1 Capítulo 2. Filosofia de La Fisica Lawrence Sklar

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Capítulo 2

ESPACIO, TIEMPO, MOVIMIENTO

Problemas filosóficos tradicionales del espacio y el tiempo

Cuestiones acerca del conocimiento


Los grandes filósofos de la Grecia Antigua confrontaron el problema
de entender qué significa tener conocimiento del mundo. ¿Cuáles
son los fundamentos, se preguntaron, y cuáles los límites de nuestra
capacidad de conocer cómo es realmente el mundo que nos rodea?
No es sorprendente que esta empresa, dirigida a intentar distinguir el
conocimiento verdadero de la mera opinión, comenzase examinando
las creencias ordinarias sobre aquello que, al entender de la persona
racional corriente, podía constituir un conocimiento bien fundado.
Había, claro está, muchas creencias particulares compartidas
acerca de la existencia y de la naturaleza de los objetos individuales
del mundo que hallamos en nuestra vida cotidiana. Pero, ¿había tam­
bién verdades generales sobre el m undo que pudieran asimismo ser
conocidas, verdades sobre todos los objetos o características de un ti­
po dado?
Algunas verdades generales parecía que podían ser establecidas
por generalización de nuestra experiencia cotidiana. Así, parecía po­
der inferirse de la observación que las estaciones del año seguirían
perpetuamente su curso habitual. Que las rocas caían, que el fuego
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28 Filosofía de la física

ascendía, que los seres vivos procreaban y después, tras un proceso


de maduración, perecían, y muchas otras verdades generales forma­
ban parte de un haber común de creencias. Pero la reflexión crítica
demostró que en la observación, expuesta como estaba a la ilusión y
al error de percepción, no se podía con frecuencia confiar. Y con fre­
cuencia se halló que las creencias generales derivadas de la experien­
cia dejaban de ser válidas cuando se añadían nuevas experiencias.
Además, las verdades derivadas parecían carecer de exactitud y pre­
cisión, salvo en esferas de la experiencia tan reducidas como la de la
astronomía, donde se observaba una regularidad más perfecta y per­
manente que la hallada en la experiencia de las cosas terrenales ordi­
narias.
No obstante, en su búsqueda en pos de las verdades generales
acerca de la estructura fundamental del mundo, los griegos también
contaron con las teorías de los primeros grandes filósofos especulati­
vos. Entre las muchas teorías generales principales que se propusie­
ron estaba que todas las cosas están formadas por un pequeño núme­
ro de sustancias básicas; que el cambio debe explicarse por el
reordenamiento de los átomos invariables; que el m undo es funda­
mentalmente inmutable o, por el contrario, que está en flujo constan­
te. Pero, si bien estas teorías fundamentales del universo eran apasio­
nantes y profundas, parecían carecer de la clase de soporte evidencial
que podría persuadir a un escéptico a aceptarlas como verdaderas.
Sus proponentes, por supuesto, las defendieron, unas veces invocan­
do burdas verdades generales derivadas de la observación, otras afir­
mando abiertamente que podían llevar al convencimiento por el pro­
ceso del razonamiento puro. Pero ninguna doctrina gozó de
aceptación universal, es decir, ninguna doctrina probó ser verdadera
por una evidencia incuestionable.
¡Y entonces se hizo la geometría! Aquí uno parecía contar con un
cuerpo de aserciones de significado completamente claro, aserciones
sobre la naturaleza del m undo que eran exactas y precisas y de las
que se podía saber si eran verdaderas con certeza. Ejemplos de esta
clase de verdades son que al duplicar la longitud de un lado de un
cuadrado su área queda multiplicada por cuatro, y que el cuadrado
de la longitud de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es la suma
de los cuadrados de las longitudes de los otros dos lados. Éstas y
otras afirmaciones de la geometría poseían una claridad y una certeza
no presente en ningún otro tipo de enunciados sobre el mundo.
Espacio, tiempo, movimiento 29

Esta certeza existía porque las proposiciones de la geometría po­


dían ser demostradas, un hecho que había sido descubierto por los
griegos poco antes de la gran era de la filosofía griega clásica. Las
proposiciones podían ser derivadas por razonamiento puramenteTó-
gico a partir de primeros principios, axiomas o postulados, que pare­
cían verdaderos en sí mismos a la mente razonable. El razonamiento
utilizado procedía seguro intuitivamente de no llevar de una verdad
a una falsedad. Uno partía de verdades tan obvias como que dos
puntos fijos determinaban una, y solo una, recta que contenía a los
dos y que iguales sumados a iguales daban iguales. Entonces, por una
cadena de razonamientos en la que cada paso era una transición de
una proposición a otra proposición que conducía a uno de‘ manera
autoevidefite de una verdad a otra, se podía finalmente alcanzar una
conclusión cuya verdad quedaba entonces garantizada con seguridad.
Éstas eran las verdades acerca d^ la compleja estructura geométrica
del mundo.
Tan asombrosa es esta característica de la geometría, su capaci­
dad de aportarnos un conocimiento sobre la estructura del m undo
avalado por una inferencia incuestionable a partir de verdades bási­
cas, simples e incuestionables, que todo otro tipo de conocimiento
putativo les pareció a los filósofos a lo más un tipo de conocimiento
de segunda clase. El conocimiento fundado en los sentidos estaba su­
jeto a los familiares tipos de errores sensoriales — percepción errónea
e ilusión. Y el conocimiento que surgía por vía de generalización a
partir de los datos concretos de la sensación contaba con un doble
inconveniente, la posibilidad de error sensorial y la posibilidad de
que nuestras inferencias generalizadoras pudieran de suyo conducir­
nos de la verdad a la falsedad. Mientras la preservación de la verdad
de las inferencias puramente lógicas que nos conducían de los postu­
lados básicos a los teoremas geométricos parecía estar garantizada
por la intuición, las reglas para trascender la experiencia de los senti­
dos y pasar a afirmaciones generales sobre la naturaleza parecían ca­
recer de dicha garantía avalada por la intuición.
Para muchos, la creencia fundada en la observación sensorial y
en la inferencia a partir de ésta se convirtió simplemente en un preli­
minar al establecimiento de un conocimiento auténtico por el méto­
do «geométrico». Los filósofos insistieron durante mucho tiempo en
el ideal de que, sólo con ser lo suficientemente inteligentes, podría­
mos algún día construir un edificio de conocimiento que compren-
30 Filosofía de la física

