Mary Balogh - Serie Waite 01 - El Lugar de Encuentros
Mary Balogh - Serie Waite 01 - El Lugar de Encuentros
Mary Balogh - Serie Waite 01 - El Lugar de Encuentros
Por dos semanas completas, todos los sucesos en el hogar Maynard giraron en
torno a un solo hecho: Felicity volvía a casa.
Se compraron vestidos nuevos de muselina para las gemelas, hechos por la
costurera del pueblo, no del modelo más moderno, ya que la copia de Belle
Assemble de la cual habían sacado el patrón tenía un año de antigüedad. Pero de
todas formas eran vestidos nuevos, uno del color de las prímulas, y el otro rosa, ya
que nadie, ni siquiera Papá en su estado de ánimo más distraído, podía
diferenciarlas cuando llevaban ropa igual. Felicity las vería en sus mejores galas y
quizás pudieran convencerla que eran jovencitas maduras y sofisticadas.
Durante esas dos semanas, el Señor Maynard pasó menos tiempo del
acostumbrado en su oficina, leyendo los libros de cuentas, y más en el establo,
asegurándose que los animales estuviesen bien cuidados, y en los campos,
controlando que estuviesen bien plantados y las vacas y ovejas a salvo en los
pastizales. Era importante que Felicity encontrara una propiedad próspera al
llegar. No haría que sintiera que su sacrificio había sido en vano. Todavía se sentía
culpable al pensar en ello. Por lo tanto, evitaba hacerlo.
La Señora Maynard acaparó los servicios del ama de llaves y el jardinero. La
primera le ayudó a hacer inventario de toda la ropa de mesa y cama. Las segundas
mejores sábanas y fundas de almohadas no serían suficientes, incluso en las
habitaciones que Felicity no visitaría. Todas las camas estarían vestidas con lo
mejor. Y todos los manteles debían ser cambiados. Los de encaje, esos que ella
misma había bordado con su mamá antes de su boda. Al jardinero se le dieron
instrucciones de asegurarse de que el césped estuviese bien podado, los arbustos
arreglados y los narcisos y tulipanes florecidos. El pobre hombre se vio confundido
por esa última instrucción, ya que, según su experiencia, las plantas florecían
cuando estaban listas y morían cuando les llegaba la hora. Pero si la Señorita
Felicity estaba por llegar, él haría su mejor trabajo.
Los chicos Maynard no estaban en casa. Cedric había sido nombrado
recientemente vicario de St. Jude, a unas treinta millas de distancia, y había
contraído matrimonio con la anteriormente Señorita Bertha Mannering, hija del
dueño de la propiedad vecina. Era poco probable que vinieran por el mero
propósito de ver a Felicity, pero Laura, la más industriosa de las gemelas, se sentó
a escribirles una larga carta informándoles de la próxima visita de su hermana.
También le escribió a Adrian. Pero el pobre chico quizás tuviese sus libertades
mucho más restringidas. Seguro que desearía ver a su hermana, pero los
estudiantes de Eton no eran libres de regresar corriendo a casa por cualquier cosa.
De ser ese el caso, Adrian no sería un alumno interno, sino un simple pupilo de día
reflexionó Laura antes de firmar el pie de la apretada carta.
Felicity regresaría a casa después de cinco años. Era un largo tiempo. El Señor
Maynard apenas empezaba a recuperarse cuando ella se marchó. Sus campos
estaban sin cultivar, los establos vacíos, las cercas rotas y las casas de los inquilinos
dilapidadas. Solo en estos últimos dos años, la propiedad había empezado a verse
como un sitio de calidad nuevamente.
Cinco años antes, la Señora Maynard apenas recuperaba la placidez de
carácter que la habían ayudado a superar innumerables crisis ilesa. La había
perdido durante un tiempo, amargada por la convicción de que se dirigían a la
bancarrota. Su ocupación favorita durante esos días era hacer inventario de los
muebles de la casa, las pinturas, sábanas, vajilla, ollas y sartenes, toda la ropa y
joyas que poseían y hacer listas de en qué orden podrían ser empeñadas o
vendidas.
Cinco años antes, Cedric acababa de marcharse a Oxford y la Señora Maynard
había derramado incontables lágrimas durante la visita de Felicity por el milagro
que le había permitido asistir allí en lugar de buscar trabajo en una granja o en
alguna de las fábricas que recientemente se habían establecido en la ciudad.
Adrian solo tenía diez años entonces y ya se beneficiaba de los servicios de un
estricto tutor. Aunque Adrian no lo había considerado beneficio. Solía ser, y aún lo
era, tan diferente a su hermano como la tiza del queso. Mientras que el hermano
mayor nunca era más feliz que cuando tenía la nariz enterrada en un libro, Adrian
veía el leer y la educación como una invención terrible para interrumpir la vida
cotidiana. De haber podido pasar sus días trepando árboles en la propiedad de su
padre, pescando en el río o paseando a caballo, mezclándose con los trabajadores
de la propiedad, ofreciendo asistencia y mostrando una resistencia notable para
alguien tan joven y de tan gentil crianza, habría pensado que no era necesario
morir para ir al Paraíso.
Las gemelas tenían trece años entonces, altas y larguiruchas, con el cabello a
la cintura, los vestidos invariablemente rotos en algunas partes, ruidosas y algo
salvajes. Tomaban lecciones con Adrian y practicaban en el pianoforte durante
media hora todos los días y se sentaban con Mamá todas las tardes a aprender
puntos de bordado. Dibujaban y pintaban con acuarelas, tan talentosas en el arte
como cientos de otras muchachas inglesas. Todavía trepaban árboles con Adrian
cuando no tenían otra cosa que hacer, y aún montaban a pelo cuando no había
nadie que las regañara. Y empezaban a notar y reír discretamente cada vez que un
muchacho apuesto se atravesaba en sus caminos, normalmente los domingos en la
iglesia. Muchas veces la que quedaba sentada más cerca de su madre recibía como
castigo un afilado codazo en las costillas.
Los cuatro miembros de la familia que aún vivían en casa esperaban con
ansiedad la oportunidad de mostrarle a Felicity cómo habían cambiado las cosas.
El Señor Maynard estaba ahora indiscutiblemente cómodo. Los granjeros en las
propiedades aledañas envidiaban sus campos bien cuidados y próspera propiedad.
La Señora Maynard, sin envanecerse, disfrutaba ahora de la posición de dama
principal del vecindario. Ella y su familia ocupaban los únicos banquillos acojinados
de la iglesia y siempre se le consultaba en asuntos de la comunidad. Su nombre
encabezaba las listas de invitados a todos los eventos sociales de la zona. Era
gratificante, especialmente cuando la poderosa hija de uno venía de visita.
Las gemelas, por supuesto, desbordaban de emoción de poder mostrarle a su
hermana mayor lo maduras que eran ya, a los dieciocho, llenas de elegancia y
sabiduría. Tenían un plan armado, del cual solo ellas estaban al tanto, y
bromeaban a menudo al respecto, pero prometieron no revelarle nada a nadie, ni
siquiera a Felicity, hasta no estar seguras que sería bien recibido.
Al llegar la tarde del día esperado, las emociones alcanzaron su punto más
alto. El Señor Maynard realizó no menos de tres visitas al establo para asegurarse
que los mozos habían cepillado a los caballos hasta que brillaran sus pelajes.
Mamá y las gemelas estaban ya vestidas, las chicas en sus trajes nuevos, la Señora
Maynard en su segundo mejor vestido, el que usaba los domingos en la iglesia. La
cocinera estaba encerrada en la alacena, luego de hornear cuatro tortas al
recordar que las cuatro eran las favoritas de la Señorita Felicity, y preparar una
cena suficiente para un pequeño banquete.
Lady Felicity Wren intentaba relajarse en el lujoso carruaje en el cual viajaba
sola. Si cerraba la ventana, el interior se tornaba caluroso y opresivo. Si la abría, el
polvo del camino lastimaba sus ojos y garganta. El asiento que ocupaba, aunque
acojinado y cubierto de terciopelo, se tornaba incómodo luego de tantas horas de
viaje, con una sola parada para comer. Se había quitado el bonete y los guantes de
cabritilla hacía un buen rato ya. Pero ansiaba llamar al panel delantero y ordenarle
al paje acompañante que la ayudara a bajar para caminar un rato entre la hierba,
sintiendo su frescura en los talones y recoger algunas prímulas. Pero claro, no lo
haría. Ahora era Lady Wren. Pero era increíble como la cercanía al hogar podía
anular los hábitos de ocho años y volver a comportarse como una chiquilla.
Suspiró.
¡Cinco años! Habían pasado cinco años desde que había estado en casa. No
podía explicarse por qué había pasado tanto tiempo. Había pasado la mayor parte
de ese tiempo en Inglaterra, aunque ella y Wilfred había paseado por el
Continente largo rato. Era cierto que vivían al norte, demasiado lejos de Sussex
para hacer visitas casuales, pero no era excusa. Había estado en Londres para la
Temporada casi todos los años. Siempre se había prometido que se tomaría una
semana de las visitas sociales de la ciudad durante la primavera para visitar su
hogar. Pero no lo había hecho luego del primer par de años. Había estado feliz de
ver a sus padres recuperarse, saberlos felices de que su propiedad y posición
estaban seguras. Era gratificante ver a Papá hacer el esfuerzo por mejorar su
propiedad para volverse autosuficiente. Le había alegrado ver a los niños y saber
que su estilo de vida estaba asegurado.
Aun así, esas primeras visitas le habían resultado dolorosas. El preservar su
felicidad y seguridad le habían sido costosas. No que considerara su vida con
Wilfred insoportable. De hecho, había llevado una vida más llena de glamour de la
que había soñado jamás. Pero cuando estaba en casa, recordaba demasiado bien
como había sido antes: una rutina simple y feliz. Y siempre tenía que mostrarse
entusiasmada en esas visitas, describiendo las reuniones en Sociedad, su
presentación ante la anciana reina en St. James, sus visitas a Viena, Roma y Paris.
Tenía que vestirse con sus trajes más finos. Todo para convencerlos de que estaba
feliz y que no había sido ningún sacrificio.
Todo eso podría haberlo soportado. Podría haber continuado sus visitas. Pero
había habido otra cosa. No sabía si podría encontrarse con Tom en una de esas
visitas y eso no lo habría podido soportar. Y aun así, cada vez que no lo
encontraba, regresaba a la ciudad decepcionada. Claro, durante las primeras dos
visitas sabía que no le encontraría. Todavía estaba en la universidad la primera vez.
La segunda, él se encontraba viajando por Europa. Pero en la tercera ocasión, ella
sabía que él estaría en casa y se había esforzado tremendamente por evitarlo,
incluso fingiendo una jaqueca para no tener que acompañar a la familia a la iglesia
el domingo.
Pero todo eso había quedado atrás. Por primera vez en ocho años, era
realmente libre e iba a aprovecharlo. Tenía todas las intenciones del mundo de
vivir a plenitud, dejar el pasado atrás y resarcirse por el tiempo perdido. Se había
casado con Wilfred ocho años atrás. Había hecho el sacrificio, casi a regañadientes,
pero lo había hecho de todas maneras. Podía recordar el horror que había sentido
cuando el anciano caballero que le había causado tanto disgusto en una fiesta de
cumpleaños el día anterior había venido de visita para hacerle una oferta a su
padre. Sabía que era una jovencita muy hermosa, con su bien desarrollada figura,
grueso cabello rubio y complexión de mármol. Y se había vestido para impresionar
ese día, un vestido de brocado de Bruselas con seda rosa, una invención ensoñada
de la costurera del pueblo. Pero al día siguiente maldijo su belleza y su hermoso
vestido. Sir Wilfred Wren deseaba contraer matrimonio con ella.
La idea debería haber sido insólita. La propuesta debió ser tratada como un
enorme chiste familiar. Sir Wilfred tenía más de sesenta años: jamás se había
casado y obviamente jamás había sido un hombre apuesto. Tenía un
comportamiento descarado y excesivamente optimista, el cual Felicity había
encontrado que venía de una profunda inseguridad en sí mismo. Aunque aceptado
en los círculos más altos de la Sociedad, no encajaba con naturalidad allí. Era lo
que llamaban un citadino, un hombre que había amasado su fortuna como
mercader. Solo lo aceptaban por el hecho de ser enormemente rico.
Esto último había sellado el destino de Felicity. En ese entonces su padre estaba al
borde de la ruina. No había manera de posponer ninguna de sus deudas. Su
nutrida familia enfrentaba un futuro bastante negro. Sir Wilfred Wren había sido
como un regalo del cielo. Por alguna razón, había decidido que quería a Felicity
para sí. Estaba dispuesto a pagar las más altas sumas. Ahora que poseía grandes
riquezas, el dinero no era nada para él. El Señor Maynard y luego su esposa le
habían suplicado a ella que lo considerara. Era cierto que era muy joven y que
seguramente Tom Russell le haría una oferta al terminar sus estudios, y que Wren
era un anciano. ¿Pero soportaría ver a su familia arruinada, y compartir esa ruina
cuando tenía el poder de salvarlos, de ayudar a su padre a recuperarse?
Felicity había llorado y agonizado por su decisión, sollozando en voz alta por
Tom, quién en ese momento estaba lejos en la universidad. Pero en el fondo sabía
que no había otra opción. Solo podía reconciliarse con lo que debía hacer. Y
entonces lo hizo. A los dieciocho se casó con un hombre de sesenta y dos y se
había marchado con él. No podía quejarse. Él se había esmerado en complacerla,
cubriéndola de regalos, vistiéndola con lo mejor y llevándola de paseo por toda
Inglaterra y Europa, ufanándose de ella en todos los eventos sociales de mérito.
Había sido muy amable con ella. Pero podía admitir, desde la privacidad de su
carruaje, que la libertad se sentía muy bien. Wilfred había muerto un año antes, de
un infarto. Estaban en Roma. Su paje le había encontrado muerto al llevarle el
agua para afeitarse. Felicity había traído su cuerpo a casa para ser enterrado y
había pasado su año de luto con Beatrice, su cuñada solterona de cincuenta años,
quién había dedicado su vida a cuidar de su hermano. Ahora Felicity era libre. Se
había quitado el vestido gris de luto dos días antes. Ayer en la mañana, al
marcharse a la casa de su padre en Sussex, se había puesto un vestido azul que le
había comprado Wilfred en Italia. Hoy, estaba vestida de verde. Y sentía que le
habían quitado un peso de los hombros. Se había despedido de Beatrice ayer
temprano y se había marchado sola. A su cuñada le había preocupado que
insistiera en viajar sin una doncella, especialmente cuando debía pasar una noche
en el camino, pero Felicity había insistido en viajar sola. No tenía intenciones de
estar atada a nada más. Tenía veintiséis años y era excesivamente adinerada. Si
deseaba viajar sola y quedarse en una posada sola, lo haría.
Empezó a reconocer lugares. Cinco años empezaron a parecerle largo tiempo
otra vez. ¿Habrían cambiado las cosas? De las cartas de Laura y las ocasionales de
su madre y Lucy, sabía que la propiedad prosperaba. Le intrigaba el volver a ver a
las gemelas. Habían crecido, ahora de la edad que ella tenía al casarse con Wilfred.
Seguro ya no usaban colitas. ¿Aún se reirían como niñas? ¿Las sabría diferenciar?
Por primera vez en ocho años podría disfrutar de su hogar. Quizás el verlos
felices le recordaría de los ocho años anteriores no habían sido en vano. Pero, oh,
a veces era tan terrible saber que tenía veintiséis y jamás había sido realmente
libre. Se dio una sacudida mental a sí misma. Había conocido gente y visto lugares
que muchos de cincuenta darían una pierna y un brazo por ver. No debía quejarse.
También podría disfrutar de su visita de otras formas. Luego de ocho años ya
no temía encontrarse a Tom. De hecho, lo deseaba. En esos años finalmente se lo
había sacado del sistema. No diría que le alegraba que Wilfred apareciera para
evitar ese matrimonio, pero le alegraba no haberse casado con Tom. Su vida de
casada le había mostrado que había mucho más que hacer en la vida. Con Wilfred
había visto mucho que la había llenado de ansias por más. Había sido parte de
todo eso, pero de alguna manera excluida. Había sido una mujer casada con un
marido muy posesivo. Se había enterado muy temprano en su matrimonio que
frecuentemente los miembros de la Sociedad, incluso muchas damas, vivían sus
vidas casados con alguien por conveniencia, para mantener su estatus social, pero
llevaban amoríos aparte. Esas personas vivían alegremente y sin preocupaciones.
