Corro Las Poéticas Débiles

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Capítulo 13

(Retóricas del cine chileno, 2012, Pablo Corro. Santiago: Editorial Cuarto Propio)
Las Poéticas débiles

Advertimos en el desarrollo del cine chileno durante esta última década un interés
progresivo por los argumentos de menudencias, de asuntos insignificantes. Un rechazo a
los temas de orden histórico con tratamientos épicos, el predominio dramático de los
roles femeninos por sobre los masculinos y un debilitamiento de la presencia actancial
de estos. Llamamos debilidad a esta preferencia por las acciones a baja intensidad, al
interés por los segundos planos, a la reivindicación del sonido como dimensión rica en
sugestiones y refractaria a las literalidades, al gusto del fuera de campo como margen
deliberado para la intervención imaginaria del espectador. Articulados estos
mecanismos en un programa de trabajo, y alineados como una estética, un estilo,
llamamos a estos modos creativos poéticas débiles.
En la ficción latinoamericana las rastreamos a través de Whisky (Pablo Stoll, 2004); El
bonaerense (Pablo Trapero, 2002); La ciénaga o La niña santa (Lucrecia Martel, 2001,
2004); Y las vacas vuelan (Lavandero, 2004); Play (Scherson, 2005); Dos hermanos
(Rodríguez, 2000); B-happy (Justiniano, 2003); Machuca (A. Wood, 2004); La vida me
mata (Silva, 2007); Tony Manero (Larraín, 2008); El cielo, la tierra y la lluvia (Torres
Leiva, 2008) y en todos los filmes del mexicano Carlos Reygadas, Japón (2002),
Batalla en el cielo (2005) y Luz silenciosa (2007).
Por su parte en el documental chileno también distinguimos una opción por la poética
débil en Retrato de Kusak (Pablo Leighton, 2004), cuya forma específica de la debilidad
es una historización de la historia individual, y una existencialización de la gran
Historia; Ningún lugar en ninguna parte (Torres Leiva, 2004), cuyas debilidades son la
pretensión narrativa de la mera exposición de los materiales de construcción de un
documental y del mismo cineasta, El tiempo que se queda (2007), donde la
marginalidad geopolíticamente central de los enfermos siquiátricos de un sanatorio, se
expone literalmente sin énfasis acusatorios y como descubriendo simultáneamente a una
inusitada experiencia de la temporalidad. Antes, y por esta misma vía, Señales de ruta
(Tevo Díaz, 2000), Un hombre aparte (Perut y Osnovikoff, 2001), El corredor
(Leighton, 2004), Tierra de agua (Carlos Klein, 2004), aun Caiozzi, en Fernando ha
vuelto (1998), más por los responsables de cámara y sonido directo que por él mismo.
Audiovisual y narrativamente la “debilidad” consiste a través de un registro que
privilegia lo vago, lo impreciso, lo del segundo plano; cuyas preferencias simbólicas
asocian la expresión con lo ambiguo, lo evocador, la alusión, la sugerencia. La
literalidad, el predominio expositivo y articulador de la acción, los encadenamientos y
los tonos dramáticos con intencionalidad épica, el monopolio absoluto de lo visual, las
metamorfosis edificantes; ya no definen el relato sino que más bien figuran como una
expectativa que no se cumple, para resonar luego en torno a las cosas como una inercia
del lenguaje.
La debilidad es el debilitamiento de la acción, de las morfologías de acción-reacción, el
desdibujamiento de los roles actanciales y del estatuto epistemológico del registro, del
estatuto de realidad de los contenidos, de la distancia del registro con el objeto; se trata,
en cierto modo, de un desdibujamiento de los límites entre lo objetivo y lo subjetivo,
entre la no ficción y la ficción, por eso es posible hacer un inventario de la presencia de
esta intención en ambos sistemas.
En términos filosóficos, una poética débil es afín a las estéticas débiles, a los dramas
débiles, a las ontologías débiles. Quien se ha referido más directamente a la noción de
ontología débil es Gianni Vattimo, de él tomamos prestado la nomenclatura que expone
en su libro El pensamiento débil (1983).
