Parcial 2
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intervención del Estado”, en América Latina. La construcción del orden. Tomo II De las sociedades de masas a las
sociedades en procesos de reestructuración, Buenos Aires, Ariel, 2012, pp. 85-101.
Toma la posición de Francisco Weffort , así el “sistema populista” puede ser definido como una “estructura
institucional de tipo autoritario y semicorporativo, orientación política de tendencia nacionalista, antiliberal y
antioligárquica, orientación económica de tendencia nacionalista e industrial; composición social policlasista pero
con apoyo mayoritario de las clases populares”. El componente policlasista, en si la alianza de clases, articula la
burguesía industrial nacional o local, y el proletariado industrial, en el caso mexicano el campesinado. Esta alianza es
condición necesaria para definir a un régimen político como populista.
Touraine hace una distinción entre estados populista que dan prioridad al poder del estado nacional, partidos
populistas que dan prioridad a la participación política y movimientos populistas que dan prioridad a la presión
popular. Ansaldi agrega formas populistas de hacer política carácter de algunos líderes carismáticos como Carlos
Menem, políticas concretas situadas en las antípodas del populismo.
El populismo aparece con el desarrollo del capitalismo dependiente. Genera unas notables movilidad y movilización
sociales, amén de la demanda de participación y decisión política de las clases populares excluidas de estas por los
regímenes oligárquicos.
Carlos de la Torre: ya sea a través de la expansión de voto o a través de su presencia en el ámbito público, en las
plazas, el populismo es democratizante. A la vez esta incorporación y activación popular se da a través de
movimientos heterónomos que se identifican acríticamente con líderes carismáticos, autoritarios. El discurso
populista, con características maniqueas que divide a la sociedad en dos campos antagónicos. En lugar de reconocer
al adversario, de aceptar la diversidad y de proponer el dialogo, que en si incluye el conflicto mas no la destrucción
del otro, los populismo a través de su discurso buscan acabar con el adversario e imponer su visión autoritaria de la
“verdadera” comunidad nacional.
El populismo tiene un discurso – amen maniqueo- fuertemente antiliberal, sobre todo en lo político ideológico, e
incluso antiimperialista, antisocialista, mas no anticapitalista. En tanto permite la irrupción e intervención del pueblo
en la política y que estas se realicen no mediante las normas y procedimientos de la democracia liberal, sino a través
de la participación igualitaria de todo el pueblo en las cuestiones del poder.
En opinión de José Álvarez Junco, en lugar de fundarse en un vínculo institucional, tienden a apoyarse en la
vinculación afectiva o emocional con el dirigente carismático, cuya fuerte personalidad e integridad moral garantizan
el logro de los objetivos del movimiento. La participación popular, no es tanto práctica regular de derecho a sufragio,
como asistencia entusiasta a actos públicos, ritos y festivales en los cuales exhiben varios símbolos colectivamente
identificatorios “con el ideario democrático- popular”.
Carlos Vilas propone abandonar el enfoque maniqueo que impide ver el enorme dinamismo de los movimientos y
regímenes populistas y su capacidad de modificar sus estilos de relación con las masas y su propia identidad. Podría
decirse, casi por definición, el populismo articula ingredientes democráticos y autoritarios, bien pueden ser
caracterizados como democracias autoritarias.
En términos de la expansión de los derechos de ciudadanía, los populismos latinoamericanos se caracterizan por
expandir más los derechos sociales que los políticos, excepto el caso mexicano. Si bien el populismo no crea más
ciudadanos en tanto portadores de derechos políticos, si profundiza la ciudadanía de los que ya los detentan
formalmente, los hace mas ciudadanos.
Como han señalado otros autores, la democracia política liberal se presenta fundada en la libertad, mientras la social
(asociada al populismo) lo hace en la justicia social. La superación de la súper desigualdad. El eje de la justicia social,
asociada con el populismo, mucho más que la igualdad, que está con el socialismo. El populismo pone en el tapete la
idea de una única forma de democracia, la democracia política proclama da por los liberales latinoamericanos.
A menudo se argumenta que el populismo enfatiza, en el discurso político, la maniquea dicotomía divisoria de la
sociedad en dos campos antagónicos irreconciliables - casi siempre el pueblo y la oligarquía, ese no reconocimiento
de la otra considerada encarnación del mal y por tanto objeto de destrucción, señala una de las grandes dificultades
para el afianzamiento de la democracia
El populismo apela e interpela a las clases populares – particularmente al proletariado industrial urbano, aunque en
el caso del cardenismo también, al campesinado- las moviliza, organiza y sujeta a un fuerte liderazgo personalista y
paternalista. La recurrencia a un clientelismo de Estado refuerza los lazos de solidaridad entre el líder y las bases,
pero también subordinación de las segundas al primero.
La apelación aludida otorga primacía a la ciudadanía social sobre la ciudadanía política, a la justicia social sobre la
libertad. Los populismos latinoamericanos tienen legitimidad de origen democrático liberal representativo.
”.La cuestión debe enfocarse en la óptica de la ciudadanía, definida esta como el derecho tener derechos, y ser
ciudadano es ser titular de derechos (sobre todo) y de obligaciones. Tener derecho a algo no es lo mismo q tenerlo. Y
que alguien tiene un derecho implica que alguien tiene un deber, en este caso es estado.
Los populismo no necesariamente promulgan nuevos derechos de ciudadanía, en ocasiones basta sólo con aplicar
efectivamente los ya existentes, aunque no efectivizados.
En Brasil el estado novo privilegia la reforma del estado y, por lo tanto, una ciudadanía basada en la perspectiva de
formación de fuerza de trabajo para el desarrollo materia, mientras que el peronismo privilegia la justicia social y, en
consecuencia una ciudadanía basada en esta.
Un dato importante es la constitución del ciudadano trabajador, implica el disciplinamiento de la fuerza de trabajo,
en Brasil la consolidación de las leyes del trabajo,
El otorgamiento de derechos de ciudadanía social opera como un elemento que ocluye o atenúa fuertemente la
lucha de clases. La armonía de clases es leit motiv fuerte de los populismos. El populismo se opone a toda idea de
conflicto social interno, en particular a la lucha de clases. Sindicalismo de negociación, en detrimento de un
sindicalismo de confrontación. El corporativismo, otro rasgo típico de los populismos latinoamericanos, se orienta en
la misma dirección, amen de disminuir el peso de la mediación político – partidaria en las relaciones entre la
sociedad civil y el estado, Estado de compromiso social.
Los populismos no persiguen la revolución social ni, mucho menos, el socialismo, no son anticapitalistas, su papel
nodal en la preservación del sistema capitalista presenta cambios en la Forma del Estado, sin alterar la matriz social.
Pero, al incorporar a las masas del pueblo a la política, generan una cierta revolución política que es
democratizadora, incluso los límites y contradicciones que se les quiera indilgar o que, objetivamente, tengan. En que
la ambigüedad es nota distintiva de los populismos latinoamericanos. De ahí la aparente paradoja del populismo
como paroxismo de la movilización de masas, para acceder al poder, y paroxismo de la desmovilización, una vez
alcanzado el poder, desnudamente perceptible en el momento de la caída, como el caso de Perón (septiembre de
1955). En la práctica termina definiendo una ciudadanía pasiva, que esconde el avallasamiento de toda ciudadanía.
Ahí surge otra contradicción del populismo: potencia, por un lado, la ciudadanía activa e incluyente, mientras que por
otro, privilegia una concepción y una práctica corporativista de defensa de los intereses adquiridos, que es quietista y
retardataria.
en sociedades de masas." "El Estado de Compromiso Social, el populismo y otras formas de intervención social del
Estado." ( otra digresión teórico conceptual: el populismo; Formas inconformes de populismo. De la dictadura a la
revolución fallida: Guatemala)
Para Laclau, populismo es la "esencia" de lo político. En la misma línea Benjamín Ard¡ti y Francisco Panizza lo definen
como "rasgo" o "dimensión" de la política moderna. Alan Knight prefiere asociarlo con "estilo" político. Este concepto
ha sido un objeto teórico e histórico controvertido, este texto propone una conceptualización que se constituye
sobre la base de "procesos históricos" -como señala Knight- más que sobre "convergencias historiográficas". Una
definición sociológica e histórica del populismo latinoamericano, metodológica y epistemológica.
Esta visión discrepa radicalemente de la de Laclau y seguidores, que consideran el populismo "simplemente un modo
de construir lo político". En América Latina acompañó el surgimiento político de las masas en las condiciones creadas
por la crisis de la dominación oligárquica y de la crisis de la ¡dea. El populismo se correspondió con "una etapa
específica de la evolución de las contradicciones entre la sociedad nacional y la economía dependiente". Por lo tanto,
en Latinoamérica fue una experiencia histórica significativa a partir de 1930, tras la crisis de la dominación oligárquica
y del liberalismo. Se apoyó en una alianza entre el Estado, la burguesía industrial nacional (o local) y el proletariado
urbano industrial, y pudo -como en México- abarcar a los campesinos. Weffort ha definido el "sistema populista"
como una "estructura institucional de tipo autoritario y semicorporativo, orientación política de tendencia
Desde esta perspectiva. Las experiencias populistas en América Latina son el cardenísimo (México), el peronismo y el
varguismo (Brasil). Francisco de Oliveira ha llamado la atención sobre el cambio del patrón de acumulación de
capital, que sustituyó el establecido por el modelo primario-exportador. Un componente de ello fue el surgimiento
"de nuevas formas de relación entre el capital y el trabajo, a fin de crear fuertes internas para la acumulación". Así se
permite apreciar el papel de la legislación laboral, en general favorable al sector trabajador.
Esto llevó a su punto máximo el pacto entre la burguesía industrial y los trabajadores urbanos. En el caso de Brasil
apuntando a la liquidación de la clase propietaria rural -aunque también lo observa en México y Argentina-. La
alianza fue producto "de una necesidad, luego de los años de guerra y con el boom de los precios del café y otras
materias primas de origen agropecuario y extractivo" retornarse a la situación previa a la crisis de 1930 (Oliveira).
En Brasil el populismo era la forma política de la revolución burguesa, revolución que tuvo la particularidad de
trasladar el "poder de las clases propietarias rurales a las nuevas clases burguesas empresario-industriales" sin "una
ruptura total del sistema". El populismo latinoamericano mantuvo una relación ambigua con el capital extranjero,
con una ideología nacionalista, fuertemente antiimperialista (no anticapitalista) y, a menudo, también anticomunista
y antisocialista. El articulador de estos discursos fue un líder carismático capaz de suscitar el apoyo de las masas,
fundamentalmente a través de una interpelación con términos como "pueblo" y "trabajadores". Pero hay que notar
que la interpelación al "pueblo" no fue exclusiva del populismo, puesto que en las sociedades de masas,
efectivamente, el "pueblo" es el gran interpelado. Se "asocia regular y lógicamente con una dicotomización": entre el
pueblo y las distintas formas de no pueblo (Knight) y más usualmente la oligarquía.
Fue característica del populismo que las demandas populares de la sociedad hacia el Estado se expresaran por
mediaciones corporativas, especialmente a través de los sindicatos, y que se diera ampliación de la ciudadanía en los
derechos sociales, extendida desde arriba, un cambio en el patrón organizador de la ciudadanía. El ciudadano-
trabajador desplaza al ciudadano- individuo y los derechos sociales se extienden o se hacen efectivos. El carácter
democrático de los populismos se observa también en la dimensión social de la ciudadanía. No obstante, las
realidades históricas desbordan cualquier generalidad: el populismo mexicano no cumplió enteramente con las
prescripciones de la Constitución de 1917, y el derecho de ciudadanía
femenina fue reconocido recién en 1953; en el populismo brasileño hubo una extensión de los derechos políticos
hacia las mujeres, y una legislación electoral favorable al empadronamiento de los trabajadores urbanos, pero la
eliminación de restricción por analfabetismo data de 1988; en Argentina se destaca por haber completado la
universalización del sufragio con la extensión del voto a las mujeres en 1947, además de ampliar derechos sociales
que en 1949 adquirieron rango constitucional. Cárdenas no necesitó dotar de constitucionalidad los derechos
sociales porque la Constitución de 1917 así lo había dispuesto. En cambio, Vargas y Perón promovieron acciones
dirigidas en tal sentido.
En Brasil, ya la Carta de 1934 incluyó un capítulo dedicado al "orden económico y social". Allí se estableció la
intervención estatal: nacionalización de la explotación de las riquezas del suelo y subsuelo, participación en la
implementación de industrias estratégicas para la seguridad nacional, etc. Caído el Estado Novo en 1946, se aprobó
una nueva Constitución, que fue un compromiso entre el Estado Social y la tradición liberal. El trabajo se consideró
obligación social, se dispuso la participación obligatoria y directa de los trabajadores en las ganancias de las
empresas, el descanso semanal remunerado, la estabilidad laboral, la asistencia a desempleados, la indemnización
del trabajador despedido, la previsión social para ancianos, enfermos e inválidos. La asociación profesional o sindical
fue declarada libre y se reconoció el derecho a huelga.
En Argentina, la Constitución aprobada en 1949 incorporó el capitulo "Derechos del trabajador, de la familia, de la
ancianidad y de la educación y la cultura". El Estado populista otorgó el máximo rango a los derechos de trabajar,
retribución justa, capacitación, condiciones dignas de trabajo, preservación de la salud, bienestar, seguridad social,
protección de la familia, mejoramiento económico, defensa de los interes profesionales, asistencia, vivienda,
alimentación, vestido, cuidado de la salud física y moral, esparcimiento, trabajo, tranquilidad y respeto (para
ancianos). No reconoció el derecho a huelga. Fue derogada en 1955 por la dictadura cívico-miltar de la Revolución
Libertadora.
Otra característica del populismo fue la creación de partidos políticos desde arriba, fuertemente identificados con el
Estado y con el líder. Knight sostiene que "el populismo [y mejor aún, la relación líder-pueblo] debe ser entendido
como una relación recíproca, no una imposición desde arriba". En general, las definiciones sociológico-históricas del
término en Latinoamérica estuvieron pensadas en la matriz de los populismos urbanos liderados por Perón y Vargas
(Brasil), pero también designa al mexicano, liderado por Cárdenas, con predominio del espacio rural y de los
campesinos.
El populismo en América Latina puso sobre el tapete la falacia sobre una única forma de democracia y constituyó
regímenes democráticos con un fuerte componente antilibreraI que no pueden caracterizarse como una forma lisa y
llana de autoritarismo ni mucho menos dictadura. Los populistas se asumieron como verdaderos adalides de la
democracia, en tanto permitieron la participación "igualitaria" del "pueblo" en la política. Esta participación se realizó
a través de una mediación clientelar y corporativa, en general, más ampliamente actualizada en actos políticos que
en las urnas. Entre las estrategias populistas se destacó la organización corporativa de la sociedad. En el caso de
Cárdenas y Perón ella fue complementaria de la democracia representativa. En el de Vargas hay que distinguir dos
momentos: el primero, fundacional de las organizaciones corporativas del Estado Novo; el segundo, correspondiente
al momento estrictamente populista (1951-1954). En México, sostiene Córdova, el corporativismo se aprecia en la
transformación del Prtido Nacional Revolucionario (PNR) en Partido de la Revolución Mexicana. El PRN no surgió
"como partido de masas, sino como un partido de corporaciones, en el que sus unidades de base eran las
organizaciones (...). Eran las organizaciones (el pueblo organizado) las que constituían al partido". El PRM era un
partido administrado de corporaciones, antes de "masas" en sí. Su Pacto Constitutivo consagraba la autonomía de
todas las organizaciones que lo conformaban, que eran básicamente obreras y campesinas. En Brasil y Argentina, ni el
Partido Socialista Democrático (PSD) y el Partido Trabalhista Brasileiro, en el primero, ni el Partido Peronista (PP), en
el segundo, incorporaron a corporaciones orgánicamente. Perón tuvo especial cuidado en balancear las
representaciones corporativas.
Arditi afrima que "examinadas en su conjunto, estas tres posibilidades de populismo -como modo de representación,
como política en los bordes turbulentos y como amenazados permitirán repensar la experiencia populista como una
periferia interna de la política liberal- democrática". En la misma línea Carlos Vilas había afirmado antes:
"Democratización y autoritarismo conviven y se tensionan recíprocamente en cada experiencia populista". En
realidad, el populismo fue simultáneamente "una forma de estructuración del poder para los grupos dominantes y la
principal forma de expresión política de la irrupción popular en el proceso de desarrollo industrial y urbano"
(Weffort). Sin embargo, Ansaldi considera que la expresión de Arditi "periferia interna de la democracia política" es
una síntesis cabal y operativamente muy útil, porque pone en relieve la tensión entre tres elementos clave para
entender la dinámica histórica de los populismos:democracia, populismo y revolución.
No son pocos los que han encontrado similitudes entre este fenómeno -en particular el varguismo y el peronismo- y
el fascismo italiano, a partir de los rasgos como el personalismo y el culto al líder, las grandes movilizaciones de
masas con sus símbolos y rituales, la retórica y la exaltación nacionalista, entre otros. No obstante estas eventuales
coincidencias no deben ocultar una gran diferencia cualitativa: los populismos fueron expresión política de alianza de
clases entre el capital industrial urbano nacional y la clase obrera. En contraste, el fascismo fue el proyecto de una
alianza de clases bien distinta: la del gran capital monopolista con la pequeña burguesía urbana en una sociedad
capitalista central tardíamente constituida como tal. Una sociología comparada de ambos regímenes mostraría que:
el fascismo fue mucho más jerárquico que el populismo y tuvo un fuerte desprecio por las instituciones democrático-
liberales, que los populismos mantuvieron; el nacionalismo fascista llegó hasta la exasperación, fue militarista y
agresivo internacionalmente; el fascismo fue xenófobo, imbuido en la ideología de la supuesta superioridad racial y la
misión civilizadora de Italia; la política represiva del fascismo fue de una brutalidad que no se encuentra, ni siquiera
en los casos más extremos (que los hubo) del populismo, para citar algunos ejemplos.