Pero ella jamás se había unido a sus filas. Podría haberse escapado de Wilfred
algunas veces, pero jamás se habría atrevido siquiera a coquetear con otro
hombre.
Pero había ansiado por esa vida. Y ahora la tenía al alcance. Era dueña de una
elegante mansión en Pall Mall y tenía tanto dinero que jamás dudaba en
comprarse un carruaje o un vestido nuevo. Era aún lo suficientemente joven para
ser deseable, y sabía, sin vanidad, que era hermosa. Quizás más que a los
dieciocho. Era ahora más elegante y sabia. Sabía que los hombres la encontraban
atractiva. Cada Temporada, alguno intentaba seducirla para llevarla a la cama, y
siempre estaban tan rodeada de pretendientes como las más jóvenes debutantes.
Lo sabía y ahora era libre de hacerlo. Luego de visitar a su familia dos semanas, se
mudaría a Londres, donde tendría la más alegre y brillante Temporada de su vida.
Se buscaría un apuesto, joven y adinerado hombre de alto rango y se casaría con
él. La muy pudorosa Lady Wren, a quienes los hombres habían deseado en sus
camas y habían sentido lástima por su matrimonio, se emparejaría brillantemente
en la Temporada, y se casaría en St. George, Hanover Square, con la crema y nata
de la Sociedad como invitados. Viviría el resto de su vida al frente de la vida social.
Sería ricamente compensada por ocho largos y fastidiosos años.
Si, estaba muy feliz de no haberse casado con Tom. La última vez que lo había
visto tenía veinte años, pero ya mostraba la fuerza y madurez de un hombre
adulto. Sabía exactamente lo que quería en la vida y Felicity no pensaba que
cambiaría de opinión. Al menos en las menciones ocasionales en las cartas, parecía
que él vivía de acuerdo a su plan. Había ido a la universidad y esforzado en sus
estudios. Tom siempre había opinado que el conocimiento era invaluable. Incluso
si pensaba vivir el resto de su vida en el campo manejando la propiedad de su
padre, su mente sería libre para vagar por la universidad, solía decir. Leía
constantemente. Su plan había sido regresar a casa, tomar posesión de la
propiedad de su padre, casarse con Felicity y asentarse para producir una familia
numerosa.
No había hecho varias de esas cosas. No se había asentado inmediatamente,
sino que había viajado por más de un año. No se había casado y formado una
familia. Pero si había tomado posesión de la propiedad de su padre, y ahora era
efectivamente el dueño, desde la muerte del mísmo tres años antes. Su madre
había muerto siendo él muy joven. Felicity asumía, por los comentarios en las
cartas, que era un buen administrador. Sus tierras prosperaban, por lo menos
tanto como las de su padre. Y eso le probaba que Tom no había cambiado. Estaría
feliz de pasar el resto de su vida en el campo. Temblaba al pensar que podría estar
atrapada allí con él. Ocho años con Wilfred habían sido difíciles. Pero ciertamente
toda una vida con Tom habría sido insoportable, luego de que el amor se asentara
en una rutina matrimonial.
Estaba ansiosa por verlo. Le daba curiosidad intentar recordar por qué lo
había querido tanto y llorado por más de tres años luego de su matrimonio.
Seguramente lo encontraría aburrido ahora. Incluso le avergonzaría recordar sus
momentos juntos, las cosas que habían hablado, los besos compartidos, en
especial el último cuando él había regresado a toda prisa de Cambridge… Sería
bueno verlo otra vez por lo que era, un aburrido granjero, buen hombre sin duda,
pero ahora muy lejos de lo que deseaba. La última pieza de su pasado por superar
antes de enfrentar su nueva vida.
Oh, era bueno estar viva. Felicity abrió la ventana, respirando el aroma de la
primavera junto al polvo. ¡Pronto ahora! Vería su casa luego de la próxima colina.
Sacó la cabeza por la ventana, sin prestar atención a que la brisa le despeinaba el
cabello. Y allí estaba finalmente, su casa, los establos, sorprendentemente iguales.
El amplio jardín, bordeado de oro y varios tonos de rosa, el orgullo de su madre,
los narcisos y tulipanes. Al este del jardín, el arroyo bordeado de arbustos, un
paraíso para Cedric, Tom y ella de niños, y luego un lugar de encuentros
clandestinos. Si, fue allí, bajo el cedro, donde vio a Tom por última vez antes de
casarse, dónde… Pero no importaba ya. Era historia antigua. El recuerdo ya no le
causaba dolor, sino solamente dulce nostalgia.
Entonces alzó el brazo, sus veintiséis años y elegancia señorial lanzadas al
olvido al saludar a las figuras que le esperaban en la entrada. Desaparecieron un
instante al descender el carruaje la colina que llevaba a la entrada de piedra y el
camino de grava que guiaba a la casa.
Mamá estaba allí, ni un día mayor, vestida como si fuese a la iglesia. Papá
estaba al fondo, las manos a la espalda, con ademán seguro pero una ligera sonrisa
curvando sus labios. Y las gemelas la hicieron reír, obviamente emocionadas pero
intentando parecer elegantes y sofisticadas. ¡Qué hermosas eran! Y, por todos los
cielos, ¿cuál era cuál?
—¡Felicity! —exclamó una y ambas echaron a correr al carruaje.
Capítulo 2
Tom Russell se encontraba sentado en una gastada silla de cuero frente al
fuego que había encendido para calentarse en el frescor de la noche. Descansaba
el mentón sobre la mano, el codo apoyado en el reposabrazos. Un pie embotado
descansaba sobre el otro reposabrazos. No se había vestido para cenar. A veces lo
hacía, pero le parecía una pérdida de tiempo, a menos que tuviera invitados. Tenía
un vaso casi lleno de oporto en la mesita junto a él, pero no lo había tocado en un
buen rato. Una vez se había emborrachado por tres días seguidos, y el proceso de
regresar a la sobriedad le había resultado doloroso. Y todo había sido sin sentido.
La bebida había calmado el dolor por corto tiempo, pero tuvo de todas formas que
enfrentarlo al final. Desde entonces, Tom bebía con mesura, especialmente
cuando algo le carcomía la cabeza. Ahora prefería enfrentar los problemas de
frente, valiéndose de su cerebro y aguante emocional.
Ella estaría en casa ahora, seguramente. Tomaba dos días viajar de Yorkshire,
pero pudo haberse arreglado de modo que no viajara de noche. Y ya había caído la
noche. Los ojos de Tom se dirigieron a la ventana, cuyas pesadas cortinas no
habían sido cerradas. Ella estaría a menos de dos millas de distancia, sentada en
casa, conversando y riendo con su familia, sin duda. Aunque para él no había
diferencia. Bien podía estar a miles de millas de distancia.
Se preguntó cómo sería ella ahora. ¡Ocho años! Habían pasado ocho años
desde la última vez que la vio, y aquella había sido una reunión apresurada y
dolorosa en la noche. Casi nueve años desde la última vez que de verdad habló con
ella. ¿Aún sería tan llena de vida y traviesa como la recordaba? Sabía que aún era
hermosa. No la había visto por sí mismo, claro. Eso de hecho lo evitaba
concienzudamente. Una vez se había marchado de Viena al día siguiente de su
llegada, habiendo oído por casualidad que ella estaba allí con su marido. Pero
había escuchado de ella. Su belleza e indiferencia la habían hecho bastante
célebre. No era difícil encontrar a un grupo de caballeros hablando de ella.
¡Indiferencia! Eso era algo que a Tom le costaba creer. La Felicity que conocía era
de todo menos indiferente.
Ocho años. Tanto tiempo. Ella seguro le habría olvidado, o al menos relegado
al pasado, a sus recuerdos de infancia. ¿Y por qué no? Había vivido una vida
variada. No sabía cómo se había llevado con Wren. Tom solo había visto a su
marido una vez, un hombre mayor que había decidido de pronto que quería una
esposa joven. Pero Tom jamás había escuchado nada malo de él. De hecho, los
rumores decían que la había mimado, usando su riqueza para cubrirla de regalos.
A lo mejor había sido feliz. A lo mejor lamentaba la muerte de Wren.
Tom no querría que fuese distinto. Era demasiado tarde para ellos de todos
modos, aunque ella sintiera algo de cariño aún por él. En ocho años seguro que se
había acostumbrado a la vida brillante que había llevado. Él no podría ofrecerle
eso, aunque tuviera el dinero suficiente. Pertenecía aquí, al campo, manejando su
propiedad. No podría vivir de otra manera por mucho tiempo, ni siquiera por ella.
Tenía que vivir su propia vida o terminaría haciendo infeliz a cualquier mujer,
aunque la amara. Tom había aprendido eso de sí mismo durante sus viajes. Había
visitado todas las ciudades importantes de Europa, cada catedral y museo, galerías
de arte, y se había mezclado con la Sociedad. Y no lamentaba haberlo hecho. Cada
experiencia enriquecía su vida y se sentía más sabio y mejor educado luego de
viajar. También había aprendido mucho de sí mismo. Sabía a dónde pertenecía y
quién era.
Tom se sentía un adulto sensato y razonablemente maduro. Pero solo
razonablemente maduro. No era una actitud completamente adulta seguir
alimentando un amor sin esperanzas por ocho años. Pero justo eso había hecho. Y
había aprendido a aceptar que siempre amaría a Felicity, que jamás amaría a otra
mujer de esa manera. Lo había intentado. Durante su último año en la universidad
y los primeros ocho meses de viajes, había vivido una vida descontrolada,
intentando desesperadamente ahogar su amor una y otra vez en los brazos de
distintas compañeras que solo habían sido mero placer físico. Jamás había sentido
más que lujuria por alguna de las mujeres que se había llevado a la cama.
Bueno, quizás una vez, y ella había sido de muchas maneras su salvación.
Había pasado dos semanas con la misma actriz francesa. Era bonita, e
inusualmente satisfactoria en la cama. Pero, cuando llegó el momento de irse, él la
habría besado y se habría marchado sin pensarlo dos veces. Había estado
impresionado cuando ella se aferró a sus solapas, sollozando en su corbata, no
solo lágrimas sentimentales, sino unas amargas lágrimas de duelo. Solo había
tenido otro amante antes que él, y ese la había tomado por la fuerza. Amaba a
Tom. Le suplicó que se quedara con ella o le permitiera irse con él.
Tom se había sentado junto a ella y habían hablado por horas. Era la primera
mujer desde Felicity con la que había hablado realmente o visto como una
persona. La había dejado luego de eso, e irónicamente había sido su primer acto
altruista en mucho tiempo. Habría sido tentador llevársela consigo para consolar
su propio corazón lastimado, pero sabía que jamás la amaría. Y mientras más
tiempo pasara con él, peor sería el dolor que sentiría al inevitablemente terminar
el amorío. Tom había sopesado por días su propio poder de lastimar a la gente.
Había olvidado que las mujeres tenían sentimientos también, que eran más que
cuerpos para ser usados.
No se había acostado con ninguna otra desde entonces. Y había aceptado el
hecho de que jamás se casaría, jamás tendría la enorme familia que Felicity y él
habían planeado. Iban a ser seis hijos. Tenía que superar a su madre por uno.
Bueno, pensó Tom ahora, empujando un tronco al fuego con el pie, quizás fuese
mejor así. Se había acostumbrado a su soledad luego de la muerte de su padre. No
era ningún ermitaño. Cenaba frecuentemente fuera y asistía a todos los eventos
sociales cercanos. A veces recibía invitados en casa. E iba con frecuencia a la
posada cercana, no a beber, sino a escuchar noticias y quizás jugar una partida de
cartas. No estaba seguro de poder lidiar con seis niños ahora. Sonrió. Claro, no
habrían llegado todos de golpe a la vez. Habría tenido la oportunidad de
acostumbrarse a cada uno a la vez, o quizás dos al mismo tiempo. Había gemelas
en la familia de Felicity.
Su amor se había calmado. Una vez había estado preparado para quitarse la
vida. Todavía detestaba recordar la mañana en la que había recibido la carta de
ella. Había estado de camino a presentar un examen. No lo había fallado, pero
estaba seguro que no le había faltado mucho. Se había marchado a toda prisa a
casa, sin detenerse a pedir permiso para ausentarse durante el término ni avisarle
a nadie a dónde iba. Y, hasta llegar a casa, no se había dado cuenta de lo
irrevocable de su decisión de casarse con Sir Wilfred Wren. Los planes estaban
listos, las invitaciones enviadas. La ceremonia se llevaría a cabo al día siguiente.
Tom supo entonces que no podía evitarlo.
Su padre le había aconsejado no intentar ir a verla. El Russell más viejo, un
hombre amable, se había dado cuenta del dolor de la chica. Era del conocimiento
general que Maynard estaba a punto de caer en la ruina. También que Wren tenía
tanto dinero que no sabía qué hacer con él. No se necesitaba ser demasiado astuto
para entender que la hija mayor de Maynard sería el cordero de sacrificio. Y no
cambiaría de parecer, le explicó el padre al hijo. No podía. Toda su familia
dependía de este matrimonio.
Tom lo había obedecido… casi. Intentó no verla. Pero durante la velada había
ido al cedro junto al arroyo en la propiedad del padre de ella, su viejo lugar de
encuentro. No había esperado verla, pero ella había aparecido de pronto, ya tarde.
Tom no estaba seguro ahora, había sido hace demasiado tiempo, pero casi tenía la
certeza de que no se habían dicho nada al principio. Solo se habían abrazado con
desespero por largos minutos. Y entonces ella alzó el rostro y se habían mirado a
los ojos en la oscuridad del crepúsculo, sin necesidad de palabras. La miseria y
desesperanza de la situación estaban claras en sus ojos.
Entonces él la había empezado a besar, besos desesperados en su boca,
mejillas, párpados, cuello. Y ella le había correspondido, aferrándose a él como
una tabla de salvación. Se habían murmurado palabras de amor antes de terminar
en el suelo, recordaba Tom, la espalda de ella contra el suelo duro que parecía no
sentir, con el peso de él apresándola allí. Entonces él hizo lo que jamás había
hecho. Sus dedos enfebrecidos desamarraron el encaje de su vestido,
descubriendo sus pechos. Tom jamás había estado con una mujer, ella jamás había
sido tocada por un hombre. El instinto lo había hecho tocarla y acariciarla,
mientras ella gemía y se arqueaba contra él.
Le había metido las manos bajo la falda, subiéndoselas, y ella había alzado las
caderas para que le quitara la ropa interior mientras buscaba con las manos los
botones que cerraban sus pantalones.
Cuando él se detuvo de pronto, sus nudillos contra la seda que revestía sus
caderas, ella había llorado de pronto, pronunciando las primeras palabras
inteligibles de la velada.
—¡Tom, por favor no te detengas! ¡Por favor! —había dicho. —Quiero que me
poseas, Tom, quiero que seas el primero. ¡Por favor, amor mío, por favor!
Él había colapsado sobre ella, escondiendo el rostro en su cuello y llorando
lágrimas amargas. La pasión se adormeció entonces, dando paso solo a la ternura.
Sus lágrimas mojaron su cuello y corrieron libres sobre sus pechos, mojándolos.
Ella no había llorado.
Él se había levantado finalmente, dándole la espalda mientras se acomodaba
el vestido. Entonces se había volteado a verla. No se habían vuelto a tocar. Ella
intentó sonreír, intentó decir algo, pero su rostro estaba tan fuera de control que
no dijo nada y se marchó de vuelta a casa de su padre. ¡Eso era lo último que había
visto de ella!
Tom intentó olvidar esa escena lo mejor que pudo. Todavía le causaba
molestia, pero ya no la agonía que solía sentir y con la que tuvo que vivir varios
años.
La amaba, sí. Pero sentía que podía volverla a ver sin sentir dolor innecesario.
Le tomaría algo de valor presentarse allá, pero lo haría; mañana, o quizás el día
después. La vería y le hablaría. Vería cuanto había cambiado y cuanto no. Le
dejaría ver que él se había asentado en una vida plácida y aburrida, y que estaba
feliz con su lugar en el mundo. Quizás el verla otra vez le dejaría claro que había
amado solo un sueño de juventud. Quizás estaría así de cambiada.