Vattimo se refiere a los nuevos ámbitos donde la filosofía encuentra el ser o al menos
donde se lo cuestiona, en el lenguaje, en los modos de consistencia de la vida cotidiana
como sitio de ocurrencia de la autenticidad o de la inautenticidad, como la vida que se
vive con propósitos, significados y fines impuestos por el sentido común. El itinerario
de la ontología débil, o de los pensamientos débiles es básicamente el de la filosofía de
la existencia, desde Nietszche hasta Heidegger, en su exégesis, pero seguramente
acogiendo o desarrollando manifestaciones contemporáneas de las filosofías
fenomenológicas, de las estéticas fenomenológicas, como en la obra de Merleau-Ponty.
La crisis de la metafísica, como el más relevante de los metadiscursos, es acaso el
acontecimiento que relega el interés activo de la conciencia cinematográfica desde los
sitios, los protagonistas, y las acciones representantes de las verdades paradigmáticas
hacia los espacios y las cosas que figuran como formas o hacia los personajes que
suspenden sus acciones para sentir que la existencia pasa por ellos, que el tiempo y el
espacio los determinan y les son indiferentes. Desde esta perspectiva o modalidad de
conciencia, dice Vattimo: “[…] que los actos se multiplican, que descubrimos una
cantidad de acciones antes inadvertidas, incluso, no visibles. Se da una inversión entre
lo que resultaba relevante y lo supuestamente banal: los gestos triviales se tornan
realidades de las que podemos extraer indicaciones, realidades significativas que nos
permiten comprender el conjunto de nuestra experiencia” (51).
Vattimo podría estar hablando de varios de los filmes que hemos nombrado, de sus
estructuras dramáticas, de sus indiscernibles, indescriptibles, pálidos argumentos. Su
descripción, que corresponde a un hecho de conciencia, se ajustaba ya a las conciencias
de las protagonistas de los filmes de Antonioni en el primer quinquenio de los 60, o a
los protagonistas del último filme de Tsai Ming Liang. Es decir, tanto para la filosofía
como para el cine, luego para el espíritu, se trata de una conmoción ya antigua, o que al
menos contamina medio siglo de occidente y de sus zonas de proliferación.
Esta doctrina, esta cosmovisión es un efecto tardío en el relato de la gran crisis de la
Modernidad a mediados del siglo pasado. Crisis, en diversos frentes, de la razón
instrumental, del progreso incesante, de la Modernidad europea como centro irradiador
de la civilización del espíritu por multiplicación de los centros divulgadores de sentido,
por la revolución mediática, en opinión del mismo Vattimo, por la multiplicación de las
imágenes del mundo, dentro y fuera de la cabeza, como llama a Deleuze a este fervor de
representaciones del mundo con efectos disolventes.
Esta noción de poética débil como manifestación dramática de un pensamiento débil,
está precedida por la noción de “crisis de la imagen acción” que propone Deleuze en el
primero de sus Estudios sobre cine. Deleuze se refiere a la crisis del cine hollywoodense
como paradigma del cine del optimismo, del trabajo como acción edificante, de la
promoción de la civilización occidental y que se articula a través de un mecanismo
infalible de acciones reacciones, de relaciones causales entre situaciones encaminadas
siempre al reestablecimiento del orden dominante. Para Deleuze, la Segunda Guerra
Mundial como acontecimiento que pone en descrédito los ideales fundantes del
proyecto occidental, el relato de supremacía ética de occidente respecto del resto del
mundo, que en suma descalifica la razón instrumental y sus formas reflejas del trabajo,
de la técnica, como instancias de mejoramiento de lo humano, es el gran factor de
mortificación de la agilidad y la candidez, de la violencia festiva siempre sosegada por
el orden del cine de acción de Hollywood, del cine de géneros. A este mismo proceso
Georges Sadoul en su Historia del cine mundial (2000) lo denomina “crisis del cine
occidental”, crisis del cine burgués, lo concibe también como un nihilismo provocado
por la guerra y, tal como Deleuze, lo ve como un factor de promoción del Neorrealismo
italiano, acaso el movimiento más influyente de la segunda mitad del siglo XX en las
cinematografías mundiales.
El relevo del drama de la imagen acción, ese de los encadenamientos fuertes, por un
relato coral, ficticio y documental, sensible a la ruina, con la acción mortificada a fuerza
del protagonismo de desocupados, jubilados, mujeres y niños, drama de las periferias,
del pasmo y el vagabundeo, que aparece con el Neorrealismo italiano, es denominado
por Deleuze en La imagen-movimiento como drama óptico, y a sus peripecias de nada,
como acontecimientos blancos.