Aunque el de Arditi no es estrictamente un enfoque socio-histórico, su interpretación abona la perspectiva
sociohistórica que Ansaldi asume porque para decidir si el populismo "como periferia interna de la democracia"
resulta ser un modo de representación que acompaña a la democracia liberal o un movimiento radical que la acosa o
incluso amenaza con disolverla es necesario tomar en cuenta las condiciones históricas. Así el populismo fenómeno
propio (o "interno") de la democracia política, con la particularidad de que en América Latina la política liberal
democrática no ha sido ni plenamente liberal ni plenamente democrática. El populismo fue una de las formas
históricas que asumió el Estado y el régimen de gobierno de tipo democrático.
Los populismos introdujeron una práctica política de reforma y de interpelación popular ausente en los regímenes
oligárquicos. Carlos De la Torre señala: "por un lado, al incorporarlos
[a sectores excluidos], (...) el populismo es democratizante. Pero, a la vez, esta incorporación se da a través de
movimientos heterónomos que se identifican con líderes carismáticos que en muchos casos son autoritarios.
Además, el discurso populista, con características maniqueas que dividen a la sociedad en dos campos antagónicos,
no permite el reconocimiento del otro, pues la oligarquía encarna el mal y hay que acabar con ella. (...) En lugar de
reconocer al adversario, de aceptar la diversidad y de proponer el diálogo, que en sí incluye el conflicto mas no la
destrucción del otro, los populismos, a través de su discurso, buscan acabar con el adversario e imponer su visión de
la "verdadera" comunidad nacional". El populismo refiere a un modo de movilización de las masas, Ard¡ti dice
expresamente: movimiento "en los bordes turbulentos". Y añade: "el populismo, al igual que otros movimientos
radicales, puede ser democrático o no, pero cuando lo es (...) pone a prueba la obviedad de aquello que es visto
como la normalidad del orden democrático (...) se posiciona (...) en un área gris donde no siempre es fácil distinguir
la movilización populista del gobierno de la turba".
La representación mediada por el líder, una cooptación vertical de las masas y su manipulación instrumental
componen, en buena medida, la dimensión autoritaria que algunos atribuyen al populismo. Aquí se pretende
destacar que la amenaza de identificación extrema del líder con la masa, del Gobierno con el Estado, etc., es
exactamente eso: una amenaza, no un hecho consumado. Algunas prácticas políticas del siglo XX han sido
caracterizadas como populistas o bien neopopulistas. En contraste con el populismo, la poco feliz expresión
neopopulismo designa una experiencia resultante de las reformas neoliberales y de la crisis de la deuda externa en
las décadas 1980 y 1990. Así, los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari (México, 1988-94), Carlos Menem (1989-99),
Fernando Collor de Mello (Brasil, 1990-92), Alberto Fujimori (Perú, 1990-2000) han sido caracterizados como
neopopulistas. En todos estos casos se trata de un uso amplio, estirado y abusivo del concepto.
Moira Mackinnon y Mario Petrone caracterizan una "unidad analítica mínima" de la cual parten para distinguir los
rasgos singulares de cada una de las experiencias populistas y de estas de las llamadas neopopulistas. Los autores
consideran dos elementos: la base social y la diada incorporacion/exclusión. Gobiernos como los de Menem o Collor
de Mello ni siquiera practicaron formas populistas de hacer política. El populismo es en fenómeno surgido de una
triple crisis: la del capitalismo en el sistema mundial, la del modelo agroexportador y la de la oligarquía. Asimismo, la
alianza de clases, el modelo ISI y la política de masas fueron tres rasgos constitutivos que ninguno de ellos está
presente en los modelos neopopulistas, en los que contrariamente, la desindustrialización y la despolitización fueron
signos característicos.
Los supuestos populismos de nuevo tipo apelaron a una integración fragmentaria, a través de programas económicos
que erosionaron la ciudadanía y la institucionalización de la sociedad civil. El llamado neopopulismo estuvo lejos de
promover políticas distribucionistas y propuso fórmulas de Estado mínimo inspiradas en aquello que trascendió
como Consenso de Washington. Además, la clase obrera fue la principal perjudicada por estas políticas que negaron,
cuando no arrasaron, con conquistas de la ciudadanía social. La pobreza fue el signo característico de estos, en rigor,
regímenes socialmente excluyentes y fragmentarios. En cambio, los Estados Populistas se basaron en la movilización
a través de la incorporación social de masas, a través de una proliferación de derechos sociales, y en la incorporación
a la política, a través de la participación mediada por el Estado y las corporaciones. Se basaron en la incorporación
simbólica de las masas a través de una noción extensiva e inclusiva de pueblo de carácter nacionalista.
Los populismos no rompieron con la lógica burguesa de escisión entre sociedad y Estado y de su recomposición
ilusoria mediante la asociación entre Nación y Estado. En estos, el proletario no transitó desde lo clasista-corporativo
hacia lo político-estatal, no generó un sentido colectivo de la acción o una voluntad nacional-popular. Así, la lucha de
los trabajadores fue corporativa, no hegemónica. Fue el Estado el que absorbió la crisis de la burguesía al organizar a
la sociedad civil y al consenso bajo la forma de una revolución pasiva.
Juan Carlos Portantiero señala que en América Latina la superación de la crisis política "implicó un tipo de relación
entre Estado y clases, un módulo sociológico de recomposición política" que cuestionó "la imagen clásica de las
articulaciones entre sociedad civil y Estado". Las clases populares participaron "del sistema político sin expresar un
sentido hegemónico" y no se constituyeron como pueblo por "el desarrollo autónomo de sus organizaciones de
clase", sino por "la crisis política general", asumiendo el papel objetivo de "equilibradoras de una nueva fase estatal".
La recomposición de la unidad política de los trabajadores fue obra de los populismos mediante "la acción de elites
externas a la clase y de líderes carismáticos". Debe destacarse que "por más heterónomo que aparezca su
comportamiento, la presencia política de las clases populares estuvo casi siempre mediada por instancias
organizativas 'de clase' y no por pura vinculación emotiva con un liderazgo personal". Así el sindicalismo -"la instancia
de mediación privilegiada para la inserción de las masas en el Estado"- fue un sindicalismo político que definió su
acción en nombre de todos los trabajadores, teniendo "como principal interlocutor al Estado y no a la empresa" y
buscando "colocarse en el sistema político como fuerza gubernamental". Portantiero señala que: "El populismo, en
buena medida, como experiencia de clase, nacionalizó a las grandes masas y les otorgó ciudadanía. Fundó para ello,
un terreno de lo "nacional-popular" como principio articulador de la política de masas". Aquí se avanzó con la idea de
distinguir el populismo como "proyecto estatal" históricamente situado.
La interpretación se convirtió, así, en el atajo privilegiado que estos intelectuales tomaron para articular teoría y
política, procurando un gesto semejante al que expresara C. Wright Mills, durante 1959, en su célebre invocación a La
imaginación sociológica: “comprender su propia existencia y evaluar su propio destino localizándose a sí mismo en su
época”. Esta confrontación entre teoría y empiria sería, así, el modo de determinar si la “dependencia” sigue viva o
habría muerto con el conjunto de condiciones de su época de gestación. En lo que sigue, argumentaremos que la
evaluación es mucho más compleja, pues no existió una teoría de la dependencia, sino innumerables aportes,
muchos de los cuales quedaron restringidos a pequeños círculos, y más de una vez incomunicados entre sí, por las
condiciones de difusión y diálogo del campo intelectual, o porque quedaron truncos cuando estaban en pleno
desarrollo. El problema central de este ensayo consiste en determinar si la noción de dependencia, además de ser
una categoría histórica, puede ser considerada hoy una categoría analítica de las ciencias sociales latinoamericanas.
Una pregunta clave que ha orientado nuestra reflexión tiene que ver, entonces, con pensar si estamos viviendo una
etapa completamente diferente de la que analizaron los dependentistas. Es decir, si la categoría de “dependencia”
puede renovarse como herramienta de análisis, a partir de una revisión de las relaciones de los países
latinoamericanos entre sí y con el mundo. O si, por el contrario, la llamada “globalización” ha evaporado los pilares
sociales y económicos que le dieron origen, y esta disolución del referente real nos obligaría a sellar, definitivamente,
el acta de defunción de la problemática. Una indagación exhaustiva de la noción de dependencia en la historia de
nuestro continente implica, entonces, dos vías: una vinculada con el referente histórico de la categoría, y otra
relacionada con su uso en la práctica científica. Esto significa que la dependencia es históricamente construida, pero,
a la vez, es objeto de construcciones simbólicas –siempre también sociales– que se desarrollan en el cruce de
diversos campos: literatura, ciencias sociales, militancia política, entre otros. En esta línea, resulta pertinente
delimitar qué entendemos por “teorías de la dependencia”, para luego distinguir los diversos enfoques y reconstruir
sus relaciones con otras corrientes, efectuando un seguimiento de las instancias materiales de investigación e
intercambio intelectual que les sirvieron de base durante la segunda mitad del siglo XX. Las teorías no evolucionan
libremente: los cambios en el objeto son irrupciones que representan mucho más que una piedra en el camino.
Pocas dudas caben acerca de que lo que se denominó teoría de la dependencia se convirtió en un paradigma para las
ciencias sociales en esta parte del mundo. Pero se conoce menos el hecho de que la categoría de dependencia tiene
una trayectoria bastante larga en nuestro campo intelectual, cuyos antecedentes se remontan al siglo XIX, mientras
se desenvolvía el movimiento de la llamada “segunda emancipación” y el debate acerca de los alcances de la
Independencia. Arturo Andrés Roig ha señalado que la cuestión de la “segunda independencia” puede vincularse con
el movimiento de la “emancipación mental”, que tuvo sus primeros desarrollos en los países latinoamericanos desde
fines de la década de 1830 hasta mediados de la siguiente, con la generación romántica. La cuestión de la
“emancipación mental” tuvo en Simón Bolívar uno de sus precursores, y se bifurcó hacia dos líneas de desarrollo
ideológico, a lo largo del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX. Luego de la primera emancipación, que nos
había librado del “enemigo externo”, estos escritores creían que la afirmación nacional dependía de lograr una
segunda independencia, esta vez de lo que llamaban el “enemigo interno”. ¿Pero, quién era el enemigo interno? Era
el conjunto de hábitos y costumbres “contrarias al progreso”. Aunque algunos exponentes del movimiento de la
“emancipación mental” revalorizaban el ámbito “plebeyo”, lo hacían desde una actitud paternalista que consideraba
indispensable “adaptar” a ese conjunto social a los modelos del progreso, o desde una posición psicologista, que
reducía los obstáculos del desarrollo nacional a las desviaciones morales (Roig, 1979: 360). Con José Martí y Manuel
Ugarte se produjo un paso hacia adelante en la reflexión acerca de la “segunda independencia” y la cuestión de los
sujetos del cambio social. Los valores-fuerza estaban en los oprimidos, y estos tenían derecho a irrumpir
históricamente e imponer la estructura axiológica interna del discurso liberador. La “emancipación mental”, en otros
términos, no era para Martí una cuestión mental (Roig, 1979: 351-362). En el caso del argentino Ugarte,
emancipación mental, independencia política y autonomía económica se unificaban en el proyecto de una “segunda
independencia”. Con estos discursos precursores de Manuel Ugarte, José Martí y tantos otros, como Eugenio María
de Hostos, Manuel González Prada, José Ingenieros, los intelectuales latinoamericanos atravesaron el umbral del
siglo XX reconociendo las limitaciones que las diversas formas de dependencia imponían al desarrollo de nuestras
formaciones sociales. Ya en medio del debate entre cosmopolitismo y nacionalismo fueron formulados importantes
diagnósticos que visualizaban el carácter subordinado de nuestro desarrollo. Consideraban la formación de lo
nacional como un proceso incompleto, obstaculizado, antes que, por un conjunto de costumbres o hábitos
populares, por la acción política y económica de las elites oligárquicas. Mientras se consolidaba y ampliaba el campo
cultural, una se ríe de circunstancias históricas potenció a nivel continental este debate acerca de lo nacional que
venía desarrollándose desde el “periodismo de ideas”. La proximidad del cambio social, que se proyectó con la
Revolución Mexicana (1910) y la Revolución Rusa (1917), terminó de constituirse en una trilogía transformadora con
el movimiento de la Reforma Universitaria (1918). En el pensamiento económico latinoamericano, la categoría de
“dependencia” comenzó a ser utilizada explícitamente durante este primer tercio del siglo XX, cuando se hacía visible
un cambio en el peso específico de los capitales norteamericanos en nuestras formaciones sociales. Precursores
fueron José Carlos Mariátegui, Gilberto Freire, Josué de Castro, Caio Prado Junior, Raúl Prebisch, Florestán Fernández,
entre otros. Theotônio Dos Santos sostiene que el cuadro teórico e histórico de las teorías del desarrollo estuvo
puesto en el marco del surgimiento de nuevas instituciones políticas y económicas que expresaban un nuevo clima
político e intelectual. El desarrollismo buscaba localizar los obstáculos para el “progreso económico” a partir de una
concepción que polarizaba sociedades que clasificaba como tradicionales frente a sociedades que consideraba
modernas. En esta visión, el subdesarrollo implicaba “ausencia de desarrollo”, y el “atraso” de estos países era
explicado por las debilidades que en ellos existían para su modernización. Pablo González Casanova recuerda que en
los años cuarenta y cincuenta existía una gran puja por distinguir sociología e ideología, lo cual promovió enfoques
neopositivistas y neoempiristas marcados por los paradigmas norteamericanos. Estas corrientes no estaban exentas,
sin embargo, de críticos. En los propios confines de la sociología norte americana se alzaba la voz de Charles Wright
Mills, y en el continente latinoamericano los rechazos provenían del nacionalismo, el populismo, los movimientos
antiimperialistas y el marxismo de la III Internacional(González Casanova, 1985). Con el célebre estudio de la CEPAL,
El desarrollo económico de América Latina y sus principales problemas (Prebisch, 1949), se consolidó la visión centro-
periferia, que habría de constituirse en una valiosa herramienta analítica para interpretar la distribución de los
incrementos de productividad que derivaban del cambio técnico, y elaborar una concepción del desarrollo de alcance
mundial. La CEPAL, UNCTAD y otras organizaciones que nacieron después de la Segunda Guerra Mundial recibieron el
impacto de las luchas de liberación que se abrieron en América Latina, Asia y África a partir de los años cincuenta. Al
finalizar la década del cincuenta, y en estrecha conexión con los debates surgidos en el seno del estructuralismo
latinoamericano, la dependencia era concebida por algunos investigadores como una forma de dominación mediante
la cual gran parte del excedente generado en las naciones periféricas era apropiado concentradamente por los países
centrales. Una importante cohorte de cientistas sociales latinoamericanos decidió encarar esta ruptura, llevando a
fondo la crítica a los modelos de desarrollo industrialistas basados en la sustitución de importaciones. Hacia
comienzos de la década del sesenta, un conjunto nuevo de espacios institucionales vino a dinamizar este proceso de
producción teórica. Nos referimos a los institutos de investígación y escuelas de ciencias sociales creadas en la ciudad
de Santiago de Chile entre 1957 y 1967 (Beigel, 2005). Se trataba de una nueva perspectiva que planteaba al
capitalismo como sistema mundial, con centro autónomo y periferia dependiente: uno y otra se reproducían. Las
discusiones acerca del desarrollo latinoamericano estaban cada vez más marcadas por el diagnóstico de la región,
particularmente por el debate entre feudalismo y capitalismo, que ya tenía una larga historia en nuestro campo
intelectual. Mientras Andre Gunder Frank planteaba que América Latina era capitalista desde el siglo XVI, Agustín
Cueva sostenía que el capitalismo se había consolidado en el último tercio del siglo XIX (Gunder Frank, 1969; Cueva,
1990). Pero, antes de clausurarse la década del cincuenta, la Revolución Cubana puso un pie muy firme en la historia
de América Latina. Uno de los impactos mayores de este fenómeno ocurrió en el campo académico y vino a sellar el
compromiso de las ciencias sociales con la militancia política. Nació un concepto de “dependencia” que, a diferencia
del anterior, era predominantemente “espacial”. La categoría de dependencia alcanzaba su máximo esplendor al
promediar la década del sesenta, en el marco de la sociología crítica, que abría múltiples instancias de investigación
para profundizar la cuestión del desarrollo/subdesarrollo como “polos” de un mismo proceso. Según Samir Amin, el
pensamiento social latinoamericano reabrió debates fundamentales referidos al socialismo, el marxismo y los límites
del eurocentrismo dominante en el pensamiento moderno, todo lo cual dio lugar a una brillante crítica del
“capitalismo realmente existente” (Amin, 2003: 53). Los principales ejes de este cambio temático –que atravesó
desde el estructuralismo cepalino hasta las corrientes marxistas y neo-marxistas– buscaban producir en la teoría un
viraje tan significativo como el cambio que se esperaba para las estructuras sociales. Las opacidades de la definición
de la categoría de dependencia estaban fuertemente ligadas a la discusión sobre la potencialidad de los estados
nacionales para modificar su situación de dependencia y, muy especialmente, a las alianzas políticas que podrían
articularse para cambiar esa sujeción. Los críticos de las teorías de la dependencia no sólo cuestionaban la oscilación
entre el enfoque clasista y la perspectiva nacional, sino que les atribuían un arraigo teórico todavía fuerte con la
problemática impuesta por el desarrollismo. Para Cueva, la relación entre desarrollistas y dependentistas podía ser
planteada como de negación y, a la vez, prolongación: si bien pretendían un cambio estructural, ese cambio se
orientaba al desarrollo del sistema capitalista y no en el sentido de una transformación global del sistema en el
camino del socialismo. Esta doble condición en relación con el desarrollismo se expresaba, según Cueva, en la
postulación teórica de una suerte de “modo de producción dependiente” que tendría una especificidad propia,
diferente de las leyes del modo de producción capitalista analizado por Marx. Aunque los debates exhibían un gran
nivel teórico y todos se esforzaban por definir con mayor precisión las categorías en juego, en más de una ocasión
quedaban encerrados en disquisiciones sumamente abstractas. Por lo general, los marxistas estaban atravesados por
una preocupación: validar o invalidar a las teorías de la dependencia al interior del marxismo, entendido como
sistema teórico cerrado basado en ciertos “núcleos íntimos”. Algunos inclusive llegaban a realizar una contrastación
tan fuertemente intrateórica, que perdían de vista la diferencia entre el objeto social e histórico que estaba puesto
en discusión y los textos de Marx, que se convertían en referente exclusivo y ahistórico de dicha operación.