diese todos los campos de investigación, la física de la naturaleza, la


psicología de la mente, incluso los principios básicos de la moral que
rigen las verdades de lo bueno y lo malo, así como de lo correcto y
lo incorrecto, al descubrir en todos estos campos sus primeros princi­
pios, verdaderos en sí mismos, análogos a los axiomas de la geome­
tría. Podríamos entonces derivar a partir de estos primeros principios
el conjunto entero de verdades en cada área, de la misma forma que
los teoremas de la geometría se siguen por la lógica solamente de los
postulados geométricos básicos.
Con la creciente influencia de la observación y del experimento
en la fundamentación de la ciencia que surgió tras la revolución
científica, y dada la incapacidad para formular una «geometría» de la
naturaleza y la moral, la gente se volvió escéptica respecto a la conve­
niencia del modelo geométrico para la estructura del conocimiento
científico. En su lugar, los modelos del conocimiento basados en la
observación y la generalización a partir de ésta se hicieron más atrac­
tivos, al menos para la mayoría de los filósofos.
David Hume sugirió que, de hecho, no podía existir un conoci­
miento auténtico del mundo fundado en la autoevidencia intuitiva y
la inferencia lógica. Dicho conocimiento infalible, sugirió, sólo podía
ser conocimiento de proposiciones «vacías», proposiciones verdade­
ras sólo en virtud de la definición de sus términos (tal como la pro­
posición de que ningún soltero está casado). Toda proposición verda­
dera, llena de contenido, podía conocerse, si es que podía, sólo con
dependencia de los sentidos y por la generalización de los mismos
que nos condujo a las creencias en las relaciones causales en el m un­
do. En particular, Hume negó toda posibilidad a la metafísica, la ra­
ma de la filosofía que se ocupa de establecer verdades profundas y
generales acerca de la naturaleza del mundo sobre la base del razona­
miento puro únicamente.
La respuesta de Immanuel Kant a Hum e fue especialmente im ­
portante.. Pese a coincidir con Hum e en el rechazo escéptico de la
mayor parte de la metafísica tradicional, Kant reservó una pequeña
parte de ésta como constituida por aserciones verdaderamente llenas
de contenido, establecidas sin referencia alguna a la observación o al
experimento. Que semejantes verdades llenas de contenido pudieran
ser conocidas por la razón pura, argumentaba, quedaba demostrado
por la existencia de las dos ramas de la verdad matemática pura, la
geometría y la aritmética. Estas dos disciplinas consistían en verdades
Espacio, tiempo, m ovim iento 31

de las que ninguna persona racional podía dudar y que habían sido
establecidas por medio de la razón pura únicamente. Pero las verda­
des de estas disciplinas, pensó, no eran del tipo «vacío» evidentemen­
te. No forma parte del significado de «triángulo» que los ángulos in­
teriores de un triángulo sumen 180° en el mismo sentido que forma
parte del significado de «soltero» que un soltero no esté casado.
Kant sostenía que semejantes verdades llenas de contenido, que
podían ser establecidas por la razón, existían porque reflejaban la es­
tructura del aparato perceptivo y cognitivo de nuestras mentes con el
que aprehendíamos la naturaleza del mundo. Decía que una porción
limitada de la metafísica tradicional, la cual incluía aserciones tales
como «todo suceso tiene una. causa», compartía con la geometría y
con la aritmética la cualidad de poseer un contenido verdadero y, pe­
se a ello, ser cognoscible con independencia de la observación y del
experimento. Lo importante acerca de estas afirmaciones generales
para nuestros propósitos es el papel que en ellas juega la geometría.
Aun cuando la esperanza en una física, una psicología o una ética
fundada en la razón pura sea vana, ¿no persiste la teoría del espacio
— la geometría— , junto a la aritmética, como un cuerpo de conoci­
miento que no se funda en una generalización de los hechos concre­
tos observados que nos proporcionan los sentidos?
Muchos intentaron en los años posteriores a Kant justificar el pa­
recer de Hum e de que sólo podía demostrarse que las aserciones
que contenían enunciados verdaderamente informativos sobre el
mundo fuesen correctas mediante su confrontación con los datos de
la experiencia observacional. El estatus problemático de la geometría
y la aritmética recibió una gran dosis de atención, pues, si Hum e te­
nía razón, las disciplinas matemáticas podrían versar sobre el mundo
o podrían ser conocidas por la razón pura, pero nunca ambas cosas a
la vez. Algunos intentaron mostrar que esas disciplinas podían rete­
ner su estatus de cognoscibilidad con independencia de la experien­
cia observacional, pero sólo porque estaban libres de un contenido
verdaderamente informativo. Varias tentativas de mostrar que la ver­
dad matemática era el resultado de la lógica pura, combinada con la
definición de los términos matemáticos en el vocabulario puramente
lógico, se vieron suscitadas de esta forma.
Otros buscaron, por el contrario, preservar el contenido verdade­
ramente informativo de las ciencias matemáticas, pero rechazar la
pretensión kantiana de que pudieran ser establecidas por cualquier
Filosofía de la física

proceso <Je razonamiento puro que las hiciera, a diferencia de las


ciencias ordinarias, inmunes a la confrontación con la observación
como prueba definitiva de su credibilidad. J. S. Mili, por ejemplo, ar­
guyo que incluso las proposiciones de la aritmética eran establecidas
por un proceso de generalización a partir de los resultados de obser­
vaciones particulares. Podía parecer que las leyes básicas de la arit­
mética poseían un tipo de certeza autogarantizada. Pero esto era una
ilusión. Nosotros derivamos las leyes de la aritmética de nuestra ex­
periencia sensorial. Esta experiencia, sin embargo, nos es tan familiar
y está tan extendida que nos lleva a pensar erróneamente que las le­
yes de la aritmética no precisan de ninguna confirmación empírica.
De hecho, Mili pensó que, al igual que las leyes de la física y la quí­
mica, las leyes de la aritmética sólo podían ser establecidas por gene­
ralización a partir de la experiencia empírica.
Algunos teóricos del conocimiento reflexionaron sobre el modo
en que nuestras creencias forman una red compleja de aserciones, al­
gunas de las cuales son invocadas siempre que la sensatez de creer
en algunas de las otras es cuestionada. También observaron el grado
al que nuestras creencias deben estar fundadas en principios de infe­
rencia, tales como aceptar como razonable la teoría más simple que
podamos imaginar en consonancia con los datos empíricamente rele­
vantes. Los teóricos también argumentaron que estos principios pare­
cían inteligibles y justificables sólo si se admitía un conjunto ya exis­
tente de creencias que permanecían irrebatibles por el momento.
Veían con escepticismo la utilidad de cualquier distinción rígida en­
tre proposiciones cognoscibles mediante la razón pura y aquellas cog­
noscibles sólo con dependencia de los datos experimentales. De he­
cho, muchos veían con escepticismo la posibilidad de dividir
nuestras creencias, como Hum e quería hacer, en dos grupos: aquellas
que son verdaderas por convención (o por definición o por el mero
significado de los términos) y aquellas con un contenido informativo
genuino.
Desde esta perspectiva, todas nuestras creencias forman parte de
un tejido sin costuras de creencia teórica. Cada proposición contiene
elementos de convención y elementos de objetividad. En opinión de
estos filósofos, cada proposición confronta la experiencia sensorial
sólo cuando se une a un amplio cuerpo de creencias aceptadas. Sólo
como parte de una estructura teórica general puede ser una proposi­
ción probada por la experiencia o confirmada por ella. Es este cuer­
Espacio, tiempo, movimiento 33

