cuales se hacen seguramente más leguas que nosotros
damos pasos aquí.
—Madame —respondió Felipe—, aquí Vuestra Majestad
se divierte con el frío y el camino; allá significan la muerte.
—He aquí el chocolate; Andrea, os invito a tomar una
taza.
Andrea enrojeció de placer y se inclinó.
—¿Lo veis, monsieur de Taverney? Soy siempre la
misma, la etiqueta me da horror como en otro tiempo. ¿Os
acordáis de entonces, o habéis cambiado?
Estas palabras estremecieron el corazón del joven, porque
a veces el disgusto de una mujer es una amenaza para los
propios intereses.
—No, madame; no he cambiado, por lo menos de
corazón.
—Entonces, si habéis guardado el mismo corazón —dijo
la reina sonriendo—, como vuestro corazón era bueno, vamos
a agradecer eso a nuestro modo: una taza para monsieur de
Taverney, madame de Misery.
—Oh, madame —repuso Felipe impresionado—, Vuestra
Majestad no pensará hacer tal honor a un soldado oscuro como
yo.
—Un antiguo amigo —exclamó la reina—, he ahí todo.
Hoy me vienen a la memoria todos los recuerdos de mi
juventud; hoy me siento feliz, libre, orgullosa, loca… Hoy me
acuerdo de mis primeros paseos por mi Trianón querido, y las
escapadas que hacíamos Andrea y yo. Mis rosas, mis fresas,
mis verbenas, los pájaros que trataba de reconocer en mis
parterres, todo, hasta mis jardines queridos en los que siempre
había una flor nueva, un fruto sabroso, y De Jussieu y ese
original Rousseau33, ya muerto… Este hermoso día… Os digo
que me vuelve loca. ¿Pero qué os pasa, Andrea? Habéis
enrojecido; ¿qué ocurre, Felipe? ¿Estáis pálido?
El rostro de los dos jóvenes había soportado mal la
prueba de este recuerdo cruel. Pero a las primeras palabras de
la reina recuperaron su valor.
—Es que me he quemado —dijo Andrea—; excusadme,
madame.
—Y yo, madame —dijo Felipe—, no puedo todavía
hacerme a la idea de que Vuestra Majestad me honre como a
un gran señor.
—Vamos, vamos —interrumpió María Antonieta,
llenando de chocolate la taza de Felipe—; vos sois un soldado,
como habéis dicho, y como tal acostumbrado al fuego; arded
gloriosamente con el chocolate, porque no tengo tiempo de
esperaros.
Y se echó a reír, pero Felipe tomó la cosa en serio, como
un lugareño lo hubiera hecho; solamente que lo que éste
hubiera hecho por presumir de gran señor, Felipe lo cumplió
por heroísmo.
La reina no le perdía de vista y siguió riendo.
—Tenéis el mejor carácter.
Se levantó. Sus azafatas le habían traído un hermoso
sombrero, un manto de armiño y guantes.
Felipe se puso el sombrero bajo el brazo y siguió a las
damas.
—Monsieur de Taverney, no quiero que me dejéis —dijo
la reina—. Es más, hoy, por cortesía, quiero acaparar a un
americano. Tomad mi derecha.
De Taverney obedeció. Andrea se colocó a la izquierda
de su soberana.
Cuando la reina descendió la gran escalera, cuando los
tambores redoblaron, cuando el clarín de los guardias de Corps
y el entrechocamiento al presentar armas resonaron en el
palacio, extendiéndose sus ecos por los vestíbulos, esta pompa
real, este respeto de todos, esta adoración dirigida al corazón
de la reina la compartía De Taverney en su camino, y este
triunfo llenó de vértigo la cabeza ya turbada del joven. Un
sudor de fiebre brilló en su frente y sus pasos vacilaron.
Y sin el frío que le golpeó los ojos y los labios,
seguramente se hubiese desvanecido.
Era para este joven, después de tantos días tristemente
pasados entre penalidades y en el exilio, un retorno demasiado
súbito a las grandes alegrías del orgullo y del corazón.
Mientras que al paso de la reina, resplandeciente de
belleza, se inclinaban las frentes y se presentaban armas, se
vio a un viejecito al cual la preocupación hizo olvidar la
etiqueta.
Permanecía con la cabeza levantada, la mirada fija sobre
la reina y sobre De Taverney, en lugar de bajar la frente y los
ojos.
Cuando la reina se alejó, el viejecito salió de su fila y se
le vio correr todo lo que le permitieron sus temblorosas
piernas.
IX.- EL BASSIN DES SUISSES

Todos conocen ese rectángulo glauco y morado en la bella


estación, blanco y estriado en el invierno, que se llama todavía
hoy el Bassin des Suisses.
Una avenida de tilos que extendían alegremente al sol sus
brazos rojizos bordeaban cada ribera del estanque; esta
avenida estaba llena de paseantes de todos los rangos y de toda
edad que acudían a gozar del espectáculo de los trineos y de
los patinadores.
Los vestidos de las damas ofrecían esa abigarrada mezcla
del lujo un poco decadente de la antigua corte y la
desenvoltura un poco caprichosa de la nueva moda.
Los altos peinados, los mantos prestando sombra a las
frentes jóvenes, los sombreros de fieltro en su mayoría, los
abrigos de pieles y el vuelo de los vestidos de seda, formaban
una mezcla bastante curiosa con los vestidos rojos, los
redingotes de un azul cielo, las libreas amarillas y las holgadas
levitas blancas.
Criados en azul y rojo emergían de toda esta multitud
como amapolas azulinas que el viento hiciese ondular sobre
las espigas o los tréboles.
A veces un grito de admiración surgía de en medio de la
asamblea. Era que Saint-Georges, el valiente patinador,
acababa de ejecutar un círculo tan perfecto, que si un geómetra
lo midiese no encontraría defecto alguno.
Mientras que las orillas del estanque estaban llenas de tal
cantidad de espectadores, que se prestaban calor por contacto
y ofrecían de lejos el aspecto de un tapiz multicolor, sobre el
cual flotaba una especie de vapor, el de los alientos en el
ambiente frío, el mismo estanque, convertido en un espejo de
hielo, presentaba el aspecto más variado y sobre todo más
movido.
Aquí un trineo que tres grandes perros adornados como
las troikas rusas hacen volar sobre el hielo. Estos perros
vestidos con terciopelos blasonados, con la cabeza cubierta de
plumas flotantes, se parecen a los quiméricos animales de las
intrigas de Callot o de las pinturas negras de Goya.
Su dueño, monsieur de Lauzun, perezosamente sentado
en el trineo forrado con piel de tigre, se inclina hacia un
costado para respirar con holgura, lo que no haría si siguiese la
dirección del viento.
Aquí y allá, algunos trineos de modesto aspecto buscan la
soledad. Una dama enmascarada, sin duda por causa del frío,
está en uno de estos trineos, mientras que un hermoso
patinador, vestido con una hopalanda de terciopelo con
adornos de oro, se inclina sobre el respaldo para dar un
impulso más rápido al trineo que él mismo empuja a la vez
que dirige.
Las palabras entre la dama y el patinador de la hopalanda
de terciopelo se cambian en voz muy baja, y nadie se atrevería
a criticar una cita secreta dada bajo la bóveda de los cielos y a
la vista de todo Versalles.
Lo que se dicen poco importa a quienes les están viendo,
y poco les importa a ellos que les vean, ya que no les oyen.
Resulta evidente que, aun en medio de toda esta gente, viven
una vida de soledad, pasan entre la multitud como pájaros
viajeros. ¿Adonde van? A ese mundo desconocido que toda
alma busca y que se llama felicidad.
De repente, en medio de estas sílfides que se deslizan más
que andan, se produce un gran movimiento, estalla un rumor
que lo llena todo.
La reina acaba de aparecer en la orilla del Bassin des
Suisses, ha sido reconocida y todos se apresuran a ofrecerle su
puesto, mientras ella les hace a todos el ademán de que no se
muevan.
El grito de «¡Viva la reina!» repercute, y después,
obtenido el permiso, los patinadores que vuelan y los trineos
empujados forman, como movidos por un resorte eléctrico, un
gran círculo alrededor del lugar donde la augusta visitante se
ha detenido.
La atención general está fija en ella.
Los hombres se acercan con deferencia y las mujeres se
acomodan con respeto; cada una encuentra el medio de
mezclarse casi con los grupos de caballeros y altos oficiales
que se presentan para ofrecer sus cumplidos a la reina.
Entre los principales personajes que el público ha
reconocido, hay uno que, en lugar de seguir el impulso general
de presentarse delante de la reina, abandona su trineo y
desaparece acompañado de su séquito.
El conde de Artois, que se encontraba entre los más
elegantes y expertos patinadores, no fue de los últimos en
franquear el espacio que le separaba de su cuñada, yendo a
besarle la mano y diciéndole:
—¿Veis cómo nuestro hermano el conde de Provenza
huye de vos?
Diciendo estas palabras señaló a la Alteza Real que a
grandes pasos iba por el soto lleno de escarcha en busca de su
carroza, detenida en un recodo del camino.
—No desea que le haga reproches —dijo la reina.
—En cuanto a los reproches que espera, es asunto mío, y
no es por eso por lo que os teme.
—Entonces —dijo alegremente la reina—, será por culpa
de su conciencia.
—Por otro motivo, hermana mía.
—¿Pues por qué?
—Os lo diré. Acaba de enterarse de que monsieur de
Suffren34, el glorioso vencedor, debe llegar esta noche, y como
la noticia es importante, desea que la ignoréis.
La reina advirtió alrededor algunos curiosos, cuyo respeto
no alejaba lo suficientemente para que no pudiesen oír las
palabras de su cuñado.
—Monsieur de Taverney, os suplico que seáis bueno y os
ocupéis de mi trineo, y si vuestro padre está ahí, abrazadle; os
doy permiso durante un cuarto de hora.
El joven se inclinó y se perdió entre los grupos para ir a
ejecutar la orden de la reina.
También la multitud había comprendido: la multitud tiene
a veces instintos maravillosos; ensanchó el círculo, y la reina y
el conde de Artois se encontraron más cómodos.
—Hermano —dijo la reina—, decidme, os lo ruego, qué
gana mi hermano con no quererme informar de la llegada de
monsieur de Suffren.
—¿Cómo es posible que vos, mujer, reina y enemiga, no
alcancéis en seguida la intención de este asunto político?
Monsieur de Suffren llega, nadie lo sabe en la corte. Es el
héroe de los mares de la India, y por lo tanto tiene derecho a
una recepción magnífica en Versalles. Es decir, De Suffren
llega, el rey ignora su llegada, el rey se muestra negligente
porque no lo sabe, y por consiguiente sin desearlo, igual que
vos, hermana mía. Por el contrario, durante todo ese tiempo, el
conde de Provenza, que conoce la llegada de monsieur de
Suffren, acoge al marino, le sonríe, le mima, le acuña una
moneda, y uniéndose al héroe de la India, se convierte en el
héroe de Francia.
—Claro —dijo la reina.
—Esto es todo.
—No os olvidáis más que de un solo punto, mi querido
gacetillero.
—¿Cuál?
—¿Cómo habéis sabido este bello proyecto de nuestro
querido hermano y cuñado?
—¿Que cómo lo sé? Como sé todo lo que él hace. Es bien
sencillo: habiendo advertido que De Provenza ha decidido
saber todo lo que yo hago, he pagado a gentes que me cuentan
todo lo que él hace. Esto podrá serme útil, y a vos también,
querida hermana.
—Gracias por vuestra alianza, ¿pero, y el rey?
—El rey está sobre aviso.
—¿Por vos?
—Oh, no. Por su ministro de Marina, a quien envié yo.
Todo esto no me atañe, como comprenderéis. Yo soy
demasiado frívolo, demasiado disipado, demasiado loco, para
ocuparme de cosas de tanta importancia.
—¿Y el ministro de Marina ignoraba también la llegada
de monsieur de Suffren a Francia?
—Por Dios, mi querida hermana; vos habéis conocido
bastantes ministros, ¿no es así? Después de catorce años que
sois delfina o reina de Francia, tenéis bastante experiencia para
saber que estos señores ignoran siempre las cosas más
importantes. He prevenido a nuestro ministro y se ha mostrado
entusiasmado.
—Lo creo.
—Comprended, querida hermana, que ahora tengo a un
hombre que me estará reconocido toda su vida, y justamente
tengo necesidad de gratitud.
—¿Para hacer qué?
—Para negociar un empréstito.
—Oh —exclamó la reina riendo—, acabáis de deslucir
vuestra bella acción.
—Hermana mía —dijo el conde de Artois con cierta
seriedad—, vos debéis tener también necesidad de dinero,
como buena reina de Francia. Yo pongo a vuestra disposición
la mitad del dinero que espero.
—Mi buen hermano —repuso María Antonieta—, a Dios
gracias no necesito nada por ahora.
—Pero no esperéis demasiado tiempo para aprovechar mi
ofrecimiento.
—¿Por qué?
—Porque si esperáis demasiado, yo podría estar en una
situación difícil.
—En ese caso trataré de descubrir algún secreto de
Estado.
—Querida hermana, tenéis frío; lo veo en el color de
vuestras mejillas.
—Ya monsieur de Taverney vuelve con mi trineo.
—¿Entonces no tenéis necesidad de mí, hermana?
—No.
—Pues disculpadme, os lo ruego.
—¿Por qué? ¿Creéis que me aburrís?
—No, pero necesito salir.
—Adiós, entonces.
—Hasta después.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
—¿Qué ocurre con esta noche?
—No es que ocurre, sino que ocurrirá.
—¿Qué ocurrirá?
—Que habrá mucha gente en el juego del rey.
—¿Por qué?
—Porque el ministro traerá a monsieur de Suffren.
—Pues, hasta la noche.
Con estas palabras el joven príncipe saludó a su hermana
con la gentileza que le era natural y desapareció.
De Taverney padre había seguido con los ojos a su hijo
cuando se separaba de la reina para ocuparse del trineo, pero
en seguida su mirada vigilante se dirigió a la reina. La
animada conversación de María Antonieta con su cuñado
despertó algunas inquietudes, pues su diálogo recortaba
aquella familiaridad demostrada en otro tiempo a su hijo por la
reina.
Al fin se contentó con hacer un gesto amable a Felipe
cuando éste terminó los preparativos para la partida del trineo,
y el joven, queriendo, como le había dicho la reina, ir a abrazar
a su padre, al que no había abrazado desde hacía diez años,
éste le despidió con un ademán, diciéndole:
—Más tarde, más tarde; vuelve después de tu servicio y
hablaremos.
Felipe se alejó, pues, y el barón vio con alegría que el
conde de Artois había pedido licencia a la reina, la cual,
seguida de Andrea, subió al trineo, como dos grandes
archiduquesas.
—No, no —dijo la reina—; yo no quiero ir de esta
manera. ¿Es que vos no patináis, monsieur de Taverney?
—Perdonadme, madame —respondió Felipe.
—Dadle patines al caballero —ordenó la reina, y
después, volviéndose hacia él, agregó—: No sé quién me dijo
que patináis tan bien como Saint-George.
—Antes —dijo Andrea—, Felipe patinaba bien.
—¡Y ahora no tenéis rival! ¿Verdad, monsieur de
Taverney?
—Madame —dijo Felipe—, puesto que Vuestra Majestad
tiene confianza en mí, trataré de merecerla.
Felipe se había calzado ya los patines, afilados como
láminas de acero. Subiendo a la trasera del trineo, lo impulsó
vivamente y la carrera comenzó, ofreciéndose en seguida un
curioso espectáculo.
Saint-George, el rey de los gimnastas; Saint-George, el
elegante mulato, el hombre de moda, el hombre superior en
todos los ejercicios gimnásticos, intuyó un rival en ese joven
que osaba lanzarse cerca de él a la carrera.
Entonces se puso a girar alrededor del trineo de la reina
con reverencias tan respetuosas y tan ágiles que jamás ningún
cortesano en los salones de Versalles lo había ejecutado con
mayor seducción: trazaba alrededor del trineo círculos cada
vez más rápidos y más justos, enlazando uno con el anillo
siguiente, maravillosamente soldados el uno al otro, de suerte
que cada nueva curva, preveía siempre la llegada del trineo, el
cual dejaba atrás, y después de un golpe vigoroso de patines,
volvía a ganar gracias a una elipse el terreno que había
perdido.
Ninguno, ni siquiera con la mirada, podía seguir esta
maniobra sin quedar maravillado, embobado.
Entonces Felipe, espoleado por el juego de su adversario,
tomó una resolución temeraria: lanzó el trineo con una rapidez
tan vertiginosa que por dos veces Saint-George, en lugar de
encontrarse delante de él, acabó su círculo detrás, y como la
rapidez del trineo hacía lanzar a mucha gente gritos de
espanto, y temiendo que los gritos pudieran asustar a la reina,
dijo:
—Si Su Majestad lo desea, me detendré o frenaré un
poco.
—Oh, no, no —replicó la reina con el ardor que ponía en
todo—. Yo no tengo miedo; más de prisa si podéis, caballero,
más de prisa.
—Gracias por vuestra entereza, madame, sujetaos bien.
Y como su recia mano se afirmase de nuevo al triángulo
del respaldo, el movimiento fue tan vigoroso que el trineo dio
un salto.
Se habría dicho que acababa de levantarlo en el aire.
Entonces, alargando al trineo su otra mano, esfuerzo que
había desdeñado hasta entonces, arrastró la máquina como un
juguete en sus manos de acero.
Desde ese momento cruzaba cada uno de los círculos de
Saint-George, con círculos más grandes todavía, por lo que el
trineo se movía como si fuera una pluma, girando y volviendo
a girar ampliamente como si se tratase de simples huellas
sobre las cuales Saint-George rajaba el hielo; a pesar del
volumen y del peso, el trineo de la reina se había convertido en
un patín: giraba, volaba, remolineaba como un danzarín.
Saint-George, más fino y más correcto en sus
evoluciones, empezó a inquietarse. Patinaba desde hacía una
hora, y Felipe, viéndole sudoroso y notando los esfuerzos de
sus temblorosas piernas, resolvió vencerle por la fatiga.
Cambió de marcha, y abandonando los círculos que le
proporcionaban el trabajo de levantar cada vez el trineo, se
lanzó hacia delante en línea recta, y el trineo partió más rápido
que una flecha.
Saint-George, de un solo golpe, se le reunió pronto, pero
Felipe había escogido el momento en que el segundo impulso
multiplica el arranque del primero, y deslizó el trineo sobre
una capa de hielo todavía intacta, y con tanta rapidez que le
dejó atrás.
Saint-George se lanzó para alcanzar el trineo, pero Felipe,
reuniendo todas sus fuerzas, se deslizó sobre el extremo del
patín, que pasó delante de Saint-George y clavando las manos
sobre el trineo con un movimiento hercúleo, le hizo dar una
vuelta y lo lanzó de nuevo en sentido contrario, mientras que
Saint-George, agotado por su supremo esfuerzo, y no
pudiendo detener su carrera, perdía un espacio irreparable,
quedando totalmente distanciado.
Fueron tan unánimes las exclamaciones que Felipe se
sonrojó y se quedó gratamente sorprendido cuando la reina,
después de aplaudirle, se volvió hacia él y sonriéndole le dijo:
—Monsieur de Taverney, la victoria es vuestra y os doy
las gracias, pero he temido, y temo, que me matéis.
X.- EL TENTADOR

Ante ese temor de la reina, Felipe contrajo sus músculos de


acero, hincó los pies en la nieve y el trineo se detuvo en seco,
como el caballo árabe que se estremece sobre sus patas en la
arena del desierto. —Ahora descansad —dijo la reina saliendo
del trineo—. En verdad no hubiera creído que la velocidad
pudiese producir esa embriaguez; habéis estado a punto de
volverme loca. Y con paso vacilante se apoyó en el brazo de
Felipe. Un estremecimiento de estupor que corrió por el gentío
le advirtió que acababa de cometer una de sus faltas contra la
etiqueta; faltas imperdonables a los ojos de los celos y del
servilismo.
Felipe, aturdido por ese honor, parecía más tembloroso y
avergonzado que si su soberana le hubiese injuriado
públicamente. Bajó los ojos, y su corazón latía como si se le
quisiese romper en el pecho.
Una singular emoción, sin duda a causa de la carrera,
agitaba también a la reina, porque retiró inmediatamente el
brazo y tomando el de mademoiselle de Taverney le pidió
asiento, trayéndole una silla de tijera.
—Perdón, monsieur de Taverney —le dijo a Felipe, y
enseguida, bruscamente, agregó por lo bajo—: ¡Dios mío, qué
desgracia: estar siempre rodeada de curiosos y de idiotas!
Los gentileshombres y las damas de honor se habían
reunido y devoraban con los ojos a Felipe, el cual, para ocultar
su rubor, se desataba los patines. Luego retrocedió para dejar
sitio a los cortesanos. La reina estuvo algunos momentos
pensativa, y después, levantando la cabeza, dijo:
—Creo que me voy a enfriar si me quedo quieta.
Y volvió a subir en el trineo. Felipe esperó inútilmente
una orden mientras veinte gentileshombres se presentaron.
—No, mis archiduques —dijo ella—; gracias, señores.
Después, cuando los servidores se colocaron en su
puesto, dijo:
—Despacio, despacio.
El trineo se alejaba suavemente, como había ordenado la
reina, seguido de grupos de ávidos, de curiosos y de
envidiosos.
Felipe se quedó solo, secándose el sudor. Buscaba con los
ojos a Saint-Georges para consolarle de su derrota con
cualquier leal cumplido, pero Saint-Georges había recibido un
recado del duque de Orleáns, su protector, y había abandonado
el campo de batalla.
Felipe, un poco triste, un poco cansado, casi asustado de
lo que había pasado, seguía inmóvil en su sitio, siguiendo con
los ojos el trineo de la reina cuando sintió que algo le rozaba el
costado.
Se volvió y reconoció a su padre.
El anciano, arrugado como un hombrecillo de Hoffmann,
envuelto en pieles como un samoyedo35, había tocado a su hijo
con el codo, para no sacar sus manos del manguito que le
colgaba del cuello. Sus pupilas, dilatadas por el frío y la
alegría, le parecieron llameantes a Felipe.
—¿No me abrazas, hijo mío?
Y pronunció estas palabras en el tono con que el padre de
un atleta griego usaría para agradecer a su hijo la victoria
conquistada en el circo.
—Querido padre, con todo el corazón.
Pero se podía comprender que no había ninguna armonía
entre el acento de estas palabras y su significado.
—Vamos, ahora que ya me has abrazado, ve de prisa.
Y le dio un ligero empujón.
—¿Pero adonde queréis que vaya, monsieur? —preguntó
Felipe.
—Allá abajo.
—¿Allá abajo?
—Sí, cerca de la reina.
—Oh, no, padre; no, gracias.
—¿Cómo no, cómo gracias? ¿Estás loco? ¿No quieres ir a
reunirte con la reina?
—Es imposible; no penséis en eso, querido padre.
—¿Cómo imposible? ¿Imposible ir a reunirte con la
reina, que te espera?
—¿Me espera a mí?
—Claro. La reina que te desea.
—¿Que me desea?
Y De Taverney miró fijamente al barón.
—Padre mío —dijo fríamente—, creo que os estáis
olvidando de vuestro decoro.
—Es asombroso, mi palabra de honor —dijo el anciano,
irguiéndose y golpeando el suelo con el pie—. Felipe, hazme
el honor de decirme de dónde vienes.
—Monsieur —dijo tristemente el caballero—, tengo
miedo de llegar a una conclusión.
—¿Cuál?
—Creo que os estáis burlando de mí, o bien…
—¿O bien…?
—O bien, y perdonadme, os habéis vuelto loco.
El viejo estrujó un brazo de su hijo con tanto vigor que
Felipe hizo una mueca de dolor.
—Escucha, Felipe: América es un país demasiado alejado
de Francia, lo sé.
—Sí, padre; muy lejos, pero no comprendo qué queréis
decir; explicaos, pues, os lo ruego.
—Un país donde no hay ni rey ni reina.
—Ni vasallos.
—Muy bien, ni vasallos, monsieur filósofo. Yo no niego
eso, aunque ese punto no me interesa. Me es igual. Pero lo que
no me es igual, lo que me apena, lo que me humilla, es que yo
también tengo miedo de llegar a una conclusión.
—¿Cuál, padre? En todo caso pienso que nuestras
conclusiones no se parecen.
—La mía es que eres un necio, hijo mío, y esto no está
permitido a un mozo ya experimentado como tú; mira, mira
allá abajo.
—Ya lo hago, monsieur.
—La reina regresa, y esto por tercera vez; sí, monsieur, la
reina vuelve por tercera vez; mira cómo aún se vuelve. Ella
busca a alguien, al monsieur necio, al monsieur puritano, al
monsieur de América. ¡Oh…!
Y el viejecillo mordió, no con los dientes, sino con las
encías, sus guantes grises.
—Muy bien, monsieur —dijo el joven—, pero aunque
fuera verdad, lo que no es probable, ¿es a mí a quien la reina
busca?
—¡Oh! —exclamó el viejo, enfurecido—. Ha dicho
«aunque fuera verdad», pero ese hombre no es de mi sangre,
no es un De Taverney.
—Yo no soy de vuestra sangre —murmuró Felipe.
Después, en voz baja y mirando al cielo, dijo:
—¿Habrá que agradecérselo a Dios?
—Yo digo —exclamó el viejuco— que la reina te
reclama; yo digo que la reina te busca.
—Tenéis buena vista, padre —dijo secamente Felipe.
—Veamos —repuso más dulcemente el viejecillo,
procurando moderar su impaciencia—, déjame que te
explique. Tú tienes tus razones, pero yo poseo la experiencia;
veamos, mi buen Felipe, ¿eres o no eres un hombre?
Felipe se encogió de hombros y no respondió.
El viejo, viendo que esperaba vanamente una respuesta,
fijó, más por desprecio que por necesidad, los ojos sobre su
hijo, y entonces apreció la dignidad, la impenetrable reserva,
la inexpugnable voluntad grabadas en el rostro de Felipe.
Reprimió su dolor y se pasó el manguito por la nariz, roja
de frío, y con voz dulce, como la de Orfeo36 hablando a las
rocas de Tesalia, dijo:
—Felipe, amigo mío. Veamos, escúchame.
—Me parece, padre, que no hago otra cosa desde hace un
cuarto de hora.
«Ah —pensó el viejo—, yo te voy a hacer caer desde lo
alto de tu majestad, monsieur americano; tú tienes tu lado
débil; pues déjame cogerte por ese lado con mis viejas garras.»
Seguidamente, le preguntó:
—¿No te has apercibido de una cosa?
—¿De cuál?
—De una cosa que hace honor a tu ingenuidad.
—Explicad, monsieur.
—Es muy sencillo: llegas de América; te fuiste en el
momento en que no había más que un rey sin reina, si
exceptuamos a madame du Barry, una majestad poco
respetable; regresas, ves a una reina y te dices «respetémosla».
—Sin duda.
—Pobre hijo mío… —dijo el viejo, y fingió ahogar en su
manguito la tos y la risa.
—¿Cómo? —exclamó Felipe—. Vos me censuráis,
monsieur, que respete la realeza; vos, un De Taverney-Maison-
Rouge; vos, uno de los buenos gentileshombres de Francia.
—Yo no te hablo de la realeza; te hablo de la reina.
—¿Y hacéis una diferencia entre las dos cosas?
—¿Qué es la realeza, querido? Una corona; eso es algo
intocable, ¡peste! ¿Qué es una reina? Una mujer. Una mujer es
diferente; es algo tangible.
—Algo tangible… —dijo Felipe, enrojeciendo de cólera
y de desprecio, acompañando estas palabras con un gesto tan
soberbio que ninguna mujer hubiera podido verlo sin amarle y
ninguna reina sin adorarle.
—Tú no crees nada de lo que te digo; pues pregunta —
volvió a decir el viejecillo en voz baja y sonriendo únicamente
—, pregunta a De Coigny, a De Lauzun, a De Vaudreuil.
—Silencio, silencio, padre —pidió Felipe con voz sorda
—, o por estas tres blasfemias, puesto que no puedo golpearos
tres veces con mi espada, me golpearé a mí mismo y sin
piedad.
De Taverney dio un paso atrás, girando sobre sí mismo
como lo hubiera hecho Richelieu a los treinta años.
—De verdad, que el animal es estúpido; el caballo es un
asno, el águila un ganso y el gallo un capón. Buenas noches;
me has divertido; me creía antepasado de Casandra y he aquí
que yo soy Valeria, que soy Adonis, que soy Apolo; buenas
noches37.
Y giró sobre sus talones, pero Felipe detuvo al viejo antes
de que saliese.
—Vos no habéis hablado seriamente, ¿verdad? Porque es
imposible que un gentilhombre de tan buena raza como vos
haya contribuido a extender esas calumnias propaladas por los
enemigos, no solamente de la reina, no solamente de la mujer,
sino también de la realeza.
—Y todavía duda el noble bruto —gruñó De Taverney.
—¿Me habéis hablado como hablaríais delante de Dios?
—Naturalmente.
—¿Delante de Dios, al que os acercáis más cada día?
El joven había reanudado la conversación tan
desdeñosamente interrumpida por él, lo que era un éxito para
el anciano, quien dijo:
—Pero me parece que soy gentilhombre, hijo mío, y que
yo no miento… siempre.
Este «siempre» era casi jocoso; sin embargo, Felipe no
rió.
—Entonces, señor, ¿vuestra opinión es que la reina ha
tenido amantes?
—Noticia fresca.
—¿Los que me habéis nombrado?
—Y otros, que sé yo; pregunta en la ciudad y en la corte;
hay que venir de América para ignorar lo que se dice.
—¿Y qué dice eso, sino que son unos viles libelistas?
—¿Es que me estáis tomando por un gacetillero?
—No, y ése es el mal, el que hombres como vos,
repitiendo esas infamias y haciendo que otros les den crédito,
consiguen que terminen pareciendo verdad. Querido padre, por
amor de Dios, no repitáis semejantes calumnias.
—Pues las repito.
—¿Y por qué lo hacéis? —preguntó Felipe, con
indignación.
—Porque —contestó el viejo, mirando
maquiavélicamente a su hijo— no me he equivocado al
decirte: «Felipe, la reina vuelve; Felipe, la reina busca, la reina
desea; Felipe, corre, la reina te está esperando».
—Por Dios —exclamó el joven, ocultando el rostro en
sus manos—, en nombre del cielo, callad, padre, o me
volveréis loco.
—De verdad, Felipe, que no te comprendo. ¿Es que es un
crimen amar? Eso prueba que se tiene corazón, y en los ojos
de esa mujer, en su voz, en su modo de caminar, ¿no sientes su
corazón? Ella ama, te lo digo yo, pero tú eres un filósofo, un
puritano, un cuáquero, un hombre de América; tú no amas,
pero déjala mirar, déjala volver, déjala esperar, insúltala,
despréciala, Felipe, es decir, Joseph de Taverney38.
Y tras de estas palabras, acentuadas con una ironía
salvaje, el viejecillo, viendo el efecto que habían producido, se
alejó como el tentador después de dar el primer consejo sobre
el crimen.
Felipe continuaba solo, con el corazón oprimido y el
cerebro trastornado; no pensaba que desde hacía media hora
seguía clavado en el mismo sitio, que la reina había terminado
su paseo, que volvía y que le miraba y que le dijo al pasar:
—¿No habéis ya descansado, monsieur de Taverney?
Venid, nadie como vos para pasear a una reina. Dejad paso,
señores.
Felipe avanzó hacia ella, ciego, aturdido, ebrio.
Y poniendo una mano en el respaldo del trineo, sintió
como si la sangre le ardiese. La reina estaba indolentemente
inclinada hacia atrás, y los dedos de Felipe habían rozado los
cabellos de María Antonieta.
XI.- DE SUFFREN

Contra la costumbre de la corte, el secreto había sido


fielmente guardado a Luis XVI y al conde de Artois. Nadie
supo a qué hora ni cómo debería llegar monsieur de Suffren.
El rey había convocado una reunión para la noche, y a las
siete entró en compañía de los príncipes y las princesas. La
reina llegó trayendo de la mano a mademoiselle Royale39, que
sólo tenía siete años.
La asamblea era numerosa y brillante.
Durante los preliminares, en el momento en que cada uno
escogía su sitio en el salón, el conde de Artois se acercó a la
reina y le dijo.
—Mirad bien a vuestro alrededor.
—Ya lo hago.
—¿Qué veis?
La reina paseó sus ojos entre la gente que la rodeaba,
trató de distinguir los grupos, se fijó en los vacíos, y no viendo
más que amigos por todas partes y por todas partes servidores,
y entre los cuales estaban Andrea y su hermano, dijo:
—No sé; veo rostros muy agradables, sobre todo rostros
amigos.
—No miréis lo que hay, querida hermana; mirad lo que
no hay.
—Es verdad.
El conde de Artois la miró riendo.
—Todavía ausente —repuso la reina—. ¿Le estoy
haciendo huir todavía?
—No —dijo el conde de Artois—; solamente que la burla
se prolonga. El conde ha ido a esperar al oficial real monsieur
de Suffren en los límites de Fontainebleau.
—Entonces yo no veo por qué os reís.
—¿No veis por qué me río?
—Si ha ido a esperar al oficial real de Suffren, ha sido
más gentil que nosotros, y es el primero que le verá, con lo
cual le felicitará antes que nadie.
—Sí, claro —admitió el joven príncipe, riendo—. Pero
tenéis una idea muy ambigua de nuestra diplomacia; monsieur
de Provenza ha ido a esperar al oficial real a Fontainebleau,
pero nosotros tenemos a alguien que le espera en la posta de
Villejuif.
—¿Es verdad?
—De suerte —continuó el conde de Artois— que se
resfriará en su puesto de guardia, mientras que por una orden
del rey, monsieur de Suffren llegará directamente a Versalles,
donde le esperamos.
—¡Maravillosamente ideado!
—No del todo mal, y estoy bastante contento de mí
mismo. Haced, pues, vuestro juego.
Había en la sala de juego unas cien personas de la más
alta condición. De Conde, De Penthievre, De la Tremouille,
las princesas… Sólo el rey advirtió que el conde de Artois
hacía reír a la reina, y para añadirse a la conspiración le miró
con una expresión significativa.
La noticia de la llegada del comendador de Suffren no se
había dado, según hemos dicho, y, sin embargo, no se podía
eliminar como una especie de presagio que planeaba sobre
todos.
Se percibía que alguna incógnita iba a desvelarse de un
momento a otro, una novedad que se iba a saber
repentinamente; era un interés desconocido que se extendía
por todo aquel mundo en que el menor acontecimiento tomaba
importancia desde el momento en que el dueño fruncía las
cejas para desaprobar o se callaba para sonreír.
El rey, que tenía la costumbre de jugar una apuesta de
seis libras, para moderar el juego de los príncipes y de los
cortesanos, no se dio cuenta de que colocaba sobre la mesa el
oro que tenía en el bolsillo.
La reina, de lleno en su papel, tuvo la diplomacia de
atraer la atención de los que la rodeaban con el ardor ficticio
que puso en su juego.
Felipe, admitido en la partida y colocado frente a su
hermana, absorbía con todos los sentidos la impresión
desconocida y asombrosa del pavor que volvía a inquietar su
alma.
Las palabras de su padre seguían atormentándole. Se
preguntaba si en efecto el viejo, que había visto tres o cuatro
reinados de favoritos, no sabía con exactitud la historia de los
tiempos y de las costumbres. Se preguntaba si el puritanismo,
en el que hay un matiz de adoración religiosa, no era algo
ridículo que él había traído de lejanas tierras.
La reina, tan poética, tan bella, tan fraternal para él, ¿no
era más que una coqueta terrible, ansiosa de encadenar una
pasión más a sus recuerdos, como el entomólogo toma un
insecto o una mariposa bajo su cristal, sin inquietarse por lo
que sufre cuando un alfiler le atraviesa el corazón?
Sin embargo, la reina no era una mujer vulgar, de un
carácter banal. Una mirada suya significaba algo, y jamás
dejaba caer una mirada sin calcular a quién iba dirigida.
«De Coigny y De Vaudreuil —se repetía Felipe— han
amado a la reina y han sido amados por ella. ¿Por qué, por qué
esta calumnia tan vil? ¿Por qué un rayo de luz no se desliza en
este profundo abismo que se llama un corazón de mujer, más
profundo todavía cuando es un corazón de reina?»
Y mientras Felipe daba vueltas a esos dos nombres,
miraba al extremo de la mesa a De Coigny y a De Vaudreuil,
quienes por pura casualidad estaban sentados juntos, mirando
hacia donde no se encontraba la reina, inconscientes por no
decir distraídos.
Felipe se decía que era imposible que esos dos hombres
hubiesen amado y estuviesen tan tranquilos, que hubiesen sido
amados y fuesen tan olvidadizos. «Si la reina le amase, él se
volvería loco de felicidad; si ella le olvidase después de
haberle amado, se mataría de desesperación.»
Y de De Coigny y De Vaudreuil, Felipe pasó a María
Antonieta.
Y siempre soñando, se preguntaba si aquella frente tan
pura, aquella boca tan voluntariosa y su majestuosa mirada no
eran los más bellos encantos de la reina, la revelación de sus
profundos secretos.
«¡Oh, no, no; calumnias, calumnias! Todo eran rumores
que circulaban entre el pueblo, y a los cuales los intereses, los
odios o las intrigas de la corte daban cierta consistencia.»
Felipe se encontraba en este punto de sus reflexiones
cuando dieron las siete menos cuarto en el reloj de la sala de
guardia. En el mismo instante se oyó un ruido de pasos
apresurados y de las culatas de los fusiles golpeando las losas.
Un murmullo de voces que penetraron por la puerta
entreabierta llamó la atención del rey, quien volvió la cabeza
hacia atrás para oír mejor, y después hizo una señal a la reina,
quien, comprendiendo inmediatamente la indicación, levantó
el juego. Y cada jugador, recogiendo el dinero que tenía
delante, esperaba para tomar una resolución que la reina dejase
adivinar la suya.
El rey y la reina pasaron a la gran sala de recepción.
Un ayuda de campo de monsieur de Castries40, ministro de
Marina, se acercó al rey y le dijo algo al oído.
—Bien, podéis ir —concedió, y le indicó a la reina—:
Todo va bien.
Cada uno interrogaba a su vecino con la mirada. Ese
«todo va bien» dio mucho que pensar a todo el mundo.
De pronto, el mariscal de Castries entró en la sala,
preguntándole al rey:
—¿Su Majestad quiere recibir al oficial real de Suffren,
que llega de Toulon?
A este nombre, pronunciado en voz alta, siguió un rumor
indescriptible.
—Sí, monsieur —respondió el rey—, y con el mayor
placer.
De Castries salió. Hubo un movimiento de expectación
entre la gente que llenaba el salón al mirar hacia la puerta por
donde De Castries acababa de irse.
Para explicar esta simpatía de Francia hacia monsieur de
Suffren, para hacer comprender el interés que un rey, que una
reina, que un príncipe de sangre real ponían en ser los
primeros en saludar a De Suffren, pocas palabras bastarán. De
Suffren es un hombre esencialmente francés, como Turenne,
como Catinat, como Jean-Bart.
Después de la guerra con Inglaterra, o más bien después
del último período bélico que precedió a la paz, el comendador
de Suffren había librado siete grandes batallas navales sin
sufrir una derrota; había tomado Trinquemale y Gondelour,
asegurado las posesiones francesas, limpiado el mar y
enseñado al Mabab Haider-Aly que Francia era la primera
potencia de Europa. Había aportado al ejercicio de la profesión
de marino toda la diplomacia de un negociante sutil y honrado,
toda la bravura y la táctica de un soldado, toda la habilidad de
un sabio administrador. Valeroso, infatigable, orgulloso
cuando se trataba del honor del pabellón francés, había
castigado a los ingleses por tierra y por mar, hasta tal punto
que estos reputados marinos no se atrevían a coronar una
victoria comenzada o a intentar un ataque contra De Suffren
cuando el león enseñaba los dientes.
Después de la acción, durante la cual había expuesto la
vida con la inconsciencia del último marinero, se le había visto
humano, generoso, compasivo; era el tipo del verdadero
marino, un poco olvidado después de Jean-Bart y de Duguay-
Trouin, que Francia volvía a encontrar en De Suffren.
No trataremos de pintar el entusiasmo, los rumores, que
su llegada a Versalles hizo estallar entre los gentileshombres
convocados.
De Suffren era un hombre de unos cincuenta y seis años,
grueso, bajo, ojos de fuego, gesto noble y fácil. Ágil a pesar de
su obesidad, majestuoso a pesar de su sencillez, llevaba con
altivez su melena leonina; como hombre habituado a superar
todas las dificultades, había encontrado el medio de hacerse
vestir y peinar en su carroza.
Llevaba un traje bordado en oro, la casaca roja, el
pantalón azul. Había conservado el cuello militar sobre el cual
su poderoso mentón descansaba como complemento de su
enorme cabeza.
Cuando entró en la sala de guardia, alguien dijo una
palabra a De Castries, el cual, paseando de un lado a otro con
impaciencia, gritó:
—¡El caballero de Suffren, señores!
En el acto, los guardias cogieron sus mosquetones y se
alinearon como si se tratase del rey de Francia, y el oficial
real, después de pasar, había formado detrás de él y en buen
orden cuatro por cuatro, como para servirle de cortejo.
El, estrechando las manos de monsieur de Castries, trató
de besarle, pero el ministro de Marina le respondió
suavemente:
—No, no, monsieur —dijo—; no quiero privaros de la
felicidad de abrazar, antes que nadie, a alguien que es más
digno que yo.
Y llevó a De Suffren hasta Luis XVI.
—¡El oficial real! —exclamó el rey, y seguidamente
agregó—: Sed bienvenido a Versalles. Traéis la gloria, traéis
todo lo que los héroes dan a sus contemporáneos. Abrazadme,
señor oficial del rey.
De Suffren había doblado la rodilla, pero el rey le levantó
y le abrazó tan cordialmente que un estremecimiento de júbilo
y de triunfo recorrió toda la asamblea.
Sin el respeto al rey, los asistentes se hubieran
confundido en vítores y en gritos de aprobación. El rey se
volvió hacia la reina, diciéndole:
—Madame, he aquí al caballero de Suffren, el vencedor
de Trinquemale y de Gondelour, el terror de nuestros vecinos
los ingleses; para mí, un Jean-Bart.
—Monsieur —dijo la reina—, yo no tengo elogios que
haceros. Sabed solamente que no habéis ordenado un
cañonazo por la gloria de Francia sin que mi corazón haya
latido de admiración y de reconocimiento.
La reina apenas había acabado cuando el conde de Artois
se aproximó con su hijo, el duque de Angulema.
—Hijo mío —le dijo—, estás viendo a un héroe. Mírale
bien porque los héroes no se prodigan.
—Monseñor —respondió el joven príncipe a su padre—,
yo he leído Los grandes hombres, de Plutarco, pero no los
veía. Os agradezco el haberme mostrado a monsieur de
Suffren.
Por el murmullo que se hizo a su alrededor, el niño
comprendió que acababa de decir la palabra que faltaba.
Entonces, el rey tomó el brazo de De Suffren y se dispuso
a llevarlo a su gabinete, para hablar como un geógrafo de sus
viajes y de su expedición. Pero De Suffren opuso una
respetuosa resistencia.
—Sire —dijo—, permitidme, puesto que Vuestra
Majestad tiene tantas bondades para mí…
—No sigáis. ¿Me queréis pedir algo, monsieur de
Suffren?
—Sire, uno de mis oficiales ha cometido contra la
disciplina una falta tan grave, que he pensado que Vuestra
Majestad debe ser el único juez.
—Monsieur —dijo el rey—, yo esperaba que vuestra
primera petición sería un favor y no un castigo.
—Vuestra Majestad ya ha tenido el honor de decirlo;
juzgará y dirá lo que se debe hacer.
—Os escucho.
—En el último combate, el oficial de quien hablo se
encontraba en el Séveré.
—El barco que arrió su bandera —dijo el rey, frunciendo
las cejas.
—Sire, el capitán del Séveré había arriado su bandera —
respondió De Suffren, inclinándose—, y ya sir Hugo, el
almirante inglés, enviaba una embarcación para abordar la
presa, pero el primer oficial del barco, que vigilaba las baterías
del entrepuente, habiéndose apercibido de que el fuego cesaba,
y habiendo recibido la orden de hacer callar los cañones, subió
al puente, y vio entonces la bandera arriada y al capitán
dispuesto a rendirse. Pido perdón a Vuestra Majestad, pero
ante este espectáculo, lo que había en él de sangre francesa se
rebeló. Cogió la bandera que tenía a su alcance, blandió un
martillo, y, ordenando reanudar el ataque, fue a clavar la
bandera bajo el fuego. A este suceso, Sire, se debe el que el
Séveré siga en poder de Vuestra Majestad.
—¡Hermosa hazaña! —dijo el rey.
—¡Valiente acción! —dijo la reina.
—Sí, sí, Sire; sí, madame, pero es una grave infracción de
la disciplina. La orden la había dado el capitán y el oficial
debía obedecerla. Yo os pido, pues, gracia para él, Sire, y os la
pido con tanta más insistencia porque es mi sobrino.
—¿Vuestro sobrino? Nunca me hablasteis de él.
—Al rey, no, pero he tenido el honor de hacer mi relación
al ministro de Marina, rogándole que no le dijera nada a Su
Majestad antes de que no obtuviese gracia para el culpable.
—Concedido, concedido —repuso el rey—, y prometo de
antemano mi protección a toda indisciplina que sepa defender
así la bandera y al rey de Francia. Habéis debido presentarme
a ese oficial, señor oficial del rey.
—Está aquí —contestó De Suffren—, y puesto que
Vuestra Majestad lo permite…
De Suffren se volvió, diciendo:
—Acercaos, monsieur de Charny.
La reina se estremeció. Este nombre despertaba en su
memoria un recuerdo demasiado reciente para que se le
hubiese borrado. Un joven oficial se destacó del grupo que
encabezaba De Suffren y apareció ante el rey.
La reina había hecho un movimiento para ir al encuentro
del joven, entusiasmada con el relato de su bella acción, pero
al oír el nombre que dio al rey monsieur de Suffren, se detuvo,
palideció y murmuró algunas palabras. Mademoiselle de
Taverney, también pálida, miró con inquietud a la reina.
El oficial de Charny, sin ver nada, sin fijarse en nada, sin
que su rostro expresase otra emoción que el respeto, se inclinó
delante del rey, quien le dio su mano a besar; después,
modesto y trémulo y bajo las miradas ávidas de la asamblea,
se volvió hacia el círculo de oficiales, los cuales le felicitaron
ruidosamente y le estrujaron con sus abrazos.
Siguió un momento de silencio y de emoción, en el cual
se vio radiante al rey, risueña e indecisa a la reina, a De
Charny con los ojos bajos, y Felipe, a quien la emoción de la
reina no había escapado, inquieto e inquisitivo.
—Vamos, vamos —dijo al fin el rey—, venid, monsieur
de Suffren, para que podamos hablar; me muero de deseos de
escucharos y de demostraros lo mucho que he pensado en vos.
—Sire, tantas bondades…
—Vos veréis mis cartas, señor oficial del rey; veréis cada
fase de vuestra expedición, prevista o adivinada de antemano
por mi solicitud. Venid, venid.
Después de dar algunos pasos llevándose a De Suffren, se
volvió de pronto hacia la reina, diciéndole:
—A propósito, madame: he hecho construir, como vos
sabéis, un barco de diez cañones, y he cambiado de acuerdo
con vos el nombre que debe llevar. Pero en vez de llamarle
como habíamos dicho… ¿No es así, madame…?
María Antonieta, recobrada la serenidad, cazó al vuelo el
pensamiento del rey.
—Sí, sí; le llamaremos El Suffren, y yo seré la madrina
con el señor oficial del rey.
Los gritos, hasta entonces contenidos, se hicieron oír con
violencia: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina!»
—¡Y viva El Suffren! —agregó el rey con regia
delicadeza, porque nadie podía gritar: «¡Viva monsieur de
Suffren!» en presencia del rey, mientras que los más
minuciosos observadores de la etiqueta podían gritar: «¡Viva
el barco de Su Majestad!»
—¡Viva El Suffren! —repitió la asamblea, con
entusiasmo.
El rey hizo un gesto de agradecimiento por habérsele
comprendido tan bien, y se llevó al oficial, cogiéndole del
brazo.
XII.- EL SEÑOR DE CHARNY

Cuando salió el rey, todos los que estaban en la sala de los


príncipes se agruparon alrededor de la reina.
Una indicación del comendador de Suffren bastó para que
su sobrino le esperase, y después de un saludo continuó en el
grupo donde le vimos antes.
La reina, que había cruzado con Andrea varias miradas
significativas, no perdía de vista al joven, y cada vez que le
miraba se decía: «Es él, no hay duda».
Mademoiselle de Taverney le respondía con un gesto tan
expresivo que era como si le dijese: «Sí, madame, es “él”;
claro es “él”».
Felipe observaba la preocupación de la reina, y aunque no
comprendiese el motivo, advertía cierta tensión.
Nunca el que ama se equivoca sobre la impresión de los
que ama, y adivinaba que la reina estaba impresionada por
algún acontecimiento singular, misterioso, desconocido de
todos, menos de ella y de Andrea.
En efecto, la reina había perdido su naturalidad al taparse
el rostro con su abanico, ella, que normalmente hacía bajar los
ojos a todo el mundo.
El joven se preguntaba la causa de la preocupación de Su
Majestad y trataba de observar a De Coigny y De Vaudreuil
para comprender si sabían el porqué de aquel misterio, pero
los vio indiferentes y cumplimentando a monsieur de Haga,
que acababa de llegar a Versalles. En ese momento un
personaje con majestuoso hábito de cardenal entró, seguido de
oficiales y de prelados, en el salón donde estaba la reina, quien
reconoció a Louis de Rohan desde el otro extremo de la sala, y
volvió la cabeza sin disimular su desdén.
El prelado atravesó la estancia sin saludar a nadie, y fue
derecho a la reina, ante la cual se inclinó más a modo de
hombre de mundo que saluda a una mujer que de vasallo que
saluda a una reina.
Después dirigió un cumplido muy galante a Su Majestad,
quien apenas volvió la cabeza, murmurando dos o tres frías
palabras, y reanudó su conversación con las señoritas de
Lamballe y de Polignac.
El príncipe Louis no pareció que notase la desdeñosa
acogida de la reina. Después de sus reverencias sin
precipitación y con la discreción de un consumado cortesano,
se dirigió a sus altezas las tías del rey41, a las que entretuvo un
buen rato, pues en virtud del juego de balanza, habitual uso en
la corte, en ellas hallaba una acogida tan benévola como había
sido glacial la de la reina.
El cardenal de Rohan era un hombre en la plenitud de la
edad, con una imponente figura y un noble aspecto; sus rasgos
respiraban inteligencia y dulzura e indistintamente se veía al
hombre mundano y al hombre de estudio; y acosado por las
mujeres que amaban la galantería discreta. Se hablaba de su
magnificencia, pero él se creía pobre porque su renta no
rebasaba las seiscientas mil libras.
El rey le quería porque era sabio, y la reina, por el
contrario, le despreciaba. Las razones de ese odio no se
conocen, pero existen dos versiones. Una de ellas sostenía que
en su condición de embajador de Viena el príncipe Louis había
escrito al rey Luis XV sobre María Teresa unas cartas
extremadamente insidiosas que María Antonieta no le perdonó
nunca.
La otra versión era más humana, y sobre todo más
verosímil. El embajador, a propósito del matrimonio de la
joven archiduquesa con el delfín, escribió al rey Luis XV que
en una cena en casa de madame du Barry había leído a los
comensales una carta llena de inconveniencias respecto a la
futura reina de Francia, con alusiones a su delgadez, tan
acusada.
Estos ataques hirieron vivamente a María Antonieta, que
no pudiendo darse por aludida, se prometió castigar tarde o
temprano al autor, convencida de que en el fondo allí no había
más que una intriga política.
De la embajada de Viena se había desposeído a monsieur
de Breteuil en beneficio de monsieur de Rohan42.
Breteuil, demasiado hábil para luchar abiertamente contra
el príncipe, empleó lo que en diplomacia se llama mano
izquierda, procurándose las copias e incluso los originales de
las cartas del prelado entonces embajador, y contrarrestando
los servicios reales prestados por el diplomático con la
pequeña hostilidad que éste ejercía contra la familia imperial
austriaca, había encontrado en la delfina una auxiliar decidida
a perder al príncipe de Rohan. Ese odio minaba sordamente la
corte y complicaba la postura del cardenal, quien cada vez que
veía a la reina recibía la glacial acogida que hemos indicado.
Pero por grande que fuese el desprecio de que era objeto,
Louis de Rohan no abandonaba ninguna ocasión de acercarse a
María Antonieta, y los medios no le faltaban toda vez que era
el gran limosnero de la corte.
Nunca se había quejado, jamás le había dicho nada a
nadie. Un pequeño círculo de amigos, entre los cuales se
distinguía el barón de Planta, oficial alemán y su confidente,
servía para consolarle de los desprecios reales cuando las
damas de la corte se mostraban también severas con el
cardenal, porque todas imitaban a la reina.
El cardenal acababa de pasar como una sombra sobre el
cuadro risueño que se representaba en la imaginación de la
reina, y apenas se separó de ella, María Antonieta volvió a
serenarse.
—¿Sabéis —dijo a la princesa de Lamballe— que la
bravura de ese joven, sobrino del oficial del rey, es una de las
más notables de esta guerra? ¿Cómo se llama?
—De Charny —respondió la princesa.
Después, volviéndose a Andrea, le preguntó:
—¿Charny?
—Sí, Alteza.
—Pues me gustaría que monsieur de Charny nos cuente
el episodio. ¿Aún se encuentra aquí?
Un oficial salió en seguida para transmitir el deseo de la
reina.
En el mismo instante, al mirar a su alrededor, se dio
cuenta de la presencia de Felipe, e impaciente, como siempre,
le dijo:
—Monsieur de Taverney, id a buscarle.
Felipe enrojeció; «quizá —pensó para sí— debía haber
previsto el deseo de su soberana», y salió en busca del
afortunado. Monsieur de Charny llegó un instante después,
entre los dos mensajeros de la reina, la cual pudo entonces
examinarle con mejor atención que la que le había concedido
la víspera.
Era un joven de unos veintiocho años, esbelto y delgado.
Su rostro, delicado y grave, acusaba cierta energía cada vez
que fijaba en alguien sus grandes ojos azules.
Por extraño que pareciese en un hombre que acababa de
llegar de hacer la guerra en la India, era tan blanco como
Felipe moreno. Cuando se acercó al grupo en cuyo centro
estaba la reina, no había demostrado que conociese a
mademoiselle de Taverney ni a la reina.
Rodeado de oficiales que le interrogaban y a los cuales él
respondía cortésmente, parecía haber olvidado que había un
rey con el que había hablado y una reina que le había mirado.
Esta cortesía, esta reserva, eran de tal naturaleza que le
hacían resaltar mucho más a los ojos de la reina, tan puntillosa
respecto al proceder de la gente.
No era solamente a los demás a quienes De Charny tenía
que ocultar su sorpresa ante la vista tan inesperada de la dama
del coche de alquiler. La suprema prudencia sería conseguir
que ella no creyese que la había reconocido. De Charny, pues,
tuvo el tacto de no levantar los ojos ante la reina mientras ella
no le dirigiese la palabra.
—Monsieur de Charny —le dijo la reina—, estas damas
desean, y me parece natural porque yo también lo deseo,
conocer el suceso del barco con todos sus detalles.
—Madame —repuso el joven marino, en medio de un
profundo silencio—, suplico a Vuestra Majestad, y no por
modestia, sino por justicia, que me dispense este relato; lo que
yo hice como oficial del Séveré, diez camaradas oficiales
pensaron hacerlo al mismo tiempo que yo; si me anticipé, es
mi único mérito. Hacer de esto, que no tiene importancia, una
historia a Su Majestad, entiendo que sería una vanidad, y
vuestro noble corazón lo comprenderá.
»El ex comandante del Séveré —prosiguió De Charny—
es un bravo oficial que aquel día perdió la cabeza. Vos,
madame, habéis oído decir sin duda a los más valientes que no
se es bravo todos los días y que a veces bastan diez minutos
para recobrarse. Nuestra determinación de no rendirnos le
obligó a ello, recuperó su valor, desde aquel momento fue el
más valiente de todos. Es por eso por lo que pido a Vuestra
Majestad que no exagere el mérito de mi acción, porque sería
la mayor humillación de un bravo oficial que llora todos los
días el olvido de un minuto.
—Bien, bien —dijo la reina, emocionada y radiante de
alegría al oír el favorable murmullo que las generosas palabras
del joven oficial habían levantado—. Muy bien, monsieur de
Charny, sois un hombre leal, como yo os suponía.
El oficial levantó la cabeza y un rubor juvenil le tiñó su
rostro; sus ojos iban de la reina a Andrea con una especie de
espanto, temblando ante aquella naturaleza tan generosa y
temeraria en su generosidad. De Charny no estaba equivocado.
—Porque —continuó la intrépida reina— conviene que
sepáis que a monsieur de Charny, este joven oficial
desembarcado ayer y desconocido, ya le conocíamos nosotras
antes de que nos fuese presentado esta noche, y merece ser
conocido y admirado por todas las mujeres.
Viendo que la reina iba a hablar, que iba a contar una
historia de la cual cada uno podía deducir un pequeño
escándalo o un pequeño secreto, se agruparon todos y todas
alrededor de la reina, escuchando con una avidez asfixiante.
—Figuraos, señoras —dijo la reina—, que monsieur de
Charny es tan indulgente con las damas como es despiadado
con los ingleses. Se me ha contado de él una historia que
todavía le honra más.
—Oh, madame… —balbució él.
Se adivinaba que las palabras de la reina, la presencia de
aquel al cual se dirigían no hicieran más que redoblar la
curiosidad. De Charny, sudoroso y abrumado, habría dado un
año de su vida por encontrarse todavía en la India.
—He aquí lo ocurrido —prosiguió la reina—. A dos
damas que yo conozco se les había hecho tarde, perdidas entre
el gentío. Corrían un peligro cierto, un gran peligro. Monsieur
de Charny pasaba en aquel momento por azar, o mejor si digo
por suerte; apartó a los grupos y, sin conocerlas, pues era
difícil que supiese su rango, tomó a las dos damas bajo su
protección y las acompañó lejos…, a diez leguas de París,
según creo.
—Oh, Vuestra Majestad exagera —dijo, riendo, De
Charny, tranquilizado por el giro que había tomado la
narración.
—Digamos cinco leguas y no hablemos más —
interrumpió el conde de Artois, mezclándose en la
conversación.
—Sea, hermano —continuó la reina—, pero lo más noble
fue que monsieur de Charny no intentó saber el nombre de las
dos damas a quienes había rendido su servicio, sino que las
dejó donde ellas le indicaron, y se alejó sin volver la cabeza,
sin intentar averiguar.
Hubo un nuevo murmullo de admiración; De Charny fue
elogiado por veinte mujeres a la vez.
—Es bello, ¿verdad? —concluyó la reina—. Un caballero
de la Tabla Redonda no lo habría hecho mejor.
—Es soberbio —convino el coro.
—Monsieur de Charny —continuó la reina—, el rey está
sin duda ocupado en recompensar a De Suffren, vuestro tío, y
yo quisiera hacer algo por el sobrino de ese gran hombre.
Y le tendió la mano.
Y mientras De Charny, pálido de alegría, posaba en ella
sus labios, Felipe, pálido de dolor, trataba de ocultarse entre
las amplias cortinas del salón. Andrea también había
palidecido, sin imaginar lo que sufría su hermano.
La voz del conde de Artois rompió esta escena, que
hubiera sido tan curiosa para un espectador.
—Ah, querido hermano, acercaos; os habéis perdido un
buen espectáculo, la recepción de De Suffren. En verdad ha
sido un momento que no olvidarán los corazones franceses.
¿Cómo diablos habéis faltado a él, vos que sois el hombre
exacto por excelencia?
El conde de Provenza se pellizcaba sus labios, saludó
distraídamente a la reina y contestó con palabras triviales.
Después, y en voz baja, le dijo a De Favras, su capitán de
guardia:
—¿Cómo se ha conseguido que esté en Versalles?
—Monseñor, me lo estoy preguntando desde hace una
hora y todavía no he logrado comprenderlo.
XIII.- LOS CIEN LUISES DE LA
REINA

Ahora que hemos renovado el conocimiento de nuestros


lectores con los principales personajes de esta historia; ahora
que les hemos introducido en la casita del conde de Artois y en
el palacio de Luis XIV en Versalles, vamos a llevarlos a esta
casa de la calle Saint-Claude, donde la reina de Francia había
entrado de incógnito y subió con Andrea de Taverney al cuarto
piso.
Una vez se hubo ido la reina, Juana de la Motte contó y
volvió a contar los cien luises que acababan de caerle tan
milagrosamente del cielo.
Cincuenta bellos dobles luises de cuarenta y ocho libras
que, depositados sobre la pobre mesa, resplandecían a los
escasos reflejos de la lámpara, y parecían humillar con su
aristocrática belleza todo lo que había de miseria en la humilde
estancia.
Después de recrearse en la alegría de poseer esa fortuna,
Juana de la Motte no conocía un placer más grande que el de
que la viesen. La posesión no era nada para ella si este hecho
no hacía nacer la envidia.
Le repugnaba desde hacía tiempo tener a su camarera por
confidente de su miseria, y ahora se iba a desquitar teniéndola
por confidente de su fortuna. Entonces llamó al ama Clotilde,
que seguía en la antecámara quitando el polvo y limpiando la
lámpara que se reflejaba en el cristal de la mesa.
—Clotilde, venid y mirad.
—¡Oh! —exclamó la vieja, juntando las manos y
alargando el cuello.
—¿Estabais inquieta por vuestra paga?
—Oh, madame, nunca he dicho una palabra. Madre de
Dios… Yo le pedí a la señora condesa que me pagase cuando
pudiera y esto era natural, pues no he recibido nada desde hace
tres meses.
—¿Creéis que aquí hay bastante para pagaros?
—¡Jesús, madame! ¿Que si hay bastante para pagarme?
¡Y para hacerme rica toda mi vida!
Juana de la Motte miró a la vieja encogiéndose de
hombros, con un movimiento desdeñoso.
—Me enorgullece que ciertas personas recuerden el
nombre que llevo, mientras que los que deben acordarse lo
olvidan.
—¿En qué vais a emplear ese dinero? —preguntó
Clotilde.
—En todo.
—Yo pienso, madame, que lo más urgente sería reparar la
cocina, porque ahora que tenéis dinero pensaréis, creo yo, en
comer, ¿verdad?
—Silencio; llaman.
—Madame se engaña —dijo la vieja, pues, como
siempre, quería ahorrar pasos.
—Os he dicho que sí.
—Yo aseguro que no.
—Id a ver.
—No he oído nada.
—Sí, como antes, que tampoco habíais oído nada. ¿Y qué
habría ocurrido si las dos damas no hubiesen entrado?
Este razonamiento pareció convencer al ama Clotilde,
que se dirigió a la puerta.
—¿Oís ahora?
—Pues es verdad —dijo la vieja—. Ya voy, ya voy.
Juana de la Motte se complació en hacer deslizar los
cincuenta dobles luises de la mesa en su mano, y después los
metió en un cajón del armario.
Y murmuró al cerrar el cajón:
—Gracias, Providencia, por este centenar de luises.
Estas palabras las pronunció con tan escéptica avidez que
habrían hecho sonreír a Voltaire.
La puerta de la escalera se había abierto y un andar recio
se oyó en la habitación contigua, y algunas palabras entre el
visitante y Clotilde, sin que la condesa pudiese recogerlas.
Después, la puerta se cerró, los pasos se perdieron en la
escalera y la vieja entró con una carta en la mano, dándosela a
su dueña.
La condesa examinó la letra del sobre, preguntando:
—¿Un criado?
—Sí, madame.
—¿Qué librea?
—Sin librea.
—¿Es, pues, un grisón?
—Sí.
—Conozco estas armas —dijo madame de la Motte,
volviendo a mirar el sello.
Después, aproximándolo a la lámpara, agregó: —Dos
gules y nueve rombos de oro. ¿Quién lleva gules y nueve
rombos de oro?
Y buscó un instante en sus recuerdos, pero inútilmente.
—Veamos la carta.
Y habiéndola abierto con cuidado para no romper el sello,
leyó: «Madame, la persona que vos habéis solicitado podrá
veros mañana a la noche, si sois tan amable de abrirle vuestra
puerta.»
—¿Esto es todo?
La condesa trató nuevamente de hacer memoria.
—He escrito a tantas personas… Veamos a quién he
escrito yo… A todo el mundo. ¿Es un hombre o es una mujer
quien me responde? La letra no dice nada, es insignificante.
Letra de secretario… ¿El estilo? Estilo de protector, frío y
ambiguo.
«La persona que vos habéis solicitado.»
—La frase tiene la intención de ser humillante. Creo que
puede ser una mujer.
«Podrá veros mañana a la noche, si sois tan amable de
abrirle vuestra puerta.»
—Pero una mujer habría dicho: «Os esperaré mañana a la
noche». Es un hombre… Sin embargo, las damas de ayer
vinieron y eran grandes damas. Y sin firma. ¿Quién lleva gules
en nueve rombos de oro? ¡Oh…! —exclamó—. ¿He perdido la
cabeza? Los Rohan, claro. Sí, yo he escrito a De Guéménée y
a De Rohan; uno de los dos me ha contestado, es muy
sencillo… Pero el escudo no está dividido en cuarteles, y la
carta es del cardenal… El cardenal de Rohan, ese galanteador,
ese mujeriego, ese ambicioso; él vendrá a ver a madame de la
Motte, si madame de la Motte le abre su puerta… Pues que
esté tranquilo; la puerta le será abierta… ¿Cuándo? Mañana a
la noche.
Y se puso a soñar.
«Una dama de caridad que da cien luises puede ser
recibida en un desván; puede helarse sobre mi suelo, sufrir
sentada en mis sillas, duras como la parrilla de san Lorenzo y
sin fuego. Pero un príncipe de la Iglesia, un hombre de salón,
un conquistador de corazones… No, no; no es la miseria lo
que visitará semejante limosnero.»
Después, volviéndose hacia la doncella, que acababa de
prepararle el lecho, dijo:
—Mañana, ama Clotilde, no os olvidéis de despertarme
temprano.
Y luego, para poder quedar más a sus anchas, le hizo un
ademán para que se fuera.
Clotilde reavivó el fuego que había enterrado en las
cenizas para dar un aspecto más miserable al apartamento,
cerró la puerta y se retiró a su cuchitril.
Juana de Valois, en lugar de dormir, pasó la noche
soñando agradablemente. Tomaba notas con el lápiz a la luz de
la lamparilla; después, segura de la jornada del día siguiente,
hacia las tres de la madrugada, se adormeció, y Clotilde, que
tampoco había dormido más que ella, obedeció sus
instrucciones, despertándola al amanecer. Hacia las ocho se
había peinado y puesto su mejor vestido.
Transformada en gran dama y en hermosa mujer, la
mosca43 sobre el pómulo izquierdo y los puños bordados, envió
a buscar una litera a la plaza, donde se solía encontrar ese
género de carruajes, cerca de la calle de Pont-aux-Choux.
Ella hubiera preferido una silla de manos, pero habría que
ir a buscarla demasiado lejos.
La silla rodante, tirada por un robusto auvernés, recibió la
orden de dejar a la señora condesa en la Place Royal, donde,
bajo los Ares du Midi, en los bajos de un palacio abandonado,
se albergaba el maestro Fingret, tapicero, decorador que
vendía y alquilaba muebles de ocasión a un precio muy
asequible.
El auvernés llevó rápidamente a su cliente de la calle
Saint-Claude a la Place Royal.
Diez minutos después, la condesa llegaba a la tienda del
maestro Fingret, donde vamos a encontrarla inmediatamente
admirando y eligiendo en una especie de pandemónium, del
que intentaremos hacer un esbozo.
Figurémonos unas caballerizas de una longitud de
cincuenta pies y de unos treinta de ancho y una altura de
diecisiete; en las paredes las tapicerías de los reinados de
Enrique IV y Luis XIII, y los techos disimulados por la serie
de objetos suspendidos, desde las arañas de cristal del siglo xii
a los lagartos disecados, las lámparas de iglesia y los peces
voladores.
En el suelo y amontonados, tapices y esterillas, muebles
de columnas torneadas con pies labrados, alacenas de encina
esculpida, consolas Luis XV de patas doradas, sofás forrados
de damasco rosa o de terciopelo de Utrecht, lechos de reposo,
amplios sillones de cuero, como le gustaban a Sully; armarios
con los paneles de ébano en relieve y varillas de cobre, mesas
de Boule bajo porcelanas, juegos de damas, muebles de
tocador, cómodas cuyas marqueterías eran instrumentos o
flores.
Lechos de encina con estrados y baldaquinos, y cortinas
de todas las formas, de todos los gustos, de todos los tejidos,
se amontonaban, se confundían, armonizaban o chocaban en la
penumbra del local.
Clavecinos, arpas y sistros sobre veladores; el perro de
Marlborough disecado con ojos de esmalte.
Más allá, lienzos de toda calidad, vestidos colgados al
lado de trajes de terciopelo, puñales de acero, de plata, de
nácar.
Hachones, retratos de antepasados, pinturas, grabados
encuadrados, y todas las imitaciones de Vernet, entonces en
boga, al cual la reina le había dicho tan graciosamente:
—Decididamente, monsieur Vernet, no hay como vos en
Francia para hacer creer en la lluvia y en el buen tiempo.
XIV.- EL MAESTRO FINGRET

He aquí todo cuanto seducía los ojos y, por consiguiente, la


imaginación de las pequeñas fortunas, en los almacenes del
maestro Fingret en la Place Royal.
Las mercancías no eran nuevas, la muestra lo decía
lealmente, pero reunidas se realzaba su valor y acababan por
representar un conjunto mucho más importante que el que los
comerciantes más desdeñosos hubiesen exigido.
Juana de la Motte, una vez admitida a admirar todas estas
riquezas, se dio cuenta de todo lo que faltaba en la calle de
Saint-Claude. Le faltaba un salón en el que hubiera sofá,
sillones y poltronas. Un comedor con vitrinas y aparadores. Un
gabinete donde colgar cortinas persas y colocar los veladores y
las pantallas de chimenea.
Y lo que le faltaba, además de salón, comedor o gabinete,
era el dinero para conseguir los muebles y colocarlos en su
nuevo apartamento.
Con los tapiceros de París hay transacciones fáciles de
realizar en todas las épocas, y no hemos oído decir jamás que
una joven y hermosa mujer se haya muerto en el umbral de
una puerta que se ha negado a abrirse a su deseo.
En París, lo que no se compra se alquila, y son estos
comerciantes los que ponen en circulación el proverbio «Ver
es tener».
Juana de la Motte, con la esperanza de un alquiler
posible, después de tomar las medidas, descubrió una sillería
de seda amarilla con flores de oro que la fascinó desde el
primer momento. Ella era morena.
Pero todo ese moblaje, compuesto de diez piezas, no
habría cabido en el cuarto piso de la calle de Saint-Claude.
Había que alquilar el tercer piso, dividido en una antecámara,
un comedor, un saloncito y un dormitorio.
Así, en el tercer piso se podían recibir las limosnas de los
cardenales, y en el cuarto las de las oficinas de caridad; o sea,
en el de lujo las limosnas de las gentes que hacen la caridad
por ostentación, y en el otro las ofrendas de las gentes sin
prejuicios que no quieren dar más que a los que ciertamente
necesitan.
La condesa, una vez lo ordenó todo mentalmente, volvió
sus ojos hacia el lado oscuro del sótano, allá donde la riqueza
se presentaba más espléndida, hacia la parte de los cristales, de
los dorados y los espejos.
Vio allí, con su bonete en la mano, el gesto impaciente y
la sonrisa un poco socarrona, una figura de burgués parisién
que hacía dar vueltas a una llave en sus dedos índices unidos
el uno al otro por las uñas.
Este digno inspector de las mercancías de ocasión no era
otro que Fingret, a quien sus empleados habían anunciado la
visita de una hermosa dama llegada en carruaje.
Se veían en el patio los mismos empleados vestidos de
corto, con ropa de lana, las piernas al aire, con medias y
algunas con carreras. Se ocupaban en restaurar, con los
muebles más viejos, los menos viejos, lo que quería decir
reventar sofás y sillones antiguos para sacarles la crin y la
pluma que valdría para rellenar a sus sustitutos. Uno mezclaba
la crin con estopa y forraba otro mueble; otro lavaba los
sillones, y un tercero repasaba los tejidos lavándolos con
jabones aromáticos.
Se restauraban con estos viejos ingredientes los bonitos
muebles de ocasión que Juana de la Motte admiraba en este
instante. Fingret, viendo que su cliente podía notar las
operaciones de sus empleados y opinar menos favorablemente
acerca de lo que deseaba adquirir, cerró una puerta vidriera
que daba al patio, diciendo que lo hacía para que el polvo no
molestase a madame.
—Sobre éste, madame… —y se detuvo.
—La condesa de la Motte-Valois —aclaró
indolentemente Juana.
Pareció que el título sonaba bien, y Fingret se metió la
llave en el bolsillo, diciendo:
—Nada hay aquí de lo que conviene a madame, pero
tengo cosas nuevas y magníficas. No crea la señora condesa
que la casa Fingret no tiene también tan bellos muebles como
el tapicero del rey. Dejad todo esto, madame, y tened la
amabilidad de ver mi otro comercio.
Juana enrojeció, pues lo que había visto allí le parecía
demasiado bello, tan bello, que no esperaba poder adquirir
nada, pero halagada por las suposiciones de Fingret, temía que
éste comprendiese que sus medios no eran muchos, y se
disgustó por no haberse anunciado como una simple burguesa.
Pero de todo error un espíritu hábil saca una ventaja.
—Nada nuevo, monsieur; yo no quiero nada nuevo.
—¿Madame quizá tenga algún apartamento que
amueblar?
—Vos lo habéis dicho, monsieur, un apartamento.
—Maravilloso. Que madame escoja —ofreció Fingret,
astuto como un mercader de París, el cual no cifra su amor
propio en vender nuevo o viejo mientras pueda ganar en la
operación.
—Ese pequeño moblaje, por ejemplo —pidió la condesa.
—No tiene más que diez piezas.
—La habitación es mediana.
—Es nuevo, como puede ver.
—Nuevo…, pero de ocasión.
—Sin duda —repuso Fingret, riendo—, pero así como
está vale ochocientas libras.
El precio estremeció a la condesa. ¿Cómo confesar que la
heredera de los Valois se contentaba con un mueble de ocasión
y que no podía pagar ochocientas libras?
—Pero yo no os hablo de comprar. ¿Cómo queréis que
compre muebles tan viejos? No se trata más que de alquilar y
todavía…
Fingret hizo una mueca porque insensiblemente el cliente
perdía valor. No era un mueble nuevo, ni siquiera un mueble
de ocasión lo que quería comprar, sino alquilarlo.
—¿Vos desearíais este mueble floreado y por un año?
—No, por un mes; es un amigo de provincias al que
tengo que alojar.
—Será cien libras por mes —dijo el maestro Fingret.
—Supongo que os estáis burlando, porque si saco la
cuenta, a los ocho meses el mueble sería mío.
—De acuerdo, señora condesa.
—¿Entonces?
—Entonces sería vuestro y no mío, y yo no tendría que
hacerlo restaurar, y todo eso cuesta dinero.
Juana de la Motte reflexionaba. «Cien libras por un mes
es mucho, pero hay que razonar: será demasiado caro para un
mes, y entonces devuelvo los muebles, dejando una buena
opinión al tapicero, o en un mes puedo comprar un mueble
nuevo. Y pensaba emplear cinco o seiscientas libras; hagamos
las cosas en grande y gastemos cien escudos»
—Guardadme ese moblaje de flores de oro para un salón,
con las cortinas haciendo juego.
—Sí, madame.
—¿Y los tapices?
—Aquí están.
—¿Qué me daríais para otra estancia?
—Estas banquetas verdes, este cuerpo de armario de
encina, esta mesa de pies torneados y estas cortinas verdes de
damasco.
—¿Y para un dormitorio?
—Un lecho largo y bello, un colchón excelente, una
colcha de terciopelo bordada en rosa y plata, cortinas azules,
guarnición de chimenea un poco gótica, pero de lujoso dorado.
—¿Tocador?
—Uno con encajes de Malinas. Miradlos, madame.
Cómoda de delicada marquetería, sofá de tapicería, sillas
haciendo juego, todos los utensilios de chimenea de una gran
elegancia, porque proceden del dormitorio de madame de
Pompadour en Choisy.
—¿Todo por qué precio?
—¿Un mes?
—Sí.
—Cuatrocientas libras.
—Veamos, monsieur Fingret, no me confundáis con una
advenediza, os lo ruego. No se desvanecen las gentes de mi
calidad ante unos trapos. ¿Observáis que cuatrocientas libras
por mes son cuatro mil ochocientas al año, y que por ese
precio yo tendría un hotel amueblado?
El maestro Fingret se pellizcó la oreja.
—Vos no me volveréis a ver por la Place Royal —
continuó la condesa.
—Eso me entristecería, madame.
—No daré más de cien escudos por ese mobiliario.
Juana dijo estas últimas palabras con tal seguridad que el
mercader pensó de nuevo en el porvenir.
—Sea, madame.
—Y con una condición, maestro Fingret.
—¿Cuál?
—La de que todo será colocado en el apartamento que yo
os indicaré antes de las tres de la tarde.
—Son ya las diez, madame.
—¿Es sí o es no?
—¿Adonde hay que llevarlo?
—Calle Saint-Claude o Marais.
—¿A dos pasos?
—Precisamente.
El tapicero abrió la puerta del patio y gritó: «Sylvain,
Landry, Remy», apareciendo tres de los aprendices,
encantados de poder interrumpir su trabajo y ver a la bella
dama.
—A ver, los carros de mano. Remy, ve a cargar el
mobiliario de flores de oro; Sylvain, la antecámara en el carro,
y tú, que eres más reposado, lleva el dormitorio. Revisemos la
nota, madame, y si os place os firmaré el recibo.
—He aquí seis dobles luises, y devolvedme un luis
simple.
—Aquí tenéis dos escudos de seis libras, madame.
—De los que daré uno a estos mozos si me demuestran su
competencia —dijo la condesa.
Una hora después había alquilado el tercer piso, y no
habían pasado dos horas cuando ya el salón, la antecámara y el
dormitorio estaban amueblados y tapizados.
El escudo de seis libras fue ganado por Landry, Remy y
Sylvain casi a los diez minutos.
Una vez estuvo el alojamiento transformado, los cristales
limpios y la chimenea encendida, Juana se dedicó a su arreglo
personal, saboreando la felicidad de dos horas, la felicidad de
pisar una buena alfombra y sentir a su alrededor una atmósfera
cálida, respirar el perfume de algunas flores en los vasos
japoneses…
Fingret no había olvidado los brazos dorados que
sostenían las bujías a cada lado de los espejos, y los
candelabros, bajo la llama de los cirios, se irisaban con todos
los matices del arco iris.
Fuego, cirios, flores, rosas perfumadas en el paraíso que
Juana destinaba a su excelencia.
Prestó incluso atención a lo que la puerta de la alcoba,
coquetonamente entreabierta, dejaba ver: un bonito fuego a
cuyos reflejos relucían los pies de los sillones, la madera del
lecho y los morillos de De Pompadour, las cabezas de las
quimeras sobre las cuales se había posado el pie encantador de
la condesa.
La coquetería de Juana no se detenía ahí. Si el fuego
realzaba el interior de esta cámara misteriosa, si los perfumes
denunciaban a la mujer, la mujer denunciaba una raza, una
belleza, un espíritu y un gusto dignos de una eminencia.
Juana puso en su arreglo personal un cuidado del cual el
caballero de la Motte, su marido ausente, le hubiera pedido
cuentas. La mujer fue digna del apartamento y del mobiliario
alquilado al maestro Fingret.
Después de una ligera comida, a fin de conservar su
presencia de espíritu y su elegante palidez, Juana se hundió en
un gran sillón cerca del fuego.
Con un libro en la mano y una chinela sobre un taburete,
esperó, escuchando el tic-tac del péndulo y los ruidos lejanos
de los carruajes, que raramente turbaban la tranquilidad del
desierto de Marais.
Esperaba. El reloj dio las nueve, las diez y las once, y
nadie llegaba, ni en carruaje ni a pie.
¡Las once! Era, sin embargo, la hora de los prelados
galantes que, habiendo acrecentado su caridad en una cena de
arrabal, y no teniendo nada más que dar veinte vueltas de
rueda para entrar en la calle Saint-Claude, se jactaban de ser
humanos, filántropos y religiosos.
La medianoche sonó lúgubremente en las Filles-du-
Calvaire.
Ni prelado ni carruaje; las bujías comenzaron a palidecer
llenando de capas diáfanas las arandelas de cobre dorado. El
fuego, renovado con suspiros, se estaba transformando en
brasas, después en ceniza. Hacía un calor africano en ambas
cámaras.
La vieja sirvienta, que se había acicalado poniéndose en
el gorro unas cintas pretenciosas, al inclinar la cabeza cuando
se dormía debajo de la bujía, sus adornos se deterioraban,
debido a la llama o a las gotas de cera.
A las doce y media, Juana se levantó furiosa del sillón
que había abandonado más de cien veces aquella noche, para
abrir la ventana y mirar ávidamente en las profundidades de la
calle, tranquila como antes de la creación del mundo.
Por fin desistió, rehusó cenar, licenció a la vieja, cuyas
preguntas comenzaban a importunarla, y sola, en medio de sus
tapicerías de seda, bajo sus bellas cortinas y en su excelente
lecho, no durmió mejor que la víspera, porque la víspera su
inconsciencia, nacida de la esperanza, la hacía más feliz.
Sin embargo, a fuerza de dar vueltas, de crisparse, de
desesperarse contra su mala suerte, Juana encontró una excusa
para el cardenal. Lo primero: que era cardenal, gran limosnero,
que tenía mil asuntos inquietantes y, por consiguiente, más
importantes que una visita a la calle de Saint-Claude.
Después, esta otra excusa: él no conocía a esta pequeña
condesa de Valois, circunstancia muy consoladora para Juana.
¡Oh, realmente habría sido más desolador si monsieur de
Rohan hubiese faltado a su palabra después de su primera
visita!
Esta razón que se dio Juana a sí misma necesitaba una
prueba para parecer buena, y no dudó: saltó del lecho,
encendió las mariposas de la lamparilla y se miró largo tiempo
al espejo. Después del examen sonrió, apagó las mariposas y
se acostó. La excusa era buena.
XV.- EL CARDENAL DE ROHAN

A la mañana siguiente, Juana, sin descorazonarse, comenzó su


arreglo personal y el del apartamento.
El espejo le había demostrado que monsieur de Rohan
acudiría por poco que él hubiera oído hablar de ella.
Eran las siete y el fuego del salón ardía en todo su
esplendor cuando una carroza rodó por la cuesta de la calle
Saint-Claude.
Juana no tuvo tiempo de acercarse a la ventana ni de
impacientarse. De la carroza descendió un hombre envuelto en
un grueso abrigo; después, la puerta de la casa se cerró a su
espalda y la carroza se dirigió a una pequeña calle vecina, en
espera del regreso del dueño.
Pronto sonó la campanilla, y el corazón de Juana de la
Motte batió tan fuerte que los latidos se podían oír.
Pero, avergonzada de ceder a una emoción tan poco
razonable, Juana ordenó silencio a su corazón, colocó lo mejor
que le fue posible un bordado en la mesa, una partitura nueva
en el clavecino y una gaceta en el rincón de la chimenea.
Al cabo de unos segundos, el ama Clotilde le anunció a la
condesa:
—La persona que os escribió anteayer.
—Hacedla entrar.
Un paso ligero, zapatos crujientes, un hermoso personaje
vestido de terciopelo y seda, alta la cabeza y pareciendo tener
la estatura de diez codos, fue lo que vio Juana al levantarse
para recibirlo.
Se había sentido impresionada desagradablemente por el
«incógnito» guardado por la «persona».
Así, decidiéndose a tomar la ventaja de la mujer que ha
reflexionado, preguntó, no con acento de protegida, sino de
protectora:
—¿A quién tengo el honor de hablar?
El príncipe miró a la puerta del salón, tras la cual Clotilde
había desaparecido.
—Soy el cardenal de Rohan.
A lo que Juana de la Motte, fingiendo enrojecer y
confundirse en humildades, respondió con una reverencia
digna de hacérsela a los reyes.
Después acercó un sillón, y en lugar de sentarse en una
silla, como aconsejaba el respeto, se acomodó en el gran sitial.
El cardenal, viendo que cada uno podía colocarse a su
gusto, puso su sombrero sobre la mesa, y mirando cara a cara a
Juana, que le contemplaba también, dijo:
—¿Es verdad, mademoiselle…?
—Madame —precisó Juana.
—Perdón, lo olvidaba. ¿Es, pues, verdad, madame…?
—Mi marido es el conde de la Motte, monseñor.
—Perfectamente. ¿Gendarme del rey o de la reina?
—Sí, monseñor.
—¿Y vos, madame, decís que sois una Valois?
—Valois, monseñor.
—¡Gran nombre! —dijo el cardenal, cruzando las piernas
—. Un nombre raro, extinguido.
Juana adivinó la duda del cardenal.
—Extinguido, no, monseñor, puesto que yo lo llevo y
tengo un hermano barón de Valois.
—¿Reconocido?
—No es necesario que sea reconocido, monseñor; mi
hermano puede ser rico o pobre, pero no por eso dejará de ser
nacido barón de Valois.
—Madame, explicadme a grandes rasgos esta genealogía,
os lo ruego. Vos me interesáis; me gustan los blasones.
Juana contó, simplemente, lo que el lector sabe ya.
El cardenal escuchaba y la miraba. No se tomaba el
trabajo de disimular sus impresiones. ¿Para qué? No creía ni
en el mérito ni en la cualidad de Juana; la veía hermosa y
pobre, y pensaba que era bastante.
Juana, que se apercibía de todo, adivinó la triste
impresión que producía al futuro protector.
—Entonces —dijo el cardenal, con indiferencia—, habéis
sido realmente desgraciada.
—No me quejo, monseñor.
—Creo que se me han exagerado mucho vuestras
dificultades.
Y miró a su alrededor.
—Este alojamiento es cómodo, agradablemente
amueblado.
—Para una modistilla, sin duda —replicó duramente
Juana, impaciente para ir a su tema.
El cardenal hizo un movimiento.
—¿Consideráis este mobiliario propio de una modistilla?
—Yo no creo, monseñor, que pudierais llamarlo un
mobiliario de princesa.
—Y vos sois princesa —dijo él, con una de esas
imperceptibles ironías que sólo los espíritus muy distinguidos
o las gentes de noble raza tienen el secreto de mezclar en su
charla, sin llegar a ser impertinentes.
—Yo he nacido Valois, monsieur, como vos Rohan. Esto
es todo lo que yo sé.
Estas palabras fueron pronunciadas con la dignidad del
desgraciado que se rebela; con la entereza de la mujer que se
sabe desconocida; fueron tan severas y tan sencillas a la vez,
que el príncipe no se sintió herido, pero el hombre se sintió
emocionado.
—Madame, olvidaba que mi primera palabra ha debido
ser una excusa. Yo os escribí que vendría ayer, pero tuve un
compromiso en Versalles debido a la recepción con que se
honró al comendador de Suffren. Y tuve que aplazar el placer
de visitaros.
—Monseñor, me hacéis demasiado honor al haber
pensado hoy en mí, y el conde de la Motte, mi marido,
lamentará aún más vivamente el exilio en que le retiene la
miseria, porque ese exilio le impide gozar de tan ilustre
presencia.
La palabra «marido» llamó la atención del cardenal.
—¿Vivís sola, madame?
—Absolutamente sola, monseñor.
—Es valiente en una mujer tan joven y tan linda.
—Es simple, monseñor, por parte de una mujer que se
sentirá desplazada en una sociedad de la cual su pobreza la
aleja.
—Parece que los genealogistas no han contrastado
vuestra genealogía.
—¿Y de qué me sirve? —dijo desdeñosamente Juana,
echando hacia atrás, con un gesto encantador, los pequeños
bucles empolvados de sus sienes.
El cardenal acercó su sillón al fuego, para calentarse los
pies.
—Madame, quisiera saber en qué puedo seros útil.
—En nada, monseñor.
—¿Cómo en nada?
—Vuestra Eminencia me colma de honor, ciertamente.
—Hablemos con más franqueza.
—Yo no sabría ser más franca de lo que soy, monseñor.
—Vos os quejabais hace un momento —dijo el cardenal,
mirando alrededor como para hacer notar a Juana lo que él
había dicho sobre el mobiliario de la modistilla.
—Sí, es cierto; me quejaba.
—¿Entonces, madame?
—Monseñor; veo que Vuestra Eminencia desea darme
una limosna, ¿no es eso?
—Madame…
—No os preocupéis; antes aceptaba limosnas, pero no las
aceptaré más.
—¿Por qué?
—Monseñor, ya he sido bastante humillada durante
mucho tiempo, y no puedo soportarlo más.
—Madame, confundís las palabras. En la desgracia no
hay deshonra.
—¿Ni con el nombre que llevo? ¿Mendigaríais vos,
monsieur de Rohan?
—Yo no hablo de mí —dijo el cardenal, con cierto
embarazo mezclado de altivez.
—Monseñor, yo no conozco más que dos formas de
mendigar: en carroza o a la puerta de una iglesia; con oro y
terciopelo o con harapos. Yo no esperaba el honor de vuestra
visita; me creía olvidada.
—¿Sabíais, pues, que era a mí a quien habíais escrito?
—¿No he visto vuestras armas en el sello de la carta que
me habéis hecho el honor de escribirme?
—Sin embargo, no habéis demostrado reconocerme.
—Porque vos no me habíais hecho el honor de haceros
anunciar.
—Muy bien, vuestro orgullo me place —dijo vivamente
el cardenal, mirando con atención los ojos animados y el rostro
altivo de Juana.
—Yo diría que había tomado antes de veros la resolución
de dejar este miserable manto que vela mi miseria, que cubre
la desnudez de mi nombre, y de ir con mis andrajos como toda
mendiga cristiana a implorar el pan, no al orgullo, sino a la
caridad de los transeúntes.
—Vos no estaréis en el límite de vuestros recursos,
madame.
Juana no respondió.
—Vos tendréis alguna tierra, aunque esté hipotecada;
joyas de familia; por ejemplo, esto.
Y señaló una caja con la que jugaban los dedos blancos y
delicados de la joven.
—¿Esto?
—Una caja original. ¿Me permitís? Ah, un retrato.
—¿Conocéis el original de ese retrato? —preguntó Juana.
—Es el de María Teresa.
—¿De María Teresa?
—Sí, la emperatriz de Austria.
—¿De verdad? —preguntó Juana—. ¿Lo creéis así,
monseñor?
El cardenal examinó la caja con atención.
—¿Cómo ha llegado a vuestras manos?
—Es propiedad de una dama que vino anteayer.
—¿A vuestra casa?
—A mi casa.
—¿Una dama?
El cardenal volvió a examinar la cajita con mayor
atención.
—Rectifico, monseñor: vinieron dos damas.
—¿Y una de ellas os regaló esta caja? —preguntó él, con
desconfianza.
—No me la dio.
—¿Y por qué la tenéis vos?
—La olvidó aquí.
El cardenal se quedó tan pensativo, que la condesa de
Valois le miró intrigada, pensando que debía ponerse en
guardia.
Después, el cardenal levantó la cabeza, y mirando
atentamente a Juana, le dijo:
—¿Y cómo se llama esta dama? Perdonadme por
interrogaros, pues parece que me haya convertido en un juez.
—En efecto, monseñor; el interrogatorio es un poco
extraño.
—Indiscreto quizá, pero extraño…
—Extraño si yo conociera a la dama que se ha dejado
aquí este tarjetero. Ya se lo habría devuelto. Sin duda ella lo
tiene en estima y yo no quisiera pagar con una inquietud de
cuarenta y ocho horas su generosa visita.
—¿Vos no la conocéis?
—No; sólo sé que es una dama directora de una Casa de
Caridad.
—¿De París?
—De Versalles.
—¿De Versalles? ¿La superiora de una Casa de Caridad?
—Monseñor, yo acepto favores de las mujeres; las
mujeres no humillan a una mujer pobre llevándole socorros, y
esa dama puso cien luises sobre mi chimenea al despedirse.
—¡Cien luises! —dijo el cardenal, con sorpresa; después,
viendo que podría herir la susceptibilidad de Juana, pues ella
hizo un movimiento, agregó—: Perdón, madame. No me
asombra que se os haya dado esa cantidad. Merecéis la
solicitud de las gentes caritativas y vuestro nacimiento lo
convierte en una ley. Es el título de Dama de Caridad lo que
me asombra. Las Damas de Caridad no acostumbran a dar
limosnas tan cuantiosas. ¿Podríais decirme cómo es esa dama,
condesa?
—No es fácil, monseñor —repuso Juana para aguzar la
curiosidad de su interlocutor.
—¿No es fácil? Puesto que ha venido aquí…
—Era dama, y como no quería ser reconocida, se
ocultaba el rostro con un capuchón bastante amplio, y llevaba
un abrigo de pieles. Sin embargo…
—¿Sin embargo…?
—Creí ver…, pero no lo afirmo.
—¿Qué visteis?
—Unos ojos azules.
—¿Y la boca?
—Pequeña, y labios un poco gruesos, el labio inferior
sobre todo.
—¿Alta?
—Talla mediana.
—¿Las manos?
—Perfectas.
—¿El cuello?
—Esbelto.
—¿El rostro?
—Sereno y noble.
—¿El acento?
—Ligeramente forastero. ¿Conocéis quizá a esa dama,
monseñor?
—¿Cómo puedo conocerla, señora condesa?
—Por la manera con que me interrogáis, monseñor, o por
la simpatía que todos los que realizan buenas obras sienten por
los que también las prodigan.
—No, madame, no; no la conozco.
—Sin embargo, monseñor, si vos tenéis alguna
sospecha…
—¿Sospecha, yo?
—Inspirada por este retrato, por ejemplo.
—Ah… —murmuró el cardenal, temiendo haber ido
demasiado lejos con sus sospechas—. Sí, este retrato…
—¿Este retrato, monseñor?
—Este retrato me hace el efecto de ser…
—El de la emperatriz María Teresa, ¿verdad?
—Yo creo que sí.
—¿Entonces, pensáis…?
—Creo que habéis recibido la visita de alguna dama
alemana, quizá de las que han fundado una Casa de Caridad.
—¿En Versalles?
—En Versalles.
El cardenal se calló, pero se veía que todavía dudaba y
que aquella carterita en casa de la condesa había aumentado
sus recelos.
Lo que Juana no comprendía, lo que trataba inútilmente
de explicarse era el recóndito pensamiento del príncipe, en el
que sospechaba un lazo tendido con apariencias de cortesía.
Ella sabía el interés que el cardenal ponía en los asuntos de la
reina. Era un rumor de la corte, pero que no era un secreto para
nadie el cuidado que ponían ciertos enemigos en prolongar la
animosidad entre la reina y su gran limosnero.
Ese retrato de María Teresa, ese tarjetero que el cardenal
había visto tantas veces en sus manos, ¿cómo estaba en las de
Juana, la mendiga? ¿Realmente había visitado la reina este
pobre alojamiento? Si efectivamente lo había hecho, ¿no
descubrió su personalidad a los ojos de Juana? ¿O, por un
motivo cualquiera, ésta se callaba el honor que había recibido?
El prelado dudaba. Dudaba ya la víspera. El nombre De
Valois le había enseñado a mantenerse en guardia, y ahora no
se trataba de una mujer pobre, sino de una mujer socorrida
personalmente por la reina.
¿María Antonieta era caritativa hasta ese punto? Mientras
el cardenal forcejeaba con sus dudas, Juana, que no le perdía
de vista y que ninguna reacción del príncipe se le escapaba,
pasaba unos momentos angustiosos.
El silencio, embarazoso para los dos, lo resolvió el
cardenal preguntando:
—Y la dama que acompañaba a vuestra bienhechora, ¿la
visteis bien? ¿Podríais darme algún detalle?
—Ah, sí, la vi perfectamente. Es alta y bella, en su rostro
se advierte decisión y su piel parece de seda.
—¿Y la otra dama no la nombró alguna vez?
—En una ocasión, y por su nombre de pila.
—¿Recordáis el nombre?
—Andrea.
—¿Andrea? —exclamó el cardenal sin reprimir su
estupor y sin que su gesto, como todos los anteriores, pasase
inadvertido a la condesa de la Motte.
El cardenal sabía ya a qué atenerse, pues el nombre de
Andrea bastó para desechar las dudas que aún abrigaba. Se
sabía que la reina había ido a París con mademoiselle de
Taverney, y una historia que hablaba de que se había retrasado,
de que hubo una puerta cerrada, de una querella conyugal
entre el rey y la reina corría por todo Versalles.
El cardenal respiró al ver que no había ni lazo ni complot
en la calle de Saint-Claude, y Juana de la Motte le pareció tan
bella y tan pura como un ángel. Sin embargo, había que
intentar una última prueba. El príncipe era diplomático.
—Condesa, os confieso que hay una cosa que me
asombra.
—¿Cuál, monseñor?
—Que con vuestro nombre y vuestros títulos no os hayáis
dirigido al rey.
—¿Al rey?
—Sí.
—Monseñor, he enviado veinte memoriales, veinte
súplicas al rey.
—¿Sin resultado?
—Sin resultado.
—Aparte el rey, los príncipes habrían atendido vuestras
reclamaciones. El duque de Orleáns es caritativo, y muchas
veces llega adonde no llega el rey.
—También me he dirigido a Su Alteza el duque de
Orleáns, pero inútilmente.
—¿Inútilmente? ¡Me asombra!
—Cuando no se es rico, o cuando no median
recomendaciones, muchos memoriales se extravían en la
antecámara de los príncipes.
—Pero queda todavía el conde de Artois.
—Ha ocurrido con el conde de Artois lo mismo que con
Su Alteza el duque de Orleáns, lo mismo que con Su Majestad.
—También están Sus Altezas, las tías del rey. O me
engaño mucho o han debido responder favorablemente.
—No, monseñor.
—Por Dios… No puedo creer que Elizabeth, la hermana
del rey, haya desatendido vuestras súplicas.
—Su Alteza Real me prometió recibirme, pero no sé qué
ha ocurrido para que después de recibir a mi marido no haya
querido más contactos con nosotros, y después de insistir en
mis súplicas, de ella no he vuelto a saber nada.
—Es muy raro —dijo el cardenal, y de repente, como si
acabara de asaltarle un imprevisto pensamiento, dijo—: Por
Dios, nos olvidamos…
—¿De qué?
—La persona a la cual vos debisteis dirigiros antes que a
nadie.
—¿A quién debí dirigirme?
—A la dispensadora de los favores, a la que jamás ha
rehusado un socorro merecido, a la reina.
—¿A la reina?
—Sí, a la reina. ¿La habéis visto?
—Jamás —respondió Juana con la mayor sencillez.
—¿Vos no habéis dirigido una súplica a la reina?
—Jamás.
—¿No habéis tratado de que Su Majestad os concediese
una audiencia?
—Lo he intentado, pero no lo he conseguido.
—Debisteis buscar la manera de que os viese en alguno
de sus paseos. Pudo ser un medio para haceros llamar a la
corte.
—No lo he empleado jamás.
—Verdaderamente, madame, me decís cosas increíbles.
—Yo no he estado más que dos veces en Versalles y yo
no he visto más que a dos personas, al doctor Louis que cuidó
a mi desgraciado padre en el Hótel-Dieu, y al barón de
Taverney, a quien se me había recomendado.
—¿Y qué os dijo el barón? Le habría sido fácil
presentaros a la reina.
—Me dijo que había sido muy inhábil.
—¿Por qué?
—Opinó que la invocación de mi parentesco con la
familia real tenía que contrariar a Su Majestad, porque los
parientes pobres sólo valen para humillar.
—El barón fue egoísta y brutal —dijo el príncipe.
Después, pensando en la visita de Andrea a la condesa, se
dijo: «Es curioso; el padre rechaza la solicitud y la reina trae a
la hija a esta casa. De esta contradicción tiene que extraerse
alguna conclusión.»
—Me maravilla oírle decir a una solicitante, a una mujer
de la antigua nobleza, que no ha visto nunca ni al rey ni a la
reina.
—Si no es en pintura… —dijo Juana, sonriendo.
—Muy bien —repuso el cardenal, convencido de la
ignorancia y de la sinceridad de la condesa—. Si es preciso, yo
mismo os llevaré a Versalles, y os haré abrir las puertas.
—¡Oh, monseñor, cuánta bondad! —exclamó la condesa
con alborozo.
El cardenal se le acercó, diciéndole:
—Y es imposible que antes de poco tiempo todo el
mundo no se interese por vos.
—Ay, monseñor… ¿Vos lo creéis sinceramente?
—Estoy seguro.
—Creo que tratáis de halagarme, monseñor —dijo Juana
de la Motte mirando fijamente al cardenal, cuyo repentino
cambio debió de sorprender a la condesa, toda vez que diez
minutos antes la trató con una superficialidad muy manifiesta.
La mirada de Juana, lanzada como la flecha de un
arquero, hirió al cardenal, quizá en su corazón, quizá en su
sensualidad. Todo eso encerraba o el fuego de la ambición o el
fuego del deseo, pero fuera lo que fuese, allí asomaba el fuego.
El cardenal, que conocía a las mujeres, se confesó que
había visto pocas tan seductoras.
«¡Ah, a fe mía! —se dijo con este segundo pensamiento
eterno de las gentes de la corte, educadas para la diplomacia
—. ¡Ah, a fe mía! Sería demasiado extraordinario y demasiado
feliz que yo volviese a encontrar, lo mismo que una honrada
mujer a quien la astucia ha colocado en la miseria, a una
protectora todopoderosa.»
—Monseñor —interrumpió la condesa—, de vez en
cuando os encerráis en un silencio que me inquieta;
perdonadme que os lo diga.
—¿Por qué, condesa?
—Un hombre como vos sólo carece de cortesía con dos
clases de mujeres.
—¿Qué me vais a decir, condesa? Confieso que me
asustáis.
—Sí —repuso la condesa—, con dos clases de mujeres;
lo he dicho y lo repito.
—¿Cuáles?
—Con las mujeres a las que se ama demasiado o con las
mujeres a las que no se estima bastante.
—Condesa, me hacéis enrojecer. ¿He sido descortés con
vos?
—Dios mío…
—No digáis nada más, porque sería doloroso.
—Monseñor, vos no podéis quererme demasiado, y yo no
os he dado el derecho de estimarme demasiado poco.
El cardenal cogió la mano de Juana, diciéndole:
—Condesa, me estáis hablando como si estuvierais
disgustada conmigo.
—No, monseñor, porque vos no habéis provocado
todavía mi cólera.
—Ni la provocaré nunca, madame, desde este día en que
tengo el placer de veros y conoceros.
«Mi espejo, mi espejo», pensó Juana.
—Desde hoy —continuó el cardenal— mi solicitud no os
abandonará.
—Cuidado, monseñor —dijo la condesa, que no había
retirado su mano de las del cardenal—. Eso no.
—¿Qué queréis decir?
—No me habléis de vuestra protección.
—Dios no quiera que pronuncie esta palabra. No es a vos
a quien humillaría, sino a mí.
—Entonces, señor cardenal, admitamos una cosa que me
halagará mucho.
—Si es así, madame, admitamos esa cosa.
—Admitamos, monseñor, que vos habéis rendido una
visita de cortesía a madame de la Motte-Valois. Nada más.
—Y nada menos —repuso galante el cardenal.
Y acercando los dedos de Juana a sus labios imprimió en
ellos un largo beso. La condesa retiró la mano.
—Es cortesía —dijo el cardenal con una seriedad
exquisita.
Juana le devolvió la mano, sobre la cual esta vez el
prelado imprimió un beso completamente respetuoso.
—Está bien así, monseñor.
El cardenal se inclinó.
—Sabed —continuó la condesa— que ocupar un sitio,
por insignificante que sea, en la memoria de un hombre tan
eminente y tan ocupado como vos, me consolará durante un
año.
—¿Un año? Es muy corto… Esperemos más, condesa.
—No digo que no, señor cardenal —respondió ella
sonriendo.
«Señor cardenal» era una familiaridad que por segunda
vez hacía culpable a Juana de la Motte. El prelado, irritable en
su orgullo, hubiera podido sorprenderse, pero las cosas habían
llegado a un punto que no sólo no se sorprendió, sino que se
sintió satisfecho como si le hubieran concedido un favor.
—Ah, la confianza… —exclamó él, aproximándose
todavía más—. Tanto mejor, tanto mejor.
—Tengo confianza, monseñor, porque yo siento en
Vuestra Eminencia…
—Decidme «monsieur» desde ahora, condesa.
—Es preciso perdonadme, monseñor; yo no conozco la
corte. Digo, pues, que siento confianza porque vos sois capaz
de comprender un espíritu como el mío, inquieto y audaz, y un
corazón puro. A pesar de las pruebas de la miseria, a pesar de
los ataques que me han dirigido innobles enemigos, Vuestra
Eminencia sabrá tomar de mí, de mis palabras, lo que hay de
digno en ellas. Vuestra Eminencia sabrá ser indulgente.
—Henos amigos, madame. ¿Está firmado, jurado?
—Eso es lo que deseo.
El cardenal se levantó y avanzó hacia Juana de la Motte,
pero como tenía los brazos un poco más abiertos como para un
simple juramento, ágil y graciosamente la condesa evitó el
cerco.
—Amistad entre tres —dijo ella con un inimitable acento
de coquetería y de inocencia.
—¿Cómo amistad entre tres?
—¿Acaso no hay un pobre gendarme, un exiliado que se
llama el conde de la Motte?
—Oh, condesa…, ¡qué deplorable memoria poseéis!
—Es preciso que yo os hable de él, puesto que vos no lo
hacéis.
—¿Sabéis por qué yo no hablo de él, condesa?
—¿Por qué?
—Porque él hablará siempre bastante de sí mismo; los
maridos no se olvidan jamás, creedme.
—¿Y si él habla de sí mismo?
—Entonces se hablará de vos, entonces se hablará de
nosotros.
—¿Cómo es posible?
—Se dirá, por ejemplo, que el conde de la Motte ha
encontrado bien, o ha encontrado mal, que el cardenal de
Rohan visite tres, cuatro o cinco veces por semana a la
condesa de la Motte, en la calle de Saint-Claude.
—Pero vos no diréis tanto, señor cardenal. ¿Tres, cuatro,
cinco veces por semana?
—¿Dónde estaría la amistad entonces, condesa? Yo he
dicho cinco veces, y me he equivocado. Serán seis o siete, las
que haga falta, sin contar los días bisiestos.
Juana se echó a reír.
El cardenal notó que por primera vez hacía honor a sus
bromas, y se sintió halagado.
—¿Impediréis vos que no se hable? ¿Sabéis que es
imposible?
—Sí.
—¿Y cómo?
—De un modo muy simple; con derecho o sin él, el
pueblo de París me conoce.
—Cierto, tenéis razón, monseñor.
—Pero vos tenéis la desgracia de que no se os conozca.
—Justo.
—Soslayemos la cuestión.
—Soslayada; es decir…
—Si vos queréis…, si, por ejemplo….
—Acabad.
—¿Y si vos salís, en lugar de hacerme salir a mí?
—¿Que yo vaya a vuestro palacio, monseñor?
—Vois iríais a casa de un ministro.
—Un ministro no es un hombre, monseñor.
—Sois adorable. No se trata de un palacio; tengo una
casa…
—Un nido, digamos la palabra justa.
—No, una casa de vuestra propiedad.
—¿Una casa que me pertenece? ¿Dónde? Yo no sabía que
tuviera una casa.
El cardenal se levantó a la vez que decía:
—Mañana, a las diez recibiréis su dirección.
La condesa enrojeció, y el cardenal le tomó galantemente
la mano. Y esta vez el beso fue respetuoso y a la vez tierno y
audaz.
Entonces se saludaron con esa especie de ceremoniosidad
risueña que indica una próxima intimidad.
—Alumbrad a monseñor, ama Clotilde.
La vieja apareció con una luz en la mano, precediendo al
prelado.
«Creo, pues todo lo afirma —se dijo Juana— que hoy he
dado un gran paso en el mundo.»
«Vamos, vamos… —pensó el cardenal mientras subía a
su carroza—. Hoy he hecho un doble negocio. Esta mujer
tiene demasiado espíritu para no conquistar a la reina cuando
me ha conquistado a mí.»
XVI.- MESMER Y SAINT-MARTIN

Hubo un tiempo en que París, libre de negocios y lleno de


oportunidades, se apasionaba por las cuestiones que hoy son
monopolio de los ricos, de los que se llaman inútiles, de los
sabios o de los perezosos.
En 1784, o sea en la época en que nosotros estamos, la
cuestión de moda que flotaba por encima de todo y se detenía
en las cabezas un poco elevadas, como hace la niebla en las
montañas, era el mesmerismo, una ciencia misteriosa y mal
definida por sus inventores, que no teniendo necesidad de
democratizar un descubrimiento, había tomado el nombre de
un hombre, de un título aristocrático, en lugar de uno de esos
nombres de ciencia arrancados del griego, con la ayuda de los
cuales la pública modestia de los sabios modernos vulgariza
hoy todo elemento científico.
En efecto, ¿para qué democratizar en 1784 una ciencia?
El pueblo, que desde hacía un siglo y medio no había sido
consultado por los que lo gobernaban, ¿contaba para algo en el
Estado?
No; el pueblo era la tierra fecunda que aportaba la
espléndida cosecha que había levantado, pero el dueño de la
tierra era el rey y los cosechadores eran la nobleza.
Hoy todo ha cambiado. Francia se parece a un viejo reloj
de arena: durante novecientos años marcó la hora de la
realeza; el dedo poderoso del Señor le dio vuelta, y durante
siglos iba a marcar la hora del pueblo.
En 1784 era, pues, una recomendación que algo llevase el
nombre de un nombre, y hoy, por el contrario, el éxito sería un
nombre de algo.
Pero abandonemos este «hoy en día», para volver los ojos
hacia el ayer. Frente a la eternidad, ¿qué valor tiene la
distancia de medio siglo? La misma que existe entre la víspera
y el día siguiente.
El doctor Mesmer estaba en París, como María Antonieta
nos lo dio a conocer por sí misma, pidiendo permiso al rey
para hacerle una visita.
Que se nos permita, pues, decir algunas palabras sobre el
doctor Mesmer, cuyo nombre, aún hoy, retiene un pequeño
número de adeptos, y en esa época que intentamos pintar se
encontraba en todas las bocas.
Hacia 1777, el doctor Mesmer había llegado de
Alemania, ese país de los sueños brumosos, trayendo una
ciencia todavía más llena de nubes y de relámpagos. Al
resplandor de esos relámpagos, el sabio no veía más que las
nubes que formaban alrededor de su cabeza una bóveda
sombría; el vulgo no veía más que las luces.
Mesmer había debutado en Alemania con una tesis sobre
la influencia de los planetas. Había tratado de establecer que
los cuerpos celestes, en virtud de la fuerza que producen sus
atracciones, ejercen cierta influencia sobre los cuerpos
animados, y particularmente sobre el sistema nervioso, por
medio de un fluido sutil que llena el universo. Pero esta
primera teoría era bastante abstracta. Era preciso, para
comprenderla, estar iniciado en la ciencia de Galileo y de
Newton. Era una mezcla de grandes variedades astronómicas
con los sueños astrológicos, que no podía, no digamos
popularizarse, pero sí aristocratizarse, porque fue necesario
para esto que el cuerpo de la nobleza se convirtiera en
sociedad de sabios. Mesmer abandonó, pues, este primer
sistema para dedicarse al de los imanes.
Los imanes, en esa época, eran muy estudiados; sus
facultades simpáticas o antipáticas proporcionaban a los
minerales una vida casi parecida a la humana, prestándoles las
dos grandes pasiones de la humanidad: el amor y el odio. En
consecuencia, se atribuía a los imanes virtudes sorprendentes
para la curación de las enfermedades. Mesmer unía la acción
de los imanes a su primer sistema e hizo ensayos para ver lo
que podría deducir de esa unión.
Desgraciadamente para Mesmer, encontró al llegar a
Viena un rival ya establecido. El rival se llamaba Hall y
pretendía que Mesmer le había robado sus procedimientos.
Ante esta situación, Mesmer, que era hombre de imaginación,
declaró que abandonaría los imanes como inútiles y que no
curaría más por el magnetismo mineral, sino por el
magnetismo animal.
Esta palabra, pronunciada como una palabra nueva, no
describía, sin embargo, un descubrimiento nuevo; el
magnetismo conocido desde la antigüedad, empleado en las
iniciaciones egipcias y en el pitonismo griego, se había
conservado en la Edad Media en calidad de tradición; algunos
fragmentos de esta ciencia habían ocasionado los brujos de los
siglos xiii, xiv y xv.
Muchos murieron en la hoguera, y confesaron, en medio
de las llamas, la religión extraña de la cual eran los mártires.
Urbano Grandier44 no era más que un magnetizador.
Mesmer había oído hablar de los milagros de esta ciencia.
José Bálsamo, el héroe de uno de nuestros libros, había
dejado la huella de su paso en Alemania, sobre todo en
Estrasburgo, Mesmer se dedicó al estudio de esta ciencia,
esparcida y desparramada como esos fuegos fatuos que corren
por la noche por encima de los estanques; en fin, hizo una
teoría completa, un sistema uniforme al cual dio el nombre de
mesmerismo.
Mesmer, llegado a este punto, comunicó su sistema a la
Academia de Ciencias de París, a la Sociedad Real de Londres
y a la Academia de Berlín; las dos primeras no le
respondieron; la otra dijo que era un loco.
Mesmer se acordó del filósofo griego que negaba el
movimiento y al cual su antagonista confundió poniéndose a
caminar45. Vino a Francia, tomó de manos del doctor Storck y
del oculista Wenzel una muchacha de diecisiete años atacada
de una enfermedad al hígado y de aneurosis, y después de tres
meses de tratamiento, la enferma estaba curada, la ciega podía
ver.
Esta curación convenció a mucha gente, y, entre otros, a
un médico llamado Deslon, que de enemigo se convirtió en
apóstol.
A partir de este momento, la reputación de Mesmer fue
creciendo; la Academia se declaró contra el novato y la corte
se declaró en favor de él; las negociaciones fueron iniciadas
por el Ministerio para invitar a Mesmer a enriquecer a la
humanidad con la publicación de su doctrina. El doctor fijó su
precio. Se regateó. De Breteuil le ofreció, en nombre del rey,
una renta de veinte mil libras y diez mil para iniciar a tres
personas, indicadas por el Gobierno, en la práctica de sus
procedimientos. Pero Mesmer, indignado por la parsimonia
real, rehusó y partió para las aguas de Spa con algunos de sus
enfermos.
Una catástrofe inesperada amenazaba a Mesmer. Deslon,
su alumno Deslon, poseedor de los famosos secretos que
Mesmer había rehusado vender por treinta mil libras anuales,
abrió en su casa un tratamiento público con el método
mesmeriano.
Mesmer supo esta dolorosa nueva, gritó denunciando el
robo, el fraude; creyó volverse loco. Entonces uno de sus
enfermos, un tal De Bergasse, tuvo la feliz idea de poner la
ciencia del ilustre profesor en comandita y se creó un comité
de cien personas con el capital de trescientas cuarenta mil
libras, con la condición de que se revelaría la doctrina a los
accionistas. Mesmer, dejando en prenda esta revelación,
abandonó la capital y marchó a París.
La hora era propicia. Hay instantes en la edad de los
pueblos, principalmente aquellos que son épocas de
transformación, en que la nación entera se detiene como
delante de un obstáculo desconocido, duda y siente el abismo,
al borde del cual ha llegado y que adivina sin verle.
Francia se encontraba en uno de estos momentos;
presentaba el aspecto de una sociedad tranquila, cuyo espíritu
únicamente está agitado; de alguna manera se adormecía en
una felicidad ficticia, pero en la cual se entreveía el fin como
cuando al llegar a la linde de un bosque se adivina la llanura
entre los intersticios de los árboles. Esta calma, que no tenía
nada de constante, nada de real, fatigaba; se buscaban por
todas partes emociones, y las novedades, cualesquiera que
fuesen, eran bien recibidas. Se había llegado a ser demasiado
frívolo para ocuparse, como otras veces, en graves cuestiones
de Gobierno y de molinismo46, pero se querellaba a propósito
de música, o se tomaba partido por Gluck o por Puccinni, o se
apasionaban por la Enciclopedia, o se entusiasmaban con las
memorias de Beaumarchais.
La aparición de una ópera nueva preocupaba más las
imaginaciones que el tratado de paz con Inglaterra o el
reconocimiento de la república de Estados Unidos. Era, en fin,
uno de esos períodos en los cuales los espíritus llevados por
los filósofos hacia la verdad, es decir, hacia el desencanto, se
cansan de esta limpidez de lo posible que deja ver el fondo de
todas las cosas y con un paso hacia delante ensaya franquear
los límites del mundo real para entrar en el mundo de los
sueños y de las ficciones.
En efecto, estaba probado que las verdades bien claras,
bien lúcidas, son las únicas que se popularizan prontamente, y
no está menos probado también que los misterios son una
atracción todopoderosa para todos los pueblos.
El pueblo de Francia estaba, pues, arrastrado, atraído de
una forma irresistible por este misterio extraño del fluido
mesmeriano que, según los adeptos, devolvía la salud a los
enfermos, devolvía el juicio a los locos y enloquecía a los
sabios.
Por todas partes se preocupaban de Mesmer. ¿Qué había
hecho? ¿Sobre quién había operado sus divinos milagros? ¿A
qué gran señor había devuelto la vista, la fuerza? ¿A qué dama
fatigada de la vigilia o del juego había él aliviado los nervios?
¿A qué muchacha había logrado hacer prever el porvenir en
una crisis magnética?
¡El porvenir! Esta gran palabra de todos los tiempos, este
gran interés de todos los espíritus, solución de todos los
problemas. En efecto, ¿qué era el presente?
Una realeza sin resplandor, una nobleza sin autoridad, un
país sin comercio, un pueblo sin derechos, una sociedad sin
confianza.
Desde la familia real, inquieta y aislada en su trono, hasta
la familia plebeyamente hambrienta en su tugurio, miseria,
vergüenza y miedo por todas partes.
Olvidar a los demás para no pensar más que en uno;
extraer agua de fuentes nuevas, extrañas, desconocidas;
asegurar una vida más larga y una salud inalterable durante la
prolongación de la existencia, arrancar alguna cosa al cielo
avaro, ¿no era esto el objeto de una aspiración, fácil de
comprender, hacia este misterio del cual Mesmer levantaba un
pliegue de velo?
Voltaire había muerto y no había en Francia un solo
estallido de risa, excepto la risa de Beaumarchais, más amarga
todavía que la de su maestro. Rousseau había muerto y no
había en Francia filosofía religiosa. Rousseau quería realmente
haber sostenido la fe en Dios, pero después de que Rousseau
había desaparecido, nadie osaba arriesgarse por miedo de
quedar aplastado bajo su peso.
La guerra había sido en otra época una grave ocupación
de los franceses. Los reyes formaban de este modo el heroísmo
nacional; ahora la única guerra francesa, era una guerra
americana, pero el rey no intervenía personalmente. En efecto,
no se combatía más que por esa cosa desconocida que los
americanos llamaban independencia, una palabra que los
franceses traducían por una abstracción: la libertad.
Y esa guerra lejana, esa guerra que no sólo era contra otro
pueblo, sino que se desarrollaba en otro mundo, acababa de
terminar. Si se consideraba debidamente, ¿no era mejor
ocuparse de Mesmer, ese médico alemán que, por segunda vez
después de seis años, apasionaba a Francia, cuando lord
Cornwalis o Washington estaban tan lejos que era posible que
no se les viese jamás ni al uno ni al otro. Mientras que si
Mesmer estaba allí, se le podía ver, tocar, y, lo que era la
ambición suprema de las tres cuartas partes de París, ser
tocado por él.
Así este hombre, que a su llegada a París no había sido
apoyado por nadie, ni por su compatriota la reina, que, sin
embargo, ayudaba voluntariamente a la gente de su país; este
hombre que sin el doctor Deslon, que le había traicionado
después, hubiera vivido en la oscuridad, este hombre reinaba
verdaderamente sobre la opinión pública, dejando muy detrás
de él al rey, del cual no se había hablado nunca; a de La
Fayette, del cual no se hablaba todavía, y a De Necker, de
quien ya no se hablaba.
Y como si ese siglo hubiera tomado sobre sí la tarea de
dar a cada espíritu según su aptitud, a cada corazón según su
simpatía, a cada cuerpo según sus necesidades, frente a
Mesmer, el hombre del materialismo, se elevaba Saint-Martin,
el hombre del espiritualismo, cuya doctrina venía a consolar
las almas que hería el positivismo del doctor alemán.
Imaginad al ateo con una religión más dulce que la
religión misma; figuraos a un republicano lleno de cortesías y
de atenciones para los reyes, a un gentilhombre de las clases
privilegiadas afectuoso, tierno, amante del pueblo, y os daréis
cuenta por consiguiente del triple ataque de este hombre,
dotado de la elocuencia más lógica y más seductora, contra los
cultos de la tierra, que llaman insensatos por la sola razón de
que son divinos. Imaginaos, en fin, a Epicuro empolvado de
blanco, con traje de brocado, casaca bordada en lentejuelas de
oro, pantalón de satén, con medias de seda y plantillas rojas;
un Epicuro que no contentándose con arrojar fuera a los
dioses, en los cuales no creía, se ocupaba en destruir a los
gobiernos, que menospreciaba como a los cultos, porque jamás
concordaban, y casi siempre llevaban a la humanidad a la
desgracia.
Se rebelaba contra la ley social, a la cual anulaba con dos
palabras, esta ley, castigaba por igual faltas diferentes;
castigaba el efecto, sin apreciar la causa.
Suponed ahora que este tentador que se titulaba el
filósofo desconocido, reunía, para establecer a los hombres en
un círculo de ideas diferentes, todo lo que la imaginación
puede agregar de seductor a las promesas de un paraíso moral,
que en lugar de decir que los hombres son iguales, lo que es un
absurdo, había inventado esta fórmula que parecía escapada de
la boca misma que la niega: «¿Los hombres inteligentes son
reyes?»
Y después daos cuenta de una parecida sentencia moral,
cayendo de golpe en medio de una sociedad sin esperanzas, sin
guías; de una sociedad archisembrada de ideas, es decir, de
riesgos. Notad que en esta época las mujeres son tiernas y
locas, los hombres ávidos de poder, de honores y de placeres,
y que los reyes sentían insegura su corona, sobre la cual por
primera vez, en la sombra, se presentía una mirada curiosa y
amenazante fija en ella. ¿Parecerá, pues, asombroso que esta
doctrina hiciese prosélitos? Esta doctrina que decía a las
almas:
«Escoged entre vosotros el alma superior, pero superior
por el amor, por la caridad, por la voluntad poderosa del bien
amado, del bien que se quiere hacer feliz; después, cuando esta
alma hecha hombre os sea revelada, inclinaos, humillaos,
aniquilad todas las almas superiores, a fin de dejar espacio a la
dictadura de esta alma que tiene por misión rehabilitaros en
vuestro principio esencial, o sea en la igualdad de los
sufrimientos, en el seno de la desigualdad forzosa de las
aptitudes y de las funciones.» Añadid a esto que el filósofo
desconocido se rodeaba de misterio, que adoptaba la sombra
más profunda para discutir en paz, lejos de espías y de
parásitos, la gran teoría social que podía llegar a ser la gran
política del mundo.
«Escuchadme —decía él—, almas fieles, corazones
creyentes; escuchadme y tratad de comprenderme, o más bien
no me escuchéis si tenéis interés y curiosidad por
comprenderme, porque sentiréis pena en ello, y yo no revelaré
mis secretos a cualquiera, ningún ser vulgar me arrancará el
velo. Digo cosas que no quiero de ninguna manera decir, y he
aquí a veces por qué parezco decir otra cosa distinta de lo que
digo.»
Y Saint-Martin tenía razón. Había realmente alrededor de
su obra defensores silenciosos y celosos de sus ideas,
misterioso cenáculo donde nadie podía atravesar su oscuro y
religioso misticismo.
Así trabajaban, por la glorificación del alma y de la
materia, todos soñando en el aniquilamiento de Dios y en el
aniquilamiento de la religión de Cristo, estos dos seres que
habían dividido en dos campos y en dos necesidades todos los
espíritus inteligentes, todas las naturalezas elegidas de Francia.
Así se agrupaban alrededor de la cubeta de Mesmer,
donde borboteaba el bienestar, toda la vida de la sensualidad,
todo el materialismo elegante de esta nación degenerada,
mientras alrededor del libro de los errores y de la verdad, se
reunían las almas piadosas, caritativas, amantes, sedientas de
su realización después de haber saboreado las quimeras.
Si por debajo de todas estas esferas privilegiadas, las
ideas divergían o se embrollaban; si los ruidos que se evadían
de todo ello se transformaban en truenos, o si las luces
llegaban a ser relámpagos, se comprenderá el bosquejo del
estado en el cual vivía la sociedad subalterna, es decir, la
burguesía y el pueblo, lo que más tarde se llamaría la orden
tercera, la cual adivinaba solamente que se ocupaban de ella, y
que en su impaciencia y en su resignación ardía con el deseo
de robar el fuego sagrado, como Prometeo, y de animar un
mundo, que sería el suyo, y en el cual él arreglaría sus propios
asuntos.
Las conspiraciones, bajo la forma de conversación; las
asociaciones, en el plan de círculos; los partidos sociales, en el
estado de cuadrillas, o sea la guerra civil y la anarquía. He
aquí lo que aparecía bajo todo esto al pensador, el cual no
adivinaba todavía la segunda vida de esta sociedad.
¡Ay! Hoy que los velos han sido desgarrados, hoy que los
Prometeos han sido diez veces quemados por el fuego que han
robado ellos mismos, decimos lo que podía prever el pensador
al final de este extraño siglo XVIII; no era sino la
descomposición de un mundo, algo parecido a lo que pasó
después de la muerte de César y antes del advenimiento de
Augusto.
Augusto fue el hombre que separó el mundo pagano del
mundo cristiano, como Napoleón es el hombre que separó el
mundo feudal del mundo democrático.
Quizá acabamos de conducir a nuestros lectores a una
digresión que habrá parecido un poco larga, pero en verdad
hubiera sido difícil hablar de esta época sin rozar con la pluma
las graves cuestiones que forman parte de nuestra carne y de
nuestra vida.
Ahora el esfuerzo está hecho; esfuerzo de un niño que
raspa con su uña la herrumbre de una estatua antigua para leer
bajo su herrumbre una inscripción cuyas tres cuartas partes
han sido borradas.
Volvamos, pues, a la apariencia. Y continuando
ocupándonos de la realidad, diremos demasiado para el
novelista y demasiado poco para el historiador.
XVII.- LA CUBETA

El bosquejo que hemos procurado hacer, en el anterior


capítulo, del tiempo en que se vivía y de los hombres de los
cuales se ocupaban en este instante, puede justificar a los ojos
de nuestros lectores ese empeño inexplicable de los parisienses
por el espectáculo de las curas conseguidas públicamente por
Mesmer.
También el rey Luis XVI, que tenía, si no curiosidad,
aprecio por las novedades que hacían furor en su amada
ciudad de París, había complacido a la reina, con la condición
de que la augusta dama iría acompañada de una princesa; el
rey, digo, había permitido a la reina ir a ver por una vez lo que
todo el mundo ya había visto.
Sucedió a los dos días de la visita que el cardenal de
Rohan había hecho a Juana de la Motte.
El tiempo era más suave y el deshielo había llegado. Un
ejército de barrenderos, felices y orgullosos de acabar con el
invierno, apaleaban, con el ardor del soldado que abre una
trinchera, las últimas nieves pisoteadas y fundidas en sucios
arroyos.
El cielo, azul y límpido, se iluminaba con las primeras
estrellas cuando madame de la Motte, vestida elegantemente,
con todas las apariencias de la riqueza, llegó en un coche de
alquiler que el ama Clotilde había procurado fuera el más
nuevo, y se detuvo en la plaza de la Vendóme, frente a una
imponente mansión cuyas altas ventanas estaban
espléndidamente iluminadas.
Era la mansión del doctor Mesmer.
Además del coche de alquiler de Juana de la Motte, había
delante de esta casa buen número de carruajes y de sillas; y
además, doscientos o trescientos curiosos golpeaban con los
pies el helado pavimento y esperaban la salida de los enfermos
curados o la entrada de los enfermos que se iban a curar.
Estos, casi todos ricos y aristócratas, llegaban en sus
carruajes con sus escudos de armas, se hacían bajar y llevar
por lacayos, y estos coolies de nueva especie, envueltos en
pieles o en mantos de satén, no eran un pequeño consuelo para
los desgraciados, hambrientos y medio desnudos, que
venteaban a la puerta esta prueba evidente que Dios hace a los
hombres sanos o enfermos, sin consultar su árbol genealógico.
Cuando uno de estos enfermos, de tez pálida y miembros
lánguidos, había desaparecido por la gran puerta, un murmullo
salía de los asistentes, y era raro que ese gentío curioso y poco
inteligente, que veía juntarse a la puerta de los bailes o bajo los
pórticos de los teatros toda esa aristocracia ávida de placeres,
no reconociese a tal duque paralizado de un brazo, o de una
pierna, a tal mariscal de campo cuyos pies se negaban a
servirle, más que a causa de las fatigas de la marcha militar a
causa de la obesidad conquistada en las casas de las damas de
la ópera o de la comedia italiana.
Hay que decir que las investigaciones del gentío no se
detenían solamente en los hombres.
También esta mujer que se veía pasar en brazos de sus
«archiduques», la cabeza colgando y la mirada sin brillo, como
las damas romanas que se apoyaban en sus esclavos de
Tesalia, después de las comidas; esta dama, aquejada de
dolores nerviosos, o debilitada por los excesos y las veladas, y
que no había podido ser curada o resucitada por los
comediantes de moda o los ángeles vigorosos de los cuales la
Dugazon podía hacer tan maravillosos relatos, acudía a pedir a
la cubeta de Mesmer lo que había buscado vanamente en otras
partes.
Y no se crea que exageramos a placer el envilecimiento
de las costumbres. Es preciso confesar que en esa época
habían sido asaltadas por la corrupción lo mismo las damas de
la corte que las mujeres de teatro. Estas quitaban a las señoras
del gran mundo sus amantes y sus maridos, y las otras robaban
a las mujeres de teatro sus camaradas y sus «primos» a la
moda de Bretaña.
Algunas de estas damas eran tan conocidas de los
hombres y sus nombres circulaban entre el gentío de una
forma tan ruidosa, que muchas, tratando de evitar esta noche al
menos el ruido y la publicidad, iban a casa de Mesmer con el
rostro cubierto por una máscara de seda.
Este día, que marcaba la mitad de la Cuaresma, había
baile de máscaras en la Ópera, y estas damas no contaban con
abandonar la plaza de la Vendóme más que para trasladarse
inmediatamente al Palais Royal.
Por entre ese gentío, quejicoso y burlón, entre frases de
admiración y sobre todo de murmullos, la condesa de la Motte
cruzó erguida y firme, con su máscara puesta y no dejando
otras huellas de su paso que esta frase repetida de boca en
poca: «Esa no debe de estar muy enferma.»
Sin embargo, esta frase no implicaba la ausencia de
comentarios, pues si madame de la Motte no estaba enferma,
¿qué buscaba en casa de Mesmer?
Si la multitud estuviese, como nosotros, al corriente de
los acontecimientos que acabamos de contar, hubiera
encontrado muy simple este incidente.
En efecto, madame de la Motte tenía necesidad de
reflexionar con detenimiento sobre sus futuras relaciones con
el cardenal de Rohan, y sobre todo había despertado su
curiosidad la particular atención que el cardenal había prestado
al tarjetero, olvidado o perdido en su casa.
Y como en el nombre de la propietaria se reunía toda la
revelación del súbito y gracioso cambio del cardenal, Juana de
la Motte había elegido dos medios para llegar a conocer ese
nombre. Primero recurrió al más simple. Fue a Versalles para
informarse sobre la Oficina de Caridad de las damas alemanas,
y es obvio decir que no recogió ninguna información.
Las damas alemanas que vivían en Versalles eran muchas
a causa de la simpatía que la reina sentía por sus compatriotas;
su número oscilaba entre ciento cincuenta o doscientas. Todas
eran muy caritativas, pero ninguna conocía la existencia de
una Oficina de Caridad.
Juana había, pues, pedido inútilmente información sobre
las dos damas que habían ido a visitarla; había dicho
inútilmente; que una de ellas se llamaba Andrea. No se
conocía en Versalles ninguna dama alemana con este nombre,
por cierto muy poco germano. La búsqueda, pues, no había
aportado ningún resultado satisfactorio.
Preguntar directamente al príncipe de Rohan el nombre
que sospechaba, era dejarle ver que se tenía idea sobre él; y a
continuación retirar el placer y el mérito de un descubrimiento
hecho a pesar de todo el mundo y fuera de todas las
posibilidades.
Ya que había algo misterioso en la visita de estas damas a
casa de Juana, algo misterioso en los asombros y en las
reticencias de monsieur de Rohan, era preciso llegar a saber el
nombre de tantos enigmas.
No había por otra parte una atracción más poderosa para
el carácter de Juana que la lucha con lo desconocido. Había
oído decir que en París, desde hacía algún tiempo, un
iluminado hombre que hacía milagros había encontrado el
medio de expulsar del cuerpo humano las enfermedades y los
dolores, como Cristo expulsaba los demonios del cuerpo de los
poseídos.
Ella sabía que ese hombre no sólo curaba los males
psíquicos, sino que arrancaba del alma el doloroso secreto que
le minaba. Se había visto, bajo su poderoso conjuro, relajarse
dócilmente la voluntad atenazada de sus clientes.
Así, en el sueño que sucedía a los dolores cuando el sabio
médico había calmado el organismo más irritado, hundiéndolo
en un olvido completo, el alma, feliz con el reposo que debía a
su encantador, se sometía a la voluntad de su nuevo dueño,
quien dirigía desde ese momento todas las operaciones,
manejaba todos los hilos; también cada pensamiento de esa
alma reconocida se le aparecía transmitido en una lengua que
tenía sobre el idioma humano la ventaja o la desventaja de que
nunca mentía.
Bien pronto, saliendo del cuerpo que le servía de prisión a
la primera orden del que momentáneamente la dominaba, esa
alma socorría al mundo, se mezclaba con las restantes almas,
las sondeaba, las registraba despiadamente, y la beneficiaba
tanto como el perro de caza que hace salir a la presa de la
madriguera donde se esconde creyéndose segura. Esa alma,
digo, acababa por hacer salir un secreto del corazón donde
estuviese enterrado y terminaba por llevarla a los pies del
maestro. Imagen bastante fiel del halcón que amaestrado por el
halconero lleva a su redil a la perdiz o a la alondra designadas
de antemano.
De ahí la revelación de una cantidad de secretos
maravillosos.
Madame de Duras había encontrado de esta suerte un
niño robado en su infancia; madame de Chantone, un perro
inglés que tendría el tamaño de un puño y por el que ella
habría dado todos los niños de la tierra, y monsieur de
Vaudreuil un bucle por el que habría dado la mitad de su
fortuna.
Todo esto se había logrado por medio de videntes
masculinos o femeninos, después de las operaciones
magnéticas del doctor Mesmer.
Así podía uno ir a buscar, en la casa del ilustre doctor, los
secretos más idóneos para ejercer esta facultad de adivinación
sobrenatural, y Juana de la Motte confiaba, luego de asistir a
una sesión, en encontrar al fénix de sus curiosas búsquedas y
descubrir por su mediación a la propietaria del tarjetero que
era el objeto de sus más vivas preocupaciones. Por esa razón
se mezcló con los enfermos que aguardaban en la sala. Si
nuestros lectores nos lo permiten, vamos a ofrecerles una
minuciosa descripción del consultorio.
El apartamento se dividía en dos salas. Cuando se había
cruzado el vestíbulo y exhibido el permiso necesario al
servicio, se era admitido en un salón, donde las ventanas,
herméticamente cerradas, interceptaban la luz y el aire,
durante el día, y el ruido y el aire durante la noche.
En el centro del salón y junto a un candelabro cuyas
bujías daban muy poca luz había una cubeta cerrada por una
tapa y sin ningún adorno. Era lo que llamaban la cubeta de
Mesmer, ¿Qué misterio encerraba? Nada más simple de
explicar. Estaba casi llena de agua, con unos principios
sulfurosos, y esa agua concentraba sus miasmas para saturar
las botellas colocadas metódicamente en el fondo de la cubeta
y en posiciones diferentes. Había cruces de corrientes
misteriosas bajo la influencia de las cuales los enfermos
buscaban su curación.
A la tapa estaba soldado un anillo de hierro sosteniendo
una cuerda cuyo cometido vamos a conocer dirigiendo una
mirada a los enfermos. Estos, que hemos visto entrar hace un
momento en el hotel, estaban pálidos y languidecientes,
sentados en sillones colocados alrededor de la cubeta.
Hombres y mujeres mezclados, indiferentes, serios e inquietos,
esperaban el resultado de la prueba.
Un doméstico, cogiendo el extremo de esa cuerda atada a
la tapa de la cubeta, la hacía dar vueltas alrededor de los
miembros enfermos, de tal suerte que todos, ligados por la
misma cadena, percibiesen al mismo tiempo los efectos de la
electricidad contenida en el recipiente.
Luego, a fin de no interrumpir ninguno de ellos la acción
de los fluidos animales, transmitidos y modificados para cada
naturaleza, los enfermos tenían cuidado, obedeciendo la
recomendación del doctor, de tocarse el uno al otro con el
codo, o con el hombro, o con los pies, por lo que la cubeta
salvadora enviaba simultáneamente a todos los cuerpos su
calor y su poderosa regeneración.
La verdad es que era un curioso espectáculo esta
ceremonia médica, y no es raro que excitase la curiosidad
parisiense.
Veinte o treinta enfermos, alineados alrededor de este
recipiente; un criado, mudo como los asistentes, enlazándolos
con una cuerda como Laocoonte y sus hijos47 en los anillos de
sus serpientes; después, este mismo hombre se retiraba con
paso furtivo, señalaba a los enfermos las varillas de hierro que
se ajustaban a ciertos agujeros de la cubeta y que debían servir
de conductores más inmediatamente localizados para la acción
saludable del fluido mesmeriano.
Desde el primer momento en que la sesión se iniciaba,
cierto calor suave y penetrante comenzaba a circular por el
salón, relajando las fibras un poco contraídas de los enfermos;
crecía por grados del suelo al techo, y pronto se cargaba de
perfumes delicados, bajo el vapor de los cuales se inclinaban,
embotados, los cerebros más rebeldes.
Entonces se veía a los pacientes abandonarse a la
impresión voluptuosa de la atmósfera, y de pronto una música
apaciguadora y melodiosa, ejecutada por instrumentos y
músicos invisibles, se extendía como una dulce llama en
medio de esos perfumes y ese calor.
Pura como el cristal, al borde del cual nacía, la música
golpeaba los nervios con un poder irresistible. Se hubiera
dicho uno de esos ruidos misteriosos y desconocidos de la
naturaleza que asombran y encantan a los mismos animales;
una ráfaga de viento en las espirales sonoras de las rocas.
Luego, a los sones de esa orquesta, se unían voces
armoniosas, agrupadas como un macizo de flores y cuyas
notas, esparcidas como las hojas, caían sobre la cabeza de los
asistentes.
En todos los rostros, que la sorpresa había animado
primero, se pintaba poco a poco la satisfacción física que
acariciaba todos los lugares sensibles. El alma cedía, salía del
refugio donde se había ocultado cuando los males del cuerpo
la sitiaban, y se dilataba, libre y gozosa, por todo el
organismo; informaba a la materia y se transformaba.
Este era el momento en que cada uno de los enfermos
había cogido una de las varillas de hierro sujetas a la cubierta
de la cubeta, y dirigiendo la varilla sobre su pecho, su corazón
o su cabeza, el lugar más acusado de la enfermedad, trataban
de aliviarse.
Quien se imagine la beatitud, reemplazando en todos los
rostros al sufrimiento y la ansiedad; quien se represente la
relajación sensual de estas satisfacciones que absorben, el
silencio, entrecortado de suspiros, que pesaba sobre la
asamblea, tendrá la idea más exacta posible de la escena que
acabamos de esbozar.
Ahora algunas palabras más sobre los actores, los cuales
se dividían en dos clases. Los unos, enfermos poco cuidadosos
de lo que se llama el respeto humano, limitado y venerado por
gentes de condición mediocre, pero siempre traspasado por los
muy grandes o por los muy pequeños, los unos, decíamos,
verdaderos actores, no habían acudido al salón más que para
ser curados, y procuraban con todo su corazón conseguirlo.
Los otros, estáticos o simples curiosos, al no sufrir
ninguna enfermedad, habían entrado en la casa de Mesmer
como se entra en un teatro, bien porque quisieran comprobar el
efecto que se experimentaba cuando se rodeaba la cubeta
encantada o bien porque, como simples espectadores, querían
observar ese nuevo sistema físico y no se ocupaban más que
de contemplar a los enfermos y a los que compartían la
curación.
Entre los primeros, entusiastas de Mesmer, consagrados a
su doctrina por la gratitud quizá, se distinguía una joven de
esbelta figura, de hermoso rostro, de un aspecto un poco
extravagante, que sometida a la acción del fluido se aplicaba
con la varilla de hierro las dosis más fuertes sobre la cabeza y
sobre su epigastrio; esta joven hacía girar sus bellos ojos como
si todo languideciese en ella, mientras sus manos temblaban
bajo esos primeros nerviosos temblores que indicaban la
invasión del fluido magnético.
Cuando su cabeza cayó hacia atrás, sobre el respaldo del
sillón, todos los presentes vieron cómo en su pálida frente, en
sus labios convulsos y en el bello cuello de mármol se notaba
cada vez más rápido el flujo y reflujo de la sangre.
Entonces, de entre los asistentes, muchos de los cuales
tenían los ojos fijos con asombro sobre esta joven, dos o tres
cabezas se inclinaron la una hacia la otra, comunicándose una
idea, extraña sin duda, que redoblaba la atención recíproca de
estos curiosos.
Entre éstos se encontraba madame de la Motte, que, sin
temor de ser reconocida o inquietándose poco por ello,
sostenía en la mano la máscara de satén que se había puesto
para pasar entre la gente. Por la forma en que se había
colocado, se libraba de las miradas. Estaba en pie delante de la
puerta, apoyada en una pilastra velada por un cortinaje, y
desde allí podía observar sin que la viesen.
Entre todo lo que veía, lo que le parecía más digno de
atención era la figura de esta mujer electrizada por el fluido
mesmeriano.
En efecto, este rostro la había impresionado de tal manera
que desde hacía algunos minutos continuaba en su sitio
obsesionada por una aguda avidez de ver y de saber.
«¿Cómo? —se preguntaba sin poder apartar los ojos de la
bella enferma—. Es la dama de caridad que vino a mi casa la
otra noche, y es la causa del interés que me ha testimoniado
monseñor de Rohan.»
Y convencida de que no se equivocaba, queriendo
aprovechar el azar que le proporcionaba lo que sus búsquedas
no habían conseguido, se aproximó. Pero en el mismo instante
la joven enferma cerró los ojos, crispó la boca y golpeó el aire
débilmente con las manos, unas manos que no eran las manos
finas y afiladas y de una blancura de cera que Juana de la
Motte había admirado en su casa unos días antes.
El contagio de las crisis fue eléctrica en la mayor parte de
los enfermos, cuyo cerebro estaba saturado de fluidos y de
perfumes. La excitación nerviosa era compartida. Muy pronto
hombres y mujeres, arrastrados por el ejemplo de su joven
compañera, comenzaron a lanzar suspiros, murmullos, gritos,
agitando brazos, piernas y cabezas, entraron irresistiblemente
en este acceso, al cual el maestro había dado el nombre de
crisis.
En este momento, un hombre apareció en el salón, sin
que nadie lo hubiera visto entrar, sin que nadie pudiera decir
cómo había entrado.
¿Salía de la cubeta como Febo-Apolo de las aguas? ¿Era
el vapor armonioso y perfumado de la sala que se condensaba?
Siempre es él el que se encuentra ahí súbitamente, con su traje
lila, su mirada dulce y juvenil, el bello rostro pálido,
inteligente y sereno, no desmintiendo el carácter un poco
divino de esta aparición.
Tenía en la mano una larga varilla apoyada, o más bien
mojada, en la famosa cubeta.
Hizo una señal y las puertas se abrieron; seguidamente
aparecieron veinte robustos criados, y cogiendo con hábil
rapidez a cada uno de los enfermos, quienes comenzaban a
perder el equilibrio sobre sus sillones, los trasladaron en
menos de un minuto a la sala vecina.
En el momento en que se realizaba esta operación, la
escena se hizo más interesante, sobre todo por la extremada
beatitud de la joven convulsa. Juana de la Motte, que se había
acercado con los curiosos hasta esta nueva sala destinada a los
enfermos, oyó a un hombre que gritaba:
—¡Pero si es «ella», si es «ella»!
—¿Quién es ella? —le preguntó Juana.
De pronto aparecieron dos damas en el fondo de la
primera sala, apoyadas la una en la otra y seguidas a cierta
distancia de un hombre, que tenía apariencia de un criado de
confianza.
El aspecto de estas dos mujeres, el de una de ellas sobre
todo, impresionó tanto a la condesa que se les acercó en el
mismo momento en que un grito agudo partió de la sala,
escapándose de los labios de la joven presa de convulsiones y
que arrastraba a todo el mundo a su lado. Inmediatamente, el
hombre que había dicho «es ella», y que estaba cerca de la
condesa de la Motte, gritó con voz sorda y misteriosa.
—Señores, miradla; ¡es la reina!
—¡La reina! —gritaron varias voces espantadas y
sorprendidas, a la vez que Juana se estremecía.
—¡La reina en casa de Mesmer!
—¡La reina en una crisis! —repetían otras voces.
—¡Oh…! Es imposible.
—Mirad —respondía el desconocido con tranquilidad—.
¿Conocéis a la reina, sí o no?
—En efecto —murmuraban la mayoría de los asistentes
—, el parecido es increíble.
Juana de la Motte se había puesto la máscara, como todas
las mujeres que al salir de casa de Mesmer debían regresar al
baile de la Ópera. Ella podía, pues, preguntar sin riesgo.
—Monsieur —interrogó al hombre que lanzaba las
exclamaciones, de figura corpulenta, rostro lleno y coloreado,
ojos centelleantes y singularmente observadores—, ¿decís que
la reina está aquí?
—Sin la menor duda.
—¿Y dónde está?
—Pero si es la joven que veis ahí, sufriendo una crisis tan
fuerte que no puede moderar sus actos. Es la reina.
—¿Pero en qué os apoyáis, monsieur, para creer que esa
mujer es la reina?
—Esa mujer es la reina, y nada más —replicó secamente
el personaje acusador.
Y abandonó a su interlocutora para ir a propagar la nueva
entre los demás grupos.
Juana se apartó del espectáculo casi repelente que ofrecía
la epiléptica. Pero apenas hubo dado unos pasos hacia la
puerta cuando se encontró cara a cara con las dos damas que,
esperando que pasasen las convulsiones, miraban con el más
vivo interés la cubeta, las varillas de hierro y la cubierta del
recipiente.
Al ver Juana el rostro de la de más edad, ahogó un grito.
—¿Qué ocurre? —exclamó ésta.
Juana se quitó la máscara.
—¿Me reconocéis?
La dama reprimió un movimiento.
—No, madame —dijo con cierta turbación.
—Pues yo os he reconocido y voy a daros la prueba.
Las dos damas se acercaron la una contra la otra con
cierto sobresalto. Juana sacó de su bolsillo el tarjetero con el
retrato.
—Os olvidasteis esto en mi casa.
—Y aunque fuese verdad —preguntó la mayor—, ¿por
qué tanta emoción?
—Me estremece el peligro que corre aquí Vuestra
Majestad.
—Explicaos.
—Antes que nada poneos la máscara, madame.
Y tendió la suya a la reina, que dudaba, pues creía estar a
salvo con su tocado.
—Por favor, no se debe perder un instante.
—Hacedlo, madame —aconsejó la que acompañaba a la
reina.
La reina se puso maquinalmente la máscara.
—Y ahora venid, venid —pidió Juana.
Y condujo a las dos mujeres hasta la puerta de la calle. —
¿Vuestra Majestad no ha visto a nadie?
—No lo creo. —Mejor.
—Pero me explicaréis…
—Por el momento. Majestad, creed lo que os dice vuestra
fiel servidora; corréis aquí el mayor de los peligros.
—¿Cuál es ese peligro?
—Tendré el honor de decírselo a Vuestra Majestad si se
digna concederme, para el día que señaléis, una hora de
audiencia. Su Majestad puede ser reconocida. No debe
permanecer aquí.
Y viendo que la reina estaba impaciente, dijo,
volviéndose a la princesa de Lamballe:
—Apoyadme, os lo suplico, para que Su Majestad se
vaya inmediatamente de aquí.
La princesa hizo un ademán de súplica, recogiéndolo la
reina.
—Vamos, puesto que vos lo queréis.
Después, volviéndose hacia Juana de la Motte, le
preguntó:
—¿Me habéis pedido una audiencia?
—Aspiro al honor de dar a Vuestra Majestad la
explicación de mi conducta.
—Muy bien. Llevadme ese estuche y preguntad por el
portero Laurent; estará prevenido.
Y en la calle, gritó en alemán: —Kommen Sie da, Weber48.
Una carroza se acercó en el acto, subiendo a ella las dos
damas.
Juana de la Motte continuó en la puerta hasta que perdió
de vista el carruaje.
«He hecho lo que debía. Ahora, Juana, piensa,
reflexiona…»
XVIII.- MADEMOISELLE OLIVE