Más allá de la influencia real de las tesis del desarrollo dependiente en los procesos políticos latinoamericanos, lo
cierto es que una parte importante de los nacionalismos y populismos de antaño adhirieron a las políticas
norteamericanas para asegurar la estabilidad monetaria. Esto trajo “apoyo” internacional y una renovada relación de
dependencia basada en vastos movimientos de capital financiero. La existencia de ciertos niveles de crecimiento
económico en los comienzos de este modelo reforzó la embestida neoliberal contra todo intento de retornar a las
políticas que hubiesen distribuido mejor el ingreso nacional, y agudizó su enfrentamiento con todas las teorías del
conflicto social que pretendiesen ser liberadoras. Se implantaron así los llamados ajustes estructurales, y hasta fines
de los noventa parecía confirmarse la hipótesis de que existía un desarrollo dependiente, y que este era afín a los
regímenes políticos liberal-democráticos.
Atilio Boron señala que nuestros estados son hoy mucho más dependientes que antes, agobiados como están por la
deuda externa y por una “comunidad financiera internacional” que en la práctica los despoja de su soberanía, al
dictar políticas económicas dócilmente implementadas por los gobiernos de la región. En estas condiciones de
“intensificación sin precedentes de la heteronomía nacional”, las teorizaciones sobre la dependencia son
desestimadas como “anacronismos” cuando, en realidad, ellas han adquirido una “vigencia mayor aún de la que
alcanzaron a tener en la década de los sesenta”. Los autores retoman la noción de “imperialismo” para contextualizar
los flujos de capital, mercancías y tecnología, ubicándolos en un escenario de poder desigual, entre estados,
mercados y clases en conflicto. En contraposición con la categoría de globalización, que descansa demasiado en las
difusas nociones de cambio tecnológico y “fuerzas del mercado”, el concepto de imperialismo –según ellos–
considera las corporaciones multinacionales, los bancos y los estados imperiales como la fuerza motriz de los flujos
internacionales. Y, en este sentido, se liga a la categoría de dependencia, puesto que se refiere a un flujo vertical y
asimétrico, relacionado con la idea de dominación de estos tres agentes sobre estados formalmente independientes
y sus clases trabajadoras. Para nosotros, uno de los ejes articuladores de las nociones de dependencia, imperialismo
y centro-periferia reside en que permiten demostrar la profunda historicidad de la situación de subdesarrollo. En
estos marcos conceptuales subyace la idea de que entre las sociedades “desarrolladas” y las “subdesarrolladas” no
existe una simple diferencia de etapa o de estado del sistema productivo, sino también de posición dentro de una
misma estructura económica internacional de producción y distribución, definida sobre la base de relaciones de
subordinación de unos países sobre otros.
CONSIDERACIONES FINALES
Los dependentistas no analizaban la realidad mediante variables aisladas de la economía, sino que se esforzaban por
determinar su peso estructural, es decir, por descubrir la trama de relaciones sociales que construían esos datos. Sin
embargo, a pesar del avance que significó para nuestras ciencias sociales el abandono del determinismo
economicista y la puesta en vigor de enfoques capaces de articular economía y política, no fueron sistematizados,
suficientemente, los mecanismos sociales de dicha articulación. Las teorías de la dependencia, la teología de la
liberación, las concepciones anticolonialistas, la filosofía de la liberación, y otras corrientes de los años sesenta y
setenta, pusieron en jaque tanto la autonomía de las esferas sociales como la posibilidad de hallar “leyes universales”
capaces de explicar la realidad. No hay, definitivamente, posibilidad de alcanzar la “universalidad” en los términos
neutrales del cientificismo desarrollista, ni tampoco en la perspectiva del marxismo soviético. Pero esto no significa
cerrar el diafragma al nivel micro y resignarnos exclusivamente al estudio de casos. Implica pensar las “situaciones de
dependencia” en relación con estructuras nacionales e internacionales de dominación, pero también en función de
una dialéctica histórica que permita incorporar las contingencias, las condiciones específicas que, a la vez, colaboran
para modificar esas estructuras.
El crecimiento basado en la exportación había sufrido cambios mucho antes de 1929. A comienzos del siglo XX, el
estimulo que el crecimiento dio a los sectores no exportadores, como el manufacturero, ya había alcanzado un grado
tal que un grupo de países (en particular Argentina, Brasil, Chile y México) podía satisfacer una porción relativamente
grande de la demanda interna con bienes locales, antes que con artículos importados. Este virtuoso ciclo, en el cual
los rendimientos en la productividad del sector exportador se transferían a economía no exportadora, no opero
siempre con facilidad (el ej de Perú) y en algunos casos apenas existió (por ej en Cuba). Pero era evidente que en
algunos países, el crecimiento basado en la exportación era bastante compatible con el crecimiento de las
manufacturas orientadas al mercado interno y reemplazo de la importación de bienes de consumo.
No obstante, el modelo dependía de un acceso relativamente libre a los mercados mundiales de factores y bienes, y
el comienzo de la Primera Guerra Mundial lo hizo peligrar. Cuando estallo la guerra en Europa no solo quebranto el
orden y equilibrio internacional de poder: el sistema global de comercios y pagos, que había surgido paulatinamente
después de la finalización de las guerras napoleónicas, quedo sumido en la desorganización. El orden económico
internacional viejo había perecido y el nuevo, inaugurado en la década de 1920, era peligrosamente inestable. Como
dicha inestabilidad apenas era perceptible en ese momento, las regiones periféricas, tales como América Latina,
quedaron en una situación muy vulnerable frente al colapso del comercio internacional y e los flujos de capital a
finales de los años veinte. La principal característica del viejo orden económico internacional había sido la existencia
de un comercio internacional relativamente sin restricciones, las pocas restricciones vigentes asumieron
generalmente la forma de aranceles, que tenían la ventaja de ser evidentes para todas las partes interesadas. Tanto
el capital como el trabajo eran libres de trasladarse a través de las fronteras internacionales. El patrón oro adoptado
por Gran Bretaña, se había propagado en todos los principales países industrializados a finales del siglo XIX, y
proporcionaba un mecanismo bien establecido para el ajuste de la balanza de pagos. El equilibrio interno ( pleno
empleo e inflación igual a cero) era considerado menos importante que el equilibrio externo de modo que el ajuste a
las coyunturas adversas se conseguía generalmente por medio de la deflación de lo precios y el subempleo. En la
cima del sistema económico mundial de la preguerra estaba Gran Bretaña. Aunque su posición dominante en la
exportación de bienes manufacturados y su liderazgo en ciencia y tecnología peligraban a finales del siglo XIX,
Inglaterra era aun una potencia financiera mundial, una fuente de capital para los países latinoamericanos y un gran
importador de materias primas. La primera baja de la gran guerra fue el patrón oro y el movimiento de capital. Las
republicas latinoamericanas sumamente dependientes de las finanzas de la balanza de pagos sufrieron
especialmente cuando lo bancos europeos reclamaron el pago de los prestamos, o que tuvo por efecto una crisis
financiera interna. La guerra también provoco el cese de inversiones directas procedentes del viejo mundo. EE. UU,
neutral en la primera guerra hasta 1917, aumento su inversión directa en América Latina, particularmente en la
extracción de materias primas estratégicas. La penuria de transporte marítimo al comenzó de la guerra, conjugada
con la ausencia de crédito comercial, interrumpió la oferta normal, pero la demanda descendió aun mas rápido y
desencadeno una bajada de precios en muchos mercados. La caída de los ingresos de la exportación acorto plazo,
sumada al descenso de nuevos flujos de capital, redujo la demanda de artículos importados (la oferta de los cuales
había quedado interrumpida ya por la dificulta del transporte interoceánico). Esta situación produjo un gran
descenso en los ingresos fiscales, los cuales dependían de los ingresos de los aranceles sobre la importación. El
estallido de las hostilidades en Europa no condujo a la perdida total de los mercados tradicionales. Gran bretaña
permaneció absolutamente dependiente de alimentos importados y se hicieron arduos esfuerzos para mantener el
abastecimiento de las importaciones latinoamericanas. Con la guerra EE.UU. se convirtió en el mercado mas
importante para a mayoría de los países latinoamericanos. La coincidencia fortuita de la apertura del canal de
Panamá a comienzos de la guerra, cuando el comercio trasatlántico comenzaba a hacerse peligroso y difícil, permitió
a las exportaciones de Estados Unidos penetrar los mercados de América Latina que antes habían sido
aprovisionados por Europa. La rede de sucursales de bancos norteamericanos que siguió a este intercambio, se sumo
a un agresivo esfuerzo diplomático en apoyo a las empresas estadounidenses, lo que aseguraba que el advenimiento
de la paz dejaría a los Estados Unidos en una posición hegemónica en los países latinoamericanos mas cercanos y en
una posición fuerte en los restantes de la región. En 1929 la exportación a EE.UU. representaba el 34% del total
exportado, mientras que las importaciones procedentes de EE.UU. dominaban el 40% del total importado. El
excedente del que disfrutaba EE.UU. en su intercambio de bienes con América Latina reflejaba su ascenso como
exportador de capital. Nueva York reemplazo a Londres como principal centro financiero internacional y la republicas
latinoamericanas recurrieron cada vez más a EE.UU. para la emisión de bonos, prestamos al sector público e
inversiones extranjeras directas. Se hacia cada vez mas presente e cambiante equilibrio internacional de poder y la
reorientación del mercado internacional de capital. La aparición de nuevos y dinámicos mercado de capital en el
hemisferio occidental era claramente de gran importancia en vista de la disminución de excedentes de capital
disponibles en los mercados europeos tradicionales, pero los nuevos préstamos se conseguían a un alto costo. Los
nuevos préstamos estaban combinados con los objetivos de la política exterior norteamericana y muchos países se
vieron obligados a ceder el control de las aduanas a los EE.UU. e incluso los ferrocarriles para asegurar el rápido pago
de las deudas. La depresión económica q se hizo presente durante el periodo que duro la guerra fue breve, pero la
saturación de los mercados duraría mucho mas. Pese a que en los países metropolitanos se estaba frenando el
crecimiento a largo plazo de la demanda de bienes primarios procedentes de la exportación , la tasa de crecimiento
de la oferta estaba aumentando aceleradamente como resultado el progreso tecnológico, las nuevas inversiones en
infraestructura social (incluido el transporte) y a protección de la agricultura en muchas áreas de Europa. Estos
cambios en la oferta y en la demanda produjeron trastornos en el equilibrio de los precios a largo plazo. El primer
problema fue la inestabilidad a corto plazo de los precios de las mercancías, la cual ocultaba las tendencias a largo
plazo. Por este motivo se expandieron las producciones de muchos bienes primarios de exportación dando lugar a la
saturación de los mercados. Hasta los años veinte la mayoría de las republicas latinoamericanas solo habían dado un
paso muy modesto hacia la industrialización, de modo que una caída general en el equilibrio de precios a largo plazo,
como ocurrió en 1929, era capaz de inducir la requerida reasignación de recursos. A finales de la década del veinte e
sector industrial se había desarrollado en algunas de la republicas mas grandes (Argentina, Brasil, México, Chile,
Colombia y Perú), y también en las suficientemente prosperas como para haber formado un vigoroso mercado
interno (Uruguay). Incluso antes de la primera guerra mundial el crecimiento basado en la exportación había
generado en la mayoría de estas siete republicas un mercado anterior lo bastante amplio como para justificar la
presencia de establecimientos manufactureros modernos. Estas fábricas producían principalmente bienes de
consumo perecederos que podía competir con las importaciones. La primera guerra mundial dio mayor impulso a las
manufacturas en unos cuantos países mientras que las importaciones escaseaban, pero el estimulo principal para la
industria provino del crecimiento del consumo interior, el cual estaba todavía estrechamente ligado, incluso en los
años veinte, a la suerte del sector exportador. En ningún país el sector manufacturero tenía un tamaño suficiente
para operar como el motor del crecimiento. En el primer decenio que siguió a la primera guerra mundial se
produjeron reasignaciones de recursos dirigidas a un cambio estructural, a la industrialización y a diversificación de a
economía no exportadora en las principales economías latinoamericanas. No obstante, todas las republicas siguieron
ligadas a alguna forma de crecimiento basado en la exportación; a fines de 1920 las exportaciones todavía
representaban una alta proporción del producto interior bruto (PBI). En el umbral de la depresión de 1929 las
economías latinoamericanas continuaban fieles a un modelo de desarrollo que las hacia muy vulnerables a las
condiciones adversas en los mercados mundiales de bienes primarios.
LA DEPRESION DE 1929
El comienzo de la depresión de 1929 se asocia generalmente con la quiebra de la bolsa de Wall Street de Nueva York.
Sin embargo, algunas señales llegaron antes a América Latina. En muchos casos, los precios de las mercancías
subieron verticalmente antes de 1929, aunque la oferta (restablecida después de la intervención bélica) tendía a
sobrepasar a demanda. El auge de los mercados de valores antes de la quiebra de Wall Street condujo a un acceso
de demanda de crédito y a una subida de los tipos de interés mundial, lo que elevó el costo de mantenimiento de las
existencias y redujo la demanda de muchos de los bienes primario exportados por América Latina. El alza de los tipos
de interés ejerció una presión adicional sobre América Latina a través del mercado de capitales. La fuga de capitales,
atraídos por tipos de interés mas elevados fuera de la región, aumento mientras el flujo d capital disminuyo a medida
que los inversionistas extranjeros aprovechaban tasas de rendimientos más atractivas ofrecidas en Londres, Paris y
Nueva York. La consiguiente caída de los precios de las materias primas fue verdaderamente espectacular. También
cayeron los precios de las importaciones. Sin embargo los precios de las importaciones no cayeron, por lo general,
mas de prisa o tan abajo como lo hicieron los de las exportaciones y los términos netos de intercambio cayeron
bruscamente para todos los países latinoamericanos entre 1928 y 1932. La combinación de precios de exportación
decrecientes en todos los países con el descenso de volumen de exportación en la mayoría e ellos provoco una caída
vertical en el poder de compra de las exportaciones durante las peores años de la depresión. El impacto de la
depresión sobre el poder de compra de la exportación fue durísimo, perjudicando a los productores mineros (en
México) a los productores de alimentos de zonas templadas (por ej. Argentina) y a los exportadores de productos
tropicales (por ej. El Salvador). Aunque los precios de exportación e importación comenzaron a derrumbarse desde
1929, hubo un “precio” que se mantuvo: el tipo de interés nominal fijo sobre la deuda externa pública y privada. El
precio de la deuda se duplico. La combinación de pagos estables del servicio de la deuda e ingresos descendentes de
la exportación ejercieron una fuerte restricción sobre las importaciones. La fuente principal del ingreso fiscal, el
impuesto a las importaciones, no podía mantenerse a causa del colapso de las mismas. La combinación de un ingreso
fiscal decreciente con pagos del servicio de la deuda fijos en términos nominales creo una gran presión sobre el gasto
público. La mayoría de republicas latinoamericanas tuvieron cambio de gobierno durante los peores años de la
depresión; la ley del péndulo favoreció a los partidos o individuos que habían estado fuera del poder durante el
colapso de Wall Street.
El impacto externo asociado con la depresión de los años treinta creo dos desequilibrios que los dirigentes de cada
nación tuvieron que afrontar urgentemente. Le primero fu el desajuste externo creado por el colapso de los ingresos
de la exportación, y el descenso de los flujos de capital; el segundo fue el desajuste interno creado por la contracción
del ingreso fiscal, que dio origen a un déficit presupuestario que no pudo ser financiado con recursos externos.
LA RECUPERACION DE LA DEPRESION
Las políticas adoptadas para estabilizar cada economía frente a la depresión intentaban restaurar el equilibrio interno
y externo a corto plazo; pero inevitablemente, también tuvieron consecuencias a largo plazo en aquellos países
donde afectaron de una manera permanente a los precios relativos.
El colapso de los precios de exportación después de 1929, el deterioro en los términos netos de intercambio y la
subida de los aranceles nominales favorecieron en términos de precios relativos al sector no exportador (tanto en los
artículos no comercializables a nivel internacional, como en los impotables) más que al sector exportador. De este
modo el precio del sector que competía con la importación, en todos los casos, mejoro tanto en relación con los
bienes exportables como a los no comercializables en el exterior, mientras que el sector no comercializado aumento
sus precios relativos respecto al sector exportador. Para América Latina en su conjunto los precios de las
exportaciones cayeron constantemente hasta 1934; en ese momento comenzó un nuevo ciclo, que produjo una
pronunciada recuperación de los precios en 1936 y 1937 seguida por dos años de precios de exportación
descendente. Sin embargo los precios de importación se mantuvieron muy bajos, de modo que los términos netos de
intercambio mejoraron desde 1933 hasta 1937 e incluso en 1939 estaban aun al 36% por encima del nivel de 1933 y
al mismo de 1930. En consecuencia para la región en su conjunto una mejora permanente del precio relativo del
sector que competía con las importaciones dependía menos de variaciones en los términos netos de intercambio y
más de los aumentos en la tasa de aranceles y de una devaluación real. El sector competidor con las importaciones
comprendía todas las actividades capaces de sustituir los artículos importados. Se ha identificado convencionalmente
con la ISI. El cambio de los precios relativos fomento la reasignación de recursos y actuó como un mecanismo para la
recuperación de la depresión. La recuperación solo quedaba asegurada si el sector competidor con la importación se
expandía sin un descenso del sector exportador. A partir de 1929 los programas de estabilización abrían sido muy
exitosos en restaurar el equilibrio externo en casi todas las naciones hasta 1932; sin embargo muchos países tuvieron
menos éxito en eliminar el déficit interno. La recuperación de la depresión en términos del PBI real comenzó después
de 1931-1932 con solo dos excepciones menores (honduras y Nicaragua). En los años siguientes de la década todas
las republicas de las que existen datos disponibles lograron un crecimiento positivo, y en todas el PBI real sobrepaso
el punto mas alto anterior a la depresión; sin embargo la velocidad de la recuperación variaba considerablemente y
también sus mecanismos en cada país. En particular casi ningún país se baso exclusivamente en la ISI para
recobrarse y algunos simplemente dependieron del retorno de condiciones mas favorables a los mercados de
exportaciones.