Como sea que fuere, solo podría relajarse luego de verla. No la buscaría luego
de eso, pero soportaría mejor los encuentros ocasionales que seguro ocurrirían si
pasaba más tiempo en casa ahora que era viuda. Sí, mañana iría.
***
***
Las gemelas dejaron pasar una semana antes de poner en marcha su plan. Se
contuvieron bastante, considerando que su plan tendría más posibilidades si
permitían que su hermana las conociera nuevamente y encariñarse con ellas otra
vez. El amor y atención que le brindaron no era en lo absoluto hipócrita, pero a la
vez vigilaban su humor.
La oportunidad finalmente les llegó una mañana cuando Felicity las invitó a
sus habitaciones para mostrarles sus joyas, chales y demás accesorios. Llovía, pero
no era una lluvia torrencial que las habría deprimido, sino una simple llovizna sin
viento que sabían que se aclararía al mediodía.
—¿De verdad es de Paris? —preguntó Lucy, abriendo un delicado abanico de
marfil para admirar el pájaro pintado en su dorso.
—Y estos son los guantes que usaste durante tu presentación ante la Reina —
dijo Laura. No necesitó preguntar. Ambas habían escuchado la emocionante
historia días antes. —El Príncipe Regente los tocó al llevarte a bailar.
—Es cierto —respondió su hermana.
—¿Cómo es él? —preguntó Lucy ansiosamente. —Adrian lo vio una vez en un
desfile. Dice que el príncipe es enormemente gordo y que tiene una ridícula mata
de bucles en la cabeza.
—Oh, vaya —dijo Felicity con una risita. —No puedo negar que es un hombre
verdaderamente voluminoso. Pero es realmente encantador y agradable. Cuando
me solicitó la pieza, yo sentía que tenía dos pies izquierdos y la cabeza llena de
plumas. Pero en momentos me tuvo hablando y riendo y sintiendo como si bailara
con cualquier otro caballero.
—Qué maravilloso debe ser verlo y a la reina, mezclarse con la Sociedad y usar
cosas tan hermosas —suspiró Lucy, encontrando la mirada de su gemela casi por
accidente. Pero el mensaje era claro: la oportunidad era ahora.
—Felicity —dijo Laura. Días atrás habían decidido que ella hablaría. —¿Crees
que sería posible…? Quiero decir, si no es molestia, y logramos convencer a Mamá
y Papá. Estoy segura que dirían que sí, si les preguntas. Y prometeríamos portarnos
bien y escucharte atentamente. Solo por este año. No pedimos más, sería mucho
más de lo que Maude o Harriett o cualquiera de nuestras amigas llegaría a tener. Y
estaríamos eternamente agradecidas, ¿verdad, Lucy?
—¿Qué estás tratando de decir, querida? —preguntó Felicity, interrumpiendo
el confuso monólogo mientras empacaba nuevamente sus abanicos y joyas.
—¿Nos llevarías contigo a Londres para la Temporada? —exclamó Lucy,
levantándose de golpe y olvidando que su hermana tenía más tacto a la hora de
decir las cosas.
Felicity se detuvo de inmediato, mirando a sus hermanas.
—¿A Londres? —repitió. —¿Este año? ¿La semana entrante?
—¡Sí! —exclamó Lucy. —Tenemos dieciocho ya, Felicity, casi diecinueve. Y
jamás tendremos la oportunidad de una Temporada a menos que nos lleves.
Mamá dice que Papá no tiene dinero suficiente para llevarnos. Pero si hay algo,
Felicity. Estoy segura que podríamos permitirnos un par de vestidos y algo de
dinero para accesorios. Tu nos proveerías con alojamiento y comida —agregó
inocentemente.
—Hemos soñado con ir a Londres desde tu última visita, Felicity —dijo Laura,
—y te vimos entrar con todas esas galas. Pero jamás esperamos poder hacerlo
realidad. No nos habríamos atrevido a preguntar si Sir Wilfred estuviese vivo, ya
que sería abusar de su hospitalidad, pero como tú eres nuestra hermana, nos
pareció que podíamos al menos intentarlo.
—Oh, por favor, Felicity —suplicó Lucy, sentándose en la cama y esperando
ansiosamente su respuesta.
Felicity las volvió a mirar.
—¿Qué dice Mamá de todo esto?
—¡Oh! —exclamó Laura. —No le hemos dicho. Seguramente nos habría
prohibido molestarte con esta petición. Pero seguro lo aceptará si le dices, Felicity.
Está increíblemente orgullosa de ti. No creo que sea capaz de encontrarte algún
defecto.
Felicity siguió empacando su caja. Necesitaba tiempo para pensar, pero las
gemelas estaban allí, esperando ansiosamente su decisión. No sabía por qué no se
le había ocurrido. Era una idea espléndida. Era correcto que sus hermanas tuviesen
la oportunidad de asistir a la Temporada en Londres, para encontrarse buenos
maridos y experimentar la Sociedad, y claro, el gasto para ella sería ridículo. Tenía
dinero de sobra. Y aunque no lo tuviera, estaría dispuesta a economizar por su
familia.
Y el tener a las gemelas en Londres con ella sería maravilloso. Serían buena
compañía en casa. Y nadie deploraría su soledad al ser evidente que estaba
fungiendo de chaperona, supervisando el debut de sus hermanas. Podría dar un
baile en la casa de Wilfred, su casa en Pall Mall. La casa tenía un salón de baile
perfectamente adecuado que ella no había planeado usar este año. Pero ahora…
Alzó la mirada y le dirigió una brillante sonrisa a las tensas gemelas.
—¿Por qué no se me ocurrió antes? —dijo. —Iré a hablar con Mamá de
inmediato.
Las gemelas brincaron de la emoción.
—Mamá está en el estudio escribiéndole una carta a Adrian —dijo Laura. —
Vamos ahora.
Felicity alzó una mano.
—No —dijo. —Dije que hablaría con Mamá. Si van ustedes ahora, en su
estado actual, las enviaría de regreso al salón de clases.
No fue difícil convencer a la Señora Maynard de aceptar el arreglo,
especialmente cuando Felicity lo hizo sonar como idea suya. Le preocupaba el
gasto y que las gemelas fuesen una carga para su hermana, pero estaba al tanto de
la increíble oportunidad que eso significaba.
El Señor Maynard resultó un poco más difícil de convencer. Había aceptado
dinero de Felicity en el pasado, o al menos del hombre con la que la había casado.
Había usado dicho dinero para reestablecerse. No deseaba volver a deberle a su
hija. Pero cuando ella le aseguró que sus gastos no aumentarían significativamente
con las chicas en casa y que él podía darles algo de dinero para accesorios, su
resistencia disminuyó. Finalmente capituló cuando ella le echó los brazos al cuello
y le suplicó que le dejara llevarse a las gemelas un tiempo. Estaba tan sola desde la
muerte de Wilfred, ¿qué mejor compañía que sus hermanas?
El ritmo de vida se aceleró a niveles enfebrecidos durante el resto de la
estancia de Felicity. Había que encontrar baúles para las chicas, y esos baúles
debían ser llenados. No tenían nada que ponerse, sus cabellos eran un desastre, y
habían olvidado como bailar. Felicity lo toleró todo con gracia, asegurándoles que
no había necesidad de inundar de trabajo a la costurera del pueblo. Las llevaría a
su propia costurera al llegar a Londres. Sí, el dinero que Papá había separado para
sus vestidos sería suficiente. En realidad no pagaría ni una décima parte de lo que
necesitarían las chicas. Les prometió que llamaría a su peluquera apenas llegaran a
Londres para que se enfrentaran a la ciudad con peinados a la moda. Y llamaría a
un maestro de baile mucho antes de que tuvieran que asistir a su primer baile
oficial.
A Tom lo emboscaron apenas pisó la casa el día que se tomó la decisión. Había
llegado durante la tarde, apenas aclaró el día. Para cuando llegó al salón, con una
dulce sonrisa, tenía a una gemela de cada brazo.
—Pasarás a la historia como una benefactora pública, Flick —dijo él luego de
saludar a la Señora Maynard. —Escuché que sacarás a estas pillas del vecindario
por unos meses.
Ambas protestaron, soltándole los brazos.
—¿Crees que tengas la fortaleza para soportarlo? —preguntó él, aun
sonriéndole a Felicity.
—¡Oh, que terrible! —exclamó Lucy. —¿Si sientes tanta lástima por ella, mi
señor, por qué no vienes a Londres también? Podrías ayudarla a vigilarnos.
—Decidí hace un tiempo —mintió Tom con una sonrisa, —que pasaría una
temporada en la ciudad esta primavera. Incluso la gente rústica como yo necesita
sacudirse las telarañas de vez en cuando. Pero el saber que ustedes andan sueltas
por allí puede que me haga cambiar de opinión.
—¿Tom? —Felicity le sonreía radiante. —¿También irás a Londres? ¿Por la
Temporada? ¡Qué maravilla! Esta primavera será maravillosa, ¡mis hermanas y
mejor amigo, todos juntos conmigo en Londres!
Capítulo 4
Fue un grupo muy feliz el que partió a Londres la semana siguiente. Había
habido mucha conversación, risas; y algunas lágrimas, cuando las chicas se
despidieron de sus padres. Pero finalmente el carruaje de Felicity iba de camino, y
las gemelas olvidaron la tristeza de despedirse de Papá y Mamá para disfrutar de
la opulencia de los asientos de terciopelo y la eficiencia de sus resortes.
Lucy saltó un par de veces en su asiento.
—Oh, Felicity, de no ser por el bamboleo no creería estar en un carruaje —
dijo.
—Es verdad. El de Papá se traquetea tanto, incluso en los viajes cortos a la
iglesia —agregó Laura.
Tom montaba junto a ellas. Tenía las intenciones de viajar por separado, unos
días después, pero la insistencia de las gemelas y la sonrisa ansiosa de Felicity le
hizo cambiar de opinión. Había enviado su equipaje un día antes y ahora
acompañaba a las damas.
—Aunque si creen que las protegeré en el camino, puede que se vean
tristemente decepcionadas —les dijo. —Si viese a un asaltante o bribón a punto de
atacarlas, probablemente huiría como un cobarde.
Las gemelas se habían echado a reír.
—Claro que no, Señor Russell —le aseguró Laura. —Alzaría los puños y nos
defendería hasta la muerte aunque le apuntaran con trabucos. Sé que así sería.
—Estoy de acuerdo, Tom —dijo Felicity. —Siempre he pensado que preferiría
enfrentar el garrote de cualquiera a tus puños.
***
***
***
***
***
***
***
***
La interacción no pasó desapercibida para Lord Waite. Así que ese cachorro
imprudente creía que tenía una oportunidad con ella, ¿eh? Sonrió con desde.
Aparentemente Russell era dueño de la propiedad vecina a la del padre de ella.
Seguramente habían crecido juntos, novios de juventud. Pero ella no es para los
tipos de su clase ahora, pensó Lord Waite. Te ha pasado con creces, muchacho.
Tampoco le pasó desapercibida la reacción de ella. Pero sonrió divertido e inclinó
la cabeza para escuchar algo que decía su prometida. Lady Wren sabía, por
supuesto, que él estaba allí. Había sonreído cuando él la saludo. Trataba de
ponerlo celoso, ¿verdad? Ni por un momento creyó que sintiera algo real por ese
simplón campechano.
Lord Waite no sabía por qué Lady Wren había decidido hacerse la difícil.
Seguro era una coqueta nata. Durante todos esos años bajo la tutela de Wren,
seguro había perfeccionado el arte de llevar amoríos sumamente discretos. Y
ahora continuaba sus costumbres, aunque no había razón. Nadie los censuraría
particularmente ahora, incluso si se hacía público el amorío. Y con respecto a él,
prácticamente se esperaba que tomara de amante a la mujer más hermosa de la
ciudad.
Pero no lo lamentaba. Había sido algo frustrante en Vauxhall, claro, luego de
estar tan seguro que la poseería antes de terminar la noche, para terminar
jugando cartas en Watie. Pero había empezado a gustarle el juego. No dudaba en
que ganaría al final. Sus miradas le aseguraban su interés y disponibilidad. La haría
suya antes de terminar la Temporada y esa consumación final sería la más dulce.
Casi sentía lastima por Russell. Alguien debería advertirle lo que pasaba.
***
Las gemelas se vieron algo decepcionadas con Almack. El salón de baile era
algo simple, comparado con otros que ya habían visto. Pero entonces Felicity les
había explicado que una persona quizás diese uno o dos bailes al año, por lo que
podían tomarse todo el cuidado del mundo en decorarlo para hacer de la velada
algo memorable. A diferencia de eso, Almack ofrecía bailes todas las semanas. Uno
no podía esperar que las anfitrionas hiciesen algo demasiado elaborado cada vez.
Ciertamente, lo importante del lugar era su reputación, no el lugar en sí. Recibir o
no una invitación a Almack podía hacer o deshacer la reputación de alguien.
Y como dijo Laura, algo disgustada en el paseo de vuelta a casa, uno podía ver
por qué al club se le llamaba “mercadillo nupcial”. Había al menos el doble de
señoritas que caballeros en salón de baile la mayoría del tiempo. Los demás
caballeros se la pasaban en el salón de cartas. Y los presentes elegían a sus
acompañantes con algo de insolencia en la mayoría de los casos.
—Cuando un caballero te mira de arriba abajo con su monóculo del otro lado
del salón —dijo Laura, —y entonces procede a hacer lo mismo con la chica de al
lado, una no puede evitar sentirse que está en subasta.
—Quizás no deberías quejarte —dijo Felicity. —Noté que no tuviste que
saltarte ninguna pieza.
—Pero muchas otras pobres chicas si —respondió su hermana. —Debo
confesar que no me agradó, Felicity, y no me importa si no volvemos a ir.
—La verdad no me molestó —dijo Lucy. —Después de todo, estamos claras
que todas las funciones sociales de la Temporada son mercadillos nupciales.
Parece de mal gusto admitirlo, pero todas las chicas estamos buscando marido, y
varios caballeros buscan esposa.
—Pues yo no —dijo Laura, molesta. —Dicho así suena horrible, Lucy.
—De todas maneras —continuó su gemela, —lo que me horrorizó fue la cena.
Bailaba con Darlington, soñando con pastelitos de langosta y ostras, ¿y qué nos
sirvieron? Pan con mantequilla. ¡Pan con mantequilla! ¿Acaso el banquetero olvidó
hacer pedidos?
Felicity se echó a reír.
—Eso es lo que normalmente sirven en Almack —explicó. —Es como si las
anfitrionas estuviesen preguntándonos cuanto nos importan las apariencias. Un
sitio simplón, comida aburrida y reglas estrictas. ¿Sabían que incluso al más
importante caballero se le niega la entrada si llega después de las once? ¿Y si no
está vestido según el código? Y aun así todos venimos en masa para probar que
somos parte del estrato más alto de la sociedad.
Felicity esperó a estar a solar en su habitación, ya retirada para la noche, con
una taza de chocolate enfriándose en la mesita antes de permitirse sopesar el
éxito de la velada. Había sido muy satisfactoria, pensó, abrazándose las rodillas
con una sonrisa. Su campaña había tenido buen inicio.
No había estado segura si Lord Waite asistiría, y se había sentido
decepcionada al no verlo, ya que pensaba que Tom se veía radiante en su traje de
paño de oro con casaca marrón. Y su vestido de seda blanca con detalles dorados
los hacía ver a juego de manera primorosa. De hecho, parecía que se habían
puesto de acuerdo. Entonces se había sentido emocionada al ver a Lord Waite salir
del salón de juegos, monóculo en mano, justo cuando Tom la llevaba a la pista de
baile para el primero de los valses prometidos.
Tom lo notó también, rodeándola con su brazo y sujetándola cerca, no lo
suficiente para ser impropio, pero si para mostrar cierta parcialidad por su
acompañante. Le sonrió y la miró durante todo el baile.
De verdad, pensó Felicity, que era muy inteligente. Tom tenía profundidad.
Apostaría que sería capaz de seducir cualquier mujer que se le antojara si lo elegía.