po de creencias aceptadas, afirmaban, lo que fundamenta nuestros


principios de legítima inferencia científica.
No va a ser tarea nuestra en este libro examinar las diferentes op­
ciones en alguna profundidad. En lugar de ello exploraremos más
adelante el impacto de los cambios en el lugar ocupado por la geo­
metría en las matemáticas y en la física que influyeron en, y se vieron
influidos por, el problema más general de los fundamentos de la legí­
tima creencia científica. Ya hemos indicado que la existencia tempra­
na de la geometría como cuerpo ideal de un conocimiento verdade­
ramente científico sobre el m undo condujo a muchos filósofos a
limitar el conocimiento auténtico a aquél que pudiera ser establecido
por una impecable derivación lógica a partir de primeros postulados
autoevidentes e incuestionables. El descubrimiento y la exploración
por los matemáticos de alternativas a la familiar geometría euclídea,
que había reinado como la única geometría matemática durante m u­
chos siglos, y la posterior aplicación de las recién descubiertas geo­
metrías alternativas a las teorías físicas que intentaban describir el
mundo real fueron influencias clave sobre los filósofos que buscaron
polemizar con las cuestiones planteadas por el conflicto entre Kant y
Hume y llevadas adelante por otros. Estas eran las cuestiones concer­
nientes al fundamento último de nuestra creencia científica sobre el
mundo y a la medida en que esa creencia era responsable de los
datos evidencíales particulares de la observación y del experimento.

Cuestiones acerca de la naturaleza de la realidad

La geometría es la ciencia descriptiva del espacio. Pero, ¿qué clase de


cosa es el espacio? O mejor dicho, ¿cómo podemos integrar la espa-
cialidad del m undo en nuestra concepción global sobre la clase de
cosas y propiedades que existen? Es evidente que la espacialidad es
uno de los aspectos más generales y fundamentales del m undo según
lo experimentamos y según construimos su naturaleza por inferencia
a partir de dicha experiencia. En nuestro lenguaje y práctica corrien­
tes nos sentimos plenamente contentos con el uso que hacemos de
nociones espaciales tales como distancia, contención espacial, y conti­
nuidad y discontinuidad en el espacio, cuando tratamos con las im ­
portantes estructuras que rigen el mundo material que nos rodea.
Filosofía de la física

Pero cuando intentamos reflexionar sobre lo que el espacio es en y


por sí mismo nos vemos desconcertados.
Quizá lo primero que nos venga a la mente es que el espacio es
una suerte de «continente» de la materia del mundo. Pensamos en
las cosas como existentes en el espacio, de hecho, en un único espa­
cio total que contiene todas las cosas materiales del mundo. Pero in­
cluso esta idea de contención causa perplejidad, pues parece que el
espacio contiene objetos en virtud de la coincidencia virtual de los
objetos con los trozos del espacio mismo. Un objeto ocupa la parte
de espacio en la que se encuentra. Esto es claramente una clase de
contención diferente a la de, pongamos, un objeto contenido en una
caja.
Se nos ocurre de manera natural que podemos imaginar un mun­
do vacío de todas las cosas materiales, pero conservando aún una cla­
se de realidad. Se trataría de un espacio vacío esperando a ser llena­
do, o parcialmente llenado, por trozos de materia. Esta idea de
espacio como una clase de entidad, el continente fijo e invariable de
las cosas materiales ordinarias que pueden llegar a ser y dejar de ser
y pueden sufrir cambios en su naturaleza, está probablemente pre­
sente en el diálogo de Platón en el Timeo acerca del espacio como
«receptáculo» del ser material.
Pero, ¿qué clase de cosa o sustancia singular es esta fantasmal en­
tidad. el espacio mismo? Nos sentimos ciertamente con derecho a
hablar de «el espacio vacío entre las estrellas» o, incluso, a imaginar
el espacio completamente vacío de un mundo en el que toda la ma­
teria fue de alguna forma destruida como por arte de magia. Pero,
¿qué clase de cosa es esta sustancia que pretendemos llamar «espacio
vacío»? ¿Se trata de un único objeto particular del que forman parte
ciertos espacios, como el espacio de una habitación, al igual que un
trozo de pan forma parte de una barra entera? Esta cosa, el espacio,
tiene características, por ejemplo, las características descritas por las
verdades de la geometría. N o obstante, nuestra intuición nos dice
que pl espacio mismo es demasiado diferente de la materia ordinaria,
demasiado insustancial, para poder ser considerado como una cosa
en el mundo, junto a las cosas ordinarias que se encuentran en el es­
pacio. Pero, ¿de qué otra manera podemos ver la cuestión?
Aristóteles hablaba de «lugar». Es difícil descifrar lo que tenía en
mente exactamente, pero parece como si por lugar entendiese el con­
torno o límite de un trozo de materia. El movimiento es cambio de
Espacio, tiempo, m ovimiento 35

lugar, ya que un objeto cambia la superficie que lo limita por otra.