La recuperación del sector exportador en términos de volúmenes y precios, contribuyo al aumento de la capacidad
importadora a partir de 1932 y a la restauración de tasas positivas de crecimiento económico pero esta recuperación
de la exportaciones no fue simplemente un retorno al sistema de intercambio mundial existente antes de 1929. Al
contrario el contexto económico internacional en los años treinta sufrió una serie de cambios que tuvieron un peso
importante en la suerte de cada una de las naciones latinoamericanas. El principal cambio en el sistema mundial de
comercio fue el incremento del proteccionismo. Pese a viraje hacia el proteccionismo el comercio mundial, medido
en dólares, creció constantemente desde 1932. Para América Latina en su conjunto, la evolución de las exportaciones
después de 1932 parece a primera vista poco destacada. En los siete años anteriores a la segunda guerra mundial, las
exportaciones en términos de valor permanecieron prácticamente sin cambios, mientras que el volumen de
exportaciones creció en un limitado 19, 6%. Pero esto induce a equivoco, ya que las cifras están bastante
condicionadas por el deficiente resultado de Argentina (desde siempre el mas importante exportador de América
Latina con casi el 30% del total regional). Excluida Argentina, el volumen de las exportaciones creció hasta en un 36%
entre 1932 y 1939. Además si se excluye también a México, el volumen de las exportaciones de las restantes
republicas creció en un 53% durante el mismo periodo. Las exportaciones mexicanas, que en efecto crecieron
rápidamente de 1932 a 1937, cayeron en un 58% entre 1937 y 1939. Las exportaciones argentinas han sido objeto de
numerosos análisis. Experimentaron un descenso constante en volumen después de 1932 que no cambio de signo
hasta 1952. En el resto de América Latina el comportamiento de las exportaciones después de 1932 fue
sorprendentemente sólido. Tres factores son responsables del relativamente sólido comportamiento de las
exportaciones: el primero fue la dedicación de los dirigentes a la preservación del sector exportador tradicional, el
motor del crecimiento en el modelo basado en la exportación, a través de un sistema de políticas que iban desde la
depreciación del tipo de cambio real hasta la moratoria de la deuda. El segundo fue la alteración de los términos
netos de intercambio a partir de 1932. El tercero fue una suerte de lotería de algunas mercancías que produjo un
número de países ganadores. A inicios de los años treinta, muy pocas naciones, si es que hubo alguna, podía
permitirse ignorar el sector exportador tradicional. Esto era particularmente exacto respecto a las republicas mas
pequeñas, donde el sector seguía siendo la mayor fuente de empleo, y acumulación de capital y de poder político.
Incluso en los países más grandes, el declive del sector exportador amenazaba debilitar el sector no exportador como
resultado de las conexiones directas e indirectas entre ambos. Argentina fue la excepción, allí el volumen de las
exportaciones no logro aumentar. Con mucho era el país mas rico de América Latina a inicio de los años treinta y
tenia la estructura económica mas diversificada y la base industrial mas fuerte. El sector no exportador era
suficientemente sólido para convertirse en el nuevo motor de crecimiento en la década de 1930, de modo que el PBI
real y la exportación real se desplazaron en direcciones opuestas. Las medidas para apoyar y promover el sector
exportador en América Latina fueron diversas, complejas y con frecuencias heterodoxas solo seis republicas (Cuba
Guatemala, Haití, Honduras, Panamá y la Republica Dominicana) rehuyeron toda forma de control sobre el tipo de
cambio, prefiriendo más bien preservar su vinculación al dólar norteamericano anterior a 1930. En otros lugares, la
devaluación nominal fue frecuente y los múltiples tipos de cambios, comunes. El descenso del crédito para el sector
exportador procedente de fuentes nacionales y extranjeras a partir de 1929 puso a muchas empresas bajo la
amenaza de la ejecución de hipotecas por parte de los bancos. Los gobiernos intervinieron unánimemente con la
moratoria de la deuda para impedir la erosión de la base exportadora. Los grupos de presión que representaban los
intereses exportadores se fortalecieron o se establecieron por primera vez y a menudo se redujeron los impuestos a
la exportación.
La mejora de los TNI después de 1932 represento un nuevo impulso para el sector exportador.
La lotería mercantil produjo una serie de ganadores y perdedores en América Latina. El principal perdedor fue
Argentina, por que sus exportaciones tradicionales fueron perjudicadas debido a su dependencia del mercado
británico. Las exportaciones cubanas de tabaco también perdieron y sufrieron seriamente con las medidas
proteccionistas adoptadas por el mercado norteamericano. Los principales ganadores fueron los exportadores de oro
y plata a medida que los precios subieron notoriamente en la década de los treinta. La bonanza de la lotería beneficio
a Colombia, Nicaragua (oro), México (plata), Chile (cobre) y Bolivia (estaño). La recuperación del sector de
exportación tradicional fue la principal razón para el crecimiento de los volúmenes de exportaciones a partir de 1932.
A finales de la década, el sector exportador todavía no había recuperado totalmente su inicial importancia pero había
contribuido, en parte, a la recuperación del PBI real desde 1932. La recuperación del volumen de exportación en la
mayoría de los países latinoamericanos contribuye a explicar el brusco crecimiento del volumen de las importaciones
a partir de 1932.
Las explicaciones adicionales sobre el movimiento de las importaciones las proporcionan los cambios en los términos
netos de intercambio y las reducciones en los pagos de factores debido al atraso en el pago de la deuda, al control el
tipo de cambio y a la caída en los rendimientos de ganancia. Tomando en cuenta la opinión común de que los años
treinta fueron un periodo de recuperación económica sostenido por la ISI y la contracción de la importación este
resultado es un saludable recordatorio de la importancia abrumadora del sector externo y del comercio exterior aun
después de la recesion de 1929. La ISI fue en efecto importante, y durante el decenio comprendido entre 1928 y
1938 el índice de importación real cayo respecto al PBI real. Sin embargo, la contracción de la importación fue mas
seria en los peores años de la depresión (1930-1932) y ejerció una intensa presión sobre las importaciones de bienes
de consumo. A partir de 1932 el crecimiento industrial fue capaz de satisfacer gran parte de la demanda de bienes de
consumo antes satisfechas por la importaciones, pero al mismo tiempo las importaciones reales se elevaron mas
rápido que el PBI real en virtualmente todos los casos cuando la propensión marginal a importar permaneció muy
alta. La composición de las importaciones se distancio de los bienes de consumo, particularmente de bienes de
consumo precederos, pero el desenvolvimiento económico era aun extremadamente sensible al crecimiento de la
importación dependiente de el.
La recuperación del sector exportador contribuyo al crecimiento de las economías latinoamericanas en la década de
1930. El renacimiento del sector exportador junto con políticas monetarias y fiscales poco estrictas produjeron una
expansión de la demanda interna. Esta correspondió a un incremento en la demanda interna final que permitió al
sector no exportador expandirse rápidamente en algunos casos, pues los incrementos del precio se mantuvieron en
un nivel muy modesto en la mayoría de las republicas. El sector manufacturero fue el principal beneficiado, aunque
la agricultura para consumo interno (ACI) también creció y hubo un incremento significativo en algunas actividades
no comercializables como la contracción y el transporte. Argentina fue el único país donde la recuperación del PBI
real no estuvo asociada con la recuperación del sector exportador. La recuperación e l sector exportador, sea en
términos de volumen, o sea en términos de precios y en muchos casos en ambos términos, contribuyo al crecimiento
de las economías latinoamericanas en la década de 1930. El renacimiento del sector exportados, junto con políticas
monetarias y fiscales poco estrictas produjeron una expansión de la demanda interna final que permitió al sector no
exportador expandirse rápidamente en algunos casos, pues los incrementos del precio se mantuvieron en un nivel
muy modesto en la mayoría de las republicas. El sector manufacturero fue el principal beneficiado, aunque la
agricultura para consumo interno (ACI), aunque la agricultura para consumo interno también creció y hubo un
incremento significativo en algunas actividades no comercializables como la construcción y el transporte. Argentina
fue el único país donde la recuperación del PBI no estuvo asociada con la recuperación del sector exportador. Por el
contrario los valores de las exportaciones continuaron descendiendo en argentina muchos años después de q el PBI
alcanzase su punto mas alto en 1932. Sin embargo argentina tenía una estructura más amplia y sofisticada que
cualquier otra nación a finales de los años veinte y esta madurez industrial permitió al sector manufacturero sacar de
la recensión a la economía argentina respondiendo a la abrupta alteración de los precios relativos de bienes
extranjeros y bienes locales producidos por la depresión. El cambio de los precios relativos surgió por tres razones.
Primero, el difundido uso de aranceles específicos en América latina significaba que las tazas del arancel comenzaba
a subir a medida que los precios de las importaciones caían; los aranceles específicos produjo una progresiva
protección en tiempos de precios decrecientes, incluso sin una intervención estatal; Sin embargo, la mayoría de las
republicas respondieron a la depresión con la subida de los aranceles. Estos incrementos estuvieron dirigidos a elevar
los ingresos fiscales principalmente, pero actuaron como una barrera proteccionista contra la importación. La
segunda razón para la alteración de los precios relativos fue la depreciación de los tipos de cambio. A inicio de la
década de 1930 cuando prácticamente los precios estaban en descenso en todas partes, una depreciación nominal
del tipo de cambio era una garantía razonable de devaluación real. A mediados de los años 30, dados los pequeños
incrementos de los precios en algunos países, la política cambiaria se convirtió en un instrumento poderoso para
reorientar los precios relativos a favor de los bienes producidos internamente que competían con las importaciones.
Aquellas republicas que utilizaban múltiples tipos de cambio (la mayoría en América del sur) tuvieron una
oportunidad adicional para elevar el costo de moneda nacional de aquellos bienes de consumo importados que las
empresas locales estaban en mejores condiciones de producir. Aquellos países donde el sector manufacturero tenia
capacidad disponible antes de 1929 estuvieron mejor preparados incluso, en ellos, la producción podía responder
inmediatamente a la recuperación de la demanda interna y a la alteración de los precios relativos sin necesidad de
costosas inversiones que dependieran de bienes de capital importados. Un grupo de países latinoamericanos se
hallaba en esta situación: Argentina, Brasil, México, Chile, Perú, Colombia y Uruguay. Estas siete republicas eran las
mejor situadas para aprovechar las condiciones excepcionales creadas para el sector manufacturero cuando la
demanda interna se comenzó a restablecer. Aunque la capacidad disponible fue utilizada primero para satisfacer el
incremento de la demanda, esta había comenzado a quedar agotada a mediados de la década. Por consiguiente, la
demanda solo pudo ser satisfecha con nuevas inversiones que aplicadas a la compra de bienes de capital importados.
De ese modo, la industrialización comenzó a modificar la estructura de las importaciones con una proporción
decreciente de bienes de consumo y una proporción creciente de bienes intermedios y de capital. La industrialización
en los años 30 provoco un cambio importante en la composición de la producción industrial en los principales países
latinoamericanos. Aunque los textiles y los alimentos elaborados continuaron siendo las ramas mas importantes de
las manufacturas, varios sectores nuevos comenzaron a adquirir importancia por primera vez, entre los que se
contaban los bienes de consumo duraderos, productos químicos, metales, y papel. El mercado para los bienes
industriales comenzó también a diversificarse; aunque la mayoría de las empresas continuo vendiendo bienes de
consumo a los hogares, las relaciones ínter industriales se hicieron mas complejas, toda vez que un conjunto de
establecimientos proveía de insumos necesarios a otras industrias, que antes los solían comprar en el extranjero.
Estos cambios fueron significativos, pero no deben ser exagerados. A finales de la década de 1930 la participación de
la industria en el PBI era todavía modesta. Solo en Argentina la participación superaría el 20% e incluso allí la
agricultura era todavía mas importante. Hubo otros problemas que el sector industrial afronto en los años 30. Atraído
por el muy protegido mercado interno, este sector no tenía incentivos para superar sus abundantes ineficiencias y
para comenzar a competir en el mercado exportador. A finales de la década de 1930, el sector era todavía de una
escala diminuta. La productividad de la fuerza de trabajo era también baja, el valor añadido por trabajador incluso en
argentina era un cuarto del nivel en EEUU, y en la mayoría de países mas de la mitad de la fuerza laborar estaba
empleada en la producción de alimentos y textiles. Los problemas de la baja productividad del sector industrial
pueden atribuirse en la escasez de electricidad, la falta de trabajo cualificado, el acceso restringido al crédito, y el uso
de maquinaria anticuada. A finales de los 30, los gobiernos de varios países aceptaron la necesidad de una
intervención estatal indirecta a favor del sector industrial y establecieron varios organismos estatales para promover
la formación de nuevas actividades manufactureras con economías de escala y maquinaria moderna. El cambio de los
precios relativos de los bienes nacionales y extranjeros favoreció a la ASI tanto como al ISI. EL modelo basado en la
exportación antes de 1929 había llevado la especialización hasta el extremo de que la importación de muchos
alimentos y materias primas era necesaria para satisfacer la demanda interna. El cambio en los precios relativos
proporciono una oportunidad única para modificar esto y alentó la producción de la agricultura para el consumo
interno (ACI). La expansión de la agricultura para el mercado interno fue particularmente impresionante en el área
del caribe. A finales de la década de los 20 la especialización y existencia de numerosos enclaves de propiedad
extranjera habían creado una gran demanda de alimentos importados para alimentar al proletariado rural y la
creciente población de los centros urbanos; con un excedente de tierra y trabajo, sumado a los incentivos
proporcionados por los cambios en los precios relativos, fue comparativamente una cuestión sencilla expandir la
producción interna a costa de las importaciones. El cambio en los precios relativos de los bienes nacionales y
extranjeros fue un factor importante para la expansión del ACI y la industria. Sin embrago los bienes y servicios no
comercializados en le mercado internacional también avanzaron, en conformidad con el comercio de la economía
real y la recuperación de la demanda nacional final. La orientación de recursos hacia el sector industrial y el
crecimiento concomitante de la urbanización impulsaron la demanda de energía, y estimularon nuevas inversiones y
fuentes de electricidad, la explotación petrolera y las refinerías petroleras. El desfase entre oferta y demanda fue un
problema constante en la mayor parte de la década del treinta, pero la existencia de un exceso de demanda fue un
estimulo poderoso para el crecimiento, tanto de los servicios públicos como de la industria de la construcción. La
industria de la construcción se beneficio también de las inversiones en le sistema de transportes. En los años treinta
el auge ferroviario de América Latina había concluido, pero la región apenas había comenzado a desarrollar el
sistema vial necesario para satisfacer la demanda de camiones, autobuses y automóviles. La recuperación de
América Latina en los años treinta fue rápida, la mayoría de los países había recuperado el nivel anterior de la
depresión del PBI real per. cápita a fines de 1930.
El desarrollo es uno de los conceptos más paradójicos de la retórica académica y política: es incuestionable, aunque
carezca de una definición unívoca y consensuada. El desarrollo no es el único concepto que sufre o goza de polisemia.
El problema no radica en la pluralidad o en la contradicción de sus definiciones sino en los usos políticos que de él se
hacen. Un atributo deseado no alcanza para establecer una definición. Todas estas acepciones se convierten en
perspectivas más morales que analíticas, que si bien pueden ser defendidas desde un punto de vista político pecan
de inconsistencia desde un punto de vista analítico. Dicho de otra forma, pueden tener valor de programa
gubernamental pero no se les puede otorgar el estatus científico que estas definiciones pretenden.
el concepto de desarrollo: una “idea nueva” en los basamentos de toda una comunidad, y un estatus de objetivo a
alcanzar, aunque no haya acuerdo sobre su contenido. Aunque la noción de desarrollo ya había sido movilizada en la
Sociedad de las Naciones (SDN) o inclusive en los textos de Marx, Schumpeter o Lenin, no se había constituido en
algo que está en juego en el sentido de Bourdieu, en un “enjeu”. El concepto de “desarrollo” tal como surge en este
discurso produce de un día para otro un ordenamiento simbólico novedoso. Las naciones del mundo amanecen el 21
de enero de 1949 reencasilladas en la dicotomía “desarrolladas” o “subdesarrolladas”. A partir de ahí se conforma el
campo del desarrollo en el cual se articulan pugnas de significados, de definición e implementación de políticas
públicas, de instituciones que caracterizarán lo que es estar o no estar desarrollado y lo que implica desarrollarse o
no. Los tipos de conflictos que esta teoría asume no son más que transitorios y cualquier conflicto se presenta como
patológico. Esta operación de patologización de los conflictos sociales se realiza a través de tres conjuntos de
discursos que fundan a su vez políticas de desarrollo: la “buena gobernancia”, la “lucha contra la pobreza” y lo que
llamaremos la “individualización de los derechos humanos”. Los derechos humanos, desde su origen en 1948, son
por definición contradictorios, y asumen el conflicto valorativo de nuestra civilización. Son la síntesis de una
comunidad en que el derecho a la propiedad coexiste con el derecho al trabajo, los derechos individuales se
enfrentan tantas veces a los colectivos, la libertad se sienta al lado de la igualdad. Sin embargo, en un proceso
iniciado a fines de los años ’90 se observa una reformulación de los derechos colectivos como derechos individuales
en donde el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, a la cultura, se transforman en derechos individuales
otorgados por el mercado.
