Populismo

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TEMA 3: Populismo

Práctica política que se opone al establishment en nombre del pueblo soberano. Si esa
reivindicación está ausente, no podemos hablar de populismo; por esa razón, populismo y
demagogia son cosas distintas.

Populismo

El populismo se trata de un fenómeno intrínsecamente democrático. Quiere decirse que el


populismo solo tiene sentido, como discurso y como práctica, en el interior de una sociedad
que se adhiere a los principios democráticos: no podría sobrevivir en contextos culturales
que rechacen la soberanía popular como fundamento del orden político.

El populismo se sirve de la ideología de la democracia –que podemos resumir en la idea de


que el pueblo se gobierna a sí mismo– para atacar la democracia liberal y reemplazarla por
alguna forma directa, plebiscitaria o aclamativa de autogobierno.

La transformación del populismo, empeñado en convertirse en una alternativa verosímil a la


democracia liberal.
El populismo posee una notable heterogeneidad que dificulta el acuerdo sobre su definición
y sus atributos.

Tampoco facilita las cosas el hecho de que casi ningún líder populista admita serlo, por
contraste con el orgullo con que otros se reclaman socialistas o conservadores.

Así que el populismo es perfectamente identificable. Y un primer paso para comprenderlo es


separarlo de la demagogia con la que a menudo se confunde.

Esta última se caracteriza por el uso persuasivo de la exageración, la manipulación


emocional o la simplificación: el demagogo no se sujeta a la verdad ni busca la coherencia.
Y aunque los partidos o líderes populistas recurren a la demagogia, los partidos o líderes no
populistas también lo hacen. Es así inapropiado definir al populismo como “la oferta de
soluciones simples para problemas complejos”, porque esa práctica es típica de la
democracia de masas. Igual que no hay libertad de prensa sin sensacionalismo, tampoco
existe democracia donde no se recurra –en mayor menor medida– a la demagogia.

Esta última representa un peligro para la buena salud de las sociedades democráticas allí
donde traspase los “límites tolerables” a los que se refiere el filósofo político Raymond Aron.
Para hablar con rigor de populismo, sin embargo, tiene que haber algo más.

«Habrá populismo allí donde un líder o movimiento divida la sociedad en dos partes
enfrentadas entre sí, de acuerdo con una jerarquía moral que separa al pueblo virtuoso y
auténtico del establishment corrupto o del otro amenazante, primando la soberanía popular
como criterio determinante para la toma de decisiones políticas»

¿Y qué hace falta exactamente? Hay distintas maneras de aproximarse al populismo y de


ordenar sus distintos atributos o rasgos. Parece útil distinguir entre sus elementos
esenciales y sus elementos adjetivos, según nos refiramos a aquellos que lo definen (y no
pueden dejar de manifestarse) o que lo facilitan (que pueden estar o no, en distintas
combinaciones).

Son elementos esenciales del populismo la visión idealizada de la sociedad, que


aparece como constituida por el enfrentamiento entre el pueblo y la élite o establishment; la
moralización de las relaciones sociales, que caracteriza al pueblo como bueno mientras
condena al establishment como malo; y una concepción de la soberanía popular de la
que se deduce la necesidad de que sea el pueblo quien se gobierne directamente a sí
mismo.

En suma, habrá populismo allí donde un líder o movimiento divida la sociedad en dos partes
enfrentadas entre sí, de acuerdo con una jerarquía moral que separa al pueblo virtuoso y
auténtico del establishment corrupto o del otro amenazante, primando la soberanía popular
como criterio determinante para la toma de decisiones políticas. Es preciso, no obstante,
desarrollar cada uno de estos elementos.

El populista no dice “nosotros también somos el pueblo”, con objeto de incluir a minorías
presuntamente excluidas, ni tampoco “nosotros somos el pueblo”, sino “sólo nosotros
somos el pueblo”.

Aunque se habla del pueblo como bloque homogéneo, pues, el pueblo auténtico solo es una
parte de ese pueblo constitucional que designa al conjunto de los ciudadanos de una nación
democrática. Ni que decir tiene que se trata de un concepto –el de pueblo– que reviste una
notable complejidad; su significado parece evidente, pero está lejos de serlo.

Sobre todo, es necesario recordar que no existe un pueblo “natural” que pueda identificarse
cuando se observa la realidad social; el pueblo es siempre objeto de construcción y de
representación. En otras palabras, el pueblo para existir tiene que ser nombrado, ya sea por
un movimiento político o por un texto constitucional.

Prueba de ello es que los populismos se diferencian por el contenido que dan al pueblo al
que dicen defender. Pensemos en los inmigrantes o miembros de comunidades étnicas
minoritarias: hay populismos xenófobos que los excluyen y populismos inclusivos que los
reivindican de manera explícita.

Por lo general, tanto en un caso como en el otro, el pueblo del populismo se identifica con
esa gente común u ordinaria –los “descamisados” de los que hablaba el argentino Juan
Domingo Perón o la Francia rural que defendía Pierre Poujade– cuya dignidad debe ser
restituida ante los abusos de la “casta” política. Pero el pueblo también se define
verticalmente: el populismo describe a un pueblo que es víctima de las élites que han
secuestrado o pervertido la democracia.

Y el establishment no comprende sólo a los políticos profesionales, sino que suele incluir a
las clases altas y, a menudo, a intelectuales o expertos. También es habitual que el
populismo identifique entre los “enemigos del pueblo” a determinados grupos sociales
(como los judíos), a naciones extranjeras (Estados Unidos) u organizaciones internacionales
(el Fondo Monetario Internacional o la Unión Europea).
Por último, la práctica política del populismo señalará como antagonistas a quienes actúen
contra la “voluntad del pueblo” de manera ocasional o estable: ahí entran los medios de
comunicación hostiles al movimiento y los jueces cuando dictan una sentencia contraria al
sentir mayoritario.