Y era un maravilloso bailarín. No lo había notado antes. La sujetaba con firmeza y
guiaba sin titubear. Ella se había apoyado de su brazo, mirándolo a los ojos y había
flotado. Juraba que sus zapatillas no habían rozado nunca el suelo. Casi se sintió
decepcionada al terminar la música.
Pero quedó satisfecha al pensar en lo románticos que se habían visto, dando
vueltas en el salón, con ojos solo el uno para el otro. ¡Qué extraño! A una
normalmente le incomodaba mantener contacto visual prolongado, incluso si la
conversación fluía. Por eso las conversaciones se llevaban a cabo de lado en lugar
de frente a frente. Pero había bailado con Tom todo el vals y juraría que no
dejaron nunca de mirarse a los ojos, sin sentir un ápice de vergüenza.
Había bailado luego con Lord Waite, el baile antes de cenar para ser exactos.
Él había sido todo amabilidad. Ella tenía la incómoda sensación de que se burlaba
de ella un par de veces, pero nunca lo hizo abiertamente.
Tuvo nuevamente una manera desconcertante de ganarse su atención.
—Felicity, querida —había dicho. —Es la primera vez que tengo la
oportunidad de tocar algo más que la punta de tus dedos desde esa memorable
noche en Vauxhall. Me siento como un hombre perdido en el desierto que
finalmente encuentra agua.
Ella se rió.
—Qué comparación más extravagante, milord —dijo. —Solo toca mi cintura y
mi mano —como siempre, parecía tener el desafortunado hábito de decir cosas
provocativas cerca de él.
—Si es una queja, Felicity —dijo él, sus ojos pálidos burlones, —es solo culpa
tuya. Solo dilo y te tocaré en lugares más satisfactorios.
Ella le dedicó su famosa media sonrisa.
—Ah, qué lástima —dijo él. —Pensé que progresábamos. Pero vas de retirada.
Así no mirabas al Señor Russell hace media hora, Felicity. Estoy verde de la envidia.
Ella le dirigió una disimulada mirada de sospecha. ¿Se burlaba de ella?
—¿Tom? —preguntó en tono descuidado. —Nos conocemos de siempre. Es
un querido amigo.
—Sí —dijo él. —Lo sé. Quizás sea prudente recordárselo, por su propio bien —
definitivamente se reía ahora, aunque no había evidencia en su rostro.
—Tonterías, milord —dijo ella con desdén.
—Hablo en serio, Felicity —dijo él, tomándola del brazo para guiarla al
comedor al terminar la pieza. —Eres mía, querida. Lo sabes y yo lo sé. Confío en
que Russell también lo sepa pronto —sonrió.
Sí, pensó Felicity, apretándose las rodillas una última vez antes de tomar su
taza de chocolate. Qué buen inicio de campaña.
Capítulo 9
Laura, como siempre, era la mejor corresponsal de la casa. Escribía a casa al
menos una vez por semana, informándole a Mamá de todas sus actividades y
compras. Reportó que Mamá había respondido quejándose de lo silenciosa que
estaba la casa sin sus hijos y sin siquiera el Señor Russell visitando. Laura le
escribió a su hermano Cedric y reportó que en la respuesta había sido informada
que su cuñada esperaba un bebé.
—Ahora tendremos que encontrar maridos antes de que termine el verano —
comentó Lucy al escuchar la noticia. —Qué terrible sería ser tías solteras, Laura.
Me siento anciana.
Y fue Laura quien le escribió a Adrian para informarle que estaban en la ciudad
por la Temporada. Le llegó entonces una carta tan llena de soledad y nostalgia que
las gemelas le suplicaron a Felicity que lo invitara por el fin de semana.
—Tenemos que rescatar al pobre chiquillo al menos un rato —dijo Laura.
—De seguro le dejaran marcharse al menos un par de días de esa horrible
prisión —agregó Lucy. —Escríbele al director, Felicity.
—¿Qué? —dijo su hermana, riendo. —¿Eton es una prisión? ¡Si supieras que
lugar tan privilegiado es! Sospecho que el Señor Adrian, siendo el más joven de la
familia, está un poco mimado —aunque ella también ansiaba ver a su hermanito,
que solo había sido un niño de diez años la última vez que lo vio. La carta fue
escrita y se acordó que el chico podía salir del colegio el viernes y regresar el
domingo, siempre y cuando lo acompañara un familiar. Como las gemelas
señalaron, su visita mejoraría el tedio de tantos eventos sociales el uno tras el
otro. Para cuando regresara a la escuela, estarían por asistir al evento de los
Townsend.
Tom aceptó usar su fin de semana para entretener al menor de los Maynard.
—¿Qué? —dijo cuándo las gemelas se lo informaron. —¿Ese malcriado
vendrá a tu casa, Flick? El lugar no será el mismo luego de que llegue.
—¿Es tan malo? —preguntó ella, dudosa.
—Peor. Es el tipo de niño odioso que le gusta hacer bromas pesadas, y no
tiene ninguna original en su repertorio. El verano pasado, por ejemplo, cuando
estaba en mi establo supuestamente ayudando al mozo, esperó hasta verme venir
para gritar “¡Fuego!” de manera convincente. Cuando entré de sopetón al establo,
no solo tropecé con el cable que había sido colocado en la entrada, sino que
además se me volcó encima una cubeta de avena que estaba encima de la puerta.
La cubeta no me golpeó, afortunadamente, o si no le habría dado una buena
tunda.
—Oh, cielos —dijo Felicity.
Llegó el viernes en la tarde, luego de que Felicity y Tom lo fuesen a buscar.
Pareció fascinado con la gran señora que era su hermana. Incluso Tom parecía tan
elegante en sus ropajes finos que Adrian se vio sin palabras. Durante el viaje a Pall
Mall, él solo le habló cuando le hablaron y lo primero que hizo fue preguntar muy
educadamente por sus otras dos hermanas. Felicity empezó a pensar que la
escuela había roto el espíritu del muchacho hasta que miró a Tom del otro lado del
carruaje. Este le hizo una morisqueta y le guiñó el ojo.
Menos de una hora más tarde, Felicity deseó estar de vuelta en el carruaje con
el educado escolar. Al entrar a la casa de Pall Mall y las gemelas abalanzarse sobre
su hermano menor, él inmediatamente salió de su trance. Incluso antes de llegar al
salón, ya les había contado lo terrible que era Eton; trabajo y más trabajo, chicos
mayores que se burlaban y abusaban de los más pequeños, maestros tiránicos,
comida que parecía aserrín con pienso para los cerdos y edificios tan sombríos que
rivalizaban con Newgate.
—Qué casa tan magnífica, Felicity —dijo, mirando a su alrededor. —Un chico
podría divertirse jugando a las escondidas aquí. ¿El viejo Wren de verdad estaba
tan cargado?
—Sir Wilfred —dijo ella con firmeza, —se ganó su fortuna con trabajo duro y
gastando concienzudamente. Le gustaban las cosas hermosas.
Adrian no se avergonzó.
—Ustedes se ven tan bonitas como una pieza de cinco peniques —le dijo a las
gemelas. —¿Ya tienen a todos los hombres persiguiéndolas? Supongo que sí,
aunque no entiendo por qué se molestarían. Si estuviese libre y no tuviese que
asistir a esa horrible prisión, pasaría todo el día en Tatter-sail y Newmarket,
averiguando sobre los molinos y las peleas de gallos. No pensaría en chicas.
—Adrian, muchacho, siéntate —dijo Tom, con una firmeza poco característica.
—No creo que a las chicas les incomodaría que no les prestaras atención. Si no te
interesan tus estudios, ¿de qué les hablarías, excepto caballos y molinos? Esa no es
la clase de conversación que haría que una mujer se interesara en ti.
Adrian se sentó.
—Regañas tanto como siempre, Señor Russell —dijo, aparentemente
despreocupado por su futuro sin mujer. —Felicity, ¿podría comerme uno de esos
pastelitos? No he comido nada bueno en años, me parece.
—Pobrecillo —dijo Laura, tomando un plato para él. —Toma, también come
una tarta de jalea. Esta creo que tiene más jalea que las otras.
Tom se encargó de mantener al chico distraído al día siguiente. Lo llevó a
cabalgar en el parque y luego a Tattersalls. En la tarde, él y Felicity lo llevaron a la
Torre de Londres y al Circo de Astley. Y fueron a comer helado antes de regresar a
casa. Había sido una tarde agradable y sin preocupaciones, decidió Felicity, tan
distintas a sus tardes con Wilfred. El día anterior se había visto alarmada por la
aparente falta de interés de Adrian en sus estudios y su mala educación. Pero se
había dado cuenta que era solamente el comportamiento normal de un chico de
quince años. Su disgusto con su educación era mayormente fingido. Al pasear por
Londres, y llegar a la Torre, se hizo aparente que el chico poseía gran conocimiento
de la ciudad y su historia. Conocimiento e interés. Insistió en recorrer toda la
Torre, hasta que Felicity sintió que los pies no le daban para más.
Fue la tarde la que le trajo recuerdos de infancia, por alguna razón.
Claramente no eran sus alrededores. Londres no se parecía en nada al campo en el
que había crecido. Concluyó que debieron ser los ánimos. Parecieron estar riendo
todo el tiempo, aunque ella no podía recordar que le había parecido tan gracioso
al final. En un momento ella y Tom habían estado contemplando tranquilamente el
paisaje desde los parapetos de la Torre y Adrian había corrido a ellos, declarando
que era hora de que Felicity se diera un chapuzón en el río. Se había doblado,
agarrándola por las piernas y fingiendo alzarla. Tom la había sujetado por un
brazo, declarando sus intenciones de ayudar a lanzarla al río. Felicity había chillado
y reído como una niña, y había seguido riendo cuando Adrian le había quitado el
bonete, sujetándolo sobre el abismo.
—¡Adrian! —chilló ella. —Es un bonete nuevo. Si supieras cuanto me costó
conseguir el apropiado. Niño horrible, devuélvemelo.
—Mejor obedece si no quieres irte a la cama sin cenar —había dicho Tom. —
Ella tiene un desván sobre la casa donde encierra a los chiquillos recalcitrantes
hasta que obedecen, ¿sabes, Adrian?
—¡Ups! —exclamó Adrian, el bonete cayendo de su mano, y cubriéndose la
boca con el otro. —Lo lamento, Felicity. Qué suerte tan mala.
Felicity chilló y se inclinó peligrosamente sobre los parapetos, esperando ver
la ruina de su bonete flotando en el Támesis. Tom, muerto de la risa, la sujetó por
la cintura.
—¡Oh, espantoso muchachito! —exclamó ella. —¡Debí saberlo! —se echó a
reír cuando Adrian tiró de la cinta del bonete, que había ocultado astutamente en
su mano para engañarla.
—¿Viste a qué me refería con respecto a tu hermano? —dijo Tom.
—Sí —respondió ella. —Y entre los dos seguro arruinaron mi reputación de
dama distante si alguien nos vio esta tarde. Qué espectáculo más indigno.
Regrésame mi bonete, muchachito horrible. Y usted, señor, más le vale quitarme
la mano de la cintura.
Todo bastante ridículo, juvenil e indigno, concluyó Felicity al regresar a casa.
¡Y maravilloso! Había olvidado como era sencillamente divertirse, por la simple
razón de disfrutar la compañía. Solo la mala suerte había hecho que Lord Waite y
Lady Dorothea Page se cruzaran en su camino cuando comían helados en
Gunther’s. ¿Qué le había hecho voltear a verles allí? ¿Y por qué había decidido
detenerse, entregarle las riendas al cochero y bajar a Lady Dorothea?
Su prometía se veía perfecta, toda de azul helado, con el mentón y la nariz
alzada en gesto desdeñoso. Él se veía magnifico, con su abrigo gris claro y
sombrero alto proclamando su estatus aristocrático. Felicity se había forzado a no
llevarse las manos a la cabeza. Estaba segura que su bonete estaba torcido y que
estaba algo despeinada. Sonrió y presentó a Adrian, tratando de comportarse
como si estuviese en la intimidad de sus aposentos.
—Tienes helado en el mentón, Felicity —proclamó Adrian.
—Permíteme —dijo Tom, sacando un pañuelo y alzándolo hacia su rostro en
un gesto íntimo. Luego de limpiarla, le dirigió esa devastadora sonrisa suya que le
hacía darle un vuelco al estómago.
El incidente duró solo un momento, pero Felicity notó el desdén en el rostro
de la dama y el franco desinterés en el rostro del caballero. La verdad desconocía
su reacción, pero le alegraba que Tom pensara rápido y mantuviera la charada de
intimidad. Aunque habría deseado que el incidente no hubiese sido tan
vergonzoso para ella. ¡Lady Felicity Wren, con helado en el mentón!
—¿Quiénes son esos? —preguntó Adrian con una mueca apenas se
marcharon. —Gunther debería contratarla. Congelaría los helados con solo una
mirada. Él parece todo un creído, ¿Vio su corbata, Señor Russell?
—Sí —respondió Tom. —Supongo que a su mayordomo le tomó al menos dos
horas amarrarla tan primorosamente, muchacho.
Todos estaban agotados para cuando Adrian regresó al colegio el domingo
después de cenar. La cocinera estaba prácticamente exhausta, luego de pasar el
día haciendo tartas de mermelada y crema para que el querido muchacho se
llevara al colegio. El “querido muchacho” se había pasado todas sus horas libres en
la cocina, alabando desvergonzadamente a la cocinera y describiendo con todo
detalle la horrible comida de Eton. Ella sintió que su deber como ser humano era
enviar suficiente comida para Adrian y para sus compañeros que no se habían
beneficiado de un fin de semana tan perfecto como el suyo.
Las gemelas también se habían permitido agotarse el domingo después de la
iglesia, haciendo todo lo que su hermano quería. Como le explicó Laura a Felicity
después, se notaba lo reprimido del espíritu del muchacho por el colegio, si tenía
tanta energía que gastar al verse libre. Tom decidió no preguntar qué causaba la
misma exuberancia del muchacho en casa. Sabía que seguro culparían al tutor.
Felicity sentía que la cabeza le había estado girando sobre los hombros tres
días seguidos. Su hermano era un verdadero vendaval. Pero le alegraba haberlo
visto. Le había traído tantos buenos recuerdos familiares y de la amistad simple. Se
había preguntado más de una vez en los últimos días si ella, Tom y Cedric habían
sido tan enérgicos de niños. Y tuvo que admitir, para su sorpresa, que sí. Tom tenía
casi dieciséis cuando había sucedió el incidente del arroyo. Ella tenía quince y Tom
diecisiete cuando se escondieron entre las ramas del cedro para disimuladamente
tirar bellotas en la cabeza de Señorita Long, su gobernanta, quien la buscaba para
sus clases de clavicordio. Casi se caen de la risa cuando la pobre señora se había
marchado. ¡Qué niños tan horribles! ¡Y qué maravillosos esos días!
De no haber sido por la visita de Adrian, quizás habría olvidado para siempre
esos días maravillosos. Se había alejado tanto de ese mundo durante su
matrimonio con Wilfred. Y había dado por sentado que deseaba adentrarse más
en ese mundo rutilante y frívolo de la Sociedad. Todavía lo quería.
Desafortunadamente uno no podía dar marcha atrás en la vida. Debía continuar
adelante. Se había alejado demasiado del mundo sencillo de Tom y Adrian. Se
aburriría de seguro si la vida fuese todo el tiempo como los últimos tres días, con
solo la familia, sin eventos sociales especiales para agregar brillo. Y jamás podría
vivir permanentemente en el campo nuevamente. ¿Cómo ocuparía sus días?
Pero no debía olvidar. Y debía asegurarse que sus hijos crecieran en el campo,
donde podían ser descuidados y osados si querían sin el temor del reproche
constante de sus padres. ¡Qué raro! No había pensado tener hijos con Lord Waite.
No se lo imaginaba como padre. Pero siempre había querido hijos, siempre había
considerado que la vida no estaría completa sin ellos. Uno de sus retos en la vida
con Wilfred había sido ver su juventud pasar y saber que no podría dar a luz
mientras él viviera. Ella y Tom habían querido seis hijos. Sonrió, mirándolo jugar
una partida de palillos con Lucy, sentado en el suelo. Él habría jugado con sus hijos
con la misma paciencia que ahora. Felicity se sintió arrepentida un momento. Este
último mes había asumido que Wilfred la había rescatado de una vida de
aburrimiento con Tom. Pero quizás no habría sido tan aburrida. De no haberse
marchado de casa, ni viajado y probado las delicias de la Sociedad, quizás habría
sido feliz. Siempre habría estado segura de la devoción de Tom. Tendría ya varios
hijos suyos. Se preguntó si él sentiría lo mismo. Pensó en preguntarle, pero era una
pregunta demasiado íntima, incluso para su amistad.