La inmanencia del conflicto en el desarrollo
Cada capitalismo se caracteriza por una configuración de formas institucionales específicas que responden a los
procesos de negociación histórica que se dieron en cada uno de ellos. Las formas monetarias no son las mismas, los
niveles de apertura de las economías son variables, los sistemas fiscales y de protección social varían, etc. Esto
implica que la mundialización financiera atraviesa los capitalismos en forma heterogénea y que cada espacio
nacional tiene que pensar su propia transformación. En segundo lugar, el carácter inmanente del conflicto implica
pensar las instituciones que regulan las sociedades como conflictos estabilizados. Es decir que las instituciones como
conjunto de reglas se forman y se transforman según la relación de fuerzas en presencia, ellas mismas expresiones de
los conflictos estructurales (de acumulación económica, política o simbólica). el “desarrollo” se desmoraliza: no es ni
positivo ni negativo, ni bueno ni malo. Volvemos así a una concepción intransitiva del desarrollo en la cual cada país
tiene una trayectoria de desarrollo propia y singular llamada modo de desarrollo. el “desarrollo” se desmoraliza: no
es ni positivo ni negativo, ni bueno ni malo. Volvemos así a una concepción intransitiva del desarrollo en la cual cada
país tiene una trayectoria de desarrollo propia y singular llamada modo de desarrollo. cita tal como se evidencia en la
“buena gobernancia”, la lucha contra la pobreza o en la individualización de los derechos humanos. El modelo de
desarrollo es un programa de acción en devenir, es el desarrollo en su dimensión transitiva. Cualquier modelo de
desarrollo es eminentemente político. El modo de desarrollo no impone un modelo, sino que marca la dependencia
de sendero (Ferrer, 2004) en el cual la determinación de las configuraciones institucionales y de los modos históricos
de expresión de los conflictos estructurales definen el campo de los conflictos posibles. Este último punto se remite a
la relación que se establece en el campo del desarrollo entre ciencia y política. La ciencia puede esclarecer el análisis
de un modo de desarrollo pero no puede sustituir el proceso político de elaboración de un modelo de desarrollo. Sea
por decisión autoritaria, por la organización de un plan que implique un diálogo permanente entre políticos y
técnicos o por consultas populares, el modelo de desarrollo es una proyección histórica sobre la base del análisis de
un proceso histórico.
la redistribución de la riqueza. La misma puede tener, en nuestra opinión, dos sentidos posibles. Una primera
interpretación consiste en afirmar que es un medio de contención social que puede mejorar transitoriamente las
condiciones materiales de algunos sectores de la población. Una segunda interpretación consiste en considerar la
redistribución de la riqueza como un objetivo en sí, fundado en la justicia social y el afán de crear una sociedad más
igualitaria en la cual los individuos gozarían plenamente de sus derechos ciudadanos.
¿Cuáles serían las implicancias de esta segunda interpretación si la analizamos desde la concepción del desarrollo
como institucionalización del conflicto?
La primera de ellas es la de reinstaurar a la política en el altar de la negociación, iluminada por una ciencia humilde
en sus pretensiones, pero cada vez más exigente en su coherencia. la segunda consecuencia es reinstaurar como
valor central la concepción general de la sociedad como tejido de deudas sociales y de conflictos latentes. Porque lo
que sostiene valorativamente la protección social es un esquema moral singular según el cual mientras siga habiendo
explotación, la sociedad permanecerá en deuda con los explotados. Los derechos de los trabajadores vuelven a ser
colectivos en el sentido de que se vuelven a inscribir en una trama de obligaciones recíprocas que asumen los
colectivos entre sí. La sociedad se recrea a través de sus conflictos centrales asumidos.
ROMANO, Silvina, “La asistencia para el desarrollo en las relaciones de Estados Unidos y América Latina
INTRODUCCIÓN
La asistencia “para el desarrollo” ocupó un importante rol en la política exterior de Estados Unidos hacia América
Latina, especialmente a partir de la revolución cubana. Estos programas, promovidos por el sector privado y el
gobierno estadounidense, respondían a intereses muy concretos, pocas veces mencionados a nivel de discurso
oficial.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el proyecto de asistencia para el desarrollo más contundente, fue sin dudas
el Plan Marshall para la reconstrucción de Europa , que al promover la reactivación de las economías europeas,
constituyó una estrategia para garantizar el crecimiento y la expansión de la economía estadounidense,
especialmente a través de organismos “multilaterales”. Después del enfrentamiento bélico finalizado en 1945, era un
hecho que los países “atrasados” o periféricos de Asia, Africa y AL, muchos de los cuales estaban pasando por
procesos de descolonización, carecían de las condiciones para “insertarse del mejor modo posible” en el sistema
pautado en Bretton Woods, es decir, para adaptarse a las premisas de liberalización de los mercados y alcanzar
economías “estables” capaces de presentar un entorno favorable a las inversiones extranjeras. Así es que
comenzaron a diseñarse programas de “asistencia técnica y económica para el desarrollo”, entendiendo al desarrollo
desde la perspectiva neoclásica, asociado al libre comercio y las ventajas comparativas. La asistencia, entonces, se
vincula a la expansión del mercado, que a su vez, aparece como una condición para la existencia de la democracia
liberal. Otra declaración, especificaba: “Sin asistencia económica y técnica no podremos esperar estabilidad
económica. Es por ello que más allá del enfrentamiento ideológico, existían intereses muy concretos vinculados a la
ayuda. La asistencia constituía una manera de expandir las inversiones y el mercado estadounidenses: “Se espera que
las áreas subdesarrolladas de Asia, Africa y AL atraigan capital privado estadounidense. Los gobiernos deberán
ocuparse del tendido de ferrocarriles y rutas, deberá haber inversiones previas a la producción de materias primas,
recursos minerales y manufactureras. Además, debía colocar exportaciones de producción primaria excedente y
manufacturas, impulsando inversiones y generando nuevos consumidores.
La “estabilidad”, indispensable para garantizar la expansión del capitalismo monopólico y el militarismo, sería
garantizada con la puesta en marcha de los PAM, pues la principal ayuda debía destinarse para asegurar el suministro
de materiales estratégicos y debía contribuir a mantener la estabilidad y la seguridad internas [de los países
receptores] para garantizar la producción y el acceso a estos materiales. La “complementariedad” entre asistencia
económica y militar, en la política hacia AL, tuvo como resultado una clara canalización de los recursos de asistencia
para gastos militares. Sin embargo, la complementariedad entre la asistencia para el desarrollo y la asistencia militar
fue perdiendo legitimidad frente a los persistentes reclamos de asistencia económica9 por parte de los gobiernos
latinoamericanos, pero más aún a la luz de acontecimientos como la revolución boliviana (1952-1964) la revolución
guatemalteca (especialmente durante el gobierno de Jacobo Arbenz 1951-1954) y la revolución Cubana. Estos
procesos y otros, dejaron en evidencia que muchos países de AL estaban en la búsqueda de alternativas para reducir
las tendencias históricas de subdesarrollo y dependencia.
Esta ley constituyó el cuerpo normativo por medio del cual se creó la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID,
hoy USAID) que unificó la mayor parte de los programas de asistencia para el desarrollo12. El objetivo de la entonces
AID era distinguir, separar, la asistencia económica de la asistencia militar (USAID, 2005). Sin embargo, el
funcionamiento y los programas de la AID en el marco de la Alianza para el Progreso dieron cuenta de que este
objetivo nunca se logró en los hechos. Esto es así porque la asistencia “para el desarrollo” era parte de los
lineamientos del gobierno estadounidense para expandir sus intereses en la región, y por ello estaba íntimamente
vinculada a la asistencia militar. Por otra parte, a finales de la década de los sesenta, se hicieron visibles objetivos
subyacentes al discurso de la “asistencia” para el desarrollo, pues quedó claro que la asistencia se había utilizado
como uno de los medios para aumentar la dependencia de las economías y los gobiernos de AL.
A los fines de que la asistencia para el desarrollo siguiera cumpliendo las funciones enunciadas hasta aquí, se hizo
evidente para muchos funcionarios del gobierno de EUA que era hora de comenzar a separar la asistencia militar de
la asistencia económica, porque muchos de los golpes de Estado perpetrados por militares y civiles, se habían
realizado contando de modo directo o indirecto con la ayuda militar (y económica) estadounidense. No obstante, sí
hubo un cambio de política a partir de este llamado de atención sobre la vinculación entre la asistencia militar y
asistencia para el desarrollo, cambio que era sobre todo una respuesta a los conflictos entre gobiernos de AL y el
gobierno estadounidense por la expropiación de empresas privadas norteamericanas y los préstamos “atados”13.
Este escenario condujo a plantear posibilidad de “multilateralizar” la asistencia como un modo de disminuir el grado
de “politización” que había alcanzado (especialmente en AL) tanto la ayuda como la inversión. Se recomendaba que
buena parte del capital destinado a tales programas fuese canalizada hacia instituciones “multilaterales”, como el BM
y hacia bancos regionales, como el BID, estrategia que debía combinarse con una mayor participación de los demás
países donantes, a fin de “compartir la carga. De este modo, la multilateralización fue una de las estrategias para
“despolitizar” las relaciones entre EUA y AL (Martins, 1973). Además, precisamente a inicios de los setenta, comienza
la crisis del petróleo y con ella la devaluación del dólar estadounidense, debilitando lo hegemonía de este país. La
crisis económica se articuló con una crisis social y política pocas veces vista en la historia de EUA, disparada por la
desigualdad económica y racial, el fracaso de Vietnam y los escándalos de corrupción, desde los Papeles del
Pentágono hasta el Watergate. La multilateralización realizada a nivel interno (que apoyaba legalmente una mayor
participación del sector privado en la economía), se reflejó a nivel externo en la constitución de espacios
“multipolares” como la Comisión Trilateral (con representantes del sector privado estadounidense, asiático y
europeo), así como en la mayor participación de las IFIs.
Durante la década de los noventa se impulsó fuertemente la “neoliberalización” y privatización de las economías de
AL, protagonizada por Estados que se ensancharon a favor de las empresas y se retiraron total o parcialmente de
políticas de bienestar social y económico (Petras, Saxe- Fernandez, Veltmeyer y Núñez Rodríguez, 2001). Los
resultados negativos del “ajuste estructural” liderado por las IFIs debilitaron la legitimidad de estos organismos e
incluso de las premisas neoliberales como soluciones a los problemas económicos y sociales, al menos en AL.
). Esta noción de desarrollo no difiere de la sostenida durante las primeras décadas de la guerra fría, centrada en la
visión neoclásica de que la liberalización del mercado y el mejoramiento de las condiciones de inversión como
caminos que llevarían “inevitablemente” a un mayor desarrollo (tal cual lo planteaban las “etapas del desarrollo” de
Rostow). Claro que en aquel período, los planteos de la primera CEPAL y los posteriores aportes de la escuela de la
dependencia, dieron cuenta de que eso no necesariamente llevaría al desarrollo de AL, sino que generaría aún más
atraso y subdesarrollo en un mediano-largo plazo.
Por otra parte, el análisis de las características de la asistencia para el desarrollo debe dimensionarse considerando la
asistencia militar. Tal como se señaló para las primeras décadas de la guerra fría, la mayor parte de los recursos
siguen destinándose a cuestiones de seguridad (en su mayoría vinculados a gastos militares). El predominio de los
presupuestos de defensa y seguridad frente a los de asistencia para el desarrollo guarda una coherencia con la
política de las Tres D, que busca articular de modo directo los programas de asistencia para el desarrollo con los de
“defensa” (es decir, con la seguridad). Esto adquiere aún mayor visibilidad, por ejemplo, en los proyectos de la USAID
destinados a “paz y seguridad” en AL, que son los que recibieron la mayor asignación presupuestaria en el año 2009
(213 millones de dólares) (USAID, 2011a)23. De hecho se plantea que el objetivo es reforzar los lazos entre seguridad,
prosperidad económica e instituciones democráticas fuertes, esto se logrará “por medio de la reducción del cultivo y
tráfico de drogas y proporcionando alternativas para el cultivos legales, incluyendo acceso al mercado.
Este hecho es fundamental a la luz de los objetivos para la “democracia” en AL que la USAID viene promoviendo
desde la década de 1990, vinculados a la “descentralización”27. También es sugerente si se presta atención al
discurso de Obama durante su campaña presidencial28 y considerando las “mediciones” sobre gobernanza realizadas
por el Banco Mundial, las cuales determinan que Bolivia y Venezuela están entre los países de AL con los peores
índices de gobernabilidad. Estos acontecimientos invitan a tratar la cuestión de la asistencia y la presencia de
organismos de “ayuda” como la USAID con cautela y seriedad, pues se trata de organizaciones que llevan a cabo
acciones que van más allá de la mera asistencia, adquiriendo serie incidencia en los procesos políticos y económicos
de los países anfitriones.
CONSIDERACIONES FINALES
La asistencia en las relaciones de EUA con AL, no puede comprenderse desde una lectura acotada a la filantropía o a
las buenas intenciones. Por el contrario, como se ha enunciado a lo largo del escrito, involucra diversos intereses y
cumple con una importante función en tanto constituye uno de los engranajes de la política exterior estadounidense,
orientada, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, a expandir su sistema económico, político e
ideológico. La utilización de la asistencia como mecanismo de presión, (des)estabilización y como apoyo de la lucha
contra del “enemigo interno”, forma parte de la dimensión menos conocida de la asistencia, pero que se ha
preservado desde la guerra fría hasta hoy. Como planteaba claramente Susanne Joñas (1979:39) “Igual que la
intervención militar o política [la ayuda económica] ha constituido un arma para llevar adelante la estrategia
norteamericana, ha pasado a ser un instrumento esencial de la estrategia norteamericana: tanto para ahogar a
países que no colaboran. Las continuidades expuestas en este escrito sobre las funciones “extraoficiales” que viene
asumiendo la asistencia para el desarrollo en AL, especialmente la proveniente de EUA, obliga a los gobiernos
latinoamericanos a abordar de modo crítico las implicancias de esta asistencia, tanto en lo relativo a la “seguridad
nacional” como en términos de soberanía.
Se denomina populista al tipo de régimen o de movimiento político que expresa una coincidencia inestable de
intereses de sectores y elementos subordinados de las clases dominantes y de fracciones emergentes, sobre todo
urbanas, de las clases populares. Enmarca el proceso de incorporación de las clases populares a la vida política
institucional, como resultado de un intenso y masivo proceso de movilización social que se expresa en una acelerada
urbanización, desarrollo económico extensivo, consolidación del Estado nacional y ampliación de su gravitación
política y económica. No todos reúnen todas, y no hay ninguno que no reúna la mayoría de ellas. Las especificidades
del desarrollo latinoamericano se refieren a cuestiones de carácter estructural como a factores de índole política;
tienen que ver con el modo en que el capitalismo se desarrolló, con la estructura de clases que engendró y el tipo de
régimen social y político que se organizó en los marcos de la sociedad oligárquica. El desarrollo de una economía
agroexportadora determinó que la formación del Estado estuviera a cargo de una oligarquía comercial exportadora y
terrateniente, sin interés en el desarrollo del mercado nacional. Tuvo como contrapartida regímenes de participación
políticamente restringidos; relegó a un lugar secundario y subordinado las iniciativas de industrialización. La ausencia
política de la burguesía industrial no significa que haya comprometido la existencia del Estado. El proceso de
constitución de una fuerza de trabajo libre que pudiera venderse en un mercado, tuvo un desarrollo relativamente
lento y a la zaga de las demandas de mano de obra en los polos económicos de la economía. La afluencia masiva de
migración europea contribuyó a paliar esa situación. Las clases o capas medias urbanas tuvieron en sus inicios un
fuerte componente extranjero, también el incipiente proletariado urbano. Buena parte de las primeras
manifestaciones de la organización y las luchas obreras están ligadas a la gravitación de los trabajadores europeos y a
la importación consiguiente de una cultura política y sindical que contrastaba con la de los trabajadores nativos. El
atraso de la economía no fue obstáculo para que la urbanización, las movilizaciones de los trabajadores y la
extensión de la ciudadanía a las clases populares. La mayoría de los ciudadanos obtuvo sus derechos políticos en una
etapa de industrialización. La movilización social se llevó a cabo en el marco de un régimen político autoritario y
represivo. El temprano desarrollo de las industrias fue un proceso sin industrialización, subordinado a la dinámica
primario exportadora. Reforzó la diferenciación de la sociedad apoyó el ascenso social de las clases medias y de
segmentación calificados del proletariado. La apertura del sistema político, está estrechamente ligada a las presiones
de estos grupos y sus nuevas organizaciones políticas y laborales, pero su ámbito fue ante todo el espacio urbano de
población masculino. La crisis de 1929 desarticuló al sistema exportador y creó las condiciones en algunos países
para el ISI. Apareció asó como continuación de las tendencias de la oligarquía. La crisis explicitó las tensiones entre
los intereses agroexportadores, debilitados, y las iniciativas y reivindicaciones de los industriales, sin capacidad de
acción política autónoma por su origen reciente, falta de representación política y de grupo y la propia subordinación
de su posición económica. El Estado asumió un papel dinámico en la promoción de una recomposición de los
equilibrios y en la ruptura del impasse generado por grupos tradicionales que ya no podían imponer sus intereses y
por grupos emergentes que aún carecían de fuerza. Integró al merado de trabajo y la ciudadanía a las nuevas
camadas de población recientemente urbanizadas a la vez que consolidó la participación de las ya incorporadas. Las
masas urbanas fueron convertidas en tropas de maniobra del propio Estado, definiéndose un sistema de
compromisos que permitió incorporarlas al sistema político, ampliar su participación al consumo moderno y
ensanchar el espacio para el desarrollo industrial y de los industriales como nuevos grupos dominantes, al mismo
tiempo que garantizaba la reproducción de los intereses de clase de los grupos tradicionales. El populismo, es un
movimiento de masas que aparece en el centro de las rupturas estructurales que acompañan a la crisis del sistema
capitalista mundial y las crisis de las oligarquías latinoamericanas. Corresponde a una etapa determinada en la
evolución de las contradicciones en la sociedad nacional en creciente diferenciación, y la economía dependiente.
Como la respuesta a una crisis de hegemonía en el marco de una crisis del sistema y de las presiones por impulsar la
industrialización por encima de los límites que le fijaba el sistema exportador. Incluyó la manipulación de las masas y
algún grado de satisfacción de sus intereses económicos y sus aspiraciones sociales y políticas. Algunas de las
tentativas populistas datan de una o dos décadas antes. El yrigoyenismo en Argentina y el batllismo en Uruguay.