Durante este tiempo, el hombre que había señalado a la


presunta reina a las miradas de los asistentes tocó el hombro
de uno de los espectadores de mirada ávida y de humilde
vestido.
—¿No creéis, vos, que sois periodista, que esto sería un
tema interesante para un artículo?
—¿Cómo? —preguntó el periodista.
—¿Queréis el sumario?
—Ya lo creo.
—Helo aquí: «Sobre el peligro que existe de nacer
vasallo en un país en el que el rey está gobernado por la reina
y cuya reina siente predilección por las crisis.»
El periodista se echó a reír.
—¿Y la Bastilla? —preguntó.
—¿Es que no existen los anagramas, con cuya ayuda se
evitan los censores reales? Yo os pregunto si un censor os
prohibiría contar la historia del príncipe Silou y de la princesa
Etteniotna, soberana de Narfec. ¿Qué decís?
—¡Oh, sí! —exclamó el periodista, entusiasmado con la
idea tan admirable que se le proporcionaba.
—Y os ruego que lo tituléis de esta forma: «Las crisis de
la princesa Etteniotna en casa del faquir Remsem.» Veréis
cómo ese capítulo conseguirá un caluroso éxito en los salones.
—Al igual que vos, estoy convencido.
—Id, pues; y redactad todo esto con vuestra mejor tinta
El periodista estrechó la mano del desconocido.
—¿Me enviaréis algunos números?
—Ya lo creo, y con mucho gusto, si me hacéis el honor
de decirme vuestro nombre.
—Claro que sí. La idea me divierte, y ejecutada por vos
ganará el ciento por ciento. ¿Cuánto soléis tirar ordinariamente
de vuestros pequeños noticieros?
—Dos mil.
—Rendidme todavía otro servicio.
—Pedidme.
—Tomad estos cincuenta luises y haced tirar irnos seis
mil.
—¡Cómo, monsieur! Vos me abrumáis… Que sepa yo el
nombre de tan generoso protector de las letras.
—Ya os lo diré cuando vaya a recoger a vuestra casa un
millar de ejemplares, a dos libras la pieza, dentro de ocho días.
—Está bien. Trabajaré noche y día, monsieur.
—Y que sea divertido.
—Haré reír hasta llorar a todo París, excepto a una
persona.
—Que llorará hasta verter sangre. ¿No es eso?
—Monsieur, tenéis un gran sentido del humor.
—Decís bien. A propósito, fechad la publicación en
Londres49, como siempre.
—Monsieur, soy vuestro servidor.
Y el gordo desconocido dio licencia al periodista, quien
con sus cincuenta luises en el bolsillo, huyó veloz como un
pájaro de mal agüero.
El desconocido siguió solo, observando todavía la sala de
las crisis donde la joven, cuyo éxtasis había dado lugar a una
postración absoluta, era atendida por una dama que se ocupaba
de las señoras en los momentos críticos, bajando
prudentemente las faldas indiscretas.
Notó en esta delicada belleza los trazos finos y
voluptuosos, la gracia noble de este sueño al cual se
abandonaba, y después, volviendo sobre sus pasos, se dijo:
«Decididamente, el parecido es increíble. Dios que lo ha hecho
tiene sus designios; ha condenado de antemano a la mujer de
allá abajo, a quien ella se parece».
En el momento en que acababa de formular este
pensamiento amenazador, la joven se levantó lentamente, y
apoyándose en el brazo de un vecino, despierto ya de su
éxtasis, se ocupó de poner un poco en orden su vestido y su
peinado.
Enrojeció un poco al ver la atención que los asistentes le
prestaban; respondió con una coquetona cortesía a las
preguntas graves y fortuitas de Mesmer; después, estirando sus
brazos hermosos y sus lindas piernas como una gata al
despertarse, atravesó los tres salones, escoltada por todas las
miradas, burlonas, codiciosas, asombradas, que le dirigían.
Pero lo que la sorprendió hasta hacerla sonreír fue que al pasar
por delante de un grupo que cuchicheaba en un rincón, en
lugar de ojeadas mudas y palabras traviesas, la acogieron con
reverencias tan respetuosas que ningún cortesano francés las
hubiera encontrado más perfectas y más severas para saludar a
la reina.
Realmente, este grupo estupefacto y reverencioso había
sido influido por el infatigable desconocido que, oculto detrás
de ellos, les decía a media voz:
—No importa, señores, no importa; no por eso ha
desmerecido la reina de Francia; saludemos, saludémosla en
silencio.
La personilla, objeto de tanto respeto, franqueó con cierta
inquietud el último vestíbulo y salió al patio. Sus ojos
fatigados buscaron un coche de alquiler o una silla de manos,
sin encontrar ni silla ni coche, pero después de un minuto de
indecisión, y cuando ya posaba su encantador pie en el
pavimento, un lacayo se aproximó a ella.
—Vuestra carroza, madame.
—Pero yo no tengo carroza.
—¿Madame ha venido en coche de alquiler?
—Sí.
—¿De la calle Delfín?
—Sí.
—Tengo la orden de llevar a madame a su casa.
—Pues llevadme —dijo ella, con acento deliberado, sin
haber conservado más de un minuto la inquietud que lo
imprevisto de esta proposición hubiera causado en cualquier
otra mujer. El lacayo hizo una seña, y en el acto una lujosa
carroza abrió su portezuela a la dama. El lacayo le gritó al
cochero:
—¡Calle Delfín!
Los caballos arrancaron al trote, y una vez llegaron al
Pont Neuf, la damita, que disfrutaba con esta forma de
desplazarse, como diría La Fontaine, sintió no vivir más lejos,
en el Jardín des Plantes.
El carruaje se detuvo, bajando en el acto el estribo. El
lacayo, bien aleccionado, tendía la mano para recibir la llave
que tenían para entrar en su casa los habitantes de treinta mil
casas de París, los cuales no disponían de palacios ni de
portera, ni de suizo.
El lacayo abrió, pues, la puerta, para ahorrar que lo
hicieran los dedos de la damita; después, en el momento en
que la vio en el pasillo sombrío, saludó y cerró la puerta. La
carroza desapareció.
«Vaya, vaya —exclamó la joven—. ¡Qué agradable
aventura! Es bien galante monsieur de Mesmer. ¡Oh, qué
fatigada estoy! Sin duda él lo había previsto. Es un gran
médico.» Seguidamente se detuvo en el segundo piso de la
casa, en un descansillo al que daban dos puertas. A su llamada
abrió una vieja.
—Buenas noches, madre. ¿Está la cena?
—Sí, y ya se ha enfriado.
—¿Está «él» aquí?
—Todavía no, pero monsieur sí ha llegado.
—¿Qué monsieur?
—Uno con el que tienes necesidad de hablar esta noche.
—¿Yo?
—Sí, tú.
El breve diálogo tuvo lugar en una pequeña salita
contigua a una estancia que daba a la calle.
Desde la ventana de la salita se veía indistintamente la
lámpara que alumbraba la estancia, cuyo aspecto era, si no
satisfactorio, soportable. Viejas cortinas de una seda que el
tiempo había desteñido, algunas sillas de terciopelo de
Utrecht, ya raído, y un pequeño escritorio con algunos cajones,
un viejo sofá amarillo…
No reconoció a este hombre, pero nuestros lectores sí. Era
el que agrupó a los curiosos al paso de la pretendida reina, el
hombre de los cincuenta luises dados para el libelo.
Había junto a la chimenea un reloj de péndulo,
flanqueado por dos vasos de porcelana azul del Japón,
visiblemente agrietados.
La joven abrió bruscamente la puerta vidriera y se acercó
al sofá, en el que vio tranquilamente sentado a un hombre de
agradable rostro, algo obeso, que jugaba con su bella mano
blanca con su rica chorrera de encaje. Ella no tuvo tiempo de
comenzar la conversación. El singular personaje hizo una
especie de saludo, mitad movimiento, mitad inclinación, y
fijando sobre la dueña de la casa una mirada brillante y
benevolente, dijo:
—Sé muy bien lo que os estáis preguntando, pero yo os
responderé mejor si os interrogo primero. ¿Vos sois
mademoiselle Olive?
—Sí, monsieur.
—Encantadora mujer, muy nerviosa y muy adepta al
sistema de Mesmer.
—Llego ahora de su casa.
—Muy bien. Y lo que no se explican vuestros bellos ojos
es por qué me encuentro acomodado en vuestro bello sofá.
¿Me engaño si creo que deseáis saberlo?
—Habéis adivinado, monsieur.
—¿Me hacéis la gentileza de sentaros? Si continuáis de
pie, me veré obligado a levantarme, y ya no hablaríamos
cómodamente.
—Os podéis enorgullecer de tener un comportamiento
muy original —repuso la joven, a la que llamaremos de aquí
en adelante mademoiselle Olive, puesto que se dignaba
responder por este nombre.
—Mademoiselle, os he visto hace un momento en casa de
Mesmer, y os he encontrado como yo deseaba.
—Monsieur…
—No os alarméis, mademoiselle, no quiero decir que os
haya encontrado encantadora, no; esto os causaría el efecto de
una declaración de amor, y ésa no es mi intención. No os
echéis atrás, os lo ruego, o tendré que gritaros como si fuera
sordo.
—¿Qué queréis, entonces? —dijo ingenuamente Olive.
—Sé —continuó el desconocido— que estáis habituada a
que os digan que sois bella; yo también opino así, y tengo que
proponeros algo.
—Monsieur, me habláis en un tono…
—No quiero que os enojéis sin haberme entendido. ¿Hay
alguien oculto aquí?
—Nadie, monsieur, pero…
—Entonces, si no hay nadie, nada nos impedirá hablar.
¿Qué diríais de una pequeña asociación entre nosotros?
—¿Una asociación? Creo, monsieur, que…
—Todavía seguís confundida. No me refiero a unas
relaciones amorosas; os he dicho asociación. No os hablo de
amor, sino de negocios.
—¿Qué clase de negocios? —preguntó ella, a quien la
curiosidad traicionaba.
—¿Qué hacéis durante el día?
—Pero…
—No temáis nada; no quiero enojaros, pero deseo que me
contestéis a lo que os pregunto.
—No hago nada, o lo menos posible.
—Sois perezosa.
—Bah…
—Muy bien.
—Vos decís muy bien.
—Sin duda. Me parece muy bien que seáis perezosa. ¿Os
gusta pasear?
—Mucho.
—¿Ir a los espectáculos, a los bailes?
—Siempre.
—¿Y vivir bien?
—Sobre todo.
—Si yo os diera veinticinco luises por mes, ¿los
rehusaríais?
—Monsieur…
—Mi querida mademoiselle Olive, ya volvéis a dudar.
Pero hemos convenido que no os enfadaríais. He dicho
veinticinco luises como he podido decir cincuenta.
—Me gustarían más cincuenta que veinticinco, pero más
que cincuenta luises me gusta el derecho de elegir mi amante.
—¡Por Dios! Ya os he dicho que no quiero ser vuestro
amante. Tranquilizaos.
—Entonces, ¿qué queréis que haga para ganar esos
cincuenta luises?
—¿Habíamos dicho cincuenta?
—Sí.
—Pues cincuenta. Vos me recibiréis en vuestra casa, me
pondréis la mejor cara posible, me daréis el brazo cuando yo
lo desee, y me esperaréis donde yo os diga que debéis hacerlo.
—Pero tengo un amante, monsieur.
-¿Y qué?
—¿Cómo y qué?
—Sí… Cambiadle.
—No se cambia a Beausire tan fácilmente.
—¿Queréis que os ayude?
—No, porque le amo.
—¡Oh…!
—Sólo un poco.
—Ya es demasiado.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, admitamos a Beausire.
—Sois cómodo, monsieur.
—A cambio de la revancha. ¿Cuáles son vuestras
condiciones?
—No hay condiciones si no me lo decís todo.
—Escuchadme, querida mía. He dicho todo lo que tenía
que decir por el momento.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor. Sin embargo, comprended una
cosa…
—¿Cuál?
—Si, por azar, tengo necesidad de que vos seáis
realmente mi amante…
—Nunca se tiene esa necesidad.
—De parecerlo.
—¿Parecerlo? Admitido.
—Pues ya está todo dicho.
—Punto final.
—He aquí el primer mes por adelantado.
Le tendió un envoltorio de cincuenta luises, sin tocar ni
siquiera la punta de sus dedos, y como ella dudara, se lo metió
en un bolsillo de su vestido, procurando no rozar tampoco la
mano transparente y blanca que ningún enamoradizo habría
desdeñado.
Apenas el oro llegó al fondo del bolsillo, dos golpes secos
dados en la puerta de la calle hicieron correr a Olive hacia la
ventana, exclamando:
—¡Dios mío! Salvaos, de prisa, es él.
—¿Quién?
—Beausire, mi amante… ¡Levantaos de una vez!
—¿El? Tanto peor.
—¿Cómo tanto peor? Os va a hacer pedazos.
—Bah…
—Oíd cómo golpea; echará la puerta abajo.
—Abridle entonces. ¡Qué diablos! ¿Por qué no le dais la
llave?
Y el desconocido se acomodó mejor en el sofá,
diciéndose: «Es preciso que vea a este tipo y que le juzgue».
Los golpes continuaban, alternando con rugidos y
juramentos que subían más alto que el segundo piso.
—Madre, id a abrir —dijo ella, furiosa—. En cuanto a
vos, monsieur, tanto peor si os sucede una desgracia.
—Estoy de acuerdo con vos: tanto peor —contestó el
impasible desconocido sin moverse del sofá.
Mademoiselle Olive respiraba con dificultad al acercarse
al descansillo para escuchar.
XIX.- MONSIEUR BEAUSIRE

Mademoiselle Olive se interpuso bravamente ante un hombre


enfurecido que, con los puños crispados, el rostro pálido, los
vestidos en desorden, hacía irrupción en el apartamento con
terribles imprecaciones.
—Beausire, quieto, Beausire —dijo ella, con una voz que
no denotaba el temor suficiente para que nadie se equivocase
sobre el valor de esta mujer.
—¡Déjame! —gritó el recién llegado, desembarazándose
con brutalidad de los brazos de su amante.
Y continuó, en un tono más rabioso:
—¡Ah! Porque había aquí un hombre no se me abría la
puerta. Di.
El desconocido, según hemos dicho, seguía en el sofá,
tranquilo e inmóvil, por lo que el tal Beausire tomó por
indecisión su postura, incluso por miedo.
Se enfrentó con el hombre con un rechinamiento de
dientes de mal augurio.
—Supongo que vos me responderéis —dijo.
—¿Y qué es lo que queréis que yo os diga, mi querido
monsieur Beausire?
—¿Qué hacéis aquí? Y primero de todo, ¿quién sois vos?
—Soy un hombre muy tranquilo al que vos miráis
enfurecido, y hablaba con mademoiselle con toda honestidad.
—Cierto, cierto —exclamó ella—, con toda honestidad.
—¡Cállate tú! —gruñó Beausire.
—Oh, no —dijo el desconocido—; no riñáis así a
mademoiselle, tan inocente ella; si tenéis mal humor…
—Claro que lo tengo.
—Habrá perdido en el juego —murmuró ella.
—He sido despojado, ¡muerte de todos los diablos! —
gritó Beausire.
—Pero no estaríais enfadado si vos hubierais despojado
al otro —dijo riendo el desconocido—. Se comprende, querido
monsieur Beausire.
—Dejaos de bromas y hacedme el favor de largaros de
aquí.
—Oh, monsieur Beausire, sed indulgente.
—¡Muerte de todos los diablos del infierno! Levantaos y
marchaos de aquí, o destrozo el sofá y todo lo que hay encima.
—Vos no me habíais dicho, mademoiselle, que monsieur
Beausire tenía accesos de lunático. Santo Dios, qué ferocidad.
Beausire, exasperado, hizo un gran movimiento de
comediante, y para sacar la espada describió con los brazos y
la hoja un círculo de no menos diez pies de circunferencia.
—¡Vamos, levantaos rápido! —dijo—. En caso contrario,
os clavo contra el respaldo.
—En verdad que sería desagradable —repuso el
desconocido, sacando tranquilamente de la vaina el espadín
que había puesto detrás de él, en el sofá.
Mademoiselle Olive lanzaba gritos agudos.
—Ah, mademoiselle —dijo el desconocido, con su
espada en la mano y sin haberse levantado—, callaos, porque
pueden ocurrir dos cosas: la primera, que vais a aturdir a
monsieur Beausire y que él se va a hacer atravesar; la segunda,
que la policía subirá, llamará y os llevará sin más a Saint-
Lazare50.
Ella reemplazó los gritos por una pantomima muy
expresiva. El espectáculo era curioso. De un lado, Beausire,
despechugado, borracho, temblando de rabia, dirigía golpes
derechos, sin táctica, a un adversario impenetrable. Del otro,
un hombre sentado en un sofá, con una mano apoyada en las
rodillas y la otra armada, parando con agilidad, sin sacudidas,
y riéndose de una forma que podía espantar al mismo san
Jorge.
La espada de Beausire no había podido ni un solo instante
guardar la línea, bloqueada siempre por las paradas del
adversario. Beausire comenzaba a fatigarse, a soplar, y la
cólera había dejado paso a un terror involuntario; pensaba que
si esa espada complaciente quería alargarse, se hundiría en un
descuido en él, en Beausire. Entonces le asaltó la
incertidumbre, y no dio más que sobre la parte débil de la
espada del adversario, quien por último se puso vigorosamente
en tercera, le arrancó la espada y la hizo volar como una
pluma.
El arma cruzó la estancia, rompió un cristal de la ventana
y desapareció fuera. Beausire no sabía qué postura adoptar.
—Eh, monsieur Beausire —dijo el desconocido—; tened
cuidado, porque si vuestra espada ha caído de punta y pasa
alguien, ése es un hombre muerto.
Beausire, reprendido de esta forma, corrió a la puerta y se
precipitó escaleras abajo para recoger su arma y evitar un
enredo con la policía.
Durante su ausencia, ella cogió la mano del vencedor y le
dijo:
—Oh, monseñor, sois muy valiente, pero Beausire es un
traidor, y me estáis comprometiendo; cuando os hayáis ido, me
golpeará.
—Entonces, me quedo.
—No, no, por favor; cuando él me pega, yo me rebelo, y
como soy más fuerte, también se lleva lo suyo. Retiraos, os lo
suplico.
—Tened presente una cosa, y es que si me voy, lo
encontraré abajo o me lo tropezaré en las escaleras;
volveremos a enzarzarnos, y en una escalera no siempre se
para doble contra cuarto, doble contra tercera y medio círculo,
como estando en guardia en un sofá.
—¿Entonces?
—Entonces yo mataré a vuestro dueño Beausire, o él me
matará a mí.
—Por Dios, es verdad, y el escándalo horripilaría a los
vecinos.
—Por eso hay que evitarlo, y me quedo.
—Por el amor del cielo; salid; os quedaréis en el piso de
arriba hasta que él haya entrado. Creyendo encontraros aquí,
no buscará en otro sitio. Cuando esté dentro, me oiréis cerrar
la puerta con doble vuelta de llave. Seré yo quien lo
secuestrará. Entonces podréis iros mientras él y yo nos
zurramos la badana.
—Sois encantadora. Hasta la vista.
—Hasta la vista. Pero ¿cuándo nos veremos?
—Si os parece bien, esta noche.
—¿Cómo esta noche? ¿Estáis loco?
—Claro que esta noche. ¿Es que esta noche no hay baile
en la Ópera?
—Si son ya las doce.
—¿Y eso qué importa?
—Son necesarios unos dominós.
—Beausire irá a buscarlos si le sacudís bien.
—Tenéis razón —dijo ella, riendo.
—Aquí tenéis diez luises para los trajes —dijo el
desconocido, riendo también.
—Adiós, adiós, y gracias —le dijo, empujándolo hacia el
descansillo.
—Está cerrando la puerta de abajo —advirtió el
desconocido.
—Es un pestillo interior. De prisa, ya sube.
—Y si por casualidad vos sois la que se lleva la paliza,
¿cómo podréis comunicármelo?
—Vos debéis tener criados.
—Sí; pondré uno debajo de vuestras ventanas.
—Bien; y que mire arriba hasta que le caiga un papelito
en la nariz.
—Justo. Adiós.
El desconocido se dirigió al piso de arriba, lo que no le
fue difícil a pesar de que la escalera estaba a oscuras, y ella,
llamando a gritos a su Beausire, evitaba que éste oyese los
pasos de su cómplice.
—Subid, monsieur enfurruñado —le gritaba a Beausire,
quien mientras subía consideraba, sin tenerlas todas consigo,
la superioridad moral y física del intruso, tan insolentemente
instalado en un domicilio ajeno.
Sin embargo, entró en el piso, donde ella le esperaba.
Había envainado la espada y rumiaba un discurso. La
«fiel» Olive lo cogió por los hombros, lo empujó adentro y
cerró la puerta con doble vuelta de llave, como había
prometido.
Al bajar la escalera para llegar cuanto antes a la calle, el
desconocido oyó el comienzo de un pugilato tan ruidoso que le
recordó los cobres de una orquesta y pensó en los puñetazos
que se confunden en trallazos.
A los trallazos se mezclaban los gritos y los reproches;
Beausire rugía y ella recitaba.
«En efecto —se decía el desconocido mientras se alejaba
—, nunca habría creído que esa mujer, tan asustada hace un
momento por la llegada de su amante, fuese tan brava y
resistiese lo que resiste.»
El desconocido no se detuvo para saber quién salía
victorioso.
Y dobló la esquina de la calleja de Anjou-Dauphine,
donde encontró su carroza. Dirigió unas palabras a uno de sus
criados, el cual se situó debajo de las ventanas de la dama,
aprovechando la sombra de la arcada de una casa antigua,
desde donde veía las ventanas iluminadas, el movimiento de
sus inquilinos y casi todo lo que ocurría en la sala indicada por
el desconocido. Las imágenes de los dos camorristas, primero
muy desbocadas, se fueron sosegando, y al fin ya sólo se veía
una en pie.
XX.- EL ORO

He aquí lo que pasó detrás de las cortinas: primero, Beausire


se sorprendió al ver cerrar la puerta con doble vuelta de llave.
Y le sorprendió más oír los gritos de su querida Olive. Y luego
la inenarrable sorpresa de hallar a un rival sentado en el sofá
como si estuviera en su casa.
Siguieron registros, amenazas, llamadas; si el hombre se
ocultaba, tenía miedo; si tenía miedo, Beausire triunfaba.
Olive le obligó a que no buscase más y a que dejase de
preguntar. Pero a Beausire, maltratado y humillado, le dio
también por gritar, y ella, que sabía que no era culpable,
puesto que el cuerpo del delito había desaparecido —quia
corpus delicti haberat, como dice el texto—, gritó tan alto que,
para hacerla callar, Beausire le aplicó la mano en la boca, o
mejor, intentó hacerlo, y se equivocó, porque mademoiselle
Olive, a la mano de él, opuso con más rapidez la suya,
contundente, elocuente, eficacísima…, como que fue la suya la
mano que se estrelló en la mejilla de Beausire, el cual, sin
embargo, le replicó con una bofetada que la dejó sorda, y
entonces ella se revolvió, arrojándole un jarrón que de milagro
no dio en el blanco, que era la cabeza de Beausire, y el bravo
Beausire le respondió haciendo molinetes con el bastón,
rompiendo varias tazas y dándole de plano en el hombro. ¡Ah!
Entonces, ella se le echó encima, clavándole las uñas en la
garganta, y si rabioso él, más rabiosa ella al verse con el
vestido desgarrado. Y Beausire, agotado, extenuado, en vez de
con más golpes, prefirió defenderse con palabras.
—Eres una infame, y me estás arruinando.
—Tú me arruinas a mí —replicó ella, a la vez que le
enseñaba unas tenazas de hierro, dispuesta a reanudar el
cuerpo a cuerpo. Pero Beausire se dijo que en vez de volver a
los mamporros la desarmaría fácilmente acusándola, y le soltó
este requiebro:
—De ti me lo podía esperar todo, menos que te echases
otro amante.
—¿Y qué me dices de esas furcias que no te dejan ni a sol
ni a sombra y que te acompañan a los tugurios donde te juegas
el dinero?
—Juego para vivir.
—Y nos morimos de hambre.
—No será porque tú ayudes en nada. No ganas ni para
reponer el vestido que te rompo.
—No, ¿verdad? —estalló ella, rabiosa y alegre—. Pues
toma.
Y arrojó al suelo un puñado de los luises que le dio el
desconocido. Las monedas de oro rodaron con una sonoridad
que enternecía, brillando como botones de fuego, y Beausire,
ante aquel metálico cabrilleo, se quedó como si no creyese ni
en lo que veía, ni en lo que oía. Anonadado, sorprendido,
asustado, exclamó:
—¡Luises, dobles luises!
Olive tenía en la mano otro puñado de aquellas monedas,
y las arrojó a la cara de Beausire, el cual no se ofendió, sino
que le dijo:
—¡Eres rica, mi Olive!
—Para que digas que no puedo reponer mis vestidos.
Beausire andaba de rodillas en la estancia, recogiendo
luises, ebrio de entusiasmo.
—Dieciséis, diecisiete, dieciocho…
—Miserable.
—Diecinueve, veintiuno, veintidós…
—Cobarde.
—Veintitrés, veinticuatro, veintiséis.
—Infame.
Al tercer epíteto, Beausire se levantó indignado y
avergonzado, exclamando:
—Muy bien, muy bien: mademoiselle coleccionando
luises y yo privándome de todo.
Un poco confundida, ella no supo qué contestarle.
—Fantástico, ¿eh? Tú nadando en oro y yo con las
medias rotas, con un sombrero viejo, con el cuello
deshilachado, con los zapatos… ¿Pero de dónde vienen estos
luises? Me gustaría saberlo, si es que puedes explicarlo.
—¿Qué es lo que te atreves a pensar, asqueroso puerco?
Beausire no se ofendió, y la miró sonriendo, casi como si
le agradeciese sus insultos, diciéndole que le perdonaba las
privaciones que le había hecho pasar.
—Y querías matarme hace un momento.
—Eso ya pasó. Una ofuscación, pero reconozco que eres
una mujer de su casa, y una mujer de su casa sabe que él, yo,
tiene derecho a administrar la riqueza.
—Te digo que eres un miserable.
—Mi pequeña Olive…
—Y me vas a devolver ese oro.
—Querida mía…
—Me lo vas a devolver o te abriré un ojal en el pecho con
tu propia espada.
—Amor mío…
—¿Sí o no?
—Pues no, cariño; no consentiré que me ojales el pecho.
Y lo que debes hacer es ser razonable, porque tú ya sabes lo
feliz que es uno pudiendo dar. Yo he sido muy feliz cada vez
que te he dado, Nicolasa.
—No quiero que me llames Nicolasa.
—Perdóname, cariño. Decía que yo te he dado siempre
que he podido.
—Muy generoso, sí. ¿No te da vergüenza? Unas monedas
de plata, seis luises de oro, dos vestidos de seda, tres pañuelos
bordados, y todo prestado, no regalado.
—Pero, amor mío…
—Devuélveme esos luises.
—¿Qué quieres a cambio de ellos!
—El doble.
—Muy bien —repuso el granuja, con gravedad—. Voy a
jugar a la calle de Bussy, y te traeré, no el doble, sino el
quíntuple.
Dio dos pasos hacia la puerta, pero ella le cogió por el
faldón de la casaca, más raído que los codos.
—Vamos, me vas a romper el vestido.
—Mejor; así te comprarás otro.
—En la calle de Bussy los banqueros y los jugadores no
se fijan mucho en si uno viste mejor o peor.
Olive le tiró del otro faldón, rasgándoselo.
Beausire se puso furioso.
—¡Muerte de todos los diablos! Vas a conseguir que te
mate. Así no puedo salir. Ya no puedo.
—¿Por qué no? Vas a salir ahora mismo.
—¿Con este vestido?
—Ponte el de invierno.
—Sí, lleno de remiendos.
—Con ése o con otro, pero te vas.
—Nunca.
Olive sacó del bolsillo unos cuarenta luises y se los fue
pasando de una mano a otra, aturdiendo a Beausire, quien
creyó volverse loco a la vez que se rindió, diciendo:
—Ordena, tú ordena.
—Vas a ir corriendo al Capucin-Magique, calle del Sena,
donde venden dominós para el baile de máscaras.
—Bien.
—Me comprarás uno completo, antifaz y medias
apropiadas.
—Bien.
—Para ti, uno negro, y para mí, uno blanco de satén,
—Bien.
—Y no te doy más que veinte minutos para eso.
—¿Pero vamos al baile?
—Al baile.
—¿Y me llevarás a cenar al bulevar?
—Sí, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que seas obediente.
—Prometido.
—Demuéstramelo en seguida.
—Salgo volando.
—¿Todavía estás aquí?
—¿Y el dinero?
—Tienes veinticinco luises.
—¿Que yo tengo veinticinco luises? ¿Dónde están?
—Los que me has cogido.
—Niña, niña, esto no está bien.
—¿Qué quieres decir?
—Tú me los has dado.
—Yo no digo que no te los daré, pero si te los diese
ahora, ya no volverías. Anda ya y vuelve pronto.
«Pues tiene razón —se dijo el bergante—, porque no
pensaba volver.»
—Veinticinco minutos, ¿entiendes?
—Claro que sí.
Y el criado que espiaba desde el nicho fronterizo a las
ventanas vio que Beausire salía a la calle sin abrigo y
contoneándose él y espada insolentemente, sin fijarse en que la
camisa sobresalía por debajo de la casaca.
Mientras se encaminaba a la calle del Sena, ella escribió
rápidamente en un papel estas palabras, que lo resumían todo:
«La paz está firmada, el reparto hecho y el baile
aceptado. A las dos estaremos en la Ópera. Yo llevaré un
dominó blanco y sobre el hombro izquierdo una cinta de seda
azul.»
Enrolló el papel en un trozo del jarrón de porcelana roto,
sacó la cabeza fuera de la ventana y arrojó el billete a la calle,
sin que el espía lo dejase llegar al suelo, yéndose
inmediatamente con el documento.
A la media hora, Beausire regresaba con dos muchachos
de la sastrería que traían, con una factura de dieciocho luises,
dos dominós de muy buen gusto, como era de rigor tratándose
del famoso sastre del Capucin-Magique, proveedor de Su
Majestad la reina y de sus damas de honor.
XXI.- LA CASITA

Habíamos dejado a Juana de la Motte en la puerta del palacio,


siguiendo con la mirada el carruaje de la reina, que
desaparecía con rapidez.
Cuando ya no lo vio ni oía el ruido de las ruedas, Juana
subió a su coche y se fue a su casa para coger un dominó y
otra máscara y ver si había alguna novedad en su domicilio.
Madame de la Motte se prometía para esta maravillosa
noche una renovación de las emociones del día. Había resuelto
«hacerse la valiente», según la vulgar expresión, lo que quería
decir que iría sola a disfrutar de las delicias de lo imprevisto.
Pero un contratiempo la esperaba al dar el primer paso en
este camino tan seductor para las imaginaciones vivas y que
han vivido muchos años reprimidas. En la portería la esperaba
un doméstico del príncipe de Rohan, entregándole, de parte de
Su Eminencia, un billete que decía:
«Señora condesa: no habréis olvidado que tenemos
asuntos pendientes. Quizá no tengáis mucha memoria, pero yo
nunca olvido lo que me interesa. Tengo el honor de esperaros
donde mi servidor os conducirá si no os oponéis.»
Firmaba con la cruz pastoral.
Juana de la Motte, contrariada de momento, reflexionó un
instante y resolvió con la rapidez que la caracterizaba.
—Subid con mi cochero —dijo al doméstico— y dadle
las señas.
Diez minutos bastaron para llevar a la condesa a la
entrada del arrabal Saint-Antoine, donde grandes árboles tan
viejos como el mismo arrabal protegían una de estas lindas
casitas construidas bajo Luis XV, con el gusto exterior del
siglo xvi y el incomparable confort del xviii.
«¡Oh, oh, un nido de amor! —se dijo la condesa—. Es
algo muy natural en un gran príncipe, pero humillante para una
Valois. En fin…»
Seguidamente, tras un suspiro de impaciencia, se le
escapó una exclamación que revelaba lo que de ambición y de
loca codicia había en su espíritu. Pero no había cruzado el
umbral del palacete cuando ya su resolución estaba tomada.
De cámara en cámara, o de sorpresa en sorpresa, llegó a una
agradable salita que hacía las veces de comedor.
Allí encontró al cardenal que la esperaba. Su Eminencia
hojeaba unos folletos que se parecían mucho a los libelos que
llovían por millares en aquella época, cuando el viento llegaba
de Inglaterra o de Holanda.
—Gracias, muchas gracias, señora condesa —dijo el
cardenal, acercándosele para besarle la mano.
La condesa retrocedió con un gesto desdeñoso.
—¿Qué pasa? ¿Qué os ocurre, madame?
—Vos no estáis acostumbrado a recibir, ¿no es eso,
monseñor? O sólo a ciertas mujeres que Vuestra Eminencia
hace el honor de llamarlas aquí.
—Señora condesa…
—Estamos en vuestro nido, ¿verdad, monseñor? —dijo la
condesa, dirigiendo a su alrededor una mirada despreciativa.
—Madame…
—Yo esperaba que Vuestra Eminencia se dignaría
recordar mi condición. Creía que Vuestra Eminencia se
dignaría recordar que si Dios me ha querido pobre, no me ha
negado el orgullo de mi rango.
—Por Dios, condesa… Yo os habla creído una mujer de
espíritu —dijo el cardenal.
—Parece que llamáis mujer de espíritu a la mujer sin
sensibilidad y que nada la afecta, ni siquiera la deshonra; a
estas mujeres, y pido perdón a Vuestra Eminencia por ello,
tengo la costumbre de darles otro nombre.
—No, condesa; os engañáis. Yo llamo mujer de espíritu a
toda mujer que escucha cuando le hablan y no que habla sin
antes escuchar.
—Os escucho.
—Voy a hablaros de asuntos muy serios.
—¿Y para eso me habéis hecho venir a un comedor?
—¿Habríais preferido que os esperase en un gabinete
íntimo?
—La distinción es delicada.
—Yo lo creo así, condesa.
—¿No se trata más que de cenar con monseñor?
—De ninguna otra cosa.
—Crea Vuestra Eminencia que agradezco este honor
como se debe.
—¿Os burláis, condesa?
—Sólo me río.
—¿Os reís?
—Sí. ¿Os gustaría más que me enfadara? Parece que sois
de un humor difícil, monseñor.
—Y vos sois encantadora cuando reís, y yo no pediría
nada mejor que veros reír siempre. Pero no os riáis en este
momento. No, no. ¡Hay cólera detrás de esos bellos labios que
enseñan los dientes!
—Admito, monseñor, que el comedor me tranquiliza.
—Gracias a Dios.
—Y espero que cenaréis bien aquí.
—¿Cómo que yo cenaré bien aquí? ¿Y vos?
—No tengo hambre.
—¿Rehusáis mi cena?
—No os comprendo, monseñor.
—Escuchad, querida condesa.
—Escucho.
—Si estuvierais menos enojada os diría que, hagáis lo
que sea, no podéis impedir el ser encantadora, pero como a
cada cumplido temo que me suspendáis, renuncio.
—¿Teméis ser suspendido? Pido perdón a Vuestra
Eminencia, pero sois ininteligible.
—Sin embargo, todo es transparente.
—Excusad mi torpeza, monseñor.
—El otro día me recibisteis con cierta angustia. Sabíais
que estabais alojada de una manera poco conveniente para una
persona de vuestro rango, y eso me obligó a abreviar mi visita;
además, estuvisteis un poco fría conmigo. Entonces pensé que,
colocándoos en vuestro medio, sería como devolver el aire al
pájaro que el físico ha colocado bajo la máquina neumática.
—¿Entonces? —preguntó la condesa, con ansiedad,
porque comenzaba a comprender.
—Entonces, bella condesa, para que vos pudierais
recibirme con franqueza y para que yo pueda visitaros sin
comprometerme ni comprometeros a vos…
El cardenal miraba fijamente a la condesa.
—¿Entonces?
—Pensé que no desdeñaríais aceptar esta humilde casa.
Observad, condesa, que yo no digo nido.
—¿Aceptar yo? ¿Vos me dais esta casa, monseñor? —
preguntó la condesa, cuyo corazón le palpitaba de orgullo y de
codicia.
—Poca cosa, condesa, demasiado poco; pero si yo os
hubiese dado más, vos no lo habríais aceptado.
—Exacto, monseñor.
—¿Qué decís, madame?
—Digo que es imposible que yo acepte tal regalo.
—¿Imposible? ¿Por qué?
—Porque es imposible, simplemente.
—No pronunciéis esa palabra delante de mí, condesa.
—¿Por qué?
—Porque no quiero creer en imposibles cerca de vos.
—¡Monseñor!
—Condesa, la casa os pertenece, las llaves están ahí,
sobre una bandeja. Os trato como a un triunfador. ¿Veis
todavía una humillación en esto?
—No, pero…
—Aceptad.
—Monseñor, ya os lo he dicho.
—¿Cómo, madame? Escribís a los ministros solicitando
una pensión, aceptáis cien luises de dos damas desconocidas…
—Sí, monseñor, pero es diferente. Quien recibe…
—Quien recibe, obliga, condesa —dijo noblemente el
príncipe—. Yo os he esperado en vuestro comedor; ni siquiera
he visto el gabinete, ni los salones, ni las alcobas; sólo he
supuesto que habría todo eso.
—Monseñor, me obligáis a confesar que no hay un
hombre más delicado que vos.
Y la condesa, después de haberse dominado tanto tiempo,
enrojeció de placer al pensar que podía decir «mi casa».
Después, viendo que se dejaba arrastrar, ante un gesto
que hizo el príncipe, dijo, dando un paso atrás:
—Monseñor, ruego a Vuestra Eminencia que me invite a
cenar.
El cardenal se quitó la capa y acercó una silla a la
condesa. Vestía un traje civil que le cuadraba muy bien. Al
instante comenzó su oficio de maître de hotel.
La cena estuvo servida en un momento, pero antes de que
apareciese el primer criado, Juana se puso el antifaz.
—Soy yo quien debería taparse el rostro —dijo el
cardenal—, porque vos estáis en vuestra casa y el extraño aquí
soy yo.
Juana se echó a reír, pero no se quitó la máscara. Y a
pesar del placer y de la sorpresa que la acosaban, hizo honor a
la comida.
El cardenal, como ya hemos dicho y repetido, era un
hombre de gran corazón y de un espíritu magnífico.
Su gran conocimiento de las cortes más civilizadas de
Europa, gobernadas por reinas; su costumbre de tratar mujeres,
que en esta época complicaban más que resolvían todas las
cuestiones políticas…; esa experiencia, transmitida por línea
sanguínea, y multiplicada por un estudio personal…; todas
estas cualidades tan raras hoy y ya raras entonces, hacían del
príncipe un hombre extremadamente difícil de analizar por los
diplomáticos, sus rivales, y por las mujeres, sus dueñas.
Y era que sus buenas maneras y su altiva cortesía se
defendían con una coraza que nadie podía atravesar.
El cardenal, pues, se creía muy superior a Juana, y ella,
provinciana llena de pretensiones y que bajo su falso orgullo
no había podido ocultar su avidez, le parecía una fácil
conquista, deseable por su belleza, por su espíritu, por lo que
había en ella de provocativo y que aún seducía más a los
hombres expertos que a los ingenuos. Quizá esta vez el
cardenal, más incapaz de penetrar que de ser penetrado, se
engañaba; el caso era que Juana, por muy bella que fuese, no
le despertaba ningún recelo.
Fue lo que perdió a este hombre superior. No se volvió
únicamente menos fuerte de lo que era, sino que se
empequeñeció. De María Teresa a Juana de la Motte la
diferencia era demasiado grande para que un Rohan de su
temple se tomase la pena de luchar.
Así, una vez empezada la guerra, Juana, que comprendía
que él creía aparente su inferioridad, se guardó de dejar ver su
superioridad real; ella representaba el papel de la provinciana
coqueta, se hizo la ingenua para conservar un adversario
confiado en su fuerza y por consiguiente débil en sus ataques.
El cardenal, que le había sorprendido en ella todos los
movimientos que no pudo reprimir, la creyó embriagada con el
regalo que le acababa de hacer, y, efectivamente, ella estaba
embriagada porque el regalo estaba no sólo por encima de sus
esperanzas, sino por encima de sus pretensiones.
Únicamente el hombre olvidaba que era él quien estaba
por debajo de la ambición y del orgullo de una mujer como
Juana. Lo que por otra parte atenuaba la embriaguez en ella
era la sucesión de deseos nuevos inmediatamente sustituidos
por otros.
—Vamos —dijo el cardenal, sirviendo a la condesa vino
de Chipre en una pequeña copa de cristal con borde de oro—,
puesto que habéis firmado el contrato conmigo, no me
disgustéis más, condesa.
—¿Disgustaros? Nunca.
—¿Me recibiréis algunas veces aquí sin demasiada
repugnancia?
—Nunca seré tan ingrata como para olvidar que estáis en
vuestra casa.
—¿En mi casa? Bah…
—Sí, sí; en vuestra casa; en vuestra propia casa.
—Puedo incomodarme.
—No lo quisiera.
—Os pondré otras condiciones.
—Pero id con cuidado.
—¿Sobre qué?
—Sobre todo.
—Vos diréis.
—Estoy en mi casa.
—Y…
—Y si yo encuentro vuestras condiciones poco
razonables, llamo a mis agentes.
El cardenal se echó a reír.
—¿Lo veis?
—No veo nada claro —contestó el cardenal.
—Sí, acabáis de burlaros de mí.
—¿Cómo?
—Os estáis riendo.
—El momento lo merece, creo.
—Sí, el momento lo merece, aunque sabéis bien que si yo
llamase a mis agentes, no me obedecerían.
—Seguro que sí, o el diablo me confunda.
—Monseñor…
—¿Qué os ocurre? ¿Qué es lo que yo he hecho?
—Habéis jurado, monseñor.
—Yo no soy cardenal aquí, condesa; estoy en vuestra
casa, y con muy buena suerte.
Y también se rió.
La condesa se dijo que decididamente era un hombre
excelente.
—A propósito —dijo de repente el cardenal, como si un
pensamiento muy alejado de su espíritu se le ocurriese por
azar—, ¿qué me decíais el otro día respecto a esas dos damas
de caridad alemanas?
—¿Esas dos damas del retrato? —dijo Juana, que
habiendo visto a la reina esperaba la pregunta y ya tenía
preparada la respuesta.
—Sí, esas damas.
—Monseñor, vos las conocéis mejor que yo, me parece.
—¿Yo? Condesa, os habéis equivocado. ¿No queríais
saber quiénes son?
—Es natural que desee conocer a mis bienhechoras.
—Si yo supiese quiénes son, vos lo sabríais ya.
—Señor cardenal, ya os he dicho que vos las conocíais.
—No.
—Una palabra más y os llamo mentiroso.
—Y yo me vengaré del insulto.
—¿Cómo? Si me hacéis el honor de decírmelo.
—Besándoos.
—Señor embajador de la corte de Viena, amigo de la
emperatriz María Teresa, a menos que no tenga el menor
parecido, habéis reconocido el retrato de vuestra amiga.
—Cierto, condesa; era el retrato de María Teresa.
—Y os hacíais el ignorante, señor diplomático.
—Aun cuando fuese cierto que yo hubiese reconocido a
la emperatriz María Teresa, ¿adonde nos llevaría esto?
—Habiendo reconocido el retrato de María Teresa, vos
tenéis alguna sospecha de las mujeres a quienes el retrato
pertenece.
—¿Por qué pensáis vos que yo lo sabía? —preguntó el
cardenal, un poco inquieto.
—Porque no es muy corriente ver un retrato de madre
(notad que ese retrato es de madre y no de emperatriz) en otras
manos que no sean…
—Acabad.
—Que no sean las de una hija…
—¡La reina! —exclamó Louis de Rohan, en tono tan
sincero que hizo dudar a Juana—. La reina. Su Majestad, ha
venido a vuestra casa.
—¿Vos no habíais adivinado quién era ella, monseñor?
—Pues no —dijo el cardenal, con sencillez—. En
Hungría es costumbre que los retratos de los príncipes
reinantes pasen de familia en familia. Yo, por ejemplo, que no
soy ni hijo, ni hermano, ni pariente de María Teresa, tengo un
retrato de ella conmigo.
—¿Con vos, monseñor?
—Mirad —dijo fríamente el cardenal, y se sacó de un
bolsillo una tabaquera que enseñó a Juana, la cual estaba
desconcertada.
»Pensad —agregó él— que si yo tengo este retrato, a
pesar de no tener el honor de pertenecer a la familia imperial,
también otro puede haber olvidado en vuestra casa ese retrato,
sin que tenga que ser de la augusta casa de Austria.
Juana se calló. Ella tenía los instintos de la diplomacia,
pero le faltaba todavía la práctica.
—Entonces, según vos —continuó el príncipe Louis—, es
la reina María Antonieta quien os hizo una visita.
—La reina acompañada de otra dama.
—¿Madame de Polignac?
—No lo sé.
—¿Madame de Lamballe?
—Una mujer joven, muy bella y muy discreta.
—¿Mademoiselle de Taverney quizá?
—Es posible; no la conozco.
—Entonces, si Su Majestad os ha visitado, estáis bajo la
protección de la reina. Es un gran paso a favor vuestro.
—Eso creo, monseñor.
—Su Majestad, y perdonadme esta pregunta, ¿fue
generosa con vos?
—Me dio cien luises.
—Su Majestad no es rica, sobre todo en este momento.
—Por eso es doble mi reconocimiento.
—¿Y vos le habéis demostrado algún interés particular?
—Uno muy importante.
—Entonces —dijo el prelado, muy pensativo y olvidando
a la protegida para pensar en la protectora—, no tendréis que
hacer más que una cosa.
—¿Cuál?
—Entrar en Versalles.
La condesa sonrió.
—No queramos ignorar, condesa, que ésa es la verdadera
dificultad.
La condesa sonrió otra vez, más intencionadamente que
antes.
El cardenal también sonrió, diciendo:
—Vos, como otras provincianas, nunca dudáis. Porque
habéis visto Versalles con sus verjas que se abren y las
escaleras que se suben, creéis que todo el mundo abre verjas y
sube esas escaleras. ¿Habéis visto los monstruos de bronce, de
mármol o de plomo que adornan el parque y las terrazas de
Versalles?
—Sí, monseñor.
—Hipogrifos, quimeras, gorgonas y otras bestias
malignas por centenares; pues figuraos diez veces más bestias
vivientes entre los príncipes y sus séquitos, a los que hay que
temer.
—Vuestra Eminencia me ayudará entonces a atravesar las
filas de esos monstruos, si me cierran el paso.
—Bien o mal, lo procuraré. Pero, si pronunciáis mi
nombre, si descubrís vuestro talismán, bastarán dos visitas
para que todo sea inútil.
—Felizmente —dijo la condesa—, estoy guardada por
este lado por la protección de la reina, y si entro en Versalles,
será con el pie derecho.
—¿Cómo, condesa?
—Señor cardenal, es mi secreto…, pero no, ya no lo es,
porque no quiero tener secretos para mi más generoso
protector.
—¿Hay más, entonces?
—Sí, monseñor; hay más, pero a vos os bastará con
saber…
—¿Qué?
—Que mañana iré a Versalles, y espero que seré bien
recibida.
Al cardenal el aplomo de Juana le pareció una
consecuencia directa de los primeros vapores de la cena.
—Condesa —dijo, riéndose—, veremos si entráis.
—¿Tendríais tanta curiosidad como para hacerme seguir?
—La tendría.
—Pues insisto en lo que he dicho.
—Desde mañana desconfiad, condesa, aunque ya anuncié
vuestro interés en entrar en Versalles.
—En los pequeños apartamentos51, sí, monseñor.
—Os aseguro, condesa, que sois un enigma.
—¿Uno de esos pequeños monstruos del parque de
Versalles?
—Me creéis un hombre de gusto, ¿verdad?
—Ciertamente, monseñor.
—Pues como me encuentro a vuestras plantas y tomo y
beso vuestra mano, no podéis hacerme creer que pongo mis
labios en una garra o una mano en la cola de un pez.
—Os suplico, monseñor, que recordéis —dijo fríamente
Juana— que no soy ni una modistilla ni una suripanta de la
Ópera. Me pertenezco a mí misma, aun cuando no
perteneciese a mi marido, y me siento igual que todo ser
humano en este reino libre para elegir espontáneamente el día
en que me plazca al hombre que haya sabido complacerme.
Así, monseñor, respetadme un poco y respetad también la
nobleza a la cual pertenecemos los dos.
El cardenal se levantó, diciendo:
—Vos queréis que yo os ame seriamente.
—Yo no digo esto, señor cardenal, pero yo quiero
amaros. Creedme, cuando el momento llegue, lo adivinaréis
fácilmente. Yo os lo haré saber si no lo advertís, porque me
sentiré bastante joven y bastante aceptable para no temer
insinuarme a vos.
—Condesa —dijo el cardenal—, yo os aseguro que si no
dependiese más que de mí, vos me amaríais.
—Veremos.
—Sentís ya amistad por mí, ¿no es eso?
—Más.
—¿De verdad? Entonces estamos ya a mitad del camino.
—No midamos el camino con ninguna vara.
—Condesa, sois una mujer que yo adoraría…
—¿Que adoraríais si…?
—Si vos lo permitieseis —se apresuró a responder el
cardenal.
—Monseñor, yo os lo permitiré, quizá cuando la fortuna
me haya sonreído lo bastante como para que vos os ahorréis el
caer a mis pies y besar mis manos demasiado pronto.
—¿Cómo?
—Sí; cuando yo haya recibido todos vuestros favores,
entonces no supondréis que me mueve al recibiros ningún
interés. Entonces vuestra protección se ennoblecerá, ganando
yo y no perdiendo vos.
—Condesa, me estáis imponiendo condiciones
inaceptables.
—¿Cómo?
—Me impedís que os haga la corte.
—¡Qué error! ¿Es que para hacer la corte a una mujer no
hay más medio que la genuflexión y la rendición?
—Decidme, condesa: ¿qué es lo que me está permitido?
—Todo lo que sea compatible con mis gustos y mis
deberes.
—Habéis acotado los dos terrenos más imprecisos que
hay en el mundo.
—Os habéis precipitado al interrumpirme, monseñor;
tengo que agregar todavía un tercero.
—Dios mío, ¿cuál?
—El de mis caprichos.
—Estoy perdido.
—¿Retrocedéis ahora?
Al cardenal le angustiaban menos sus propias
consideraciones que la seducción que reconocía en su
provocativa asociada.
—No, no retrocederé.
—¿Ni ante mis deberes?
—Ni ante vuestros deberes ni ante vuestros caprichos.
—¿La prueba?
—Pedid.
—Quiero ir esta noche al baile de la Ópera.
—Eso es asunto vuestro, condesa; sois libre como el aire,
y yo no veo nada que os pueda impedir ir al baile de la Ópera.
—Vos no veis más que la mitad de mi deseo. La otra
mitad es que vos vayáis conmigo.
—¿Yo a la Ópera? ¡Condesa…!
Y el cardenal retrocedió un paso, luego otro, mirando a
Juana de la Motte como si no creyese que ella era ella.
—¿Veis como ya no queréis complacerme?
—Un cardenal no va al baile de la Ópera, condesa; es
como si yo os propusiera que entrásemos en… en un
fumadero.
—Un cardenal no baila, ¿es eso?
—Sí.
—¿Y cómo he leído que el cardenal de Richelieu había
bailado una zarabanda?
—Delante de Ana de Austria, sí.
—Delante de una reina. Muy bien. Vos lo haríais quizá
por una reina…
El príncipe enrojeció, a pesar de su aplomo y su facilidad
para salir airoso de cualquier dificultad.
Ya fuera porque la perversa criatura le tuviera piedad o
porque él no quiso insistir en el fastidioso tema, ella lo
resolvió con la más graciosa sonrisa, diciéndole:
—Sería lógico que me sintiese herida al ver que no
haríais por mí lo que haríais por una reina, pero lo comprendo,
aunque creo que un dominó y un antifaz… Pero si vos lo
rehusáis, ni un reproche, ni uno, mi estimado cardenal.
El cardenal no cabía en sí de satisfacción ante la victoria
que Juana le proporcionaba con su extraordinario tacto,
diciéndose que era una mujer maravillosa, e inesperadamente
le cogió con un fervor sospechoso las manos, diciéndole:
—Por vos, todo; si digo todo, quiero decir hasta lo
imposible.
—Gracias, monseñor. El hombre que se dispone a hacer
ese sacrificio por mí es mi amigo más preciado, pero os
dispenso de ese compromiso ahora que lo habéis aceptado.
—No, no; ya no se puede retroceder. Lo que se ofreció, se
cumple. Condesa, os pertenezco… en dominó.
—Pues vamos a la calle Saint-Denis, cerca de la Ópera;
sin quitarme el antifaz, compraré en una tienda una máscara y
un dominó para vos; podréis vestiros en la carroza.
—Condesa, es una aventura encantadora, ¿lo sabéis?
—Monseñor, sois para mí de una bondad que me
confunde, pero… pienso que quizá en el palacio de Rohan
Vuestra Excelencia habría encontrado un dominó más a su
gusto que el que conseguiremos ahora.
—Veo una malicia imperdonable, condesa. Si voy al baile
de la Ópera, creed una cosa…
—¿Cuál, monseñor?
—Me sorprenderá tanto verme allí como a vos el cenar
con un hombre que no es vuestro marido.
Juana pensó que no debía contestar, y le agradeció que él
no insistiera en la alusión a la reciente cena. Poco después, una
carroza sin armas se detuvo frente a la puerta de la casa, e
inmediatamente arrancó a trote largo, en dirección hacia los
bulevares.
XXII.- ALGUNAS PALABRAS SOBRE
LA OPERA

La Ópera, ese templo del placer de París, se incendió en el


mes de junio del año 1781.
Veinte personas murieron en la catástrofe, y como
dieciocho años después se repitió el mismo fatídico
acontecimiento, el emplazamiento habitual de la Ópera pareció
como una fatalidad que truncaba las alegrías parisienses, y el
rey ordenó que se construyese el nuevo edificio en un distrito
menos céntrico.
Para los vecinos fue una constante preocupación que esta
ciudad de tela y de madera, de cartón y de pinturas, no corriese
ningún riesgo. La Ópera indemne consolaba el corazón de los
financieros y de las gentes de calidad e igualaba los rangos y
las fortunas. La Ópera ardiendo podía destruir un distrito, la
ciudad entera. No se necesitaba más que un viento caprichoso.
El emplazamiento elegido fue la puerta de Saint-Martin.
El rey, apenado al ver que su ciudad de París iba a quedarse
sin Ópera durante mucho tiempo, se entristeció como cuando
la llegada del grano se retrasaba o el pan sobrepasaba en siete
soles las cuatro libras.
Habría que ver a la vieja nobleza, a la abogacía, al
ejército y a la finanza desorientados por ese vacío; era penoso
ver errar por los paseos a las divinidades sin asilo, desde el
director de danza hasta la ilustre cantatriz.
Para consolar al rey, y también a la reina, se presentó a
Sus Majestades un arquitecto, Lenoir, que prometía montes y
montañas. El insigne caballero tenía proyectos inéditos, y un
sistema de circulación tan perfecto que, incluso en caso de
incendio, nadie se quedaría asfixiado en los pasillos. Habría
ocho puertas para los que quisieran huir, y en el primer piso
habría cinco ventanales tan bajos que hasta los más timoratos
podrían saltar al bulevar sin mayor peligro que el romperse
una pierna.
Para reemplazar la bella sala de Moreau y las pinturas de
Durameaux, Lenoir había imaginado un edificio de ochenta y
seis pies sobre el bulevar; una fachada con ocho cariátides
adosadas a los pilares, tres puertas de entrada, ocho columnas,
un bajorrelieve sobre los capiteles, un balcón y tres ventanas
con archivoltas.
El escenario tendría treinta y seis pies de ancho, y la sala
setenta y dos pies de profundidad y ochenta y cuatro de muro a
muro. Los vestíbulos se embellecerían con espejos y la
decoración sería sobria, pero noble.
A lo ancho de la sala, debajo de la orquesta, Lenoir
dedicaría un espacio de doce pies para dos cuerpos de bombas
contra incendios, a las que se destinarían veinte guardias.
Para coronar su obra, el arquitecto pedía setenta y cinco
días y setenta y cinco noches, ni una hora más ni una hora
menos, asegurando que al siguiente día del plazo fijado se
abrirían las puertas al público, lo que pareció una fantasía que
provocó la hilaridad de todo París, pero el rey hizo cálculos
con Lenoir, y se empezaron las obras con la venia real.
Lenoir pisaba firme, y el edificio quedó terminado en la
fecha prometida.
Pero entonces el público, que nunca está satisfecho ni se
cree seguro, empezó a propalar que la sala tenía un armazón
previo, que era el único medio de construir de prisa, y que la
celeridad no era una garantía, y por consiguiente la Ópera
nueva no era sólida. Este teatro, por el que se había suspirado
tanto, que los curiosos habían visto subir palmo a palmo; este
monumento que todo París había visto crecer día tras día,
pensando cada ciudadano en cuál sería su silla de abono, se
encontró en que nadie quiso entrar en él, en cuanto fue
acabado. Los más audaces, los locos, sacaron los billetes para
la primera representación de Adéle de Ponthieu, con música de
Puccini, pero al mismo tiempo hicieron testamento.
El arquitecto, desolado, recurrió al rey, quien le dio una
idea.
—Los holgazanes que hay en Francia —dijo Su Majestad
— son los que pagan, son los que quieren daros diez mil libras
de renta y dejarse asfixiar en la apretura, pero no quieren
arriesgarse a morir ahogados bajo los techos ante el peligro de
que se desplomen. Dejad esas gentes e invitad a los valientes
que no pagan. La reina me ha dado un Delfín. La ciudad nada
en alegría. Haced anunciar que en regocijo por el nacimiento
de mi hijo, la Ópera se abrirá con un espectáculo gratuito, y si
dos mil quinientas personas amontonadas, es decir, un
promedio de tres mil cien libras no os bastan para probar la
solidez, pedid a todos estos hombres alegres que se muevan un
poco. Vos sabéis, amigo Lenoir, que el peso se quintuplica
cuando cae desde cuatro pulgadas. Vuestros dos mil quinientos
valientes pesarán quinientas mil libras si vos los hacéis bailar.
Dad, pues, un baile después del espectáculo.
—Gracias, Sire —dijo el arquitecto.
—Pero antes reflexionad que será mucho peso.
—Sire, tengo plena confianza en mi obra, y yo iré a ese
baile.
—Y yo —repuso el rey— os prometo que asistiré a la
segunda representación.
El arquitecto siguió el consejo del rey. Se representó
Adela de Ponthieu ante tres mil plebeyos que aplaudieron más
que sus reyes. Estos plebeyos aceptaron de buen grado bailar
después del espectáculo, y se divirtieron a sus anchas, y dieron
un peso diez veces mayor en lugar de cinco, y no tembló ni
una lámpara, ni un atril.
Si se hubiere temido alguna desgracia, habría tenido que
ocurrir en las representaciones siguientes, cuando los nobles
invadieron la sala, y no pasó nada, para la gloria de Lenoir. Y
ahora, tres años después de su apertura, se dirigían al baile de
la Ópera el cardenal de Rohan y Juana de la Motte.
Este preámbulo se lo debíamos a nuestros lectores. Ahora
volvamos a nuestros personajes.
XXIII.- EL BAILE DE LA OPERA

El baile estaba en todo su apogeo, cuando el cardenal Louis de


Rohan y madame de la Motte se deslizaron furtivamente en él,
por lo menos, el prelado, confundiéndose con millares de
dominós y de máscaras de toda especie. Pronto fueron
envueltos en este gentío, donde desaparecieron, como
desaparecen en los grandes torbellinos, los remolinos
pequeños que se ven un instante desde la orilla, y después son
arrastrados y borrados por la corriente.
Dos dominós, uno al lado del otro, en tanto que les fue
posible sostenerse en este terrible caos, intentaron, aunando
sus fuerzas, resistir la invasión; pero viendo que no podían
conseguirlo, decidieron refugiarse bajo el puesto de la reina,
donde el gentío era menor y por otra parte la pared ofrecía un
punto de apoyo.
Dominó negro y dominó blanco, el uno grande, el otro de
mediana talla; el uno un hombre, el otro una mujer; uno
agitando los brazos, la otra volviendo una y otra vez la cabeza.
Estos dos dominós se entregaron entonces a un coloquio
de lo más animado. Escuchemos.
—Yo os digo, Olive, que vos esperáis a alguien —repetía
el mayor—. Vuestro cuello no es un cuello, es una veleta que
no gira solamente al viento, sino a todo el que llega.
—¡Y bien! ¿Qué más?
—¿Cómo?
—Sí. ¿Qué hay de asombroso en esto de que mi cabeza
gira? ¿Es que no estoy aquí para eso?
—Sí, pero si la volvéis a los demás…
—¡Y bien, monsieur! ¿Para qué se viene a la Ópera?
—Por mil motivos.
—¡Oh, sí! ¡Los hombres! Pero las mujeres no vienen más
que por uno solo.
—¿Cuál?
—El que os he dicho: para hacer volver a su vez cuantas
cabezas sean posible. Vos me habéis traído al baile de la
Ópera, estoy en él, soportadlo.
—¡Mademoiselle Olive!
—¡Oh! No hagáis oír vuestra ronca voz. Sabéis que
vuestra ronca voz no me da miedo y sobre todo procurad no
llamarme por mi nombre. Sabed que nada es de peor gusto que
llamar a las gentes por su nombre en un baile de la Ópera.
El dominó negro hizo un gesto de cólera, que fue
interrumpido por la llegada de un dominó azul, bastante
grueso, bastante grande y de una bella apariencia.
—¡Oh, monsieur! —dijo el recién llegado—. Dejad a
madame que se divierta todo lo que quiera. ¡Qué diablo! No
son todos los días cuaresma y durante la cuaresma no se viene
de ningún modo al baile de la Ópera.
—Intervenid en lo que os importa —replicó brutalmente
el dominó negro.
—Eh, monsieur —dijo el dominó azul—, reportaos de
una vez por todas, que un poco de cortesía no ofende jamás a
nadie.
—Yo no os conozco —respondió el dominó negro—.
¿Por qué diablos me he de enfadar con vos?
—Vos no me conocéis, sea, pero…
—¿Pero qué?
—Pero yo os conozco, monsieur Beausire.
A este nombre, el dominó negro se estremeció, sensación
que fue visible por las oscilaciones repetidas de su capuchón.
—¡Oh! No tengáis miedo, monsieur Beausire —repuso la
máscara—. Yo no soy lo que vos pensáis.
—¡Y pardiez! ¿Qué es lo que yo pienso? ¿Es que vos
adivináis los nombres? ¡Si fuera así no os contentaríais y
tendríais también la pretensión de adivinar los pensamientos!
—¿Por qué no?
—Entonces adivinad lo que yo pienso. No he visto jamás
a un brujo y me daría un gran placer, de verdad, encontrarme
con uno.
—Oh, lo que vos pedís de mí no es muy difícil como para
hacerme merecer un título que parece que vos otorgáis tan
fácilmente.
—Decidlo de todos modos.
—No, buscad otra cosa.
—Eso me bastará. Adivinad.
—¿Lo queréis?
—Sí.
—Pues bien; vos me habéis tomado por un agente de
monsieur de Crosne52.
—¿De monsieur de Crosne?
—Oh, sí, vos no teméis más que a monsieur de Crosne, el
teniente de policía, pardiez.
—¡Monsieur…!
—Todo va bien, querido monsieur Beausire; en verdad
que se diría que vos buscáis una espada a vuestro costado.
—Y claro que la busco.
—¡Por Dios, qué temperamento tan belicoso! Pero
acordaos, querido monsieur Beausire, que vos habéis dejado
vuestra espada en vuestra casa y habéis hecho bien. Hablemos
de otra cosa. ¿Queréis cederme, si os place, el brazo de
madame?
—¿El brazo de madame?
—Sí, de madame. Esto suele hacerse, me parece, en el
baile de la Ópera. ¿O es que llegaré yo de las Indias, para
ignorar lo que se acostumbra hacer aquí?
—Sin duda, monsieur, pero eso se hace cuando le
conviene al caballero.
—Basta algunas veces, querido monsieur Beausire, que
convenga a la dama.
—¿Para largo tiempo me pedís el brazo de mi pareja?
—¡Oh, querido monsieur Beausire, sois demasiado
curioso! Puede ser por diez minutos, puede ser para una hora,
o quizá para toda la noche.
—Monsieur, os estáis burlando de mí.
—Querido monsieur, responded, sí o no. ¿Queréis, sí o
no, cederme el brazo de madame?
—No.
—Vamos, vamos; no os hagáis el malvado.
—¿Por qué?
—Porque, puesto que tenéis una máscara, es inútil que os
pongáis dos.
—¡Dios mío, monsieur!
—Bien. He aquí que ya os disgustáis, vos que erais tan
dulce hace un momento.
—¿Dónde?
—En la calle Dauphine.
—¡En la calle Dauphine! —exclamó Beausire,
estupefacto.
Olive estalló en risas.
—Callaos vos, madame —murmuró el dominó negro.
Después, volviéndose hacia el dominó azul, afirmó:
—No comprendo nada de lo que decís, monsieur.
Honradamente, me intrigáis, si esto es posible.
—Pero, querido monsieur, a mí me parece que no hay
nada más honrado que la verdad. ¿No es así, mademoiselle
Olive?
—¡Y tanto! Pero —exclamó ella—, ¿me conocéis a mí
también?
—¿Monsieur no os ha nombrado en alto por vuestro
nombre hace un momento?
—Y la verdad —dijo Beausire, volviendo a la
conversación—, la verdad es…
—Es que en el momento de matar a esta pobre dama,
porque hace una hora que vos la queríais matar; es que en el
momento de matar a esta pobre dama, digo, os habéis detenido
ante el sonido de una veintena de luises.
—¡Basta, monsieur!
—Sea, dadme el brazo de madame, entonces, puesto que
ya sabéis lo que queríais.
—¡Oh, ya veo —murmuró Beausire— que madame y
vos…!
—¡Y bien! ¿Que madame y yo…?
—Vos me entendéis.
—Os juro que no.
—¡Oh! ¿Es capaz de decir…? —gritó Olive.
—Y por otra parte… —agregó el dominó azul.
—¿Cómo por otra parte?
—Sí, cuando nosotros nos entendamos, no será más que
para vuestro bien.
—¿Para mi bien?
—Sin duda.
—Cuando se dice una cosa, se prueba —dijo
caballerosamente Beausire.
—Con la mejor voluntad.
—¡Ah! Me sentiría curioso…
—Os lo probaré, pues —continuó el dominó azul—. Os
probaré que vuestra presencia aquí os es tan nociva como
vuestra ausencia os será provechosa.
—¿A mí?
—Sí, a vos.
—¿En qué? ¡Decídmelo, os lo ruego!
—Nosotros somos miembros de una cierta academia53.
¿No es eso?
—¿Yo?
—¡Oh, no os disgustéis, querido monsieur Beausire, yo
no hablo de la Academia Francesa!
—Academia…, academia… —rezongó el amante de
Olive.
—Calle del Pot-de-Fer, un piso por encima de la
caballeriza. ¿No es así, querido monsieur Beausire?
—¡Silencio!
—¡Bah!
—Sí, silencio. ¡Qué desagradable sois!
—No digáis eso.
—¿Por qué?
—¡Por Dios! ¡No podéis creer ni una sola palabra!
Volvamos, pues, a esa academia.
—¿Y bien?
El dominó azul sacó su reloj, un bello reloj adornado de
brillantes, sobre el cual se fijaron como dos lentillas
inflamadas las dos pupilas de Beausire.
—¡Y bien!
—Y bien, dentro de un cuarto de hora, en vuestra
academia de la calle de Pot-de-Fer, querido monsieur
Beausire, se va a discutir un pequeño proyecto, de donde
obtendrán un beneficio de dos millones los doce asociados, de
los cuales vos sois uno de ellos, monsieur Beausire.
—Y que quizá vos sois otro, si…
—Acabad.
—Sois otro, si es que no sois un policía.
—De verdad, os creía un hombre de talento, monsieur
Beausire, pero veo con dolor que no sois más que un idiota; si
fuera la policía, os hubiera ya detenido y vuelto a prender
veinte mil veces por asuntos menos honorables que esta
especulación de dos millones que se va a discutir en la
academia dentro de algunos minutos.
Beausire reflexionó un momento.
—¡Diablos! Si vos estáis en lo cierto…
Retrocediendo unos pasos, añadió:
—¡Ah! Monsieur, vos me enviáis a la calle de Pot-de-Fer.
—Yo os envío a la calle de Pot-de-Fer.
—Ya sé por qué.
—Decid.
—Para hacerme atrapar allí. ¡Pero no estoy loco!
—Entonces cometéis una tontería.
—¡Monsieur!
—Sin duda, si tengo el poder de hacer lo que decís, si
tengo el poder más grande todavía de adivinar lo que se trama
en vuestra academia, ¿por qué vengo a pediros permiso para
entretener a madame? No. Lo que haría yo en este caso sería
deteneros inmediatamente y así nos desembarazaríamos de
vos, madame y yo; pero al contrario. ¡Todo por la dulzura y la
persuasión, monsieur Beausire, ésa es mi divisa!
—Veamos —gritó de pronto Beausire, abandonando el
brazo de Olive—, ¿sois vos el que estabais en el sofá de
madame, hace dos horas? Responded.
—¿Qué sofá? —preguntó el dominó azul, al cual Olive
pellizcó ligeramente su dedo meñique—. Yo no conozco,
hablando de sofás, más que el de monsieur Credillon hijo.
—Bueno; todo esto me es igual —repuso Beausire—.
Vuestras razones son buenas; he aquí todo lo que necesito.
Más que buenas son excelentes, sería necesario decir. Tomad,
pues, el brazo de madame, y si vos habéis conducido a su
perdición a un hombre galante, enrojeced de vergüenza.
El dominó azul rió ante este epíteto de hombre galante
del cual se gratificaba tan liberalmente Beausire; después, le
golpeó amistosamente en un hombro.
—Dormid tranquilo —le dijo—. Enviándoos allí abajo,
os hago el regalo de una parte de las cien mil libras al menos;
porque si no vais a la academia esta noche, según costumbre
de vuestros asociados, estaréis fuera del reparto, mientras que
yendo allá…
—Muy bien, os deseo lo mejor del mundo —murmuró
Beausire.
Y saludando con una pirueta, desapareció.
El dominó azul tomó posesión del brazo de mademoiselle
Olive, que quedaba libre tras la desaparición de Beausire.
—Ahora, entre nosotros —dijo ella—, os he dejado
intrigar a vuestro gusto al pobre Beausire, pero os prevengo
que seré más difícil de desconcertar, puesto que os conozco.
Así que como se trata de continuar, inventad lindas historias o
si no…
—Yo conozco historias muy lindas; pero no más bellas
que la vuestra propia, querida mademoiselle Nicolasa —dijo el
dominó azul, apretando el brazo torneado de la mujercita, que
exhaló un grito ahogado ante el nombre que el enmascarado
acababa de deslizar en su oído.
Pero se repuso prontamente como persona habituada a no
dejarse coger por sorpresa.
—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué decís ese nombre? —preguntó
ella—. ¡Nicolasa! ¿Es de mí de quien se trata? ¿Queréis, por
casualidad, llamarme por ese nombre? En ese caso, vos habéis
naufragado nada más salir del puerto; habéis chocado con la
primera roca. No me llamo Nicolasa.
—Ya sé que ahora no; ahora os llamáis Olive. Nicolasa
era demasiado provinciano. Hay dos mujeres en vos, lo sé
bien: Olive y Nicolasa. Nosotros hablaremos muy pronto de
Olive; hablemos primero de Nicolasa. ¿Habéis olvidado el
tiempo en que respondíais a este nombre? No lo creo. ¡Ah, mi
querida niña! Cuando se ha llevado un nombre siendo
muchacha, es siempre este nombre el que se guarda si no por
fuera, al menos en el fondo del corazón, aunque sea otro
apelativo el que haya que tomar, para hacer olvidar el primero.
¡Pobre Olive! ¡Feliz Nicolasa!
En este momento una oleada de máscaras vino a chocar
como una tempestad contra los dos paseantes entrelazados, y
Nicolasa —Olive— fue forzada a pesar de ella a apretarse a su
compañero, mucho más de lo que hubiera pensado.
—Ved —le dijo él—. Ved a este gentío abigarrado; ved
esos grupos que se presentan, bajo los antifaces, el uno al otro
para devorar palabras de galantería o de amor. Ved estos
grupos que se hacen y se deshacen los unos de risa, los otros
con reproches. Todas esas gentes quizá tengan nombres, como
vos, y hay muchas que se asombrarían si les dijéramos estos
nombres, que ellos creen que han sido olvidados.
—Vos habéis dicho: ¡pobre Olive!
—Sí.
—¿No creéis, pues, que sea feliz?
—Sería difícil que fuerais feliz con un hombre como
Beausire.
Olive exhaló un suspiro.
—No lo soy de ninguna manera —dijo.
—¿Acaso le amáis?
—¡Oh! Razonablemente.
—Si no le amáis, abandonadle.
—No.
—¿Por qué?
—Porque en cuanto le hubiese abandonado, le echaría de
menos.
—¿Le echaríais de menos?
—Tengo miedo de que así ocurra.
—¿Y qué echaríais de menos en un ebrio, en un jugador,
en un hombre que os golpea, en un hampón que será un día
arrastrado en Greve?
—Quizá no podáis comprender lo que yo os quiero decir.
—Decidlo.
—Yo echaría de menos el ruido que él hace alrededor de
mí.
—Lo hubiera debido adivinar. He aquí lo que es haber
pasado la juventud en medio de gentes silenciosas.
—¿Conocéis mi juventud?
—Perfectamente.
—¡Ah! Mi querido monsieur —dijo Olive riendo y
sacudiendo la cabeza con un aire de desconfianza.
—¿Lo dudáis?
—Oh, no lo dudo, estoy segura.
—Entonces hablemos de vuestra juventud, mademoiselle
Nicolasa.
—Charlemos; pero os prevengo que no os voy a dar la
réplica.
—Oh, no es necesario.
—Así lo espero.
—No voy a recordaros la infancia, tiempo que no cuenta
en la vida; yo os recordaré la pubertad, en el momento en que
os apercibisteis de que Dios había puesto en vos un corazón
para amar.
—¿Para amar a quién?
—Para amar a Gilberto.
A esta palabra, a este nombre, un estremecimiento corrió
por todas las venas de la joven, y el dominó azul sintió este
estremecimiento en su brazo.
—¡Oh! —dijo—. ¿Cómo sabéis, Dios mío?
Y se detuvo asaeteando a través de su máscara y con una
emoción indefinible, fijos sus ojos sobre el dominó azul.
El dominó azul guardó silencio.
Olive, o más bien Nicolasa, exhaló un suspiro.
—¡Ah, monsieur! —dijo sin buscar el prolongar la lucha
—. Acabáis de pronunciar un nombre que para mí está lleno
de recuerdos. ¿Conocéis, pues, a Gilberto?
—Sí, puesto que os hablo de él.
—¡Ay!
—Un muchacho encantador a fe mía. ¿Le amáis?
—Era bello… No… no es eso…; pero yo le encontraba
bello. Estaba lleno de espíritu; era mi igual por el
nacimiento…; pero no, no, esta vez, sobre todo, me engañó.
Igual, no, jamás. Tanto que si Gilberto lo quisiera, ninguna
mujer sería su igual.
—Incluso…
—¿Incluso quién?
—Incluso mademoiselle de Ta…
—¡Oh! Yo sé lo que queréis decir —interrumpió Nicolasa
—. Estáis bien informado, monsieur, lo compruebo; sí, él
amaba algo más alto que la pobre Nicolasa.
—Detengámonos ahí, si queréis.
—Sí, sí, vos sabéis secretos terribles, monsieur —dijo
Olive, temblorosa—. Ahora…
Miró al desconocido como si pudiera leer a través de su
máscara.
—¿Ahora qué ha llegado a ser?
—Yo creo que vos podréis decirlo mejor que nadie.
—¿Por qué?
—¡Gran Dios!
—Porque si él os ha seguido de Taverney a París, vos lo
habéis seguido de París al Trianón.
—Sí, es verdad, pero hace diez años de esto; además no
es de este tiempo del cual os hablo. Os hablo de diez años que
han corrido después de que yo huí y que él desapareció. ¡Dios
mío! ¡Han pasado tantas cosas en diez años!
—Os lo ruego —insistió Nicolasa casi suplicante—,
decidme lo que le ha ocurrido a Gilberto. ¿Vos os calláis,
volvéis la cabeza? ¿Quizá este recuerdo os hiere? ¿Os
entristece?
El dominó azul no había vuelto sino inclinado la cabeza,
como si el peso de estos recuerdos hubiera sido demasiado
pesado.
—Cuando Gilberto amaba a mademoiselle de Taverney
—dijo Olive.
—Pronunciad los nombres en voz baja —dijo el dominó
azul—. ¿No habéis notado que yo no los cito?
—Cuando él estaba tan enamorado —continuó Olive con
un suspiro— que cada árbol del Trianón sabía su amor…
—¡Y bien! ¿Vos no le amabais ya?
—Yo, al contrario, más que nunca; y fue este amor el que
me perdió. Yo soy bella, soy orgullosa, y cuando quiero, soy
insolente. Yo pondría mi cabeza sobre un tajo para hacerla
abatir, antes que permitir que se diga que la he inclinado.
—Tenéis valor, Nicolasa.
—Sí, lo he tenido… en otro tiempo —dijo la muchacha
suspirando.
—¿La conversación os entristece?
—No, al contrario, me hace bien. ¡Remontar hasta mi
juventud! Ocurre en la vida como en los ríos. El río más
turbulento ha tenido una fuente pura. Continuad y no prestéis
atención a un pobre suspiro perdido que sale de mi pecho.
—¡Oh! —dijo el dominó azul con un dulce balanceo que
traicionaba una sonrisa oculta bajo la máscara—. De vos, de
Gilberto y de otra persona, yo, mi pobre niña, sé todo lo que
vos podéis saber.
—Entonces —gritó Olive—, decidme por qué Gilberto
huyó del Trianón; y si vos me lo decís…
—¿Os habré convencido? ¡Pues bien! Yo no os lo diré, y
os convenceré aún mejor.
—¿Cómo?
—Preguntándome por qué Gilberto ha abandonado el
Trianón no es una verdad que vos queréis constatar en mi
respuesta, es algo que no sabéis y que deseáis saber.
—Es verdad.
De pronto, ella se estremeció tan vivamente como no lo
había hecho hasta entonces y tomó las manos del hombre entre
las suyas crispadas.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Dios mío!
—¿Qué ocurre?
Nicolasa pareció querer apartar la idea que le había
llevado a esta demostración.
—Nada.
—Si queréis preguntarme algo…
—Sí. Decidme con toda franqueza lo que ha sido de
Gilberto.
—¿No habíais oído decir que había muerto?
—Claro.
—Pues bien, está muerto.
—¿Muerto? —dijo Nicolasa con aire de duda.
Después, con un brusco estremecimiento que se parecía al
primero, añadió:
—Por favor, monsieur, hacedme otro servicio.
—Y dos, y diez, tantos como vos queráis, mi querida
Nicolasa.
—Yo os he visto en mi casa hace dos horas, ¿no es
verdad?
—Sin duda.
—Hace dos horas no buscabais ocultaros de mí.
—Al contrario; buscaba hacerme notar.
—¡Oh, loca, loca que soy! Yo que os he mirado tanto.
¡Loca, loca, loca, estúpida! ¡Mujer y nada más que mujer!,
como decía Gilberto.
—¡Está bien! Dejad vuestros bellos cabellos. Y dejad de
censuraros.
—No. Quiero castigarme por haberos mirado sin haberos
visto.
—No os comprendo.
—¿Sabéis lo que yo os pido?
—Pedid.
—Quitaos vuestra máscara.
—Aquí es imposible.
—¡Oh! No es el temor de ser visto por los demás, por
otras miradas que las mías, lo que os impide hacerlo; detrás de
esta columna, en las sombras de la galería, si quisierais
hacerlo, sólo os vería yo.
—¿Qué es lo que me impide hacerlo, según vos?
—Tenéis miedo de que os reconozca.
—¿Yo?
—Y que yo no grite: ¡sois vos, es Gilberto!
—¡Ah, bien lo habéis dicho: loca, loca!
—Quitaos vuestra máscara.
—Está bien, sea; pero con una condición.
—Concedida de antemano.
—Y es que si quiero, a mi vez, que vos os quitéis la
vuestra…
—Me la quitaré. Si no me la quito, vos me la arrancaréis.
El dominó azul no se hizo rogar largo tiempo. Ganó el
lugar oscuro que la joven le había indicado, y una vez estuvo
allí, quitándose su máscara, se colocó delante de Olive que le
devoró con una mirada escudriñadora.
—¡Ay, no! —dijo, batiendo el suelo con el pie e hiriendo
la palma de sus manos con sus uñas—. ¡Ay, no! No sois
Gilberto.
—¿Quién soy?
—Qué me importa. Desde el momento que no sois él…
—¿Y si hubiera sido Gilberto? —preguntó el
desconocido, volviendo a colocarse su máscara.
—Si hubieseis sido Gilberto… —gritó la joven con
pasión.
—Sí.
—Si él me hubiera dicho: Nicolasa, Nicolasa, acuérdate
de De Taverney-Maison-Rouge. ¡Oh, entonces…!
—¿Entonces?
—No habría habido más Beausire en el mundo.
—Yo os he dicho, mi querida niña, que Gilberto está
muerto.
—¡Está bien! Quizá sea lo mejor —suspiró Olive.
—Sí; Gilberto no os hubiera amado, por muy bella que
seáis.
—¿Queréis decir que Gilberto me despreciaba?
—No, más bien os temía.
—Es posible. Yo tenía algo de él en mí y él se conocía
tanto a sí mismo, que yo le causaba miedo.
—Está bien, pues vos lo habéis dicho; vale más que haya
muerto.
—¿Por qué tenéis que repetir todas mis palabras? Cuando
las oigo en vuestra boca, me hieren. ¿Por qué es mejor que
haya muerto según decís?
—Porque hoy, mi querida amiga, ved que ya no os llamo
Nicolasa; porque hoy, mi querida Olive, vos tenéis en
perspectiva un porvenir feliz, rico, resplandeciente.
—¿Lo creéis?
—Sí, si estáis bien decidida a hacerlo todo para llegar al
fin que os prometo.
—¡Oh, estad tranquilo!
—Solamente es preciso que no suspiréis más, como
habéis estado suspirando hace un momento.
—Sea. Suspiraba por Gilberto; y como no hay dos
Gilberto en el mundo, puesto que Gilberto ha muerto, ya no
suspiraré más.
—Gilberto era joven, tenía los defectos y las virtudes de
la juventud. Hoy…
—Gilberto no es viejo hoy, está igual que hace diez años.
—No, sin duda, puesto que Gilberto ha muerto.
—Me comprendéis; ha muerto. Los Gilberto no
envejecen, mueren.
—¡Oh! —exclamó el desconocido—. ¡Oh, juventud! ¡Oh,
valor! ¡Oh, belleza! Semillas eternas del amor, del heroísmo y
de la devoción. Quien os pierde, pierde verdaderamente la
vida. La juventud es el paraíso, es el cielo, lo es todo. Lo que
Dios nos da después no es más que la triste compensación de
la juventud. Cuanto más da a los hombres, una vez que han
perdido su juventud, más cree tener que indemnizarlos. Pero
nada reemplaza, gran Dios, los tesoros que esta juventud
prodiga al hombre.
—Gilberto también hubiera pensado lo que vos decís —
dijo Olive—, pero basta sobre este asunto.
—Sí. Hablemos de vos.
—Hablemos de lo que queráis.
—¿Por qué huisteis con Beausire?
—Porque yo quería abandonar el Trianón, y era preciso
huir con alguien. Me era imposible vivir más tiempo con
Gilberto, sabiendo que podía llegar a ser algo enojoso para él,
un despojo desdeñado.
—Diez años de felicidad por orgullo —dijo el dominó
azul—. ¡Sí que habéis pagado cara esta vanidad!
Olive comenzó a reír.
—¡Oh! Sé bien de qué os reís —dijo gravemente el
desconocido—, os reís de que un hombre que pretende saberlo
todo, os acuse de haber sido diez años fiel, cuando vos no
tenéis la menor idea de haber sido tan culpable en algo tan
ridículo. ¡Oh! ¡Dios mío! Si es cuestión de fidelidad material,
pobre mujer, sé muy bien a qué atenerme acerca de ello. Sí, sé
que vos habéis ido a Portugal con Beausire, que os quedasteis
allí dos años, que de ahí pasasteis a la India, sin Beausire, con
un capitán de fragata que os ocultó en su camarote, y os olvidó
en Chandernágor, en tierra firme, en el momento en que volvía
a Europa. Sé que vos habéis tenido dos millones de rupias de
renta en la casa de un nabab que os encerraba bajo tres verjas.
Sé que huisteis, saltando por encima de esas verjas sobre los
hombros de un esclavo. Sé en fin que, rica, porque habéis
llevado dos brazaletes de piedras finas, dos diamantes y tres
gruesos rubíes, regresasteis a Francia, a Brest, donde en el
puerto, vuestro genio malo os hizo desembarcar, volver a
encontrar a Beausire, el cual quedó anonadado al reconoceros,
tan bronceada y delgada como llegabais a Francia, pobre
exiliada.
—¡Oh! —exclamó Nicolasa—. ¿Quién sois vos, Dios
mío, para saber todas esas cosas?
—Yo sé, en fin, que Beausire os llevó con él, os demostró
que os amaba, vendió vuestras pedrerías y os redujo a la
miseria… Sé que vos le amáis, por lo menos eso decís y que,
como el amor es la fuente de todo bien, debéis ser la mujer
más feliz del mundo.
Olive bajó la cabeza, apoyó su frente sobre su mano y a
través de los dedos de esta mano se vio rodar dos lágrimas,
perlas líquidas, más preciosas quizá que las de sus brazaletes y
que, sin embargo, nadie ¡ay! hubiera querido comprar a
Beausire.
—Y esta mujer tan orgullosa, esta mujer tan feliz —dijo
ella—, vos la habéis adquirido esta noche por cincuenta luises.
—¡Oh! Es muy poco, madame, lo sé bien —dijo el
desconocido con esta gracia exquisita y esta cortesía perfecta
que no abandona jamás al hombre de mundo incluso cuando
habla al más ínfimo de los cortesanos.
—¡Oh! Es mucho, demasiado caro, monsieur. Al
contrario; y me ha sorprendido extrañamente, os lo juro, que
una mujer como yo valga todavía cincuenta luises…
—Valéis mucho más que eso y yo os lo probaré. ¡Oh! No
respondáis nada porque no me comprendéis; y después… —
agregó el desconocido inclinándose hacia ella.
—¿Y después?
—Y después, en este momento, tengo necesidad de toda
mi atención.
—Entonces debo callarme.
—No, por el contrario, habladme.
—¿De qué?
—¡Oh! De lo que queráis, Dios mío. Decidme las cosas
más ociosas de la tierra, no importa; lo interesante es que
tengamos el aire de estar ocupados.
—Sea; pero vos sois un hombre singular.
—Dadme el brazo y paseemos.
Se acercaron a los demás grupos, ella cimbreando su fino
talle y dando a su cabeza, elegante, incluso bajo la capucha, a
su cuello, flexible, incluso bajo el dominó, movimientos que
todo buen conocedor contemplaba con deseo; porque en el
baile de la Ópera, en este tiempo de galantes proezas, cada uno
seguía con una mirada el paso de una mujer, y con la misma
curiosidad, que hoy día, algunos aficionados siguen la marcha
de un hermoso caballo.
Olive, al cabo de algunos minutos, hizo una pregunta.
—¡Silencio! —dijo el desconocido—. O más bien,
hablad, si lo queréis, pero no me obliguéis a responderos.
Solamente, hablando de todo, disfrazad vuestra voz; tened la
cabeza erguida, y ocultad vuestro cuello con vuestro abanico.
Ella obedeció.
En este momento nuestros dos personajes pasaban ante
un grupo muy acicalado, en el centro del cual, un hombre de
talla elegante, de un talante esbelto y libre, hablaba a tres
compañeros que parecían escucharle respetuosamente.
—¿Quién es ese joven? —preguntó Olive—. ¡Qué
encantador dominó gris perla!
—Es el señor conde de Artois —respondió el
desconocido—, pero no habléis más, por favor.
XXIV.- EL BAILE DE LA OPERA
(Continuación)

En el momento en que mademoiselle Olive, atónita ante la


importancia del nombre que acababa de elogiar su dominó
azul, se alineaba para ver mejor, oyendo la recomendación
varias veces repetida, otros dos dominós se destacaron de un
grupo charlatán y ruidoso y se refugiaron cerca del anfiteatro,
en un sitio en que no había asientos.
Era como una especie de isla desierta que invadían a
intervalos los grupos de paseantes empujados desde el centro a
los límites de la circunferencia.
—Arrimaos a este pilar, condesa —dijo muy bajo una voz
que impresionó al dominó azul.
Casi en el mismo instante un dominó naranja, cuyo
aspecto audaz revelaba al hombre útil más que al cortesano
agradable, cruzó por entre el gentío y se acercó al dominó azul
diciéndole:
—Es él.
—Bien.
Y con un ademán despidió al dominó amarillo.
—Escuchadme —dijo entonces al oído de Olive—, mi
buena amiguita. Vamos a comenzar a divertirnos un poco.
—Lo agradezco, porque me habéis entristecido dos veces.
La primera separándome de Beausire, que me hace reír
siempre, y la segunda hablándome de Gilberto, que me ha
hecho llorar tanto.
—Yo seré para vos Gilberto y Beausire —dijo
gravemente el dominó azul.
—Oh… —suspiró ella.
—No os voy a pedir que me améis; lo que yo os pido es
que recibáis la vida tal como yo voy a dárosla; es decir,
satisfaciendo todas vuestras fantasías, puesto que de vez en
cuando vos apoyaréis las mías, y ahora os expondré una que
acaba de asaltarme.
—¿Cuál?
—El dominó negro que veis es un alemán, uno de mis
amigos.
—Ah…
—Un malvado que se ha negado a venir al baile
pretextando jaqueca.
—Y a quien vos le habéis dicho que no iríais.
—Justo.
—¿Hay una mujer con él?
—Sí.
—¿Quién?
—No la conozco. Pero vamos a acercarnos. Fingiremos
que sois alemana y vos no abriréis la boca por miedo de que
vuestro acento descubra que sois una legítima parisiense.
—Muy bien. ¿Y vos le intrigaréis?
—Seguro. Empezad por señalármelo con vuestro abanico.
—¿Así?
—Muy bien; habladme ahora al oído.
Ella obedeció con una docilidad y una inteligencia que
encantaron a su compañero.
El dominó negro, objeto de esta demostración, estaba de
espaldas a la sala y charlaba con la dama que formaba pareja
con él, los ojos de la cual brillaban a través de los agujeros de
su máscara.
—Cuidado. Hablad bajo, monseñor; hay dos máscaras
que se ocupan de nosotros.
—No temáis nada, condesa; es imposible que seamos
reconocidos. Puesto que estamos en el camino de la perdición,
dejadme repetiros que jamás talle alguno fue tan encantador
como el vuestro, ni nunca una mirada fue tan ardiente;
permitidme deciros…
—Todo lo que se dice con una máscara puesta.
—No, condesa; todo lo que se dice…
—No acabéis; os perjudicaríais, y corréis un peligro
mayor; nuestros dos espías os oirán.
—¿Dos espías? —exclamó el cardenal emocionado.
—Sí. Mirad, deciden acercarse.
—Fingid bien la voz, condesa, si os veis en la necesidad
de hablar.
—Y vos la vuestra, monseñor.
Mademoiselle Olive y su dominó azul se aproximaron, y
él, dirigiéndose al cardenal, dijo:
—Mascarita.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó el cardenal
disfrazando su voz.
—Esta dama que me acompaña —repuso el dominó azul
— me ruega que os haga unas preguntas.
—¿Pues a qué esperáis? —dijo De Rohan.
—Y que sean bien indiscretas —agregó con una voz
aflautada Juana de la Motte.
—Tan indiscretas —dijo el dominó azul— que tú no las
entenderás, curiosa.
Y se inclinó al oído de Olive, que hizo el mismo juego.
Entonces el desconocido, con un ademán irreprochable, le
preguntó al cardenal:
—Monseñor, ¿sois el amante de la mujer que os
acompaña?
El cardenal se estremeció, preguntándole a su vez:
—¿Me habéis llamado monseñor?
—Sí.
—Os engañáis, entonces; no soy quien vos creéis.
—Ya lo creo, señor cardenal; no lo neguéis, aunque es
lógico, por otro lado; aun cuando yo no os conociera, la dama
a la cual sirvo de caballero me encarga que os diga que ella os
ha reconocido en el acto.
Se inclinó hacia mademoiselle Olive y le dijo en voz
baja:
—Haced señal de que sí. Hacedla cada vez que yo os
apriete el brazo.
Ella asintió con los ojos.
—Me asombráis —repuso el cardenal, desorientado—.
¿Quién es la dama que os acompaña?
—Yo creía que vos la habíais reconocido ya. Ella sí os ha
conocido. Claro que los celos…
—¿La dama está celosa de mí?
—No diríamos eso —dijo el desconocido con cierta
altivez.
—¿Qué es lo que os están diciendo? —preguntó
vivamente Juana de la Motte, a la cual el diálogo en alemán,
ininteligible para ella, estaba contrariando.
—Nada, nada.
—Madame —dijo entonces el cardenal a Olive—,
decidme una palabra, os lo ruego, y prometo adivinar quién
sois con esa sola palabra.
Monseñor de Rohan había hablado en alemán, pero ella
no comprendió una palabra, y se inclinó hacia el dominó azul,
quien le dijo:
—Os ruego que no habláis.
Este misterio avivó la curiosidad del cardenal.
—Una palabra en alemán no compromete, madame.
El dominó azul, que fingía recibir órdenes de Olive,
repuso:
—Señor cardenal, he aquí las palabras exactas de
madame: «Ese que no vela siempre el pensamiento, ese cuya
imaginación no reemplaza la presencia del objeto amado, ése
no ama; se equivocaría al decirlo.»
El cardenal pareció como si el sentido de estas palabras le
hubiese golpeado. Su actitud expresó la mayor sorpresa,
respeto, exaltación, devoción; después, los brazos le cayeron a
lo largo del cuerpo.
—Es imposible —murmuró en francés.
—¿Qué es imposible? —preguntó Juana de la Motte, que
acababa de comprender estas únicas palabras de la
conversación.
—Nada, madame, nada.
—Monseñor, creo que me hacéis jugar un triste papel —
dijo con acritud.
Y soltó el brazo del cardenal, sin que éste se diese cuenta
debido a lo que le intrigaba la dama alemana.
—Madame, estas palabras que vuestro compañero me ha
dicho en nombre vuestro… ¿Son versos alemanes que yo he
leído en una casa conocida de vos, quizá?
El desconocido apretó el brazo de Olive.
Ella afirmó con la cabeza.
El cardenal se estremeció.
—Esa casa, ¿no se llama Schoenbrunn?54
—Sí —repitió Olive con un gesto.
—¿Fueron escritas en una tabla de cerezo con un punzón
de oro por una mano augusta?
—Sí —volvió a afirmar Olive.
El cardenal se detuvo. Una especie de convulsión le
agitaba. Vaciló y tendió la mano para buscar un punto de
apoyo.
Juana de la Motte acechaba a dos pasos el resultado de la
extraña escena. El brazo del cardenal se apoyó en el del
dominó azul, diciendo:
—Y he aquí la continuación: «Pero ése que ve por todas
partes el objeto amado, que lo adivina en una flor, en un
perfume, entre velos impenetrables, ése puede callarse, su voz
está en su corazón, y le basta que otro corazón le entienda para
ser feliz.»
—¡Pero si hablan en alemán por aquí! —dijo de pronto
una voz joven y exaltada salida de un grupo que se acercaba al
cardenal—. Veamos de qué se trata. ¿Comprendéis el alemán,
mariscal?
—No, monseñor.
—¿Y vos, De Charny?
—Sí, Alteza.
—El conde de Artois —dijo Olive, apretándose al
dominó azul porque las cuatro máscaras acababan de rodearla
con cierta galantería.
En este momento la orquesta estallaba en fanfarrias
ruidosas, y el polvo de las alfombras y el polvo de los
peinados subía en nubes irisadas hasta las arañas que doraban
la bruma de ámbar y rosa.
Con el movimiento que hicieron las máscaras, el dominó
azul se vio empujado.
—Cuidado, señores —dijo en tono autoritario.
—Monsieur —contestó el príncipe enmascarado—, ya
veis que se nos empuja. Excusadnos, señoras.
—Marchémonos de aquí, señor cardenal —dijo en voz
baja Juana de la Motte.
De pronto el capuchón de Olive fue arrancado desde atrás
por una mano invisible; su máscara desanudada se desprendió
y sus rasgos aparecieron un segundo en la penumbra de la
primera galería, más abajo de la platea.
El dominó azul lanzó un grito de inquietud afectada, y
Olive un grito de espanto. Pronto cuatro gritos de sorpresa
respondieron a esta doble exclamación. El cardenal estaba a
punto de desmayarse. Si hubiera caído en ese momento, lo
habría hecho de rodillas. Juana de la Motte le sostuvo.
Una ola de máscaras arrastrada por la corriente separó al
conde de Artois del cardenal y de Juana.
El dominó azul, que, rápido como el rayo, acababa de
volver a bajar el capuchón de Olive y de recoger su máscara,
se aproximó al cardenal y apretándole la mano le dijo:
—He aquí, monsieur, una desgracia irreparable; pensad
que el honor de esta dama está en vuestras manos.
—¡Oh, monsieur, monsieur…! —murmuró el príncipe
gris, inclinándose.
Y se pasó por la sudorosa frente húmeda el pañuelo que
su mano temblorosa sostenía.
—Vámonos deprisa.
—Vámonos pronto —dijo el dominó azul a Olive.
Y desaparecieron.
«Ya sé lo que el cardenal creía que era imposible —se
dijo Juana de la Motte—. Ha tomado a esta mujer por la reina,
y vaya efecto el que le produce ese parecido. Una nueva
experiencia.»
—¿Deseáis que abandonemos el baile, condesa? —dijo el
cardenal con voz trémula.
—Como queráis, monseñor —repuso tranquilamente
Juana.
—No se ve nada de interés aquí, ¿verdad?
—Creo que no.
Y se abrieron penosamente camino a través de los grupos
que conversaban. El cardenal, que era de elevada estatura,
miraba por todas partes, para ver si podía encontrar la visión
desaparecida.
Pero desde aquel momento, dominós azules, rojos,
amarillos, verdes y grises se arremolinaron ante sus ojos,
confundiendo sus matices como los colores del prisma. Todo
fue azul en la lejanía para el afligido cardenal, y nada lo fue de
cerca.
En este estado depresivo llegó a la carroza que les
esperaba. Cinco minutos después, y mientras la carroza seguía
adelante, el prelado aún no había dirigido la palabra a Juana.
XXV.- SAFO

Madame de la Motte, que continuaba siendo dueña de sí


misma, arrancó al prelado de su ensimismamiento.
—¿Dónde me lleva esta carroza?
—Condesa, no temáis nada; habéis salido de vuestra casa
y a vuestra casa volvéis.
—¿La del arrabal?
—Sí, condesa… Una casa demasiado pequeña para tantos
encantos.
Y el príncipe le cogió una mano imprimiendo un galante
beso en el dorso.
La carroza se detuvo delante de la casita y Juana saltó al
suelo ágilmente; tratando de apearse, el cardenal se preparaba
a imitarla.
—No vale la pena, monseñor —le dijo en voz baja ese
demonio femenino.
—¿Cómo? ¿Que no vale la pena pasar algunas horas con
vos?
—¿Y dormir cuándo, monseñor?
—Creo que tenéis varios dormitorios en vuestra casa,
condesa.
—Para mí, sí.
—¿Y para mí?
—De ninguna manera —dijo con un gesto tan gracioso y
provocativo que la negación equivalía a una promesa.
—Adiós, pues —repuso el cardenal, tan interesado en el
juego que olvidó la escena del baile.
—Hasta la vista, monseñor.
«Está bien. Es preferible así», se dijo alejándose.
Juana entró sola en su nueva casa. Seis sirvientes, cuyo
sueño había interrumpido la aldaba de la puerta, se alinearon
en el vestíbulo. Juana los miró a todos con ese aire de
superioridad que la fortuna no da a todos los ricos.
—¿Y las camareras?
—Dos de ellas esperan en la cámara, madame.
—Llamadlas.
Dos mujeres aparecieron poco después.
—¿Dónde os acostáis todos los días? —les preguntó
Juana.
—Pues… todavía no tenemos un lugar fijo —dijo la de
más edad—. Nos acostaremos donde ordene madame.
—¿Las llaves de los apartamentos?
—Aquí están.
—Esta noche dormiréis fuera de casa.
Las mujeres la miraron con sorpresa.
—¿Podéis procuraros alojamiento?
—Sí, madame, pero es un poco tarde; aunque si madame
quiere estar sola…
—Vosotros las acompañaréis —agregó la condesa,
despidiendo a los criados, más satisfechos todavía que las
camareras.
—¿Cuándo tenemos que volver? —preguntó uno de ellos
con timidez.
—Mañana a mediodía.
Ellos y ellas se miraron, pero ante la expresión altiva de
la condesa se dirigieron a la puerta.
Juana los siguió, los hizo salir, y antes de cerrar la puerta
preguntó:
—¿Queda alguien en la casa?
—No, madame, nadie, pero es imposible que madame se
quede sola; convendría que se quedase una camarera por si
madame necesitase algo.
—No necesito nada. Tomad, para que os divirtáis.
Un murmullo jubiloso de todos y unas palabras de
gratitud de unos criados muy educados fue su respuesta, y una
reverencia de la mejor escuela doméstica.
Juana los oía más allá de la puerta, diciéndose que la
suerte les acababa de proteger con una dueña como no había
otra. Cuando ya no los oyó, corrió los cerrojos y exclamó con
acento de triunfo:
—¡Sola! Estoy sola aquí, en mi casa.
Encendió un candelabro de tres brazos en el vestíbulo y
cerró la puerta de la antesala.
Entonces comenzó una escena muda y singular que
hubiera interesado vivamente a uno de esos espectadores
nocturnos que las ficciones del poeta han hecho planear por
encima de las ciudades y de los palacios. Juana recorría sus
estados; admiraba una habitación tras otra, donde el menor
detalle adquiría a sus ojos un inmenso valor desde el momento
en que el egoísmo del propietario había reemplazado la
curiosidad del espectador.
El apartamento tenía el suelo de tabla y estaba regiamente
amueblado, lo mismo los dos comedores que los salones y el
gabinete de recepción.
El mobiliario no era tan ostentoso como el de la Guimard,
ni tan coquetón como el de los amigos de monsieur de
Soubise, pero tenía distinción, aunque nada era nuevo. La casa
le había gustado menos a Juana si se hubiera amueblado la
víspera expresamente para ella.
Estas riquezas antiguas, desdeñadas por las damas
esclavas de la moda; estos maravillosos muebles de ébano
tallado; estas arañas y girándulas de cristal, cuyos dorados
brazos despedían brillantes lirios de fuego; estos relojes
góticos, obras maestras de orfebrería y de esmalte; estos
biombos bordados con figuras chinescas; estos enormes
jarrones del Japón llenos de flores exóticas; estas puertas en
grisaille55, o en color de Boucher, o de Watteau,
proporcionaban a la nueva propietaria un indecible éxtasis.
Aquí, sobre una chimenea, dos tritones dorados surgían
de los haces de coral, a cuyas ramas se enroscaban como los
frutos de todas las fantasías de la joyería de la época. Más
lejos, en una consola de madera dorada y sobre un blanco
mármol, un elefante de un verde claro, con las orejas
adornadas con unas arracadas de zafiro, tenía en el lomo una
torre llena de perfumes y de pomos de esencias.
Libros femeninos dorados y con arabescos de oro en los
ángulos, brillaban en la librería de palo de rosa.
Un mueble de finas tapicerías de los gobelinos, obra
maestra de paciencia que había costado cien mil libras sólo en
manufactura, llenaba un pequeño salón gris y oro, donde cada
panel era una tela oblonga pintada por Vernet o por Greuze. En
el gabinete de trabajo había los mejores retratos de Chardin y
las mejores terracotas de Clodion.
Todo atestiguaba no el apresuramiento que un nuevo rico
pone en satisfacer su fantasía o la de su dueña, sino el largo y
paciente trabajo de aquellos ricos de otros tiempos que a los
tesoros heredados agregaban los tesoros que heredarían sus
hijos.
Juana examinó primero el conjunto, y luego se detuvo en
cada habitación, fijándose en todos los detalles. Y como el
dominó la estorbaba y el corsé la oprimía, entró en su
dormitorio, se desnudó y se puso un peinador de seda
acolchada, una prenda que nuestras madres, poco escrupulosas
cuando se trataba de poner un nombre a la ropa íntima, le
pusieron uno que no nos decidimos a escribir.
Medio desnuda, con sólo la falda de satén que acariciaba
su seno y su talle, sus finas y nerviosas piernas envueltas,
subió ágilmente las escaleras con la luz en la mano.
Familiarizada con la soledad, segura de que no la esperaba la
impertinente mirada de un criado, iba de una habitación a otra,
dejando flotar al viento que se escurría por debajo de las
puertas su fino peinador de seda, que se levantaba diez veces
en diez minutos sobre su bien torneada rodilla.
Y cuando al abrir un armario levantaba los brazos,
cuando el vestido, resbalando, dejaba ver la blanca turgencia
del hombro hasta el nacimiento del brazo, que doraba un
rutilante reflejo de luz familiar a los pinceles de Rubens,
entonces los espíritus invisibles, ocultos tras las tapicerías, o
detrás de los paneles, debían de regocijarse por tener en su
posesión una seductora huésped que creía poseerles.
Después de ese ir y volver, agotada, rendida, con las tres
cuartas partes de su bujía consumidas, volvió a entrar en su
dormitorio, cuyas paredes estaban formadas de un satén azul
con encajes.
Ya lo había visto todo, contado todo, acariciado todo con
la mirada y con el tacto; no le quedaba más que admirarse a sí
misma.
Dejó ir la bujía sobre un velador de Sevres en la galería, y
de pronto sus ojos se detuvieron en un Endimión56 de mármol,
delicada y voluptuosa figura de Bouchardon que se inclinaba
ebrio de amor sobre un pedestal de púrpura, de un rojo oscuro.
Juana cerró la puerta y los postigos de su cámara, corrió
los cortinajes y volvió a la estatua, devorando con los ojos ese
hermoso amante de Diana que, dándole el último beso, se
remontaba hacia el cielo con él.
El fuego, reducido a brasa, caldeaba esta cámara donde
todo vivía, excepto el placer.
Juana sentía sus pies hundirse dulcemente en la blanda
alfombra; sus piernas vacilaban y se le doblaban; una
languidez que no era fatiga ni sueño invadía su pecho y sus
párpados con la delicadeza de una caricia amante, mientras
que un fuego que no era el calor del hogar subía desde sus pies
a su cuerpo e inyectaba en sus venas la viva electricidad que
en la bestia se llama placer y en el hombre amor.
En este momento de extrañas sensaciones, Juana se vio a
sí misma en un espejo que había en un panel, detrás de
Endimión. Su vestido se había deslizado de sus hombros sobre
la alfombra. La seda, arrastrada por el satén, había descendido
hasta la mitad de los brazos blancos y redondos.
Dos ojos negros, dulces y voluptuosos, brillantes de
deseo, los ojos de Juana, golpearon a Juana en lo más
profundo del corazón. Se veía bella, joven y ardiente, y se
confesaba que en todo lo que la rodeaba, nada, ni siquiera el
mismo Endimión, era digno de ser amado. Se acercó al
mármol para ver si Endimión se animaba y si antes la criatura
mortal desdeñaría a la diosa.
Este transporte la embriagó; inclinó la cabeza hacia un
lado con estremecimientos desconocidos; apoyó los labios
sobre su propia carne palpitante, y como no había dejado de
mirar ávidamente los ojos que la llamaban desde el cristal, su
languidez se fue acentuando, un hondo suspiro pareció que le
vaciase el pecho, y terminó cayendo casi inerte en el lecho…
XXVI.- LA «ACADEMIA» DE
BEAUSIRE

Beausire había seguido al pie de la letra el consejo del dominó


azul, y regresó a lo que llamaba su academia.
El digno amigo de Olive, impresionado por la enorme
cifra de dos millones, consideraba todavía la exclusión que sus
colegas habían hecho de él en la velada, no haciéndole
partícipe de un plan tan ventajoso. Sabía que entre las gentes
de la academia no se peca siempre de escrúpulos, y era una
razón para apresurarse el que los ausentes, saliendo siempre
perjudicados cuando se ausentan por azar, eran más
perjudicados todavía cuando se aprovechaban de su ausencia.
Beausire tenía entre los socios de la academia una
reputación de hombre terrible. Esto no era asombroso ni
difícil. Beausire había sido exempt57, había llevado uniforme,
sabía ponerse una mano sobre la cadera y con la otra sostener
en guardia la espada. Tenía por costumbre, a la menor palabra,
hundirse el sombrero hasta los ojos, y todo eso, para gentes
mediocremente valientes, resulta terrible, sobre todo si temen
a exponerse a un duelo y a la curiosidad de la justicia.
Beausire contaba, pues, vengarse del desprecio que se le
había hecho, asustando de alguna manera a sus compadres del
garito de la calle de Pot-de-Fer. Desde la puerta de Saint-
Martin a Saint-Sulpice no hay mucha distancia, pero Beausire
se sentía rico, y se metió en un coche de alquiler prometiendo
una gratificación de una libra; la carrera nocturna valía en esa
época lo que vale hoy durante el día.
Los caballos arrancaron al trote. Beausire adoptó un aire
de matasiete, y a falta del sombrero que no tenía porque
llevaba el dominó y recurriendo a la espada, su gesto era feroz,
imponente, para asustar incluso a su propia sombra.
Su entrada en la academia produjo cierta sensación.
Había en el primer salón, un bonito salón gris con una lámpara
y mesas de juego, unos veinte jugadores que bebían y sonreían
de dientes para fuera a siete u ocho mujeres grotescamente
pintarrajeadas que seguían el juego.
Se jugaba al faraón en la mesa principal, y las apuestas
eran pequeñas. La animación estaba en proporción a las
apuestas. A la llegada del dominó, algunas mujeres se pusieron
a fisgar y a sonreírse entre sí, burlonas y zalameras, pues
Beausire era apuesto y las mujeres no le hacían dengues.
Sin embargo, avanzó como si no se hubiera dado cuenta
de nada ni visto nada, y una vez cerca de la mesa, esperó en
silencio, sin disimular su mal humor.
Uno de los jugadores, un viejo financiero algo equívoco,
cuyo rostro parecía el de un bonachón, fue el primero que se
dirigió a Beausire.
—Caballero, parece que llegáis del baile un poco
aturdido.
—Es verdad —dijo una dama.
—Querido caballero —añadió otro jugador—, ¿el dominó
os ha causado dolor de cabeza?
—No es el dominó lo que me ha fastidiado —respondió
Beausire con aspereza.
—Vaya, vaya… —dijo el banquero, que acababa de
recoger una docena de luises—. El caballero Beausire nos ha
sido infiel. ¿No veis que ha estado en el baile de la Ópera, y
que ha jugado y que seguramente ha perdido?
Algunos se rieron, otros le miraron con indiferencia y las
mujeres le miraron apiadadas.
—No es verdad que sea infiel a mis amigos —replicó
Beausire—. Soy incapaz de infidelidades. Eso es lo que suelen
hacer ciertas gentes que yo me sé; traicionar a sus amigos.
—¿Qué queréis decir, caballero? —preguntó uno de los
socios.
—Sé muy bien lo que quiero decir.
—Pero eso no nos basta —observó el viejuco con buen
humor.
—Eso no os atañe a vos, señor financiero —replicó
desdeñosamente Beausire.
Una mirada expresiva del banquero advirtió a Beausire
que su frase era poco oportuna. Ciertamente no era preciso
hacer distinción entre los que pagaban y los que se
embolsaban el dinero.
Beausire lo comprendió, pero ya estaba lanzado; los
falsos valientes se detienen más difícilmente que los hombres
de valor acreditado.
—Yo creía tener amigos aquí —dijo.
—¿Y qué? —le preguntó uno.
—Pues que me he engañado.
—¿En qué?
—En que muchas cosas se hacen sin mí.
Nuevo gesto del banquero y nuevas protestas de los
asociados.
—Basta lo que yo sé para que los falsos amigos sean
castigados.
Y buscó el puño de su espada, no encontrando nada más
que su bolsillo, lleno de luises y cuyo sonido fue una
revelación.
—¡Oh…! —chilló una dama—. A monsieur Beausire no
lo han desplumado esta noche.
—Claro —convino el banquero—. Me parece que si ha
perdido, no lo ha perdido todo, y que si ha traicionado a los
verdaderos amigos, no es una felonía irreparable. A ver,
apostad, querido caballero.
—Gracias —repuso secamente Beausire—. Puesto que
cada uno guarda lo que tiene, yo también lo guardo.
—¿Qué diablos queráis decir? —le dijo al oído uno de los
jugadores.
—Dentro de un instante ya nos explicaremos.
—Jugad, pues —avisó el banquero.
—Un simple luis —dijo una dama, acariciando el hombro
de Beausire para acercarse lo más posible a su bolsillo.
—Yo no juego más que millones —fanfarroneó Beausire
—, y no entiendo cómo sólo se crucen unos miserables luises.
¡Millones! Vamos, señores del Pot-de-Fer, puesto que se trata
de millones, fuera las apuestas de un luis. ¡Millones,
millonarios!
Beausire estaba en ese grado de exaltación que coloca al
hombre más allá de los límites del sentido común. Una
embriaguez más peligrosa que la del vino le animaba. De
pronto recibió por detrás, en las piernas, un violento golpe que
le hizo volver el rostro, y vio a su lado una cara verdosa,
variolosa y con dos ojos que parecían alquitranados y
encendidos.
A la mueca de cólera de Beausire, el extraño personaje le
hizo un saludo ceremonioso seguido de una mirada afilada
como un puñal.
—¡El portugués! —exclamó Beausire estupefacto ante el
saludo del hombre que le acababa de golpear.
—¡El portugués! —repitieron las damas, que
abandonaron a Beausire para ir a mariposear alrededor del
extranjero.
Ese portugués era el niño mimado de las damas, a las
cuales, con pretexto de que no hablaba francés, les llevaba
constantemente golosinas, algunas veces envueltas en billetes
de Banco de cincuenta o de sesenta libras.
Beausire sabía que el portugués era uno de los asociados.
El portugués perdía siempre con los parroquianos habituales
del garito. Fijaba su apuestas en una centena de luises por
semana, y regularmente los jugadores le ganaban sus cien
luises.
Era el cebo de la sociedad. Mientras se dejaba despojar de
cien plumas doradas, los demás cofrades concienzudamente
despojaban a los jugadores engolosinados.
También el portugués era considerado por los asociados
como el hombre útil, y para los habituales como el hombre
agradable. Beausire tema para él la consideración tácita que se
aplica siempre a lo desconocido, aun cuando la desconfianza
influyera en cierto modo.
Beausire, pues, soportó el puntapié que el portugués le
acababa de pegar en las corvas en silencio y se sentó. El
portugués intervino en el juego, puso veinte luises sobre la
mesa, y en veinte golpes, que tardaron un cuarto de hora, fue
desembarazado de sus veinte luises por seis puntos
hambrientos que se olvidaron de las garras del banquero y de
los otros compadres.
El reloj dio las tres en el momento en que Beausire
acababa su jarra de cerveza. Dos criados entraron, el banquero
dejó caer el dinero en el doble fondo de la mesa, porque los
estatutos de la asociación se habían redactado con tanta
confianza en los miembros que nunca se le entregaba a
ninguno la libre custodia de los fondos de la sociedad.
El dinero, pues, caía al final de cada sesión por una
pequeña rendija de doble fondo, habiendo un post-scriptum al
artículo de los estatutos que decía que jamás el banquero
podría usar mangas largas ni llevar dinero encima.
Lo que significaba que se le prohibía meterse luises en las
mangas y que la dirección se reservaba el derecho de
registrarle para recuperar los luises que hubiese conseguido
escamotear. Los lacayos entregaron a los miembros del círculo
las hopalandas, los mantos y las espadas; varios de los
jugadores afortunados dieron el brazo a las damas; los
perdedores se hundieron en su silla de manos, todavía de moda
en aquellos distritos, y se apagaron las luces del salón.
Beausire también pareció envolverse en su dominó como
para irse, pero no pasó del primer piso, cuya puerta se había
cerrado, y mientras los coches de alquiler y las literas
desaparecían, volvió al salón donde doce de los asociados
acababan de entrar. —Aguardo una explicación —dijo por fin
Beausire. —Encended esa lámpara y no habléis tan alto —dijo
fríamente en buen francés el portugués, que encendía una bujía
que había en la mesa.
Beausire gruñó algunas palabras sin que nadie le hiciera
caso; el portugués se quedó en el sillón del banquero, se
aseguraron de que los postigos y las puertas estaban bien
cerrados, y todos se sentaron en silencio, dos sobre el tapete, y
con una avidez febril.
—Tengo algo que comunicaros —dijo el portugués—.
Felizmente he llegado a tiempo, porque Beausire ha incurrido
en excesos verbales.
Beausire iba a replicar, pero el portugués le atajó.
—Silencio, y nada de palabras que no vienen a cuento.
Habéis pronunciado frases más que imprudentes. Teníais
conocimiento de mi proyecto, y como sois inteligente podíais
haberlo adivinado, pero me parece que el amor propio no debe
ser lo primero en estos asuntos.
—No os comprendo —replicó Beausire.
—No comprendemos —dijo la respetable asamblea.
—Monsieur Beausire ha querido demostrar que era el
primero en conocer el asunto.
—¿Qué asunto? —dijeron los interesados.
—El asunto de los dos millones —gritó Beausire con
énfasis.
—¡Dos millones! —exclamaron los asociados.
—Afirmo —advirtió el portugués— que vos exageráis; es
imposible que el asunto alcance esa cantidad. Y voy a probarlo
en un instante.
—Nadie sabe lo que queréis decir —repuso el banquero.
—Sí, pero nosotros somos todo oídos —agregó otro.
—Hablad el primero —dijo Beausire.
—Es lo que voy a hacer.
Y el portugués se bebió primero un gran vaso de refresco
de cebada, sin importarle la impaciencia con que esperaban
sus explicaciones.
—Sabed —dijo—, y no sólo se lo digo a Beausire, que el
collar no valdrá más de seiscientas mil libras.
—Ah, se trata de un collar —dijo Beausire.
—Sí, monsieur, ¿no es ése vuestro asunto?
—Quizá.
—Ahora quiere ser discreto después de haber sido
imprudente —gruñó el portugués.
—Tendréis que emplear otro tono —advirtió Beausire
con acento de gallo de pelea.
—Oídme —dijo fríamente el portugués—, y luego me
diréis lo que queráis; yo debo hablar primero, ya que el tiempo
apremia, pues debéis saber que el embajador llega como
máximo dentro de ocho días.
—Esto se complica —exclamó la asamblea—. El collar,
seiscientas mil libras, un embajador… ¿Qué es esto?
—Lo explicaré en dos palabras —dijo el portugués—. La
firma Boehmer y Bossange ha ofrecido a la reina un collar de
diamantes que vale seiscientas mil libras. La reina lo ha
rehusado. Los joyeros no saben qué hacer y están muy
alarmados porque ese collar no lo puede comprar más que una
fortuna real. Yo he encontrado la persona real que comprará el
collar y lo hará salir del cofre fuerte de Boehmer y Bossange.
—¿Y es? —dijeron los asociados.
—Mi graciosa soberana la reina de Portugal.
—Ahora lo comprendemos menos —dijeron los
asociados.
«Yo no comprendo nada», pensó Beausire. Y dijo:
—Explicaos más claramente, querido monsieur. Las
disidencias particulares deben ceder ante el interés público.
Vos sois el padre de la idea, lo reconozco, y renuncio a todo
derecho de paternidad; pero, por Dios, hablad claro.
—Lo haré —dijo Manoel, bebiéndose otra jarra de
cebada— y veréis que la cosa no está embrollada.
—Sabemos que hay un collar de seiscientas mil libras —
dijo el banquero—. Este es un punto importante.
—Y que el collar está en el cofre de Boehmer y
Bossange; aquí el segundo punto —dijo Beausire.
—Pero don Manoel ha dicho que Su Majestad la reina de
Portugal compraría el collar. Esto es lo que nos desconcierta.
—Nada más claro, sin embargo —dijo el portugués—.
No hay más que prestar atención a mis palabras. La embajada
está vacante, y el nuevo embajador monsieur de Souza no
llegará hasta dentro de ocho días.
—¿Y qué más? —quiso saber Beausire.
—En ocho días, ¿quién impide que el embajador, deseoso
de ver París, adelante su llegada y se instale en la capital?
Los asistentes se miraron sin comprender nada.
—Observad —dijo vivamente Beausire— que don
Manoel quiere decirnos que puede llegar un embajador
verdadero o falso.
—Precisamente —agregó el portugués—. Si el embajador
que está al llegar tuviera deseos de adquirir el collar para Su
Majestad la reina de Portugal, ¿no estaría en su derecho?
—Claro, claro —dijeron algunos.
—Entonces tratará con la firma Boehmer y Bossange.
Eso es todo.
—Solamente que habrá que pagar una vez se haya
formalizado el trato —observó el banquero del faraón.
—Naturalmente —contestó el portugués.
—Boehmer y Bossange no dejarán el collar en manos de
un embajador, aunque sea un verdadero Souza, sin tener
verdaderas garantías.
—Ya he pensado en una garantía —anunció el futuro
embajador.
—¿Cuál?
—¿No hemos dicho que la embajada está sin embajador?
—Sí.
—Hay el canciller, un francés que destroza el portugués y
que está encantado cuando los portugueses le hablan en
francés, pues entonces no sufre.
—¿Y qué más? —preguntó Beausire.
—Nosotros, señores, nos presentaremos a este buen
hombre con todos los merecimientos propios de la nueva
legación.
—Los merecimientos serán buenos —dijo Beausire—,
pero los papeles valen más.
—Habrá también papeles —repuso don Manoel.
—Hay que reconocer que don Manoel es un hombre de
calidad —dijo Beausire.
—Después de convencer al canciller con las apariencias y
los papeles de la identidad de la legación, nos instalaremos en
la embajada.
—Es un gran riesgo —interrumpió Beausire.
—Es forzoso —continuó el portugués.
—Es simple —afirmaron los otros asociados.
—¿Pero y el canciller? —objetó Beausire.
—Ya hemos dicho que está convencido.
—Y como empiece a dudar, se le despide. Creo que un
embajador tiene derecho a cambiar de canciller.
—Claro que sí.
—Entonces seremos dueños de la embajada y nuestra
primera operación será visitar a Boehmer y Bossange.
—No, no —dijo vivamente Beausire—. Me parece que
olvidáis un punto capital, y yo sé que es pertinente por haber
frecuentado la corte. Y es que una operación como la que
decís no la realiza un embajador sin antes haber sido recibido
en audiencia, y aquí veo un peligro. El famoso Rizabey, que
fue recibido por Luis XIV como embajador del Sha de Persia y
que tuvo el aplomo de ofrecer a Su Majestad Muy Cristiana un
valioso obsequio…; Rizabey, digo, hablaba muy bien la
lengua persa, y al diablo si había en Francia un sabio que
pudiera probar que no venía de Ispahan. Pero nosotros
seríamos reconocidos inmediatamente. En seguida nos dirían
que hablábamos un portugués del más puro francés, y en
premio se nos enviaría a la Bastilla. Vayamos con cuidado.
—Vuestra imaginación os lleva demasiado lejos, querido
colega —dijo el portugués—. Nosotros no iremos en busca de
esos peligros; seguiremos cada uno en nuestro palacio.
—Entonces, Boehmer no nos creerá tan portugueses o tan
embajadores como convendría.
—Boehmer comprenderá que venimos a Francia por la
misión de comprar el collar. Como el embajador fue sustituido
mientras estábamos en camino, la orden de reemplazarle se
nos ha remitido. Esta orden, si es preciso, se le enseñará a
Bossange, puesto que habrá sido también enseñada al canciller
de la Embajada. Solamente a los ministros del rey convendrá
no enseñar la orden, porque los ministros son curiosos,
desconfiados, y nos complicarían la gestión.
—Eso, eso —gritó la asamblea—. No nos pongamos en
relaciones con el Ministerio.
—Y si Boehmer y Bossange pidieran…
—¿Qué? —preguntó don Manoel.
—Un anticipo —dijo Beausire.
—Eso complicaría el asunto —dijo el portugués, ya
preocupado.
—Porque —prosiguió Beausire— es costumbre que un
embajador llegue con letras de crédito si no trae dinero.
—Es justo —dijeron los asociados.
—El proyecto fracasará —continuó Beausire.
—Vos encontráis siempre —dijo Manoel en tono agrio—
medios para hacer fracasar el asunto. En cambio, no los
encontráis para hacerlo triunfar.
—Precisamente porque quiero hallar solución a las
dificultades —replicó Beausire—. Esperad, esperad, que ya he
encontrado la forma de resolverlo.
Todas las cabezas se acercaron, rodeando a Beausire.
—En toda cancillería hay una caja fuerte.
—Sí, una caja y un crédito.
—No hablamos del crédito —repuso Beausire—, porque
nada es tan difícil de procurarse. Para tener crédito nos harían
falta caballos, equipajes, criados, muebles, la base de todo
crédito posible. Hablemos de la caja fuerte. ¿Qué pensáis vos
de ella en vuestra embajada?
—Yo siempre he considerado a mi soberana como una
magnífica reina. Sabe hacer bien las cosas.
—Es lo que nosotros veremos, y después admitamos que
no haya nada en la caja.
—Es posible —dijeron, sonriendo, los asociados.
—Entonces, nada de obstáculos, porque nosotros,
embajadores, preguntaremos a la firma Boehmer y Bossange
quién es su corresponsal en Lisboa, y les firmaremos, les
estampillaremos, les sellaremos letras de cambio para ese
corresponsal por la suma pedida.
—Eso ya está mejor —dijo don Manoel—. Preocupado
con mi idea, no había reparado en esos detalles.
—Que son naturales —dijo el banquero del faraón.
—Ahora comencemos a repartirnos los papeles —dijo
Beausire—. Yo veo a don Manoel en el de embajador.
—¡Muy bien! —dijo la asamblea.
—Y yo veo a monsieur Beausire en el de mi secretario e
intérprete —agregó don Manoel.
—¿Cómo es eso? —preguntó Beausire, un poco inquieto.
—No es necesario que yo hable una palabra de francés,
puesto que soy monsieur de Souza, y como conozco a ese
caballero sé que si habla, lo que es raro, lo hace siempre en
portugués, pero vos, monsieur Beausire, que habéis viajado,
que tenéis gran experiencia en las transacciones de la nación,
que habláis bastante bien el portugués…
—Bastante mal —interrumpió Beausire.
—Bastante bien para que no se os crea un parisién.
—Cierto, pero…, por otra parte —agregó Manoel fijando
su mirada en Beausire—, los agentes más útiles perciben los
mejores beneficios.
—Seguramente —dijeron los asociados.
—Convenido. Soy el secretario intérprete.
—Hablemos de todo ahora —interrumpió el banquero—.
¿Cómo se repartirá el dinero?
—Muy simplemente —dijo don Manoel—. Nosotros
somos doce.
—Sí, doce —dijeron los asociados después de contarse.
—Por docenas entonces —agregó don Manoel, con cierta
reserva—, toda vez que algunos entre nosotros recibirán una
parte y media; yo, por ejemplo, como padre de la idea y
embajador; Beausire, porque ha redondeado el golpe y ha
hablado de millones.
Beausire hizo un signo de adhesión.
—Y una parte y media al que venda los diamantes.
—¡Oh —gritaron todos los asociados—, nada de eso!
Nada más que media parte.
—¿Por qué? —dijo don Manoel, sorprendido—. Me
parece que arriesga mucho.
—Sí —dijo el banquero—, pero obtendrá los tantos por
cientos sobre la venta, las primas, las comisiones, que le
proporcionarán un pellizco considerable.
Todos se echaron a reír; estas honradas gentes se
comprendían de maravilla.
—Entonces, todo está arreglado —dijo Beausire—;
mañana concretaremos los detalles, pues ya es tarde.
Él pensaba que Olive seguía sola en el baile, y con aquel
dominó azul y su tendencia de alardear de luises de oro, el
amante de Nicolasa no las tenía todas consigo.
—No, no; terminemos ahora —dijeron los asociados—.
¿Cuáles serán los detalles?
—Una silla de viaje con las armas De Souza —dijo
Beausire.
—Llevará demasiado tiempo pintarlo —dijo don Manoel
—, y sobre todo secarse.
—Otro medio, entonces —exclamó Beausire— la silla
del embajador se destrozará en el camino y tendrá que tomar la
de su secretario.
—¿Tenéis, pues, una silla de manos? —preguntó el
portugués.
—La primera que encuentre.
—¿Y vuestras armas?
—Las primeras que encuentre.
—Esto lo simplifica todo. Mucho polvo, mucho barro,
sobre todo atrás, donde suelen ir las armas, y el canciller no
verá más que el polvo y el barro.
—¿Y los otros componentes de la embajada? —preguntó
el banquero.
—Los demás llegarán de noche; es más cómodo para un
debut, y vos llegaréis a la mañana siguiente, cuando hayamos
preparado lo más importante del plan.
—Muy bien.
—Para un embajador, y también para su secretario, es
necesario un ayuda de cámara —dijo don Manoel.
—Señor comendador —dijo el banquero a uno de los
pícaros—, vos seréis el ayuda de cámara.
El comendador se inclinó.
—¿Y los fondos para los gastos? —preguntó don Manoel
—. Estoy sin blanca.
—Yo tengo dinero —dijo Beausire—, pero es de mi
amiga.
—¿Cuánto hay en caja? —preguntaron los asociados.
—Las llaves, señores —dijo el banquero.
Cada uno de los asociados sacó una llavecita que abría un
cerrojo de los doce que había, con lo que se cerraba el doble
fondo de la mesa, de suerte que en esta honrada sociedad nadie
podía abrir la caja sin el permiso de los otros once colegas. Se
procedió al arqueo.
—Ciento noventa y ocho luises del fondo de reserva —
dijo el banquero, al que habían vigilado.
—Dádnoslos a Beausire y a mí, ¿o creéis que es
demasiado? —preguntó don Manoel.
—Dadnos dos tercios, y dejad el tercio para el resto de la
embajada —dijo Beausire, con una generosidad que concilió
todos los votos.
De esta forma don Manoel y Beausire recibieron ciento
treinta y dos luises de oro, y sesenta y seis quedaron para los
demás.
Se separaron, conviniendo una entrevista para el día
siguiente.
Beausire enrolló su dominó y corrió a la calle Dauphine,
donde esperaba encontrar a su amiga Olive con todas sus
acreditadas virtudes y sus luises de oro.
XXVII.- EL EMBAJADOR

Al día siguiente, al anochecer, un carruaje llegaba por la


aduana del Enfer, lo bastante polvoriento y lo bastante
embarrado para que nadie pudiera distinguir las armas.
Sus cuatro caballos levantaban chispas del empedrado, y
sus postillones acusaban un rango principesco.
La carroza se detuvo delante de un palacio de la mejor
apariencia, en la calle de la Jussienne.
En la puerta de ese palacio esperaban dos hombres; uno
de ellos, con una postura un poco teatral, para anunciar la
ceremonia, y el otro con una vulgar librea, como la que en
todos los tiempos han llevado los oficiales de las diferentes
administraciones parisienses.
La carroza entró en el palacio, cuyas puertas se cerraron
en el acto, desilusionando a los curiosos que se habían
agrupado. El sujeto en traje de ceremonia se aproximó
respetuosamente a la portezuela, y con una voz un poco
temblona, soltó una arenga en un portugués que ni él
comprendía.
—¿Quién sois vos? —preguntó, saliendo de la carroza,
una voz bronca, en portugués también, pero con acento
castizo.
—El indigno canciller de la embajada, Excelencia.
—¿Por qué habláis tan mal nuestra lengua, querido
canciller? A ver, señalad el camino.
—Por aquí, monseñor, por aquí.
—¡Qué pobre recepción! —dijo don Manoel, que se hacía
el hombre importante, apoyándose en su ayuda de cámara y en
su secretario.
—Vuestra Excelencia se dignará perdonarme —pidió el
canciller en su pobre portugués—. Hasta las dos de hoy no ha
llegado a la embajada el correo de Su Excelencia anunciando
su llegada. Yo estaba fuera, monseñor, por asuntos del cargo, y
al volver he encontrado la carta de Vuestra Excelencia. Sólo he
tenido tiempo de abrir los apartamentos para que se aireasen.
—Bien, bien.
—Es para mí una gran alegría ver a tan ilustre personaje
como es nuestro nuevo embajador.
—¡Silencio! No divulguéis nada hasta que las nuevas
disposiciones no hayan llegado de Lisboa. Hacedme guiar a mi
cámara, pues me siento muy fatigado. Os entenderéis con mi
secretario y él os transmitirá mis órdenes.
El canciller se inclinó respetuosamente ante Beausire,
quien le devolvió un saludo afectuoso y le dijo, con un aire
cortésmente irónico:
—Hablad francés, querido monsieur; os sentiréis más
cómodo y yo también.
—Sí, sí —murmuró el canciller—; será mejor, pues os
confieso, señor secretario, que mi pronunciación…
—Ya lo veo —repuso Beausire, con aplomo.
—Aprovecharé esta ocasión, señor secretario, ya que os
veo tan amable —se apresuró a decir el canciller—, para
preguntaros si creéis que monsieur de Souza no querrá oírme
destrozar el portugués.
—No lo creo, pero habláis el francés con una gran
pureza…
—Sí, es lógico —dijo el canciller, con empaque—, pues
soy un parisién de la calle Saint-Honoré.
—Vaya… —dijo Beausire—. ¿Cómo os llamáis?
¿Ducorneau?
—Ducorneau, sí, señor secretario; un nombre que tiene
una terminación española, si no yerro. El señor secretario sabía
mi nombre, y eso es muy halagüeño.
—Sí, vos sois bien considerado en Lisboa, y por el
prestigio de que gozáis no creímos necesario traer otro
canciller.
—¡Cuánto os lo agradezco, señor secretario! Qué suerte
para mí el nombramiento de monsieur de Souza.
—Me parece que el embajador llama.
—Corramos.
Y corrieron. El señor embajador, gracias a la experiencia
de su ayuda de cámara, en un santiamén se quitó el traje de
viaje y se puso uno del mejor corte. Un barbero llamado a toda
prisa le dejó como nuevo. Algunas cajas y objetos de viaje,
aparentemente valiosos, llenaban unas mesas y dos consolas,
reflejándose en ellas el fuego de la chimenea.
—Entrad, entrad, señor canciller —dijo el embajador, que
acababa de acomodarse en un sillón lleno de cojines delante
del fuego.
—¿El señor embajador se molestará si le contesto en
francés? —le preguntó el canciller a Beausire.
—No; habladle siempre en vuestro idioma.
Ducorneau presentó sus cumplimientos en francés.
—Esto es sorprendente; habláis admirablemente el
francés, monsieur Ducorneau.
«Me cree portugués», pensó el canciller, con alegría, y
estrechó la mano de don Manoel.
—Bien —dijo Manoel—, ¿podríamos cenar?
—Ciertamente, sí, Excelencia. El Palais-Royal está a dos
pasos de aquí y puede servir una exquisita cena a Vuestra
Excelencia.
—Como si fuera para vos, monsieur Ducorneau.
—Sí, monseñor… y yo, si Su Excelencia lo permite, me
tomaré la licencia de ofrecerle alguna botella de un vino del
país como Su Excelencia no lo encontraría ni en Oporto.
—¿Nuestro canciller tiene una buena bodega? —preguntó
Beausire.
—Es mi único lujo —repuso humildemente el buen
hombre, en el cual, por primera vez y a la luz de las bujías,
Beausire y don Manoel observaron la viveza de su mirada, sus
carnosas mejillas y su rojiza nariz.
—Haced lo que creáis mejor, monsieur Ducorneau —dijo
el embajador—. Traed vuestro vino y venid a cenar con
nosotros.
—Tanto honor…
—Sin etiqueta; hoy soy todavía un viajero. No seré
embajador hasta mañana, y entonces hablaremos de negocios.
—Monseñor me permitirá que me arregle un poco.
—Estáis soberbio —dijo Beausire.
—Quedaos como estáis, señor canciller, y dedicad a los
preparativos el tiempo que os tomaríais para poneros el traje
de gala…
Encantado, Ducorneau abandonó al embajador y echó a
correr para beneficiar diez minutos el apetito de Su
Excelencia.
Durante este tiempo los tres granujas pasaban revista al
mobiliario y a su nuevo reino.
—¿Duerme en el palacio el canciller? —preguntó don
Manoel.
—No; el tipo tiene una buena bodega y debe tener en
alguna parte una linda modistilla. Es un buen pájaro.
—¿El suizo?
—Habrá que desembarazarse de él.
—Yo me encargo.
—¿Los demás criados del palacio?
—Criados alquilados, que nuestros socios sustituirán
mañana.
—¿Qué hay de la cocina?
—Nada. El antiguo embajador no paraba jamás en el
palacio. Tenía su casa en la ciudad.
—¿Qué ocurre con la caja fuerte?
—Para la caja fuerte hay que consultar al canciller; eso es
delicado.
—Yo me encargo —dijo Beausire—. Somos ya los
mejores amigos del mundo.
—Silencio. Aquí viene.
En efecto, Ducorneau regresaba sin aliento. Había hecho
el encargo al hostelero de la calle de los Bons-Enfants, había
cogido seis botellas de un aspecto respetable y su rostro
radiante anunciaba toda suerte de buenas disposiciones. Su
buen natural y su diplomacia se combinaban en él para hacer
resplandecer lo que los cínicos llaman la fachada humana.
—¿Su Excelencia no bajará al comedor?
—No, no; comeremos en nuestra cámara; una cena
íntima, cerca del fuego.
—Monseñor me llena de alegría. He aquí el vino.
—Son topacios —dijo Beausire, elevando uno de los
frascos a la altura de las bujías.
—Sentaos, señor canciller, mientras mi ayuda de cámara
distribuye los cubiertos.
—¿Qué día llegaron los últimos despachos? —preguntó
el embajador.
—La víspera de la partida de Vuestra…, del predecesor
de Vuestra Excelencia.
—Bien. ¿La legación está en buen estado?
—Sí, monseñor.
—¿Ningún mal asunto referente al dinero?
—No, que yo sepa.
—Nada de deudas…, y si hay alguna, se paga. Mi
predecesor es un gentilhombre y tengo que dejarlo en buen
lugar.
—Gracias a Dios, monseñor, no habrá necesidad de ello.
Los créditos fueron ordenados hace tres semanas y la mañana
misma de la marcha del embajador llegaron cien mil libras.
—¡Cien mil libras! —exclamaron a la vez Beausire y don
Manuel, ebrios de alegría.
—En oro —agregó el canciller.
—En oro —repitieron el embajador, el secretario y hasta
el ayuda de cámara.
—Entonces —dijo Beausire, reprimiendo su emoción—,
en la caja fuerte hay…
—Cien mil trescientas veintiocho libras, señor secretario.
—Es poco —dijo fríamente don Manuel—, pero Su
Majestad ha puesto fondos a nuestra disposición. Ya se lo he
dicho, querido —agregó, dirigiéndose a Beausire—, que nos
harían falta en París.
—Menos mal que en este punto Vuestra Excelencia había
tomado sus precauciones —dijo, respetuosamente, Beausire.
Desde esta maravillosa comunicación del canciller, el
bienestar de la embajada subió por grados. Una buena cena,
con su salmón, sus cangrejos, su carne y sus cremas,
contribuyó no poco a aumentar la verborrea del personaje
portugués.
Ducorneau, más a sus anchas, comió como diez grandes
de España, y enseñó a sus superiores cómo un parisién de la
calle Saint-Honoré trataba los vinos de Oporto y de Jerez
como los vinos de Brie y de Tonnerre.
Ducorneau bendecía al cielo por haberle enviado un
embajador que prefería la lengua francesa a la portuguesa y los
vinos portugueses a los vinos de Francia; nadaba en esta
deliciosa beatitud que se comunica al cerebro por la
satisfacción y la gratitud del estómago, después de una buena
comida, cuando monsieur de Souza le ordenó que se fuera a
acostar.
Ducorneau se levantó, y con una reverencia muy de
canciller se despidió y salió a la calle.
Beausire y don Manoel no habían festejado bastante el
vino de la embajada como para sucumbir al sueño en el campo
de batalla. Además, el ayuda de cámara debía cenar después
que sus amos, operación que el «comendador» cumplió
minuciosamente después de las instrucciones del señor
embajador y su secretario.
El plan para el día siguiente estaba dispuesto. Los tres
asociados hicieron un reconocimiento del palacio después de
asegurarse de que el suizo dormía.
XXVIII.- BOEHMER Y BOSSANGE

A la mañana siguiente, antes de desayunar y gracias a la


actividad de Ducorneau, la embajada había salido de su
letargo. Librerías, carteras, escritorios, los caballos
relinchando en la cuadra… Todo indicaba la vida allí donde la
víspera todavía no se sentía más que la insensibilidad y la
parálisis.
Se había esparcido con rapidez el rumor en el distrito de
que un gran personaje muy experimentado en negocios había
llegado de Portugal aquella noche. Y ese rumor, que debía
favorecer a nuestros tres bribones, les resultaba una fuente de
sustos cada vez mayores.
En efecto, la policía de Crosne y la de Breteuil tenían
orejas muy sensibles, y se guardarían de cerrarlas en un asunto
tan singular; tenían también los ojos de Argos, que tampoco se
cerrarían cuando se tratase de los señores diplomáticos de
Portugal.
Pero don Manoel le hizo ver a Beausire que con audacia
impedirían los registros de la policía, si se hacían sospechosos
antes de los ocho días; las sospechas no llegarían a ser
certidumbre antes de quince, y, por lo tanto, antes de diez días,
como término medio, nada estorbaría los planes de la
asociación, la cual, para obrar eficazmente, debería terminar
sus operaciones antes de los seis días.
Casi no había amanecido cuando dos carruajes de alquiler
descargaban el equipaje de los nueve tipos destinados al
personal de la embajada.
Fueron instalados rápidamente; mejor dicho: los
distribuyó Beausire. Uno junto a la caja fuerte, otro en los
archivos, un tercero reemplazó al suizo, al cual Ducorneau
despidió porque no sabía portugués. El palacio quedó, pues, en
poder de esa patulea que debía evitar la entrada de cualquier
intruso.
Naturalmente, la policía es un intruso repelente para los
que andan zancadilleando a la ley.
Hacia el mediodía, don Manoel, o sea, De Souza, vestido
como era de rigor en un representante de Su Majestad
portuguesa, subió en una carroza que Beausire había alquilado
por ciento cincuenta libras al mes, pagando quince días
adelantados. Se dirigió a la joyería Boehmer y Bossange
acompañado de su secretario y su ayuda de cámara.
El canciller recibió la orden de despachar como de
costumbre, en ausencia del embajador, todos los asuntos
relativos a pasaportes e indemnizaciones, con atención en
estos últimos casos de no saldar cuentas más que con el
consejo del señor secretario.
Los caballeros querían guardar intacta la cantidad de las
cien mil libras, base fundamental de la operación.
Se le dijo al señor embajador que los joyeros de la corona
vivían en el muelle de Ecole, donde hicieron su entrada hacia
la una de la tarde. El ayuda de cámara llamó discretamente a la
puerta del joyero, protegida por macizos cerrojos y tachonada
como la puerta de una prisión.
El arte había dispuesto los clavos de manera que
formaban dibujos más o menos agradables, pero lo importante
era constatar que no había barrena, sierra o lima que pudieran
morder un trozo de madera sin romperse un diente en un trozo
de hierro.
Un postigo chirrió al abrirse y una voz preguntó al ayuda
de cámara quiénes eran.
—El señor embajador de Portugal quiere hablar con
Boehmer y Bossange.
Una figura apareció al instante en el primer piso; después
se oyeron unos pasos precipitados en la escalera, y la puerta se
abrió.
El embajador descendió del carruaje con una noble
lentitud.
Beausire se había apeado antes para ofrecer su brazo a Su
Excelencia.
El hombre que avanzaba con tanto apresuramiento para
recibir a los dos portugueses era el mismo Boehmer, quien al
oír que se detenía un carruaje miró por los cristales, y al oír la
palabra «embajador» se lanzó por las escaleras para no hacer
esperar a Su Excelencia.
El joyero se confundió en excusas mientras el embajador
avanzaba hacia él.
Beausire notó que detrás de ellos, una vieja y corpulenta
sirvienta corría cerrojos y pasaba llaves, pues era un lujo de
cerraduras lo que defendía la puerta de la calle.
Beausire observaba todo esto con mucha atención,
cuando Boehmer le dijo:
—Monsieur, perdonad, pero estamos tan expuestos en
nuestra desgraciada profesión que todas las precauciones son
pocas.
El embajador escuchaba impasible, y Boehmer le repitió
la explicación que mereció una sonrisa de Beausire. Pero el
embajador siguió sin pestañear.
—Perdonad, señor embajador —dijo Boehmer,
desconcertado.
—Su Excelencia no habla el francés —dijo Beausire—, y
no puede entenderos, monsieur, pero yo le voy a traducir
vuestras excusas…, a no ser que vos, monsieur, habléis el
portugués.
—No, monsieur, no lo conozco.
—Yo le hablaré por vos.
Y Beausire farfulló algunas palabras portuguesas al
embajador, quien le contestó en el más diáfano portugués.
—Su Excelencia, el señor conde de Souza, embajador de
Su Majestad Muy Fiel, acepta vuestras excusas, monsieur, y
me encarga que os pregunte si es verdad que tenéis todavía en
vuestro poder cierto collar de diamantes.
Boehmer levantó la cabeza y miró a Beausire como
hombre que sabe calibrar a los clientes.
Beausire sostuvo su mirada con el más irreprochable
aplomo.
—¿Un collar de diamantes? —dijo lentamente Boehmer
—. ¿Un collar muy hermoso?
—El que ofrecisteis a la reina de Francia —agregó
Beausire—, y del cual Su Majestad Muy Fiel ha oído hablar.
—Monsieur —dijo Boehmer—, ¿sois oficial del señor
embajador?
—Su secretario particular.
El embajador se había sentado, siempre con su aire de
gran monsieur, y miraba las pinturas de los paneles de una
bonita habitación que daba al muelle.
Un hermoso sol hacía brillar el Sena, y los primeros
álamos mostraban sus primeros renuevos de un verde tierno
por encima de las aguas, altas todavía y amarillas por el
deshielo.
Don Manoel pasó del examen de las pinturas al del
paisaje.
—Monsieur —dijo Beausire—, me parece que no habéis
entendido una palabra de lo que os he dicho.
—¿Cómo es eso, monsieur? —respondió Boehmer, un
poco aturdido.
—Es que veo que Su Excelencia se impacienta, monsieur
joyero.
—Perdón —dijo Boehmer, enrojeciendo—, yo no puedo
enseñar el collar sin estar presente mi socio.
—Pues haced venir a vuestro socio.
Don Manoel se aproximó, y con un aire glacial que le
prestaba cierta majestad, comenzó en portugués una alocución
que hizo curvar varias veces, y respetuosamente, la cabeza de
Beausire.
Después se volvió de espaldas y siguió su contemplación
del paisaje a través de los cristales.
—Su Excelencia me dice, monsieur, que hace ya diez
minutos que espera, y que no tiene costumbre de esperar en
ninguna otra parte, ni siquiera en el palacio real.
Boehmer se inclinó, cogió el cordón de una campanilla y
tiró de ella. Poco después otro caballero entró en la cámara.
Era Bossange, el socio de Boehmer, quien le puso al corriente
en dos palabras. Bossange dirigió una mirada a los dos
portugueses y acabó por pedir a Boehmer su llave para abrir el
cofre fuerte.
«Me parece que estas honradas gentes —pensó Beausire
— toman tantas precauciones los unos respecto a los otros
como los ladrones.»
Diez minutos después, Bossange volvió con un cofrecillo
en la mano izquierda, y su mano derecha la escondía bajo el
traje. Beausire notó el relieve de dos pistolas.
—Podemos tener buen aspecto —dijo don Manoel,
gravemente, en portugués—, pero estos mercaderes nos toman
más bien por granujas que por embajadores.
Y miró fijamente a los joyeros para ver si había en el
rostro de cada uno la menor emoción, en el caso de que
hubieran comprendido el portugués; pero nada, nada…
Lo único que apareció fue un collar de diamantes tan
maravillosamente bello que su brillo deslumbraba. Pusieron el
cofrecillo en las manos de don Manoel, que, repentinamente,
exclamó con cólera, dirigiéndose a su secretario:
—Monsieur, decid a estos tipejos que han abusado de la
licencia que tiene un mercader. Me enseñan una falsificación
cuando yo pido diamantes. Decidles que me quejaré al
ministro de Francia y que en nombre de Su Majestad la reina
haré arrojar a la Bastilla a los indeseables que se burlan de un
embajador de Portugal.
Diciendo estas palabras, arrojó el cofrecillo sobre el
escritorio. Beausire no tuvo necesidad de traducir sus palabras,
Boehmer y Bossange se confundieron en excusas, diciendo
que en Francia se mostraban modelos de diamantes para
satisfacer a las honradas gentes y para no tentar a los ladrones.
Monsieur de Souza hizo un ademán de indignación y
marchó hacia la puerta ante los ojos de los angustiados
mercaderes.
—Su Excelencia me encarga deciros —prosiguió
Beausire— que es lamentable que gentes que ostentan el título
de joyeros de la corona de Francia no sepan distinguir a un
embajador de un miserable, y Su Excelencia me dice que le
despida.
Boehmer y Bossange cruzaron una mirada y se
inclinaron, presentando de nuevo sus respetos.
Monsieur de Souza les obligó a apartarse y salió.
Los mercaderes, decididamente preocupados, se
inclinaron hasta tocarse casi las rodillas con la cabeza.
Beausire siguió con altivez a su superior.
La vieja abrió los cerrojos de la puerta.
—¡Al palacio de la embajada, calle de la Jussienne! —
gritó Beausire al ayuda de cámara.
—¡Al palacio de la embajada, calle de la Jussienne! —
gritó el lacayo al cochero.
Boehmer lo oyó a través del postigo.
—Negocio fracasado —gruñó el lacayo.
—Negocio hecho —dijo Beausire—. Dentro de una hora
estos idiotas estarán en la embajada.
La carroza arrancó como si tirasen de ella ocho caballos.
XXIX.- LA EMBAJADA

Al volver al palacio de la embajada, los señores encontraron a


Ducorneau que almorzaba tranquilamente en su oficina.
Beausire le rogó que subiera a las habitaciones del embajador
y le dijo:
—Vos comprenderéis, mi querido canciller, que un
caballero como monsieur de Souza no es un embajador
ordinario.
—Ya me he dado cuenta —dijo el canciller.
—Su Excelencia quiere ocupar un lugar distinguido en
París, entre los ricos y las gentes de gusto, y la estancia de este
mezquino palacio de la calle de la Jussienne le es insoportable.
Por lo tanto, tendréis que buscar una residencia particular para
monsieur de Souza.
—Esto complicará las relaciones diplomáticas; tendremos
que ir de un lado a otro cuando haya recepciones.
—Bah, Su Excelencia pondrá una carroza a vuestro
servicio, querido monsieur Ducorneau —respondió Beausire.
Ducorneau creyó que iba a desvanecerse de alegría.
—¿Una carroza para mí?
—Es lamentable que no la hayáis tenido siempre. Un
canciller de prestigio debe tener su carroza, pero hablaremos
de este detalle en el momento oportuno. Ahora demos cuenta
al señor embajador del estado de los asuntos extranjeros.
¿Dónde está la caja fuerte?
—Arriba, monsieur, en el apartamento del señor
embajador.
—¿Tan lejos de vos?
—Medidas de seguridad, monsieur; los ladrones tienen
más trabajo para entrar en el primer piso que en el que da a la
calle.
—¿Los ladrones? —dijo desdeñosamente Beausire—.
Para una cantidad tan pequeña.
—¡Cien mil libras! —dijo Ducorneau—. Caramba, ya se
ve que monsieur de Souza es rico. No hay cien mil libras en
ninguna caja fuerte de embajada.
—¿Queréis que hagamos un arqueo? —dijo Beausire—.
Tengo prisa por volver a mis asuntos.
—Al instante, monsieur —dijo Ducorneau.
Las cien mil libras aparecieron en hermosas piezas, la
mitad en oro, la otra mitad en plata.
Ducorneau ofreció su llave, que Beausire miró
detenidamente como si admirase el ingenio del cerrajero, y
tomó hábilmente la impresión de la llave con la cera que tenía
dispuesta, sin que se diese cuenta el canciller, al cual se la
devolvió diciéndole:
—Monsieur Ducorneau, está mejor en vuestras manos
que en las mías; pasemos a las habitaciones del señor
embajador.
Lo encontraron ensimismado repasando una hoja llena de
cifras.
—¿Conocéis la cifra de la antigua correspondencia? —
preguntó al canciller.
—No, Excelencia.
—Quiero que de aquí en adelante la sepáis, pues así me
ahorraréis que yo resuelva muchos detalles enojosos. A
propósito, ¿la caja fuerte? —preguntó a Beausire.
—En perfecto estado, como todo lo que depende del
señor canciller —aseguró Beausire.
—¿Las cien mil libras?
—Líquidas, monsieur.
—Sentaos, monsieur Ducorneau; vais a darme unos
datos.
—A las órdenes de Vuestra Excelencia —dijo el canciller.
—He aquí el asunto: negocio de Estado, monsieur
Ducorneau.
—Soy todo oídos, monseñor.
—Asunto grave, y necesito que me asesoréis. ¿Hay en
París joyeros que sean honrados?
—Boehmer y Bossange son los joyeros de la casa real —
dijo el canciller.
—Precisamente son los que no quiero tratar —dijo el
embajador—. Acabo de romper toda relación con ellos.
—¿Han disgustado a Vuestra Excelencia?
—Gravemente, monsieur Ducorneau, gravemente.
—Si me perdonáis, yo me atrevería…
—Atreveos.
—Os preguntaría cómo esa casa, que goza de tanta
reputación…
—Son verdaderos judíos, monsieur Ducorneau, y sus
indignos procedimientos han hecho que perdieran más de un
millón, quizá dos.
—¡Oh! —exclamó Ducorneau.
—Enviado por Su Majestad Muy Fiel, yo debía negociar
un collar de diamantes.
—Sí, el famoso collar que encargó el difunto rey para la
condesa du Barry; ya sé, ya sé.
—Sois admirable; lo sabéis todo. Pues se me encargó que
comprase ese collar, pero con lo que ha ocurrido, es forzoso
renunciar.
—¿Queréis que yo intervenga?
—Monsieur Ducorneau…
—Con diplomacia, monsieur, con mucha diplomacia.
—Sería posible, si conocieseis a esas gentes.
—Bossange es un lejano primo mío, oriundo como yo de
Bretaña.
Los dos portugueses se miraron, como si se dispusieran a
poner en juego su ingenio, interrumpiéndoles uno de los
criados al abrir la puerta y anunciar:
—Los señores Boehmer y Bossange.
El embajador se levantó indignado y exclamó:
—Despedid a esa gente.
El criado se disponía a obedecer, pero lo detuvo el
embajador diciendo:
—No, echadles vos mismo, señor secretario.
—Por Dios —suplicó Ducorneau—, dejadme cumplir la
orden de monseñor; yo la suavizaré, puesto que no puedo
eludirla.
—Hacedlo, si así os parece mejor —dijo fríamente Su
Excelencia.
Beausire se le acercó en el momento en que Ducorneau
salía con precipitación.
—¡Horror! El negocio va a fracasar —exclamó el
embajador.
—No. Ducorneau va a ver si lo arregla.
—Lo va a embrollar ese desgraciado. Hemos hablado en
portugués en casa de los joyeros, y vos les habéis dicho que yo
no entiendo una palabra en francés. Ducorneau meterá la pata
hasta los orejones.
—Corro allí.
—El asunto peligra, Beausire.
—Veréis que no; dadme plenos poderes.
Ducorneau encontró abajo a Boehmer y Bossange, cuyo
aspecto, una vez en la embajada, ya no era cortés, sino
confiado. No esperaban encontrar un rostro conocido al llegar
al vestíbulo del palacio, pero al ver a Ducorneau, Bossange
exclamó, sorprendido y entusiasmado:
—¿Vos aquí?
Y se le acercó para abrazarle.
—Sois muy amable —dijo Ducorneau—. Reconocéis a
vuestro primo. ¿Será porque estoy en una embajada?
—Quizá sí —dijo Bossange—, y si hemos estado algo
distanciados, perdonádmelo y os ruego que me prestéis un
servicio.
—Vengo con ese fin.
—Oh, gracias. ¿Os relacionáis con la embajada?
—Claro.
—Un dato.
—¿Cuál y sobre qué?
—Sobre la embajada.
—Soy el canciller.
—¡Oh, de maravilla! Nosotros acabamos de hablar con el
embajador.
—Vengo de su parte.
—¿De su parte? ¿Para decirnos…?
—Os ruega que salgáis en seguida de su palacio, cuanto
antes, señores.
Los joyeros se miraron apenados.
—Ya que —dijo Ducorneau, con altivez— habéis sido
poco corteses y parece que poco serios.
—Escuchadnos.
—Es inútil —les interrumpió Beausire, que apareció,
rígido y desdeñoso, en la puerta—. Monsieur Ducorneau, Su
Excelencia os ha dicho que despidáis a estos señores.
—Señor secretario…
—Obedeced —dijo Beausire, secamente—. Haced lo que
se os ordena —y desapareció.
El canciller tomó a su pariente por el hombro derecho, al
socio de su familiar por el izquierdo, y los dejó amablemente
fuera.
—Ya lo veis —dijo—; es un negocio fracasado.
—Estos extranjeros son tan susceptibles —murmuró
Boehmer, que era alemán.
—Cuando uno se llama De Souza y se tiene novecientas
mil libras de renta, mi querido primo —dijo el canciller—, se
tiene el derecho de ser lo que se quiere.
—¡Ah! —suspiró Bossange—, ya os lo había dicho,
Boehmer, que sois demasiado precipitado con los negocios.
—Muy bien —repuso el testarudo alemán—; si nosotros
no tenemos su dinero, tampoco él tendrá nuestro collar.
Se acercó a la puerta de la calle y Ducorneau le dijo,
riendo:
—¿Sabéis lo que es un portugués? ¿Sabéis lo que es un
embajador, vos que sois tan burgués? ¿No? Pues voy a
decíroslo. Un embajador favorito de una reina, Potemkin58,
todos los años, el día primero de enero, compraba para la reina
un cesto de cerezas que costaba cien mil escudos, a mil libras
la cereza; es bonito, ¿verdad? ¡Pues monsieur de Souza
comprará las minas del Brasil para encontrar un diamante tan
grande como todos los vuestros! Eso le costará veinte años de
su renta, veinte millones, ¿pero qué le importa? El no tiene
hijos. He ahí todo.
Y cerró la puerta cuando Bossange, retrocediendo, le
dijo:
—Arreglad eso, y vos tendréis…
—Aquí se es incorruptible —replicó Ducorneau.
Aquella misma noche el embajador recibió la siguiente
carta:
«Monseñor:
»Un hombre que espera vuestras órdenes y que desea
presentaros las excusas respetuosas de vuestros humildes
servidores está en la puerta de vuestro palacio; a una señal de
Vuestra Excelencia depositará en las manos de uno de vuestros
servidores el collar que felizmente consiguió atraer vuestra
atención.
«Dignaos recibir, monseñor, la seguridad del más
profundo respeto, etc. etc.
«Boehmer y Bossange.»
—Muy bien —dijo el embajador al terminar la lectura—.
El collar es nuestro.
—No, no —dijo Beausire—. Sólo será nuestro cuando lo
hayamos comprado. Por lo tanto, hagámoslo.
—¿Cómo?
—Vuestra Excelencia no sabe francés; eso es lo
convenido. En primer lugar, desembaracémonos del canciller.
—¿Cómo?
—De la forma más simple: le daremos una misión
diplomática importante; yo me encargo de ello.
—Estáis equivocado; él es aquí nuestra garantía.
—El dirá que habláis francés como Bossange y yo.
—No lo dirá; le pediré que no lo diga.
—Pues que se quede. Haced entrar al hombre de los
diamantes.
El hombre fue introducido, y era Boehmer, quien hizo las
más profundas gentilezas y dio las excusas más fervorosas.
Después presentó los diamantes e hizo el gesto de
dejarlos para que los examinasen.
El embajador le retuvo.
—Esta prueba es suficiente —le dijo Beausire—. No sois
un mercader desconfiado. Sentaos aquí y hablemos, puesto
que el señor embajador os perdona.
—¡Qué difícil es vender! —suspiró Boehmer.
«Qué difícil es robar», pensó Beausire.
XXX.- LA COMPRA