Todas las damas de Pall Mall se levantaron la mañana de la fiesta del jardín
mirando ansiosamente por la ventana, esperando buen clima. Había estado cálido
y soleado tanto tiempo que inevitablemente esperaban que lloviera pronto. Todas
se alegraron al ver que no sería así. El sol brillaba con fuerza, con solo unas
nubecillas blancas por compañía.
Lucy y Laura pasaron la mañana en su sala compartida, esperando la hora de
arreglarse. Lucy tenía un libro abierto en el regazo. Laura se acariciaba la mejilla
con la pluma, con un papel en blanco en frente. Pero ninguna estaba inmersa en
sus aparentes ocupaciones. Estaban conversando de una forma que le habría
resultado extraña a un escucha foráneo. Parecían tener monólogos separados,
solo compartiendo el mismo tema ocasionalmente. Pero se escuchaban la una a la
otra. Cada una sabía luego exactamente lo que había querido decir su contraparte
y cómo se sentía.
—Han pasado cuatro días desde que vi a Darlington —dijo Lucy. —Parece más
tiempo. ¿Es eso bueno o malo?
—Luego de un tiempo uno deja de conocer gente nueva —dijo Laura, —y
parece siempre asociarse con el mismo grupo. Parece que siempre estoy
emparejada con el Vizconde Varley y no sé si me agrade la idea. Solo parece que
ya no hay ninguna otra opción.
—Tengo la sensación de que se declarará pronto —continuó Lucy, y fue obvio
para ambas que hablaba del conde, no de Varley. —No sé por qué lo creo. Jamás
ha dicho algo realmente personal, aunque siempre me dedica toda su atención en
público. Pero creo que se declarará. ¿Y si lo hace hoy?
—De verdad me agrada —dijo Laura. —Es encantador y se siente bien estar
junto a alguien tan apuesto. Es fácilmente el hombre más guapo de Londres, ¿no
crees?
—Solo no sé cómo responder —dijo Lucy. —Claro, ser condesa es un
prospecto maravilloso, y estoy segura que es un caballero digno. ¿Pero de verdad
quiero casarme con él?
—Pero las apariencias no lo son todo, ¿verdad? —dijo Laura. —Y el encanto
tampoco, aunque lo haga tan agradable. ¿Hay algo tras ese encanto? Esa es la
pregunta.
—Verás, ha sido tan fácil —continuó Lucy. —Nada de chispa. Ni reto. Ahora, si
alguien pudiese insultarme lo suficiente para que Darlington le retara a duelo y
quizás quedara herido, permitiéndome cuidarlo a tal punto que la gente
murmurara sobre lo impropio de pasar tanto tiempo a solas con él, aceptaría su
propuesta sin lugar a dudas.
—¿Y si él se me declara? —preguntó Laura. —No estoy segura de lo que
piensa. Creo que solo disfruta el coquetear con una chica. Apenas tiene
veinticuatro. Los hombres de su rango no empiezan a pensar en matrimonio hasta
los treinta.
—Cómo Lord Waite —dijo Lucy, uniéndose inesperadamente al hilo de
conversación de su hermana. —Creí que se le habría declarado a Felicity pronto.
¿Has visto como la mira?
—Creo que el Señor Russell aún tiene sentimientos por ella —dijo Laura. —
¿Los viste bailar en Almack? Jamás dejaron de mirarse. Me sonrojo de solo
recordarlo.
—Aunque tenga los ojos de un azul tan claro —continuó Lucy, obviamente no
describiendo a Tom, —parecen arder cuando la miran. Y creo que Felicity también
le favorece. Siempre se lleva sus rosas blancas a sus aposentos, excepto la vez que
la muchacha que arregla nuestras habitaciones me contó que las hizo botar.
Seguro pelearon ese día. Fue el día después de Vauxhall. Quizás intentó besarla —
se echó a reír.
—Y pasa mucho tiempo con nosotras o con ella —dijo Laura. —No es normal,
siendo él soltero y joven. Una pensaría que buscaría con quien coquetear. A menos
que aún ame a Felicity.
—¿Recuerdas como llorábamos con esa historia? —preguntó Lucy. —Cuando
Mamá nos contaba lo enamorados que estaban, pero Felicity se vio forzada a
casarse con nuestro cuñado porque era rico y nosotros pobres.
—Siempre echábamos a llorar en la parte donde ella huye de la casa la noche
antes de la boda —dijo Laura. —Y todos sabían que iba a encontrarse con el Señor
Russell, porque él había regresado de repente.
—Solo teníamos diez entonces —dijo Lucy, —y pensábamos lo maravilloso
que era tener una hermana a punto de casarse.
—¿No sería sumamente romántico que se enamoraran otra vez y se casaran?
—suspiró Laura.
—Podríamos ser sus damas de honor —dijo Lucy. —Si es que no estoy casada
con Darlington para entonces.
—¿Qué haré esta tarde? —dijo Laura. —¿Debería intentar conocer gente
nueva? ¿O sería más cómodo permitirle a Varley monopolizar mi tiempo?
—Me pregunto si se declarará esta tarde —dijo Lucy, indicando con la mirada
que no hablaba de Varley.
La mente de Felicity también estaba ocupada con el evento de esta tarde. No
había nada extraordinario sobre esta fiesta de jardín, excepto que era dada por los
amigos particulares de Laura, los Townsend. Pero la visita de tres días de Adrian
había sido como un respiro de todos los eventos sociales, y parecía que la
Temporada había iniciado nuevamente. Habían pasado cuatro días desde la última
vez que había visto a Lord Waite, descontando el embarazoso incidente en
Gunther’s.
Se preguntó si estaba cerca de lograr su cometido. Durante las semanas
previas lo había incitado con sonrisas y aceptando salidas breves y bailes. También
lo había rechazado, citando estar ocupada o previamente comprometida cuando
llegaba a invitarla. Y siempre que estaba Tom presente, se comportaban como si
hubiese algo más entre ellos.
Lord Waite seguía persistiendo en sus atenciones. Sus ramos de flores
llegaban todas las mañanas e invariablemente se presentaba en las tardes.
Siempre la abordaba en eventos sociales. Pero no había dicho nada íntimo desde
Almack. Y ella no tenía idea de cómo le afectaba su coqueteo con Tom. A veces
parecía divertido, como si supiera la verdad. Otras veces su rostro inexpresivo no
le transmitía nada. Pero sabía que su entendimiento con Lady Dorothea no incluía
sentimientos. No había sino aburrimiento cada vez que ambos estaban juntos.
Felicity no sentía nada de culpa de querer robárselo a su prometida.
Y lo robaría. Hoy era el inicio de una nueva semana, el clima era delicioso, y de
todos los eventos, las fiestas de jardín eran sus favoritas. Hoy debía poner en
evidencia sus deseos. Miró nuevamente el vestido de encaje blanco y seda limón
pálido que yacía en su cama. ¿Era el vestido indicado para ganar la partida, junto al
bonete que Adrian había amenazado con echar al río? ¿Se vería demasiado
insípido con su cabello rubio? Felicity sonrió. Me estoy comportando cada vez más
como una niña, pensó.
Capítulo 10
Los jardines de la propiedad de los Townsend eran perfectos para una fiesta.
De hecho, Laura se enteró que era un evento anual, muy disfrutado por la
Sociedad, aunque era el primer año que a Lady Pamela se le permitía asistir.
Durante los años previos, se había visto forzada a contemplar desde la ventana de
su aula, junto a su gobernanta.
El jardín se extendía casi hasta el horizonte. Pero no era un paisaje aburrido.
Varios árboles extendían su sombra a los invitados, y numerosas camas de flores y
fuentes alegraban la vista, infundiendo aromas a la velada. Dos invernaderos, el
orgullo de Lady Townsend y su jardinero, estaban abiertos para el deleite de los
invitados. Una glorieta octogonal, con banquillos cubiertos de terciopelo verde,
ofrecía refugio a la gente dispuesta a alejarse de la casa.
El terreno cercano a la casa estaba cubierto de mesas con blancos manteles,
llenos de tentempiés y bebidas refrescantes. Para cuando Lady Wren hizo acto de
presencia, acompañada del Señor Russell, su escolta, y sus hermanas menores, ya
había una pequeña multitud en el sitio, la mayoría con platos y vasos en las manos.
Lady Pamela se llevó a las gemelas de inmediato, cada una del brazo.
—El Señor Sotheby, mi primo, desea conocerlas —dijo. —Apenas llegó ayer, y
está ansioso por conocer a las gemelas que pocos pueden diferenciar.
—¿Quieres algo de limonada, Flick? —sugirió Tom, abriéndose paso hacia un
lacayo que sostenía una bandeja llena de vasos.
—Me alegra tanto que pudiera venir, Lady Wren —dijo Lady Townsend junto a
ella. —Pamela está muy encariñada con las gemelas, especialmente Laura. Son
niñas muy bien portadas, aunque desearía poder distinguirlas. ¿Cuál de ellas lleva
el vestido durazno y cuál el rosa?
Felicity se echó a reír.
—Creo que debería bordar sus nombres en las espaldas de sus vestidos —dijo.
—Pero entonces seguro intercambiarían ropa deliberadamente. Tratar de
confundir a la gente es su pasatiempo favorito. Lucy lleva el vestido durazno hoy, y
Laura el rosa.
—Pues se ven especialmente bonitas hoy —dijo su acompañante, —y me
alegra mucho por Pamela. Siempre ha sido tan tímida, y mírela ahora.
Las tres chicas estaban sentadas en la hierba bajo un árbol, con cinco
caballeros cortejándolas. Felicity notó que dos de esos caballeros; uno apoyado
indolentemente del tronco y el otro reclinado en la hierba, eran el Conde de
Darlington y el Vizconde Varley.
—Lady Townsend, adoro sus jardines. Mamá siempre dice que se los robaría,
si su reputación pudiera sobrevivir el robo —la que hablaba era Lady Dorothea
Page, hermosa en su vestido de muselina blanca con cintas azules, bonete y
parasol a juego. Una de sus manos descansaba en el brazo de Lord Waite.
—Ciertamente, mi señora —agregó él, —debió ser muy puntual en sus
oraciones para recibir tan hermoso día.
Lady Townsend respondió educadamente antes de excusarse para recibir a
otros invitados.
—¿Sola, Lady Wren? —preguntó Lord Waite, con las cejas alzadas. —Tenemos
una cosecha pobre de caballeros esta Temporada si la dejaron sola.
—No, milord —le aseguró Felicity con su media sonrisa. —Tom solo fue a
buscarme algo de limonada. Veo que ha sido detenido por la Señorita Peington y
su mamá.
—Debo alabar su bonete, Lady Wren —dijo Lady Dorothea lánguidamente. —
He estado buscando uno igual.
Felicity empezaba a preguntarse como haría para sostener una conversación
con ambos cuando Tom regresó, entregándole un vaso.
—Discúlpame por tardar tanto, amor mío —dijo, antes de voltearse a saludar
a sus acompañantes, —pero veo que no estás en mala compañía. ¿Cómo se
encuentran, Waite, Lady Page?
***
El Vizconde Varley había tenido éxito separando a Laura del grupo. Caminaban
lentamente por el jardín, admirando las camas de flores y los arbustos. Laura,
haciendo girar su parasol alegremente, reflexionaba sobre el hecho de que él la
había separado antes de que el conde le prestara algún tipo de atención especial a
Lucy. Parecía que finalmente había aprendido a distinguirlas. Pero lo probaría de
todas maneras.
—Me pregunto si sabe con cuál gemela habla, milord —dijo con una ceja
arqueada.
Él la miró con sorpresa antes de dedicarle una de sus deslumbrantes sonrisas.
—Ah, usted bromea, como de costumbre —dijo. —Debo admitir que por un
momento tanto usted como su hermana me tuvieron confundido. Son
extraordinariamente parecidas. Pero he descubierto que es realmente fácil saber
que eres Laura. Eres la más bonita de las dos.
Laura se sonrojó, haciendo girar su parasol.
—¿Y si le dijera que soy Lucy? —preguntó.
Él se rió.
—Detestaría contradecir a una dama —respondió, —pero me vería obligado a
llamarle mentirosa.
—Oh —dijo ella, y el parasol giró alegremente tras su cabeza.
El vizconde tomó una de sus manos y la posó sobre su brazo.
—He viajado extensamente —dijo con su sonrisa encantadora, —y he
conocido damas en todas las ciudades principales de Europa: Paris, Viena,
Bruselas, pero jamás he conocido una mujer tan hermosa como usted, Laura.
¿Puedo llamarle Laura? Especialmente de día. Muchas mujeres se ven muy bien a
la luz de las velas. La mayoría se ven demasiado pálidas o marcadas por viruela de
día. Su complexión es tan perfecta y delicada —habían dejado de caminar. Él rozó
su mejilla con el dorso de sus dedos. —Me encantaría besarla, pero me temo que
estamos a la vista de al menos doscientas personas.
Laura se sonrojó aún más.
—Y lo agradezco —dijo. —No creo que un beso deba ser dado al descuido.
Jamás he sido besada.
—¡Vaya descuido! —dijo él, contemplando su rostro. Se volvió y empezó a
caminar otra vez, el brazo de ella aún en el suyo. —Lamento haber hablado con
tanto descuido, Laura. Mis intenciones son honorables. No desearía besarla si no
quisiera también hacerla mi esposa.
Laura fue la que se detuvo esta vez.
—¿Desea casarse conmigo? —preguntó, sorprendida.
—Por supuesto —él le dirigió su mejor sonrisa. —Debo casarme
eventualmente. Es una de las desventajas de tener título, uno debe
eventualmente perpetuar la línea. Tengo una fortuna considerable, así que no
necesito casarme por dinero. Soy libre para elegir a la mujer más hermosa que
pueda encontrar. Juntos, encandilaríamos a la sociedad, Laura. Solo tiene que
decir que sí.
Laura se le quedó mirando a su apuesto rostro, esperando, supuso, algo más.
Había sido alabada por el hombre más apuesto de Londres, acababa de recibir su
propuesta. Debería estar rebosante de alegría. ¿Faltaba algo? No podía pensar en
qué. Como él acababa de decir, solo debía decir sí. Decidió que debía estar
simplemente demasiado sorprendida para hablar.
Él sonrió, inclinándose hacia ella.
—Veo que la he tomado por sorpresa —dijo. —¿Pensó que me tomaría más
tiempo llegar al grano? ¿O creyó que no podría elegir por debajo de mi rango? La
he elegido, Laura, y cuando decido algo, me pongo impaciente hasta lograr mi
objetivo. Encontrarás que esa es una de mis características. ¿Puede darme una
respuesta ahora o necesita tiempo?
—Estoy consciente del honor tan grande que me otorga, milord —dijo, —pero
como dice, me ha tomado por sorpresa. Le suplico que me dé algo de tiempo.
Él se llevó su mano a los labios, mirándola a los ojos todo el tiempo.
—Quizá una semana, Laura —dijo. —No soy un hombre paciente. ¿Me dará su
respuesta entonces?
—Sí —dijo ella en voz baja.
Él volvió a tomarla del brazo y la escoltó de vuelta a la casa.
Lucy y Lady Pamela todavía estaban sentadas en la hierba bajo el árbol,
rodeadas de un grupo de caballeros. El Conde de Darlington aún se reclinaba
indolentemente contra el tronco tras Lucy, de manera que ella no podía mirarlo ni
conversar con él sin deliberadamente girar la cabeza. Ella esperó algo confundida
que él se uniera a ella en la hierba o participara en la conversación, o se ofreciera a
traerle algo de beber. Él no hizo nada de eso, sino que se quedó en silencio.
Finalmente, el acompañante frecuente de Lady Pamela, el Señor Booth,
sugirió escoltarla al invernadero para que ella le señalara los exóticos capullos de
los que había escuchado. El Señor Sotheby se inclinó ante Lucy y le preguntó si le
gustaría unírseles. Ella guardó silencio un momento, esperando alguna reacción
del hombre tras ella. No hubo ninguna. Le sonrió al primo de Pamela, quién estaba
ansioso frente a ella y le tomó de la mano, permitiéndole ayudarle a levantarse. Se
retrasó un poco más, abriendo su parasol color durazno con gran cuidado antes de
dirigirse al invernadero con sus tres acompañantes.