La identificación de una crisis de hegemonía en los orígenes del populismo y un cierto vacío de poder, la ampliación
de las funciones del Estado, la politización de la economía y magnificación de la autonomía relativa de lo político y el
Estado respecto de las clases y grupos, el papel crucial de los dirigentes políticos articulados en el Estado, han
conducido a ver en el populismo un fenómeno bonapartista, cesarista o fascista. Elementos de bonapartismo y
cesarismo: el ingrediente multitudinario y esa específica combinación de jerarquía social y movilización de masas, de
autoritarismo y democratización. Pero deben encontrarse las diferencias específicas. Con el cesarismo, la relación
líder-masas, las diferencias se refieren al conjunto de ingredientes políticos sociales y económicos que se articulan en
cuanto a la relación del dirigente con sus seguidores. El populismo estuvo apoyado en la democracia electoral,
contribuyendo decisivamente a consolidarla. En cuanto al bonapartismo, la forma específica de relación entre el
Estado y la sociedad, de la que adquiere una fuerte autonomía, la diferencia notoria entre la base social de
bonapartismo en su versión clásica y el populismo. La base del bonapartismo es una sociedad fragmentada en una
muchedumbre de unidades campesinas sin más unidad recíproca. La del Estado populista son las masas trabajadoras
y campesinas, organizadas y fuertemente estructuradas. La autonomía del Estado tiene lugar con referencia a una
sociedad organizada y no respecto de una sociedad atomizada y desestructurada. Tampoco hay en el populismo ese
elemento de equilibrio catastrófico. Los dirigentes populistas agitaron el fantasma del caos y la revolución social
violenta como única alternativa a su proyecto, en especial en sus interpelaciones a los grupos dominantes. Los
ingredientes de autoritarismo y corporativismo, el anticomunismo que tiñó alguna de sus conductas, el culto al
dirigente, la exaltación del nacionalismo, favorecieron la equiparación del populismo con el fascismo. Los PC de la
región lo identificaron producto de la coyuntura internacional y por la competencia por el control del movimiento
obrero en la que perdieron. El nacionalismo y liderazgo personal son absolutamente insuficientes para caracterizar al
fascismo. El punto radica en que el fascismo es considerado, ante todo, un proyecto del gran capital monopolista en
sociedades de desarrollo capitalista tardío, en alianza con las masas pequeño burguesas urbanas. En el populismo
debe señalarse que, primero, el gran capital nacional y extranjero figuró en el terreno de la oposición y fue
denunciado como el enemigo. Políticas populistas estuvieron destinadas a controlarlo y a convertir algunos en
propiedad pública. Segundo, las masas que aceptaron la propuesta populista fueron masas trabajadoras, mucho más
que pequeño burguesas. Estas incrementaron su gravitación en la sociedad y en la economía, mientras que con el
fascismo ocurrió lo contrario.
Relación dirigente masas, relación directa y afectiva (Perón, Vargas, Gaitán). Ni esta relación se registra en todas las
experiencias populistas ni es exclusivo del populismo. Primer aspecto, siendo un conductor de masas, no pertenece
sociológicamente a las masas. Existen dirigentes populistas sindicales de extracción obrera y campesina. Pero la
conducción estratégica y de conjunto queda a cargo de elementos que no provienen de las masas. No significa que
provengan del mundo de las élites y de los grupos dominantes. Más bien, salidos de los grupos intermedios
usualmente vinculados a aparatos del Estado que reclutan su membresía de esos sectores medios. Cárdenas y Perón
fueron militares, en una época en que el ejército era una fuente de empleo y un canal de ascenso social para los hijos
de la pequeña burguesía provinciana. Segundo, se trata de gente con amplia preparación académica, incluso de
universidades europeas. Lejos de ser el bruto o ignorante que presentó la propaganda descalificadora de sus
enemigos políticos. La circunstancia de que el discurso político del dirigente populista esté desprovisto de
terminología compleja y se centre en la presentación de unas pocas ideas-eje, tiene que ver con la habilidad para
llegar a los auditorios de trabajadores poco escolarizados o directamente iletrados, base social de su proyecto.
Prueba de sabiduría política. Tercero, tiene un amplio conocimiento de su país, por viajes que hizo o por la movilidad
propia de las fuerzas armadas, que le permiten alcanzar un conocimiento de primera mano de los problemas sociales
y particularidades regionales desarrollando contactos directos, cosa que antes no se daba. Muchos pasaron su vida
fuera del país, por actividades militares, estudios o exilio, lo que amplió sus perspectivas y valoración. Finalmente es
varón y de la etnia dominante: blanco o a lo sumo mestizo. La ampliación del sistema político institucional a las
mujeres es uno de los resultados de los regímenes populistas o de la lucha de los movimientos de este tipo; lo mismo
la eliminación de algunas barreras a la participación de los grupos étnicos subordinados. Pero en el marco de la
sociedad tradicional, de la que el populismo emerge, la política, como la educación superior, son ante todo atributos
de hombres blancos y mestizos. La jerarquización líder/masas del populismo reproduce así, aunque la cuestione, la
estratificación social, étnica y de género de la sociedad global. La concentración del poder y el acceso a la educación
y a la información, el propio extrañamiento político y social de las masas, determinan inevitablemente este
protagonismo de los elementos de clases medias y de pequeña burguesía en las expresiones del descontento y en las
propuestas de transformación. Además, la política y sus instituciones, el Estado y sus aparatos, son vías tradicionales
del ascenso social de los elementos más dinámicos de estos sectores emergentes, frente al carácter excluyente de las
instituciones económicas. El dirigente populista proviene, en casi todos los casos, de grupos y sectores
tradicionalmente designados por la división social del trabajo para el servicio de las clases dominantes y la
operatividad del sistema que lo ponen en contacto con la problemática social, de la que no se encuentran, por su
propio origen, demasiado alejados. Esta situación social intermedia contribuye a explicar la ambigüedad, oscilando
entre desafiar las raíces del orden establecido a través de un compromiso con los desposeídos, o negociar con los
poderosos a costa de los intereses populares, salvaguardando su estrategia personal de poder. Atrapando por esa
ambigüedad, caerá víctima de ella y perderá el poder sin haber optado por una u otra de las alternativas que
cuestionan la propia racionalidad del populismo. Recuerda la relación patrono/cliente, esa forma de retribución
recíproca que reviste la relación dirigente/masas, y la fe aparentemente ilimitada que los seguidores depositan en el
líder. Brindan movilización y apoyo político a cambio de empleo, participación, bienestar y un sentimiento de
dignidad, en el marco de una precariedad estructural producto de la pobreza, el desempleo, la inestabilidad general
de la vida. El dirigente es de ellas, jamás las traicionará, y si no escucha o no atiende a sus demandas, es porque se
halla rodeado de elementos que lo engañan. Lo que en el clientelismo tradicional es relación de uno a uno, en el
populismo es relación mediada por aparatos del Estado y por las organizaciones. Es la relación colectiva de las masas
con el líder. El carisma, en la medida en que se trata de un factor absolutamente subjetivo, es también un factor
absolutamente impredecible. Ni la inspiración weberiana, el carisma refiere a las virtudes extracotidianas de los
seguidores atribuyen al conductor que se traduce en obras; algo que la gente reconoce en el líder a través de sus
actos, su comportamiento. El carisma del dirigente populista sería su capacidad para generar resultados objetivos y
concretos, benéficos para las masas, después de décadas de movilizaciones y demandas infructuosas. Lo
extracotidiano del dirigente populista debería ser entendido como el contraste, desde la perspectiva de las masas,
entre la ineficacia de las demandas populares en el sistema tradicional y su eficacia en el régimen populista.
El intervencionismo de Estado.
La ampliación del espacio de maniobra del dirigente y su papel de árbitro respecto de las fuerzas sociales
contendientes provienen de una no menos notoria ampliación del ámbito de intervención del Estado en la economía
y el conjunto de la sociedad. El populismo no inició la intervención del Estado en la economía y la sociedad. Ésta
comenzó en el seno de la sociedad tradicional, en respuesta a los desajustes de la crisis del ’29; y luego como
protección frente a la segunda guerra mundial. Más que una adhesión keynesiana, fue una acción de defensa ante
los desequilibrios. El populismo, condujo la gestión económica del Estado mucho más allá de esos límites, tratando
de romper los equilibrios e interrelaciones sobre los que se asentaba la especialización primario-exportadora. En el
nivel macroeconómico desarrolló una activa labor de intervención directa en indirectamente mediante instrumentos
de política nuevos o renovando los tradicionales; medió las relaciones entre capital y trabajo; intervino en política de
precios; asumió por medio de la expansión de la inversión en educación y salud, el costo de reproducción de la fuerza
de trabajo; creó economías externas, invirtió en infraestructura y estatizó sectores de la producción; modificó las
relaciones entre grupos y clases; el manejo del tipo de cambio le permitió redefinir la articulación externa de la
economía y reformular las relaciones internas entre industria y agroexportación. A nivel micro, asumió directamente
la producción y distribución de bienes y servicios determinados, definiendo economías externas para segmentos
estratégicos, desde la perspectiva populista, de la burguesía local. Todo esto contribuyo a dar a la vida económica un
aspecto de hiperpolitización. La inversión privada continuó siendo determinante; ingrediente de vulnerabilidad. En la
medida en que se sintieron agredidos o desestimulados, redujeron sus niveles de inversión e incluso exportaron
capitales. La nacionalización de algunas actividades; ferrocarriles, teléfonos, banca, comercio exterior, transportes y
energía; en general ramos y sectores cuyo control extranjero sustentó o consolidó la especialización primario-
exportadora, así como la gravitación económica y política de los exportadores. Las nacionalizaciones fueron selectivas
y obedecieron al objetivo central de llevar a cabo una rearticulación externa de las economías respectivas, antes que
una definición ideológica antiimperialista: al mismo tiempo buscaron la incorporación de tecnología y capitales
extranjeros en los sectores y ramas que el proyecto populista priorizaba. Se buscaba extender el control estatal a
sectores estratégicos para la generación y captación de excedentes financieros que deberían reorientar hacia otros
ámbitos de inversión. A veces hubo poco de ideología en las nacionalizaciones y mucho de pragmatismo. A los FFCC
argentinos se los nacionalizó como forma de destrabar fondos argentinos que Gran Bretaña había declarado
inconvertibles. La nacionalización permitió cambiar la política de tarifas, para decidir la especialización económica del
interior argentino y promover un desarrollo regional más armónico con la consiguiente ampliación del mercado
interno.
Un desarrollo extensivo.
La política de nacionalizaciones fue parte de una estratega de desarrollo económico extensivo que tendió a
desenvolverse por la vía de la incorporación de nuevos factores al proceso de la producción por la ampliación física
de los mercados, el pleno uso de los factores, y por el énfasis en el mercado interno más que por el progreso técnico,
la intensificación de los procesos productivos y elevación de la productividad y orientación de la producción hacia el
mercado internacional. Tuvo ante todo un carácter reactivo y defensivo. Respuesta a la crisis externa y a desenganche
relativo de las economías latinoamericanas respecto del mercado internacional. De ahí que haya elementos de
continuidad y no sólo de ruptura con algunas de las políticas de la etapa anterior. La acción del Estado era necesaria
para romper y reformular los equilibrios económicos y políticos preexistentes. El ISI considerado etapa del desarrollo
extensivo y hacia adentro, fue un ingrediente del mismo que comenzó dentro de los límites del esquema primario-
exportador. El carácter dinámico y multiplicador del crecimiento industrial se proyectó rápidamente sobre un
conjunto amplio de actividades, sectores y regiones cuyo potencial productivo era irrelevante desde el esquema
primario-exportador. El proteccionismo industrial, iniciado o continuado permitió el desarrollo de nuevas ramas y
favoreció el crecimiento del empleo laboral. La economía ganó en integración. Sustentó el surgimiento y
consolidación de una matriz social más diferenciada y compleja. En países con poblaciones campesinas numerosas, la
reforma agraria fue concebida en función de fines políticos tanto como económicos. Políticamente, para el
populismo, fue quebrar el poder de los terratenientes, consolidarse a sí mismo y a la burguesía industrial.
Económicamente, elevar la producción de productos básicos que inciden en el costo de reproducción de la fuerza de
trabajo; facilitar la movilidad espacial de la mano de obra, reducir el costo de reproducción de la fuerza de trabajo
urbana e industrial, bajar los costos salariales de los industriales, mejorar la capacidad de compra de bienes
industriales mediante la ampliación del empleo y la elevación de los salarios reales. Muchos de estos objetivos no se
cumplieron, o generaron efectos no previstos. La reforma cardenista fortaleció la capacidad de consumo de las masas
rurales, destinando a su consumo mayor parte de las cosechas y a que se redujeran las remesas a las ciudades. La
burguesía urbana no se manifestó muy entusiasmada con la reforma agraria. La capacidad de maniobra del
populismo en este tema se inscribió y desarrolló a partir de un clima de demandas históricas del campesinado y los
trabajadores rurales; respondió a una racionalidad de modernización capitalista no menos que al empuje de las
luchas agrarias. La extensión del sistema educativo a las clases populares fue un aspecto importante de los
regímenes populistas. No fue poca cosa universalizar la educación primaria; en varias experiencias populistas la
extensión de la educación demandó la introducción de cambios importantes en sus contenidos y métodos, incluso
convirtiéndose en áreas de gran conflicto (México). La estrategia económica del populismo buscó reajustar el
esquema primario exportador antes que sustituirlo por otro. El esquema de desarrollo extensivo y hacia adentro se
apoyó en la capacidad del sector primario exportador para generar excedentes financieros, pero no pudo o no quiso
introducir modificaciones sustanciales en él. La transformación profunda del sistema político y de las relaciones
sociales, no estuvieron acompañadas, menos fundamentadas, por transformaciones similarmente profundas en la
estructura económica. A los desestímulos económicos a la exportación se agregó la reacción política opositora de los
exportadores, motivada adicionalmente por la activación sindical, la retórica del discurso populista y la evidencia de
que éste no era el gobierno ni el régimen de ellos. La inversión privada se redujo y hubo fuga de capitales. Esto
contribuyó a dar una imagen de enfrentamiento al sector agropecuario en beneficio de la industria, y a que la
estrategia populista fuera interpretada en función de estos choques intersectoriales. Reforzada por la circunstancia
de que en ciertos países el conflicto rural era bajo contrastado con la intensidad del debate político urbano. En
realidad, quienes vivieron el impacto fueron los productores agropecuarios pequeños y medianos, orientados
fundamentalmente hacia el consumo interno, y posteriormente los industriales, cuando los términos del intercambio
interno fueron revertidos. Los grandes productores y exportadores, gracias a su diversificación e integración
intersectorial agroindustrial y a la constitución de redes y grupos financieros, experimentaron las transferencias de
excedentes vía política de precios, impuestos, fundamentalmente como movimientos internos.
El discurso político con énfasis en la conciliación de intereses, fue la expresión simbólica de esta estrategia de
desarrollo objetivamente apoyada en una matriz inestable y tremendamente conflictiva. El pragmatismo se
manifestó también en el terreno de las políticas económicas, pero se refirió, sobre todo, a las dimensiones operativas
y a la ejecución específica de medidas determinadas.
Las transformaciones del contexto político y económico internacional y el propio diseño de las políticas económicas y
sociales condujeron a situaciones de crisis que forzaron a los regímenes populistas a introducir modificaciones
profundas en las políticas, o a la caída de los gobiernos. Excepto en el caso mexicano, en los otros países reinaron la
inestabilidad y el dislocamiento de la vida política y social. En algunos se establecieron violentos regímenes
represivos. Varios factores. Primero, la debilidad estructural del modelo de desarrollo extensivo. No involucró una
transformación de base en la estructura productiva agregar a esa un nuevo sector, urbano industrial, que presionó
adicionalmente sobre su capacidad. La limitación de la estrategia económica se refiere a que no estimuló una
transformación productiva por la vía de la modernización tecnológica, generación de infraestructura y elevación de
los rendimientos. El impulso a la industrialización, al estar orientado casi exclusivamente al mercado interno,
contribuyó adicionalmente a los desequilibrios externos. El populismo se preocupó mucho más por captar una parte
del excedente del sector exportador para reorientarlo a la diversificación industrial y al consumo, que por crear
condiciones para incrementar la generación de excedentes. Las iniciativas fueron muy débiles. Siguió dependiendo
de la capacidad de financiamiento de un sector exportador que se sentía agredido por las políticas. Representaron
factores de tensión y deformación del esquema de desarrollo tradicional sin transformarlo o sustituirlo. El ISI no fue
acompañado por una sustitución de exportaciones en el sentido de fomentar la diversificación incorporando la
industria al comercio exterior. El proteccionismo favoreció la reproducción de situaciones de ineficiencia y atraso
productivo que demandaron mayor protección. Las barreras resguardaron el mercado interno de las importaciones
pero crearon condiciones de alta rentabilidad para las inversiones extranjeras merced a sus mayores niveles de
productividad y a su modernización, rápidamente controlaron el mercado interno. Segundo, las tensiones que
enfrentó la economía del populismo destacan algunos efectos no contemplados en el diseño de la estrategia de
desarrollo extensivo, y las reacciones que suscitaron en las empresas: inflación, desinversión, crisis de la balanza de
pagos. Cuando la redistribución de los ingresos y el crecimiento poblacional crean más demanda de consumo que la
que la capacidad instalada puede satisfacer, y los incentivos no estimulan aumentos de la inversión, aparecen
tensiones inflacionarias. Los mayores costos salariales y la inseguridad por el activismo sindical, tendieron a
desestimular la inversión privada. Si el tipo de cambio se mantiene fijo, genera una sobrevaluación, favoreciendo la
importación y perjudicando la exportación. Tercero, el perfil de la demanda interna cambia a medida que el ingreso
se expande y el mercado se amplia. La sustentación del crecimiento requiere la incorporación de tecnologías o la
diversificación de la producción. La política de desvinculación relativa del mercado interno respecto del internacional
cede a una estrategia de apertura, inicialmente selectiva por la necesidad de modernizar, de dar cuenta de los
cambios en la demanda y adaptarse al mercado internacional. Se agudizan las tensiones entre los grupos que
apuestan al desarrollo extensivo y los que apuestan al crecimiento intensivo y, progresivamente, transnacionalizado.
