Educando Emociones
Educando Emociones
Educando Emociones
Nuestra sociedad ha valorado de forma pertinaz durante los últimos siglos un ideal
muy concreto del ser humano: la persona inteligente. En la escuela tradicional, se
consideraba que un niño era inteligente cuando dominaba las lenguas clásicas, el latín o el
griego, y las matemáticas, el álgebra o la geometría. Más recientemente, se ha identificado
al niño inteligente con el que obtiene una puntuación elevada en los tests de inteligencia. El
cociente intelectual (CI) se ha convertido en el referente de este ideal y este argumento se
sustenta en la relación positiva que existe entre el CI de los alumnos y su rendimiento
académico: los alumnos que más puntuación obtienen en los tests de CI suelen conseguir las
mejores calificaciones en la escuela.
En el siglo XXI esta visión ha entrado en crisis por dos razones. Primera, la inteligencia
académica no es suficiente para alcanzar el éxito profesional. Los abogados que ganan más
casos, los médicos más prestigiosos y visitados, los profesores más brillantes, los
empresarios con más éxito, los gestores que obtienen los mejores resultados no son
necesariamente los más inteligentes de su promoción. No son aquellos adolescentes que
siempre levantaban primero la mano en la escuela cuando preguntaba el profesor o
resaltaban por sus magníficas notas académicas en el instituto. No son aquellos
adolescentes que se quedaban solos en el recreo mientras los demás jugaban al fútbol o
simplemente charlaban. Son los que supieron conocer sus emociones y cómo gobernarlas de
forma apropiada para que colaboraran con su inteligencia. Son los que cultivaron las
relaciones humanas y los que conocieron los mecanismos que motivan y mueven a las
personas. Son los que se interesaron más por las personas que por las cosas y que
entendieron que la mayor riqueza que poseemos es el capital humano.
Por otra parte, los aspectos personal e interpersonal también son bastante
independientes y no tienen que darse de forma concadenada. Tenemos personas muy
habilidosas en la comprensión y regulación de sus emociones y muy equilibradas
emocionalmente, pero con pocos recursos para conectar con los demás. Lo contrario
también ocurre, pues hay personas con una gran capacidad empática para comprender a los
demás, pero que son muy torpes para gestionar sus emociones.
Los sentimientos son un sistema de alarma que nos informa sobre cómo nos
encontramos, qué nos gusta o qué funciona mal a nuestro alrededor con la finalidad de
realizar cambios en nuestras vidas. Una buena percepción implica saber leer nuestros
sentimientos y emociones, etiquetarlos y vivenciarlos. Con un buen dominio para reconocer
cómo nos sentimos, establecemos la base para posteriormente aprender a controlarnos,
moderar nuestras reacciones y no dejarnos arrastrar por impulsos o pasiones exaltadas.
Ahora bien, ser conscientes de las emociones implica ser hábil en múltiples facetas tintadas
afectivamente. Junto a la percepción de nuestros estados afectivos, se suman las emociones
evocadas por objetos cargados de sentimientos, reconocer las emociones expresadas, tanto
verbal como gestualmente, en el rostro y cuerpo de las personas; incluso distinguir el valor o
contenido emocional de un evento o situación social.
Por último, la única forma de evaluar nuestro grado de conciencia emocional está siempre
unida a la capacidad para poder describirlos, expresarlos con palabras y darle una etiqueta
verbal correcta. No en vano, la expresión emocional y la revelación del acontecimiento
causante de nuestro estrés psicológico se alzan en el eje central de cualquier terapia con
independencia de su corriente psicológica.
FACILITACIÓN EMOCIONAL
COMPRENSIÓN EMOCIONAL
Para comprender los sentimientos de los demás debemos empezar por aprender a
comprendernos a nosotros mismos, cuáles son nuestras necesidades y deseos, qué cosas,
personas o situaciones nos causan determinados sentimientos, qué pensamientos generan
tales emociones, cómo nos afectan y qué consecuencias y reacciones nos provocan. Si
reconocemos e identificamos nuestros propios sentimientos, más facilidades tendremos
para conectar con los del prójimo. Empatizar consiste «simplemente» en situarnos en el
lugar del otro y ser consciente de sus sentimientos, sus causas y sus implicaciones
personales. Ahora bien, en el caso de que la persona nunca haya sentido el sentimiento
expresado por el amigo, le resultará difícil tratar de comprender por lo que está pasando.
Aquél que nunca ha vivido una ruptura de pareja, en ningún momento fue alabado y
reforzado por sus padres por un trabajo bien hecho o jamás ha sufrido la perdida de un ser
querido realizará un mayor esfuerzo mental y emocional de la situación, aun a riesgo de no
llegar a entenderlo finalmente, para imaginarse el estado afectivo de la otra persona. Junto
a la existencia de otros factores personales y ambientales, el nivel de IE de una persona está
relacionado con las experiencias emocionales que nos ocurren a lo largo del ciclo vital.
Desarrollar una plena destreza empática en los niños implica también enseñarles que no
todos sentimos lo mismo en situaciones semejantes y ante las mismas personas, que la
individualidad orienta nuestras vidas y que cada persona siente distintas necesidades,
miedos, deseos y odios.
REGULACIÓN EMOCIONAL