Pero, ¿significa esto que el espacio es alguna cosa adicional sobre y
por encima de la materia contenida en él? Uno presiente que Aristó­
teles está intentando escapar a esa conclusión, pero que no sabe qué
esquema conceptual poner en su lugar. Pronto examinaremos la prin­
cipal tentativa llevada a cabo por los filósofos posteriores para encon­
trar un esquema conceptual que haga justicia a las afirmaciones que
queremos hacer sobre objetos que existen en el espacio, que ocupan
un lugar, que son capaces de cambiar de lugar, etcétera, y que haga
también justicia a nociones intuitivas tales como la posibilidad de un
espacio desprovisto de materia. Esa propuesta posterior intentará
también evitar el escándalo de pensar en el espacio como un compo­
nente adicional del ser que puede tener una realidad independiente
de la existencia misma de la materia en él.
Si el espacio nos causa perplejidad, el tiempo nos desconcierta
todavía más. Nuestra intuición nos dice de nuevo que todo lo que
ocurre en el mundo ocurre en el tiempo. Aun cuando pensemos al­
gunas veces que nuestros estados mentales subjetivos podrían no
estar en el espacio (¿dónde, por ejemplo, se localizan los pensamien­
tos?), pensamos que incluso nuestros pensamientos deben producirse
en algún momento en el tiempo. Tenemos la impresión de que hay
un único tiempo en el que ocurre todo lo que ocurre, abarcando
cualquier proceso extenso una parte del tiempo total del mundo.
Algo similar al aspecto de continente del espacio parece ser cierto
también para el tiempo. Los tiempos de procesos que ocupan tiempo
coinciden con momentos del «tiempo mismo». Y, pensamos, es posi­
ble imaginar intervalos de tiempo en los que no se dan acontecimien­
tos materiales. ¿No podemos imaginar un mundo en el que toda la
materia y sus manifestaciones hubieran desaparecido, pero en el que
el tiempo proseguiría como siempre lo había hecho?
Pero si concebir el espacio como una «cosa» es extraño, mucho
más extraño es concebir el tiempo como una «entidad» en el sentido
ordinario. Pero si puede haber un flujo del tiempo aun cuando la
materia cese de existir, ¿no debemos reconocer al tiempo un tipo de
ser independiente de la existencia de las cosas ordinarias del mundo
y de sus cambios ordinarios en el tiempo?
Otras conexiones entre temporalidad y ser nos dejan más perple­
jos todavía. Parece que pensamos que la existencia misma de las
cosas ordinarias está vinculada al tiempo en una forma que no lo está
36 Filosofía de la física

al espacio. Si algo existió en el pasado, pero no existe ahora, pensa­


mos que no existe en absoluto, propiamente hablando. Y lo mismo
puede decirse de los objetos futuros que todavía no existen. Pero,
como san Agustín indicó, el presente es un instante evanescente de
tiempo, que hace que nos preguntemos cómo podemos decir con
propiedad de las cosas, dada su naturaleza temporal, que tienen una
existencia. A diferencia del espacio, el tiempo parece tener un aspec­
to asimétrico. El pasado y el futuro nos parecen muy diferentes, con
el pasado como una realidad fija, si bien desaparecida, y el futuro
como algo, quizá, sin una clase determinada de ser hasta que ocurre.
Otras características de la temporalidad de las cosas desconcerta­
ron tanto a los antiguos filósofos que algunos se volvieron completa­
mente escépticos respecto a la realidad del tiempo y a su cambio
concomitante. Zenón de Elea propuso argumentos tratando de mos­
trar que las nociones ordinarias de tiempo estaban plagadas de con­
tradicciones. ¿Cómo podía darse algo semejante al movimiento, por
ejemplo, si en cualquier instante particular un objeto estaba en repo­
so en el espacio que ocupaba en ese momento? Sucede que algunos
de los argumentos con los que Zenón pretendió poner de manifiesto
ciertas contradicciones internas en las nociones mismas de tiempo y
movimiento serían ahora juzgadas falaces. N o obstante, los dilemas
que Zenón planteó en otros argumentos proporcionan todavía un
punto de partida ventajoso a la discusión de cuestiones tales como
los esquemas conceptuales correctos para tratar la noción de espacio
y tiempo como continuos y del concepto de movimiento. Muchos lo­
gros valiosos en filosofía, así como el desarrollo de las matemáticas
apropiadas para tratar el movimiento, se han visto inspirados por las
tentativas de resolver los enigmas planteados por Zenón.
Aristóteles sorprende de nuevo al lector moderno con su pene­
tración, aun cuando, desde la perspectiva moderna, lo que tiene que
decir pueda ser interpretado de una multiplicidad de maneras. Aris­
tóteles concibe el tiempo como algo distinto al movimiento, o cam­
bio de las cosas materiales, así como el espacio no puede ser identifi­
cado con los objetos que hay en él. Pero, señala, sin movimiento o
cambio no tendríamos conciencia alguna del paso del tiempo. Así, en
una forma paralela a su noción de lugar como espacialidad de los
cuerpos, distinto al cuerpo pero sin existir como entidad indepen­
diente separada de los cuerpos en el mundo, habla del tiempo como
una medida del movimiento y del cambio. Pero queda sin aclarar jus-
Espacio, tiempo, movim iento 37

tamente qué se supone entonces que es el tiempo. Es algo que de­


pende de las cosas y de sus movimientos y cambios, pero no es esos
movimientos y cambios. ¿Qué es entonces?
El desconcierto sobre la naturaleza del espacio y del tiempo se
debe en gran parte a su doble papel como proveedor de un foro, tan­
to para la evolución de los fenómenos físicos, como para los conteni­
dos de lo que intuitivamente consideramos como nuestra conciencia
subjetiva o privada. Los filósofos argumentaron con frecuencia que
mientras los objetos físicos y sus procesos tenían lugar en el espacio y
en el tiempo, los contenidos mentales de nuestras mentes existían
sólo en el tiempo. Sin embargo, sentimos que un modo espacial es
apropiado incluso para describir, pongamos, los contenidos visuales
de nuestros sueños. El gato soñado y el felpudo soñado pueden ser
irreales como objetos auténticos, pero el gato soñado puede parecer-
nos que está sobre el felpudo de una forma similar al menos a como
pensamos que un gato real puede estar sobre un felpudo real. Algún
tipo de espacialidad parece, pues, formar parte integrante incluso de
nuestros fantasmas mentales.
Seguramente, además, los sucesos de nuestros sueños ocurren en
un orden temporal, aun cuando estemos convencidos de que se trata
de un orden en el tiempo de acontecimientos irreales. N o obstante,
parece haber de nuevo algunas diferencias entre el espacio de lo
mental y su temporalidad. El espacio en el que existen el gato y el
felpudo soñados parece no estar en «ningún lugar» en lo que con­
cierne al espacio real. Parece tratarse de una clase de espacio separa­
do del espacio de las cosas físicas. Pero los procesos soñados nos pa­
recen ocurrir en el mismo tiempo que el tiempo que comprende los
sucesos físicos. El sueño del golpe con el coche ocurrió después de
que me fuera a dormir y antes de que despertara, en el mismo orden
temporal en que estuve echado en la cama. Pero el espacio del golpe
ilusorio con el coche no puede ser adaptado a ningún lugar real, ni
siquiera al espacio real de mi cabeza donde el mecanismo de mi sue­
ño, mi cerebro, está localizado.
Como veremos, no existe una solución sencilla al problema de
poner en un esquema coherente un modelo sobre la naturaleza del
tiempo y del espacio que haga justicia a las intuiciones que acabamos
de examinar. Nuestro relato debería explicar en qué consiste la natu­
raleza del espacio y el tiempo. ¿Qué tipo de ser poseen y cómo se re­
laciona su ser con el de las cosas y procesos más ordinarios que ocu­
38 Filosofía de la física