El agotamiento del espacio para una estrategia de desarrollo extensivo depende del la situación particular. El
peronismo se enfrentó relativamente pronto, porque accedió al gobierno cuando ya la economía argentina había
avanzado al gobierno cuando ya la economía argentina había avanzado considerablemente en lo que suele
denominarse sustitución fácil de importaciones, y las pugnas por la apropiación del ingreso asumieron niveles de
fuerte conflictividad. El agotamiento del espacio estructural, las transformaciones en el sistema internacional y las
modalidades de articulación externa de las economías latinoamericanas no impidieron que surgieran intentos de
recomposición. El debilitamiento de las condiciones objetivas para el populismo conllevó, usualmente, un mayor
énfasis en sus dimensiones subjetivas: estilos de liderazgo, agitación de elementos simbólicos, propuestas de alianzas
y concertaciones. La reaparición obedece a que, en la mayoría de los casos, fue sucedido por regímenes de represión
política y exclusión social; contribuyeron al olvido de las limitaciones populistas. La insatisfacción de las masas, su
memoria y la vigencia de sus derechos, así como la marginación de algunas fracciones del empresariado, abonaron
las aspiraciones de estos populismos redivivos. El carácter defensivo de la propuesta se hizo evidente y las
coincidencias de antaño se hicieron alianzas. Lo que antes fue práctica sin conciencia, ahora fue conciencia sin
práctica. Los protagonistas son otros, sus bases sociales han cambiado. Grupos empresarios más dinámicos se
encuentran en la nueva etapa de acumulación, con opciones de inversión y de crecimiento al margen de un proyecto
de desarrollo extensivo. La propuesta populista es atractiva para los grupos subordinados a esta clase, que ven en el
subsidio una forma de contrabalancear su progresiva marginación en el mercado. Existe una nueva generación de
obreros y de dirigentes de base que resisten las tentativas de control y dominio del Estado y la vieja guardia sindical
populista, y que plantean demandas para las que el populismo normalmente carece de respuesta: democratización
de la vida sindical, control obrero del proceso de trabajo.
La ambigüedad de la burguesía.
En la resistencia hubo grupos tradicionales de la burguesía oligárquica y también industriales emergentes. Ciertas
fracciones tradicionales vieron con interés la promoción de un mayor desarrollo industrial. Esta situación impide
hablar de una alianza de clases en la base de estos regímenes, por más que el discurso populista la buscara y
afirmara. La idea de tal alianza, tuvo lugar cuando las condiciones para la ejecución de políticas como las propuestas
por el populismo, y la articulación al sistema internacional, estaban experimentando transformaciones que restaban
viabilidad objetiva a esa estrategia de desarrollo. La burguesía industrial emergente se mostró distante y desconfiada;
tomó los beneficios pero tendió a apoyar a la oposición. Veía con preocupación la activación sindical, los costos
salariales y de bienestar social, y se inquietaba ante las nacionalizaciones. Al mismo tiempo que decía apoyar a los
grupos emergentes de la burguesía, el populismo no podía dejar de negociar con los tradicionales. En estas
condiciones, la elección de aliados depende de la percepción que se tenga de la gravitación institucional efectiva de
los otros actores sociales y tiende a acuerdos de corto plazo, inestables, como respuesta a la propia inestabilidad del
escenario político. Lo que surge es una serie de reacciones adaptativas, situaciones que el empresario sabe que no
puede alterar en lo sustancial. La burguesía industrial demostró entusiasmo por las políticas populistas cuando ya los
gobiernos habían concluido y sus sucesores aplicaban políticas de estímulo al sector exportador o al capital
extranjero, e intentaban acotar la movilización y las demandas sindicales. Por más que las del populismo no fueran a
reemplazar el principio burgués de autoridad por alguna especie de poder obrero o popular, sus proyectos de
redefinición del sistema tradicional fueron excesivos para la sensibilidad de clase y para los hábitos políticos de las
fracciones emergentes de la burguesía industrial.
Los industriales a los que se referían el discurso y las políticas del populismo presentaban varios aspectos de
debilidad. Se traducía en una menor eficacia para transformar sus demandas en políticas estatales. La capacidad para
absorber y transferir los crecientes costos laborales inherentes a la propuesta populista, y de adaptarse a la fuerte y
explícita politización de la vida económica, fueran mayores a los segmentos industriales más antiguos de la
oligarquía, que en los nuevos industriales en los que el populismo pensaba. La ambigüedad de la burguesía
emergente era expresión de su debilidad en el mercado y contribuyó a dotar a la industrialización promovida por el
populismo de uno de sus datos más definitorios: fue conducida por el Estado y sus aparatos, mucho más que por una
burguesía industrial hegemónica y por el mercado.
Tuvo un éxito rotundo en la adhesión de las masas trabajadoras. Fue el elemento más numeroso, más movilizado y
más estratégico en la base social. El populismo representó, en muchos países, el ingreso definitivo de las masas a la
política con un papel protagónico desconocido hasta entonces. La movilización, participación política fue la base para
el ascenso de su gestión gubernativa; también fueron obstáculos para el éxito de las interpelaciones populistas
dirigidas a los grupos empresariales y enarbolados como la razón fundamental para el derrocamiento de los
gobiernos respectivos. El crecimiento de la organización sindical, la ampliación del espacio para sus reivindicaciones,
la legitimación de la protesta y la participación y el mejoramiento innegable de las condiciones de vida, tuvieron lugar
en el marco de una creciente subordinación política e institucional de las organizaciones populares a los aparatos del
Estado que levantaba la bandera de la conciliación de clases, la armonía social y el desarrollo de un capitalismo
nacional. Es exagerado negar que existieron conflictos entre la clase trabajadora de estas sociedades y los grupos
tradicionales y el capital foráneo. Frente a una experiencia de lucha obrera de orientación anarquista, socialista,
comunista, de confrontación con la burguesía y el Estado, el populismo habría dado a luz a un movimiento obrero de
integración y de colaboración. En la medida en que tuvieron lugar a través del Estado y sus aparatos, se habría
configurado un corporativismo, que garantizaba la subordinación del movimiento obrero, las demandas y
participación populares al proyecto populista. En el populismo hubo represión, pero ésta se dirigió ante todo a las
dirigencias de las viejas organizaciones, y la historia de esas organizaciones, o por lo menos de sus directivas. Los
trabajadores que el populismo reclutó eran otros. Gino Germani: las bases del populismo eran, ante todo, masas;
como tales, carentes de experiencia organizada y, dada su migración reciente, de experiencias urbanas. Mientras que
los trabajadores de experiencias urbanas, sindicales e industriales más prolongadas tuvieron una participación
mucho menor. La adhesión al populismo se explica así, por lo que los migrantes dejan atrás y por los elementos de su
pasado sociológico que los acompañan en su migración a las ciudades. En lugar del clasismo mayor o menor de las
organizaciones socialistas, sindicalistas, son vistas en el marco de la transición de la sociedad tradicional a la moderna
y tomadas como expresión de esa transición. Fenómeno de profundas proyecciones psicosociales y culturales, pero
que no se agota en los factores subjetivos, sino que tienen que ver con el tipo de capitalismo y de estructura de
clases que se desarrollaron en el mundo rural latinoamericano. En los sindicatos peronistas y el voto peronista se
constató la participación activa de viejos obreros y de muchos viejos dirigentes de extracción sindicalista, socialista,
comunista incluso. El proceso por el cual el peronismo tomó el control del movimiento sindical argentino fue
multifacético y expresó el juego de una pluralidad de ingredientes; la imagen de una fuerza estatal que, a través de la
coacción, la compra o soborno de dirigentes, el engaño y la manipulación, terminó haciéndose del movimiento
obrero, es más una caricatura que una reflexión. Después de 1846, el PC disolvió sus sindicatos y aconsejó la
incorporación a los peronistas, adhiriéndose al principio de un sindicato único por rama. Segundo, las directivas de
las organizaciones sindicales populistas quedaron a cargo de dirigentes con experiencia sindical y organizativa.
Tercero, la identidad de clase fue importante para decidir el voto peronista. Los obreros tendieron firmemente a
votar por el peronismo y los no obreros a dividir su voto. Cuarto, la adhesión obrara y sindical al populismo involucró,
junto con rupturas, elementos de continuidad con la tradición obrera y sindical que sería absurdo desconocer. Un
sindicalismo que era independiente del Estado pero no de la política. La imagen de un movimiento sindical
convertido en aparato del Estado populista tiene sentido cuando el régimen populista ya ha avanzado en su
establecimiento o consolidación. La pérdida de autonomía sindical tiene lugar cuando ya el régimen populista se
encuentra consolidado, cuando ya ha alcanzado algún tipo de compromiso con el capital doméstico y extranjero y
con los terratenientes. La existencia de un movimiento obrero independiente, no integrado al sistema político es lo
que el populismo trata de modificar. Es una condición inexcusable para la consolidación política del dirigente
populista y para su acceso al poder del Estado. Una vez conseguido esto, la autonomía política del dirigente y del
Estado exige como requisito la pérdida de la autonomía del movimiento obrero. Dos particularidades del caso
argentino: 1) debido al modo en que se configuró el capitalismo en el campo, el peronismo no tuvo que enfrentar el
problema de una generalizada pobreza rural y de una reforma agraria como en México, y Perú, sin tampoco marginar
de las reformas populistas a la población rural como en Brasil; 2) una notoria preocupación porque los programas de
estabilización no deterioraran unilateralmente a los asalariados; por lo tanto, el intento de una distribución
relativamente equitativa de las pérdidas, y no sólo de las ganancias. La existencia de esta activación sindical en los
años iniciales de los regímenes populistas resulta desorientadora cuando se acepta el paradigma de la heteronomía
del movimiento obrero y su subordinación al Estado. El impulso inicial del activismo obrero se acompañó de una
democratización amplia de la sociedad y del sistema político, que reforzaron la hegemonía populista. Frente a este
panorama no debería extrañar que tantos dirigentes sindicales de trayectoria comunista, socialista o sindicalista, que
participaron del movimiento obrero de confrontación, hayan optado por sumarse a la convocatoria integradora del
populismo.
El movimiento obrero, muy dinámico y estimulado en sus actividades por el populismo en momentos iniciales o
previos a su acceso al poder, terminó convertido en aparato del Estado populista. Existe coincidencia en señalar
elementos de corporativismo en este tránsito de un sindicalismo populista relativamente autónomo del Estado a un
sindicalismo subordinado a él. La subordinación debe ser enfocada como una dimensión de la consolidación de la
autonomía global del Estado populista respecto de la sociedad civil. Erickson afirma que existe corporativismo en el
populismo en la medida en que la administración supera a la política, pues los conflictos son resueltos por mediación
y adjudicación estatal más que por confrontación con el poder político o económico. Las partes involucradas en el
conflicto no se relacionan directamente entre sí, sino que se trata de una relación mediada por aparatos específicos
del Estado y subordinada a su poder. Las expresiones organizativas de las clases asumen en consecuencia el papel de
asistentes del Estado en su gestión política y económica. La mediación y el control estatal sobre las organizaciones
obreras en una etapa del desarrollo de las sociedades latinoamericanas en que el movimiento obrero resumía y
expresaba la participación popular, significaron supeditar los alcances y modalidades de dicha participación a
decisiones que se tomaban fuera de la clase obrera y de sus organizaciones. El populismo promovió la convicción de
que las demandas con éxito de los trabajadores no son las que se procesan por las organizaciones obreras
directamente con las organizaciones patronales, sino las que son mediadas por el Estado y sus aparatos específicos.
La vulnerabilidad y reducida eficacia del sindicalismo socialista, anarquista frente a la sociedad tradicional y a su
Estado, fue institucionalizada por el populismo como subordinación del movimiento obrero y de las masas a un
Estado que pretendía asumir una función homóloga respecto de las clases capitalistas y que administraba las
reivindicaciones categoriales y la distribución de sus frutos. El populismo promovió que la eficacia de las
reivindicaciones de las clases es una función de la eficacia con que el Estado procesa y traduce los intereses de las
clases en políticas públicas. El populismo fue un ingrediente estratégico para la consolidación del capitalismo
industrial y de la sociedad de masas en América Latina.
¿Autoritario o democrático?
Enorme dinamismo de los movimientos y regímenes populistas y su capacidad de modificar sus estilos de relación
con las masas y su propia identidad. La frontera entre lo democrático y lo autoritario en el populismo no es clara ni
rígida. El populismo articula ingredientes democráticos y autoritarios: ampliación de la ciudadanía, recurso a
procedimientos electorales, pluripartidismo, extensión de la participación, junto con: control vertical de las
organizaciones sociales, reducción del espacio institucional para la oposición, promoción de un sistema político
ampliado y al mismo tiempo excluyente. El populismo fue antiliberal. En la medida en que el derecho liberal
circunscribía la participación electoral a los hombres blancos y mestizos. Fue una fuerza de democratización
fundamental. Para los grupos tradicionales reducidos a la oposición, y para las corrientes que se oponían a la
sociedad tradicional desde opciones distintas a las populistas, resultó inexcusablemente antidemocrático.
Democratización y autoritarismo, los dos polos fundamentales de la política occidental, se conjugan y subsumen en la
configuración de uno de los fenómenos políticos y sociales más importantes de América Latina. Conviven y se
tensionan recíprocamente en cada experiencia populista. Afirmar que el populismo es autoritario o democrático,
depende de los gustos ideológicos y las preferencias políticas del observador y del peso que su opinión teórico-
metodológica y su paradigma de democracia adjudique a los distintos factores en juego.
En las sociedades del tercer mundo y los procesos de liberación nacional y transformación socioeconómica, en
décadas recientes, se discute la existencia de rasgos populistas en tales procesos. Se señalan el énfasis a la
independencia nacional y a la construcción del Estado, la adopción de tácticas de desarrollo, satisfacción de las
necesidades básicas de la población, servicios sociales y un relativo desenganche respecto del mercado internacional.
La promoción de una estrategia de participación y movilización popular apoyada en estructuras organizativas
autóctonas y de una estrategia política de unidad nacional, en el enfrentamiento a los enemigos externos y liderazgos
fuertemente personalizados. Al mismo tiempo se señala como diferenciación, la debilidad de la clase obrera o de
grupos empresariales nativos; precariedad de las capacidades estatales para la intervención en la economía y la
sociedad; opción por vías no capitalistas de desarrollo. En la medida en que han contribuido a lo que se denomina
democratización fundamental, que desde mi punto de vista es el rasgo y el efecto fundamental del populismo
latinoamericano, tiene sentido ensayar comparaciones y buscar puntos comunes.
ZANATTA, Loris, “Corporativismo y sociedad de masas”, “La edad del populismo clásico”, “Los años sesenta y setenta
(I). El ciclo revolucionario”, “Los años sesenta y setenta (II). El ciclo contrarrevolucionario”, en Historia de América
Latina. De la colonia al siglo XXI, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, pp. 113-208.
El pasaje a la sociedad de masa se produjo a través de instituciones e ideologías antiliberales y en muchos casis
autoritarios. Prácticas políticas corporativas. Protagonismo de las fuerzas armadas y la iglesia católica. Nacionalismo
político y dirigismo económico fueron rasgos de esta nueva etapa.
En cuanto a la inmigración, en tiempos de la Gran depresión, el flujo se detuvo. Los países siguieron creciendo por el
aumento de la tasa de natalidad y reducción de la mortalidad. También es importante mencionar LA INMIGRACIÓN
INTERNA, población rural que se radica en la ciudad, pero los principales centros urbanos no fueron capaces de hacer
frente a l novedad de proveer los servicios necesarios, esto dio lugar a la formación de aglomeraciones de ranchos y
casuchas (pobres) y en cada país fueron llamadas de una forma diferente, favelas, miserias, callampas , villas, etc
Dados los rasgos que asumio la urbanización y las tensiones q atravesaban el mundo agrícola no sorprende que tanto
en el campo como en la ciudad se crearan las condiciones para la explosión de revueltas y conflictos, confirmando
que el moderno conflicto de clases había desembarcado en Am Lat , cuya sociedad comenzaba a presentar los
contornos típicos de la sociedad de masas. En las ciudades crecían los adherentes a sindicatos de obreros y
empleados, llevaban a cabo huelas y movilizaciones. Así es como comenzaron a configurarse las corrientes sindicales,
entre ellos los clasistas, socialistas, comunistas.
La noche de la democracia:
En los años 30 la democracia representativa se configuró como un ideal obsoleto, incapaz de representar la nueva
realidad social. En ésta época caracterizada por el advenimiento de las masas a la vida política y difusión del
moderno conflicto social donde prevalecieron ideologías y modelos políticos diferentes a la democracia liberal y a las
instituciones de estado de derecho. Frente a las desigualdades sociales, las elites estuvieron mal predispuestas o
temerosas a abrir las puertas de la representación política. La desigualdad era de tal naturaleza que volvía a la
democracia liberal extraña y hostil a los ojos de los sectores étnicos y social que presionaban por su inclusión, los
cuales se mostraron propensos a sostener una idea distinta de democracia: una orgánica invocada por los líderes
populistas, intolerante hacia las mediaciones y las instituciones de la democracia representativa y abocada a unir al
pueblo.
Pero la embestida democrática fue detenida por bruscas reacciones autoritarias como en PERÚ- BOLIVIA Y
NICARAGUA. O fueron absorbidas en el seno de regímenes populistas como en MEXICO, BRASIL, ARGENTINA, en
estos tres países se recurrió al nacionalismo para dar respuesta a la demanda de democracia. En todos los casos se
daba la espalda al liberalismo.
En muchos países la crisis de los regímenes liberales condujo a las FUERZAS ARMADAS AL ESCENARIO POLÍTICO a
través de golpes de estado como en Argentina- Brasil- Perú, o bien en funciones políticas como en Venezuela con la
dictadura de Juan Vicente Gomez.
Una característica a destacar es que eran militares que pertenecían a las fuerzas armadas, instituciones organizadas y
disciplinadas, y dependiendo de las condiciones estructurales de cada país es que mas tarde en América Central y en
el Caribe nacieran regímenes personalistas como en Nicaragua con Somoza, en Rep Dominicana con Trujillo y que en
Sudamérica se consolidaran regímenes autoritarios propensos a la modernización como en Brasil con el Estado Novo,
y en Argentina con el golpe de 1943.
Por qué fueron precisamente los militares quienes ocuparon esos roles? Tampoco en este caso la repuesta fue
equivoca, en países que eran presa de profundos conflictos, las fuerzas armadas subrogaron con la potencia de las
armas la debilidad de las instituciones representativas y se añade a eso allí donde las divisiones sociales y étnicas
demasiado profundas las instituciones militares se levantaron como órgano democráticos, comenzaron a sentirse con
el deber y el derecho de tomar las riendas del gobierno y guiar la modernización nacional, arrebatándoles el lugar a
las elites políticas. Y otra consideración más fue que las fuerzas militares reivindicaban para si una función tutelar
sobre la nación entera. Su intervención tenía como fin restaurar la unidad donde las instituciones democráticas
fallaron.