Fue mucho más tarde cuando Lucy volvió a ver al conde. Salía de la casa con
Lady Townsend y un grupo de caballeros. Debieron estar jugando a las cartas o
billar, supuso. El conde ciertamente no había estado en el jardín durante la hora
que ella había pasado en el invernadero. Sintió algo de incomodidad. No era
normal de su parte ignorarla así. Justo mientras pensaba eso, sus miradas se
encontraron a la distancia, y él inclinó la cabeza antes de abrirse paso a su lado.
—¿Puedo traerle algo de beber, Señorita Maynard? —preguntó él
educadamente. —¿O acercarle una silla?
—No, gracias, milord —dijo ella. —He estado sentada casi toda la tarde, y
acabo de tomar té.
Hubo una pausa incómoda.
—¿Le gustaría caminar? —preguntó él, ofreciéndole el brazo.
Ella lo tomó y empezaron a alejarse de la casa y la multitud.
—Qué tarde más espléndida, ¿no cree? —preguntó ella, su voz algo débil.
—Ciertamente —dijo él. —Lady Townsend realmente lo logró este año. El
pasado llovió, aunque eso no fue su culpa, claro.
Nuevamente hubo silencio.
—Los invernaderos son magníficos —dijo ella. —¿Ya los vio, milord?
—Sí —respondió él. —El año pasado, mientras llovía.
Silencio. Lucy deseaba desesperadamente preguntarle que estaba mal.
Normalmente era él quién iniciaba la conversación. Tenía un ademán placentero y
fácil que normalmente la hacía sentir cómoda. Ahora claramente no la estaba
pasando bien y no quería estar caminando con ella. Ella apartó la mano de su
brazo.
—Debo regresar, milord —dijo. —Le prometí a Laura que me encontraría con
ella pronto. Debe estarme buscando.
Él la miró con el ceño fruncido.
—Me marcho mañana —dijo.
—¿Se marcha? ¿Mañana? —repitió ella.
—Debo ir a casa —explicó él. —Mi madre no se encuentra bien y debo
asegurarme que no sea nada grave.
—Por supuesto —dijo Lucy. —Lo lamento. ¿Sabe cuánto tiempo estará lejos?
—No —dijo él abruptamente. —No lo sé.
Se acercaron en silencio a la casa. Laura estaba en el medio de un ruidoso
grupo de jóvenes, por lo que Darlington dirigió allí a su acompañante, pero no se
les unió.
—Espero que nos volvamos a encontrar, Señorita Maynard —dijo él. —Le
deseo éxito por el resto de la Temporada.
—Gracias —dijo ella. —Espero que encuentre a su madre en buena salud.
Él se inclinó, mirándola sin sonreír un momento y se marchó.
Lucy sintió un triste vacío en su interior al volverse a unirse a su gemela y al
grupo. ¿Eso era todo, entonces? ¿Nada más? De seguro debió decirse algo más,
¿algún mensaje personal?
***
***
***
Lord Waite había decidido dar un osado paso. Intentaría abordar a Lady Wren
a solas en el baile de Grayson. Pero era sumamente difícil con Dorothea y su mamá
siempre pisándole los talones, y ese campesino que se había vuelto la sombra de
Felicity. Si la visitaba en las tardes, lo más seguro era que ella no estuviera en casa,
o que hubiera otros visitantes en el salón. Y para cuando lograba pedirle que
paseara con él, otro ya se le había adelantado a ocupar su tiempo.
Envió a un lacayo en la mañana con una nota, preguntándole a ella si
aceptaría pasear con él temprano, a Richmond. Agregó que deseaba
particularmente conversar con ella. El lacayo tenía órdenes de esperar respuesta.
El lacayo resultó tener suficiente tiempo para engullir varias tartas y dos jarras de
cerveza en la cocina antes de regresar con una respuesta para su amo. Lady Wren
y sus hermanas estaban de compras cuando llegó.
La carta de Lord Waite había sido calculada, por supuesto, para obtener una
afirmativa de Felicity. A ella le intrigó saber qué exactamente quería conversar él
con ella. ¿Acaso el abrazo de ayer había tenido resultados? ¿Estaba por pedirle
matrimonio? Eligió sus ropas con cuidado y lo saludó en el recibidor, hecha una
visión de belleza en su vestido de muselina color durazno, pelliza café con su
parasol a juego, y su bonete de paja, con cintas color café junto a las amarillas.
—Ah, que hermosa, mi lady —dijo él, haciéndole una elegante reverencia.
Pronto se le hizo evidente a Felicity, mientras él guiaba sus caballos con
elegancia por el tráfico, que no iban a Richmond. Él mantuvo todo el tiempo una
conversación distraída.
—¿A dónde vamos, milord? —preguntó ella.
Él se interrumpió un momento antes de sonreírle, negociando una curva.
—Ahora que finalmente te tengo para mí unas horas, Felicity —dijo, —quiero
que estemos a solas.
Ella sintió algo de alarma.
—¿Oh? —dijo en su tono más frío y distante. —¿Y se me permite saber en
dónde estaremos a solas, milord?
—Te dije una vez de la otra casa que poseo —dijo él. —Allí vamos. Mis
sirvientes nos esperan. Y me llamo Edmond, ¿recuerdas?
—Preferiría permanecer afuera, milord —dijo ella, haciendo girar su parasol
con aparente despreocupación. —Este buen clima no durará. Es una lástima
desperdiciarlo puertas adentro.
Él se echó a reír.
—Eres una seductora nata, Felicity —dijo, —pero hoy no funcionará. Tenemos
cosas de qué hablar.
No le quedó sino girar su parasol como si nada le incomodara, como si todos
los días se la llevaran de su casa en dirección a un lugar donde un hombre
guardaba sus amantes. Ciertamente no iba a dar señales de su poca experiencia o
inocencia.
Felicity miró furtivamente a su alrededor cuando su acompañante finalmente
detuvo su coche. Era un vecindario silencioso y bastante respetable. Había
esperado una tropa de prostitutas paseándose por la avenida, mostrándose. Lord
Waite se bajó de un salto, tendiéndole las riendas a un mozo que apareció de un
costado de la casa.
—No estés tan tensa, Felicity —dijo él, perfectamente leyéndole el
pensamiento. —Todo es muy apropiado, como ves.
El mayordomo parecía ser un pilar de la sociedad. Se inclinó al tomar el
sombrero y látigo de su amo, también al tomar la pelliza y el bonete de Felicity y
una vez más al recibir el abrigo de su amo. Luego de entregarle todas estas cosas a
un sirviente menor, los guió escaleras arriba, abriendo las puertas de un salón e
inclinándose nuevamente.
—¿Será todo, milord? —preguntó.
—Llamaré —dijo Lord Waite, con los ojos fijos en Felicity mientras el
mayordomo cerraba las puertas. Felicity se preguntó qué tan sordas serían esas
respetables orejas si ella decidía gritar. Se quedó de pie en medio del salón,
poniéndose su máscara distante.
—Pues bien, Edmond —dijo. —Me tienes a solas. Ahora quizás pueda
satisfacer mi curiosidad y decirme que es más importante que Richmond.
Él se rió, quitándose su casaca de terciopelo azul. Felicity se preguntó cómo
haría para volvérsela a poner luego. Era tan ajustada a su delgada figura que debió
haber tomado un paje muy musculoso y determinado ponérsela temprano.
Deliberadamente contempló con aburrimiento su camisa de seda blanca, con sus
mangas de encaje, la corbata alta, atada en primorosos nudos. Alzó las cejas y lo
miró con curiosidad.
—Ven, Felicity —dijo él. —Y déjame besarte, para que veas que soy mejor que
el campesino ese.
—¿Disculpe? —dijo ella, toda arrogante inocencia.
—No sabías que te miraban, ¿verdad? —dijo él. —Ayer en la fiesta, quiero
decir.
—¿Con Tom? —dijo ella, mordiéndose el labio. —¿Nos vio?
—Y no me agradó lo que vi —le aseguró él. —¿Te agradaría saber que sentí
celos, Felicity? Unos terribles. Él no te merece. Eres una criatura demasiado
exquisita para ser desperdiciada en él. “El caviar para el general”, como dijo el
inmortal poeta.
Él se le había acercado mientras hablaba y ahora estaba a centímetros de ella.
Un largo y fino dedo le rozó la mejilla mientras el pulgar le rozaba los labios.
—Eres para mí, Felicity —dijo él. —¿Lo sabes, verdad? Te haré el amor y
entonces admitirás que no hay otro hombre para ti.
Felicity lo miró a los ojos. Aún no tenía miedo, aunque él había dejado claro lo
que iba a hacerle antes de marcharse de la casa. Este era el hombre con quién
quería casarse. Le daba curiosidad probar sus caricias, y ansiedad saber si le
afectarían como las de Tom. Luego pensaría como evitar intimidades mayores.
Él no la besó de inmediato. Le puso ambas manos en los hombros y acarició
hacia abajo, explorando su cuerpo como si la tuviese desnuda. Ella se quedó
completamente quieta, demasiado sorprendida para moverse y sin saber cómo
reaccionar. Él le acarició los pechos sobre la tela, tomándolos en sus manos. Rozó
la delgada curva de su cintura, sus caderas. Fue algo perturbador, especialmente
con la mirada de él siguiendo sus manos.
Felicity sintió un calor incómodo subirle por el espinazo hasta su rostro. Se le
aceleró la respiración. Él le sonrió y entonces la besó. A ella no se le permitió calzar
libremente en su abrazo como con Tom. Una determinada mano le había rodeado
la cintura, apretándola contra él para que no le quedara duda de lo que él sentía.
La otra apretaba dolorosamente su moño. Estaba completamente a su merced. Su
boca abierta contra la suya le forzaba a soportar la invasión de su lengua. Ella trató
de relajarse, de recordar que este era el hombre con el que estaba dispuesta a
casarse, a entregarle su cuerpo. Trató de disfrutarlo, sentir deseo en lugar de
pánico creciente.
Entonces lo empujó a ciegas, agitando la cabeza y tratando de arañarlo.
Cuando finalmente se vio libre, le dio un satisfactorio revés.
—¡Pequeña zorra! —exclamó él, llevándose la mano a la mejilla lastimada.
—Milord —jadeó ella, con ojos brillantes, —nadie se toma estas libertades
con mi persona sin mi expreso permiso. ¡¿Cómo se atreve?! ¡Usted no es ningún
caballero!
Él apretó los labios. Sus ojos se tornaron azul ártico al mirarla.
—¿Qué es lo que quiere, mi señora? —preguntó. —He dejado claro lo que
quiero de usted desde el principio. Asumí que deseaba lo mismo. No es ninguna
niña virginal para ser tan escrupulosa. Debió darse cuenta que al entrar a esta
casa, aceptaba hacer el amor conmigo.
—Me parece, milord, que no se me dio opción alguna —dijo ella con frialdad.
—Oh, vamos, Felicity —dijo con impaciencia. —No seas dramática. ¿Acaso te
amarré?
—No di mi consentimiento, señor —dijo ella.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó él. —Eres una mujer rica de alto rango.
Consideraría vulgar ofrecerte un arreglo por tus favores, como me vería obligado a
hacer si fueses una actriz o cantante. ¿Es eso lo que esperas? ¿Quieres un arreglo
definitivo antes de aceptar ser mi amante?
—¿Amante? —preguntó ella con fría arrogancia. —Jamás he sido la amante de
nadie, milord, y jamás lo seré. Estabas en lo correcto, Edmond. Soy una mujer rica
y de rango. No necesito vender mi cuerpo por dinero o placer, o para satisfacer la
lujuria de un hombre. Esto es un insulto. Por favor, pídele a tu lacayo que me llame
un carruaje. Deseo regresar a casa inmediatamente.
Lord Waite se volvió sin palabra y se dirigió a una licorera al otro lado de la
habitación. Se sirvió un trago sin ofrecerle uno a su acompañante y lo bebió
lentamente de espaldas. Así que eso era. Esperaba que le ofreciera matrimonio.
¡Muchachita impertinente! De verdad creía que él se rebajaría a casarse con ella,
la hija de un don nadie, viuda de un hombre que, aunque rico, no había sido más
que un arribista. ¡Qué muchachita tan solapada y engañosa! Que mejor se buscara
a otro.
Él soltó su vaso vacío y se volvió. Ella seguía en el mismo sitio, con el mentón
en alto y un mechón de cabello suelto cayéndole por la espalda. ¡Por Dios, que
hermosa era!
—La llevaré a casa personalmente, mi señora —dijo él, tomando la casaca que
se había quitado. —Por favor tome asiento. Regreso en cinco minutos. ¿Desea algo
de tomar?
—No, gracias.
Él se inclinó y se marchó. Regresó a los cinco minutos, con el abrigo puesto y
el bonete y pelliza de ella en la mano. No intercambiaron ni una sola palabra de
regreso a Pall Mall. Solo cuando finalmente la dejó en la entrada de su casa, le
tomó la mano, llevándosela brevemente a los labios.
—Mis disculpas, Felicity, si le he causado malestar —dijo tensamente. —Que
tenga buen día.
—Buenas tardes, milord —respondió ella.
Capítulo 12
Felicity creyó estar preparada para la reacción que generaría el anuncio de su
compromiso con Tom. Pero en realidad solo había considerado a dos personas. Le
preocupaba Tom, porque el anuncio era falso y él quedaría en ridículo cuando ella
se casara con otro. Y había considerado a Lord Waite, aunque no había estado
segura de que el anuncio tuviese el efecto deseado en él. Al llegar el día, descubrió
que no estaba preparada en lo absoluto.
El anuncio apareció la mañana siguiente de su pelea con Lord Waite. Laura leía
el periódico en la mesa del desayuno, como normalmente hacía. No le interesaba
mucho la parte de política, pero sentía que era su deber leer las páginas de
sucesos sociales para mantener informada a Mamá. A sus hermanas les llamó la
atención cuando esta se ahogó con su café y tosió por casi un minuto.
—¿Estás bien, Laura? —preguntó Lucy, levantándose y palmeando la espalda
de su gemela.
Laura solo logró emitir sonidos incomprensibles mientras tosía y señalaba el
periódico, aún abierto a la mitad sobre la mesa.
Lucy se inclinó sobre el mismo, aun palmeando su espalda y leyó.
—¿Qué? —chilló. Abandonó a su hermana y tomó el periódico con ambas
manos. —Aquí dice que estás comprometida con Señor Russell, Felicity.
Felicity se acomodó en su silla y sonrió avergonzada. De alguna manera no
había encontrado el tiempo para darles la noticia a las gemelas. Ahora era muy
tarde para hacerlo.
—¿Es verdad? —croó Laura.
—Sí, es verdad —dijo ella, con calma. —Decidimos durante la fiesta que
haríamos un anuncio formal.
Ambas la miraron boquiabierta por un segundo. No estuvo segura después
cual chilló primero y se le echó encima. Lo cierto es que estuvo enterrada bajo
besos y abrazos emocionados un rato.
—¡Felicity, sabía que sería así!
—Pero qué astuta, hermanita. Te lo tuviste callado mucho tiempo.
—¡El Señor Russell! Qué afortunada, Felicity. Yo habría intentado seducirlo, si
él fuese un par de años más joven.
—¿Vas a vivir en casa otra vez, Felicity? ¡Qué maravilla!
—¡Y qué romántico! Siempre se han amado, ¿no?
—Y ahora se volvieron a encontrar.
—¿Podemos ser tus damas de honor, Felicity?
—¡Por favor, Felicity!
Felicity se echó a reír.
—¡Niñas, por favor! —exclamó. —Acabo de pasar media hora sentada para
este peinado. Entre las dos, me lo desarmarán. De verdad no hemos planeado
nada aún para la boda, ni dónde viviremos luego. Nos queremos mucho y
queríamos hacerlo oficial, es todo —la explicación le pareció algo aburrida, pero
las gemelas estaban tan emocionadas que dudaba que la escucharan.