Entonces, el señor embajador consintió en examinar el collar


con todo detalle.
Boehmer mostró cada pieza e hizo resaltar la menor de
sus perfecciones.
—Sobre el conjunto de estas piedras —dijo Beausire, a
quien Su Excelencia acababa de hablar en portugués—, el
señor embajador no tiene nada que objetar; el conjunto es
satisfactorio. En cuanto a los diamantes, ya no es lo mismo. Su
Excelencia ha notado que hay diez un poco imperfectos.
—Oh… —dijo Boehmer—. Su Excelencia…
—Su Excelencia —interrumpió Beausire— es mejor
conocedor que vos en diamantes; los nobles portugueses
jugaban con diamantes en el Brasil como aquí los niños con el
vidrio.
En efecto, el embajador puso el dedo sobre varios
diamantes, uno después de otro, e hizo notar con admirable
seguridad sus imperceptibles defectos y que quizá un
conocedor no habría descubierto.
—Sin embargo, este collar —dijo Boehmer, un poco
sorprendido al ver a un tan gran señor convertido en un sagaz
joyero—, tal como lo ve, es la más bella reunión de diamantes
que hay en este momento en toda Europa.
—Eso es verdad —repuso el embajador al traducirle
Beausire lo que acababa de decir Boehmer.
—Y bien, monsieur Boehmer —intervino Beausire—, he
aquí de qué se trata: Su Majestad la reina de Portugal ha oído
hablar del collar, y ha encargado a Su Excelencia negociar este
asunto después de que haya visto los diamantes. Los
diamantes satisfacen a Su Excelencia. ¿En cuánto queréis
vender este collar?
—En seiscientas mil libras.
Beausire repitió la cifra a su embajador, quien contestó:
—Habría que rebajar cien mil libras para que su precio
fuera justo.
—Monseñor —dijo el joyero—, no se pueden evaluar los
beneficios de un modo justo con un collar de tanta
importancia. Conseguir una filigrana de ese mérito exige
consultar, averiguaciones y viajes que Sus Excelencias no se
pueden imaginar.
—Esas cien mil libras de más lo encarecen —repitió el
tenaz portugués.
—Cuando monseñor dice eso —dijo Beausire— es
porque está seguro, porque Su Excelencia no regatea jamás.
Pareció que Boehmer se ablandaba. Nada asegura más a
los comerciantes desconfiados como un comprador que
regatea.
—Yo no podría —dijo, después de un momento de duda
— suscribir ese precio sin tratarlo con mi socio.
El embajador escuchó la traducción de Beausire y se
levantó. Beausire cerró el cofrecillo y se lo entregó a Boehmer,
quien dijo:
—Hablaré de su ofrecimiento con Bossange, si Su
Excelencia lo consiente.
—¿Qué queréis decirle? —preguntó Beausire.
—Que el señor embajador parece haber ofrecido
quinientas mil libras.
—Sí.
—¿Su Excelencia mantiene ese precio?
—Su Excelencia tiene una sola palabra —contestó, con
petulancia, Beausire—, pero Su Excelencia no da un paso
adelante si ve que se le obliga a regatear.
—Señor secretario, ¿no comprendéis que debo hablar con
mi socio?
—Perfectamente, monsieur Boehmer.
—Perfectamente —repuso en portugués el embajador, a
quien Beausire le había repetido la frase de Boehmer—, pero
necesito una respuesta rápida y concreta.
—Monseñor, si mi socio acepta esa rebaja, yo la acepto
de antemano.
—Muy bien.
—El precio es, pues, de quinientas mil libras.
—Eso.
—No hay más que decir —dijo Boehmer—, salvo la
conformidad de Bossange.
—Está bien.
—Y también el modo de pago.
—No tendréis la menor dificultad —dijo Beausire—.
¿Cómo queréis ser pagado?
—Pues —dijo Boehmer, riendo—, si es posible, al
contado.
—¿Qué es lo que llamáis al contado? —dijo Beausire,
fríamente.
—Sé muy bien que nadie tiene un millón y medio en
dinero efectivo —admitió Boehmer, suspirando—. Sin
embargo, señor secretario, comprenderéis que debe mediar un
adelanto en efectivo.
—Muy justo —reconoció Beausire, y le preguntó a su
compinche—: ¿Cuánto adelantaría Su Excelencia en dinero
efectivo?
—Cien mil libras —dijo el portugués.
—Cien mil libras —dijo Beausire a Boehmer— a la firma
del acuerdo.
—¿Y el resto? —dijo Boehmer.
—El tiempo que necesita una letra de cambio enviada de
París a Lisboa por monseñor.
—Ah —dijo Boehmer—, nosotros tenemos un
corresponsal en Lisboa; escribiéndole…
—Eso es —dijo Beausire, riendo irónicamente—;
escribidle preguntándole si monsieur de Souza es solvente, y si
Su Majestad la reina tiene crédito por cuatrocientas mil libras.
—Monsieur —dijo Boehmer, confuso—. ¿Aceptáis o
preferís otras condiciones? Las que el señor secretario ha
propuesto me parecen aceptables. ¿Y respecto a los
vencimientos de los pagos?
—Habrá tres vencimientos, monsieur Boehmer; cada uno
de quinientas mil libras, y el negocio será para vos un viaje
interesante.
—¿Un viaje a Lisboa?
—¿Por qué no? Tocar un millón y medio en tres meses,
¿no merece que uno se moleste un poco?
—Sin duda, pero…
—Por otro lado, viajaréis con los gastos pagados por la
embajada y yo o el señor canciller os acompañará.
—¿Yo llevaré los diamantes?
—Sin duda, a menos que prefiráis enviar aquí la factura y
dejar que los diamantes vayan solos a Portugal.
—Yo no sé…; creo que… el viaje sería útil, y que…
—Esa es también mi opinión —dijo Beausire—. Se
firmará aquí. Recibiréis vuestras cien mil libras, firmaréis la
venta y llevaréis los diamantes a Su Majestad. ¿Quién es
vuestro corresponsal?
—Los hermanos Núñez Balboa.
El embajador precisó con una sonrisa:
—Son mis banqueros.
—Son los banqueros de Su Excelencia —dijo Beausire,
sonriendo también.
Boehmer pareció radiante; ya no le quedaba la menor
duda, y se inclinó con un ademán de agradecimiento, pero una
reflexión le detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó Beausire, inquieto.
—La palabra está dada —dijo Boehmer.
—Sí, dada.
—Salvo…
—Salvo la ratificación de Bossange; es lo que hemos
convenido.
—Salvo otra cuestión —agregó Boehmer.
—¿Cuál?
—Monsieur, esto es muy delicado, y el honor del hombre
portugués un sentimiento demasiado poderoso para que Su
Excelencia no comprenda mi pensamiento.
—¡Cuántos rodeos! Hablad.
—El collar ha sido ofrecido a la reina de Francia.
—Que lo ha rehusado. ¿Y…?
—Nosotros no podemos dejar salir de Francia el collar
sin comunicárselo a la reina; el respeto y la lealtad exigen que
demos la preferencia a Su Majestad la reina.
—Me parece justo —dijo el embajador, con dignidad—.
Desearía que un comerciante portugués hablase como
monsieur Boehmer.
—Me siento feliz y orgulloso de la aprobación de Su
Excelencia. He aquí, pues, los dos casos previstos: ratificación
de las condiciones por Bossange, y la conformidad de Su
Majestad la reina de Francia. Os pido para esto tres días.
—Por nuestra parte —dijo Beausire—, cien mil libras y
tres plazos de quinientas mil libras puestas en vuestras manos.
El cofrecillo de diamantes remitido al señor canciller de la
embajada o a mí y dispuesto a acompañaros a Lisboa,
presentándoos a Núñez Balboa, hermanos. Pago total en tres
meses y sin gastos de viajes.
—Sí, monseñor; sí, monsieur —dijo Boehmer, haciendo
reverencias.
—¡Ah! —atajó el embajador en portugués.
—¿Qué ocurre? —dijo Boehmer, inquieto y volviéndose.
—Como regalo —dijo el embajador—, una sortija de mil
pistolas para mi secretario, o para mi canciller.
—Es muy justo, monseñor —murmuró Boehmer—, y yo
ya lo había pensado.
El embajador despidió al joyero con un ademán de gran
señor.
—Explicadme —dijo el portugués al quedar solo con
Beausire—: ¿por qué diablos no habéis hecho enviar aquí los
diamantes? ¡Un viaje a Portugal! ¿Estáis loco? ¿No se podía
dar a estos joyeros su dinero y coger los diamantes?
—Tomáis demasiado en serio vuestro papel de embajador
—replicó Beausire—. Vos no sois todavía De Souza para
Boehmer.
—¡Venga, venga! ¿Habrían hecho el trato si tuvieran
sospechas?
—Como queráis, pero no habría trato. Todo hombre que
posee quinientas mil libras se cree por encima de todos los
reyes y de todos los embajadores del mundo. El hombre que
cambia quinientas mil libras contra unos trozos de papel quiere
saber si estos papeles valen algo.
—Entonces, id vos a Portugal, vos, que no sabéis el
portugués… Os digo que estáis loco.
—No del todo. Iréis vos mismo.
—¡Oh, no! —gritó don Manoel—. ¿Regresar a Portugal?
Tengo mis razones para no ir. ¡Nunca!
—Yo os digo que Boehmer nunca habría dado sus
diamantes contra unos papeles.
—Papeles firmados por De Souza.
—¡Cuando yo digo que vos os creéis un De Souza! —
gritó Beausire.
—Prefiero saber que el negocio ha fracasado —replicó el
embajador.
—Por nada del mundo. Venid aquí, señor comendador —
dijo Beausire al ayuda de cámara, que había aparecido en el
umbral—. Vos sabéis de qué se trata, ¿no es así?
—Sí.
—¿Habéis escuchado?
—Sí.
—Muy bien. ¿Creéis que yo he hecho una tontería?
—Creo que vos tenéis cien mil veces razón.
—Decid por qué.
—Boehmer no hubiera cesado de hacer vigilar el palacio
de la embajada y al embajador.
—¿Y bien? —dijo don Manoel.
—Teniendo su dinero en la mano, Boehmer no tendrá
ninguna sospecha y partirá tranquilamente para Portugal.
—No iremos hasta allá, señor embajador —le dijo el
ayuda de cámara—. ¿No es así, caballero Beausire?
—He aquí un muchacho inteligente —dijo el amante de
Olive.
—Decid vuestro plan —contestó con indiferencia el
embajador.
—A cincuenta leguas de París —dijo Beausire—, este
hombre animoso, con una máscara en el rostro, enseñará una o
dos pistolas a nuestro postillón; nos robará nuestros tratados y
nuestros diamantes y molerá a palos a Boehmer. Todo estará
resuelto.
—Yo no lo veo así —dijo el ayuda de cámara—. Yo veo a
Beausire y a Boehmer embarcando en Bayona para Portugal.
—Muy bien.
—Boehmer, como todos los alemanes, ama el mar y se
pasea por el puente. Un día de mar gruesa se inclina sobre la
borda y cae. Se dice que el cofrecillo ha caído con él; eso es
todo. ¿Por qué el mar no guardaría quinientas mil libras de
diamantes cuando ha guardado tan bien los galeones de las
Indias?
—Ahora comprendo —dijo el portugués.
—Gracias a Dios —gruñó Beausire.
—Sólo que por haberse «traspapelado» unos diamantes le
encierran a uno en la Bastilla, y por haber hecho mirar el mar
al señor joyero, te ahorcan.
—Por haber robado los diamantes le detienen a uno —
dijo el comendador—, y por haber hecho desaparecer a ese
hombre no se puede ser sospechoso más que un minuto.
—Veremos lo que ocurre cuando estemos allá —replicó
Beausire—. Ahora a nuestros papeles. Hagamos marchar la
embajada como portugueses modelo, para que digan «si no
eran verdaderos embajadores, lo parecían». Esto siempre
halaga. Esperemos los tres días.
XXXI.- LA CASA DEL GACETILLERO

Era la mañana siguiente del día en que los portugueses habían


formalizado su negocio con Boehmer, y tres días después del
baile de la Ópera, al cual hemos visto asistir a algunos de los
principales personajes de esta historia.
En la calle Montorgueil, en el fondo de un patio cerrado
por una verja, había una casita de humilde aspecto, defendida
del ruido de la calle por contraventanas que recordaban la
construcción típica de provincias.
En el fondo de este patio aparecía una tienda, abierta a
medias a los que habían franqueado la verja y atravesado el
patio.
Era la casa de un periodista muy nombrado, de un
gacetillero, como se les llamaba entonces. El redactor vivía en
el primer piso. Los bajos servían de almacén para las ediciones
de la Gaceta, numerado cada ejemplar. Los otros dos pisos
pertenecían a gentes pacíficas y que pagaban bastante caro la
desgracia de asistir varias veces al año a ruidosas escenas
hechas al gacetillero por agentes de la policía, por particulares
ofendidos o por actores tratados como ilotas59.
Esos días los inquilinos de la casa de La Grille, como se
la llamaba en el distrito, se apostaban tras las ventanas de la
fachada a fin de acechar lo que ocurría y oír mejor los aullidos
del gacetillero, el cual perseguido, solía refugiarse en la calle
de los Vieux-Augustins, huyendo por una salida que
comunicaba con su habitación.
Una puerta se abría, se cerraba, y el ruido concluía. El
hombre amenazado había desaparecido; los asaltantes se
encontraban solos frente a cuatro fusileros de los guardias
franceses, que una vieja criada había corrido a requerir al
puesto de la Halle.
Ocurría muchas veces que los asaltantes, no encontrando
a nadie en quien descargar su cólera, sacaban del almacén los
papelotes, húmedos aún de la impresión, y los rompían, los
pisoteaban, si por desgracia había fuego cerca, destruyendo la
mayor cantidad posible de papeles culpables.
¿Pero qué era un trozo de gaceta para una venganza que
reclamaba trozos de piel de gacetillero? Aparte de estas
escenas, la tranquilidad de la casa de La Grille era proverbial.
Reteau60 salía por la mañana, hacía su ronda por los
muelles, las plazas y los bulevares. Acechaba las escenas
cómicas, los vicios, y los anotaba, los retrataba al vivo y los
imprimía en su próximo número.
El periódico era hebdomadario, o sea, que durante cuatro
días monsieur Reteau cazaba el artículo, lo hacía imprimir en
los tres siguientes, y así llegaba oportunamente el día de la
publicación del número.
La hoja acababa de aparecer el día de que nosotros
hablamos setenta y dos horas después del baile de la Ópera, en
el que mademoiselle Olive había disfrutado tanto del brazo del
dominó azul.
Reteau se había levantado a las ocho, recibiendo de su
vieja criada el número del día, todavía oliendo a tinta.
Se apresuró a leer el número con el cuidado que un padre
lleno de ternura emplea en pasar revista a las cualidades o a
los defectos de su querido hijo.
Después, y cuando hubo terminado, le dijo a la vieja:
—Aldegonde, éste sí que es un bonito número; ¿lo habéis
leído?
—Cuando termine la sopa lo leeré.
—Estoy contento de este número —dijo el gacetillero,
levantando sobre su delgado colchón sus brazos, todavía más
delgados.
—Sí —repuso Aldegonde—, ¿pero sabéis lo que se dice
en la imprenta?
—¿Qué se dice?
—Que esta vez no podréis libraros de la Bastilla.
Reteau se sentó en el lecho y con voz tranquila dijo:
—Aldegonde, hacedme una buena sopa y no os mezcléis
en literatura.
—¡Siempre lo mismo! —replicó la vieja—. Temerario
como un gorrión en libertad.
—Os compraré unos pendientes con los beneficios del
número de hoy —le dijo el gacetillero, envuelto en una sábana
de una blancura sospechosa—. ¿Han venido a comprar
muchos ejemplares?
—Ninguno, y mis pendientes no serán lo bastante
relucientes si esto continúa. Os acordaréis de aquel buen
número contra monsieur de Broglie; no eran las diez y ya se
habían vendido cien números.
—Y yo había cruzado tres veces la calle de los Vieux-
Augustins. Cada ruido me daba fiebre; esos militares son muy
brutos.
—Por eso yo creo que el número de hoy no dará lo que
dio el que dedicasteis a Broglie.
—Quizá —dijo Reteau—, pero no tendré que correr tanto
y comeré tranquilamente mi sopa. ¿Sabéis por qué,
Aldegonde?
—No lo sé, monsieur.
—Porque en lugar de atacar a un hombre, ataco una
institución; en lugar de atacar a un militar, ataco a una reina.
—¿A la reina? Alabado sea Dios —murmuró la vieja—.
Entonces, no temáis nada; si atacáis a la reina, seréis llevado
en triunfo; vamos a vender muchos números y yo tendré mis
pendientes.
—Llaman —dijo Reteau, volviendo a meterse en la cama.
La vieja fue a la tienda para recibir la visita.
Poco después volvió a subir, tartamudeando de alegría.
—¡Mil ejemplares! Mil de un golpe. Ved aquí el pedido.
—¿A qué nombre?
—No sé.
—Es preciso saberlo; corred a ver.
—Tenemos tiempo. Supone trabajo contar, empaquetar y
cargar mil números.
—Corred, os digo, y preguntad al criado… ¿Es un
criado?
—Es un comisionado, un auvernés.
—Bueno, preguntadle adonde va a llevar esos números.
Aldegonde obedeció en el acto. Sus gordas piernas
hicieron gemir la escalera de madera, y su voz, mientras
preguntaba, no cesó de resonar a través de las paredes de
tablas. El comisionado contestó que llevaba aquellos números
a la calle Neuve-Saint-Gilles, a Marais, casa del conde de
Cagliostro.
El gacetillero dio tal salto de júbilo que estuvo a punto de
reventar el catre. Se levantó y activó él mismo el encargo,
ayudando al único dependiente, una especie de sombra
famélica, más transparente que las hojas impresas. Los mil
ejemplares fueron cargados sobre las espaldas del auvernés, el
cual desapareció por la verja, doblado bajo el peso.
Monsieur Reteau se disponía a anotar para el próximo
número el éxito de éste y a consagrar algunas líneas al
generoso monsieur que había tenido la bondad de adquirir mil
números de una publicación pretendidamente política. Reteau,
decíamos, se felicitaba por haber hecho un conocimiento tan
ventajoso cuando un nuevo campanillazo vibró en el patio.
—Seguramente otros mil ejemplares —dijo Aldegonde,
embriagada por el primer éxito—. Monsieur, esto no es
extraño; en el momento en que se trata de la austriaca, todo el
mundo os hará coro.
—Silencio, silencio, Aldegonde. No habléis tan alto de la
austriaca; es una injuria que me valdría la Bastilla que me
habéis anunciado.
—¿Y qué? —dijo agriamente la vieja—. ¿Es o no es la
austriaca?
—Esa es una palabra que los periodistas hemos puesto en
circulación, pero que no se debe prodigar.
Volvió a sonar de nuevo la campanilla.
—Id a ver, Aldegonde; no creo que vengan a comprar
más ejemplares.
—¿Qué es lo que os hace creer eso?
—No sé, pero me parece que veo a un hombre de aspecto
lúgubre en la verja.
Aldegonde terminó de bajar y se dispuso a abrir.
Reteau miraba con una atención que se comprenderá
después de nuestra descripción del personaje y de su oficina.
Aldegonde vio a un hombre vestido con sencillez y que
preguntó si encontraría en su casa al redactor de la gaceta.
—¿Qué queréis de él? —preguntó Aldegonde, con cierta
desconfianza.
Y entreabrió la puerta, dispuesta a cerrarla al primer
síntoma de peligro.
El hombre hizo tintinear unos escudos en su bolsillo, lo
que ensanchó el corazón de la vieja.
—Vengo a pagar los mil ejemplares de la gaceta de hoy,
que han venido a buscar de parte del señor conde de
Cagliostro.
—Si es así, entrad.
El hombre cruzó la verja, pero no había tenido tiempo de
cerrarla cuando detrás de él otro visitante, joven y esbelto y de
bella apariencia, sujetó la cancela, diciendo:
—Perdón, monsieur.
Y sin pedir permiso, se deslizó detrás del pagador
enviado por el conde de Cagliostro.
Aldegonde, entusiasmada por la ganancia, fascinada por
el sonido de los escudos, llegaba entonces adonde estaba su
dueño.
—Vamos, vamos; todo va bien. He aquí las quinientas
libras del señor de los mil ejemplares.
—Recibámoslas noblemente —dijo Reteau, parodiando a
De Larive en su más reciente creación.
Y se envolvió en su bata bastante bonita, gracias a la
generosidad, o más bien al terror, de la Dugazon, a la cual,
después de su aventura con Astley, el gacetillero arrancaba un
regalo tras otro.
El pagador del conde de Cagliostro se presentó, sacó un
saquito de escudos de seis libras y contó hasta ciento, que
dividió en doce pilas.
Reteau contaba también escrupulosamente y miraba si las
monedas eran de ley. Una vez comprobado todo, dio las
gracias, firmó el recibo y despidió con una sonrisa agradable al
pagador, a quien pidió servilmente nuevas del señor conde de
Cagliostro.
El hombre de los escudos dio las gracias a su vez, como
un cumplimiento natural, y se retiró.
—Decid al señor conde que esperaré su primer deseo —le
dijo— y agregadle que esté tranquilo; sé guardar un secreto.
—Es inútil —repuso el pagador—; el señor conde de
Cagliostro es independiente, y no cree en el magnetismo; lo
único que quiere es que se rían de Mesmer y se propague la
aventura de la cubeta como una pequeña diversión.
—Muy bien —dijo en aquel momento una voz en el
umbral de la puerta—. Nosotros trataremos de que se ría
también a expensas del señor conde de Cagliostro.
Reteau vio aparecer a un personaje que le pareció tan
lúgubre como el primero. Como hemos dicho, era un hombre
joven y vigoroso, pero Reteau no compartía la opinión que
nosotros hemos emitido sobre su buena apariencia. Sólo veía
en él una mirada amenazadora y un aspecto muy inquietante.
En efecto, la mano derecha la apoyaba en el puño de la
espada, y la izquierda en el puño de un bastón.
—¿Qué puedo hacer en vuestro servicio, monsieur? —
preguntó Reteau, con una especie de temblor que le atacaba en
cada ocasión difícil, y como las ocasiones difíciles no eran
raras, Reteau temblaba con frecuencia.
—¿Monsieur Reteau? —preguntó el desconocido.
—Soy yo.
—¿El que se dice De Villette?
—Soy yo, monsieur.
—¿Gacetillero?
—El mismo.
—¿Autor de este artículo? —dijo fríamente el
desconocido, sacando de su bolsillo un ejemplar, fresco
todavía, de la gaceta del día.
—Sí, pero no soy precisamente el autor —dijo Reteau—,
sino el editor.
—Muy bien; viene a ser exactamente lo mismo, porque si
no habéis tenido el valor de escribir el artículo, habéis tenido
la cobardía de dejarlo publicar. Y digo cobardía —repitió el
desconocido fríamente— porque siendo gentilhombre, debo
ser comedido en mis términos, incluso dentro de este tugurio.
Pero no es preciso tomar lo que digo al pie de la letra, porque
lo que digo no expresa mi pensamiento. Si lo expresara, diría:
«El que ha escrito este artículo es un infame, y el que lo ha
publicado es un miserable».
—Monsieur… —dijo Reteau, palideciendo.
—He aquí un mal asunto, peor que malo —continuó el
joven, animándose a medida que hablaba—, pero escuchadme,
monsieur folletista, y cada cosa a su tiempo: hace un momento
que habéis recibido un dinero, y ahora vais a recibir una
paliza.
—¡Cómo! —replicó Reteau—. Eso vamos a verlo.
—¿Y qué vamos a ver? —dijo en tono seco y belicoso el
joven, quien, tras estas palabras, avanzó hacia su adversario.
Pero como no era el primer asunto de este género, y el
periodista conocía todos los recursos de su propia casa, no
tuvo más que volverse para encontrar una puerta y franquearla,
y, volviendo a cerrarla, servirse de ella como de un escudo y
pasar a una habitación cuya puerta daba a la calle de los
Vieux-Augustins.
Una vez allí, estaba a salvo. Había otra pequeña verja que
una vuelta de llave (y la llave estaba siempre puesta) abría, y
pudo salvarse valiéndose de las piernas. Pero ese día era
nefasto para el pobre gacetillero, porque en el momento en que
ponía la mano en la llave, apercibió por la claraboya a otro
hombre que, agrandado sin duda por su propio miedo, le
pareció un Hércules, el cual, inmóvil, amenazador, parecía
esperar, como en otro tiempo el dragón de las Hespérides
aguardaba a los ladrones de las manzanas de oro61.
Reteau hubiera deseado volver sobre sus pasos, pero el
joven del bastón, el que primero se le presentó, había
derribado la puerta de una patada, le había seguido, y ahora
que estaba parado ante la aparición del nuevo centinela,
armado también de una espada y de un bastón, no tenía más
que tender una mano para cogerle.
Reteau se encontraba entre dos fuegos, entre dos
bastones, en una especie de patinillo oscuro, perdido, sórdido,
situado entre las últimas habitaciones del apartamento y la
bienhechora verja que daba a la calle de los Vieux-Augustins,
y si el paso hubiese estado libre, a la salvación y a la libertad.
—Monsieur, dejadme pasar, os lo ruego —dijo Reteau al
joven que guardaba la verja.
—Monsieur —gritó el joven que perseguía a Reteau—,
monsieur, detened a ese miserable.
—Estad tranquilo, monsieur de Charny, no pasará —dijo
el individuo de la verja.
—Monsieur de Taverney, ¿vos? —exclamó De Charny,
porque era él quien primero se había presentado en la casa de
Reteau, a continuación del pagador y por la calle Montorgueil.
Habiendo leído la gaceta por la mañana, los dos habían
tenido la misma idea, porque alentaba en su corazón un mismo
sentimiento, y, sin comunicárselo el uno al otro, habían puesto
su idea en ejecución, que era visitar la casa del gacetillero,
pedirle satisfacción, y apalearlo si no la quería dar. Sólo que el
uno, al reconocer al otro, se quedó contrariado, viendo un
adversario en quien había reaccionado igual que él. De ahí la
brusca exclamación de monsieur de Charny: «Monsieur de
Taverney, ¿vos?»
—Yo mismo —repuso Felipe en el mismo tono, y
haciendo un movimiento hacia el asustado gacetillero, quien
pasaba los brazos por entre los barrotes de la verja—, pero
parece que he llegado demasiado tarde. No haré más que
asistir a la fiesta, si vos tenéis la bondad de abrirme la puerta.
—La fiesta —gimió, aterrado, el gacetillero—, la fiesta…
¿Qué queréis decir? ¿Es que vais a estrangularme, señores?
—Oh… —dijo De Charny—. La palabra es fuerte. No,
monsieur; nosotros no os estrangularemos, pero os
interrogaremos primero, y después ya veremos. Me permitís
que interrogue a este hombre, ¿verdad, monsieur de Taverney?
—Seguro, monsieur —respondió Felipe—. Os
corresponde a vos, puesto que habéis llegado el primero.
—Muy bien. Acercaos al muro y no habléis —dijo De
Charny, agradeciendo con una mirada a De Taverney—.
¿Confesáis, mi querido monsieur, haber escrito y publicado
contra la reina el cuento burlón, como lo llamáis, que ha
aparecido esta mañana en vuestra gaceta?
—Monsieur, no se ha escrito nada contra la reina.
—No faltaba más que eso.
—Me parece que sois demasiado paciente, monsieur —
dijo Felipe, quien, a pesar de su cólera, permanecía al otro
lado de la verja.
—Estad tranquilo —respondió De Charny—; este tipo no
perderá nada por esperar.
—Sí —murmuró Felipe—, pero es que yo también estoy
esperando.
De Charny no respondió, y volviéndose hacia el
desgraciado Reteau, dijo:
—«Ateinotna» es Antonieta al revés. ¡No digáis más
mentiras, monsieur! Me vería obligado a comportarme tan
plebeyamente que en lugar de golpearos o mataros
limpiamente, os despellejaría vivo. Responded, pues, y
categóricamente. Os pregunto si vos sois el único autor de ese
libelo.
—Yo no soy un delator —contestó Reteau, irguiéndose.
—Muy bien. Esto quiere decir que hay un cómplice;
primero está ese hombre que os ha comprado mil ejemplares
de esta diatriba: el conde de Cagliostro, como decíais hace un
momento. Pues el conde pagará lo suyo después de que vos
hayáis pagado lo vuestro.
—Monsieur, monsieur, yo no le acuso —aulló el
gacetillero, anonadado al verse expuesto a la cólera de aquel
hombre, sin contar la de Felipe, que palidecía de ira al otro
lado de la verja.
—Pero —continuó De Charny— como antes os he
encontrado a vos, vos seréis el primero en pagar. —Y levantó
el bastón.
—Ah, monsieur…, si yo tuviera una espada… —gruñó el
gacetillero.
De Charny bajó el bastón, diciendo:
—Monsieur Felipe, prestad vuestra espada a este granuja,
os lo ruego.
—Nada de eso; yo no presto una espada honrada a ese
individuo; aquí tengo mi bastón, si vos no tenéis bastante con
el vuestro. Pero, en conciencia, no puedo hacer otra cosa por
él, ni por vos.
—¡Un bastón! —dijo Reteau, exasperado—. ¿Sabéis,
monsieur, que soy gentilhombre?
—Pues prestadme vuestra espada a mí —dijo De Charny,
arrojando la suya a los pies del gacetillero—. Yo le dejaré la
mía para que él no toque la vuestra.
Felipe no podía objetar nada, y desenvainó su espada,
dándola a De Charny a través de la verja.
De Charny la tomó y le dirigió un saludo.
—¿Conque tú eres gentilhombre? —dijo, volviéndose a
Reteau—. Eres gentilhombre y escribes sobre la reina de
Francia tales infamias… Muy bien. Recoge esa espada y
demuestra que eres gentilhombre.
Pero Reteau no se movió; se hubiera dicho que tenía tanto
miedo de la espada que estaba a sus pies como del bastón que
hacía un instante había visto sobre su cabeza.
—Demonios —dijo Felipe, desesperado—, abridme la
verja.
—Perdón, monsieur —le contestó De Charny—; habéis
convenido que este hombre me pertenece a mí primero.
—Pues apresuraos y acabad de una vez, porque yo tengo
prisa por comenzar.
—Deseo agotar todos los medios antes de llegar a ese
extremo —dijo De Charny—, porque pienso que los
bastonazos cuestan casi tanto al que los da como al que los
recibe; pero puesto que decididamente monsieur prefiere una
paliza a un duelo, será servido como desea.
Apenas había terminado de decir estas palabras cuando
un grito de Reteau anunció que De Charny acababa de unir la
acción a la palabra. Cinco, seis golpes vigorosamente
aplicados, arrancando cada uno un grito equivalente al dolor
que producía, siguieron al primero, y los gritos atrajeron a la
vieja Aldegonde, chillando ella también, pero De Charny se
inquietó tan poco por sus gritos como por los de su amo.
Durante este tiempo, Felipe, colocado como Adán al otro
lado del Paraíso, se comía las uñas, lo mismo que los osos
cuando huelen carne fresca al otro lado de los barrotes.
Por fin De Charny se detuvo, cansado de apalear, y
Reteau se arrodilló, cansado de que lo apaleasen.
—¡Por fin! —dijo Felipe—. ¿Habéis terminado,
monsieur?
—Sí.
—Muy bien. Ahora, devolvedme mi espada, que os ha
sido inútil, y abridme, os lo ruego.
—Monsieur, monsieur —imploró Reteau, que veía un
defensor en el hombre que había terminado sus cuentas con él.
—Comprenderéis que no puedo dejar a este monsieur en
la puerta —dijo De Charny—. Tengo que abrirle.
—¡Esto es una agonía! —gimió Reteau—. Matadme de
una cuchillada y terminemos.
—Ahora —dijo De Charny— tranquilizaos; creo que
monsieur no piensa tocaros.
—Tenéis razón —dijo, con olímpico desprecio, Felipe al
entrar—. No lo haré. Habéis sido golpeado, de acuerdo. Y
como dice el axioma legal: Non bis in idem. Pero aún quedan
ejemplares de la edición y hay que destruirlos.
—¡Muy bien! —dijo De Charny—. Más vale ser dos que
uno solo; es posible que lo hubiese olvidado, ¿pero por qué
azar os encontrabais en esta puerta, monsieur de Taverney?
—Os lo explicaré —dijo Felipe—. En el barrio me
informé de las costumbres de este pillo. Y supe que tiene el
hábito de huir cuando se le aprieta demasiado fuerte. Entonces
me enteré de sus métodos para escapar, y pensé que al
presentarme por la puerta falsa en vez de por la puerta
ordinaria, y cerrando esta puerta detrás de mí, cogería al zorro
en su madriguera, y eso ha ocurrido. Igual idea de venganza
teníais vos; lo único que ocurre es que, con más prisa que yo,
vuestras informaciones no eran completas; habéis entrado por
la puerta por donde entra todo el mundo, y se os iba a escapar,
pero felizmente me habéis encontrado aquí.
—De lo cual me alegro. Venid, monsieur de Taverney…
Ese bergante nos conducirá a su prensa.
—Mi prensa no está aquí —dijo Reteau.
—¡Mentira! —gritó De Charny, amenazador.
—¡No, no! —exclamó Felipe—. Ya veis que tiene razón.
Los caracteres han sido destruidos, y sólo queda la edición.
Por lo tanto la edición debe estar entera, salvo los mil
veintidós al conde de Cagliostro.
—Pues que destruya la edición delante de nosotros.
—Que la queme es más seguro.
Felipe, aprobando esta manera de solucionar el asunto,
empujó a Reteau hacia la tienda.
XXXII.- COMO DOS AMIGOS SE
CONVIERTEN EN ENEMIGOS

Sin embargo, Aldegonde, habiendo oído gritar a su dueño y al


encontrar cerrada la puerta, había ido a buscar a la guardia.
Pero antes de que regresara, Felipe y De Charny tuvieron
tiempo de encender un magnífico fuego con los primeros
ejemplares de la gaceta, y arrojar el resto de las hojas, que
ardían al instante.
Llegaban ya a los últimos números cuando la guardia
apareció detrás de Aldegonde, en el extremo del patio, y al
mismo tiempo que la guardia, cien pilluelos y otras tantas
comadres. Los primeros fusiles golpeaban las baldosas del
vestíbulo cuando el último número de la gaceta empezaba a
arder.
Felizmente, Felipe y De Charny conocían el camino que
Reteau les había imprudentemente enseñado; atravesaron el
corredor secreto, pasaron los cerrojos, cruzaron la verja de la
calle de los Vieux-Augustins, cerraron con dos vueltas de llave
y después la arrojaron en la primera alcantarilla que
encontraron.
Mientras tanto, Reteau, liberado, pedía auxilio contra los
asesinos, y Aldegonde, que veía cómo se reflejaban las llamas
de los papeles en los cristales, gritaba «¡fuego!».
Los fusileros llegaron, pero al ver que los dos jóvenes se
habían ido y que el fuego se había apagado, no les pareció
conveniente llevar más lejos sus pesquisas, y dejaron que
Reteau se curase la espalda con alcohol alcanforado y
volvieron al cuerpo de guardia.
Pero la multitud, más curiosa siempre que la guardia,
permaneció hasta cerca de mediodía en el patio de Reteau,
esperando que la escena de la mañana se repitiese.
Aldegonde, en su desesperación, maldijo el nombre de
María Antonieta, llamándola «la austriaca», y bendijo el de De
Cagliostro, llamándole «protector de las letras».
Poco después De Taverney y De Charny se hallaban en la
calle de los Vieux-Augustins.
—Monsieur —comenzó De Charny—, ahora que vuestra
ejecución ha terminado, ¿me cabría el honor de serviros en
algo?
—Mil gracias, monsieur; iba a haceros la misma
pregunta.
—Gracias; yo estoy aquí para negocios particulares que
me retendrán probablemente en París buena parte del día.
—Y yo también, monsieur.
—Permitid, entonces, que me despida de vos y me felicite
por el honor y la dicha de encontraros.
—Permitidme que os haga los mismos cumplidos y que
agregue mi mayor deseo de que el negocio que os ha traído
concluya a vuestra conveniencia.
Y los dos hombres se saludaron con una sonrisa y una
cortesía que demostraba que las palabras que se acababan de
dedicar respondían a mera cortesía.
Al separarse, se volvieron la espalda, pues Felipe subió
hacia los bulevares y De Charny bajó por el lado del río.
Los dos se volvieron dos o tres veces, hasta que se
perdieron de vista. Y entonces De Charny, que, como ya
hemos dicho, se había dirigido hacia el lado del río, entró en la
calle Beaurepaire, después en la de Renarol, y luego en la del
Gran Burlador, y de aquí a la de Jean-Robert, a la de
Gravilliers, a la Pastourelle, a la de Anjou, Perche, Culture,
Sainte-Catherine, Saint-Anastase y Saint-Louis, y desde la
calle Saint-Louis hacia la calle Neuve-Saint-Gilles. Pero a
medida que se acercaba, su mirada se fijaba en un hombre
joven que subía por la calle de Saint-Louis y al que creyó
reconocer. Dos o tres veces se detuvo, dudando, pera muy
pronto la duda desapareció. El que subía era Felipe,
precisamente Felipe, quien había tomado la calle Mauconseil,
la de Ours, la del Grenier, Saint-Lazare, Michel-Le Comte, la
de Vieilles Audriettes, la del Homme Armé, y la de Rosiers;
había pasado por delante del palacio de Lamoignon, y
desembocó en la calle de Saint-Louis por la esquina de la calle
de L’Egout y Sainte-Catherine.
Los dos jóvenes se encontraron en la entrada de la calle
Neuve-Saint-Gilles, y se detuvieron y se miraron sin tomarse
la molestia de disimular sus pensamientos. Como antes, cada
uno había tenido la misma idea: pedirle información al conde
de Cagliostro. Al llegar allí, ni el uno ni el otro podía dudar del
proyecto del que tenía delante.
—Monsieur de Charny —dijo Felipe—, yo os dejé al
vendedor; podíais haberme dejado vos al comprador. Os
permití darle varios bastonazos; dejadme usar la espada.
—Monsieur —respondió De Charny—, habéis tenido
conmigo esta cortesía porque yo llegué antes que vos, y no por
otra razón.
—Sí, pero ahora —dijo De Taverney— llego aquí a la
vez que vos, y por eso os digo que no os haré concesiones.
—¿Y quién os dice que yo las pida, monsieur? Defenderé
mi derecho; eso es todo.
—¿Y cuál es vuestro derecho, monsieur de Charny?
—Hacer que monsieur de Cagliostro queme los mil
ejemplares que compró a ese miserable.
—¿Os acordaréis, monsieur, de que soy yo quien primero
tuvo la idea de hacerlos quemar en la calle Montorgueil?
—Muy bien, de acuerdo; si vos los hicisteis quemar en la
calle Montorgueil, yo los haré romper en la calle Neuve-Saint-
Gilles.
—Monsieur, empiezo a desesperarme a fuerza de deciros
con la mayor seriedad que deseo ser el primero que se acerque
al conde de Cagliostro.
—Todo lo que puedo hacer por vos, monsieur, es
remitirme a la suerte; arrojaré un luis al aire. Quien gane de los
dos, tendrá la prioridad.
—Monsieur, yo, por lo general, tengo poca suerte y es
posible que pierda.
Felipe dio un paso hacia delante, y De Charny le detuvo.
—Monsieur —dijo—, sólo una palabra y creo que nos
entenderemos.
Felipe se volvió rápidamente. Había en la voz de De
Charny un acento de amenaza que le gustaba.
—Sea.
—Si para ir a pedir una satisfacción al conde de
Cagliostro pasamos por el Bois de Boulogne, tardaremos más,
pero creo que eso terminará con nuestras diferencias. Uno de
los dos se quedará probablemente en el camino y el que quede
en pie no tendrá necesidad de rendir cuentas a nadie.
—En verdad, monsieur —dijo Felipe—, os anticipáis a
mis pensamientos; he aquí algo, en efecto, que lo concilia
todo. ¿Queréis decirme dónde nos encontraremos?
—Si mi compañía no os fuese demasiado insoportable,
monsieur…
—¿Cómo decís?
—Podríamos no separarnos. He ordenado a mi cochero
que me espere en la Place Royal, que como sabéis está a dos
pasos de aquí.
—Entonces, ¿me concederéis un sitio en vuestro coche?
—Con mucho gusto.
Y los dos jóvenes, que se sintieron rivales a la primera
mirada y convertidos en enemigos minutos después, apretaron
el paso en dirección a la Place Royal. En el rincón de la calle
Pas de la Mulé vieron al coche de De Charny que esperaba. De
Charny invitó a Felipe a subir, y el coche arrancó en dirección
a Champs Elysées.
Antes de subir, De Charny escribió unas palabras en una
hoja y las hizo llevar por su lacayo a su palacio de París.
Los caballos de De Charny eran magníficos, y en menos
de media hora estuvieron en el Bois de Boulogne. De Charny
ordenó al cochero que se detuviese en cuanto encontrara un
sitio conveniente.
El tiempo era bueno, el aire un poco vivo, pero ya el sol
calentaba con fuerza y se esparcía el primer perfume de las
violetas y los renuevos de saúco a los bordes del camino y en
los aledaños del bosque.
Entre las hojas amarillentas del año vencido, la hierba
crecía entre un espesor de espigas y de tallos, y los alelíes de
oro dejaban caer sus cabezas perfumadas a lo largo de los
viejos muros.
—Es un tiempo hermoso para pasear, ¿verdad, monsieur
de Taverney? —dijo De Charny.
—Un hermoso tiempo, sí, monsieur.
Al apearse dijo De Charny a su cochero:
—Podéis iros, Delfín.
—Monsieur —advirtió De Taverney—, creo que no
hacéis bien en despedir vuestro coche. Uno de los dos quizá lo
necesite para regresar.
—Ante todo, monsieur, el secreto —dijo De Charny—. Si
se confía a un lacayo, lo más posible es que mañana seamos
los héroes del chismorreo de todo París.
—Como vos prefiráis, pero el cochero que nos ha traído
sabe ya de qué se trata. Esa gente conoce muy bien las
costumbres de los gentileshombres, y cuando se hacen llevar
al Bois de Boulogne, a Vincennes o a Satory, como ahora
nosotros viniendo aquí, ya saben que no es para pasear. Pero
supongamos que vuestro cochero no sospecha nada, ¿y
después? A uno de los dos verá herido si no muerto, para
comprenderlo todo, aunque un poco tarde. ¿No será mejor
hacerle esperar y que se lleve en el coche al que no pueda
valerse por su pie, pues sería desconsolador lo mismo para vos
que para mí?
—Tenéis razón, monsieur —contestó De Charny, y
dirigiéndose al cochero, le dijo—: Delfín, no os vayáis.
Esperaréis aquí.
El cochero, receloso, no se había alejado, y se quedó
donde estaba para, a través del ramaje, poder ver lo que
ocurriese, suponiendo a su dueño protagonista de una escena
cuyas consecuencias quizá fuesen fatales.
Lento el paso, Felipe y De Charny se internaron en el
bosque, y cinco minutos después no se veía ni su sombra ni se
oían sus pisadas en la hojarasca. Fue Felipe, quien, por ir
delante, encontró el sitio que le pareció propicio: un claro en el
bosque y el suelo duro y sin troncos, y alrededor un cinturón
de árboles por el que escasamente penetraba el sol.
—Si no opináis lo contrario, monsieur de Charny —dijo
Felipe—, me parece que éste es un buen sitio.
—Excelente, monsieur —contestó De Charny, quitándose
la casaca.
Felipe se quitó igualmente la suya, la dejó a un lado junto
con el sombrero y desenvainó.
—Monsieur —dijo De Charny, con la espada todavía en
la vaina—, a cualquier otro que no fuerais vos, le diría:
«Caballero, una palabra, no de excusa, sino de cortesía,
ofreciéndole incluso una reconciliación…», pero a un valiente
que viene de América, de un país donde el batirse está a la
orden del día, no me es posible…
—También a cualquier otro, yo le diría: «Monsieur, quizá
he cometido un error», pero al valiente marino que la otra
noche fue la admiración de la corte por un glorioso hecho de
armas, yo no puedo, monsieur de Charny, decirle más que
esto: «Señor conde, hacedme el honor de poneros en guardia.»
El conde saludó y desenvainó.
—Monsieur —dijo De Charny—, creo que ninguno de
los dos ha tenido el valor de precisar el verdadero motivo de
nuestra rivalidad.
—No os comprendo, conde.
—Bah, me comprendéis perfectamente, y como venís de
un país en el que no se sabe qué es la mentira, habéis
enrojecido al decir que no me comprendéis.
—En guardia —repitió Felipe.
Cruzaron los aceros, y desde el primer momento Felipe
advirtió que tenía sobre su adversario una notable
superioridad, y esa ventaja, en lugar de estimularle, pareció
que le frenase, sintiendo como si en vez de combatir en duelo
se ejercitase en una sala de armas y tuviera en la punta de la
espada el botón de los floretes. Y como se limitaba a parar, sin
atacar una sola vez cuando ya llevaban más de un minuto
cruzándose las espadas. De Charny levantó la suya sobre su
cabeza, interrumpiendo momentáneamente el ataque y
exclamó:
—Según veo, no me consideráis digno adversario.
¿Podéis decirme qué os proponéis?
Al silencio de Felipe, De Charny, con una ágil finta, se
tiró a fondo sobre él, pero De Taverney desvió la espada
adversaria con un contraataque todavía más rápido que la
finta, sin que, no obstante, se aprovechase de su ventaja al
dejarle al descubierto.
De Charny era más joven, y más fogoso sobre todo; se
sentía avergonzado, la sangre le bullía ante la calma de su
enemigo, y trató con palabras, puesto que no podía con la
espada, de humillar aquella calma.
—Os decía que ni vos ni yo hemos precisado la verdadera
causa de este duelo.
Felipe no contestó.
—Y voy a decírosla: me habéis provocado
intencionadamente, sin otra razón que los celos que sufrís.
Felipe le oyó sin pestañear.
—Decidme —dijo De Charny, más acalorado cuanto
mayor la frialdad de Felipe—, ¿qué juego es el vuestro,
monsieur de Taverney? ¿Tenéis la intención de fatigarme?
Sería un procedimiento indigno de vos. Matadme si podéis,
pero matadme atacando.
Felipe contestó ahora:
—Sí, vuestra acusación es justa. Planeé el duelo, pero me
he equivocado.
—Eso ya no importa, monsieur; tenéis la espada en la
mano; servíos de ella para algo más que parar, y si no queréis
atacar, defendeos al menos.
—Monsieur —repuso Felipe—, tengo el honor de deciros
por segunda vez que me he equivocado y que me arrepiento.
Cegado por la ira, De Charny no podía comprender la
generosidad de su adversario, y lo tomó a ofensa.
—Ya, ya, comprendo; queréis alardear de magnanimidad.
¿No es eso, caballero? Y pensáis que esta noche o mañana
podréis decir a algunas damas que me habéis vencido en duelo
y que me habéis perdonado la vida.
—Señor conde —dijo Felipe—, temo que os estáis
volviendo loco.
—Vos queréis matar al conde de Cagliostro para
complacer a la reina. Y para satisfacerla más, deseo que
también me matéis a mí, pero no por medio del ridículo.
—¡Basta ya! Habéis hablado demasiado —rugió Felipe
—, y para demostrarme que vuestro corazón no es tan
generoso como yo creía.
—¡Atravesad, pues, este corazón! —dijo De Charny,
descubriéndose en el momento en que Felipe paraba un ataque
rápido y se tiraba a fondo.
La espada resbaló sobre un costado de De Charny,
abriendo un surco de sangre bajo la fina camisa.
—¡Por fin! —exclamó De Charny, gozoso—. ¡Estoy
herido! Si ahora os mato, habré jugado un hermoso papel.
—Decididamente —dijo Felipe—, os habéis vuelto loco;
no me mataréis, y habréis desempeñado un vulgar papel,
porque habréis sido herido sin motivo ni provecho, pues nadie
sabe por qué nos hemos batido.
De Charny atacó con un golpe recto tan rápido que esta
vez Felipe sólo tuvo tiempo de pararlo, pero en el acto, con
una agilidad felina, simultáneas casi, lanzó dos estocadas, y la
espada de De Charny voló y cayó a diez pasos de su
adversario.
Y antes de que De Charny pudiera recogerla, Felipe la
rompió en dos partes.
—Monsieur de Charny, ya no tenéis que probarme que
sois valiente. ¿Tanto me detestáis que sólo habéis deseado
batiros conmigo?
De Charny no respondió, y se le veía extremadamente
pálido.
Felipe le miró durante unos segundos, esperando una
confesión o una negativa.
—Está bien, señor conde —dijo—. Veo que seguimos
enemistados.
De Charny vaciló. Felipe se acercó para sostenerle, pero
el conde rechazó su mano.
—Gracias —dijo—, espero poder andar hasta el coche.
—Tomad este pañuelo para contener la sangre.
—Gracias.
—Y mi brazo, monsieur, pues un tronco o un bache
bastaría para que cayeseis, lo que podría agravar vuestra
herida.
—La espada ha entrado en la carne, pero no ha llegado al
pecho.
—Mejor, monsieur.
—Espero curar pronto.
—Mejor, mejor… si soñáis curaros pronto para reanudar
el duelo, os anuncio que ya no encontraréis en mí al
adversario.
De Charny quiso responder, pero las palabras murieron
en sus labios, y Felipe, al verle vacilar, sólo tuvo tiempo de
recogerlo en sus brazos. Lo levantó como si fuese un niño y
medio desvanecido lo llevó hasta su carroza, pero Delfín,
habiendo visto a través de los árboles lo que pasaba, abrevió el
camino, yendo al encuentro de su amo. Ya en el coche, De
Charny miró a Felipe con una expresión de gratitud.
—Id al paso, cochero.
—¿Y vos, monsieur? —murmuró el herido.
—No os inquietéis por mí.
Le saludó y cerró la portezuela, sin moverse hasta que el
coche desapareció por una de las curvas de la avenida; luego
siguió el camino que le llevaría directamente a París. Antes,
sin embargo, al mirar una vez más hacia la dirección que
llevaba el coche, vio que en lugar de volver, como él, a París,
tomaba el camino de Versalles. Felipe se quedó pensativo, y
luego pronunció tres únicas palabras, sentidas como si le
nacieran del corazón:
—Ella le compadecerá.
XXXIII.- LA CASA DE LA CALLE
NEUVE-SAINT-GILLES

En la puerta de guardia, Felipe encontró un coche de alquiler y


lo cogió.
—Calle Neuve-Saint-Gilles —dijo al cochero—. Y
deprisa.
Un hombre que acaba de tener un duelo y que conserva
todavía el gesto del vencedor; un hombre vigoroso cuya
distinción denuncia su nobleza; un hombre vestido como un
burgués y al cual, sin embargo, su porte anuncia a un militar,
era más de lo que hacía falta para estimular al auriga, cuyo
látigo no era, como el tridente de Neptuno, el cetro del mundo,
pero para Felipe no dejaba de ser un cetro muy importante.
Por veinticuatro sous el cochero devoró materialmente el
espacio y entre traqueteo y traqueteo llevó a Felipe a la calle
Neuve-Saint-Gilles, al palacio del conde de Cagliostro, cuya
mansión era de una gran simplicidad exterior y de una notable
majestad de líneas, como la mayor parte de los edificios
construidos bajo Luis XIV, con un estilo barroco de mármol y
de ladrillos que el reinado de Luis XIII aportó al
Renacimiento.
Una carroza tirada por dos buenos caballos se balanceaba
sobre sus muelles en un gran patio. El cochero dormía
envuelto en su vasta hopalanda forrada de zorro; dos criados,
uno de los cuales llevaba un cuchillo de caza, segaban
silenciosamente el césped.
Aparte de estos atareados personajes, ningún síntoma de
actividad aparecía en el palacio.
El coche de alquiler de Felipe obedeció la orden de
entrar, viéndolo en seguida el suizo, quien se acercó para
abrirle, haciendo chirriar los goznes de la maciza puerta del
patio.
Felipe se apeó, fue hasta el césped y, dirigiéndose a los
dos criados, preguntó:
—¿El señor conde de Cagliostro?
—El señor conde va a salir.
—Pues mayor razón para que me apresure, porque tengo
necesidad de hablar con él antes de que salga. Anunciad al
caballero Felipe de Taverney.
Y siguió al lacayo, con un paso tan vivo que llegaron
juntos al salón.
—¿El caballero Felipe de Taverney? —preguntó, después
de anunciarlo el criado, una voz viril y educada a la vez—.
Hacedle entrar.
Felipe entró sin poder reprimir cierta emoción que
aquella tranquila voz le había producido.
—Excusadme, monsieur —dijo Felipe, saludando a un
hombre de gran talla, de un vigor y un aire juvenil poco
comunes, y que no era otro que el personaje que hemos visto
en la mesa del duque de Richelieu, en la cubeta de Mesmer, en
el gabinete de mademoiselle Olive y en el baile de la Ópera.
—¿Excusaros, monsieur? ¿De qué?
—De que os impida salir.
—Habríais debido excusaros si hubieseis venido más
tarde, caballero.
—¿Por qué?
—Porque os esperaba.
Felipe frunció las cejas.
—¿Cómo? ¿Me esperabais vos?
—Sí; se me había indicado vuestra visita.
—¿Os habían indicado mi visita?
—Claro, hace dos horas. Porque hace una hora o dos, ¿no
es eso?, que debíais haber venido aquí, pero un accidente
ajeno a vuestra voluntad os ha obligado a retrasaros.
Felipe apretó los puños; sentía que aquel hombre adquiría
una extraña influencia sobre él, pero el caballero, sin fijarse en
el nerviosismo de Felipe, dijo:
—Sentaos, monsieur de Taverney.
Y acercó a Felipe un sillón, frente a la chimenea. —Este
sillón se había puesto aquí para vos.
—Dejémonos de bromas, señor conde —replicó Felipe
con una voz que procuraba que fuese tan tranquila como la de
su huésped, pero sin poder evitar un ligero temblor.
—Yo no me burlo, monsieur; ya os he dicho que os
esperaba.
—Entonces, dejémonos de cuentos, monsieur; si sois
adivino, yo no he venido para comprobar vuestra ciencia, y si
lo sois, mejor para vos, porque ya sabéis lo que vengo a
deciros y podéis poneros de antemano a salvo.
—¿A salvo? —repuso el conde con una singular sonrisa
—. ¿A salvo de qué, si os place decírmelo?
—Adivinadlo, puesto que sois adivino.
—Sea. Para complaceros, voy a exponer el motivo de
vuestra visita: venís a promover querella.
—¿Sabéis eso?
—Sin duda.
—¿Entonces sabéis por qué motivo? —exclamó Felipe.
—Por causa de la reina. Y ahora, monsieur, vuestro turno.
Continuad, os escucho.
Estas últimas palabras fueron pronunciadas, no con el
acento cortés del huésped, sino en el tono seco y frío del
adversario.
—Tenéis razón —dijo Felipe—. Y lo prefiero así.
—De acuerdo.
—Monsieur, existe cierto libelo…
—Hay muchos libelos, monsieur.
—Publicado por cierto gacetillero…
—Hay muchos gacetilleros.
—Esperad. Ese libelo… Ya nos ocuparemos del
gacetillero después.
—Permitidme que os diga —interrumpió De Cagliostro
con una sonrisa— que vos ya os habéis ocupado de él.
—Está bien; yo diría, pues, que hay un libelo contra la
reina.
De Cagliostro inclinó la cabeza.
—¿Conocéis ese libelo?
—Sí, monsieur.
—¡Y habéis comprado mil ejemplares!
—No lo niego.
—Y estos mil ejemplares no han llegado, felizmente, a
vuestras manos.
—¿Qué os hace pensar eso, monsieur?
—El haberme encontrado con el empleado que llevaba
los paquetes, al que he pagado el importe y he dicho que los
dejase en mi casa, y mi criado, que ya estaba avisado, los
habrá recibido.
—¿Por qué no lleváis vos mismo vuestros asuntos hasta
el final?
—¿Qué queréis decir?
—Que entonces estarían mejor hechos.
—No ha sido necesario, porque, mientras mi criado
estaba ocupado en sustraer a vuestra singular bibliomanía esos
mil ejemplares, yo me dedicaba a destruir el resto de la
edición.
—Entonces estáis seguro de que los mil ejemplares que
tenía destinados están en vuestra casa.
—Estoy seguro.
—Pues os engañáis, monsieur.
—¿Cómo es eso? —preguntó De Taverney con cierta
inquietud—. ¿Y por qué no han de estar allí?
—Porque están aquí —dijo tranquilamente el conde,
apoyándose en el faldón de la chimenea.
Felipe hizo un gesto amenazador.
—¿Pero creéis —dijo el conde, tan flemático como
Néstor— que yo, un adivino, como vos decís, me dejaría
manejar así? Habéis creído tener una feliz idea sobornando a
un empleado, ¿verdad? Pero yo tengo un intendente, el cual ha
tenido una idea feliz, y yo pago para eso; él ha adivinado, pues
es muy natural que el intendente de un adivino adivine, y ha
adivinado que iríais a casa del gacetillero, que encontraríais al
empleado y lo sobornaríais; entonces él lo ha seguido, le ha
amenazado con hacerle devolver el dinero que le habíais dado;
el hombre ha tenido miedo, y en lugar de dirigirse a vuestro
palacio, ha seguido a mi intendente hasta aquí. ¿Lo dudáis?
—Lo dudo.
—Vide pedes, vide manus, ha dicho Jesús a santo Tomás.
Yo os diré a vos, monsieur de Taverney: ved el armario y tocad
los impresos.
Y diciendo estas palabras abrió un mueble de encina
admirablemente tallado, y le señaló a Felipe, que había
palidecido, los mil ejemplares de la edición, todavía
impregnados de ese olor del papel con la tinta todavía fresca.
Felipe se aproximó al conde, quien seguía inmóvil, a
pesar de que la actitud del joven era amenazadora.
—Monsieur —dijo Felipe—, parecéis un hombre
valiente, y yo os pido que me deis una satisfacción con la
espada en la mano.
—Satisfacción, ¿de qué? —preguntó De Cagliostro.
—Del insulto a la reina, insulto del que vos sois cómplice
con sólo retener un ejemplar de ese libelo.
—Monsieur —dijo De Cagliostro sin cambiar de postura
—, estáis en un error que me apena. A mí me gustan las
novedades, los ruidos escandalosos, las cosas efímeras. Yo
colecciono todo eso para acordarme después de mil cosas que
olvidaría sin esa precaución. Si he comprado esa gaceta, ¿en
qué veis vos que yo haya insultado a nadie?
—Me habéis insultado a mí.
—¿A vos?
—Sí, a mí, ¿lo comprendéis?
—No lo comprendo, palabra de honor.
—¿A qué obedece el querer comprar una edición tan
asquerosa?
—Ya os lo he dicho; la manía de las colecciones.
—Cuando se es un nombre de honor, no se coleccionan
infamias.
—Perdonadme, pero yo no soy de vuestra opinión sobre
el calificativo que merece esa publicación; es un libelo quizá,
pero no es una infamia.
—¿Confesaréis siquiera que se trata de una mentira?
—Os engañáis, monsieur, porque Su Majestad la reina ha
estado en casa de Mesmer.
—Eso es falso.
—¿Queréis decir que miento?
—No quiero decirlo; lo digo.
—¿Y si os digo que yo la he visto?
—¿Vos la habéis visto?
—Como os veo a vos.
Felipe miró fijamente al conde. Quería oponer su mirada,
tan franca y tan noble, contra la mirada centelleante de De
Cagliostro, pero el duelo terminó por fatigarle y exclamó:
—Os repito que mentís.
De Cagliostro se encogió de hombros como si hubiera
oído el insulto de un loco.
—¿No me oís o no me entendéis?
—No he perdido una sola palabra de las que acabáis de
decir.
—¿No sabéis a lo que obliga un mentís?
—Sí —repuso De Cagliostro—, incluso un proverbio
francés dice que a un mentís corresponde una bofetada.
—Pues hay algo que me asombra.
—¿Qué?
—No haber visto todavía vuestra mano levantarse sobre
mi rostro, puesto que sois gentilhombre, y conocéis el
proverbio francés.
—Antes de hacerme gentilhombre y de aprender el
proverbio, Dios me ha hecho hombre y me ha dicho que se
debe amar a nuestros semejantes.
—Entonces, ¿os negáis a darme satisfacción con la
espada en la mano?
—Yo no pago más que lo que debo.
—Supongo, pues, que me daréis satisfacción de alguna
otra manera.
—¿Cuál?
—No pienso trataros peor de lo que un hombre de la
nobleza debe tratar a otro; sólo os exijo que queméis delante
de mí todos los ejemplares que hay en el armario.
—Me niego.
—Pensadlo bien.
—Ya está pensado.
—Me obligaréis a que haga con vos lo que he hecho con
el gacetillero.
—¿Unos cuantos bastonazos? —dijo De Cagliostro
riendo y sin moverse, lo mismo que si fuese una estatua.
—Ni más ni menos. Y no penséis en llamar a vuestra
gente.
—¿Yo? ¿Y por qué he de llamar a mi gente si esto no le
incumbe? Mis asuntos los resuelvo yo. Soy más fuerte que
vos. ¿Lo dudáis? Os aconsejo que reflexionéis. ¿Queréis
intimidarme con vuestro bastón? Acercaos y os cogeré por el
cuello y por el espinazo y os arrojaré a diez pasos de mí, y
esto, oídme bien, cada vez que os acerquéis.
—Juego de lord inglés, igual a juego de mozo de mulas.
Pues sea, monsieur Hércules; acepto.
Y enfurecido, Felipe se arrojó sobre De Cagliostro, quien
en el acto trinco sus brazos como con dos ganchos de acero, lo
sujetó por el cuello y la cintura y lo arrojó sobre los
almohadones del sofá que había en un ángulo del salón.
Tras esa demostración de fuerza, volvió a colocarse
delante de la chimenea, como si nada hubiese pasado.
Felipe se había levantado pálido y colérico, pero se
sobrepuso en el acto, recobrando su aplomo y su moral
combativa.
—Sois fuerte como cuatro hombres, pero tenéis una
lógica menos poderosa que los puños. Tratándome como
habéis hecho, habéis olvidado que vencido y humillado seré
siempre vuestro enemigo, y que me asiste el derecho de
deciros: «La espada en la mano, conde, pues de lo contrario os
mato.»
De Cagliostro continuó inmóvil.
—¡La espada en la mano, os digo, o moriréis!
—No estáis todavía lo bastante cerca de mí, para que os
trate como la primera vez —replicó el conde—. Y no me
expondré a ser herido por vos, y ni menos muerto, como ese
pobre Gilberto.
—¡Gilberto! —exclamó Felipe, con voz trémula—. ¿Qué
nombre habéis pronunciado?
—Felizmente no tenéis un fusil esta vez, sino una espada.
—Monsieur, habéis pronunciado un nombre…
—¿Verdad que ha despertado un terrible eco en vuestros
recuerdos?
—Monsieur…
—Un nombre que creíais que no oiríais nunca más
porque estabais solo con el pobre muchacho en aquella gruta
de las Azores cuando lo asesinasteis.
—¡Oh…! —gritó—. ¡Defendeos, defendeos!
—Si vos supierais qué fácil me sería haceros caer la
espada de las manos.
—¿Con la vuestra?
—Sí, primero con mi espada, si yo quisiera.
—¡Veámoslo, pues!
—No, yo no me arriesgaría así. Tengo un medio más
seguro.
—La espada en la mano, por última vez, o moriréis —
rugió Felipe, saltando hacia el conde, pero De Cagliostro,
amenazado ahora por la punta de la espada, a tres pulgadas de
su pecho, se sacó de un bolsillo un frasquito y arrojó el líquido
que contenía al rostro de Felipe.
En el mismo instante, Felipe vaciló, se le cayó la espada,
giró sobre sí mismo y cayendo de rodillas, como si sus piernas
careciesen de fuerza, se quedó durante unos segundos
desvanecido. Sin embargo, De Cagliostro evitó que llegase al
suelo, sosteniéndole, y después de devolver su espada a la
vaina le sentó en un sillón, esperando que volviese en sí,
diciéndole:
—A vuestra edad, caballero, no se hacen locuras. Dejaos,
pues, de locuras propias de un niño y escuchadme.
Felipe se sacudió, se enderezó, dominó el terror que le
invadía y dijo en voz baja:
—¿Estas son las armas que vos llamáis de gentilhombre?
De Cagliostro se encogió de hombros.
—Vos repetís siempre la misma frase, cuando nosotros,
los caballeros de la nobleza, si pronunciamos la palabra
«gentilhombre», ya se ha dicho todo. ¿Qué es lo que vos
llamáis un arma de gentilhombre? ¿Es vuestra espada, que os
ha servido tan mal contra mí? ¿Es vuestro fusil, que os sirvió
tan bien contra Gilberto? ¿Qué es lo que hace superiores a los
hombres, caballero? ¿Creéis que es esta sonora palabra
«gentilhombre»? No. Es la razón primero, la fuerza después y
la ciencia finalmente. Yo he empleado todo eso con vos. Con
la razón he combatido vuestras injurias, obligándoos a
escucharme; con la fuerza he combatido vuestra fuerza; con mi
ciencia he anulado vuestro vigor moral, y me falta ahora
probaros que habéis cometido dos errores viniendo aquí con
amenazas. ¿Queréis hacerme el honor de escucharme?
—Me habéis aniquilado y no puedo ni siquiera moverme;
os habéis adueñado de mis músculos, de mi pensamiento, y me
pedís que os escuche cuando no puedo hacer otra cosa.
Entonces, De Cagliostro tomó un frasquito de oro que
estaba sobre la chimenea. En las manos tenía un esculapio de
bronce.
—Aspirad este frasco, caballero —dijo con noble
dulzura.
Felipe obedeció; los vapores que oscurecían su cerebro se
disiparon, y le pareció que el sol, metiéndosele en la cabeza,
iluminaba sus ideas.
—Oh, renazco —dijo él.
—¿Os encontráis mejor con fuerzas nuevas?
—Sí.
—¿Con la memoria del pasado?
—Sí, sí…
—Y como estoy tratando con un hombre de corazón y
espíritu, la memoria que recobráis me da mayor ventaja sobre
lo que acaba de ocurrir.
—No —dijo Felipe—, porque yo obraba en virtud de un
principio sagrado.
—¿Qué hacíais, pues?
—Defender la monarquía.
—¿Vos defendéis la monarquía?
—Sí.
—¿Vos, un hombre que ha ido a América a defender la
república? Por Dios… Sed franco: o no es la república lo que
defendíais allí, o no es la monarquía lo que defendéis aquí.
Felipe bajó los ojos; un gran sollozo le atenazaba el
corazón.
—Amad —continuó De Cagliostro— a los que os
desprecian, amad a los que os olvidan, amad a los que os
engañan; es propio de las grandes almas ser traicionadas en
sus grandes afectos; es la ley de Jesús, devolver bien por mal.
¿Vos sois cristiano, monsieur de Taverney?
—Monsieur —exclamó Felipe, anonadado al ver que De
Cagliostro leía en el presente y en el pasado—, ni una palabra
más, porque si yo no defendía la realeza, defendía a la reina, a
una mujer respetable e inocente; respetable, aun cuando no lo
fuera, pues una ley divina ordena defender a los débiles.
—¿Los débiles? ¿A una reina la llamáis vos un ser débil,
ante la cual veintiocho millones de seres vivos62 y responsables
doblan la rodilla y la cabeza? ¡Por Dios, caballero!
—Monsieur, se la calumnia.
—¿Qué sabéis vos?
—Quiero creerlo.
—¿Pensáis que es vuestro derecho?
—Sin duda.
—Pues en mi derecho está el creer lo contrario.
—Vos obráis sin nobleza.
—¿Quién os lo ha dicho? —replicó De Cagliostro, cuyos
ojos centellearon sobre Felipe—. ¿De dónde os viene esa
temeridad de creer que tenéis razón y que yo estoy
equivocado? ¿De dónde os viene la audacia de preferir vuestro
principio al mío? ¿Vos defendéis la realeza? ¿Y si yo
defendiera a la humanidad? Vos decís: «Dad al César lo que es
del César», y yo os digo: «Dad a Dios lo que es de Dios.»
¿Republicano de América? ¿Caballero de la orden de los
Cincinatus63? Yo os recuerdo el amor a los hombres, el amor a
la igualdad. Vos marcháis sobre los pueblos para besar la mano
de la reina y yo coloco a las reinas a los pies de los pueblos
para elevarlos siquiera un grado. Yo no os molesto en vuestra
adoración, pero no me molestéis vos en mis preferencias. Yo
os dejo el pleno día: el sol de los cielos y el sol de las cortes;
dejadme mi sombra y mi soledad. Vos comprendéis la fuerza
de mis palabras, ¿no es así? ¡Como habéis comprendido hace
un momento la fuerza de mi individualismo! Vos me decís:
«Muere, ya que has ofendido el objeto de mi culto.» Yo os
digo: «Vive tú que combates lo que yo adoro», y si os digo
esto es porque me siento tan fuerte con mi principio que ni vos
ni los demás, hagáis los esfuerzos que queráis, retardaréis mi
marcha un solo instante.
—Monsieur, me asustáis —dijo Felipe—. Quizá es la
primera vez que acierto a ver, gracias a vos, el fondo del
abismo a donde corre la realeza.
—Sed prudente, entonces, si habéis visto el precipicio.
—Vos que me decís esto —repuso Felipe, emocionado
por el tono paternal con que De Cagliostro le había hablado—,
vos que me reveláis secretos tan terribles, carecéis todavía de
generosidad, porque sabed bien que me arrojaré al abismo
antes que ver caer en él a los que defiendo.
—Ya que os he prevenido, como el prefecto de Tiberio,
me lavaré las manos, monsieur de Taverney.
—Pues bien, yo —exclamó Felipe, yendo hacia De
Cagliostro con un ardor febril—, yo que no soy más que un
hombre débil e inferior a vos, usaré contra vos las armas de la
debilidad, os abordaré con la mirada incierta, la voz
temblorosa, las manos unidas; os suplicaré que me concedáis
esta vez por lo menos la gracia de lo que vos perseguís. Os
pediré para mí, para mí, que no puedo, no sé por qué, ver en
vos a un enemigo; os enterneceré, os convenceré, y conseguiré
que no me dejéis con el remordimiento de haber visto la
pérdida de esta pobre reina sin haber expuesto mi vida por
ella. Lo conseguiré, ¿verdad? Lograré que destruyáis ese libelo
que hará llorar a una mujer; de lo contrario, por mi honor, por
este amor fatal que vos conocéis tan bien, con esta espada,
impotente contra vos, me atravesaré el corazón a vuestras
plantas.
—¡Ah! —murmuró De Cagliostro, mirando a Felipe con
manifiesto dolor—. Si fuesen todos como vos, yo estaría con
ellos.
—Monsieur, os lo ruego; atended mi súplica.
—Contad —dijo De Cagliostro después de un silencio—
si los mil ejemplares están ahí y quemadlos vos mismo.
Felipe sintió que el corazón le subía a la garganta; corrió
al armario, sacó los ejemplares, los arrojó al fuego y,
estrechando con efusión la mano de De Cagliostro, dijo:
—Adiós, adiós, monsieur. Cien veces gracias por lo que
acabáis de hacer por mí.
Y salió. Al verle ya fuera, De Cagliostro se dijo: «Yo
debía al hermano esta compensación por lo que ha sufrido la
hermana.»
Después, se asomó a la ventana y gritó:
—Mis caballos.
XXXIV.- EL CABEZA DE FAMILIA DE
LOS TAVERNEY

Mientras esto ocurría en la calle Neuve-Saint-Gilles, monsieur


de Taverney padre se paseaba por su jardín, seguido de dos
lacayos que empujaban un sillón de ruedas.
Había en Versalles, y hay quizá todavía hoy, viejos
palacios con jardines estilo francés que, por una servil
imitación de los gustos y las ideas de su dueño, reproducían el
Versalles de Le Nótre y de Mansart.
Varios cortesanos, con un De la Feuillade que debió de
ser su modelo, se hacían construir en pequeño un invernadero
subterráneo, un Bassin des Suisses y los baños de Apolo.
Había también el patio de Honor y el Trianón, pero todo
reducido a un cinco por ciento; cada estanque parecía
simbolizado por un cubo de agua.
De Taverney había hecho otro tanto, ya que Su Majestad
Luis XV había adoptado el Trianón. La casa de Versalles había
tenido sus trianones, sus vergeles y sus parterres. Puesto que
Luis XVI tuvo sus talleres de cerrajería y sus tornos, monsieur
de Taverney tenía su forja y sus bancos carpinteros. Puesto que
María Antonieta había impuesto jardines ingleses, ríos
artificiales, praderas y palacetes, monsieur de Taverney
levantó en un rincón de su jardín un pequeño Trianón para
muñecas y un riachuelo para patitos y pececitos.
Sin embargo, en el momento en que nosotros le
encontramos, se calentaba al sol en la única avenida que
quedaba del Gran Siglo: la avenida de los estilos. Andaba muy
despacio, las manos abrigadas, y cada cinco minutos los
criados le acercaban el sillón para que descansase. Mientras el
anciano saboreaba este reposo y se recreaba bajo un tibio sol,
se le acercó un criado anunciándole:
—El caballero de Taverney.
—Mi hijo —dijo el anciano con alborozo, y al volverse y
ver a Felipe, exclamó—: Mi querido Felipe. Llegas en el
momento más oportuno; planeo una serie de alegres proyectos.
Pero…, ¿qué cara es ésa? ¿Estás enfadado?
—No, monsieur.
—¿Sabes ya el resultado del asunto?
—¿Qué asunto?
El vejete se volvió para asegurarse de que nadie
escuchaba.
—Podéis hablar, monsieur; nadie nos oye.
—Me refiero al asunto del baile.
—Aún comprendo menos.
—Del baile de la Ópera.
Felipe enrojeció, hecho que notó el anciano.
—¡Qué imprudente eres! Haces como los marinos torpes:
cuando tienen viento favorable, inflan todas las velas. Vamos,
siéntate en ese banco y escucha mi sermón; tengo algo bueno
que decirte.
—Monsieur, yo…
—Tú estás abusando, sin que te detenga nada, tú, tan
tímido a veces, tan delicado, tan reservado. En estos
momentos la comprometes.
—¿De qué queréis hablarme, monsieur? —le preguntó
Felipe, riendo.
—De «ella», diablos; de «ella».
—¿Quién es ella?
—¿Crees que ignoro tu escapada, vuestra escapada al
baile de la Ópera?
—Monsieur, yo os juro…
—No te enfades, pues lo que te digo es por tu bien; tú no
has tomado ninguna precaución, y no sabes que se te ha visto
con ella en el baile, y te verán en otro sitio cualquiera…
—¿Que se me ha visto?
—¿Lo preguntas? ¿Tienes o no tienes un dominó azul?
Felipe iba a replicar que no tenía ningún dominó azul, y
que le habían confundido, que no había ido al baile, que no
sabía de qué baile le hablaba, pero repugna a ciertos corazones
defenderse en circunstancias delicadas, y sólo se defienden
con bravura cuando saben que se les ama, aunque también
saben que defendiéndose rinden un servicio al que les acusa.
«¿Pero para qué —pensó Felipe— dar explicaciones a mi
padre? Por otra parte quiero enterarme de lo que sucede.»
Y bajó la cabeza como un culpable que confiesa.
—Ahora te das cuenta —volvió a decir el viejo con
acento de triunfo—. Tenía la seguridad de que lo reconocerías.
Acaso sabías que monsieur de Richelieu, que te aprecia mucho
y que estaba en ese baile a pesar de sus ochenta y cuatro años,
se preguntó quién podría ser el del dominó azul a quien la
reina le daba el brazo, y no vio de quién sospechar sino de ti,
porque reconoció a todos los demás, y tú ya sabes que el
duque conoce a todo el mundo.
—¿Así que se supuso que era yo? —preguntó fríamente
Felipe—. No me extraña, pero que se reconociese a la reina,
me parece increíble.
—¡Pues sí que era difícil de reconocer cuando fue
desenmascarada! Eso va más allá de cualquier fantasía. ¡Qué
audacia! Esa mujer debe de estar loca por ti.
Felipe enrojeció. Seguir discutiendo comenzaba a serle
insoportable.
—Si eso no es audacia —continuó el viejo De Taverney
—, es una casualidad que tiene que alarmarte. Ten cuidado,
hijo mío; hay muchos celosos y envidiosos a los que hay que
temer. Es un puesto muy envidiado el de favorito de una reina
cuando la reina es el verdadero rey.
Y De Taverney aspiró lentamente un poco de rapé.
—Tú me perdonas mi sermoncito, ¿verdad?
Perdónamelo, querido, y no sabes cómo te lo agradezco.
Quisiera impedir que un capricho del azar descalzara ese
andamiaje que has levantado tan hábilmente.
Felipe se sentía inundado de sudor y mientras escuchaba
mantenía los puños crispados. Se disponía a marchar para
cortar aquel discurso, con la alegría con que se rompen las
vértebras de una serpiente, pero un extraño sentimiento le
detenía, un sentimiento de curiosidad dolorosa, uno de esos
incontenibles deseos de saber el mal, ese aguijón que tortura
los corazones llenos de amor.
—Yo te diría que se nos tiene envidia —insistió el
anciano—. Es muy sencillo. Sin embargo, nosotros no hemos
alcanzado todavía la cima adonde quieres hacernos subir. A ti
pertenece la gloria de haber elevado el nombre de los De
Taverney por encima de su humilde origen. Sólo te ruego que
seas prudente; de lo contrario, el resultado puede ser un
fracaso del que difícilmente te recobrarías.
Felipe se volvió para disimular la angustia que le
atormentaba; su íntimo abatimiento habría desconsolado a su
padre si lo hubiese advertido.
—Sin tardar demasiado tiempo podrás alcanzar un gran
cargo, y acaso me consigas el puesto de lugarteniente del rey
en algún sitio que no esté muy lejos de París; en tu mano
estará el que un día sean pares de Francia64 los De Taverney-
Maison-Rouge, y tú serás duque, par, lugarteniente general.
Aún viviré dos o más años, y lograrás que me concedan…
—¡Basta, basta! —pidió Felipe con voz sorda.
—¿Basta? Si tú te das por satisfecho, yo no. Tú tienes
toda una vida por delante, y yo quizá sólo meses. Y quiero que
los meses que me quedan me compensen de mi triste pasado.
De mi otra realidad no me quejo. Dios me dio dos hijos. Es
mucho para un hombre sin fortuna, pero si mi hija ha sido
inútil para nuestra casa, tú repararás ese daño. Tú eres el
arquitecto del templo. Yo veo en ti el gran De Taverney, el
héroe. Me inspiras el mayor respeto, pues tu conducta en la
corte es admirable, la más sagaz que conozco.
—¿Mi conducta? —preguntó Felipe, irritado al verse
elogiado por aquel anciano que prodigaba la moral de los
reptiles.
—La que vienes siguiendo es soberbia. Tú no demuestras
celos. Aparentemente, dejas el campo libre a todo el mundo,
pero tienes los pies firmes en el suelo.
—No os comprendo —dijo Felipe, cada vez más
indignado.
—Tu enemiga es la modestia. Tu conducta es el calco de
la de Potemkin, cuya fortuna ha asombrado al mundo.
Potemkin vio que Catalina amaba la vanidad en sus amores, y
que si se la dejaba libre revolotearía de flor en flor, volviendo
siempre a la más prometedora, a la más bella; que si se la
acosaba se le escaparía, y entonces tomó su partido. Era él
quien hacía más agradables a la emperatriz los nuevos
favoritos; era él quien les hacía valer por un lado, reservándose
hábilmente su lado vulnerable; él quien tramaba el hastío de la
soberana con caprichos pasajeros, sin caer en el error de
aburrirla con sus propios placeres. Preparando el reinado
efímero de estos favoritos que se llamaron irónicamente los
Doce Césares, Potemkin convertía su reinado en eterno e
indestructible.
«¡Qué de infamias incomprensibles!», se dijo el infeliz
Felipe, mirando a su padre con estupor mientras el viejo
proseguía en el mismo tono.
—Según el sistema de Potemkin, tú has cometido un
ligero error. El no abandonaba nunca la vigilancia, y tú te
descuidas. Ten en cuenta que la política francesa no es la
política rusa.
Una vez pronunciadas estas palabras con una afectada
delicadeza que hubiera desconcertado a la más acreditada
cabeza diplomática, Felipe, que creyó que su padre deliraba,
no respondió más que con un encogimiento de hombros poco
respetuoso.
—Sí, sí; ¿crees que yo no te he adivinado? Lo vas a ver.
—Vos diréis, monsieur —dijo Felipe, mirándole
fríamente.
—¿Me dirás que no estás criando como a un pajarito a tu
sucesor?
—¿A mi sucesor? —preguntó Felipe, palideciendo.
—¿Me dirás que no sabes lo que hay de firme en las ideas
amorosas de la reina cuando está dominada por la pasión?
Pero en previsión de un cambio suyo, tú no quieres ser
sacrificado, que es lo que ocurre siempre con la reina, porque
ella no puede amar el presente y sufrir al mismo tiempo el
pasado.
—Estáis hablando en hebreo, señor barón.
El viejo soltó una risotada estridente y diabólica que
estremeció a Felipe.
—¿Me harás creer ahora que tu táctica no es la de
manejar a De Charny?
—¿De Charny?
—Sí, tu sucesor. El hombre que cuando reine quizá te
expulse de Francia, lo mismo que tú puedes desterrar a De
Coigny, a Vaudreuil y a los demás.
La sangre se agolpó en los ojos de Felipe.
—¡Basta! —gritó de nuevo—. ¡Basta, monsieur! Me
avergüenza haberos escuchado tanto tiempo. Quien diga que la
reina de Francia es una Mesalina, ése, monsieur, es un infame
calumniador.
—Bien, muy bien —replicó el viejo—. Tienes razón. Ese
es tu papel; pero te aseguro que en este momento nadie nos
escucha.
—¡Oh!
—En cuanto a De Charny, ya ves que te he descubierto.
Por muy hábil que sea tu plan, adivinar está en la sangre de los
De Taverney. Continúa, Felipe, continúa. Lisonjea, halaga,
consuela a De Charny, ayúdale a pasar dulcemente y sin
amargura del estado de hierba al estado de flor, y puedes estar
seguro de que, siendo un gentilhombre, cuando más tarde
alcance el favor de la reina, te valdrá de algo lo que tú habrás
hecho por él.
Después de estas palabras, monsieur de Taverney,
envanecido con su alarde de perspicacia, se levantó con una
agilidad que le recordó a sí mismo su juventud, una juventud
insolente, más insolente cuanto más próspera.
Enfurecido, Felipe le cogió por la manga y le detuvo.
—¿Eso es lo que teníais que decirme? Vuestra lógica es
admirable.
—¿Te he descubierto, y por eso me odias? Bah, ya me
perdonarás. Por otro lado, yo también quiero a De Charny y
estoy muy tranquilo porque sé que en este asunto procedes con
él acertadamente.
—Vuestro De Charny es de tal suerte mi favorito, el
pájaro criado en mi mano, que hace un momento le he clavado
en un costado dos centímetros de esta espada.
—¡Cómo! —exclamó De Taverney, espantado ante
aquellos ojos que centelleaban y la belicosidad que descubrían
—. ¿No querrás decir que has tenido un duelo con De Charny?
—Y que le he herido.
—Por Dios, por Dios…
—Esta es mi manera de cuidar, de halagar, de manejar a
mis sucesores. Ahora que conocéis mi escuela, seguid con
vuestras teorías.
Felipe hizo un movimiento desesperado para huir y el
viejo le detuvo, exclamando:
—Felipe, Felipe, dime que estás bromeando.
—Llamadlo y sabréis si es una broma.
El anciano miró al cielo, murmuró algunas palabras sin
ilación, y dejando a su hijo, corrió a su gabinete.
—¡De prisa, de prisa! —gritó—. Un hombre a caballo
que corra a informarse de cómo se encuentra monsieur de
Charny, que ha sido herido, y que no se olviden de decirle que
van de mi parte.
«Este traidor de Felipe —se dijo al volver a su sillón—
no es más que el hermano de su hermana. ¡Y yo que le creía
corregido! Ay, no hay más que una cabeza en mi familia, sólo
una: la mía.»
XXXV.- EL CUARTETO DEL SEÑOR
DE PROVENZA

Mientras estos acontecimientos ocurrían en París y en


Versalles, el rey, tranquilo como de costumbre, pues sabía que
sus flotas habían alcanzado la victoria y que el invierno ya
finalizaba, planeaba en su gabinete, entre documentos, cartas y
mapamundis, nuevos proyectos, dispuesto a abrir en los mares
nuevos surcos a los barcos de De la Perouse.
Un ligero golpe en la puerta le devolvió a la realidad.
—¿Puedo entrar, hermano?
—El conde de Provenza, el inoportuno —gruñó el rey,
dejando un libro de astronomía abierto, cuyas láminas había
repasado. Y en voz alta—: Adelante.
Un personaje gordinflón, bajo, colorado y de viva mirada,
entró con aire demasiado respetuoso para un hermano y
demasiado familiar para un súbdito.
—¿No me esperabais?
—Pues no.
—¿Os molesto?
—No, ¿tenéis algo interesante que decirme?
—Un rumor tan divertido, tan grotesco…
—Sí, murmuraciones.
—Justo.
—¿Y os ha divertido?
—Sí, por su rareza.
—Alguna calumnia contra mí.
—Dios es testigo de que yo no me reiría si se tratara de
eso.
—Entonces es contra la reina.
—Sire, figuraos que se me ha dicho seriamente, muy
seriamente: «Os apuesto uno contra ciento, contra mil, que…»
—Hermano, desde que mi preceptor me hizo admirar esta
facultad oratoria, como modelo del género, en madame
Sevigné, dejé de admirarla para siempre… Vamos al hecho.
—Pues bien —dijo el conde de Provenza, un poco
desconcertado por tan seca acogida—, se dice que la reina
durmió el otro día fuera de casa. ¿En, eh? —agregó tratando
de reír.
—Sería muy triste si fuera verdad —dijo el rey
gravemente.
—Pero no es verdad, ¿no?
—No.
—¿Tampoco es verdad que se ha visto a la reina esperar a
la puerta de los reservados?
—No.
—El día, ya sabéis, que ordenasteis cerrar la puerta a las
once.
—No sé nada.
—Pues, figuraos que ese rumor pretende…
—¿Y qué es un rumor? ¿Dónde está? ¿Quién lo propaga?
—He aquí un matiz profundo, muy profundo. En efecto,
¿qué es el rumor? Ese ser intangible, incomprensible, que se
llama rumor, pretende que se ha visto a la reina con el conde
de Artois y cogidos del brazo a las doce y media de tal noche.
—¿Dónde?
—Camino de una casa que el conde de Artois posee por
ahí, detrás de las caballerizas. ¿Vuestra Majestad no ha oído
hablar de este suceso?
—Sí, he oído hablar de ello y bastante.
—¿Cómo, Sire?
—Sí. ¿Es que vos no hacéis todo lo posible para que se
oiga hablar de ello?
—¿Yo?
—Vos.
—Entonces, Sire, ¿qué es lo que he hecho?
—Un cuarteto, por ejemplo, que ha publicado el
Mercare65.
—¡Un cuarteto! —exclamó el conde, más colorado que al
llegar.
—Se sabe que sois favorito de las musas.
—De ningún modo
—Se os acusa de haber hecho un cuarteto que termina
con estos versos:
Helena no había dicho nada de ello al buey rey Menelao.
—¿Yo, Sire?
—No lo neguéis. He aquí el original del cuarteto; vuestra
letra… Yo no entiendo mucho de poesía, pero en
manuscritos… igualo a un experto.
—Sire, una locura es causa de otra.
—Monsieur de Provenza, os aseguro que no ha habido
más locura que la vuestra, y me asombra que un filósofo haya
cometido esta locura; reservemos este calificativo para vuestro
cuarteto.
—Vuestra Majestad es duro conmigo.
—La Ley del Talión, hermano mío. En lugar de escribir
versos, hubierais podido informaros de lo que ha hecho la
reina, como yo lo hice, y en lugar del cuarteto contra ella, y de
rechazo contra mí, habríais escrito un madrigal en honor a
vuestra cuñada. Después de esto, diréis que no es un motivo de
inspiración, pero yo prefiero una mala poesía a una buena
sátira. Horacio decía también esto. Horacio, vuestro poeta.
—Sire, me abrumáis.
—No estando seguro de la inocencia de la reina, como yo
lo estoy —repitió el rey con firmeza—, hubierais hecho bien
en releer a vuestro Horacio. ¿No es él quien ha dicho tan bellas
palabras? Perdón, yo destrozo el latín: Rectius hoc est; hoc
faciens vivam melius, sic dulcis amicis occurram. «Esto es
mejor; si lo hago, será más honrado; si lo hago, seré bueno
para mis amigos.» Vos traduciréis más elegantemente, pero
creo que ése es el sentido.
Y el buen rey, después de esta lección, más paternal que
fraternal, esperó que el culpable se disculpara. El conde
meditó algún tiempo su respuesta, menos como un hombre
avergonzado que como un orador empeñado en una cuestión
de sutilezas.
—Sire —dijo—, por muy severo que sea el juicio de
Vuestra Majestad, tengo una excusa y una esperanza de
perdón.
—Explicaos.
—Vos me acusáis de haberme equivocado, ¿no es eso? Y
no de haber obrado con mala intención.
—De acuerdo.
—Si es así, Vuestra Majestad, que sabe que no hay
hombre que no se equivoque, admitirá que yo no me habré
equivocado por algo insignificante.
—Yo nunca acusaría vuestra inteligencia, que es mucha.
—¿Pues cómo no podría cometer un error oyendo todo lo
que se murmura? Nosotros los príncipes vivimos en una
atmósfera de calumnia, que nos asfixia. Yo no digo que haya
creído; yo digo que se me ha informado mal.
—Puede ser así, pero…
—¿El cuarteto? Los poetas somos tipos raros, y por otra
parte, ¿no es mejor responder con una suave crítica, que puede
ser una advertencia, que con agresividad? Las actitudes
amenazadoras, puestas en verso, no ofenden, Sire. Eso no es
como los libelos que tratan de que reprendáis violentamente a
la reina, y que he creído que yo mismo os lo debía traer.
—¿Un libelo?
—Sí, Sire; el miserable autor de esa vileza es merecedor
de una orden de encarcelamiento en la Bastilla.
El rey se levantó bruscamente, diciendo:
—¿Tenéis ese libelo?
—Sí, Sire.
—Dádmelo.
El conde de Provenza sacó del bolsillo un ejemplar de la
historia de Ateinotna; la prueba fatal que el bastón de De
Charny y la espada de Felipe, lo mismo que el brasero de De
Cagliostro, habían puesto fuera de circulación.
El rey lo leyó en un instante, recogiendo más la intención
que el texto.
—¡Qué infamia! —dijo—. ¡Qué infamia!
—Como veis, Sire, se pretende que mi hermana visitó la
cubeta de Mesmer.
—En efecto, pero ella estuvo allí.
—¿Estuvo allí? —exclamó el conde de Provenza.
—Con mi autorización.
—Oh, Sire…
—Y no es de su presencia en casa de Mesmer de lo que
yo deduzco su imprudencia, puesto que le permití que fuera a
la plaza Vendóme.
—¿Vuestra Majestad le permitió a la reina que se
acercara a la cubeta para experimentar por sí misma…?
El rey golpeó el suelo con el pie. El conde acababa de
pronunciar sus palabras en el momento en que los ojos de Luis
XVI recorrían el párrafo más insultante para María Antonieta,
la historia de su pretendida crisis, de sus contorsiones, de su
amago voluptuoso; de todo lo que, en fin, había señalado en
casa de Mesmer el paso de mademoiselle Olive.
—¡Imposible, imposible! —dijo el rey palideciendo—.
La policía debe saber a qué atenerse acerca de esto.
Tocó la campanilla y le ordenó al criado que acudió:
—Inmediatamente que vayan a buscar a monsieur de
Crosne.
—Sire, hoy es día de informe semanal, y monsieur de
Crosne espera en el Oeil-de-Boeuf
—Que pase en seguida.
—Permitidme, Sire, que me retire —dijo el conde de
Provenza en tono hipócrita y con intención de salir.
—Quedaos —le dijo Luis XVI—. Si la reina es culpable,
puesto que sois de la familia, podéis saberlo, y si es inocente,
debéis saberlo también, ya que habéis sospechado de ella.
De Crosne entró, y al ver al conde de Provenza con el rey,
presentó sus respetuosos saludos a los dos más grandes del
reino, y después dirigiéndose al rey, dijo:
—El informe está hecho, Sire.
—Ante todo, monsieur —dijo Luis XVI—, explicadnos
cómo se ha permitido publicar en París un libelo denigrante
para la reina.
—¿Ateinotna?
—Sí.
—Su autor es un gacetillero llamado Reteau.
—¿Sabéis su nombre y no habéis impedido que lo
publicara o detenerle después de la publicación?
—Sire, tengo redactada la orden de detención.
—Entonces, ¿por qué no se le ha detenido?
De Crosne miró intencionadamente al conde de Provenza,
quien repuso, haciendo ademán de retirarse:
—Pido licencia a Vuestra Majestad.
—No, no —replicó el rey—. Ya os he dicho que
continuéis aquí. Hablad, monsieur de Crosne, y sin reservas;
con toda claridad.
—Ocurre —repuso el lugarteniente de policía— que yo
no he hecho detener al gacetillero Reteau porque era necesario
que antes tuviera una explicación con Vuestra Majestad.
—Os escucho.
—Quizá, Sire, valga más darle a ese gacetillero una
cantidad y obligarle a dejar el país, para que lo ahorquen fuera
de Francia.
—¿Por qué?
—Porque cuando esos miserables dicen una mentira, el
público, que no ignora su falsedad, se regodea viendo que se
les escarmienta, a veces con la pena máxima, la horca incluso.
Pero cuando, por desgracia, airean una verdad…
—¿Una verdad?
De Crosne se inclinó.
—Sí, la reina estuvo en la cubeta de Mesmer. Fue una
desgracia, como vos decís, pero yo se lo permití.
—Sire… —murmuró De Crosne.
El humilde tono del respetuoso súbdito impresionó más al
rey, que el tono de reproche con que se había manifestado el
intrigante conde de Provenza.
—Esto no es motivo, supongo, para que se ultraje a la
reina.
—No, Sire, pero la compromete.
—Monsieur de Crosne, ¿qué os ha dicho vuestra policía?
—Muchas cosas que, al margen del respeto que debo a
Vuestra Majestad y de mi fidelidad a la reina, están de acuerdo
con algunas acusaciones del libelo.
—¿Decís de acuerdo?
—Una reina de Francia que va vestida como una mujer
corriente y se relaciona con una gente equívoca, atraída por
esas supercherías de Mesmer, y que, además, va sola…
—¿Sola? —exclamó el rey.
—Sola, Sire.
—Os engañáis, monsieur de Crosne.
—No lo creo, Sire.
—Os han informado mal.
—Diría que fielmente, Sire; puedo informar a Vuestra
Majestad del peinado que llevaba la reina, del color de su
vestido, el ruido de sus pasos, sus gestos, sus gritos…
—¿Sus gritos?
El rey palideció y estrujó el libelo.
—¡Incluso sus suspiros fueron anotados por mis agentes!
—agregó tímidamente De Crosne.
—¿Sus suspiros? La reina no se podía olvidar de sí
misma hasta ese punto… La reina no hubiera arrastrado por
los suelos mi honor de rey y su honor de mujer.
—Es imposible —dijo el conde de Provenza—. Eso sería
más que un escándalo, y Su Majestad es incapaz…
Más que excusarla, esta frase hacía hincapié en la
acusación. El rey se dio cuenta, e íntimamente despreció al
conde de Provenza.
—Monsieur —dijo al lugarteniente de policía—, ¿estáis
seguro de todo lo que habéis dicho?
—Absolutamente seguro, Sire.
—Yo os debo a vos, hermano mío —dijo Luis XVI,
pasándose el pañuelo por la frente—, una prueba de lo que
antes os he dicho. El honor de la reina y el de mi casa no lo
arriesgo jamás. Permití a la reina ir a la cubeta de Mesmer,
pero con la condición de que la acompañase una dama
virtuosa, irreprochable, incluso santa.
—Ah… —dijo monsieur de Crosne—. Si fue así…
—Sí —dijo el conde de Provenza—; una mujer como
madame de Lamballe, por ejemplo…
—Exacto. Para acompañar a la reina designé a la princesa
de Lamballe.
—Pero desgraciadamente, Sire, la princesa no la
acompañó.
—Entonces —agregó el rey, estremeciéndose—, si la
desobediencia ha sido tan grande, debo castigar y castigaré.
Un hondo suspiro le subió del atormentado pecho a los
labios.
—Solamente me queda una duda; vos no compartís esta
duda, y es natural, porque no sois el rey, el esposo, el amante
de la mujer a la que se acusa… Esta duda quiero resolverla.
Llamó al oficial de servicio.
—Que se vea si la princesa de Lamballe está en la cámara
de la reina, o en su apartamento.
—Sire, la princesa pasea en el jardín pequeño con Su
Majestad y otra dama.
—Rogad a la princesa que suba inmediatamente.
Al salir el oficial, dijo el rey:
—Ahora, señores, diez minutos de espera; no podré
tomar partido hasta entonces.
Luis XVI dirigió a los dos testigos de su profundo dolor
una mirada que era una amenaza.
Ambos guardaron silencio. De Crosne sentía una tristeza
real; el conde de Provenza afectaba tanta tristeza que ni que se
la hubiera transmitido el dios Momo66.
Un ligero rumor de sedas detrás de las puertas advirtió al
rey que llegaba la princesa de Lamballe.
XXXVI.- LA PRINCESA DE
LAMBALLE

Entró la princesa de Lamballe. Bella y serena, frente


descubierta, bucles recogidos sobre las sienes, cejas negras y
finas como dos rayas de ébano, ojos azules, transparentes, y
nariz recta y pura, labios castos y voluptuosos a la vez… Tal
era la belleza de la princesa de Lamballe, tutelando un cuerpo
de una hermosura impar.
La princesa llevaba con ella, en torno a ella, ese perfume
de virtud, de gracia y de espiritualidad que Mira de la Valliere
emanaba de sí antes del favor real y después de su desgracia.
Cuando el rey la vio llegar, risueña y humilde, sintió un
gran dolor. «¡Ay!, lo que diga esa boca será acaso una
condena.»
—Sentaos, princesa —le dijo tras un respetuoso saludo y
mientras el conde de Provenza se le acercaba para besarle la
mano.
—¿Qué desea de mí Vuestra Majestad? —preguntó la
princesa con su angelical voz.
—Una información, madame.
—Preguntadme, Sire.
—¿Qué día acompañasteis a la reina a París? Recordadlo
exactamente.
De Crosne y el conde se miraron sorprendidos.
—Comprenderéis, señores —dijo el rey—. Vos no dudáis
y yo todavía dudo; pregunto, pues, como un hombre que duda.
—El miércoles, Sire —contestó la princesa.
—Perdonadme —continuó Luis XVI—, querida prima,
pero deseo saber la verdad.
—La sabréis si me preguntáis, Sire —dijo sencillamente
madame de Lamballe.
—¿A qué fuisteis a París?
—Fuimos a casa de Mesmer, en la plaza Vendóme.
Los dos testigos se estremecieron y el rey enrojeció.
—¿Sola?
—No, Sire; con Su Majestad la reina.
—¿Con la reina? ¿Decís con la reina? —exclamó Luis
XVI, cogiendo nerviosamente su mano.
—Sí, Sire.
El conde de Provenza y De Crosne la miraron con
estupor.
—Vuestra Majestad había autorizado a la reina —dijo la
princesa—, según me dijo Su Majestad.
—Cierto, yo la había autorizado. Me tranquilizo porque
madame de Lamballe es incapaz de mentir.
—Incapaz, Sire —dijo con dulzura la princesa.
—Naturalmente —convino monsieur de Crosne con el
mayor respeto—. Pero entonces, Sire, permitidme…
—Os lo permito, monsieur de Crosne; preguntad, buscad;
he traído a mi querida princesa al banquillo y la dejo a vuestra
merced.
La princesa sonrió, diciendo:
—Estoy dispuesta, pero recordaré que la tortura está
abolida.
—Sí, la suprimí para los demás —dijo el rey con una
sonrisa—, pero no para mí.
—Madame —dijo De Crosne—, tened la bondad de
decirle al rey lo que Su Majestad y vos hicisteis en casa de
monsieur Mesmer, y sobre todo cómo iba vestida Su Majestad.
—Su Majestad llevaba un vestido de tafetán gris perla, un
manto de muselina bordado, un manguito de armiño y un
sombrero de terciopelo rosa con cintas negras.
Era una descripción totalmente opuesta a la que se dio
respecto a Olive.
De Crosne demostró una gran sorpresa, y el conde de
Provenza se mordió los labios.
El rey se frotaba las manos de alegría, preguntando:
—¿Y qué hizo la reina al entrar allí?
—Sire, tenéis razón diciendo «al entrar allí», porque casi
no entramos.
—¿Juntas?
—Juntas, y apenas abríamos la puerta del primer salón,
donde nadie habría podido reconocernos debido al
apasionamiento con que seguían los experimentos magnéticos,
una mujer se acercó a Su Majestad, le ofreció una máscara y le
suplicó que no pasara adelante.
—¿Y os detuvisteis? —preguntó vivamente el conde de
Provenza.
—Sí, monsieur.
—¿Y no entrasteis en el primer salón? —preguntó De
Crosne.
—No, monsieur.
—¿Y no dejasteis el brazo de la reina? —interrogó el rey
con un resto de ansiedad.
—Ni un segundo; el brazo de Su Majestad siguió en el
mío.
—Muy bien —exclamó el rey—. ¿Qué pensáis de todo
eso, monsieur de Crosne? Y vos, hermano, ¿qué decís?
—Es extraordinario, es sobrenatural —dijo el conde
fingiendo una alegría que denunciaba su despecho más de lo
que lo había demostrado con sus dudas.
—No hay nada de sobrenatural en ello —contestó en el
acto De Crosne, a quien la satisfacción del rey producía una
especie de remordimiento—. Lo que la princesa ha dicho no
puede ser más que la verdad.
—¿Entonces? —preguntó el conde.
—Entonces, monseñor, mis agentes se equivocaron.
—¿Lo decís en serio? —preguntó nerviosamente el conde
de Provenza.
—Claro que sí, monseñor; mis agentes se engañaron. Su
Majestad sólo hizo lo que acaba de decir la princesa y en
cuanto a ese gacetillero, hoy mismo firmaré la orden para que
se le detenga inmediatamente.
—Un momento —dijo el rey—, un momento; siempre
habrá tiempo para que se ahorque a ese gacetillero. Vos,
princesa, habéis hablado de una mujer que detuvo a la reina al
ir a entrar en el salón. ¿Podéis decirnos quién era esa mujer?
—Parecía que Su Majestad la conocía, Sire; yo diría que
la conocía bastante.
—Es necesario que yo hable con esa mujer. En ella está la
clave del misterio.
—Soy de la misma opinión que Su Majestad —dijo De
Crosne, a quien el rey se había dirigido.
—Conforme —murmuró el conde de Provenza—. Esa
mujer me hace el efecto del dios de los desenlaces. ¿La reina
os confesó que la conocía?
—Su Majestad no me confesó nada, monseñor; me lo
dijo.
—Sí, sí, perdón.
—Mi hermano quiere decir —precisó el rey— que si la
reina conocía a esa mujer, vos también debéis saber su
nombre.
—Se llama Juana de la Motte-Valois.
—¡Esa intrigante! —exclamó el rey con indignación.
—¡Esa mendiga! —dijo el conde—. Será difícil hacerla
hablar. Es una mujer muy astuta.
—Nosotros seremos tan astutos como ella —dijo De
Crosne—. Además, no hay astucia que valga después de la
declaración de madame de Lamballe. Y bastará una palabra
del rey…
—No, no —dijo Luis XVI con descorazonamiento—.
Estoy cansado de ver esta mezquina sociedad alrededor de la
reina, a la cual su innata bondad la impulsa a querer remediar
miseria sin advertir a veces que la rodea gente equívoca,
cuando no se codea con títulos de dudosa raigambre.
—Madame de la Motte es una Valois —dijo la princesa.
—Sea lo que quiera, no quiero que ponga los pies aquí.
Prefiero privarme de la alegría que me habría proporcionado la
absolución de la reina; sí, prefiero renunciar a esa alegría antes
que sufrir la presencia de esa mujer.
—Sin embargo, vos la veréis —exclamó la reina, pálida
de cólera, quien apareció en el gabinete, noblemente altiva y
mirando fijamente al conde de Provenza, el cual rehuyó su
mirada y la saludó inclinando servilmente la cabeza.
—Sí, Sire —continuó la reina—. No es cuestión de temer
o no querer ver a esa mujer a quien la agudeza de mis
acusadores… —y otra vez miró desdeñosamente a su cuñado
el conde de Provenza— y la franqueza de mis jueces… —
dirigiéndose ahora al rey y a De Crosne— conseguirán, por el
respeto que se debe a sí misma, que diga la verdad, sólo la
verdad. Y yo, la acusada, pido que se oiga a esa mujer.
—Madame —se apresuró a decir el rey—, habéis oído
que no se irá a buscar a madame de la Motte para hacerle el
honor de que declare ni a favor ni en contra de vos. Yo no
coloco vuestro honor en una balanza cuyo platillo dependa del
testimonio de esa mujer.
—No se enviará a buscar a madame de la Motte, porque
ella está aquí.
—¡Aquí! —exclamó el rey, retrocediendo como si
hubiera pisado un reptil—. ¡Aquí!
—Sire, sabéis que visité a una desgraciada mujer que
lleva un nombre ilustre. Después de mi visita se han dicho
tantas vilezas, que vos no ignoráis… —y de nuevo miró al
conde de Provenza, con fría agresividad, quien en aquel
instante hubiera querido estar a mil leguas, limitándose a mirar
a la reina con gestos de aprobación.
—¿Y bien? —dijo Luis XVI.
—Ese día, Sire, olvidé en casa de madame de la Motte un
estuche con un retrato, y ella acaba de traérmelo; está aquí.
—No, no; no hace ninguna falta. Estoy convencido —
dijo el rey—. Y prefiero que las cosas queden así.
—Pero yo no estoy satisfecha —objetó la reina—, y la
haré pasar. Además, ¿por qué esa repugnancia? ¿Qué es lo que
ella ha hecho? ¿Qué es ella, pues? Si no lo sé, instruidme.
Monsieur de Crosne, vos que lo sabéis todo, decidme…
—Yo no sé nada que sea desfavorable a dicha madame —
respondió el magistrado.
—¿De verdad?
—Seguro. Es pobre; he aquí todo. Un poco ambiciosa
quizá.
—La ambición es la voz de la sangre. Si no tenéis contra
ella más que eso, el rey puede admitir su testimonio.
—No sé —repuso Luis XVI— si es por instinto, pero
presiento que esa mujer será causa de una desgracia, de un
infortunio en mi vida…
—¡Oh, Sire, qué superstición! Id a buscarla —dijo la
reina a la princesa de Lamballe.
Cinco minutos después, Juana, humilde y turbada, pero
distinguida en su actitud y en su aspecto, entraba en el
gabinete del rey, quien, sin disimular su hostilidad, estaba de
espalda a la puerta, con los codos apoyados en el escritorio y
la cabeza en las manos, pareciendo un extraño en medio de los
presentes.
El conde de Provenza asaeteaba a Juana con miradas tan
impertinentes por inquisitivas, que si la modestia de Juana
hubiera sido real, difícilmente habría podido superar aquel
momento, difícilmente hubiera podido decir nada, pero se
necesitaba algo más para desconcertar a Juana de la Motte. Ni
rey, ni emperador con su cetro, ni papa con su tiara, ni
potencias celestes, ni los poderes de las tinieblas habrían
hecho mella en ese espíritu de hierro, ni por medio del temor
ni demostrándole afecto.
—Madame —dijo la reina, llevándola delante del rey—,
tened la bondad de decir lo que hicisteis el día de mi visita a la
consulta de Mesmer. Tratad de recordarlo fielmente. Nada de
evasivas ni de rodeos. Sólo la verdad, tal como sigue viva en
vuestra memoria.
La reina se sentó en un sillón, sin mirarla, para no influir
en ella con la mirada.
¡Qué papel para Juana, cuya perspicacia había adivinado
que su soberana tenía necesidad de ella! Para ella, que intuía
que María Antonieta era víctima de infundadas sospechas y
que podía justificarlas sin apartarse de la verdad. Otra mujer
cualquiera hubiera cedido, teniendo esta convicción al placer
de justificar a la reina, exagerando sus pruebas. Juana de la
Motte era de una naturaleza tan sutil y tan fuerte, que se
concretó a un relato cabal y veraz de los hechos.
—Sire —dijo—, yo había ido a casa de Mesmer por
curiosidad, como va todo París. El espectáculo me pareció un
poco grosero. Iba a retirarme cuando de pronto vi en la puerta
de entrada a Su Majestad, a la cual había tenido el honor de
ver la antevíspera, sin saber quién era, pues su generosidad fue
anónima. Cuando me fijé en sus augustos rasgos, que jamás se
borrarán de mi memoria, me pareció que la presencia de la
reina era impropia de aquel lugar, donde muchos sufrimientos
y ridículas curaciones se realizan como un espectáculo.
Suplico humildemente perdón a Su Majestad, por haberme
atrevido a pensar tan libremente acerca de su conducta, pero
eso fue como un relámpago, un instinto de mujer, y pido
perdón de rodillas si traspaso la línea de respeto que debo a los
menores movimientos de Su Majestad.
Y se detuvo emocionada, bajando la cabeza y llegando,
gracias a un arte inesperado, al sofoco que precede al llanto.
De Crosne se sintió impresionado y madame de Lamballe
miraba enternecida a aquella mujer, que parecía delicada,
tímida, espiritual y buena.
El conde de Provenza estaba aturdido.
La reina miró a Juana con expresión de gratitud, acaso
correspondiendo a la mirada que Juana esperaba de ella.
—Muy bien… —dijo la reina—. ¿Habéis oído, Sire?
—Yo no he necesitado —contestó Luis XVI— el
testimonio de madame.
—Se me ha ordenado que hablase —repuso tímidamente
Juana—, y he tenido que obedecer.
—Basta —dijo secamente el rey—. Cuando la reina dice
una cosa no necesita testigos que confirmen sus palabras.
Cuando la reina tiene mi aprobación, está por encima de las
maledicencias de nadie.
Y se levantó, acabando con estas palabras de aplastar al
conde de Provenza, y a las cuales la reina agregó una
desdeñosa sonrisa. El rey volvió la espalda a su hermano,
besando la mano de María Antonieta y la de la princesa de
Lamballe, despidiendo a ésta y pidiéndole perdón por haberla
retenido «para nada».
No dirigió una palabra ni una mirada a Juana de la Motte,
pero como tenía que pasar por delante de ella para volver a su
sillón, y como temía ofender a la reina con una falta de
cortesía hacia la mujer que ella había recibido, dirigió a Juana
un sobrio saludo, al cual ella respondió con una profunda
reverencia.
La princesa de Lamballe salió la primera, después Juana
de la Motte, que la reina hizo pasar delante, y luego la reina,
que salió mirando amorosamente al rey. En el acto se oyó en el
corredor un rumor de voces femeninas que se alejaban
cuchicheando.
—Querido hermano —dijo entonces Luis XVI al conde
de Provenza—, no os retengo más. Tengo que terminar el
trabajo de la semana con el lugarteniente de policía. Os
agradezco que hayáis concedido vuestra atención a esta plena,
entera y completa justificación de vuestra hermana. Me
complazco en ver que estáis tan contento como yo, lo que no
es decir poco. Ahora nos toca a nosotros, monsieur de Crosne.
Sentaos, os lo ruego.
El conde de Provenza saludó, siempre sonriente, y salió
del gabinete cuando ya no oía aquellas voces femeninas,
diciéndose que así podía evitar una mirada intencionadamente
acusadora, un gesto hostil, una palabra agresiva…
XXXVII.- EN LAS HABITACIONES DE
LA REINA

La reina, en cuanto salió del gabinete de Luis XVI, midió en


toda su extensión el peligro que acababa de correr. Apreció lo
que Juana había puesto de delicadeza y de reserva en su
improvisada declaración, y el tacto verdaderamente notable
con que después continuaba en la sombra.
En efecto, Juana, que por una inesperada suerte acababa
de iniciarse en los íntimos secretos que los cortesanos más
hábiles acechan durante años sin conseguirlo, y
comprendiendo que había desempeñado un importante papel
en una delicada jornada de la reina, no pretendía obtener
ninguna ventaja, ni quería que un gesto suyo pusiera en
guardia el susceptible orgullo de los grandes, tan quisquillosos
cuando advierten sentimientos del más noble linaje en sus
inferiores.
Sin embargo, la reina, en lugar de aceptar la intención de
Juana, que era ofrecerle sus respetos y retirarse, la retuvo con
una amable sonrisa, diciéndole:
—Fue una gran fortuna, condesa, que me impidieseis
entrar en casa de Mesmer con la princesa de Lamballe. Ved
cómo todo se ha falseado, y aún no habiendo pasado yo más
allá de la puerta, ha sido suficiente para aseguraros que yo
había estado dentro, en lo que llaman la sala de las crisis. ¿No
es ése el nombre que le dan?
—La sala de las crisis, sí, madame.
—Pero —preguntó la princesa de Lamballe—, ¿cómo es
posible que los asistentes supieran que la reina estaba allí, y
que los agentes de monsieur de Crosne se hayan engañado
también? Ahí está el misterio, según creo; los agentes del
lugarteniente de policía afirman que la reina se encontraba en
la sala de las crisis.
—Es verdad —dijo la reina pensativa—. Y no hay ningún
interés por parte de De Crosne, que es un hombre honrado y
que me quiere, pero los agentes pueden haber sido sobornados,
querida princesa. Tengo enemigos, y vos lo sabéis.
Forzosamente ese rumor se apoya en algo. Decidnos todos los
detalles, condesa. Primero, el infame libelo me presenta
embriagada, fascinada, magnetizada de tal forma que perdí
toda dignidad femenina. ¿Qué hay de verdad en eso? ¿Hubo
ese día una mujer?
Juana enrojeció. El secreto todavía era suyo; el secreto
sobre el cual una sola palabra podía destruir su funesta
influencia sobre el destino de la reina. Si ella lo revelaba,
perdía ocasión de ser útil, incluso indispensable a Su Majestad.
Esa situación arruinaría su porvenir, y siguió reservada como
la primera vez.
—Madame —dijo—, había en efecto una mujer muy
agitada y que llamó la atención por sus contorsiones y su
delirio. Pero me parece que…
—¿Os parece —dijo vivamente la reina— que esa mujer
sería cualquier mujerzuela, quizá lo que se entiende por una
mujer de vida airada, y no la reina de Francia?
—Ciertamente, madame.
—Condesa, habéis respondido muy bien al rey, y ahora es
a mí a quien toca hablar de vos. Decidme, ¿cómo van vuestros
asuntos? ¿Qué probabilidades veis para hacer reconocer
vuestros derechos?
En ese momento entró madame de Misery.
—¿Vuestra Majestad quiere recibir a mademoiselle de
Taverney?
—Claro que sí. ¡Qué ceremoniosa es! Nunca faltará a la
etiqueta. Andrea, Andrea, venid aquí.
—Vuestra Majestad es demasiado buena conmigo —dijo
mademoiselle de Taverney tras un gentil saludo.
Y vio a Juana, quien reconociendo a la segunda dama
alemana de la Oficina de Caridad, adoptó una actitud de
timidez y humildad totalmente fingida.
La princesa de Lamballe aprovechó aquel refuerzo que le
llegaba a la reina para regresar a Sceaux, al palacio del duque
de Penthievre. Andrea, después de expresar su gratitud a María
Antonieta, observó a Juana de la Motte.
—Ved, Andrea —dijo la reina—, esta dama es la que
fuimos a ver el día de la última nevada.
—La he reconocido —repuso Andrea, inclinándose.
Juana trató de adivinar en la expresión de Andrea un
síntoma de celos, y no vio más que una serena indiferencia.
Andrea, con las mismas pasiones que la reina, y mujer
superior en bondad, en espíritu, en generosidad, acostumbrada
a encerrarse en una impenetrable discreción que la corte
traducía por un indomable pudor de Diana virginal.
—¿Sabéis —le preguntó la reina— lo que se le ha dicho
de mí al rey?
—Le habrán dicho precisamente todo lo que de malo
hayan inventado, porque no sabrán decir todo lo que hay en
vos de bueno.
—Esta —dijo Juana— es la más bella frase que he oído.
Y digo que es bella porque expresa el sentimiento que llena mi
vida y que mi pobre inteligencia no hubiera encontrado
palabras para expresarlo.
—Ya os contaré lo que ocurre, Andrea.
—Lo sé, Majestad. El conde de Provenza lo ha contado
hace un momento y una amiga mía le ha oído.
—Es un bonito medio —dijo la reina, con indignación—
de propagar la mentira después de haber rendido homenaje a la
verdad. Dejemos eso. Estaba hablando con la condesa sobre su
situación. ¿Quién os protege, condesa?
—Vos, madame —dijo atrevidamente Juana—; vos, que
me permitís venir a besaros la mano.
—Tiene valor —dijo María Antonieta a Andrea—, y me
gustan sus arranques.
Andrea no respondió.
—Madame —continuó Juana—, pocas personas me han
protegido cuando me encontraba en la miseria y en la
oscuridad, pero ahora que se me ha visto una vez en Versalles,
todo el mundo querrá serle grato a la reina, demostrando
interés por una persona a la que Su Majestad se ha dignado
honrar con una mirada.
—Entonces —dijo la reina, sentándose—, ¿ninguno ha
sido lo bastante valiente, o lo bastante corrompido, para
protegeros por sí mismo?
—Yo tuve primero a madame de Boulainvilliers —repuso
Juana—, una dama valerosa; más tarde a monsieur de
Boulainvilliers, un protector corrompido… Pero después de mi
matrimonio, nadie, ¡oh, nadie! —dijo, con un hábil temblor—.
No; perdón, Majestad. Me olvidaba de un hombre galante, un
príncipe generoso…
—¿Un príncipe, condesa? ¿Quién?
—El cardenal de Rohan.
La reina hizo un movimiento brusco, y dijo, sonriendo:
—Mi enemigo.
—¿Enemigo de Vuestra Majestad? ¿El cardenal? ¡Oh,
madame…!
—Parece que eso os asombra, condesa. ¿No creéis que
una reina tenga enemigos? Cómo se ve que no habéis vivido
en la corte.
—Madame, el cardenal está en adoración ante Vuestra
Majestad; y si yo no me he engañado, su respeto hacia la
augusta esposa del rey es igual que su devoción.
—Lo creo, condesa —repuso María Antonieta, dejándose
llevar de su alegría habitual—; lo creo en parte. Sí,
exactamente: el cardenal está en adoración.
Y al decir estas palabras se volvió hacia Andrea de
Taverney con un estallido de risa.
—Sí, condesa; el cardenal me adora. He aquí por qué es
mi enemigo.
Juana de la Motte fingió una sorpresa propia de una
provinciana.
—Entonces, vos sois la protegida del príncipe arzobispo
Louis de Rohan. Contadnos cómo es eso, condesa.
—Es muy sencillo, madame. Su Excelencia, con
procedimientos muy magnánimos y delicados y con la
generosidad más discreta, me ha socorrido.
—El príncipe Louis es generoso; no se le puede negar.
¿Vos no pensáis, Andrea, que el cardenal pueda sentir también
alguna adoración por esta linda mujer? Condesa, decidnos
cómo ocurrió.
Y María Antonieta volvió a reír con su risa franca y
alegre, sin que mademoiselle de Taverney, siempre seria,
estimulase su risa.
«Es muy posible que esa alegría ruidosa no sea más que
una alegría ficticia», pensó Juana.
—Madame —dijo, con gesto grave—, tengo el honor de
asegurar a Vuestra Majestad que el príncipe de Rohan…
—Muy bien, muy bien —dijo la reina, interrumpiendo a
la condesa—. Puesto que vos demostráis tanto celo para él
porque sois su amiga…
—Oh, madame… —dijo Juana, con una deliciosa
expresión de pudor y de respeto.
—Podríais preguntarle —repuso la reina, con una dulce
sonrisa— qué ha hecho de los cabellos que me robó por medio
de cierto peluquero, a quien esta hazaña ha costado caro
cuando lo he sabido.
—Vuestra Majestad me sorprende —dijo Juana—.
¿Monsieur de Rohan ha podido hacer eso?
—La adoración, siempre la adoración. Después de
haberme execrado en Viena, y haber recurrido a todo y
ensayado todo para romper el matrimonio proyectado entre el
rey y yo, se apercibió un buen día de que yo era mujer y que
era su reina y que él, gran diplomático, había cometido una
falta y no se libraría de las consecuencias. Entonces tuvo
miedo acerca de su porvenir ese querido príncipe. Y ha hecho
como todas las gentes de su profesión, que a quienes más
lisonjean es a los que les inspiran más miedo, y como me sabía
joven, me creía tonta y superficial, después de los suspiros y
los aires de languidez, se ha consagrado, como vos decís, a la
adoración. Y me adora. ¿No es así, Andrea?
—Madame…
—Ah…, Andrea tampoco quiere comprometerse, pero yo
me arriesgo; que por lo menos la realeza sea buena en algo.
Condesa, yo sé como vos que el cardenal me adora. Podéis
decirle que yo no le detesto.
Estas palabras, en las que había una amarga ironía,
impresionaron hondamente el infectado corazón de Juana de la
Motte. Si ella hubiese sido noble, pura y leal, no habría visto
más que el supremo desdén de la mujer de corazón sublime, el
desprecio de un alma superior para las intrigas de los
subalternos que se agitan a su alrededor. Esta clase de mujeres,
estos ángeles que tanto escasean, nunca defienden su
reputación de los ataques de que son objeto. Ni siquiera
sospechan que el fango pueda ser fango ni que haya zarzas que
desgarran las plumas de sus alas.
La naturaleza vulgar y corrompida de Juana sólo veía un
colérico despecho en la reina contra la conducta del cardenal
de Rohan. Recordaba los rumores de la corte, rumores de
frases de escándalo que habían ido desde el Oeil-de-Boeuf del
castillo a los arrabales de París y que encontraron el mayor eco
en todas partes.
El cardenal, mujeriego impenitente, le había dicho a Luis
XV, quien también era de un erotismo desenfrenado, que la
delfina era una mujer incompleta. No se ignoran las
intencionadas frases de Luis XV, cuando el matrimonio de su
nieto y las preguntas que le hizo a cierto ingenuo embajador.
Juana, mujer completa como la que más; Juana, mujer de
la cabeza a los pies; Juana, vanidosa hasta del más
insignificante de sus cabellos; Juana, que sentía la necesidad
de agradar y de vencer y que confiaba en sus encantos, no
podía comprender que otra mujer no pensara lo mismo que
ella sobre materias tan delicadas.
«Hay despecho en la reina —se dijo—. Entonces, si hay
despecho es porque hay algo más.»
Y diciéndose que el choque engendra la luz, se puso a
defender al príncipe de Rohan con toda su inteligencia y con la
agudeza con que la naturaleza la había dotado. La reina la
escuchaba y Juana se dijo: «Me escucha».
Y la condesa, equivocada debido a su descarriada
naturaleza, no se daba cuenta de que la reina le prestaba
atención por simple generosidad, ignorando que una escuela
cortesana es no hablar nunca bien de aquellos de quienes
monsieur piensa mal.
Esta infracción, tan nueva en los hábitos de la casa real;
esta derogación de las costumbres palaciegas, por lo que había
en ella de insólito, más que contrariar a la reina, le producía
cierta satisfacción. María Antonieta veía un corazón allí donde
Dios había puesto una esponja.
La conversación continuaba bondadosamente admitida
por parte de la reina, pero Juana iba perdiendo su inicial
aplomo, reflejándose en la confusión que se advertía en sus
palabras y en sus gestos, sintiendo el deseo de pedir licencia
para irse, cuando un momento antes se había apropiado el
bello papel de la extraña que se siente en el mejor de los
mundos codiciados… De pronto se oyó una voz joven, alegre
y optimista en el gabinete vecino.
—El conde de Artois —dijo la reina.
Andrea se levantó inmediatamente y Juana se dispuso a
retirarse, pero el príncipe entró tan inesperadamente y con tan
risueña expresión que Juana de la Motte vio más difícil la
posibilidad de irse. No obstante su presencia, se inclinó ante la
reina con el ademán de despedirse, interrumpiéndola el
príncipe, quien se quedó mirándola como embobado.
—La señora condesa de la Motte —dijo la reina,
presentándola al príncipe.
—Ah… —dijo, riendo, el conde de Artois—. Tened
cuidado que no os cace, señora condesa. Mi afición es la caza.
La reina hizo una señal a Andrea, la cual retuvo a Juana,
entendiendo muy bien lo que quería decir Su Majestad.
«Tengo que hacerle un favor a madame de la Motte y no he
tenido tiempo; dejémoslo para más tarde.»
—Así que ya habéis vuelto de la caza del lobo —dijo la
reina, dando la mano a su hermano, una moda inglesa que
comenzaba a tener éxito.
—Sí, hermana. Y he hecho muy buena caza, porque he
matado siete y uno de ellos muy grande —repuso el príncipe.
—¿Los habéis matado vos?
—No estoy muy seguro —dijo, riendo—, pero se me ha
dicho que sí. Y mientras se pone en claro, os preguntaré si
sabéis que he ganado setecientas libras.
—¿Y cómo?
—¿No sabíais que se pagan cien libras por cada cabeza
de esos animales? Es caro, pero yo daría de corazón doscientas
por cada cabeza de gacetillero. ¿Y vos?
—Entonces —dijo la reina—, ya sabéis la historia.
—Me la ha contado el conde de Provenza.
—Sois el tercero —repuso María Antonieta—. Monsieur
es un narrador muy ameno. Contadnos, pues, qué versión os ha
contado.
—De la manera mejor para haceros aparecer más blanca
que el armiño, más blanca que Venus Afrodita. Hay todavía
otro nombre que termina en «a»; los sabios podrían decíroslo.
Mi hermano el de Provenza, por ejemplo.
—¿Y no os ha contado otra aventura?
—Del gacetillero, sí. Pero Vuestra Majestad ha salido en
defensa de su honor. Se podría decir, si se hiciera un juego de
palabras, como De Bievre hace cada día: «El asunto de la
cubeta ha sido lavado».
—¡Espantoso juego de palabras!
—Hermana mía, no maltratéis a un paladín que venía a
ponerse a vuestra disposición con su lanza y su brazo.
Felizmente, no tenéis necesidad de nadie. Querida hermana,
¡qué suerte habéis tenido!
—¿Vos llamáis suerte a esto? ¿Lo entendéis, Andrea?
Juana rió al oírles. El conde, que no cesaba de mirarla, le
daba valor.
—Habéis tenido suerte —repitió el conde de Artois—,
porque habría podido ocurrir, mi querida hermana, que la
princesa de Lamballe no hubiera ido con vos.
—¿Y que fuese yo sola?
—Y que madame de la Motte no estuviese allí para evitar
que entraseis.
—Ah… ¿Sabéis que la condesa estaba allí?
—Cuando el conde de Provenza cuenta algo, lo cuenta
todo. Podía haber ocurrido que madame de la Motte no
hubiese estado en Versalles en el momento oportuno para
testimoniar. Vais a decirme que la virtud y la inocencia son
como la violeta, que no tiene necesidad de ser vista para ser
reconocida; pero con la violeta se hace un ramillete cuando se
la ve y se la tira cuando se ha aspirado su perfume. He aquí mi
moraleja.
—Muy bella.
—Yo la tomo como la encuentro y vos habéis demostrado
que tenéis mucha suerte.
—Mal probado.
—¿Es preciso probarlo mejor?
—No sería superfluo.
—Cometéis una injusticia acusando a la fortuna —dijo el
conde, cruzando la estancia para sentarse en el sofá, al lado de
la reina—, porque salvada de la famosa escapada del
cabriolé…
—Una —dijo la reina, contando con los dedos.
—Salvada de la cubeta…
—Dos. ¿Y después?
—Y salvada del asunto del baile —le dijo al oído.
—¿Qué baile?
—El baile de la Ópera.
—¿Qué decís?
—Digo el baile de la Ópera.
—No os comprendo.
—¡Qué tonto soy! —exclamó él, riendo—. Venir aquí a
hablaros de un secreto.
—¿Un secreto? De verdad, querido hermano, he
comprendido, que habláis del baile de la Ópera, y por eso
estoy intrigada.
Las palabras «baile» y «Ópera» se clavaron en el oído de
Juana. Y puso mayor atención.
—¡Mutis! —dijo el príncipe.
—De ninguna manera, de ninguna manera —replicó la
reina—. Vos habláis de algo de la Ópera. ¿Qué es eso?
—Imploro vuestra piedad.
—Yo insisto, conde, pues quiero saber.
—Y yo, hermana, deseo callarme.
—¿Queréis desobedecerme?
—De ningún modo. Ya he dicho bastante para que vos
comprendáis, supongo.
—Vos no habéis dicho nada en absoluto.
—Ahora sois vos quien me intrigáis… ¿De buena fe?
—Palabra de honor que no me burlo.
—¿Queréis que hable?
—Inmediatamente.
—Pero no aquí —dijo él, señalando a Juana y a Andrea.
—Aquí, aquí. Nunca hay demasiada gente para una
explicación.
—Tened cuidado, hermana mía.
—Me arriesgo.
—¿Vos no fuisteis al último baile de la Ópera?
—¿Yo? —exclamó la reina—. ¿Yo en el baile de la
Ópera?
—Silencio, por favor.
—No, no. Puedo decirlo en voz muy alta. ¿Decís que yo
estuve en el baile de la Ópera?
—Cierto; estabais allí.
—¿Acaso me visteis? —preguntó ella, bromeando.
—Claro que os vi.
—¿A mí? ¿Decís que me visteis?
—A vos, a vos.
—¡Esto ya es demasiado!
—Es lo que yo me dije.
—¿Por qué no decís que me hablasteis? Sería más
divertido.
—Pues me acerqué para hablaros, pero me empujó una
avalancha de máscaras que me apartaron.
—¡Estáis loco!
—Estaba seguro de que me diríais eso, y no he debido
exponerme a ello; la culpa es mía.
La reina se levantó bruscamente y anduvo de un lado a
otro sin disimular su indignación.
El conde la miraba con asombro; Andrea temblaba de
temor y de inquietud, y Juana se clavaba las uñas en los
brazos, tratando de mantener una actitud discreta.
La reina se detuvo, diciéndole al joven príncipe:
—Amigo mío, no bromeemos más; tengo muy mal
carácter y pierdo la paciencia; confesad que habéis querido
divertiros a mi costa y me quedaré tranquila.
—Yo os lo confesaré si así lo queréis.
—Un poco de seriedad, Charles.
—Tanta como un pez, hermana.
—Decidme, por favor, que vos habéis inventado este
cuento; ¿verdad que sí?
El miró vagamente a las otras damas, y después dijo:
—Sí, lo he inventado. Excusadme.
—No me habéis comprendido —repuso la reina, con
vehemencia—. Delante de estas damas, ¿retiráis lo que habéis
dicho? No mintáis, no intentéis complacerme.
Andrea y Juana retrocedieron discretamente, quedando
detrás del tapiz de los gobelinos.
—Pues bien, hermana —dijo el príncipe en voz baja al
quedar solo con la reina—, os he dicho la verdad. ¿Por qué no
me advertiríais vos más pronto?
—¿Vos me habéis visto en el baile de la Ópera?
—Como os veo ahora, y vos me visteis también.
La reina lanzó un grito, llamó a Juana y a Andrea, corrió
a buscarlas al otro lado del tapiz y las trajo a cada una de una
mano, casi arrastrándolas.
—Señoras, el conde de Artois afirma que me vio en la
Ópera!
—¡Oh! —murmuró Andrea.
—Nada de vaguedades —condicionó la reina—.
Probadlo, probadlo…
—Puesto que vos lo queréis… He aquí la prueba. Yo
estaba con el duque de Richelieu, con monsieur de Calonne,
con… Se os cayó la máscara…
—¿Mi máscara?
—Iba a deciros que era una temeridad, pero
desaparecisteis, arrastrada por el caballero que os daba el
brazo.
—¿Qué caballero? ¡Dios mío, vais a volverme loca!
—Un dominó azul —dijo el príncipe.
La reina se pasó la mano por la frente, y preguntó:
—¿Qué día fue ése?
—El sábado, la víspera de mi partida para la cacería. Vos
dormíais todavía cuando yo me fui, sin que yo pudiera deciros
lo que os acabo de contar.
—¡Dios mío, Dios mío! ¿A qué hora me visteis?
—Podrían ser entre las dos o las tres…
—Decididamente, yo estoy loca o lo estáis vos.
—Os repito que soy yo. Quizá me engañé. Sin
embargo…
—Sin embargo…
—No lo toméis con ese furor. No se ha sabido nada.
Durante un momento creí que estabais con el rey, pero el
caballero que os acompañaba hablaba en alemán, y el rey no
conoce otro idioma extranjero que el inglés.
—Alemán…, un alemán… Tengo una prueba terminante:
el sábado me acosté a las ocho.
El conde la miró sonriendo, incrédulo.
La reina tocó la campanilla.
—Madame de Misery os lo confirmará.
El conde se echó a reír, proponiéndole:
—¿Por qué no llamáis también a Laurent, el suizo de la
puerta privada? El lo confirmará también. Soy yo quien ha
cargado ese cañón, pero no lo disparéis ahora contra mí.
—¡Oh! —exclamó, irritada—. ¡Que no se me crea…!
—Yo os creería si os viese menos enfurecida, pero el
medio que empleáis… Si yo digo sí, otros, los que vayan
apareciendo, dirán no.
—¿Otros? ¿Qué otros?
—Los que os vieron, como yo.
—Muy interesante. Pues a esos que me vieron,
presentádmelos, inmediatamente…
—Felipe de Taverney estaba allí.
—¿Mi hermano? —dijo Andrea.
—Estaba allí, mademoiselle —respondió el príncipe—.
¿Queréis que se le pregunte?
—Al instante.
—¡Dios mío! —murmuró Andrea,
—¿Qué? —dijo la reina.
—¡Mi hermano como testigo!
—¡Lo ordeno!
La reina llamó y mandó que fuesen a buscar a Felipe a
casa de su padre, que él acababa de abandonar después de la
escena que hemos descrito.
Felipe, dueño del campo de batalla después de su duelo
con De Charny, y que acababa de rendir un servicio a la reina,
se dirigía con íntimo contento al palacio de Versalles. Se le
encontró a mitad de camino. Le informaron la orden de la
reina y obedeció.
María Antonieta salió a su encuentro e inmediatamente le
preguntó:
—¿Sois capaz de decir la verdad?
—Sí, madame, e incapaz de mentir.
—Entonces, decid… decid francamente si… si me habéis
visto en un sitio público después de las ocho de la noche.
—Sí, madame —contestó Felipe.
Los corazones latían, casi hasta oírseles.
—¿Dónde me habéis visto? —dijo la reina, con voz
irritada.
Felipe guardó silencio.
—No temáis nada, monsieur; mi hermano, a quien veis
aquí, dice que me vio en el baile de la Ópera. Y vos, ¿dónde
me habéis visto?
—Igual que monseñor el conde de Artois, en el baile de
la Ópera, madame.
Como herida por un rayo, la reina se dejó caer en el sofá.
Y en el acto, levantándose con la rapidez de una pantera
herida, exclamó:
—Esto no es posible, puesto que yo no estuve. Tened
cuidado, monsieur de Taverney; creo que adoptáis aires de
puritano, lo que… es corriente en América con La Fayette,
pero en Versalles somos franceses, corteses y sencillos.
—Vuestra Majestad abruma a monsieur de Taverney —
dijo Andrea, pálida de indignación—. Si él dice que os vio,
será porque os vio.
—¿Vos también? —exclamó María Antonieta—. Ya sólo
me faltaría que también vos me hubieseis visto. ¡Por Dios! Si
tengo amigos que me defienden, tengo enemigos que me
asesinan. Un solo testigo no es un testimonio irrefutable.
—Me hacéis recordar —dijo el conde de Artois— que en
el momento en que os vi y me di cuenta de que el dominó azul
no era el rey, creí que era el sobrino de monsieur de Suffren.
¿Cómo llamáis vos al bravo oficial que realizó la hazaña del
pabellón? Lo recibisteis tan bien el otro día, que le creí vuestro
caballero de honor.
La reina enrojeció y Andrea palideció como la muerte.
Una y otra se miraron y se estremecieron. Felipe estaba lívido.
—¿Os referís a monsieur de Charny?
—De Charny, justo —continuó el conde de Artois—. ¿No
es verdad, caballero Felipe, que ese dominó azul tenía cierta
semejanza con monsieur de Charny?
—Yo no observé eso, monseñor —dijo Felipe, sofocado.
—Pero —prosiguió el conde de Artois— pronto me di
cuenta de que me había equivocado, porque De Charny
apareció de repente ante mis ojos, cerca de monsieur de
Richelieu y frente a vos, en el momento en que se os cayó el
antifaz.
—¿Y él me vio? —gritó la reina, fuera de sí.
—Sólo que fuera ciego…
La reina hizo un gesto de desesperación y agitó de nuevo
la campanilla.
—¿Qué hacéis? —preguntó el príncipe.
—Quiero interrogar también a monsieur de Charny, beber
el cáliz hasta el fin.
—Yo no creo que monsieur de Charny esté en Versalles
—murmuró Felipe.
—¿Por qué?
—Se me ha dicho que está indispuesto…
—No será tan grave como para que no pueda venir. Yo
también estoy indispuesta, y, sin embargo, iría hasta el fin del
mundo y descalza para probar…
Con el corazón desgarrado, Felipe se acercó a Andrea, la
cual miraba por la ventana que daba a los parterres.
—¿Qué ocurre? —dijo la reina, avanzando hacia ella.
—Nada, nada… Han dicho que De Charny está enfermo,
y lo estoy viendo.
—¿Que lo veis? —preguntó Felipe, corriendo a su lado.
—Si, es él.
La reina, trastornada, abrió la ventana con un vigor
extraordinario y gritó:
—¡Monsieur de Charny!
Sorprendido, De Charny levantó la cabeza, y en el acto
avivó el paso, en dirección a la entrada principal de palacio.
XXXVIII.- LA COARTADA

De Charny entró, un poco pálido, pero erguido y sin aparente


sufrimiento.
Ante la severidad que observó, tomó la postura
respetuosa y rígida del hombre de mundo y del soldado.
—Tened cuidado, hermana —dijo el conde de Artois en
voz baja a la reina—. Me parece que estáis interrogando a
demasiada gente.
—Interrogaré al mundo entero hasta que alguien me diga
que estáis equivocado.
Durante este breve tiempo, De Charny había visto a
Felipe y le saludó cortésmente.
—Sois un verdugo de vuestra salud —dijo Felipe al oído
de su adversario—. Salir herido y… Parece que queréis morir.
—No se muere por arañarse con una zarza del Bois de
Boulogne —replicó De Charny, feliz al devolver a su enemigo
un golpe más doloroso que la herida de la espada.
La reina se les acercó, interrumpiendo un coloquio que
más bien era un aparte que un diálogo.
—Monsieur de Charny —dijo—, ¿estuvisteis, según
dicen estos señores, en el baile de la Ópera?
—Sí, Majestad —respondió De Charny, inclinándose.
—Decidnos lo que visteis allí.
—¿Vuestra Majestad me pide que diga lo que vi o a quién
vi?
—Precisamente…, a quién visteis allí. Y nada de
discreción, monsieur de Charny; nada de vaguedades…
—¿Es preciso decirlo todo, madame?
Las mejillas de la reina volvieron a tomar aquella palidez
que, diez veces desde por la mañana, había reemplazado un
rubor febril.
—Para comenzar, lo haré según la jerarquía, según la ley
que yo respeto —repuso De Charny.
—Decid, ¿me visteis a mí? —interrumpió la reina.
—Sí, Majestad, en el momento en que la máscara de la
reina cayó.
María Antonieta estrujó nerviosamente su pañuelo de
encaje.
—Monsieur —dijo con una voz en la que un observador
más inteligente habría adivinado sollozos reprimidos—,
miradme bien. ¿Estáis seguro?
—Madame, los rasgos de Su Majestad están grabados en
el corazón de todos sus súbditos. Haber visto a la reina una vez
es verla siempre.
Felipe miró a Andrea, y Andrea clavó sus ojos en los de
Felipe. Entre estos dos dolores se pactaba una dolorosa
alianza.
—Monsieur —repitió la reina, aproximándose a De
Charny—, yo os aseguro que no estuve en el baile de la Ópera.
—Madame —dijo el joven, inclinándose—, ¿no tiene Su
Majestad el derecho de ir adonde le plazca? Y aunque hubiera
ido al infierno, en el momento en que Su Majestad haya puesto
el pie en él, el infierno estaría purificado.
—Yo no os pido que excuséis mi falta —dijo la reina—.
Yo os ruego que me creáis si digo que no la he cometido.
—Yo creeré todo lo que Vuestra Majestad me ordene
creer —respondió De Charny, emocionado ante la insistencia
de la reina, ante tanta humildad en una mujer tan altiva.
—Hermana, hermana, es demasiado —murmuró el conde
de Artois al oído de María Antonieta.
Esta escena había aturdido a todos. A unos por el dolor de
su amor o de su amor propio herido, y a los otros por la
emoción que siempre despierta una mujer a quien se acusa y
que se defiende con valor contra pruebas abrumadoras.
—¡Se la cree, se la cree! —gritó la reina, ciega de cólera,
y, descorazonada, cayó sobre un sillón, enjugándose con la
punta de un dedo una lágrima que la quemaba. De pronto
volvió a levantarse.
—Hermana, querida hermana, perdóname —dijo
tiernamente el conde de Artois—. Estáis rodeada de amigos
devotos; ese secreto, del que os asustáis en exceso, sólo lo
conocemos nosotros, y de nuestro corazón, donde está
enterrado, nadie lo arrancará, más que con nuestra vida.
—¡El secreto! ¡El secreto! —gritó la reina—. No es eso
lo que quiero.
—Hermana…
—Nada de secreto; una prueba.
—Madame —dijo Andrea—, alguien llega.
—Madame —dijo Felipe en voz baja—, el rey.
—El rey —anunció un húsar en la antecámara.
—¿El rey? Tanto mejor. El rey es mi único amigo; el rey
no me juzgará culpable, aun cuando creyera esa falta. Bien
venido el rey.
El rey entró. Su mirada contrastaba con la desolación que
se veía en los rostros que rodeaban a la reina, quien exclamó:
—Sire, llegáis oportunamente. Se trata de una calumnia
más, de otro insulto que tenemos que combatir.
—¿Qué ocurre? —preguntó Luis XVI mientras avanzaba.
—Monsieur, un rumor, un rumor infame. Y va a
propagarse. Ayudadme, ayudadme, Sire, porque esta vez no
son los enemigos los que me acusan, sino mis amigos.
—¿Vuestros amigos?
—Estos señores; mi hermano…, perdón, el conde de
Artois, monsieur de Taverney y monsieur de Charny aseguran,
me aseguran, que me vieron en el baile de la Ópera.
—¿En el baile de la Ópera? —exclamó el rey, frunciendo
las cejas.
—Sí, Sire.
Un silencio amenazador planeaba sobre cada uno.
Juana de la Motte vio la sombría inquietud del rey, la
palidez mortal de la reina, y con una palabra, con una sola
palabra, podía hacer cesar una pena tan lamentable; podía con
una palabra triturar todas las acusaciones del pasado, y salvar a
la reina para el porvenir.
Pero ni su corazón ni su interés la impulsaban a ello, y se
dijo que no era el momento oportuno, que ya con motivo de la
cubeta había mentido, y que retractarse de su palabra, dejando
ver que había mentido una vez, demostrando a la reina que
mintió en la primera acusación, la nueva favorita se arruinaría,
sacrificando el provecho que esperaba de los futuros favores
reales. Y se calló.
Entonces, el rey repitió con voz angustiada:
—¿En el baile de la Ópera? ¿Quién habla de eso? ¿El
conde de Provenza lo sabe?
—¡Pero si no es verdad! —gritó la reina, con el acento de
una inocencia desesperada—. No es verdad; el conde de Artois
se equivoca, monsieur de Taverney se equivoca. Vos os
engañáis, monsieur de Charny. ¿Es tan fácil equivocarse?
Todos se inclinaron.
—¡Veamos! —exclamó la reina—. Que se haga venir a
mi gente, a todo el mundo; que se interrogue a cada uno. Ese
baile fue el sábado, ¿no es eso?
—Sí, hermana.
—¿Qué hice yo el sábado? Que me lo digan, porque voy
a acabar loca si esto continúa; acabaré creyendo yo misma que
fui a ese infame baile de la Ópera. Y si yo hubiera estado allí,
señores, lo diría.
De pronto el rey se le acercó risueño y con las manos
tendidas hacia ella, preguntando:
—¿El sábado? El sábado, ¿verdad, señores?
—Sí, Sire.
—Pues bien —continuó, más tranquilo, más satisfecho—,
no tenéis más que preguntar a vuestra camarera María. Ella
quizá recordará a qué hora entré yo en vuestra cámara ese día;
fue, me parece, hacia las once de la noche.
—¡Oh, sí! —gritó la reina, embriagada de alegría—. Sí,
Sire.
Y se arrojó en sus brazos; después, enrojecida y confusa
de saberse mirada, ocultó su rostro en el pecho del rey, que
besó tiernamente sus hermosos cabellos.
—Muy bien —dijo el conde de Artois, estupefacto de
sorpresa y de alegría a la vez—. Me compraré unos lentes,
pero vive Dios que no daría esta escena por un millón. ¿No es
así, señores?
Felipe estaba apoyado en la pared, extremadamente
pálido; De Charny, frío e impasible, se enjugaba la frente,
brillante de sudor.
—Y he aquí por qué, señores —dijo el rey, recalcando
con su felicidad el efecto que acababa de producir—, es
imposible que la reina fuese esa noche al baile de la Ópera.
Creedlo si os parece; la reina, estoy seguro de ello, se contenta
con ser creída por mí.
—Muy justo —repuso el conde de Artois—. El caballero
de Provenza pensará de esto lo que quiera, pero emplazo a su
mujer a que pruebe de la misma manera una coartada el día en
que se la acuse de haber pasado la noche fuera de casa.
—Hermano mío…
—Sire, os beso las manos.
—Charles, os acompaño —dijo el rey, después de un
último beso a la reina.
Felipe no se había movido.
—Monsieur de Taverney —dijo la reina, severamente—,
¿no acompañáis al conde de Artois?
Felipe se irguió de pronto. La sangre afluyó a sus sienes y
a sus ojos, pareciendo que se desvanecía. Apenas tuvo fuerzas
para saludar, mirar a Andrea, dirigir una mirada hostil a De
Charny y ocultar la expresión de su insensato dolor.
La reina retuvo a Andrea y a De Charny. No hubiéramos
podido esbozar esta situación de Andrea, colocada entre su
hermano y la reina, entre su amistad y su sentimiento, sin
hacer más lenta la exposición de la dramática escena en la que
el rey llegó con un feliz desenlace.
Sin embargo, nada más merecería nuestra atención si no
fuese el sufrimiento de la muchacha, la cual comprendía que
Felipe habría dado la vida por impedir el diálogo de la reina y
De Charny, y se confesaba que ella misma hubiera sentido su
corazón destrozado si por seguir y consolar a Felipe, como
debía hacerlo, hubiera dejado a De Charny a solas con Juana
de la Motte y la reina. Lo adivinaba en el aire, a la vez
humilde y sencillo, de Juana.
Lo que ella sentía, ¿cómo explicarlo?
¿Era el amor? El amor, se había dicho, no germina, no
crece con esa rapidez en la fría atmósfera de la corte. El amor,
esta planta rara, se complace en florecer en los corazones
generosos, puros e intactos. No hunde sus raíces en un corazón
profanado por los recuerdos, en un suelo helado por las
lágrimas durante años. No, no era el amor lo que
mademoiselle de Taverney sentía por De Charny. Ella
rechazaba terminantemente esa posibilidad, porque se había
jurado no amar jamás a nadie. Pero entonces, ¿por qué había
sufrido tanto cuando De Charny dirigió a la reina algunas
palabras de devoción y respeto? Cierto. Eran celos.
Sí, Andrea se confesaba que estaba celosa, no del amor
que un hombre pudiera sentir por otra mujer que no fuese ella,
sino celos de la mujer que podía inspirar, acoger y autorizar
ese amor.
Ella veía con melancolía pasar a su alrededor todos los
bellos amores de la corte nueva; almas valerosas y ardientes
que no la comprendían, que se alejaban después de haberle
ofrecido sus respetos; los unos porque su frialdad no era
estudiada, los otros porque su frialdad era un extraño contraste
con las liviandades entre las cuales Andrea había empezado a
vivir.
Y después los hombres, porque buscasen el placer, o
porque soñasen con el amor, desconfiando de la identificación
de una mujer de veinticinco años, bella y rica, que era además
la favorita de una reina, y que avanzaba sola, pálida y
silenciosa, por un camino en el que la suprema alegría y la
suprema felicidad casi siempre son un espejismo.
No es atractivo ser un problema viviente, y Andrea se
había dado cuenta. Había visto cómo los ojos se apartaban
poco a poco de su belleza, cómo los espíritus desconfiaban de
su espíritu o lo negaban. Ella veía aún más: ese abandono
llegó a ser una costumbre entre los antiguos y un instinto en
los contemporáneos; nadie abordaba a mademoiselle de
Taverney, como nadie hubiera abordado a Latona o a Diana en
Versalles. Quienquiera que la saludase, hecho su reverencia y
sonreído, había cumplido con su deber.
Estos matices no pasaban desapercibidos a la mirada sutil
de la joven. Ella, cuyo corazón había probado todas las
amarguras sin conocer un solo placer; ella, que sentía avanzar
la edad con un cortejo de pálidas tristezas, y de negros
recuerdos, invocaba por lo bajo a Aquel que castiga más que a
Aquel que perdona, y, en sus insomnios dolorosos, pasando
revista a las delicias ofrecidas a los felices amantes de
Versalles, suspiraba con una amargura mortal.
«¿Y yo, Dios mío, y yo?»
Por eso cuando encontró a De Charny la noche de aquel
terrible frío; cuando vio los ojos del joven detenerse
interesados sobre ella y envolverla poco a poco en una mirada
llena de simpatía, no notó aquella extraña reserva que advertía
en todos los cortesanos. Para este hombre, ella era una mujer.
Había despertado en ella la juventud y expulsado a la muerte;
había hecho enrojecer el mármol de Diana y de Latona.
Mademoiselle de Taverney se aferró a esta nueva fuente
de vida. Y se sintió feliz al mirar a ese joven para quien ella no
era un problema. Y se imaginó desgraciada al pensar que otra
mujer iba a cortar las alas a su azul fantasía, a destrozar su
sueño cuando el sueño no había pasado de la esperanza.
Se nos perdonará haber explicado de esta manera por qué
Andrea no siguió a Felipe fuera del gabinete de la reina,
aunque había sufrido con la injuria dirigida a su hermano, y
aunque ese hermano era para ella una idolatría, una religión,
casi un amor.
Andrea, que no soportaba la idea de la reina hablando
directamente con De Charny, no pensó, sin embargo, en tomar
parte en la conversación después de la marcha de Felipe.
Se sentó en un rincón de la chimenea, de espaldas al
grupo que formaban la reina, sentada ella, De Charny de pie y
Juana de la Motte junto a la ventana, donde su falsa timidez
buscaba un refugio, y su curiosidad un puesto favorable para
observar.
La reina permaneció algunos minutos en silencio, no
sabiendo cómo entablar una nueva conversación después de la
escena de que acababa de ser protagonista.
De Charny parecía estar sufriendo y su actitud no
desagradaba a la reina, quien al fin rompió el silencio, y
respondiendo al mismo tiempo a su propio pensamiento y al
de los demás dijo:
—Esto prueba que no carecemos de enemigos. ¿Quién
creería que pueden pasar cosas tan miserables en la corte de
Francia, monsieur? ¿Puede creerse eso?
De Charny no respondió.
—En vuestros barcos —continuó la reina—, ¡qué alegría
vivir a pleno cielo y en plena mar! Se nos habla a nosotros,
ciudadanos, de los peligros del océano. ¿Es que las olas, las
más furiosas olas, no han arrojado sobre vos la espuma de su
ira? ¿Es que sus asaltos no os han derribado algunas veces
sobre el puente del navío? Pues ved vuestra realidad: Miraos,
sano, joven, y lleno de honores.
—Madame…
—¿Es que los ingleses —continuó la reina, que se
animaba por grados— no os han hecho también objeto de su
cólera con sus ataques, cóleras peligrosas para la vida? ¿Pero
qué os importa? Ahora estáis a salvo, sois fuerte, y es a causa
de la ira de los adversarios que habéis vencido, que el rey os
haya felicitado y lisonjeado, y que el pueblo sepa vuestro
nombre y lo ame.
—¿Y bien, madame? —murmuró De Charny, que veía
con temor la fiebre que insensiblemente exaltaba los nervios
de María Antonieta.
—¿Adonde quiero llegar? A esto: benditos sean los
enemigos que arrojan sobre nosotros la llama, el hierro, la ola
espumeante; benditos sean los enemigos que no amenazan más
que con la muerte.
—Madame —repuso De Charny—, no hay enemigos
para Vuestra Majestad; sólo hay serpientes para el águila. Todo
lo que se arrastra a ras de suelo no puede hacer daño a los que
planean en las nubes.
—Monsieur —se apresuró a responder la reina—, vos
habéis regresado sano y salvo de la batalla, lo sé; habéis salido
sano y salvo de la tempestad; por eso os sentís triunfante y
amado, mientras que los que tienen un enemigo, como
nosotros lo tenemos, ven su honra infectada por la maraña de
la calumnia. Es cierto que aquí no corremos ningún riesgo
mortal, pero envejecemos con cada tempestad, y nos
habituamos a inclinar la frente con el temor de encontrar,
como yo he encontrado hoy, la doble injuria de los amigos y
de los enemigos, fundidas en un solo ataque. ¡Si vos supierais,
monsieur, lo duro que es ser odiado!
Andrea esperaba con ansiedad la respuesta del joven;
temblaba ante la idea de que él no replicase con el consuelo
afectuoso que parecía solicitar la reina. Pero De Charny, por el
contrario, se enjugó la frente con su pañuelo, buscó un punto
de apoyo en el respaldo de un sillón y palideció. La reina le
miraba.
—¿No hace demasiado calor aquí?
Juana de la Motte abrió la ventana con su pequeña mano
y levantó la falleba con el vigor de un puño masculino. De
Charny aspiró el aire con ansiedad.
—Monsieur está acostumbrado al viento del mar y se
ahoga en los gabinetes de Versalles.
—No es eso, madame —repuso De Charny—; pero tengo
un servicio a las dos, y si Su Majestad no me ordena que me
quede…
—No, monsieur —dijo la reina—. Nosotros sabemos lo
que es una consigna, ¿verdad, Andrea?
Después, volviéndose hacia él y en un tono ligeramente
mortificado, dijo:
—Estáis libre, monsieur.
Y despidió al joven oficial con un ademán, quien saludó
como si el tiempo le apremiase y desapareció detrás del tapiz.
Al cabo de unos segundos se oyó en la antecámara una
queja y el ruido de pasos apresurados de varias personas.
La reina estaba cerca de la puerta, acaso por casualidad o
porque quiso seguir con la mirada a De Charny, cuya
precipitada retirada le pareció extraña. Levantó el tapiz, lanzó
un débil grito y pareció dispuesta a salir, pero Andrea, que no
la había perdido de vista, se encontraba entre ella y la puerta.
—No, madame.
La reina miró fijamente a Andrea, que sostuvo
firmemente su mirada. Juana de la Motte intentó acercarse.
Entre la reina y Andrea había un pequeño claro, y María
Antonieta vio a De Charny desvanecido, al cual los servidores
y los guardias socorrían en aquel momento. La reina, al ver el
movimiento de Juana de la Motte, cerró rápidamente la puerta,
pero demasiado tarde, porque madame de la Motte había visto
lo ocurrido.
María Antonieta, con el ceño fruncido y el gesto
pensativo, volvió a sentarse en su sillón; se sentía presa de esa
sombría preocupación que sucede a toda emoción violenta. Se
hubiera dicho que no se daba cuenta de nada de lo que sucedía
a su alrededor. Andrea, aunque continuaba de pie y apoyada en
el muro, no parecía menos distraída que la reina.
Siguió un momento de silencio.
—Esto ha sido algo realmente extraño —dijo de pronto la
reina, y en voz alta, haciendo estremecer con sus palabras a las
dos mujeres, sorprendidas porque no esperaban que hablase—.
Me parece que De Charny duda todavía…
—¿Duda de qué, madame? —preguntó Andrea.
—De mi estancia en el castillo la noche de ese baile.
—Oh, madame…
—¿No es así, condesa? ¿No creéis que tengo razón? ¿Que
monsieur de Charny todavía duda?
—¿A pesar de la palabra del rey? Eso es imposible,
madame —dijo Andrea.
—Se puede pensar que por amor propio el rey ha venido
en mi socorro. Pero él no lo cree. ¡No, no lo cree!
—Mi hermano no es menos incrédulo que De Charny —
dijo Andrea—, y me pareció convencido.
—Sería triste —continuó la reina, que no había
escuchado la respuesta de Andrea—. Si fuera así, ese joven no
tiene el corazón tan recto y puro como yo creía.
Después, en tono iracundo, exclamó:
—A fin de cuentas, si lo vio, ¿por qué tiene que creerlo?
El conde de Artois también me vio; Felipe también me vio, y
si no me vio, lo ha dicho. Todo el mundo me vio, y ha sido
precisa la palabra del rey para que se me crea, o para que
parezca que se me cree. Hay algo sórdido en este asunto, algo
que debo poner en claro. Andrea, ¿no creéis que debo buscar y
descubrir la causa de lo que ocurre?
—Vuestra Majestad tiene razón —dijo Andrea—. Y estoy
segura de que madame de la Motte es de mi opinión y que
piensa que Vuestra Majestad debe indagar hasta que encuentre
una explicación. ¿No es así, madame?
Juana de la Motte, cogida de improviso, se estremeció y
no respondió una palabra.
—Porque —continuó la reina— se ha dicho también que
se me había visto en casa de Mesmer.
—Vuestra Majestad estaba allí —se apresuró a decir
Juana de la Motte con una sonrisa.
—Sea —respondió la reina—, pero yo no hice allí lo que
dice el libelo. Y después se me vio en la Ópera, y allí sí que yo
no estuve.
Reflexionó, y después, de pronto y vivamente, exclamó:
—Ya he encontrado la verdad.
—¿La verdad? —balbució la condesa.
—Ojalá —dijo Andrea.
—Que se haga venir a monsieur de Crosne —dijo
alegremente la reina, dirigiéndose a madame de Misery, que
entraba en aquel instante.
XXXIX.- MONSIEUR DE CROSNE