pan espacio y acaecen en el tiempo? ¿Cómo hace justicia esta natura­


leza del espacio y el tiempo a nuestras intuiciones sobre la espaciali-
dad y la temporalidad, ya sea de los acontecimientos físicos del mun­
do o de los contenidos de nuestra experiencia subjetiva? Y, por
último, ¿qué es lo que en la naturaleza del espacio y el tiempo nos da
acceso al conocimiento que decimos poseer sobre su naturaleza, una
clase de conocimiento que algunos consideraron el modelo mismo
de la certeza que podíamos obtener sobre el mundo generada por
nuestra razón pura únicamente?

El debate entre Newton y Leibniz

En el siglo xvil, la filosofía del espacio y el tiempo se convirtió en


una cuestión central de la metafísica y la epistemología. La discusión
alcanzó un punto culminante en el importante debate entre G. W.
von Leibniz, el gran filósofo y matemático alemán, y Newton, el gran
físico y matemático inglés. En su debate se perfilaron dos teorías con­
trarías acerca del lugar del espacio y el tiempo en el mundo, y m u­
chas de las cuestiones fundamentales que en los años posteriores
ocuparon a los filósofos interesados en el espacio y el tiempo reci­
bieron su formulación más clara.
Leibniz ofreció una descripción del espacio y el tiempo que por
fin presentaba un claro entendimiento de cómo la teoría podía, al es­
tilo aristotélico, negar al espacio y al tiempo un tipo de ser indepen­
diente sobre y por encima del ser de las cosas materiales ordinarias y
de los acontecimientos materiales, pero podía conservar para el espa­
cio y el tiempo un lugar crucial en la estructura del mundo. En la fi­
losofía «profunda» de Leibniz, su verdadera metafísica, se niega la
existencia per se de la materia, así como la del espacio y el tiempo. En
este Leibniz esotérico, el mundo está constituido por entidades fun­
damentales de tipo mental, las mónadas, que existen en un total ais­
lamiento unas de otras, sin siquiera interaccionar por medio de la
causalidad. Cada mónada contiene dentro de su naturaleza una ima­
gen completa del universo entero, lo cual explica cómo, sin interac­
ción, pueden mostrar una evolución coherente en el tiempo.
Debemos dejar a un lado esta concepción leibniziana «profunda» del
mundo que, si bien es extraña, ha sido defendida de formas ingenio­
sas e importantes. Su concepción menos profunda, exotérica, del es­
Espacio, tiempo, m ovim iento 39

pació y el tiempo posee una suerte de estatus intermedio entre la


concepción que dota de existencia a la materia, al espacio y al tiem­
po, y la última concepción monadológica.
En esta posición intermedia puede suponerse la existencia de ob­
jetos materiales y de sucesos materiales. ¿Qué son entonces el espa­
cio y el tiempo? Consideremos dos sucesos cualesquiera que imagi­
namos como acontecimientos instantáneos entre las cosas materiales.
Los sucesos tienen una relación temporal entre sí, siendo el primer
suceso posterior a, simultáneo con, o anterior al segundo suceso en el
tiempo. Podemos avanzar aún más a una relación cuantitativa entre
los sucesos, estando el primer suceso separado del segundo en el
tiempo por algún intervalo-temporal definido, que podría ser positi­
vo, cero o negativo. La idea sencilla de Leibniz es que el tiempo es
justamente la colección de todas las relacionestemporales de esa ín­
dole entre los sucesos. Si no hubiera sucesos, no habría relaciones, de
manera que el tiempo en el sentido indicado carece de una existen­
cia independiente de los sucesos en él. Pero las relaciones entre los
sucesos son una componente real del m undo (desde esta perspectiva
exotérica). Así, sería erróneo decir que no hay en absoluto una tal
cosa como el tiempo.
Si consideramos todas las cosas del m undo en un tiempo dado,
vemos relaciones espaciales entre ellas. Las cosas se encuentran a
ciertas distancias unas de otras y en ciertas direcciones unas respecto
de otras. La colección de todas estas relaciones espaciales entre los
objetos del m undo en un tiempo dado es lo que es el espacio. De
nuevo, no hay ningún continente, ningún espacio mismo, esperando
a ser ocupado por objetos. Tan sólo están los objetos y las innumera­
bles relaciones espaciales que mantienen entre sí.
La analogía con las relaciones de parentesco nos puede ayudar a
ver esto con mayor claridad. Cualquier gran familia consiste en un
número de personas. Éstas se encuentran relacionadas entre sí en las
formas conocidas. A
puede ser padre de B, C primo-hermano de D,
etcétera. ¿De qué «materia» está hecha la realidad de una gran fami­
lia? Respuesta: de las personas en la familia. Pero, claro está, las rela­
ciones que unen a estas personas constituyen aspectos perfectamente
reales del mundo. ¿Podríamos, pues, pensar que las relaciones existen
con independencia de las personas? ¿Podría haber un tipo de «espa­
cio relacional» que existe en y por sí mismo, esperando a ser ocupa­
do por personas? Semejante conversación es manifiestamente absur-
■10 Filosofía de la física