Se terminaron el desayuno lo más rápido que pudieron para ir a escribir
cartas. Estuvieron a punto de tener una poco común pelea sobre cual tendría el
honor de informarles a Papá y Mamá. Laura ganó, ya que era la corresponsal
habitual y no sería justo que Lucy les escribiera solo cuando había algo realmente
importante que compartir. Lucy se consoló escribiéndole a Cedric y Adrian.
Tom llegó poco antes del almuerzo. Fue llevado al salón, donde las gemelas
aún escribían industriosamente y Felicity verificaba el correo matutino. Las
gemelas chillaron con solo un poco más de decoro que en el desayuno, y se
abalanzaron sobre Tom. Él sonrió, con las cejas alzadas, mirando a Felicity, quién
solo se encogió de hombros. Cuando las chicas finalmente lo soltaron, se acercó a
ella y se inclinó para besarla en los labios.
—Buen día, amor mío —dijo. —Pensé que necesitarías apoyo emocional hoy.
Al parecer nuestro anuncio causó conmoción. Me han parado en el club y en el
parque desde que dejé el santuario de mis aposentos esta mañana. La opinión
general parece ser que soy un “malvado perro suertudo”, como dijo Su Gracia
Newton. Incluso me examinó bajo su monóculo.
Felicity se echó a reír.
—Cada vez que Wilfred y yo cenábamos con él —dijo, —decía que le
encantaría perseguirme alrededor de la mesa del comedor. Y que me atraparía, de
no ser por su “malvada” gota.
Las gemelas se rieron.
—¿Y qué respondías tú? —preguntó Lucy.
—Le decía que si no tenía gota al empezar, de seguro la tendría al terminar —
respondió ella. —Pero le daba un beso en la mejilla. Siempre lo creí muy simpático,
aunque Wilfred decía que solía ser un libertino consumado antes de que la gota lo
ralentizara.
Hubo, de hecho, un sorprendente número de visitantes esa tarde, la mayoría
con buenos deseos. Más gente de la usual los saludó en el parque. Y el anuncio de
su compromiso en el periódico matutino le dio un toque de algarabía al baile de
los Grayson. Todos habían especulado terriblemente sobre cual hombre
finalmente ganaría el afecto de la viuda. Había atraído mucha atención y sido
escoltada por varios hombres, pero nunca había mostrado especial favor por
ninguno. Extrañamente, no muchos habían notado al hombre que pasaba más
tiempo con ella. Sabían que era un amigo de la infancia, vecino de su padre, un
hombre sin gran riqueza ni enormes propiedades. Era un joven callado, de
excelentes modales. La mayoría cayó en cuenta, ahora que lo pensaban, que les
agradaba. Ciertamente no era como esos jovencitos que solo se quedaban en el
salón de baile lo suficiente para cumplir sus deberes antes de desaparecer al salón
de juegos. El Señor Thomas Russell, la gente recordaba, siempre se quedaba y
bailaba, normalmente eligiendo su pareja luego de que las chicas más atractivas y
populares fuesen escogidas. Mucha gente alabó a Lady Wren por elegir a un
hombre por sus cualidades y no por su rango o riqueza.
Pero una persona estuvo ausente todo el día. No hubieron rosas blancas esa
mañana por primera vez en semanas. Y Lord Waite no apareció en el salón de
Felicity ni en el baile de los Grayson. Tampoco apareció al día siguiente, uno que
Felicity pasó sola en casa. Tom tenía un compromiso que lo mantendría alejado
todo el día y las gemelas tenían compromisos también. Habían sido invitadas a un
picnic para jóvenes en la tarde. La madre de la anfitriona se había ofrecido a hacer
de chaperona para todas las señoritas. Más tarde esa noche, Lady Pamela
Townsend y el Señor Booth, Lucy y el Señor Sotheby, Laura y el Vizconde Varley
irían al teatro.
Felicity no se entristeció por pasar el día a solas en casa. Necesitaba tiempo
para organizar sus pensamientos. Esa idea impulsiva de comprometerse con Tom
había sido una locura total. No había soñado crear tanta conmoción. Se había
sentido tan hipócrita el día anterior, aceptando felicitaciones del brazo de Tom y
sonriéndole afectuosamente. Esa parte al menos había sido sincera, pero se sentía
tan culpable de usar a su mejor amigo así.
Lo peor de todo era que ya no tenía sentido. Los eventos dos tardes atrás
habían finalizado su relación con Lord Waite. Habría querido comportarse como lo
habría hecho una dama sofisticada. Habría querido dejarlo probar sus labios,
sonreír malvadamente y zafarse del asunto con elegancia. Entonces su
compromiso le habría caído a él como un martillo, y lo habría forzado a actuar.
Pero en lugar de ello, se había comportado como una adolescente asustada,
cayendo en pánico apenas empezó a tratarla como la mujer que fingía ser. La
verdad, había estado terriblemente asustada. La lujuria de él y su intención de
poseerla habían sido tan obvias, la había tocado con tanta seguridad, tan confiado
en su reacción que ella realmente había perdido la cabeza. Había caído en pánico
al perder el control de la situación y consecuentemente había golpeado, empujado
y chillado. ¡Qué de mal gusto!
Lo raro era que, en ese preciso momento, había dicho exactamente lo que
quería decir. Le había molestado que la llevara a esa casa y procediera a
manosearla, como si el amor y la ternura no existieran. El tipo parecía tan
concentrado en su propósito. Ella no era más que un cuerpo que él deseaba usar
para su placer. No le interesaba saber quién era ella o por qué era cómo era. Ella
solo había querido regresar a casa y no verlo jamás.
Ahora, dos días más tarde, podía ver el escenario con cabeza fría. Lord Waite
era un hombre experimentado. Ella conocía su reputación con las mujeres. Su
atractivo y confianza no le dejaban dudas que era un amante experimentado. Si
tan solo se hubiese casado con él, muy tarde ahora, sería sin duda muy feliz. Pero
no podía esperar que él supiera que la experiencia de ella no era la misma.
Realmente había sido una adolescente asustada, una de veintiséis años, y encima
viuda.
No podía esperar que Lord Waite supiera que su propia experiencia sexual se
resumía a tres intentos fallidos; cuatro, contando con él. La primera ocasión con
Tom la noche antes de su boda, la única vez que se habría entregado libremente y
por amor. Y entonces la noche de bodas y la noche después. En ambas ocasiones
Felicity se había comportado justo como su madre le dijo, yaciendo quieta y
relajándose para permitirle a su marido hacer su voluntad. Solo serían unos
minutos cada noche, dijo Mamá. Había hecho eso ambas noches, dejando que
Wilfred la sobara y besara hasta que no supo que hacer para no retorcerse del
disgusto. Pero ambas veces, luego de que él le subiera el camisón y se montara
sobre ella, algo había salido mal. Ambas veces él se había marchado de su lecho,
molesto y jadeante. Y no había vuelto a pasar. Su cortesía hacia ella se había
tornado en un afecto casi paternal en privado, y una severa posesividad en
público.
Felicity se preguntó si Lord Waite apreciaría el chiste de saberlo. Había
deseado un amorío que complaciera a ambas partes, en donde ambos tendrían la
misma experiencia. Bien podría estar seduciendo a la debutante más inocente. Ella
era tan virginal como ellas.
Pero no necesitaba preocuparse. El silencio de estos dos días dejaba claro lo
que temía admitir. El anuncio de su compromiso sellaría su decisión en lugar de
forzarlo a declararse. Pero, perversamente, lo deseaba más que nunca. Deseaba
ser conocida como la mujer que había domado al mujeriego.
Felicity creyó que lo peor había pasado. Ella y Tom habían enfrentado gran
notoriedad al aparecer el anuncio. Quizás el baile de Grayson había sido una
bendición en cubierto. Había sido un gran evento y casi toda la gente importante
había ofrecido sus felicitaciones. La novedad pasaría pronto, la Temporada
terminaría, y el compromiso podría ser disuelto en el verano. Para el próximo año
no sería escandaloso enterarse que Lady Wren había rechazado al pobre Señor
Russell. Lo único malo era que la Temporada había sido desperdiciada. Había
perdido la oportunidad de atraer a Lord Waite y ahora estaba forzada a
permanecer junto a Tom el resto de la primavera.
Al menos, decidió Felicity para animarse, tendría más tiempo para volcarse
sobre sus hermanas. Había notado con admiración que Lucy había hecho un
notable esfuerzo por no entristecerse. Hablaba con más emoción sobre el picnic
del día siguiente que Laura, y sobre la visita al teatro en la noche. El hermano del
Señor Sotheby, un caballero casado, había propuesto hacer un grupo para ir a
Vauxhall a ver los fuegos artificiales, y Lucy no había vacilado en aceptar la
invitación del Señor Sotheby. Eso alegraba a Felicity. Conocía lo suficiente a sus
hermanas para saber que la chica sufría a causa del despiadado conde, pero era
demasiado orgullosa para hacerlo saber.
Laura había estado muy pensativa estos últimos días. Felicity sabía que
consideraba seriamente la propuesta del Vizconde. Le preguntó durante el
desayuno.
—Aún no decido —admitió Laura. —A veces creo, Felicity, que él no sería
capaz de darme la vida que disfrutaría. Todo es alegría y frivolidad con él. Y luego,
cuando estoy con él, me preguntó por qué dudo tanto. Es tan encantador y
dinámico. Y veo como lo miran las otras chicas e incluso algunas mujeres mayores,
y me siento sumamente orgullosa que esté conmigo y quiera casarse conmigo.
Pues bien, aún tengo cuatro días, pero me presionó bastante por una respuesta
ayer en la noche.
Si, Felicity se alegraba de que lo peor hubiese pasado y que sus hermanas
probaran ser más sensatas de lo que había esperado. Ciertamente no estaba
preparada para la conmoción que hubo mientras almorzaba tranquilamente con
sus hermanas, ni para ver a sus padres entrar en el comedor.
Las gemelas chillaron.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Qué maravillosa sorpresa! —exclamó Felicity, atravesando
el comedor con los brazos abiertos.
No tuvo que caminar mucho. Un par de pasos más allá y se vio rodeada por los
brazos de la Señora Maynar.
—¡Oh, Felicity, mi querida, querida niña! —dijo. —Jamás he estado tan feliz en
mi vida. Tu padre te puede asegurar que lloré por media hora cuando leí la carta
de la querida Laura ayer en la mañana. El querido Thomas y tú. Soy la mujer más
feliz del mundo.
—No quedó más que hacer —dijo su padre, —qué sacar el viejo carruaje para
venir personalmente a decirte lo felices que estamos.
—Laura y yo estamos muy emocionadas —dijo Lucy. —Imagínate, Mamá, que
no nos dijeron absolutamente nada. Leímos la noticia en el periódico.
—Seremos las damas de honor —dijo Laura. —Felicity nos lo prometerá
pronto.
Felicity estaba horrorizada. Así seguro se sintió el pobre Rey Canuto en la
playa, intentando ordenarle a la marea que no avanzara mientras el agua cubría
lentamente los dedos de sus pies, sus tobillos y avanzaba inexorablemente a sus
rodillas. ¿Cómo lidiaría con esto?
Pronto vino un paje a llevarse los abrigos de sus padres y todos estaban
sentados a la mesa, aunque nadie comía.
—Entonces tuvimos que venir en persona —decía Mamá. —Si se
comprometieron tan repentinamente, le dije a tu padre, entonces se casarán igual
de rápido. Y están en todo su derecho. Tienen la edad apropiada. Pero de verdad,
Felicity, detestaríamos perdernos la boda.
—¿Dónde sería? —preguntó Papá. —¿Estás pensando en una gran boda de
sociedad esta vez, querida?
—No, nosotros…
—Oh, ven a casa y cásate allá, Felicity —suplicó Mamá. —Como tú y Tom son
del mismo lugar, muchos vecinos y amigos querrán asistir a darte sus buenos
deseos. Quiero que te cases en casa, querida, y esta vez estaré contenta de que
sea un matrimonio por amor.
—Siempre he tenido mucho respeto por Thomas —dijo Papá. —Es un joven
sensato. Me alegra, querida, que no seas tan vanidosa como para no poder elegir a
un marido por sus valores personales.
—No lo pensarías tan apropiado de haberlo visto ayer en la mañana —rió
Lucy. —La besó, Mamá.
—En los labios —agregó Laura.
—Eso es muy correcto y apropiado —dijo Mamá. —Ya veo que no han
madurado tanto como creí en Londres. Su Padre y yo nos quedaremos unos días —
agregó, volviéndose a Felicity. —Te ayudaré a elegir tu ajuar, querida. Me dejarás
ayudar, ¿verdad? Aunque tengas mucha más experiencia en esto de la moda.
—La verdad es —dijo Felicity, tratando de evitar que el agua llegara a la
cintura del Rey Canuto, —que Tom y yo no hemos decidido cuando será la boda.
Solo creímos que sería más cómodo estar comprometidos. Puede que no nos
casemos en mucho tiempo.
—Tonterías —dijo Mamá, y el agua le llegó al Rey Canuto a los hombros.
Felicity dejó instrucciones estrictas a su mayordomo que solo estaba
disponible para el Señor Russell esa tarde. Ansiaba a Tom con todo su ser. Tom,
siempre tan tranquilo y sensible, sabría cómo lidiar con este desastre. Podría
relajarse y dejarlo tomar las riendas. ¿Pero dónde diantres estaba? No lo veía
desde ayer. Extrañamente nunca consideró que quizás había hecho como Lord
Waite, retirándose de la partida al no gustarle el asunto.
Finalmente llegó a media tarde. El mayordomo debió advertirle de los recién
llegados, notó Felicity aliviada al verlo entrar. Él sonreía y parecía tan cómodo y
familiar que ella contuvo las ganas de dejarse caer en la poltrona, desmadejada.
Tom le sonrió y se dirigió a saludar a sus vecinos. La Señora Maynard lo saludó
con dos sonoros besos.
—Me tomo las libertades de una futura suegra, Thomas —dijo. —Te amaré
tanto como a mis propios chicos.
—¿Cómo están, pilluelas? —dijo Tom, despeinando a las gemelas, para
enfurecerlas, antes de dirigirse a su prometida. No la besó esta vez, solo se llevó su
mano a los labios. —Hola, Flick —dijo. —Lamento haberme tardado tanto, amor.
Y sonrió. Esta vez a Felicity le temblaron las rodillas, y se sentó
apresuradamente en la amplia poltrona tras ella. Tom se sentó a su lado. El alivio
de Felicity no duró mucho. Conversaron unos minutos y trajeron té y galletas.
—Es increíble que no nos encontráramos en el camino —le dijo Tom al Señor
Maynard. —Regresé a casa un momento anoche y estaba de vuelta a la ciudad
esta mañana.
—¿De verdad? —preguntó Felicity impresionada. —No lo dijiste, Tom. ¿Por
qué irías tan lejos por una noche?
—Por la mejor de las razones, amor mío —dijo él, sonriéndole cálidamente. —
Quería buscar el anillo de compromiso de mi madre. Es una herencia, ¿sabes? Ha
adornado los dedos de cuatro generaciones de mi familia. Tenía que buscarlo
personalmente.
Él se sacó una pequeña caja del bolsillo. Felicity creyó que se desmayaría.
Todo el mundo a su alrededor se desdibujó y solo quedó Tom y su magnífico anillo
de oro con tres rubíes.
—No —susurró, —no debes dármelo, Tom.
—Claro que sí —dijo él, con cálida insistencia. —Debes tener un anillo para
mostrar tu compromiso, y este es el de mi familia. Era de Mamá. Ahora es tuyo —
él le alzó la mano y deslizó el anillo en su dedo.
Era ridículo. El anillo debió atorársele en el nudillo. O debió quedarle tan
grande que se caería apenas bajara la mano. No debió quedarle como hecho
específicamente para ella.
—Mamá casi no lo usó porque era demasiado grande para su dedo —decía
Tom. —Y no se atrevió a mandarlo a reducir para no arruinarlo. Me alegra que te
quede, Flick.
Volvió a escuchar a los demás, felicitándola ruidosamente. Sabía que habían
estado allí todo el tiempo. Se les unió, a punta de fuerza de voluntad, hasta que el
mayordomo vino a retirar la bandeja, y entonces se deslizó hacia el jardín,
atravesando las enormes puertas de cristal. Se estremeció bajo el cielo
encapotado, pero no se atrevió a entrar por un chal. Se rodeó el torso con los
brazos y sintió el anillo apretado contra su piel.