De Crosne, que era un hombre muy cortés, estaba


terriblemente confuso después de la explicación del rey y de la
reina.
No era una pequeña dificultad para el perfecto
conocimiento de los secretos de una mujer, sobre todo cuando
esa mujer era la reina, y se tiene la misión de salvaguardar los
intereses de una corona y el cuidado de un nombre.
De Crosne sentía que estaba a punto de sufrir el peso de
la cólera de una mujer y la indignación de una soberana, pero
se había parapetado valientemente en su deber, y su cortesía
debía servirle de coraza para amortiguar los primeros golpes.
Entró apaciblemente, con la sonrisa en los labios.
La reina, en cambio, no sonreía.
—Veamos, monsieur de Crosne —dijo—, ha llegado el
momento de las explicaciones.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad.
—Vos debéis saber la causa de lo que me sucede, señor
lugarteniente de policía.
De Crosne miró en torno con cierta desazón.
—No os inquietéis —prosiguió la reina—; conocéis
perfectamente a estas damas; en realidad, conocéis a todo el
mundo.
—No tanto —dijo el magistrado—. Conozco a las
personas, conozco los efectos, pero no conozco la causa de la
cual habla Vuestra Majestad.
—Tendré, pues, que tomarme la molestia de informaros
—replicó la reina, irritada ante la tranquilidad del
lugarteniente de policía—. Es evidente que debería confiaros
mis secretos como se confían los secretos en voz baja, o
reservadamente, pero ante el extremo a que se ha llegado,
deseo hacerlo con entera claridad y en voz alta. Pues bien, yo
atribuyo los efectos, como vos los llamáis, los efectos de los
cuales me quejo, a la innoble conducta de una persona que se
me parece y que se ofrece en espectáculo por todas partes
donde vos creéis verme, vos o vuestros agentes.
—¿Alguien que se os parece? —preguntó De Crosne,
demasiado ocupado en sostener el ataque de la reina para darse
cuenta de la turbación pasajera de Juana y de la exclamación
de Andrea.
—¿Acaso encontráis esta suposición imposible, señor
lugarteniente de policía? ¿Preferiríais creer que yo me
equivoco o que os equivoco?
—Madame, yo no digo eso, pero sea cual sea el parecido
entre cualquier mujer y Vuestra Majestad, hay tal diferencia
que ninguna mirada podría engañarse.
—Es posible engañarse, monsieur, ya que hay quien se ha
engañado.
—Encontraré un ejemplo para Vuestra Majestad —dijo
Andrea.
—Ah…
—Cuando vivíamos en Taverney-Mayson-Rouge con mi
padre, teníamos una criada que, por una extraña casualidad…
—Se me parecía.
—Vuestra Majestad debería tener cuidado.
—Y con esta muchacha, ¿qué es lo que ha pasado?
—Entonces no sabíamos aún hasta qué punto el espíritu
de Vuestra Majestad es generoso, elevado, superior; mi padre
tenía miedo de que su parecido disgustase a la reina, y cuando
estábamos en el Trianón escondíamos a esa muchacha a los
ojos de la corte.
—Ya estáis viendo, monsieur de Crosne. Esto os debe
interesar.
—Mucho, madame.
—Seguid, mi querida Andrea.
—Esa muchacha, que era un espíritu inquieto y
ambicioso, se aburría al verse aislada, encontró sin duda una
mala amistad, y una noche, cuando iba a acostarme, me
sorprendió no verla. La buscamos y fue inútil. Había
desaparecido.
—¿Os había robado algo?
—No, madame; yo no tenía nada.
Juana seguía el diálogo con una atención fácil de
imaginar.
—¿No sabíais nada de esto, monsieur de Crosne? —
preguntó la reina.
—No, madame.
—Es decir, que existe una mujer cuyo parecido conmigo
es sorprendente, y vos no lo sabíais. De modo que un
acontecimiento de esta importancia se produce en el reino,
causando graves desórdenes, y no sois vos el primero en
enterarse. Entonces, confesemos que la policía está mal
organizada.
—Me permito —respondió el magistrado— aseguraros
que no, madame. Dejemos al vulgo colocar las funciones del
lugarteniente de policía a la altura de un dios, pero Vuestra
Majestad, colocada por encima de mi en este Olimpo terrestre,
sabe que los magistrados del rey son únicamente hombres. Yo
no tengo poder sobre todos los acontecimientos, y los hay tan
extraños que la inteligencia humana apenas puede
comprenderlos.
—Monsieur, cuando un hombre ha recibido todos los
poderes para penetrar hasta en el pensamiento de sus
semejantes; cuando con sus agentes paga a los espías; cuando
con sus espías puede saber hasta los gestos que hago delante
de mi espejo, si este hombre no es el dueño de los
acontecimientos…
—Madame, cuando Vuestra Majestad pasó la noche fuera
de su apartamento, yo lo supe. ¿Estaba, entonces, mi policía
mal organizada? Ese día Vuestra Majestad había ido a casa de
la dama que está aquí, en la calle Saint-Claude, en Marais. Eso
ya no interesa. Cuando os presentasteis en la cubeta de
Mesmer con madame de Lamballe, mi policía cumplió bien,
ya que los agentes os vieron. Cuando fuisteis a la Ópera…
La reina levantó la cabeza.
—Dejadme continuar, madame. Os digo lo mismo que el
señor conde de Artois os dijo: si el cuñado se confunde con los
rasgos de su hermana, con más razón se confundirá un agente
a quien se le paga un escudo por día. El agente creyó veros y
así lo informó. Mi policía estaba bien organizada ese día.
Diréis también, madame, que mis agentes no han seguido bien
el asunto del gacetillero Reteau, golpeado por monsieur de
Charny.
—¡Por monsieur de Charny! —exclamaron a la vez
Andrea y la reina.
—El acontecimiento es reciente, madame, y los
bastonazos están aún calientes sobre la espalda del libelista.
He ahí una de esas aventuras que constituían el triunfo de De
Sartines, mi predecesor, cuando las contaba tan
espiritualmente al rey difunto o a la favorita.
—¿De Charny puso las manos sobre ese miserable?
—Lo he sabido por mi policía, tan calumniada, madame.
Y estaréis de acuerdo conmigo en que esa policía ha tenido
necesidad de un poco de inteligencia para descubrir el duelo
que ha seguido a este asunto.
—¿Un duelo de De Charny? ¿De Charny se ha batido? —
exclamó la reina.
—¿Con el gacetillero? —dijo Andrea vivamente.
—No, señoras mías; el gacetillero tan golpeado no habría
sido capaz de pegarle a monsieur de Charny la estocada que le
hizo caer enfermo en vuestra cámara.
—¡Herido! ¿Está herido? —exclamó la reina—. ¿Pero
cuándo ha sido eso? ¿Cómo ha sido? Os equivocáis, monsieur
de Crosne.
—Vuestra Majestad me encuentra tantas veces en falta
que no es capaz de concederme que esta vez no me equivoco.
—Hace un momento estaba aquí.
—Ya lo sé.
—Sí, sí —dijo Andrea—. He podido darme cuenta de que
sufría.
Pronunció estas palabras en un tono que la reina, al
descubrir su hostilidad, se volvió con viveza.
Su mirada fue una respuesta que Andrea sostuvo con
energía.
—¿Qué decís? —dijo María Antonieta—. ¿De modo que
os habéis dado cuenta de que De Charny sufría y no me lo
habéis dicho?
Andrea no replicó. Juana quiso acudir en socorro de la
favorita, cuya amistad deseaba procurarse, y dijo:
—Yo también he creído advertir que monsieur de Charny
se sostenía a duras penas durante el tiempo que Vuestra
Majestad le concedía el honor de hablarle.
—Difícilmente, sí —exclamó la orgullosa Andrea, sin ni
siquiera dar las gracias a la condesa con una mirada.
De Crosne, a quien se interrogaba, estaba saboreando sus
propias observaciones sobre las tres mujeres, de las cuales ni
una, exceptuando a Juana, se daba cuenta de que estaban ante
un lugarteniente de policía.
—Monsieur, ¿con quién y por qué De Charny se ha
batido?
Durante este tiempo Andrea recuperó la calma.
—Con un gentilhombre que… Madame, creo que es
inútil en este momento. Los dos adversarios están ahora en
buenas relaciones, pues hace un instante hablaban delante de
Vuestra Majestad.
—¿Delante de mí… aquí?
—Aquí mismo. El vencedor salió primero, hace quince
minutos.
—¡Monsieur de Taverney! —exclamó la reina con un
destello de ira en la mirada.
—¡Mi hermano! —murmuró Andrea, que se reprochaba
haber sido lo bastante egoísta para no entenderlo todo.
—Creo —dijo De Crosne— que es con Felipe de
Taverney con quien monsieur de Charny se ha batido.
La reina se golpeó violentamente las manos, la una contra
la otra, lo que era indicio de su cólera.
—Es un inconveniente, es inaceptable. Las costumbres de
América traídas a Versalles… No, no lo consentiré.
Andrea bajó la cabeza, y De Crosne hizo lo mismo.
—Entonces, porque ha combatido al lado de La Fayette y
de Washington —la reina pronunciaba ese nombre con acento
francés—, se transformará mi corte en una liza del siglo xvi. Y
digo que no. Debíais saber que vuestro hermano se ha batido.
—Acabo de enterarme, madame.
—¿Por qué se han batido?
—Hubiéramos podido preguntárselo a De Charny, que se
ha batido con él —dijo Andrea, pálida y brillándole los ojos.
—Yo no pregunto —dijo, con altivez, la reina— lo que ha
hecho De Charny, sino lo que ha hecho Felipe de Taverney.
—Si mi hermano ha tenido un duelo —dijo Andrea,
dejando caer una a una sus palabras—, no puede ser contra el
servicio de Vuestra Majestad.
—Es decir, que De Charny no se ha batido en servicio
mío, mademoiselle.
—Tengo el honor de hacer observar a Vuestra Majestad
—repuso Andrea, en el mismo tono— que hablo únicamente
de mi hermano, y de nadie más.
María Antonieta conservó la calma, pero para conseguirlo
necesitó reunir todas sus fuerzas.
Se levantó, dio una vuelta por la habitación, fingió
mirarse en el espejo, tomó un libro de un cajón de laca,
recorrió siete u ocho líneas y lo tiró.
—Gracias, monsieur de Crosne —dijo al magistrado—.
Me habéis convencido. Tenía la cabeza un poco trastornada
por estas noticias y suposiciones. Sí. La policía está bien
organizada, monsieur; pero os lo suplico, pensad en ese
parecido del que hemos hablado. Adiós.
Le tendió la mano con la mayor amabilidad, y De Crosne
salió halagado y a la vez enterado de algo que ignoraba al
entrar.
Andrea percibió el matiz de la palabra «adiós», e hizo una
solemne reverencia. La reina le despidió como distraída, pero
sin rencor aparente. Juana se inclinó como ante un altar
sagrado, y se disponía a pedir licencia para retirarse.
Madame de Misery entró, diciéndole a la reina:
—Madame —dijo—, ¿Vuestra Majestad ha dado hora a
los señores Boehmer y Bossange?
—Ah, es cierto, mi buena De Misery. Que entren.
Quedaos un poco más, madame de la Motte; deseo que el rey
haga una paz más completa con vos.
Al decir estas palabras, la reina acechaba por el espejo la
expresión de Andrea, que se acercaba lentamente a la puerta
del gabinete. Quizá quería herir su amor propio favoreciendo a
la recién llegada.
Andrea desapareció tras los cortinajes; no había
pestañeado ni demostrado la menor turbación.
—Acero, acero —suspiró la reina—. Sí, son de acero
estos De Taverney, pero también son de oro… Buenos días,
señores joyeros. ¿Qué me traéis de nuevo? Sabéis muy bien
que no tengo dinero.
XL.- LA TENTADORA

Juana de la Motte había regresado a su sitio, humildemente


apartada de todos, de pie y atenta, como una mujer a la que se
le ha permitido seguir allí y escuchar.
Boehmer y Bossange, con traje de ceremonia, acudieron a
la audiencia de la soberana. Y multiplicaron sus saludos hasta
llegar al sillón de María Antonieta.
—Los joyeros —dijo ella— no vienen aquí más que para
hablar de joyas. Mal momento, señores.
Boehmer tomó la palabra, pues era el orador de la
sociedad.
—Madame, nosotros no venimos a ofrecer mercancía a
Vuestra Majestad; temeríamos ser indiscretos.
—Oh… —dijo la reina, la cual se arrepentía ya de su
crudeza—. Ver joyas no es comprarlas.
—Sin duda, madame —continuó Boehmer,
comprendiendo el significado de su frase—, pero nosotros
venimos ahora para cumplir un deber.
—¿Un deber? —preguntó la reina, con extrañeza.
—Se trata una vez más de ese bello collar de diamantes
que Vuestra Majestad no se ha dignado aceptar.
—Sí, el collar… Otra vez este asunto —exclamó María
Antonieta, riendo—. La verdad es que era muy hermoso,
monsieur Boehmer.
—Tan hermoso, madame —dijo Bossange, tímidamente
—, que sólo Vuestra Majestad era digna de llevarlo.
—Eso es lo que me consuela —dijo María Antonieta, con
un ligero suspiro que no pasó desapercibido para Juana de la
Motte—. Lo que me consuela es que costaba… un millón y
medio. ¿No es así, monsieur Boehmer?
—Sí, Majestad.
—Y en este triste tiempo en que vivimos, cuando los
pueblos carecen de lo necesario, no hay soberano que pueda
comprar un collar de diamantes de seiscientas mil libras.
—¡Seiscientas mil libras! —replicó, como un eco fiel,
Juana de la Motte.
—Entonces, señores, lo que yo no he podido ni debido
comprar, no habrá nadie que lo haga… Me diréis que los
diamantes son excelentes, es verdad, pero yo no envidiaré a
nadie porque compre dos o tres diamantes; yo sólo podría
desear sesenta.
La reina se frotó las manos con una especie de
satisfacción en la cual entraba cierto deseo de fastidiar un poco
a Boehmer y a Bossange.
—He aquí justamente en lo que Vuestra Majestad comete
un error —dijo Boehmer—, y he aquí también por qué
consideramos un deber venir a deciros que el collar está
vendido.
—¿Vendido? —exclamó la reina.
—¿Vendido? —preguntó Juana de la Motte, a la cual el
movimiento de su protectora aconsejó fingir una inquietud
propia de su pretendida abnegación.
—¿A quién? —quiso saber la reina.
—Madame, es un secreto de Estado.
—¿Un secreto de Estado? Nosotros podemos reírnos de
semejante secreto —dijo, sonriendo, María Antonieta—.
Muchas veces lo que no se dice es lo que no se debería decir,
pero acaba diciéndose, ¿no es así, Boehmer?
—Madame…
—¡Oh, los secretos de Estado! Pero si eso nos es familiar.
Tened cuidado, Boehmer, porque si no me confiáis el vuestro,
yo os lo haré robar por un empleado de monsieur de Crosne.
Y se rió con alborozo, demostrando sin rodeos su opinión
sobre el pretendido secreto que impedía a Boehmer y a
Bossange revelar el nombre de los compradores del collar.
—Con Vuestra Majestad —dijo gravemente Boehmer—
no podemos comportarnos como con los demás clientes, y por
eso hemos venido a decir a Vuestra Majestad que el collar ha
sido vendido, porque está vendido, y debemos callar el nombre
de su comprador, pues la adquisición se ha hecho en secreto,
tras el viaje de un embajador enviado de incógnito.
La reina, ante la palabra «embajador», se sintió otra vez
presa de un acceso de hilaridad. Y se volvió hacia madame de
la Motte, diciéndole:
—Lo que hay de admirable con Boehmer es que es capaz
de creer lo que acaba de decirme. Veamos, Boehmer, decidme
solamente el país de donde viene ese embajador… No, es
demasiado —dijo, riendo—. La primera letra de su nombre.
Me conformo con eso —y siguió riendo con el mismo
entusiasmo.
—Es el embajador de Portugal —dijo Boehmer, bajando
la voz, para por lo menos salvar su secreto de los oídos de
Juana de la Motte.
Ante esta afirmación tan rotunda, la reina se detuvo.
—¿Un embajador de Portugal? —dijo—. No hay ninguno
aquí, Boehmer.
—Ha venido expresamente, madame.
—¿A visitaros…, y de incógnito?
—Sí, madame.
—¿Quién es?
—Monsieur de Souza.
La reina no replicó. Movió un poco la cabeza, y después,
tomada su decisión, dijo:
—Muy bien. Mejor para Su Majestad la reina de
Portugal; los diamantes son bellos. No hablemos más del
asunto.
—Madame, si Vuestra Majestad se dignara permitirme
hablar de ello.
—Permitirnos —dijo Boehmer, mirando a su socio.
—¿Habéis visto esos diamantes, condesa? —preguntó la
reina, dirigiendo la mirada a Juana.
—No, madame.
—¡Son tan hermosos!… Es una lástima que estos señores
no los hayan traído.
—Están aquí —dijo Bossange.
Y sacó del fondo de su sombrero, que llevaba bajo el
brazo, el pequeño estuche que guardaba el collar.
—Ved, ved, condesa; vos sois mujer y esto os encantará
—dijo la reina.
Y se apartó un poco del velador de Sevres, en el cual
Boehmer acababa de colocar con arte el collar, de forma que el
día, hiriendo las piedras, hizo brillar la luz en casi todas sus
facetas.
Juana dio un grito de admiración. Realmente, nada era
más bello; se hubiera dicho una lengua de fuego cuyas
pequeñas llamas tan pronto eran verdes como rojas o blancas,
como la luz misma. Boehmer hacía oscilar el estuche y rielar
las maravillas de aquellas llamas líquidas.
—¡Admirable, admirable! —exclamó Juana, con una
cálida admiración.
—Seiscientas mil libras que caben en el hueco de la mano
—repuso la reina con una afectación de un matiz filosófico
que Rousseau, el de Génova, habría adoptado en parecidas
circunstancias.
Pero Juana advirtió en ese desdén algo muy distinto del
desdén en sí, porque no perdía la esperanza de convencer a la
reina, y después de un detenido examen, dijo:
—El señor joyero tiene razón; no hay en el mundo más
que una reina que sea digna de llevar este collar, y es Vuestra
Majestad.
—Sin embargo, Mi Majestad no lo llevará —repuso
María Antonieta.
—Nosotros no podíamos dejarlo salir de Francia,
madame, sin venir a rendir a los pies de Vuestra Majestad
nuestro disgusto. Es una joya que toda Europa conoce ahora y
que se disputa. Que tal o cual soberana se beneficie de lo que
la reina de Francia ha rehusado, nuestro orgullo nacional lo
permitirá cuando vos, madame, nos hayáis dado una vez más
vuestra irrevocable negativa.
—Mi negativa ya fue dada —respondió la reina— y hoy
es pública. Y se me ha elogiado demasiado por ella para que
ahora me arrepienta.
—Madame —dijo Boehmer—, si el pueblo ha agradecido
que Vuestra Majestad haya preferido un barco a un collar, a la
nobleza, que también es francesa, no le extrañará que la reina
de Francia compre un collar después de comprar un barco.
—No hablemos más de eso —dijo María Antonieta,
mirando por última vez el cofrecillo.
Juana suspiró para adherirse al suspiro de la reina.
—Ah, vos suspiráis, condesa, pero si estuvieseis en mi
lugar haríais lo mismo que yo.
—No sé —murmuró Juana.
—¿Lo habéis visto bien? —preguntó la reina.
—No me cansaría de mirarlo, madame.
—Permitidle esta curiosidad, señores; quiere admirarlo
más. Esto no les resta calidad a los diamantes;
desdichadamente, siguen valiendo seiscientas mil libras.
Estas palabras le parecieron oportunas para sus fines a
Juana de la Motte.
Si la reina veía como una desdicha el precio del collar,
quería decir que lo había deseado, y el no haber satisfecho ese
deseo significaba que el deseo persistía. Su lógica la estimuló
para decir:
—Seiscientas mil libras, madame, en vuestro cuello harán
morir de envidia a todas las mujeres, aunque fuesen Cleopatra
o Venus.
Y sacando del cofrecillo el regio collar, lo cerró tan
hábilmente en el cuello de María Antonieta, que en un instante
la reina sintió como si de la piel de seda de su pecho brotasen
gotas de luz que deslumbraban.
—¡Oh! Vuestra Majestad se ennoblece todavía más —
dijo Juana.
María Antonieta se miró en un espejo, y enmudeció de
asombro. Su cuello, fino y esbelto como el de Jane Grey, ese
cuello magnífico como el tallo de un lirio y destinado, lo
mismo que la flor de Virgilio, a caer bajo el hierro, aparecía,
con sus bucles dorados y sus rizos, tan bello como la garganta
de un cisne acariciado por el sol.
Juana se había atrevido a descubrir los hombros de la
reina, y las últimas vueltas del collar caían sobre su pecho de
nácar. La reina estaba radiante y la mujer soberbia.
Enamorados y súbditos se prosternarían ante una belleza
realzada con la joya más egregia.
María Antonieta se olvidó de todo lo que la rodeaba
mientras se contemplaba. Después, invadida por el escrúpulo
ante un derroche al que se había negado, hizo ademán de
quitarse el collar, exclamando:
—¡Basta, basta!
—El collar ya conoce el cuello de Vuestra Majestad —
repuso Boehmer—, y no puede ser de nadie que no sea la reina
de Francia.
—¡Imposible! —replicó firmemente la reina—. Señores,
ya he jugado un poco con estos diamantes, pero prolongar el
juego sería un imperdonable error.
—Vuestra Majestad tiene el tiempo necesario para
acostumbrarse a esta idea —le susurró Boehmer a la reina—.
Mañana volveremos.
—Pagar tarde, siempre es pagar. ¿Y con qué objeto pagar
tarde? Vos tenéis prisa. Cobrar cuanto antes es la primera
máxima del vendedor.
—Cierto, cierto, Majestad —admitió el mercader.
—Tomadlo, tomadlo —exclamó la reina—. Poned en
seguida los diamantes en el cofrecillo.
—Vuestra Majestad —dijo Juana de la Motte— olvida
quizá que dentro de cien años el collar valdrá más aún de lo
que vale hoy.
—Dadme seiscientas mil libras, condesa —contestó,
sonriendo forzadamente la reina—, y entonces lo pensaré.
—Si yo las tuviera…
Y se calló. Las frases largas valen siempre menos que una
breve y oportuna sugerencia.
Boehmer y Bossange emplearon casi un cuarto de hora en
encajar las vueltas del collar en el estuche y en asegurarse del
funcionamiento de la llave que protegía tanta riqueza.
Mientras, la reina seguía impasible. Sin embargo, en su
inmovilidad y en su silencio se advertía la lucha que sostenía
consigo misma. Según acostumbraba en los momentos
difíciles, cogió un libro y fue pasando, sin leerlas, algunas
páginas.
Los joyeros le pidieron su venia para irse, preguntando
todavía:
—¿Vuestra Majestad lo rehúsa?
—Sí… y sí —suspiró la reina, dejando esta vez que todos
se diesen cuenta de su suspiro.
Los joyeros abandonaron la cámara.
Juana vio que el pie de María Antonieta se agitaba sobre
el almohadón que había bajo el sofá. «Sufre», se dijo.
De pronto, la reina se levantó, dio una vuelta por el
gabinete, y deteniéndose ante Juana, cuya mirada la atraía,
dijo:
—Condesa, parece que el rey ya no vendrá. Dejaremos
nuestro pequeño ruego para una próxima audiencia.
Juana saludó respetuosamente y retrocedió hasta la
puerta.
—Pero yo me acordaré de vos —agregó bondadosamente
la reina.
Juana besó la mano de la reina como si en sus labios
estuviese su corazón, y salió, dejando a María Antonieta
vencida por la tristeza y el desencanto.
«La tristeza de la impotencia y el desencanto del deseo
frustrado —se dijo Juana—. Y ella es la reina… Pero no. ¡Ella
es mujer!»
La reina se quedó sola.
XLI.- DOS AMBICIOSOS QUE
QUIEREN PASAR POR AMANTES

Juana, que no era reina, también era mujer.


Lógico, pues, que una vez se vio en su carroza comparase
el bello palacio de Versalles y su suntuoso interior con su
cuarto piso de la calle Neuve-Saint-Gilles; a un lado, soberbios
lacayos, y en el suyo, una vieja sirvienta.
En seguida, sin embargo, la humilde vivienda y la vieja
criada las desechó de la memoria, como una realidad
imprecisa, viendo únicamente su nueva morada del arrabal
Saint-Antoine, tan magnífica, tan graciosa y tan acogedora con
sus criados, menos engalanados que los lacayos de Versalles,
pero respetuosos y serviciales como ellos.
Esa casa y esos domésticos eran su Versalles; reina entre
sus paredes, no era menos reina que María Antonieta, sin el
tormento de los deseos insatisfechos, toda vez que sabía
limitarlos, no a lo superfluo, sino a lo razonable, y cualquier
deseo que se le antojara podía satisfacerlo como si fuera otra
reina.
Fue, pues, con la frente serena y la sonrisa en los labios
que Juana llegó a su casa, temprano todavía. Seguidamente
escribió algunas líneas, metió el billete en un sobrecito
perfumado, escribió la dirección y llamó. Aún se oía la
vibración de la campanilla cuando se abrió la puerta y un
lacayo esperaba en el umbral. «Tenía razón —se dijo Juana—.
La reina no está mejor servida».
—Esta carta es para monseñor el cardenal de Rohan.
El lacayo tomó el billete y salió sin decir una palabra, con
la muda obediencia de los servidores de la mejor escuela.
La condesa dejó que retrocediera su pensamiento,
encadenándolo con los pensamientos que llenaron su mente
durante el camino de regreso.
No habían transcurrido cinco minutos cuando llamaron a
la puerta.
—Adelante.
Era el mismo lacayo.
—¿Vos? —preguntó Juana, con un ligero movimiento de
impaciencia.
—Al salir para cumplir la orden de la señora condesa, la
carroza de monseñor se paraba ante la puerta. Le he dicho que
iba a su palacio. Ha cogido la carta, la ha leído, se ha apeado y
ha entrado diciendo: «Anunciadme». Monseñor espera que
madame dé instrucciones.
Una ligera sonrisa cruzó por los labios de la condesa, y
después de unos segundos, dijo:
—Hacedle entrar.
¿Estos segundos tuvieron por objeto hacer esperar en su
antecámara a un príncipe de la Iglesia o le eran necesarios a
Juana de la Motte para perfilar su plan?
El príncipe apareció en la puerta.
En su casa, y enviando a buscar al cardenal, y sintiendo
tanta alegría porque el cardenal estaba allí, ¿Juana tenía, pues,
un plan? Seguramente sí, porque la fantasía de María
Antonieta, parecida a uno de esos fuegos fatuos que salpican
un valle en sombras; su fantasía de reina, y sobre todo de
mujer, acababa de abrir a los ojos de la intrigante condesa los
secretos pliegues de un alma tortuosa y lo suficientemente
cauta para ocultarlos.
El camino es largo desde Versalles a París, y cuando se
recorre llevando consigo el demonio de la ambición, se tiene
tiempo para redondear los cálculos más audaces.
Juana sentía como si la embriagase la cifra de seiscientas
mil libras, esparcida en diamantes sobre el satén blanco del
cofrecillo de Boehmer y Bossange.
¡Seiscientas mil libras! ¿No eran, acaso, una fortuna de
príncipe, y sobre todo para la mendiga que, hacía un mes,
tendía su mano a la limosna de los grandes?
Indudablemente, no estaba más lejos la Juana de Valois
de la calle Neuve-Saint-Gilles de la Juana de Valois del arrabal
de Saint-Antoine, ni lo estaba la Juana de Valois del arrabal de
Saint-Antoine de la Juana de Valois dueña del collar.
Ella pensaba que había franqueado más de la mitad del
camino que lleva a la fortuna, y la fortuna que ambicionaba no
era una ilusión como la palabra de un contrato, como una
posesión territorial, cosas primordiales, sin duda, pero a las
cuales es necesario unir la inteligencia del espíritu.
No, ese collar era algo muy diferente a un contrato o a
una tierra; ese collar representaba la fortuna visible; mientras
se mostraba a los ojos, ardiente y fascinadora; y puesto que la
reina lo deseaba, Juana de Valois podía muy bien soñar con él;
puesto que la reina sabía privarse de dicha joya, Juana de la
Motte podía limitar a ella su ambición.
Y así mil ideas inconcretas. Estos fantasmas extraños de
contornos nebulosos, que según Aristófanes67 subyugaban a los
hombres en los momentos de pasión, mil deseos, mil ansias de
posesión tomaron para Juana, durante su camino de París a
Versalles, la forma de lobos, de zorros y de serpientes aladas.
El cardenal, que debía realizar sus sueños, los
interrumpió, respondiendo con su inesperada presencia al
deseo que Juana de la Motte tenía de verle.
El también abrigaba sueños, también tenía su ambición,
que ocultaba bajo una máscara aparentemente amorosa.
—Ah, querida Juana —dijo—, ya estoy a vuestro lado.
Creedme, me habéis llegado a ser tan necesaria que me
desasosegaba sólo de pensar que estabais lejos de mí. ¿Habéis
regresado bien de Versalles?
—Como vos podéis ver, monseñor.
—¿Y contenta?
—Encantada.
—¿La reina os ha recibido, entonces?
—En cuanto me anunciaron me hizo pasar y he sido
introducida ante ella.
—Habéis tenido suerte. Adivino por vuestro rostro que la
reina os ha hablado.
—He estado cerca de tres horas en el gabinete de Su
Majestad.
El cardenal se estremeció y estuvo a punto de repetir, con
acento asombrado: «¡Tres horas!», pero se contuvo.
—Sois realmente hechicera y nadie puede resistiros.
—Vos exageráis, príncipe mío.
—Es la verdad, ¿entonces, habéis estado tres horas con la
reina?
Juana afirmó con la cabeza.
—Tres horas —repitió el cardenal sonriendo—. Cuántas
cosas una mujer tan espiritual como vos puede decir en tres
horas…
—Os aseguro, monseñor, que no he perdido el tiempo.
—Me parece que durante esas tres horas no habéis
pensado en mí ni un solo minuto.
—¡Ingrato!
—¿De verdad? —exclamó el cardenal.
—He hecho más que pensar en vos.
—¿Qué habéis hecho?
—Hablar de vos.
—¿Hablar de mí? ¿Y a quién? —preguntó el prelado,
cuyo corazón comenzaba a latir, con voz que, a pesar de su
dominio sobre sí, no disimuló su emoción.
—¿A quién si no a la reina?
Y diciendo estas palabras tan halagüeñas para el cardenal,
Juana tuvo el tacto de no mirar al príncipe, como si la
inquietase un poco el efecto que debían producirle.
—Veamos, querida condesa. Me interesa tanto lo vuestro
que no quiero que me ahorréis el más pequeño detalle.
Juana sonrió; sabía qué era lo que interesaba al cardenal.
Pero como si hubiera pensado guardar para sí el recuerdo de
cuanto había ocurrido, y el cardenal no le hubiera rogado que
se lo confiase, comenzó lentamente, tirando una sílaba de otra,
a contar la entrevista, la conversación, dando a cada palabra la
sensación de que, por uno de esos felices azares que hacen la
fortuna de los cortesanos, había caído en Versalles en una de
las circunstancias que en un día hacen de una extraña una
amiga casi indispensable. En efecto, en un día, Juana de la
Motte había sido iniciada en las adversidades de la reina y en
las impotencias de la realeza.
No parecía que el cardenal retuviese del relato más que lo
que la reina había dicho en favor de Juana, quien sólo
destacaba lo que la reina había dicho del príncipe de Rohan.
Relatados los acontecimientos, entró el lacayo
anunciando que la cena estaba servida.
Juana invitó al cardenal con una mirada, y el cardenal
aceptó con un gesto afirmativo, dando el brazo a la dueña de la
casa, la cual pronto se habituó a hacer los honores de su nuevo
hogar.
Al terminar la cena, y cuando el prelado hubo bebido a
largos tragos la esperanza y el amor en el relato, veinte veces
repetido y veinte veces interrumpido, de aquella hechicera,
tuvo forzosamente que contar con una mujer que tenía el
corazón de los poderosos en su mano. Porque notaba, con una
sorpresa que casi rayaba en temor que, en lugar de hacerse
valer, como toda mujer a la que se busca y de la cual se tiene
necesidad, ella se anticipaba a los deseos de su interlocutor
con una gracia bien diferente de aquel orgullo leonino de la
última cena, que había tenido lugar en la misma casa.
Ahora, Juana hacía los honores de su hogar no sólo dueña
de sí misma, sino dueña también de los demás. Ninguna duda
en su mirada, ninguna cautela en su voz. ¿No había aprendido
altas lecciones de aristocracia al arrimarse a la flor de la
nobleza francesa? Una reina sin rival, ¿no la había llamado
«mi querida condesa»?
Y el cardenal, sometido a esta superioridad, como
hombre superior él mismo, no intentó resistirse.
—Condesa —dijo tomándole una mano—, hay dos
mujeres en vos.
—¿Cómo es eso?
—La de ayer y la de hoy.
—¿Y cuál prefiere Vuestra Eminencia?
—No sé. La de esta noche es una Circe68, una Armida,
alguien irresistible.
—Y a la cual vos no trataréis de resistir, según espero,
monseñor, por muy príncipe que seáis.
El príncipe se le acercó, y en el acto se hincó a los pies de
Juana de la Motte.
—¿Estáis pidiendo limosna?
—Y espero que vos me la daréis.
—Hoy es día de prodigalidad —repuso Juana—. La
condesa de Valois ha adquirido importancia, es una mujer de la
corte; antes no existía para las mujeres más orgullosas de
Versalles. Ahora puede abrir su mano y tendérsela a quien le
parezca bien.
—¿Incluso a un príncipe? —preguntó el prelado.
—Incluso a un cardenal.
El cardenal imprimió un largo y ardiente beso sobre la
bella y traviesa mano; y después de consultar con los ojos la
mirada y la sonrisa de la dama, se levantó. Al pasar a la
antecámara, le dijo unas palabras a su criado. Dos minutos
después se oyó el ruido de la carroza que se alejaba. La
condesa levantó la cabeza.
—Confieso, condesa —dijo el cardenal—, que he
quemado mis naves.
—No tiene ningún mérito, puesto que estáis en el puerto.
XLII.- DONDE SE COMIENZAN A
VER LOS ROSTROS BAJO LAS
MASCARAS

Las largas charlas son el privilegio feliz de las gentes que no


tienen nada que decirse. Después, la felicidad de callarse u
omitir un deseo con una palabra aislada y sin respuesta es un
momento inefable.
Dos horas después de despedir su carroza, el cardenal y la
condesa se encontraban en el punto que describimos. La
condesa había cedido y el cardenal había vencido; sin
embargo, el cardenal era el esclavo y la condesa la triunfadora.
Dos hombres se engañan el uno al otro dándose la mano.
Un hombre y una mujer se traicionan en un beso. Pero aquí el
uno no engañaba al otro más que lo que el otro quería ser
engañado.
Cada uno tenía su fin particular, y para ese fin la
intimidad era necesaria. Cada uno, pues, había atendido a su
propio fin.
Tampoco el cardenal se concedió el lujo de disimular su
impaciencia. Se contentó con dar un pequeño rodeo, y
volviendo a llevar la conversación hacia Versalles y hacia los
honores que esperaban allí a la nueva favorita de la reina, dijo:
—Ella es generosa. Nada le parece bastante caro para las
personas a quienes quiere. Tiene el raro espíritu de dar un poco
a todo el mundo y de dar mucho a muy pocos.
—¿Creéis, pues, que es rica? —preguntó Juana.
—Ella sabe tener recursos con una palabra, un gesto, una
sonrisa. Nunca un ministro, excepto Turgot69, ha tenido el valor
de negar a la reina lo que ella ha pedido.
—Pues yo la encuentro menos rica de lo que vos
suponéis. ¡Pobre reina, o mejor, pobre mujer!
—¿Cómo es eso?
—¿Acaso se es rico cuando uno se ve obligado a
imponerse privaciones?
—¿Privaciones? Explicaos, querida Juana.
—Dios mío, os diré lo que he visto, nada más y nada
menos.
—Os escucho.
—Figuraos dos suplicios que esa desgraciada reina ha
sufrido.
—¿Dos suplicios? ¿Cuáles?
—¿Sabéis lo que es el deseo de una mujer, querido
príncipe?
—No, pero pienso que vos podéis informarme, condesa.
—La reina tiene un deseo que no puede satisfacer.
—¿De quién?
—No es de quién, sino de qué.
—¿De qué?
—De un collar de diamantes.
—No sigáis; ya sé. ¿Os referís a los diamantes de
Boehmer y Bossange?
—Precisamente.
—Esa es una vieja historia, condesa.
—Vieja o nueva, ¿no es una verdadera desesperación para
una reina el que no pueda poseer lo que podría tener una
simple favorita? Quince días que hubiera vivido más el rey
Luis XV y Juana Vaubernier habría tenido lo que no puede
poseer María Antonieta.
—Querida condesa, estáis en un error; la reina ha podido
tener mil veces esos diamantes, y se ha negado siempre a
aceptarlos.
—Lo pongo en duda.
—Cuando yo os lo digo, es cierto. El rey se los ha
ofrecido, y ella los ha rechazado.
Y el cardenal contó la historia del barco, que Juana
escuchó con vivo interés.
—¿Y qué? —preguntó después.
—¿Cómo y qué?
—¿Qué es lo que prueba eso?
—Que ella no ha querido esa joya.
Juana se encogió de hombros, preguntando:
—¿Y vos, que conocéis a las mujeres, que conocéis la
corte y a los reyes, contestáis eso?
—Confirmo una negativa.
—Mi querido príncipe, eso únicamente confirma una
cosa: que la reina tuvo necesidad de decir una palabra
brillante, una palabra que la hiciese popular, y la dijo.
—¿Es así como creéis en las virtudes reales? Ah, criatura
escéptica… Santo Tomás era un creyente comparado a vos.
—Escéptica o creyente, os afirmo una cosa.
—¿Cuál?
—Que la reina tan pronto como ha rehusado el collar, ha
sufrido un deseo loco de poseerlo.
—Os forjáis esas ideas, querida mía, y os diré que a pesar
de todos sus defectos, la reina tiene una cualidad
extraordinaria.
—¿Cuál?
—Su desinterés. No ama el oro, no la ciegan las piedras
preciosas; concede a los minerales su valor, pero para ella una
flor en su vestido vale más que un diamante en su oreja.
—No digo que no. Sólo que en este momento sostengo
que tiene verdaderos deseos de rodear con varios diamantes su
cuello.
—Os sería imposible probármelo.
—Nada más fácil, porque yo también he visto el collar.
—¿Vos?
—Yo, y no sólo lo he visto, sino que lo he tocado.
—¿Dónde?
—En Versalles.
—¿En Versalles?
—Sí, adonde lo llevaron los joyeros para tentar por
última vez a la reina.
—¿Y es magnífico?
—Es maravilloso.
—Entonces vos, que sois tan femenina, comprendéis que
se piense en este collar.
—Comprendo que por él se pierda el sueño.
—Ay, y que no tenga yo un barco que dárselo al rey.
—¿Un barco?
—Sí, y él me daría el collar, y en cuanto lo tuviera, vos
podríais dormir.
—¿Os reís de mí?
—Nunca.
—Entonces os diré algo que seguramente os asombrará.
—¿Qué es?
—Que yo no aceptaría ese collar.
—Mejor así, condesa, porque yo no os lo podría ofrecer.
—Ni vos ni nadie. Eso es lo que la reina sabe, y por esa
razón lo desea tanto.
—Pero os repito que el rey se lo ha ofrecido.
Juana hizo un movimiento casi involuntario, diciendo:
—Y yo os digo que las mujeres amamos esos tesoros
cuando nos los ofrecen personas que nos obligan a aceptarlos.
El cardenal miró a Juana con más atención.
—No comprendo lo que queréis decir.
—Es mejor que no me entendáis, pero…
—Si yo fuera el rey y vos fuerais la reina, os obligaría a
aceptarlo.
—Sin ser el rey, obligad a la reina a que lo acepte y veréis
si ella sigue rechazándolo.
—¿Pero estáis segura de que no os engañáis? ¿La reina
tiene ese deseo?
—No vive. Escuchad, querido príncipe; ¿no dijisteis un
día, o yo os entendí mal, que no os molestaría ser ministro?
—Es posible que lo haya dicho, condesa.
—Hagamos una apuesta.
—¿Cuál?
—Que la reina hará ministro al hombre que consiga que
ese collar esté en su tocador antes de ocho días.
—Condesa…
—Mantengo lo que digo. ¿Os gustaría más que pensara
sin exteriorizaros lo que pienso?
—Oh, no.
—Además, lo que digo no os concierne. Naturalmente
que vos no vais a emplear un millón y medio en un capricho
real; sería pagar demasiado cara una cartera que conseguiréis
sin abonar nada porque se os debe dar. Tomad, pues, lo que os
he dicho por una habladuría. Soy como los loros; me he
emborrachado de sol y sólo sé repetir que hace calor.
Monseñor, es una prueba muy dura un día de favor real para
una humilde provinciana. Para soportar esos rayos hay que ser
águila como vos, y poderlos mirar de frente.
El cardenal la miraba con estupor.
—Ahora me juzgáis tan mal, me encontráis tan vulgar y
tan insignificante, que ni siquiera me contestáis.
—¿Sobre qué?
—La reina juzgada por mí, soy yo.
—Condesa…
—¿Qué queréis? He creído que deseaba los diamantes
por lo que ha suspirado viéndolos, y lo he creído porque yo en
su lugar también los habría deseado; perdonad mi flaqueza.
—Sois una mujer adorable, condesa; poseéis, gracias a
una alianza increíble, la debilidad del corazón, como vos
decís, y la fuerza del espíritu, y sois tan poco mujer en ciertos
momentos, que casi me asustáis. Pero sois tan adorablemente
femenina en otros, que bendigo al cielo lo mismo que os
bendigo a vos.
Y el galante cardenal selló su galantería con un beso,
diciendo después:
—Y no hablemos más de eso.
—Conforme —murmuró Juana, y se dijo para sí: «Me
parece que ha mordido el anzuelo.»
En efecto, aunque había dicho: «No hablemos más de
eso», el cardenal preguntó:
—¿Y vos creéis que es Boehmer el que ha vuelto a
presionar?
—Con Bossange, sí —repuso inocentemente Juana de la
Motte.
—Bossange… Esperad —dijo el cardenal, como si tratara
de recordar—. ¿Bossange es su socio?
—Sí, un sujeto flacucho.
—Es ése, sí… ¿sabéis dónde vive?
—Quizá por el distrito de la Ferraille, de l’Ecole; no sé,
pero seguro que por los alrededores del Pont-Neuf.
—Del Pont-Neuf, tenéis razón. Me parece haber leído
esos nombres en una puerta al pasar en mi carroza.
«El pez sigue mordiendo el anzuelo.»
Juana tenía razón: el anzuelo se había clavado en el
gaznate de la presa.
A la mañana siguiente, al salir del nido del arrabal Saint-
Antoine, el cardenal se hizo llevar a casa de Boehmer. Fiaba
en guardar el incógnito, pero Boehmer y Bossange eran los
joyeros de la corte, y a las primeras palabras que pronunció le
llamaron monseñor.
—Sí, soy monseñor —dijo el cardenal—, pero puesto que
me habéis reconocido, sed discretos para que los demás no me
reconozcan.
—Monseñor puede estar tranquilo. Nosotros atenderemos
las instrucciones de monseñor.
—Vengo para comprar el collar de diamantes que habéis
enseñado a la reina.
—Estamos desesperados, pues monseñor llega tarde.
—¿Cómo es eso?
—Está vendido.
—Es imposible, puesto que ayer lo ofrecisteis de nuevo a
Su Majestad.
—Que volvió a rechazarlo, monseñor, y de ahí que
respetamos un anterior compromiso.
—¿Y con quién se ha concluido esa venta? —preguntó el
cardenal.
—Es un secreto, monseñor.
—Demasiados secretos, monsieur Boehmer.
—Pero, monseñor…
—Yo creía, monsieur —continuó el cardenal—, que un
joyero de la corona de Francia se enorgullecía de que quedase
en Francia esa bella pedrería, pero vos preferís Portugal.
—Monseñor lo sabe todo —gruñó el joyero.
—¿Por qué os extraña?
—Si monseñor lo sabe todo, no puede ser más que por
confidencia de la reina.
—¿Y cuándo se cumple ese trato? —preguntó el cardenal
sin recoger la halagadora suposición.
—Esto cambiaría las cosas, monseñor.
—Explicaos, pues no os comprendo.
—¿Monseñor me permite que hable con toda libertad?
—Hablad.
—La reina desea nuestro collar.
—¿Lo creéis así?
—Estamos seguros.
—Y entonces, ¿por qué no lo ha comprado?
—Porque se lo rechazó al rey, y volverse atrás de una
decisión que le ha valido tantos elogios a Su Majestad, sería
demostrar que es caprichosa.
—La reina está por encima del qué dirán.
—Sí, cuando es el pueblo, o cuando son los cortesanos
los que hablan, pero no cuando se trata del rey.
—¿No sabéis que el rey quiso regalar el collar a la reina?
—Sí, pero también le agradeció que no lo quisiera.
—¿Y cuál es vuestra conclusión?
—Que a la reina le gustaría tener el collar, sin que
pareciese que era ella quien lo compraba.
—Os engañáis, monsieur Boehmer. No hay nada de eso.
—Entonces es lamentable, monseñor, porque habría sido
la más poderosa razón que tendríamos para faltar a nuestra
palabra con el embajador de Portugal.
El cardenal estaba pensativo. Por muy sutil que sea la
diplomacia de los diplomáticos, la de los comerciantes tiene
mayor solidez. La diplomacia negocia casi siempre valores
que no posee, y el mercader tiene entre sus garras el objeto que
excita la curiosidad.
Viendo que estaba a merced del vendedor, dijo el
cardenal:
—Monsieur, suponed que la reina desea vuestro collar.
—Esto lo cambiaría todo, monseñor. Puedo romper
cualquier compromiso cuando se trata de dar la preferencia a
la reina.
—¿En cuánto lo vendéis?
—En seiscientas mil libras.
—¿Cómo condicionáis el pago?
—El portugués me hacía un anticipo y yo llevaría el
collar a Lisboa, donde se me abonaría la totalidad.
—Este modo de pago no es viable con nosotros, monsieur
Boehmer; un anticipo sí lo tendréis, si es razonable.
—Cien mil libras.
—Se pueden encontrar. ¿Y el resto?
—¿Su Eminencia necesita tiempo? Con la garantía de Su
Eminencia, la operación se simplifica. Únicamente que la
tardanza implica una pérdida, porque, fijaos, monseñor, que en
un acuerdo comercial de esta importancia las cifras crecen,
ilógicamente si se quiere. Los intereses de seiscientas mil
libras, con una garantía de un cinco por ciento, se elevan a
setenta y cinco mil libras, y la ganancia de un cinco es una
ruina para los comerciantes. El diez por ciento es regularmente
la tasa aceptable.
—Significaría ciento cincuenta mil libras, según vuestra
cuenta.
—Exacto, monseñor.
—Pongamos que vos vendéis el collar en setecientas mil
libras, monsieur Boehmer, y dividís el pago de ciento
cincuenta mil libras que quedan en tres plazos a satisfacer en
un año. ¿Estáis de acuerdo?
—Monseñor, perdemos cincuenta mil libras en la
operación.
—Creo que no. Si obtuvieseis mañana las ciento
cincuenta mil libras os sería algo embarazoso, pues un joyero
no compra tierras de ese precio.
—Somos dos, monseñor; mi socio y yo.
—Ya lo sé, pero no importa, y quedaréis mucho más
satisfechos cuando cobréis las quinientas mil libras, o sea
doscientas cincuenta mil cada uno.
—Monseñor olvida que estos diamantes no nos
pertenecen. Si fuesen nuestros, seríamos lo bastante ricos para
no tener que inquietarnos por las condiciones de pago ni por el
sitio donde estuviesen los fondos.
—¿A quién pertenecen, entonces?
—A unos diez fiadores. Hemos adquirido las piedras
acudiendo a varias firmas. Conseguimos una en Hamburgo,
otra en Nápoles, otra en Buenos Aires, dos en Moscú…
Nuestros fiadores esperan la venta del collar para que se les
pague. El beneficio que obtendremos será nuestra única
ganancia, pero, ¡ay!, monseñor, desde que ese desdichado
collar está en venta, hace más de dos años, hemos perdido
doscientas mil libras en intereses. Ved cuál ha sido nuestro
beneficio.
El cardenal le interrumpió, diciéndole:
—¿Me dejáis que os diga que yo no he visto aún el
famoso collar?
—Es verdad, monseñor; aquí lo tenéis.
Y Boehmer, con un cuidado y una lentitud que parecían
un rito, exhibió el magnífico collar.
—¡Soberbio! —exclamó el cardenal, acariciando
suavemente los broches que debían cerrarse sobre el cuello de
la reina.
Luego, con la mayor sencillez, preguntó:
—¿Trato hecho?
—Sí, monseñor; iré en seguida a la embajada para anular
el convenio.
—No creía que actualmente hubiese embajador de
Portugal en París.
—Monsieur de Souza ha venido de incógnito.
—Para tratar este asunto —dijo el cardenal riendo.
—Sí, monseñor.
—Pobre De Souza… Le conocí mucho. Pobre De Souza.
El cardenal siguió riendo, y Boehmer creyó que debía
asociarse a la alegría de su cliente, y uno y otro siguieron
riendo como si acabasen de tramar una jugada contra Portugal,
hasta que Boehmer, que quería pisar sobre seguro, preguntó:
—Monseñor, ¿queréis decirme cómo se formalizará el
acuerdo?
—Como de costumbre.
—¿Con el intendente de monseñor?
—No, vos no negociaréis más que conmigo.
—¿Cuándo?
—A partir de mañana.
—¿Las cien mil libras?
—Las traeré mañana.
—Bien, monseñor. ¿Y los documentos?
—Los suscribiré aquí mañana.
—Me parece lo mejor, monseñor.
—Y puesto que sois un hombre que sabe guardar un
secreto, monsieur Boehmer, acordaos de que tenéis en vuestras
manos uno de los más importantes.
—Me doy cuenta, y mereceré vuestra confianza, lo
mismo que la de Su Majestad la reina.
El cardenal casi se sonrojó, viéndosele algo turbado, pero
íntimamente feliz, como quienquiera que se arruine cegado por
su pasión.
Al día siguiente, Boehmer se dirigió a la embajada de
Portugal. En el momento en que iba a llamar, Beausire, el
primer secretario, repasaba el rendimiento de cuentas de
Ducorneau, el primer canciller, y don Manoel, o De Souza, el
embajador, explicaba un nuevo plan de campaña a su socio, el
ayuda de cámara.
Después de la última visita de Boehmer a la calle de la
Jussienne, el palacio había sufrido muchas transformaciones.
El personal, trasladado, según ya hemos visto, en dos coches
de posta, se había distribuido de acuerdo con lo que exigía el
momento y atendiendo cada uno la función que le
correspondía en la residencia del nuevo embajador.
Importa decir que los socios, repartiéndose los papeles
que desempeñaban admirablemente bien, con un sigilo digno
de la mejor causa, vigilaban por sí mismos sus intereses sin
distraerse un instante, sin olvidar las consecuencias que podía
traer un error.
Ducorneau, encantado de la inteligencia de todos los
servidores, admiraba al mismo tiempo que el embajador fuese
poco cuidadoso del prejuicio nacional, admitiendo que desde
el primer secretario hasta el tercer ayuda de cámara fuesen
franceses, refiriéndose a esa grata singularidad, al hablar con
Beausire, deshaciéndose en elogios hacia el jefe de la
embajada.
—Los De Souza, como podéis ver —decía Beausire—,
no son como esos portugueses conservadores que todavía
viven apegados al siglo xiv, tan abundantes en nuestras
provincias. No, son gentileshombres viajeros, millonarios, que
serían reyes en cualquier parte si se les antojase.
—Pero no sienten ese deseo —dijo Ducorneau.
—¿Para qué, señor canciller? Con varios millones y un
nombre de príncipe, ¿no vale uno lo que vale un rey?
—Sabia doctrina filosófica, señor secretario —dijo
Ducorneau—. No esperaba escuchar estas máximas de
igualdad de la boca de un diplomático.
—Nosotros somos una excepción —repuso Beausire, un
poco contrariado de su anacronismo—. Sin ser un volteriano o
un armenio a la manera de Rousseau, se conoce el mundo
filosófico, se conocen las teorías naturales de la desigualdad
de las condiciones y de las fuerzas.
—¿Sabéis —exclamó con fervor el canciller— que es una
suerte que Portugal sea un pequeño Estado?
—¿Por qué?
—Porque con hombres así en su cumbre, se
engrandecería rápidamente.
—Nos lisonjeáis, querido canciller. No, nosotros no
hacemos política filosófica. No es aplicable. Olvidémosla.
Hay, pues, cien mil libras en la caja fuerte, según decís.
—Sí, señor secretario; ciento ocho mil libras.
—¿Y deudas?
—Ninguna.
—Es ejemplar. Dadme la nota del registro, por favor.
—Aquí está. ¿Cuándo será la presentación, señor
secretario? Quiero deciros que en el distrito esto es objeto de
curiosidad, de comentarios, casi de inquietudes diría.
—Sí, ¿eh?
—De vez en cuando circulan alrededor del palacio gentes
que quisieran que la puerta fuese de vidrio.
—¿Gentes? —exclamó Beausire—. ¿Gentes del distrito?
—Y otras. Siendo la misión del señor embajador secreta,
comprended que la policía se ocupará bien pronto de saber los
motivos.
—Pienso como vos —dijo Beausire con cierta inquietud.
—Ved, señor secretario —dijo Ducorneau, llevando a
Beausire a la ventana de una esquina del pabellón—. ¿No veis
en la calle a un hombre con abrigo oscuro y sucio?
—Sí.
—¿Veis cómo mira hacia acá?
—¿Quién creéis que es ese hombre?
—Qué sé yo… Quizá un espía de De Crosne.
—Es probable.
—Entre nosotros, señor secretario, os diré que De Crosne
no es un magistrado de la talla de monsieur de Sartines.
¿Conocisteis a De Sartines?
—No.
—Ese ya os habría adivinado diez veces. Claro que vos
tomáis unas precauciones… —pero se interrumpió al oír la
campanilla.
—El señor embajador llama —dijo precipitadamente
Beausire, a quien la conversación comenzaba a fastidiar.
Y abriendo la puerta rápidamente, rechazó a dos de los
socios, los cuales, uno con la pluma en la oreja y otro con la
escoba en la mano, un servidor de cuarto orden y el otro
lacayo, encontraban la conversación demasiado larga, y
querían participar, o por lo menos oírla.
Beausire entendió que había algo sospechoso, y se
prometió doblar la vigilancia. Subió a la cámara del
embajador, después de estrechar con disimulo la mano de sus
dos amigos y compinches.
XLIII.- DONDE DUCORNEAU NO
COMPRENDE NADA DE LO QUE
PASA

Don Manoel, De Souza para el caso, estaba menos amarillo


que de costumbre, es decir, estaba más colorado. Acababa de
tener con el señor comendador, su ayuda de cámara, una
penosa explicación, y no había terminado todavía. Cuando
llegó Beausire, los dos gallos se arrancaban las últimas
plumas.
—Veamos, monsieur Beausire —dijo el comendador—,
ponednos de acuerdo.
—¿En qué? —preguntó el secretario, adoptando una
actitud de arbitro después de cambiar una mirada con el
embajador, su aliado natural.
—Vos sabéis —dijo el ayuda de cámara— que Boehmer
debe venir hoy a concluir el asunto del collar.
—Lo sé.
—Y que debe contar con sus cien mil libras.
—También lo sé.
—Estas cien mil libras son propiedad de la asociación,
¿no es así?
—¿Quién lo duda?
—Beausire me da la razón —dijo el comendador,
volviéndose hacia el embajador.
—Esperemos, esperemos —dijo el portugués, con un
ademán apaciguador.
—Yo no doy la razón más que sobre este punto —dijo
Beausire—: Que las cien mil libras pertenecen a los asociados.
—Justo; yo no pido más.
—Entonces, la caja fuerte no debe estar en la única
oficina que está contigua a la cámara del señor embajador.
—¿Por qué? —dijo Beausire.
—Y el señor embajador —prosiguió el comendador—
debe darnos a cada uno una llave de la caja.
—No —dijo el portugués.
—¿Vuestras razones?
—Sí, vuestras razones —pidió Beausire.
—Si se desconfía de mí —dijo el portugués acariciándose
la barba—, ¿por qué no he de desconfiar yo de los demás? Me
parece que si puedo ser sospechoso de robar a la asociación,
puedo sospechar que la asociación quiera robarme.
—De acuerdo —dijo el ayuda de cámara—, pero
justamente por eso tenemos iguales derechos.
—Entonces, mi querido monsieur, si queréis implantar la
igualdad, debisteis decidir que desempeñase cada uno el papel
de embajador. Quizá habría sido menos verosímil a los ojos
del público, pero los asociados se hubieran sentido seguros.
¿No es así?
—Y primero —interrumpió Beausire—, señor
comendador, vos no obráis como buen camarada. ¿Es que
monsieur don Manuel no tiene un privilegio irrefutable, el de
la invención?
—Eso, eso —dijo el embajador—. Y Beausire lo
comparte conmigo.
—Bah, bah, bah… —repuso el comendador—. Una vez
que un negocio está en marcha, se dejan de lado los
privilegios.
—De acuerdo, pero se continúa prestando atención a los
procedimientos —dijo Beausire.
—Yo no vengo por mí solo a hacer esta reclamación —
murmuró el comendador, un poco turbado—. Nuestros
camaradas piensan como yo.
—Están equivocados —aseguró el portugués.
—Están equivocados —repitió Beausire.
—Yo sí que estoy equivocado —replicó el comendador—
al pretender que Beausire me dé la razón. El secretario tiene
que estar de acuerdo con el embajador.
—Señor comendador —repuso Beausire con una frialdad
asombrosa—, vos sois un granuja a quien cortaría las orejas si
tuvierais todavía orejas, pero os las han recortado demasiadas
veces.
—¿Qué es lo que queréis? —preguntó el comendador
irguiéndose.
—Nosotros estamos en el gabinete del señor embajador, y
podemos tratar el asunto pacíficamente. ¿Por qué venís a
insultarme diciendo que yo me entiendo con Su Excelencia?
—Y también me habéis insultado a mí —dijo
desdeñosamente el portugués, acudiendo en ayuda de
Beausire.
—Tenéis que darnos razón de ello, señor comendador.
—Yo no soy un Fierabrás —gruñó el ayuda de cámara.
—Ya lo veo —confirmó Beausire—. Y el resultado serán
unos cuantos guantazos, comendador.
—¡Socorro! —gritó el comendador al verse sujeto por el
amante de Olive y casi estrangulado por el portugués.
Pero en el momento en que los dos jefes iban a tomarse la
justicia por su mano, la campanilla de abajo advirtió que había
visita.
—Dejémosle —dijo el embajador.
—Y que atienda su trabajo —dijo el primer secretario.
—Los camaradas sabrán esto —replicó el comendador
componiéndose el vestido.
—Decidles lo que queráis; nosotros sabemos lo que
responderemos.
—¡Monsieur Boehmer! —gritó desde abajo el suizo.
—Todo se va a arreglar, querido comendador —dijo
Beausire, soplando cordialmente el cogote de su adversario.
—Ya no tendremos más disputas sobre las cien mil libras,
puesto que van a desaparecer con Boehmer. Vamos,
desempeñad vuestro papel, señor ayuda de cámara.
El comendador salió gruñendo, y recobró su aire humilde
para introducir convenientemente al joyero de la corona.
En este intervalo, antes de que entrase Boehmer, Beausire
y el portugués cambiaron una segunda mirada tan significativa
como la primera.
Boehmer entró seguido de Bossange. Los dos tenían una
apariencia humilde y recelosa, respecto a la cual los finos
observadores de la embajada no se engañaron.
Mientras se acomodaban en los sillones ofrecidos por
Beausire, éste continuaba estudiándolos y acechaba la mirada
del embajador, para dirigir convenientemente la conversación.
El portugués conservaba su postura digna y oficial.
Boehmer, el hombre de las iniciativas, tomó la palabra en
esta difícil circunstancia, explicando que razones políticas de
alta importancia le impedían proseguir la negociación
comenzada.
El embajador emitió un gruñido de protesta y el primer
secretario roncó un «¡uf!» que coreó Su Excelencia.
Boehmer estaba cada vez más confuso, pero no cedió, ni
cuando el embajador, traducido por Beausire, le recordó que la
venta se había convenido y que el dinero del anticipo estaba a
su disposición. Y agregó que su Gobierno debía tener
conocimiento de la conclusión de la venta y que romperla era
exponer a Su Majestad portuguesa a una afrenta.
Boehmer arguyó que había pensado en las consecuencias,
pero que volver al acuerdo inicial era imposible.
Beausire no transigía con la ruptura, y advirtió a Boehmer
con un lenguaje inequívoco que romper el convenio era de mal
negociante y de hombre sin palabra.
Bossange tomó entonces la palabra para defender la
seriedad, nunca en entredicho, de la casa Boehmer y
Bossange. Pero no fue elocuente.
Beausire le cerró la boca con una sola pregunta.
—¿Vos habéis encontrado un mejor postor?
Los joyeros, que no estaban muy fuertes en política y que
tenían de la diplomacia en general y de los diplomáticos
portugueses en particular una idea excesivamente alta,
enrojecieron, creyéndose adivinados.
Beausire vio que había dado en el clavo, y como le
importaba terminar un asunto que significaba una fortuna,
fingió consultar en portugués al embajador.
—Señores —dijo entonces a los joyeros—, os ofrecen un
beneficio, y nada más natural; esto prueba que los diamantes
tienen un precio muy elevado. Pues bien, Su Majestad
portuguesa no quiere hacer sino una buena compra que
beneficie a los comerciantes honrados. ¿Hay que ofrecer
cincuenta mil libras?
Boehmer hizo un gesto negativo.
—¿Cien mil, ciento cincuenta mil libras? —continuó
Beausire, decidido a ofrecer un millón con tal de ganar la parte
que le correspondía de seiscientas mil libras.
Los joyeros se quedaron durante un momento abrumados,
después de haberse consultado entre sí.
—No, señor secretario. No os toméis el trabajo de
tentarnos; la venta se ha efectuado. Una voluntad más
poderosa que la nuestra nos ha ordenado vender el collar en el
país. Sin duda comprenderéis de qué se trata. Excusadnos; no
es que nosotros rehusemos, no hubiéramos hecho semejante
cosa; es de alguien más grande que nosotros, más grande que
vos, de quien nace la oposición.
Beausire y el portugués no supieron qué contestar.
Hicieron un ademán de cumplido a los joyeros y trataron de
mostrarse indiferentes, sin darse cuenta de que en la
antecámara el comendador ayuda de cámara escuchaba detrás
de una puerta, para saber cómo iba el negocio del cual se le
quería excluir. Pero el digno asociado fue tan torpe que al
inclinarse sobre la puerta resbaló y cayó, haciendo un ruido
que alarmó a Beausire, quien corrió a la antecámara y encontró
al desgraciado tratando de levantarse.
—¿Qué haces aquí, desdichado? —gritó Beausire.
—Monsieur —respondió el comendador—, traía el correo
de esta mañana.
—Dádmelo todo y salid de aquí.
Era la correspondencia de la cancillería: letras de
Portugal o de España, insignificantes la mayor parte para el
normal quehacer de Ducorneau, pero que al pasar por las
manos de Beausire o de su jefe antes de pasar a la cancillería
les habían informado de una serie de datos sobre los asuntos
de la embajada.
Poco después los joyeros se levantaron, conteniendo el
impulso de salir corriendo tras una entrevista tan desagradable.
El ayuda de cámara recibió la orden de acompañarles hasta el
patio, y al quedar solos el embajador y el secretario se miraron
significativamente.
—El golpe —dijo monsieur de Souza— ha fracasado.
—Totalmente —reconoció Beausire.
—Sobre cien mil libras, tocamos cada uno a ocho mil
cuatrocientas libras.
—Una miseria —precisó Beausire.
—Pero ahí, en la caja fuerte…
—Sí, hay ciento ocho mil libras.
—Cincuenta y cuatro mil cada uno.
—Sí, pero el comendador no nos va a dejar un momento
solos desde que sabe que el asunto ha fracasado.
—Voy a buscar un medio.
—Yo ya tengo uno —dijo Beausire.
—¿Cuál?
—¿El comendador va a volver?
—Sí.
—¿Va a pedir su parte y la de sus asociados?
—Sí.
—¿Nosotros vamos a tener la caja en nuestras manos?
—Claro.
—Llamemos al comendador y finjamos decirle un
secreto; luego, dejémosle hacer.
—Me parece que adivino —dijo el portugués—. Id por él.
—Os iba a decir que fuerais vos.
Ni el uno ni el otro querían dejar a su amigo solo con la
caja. La confianza brillaba por su ausencia. El embajador
respondió que su cargo le impedía dar órdenes a un ínfimo
subordinado.
—Vos no sois un embajador para él —dijo Beausire—.
Pero no importa.
—¿Vais a buscarle?
—No, le llamaré por la ventana.
En efecto, Beausire llamó por la ventana al comendador
en el momento que se disponía a tener una conversación con el
suizo, pero al oír que le llamaban subió, encontrando a los dos
cabecillas en el departamento contiguo al de la caja.
Beausire se dirigió a él con gesto risueño, diciéndole:
—Apuesto a que sé lo que decíais al suizo.
—¿Yo?
—Sí, le contabais que el asunto con Boehmer ha
fracasado.
—Os aseguro que no.
—Estáis mintiendo.
—Os lo juro.
—Mejor, porque si le hubieseis dicho nada, habríais
hecho una solemne tontería y perdido una bonita cantidad.
—¿Cómo? —exclamo el comendador sorprendido—.
¿Qué cantidad?
—No sois tan cándido para no comprender que sólo
nosotros tres conocemos el secreto.
—Es verdad.
—Y que nosotros tres tenemos las ciento ocho mil libras,
pues todos creen que Boehmer y Bossange se las han llevado.
—Justo —dijo alborozado el comendador—. ¡Es verdad!
—Unas treinta y tres mil trescientas treinta y tres libras
cada uno —dijo el portugués.
—¡Más, más! —exclamó el comendador—. Hay una
fracción de ocho mil libras.
—Es verdad —confirmó Beausire—. ¿Aceptáis?
—¿Que si acepto? —dijo el ayuda de cámara frotándose
las manos—. Ya lo creo. Esto es hablar bien.
—Esto es hablar como un granuja —replicó Beausire—.
Cuando yo decía que vos no sois más que un bribón…
Embajador, vos que sois robusto, cogedme a este tipo y
entreguémoslo a nuestros asociados, diciéndoles lo que
pretendía.
—Por favor, por favor —suplicó el incauto—. Yo
bromeaba.
—Pronto —continuó Beausire—. Encerrémosle en la
cámara negra, hasta que decidamos la justicia que merece.
—¡Por favor! —seguía suplicando el comendador.
—Evitad —dijo Beausire al portugués mientras encerraba
al pérfido comendador—, tened cuidado de que Ducorneau
nos oiga.
—Si no me dejáis —dijo el comendador—, os denunciaré
a todos.
—Y yo te estrangularé —replicó encolerizado monsieur
de Souza, empujando al ayuda de cámara al gabinete vecino
—. Traedme a monsieur Ducorneau —dijo al oído de
Beausire.
Este no se hizo rogar. Pasó rápidamente al gabinete
contiguo del embajador mientras el jefe encerraba al
comendador desleal.
Pasó un minuto y Beausire no volvía. Y entonces el
embajador tuvo una idea: se había quedado solo, y la caja
fuerte estaba a diez pasos; para abrirla y coger las ciento ocho
mil libras en billetes, descolgarse por una ventana y cruzar el
jardín, un ladrón que merezca ese título no necesita más de dos
minutos.
El portugués calculó que Beausire, para traer a
Ducorneau, perdería por lo menos cinco minutos. En el acto
fue a la puerta de la cámara donde estaba la caja fuerte, y vio
que la puerta tenía el cerrojo puesto, pero él era fuerte y hábil;
habría abierto la puerta de una ciudad con una llave de reloj.
«Beausire desconfía de mí —pensó— porque yo tengo la
llave, y ha corrido el cerrojo; eso es lógico.»
Con la espada hizo saltar el cerrojo, corrió a la caja y
soltó una maldición. La caja era como una enorme boca vacía.
Nada, nada, nada…
Beausire, que tenía una segunda llave, había entrado por
la otra puerta apoderándose del dinero. El portugués corrió
como un insensato hasta donde estaba el suizo, al que encontró
cantando.
Beausire le llevaba cinco minutos de ventaja.
Cuando el portugués, con sus gritos y sus juramentos,
hubo puesto al corriente a todos de lo ocurrido, y para
apoyarse en un testimonio devolvió al comendador la libertad,
no encontró más que incrédulos enfurecidos.
Se le acusaba de haber urdido la estafa con Beausire, el
cual había salido con tiempo, llevándose la mitad del robo.
Ya no hubo más fingimientos ni más misterios. El
honrado Ducorneau no comprendía a aquellas gentes entre las
cuales se veía envuelto.
Estaba a punto de desvanecerse cuando vio que aquellos
diplomáticos se disponían a colgar al embajador, quien ya no
podía defenderse.
—¡Colgar a monsieur de Souza! —gritaba el canciller—.
Eso es un crimen de lesa majestad. ¿No comprenden lo que
van a hacer?
Y decidieron encerrarle en el sótano, pues gritaba
demasiado. Pero en el mismo momento tres golpes dados
solemnemente en la puerta hicieron estremecer a los
asociados, quienes enmudecieron.
Y los tres golpes se repitieron.
Después una voz aguda ordenó en portugués:
—Abrid en nombre del señor embajador de Portugal.
—¡El embajador! —exclamaron aquellos granujas,
dispersándose por el palacio. Y durante algunos minutos, por
los jardines, por los muros vecinos, por los tejados… Fue un
sálvese quien pueda, el poner los pies en polvorosa.
El verdadero embajador, que acababa efectivamente de
llegar, no pudo entrar en su casa más que por medio de los
arqueros de la policía, quienes derribaron la puerta a la vista
del gentío, atraído por un inesperado espectáculo.
Desde aquel instante ya no se dio cuartel a nadie, y
detuvieron a Ducorneau, llevándoselo al Chátelet, donde pasó
la noche.
Este fue el final de la aventura de la falsa embajada de
Portugal.
XLIV.- ILUSIONES Y REALIDADES

Si el suizo de la embajada hubiera corrido detrás de Beausire,


como le había mandado monsieur de Souza, convengamos que
habría tenido que hacer un gran esfuerzo.
Beausire, apenas fuera del antro, había llegado al trote a
la calle Coquilliere y a galope a la calle de Saint-Honoré.
Siempre con el recelo de que le perseguían, había
atravesado las tortuosas calles que rodean el mercado del trigo,
y al cabo de algunos minutos estaba casi seguro de que nadie
le había seguido; también estaba seguro de una cosa, y era la
de que sus fuerzas se habían agotado y que ni un buen caballo
lo habría hecho mejor.
Beausire se sentó sobre un saco de trigo, en la calle de
Viarmes, a la espalda del mercado y fingió que consideraba
con la más viva atención la columna de los Médicis, que
Bachaumont había comprado para arrancarla a la piqueta de
los demoledores y ofrecerla a la ciudad70.
El caso es que Beausire no miraba ni la columna de
Philibert Delorne, ni el cuadrante solar con que Pingré la había
decorado. Jadeaba como si le saliera de los pulmones el ronco
silbido de una fragua. Durante algunos instantes le pareció que
el aire no circulaba. Pero al final consiguió respirar a todo
pulmón, y lanzó un suspiro que lo habrían oído los vecinos de
la calle de Viarmes, si no hubiesen estado ocupados en vender
y en pesar su mercancía.
«Ahora, ahora —pensó Beausire—, mi sueño se ha
realizado. Tengo una fortuna. —Y respiró una vez más—.
Ahora podré ser un hombre íntegro, honrado; me parece que
engordaré.»
De momento si no engordaba, se hinchaba.
«Ahora podré hacer de Olive una mujer tan honesta como
yo.»
¡Desgraciado!
«Ella no deseará más que una vida retirada en provincias,
en una bonita alquería que llamaremos “nuestra tierra”, cerca
de una pequeña ciudad donde pasaremos fácilmente por
señores. Ella es buena, y no tiene más que dos defectos: la
pereza y el orgullo.»
Nada más. ¡Pobre Beausire! Dos pecados mortales.
«Y con estos defectos que yo corregiré, yo, el equívoco
Beausire, lograré convertirla en una cabal mujer.»
No fue más lejos; ahora ya respiraba como era de ley.
Se enjugó la frente, se aseguró de que las cien mil libras
estaban todavía en el bolsillo, y tan libre de cuerpo como de
espíritu, volvió a meditar.
No le buscarían en la calle de Viarmes, pero le buscarían.
Los señores de la embajada no eran gentes que perdieran con
alegría la parte que les tocaba del botín. Se dividirían y
empezarían por ir a registrar el domicilio del ladrón. Y aquí
estaba el mayor peligro. Su domicilio era el de Olive. La
atemorizarían o quizá la maltratarían, ¿quién sabe? No
ahorrarían crueldad, y tal vez la convirtieran en un rehén.
Aquellos bribones sabían que Olive era su pasión. ¿Y no
especularían con su pasión?
Beausire sentía que se iba a volver loco ante esos dos
mortales peligros. Pero triunfó el amor.
El no admitía que nadie atormentase a la dama de sus
pensamientos. Y corrió como un loco a la casa de la calle
Dauphine. Tenía una confianza ilimitada en sus piernas, y sus
compinches, por agudos que fueran no podían haberlo previsto
todo. Pero para ganar tiempo se metió en un coche de alquiler,
dando al cochero un escudo de seis libras y diciéndole:
—A Pont-Neuf.
Los caballos no corrieron, volaron.
Anochecía ya, y Beausire se hizo conducir al terraplén
del puente, detrás de la estatua de Enrique IV. Después,
sacando la cabeza por la portezuela, hundió su mirada en la
calle Dauphine. El estaba habituado a tratar con la policía;
había pasado diez años relacionándose con algunos agentes,
precisamente para evitarles siempre que le conviniese. En la
bajada del puente, del lado de la calle Dauphine, vio a dos
hombres que vigilaban esa calle para averiguar no se sabía
qué. Eran espías. Ver espías en el Pont-Neuf no era raro,
porque el proverbio decía que en aquella época para ver a un
prelado, a una mujer alegre y a un caballo blanco no había más
que pasar por el Pont-Neuf. Porque los caballos blancos, los
hábitos de los sacerdotes y las mujeres de vida airada siempre
han sido objeto de observación para los hombres de la policía.
Beausire más que contrariado se sentía torturado; se
encorvó un poco, y cojeando para que no se le reconociera,
atravesó el gentío y llegó a la calle Dauphine. No vio nada que
pudiese alarmarle, ni en la casa a cuyas ventanas se asomaba
frecuentemente la bella Olive, su estrella. Pero de pronto le
pareció ver el casco de un soldado en la avenida de enfrente, y
en seguida otro en una ventanilla. Beausire sudaba por todos
sus poros, y comprendía que no podía retroceder, que tenía que
pasar por delante de la casa, y se atrevió a hacerlo.
¡Qué espectáculo!
Una avenida bloqueada por soldados de infantería de la
guardia de París, y al frente de ellos un comisario del Gran
Chátelet71, todos de negro. ¡Esas gentes…! Una mirada le bastó
a Beausire para comprender su temor y su desorientación.
Habituado como estaba a leer en el rostro de los individuos de
la policía, no tenía necesidad de pasar por delante de ella dos
veces para adivinar si el golpe les había fallado. Entonces se
dijo que De Crosne, prevenido sin duda por alguien, trató de
darle caza a él y sólo había encontrado a Olive. Inde irae72.
Estaba bien clara la desorientación. Ciertamente, si Beausire
se hubiese encontrado en circunstancias ordinarias, si no
hubiera tenido cien mil libras en su bolsillo, se habría arrojado
sobre los del orden, gritando, como Nisos73: «¡Aquí estoy, aquí
estoy! Soy yo quien lo ha hecho todo.»
Pero la idea de que le registrarían, encontrándole el
dinero, y le encerrarían para toda la vida; la idea de que el
audaz golpe de mano llevado a cabo por él, sólo aprovecharía
a los agentes del lugarteniente, triunfó sobre todos sus
escrúpulos y relegó incluso sus angustias amorosas.
«Lógico —se dijo—. Yo me haré prender, devolveré las
cien mil libras, pero no le servirá de nada a Olive. Me
arruinaré, le demostraré que la amo como un insensato, pero
mereceré que ella me diga: “Has sido un bruto; tienes que
quererme menos y salvarme.” Nada, lo que hay que hacer es
asegurar el dinero, que es la fuente de la libertad, de la
felicidad y la filosofía.»
Seguidamente, Beausire se apretó los billetes sobre el
corazón y a zancada de galgo se fue hacia el Luxemburgo,
adonde no iba más que por instinto hacía una hora y adonde
había ido cien veces a buscar a Olive, y por lo tanto dejó que
sus piernas le llevasen allá. Para un hombre tan aferrado a
lógica era un pobre razonamiento.
En efecto, los arqueros, que sabían las costumbres de los
ladrones como Beausire sabía las de los arqueros, habrían ido
a buscar a Beausire al Luxemburgo. Pero el cielo, o el diablo,
había resuelto que De Crosne fracasase esa vez contra
Beausire.
Cuando el amante de Nicolasa daba la vuelta por la calle
Saint-Germain-des-Prés estuvo a punto de ser atropellado por
una lujosa carroza cuyos briosos caballos corrían hacia la calle
Dauphine. Pero gracias a esa agilidad muy parisiense,
Beausire tuvo tiempo de esquivar el golpe, aunque no pudo
evitar el latigazo del cochero, pero un propietario de cien mil
libras no se detiene por un miserable vergajazo, sobre todo
cuando las compañías de la Etoile y los esbirros de De Crosne
le siguen el rastro. Y lo que hizo Beausire fue pegar un brinco
para salvarse de los cascos y de otra caricia del cochero, pero
lo que vio al recobrar el equilibrio fue a Olive en la carroza y
hablando muy animadamente con un sujeto elegantemente
vestido. Beausire soltó un rugido que casi azuzó a los caballos,
y habría seguido al carruaje, pero se dirigía a la calle
Dauphine, la única de París por la que él no estaba dispuesto a
meterse por nada del mundo en aquel momento. Y por otro
lado pensaba que la aparición de Olive en aquel carruaje era
un producto de su imaginación; visiones absurdas, fantasmas
entrevistos en estado de embriaguez, algo que no podía ser
verdad. Había, además, una razón que lo corroboraba, y era
que Olive no podía estar en la carroza toda vez que los
arqueros la habían detenido en su casa de la calle Dauphine.
El pobre Beausire, agotado moral y físicamente, se lanzó
por la calle de Fosses-Monsieur-le-Prince, llegó al
Luxemburgo, atravesó el distrito ya desierto y terminó fuera de
las puertas de la ciudad, refugiándose en un sórdido edificio
cuya dueña tenía para él toda clase de atenciones.
Se instaló en este cuchitril, escondió los billetes bajo una
baldosa, arrastró hasta la baldosa un pie de la cama y se
acostó, sudoroso, y soltando juramentos, pero amenizándolos
con expresiones de gratitud a Mercurio74, y sus náuseas febriles
las atenuó con una infusión de vino azucarado con canela, un
brebaje muy propio para reactivar la transpiración de la piel y
la confianza del corazón.
Estaba seguro de que la policía no le encontraría; estaba
seguro de que nadie le quitaría su dinero; estaba seguro de que
Nicolasa, aunque la hubiesen detenido, no era culpable de
nada, por lo que sería la suya una reclusión sin motivo. En fin,
él estaba seguro de que las cien mil libras le servirían incluso
para sacar de la prisión, si esto sucediera, a Olive, su
inseparable compañera.
Quedaban los compañeros de la embajada; con ellos la
cuenta era más difícil de arreglar. Pero Beausire había previsto
todas las dificultades. Se quedarían en Francia y él se iría a
Suiza, a la espera de que Olive recobrase la libertad.
Nada de lo que pensaba Beausire, mientras bebía el vino
caliente, sucedería según sus previsiones; estaba escrito.
El hombre comete casi siempre la equivocación de
figurarse que ve las cosas cuando no las ve, y comete todavía
el error de figurarse que no las ha visto cuando realmente las
ha visto.
XLV.- DONDE MADEMOISELLE
OLIVE COMIENZA A PREGUNTARSE
QUE SE QUIERE HACER CON ELLA

Si Beausire hubiera querido confiar en sus ojos, que eran


excelentes, en lugar de hacer trabajar su imaginación, que todo
lo confundía, se habría librado de muchos disgustos y muchas
decepciones.
En efecto, era Olive a quien había visto en la carroza,
sentada al lado de un hombre al cual no reconoció porque sólo
le miró una vez, pero al que habría reconocido si le hubiese
mirado dos veces. Era Olive, que por la mañana había ido a
pasear como de costumbre por el jardín del Luxemburgo y
que, en lugar de regresar a las dos para comer, encontró y
habló con el extraño individuo que conoció el día del baile de
la Ópera.
En efecto, en el momento en que pagaba su silla de
manos para regresar y sonreía al dueño del café del jardín, del
que era una cliente asidua, De Cagliostro, apareciendo por una
de las avenidas, llegó hasta ella y la cogió del brazo,
preguntándole, sin hacer caso de la exclamación de ella:
—¿Adonde vais?
—A la calle Dauphine, a mi casa.
—Eso satisfará el deseo de la gente que os espera —
repuso el desconocido.
—Gente que me espera… ¿Por qué, si nadie me espera?
—Ya lo creo; quizá unos doce visitantes.
—¿Doce visitantes? —preguntó Olive riendo—. ¿Por qué
no un regimiento?
—Os aseguro que si hubiera sido posible enviar un
regimiento a la calle Dauphine, lo enviarían.
—Me asombráis.
—Y os asombraréis más todavía si os dejo ir a la calle
Dauphine.
—¿Por qué?
—Porque os detendrán, querida mía.
—¿Detenida yo?
—Vos. Los doce señores que os esperan son arqueros
enviados por De Crosne.
Olive se estremeció; ciertas personas tienen siempre
miedo de ciertas cosas. Sin embargo, se rehízo una vez meditó
en su conducta y en sus circunstancias.
—Pero si yo no he hecho nada. ¿Por qué me tienen que
detener?
—¿Por qué se detiene a una mujer? Por intrigas, por
suposiciones.
—Yo no he intrigado contra nadie.
—¿No habéis tomado parte en algo?
—Si no os explicáis mejor…
—Sin duda hay una equivocación al decidir deteneros,
pero lo intentan. ¿Nos vamos, entonces, a la calle Dauphine?
Olive se detuvo, pálida y turbada.
—Jugáis conmigo como un gato con un humilde ratón. Si
sabéis algo, decídmelo. ¿No es a Beausire a quien se busca?
Olive miró a De Cagliostro suplicándole.
—Quizá sí. Sospecho que tiene la conciencia mucho
menos limpia que vos.
—¡Pobre Beausire!
—Compadecedle, pero si está preso, no le imitéis
dejándoos prender.
—¿Pero qué interés tenéis vos en protegerme? ¿Qué os
guía al ocuparos de mí? No es natural que un hombre como
vos…
—No sigáis, porque diríais una tontería, y los minutos
son preciosos, pues los agentes de De Crosne, al ver que no
regresáis, podrían venir a buscaros aquí.
—¿Aquí? ¿Se sabe que yo estoy aquí?
—Sería una suerte para ellos que lo supieran; yo lo sé,
¿no es así? Entonces continúo, y como me intereso por vos y
os quiero bien, lo demás no debe importaros. Rápido,
lleguemos a la calle D’Enfer. Mi carroza os espera allí.
¿Todavía dudáis?
—Sí.
—Muy bien. Pues vamos a hacer una cosa bastante
imprudente, pero espero que os convencerá. Pasaremos por
delante de vuestra casa en mi carroza, y cuando hayáis visto a
esos señores de la policía desde un poco lejos para que no os
detengan y desde un poco cerca para comprender sus
intenciones… Entonces comprenderéis la mías y lo que valen.
Seguidamente llevó a Olive hasta la verja de la calle
D’Enfer, subieron a la carroza y De Cagliostro y Olive se
dirigieron a la calle Dauphine, pasando por donde Beausire los
había visto juntos, y quien seguramente habría gritado si
hubiera seguido a la carroza, como Olive lo habría hecho para
acercarse a él, para salvarle, si era perseguido o salvarse con él
si quedaba libre.
“Pero De Cagliostro vio a ese desgraciado, distrajo la
atención de Olive mostrándole el gentío que ya se agolpaba
alrededor del puesto de vigilancia, y en el mismo momento en
que Olive distinguió a los agentes de la policía y su casa
invadida, se arrojó en los brazos de su protector con una
desesperación que hubiera enternecido a otro hombre que no
fuese aquel hombre de hierro. El se contentó con apretar la
mano de la muchacha y ocultarla bajando las cortinillas.
—¡Salvadme, salvadme! —repetía ella con desespero.
—Os lo prometo.
—Si, como vos decís, estos hombres de la policía lo
saben todo, terminarán encontrándome.
—No temáis; en el sitio adonde os llevo, nadie os
descubrirá. Si vienen a prenderos en vuestra casa, no irán a
prenderos en la mía.
—¡Oh! —exclamó ella con espanto—, vuestra casa…
Vamos a vuestra casa.
—Estáis loca —repuso él—. Se diría que no os acordáis
de lo que convinimos. Yo no soy vuestro amante, y no quiero
serlo.
—Entonces, ¿es la prisión la que me ofrecéis?
—Si preferís el hospital, sois libre.
—Vamos —repuso ella aterrada—. Me confío a vos,
haced de mí lo que queráis.
La condujo a la calle Neuve-Saint-Gilles, a la casa donde
le hemos visto recibir a Felipe de Taverney. Cuando la dejó
instalada, lejos de la servidumbre y de toda vigilancia, en un
pequeño apartamento en el segundo piso, le dijo:
—Tenéis que ser más feliz de lo que lo habéis sido hasta
ahora.
—¡Feliz! ¿Y cómo? —dijo ella, con el corazón oprimido
—. ¿Feliz sin libertad, sin poder salir a la calle? Es tan triste
todo esto… sin un jardín. Aquí me moriré.
—Tenéis razón —dijo él—, y quiero que no os falte nada;
estaréis mal aquí, y mis gentes acabarán por veros y
molestaros.
—O por venderme.
—No lo temáis. Mi gente no vende más que lo que yo le
compro, pero para que tengáis toda la tranquilidad deseable,
voy a ocuparme de procuraros otra vivienda.
Olive se mostró un poco consolada por estas promesas.
Además, su nuevo apartamento le gustaba. Veía comodidad y
había libros divertidos.
Su protector la dejó sola, diciéndole:
—No quiero conquistaros por el hambre, querida niña. Si
queréis verme, llamadme y vendré en seguida si estoy en mi
casa, o a mi regreso si he salido.
Le besó una mano y se fue.
—Monsieur —le suplicó ella—, hacedme sobre todo
llegar noticias de Beausire.
—Cuanto antes —respondió el conde.
Mientras bajaba las escaleras, De Cagliostro dialogaba
consigo.
«Será una impiedad alojarla en esta casa de la calle Saint-
Claude, pero es necesario que no la vea nadie, y en esta casa
nadie la verá. Y si por el contrario conviene que una persona la
vea, sólo la verá aquí. Vamos, un sacrificio más todavía.
Apaguemos esta débil llama de la antorcha que brilló en otro
tiempo.»
El conde se puso un abrigo muy holgado, buscó entre las
llaves que tenía en su escritorio y eligió algunas después de
mirarlas detenidamente. Solo y a pie salió de su palacio,
subiendo por la calle Saint-Louis de Marais.
XLVI.- LA CASA DESIERTA

De Cagliostro llegó solo a esta antigua casa de la calle Saint-


Claude, la cual nuestros lectores no habrán olvidado. La noche
caía como si se detuviera frente a la puerta, y no se veían más
que algunos raros transeúntes a lo largo del bulevar.
Los cascos de un caballo que resonaban en la calle Saint-
Louis, una ventana que se cerraba con un gemido de las viejas
cerraduras, el chirriar de los goznes de la puerta cochera tras el
retorno del dueño del palacio vecino… Estas eran a esa hora
las únicas señales de vida del distrito.
Un perro ladraba, o más bien aullaba, en el pequeño
cercado del convento, y una ráfaga de viento tibio llevaba
hasta la calle Saint-Claude los tres melancólicos cuartos que
acababan de sonar en el reloj de Saint-Paul.
Eran las nueve menos cuarto.
El conde llegó frente a la puerta cochera, se sacó del
abrigo una pesada llave, y para hacerla entrar en la cerradura
tuvo que extraer el polvo y la arena que la taponaba,
acumulados por el viento en el transcurso de varios años. Al
lograr que diese una vuelta la llave trató de abrir la puerta,
pero el tiempo había hecho su obra: la madera estaba hinchada
en las junturas y la herrumbre había mordido los goznes. La
hierba crecía por entre los intersticios del empedrado, llenando
de verdín la parte baja de la puerta, una especie de barro,
parecido al de los nidos de las golondrinas, calafateaba cada
grieta, y las vigorosas vegetaciones se aferraban a la madera…
De Cagliostro notaba la resistencia de la puerta y apoyó
la mano, después el codo, luego el hombro…, y la hizo girar
con un crujido que pareció un gemido de la madera herida. De
Cagliostro vio ante sí el patio, solitario, desolado, lleno de
musgo como un cementerio abandonado.
Cerró la puerta detrás suyo, y sus pisadas se grabaron en
la grama áspera y rebelde que lo invadía todo, ocultando
incluso el embaldosado. Nadie le había visto entrar, ni nadie le
veía en el recinto, cercado por los altos muros. Se detuvo un
momento, y poco a poco su pensamiento retrocedió al pasado,
lo mismo que acababa de reintegrarse a su antigua casa.
Del pasado le quedaba la desolación y el vacío, y de la
vivienda no veía más que sus ruinas desiertas.
La escalinata de doce peldaños no tenía más que tres
escalones intactos. Los otros, minados por el agua y las
lluvias, por las ortigas y las adormideras, terminaron
resquebrajándose y desmoronándose. Cascotes, polvo,
hierbajo… El tiempo —¿cuántos años?— testimoniaba una
vez más su capacidad devastadora.
De Cagliostro consiguió subir por entre los tramos que se
estremecían bajo su pie y, valiéndose de otra llave, entró en
una inmensa sala, encendiendo la linterna que traía consigo, la
cual en el acto apagó el viento, o el hálito siniestro que
planeaba bajo el carcomido techo. El aliento de la muerte
reaccionaba contra la vida; la oscuridad mataba la luz.
De Cagliostro volvió a encender su linterna y continuó su
camino. En el gran comedor, los armarios, enmohecidos y
destrozadas sus líneas, habían perdido casi su primitiva forma,
y las baldosas resbaladizas eran un peligro. Todas las puertas
interiores estaban abiertas, dejando que la mirada penetrase
libremente entre aquellas fúnebres profundidades por donde
había ya pasado la muerte.
El conde sintió un estremecimiento, porque en el extremo
de la sala, allí donde en otro tiempo empezaba la escalera,
había oído un ruido. En otro tiempo, cierto ruido anunciaba
una presencia querida, y despertaba en los sentidos del dueño
de esta casa la vida, la esperanza, la felicidad. Y ese ruido de
ahora, que no representaba nada en la hora presente, evocaba
todo un pasado.
De Cagliostro, con rostro grave, la respiración lenta, y las
manos heladas, se dirigió hacia la estatua de Harpócrate, cerca
de la cual había el resorte de una antigua puerta de
comunicación, lazo misterioso que unía la casa conocida con
la mansión secreta.
El resorte funcionó sin obstáculos, aun cuando las
ensambladuras oxidadas chirriasen, pero apenas el conde puso
el pie en el primer peldaño de la escalera secreta, el extraño
ruido se repitió. De Cagliostro alargó su mano levantando la
linterna para descubrir a qué se debía, y vio una enorme
serpiente que bajaba muy despacio por la escalera y se valía de
su cola como de un látigo golpeando cada escalón. El reptil
fijó su negra pupila sobre De Cagliostro, y después se escurrió
por el primer agujero de la ensambladura, desapareciendo ante
su mirada. Sin duda era el genio de la soledad.
El conde prosiguió su marcha. Por todas partes le
acompañaba un recuerdo, o una sombra, y cuando sobre las
paredes la luz dibujaba una silueta móvil, el conde se
estremecía, pensando que su sombra le era ya como una
sombra extraña, que resucitaba para visitar también el
misterioso lugar. Caminando y soñando, llegó hasta la plancha
que cerraba la chimenea que servía de paso entre la cámara de
armas de Bálsamo y el gabinete perfumado de Lorenza
Feliciani. Los muros estaban desnudos, y las cámaras vacías.
En el hogar todavía dispuesto había un gran brasero lleno de
cenizas, entre las cuales centelleaban algunos mínimos
medallones de oro y de plata.
Esa fina ceniza, blanca y perfumada, era la del mobiliario
de Lorenza que Bálsamo había quemado hasta el último
barrote; eran los armarios de ébano, el clavicordio y el
canastillo de palo de rosa, el bello lecho con dosel, las
porcelanas de Sévres; eran las molduras y los ornamentos de
metal, fundidos en el gran fuego hermético; eran las cortinas y
los tapices de brocado de seda; eran las cajas de áloe y de
sándalo, cuyo penetrante olor que trepaba por las chimeneas
había perfumado toda la zona de París por donde se había
extendido la humareda, por lo que durante dos días los
transeúntes levantaban la cabeza para respirar los raros aromas
empujados por el viento, y el hortera del distrito de Halles y la
modistilla del distrito Saint-Honoré se sentían como
embriagados por esos átomos violentos y encendidos que la
brisa robaba a las terrazas del Líbano y a las llanuras de Siria.
Aquellos perfumes todavía vagaban por la cámara desierta y
fría. De Cagliostro se inclinó y cogió un poco de ceniza, y
aspiró su olor largo tiempo con una especie de pasión salvaje.
«También podré aspirar un resto de esta alma que en otra
época fue el alma de lo que ahora es polvo.»
Después volvió a examinar los barrotes de hierro, la
tristeza del patio vecino, y en la escalera los largos surcos que
el incendio había abierto, destruyendo todo lo que se oponía a
las llamas.
¡Espectáculo bello y siniestro! La cámara de Althotas
había desaparecido, y no quedaban de los muros más que siete
u ocho sillares, en los cuales el fuego se había ensañado,
ennegreciéndolo todo.
Quien hubiese ignorado la dolorosa historia de Bálsamo y
de Lorenza, difícilmente habría deplorado estas ruinas. Todo
respiraba la grandeza abatida, el esplendor extinguido, la
perdida felicidad.
De Cagliostro seguía sumergido en sus sueños. El hombre
había descendido de las alturas de su filosofía para
reconcentrarse en este poco de humanidad tierna, los
sentimientos del corazón, y que no pertenecen al
razonamiento. Después de evocar los dulces fantasmas de la
soledad y rehuir todo lo que le hablaba al espíritu, y creía
haberse repuesto de su debilidad humana, sus ojos se
detuvieron en un objeto que brillaba entre tanto desastre y
tanta miseria. Se inclinó y vio en una grieta del suelo, casi
enterrada en el polvo, una horquilla de plata que parecía como
si hubiese caído recientemente de los cabellos de una mujer.
Era uno de esos broches italianos con que las damas de aquel
tiempo se sujetaban los bucles.
El filósofo, el sabio, el profeta, el que despreciaba a la
humanidad, ese que quería que hasta el cielo contase con él;
ese hombre que había concentrado tantos dolores en sí mismo
y arrancado tantas gotas de sangre del corazón de los demás;
De Cagliostro, el ateo, el charlatán, el risueño escéptico,
recogió la horquilla, se la llevó a los labios, y seguro de que
nadie podía verle, dejó que una lágrima brotase de sus ojos,
mientras murmuraba:
—Lorenza…
Esto fue todo. Latía un demonio dentro de ese hombre.
Buscaba la lucha, y para su propia felicidad, la nutría de sí
mismo.
Después de besar con pasión esa reliquia sagrada, abrió la
ventana, pasó su brazo a través de los barrotes y arrojó el frío
trozo de metal al recinto del convento vecino, en las ramas de
los árboles, en el aire, en el polvo, no se sabe dónde.
Se castigaba por haberse visto débil el corazón. «Adiós
—dijo al insensible objeto que se perdía quizá para siempre—.
Adiós, recuerdo enviado para enternecerme, para
empequeñecerme. Desde ahora sólo pensaré en la tierra. Sí,
esta casa va a ser profanada. ¿Qué es lo que digo? Lo ha sido
ya. He vuelto a abrir sus puertas, he traído la luz a estos
muros, he visto el interior de la tumba, he removido las
cenizas de la muerte. Profanada está la casa. Que lo sea y para
el bien de alguien. Otra mujer atravesará este patio, otra mujer
pisará la escalera, otra mujer cantará quizá bajo esta bóveda
donde vibra todavía el último suspiro de Lorenza… Sea. Pero
todas estas profanaciones tenderán a un fin, servir a mi causa.
Y si Dios me la hace perder, Satanás me ayudará a ganarla.»
Dejó la linterna sobre un peldaño.
«Esta escalera caerá, esta casa se derrumbará también. El
misterio se desvanecerá, el palacio se convertirá en escondrijo
y dejará de ser santuario.»
Y escribió apresuradamente sobre unas tablillas las líneas
siguientes:
«A monsieur Lenoir, mi arquitecto: Limpiar patio y
vestíbulos, restaurar bajos y caballerizas, demoler el pabellón
interior, reducir el palacio a dos pisos… en ocho días.»
«Veamos ahora si se ve bien desde aquí la ventana de la
condesita.»
Se acercó a una ventana del segundo piso del palacio,
desde donde se dominaba parte de la calle Saint-Claude por
encima de la puerta cochera. Poco más allá, se veía el
alojamiento de Juana de la Motte.
«No puede fallar. Las dos mujeres tienen que verse.»
Volvió a tomar su linterna, bajó la escalera y salió. Una
hora después llegaba a su casa y enviaba su proyecto al
arquitecto.
En efecto, desde el día siguiente, cincuenta obreros
invadieron el palacio; el martillo, la sierra y los picos
resonaban por todas partes, los montones de hierba humeaban
en un rincón del patio, y, al llegar la noche, los transeúntes
vieron una gran rata colgada de una pata, pendiendo de un
travesaño en el patio, en medio de un grupo de trabajadores
que se regodeaban contemplando su gordura y su mostacho
gris. Al silencioso habitante del palacio lo había tapiado en su
agujero la caída de una gran piedra. Medio muerto cuando la
grúa levantó la piedra, fue cogido por la cola y sacrificado
para diversión de los jóvenes auverneses que amasaban el
yeso, y sea por vergüenza o sea por asfixia, no sobrevivió. El
transeúnte le dedicó esta fúnebre oración: «Uno que ha sido
feliz durante diez años.»
Sic transit gloria mundi75.
En ocho días la casa fue restaurada según las
instrucciones que De Cagliostro había enviado al arquitecto.
XLVII.- JUANA, PROTECTORA

El cardenal de Rohan recibió, dos días después de su visita a


Boehmer, un billete que decía: «Su Eminencia, señor cardenal
de Rohan, sabe sin duda dónde cenará esta noche.»
«De la condesita —se dijo, quemando el papel—. Iré.»
He aquí por qué Juana de la Motte solicitaba esta
entrevista del cardenal: de los cinco criados puestos a su
servicio por Su Eminencia, había distinguido uno de cabellos
negros, ojos oscuros, tez morena y sanguínea76. Para esta gran
observadora eran los síntomas de un organismo activo,
inteligente y tenaz. Hizo que le llamaran, y en un cuarto de
hora obtuvo de su docilidad y de su perspicacia lo que ella
deseaba, que fue hacerle seguir al cardenal, informándola de
que había visto a Su Eminencia ir dos veces en dos días al
establecimiento Boehmer y Bossange. Juana sacó sus
deducciones. Un hombre como el cardenal no regatea. Hábiles
comerciantes como Boehmer no dejan irse a un comprador.
Por lo tanto, el collar, se había vendido. Vendido por Boehmer
y comprado por el príncipe de Rohan, pero él no había dicho
una palabra a su confidente, a su dueña. El síntoma era grave.
Juana arrugó la frente, se pellizcó los labios y dirigió al
cardenal el billete de llamada.
Su Eminencia llegó de noche, haciéndose preceder por un
cestillo de Tokay y algunas exquisiteces, igual que si fuese a
cenar en casa de madame Guimard o en casa de mademoiselle
Dangeville.
El matiz no pasó desapercibido para Juana, como tantos
otros que tampoco se le habían escapado; aceptó el no servir
nada de lo que el cardenal había enviado, y después, iniciando
la conversación con cierta ternura, cuando quedaron solos, le
dijo:
—De verdad, monseñor, hay algo que me aflige mucho.
—¿Qué es, condesa? —preguntó el cardenal, afectando
esa contrariedad que no siempre es señal de que se esté
realmente contrariado.
—Monseñor, la causa de mi disgusto no es porque hayáis
dejado de amarme, sino comprobar que no me habéis amado
nunca…
—Pero, condesa, ¿qué estáis diciendo?
—No os excuséis, monseñor, porque sería tiempo
perdido.
—Para mí —dijo galantemente el cardenal.
—No, para mí —respondió claramente Juana de la Motte
—. Además…
—Condesa…
—No os lamentéis, monseñor, porque ya me es
indiferente.
—¿Que os ame o que os haya dejado de amar?
—Sí.
—¿Y por qué os es indiferente?
—Porque yo no os amo.
—Condesa, ¿sabéis que no estáis obligada a hacerme el
honor de decirme eso?
—En efecto, pero es verdad que nuestras relaciones no se
iniciaron con una entrega efectiva; es un hecho,
reconozcámoslo.
—¿Qué hecho?
—Que yo no os he querido nunca, monseñor, y que
tampoco vos me habéis querido.
—Respecto a mí, no podéis decir eso —repuso el
príncipe con un acento casi sincero—. Yo he sentido por vos
mucho afecto, condesa. No me alistéis bajo vuestra bandera.
—Monseñor, creo que nos estimamos lo suficiente para
decirnos la verdad.
—¿Y cuál es la verdad?
—Existe entre nosotros otro lazo mucho más fuerte que el
amor.
—¿Cuál?
—El interés.
—¿El interés? Caramba, condesa.
—Monseñor, yo os diría, como el campesino normando
decía de la horca a su hijo: «Si ella te disgusta, no disgustes a
los demás.» Vaya con el interés, monseñor. ¡Cómo os dejáis
ganar por él!
—Veamos, condesa, supongamos que efectivamente nos
guía el interés. ¿En qué puedo yo servir vuestros intereses y
vos los míos?
—Primero, y antes de nada, deseo querellarme con vos.
—Hacedlo, condesa.
—Vos habéis tenido poca confianza en mí, es decir, poca
estimación.
—¿Yo? ¿Cuándo os he dado motivos? Os ruego que me
lo digáis.
—¿Cuándo? ¿Negaréis que después de haberme
arrancado hábilmente todos los detalles que yo deseaba
daros…?
—¿Sobre qué, condesa?
—Sobre el gusto de cierta gran dama acerca de cierta
cosa; vos habéis hecho todo lo posible para satisfacer ese
gusto sin hablarme de ello.
—¿Arrancar detalles, adivinar el gusto de cierta dama por
cierta cosa, satisfacer ese gusto? Condesa, sois un enigma, una
esfinge. Yo había visto la cabeza y el cuello de la mujer, pero
no había visto todavía las garras de león. Parece que vais a
enseñármelas. Pues, sea.
—No, yo no os enseñaré nada, monseñor, puesto que no
deseáis ver nada. Yo os daré simplemente la solución del
enigma: los detalles son los que han ocurrido en Versalles; el
gusto de cierta dama, es el de la reina, y la satisfacción que se
ha dado a ese gusto de la reina es la compra que hicisteis ayer
a Boehmer y Bossange de su famoso collar.
—Condesa… —murmuró el cardenal, en tono indeciso y
palideciendo.
Juana le miró fijamente, diciéndole:
—¿Por qué me miráis con ese miedo? ¿No negociasteis
ayer con los joyeros del distrito de l’Ecole?
—Un De Rohan no miente, ni a una mujer.
El cardenal calló. Pero como iba a enrojecer, por ese
disgusto que un hombre no perdona jamás a la mujer que se lo
causa, Juana se apresuró a tomarle una mano.
—Perdón, príncipe mío. Tengo que deciros en qué os
habéis engañado respecto a mí. ¿Me habéis creído tonta y
malvada?
—¡Oh, condesa!
—Entonces…
—Ni una palabra más; dejadme hablar ahora. Yo os
persuadiré quizá, porque desde hoy veo claramente que debo
tratar mis intereses con vos. Yo esperaba encontrar en vos a
una mujer bonita, una mujer espiritual, una dueña encantadora,
pero sois algo mejor que eso. Escuchad.
Juana se acercó al cardenal, dejando su mano entre las de
él.
—Vos habéis querido ser mi dueña, mi amiga, sin
amarme. Me lo acabáis de decir vos misma.
—Y os lo repito una vez más.
—¿Teníais entonces un motivo?
—Seguro.
—¿Y ese motivo, condesa?
—¿Tenéis necesidad de que yo os lo explique?
—No, lo palpo con la mano. Vos queréis hacer mi
fortuna. ¿No es bastante claro que, una vez que mi fortuna esté
hecha, mi primer cuidado será asegurar la vuestra? ¿Es esto lo
que ocurre o me he engañado?
—No os habéis engañado, monseñor. Solamente, y
creedme, que ese fin no he tratado de alcanzarlo en medio de
antipatías o repugnancias; el camino ha sido agradable.
—Sois una amable mujer, condesa, y da gusto hablar de
negocios con vos. Os decía, pues, que habéis acertado. ¿Sabéis
que tengo en alguna parte un amor platónico?
—Lo vi en el baile de la Ópera, príncipe mío.
—Este amor no será jamás compartido. Dios me libre de
creerlo.
—Una mujer no es siempre reina, y vos valéis tanto, creo
yo, como el cardenal Mazarino.
—Era un hombre muy gentil también —dijo riendo el
cardenal.
—Y un excelente primer ministro —contestó Juana.
—Condesa, con vos es trabajo perdido pensar mil veces e
innecesario decir. Vos pensáis y habláis por vuestros amigos.
Sí, yo aspiro a ser primer ministro. Todo me conduce a ello: el
nacimiento, el hábito de los negocios, la benevolencia que me
testimonian las cortes extranjeras, la simpatía con que me
considera el pueblo francés.
—Todo —dijo Juana—, excepto una cosa.
—¿Excepto una repugnancia, queréis decir?
—Sí, de la reina, y esa repugnancia es el verdadero
obstáculo. Lo que la reina quiere termina siempre por ser
querido por el rey, y lo que ella odia, él lo desprecia.
—¿Y ella me odia?
—¡Oh…!
—Seamos francos. No creo que nos sea permitido
continuar en tan hermoso camino, condesa.
—Sabedlo, monseñor, la reina no os quiere.
—Entonces, estoy perdido. No hay collar que la
conquiste.
—He aquí en qué os engañáis, príncipe.
—El collar está comprado.
—Al menos la reina verá que si ella no os quiere, vos sí
la queréis.
—Ah, condesa…
—Sabéis, monseñor, que hemos convenido en llamar las
cosas por su nombre.
—Sea. ¿Decís que no desesperáis de verme un día primer
ministro?
—Estoy segura.
—Quisiera preguntaros cuáles son vuestras ambiciones.
—Ya os las diré, príncipe, cuando estéis en situación de
satisfacerlas.
—Eso es hablar; esperemos hasta ese día.
—Gracias; ahora supongamos.
El cardenal tomó la mano de Juana y la estrechó entre las
suyas, como Juana había deseado fervientemente que su mano
fuese oprimida unos días antes, pero ahora esta sensación se
había desvanecido.
—Y bien, condesa.
—Cenemos, monseñor…
—No tengo apetito.
—Entonces sigamos hablando.
—No tengo nada que decir.
—Pues separémonos.
—He aquí —dijo él— lo que vos llamáis nuestra alianza.
¿Me despedís?
—Para ser verdaderamente el uno del otro —dijo la
condesa—, monseñor, seamos primero uno y otro de nosotros
mismos.
—Tenéis razón, condesa; perdón por haberme engañado
una vez más. Os aseguro que será la última.
Y volviendo a tomar su mano la besó tan
respetuosamente que no vio la diabólica sonrisa de la condesa
cuando ella le oyó estas palabras: «Esta será la última vez que
me engañaré acerca de vos.» Juana se levantó, llevó al
príncipe hasta la antecámara, donde él se detuvo y en voz baja
le preguntó:
—¿Qué ocurrirá después, condesa?
—Algo muy sencillo.
—¿Qué haré?
—Nada. Esperadme.
—¿Vos iréis…?
—A Versalles.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Y tendré respuesta?
—Inmediatamente.
—Mi protectora, confío en vos.
—Dejadme a mí.
Poco después, Juana de la Motte se acostaba, y mirando
vagamente el bello Endimión de mármol que esperaba a
Diana, murmuró:
—Decididamente la libertad vale más.
XLVIII.- JUANA, PROTEGIDA

Dueña de aquel secreto, enriquecida de antemano con el


porvenir que le esperaba, sostenida por dos influencias tan
considerables, Juana se veía capaz de levantar el mundo. Se
concedió quince días para comenzar a morder el delicioso
racimo que la fortuna suspendía sobre su cabeza.
Aparecer en la corte, no ya como una solicitante, ni como
la pobre mendiga retirada por madame de Boulainvilliers, sino
como una descendiente de los Valois, rica, con cien mil libras
de renta, con un marido duque y par, llamarse la favorita de la
reina, y en un tiempo de intrigas y de tempestades gobernar el
Estado gobernando al rey a través de María Antonieta, he aquí
simplemente el panorama que se entreabría ante la inagotable
imaginación de la condesa de la Motte.
Al llegar el día que estimó propicio, no hizo más que
acercarse a Versalles. Carecía de carta de presentación, pero la
fe en su fortuna era ya tal que tenía la certidumbre de que vería
doblegarse la etiqueta ante su deseo. Y tenía razón.
Todos los oficiosos de la corte, tan empeñados en
adivinar los gustos del dueño, habían notado ya la satisfacción
con que María Antonieta acogía a la bella condesa.
Fue bastante para que a su llegada un húsar inteligente y
ambicioso fuera colocarse al paso de la reina, que llegaba de la
capilla, y, como por azar, pronunció delante del gentilhombre
de servicio estas palabras:
—Monsieur, ¿qué debo hacer con la señora condesa de la
Motte-Valois, que no tiene carta de presentación?
La reina hablaba en voz baja con la princesa de Lamballe,
y el nombre de Juana, hábilmente dejado caer, la detuvo, y se
volvió preguntando:
—¿Decís que está en palacio madame de la Motte-
Valois?
—Creo que sí, Majestad —contestó el gentilhombre.
—¿Quién la ha visto?
—Este húsar, madame.
—Recibiré a madame de la Motte-Valois —precisó la
reina, que continuó su camino, y luego se detuvo para decirle
al húsar—: La conduciréis a la Sala de Baños.
Juana, a quien el húsar la informó, hizo ademán de abrir
su bolsa, pero el húsar la detuvo con una sonrisa.
—Señora condesa, os ruego que acumuléis las deudas;
seguramente que muy pronto podréis pagármelas con intereses
más altos.
—Tenéis razón, amigo mío; gracias.
«¿Por qué —se dijo— no he de proteger al húsar que me
ha protegido? ¿No estoy también protegiendo a un cardenal?»
Juana estuvo pronto en presencia de su soberana, la cual
apareció con expresión un poco seria, quizá precisamente por
lo que favorecía a la condesa con su inesperada recepción.
«En el fondo —pensó la amiga del cardenal—, la reina
cree que todavía vengo a mendigar… Antes de que yo haya
pronunciado una palabra, habrá desarrugado el ceño o me
habrá enseñado la puerta.»
—Madame —dijo la reina—, todavía no he tenido
ocasión de hablarle al rey.
—Oh, madame… Vuestra Majestad ha sido ya demasiado
buena para mí y no espero nada más. Yo venía…
—¿Para qué venís? —dijo la reina, hábil en coger las
transiciones—. No habéis pedido audiencia. ¿Acaso se trata de
algo urgente… para vos?
—Urgente, sí, madame, pero no para mí.
—¿Para mí, entonces? Habladme, condesa.
La reina condujo a Juana a la Sala de Baños, donde sus
camareras la esperaban, pero al ver alrededor de la reina tantas
caras desconocidas, Juana no dijo nada, y María Antonieta
despidió a sus doncellas.
—Vuestra Majestad —dijo Juana— se dará cuenta de que
estoy muy confusa.
—¿Cómo es eso? No he querido confundiros.
—Vuestra Majestad sabe, pues creo habéroslo dicho,
todos los favores que me ha hecho el cardenal de Rohan, lo
cual me obliga a él.
La reina arrugó el ceño.
—No sé.
—Yo creía…
—No importa; decid.
—Anteayer Su Eminencia me hizo el honor de visitarme.
—Ah…
—Es para una buena obra que presido.
—Muy bien, condesa. Yo también os daré algo… para
vuestra buena obra.
—Vuestra Majestad se equivoca. Ya he tenido el honor de
decirle que no pedía nada. El señor cardenal, como
acostumbra, me habló de la bondad de la reina, de su
inagotable gentileza.
—Y desea que yo proteja a sus protegidos.
—Sí, claro, Majestad.
—Lo haré, y no por el cardenal, sino por los desgraciados
que acojo siempre bien, vengan de quien vengan. Sólo le diréis
a Su Eminencia que estoy muy disgustada.
—¡Ay!, madame, ved lo que yo le he dicho, pues de eso
viene la confusión que yo señalaba a la reina.
—Ah…
—Yo le hablaba al señor cardenal de la generosidad de Su
Majestad ante cualquier infortunio, sus continuas ayudas, la
causa de que la bolsa de la reina muchas veces esté como
exprimida.
—Bien.
—«Ved, monseñor —le dije como ejemplo—: Su
Majestad es esclava de su bondad. Se sacrifica por sus pobres,
y el bien que hace se vuelve a veces contra ella.» Y en este
sentido tengo que acusarme.
—¿Cómo es eso, condesa? —preguntó la reina, que
escuchaba con sumo interés, quizá porque Juana había sabido
cogerla por su lado débil, o porque María Antonieta adivinaba
bajo el largo preámbulo la preparación de algo inesperado.
—Digo que Vuestra Majestad me había dado una
importante cantidad algunos días antes, donativos que son
bastante frecuentes en la reina, pero si la reina hubiera sido
menos sensible, menos generosa, tendría dos millones en su
caja, gracias a los cuales nada le habría impedido comprar ese
bello collar de diamantes tan noblemente, tan valientemente,
pero tan injustamente rechazado. Perdonadme que lo diga.
La reina enrojeció y se quedó mirando a Juana.
Evidentemente, la conclusión estaba en la última frase. ¿Había
allí un lazo? ¿Era sólo una lisonja? Lo cierto era que la
cuestión se había expuesto, y cabía el que hubiese en ella un
peligro para una reina. Pero Su Majestad vio en el rostro de
Juana tanta dulzura, tan limpia benevolencia y tanta lealtad
que ella no podía recelar que bajo aquel rostro se escondiesen
ni la perfidia ni la adulación.
Y como la reina era una mujer de alma auténticamente
generosa, y en la generosidad hay siempre fuerza, y en la
fuerza una firme sinceridad, María Antonieta, tras un
reprimido suspiro, dijo:
—Sí, el collar era hermoso; no tendría palabras para la
alabanza que merece, pero me satisface pensar que una mujer
de gusto me bendecirá por haberlo rechazado.
—Si vos supierais, madame, cómo se conocen los
sentimientos de las personas cuando se trata del interés de
aquellos a quienes esas personas aman.
—¿Qué queréis decir?
—Quiero decir, madame, que al saber vuestro heroico
sacrificio del collar, yo vi palidecer a monsieur de Rohan.
—¿Palidecer?
—Los ojos se le llenaron de lágrimas. No sé, madame, si
es verdad que el cardenal es un caballero intachable como se
asegura, pero sí sé que después de verle tan emocionado ante
vuestro generoso desinterés y vuestra sublime abnegación, su
rostro no se me olvidará jamás.
—Muy bien, condesa —dijo la reina—; puesto que el
príncipe de Rohan os ha parecido tan noble y tan cumplido, no
me molestará que le expreséis vuestro juicio. Es un prelado
mundano, un pastor que cuida de las ovejas tanto para sí como
para el Señor.
—¡Oh, madame!
—¿Qué? ¿Le calumnio? ¿No es ésa su reputación? ¿No
ha hecho de todo ello una especie de gloria? ¿No lo veis en los
días de ceremonia, cómo agita sus bellas manos, porque,
ciertamente, son hermosas, y hace centellear el anillo pastoral,
en que las devotas fijan en él sus ojos, más brillantes que el
zafiro del cardenal? Los trofeos del cardenal —prosiguió la
reina, con calor— son numerosos. Aunque han promovido
escándalo. El prelado es un hombre galante como los de la
Fronda. El elogio que él merezca por sus actividades me
guardaré de precisarlo.
—Madame —dijo Juana, estimulada por la familiaridad
con que le hablaba la reina—, yo no sé si el cardenal pensaba
en sus devotas cuando me hablaba con tanto fervor de las
virtudes de Vuestra Majestad, pero sé que sus bellas manos no
las agitaba en el aire, sino que las tenía quietas sobre el
corazón.
La reina sacudió la cabeza, riendo forzadamente y
diciendo:
—Continuad.
—Vuestra Majestad me desconcierta: esa modestia que le
hace rechazar toda alabanza…
—¿Del cardenal? ¡Claro que sí!
—¿Por qué, madame?
—Porque me parece sospechosa, condesa.
—Yo no puedo —repuso Juana, con el mayor respeto—
defender a quien ha tenido la desdicha de no ganarse vuestro
afecto, y no dudo de que sea culpable, puesto que ha
desagradado a la reina.
—Monsieur de Rohan no me ha desagradado; me ha
ofendido. Pero como soy reina y cristiana, estoy noblemente
obligada a olvidar las ofensas.
La reina dijo sus últimas palabras con aquella majestuosa
bondad tan exclusivamente suya. Ante el silencio de Juana, le
preguntó:
—¿No decís nada más?
—Le parecería sospechosa a Su Majestad si mi opinión
fuese contraria a la suya.
—¿No pensáis como yo respecto al cardenal?
—Totalmente al revés, madame.
—No hablaríais así si supierais lo que el príncipe Louis
ha hecho en contra mía.
—Sólo sé lo que le he visto hacer en servicio de Su
Majestad.
—¿Galanterías, gentilezas, buenos deseos,
cumplimientos? —preguntó la reina.
Juana no contestó.
—Sentís hacia monsieur de Rohan una viva amistad,
condesa; no le atacaré más delante de vos —dijo, riendo, la
reina.
—Madame —repuso Juana—, prefiero más vuestra
cólera que vuestra burla. Lo que siente el cardenal por Vuestra
Majestad es un afecto tan respetuoso que estoy segura de que
si viera a la reina reírse a causa de él moriría de dolor.
—Entonces, ha cambiado mucho.
—Vuestra Majestad me hizo el honor de decirme el otro
día que diez años antes, el cardenal era un apasionado…
—Bromeaba, condesa —dijo severamente la reina.
Reducida al silencio Juana, le pareció a la reina que se
resignaba a no luchar más, pero María Antonieta se engañaba.
Para esas mujeres en cuya naturaleza forcejean el tigre y la
serpiente, el momento en que se repliegan es siempre el
preludio del ataque; el reposo concentrado precede al ímpetu.
—Hablabais de esos diamantes —dijo imprudentemente
la reina—. Confesad que habéis pensado en ellos.
—Día y noche, madame —dijo Juana con el júbilo del
general que en el campo de batalla ve hacer una falsa
maniobra a su enemigo—. ¡Son tan bellos y le irán tan bien a
Vuestra Majestad!
—¿Cómo es eso?
—Sí, madame; a Vuestra Majestad.
—Pero están vendidos.
—¿Al embajador de Portugal?
Juana negó suavemente con la cabeza.
—¿No? —dijo la reina, con alegría.
—No, madame.
—¿A quién, entonces?
—El príncipe de Rohan los ha comprado.
La reina se estremeció, pero se recobró en el acto,
murmurando fríamente:
—Ah…
—Madame —dijo Juana, con audaz elocuencia—, lo que
ha hecho el cardenal de soberbio es un impulso de
generosidad, de buen corazón; un alma como la de Vuestra
Majestad no puede por menos de simpatizar con todo lo que es
bueno y sensible.
En cuanto monsieur de Rohan supo por mí, lo confieso, el
momentáneo disgusto de Vuestra Majestad… «¡Cómo! —
exclamó, apesadumbrado—. ¿La reina de Francia rechaza lo
que no rechazaría la mujer de un rico granjero? ¡Cómo! ¿La
reina puede exponerse a ver un día a madame Necker
adornada con esos diamantes?» El cardenal ignoraba todavía
que el embajador de Portugal los hubiera negociado. Se lo
dije. Su indignación fue mayor. «Ya no es —dijo— cuestión
de complacer a la reina, sino una cuestión de dignidad real.
Conozco el espíritu de las cortes extranjeras, minado por la
vanidad y la ostentación, y se reirán de que la reina de Francia
no haya tenido bastante dinero para satisfacer un gusto tan
legítimo y yo sufriré de que se burlen de la reina de Francia.
No, jamás.» Y se despidió de mí bruscamente. Una hora
después supe que había comprado los diamantes.
—Seiscientas mil libras. ¿Y cuál ha sido su intención al
comprar el collar?
—Que si no podía ser de Vuestra Majestad, que no fuesen
de ninguna otra mujer.
—¿Y estáis segura de que no es para hacer un obsequio a
alguna amante por lo que el cardenal lo ha comprado?
—Estoy segura de que ha sido para impedir que lo vean
en un cuello que no sea el de la reina.
María Antonieta reflexionaba, y a través de su noble
fisonomía se adivinaba la inquietud en que se debatía su alma.
—Lo que ha hecho monsieur de Rohan —dijo— está
bien. Es un rasgo noble, de una delicadeza única.
Juana absorbía ardientemente cada palabra.
—Le daréis mis gracias al cardenal.
—¡Oh, sí, madame!
—Le agregaréis que su amistad está demostrada y que yo,
de hombre a hombre, como decía Catalina, lo acepto todo de la
amistad, pero correspondiendo a ella. Así que yo acepto, no el
obsequio de monsieur de Rohan…
—¿Qué entonces?
—Su anticipo. El cardenal habrá tenido que adelantar su
dinero o su crédito para servirme. Yo se lo reembolsaré.
Boehmer habrá pedido dinero en efectivo, supongo.
—Sí, Majestad.
—¿Cuánto, doscientas mil libras?
—Doscientas cincuenta mil libras.
—Es la pensión trimestral que me concede el rey. Esta
mañana me la han enviado, no sé por qué, adelantada, pero me
la han enviado. Por favor, abrid ese cajón.
—¿El primero?
—No, el segundo. ¿Hay una cartera?
—Sí, madame.
—Hay en ella doscientas cincuenta mil libras. Contadlas.
Juana contó el dinero mientras la reina decía:
—Llevádselas al cardenal. Dadle mis gracias. Decidle
que cada mes me arreglaré para pagarle de esta forma. Ya
ordenaremos los intereses. De esta manera tendré el collar que
me agrada tanto, y si me sacrifico para pagarlo, por lo menos
no sacrifico al rey, con la ganancia, además, de saber que
tengo un gran amigo.
Juana esperaba todavía más.
—Y una amiga que me ha adivinado —concluyó la reina,
tendiendo su mano a la condesa, quien la besó con efusión.
Después, al ir a salir, y como si todavía dudase, dijo en
voz baja, igual que si tuviera miedo de lo que iba a decir:
—Diréis a monsieur de Rohan que será bien recibido en
Versalles y que quiero darle las gracias personalmente.
Juana salió del gabinete real, no ebria, sino demente de
alegría y de orgullo satisfecho.
Y apretaba los billetes como un buitre su presa.
XLIX.- LA CARTERA DE LA REINA

Esa fortuna, real y figurada, que Juana de la Motte llevaba


consigo la sufrieron los caballos que la habían llevado a
Versalles. Si hubo caballos que tras un premio pareció que
volasen, fueron los dos desdichados matalones del coche que
había alquilado. El auriga, estimulado por la condesa, los
convenció de que eran los veloces cuadrúpedos del país de
Elida, y que el premio eran dos talentos de oro para él y triple
pienso para ellos.
El cardenal no había salido todavía cuando madame de la
Motte llegó, sorprendiéndole en el interior de su palacio y de
su mundo, y se hizo anunciar más ceremoniosamente que
cuando trató de acercarse a la reina.
—¿Venís de Ver salles?
—Sí, monseñor.
El cardenal demostró su inquietud viéndola fríamente
impenetrable, lo que ella notó en el acto, como advirtió su
tristeza, su desasosiego, pero no sintió la menor piedad.
—¿Y…? —preguntó él.
—Monseñor, ¿qué es lo que deseabais? Hablad un poco,
para que no tenga yo que hacerme demasiados reproches.
—Condesa, me decís eso en un tono…
—Triste, ¿verdad?
—Más que triste.
—¿Vos queríais que yo viese a la reina?
—Sí.
—Pues la he visto. ¿No queríais que ella me dejara hablar
de vos, ella, que varias veces ha demostrado su alejamiento y
su descontento en cuanto oía vuestro nombre?
—Ya veo, si tuve ese deseo, que hay que renunciar a él.
—Todavía no. La reina me ha hablado de vos.
—O vos habéis sido lo bastante buena para hablarle de
mí.
—Es cierto.
—¿Y Su Majestad ha escuchado?
—Eso merece una explicación.
—No me digáis una palabra más, condesa; sé la
repugnancia que siente hacia mí Su Majestad.
—No demasiada. Me he atrevido a hablarle del collar.
—¿Os habéis atrevido a decirle que yo he pensado…?
—¿En comprarlo para ella? Sí.
—¡Oh, condesa, eso es maravilloso! ¿Y os ha escuchado?
—Me ha escuchado.
—¿Le habéis dicho que le ofrezco el collar?
—Lo ha rechazado terminantemente.
—Estoy perdido.
—Ha rechazado el regalo, sí, pero el préstamo…
—¿El préstamo? ¿Os habéis atrevido…?
—Me he atrevido y ha aceptado.
—¡Yo haciendo un préstamo a la reina! Condesa… ¿Es
posible?
—Es más que si vos se lo hubierais dado, ¿no os parece?
—Mil veces.
—Así lo he creído. En resumen: Su Majestad ha
aceptado.
El cardenal se levantó, volvió a sentarse, y luego se
acercó a Juana y, tomándole las manos, le dijo:
—No me engañéis. Pensad que con una palabra podéis
hacer de mí el más infeliz de los hombres.
—Yo no juego con las pasiones, monseñor; si acaso, con
las ridiculeces, y los hombres de vuestro rango y vuestro
mérito no pueden nunca ser ridículos.
—Entonces, lo que vos me decís…
—Es la verdad.
—Así… ¿tengo un secreto con la reina?
—Un secreto… mortal.
El cardenal le estrechó las manos nuevamente.
—Me satisface vuestro apretón de manos —dijo la
condesa—. Es como de un hombre a otro hombre.
—Es de un hombre feliz a un ángel protector.
—Monseñor, no exageréis.
—Es mi alegría, mi reconocimiento. Jamás…
—Exageráis lo uno y lo otro. Prestar un millón y medio a
la reina, ¿no era lo que vos deseabais? Buckingham pidió otra
cosa a Ana de Austria, monseñor, después de sus perlas
derramadas por el suelo de la cámara real.
—Lo que Buckingham ha sido, condesa, no quiero
desearlo; sería un sueño.
—Vos os explicaréis acerca de todo esto con la reina,
porque ella me ha encargado que os diga que os recibirá en
Versalles con el mejor afecto.
La imprudente había dejado escapar estas palabras
cuando el cardenal palideció como cuando un adolescente
llega al primer beso amoroso. El cardenal, como si la emoción
le venciera, se dejó caer en el sillón que tenía más cerca.
Mientras le observaba, Juana se dijo:
«Esto es todavía más serio de lo que yo creía; yo había
soñado el ducado, la más alta nobleza de Francia, cien mil
libras de renta, y alcanzaré hasta el principado, hasta el medio
millón, porque el príncipe de Rohan no trabaja por ambición ni
por avaricia; le mueve el amor.»
El cardenal se repuso en seguida. La alegría no es una
enfermedad que dure demasiado, y como era un hombre
curtido, entendió conveniente hablar de negocios con Juana,
como si quisiera hacerle olvidar que acababa de hablarse a sí
misma de amor.
—Amiga mía —dijo, estrechando a Juana entre sus
brazos—, ¿qué pretende hacer la reina con ese préstamo que
vos le habéis ofrecido?
—¿Me lo preguntáis porque la reina no tiene bastante
dinero?
—Justo.
—Pretende pagaros como si ella pagase a Boehmer, con
la diferencia de que si ella se lo hubiese comprado a Boehmer,
todo París lo sabría, lo que sería inadmisible después de la
famosa palabra del barco, y si ella burlase al rey, toda Francia
la miraría con disgusto. La reina quiere tener por entregas los
diamantes y pagarlos por entregas. Vos le proporcionaréis la
ocasión, y seréis un cajero discreto y solvente si ella tuviese
dificultades. Esto es todo. Es feliz, paga, y vos no pidáis más
que eso.
—¿Paga? ¿Y cómo?
—La reina, una mujer que lo comprende todo, sabe que
vos tendréis deudas, monseñor, y por otra parte es orgullosa;
no es una amiga que reciba obsequios. Cuando yo le he dicho
que habíais anticipado doscientas cincuenta mil libras…
—¿Se lo habéis dicho?
—¿Por qué no?
—Ha sido exponer el negocio al fracaso.
—Era procurarle el medio, la razón para aceptar. Nada
por nada; ésa es la divisa de la reina.
—Dios mío…
Juana sacó tranquilamente del bolso la cartera de Su
Majestad.
—¿Qué es eso?
—Una cartera con billetes de caja por doscientas
cincuenta mil libras.
—Pero…
—Que la reina os envía con toda su gratitud.
—Oh…
—¿Qué es lo que miráis?
—Miro esta cartera.
—¿Os gusta? Tampoco es de la mejor calidad.
—Me agrada, no sé por qué.
—Tenéis buen gusto.
—¿Os burláis de mí? ¿Por qué decís que tengo buen
gusto?
—Cuando tenéis el mismo gusto de la reina…
—Esta cartera…
—Era de la reina, monseñor…
—¿La tenéis en mucha estima?
—En mucha.
—Se comprende.
—Sin embargo, si a vos os agrada… —dijo la condesa,
con una de esas sonrisas que hasta a los santos hacen vacilar.
—No lo dudéis, condesa, pero no quiero privaros de ella.
—Tomadla.
—Condesa… —murmuró, sonriendo, el cardenal—. Sois
la amiga más preciosa, la más espiritual, la más…
—Sí, sí.
—Y entre nosotros…
—«En la vida y en la muerte», se dice siempre. No, no
tengo más que un mérito.
—¿Cuál?
—El de haber solucionado vuestros asuntos con mucha
suerte.
—Si no hubierais tenido más que esa suerte, diría que
valéis poco. Mientras vos habéis ido a Versalles, yo también
he trabajado por vos.
Juana miró al cardenal con sorpresa.
—Sí, poca cosa, pero… Ha venido mi banquero a
proponerme acciones sobre no sé qué asunto de unos pantanos
que hay que desecar o explotar.
—Ya.
—Y con un provecho seguro; he aceptado.
—Habéis hecho bien.
—Vais a verlo, porque yo os tengo siempre en mi
pensamiento y en primera línea.
—Creo que esto último es más de lo que yo merezco.
—Mi banquero me ha dado doscientas acciones, y he
tomado la cuarta parte para vos.
—¡Oh, monseñor…!
—Permitidme. Dos horas después mi banquero había
regresado. El solo hecho de haber colocado las acciones en
este día había determinado un alza de un ciento por ciento. Y
me dio cien mil libras.
—Magnífica especulación.
—He aquí, pues, vuestra parte, querida condesa; quiero
decir, querida amiga.
Y del paquete de las doscientas cincuenta mil libras dadas
por la reina, puso veinticinco mil en la mano de Juana.
—Muy bien, monseñor; esto es dar por dar. Lo que me
halaga más es que habéis pensado en mí.
—Será siempre así —repuso el cardenal, besando su
mano.
—Creed en mi correspondencia. Monseñor, hasta pronto
en Versalles.
Y salió después de dar al cardenal la lista de los
vencimientos elegidos por la reina, el primero de los cuales,
con un plazo de treinta días, era de seiscientas mil libras.
L.- DONDE VOLVEMOS A
ENCONTRAR AL DOCTOR LOUIS

Quizá nuestros lectores no se acuerden de en qué situación


difícil habíamos dejado a monsieur de Charny. Sabíamos algo
de lo ocurrido en esta pequeña antecámara de Versalles, donde
al bravo marino, a quien ni los hombres ni los elementos jamás
intimidaron, le asustó la posibilidad de verse solo entre tres
mujeres: la reina, Andrea y madame de la Motte.
Al llegar a la mitad de la antecámara, De Charny
comprendió que no tenía fuerzas para avanzar. Vaciló, abrió
los brazos, dobló las rodillas… Alguien acudió en su socorro.
Fue entonces cuando el joven oficial se desmayó y al volver en
sí, poco después, no supo que la reina lo había visto y que
quizá hubiera acudido en su ayuda, si Andrea no la hubiese
detenido, más bien por celos que por un frío sentido de las
conveniencias. Al volver de nuevo a su gabinete, atenta a la
advertencia de Andrea, apenas la puerta se había cerrado tras
ella, cuando oyó al húsar anunciando:
—El rey.
El rey se dirigía a las caballerizas porque quería, antes del
consejo, reprender a sus monteros para corregir la indolencia
que les observaba desde hacía algún tiempo.
Al entrar en el gabinete, el rey, al que seguían algunos
oficiales de su casa, se detuvo; había visto a un hombre caído
sobre el repecho de una ventana y en una posición que alarmó
a los dos guardias de corps que le auxiliaban, sorprendidos de
que un oficial se desmayase.
—Monsieur, monsieur, ¿qué os pasa?
El herido no podía hablar, y el rey, comprendiendo en
silencio la gravedad del mal, avivó el paso, exigiendo de los
guardias la mayor atención para el oficial; pero al oírle, por un
movimiento maquinal, dejaron a De Charny, quien entonces se
desplomó, tras un doloroso gemido.
—¡Señores! —exclamó el rey—, ¿qué es lo que hacéis?
Inmediatamente recogieron al herido, acomodándolo con
el mayor cuidado en un sillón, sin que De Charny se recobrase.
—¡Pero —dijo el rey, de pronto, reconociendo al joven
oficial— si es monsieur de Charny!
—¿Monsieur de Charny? —exclamaron varios de los
presentes.
—Sí, es el sobrino de monsieur de Suffren.
Bastó que precisara quién era para que todos se
desvivieran, tratando de complacer al rey y de socorrer al
enfermo. En el acto se llamó al médico que había de guardia,
para que viera cuál era el mal que aquejaba a De Charny.
El rey, interesado en toda ciencia y compasivo con todos
los males, esperó el diagnóstico del galeno, cuya primera
medida fue abrir el vestido y la camisa del paciente para que
respirase mejor, y encontró lo que no buscaba.
—¡Una herida! —exclamó el rey, más interesado ahora y
acercándose para ver mejor aquel pecho ensangrentado.
—Sí, sí —murmuró De Charny, tratando de levantarse y
mirando alrededor—. Una vieja herida que se ha abierto. No
es nada, nada…
Y su mano apretó imperceptiblemente los dedos del
médico. Un médico comprende o debe comprenderlo todo,
pero éste no era el médico oficial de la corte, sino un simple
medicucho de los corrientes en Versalles. Y quiso darse
importancia.
—¿Vieja? ¿Decís, monsieur, que es una herida vieja?
Pero los bordes están demasiado frescos y la sangre demasiado
roja. Esta herida no tiene más de veinticuatro horas.
De Charny, a quien la evidente contradicción devolvió las
fuerzas, se puso en pie y dijo:
—Supongo que no me vais a descubrir a mí de cuándo
data esta herida. Repito que es ya antigua.
Al decir eso, reconoció al rey. Se abrochó la casaca, como
avergonzado por haber tenido tan ilustre espectador de su
debilidad, murmurando:
—El rey…
—Sí, monsieur de Charny, yo mismo, y bendigo al cielo
por haber llegado a tiempo para proporcionaros un poco de
alivio.
—Nada grave, Sire —balbució De Charny—. Una
antigua herida; no tiene importancia.
—Antigua o nueva —dijo Luis XVI—, la herida me ha
permitido ver vuestra sangre, la noble sangre de un bravo
gentilhombre.
—Al cual dos horas en su lecho le devolverán la salud —
agregó De Charny, y quiso levantarse, pero aún carecía de
fuerzas, derrumbándose otra vez en el sillón.
—Está muy enfermo —advirtió el rey—. Pero se le puede
salvar.
El rey había adivinado que De Charny ocultaba algo, y su
secreto era, para él, sagrado. Otro rey acaso habría interrogado
al médico, pero Luis XVI prefería dejar en secreto el secreto.
—No quiero —dijo— que monsieur de Charny se
exponga volviendo a su casa. Se le cuidará en Versalles y se
llamará rápidamente a su tío, monsieur de Suffren, y cuando se
haya agradecido a monsieur sus primeros cuidados —agregó,
señalando al oficioso médico—, se irá a buscar al médico de
mi casa, el doctor Louis.
Un oficial salió en el acto para transmitir las instrucciones
del rey. Otros dos levantaron a De Charny y lo llevaron a la
sala de guardia de los oficiales.
Esta escena fue más breve que la de la reina y De Crosne.
Llamaron en seguida a monsieur de Suffren y al doctor Louis,
a quien ya conocemos: honesto, sabio y humilde, de
inteligencia más útil que brillante, esforzado trabajador de este
complejo campo de la ciencia, donde no es el más honrado al
que recoge el grano, donde no es el más honorable el que abre
el surco.
Después del médico, inclinado ya sobre su paciente,
apareció apresuradamente el oficial real de Suffren, al cual un
mensajero acababa de llevar la noticia. El ilustre marino no
comprendía el porqué de aquel desmayo ni a qué obedecía la
repentina enfermedad. Luego de acariciar las manos de De
Charny y ver sus ojos empañados, dijo:
—¡Qué raro! Sabed, doctor, que mi sobrino jamás ha
estado enfermo.
—Eso no prueba nada, señor oficial del rey —dijo el
médico.
—Acaso el aire de Versalles…, porque os repito que he
visto a mi sobrino en el mar durante diez años, y ha sido
siempre fuerte, derecho como un mástil.
—Es su herida lo que le tiene así —dijo uno de los
oficiales.
—¿Cómo su herida? —exclamó el almirante—. Olivier
nunca ha sido herido.
—Perdón —repuso el oficial, enseñándole la camisa
ensangrentada—. Yo creía…
De Suffren vio la sangre, y con una brusquedad familiar,
le dijo al doctor, quien acababa de tomar el pulso de su
enfermo:
—¿Vamos a discutir ahora el origen del mal? Sabemos el
mal, contentémonos con saberlo y curémosle si es posible.
Al oficial del rey le gustaban las frases concretas, por lo
que no había habituado a sus subordinados a disfrazar sus
palabras.
—¿Está en peligro, doctor? —preguntó, con más emoción
de la que hubiera querido demostrar.
—Poco más que una cortadura al afeitarse.
—Expresad mi gratitud al rey, señores. Olivier, volveré a
verte.
De Charny movió los ojos y los dedos, agradeciendo a la
vez a su tío que le dejaba y al doctor que le libraba de su tío.
Después, feliz por descansar en un lecho y feliz por verse en
las manos de un hombre en el que competían la inteligencia y
la bondad, fingió dormir. El doctor hizo salir a todos.
Finalmente, De Charny se durmió, no sin haber agradecido al
cielo todo lo que le había ocurrido y lo que no le había
ocurrido en circunstancias tan graves.
La fiebre se había apoderado de él, esa maravillosa fiebre
regeneradora de la humanidad, eterna savia que florece en la
sangre del hombre y, sirviendo los designios de Dios, que es
decir de la humanidad, hace germinar la salud de la
enfermedad, o devuelve al paciente su inicial salud.
Cuando De Charny hubo reflexionado, con ese ardor de
los febriles, su escena con Felipe, con la reina y con el rey,
cayó en un estado de abatimiento y de exaltación… y comenzó
a delirar.
Tres horas después, en la galería donde se paseaban
algunos guardias, se oyeron sus gritos, llamando
inmediatamente al doctor, quien hizo que llamasen a su criado,
ordenándole que se llevase en brazos al enfermo, el cual
pataleó y chilló, y diciéndole:
—Échale la manta sobre la cabeza.
—¿Qué haré con él? —dijo el criado—. Es muy pesado y
se defiende con mucha energía. Voy a pedir ayuda a uno de los
guardias.
—Eres un gallina, si tienes miedo de un enfermo —dijo
el viejo doctor.
—Monsieur…
—Y si lo encuentras demasiado pesado, es que no eres lo
fuerte que yo creía, y tendré que devolverte a la Auvergne.
La amenaza surtió efecto. Aún gritando, aullando y
delirando, el auvernés lo levantó como una pluma ante los ojos
de los guardias, quienes asediaron al doctor a preguntas.
—Señores —dijo el doctor, gritando más fuerte que De
Charny, para que le oyeran—, comprended que yo no puedo
andar una legua todas las horas para visitar a este enfermo que
el rey me ha confiado. Vuestra galería está en el fin del
mundo.
—¿Adonde le lleváis entonces, doctor?
—A mi casa, puesto que soy un perezoso. Allí tengo dos
habitaciones; le acostaré, y pasado mañana, si nadie se
entromete, os traeré nuevas de cómo se encuentra.
—Doctor —dijo el oficial—, os aseguro que aquí el
enfermo está muy bien; todos queremos a De Suffren, y…
—Sí, sí; conozco esos cuidados de camarada a camarada.
El herido tiene sed, y como se es bueno con él, se le da de
beber y muere. Al diablo los buenos cuidados de los guardias.
Ya me han matado así diez enfermos. Hago lo que debo, y lo
que hago es lo razonable. No hay más enfermo que éste, y el
rey querrá ver al enfermo, y si le ve…, le oirá, diablo. Voy a
prevenir a la reina y que me aconseje.
El doctor, después de tomar su resolución con la prontitud
del hombre al que su naturaleza le hace ahorrar hasta los
segundos, lavó con agua fría el rostro del herido, lo acostó,
asegurándose de que no podía caer, cerró los postigos y la
puerta y se quedó con la llave, luego se dirigió hacia la cámara
de la reina, después de asegurarse, escuchando desde fuera,
que si De Charny gritaba nadie le oiría.
Y se alejó, pero, para más precaución, al auvernés lo
había encerrado con el enfermo. A los pocos pasos se encontró
con madame de Misery, a quien la reina enviaba para que le
llevase noticias del herido.
—Vamos, vamos, madame. —Pero, doctor, la reina
espera… —Yo voy a las habitaciones de la reina, madame. —
La reina desea…
—La reina sabrá todo lo que desea saber, pero soy yo
quien se lo dirá, madame. Vamos.
Y siguió adelante, obligando a la dama de María
Antonieta a apresurar el paso para llegar al mismo tiempo que
él.
LI.- ALEGRI SOMNIA77

La reina esperaba la respuesta de madame de Misery, por lo


que no aguardaba al doctor, quien entró en la estancia con su
acostumbrada familiaridad.
—Madame, el enfermo por quien el rey y Vuestra
Majestad se interesan se encuentra todo lo mejor que se puede
encontrar uno cuando tiene fiebre.
La reina conocía al doctor; sabía su horror por las gentes
que, según decía él, chillan en cuanto les duele una muela, y
supuso que De Charny había exagerado un poco su mal. Las
mujeres fuertes tienden a creer débiles a los hombres también
fuertes.
—El herido —dijo— es un herido del que hay que reírse.
—No, no —exclamó el doctor.
—Un arañazo…
—No, madame; pero ya sea arañazo o herida, lo que sé es
que tiene fiebre.
—Pobre muchacho. ¿Mucha fiebre?
—Mucha.
—Ah… —dijo la reina, con inquietud—.Yo no creía que
fuera de cuidado. La fiebre…
El doctor la interrumpió, diciéndole:
—Hay fiebres y fiebres.
—Mi querido Louis, ya veis que me estáis asustando.
Vos, que siempre tranquilizáis, os veo distinto esta vez.
—Tampoco es raro.
—No sé, pero miráis de un lado a otro, y parece como si
guardaseis un secreto.
—No diré que no.
—¿Un secreto relacionado con esa fiebre?
—Pues sí.
—¿Y habéis querido verme debido a ese secreto?
—Justo.
—Explicaos, entonces. Sabéis que soy curiosa.
Empecemos por el principio. Espero, doctor.
—No, soy yo quien espera.
—¿Qué?
—Que me preguntéis. Yo no cuento las cosas demasiado
bien, pero si se me pregunta, respondo como un libro.
—Os he preguntado cómo sigue la fiebre de De Charny.
—No, es un mal principio. Preguntadme primero por qué
De Charny está en mis habitaciones en lugar de estar en la
galería o en el apartamento de los oficiales de guardia.
—Pues os lo pregunto.
—Madame, yo no he querido dejar a De Charny en esa
galería, como vos queríais, porque De Charny no es un febril
corriente.
—¿Qué queréis decir? —preguntó, sorprendida, la reina.
—De Charny, cuando le sube la fiebre, delira, y cuando
delira, el pobre muchacho dice cosas extremadamente
delicadas y que no deben oír los guardias del rey ni nadie.
—Doctor…
—No es preciso preguntarme, si no queréis que os
responda.
—Decídmelo todo, doctor.
—Ese joven quizá es un ateo, pero cuando delira
blasfema.
—No, no. Es sumamente religioso.
—¿Hay quizá una gran exaltación en sus ideas?
—Exaltación, ésa es la palabra.
La reina apareció con esa ecuanimidad comúnmente
propia de los príncipes habituados al respeto de los demás y a
la estimación de sí mismos, facultad indispensable a los
grandes de la tierra para dominar sin traicionarse nunca.
—De Charny —dijo— me ha sido muy recomendado. Es
el sobrino de monsieur de Suffren, nuestro héroe. Me ha
rendido varios servicios, y quiero ser como un familiar, una
amiga. Decidme, pues, la verdad, que debo y quiero saber.
—Yo no os la puedo decir, pero como Vuestra Majestad
desea conocerla, no veo más que un medio, y es que Vuestra
Majestad la oiga directamente. De esta forma, si dice algo
indebido el enfermo, la reina no se molestará con el indiscreto
que la haya dejado descubrir el secreto.
—Confío en vuestro afecto, y creo sinceramente que De
Charny dice cosas extrañas en su delirio…
—Cosas que es urgente que Vuestra Majestad oiga para
interpretarlas —dijo el doctor, mientras suavemente acariciaba
la mano temblorosa de la reina.
—Estoy dispuesta, pero asegurándome que no habrá
algún espía caritativo detrás de mí.
—Sólo estaré yo cerca de vos. No hay más que atravesar
mi corredor, el cual tiene una puerta a cada extremo. Cerraré la
puerta por donde entremos, y no habrá nadie que pueda ver ni
oír.
—Confío en mi querido doctor.
Y tomando el brazo de Louis, salió del gabinete
espoleada por la curiosidad.
El doctor cumplió su promesa. Nunca un rey, yendo al
combate, o reconociendo una ciudad en pie de guerra, ni nunca
una reina escoltada fue mejor protegida por un capitán de
guardias ni por un oficial de palacio.
El doctor cerró la primera puerta, se acercó a la segunda y
escuchó.
—Bien —dijo la reina—, ¿es aquí donde está vuestro
enfermo?
—No, madame; está en la segunda cámara. Si estuviera
en ésa le habríais oído al entrar en el corredor. Escuchad desde
aquí.
En efecto, se oía, imprecisa e incoherente, cierta voz
quejicosa.
—Sufre, doctor.
—No, no lo creáis. Habla sin coordinar su pensamiento.
—Lo que no quiero es estar cerca de él.
—Ni lo he pensado. Pienso que desde la habitación de al
lado, y sin temor de que os vea, podréis oír lo que diga el
herido.
—Este misterio y esas preparaciones me inquietan —
murmuró la reina.
—¿Y cuando le oigáis?
El doctor entró solo en la sala donde yacía De Charny,
quien al oírle trató de levantar la cabeza, pesándole como si
fuese de plomo. El sudor le brillaba en la frente y el cabello
que le caía lo tenía pegado a las sienes. Estaba abatido, sin
hacer el menor movimiento, como si sólo le viviese el
sentimiento, ardoroso y vivo como la mariposa en una
lamparilla de alabastro. La comparación obedece a la íntima
realidad de De Charny, quien en medio de su inconsciencia no
hacía más que revivir y repetirse su entrevista en el coche de
alquiler con la dama alemana que volvió a encontrar al ir de
París a Versalles. «Alemana, alemana», repetía a cada instante.
—Sí, alemana —dijo el doctor—, yendo a Versalles.
—La reina de Francia —exclamó, de pronto.
—¿Cómo? —preguntó el médico, mirando hacia la
habitación donde escuchaba la reina—. ¿Qué pensáis de esa
madame?
—No hay nada más terrible —gimió De Charny—: amar
a una mujer a quien se creyó un ángel, amarla locamente,
querer dar la vida por ella, y no hallar al acercarte a ella más
que una corona con el cabrilleo aurífero y diamantino de las
coronas, pero sin corazón.
—¡Oh! —exclamó el doctor, queriendo reír y sin reír.
—Yo amaría —prosiguió De Charny— a esa mujer,
casada o no. La amaría con ese arrebatado amor con que el
hombre se olvida de todo. Y le diría: «Nos quedan aún los más
bellos días, pues, sin amor, ¿qué valen los días? Vivámoslos,
amada mía. La muerte, que ha de llegar un día, será, tras tanto
amor, una muerte bella. Ámame, amor.»
—No coordina mal, a pesar de su fiebre —murmuró el
doctor—, aunque la moral que entrañan sus palabras sea
inadmisible.
—Pero sus hijos… —gimió de pronto De Charny—. Ella
no dejará a sus dos hijos.
—He ahí el obstáculo. Hic Nodus78 —dijo el médico,
enjugando el sudor de la frente de De Charny, con cierta
caridad no exenta de ironía.
—¡Ay, los niños! —prosiguió De Charny, en su delirio—.
Los niños también contigo.
—De Charny, si a la madre, más ligera que una pluma,
llevas en tus brazos sin advertir su peso, ¿no llevarías también
a los hijos de María…?
Louis dejó al enfermo y se acercó a la reina, hallándola
de pie, fría y temblorosa.
—Tenéis razón —dijo María Antonieta—. Es más que un
delirio; es un gran peligro el que corre ese oficial si se le
entendiese.
—Oídle todavía. Majestad.
—No, ni una palabra más.
—Ahora le inspira la ternura. Ved cómo ruega.
En efecto, De Charny acababa de levantarse y unía sus
manos, fijando los ojos con una expresión de asombro en el
vago y quimérico infinito.
—María —dijo, con voz nítida y dulce—, yo sentí que
vos me amabais. Vuestro pie se acercó al mío en el coche de
alquiler, y sentí que desfallecía. Vuestra mano rozó la mía…
¡Oh…!, es el secreto de mi vida. La sangre se agita en mis
venas, María, pero el secreto no saldrá como mi sangre, la que
me ha hecho verter mi enemigo al clavarme su espada. Pero si
él sabe algo de mi secreto, es el mío y no el vuestro. No temáis
nada, María; no me digáis que vos también me amáis.
—Estas palabras no se las dicta su fiebre —dijo el doctor
—. Eso es…
—¿Qué es? —preguntó la reina, con inquietud.
—Éxtasis, madame; el éxtasis es una prolongación de la
memoria. La memoria del alma.
—Ya he oído bastante —repuso la reina, tratando de huir.
El doctor la detuvo cogiéndole una mano.
—Madame, ¿qué deseáis?
—Nada, doctor; nada.
—¿Y si el rey quiere ver a vuestro protegido?
—Sería una desgracia.
—¿Qué le diré?
—No lo sé. Lo que he oído ha sido horrible y me ha
deshecho.
—Os habéis contagiado de la fiebre de ese oficial.
Vuestro pulso está más agitado todavía que el suyo.
La reina no respondió, soltó la mano del médico y
desapareció.
LII.- DONDE SE DEMUESTRA QUE
LA AUTOPSIA DEL CORAZÓN ES
MAS DIFÍCIL QUE LA DEL CUERPO

El doctor se quedó pensativo, mientras veía alejarse a la reina.