tía. Mués bien, dice Leibniz, lo mismo que sucede con el «espacio re-
lacional», sucede con el espacio ordinario. Hay cosas y hay relaciones
espaciales entre las cosas. Pero no hay ningún continente que exista
independientemente, el espacio mismo, de la misma forma que no
hay nada que exista independientemente, el «espacio relacional».
Todo suceso que acontece en el m undo material o mental está
relacionado en el tiempo con todo otro suceso. Y todo objeto mate­
rial está relacionado espacialmente con todo otro objeto material.
Estas dos familias de relaciones comprenden, pues, toda la realidad.
Pero existen como una colección de relaciones entre los sucesos y las
cosas sustanciales del m undo, no como sustancias independientes
ellas mismas.
Vaya, esto no es tan sencillo. ¿Qué es de los momentos de tiem­
po cuando no ocurre nada? ¿Qué es de las regiones desocupadas del
espacio donde no hay nada? ¿Deberíamos negar sencillamente su
realidad? Leibniz sugiere un medio que nos permite mantener estas
nociones como legítimas sin dejar de ser relacionistas. Consideremos
el espacio vacío entre el lugar donde nos encontramos y una estrella.
No hay nada que mantenga con nosotros la relación espacial de estar
a medio camino entre nosotros y la estrella. Sin embargo, algo podría
tener esa relación espacial con nosotros y con la estrella. Así pues,
podríamos imaginar los lugares desocupados como relaciones espa­
ciales que algopodría poseer con los objetos del m undo pero que en
realidad no son poseídos por nada. El espacio es, dice Leibniz, «en
cuanto a posibilidad», el conjunto de relaciones espaciales entre las
cosas. De manera que la familia de relaciones contiene relaciones
tanto posibles como reales. Podríamos incluso pensar en restaurar la
noción de un espacio totalmente vacío en esta forma. Aun cuando no
hubiera objetos reales, podría haber objetos, y si los hubiera, presen­
tarían relaciones espaciales entre sí. Así pues, el espacio totalmente
vacío, que para los antirrelacionistas es una noción inteligible, podría
convertirse para el relacionista en la colección de las relaciones posi­
bles (pero no reales) que los objetos materiales posibles (pero no re­
ales) podrían presentar entre sí, si tales objetos existiesen. Si el tole­
rar tales «relaciones en posibilidad» significa dejar el juego en manos
de los antirrelacionistas, sigue siendo una cuestión de debate filo­
sófico.
Leibniz no propone simplemente su descripción relacionista del
espacio y el tiempo de manera dogmática como una alternativa a la
Espacio, tiempo, m ovimiento 41

concepción según la cual el espacio y el tiempo son cosas con una


existencia independiente. La concepción del continente parece consi­
derar el espacio como un tipo de sustancia. Las cosas existen en el
espacio, según esta concepción, por coincidir con un trozo limitado
de sustancia espacial. Pero, afirma Leibniz, dicha concepción está
plagada de dificultades.
Imaginemos que existe el espacio vacío y a Dios intentando deci­
dir dónde colocar al universo material en el espacio. N o hay razón al­
guna para poner al universo en un lugar y no en otro. Como cada
punto o región del «espacio mismo» es igual a cualquier otto punto o
región, no podría haber un motivo por el que elegir un lugar para el
mundo material frente a otro. Pero Leibniz cree que todo hecho
debe tener una razón suficiente para darse. Como la ubicación del
universo material en el espacio mismo no puede tener tal razón sufi­
ciente, no puede darse tal cosa. Pero la concepción del espacio como
continente, y no como mero conjunto de relaciones espaciales entre
las cosas, entraña la existencia de ubicación en el espacio mismo. Por
lo tanto, dicho espacio continente no puede existir.
Leibniz argumenta además que no habría ninguna diferencia ob­
servacional por estar el mundo material ubicado en un lugar del es­
pacio mismo y no en otro, pero sostiene que un hecho semejante (la
ubicación en el espacio mismo) sin consecuencias observacionales no
es realmente un hecho. De hecho, haciendo uso del principio según
el cual un mundo posible que es exactamente igual en todas sus ca­
racterísticas a otro mundo posible debe ser el mismo m undo posible,
arguye que la propia noción de espacio mismo es incoherente. Si el
espacio mismo existiese, podría haber dos espacios posibles exacta­
mente iguales, excepto en la diferente ubicación en el espacio mismo
del mundo material en cada uno de dichos mundos posibles. Pero tal
diferencia de ubicación en el espacio mismo no es una diferencia re­
al. No puede haber, pues, dos mundos posibles semejantes y, por
consiguiente, la teoría del espacio mismo como continente, según la
cual podría haber dos mundos posibles semejantes, debe estar equi­
vocada.
La postura relacionista leibniziana es, pues, que concebir el espa­
cio como una cosa por derecho propio conduce a la incoherencia.
Además, el concebirlo como la colección de todas las relaciones es­
paciales entre las cosas materiales nos permite decir todo lo que ne­
cesitamos decir que es coherente sobre la espacialidad del mundo.
42 Filosofía de la física

La descripción relacionista es, pues, la que deberíamos adoptar. Y


una concepción similar del tiempo como la familia de las relaciones
temporales entre los sucesos materiales se supone que da al traste
con toda conversación sobre el «tiempo mismo» como una entidad
constituyente del mundo.
Pero hay objeciones abiertamente filosóficas al relacionismo, es­
pecialmente al tipo de relacionismo que recurre a relaciones posibles.
Para el relacionista, la estructura del espacio, tal y como es revelada
por la geometría, es la estructura de la colección de todas las relacio­
nes espaciales posibles entre los objetos. Pero ¿cuál es el «fundamen­
to» de esta estructura de posibilidades? Con esto quiero decir lo si­
guiente: Si pensamos en la mayoría de las posibilidades físicas, éstas
son comprensibles sólo debido a alguna estructura real subyacente.
Un trozo de sal, por ejemplo, aun cuando no se haya disuelto, contie­
ne la «posibilidad» de pasar a la solución. Es, decimos, soluble. Pero
esta solubilidad estriba en la constitución real del trozo de sal no di­
suelta por iones. En el caso de la estructura del espacio mismo, que
los relacionistas entienden como la estructura que describe la colec­
ción de todas las relaciones espaciales posibles, ¿cuál es la realidad
subyacente que fundamenta este orden entre posibilidades, si no es
la estructura del «espacio mismo» como los antirrelacionistas ima­
ginan?
El oponente de Leibniz, el gran físico Newton, fue un antirrela-
cionista. Newton considera al espacio y al tiempo como algo más que
meras relaciones espaciales y temporales entre los objetos y sucesos
materiales. Qué era exactamente este algo más, no podía decirlo con
seguridad. Considera que es algo similar a la sustancia, pero en oca­
siones prefiere pensar que es un atributo o propiedad, de hecho una
propiedad de Dios. Aunque aporta algunos argumentos puramente fi­
losóficos en contra del relacionismo leibniziano, Newton es famoso
principalmente por sostener que los resultados de la observación y
del experimento pueden refutar de manera concluyente la doctrina
relacionista.
En la física desarrollada por Newton a partir de los trabajos ante­
riores de Galileo y otros, hay un claro contraste entre movimientos
inerciales y movimientos no inerciales. Los movimientos inerciales se
considera que son movimientos de un objeto con una velocidad
constante, esto es, con una velocidad invariable y en una dirección
fija. Ahora bien, para un relacionista, nociones tales como «velocidad
Espacio, tiempo, m ovim iento •43