Tom la encontró allí, sentada en el muro de piedra que rodeaba los rosales,
mirando al vacío.
—Te traje un chal, Flick —dijo. —Debes tener frío —se lo puso en los hombros
y se sentó a su lado.
—Tom —dijo ella, —¿Qué te he hecho? Debo ser la persona más egoísta del
mundo.
—No, no —la tranquilizó él. —Es por el anillo, ¿verdad? Solo consideré
necesario hacer parecer las cosas más oficiales. Fue desconsiderado de mi parte.
No quise hacerte sentir mal.
—Oh, Tom —dijo ella, volviéndose hacia él y echándole los brazos al cuello sin
pensar. —No te culpes. Eres tan amable y gentil. De verdad te amo más que a
nadie.
Tom le palmeó cariñosamente la espalda.
—Usa el anillo —dijo, —y no pienses más en ello. La próxima que lo use será
seguramente la esposa de mi heredero, quien quiera que sea. Algún primo, quizás.
Disfrutaré verlo en tu mano mientras tanto.
—Oh, Tom —dijo ella, —¿Qué haremos? No creí que causáramos tanta
conmoción. ¿Cómo saldremos de esta?
—Si Waite reacciona como debe, no habrá problema —dijo Tom. —
Encontraremos la manera de explicar la situación. Y tus padres tendrán que
admitir que es una excelente idea, sobre todo al ver que es lo que realmente
deseas. Si no, pues, podemos seguir así un rato, ¿no crees, Flick? Al menos hasta
que pase la emoción. No te molesta mi compañía, después de todo.
—Tom —dijo ella, apretándose contra él.
—¿Sabes? —dijo él. —Incluso podríamos casarnos de verdad. Sería lo más
fácil, y creo que estaríamos cómodos, ¿no crees?
—Oh —sollozó ella, levantándose de golpe. —No, Tom. Me haces sentir como
una completa villana. Primero estabas dispuesto a coquetear conmigo por nuestra
amistad. Luego, estabas dispuesto a comprometerte y ahora estás incluso
dispuesto a casarte conmigo. Jamás presumiría algo así de nuestra amistad. Sé lo
mucho que valoras tu soltería. No te permitiría sacrificarla por mí. Pero, oh, eres
tan amable. Gracias por la oferta. La recordaré siempre —le tendió ambas manos.
Él las tomó y le sonrió.
—Pues bien —dijo. —Espero que consigas al hombre que quieres, Flick. Pero
si no, mi oferta sigue en pie. Tus padres se acercan a la puerta. Bésame.
Ella lo hizo, aun agarrándole las manos.
—De verdad te amo, Tom —le dijo mientras su familia se acercaba.
Capítulo 13
El Señor y Señora Maynard decidieron quedarse en Londres solo un par de
días luego de que les aseguraran que Felicity y Tom no se casarían con la misma
celeridad que se habían comprometido. Pero la Señora Maynard dejo fuertes
sugerencias de que quizás algún evento oficial para festejar el compromiso sería
adecuado antes de que ellos se marcharan. Un baile a todo dar estaba fuera de las
cartas. Simplemente no había tiempo para organizarlo todo y enviar las
invitaciones. Además, no había pasado suficiente tiempo desde el baile de
presentación de las gemelas. Finalmente se decidió que Felicity celebraría una
festiva cena, para cuarenta invitados, seguida de cartas, conversaciones y música
en el salón de visitas y recámaras adyacentes. Incluso se podría enrollar la
alfombra para bailar si a los jóvenes les interesaba.
Luego de cenar, mientras Tom y el Señor Maynard compartían una botella de
oporto y unos cigarros en el comedor, las damas trabajaron con entusiasmo en la
lista de invitados. Algunos nombres eran obligatorios: los Townsend, Lady Pamela,
el Señor Booth, el Señor Sotheby, el Vizconde Varley. Felicity agregó los nombres
de varios conocidos de Wilfred, gente que la había entretenido mucho en el
pasado y que ahora la trataba con respeto. Con una sonrisa, agregó el nombre del
Duque de Newton. Incluyó a varios conocidos de Tom. Era increíble, la verdad, lo
rápido que se acercaban a cuarenta invitados.
—¿No invitarás a Lord Waite, Felicity? —preguntó Laura, eventualmente
argumentando lo que había estado molestando a su hermana desde que empezó a
hacer la lista.
—Deberías —dijo Lucy. —Es un hombre de consecuencia y lo conoces
bastante bien. De hecho, me parece que sentía algo por ti al inicio de la
Temporada.
—Lord Waite —dijo Mamá. —Es impresionante tener algunos títulos en tu
lista de invitados, querida. Me divertiré mucho conociendo a estas personas.
Felicity agregó su nombre y el de Lady Dorothea Page con algo de vergüenza.
Pero la consoló saber que no vendría. Se salvaría de la vergüenza de tener que
hablar con él en su fiesta de compromiso, delante de sus padres. ¿Pero era de
mala educación invitarlo? ¿Le parecería que intentaba restregarle en el rostro su
compromiso o que intentaba congraciarse con él? ¿Y si venía? Ella encontraría la
situación insoportable, ¿o no? ¿Aprovecharía la oportunidad de volverlo a ver?
Treinta y dos personas aceptaron la invitación, un alentador número, teniendo
en cuenta lo repentino del evento y la época del año, que ofrecía múltiples
distracciones. Entre las últimas confirmaciones, el día antes de la cena, estuvo la
de Lord Waite. Felicity se vio sorprendida, ya que dos días antes había recibido una
negativa de Lady Dorothea Page, citando un compromiso previo en una casa de
campo, donde pasaría unos días. Felicity naturalmente había asumido que se
trataba de la casa de campo de Lord Waite y que él simplemente ignoraba su
invitación.
Se emocionó. Corrió a sus aposentos con la carta, el único lugar donde podía
disponer de algo de privacidad últimamente. ¿Qué significaría su asistencia?
Podría venir a burlarse de ella, a humillarla de alguna manera. O quizás que sentía
curiosidad y venía a asegurarse que el compromiso fuese real. No había manera de
saberlo, claro. Tendría que esperar y ver, ¡por más de veinticuatro horas!
No lo había visto por una semana. De cierta manera eso era un logro bastante
difícil. Normalmente era casi imposible no ver a un miembro de la Sociedad toda la
semana, cuando todos tendían a asistir a los mismos parques y establecimientos
durante el día, y los mismos eventos de noche. Pero había sucedido. Claro, sus
propias actividades se habían visto restringidas desde la llegada de Mamá y Papá.
Eran virtualmente foráneos a la ciudad, y ella y Tom habían disfrutado
paseándolos, no necesariamente por los lugares de moda. Ellos mantenían su
horario del campo, por lo que en deferencia a ello, Felicity no planeó ninguna
salida de noche. Mientras las gemelas eran invitadas a fiestas, óperas y bailes con
incontables chaperonas y escoltas dispuestos, ella se contentó con quedarse en
casa con sus padres y Tom.
Felicity sonrió para sí, haciendo girar el anillo de Tom en su dedo, un hábito
adquirido desde que el objeto había llegado a su posesión, y no se lo había quitado
por miedo a perderlo. Extrañamente, sus salidas familiares y tardes tranquilas le
resultaban agradables. Fueron un agradecido descanso de los movidos eventos,
muy parecido a la visita de Adrian. A decir verdad, una vida dedicada a socializar
podía tornarse aburrida. Uno veía los mismos rostros a dónde iba, y era extraño
como un salón de baile empezaba a parecerse al otro a fuerza de repetición.
Incluso los más notables conversadores se tornaban monótonos. En una fiesta,
empezando la Temporada, había escuchado encantada las historias de peligro y
aventuras relatadas por un veterano de la campaña de la Península. Al escucharlos
por tercera vez, una semana más tarde, no le habían parecido tan emocionantes.
Pero el hecho era, pensó mientras giraba el anillo de Tom, que no había visto a
Lord Waite en una semana y lo volvería a ver mañana en su propio hogar y bajo
circunstancias algo difíciles. No tenía idea si él aún estaba enfadado, o amargado,
o si sentía nada más que indiferencia por ella. Pero sentía que esta velada le daría
una segunda oportunidad para llamar su atención. Si ella le dejaba pasar la velada
sin alguna señal, estaba segura que él se lo tomaría como una señal de que su
compromiso era genuino y que no había marcha atrás.
A veces, el estar en sus aposentos no era garantía de privacidad, pensó ella al
ver aparecer el rostro de Laura en la puerta luego de tocar quedamente.
—¿Estás ocupada, Felicity? —preguntó. —Temí que quizás no te sintieras bien
y estabas recostada.
—No, no —dijo Felicity. —Solo pienso en mañana, asegurándome que no se
me olvida ningún detalle.
—Estoy segura que Mamá no dejaría que pasaras nada por alto —dijo Laura.
—También he estado pensando en mañana. Le prometí a Jonathan que le daría
una respuesta.
—Sí, ¿ya pasó una semana, no? —dijo Felicity. —¿Necesitas mi ayuda, Laura?
¿Aún se te dificulta decidir?
—Un poco —admitió la chica. —Aún no hablo con Mamá. Temo que le
impresionaría tanto que Jonathan sea vizconde que me aconsejaría aceptar. Y no
me gusta hablarlo con Lucy. Está terriblemente despechada por la marcha de
Darlington. No me lo ha dicho, pero lo sé. Las gemelas sabemos estas cosas,
¿sabes?
—Sí —dijo Felicity con un suspiro. —Sé que solo soy una mera hermana.
—He decidido aceptar —dijo Laura, —pero quería consultar algo contigo,
Felicity, ¿está bien aceptar si una no está segura que una será feliz para siempre?
—No podemos estar absolutamente seguras del futuro —dijo Felicity. —Lo
mejor que podemos hacer es usar la cabeza y el sentido común lo mejor posible.
—Pero, verás —dijo la chica. —Te veo con el Señor Russell, e incluso yo puedo
ver que son perfectos el uno para el otro. Quiero decir, siempre conversan
cómodamente sobre cualquier tema. Y se tienen mucho cariño. Solo desearía estar
tan segura de Jonathan.
Felicity se sintió sorprendida.
—No te compares con otros —dijo. —Otras personas y otras relaciones no son
siempre lo que parecen. Tom y yo somos amigos de infancia.
—De todas formas —dijo Laura. —Tengo planeado decir que sí y que Jonathan
hable con Papá antes de que este último regrese al campo y todo quedará listo.
¿Me das tu bendición, Felicity?
—Por supuesto que sí —respondió su hermana, levantándose para abrazarla
con fuerza.
***
***
Tom los vio marcharse mientras bailaba con la terriblemente tímida Señorita
Price e intentaba hacerla conversar. También notó el chal que Waite tomó de las
manos de Felicity para cubrirla con el mismo. Iban al jardín. Las cosas entre ellos
no estaban terminadas, entonces. Y Waite sabía que ella no sería su amante. ¿Lo
intentaría nuevamente o tenía una nueva propuesta bajo la manga? Tom se sintió
enfermo.
Supuso que era el tonto más grande de toda la Cristiandad. Se había
involucrado más de lo que había pensado. Guiado por sueños y esperanzas vanas,
se había comprometido con ella, y para hacerlo parecer creíble, se había
comportado como si fuese verdad. Tocándola, tratándola afectuosamente, y
besándola, como un perfecto masoquista. Su cerebro le recordaba continuamente
que podía terminarse en cualquier momento y que él se vería obligado a regresar
solo al campo, sin ella.
Todo el asunto con el anillo había sido quizás un acto egoísta, debía admitirse.
Él se inclinó ante la Señorita Bell, asegurándole que no había problemas en bailar
el vals, aunque no tuviese el permiso de las patronas de Almack. Él no la delataría,
y estaba seguro que los labios de los otros bailarines también estarían sellados,
especialmente los de la Señorita Price, que tampoco había recibido permiso. ¡Pero
míralos ahora! Se había convencido a sí mismo de que el anillo agregaría el toque
necesario para que el compromiso pareciera bastante auténtico, si Lord Waite, por
ejemplo, adivinaba que todo era una artimaña preparada para su beneficio. Pero
sabía que el anillo era innecesario. Incluso la había lastimado un poco dárselo.
Pero desde los diecinueve se imaginaba ese anillo en el dedo de Felicity, el anillo
de su familia en el dedo de su novia. Nadie más lo usaría mientras él viviera. No
había podido resistir la oportunidad de verlo en su dedo por algunos días, o quizás
algunas semanas de ilusión.
Tom apretó la cintura de la Señorita Bell e inclinó la cabeza, sonriendo
consoladoramente. Era su culpa que tropezaran tanto. Debía confesarle que jamás
había tomado lecciones de vals. ¿Ella tampoco? Pues para ser un par de novatos
no lo hacían tan mal, ¿verdad? Si ella lograba relajarse y confiar en él, él se
esforzaría por no pisarla, ¿lo haría por él? La Señorita Bell sonrió tímidamente,
relajándose bajo la genuina amabilidad de su expresión. Descubrió que el vals no
era tan difícil, después de todo.
Era algo difícil, pensó Tom, recordar que el compromiso no era genuino a
veces. Se sentía correcto, una extensión natural de su amistad, el poder besarla,
llamarla amor mío, sentarse con ella y sus padres durante una velada de armonía
doméstica. Y era muy difícil mostrar la medida exacta de afecto para que nadie
sospechara la verdad sin mostrar demasiado amor para hacerla sospechar de sus
sentimientos. Él creía haberlo hecho bien hasta ahora. No pensaba que ella
hubiese detectado su felicidad al verla luego de su apresurado viaje a casa. Y
seguro tampoco había notado el dolor que había sentido al ver el anillo en su dedo
y saber que no duraría mucho allí. Después, en el jardín, no había sabido cuán
cruelmente estaba retorciendo el cuchillo en su pecho al rodearlo con sus brazos y
decirle con su más querida forma de hermana cuánto lo amaba.
Y él se había cuidado de disimular su dolor temprano, cuando ella le consultó
como aproximarse a Lord Waite esta velada. Él había intentado darle el consejo
objetivo que le habría dado si de verdad no fuese sino su más querida amiga. La
única vez, de hecho, que había estado cerca de revelar sus verdaderos
sentimientos había sido en la fiesta de los Townsend, cuando la había besado.
Había pensado solo besarla castamente y abrazarla. No sabía que había pasado.
Pero le había alegrado que ella le respondiera tan entusiasmadamente para
convencer a Waite de la pasión entre ellos. De otra manera, ¿cómo no había
notado que la había besado con la pasión de un amante real? Aún no sabía cómo
había logrado librarse de la locura que lo había avasallado entonces.
Tom se sentó junto a Lady Pamela Townsend.
—¿Puedo persuadirla a que baile conmigo la siguiente pieza? —le preguntó.
—¿O prefiere que le traiga una limonada fría?
Ella le sonrió agradecida.
—Oh, la limonada, por favor, Señor Russell. Mis pobres pies. Creí que sería
seguro usar mis zapatillas nuevas, ya que no era un baile.
—Apostaría a que nadie notaría si las zapatillas desaparecen bajo su silla —
susurró Tom conspirativamente. —Quizás otras chicas seguirían su ejemplo,
deseando haber tenido el coraje de iniciar la moda.
—¿Será que me atrevo? —preguntó ella, riéndose con sinceridad.
—Iré a traerle la limonada —dijo Tom.
¿Cómo podía hacer esto? se preguntó mientras buscaba a un lacayo: bailar,
sonreír, hablar de nada en particular y ocuparse de las jovencitas cuando su
corazón estaba en ese encuentro del jardín. ¿Qué sucedía? ¿Acaso Waite había
sentado cabeza y se le estaba declarando a su querida? Por ella, él esperaba que
sí. Casi tenía la esperanza que su rival se comportara honorablemente. Ella lo
deseaba tanto, y la clase de vida que él ofrecía. Y merecía ser feliz. Temía que su
vida con Wren no le había traído demasiada felicidad. Aun así, le aterraba volverla
a ver entrar, le aterraba ver la posible felicidad en su rostro. Sabía que no tenía
esperanzas de todas maneras, pero en su desespero estaba dispuesto a aferrarse a
estos días de ilusión. Los recuerdos le consolarían en su soledad.
***
***
Fin.