Después se dijo: «Hay en este castillo misterios que no
pertenecen a la ciencia. Contra ciertos males, una sangría
puede bastar, pero al corazón no se le sangra».
Luego, como el acceso había cedido, cerró los ojos de De
Charny, le refrescó las sienes con agua y vinagre y dispuso
esos cuidados que transforman la atmósfera ardiente del
enfermo en un paraíso. Al ver que el herido trocaba sus
arrebatos por suspiros y que sólo murmuraba incoherencias, se
dijo: «No sólo habría espejismos, sino influencia, su delirio
parecía anticiparse a la visita que ha recibido; los átomos
humanos se desplazan como se desplaza en el reino vegetal el
polvo fecundante; si el pensamiento tiene comunicaciones
invisibles, los corazones poseen relaciones secretas».
De pronto, se estremeció y se volvió a medias,
escuchando a la vez con el oído y con la mirada. «¿Quién está
ahí?» Acababa de oír como un murmullo y un roce de vestidos
en el extremo del corredor. «Es imposible que sea la reina».
Cautamente, abrió una puerta que daba al corredor, y vio a
diez pasos de él una mujer inmóvil y parecida a la estatua fría
e inerte de la desesperación.
Era de noche, y la débil luz del corredor no alcanzaba los
extremos, pero por una ventana se filtraba un rayo de luna que
caía sobre ella. El doctor, sin hacer el menor ruido,
rápidamente abrió la puerta detrás de la cual se ocultaba
aquella mujer, quien ahogó un grito, tendió las manos y
encontró las del doctor Louis.
—¿Quién es? —preguntó él, en un tono en el que había
más piedad que rigor; porque adivinaba en la inmovilidad de
aquella sombra que escuchaba más con el corazón que con el
oído.
—Yo, doctor; soy yo —respondió una voz dulce y triste.
Aunque su voz no era totalmente desconocida para el
doctor, sólo despertó en él un vago y lejano recuerdo.
—Yo, Andrea de Taverney, doctor.
—Por Dios, ¿qué ocurre? ¿Es que ella se encuentra mal?
—¿Ella? —exclamó Andrea—. «Ella…» ¿Quién es
«ella»?
El doctor comprendió que acababa de cometer una
imprudencia.
—Perdón, pero he visto hace un momento a una mujer
que se alejaba. ¿Acaso erais vos?
—Ya sé —dijo Andrea—; ha venido una mujer antes que
yo, ¿verdad?
Andrea pronunció estas palabras en un tono tan
intencionado que el doctor comprendió qué sentimiento le
asaltaba.
—Mi querida niña —dijo el médico—, me parece que
jugamos a las adivinanzas. ¿De quién me habláis? Explicaos.
—Doctor —dijo tristemente Andrea—, no tratéis de
engañarme, vos que tenéis la costumbre de decirme la verdad.
Confesad que una mujer estaba aquí hace un momento, pues
yo la he visto.
—¿Quién os ha dicho que ha venido alguien?
—Una mujer, doctor.
—Sin duda, una mujer, si creéis que no se es mujer hasta
los cuarenta años.
—La que ha venido tiene cuarenta años.
—Cuando digo cuarenta años le suprimo cinco o seis,
pero hay que ser galante con las amigas, y madame de Misery
es una amiga, una de mis buenas amigas.
—¿Madame de Misery? ¿Es ella quien ha venido?
—Naturalmente. ¿No os lo diría si hubiera sido otra?
—Es que…
—Veo que las mujeres son todas iguales, siempre
ilógicas, pero yo creía conoceros, y no, no os conozco mejor
que a las demás.
—Mi bueno y querido doctor.
—Y bien, explicaos. ¿Es que ella se encuentra peor?
—¿Quién es ella?
—¿Quién va a ser? La reina.
—¿La reina?
—Sí, la reina, por quien madame de Misery ha venido a
buscarme hace poco. La reina, a quien se le repiten sus sofocos
y sus palpitaciones. Una enfermedad incurable. Decidme lo
que haya, si es que venís con ese motivo, y vayamos a verla.
El doctor Louis dio un paso para salir, pero Andrea le
detuvo suavemente, diciéndole:
—No, querido doctor. No me trae lo que suponéis e
ignoraba que la reina estuviese enferma. Si lo hubiese
sabido… Perdonadme, doctor, pero no sé lo que digo.
—Lo veo.
—No solamente no sé lo que digo, sino que no sé lo que
hago.
—Pero yo lo sé. Sencillamente, os encontráis mal.
Andrea había dejado el brazo del doctor, quien, al notar
que tenía heladas las manos, se las frotó hasta conseguir que
recobrasen el color y el calor.
—Doctor, sabéis que soy nerviosa y que la oscuridad me
causa verdadero terror. Me extravié en la oscuridad, y de ahí
ese abatimiento en que me encuentro.
—¿Y por qué os exponéis a la oscuridad? ¿Quién os
obliga? ¿Qué os ha impulsado a venir aquí?
—Yo no he dicho nada, doctor.
—Este no es un sitio para venir con ambigüedades.
—Diez minutos, doctor; es todo lo que os pido.
—Diez minutos, pero no de pie; mis piernas tienen sus
exigencias. Vamos a sentarnos.
—¿Dónde?
—En ese banco del corredor.
—¿Nadie nos oirá, doctor?
—Nadie.
—¿Ni siquiera el herido que está ahí?
—Ni siquiera ese pobre muchacho, y si alguien nos
oyese, no sería él.
—¡Dios mío…! ¿Está muy mal?
—No está muy bien. Pero hablemos de lo que os ha
traído aquí, y pronto, hija mía, pues sabéis que la reina me
espera.
—Hablemos de él, doctor.
—¿De quién? ¿De monsieur de Charny?
—Yo he venido a pediros noticias sobre su estado.
El silencio con que el doctor Louis correspondió a su
pregunta, aun cuando la esperaba, fue glacial. El doctor
relacionaba ese instante con María Antonieta, y veía a esas dos
mujeres impelidas por un mismo sentimiento, y sin concretar
si su sentimiento obedecía a un violento amor.
Andrea, que ignoraba la visita de la reina, y no podía leer
en la expresión del doctor lo que había de tristeza o de piedad,
tomó su silencio por un reproche.
—El que yo haya venido aquí podéis, creo, excusarlo,
doctor, porque De Charny ha sido herido en duelo, y quien le
ha herido es mi hermano.
—¿Vuestro hermano? —exclamó el doctor Louis—. ¿Ha
sido De Taverney quien ha herido a De Charny?
—Exacto.
—Lo ignoraba.
—Ahora que lo sabéis, comprenderéis que debo
interesarme por su estado.
—Oh, claro, mi querida niña —dijo el doctor, encantado
de encontrar una ocasión para ser indulgente—. Yo ignoraba…
No podía sospecharlo.
—Doctor —dijo Andrea, poniendo una mano en el brazo
del doctor y mirándole con angustia—, decidme la verdad.
—Os la he dicho. ¿Por qué iba a falsearla?
—Un duelo entre gentileshombres no es nada
extraordinario; es un suceso que se repite con frecuencia.
—Lo único que podría dar importancia a este duelo sería
el hecho de que los dos jóvenes se hubieran batido por una
mujer.
—¿Por una mujer, doctor?
—Sí; por vos, por ejemplo.
—¿Por mí? —preguntó Andrea, suspirando—. No,
doctor; no ha sido por mí que De Charny se ha batido.
El doctor pareció conformarse con su respuesta, pero
trató de explicar su suspiro.
—Comprendo ahora que es vuestro hermano quien os ha
enviado para saber cómo sigue el herido.
—Sí, doctor, ha sido mi hermano.
El doctor la miró y se dijo: «Lo que tienes en el corazón,
alma inflexible, lo voy a saber muy pronto».
Después, en viva voz:
—Muy bien, os voy a decir la verdad, como se debe decir
a quien se interesa por saberla. Que vea vuestro hermano cómo
debe resolver una situación tan enojosa. En la actualidad, el
rey no admite el duelo, y si a un duelo le sigue el escándalo,
Su Majestad destierra o hace detener al culpable, y si por
desgracia muere uno de los duelistas, el rey es despiadado.
Aconsejad, pues, a vuestro hermano que se ausente durante
algún tiempo.
—Doctor —gimió Andrea—, ¿queréis decir, entonces,
que monsieur de Charny está muy mal?
—Querida mademoiselle, yo os he prometido la verdad.
En esa habitación yace un joven que respira con dificultad. Si
no consigo remediar o reducir la fiebre que le devora…, antes
de veinticuatro horas habrá muerto.
Andrea ahogó un grito y sintió que se ahogaba,
clavándose las uñas en la carne, acaso para atenuar con el
dolor físico la angustia que le desgarraba el corazón.
—Mi hermano —dijo— no huirá; se ha batido lealmente,
y si ha tenido la desdicha de herir a su adversario ha sido
defendiéndose; si le ha matado, Dios le juzgará.
«No ha venido por propio impulso —se dijo el doctor—,
sino enviada por la reina. Veamos si Su Majestad ha llevado su
ligereza hasta este punto.»
—¿Cómo ha tomado la reina ese duelo?
—¿La reina? No sé —repuso Andrea—. ¿Qué puede
importarle a la reina? Pero espero que Su Majestad defenderá
a mi hermano si se le acusa.
«No soy un psicólogo —se dijo el doctor—, sino un
médico. Aunque sé hasta dónde pueden llegar los nervios y las
reacciones humanas. ¿Cómo me voy a mezclar en el juego de
las pasiones y los caprichos de las mujeres?»
—Mademoiselle, os he dicho lo que deseabais saber.
Haced que huya o no monsieur de Taverney; vos y él debéis
decidirlo. Mi misión es tratar de salvar al herido…, evitar que
la muerte, que está al acecho, me lo arrebate. Adiós,
mademoiselle.
Y sin otras consideraciones, cerró la puerta.
Andrea se pasó la mano, temblorosa, por la frente, y se
vio sola, sola ante una espantosa posibilidad. Le parecía que
ya la muerte, de la que acababa de hablar tan fríamente el
doctor, buscaba el quicio por donde entrar, con su blanco y
fatídico sudario…
Lívida y helada ante la sospecha de la fúnebre aparición,
llegó a su alcoba, y cayendo de rodillas sobre la alfombra que
rodeaba su lecho, gimió con dolor, con pasión, con trágica
esperanza: «Dios mío, Tú no eres injusto, ni eres cruel. Tú,
que lo puedes todo, no dejes morir a ese joven que no ha
hecho daño y es tan amado. Dios mío, nosotros, pobres
humanos, creemos en el poder de tu misericordia y temblamos
ante el poder de tu ira. Y yo… yo, que te suplico, he sufrido
tantas pruebas sin haber delinquido nunca; yo, que nunca me
he quejado a Ti, ni he dudado jamás de Ti, hoy te ruego, sí, te
suplico la vida de un hombre… No me la niegues, Dios mío, o
diré que eres un Dios colérico y vengativo. Diré… ¡Oh, estoy
blasfemando! No me castigues, perdón, ¡perdón! Perdóname
Tú, Dios de la clemencia y de la misericordia».
Andrea sintió que los ojos se le empañaban, que las
fuerzas la abandonaban, que todo en torno suyo temblaba, y un
insólito y desconocido estremecimiento se apoderó de ella,
cayendo al suelo como un cuerpo que se resiste a latir.
Cuando volvió en sí, y lo recordó todo, le pareció que se
había batido con fantasmas, volviendo con más dolor de su
dolor.
—Dios mío, has sido despiadado, me has castigado, y yo
le amo… ¡Oh, sí, le amo! ¿Le matarás ahora?
LIII.- DELIRIO

Es seguro que Dios había oído la oración de Andrea, porque


De Charny superó aquellas horas en que su fiebre había
alarmado al médico. Al día siguiente, mientras Andrea se
enteraba, con esperanza y miedo, de las noticias que le
llegaban del herido, éste, gracias a los cuidados del buen
doctor Louis, había pasado de la muerte a la vida. A la crisis la
habían vencido su fortaleza y el tratamiento.
Una vez salvado De Charny, el doctor se ocupó muy poco
de él, pues el enfermo, como caso, dejaba de ser interesante.
Para el médico, el paciente redivivo ya no cuenta, sobre todo
cuando la convalecencia es el augurio de un restablecimiento
absoluto. Sólo después de ocho días, durante los cuales Andrea
fue viendo cómo se alejaba el peligro, el doctor, que no
olvidaba las manifestaciones de su enfermo cuando deliraba,
decidió que había que trasladar a De Charny a un sitio más
distante, pero bastó que lo insinuase para que De Charny se
rebelase. Iracundo, mirando fijamente al doctor, le dijo que
estaba en el palacio del rey y que nadie tenía el derecho de
alejar a un hombre al cual Su Majestad ofrecía su hospitalidad,
pero el doctor, que no admitía imposiciones de los
convalecientes, llamó a cuatro servidores y les ordenó que se
llevasen al herido, quien se resistió, aferrándose a los barrotes
de la cama y golpeando rabiosamente a uno de los ayudantes y
amenazando a los demás, como Carlos XII a Bender79.
El doctor Louis le razonó el porqué de sus medidas, que
oyó con cierta mansedumbre, pero al ver que insistían en
llevárselo, hizo tal esfuerzo que la herida volvió a abrirse,
sangrándole otra vez. Inmediatamente se le repitió el delirio
con más violencia que la primera vez. Y comenzó a gritar que
se le quería alejar de allí para privarlo de las visiones que
había tenido en sus sueños, pero que era en vano, que las
visiones le sonreirían siempre, que él las esperaba y que
volverían, a pesar del doctor, pues aquella a quien él amaba
era de un rango que no admitía la intervención de nadie.
Al oír estas palabras, el doctor se alarmó y en el acto
despidió a los criados, vendó de nuevo la herida y decidió
cuidar tanto la mente como el cuerpo, pero no pudo detener el
delirio, el cual le asustó más que antes, temiendo un principio
de locura. De Charny empeoró tanto en un día que el doctor
Louis pensó en remedios heroicos, pues el enfermo no
solamente se perdía, sino que también perdía a la reina. En vez
de hablar, gritaba; en vez de recordar, inventaba, y en sus
escasos momentos lúcidos no había síntomas de que mejorase.
De Charny estaba más loco que su propia locura.
Extremadamente molesto, Louis, no pudiendo ampararse
en la autoridad del rey porque el enfermo la invocaba también,
resolvió informar a la reina, y aprovechó para ir a verla un
momento en que De Charny dormía, exhausto de tanto gritar y
tanto agitarse.
Encontró a María Antonieta pensativa y radiante a la vez,
porque suponía que el doctor le llevaba buenas noticias de su
enfermo, pero se quedó anonadada al oír que el enfermo había
empeorado.
—¿Cómo? —exclamó la reina—. Ayer iba bien.
—No, madame; iba muy mal.
—He enviado a madame de Misery y le habéis dado muy
buenas noticias.
—Me engañaba y os engañaba.
—Pero entonces… Si no mejora, ¿por qué se me tiene
que ocultar?
—Madame…
—Y si mejora, ¿por qué se me deja en mi inquietud
cuando se trata de un buen servidor del rey? ¿Qué ocurre con
el enfermo? ¿Hay peligro?
—Para él menos quizá que para los demás, madame.
—Ya empezamos con los enigmas, doctor —exclamó la
reina, con impaciencia—. Explicaos.
—Es difícil, Majestad. Quizá os baste saber que la
enfermedad del conde de Charny es más bien moral. La herida
es la causa de su sufrimiento y del sufrimiento proviene el
delirio.
—¿De Charny sufre un mal moral?
—Moral, madame. No me permitáis decir más a Vuestra
Majestad.
—Queréis decir que el conde…
—¿La reina le profesa afecto?
—Naturalmente, porque lo merece.
—Debo deciros que el conde está enamorado. Vuestra
Majestad pide una explicación y yo se la doy.
La reina hizo un leve movimiento de hombros, como si
no acabase de comprender.
—¿Creéis que ese mal se cura como una herida? El mal
empeora, y del pasajero delirio De Charny caerá en una
gravísima obsesión. Entonces…
—¿Entonces, doctor?
—Vos habréis perdido a ese joven.
—Doctor, me confunde ese lenguaje. ¿Que yo habré
perdido a ese joven? ¿Soy yo la causa de que él esté loco?
—Sin duda.
—¿He de ofenderme, doctor?
—Si vos no sois la causa ahora, lo seréis más tarde.
—Aconsejadme entonces —pidió la reina.
—¿O sea, que yo ordene un tratamiento? Sólo veo éste:
que De Charny sea curado por el bálsamo o por el hierro, que
la mujer que él invoca a cada instante le mate o le cure.
—Veo que recurrís a los extremos —interrumpió la reina,
reprimiendo su impaciencia—. Matar…, curar… Solemnes
palabras. ¿Se mata a un hombre con la dureza? ¿Se cura a un
loco con la sonrisa?
—Si vos también sois incrédula —dijo el doctor—, sólo
puedo presentarle su humilde respeto a Vuestra Majestad.
—¿Pero es que se trata de mí?
—Yo no sé nada, ni quiero saber nada; repito solamente
que monsieur de Charny es un loco razonable, que la razón
puede enloquecerle y matarle, y que la locura puede
devolverle el juicio y curarle. Entonces, si queréis librar este
palacio de gritos, de sueños y de escándalos, tomad partido.
—¿Cuál?
—¿Cuál? Yo no doy más órdenes ni aconsejo. ¿Me he
vuelto sordo oyendo lo que he oído, o ciego habiendo visto lo
que he visto?
—Suponed que os comprendo. ¿Qué resultará de todo
ello?
—Hay dos perspectivas: una, la mejor para vos y para los
demás, es que el enfermo, herido el corazón por ese puñal que
se llama la pasión, pierda la noción del mundo en que vive. La
otra… Madame, no hay más que una para María Antonieta,
para la reina de Francia.
—Habéis hablado con franqueza, doctor. Queréis decir
que la mujer, por la cual monsieur de Charny ha perdido la
razón, se la devuelva, sea cruel o benigno el procedimiento.
—Eso es.
—Debo tener el valor de triturar sus sueños, de extirpar
ese sentimiento que le roe el corazón.
—Sí, Majestad.
—Llamad a mademoiselle de Taverney, pero… es tan
expuesto ese paso, del que depende la vida o la muerte de un
hombre.
—Es lo que expongo cada vez que me enfrento con una
enfermedad cuya raíz ignoro. ¿La atacaré con el remedio que
mata el mal o con el remedio que mata al enfermo?
—Vos estáis seguro de matar al enfermo, ¿no es eso? —
dijo la reina, estremeciéndose.
—Ah… —dijo el doctor, con gesto sombrío—. Aunque
muriese un hombre por el honor de una reina, ¿cuántos mueren
todos los días por el capricho de un rey?
La reina suspiró y siguió al viejo doctor, sin encontrar a
Andrea. Eran las once de la mañana. De Charny, vestido,
dormía en un sillón después de pasar una noche terriblemente
agitada. Cerrados los postigos, escasamente se advertía la
claridad diurna.
Nada de ruido, ninguna presencia, nada ante los ojos. El
doctor Louis atacaba hábilmente todo lo que pudiera provocar
una recaída. Sin embargo, no retrocedía ante una crisis que
podía matar a su enfermo. Sabía que también podía salvarlo.
La reina, vestida con sencillez y peinada con cierto
abandono, entró bruscamente en el corredor donde estaba la
habitación de De Charny. El doctor le había recomendado que
no dudase, que no vacilase, que se presentara con resolución,
para que el efecto fuese violento.
La reina abrió con decisión la puerta de la antecámara,
encontrándose con una mujer velando en la puerta del
dormitorio de De Charny, en la cual se veía el agotamiento y la
angustia.
—¡Andrea! —exclamó la reina—. ¿Vos aquí?
—Sí, Majestad —repuso Andrea, pálida y turbada—.
También está aquí Vuestra Majestad.
—Qué complicación —murmuró el doctor.
—Os he buscado por todas partes —dijo la reina—.
¿Dónde estabais?
No había en el tono de la reina su habitual amabilidad,
como si la asaltase una sospecha.
Andrea temió que su presencia allí revelase a los demás
sentimientos que eran su íntima tortura. Y no vaciló en mentir
al oír que la reina le preguntaba:
—Pero… ¿cómo estáis aquí?
—Me han dicho que Vuestra Majestad me buscaba, y he
venido.
—¿Cómo lo habéis hecho para adivinar dónde yo estaba?
—Estabais con el doctor Louis, y os he visto salir con él,
y he comprendido que veníais a este pabellón.
—En efecto —repuso la reina, más cordial, pero recelosa
aún.
Andrea hizo un último esfuerzo.
—Si Vuestra Majestad —dijo Andrea, sonriendo— no
hubiese querido que la viesen, no se habría dejado ver en las
galerías para venir aquí. Cuando la reina cruza la terraza,
mademoiselle de Taverney la ve desde su apartamento.
—Sí, sí; tenéis razón, Andrea, Como pienso poco, creo
que los demás tampoco piensan.
La reina veía que necesitaba indulgencia porque tenía
necesidad de una confidente. Por otra parte, no siendo ella un
compuesto de coquetería y desconfianza, como la mayoría de
las mujeres vulgares, tenía fe en sus amigos, sabiendo que
podía quererles. Las mujeres que desconfían de sí mismas
desconfían todavía más de las otras. El infortunio de las
coquetas es que nunca se creen amadas por sus amantes.
María Antonieta, pues, olvidó rápidamente la impresión
que le había producido mademoiselle de Taverney delante de
la puerta de De Charny, e inmediatamente entró en el
dormitorio del enfermo mientras el doctor se quedaba detrás
con Andrea.
Al desaparecer la reina, Andrea miró al cielo con dolor y
cólera, reprimiéndose al sentir que el doctor la cogía del brazo
y la hacía salir al corredor mientras le preguntaba:
—¿Creéis que triunfará?
—¿Triunfar en qué, Dios mío?
—En conseguir que quiera ir a otro sitio ese pobre loco,
que se morirá aquí por poco que le dure esa fiebre.
—¿Se curará, entonces, en otro sitio? —preguntó Andrea,
orillándole en los ojos el amor y el dolor.
El doctor la miró sorprendido e inquieto.
—Creo que sí.
—¡Que triunfe, Señor, que triunfe!
LIV.- CONVALECENCIA

La reina se dirigió sin vacilar al sillón de De Charny, quien


levantó la cabeza al oír unos pasos.
—La reina… —murmuró, tratando de levantarse.
—La reina, sí —se apresuró a decir María Antonieta—.
La reina, que sabe cómo os empeñáis en perder la razón y la
vida; la reina, a quien ofendéis soñando y la ofendéis
despierto; la reina, que ni con el pensamiento se la agravie y
que vela por vuestra salud. He aquí por qué viene a veros, y no
es así como debéis recibirla.
De Charny se había levantado, tembloroso, pálido, y ante
las últimas palabras de la reina, por el dolor físico y por el
dolor moral, cayó de rodillas como un culpable.
—¿Es posible —continuó la reina, emocionada ante su
respeto y su silencio—, es posible que un famoso
gentilhombre y de los más leales pueda agredir la reputación
de una mujer? Porque, monsieur de Charny, desde la primera
vez que me visteis, no mirasteis en mí a la reina, como yo he
querido, sino a la mujer, olvidando lo que un gentilhombre no
podía olvidar.
De Charny, emocionado, abrumado, intentó hablar, sin
que María Antonieta le dejase.
—¿Qué dirán mis enemigos si vos les ofrecéis el ejemplo
de la traición?
—¿De la traición? —balbució De Charny.
—Decidme: o sois un insensato, o sois un traidor.
—Madame, no digáis que soy un traidor. En los reyes
esta acusación precede a la pena de muerte; en una mujer es su
deshonra. Si sois reina, matadme; si sois mujer, desterradme.
—¿Estáis en vuestro juicio, monsieur de Charny? —
preguntó la reina, con voz alterada.
—Sí, madame.
—¿Tenéis conciencia de vuestros errores respecto a mí,
de vuestro crimen respecto… al rey?
—¡Dios mío! —murmuró el infortunado.
—Porque, lo olvidáis demasiado fácilmente, señores
gentiles-hombres; el rey es el esposo de esta mujer que
insultáis levantando los ojos hacia ella; el rey es el padre de
vuestro futuro rey, mi Delfín. El rey es un hombre más grande
que todos vosotros, un hombre al que amo y venero.
—Dios mío… —repitió De Charny, tras un sordo gemido
y cayendo de rodillas, casi tendido.
Un gemido que trastornó a la reina, pues en sus ojos y en
su voz comprendió que a su herida le había añadido otra herida
más honda. María Antonieta, misericordiosa y dulce, se apiadó
de él y estuvo a punto de llamar, pero se contuvo pensando
que el doctor y Andrea interpretarían erróneamente el
desmayo del enfermo. Y lo levantó con sus propias manos.
—Hablemos —dijo—, yo como reina y vos como
hombre. El doctor Louis ha tratado de curaros; esta herida, que
no era nada, ha empeorado por vuestras extravagancias.
¿Cuándo estará curada? ¿Cuándo dejaréis de dar al buen
doctor el bochornoso espectáculo de una locura que le
inquieta? ¿Cuándo saldréis del castillo?
—Vuestra Majestad me echa… —balbució De Charny—.
Me iré, madame; me iré.
E hizo un movimiento tan violento, que perdiendo el
equilibrio cayó en los brazos de la reina, quien le cerraba el
paso.
Apenas sintió el contacto del pecho que le retenía, apenas
se apoyó en el brazo que lo sostenía, su razón se extravió, y
abrió la boca, sin saber si era una palabra o un beso lo que le
ardía en los labios.
La reina, estremecida ante ese contacto, dolida ante su
debilidad, trató de colocar el cuerpo inanimado en el sillón y
huir, pero la cabeza de De Charny cayó hacia atrás,
murmurando, ininteligiblemente casi:
—¡Qué maravilla, Señor! Mejor, mejor así. Muero
matado por vos.
La reina lo olvidó todo. Retrocedió, cogió a De Charny, le
levantó, oprimió la cabeza inerte de él sobre su seno, y apoyó
una mano helada en el corazón del desventurado.
El amor hizo el milagro. De Charny resucitó. Abrió los
ojos y la visión desapareció. Asustada por dejar un recuerdo
donde sólo quiso llevar un último adiós, dio unos pasos hacia
la puerta, pero De Charny aún tuvo tiempo de sujetarla,
cogiéndole la falda del vestido.
—Madame, en nombre del respeto que tengo para Dios,
menos grande que el respeto que tengo para vos…
—Adiós, adiós —dijo la reina.
—Madame, perdonadme.
—Os perdono, monsieur de Charny.
—Madame, una última mirada.
—Monsieur de Charny —replicó la reina, temblando de
emoción y de cólera—, si es que no sois el más bajo de los
hombres, mañana habréis muerto o habréis partido del palacio.
De Charny, juntando las manos con embriaguez, se
arrastró de rodillas hasta los pies de María Antonieta, la cual
había ya abierto la puerta.
Andrea, cuyos ojos estaban clavados en esa puerta desde
el principio de la visita, vio a De Charny arrodillado y a la
reina como si desfalleciese; vio en los ojos de él brillar la
esperanza y a la reina mirando al suelo. Herida en el corazón,
desesperada, llena de odio y de desprecio, no se inclinó
cuando vio acercarse a la reina. Le parecía que Dios había
otorgado demasiados dones a esta mujer, dándole como
superfluo un trono y la belleza, ya que acababa de concederle
media hora con De Charny.
El doctor veía en las dos mujeres demasiadas cosas para
subrayar ninguna. Preocupado por el éxito de la negociación
emprendida por la reina, se limitó a preguntar:
—¿Y bien, madame?
La reina necesitó un minuto para recobrarse.
—¿Qué hará? —repitió el doctor.
—Se irá —murmuró la reina.
Y sin fijarse en Andrea, quien la miraba hostilmente, ni
en el médico, que la miraba sonriendo, atravesó con paso
rápido el corredor de la galería, envolviéndose maquinalmente
en su manto y regresando a sus habitaciones.
Andrea estrechó la mano del doctor y corrió al dormitorio
del enfermo; poco después, con paso lento y ausente como una
sombra, volvió a su cámara con la cabeza caída y sin ver nada
de lo que la rodeaba. No pensó ni en esperar las órdenes de la
reina. Para una naturaleza como la de Andrea, la reina no
significaba nada; la rival lo era todo.
De Charny, entregado de nuevo a los cuidados del doctor,
no pareció el mismo hombre de la víspera. Fuerte hasta la
exageración, orgulloso hasta el agravio, hizo al buen doctor
preguntas tan precisas acerca de su próxima convalecencia,
sobre el régimen que debía seguir y sobre los medios de
transporte, que el médico llegó a creer en una recaída más
peligrosa y de otro orden.
De Charny le desengañó pronto; se parecía a esos hierros
enrojecidos al fuego en que su color se debilita a medida que
el calor disminuye su intensidad. El hierro es negro y no dice
nada nuevo a la mirada, pero todavía está bastante caliente
para devorar todo lo que se le ponga delante.
Louis vio al joven recobrar la calma y la lógica de sus
mejores días. De Charny, más juicioso que nunca, se creyó
obligado a explicar al médico su brusco cambio de decisión.
—La reina —le dijo— me ha curado mejor
avergonzándome que vuestra ciencia, querido doctor.
Atacarme por el lado del amor propio, ha sido domarme como
se doma a un caballo con el freno. Sí, me acuerdo de que un
español me dijo un día, para probarme su fuerza de voluntad,
que le había bastado, en un duelo del que salió herido,
apretarse los bordes de la herida para que no saliese la sangre
y regocijase a su adversario. Yo me reí del español, pero me
parezco un poco a él, porque si ese delirio que me reprocháis
se repitiese, yo lo vencería diciéndole: «Delirio y fiebre, cesad
de una vez.»
—Tenemos ejemplos de ese fenómeno —dijo gravemente
el doctor—, y permitidme que os felicite. ¿Os sentís
moralmente curado?
—Sí.
—Entonces, no tardaréis en ver la relación que hay entre
lo moral y lo físico en un ser humano.
—Es una interesante teoría que yo trataría en un libro si
tuviera tiempo. Sano el espíritu, estaréis sano de cuerpo en
ocho días.
—Mi querido doctor, gracias.
—¿Estáis decidido a iros?
—Cuando vos digáis.
—Esperemos la noche. Proceder precipitadamente es
siempre temerario. ¿Vais a ir lejos?
—Al fin del mundo si es necesario.
—Es demasiado lejos para la primera salida. ¿Nos
contentamos con dejar Versalles primero?
—Conforme.
—Eso no significa desterraros, sino recurrir a remedios
heroicos para curar vuestra herida.
—Muy bien, doctor; tengo una casa en Versalles, pero es
mejor que la olvide.
—Creo que sí.
—Es posible que no me hayáis entendido. Lo que
quisiera sería dar una vuelta por mis tierras.
—Lo veo acertado. Además, vuestras tierras no están en
el fin del mundo.
—En la frontera de Picardía, a quince o dieciocho leguas
de aquí.
—Pues no lo penséis más.
De Charny estrechó la mano del doctor, agradeciéndole
su delicadeza. Y de noche, los cuatro criados que trataron a De
Charny con tanta rudeza en la primera tentativa, lo llevaron a
su carroza, que le esperaba en el patio.
El rey estuvo cazando todo el día, y después de cenar se
acostó. A De Charny, un poco preocupado por irse sin haber
pedido licencia, le tranquilizó el doctor prometiéndole que
justificaría su marcha defendiendo la necesidad de un cambio.
Antes de subir a la carroza, De Charny aún se torturó con
la dolorosa satisfacción de mirar hasta el último instante las
ventanas de la reina. Nadie podía verle. No encontró en la
escalinata más que varios oficiales amigos suyos, prevenidos a
tiempo para que su partida no pareciese una fuga.
Escoltado hasta la carroza por sus joviales compañeros,
pudo seguir mirando hacia aquellas ventanas totalmente
iluminadas. La reina se sentía indispuesta y había recibido a
sus damas en su dormitorio. Las ventanas de Andrea estaban
cerradas y sin luz, pero detrás de las cortinas de damasco había
una mujer que seguía angustiosamente hasta el último
movimiento del enfermo. La carroza arrancó al fin, pero tan
despacio que podían contarse los pasos de los caballos, el
martilleo de los cascos sobre el enguijarrado.
«Si no es para mí —se dijo Andrea—, tampoco es para
nadie.»
«Si vuelven a asaltarle deseos de morir —pensó el doctor
al entrar en su casa—, por lo menos no morirá aquí ni en mis
manos. ¡Caramba con los enfermos del espíritu…! No es uno
el médico de Antíoco para curar estas enfermedades.»
De Charny llegó sano y salvo a su casa. El doctor le había
visitado la noche anterior, y lo encontró tan bien que le dijo
que era su última visita. Fueron a verle su tío monsieur de
Suffren, monsieur de La Fayette, y un enviado del rey. Ya no
volvieron a ocuparse de él. Empezó a levantarse y a pasear,
andando cada día un poco más. Ocho días después podía
montar a caballo, pero yendo al paso, e iba recobrando sus
fuerzas. Como su vivienda no quedaba muy lejos, le encargó
al médico de su tío que le pidiera al doctor Louis la
autorización para trasladarse a sus tierras, pero le contestó que
lo hiciera en una silla de manos y que el camino de Picardía
estaba liso como un espejo, por lo que no dejaría de ser una
temeridad.
De Charny se despidió del rey, que le colmó de mercedes;
pidió a monsieur de Suffren que presentase sus respetos a la
reina, la cual no recibía por seguir indispuesta. Después se
acomodó en su litera, a la puerta misma del palacio real, y
partió para la pequeña ciudad de Villers-Cotteréts, desde
donde seguiría hacia el castillo de Boursonnes, situado a una
legua de esta ciudad que ilustraba ya las primeras poesías de
Dumoustier.
LV.- DOS CORAZONES SANGRANTES

A la mañana siguiente del día en que Andrea había


sorprendido a la reina huyendo y a él arrodillado ante ella,
mademoiselle de Taverney entró como de costumbre en la
cámara real a la hora del arreglo de la reina antes de la misa, la
cual no había recibido todavía visita alguna. Acababa de leer
unas líneas de Juana de la Motte y estaba del mejor humor.
Andrea aparecía más pálida todavía que la noche anterior,
y con su gravedad y su sencilla y austera sobriedad era la
auténtica imagen del dolor.
La reina estaba distraída y no advirtió la pesadez y el
abandono con que andaba, ni se fijó en sus enrojecidos ojos, ni
se dio cuenta de su palidez, y la saludó sonriéndole.
—Buenos días.
Andrea esperó que la reina le diera la ocasión de hablar,
segura de que su silencio y su inmovilidad llamarían la
atención de María Antonieta, que fue lo que ocurrió; pues al
no oír que le contestase, se volvió para mirarla y vio que en
aquel rostro había dolor, mucho dolor…
—Dios mío, ¿qué ocurre, Andrea? ¿Os ha ocurrido
alguna desgracia?
—Una gran desgracia, sí, madame —repuso la joven.
—¿Qué es?
—Voy a abandonar a Vuestra Majestad.
—¿Abandonarme? ¿Es que os vais?
—Sí, Majestad.
—¿Pero adonde? ¿A qué se debe una marcha tan
inesperada?
—Madame, no soy feliz en mis afectos… familiares —
dijo Andrea enrojeciendo.
La reina enrojeció también, y en la mirada que se
cruzaron pareció que fuesen dos aceros que se enfrentaban.
—Os aseguro que no os comprendo —dijo María
Antonieta—. Ayer me parecisteis feliz.
—No, madame —repuso firmemente Andrea—. Ayer fue
uno de los días más desdichados de mi vida.
—Oh… —murmuró la reina, quedando un instante
pensativa, y diciendo luego—: Explicaos.
—Tendré que fatigar a Vuestra Majestad con detalles que
sólo os pueden desagradar. No tengo ninguna satisfacción en
mi familia, y como ya no espero nada de los bienes de la tierra,
vengo a pedir permiso a Vuestra Majestad para consagrarme a
mi salvación.
No obstante lo que el ruego de Andrea hería su orgullo,
se acercó a Andrea y le cogió una mano.
—¿Qué significa ese propósito tan descabellado? ¿No
teníais ayer un hermano y un padre? ¿Eran menos fastidiosos y
menos desagradables que hoy? ¿Me creéis capaz de dejaros en
esa confusión, y no soy acaso una madre de familia que
protege a los que no la tienen?
Andrea empezó a temblar como si fuera culpable, e
inclinándose ante la reina, dijo:
—Madame, vuestra bondad me emociona, pero he
resuelto abandonar la corte; necesito la soledad de un
convento.
—¿Desde ayer, entonces?
—Ruego a Vuestra Majestad que no me ordene explicar
más motivos.
—Está bien, pues sois libre —dijo la reina con amargura
—. Sólo que yo puse en vos una confianza que creía que
merecería la vuestra. Pero sería una torpeza querer hacer
hablar a quien no quiere. Guardaos vuestro secreto, y Dios
quiera que halléis la felicidad que no habéis encontrado aquí.
Pero recordad que mi afecto hacia vos seguirá siendo el
mismo, que seguiré viéndoos como una amiga. Ahora, Andrea,
podéis iros. Sois libre.
Andrea hizo una reverencia para irse, pero al llegar a la
puerta la reina volvió a llamarla.
—¿Adonde vais a ir, Andrea?
—A la abadía de Saint-Denis, madame.
—¿A un convento? Quizá no tenéis nada que
reprocharos; ¿pero no creéis que sois culpable de ingratitud?
En fin… Adiós, mademoiselle de Taverney.
Sin dar las explicaciones que aún esperaba el buen
corazón de la reina, Andrea agradeció el permiso que acababa
de concederle y salió.
María Antonieta vio poco después que mademoiselle de
Taverney abandonaba el palacio, la cual se fue directamente a
la residencia de su padre, donde esperaba encontrar a Felipe en
el jardín. El hermano soñaba y la hermana actuaba. Ante el
aspecto de Andrea, y sabiendo que su servicio debía retenerla
en palacio a aquella hora, Felipe la miró sorprendido, y casi
asustado al fijarse en su tristeza, pues siempre aparecía ante él
con la más tierna de las sonrisas. Y lo mismo que la reina,
empezó a hacerle preguntas.
Andrea le comunicó que había pedido licencia para
abandonar el servicio a la reina, que se la había concedido y
que iba a entrar en un convento.
Felipe se quedó anonadado, como si le hubieran pegado
un mazazo.
—¿Qué? ¿Vos también, hermana?
—¿Yo también? ¿Qué queréis decir?
—¿Acaso es un contacto maldito para nuestra familia el
de los Borbones? ¿Vos religiosa? ¿La menos capaz de
obediencia a las leyes del ascetismo? A ver; ¿qué le reprocháis
a la reina?
—Nada, Felipe —repuso fríamente la joven—, pero vos
que habéis contado con el favor real, ¿por qué a los tres días
abandonasteis la corte? Yo he resistido tres años.
—¿La reina es a veces caprichosa, Andrea?
—Quizá sea eso. Los cortesanos pueden soportar sus
caprichos, pero yo no. Si los tiene, que se los sufran sus
criadas.
—Pero no me decís qué es lo que os ha ocurrido con la
reina.
—Nada, os lo juro; ¿y por qué me lo preguntáis cuando
vos también la habéis abandonado? Es ingrata esa mujer, muy
ingrata.
—Hay que ser tolerante, Andrea. La adulación quizá la ha
envanecido un poco, pero en el fondo es buena.
—Sé muy bien lo que ella ha hecho por vos, Felipe.
—¿Qué ha hecho?
—¿Lo habéis olvidado ya? Yo tengo mejor memoria. En
un mismo día y con igual decisión pagó vuestra deuda y la
mía, Felipe.
—Me parece demasiado caro, Andrea; no es a vuestra
edad y con vuestra belleza cuando se renuncia al mundo. Lo
abandonáis siendo joven y lo añoraréis cuando seáis vieja,
cuando ya no habrá tiempo para retroceder y os arrepentiréis
de haber abandonado a vuestros amigos, de los que sólo una
locura puede apartaros.
—¿Razonáis así, vos, un oficial educado en las leyes del
honor y del sentimiento? Tan rígido habéis sido que mientras
cien individuos han amasado títulos y fortuna, vos sólo habéis
contraído deudas y sufrido desaires. Un día me dijisteis que
«ella» es caprichosa, coqueta y pérfida, negándoos a servirla.
Aunque no os hayáis hecho religioso, habéis renunciado al
mundo, y de nosotros dos el que está más cerca de los votos
irrevocables no soy yo, que voy a hacerlos, sino vos, que los
hicisteis ya.
—Tenéis razón, y sin nuestro padre…
—¿Nuestro padre? Felipe, no habléis así —repuso
Andrea con amargura—. ¿Un padre no debe ser el refugio de
sus hijos o aceptar su apoyo? Sólo en estas condiciones se es
padre. ¿Qué hace el nuestro, os pregunto? ¿Se os ha ocurrido
nunca confiarle un secreto? ¿Os ha confiado él alguno? No, —
continuó Andrea con una expresión de disgusto—. Monsieur
de Taverney está hecho para vivir solo.
—Estoy de acuerdo, Andrea, pero él no ha sido hecho
para morir solo.
Estas palabras, dichas con dulce severidad, recordaron a
la joven que sacrificaba a sus decepciones y a sus amarguras
una parte demasiado grande de su corazón.
—Yo no quería —repuso ella— que me tomaseis por una
hija sin entrañas; sabéis que soy una hermana cariñosa; pero
aquí abajo cada uno ha querido matar en mí el instinto de
simpatía que le correspondía. Dios me ha dado al nacer, como
a toda criatura, un alma y un cuerpo; de esta alma y de este
cuerpo toda criatura humana puede disponer para su felicidad,
en este mundo y en el otro. Un hombre que no conocía ha
tomado mi alma: Bálsamo. Un hombre que conocí apenas, y
que no estaba a mi altura, tomó mi cuerpo: Gilberto. Os lo
repito, Felipe, para ser una buena y piadosa hija, no me falta
más que un padre. Pasemos ahora a vos, y examinemos lo que
os ha reportado el servicio de los grandes de la tierra, a vos
que los amáis.
Felipe bajó la cabeza.
—Excusadme —dijo él—. Los grandes de la tierra no
eran para mí más que criaturas parecidas a mí, y los quería.
Dios nos ha mandado amarnos los unos a los otros.
—Felipe, casi nunca el corazón amado corresponde al
corazón que le ama. Aquellos a quienes hemos elegido
elegirán a otros.
Felipe miró asombrado a su hermana.
—¿Por qué me decís eso?
—Por nada —repuso generosamente Andrea, que
retrocedió ante la idea de descender a explicaciones o
confidencias—. Estoy aturdida y no me fijo en lo que digo.
—Sin embargo…
—No prosigamos, querido hermano. He venido para que
me acompañéis a un convento; he escogido Saint-Denis; no
haré allí mis votos, estad tranquilo. Eso será más tarde si
acaso. En lugar de buscar en un asilo lo que la mayor parte de
las mujeres quieren encontrar en él, el olvido, yo voy allí a
pedir memoria. Me parece que he olvidado demasiado al
Señor. Él es el solo rey, el solo dueño, el único consuelo, y el
único que realmente nos castiga. Acercándome a Él, hoy que
le comprendo, conseguiré la paz interior que no me ha
concedido el mundo con todo su poder y su riqueza. En la
soledad, ese umbral de la beatitud eterna; en la soledad, Dios
habla al corazón del hombre y el hombre habla al corazón de
Dios.
Felipe detuvo a Andrea con un ademán, diciéndole:
—Recordad que moralmente me opongo a ese
desesperado deseo; vos no me habéis confiado las causas de
vuestra desesperación.
—¿Desesperación? —repuso Andrea con glacial desdén
—. Gracias a Dios, no me voy desesperada. No lo penséis,
Felipe.
Y con gesto altivo recogió el manto de seda que había
dejado en un sillón, poniéndoselo sobre los hombros.
—Puesto que no admitís la palabra desesperación,
aceptad la palabra despecho.
—¡Despecho! —exclamó Andrea con una sonrisa en la
que se reflejaba su orgullo—. Vos no podéis creer que
mademoiselle de Taverney sacrifique su vida por un arrebato,
por un momento de despecho. El despecho es la debilidad de
las coquetas o de las necias. No sé qué es el despecho, Felipe.
Dejadme que os haga una pregunta. Si mañana os retiraseis a
la Trapa, si os hicieseis cartujo, ¿qué nombre le daríais al
motivo que os habría impulsado a esa resolución?
—Diría que obedece a una tristeza incurable —contestó
Felipe como si pensase en su propio dolor.
—Justo, Felipe, he aquí la palabra más acertada. Sí, es
una tristeza incurable lo que me empuja a la soledad.
Andrea creyó que el hermano, impulsado por su emoción,
le haría nuevas preguntas, pero Felipe sabía por experiencia
que las grandes almas se bastan por sí mismas, y se resignó
con su decisión.
—¿A qué hora o qué día pensáis partir?
—Mañana y aun hoy mismo si hubiese tiempo.
—¿No daremos un último paseo por el parque?
—No.
Felipe comprendió en el apretón de manos que siguió a la
negativa que Andrea quería evitar que tratase de hacerla
rectificar.
—Estaré dispuesto para cuando queráis —y le besó la
mano, sin agregar una sola palabra que podría haber dado paso
a la amargura que intentaba disimular.
Andrea, después de hacer los primeros preparativos, se
retiró a su alcoba, donde recibió este billete de Felipe:
«Podéis ver a nuestro padre a las cinco de la tarde. El
adiós es indispensable.»
Andrea le contestó:
«A las cinco iré a despedirme de monsieur de Taverney,
vestida ya para el viaje. A las siete podemos llegar a Saint-
Denis. ¿Me concederéis vuestra velada?»
Por toda respuesta, Felipe gritó desde la ventana más
próxima a la cámara de Andrea, para que ella pudiera oírle:
—A las cinco tened enganchados los caballos.
LVI.- UN MINISTRO DE HACIENDA

Hemos visto que la reina, antes de recibir a Andrea, había


leído un billete de Juana de la Motte y que sonrió al leerlo. El
billete sólo tenía estas palabras, con las expresiones del mayor
respeto: «…y Vuestra Majestad puede estar segura de que se le
concederá el crédito y que la mercancía será entregada…»
Después de leer la nota, la reina sonrió y quemó el papel.
Luego, un poco entristecida por la despedida de Andrea,
madame de Misery le anunció que monsieur de Calonne le
suplicaba que le concediera el honor de recibirle.
Se trata de un personaje nuevo para el lector y que
creemos necesario presentar.
Monsieur de Calonne era un hombre de mucho espíritu,
perteneciente a la generación incluida en la última mitad del
siglo; poco dado a los lamentos e identificado con el análisis
más objetivo, tenía conciencia de la desgracia abatida sobre
Francia, no sintiendo más interés que el interés común, y,
como Luis XV, decía: «Después de nosotros, el interés del
mundo.» Sabía mucho de negocios y era cortesano. Todo lo
que había en la corte de mujeres ilustres por su espíritu, su
riqueza y su belleza, lo había cultivado con homenajes
parecidos a los que la abeja rinde a las plantas de las que
extrae el néctar. Acumulaba tantos conocimientos que habría
podido rebatir a D’Alembert, polemizar con Diderot, ironizar
con Voltaire, enmendar a Rousseau… Y se reía abiertamente
de la popularidad de Necker.
Necker, el sabio y el profundo, había parecido iluminar a
Francia con su actividad; Calonne, habiendo observado todas
sus caras, había acabado por volverle ridículo, a los mismos
ojos de los que le temían más, y la reina y el rey, a los cuales
este nombre hacía estremecer, no estaban acostumbrados que
esto que les causaba temblor fuera el objeto de la burla de un
hombre de Estado, elegante, de buen humor, que para
responder a tantas hermosas cifras se contentara con decir:
«¿A qué probar tanto lo que no se puede probar?»
En efecto, Necker no había demostrado más que una
cosa: su imposibilidad de continuar administrando las
finanzas. Calonne las aceptó como un peso demasiado ligero
para sus hombros, y desde los primeros momentos se pudo
decir que sucumbió bajo la carta.
¿Qué quería Necker? Reformas. Las reformas parciales
espantaban a todos. Pocas gentes ganaban con ellas, y las que
ganaban, ganaban muy poco; por el contrario, muchos perdían,
y perdían demasiado. Cuando Necker se propuso imponer una
justa repartición del impuesto y querer gravar las tierras de la
nobleza y de la clerecía, tendía brutalmente a una revolución
imposible de llevar a cabo. Dividía la nación y la debilitaba de
antemano cuando lo que importaba era concentrar todas sus
fuerzas para conseguir una saludable renovación. Al señalar el
fin que perseguía, lo que hacía Necker era condenarlo al
fracaso, precisamente, porque lo señalaba. Hablar de una
supresión de abusos a los que no quieren que los abusos
desaparezcan, ¿no es exponerse a la rebelión de los afectados?
¿Qué táctica sería la de anunciar al adversario por dónde y a
qué hora se asaltará la plaza?
La estrategia de Calonne era, pues, el reverso de la de
Necker. Su plan era audaz, increíblemente ambicioso. Se
trataba de conseguir en dos años que el rey y la nobleza
llegasen a una bancarrota que por sí mismos habrían retrasado
diez años, y ante la total bancarrota, decir: «Ahora, ricos,
pagad por los pobres, porque tienen hambre y devorarán a los
que los condenaron a su miseria.»
¿Cómo el rey no vio de antemano las consecuencias de
ese plan, ni siquiera el plan? ¿Cómo él, que se había
estremecido de indignación ante la cuenta que se le presentó,
no se estremeció al observar la trayectoria de su ministro?
¿Cómo no eligió entre los dos sistemas y prefirió cerrar los
ojos? Es la sola cuenta real que Luis XVI, hombre político,
escamoteó a la posteridad. Era el famoso principio al cual se
opone siempre el que no tiene bastante poder para cortar el
mal.
Pero para que la venda fuese lo bastante espesa a los ojos
del rey, y para que la reina, tan clarividente y tan precisa en
sus apreciaciones, fuese tan ciega como su esposo sobre la
conducta del ministro, la historia —mejor sería decir la novela
— va a dar algunos detalles indispensables.
Calonne entró en el gabinete del rey. Seguro de que María
Antonieta lo había mandado llamar para un asunto urgente,
llegó con la sonrisa en los labios. La reina lo acogió con
afabilidad, y luego de algunas vaguedades le preguntó:
—¿Tenemos dinero, mi querido monsieur Calonne?
—¿Dinero? Naturalmente, madame; lo tenemos siempre.
—Eso es maravilloso. No he conocido a nadie como vos
para responder así a mis peticiones de dinero; como financiero
sois incomparable.
—¿Qué cantidad necesita Vuestra Majestad?
—Os ruego que me digáis primero cómo hacéis para
encontrar dinero, donde Necker decía con perfecta claridad
que no lo había.
—Necker tenía razón, madame. No había dinero en los
cofres, y esto es tan cierto que el día de mi posesión del
Ministerio, el 5 de noviembre de 1783, una fecha que yo no
olvido, al hacer el arqueo del tesoro público, no encontré en
caja más que doscientas libras.
—¿Y bien?
—Madame, si Necker, en lugar de decir «no hay dinero»,
hubiera recurrido a los empréstitos, cien millones el primer
año, ciento veinticinco el segundo, y un nuevo empréstito de
ochenta millones para el tercero, que resolverían la situación,
Necker habría sido un verdadero financiero; todo el mundo
sabe decir «no hay dinero en caja», pero no todo el mundo
puede decir que lo hay.
—Por eso os felicitaba, monsieur. ¿Cómo se pagará? Esa
es para mí la dificultad.
—Madame —repuso Calonne con una sonrisa
terriblemente significativa—, yo os respondo de que se pagará.
—Confío en vos. ¿Tenéis alguna nueva idea?
—Tengo una idea, madame, que dejará veinte millones en
el bolsillo de los franceses y siete u ocho millones en el
vuestro, perdón, en el tesoro de Vuestra Majestad.
—Estos millones serán bien venidos aquí y allí. ¿Pero por
dónde nos llegarán?
—Vuestra Majestad no ignora que el oro no tiene el
mismo valor en todos los países de Europa.
—Lo sé. En España el oro es más caro que en Francia.
—Vuestra Majestad tiene razón. El oro vale en España,
desde hace cinco o seis años, dieciocho onzas más por marco
que en Francia. Por este motivo los exportadores ganan sobre
un marco de oro que exportan de Francia a España el valor de
catorce onzas de plata poco más o menos.
—Es considerable —dijo la reina.
—Tan considerable que en un año —continuó el ministro
—, si los capitalistas supiesen lo que yo sé, no habría en
nuestra casa un solo luis de oro.
—¿Vais a impedir eso?
—Inmediatamente, madame; voy a alzar el valor del oro
a quince marcos cuatro onzas, un quinceavo de beneficio.
Vuestra Majestad comprende que ni un luis quedará en los
cofres cuando se sepa que la Casa de la Moneda concede este
beneficio a los portadores de oro. La refundición de esta
moneda se hará pues, y en el marco de oro, que contiene hoy
día treinta luises, encontraremos treinta y dos.
—Beneficio presente, beneficio futuro —repuso la reina
—. Es una gran idea y se acogerá con entusiasmo.
—Lo creo así, madame, y me felicito por ver que merece
vuestra aprobación.
—Tened siempre parecidas ideas y estaré segura de que
pagaréis todas nuestras deudas.
—Permitidme, madame —dijo el ministro—, volver a lo
que deseáis de mí.
—Sería posible conseguir en este momento…?
—¿Qué cantidad?
—Quizá sea demasiado elevada.
La sonrisa de Calonne estimuló a la reina.
—Seiscientas mil libras.
—Ah, madame…, qué miedo el que he pasado. Creí que
se trataba de una verdadera cantidad.
—¿Podéis, pues?
—Naturalmente.
—Sin que el rey…
—Majestad, esto sí que es imposible; todas mis cuentas
son cada mes sometidas al rey, pero no hay ejemplo de que el
rey las haya leído, lo cual me honra.
—¿Cuándo podría contar con ese dinero?
—¿Qué día tiene Vuestra Majestad necesidad de él?
—Para el cinco del próximo mes.
—Las cuentas se rendirán el día dos; tendréis ese dinero
el tres, madame.
—Monsieur Calonne, muchas gracias.
—Mi mayor satisfacción es complacer a Vuestra
Majestad.
Calonne se levantó, inclinándose ante la mano que le
tendió la reina. Le dijo al besársela:
—Todavía una palabra más.
—Escucho, madame.
—Ese dinero me cuesta un remordimiento.
—¿Un remordimiento?
—Sí, es para satisfacer un capricho.
—Mejor, mejor… La consecuencia de esa cantidad
significará siempre algún beneficio para nuestra industria o
nuestro comercio.
—Confieso —murmuró la reina— que sabéis cómo
tranquilizarme.
—Dios sea alabado, madame; que no tengamos nunca
otros remordimientos que los de Vuestra Majestad e iremos
derechos al paraíso.
—Pensad, monsieur Calonne, que sería demasiado cruel
hacer pagar mis caprichos al pobre pueblo.
—Bah… —dijo el ministro, apoyando con su sonrisa
siniestra cada una de sus palabras—. No os atormentéis con
escrúpulos, madame, porque nunca será el pobre pueblo quien
pague.
—¿Por qué? —preguntó la reina, sorprendida.
—Porque el pobre pueblo no tiene nada —respondió
imperturbable el ministro— y donde no hay nada, el rey pierde
sus derechos.
Saludó y salió.
LVII.- ILUSIONES ENCONTRADAS.
SECRETO PERDIDO

Apenas Calonne atravesaba la galería para volver a su casa,


con la punta de los dedos alguien llamó a la puerta del
gabinete de la reina. Era Juana de la Motte, quien le dijo a la
reina:
—Madame, él está aquí.
—¿El cardenal? —preguntó la reina, un poco asombrada
de la palabra «él», que significaba tantas cosas pronunciadas
por una mujer.
Juana había introducido ya al príncipe de Rohan, y
apretaba la mano del protector protegido. El cardenal se
encontró a tres pasos de la reina, a la cual hizo
respetuosamente los saludos obligados.
—Monsieur —dijo la reina—, se me ha contado de vos
un rasgo que borra muchos errores.
—Permitidme —dijo el príncipe, con una emoción que no
era fingida—, madame, afirmaros que los errores de que habla
Vuestra Majestad quedarían atenuados mediante una sincera
explicación.
—Yo no os prohíbo que os justifiquéis —repuso la reina
con dignidad—, pero lo que me diríais arrojaría una sombra
sobre el amor y el respeto que tengo para mi país y mi familia.
No podéis disculparos más que hiriéndome, señor cardenal.
Entonces, no removamos ese fuego mal extinguido, porque
podría quemar todavía vuestros dedos a los míos; voy a veros
bajo la nueva luz con que os habéis revelado, solícito,
respetuoso, devoto…
—Devoto hasta la muerte —interrumpió el cardenal.
—Dios os lo premie, pero —dijo María Antonieta
sonriendo— hasta ahora no se trata más que de la ruina. ¿Me
seríais devoto hasta la ruina, señor cardenal? Felizmente yo
pondré en buen orden el asunto. Viviréis y no quedaréis
arruinado, a no ser que os arruinéis vos mismo.
—Madame…
—Estos son vuestros negocios. De nuevo en plan de
amistad, puesto que hemos llegado a ser buenos amigos, os
daré un consejo: sed económico, pues es una virtud pastoral; el
rey os querrá mejor económico que pródigo.
—Llegaré a ser amado al complacer a Vuestra Majestad.
—El rey —dijo la reina con intencionado acento— no
ama a los avaros.
—Seré lo que Vuestra Majestad quiera —interrumpió el
cardenal con un fervor sospechoso.
—Ya os he dicho —cortó bruscamente la reina— que no
seréis arruinado por culpa mía. Vos habéis respondido por mí,
y os lo agradezco, pero puedo hacer honor a mis obligaciones;
no os ocupéis más de ese asunto, pues desde el primer pago
sólo yo me ocuparé de él.
—Para que el asunto esté terminado —dijo entonces el
cardenal inclinándose—, no me queda más que ofrecer el
collar a Vuestra Majestad.
Al mismo tiempo se sacó de un bolsillo el estuche que
presentó a la reina.
Ella no lo miró, lo que significaba un gran deseo de verlo,
y temblando de alegría lo dejó sobre una mesita, al alcance de
su mano.
El cardenal intentó todavía algunas palabras de cortesía,
que fueron bien recibidas, y después volvió sobre lo que había
dicho la reina a propósito de su reconciliación, pero como ella
se había prometido no mirar el collar delante de él, y como
estaba impaciente por verlo, escuchó sin prestarle casi
atención, y distraídamente le tendió la mano, que él besó con
devoción y gratitud. Seguidamente pidió licencia para
retirarse, creyendo ser inoportuno, lo que la colmó de alegría.
Un simple amigo no molesta nunca, y un indiferente todavía
menos.
Así fue la entrevista que cerró las heridas del corazón del
cardenal. Salió de la cámara de la reina entusiasmado, ebrio de
esperanza, y dispuesto a demostrarle a Juana de la Motte un
reconocimiento sin límites por la negociación que había
llevado a cabo tan felizmente.
Juana le esperaba en su carroza, y le preguntó después de
la primera explosión de su gratitud.
—¿Seréis Richelieu o Mazarino? ¿El labio austriaco os
ha impulsado a la ambición o a la ternura? ¿Estáis lanzado
para la política o para la intriga?
—No os riáis, querida condesa. Estoy loco de alegría.
—Os comprendo.
—Ayudadme, y en tres semanas podré conseguir un
Ministerio.
—¿En tres semanas? Es mucho tiempo. El desenlace de
esos primeros acontecimientos hace que lo fijemos para dentro
de quince días.
—Todas las alegrías llegan a la vez; la reina tiene dinero
y me pagará; quedará el mérito de la intención solamente. Es
demasiado poco, condesa, para tanto honor. Dios es testigo de
que habría pagado voluntariamente esta reconciliación al
precio de seiscientas mil libras.
—Estad tranquilo —le dijo la condesa sonriendo—.
Tendréis ese mérito por encima de los demás. ¿No tenéis
bastante con eso?
—Confieso que lo preferiría; así la reina me estaría
obligada.
—Monseñor, algo me dice que gozaréis de esa
satisfacción. ¿Estáis preparado para ello?
—He hecho vender mis últimos bienes y he empeñado
para todo el año próximo mis entradas y mis beneficios.
—¿Tenéis las seiscientas mil libras entonces?
—Las tengo; pero después de hacer ese pago, no sabía
cómo continuar.
—Ese pago nos proporciona un trimestre de tranquilidad.
En tres meses, qué de acontecimientos, buen Dios.
—Es verdad, pero el rey me ha ordenado que no
contraiga más deudas.
—Una estancia de dos meses en un Ministerio pondrá
todas vuestras cuentas al día.
—Oh, condesa…
—No os rebeléis. Si no lo hicierais, vuestros primos lo
harían.
—Tenéis siempre razón. ¿Adonde vais ahora?
—A ver a la reina y saber el efecto que le ha producido
vuestro obsequio.
—Muy bien. Yo vuelvo a París.
—Es una buena táctica: no abandonar el terreno.
—Es preciso, desgraciadamente, que devuelva una visita
que he recibido esta mañana antes de salir.
—¿Una visita?
—Bastante seria, si juzgo por el contenido del billete que
me han enviado. Vedlo.
—Letra de hombre —dijo la condesa.
«Monseñor, alguien quiere hablar con voz sobre el cobro
de una importante cantidad. Esa persona se presentará esta
noche en vuestra casa de París con la esperanza de que le
concedáis una audiencia.»
—¿Anónimo…? Un mendigo.
—No, condesa; nadie se expone alegremente a ser
apaleado por mis criados por haber jugado conmigo.
—¿Lo creéis así?
—No sé por qué, pero me parece que conozco esta letra.
—Id, pues, monseñor; tampoco arriesga uno mucho con
la gente que promete dinero. Lo peor sería que no pagasen.
Adiós, monseñor.
—Condesa, hasta la vista.
—Un momento. Aún debo deciros dos cosas.
—¿Cuáles?
—Si por casualidad se os ofrece una cantidad
importante…
—Decid, condesa.
—Algo perdido: un hallazgo, un tesoro, un…
—Entiendo vuestra sutileza: los dos a medias. ¿Es eso lo
que queréis decir?
—Quizá sí, monseñor…
—Si me habéis traído la felicidad, ¿por qué no os he de
tener en cuenta? ¿Cuál es la otra cosa que me queréis decir?
—No os dediquéis a derrochar las seiscientas mil libras.
—No lo temáis.
Y se separaron. Después, el cardenal regresó a París
envuelto en un halo de felicidad celestial. La vida había
cambiado por completo para él desde hacía dos horas. Si no
fuera más que amante, la reina acababa de darle más de lo que
se habría atrevido a esperar de ella; si era ambicioso, ella le
proporcionaría todavía más.
El rey, hábilmente guiado por su mujer, sería el
instrumento de una fortuna que nada podía detener. El
cardenal abundaba en ideas, tenía más genio político que
cualquiera de sus rivales, entendía la marcha del progreso y
burlaría al clero a favor del pueblo para formar una de esas
sólidas mayorías que gobiernan largo tiempo por la fuerza y
por el derecho.
Poner a la cabeza de ese movimiento de reforma a la
reina, a la que adoraba después de haber cambiado el desafecto
siempre creciente en una estimación sin igual, era el sueño del
prelado, y una sola palabra de ternura de María Antonieta
podía trocarlo en realidad.
Entonces renunciaba a sus fáciles triunfos, el mundano se
hacía filósofo y el ocioso se convertía en un trabajador
infatigable. Es una labor sugestiva para los grandes caracteres
cambiar la negación que hay en el libertinaje por la fatiga del
estudio. El príncipe de Rohan iba todavía más lejos, arrastrado
por ese veneno que se llama el amor y la ambición.
Se puso a la obra desde el momento de su vuelta a París,
quemando inmediatamente una caja llena de billetes amorosos.
Llamó a su intendente para ordenarle reformas, hizo afinar
plumas por su secretario para escribir sus memorias sobre la
política de Inglaterra, que él conocía muy bien, y después de
una hora de trabajo, cuando empezaba a sentirse dueño de sí
mismo, un campanillazo le advirtió que había llegado una
visita importante.
Un húsar se detuvo en el umbral.
—¿Quién es?
—El caballero que le ha escrito esta mañana, monseñor.
—Ese caballero tendrá un nombre. Preguntádselo.
El húsar volvió poco después.
—El señor conde de Cagliostro.
—Que entre —dijo el príncipe estremeciéndose.
Luego de entrar el conde, las puertas se cerraron.
—Formidable —exclamó el cardenal—. ¿Qué es lo que
veo?
—¿No es verdad, monseñor —dijo De Cagliostro,
sonriendo—, que apenas he cambiado?
—Si me parece imposible. José Bálsamo vivo, cuando se
le creía muerto en aquel incendio. José Bálsamo…
—Conde de Fénix vivo; sí, monseñor, y más vivo que
nunca.
—Pero, monsieur, ¿con qué nombre os presentáis ahora,
y por qué no habéis conservado el antiguo?
—Precisamente porque es antiguo y recuerda, a mí antes
que a nadie, y a los demás luego, demasiados recuerdos tristes
y fastidiosos. Me refiero incluso a vos, monseñor. Decidme,
¿no habríais negado la entrada a José Bálsamo?
—No, monsieur, no.
El cardenal, todavía estupefacto, se olvidó de ofrecer
asiento a De Cagliostro.
—Entonces, Vuestra Eminencia tiene más memoria y
honradez que todos los hombres juntos.
—Monsieur, en otra época me rendisteis tan gran
servicio…
—¿No es verdad, monseñor —interrumpió Bálsamo—,
que no he cambiado y que soy una muestra de los resultados
de mi elixir de vida?
—Cierto, sí, pero vos que estáis por encima de la
humanidad y dispensáis liberalmente el oro y la salud a
todos…
—La salud, no digo que no, pero el oro… no, eso no.
—¿Ya no hacéis oro?
—No, monseñor.
—¿Por qué?
—Porque perdí la más indispensable de las
combinaciones que mi maestro, el sabio Althotas, me dio
cuando salió de Egipto. No tuve la precaución de sacar una
copia en previsión de un posible extravío. Y la memoria ya no
me ha valido.
—¿El se la guardó?
—No…, es decir, sí, guardada o llevada a la tumba, como
vos queráis.
—¿Murió?
—Le he perdido.
—¿Cómo, pues, no habéis prolongado la vida de ese
hombre, único poseedor del portentoso secreto, vos que os
habéis conservado vivo y joven durante siglos?
—Yo lo puedo todo contra la enfermedad y contra las
heridas, pero no puedo nada contra el accidente que mata sin
que se me llame.
—Y fue un accidente lo que terminó con la vida de
Althotas.
—Vos habéis debido saberlo, puesto que sabíais mi
muerte.
—Ese incendio de la calle Saint-Claude, en el que vos
desaparecisteis.
—Ese incendio mató a Althotas, o el sabio, cansado de la
vida, quiso morir.
—Es extraño.
—No, es natural. Yo mismo he pensado cien veces en
terminar con mi vida.
—Sin embargo, habéis seguido viviendo.
—Porque he elegido un estado de juventud en el cual la
salud, las pasiones, los placeres carnales me procuran todavía
alguna distracción, y Althotas, por el contrario, había elegido
el estado de la vejez.
—Althotas debía hacer lo mismo que vos.
—No, él era un hombre profundo y superior; de todas las
cosas de este mundo no quería más que la ciencia, y la
juventud, con la sangre ardiente, con sus pasiones y sus
excesos, le habrían apartado de la eterna contemplación,
monseñor, es necesario estar libre siempre de flaquezas; para
pensar bien, importa ante todo el conocimiento de sí mismo.
El anciano medita mejor que el joven, pero cuando la tristeza
se apodera de él, ya no halla remedio. Althotas murió víctima
de su devoción por la ciencia. Yo vivo como un mundano,
pierdo mi tiempo y no hago absolutamente nada. Soy una
planta…; no me atrevo a decir una flor; yo no vivo, respiro.
—Oh… —murmuró el cardenal—. Con el hombre
resucitado, se repiten mis asombros. Me devolvéis a aquel
tiempo en que la magia de vuestras palabras y la maravilla de
vuestras acciones aguzaban doblemente mis facultades y
realzaban ante mis ojos el valor de la criatura humana. Me
recordáis los dulces sueños de mi juventud. Han transcurrido
diez años desde que os conocí.
—Lo sé, y uno y otro hemos descendido desde entonces.
Yo ya no soy una fuerza, sino los despojos de lo que fui. Vos
ya no sois un arrogante joven, sino un respetable príncipe. ¿Os
acordáis, monseñor, del día que en mi gabinete os prometí el
amor de una mujer de la cual mi vidente había consultado sus
rubios cabellos?
El cardenal palideció, después enrojeció. El espanto y la
alegría regían alternativamente los latidos de su corazón.
—Me acuerdo, pero de un modo confuso…
—Veamos —dijo De Cagliostro sonriendo— si consigo
que todavía veáis en mí al mago que conocisteis. Esperad que
me concentre.
Luego de un silencio, prosiguió De Cagliostro:
—Esa rubia niña de vuestros sueños amorosos, ¿dónde
está?, ¿qué hace? Ah, sí… y vos la habéis visto hoy. Más
todavía: habéis estado cerca de ella.
El cardenal se llevó una mano al corazón, como si
quisiera sujetárselo.
—Monsieur… —dijo en voz tan baja que De Cagliostro
casi no le oyó—, por favor…
—¿Queréis que hablemos de otra cosa? —le preguntó
sonriendo el sibilino—. Me parece muy bien. Estoy a vuestras
órdenes, monseñor.
Tras sus últimas palabras el conde de Cagliostro se sentó
en un sillón, sin recordar que el cardenal se había olvidado de
ofrecerle asiento al empezar tan interesante conversación.
LVIII.- EL DEUDOR Y EL ACREEDOR

El príncipe Luis de Rohan miraba asombrado a su huésped.


—Pues bien— dijo éste—; ahora que hemos renovado
nuestro conocimiento, hablemos si gustáis, monseñor.
—Sí— respondió el prelado reponiéndose paulatinamente
—; hablemos de esa devolución que… que…
—Que mencionaba en mi carta, ¿verdad? Vuestra
Eminencia tiene prisa por saber…
—Era un pretexto, según presumo, ¿no es cierto?
—No, monseñor, en manera alguna; es una seria realidad,
os lo aseguro. Se trata de una deuda que vale la pena porque
asciende a quinientas mil libras…
—Cantidad que me prestasteis graciosamente— exclamó
el cardenal, en cuyo rostro apareció una ligera palidez.
—En efecto, monseñor; que os presté. Y celebro
comprobar que un gran príncipe como vos tiene tan buena
memoria— dijo Bálsamo.
El cardenal, ante el rudo golpe notó que un sudor frío
corría por su frente.
—Creí por un momento— dijo, tratando de sonreír— que
José Bálsamo, el hombre sobrenatural, se había llevado la
deuda al sepulcro como el fuego se llevó el recibo.
—Monseñor— respondió con gravedad el conde—: la
vida de José Bálsamo es indestructible, como lo es esta hoja de
papel que creíais reducida a cenizas. Nada puede la muerte
contra el elixir de la vida, ni el fuego contra el amianto.
—No comprendo— dijo deslumbrado el cardenal.
—Me comprenderéis en seguida, monseñor; estoy seguro
de ello.
—¿Cómo?
—Reconociendo vuestra firma.
Y mostró un papel doblado al príncipe, quien de
inmediato, sin necesidad de abrirlo, exclamó:
—¡Mi recibo!
—Sí, monseñor, vuestro recibo— respondió Cagliostro
sonriendo ligeramente, pero atenuando el gesto con una fría
reverencia.
—No obstante lo quemasteis, yo vi la llama.
—Yo eché este papel al fuego, ciertamente— dijo el
conde—, pero el azar quiso que escribieseis sobre un trozo de
amianto en lugar de hacerlo sobre un papel corriente, de
manera que hallé el recibo sobre los carbones consumidos.
—Caballero— comentó el cardenal con cierta altanería
creyendo adivinar en la presentación del recibo una prueba de
desconfianza—; tened por seguro que no hubiera negado la
existencia de la deuda aun sin ese documento. Por lo tanto
hicisteis mal en engañarme.
—Os juro, monseñor, que no he tenido por un solo
momento la intención de engañaros.
El de Rohan hizo un gesto con la cabeza.
—Me hicisteis creer, caballero, que la prueba había sido
destruida.
—Para dejaros gozar feliz y tranquilamente de las
quinientas mil libras— respondió a su vez Bálsamo, con un
ligero movimiento de hombros.
—Pero en fin, caballero— prosiguió el cardenal—.
¿Cómo habéis dejado durante diez años esta cantidad
pendiente de cobro?
—Sabía, monseñor, en qué manos quedaba. Los
acontecimientos, el juego, los ladrones, me han ido despojando
de todos mis bienes. Pero sabiendo que tenía seguro el dinero,
he tenido paciencia y he esperado hasta el último momento.
—¿Y el último momento ha llegado?
—¡Ay! Sí, monseñor.
—¿De manera que no podéis esperar más?
—Es absolutamente imposible para mí— respondió
Cagliostro.
—¿Por eso me pedís la devolución de vuestro dinero?
—Por eso, monseñor.
—¿Hoy mismo?
—Si no tenéis inconveniente…
El cardenal guardó un silencio que la desesperación
dilataba.
Después, con voz alterada, dijo:
—Señor conde, los desgraciadas príncipes de la tierra no
pueden improvisar las fortunas tan rápidamente como vosotros
los encantadores que mandáis en los espíritus de la tinieblas y
de la luz.
—¡Oh, monseñor! tened la seguridad de que yo no os
hubiese pedido esta cantidad, de no haber sabido de antemano
que la teníais en casa.
—¿Que yo tengo quinientas mil libras?— exclamó el
cardenal.
—Treinta mil libras en oro, diez mil en plata y el resto en
bonos de caja.
El señor de Rohan palideció…
—Las cuales están en ese armario de Boule— añadió
Cagliostro.
—¿Sabéis eso, caballero?
—Sí, monseñor, como también sé los sacrificios que os
ha costado reunir esa suma. Me atrevo a decir que habéis
pagado por ella el doble de su valor.
—¡Oh! Es cierto.
—Pero…
—¿Pero?…— exclamó el desgraciado príncipe.
—Pero yo, monseñor, desde hace diez años he estado a
punto veinte veces de morirme de hambre o de apuros, al lado
de este papel, que representaba para mí medio millón; y no
obstante, para no poneros en un aprieto, he esperado. Creo,
pues, que estamos en paz, poco más o menos.
—¡En paz, caballero!— exclamó el príncipe—. No digáis
eso, porque está en favor vuestro el haberme prestado
generosamente una cantidad de tal importancia. ¡En paz! ¡Oh,
no, no! Yo os debo quedar eternamente agradecido. Lo único
que hago, conde, es preguntaros por qué pudiendo haberme
pedido la devolución de esta cantidad durante estos diez años,
habéis guardado silencio. Durante este tiempo yo hubiera
tenido veinte ocasiones de devolvérosla sin la menor molestia.
—¿Mientras que hoy?…— preguntó Cagliostro.
—No os tengo que ocultar que hoy— confesó el cardenal
— esta restitución que me exigís, porque me la exigís, ¿no es
verdad?…
—¡Ay, monseñor!…
—Pues bien, me pone en un terrible compromiso.
Cagliostro hizo con la cabeza y con los hombros un gesto
como dando a entender: “¿Qué queréis, monseñor? Es así y no
puede ser de otra manera”.
—Pero vos que lo adivináis todo— continuó el príncipe
—, vos que sabéis leer en el fondo de los corazones y hasta en
el fondo de los armarios, lo que a veces es peor, no tenéis
seguramente que averiguar por qué tengo tanto interés en
conservar este dinero y cuál es el uso sagrado y misterioso a
que lo destino.
—Os equivocáis, monseñor— dijo Cagliostro en tono
glacial—. Lo ignoro y mis secretos me han producido
bastantes penas, decepciones y miserias para que tenga que
ocuparme de los secretos de los demás a no ser que me
interesen. Me interesaba saber si teníais o no dinero, toda vez
que os lo tenía que reclamar. Pero sabiéndolo, ya no importaba
el destino que pensabais darle. Por otra parte, monseñor, si
conociese en este momento la causa de vuestro apuro, quizás
me pareciese tan grave y respetable, que acaso tendría la
debilidad de contemporizar, lo que en las presentes
circunstancias me ocasionaría el mayor perjuicio. Prefiero,
pues, ignorarlo.
—Caballero— exclamó el cardenal, herido en su orgullo
por las últimas palabras—, no creáis que trato de ablandaros
hablando de mis compromisos personales. Vos tenéis vuestros
intereses, que están garantizados con este recibo firmado por
mi mano; es bastante. Os voy a entregar vuestras quinientas
mil libras.
Cagliostro se inclinó.
—Yo sé bien— continuó el cardenal, devorado por el
dolor de perder en un minuto tanto dinero penosamente
reunido— que este documento no es más que un
reconocimiento de la deuda que no fija en él vencimiento
alguno para el pago.
—Vuestra Eminencia me excusará— contestó el conde—,
pero me puedo atener al texto del recibo, que dice lo siguiente:

“Reconozco haber recibido del señor José Bálsamo la


suma de quinientas mil libras, que le pagaré a la primera
indicación suya. Firmado: Luis de Rohan”.

El cardenal se estremeció; no sólo había olvidado la


deuda, sino los términos en que estaba reconocida.
—Ya veis, caballero— continuó Bálsamo—, que no os
pido lo imposible. No podéis pagar; de acuerdo. Lamento tan
sólo que Vuestra Eminencia olvide que la cantidad fue
entregada por José Bálsamo espontáneamente, en un momento
supremo, al señor de Rohan, a quien no tenía el honor de
conocer. Me parece que fue un gesto de gran señor, y un
Rohan de tan ilustre nobleza como vos debiera haberlo imitado
en la restitución. Pero puesto que estimáis que esto no debe
hacerse así, no hablemos más. Vuelvo a hacerme cargo del
recibo. Adiós, monseñor.
Y Cagliostro dobló fríamente el papel disponiéndose a
guardarlo en su bolsillo.
El cardenal le detuvo.
—Señor conde— dijo—, un Rohan no admite de nadie
lecciones de generosidad. Además, no se trata aquí sino de una
cuestión de probidad. Os ruego, pues, caballero, que me
entreguéis este recibo para pagaros.
Cagliostro entonces, vaciló a su vez.
En efecto, el pálido rostro, los ojos hinchados, la actitud
vacilante del cardenal parecían despertar en él muy viva
compasión.
El cardenal, a pesar de su altivez, comprendió esta buena
disposición de Cagliostro. Por un momento creyó que sería
seguida de alguna proposición favorable.
Pero de pronto la mirada del conde se endureció, una
nube pasó a través de su ceño fruncido, y tendió el recibo al
cardenal.
El señor de Rohan, sumamente impresionado, no vaciló
un momento; se dirigió hacia el armario que había señalado
Cagliostro y sacó un montón de billetes de la caja de Aguas y
Bosques; indicó luego con el dedo numerosos saquitos de plata
y tiró de un pequeño cajón lleno de oro.
—Señor conde— dijo—, aquí tenéis vuestras quinientas
mil libras; os debo ahora tan sólo ciento cincuenta mil libras,
en concepto de intereses, suponiendo que no admitáis interés
compuesto, lo cual daría una cantidad más considerable. Voy a
hacer arreglar dichas cuentas por mi administrador y a
ofreceros las garantías debidas para asegurar este pago; sólo os
ruego me concedáis un plazo.
—Monseñor— respondió Cagliostro—, yo he prestado
quinientas mil libras al señor de Rohan. El señor de Rohan me
debe, pues, quinientas mil libras y nada más. Si hubiese
deseado percibir esos intereses lo habría estipulado en el
recibo. Mandatario o heredero de José Bálsamo, como gustéis,
porque José Bálsamo está muerto, no debo aceptar otras sumas
que las que constan en el reconocimiento; vos me las pagáis,
yo las recibo y os doy las gracias, rogándoos que aceptéis mis
saludos. Me hago cargo, pues, de los billetes, monseñor, y
como necesito con urgencia la suma íntegra, enviaré a buscar
el oro y la plata, que os suplico tengáis preparados.
Y dichas estas palabras, a las que el cardenal no tenía
nada que responder, Cagliostro guardó los billetes en su
bolsillo, saludó respetuosamente al príncipe, en cuyas manos
dejó el recibo, y salió.
—La desgracia sólo cae sobre mí— suspiró el señor de
Rohan después de la marcha de Cagliostro—, puesto que la
reina está en condiciones de pagar y no tendrá ningún José
Bálsamo inesperado que le vaya a reclamar una deuda de
quinientas mil libras.
LIX.-CUENTAS DE CASA

Faltaban dos días para el primer pago indicado por la reina. El


señor de Calonne no había cumplido todavía su promesa. Las
cuentas no habían sido aún firmadas por el rey.
Era que el ministro, demasiado atareado, parecía haber
echado algo en olvido a la reina. Ella, por su parte, creía
improcedente refrescar su memoria temiendo que con ello se
menoscabara su dignidad real. Tenía su promesa, y esperaba.
No obstante, comenzaba ya a inquietarse y a adquirir
informes, tratando de hallar un medio de hablar con el señor
de Calonne sin comprometerse, cuando recibió la siguiente
nota:

“Esta noche será firmado, en el consejo, el asunto que


Vuestra Majestad me hizo el honor de encargarme. Los fondos
estarán en vuestro poder mañana por la mañana”.

María Antonieta recuperó toda su confianza. No pensó en


nada más, ni siquiera en aquel mañana que tardaba tanto en
llegar.
Se la vio buscar en sus paseos las avenidas más
escondidas, para aislar sus pensamientos de todo contacto
material y mundano.
Paseaba con la princesa de Lamballe y con el conde de
Artois, que se habían unido a ella, cuando el rey entró en el
consejo, después del almuerzo.
El monarca estaba de muy mal humor. Las noticias de
Rusia eran malas. En el golfo de León se había perdido un
buque. Algunas provincias se negaban a pagar los impuestos.
Un hermoso mapamundi, terminado y barnizado por el propio
monarca, se había abierto por la acción del calor y la Europa
se hallaba cortada en dos partes, en la intersección del grado
30 de latitud con el 55 de longitud. Su Majestad le ponía mala
cara a todo el mundo, inclusive al señor de Calonne.
En vano este último le presentó con semblante sonriente
su hermosa cartera perfumada. El rey, silencioso y taciturno,
se puso a trazar en un papel blanco líneas cruzadas, lo que
significaba tormenta, de la misma manera que los caballos y
muñecos denotaban buen humor. Porque la manía del rey era
la de dibujar durante el consejo. Luis XVI no miraba de frente:
era tímido. Una pluma en la mano le daba aplomo y seguridad.
Mientras él estaba ocupado en esta forma, el orador podía ir
desarrollando sus argumentos; el rey levantaba sólo de tanto
en tanto la vista, aunque lo suficiente para no olvidar al
hombre, y al mismo tiempo, penetrándose de la expresión de
sus ojos, juzgar las ideas que vertía.
Cuando hablaba él mismo, y lo hacía bien, esa costumbre
de dibujar quitaba todo aire de pretensión a su discurso; no
tenía que hacer ningún gesto; podía interrumpirse o animarse a
voluntad, y los trazos en el papel suplían los ornamentos de la
palabra.
El rey tomó la pluma, según su costumbre, y los ministros
comenzaron la lectura de sus proyectos y notas diplomáticas.
Luis XVI no movió los labios; dejó pasar el despacho
extranjero como si no comprendiese una palabra de este
trabajo.
Pero cuando se llegó al detalle de las cuentas del mes,
levantó la cabeza.
El señor de Calonne había empezado la memoria relativa
al empréstito proyectado para el año próximo.
El rey púsose a borronear el papel con verdadero furor.
—¡Siempre pidiendo prestado—dijo— sin saber cómo
podrá pagarse! Esto es un problema, señor de Calonne, y un
problema difícil.
—Sire, un empréstito es una sangría hecha a un
manantial; el agua desaparece de un punto para resurgir en
otro. Es más, se ve doblada por las aspiraciones subterráneas.
Y antes que nada, en lugar de decir cómo pagaremos, sería
necesario preguntar: ¿cómo y dónde pediremos prestado?
Porque el problema de que hablaba Vuestra Majestad no
consiste en saber cómo se pagará, sino en averiguar dónde se
hallará quién dé crédito.
El rey convirtió el papel en un gran borrón, tal era su
malhumor, pero no añadió una palabra; los rasgos de su
semblante hablaban con harta elocuencia.
Habiendo expuesto su plan el señor de Calonne, con la
aprobación de sus colegas, el rey lo firmó, aunque suspirando.
—Ahora que tenemos dinero— dijo riendo el señor de
Calonne—, gastemos.
El rey miró a su ministro haciendo un gesto severo; ya,
con los borrones, había hecho enormes manchas en el papel.
El señor de Calonne le pasó un estado en el que
constaban las pensiones, gratificaciones, donativos y sueldos.
El trabajo era corto y bien detallado. El rey fue dando
vuelta a las páginas y buscó el total.
—¡Un millón cien mil libras en tan poco tiempo! ¿Cómo
se explica esto?
Y dejó reposar la pluma.
—Leed, leed, sire, y notad que del millón cien mil libras,
un solo artículo asciende a quinientas mil.
—¿A qué artículo os referís?
—Un adelanto hecho a Su Majestad la reina, sire.
—¡A la reina!…— exclamó Luis XVI—. ¡Quinientas mil
libras a la reina! ¡No es posible, caballero!
—Perdón, sire, pero la cifra es exacta.
—¡Quinientas mil libras a la reina!— repitió el rey—. En
esto hay error. La semana pasada…, no…, la quincena pasada,
hice pagar el trimestre a Su Majestad.
—Sire, la reina ha tenido necesidad de dinero, y sabiendo
en qué forma lo gasta…, no es extraordinario…
—¡No, no!— exclamó el rey, que sintió la necesidad de
hablar de su economía y conquistar algunos aplausos para la
reina cuando se presentase en la Ópera—, la reina no quiere
esta suma, señor de Calonne. La reina me ha dicho que un
buque vale más que las joyas. La reina piensa que si Francia
negocia empréstitos para alimentar a sus pobres, nosotros los
ricos debemos prestar a Francia. Por lo tanto, si la reina
necesita dinero, su mayor mérito consistirá en esperar, y yo os
garantizo que esperará.
Los ministros aplaudieron mucho este rasgo patriótico del
rey, rasgo que el divino Horacio no habría llamado uxorio, es
decir, demasiado complaciente, en aquel momento.
Sólo el señor de Calonne, que conocía el apuro de la
reina, insistió a su favor.
—Verdaderamente— dijo el rey—, mostráis más interés
que yo mismo. Tranquilizaos, señor de Calonne.
—La reina me acusará de haber puesto poco celo a su
servicio, sire.
—Yo os defenderé ante ella.
—La reina no pide nunca, sire, más que obligada por la
necesidad.
—Si la reina tiene necesidades, supongo que deben ser
menos imperiosas que las de los pobres, y en esto será la
primera en estar de acuerdo.
—Señor…
—Asunto terminado— dijo el rey decidido.
Y tomó la pluma para continuar haciendo figuras.
—¿Suprimís este artículo, sire?— dijo consternado el
señor de Calonne.
—Lo suprimo— respondió majestuosamente Luis XVI
—; y al hacerlo, me parece oír la voz generosa de la reina que
me da las gracias por haber comprendido tan bien sus
sentimientos.
El señor de Calonne se mordió los labios. El rey, contento
por aquel sacrificio personal heroico, firmó ciegamente el
resto de las partidas.
Y dibujó una hermosa cebra rodeada de ceros, al tiempo
que repetía:
—Esta noche he ganado quinientas mil libras; es una
hermosa jornada de rey, Calonne; id a dar esta buena noticia a
la reina; ya veréis, ya veréis.
—¡Dios mío, Majestad!— murmuró el ministro—, nunca
me perdonaría el privaros de la alegría de esta comunicación.
A cada uno su mérito.
—Sea— replicó el rey—. Levantemos la sesión. Basta de
tarea, que ésta ha sido buena. ¡Ah! He aquí a la reina que
vuelve. Adelantémonos hacia ella, señor de Calonne.
—Sire, pido perdón a Vuestra Majestad, pero aun tengo
que firmar.
Y el señor de Calonne se fue lo más prontamente posible
por el corredor.
El rey se dirigió gallardamente y con gran satisfacción
hacia María Antonieta, que cantaba en el vestíbulo, apoyando
el brazo en el del conde de Artois.
—Señora— dijo el rey—, habéis dado un buen paseo,
¿verdad?
—Excelente, sire; y vos, ¿habéis realizado mucho
trabajo?
—Podéis juzgar vos misma: os he ganado quinientas mil
libras.
“Calonne ha mantenido su palabra”, pensó la reina.
—Imaginaos— añadió Luis XVI— que Calonne os
asignaba un crédito nada menos que de medio millón.
—¡Oh!— dijo María Antonieta sonriendo.
—Y yo… naturalmente, lo he tachado. He ahí quinientas
mil libras ganadas de un plumazo.
—¡Cómo! ¿Lo habéis tachado?—dijo la reina
palideciendo.
—En efecto. Y os dará una enorme popularidad. Buenas
noches, señora, buenas noches.
—¡Sire! ¡Sire!
—Tengo un gran apetito. Me vuelvo. ¿No es verdad que
me he ganado la cena?
—Sire, escuchadme.
Pero Luis XVI desapareció, radiante de satisfacción por
la broma, dejando a la reina atónita, silenciosa y consternada.
—Hermano mío, haced que busquen al señor de Calonne
— pudo decir por fin al conde de Artois—; tras esto se oculta
una mala acción.
Precisamente en aquel momento, entregaban a la reina la
siguiente esquela del ministro:

“Vuestra Majestad debe saber ya que el rey ha rehusado


el crédito. Es incomprensible, señora, y he tenido que
retirarme del consejo enfermo y dolorido”.

—Leed— dijo la reina entregando la esquela al conde de


Artois.
—¡Y hay quien dice que dilapidamos las finanzas,
hermana!— exclamó el príncipe—. Vaya unas maneras…
—…de esposo— murmuró la reina—. Adiós, hermano
mío.
—Recibid la expresión de mi condolencia. Me doy por
avisado…, ¡porque yo quería pedir dinero mañana!
—Que vayan a buscar a la señora de La Motte— ordenó
la reina a la señora de Misery tras una larga meditación—;
dondequiera que esté, que venga inmediatamente.
LX.- MARÍA ANTONIETA, REINA;
JUANA DE LA MOTTE, MUJER

El correo que fue enviado a París en busca de la señora de La


Motte, no la encontró en casa del cardenal de Rohan.
Juana había ido a visitar a Su Eminencia; había
almorzado, y cenaba y hablaba con él de aquella restitución
desventurada, cuando llegaron preguntando si se hallaba en
casa. El portero, muy perspicaz, respondió que Su Eminencia
había salido y que la señora de La Motte no estaba en el
palacio, pero que nada era más fácil que hacerle saber lo que la
reina había encargado al mensajero, toda vez que
probablemente vendría por la noche a su casa.
—Que se presente en Versalles lo antes que pueda— dijo
el correo.
Y partió, no sin antes haber dejado el mismo aviso en
todas las casas en que se presumía pudiera estar la nómada
condesa.
Apenas hubo partido el mensajero, en cumplimiento de la
comisión dada, el portero ordenó a su mujer que avisara a la
señora de La Motte, que se hallaba en las habitaciones del
señor de Rohan, donde ambos asociados pasaban el tiempo
filosofando sobre la inestabilidad de las gruesas sumas de
dinero.
La condesa, al enterarse del aviso, comprendió que era
urgente partir. Pidió dos buenos caballos al cardenal, que él
mismo hizo enganchar a una berlina sin blasones y, mientras el
cardenal quedaba haciendo comentarios acerca del mensaje,
ella corría en tal forma que a la hora siguiente descendía ante
el palacio.
Alguien que la esperaba introdújola sin tardanza ante
María Antonieta.
La reina se había retirado a su gabinete. Estaba terminado
el servicio de noche, y no quedaba ni una sola mujer en el
departamento, salvo la señora de Misery, que leía en el
pequeño tocador.
María Antonieta bordaba o simulaba bordar, con el oído
atento a todos los ruidos que se producían afuera, cuando
Juana corrió precipitadamente hacia ella.
—¡Ah!— exclamó la reina—, ya estáis aquí; tanto mejor.
¡Qué noticia…, condesa!
—¿Buena, señora?.
—Juzgad por vos misma. El rey ha negado las quinientas
mil libras.
—¿Al señor de Calonne?
—A todos. El rey no quiere dar más dinero. Esto no le
ocurre a nadie sino a mí.
—¡Dios mío!— murmuró la condesa.
—Parece increíble, ¿no es verdad, señora? ¡Rehusar,
tachar el crédito estando hecha la relación! Pero no hablemos
más de lo que está muerto. Vais a volver en seguida a París.
—Sí, señora.
—Y le diréis al cardenal que, puesto que ha demostrado
tanta devoción en complacerme, acepto sus quinientas mil
libras hasta el próximo trimestre. Es un egoísmo por mi parte,
condesa, pero hay que hacerlo…
—¡Ay!, señora, estamos perdidas. El cardenal ya no tiene
dinero.
La reina se sobresaltó como si hubiera sido herida o
insultada.
—¿No tiene… dinero?— balbuceó.
—Señora, una deuda con la que no contaba el señor de
Rohan, ha tenido que ser saldada. Era una deuda de honor y ha
pagado.
—¿Quinientas mil libras?
—Sí, señora.
—Pero…
—Era su último dinero… No tiene más recursos.
La reina se detuvo, como aturdida por esta nueva
desventura.
—¿Estoy bien despierta?— dijo—. ¿Es a mí a quien le
están ocurriendo todos éstos contratiempos? ¿Cómo sabéis,
condesa, que el señor de Rohan no tiene más dinero?
—Me estaba contando este desastre hace una hora y
media, señora. Y es tanto menos reparable por cuanto estas
quinientas mil libras eran lo que llamamos el fondo del cajón.
La reina apoyó la cabeza entre sus manos.
—Será preciso tomar una determinación— dijo.
“¿Qué hará la reina?”— pensaba Juana.
—Ved, condesa, es un castigo terrible, que se me inflige
por haber cometido a hurtadillas del rey una acción de poca
importancia, de poca ambición y de mezquina coquetería.
Como podéis comprender, no tenía ninguna necesidad de este
collar.
—Es verdad, señora, pero si una reina no tuviese en
cuenta más que sus necesidades y no sus gustos…
—Debo cuidar, ante todo, mi tranquilidad, la felicidad de
mi casa. No faltaba sino este primer fracaso para demostrarme
a cuántos disgustos iba a exponerme y cuántas desgracias me
esperaban en el camino emprendido y al que renuncio.
Obremos franca y libremente, con toda sencillez.
—¡Señora!
—Y para empezar, sacrifiquemos nuestra vanidad en el
altar del deber, como diría el señor Dorat.
Y suspirando, murmuró:
—¡No obstante el collar era muy hermoso!
—Lo es todavía, señora, y siempre es dinero.
—Desde este momento no es más que un montón de
piedras para mí. Se debe hacer con ellas lo mismo que hacen
los niños cuando han jugado con las piedras: tirarlas y
olvidarlas.
—¿Qué quiere decir Vuestra Majestad?
—La reina quiere decir, querida condesa, que vais a
tomar de nuevo el estuche que me trajo… el señor de
Rohan…, para devolverlo a los joyeros Boehmer y Bossange.
—¿Devolvérselo?
—Exactamente.
—Pero Vuestra Majestad ha entregado doscientas
cincuenta mil libras como seña.
—Gano todavía doscientas cincuenta mil libras, condesa;
en esto estoy de acuerdo con las cuentas del rey.
—¡Señora! ¡Señora!— exclamó la condesa—, ¡perder así
un cuarto de millón! Porque puede ocurrir que los joyeros se
hallen con dificultades para devolver unos fondos de los que
seguramente ya habrán dispuesto.
—Cuento con esto y les abandono el importe de la seña, a
condición de que se rompa el contrato. Desde que veo esta
posibilidad, condesa, me siento más tranquila. Con el collar
han llegado hasta aquí las preocupaciones, las penas, los
temores, las sospechas. Jamás estos diamantes tendrían
destellos suficientes para poder secar las nubes de lágrimas
que siento flotar sobre mí. Condesa, llevaos este estuche en
seguida. Los joyeros hacen con esto un lindo negocio.
Doscientas cincuenta mil libras de gratificación, es un buen
beneficio que obtienen de mí, y, además, continúan poseyendo
el collar. Espero que no se lamentarán de esto y que nadie
sabrá nada. El cardenal no ha obrado sino para complacerme.
Le diréis que mi gusto es no volver a ver este collar. Si es
hombre de talento me comprenderá, y si es buen sacerdote,
aprobará mi conducta y robustecerá mi sacrificio.
Y diciendo estas palabras la reina tendía el estuche
cerrado a Juana. Esta lo rechazó suavemente.
—Señora— dijo—, ¿por qué no tratar de obtener un
plazo?
—¿Pedir?… ¡No!
—He dicho obtener, señora.
—Pedirlo es humillarse, condesa; obtenerlo es ser
humillada. Concebiría que uno se humillase por una persona
amada, para salvar a una criatura viviente, aunque fuese un
perro; pero por tener el derecho de guardar unos diamantes
que brillan como carbones encendidos, sin ser más luminosos
ni más duraderos, ¡oh!, condesa, éste es un consejo que nadie
podrá nunca decidirme a seguir. ¡Jamás! Llevaos el estuche,
querida, lleváoslo.
—Pero pensad, señora, en el alboroto que armarán estos
joyeros, al menos por cortesía y para compadeceros. Vuestra
negativa será tan comprometedora como vuestra conformidad.
Todo el mundo sabrá que habéis tenido los diamantes en
vuestro poder.
—Nadie sabrá nada. Yo no debo nada a estos joyeros; no
los recibiré. Bien vale la pena que se callen por mis doscientas
cincuenta mil libras. Y mis enemigos, en lugar de decir que
compro diamantes por valor de un millón y medio, dirán que
pierdo mi dinero en el comercio. Es menos desagradable.
Llevaos el collar, condesa, lleváoslo, y agradeced al señor de
Rohan su galantería y su buena voluntad.
Y con un gesto imperioso la reina entregó el estuche a
Juana, que no sin una cierta emoción sintió el peso de él entre
sus manos.
—No tenéis tiempo que perder— prosiguió la reina—;
cuanto menos inquietudes sientan los joyeros, más seguros
estaremos de que guardarán el secreto. Llegad a vuestra casa
en primer término, para evitar las sospechas de la policía por
una visita hecha a estas horas a casa de Boehmer, porque la
policía se ocupa realmente de cuanto yo hago. Cuando vuestro
regreso haya despistado a los agentes, volved a casa de los
joyeros y traedme un recibo firmado por ellos.
—Sí, señora, así se hará, puesto que lo deseáis— aseguró
la condesa. Y estrechó el estuche bajo su manto, teniendo
cuidado de que no revelase el bulto de la caja. Poco después
subió en la carroza con todo el celo que reclamaba la augusta
cómplice de su acción.
En primer lugar, para obedecer las órdenes recibidas, se
hizo llevar hasta su casa y envió la carroza a la residencia del
señor de Rohan, a fin de que el cochero que la condujo no
averiguase nada del secreto. En seguida hízose desnudar por
su doncella, para ponerse un vestido menos elegante y más
adecuado a esta salida nocturna.
La camarera vistióla rápidamente y observó que se
mostraba pensativa y distraída durante esta operación, a la que,
ordinariamente, le dedicaba la atención propia de una dama de
la corte. Juana, realmente, no reparaba en su tocado y dejaba
hacer, toda vez que su pensamiento estaba concentrado en una
idea extraña, inspirada por la ocasión.
Se preguntaba si el cardenal no cometía una grave falta
dejando que la reina devolviese la joya, y si esta falta no
redundaría en perjuicio de la fortuna con la que el señor de
Rohan soñaba y podía esperar, participando de los pequeños
secretos de la reina.
¿Obrar según las órdenes de María Antonieta sin
consultar con el señor de Rohan, no era faltar a los más
elementales deberes de la asociación? ¿Aunque estuviese sin
recursos, no preferiría el cardenal venderse él mismo antes que
dejar a la reina sin un objeto que había codiciado?
“No puedo hacer otra cosa que consultar al cardenal —se
dijo Juana—, Un millón cuatrocientas mil libras —añadió para
sí—. ¡Jamás tendrá él un millón cuatrocientas mil libras!”
Después, de pronto, volviéndose hacia su camarera, le
dijo:
—Salid, Rosa.
La joven obedeció, y la señora de La Motte continuó su
monólogo mental: “¡Qué cifra! ¡Qué fortuna! ¡Qué vida
radiante y de qué manera esta pequeña serpiente de pedrería
que reluce en esta cajita puede procurar la felicidad y el lujo!”
Abrió el estuche y quedó deslumbrada por los vivos
destellos que despedía. Sacó el collar del satén, le dio vueltas
entre los dedos, y lo estrechó entre sus pequeñas manos al
tiempo que decía para sí:
“Son un millón cuatrocientas mil libras que están aquí
encerradas; porque este collar las vale y los joyeros, aun hoy,
pagarían este precio.
“Extraño destino, que permite a la pequeña Juana de
Valois, desconocida y mendiga, tocar la mano de la primera
reina del mundo y tener también entre sus manos, aunque sólo
por una hora, un millón cuatrocientas mil libras, una cantidad
que no va nunca sola por este mundo, sino escoltada siempre
por guardias armados o por garantías que en Francia no
pueden ser menores que las que suele ofrecer un cardenal o
una reina.
“¡Y todo esto en mis dedos!… ¡Cuánto pesa y qué ligero
es al mismo tiempo!
“Para llevar en oro, precioso metal, el equivalente de este
collar tendría necesidad de dos caballos; para llevarlo en
billetes de banco…, ¿y los billetes son pagados siempre? No,
es necesario firmar, fiscalizar. Y además un billete es un papel;
el aire, el fuego, el agua, lo destruyen. Un billete de banco no
tiene curso en todos los países; revela su origen, descubre su
procedencia y el nombre de su portador. Un billete, después de
cierto tiempo, pierde una parte de su valor o todo él. Los
diamantes, por el contrario, son la dura materia que lo resiste
todo y que todos conocen, aprecian, admiran y compran, ya
sea en Londres, Berlín, Madrid e inclusive en el propio Brasil.
Cualquiera se da cuenta de lo que significa un diamante, y
sobre todo de la talla y de la pureza de los que aquí se
encuentran. ¡Qué hermosos son! ¡Qué admirables! ¡Qué
conjunto y qué detalle! Cada uno, por sí solo, vale más,
relativamente, que el conjunto de ellos.
“¿Pero qué estoy pensando?— díjose de pronto—.
Tomemos en seguida una decisión, ya sea encontrar al
cardenal, ya devolver el collar a Boehmer, como me ha
encargado la reina”.
Se levantó sin soltar de sus manos los diamantes, de tibio
contacto, que resplandecían, y continuó reflexionando:
“Van a volver de nuevo a casa del frío joyero, que los
pesará y limpiará el polvo. Ellos, que podían brillar en el
pecho de María Antonieta… Boehmer gritará de pronto,
después se tranquilizará, al pensar en el beneficio y en que
conserva la mercancía. ¡Ah! Me olvidaba… ¿En qué forma
debo hacer redactar el recibo del joyero? Es muy importante.
Debe emplearse mucha diplomacia en esta redacción. Es
necesario que el escrito no comprometa ni a Boehmer, ni a la
reina, ni al cardenal, ni a mí…
“Es imposible que pueda redactar yo un documento
parecido. Tengo necesidad de consejo.
“El cardenal… ¡Oh!, no. Si el cardenal me quisiese más o
fuese más rico para regalarme los diamantes…”
Se sentó en su sofá, con el collar enrollado alrededor de
su mano, la frente ardorosa, llena la mente de confusos
pensamientos que algunas veces la espantaban, y que
rechazaba con energía febril.
De repente su mirada se tranquilizó, se hizo más fija,
quedó como detenida sobre un pensamiento determinado; no
se dio cuenta de que los minutos pasaban, que todo denotaba
en ella un aplomo inconmovible; que semejante a los
nadadores que han hecho pie sobre el légamo de los ríos, cada
movimiento que hacía para librarse la llevaba más hacia
adentro. Una hora transcurrió en esta silenciosa y profunda
contemplación de un plan misterioso.
Después se levantó lentamente, pálida como una
sacerdotisa inspirada, y llamó a su camarera.
Eran las dos de la mañana.
—Buscadme un coche de alquiler— dijo—, o una silla de
manos si no hay ninguno.
La sirvienta halló uno en la vieja calle del Temple.
La señora de La Motte subió sola y despidió a la
camarera.
Diez minutos después deteníase ante la casa del
panfletista Reteau de Villette.
LXI.- EL RECIBO DE BOEHMER Y EL
RECONOCIMIENTO DE LA REINA

El resultado de esta visita nocturna hecha al panfletista Reteau


de Villette apareció al día siguiente, y he aquí de qué manera:
A las siete de la mañana, la señora de La Motte hizo
llegar a la reina una carta, que contenía el recibo de los
joyeros. Este importante documento estaba concebido en los
siguientes términos:
“Los suscritos, reconocemos habernos hecho cargo
nuevamente del collar de diamantes vendido al principio a la
reina, en la suma de un millón seiscientas mil libras. No
habiendo agradado los diamantes a Su Majestad, nos ha
indemnizado, por la renuncia, con la cantidad de doscientas
cincuenta mil libras que nos había entregado. Firmado:
Boehmer y Bossange”.
La reina, tranquila ya sobre el asunto que la había
atormentado durante tanto tiempo, guardó el recibo en su
velador y no pensó más en ello.
Pero en abierta oposición con este documento, los joyeros
Boehmer y Bossange recibieron dos días después la visita del
cardenal de Rohan, que conservaba algunas inquietudes acerca
del pago del primer plazo convenido entre los vendedores y la
reina.
El señor de Rohan halló a Boehmer en su casa del muelle
de la Ecole. Esa mañana, vencimiento del primer plazo, si
había retraso o negativa, debía haberse producido la alarma en
el campo de los joyeros.
Pero, por el contrario, en la casa de Boehmer se respiraba
calma y el señor de Rohan tuvo la dicha de notar una cara
agradable en los criados y el lomo robusto y la cola agitada en
el perro del alojamiento. Boehmer recibió a su ilustre cliente
con actitud satisfecha.
—Hoy vencía el primer plazo del pago— dijo—. ¿Ha
pagado la reina?
—No, monseñor— respondió Boehmer—. Su Majestad
no ha podido entregar ningún dinero. Ya sabéis que el rey negó
el crédito al señor de Calonne. Todo el mundo habla de esto.
—Sí, todos hablan, Boehmer, y precisamente esta
negativa es lo que me trae aquí.
—Pero Su Majestad es una persona excelente y
demuestra muy buena voluntad. No habiendo podido pagar ha
garantizado la deuda, y nosotros no pedimos más.
—¡Ah! Tanto mejor— exclamó el cardenal—. ¿Ha
garantizado la deuda, decís? Está muy bien. Pero, ¿en qué
forma?
—En la más sencilla y delicada— contestó el joyero—,
en una forma principesca.
—¿Por intervención de esa espiritual condesa, tal vez?
—No, monseñor, no. La condesa de La Motte no ha
venido siquiera y esto nos halaga mucho, tanto a Bossange
como a mí.
—¡No ha venido! ¿No ha venido la condesa?… Tened la
seguridad, sin embargo, de que ella interviene en esto,
Boehmer. Toda inspiración buena debe emanar de la condesa.
Esto sin quitar nada a Su Majestad, como comprenderéis.
—Monseñor va a juzgar si Su Majestad se ha portado con
nosotros de una manera delicada. Se había difundido el rumor
de que el rey había negado su conformidad para el crédito de
quinientas mil libras; y nosotros escribimos a la señora de La
Motte.
—¿Cuándo?
—Ayer, monseñor.
—¿Que os respondió?
—¿No sabe nada Vuestra Eminencia?— preguntó
Boehmer con un imperceptible matiz de respetuosa
familiaridad.
—No; hace ya tres días que no tengo el honor de ver a la
señora condesa— repuso el príncipe, con acento en el que se
traslucía su condición de tal.
—Pues bien, monseñor, la señora de La Motte nos
contestó una sola palabra: Esperad.
—¿Por escrito?
—No, monseñor, de viva voz. En nuestra carta
rogábamos a la señora de La Motte que nos pidiese una
audiencia para avisar a la reina que el pago se acercaba.
—La palabra esperad era muy natural— comentó el
cardenal.
—Esperamos, monseñor, y ayer recibimos de la reina una
carta por medio de un correo misterioso.
—¿Una carta? ¿Para vos, Boehmer?
—O mejor dicho, un reconocimiento de deuda en debida
forma, monseñor.
—¡Veamos!— dijo el cardenal.
—¡Oh! Os la enseñaría si mi asociado y yo no
hubiésemos jurado no enseñársela a nadie.
—¿Y por qué?
—Porque esta reserva nos ha sido impuesta por la propia
reina, monseñor. Juzgad vos mismo; Su Majestad nos
recomienda el secreto…
—¡Ah! Eso es distinto; vosotros los joyeros tenéis la
felicidad de poseer cartas de una reina.
—Por un millón trescientas cincuenta mil libras— dijo el
joyero bromeando— se pueden poseer…
—Ni diez ni cien millones pagan determinadas cosas,
caballero—, respondió severamente el prelado—. En fin,
¿tenéis una garantía completa?
—Ciertamente, monseñor.
—¿La reina reconoce la deuda?
—Bien y debidamente.
—¿Y se compromete a pagar?…
—Dentro de tres meses quinientas mil libras, y el resto en
el semestre.
—¿Y… los intereses?
—Una palabra de Su Majestad los garantiza, monseñor.
Nos dice gentilmente: Tratemos este asunto entre nosotros,
“entre nosotros“. Vuestra Excelencia comprenderá bien la
importancia de esta recomendación. Después agrega: No
tendréis por qué arrepentiros. Y firma. Desde este momento,
monseñor, tanto para mi asociado como para mí, es una
cuestión de honor.
—Estamos, pues, en paz, señor Boehmer. Hasta que
tengamos ocasión de tratar otro negocio.
—Cuando Vuestra Eminencia guste honrarnos con su
confianza.
—Pero notad en esto la mano de esa amable condesa…
—Quedamos muy agradecidos a la señora de La Motte,
monseñor, y tanto Bossange como yo estamos de acuerdo en
hacerle patente nuestra gratitud cuando hayamos percibido el
importe del collar en efectivo.
—¡Chist!— dijo el cardenal—. No me habéis
comprendido.
Y volvió de nuevo a la carroza, seguido respetuosamente
por toda la casa.
Podemos ahora levantar la máscara. Para nadie ha
quedado el velo sobre la estatua. Lo que ha fraguado Juana de
La Motte contra su protectora todos lo han comprendido al ver
que requería el auxilio del panfletista Reteau de Villette. Los
joyeros no abrigan inquietud alguna, la reina ningún temor, y
el cardenal está sin la menor duda. Tres meses han sido fijados
para la perpetración del robo y del crimen; durante estos tres
meses el fruto siniestro habrá madurado lo suficiente para que
la mano perversa lo pueda recoger.
Juana volvió a casa del señor de Rohan, que le preguntó
cómo se las había arreglado la reina para acallar en aquella
forma las exigencias de los joyeros.
La señora de La Motte contestó que la reina había hecho
una confidencia a los joyeros; que les había recomendado el
secreto; que si una reina que paga tiene que ocultarse, con
tanta más razón lo hará cuando tiene que solicitar crédito.
El cardenal convino en que tenía razón y al propio tiempo
le preguntó si recordaba aún sus buenas intenciones.
Juana le hizo un retrato tal del agradecimiento de la reina,
que el señor de Rohan quedó entusiasmado, más como
caballero que como súbdito, más en su orgullo que en su
devoción.
Juana, dando término a la conversación, había resuelto
entrar de nuevo tranquilamente en su casa, ponerse de acuerdo
con un comerciante en pedrerías, venderle cien mil escudos de
diamantes y alcanzar Inglaterra o Rusia, países libres en los
que podría vivir ricamente con esta cantidad durante cinco o
seis años sin ser objeto de la menor molestia, después de lo
cual empezaría a vender ventajosamente y por separado el
resto de los diamantes.
Pero las cosas no sucedieron de acuerdo a sus deseos. A
los primeros diamantes que hizo ver a dos expertos, la sorpresa
de los Argos y sus reservas espantaron a la vendedora. Uno le
ofrecía cantidades despreciables y el otro se extasiaba ante las
piedras, diciéndole que no las había visto semejantes sino en el
collar de Boehmer.
Juana no prosiguió. Un paso más y se haría traición.
Comprendió que la imprudencia en tal caso era la ruina, y ésta
suponía la picota y la prisión perpetua. Ocultando los
diamantes en el más ignorado de los escondrijos, resolvió
proveerse de armas defensivas tan sólidas, y armas ofensivas
tan aceradas que, en caso de guerra, sus enemigos quedasen
vencidos de antemano, es decir, antes de ir al combate.
Eludir las preguntas del cardenal, que en toda ocasión
trataría de saber de la reina, y las indiscreciones de ésta, que se
jactaría siempre de haber rehusado la adquisición del collar,
era tarea difícil. Bastaría una palabra cambiada entre la reina y
el cardenal para que todo quedase descubierto.
Juana se tranquilizó al pensar que el cardenal estaba
enamorado de la reina y que, como todos los enamorados, que
tienen una venda sobre los ojos, caería en las trampas que le
tendiese la astucia bajo la apariencia de amor.
Pero esta trampa tenía que estar preparada en forma tal
que atrapase a los dos interesados. Era necesario que, si la
reina descubría el robo, no se atreviese a quejarse, y si el
cardenal se daba cuenta de la superchería, tuviese la sensación
de hallarse perdido. Era un golpe maestro a ejecutar contra dos
adversarios que tenían de antemano en su favor todo el apoyo
de la opinión pública.
Juana no retrocedió. Era un temperamento intrépido, que
llevaba el mal hasta el heroísmo y el bien hasta el mal. En
aquel instante sólo un pensamiento la preocupaba: el de
impedir una entrevista entre la reina y el cardenal.
En tanto que ella pudiese interponerse entre ambos, no
había nada perdido; si a sus espaldas hablaban, el porvenir de
la condesa tornaríase incierto.
“No se verán más— sé dijo—. ¡Jamás! No obstante— se
objetaba a sí misma—, el cardenal pretenderá ver a la reina y
lo intentará… No esperemos a que suceda. Tratemos de influir
en su pensamiento. Hagamos que desee verla, que se lo pida y
que se comprometa al pedírselo.
“Sí, pero, ¿y si sólo se compromete él?”
Este pensamiento la sumía en una perplejidad dolorosa.
Si solo él quedaba comprometido, la reina tendría
recursos, porque las reinas hablan en voz muy alta. Y sabía
arrancar tan bien María Antonieta las máscaras a los pícaros…
¿Qué hacer? Para que la reina no acusara, era necesario
que no pudiese abrir la boca. Para cerrar esta noble y valiente
boca había que oprimir los resortes tomando la iniciativa de
una acusación.
No se acusa ante un tribunal a un criado de haber robado,
cuando éste puede demostrar la comisión de un delito tan
deshonroso como el robo. Que el señor de Rohan estuviera
comprometido ante la reina, y es casi seguro que la reina
quedaría comprometida ante el señor de Rohan.
Pero que la casualidad no fuera a aproximar a los
interesados para poder descubrir el secreto.
Juana retrocedió al principio ante la inmensidad del
peligro que la amenazaba.
“¡Vivir así, jadeante, espantada, ante la amenaza de una
cara parecida! ¡Horrible situación! Mas ¿cómo liberarme de
ella? ¿Mediante la huída? ¿Por el destierro, escapándome a un
país extranjero con los diamantes del collar de la reina? ¡Huir!
¡Cosa cómoda! Un buen carruaje se logra en diez horas, el
tiempo de uno de los sueños de María Antonieta; el intervalo
que media entre una cena del cardenal con sus amigos y el
levantarse del día siguiente. Que la carretera aparezca ante mí
y que pueda ofrecer el camino interminable a los ardientes
cascos de los caballos, he aquí lo que basta. Pronto estaría
libre, sana y salva. Pero, ¡qué escándalo! ¡Qué vergüenza!
Libre, pero desaparecida; en seguridad, pero proscrita. No seré
ya una gran dama, sino una simple ladrona, una contumaz a la
que no espera la justicia, pero que es señalada, vituperada; una
delincuente a la que no marca el hierro del verdugo, porque
está demasiado lejos, pero que la opinión devora y tritura”.
No. Juana no huyó. El colmo de la audacia y la habilidad
son como las dos cúspides del Atlas, que se parecen a dos
gemelos. Uno dirige al otro y vale lo que el otro. Cuando se ve
a uno, sé ve también al otro.
Juana decidió ser audaz y quedarse. Y resolvió esto,
especialmente cuando entrevió la posibilidad de crear entre la
reina y el cardenal una sensación común de terror, para el día
en que el uno o el otro se diesen cuenta de que se había
cometido un robo en el círculo de su intimidad.
Se había preguntado la infernal mujer cuánto podría
proporcionarle el favor de la reina y el amor del cardenal
durante dos años, calculando la renta de esta doble fortuna en
quinientas o seiscientas mil libras, después de las cuales el
hastío, la desgracia, el abandono serían la expiación del favor,
la boga y el capricho.
“Con mi plan, gano de setecientas a ochocientas mil
libras”— se dijo la condesa.
Vamos a ver cómo esta alma tortuosa penetraba por el
camino que debía conducirla a la vergüenza a ella, y a los
demás a la desesperación. “Quedarme en París— resumió la
condesa—, sostenerme firmemente asistiendo al juego de los
dos actores; dejarles sólo representar el papel que convenga a
mis intereses, escoger entre los momentos favorables el más
propicio para la huida y conseguir que ésta sea con motivo de
una comisión encargada por la reina, que aparezca como una
desgracia surgida al vuelo. Impedir al cardenal que se
comunique con María Antonieta”.
Esta era precisamente la dificultad, puesto que el señor de
Rohan estaba enamorado y tenía el derecho a entrar en la
residencia de la reina muchas veces durante el año, y la reina,
coqueta, ávida de homenajes, agradecida por otra parte al
cardenal, no se apartaría si trataban de verla.
“Los acontecimientos proporcionarían el medio de
separar a estos dos personajes. Yo ayudaré a los
acontecimientos”, pensó Juana.
“Para ello, nada tan adecuado y diestro como excitar en la
reina el orgullo que corona la castidad. Que una mujer tan fina
y susceptible como la reina se sienta herida por la insinuación
más leve del cardenal. Los temperamentos como los de la
reina gustan de los homenajes, pero temen y, rechazan los
ataques.
“Sí, el medio es infalible. Al aconsejar al señor de Rohan
que se declare abiertamente, se producirá en el espíritu de
María Antonieta la reacción de disgusto, de antipatía, que
alejará, no al príncipe de la princesa, sino al hombre de la
mujer. Por este medio, se desarmará al cardenal, cuyas
maniobras quedarán paralizadas el día que comiencen las
hostilidades. Conforme. Pero si se hace al cardenal antipático a
la reina, no se consigue el efecto perseguido más que con
respecto a él, pues se deja brillar la virtud de la reina, es decir,
se favorece a esta princesa y se le facilita la libertad de
lenguaje que permite lanzar una acusación y apoyar sobre la
misma todo el peso de su autoridad.
“Lo que hace falta es una prueba contra el señor de
Rohan y contra la reina; una especie de espada de doble filo
que hiera a derecha e izquierda, que hiera al salir de la vaina e
inclusive que corte la propia vaina.
“Lo necesario es una acusación que haga palidecer a la
reina, y sonrojar al cardenal dejándome limpia de toda
sospecha a mí, que soy confidente de los dos principales
culpables. Lo que hace falta es una combinación tras la cual,
resguardada en el momento y tiempo oportuno, yo pueda
decir: “Si me acusáis acuso, si me perdéis, os pierdo. Dejadme
a mí la fortuna, que yo os dejaré el honor”.
“Vale la pena buscar esto— se dijo la pérfida condesa—,
y lo haré. A partir de hoy tengo el tiempo bien pagado”.
En efecto, la señora de La Motte hundióse en los
hermosos almohadones, se acercó a la ventana, iluminada por
el brillante sol, y en presencia de Dios y ante su magnífica
antorcha, comenzó a discurrir.
LXII.- LA PRISIONERA

Mientras la condesa vivía tan agitada y durante su


ensimismamiento, otra escena de diferente orden
desarrollábase en la calle de Saint-Claude, frente a la casa
habitada por Juana.
El señor de Cagliostro, como se recordará, había alojado
en el antiguo palacio de Bálsamo a la fugitiva Olive,
perseguida por la policía del señor de Crosne.
La joven, muy inquieta, había aceptado con alegría la
ocasión de poder huir al mismo tiempo de la policía y de
Beausire; vivía, pues, retraída, oculta, temblorosa, en esta
vivienda misteriosa que había abrigado dramas tan horribles,
mucho más horribles que la aventura tragicómica de la
señorita Nicolasa Legay.
Cagliostro la había colmado de cuidados y obsequios; le
parecía algo muy dulce a la joven ser protegida por este gran
señor que nada pedía, aunque parecía esperar mucho.
Pero ¿qué era lo que esperaba? He aquí lo que se
preguntaba inútilmente la reclusa.
Para la señorita Olive, el señor de Cagliostro, el hombre
que había vencido a Beausire y triunfado de los agentes de
policía, era un dios salvador y un amante muy delicado, puesto
que la respetaba.
Porque el amor propio de Olive no le permitía creer otra
cosa sino que Cagliostro pensaba hacerla algún día su querida.
Es una virtud, para las mujeres que no la poseen, pensar
que se las pueda amar respetuosamente. Su corazón está tan
marchito, tan seco, tan insensible, que prescinde ya del amor y
del respeto que éste engendra.
Olive se puso, pues, a levantar castillos en el aire desde el
fondo de su casa de la calle de Saint-Claude, castillos
quiméricos en los que el pobre Beausire, necesario es
confesarlo, hallaba raramente algún lugar.
Cuando a la mañana, ataviada con todos los adornos de
que Cagliostro había provisto su tocador, se hacía la gran
dama y repasaba todos los matices del papel de Celimena80, no
vivía más que pendiente de la hora en que, dos veces a la
semana, su protector venía a informarse si soportaba
fácilmente la vida.
Entonces, en el hermoso salón, en medio de un lujo real e
inteligente, la joven, enervada, se confesaba a sí misma que
todo en su pasado había sido decepción, error, que contra lo
que sostenía el moralista: “la virtud produce la felicidad”, era
la felicidad lo que conducía indefectiblemente a la virtud.
Por desgracia faltaba en esta felicidad un elemento
indispensable para que realmente durase. Olive era feliz, pero
se aburría.
Libros, cuadros, instrumentos de música, no podían
distraerla suficientemente. Los libros no eran lo bastante
libres, o los que lo eran habían sido leídos muy aprisa. Los
cuadros siempre son la misma cosa cuando se les ha mirado
una vez— es Olive quien juzga— y los instrumentos de
música no tienen más que un ruido y nunca una armonía para
la mano inexperta que acude a ellos.
Es preciso confesar que Olive no tardó en aburrirse
soberanamente de su felicidad, y a menudo añoraba, con los
ojos inundados de lágrimas, sus agradables mañanas pasadas
en la ventana de la calle de la Delfina, cuando
sugestionándolos con sus miradas, hacía levantar la cabeza a
todos los transeúntes.
Y aquellos alegres paseos por el barrio de Saint-Germain,
cuando sus coquetones zapatos, que dejaban ver un pie de
perfil voluptuoso, proporcionaban a la linda doncella un
triunfo en cada paso y arrancaban exclamaciones, a los
paseantes cuando un vientecillo indiscreto, levantando
ligeramente su vestido, hacía entrever las bien torneadas
piernas.
Esto era lo que Nicolasa pensaba mientras estaba
encerrada. Bien es verdad que los agentes del señor de Crosne
eran temibles; que el hospital, en el que las mujeres se
agostaban en una cautividad sórdida no podía compararse al
encierro efímero y espléndido de la calle de Saint-Claude.
¿Pero de qué le serviría ser mujer y tener el derecho a los
caprichos, si algunas veces no pudiese sublevarse contra el
bien para trocarlo por el mal, aunque sólo fuese en sueños?
Y además, todo se le oscurece pronto a quien se aburre.
Nicolasa comenzó a echar de menos a Beausire, después de
añorar la libertad. Confesamos que nada ha cambiado en el
mundo de las mujeres, desde el tiempo en que las hijas de
Judea, la víspera de su casamiento de amor, iban a una
montaña a llorar la pérdida de su virginidad.
Hemos llegado a un día de duelo y de exasperación para
Olive, que privada de toda compañía, de toda visita, desde
hacía dos semanas, entraba en el más triste período del mal del
hastío.
Habiéndolo agotado todo, y no atreviéndose a salir ni
asomarse a las ventanas, empezaba a perder su apetito, aunque
no su imaginación, que aumentaba a medida que aquél iba
disminuyendo. Fue en este momento de agitación moral
cuando recibió la inesperada visita de Cagliostro.
Como siempre, entró éste por la puerta baja del palacio y
llegó, a través del pequeño jardín recién trazado en los patios,
a golpear en la puerta de la habitación ocupada por Olive.
Cuatro golpes, dados a intervalos, eran la señal fijada de
antemano para que la joven abriese la cerradura que había
creído conveniente pedir, como medida de seguridad entre ella
y algún visitante provisto de llaves.
Olive no creía que las precauciones resultasen inútiles
para conservar una virtud que, en ciertas ocasiones, le
resultaba ya pesada.
Al oír la señal dada por Cagliostro, abrió con una rapidez
que demostraba claramente lo ansiosa que se hallaba de tener
una conversación.
Lista como una modistilla parisiense, adelantóse al noble
carcelero para recibirle, y con voz irritada, ronca, entrecortada,
exclamó:
—Caballero, tenéis que saber que me aburro de verdad.
Cagliostro la miró, al tiempo que movía ligeramente la
cabeza.
—¿Os aburrís?— dijo cerrando la puerta—. ¡Ay, hija mía,
es una lástima!
—Me disgusta estar aquí. Me muero de hastío.
—¿De veras?
—Sí, y se me ocurren tan malos pensamientos…
—¡Bah! ¡Bah!— dijo el conde, calmándola como hubiera
hecho con un perro de caza—, si no os encontráis bien en mi
casa, es que no me queréis bien. Guardad todo vuestro enojo
para el jefe de policía, que es vuestro enemigo.
—Me exasperáis con vuestra sangre fría, caballero—
gritó Olive—. Prefiero la cólera a esta dulzura; halláis el
medio de calmarme y esto me pone loca de rabia.
—Confesad, señorita, que sois injusta— respondió
Cagliostro sentándose lejos de ella, con la afectación de
respeto y de indiferencia que tanto éxito le proporcionaba con
Olive.
—Os parece muy cómodo hablar así— dijo ella—; vos
vais y venís, respiráis; vuestra vida está formada por una
cantidad de placeres que escogéis. En cambio, yo lo paso
vegetando en el espacio que me habéis limitado; yo no respiro,
tiemblo. Yo os advierto que vuestra ayuda me es inútil si no
me impide morir.
—¡Morir vos!— repitió sonriendo el conde—. ¡Vamos!
—Os aseguro que os portáis muy mal conmigo; olvidáis
que amo profundamente, apasionadamente…
—¿Al señor Beausire?
—Sí, a Beausire. Os aseguro que le quiero. Creo que no
os lo he ocultado nunca. ¿Habéis llegado a figuraros que me
olvidaría de mi querido Beausire?
—Tan poco lo he creído, señorita, que me he puesto en
movimiento para saber noticias suyas y os las traigo.
—¡Ah!— exclamó Olive.
—El señor de Beausire— continuó diciendo Cagliostro—
es un joven encantador.
—¡Pardiez!— dijo Olive, que no veía hacia dónde la
quería llevar.
—Joven y buen mozo.
—¿No es cierto?
—Pletórico de imaginación.
—De fuego…, algo brutal para mí. Pero…, que sabe
querer e imponerse.
—Tenéis un pico de oro, y tan buenos sentimientos como
talento. Tanto talento, por último, como belleza. Yo, que sé
esto y a quien todo amor interesa— es una manía—, he
pensado en acercaros al señor de Beausire.
—No teníais hace un mes esas intenciones— dijo Olive
con sonrisa forzada.
—Escuchadme, hija mía; todo caballero que ve a una
linda personita, trata de complacerla, cuando es libre como yo.
No obstante, habréis de confesar que si os he hecho la corte,
ésta no ha durado mucho, ¿no es así?
—Es verdad— replicó Olive en el mismo tono—; cuando
más un cuarto de hora.
—Era natural que yo desistiese al ver cómo queríais al
señor de Beausire.
—¡Oh! ¡No os burléis de mí!
—¡No, palabra! Vos me habéis resistido muy bien.
—¡Oh! ¿No es verdad que sí?— exclamó Olive,
encantada de haber sido sorprendida en pleno delito de
resistencia.
—Era consecuencia de vuestro amor— dijo con flema
Cagliostro.
—Pero en tal caso, el vuestro no era muy perseverante —
respondió Olive.
—Yo no soy lo suficientemente viejo, ni lo bastante feo,
ni pobre en tal grado como para soportar una negativa o los
riesgos de una derrota, señorita. Vos hubierais preferido
siempre al señor de Beausire; lo he comprendido y he tomado
mi decisión.
—¡Oh, no!— dijo la coqueta—. No. Ésta famosa
asociación que vos me propusisteis, como sabéis, el derecho
de darme el brazo, de visitarme, de cortejarme
honorablemente, ¿no era acaso una pequeña esperanza?
Y al decir estas palabras, la pérfida devoraba con sus ojos
demasiado tiempo ociosos, al visitante, que había venido a
caer en el lazo.
—Lo confieso— respondió Cagliostro—, sois de una
penetración a la que nada resiste.
Y simuló bajar los ojos, como temiendo ser devorado por
las llamas que surgían de las miradas de Olive.
—Volvamos a hablar de Beausire— dijo ella, molesta por
la inmovilidad del conde—. ¿Qué hace? ¿dónde está ese
querido amigo?
Entonces, Cagliostro, mirándola con cierta timidez
todavía, continuó diciendo:
—Os decía que hubiese querido reuniros con él.
—No, no decíais esto— murmuró ella con desdén—;
pero puesto que lo decís, lo tengo por dicho. Continuad. ¿Por
qué no lo traíais? Esto hubiera sido lo caritativo. El es libre…
—Porque el señor de Beausire, que como vos, posee
mucho talento, tiene también un asunto con la policía— dijo el
señor de Cagliostro sin darse por enterado de aquella ironía.
—¿También?— exclamó Olive palideciendo, pues sentía
esta vez el soplo de la verdad.
—También— repitió cortésmente Cagliostro.
—¿Qué ha hecho?…— balbuceó la pobre joven.
—Una encantadora travesura, una treta muy ingeniosa;
yo llamo a esto una tunantería, pero las gentes taciturnas, el
señor de Crosne, por ejemplo, que ya sabéis que es muy
cerrado, lo llama un robo.
—¡Un robo!— exclamó Olive espantada—. ¡Dios mío!
—Un hermoso robo. Lo que demuestra que ese pobre
Beausire se siente inclinado hacia las cosas lindas.
—Caballero…, caballero… ¿Está detenido?
—No, pero ha sido denunciado.
—¿Me aseguráis que no ha sido arrestado y que no corre
riesgo alguno?
—Os aseguro que no ha sido arrestado, pero no os puedo
dar mi palabra por lo que se refiere al segundo punto. Ya
comprenderéis, querida mía, que cuando un hombre está
denunciado, se le sigue, se le busca, al menos; y cuando ese
hombre tiene el rostro y el aspecto tan conocido del señor de
Beausire, si aparece por ahí, en seguida es alcanzado por los
sabuesos de la policía. Pensad, pues, en la redada que haría el
señor de Crosne. Os arrestaría a vos por medio de Beausire, y
a Beausire por medio de vos.
—¡Oh! ¡Sí, sí, es necesario que se oculte! ¡Pobre
muchacho! Yo también me esconderé. Mas hacedme salir de
Francia, porque aquí encerrada, ahogada, no podría evitar el
deseo de cometer algún día una imprudencia…
—¿A qué llamáis imprudencia, mi querida señorita?
—Pues a… mostrarme, a tomar un poco de aire.
—No exageréis, amiga mía; ya estáis pálida y acabaríais
por perder vuestra hermosa salud. El señor de Beausire dejaría
de amaros. No, tomad el aire que queráis y divertíos viendo
pasar algunas personas.
—¡Vamos! Ya estáis despechado contra mí y también vais
a abandonarme. ¿Os molesto tal vez?
—¿A mí? ¿Estáis loca? ¿Por qué habíais de molestarme?
—Porque…, un hombre tan respetable como vos, que se
siente inclinado hacia una mujer, tiene el derecho de irritarse,
inclusive de revolverse, si una loca como yo lo rechaza. ¡Oh!
No me dejéis, ni me guardéis odio alguno, caballero…
Y la joven, tan asustada ahora como coqueta antes, fue a
rodear con su brazo el cuello de Cagliostro.
—¡Pobre pequeña!— dijo él dándole un casto beso en la
frente—; ¡qué miedo tiene! No guardéis de mí tan mala
opinión, hija mía. Corríais un peligro y os he hecho un favor;
abrigaba alguna intención respecto de vos y he desistido; a
esto se reduce todo. No os tengo odio, como vos no tenéis que
guardarme gratitud. Yo he obrado en favor mío, vos lo habéis
hecho en beneficio propio. Estamos en paz.
—¡Oh! Caballejo, ¡cuánta bondad y qué generoso sois!
Y Olive lo enlazó ahora con los dos brazos.
Cagliostro, mirándola con su tranquilidad habitual, le
dijo:
—Ya veis, Olive, ahora, aunque me ofrecierais vuestro
amor, yo…
—¿Qué?— interrogó ella sonrojándose.
—Si me ofrecieseis vuestra adorable persona, yo
rehusaría; hasta tal punto me gusta inspirar sentimientos
verdaderos, puros y desprovistos de todo interés. Habíais
pensado que obraba interesadamente y me estáis obligada.
Creíais estar comprometida, pero me parecéis más agradecida
que sensible, más asustada que enamorada; quedemos, pues,
como estamos. Me ajusto así a vuestro deseo y considero todas
vuestras reservas.
Olive dejó caer sus hermosos brazos y se alejó
avergonzada, humillada por esa generosidad de Cagliostro,
con la que no había contado.
—Así, pues, mi querida Olive— dijo el conde—, queda
entendido que me consideraréis como un amigo, y pondréis
toda la confianza en mí. Disponed de mi casa, mi bolsa, mi
crédito y…
—Y podré decir— interrumpió Olive— que hay hombres
en este mundo superiores a todos los que he conocido.
Pronunció estas palabras con un encanto y una dignidad
que dejaron su huella en esta alma de bronce cuyo cuerpo se
había llamado en otro tiempo Bálsamo.
“Toda mujer es buena— pensó— cuando se toca en ella
la cuerda que corresponde al corazón”. Después, acercándose
a Nicolasa, le dijo:
—A partir de esta noche, habitaréis el último piso del
palacio. Es un departamento compuesto de tres habitaciones
situadas como un observatorio encima del bulevar y de la calle
de Saint-Claude. Las ventanas dan sobre Ménilmontant y
Belleville. Algunos vecinos podrán veros. Pero no temáis,
porque son gentes apacibles, personas sin relaciones, que no
sospecharán nada. Dejaos ver por ellos, pero sin exponeros y
sobre todo sin mostraros a los transeúntes, porque la calle de
Saint-Claude a veces es explorada por los agentes del señor de
Crosne. Al menos así tendréis sol.
Olive palmoteo alegremente.
—¿Queréis que yo os acompañe?— interrogó Cagliostro.
—¿Esta noche?
—Esta noche; naturalmente. ¿Es que acaso os molesto?
Olive miró fijamente a Cagliostro. Una vaga esperanza
penetró en su corazón, o, mejor dicho, en su cabeza vana y
pervertida.
—Vamos— dijo ella.
El conde cogió una linterna de la antesala, abrió
numerosas puertas y subiendo por una escalera llegó, seguido
de Olive, al tercer piso, a las habitaciones que le había
asignado.
Ella halló el alojamiento amueblado, lleno de flores y
habitable por completo.
—Casi podría decirse que me esperaban aquí— exclamó.
—No a vos, sino a mí, porque me gusta estar en este
pabellón, en el que a menudo duermo.
Los ojos de Olive tomaron el color amarillento y
fulgurante que irisa a veces las pupilas de los gatos.
Una palabra asomaba a sus labios; Cagliostro la detuvo
diciéndole:
—Aquí nada os faltará; una doncella estará a vuestra
disposición dentro de un cuarto de hora. Buenas noches,
señorita.
Y desapareció después de haber hecho una gran
reverencia que complementó con una graciosa sonrisa.
La pobre prisionera cayó abatida sobre el lecho, que
estaba preparado en una elegante alcoba.
—No me explico nada de lo que me está ocurriendo—
murmuró siguiendo con la mirada a aquel hombre realmente
incomprensible para ella.
LXIII.- EL OBSERVATORIO

Olive se metió en el lecho tan pronto se marchó la doncella


que le había enviado Cagliostro.
Durmió poco, los pensamientos de toda clase que surgían
de la conversación con el conde la hacían soñar despierta,
proporcionándole una inquietud somnolienta. No se es muy
feliz mucho tiempo cuando se dispone de demasiada riqueza y
tranquilidad después de haber sido muy pobre y haber llevado
una vida muy agitada.
Olive compadecía a Beausire y admiraba al conde,
aunque no comprendía su modo de ser, pues no creía que fuese
tímido ni lo consideraba insensible. Tenía mucho miedo de
verse turbada por algún silfo81 durante el sueño y los más
pequeños ruidos del entarimado le causaban la agitación
propia de las heroínas de novela que duermen en la Torre del
Norte. Al amanecer desaparecieron estos terrores, que no
carecían de encanto… Nosotros, que no tememos inspirar
sospechas al señor de Beausire, podemos aventurar que
Nicolasa no vio llegar el momento de la completa seguridad
sin un resquicio de despecho coquetón. Matiz intraducible para
todo pincel que no fuese el de Watteau y para toda pluma que
no fuese la de Marivaux o Crébillon hijo.
Al llegar el día se permitió el placer de dormir,
saboreando la voluptuosidad de recibir en su habitación,
adornada de flores, los dorados rayos del sol naciente y de ver
los pájaros corriendo sobre el alféizar de la ventana, donde sus
alas rozaban con alboroto encantador las hojas de los rosales y
las flores de los jazmines de España.
Era tarde, muy tarde, cuando se levantó, después de un
sueño tranquilo que suavizó sus párpados. Arrullada por los
ruidos de la calle y serenada por el reposo, sintióse bastante
fuerte para enfrentar el movimiento y con demasiada vida para
permanecer ociosa.
Recorrió entonces todos los rincones del nuevo
departamento, en el que el incomprensible silfo, hasta tal
punto era ignorante, no había sabido hallar una trampa para
venir a deslizarse alrededor de la cama, moviendo sus alas. Y
no obstante, los silfos, en aquel tiempo, gracias al conde de
Gabalis, no habían perdido nada de su inocente reputación.
Olive adivinó las riquezas de su alojamiento en la
sencillez de lo imprevisto. El ajuar de mujer había empezado
siendo un mobiliario de hombre. Había allí cuanto puede hacer
agradable la vida y sobre todo luz y aire sin limitaciones que
convertirían los calabozos en jardines si en alguna ocasión el
aire y la luz penetrasen en una prisión.
Hablar del gozo infantil con que Olive corrió a la azotea y
se tendió en las baldosas, en medio de las flores y el césped,
como una culebra que sale del nido, es cosa que haríamos
gustosamente si no tuviéramos que pintar su asombro cada vez
que un movimiento le descubre nuevas perspectivas.
Oculta al principio en la forma que hemos visto, con el
fin de que no la observasen desde afuera, miró las puntas de
los árboles del bulevar, las casas del barrio Popincourt y las
chimeneas, brumoso océano cuyas desiguales olas se
escalonaban a la derecha.
Inundada de sol, con el oído atento al rodar de las escasas
carrozas que transitaban por el bulevar, permaneció así durante
dos horas, completamente feliz.
Desayunó con el chocolate que le sirvió la doncella y
leyó un periódico antes de pensar en mirar a la calle.
Era un placer peligroso.
Los sabuesos del señor de Crosne, esos perros humanos
que cazaban husmeando en el aire, podían verla. ¡Qué
espantoso despertar después de tan dulce sueño!
Pero esa posición horizontal, por agradable que resultase,
no podía durar. Nicolasa se incorporó sobre su codo.
Vio entonces los nogales de Ménilmontant, los grandes
árboles del cementerio, los millares de casas de todos los
colores que surgían por detrás de las colinas desde Charonne
hasta el final de Chaumont, entre bosques de verdura, sobre el
corte giboso de los acantilados, revestidos de brezos y cardos.
Aquí y allá, en los caminos (delgadas cintas ondulando en
las gargantas de esas colinas), en los senderos de las viñas, en
las blancas carreteras, se dibujaban pequeños seres vivientes,
campesinos que pasaban al trote de sus asnos, muchachos
inclinados sobre campos que estaban escardando, viñateros
que exponían los racimos al sol. Esta rusticidad encantó a
Nicolasa, que siempre añoraba la hermosa campiña de
Taverney, desde que dejó el campo, por este París tan
suspirado.
No obstante, acabó por cansarse de mirar el campo y
como había adoptado una posición segura y cómoda entre las
flores y podía mirar sin ser vista, bajó la mirada desde la
montaña al valle, desde el horizonte lejano a la casa de
enfrente.
Por doquier, es decir, en un espacio que podía abarcar tres
casas, Olive encontró ventanas cerradas o poco agradables.
Aquí tres pisos habitados por viejos rentistas, que colgaban sus
jaulas en el exterior o daban de comer a sus gatos en el
interior; allá, cuatro pisos en que el auvernés, el habitante de
más categoría, estaba al alcance de la vista y los otros
inquilinos, ausentes, en cualquier lugar de campo. En fin, algo
a la derecha, en la tercera casa, cortinas de seda amarilla,
flores y como mueble complementario de ese bienestar, un
sillón cómodo que parecía esperar .cerca de la ventana a
cualquier soñador o soñadora.
Olive creyó distinguir en esta habitación, cuya oscuridad
hacía resaltar el sol, como una sombra ambulante que se movía
con regularidad.
Acalló su impaciencia, se ocultó mejor de lo que había
hecho hasta entonces y llamando a su camarera entabló con
ella una conversación para variar los placeres de la soledad por
los del diálogo con una criatura pensante, y sobre todo
habladora.
Pero la doncella, rompiendo con la tradición, se mostró
muy reservada. Explicó a su dueña dónde estaban Belleville,
Charonne y el Pére Lachaise. Le dijo el nombre de las iglesias
de Saint-Ambroise y Saint-Laurent. Le enseñó la curva del
bulevar y cómo se inclinaba hacia la orilla derecha del Sena,
pero cuando las preguntas se refirieron a los vecinos, la
camarera no habló una palabra. Los conocía igual que su
dueña.
Los secretos del departamento claroscuro, de cortinas de
seda amarilla, no le fueron revelados a Olive.
Nada supo tampoco sobre el sillón ni la sombra
ambulante.
Si Olive no había podido conocer a su vecina de
antemano, le quedó al menos la esperanza de conocerla por sí
misma. Despidió a la doncella, excesivamente discreta, para
que no le sirviera de testigo en su exploración.
No se hizo esperar la ocasión. Los vecinos empezaban a
abrir sus puertas, a hacer la siesta después de la comida y a
vestirse para el paseo en la plaza Royal o por el Camino Verde.
Olive los iba contando. Eran seis, con acentuada
diferencia entre ellos, como cuadraba a gentes que habían
escogido la calle de Saint-Claude como lugar de residencia.
Olive pasó parte del día en contemplar sus gestos y en
estudiar sus costumbres. Examinó a todos, excepto a esa
sombra agitada que, sin mostrar su rostro, había venido a
hundirse en el sillón cercano a la ventana y estaba absorta e
inmóvil en sus pensamientos.
Era una mujer. Había abandonado su cabeza a su
peinadora, que, durante una hora y media, estuvo edificando
sobre su cráneo y sus sienes uno de esos edificios babilónicos
en los que entraban los minerales y los vegetales y hubieran
formado parte también los animales si Leonard hubiese
intervenido y si se hubiera hallado una mujer que consintiese
en hacer de su cabeza un Arca de Noé con sus habitantes.
Una vez peinada y empolvada, con sus blancas puntillas,
la mujer se volvió a sentar en el sillón. Veíase su cuello
sostenido con almohadones lo bastante duros como para que
éste sostuviese el equilibrio del cuerpo entero y permitiese
mantener intacto el monumento formado con los cabellos, sin
preocuparte por los temblores de tierra que podían conmover
su base.
Aquella mujer inmóvil parecía uno de esos dioses indios
quietos en anchos sitiales, con la mirada fija como su
pensamiento, moviéndose sólo dentro de la órbita, según las
necesidades del cuerpo o los caprichos del espíritu.
Olive notó que la dama así peinada era muy linda. Que su
pie, apoyado en el borde de la ventana, era delicado y
agradable. Admiró el contorno de su brazo y el de la garganta,
que aparecía entre la bata y el corsé.
Pero lo que la impresionó más fue la abstracción de su
pensamiento, siempre concentrado en un, fin invisible y vago,
y tan imperioso, que condenaba todo el cuerpo a la
inmovilidad y lo aniquilaba por la acción de su voluntad.
La mujer, a quien nosotros conocemos, pero no así Olive,
no podía sospechar que era vista. Delante de sus ventanas,
jamás se había abierto otra ventana. El palacio del señor
Cagliostro, a pesar de las flores que hallara Nicolasa, de los
pájaros que viera volar, nunca había mostrado sus secretos a
nadie y descontando los pintores que lo decoraran, ningún ser
viviente se había mostrado en las ventanas.
Para explicar este fenómeno que contradecía el supuesto
uso de la habitación por parte de Cagliostro en el pabellón,
bastará una palabra. El conde había hecho preparar la estancia
durante la noche para Olive como si hubiera sido dispuesta
para él. Y hasta tal punto sus órdenes habían sido fielmente
ejecutadas que habría podido decirse que superaban sus
propias previsiones.
La dama del hermoso peinado permanecía ensimismada
en sus meditaciones; Olive creyó que tal actitud nacía de algún
desengaño amoroso. Le inspiraba simpatía por su belleza, por
la soledad, por la edad, por el aburrimiento común… ¡Cuántos
lazos para acercar a aquellas dos almas que tal vez se
buscaban, gracias a las combinaciones misteriosas, irresistibles
e intraducibles del destino!
Desde que hubo visto a la solitaria soñadora, Olive no
pudo apartar su mirada de ella. Había un fondo de pureza en
esa atracción de una mujer hacia otra mujer. Esas delicadezas
son más comunes de lo que ordinariamente se cree entre esas
desgraciadas criaturas cuyo cuerpo se ha convertido en el
agente principal de las funciones de la vida.
Pobres desterradas del paraíso espiritual, echan de menos
los perdidos jardines y los ángeles sonrientes que se ocultan
entre sus umbríos follajes.
Olive creyó ver una hermana de su alma en la bella
reclusa. Edificó una novela parecida a la suya, creyendo la
ingenua que no se podía ser linda, elegante y estar perdida en
Saint-Claude sin tener alguna grave inquietud en el fondo de
su corazón.
Cuando hubo sujetado con bronce y diamantes su
novelesca fábula, Olive, como todos los temperamentos
excepcionales, se dejó llevar por su hechicería y se proveyó de
alas para atravesar el espacio y correr hacia su compañera, a la
que, en su impaciencia, había querido también dar alas
parecidas a las suyas.
Pero la dama del monumental peinado permanecía
inmóvil. Dijérase que dormía en su asiento. Habían pasado dos
horas sin que se hubiera movido perceptiblemente.
Olive se desesperaba. Ella no hubiera hecho por Adonis
ni por Beausire, la cuarta parte de lo que había hecho para
llamar la atención de la desconocida.
Cansada por la observación, pasó de la ternura al encono,
abrió y cerró diez veces la ventana, otras tantas asustó a los
pajarillos en el follaje e hizo gestos telegráficos tan
comprometedores, que el más obtuso de los agentes del señor
de Crosne, si hubiese pasado por el bulevar o por el final de la
calle de Saint-Claude, habría notado lo anormal de su actitud.
Llegó en fin Nicolasa a persuadirse de que la dama de las
bellas trenzas había visto todos sus gestos, comprendido todas
sus señales, pero que la despreciaba, que era una mujer vana o
una idiota. ¿Idiota? ¡Con unos ojos tan perspicaces, tan
espirituales, con un pie tan ligero y una mano tan inquieta!
¡Imposible!
Vana, sí; vana como podía serlo en este tiempo una dama
de la gran nobleza con respecto a una burguesa.
Olive, analizando en la fisonomía de la joven todas las
características de la aristocracia, acabó por deducir que era una
orgullosa incapaz de conmoverse. Y renunció a su proyecto.
Dando la espalda con un enojo encantador, se puso a
tomar el sol, que ya se ponía, volvió a las flores,
complacientes compañeras, que, nobles también y asimismo
elegantes, empolvadas y coquetas como las más grandes
damas, se dejan sin embargo tocar y aspirar, devolviendo en
perfume y frescura y en estremecidos contactos el beso del
amigo o el beso de amor.
Nicolasa no sabía que esta pretendida orgullosa era Juana
de Valois, condesa de La Motte que, desde la víspera, estaba
abstraída en una idea: impedir que María Antonieta y el
cardenal de Rohan se viesen.
Que un interés más grande aun exigía que el cardenal, sin
ver particularmente a la reina, creyese firmemente que la
estaba viendo siempre y que, por consiguiente, se contentase
con esa visión y cesase de reclamar el verla en la realidad.
Pensamientos graves que constituían suficiente excusa
para esta preocupación de una joven que la mantenía durante
dos largas horas sin mover la cabeza. Si Nicolasa hubiera
sabido esto, no se hubiera refugiado en su cólera, entre las
flores. Ni hubiese echado por el balcón una maceta, que fue a
caer a la calle desierta haciendo un ruido espantoso.
Olive, espantada, asomóse rápidamente para comprobar
si había herido a algún transeúnte.
La dama, preocupada, se sobresaltó al oír el ruido y
saliendo de su ensimismamiento, vio la maceta en el
pavimento, remontó desde el efecto a la causa, es decir,
levantó los ojos desde la calzada de la calle a la terraza del
palacio. Y vio a Olive.
Al verla lanzó un grito salvaje, un grito de terror, que
produjo un rápido movimiento en todo su cuerpo, tan rígido e
inmóvil hasta entonces.
Los ojos de Olive y los de esta dama se encontraron al
fin, e interrogáronse, adentrándose mutuamente.
Juana exclamó al momento:
—¡La reina!
Después, juntando las manos y frunciendo el ceño,
quedóse inmóvil ante el temor de hacer huir la extraña visión.
—¡Oh! ¡Yo buscaba un medio y aquí lo tengo!—
murmuró.
En aquel momento Olive oyó ruido tras ella y se volvió
rápidamente.
El conde estaba en su habitación y había notado el mutuo
reconocimiento.
“¡Se han visto!”, díjose.
Olive dejó bruscamente el balcón.
LXIV.- LAS DOS VECINAS

A partir de este momento en que las dos mujeres se habían


visto, Olive, fascinada por la gracia de su vecina, no trató ya
de continuar su desdén y volviéndose con precaución en medio
de sus flores, respondió sonriendo a las sonrisas que se le
dirigían.
Cagliostro, al visitarla, no había dejado de recomendarle
que guardase la mayor circunspección.
—Sobre todo— le había dicho—, no mantengáis
relaciones con los vecinos.
Esta frase había caído como un jarro de agua fría sobre la
cabeza de Olive, que hallaba un gran placer en los gestos y
saludos de la vecina.
No tratarse con los vecinos era tener que dar la espalda a
esta mujer encantadora cuya mirada era tan brillante y dulce y
cada uno de cuyos gestos encerraba una seducción; era
renunciar a distraerse en una conversación telegráfica acerca
de la lluvia y del buen tiempo y era romper con una amiga.
Porque la imaginación de Olive corría hasta el punto de hacer
ya de Juana, un objeto curioso y caro.
Solapadamente contestó a su protector que se guardaría
muy bien de desobedecerle y que no mantendría la menor
relación con la vecina.
Juana, puede creerse, no podía más que esto, porque ante
las primeras demostraciones que se le hicieron respondió con
saludos y besos enviados con la punta de los dedos.
Olive correspondía en la mejor forma a estas pruebas de
afecto; notó que la desconocida no dejaba la ventana y que
siempre tenía buen cuidado en saludarla cuando salía y cuando
volvía, pareciendo haber concentrado todas sus facultades
afectivas en el balcón de Olive.
Semejante estado de cosas debía traer como inmediata
consecuencia una tentativa de acercamiento.
He aquí lo que ocurrió:
Cagliostro, al visitar a Olive, dos días después, se quejó
de que una persona desconocida hubiese estado en el palacio.
—¿Una persona desconocida? — preguntó Olive
sonrojada.
—Sí— respondió el conde—; una dama muy bonita,
joven, elegante, se presentó, habló con el criado atraído por su
insistencia en el llamar y le preguntó quién podía ser una
mujer que habitaba en el pabellón del tercer piso, que es
vuestro departamento, querida. Esta señora se refería sin duda
a vos. Os quería ver. Por lo tanto os conoce, os ha visto y ello
significa que habéis sido descubierta. Tened cuidado; la policía
tiene agentes femeninos de la misma manera que dispone de
hombres y os advierto que no podría negarme a entregaros en
el caso de que el señor de Crosne os reclamase.
Olive, en lugar de asustarse, reconoció en seguida a su
vecina en el retrato que le hacían; le agradeció infinitamente
su cortesía y resolvió en su fuero interno recompensar su
atención, por todos los medios a su alcance, aun cuando
disimulaba ante el conde.
—¿No estáis asustada?— preguntó Cagliostro.
—No me ha visto nadie— replicó Nicolasa.
—No obstante, para haber adivinado que hay una mujer
en el pabellón… Tened cuidado, pues.
—¡Señor conde!— dijo Olive—. ¿Por qué tengo que
temer? Si me han visto, lo que no creo, no me verán más y si
me volviesen a ver, sería de lejos, porque en la casa no se
puede entrar, ¿verdad?
—Esta casa es impenetrable— respondió el conde—,
porque a menos que escalen la muralla, lo que no es muy
cómodo o que abran la puerta de entrada con una llave como
la mía, lo que no es fácil, teniendo en cuenta que jamás la
abandono…
Y al decir estas palabras mostraba la llave que le servía
para entrar por la puerta pequeña.
—Además, como no tengo el menor interés en ser causa
de vuestra perdición, no le dejo la llave a nadie; y como vos no
obtendríais la menor ventaja en caer en manos del señor de
Crosne, no dejaréis que escalen la muralla. De manera, hija
mía, que ya quedáis avisada, por lo que podéis arreglar
vuestros asuntos como queráis.
Olive se deshizo en protestas de toda clase y se apresuró a
acompañar al conde, que no insistió mucho en quedarse.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, estaba ya en su
balcón, aspirando el aire puro de las colinas cercanas y
dirigiendo miradas curiosas hacia las ventanas cerradas de su
cortés amiga.
Por su parte, ésta, que se despertaba ordinariamente a las
once de la mañana, apareció en cuanto se asomó Olive, como
si hubiera estado esperando tras las cortinas el momento
oportuno para presentarse.
Saludáronse las dos mujeres, y Juana, sacando medio
cuerpo fuera del balcón, miró a su alrededor. No había nadie.
Tanto la calle, como las ventanas de las casas estaban
desiertas.
Colocó entonces sus manos a guisa de bocina en la boca y
con entonación vibrante y sostenida que no era un grito, pero
que se dejaba oír bien, dijo a Olive:
—Os he querido visitar, señora.
—¡Chist!—rogó Olive retrocediendo con espanto.
Y puso el dedo sobre los labios.
Juana, a su vez, se echó hacia atrás para esconderse tras
las cortinas, pensando que había algún indiscreto, pero casi en
seguida reapareció, tranquilizada por la sonrisa de Nicolasa.
—¿No se os puede ver?— preguntó.
—¡Ay!— se dolió Olive—. Es imposible.
—¿Ni podéis recibir cartas?
—¡Tampoco!
Juana reflexionó algunos momentos.
Olive, para agradecerle su tierna solicitud, le envió un
beso encantador, que Juana le devolvió por partida doble;
después de esto, cerró la ventana.
En la mirada de la condesa adivinó la protegida de
Cagliostro que había hallado algún medio de hacer algo más
efectiva aquella comunicación.
Y, en efecto, Juana reapareció dos horas después; el sol
daba con toda su fuerza. El pavimento de la calle ardía bajo
sus rayos.
Olive vio aparecer a su vecina en la ventana con una
ballesta. Juana, riendo, hizo un signo para que se apartase.
Obedeció la joven, riendo como su compañera y buscó
refugio tras el postigo.
Juana, apuntando con cuidado, lanzó una pequeña bala de
plomo, que, desgraciadamente, en lugar de atravesar el balcón,
vino a chocar con uno de los barrotes de hierro y cayó a la
calle.
Olive lanzó un grito de disgusto. Juana, después de haber
levantado los hombros, colérica, buscó con los ojos el
proyectil en la calle y desapareció durante algunos minutos.
Olive, inclinándose, miraba desde el balcón hacia abajo;
pasó un trapero buscando a derecha e izquierda. ¿Vio o no vio
la bala en el arroyo? Olive no lo supo, porque se ocultó para
no ser vista.
El segundo esfuerzo de Juana tuvo más éxito.
Su ballesta lanzó con fortuna en la habitación de
Nicolasa, más allá del balcón, una segunda bala alrededor de
la cual estaba enrollada una esquela concebida en los
siguientes términos:
“Me interesáis mucho, hermosa señora. Sois encantadora
y el haberos visto me basta para quereros. ¿Estáis, pues,
encerrada? Sabed que traté en vano de visitaros. ¿El
encantador que os tiene guardada, me dejará en alguna ocasión
acercarme a vos para poderos decir que siento simpatía hacia
una pobre víctima de la tiranía de los hombres?
“Como veis, tengo imaginación para servir a mis amigos.
¿Queréis ser amiga mía? Parece que no podéis salir, pero sin
duda podréis escribir y como yo salgo cuando quiero, esperad
a que pase bajo vuestro balcón para echar la respuesta.
“Por si el procedimiento de la ballesta resultara peligroso
y fuese descubierto, adoptemos un medio para hablarnos más
fácilmente. Dejad que cuelgue desde lo alto de vuestro balcón
un hilo, cuando esté oscuro; atad a él vuestra esquela y yo
ataré la mía, que subiréis sin ser vista.
“Pensad que, si vuestros ojos no me engañan, cuento con
algo de la simpatía que me habéis inspirado y que entre las dos
venceremos el universo. Vuestra amiga.
“P. D.— ¿Recogió alguien mi primera esquela?”
Juana no firmaba e inclusive había disfrazado por
completo su letra.
Olive, al recibir la esquela, se estremeció de alegría.
Respondió en la siguiente forma:

“Os quiero como me queréis. Soy en efecto una víctima


de la maldad de los hombres. Pero el que me retiene aquí es un
protector y no un tirano. Me visita secretamente una vez por
día. Ya os explicaré esto más tarde. Creo mejor utilizar el hilo
que la ballesta para seguir esta correspondencia.
“¡Ay! No, no puedo salir; carezco de llave, pero esto es
por mi bien. ¡Cuántas cosas os diría si tuviese la dicha de
hablar con vos! ¡Hay tantos detalles que no se pueden
escribir!.