invariable» y «dirección fija» pueden ser entendidas solamente en re­


lación a un marco de referencia determinado por algunos objetos
materiales. Algo que está en reposo en relación a la superficie de la
tierra, por ejemplo, está en rápido movimiento en una dirección que
varía constantemente en relación a un sistema de referencia fijo, pon­
gamos, en el sol. Pero, arguye Newton, la noción de movimiento no
inercial no es la de un movimiento «meramente relativo», sino la de
un movimiento que es «absoluto».
¿Por qué? Los movimientos no inerciales generan «fuerzas» que
se ponen de manifiesto en efectos demostrables. El agua en un cubo
giratorio desborda la pared del cubo. Los pasajeros se balancean ha­
cia delante o hacia atrás cuando un tren acelera o frena para parar. Si
dos trenes se encuentran en aceleración relativa, podría suceder que
los pasajeros en uno de los trenes sintieran la aceleración mientras
que los del otro no sintieran nada en absoluto. Por ejemplo, un tren
puede estar parado en la estación, mientras el otro está frenando pre­
cipitadamente. N o obstante, ambos trenes están acelerando uno con
respecto al otro. La única explicación posible para la asimetría entre
los trenes es que existe una aceleración «absoluta», aceleración que
es cambio de velocidad no sólo en relación a algún sistema de refe­
rencia material arbitrario.
Newton sostiene que dichos efectos inerciales serán los mismos
en todo lugar y en todo tiempo a lo largo del universo. Después de
todo, tales efectos inerciales son justamente los que evitan, por ejem­
plo, que los planetas se precipiten sobre el sol. Así, la aceleración, la
aceleración absoluta, genera efectos observables. Pero la aceleración,
incluida la aceleración absoluta, es aceleración relativa a algo. Si no
puede ser entendida como una aceleración relativa a los objetos ma­
teriales ordinarios del mundo, sólo puede ser entendida como una
aceleración relativa al «espacio mismo». Así, el espacio mismo no es
simplemente un «continente» de objetos, un modo algo torpe quizá
de referirse al hecho de que las cosas materiales están relacionadas
espacialmente unas con otras. Es un objeto que entra en una relación
causal con los objetos materiales. Así como el movimiento relativo de
un ladrillo y una ventana hace que el ladrillo rompa la ventana, así la
aceleración relativa de los pasajeros y el espacio mismo se manifiesta
mismamente en las fuerzas inerciales generadas como resultado de
dicho movimiento relativo.
Aunque concebir el tiempo como un tipo de «objeto» resulta me­
II Filosofía de la física

nos convincente que en el caso del espacio mismo, el tiempo debe,


según Newton, ser también absoluto en un sentido importante. Para
el relacionista, la medida del paso del tiempo es algún cambio o mo­
vimiento en una cosa material. En relación a un reloj, un proceso po­
dría ser regular, con algún suceso recurrente en intervalos iguales de
tiempo. En relación a otro reloj diferente, sin embargo, el mismo pro­
ceso podría parecer irregular. Éste será el caso a no ser que el segun­
do reloj sea «regular» según los criterios del primer reloj. Para el rela­
cionista no hay una medida «absoluta» del paso del tiempo, tan sólo
la elección de algunos relojes como preferidos debido a la simplici­
dad de nuestra descripción del mundo en su medida del tiempo.
Ahora bien, el movimiento acelerado da lugar a efectos no presentes
en el movimiento no acelerado. Y esta aceleración es absoluta. Pero
el movimiento acelerado en una línea recta puede ser representado
como no acelerado si se elige una medida de tiempo suficientemente
singular, una que haga parecer uniforme a la velocidad, acelerando y
retardando la medida del tiempo en función del cambio de veloci­
dad del objeto. Pero la aceleración real es absoluta, de manera que la
medida del tiempo debe ser asimismo absoluta. Hay un tiempo «en
sí mismo» que «fluye uniformemente con independencia de la medi­
da de los relojes particulares». Los buenos relojes se ajustan a este
tiempo absoluto; los malos relojes no lo hacen.
Con Newton, pues, un nuevo elemento es introducido en el viejo
debate filosófico entre aquellos que considerarían el espacio y el tiem­
po como constituyentes autónomos del mundo y aquellos que verían
en ellos un compendio meramente de relaciones entre las cosas fun­
damentales del mundo, los objetos materiales y sus cambios. Para el
newtoniano, el espacio y el tiempo son elementos teóricos postulados,
cuya existencia debe presuponerse para poder explicar los fenómenos
a nuestro alcance en el nivel observacional-experimental.
Las reacciones a la transformación que sufrió con Newton el vie­
jo debate filosófico fueron múltiples y variadas a lo largo de los dos
siglos que siguieron a sus argumentos. Las propuestas tempranas que
intentaron encontrar una explicación para los fenómenos newtonia-
nos y que postularon solamente las cosas materiales y las relaciones
entre éstas de los relacionistas, fracasaron. El mismo Leibniz admitió
que era esencial tener una idea de «cuál es el objeto que se mueve»
en los movimientos relativos. Él buscó una explicación de esta distin­
ción en el objeto sobre el que actuaba la causa del movimiento.
Espacio, tiempo, movim iento 45