Esta defensa del pueblo auténtico contra sus enemigos viene acompañada de la idea de
que la soberanía popular es la única fuente legítima del poder y debe convertirse en
principio rector de las decisiones colectivas.

Se tratará entonces de hacer la democracia más directa, promoviendo aquellas


instituciones que permitirían dar forma a la presunta “voluntad general”: asambleas
populares, plebiscitos, referéndums revocatorios. En lugar de una representación delegada
que proporciona autonomía a los representantes, se apuesta por un mandato directo del
pueblo. En la práctica, no obstante, el populismo tiende al caudillismo: el pueblo dice lo que
el líder populista dice que dice, a la manera de un médium o un ventrílocuo.

No en vano, el líder se arroga la representación exclusiva del pueblo en su conjunto y busca


entablar con él una relación plebiscitaria o aclamativa basada en la movilización
permanente.

El populismo se caracteriza por un conjunto de elementos adjetivos que facilitan su


despliegue. Ninguno de ellos es exclusivo del populismo; la mayoría se manifiesta también
en movimientos o partidos no populistas.

Tal vez el más relevante sea el liderazgo carismático, que permite la identificación
emocional del seguidor con el movimiento: el líder populista da cohesión simbólica al pueblo
y habla en su nombre.

Es habitual que los movimientos populistas se debiliten cuando desaparece su líder.


Los movimientos populistas suelen emplear un lenguaje simplista, incorrecto, basado en la
agresividad o los malos modales. Pero el liderazgo populista no sólo se manifiesta en el
discurso, sino que es parte de una actuación o performance que incluye el lenguaje
corporal, la indumentaria, el tono con que se habla o la escenificación de un estilo de vida.

Por eso se ha dicho que el populismo, más que una ideología, es un “estilo político”.
Formaría parte del mismo la explotación de recursos emocionales, que no responde
solamente al propósito de seducir del electorado; nos da pistas sobre la concepción que
tiene el populismo del vínculo social.

Por una parte, el populismo no cree que la sociedad pueda fundarse en el acuerdo
contractual entre individuos racionales, tal como postula el liberalismo político; la comunidad
política es para el populismo el fruto de un vínculo emocional, que requiere la construcción
de afectos colectivos a través del líder populista. Se explica así que el populismo suele
implantarse en sociedades que atraviesan períodos de crisis o convulsión. Se trata de
convertir los sentimientos negativos que experimentan distintos grupos sociales en una
emoción común de rechazo del establishment y apoyo al proyecto populista.
A menudo, el populismo utiliza el recurso de la nostalgia o añoranza por una época dorada
y pérdida.

El lugar de la minoría étnica o extranjera en el pueblo del populismo llama la atención sobre
su ubicación en el eje ideológico izquierda/derecha. Y es que no está claro que el populismo
sea una ideología; si lo es, tiene un carácter débil que le exige recurrir a otras tradiciones de
pensamiento – como el socialismo o el conservadurismo– para completar su agenda
política. Por eso puede cohabitar con otras ideologías: el populismo de izquierdas pone su
énfasis en las diferencias socioeconómicas entre el “pueblo” y sus enemigos, la voluntad de
integración de grupos indígenas y extranjeros o el anticapitalismo; el populismo de derechas
se distingue en cambio por su xenofobia, su antifeminismo y su rechazo de la ciencia
moderna. Son rasgos comunes a ambos la crítica de la globalización y la defensa de la
soberanía nacional como instrumento de autodeterminación democrática. Sin embargo, es
conveniente fijarse en lo que los populismos tienen de populistas antes que hacerlo en lo
que toman de la izquierda o de la derecha: no hay populismos buenos o malos según cual
sea su filiación ideológica. Es por eso que el pensador francés Pierre Rosanvallon describe
al populismo como una alternativa sistémica a la democracia liberal: una cosmovisión que
aspira a convertirse en dominante.

Para algunos pensadores el populismo sería un síntoma de que la democracia padece


déficits representativos o está dejando de resolver importantes problemas sociales. Su
aparición en contextos determinados tendría que entenderse más bien como un revulsivo
que permite evitar el deterioro democrático y otorga voz a grupos que estaban privados de
ella.

Es patente que el populismo puede despertar el interés político de los ciudadanos y animar
el debate público. Pero no por eso deja de defender una democracia iliberal de rasgos
antipluralistas, donde la voluntad popular se sitúa por encima de las leyes e incluso de los
derechos individuales.El éxito del populismo suele conducir a la intoxicación del cuerpo
político en su conjunto.

El populismo defiende una versión particular de la democracia alejada de la concepción


liberal-pluralista; en el peor, se inclina peligrosamente del lado del autoritarismo. Hay que
subrayar que en una democracia liberal, la voluntad popular solo es un componente entre
varios.

Tan importante como la expresión de esta última son los derechos fundamentales, la
división territorial y funcional del poder, la independencia de los tribunales, la prensa libre o
las instituciones contramayoritarias. De ahí que sea necesario oponer –ante populistas de
izquierda y derecha– la concepción liberal de la democracia: aquella que es respetuosa de
las leyes y de las minorías, que reconoce la heterogeneidad social y la cualidad abierta de
la sociedad compleja, que modula el gobierno popular a través de distintos filtros técnicos e
institucionales y apuesta por la reforma gradual antes que por el cambio revolucionario. Por
mucho que el populismo sea siempre reflejo de algún problema, nunca es él mismo la
solución.

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