“Vuestra primera esquela, de haber sido recogida, lo sería


por un miserable trapero que pasaba, pero estas gentes no
saben leer; para ellos el plomo no es más que plomo. Vuestra
amiga
Olive Legay“.
La infeliz firmaba con todo su nombre.
Hizo a la condesa el ademán de devanar un hilo y
esperando que llegase la noche, dejó rodar el ovillo a la calle.
Juana, que estaba bajo el balcón, recogió la hebra y sacó
la esquela, movimientos que su corresponsal percibió a través
del hilo conductor; luego entró en su casa para leer.
Media hora después ataba al dichoso cordón un billete
conteniendo estas palabras:

“Se hace lo que se quiere. No tenéis guardias de vista que


os vigilen, porque yo siempre os he visto sola. Por lo tanto,
gozáis de libertad para recibir a la gente o mejor aun, para
poder salir vos misma. ¿En qué forma se cierra vuestra casa?
¿Con llave? ¿Quién la tiene? El hombre que os visita,
¿verdad? ¿Esta llave, la guarda tan tenazmente que no podáis
sacarle un molde? No se trata de obrar mal, sino de procuraros
unas horas de libertad, de dulces paseos del brazo de una
amiga que os consolará de vuestras desgracias y os devolverá
más de lo que habéis perdido. Se trata, además, si lo deseáis,
de recuperar por completo vuestra libertad. Ya trataremos este
asunto con todos sus detalles en la primera entrevista que
tengamos.”

Olive devoró esta esquela. Sintió asomar a su espíritu la


esperanza de la independencia y a su corazón la voluptuosidad
de la fruta prohibida.
Había notado que el conde, cada vez que entraba en sus
habitaciones, le traía un libro o un regalo y dejaba la linterna
sorda encima de un velador y sobre ella la llave.
Olive preparó de antemano un trozo de cera amasada con
la que tomó el molde de su llave en la primera visita que le
hizo Cagliostro.
Este no volvió la vista una sola vez, mientras ella
realizaba la operación; miraba en el balcón unas nuevas flores
abiertas. Olive pudo, pues, sin inquietud, llevar a cabo su
proyecto.
El conde partió, Olive hizo bajar en una caja el molde de
la llave que Juana recibió con una pequeña esquela.
Y al día siguiente, hacia las doce, la ballesta, medio
extraordinario y expeditivo, que era, comparado con el hilo, lo
que el telégrafo es en relación con el correo a caballo, lanzó la
siguiente esquela:

“Querida mía: Esta noche, hacia las once, cuando vuestro


celoso haya partido, bajad, abrid los cerrojos y os hallaréis en
los brazos de la que se cree vuestra más tierna amiga.”

Sintió Olive al recibir la misiva una alegría como jamás


había sentido al recibir los tiernos mensajes de Gilberto, en la
primavera de sus amores y de las primeras citas.
Bajó a las once de la noche, sin haber notado la menor
sospecha en el conde. Al llegar abajo se encontró con Juana,
que la estrechó tiernamente, haciéndola subir en una carroza
que estaba detenida en el bulevar. Aturdida, palpitante,
enervada, dio con su amiga un paseo de dos horas, durante las
cuales, secretos, besos, proyectos para el porvenir, fueron
cambiados sin tasa entre las dos compañeras.
Juana aconsejó a Olive que entrase la primera. Acababa
de saber que el desconocido protector era Cagliostro. Temía el
temperamento de aquel hombre y no veía seguridad para sus
planes si no guardaba el más profundo secreto.
Olive se había entregado sin reservas: sus amores con
Beausire, el asunto de la policía, todo lo había contado.
Juana había dicho que era una señorita de buena casa que
vivía con un amante lejos de su familia.
Una de ellas lo sabía todo, la otra todo lo ignoraba: sobre
tales bases se juraron amistad las dos mujeres.
A partir de este día, no tuvieron necesidad de la ballesta
ni del hilo. Juana poseía su llave, y hacía bajar a Olive cuantas
veces se le antojaba.
Una buena cena, un paseo furtivo, eran los cebos en los
que Olive se dejaba siempre prender.
—¿No habrá descubierto nada el señor de Cagliostro?—
preguntaba Juana, inquieta, algunas veces.
—¡El! Si se lo dijera, no me creería— contestó Olive.
Bastaron ocho días de estas escapadas nocturnas para que
las mismas se trocaran en una necesidad y un placer. Al cabo
de ese tiempo el nombre de Juana ocupaba en el pensamiento
de Olive un lugar más grande que el que ocuparon nunca el de
Gilberto y el de Beausire.
LXV.- LA CITA

Apenas el señor de Charny llegó a sus posesiones y se encerró


en su residencia, después de haber atendido a las primeras
visitas, el médico le ordenó no recibir a nadie y quedarse en la
casa, consigna que fue cumplida con tal rigor, que ninguno de
los habitantes del cantón pudo ver al héroe de aquel combate
naval, que había producido tanto revuelo en toda Francia,
héroe al que las jóvenes, sin excepción, buscaban, porque era
muy apuesto.
No obstante, Charny no estaba tan enfermo como se
creía. Su mal residía en su corazón y en su cabeza; pero ¡qué
mal, santo Dios! Un dolor agudo, incesante, inexorable, el
dolor de un quemante recuerdo, el dolor de una pena que le
desgarraba.
El amor no es más que una nostalgia; el ausente llora un
paraíso ideal, en lugar de llorar una patria material y aun hay
que admitir, por muy poeta que se sea, que la mujer bien
amada es un paraíso algo menos material que el de los ángeles.
El señor de Charny no pudo aguantarse tres días. Furioso
al ver todos sus sueños desflorados por la imposibilidad,
dispersos en el espacio, hizo conocer por todo el condado la
receta del médico que hemos mencionado; confió la custodia
de sus puertas a un sirviente de confianza y al llegar la noche
partió de la casa solariega en un caballo manso y rápido.
Estaba en Versalles ocho horas después, alquilando por
intermedio de su ayuda de cámara, una casa situada detrás del
parque.
Esta casa, abandonada desde la muerte trágica de un
montero del rey, que se había cortado el cuello, convenía a
Charny, que quería ocultarse mejor que en sus posesiones.
Estaba decentemente amueblada, tenía dos puertas, una
sobre la calle desierta y otra sobre la avenida circular del
parque. Desde las ventanas que daban al mediodía, Charny
podía mirar hacia las avenidas de Charmilles, porque esas
ventanas, abiertos los postigos rodeados de viñas y de hiedra,
no eran más que puertas que estaban a la altura de un piso bajo
poco elevado para quien quisiera saltar al parque real.
Esta vecindad, ya muy rara entonces, era el privilegio
concedido a un inspector de montería para que, sin molestias,
pudiese vigilar los gamos y los faisanes de Su Majestad.
Contemplando las ventanas, alegremente encuadradas
entre verde ramaje vigoroso, veíase con la imaginación, en la
del medio, al montero melancólicamente acodado, una tarde
de otoño, en tanto que las ciervas hundiendo sus delgadas
patas sobre las hojas secas, jugaban bajo los techados a la luz
amarillenta de un sol poniente.
Esta soledad encantó a Charny más que cualquier otra
cosa. ¿Era por amor al paisaje? Pronto lo sabremos.
Ya instalado, una vez bien cerrado todo, cuando su criado
hubo extinguido la curiosidad respetuosa de la vecindad,
Charny, de quien ya no se acordaban, empezó una vida cuya
sola idea haría estremecer a cualquiera que a su paso por la
tierra haya amado u oído hablar de amor.
En menos de quince días conoció todas las costumbres
del castillo, las de los guardias, las horas en que el pájaro
viene a beber a la balsa y en las que el gamo pasa alargando la
cabeza asustado. Conoció los momentos del silencio, los de los
paseos de la reina y sus damas, las horas en que se efectuaban
las rondas; vivió, en una palabra, con aquellos que vivían en
este Trianón, templo de sus insensatas adoraciones.
Como la estación se presentaba magnífica, como las
noches dulces y perfumadas permitían más libertad a sus ojos
y sueños más alados a su alma, pasaba parte de ellas sobre los
jazmines de sus ventanas, tratando de recoger los rumores
lejanos que llegaban del palacio, de seguir a través de los
huecos del follaje el juego de luces, puesto en movimiento
hasta la hora de acostarse.
Muy pronto no le bastó la ventana. Se hallaba demasiado
alejado de estos rumores y de estas luces. Saltó desde la casa
sobre el césped, cierto como estaba de no hallar, a aquella
hora, ni perros, ni guardias, y buscó la deliciosa, la peligrosa
voluptuosidad de llegar hasta el lindero del seto, el límite que
separaba la sombra espesa del espléndido claro de luna, para
tratar de ver desde allí las siluetas negras y pálidas que
pasaban tras los cortinajes blancos de la habitación de la reina.
De esta manera la veía todos los días, sin que ella lo
supiese.
Reconocíala desde un cuarto de legua, cuando caminando
con sus damas o con algún gentilhombre amigo, jugaba con la
sombrilla china que tapaba su ancho sombrero adornado de
flores.
Ningún paso ni actitud podía inducirle a engaño. Sabía
por instinto cuáles eran los vestidos de la reina y adivinaba, a
través de las hojas, el abrigo verde con listas de muaré dorado,
que el airoso cuerpo de María Antonieta hacía ondular con
donaire castamente seductor.
Y cuando la visión había desaparecido, cuando la noche,
al alejar a los paseantes, le permitía llegar hasta las estatuas
del peristilo y desde allí, acechar los últimos movimientos de
esta sombra amada, Charny volvía a su ventana, miraba de
lejos, por un hueco que había sabido hacer en el oquedal, la
brillante luz en los cristales de la reina y vivía entonces del
recuerdo y de la esperanza, de la misma manera que había
vivido hasta aquel momento con la vigilancia y la admiración.
Una noche, dos horas después de haber dado su último
adiós a la sombra ausente, mientras el rocío que caía de las
estrellas empezaba a deslizar sus perlas blancas sobre las hojas
de la hiedra, Charny iba a dejar su ventana y a meterse en el
lecho, cuando el ruido de una cerradura hirió levemente su
oído. Volvió a su observatorio y escuchó.
Era una hora avanzada, la medianoche se oía dar en las
parroquias alejadas de Versalles. Charny se asombró al oír
aquel crujir de cerrojos al que no estaba acostumbrado.
La cerradura correspondía a una pequeña puerta del
parque, situado a unos veinticinco pasos de las cercanías de la
casa de Oliverio y no se abría nunca sino en los días de gran
caza, para dar paso a los canastos en que se transportaban las
piezas.
Charny notó que los que abrían la puerta no hablaban;
echaron los cerrojos y penetraron en la alameda que pasaba
por debajo de su casa.
Los setos, los pámpanos colgantes, disimulaban bastante
los postigos y las paredes para que un paseante las viese.
Por otra parte, los que caminaban por allí, bajaban la
cabeza y apresuraban el paso. Charny les distinguía
confusamente en la sombra. Sólo en el ruido de las faldas
ondulantes reconoció que eran dos mujeres cuyas capitas de
seda rozaban el ramaje.
Al dar vuelta por la gran avenida situada frente a la
ventana de Charny, quedaron de pronto envueltas por los rayos
de la luna y Oliverio estuvo a punto de lanzar un grito de
alegre sorpresa al reconocer el contorno y el peinado de María
Antonieta, así como la parte inferior de su rostro, iluminado a
pesar de la sombra espesa que proyectaba su sombrero. Tenía
una hermosa rosa en la mano.
Con el corazón palpitante, Charny se deslizó en el parque
desde lo alto de su ventana. Corrió por la hierba para no hacer
ruido, ocultándose detrás de los árboles más gruesos y siguió
con la mirada a las dos mujeres, cuyo caminar iba haciéndose
más lento por momentos.
¿Qué debía hacer? La reina iba con una compañera, no
corría ningún peligro. ¡Oh! Si hubiera estado sola, se habría
atrevido a aproximarse y a decirle de .rodillas: “¡Os amo!”
¿Por qué no estaría amenazada por algún inmenso peligro,
para ofrecerle la vida salvando así su preciosa existencia?
Pensaba en todo esto, soñando con mil tiernas locuras,
cuando las dos paseantes se detuvieron de pronto; una de ellas,
de más baja estatura, dijo algunas palabras a su compañera y la
dejó.
La reina quedó sola; se veía a la otra dama dirigirse hacia
un punto que Charny no distinguía aún. La reina, golpeando la
arena con su pequeño pie, se apoyaba en un árbol,
envolviéndose en su capa, para poder cubrir su cabeza con el
capuchón que, momentos antes caía en anchos pliegues sobre
sus hombros.
Cuando Charny la vio sola y en tal forma pensativa, dio
un salto como para prosternarse ante ella.
Pero reflexionó que los separaban a lo menos treinta
pasos; que antes de haberlos salvado, ella le vería y al no
reconocerle, le tendría miedo, gritaría o huiría; que sus gritos
atraerían, en primer lugar, a su compañera y después a algunos
guardias, quienes, escudriñando el parque, descubrirían al
indiscreto o tal vez su refugio, arriesgando para siempre el
secreto, la felicidad y el amor.
Supo detenerse e hizo bien, porque apenas frenado su
impulso irresistible, volvió la compañera de la reina y no sola.
Charny divisó tras ella, a dos pasos, a un hombre de alta
estatura, cubierto por un ancho sombrero y envuelto por una
amplia capa.
El desconocido, cuyo aspecto hizo temblar de odio y de
celos al señor de Charny, no avanzaba como un triunfador.
Vacilante, arrastrando los pies sin seguridad, parecía caminar a
tientas en la noche, como si no hubiera tenido como guía la
compañera de la reina y como fin la propia reina, blanca y
erguida bajo el árbol.
Desde que divisó a María Antonieta, el temblor que había
notado Charny fue aumentando. El desconocido apartó su
capa, barriendo con ella el suelo. Continuaba adelantándose.
Charny le vio entrar en la espesa sombra y saludar
profundamente numerosas veces.
La sorpresa de Oliverio se había trocado en estupor. Del
estupor iba a pasar pronto a otra emoción en otra forma
dolorosa. ¿Qué venía a hacer la reina en el parque a una hora
tan avanzada? ¿Qué venía a hacer este hombre? ¿Por qué
había estado esperando oculto? ¿Por qué la reina le había
enviado a buscar por su compañera en lugar de dirigirse por sí
misma a él? Charny estaba a punto de perder la cabeza. Se
acordó no obstante de que la reina realizaba una política
misteriosa, que intervenía en intrigas con las cortes alemanas,
relaciones de las que estaba celoso el rey y que le había
prohibido severamente.
Tal vez este caballero misterioso era un correo de
Schoenbrunn o de Berlín, algún gentilhombre portador de un
mensaje secreto, uno de esos rostros alemanes que Luis XVI
no quería ver en Versalles desde que el emperador José II se
había permitido venir a dictar en Francia un curso de filosofía
y de política crítica en la misma forma que su cuñado el rey
Muy Cristiano.
Esta idea, parecida a la venda helada que el médico aplica
sobre una frente ardorosa de fiebre, refrescó algo al pobre
Oliverio, devolviéndole la inteligencia, y calmó el delirio de su
primera cólera. La reina, por otra parte, guardaba una actitud
llena de reserva e inclusive de dignidad.
La compañera, colocada a tres pasos, inquieta, atenta
como las amigas o las dueñas de las cuadrillas de Watteau,
trastornaba con su ansiedad complaciente las castas miradas
del señor de Charny. Pero es tan peligroso ser sorprendido en
una cita política como vergonzoso en una de amor. Y nada se
parece tanto a un hombre enamorado como un conspirador.
Los dos utilizan capa, ambos tienen el mismo oído susceptible
y la misma incertidumbre en el caminar.
Charny no dispuso de mucho tiempo para profundizar
estas reflexiones. La acompañante quebró la entrevista. El
caballero hizo un gesto como para prosternarse; recibía sin
duda la despedida después de la audiencia.
Charny se ocultó tras de un grueso árbol. Seguramente el
grupo, al separarse, iba a pasar por delante suyo. Sólo quedaba
retener el aliento y rogar a los gnomos y a los silfos, ya fuesen
del cielo o de la tierra, que apagasen todos los ecos.
En aquel momento creyó ver un objeto de un matiz claro
deslizarse a lo largo de la capa real; el gentilhombre se inclinó
vivamente hasta la hierba y tras esto se levantó con un gesto
respetuoso y huyó, porque sería difícil calificar de otra manera
la rapidez de su marcha.
Pero fue detenido en su carrera por la compañera de la
reina, que le llamó con un pequeño grito y que le dijo a media
voz cuando se hubo detenido:
—Esperad.
Era un caballero muy obediente, porque sin titubeos,
esperó.
Charny vio entonces pasar a las dos damas, cogidas del
brazo, a dos metros de su escondite. El aire desplazado por el
vestido de la reina hizo ondular los tallos del césped casi bajo
las manos de Charny.
Aspiró los perfumes qué se había acostumbrado a adorar
en las habitaciones de la reina, aquella verbena mezclada con
reseda: doble embriaguez para sus sentidos y para su recuerdo.
Las mujeres pasaron y desaparecieron.
Unos minutos después, llegó el desconocido, del que el
joven no se había ocupado durante el trayecto que recorrió la
reina hasta llegar a la puerta. Besaba con pasión, con locura,
una fresca rosa, perfumada, que ciertamente era aquella tan
hermosa que Charny había visto cuando la reina entró en el
parque y que hacía poco acababa de caer de sus manos.
¡Una rosa y un beso en ella! ¿Se trataba de asuntos
diplomáticos y de secretos de Estado?
Charny estaba a punto de perder la razón. Iba a lanzarse
sobre este hombre para arrancarle la flor, cuando la compañera
de la reina apareció de nuevo y le gritó:
—¡Venid, monseñor!
Creyó Oliverio hallarse ante la presencia de algún
príncipe de sangre y se apoyó contra un árbol para no dejarse
caer medio muerto sobre el césped.
El desconocido se dirigió hacia el lado de donde llegaba
la voz y desapareció con la dama.
LXVI.- LA MANO DE LA REINA

Cuando Charny volvió a su casa, abatido por semejante


desventura, no halló fuerzas para hacer frente al nuevo golpe
que le hería.
Dijérase que la Providencia le había llevado a Versalles, y
proporcionado el precioso escondrijo para excitar sus celos y
ponerle sobre las huellas de un crimen cometido por la reina
despreciando la probidad conyugal, la dignidad real y la
fidelidad amorosa.
No cabía duda qué el hombre así recibido por la soberana
era un nuevo amante. Charny, en la fiebre de la noche, en el
delirio de su desesperación, procuró en vano convencerse de
que se trataba de un embajador y que la rosa era una prenda de
convención secreta, destinada a reemplazar una carta que sería
harto comprometedora. Nada pudo vencer la sospecha. No le
quedaba sino examinar su propia conducta y preguntarse por
qué ante semejante desgracia había quedado en situación
completamente pasiva.
En las más violentas crisis de la vida, la acción surge
momentáneamente del fondo de la naturaleza humana y el
instinto que da el impulso, no es otra cosa, en los hombres de
complexión bien organizada, que una combinación del hábito
y de la reflexión llevados hasta el más alto grado de rapidez y
oportunidad. Si Charny no había obrado, no era porque los
asuntos de la soberana no le importasen, sino porque,
mostrando su curiosidad, ponía de relieve su amor, porque
comprometiendo a la reina se traicionaba y porque era una
mala postura la del que intenta convencer de su traición a los
traidores con una traición.
Si no había obrado era porque, para abordar a un hombre
honrado con la confianza real, hubiese sido preciso provocar
una querella odiosa, de mal gusto, en una especie de
emboscada que la reina no hubiese perdonado nunca.
En fin, la palabra monseñor, pronunciada por la
complaciente compañera, era como la advertencia saludable,
aunque un tanto tardía, que había salvado a Charny abriéndole
los ojos en el momento álgido de su furor. ¿Qué hubiese
ocurrido, si estando espada en mano, hubiese oído llamar
monseñor a aquel hombre? ¿Y qué gravedad no tenía su
desacato recayendo en tan elevado personaje? Tales fueron los
pensamientos que absorbieron a Charny durante toda la noche
y la primera mitad del siguiente día. Una vez que dieron las
doce, la víspera ya no contaba para él. No le quedaba sino la
espera febril, devoradora, de la noche, durante la cual se iban
tal vez a producir otras revelaciones.
Con parecida ansiedad, el pobre Charny colocóse en
aquella ventana, convertida en su única morada, en cuadro
infranqueable de su vida. Al verle bajo aquellos pámpanos,
tras los agujeros hechos en los postigos por temor de que se
supiese que la casa estaba habitada, al verle en aquel
cuadrilátero de roble y follaje, se hubiera dicho que era uno de
esos viejos retratos ocultos tras las cortinas que atraen hacia
los abuelos, en las antiguas casas solariegas, la piadosa
solicitud de las familias.
Llegó la noche aportando a nuestro ardiente espía
sombríos deseos y locos pensamientos.
Los ruidos ordinarios le parecían tener una significación
nueva. Divisó a lo lejos a la reina, que atravesaba la escalinata
con algunas antorchas que llevaban ante ella. La actitud de la
reina le pareció pensativa, incierta, como si llevara en sí la
agitación de la noche.
Poco a poco se fueron extinguiendo todas las luces del
servicio; el parque se llenó de silencio y de frescura. Dijérase
que los árboles, que durante el día consumen sus energías
causando satisfacción a los paseantes, reparaban sus fuerzas
durante la noche, cuando nadie les ve ni les toca, almacenando
de nuevo su frescura, su perfume y su flexibilidad.
Es que, en efecto, las plantas y los árboles duermen como
nosotros.
Charny recordaba muy bien la hora de la cita de la reina.
Daba la medianoche.
El corazón del joven estaba a punto de saltar del pecho.
Apoyó el cuerpo en la balaustrada de la ventana para ahogar
los latidos que se hacían más ruidosos y fuertes. “Pronto, se
decía, la puerta se abrirá y rechinarán las cerraduras”.
Nada turbaba la paz del bosque.
De pronto admiróse Oliverio de no haber pensado hasta
entonces que nunca ocurre lo mismo dos días seguidos. Que
nada obligaba tanto en aquel amor, como el amor mismo, y
que ellos no debían ser imprudentes hasta el punto de no poder
pasar dos días sin verse.
Sí, era una verdad incontestable; la reina no repetiría la
imprudencia de la víspera.
De pronto se oyó el rechinar de los cerrojos y la puerta
pequeña se abrió.
Una palidez mortal invadió las mejillas de Oliverio
cuando divisó a las dos mujeres con los vestidos de la noche
anterior.
—Para esto es necesario que esté apasionadamente
enamorada— murmuró.
Las dos damas hicieron la misma maniobra que la víspera
y pasaron bajo la ventana de Charny apresurando el paso.
El, también como en la víspera, saltó por la ventana en
cuanto estuvieron lo suficientemente lejos para que no le
pudieran oír, y siempre oculto tras los árboles más gruesos, se
juró ser fuerte, prudente, impasible, no olvidar que él era el
súbdito y ella la reina; recordar que él era un hombre, es decir,
que estaba obligado a ser respetuoso y que ella era una mujer,
o sea alguien con derecho a ser respetada.
Y como desconfiaba de su temperamento fogoso,
explosivo, tiró su espada tras un macizo de malvas que
rodeaban a un castaño.
Entre tanto las dos damas habían llegado al mismo lugar
que la noche anterior. Charny reconoció a la reina, que se
envolvió la cabeza con una cofia en tanto que la oficiosa
amiga iba a buscar en su escondite al desconocido al que
llamaba monseñor.
¿Cuál era este escondrijo? Esto era lo que se preguntaba
el joven. En la dirección en que se dirigía la complaciente
amiga, estaba la sala de baños llamada de Apolo, protegida por
altos sotos y por la sombra de las columnas de mármol, pero
¿en qué forma podía esconderse allí aquel extraño? ¿Por dónde
entraba?
Charny recordó que en aquella parte del parque había una
pequeña puerta parecida a la que las damas abrían para acudir
a la cita. El desconocido tenía sin duda una llave de esta
puerta. Se deslizaba por allí hasta el techo de los baños de
Apolo y esperaba que le vinieran a buscar.
Todo estaba convenido de esta manera y era por allí por
donde desaparecía monseñor después de su coloquio con la
reina.
Oliverio, al cabo de algunos minutos, divisó la capa y el
sombrero que había visto la noche antes.
En esta ocasión el desconocido no se dirigía hacia la reina
con la misma reserva respetuosa; sin atreverse a correr, llegaba
a grandes pasos; si hubiera ido más ligero, hubiese corrido. La
reina, apoyada en el gran árbol, se sentó en la capa que el
nuevo Raleigh extendió para ella y mientras la amiga vigilaba,
como en la noche anterior, el enamorado señor, arrodillándose
sobre el musgo, empezó a hablar con una rapidez apasionada.
La reina bajó la cabeza, poseída de una melancolía
amorosa. Charny no entendía las palabras del caballero, pero
el aire de estas palabras estaba impregnado de poesía y de
amor. Cada una de sus entonaciones podía traducirse por una
promesa ardiente.
La reina no respondía nada. Sin embargo, el desconocido
acentuaba su acariciante discurso; algunas veces parecía a
Charny, al miserable Charny, que la palabra, envuelta en un
estremecimiento armonioso, iba a hacerse comprensible y que
entonces moriría de rabia y de celos. Pero nada de esto
ocurrió. En el momento en que la voz se aclaraba, un gesto
significativo de la compañera obligaba al orador a bajar el
diapasón de sus elegías. La reina guardaba un obstinado
silencio.
El otro, dirigiendo súplica tras súplica, según adivinaba
Charny por la melodía vibrante de las inflexiones de su voz,
no obtenía más que el dulce consentimiento del silencio,
insuficiente favor para los labios ardientes que han empezado
a libar las dulzuras del amor.
Pero de pronto la reina dejó escapar algunas palabras. Al
menos así parecía. Palabras ahogadas, extinguidas, que sólo el
desconocido pudo oír, y que hicieron exclamar a éste en alta y
jubilosa voz:
—¡Gracias, gracias, mi dulce señora! Hasta mañana
entonces.
La reina ocultó por entero su rostro, que resaltaba a
medias ya.
Charny sintió un helado sudor, el de la muerte, descender
lentamente por sus sienes.
El desconocido acababa de ver las manos de la reina
extendidas hacia él. Las cogió entre las suyas y las besó tan
larga y tiernamente que Oliverio conoció durante el tiempo
que duró el sufrimiento, los suplicios que la ferocidad humana
ha extraído de las barbaries infernales.
Una vez recibido el besó, la reina se levantó vivamente,
apoyándose en el brazo de su compañera.
Ambas huyeron, pasando, como la víspera, cerca de
Charny.
El desconocido, por su lado, huía también. El joven, que
no había podido abandonar el suelo en que estaba encadenado
por la postración de un dolor indecible, percibió el ruido
simultáneo de dos puertas que se cerraban.
No trataremos de pintar la situación en que se halló
Charny después de este horrible descubrimiento.
El desventurado pasó la noche vagando frenético por el
parque y las calles de árboles, a los cuales reprochaba con
desesperación su criminal complicidad.
Enloquecido durante algunas horas, no recuperó la razón
más que chocando en su carrera ciega con la espada que había
tirado para no caer en la tentación de servirse de ella.
Esta hoja, que trabó sus pies y originó su caída, le hizo
recordar de pronto el sentido de su fuerza, así como el de su
dignidad. Un hombre que siente una espada en la mano no
puede hacer otra cosa, si está loco, todavía, que atravesarse
con ella o herir a quien le ofende; no tiene el derecho de ser
débil o de tener miedo.
Charny volvió a ser, pues, lo que era siempre; un espíritu
bien templado, un cuerpo vigoroso. Dejó de caminar de
aquella manera insensata que le hacía tropezar con los árboles
y se dirigió rectamente y en silencio por la avenida en la que
se notaban aún las huellas de las dos mujeres y del
desconocido.
Fue a visitar la plazoleta en que se había sentado la reina.
El musgo, aun aplastado, demostraba a Charny su desgracia y
la dicha del otro. En lugar de gemir y dejar que su furor se
adueñase otra vez de su cabeza, Oliverio se puso a reflexionar
sobre la naturaleza de este amor oculto y la condición de la
persona que lo inspiraba.
Empezó a explorar los pasos de este señor, con la fría
atención que hubiese puesto en examinar las huellas de una
fiera. Hizo un reconocimiento en la puerta de los baños de
Apolo; vio, escalando la albardilla del muro, pisadas de
caballo y hierba comida.
“¡Viene por aquí! Viene, no de París, sino de Versalles—
pensó Oliverio—. Viene solo y mañana volverá, puesto que ha
dicho: “¡Hasta mañana!”
“Hasta mañana devoraré silencioso, no las lágrimas que
vierten mis ojos, sino la sangre que sale a oleadas de mi
corazón.
“Mañana será el último día de mi vida, o seré un cobarde
y demostraré que no he amado nunca.
“Vamos, vamos—dijo golpeando suavemente su corazón,
de la misma manera que el caballero palmea el cuello del
corcel que le lleva—, calma, serenidad, puesto que la prueba
no ha terminado todavía”.
Dicho esto, dirigió una última mirada a su alrededor,
apartó los ojos del palacio, en el que temía ver iluminada la
ventana de la reina, de la pérfida reina, porque esta luz hubiera
sido una última mentira, una mancha más.
En efecto, la ventana iluminada, ¿no significa acaso que
está ocupada la habitación? ¿Por qué mentir así cuando se
tiene el derecho del impudor y del deshonor y cuando es tan
poca la distancia a salvar entre la vergüenza oculta y el
escándalo público?
La ventana de la reina estaba iluminada.
—¡Hacer creer que se encuentra en sus habitaciones
cuando corre por el parque con un amante…! Verdaderamente
es el disimulo de la castidad —lamentó Charny escupiendo las
palabras con amarga ironía—. Es demasiado buena la reina
para disimular así con nosotros. Quizá tema contrariar a su
marido.
Y clavándose las uñas en la carne, el joven emprendió el
regreso, con mesurado paso, hasta la casa.
—Han dicho ellos: “Hasta mañana”— añadió después de
haber saltado por el balcón—. ¡Sí, hasta mañana…, para todos,
porque mañana seremos cuatro en la cita, señora!
LXVII.- MUJER Y REINA

Reprodujéronse al día siguiente las mismas peripecias. La


puerta se abrió a las doce de la noche en punto. Aparecieron
las dos mujeres.
Era, como en el cuento árabe, la asiduidad de los genios
obedientes a los talismanes, a horas fijas. Charny había
adoptado todas las resoluciones; quería conocer aquella noche
al feliz personaje a quien favorecía la reina.
Fiel a sus costumbres, aunque no fuesen inveteradas,
caminó escondiéndose en los setos; pero cuando llegó al sitio
donde dos días antes había tenido lugar el encuentro entré los
dos amantes, no encontró a nadie.
La compañera de la reina arrastraba a Su Majestad hacia
los baños de Apolo.
Una horrible ansiedad, un nuevo sufrimiento abrumó a
Charny. En su inocente probidad, no se había imaginado que el
crimen pudiera llegar hasta allí.
La reina, sonriente y cuchicheando, se dirigía hacia el
sombrío asilo en el umbral del cual esperaba con los brazos
abiertos el gentilhombre desconocido.
Ella entró, tendiendo también sus brazos, y la reja de
hierro cerróse tras ambos.
La cómplice se quedó fuera, apoyada en un ciprés
tronchado, rodeado de follaje.
Charny no había calculado sus fuerzas, que no podían
resistir un choque parecido. En el momento en que la rabia iba
a hacer que se precipitase sobre la confidente de la reina para
desenmascararla, para reconocerla, injuriarla, ahogarla tal vez,
la sangre se agolpó como un torrente atropellado en las sienes
y le abatió.
Cayó sobre el musgo dejando escapar un débil suspiro,
que turbó un segundo la tranquilidad de la centinela colocada
en las puertas de los baños de Apolo.
Una hemorragia interna, causada por su herida que se
había vuelto a abrir, le ahogaba.
Recobró el conocimiento por el frío del rocío, por la
humedad de la tierra, por la viva impresión de su propio dolor.
Se levantó dando traspiés, reconoció el lugar, recordó y
buscó.
La centinela había desaparecido y no se oía el menor
ruido. Un reloj que daba las dos en Versalles le demostró que
su desmayo había sido muy largo.
Sin duda alguna la espantosa visión se había esfumado:
reina, amante, acompañante, habían tenido tiempo de
desaparecer. Charny pudo convencerse de ello mirando por
encima de las paredes las huellas recientes de la partida de un
caballero.
Estos vestigios y algunas ramas rotas cerca de la reja de
los baños de Apolo formaban la convicción del pobre joven.
La noche fue un largo delirio. A la mañana siguiente no
se había calmado todavía.
Pálido cual un muerto, como si le hubieran puesto diez
años encima, llamó a su ayuda de cámara y se hizo vestir de
terciopelo negro, como un rico del Tercer Estado.
Sombrío, silencioso, consumiendo todo su dolor, se
encaminó hacia el palacio del Trianón en el momento en que
la guardia acababa de ser relevada, es decir, hacia las diez.
La reina salía de la capilla donde había oído misa.
A su paso se inclinaban respetuosamente las cabezas y las
espadas.
Charny notó que algunas mujeres enrojecían de despecho
al ver que la reina era muy hermosa.
Bella era, en efecto, con sus hermosos cabellos peinados
encima de las sienes. Su rostro, de trazos finos, su boca
sonriente, sus ojos fatigados pero iluminados por una dulce
claridad…
De pronto divisó a Charny en el extremo de la fila. Se
sonrojó y dio un grito de sorpresa. Charny no bajó la cabeza.
Continuó mirando a la reina, que leyó en su mirada una nueva
desgracia. Ella fue hacia él.
—Os creía en vuestras posesiones, señor de Charny—
dijo severamente.
—He vuelto, señora— respondió el joven en tono breve y
casi descortés.
Ella, a quien jamás se le escapaba un matiz, quedó
estupefacta.
Después de aquel cambio de miradas y de palabras casi
hostiles, María Antonieta se volvió hacia donde estaban las
damas.
—Buen día, condesa— saludó amistosamente a la señora
de La Motte.
Esta hizo un guiño familiar con los ojos.
Charny, estremecido, miró más atentamente.
Juana, inquieta por esta atención, volvió la cabeza.
Oliverio la siguió mirando como hubiera hecho un loco,
hasta que ella volvió de nuevo el rostro.
Después la examinó estudiando su modo de caminar.
La reina saludaba a derecha e izquierda, pero seguía sin
embargo los gestos de los dos observadores; se dijo:
“¿Habrá perdido la cabeza? ¡Pobre muchacho!”
Y volvió de nuevo hacia él.
—¿Cómo os encontráis, señor de Charny?
—¡Muy bien, señora, pero gracias a Dios, menos bien
que Vuestra Majestad!
Y saludó a la reina en una forma que la asustó, como
antes la había sorprendido.
“Algo ocurre”, pensó Juana siempre atenta.
—¿Dónde os alojáis ahora?
—En Versalles, señora.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace tres noches— contestó el joven apoyando
las palabras con la mirada, el gesto y la voz.
La reina no manifestó la menor emoción; Juana se
estremeció.
—¿No tenéis acaso nada que decirme?— preguntó la
reina a Charny con voz angelical.
—¡Oh, señora, tendría demasiadas cosas que decir a
Vuestra Majestad!
—¡Venid, entonces!— ordenó ella bruscamente.
“Observemos”, pensó Juana.
La reina, a grandes pasos, se dirigió hacia sus
habitaciones. Todos la seguían, pero con menos viveza que
ella. Lo que le pareció providencial a la señora de La Motte
fue que María Antonieta, para evitar que pareciese que
buscaba una entrevista a solas, dijo a algunas personas que la
siguiesen.
Entre ellas se deslizó Juana.
María Antonieta llegó a sus habitaciones y despidió a la
señora de Misery y a toda la servidumbre.
Hacía un tiempo dulce y velado, el sol no penetraba a
través de las nubes, pero hacía filtrar su calor a través de las
espesas masas algodonadas y azules.
La reina abrió la ventana que daba a una pequeña terraza
y se colocó delante de un velador lleno de cartas. Esperaba.
Poco a poco, las personas que le habían seguido,
comprendieron su deseo de estar sola y se alejaron.
Charny, impaciente, devorado por la cólera, estrujaba el
sombrero entre sus manos.
—¡Hablad, hablad!— dijo la reina—. Me parece que
estáis muy turbado.
—¿Por dónde podría empezar?.— murmuró el joven, que
pensaba en voz alta—. ¿Cómo puedo atreverme a acusar el
honor, la fe y la majestad?
—¿Qué decís?— exclamó María Antonieta volviéndose
con viveza y lanzándole una mirada centelleante.
—¡Y no obstante no diré sino lo que he visto!—
prosiguió Charny.
La reina se levantó.
—Caballero— dijo fríamente—, muy temprano es para
suponer que estéis ebrio; sin embargo, observáis una conducta
impropia de un gentilhombre en ayunas.
Creía haberle abatido con este apostrofe despreciativo,
pero él, inmóvil, dijo:
—En realidad, ¿qué es una reina? Una mujer. ¿Y qué soy
yo? Un hombre y un súbdito.
—¡Caballero!
—Señora, no turbemos lo que os tengo que decir con una
cólera que me llevaría a la locura. Creo haber demostrado que
respeto a la majestad real; temo haber probado que sentía un
amor insensato hacia la persona de la reina. Así, pues, elegid a
cuál de las dos, reina o mujer, queréis que este adorador lance
una acusación de oprobio y de deslealtad.
—Señor de Charny— exclamó la reina palideciendo y
dirigiéndose hacia el joven—, si no salís de aquí, os haré echar
por mis guardias.
—¡Voy a deciros, antes de ser echado, el por qué sois una
reina indigna y una mujer sin honor!— replicó Charny ebrio
de furor—. ¡Desde hace tres noches he permanecido en
vuestro parque!
En lugar de verla saltar, como esperaba, ante este terrible
golpe, Charny comprobó que la reina levantaba la cabeza y
que se acercaba.
—Señor de Charny, — dijo ella tomándole la mano— os
halláis en un estado que me inspira piedad; tened cuidado;
vuestros ojos despiden brasas, vuestras manos tiemblan, estáis
pálido, toda vuestra sangre afluye al corazón. Sufrís. Voy a
llamar.
—¡Os he visto! ¡Os he visto!— repitió fríamente el joven
—; os he visto con aquel hombre cuando le dabais la rosa;
cuando os besó las manos y cuando entrasteis con él en los
baños de Apolo.
La reina se pasó la mano por la frente para asegurarse de
que no soñaba.
—Vamos, sentaos— insistió—, porque vais a caeros si no
os sostengo.
Dejóse caer Charny en un sillón; la reina se sentó cerca
de él en un taburete; después, con sus manos entre las suyas y
mirándole hasta el fondo del alma, le habló:
—Quedaos tranquilo, serenad el corazón y la cabeza y
repetidme lo que acabáis de decirme.
—¡Oh! ¿Me queréis matar?— gimió el desgraciado.
—Dejad que os pregunte. ¿Cuándo volvisteis de vuestras
posesiones?
—Hace quince días.
—¿Dónde residís?
—En la casa del montero, que arrendé ex profeso.
—¿La casa del suicida, en los límites del parque?
Charny hizo con la cabeza un movimiento afirmativo.
—¿Decís que visteis conmigo a una persona?
—Digo, en primer término, que os vi a vos.
—¿Dónde?
—En el parque.
—¿A qué hora? ¿Qué día?
—A medianoche, la primera vez el martes.
—¿Vos me visteis?
—Tal como os estoy viendo. Y también a la que os
acompañaba.
—¿Alguien me acompañaba? ¿Reconoceríais a esa
persona?
—Hace poco me ha parecido verla aquí, pero no me
atrevería a afirmarlo, pues sólo puedo juzgar por el porte. El
rostro se oculta a la hora de cometer faltas.
—¡Bien!— dijo la reina con calma—; ¿no habéis
reconocido a mi compañera, pero sí a mí…?
—¡Oh! A vos, señora…, ¿dudáis de que os veo ahora?
La reina hizo un ademán de impaciencia.
—Y…, ese compañero— dijo— a quien yo he dado una
rosa…, ¿porque decís que me visteis dar una rosa…?
—Sí; a ese caballero no he podido alcanzarlo nunca.
—Sin embargo, le conocéis…
—Se le llama monseñor; esto es todo lo que sé.
La reina se golpeó la frente con furor concentrado.
—Proseguid— dijo—, el martes he dado una rosa…, ¿y
el miércoles?
—El miércoles disteis vuestras dos manos a besar.
—¡Oh!…— murmuró ella retorciendo sus manos—. En
fin, ¿y el jueves?, ¿qué hice ayer?
—Ayer pasasteis una hora y medía en la gruta de Apolo
con ese hombre, donde vuestra compañera os había dejado
solos.
La reina se levantó impetuosamente.
—Y…, vos…, ¿me habéis visto?
Charny levantó una mano al cielo para jurar.
—¡Oh!…— exclamó la reina arrebatada por el furor—.
¡Y jura!
Charny repitió solemnemente su ademán acusador.
—¿A mí? ¿A mí?— murmuraba María Antonieta—. ¿Me
visteis a mí?
—Sí, a vos; el martes llevabais un vestido verde con
rayas doradas de muaré; el miércoles el vestido de grandes
flores. Ayer el de color de hoja marchita con el que ibais
vestida el día en que os besé la mano por primera vez. ¡Erais
vos, erais vos! Muero de dolor y de vergüenza cuando os lo
digo: os lo juro por mi Dios, por mi vida y por mi honor.
¡Erais vos, señora, erais vos!
La reina empezó a dar vueltas a grandes pasos por la
terraza, sin preocuparse de los espectadores que, desde abajo,
la devoraban con la mirada.
—Si os hiciese un juramento— dijo—; ¡si jurase por mi
hijo, por mi Dios!… ¡Oh, no me creéis! ¡No me creéis!
Charny bajó la cabeza.
—¡Insensato!— gritó la reina sacudiéndole la mano con
energía y le arrastró desde la terraza a la habitación—. ¿Es,
pues, rara voluptuosidad acusar a una mujer inocente,
irreprochable? ¿Es un gran honor deshonrar a una reina?…
¿Me creerás si te digo que no era yo la que has visto? ¿Me
creerás si te juro por Cristo que, desde hace tres días, no he
salido después de las cuatro de la tarde? ¿Quieres que te
demuestre por mis damas, por el propio rey, que me ha visto
aquí, que no podía estar en otra parte? ¡No… no… no me cree,
no me cree!
—¡Os he visto!— replicó fríamente Charny.
—¡Ah! ¡Ya sé!—exclamó de pronto la reina—. ¿Acaso
no se me calumnió ya en modo semejante? ¿No me vieron
quizás en la Ópera escandalizando a la corte y en casa de
Mesmer en actitud de éxtasis, escandalizando a los curiosos y
alegrando a las jóvenes? ¡Vos lo sabéis bien, puesto que os
batisteis por mí!
—Señora, en aquel tiempo me batí porque no lo creía.
Hoy me batiría porque lo creo.
La reina levantó al cielo sus brazos rígidos por la
desesperación; dos lágrimas ardientes rodaron por sus mejillas
hasta su pecho.
—¡Dios mío!— exclamó— enviadme una idea que me
salve. Yo no quiero que él me desprecie. ¡Oh Dios mío!
Charny sintió conmoverse hasta el fondo de su corazón
por esta sencilla y suprema súplica y ocultó el rostro entre sus
manos.
La reina guardó silencio un instante y después de haber
reflexionado, dijo:
—Caballero, me debéis una reparación y vais a saber lo
que exijo de vos. Decís que durante tres noches seguidas me
visteis en el parque con un hombre. Sin embargo ya sabíais
que alguien abusaba de su semejanza conmigo; una mujer a
quien no conozco. Puesto que preferís creer que era yo quien
trasnochaba fuera de palacio, puesto que sostendríais en todo
momento que era yo, volved al parque a la misma hora, volved
conmigo. Si he sido yo a quien visteis ayer, forzosamente no
me veréis hoy, puesto que estaré al lado vuestro. Y si es otra,
¿por qué no la hemos de ver? Y si la vemos…, ¡ah! caballero,
¿no sentiréis todo lo que me hicisteis sufrir?
Charny, llevando ambas manos al corazón, murmuró:
—Hacéis demasiado en mi favor, señora; yo merezco la
muerte; no me aniquiléis con vuestra bondad.
—Os aniquilaré con pruebas— dijo la reina—. No digáis
una palabra a nadie. Esta noche a las diez esperad en la puerta
de la casa del montero y sabréis qué he dispuesto para
convenceros.
Charny se arrodilló sin decir una palabra y salió.
Al final del segundo salón, paso involuntariamente
rozando el vestido de Juana, que le seguía con los ojos y que, a
la primera llamada de la reina estaba dispuesta a entrar en sus
habitaciones con todos los demás.
LXVIII.- MUJER Y DEMONIO

La condesa había notado la turbación de Charny, la solicitud


de la reina y el apresuramiento de ambos para entablar
conversación.
Era más de lo que necesitaba una mujer de su
temperamento para adivinar muchas cosas, y consideramos
inútil añadir lo que todos habrán comprendido ya.
Tras el encuentro preparado por Cagliostro entre la señora
de La Motte y Olive, la comedia de las tres últimas noches
puede pasar sin comentarios.
Juana, que había entrado donde estaba la reina,
escuchaba, observaba; quería adivinar en el semblante de
María Antonieta las pruebas de lo que ella sospechaba.
Pero la reina, desde poco tiempo atrás se había
acostumbrado a desconfiar de todo el mundo. No dejó traslucir
nada, y la señora de La Motte quedó reducida al terreno de las
conjeturas.
Había ordenado ya a uno de sus lacayos que siguiese al
señor de Charny. El criado volvió para anunciarle que el señor
conde acababa de entrar en una casa que estaba al final del
parque, cerca de los setos.
“No hay duda— pensó Juana—, este hombre es un
enamorado que lo ha visto todo”.
Oyó que la reina decía a la señora de Misery:
—Me siento muy débil, querida Misery y esta noche me
acostaré a las ocho.
Como la dama de honor insistía, añadió la reina:
—No recibiré a nadie. “Está bastante claro— siguió
meditando Juana—; sería una loca si no lo comprendiese”.
La reina emocionada aún por la entrevista que había
tenido con Charny, no tardó en despedir a todo el séquito.
Juana lo celebró por primera vez desde su entrada en la corte.
“El juego está enredado— pensó—. ¡A París! Llegó la
hora de deshacer lo hecho”.
Y partió en seguida de Versalles. Conducida a su casa, en
la calle de Saint-Claude, encontró una soberbia vajilla de plata
que el cardenal había mandado aquella misma mañana.
Luego de dirigir a este regalo una mirada indiferente,
aunque era de precio, miró tras las cortinas a la casa de Olive,
cuyas ventanas no estaban abiertas aún. Olive dormía, fatigada
sin duda; hacía mucho calor.
Juana se hizo llevar a casa del cardenal, al que halló
radiante, henchido, insolente de alegría, y de orgullo. Sentado
ante su rica mesa de escribir, obra maestra de Boule, el
príncipe rompía y volvía a escribir una carta que empezaba
siempre del mismo modo y no acababa nunca.
Al anunciar el criado a Juana, el cardenal exclamó:
—¡Querida condesa!
Y corrió a su encuentro.
Juana recibió los besos que el cardenal le daba en las
manos y en los brazos. Sentóse cómodamente para sostener
mejor la conversación.
Monseñor empezó renovando sus protestas de
agradecimiento, a las que no faltaba una sincera elocuencia.
Juana le interrumpió.
—¿Sabéis que sois un amante muy fino, monseñor, y os
lo agradezco mucho?
—¿Por qué?
—No es por el encantador regalo que me enviasteis esta
mañana, sino por la atención tenida al no enviarlo a la casita
de descanso. Verdaderamente es una delicadeza. Vuestro
corazón no se prostituye, se entrega.
—¿Quién osaría hablar de delicadeza ante vos, condesa?
—No sois un hombre feliz, sino un dios triunfante— dijo
Juana.
—Lo confieso, y la felicidad me asusta y me entorpece;
me hace imposible la vista de otros hombres. Me estoy
acordando de aquella fábula pagana de Júpiter fatigado de sus
propios rayos.
Juana sonrió.
—¿Venís de Versalles?— preguntó él ávidamente.
—Sí.
—¿La… habéis visto?
—Acabo de dejarla.
—¿No… ha dicho nada?
—¿Qué queríais que dijese?
—Perdonad. No es curiosidad, es frenesí.
—No me preguntéis nada.
—¡Oh! ¡Condesa!…
—Os repito que no me preguntéis.
—¡En qué forma me decís esto! Se creería al oíros que
me traéis una mala noticia.
—No me hagáis hablar, monseñor.
—¡Condesa!… ¡Condesa!…
Y el cardenal palideció.
—Una dicha excesiva se parece al punto culminante de la
rueda de la fortuna— dijo—. Tras el apogeo comienza el
descenso. No disimuléis si hay alguna contrariedad: ¿la hay,
verdad?
—Por el contrario, monseñor, yo llamaría a esto una gran
suerte— replicó Juana.
—¿Esto?… ¿Qué es esto?.., ¿Qué queréis decir?… ¿Qué
es una suerte?
—No haber sido descubierto— contestó secamente Juana.
—¡Oh!— exclamó sonriendo el príncipe—. Con
precaución, inteligencia, dos corazones y un espíritu
predilecto…
—Un espíritu y dos corazones, monseñor, no impiden
nunca a los ojos ver entre el follaje.
—¿Nos han visto?— interrogó espantado el señor de
Rohan.
—Todo me induce a creerlo.
—En ese caso… nos habrán conocido también…
—Si os hubiesen reconocido, este secreto estaría en poder
de alguien, Juana de Valois en el fin del mundo, y vos muerto.
—Ciertamente. Mas ved que esas reticencias, condesa,
me queman a fuego lento. Nos han visto; bien. Pero se ve a
mucha gente pasear por el parque. ¿Acaso no está permitido?
—Preguntádselo al rey.
—¿El rey lo sabe?
—Estáis como nunca, monseñor. Si el rey lo supiese, vos
estaríais en la Bastilla y yo en el hospital. Pero como un
contratiempo evitado vale por dos felicidades prometidas, os
vengo a decir que no tentéis de nuevo a Dios.
—¡Cómo!— exclamó el cardenal—. ¿Qué significan
vuestras palabras, querida condesa?
—¿Acaso no las comprendéis?
—Tengo miedo de ello.
—En cambio yo tendré miedo si no me tranquilizáis.
—¿De qué modo?
—No yendo más a Versalles.
El cardenal tuvo un sobresalto.
—¿De día?— dijo sonriendo.
—Ni de día ni de noche.
El señor de Rohan se estremeció y dejó la mano de la
condesa.
—Imposible— dijo.
—Ahora me toca a mí miraros cara a cara; creo que
habéis dicho que era imposible. ¿Por qué imposible?
—Porque tengo en el corazón un amor que no acabará
sino con mi vida.
—Me doy cuenta— interrumpió Juana irónicamente— y
para llegar más pronto a ello persistís en volver al parque. Si lo
hacéis, vuestro amor acabará con vuestra vida y ambos serán
segados con el mismo golpe.
—¡Qué miedo tenéis, condesa! ¡Vos que erais tan valiente
ayer!
—Tengo la valentía de los animales. Nada temo mientras
no hay peligro.
—Yo en cambio tengo el valor de mi casta. No soy feliz
sino en presencia del peligro.
—Muy bien, pero en tal caso, permitidme que os diga…
—Nada, condesa, nada— exclamó el enamorado cardenal
—; el sacrificio está hecho y la suerte echada. Vendrá tal vez la
muerte, pero también el amor ¡Volveré a Versalles!
—¿Solo?— dijo la condesa.
—¿Seríais capaz de abandonarme?— interrogó el señor
de Rohan en tono de reproche.
—Desde luego.
—Pero ella irá.
—Os equivocáis.
—¿Vinisteis tal vez a anunciarme esto de su parte?— dijo
temblando el cardenal.
—Era el golpe que estaba tratando de atenuar desde hace
media hora.
—¿No quiere verme?
—Nunca más y he sido yo quien se lo ha aconsejado.
—Señora— se dolió el prelado—, es una crueldad hundir
el puñal en un corazón que sabéis que ama.
—Sería peor para mí, monseñor, que se perdiesen dos
locos por falta de un buen consejo. Lo doy y que lo aproveche
quien quiera.
—Condesa, es preferible morir.
—Eso es cosa vuestra y no difícil.
—Morir por morir— murmuró el cardenal con voz
sombría—, prefiero el fin del réprobo. Bendito sea el infierno,
en donde encontraré a mi cómplice.
—¡Santo prelado, estáis blasfemando!— escandalizóse la
condesa—. ¡Súbdito, destronáis a vuestra reina! ¡Hombre,
perdéis a una mujer!
El cardenal cogió a la condesa por la mano y arrastrado
por el delirio, exclamó:
—Confesad que ella no os ha dicho esto y que no me
abandonará así.
—Os hablo en su nombre.
—Es un aplazamiento lo que ella pide.
—Consideradlo como queráis, mas cumplid su orden.
—El parque no es el único lugar donde las personas
pueden verse…, hay lugares más seguros… La reina estuvo
una vez en vuestra casa, Condesa…
—Monseñor, no añadáis una palabra más; llevo conmigo
un peso mortal: el de vuestro secreto. No me siento animada a
llevarlo durante mucho tiempo. Lo que vuestras
indiscreciones, el azar o la malevolencia de un enemigo no
podrán conseguir, lo harán los remordimientos. Mirad, la creo
capaz, en un momento de desesperación, de confesárselo todo
al rey.
—¡Dios, mío! ¿Es posible eso?— exclamó él señor de
Rohan—. ¿Ella haría eso?
—Si la vieseis, sentiríais compasión.
El cardenal se levantó rápidamente.
—¿Qué hacer?— inquirió.
—Concederle el consuelo del silencio.
—Creerá que la he olvidado.
Juana levantó los hombros.
—Me acusará de ser un cobarde.
—Cobarde por salvarla, nunca.
—¿Una mujer perdona que no se la vea?
—No la juzguéis como me juzgaríais a mí.
—La considero valiente y fuerte. La amo por su valentía
y por su noble corazón. Puede, pues, contar conmigo como
con ella misma. La veré por última vez; conocerá todo mi
pensamiento y lo que ella decida después de haberme oído, lo
cumpliré como si fuese un voto sagrado.
Juana se levantó y dijo:
—Como queráis. Pero iréis solo. Yo he echado la llave
del parque al Sena hoy, cuando volvía, y ahora saldré para
Suiza o para Holanda. Cuanto más lejos esté de la bomba,
menos temeré el estallido.
—¡Condesa! ¿Me dejáis? ¡Dios mío! ¿Con quién hablaré
de ella, entonces?
Juana recordó las escenas de Moliere; jamás un insensato
Valerio había dado a la astuta Dorina respuestas más cómodas.
—¿No tenéis el parque y sus ecos?— comentó
—.Enseñadles el nombre de vuestra Amarilis.
—Condesa, tened compasión. Estoy desesperado—
musitó el prelado con un acento que le salía del corazón.
—Pues bien— replicó Juana con la energía brutal del
cirujano que decide la amputación de un miembro—, si estáis
desesperado, señor de Rohan, no os abandonéis a chiquilladas
más peligrosas que la pólvora, que la peste y que la muerte. Si
os sentís tan inclinado hacia esa mujer, conservadla en lugar
de perderla, y si no os falta por completo corazón y memoria,
no arrastréis en vuestra ruina a aquellos que os han servido por
amistad. Yo no juego con fuego. ¿Me juráis no dar un paso en
quince días para ver a la reina? Ni siquiera verla ¿me oís bien?
Si lo juráis me quedaré y aun podré serviros. ¿Estáis decidido
por el contrario a afrontarlo todo para quebrantar su
prohibición y la mía? En cuanto lo sepa, partiré a los diez
minutos. Y vos saldréis del apuro como podáis.
—Es espantoso— murmuró el cardenal—; la caída es
terrible. Perder la felicidad. ¡Oh! ¡Moriré de dolor!
—¡Vamos!— dijo Juana al oído—. En otro tiempo
amabais por amor propio.
—Hoy amo con frenesí— repuso el cardenal.
—Sufrid entonces hoy. Es una consecuencia de la
situación. Vamos, monseñor, ¿qué decidís? ¿Me quedo o me
pongo en camino?
—Quedaos, condesa, pero, buscadme un calmante. La
herida es demasiado dolorosa.
—¿Juráis obedecerme?
—¡Palabra de Rohan!
—¡Bien! Ya he hallado vuestro calmante. Os he
prohibido verla y hablarle, mas no escribirle.
—¿De veras?— exclamó el insensato, reanimado por esa
esperanza—. ¿Podré escribirle?
—Probadlo.
—Y… ¿me responderá ella?
—Lo probaré.
El cardenal besó entusiasmado la mano de Juana
llamándola su ángel tutelar.
Mucho debió reírse el demonio que tenía su residencia en
el corazón de la condesa…
LXIX.- LA NOCHE

A las cuatro de la tarde de aquel mismo día, un hombre a


caballo se detuvo en el lindero del parque, detrás de los baños
de Apolo.
El caballero daba un paseo; llevaba su cabalgadura al
paso, y pensativo como Hipólito, y como él apuesto, dejaba
libres las riendas sobre las crines de su corcel.
Se detuvo, como hemos dicho, en el mismo lugar en que
desde hacía tres días el señor de Rohan parábase con su
caballo. El suelo, en aquel sitio, estaba pisoteado por las
herraduras, y los arbustos presentaban señales de haber sido
mordidos en el espacio que rodeaba el tronco de roble al que
había atado el caballo. El jinete echó pie a tierra.
—He aquí un lugar bien devastado— dijo.
Y se acercó a la pared.
—Aquí hay señales de un escalo y una puerta
recientemente abierta. Era realmente lo que yo había pensado.
No en vano hice la guerra a los indios; conozco el paso de los
caballos y de los hombres. Hace quince días que el señor de
Charny ha vuelto y durante este tiempo no ha aparecido. He
aquí la puerta que utilizó para entrar en Versalles.
Y al decir estas palabras, el caballero suspiró
dolorosamente, como si el alma se le fuera en el suspiro.
—Dejemos al prójimo su felicidad— murmuró al tiempo
que contemplaba las huellas sobre el césped y en la pared. Lo
que Dios concede a los unos, lo niega a los otros. No en balde
creó a los felices y a los desgraciados. ¡Bendita sea, pues, su
voluntad! No obstante, me haría falta una prueba. ¿A qué
precio y por qué medio conseguirla? ¡Oh! Nada más sencillo.
Tras los brezos, por la noche, un hombre no puede ser
descubierto y desde su escondrijo, verá a los que llegan. Esta
noche yo estaré tras los brezos.
El caballero recogió las riendas, montó lentamente y sin
apresurar el paso de su caballo, desapareció tras el recodo que
formaba la pared.
Por lo que se refiere a Charny, obediente a las órdenes de
la reina, se había encerrado en sus habitaciones esperando la
llegada del mensaje.
Llegó la noche y no vino nadie. El joven, en lugar de
espiar tras la ventana del pabellón que daba al parque, miraba
desde la habitación hacia la ventana que daba a la calle. La
reina le había dicho: “En la puerta de la casa del montero”.
Pero ventana y puerta eran una misma cosa en el piso bajo. Lo
interesante era ver todo lo que ocurría.
Aguardaba en la negra noche, esperando de un momento
a otro oír el galope de un caballo o el paso apresurado de un
mensajero.
Dieron las diez y media. Nada. La reina se había burlado
de Charny. Había hecho una concesión ante la primera
impresión de la sorpresa.
Avergonzada, había prometido lo que no podía cumplir y,
lo que es peor, había hecho esa promesa sabiendo que no podía
cumplirla.
Charny, con la rápida facilidad para la sospecha que
caracteriza a las personas apasionadas en el amor, se
reprochaba ya el haber sido tan crédulo.
—¿Cómo habiendo visto, he podido creer en los
embustes y sacrificar mi convicción y mi certeza a una
estúpida esperanza?— murmuró.
Y se aferraba a este funesto pensamiento, cuando el ruido
de un puñado de arena, lanzado contra los cristales de la otra
ventana atrajo su atención y le hizo correr hacia el lado del
parque.
Bajo una ancha capa negra, vio entonces, en el soto del
parque, una cabeza de mujer que levantaba hacia él su rostro
pálido e inquieto.
No pudo contener un grito de alegría y pena al mismo
tiempo. ¡La mujer que le esperaba y, que le llamaba, era la
reina!
De un salto pasó a través de la ventana y vino a caer cerca
de María Antonieta.
—¡Ah! ¿Estáis aquí ya, caballero? ¿Qué estabais
haciendo?
—¡Vos! ¡Vos, señora!… ¿Es posible?— replicó Charny
prosternándose.
—¿No me esperabais entonces?
—Os esperaba por el lado de la calle, señora.
—¿Podía venir por la calle siendo tan sencillo hacerlo por
el parque?
—No me hubiese atrevido a creer que os vería, señora—
dijo Charny con acento de apasionada gratitud.
Ella le interrumpió.
—No permanezcamos aquí. Hay luna. ¿Lleváis vuestra
espada?
—Sí.
—Bien… ¿Por dónde decís que entraron las personas que
visteis?.
—Por esta puerta.
—¿A qué hora?
—Siempre a medianoche.
—No existe ningún motivo para que esta noche no
vengan. ¿Hablasteis a alguien de esto?
—A nadie.
—Entremos en los setos y esperemos.
—¡Majestad!…
La reina pasó delante y con caminar bastante rápido
recorrió un trecho en sentido diagonal.
—Ya comprenderéis— dijo de pronto adelantándose al
pensamiento de Charny— que no me he divertido contando
este asunto al jefe de policía. Desde que me quejé, el señor de
Crosne debió aclarar el enredo. Si la mujer que usurpa mi
nombre después de haber utilizado su parecido conmigo, no ha
sido detenida, si este misterio no ha sido descifrado, debéis
suponer que se debe a dos motivos: o a la incapacidad del
señor de Crosne— que no significa nada— o a su connivencia
con mis enemigos. Y me parece difícil que en mi casa, en mi
parque, se permita alguien la innoble pantomima que me
habéis hecho conocer, sin estar seguro de un apoyo directo o
de una tácita complicidad. He aquí por qué las personas que se
han hecho culpables me parecen lo suficiente peligrosas para
que sea yo misma quien las desenmascare. ¿Qué pensáis sobre
esto?
—Pido a Vuestra Majestad autorización para no tener que
expresarme. Estoy desesperado. No tengo ya sospechas sino
temores.
—Al menos vos sois una persona honrada— dijo con
viveza la reina—; sabéis decir las cosas cara a cara. Es un
mérito que a veces puede herir a los inocentes cuando a
propósito de ellos se hacen falsas suposiciones, pero una
herida se cura.
—Señora, son ya las once; estoy temblando.
—Aseguraos de que no hay nadie por aquí— rogó la
reina para alejar a su compañero.
Charny obedeció. Recorrió los setos hasta los muros.
—Nadie— informó al volver.
—¿Dónde se desarrolló la escena que me contasteis?
—Señora, en el instante mismo en que volvía de mi
recorrida he recibido en mi corazón una impresión terrible. Os
he visto en el mismo lugar en que, las noches últimas, vi a la…
falsa reina de Francia.
—¡Aquí!— exclamó la reina alejándose con desagrado
del lugar en que se encontraba.
—Bajo ese castaño, sí, señora.
—Pues entonces, caballero— dijo María Antonieta—, no
nos quedemos aquí, porque si han venido, volverán.
Charny siguió a la reina por otra alameda. Su corazón
latía tan fuerte, que temía no poder oír el ruido de la puerta
cuando se abriese.
Ella, silenciosa y altiva, esperaba que la prueba viviente
de su inocencia no tardase en aparecer.
Dieron las doce. La puerta no se abrió.
Transcurrió media hora durante la cual María Antonieta
preguntó diez veces a Charny si los impostores habían sido
exactos en las citas anteriores.
Dio la una menos cuarto la iglesia de San Luis de
Versalles.
La reina, impaciente, golpeaba el suelo con el pie.
—Ya veréis como hoy no vendrán. ¡Estos contratiempos
sólo me ocurren a mí!
Al decir estas palabras miraba a Charny como para
amonestarle, en el caso de que hubiese adivinado en sus ojos
la menor señal de triunfo o de ironía.
Pero él, palideciendo a medida que sus sospechas iban
tomando de nuevo consistencia, guardaba una actitud tan
grave y melancólica, que verdaderamente su semblante
reflejaba en aquel momento la serena paciencia de los mártires
y de los ángeles.
La reina se apoyó en su brazo y le condujo hasta el
castaño donde se habían detenido al llegar.
—¿Decís que fue aquí donde visteis? …
—Aquí mismo, señora.
—Aquí le dio una rosa la mujer al hombre, ¿verdad?
—Sí, Majestad.
La reina estaba tan débil por su larga permanencia en el
húmedo parque, que se apoyó en el tronco del árbol e inclinó
la cabeza sobre el pecho.
Insensiblemente sus rodillas se doblegaron y como no
estaba ya apoyada en el brazo de Charny, cayó sobre la hierba
y el musgo.
Charny permanecía inmóvil y sombrío.
Ella apoyó el rostro en sus dos manos y el joven no pudo
ver así una lágrima que se deslizaba por entre aquellos dedos
afilados y blancos.
De pronto, levantando de nuevo la cabeza, dijo:
—Caballero, tenéis razón; estoy condenada. Os prometí
demostraros que me habíais calumniado. Dios no lo permite y
yo me conformo.
—Señora…— murmuró Charny.
—Hice lo que ninguna mujer hubiera hecho en mi lugar.
Ya no hablo de las reinas. ¡Oh! Caballero, ¿qué es una reina
cuando ni siquiera puede reinar sobre un corazón? ¿Qué es una
reina cuando ni la estima de un hombre honrado puede
obtener? Veamos, ayudadme al menos a levantarme; no me
despreciéis hasta el punto de negarme vuestra mano.
Charny, como un enajenado, precipitóse a los pies de ella.
—Señora— dijo golpeando la tierra con su frente—,
¿verdad que me perdonaríais si no fuese un desgraciado que os
ama?
—¡Vos!— exclamó la reina con risa amarga—. ¡Vos me
amáis y me creéis una infame!
—¡Oh, señora!
—¡Vos!… ¡Vos, que debierais tener memoria, me acusáis
de haber dado una flor aquí, allá un beso, más allá mi amor a
un hombre… ¿a qué mentir, caballero? ¡Vos no me amáis!
—Señora, ese fantasma de reina enamorada estaba ahí.
Donde yo estoy estaba el fantasma del amante. Arrancadme el
corazón, puesto que esas imágenes infernales se albergan en él
y lo devoran.
Ella le cogió la mano y lo atrajo hacia sí con exaltado
ademán.
—¡Vos habéis visto! ¡Vos oísteis!… ¿Era realmente yo?
¡Oh! Era yo, no busquéis más. Pues bien, si en este mismo
lugar, bajo este mismo castaño, sentada como creísteis verme,
vos a mis pies como estaba el otro, os estrecho las manos y
acercándoos a mi pecho, abrazándoos os digo: Yo, que según
vos hice todo esto con el otro; yo, que di al otro iguales
pruebas de amor, yo, señor de Charny, no he amado, no amo,
ni amaré a ningún otro ser en el mundo que a vos… ¡Dios
mío! ¿Sería suficiente esto para convenceros de que no se es
infame cuando se tiene en el corazón, con la sangre de las
emperatrices, el fuego divino de un amor como éste?
Charny lanzó un gemido semejante al que exhala un
hombre que expira. La reina al hablarle le había enervado con
su aliento; sus palabras le habían enloquecido. Quemábale en
los hombros el contacto de sus manos y en el corazón el roce
de su pecho.
—Dejadme que dé gracias a Dios— murmuró—. Si no
pensase en Dios pensaría demasiado en vos.
Levantóse ella lentamente y fijó en Oliverio una mirada
abrasadora, si bien empañada por las lágrimas.
—¿Queréis mi vida?— dijo él arrebatado.
La reina calló sin dejar de mirarle.
—Dadme vuestro brazo— le dijo— y conducidme a
todos los sitios donde han estado los otros. Al pie de este
castaño entregó la supuesta reina una rosa, ¿verdad? Pues bien,
tomad.
Y sacó de su vestido una rosa tibia aun del calor de su
seno.
El aspiró el perfume de la flor y la estrechó contra sí.
—¿Fue aquí— continuó María Antonieta— donde la otra
dio su mano a besar?
—¡Las dos manos!— respondió vacilando Charny, ebrio
al sentir su rostro entre las adoradas manos de la reina.
—Ya queda purificado este sitio— dijo ella con
encantadora sonrisa—. Veamos ahora, ¿no fueron ellos a los
baños de Apolo?
Charny, como si el cielo se desplomara sobre su cabeza,
aturdido, se detuvo estupefacto.
—Es un lugar donde no entro nunca si no es de día.
Vamos a ver juntos el lugar por donde huía el amante de la
reina.
Alegre, ligera, prendida del brazo del hombre más feliz
que Dios había bendecido hasta entonces, atravesó casi
corriendo los espacios cubiertos de césped que separaban los
setos de las paredes de la rotonda. Llegaron en esta forma a la
puerta tras la cual se divisaban las huellas de las herraduras.
—Aquí es— dijo Charny—, mas para cerciorarse habría
que abrir.
—Tengo todas las llaves— respondió la reina— Abrid,
señor de Charny, averigüemos.
La alegre pareja traspuso la puertecilla. La luna surgía
entre unas nubes como para ayudarles en sus investigaciones.
Los blancos rayos iluminaron tenuemente el hermoso
rostro de la reina que se apoyaba en el brazo de Charny
mirando y escuchando hacia los brezos de los alrededores.
Cuando quedó bien convencida, hizo entrar de nuevo al
gentilhombre, atrayéndole con una dulce presión.
Cerróse la puertecilla del parque tras ellos y ambos
entraron en los baños de Apolo.

Daban las dos de la mañana cuando la reina,


despidiéndose de Charny, le decía:
—Adiós. Retiraos. Hasta mañana.
Le estrechó la mano y sin decir una palabra, se alejó
rápidamente bajo los setos en dirección al castillo.
Más allá de la puerta que ambos acababan de cerrar, un
hombre surgió detrás de unos zarzales y desapareció entre los
bosques que bordeaban el camino.
Aquel hombre llevaba consigo el secreto de la reina.
LXX.- LA DESPEDIDA

La reina salía a la mañana siguiente, alegre y hermosa, para


dirigirse a la misa.
Los guardias habían recibido orden de dejar que se
acercase a ella todo el mundo. Era domingo y Su Majestad, al
despertarse, había dicho:
—Hermoso día. La vida me parece hoy más grata.
Parecía respirar con más deleite que ordinariamente, el
perfume de sus flores favoritas. Mostróse magnánima al
otorgar algún don y se apresuró además a ir a poner su alma
bajo la protección de Dios.
Oyó la misa sin la menor distracción. Jamás había
inclinado tan profundamente su majestuosa cabeza.
En tanto que ella rogaba con fervor, la multitud se
agolpaba como otros domingos en el pasaje que conduce desde
las habitaciones particulares a la capilla, e inclusive los
peldaños de las escaleras estaban repletos de damas y
gentileshombres.
Entre las primeras brillaba, modesta pero elegantemente
vestida, la señora de La Motte.
En la doble hilera, formada por gentileshombres, se veía a
la derecha, al señor de Charny, cumplimentado por numerosos
amigos, que se interesaban por su curación, por su regreso y,
sobre todo, por su cara radiante.
El favor es un perfume sutil; se difunde con tal facilidad
en el aire, que mucho antes de abrir la redoma que lo contiene,
es adivinado por los peritos. Sólo hacía seis horas que Oliverio
era el amigo de la reina, pero ya todo el mundo se llamaba
amigo de Oliverio.
Mientras él recibía todas las felicitaciones con la buena
cara del hombre verdaderamente feliz, y veía que para
testimoniarle mayor acatamiento y amistad, toda la hilera de la
izquierda había pasado a la derecha, Oliverio, obligado a
recorrer con la mirada el grupo que le rodeaba, divisó frente a
él una cara cuya sombría palidez e inmovilidad le
conmovieron en medio de su dicha.
Reconoció a Felipe de Taverney vestido de uniforme y
con la mano en la empuñadura de la espada.
Desde las visitas de cortesía hechas por este último a la
antesala de su adversario después del duelo; desde el secuestro
de Charny por el doctor Luis, ninguna relación había existido
entre los dos rivales.
Charny, al ver a Felipe que le miraba tranquilamente, sin
benevolencia ni amenaza, empezó por hacerle un saludo que
aquél le devolvió desde lejos.
—Perdón, caballeros—se excusó—, he de cumplir un
deber de cortesía. Y atravesando el espacio comprendido entre
la hilera derecha y la izquierda, se dirigió directamente hasta
donde estaba Felipe, que no se movió en lo más mínimo.
—Señor de Taverney— dijo saludándole más
cortésmente que la primera vez—, os tenía que dar las gracias
por el interés que demostrasteis por mi salud, pero he llegado
ayer.
Felipe se sonrojó y le miró; después bajó los ojos.
—Mañana, caballero— prosiguió Charny—, tendré el
honor de haceros una visita y espero que no me guardaréis
rencor.
—No os lo guardo, señor— contestó Felipe.
Iba Oliverio a tender a Felipe la mano, cuando el tambor
anunció la llegada de la reina.
—He aquí la reina que llega, caballero— dijo lentamente
Felipe sin corresponder al ademán amistoso de Charny.
Y acentuó esta frase con una reverencia más melancólica
que fría.
Charny, algo sorprendido, se apresuró a reunirse con sus
compañeros que se hallaban en la hilera derecha.
Felipe permaneció en su sitio como si se hubiera hallado
de centinela.
Se acercaba la reina, se la vio sonreír a muchos, recoger u
ordenar que se recogiesen las súplicas que se le presentaban.
Había divisado a Charny y sin dejar de mirarle, con la
temeraria valentía con que revelaba sus sentimientos y que sus
enemigos llamaban impudor, pronunció en voz alta estas
palabras:
—Pedid lo que queráis, caballeros, pedid, hoy no sabría
negaros nada.
Charny se sintió conmovido hasta lo más hondo de su
corazón por el acento y por el sentido de estas mágicas
palabras. Estremecióse de placer, agradeciendo el gesto de la
reina.
De pronto, ésta se vio apartada de su dulce pero peligrosa
contemplación, por el ruido de unos pasos y por el sonido de
una voz extraña.
Los pasos se oían resonar en las losas, hacia la izquierda;
la voz, conmovida, pero grave, decía:
—¡Señora!…
La reina divisó a Felipe; no pudo reprimir un primer
gesto de sorpresa al verse colocada entre los dos hombres
respecto a los cuales se reprochaba amar demasiado a uno y no
bastante al otro.
—¡Vos! ¡Señor de Taverney!— exclamó reponiéndose—.
¿Tenéis algo que pedirme? Hablad.
—Solicito diez minutos de audiencia a la elección de
Vuestra Majestad— respondió Felipe inclinándose sin que se
alterase la palidez de su semblante.
—Al momento, caballero— concedió la reina dirigiendo
una furtiva mirada a Charny, como si temiera que se hallase
demasiado cerca de su antiguo adversario—. Seguidme.
Apresuró el paso María Antonieta cuando oyó el de
Felipe tras el suyo y hubo dejado a Charny en su lugar.
Sin embargo, continuó recogiendo cartas, súplicas,
memoriales, dio algunas órdenes y entró en sus habitaciones.
Un cuarto de hora después Felipe era introducido en la
biblioteca, donde Su Majestad recibía los domingos.
—Entrad, señor de Taverney— dijo adoptando un tono
alegre—, entrad y ponedme en seguida buena cara. Os tengo
que confesar que siento una cierta inquietud cada vez que un
Taverney desea hablarme. Vuestra familia es de mal augurio.
Tranquilizadme en seguida, caballero, diciéndome que no
venís a comunicarme ninguna desgracia.
Felipe, más pálido aun después de este preámbulo que
cuando la escena con Charny, se limitó a contestar, al ver el
poco afecto que la reina ponía en sus palabras:
—Señora, tengo el honor de afirmar a Vuestra Majestad
que por esta vez le traigo una buena noticia.
—¡Ah! ¿Es una noticia?
—¡Ay! Sí, Majestad.
—¡Dios mío!— comentó ella, de nuevo con el tono
alegre que hacía a Felipe tan desgraciado—. Habéis dicho ¡ay!
“¡Qué pobre soy!”— diría un español. El señor de Taverney
dice: ¡ay!
—Señora— dijo gravemente Felipe—: dos palabras
tranquilizarán tan plenamente a Vuestra Majestad, que no
solamente su noble frente no se velará hoy porque un
Taverney pida audiencia, sino que jamás se velará por culpa de
un Taverney Maison-Rouge. A partir de hoy, señora, el último
de esta familia a quien Vuestra Majestad se había dignado
conceder algún favor, va a desaparecer de la corte de Francia
para siempre.
La reina, dejando de pronto el tono alegre que había
adoptado como recurso para defenderse contra las emociones
que presumía surgirían de la entrevista, exclamó:
—¿Partís?
—Sí, Majestad.
—¡Vos… también!
Felipe se inclinó.
—Mi hermana, señora, tuvo ya el sentimiento de dejar el
servicio de Vuestra Majestad— dijo—; yo, que resulto más
inútil todavía a la reina, he decidido partir también.
María Antonieta sentóse muy turbada, recordando que
Andrea había pedido permiso para despedirse, al día siguiente
de su entrevista en las habitaciones del doctor Luis, donde
Charny había recibido el primer indicio de la simpatía que
sentía por él.
—¡Es extraño!— murmuró pensativa.
Y no añadió una sola palabra.
Felipe permanecía de pie, inmóvil, esperando que la reina
hiciera el ademán de despedida.
María Antonieta, saliendo de pronto de su letargo,
interrogó:
—¿A dónde vais?
—A reunirme al señor de La Perouse.
—En este momento, el señor de La Perouse está en
Terranova.
—Todo lo he preparado para ir allí.
—¿Sabéis que se le ha pronosticado una muerte
espantosa?
—No sé si espantosa, pero sí rápida.
—¿Y entonces…, partís?
El sonrió con noble y bello gesto.
—Por eso quiero unirme a él— respondió.
La reina guardó silencio nuevamente.
Felipe continuaba esperando en actitud respetuosa.
El temperamento noble y valiente de María Antonieta se
despertó más temerario que nunca.
Levantóse, acercóse al joven y le dijo mientras cruzaba
sus blancos brazos sobre el pecho:
—¿Por qué partís?
—Porque siento gran curiosidad por los viajes—
respondió dulcemente Felipe.
—¿Por curiosidad después de haber dado la vuelta al
mundo? —comentó la reina, engañada un momento por la
calma heroica del joven.
—Recorrí todo el Nuevo Mundo, señora. Mas no el viejo.
La reina hizo un gesto de despecho y repitió lo que ya le
había dicho a Andrea.
—Casta de hierro, corazón de acero él de los Taverney.
Vuestra hermana y vos sois personas terribles, amigos a los
que uno termina por odiar. Vos partís, no para viajar, sino para
dejarme. Vuestra hermana decía que la religión la llamaba, y
ocultaba un corazón de fuego bajo fría ceniza. Ella quiso partir
y se fue. ¡Que Dios le conceda la felicidad! Vos, que podríais
ser feliz, os vais también. ¡Cuando yo decía hace poco que los
Taverney me traen desgracia!
—Perdonadnos, señora; si Vuestra Majestad se dignase
buscar mejor en nuestros corazones no hallaría sino una
devoción sin límites.
—¡Oh!— exclamó la reina, colérica—. ¡Vos sois un
cuáquero, ella una filósofa, criatura imposible; Andrea se
imagina el mundo como un paraíso donde no puede entrarse
sino a condición de ser un santo; vos lo tomáis por un infierno
donde no entran sino los diablos y ambos huís de él; uno
porque halla lo que no busca y él otro porque no halla lo que
busca. ¿Tengo razón? Mi querido señor de Taverney, dejad a
los humanos ser imperfectos, no exijáis a las familias reales
que sean las menos imperfectas de las clases humanas; sed
tolerante o, mejor dicho, no seáis egoísta.
María Antonieta acentuó estas palabras con demasiada
pasión.
Felipe iba a tomar ventaja.
—Señora— dijo—, el egoísmo es una virtud cuando se
utiliza para realzar a las personas a las que se adora.
Ella se sonrojó.
—Sólo sé deciros— respondió— que yo quería a Andrea
y ella me ha dejado; que os tengo afecto y me dejáis. Es
humillante para mí ver que se alejan de mi lado dos personas
tan perfectas.
—Nada puede humillar a una persona augusta como vos,
señora— dijo fríamente Taverney—; el baldón no llega a
frentes tan elevadas como la vuestra.
—En vano busco algo que haya podido heriros.
—Nada me ha herido, señora— contestó Felipe con
viveza.
—Vuestro grado ha sido confirmado; vuestra fortuna
estaba bien encaminada; yo os distinguía…
—Repito a Vuestra Majestad, que nada de lo que hay en
la corte me halaga.
—¿Y si os pidiera que os quedarais… si os lo ordenara?
—Me vería en el doloroso trance de tener que
desobedecer a Vuestra Majestad.
La reina, por tercera vez, sumióse en esa silenciosa
reserva que era para ella lo que la orden de recomenzar es para
el espadachín fatigado.
Y como acostumbraba a salir de esta reserva con un golpe
de efecto, dijo:
—¿Hay alguien que os disgusta aquí? Tenéis un aspecto
sombrío.
—Nadie me disgusta.
—Creía… que estabais en malas relaciones con un
gentilhombre…, con el señor de Charny… a quien heristeis en
duelo— dijo la reina, animándose por momentos—. Y como
es natural que uno se aleje de las personas a quienes no quiere,
desde que habéis visto que el señor de Charny volvía, habréis
deseado dejar la corte.
Felipe no respondió.
La reina, juzgando equivocadamente a este hombre tan
leal y tan valiente, creyó hallarse ante un celoso como tantos
otros. Lo persiguió sin contemplación:
—Fue hoy, precisamente, cuando supisteis que el señor
de Charny está de regreso. Por eso me pedís licencia para
retiraros.
Felipe, más lívido que pálido ante semejante ataque,
reaccionó violentamente.
—Señora— dijo—, sólo esta mañana supe oficialmente el
regreso del señor de Charny, pero sabía que estaba de vuelta
mucho antes de lo que piensa Vuestra Majestad, pues encontré
al señor de Charny a las dos de la mañana en la puerta del
parque que corresponde a los baños de Apolo.
La reina palideció a su vez; y después de haber
contemplado con admiración mezclada de terror, la perfecta
cortesía que el gentilhombre conservaba en medio de su
cólera, murmuró con voz apagada:
—¡Bien! Podéis marcharos. Tenéis mi real licencia.
Felipe saludó por última vez y partió lentamente.
La reina se dejó caer extenuada sobre su sillón,
exclamando:
—¡Oh, Francia! ¡País de nobles corazones!
LXXI.- LOS CELOS DEL CARDENAL

Mientras tanto el cardenal había visto transcurrir tres noches


harto diferentes de las que su imaginación revivía sin cesar.
¡Sin noticias de nadie ni esperanzas de una visita! Aquel
silencio mortal después de lo agitado de la pasión, era la
oscuridad del sótano después de la alegre luz del sol. El
cardenal había acariciado al principio la esperanza de que su
amante, mujer antes que reina, quisiera conocer de qué clase
era el amor que se le testimoniaba y si ella seguía siendo
amada después de haber correspondido.
Sentimiento verdaderamente masculino, que era un arma
de dos filos y que hirió dolorosamente al cardenal cuando se
volvió contra él.
En efecto, no viendo venir a nadie y sin oír otra cosa que
el silencio, como dice el señor de Delille, temió el infortunado
que esta prueba le era desfavorable. De ahí la angustia, el
miedo y la inquietud que le invadían y de los que no se puede
tener una idea, si no se han sufrido esas neuralgias generales
que convierten cada una de las fibras nerviosas que conducen
al cerebro, en una serpiente de fuego que se enrolla y estira
según su propia voluntad.
Esta dolencia se hizo insoportable al cardenal; durante
medio día envió diez mensajes a casa de la señora de La Motte
y diez a Versalles.
El décimo correo le trajo por fin a Juana, que vigilaba allá
abajo a Charny y a la reina y se gozaba interiormente de la
impaciencia del cardenal, a la que pronto debería el éxito de su
empresa.
El de Rohan, al verla, estalló:
—¿Cómo es posible que viváis con esa tranquilidad?…
¡Sabéis que estoy en un suplicio y vos, que os decís amiga
mía, me dejáis en él hasta que llegue la muerte!
—Monseñor— contestó Juana—, paciencia. Lo que yo
estaba haciendo en Versalles, lejos de vos, es más útil que lo
que vos hacíais aquí deseando mi llegada.
—No seáis cruel hasta este punto— dijo Su Excelencia,
acariciado por la esperanza de obtener noticias—. Veamos,
decidme lo que hacíais allí.
—La ausencia es un mal doloroso, ya se sufra en París o
en Versalles.
—Esto es lo que me encanta y os lo agradezco, pero…
—¿Pero?
—¡Me hacen falta pruebas!
—¡Dios mío! ¿Qué decís, monseñor?— exclamó Juana
—. ¡Pruebas! ¿Qué significa esta palabra?… ¿Estáis en
vuestro juicio, monseñor, cuando tratáis de pedir a una mujer
pruebas de sus faltas?
—Yo no pido un testimonio para un proceso, condesa,
sino una prenda de amor.
—Me parece— dijo la condesa después de haber mirado
a Su Excelencia de cierta manera— que os volvéis muy
exigente y además olvidadizo.
—¡Ah! Ya sé lo que vais a decirme…, sé que me tendría
que dar por muy satisfecho… por muy honrado; pero poneos
en mi lugar, condesa. ¿Aceptaríais ser abandonado después de
haber gozado de las apariencias del favor?
—¿Apariencias dijisteis?— dijo Juana con ironía.
—Podéis burlaros impunemente de mí, condesa; es cierto
que nada me autoriza a quejarme, pero me quejo…
—Vamos, monseñor, yo no puedo ser responsable de
vuestro descontento si para ello no hay causa o las que existen
son frívolas y acaso imaginarias.
—Condesa, no me tenéis la menor compasión.
—Monseñor, no hago sino repetir vuestras palabras y
seguir el curso de la discusión.
—Seguid vuestra inspiración en lugar de reprochar mis
locuras, ayudadme y no me atormentéis.
—¿Ayudaros? No creo que haya nada que hacer.
—¿No creéis que haya nada que hacer?— repitió el
cardenal acentuando sus palabras.
—Nada.
—Pues bien, señora; tal vez no crean todos lo mismo que
vos.
—¡Ay, monseñor! Ya hemos llegado a la cólera y no nos
comprendemos. Perdóneme Vuestra Eminencia que se lo haga
observar.
—¡Estoy enojado, sí! Mas sólo a causa de vuestra mala
voluntad.
—¿No os dais cuenta de que sois injusto?
—¡Oh! Perdonadme. Ya veo que si no me servís es
porque no podéis.
—¿Por qué me acusáis entonces?
—Porque tendríais que decirme toda la verdad, señora.
—¡La verdad! Os he dicho lo que sé.
—No me decís que la reina es una pérfida, una coqueta,
que alienta a las personas a que la adoren para desesperarlas
luego.
Juana le miró con aire sorprendido.
—Explicaos— dijo temblando, no de miedo sino de
alegría.
Acababa de entrever en efecto, en los celos del cardenal,
una salida para escapar de la difícil posición en que se hallaba
y que las circunstancias no le hubieran proporcionado.
—Confesad— continuó el cardenal, que no discurría sino
a través de su pasión— que la reina se niega a verme.
—No digo esto, monseñor.
—Confesad que si no me aparta del todo, lo que me hace
confiar aún, me deja a un lado para no alarmar a algún otro
amante, al que han podido poner sobre aviso mis asiduidades.
—¡Ah, monseñor!— exclamó Juana con un tono tan
maravillosamente meloso que dejaba sospechar más de lo que
quería disfrazar.
—Escuchad— prosiguió el señor Se Rohan—, la última
vez que vi a Su Majestad, me pareció haber oído que alguien
caminaba detrás de los macizos de arbustos.
—Locura.
—Diré todo lo que sospecho.
—No digáis una sola palabra más porque ofendéis a la
reina; y por otra parte, si ella fuese lo suficiente desgraciada
para temer la vigilancia de un amante, lo que no creo,
¿llegaríais a la injusticia de estimar como un crimen su pasado,
que ha sacrificado en favor vuestro?
—¡El pasado, el pasado! Palabra agobiadora, condesa,
cuando este pasado es el presente y debe ser el futuro.
—¡Monseñor, me habláis como a un comisionista al que
se acusa de haber aportado un mal negocio! Vuestras
sospechas, son en tal forma ofensivas para la reina, que
terminan siéndolo para mí.
—Entonces, condesa, probadme…
—Monseñor, si volvéis a repetir esta palabra, consideraré
esta injuria como dirigida a mí.
—En fin… ¿me quiere un poco?
—Es muy sencillo averiguarlo, monseñor— contestó
Juana mostrando al cardenal la mesa y todo lo necesario para
escribir—. Poneos allí y preguntádselo vos mismo.
El cardenal, transportado de alegría cogió la mano de
Juana.
—¿Le entregaréis la carta?
—¿Quién lo haría si no?
—¿Me prometéis una respuesta?
—Si no tuvierais una respuesta, ¿cómo sabríais a qué
ateneros?
—En buena hora; así me gusta, condesa.
—¡Ya se ve!— asintió ella con sonrisa irónica.
El se sentó, tomó la pluma y empezó una esquela. Mas a
pesar de su tradicional elocuencia rompió diez hojas antes de
sentirse satisfecho.
—Si seguís así no acabaréis nunca.
—Es que, como veis, condesa, desconfío de mi ternura; a
mi pesar se desborda y quizás molestaría a la reina.
—¡Ah!— dijo Juana—, si os parece escribidle en estilo
político, ella os contestará diplomáticamente. Esta es vuestra
especialidad.
—Tenéis razón y veo que sois una mujer de corazón y
espíritu. Mirad, condesa, vos conocéis nuestro secreto y sería
pueril ocultaros nada.
Ella sonrió.
—Lo cierto es— dijo— que tenéis muy poco que
ocultarme.
—Leed por encima del hombro y tan rápidamente como
yo escriba, si es que podéis, porque mi corazón arde y la
pluma va a devorar el papel.
Y se puso a escribir una carta tan ardiente, tan llena de
reproches amorosos y comprometedoras protestas que, cuando
hubo acabado, Juana, que había leído todo, hasta la firma, se
decía a sí misma:
“Acaba de escribir lo que nunca me hubiera atrevido a
dictarle”.
El cardenal volvió a leer y dijo a Juana:
—¿Está bien así?
—Si ella os ama— contestó la traidora— lo veréis
mañana; ahora permaneced tranquilo.
—Hasta mañana, sí.
—No os pido más que esto, monseñor.
Tomó la esquela cerrada, se dejó abrazar con la mirada
por el cardenal y se dirigió a su casa cuando era ya de noche.
Una vez allí, desvestida, con toda comodidad, se puso a
pensar.
La situación era la que desde el principio había calculado.
Dos pasos más y llegaría a buen término.
¿A cuál de los dos debía elegir como escudo: la reina o el
cardenal?
Esta carta del cardenal le dejaba en situación de no poder
acusar nunca a la señora de La Motte el día que ella le obligase
a reembolsar las sumas debidas por el collar.
Y admitiendo que la reina y el cardenal se viesen para
hablar, ¿cómo podrían atreverse a perder a la señora de La
Motte, depositaria de un secreto tan escandaloso?
La reina no provocaría el estallido y pensaría en el odio
del cardenal; éste haría lo mismo con respecto a la coquetería
de la reina; pero el debate tendría lugar a puerta cerrada y la
señora de La Motte, sobre la que únicamente recaerían las
sospechas, tomaría este pretexto para expatriarse llevando
consigo la bonita cantidad de un millón y medio.
El cardenal sabría que Juana se había apoderado de los
diamantes y lo adivinaría también, pero, ¿de qué le serviría dar
la alerta sobre un asunto que estaba tan estrechamente ligado a
lo ocurrido en el parque y en los baños de Apolo?
Sólo que no era suficiente una carta para montar un
sistema defensivo. El cardenal era impaciente y escribiría siete
u ocho veces más todavía.
En cuanto a la reina, ¿quién sabe si en aquel momento no
estaba procurando armas, con el señor de Charny, para Juana
de La Motte?
Tantas complicaciones podían conducir, en último
término, a una huida y Juana preparaba de antemano su salida.
Primeramente el vencimiento, la denuncia de los joyeros.
La reina se dirigiría en seguida al señor de Rohan.
¿Cómo? Por la intervención de Juana, esto era inevitable.
Juana avisaría al cardenal y le invitaría a pagar. Si él se negaba
le amenazaría con publicar las cartas y el de Rohan no tendría
más remedio que pagar. Hecho el pago ya no habría peligro.
Por lo que respecta al escándalo público, había que utilizar los
efectos de la intriga. En este punto, satisfacción absoluta. El
honor de una reina y el de un príncipe de la Iglesia por el
precio de un millón y medio, era demasiado barato. Juana
creía estar segura de obtener tres millones en cuanto se lo
propusiese.
¿Por qué Juana estaba segura en lo que a la intriga se
refería?
Porque el cardenal tenía la convicción de haber visto tres
noches seguidas a la reina en los bosques de Versalles, y
ningún poder en el mundo podría probarle que se equivocaba.
Si existía una sola prueba que demostraba la superchería, una
prueba viva, irrecusable, Juana iba a hacerla desaparecer.
Cuando hubo llegado a este punto en su meditación, se
acercó a la ventana y vio a Olive muy inquieta, curiosa, en su
balcón.
“Esta es una cuestión entre las dos”, pensó Juana
mientras saludaba cariñosamente a su cómplice.
La condesa hizo la señal convenida a Olive para que
bajase por la noche.
Muy contenta por haber recibido esta comunicación,
Olive entró de nuevo en sus habitaciones; Juana continuó
meditando.
Aniquilar el instrumento cuando no puede servir más, es
el sistema de todos los intrigantes; sólo que muchos fracasan
en ese punto porque le hacen gemir, lo que traiciona su
secreto, o lo destruyen en forma incompleta, lo que permite
que otros lo utilicen a su vez.
Juana pensaba que la pequeña Olive, ansiosa de vivir, no
podría ser apartada en la forma que sería necesario sin que
antes lanzase alguna queja.
Era preciso inventar, por tanto, para ella, alguna fábula
que la obligase a huir y otra que la hiciese adoptar esta
decisión con verdadero placer.
Las dificultades surgen a cada paso, pero hay
temperamentos que gozan tanto en ir resolviéndolas como
otros en ajar rosas.
Olive, aunque encantada con la sociedad de su nueva
amiga, no lo estaba sino relativamente. Es decir, entreviendo
este lazo a través de los cristales de su encarcelamiento, le
parecía deliciosa. Pero la sincera Nicolasa no disimulaba a su
amiga que ella prefería las cosas a la luz del día, los paseos al
sol, todas las realidades de la vida, en fin, más que esos paseos
nocturnos y esa ficticia realeza.
Juana, sus caricias y su intimidad, no eran sino remedos
de la vida; la vida real era el dinero y Beausire.
Juana, que había estudiado a fondo esta teoría, prometió
aplicarla cuando se presentase la primera ocasión.
En resumen, decidió poner de relieve, en su conversación
con Nicolasa, la necesidad de hacer desaparecer en absoluto
las pruebas de las supercherías criminales cometidas en el
parque de Versalles.
Llegó la noche y Olive bajó. Juana la esperaba en la
puerta.
Ambas tomaron por la calle de Saint-Claude hasta el
desierto bulevar, alcanzando el coche, que, para que pudiesen
hablar más cómodamente, caminaba al paso por la carretera
que se dirige a Vincennes.
Nicolasa, bien disfrazada con un vestido sencillo y bajo
una amplia cofia; Juana, vestida de modistilla; nadie podría
haberlas reconocido. Aparte de que hubiera sido indispensable
para ello mirar dentro de la carroza, y sólo la policía tenía ese
derecho. Pero nada había hecho entrar en sospechas a la
policía.
Además, el vehículo llevaba en los tableros las armas de
los Valois, respetables centinelas cuya consigna ningún agente
se hubiera atrevido a forzar.
Olive empezó por llenar de besos a Juana, que se los
devolvió con usura.
—¡Cuánto me he aburrido!— exclamaba Olive—. Os
buscaba.
—Era imposible, amiga mía, que os viniese a ver, porque
hubiese corrido y os hubiese hecho correr un peligro
demasiado grande.
—¿Qué queréis decir?
—Un peligro terrible, querida pequeña, y del que aun me
asusto.
—¡Oh! Contadme eso en seguida.
—Ya sabéis que os aburríais mucho aquí.
—¡Ay! Sí.
—Y que para distraeros deseabais salir.
—Para lo que me ayudasteis amistosamente.
—También sabéis que os hablé de un oficial de justicia
un poco loco, pero muy amable, que está enamorado de la
reina, a quien os parecéis.
—Sí, lo sé.
—Tuve la debilidad de proponeros una diversión inocente
que consistía en alegrarnos a costa del pobre joven y engañarle
haciéndole creer en un capricho de la reina por él.
—¡Ay!— suspiró Olive.
—No os recordaré los dos primeros paseos que hicimos
de noche, en el jardín de Versalles, en compañía de ese pobre
muchacho.
Olive suspiró de nuevo.
—De esas dos noches durante las cuales desempeñasteis
tan bien el papel, que nuestro amante tomó la cosa en serio.
—Hicimos mal, sin duda— dijo Olive en voz baja—;
porque verdaderamente le engañábamos y no merecía eso tan
encantador caballero.
—¿Lo reconocéis?
—¡Oh! Sí.
—Mas el mal no está en eso. Haberle dado una rosa,
haberos dejado llamar Majestad, haberle dado a besar vuestras
manos, son pequeñas travesuras. Pero…, mi pequeña Olive,
me parece que no fue eso todo…
Olive se sonrojó en tal forma, que, a no haber sido por la
oscuridad de la noche, Juana lo hubiera notado forzosamente.
Bien es verdad que, como mujer de talento, miraba hacia el
camino y no a su compañera.
—¡Cómo!…— balbuceó Nicolasa—. ¿Qué queréis
decir?… ¿No es eso todo?
—Hubo una tercera entrevista— dijo Juana.
—Sí— reconoció Olive vacilando—. ¡Demasiado lo
sabéis puesto que estabais allí!
—Perdón, querida amiga; como siempre, estaba lejos,
vigilando o haciendo como que vigilaba para dar más
veracidad a vuestro papel. Por lo tanto, no vi ni oí lo que
ocurría en la gruta. No sé sino lo que vos me contasteis, es
decir, que habíais paseado, hablado y que las rosas y los besos
en las manos se habían repetido. Yo creo todo lo que se me
cuenta, querida.
—Sí.. pero…— dijo temblando Olive.
—Pero parece que nuestro loco dice que la reina le
concedió más de lo que cuenta.
—¿Qué?
—Parece que enervado, aturdido, excitado, se vanagloria
de haber obtenido de la reina una prueba irrecusable de amor
compartido. Decididamente este pobre diablo está loco.
—¡Dios mío!— murmuró Olive.
—En primer lugar está loco porque miente, ¿verdad?—
preguntó Juana.
—Ciertamente…
—Sin decírmelo, no os habríais expuesto a un peligro
semejante, ¿verdad, querida?
Olive se estremeció.
—¿Cómo puede ser verdad que vos, que amáis al señor
de Beausire y me tenéis por compañera— continuó diciendo la
terrible amiga—; vos, cortejada por el conde de Cagliostro, al
que rechazáis, habéis tenido el capricho de conceder a ese loco
el derecho de… decir?… No; ese hombre ha perdido el juicio,
decididamente.
—Pero, en fin, ¿dónde está el peligro?
—Lo vais a comprender. Tenemos que habérnoslas con
un loco, es decir, con un hombre que no teme nada ni tiene el
menor miramiento. En tanto que se trataba de una rosa
entregada o de una mano besada, no había nada que decir; una
reina tiene rosas en el parque y sus manos a la disposición de
sus súbditos; pero si fuera verdad que en la tercera
entrevista… ¡Ah! Hija mía, desde que se me ha ocurrido esto,
ya no me río.
Olive se sintió estremecer de miedo,
—¿Qué ocurrirá, pues?— preguntó.
—En primer lugar, vos no sois la reina. Al menos, que yo
sepa…
—No.
—Y habiendo usurpado la condición de Su Majestad para
cometer una… ligereza de esa índole…
—¿Qué?
—¿Qué? A eso le llaman crimen de lesa majestad, y tal
crimen se condena con la muerte.
Olive ocultó el rostro entre sus manos.
—Después de todo, como vos no habéis hecho lo que ese
oficial pretende con jactancia, estaréis pronta a demostrarlo.
Por lo que se refiere a las dos ligerezas precedentes, son
castigadas sólo con unos años de prisión y destierro.
—¡Prisión! ¡Destierro!— exclamó Olive aterrada.
—Esto no es una cosa irreparable. Yo tomaré mis
precauciones y me pondré a resguardo.
—¿También vos tenéis algo que temer?
—¡Por Dios! ¿Acaso ese insensato no me denunciará en
seguida? ¡Ah, mí pobre Olive, ha sido una mistificación que
nos va a costar cara!
Olive comenzó a sollozar.
—¡Cuan infeliz soy! Este maldito carácter mío me
perderá; no puedo estar tranquila. Parece que el genio del mal
me persigue. ¡Ya veréis, cómo después de esta desgracia me
sobrevendrá otra!
—No os desesperéis; tratad tan sólo de evitar el
escándalo.
—¡Oh! Me encerraré en la casa de mi protector. ¿Y si se
lo confesase todo?
—¡Bonita idea! Decir a un hombre que os lleva en
palmas, disimulando el amor que siente por vos, la
imprudencia que cometisteis con otro. Digo sólo imprudencia,
notadlo bien; sin contar con lo que sospechará.
—¡Dios mío! Tenéis razón.
—Hay más; el rumor sobre esto se va a extender, las
búsquedas de los magistrados despertarán los escrúpulos de
vuestro protector. ¿Quién sabe si para quedar bien con la corte
no os entregará?
—¡Oh!
—Admitamos que se limite pura y simplemente a
echaros. ¿Qué será de vos?
—Estaría perdida irremisiblemente.
—Y el señor de Beausire, cuando sepa esto…— dijo
lentamente Juana, estudiando el efecto del golpe.
Olive se sobresaltó ante tal idea.
—¡Me matará! ¡Oh, no— dijo—, me mataré yo antes!
Y volviéndose hacia Juana añadió con desesperación:
—Vos no podéis salvarme, puesto que también estáis
perdida.
—Yo tengo en Picardía, en un rincón, una granja. Si se
pudiese llegar a ese refugio antes de que se produzca el
escándalo, tal vez nos quedaría una probabilidad.
—Pero si este loco os conoce, siempre sabrá encontraros.
—¡Oh! Una vez que vos os hubieseis ido y escondido,
cuando no os hallasen, no le temería al loco. Yo diría: “Sois un
insensato al decir cosas semejantes; probadlas”, lo cual sería
imposible; y en voz baja agregaría: “¡Sois un cobarde!”
—Me marcharé cuando y como queráis— decidió Olive.
—Me parece que es lo prudente — contestó Juana.
—¿Es necesario marcharse en seguida?
—No, esperad a que yo tenga preparadas todas mis cosas
para evitar contratiempos. Escondeos y no os mostréis ni
siquiera a mí. Disfrazaos ante vuestro espejo.
—Sí, sí, contad conmigo, querida amiga.
—Y para empezar, volvamos; ya no tenemos nada más
que decirnos.
—Volvamos. ¿Cuánto tiempo necesitáis para vuestros
preparativos?
—No lo sé; pero tened presente una cosa; de aquí al día
de la partida, yo no apareceré ante vos en la ventana. Si me
veis en ella, pensad que la partida es aquel día y estad
dispuesta.
—Perfectamente, amiga mía. Muchas gracias.
Volvieron lentamente hacia la calle de Saint-Claude.
Olive no se atrevía a hablar a Juana y ésta estaba demasiado
abstraída para pensar en hablar a Olive.
Al llegar, se abrazaron; Olive pidió humildemente perdón
por todos los sinsabores que le había causado.
—Soy mujer— contestó la señora de La Motte
parodiando al poeta latino— y disculpo toda debilidad
femenina.
LXXII.- LA HUIDA

Olive cumplió lo prometido.


Juana hizo otro tanto.
A partir del día siguiente, Nicolasa había pasado
desapercibida para todo el mundo y nadie podía sospechar que
vivía en la calle de Saint-Claude.
Juana, por su parte, lo preparaba todo sabiendo que el día
siguiente debía coincidir con el vencimiento del primer pago
de quinientas mil libras.
Este momento terrible era el último blanco de sus
observaciones.
Había calculado sabiamente la alternativa de una huida,
cosa fácil, pero que constituía una acusación irrebatible.
Quedarse inmóvil como el duelista que aguarda los
golpes de su adversario, con la probabilidad de caer, pero
también con la de matar a su enemigo: tal fue la resolución
que adoptó la condesa.
He aquí por qué, al día siguiente de su entrevista con
Olive, apareció a las dos en su ventana para dar a entender a la
falsa reina que aquella noche debía estar preparada para
marcharse.
Explicar la alegría y el miedo de Olive sería algo
imposible. La necesidad de huir significaba la existencia de un
peligro y la posibilidad de la salvación.
Envió un expresivo beso a Juana y se aprestó a hacer sus
preparativos.
Juana, después de hecha la señal, desapareció de su casa
para buscar la carroza en la cual partiría la señorita Nicolasa.
Y esto fue todo. Nada hubiera podido sospechar el más
curioso observador en aquella pantomima.
Cortinas corridas, ventanas cerradas, luz que sólo
aparecía de tanto en tanto. Después ruidos misteriosos,
rozamientos cuya naturaleza no podía adivinarse y una
agitación rara, a la que sucedió un silencio absoluto.
Daban las once de la noche en Saint-Paul y el viento del
río traía las campanadas hasta la calle de Saint-Claude, cuando
Juana llegó a la calle de Saint-Louis con un carruaje de posta
tirado por tres caballos.
En el pescante del coche, un hombre envuelto en una
manta indicaba la dirección al postillón.
Juana tiró del extremo de la manta de este hombre e hizo
que se detuviese en la esquina de la calle del Roí - Doré.
El hombre volvióse para hablar con su dueña.
—Que se quede aquí el carruaje, querido señor Reteau—
ordenó Juana—; una media hora bastará. Traeré a alguien que
subirá en la carroza y a quien haréis conducir a mi pequeña
casa de Amiens pagando dobles guías.
—Sí, señora condesa.
—Una vez allí acompañaréis a esta persona a la
residencia de mi colono Fontaine, que ya sabe lo que tiene,
que hacer.
—Perfectamente.
—Me olvidaba…, ¿vais armado, mi querido Reteau?
—Sí, señora.
—Esta dama ha sido amenazada por un loco… Tal vez
quiera detenerla en el camino…
—¿Qué debo hacer?
—Dispararéis contra el que pretenda estorbaros el paso.
—Descuidad.
—Me habíais pedido veinte luises de gratificación; os
daré cien y pagaré vuestro viaje a Londres, donde me
esperaréis antes de tres meses.
—Muy bien, señora.
—Aquí están los cien luises. Sin duda ya no os veré más
porque es prudente que alcancéis Saint-Valery y os embarquéis
inmediatamente para Inglaterra.
—Contad conmigo.
—Es en favor vuestro.
—En el de los dos— rectificó Reteau besando la mano de
la condesa—. Os esperaré.
—Voy a traer a la dama.
Reteau ocupó en el vehículo el lugar de Juana, quien, con
paso ligero, llegó a la calle de Saint-Claude y subió a su casa.
Todo dormía en este barrio tranquilo. La propia Juana
encendió la bujía que, levantada en el balcón, tenía que ser la
señal para que bajase Olive.
“Toma todas las precauciones”, se dijo la condesa al ver
la ventana oscura.
Juana levantó y bajó tres veces su bujía.
Nada. Le pareció oír como un suspiro o un sí lanzado
imperceptiblemente en el aire bajo el follaje de la ventana.
“Bajará sin encender la luz— pensó Juana—; no está
mal”.
Y a su vez bajó a la calle.
La puerta no se abría. Supuso Juana que Olive estaría
molesta con algunos paquetes pesados que embarazarían sus
movimientos.
“¡Cómo pierde esta tonta el tiempo por cuatro trapos!”,
murmuró la condesa.
No venía nadie. Se dirigió hasta la puerta de enfrente.
Nada. Escuchó acercando el oído a los clavos de ancha
cabeza que había en la puerta.
Así pasó un cuarto de hora; dieron las once y media.
Caminó Juana en dirección al bulevar para ver si las
ventanas estaban iluminadas.
Le pareció ver una débil luz que se movía por entre el
hueco de las hojas, tras las dobles cortinas.
“¿Qué estará haciendo? ¡Habrá miserable! Pero, tal vez
no haya visto la señal”.
Tomó una decisión:
“Subamos de nuevo”, dijo.
Y subió otra vez a su casa para repetir las señales con la
bujía.
Ninguna señal respondió a las suyas.
“Esta maldita debe estar enferma; Por ello no se moverá.
¡Pero no importa! Viva o muerta haré que desaparezca esta
noche”.
Descendió de nuevo la escalera. Tenía en la mano la llave
que tantas veces había procurado a Olive la libertad nocturna.
En el momento de introducirla en la cerradura del palacio
se detuvo.
“¿Y si hubiese alguien con ella?— pensó—. Imposible,
yo oiría las voces y siempre tendría tiempo para bajar de
nuevo. Si encontrase a alguien en la escalera… ¡Oh!”
Estuvo a punto de retroceder ante esta peligrosa
suposición.
El ruido del caracolear de los caballos sobre el sonoro
pavimento, la decidió.
“¡Sin peligro no se obtiene nada bueno!— se dijo—.
¡Con audacia jamás existe peligro!”
Dio vuelta al pestillo de la pesada cerradura y la puerta se
abrió.
Juana conocía las habitaciones. La escalera estaba a la
izquierda y la joven subió por ella, presurosa.
Ningún ruido; ninguna luz; nadie.
Llegó hasta el descansillo de las habitaciones de
Nicolasa.
Allí, bajo la puerta, se divisaba una línea luminosa y se
oía el rumor de unos pasos agitados.
Juana, jadeante, pero apagando su respiración, escuchó.
No hablaban. Olive debía estar sola, caminaba seguramente
arreglando sus cosas. No estaba, por lo tanto, enferma y todo
se reducía a un retraso.
Golpeó suavemente en la puerta.
—¡Olive! ¡Olive!— dijo—. Querida amiga…
Los pasos se acercaron en la alfombra.
—¡Abrid! ¡Abrid!— rogó.
La puerta se abrió y un gran resplandor inundó a Juana,
que se halló frente a un hombre con una antorcha de tres
brazos en la mano. Lanzó la condesa un grito terrible,
ocultando su cara.
—¿Olive?— dijo aquel hombre—. ¿Acaso no sois vos?—
Y levantó suavemente la capa de la condesa—. ¡Señora
condesa de La Motte!— exclamó entonces con un tono de
sorpresa admirablemente fingido.
—¡Señor de Cagliostro!— murmuró Juana a punto de
desvanecerse.
Entre todos los peligros que Juana había podido suponer,
jamás imaginó el que entonces encontraba.
El peligro ése no se presentaba muy terrible a primera
vista, pero reflexionando un poco, al observar el aire sombrío
y el profundo disimulo de ese hombre extraño, el riesgo debía
ser extraordinario.
Juana estuvo a punto de perder la cabeza, retrocedió y
sintió el deseo de echarse desde lo alto de la escalera.
Cagliostro le tendió cortésmente la mano, invitándola a
sentarse.
_—¿A qué debo el honor de vuestra visita, señora?— dijo
con voz firme.
—Caballero…— balbuceó la intrigante, que no podía
apartar sus ojos de los del conde—, yo venía…, yo buscaba…
—Permitid, señora, que llame para castigar a mis criados,
suficientemente groseros para no acompañar a una dama de
vuestra alcurnia.
Juana tembló. Detuvo la mano del conde.
—Forzosamente— dijo este último— debéis haber caído
en manos de ese bribón suizo que es mi portero y que se
embriaga. No os conocería. Habrá abierto la puerta sin decir
nada y sin moverse; tal vez se durmió después de abriros.
—No le riñáis, caballero— articuló Juana, que no
sospechaba el lazo que le tendían—, os lo ruego.
—¿Es él quien os ha abierto?
—Me parece que sí… Pero me prometisteis no reñirle.
—Y cumpliré mi palabra, condesa— dijo sonriendo—.
Os ruego que habléis ahora.
Una vez hallada esta salida, Juana, que no se creía objeto
de sospecha alguna, podía mentir acerca del móvil de su visita.
No desaprovechó la ocasión.
—Venía a consultaros, conde— dijo muy de prisa—,
sobre ciertos rumores que corren.
—¿Qué rumores, condesa?
—Os ruego que no me apuréis— suplicó con melindroso
acento—; el paso que doy es tan delicado…
“¡Busca! ¡Busca!— pensaba Cagliostro—; yo ya he
encontrado”,
—¿Sois amigo de Su Eminencia el cardenal de Rohan?—
interrogó Juana.
“No está mal— se dijo Cagliostro—. Quiere llegar hasta
el fin del hilo que tengo, pero no irá más lejos”.
—Estoy, ciertamente, en buena relación Su Eminencia,
señora— contestó.
—Venía a pediros me informarais sobre…
—¿Sobre qué?— apremió Cagliostro con un cierto matiz
de ironía.
—Ya os he dicho que mi posición es delicada, caballero,
y por ello no debéis abusar. Sabréis que el señor de Rohan me
manifiesta algún aprecio y yo quisiera saber hasta qué punto
puedo contar… En fin, caballero, se dice que vos leéis hasta lo
más profundo de los corazones y del espíritu.
—Ilustradme algo más, señora— respondió el conde—,
para que yo pueda leer en las tinieblas de vuestro corazón y
vuestra inteligencia.
—Circulan rumores, caballero, de que Su Eminencia
tiene amores con muy encumbrada dama. Hay quien afirma…
“Al llegar a este punto Cagliostro dirigió a Juana una
mirada centelleante que la hizo enmudecer.
—Señora— dijo—, yo leo, efectivamente, en las
tinieblas, pero para leer bien, necesito ser ayudado.
Respondedme a las siguientes preguntas: “¿Cómo vinisteis a
buscarme aquí si no vivo en esta casa?”
Juana se estremeció.
—¿En qué forma llegasteis hasta aquí? Porque no hay ni
suizo ebrio, ni criados en esta parte del palacio.
“Y si no era a mí, ¿a quién veníais a buscar?
“No me respondéis, ¿verdad? Voy a hacerlo por vos:
“Entrasteis aquí con una llave que veo en vuestro bolsillo.
Ahí está.
“Veníais a buscar a una joven, que, por pura bondad, yo
escondía en mi casa”.
Juana se estremeció aterrada.
—Y aun cuando… fuese así— respondió en voz baja—,
¿qué crimen habría cometido? ¿No está permitido a una mujer
venir a ver a otra? Llamadla y os dirá si nuestra amistad no es
confesable…
—Señora— interrumpió Cagliostro—, me decís eso
porque sabéis que no está aquí.
—¿Que no está aquí?— exclamó espantada—. ¿No está
aquí Olive?
—¡Ah!— dijo Cagliostro—. ¿Queréis convencerme de
que lo ignoráis habiendo cooperado al rapto?
—¿Al rapto? ¡Yo!— exclamó Juana abrigando cierta
esperanza— ¿Se la ha raptado y vos me acusáis?
—Hago más, os lo probaré.
—¡Probadlo!—dijo la condesa.
Cagliostro tomó un papel que estaba encima de la mesa y
se lo mostró. Era una esquela dirigida al conde. Decía:
“Caballero y generoso protector: Perdonadme que os
deje; pero yo amo al señor de Beausire sobre todo; viene a
buscarme y yo le sigo. Adiós. Recibid la expresión de mi
gratitud.”
—¡Beausire!— dijo Juana anonadada—. ¡Beausire!…
¡Pero él no sabía la dirección de Olive!
—Sí, señora— contestó Cagliostro mostrándole un
segundo papel que sacó de su bolsillo—; mirad, he recogido
este papel en la escalera; habrá caído del bolsillo del señor de
Beausire.
La condesa, estremecida, leyó:
“El señor de Beausire hallará a la señorita Olive en la
calle de Saint-Claude, en la esquina del bulevar; la encontrará
y la acompañará inmediatamente. Es una amiga sincera la que
lo aconseja. Tiempo es ya de que cese la esclavitud de la
infeliz”.
—¡Oh!— exclamó la condesa.
—Y se la ha llevado— dijo fríamente Cagliostro.
—Pero, ¿quién ha escrito esta esquela?
—Según las apariencias, vos, la sincera amiga de Olive.
—Pero, ¿cómo ha podido entrar hasta aquí?— exclamó
Juana mirando con rabia a su impasible interlocutor.
—¿Es que no se puede entrar con vuestra llave?
—Notad que si la tengo yo, no la puede tener Beausire.
—Cuando se dispone de una llave, se pueden tener dos—
insistió Cagliostro mirándola de frente.
—Vos poseéis pruebas convincentes— respondió
lentamente la condesa—, en tanto que yo sólo tengo meras
sospechas.
—¡Oh! Yo también las tengo y más fundadas que las
vuestras, señora.
Y después de estas palabras el conde despidió a su
interlocutora con un casi imperceptible ademán.
Ella empezó a bajar; pero a lo largo de la antes desierta y
sombría escalera, halló ahora veinte bujías y veinte lacayos
espaciados, ante los que Cagliostro exclamó en voz alta y por
dos veces: “¡La señora condesa de La Motte!”
Como un basilisco que lanza fuego y veneno, salió Juana
jurando venganza.
LXXIII.- LA CARTA Y EL RECIBO

El día que siguió a aquel en que ocurrieron los


acontecimientos relatados era el último del plazo fijado por la
misma reina a los joyeros Boehmer y Bossange.
Como la carta de Su Majestad les recomendaba
circunspección, esperaban que alguien, portador de las
quinientas mil libras, se presentara en su establecimiento. Y en
previsión de esto, prepararon entusiasmados un recibo, que
resultó un documento inútil pues nadie fue a retirarlo.
La noche transcurrió muy cruel para los joyeros, que
esperaron en vano la llegada de un mensajero inverosímil. Sin
embargo consoláronse pensando que la reina tenía ocurrencias
extraordinarias, y se veía obligada a ocultar la operación, por
lo que el emisario no llegaría quizá sino después de la
medianoche.
La llegada del alba del siguiente día sacó a Boehmer y a
Bossange sus quiméricas esperanzas. Este último tomó una
resolución y se dirigió a Versalles acompañado de su socio.
Pidió ser introducido ante la presencia de la reina. Se le
respondió que ello sería imposible si no tenía carta de
audiencia.
Asombrado, inquieto, insistió; como conocía a la gente y
tenía el talento de saber colocar aquí y allá, en las antesalas,
algunas piedras de desecho, le proporcionaron el medio de
situarse en el lugar por donde había de pasar Su Majestad
cuando volviese de su paseo por el Trianón. En efecto, María
Antonieta, estremecida aún por la entrevista con Charny, del
que se había convertido en amante sin ser su querida, volvía
con el corazón rebosante de alegría y el espíritu radiante,
cuando divisó la silueta algo contrita y respetuosa de Boehmer,
quien viéndose saludado por la reina en forma que él
interpretó de la mejor manera, se atrevió a pedirle unos
momentos de audiencia, que le fueron prometidos para dos
horas más tarde, es decir, para después de la hora de comer. Se
fue el joyero a llevar la noticia a Bossange, que esperaba en el
coche.
“No hay la menor duda— se dijeron comentando los
menores gestos y las menores palabras de María Antonieta—
de que Su Majestad tiene en su cajón la cantidad que no pudo
pagar ayer; ella nos ha citado a las dos, porque a esta hora
estará sola”.
Cuando dieron las dos, el joyero estaba en su puesto e
inmediatamente fue introducido ante Su Majestad.
—¿Qué ocurre, Boehmer?— preguntó la reina—. ¿Venís
a hablarme otra vez de joyas?
Boehmer creyó que alguien estaba escondido y que la
reina tenía miedo de ser oída. Adoptó entonces un cierto aire
de inteligencia al responder, a la vez que miraba a su
alrededor:
—Sí, señora.
—¿Qué buscáis?— interrogó la reina sorprendida—.
¿Tenéis que comunicarme acaso algún secreto?
El no respondió nada, algo sofocado por este disimulo.
—El mismo secreto de otras veces; una joya para vender
— prosiguió María Antonieta—. ¿Algún aderezo
incomparable? ¡Oh! No os asustéis así, no hay nadie que
pueda oírnos.
—Entonces…— murmuró Boehmer.
—Entonces, ¿qué?
—Entonces, puedo decir a Vuestra Majestad…
—Decid pronto, Boehmer.
El joyero se aproximó con su más amable sonrisa.
—Puedo decir a Vuestra Majestad que se olvidó ayer de
nosotros— dijo enseñando sus dientes amarillos.
—¿Que os olvidé? Explicaos.
—Es que…, ayer…, vencía el plazo…
—¡El plazo!… ¿Qué plazo?
—Perdón, Majestad, si me permito… Ya sé que es una
indiscreción. Tal vez la reina no esté preparada. Pero…
—Vamos, Boehmer— exclamó la reina—; no comprendo
una palabra de lo que me decís. Explicaos.
—Vuestra Majestad no recuerda, sin duda. Es natural, en
medio de tantas preocupaciones…
—¿Que no recuerdo? Acabad, señor joyero…
—Ayer vencía el primer plazo del pago del collar, dijo
Boehmer tímidamente.
—Así, pues, ¿vendisteis vuestro collar?
—Me parece… que sí— murmuró Boehmer mirándola
estupefacto.
—Y los compradores no os lo han pagado, mi pobre
Boehmer; tanto peor. Es preciso que esas gentes hagan lo que
he hecho yo; si no pueden compraros el collar que os lo
devuelvan abandonando las arras.
—¿De veras?…— balbuceó el joyero, vacilante—. ¿Qué
hace el honor de decirme Vuestra Majestad?
—Digo, mi pobre Boehmer, que si vuestros compradores
os devuelven vuestro collar como lo he hecho, yo, dejándoos
doscientas cincuenta mil libras de gratificación, esto
aumentará a dos millones el valor del collar.
—¿Vuestra Majestad dice…, que nos ha devuelto el
collar?— exclamó Boehmer bañado por un sudor frío.
—Sí, lo digo— respondió la reina tranquilamente—.
¿Qué os pasa?
—¡Cómo! ¿Vuestra Majestad niega haber comprado el
collar?— exclamó el joyero.
—Pero ¿qué significa esta comedia?— preguntó
severamente la reina—. ¿Acaso este maldito collar está
predestinado a hacer perder la cabeza a la gente?
—Me pareció oír de boca de Vuestra Majestad la palabra
devuelto— aventuró Boehmer, temblando como un azorado—.
¿Vuestra Majestad ha dicho que nos había devuelto el collar de
diamantes?
La reina miró a Boehmer cruzando los brazos.
—Felizmente tengo con qué poderos refrescar la memoria
— dijo—, porque sois un hombre bien olvidadizo, señor
Boehmer, para no verme obligada a deciros algo más
desagradable.
Se dirigió rectamente a su velador, sacó un papel y lo
tendió al joyero.
—Me parece que la redacción está bastante clara— dijo.
Y se sentó para poder mirar mejor al desventurado
mientras leía.
El rostro de éste expresó al principio la más completa
incredulidad y después, paulatinamente, el espanto, más
terrible.
—Pues bien— dijo la reina—, no podréis menos de
reconocer este recibo que demuestra en debida forma la
devolución del collar, a menos que os hayáis olvidado de que
os llamáis Boehmer.
—Pero, señora—exclamó Boehmer sofocado a la vez por
la rabia y el espanto—, yo no he firmado este recibo.
La reina retrocedió fulminando a su interlocutor con una
mirada centelleante.
—¡Lo negáis!
—En absoluto… Aunque tuviera que dejar aquí mi
libertad, mi vida, tengo que decir que yo no he recibido ese
collar jamás ni he firmado este recibo. Aunque aquí se hallase
la horca y el verdugo, repetiría de nuevo: No, majestad, este
recibo no es mío.
—Vamos, caballero— dijo la reina palideciendo
ligeramente—, ¿os he robado entonces? ¿Tengo, pues, vuestro
collar?
Boehmer buscó en su bolsillo y sacó una carta que a su
vez entregó a la reina.
—No creo, señora— dijo con voz respetuosa, pero
alterada por la emoción—, que si Vuestra Majestad hubiese
querido devolver el collar, hubiera escrito este reconocimiento.
—¿Qué es este pedazo de papel?— exclamó la reina—.
¡Yo no he escrito nunca esto! ¿Acaso es ésta mi letra?
—Está firmado— dijo Boehmer vacilante.
—¡María Antonieta de Francia!… ¡Estáis loco! ¿Soy yo
de Francia? ¿No soy archiduquesa de Austria? ¿No es absurdo
decir que yo haya escrito esto? Vamos, señor Boehmer, el lazo
es demasiado burdo y debéis comunicarlo así a vuestros
falsarios.
—¡A mis falsarios!…— balbuceó el joyero, que estuvo a
punto de desmayarse al oír estas palabras—. ¿Vuestra
Majestad sospecha de mí, de Boehmer?
—¿No sospecháis vos de mí, de María Antonieta?— dijo
la reina con altivez.—
—Pero esa carta…— insistió él indicando el papel que la
reina tenía en sus manos.
—¿Y ese recibo?— contestó ella mostrando el papel que
él no había dejado todavía.
Boehmer se vio obligado a apoyarse en un sillón; el
entarimado bailaba bajo sus pies; aspiraba el aire a grandes
bocanadas y el color purpúreo de la apoplejía había sustituido
a la lívida palidez del desfallecimiento.
—Devolvedme mi recibo— dijo la reina—; lo tengo por
válido y vos quedaos con vuestra carta firmada por María
Antonieta de Francia; cualquier juez os dirá el valor que tiene.
Y tras haberle lanzado la esquela y haberle arrancado el
recibo de las manos, le dio la espalda y pasó a una habitación
vecina, abandonando a su suerte al desdichado.
No obstante, después de algunos minutos, que le sirvieron
para recuperarse, salió, aturdido, del gabinete y se dirigió al
encuentro de Bossange, al que contó lo sucedido en tal forma
que se hizo sospechoso para su propio asociado.
Pero repitió tanto y con tal convicción lo ocurrido, que
Bossange empezó por arrancarse la peluca, lo que para las
personas que pasaban y que miraban hacia el carruaje, fue, a la
vez, el más doloroso y cómico de los espectáculos.
Sin embargo, como no era cosa de pasar el día entero
dentro de la carroza, desesperándose, los dos joyeros pensaron
que debían unirse para forzar si era posible, la puerta de la
reina y obtener algo que se pareciese; a una explicación.
Se encaminaron, pues, hacia el palacio con un aspecto
que inspiraba lástima, cuando se encontraron con un oficial
que iba a buscar a uno o al otro. Calcúlese la alegría de los
infelices, y su prisa para obedecer.
Los dos joyeros fueron introducidos sin tardanza.
LXXIV.- REY, NO PUEDO; PRINCIPE,
NO QUIERO; ROHAN, LO ACEPTO

La reina parecía esperar impacientemente. Por eso, cuando


divisó a los joyeros, dijo con viveza:
—¡Ah! Ya tenemos aquí al señor Bossange; habéis
acudido a buscar refuerzos, Boehmer; tanto mejor.
El aludido no encontró nada que decir, pero pensaba
muchas cosas. Lo que mejor cuadra en estas ocasiones, es
proceder con ademanes; Boehmer se echó a los pies de María
Antonieta.
El ademán no podía ser más expresivo.
Bossange lo imitó.
—Caballeros, en este momento estoy tranquila y no me
irritaré más. Se me ha ocurrido por otra parte una idea que
modifica mi modo de pensar respecto a vosotros. No hay duda
de que en este asunto somos víctimas de algún engaño
misterioso…, que no es misterioso para mí.
—¡Ah, señora!— exclamó Boehmer entusiasmado por las
palabras de la reina—, ¿no sospecháis ya que nosotros
hayamos…? ¡Oh, cómo cuesta pronunciar esa palabra:
falsario!…
—Creed que para mí es tan dura de oír como para vos de
pronunciar— dijo la reina—. No sospecho de vosotros, no.
—¿Vuestra Majestad sospecha entonces de alguien?
—Contestad a mis preguntas. ¿Decís que no tenéis los
diamantes?
—No los tenemos— respondieron al mismo tiempo los
dos joyeros.
—No os importa saber a quién se los había entregado yo
para que os los devolviese, porque esto me concierne. ¿Visteis
a la condesa de La Motte?
—Perdonad, señora, la hemos visto…
—¿Y no os dio nada de mi parte?
—No, Majestad. La señora condesa nos dijo tan sólo:
“Esperad”.
—Pero esa carta mía, ¿quién os la entregó?
—¿Esta carta?— contestó Boehmer—. ¿La que Vuestra
Majestad ha tenido en sus manos? Un mensajero desconocido
que la trajo a nuestra casa durante la noche.
Y mostró la carta falsa.
—¡Ah!— exclamó la reina—; bien: ya veis que no
procede directamente de mí.
Llamó y apareció un criado.
—Que hagan venir a la señora condesa de La Motte—
ordenó tranquilamente—. ¿No habéis visto a nadie más?—
continuó diciendo con la misma calma—. ¿No visteis al señor
de Rohan?
—Al señor de Rohan sí, señora; vino a hacernos una
visita y a informarse…
—¡Muy bien! No vayamos más lejos; desde el momento
en que el señor cardenal de Rohan se encuentra mezclado en
este asunto, haríais mal en desesperaros. Ya adivino lo que ha
pasado: la señora de La Motte, al deciros esta palabra:
esperad, habrá querido decir… No, no adivino nada ni quiero
hacerlo. Id a encontrar al señor cardenal y contadle lo que me
acabáis de decir; no perdáis tiempo y añadid que yo lo sé todo.
Los joyeros, reanimados por este pequeño hálito de
esperanza, cambiaron entre ellos una mirada más tranquila.
Bossange, que quería decir algo, se atrevió a insinuar en
voz baja:
—Sin embargo, la reina tiene entre sus manos un recibo
falso y lo que es falso es un delito.
María Antonieta frunció el ceño.
—Es verdad— dijo—, puesto que si vosotros no
recibisteis el collar, esto es una falsedad. Pero para
comprobarlo es indispensable que os caree con la persona a
quien encargué la misión de entregaros los diamantes.
—Cuando quiera Vuestra Majestad— exclamó Bossange
—; nosotros, cómo honrados comerciantes, no tememos la luz.
—Id, pues, a buscar la evidencia a casa del cardenal, sólo
él puede aclarar todo esto.
—¿Nos permitirá Vuestra Majestad que le traigamos la
respuesta?— preguntó Boehmer.
—Lo sabré antes que vosotros— respondió la reina—, y
os sacaré, del apuro. Id.
Los despidió y cuando hubieron partido, cada vez más
inquieta, empezó a enviar emisario tras emisario en busca de la
señora de La Motte.
No la seguiremos en sus averiguaciones y en sus
sospechas. Por el contrario, vamos a abandonarla, para unirnos
a los joyeros en busca de la tan deseada verdad.
El cardenal estaba en su casa leyendo con ira imposible
de describir una pequeña carta que la señora de La Motte
acababa de remitirle, según decía, desde Versalles. La misiva
era dura y sacaba toda esperanza al cardenal; le conminaba
para que no pensase en nada; le prohibía que apareciese en
Versalles y hacía un llamamiento a su lealtad para no reanudar
unas relaciones que se habían convertido en imposibles.
Al leer de nuevo estas palabras, el cardenal
sobresaltábase, leyendo deletreaba palabra por palabra y
parecía querer pedir cuentas al papel de las duras frases que
una mano cruel había acumulado.
—¡Coqueta, caprichosa, pérfida!— decía en su
desesperación—. ¡Oh! ¡Me vengaré!
Reunía entonces todas las ruindades que consuelan a los
corazones débiles en sus dolores de amor, pero que no bastan a
curarlos.
—Me ha escrito cuatro cartas, cada una de las cuales es
más injusta y tiránica que las anteriores. Me ha tomado por
mera distracción. Es una humillación que apenas podría
perdonarle si no me sacrificase a un nuevo capricho.
Y el infeliz, creyéndose burlado, releía con el fervor de la
esperanza carta por carta, cuyo rigor estaba apuntalado con un
arte de proporciones despiadadas.
La última era una obra maestra de maldad que había
consternado al cardenal, y sin embargo amaba éste hasta tal
punto que, por espíritu de paradoja, se deleitaba leyendo y
volviendo a leer las frías líneas llenas de dureza que procedían
de Versalles, según la señora de La Motte.
En aquel preciso momento se presentaron en su palacio
los joyeros.
Quedó el cardenal muy sorprendido por su insistencia en
forzar la consigna. Despidió tres veces a su ayuda de cámara,
el cual volvió por cuarta vez diciendo que Boehmer y
Bossange habían expresado su propósito de no retirarse sino
por la fuerza.
—¿Qué significa esto?— inquirió el cardenal—.
Hacedlos entrar.
Entraron. Sus rostros trastornados demostraban de
manera elocuente los combates que habían tenido que sostener
moral y físicamente. Si bien es cierto que habían quedado
vencedores en uno de estos combates, también lo es que
habían perdido el otro.
—Ante todo, ¿qué significa esa brutalidad, señores
joyeros?— clamó el cardenal—. ¿Se os debe algo aquí acaso?
El tono de esta acogida espantó a los dos asociados.
—¿Es que las escenas anteriores se van a repetir?—
sugirió Boehmer con un guiño a su compañero.
—¡Oh! No, no— dijo este último sujetando su peluca con
un gesto belicoso—, en cuanto a mí estoy dispuesto a todos los
ataques.
Y dio un paso adelante en forma casi amenazadora
mientras Boehmer, más prudente, quedaba algo atrás.
El cardenal creyó que se habían vuelto locos y así lo dijo
claramente.
—Monseñor— suplicó desesperado Boehmer cortando
las palabras con un suspiro—, ¡justicia, misericordia!
—Evitad que desesperemos y no nos forcéis a faltar al
respeto al más grande e ilustre de los príncipes.
—Caballeros, o no sois locos, y en tal caso os haré echar
por las ventanas, o lo sois, en cuyo caso os haré poner
sencillamente en la puerta. Elegid.
—Monseñor, no somos locos, sino robados.
—¿Qué me importa a mí?— replicó el señor de Rohan—;
no soy el jefe de policía.
—Pero tenéis el collar en vuestras manos, monseñor—
dijo Boehmer sollozando—; os veréis obligado a deponer ante
la justicia…
—¿Que yo lo tengo? ¿Acaso ha sido robado el collar?
—Sí, monseñor.
—¿Y qué dice la reina?
—La reina nos ha enviado a vos, monseñor.
—Su Majestad es muy amable. ¿Pero qué puedo hacer
yo, amigos míos?
—Lo podéis todo, monseñor. Por ejemplo, decir qué se ha
hecho del collar.
—¿Yo?
—Sin duda.
—Mi querido señor Boehmer, podríais utilizar semejante
lenguaje si yo perteneciese a la banda de ladrones que ha
robado el collar a la reina.
—No es a la reina a quien se lo han robado.
—¡Dios mío! ¿A quién entonces?
—La reina niega haberlo tenido en su poder.
—¡Que lo niega!— repitió el cardenal vacilando—. ¿No
tenéis un recibo de ella?
—La reina dice que es falso.
—¡Vamos! Habéis perdido la cabeza, caballeros.
—¿Es verdad?— interrogó Boehmer a Bossange, que
contestó con un triple asentimiento.
—La reina niega no sólo que haya escrito el
reconocimiento, puesto que dice que es falso, sino que nos ha
enseñado un recibo según el cual nos había devuelto el collar.
—¿Un recibo vuestro?— se interesó el cardenal—. ¿Y
este recibo?
—Es tan falso como el otro, señor cardenal; vos lo sabéis
bien.
—¿Falso?… ¿Dos documentos falsos?… ¿Y decís que yo
lo sé?
—Seguramente, puesto que vinisteis para confirmar lo
que nos había dicho la señora de La Motte; porque sabíais que
habíamos vendido el collar y que estaba en poder de la reina.
—Veamos— dijo el cardenal pasando una mano por su
frente—, me parece que todas éstas son cosas muy graves.
Entendámonos. He aquí mis operaciones con vosotros.
—Sí, monseñor.
—En primer término, compra hecha por mí por cuenta de
Su Majestad de un collar de cuyo importe os adelanté
doscientas cincuenta mil libras.
—Es verdad, monseñor.
—Tras esto, venta suscrita directamente por la reina, al
menos según me habéis dicho, a plazos fijados por ella y bajo
la responsabilidad de su firma.
—¿De su firma?… ¿Decís la firma de la reina,
monseñor?
—Mostrádmela.
—Aquí está;
Los joyeros sacaron la carta. El cardenal pasó la mirada
por ella.
—¡Pero, sois unos cándidos!… María Antonieta de
Francia… ¿No es acaso la reina una descendiente de la casa de
Austria? ¡Os han robado! ¡La letra y la firma, todo es falso!
—Pero entonces— exclamaron los joyeros en el colmo de
la desesperación—, la señora de La Motte debe conocer al
ladrón y al falsario…
La verdad de esta aserción impresionó al cardenal.
—Llamemos a la señora de La Motte— dijo muy
turbado.
Sus criados se lanzaron a la busca de Juana, cuya carroza
no podía estar muy lejos todavía.
Sin embargo, Boehmer y Bossange, agazapándose, como
las liebres en su agujero, en las promesas de la reina, repetían:
—¿Dónde está el collar? ¿Dónde está el collar?
—Me vais a dejar sordo— respondió el cardenal de mal
humor—. Yo se lo he entregado personalmente a la reina, esto
es todo lo que sé.
—¡El collar! ¡Si no se nos paga, queremos el collar!—
repetían los dos comerciantes.
—Señores, esto no me afecta en lo más mínimo— repitió
el cardenal fuera de sí y decidido a despedirlos.
—¡La señora de La Motte! ¡La señora de La Motte! —
gritaban Boehmer y Bossange, roncos ya—. ¡Ella es la que nos
ha perdido!
—La señora de La Motte es de una probidad sobre la que
os prohíbo sospechar, bajo pena de ser apaleados en mi
palacio.
—En fin, hay un culpable— dijo Boehmer en un tono
lastimero—; estas dos falsedades han sido cometidas por
alguien.
—¿Yo, acaso?— desafió el señor de Rohan con altivez.
—En realidad, monseñor, no queremos decir esto.
—Pues bien, ¿entonces?
—Entonces, monseñor, una explicación, en nombre del
cielo.
—Esperad a que pueda darme una a mí mismo.
—Pero, monseñor, ¿qué le diremos a la reina?, porque Su
Majestad está indignada contra nosotros.
—¿Y qué dice ella?
—Dice que vos o la señora de La Motte tenéis que poseer
el collar, pero no ella.
—Pues bien— decidió el cardenal pálido de vergüenza y
de cólera—, id a decir a la reina que… ¡No, no le digáis nada!
Ya ha habido bastante escándalo. Pero mañana… me oís, yo
oficio en la capilla de Versalles; venid, veréis cómo me acerco
a la reina, le hablo, le pregunto si ella tiene el collar y oiréis lo
que ella responde; si frente a mí, niega… entonces, caballeros,
como soy un Rohan ¡pagaré!
Y dichas estas palabras, con un énfasis del que la prosa
no puede dar una idea, el príncipe despidió a los dos
asociados.
—Hasta mañana, pues, ¿no es así, monseñor?
—Hasta mañana a las once de la mañana, en la capilla de
Versalles— respondió el cardenal.
LXXV.- ESGRIMA Y DIPLOMACIA

A las diez del día siguiente, entraba en Versalles una carroza


con las armas del señor de Breteuil. Aquellos de nuestros
lectores que se acuerden de la historia de Bálsamo y de
Gilberto, no habrán olvidado que el señor de Breteuil, rival y
enemigo personal del señor de Rohan, buscaba desde hacía
mucho tiempo la ocasión de inferir una herida mortal a su
enemigo.
La diplomacia es a este respecto muy superior a la
esgrima, ya que en este último arte, una respuesta, buena o
mala, debe ser dada en un segundo, mientras que los
diplomáticos tienen quince años y más, si es preciso, para dar
su golpe y hacerlo mortal.
El señor de Breteuil había hecho pedir, una hora antes,
audiencia al rey y halló a Su Majestad vistiéndose para ir a
misa.
—Tiempo soberbio— dijo Luis XVI alegre, cuando el
diplomático entró en el gabinete—; un verdadero tiempo de la
Asunción; ved, no hay una sola nube en el cielo.
—Me hallo desolado por tener que traer una nube a
vuestra tranquilidad— respondió el ministro.
—¡Vamos!— exclamó el rey frunciendo el ceño—; ya
tenemos un mal principio del día. ¿Qué ocurre?
—Me encuentro en un verdadero apuro para contar esto,
sire, más aún porque se trata de un asunto que no se refiere a
mi ministerio. Es algo así como un robo y concierne al jefe de
policía.
—¡Un robo!— murmuró el rey—. Vos sois el
guardasellos y los ladrones acaban por hallar siempre a la
justicia. Esto concierne al guardasellos y como lo sois podéis
hablar.
—Pues bien, Majestad, he aquí la cuestión. ¿Habéis oído
hablar de un collar de diamantes?
—¿El del señor Boehmer?
—El mismo, sire.
—¿El que la reina rechazó?
—Precisamente.
—Esta negativa me ha valido un hermoso buque, el
Suffren— dijo, el rey frotándose las manos.
—Pues bien, Majestad— dijo el barón de Breteuil,
insensible a todo el daño que iba a hacer—, ese collar ha sido
robado.
—Tanto peor. Era muy caro, pero los diamantes pueden
ser identificados. Separarlos sería perder el fruto del robo. Se
dejará el collar entero y la policía lo encontrará.
—Sire— contestó el barón de Breteuil—, no se trata de
un robo ordinario. Circulan muchos rumores.
—¡Rumores! ¿Qué queréis decir?
—Se pretende, señor, que la reina ha guardado ese collar.
—¡Cómo! ¿Guardado? En presencia mía no lo quiso y ni
siquiera lo miró. Locuras, cosas absurdas, barón; la reina no ha
guardado el collar.
—Sire, no he utilizado la palabra adecuada; las calumnias
son siempre tan ciegas a propósito de los soberanos, que la
expresión es harto molesta para los oídos reales. La palabra
guardado…
—Bueno, señor Breteuil— dijo el rey sonriendo—,
¿supongo que no se dirá que la reina lo ha robado?…
—Majestad— respondió el señor de Breteuil con viveza
—, se dice que la reina volvió a adquirirlo después de
habéroslo rechazado; se dice, y no tengo necesidad de repetir
aquí hasta qué punto mi respeto y mi devoción desprecian
estas infames suposiciones, que los joyeros poseen un recibo
de Su Majestad la reina para dar fe de que ella guarda el collar.
El rey palideció.
—¡Se dice esto!— repitió—.¡Qué no se dice! Pero,
después de todo, esto no me asombra. La reina habrá
comprado secretamente el collar y yo no la censuraré por esto.
La reina es una mujer y el collar es una pieza rara y
maravillosa. A Dios gracias, María Antonieta puede gastar un
millón y medio para su tocado si lo desea. Yo lo aprobaré; no
habrá hecho mal más que en una cosa: no decírmelo. Pero no
es al rey al que le interesa mezclarse en este asunto, sino al
marido. Este reñirá a la mujer si quiere o si puede. No
reconozco a nadie el derecho a intervenir ni siquiera con una
maledicencia.
El barón se inclinó ante tan nobles y firmes palabras del
rey. Pero Luis XVI no tenía más que la apariencia de la
firmeza. Un momento después de haberla manifestado
aparecía vacilante, inquieto…
—Y puesto que habláis de robo… ¿no habíais dicho que
era un robo?… Si lo ha habido, el collar no estaría en las
manos de la reina. Sed lógico.
—Vuestra Majestad me ha sorprendido con su cólera y no
he podido concluir.
—¡Mi cólera!… ¿Yo colérico?… ¡Barón, barón!…
Y el buen rey se echó a reír.
—Mirad, decídmelo todo, inclusive que la reina ha
vendido el collar a los judíos. ¡Desdichada, algunas veces tiene
necesidad de dinero y yo no se lo doy siempre!
—He aquí precisamente lo que iba a tener el honor de
decir a Vuestra Majestad. La reina hizo pedir hace dos meses
por mediación del señor de Calonne, quinientas mil libras y
Vuestra Majestad se negó a firmar el crédito.
—Es verdad.
—Pues bien, sire, ese dinero, según se dice, debía servir
para pagar la primera entrega de la compra del collar. La reina,
al no tenerlo, no pagó.
—Y bien— dijo el rey interesado paulatinamente como
cuando la duda va convirtiéndose en certeza.
—Pues bien, señor, aquí empieza la historia que mi celo
me obliga a contar a Vuestra Majestad.
—¡Qué! ¿Decís que la historia comienza aquí? ¿Qué ha
ocurrido, entonces, Dios mío?— exclamó el rey.
—Sire, se dice que la reina se dirigió a determinada
persona para disponer de dinero.
—¿A quién? A un judío, ¿verdad?
—No, Majestad.
—¡Dios mío! Decís esto con un aire extraño, Breteuil.
Vamos, ya lo adivino, una intriga extranjera, la reina habrá
pedido dinero a su hermano, a su familia. Está el de Austria en
todo esto. Ya se sabe hasta qué punto se mostraba susceptible
el rey a propósito de la corte de Viena.
—Ojalá hubiera sido así— contestó el señor de Breteuil.
—¡Cómo! ¿A quién, pues, ha podido pedir la reina ese
dinero?
—Sire, no me atrevo…
—Me sorprendéis, caballero— dijo el rey levantando la
cabeza y adoptando de nuevo una actitud firme— Hablad
inmediatamente y nombradme al prestamista del dinero.
—El señor de Rohan, sire.
—¿No os ruborizáis al nombrar al señor de Rohan, el
hombre más arruinado del reino?
—Majestad…— aventuró el señor de Breteuil bajando la
mirada.
—He aquí un aire que me disgusta— añadió el rey— y os
debéis explicar pronto, señor guardasellos.
—No, sire; por nada del mundo, teniendo en cuenta que
nada me puede obligar a que pronuncie una palabra
comprometedora para el honor de mi rey y de mi soberana.
El rey frunció el ceño.
—Descendemos mucho, señor de Breteuil— dijo—; esta
relación policíaca está impregnada de emanaciones pestilentes
de la sentina de donde surge.
—Toda calumnia emana miasmas mortales, sire, y he
aquí por qué es necesario que los reyes realicen una acción
purificadora acudiendo a los grandes remedios, si quieren
evitar que ese veneno empañe el brillo de su trono.
—¡El señor de Rohan!— murmuró el rey—. Pero, ¿es
verosímil?… ¿El cardenal deja decir…?
—Vuestra Majestad se convencerá, de que el señor de
Rohan ha estado en negociaciones con los joyeros Boehmer, y
Bossange; que el asunto de la venta ha sido arreglado por él,
que estipuló las condiciones del pago.
—¿De veras?— exclamó el rey turbado por la cólera y
los celos.
—Es un hecho que el más sencillo interrogatorio
demostrará. Os aseguro, sire, que así ocurrirá.
—¿Me lo aseguráis?
—Bajo mi responsabilidad, sire, y sin la menor reserva.
El rey empezó a dar grandes pasos por su gabinete.
—Cosas muy graves son éstas, ciertamente. Mas no veo
todavía en todo esto el robo de que me hablabais.
—Sire, los joyeros dicen tener de la reina un recibo
firmado según el cual posee el collar.
—¡Ah!— exclamó el rey animado por un rayo de
esperanza—. ¡Ella niega! Ya veis, pues, que niega, Breteuil.
—Sire, yo no he dejado creer a Vuestra Majestad en
ningún momento que no estuviese seguro de la inocencia de la
reina. ¡Yo me haría digno de lástima si Vuestra Majestad no
creyese que guardo todo el respeto, todo el amor posible en mi
corazón para la más pura de las mujeres!
—Entonces, ¿acusáis al señor de Rohan?…
—¡Oh!, Majestad, las apariencias aconsejan…
—Grave acusación, Breteuil.
—Que quedará destruida tal vez ante una encuesta, pero
ésta es indispensable. Pensad, señor, que la reina asegura que
no tiene el collar; que los joyeros pretenden habérselo
vendido; que el collar no se encuentra y que la palabra robo ha
sido pronunciada por el pueblo junto al nombre del señor de
Rohan y al nombre sagrado de la reina.
—Es verdad, es verdad— reconoció el rey trastornado—;
Breteuil, es necesario que todo este asunto quede aclarado.
—Absolutamente, sire.
—¡Dios mío! ¿Quién pasa allá por la galería? ¿No es el
señor de Rohan que se dirige a la capilla?
—Todavía, no, Majestad; el señor de Rohan no puede
dirigirse a la capilla. No son las once y como oficia hoy, tiene
que revestirse de los hábitos pontificales. No es él quien pasa.
Vuestra Majestad dispone aún de media hora.
—¿Qué hacer entonces? ¿Hablarle? ¿Llamarlo?
—No, sire; permitid que dé un consejo a Vuestra
Majestad. No hagáis que salga a la luz el asunto antes de haber
hablado con Su Majestad la reina.
—Sí— asintió el rey—; ella me dirá la verdad.
—No dudemos un solo instante de ello, señor.
—Vamos, barón, colocaos allí y sin la menor reserva ni
atenuante, contadme lo que se dice.
—Lo tengo detallado en esta cartera, con las
correspondientes pruebas.
—Empecemos, pues, la tarea; dejad que haga cerrar la
puerta del gabinete. Tenía dos audiencias por la mañana, pero
las haré aplazar.
El rey dio unas órdenes y volviéndose a sentar, dirigió
una última mirada por la ventana.
—Ahora sí es el cardenal. Mirad.
Breteuil se levantó, acercóse a la ventana y desde detrás
de las cortinas divisó al señor de Rohan, que, con su gran
ropaje de cardenal y de arzobispo, se dirigía a las habitaciones
que le habían sido designadas cada vez que debía oficiar
solemnemente en Versalles.
—Al fin ha llegado— exclamó el rey levantándose.
—Tanto mejor— dijo el señor de Breteuil—, la
explicación no sufrirá ningún retraso.
Y se puso a informar al rey con todo el celo de un hombre
que está decidido a perder a otro.
Un arte infernal había reunido en la cartera todo lo que
podía abatir al cardenal. El rey veía cómo se iban
amontonando las pruebas de la culpabilidad del señor de
Rohan, pero se desesperaba al notar que no llegaban las
pruebas de la inocencia de la reina.
Sufría impacientemente este suplicio desde hacía un
cuarto de hora, cuando de pronto se oyeron unos gritos en la
galería vecina.
El rey prestó atención y Breteuil interrumpió la lectura.
Un oficial vino a golpear en la puerta del gabinete.
—¿Qué ocurre?— preguntó el rey, cuyos nervios estaban
en tensión desde la revelación del señor de Breteuil.
El oficial se presentó.
—Sire, Su Majestad la reina ruega a Vuestra Majestad
que tenga a bien pasar a sus habitaciones.
—Hay algo nuevo— dijo Luis XVI palideciendo.
—Tal vez— murmuró Breteuil.
—Voy a las habitaciones de la reina. Esperadme aquí,
señor de Breteuil.
“Bien, ya llegamos al desenlace”, se dijo el guardasellos.
LXXVI.- GENTILHOMBRE,
CARDENAL Y REINA