Muy pronto se hizo evidente que la doctrina de Newton tenía


consecuencias peculiares. D ado que el «espacio mismo» existía, la
posición de un objeto en el espacio mismo y el movimiento unifor­
me de un objeto con respecto al espacio mismo eran características
reales del m undo, aun cuando, a diferencia de la aceleración del
objeto con respecto al espacio mismo, no dieran lugar a ningún fe­
nómeno observacional. Algunos resultados de la física sugerían que
el movimiento uniforme absoluto podría entrañar fenómenos de ti­
po óptico, en lugar de mecánicos, como detectables; como vere­
mos, estas conclusiones resultaron ser erróneas. Propuestas poste­
riores, planteadas tras las innovaciones en nuestras ideas .sobre el
espacio y el tiempo inspiradas en la teoría de la relatividad, postu­
laron nociones del espacio y el tiempo que iban a permitir definir
la aceleración absoluta, pero no la posición espacial y la velocidad
absolutas.
En el siglo xix, el filósofo y físico E. Mach intentó, una vez más,
reconciliar los resultados de la física newtoniana con el enfoque rela­
cionista del espacio y el tiempo. Señaló el importante hecho de que
la velocidad de rotación de la tierra, determinada mediante la obser­
vación de las estrellas fijas, y la velocidad de rotación absoluta de la
tierra, determinada mediante experimentos puramente mecánicos,
dependientes de las fuerzas generadas por la rotación, eran la misma.
¿Podría esto sugerir un origen para las fuerzas inerciales, uno no ima­
ginado por Newton? Supongamos que la aceleración de un objeto
material con respecto a otro genera fuerzas, al igual que la velocidad
relativa de dos partículas cargadas genera una interacción magnética.
Supongamos que esta fuerza es sumamente independiente de la sepa­
ración de los objetos, pero dependiente de sus masas. ¿No debería­
mos imputar las fuerzas generadas por las aceleraciones, que Newton
atribuyó a la interacción causal entre el objeto prueba y el espacio
mismo, a la aceleración relativa del objeto prueba respecto a las es­
trellas fijas o, mejor dicho, respecto al promedio de materia «infor­
me» del universo? Si esto fuera así, ¿no estaríamos en posición de re­
conciliar los hechos observacionales que Newton utilizó para
defender la existencia de un tipo de espacio sustancial, con un rela-
cionismo leibniziano para el que todas las posiciones, velocidades y
aceleraciones eran características de una cosa material en relación a
otra cosa material?
Al final de l siglo XIX, pues, la situación era más o m enos la si-
4<) Filosofía de la física

guíente: todos coincidían en que había dos vastas dimensiones de la


realidad, todas las cosas materiales existentes en el espacio y todos
los acontecimientos, materiales o mentales, que se daban en el tiem­
po. La estructura de estos foros del mundo se conocía. El tiempo po­
día ser visto como un simple continuo unidimensional. El espacio era
una estructura tridimensional descrita por la familiar geometría euclí-
dea. Parecía que podíamos conocer esta estructura por inferencia a
partir de primeros principios cuya verdad era, de alguna manera, in­
cuestionable, esto es, cuya verdad era dada a la persona racional por
algún tipo de razón pura. La naturaleza de estos continentes de todas
las cosas y acontecimientos no estaba clara desde una perspectiva fi­
losófica. Los sustantivistas en la línea de Newton contendieron con
los relacionistas, que llevaron a sus últimas consecuencias las ideas
de Leibniz. Otros, como el filósofo Kant, para quien el espacio y el
tiempo eran estructuras organizadoras de la mente por las que dotá­
bamos a la sensación de una horma comprensible, mantuvieron dife­
rentes concepciones metafísicas.
El espacio y el tiempo podían ser descritos matemáticamente,
como podía serlo el movimiento de las cosas materiales en el espa­
cio con el paso del tiempo. La caracterización mediante leyes de este
movimiento en los términos de la cinemática (la descripción del mo­
vimiento) y la dinámica (su explicación en términos de fuerzas) cons­
tituyó la disciplina central de la física. Un aspecto de esta teoría físi­
ca era la necesidad en ella de distinguir las clases preferidas de
movimiento inercial de los movimientos acelerados que generaban
fuerzas inerciales. Esto proporcionó el núcleo del argumento cientí­
fico newtoniano de la concepción sustantivista de la naturaleza del
espacio.
Mientras la aceleración con respecto al espacio mismo tenía con­
secuencias observables, la posición en el espacio mismo y la veloci­
dad uniforme con respecto al espacio mismo carecían de dichos con­
comitantes observacionales. Pero existía la esperanza de que, por
medio de fenómenos ópticos, pudiera determinarse el estado de re­
poso en el espacio mismo. La tentativa de determinar el estado de re­
poso con respecto al espacio mismo por medio de experimentos con
luz es lo que condujo a las asombrosas revisiones de nuestras ideas
sobre el espacio y el tiempo en el trabajo del gran físico Albert Eins­
tein. La posibilidad de otras ideas puramente filosóficas sobre la na­
turaleza del espacio y el tiempo había existido anteriormente a su tra­
Espacio, tiempo, m ovimiento 47

bajo, pero fue a la luz de sus logros y con las ideas suministradas por
ellos que se exploró la mayor parte de la filosofía contemporánea so­
bre el espacio y el tiempo. En los apartados «Del espacio y el tiempo
al espacio-tiempo» y «La gravedad y la curvatura del espacio-tiempo»
esbozaré las noveles teorías del espacio y el tiempo propuestas por
Einstein y retomaré entonces la filosofía del espacio y el tiempo en el
contexto de estas nuevas teorías físicas.

Del espacio y el tiempo al espacio-tiempo

Los orígenes de la teoría especial de la relatividad


Hemos visto que mientras Newton postulaba «el espacio mismo»
como el objeto de referencia en relación al cual las aceleraciones ge­
neraban fuerzas inerciales observables, se creía que el movimiento
uniforme con respecto al espacio mismo carecía de consecuencias
observables. Esto se seguía de la famosa observación de Galileo se­
gún la cual, en un laboratorio cerrado, uno no podía decir cuál era el
estado de movimiento uniforme del laboratorio mediante la realiza­
ción de un experimento mecánico. No obstante, seguía siendo conce­
bible que otros fenómenos, no mecánicos, dependieran en alguna
forma del movimiento uniforme del aparato con respecto al espacio
mismo. Este movimiento se manifestaría entonces en alguna conse­
cuencia observacional.
En el siglo XIX surgió una cierta esperanza al respecto al demos­
trarse que la luz era radiación electromagnética. Según la teoría de la
electricidad y el magnetismo debida a J. C. Maxwell, las ondas elec­
tromagnéticas, de las que las ondas luminosas son sólo una especie,
tienen una velocidad definida con respecto a un observador. Esta ve­
locidad debería ser la misma en todas direcciones y ser independien­
te de la velocidad de la fuente de luz con respecto al observador. Un
observador en reposo en un tanque de agua determinará una veloci­
dad del sonido en el agua que es la misma en todas las direcciones.
Esta velocidad del sonido será completamente independiente del
movimiento de la fuente del sonido en el agua. Una vez que la onda
de agua se ha generado, su velocidad depende solamente de las pro­
piedades del agua por la que viaja la onda. Lo mismo debería suce­
der con la luz, recibiendo el medio de transmisión de la luz (la mate-

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