Debido al tedio dominante, que se irá acentuando hasta la evacuación dramática del
relato antes de tiempo (en los años 70, con El pasajero de Antonioni, 1975) por la
apatía, y la obcecación dramática de la contrariedad, Georges Sadoul, en su Historia del
cine mundial, llamará al neorrealismo, como su referente más nítido, cine de la crisis de
la modernidad, cine de la crisis de la burguesía.
A fines de los 40, André Bazin, considerando estas obras, las primeras de Rosellini,
Zavattini y Visconti, sostenía que la más alta inteligencia fílmica se encontraba en Italia,
y que esa inteligencia producía un relato lo bastante abierto, disperso y no esquemático
para conceder al espectador nuevos márgenes para su libertad de recorrido, apertura
narrativa y compositiva, lingüísticamente formalizada en el plano secuencia y la
profundidad de campo. A mediados de los 60, Pasolini establece la existencia de un
“Cine de poesía”, cuyos mejores exponentes son él mismo, Bertolucci, Antonioni,
Godard, Bergman, Resnais, aunque no lo diga, y Glauber Rocha.
Según el cineasta y poeta italiano, el cine, “lengua visible de la realidad”, deviene
poesía cuando es capaz de debilitar narrativamente lo real para exponerlo a las
influencias del sueño, del mito, de la tragedia, de la prehistoria. En Pasolini, el
debilitamiento del drama burgués, al igual que después en Glauber Rocha, se ejecutará,
y con ello él mismo será ejecutado, a través del irracionalismo y la violencia, definidos
ambos por Rocha, en 1967 y 1971, en la Estética del hambre y la Estética del sueño,
respectivamente, como el sentido central de lo revolucionario y la consecuencia más
noble del hambre.
Estas poéticas débiles aparecen en naciones en reconstrucción, ansiosas de eludir
narraciones mitológicas culpables; aparecen como contradiscurso de lo económico, del
lucro, del milagro económico, son el relato que sigue a las comedias de los
sinvergüenzas, o se desenvuelven a la par de ellas como mofas de la épica del lucro.
Basta considerar como preceden a los filmes latinoamericanos mencionados una serie
monomaniaca de tramposos, de caza fortunas: Amores perros (González Iñárritu, 2000),
La fiebre del loco (Wood, 2001), Taxi para tres (Lübbert, 2001), Negocio redondo
(Carrasco, 2001), Pizza birra faso (Caetano, 1998), Nueve reinas (Bielinsky, 2000); y
en el caso europeo, antes de las mujeres histéricas o pasmadas de Antonioni y de
Resnais están los pickpocket, los fugados de Bresson de Jacques Becker en Le Trou
(1960), los vitelloni, bidone, de Fellini en los filmes homónimos, en Lo Sceicco bianco
(1952) o en I soliti ignoti de Monicelli (1958).
En América latina se manifiestan inspiradas por el Neorrealismo en los 60 y bajo la
forma inaugural, fundacional del Nuevo Cine.
Las mezclas entre lo documental y lo ficcional, que resultan de la manifestación
espectacular de la realidad social e histórica, y de las dificultades para congeniar la
educación y el entretenimiento, el compromiso y la autonomía estética, el goce de los
sentidos y la conciencia crítica, y sobre todo, de la necesidad de negar la fatalidad de la
narración burguesa de la ejemplaridad, de la identificación y la catarsis, consisten en:
El cine imperfecto (1969) de Julio García Espinoza, en La estética del hambre (1965) y
La estética del sueño (1971) de Rocha, y en El tercer cine (1968) de Solanas y Gettino
(1968).
En esos diversos programas y manifiestos, la precariedad es capitalizada estética,
creativamente. Mario Handler, cineasta uruguayo del periodo del Nuevo Cine, define la
falta de recursos como una posibilidad expresiva. Todos los propósitos que
estéticamente subsisten o que conquistan cierta consistencia retórica se identifican con
diversas revelaciones menos con la de la acción o la de la edificación: se trata de hacer
cada vez más visibles a los periféricos, desde Las callampas (1957) de Rafael Sánchez,
La marcha del carbón (1960), de Sergio Bravo, Herminda de la Victoria (1969) de
Douglas Hubner o Reportaje a Lota (1970) de Roman y Bonacina donde el pueblo pasa
de figurante a sujeto de primer plano, pero aún sin habla, hasta la exclusiva realidad y
consistencia lingüística de sus manifestaciones y creencias en Patricio Guzmán y,
especialmente, en Raúl Ruiz.