En el momento en que el señor de Breteuil entraba en el


gabinete del rey, el señor de Charny, pálido, agitado, había
hecho solicitar una audiencia a la reina. Esta se estaba
vistiendo; vio desde la ventana de su tocador, que daba a la
terraza, a Charny, que insistía en ser introducido.
Antes de que hubiese terminado la petición, la reina dio
orden de que se le hiciese pasar.
Charny entró, estrechó temblando la mano que la
soberana le tendía y con voz ahogada, dijo:
—¡Ah, señora, qué desgracia!
—¿Qué os ocurre?— exclamó la reina palideciendo al ver
que su amigo estaba sin color en el rostro.
—Señora, ¿sabéis de lo que acabo de enterarme? ¿Sabéis
lo que se dice? ¿Sabéis de lo que el rey debe ya estar enterado
o lo estará mañana?
—Decídmelo todo, soy fuerte— exclamó apoyando una
mano sobre el corazón.
—Se dice, señora, que habéis comprado un collar a
Boehmer y Bossange.
—Lo he devuelto— dijo ella con viveza.
—Escuchad; se dice que habéis simulado devolverlo, que
creíais poder pagarlo; que el rey os lo impidió negándose a
firmar la orden del señor de Calonne; que entonces os
dirigisteis a determinada persona para encontrar dinero y que
esta persona es… vuestro amante.
—¡Vos!— exclamó la reina con un gesto de sublime
confianza—. ¡Vos, caballero! Dejad que digan lo que quieran.
El título de amante no es para ellos una injuria tan dulce, como
agradable verdad es que queda para siempre el título de amigo
entre los dos.
Charny se detuvo confuso ante esta incontrastable
elocuencia que exhala el verdadero amor.
Pero el tiempo que tardó en responder inquietó a la reina,
y la hizo exclamar: .—¿De quién queréis hablar, señor de
Charny? La calumnia es un lenguaje que no comprendo.
¿Acaso vos lo conseguís?
—Señora, prestadme mucha atención, porque los
momentos son graves. Ayer fui con mi tío, el señor de Suffren,
a casa de los joyeros de la corte, Boehmer y Bossange. Mi tío
había traído unos diamantes de la India. Quería que se los
tasasen. Se habló de todo y de todos. Los joyeros contaron al
bailío una espantosa historia que hacen circular los enemigos
de Vuestra Majestad. Señora, estoy desesperado; si habéis
comprado el collar, contádmelo; si no lo habéis pagado,
decídmelo también, pero no me dejéis creer que el señor de
Rohan ha pagado por vos.
—¡El señor de Rohan!— exclamó la reina.
—Sí, el señor de Rohan, el que pasa por ser el amante de
la reina; aquel a quien la reina pide prestado dinero; el que el
desgraciado señor de Charny ha visto en el parque de
Versalles, sonriendo a la reina, arrodillado ante la reina, el
que…
—¡Caballero!— interrumpió María Antonieta—. Si
cuando no me veis dais crédito a todo lo que os dicen es que
no me amáis cuando me veis.
—¡Oh!— replicó el joven—; hay un peligro cercano; y os
vengo a pedir un favor.
—¿Cuál es el peligro que me amenaza?— interrogó la
reina.
—¿El peligro? Señora, quien no lo adivina es un
insensato. El cardenal sirviendo de garantía a la reina, pagando
en su nombre, la pierde. No quiero referirme al disgusto que
pueda causarme la confianza que os inspira el señor de
Rohan…
—¡Estáis loco!— dijo María Antonieta, colérica.
—No estoy loco, señora, pero vos sois desgraciada, estáis
perdida. Yo os he visto en el parque… Me dijisteis que me
había equivocado. Hoy se ha sabido todo, la mortal verdad…
La reina tomó el brazo de Charny.
—¡Loco, loco!— dijo con inexpresable angustia—.
¡Creed en el odio, en lo imposible, ved sombras, pero en
nombre del cielo, después de lo que os he dicho, no creáis que
sea culpable!… ¡Culpable!, esta palabra me haría saltar en un
brasero encendido…, culpable… con…, yo, que jamás he
pensado en vos sin rogar a Dios que me perdonase este
pensamiento que me parecía un crimen. ¡Oh! Señor de Charny,
si no queréis que hoy me vea perdida y muerta mañana, no me
digáis que me creéis culpable.
Oliverio se retorcía las manos con angustia.
—Escuchadme si queréis que os preste un favor eficaz—
dijo.
—¡Un favor de vos!— exclamó la reina—; de vos, más
cruel que mis enemigos…, porque éstos no hacen sino
acusarme, mientras que vos sospecháis de mí. ¡Un favor del
hombre que me desprecia! ¡Jamás!
Oliverio se acercó y retuvo entre sus manos la de la reina.
—Pronto os convenceréis de que no sólo sé gemir y
llorar; los momentos son preciosos; esta tarde, y a no habrá
tiempo para hacer lo que procede. ¿Queréis salvarme de la
desesperación salvándoos al propio tiempo del oprobio? …
—¡Caballero!…
—¡Oh! No regatearé las palabras frente a la muerte. Si no
me escucháis, os aseguro que esta noche los dos estaremos
muertos, vos de vergüenza y yo por haberos visto morir. ¡De
cara al enemigo como en una batalla, señora! ¡De cara al
peligro! ¡De cara a la muerte! Luchemos juntos. Si sucumbís,
no estaréis sola. Mirad, señora, ved en mí un hermano…
¿Tenéis… necesidad de este dinero… para pagar el collar?…
—¿Yo?
—No lo neguéis.
—Os digo…
—No me digáis que no tenéis el collar.
—Os juro…
—No juréis si queréis que os ame.
—¡Oliverio!
—Os queda aún un procedimiento para salvar vuestro
honor y mi amor. El collar vale un millón seiscientas mil
libras, de las que vos habéis pagado doscientas cincuenta mil.
Aquí tenéis un millón y medio, tomadlo.
—¿Qué es esto?
—No lo miréis, tomadlo y pagad.
—¡Vuestros bienes vendidos! ¡Yo liquidar vuestras
posesiones! ¡Oh, os despojáis por mí! Sois un noble corazón y
yo no puedo comerciar con un amor así. ¡Oliverio, yo os amo!
—Aceptad.
—¡No, pero os amo!
—¿El señor de Rohan pagará, entonces? Pensad, señora
que no es una generosidad de vuestra parte, sino una crueldad
que me aniquila… ¿Lo aceptáis del cardenal?
—¡Yo! ¡Deliráis, señor de Charny! ¡Soy la reina y si doy
a mis súbditos amor y fortuna, jamás acepto de ellos don
alguno!
—¿Qué haréis entonces?
—Vos me dictaréis la norma de conducta. ¿Qué decís que
piensa el señor de Rohan?
—Cree que sois su querida.
—Sois muy duro, Oliverio…
—Hablo como se habla frente a la muerte.
—¿Qué decís que piensan los joyeros?
—Que no pudiendo pagar la reina, pagará el señor de
Rohan por ella.
—¿Qué piensa el público a propósito del collar?
—Que vos lo tenéis escondido y sólo confesaréis cuando
esté pagado, ya sea por el cardenal, impulsado por su amor
hacia vos, ya sea por el rey por miedo al escándalo.
—Bien. Dejadme ahora que os mire de frente y os
pregunte: ¿qué pensáis de las escenas que visteis en el parque
de Versalles?
—Creo, señora, que tenéis necesidad de demostrarme
vuestra inocencia—contestó enérgicamente Charny.
La reina enjugó el sudor que humedecía su frente.
—¡El príncipe Luis, cardenal de Rohan, gran limosnero
de Francia!— gritó la voz del ujier en el corredor.
—¡El!— murmuró Charny.
—Vais a ver complacidos vuestros deseos— dijo la reina.
—¿Le recibiréis?
—Iba a hacerle llamar.
—Pero yo…
—Entrad en mi tocador y dejad la puerta entreabierta para
poder oír.
—¡Señora!
—Apuraos, porque el cardenal está aquí ya.
Y empujando al señor de Charny hacia la habitación que
ella le había indicado, dejó la puerta como convenía e hizo
entrar al cardenal.
El señor de Rohan apareció en el umbral de la puerta.
Estaba resplandeciente con su vestido de oficiante. Tras de él
había quedado un séquito numeroso, en el que figuraban
Boehmer y Bossange, algo turbados con sus vestidos de
ceremonia.
La reina se dirigió al encuentro del cardenal tratando de
sonreír.
Luis de Rohan estaba serio, e inclusive triste. Tenía la
calma del hombre valiente que va a combatir, el gesto
imperceptiblemente amenazante del prelado que quizás tenga
que perdonar.
La reina le indicó un taburete; el cardenal permaneció de
pie.
—Señora— dijo después de haber vacilado visiblemente
—, yo tengo numerosas cosas importantes que comunicar a
Vuestra Majestad, que parece que ha tomado la tarea de evitar
mi presencia.
—¿Yo?— se extrañó la reina—. Os he visto tan poco,
señor cardenal, que pensaba mandar un correo para que
vinieseis.
—¿Estoy solo con Vuestra Majestad?— preguntó el
cardenal en voz baja—. ¿Tengo el derecho de hablar con toda
libertad?
—Con toda libertad, señor cardenal. No os violentéis,
estamos solos.
Y con su firme voz, parecía querer enviar estas palabras
al gentilhombre escondido en la habitación vecina. Gozaba
con orgullo de su valor y de la seguridad que, desde las
primeras palabras, infundiría al señor de Charny que estaría
oyendo.
El cardenal se decidió a hablar. Acercó el taburete al
sillón de la reina con el fin de estar lo más lejos posible de la
puerta de dos hojas.
—Andáis con preámbulos— anotó la reina, afectando
jovialidad.
—Es que…— dijo el cardenal.
—¿Es qué?…— repitió la reina.
—¿No vendrá el rey?
—No tengáis miedo ni del rey ni de nadie— replicó con
viveza la reina.
—¡Oh! Es de vos de quien tengo miedo— expresó el
cardenal con voz conmovida.
—Entonces, razón de más; yo no soy temible; hablad con
pocas palabras y en alta e inteligible voz. Me gusta la claridad
y si andáis con rodeos creeré que no sois un hombre
honorable. Nada de gestos; me han dicho que teníais agravios
contra mí. ¡Hablad; me gusta la guerra y llevo en mis venas
sangre que no teme a nada! ¡Vos también, ya lo sé! ¿Qué
tenéis que reprocharme?
El cardenal suspiró y levantóse como para aspirar más
ampliamente el aire de la habitación. Al fin, dueño de sí
mismo, se dispuso a hablar.
LXXVII.- EXPLICACIONES

Como hemos dicho, la reina y el cardenal se hallaban cara a


cara. Charny, desde el gabinete, podía oír hasta las menores
palabras de los interlocutores, y las explicaciones tan
impacientemente esperadas.
—Señora— dijo el cardenal inclinándose—, ¿sabéis lo
que pasa a propósito de nuestro collar?
—No, caballero, no lo sé y tengo deseos de que me lo
comuniquéis.
—¿Por qué me condena Vuestra Majestad desde hace
tanto tiempo a servirme de un intermediario para comunicarme
con ella? ¿Por qué si tenéis algún motivo de odio no me lo
explicáis personalmente?
—No os comprendo, señor cardenal. No tengo ningún
motivo para odiaros, pero éste no es, según creo, el motivo de
nuestra conversación. Hacedme el favor de informarme de una
manera precisa de lo relativo a ese desgraciado collar. Ante
todo, ¿dónde está la señora de La Motte?
—La misma pregunta iba a formular a Vuestra Majestad.
—Perdonadme; si alguien puede saber dónde está la
señora de La Motte sois vos.
—¿Yo, señora? ¿Y a título de qué?
—¡Oh! No estoy aquí para recibir vuestras confesiones,
señor cardenal; tengo necesidad de hablar con la señora de La
Motte; la he mandado llamar, la han ido a buscar a su casa diez
veces y nadie responde. No dejaréis de reconocer que esta
desaparición es extraña.
—Yo también, señora, me asombro de ella, porque he
rogado a la señora de La Motte que viniese a verme y no he
obtenido mejor resultado que Vuestra Majestad.
—Entonces dejemos a la condesa y hablemos de
nosotros.
—¡Oh! No, señora, hablemos de ella primero, porque
ciertas palabras de Vuestra Majestad me han dejado en una
dolorosa sospecha. Me ha parecido que reprochabais mis
asiduidades cerca de la condesa.
—Todavía no os he reprochado nada, caballero, pero
aguardad.
—¡Oh, señora, es que una parecida sospecha me
explicaría todas las susceptibilidades de vuestra alma y
entonces comprendería, aun con toda mi desesperación, el
rigor hasta aquí inexplicable de que habéis usado para
conmigo!
—He aquí dónde dejamos de comprendernos. Habláis
con una oscuridad impenetrable y no os pedí explicaciones
para que embarulléis más las cosas. ¡Expresaos claramente!
—Señora— exclamó el cardenal juntando sus manos y
acercándose a la reina—, hacedme el favor de no cambiar de
conversación; dos palabras más a propósito de lo que
hablamos hace poco y nos hubiésemos entendido.
—Verdaderamente, caballero, empleáis un lenguaje que
no conozco; os ruego, pues, que utilicemos el francés. ¿Dónde
está el collar que yo he devuelto a los joyeros?
—¿El collar que vos habéis devuelto?— exclamó el señor
de Rohan.
—Sí, ¿qué hicisteis de él?
—¿Yo? No sé nada, señora.
—Veamos. Es una cosa muy sencilla. La señora de La
Motte se llevó el collar, lo ha devuelto en mi nombre; los
joyeros pretenden que no lo han recibido. Tengo un recibo que
demuestra lo contrario; los joyeros dicen que el recibo es falso.
La señora de La Motte podría explicarlo todo con una
palabra… pero no se la encuentra. Pues bien, dejadme hacer
suposiciones en lugar de comentar los hechos oscuros. La
señora de La Motte ha querido devolver el collar. Vos; que
habéis tenido siempre la manía, guiado por un espíritu
benévolo sin duda, de que yo comprase el collar, vos que me
hicisteis llegar el ofrecimiento de pagar en mi nombre,
ofrecimiento…
—…que Vuestra Majestad rechazó muy duramente— se
apresuró a decir el cardenal suspirando.
—Bien. Vos habéis perseverado en esta idea fija de que
yo continuase en posesión del collar y no lo habréis devuelto a
los joyeros para hacer que yo lo adquiriese en cualquier otra
ocasión. La señora de La Motte ha sido débil; ella conocía mis
repugnancias, la imposibilidad en que me hallaba de pagar y la
resolución inquebrantable que había tomado de no tener el
collar sin el dinero; ella ha conspirado con vos, llevada de su
celo hacia mí, y hoy teme mi enojo y no se presenta. ¿Es esto?
¿He reconstruido los hechos en medio de esta oscuridad?,
decidme que sí. Dejadme que os reproche esta ligereza, esta
desobediencia a mis órdenes formales. Pagaréis con una
reprimenda y todo habrá terminado. Hago más: os prometo el
perdón de la señora de La Motte y que salga de su escondite.
Pero, ¡por favor!, claridad, claridad, caballero; yo no quiero
que en este momento se proyecte una sombra sobre mi vida.
¡No lo quiero! ¿Lo entendéis?
La reina había pronunciado estas palabras con tal
vivacidad y las había acentuado con tanta firmeza, que el
cardenal no se había atrevido a interrumpirla, pero tan pronto
como hubo acabado, se apresuró a decir:
—Señora, voy a responder a todas esas suposiciones. No,
yo no he perseverado en la idea de que vos debíais tener el
collar, porque yo creía que el collar estaba en vuestras manos.
Yo no me he puesto de acuerdo para nada con la señora de La
Motte a propósito del collar. Yo no lo tengo tampoco, como no
lo tienen los joyeros y como vos negáis tenerlo.
—¿Es posible?— dijo la reina estupefacta—. ¿No tenéis
el collar?
—No, señora.
—¿No aconsejasteis a la señora de La Motte que se
mantuviera al margen de esto?
—No, señora.
—¿No la escondéis?
—No, señora.
—¿Ni sabéis tampoco dónde está?
.—Lo mismo que vos, señora.
—Pero entonces, ¿cómo os explicáis todo lo que está
ocurriendo?
—Señora, me veo obligado a confesar que no me lo
explico. Pero además no es la primera vez que me quejo ante
la reina de no ser comprendido por ella.
—¿Cuándo ha ocurrido esto otra vez, caballero? Yo no
me acuerdo.
—Sed bondadosa, señora—dijo el cardenal—, y leed con
el pensamiento mis cartas.
—¿Vuestras cartas?— repitió la reina sorprendida—.
¿Vos me habéis escrito?
—Demasiado poco para lo que guardaba dentro del
corazón.
La reina se levantó.
—Parece que nos burlamos el uno del otro. Acabemos
esta broma. ¿Qué estáis hablando de cartas? ¿A qué cartas os
referís y qué tenéis bajo el corazón o en el corazón, que no sé
cómo dijisteis?
—¡Dios mío, señora, quizás he dejado ir en voz alta el
secreto de mi alma!
—¿Qué secreto? ¿Estáis en vuestro sano juicio, señor
cardenal?
—¡Señora!
—¡Oh! No tergiversemos las cosas; habláis como un
hombre que me quiere tender un lazo o que me quiere
comprometer ante testigos.
—Os juro, señora, que no he dicho nada… ¿Es que
alguien escucha?
—No, caballero, mil veces no, no hay nadie; explicaos
por completo y si estáis en posesión de vuestro juicio,
probadlo.
—¡Oh, por qué no estará aquí la señora de La Motte! Ella
me ayudaría, como amiga nuestra que es, a despertar de nuevo,
si no el afecto, al menos la memoria de Vuestra Majestad.
—¿Nuestra amiga? ¿Mi afecto? ¿Mi memoria? Me
parece estar soñando.
—¡Señora, os lo ruego!— dijo el cardenal, que se
rebelaba contra el tono agrio de la reina—; no me torturéis. Si
no me queréis amar más, no me ofendáis.
—¡Ah! ¡Dios mío!— exclamó la reina palideciendo—.
¡Dios mío! ¿Qué está diciendo este hombre?
—¡Muy bien!— continuó el señor de Rohan, que se iba
animando a medida que se apoderaba de él una violenta cólera
—. Yo creía haber sido suficientemente discreto y bastante
reservado para que no me maltrataseis; por otra parte no os
reprocho sino agravios frívolos. He hecho mal en repetirlo. Yo
hubiera debido saber que cuando una reina dice: “Ya no
quiero” dictaba una ley tan imperiosa como la que dicta una
mujer al decir “Quiero”.
La reina lanzó un grito terrible y tomó al cardenal por los
encajes de su manga.
—¡Hablad en el acto, caballero!— dijo con voz
temblorosa—. ¿Yo he dicho: No quiero ya y había dicho:
Quiero? ¿A quién dije lo uno y a quién lo otro?
—A mí me dijisteis ambas cosas.
—¿A vos?
—Olvidáis que dijisteis lo uno; yo no olvidaré que
dijisteis lo otro.
—¡Sois un miserable, señor de Rohan, y un embustero!
—¿Yo?
—Sois un cobarde y calumniáis a una mujer.
—¿Yo?
—Sois un traidor e insultáis a la reina.
—Y vos una mujer sin corazón y una reina sin fe.
—¡Desdichado!
—Me impulsasteis paulatinamente a un amor loco hacia
vos. Me dejasteis entrever una esperanza.
—¡Esperanza, Dios mío! ¿Estaré loca? ¿Es un malvado?
—¿Me habría atrevido nunca a pediros las entrevistas
nocturnas que me concedisteis?
La reina lanzó un grito de rabia al que respondió un largo
suspiro en el tocador.
—¿Me hubiera atrevido yo a venir solo al parque de
Versalles, si no hubieseis enviado a la señora de La Motte?
—¡Dios mío!
—¿Me hubiera atrevido a robar la llave que abre la puerta
del pabellón de caza?
—¡Cielos!
—¿Y me hubiera atrevido a llevarme la rosa que aquí
veis? ¡Rosa adorada, rosa maldita! ¡Seca, quemada con el
fuego de mis besos!…
—¡Dios mío!
—¿Y me hubiera atrevido, al día siguiente, a que bajaseis
y me entregaseis ambas manos cuyo perfume devora
constantemente mi cerebro y me vuelve loco? ¡Tenéis razón en
reprochármelo!
—¡Oh! ¡Basta, basta!
—Aun poseído de mi más violento orgullo ¿me hubiera
jamás atrevido a soñar en esa tercera noche de blanco cielo,
dulce silencio y pérfidos amores?
—¡Caballero! ¡Caballero! ¡Estáis blasfemando!
—¡Dios mío— contestó el cardenal levantando los ojos al
cielo—, tú sabes que para continuar siendo amado por esta
mujer engañosa, yo hubiese dado todos mis bienes, mi libertad
y la vida!
—Señor de Rohan, si queréis continuar poseyendo todo
esto, vais a decir de inmediato que buscáis perderme; que
habéis inventado todos estos horrores; que no vinisteis a
Versalles de noche…
—He venido— contestó firmemente el cardenal.
—Sois hombre muerto si continuáis usando este lenguaje.
—Un Rohan no miente nunca. ¡He venido!
—Señor de Rohan, señor de Rohan, en nombre del cielo,
decid que no me habéis visto en el parque…
—Moriré si es preciso, como me amenazabais hace poco,
pero yo os he visto en el parque de Versalles, hasta donde me
acompañó la señora de La Motte.
—¡Otra vez!— exclamó la reina lívida y temblorosa—.
¿No os retractáis?
—¡No!
—Por segunda vez, ¡decid que habéis tramado contra mí
esa infamia!
—¡No!
—Por última vez, señor de Rohan, confesad que os
podéis haber equivocado, que todo esto es una calumnia, un
sueño, algo imposible, qué sé yo qué, pero confesad que soy
inocente, que puedo serlo.
—¡No!
La reina se irguió solemne y terrible.
—Puesto que recusáis la justicia de Dios, vais a
entendéroslas con la justicia del rey— dijo.
El cardenal se inclinó sin decir nada.
La reina llamó tan violentamente, que numerosas damas
acudieron a la vez.
—Avísese a Su Majestad— ordenó enjugándose los
labios—, que le ruego me dispense el honor de pasar a mis
habitaciones.
Un oficial partió para ejecutar la orden. El cardenal,
decidido a todo, permaneció intrépidamente en una esquina de
la habitación.
María Antonieta se dirigió diez veces hasta la puerta del
tocador, pero sin entrar, como si, perdida la razón, la hallase
cada vez frente a esa puerta.
No habían transcurrido aún diez minutos de esta terrible
escena cuando el rey apareció en el umbral, con la mano sobre
su pechera de encajes.
Continuaban viéndose, en lo último del grupo, las caras
asustadas de Boehmer y Bossange que husmeaban la tormenta.
LXXVIII.- EL ARRESTO

Apenas había aparecido el rey en el umbral del gabinete


cuando la reina le interpeló con una volubilidad extraordinaria:
—Sire, aquí tenemos al señor de Rohan, que dice cosas
increíbles; os ruego le ordenéis que las repita.
Ante estas inesperadas palabras, el cardenal palideció. La
situación era tan extraña que el prelado cesó de comprender lo
que ocurría. ¿El, pretendido amante, podía repetir a su rey;
podía declarar al marido, él, súbdito respetuoso, todo cuanto
creía tener derecho a decir a la reina y a la mujer?
Pero el rey, volviéndose hacia el cardenal, absorto en sus
reflexiones, dijo:
—A propósito de un cierto collar, ¿no es verdad,
caballero? ¿Es cierto que tenéis que decirme cosas increíbles y
yo tengo que escuchar cosas increíbles también? Hablad
entonces, os escucho.
El señor de Rohan tomó inmediatamente su decisión; de
las dos dificultades escogería la menor; de los dos ataques
sufriría el más honorable para el rey y para la reina y si
imprudentemente se le lanzaba al segundo peligro, saldría de
él como un hombre intrépido y como un caballero.
—A propósito del collar, sí, sire— murmuró.
—¿Habéis comprado el collar, caballero?— preguntó el
rey.
—Sire…
—¿Sí o no?
El cardenal miró a la reina y no contestó.
—¿Sí o no?— repitió élla.
—La verdad, caballero, la verdad.
El señor de Rohan volvió la cabeza, sin replicar.
—Puesto que el señor de Rohan no quiere contestar,
responded vos, señora— dijo el rey—; vos debéis saber algo
de todo esto. ¿Comprasteis el collar, sí o no?
—¡No!— respondió la reina con energía.
El señor de Rohan se estremeció.
—¡Esta es una palabra de reina!— exclamó el rey con
solemnidad—. ¡Tened cuidado, señor cardenal!
El señor de Rohan dejó asomar a sus labios una sonrisa
de desprecio.
—¿No decís nada, pues?— apremió el rey.
—¿De qué se me acusa, sire?
—Los joyeros sostienen haber vendido el collar a vos o a
la reina. Muestran un recibo de Su Majestad.
—¡El recibo es falso!— intervino la reina.
—Los joyeros— continuó diciendo el rey— afirman que,
de no pagar la reina, os habíais comprometido a hacerlo vos,
señor cardenal.
—Yo no me niego a pagar, sire— expresó el señor de
Rohan—. Debe ser la verdad, puesto que la reina deja que se
diga.
Y una segunda mirada, más despreciativa que la primera,
acabó la frase y su pensamiento.
La reina se estremeció. Este desprecio del cardenal no era
para ella un insulto, porque no lo merecía, pero era la
venganza de un hombre honrado y por eso se espantó.
—Señor cardenal— prosiguió el rey—, en este asunto no
aparece más que un infame que ha falsificado la firma de la
reina de Francia.
—Otra calumnia— exclamó la reina—, y ésta tal vez
pueda ser imputada a un gentilhombre, es la de pretender que
los joyeros han recuperado el collar.
—La reina es libre de atribuirme las dos falsedades—
respondió el señor de Rohan en el mismo tono—. Entre haber
hecho una o dos, ¿qué diferencia hay?
La reina estuvo a punto de estallar de indignación, pero el
rey la contuvo con un gesto.
—Tened cuidado— dijo de nuevo al cardenal—; estáis
agravando vuestra situación, caballero. Yo os digo:
“justificaos” y vos adoptáis aires de acusador.
El cardenal reflexionó un momento; después, como si
sucumbiese bajo el peso de esta misteriosa calumnia que
menguaba su honor, dijo:
—¿Justificarme? ¡Imposible!
—Caballero; hay personas que sostienen que les ha sido
robado un collar; proponiendo pagarlo, os confesáis culpable.
—¿Habrá quién lo crea?— dijo el cardenal con soberbio
desdén.
—Entonces, caballero, si suponéis que no se creerá, es
que pensáis…
Y un estremecimiento de cólera alteró el semblante
comúnmente plácido del rey.
—Sire, ignoro lo que se dice— prosiguió el cardenal—;
no sé nada tampoco de lo que se hace; todo lo más que puedo
afirmar, es que no tengo el collar y que los diamantes están en
poder de alguien que debería aparecer y no quiere, y esto me
obliga a repetir estas palabras de la Sagrada Escritura: “El mal
cae sobre la cabeza del que lo ha cometido”.
—La cuestión está entre vos y él, señora. Os pregunto
otra vez: ¿tenéis el collar?
—¡No, por el honor de mi madre y por la vida de mi hijo!
— respondió la reina.
El rey, lleno de alegría, después de esta declaración, se
volvió hacia el cardenal.
—En este caso es un asunto entre la justicia y vos,
caballero— dijo—; a no ser que prefiráis apelar a mi
clemencia.
—La clemencia de los reyes está hecha para los
culpables, sire— respondió el cardenal—. Yo prefiero la
justicia de los hombres.
—¿No queréis confesar nada?
—No tengo más que decir.
—¡Pero, caballero— exclamó la reina—, vuestro silencio
deja mi honor en juego!
El cardenal nada replicó.
—Pues bien, yo no me callaré— continuó la reina—; este
silencio me angustia y demuestra una generosidad que yo
rechazo. Sabed, sire, que el crimen del señor cardenal no
estriba sólo en la venta o en el robo del collar.
El señor de Rohan levantó la cabeza y palideció.
—¿Qué estáis diciendo?— interrogó el rey inquieto.
—¡Señora!— murmuró el cardenal espantado.
—¡Oh! Ningún razonamiento, ningún temor ni debilidad
me hará cerrar la boca; tengo en mi corazón motivos que me
empujarían a gritar mi inocencia en plena plaza pública.
—¡Vuestra inocencia!— repitió el rey—. Señora, ¿quién
sería suficientemente temerario o cobarde para obligaros a
pronunciar esa palabra?
—Os suplico, señora…— dijo el cardenal.
—¡Ah! Ya empezáis a temblar. Lo había adivinado.
Vuestras conjuras prefieren las sombras. A mí me gusta la luz
del día. Sire, conminad al señor cardenal a que repita lo que ha
dicho hace poco aquí, en este sitio.
—¡Señora! ¡Señora!.— exclamó el príncipe de Rohan—,
tened cuidado. Excedéis toda prudencia.
—¡Cómo!— dijo el rey con altivez—. ¿Quién se atreve a
hablar así a la reina? No soy yo, creo…; —Precisamente, sire
— asintió María Antonieta—; el señor cardenal habla así a la
reina porque pretende tener derecho a ello.
—¿Vos, caballero?— murmuró el rey, que se había puesto
lívido.
—¡Él!— exclamó la reina con desprecio—. ¡Él!
—¿El señor cardenal tiene pruebas?— prosiguió diciendo
el rey dirigiéndose hacia el príncipe.
—El señor de Rohan, según afirma, tiene unas cartas—
dijo la reina.
—¡Veamos, caballero!— insistió el rey.
—¡Las cartas!— gritó la reina arrebatada—. ¡Las cartas!
El cardenal se pasó la mano por la frente, cubierta de
sudor frío. Parecía preguntar a Dios cómo era posible crear en
una criatura tanta audacia y tanta perfidia. Pero guardó
silencio. “—¡Ah! Pero esto no es todo— continuó la reina, que
se iba animando bajo la influencia de su misma generosidad
—. El señor cardenal ha obtenido, a lo que parece, unas citas.
—¡Señora, por compasión!— dijo el rey.
—¡Por pudor!— agregó el cardenal.
—En fin, caballero, si no sois el último de los hombres, si
para vos existe algo sagrado en el mundo, si tenéis pruebas,
aportadlas.
El señor de Rohan levantó lentamente la cabeza y replicó:
—No, señora, no las tengo.
—¡No añadiréis este crimen a los otros— continuó la
reina—, no amontonaréis sobre mí, oprobio tras oprobio!
Tenéis una persona que os ayuda, un testigo, en todo esto, una
cómplice: nombradlo o nombradla.
—¿Quién es?— preguntó el rey.
—La señora de La Motte, sire— dijo la reina.
—¡Ah!— exclamó el rey triunfante al ver que sus
prevenciones contra Juana tenían una justificación—. ¡Vamos!
¡Interroguémosla!
—Esa mujer ha desaparecido. Preguntad a este caballero
lo que ha hecho de ella. Tenía demasiado interés en que no
apareciese en la cuestión.
—Otras personas la habrán hecho desaparecer, porque
tendrían más interés que yo— replicó el cardenal—. Esto hace
que no se la pueda hallar.
—Pero, caballero, puesto que sois inocente— dijo la
reina furiosa—, ayudadnos a hallar a los culpables.
Mas el cardenal de Rohan, después de haberle dirigido
una última mirada, volvió la espalda y cruzó los brazos.
—Caballero— dijo el rey ofendido—, vais a ser llevado a
la Bastilla.
El cardenal se inclinó y con voz segura repuso:
—¿Así vestido? ¿Con los hábitos pontificales? ¿Ante
toda la corte? Reflexionad, sire; el escándalo será muy grande.
E inclusive no dejará de ser agobiante para la cabeza en que
recaiga.
—Quiero que sea así— dijo el rey muy agitado.
—Es un dolor injusto que hacéis sufrir prematuramente a
un prelado, sire, y es ilegal condenar sin previa causa.
—Es necesario que sea así— respondió el rey al tiempo
que abría la puerta principal para buscar a alguien a quien
comunicar la orden.
El señor de Breteuil estaba allí; sus ojos ansiosos habían
adivinado en la exaltación de la reina, en la agitación del rey y
en la actitud del cardenal, la ruina de su enemigo. Aun no
había acabado el rey de hablarle en voz baja, cuando el
guardasellos, usurpando las funciones del capitán de guardias,
gritó con voz sonora que resonó hasta el fondo de las galerías:
—¡Arrestad al señor cardenal!
El señor de Rohan se estremeció. Los murmullos que oyó
bajo las arcadas, la agitación de los cortesanos, la súbita
llegada de los guardias de corps, dieron a la escena un carácter
de siniestro augurio.
El cardenal pasó ante la reina sin saludarla, lo que hizo
que se sublevase la sangre de la altiva princesa. Se inclinó
muy humildemente al pasar ante el rey, y al hacerlo ante el
señor de Breteuil adoptó una actitud compasiva tan hábilmente
matizada, que el barón debió creer que no se había vengado
suficientemente.
Un teniente de guardias se acercó tímidamente y pareció
pedir al propio cardenal la confirmación de la orden que
acababa de oír.
—Sí, caballero— le dijo el señor de Rohan—; es mí a
quien debéis arrestar.
—Conduciréis a este caballero a sus habitaciones a la
espera de lo que yo decida durante la misa— dijo el rey en
medio de un silencio de muerte.
Luis XVI permaneció solo en la habitación de la reina,
con las puertas abiertas, en tanto que el cardenal se alejaba
lentamente por la galería, precedido por el teniente de los
guardias con el sombrero en la mano.
—Señora— dijo el rey vacilante, porque se contenía a
duras penas—, ya sabéis que esto conduce a un juicio público,
es decir, a un escándalo que caerá sobre el honor de los
culpables.
—¡Gracias!— exclamó la reina estrechando con efusión
las manos del rey—; habéis escogido el única medio de
justificarme.
—¿Y me dais las gracias?
—¡Con toda mi alma! ¡Habéis obrado como rey y yo
como reina; creedlo!
—Está bien— respondió el rey colmado por la alegría—,
pondremos así fin a todas estas bajezas. Cuando una vez por
toda la serpiente sea aplastada por mí y por vos, espero que
viviremos tranquilos.
Besó a la reina en la frente y volvió a sus habitaciones.
Mientras tanto, en el extremo de la galería, el señor de
Rohan había encontrado a Boehmer y Bossange casi
desvanecidos el uno en los brazos del otro.
Unos pasos más allá, el cardenal divisó a su emisario,
que, espantado ante este desastre, espiaba a su dueño con la
mirada.
—Caballero— dijo el cardenal al oficial que le guiaba—,
al pasar todo el día aquí voy a tener que molestar a mucha
gente, ¿no puedo dar aviso a mi casa de que he sido arrestado?
—Sí, monseñor, siempre que no lo vea nadie— dijo el
joven oficial.
El cardenal le dio las gracias. Después de hablar en
alemán a su emisario, escribió algunas palabras en una hoja
que arrancó de su misal.
Y tras el oficial, que vigilaba para que no fuese
sorprendido, el cardenal enrolló esta hoja y la dejó caer.
—Os sigo— dijo al oficial.
Y en efecto, desaparecieron los dos. El emisario se arrojó
sobre el papel como un gavilán sobre su presa, salió fuera del
castillo, montó sobre su caballo y huyó hacia París.
El cardenal pudo verle atravesando los campos, por una
de las ventanas de la escalera por la que, con su guía, estaba
bajando.
—¡Ella me pierde y yo la salvo! ¡Obro así, por vos, mi
rey! Y por vos, Dios mío, que ordenáis el perdón de las
injurias, perdono yo las ajenas… ¡Perdonadme vos también!…
LXXIX.- EL PROCESO VERBAL

Apenas el rey hubo entrado en sus habitaciones, y firmó la


orden de conducir al señor de Rohan a la Bastilla, apareció el
señor conde de Provenza haciendo tantos gestos al señor de
Breteuil que éste, a pesar de su respeto y buena voluntad, no
pudo comprender nada.
Los tales gestos no iban dirigidos al guardasellos: el
príncipe los multiplicaba con el fin de atraer la atención del
rey, que miraba a un espejo en tanto que redactaba la orden.
Estos gestos consiguieron el fin que se proponían, pues el rey
terminó notándolos y después de haber despedido al señor de
Breteuil, le dijo a su hermano:
—¿Por qué le hacíais señales a Breteuil?
—¡Oh, sire!…
—Esos gestos tan vivos, este aire preocupado, significan
algo.
—Sin duda, pero…
—Sois libre de no decir nada, hermano mío— dijo el rey
algo molesto.
—Sire, es que acabo de enterarme del arresto del señor
cardenal de Rohan.
—Pues bien, hermano mío, ¿por qué esta noticia puede
causar en vos tal agitación? ¿Hago mal acaso en castigar
incluso a los poderosos?
—¿Mal? No, hermano mío. No hacéis mal. No es esto lo
que quiero deciros.
—Me hubiese sorprendido mucho, señor conde de
Provenza, que hubieseis apoyado al hombre que ha tratado de
deshonrar a la reina. Acabo de verla a ella, hermano mío y una
sola palabra suya ha bastado…
—¡No permita Dios, sire, que yo trate de acusar a la
reina! Bien lo sabéis. Su Majestad… mi hermana, no tiene
amigo más devoto que yo. ¿Cuántas veces no me ha tocado
defenderla, dicho sea sin reproche, inclusive contra vos?
—¿En verdad, se la acusa, pues, muy a menudo?
—Tengo desgracia; me reprendéis a propósito de todas
mis palabras… Quiero decir que ni la reina me creería si yo
pareciese dudar de su inocencia.
—¿En tal caso aplaudís conmigo la humillación que hago
sufrir al cardenal, el proceso que se va a instruir, el escándalo
que va a poner fin a todas esas calumnias que no se permitirían
contra una simple dama de la corte y de las que todos se hacen
eco, porque la reina según se dice está por encima de estas
miserias?
—Sí, sire; apruebo por completo la conducta de Vuestra
Majestad y me parece muy bien por lo que se refiere al asunto
del collar.
—¡Por Dios, hermano mío—dijo el rey—, nada puede ser
más claro. ¿Acaso no se ve a través de todo esto al señor de
Rohan, jactándose de la familiar amistad con la reina,
concertando en su nombre la compra de los diamantes que ella
no quiso aceptar y dejando que se diga que esos diamantes han
ido a manos de la reina o que están en las habitaciones de ella?
Esto es monstruoso y como decía la reina: “¿Qué se creería si
yo tuviese al señor de Rohan como cómplice de este tráfico
misterioso?”
—Sire…
—Y además, no ignoráis, hermano mío, que la calumnia
nunca se detiene en la mitad del camino, que la ligereza del
señor de Rohan compromete a la reina y el relato de sus
ligerezas la deshonra…
—¡Oh! Sí, lo repito; tenéis toda la razón en cuanto se
refiere al asunto del collar.
—Pero— dijo el rey sorprendido—, ¿acaso hay otro
asunto?
—Sire…, la reina ha debido deciros…
—Decirme…, ¿qué?
—Sire…
—¡Ah! ¿Las jactancias del señor de Rohan, sus
reticencias, sus pretendidas correspondencias?
—No, sire, no.
—¿Entonces, qué? ¿Las entrevistas que la reina hubiese
concedido al señor de Rohan para el asunto del collar de que
se trata…?
—“No, Majestad, no es esto.
—Todo lo que sé, es que tengo en la reina la confianza
absoluta que ella merece por la nobleza de su carácter. Hubiera
sido muy fácil no decir nada de lo que pasa. Habría sido
cómodo para ella pagar o dejar que los demás pagasen por
ella; la reina, al poner coto a estos misterios que se convierten
en escándalos, me ha demostrado que acudía a mí, antes que a
nadie. Ha sido a mí a quien la reina ha llamado y ha sido a mí
a quien ha dejado el cuidado de vengar su honor. Me tomó por
confesor, por juez, al decírmelo todo.
—De nuevo— replicó el conde de Provenza menos
turbado de lo que podría estar, porque se daba cuenta de que la
convicción del rey era menos sólida de lo que quería hacer
creer— ponéis en duda mi amistad, mi respeto por la reina, mi
hermana. Si vos procedéis así contra mí, con esa
susceptibilidad, no os diré nada, temiendo siempre, a pesar de
que hago de defensor, pasar por acusador o por enemigo. Y sin
embargo ya veis que en esto procedéis sin lógica. Las
confesiones de la reina os han permitido hallar una verdad que
justifica a mi hermana. ¿Por qué negaros entonces a que
brillen ante vuestros ojos otros resplandores que contribuirán
aún más a demostrar la inocencia de la reina?
—Es que…— dijo el rey molesto— comenzáis siempre,
hermano mío, con unos circunloquios que me confunden.
—Precauciones oratorias, sire, falta de calor. ¡Ay! Pido
por ello perdón a Vuestra Majestad. Es un defecto de mi
educación. Cicerón me ha echado a perder.
—Hermano mío, Cicerón no es ambiguo más que cuando
defiende una mala causa; pero vos tenéis una buena, explicaos
pues con claridad, ¡por el amor de Dios!
—Criticar mi manera de hablar es condenarme al
silencio.
—Vamos, he aquí el irritabile genus rhetorum que se ha
enojado— exclamó el rey, engañado por esta última picardía
—. ¡Al hecho, abogado, al hecho! ¿Qué más sabéis vos aparte
de lo que me ha dicho la reina?
—¡Dios mío! Todo y nada. Sepamos, ante todo, lo que os
ha dicho la reina.
—La reina me ha dicho que no tenía el collar.
—Bien.
—Que no había firmado el recibo que tienen los joyeros.
—¡Perfectamente!
—Que cuanto se decía referente a una inteligencia con el
señor de Rohan, era una falsedad inventada por sus enemigos.
—Muy bien, sire.
—Me ha dicho, en fin, que nunca había dado al señor de
Rohan el derecho de creer que fuese más que un súbdito, un
indiferente, un desconocido.
—¡Ah! ¿Dijo eso?
—Y en un tono que no admitía réplica, porque el cardenal
no ha contestado.
—Entonces, Majestad, si el cardenal no ha contestado, se
confiesa embustero y desmiente los rumores que corrían a
propósito de ciertas preferencias acordadas por la reina a
ciertas personas.
—¡Dios mío! ¿Qué decís ahora?— preguntó el rey con
desaliento.
—Nada sino algo muy absurdo, como vais a ver. Desde el
momento en que se ha probado que la reina no se ha paseado
con el señor de Rohan…
—¡Cómo!,— exclamó el rey—. ¿El señor de Rohan decía
que se había paseado con la reina?
—Lo cual ha sido desmentido por la reina y por el propio
señor de Rohan; pero, en fin, señor, desde el momento en que
esto ha sido comprobado, no hay por qué hacer caso de la
malignidad que no se ha detenido y que sostenía que la reina
se paseaba durante la noche por el parque de Versalles.
—¡Durante la noche por el parque de Versalles! ¡La
reina!…
—Ni vale la pena citar la persona con que se dice paseaba
— continuó fríamente el conde de Provenza.
—¿Quién?— murmuró el rey. .—¡Oh!… ¿Acaso todos
los ojos no se concentran en lo que hace una reina? ¿Acaso
esos ojos que no se deslumbran jamás ante la luz del día ni
ante el resplandor de la majestad, no son más clarividentes
cuando se trata de ver durante la noche?
—¡Pero, hermano mío, estáis diciendo cosas infames,
tened cuidado!
—Sire, yo me limito a repetir y lo hago con la
indignación que impulsaría a Vuestra Majestad, estoy seguro
de ello, a descubrir la verdad.
—¡Cómo, caballero! ¿Se dice que la reina se pasea de
noche en compañía…, por el parque de Versalles?
—No en compañía, sire, sino a solas. Si no se dijese más
que paseaba en compañía, la cosa no debía preocuparnos.
—Me vais a demostrar que sólo repetís y para ello me
probaréis qué se dice— expresó el rey, exaltado.
—¡Oh! Es demasiado fácil— respondió el señor de
Provenza—. Hay cuatro testimonios: el primero es el de mi
capitán de caza, que ha visto a la reina dos días seguidos, o,
mejor dicho, dos noches seguidas, salir del parque de Versalles
por la puerta del pabellón de caza. He aquí el documento con
su firma. Leed.
El rey tembló al coger el papel, lo leyó y lo devolvió a su
hermano.
—Vais a ver otro, sire, más curioso; es el del guarda de
noche, que vela en el Trianón. Declara que la noche era buena,
que se oyó un disparo, hecho sin duda por los cazadores
furtivos en el bosque de Satory y que en lo que respecta a los
parques no hubo novedad, salvo el día en que Su Majestad la
reina dio un paseo con un gentilhombre al que ella daba el
brazo. Ved, el proceso verbal está bien explícito.
El rey leyó de nuevo, se estremeció y dejó caer los brazos
a lo largo del cuerpo.
—El tercero— continuó imperturbablemente el señor
conde de Provenza—: es del suizo de la puerta del Este, que
vio y reconoció a la reina cuando ella salía de la puerta del
pabellón de caza. Dice cómo iba vestida; ved, sire; dice
también que, de lejos, no pudo reconocer al gentilhombre al
que Su Majestad dejaba; está escrito; pero que, por su aspecto
parecía un oficial. Ésta declaración está firmada. Añade una
cosa curiosa: que la presencia de la reina no pueda ser puesta
en duda porque Su Majestad iba acompañada de la señora de
La Motte, amiga de la reina.
—¡Amiga de la reina!— exclamó el rey furioso—. ¡Sí,
esto es: amiga de la reina!
—No le toméis encono a este honrado servidor, sire; no
puede ser culpable de un exceso de celo. Está encargado de
guardar y guarda, de vigilar y vigila.
Hubo una pausa.
—El último— prosiguió el conde de Provenza— me
parece el más claro de todos. Es del maestro cerrajero
encargado de comprobar si todas las puertas están cerradas
después del toque de retreta. Vuestra Majestad conoce a este
hombre: certifica haber visto entrar a la reina en los baños de
Apolo con un gentilhombre.
El rey, pálido y ahogando su resentimiento, arrancó el
papel de manos del conde y leyó.
El señor de Provenza, no obstante, continuó diciendo
durante la lectura:
—Es verdad que la señora de La Motte estaba fuera, a
una veintena de pasos y que la reina no permaneció más que
una hora en esa habitación.
—¿Pero cómo se llama el gentilhombre?— exclamó el
rey.
—Sire, no se le nombra en el informe. Es necesario que
Su Majestad lo busque en un último certificado que está aquí.
Es el de un guardabosque que estaba al acecho detrás de la
pared del recinto, cerca de los baños de Apolo.
—Lleva firma del siguiente día— dijo el rey.
—Sí, Majestad, dice haber visto a la reina salir del parque
por la puerta pequeña y mirar hacia afuera, dando el brazo al
señor de Charny.
—¿El señor de Charny?…— exclamó el rey medio loco
de cólera y de vergüenza—: bien…, bien… Esperadme aquí,
conde, al fin vamos a saber la verdad.
Y Luis XVI salió apresuradamente del gabinete.
LXXX.- UNA ÚLTIMA ACUSACIÓN

En el momento en que el rey había dejado la habitación de la


reina, ésta se dirigió al tocador donde el señor de Charny había
podido oír todo.
Abrió la puerta y volvió a cerrar la de su departamento;
esperó silenciosamente que Charny dijese su veredicto. No
tuvo que esperar mucho; el conde salió del tocador más triste y
más pálido que nunca.
—¿Y bien?— interrogó ella.
—Señora— contestó aquél—, ya veis que todo se opone
a que seamos amigos. Aunque no sea mi convicción lo que os
hiera, será en adelante el rumor público; con el escándalo que
se ha producido hoy, ya no hay tranquilidad para mí ni tregua
para vos. Después de esta primera herida que os han inferido,
los enemigos más encarnizados caerán sobre vos como las
moscas sobre la gacela herida…
—Tratáis de buscar desde hace tiempo una palabra
natural y no la halláis— dijo la reina con melancolía.
—Creo que no he dado nunca a Su Majestad ocasión para
que dude de mi sinceridad— contestó Charny—; os pido
perdón si algunas veces se ha manifestado con excesiva
dureza.
—Entonces— replicó la reina conmovida—, lo que
termino de hacer, la situación que he provocado, ese peligroso
ataque contra uno de los grandes señores del reino, mi
hostilidad declarada contra la iglesia, mi nombre expuesto a
las pasiones del parlamento, nada de eso basta. No hablo de la
confianza inquebrantable del rey porque ello no debe
preocuparos, ¿verdad?… ¡El rey! ¡No es más que… un
esposo!
Y sonrió con una amargura tan dolorosa que las lágrimas
asomaron a sus ojos.
—¡Oh! Vos sois la más noble y generosa de las mujeres
— exclamó Charny—. Si no os respondo inmediatamente,
como a ello me induce mi corazón, es porque me siento
inferior en todo y no me atrevo a profanar ese sublime corazón
pidiendo un lugar en él.
—Señor de Charny, vos me creéis culpable.
—¡Señora!…
—Señor de Charny, vos habéis dado fe a las palabras del
cardenal.
—¡Señora!…
—Señor de Charny, os requiero para que me digáis qué
impresión ha hecho sobre vos la actitud del señor de Rohan.
—Cumple a mi lealtad deciros, señora, que el príncipe de
Rohan no ha sido un insensato como le habéis reprochado, ni
un hombre débil, como podría creerse; es un hombre
convencido, que os quiere y que en este momento es víctima
de un error que le conducirá a la ruina, y a vos…
—¿Y a mí?
—A vos, señora, a un deshonor inevitable.
—¡Dios mío!
—Ante mí se levanta un espectro amenazante, esa mujer
odiosa, la señora de La Motte, desaparecida cuando su
testimonio podría devolvernos el reposo, el honor, la seguridad
para el porvenir. Esa mujer es el genio malo de vuestra
persona, es la calamidad de la realeza; esa mujer que
imprudentemente habéis admitido a compartir vuestros
secretos y quizá ¡ay! vuestra intimidad…
—¡Mis secretos, mi intimidad, caballero!— exclamó la
reina.
—Señora, el cardenal os ha dicho bastante claramente, y
lo ha probado con suficiente claridad también, que habéis
concertado con él la compra del collar.
—¡Ah! ¡Volvéis de nuevo sobre esto, señor de Charny!—
dijo la reina sonrojándose.
—Perdón, perdón, pero ya veis que mi corazón es menos
generoso que el vuestro; ya veis que soy indigno de conocer
vuestros pensamientos. En lugar de dulcificar, irrito.
—Mirad, caballero— dijo la reina con altivez y cólera a
un tiempo—, lo que el rey cree, todo el mundo puede creerlo.
No puedo ofrecer a mis amigos más que a mi esposo. Me
parece que un hombre no puede amar a una mujer, si no siente
por ella una estima. Y no hablo de vos— interrumpió con
viveza—; no soy una mujer, soy una reina; vos no sois un
hombre, sino un juez para mí.
Charny se inclinó tan profundamente, que a la reina le
debió parecer suficiente reparación la humildad de este súbdito
fiel.
—Os aconsejé— dijo de pronto— que os quedaseis en
vuestras posesiones; era un prudente consejo. Lejos de la corte
que contraría vuestras costumbres, vuestra rectitud, vuestra
inexperiencia, permitidme que os lo diga, hubieseis apreciado
mejor a los personajes que desempeñan su papel en este teatro.
Hay que evitar la ilusión óptica, señor de Charny; hay que
mantener el colorete y los afeites ante la muchedumbre. ¡Ah,
señor de Charny! La aureola que proyecta la corona en la
frente de las reinas, les otorga la castidad, la dulzura, el talento
y sobre todo el corazón. Cuando se es reina, caballero, hay que
dominar. ¿De qué sirve, pues, hacerse amar?
—No sabría explicaros hasta qué punto la severidad de
Vuestra Majestad me hiere, señora— dijo Charny muy
conmovido—. Yo he podido olvidar que fueseis mi reina, pero
hacedme la justicia de reconocer que nunca he olvidado que
fueseis la primera de las mujeres dignas de mi respeto y de…
—No acabéis, yo no mendigo nunca. Sí, yo os afirmé que
una ausencia os era necesaria. Algo me dice que vuestro
nombre acabará por pronunciarse en todo esto.
—¡Señora, es imposible!
—¡Decís imposible! Reflexionad en el poder de los que,
desde hace seis meses juegan con mi reputación y con mi vida.
¡No decíais que el cardenal está convencido de que obra como
consecuencia de un error en el que ha caído! Los que
provocan convicciones parecidas, conde, los que causan
errores de esta índole, pueden demostrar que sois un súbdito
desleal para el rey y un amigo vergonzante para mí. ¡Los que
inventan tan sencillamente lo falso, descubrirán fácilmente lo
verdadero! No perdáis el tiempo, el peligro es grave; retiraos a
vuestras posesiones, huid del escándalo que va a producirse
con ocasión del proceso; no quiero que mi destino os arrastre
ni que vuestra carrera se pierda. Yo, que, a Dios gracias, soy
inocente y fuerte, que no tengo una mancha en mi vida, yo
resistiré. Para vos sería la ruina, la difamación, tal vez la
prisión; llevaos este dinero tan noblemente ofrecido, llevaos la
seguridad de que ninguna de las indicaciones generosas de
vuestra alma se me ha ocultado; que ninguna de vuestras
dudas me ha herido; que no me ha dejado impasible ninguno
de vuestros sufrimientos. Por eso os digo que partáis y
busquéis en otra parte lo que la reina de Francia no os puede
dar: la fe, la esperanza y la felicidad. ¡Partid! Vuestro tío tiene
dos buques prestos en Cherburgo y en Nantes; escoged. Pero
alejaos de mí. Yo traigo desgracia; alejaos de mí. No tenía más
que una cosa en el mundo y como me falta, me siento perdida.
Al decir estas palabras, la reina se levantó bruscamente
como si quisiese despedir a Charny.
El se aproximó con rapidez, aunque con el mayor respeto.
—Vuestra Majestad— dijo con voz alterada— acaba de
indicarme cuál es mi deber. Pero no es en mis tierras, ni fuera
de Francia donde está el peligro, sino en Versalles. Importa,
señora, que toda sospecha se borre, que la sentencia sea una
justificación y como vos no podéis tener un testigo más leal ni
un sostén más resuelto que yo, me quedo. Los que saben tantas
cosas, señora, lo dirán. Pero al menos tendremos la inefable
dicha, que tanto complace a las personas de temple, de ver
cara a cara a nuestros enemigos. Que tiemblen ante la majestad
de una reina inocente o ante el valor de un hombre mejor que
ellos. Sí, me quedo, señora. Lo que debe saberse es que no
huyo y no temo; lo que Vuestra Majestad sabe también, es que,
para no verme más, no hay necesidad de enviarme al destierro.
¡Oh, señora! De lejos los corazones se oyen y las aspiraciones
son más ardientes que de cerca. Queréis que yo parta por vos y
no por mí; mas no temáis nada. Estando pronto a socorreros y
a defenderos, no os ofenderé ni os molestaré. ¿No me visteis
cuando, hace ocho días, vivía no lejos de vos, espiando cada
uno de vuestros gestos, contando vuestros pasos y viviendo
vuestra vida?… ¡Pues bien, ahora será lo mismo, porque no
puedo ejecutar vuestra orden, no puedo partir! Por otra parte,
¿qué os importa?… ¿Acaso pensaréis en mí?
Ella hizo un movimiento y se alejó del joven.
—Como queráis— dijo—, pero…, ya me habéis
comprendido; no es necesario que os equivoquéis nunca sobre
el sentido de mis palabras; yo no soy una coqueta, señor de
Charny. Decir lo que piensa, pensar lo que dice, he aquí el
privilegio de una verdadera reina: yo soy así. Un día,
caballero, os escogí entre todos. No sé lo que impulsaba a mi
corazón hacia vos. Tenía deseos de una amistad fuerte y pura.
Os la he otorgado, ¿no es así? Pero hoy no pienso lo mismo
que antes. Vuestra alma ya no es hermana de la mía. Os lo
digo francamente. Evitémonos el uno al otro.
—Está bien, señora— interrumpió Charny—; yo no creí
nunca que me hubieseis escogido, no creí… ¡Ah, señora! No
puedo resistir la idea de perderos. Estoy ebrio de celos y de
miedo. No puedo sufrir que apartéis de mí vuestro corazón. Es
mío, me lo habéis dado y nadie me lo sacará si no es con mi
vida. Sed mujer, sed buena, no abuséis de mi debilidad, porque
me habéis reprochado hace poco mis dudas y ahora me
aniquiláis con las vuestras.
—Un corazón de niño apoyado en uno de mujer…— dijo
ella—. ¡Queréis que disponga de vos!… ¡Buenos defensores el
uno para el otro! ¡Débiles! Si vos lo sois, yo no soy más fuerte
que vos!
—Yo no os amaría si fueseis distinta de lo que sois.
—¡Qué!— dijo ella cediendo a un arranque de pasión—.
¡Esta reina maldita, esta reina perdida, esta mujer a la que va a
juzgar un parlamento, que la opinión va a condenar, que un
rey, su marido, tal vez repudie, esta mujer encuentra aún un
corazón que la ama!…
—Un servidor que la venera y que le ofrece toda la
sangre de su corazón a cambio de la lágrima que ha vertido
hace poco.
—¡Esta mujer— exclamó la reina— se siente bendecida;
está orgullosa; se considera la primera de las mujeres, la más
feliz de todas!… ¡Esta mujer es demasiado feliz, señor de
Charny, y no sé cómo ha podido quejarse! ¡Perdonadla!
Charny cayó a los pies de María Antonieta y los besó en
un transporte de amor religioso. En aquel momento se abrió la
puerta del corredor secreto y el rey se detuvo, temblando y
como fulminado, en el umbral.
Acababa de sorprender al hombre al que acusaba el señor
de Provenza, de hinojos ante María Antonieta.
LXXXI.- LA PETICIÓN DE MANO

La reina y Charny cambiaron una mirada tan llena de espanto,


que su más cruel enemigo hubiera sentido compasión de ellos
en aquel momento.
Charny se levantó lentamente y saludó al rey con
profundo respeto.
Se veía latir violentamente el corazón de Luis XVI bajo
su pechera.
—¡Ah!…— dijo con voz sorda—. ¡Señor de Charny!
El conde no respondió más que con un nuevo saludo.
La reina se dio cuenta de que no podía hablar y de que
estaba perdida.
El rey continuó, diciendo con increíble serenidad:
—¡Señor de Charny, es poco honorable para un
gentilhombre ser sorprendido en flagrante delito de robo!
—¡De robo!—murmuró Charny.
—¡De robo!— repitió la reina, que creía aún estar oyendo
las horribles acusaciones relativas al collar y en las que supuso
que el conde se iba a ver mezclado también como ella.
—Sí— prosiguió el rey—; arrodillarse ante la mujer de
otro, es una usurpación, un robo; y cuando esta mujer es una
reina, caballero, este crimen se llama de lesa majestad. Os haré
decir todo esto, señor de Charny, por mi guardasellos.
El conde iba a hablar, a protestar de su inocencia, cuando
la reina, impaciente en su generosidad, no quiso sufrir que se
acusase de indigno al hombre que ella amaba; y vino en su
ayuda.
—Sire— dijo con viveza—; me parece que os adentráis
en un camino de sospechas equivocadas y de suposiciones
desfavorables; os advierto que estas sospechas y estas
prevenciones tienen una base falsa. Ya veo que el respeto traba
la lengua del conde, pero yo, que conozco el fondo de su
corazón, no dejaré que le acusen sin defenderle.
Se detuvo, agotada por la emoción, espantada por el
embuste que debía hallar y perdida en fin, porque no lo podría
encontrar.
Pero esta vacilación, que le parecía odiosa a ella,
orgulloso espíritu de reina, era sencillamente la salvación de la
mujer. En estas terribles sorpresas, en que a menudo se juega
el honor y la vida de la que ha sido sorprendida, un minuto
ganado es suficiente para la salvación, lo mismo que un
segundo desperdiciado basta para perderla.
La reina, sólo por instinto había apelado al recurso de
ganar tiempo; había cortado en el acto la sospecha del rey,
impresionando su espíritu y tranquilizando el del conde.
—¿Vais a decirme tal vez, señora— respondió Luis XVI,
pasando del papel de rey al de marido inquieto—, que no he
visto al señor de Charny arrodillado ante vos? Y para
arrodillarse sin que se le obligue a levantarse, es necesario…
—Es necesario, señor— dijo severamente la reina—, que
un súbdito de la reina de Francia tenga una súplica que
hacerle… Me parece un caso frecuente en la corte.
—¡Una súplica que haceros!— exclamó el rey.
—Y una súplica a la que yo no podía acceder. De no ser
así, os juro que el señor de Charny no hubiera insistido y yo le
hubiera hecho levantar en seguida con la alegría de complacer
los deseos de un gentilhombre por el que siento estima
particular.
Charny respiró. La mirada del rey se había hecho
indecisa; de su frente iba desapareciendo la insólita amenaza
que su sorpresa había hecho asomar a ella.
Mientras tanto, María Antonieta pensaba algo que
expresar, disgustada por tener que mentir y con el dolor de no
hallar nada que fuese verosímil.
Había creído, al confesar su impotencia para acordar la
gracia pedida por el conde, que despertaría la curiosidad del
rey. Había creído que el interrogatorio se detendría en este
punto. Pero se equivocaba; cualquier otra mujer se hubiera
conducido más hábilmente mostrando menos rigidez, pero
para ella constituía un espantoso suplicio mentir ante el
hombre a quien amaba. Mostrarse bajo la luz miserable y falsa
de la superchería de las comedias, era dar como ciertas todas
las falsedades, todas las astucias, todos los manejos de las
intrigas del parque con un desenlace propio de su infamia; era
casi mostrarse culpable; era peor que la muerte…
Vaciló todavía. Habría dado la vida porque hubiese sido
Charny quien hallase la mentira, pero él, leal gentilhombre, no
podía ni pensar en ello. Temía inclusive parecer que defendía
el honor de la reina.
María Antonieta, esperaba, fijos sus ojos en los labios del
rey, la pregunta que al fin surgió.
—Veamos, señora, decidme cuál era la gracia vanamente
solicitada por el señor de Charny y qué le ha llevado a
arrodillarse ante vos.
Y para dulcificar la excesiva dureza de la sospechosa
pregunta añadió el rey:
—Quizá sea yo más afortunado que vos, señora, y el
señor de Charny no tendrá necesidad de arrodillarse ante mí.
—Majestad, os repito que el señor de Charny pedía una
cosa imposible.
—Decidme al menos qué era.
—Sire, la petición del señor de Charny es un secreto de
familia.
—No existen secretos para el rey, señor que es de su
reino y padre de familia interesado en el honor y la seguridad
de todos sus súbditos, que son también hijos suyos aquellos
que, desnaturalizados, atacan el honor y la seguridad de su
padre— dijo Luis XVI con gesto de majestuosa dignidad.
La reina intervino ante esta última amenaza de peligro.
—El señor de Charny— exclamó, turbada y con voz
temblorosa—, quería obtener de mí…
—¿Qué, señora?
—Una autorización para casarse.
—¿De veras?— exclamó el rey tranquilizado de
momento.
Pero en seguida, vuelto de nuevo a sus celos, añadió sin
notar lo que la desdichada sufría al decir estas palabras y cómo
había palidecido Charny al ver el sufrimiento de la reina:
—Pero, ¿por qué es imposible casar al señor de Charny?
¿No es, quizás, de noble familia? ¿No posee acaso una sólida
fortuna? Verdaderamente, para no darle entrada en una familia
o para negarse, si es una mujer, es necesario ser princesa de
sangre real o casada. No veo sino estas dos razones que
constituyan una imposibilidad. Decidme, pues, señora, el
nombre de la dama con la cual querría casarse el señor Charny
y si se encuentra en uno de esos dos casos, os respondo que
solventaré la dificultad…, para complaceros.
La reina, llevada por el peligro cada vez mayor,
arrastrada por las consecuencias del primer embuste, prosiguió
con energía:
—No, señor, no; es una dificultad que no se puede
vencer.
—Razón de más para que yo sepa qué es imposible para
el rey— interrumpió Luis XVI con sorda cólera.
Charny miró a la reina, que parecía vacilante. Hubiese
dado un paso hacia ella, pero el rey le detuvo con su
inmovilidad. ¿Con qué derecho, él, que no era nada para esta
mujer, le podía ofrecer la mano o su apoyo cuando el rey y
esposo la abandonaba?
“¿Cuál es la potencia contra la que el rey nada puede?—
se preguntaba ella—. ¡Dios mío, inspiradme, ayudadme!”
De pronto la luz se hizo en su espíritu.
“¡Ah, Dios me envía este socorro! — pensó—. Las
mujeres que pertenecen a Dios, no pueden ser obligadas ni
siquiera por el rey”.
Levantando entonces la cabeza, expresó:
—Señor, la que el señor de Charny pretende para casarse,
está en un convento.
—¡Ah! Es realmente un motivo, pues resulta difícil
arrebatar a Dios su bien para entregárselo a los hombres. Pero
es extraño que el señor de Charny haya sentido tan súbitos
amores. Nadie me ha hablado nunca de ello, ni siquiera su
propio tío que puede obtenerlo todo de mí. ¿Cuál es la mujer
que vos amáis, señor de Charny? Decídmelo, os lo ruego.
La reina sintió un dolor punzante. Iba a oír un nombre
salir de la boca de Charny e iba a sufrir la tortura de este
embuste. Y quién sabe si Charny no iba a revelar el nombre de
una persona amada en otro tiempo, algún recuerdo sangrante
aún del pasado, o un nombre, germen de amor, esperanza vaga
para el porvenir. Para no recibir este golpe terrible María
Antonieta se adelantó y; exclamó de pronto:
—Pero sire, ya conocéis a la que el señor de Charny pide
en casamiento, es…, la señorita Andrea de Taverney.
Charny lanzó un grito y ocultó el rostro.
La reina apoyó su mano sobre el pecho y se dirigió
vacilante hacia su sillón.
—¡La señorita de Taverney!— repitió el rey—. ¿La
señorita de Taverney que se retiró a Saint-Denis?
—Sí, Majestad— asintió débilmente la reina.
—Pero, que yo sepa no ha hecho sus votos…
—No, pero está a punto de hacerlos.
—Los condicionaremos— decidió el rey—. Sin embargo
— añadió con un leve dejo de desconfianza—, ¿por qué quería
hacer votos?
—Es pobre— respondió la reina—; no enriquecisteis más
que a su padre— añadió duramente.
—Es una falta que repararé, señora. ¿El señor de Charny
la ama? …
La reina se estremeció y dirigió una ávida mirada al
joven, como suplicándole que negase.
Charny miró fijamente a María Antonieta y no respondió.
—Bien— dijo el rey que tomó el silencio como una
respetuosa conformidad—; y sin duda la señorita de Taverney
ama al señor de Charny.
Dotaré a la señorita de Taverney con las quinientas mil
libras que os negué el otro día al pedirlas el señor de Calonne.
Dad las gracias a la reina, señor de Charny, por lo que ha
tenido a bien contarme de este asunto, asegurando así la
felicidad de vuestra vida.
Charny dio un paso adelante y se inclinó como una
marmórea estatua a la que Dios, por un milagro, hubiese
dotado de vida.
—¡Oh! Esto no vale la pena de que os volváis a arrodillar
de nuevo— dijo el rey con un ligero matiz burlón que
desvirtuaba harto a menudo la nobleza tradicional de sus
antepasados. La reina se estremeció y tendió, con un ademán
espontáneo, las dos manos al joven. Este se arrodilló ante ella
y depositó en sus manos heladas un beso, suplicando a Dios
que su alma entera se fuese con aquel beso.
—Vamos— dijo el rey—, dejemos ahora a la reina el
cuidado de vuestros asuntos; venid, caballero, venid.
Y pasó delante tan de prisa, que Charny pudo volverse en
el umbral para ver el infinito dolor de ese adiós eterno que le
enviaban los ojos de la reina.
La puerta se cerró tras ellos, como barrera insalvable en
adelante para sus inocentes amores.
LXXXII.- SAINT-DENIS

La reina estaba sola y desesperada.


Después de haber permanecido una hora en este estado de
duda y abatimiento, se dijo que era necesario buscar una
salida. El peligro iba aumentando. El rey, orgulloso de haber
conseguido una victoria sobre las apariencias, se apresuraría a
extender el rumor. Y podría ocurrir que este rumor fuese
acogido afuera en tal forma que todo el beneficio de la
simulación quedara en nada.
¡Cómo se reprochaba la reina esta simulación; cómo
hubiera querido dejar sin efecto la palabra dada e inclusive
cómo hubiera querido sustraer a Andrea la quimérica felicidad
que tal vez ella iba a rechazar!
En esto, efectivamente, surgía otra dificultad. El nombre
de Andrea lo había salvado todo ante el rey. Pero, ¿quién podía
responder de este espíritu caprichoso, independiente,
voluntarioso que se llamaba señorita de Taverney? ¿Quién
podía contar con que esta orgullosa persona enajenaría su
libertad, su porvenir en provecho de una reina a la que pocos
días antes había dejado como una enemiga?
¿Qué ocurriría entonces? Si Andrea rehusaba, lo que era
muy verosímil, todo el andamio de embustes se venía abajo.
La reina quedaría convertida en una intrigante de mediano
talento, Charny en embustero y la calumnia trocada en
acusación tomaría las proporciones de un adulterio
indiscutible.
María Antonieta se dio cuenta de que su razón se
trastornaba ante estos razonamientos.
¿De quién fiarse? ¿Quién era realmente amiga de la
reina? ¿La señora de Lamballe? Pensó en la incomprensión de
sus damas de honor, indecisas y temblorosas al solo soplo de
la desgracia.
No le quedaba más que la propia señorita de Taverney.
María Antonieta iría, pues, al encuentro de Andrea. Le
expondría su desgracia y le suplicaría que se inmolase. Sin
duda, Andrea se negaría porque no era de las qué se dejaban
imponer; pero, poco a poco, dulcificada por las súplicas,
cedería. ¡Quién sabe si entonces no obtendrían un
aplazamiento; si habiendo pasado el primer impulso, el rey,
apaciguado por el consentimiento aparente de los dos
prometidos, no acabaría por olvidar!… En tal caso un viaje lo
arreglaría todo. Andrea y Charny, al separarse por algún
tiempo hasta que la hidra de la calumnia estuviese saciada,
podrían insinuar que habían dejado sin efecto el compromiso
amistosamente y nadie adivinaría entonces que el proyecto de
matrimonio había sido un ardid.
Así, la libertad de la señorita de Taverney no se vería
comprometida ni la de Charny tampoco. No le quedaría a la
reina el espantoso remordimiento de haber sacrificado dos
existencias al egoísmo de su honor y por lo mismo este honor,
que comprendía el de su marido y el de sus hijos, no sería
rozado. Ella podría transmitirlo sin tacha a la futura reina de
Francia. Tales eran sus reflexiones.
Así creía haberlo conciliado todo de antemano:
conveniencias e intereses privados. Era necesario razonar con
esta lógica firmeza en presencia de tan horrible peligro. Había
que proveerse de todas las armas ante un adversario tan difícil
de combatir como la señorita de Taverney cuando daba oído a
su orgullo o a su corazón.
Una vez preparada, María Antonieta se dispuso a la
partida. Hubiera querido avisar a Charny que no diera ningún
paso, pero se lo impidió el pensar que los espías la estaban
vigilando.
Dieron las tres y llegó la hora de la comida de gala, las
presentaciones, las visitas. La reina recibió a todos con el
semblante sereno y una afabilidad que no le quitaba nada de su
bien conocido orgullo.
Jamás la afluencia había sido mayor en la corte; jamás la
curiosidad había tratado de adivinar como entonces los rasgos
de una reina en peligro. María Antonieta hizo frente a todo,
aniquiló a sus enemigos, exaltó a sus amigos; trocó a los
indiferentes en entusiastas y apareció tan bella y cumplida, que
el propio rey la felicitó públicamente.
Una vez hubo terminado todo, dejando las sonrisas de
rigor, vuelta a sus recuerdos, es decir, a sus dolores, sola, muy
sola en el mundo, cambió de tocado, tomó un sombrero gris, y
sin guardia, con una sola dama, se hizo conducir a Saint-
Denis.
Era la hora en que las religiosas, de nuevo en sus celdas,
pasaban del modesto alboroto del refectorio al silencio de las
meditaciones que preceden a los rezos de la noche.
La reina hizo llamar al locutorio a la señorita de
Taverney.
Ésta, arrodillada, envuelta en su hábito de lana blanca,
miraba a través de su ventana la luna que surgía de detrás de
los tilos y en esta poesía de la noche que empieza, hallaba
tema para sus preces fervientes, apasionadas, que elevaba a
Dios para aliviar su alma.
Bebía a grandes sorbos el irremediable dolor de la
ausencia voluntaria, ese suplicio sólo conocido por las almas
fuertes, que es a la vez una tortura y un placer. Por sus
angustias se parece a todos los dolores vulgares. Conduce a
una voluptuosidad que sólo pueden sentir los que saben
inmolar la felicidad al orgullo.
Andrea había dejado por su propia iniciativa la corte e
inclusive había roto con todo lo que podía conservar su amor.
Orgullosa como Cleopatra, no había podido soportar la idea de
que el señor de Charny hubiese pensado en otra mujer aunque
esta mujer fuese la reina.
No tenía ninguna prueba de este ardiente amor por otra.
La celosa Andrea hubiese obtenido de esta prueba la
convicción que hace sangrar un corazón. Pero, ¿no había visto
a Charny pasar indiferente por su lado? ¿No había sospechado
que la reina guardaba para sí, inocentemente sin duda, los
homenajes y las preferencias de Charny?
¿Por qué, entonces, vivir en Versalles? ¿Para mendigar
atenciones? ¿Para espigar sonrisas? ¿Para obtener de tanto en
tanto el favor de un brazo tendido en actitud cortés, o de una
mano galante cuando en los paseos era preterida por Charny,
cuyas cortesías recogía la reina?
No, ninguna debilidad cobarde ni ninguna transacción
podía existir para esta alma estoica. La vida con el amor y la
preferencia; el claustro con el amor y el orgullo herido.
“¡Jamás! ¡Jamás!— se repetía la orgullosa Andrea—.
¡Quiero que el que yo amo en la sombra, el que para mí es una
nube, un retrato, un recuerdo, jamás me ofenda, siempre me
sonría y no lo haga sino a mí!”
Prefería la ausencia voluntaria, que le dejaba la integridad
de su amor y de su dignidad, a poder ver de nuevo a un
hombre al que odiaba porque se veía obligada a amarle.
Hemos dicho ya que durante la tarde del día de San Luis,
la reina había venido a buscar a Andrea a Saint-Denis,
encontrándola pensativa en su celda.
Vinieron, en efecto, a comunicar a Andrea, que la reina
acababa de llegar, que el capítulo la recibía en el gran
locutorio y que Su Majestad, después de los primeros saludos,
había pedido hablar a la señorita de Taverney.
¡Cosa extraña! ¡Le bastó esto a Andrea, corazón
enternecido por el amor, para correr hacia ese perfume de
Versalles, perfume maldecido el día antes, pero que se hacía
deseable a medida que se iba alejando, como todo lo que se
evapora, como todo lo que se olvida, como el amor!
—¡La reina!—murmuró Andrea—. ¡La reina está en
Saint-Denis y me llama!
—Pronto, apresuraos— se le dijo.
Se apresuró, en efecto; siguió presurosa a la tornera que
había venido a buscarla.
Pero apenas había dado cien pasos, cuando se sintió
humillada de haberse alegrado tanto.
“¿Por qué se ha estremecido mi corazón?— preguntóse
—. ¿Qué significa para Andrea de Taverney el hecho de que la
reina de Francia visite el monasterio de Saint-Denis? ¿Es
orgullo lo que siento? La reina no ha venido aquí por mí. ¿Es
acaso una dicha? Yo no quiero a la reina.
“Vamos, calma, mala religiosa que no perteneces ni a
Dios ni al mundo; trata al menos de ser dueña de ti misma”.
Andrea se censuraba así mientras bajaba la gran
escalinata, y, dueña de su voluntad, alejó de sus mejillas el
rubor fugitivo de la precipitación y moderó la rapidez de sus
movimientos. Pero para conseguirlo, tardó largos instantes.
Cuando llegó por detrás del coro al locutorio de
ceremonia, que parecía más grande por el resplandor de las
lámparas y de los cirios en las manos apretadas de las
hermanas conversas, Andrea estaba fría y pálida.
Cuando oyó su nombre pronunciado por la tornera que la
acompañaba, cuando divisó a María Antonieta sentada en el
sillón abacial, mientras que a su lado se inclinaban y
agrupaban las más nobles frentes del capítulo, Andrea sintióse
acometida por palpitaciones que detuvieron sus pasos durante
algunos segundos.
—¡Ah! Venid, señorita; deseo hablaros— dijo la reina
sonriendo apenas.
Andrea acercóse e inclinó la cabeza.
—¿Me permitís, señora?— dijo la reina volviéndose
hacia la superiora.
Esta respondió con una reverencia y dejó el locutorio,
seguida de todas las religiosas.
La reina permaneció sola, sentada junto a Andrea, cuyo
corazón latía con tal fuerza, que se le hubiera podido oír a no
ser por el ruido monótono del péndulo del viejo reloj.
LXXXIII.- UN CORAZÓN MUERTO

Como procedía según la etiqueta, la reina comenzó la


conversación.
—Ya os tenemos aquí, señorita— dijo con fina sonrisa—.
Vestida de religiosa me producís una impresión singular.
Andrea no contestó.
—Ver a una antigua compañera— prosiguió la reina— ya
perdida para el mundo en el que nosotros continuamos
viviendo, es como un consejo severo que nos da la tumba. ¿No
pensáis lo mismo, señorita?
—Señora— contestó Andrea—, ¿quién se puede permitir
dar consejos a Vuestra Majestad? Ni siquiera la muerte avisará
a la reina el día en que llegue. No podría ser de otra manera.
—¿Por qué?
—Porque una reina, por la elevación de su jerarquía, está
destinada a no sufrir más que las necesidades inevitables. Todo
lo que puede hacer mejor la vida, lo posee; todo lo que en los
demás puede contribuir a embellecer esta vida, la reina puede
tomárselo.
María Antonieta hizo un gesto de sorpresa.
—Es un derecho— se apresuró a decir Andrea—. Los
demás, para una reina, son una colección de súbditos cuyos
bienes, honor y vida pertenecen a los soberanos. Vida, honor y
bienes, morales y materiales, son así propiedad de las reinas.
—He aquí doctrinas que me asombran— dijo lentamente
María Antonieta—. Convertís a la soberana de este país en
algo semejante a un ogro como los de los cuentos, que engulle
la fortuna y la felicidad de los simples ciudadanos. ¿Acaso soy
yo una mujer así, Andrea? ¿Tuvisteis motivo de queja durante
vuestra permanencia en la corte?
—Vuestra Majestad ya tuvo la bondad de hacerme esta
pregunta cuando me separé de su servicio y yo le respondí lo
mismo que hoy: No, señora.
—Pero a menudo un agravio mortifica sin que nos afecte
personalmente. ¿He molestado yo a alguno de los vuestros y
por ello merezco las duras palabras que acabáis de dirigirme?
Andrea, el retiro que habéis escogido, es un asilo contra las
malas pasiones del mundo. Dios nos enseña en él la dulzura, la
moderación, el olvido de las injurias, virtud de la que Él es el
más puro modelo. Al venir aquí, ¿debo encontrarme con una
hermana de Jesucristo o con una frente severa y palabras
amargas como la hiel? Yo, que vengo como una amiga,
¿merezco los reproches o la animosidad velada de una
enemiga irreconciliable?
Andrea levantó los ojos estupefacta. Las palabras
amistosas de la reina conmovieron sensiblemente a la hosca
solitaria.
—Su Majestad sabe bien— dijo en voz más baja—, que
los Taverney no pueden ser enemigos suyos.
—Comprendo que no me perdonéis haber sido fría con
vuestro hermano— contestó la reina—, y tal vez él mismo me
acuse de frívola y de caprichosa.
—Mi hermano es un súbdito demasiado respetuoso para
acusar a la reina— respondió Andrea.
La reina se dio cuenta de que se haría sospechosa
extremando la dulzura destinada a conmover a la novicia. Por
eso se detuvo en sus manifestaciones.
—Sea lo que fuese— dijo—, al venir a Saint-Denis para
hablar con Madame, he querido veros para aseguraros que,
tanto de cerca como de lejos, soy vuestra amiga.
Andrea notó el cambio de matiz; a su vez temía haber
ofendido a la que la acariciaba y más que esto temía haber
puesto de manifiesto su dolorosa llaga ante la mirada
clarividente de una mujer.
—Vuestra Majestad me colma de honor y de alegría—
dijo tristemente.
—No habléis así, Andrea— contestó la reina
estrechándole la mano—; me desgarráis el corazón. ¿Acaso
podrá decirse que una miserable reina tiene una amiga,
dispone de un alma, fija la mirada en unos ojos encantadores
como los vuestros, sin sospechar que en el fondo de esos ojos
existe el interés o el resentimiento? ¡Oh, Andrea!; tenedle
envidia a estas reinas, dueñas de los bienes, el honor y la vida
de todos! Ellas son reinas y poseen el oro y la sangre de los
pueblos, pero el corazón, ¡jamás!, ¡jamás!. Del corazón no
puede apropiarse nadie; es preciso que se entregue.
—Yo os aseguro, señora— dijo Andrea conmovida por
esta calurosa alocución—, que he querido a Vuestra Majestad
tanto como es posible querer en este mundo.
Y al decir estas palabras, sonrojada, bajó la cabeza.
—¡Vos…, me habéis…, querido!— exclamó la reina
recogiendo al vuelo esta palabras—. Así pues, ¿no me queréis
ya?
—¡Oh, señora!
—No os pido nada, Andrea… Maldito sea el claustro que
apaga tan pronto el recuerdo en ciertos corazones.
—No acuséis a mi corazón— dijo vivamente Andrea—,
porque ha muerto.
—¡Vuestro corazón ha muerto! ¿Vos, Andrea, joven y
bella, decís que vuestro corazón ha muerto? No juguéis con
estas fúnebres palabras. El corazón no muere cuando se
conserva esa sonrisa, esa belleza. No digáis tal, Andrea.
—Os lo repito, señora; nada de la corte, nada del mundo
puede existir ya para mí. Aquí vivo como la planta y la hierba;
tengo alegrías que sólo yo comprendo. No es un crimen muy
grande el olvido de las gloriosas vanidades del mundo. Mi
confesor me felicita diariamente por ello; no seáis vos más
severa que él.
—¡Cómo! ¿Os halláis bien en el convento?— interrogó la
reina.
—Llevo con placer la vida solitaria.
—¿No halláis nada aquí que os recuerde las alegrías del
mundo?
—Nada.
“¡Dios mío!— pensó inquieta la reina—. ¿Fracasaré?”
Y un estremecimiento mortal recorrió sus venas.
“Tratemos de tentarla— se dijo—. Si este medio fracasa,
tendré que acudir a las súplicas. ¡Oh, suplicarle para que haga
esto, para que acepte al señor de Charny! ¡Bondad del cielo,
hay que ser muy desgraciada para llegar a tal extremo!”
—Andrea— prosiguió María Antonieta dominando su
emoción—, acabáis de expresar vuestra satisfacción en unos
términos que me sacan la esperanza que yo había concebido.
—¿Qué esperanza, señora?
—Si como parece, estáis decidida, no vale la pena que
hablemos… ¡Ay! ¡Era para mí una ilusión placentera que
huye! Todo ha quedado ahora en una sombra. No pensemos
más en ello.
—Pero en fin, señora, si esto os tenía que producir una
satisfacción, explicadme…
—¿Para qué? Os habéis retirado del mundo, ¿verdad?
—¿Y ratificáis lo hecho?
—Sí, señora.
—¿Con gusto?
—Con mi mejor voluntad.
—¿Y ratificáis lo hecho?
—Más que nunca.
—Ya veis que es una cosa superflua el que hable. Pero
Dios es testigo de que por un momento he creído que os iba a
hacer feliz.
—¿A mí?
—Sí, a vos, ingrata, que me acusáis.
Pero hoy, que entrevisteis otras alegrías, debéis conocer
mejor que yo vuestros gustos y vuestra vocación. Renuncio…
—En fin, señora, hacedme el honor de contarme.
—¡Oh, es una cosa sencilla! Quería haceros volver de
nuevo a la corte.
—¡Yo!— exclamó Andrea con una sonrisa llena de
amargura—. ¿Yo volver a la corte?… ¡Dios mío! ¡No! ¡No
señora; jamás…, aunque esto implique una desobediencia a
Vuestra Majestad!
La reina se estremeció. Un dolor inexplicable embargó su
corazón. Ella, poderoso navío, se estrellaba ante un átomo de
granito.
—¿Os negáis?— murmuró.
Y para ocultar su turbación escondió la cara entre sus
manos.
Andrea, creyéndola abatida, acercóse a ella y se arrodilló
como para dulcificar con su respeto el golpe que acababa de
darle a la amistad o al orgullo.
—Veamos— dijo—, ¿qué hubieseis hecho de mí en la
corte? ¡De mí, triste, insignificante, pobre, maldita que ni
siquiera he sabido inspirar, miserable de mí, a las mujeres la
vulgar inquietud de la rivalidad ni a los hombres la vulgar
simpatía de la diferencia de los sexos!… ¡Ah, querida
soberana, dejad a esta religiosa no aceptada aún por Dios que
la encuentra demasiado defectuosa, Él, que ha sentido los
dolores del cuerpo y del corazón! Dejadme en mi miseria y en
mi soledad… Dejadme.
—¡Ah!— dijo la reina levantando su mirada— la
situación que venía a proponeros suponía un mentís a todas las
humillaciones de que os quejabais. El matrimonio de que se
trataba os convertía en una de las más grandes damas de
Francia.
—¿Un… matrimonio?— balbuceó Andrea estupefacta.
—¿Os negáis?— interrogó la reina, cada vez más
desanimada.
—¡Oh! Sí; me niego. ¡Me niego!
—Andrea…— aventuró María Antonieta con suplicante
acento.
—Me niego, señora, me niego.
La reina se preparó desde aquel instante, con una
espantosa opresión en el corazón, a acudir a la súplica. Andrea
vino a ponerse en su camino, en el momento en que ella se
levantaba indecisa, temblorosa, abatida, sin acertar con la
primera de las palabras que iba a pronunciar.
—Al menos, señora— dijo ella reteniéndola por el
vestido, porque creía que iba a partir—, hacedme el gran favor
de nombrarme al hombre que me aceptaría por compañera; he
sufrido tantas humillaciones en mi vida, que el nombre de ese
hombre generoso…— Y sonrió con una ironía punzante—:
será el bálsamo que en lo sucesivo colocaré sobre las heridas
de mi orgullo.
La reina vaciló; pero tenía necesidad de llegar hasta el
fin.
—El señor de Charny —dijo con un tono triste e
indiferente.
—¿El señor de Charny?— exclamó Andrea con inusitada
agitación—. ¿El señor Oliverio de Charny?
—Oliverio, sí— asintió la reina contemplando a la joven
con asombro.
—¿El sobrino del señor de Suffren?— siguió
interrogando Andrea cuyas mejillas se tiñeron de rojo y cuyos
ojos resplandecieron como estrellas.
—El sobrino del señor de Suffren— respondió María
Antonieta, cada vez más sobrecogida por el cambio notado en
los rasgos de Andrea.
—¿Era con Oliverio con quien me queríais casar? ¿Con
él, señora?
—Con el mismo.
—¿Y él…, consiente?
—Os pide en matrimonio.
—¡Oh! Acepto, acepto— dijo Andrea loca de alegría—.
¡Era el que yo amaba…, y me quiere a mí como yo le quería a
él!
La reina retrocedió lívida y temblorosa; se dejó caer
abatida en un sillón. Andrea le besaba el vestido y humedecía
las manos con sus lágrimas.
—¿Cuándo partimos?— habló ésta al fin, cuando la
palabra ocupó el sitio de los gritos ahogados y de los suspiros.
—Venid— dijo la reina, que sentía que la vida se le
escapaba y quería salvar su honor antes de morir.
Se levantó, apoyándose en Andrea, cuyos labios
ardorosos buscaban sus mejillas heladas. Y mientras la joven
se aprestaba para la partida, murmuró sollozando amargamente
la infortunada soberana que disponía de la vida y del honor de
treinta millones de súbditos:
—¡Dios mío!… ¿No es bastante sufrimiento para un solo
corazón? ¡Pero es preciso que os dé las gracias, Dios mío,
porque salváis a mis hijos del oprobio y me concedéis el
derecho de morir bajo la capa de la realeza!
LXXXIV.- DONDE SE EXPLICA POR
QUE ENGORDABA EL BARÓN

Mientras la reina decidía de la suerte de la señorita de


Taverney en Saint-Denis, Felipe, con el corazón destrozado
por todo lo que había sabido y por todo lo que acababa de
descubrir, apresuraba los preparativos de la partida.
Felipe tenía motivos más poderosos que ningún otro para
alejarse de Versalles rápidamente; no quería ser testigo del
deshonor probable e inminente de la reina, su única pasión.
Se le vio por eso más decidido que nunca, hacer ensillar
sus caballos, cargar sus armas, amontonar en su valija lo que
más corrientemente se necesita para la vida ordinaria y
terminados esos preparativos avisar al señor de Taverney
padre, que tenía que hablarle. El anciano volvía de Versalles
moviendo las flacas piernas lo mejor que podía para sostener
su grueso vientre. El barón, desde hacía tres o cuatro meses
engordaba, lo que le producía un orgullo fácil de comprender
teniendo en cuenta que el grado sumo de la obesidad era en él
signo de una satisfacción completa.
Y la satisfacción completa, en el señor de Taverney, era
una frase que tenía muchos sentidos.
El barón volvía, decíamos, muy orondo de su paseo al
palacio, después de haber tomado parte en el escándalo del
día. Había sonreído al señor de Breteuil contra el señor de
Rohan; a los señores de Soubisse y de Guemenée contra el
señor de Breteuil; al señor de Provenza contra la reina y al
señor de Artois contra el de Provenza, a cien personas contra
otras tantas. Traía su provisión de maldades, de pequeñas
infamias. Volvía feliz con la cesta llena.
Cuando se enteró por el ayuda de cámara de que su hijo
quería hablarle, en lugar de esperar la visita de Felipe, atravesó
el descansillo para ir al encuentro del viajero, y penetró, sin
hacerse anunciar, en la habitación.
Felipe no contaba con manifestaciones de gran
sentimiento por parte de su padre, pero tampoco esperaba
demasiada indiferencia.
Pero Felipe se quedó asombrado, cuando oyó al barón
que exclamaba con risa jubilosa:
—¡Ah, Dios mío! Se va, se va…
Felipe se detuvo y miró a su padre con estupor.
—Yo estaba seguro— continuó el barón—. Lo hubiese
apostado. Bien representado, Felipe, bien representado.
—¿De veras, señor?— dijo el joven—. ¿Qué está bien
representado?
El anciano se puso a canturrear saltando con una sola
pierna y sosteniendo su vientre con ambas manos. Al mismo
tiempo guiñaba repetidamente los ojos a Felipe para que
despidiese al ayuda de cámara.
Al comprenderle, Felipe obedeció. El barón empujó a
Champagne hacia afuera, cerró la puerta tras él y volviendo
hacia donde estaba su hijo, díjole en voz baja:
—¡Admirable! ¡Admirable!
—Me prodigáis unos elogios, señor, cuya razón no se me
alcanza— respondió fríamente Felipe.
—¡Ah! ¡Ah!— rió el anciano contoneándose.
—Si esa hilaridad nace de mi marcha, señor…
—¡Oh!— exclamó el anciano barón—. No vale la pena
que disimules ante mí; ya sabes que no me dejo engañar…
¡Diablos!
Felipe se cruzó de brazos preguntándose si su padre no
empezaba a volverse loco.
—¿En qué pretendo engañaros?
—En lo que a tu partida se refiere, ¡pardiez! ¿Piensas
acaso que creo en ella?
—¿No lo creéis?
—Te repito que Champagne ya no está aquí. No te
molestes. Por otra parte reconozco que no te quedaba otro
camino que seguir y es el que tomas; está bien.
—¡Señor, me sorprendéis hasta tal punto!…
—Sí, es bastante sorprendente que lo haya adivinado,
pero ¡qué quieres, Felipe!, no hay persona más curiosa que yo,
que busco cuando siento curiosidad. Ni hay tampoco hombre
más feliz que yo cuando encuentro lo qué buscaba. Por eso he
averiguado que tú simulas partir y te felicito por ello.
—¿Que yo simulo?— gritó Felipe intrigado.
El anciano se acercó, y palmeando al joven, le dijo:
—Palabra de honor, que, sin acudir a este expediente,
todo quedaría descubierto. Haces las cosas a tiempo. Mañana
la cosa sería demasiado tarde. Vete en seguida, hijo mío, vete
en seguida.
—Señor— dijo Felipe en un tono frío—, os aseguro que
no comprendo una sola palabra.
—¿Dónde ocultarás tus caballos?— prosiguió el anciano
sin responder directamente—. Tienes una yegua que es
fácilmente reconocible; ten cuidado de que no se la vea aquí
cuando se te crea en… A propósito, ¿a dónde simularás ir?
—Me dirijo a Taverney Maison-Rouge, señor.
—Bien…, muy bien… Simulas ir a Maison-Rouge…
Nadie podrá comprobarlo… ¡Oh, muy bien!… Sin embargo
debes ser prudente, hay muchos ojos fijos en los tuyos.
—¿En los míos?… ¿Los de quién?
—Ella es impetuosa— continuó diciendo el anciano—,
tiene impulsos capaces de echarlo todo a perder. ¡Ten cuidado!
Se más razonable que ella…
—Verdaderamente— exclamó Felipe con sorda cólera—,
imagino, señor, que os estáis divirtiendo a mi costa, y me
exponéis, apenado como estoy, a que os falte al respeto.
—Sí, al respeto. Te dispenso de él. Ya eres lo suficiente
grande para solventar nuestros asuntos, y te desenvuelves tan
bien que eres tú el que me inspiras respeto. Tú eres el Geronte
y yo el Aturdido. Vamos, déjame tu dirección para poder
avisarte en el caso de que ocurriese algo anormal.
—En Taverney, señor— respondió Felipe, creyendo que
su padre recobraba al fin el buen sentido.
—¡Otra vez con esas!… ¡En Taverney, a ochenta leguas!
¿Te imaginas que si tengo alguna indicación importante que
darte con urgencia, me divertiré en ir matando correos en el
camino de Taverney, para que parezca verosímil? ¡Tú tienes
imaginación, qué diablos! Cuando se ha hecho por estos
amores lo que has hecho tú, se es hombre de recursos. Elige
una dirección más próxima.
—¡Una casa en el parque, amores, imaginación! ¡Señor,
estamos jugando a los enigmas, sólo que os guardáis las
palabras para vos!…
—¡No conozco un animal más discreto que tú!—
exclamó el padre con despecho—; ni considero otras reservas
más ofensivas que las tuyas. No parece sino que temes ser
traicionado por mí. ¡Sería curioso!
—¡Señor!— dijo Felipe exasperado.
—¡Bueno, bueno! Guarda tus secretos para ti; guarda el
secreto de tu casa alquilada en el antiguo pabellón de caza.
—¿Yo he alquilado el pabellón de caza?
—Guarda el secreto de tus paseos nocturnos con tus dos
adorables amigas.
—¡Yo…, he paseado!— murmuró Felipe palideciendo.
—Guarda el secreto de esos besos que aparecen como la
miel y el rocío sobre las flores.
—¡Señor!— rugió Felipe ebrio de furia y de celos—.
¡Señor! ¿Os callaréis?
—Bueno. Como ya te he dicho, sé todo lo que tú has
hecho. ¿Dudabas de ello? Esto debería inspirarte confianza. Tu
intimidad con la reina, tus entrevistas, tus paseos por los baños
de Apolo. ¡Dios mío!, son nuestra vida y la fortuna de todos.
No tengas miedo de mí, Felipe… Confía en mí.
—¡Señor, me inspiráis horror!—exclamó Felipe.
En efecto, sentía realmente horror por ese hombre que le
atribuía toda la felicidad de otro y que, creyendo acariciarle, le
flagelaba con la dicha de su rival.
Todo lo que el padre había sabido, lo que había
adivinado, lo que los mal intencionados cargaban en la cuenta
del señor de Rohan y los mejor informados en la de Charny, el
barón lo atribuía a su hijo. Para él era Felipe el que la reina
amaba y empujaba poco a poco hacia los más altos peldaños
del favoritismo. He aquí la completa satisfacción que, desde
hacía algunas semanas engordaba al señor de Taverney.
Cuando Felipe hubo descubierto este nuevo cenagal de
infamias, se estremeció al verse arrastrado al mismo por el
único ser que debiera haber hecho causa común con él en
defensa del honor; pero el golpe había sido tan violento, que
quedó aturdido, silencioso, en tanto que el barón charlaba a
más y mejor.
—¡Has hecho una obra maestra, has despistado a todo el
mundo! Esta noche, cincuenta ojos me han dicho: “Es Rohan”.
Otros cien aseguraban: “Es Charny”, Doscientos me han
dicho: “Son Rohan y Charny”. Ni uno solo, fíjate bien, ni uno
solo me ha dicho: “Es Taverney”. Te repito que es una obra
maestra y en su virtud lo menos que puedo hacer es
felicitarte… Por otra parte todo esto os honra a los dos. A ella
porque te ha escogido y a ti porque la tienes a tu albedrío.
En el momento en que Felipe, furioso por este último
golpe, fulminaba con una mirada terrible al inexorable
anciano, mirada preludio de una tormenta, el ruido de una
carroza se oyó en el patio del palacio y ciertos rumores y
determinadas idas y venidas extrañas atrajeron hacia afuera la
atención de Felipe.
Se oyó a Champagne exclamar:
—¡La señorita! ¡Es la señorita!
Y muchas voces que repetían:
—¡La señorita!…
—¿Cómo la señorita?— asombróse Taverney—. ¿De qué
señorita se trata?
—¡Es mi hermana!— murmuró Felipe, casi sobrecogido
de asombro cuando reconoció a Andrea que bajaba de la
carroza a la luz de la antorcha del portero.
—¡Vuestra hermana!— repitió el anciano—. ¿Andrea?…
¿Será posible?
Champagne venía a confirmar lo anunciado.
—Señor— dijo a Felipe—, la señorita, vuestra hermana,
está en el tocador cercano al gran salón. Os espera allí.
—Vamos a su encuentro— exclamó el barón.
—Es conmigo con quien quiere hablar— dijo Felipe
saludando al anciano—. Si os parece, iré primero.
En aquel momento, otra carroza se detenía ruidosamente
en el patio.
—¿Quién diablos llega ahora?— murmuró el barón—. Es
una noche de aventuras…
—¡El señor conde Oliverio de Charny!— gritó el portero
a los criados.
—Conducid al señor conde al salón— ordenó Felipe a un
criado—. El señor barón le recibirá… Yo voy al tocador a
hablar con mi hermana.
Los dos hombres bajaron lentamente la escalera.
“¿Qué vendrá a hacer aquí el conde?”, preguntábase
Felipe.
“¿Qué habrá venido a hacer aquí Andrea?”, pensaba el
barón.
LXXXV.- EL PADRE Y LA
PROMETIDA

El salón del palacio estaba situado en el primer cuerpo de la


casa, en el piso bajo, y a la izquierda el tocador, con una salida
hacia la escalera que conducía a las habitaciones de Andrea.
A la derecha, había otro salón más reducido por el cual se
pasaba al grande.
Felipe llegó primero al tocador donde le esperaba su
hermana.
Tan pronto como hubo abierto la doble puerta del tocador,
Andrea se echó a su cuello y le abrazó con una alegría a la que
no estaba acostumbrado, desde hacía mucho tiempo, este triste
amante, este desgraciado hermano.
—¡Bondad del cielo! ¿Qué te pasa?— preguntó el joven a
Andrea.
—¡Algo muy feliz, muy feliz, hermano mío!
—¿Y vuelves para anunciármelo?
—¡Vuelvo para siempre!— exclamó la joven transportada
por la dicha.
—Más bajo, hermana mía, más bajo— rogó Felipe—.
Hay alguien en el salón de al lado, alguien que puede oírte.
—¿Alguien?— inquirió Andrea—. ¿Quién?
—Escucha— contestó Felipe.
—¡El señor conde de Charny!— anunció el criado al
introducir a Oliverio en el salón grande a través del pequeño.
—¡El, él!— exclamó Andrea redoblando las caricias a su
hermano—. ¡Oh! Ya sé a qué viene aquí.
—¿Eh?
—Lo sé tan bien, que me estoy dando cuenta del
desorden de mi tocado y como adivino que llegará el momento
en que a mi vez tendré que entrar en el salón para oír yo
misma lo que viene a decir el señor de Charny…
—¿Hablas, seriamente, querida Andrea?
—Escucha, escucha Felipe y déjame subir a mis
habitaciones. La reina me ha traído algo deprisa y voy a
cambiar mi vestido descuidado del convento por un vestido
de… prometida.
Y pronunciada esta palabra que dijo en voz baja a Felipe,
acompañándola con un beso de alegría, Andrea, ligera y
arrebatada, desapareció por la escalera que conducía a sus
habitaciones. Felipe quedó solo y acercó la cara a la puerta que
comunicaba al tocador con el salón. Escuchó.
El conde de Charny había entrado. Recorría lentamente el
vasto entarimado y más bien parecía meditar que esperar.
El señor de Taverney padre, entró a su vez y fue a saludar
al conde con una cortesía rebuscada.
—¿A qué debo el honor de esta visita imprevista, señor
conde? Creed que de todas formas me colma de alegría.
—He venido vestido de ceremonia, como veis y os ruego
que me perdonéis si no me acompaña mi tío, el señor bailío de
Suffren, como hubiera debido ser.
—¡Cómo! ¿Que os excuse, mi querido señor de Charny?
— balbuceó el barón.
—Esto era conveniente, bien lo sé, para la petición que
me propongo haceros.
—¿Una petición?
—Tengo el honor— dijo Charny con voz emocionada—
de pediros la mano de la señorita Andrea de Taverney, vuestra
hija.
El barón sufrió un sobresalto en su sillón. Abrió los ojos
centelleantes, que parecían querer devorar las palabras
pronunciadas por el conde de Charny.
—¡Mi hija!…— murmuró—; ¿me pedís a Andrea en
matrimonio?
—Sí, señor barón, a no ser que la señorita de Taverney
oponga algún reparo a esta unión.
“¿Es tan grande ya el favor de Felipe, que uno de sus
rivales quiere aprovecharse casándose con su hermana?—
pensaba el anciano—. A fe mía, no está mal el paso, señor de
Charny”.
Y añadió en voz alta con una sonrisa:
—Esta elección es tan honorable para nuestra casa, señor
conde, que por lo que a mí se refiere, consiento con alegría. Iré
a avisar a mi hija.
—Caballero— dijo el conde con frialdad—, me parece
que os tomáis un trabajo inútil. La reina ha tenido a bien
consultar a la señorita de Taverney a este respecto y la
respuesta de vuestra hija me ha sido favorable.
—¡Ah!— dijo el barón cada vez más maravillado—. ¡Es
la reina!…
—Que se ha tomado la molestia de trasladarse a Saint-
Denis, sí, caballero.
El barón se levantó.
—No me queda más que poneros en antecedentes, señor
conde, de cuanto concierne a la situación de la señorita de
Taverney. Tengo arriba los títulos de fortuna de su madre. No
os casáis con una rica heredera, señor conde y antes de
concretar nada…
—Es inútil, señor barón. Mi fortuna es suficiente para
ambos y la señorita de Taverney no es una de esas mujeres que
deban ser objeto de regateo. Pero esta cuestión que queréis
tratar por vuestra cuenta, es indispensable que lo haga yo por
la mía.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se
abrió la puerta del tocador y apareció Felipe pálido,
descompuesto, con una mano en la casaca y la otra
convulsivamente cerrada.
Charny saludó ceremoniosamente y recibió idéntico
saludo.
—Caballero— dijo Felipe—, mi padre tenía razón
cuando os proponía una conversación sobre el estado
económico de la familia; ambos tenemos que daros varias
explicaciones. En tanto que el señor barón va a sus
habitaciones para buscar los papeles de que os hablaba, yo voy
a tener que tratar con vos esta cuestión con más detalle.
Y Felipe, con una mirada de autoridad inexcusable,
despidió al barón que salió a disgusto, previendo algún
contratiempo.
Felipe acompañó al anciano hasta la puerta de salida del
pequeño salón, y seguro de que no podía ser oído por nadie,
dijo:
—Señor de Charny, ¿cómo se explica que os atreváis a
pedir a mi hermana en matrimonio?
Oliverio retrocedió, sonrojándose.
—¿Es— continuó Felipe— para ocultar mejor vuestros
amores con esa mujer a la que perseguís y que os ama? ¿Es
para que, al veros casado no se pueda decir que tenéis una
querida?
—En verdad, caballero…— respondió Charny vacilante y
aterrado.
—¿Es— añadió Felipe— porque, convertido en el esposo
de una mujer que os acercará a vuestra querida a toda hora,
tendréis más facilidad para ver a esa amante adorada?
—¡Caballero, os extralimitáis!
—¿Es tal vez, y creo más bien esto— prosiguió Felipe
acercándose a Charny—, para que, convertido en vuestro
cuñado, no revele lo que sé de vuestros amores pasados?
—¿Lo que vos sabéis?— exclamó Charny espantado—.
¡Tened cuidado!
—Sí— dijo Felipe animándose—; la casa del pabellón
alquilada por vos, vuestros paseos misteriosos por el parque de
Versalles…, la noche… vuestras manos enlazadas, vuestros
suspiros y sobre todo el tierno cambio de miradas en la
pequeña puerta del parque.
—¡Caballero, en nombre del Cielo, vos no sabéis nada,
decid que no!…
—¡Yo no sé nada!— exclamó Felipe con sangrante ironía
—. ¿Cómo no puedo saber nada, yo que estaba escondido en
los zarzales detrás de los baños de Apolo, cuando salisteis
dando el brazo a la reina?
Charny retrocedió espantado.
Felipe le miró con hosco silencio.
Le dejaba sufrir, le dejaba expiar mediante este
sufrimiento pasajero las horas de inefables delicias que
acababa de reprocharle.
Charny se irguió de su postración.
—Pues bien, caballero— dijo a Felipe—, inclusive
después de lo que me acabáis de decir, os pido la mano de la
señorita de Taverney. Si no fuese más que un cobarde
calculador, como suponíais hace un momento, si me casase
por mi conveniencia, sería tan miserable que tendría miedo del
hombre que posee mi secreto y el de la reina. Pero es necesario
que la reina sea salvada; es indispensable.
—¿Es que la reina está perdida— preguntó Felipe—
porque el señor de Taverney la ha visto estrechar el brazo del
señor de Charny y levantar al cielo los ojos brillantes de
felicidad? ¿Es que la reina está perdida porque yo sé que os
ama? ¡Oh! No es una razón para sacrificar a mi hermana. No
lo permitiré yo.
—Caballero, ¿sabéis que la reina está perdida si ese
matrimonio no se realiza? Esta misma mañana, mientras se
arrestaba al señor de Rohan, el rey me ha sorprendido
arrodillado ante la reina.
—¡Dios mío!
—Y la reina, interrogada por el rey, celoso, ha respondido
que me arrodillaba para pedirle la mano de vuestra hermana.
He aquí por qué, si no me caso con vuestra hermana, la reina
está perdida. ¿Lo comprendéis ahora?
Un doble ruido— un grito y un gemido— cortó la frase
de Oliverio. Se había oído uno en el tocador y el otro en el
pequeño salón.
Oliverio corrió hacia donde se había oído el gemido; vio
en el tocador a Andrea de Taverney, vestida de blanco como
una prometida. Había estado escuchando y acababa de
desvanecerse.
Felipe acudió a donde se había oído el grito, en el salón
pequeño. Vio el cuerpo del barón de Taverney, al que esta
revelación del amor de la reina por Charny había fulminado
con la ruina de todas sus esperanzas.
El anciano, herido por una apoplejía fulminante, había
exhalado su último suspiro.
La predicción de Cagliostro acababa de cumplirse.
Felipe, que lo comprendía todo, inclusive la vergüenza de
esta muerte, abandonó silenciosamente el cadáver y volvió al
salón, hacia Charny, que contemplaba temblando y sin
atreverse a tocarla, a la joven, fría e inanimada.
Las dos puertas abiertas dejaban ver a los dos cuerpos,
paralelamente, simétricamente colocados, por decirlo así, en el
lugar donde les había herido la revelación.
Felipe, con los ojos enrojecidos y el corazón agitado, tuvo
aún el valor de tomar la palabra para decir al señor de Charny:
—El señor barón de Taverney acaba de morir. Después de
él, yo soy el jefe de la familia. Si la señorita de Taverney
sobrevive, os la entrego en matrimonio.
Charny miró el cadáver del barón con horror y el cuerpo
de Andrea con desesperación. Felipe, aterrorizado, se mesaba
el cabello.
—Conde de Charny— dijo después de haber calmado la
tormenta interior—, me comprometo en nombre de mi
hermana que no me oye: ella devolverá su felicidad a una reina
y yo quizás algún día seré lo bastante feliz para poderle dar mi
vida. Adiós, señor de Charny.
Y saludando a Oliverio, que no sabía cómo alejarse sin
pasar por encima de una de las dos víctimas, Felipe levantó a
Andrea, la estrechó en sus brazos y dio en esta forma paso al
conde que desapareció por el tocador.
LXXXVI.- DESPUÉS DEL DRAGÓN,
LA VÍBORA

Es hora ya de que volvamos a los personajes de nuestro relato


que la necesidad y la intriga, más que la verdad histórica, han
relegado al segundo plano.
Olive se preparaba a huir, mediante los preparativos de
Juana, cuando Beausire, advertido por un aviso anónimo,
jadeante por el encuentro de Nicolasa entre cuyos brazos se
encontró, se la llevaba de la casa de Cagliostro mientras que el
señor Reteau de Villette esperaba en vano al final de la calle
Roi-Doré.
Para hallar a los dos amantes, que el señor de Crosne
tenía tanto interés en descubrir, la señora de La Motte, que se
sentía engañada, puso en campaña a todos sus confidentes.
Ella prefería, y se explica, cuidar por sí misma su secreto
que dejarlo en manos de terceras personas, y para el buen éxito
del negocio que preparaba le era indispensable que Nicolasa
no fuera hallada.
Sería imposible describir las angustias que sufrió cuando
los emisarios, al volver, le anunciaron que sus averiguaciones
habían resultado inútiles.
En aquel momento recibía, una tras otra, numerosas
órdenes de la reina en el sentido de que compareciera ante ella
para responder de su conducta a propósito del collar.
De noche, tapada, partió para Bar-Sur-Aube, donde tenía
un apeadero y a donde llegó por atajos, sin ser reconocida.
Podía ganar así dos o tres días y adquiría tiempo y fuerza,
para apuntalar con una sólida energía interior, el edificio de
sus calumnias.
Dos días de soledad para esta alma profunda,
significarían una lucha al final de la cual resultarían domados
el cuerpo y el espíritu y no se sublevaría la conciencia
obediente, instrumento peligroso para el culpable.
La reina y el rey, que la hacían buscar, no supieron que
estaba en Bar-Sur-Aube sino en el momento en que estaba ya
preparada para hacer la guerra. Enviaron un mensajero para
conducirla.
Fue entonces cuando se enteró del arresto del cardenal.
Pero no se sintió afectada por ello. Asociándolo al
escándalo que ofreciera María Antonieta, pensó fríamente:
“La reina ha quemado sus buques; imposible por ahora
volver atrás. Al negarse a transigir con el cardenal y pagar a
los joyeros, se arriesga a todo. Esto prueba que no cuenta
conmigo y no sospecha las fuerzas de que dispongo”.
He aquí las piezas de que estaba formada la armadura que
llevaba Juana cuando un hombre, que tanto parecía soldado
como mensajero, se presentó de pronto ante ella anunciándole
que tenía órdenes de conducirla a la corte.
El mensajero encargado de llevarla a la corte quería
conducirla directamente a la presencia del rey, pero Juana, con
la habilidad que le era propia, dijo:
—Caballero, vos amáis a vuestra reina, ¿no es cierto?
—¿Lo dudáis, señora condesa?— contestó el enviado.
—Pues bien, en nombre de este amor leal y del respeto
que tenéis por la soberana, os conjuro para que, ante todo, me
llevéis a su presencia.
El mensajero quiso hacer objeciones. Mas ella insistió:
—Debéis saber mejor que yo de lo que se trata. Por esto
comprenderéis que una entrevista secreta de la reina conmigo
es indispensable.
El mensajero, que estaba saturado de los rumores
calumniosos que apestaban el aire de Versalles desde hacía
algunos meses, creyó realmente prestar un servicio a la reina
acompañando a la señora La Motte cerca de ella antes de
hacerla comparecer ante el rey.
Puede imaginarse la altivez, el orgullo, el aspecto altanero
de la reina puesta en presencia de este demonio al que no
conocía aún, pero del que sospechaba su pérfida influencia en
sus asuntos.
El supremo desdén, la cólera mal contenida, el odio de
mujer a mujer, el sentimiento de una incomparable
superioridad, he aquí las armas de las adversarias. La reina
empezó por hacer entrar, como testigos, a dos de sus damas.
Cuando la señora de La Motte vio a las dos damas, se dijo:
“¡Bueno! He aquí a dos testigos a los que despedirá
pronto”.
—¡Al fin os vemos, señora!— exclamó la reina.
Juana se inclinó por segunda vez.
—¿Os ocultabais, pues?
—¡Ocultarme! No, señora— contestó Juana con voz
dulce y apenas timbrada—; no me ocultaba. Si me hubiera
ocultado, no me hubieran hallado.
—¡Sin embargo huisteis! Llamemos a esto como queráis.
—Dejé París, señora. Eso es todo.
—¿Sin mi permiso?
—Temía que Vuestra Majestad no me concediese las
pequeñas vacaciones que yo necesitaba para arreglar mis
asuntos en Bar-Sur-Aube, donde me hallaba desde hacía seis
días, cuando me vinieron a buscar por orden de Vuestra
Majestad. Por otra parte, es preciso decirlo, no creía seros tan
necesaria para verme obligada a avisaros por una ausencia de
ocho días.
—¡Ah! Tenéis razón, señora. ¿Por qué temíais que os
negase un permiso? ¿Qué vacaciones teníais que pedirme? ¿Y
cuál era la licencia que tenía que concederos? ¿Ocupáis acaso
algún cargo aquí?.
Advirtiendo el desprecio de esas palabras, Juana, herida,
repuso humildemente:
—Señora, yo no tengo cargo en la corte, es verdad, pero
Vuestra Majestad me honraba con una confianza tan preciosa,
que me sentía ligada a ella por el agradecimiento, más que
otras por el deber.
Juana había buscado durante mucho tiempo y halló la
palabra confianza que recalcó ostensiblemente.
—Sobre esa confianza— contestó la reina aumentando
más el desprecio exteriorizado en el primer apostrofe— vamos
a pasar cuentas. ¿Visteis al rey?
—No, señora.
—Le vais a ver.
Juana saludó de nuevo y dijo:
—Será un gran honor para mí.
La reina trató de tranquilizarse para poder hacer las
preguntas con ventaja.
Juana aprovechó este intervalo para decir:
—¡Pero, Dios mío, señora, qué severa se muestra Vuestra
Majestad conmigo! Estoy temblando.
—No hemos llegado al fin todavía— dijo bruscamente la
reina—. ¿Sabéis que el señor de Rohan está en la Bastilla?
—Eso me han dicho, señora.
—Y adivináis por qué, ¿no es cierto?
Juana miró fijamente a la reina y volviéndose hacia las
damas cuya presencia parecía molestarle, respondió:
—No lo sé, señora.
—Recordaréis, no obstante, que me hablasteis de un
collar, ¿no es verdad?
—De un collar de diamantes, sí, señora.
—¿Y que, por encargo del cardenal, me propusisteis un
arreglo para pagarlo?
—Es verdad, señora.
—¿Acepté este arreglo o me negué a él?
—Vuestra Majestad se negó.
—¡Ah!— exclamó la reina con una satisfacción mezclada
de sorpresa.
—Inclusive Su Majestad entregó un anticipo de
doscientas mil libras— añadió Juana.
—Bien… ¿y después?—Después, no pudiendo pagar
Vuestra Majestad, porque el señor de Calonne le había negado
el dinero, devolvió el estuche a los joyeros Boehmer y
Bossange.
—¿Por conducto de quién?.
—Por conducto mío.
—¿Y qué hicisteis vos?
—Yo— respondió Juana lentamente, porque sentía el
peso de las palabras que iba a pronunciar— yo entregué los
diamantes al cardenal.
—¡Al cardenal!— exclamó la reina—. ¿Y por qué, en
lugar de entregarlo a los joyeros?
—Señora, porque estando interesado el señor de Rohan
en este asunto, que complacía a Vuestra Majestad, le hubiese
disgustado si no le hubiera dado ocasión para terminarlo por sí
mismo.
—Pero, ¿cómo obtuvisteis el recibo de los joyeros?
—Me lo envió el señor de Rohan.
—¿Y esa carta que según habéis dicho enviaba yo a los
joyeros?
—El señor de Rohan me rogó que se la entregara.
—¡Entonces el que ha intervenido en todo es el señor de
Rohan!— exclamó la reina.
—Ignoro lo que quiere decir Vuestra Majestad. No sé
tampoco en qué ha intervenido el señor de Rohan— contestó
con aire distraído la condesa.
—¡Digo que el recibo de los joyeros, entregado por vos a
mí, es falso!
—¡Falso!— exclamó cándidamente Juana—. ¡Oh,
señora!
—¡Digo que la pretendida carta de aceptación del collar
que se supone firmada por mí, es falsa!
—¡Oh!— volvió a exclamar Juana, más asombrada, al
parecer, que la primera vez.
—¡Digo, en fin— prosiguió la reina—, que seréis careada
con el señor de Rohan para aclarar debidamente este asunto.
—¡Careada!— repitió Juana—. Pero Majestad, ¿qué
necesidad hay de carearme con el cardenal?
—El mismo lo ha pedido.
—¿El?
—Os ha buscado por todas partes.
—Pero, señora, es imposible.
—Quería demostraros que le habíais engañado, según
dijo.
—¡Oh! Si es por esto, soy yo quien pide el careo.
—Tendrá lugar, señora, estad segura de esto. ¿De manera
que negáis saber dónde está el collar?
—¿Cómo puedo saberlo?
—¿Negáis haber ayudado al cardenal en ciertas
intrigas?…
—Vuestra Majestad tiene el derecho de hacerme caer en
desgracia, pero no le cabe el de ofenderme. Yo soy una Valois,
señora.
—El señor cardenal ha sostenido ante el rey calumnias
que yo espero tendrán una base sólida.
—No comprendo a qué puede referirse.
—El cardenal ha declarado haberme escrito.
Juana miró a la reina de frente y no contestó.
—¿Me oís?— interrogó la reina.
—Oigo, sí, Majestad.
—¿Y qué tenéis que responder?
—Responderé cuando se me caree con el señor cardenal.
—Si conocéis la verdad, ayudadnos.
—La verdad es, señora, que Vuestra Majestad me abruma
sin motivo y me maltrata sin razón.
—Esto no es una respuesta.
—Aquí no puedo dar otra, señora.
Y Juana miró de nuevo a las dos damas.
La reina comprendió, pero no cedió. La curiosidad no se
impuso sobre el respeto a sí misma. En las reticencias de
Juana, en su actitud, humilde e insolente a la vez, percibía la
seguridad de un secreto averiguado. Este secreto tal vez la
reina hubiera podido adquirirlo por la dulzura.
Pero rechazó este medio como indigno de ella.
—El señor de Rohan ha sido encerrado en la Bastilla por
haber querido hablar demasiado— dijo María Antonieta—;
tened cuidado, señora, de que no os ocurra lo mismo por
querer callar.
Juana se clavó las uñas en las manos, pero sonrió.
—A una conciencia pura, no le importa la persecución.
¿Acaso la Bastilla me hará confesar un crimen que no he
cometido?— fue su respuesta.
La reina miró a Juana irritada.
—¿Hablaréis?
—No tengo que decir nada sino a vos, señora.
—¿A mí? ¿No estáis hablando conmigo acaso?
—No con vos sola.
—¡Ah! Deseáis hablar a puerta cerrada. Teméis el
escándalo de la confesión pública después de haber herido con
él escándalo de la sospecha pública.
Juana se irguió:
—No hablemos más— dijo—. Lo hacía por vos.
—¡Qué insolencia!
—Sufro respetuosamente las injurias de mi reina—
rectificó Juana sin inmutarse.
—Esta noche dormiréis en la Bastilla, señora de La
Motte.
—Conforme, señora. Pero antes de acostarme, según
acostumbro, rogaré a Dios para que conserve el honor y la
alegría a Vuestra Majestad— contestó la acusada.
La reina se levantó furiosa y pasó a la habitación
próxima, golpeando las puertas con fuerza.
—¡Después de haber vencido al dragón— exclamó—
aplastaré a la víbora!
“Conozco de memoria lo que piensa— se dijo Juana—;
me parece que he ganado”.
LXXXVII.- DE COMO EL SEÑOR DE
BEAUSIRE, CREYENDO HABER
CAZADO LA LIEBRE, FUE CAZADO
POR LOS AGENTES DEL SEÑOR DE
CROSNE

La señora de La Motte fue encarcelada, como había anticipado


la reina.
Ninguna compensación podía parecer más agradable al
rey, que odiaba instintivamente a esta mujer.
El proceso sobre el asunto del collar se instruía con
celeridad.
Fue un clamor en toda Francia. En las alternativas del
mismo la reina pudo apreciar quiénes eran sus partidarios y
quiénes sus enemigos.
Desde que había sido encarcelado, el señor de Rohan
pedía insistentemente un careo con la señora de La Motte. Esta
petición le fue concedida. El príncipe vivía en la Bastilla como
un gran señor vive en una casa que ha alquilado. Excepción
hecha de la libertad, todo cuanto pidió le fue concedido.
En el público causaba asombro que un Rohan pudiese ser
acusado de robo. Por eso, los oficiales y el gobernador de La
Bastilla testimoniaban al cardenal la deferencia y el respeto
debidos al infortunio. Para ellos no era un acusado, sino un
hombre en desgracia.
Apenas se difundió en el público el rumor de que el señor
de Rohan sucumbía víctima de las intrigas de la corte, creció
su prestigio, pues la simpatía que inspiraba se trocó en respeto.
El señor de Rohan, uno de los primeros entre los nobles
del reino, no comprendía que el amor del pueblo se debiese
únicamente al hecho de haber sido perseguido por alguien más
noble que él. El señor de Rohan, última víctima del
despotismo, era, de hecho, uno de los primeros revolucionarios
de Francia.
Su entrevista con la señora de La Motte quedó señalada
por un incidente notable. La condesa, a quien se permitía
hablar en voz baja cuando se trataba de la reina, conseguía
éxito al decirle al cardenal:
—Alejad a todo el mundo y os aclararé cuanto gustéis.
Entonces el señor de Rohan deseó hallarse solo y pidió se
le interrogase en voz baja.
Negósele esta petición, pero se permitió a su consejero
que se entrevistase con la condesa. Por lo que respecta al
collar, ella contestó que ignoraba lo que había sido de él,
agregando que acaso se lo hubieran entregado.
Cuando el defensor, indignado por su audacia se la
reprochó, preguntóle ella si el servicio que había prestado a la
reina y al cardenal no valía un millón.
El abogado repitió estas palabras al cardenal, que
palideció al oírlas, bajó la cabeza y adivinó que había caído en
el lazo tendido por esta mujer infernal.
Pero si él estaba dispuesto ya a ahogar el alboroto del
asunto, que perdía a la reina, tanto sus enemigos como sus
amigos le impulsaban a continuar las hostilidades.
Se le objetaba que su honor estaba en juego; que se
trataba de un robo; que sin sentencia del parlamento su
inocencia no quedaría probada, y que para hacer resplandecer
esta inocencia era necesario demostrar las relaciones del
cardenal con la reina y poner de relieve por lo tanto el crimen
de ésta.
Ante tal reflexión, Juana contestó que ella no acusaría
jamás a la reina, como tampoco al cardenal, pero que si se
persistía en hacerla responsable del robo del collar, se vería
obligada a decir lo que no quería: que tanto la reina como el
cardenal tenían interés en acusarla de embustera.
Cuando estas conclusiones fueron comunicadas al
cardenal, el príncipe hizo patente su desprecio por la que
intentaba sacrificarle así. Añadió que hasta cierto punto
comprendía la conducta de Juana, pero no así la de la reina.
Todas estas palabras, que se le comunicaban debidamente
comentadas, suscitaban la irritación de la reina. Quiso que se
preparase un interrogatorio particular sobre las partes
misteriosas del proceso. El agravio de las entrevistas nocturnas
apareció entonces, ampliado por los calumniadores y los
forjadores de noticias.
Pero fue entonces cuando la reina se halló amenazada.
Ante personas adictas a la reina, Juana sostenía que no sabía
de qué se le hablaba, pero frente a las del cardenal, no se
mostraba tan discreta y repetía:
—Si no me dejan tranquila hablaré…
Estas reticencias y esta modestia la habían convertido en
heroína y enredado el proceso hasta el punto de que los más
intrépidos escudriñadores de legajos se embarullaban
consultando las piezas y ningún juez instructor se atrevía a
proseguir los interrogatorios de la condesa.
¿Era el cardenal más débil, más franco? ¿Confesaba a
algún amigo lo que llamaba su secreto de amor? No se sabe;
pero no hay que creer tal cosa, porque el príncipe era un noble
y devoto corazón. Pero por muy leal que fuese, su coloquio
con la reina se difundió. Todo lo que había dicho el conde de
Provenza, todo lo que Charny y Felipe habían sabido y visto,
todos los arcanos indescifrables para quienes no fuesen
pretendientes, como el hermano del rey, o rivales en amor,
como Charny y Felipe, todo el misterio de estos calumniados y
castos amores, se evaporó como un perfume y difundido en
una atmósfera vulgar, perdió el aroma ilustre de su origen.
Puede imaginarse si la reina halló cálidos defensores y si
el señor de Rohan encontró celosos adictos. La cuestión no era
el preguntar si la reina había robado o no un collar de
diamantes, pregunta bastante deshonrosa en sí, pero
insuficiente. En realidad, la interrogación que se hacía la gente
era ésta:
“¿Había dejado robar la reina el collar por alguien que
estaba al tanto de sus amores adúlteros?”
He aquí en qué forma había conseguido la señora de La
Motte plantear las cosas. De esta manera la reina no tenía otra
salida que el deshonor. Pero no se dejó abatir, resolvió luchar y
el rey apoyó su decisión.
También el ministerio apoyóla con todas sus fuerzas.
María Antonieta recordó que el señor de Rohan era un hombre
honrado incapaz de querer perder a una mujer. Pensó en la
seguridad del príncipe cuando le juraba haber acudido a las
citas de Versalles. Dedujo de esto que el cardenal no era su
enemigo directo y que no tenía en la cuestión más que el
interés de defender su honor.
Desde aquel momento se dirigió todo el esfuerzo del
proceso hacia la condesa, tratándose de buscar las huellas del
collar perdido.
La reina, aceptando el debate sobre la acusación de
adulterio lanzaba contra Juana la acusación de robo.
Todo se alzaba contra la condesa: sus antecedentes, su
primera miseria, su extraña elevación; la nobleza no aceptaba
aquella princesa del azar; el pueblo no podía reivindicarla; el
pueblo odia por instinto a los aventureros y no les perdona ni
el éxito.
Juana se dio cuenta de que había seguido un camino
equivocado y que la reina, al sufrir la acusación y no cediendo
ante el temor al escándalo, comprometía al cardenal a imitarla;
que ambos temperamentos leales acabarían por entenderse y
por hallar la luz, e inclusive en el caso de que sucumbiesen, la
caída sería tan terrible que la arrastrarían también a ella,
princesa de un millón robado que ni siquiera tenía en la mano
para corromper a losjueces.
Así estaban las cosas cuando un nuevo episodio cambió
el curso de los acontecimientos.
El señor de Beausire y la señorita Olive vivían felices y
ricos en el fondo de una casa de campo, cuando un día, el
caballero, que había dejado a la señora en la casa para ir a
cazar,
trabó conocimiento con dos de los agentes del señor de
Crosne que estaban desparramados por toda Francia buscando
la clave de esta intriga.
Los dos amantes ignoraban todo lo que ocurría en París;
no pensaban más que en sí mismos.
Beausire, como decíamos, había salido aquel día para
cazar liebres. Halló una bandada de perdices que le obligó a
atravesar una carretera. He aquí cómo buscando lo que buscar
no debía, encontró lo que no buscaba.
También los agentes buscaban a Olive y hallaron a
Beausire.
Uno de estos agentes era hombre de talento. Cuando hubo
reconocido a Beausire, en lugar de arrestarle brutalmente, lo
que no hubiera conducido a nada, proyectó lo siguiente con su
compañero:
—Beausire caza; luego es bastante rico y libre; tal vez
tiene cinco o seis luises en el bolsillo y hasta es posible que
tenga doscientos o trescientos en su domicilio. Dejémosle
entrar en su casa; sigámosle hasta allí y señalémosle rescate.
Conducir a Beausire a París no nos producirá más que cien
libras, como una detención corriente; quizás nos riñan por
entorpecer la prisión con un personaje tan poco importante.
Hagamos con Beausire una especulación personal.
Y comenzaron a cazar las perdices y las liebres como
Beausire, ayudando a los perros cuando era una liebre y
ojeando la alfalfa cuando se trataba de perdices, no perdiendo
en lo más mínimo de vista a su hombre.
Beausire, viendo que unos extraños se metían en sus
dominios se asombró primero y después se irritó. Mostrábase
receloso a propósito de nuevas amistades. Encargó a un
guardia que fuese a preguntar a los dos caballeros por qué
cazaban allí.
El guardia le contestó que no los conocía y manifestó su
propósito de interrumpirles la caza, como así lo hizo. Pero los
dos forasteros le contestaron que cazaban con su amigo.
Y designaban a Beausire, El guardia les condujo hasta
donde él estaba.
—Señor de Linville—dijo—.estos caballeros afirman
cazar con vos.
—¡Conmigo!— exclamó Beausire irritado—. ¿De veras?
—¡Ah!— exclamó uno de los agentes en voz baja—. ¿Os
llamáis señor de Linville, mi querido Beausire?
Beausire se estremeció porque ocultaba su nombre en la
comarca.
Asustado, miró al agente y a su compañero y creyendo
reconocer sus rostros, para no complicar las cosas despidió al
guardia tomando la caza de estos caballeros a cargo suyo.
—¿Les conocéis pues?— preguntó el guardia.
—Sí, acabamos de reconocernos— contestó uno de los
agentes.
Beausire se halló entonces en presencia de los dos
cazadores.
—Ofrécenos de comer en tu casa, Beausire— dijo el más
listo de ellos.
—¡En mi casa! ¡Pero!…— objetó Beausire.
Estaba completamente aturdido; más que acompañarles,
dejábase llevar.
Cuando los agentes divisaron la casita, alabaron su
situación, su elegancia, la arboleda, la perspectiva, como era
propio de personas de buen gusto.
Era un vallecito arbolado cortado por un riachuelo; la
casa se levantaba sobre un talud que daba al levante. Un
mirador, especie de torrecilla sin campana, servía de
observatorio a Beausire para dominar la campiña, en los días
de tedio, cuando se ajaban los pensamientos de color de rosa y
veía un alguacil en cada campesino inclinado sobre el arado.
Esta habitación alegre era sólo visible desde un lado; por
los otros estaba oculta por el follaje y los accidentes del
terreno.
—¡Qué bien escondido se está aquí dentro!—comentó
uno de los agentes.
Beausire estremecióse por la broma y entró el primero en
su casa entre los ladridos de los perros que había en el patio.
Los agentes, muy ceremoniosos, le siguieron.
LXXXVIII.- LOS TÓRTOLOS SON
METIDOS EN LA JAULA

Al entrar por la puerta del patio, Beausire lo hacía guiado por


una idea: quería hacer bastante ruido para prevenir a Olive con
objeto de que estuviese sobre aviso. Sin saber nada del asunto
del collar, sabía lo suficiente en lo que se refería al asunto del
baile de la Ópera y el de la cubeta de Mesmer como para temer
que Olive apareciese ante los desconocidos. Obraba
razonablemente, porque era joven que leía novelas frívolas en
el sofá del saloncito, oyó ladrar a los perros, miró al patio y
vio a Beausire acompañado, lo que impidió que saliese a
recibirle como siempre.
Desgraciadamente los dos tórtolos no estaban fuera del
alcance de las garras de los gavilanes.
Fue necesario disponer la comida y un criado torpe— los
habitantes del campo no son precisamente linces para estos
casos— preguntó dos o tres veces si era necesario consultar
con la señora.
Estas palabras hicieron aguzar el oído a los sabuesos. Se
burlaron agradablemente de Beausire a propósito de esa dama
escondida.
Beausire dejó que se burlasen de él, pero no mostró a
Olive.
Sirvióse una abundante comida a la que hicieron honor
los dos agentes. Se bebió mucho y se brindó a menudo por la
salud de la dama ausente.
A los postres, las cabezas estaban trastornadas. Los
señores de la policía encaminaron hábilmente la conversación
a propósito del placer que causa a las personas de buen
corazón hallar antiguos conocidos.
Beausire entonces, al tiempo que destapaba una botella de
licor, preguntó a los dos desconocidos en qué ocasión y lugar
se habían encontrado.
—Nosotros somos amigos de uno de vuestros asociados,
desde un pequeño asunto en que intervinisteis junto con otros:
el asunto de la embajada de Portugal.
Beausire palideció.
—¡Ah! ¿De veras?—dijo temblando en su apuro—. ¿Y
venís a preguntarme por vuestro amigo?…
—Realmente, es una idea— respondió el agente a su
compañero—. Pedir una restitución en nombre de un amigo
ausente, es una cosa moral.
—Además esto permite hacer reserva sobre todo lo otro
— contestó el amigo del moralista con una sonrisa agridulce
que hizo estremecer a Beausire.
—¿De manera?…— aventuró.
—De manera, querido señor Beausire, que obraríais en
forma agradable devolviendo a uno de nosotros la parte de
nuestro amigo. Unas diez mil libras, según creo.
—A lo menos, porque ya no hablamos de los intereses—
dijo el sabueso más práctico.
—Caballero— contestó Beausire atontado por la firmeza
de la petición—, no se tienen diez mil libras en casa, cuando
se vive en el campo.
—Se comprende, querido señor y nosotros no pedimos
cosas imposibles. ¿Cuánto podéis darnos en seguida?
—Unos cincuenta o sesenta luises; no tengo más.
—Empezaremos por hacernos cargo de ellos y desde
ahora agradecemos vuestra cortesía.
“¡Ah— pensó Beausire encantado de verles tan
acomodaticios— son de fácil arreglo! ¿Tendrán miedo de mí
como yo lo tengo de ellos? Probemos”.
Se puso a reflexionar que levantando la voz aquellos
hombres no harían otra cosa que declararse cómplices suyos lo
que, a los ojos de las autoridades de la provincia, sería una
mala recomendación. Llegó a la conclusión de que se darían
por satisfechos y guardarían silencio absoluto. En su
imprudente confianza arrepintióse de no haberles ofrecido
treinta luises en lugar de sesenta; pero, adoptó la decisión de
desembarazarse de ellos una vez se los hubiese dado.
No contaba, sin embargo, con los huéspedes; éstos se
encontraban bien en su casa; gozaban de la plácida alegría que
proporciona una buena digestión, y se conducían como buenas
personas porque lo contrario les hubiera causado molestia.
—Este Beausire es un amigo encantador— dijo Positivo a
su compañero—. Los sesenta luises que nos da son de
aprovechar.
—Os los voy a dar en seguida— exclamó el anfitrión,
asustado al notar las burlonas familiaridades de sus invitados.
—No os apresuréis— le dijeron.
—Sí, así tendré la conciencia tranquila después de haber
pagado. Se tiene o no se tiene delicadeza.
E intentó dejarlos para ir a buscar el dinero.
Pero aquellos hombres tenían costumbres de alguacil,
hábitos arraigados que difícilmente se pierden una vez
adquiridos. Teniendo a su presa, no se sabían separar ya de
ella, de la misma manera que el buen perro de caza no
abandona la perdiz herida hasta ponerla en manos del cazador.
Por eso, los dos, se quedaron tan aturdidos, que, con una
simultaneidad admirable pusiéronse a gritar:
—¡Señor Beausire! ¡Querido señor Beausire!
Y le detuvieron, asiéndole por los faldones de su vestido
de paño verde.
—¿Qué ocurre?— preguntó Beausire.
—No nos dejéis, por favor— dijeron ambos obligándole
galantemente a sentarse de nuevo.
—¿Pero cómo queréis que os dé el dinero si no subo a
buscarlo?
—Ya os acompañaremos— respondió Positivo con
amenazadora tranquilidad.
—Es que está en la habitación de mi mujer— objetó
Beausire.
Mas esta palabra que él consideraba como un medio de
cortar todo altercado fue para los esbirros la chispa que
encendió la pólvora.
—¡Ah!— gritó uno de los agentes—. ¿Por qué ocultáis a
vuestra mujer?
—¿Acaso nosotros no somos presentables?— apoyó el
otro.
—Si supieseis lo que hemos hecho por vos, os portaríais
más honradamente— prosiguió el primero.
—Y nos daríais todo lo que os pedimos— agregó
temerariamente el segundo.
—¡Cómo! ¡Me parece que levantáis mucho la voz,
caballeros!—. dijo Beausire.
—Queremos ver a tu mujer— contestó Positivo.
—Y yo os declaro que os echaré fuera— gritó Beausire,
que se sentía fuerte bajo los efectos de la bebida.
Le contestaron con una carcajada que debió cohibirle.
Mas no hizo caso y se obstinó.
—Ahora no tendréis ni siquiera el dinero que os prometí.
Marchaos.
Ellos se pusieron a reír más estrepitosamente que antes.
Beausire, temblando y colérico, dijo con voz ahogada:
—Bien sé lo que queréis: armar alboroto y hablar; pero si
lo hacéis os perderéis como yo.
Continuaron riendo entre ellos; la broma les parecía
excelente. Esta fue su sola respuesta. Beausire creyó que les
iba a espantar con un golpe de audacia y corrió hacia la
escalera, no como un hombre que se dirige a buscar dinero,
sino como quien va en busca de un arma. Los esbirros se
levantaron de la mesa y lo sujetaron con sus largas manos.
Este empezó a gritar. En aquel momento se abrió una
puerta de las habitaciones del primer piso y apareció una
mujer, al ver la cual los hombres dejaron a Beausire y lanzaron
un grito que era de alegría, de triunfo.
Acababan de reconocer a la que tanto se parecía a la reina
de Francia.
Beausire, que les creyó por un momento desarmados por
la aparición de una mujer, se vio muy pronto cruelmente
desilusionado.
Acercóse Positivo a la señorita Olive y con tono muy
cortés, teniendo en cuenta el parecido, le dijo:
—¡Hola, hola! ¡Os arresto en nombre de la ley!
—¡Arrestarla!— gritó Beausire—. ¿Por qué?
—Porque el señor de Crosne nos ha dado la orden de
hacerlo así— dijo el otro agente— y como pertenecemos al
servicio del señor de Crosne…
Un rayo, cayendo entre los dos amantes, no les hubiera
espantado más que esta declaración.
—He aquí a lo que conduce el no haber sido gentil— dijo
Positivo a Beausire.
El agente no procedía con lógica y su compañero se lo
hizo observar diciéndole:
—Dices mal, Legrigneux, porque si Beausire se hubiera
mostrado gentil nos habría presentado a la señora y de todas
maneras la hubiéramos detenido.
Beausire tenía su ardorosa cabeza entre las manos. No se
daba cuenta ni de que sus dos criados, hombre y mujer,
contemplaban desde el final de la escalera la extraña escena
que tenía lugar en mitad de ella.
Tuvo una idea que le hizo sonreír y le despejó
rápidamente.
—¿Vinisteis para arrestarme a mí?— preguntó a los
agentes.
—No, fue obra de la casualidad— respondiéronle
ingenuamente.
—No importa; podíais arrestarme y por sesenta luises me
dejabais libre.
—¡Oh, no! Nuestra intención era pedir sesenta más.
—Y no tenemos más que una sola palabra— agregó el
otro—; de manera que, por ciento veinte luises os dejaremos
libre.
—¿Y la señora?— dijo Beausire.
—¡Oh! La señora es diferente— replicó Positivo.
—La señora vale doscientos luises, ¿no es cierto? —
insinuó Beausire.
Los agentes comenzaron de nuevo aquella risa terrible,
comprensible ahora para Beausire.
—¡Trescientos!…— dijo—; cuatrocientos…, mil luises.
Pero dejadla libre.
Los ojos de Beausire brillaban mientras hablaba.
—¿No me respondéis? Vosotros sabéis que tengo dinero
y me queréis hacer pagar. Os daré mil luises, cuarenta, mil
libras, pero dejadla libre.
—¿Quieres, pues, mucho a esta mujer?— preguntó
Positivo.
Fue a su vez Beausire quien rió; esa espantosa risa irónica
pintaba muy bien su amor desesperado. Los dos esbirros
tuvieron miedo y decidieron evitar que estallase la
desesperación que se leía en los angustiados ojos del amante
de Nicolasa.
Tomaron dos pistolas de sus bolsillos y apuntándole, le
dijeron:
—Por cien mil escudos no te devolveríamos esta mujer.
El señor de Rohan nos dará quinientas mil libras y la reina un
millón.
Beausire levantó los ojos al cielo con una expresión que
hubiera enternecido a cualquier fiera que no hubiera sido un
esbirro.
—Vamos— dijo Positivo—. Debéis tener por aquí algún
carruaje. Haced que enganchen para la señora; bien le debéis
esta atención.
—Y como somos buenos diablos, no abusaremos— dijo
el otro—. Vos nos acompañaréis, cumpliendo las fórmulas;
cuando estemos en la carretera, volveremos la cabeza y vos
saltaréis sin que reparemos en ello hasta qué tengáis mil pasos
de ventaja. ¿No os parece bien?
Beausire se limitó a responder:
—Donde ella vaya iré yo. No la abandonaré jamás en esta
vida.
—¡Oh! Ni en la otra— dijo Olive helada por el terror.
—Tanto mejor, entonces— interrumpió Positivo—;
cuantos más presos llevamos al señor de Crosne, más nos
reímos.
Un cuarto de hora después, el carruaje de Beausire salía
de la casa llevando a los cuatro personajes.
LXXXIX.- LA BIBLIOTECA DE LA
REINA

Puede imaginarse el efecto que produjo esta captura al señor


de Crosne.
Los agentes no recibieron probablemente el millón que
esperaban, pero hay que pensar que debieron quedar
satisfechos.
Por lo que respecta al jefe de policía, se dirigió a
Versalles en una carroza tras la cual seguía otra
herméticamente cerrada con cadenas.
Era al día siguiente a aquel en que Positivo y su amigo le
habían entregado a Nicolasa.
El señor de Crosne hizo entrar las dos carrozas en el
Trianón, descendió de la que ocupaba él y dejó la otra bajo la
custodia de su primer empleado, y se hizo anunciar a la reina,
a la que, de antemano, pidiera audiencia.
María Antonieta accedió inmediatamente a la petición del
funcionario y se fue por la mañana a su casa favorita, poco
acompañada, para el caso de que fuese necesario el secreto.
En cuanto apareció ante ella, con cara radiante, el señor
de Crosne, juzgó que las noticias debían ser buenas.
Una alegría repentina, la primera desde hacía treinta días
mortales, agitó su corazón herido por tantas emociones
lacerantes.
El magistrado, después de haberle besado la mano, le
dijo:
—Majestad, ¿tenéis en el Trianón una sala en la que, sin
ser vista, podáis mirar lo que pasa?
—Tengo la biblioteca— respondió la reina—; tras los
armarios hice construir unas mirillas en el cuarto de la
merienda y algunas veces, mientras comíamos, me divertía,
con la señora de Lamballe o con la señorita de Taverney,
cuando la tenía, en contemplar los cómicos guiños del abate
Vermond en trance de leer algún panfleto referente a su
persona.
—Muy bien, señora. Ahora tengo abajo una carroza que
quisiera hacer entrar en el palacio sin que lo que transporta
fuera visto por nadie, a no ser por Vuestra Majestad.
—Nada más sencillo— replicó la reina—. ¿Dónde está
esa carroza?
—En el primer patio, Majestad.
La reina llamó y un servidor vino a recibir sus órdenes.
—Haced entrar en el vestíbulo la carroza que el señor de
Crosne os designará y cerrad las puertas de manera que quede
a oscuras y que nadie vea antes que yo lo qué el jefe de policía
me trae en ella.
La orden fue ejecutada fielmente.
—Ahora, señora— dijo el señor de Crosne—, venid
conmigo al salón de la merienda y dad orden de que dejen
entrar a mi empleado, con lo que traiga, en la biblioteca.
Diez minutos después la reina espiaba, impaciente, tras
de los estantes. Vio entrar en la biblioteca una forma cubierta
por un velo que levantó el empleado. Apenas la reina
reconoció a aquella persona lanzó un grito de espanto. Era
Olive, vestida con uno de los trajes preferidos por María
Antonieta.
La reina creyó verse en un espejo y devoró con los ojos
esta aparición.
—¿Qué opina Vuestra Majestad de este parecido?—
preguntó con gesto triunfante el señor de Crosne al ver el
efecto que había producido.
—Digo…, digo…, caballero— balbuceó la reina aturdida
—. ¡Ah! Oliverio, ¿por qué no estaréis aquí?
—¿Qué desea Vuestra Majestad?
—Nada, caballero, nada, sino que el rey sepa bien…
—Y que vea el señor de Provenza, ¿verdad, señora?
—¡Gracias, señor de Crosne, gracias! ¿Pero qué se le hará
a esta mujer?
—¿Es esta mujer a la que se le atribuye todo lo ocurrido?
— preguntó a su vez el señor de Crosne.
—Vos tendréis ya todos los hilos del complot.
—Casi, señora.
—¿Y el señor de Rohan?
—El señor de Rohan no sabe nada todavía.
—¡Oh!— dijo la reina ocultando la cabeza entre sus
manos—. Me estoy dando cuenta de que en esta mujer estriba
todo el error del cardenal.
—Conforme, señora; pero si en el señor de Rohan es un
error, tiene que ser un crimen en otra persona.
—Buscad bien, caballero; tenéis el honor de la casa de
Francia entre las manos.
—Confiad, señora, que está en buen lugar— respondió el
señor de Crosne.
—¿Y el proceso?
—Prosigue su trámite. Todos niegan; pero espero un
momento oportuno para presentar este elemento de prueba que
se halla en la biblioteca.
—¿Y la señora de La Motte?
—No sabe que hallé a esta joven y acusa al señor de
Cagliostro de haber sugestionado al cardenal hasta hacerle
perder la razón.
—¿Qué dice a eso él señor de Cagliostro?
—El señor de Cagliostro, al que he hecho preguntar, me
ha prometido visitarme esta misma mañana.
—Es un hombre peligroso.
—Será un hombre útil. Picado por una víbora como la
señora de La Motte, absorberá el veneno y nos proporcionará
el contraveneno.
—¿Esperáis revelaciones suyas?
—Estoy seguro de ello.
—¿Qué queréis decir, caballero? Contadme todo lo que
pueda tranquilizarme.
—He aquí mis razones, señora; la condesa de La Motte
vivía en la calle de Saint-Claude.
—Lo sé, lo sé— dijo la reina sonrojándose.
—Sí; Vuestra Majestad le hizo el honor de ser caritativa
con ella.
—Y ella me lo ha pagado bien, ¿no es eso?…
Continuad…
—Y el señor de Cagliostro, precisamente, frente a su
casa.
—¿Suponéis?…
—Que si existe un secreto de cualquiera de estos dos
vecinos, no lo es para el otro… Pero perdón, Majestad. Es la
hora de la cita con el señor de Cagliostro, en París, y por nada
del mundo querría perderme estas explicaciones…
—Id, caballero, y recibid una vez más la seguridad de mi
agradecimiento.
Cuando partió el señor de Crosne la reina exclamó
sollozando:
—He aquí una justificación que empieza. Voy a leer mi
triunfo en todos los rostros. ¡Pero el del único amigo al que
desearía probar que soy inocente, no lo veré!
Mientras tanto el señor de Crosne volaba hacia París y
entraba en su residencia, donde esperaba al señor de
Cagliostro.
Este sabía todo desde la víspera. Había ido a casa de
Beausire, cuyo refugio conocía, para incitarle a que dejase
Francia, cuando en la carretera, entre dos agentes, le vio en la
calesa. Olive estaba oculta en el fondo, avergonzada y llorosa.
Beausire vio al conde que cruzaba en la posta y le
reconoció. La idea de que el misterioso influyente señor le
fuera de alguna utilidad, cambió su modo de pensar en lo
relativo a la actitud a adoptar.
Renovó a los agentes la propuesta que les había hecho
para una evasión. Estos aceptaron cien luises que él tenía y le
dejaron a pesar de los lloros de Nicolasa.
Mientras tanto, Beausire, abrazando .a su querida, le
decía al oído:
—Espera; voy a tratar de salvarte.
Y empezó a recorrer rápidamente la carretera en el
sentido que seguía Cagliostro. Este se había detenido. No tenía
necesidad de ir en busca de Beausire si éste volvía.
Esperólo, pues, durante media hora en el recodo del
camino y pronto vio llegar pálido, sofocado, medio muerto, al
desgraciado amante de Olive.
Beausire, al ver la carroza detenida, lanzó un grito de
alegría.
—¿Qué ocurre, hijo. mío?— preguntó el conde
ayudándole a subir.
Contóle el infeliz toda la lamentable historia.
—Está perdida— comentó.
—¿Qué queréis decir?— exclamó Beausire.
Cagliostro le contó lo que él no sabía, la intriga de la calle
de Saint-Claude y la de Versalles.
Beausire se desesperó.
—Salvadla, salvadla— dijo cayendo de rodillas en la
carroza—, y os la daré si es que todavía la amáis.
—Amigo mío— replicó Cagliostro—, estáis en un error;
yo no he amado nunca a la señorita Olive. No me guiaba otro
fin que el de sustraerla a la vida de corrupción que vos le
hacíais compartir.
—Pero…— dijo Beausire sorprendido.
—¿Esto os asombra? Debéis saber que yo soy uno de los
síndicos de una sociedad de reforma moral que tiene por
objeto arrancar del vicio a todo aquel que ofrece posibilidades
de regeneración. Yo hubiese curado a Olive apartándola de
vuestro lado; he aquí por qué la saqué de vuestra compañía.
¡Que ella os diga si jamás oyó de mis labios una galantería!
—Razón de más, caballero; ¡salvadla, salvadla!
—Voy a intentarlo, pero esto depende de vos, Beausire.
—Pedidme la vida.
—No os pediré tanto. Volved a París conmigo y si seguís
punto por punto mis instrucciones, tal vez salvaremos a
vuestra querida. No pongo más que una condición..
—¿Cuál, caballero?
—Os la diré en mi casa de París.
—¡La acepto de antemano, pero quiero volverla a ver!
—He aquí, precisamente, en lo que estoy pensando; antes
de dos horas la volveréis a ver.
—¿Y podré abrazarla?
—Creo que sí; mejor dicho, le diréis lo que os voy a decir
yo.
Cagliostro tomó con Beausire el camino de retorno hacia
París.
Dos horas después, era ya de noche, se habían unido a la
calesa.
Y una hora más tarde, Beausire compraba por cincuenta
luises, a los agentes, el derecho de abrazar a Nicolasa,
pudiendo deslizar así en su oído las recomendaciones del
conde.
Los agentes admiraban este amor apasionado y se
prometían ya cincuenta luises en cada parada.
Pero Beausire no volvió a aparecer más y la carroza de
Cagliostro le llevó rápidamente hacia París, donde se
preparaban tantos acontecimientos.
Era necesario hacerle saber al lector todo esto antes de
relatarle la entrevista entre el señor de Cagliostro y el señor de
Crosne. Ahora podemos introducirle en el gabinete del jefe de
policía.
LXXXX.- EL GABINETE DEL JEFE
DE POLICÍA

El señor de Crosne sabía de Cagliostro todo lo que un hábil


jefe de policía puede saber de un hombre que vive en Francia,
lo que no es poco decir. Sabía todos sus nombres pretéritos,
sus secretos de alquimista, su magnetismo y adivinación;
conocía su pretendido don de ubicuidad, de regeneración
perpetua y le consideraba como un gran señor charlatán.
El señor de Crosne era un hombre bien templado,
conocedor de todos los recursos de su cargo, en buenas
relaciones con la corte, insensible al favor, intransigente en lo
relativo a su orgullo; un hombre que no sucumbía ante el
primer recién llegado.
A individuo semejante no le podría ofrecer Cagliostro,
como al señor de Rohan, luises, calientes todavía, surgidos del
horno hermético; ni el cañón de una pistola como Bálsamo al
señor de Sartines. Tampoco Bálsamo tenía otra Lorenza que
pedir, pero Cagliostro tenía que ajustar cuentas. He aquí por
qué el conde, en lugar de esperar los acontecimientos, se había
creído en el caso de solicitar una audiencia al magistrado.
El señor de Crosne se daba cuenta de las ventajas de su
posición y se. aprestaba a hacer uso de ellas. Cagliostro
comprendía que estaba atascado y se aprestaba a salir del
apuro.
Esta partida de ajedrez, jugada al descubierto, tenía un
recurso que uno de los jugadores no sospechaba, y este
jugador, forzoso es confesarlo, no era el señor de Crosne.
Este no conocía en Cagliostro, como hemos dicho, más
que al charlatán; como adepto le era desconocido. Eran tantas
las piedras que la filosofía había sembrado en el camino de la
monarquía, que muchos habían tropezado con ellas porque no
las veían.
El señor de Crosne esperaba de Cagliostro revelaciones
sobre el collar y los manejos de la señora de la Motte. Esta era
su desventaja. Tenía el derecho de interrogar y de arrestar y en
esto consistía su superioridad.
Recibió al conde como hombre que se da cuenta de su
importancia, pero no quiere ser descortés con nadie aunque se
trate de un alquimista.
Cagliostro se mantuvo alerta. Y la única debilidad que
juzgó oportuno dejar sospechar fue la de aparecer como un
gran señor.
—Caballero— le dijo el jefe de policía—, me pedisteis
una audiencia. Llego ex profeso de Versalles para
concedérosla.
—Había pensado, señor de Crosne, que podríais tener
interés en preguntarme acerca de lo que ocurre y sabiendo que
sois persona de mérito y conociendo la importancia de
vuestras funciones, he acudido a vos.
—¿Preguntaros?— dijo el magistrado afectando sorpresa
—. ¿Acerca de qué, caballero, y con qué carácter?
—Señor— contestó claramente Cagliostro—, os veo
demasiado ocupado con la señora de La Motte y la
desaparición del collar.
—¿Lo hallasteis acaso?—preguntó el señor de Crosne
casi burlón.
—No— dijo gravemente el conde—. Pero si no he
hallado el collar al menos sé que la señora de La Motte vivía
en la calle de Saint-Claude.
—Frente a vuestra casa, caballero; también yo lo sabía—
dijo el magistrado.
—Entonces si sabíais lo que hacía la señora de La Motte,
no hablemos más del asunto.
—Al contrario— replicó el señor de Crosne con aire
indiferente—, hablemos.
—Lo único gracioso de la cuestión era lo relativo a la
pequeña Olive— dijo Cagliostro—; pero puesto que sabéis
todo lo de la señora de la Motte, no tengo nada que enseñaros.
.
Al oír el nombre de Olive, el señor de Crosne se
estremeció.
—¿Qué habláis de Olive?— preguntó—. ¿Quién es
Olive?
—¿No lo sabéis? ¡Ahí caballero, es una curiosidad que
me sorprendería mucho tener que contárosla. Imaginaos una
joven muy bonita, un talle…, ojos azules, rostro de óvalo
perfecto; una belleza, en fin, que recuerda un poco a la de Su
Majestad la reina.
—¡Ah!— dijo el señor de Crosne—. ¿Y bien?
—Y bien: esta joven vivía mal, lo que me apenaba; en
otro tiempo había sido sirvienta de un viejo amigo mío, el
señor de Taverney….
—¿El barón que falleció hace unos días?
—Precisamente. Ella había pertenecido a un sabio, a
quien no conocéis, señor jefe de policía, y que… Pero veo que
voy por otro lado y os empiezo a molestar.
—Al contrario, caballero, os ruego que continuéis.
¿Decíais que esta… Olive?…
—Vivía mal. Sufría casi miseria, con cierto pícaro que era
su querido, su amante para robarle y pegarle, uno de los
bribones más conocidos de vuestros agentes, un ladrón del que
posiblemente no habéis oído hablar…
—¿Cierto Beausire, tal vez?—dijo el magistrado, feliz
por parecer bien informado.
—¡Ah, le conocéis! ¡Es sorprendente!— comentó
Cagliostro con admiración—. Muy bien, caballero, sois pues,
más adivino que yo. Un día en que este Beausire había robado
y golpeado a la joven más que de ordinario, ella vino a
refugiarse a mi lado y a pedirme protección. Como soy bueno,
le concedí el derecho a esconderse en no sé qué rincón del
pabellón de uno de mis palacios…
—¡En vuestra casa!…— exclamó el magistrado
sorprendido.
—Naturalmente— replicó Cagliostro fingiendo
asombrarse a su vez—. ¿Por qué no podía yo darle refugio en
mi casa, siendo soltero?
Y se puso a reír con tan sabia desenvoltura, que el señor
de Crosne cayó en la trampa.
—¡En vuestra casa!— dijo—. ¡Por eso mis agentes
hubieron de buscar tanto para encontrarla!
—¡Cómo!—. sorprendióse Cagliostro—. ¿Se buscaba a
esa pequeña? ¿Acaso había hecho algo que yo no supiese?…
—No, no, caballero; os requiero para que prosigáis.
—¡Oh Dios mío! Ya he acabado. La alojaba en mi casa.
Esto es todo.
—No, no, señor conde, esto no es todo, puesto que vos
parecíais asociar hace poco el nombre de Olive al de la señora
de La Motte.
—Cierto. Con motivo de la vecindad— dijo Cagliostro.
—Y de algo más, señor conde… ¿No me habíais dicho
que la señora de La Motte y la señorita Olive eran vecinas?
—Esta es otra cosa que no vale la pena contar. No es
lógico importunar al primer magistrado del reino con el relato
de estas puerilidades de rentista ocioso.
—Me interesáis, caballero, porque esta Olive que decís
haber alojado en vuestra casa, la he hallado en provincias.
—¡La habéis hallado!…
—Junto con el señor de Beausire…
—¡Ah! ¡Ya lo suponía!— exclamó Cagliostro—. ¿Estaba
con Beausire? ¡Muy bien! Debo entonces una reparación a la
señora de La Motte.
—¿Qué queréis decir?
—Digo, caballero, que después de haber sospechado por
un momento de la señora de La Motte, declaro haberme
equivocado totalmente.
—¿Sospechado? ¿De qué?
—¡Buen Dios! ¿Escucháis pacientemente todos los
cuentos de las comadres? Sabed, pues, que cuando yo creía
poder corregir a Olive, encaminarla hacia la honradez y el
trabajo— yo me ocupo en obras morales, caballero— alguien
vino y la raptó.
—¿La raptaron? ¿De vuestra casa?
—De mi casa.
—¡Es extraño!
—¿Verdad? Yo hubiera apostado que era la señora de La
Motte. Para que veáis lo que son los juicios apresurados …
El señor de Crosne se acercó a Cagliostro.
—Os ruego que preciséis—dijo.
—Caballero, actualmente, sabiendo que tenéis a Olive
con Beausire, nada puede hacerme pensar en la señora de La
Motte: ni sus asiduidades, ni sus connivencias, ni su
correspondencia con la joven.
—¿Con Olive?
—Naturalmente.
—¿La señora de La Motte y Olive se entendían?
—Perfectamente.
—¿Y se veían?
—La señora de La Motte había hallado el medio de poder
salir todas las noches con Olive.
—¡Todas las noches! ¿Estáis seguro?
—Todo lo seguro que puede estar un hombre que ha visto
y oído.
—¡Caballero, me decís cosas que llegaría a pagar a mil
libras por palabra! ¡Es una dicha que os dediquéis a fabricar
oro!
—Ya no lo hago, señor; me resultaba demasiado caro.
—¿Sois amigo del señor de Rohan?
—Tal creo.
—Debéis estar enterado hasta qué punto esa intrigante
que es la señora de La Motte interviene en este escandaloso
asunto.
—No; quiero ignorarlo.
—Pero sabéis tal vez, las consecuencias de los paseos
dados por Olive y la señora de La Motte, ¿no es así?
—Caballero, hay cosas que el hombre prudente debe
tratar siempre de ignorar— repuso sentenciosamente
Cagliostro.
—Yo no voy a tener más que el honor de pediros una
cosa— replicó vivamente el señor de Crosne—. ¿Poseéis
pruebas de que la señora de La Motte mantenía
correspondencia con Olive?
—Cien.
—¿Cuáles?
—Esquelas que la señora de La Motte lanzaba a la
habitación de aquélla con una ballesta que se hallará sin duda
en su alojamiento. Muchas de estas esquelas, envolviendo
trozos de plomo, no llegaban a su destino. Caían en la calle y
mis criados o yo las recogíamos.
—¿Las facilitaréis a la justicia?
—Son de una inocencia tal que no tendré el menor
escrúpulo en entregarlas. Espero no merecer por ello el menor
reproche de la señora de La Motte.
—¿Y… las pruebas de connivencia y las citas?
—Mil.
—Una sola.
—La mejor. Parece que la señora de La Motte había
hallado el medio de penetrar en mi casa para ver a Olive,
porque yo mismo la vi el día en que desapareció la joven.
—¿El mismo día?
—Mis criados la vieron como yo.—¿Y qué iba a hacer si
Olive había desaparecido?…
—Eso me pregunté yo en seguida, pero no hallé
respuesta. Vi a la señora de La Motte bajar de un carruaje de
posta que esperaba en la calle de Roi-Doré. Mis criados habían
observado este carruaje desde un rato antes y confieso que
atribuí a la señora de La Motte el propósito de llevarse a Olive.
—¿La dejasteis obrar?
—¿Por qué no? La señora de La Motte es una dama
caritativa, favorecida por la suerte. Se la recibe en la corte.
¿Por qué tenía que impedirle que me desembarazase de Olive?
Hubiera hecho mal, puesto que otro se la llevó para perderla
de nuevo.
—¿Así pues— dijo el señor de Crosne meditando
profundamente—, la señorita Olive estaba alojada en vuestra
casa?
—En efecto, caballero.
—¿De manera que la señorita Olive y la señora de La
Motte se conocían, veíanse y salían juntas?
—Ciertamente.
—¿La señora de La Motte fue vista por vos el día que se
llevaron a Olive?
—Sí, señor.
—¿Pensasteis que la condesa quería atraerse a la joven?
—¿Cómo podía pensarse otra cosa?
—¿Y qué dijo la señora de La Motte cuando no encontró
a Olive en vuestra casa?
—Me pareció muy turbada.
—¿Suponéis que fue Beausire el que la raptó?
—Lo supongo únicamente, ya que vos me decís que la
raptaron, porque si no, no sospecharía tal cosa. Este hombre no
conocía la residencia de Olive. ¿Quién pudo decírsela?
—La propia Olive.
—No lo creo, porque en lugar de hacerse raptar por él de
mi casa, habría huido y podéis creer que él no hubiera entrado
si la señora de La Motte no le hubiera facilitado una llave.
—¿Tenía, pues, una llave?
—Sin duda.
—¿Qué día la raptaron?— preguntó el señor de Crosne,
que acababa de ver claro en aquel momento en virtud de la luz
tan hábilmente aportada por Cagliostro.
—Sobre esto no puedo equivocarme; era la víspera de
San Luis.
—¡Eso es!— exclamó el jefe de policía—. ¡Eso es!
Caballero, acabáis de prestar un gran servicio al Estado.
—Lo celebro mucho, señor de Crosne.
—Se os agradecerá como es debido.
—En primer lugar, por mi conciencia— dijo el conde.
El señor de Crosne saludó.
—¿Puedo contar con que aportaréis las pruebas de que
hablabais?— interrogó.
—En todo estoy a entera disposición de la justicia.
—Bien, caballero, os tomo la palabra; hasta la vista.
Y despidió a Cagliostro, que iba diciéndose cuando salía:
“Ah, condesa. ¡Víbora! Quisiste acusarme; pero me
parece que has mordido en la lima. ¡Cuidado con tus dientes!”
LCI.- LOS INTERROGATORIOS

Mientras el señor de Crosne tenía esta conversación con


Cagliostro, el señor de Breteuil se presentaba en la Bastilla,
por orden del rey, para interrogar al cardenal de Rohan.
Entre ambos enemigos la entrevista podía ser tormentosa.
El señor de Breteuil conocía la altivez del de Rohan. Se había
vengado demasiado terriblemente de él para descuidar en lo
sucesivo los procedimientos corteses. Se condujo por ello en
forma atenta, mas el cardenal negóse a contestar.
Insistió el guardasellos y el cardenal manifestó que se
atenía a las medidas que pudieran acordar el parlamento y sus
jueces.
El señor de Breteuil tuvo que retirarse ante la
inquebrantable voluntad del acusado.
Hizo llamar a la señora de La Motte, que estaba ocupada
en escribir sus Memorias, la cual acudió en seguida.
Explicóle claramente él su situación, recibiendo de la
condesa la respuesta de que tenía pruebas de su inocencia y
que las facilitaría cuando llegase la ocasión, a lo que replicó el
señor de Breteuil que ello era lo más urgente.
Fue detallando toda la fábula que había imaginado; eran
siempre las mismas insinuaciones contra todos, la misma
afirmación de que las falsas afrentas emanaban de no sabía
dónde. También declaró que habiéndose hecho cargo del
proceso el parlamento, no diría absolutamente nada sino en
presencia del señor cardenal y una vez conociese los cargos
que se acumulaban contra ella.
El señor de Breteuil manifestó entonces que el cardenal la
culpaba de todo.
—¿De todo?— preguntó Juana—. ¿Inclusive del robo?
—En efecto.
—Decidle al señor cardenal— respondió fríamente Juana
— que le requiero para que deseche a la brevedad tan mal
sistema de defensa.
Esto fue todo. Pero el señor de Breteuil no estaba
satisfecho. Le faltaban algunos detalles íntimos. Para
corroborar sus argumentos, necesitaba conocer la causa de lo
que había podido inducir al cardenal a tanta temeridad para
con la reina y a la reina para dar pruebas de tanta cólera contra
el cardenal.
Le hacía falta la explicación de todas las declaraciones
recogidas por el señor conde de Provenza las cuales eran ya
rumor público.
El guardasellos era un hombre de talento y sabía actuar
sobre el temperamento de las mujeres. Le prometió todo a la
señora de La Motte si acusaba a alguien.
—Tened cuidado— le dijo—; no diciendo nada, acusáis a
la reina; si persistís en esta actitud, seréis condenada por lesa
majestad. ¡Es la vergüenza y el vilipendio!
—Yo no acuso a la reina— contestó Juana—. Pero, ¿por
qué me acusan a mí?
—Acusad entonces a alguien— insinuó el inflexible
Breteuil—. No tenéis otro medio de salvaros.
Ella se encerró en un prudente silencio y la entrevista no
dio ningún resultado.
Se difundió, sin embargo, el rumor de que habían surgido
pruebas, que los diamantes habían sido vendidos en Inglaterra
donde el señor de Villette había sido detenido por los agentes
del señor de Vergennes.
El primer asalto que Juana tuvo que sostener fue terrible.
Careada con Reteau, a quien debía creer su aliado hasta la
muerte, le oyó confesarse humildemente falsario, autor del
recibo de los diamantes y de la carta de la reina, para lo cual
dijo haber falsificado las firmas de los joyeros y la de Su
Majestad.
Interrogado por qué motivo había cometido estos delitos,
respondió que a petición de la señora de La Motte.
Aturdida, furiosa, ella negó, defendióse como una leona;
pretendía no haber visto ni conocido nunca al señor Reteau de
Villette.
Pero faltábale recibir dos rudos golpes; dos testigos la
aniquilaron.
El primero era un cochero hallado por el señor de Crosne,
que declaró haber conducido, el día y hora citados por Reteau
a una dama como la descrita, a la calle de Montmartre.
Esta dama que se rodeaba de tanto misterio, y que fue
recogida por el cochero en el barrio del Marais, ¿quién podía
ser sino la señora de La Motte, que vivía en la calle de Saint-
Claude?
En cuanto a la familiaridad que existía entre ambos
cómplices, cómo negarla, cuando un testigo afirmó haber,
visto, la víspera de San Luis, en el asiento de un carruaje de
posta del que había salido la señora de La Motte, al señor de
Reteau de Villette, fácilmente reconocible por su aspecto
pálido e inquieto.
El testigo era uno de los principales criados del señor de
Cagliostro.
Este nombre estremeció a Juana haciéndola llegar al
paroxismo. Se revolvió entonces contra Cagliostro al que
acusaba de haber fascinado al cardenal de Rohan, inspirándole
por medio de encantos y sortilegios ideas delictuosas contra la
Majestad Real.
Era el primer eslabón de la acusación de adulterio.
El señor de Rohan se defendió al defender a Cagliostro.
Negó tan tenazmente, que Juana, exasperada, formuló, por
primera vez, la acusación de un amor insensato del cardenal
por la reina.
El señor de Cagliostro solicitó inmediatamente,
obteniéndolo, ser encarcelado, para responder de su inocencia
ante todo el mundo. Acusadores y jueces se apasionaron, como
ocurre cuando llega el primer soplo de la verdad; la opinión
pública tomó inmediatamente partido por el cardenal y
Cagliostro, contra la reina.
Fue entonces cuando esta infortunada princesa, para que
se compren-, diese su interés en la continuación del proceso,
dejó que se publicasen los informes elevados al rey sobre sus
paseos nocturnos y llamando al señor de Crosne, le requirió
para que declarase lo que sabía.
El golpe, hábilmente calculado, cayó sobre Juana
aniquilándola.
El magistrado interrogante, en pleno consejo de
instrucción, pidió al señor de Rohan que declarase lo que sabía
de los paseos nocturnos por los jardines de Versalles.
El cardenal replicó que no sabía mentir y que acudía al
testimonió de la señora de La Motte.
Esta negó que jamás se hubieran dado paseos con su
aquiescencia y conocimiento.
Declaró contrarios a la verdad los procesos verbales y
relaciones según los cuales ella había aparecido en los
jardines, ya en compañía de la reina, ya en la del cardenal.
Esta declaración probaba la inocencia de María
Antonieta, en el caso de que hubiera sido posible creer en la
palabra de una mujer acusada de falsaria y ladrona. Pero
viniendo de donde venía, la justificación parecía ser una
complacencia y la reina no consintió verse justificada en tan
poco efectiva forma.
Por eso, cuando Juana exclamaba indignada que ella no
había estado nunca de noche en los jardines de Versalles y que
jamás había visto ni sabido nada respecto a los asuntos
particulares de la reina y el cardenal, apareció Olive, vivo
testimonio que hizo cambiar la opinión y destruyó todo el
andamiaje de embustes levantado por la condesa.
¿Por qué no se hundió entre sus ruinas? ¿Por qué se
levantó más odiosa y terrible? Se explica no sólo por su
voluntad, sino por la fatal atracción que la llevaba hacia la
reina.
¡Qué golpe terrible era el del careo entre Olive y el
cardenal! El señor de Rohan comprendió que se había burlado
de él de una manera infame. ¡Este hombre lleno de delicadeza
y de noble pasión descubriendo que una aventurera, asociada a
una bribona le habían llevado a despreciar a la reina de
Francia, a esa reina a la que él amaba y que no era culpable!
El efecto que tal aparición produjo en el señor de Rohan,
sería en nuestra opinión la escena más dramática e importante
de este asunto, y nos holgaríamos de bosquejarla si,
acercándonos a la Historia, no cayésemos en el fango, la
sangre y el horror.
Cuando el señor de Rohan vio a Olive, esta reina de
callejuelas y cuando se acordó de la rosa, de la mano
estrechada y de los baños de Apolo, palideció. Hubiera vertido
toda su sangre a los pies de María Antonieta si la hubiera visto
al lado de la otra en aquel momento. ¡Cuántas disculpas y
remordimientos surgieron de su alma para con sus lágrimas
purificar el último peldaño de aquel trono en el que cierto día
había hecho patente su desprecio al ver desdeñado su amor!
Pero hasta ese consuelo le estaba prohibido. No podía
aceptar la identidad de Olive sin confesar que amaba a la
verdadera reina, porque la confesión de su error suponía una
acusación, una mancha. Dejó que Juana lo negase todo y
guardó silencio.
Cuando el señor de Breteuil quiso con el señor de Crosne
forzar a Juana a que se explicase con más detalles, dijo ella:
—El mejor medio de probar que la reina no se ha paseado
por el parque durante la noche, es mostrar a una mujer que se
parece a la reina y a la que se pretende haber visto en el
parque. Presentándola, es suficiente.
La infame insinuación tuvo éxito. Oscureció de nuevo la
verdad.
Pero como Olive, en su ingenua inquietud, daba todos los
detalles y todas las pruebas, como no omitía nada, como era
más creída que la condesa, Juana acudió a un medio
desesperado: confesó.
Confesó que había acompañado al cardenal a Versalles;
que Su Excelencia quería a todo precio ver a la reina, ofrecerle
la seguridad de su respetuoso afecto; confesó porque advirtió
que perdería el apoyo de todo un partido si se empeñaba en la
negativa; confesó porque sin acusar a la reina, convertía en
auxiliares suyos a todos los enemigos de la reina, que eran
numerosos.
Entonces, por décima vez en este infernal proceso, los
papeles se cambiaron: el cardenal apareció como víctima de un
engaño, Olive como una prostituta sin sentimiento ni poesía y
Juana como una intrigante, que era el mejor papel que podía
elegir.
Pero como para hacer triunfar el innoble plan era
necesario que la reina desempeñase también un papel, se le
asignó el más odioso y abyecto, el más comprometedor para la
dignidad real, el de una coqueta aturdida, el de una modistilla
que se dedica a la mistificación. María Antonieta quedó
convertida en Dorimena conspirando con Frosina contra el
cardenal Jourdain82.
Juana declaró que estos paseos se hacían de acuerdo con
María Antonieta que, oculta tras un seto, escuchaba hasta
desternillarse de risa los discursos apasionados del enamorado
señor de Rohan.
Esta fue la última trinchera escogida por esta ladrona que
no sabía dónde esconder su robo; fue el manto real formado
por el honor de María Teresa y María Leckzinska.
La reina sucumbió ante esta última acusación cuya
falsedad no podía probar. No podía hacerlo porque Juana
declaró que, en último extremo, publicaría todas las cartas
amorosas escritas por el señor de Rohan a la reina y que poseía
cartas ardientes, de una pasión insensata.
No podía porque la señorita Olive, que afirmaba haber
sido inducida por Juana a dirigirse al parque de Versalles, no
podía decir si hubo o no alguien escuchando tras los setos.
En fin, la reina no podía demostrar su inocencia, porque
había muchas personas que tenían interés en considerar como
verdaderas estas mentiras infames.
LCII.- LA ULTIMA ESPERANZA
PERDIDA

Por la forma en que había enredado el asunto Juana, era


imposible descubrir la verdad.
Convicta irrecusablemente por veinte testimonios
procedentes de personas dignas de fe, Juana no podía
resignarse a pasar por una ladrona vulgar. Necesitaba que
alguien pasase vergüenza al lado suyo. Estaba persuadida de
que el alboroto del escándalo de Versalles cubriría su delito
hasta tal punto, que aunque ella, la condesa de La Motte fuera
condenada, la sentencia heriría a la reina a los ojos de todo el
mundo.
Su cálculo había fracasado. La reina, al aceptar el doble
debate, y el cardenal sufriendo el interrogatorio, jueces y
escándalo arrebatábanle la aureola de inocencia con que ella
había pretendido dorar sus hipócritas reservas.
Pero, ¡cosa extraña! el público iba a ver cómo se
desarrollaba un proceso en el cual nadie sería inocente, ni aun
aquellos a los que absolviese la justicia.
Después de careos sin fin en los que el cardenal apareció
siempre tranquilo y cortés, inclusive con Juana, y en los que
ésta se mostró violenta y enojosa para con todos, la opinión
pública en general y la de los jueces en particular, se había
formado irrevocablemente.
Ya no había posibilidad de incidentes y las revelaciones
se habían agotado. Juana se percató de que no podía producir
ningún efecto sobre los jueces.
Trató entonces de reunir en el silencio del calabozo todas
sus fuerzas y todas sus esperanzas.
Cuantos rodeaban o servían al señor de Breteuil
aconsejaban a Juana que dejase a un lado a la reina y que
atacase implacablemente al cardenal.
Todos los que eran afectos al cardenal, su poderosa
familia, jueces parciales en favor de la causa popular, el clero
fecundo en recursos, aconsejaban a la señora de La Motte que
dijese la verdad, que desenmascarase las intrigas cortesanas y
llevase el escándalo a tal punto que aturdiese mortalmente a
las testas coronadas.
Los de este partido trataban de intimidar a Juana; le
decían lo que ella sabía demasiado bien, que la mayoría de los
jueces se inclinaba en favor del cardenal, que ella se
quebrantaría sin utilidad en la lucha y añadían que, perdida a
medias, valía más dejarse condenar por el asunto de los
diamantes, que arrostrar la responsabilidad del delito de lesa
majestad, lodo sangriento que dormía en el fondo de los
códigos feudales y que no aparecía nunca en la superficie sin ir
acompañado por la muerte.
Este partido parecía seguro de la victoria. Y lo estaba.
El entusiasmo del pueblo se manifestaba en favor del
cardenal. Los hombres admiraban su paciencia y las mujeres
su discreción. Los primeros se indignaban de que hubiese sido
tan cobardemente engañado y las segundas no querían creerlo.
Para un gran número de personas, Olive, con su parecido y sus
confesiones, no existía, y si existía, era la reina la que la había
hecho aparecer ex profeso.
Juana reflexionaba sobre todo esto. Sus propios abogados
la abandonaban; sus jueces no ocultaban su repulsión hacia
ella; los Rohan atacaban vigorosamente; la opinión pública la
despreciaba. Intentó dar un último golpe para producir
inquietud a sus jueces, inspirar temor a los amigos del cardenal
y pretexto a la opinión pública para pronunciarse contra María
Antonieta.
Este medio, por lo que se refería a la corte, consistía en lo
siguiente:
Hacer creer que continuamente había soslayado la
responsabilidad de la reina y que tendría que decirlo todo
cuando llegase al último extremo. En cuanto al cardenal,
hacerle creer que guardaba silencio para imitar su delicadeza,
pero en el momento en que él hablase, hablaría ella también y
ambos descubrirían a la vez su inocencia y la verdad.
Esto no era, en realidad, más que el resumen de su
conducta durante la instrucción del proceso. Pero es necesario
decir que todo plato conocido se puede renovar con
condimentos nuevos. He aquí lo que había imaginado la
condesa para modernizar sus estratagemas.
Escribió una carta a la reina, cuyos solos términos
demostraban su carácter y alcance:

“Señora:
“A pesar de lo penosa y rigurosa que resulta mi situación,
no ha salido de mí una sola queja. Todos los rodeos de que se
ha hecho uso para obtener de mí confesiones, no han servido
sino para fortificar mi resolución de no comprometer nunca a
mi soberana.
“Sin embargo, aunque persuadida de que mi constancia y
mi discreción deben facilitarme los medios para salir del apuro
en que me hallo, confieso que los esfuerzos de la familia del
esclavo (la reina llamaba así al cardenal en los días de su
reconciliación) me hacen temer que llegue a ser su víctima.
“Una larga prisión, careos que no terminan nunca, la
vergüenza y la desesperación de verme acusada de un delito
del que soy inocente, han debilitado mi valor y temo que mi
constancia sucumba ante tantos golpes recibidos al mismo
tiempo.
“Vos podéis, señora, con una sola palabra, poner fin a este
desgraciado asunto por la mediación del señor de Breteuil, que
puede darle, a los ojos del ministro (el rey), el aspecto que su
inteligencia le sugiera, sin que vos, señora, quedéis
comprometida en lo más mínimo. El temor a verme obligada a
revelarlo todo, es el motivo del paso que me decido a dar hoy
convencida de que vos, señora, tendréis en cuenta las causas
que me obligan a recurrir a él y espero que daréis las órdenes
para sacarme de la penosa situación en que me hallo. “Con
profundo respeto, quedo de vos, señora, humilde y obediente
servidora.
”Condesa de Valois de La Motte.”

Como se ve, Juana lo había calculado todo. O esta carta


llegaría a María Antonieta y la espantaría por la perseverancia
que denotaba, después de tantas peripecias, y en tal caso la
reina, que debía estar fatigada por la lucha, se decidiría a
sobreseer la causa terminándola con la libertad de Juana,
puesto que su prisión y el proceso no habían aclarado nada, o
lo que era más fácil, y lo prueba el final de la carta, Juana nada
esperaba de su escrito pues que la reina, tan complicada como
estaba en el proceso, no podía suspenderlo sin condenarse a sí
misma. Era, pues, evidente que Juana no había contado en
ningún caso con que su carta fuese remitida a la reina.
Sabía muy bien que todos sus guardianes eran adictos al
gobernador de la Bastilla, es decir, al señor de Breteuil. Sabía
que todo el mundo en Francia convertía este asunto del collar
en una cuestión política, lo que no había ocurrido desde los
tiempos de los parlamentos del señor de Maupeou. Era seguro
que el mensajero elegido para llevar la carta, si no se la daba al
gobernador, la guardaría para él y para los jueces de su
partido. En fin, había dispuesto todo para que la misiva,
cayendo en manos de determinadas personas, dejase una
levadura de odio, de desconfianza y de irreverencia contra la
reina.
Al tiempo que escribía aquellas líneas a María Antonieta,
redactaba otras para el cardenal:

“No puedo concebir, monseñor, que os obstinéis en no


hablar con claridad. Me parece haríais bien depositando una
confianza sin límites en nuestros jueces. Nuestra suerte sería
así más venturosa. En cuanto a mí, estoy dispuesta a callarme
si no queréis secundarme. Pero, ¿por qué no habláis? Aclararé
las circunstancias de este misterioso asunto y os juro que
confirmaré todo cuanto habéis adelantado. Reflexionad bien,
señor cardenal, que si tomo sobre mí la responsabilidad de
hablar la primera y vos desaprobáis lo que yo podría decir,
estoy perdida y no escaparé de la venganza de la que nos
quiere sacrificar.
“Vos, en cambio, no tenéis nada semejante que temer de
mi parte, puesto que mi adhesión os es bien conocida. Si ella
se mostrara implacable, vuestra causa sería también la mía; lo
sacrificaría todo para sustraeros de los efectos de su odio, o
nuestra desgracia será común.
“P. D. Le he escrito a ella una carta que la decidirá, según
espero, si no a decir la verdad, al menos a no aniquilarnos a
nosotros que no hemos cometido otro delito que nuestro error
y nuestro silencio.”

Esta carta fue entregada por Juana al cardenal en su


último careo en el gran locutorio de la Bastilla y se vio al
cardenal, sonrojarse, palidecer y estremecerse ante semejante
audacia, viéndosele salir luego para tomar aliento.
En cuanto a la carta de la reina, fue entregada en el
mismo instante por la condesa al abate Lekel, limosnero de la
Bastilla que había acompañado al cardenal al locutorio y que
era adicto a los intereses de los Rohan.
—Señor— dijóle ella—, si os encargáis de hacer llegar
este mensaje, podéis cambiar la suerte del señor de Rohan y la
mía. Enteraos de lo que dice. Sois un hombre obligado a
guardar secreto por vuestro cargo. Os convenceréis que llamo
en la única puerta ante la que podemos pedir socorro el señor
cardenal y yo.
El limosnero se negó.
—No veis que, siendo yo eclesiástico— contestó—, Su
Majestad creerá que la habéis escrito después de mis consejos
y me lo habéis confesado todo; yo no puedo consentir en
perderme.
—Pues bien— dijo Juana desesperando del éxito de su
astucia, pero queriendo obligar al cardenal por la intimidación
—, decid al señor de Rohan que me queda un medio de probar
mi inocencia presentando las cartas que él escribía a la reina.
Me repugna utilizar este medio, pero en nuestro común interés
me decidiré a ello.
Y viendo al limosnero espantado por estas amenazas,
trató de nuevo de poner en sus manos la terrible carta dirigida
a la reina.
—Si recoge la carta, estoy salvada, porque entonces, en
plena audiencia, le preguntaré qué ha hecho de ella y si la ha
entregado a la reina, requiriéndole para que me dé su
respuesta. Si no la ha entregado, la reina está perdida, pues la
vacilación de los Rohan habrá demostrado su delito y mi
inocencia.
Pero apenas el abate Lekel tocó la carta con sus manos, la
devolvió como si le quemase.
—Prestad atención— dijo Juana pálida de cólera—, no
corréis ningún riesgo, porque he metido la carta de la reina en
un sobre dirigido a la señora de Misery.
—¡Razón de más!— exclamó el abate—; dos personas
sabrían entonces el secreto. Doble motivo de resentimiento
para la reina. No, me niego.
Y rechazó la mano de la condesa.
—Notad que me obligáis a hacer uso de las cartas del
señor de Rohan.
—Haced lo que gustéis, señora.
—Cuando os declaro que la prueba de una
correspondencia secreta con Su Majestad hará caer sobre el
cadalso la cabeza del cardenal, os limitáis a decirme: “Haced
lo que gustéis”. Bien; mas tened en cuenta que os advertí.
La puerta se abrió en aquel momento y apareció en el
umbral, soberbio y majestuoso, el príncipe de Rohan.
—Haced que caiga en el cadalso la cabeza de un Rohan,
señora— dijo—; no será la primera vez que la Bastilla haya
visto este espectáculo. Pero ya que tales son vuestras
intenciones os declaro que nada me importaría el patíbulo si he
de veros en esto marcada con el estigma de los ladrones y
falsarios. ¡Venid, abate, venid!
Volvió la espalda a Juana después de pronunciar estas
palabras fulminantes y salió con el limosnero, dejando rabiosa
y desesperada a aquella desgraciada criatura que no podía
hacer el menor movimiento sin hundirse más y más en el
fango mortal que no había de tardar en cubrirla por completo.
LCIII.- EL BAUTIZO DEL PEQUEÑO
BEAUSIRE

La señora de La Motte se había equivocado en todos sus


cálculos. Cagliostro no erró en ninguno de los suyos.
Apenas ingresado en la Bastilla, comprendió que se le
daba pretexto para contribuir abiertamente a la ruina de
aquella monarquía que, desde hacía tantos años, socavaba
sordamente por medio del iluminismo y los trabajos ocultos.
Seguro de no poder ser acusado de nada, como víctima
llegada al desenlace más favorable desde su punto de vista,
cumplió religiosamente su promesa con todos.
Preparó los materiales de la famosa carta de Londres,
que, al ser conocida, un mes después de la época que estamos
hablando, fue el primer golpe de ariete sobre las murallas de la
vieja Bastilla, la primera hostilidad de la revolución, el primer
choque material que precedió al del 14 de Julio de 1789.
En esta carta, en que Cagliostro, después de haber
pulverizado al rey, a la reina y al cardenal como agiotistas
públicos, hacía lo propio con el señor de Breteuil,
personificación de la tiranía ministerial, nuestro demoledor, se
expresaba así:
“Sí, lo repito libre, después de haberlo dicho cautivo: sin
el menor delito se pasan seis meses en la Bastilla. Cuando se
me pregunta si volveré a Francia alguna vez, yo respondo:
Seguramente, cuando la Bastilla sea convertida en un paseo
público. ¡Dios lo quiera! Tenéis todo lo que os hace falta para
ser felices, franceses: suelo fecundo, dulce clima, buen
corazón, alegría encantadora, genio y facultades para todo; sin
rivales en el arte de agradar, sin maestros en los demás, no os
falta, amigos míos, más que una sola cosa: estar seguros de
poderos acostar tranquilamente en vuestros lechos a pesar de
vuestra irreprochable conducta.”
Cagliostro había cumplido también su palabra a Olive.
Esta, por su parte, le fue religiosamente fiel. No se le escapó ni
una palabra que pudiese comprometer a su protector. No tuvo
otra confesión funesta que para la señora de La Motte y
expuso de una
manera clara e irrecusable su participación inocente en
una mistificación dirigida, según ella, a un gentilhombre
desconocido que se le había designado con el nombre de Luis.
Durante el tiempo que había transcurrido para los
cautivos bajo los cerrojos, y en los interrogatorios, Olive no
había podido volver a ver a su querido Beausire, pero no se
hallaba abandonada por él como vamos a ver, puesto que tenía
de su amante el recuerdo que deseaba Dido cuando decía
soñando: “¡Ah! Si me fuese dado ver jugando en mis rodillas a
un pequeño Ascanio”.
En el mes de mayo del año 1786, un hombre esperaba en
medio de los pobres, en los peldaños de la portada de Saint-
Paul, calle de Saint-Antoine. Estaba inquieto, vacilante,
miraba, sin poder apartar los ojos, en dirección a la Bastilla.
Cerca de él se vino a colocar un hombre de larga barba,
uno de los servidores alemanes de Cagliostro, el que Bálsamo
empleaba como chambelán en las misteriosas recepciones de
la antigua casa de la calle dé Saint-Claude.
Este hombre calmó la impaciencia de Beausire diciéndole
en voz baja:
—Esperad, esperad, ya vendrán.
—¡Ah!— exclamó el hombre inquieto—, ¿sois vos?
Y como la frase ya vendrán, no le tranquilizaba, al
parecer, y continuaba gesticulando más de la cuenta, el alemán
le dijo junto al oído:
—Señor Beausire, vais a armar tanto alboroto que la
policía nos verá… Mi amo os había prometido noticias y os las
envía.
—¡Dádmelas, amigo mío!
—Más bajo. La madre y el niño se encuentran bien.
—¡Oh!— exclamó Beausire transportado por la alegría en
forma imposible de describir—. ¡Ha dado a luz, está salvada!
—Sí, caballero, pero alejaos, os lo ruego.
—¿Es una niña? —No, caballero, un muchacho.
—¡Tanto mejor! ¡Oh, amigo mío, qué feliz soy, qué feliz
soy! Dad las gracias a vuestro amo; decidle que mi vida, que
todo lo que yo soy le pertenece…
—Sí, señor Beausire, sí, se lo diré cuando lo vuelva a ver.
—Amigo mío, ¿por qué me decíais hace poco?…, pero
tomad estos dos luises.
—Caballero, no acepto nada sino de mi amo.
—¡Ah! Perdón, no os quería ofender.
—Tal creo, caballero. Pero me estabais diciendo…
—Os preguntaba por qué hace poco, habíais dicho:
“Vendrán”. ¿Me queréis decir quiénes vendrán?
—Me refería al cirujano de la Bastilla y la dama Chopin,
partera, que han asistido al parto de la señorita Olive.
—¿Vendrán aquí? ¿Por qué?
—Para hacer bautizar el niño.
—¡Voy a ver a mi hijo!—exclamó Beausire saltando
como un loco—. ¿Decís que voy a ver el hijo de Olive? ¿Aquí,
dentro de poco?….
—Aquí, dentro de poco, pero moderaos, os lo suplico,
porque de no ser así, dos o tres agentes del señor de Crosne,
que reconozco ocultos tras los andrajos de estos mendigos, os
descubrirán y se darán cuenta de que estáis en comunicación
con un prisionero de la Bastilla. Os perderéis y
comprometeréis a mi amo.
—¡Ohl—dijo Beausire con respeto y agradecimiento—;
antes morir que pronunciar una sílaba que pueda molestar a mi
bienhechor. Me ahogaré si es preciso, pero no añadiré nada
más. ¡No vienen!…
—Paciencia.
Beausire se acercó al alemán.
—¿Ella es feliz, allá abajo?— preguntó juntando las
manos.
—Perfectamente feliz— respondió el otro—. Pero… He
ahí un coche que llega.
—Sí, sí.
—Y se detiene…
—Se ve algo blanco, encajes…
—El faldón del niño.
—¡Dios mío!
Y Beausire se vio obligado a apoyarse en una columna
para no vacilar cuando vio salir del vehículo a la partera, el
cirujano y un carcelero de la Bastilla, como testigos en la
ceremonia.
Al pasar estas tres personas, los pobres elevaban con voz
nasal sus peticiones.
Se vio entonces, ¡cosa extraña! que los padrinos pasaban
apartando con los codos a estos miserables y una persona
ajena les distribuía monedas y escudos llorando de alegría.
El pequeño cortejo entró después en la iglesia. Beausire
siguiólo y fue a buscar, con los curas y los fieles curiosos, el
mejor lugar en la sacristía donde iba a celebrarse el
sacramento del bautismo.
El sacerdote, al reconocer a la partera y al cirujano, que
ya en numerosas ocasiones habían solicitado los servicios de
su ministerio, les hizo un saludo amistoso acompañado de una
sonrisa.
Beausire saludó y sonrió al mismo tiempo que el
sacerdote.
La puerta de la sacristía se cerró entonces y el sacerdote,
tomando la pluma, empezó a escribir en el registro las frases
sacramentales que constituyen la formalidad.
Cuando preguntó los nombres y apellidos del niño, dijo el
cirujano:
—Sé que es un niño; eso es todo.
Y se oyeron sendas carcajadas que no parecieron muy
respetuosas a Beausire.
—Pongámosle un nombre cualquiera con tal que sea de
santo— propuso el sacerdote.
—Sí, la señorita desea que se llame Toussaint83.
—¡Así los tendrá todos!—contestó el sacerdote riendo
con este juego de palabras, lo que hizo que en la sacristía la
hilaridad se generalizara.
Beausire comenzaba a perder la paciencia, pero la
prudente influencia del alemán se hacía sentir en él todavía. Y
se contuvo.
—¡Pues bien!— dijo el sacerdote—.teniendo este nombre
de pila y con todos los santos como patrones, bien podemos
prescindir del padre. Escribamos pues: “En el día de hoy nos
ha sido presentado un niño del sexo masculino, nacido ayer, en
la Bastilla, hijo de Nicolasa Olive Legay y de… padre
desconocido”.
Beausire se levantó furioso acercándose al sacerdote y
deteniéndole con fuerza la muñeca, exclamó:
—¡Toussaint tiene padre de la misma manera que tiene
madre! Tiene un padre que no renegará de su sangre;
¡Os ruego, pues, escribáis que Toussaint, nacido ayer, es
hijo de la señorita Nicolasa Olive Legay y de Juan Bautista
Toussaint de Beausire, aquí presente!
¡Puede imaginarse la estupefacción del sacerdote y de los
padrinos! La pluma cayó de manos del primero y el niño
estuvo a punto de caer de los brazos de la partera.
Beausire lo tomó en sus brazos y cubriéndolo de ávidos
besos, dejó caer sobre la frente del pobre pequeño el primer
bautismo, el más sagrado en el mundo después del de Dios, el
de las lágrimas paternas.
Los asistentes, a pesar de estar acostumbrados a escenas
dramáticas y no obstante el escepticismo propio de los
volterianos de esa época, quedaron enternecidos. Sólo el
sacerdote conservó la sangre fría y puso en duda esa
paternidad; tal vez estaba contrariado por tener que empezar
de nuevo la escritura.
Pero Beausire adivinó la dificultad; dejó en las fuentes
bautismales tres luises de oro que establecieron su derecho de
padre y su buena fe mejor que sus lágrimas.
El sacerdote saludó, recogió las setenta y dos libras y
tachó las dos frases que acababa de escribir, diciendo:
—Caballero, he de haceros observar tan sólo, que, como
la declaración del señor cirujano de la Bastilla y de la dama
Chopin ha sido formal, tendréis a bien escribir vos mismo y
declarar que sois el padre de este niño.
—¡Yo!— exclamó Beausire en el colmo de la alegría—.
¡Lo escribiría con mi sangre!
Y tomó la pluma con entusiasmo.
—Tened cuidado— le dijo en voz baja el carcelero
Guyón, que no había olvidado su papel de hombre escrupuloso
—. Me parece, mi querido señor, que vuestro nombre no suena
bien en determinados sitios; hay peligro en escribir en los
registros públicos en una fecha que prueba a la vez vuestra
presencia y vuestras relaciones con una acusada.
—Gracias por vuestro consejo, amigo mío— contestó
Beausire con altivez—; sois una persona honrada y esto vale
dos luises de oro que os ofrezco; pero renegar del hijo de mi
mujer…
—¿Es vuestra mujer?—exclamó el cirujano .
—¿Legítima?— interrogó el sacerdote.
—¡Que Dios le devuelva la libertad y al día siguiente
Nicolasa Legay se llamará de Beausire como su hijo y como
yo!
—Mientras tanto os arriesgáis— repitió Guyón—; creo
que os buscan.
—No seré yo quien os delate— dijo el cirujano.
—Ni yo— afirmó la partera.
—Ni yo— agregó el sacerdote.
—Y aun cuando fuera traicionado— continuó Beausire
con exaltación de mártir—, yo sufriría hasta ser puesto en la
rueda por haber tenido el consuelo de reconocer a mi hijo.
—Si fuese puesto en la rueda— dijo en voz baja a la
partera Guyón, que gustaba de la réplica—, no sería por
declararse padre del pequeño Toussaint.
Tras esta broma, que hizo sonreír a la dama Chopin, se
procedió formalmente al registro y reconocimiento del joven
Beausire.
Beausire escribió su declaración en términos magníficos,
aunque algo ampulosos, como suelen ser siempre los relatos
de los que se enorgullece su autor.
La releyó, la puntuó, la firmó y la hizo rubricar por las
cuatro personas presentes.
Después, habiéndolo leído y comprobado todo de nuevo,
besó a su hijo, deslizó diez luises debajo de su faldón,
suspendió un anillo de su cuello destinado a la parturienta, y
altivo como Jenofonte durante su famosa retirada, abrió la
puerta de la sacristía, decidido a no usar la menor estratagema
para escapar de los esbirros si los hallaba tan desnaturalizados
como para detenerle en aquel momento.
Los grupos de mendigos no habían dejado la iglesia. Si
Beausire hubiera podido mirarles con ojos más firmes, habría
podido reconocer entre ellos al famoso Positivo, autor de su
desgracia, pero nadie se movió. La nueva distribución que
llevó a cabo Beausire, fue recibida con la frase de: “¡Dios os
proteja!” constantemente repetida y el feliz padre se escapó de
Saint-Paul con todas las apariencias de un gentilhombre
venerado, mimado, y bendecido por los pobres de su
parroquia.
Por lo que respecta a los testigos del bautizo, también se
retiraron y subieron al coche, maravillados por la aventura.
Beausire les contempló desde la esquina de la calle de
Culture-Sainte-Catherine; les vio subir en el coche, envió dos
o tres besos a su hijo y cuando su corazón quedó
suficientemente desahogado, cuando el vehículo desapareció
ante sus ojos, pensó que no había que tentar a Dios ni a la
policía y logró llegar a un lugar de asilo conocido sólo por él,
por Cagliostro y por el señor de Crosne.
También el señor de Crosne cumplió la palabra dada a
Cagliostro y no había inquietado a Beausire.
Cuando el niño entró de nuevo en la Bastilla y la dama
Chopin hubo contado a Olive las sorprendentes aventuras que
habían ocurrido, ésta, poniendo el anillo de Beausire en su
dedo mayor y teniendo entre sus brazos toda llorosa a su hijo,
a quien ya se buscaba una nodriza, dijo:
—No; Gilberto, discípulo del señor Rousseau, sostenía
que toda buena madre debe criar a su hijo y yo lo haré con el
mío; al menos quiero ser siempre una buena madre.
LCIV.- EL BANQUILLO

Después de largos debates, había llegado el día en que iba a


dictarse la sentencia del tribunal del parlamento por las
conclusiones del procurador general.
Los acusados, excepción hecha del señor de Rohan,
habían sido trasladados a la Conserjería, para que estuvieran
más cerca de la sala de audiencias, que se abría cada mañana a
las siete.
Ante los jueces, presididos por Aligre, la actitud de
aquéllos continuó siendo la misma que durante la instrucción.
Olive, franca y tímida; Cagliostro, tranquilo, superior.
Villete, avergonzado, con la cabeza baja y llorando.
Juana, insolente, con la mirada centelleante, siempre
amenazadora.
El cardenal, sencillo, pensativo y abúlico.
Juana se había acomodado en seguida a las costumbres de
la Conserjería cautivando con sus mejores halagos y con sus
pequeños secretos al conserje del palacio, a su mujer y a su
hijo.
De esta manera consiguió hacer, su vida más dulce y las
comunicaciones más libres.
Los debates no enseñaron nada nuevo a Francia.
Continuaba tratándose del collar robado con igual audacia.
Decidir cuál de las dos personas era culpable: a esto se
reducía el proceso.
Pero el espíritu que animó siempre a los franceses y que
les empujaba sobre todo en aquella época a los extremos, les
había hecho injertar otro proceso sobre el que se tramitaba.
Tratábase de saber si la reina había tenido razón en hacer
arrestar al cardenal y acusarle de temerarias descortesías.
Para quien intervenía en la política de Francia, este anexo
al proceso era la verdadera causa. ¿El señor de Rohan había
creído poder decirle a la reina lo que le había dicho, obrar en
su nombre como lo había hecho? ¿Había sido el agente secreto
de María Antonieta, agente que se retractaba en cuanto el
asunto había producido escándalo?
En una palabra, en esta causa incidental, ¿el cardenal
había obrado de buena fe, como un confidente íntimo de la
reina?
Si él había obrado de buena fe, la reina era culpable de
todas esas intimidades, acaso inocentes, que había negado y
que la señora de La Motte insinuaba. Ante la opinión, que no
tiene miramiento alguno, las intimidades no son inocentes
cuando hay que ocultarlas al marido, a los ministros y a los
súbditos.
Tal era el proceso que las conclusiones del procurador
general querían encaminar hacia su fin. El procurador general
tomó la palabra.
Era el representante de la corte, hablaba en nombre de la
dignidad real menospreciada, ultrajada y abogaba por el
inmenso principio de la inviolabilidad real.
El procurador general entraba en el verdadero proceso
sólo con respecto a ciertos acusados y recogía el proceso
incidental en cuanto se refería al cardenal. No podía admitir
que en el asunto del collar la reina tuviera a su cargo un solo
acto reprobable. Y si no tenía ninguno, todos caían sobre el
cardenal.
Por ello pidió inflexiblemente:
Que se condenase a galeras a Villette.
Que se condenase a Juana de La Motte, a ser marcada,
golpeada con el látigo y a reclusión perpetua en un hospicio.
Que se sobreseyera la causa para Cagliostro.
Que se libertase a Olive.
Que el príncipe de Rohan se declarara culpable de haber
ofendido temerariamente a la Majestad Real y que, en virtud
de esa confesión, fuera desterrado y despojado de todos sus
cargos y dignidades.
Esta petición llenó al parlamento de indecisión, y de
terror a los acusados. La voluntad real aparecía con tal fuerza,
que si se hubiera vivido un cuarto de siglo antes, cuando los
parlamentos habían empezado a sacudir el yugo y a reivindicar
sus prerrogativas, las conclusiones del procurador del rey,
hubieran sido excedidas por el celo y el respeto de los jueces
por el principio, todavía venerado, de la infalibilidad del trono.
Pero sólo catorce consejeros se adhirieron por completo a
la opinión del procurador general y desde entonces se produjo
una división en la asamblea.
Se procedió a un último interrogatorio, formalidad casi
inútil con tales acusados, puesto que tenía por finalidad
provocar confesiones antes de la sentencia y era ocioso pedir
paz ni tregua a los encarnizados enemigos que luchaban desde
hacía tanto tiempo.
Todos estos querían menos la propia absolución que la
condena de la parte contraria.
La costumbre era que el acusado compareciese ante sus
jueces sentado en una pequeña silla de madera, asiento
humilde, bajo, vergonzoso, deshonrado por el contacto de
acusados que, desde este asiento, habían pasado al cadalso.
Allí fue a sentarse el falsario Villette, que pidió perdón
con lágrimas y súplicas.
Declaró todo lo que ya sabemos, o sea que se reconocía
culpable de falsedad en complicidad con Juana de La Motte.
Hizo presente que su arrepentimiento y sus remordimientos
eran ya para él un suplicio capaz de desarmar a los jueces.
Pero esto no interesaba a nadie; no era y no parecía sino
un bribón. Despedido por el tribunal se dirigió lagrimeando a
su celda de la Conserjería.
Tras él, hizo su aparición en la sala la señora de La Motte
conducida por el escribano Fremyn.
Su presencia produjo viva impresión en la asamblea.
Acababa de sufrir el primero de los ultrajes que le estaban
reservados; se la había hecho pasar por la escalera pequeña
como a los delincuentes vulgares.
El calor de la sala, el ruido de las conversaciones, el
movimiento de las cabezas que ondulaban en todas
direcciones, empezaron por turbarla; sus ojos vacilaron un
momento como para habituarse al rebullir de aquel conjunto.
Entonces, el mismo escribano que la tenía sujeta por la
mano, la condujo con bastante viveza al banquillo, colocado
en el centro del hemiciclo.
Al ver este asiento infamante que se le destinaba,
orgullosa de llamarse Valois y de tener en sus manos el destino
de una reina de Francia, Juana de La Motte palideció y dirigió
una mirada de ira, como para intimidar a los jueces que se
permitían tal ultraje; pero hallando en todas partes firmes
voluntades y curiosidad en lugar de misericordia, contuvo su
furiosa indignación y se sentó para que no pareciese que caía
sobre el banquillo.
Notóse en los interrogatorios, que ella daba a sus
respuestas la mayor vaguedad, a fin de que los adversarios de
la reina pudieran obtener la máxima ventaja para defender su
punto de vista. No precisó más que sus afirmaciones respecto a
su inocencia y obligó al presidente a dirigirle una pregunta
sobre la existencia de las cartas que decía tener del cardenal
dirigidas a la reina, así como las que la reina hubiese escrito al
señor de Rohan.
Todo el veneno de la serpiente iba a verterse en esa
contestación.
Juana comenzó protestando de su deseo de no
comprometer a la reina y añadió que nadie mejor que el
cardenal podía contestar la pregunta.
—Invitadle— dijo— a que presente las cartas o las copias
para que se lean y así poder satisfacer vuestra curiosidad. En
cuanto a mí, no podría afirmar si las cartas son del cardenal a
la reina o de la reina al cardenal; me parece que éstas son
demasiado libres y familiares para ser de una soberana a un
súbdito, y demasiado irreverentes para ser de un súbdito a una
reina.
El silencio profundo y terrible que acogió este ataque,
debió probar a Juana que no había hecho sino inspirar horror a
sus enemigos, espanto a sus partidarios y desconfianza a los
jueces imparciales. No dejó el banquillo sino con la dulce
esperanza de que el cardenal se sentara también en él. Esta
venganza le satisfacía. Hay que pensar, pues, lo que fue de ella
cuando al volverse una última vez para ver ese asiento de
oprobio en el que forzara a un Rohan a sentarse, no vio ya el
banquillo, el que, cumpliendo órdenes del tribunal, había sido
sacado por los ujieres y sustituido por un sillón.
Un rugido de rabia salió de su pecho, corrió fuera de la
sala y se mordió las manos frenéticamente.
Comenzaba su suplicio.
El cardenal avanzaba lentamente a su vez.
Dos ujieres y dos escribanos le acompañaban; el
gobernador de la Bastilla marchaba a su lado. Al entrar, un
murmullo de simpatía y de respeto partió de los bancos del
tribunal. Fuertes aclamaciones se oyeron afuera. Era el pueblo
que saludaba al acusado y lo recomendaba a los jueces.
El príncipe Luis estaba pálido, muy emocionado. Vestido
con un largo traje de ceremonia, se presentaba con el respeto y
la condescendencia debida a los jueces por un acusado que
acepta su jurisdicción y la invoca.
Indicaron el sillón al cardenal, cuya mirada temía abarcar
el recinto y después que el presidente le hubo dirigido un
saludo y unas palabras de aliento, todo el tribunal le rogó que
se sentase, con una benevolencia que redoblaba la palidez y la
emoción del acusado.
Cuando tomó la palabra, su voz temblorosa, cortada por
los suspiros, sus ojos turbados, su aspecto humilde,
provocaron profunda compasión en el auditorio. Se explicó
lentamente, alegando excusas más que pruebas, súplicas más
que razonamientos; deteniéndose de pronto, él, hombre
elocuente, produjo con esta paralización de su espíritu y de su
valor, un efecto más poderoso que todos los alegatos y todos
los argumentos.
Tras él apareció Olive. La pobre joven tuvo que sentarse
en el banquillo. Muchas personas se estremecieron al ver esta
viva imagen de la reina en el banquillo odioso en que se había
sentado Juana de La Motte. Este fantasma de María Antonieta,
reina de Francia, en el banquillo de los ladrones y falsarios,
espantó a los más ardientes perseguidores de la monarquía.
Mas el espectáculo sedujo a muchos, como le ocurre al tigre al
que se hace gustar la sangre.
Se decía por doquier que el escribano había sacado a
Olive el hijo que estaba amamantando, pero cuando se abrió la
puerta los lloros del hijo de Beausire vinieron a abogar
dolorosamente en favor de su madre.
Después de Olive compareció Cagliostro, el menos
culpable de todos. No se le ordenó que se sentase, aunque el
sillón había sido conservado cerca del banquillo.
El tribunal temía los alegatos de Cagliostro. Un simulacro
de interrogatorio, cortado por un ¡está bien! del presidente
Alígre, satisfizo las exigencias de la formalidad.
Entonces el tribunal anunció que los debates habían
terminado y que empezaba la deliberación.
La muchedumbre desfiló lentamente por las calles y
muelles, prometiéndose volver por la noche para oír la
sentencia que, según se decía, no tardaría en ser pronunciada.
LCV.- UNA REJA Y UN ABATE

Una vez terminados los debates, después del alboroto del


interrogatorio y las emociones del banquillo, los acusados
quedaron alojados por aquella noche en la Conserjería. Como
hemos dicho, la muchedumbre volvió al anochecer, en grupos
silenciosos, aunque animados, a la plaza del Palacio, para
recibir la noticia de la sentencia tan pronto como se hubiese
dictado.
En París —cosa extraña— los grandes secretos, son
precisamente aquellos que la muchedumbre conoce antes de
que se hayan esclarecido por completo.
Hacía calor. Las nubes de junio se amontonaban como
penachos de humareda espesa. El cielo brillaba en el horizonte
iluminado por relámpagos intermitentes.
Mientras el cardenal, al que se había concedido el favor
de pasear por las terrazas que comunicaban los torreones,
hablaba con Cagliostro del éxito probable de su mutua
defensa; mientras Olive en su celda, acariciaba a su hijito y lo
balanceaba en sus brazos, y Reteau, en la suya mordiéndose
las uñas, contaba con el pensamiento los escudos prometidos
por el señor de Crosne y los comparaba con los meses de
cautividad que le prometía el parlamento, Juana, que estaba en
la habitación de la conserje, la señora Hubert, trataba de
distraer su acalorado ánimo con algo de ruido y movimiento.
Esta pieza, de alto plafón, vasta como una sala, enlosada
como una galería, recibía luz del muelle por medio de una
gran ventana de forma ojival. Los pequeños vidrios de esta
ventana interceptaban la mayor parte de la luz y como si en la
habitación, donde se alojaban personas libres, se hubiese
deseado espantar a la libertad, una enorme reja de hierro
colocada desde fuera sobre la ventana, venía a aumentar la
oscuridad con su tejido de barras de hierro y listones de plomo
que unían cada rombo de cristal.
Por otra parte, la luz que llegaba después de ser tamizada
por esta doble criba, resultaba dulce para la vista de los presos.
No tenía nada de ese resplandor insolente del sol libre ni
ofendía para nada a los que no podían salir. Hay en todas las
cosas, inclusive en las malas, que el hombre ha hecho,
armonías que dulcifican el dolor y permiten una transición
entre éste y la sonrisa, si el tiempo, ese elemento de
ponderación intermediario entre Dios y el hombre ha pasado
por ellas.
Desde su reclusión en la Conserjería, era en esta sala
donde vivía la señora de La Motte, en compañía de la conserje,
de su hijo y de su marido. Ya hemos dicho que tenía el espíritu
sutil y un carácter seductor. Se había hecho querer por esta
gente; había hallado el medio de demostrarles, que la reina era
culpable.
La señora de La Motte iba, pues— lo dice en sus
Memorias—, a olvidar en compañía de esta conserje y sus
amigos, sus ideas melancólicas y correspondía con su buen
humor a las complacencias que se le tenían. El día en que se
clausuraron las audiencias, Juana llegó a hacer compañía a
aquellas buenas gentes, y las halló pensativas y molestas.
Para la astuta Juana no podía pasar desapercibido
semejante matiz. Trató en vano de arrancar la verdad a la
señora Hubert, pero ésta y los suyos se limitaron a contestar
con banalidades.
Aquel día, decíamos, Juana divisó en una esquina de la
chimenea a un abate, frecuente comensal de la casa. Era un
antiguo secretario del preceptor del señor conde de Provenza;
hombre de sencillas maneras, cáustico con mesura, que sabía
desenvolverse y que, alejado desde hacía tiempo de la casa de
la señora Hubert, se había hecho asiduo concurrente desde la
llegada de la señora de La Motte a la Conserjería.
Había también dos o tres altos empleados del Palacio. Se
miraba mucho a la señora de La Motte y se hablaba poco.
Ella tomó alegremente la iniciativa.
—Estoy segura— dijo— de que se habla arriba con más
calor que aquí.
Un débil murmullo de asentimiento fue la única respuesta
a esta tentativa.
—¿Allá arriba?— preguntó el abate haciéndose el
ignorante—. ¿Dónde queréis decir, señora condesa?
—En la sala en donde deliberan mis jueces— contestó
Juana.
—¡Ah! Sí, sí.
Y se hizo de nuevo el silencio.
—Yo creo que mi actitud de hoy ha hecho buen efecto.
¿Ya debéis saberlo, verdad?
—Sí, señora— respondió tímidamente el conserje.
—¿Cuál es vuestra creencia, señor abate?— prosiguió
Juana—. ¿Creéis que mi asunto no se presenta bien? Pensad
que no se presenta ninguna prueba.
—Es verdad, señora. Por eso tenéis mucho que esperar.
—¿No es cierto?
—Sin embargo— añadió el abate—, suponed que el
rey…
—¿Qué puede hacer el rey?— dijo Juana con
vehemencia.
—Señora, el rey puede querer que no se le desmienta.
—En tal caso haría condenar al señor de Rohan, y esto es
imposible.
—Verdaderamente es difícil— respondieron de todas
partes.
—Y en esta causa— se apresuró a deslizar Juana—,
quien dice el señor de Rohan, dice yo.
—No, no— respondió el abate— no os hagáis ilusiones,
señora. Habrá un acusado absuelto… Creo que seréis vos e
inclusive lo espero. Pero no habrá más que uno. Al rey le hace
falta un culpable, porque en otro caso, ¿qué sería de la reina?
—Es verdad— dijo sordamente Juana, molesta por verse
contradecida inclusive en una esperanza—. Le hace falta un
culpable al rey. Pues bien, para este fin el señor de Rohan tiene
las mismas posibilidades que yo.
Después de estas palabras se hizo un silencio espantoso.
El abate fue el primero en romperlo.
—Señora, el rey no es rencoroso y una vez satisfecha su
primera cólera, no pensará en lo pasado.
—¿Y a qué llamáis vos una cólera satisfecha?—interrogó
Juana con ironía—. Nerón tenía sus cóleras como Tito tenía
las suyas.
—Una condena… cualquiera— se apresuró a decir el
abate—, es una satisfacción.
—¡Cualquiera!… Caballero— exclamó Juana—, vaya
una espantosa palabra… Es demasiado vaga. ¡Decir cualquiera
es suponerlo todo!
—¡Oh! No me refiero sino a una reclusión en un
convento— contestó fríamente el abate—; es el pensamiento,
que, según los rumores que circulan, habría adoptado el rey
respecto a vos.
Juana miró a este hombre con un terror que en seguida
dejó lugar a la más furiosa exaltación.
—¡La reclusión en un convento! ¡Es decir, una muerte
lenta, ignominiosa, una muerte feroz que parecería un acto de
clemencia!… La reclusión en el in pace, ¿no es así? ¿Las
torturas del hambre, del frío, las correcciones? ¡No, basta de
suplicios, de vergüenza, de desgracia para la inocencia cuando
la culpable es poderosa, libre y honrada! ¡La muerte
enseguida, pero la que yo elija; el libre arbitrio para castigarme
por haber nacido en este mundo infame!
Y sin escuchar razones ni súplicas, sin dejar que la
detuviesen, luego de rechazar al conserje, derribar al abate y
apartar a la señora Hubert, corrió a un aparador para
apoderarse de un cuchillo.
Las tres personas lograron sujetarla; pero tomando carrera
como una pantera a la que los cazadores han inquietado,
aunque no espantado, lanzando alaridos que eran demasiado
terribles para ser naturales, se lanzó hacia un gabinete que
estaba próximo a la sala y levantando un enorme jarrón de
porcelana en el que vegetaba un rosal marchito, se golpeó con
él muchas veces la cabeza.
El jarrón se rompió y quedó un fragmento en manos de la
furiosa mujer. Se le vio correr la sangre por las heridas de la
frente que se había abierto con los golpes. La conserje se echó
llorando en sus brazos. La sentaron en un sillón y la inundaron
de agua perfumada y de vinagre. Después de varias
convulsiones, desvanecióse.
Cuando volvió en sí, él abate pensó que se ahogaba.
—Esta reja— dijo— intercepta la luz y el aire. Esta pobre
mujer no puede respirar aquí.
Entonces, la señora Hubert, olvidándolo todo, corrió a un
armario situado cerca de la chimenea, sacó una llave que
servía para abrir la reja y pronto el aire y la vida entraron a
oleadas en la habitación.
—¡Ah!—dijo el abate—. Yo no sabía que esta reja podía
abrirse con ayuda de una llave. ¿Por qué tantas precauciones,
Dios mío?
—¡Es la orden!— contestó la conserje.
—Sí, lo comprendo— reconoció el abate con acentuada
intención—; esta ventana no está sino a siete pies
aproximadamente del suelo y da al muelle. Si algunos presos
se escapasen del interior de la Conserjería, pasando por
vuestra sala, hallarían la libertad sin haber encontrado un
carcelero ni un centinela.
—Precisamente— dijo la conserje.
El abate notó, con el rabillo del ojo que la señora de La
Motte había oído, entendido e inclusive estremecido y que
ante las palabras del abate levantó los ojos hacia el armario,
cerrado únicamente con una aldaba, en el que el conserje
guardaba la llave.
Fue suficiente para él. Su presencia ya no parecía ser
necesaria y se despidió.
Sin embargo, volviendo sobre sus pasos, como los
personajes del teatro que hacen una falsa salida, dijo:
—¡Cuánta gente en la plaza! La multitud pugna tan
encarnizadamente por acercarse a este lado del palacio, que no
hay un alma en el muelle.
Él conserje asintió.
—Es verdad— dijo.
—No es fácil que la sentencia sea acordada esta noche,
¿verdad?— interrogó el abate como si la señora de La Motte
no pudiese oírle. Y sin embargo le oía muy bien.
—Supongo que no se acordará antes de mañana por la
mañana.
—Pues bien— añadió el abate—, tratad que repose un
poco esta pobre señora de La Motte.
—Nos retiraremos a nuestra habitación— dijo el buen
conserje a su mujer— y dejaremos aquí a la señora en el sillón,
a no ser que desee irse a la cama.
Juana, incorporándose, halló la mirada del abate que
espiaba su respuesta. Hizo como que se dormía.
Entonces el abate desapareció y el conserje y su mujer
marcháronse también, después de haber cerrado suavemente la
reja y colocado la llave en su lugar.
Tan pronto como estuvo sola, Juana abrió los ojos.
“El abate me aconseja huir —pensó—. ¿Se me puede
indicar más claramente la necesidad de la evasión y los medios
para conseguirlo? Amenazarme con una condena antes de la
sentencia de los jueces, es propio de un amigo que me impulsa
a recobrar mi libertad.
“Para huir no tengo que dar más que un paso; abro el
armario, después la reja y estoy en el muelle desierto.
“¡Desierto, sí!… No hay nadie; hasta la luna se oculta en
el cielo.
“¡Huir!… ¡La libertad! ¡La felicidad de hallar de nuevo
mis riquezas.!, la felicidad de devolver a mis enemigos todo el
mal que me han hecho!”
Se lanzó hacia el armario, apoderándose de la llave. Ya se
aproximaba a la cerradura de la reja.
De pronto creyó ver en la línea negra del parapeto del
puente, una forma negra que cortaba su uniforme regularidad.
“Un hombre está ahí, en la sombra— pensó—. El abate,
tal vez; vigila; me espera para prestarme socorro. Sí, pero…
¿Y si fuese un lazo?… ¿Si después de bajar al muelle fuese
detenida en flagrante delito de evasión? … ¡La evasión es la
confesión del delito, o al menos del miedo! Quien se evade
huye ante su conciencia… ¿De dónde viene este hombre? …
Parece que depende del señor de Provenza… Pero, ¿quién me
dice que no es un emisario de la reina o de los Rohan?… ¿A
qué precio se pagaría por parte de ellos un paso en falso dado
por mí? Sí, hay alguien ahí que espía.
“¡Hacerme huir unas horas antes de la sentencia! ¿No
podían haberlo hecho antes si realmente querían ayudarme?
¡Dios mío! ¿Quién sabe si no ha llegado ya a oídos de mis
enemigos la noticia de mi absolución acordada por el tribunal?
¿Quién sabe si no se quiere detener este golpe terrible para la
reina, con una prueba o una confesión de mi culpabilidad? La
confesión, la prueba, sería mi huida. ¡Me quedaré!”
Juana se convenció de que había escapado de un lazo.
Sonrió, levantó su astuta e intrépida cabeza y con paso seguro
fue a colocar de nuevo la llave en el pequeño armario al lado
de la chimenea.
Después, sentada de nuevo en el sillón, entre la luz y la
ventana, observó de lejos, simulando que dormía, la sombra de
ese hombre que espiaba y que, cansado al fin de hacerlo, acabó
por levantarse y desaparecer con los primeros resplandores del
alba, a las dos y media de la mañana, cuando los ojos
empiezan a distinguir el agua de los ríos.
LCVI.- LA SENTENCIA

Por la mañana, cuando todos los ruidos renacen, cuando París


emprende de nuevo la vida, la condesa esperaba que la noticia
de su absolución penetraría de pronto en la cárcel con la
alegría y las felicitaciones de sus amigos.
¿Tenía amigos? ¡ay! Nunca la fortuna y el favor quedan
sin cortejo, y sin embargo Juana, que había alcanzado la
riqueza, que fue poderosa, había recibido y dado sin conseguir
siquiera la amistad banal del que desconoce a la persona caída
en desgracia y a la que adulara el día antes.
Pero después del triunfo que ella esperaba, Juana tendría
partidarios, admiradores y envidiosos.
Esperaba en vano, sin embargo, que penetrase en la sala
del conserje Hubert esta oleada de gente de rostro alegre que le
diera sus felicitaciones.
De la inmovilidad de una persona convencida que deja
que los brazos se dirijan a ella, Juana pasó, tal era la
inclinación de su carácter, a una inquietud excesiva.
Y como no siempre se puede disimular, no se molestó en
ocultar sus impresiones a los guardianes.
No le estaba permitido salir para ir a informarse, pero,
pasó su cabeza por uno de los postigos de una ventana y así,
ansiosa, prestó oído atento a los rumores de la plaza vecina.
Juana oyó entonces, no un rumor, sino una verdadera
explosión de bravos, gritos, aclamaciones; un estallido que la
asustó, porque no tenía la seguridad de que fuese a ella a quien
se testimoniase tanta simpatía.
Estos aplausos alborotados se repitieron dos veces y
dejaron paso a rumores de otra índole.
Le pareció que eran de aprobación también, pero más
apagados.
En seguida los transeúntes se hicieron más numerosos en
el muelle, como si los grupos de la plaza se disolviesen para
reunirse allí.
—¡Gran día para el cardenal!— dijo un pasante de
procurador.
—¡Para el cardenal!— repitió Juana—. Hay, pues, noticia
de que el cardenal ha sido absuelto.
Entró de nuevo precipitadamente en la sala, agitada,
inquieta.
—Señora, señora— preguntó a la mujer de Hubert—,
oigo decir: “¡Qué gran día para el cardenal!” ¿Cómo se
explica?
—No lo sé— replicó la conserje.
Juana la miró de frente.
—Preguntádselo a vuestro marido, os lo ruego— añadió.
La conserje obedeció por complacerla y Hubert contestó
desde afuera:
—¡No lo sé!
Juana, impaciente, insistió:
—¿Qué querían decir los transeúntes entonces? ¿Acaso
no se equivoca uno con esta clase de oráculos? Seguro que
hablaban del proceso.
—Tal vez— dijo el caritativo Hubert— querían decir que
si el señor de Rohan fuese absuelto sería un gran día para él.
—¿Creéis que será absuelto?— exclamó Juana crispando
los dedos.
—Podría ocurrir.
—¿Entonces, yo?
—¡Oh, señora…, vos como él! ¿Por qué no vos?
—¡Extraña hipótesis!— murmuró Juana.
Y volvió hacia los cristales.
—Me parece que hacéis mal, señora— le dijo el conserje
—, en ir a recoger así las impresiones mal comprensibles que
os llegan de fuera. Quedaos tranquila, creedme y esperad que
vuestro consejero o el señor Fremyn vengan a leeros…
—¡La sentencia!… ¡No! ¡No!
Y se puso a escuchar.
Pasaba una mujer con sus amigas. Sombreros de fiesta,
grandes ramos en la mano. El aroma de estas rosas subió como
un bálsamo precioso hasta Juana, que lo aspiraba.
—¡Por quien soy que este ramo y otros cien serán para
él!… Como pueda, he de abrazar a ese digno varón.
—Y yo también— dijo una compañera.
—Pues yo lo que quiero es que me abrace él— afirmó
una tercera.
“¿De quién hablarán?”,pensó Juana.
—¡Oh, eso lo desea cualquiera! Es muy arrogante el
hombre— comentó otra mujer.
Y pasaron.
—¡Hablan del cardenal! ¡Siempre él!— murmuró Juana
—. ¡Ha sido absuelto, ha sido absuelto!
Y pronunció estas palabras con tanto desánimo y certeza
al mismo tiempo, que los conserjes, resueltos a no dar ocasión
a una tormenta como la de la víspera, dijeron a la vez:
—Señora, ¿por qué no queréis que el pobre preso sea
absuelto?
Juana sintió el golpe y notó sobre todo el cambio de sus
huéspedes. No queriendo perder su simpatía, dijo:
—¡Oh! No me comprendéis. ¿Me creéis, acaso, tan
envidiosa o mala que desee el mal de mis compañeros de
infortunio? ¡Dios mío! ¡Que sea absuelto el cardenal, sí, pero
que yo sepa al fin!… Creedme, amigos míos, es la impaciencia
lo que me tiene así.
Hubert y su mujer se miraron el uno al otro como para
calcular el alcance de lo que querían hacer.
Un destello amarillento que surgió de los ojos de Juana, a
su pesar, les detuvo cuando iban a decidirse.
—¿No me decís nada?— dijo ella dándose cuenta de su
error.
—No sabemos nada— contestaron en voz baja.
En aquel momento una orden hizo que Hubert saliera
fuera de la habitación. La conserje, que había quedado sola
con Juana, trató de distraerla; fue en vano, porque todos los
sentidos de la cautiva, su inteligencia, eran atraídos por los
ruidos del exterior, por los soplos que ella percibía con una
sensibilidad duplicada por la fiebre.
La conserje, no pudiendo impedirle que mirase o
escuchase, se resignó.
De pronto, se notaron grandes rumores y expectación en
la plaza. La muchedumbre afluyó hacia el puente desde el
muelle con gritos tan unánimes, que Juana se estremeció.
Los gritos no cesaban; iban dirigidos a un coche
descubierto, cuyos caballos, retenidos más por la
muchedumbre que por las manos del cochero, marchaba al
paso.
Poco a poco, la multitud, apretándolos, estrechándolos,
llevaba en vilo a los caballos, carroza y a las dos personas que
iban dentro.
A pleno sol, bajo una lluvia de flores, bajo un palio de
follaje que mil manos agitaban por encima de sus cabezas, la
condesa reconoció a estos dos hombres que enloquecían a la
multitud entusiasta.
Uno de ellos, pálido por el triunfo, espantado por su
popularidad, se había quedado grave, aturdido, tembloroso.
Dos mujeres iban subidas en los estribos del carruaje, y le
asían las manos para llenárselas de besos.
Otras, más felices todavía, habían montado en la parte
trasera de la carroza, al lado de los lacayos e insensiblemente,
apartando los obstáculos que molestaban a su amor, se
apoderaban de la cabeza del personaje idolatrado y le daban un
beso respetuoso y sensual, dejando después sitio para otras
tantas afortunadas. Este hombre adorado, era el cardenal de
Rohan. Su compañero, fresco, alegre, centelleante, había
recibido una acogida menos expresiva, pero también muy
halagadora, en proporción. Por otra parte se le retribuía con
vivas, con gritos; las mujeres se disputaban el cardenal y los
hombres gritaban: “¡Viva Cagliostro!”
Esta embriaguez hizo que durase media hora el cruce del
puente de Change y hasta su punto más alto, Juana divisó a los
triunfadores.
Esta manifestación de entusiasmo público hacia las
víctimas de la reina, porque así se les llamaba, dio un
momento de alegría a Juana.
Pero en seguida dijo:
—¡Cómo! ¡Ellos ya están libres; para ellos se han
cumplido ya las formalidades y yo no sé nada! ¿Por qué no me
dicen nada a mí?
Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
A su lado, había visto a la señora Hubert, que, silenciosa,
atenta a todo lo que pasaba, debía haber comprendido y no
daba ninguna explicación.
Juana iba a pedírsela, cuando un nuevo ruido atrajo su
atención del lado del puente de Change.
Un coche, rodeado por la multitud pasaba a su vez por el
puente.
En él, sonriente y mostrando a su hijo al pueblo, iba Olive
que partía también, libre y loca de alegría por las bromas un
tanto audaces que se le hacían y por los besos que se le
enviaban.
En medio del puente esperaba una carroza de posta. El
señor de Beausire se escondía tras uno de sus amigos, que era
el único que osaba mostrarse ante la admiración pública. Hizo
una señal a Olive, que bajó del vehículo en medio de una gran
gritería y una silbatina considerable.
Pero para ciertos actores los silbidos no representan nada
cuando le podían haber sido lanzados proyectiles.
Olive, que había subido a la carroza, cayó en los brazos
de Beausire, que, estrechándola hasta casi ahogarla, no la dejó
en una legua, inundándola de besos y lágrimas y no respiró
hasta llegar a Saint-Denis donde cambió los caballos sin haber
sido molestado por la policía.
Mientras tanto, Juana, al ver a todas estas personas libres,
felices, festejadas, se preguntaba por qué era ella la única que
no recibía noticias.
—¿Pero y yo?— exclamó—. ¿Por qué refinamiento de
crueldad no me notifican mi sentencia?
—Calmaos, señora— dijo Hubert entrando—; calmaos.
—Es imposible que no sepáis nada— contestó Juana—.
¡Vos sabéis!
—¡Señora!…
—Si no sois un desalmado, contadme; ved lo que estoy
sufriendo.
—Nos está prohibido a nosotros, oficiales de la prisión,
revelar las sentencias cuya lectura corresponde a los
escribanos del tribunal.
—¡Pero, entonces, es tan espantosa que no os atrevéis!—
exclamó Juana con irrefrenable desesperación.
—No— dijo—; calmaos, calmaos.
—Hablad, entonces.
—¿Seréis complaciente y no me comprometeréis?
—¡Os lo prometo, os lo juro!
—Pues bien, el señor cardenal ha sido absuelto.
—Ya lo sé.
—El señor de Cagliostro ha quedado excluido de la
causa…
—¡Lo sé, lo sé!
—A la señorita Olive se le ha retirado la acusación.
—¿Qué más? ¿Qué más?
—El señor Reteau de Villette ha sido condenado…
Juana se estremeció.
—¡A las galeras!
—¿Y yo?— gritó ella con furia.
—Paciencia, señora, paciencia. ¿No me lo prometisteis?
—¡Ya tengo paciencia! ¡Hablad!… ¿Qué harán de mí?
—Seréis desterrada— dijo con débil voz el conserje
apartando los ojos.
Un destello de alegría brilló en los de la condesa, pero se
apagó con la misma rapidez que había aparecido.
Dio un grito, fingió desvanecerse, y cayó en los brazos de
sus huéspedes.
—¿Qué hubiese sido— dijo Hubert al oído a su mujer—
si le hubiese dicho la verdad?
“El destierro— pensaba Juana simulando un ataque de
nervios— es la libertad, es la riqueza, es la venganza, es lo que
he soñado… ¡Triunfé!”
LCVII.- LA EJECUCIÓN

Juana continuaba esperando que el escribano prometido por el


conserje viniese a leerle la sentencia.
En efecto, ya no sentía angustia ni duda, conservando
apenas el resquemor de la comparación, es decir, el orgullo y
se decía:
“¿Qué me importa a mí que creo tener un espíritu sólido,
que el señor de Rohan haya sido considerado menos culpable
que yo?
“¿Es a mí a quien se inflige la pena de una falta? No. Si
hubiese sido reconocida como una Valois por todo el mundo,
si hubiera podido ver como el cardenal, toda una hilera de
príncipes y de duques escalonados al paso de los jueces,
suplicando con su actitud, con sus crespones en la empuñadura
de la espada, con sus lloros, me parece que no se le hubiera
negado nada a esta pobre condesa de La Motte y ciertamente,
en previsión de esa ilustre súplica, se le hubiera ahorrado a la
descendiente de los Valois, la afrenta del banquillo. “¿Mas
para qué ocuparme del pasado que ha muerto? Está ya
terminado el gran asunto de mi vida. Colocada de una manera
equívoca en el mundo, en la Corte, expuesta a ser derribada
por el primer soplo llegado de lo alto, yo vegetaba, volvía
quizá a la miseria primera que ha sido el aprendizaje doloroso
de mi vida. Ahora no ocurre nada de todo esto. ¡Desterrada!
¡Soy desterrada! Es decir, que tengo el derecho de llevarme mi
millón en mi coche, de vivir bajo los naranjos de Sevilla o de
Agrigente durante el invierno y en Alemania o Inglaterra
durante el verano; nada me impedirá pues, joven, bella,
célebre, pudiendo explicar el proceso a mi manera, vivir como
me parezca, ya sea en compañía de mi marido, en el caso de
que sea desterrado como yo, pues es libre, ya sea con los
amigos que proporcionan siempre la felicidad y la juventud.
“Y que vengan a decirme— continuaba Juana arrebatada
por sus ardientes ilusiones—, que yo, la condenada, la
desterrada, la pobre humillada, no soy más rica que la reina,
más honrada que la reina habiendo quedado más absuelta que
ella, porque para ella no se trataba de mi condena. El gusano
de la tierra no le importa al león. ¡Se trata de hacer condenar al
señor de Rohan y éste ha sido excluido de la causa!
“¿En qué forma cumplirán ellos la sentencia y de qué
manera me sacarán del reino? ¿Se vengarán de una mujer
sujetándose a las. formalidades más estrictas de la penalidad?
¿Me confiarán a los arqueros para conducirme a la frontera?
¿Me dirán solemnemente: “¡Mujer indigna, el rey os destierra
de su reino!” No, los soberanos son bondadosos— pensó
sonriendo—. No me tienen encono. No se lo guardan sino a
este buen pueblo parisiense que aúlla bajo sus balcones:
“¡Viva el cardenal! ¡Viva Cagliostro! ¡Viva el parlamento!”
Este es su verdadero enemigo: el pueblo. Sí, es su enemigo
directo, puesto que yo había contado con el apoyo moral del
pueblo… y he tenido éxito!”
Juana, en esta situación de ánimo, hacía sus pequeños
preparativos y arreglaba sus cuentas consigo misma. Se
ocupaba ya de la colocación de sus diamantes, de su residencia
en Londres (era verano) cuando el recuerdo de Reteau de
Villete, le vino a la mente y no al corazón.
“¡Pobre muchacho!— pensó sonriendo malignamente—.
El ha sido el que ha pagado por todos. Hace falta siempre en
las expiaciones un alma vil, en el sentido filosófico, y cada vez
que una necesidad de éstas aparece, surge la víctima
propiciatoria y con ella el golpe que tiene que herirle.
“¡Pobre Reteau! Desmedrado, miserable, paga hoy sus
panfletos contra la reina, los atrevimientos de su pluma, y
Dios, que señala a todos un lugar en el mundo, habrá querido
destinarle una existencia de bastonazos, intermitentes entregas
de luises de oro, celadas, calabozos, con un desenlace de
galeras. He aquí a lo que conduce la astucia en lugar de la
inteligencia, la malicia en lugar de la maldad, el espíritu de
agresión sin la perseverancia y la fuerza. ¡Cuántos otros seres
dañinos en la creación, desde el gusano venenoso hasta el
escorpión, existen en el universo y se hacen temer por el
hombre! Todos estos enemigos quieren molestar, pero no se
les concede el honor de la lucha: ¡se les aplasta!”
Y Juana enterraba con esta pompa cómoda a su cómplice
Reteau, a pesar de lo decidida que estaba a informarse del
presidio en que se encerraría al miserable para no viajar en
aquella dirección, para no infligir esta humillación a un
desgraciado mostrándole la ventura de una antigua amiga.
Como se ve, Juana tenía buen corazón.
Comió alegremente con los conserjes; éstos, por su parte,
habían perdido por completo su alegría; apenas se tomaban el
trabajo de disimular su desazón. Juana atribuía el enfriamiento
a la condena de que acababa de ser objeto. Al hacerles esa
observación le contestaron que nada era para ellos tan
doloroso, como ver a las personas después de pronunciada la
sentencia.
Juana se sentía tan feliz en el fondo de su corazón,
disimulaba tan mal su alegría, que sólo le podía resultar
agradable hallar ocasión de estar sola, libre, con sus
pensamientos. Pensó, que, después de la comida, podría volver
a su habitación.
Quedó sorprendida, cuando el conserje Hubert tomó la
palabra a los postres con una solemnidad obligada que no le
era propia.
—Señora— dijo—, tenemos órdenes de no mantener en
la cárcel a las personas sobre cuya suerte se ha pronunciado el
parlamento.
“Bien— pensó Juana—, Se adelantan a mis deseos”.
Y se levantó.
—No quisiera— dijo— que incurrieseis en una
infracción; sería agradecer mal las bondades qué habéis tenido
conmigo… Voy, pues, a volver a mi habitación.
Miró para ver el efecto que causaban sus palabras. Hubert
le daba vuelta con los dedos a una llave. La conserje volvía la
cabeza como para ocultar una nueva emoción.
—¿Pero vendrán o no a leerme la sentencia? En este caso,
¿cuándo será?
—Tal vez esperan que la señora esté en sus habitaciones
— se apresuró a decir Hubert.
“Decididamente quiere alejarme— pensó Juana”.
Y un vago sentimiento de inquietud la hizo estremecer,
aunque desapareció tan pronto como había venido.
Juana subió los tres peldaños que conducían desde la
habitación del conserje hasta el corredor de la escribanía.
Al verla partir, la señora Hubert corrió presurosa hacia
ella y le cogió las manos, no con respeto, no con verdadera
amistad ni con el sentimiento que honra al que lo testimonia y
al que lo recibe, sino con profunda compasión, con un impulso
piadoso.
Esta vez la impresión fue tan clara, que Juana sintió
espanto. Pero ésta fue tan fugaz como la de antes en aquella
alma llena hasta los bordes por la alegría y la esperanza.
Juana quería preguntarle a la señora Hubert la razón de su
piedad, cuando Hubert le tomó la mano, con menos cortesía
que viveza, y abrió la puerta.
La condesa llegó al corredor. Ocho arqueros del preboste
esperaban allí. ¿Qué esperaban? Esto era lo que se preguntaba
al verles. Pero la puerta del conserje estaba ya cerrada. Delante
de los arqueros vio a uno de los carceleros comunes de la
prisión, el que cada noche acompañaba a la condesa a su
habitación.
El hombre precedió a Juana, como para mostrarle el
camino.
—¿Vamos a mi habitación?— preguntó la condesa.
—Sí, señora— dijo el carcelero.
Juana se cogió a la barandilla de hierro y subió tras aquel
hombre.
Tranquilizada, se dejó encerrar en su celda e inclusive dio
afectuosamente las gracias al carcelero.
Este se retiró.
Tan pronto se vio libre y sola en su habitación, Juana dio
rienda suelta a la alegría más extravagante, amordazada tanto
tiempo con la máscara con que hipócritamente había ocultado
sus sentimientos en la habitación del conserje.
Así en el cubil como en la jaula, cuando es de noche,
cuando ningún ruido anuncia a la fiera cautiva la vigilancia,
cuando su olfato sutil no percibe en los alrededores ninguna
huella, comienzan los desahogos de su naturaleza salvaje.
Con Juana ocurría lo mismo. De pronto sintió ruido de
pasos, tintineo de las llaves en el manojo del carcelero y poco
después alguien abría la cerradura grande.
“¿Qué querrán de mí?— pensó en tanto se erguía, atenta.
El carcelero entró.
—¿Qué ocurre, Juan?— preguntó la condesa con voz
dulce e indiferente.
—¿La señora tendría la bondad de seguirme?
—¿Adónde?
—Abajo, señora.
—¿Cómo, abajo?…
—A la escribanía.
—¿Para qué?
—Señora…
Juana se adelantó hasta el hombre, que vacilaba, y divisó,
en el extremo del corredor, a los arqueros del preboste que
antes había hallado abajo.
—En fin— dijo ella con emoción—, decidme qué quieren
de mí en la escribanía.
—Señora, es el señor Doillot, vuestro defensor, que
quiere hablaros.
—¿En la escribanía? ¿Por qué no aquí, puesto que
muchas veces tenía permiso para venir?
—Señora, el señor Doillot ha recibido cartas de Versalles
de las que os quiere dar cuenta.
Juana no notó lo ilógico de esta respuesta. Una sola frase
la conmovió: cartas de Versalles, cartas de la corte, sin duda.
“¿Será que la reina ha intercedido cerca del rey después
de la sentencia? ¿Será que…?”
Pero, ¿para qué hacer conjeturas? Tenía tiempo; esto sería
necesario, cuando dentro de dos minutos pudiera hallar la
solución del problema.
Por otra parte, el carcelero insistía; agitaba sus llaves
como hombre que, en defecto de buenas razones, alega una
consigna.
—Esperadme un poco— dijo Juana—. Ya veis que me
estaba desvistiendo para reposar algo. ¡Estoy tan fatigada estos
últimos días!
—Esperaré, señora, pero os ruego que penséis que el
señor Doillot tiene mucha prisa.
Juana cerró la puerta, se puso un vestido algo más fresco,
tomó una capita y arregló a toda prisa sus cabellos. Apenas
empleó cinco minutos en estos preparativos. Su corazón le
anunciaba que el señor Doillot le traía la orden de partir
inmediatamente y el medio de atravesar Francia de una manera
discreta y cómoda. Sí, la reina habría pensado que su enemiga
debía salir lo antes posible. La reina, ahora que estaba dictada
la sentencia, debía esforzarse en irritar lo menos posible a esta
enemiga, porque si una pantera es peligrosa cuando está
encadenada, ¿qué no hay que temer de ella cuando está libre?
Mecida por estos venturosos pensamientos, Juana, más que
correr, voló tras el carcelero que la hizo descender por la
pequeña escalera que la había llevado ya a la sala de
audiencia. Pero en lugar de ir hacia dicha sala, y de dirigirse a
la izquierda para entrar en la escribanía, el carcelero se dirigió
hacia una pequeña puerta situada a la derecha.
—¿Dónde vais?— preguntó Juana—. La escribanía está
aquí.
—Venid, venid, señora— dijo melosamente el carcelero
—; es aquí donde os espera el señor Doillot.
Pasó él primero y atrajo hacia sí a la condesa, que oyó
cómo cerraba con estrépito tras ella las cerraduras exteriores
de la maciza puerta.
Juana, sorprendida, no se atrevió a preguntar nada a su
guardián.
Dio dos o tres pasos y se detuvo.
La luz se filtraba desde lo alto de una reja antigua, a
través de las telas de araña y la centésima capa de un polvo
secular.
Juana sintió de pronto la humedad del calabozo; adivinó
algo terrible en los ojos centelleantes del carcelero.
—Caballero— dijo ella entonces dominando la impresión
de terror que la hacía estremecer, ¿qué hacemos aquí los dos?
¿Dónde está el señor Doillot el que según vos deseaba verme?
El carcelero no respondió nada.
Juana siguió este movimiento con espanto. Se le ocurrió
la idea, como en esas novelas sombrías de la época, que tenía
que habérselas con uno de esos carceleros, fieramente
enamorados de sus presas, que, el día en que éstas van a salir
por la puerta abierta de la jaula, se hacen los tiranos de la bella
cautiva y les proponen su amor a cambio de la libertad.
Juana era fuerte y no temía las sorpresas, no tenía el
pudor del alma. Su imaginación luchaba victoriosamente
contra los caprichos sofísticos de los señores Crebillón hijo y
Loúvet. Se dirigió sonriendo hacia el carcelero.
—Amigo mío— dijo—, ¿qué pedís? ¿Tenéis que decirme
algo? El tiempo de una cautiva cuando está cerca de la
libertad, es precioso. Parece que para hablarme habéis
escogido un lugar siniestro.
El hombre de las llaves no le contestó nada porque no
comprendía. Sentóse en un rincón de la chimenea y esperó.
—¿Pero qué hacemos?— volvió a interrogar Juana.
Temía hallarse ante un loco.
—Espero al licenciado Doillot— contestó el carcelero.
Juana movió la cabeza.
—Tendréis que confesarme— dijo— que si el licenciado
Doillot tiene cartas de Versalles que comunicarme, ha elegido
mal el momento y el lugar de la audiencia… No es posible que
el licenciado Doillot me haga esperar aquí; debe haber otra
cosa.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando una
puerta que no había notado se abrió frente a ella.
Era una de esas trampas circulares, verdaderos
monumentos de madera y de hierro, que, al abrirse, recortan en
el fondo que ocultan, un círculo cabalístico, en el centro del
cual los personajes o el paisaje aparecen vivos como por arte
de magia.
En efecto, tras esta puerta había unos peldaños que
desembocaban en algún corredor mal iluminado, pero por el
que circulaba viento fresco, y más allá de aquel corredor, por
un momento, uno tan sólo, tan rápido como una centella, Juana
divisó, levantándose sobre sus pies, un espacio parecido al de
una plaza en el que había un tropel de hombres y mujeres de
ojos centelleantes.
Pero repetimos que fue para Juana más bien una visión
que un golpe de vista; ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta.
Ante ella, y en un plano más cercano, aparecieron tres
personas, subiendo el último escalón.
Tras estas personas, en peldaños inferiores, surgieron
cuatro bayonetas, blancas y aceradas, parecidas a cirios
siniestros que hubiesen querido iluminar la escena.
Pero la trampa circular se cerró. Sólo los tres hombres
penetraron en el calabozo en que se hallaba Juana.
Esta iba de sorpresa en sorpresa, o mejor dicho, su
inquietud se convertía en terror.
El carcelero al que ella temía un instante antes, fue la
persona a quien se dirigió como para solicitar su protección
contra los desconocidos.
El carcelero se pegó contra la muralla del calabozo,
mostrando así que quería quedar como espectador pasivo de lo
que allí iba a ocurrir.
Juana fue interrogada antes de que se le ocurriese tomar
la palabra.
Lo hizo uno de los tres hombres, el más joven. Iba
vestido de negro. Llevaba el sombrero en la cabeza y daba
vueltas con las manos a unos papeles enrollados.
Los otros dos, imitando la actitud del carcelero, se
sustrajeron a las miradas colocándose en la parte más sombría
de la sala.
—¿Sois, señora— dijo el desconocido—, Juana de Saint-
Remy de Valois, esposa de María-Antonio Nicolás, conde de
la Motte?
—Sí, caballero— replicó Juana.
—¿Nacisteis en Fontette, el día 22 de julio de 1756?
—Sí, caballero.
—¿Vivís en París, calle de Neuve-Saint-Gilles?
—Sí, caballero…, pero, ¿por qué me hacéis todas estas
preguntas?
—Señora, lamento que no me conozcáis; tengo el honor
de ser el escribano del tribunal.
—Os reconozco.
—Entonces, señora, ¿puedo cumplir mis funciones en la
calidad que acabáis de reconocerme?
—Un momento, caballero. ¿En qué consisten esas
funciones?
—En leeros, señora, la sentencia que ha sido pronunciada
contra vos en la sesión del 31 de mayo de 1786.
Juana se estremeció. Dirigió a su alrededor una mirada
llena de angustia y desconfianza.
No en balde escribimos en segundo término la palabra
desconfianza que puede parecer más débil que la otra. Juana se
estremeció con angustia irreflexiva; puesta en guardia, sus ojos
centelleaban en las tinieblas.
—Sois el escribano Bretón— dijo ella—. ¿Pero quiénes
son estos caballeros acólitos vuestros?
El escribano iba a responder, cuando el carcelero,
anticipándose, corrió hacia él y deslizó en su oído estas
palabras llenas de miedo o de elocuente compasión:
—¡No se lo digáis!
Juana oyó; miró a los dos hombres más atentamente que
hasta entonces. Le extrañó ver el traje gris con botones de
hierro del uno y la casaca y el gorro de pelo del otro; el
extraño mandil que cubría el pecho de este último llamó la
atención de Juana; parecía quemado en algunas de sus partes y
manchado de sangre y aceite en otras. Retrocedió, atónita.
El escribano, acercándose, le dijo:
—De rodillas, señora.
—¿De rodillas?— exclamó Juana—. ¡De rodillas yo!
¡Yo, una Valois, de rodillas!
—Es la orden, señora— dijo inclinándose el escribano.
—Pero caballero— objetó Juana con fatal sonrisa—, ¿no
pensáis que hace falta que os enseñe la ley? No se puede
colocar a nadie de rodillas sino para imponerle la retractación
pública.
—¿Y bien, señora?
—Y bien, caballero, no se obliga a la retractación pública
sino en virtud de sentencia que imponga una pena infamante.
El destierro, no es, que yo sepa, una pena infamante en la ley
francesa.
—Yo no os he dicho que fueseis condenada al destierro—
dijo el escribano con grave y triste gesto.
—Entonces— exclamó Juana arrebatada—, ¿a qué se me
condena?
—Es lo que vais a saber escuchando la sentencia, señora,
y para oírla, me haréis el favor de arrodillaros.
—¡Jamás! ¡Jamás!…
—Señora, es el artículo primero de mis instrucciones.
—¡Os he dicho que jamás! ¡Jamás!
—Señora, está escrito que si la condenada se niega a
arrodillarse…
—¿Qué?
—La obligará a ello la fuerza pública.
—¡La fuerza! ¡A una mujer!
—Una mujer no tiene más prerrogativas que un hombre
en cuanto al respeto del rey y de la justicia.
—¡Y a la reina! ¿No es así?— gritó furiosamente Juana
—. ¡Porque en todo esto adivino la mano de una mujer
enemiga!
—Hacéis mal en acusar a la reina, señora. Su Majestad no
interviene para nada en la redacción de las sentencias del
tribunal. Vamos, os conjuro a que me evitéis la necesidad de la
violencia. ¡De rodillas!
—¡Jamás! ¡Jamás!
El escribano enrolló los papeles, sacó de su ancho bolsillo
uno muy grueso que tenía de reserva en previsión de lo que
estaba ocurriendo, y leyó la orden formal, dada por el
procurador general a la fuerza pública, para obligar a la
acusada rebelde a arrodillarse conforme lo requiere la justicia.
Juana se agazapó en una esquina de la prisión, desafiando
con la mirada a esta fuerza pública que ella creía que eran las
bayonetas que surgían en la escalera, tras la puerta.
Pero el escribano no ordenó abrir esa puerta; hizo una
señal a los dos hombres de que hemos hablado, los cuales se
acercaron tranquilamente, fuertes e inconmovibles, como las
máquinas de guerra que se preparan en los sitios.
Cada uno de ellos tomó a Juana por los hombros y la
arrastró hasta la mitad de la sala a pesar de sus gritos.
El escribano se sentó, impasible, y esperó.
Juana no comprendía por qué se la arrastraba así y no
tuvo más remedio que permanecer casi arrodillada. Unas
palabras del escribano hicieron que se diese cuenta de esto.
Inmediatamente el resorte se distendió y Juana dio un
salto de dos pies sobre el suelo a pesar de los brazos que la
sujetaban.
—Es inútil que gritéis así— dijo el escribano— porque
no se os oye desde afuera y además no oiréis vos tampoco la
lectura de la sentencia.
—Permitid que la oiga de pie y escucharé en silencio—
propuso Juana.
—Siempre que un culpable es castigado a la pena de
látigo— replicó el escribano—, la pena se estima infamante y
lleva consigo la genuflexión.
—¡El látigo!— aulló Juana—. ¡El látigo! ¡Ah!
¡Miserable!…
Y sus vociferaciones fueron tales que aturdieron al
carcelero, al escribano y a sus dos ayudantes, todos los cuales,
perdiendo la cabeza, como personas ebrias, comenzaron a
emplear la fuerza para dominar la fuerza.
Arrojáronse sobre Juana y la derribaron; pero ella resistió
victoriosamente; quisieron que doblase las piernas, pero tendió
sus músculos como hojas de acero.
Estaba suspendida en el aire en manos de aquellos
hombres y movía manos y pies para poder infligir los más
rudos golpes.
Se dividieron la tarea; uno de ellos le sujetó los pies como
en un tornillo y los demás la levantaron por las muñecas y
gritaron al escribano:
—¡Leed! ¡Continuad leyendo la sentencia, señor
escribano, o no acabaremos nunca con esta rabiosa!
—¡No dejaré leer nunca una sentencia que me condena a
la infamia!— gritó Juana debatiéndose con una fuerza
sobrehumana.
Y uniendo la acción a la palabra dominó la voz del
escribano con rugidos y gritos tales que no se oyó ni una sola
de las palabras que él leyó.
Una vez acabada la lectura, el escribano dobló los papeles
y guardóselos de nuevo en el bolsillo.
Juana, creyendo que había acabado, se calló y trató de
hacer acopio de fuerzas para continuar desafiando todavía a
esos hombres. A los rugidos siguieron carcajadas más feroces
aún.
—¡Y la sentencia será cumplida en la plaza de las
ejecuciones, en el patio de Justicia del Palacio!— continuó
leyendo el escribano.
—¡Públicamente!…— aulló la desgraciada—. ¡Oh!…
—Señor de París, os entrego esta mujer— acabó diciendo
el escribano al hombre del mandil de cuero.
—¿Quién es este hombre?— dijo Juana en el paroxismo
de su furia.
—¡El verdugo!— respondió el escribano inclinándose.
Apenas el escribano hubo terminado estas palabras, los
dos ejecutores se apoderaron de Juana y la levantaron para
conducirla hacia el lado de la galería que ella viera.
Más allá de la puerta, donde los soldados contenían a la
muchedumbre, el patio pequeño, llamado de la Justicia,
apareció de pronto con los dos o tres mil espectadores a los
que la curiosidad de los preparativos y el montaje del cadalso
había reunido.
Sobre un estrado elevado cerca de ocho pies, un poste
negro, provisto de anillos de hierro, se levantaba ostentando un
cartel en la parte superior que el escribano, seguramente
cumpliendo órdenes recibidas, había tratado de que fuese
ilegible.
Este estrado no tenía barandilla y se subía a él por una
escalera que tampoco la tenía.
La sola balaustrada que se notaba era la que formaban las
bayonetas de los arqueros, las cuales impedían el acceso como
una reja de puntas relucientes.
La muchedumbre, viendo que las puertas del Palacio se
abrían, que los comisarios llegaban con sus varillas, que el
escribano venía con los papeles en la mano, inició un
movimiento de ondulación parecido al del mar.
De todas partes surgían gritos de: “¡Ahí está! ¡ahí está!”
resonando junto con epítetos poco honorables para la
condenada y aquí y allá algunas observaciones poco caritativas
para los jueces.
Porque Juana tenía razón; después de su condena se había
hecho un partido. Todos los que la despreciaban dos meses
antes, la hubiesen rehabilitado desde que la supieron
antagonista de la reina.
Pero el señor de Crosne lo había previsto todo. Las
primeras filas de esta sala de espectáculo habían sido ocupadas
por un núcleo de gentes adictas a los que pagaban los gastos
del mismo. Se notaba, cerca de agentes de anchas espaldas, a
las mujeres más devotas del cardenal de Rohan. Se había
hallado el medio de utilizar en favor de la reina los enconos
despertados en su contra. Los mismos que habían aplaudido al
señor de Rohan por antipatía a María Antonieta, venían a
silbar a la señora de La Motte, que había sido lo suficiente
imprudente para separar su causa de la del cardenal.
Su aparición en la pequeña plaza fue saludada con
furiosos gritos de: “¡Abajo La Motte! ¡Abajo la falsaria!” que
eran la mayoría de los que escaparon de los más robustos
pechos.
Ocurrió también que aquellos que intentaron expresar su
piedad hacia Juana o su indignación contra la sentencia que la
condenaba, fueron considerados como enemigos del cardenal
por las damas de la Halle, o como enemigos de la reina por los
agentes, viéndose en esta forma maltratados por los dos sexos
interesados en conseguir el envilecimiento de la condenada.
Juana había llegado al final de sus fuerzas, pero no de su rabia;
ya no gritaba, porque sus gritos se perdían en el clamor
conjunto de los ruidos y de la lucha. Pero con su voz clara,
vibrante, metálica, dirigió algunas palabras que hicieron cesar
como por encanto todos los murmullos.
—¿Sabéis quién soy?— dijo—. ¿Sabéis que llevo en mis
venas la sangre de vuestros reyes? ¿Sabéis que se castiga en
mí, no a una culpable sino a una rival? ¿No sólo una rival, sino
una cómplice?
Aquí se vio interrumpida por los clamores de los más
inteligentes empleados del señor de Crosne.
Pero ella había despertado, sino el interés, al menos la
curiosidad; la curiosidad del pueblo es una sed que debe ser
saciada. El silencio que Juana notó, le demostró que quería
escuchársele.
—¡Sí— repitió—, una cómplice! Se castiga en mí a la
que sabe los secretos de…
—¡Tened cuidado!— le dijo al oído el escribano.
Ella se volvió. El verdugo tenía un látigo en la mano.
Al verle, Juana olvidó su discurso, su odio, su deseo de
captar a la multitud; no vio más que el estigma, no temió más
que el dolor.
—¡Favor! ¡Favor!— gritó con voz desgarradora.
Un inmenso griterío apagó su súplica. Juana se asió,
sobrecogida por una sensación de vértigo, a las rodillas del
ejecutor y logró apoderarse de su mano.
Pero él levantó el otro brazo y dejó caer el látigo
suavemente sobre los hombros de la condesa.
¡Cosa inaudita! Esta mujer, a la que el dolor físico
hubiese aniquilado, abatido, domado tal vez, se irguió al ver
que se le tenían consideraciones; precipitóse sobre el ayudante
y trató de derribarle para ver si podía echarle fuera del cadalso,
a la plaza. De pronto retrocedió.
El hombre tenía en la mano un hierro al rojo que acababa
de retirar de un brasero ardiente. Levantó este hierro y el calor
abrasador que despedía hizo saltar a Juana hacia atrás con
aullido salvaje…
—¡Marcada!— exclamó—. ¡Marcada!
Todo el pueblo respondió a. ese grito con otro terrible.
—¡Sí! ¡Sí!— rugieron tres mil bocas.
—¡Socorro! ¡Socorro!— dijo Juana enloquecida, tratando
de romper las cuerdas con que se le acababan de atar las
manos.
No pudiendo desabrochar el vestido de la condesa, el
verdugo lo desgarraba y mientras apartaba con una mano el
tejido hecho trizas, trataba de apoderarse del hierro ardiente
que le ofrecía su ayudante.
Pero Juana se lanzaba sobre el hombre, le hacía
retroceder siempre, porque no se atrevía a tocarla; de manera
que el verdugo, desesperando de apoderarse del siniestro
instrumento, empezaba a escuchar, por si en las hileras de la
multitud surgía algún improperio contra él. Su amor propio le
preocupaba.
La muchedumbre palpitante empezaba a admirar la
vigorosa defensa de esta mujer, se estremecía con sorda
impaciencia; el escribano había descendido la escalera; los
soldados contemplaban el espectáculo; era un desorden, una
confusión que presentaba un aspecto amenazador.
—¡Acabad!—gritó alguien desde la primera hilera de la
muchedumbre.
Voz imperiosa que sin duda reconoció el verdugo,
porque, derribando a Juana con un impulso vigoroso, la hizo
postrarse y le inclinó la cabeza con la mano izquierda.
Ella se levantó más ardiente que el hierro con el que se le
amenazaba y con una voz que dominó todo el tumulto y todas
las imprecaciones de los torpes verdugos, exclamó:
—¡Franceses cobardes! ¿No me defendéis? ¿Dejáis que
se me torture?
—¡Callaos!— gritó el escribano.
—¡Callaos!— le gritó el comisario.
—¡Callarme!… Bien, sí, ¿qué me harán?… Sí, sufro esta
vergüenza, pero es por mi culpa.
—¡Ah! ¡Ah!—gritó la muchedumbre interpretando mal el
sentido de esta confesión.
—¡Callaos!— repitió el escribano.
—Sí, por mi culpa— continuó Juana retorciéndose—
porque si hubiera querido hablar…
—¡Callaos!— gritaron rugiendo escribanos, comisarios y
verdugos.
—Si hubiera querido decir todo lo que sabía de la
reina…, pues bien, entonces hubiera sido colgada; no hubiera
sido deshonrada.
No pudo añadir nada más; porque el comisario subió al
cadalso seguido de agentes que amordazaron a la miserable y
la entregaron, palpitante, flagelada, con el rostro hinchado,
lívida, sangrando, a los dos ejecutores, uno de los cuales había
hecho inclinar a la víctima y al mismo tiempo se apoderaba del
hierro que su ayudante había conseguido darle.
Pero Juana aprovechó como una culebra la insuficiencia
de esta mano que le estrechaba la nuca; saltó por última vez y
dándose vuelta con alegría frenética, ofreció su pecho al
verdugo mirándole provocativamente; de manera que el
instrumento fatal, que descendía sobre su hombro, vino a
herirla en el seno izquierdo dejando en el mismo sobre la
carne, su huella humeante y abrasadora, arrancando a la
víctima, a pesar de la mordaza, uno de esos aullidos que no
tienen equivalente en ninguna de las entonaciones que puede
reproducir la voz humana,
Juana se doblegó ante el dolor y la vergüenza. Estaba
vencida. Sus labios no dejaron escapar ya el menor sonido, sus
miembros no se estremecieron más; se había desvanecido.
El verdugo se la llevó, cargándola sobre sus hombros, y
descendió con ella, con paso incierto, la escalera de la
ignominia.
En cuanto al pueblo, silencioso también, ya porque
aprobase o porque estuviese consternado, no se dispersó por
las cuatro salidas de la plaza sino cuando vio cerrarse las
puertas de la Conserjería tras Juana; después de haber
contemplado cómo demolían lentamente el cadalso, pieza a
pieza; después de haberse convencido de que no había epílogo
en el drama espantoso cuya representación le había sido
ofrecida.
Los agentes vigilaron hasta las últimas manifestaciones
de los asistentes; sus primeras órdenes habían sido expresadas
tan claramente, que hubiera sido una locura oponer alguna
objeción a la lógica, armada de garrotes y de esposas.
La objeción, si se produjo, debió ser tranquila e
interiormente. Poco a poco la plaza adquirió su calma
ordinaria; sólo en el extremo del puente, cuando este tropel se
hubo disgregado, dos jóvenes irreflexivos, que se retiraban
como los demás, tuvieron entre ellos el siguiente diálogo:
—¿Ha sido realmente la señora de La Motte la que el
verdugo ha marcado? ¿Lo creéis, Maximiliano?
—Se dice, pero yo no lo creo…— replicó el mayor de los
dos jóvenes.
—De manera que opináis que no era ella, ¿verdad?—
añadió el otro, un hombre de corta estatura, ojos grandes y
luminosos como los de las aves nocturnas y cabello corto y
grasoso—. No; ¿verdad que no ha sido la señora de La Motte a
la que han marcado? Los agentes de estos tiranos han apartado
a su cómplice. Hallaron para descargar la acusación que
pesaba sobre María Antonieta, una señorita Olive que se ha
confesado entregada al cardenal; y una supuesta señora de La
Motte que se reconoció falsaria. Me diréis que existe la
marca… ¡Bah! ¡Comedia pagada al verdugo y a la víctima!
Eso es todo…
El compañero de esté hombre escuchaba, sonriendo.
—¿Qué contestáis?— dijo el hombrecillo—. ¿No pensáis
como yo?
—Difícil es que haya quien acepte por dinero, ser
marcada en el pecho— replicó el interpelado—. La comedia
de que habláis, no me parece tal.
—Asunto de dinero, os digo; se paga a una condenada
que debe ser marcada por cualquier otra causa, se le paga para
decir tres o cuatro frases pomposas y después se la amordaza
cuando está a punto de renunciar…
—¡Bah! ¡Bah!— dijo flemáticamente el que había sido
llamado Maximiliano—, seguís por un terreno por el que no
puedo acompañaros. Es poco sólido.
—¡Hum!— dijo el otro—. Entonces haréis lo mismo que
los demás papanatas; acabaréis por decir que visteis marcar a
la señora de La Motte; son caprichos vuestros. Hace poco no
os expresabais así, porque positivamente me habéis dicho: “No
creo que sea la señora de La Motte, la que ha sido marcada”.
—No, no lo creo aún— prosiguió el joven sonriendo—,
pero tampoco creo que la marcada sea una de las criminales
que vos decís.
—Entonces, ¿quién creéis que sea?
—¡La reina!— dijo el joven con voz aguda a su siniestro
compañero. Y acentuó estas palabras con indefinible sonrisa.
El otro retrocedió soltando una carcajada y aplaudiendo
la broma. Después, mirando a su alrededor, dijo:
—Adiós, Robespierre.
—Adiós, Marat— respondió el otro.
Y se separaron.
LCVIII.- EL MATRIMONIO

El mismo día de la ejecución, al mediodía, el rey salió de su


gabinete de Versalles y se le oyó despedir al señor de Provenza
con estas palabras, rudamente pronunciadas:
—Caballero, asisto hoy a una misa de casamiento. Os
ruego que no me habléis de cosas de casa y sobre todo si son
malas, sería de mal augurio para los nuevos esposos a los que
yo quiero ya los que protegeré.
El conde de Provenza frunció el ceño, sonriendo no
obstante; saludó profundamente a su hermano y entró en sus
habitaciones.
El rey prosiguió su camino en medio de los cortesanos
esparcidos en las galerías, sonriendo a unos y mirando
altivamente a los otros, según que hubiesen estado a su favor o
en su contra en el asunto que el parlamento acababa de juzgar.
Llegó en esta forma hasta el salón cuadrado en el que
estaba la reina, rodeada de sus damas de honor y de sus
gentileshombres.
María Antonieta, pálida bajo el colorete, escuchaba con
una atención afectada las dulces preguntas que acerca de su
salud le dirigían la señora de Lamballe y el señor de Calonne.
Pero de pronto, a hurtadillas, miró hacia la puerta, buscando
como quien arde en deseos de ver y volviéndose como quien
tiembla por haber visto.
—El rey— gritó uno de los ujieres.
Y entre un mar de bordados, de encajes y de luz, vio
entrar a Luis XVI, cuya primera mirada, en el umbral del
salón, fue para ella.
María Antonieta se levantó y dio tres pasos hacia Luis
XVI, que le besó graciosamente la mano.
—¡Estáis muy bella, señora; milagrosamente bella!— le
dijo.
Ella sonrió con tristeza y de nuevo buscó con vaga
mirada, en medio de la muchedumbre, ese punto desconocido
a que nos hemos referido.
—¿No vinieron todavía nuestros jóvenes esposos?—
preguntó el rey—. Me parece que van a dar las doce.
—Sire— respondió la reina con un esfuerzo muy violento
—, sólo ha llegado el señor de Charny; espera en la galería que
Vuestra Majestad le ordene entrar.
—¡Charny!— dijo el rey sin notar El silencio expresivo
que había seguido a las palabras de la reina—. ¿Charny está
ahí? ¡Que venga! ¡Que venga!
Algunos gentileshombres se adelantaron para dirigirse al
encuentro del señor de Charny.
La reina apoyó nerviosamente sus dedos sobre su corazón
y adoptó una actitud rígida dando la espalda a la puerta.
—Verdaderamente es mediodía— repitió el rey— y la
prometida debiera ya estar aquí.
Cuando Su Majestad decía esto, el señor de Charny
aparecía en la entrada del salón; oyó las últimas palabras del
rey y respondió inmediatamente:
—Ruego a Vuestra Majestad excuse el retardo
involuntario de la señorita de Taverney; desde la muerte de su
padre no ha dejado el lecho. Hoy se levanta por primera vez y
estaría ya a las órdenes de Vuestra Majestad a no haber sido
por un desvanecimiento que ha tenido.
—¡Esta querida niña amaba tanto a su padre!— dijo en
voz alta el rey—; pero como encuentra un buen marido,
esperemos que se consolará.
La reina escuchó, o, mejor dicho, oyó, sin hacer el menor
gesto. Cualquiera que la hubiese seguido con la mirada,
hubiera notado que la sangre bajaba de su rostro a su corazón,
como un nivel que desciende.
El rey, notando la cantidad de nobles y clero que llenaba
el salón, levantó de pronto la cabeza.
—Señor de Breteuil— dijo—, ¿habéis expedido la orden
de destierro para Cagliostro?
—Sí, sire— contestó humildemente el ministro.
El soplo de un pájaro que duerme habría turbado el
silencio de la asamblea.
—¿Y a esa La Motte, que se llama de Valois— continuó
el rey con voz firme—, no es hoy cuando la marcan?.
—En este momento, sire— replicó el guardasellos—,
debe estar ya cumplida la sentencia.
Los ojos de la reina centellearon. Un murmullo que
quería ser de aprobación circuló por el salón.
—Contrariará al señor cardenal el saber que han marcado
a su cómplice— añadió Luis XVI, con un rigor que jamás se
había notado en él antes de este asunto.
Y tras esta frase, su cómplice, dirigida a un acusado que
el parlamento acababa de absolver, tras esta frase que
maltrataba al ídolo de los parisienses y que condenaba como
ladrón y falsario a uno de los primeros príncipes de la Iglesia,
uno de los primeros príncipes franceses, el rey, como si
hubiera desafiado solemnemente al clero, a la nobleza, al
parlamento y al pueblo, para sostener el honor de su mujer,
dirigió a su alrededor una mirada impregnada de la cólera y la
majestad que nadie había sentido en Francia desde que los ojos
de Luis XIV se habían cerrado para el sueño eterno.
Ni un murmullo, ni una palabra de asentimiento
acogieron esta venganza que el rey se tomaba contra aquellos
que habían conspirado para deshonrar a la monarquía.
Entonces se aproximó a la reina que le tendía las dos manos
con la efusión de un profundo agradecimiento.
En aquel momento aparecieron en un extremo de la
galería, la señorita de Taverney, de vestido blanco, como una
prometida, y de rostro blanco como un espectro, y Felipe de
Taverney, su hermano, que le daba la mano.
Andrea caminaba con pasos rápidos, turbada la mirada, el
pecho jadeante; la mano de su hermano le daba la fuerza, el
coraje y la dirigía.
La muchedumbre de cortesanos sonrió al paso de la
novia. Todas las damas ocuparon su sitio detrás de la reina y
todos los hombres se alinearon tras del rey.
El bailío de Suffren, teniendo de la mano a Oliverio de
Charny, se dirigió al encuentro de Andrea y de su hermano,
saludóles y se confundió en el grupo de sus amigos y
parientes.
Felipe continuó su camino sin que su mirada hubiera
hallado la de Oliverio, sin que la presión de sus dedos
advirtiese a Andrea que ella debía levantar la cabeza.
Llegado frente al rey, estrechó la mano de su hermana y
ésta, como una muerta galvanizada, abrió sus grandes ojos y
vio a Luis XVI que le sonreía con bondad.
Saludó la infeliz en medio de los murmullos de los
asistentes que de esta manera aplaudían su belleza.
—Señorita— dijo el rey tomándole la mano—, habéis
tenido que esperar el fin de vuestro luto para casaros con el
señor de Charny; tal vez, si yo no os hubiese pedido apresurar
el matrimonio, vuestro futuro esposo, a pesar de su
impaciencia, os hubiese permitido tomar un mes más de plazo;
porque según me han dicho sufrís y esto me aflige; pero yo
debo asegurar la felicidad de los gentileshombres que me
sirven como el señor de Charny; si vos no os hubieseis casado
hoy, yo no hubiera podido asistir a la ceremonia teniendo en
cuenta que mañana parto de viaje por Francia con la reina. Por
eso tendré el placer de firmar vuestro contrato hoy y de veros
casada en mi capilla. Saludad a la reina, señorita, y dadle las
gracias, porque Su Majestad ha sido muy buena para vos.
Y al tiempo que decía; esto acompañó a Andrea hasta
donde estaba María Antonieta.
Esta se había puesto de pie, con las rodillas temblorosas y
las manos heladas. No se atrevió a levantar los ojos y vio
solamente algo blanco que se aproximaba y se inclinaba hacia
ella. Era el vestido de boda de Andrea.
El rey entregó la mano de la prometida a Felipe, dio la
suya a María Antonieta y en voz alta, dijo:
—A la capilla, caballeros.
Toda aquella muchedumbre pasó detrás de Sus
Majestades.
La misa comenzó en seguida. La reina la escuchó sobre
su reclinatorio, con la cabeza hundida entre sus manos. Rogó
con toda su alma y todas sus fuerzas; elevó al cielo votos tan
ardientes que el soplo de sus labios consumió la huella de sus
lágrimas.
El señor de Charny, pálido y hermoso, sintiendo sobre su
persona el peso de todas las miradas, permaneció tranquilo y
valiente como si hubiera estado a bordo, en medio de
torbellinos de llamas y entre tormentas de metralla inglesa;
sólo que sufriendo más.
Felipe, con la mirada dirigida hacia su hermana, a la que
veía estremecerse y vacilar, parecía presto a ofrecerle ayuda
con una palabra, un gesto de consuelo o de amistad.
Pero Andrea no se hizo traición a sí misma; permaneció
con la cabeza alta, respirando continuamente el frasco de sales,
vacilante como la llama de un cirio, pero de pie y tratando de
vivir por la fuerza de su voluntad.
Ella no dirigía súplicas al cielo, ni hacía votos para el
porvenir; no tenía nada que esperar ni temer; no era nada para
los hombres ni para Dios.
Mientras el sacerdote hablaba, mientras se sentía el
tintineo de la campana sagrada, cuando se cumplía a su
alrededor el misterio divino, se decía Andrea:
“¿Soy acaso una cristiana? ¿Soy una criatura parecida a
las otras? ¿Me has creado para la piedad, Tú a quien se llama
Dios soberano, árbitro de todas las cosas? ¿Tú, de quien se
dice que eres justo por excelencia y que siempre me has
castigado sin que nunca hubiese pecado? ¿Tú, de quien se dice
que eres el Dios de la paz y del amor y a quien debo el vivir en
la turbación, las cóleras y las venganzas sangrientas? ¿Tú, a
quien debo el tener como el más mortal enemigo al único
hombre al que hubiese amado?
“¡No— continuó diciéndose—, no, las cosas de este
mundo y las leyes de Dios, no me conciernen! Sin duda he
sido maldecida antes de nacer y puesta, cuando vi la luz, fuera
de las leyes de la humanidad”.
Volviendo su pensamiento al pasado doloroso, se dijo:
“¡Extraño! ¡Extraño! Está cerca de mí un hombre cuyo
solo nombre me hacía morir de felicidad. Si este hombre
hubiera venido a pedirme por mí misma, me hubiese visto
forzada a caer a sus pies y pedirle perdón por mi falta de otro
tiempo. ¡Dios mío! Y este hombre que adoraba, tal vez me
hubiese rechazado. Hoy se casa conmigo y es él el que vendrá
a pedirme perdón de rodillas. ¡Extraño! ¡Oh, sí; bien extraño!”
En aquel momento la voz del oficiante sonó en su oído.
Decía:
—Jacobo Oliverio de Charny, ¿tomáis por esposa a María
Andrea de Taverney?
—Sí— respondió con voz firme Oliverio.
—Y vos, María Andrea de Taverney, ¿tomáis como
esposo a Jacobo Oliverio de Charny?
—¡Sí!— respondió Andrea con una entonación casi
salvaje, que hizo estremecer a la reina y a más de una dama en
el auditorio.
Entonces Charny puso en el dedo de su mujer el anillo de
oro.
En seguida se levantó el rey. La misa estaba acabada.
Todos los cortesanos fueron a la galería a saludar a los dos
esposos.
Al volver, el señor de Suffren había tomado la mano de
su sobrina; le prometía, en nombre de Oliverio, la felicidad
que merecía tener.
Andrea dio las gracias al bailío sin sonreír un solo
momento y rogó tan sólo a su tío que la condujese pronto a la
presencia del rey, para darle las gracias, porque se sentía débil.
En efecto, en aquel momento una palidez espantosa
cubrió su rostro.
Charny la vio de lejos sin atreverse a acercarse a ella.
El bailío atravesó el gran salón, acompañó a Andrea hasta
la presencia del rey, que la besó en la frente y le dijo:
—Señora condesa, pasad a la habitación de la reina; Su
Majestad os quiere hacer su regalo de bodas.
Después de decir estas palabras, que él creyó llenas de
gracia, se retiró seguido por toda la corte, dejando a la recién
casada, atontada, desesperada en brazos de Felipe.
—¡Oh!— murmuró—. ¡Es demasiado, es demasiado,
Felipe! ¡No obstante, yo creía haber sufrido ya lo suficiente!…
—¡Valor!— le dijo en voz baja Felipe—; sólo falta esta
prueba, hermana mía.
—¡No, no— respondió Andrea—, no podría! Las fuerzas
de una mujer son limitadas; tal vez haré lo que me piden, pero
pensad Felipe que si ella me habla y me felicita, ¡me moriré!
—Os moriréis si es preciso, querida hermana— dijo el
joven—, y entonces seréis más feliz que yo, que quisiera estar
muerto.
Y pronunció estas palabras con acento tan sombrío y
doloroso, que Andrea, como si se hubiera sentido desgarrada
por un aguijón, corrió hacia adelante y penetró en las
habitaciones de la reina.
Oliverio la vio pasar. Colocóse junto a los tapices para no
rozar siquiera, a su paso, su vestido. Quedó solo en el salón
con Felipe, bajando la cabeza como su cuñado y esperando el
resultado de esta entrevista que la reina iba a tener con
Andrea.
Esta halló a María Antonieta en el gran gabinete.
A pesar de la estación, era el mes de junio, había hecho
encender fuego; estaba sentada en su sillón, con la cabeza
echada hacia atrás, los ojos cerrados y las manos juntas como
una muerta. Estaba tiritando.
La señora de Misery, que había introducido a Andrea,
corrió las cortinas, cerró las puertas y salió de la habitación.
Andrea, de pie, temblando de emoción y de cólera y
también de debilidad, esperaba con la vista baja que llegase
una palabra a su corazón. Esperaba la voz de la reina, como el
condenado espera el hacha que tiene que troncharle la vida.
Seguramente que si María Antonieta hubiera abierto la
boca en aquel momento, Andrea, aniquilada como estaba,
habría sucumbido antes de comprender o de contestar.
Un minuto, un siglo en este espantoso sufrimiento,
transcurrió antes de que la reina hiciese un gesto. Al fin se
levantó apoyando sus brazos en los del sillón, tomó de la mesa
un papel que sus dedos vacilantes dejaron escapar muchas
veces.
Después, caminando como una sombra, sin que se oyese
otro ruido que el roce de su vestido con la alfombra, llegó
hasta donde estaba Andrea y le entregó el papel sin pronunciar
una palabra.
Entre ambos corazones la palabra era superflua; la reina
no tenía necesidad de estimular la comprensión de Andrea y
ésta no podía dudar un momento de la grandeza de alma de la
reina. Cualquiera otra hubiera supuesto que María Antonieta le
ofrecía una crecida pensión, la firma de un acta de propiedad o
el título de algún cargo en la corte.
Andrea adivinó que el papel contenía otra cosa. Lo tomó
y sin moverse del lugar que ocupaba, se puso a leerlo.
Los brazos de María Antonieta cayeron a lo largo de su
cuerpo. Sus ojos se levantaron lentamente hasta Andrea.

“Andrea— había escrito la reina—, me habéis salvado.


Me devolvisteis el honor: mi vida es vuestra. En nombre de
este honor que os cuesta tan caro, yo os juro que me podéis
llamar hermana. Probadlo, no me veréis ruborizar.
“Pongo este escrito en vuestras manos; es el compromiso
de mi agradecimiento; es la dote que os entrego.
“Vuestro corazón es el más noble de todos los corazones
y por lo mismo me sabrá agradecer el regalo que os ofrezco.
”María Antonieta de Lorena y de Austria.”

Andrea, a su vez, miró a la reina. La vio con los ojos


inundados de lágrimas, con la cabeza aturdida, esperando una
respuesta.
Atravesó lentamente la habitación en dirección a la
chimenea, arrojó el papel al fuego, saludó profundamente y sin
pronunciar una palabra salió del gabinete.
María Antonieta dio un paso para detenerla, para seguirla;
pero la inflexible condesa, dejando la puerta abierta, fue al
encuentro de su hermano en el salón vecino.
Felipe llamó a Charny, le tomó la mano que puso en la de
Andrea, mientras que en el umbral del gabinete, tras los
tapices, que ella apartaba con la mano, la reina asistía a la
dolorosa escena.
Charny se fue como el prometido de la muerte a quien su
lívida novia se lleva; se fue mirando hacia atrás la pálida cara
de María Antonieta que, paso a paso, le vio desaparecer para
siempre.
Al menos, ella lo creía así.
En la puerta del castillo, dos carruajes de viaje esperaban.
Andrea subió en el primero. El conde de Charny se aprestaba a
seguirla.
—Caballero— dijo la nueva condesa—, me parece que
partís para Picardía…
—Sí, señora— respondió Charny.
—Yo parto hacia el país en que murió mi madre, conde.
Adiós.
Charny se inclinó sin responder. Andrea partió sola.
—¿Os quedáis aquí conmigo para anunciarme que sois
mi enemigo?— dijo entonces Oliverio a Felipe.
—No, conde— replicó éste—, vos no sois mi enemigo,
porque sois mi cuñado.
Oliverio le tendió la mano, subió a su vez a la segunda
carroza y partió.
Felipe quedó solo, retorció un momento los brazos con la
angustia de la desesperación y dijo con voz ahogada:
—Dios mío, a los que cumplen sus deberes en la tierra,
¿les reserváis un poco de alegría en el cielo? ¡Alegría—
prosiguió en tono sombrío y mirando una última vez hacia el
Palacio—, yo hablo de alegría!… ¿Para qué? Sólo pueden
aguardar otra vida los que esperen allá arriba a los corazones
que les aman. A mí no me ama nadie aquí en la tierra; no
tengo siquiera como ellos la dulzura de desear la muerte.
Dirigió hacia el cielo una mirada sin amargura, dulce
reproche de cristiano cuya fe vacila, y desapareció como
Andrea, como Charny, en el último torbellino de esa tormenta
que acababa de socavar un trono, quebrando tantos amores y
poniendo en entredicho el honor de tan ilustres personas.

FIN
ALEXANDRE DUMAS (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys,
cerca de Dieppe, 1870), fue uno de los autores más famosos de
la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un
clásico de la literatura gracias a obras como Los tres
mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845).
Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre
militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre
esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder
estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir
Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para
dedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y


produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un
auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen
más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron
escritas con supuestos colaboradores.
Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un
castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter
hedonistas le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta verse
obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.

notes
Notas a pie de página
1
Vatel se mata después de una fiesta dada por el duque de
Conde, su señor, en honor del rey (1671). El famoso maître de
hotel había gozado de mala suerte, en verdad: en la cena, el
asado no llegó a todas las mesas, a medianoche el fuego de
artificio no estalló; en fin, el pescado esperado para la comida
de la mañana siguiente llegó tan tarde que Vatel, desesperado
de no verlo llegar y creyendo no poder sobrevivir a una tal
afrenta, se atravesó el cuerpo con la espada.
2
Gobernador de la Bastilla.
3
El duque de Richelieu, entonces duque de Fronsac, fue
por primera vez hecho prisionero el 5 de abril de 1711 y
liberado el 19 de junio del año siguiente. El duque de
Richelieu, su padre, utilizó el favor de que gozaba cerca de
madame de Maintenon para hacerle encerrar. Celoso de los
éxitos de su hijo cerca de las mujeres, tenía sin embargo una
razón más seria para recurrir a tal castigo. El joven Fronsac
había elegido a la duquesa de Borgoña, y el viejo duque, cuyos
asuntos iban de mal en peor, se cuidaba de no perder el favor
de Luis XIV, quien había llegado a ser muy quisquilloso sobre
cuestiones de moral, sobre todo cuando éstas se referían
directamente a la familia real. Richelieu estuvo dos veces más
en la Bastilla: en 1716 y en 1719.
4
Después de la muerte de Luis XV, madame du Barry,
caída en desgracia, se refugió algún tiempo cerca del duque de
Aiguillon, al cual había favorecido en el tiempo de su
esplendor. Vivió después en el convento de Pont-aux-Dames,
luego en su castillo de Louveciennes.
5
Es en 1785 y no en 1784, como lo propone Dumas,
cuando el célebre navegante emprendió un viaje de
descubrimiento en el curso del cual encontró la muerte.
6
Antoine Nicolás Caritat, marqués de Condorcet (1743-
1794), se hizo, joven aún, un notable geómetra y es con ese
título que fue recibido a la edad de 26 años en la Academia de
las Ciencias.
7
Raymond, conde de Montecuccoli, general de los
ejércitos de Austria, expulsó a los turcos de Hungría,
consiguiendo, con la ayuda de los franceses, la victoria de
Saint-Gothard. La Eslavonia, parte del Imperio austríaco,
situada entre el Drave y el Danubio, la había anexionado, al
mismo tiempo que una parte de Hungría, de Moldavia y de
Transilvania, Solimán II al Imperio turco. En 1529, el ejército
turco llegó hasta Viena. Seguramente, Dumas hace alusión a la
ciudad de Eszek, entonces capital de Eslavonia.
8
En efecto, no hubo en la batalla de Crecy (1346)
ninguna deslealtad por parte de los ingleses. La derrota de los
franceses se debió a la injuria de Felipe VI de Valois, príncipe
necio y fastuoso a la vez, no soñando más que con las
Cruzadas y rodeado de señores feudales dispuestos a
traicionarle antes que enfrentarse con un soberano tan ilustre
como Eduardo III. Crecy fue para éste una conquista de diez
años de esfuerzo. Las lombardas y los arqueros ingleses, que
despreciaban la caballería francesa, dispersaron a los ejércitos
del rey de Francia.
9
Después del asesinato de César, Antonio, ex oficial
protegido del dictador, instauró el segundo triunvirato con
Lépido y con Octavio, nieto de una hermana del César. La
nueva dictadura colectiva se repartió las próvidas romanas,
pero la rivalidad entre Antonio y Octavio no había, sin
embargo, desaparecido. Octavio tomó el pretexto de la
inclinación de Antonio por Cleopatra para denunciar a su rival
en la Asamblea del pueblo. La guerra fue declarada a
Cleopatra, quien, apoyada por Antonio, afrontó los ejércitos de
Octavio en el cabo de Actium, siendo vencida.
10
Casandra, hija de Príamo, rey de Troya, había recibido
de Apolo el don de la profecía a cambio de sus favores.
Casandra no cumplió los términos del contrato y, para
vengarse, el dios enamorado hizo que las predicciones de
Casandra no mereciesen crédito. Así, cuando el sitio de los
griegos, provocado por el rapto de Helena, los troyanos no
creyeron la profecía de Casandra, quien anunció que el
gigantesco caballo de madera sería fatal a la ciudad, y Troya
fue sometida por los soldados emboscados en el vientre del
caballo.
11
Hija del rey de la Cólquida, esta célebre maga se prendó
de Jasan, que se había unido a los argonautas para arrebatarle
el toisón de oro a Phryxus. Huyó con Jasón, llevándose el
toisón de oro, y ya en el país de aquél, rejuveneció al padre de
su esposo.
12
Opimus, cónsul romano (año 121 a. C). En el año que
gobernó, la cosecha de vino se consideró la más
extraordinaria.
13
Céfalo, príncipe de Tesalia y esposo de Procris, princesa
ateniense de una gran belleza. Durante una cacería atravesó a
su mujer con su jabalina y se suicidó de desesperación.
14
La Pérousse cesó de comunicarse con los demás en
1778. En 1827, el capitán Dillon encontró los restos de los
barcos Boussole y Astrolabe en una de las islas Vanikoro, en
Oceanía.
15
Gustavo trató de restablecer la autoridad real, debilitada
por la nobleza y el Senado. Forzó a la Dieta a aceptar “el Acta
de Unión y de Seguridad”, y la nobleza conspiró abiertamente.
Durante un baile de máscaras de la corte recibió un pistoletazo
y murió a los quince días del atentado.
16
El marqués de Condorcet, republicano de los más
moderados, fue detenido cuando la persecución de los
girondinos. Se envenenó en la prisión.
17
Hasta 1789 la decapitación fue privativa de los nobles
condenados. Los plebeyos eran colgados, descuartizados o
sometidos a la rueda del tormento, según se le antojaba a la
autoridad.
18
Monsieur de Launay, cuando la toma de la Bastilla,
cometió la imprudencia de descuidar el puente levadizo. El
populacho enfurecido le cortó la cabeza y la paseó por las
calles clavada en la punta de una lanza.
19
Detenida al volver de Inglaterra, adonde había ido para
poner sus diamantes a salvo, la famosa condesa du Barry fue
ejecutada en 1793.
20
El invierno de 1784 fue de los más crudos. El rey
desbloqueó tres millones de crédito, una gota de agua en un
mar de miseria. Pero otro invierno se preparaba, el de 1787,
más terrible todavía: doscientos mil parados, huelgas por todas
partes y la miseria del proletariado francés, “que recordaba las
hambres medievales”.
21
Alusión a Candide, de Voltaire, que combatía la famosa
teoría de Leibniz: “Todo está hecho para lo mejor en el mejor
de los mundos posibles.
22
Inspector general de Finanzas desde 1873, Calonne, “el
sembrador Calonne”, fue superior a sus predecesores,
restañando en proporciones considerables el déficit del tesoro
mediante préstamos: ciento un millones al final de su
ministerio.
23
Louis-René-Edouard de Rohan (1734-1803), gran
limosnero de Francia, obispo de Estrasburgo, príncipe del
Imperio, etc.
Juana de Saint-Remy de Valois (1756-1791) descendía,
24

en octavo grado, de un bastardo de Enrique II, hijo de


Francisco I, esposo de Catalina de Médicis.
25
Los tres hijos de Catalina de Médicis: Francisco II,
Carlos IX y Enrique III. El primero murió en 1560, los otros
dos con catorce y veintinueve años de intervalo, dejando la
sucesión del trono a Enrique IV de Borbón.
26
Los Soubise pertenecían a la rama de los Roban
Guéménée. Su tren de vida y sus despilfarres irritaron al
pueblo de París, que en estos principios del año 1785 sufría la
más terrible miseria.
27
Hermano del rey, futuro Luis XVIII.
28
Francois Boucher (1703-1770) debió su éxito al favor
de madame Pompadour. Sucedió a Van Loo en el cargo de
pintor del rey. Como los poetas de su tiempo, se inspiró en
amores bucólicos.
29
Alusión a la fineza del lenguaje, a la delicadeza y al
gusto que distinguían a los atenienses.
30
Karl Augusto Boehmer era el joyero de la corte desde
hacía quince años.
31
El prestigio de la ciencia en el siglo XVIII debía
fatalmente arrastrar también el de las falsas ciencias. Newton,
que se divertía sorprendiendo a los habituales de los salones
con algunos juegos de electricidad, daba, en cierto modo, su
aprobación a todos los hacedores de milagros como Mesmer o
De Cagliostro. Mesmer, teórico del magnetismo animal y
desdeñado en su país, abandonó Alemania y se impuso en
París. Pero Lavoisier, Franklin y algunos otros expusieron sus
dudas sobre su sistema, y Mesmer abandonó Francia para no
perder el crédito conseguido.
32
La ayuda de Francia a los republicanos americanos
pareció una revancha sobre los ingleses, que acababan de
asegurarse su preponderancia marítima a costa de la francesa.
33
Rousseau había muerto en 1778. Se recuerdan los
episodios de José Bálsamo llevando al teatro al filósofo y a De
Jussieu.
La Paz de Versalles, por la cual Inglaterra reconocía la
34

independencia de los Estados Unidos, se había firmado en


1783.
Alusión a ciertos personajes de los cuentos de
35

Hoffmann (1776-1822), viejos y achaparrados como los


hombres de la antigua Rusia septentrional.
36
Poeta, músico e hierofante, Orfeo, el célebre esposo de
Eurídice, tenía el privilegio de encantar a los elementos y las
cosas inertes al son de su cítara.
37
Quizá quiere sugerir Dumas que el barón de Taverney,
en vez del papel de adivino que le confiere la experiencia, está
obligado a tener la intuición del amante de la que su hijo es
incapaz.
38
Alusión a José, hijo de Jacob, que, vendido por sus
hermanos, se convirtió en el íntimo de Putifar, uno de los
principales oficiales del faraón.
María Teresa de Francia, duquesa de Angulema (1778-
39

1851), hija de María Antonieta. Será más tarde el brazo


derecho de Luis XVIII.
40
Charles-Eugéne de la Croix, marqués de Castries,
sucedió en 1780 a De Sartines como ministro de Marina.
41
María Adelaida de Francia (1732-1800) y Victoria
Luisa de Francia, hijas de Luis XV. Las relaciones de María
Antonieta con Sus Altezas se habían enfriado desde la muerte
del rey.
Arrojado de la embajada de Viena por el cardenal de
42

Rohan, el barón de Breteuil (1733-1807) recibió en


compensación el gobierno de París.
Trocitos de tafetán del tamaño de una mosca, simulando
43

un lunar. E uso de estas “moscas” fue muy de moda en el siglo


XVIII.
44
Más que magnetizador, el famoso director del convento
de las ursulinas en Loudun, gran libertino, seducía a sus
religiosas con ayuda de algunas hábiles farsas. La
consecuencia de sus sesiones le valió a Urbano Grandier el
que fuese quemado vivo.
45
Zenón de Elea, filósofo griego, negaba la diversidad de
los seres, su cambio perpetuo. Según la leyenda, fue delante de
Diógenes que expuso un día su teoría del no movimiento, y
Diógenes, para confundirle, caminó delante de él. Pero ocurre
que Diógenes vivió unos cien años después de Zenón.
46
Doctrina profesada por los partidarios del español
Molina sobre los problemas de la Gracia y que alimentó la
querella entre jansenistas y jesuitas.
47
Laocoonte, hijo de Príamo, gran sacerdote de Apolo,
combatió la introducción del caballo de Troya en la ciudad y le
disparó una jabalina para expresar su oposición. El mismo día
sus dos hijos murieron asfixiados por dos serpientes. Los
troyanos atribuyeron su muerte a Minerva, en castigo del
sacrilegio contra el caballo, que se creía enviado de los dioses.
48
¡Venid aquí, Weber!.
49
Editores y libreros encontraron mil maneras de burlar la
censura. La superchería más corriente para una edición
clandestina era imprimirla en provincias o en el extranjero,
falseando la dirección del impresor. Los editores de París
fechaban sus ediciones en Amsterdam, Londres, Ginebra,
Colonia; los de Amsterdam, en París. Así evitaban las
persecuciones, pero el procedimiento no engañaba a nadie.
50
Hospital y prisión de mujeres en el Faubourg Saint-
Denis. Hasta su destrucción en 1935 se internaba en él a las
prostitutas.
51
En el ala derecha del castillo, sobre el patio de mármol,
los pequeños apartamentos se reservaban para las recepciones
íntimas.
52
Thiroux de Crosne, jefe de los requetés y más tarde
lugarteniente general de policía.
53
Llamaban así a las casas de juego.
El castillo imperial cerca de Viena, empezado durante el
54

reinado de José I y terminado durante el de María Teresa.


55
Pintura gris de un solo color, imitando el bajorrelieve.
56
Endimión, nieto de Júpiter, dueño del Olimpo, había
recibido el favor de un sueño perpetuo que le ponía al abrigo
de la vejez y de la muerte.
Este grado designaba a los suboficiales de caballería. El
57

exempt mandaba en ausencia del capitán o de los oficiales.


58
Gregori Alexandrovitch, príncipe Potemkin, uno de los
favoritos de Catalina de Rusia.
59
La población de Esparta se dividía en tres clases
sociales: los espartanos, clase dirigente que se consagraba al
arte militar; los propietarios de tierras o de bienes
inmobiliarios, sin derechos políticos y que debían rendir
tributo a los espartanos, y los ilotas, que componían la masa de
la población.
60
Mark-Antoine Reteau de Villette, antiguo gendarme,
amigo del conde de la Motte. Era hijo del director general de
Arbitrios en Lyon. Fue secretario de Juana de la Motte.
61
Alusión al onceno de los trabajos de Hércules. Las
Hespérides, hijas de Atlas y de la Noche (Hesperis), tenían un
jardín cuyos árboles producían manzanas de oro, de virtudes
sorprendentes; la custodia de estos frutos maravillosos estaba
confiada a un dragón de cien cabezas.
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Francia tenía ya veinticinco millones de habitantes, o
sea dos veces como las grandes potencias de entonces:
Inglaterra y Prusia.
Esta orden fue creada en 1783 para recompensar a los
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que se habían distinguido durante la guerra de la


independencia.
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Los pares eran oficiales de la corona de Francia. Los
príncipes de sangre eran nacidos pares.
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Le Mercure de France, antiguamente El Mercurio
galante, fue uno de los periódicos más prósperos del siglo
XVIII.
Momo era el dios de la ironía, de las críticas maliciosas
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y de las buenas palabras.


67
Alusión a una célebre comedia de Aristófanes, Las
Nubes, en que acusaba a Sócrates y a los sofistas. Las Nubes
era el símbolo del pensamiento filosófico de la época, al cual
Aristófanes, representante de la reacción, se oponía.
El encantamiento era uno de los talentos de Circe, hija
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de Helios, el Sol. Su mayor diversión consistía en cambiar los


hombres en monstruos, en minerales, etc. Ulises mismo,
aunque protegido por Mercurio y Minerva, sufrió sus
encantamientos.
69
Turgot, uno de los ministros más brillantes y más
eficaces del Antiguo Régimen, había emprendido una reforma
económica liberal que debía equilibrar la tesorería del Estado.
70
Esta columna astronómica formaba parte del
observatorio construido por Brillant, en un palacio edificado
sobre el emplazamiento del mercado del trigo, para Catalina
de Médicis y su astrólogo Ruggieri.
71
Los cuarenta y ocho comisarios del Gran Chátelet,
subordinados al lugarteniente general de la policía, estaban
repartidos por los veinte distritos de París.
72
“De ahí las cóleras” (Juvenal).
Alusión a un episodio de la Eneida, de Virgilio, en que
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cuenta cómo Nisos, para salvar a su amigo capturado por los


enemigos, intentó morir en su lugar.
74
Entre otras atribuciones, Mercurio era el dios de los
viajantes y de los bribones.
75
Así pasa la gloria del mundo.
76
Los antiguos distinguían cuatro temperamentos: el
sanguíneo, el linfático, el bilioso y el melancólico. En el XVIII
era moda analizar el carácter según el temperamento.
77
Sueño doloroso.
78
Aquí está la dificultad.
79
Bender, ciudad de Rusia en Besarabia, adonde se retiró
Carlos XII de Suecia después de haber sido vencido por el zar,
en Poltava. Alusión al asiento que usaba en la casa donde
vivió, hasta que ésta fue incendiada.
80
Uno de los personajes principales de la obra “El
misántropo” de Moliere, caracterizado por su frivolidad y
coquetería.
81
Según los cabalistas, ser fantástico, espíritu elemental
del aire.
82
Alusión a la obra “El ricachón en la corte” de Moliere.
83
Toussaint significa en francés “todos los santos”.
Table of Contents
PROLOGO
I.- UN VIEJO GENTILHOMBRE Y UN VIEJO
MAESTRESALA
II.- LA PEROUSE
EL COLLAR DE LA REINA
I.- DOS MUJERES DESCONOCIDAS
II.- UN INTERIOR
III.- JUANA DE LA MOTTE-VALOIS
IV.- PELUS
V.- CAMINO DE VERSALLES
VI.- UNA CONSIGNA
VII.- LA ALCOBA DE LA REINA
VIII.- EL TOCADOR DE LA REINA
IX.- EL BASSIN DES SUISSES
X.- EL TENTADOR
XI.- DE SUFFREN
XII.- EL SEÑOR DE CHARNY
XIII.- LOS CIEN LUISES DE LA REINA
XIV.- EL MAESTRO FINGRET
XV.- EL CARDENAL DE ROHAN
XVI.- MESMER Y SAINT-MARTIN
XVII.- LA CUBETA
XVIII.- MADEMOISELLE OLIVE
XIX.- MONSIEUR BEAUSIRE
XX.- EL ORO
XXI.- LA CASITA
XXII.- ALGUNAS PALABRAS SOBRE LA OPERA
XXIII.- EL BAILE DE LA OPERA
XXIV.- EL BAILE DE LA OPERA (Continuación)
XXV.- SAFO
XXVI.- LA «ACADEMIA» DE BEAUSIRE
XXVII.- EL EMBAJADOR
XXVIII.- BOEHMER Y BOSSANGE
XXIX.- LA EMBAJADA
XXX.- LA COMPRA
XXXI.- LA CASA DEL GACETILLERO
XXXII.- COMO DOS AMIGOS SE CONVIERTEN EN
ENEMIGOS
XXXIII.- LA CASA DE LA CALLE NEUVE-SAINT-
GILLES
XXXIV.- EL CABEZA DE FAMILIA DE LOS
TAVERNEY
XXXV.- EL CUARTETO DEL SEÑOR DE PROVENZA
XXXVI.- LA PRINCESA DE LAMBALLE
XXXVII.- EN LAS HABITACIONES DE LA REINA
XXXVIII.- LA COARTADA
XXXIX.- MONSIEUR DE CROSNE
XL.- LA TENTADORA
XLI.- DOS AMBICIOSOS QUE QUIEREN PASAR
POR AMANTES
XLII.- DONDE SE COMIENZAN A VER LOS
ROSTROS BAJO LAS MASCARAS
XLIII.- DONDE DUCORNEAU NO COMPRENDE
NADA DE LO QUE PASA
XLIV.- ILUSIONES Y REALIDADES
XLV.- DONDE MADEMOISELLE OLIVE COMIENZA
A PREGUNTARSE QUE SE QUIERE HACER CON
ELLA
XLVI.- LA CASA DESIERTA
XLVII.- JUANA, PROTECTORA
XLVIII.- JUANA, PROTEGIDA
XLIX.- LA CARTERA DE LA REINA
L.- DONDE VOLVEMOS A ENCONTRAR AL
DOCTOR LOUIS
LI.- ALEGRI SOMNIA77
LII.- DONDE SE DEMUESTRA QUE LA AUTOPSIA
DEL CORAZÓN ES MAS DIFÍCIL QUE LA DEL
CUERPO
LIII.- DELIRIO
LIV.- CONVALECENCIA
LV.- DOS CORAZONES SANGRANTES
LVI.- UN MINISTRO DE HACIENDA
LVII.- ILUSIONES ENCONTRADAS. SECRETO
PERDIDO
LVIII.- EL DEUDOR Y EL ACREEDOR
LIX.-CUENTAS DE CASA
LX.- MARÍA ANTONIETA, REINA; JUANA DE LA
MOTTE, MUJER
LXI.- EL RECIBO DE BOEHMER Y EL
RECONOCIMIENTO DE LA REINA
LXII.- LA PRISIONERA
LXIII.- EL OBSERVATORIO
LXIV.- LAS DOS VECINAS
LXV.- LA CITA
LXVI.- LA MANO DE LA REINA
LXVII.- MUJER Y REINA
LXVIII.- MUJER Y DEMONIO
LXIX.- LA NOCHE
LXX.- LA DESPEDIDA
LXXI.- LOS CELOS DEL CARDENAL
LXXII.- LA HUIDA
LXXIII.- LA CARTA Y EL RECIBO
LXXIV.- REY, NO PUEDO; PRINCIPE, NO QUIERO;
ROHAN, LO ACEPTO
LXXV.- ESGRIMA Y DIPLOMACIA
LXXVI.- GENTILHOMBRE, CARDENAL Y REINA
LXXVII.- EXPLICACIONES
LXXVIII.- EL ARRESTO
LXXIX.- EL PROCESO VERBAL
LXXX.- UNA ÚLTIMA ACUSACIÓN
LXXXI.- LA PETICIÓN DE MANO
LXXXII.- SAINT-DENIS
LXXXIII.- UN CORAZÓN MUERTO
LXXXIV.- DONDE SE EXPLICA POR QUE
ENGORDABA EL BARÓN
LXXXV.- EL PADRE Y LA PROMETIDA
LXXXVI.- DESPUÉS DEL DRAGÓN, LA VÍBORA
LXXXVII.- DE COMO EL SEÑOR DE BEAUSIRE,
CREYENDO HABER CAZADO LA LIEBRE, FUE
CAZADO POR LOS AGENTES DEL SEÑOR DE
CROSNE
LXXXVIII.- LOS TÓRTOLOS SON METIDOS EN LA
JAULA
LXXXIX.- LA BIBLIOTECA DE LA REINA
LXXXX.- EL GABINETE DEL JEFE DE POLICÍA
LCI.- LOS INTERROGATORIOS
LCII.- LA ULTIMA ESPERANZA PERDIDA
LCIII.- EL BAUTIZO DEL PEQUEÑO BEAUSIRE
LCIV.- EL BANQUILLO
LCV.- UNA REJA Y UN ABATE
LCVI.- LA SENTENCIA
LCVII.- LA EJECUCIÓN
LCVIII.- EL MATRIMONIO
Notas a pie de página

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