La visibilidad de las contradicciones será, en la mayoría de los casos en Memorias del
subdesarrollo (1968) de Gutiérrez Alea, en El chacal de Nahueltoro (1969) de Littin,
más un inventario contradictorio de realidades, de discursos, de significaciones, que la
formalización ejemplar de un modo de acción o de camino. La revolución minuciosa de
todas las normalizaciones de sentido, supone saltar de los signos mismos a los
referentes, al afuera, nominar lo de más allá, atisbarlo, balbucear su existencia, o en
conformidad con el miedo, sustituir una definición desacreditada por otra nueva y
pretenciosa, aludir a la existencia de un más allá inagotable. En esas periferias abiertas
aparece la mujer, el desierto de Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (1964) de Rocha,
Atacama en Caliche sangriento (1969) de Helvio Soto, las serranías, el altiplano
boliviano en Yawar Mallku (1969) de Sanjinés. Esos parajes no son Mundo sino Tierra,
en la nomenclatura de Heidegger, lo circundante opaco, absurdo, indiferente; en la
Tierra la acción es inútil, mortificada y resalta el silencio, la sonoridad que presencia el
espacio sin término y materializa el tiempo.
Cuando las imágenes deben propiciar los cambios y señalar las argucias y la resistencia
técnica programada de las cosas, aparece en Latinoamérica el audio y el audio fuerte.
Claramente en Cuba y en Brasil, en ambos casos para los fines señalados y para
distinguir nítidamente los cantos que retoman una sabiduría inmemorial por sobre las
contradicciones de la imagen.
En Chile el audio aparece aún más tarde con la fortaleza o la desmesura de los
discursos, y en la Dictadura, en régimen de clausura, como en el México de Ripstein,
conforme a la necesidad de la voz baja, de la nitidez del susurro, los susurros de Caiozzi
en Julio comienza en julio (1977). El énfasis en el audio se justifica porque es el nivel
expresivo de las poéticas débiles, el hermano postergado de la expresión
cinematográfica. Según Robert Stam, en su libro Teorías del cine (2001), y
reconsiderando a Christian Metz, de las cinco pistas de la expresión cinematográfica,
tres conciernen a lo acústico: palabras, música, ruidos. El mundo de lo acústico es, en el
modo de su relativa autosuficiencia, el reino de las sugerencias, la expresión que admite
la co-creación, la expresión interválica, cuya referencialidad genérica requiere de la
intervención de una, de cualquier subjetividad.
La expresión acústica es la que mejor corresponde a la expresión que juega con el
“desalejamiento de seres” (Heidegger) y con la evidencia de la inagotable vastedad de
lo circundante, lo sonoro, articulado desde el espacio off, o conforme a la expresión de
lo fuera de campo, agrega espacio al espacio, luego debilita y relativiza la hegemonía
visual y la pretensión de univocidad semántica, narrativa de lo visible. Como diría el
filósofo de El ser y el tiempo, a propósito de la materialización de espacios en la
escultura, el sonido en el cine puede disponer lugares y poner estos lugares en relación
con la libre vastedad de la comarca.
Las obras que nos ocupan ahora son los últimos efectos de la descompresión del cine
tras las dictaduras en Argentina, Chile y Uruguay. Lo que viene después. El medio es el
de la reconstrucción de las expectativas a la posibilidad real de existencia cultural en
situación de una subsistencia estructural del fascismo, lo mismo que en la Italia
democratacristiana tras el fascismo, el desencanto, la evacuación de las esperanzas de
reparación y de reestablecimiento en todos los sentidos pueden ser consideradas como
anonadamientos temáticos, retóricos, como una disponibilidad plástica del entorno.
Estas conciencias cinematográficas formadas, bajo el influjo de la televisión, de la
publicidad, a la distancia, con tecnologías renovadas, ligeras, video, digital, high
definition, con laboratorios de audio y sistemas más ligeros de finalización, de término
de la expresión, distinguen en el adentro y el afuera inmediato una infinidad de
discursos de formas, de lenguajes, de creencias, de monumentos subjetivizados y de
pertenencias historizadas.
Tal vez se trate de un efecto de la larga vida puertas adentro, de la compensación
intensiva de la falta de espacio extensivo, o porque el prestigio de las conexiones fijas
con el afuera distante, esa ilusión de mundo a través de las pantallas, favorece la
vivencia del afuera próximo con sus inagotables existencias contradictorias a través de
una resistencia tenaz a esa acostumbrada concertación épica, efecto de la urgencia, de la
fatalidad, o del gusto de su asimilación personal.

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