Populismos:
Frente a la crisis del liberalismo surgieron ofensivas antiliberales ; los populismos, desde Brasil, Mexico, Argentina de
1943. Los populismos eran regímenes fundados sobre amplias bases populares basados en la distribución de la
riqueza, las políticas adoptadas fueron posible debido al cambio de modelo económico impuesto por la crisis de
1929. Período caracterizado por la centralidad conferida al estado, la necesidad de incentivar el crecimiento de la
industria y ampliar el mercado interno y la convergencia de intereses entre productores y trabajadores que buscaron
aumentar el consumo y la producción, y así erosionar el poder que habían concentrado los sectores económicos
ligados a la economía de exportación. En cuanto a la naturaleza política los populismos se caracterizaron por una
concepción antiliberal de la democracia, se presentaba como verdadera democracia a un régimen autoritario pero
popular. Se concebía al pueblo como una comunidad cohesionada y homogénea, unida por una historia, una
identidad y un destino común, oprimido por enemigos (oligarquía liberal, comunismo ateo, imperialismo anglosajón)
los populismos aparecían como movimientos y doctrinas nacionales . Contaban con un líder carismático que
dialogaba con su pueblo, su misión era devolverle al pueblo la soberanía y la identidad perdida.
El populismo se caracterizó por una ambivalencia: por un lado los populismos fueron canales d integración y
nacionalización de las masas antes excluidas de la vida pol y social, propugnó una integración eco y moral a las
masas. Pero al mismo tiempo recurrieron a una ideología y práctica política autoritaria, hostil al pluralismo, en
nombre de la unidad política y doctrinaria del pueblo. Dos casos para 1930 fueron en BRASIL , GERTULIO VARGAS y
en MEXICO, LAZARO CÁRDENAS.
En el poder llego en 1939 con un golpe de estado y con el apoyo del ejército, Vargas gobernó desde 1930 hasta 1945,
y desde 1930 hasta 1937 fue un gobierno constitucional, promovió la centralización política, a favor del nacionalismo
económico y del crecimiento del papel de estado en la promoción de la industria y en la protección del mercado
interno. Fue partidario de un estado fuerte y unitario, tutelar de la identidad nacional, enemigo de la democracia
liberal e intolerante con el pluralismo, por ello recurrió a la represión. Para 1937 sostenido por las FFAA y la iglesia
católica impuso una dictadura que llamo ESTADO NOVO. El estado novo fue lo más semejante al fascismo europeo
que se haya creado en Am Lat, Vargas cerró el parlamento, silenció la oposición, censuro la prensa, condenó al
liberalismo e impuso la unidad política y espiritual. Buscó atraer a los sectores nuevos y populares a la ideología
nacionalista. Por un lado echaba las bases de un sistema corporativo (estado q controlaba las organizaciones de los
trabajadores) y por otro lado introdujo leyes sociales y con ciertas ventajas a los obreros industriales para que no se
vieran atraídos por los ideales revolucionarios. 1945 con la 2da GM llegó el ocaso del Estado Novo, durante la guerra
Vargas optó por apoyar a EEUU e en el bando aliado, luchar por la democracia contra el totalitarismo lo puso a Vargas
en la mira y en una contradicción porque lo obligó a menguar su poder, a aflojar la dictadura y comenzar a aspirar a
organizar un partido político para participar en las demoradas elecciones. Nacieron 2 partidos uno el Partido
Trabahlista Brasileño y otro el Partido Social Democrático. El populismo de Vargas fue limitado solo al sector urbano,
dado que la integración social se concentró en las áreas urbanas y en los nuevos sectores sociales y n o incidió sobre
las condiciones de las grandes masas rurales que seguían sujetas a relaciones de tipo tradicional y se suma también la
limitación territorial (un solo sector geo de Brasil)
Luego de la revolución México se vio inmerso en un período de numerosas convulsiones en especial durante los años
20 y a comienzo de los 30, durante el llamado “Maximato” en la que impero Elías Calles, recordada la época por la
violenta guerra cristera entre 1926-29. Guerra campesina y religiosa desencadenada por la sublevación de la
población rural del centro de México guiada por el clero contra las duras medidas anticlericales tomadas por Calles.
Ahora entre 1934-40 fue cuando se institucionalizo la revolución y la organización de las masas dentro del cause del
régimen durante el mandato de Lázaro Cárdenas y sus mediadas fueron claves:
- En lo social: impulsó la reforma agraria y con ellos logró la adhesión de la mayoría de la población rural.
El impulso fue la distribución de tierras en gran cantidad y promovió la gestión colectiva por medio del ejido.
- Promociono el nacionalismo económico ,el primer paso fue la nacionalización del petróleo en 1938.
- Cárdenas favoreció la creación de la Confederación de Trabajadores Mexicanos, una medida de la que nació
la gran empresa petrolífera del estado, que así causo grandes tensiones con las compañías extranjeras y sus países de
origen (eeuu gran Bretaña) esto nos demuestra que fortaleció el nacionalismo local.
- De su concepción corporativa fue reflejo el partido que fundó para institucionalizar el régimen nacido con la
revolución : el Partido de la Revolución Mexicana.
1930 … Franklin ROOSEVELT Y LA BUENA VECINDAD: una política implementada por el presidente de EEUU que
cambió las relaciones entre EEUU y Am Lat. Desestimó con esta nueva política el corolario de Theodoro Roosevelt a la
doctrina Monroe, renunciando a las sistemáticas intervenciones militares en defensa de los intereses políticos y eco
yanquis (estadounidenses).
Digamos que la política de la buena vecindad se basó en: la no intervención reclamada por Am Lat, y el
multilateralismo (entendido como la disposición a relacionarse con ellos sobre un plano de igualdad en el cuadro de
las instituciones panamericanas). Eeuu era consciente que Am Lat estaba desarrollando políticas
antinorteamericanas, por ellos urgía para EEUU cambiar de estrategia , por ejemplo se abandonó la Enmienda Platt
(esta le daba derecho a intervenir en Cuba) también EEUU reconocía que la política intervencionista llamada big stick
(gran garrote) no había arrojado los resultados esperados y era algo costoso. Las intervenciones no habían logrado el
orden y menos imponer la democracia por ello EEUU se veía obligado a injerencias mas largas en el tiempo y mas
costosas, y con la crisis de 1929 cuando las mayores potencias adoptaron estrategias proteccionistas para asegurarse
mercados y fuentes de materias primas, y esto indujo a EEUU a intensificar los esfuerzos para hacer de Am Lat su
propia esfera de influencia económica. Europa primero quebrada por la 1 er GM, luego por la Gran depresión
permitió que Roosevelt aprovecho para ocupar su lugar y su hegemonía, empleando la política y Roosevelt supo
emplear la política antes que las armas, el diálogo antes que las armas, la política del buen vecino fue un modo de
obtener los antiguos objetivos pero de otra forma.
Y cuales fueron los objetivos: primero mejoro las relaciones entre las partes del hemisferio americano, y ayudó a
echar las bases de una comunidad panamericana de la cual se hicieron eco las numerosas asambleas que en los años
30 reunieron a los países americanos, así fue como EL panamericanismo se afirmó como la IDEOLOGÍA a través de la
cual EEUU aspiraba a atraer la parte latina de América a los valores de su propia civilización (democracia política y
libre mercado y así frenar la tendencia hacia los nacionalismos tendencia en estaba tomando fuerza en Am Lat.
Capitulo 7
Además de cortar los antiguos y ya debilitados vínculos que habían unido a América Latina con Europa y establecer
desde los albores de la Guerra Fría su pleno ingreso a la órbita estadounidense, la Segunda Guerra Mundial aceleró
en toda la región los procesos de modernización en curso desde hacía ya varios decenios. Creció la industrialización,
alentada por la amplia adopción de un modelo económico orientado a protegerla y a sustituir importaciones, y
también se incrementó, a ritmo sostenido, la movilidad de la población en cada país, a menudo atraída por el
desarrollo de la economía urbana y expulsada por la concentración de la tierra en el campo. La madurez de la
sociedad de masas se expresó, en principio, en una oleada de democratización política y social. El ejemplo más típico
lo constituyen los regímenes populistas, los cuales perseguían la integración social de los nuevos sectores y, en
nombre de la unidad nacional, conculcaban la democracia política.
Aunque en 1944 los gobiernos con credenciales democráticas aceptables eran apenas cuatro -en Chile, Uruguay,
Costa Rica y Colombia-, se multiplicaron en sólo un par de años, dejando prácticamente solas, obligadas a atemperar
la represión, a las dictaduras de Nicaragua y República Dominicana. Incluso el régimen militar argentino tuvo que
liberalizarse y llamar a elecciones, de las que salió triunfante Juan Domingo Perón <3. Por su parte, el régimen
mexicano pareció por un instante abrir una grieta en su coraza. En todas partes crecieron las manifestaciones
democráticas de los estudiantes y empleados, de los intelectuales y de los trabajadores de cuello blanco. A menudo
fueron, entre otros, los jóvenes oficiales de las fuerzas armadas quienes dieron el golpe definitivo a los regímenes
elitistas y autoritarios que se habían quedado sin sustento, lo cual confirma que los militares tendían a actuar en
función de lo que creían era el justo equilibrio entre las diferentes fuerzas sociales, en el seno de la comunidad
nacional, de la cual se erigían en tutores.
Lejos de ser sólo un fenómeno político, la democratización fue ante todo un gran movimiento social, que se expresó
en la cada vez más frecuente agitación obrera por la obtención de mejoras salariales y en la introducción de
modernas legislaciones sociales, así como en el crecimiento exponencial de los afiliados sindicales, capaces de actuar
con mayor libertad en el nuevo contexto, alcanzando hacia 1946 casi los cuatro millones de personas. Sin embargo,
pronto el clima cambió y en América Latina se destiñó hasta transmutarse en una década de restauración autoritaria,
que cubrió la mayor parte de los países del área en los años cincuenta, desde Perú y Venezuela -donde en 1948 las
propias fuerzas armadas, de las cuales habían salido los oficiales reformistas pocos años antes, pusieron brusco fin a
aquella breve experiencia-, a varias naciones de América Central, en las que, salvo en Costa Rica, la brisa democrática
fue mermando hasta casi desaparecer. Desde la Argentina, donde Perón no tardó en manifestar sus rasgos
dictatoriales (Zanatta gorila), a México, donde el régimen nacido de la revolución selló las puertas de su monopolio
político. También fue así en Chile y Brasil, que, en el afán de conservar sus regímenes democráticos, los blindaron
adoptando duras medidas contra partidos y sindicatos comunistas. Por su parte, en Cuba, en 1952, Fulgencio Batista
puso fin a un convulsionado decenio democrático; en Guatemala fueron los Estados Unidos quienes decretaron el fin
de una experiencia que se les había tornado inquietante. En Washington, a medida que se imponía la Guerra Fría, la
unidad antifascista fue poco a poco reemplazada por la unidad anticomunista.
La declinación de la democracia política no dejó indemnes a las organizaciones sindicales, sujetas a menudo a severas
restricciones, legislativas o represivas, aunque en los países donde se insertaron regímenes populistas, como en la
Argentina, México, Bolivia y Brasil, fueron en su mayoría unificadas bajo el ala del estado. Con ello, los trabajadores
obtuvieron efectivos beneficios sociales, pese a que los sindicatos tendieron a transformarse en correas de
transmisión de la política del gobierno antes que en representantes de los asalariados en los conflictos con las
patronales. Además, varios se convirtieron en corpulentos aparatos de poder privados de democracia interna,
dependientes de las corporaciones de mayor peso en el seno de los regímenes populistas. La confrontación política e
ideológica entre las dos grandes potencias y sus sistemas económicos y sociales en muchos casos sirvió como
legitimación de la reacción de fuerzas que en América Latina creían tener buenos motivos para clausurar o imponerle
serios límites a la incipiente democratización. La frágil cultura democrática de la región en todos los niveles de la
escala social, donde la persistencia del imaginario organicista y la tendencia a ejercer el monopolio del poder fueron
potentes obstáculos para la consolidación de regímenes políticos democráticos y pluralistas. En segundo lugar, las
débiles instituciones representativas llamadas a metabolizar aquella demanda de participación, tan grande como
repentina. En tercer lugar, la reacción social de los sectores medios y burgueses ante la marea creciente de
radicalismo plebeyo, todo lo cual volvía la democratización bastante menos prometedora de lo imaginado, ya fuera
porque solía estar teñida de violencia, corrupción e inestabilidad, o porque en muchos casos asumía la forma del
populismo, el cual, como se ha visto, conjugaba la integración social con el autoritarismo político, y trocaba el
pluralismo por la intolerancia, desencadenando así escaladas peligrosas y destructivas entre facciones contrapuestas.
Sobre la efervescencia política de la posguerra cayó una pesada tapa de acero que, al saltar hecha añicos algunos
años más tarde, dejó fluir una realidad aún más ingobernable. Una realidad que la democracia liberal y sus frágiles
raíces en aquella sociedad y aquella cultura política no pudieron ni supieron absorber, a tal punto que dieron
comienzo a la época de la revolución y la contrarrevolución.
La violencia en Colombia
Por diversos motivos, el caso más extremo en América Latina en la época fue el de Colombia, donde el desafío
lanzado por el líder populista Jorge Eliécer Gaitán al orden político tradicional dominado por conservadores y
liberales fue tronchado por su asesinato en abril de 1948. A este crimen siguió una enorme violencia, donde los
crónicos enfrentamientos entre guerrilleros de uno y otro partido causaron un gran número de víctimas -más de 200
000 según algunas estimaciones-. Colombia emergió en 1958, cuando los dos principales partidos buscaron la
conciliación e institucionalizaron su reparto del poder. Así, el caso colombiano muestra la otra cara de la edad
populista: la de lo que sucede cuando el populismo es bloqueado al nacer y cuando sus instancias de integración
social quedan sin respuesta, en la medida en que los partidos tradicionales no quieren o no saben hacerse cargo. El
resultado fue la conservación de la democracia representativa, aunque de bases sociales restringidas y sujetas a
enormes presiones, que desde entonces agitan la historia política de Colombia más que la de cualquier otro país del
subcontinente.
Fue entonces, en especial en 1948, al asumir la dirección de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de
las Naciones Unidas, que el economista argentino Raúl Prebisch sentó las bases teóricas del modelo ISI -basado en la
industrialización por sustitución de importaciones-, que en los años sesenta tomó el nombre de Teoría de la
Dependencia. Según esta, la estructura del intercambio internacional era la causa de la desigualdad entre el centro y
la periferia del sistema económico mundial y de la brecha que tendía a ampliarse cada vez más entre unos y otros. En
su base se identificaba un constante y progresivo deterioro de los términos del intercambio en perjuicio de los países
periféricos (y por ende de América Latina), por lo cual se requerían cada vez más bienes exportados para adquirir de
los países más avanzados una misma cantidad de bienes elaborados, a medida que las innovaciones tecnológicas
incrementaban el valor, en su mayoría retenido en las economías del norte bajo la forma de ganancias y altos
salarios. Esta teoría propuso una vía de desarrollo orientada hacia el ámbito interno, centrada en medidas
proteccionistas, en el crecimiento del mercado local y la integración económica regional. Dichas medidas inspiraron
las políticas económicas de los gobiernos de la época. Lo que con el tiempo se convirtió en el “modelo ISI”, que
reemplazó a aquel basado en la exportación de materias primas (definitivamente en crisis), en realidad ya había
tomado su lugar de un modo espontáneo antes de que se lo conceptualizara como tal. Había sido estimulado por los
límites del viejo esquema, puestos de manifiesto durante la Primera Guerra Mundial; también influyeron la crisis de
1929 y la Segunda Guerra. Finalmente, en los años cuarenta y cincuenta, se convirtió en hegemónico en gran parte
de la región. Ello no implica que la industria se transformara en todas partes en el sector conductor de la economía,
puesto que el modelo podía echar raíces en especial en los países que más habían crecido en el pasado y en los que
hubiera capitales disponibles o con un mercado interno suficiente para alimentar la industrialización. Ejemplos de
ello eran la Argentina, Brasil, Chile y México, en los cuales, a mediados de los años cincuenta, la industria contribuía
al producto nacional en más de un 20%, duplicaba la de la mayor parte de los países andinos y más aún la de los de
América Central. No obstante, esto no implica que la transición de un modelo económico basado en las
exportaciones de materias primas a uno centrado en la producción de bienes para el mercado interno resolviese la
crónica vulnerabilidad de las economías latinoamericanas. La industria sustitutiva se concentró en sectores de escaso
valor agregado e innovación tecnológica reducida, y fueron aún más escasos los pasos hacia adelante en los ámbitos
clave de la industria pesada y de punta, donde, por ende, no disminuyó la dependencia respecto de las potencias
económicas más avanzadas. En ese sentido, las ayudas y estímulos económicos o tecnológicos provistos por los
Estados Unidos durante la guerra para incentivar la producción de materias primas estratégicas con fines militares
tuvieron una importancia considerable para la expansión de las industrias latinoamericanas. En el decenio posterior
a la Segunda Guerra Mundial, la economía se desarrolló impulsada, en particular en los primeros años, por la elevada
demanda mundial de bienes primarios latinoamericanos, que luego disminuiría a medida que varias economías se
recuperaban de los desastres de la guerra, hasta que, hacia mediados de los años cincuenta, sobrevino un sustancial
estancamiento. Sin embargo, el crecimiento no fue sostenido dado que, deducida la elevada tasa de crecimiento
demográfico prevaleciente en la época, alcanzó apenas un 2% anual, ni tampoco fue equilibrado respecto de los
distintos sectores productivos. Tanto se expandieron la industria y el sector minero como se desaceleró la agricultura,
afectada en gran parte del continente por una pésima distribución de la tierra, concentrada en latifundios, y víctima
de su escasa utilización, fruto de dicha concentración. Por esta razón no se allanó el camino a una revolución agrícola
dirigida a mejorar la productividad de la campaña, ni fue posible absorber el crecimiento de la población, que tendió
a derramarse, cada vez con mayor intensidad, hacia las grandes ciudades. Estas urbes adquirieron definitivamente los
típicos rasgos de las grandes metrópolis y se convirtieron en escenarios de enormes contradicciones sociales. A fines
de los años cincuenta, dicha política comenzó a manifestar graves limitaciones, en especial cuando la exportación
comenzó a estancarse y América Latina empezó a perder cada vez más su parte en el mercado mundial.
Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los cambios sociales asumieron un ritmo cada vez más
frenético. Comenzó una transformación que, en el lapso de casi dos décadas, le confirió a América Latina las
connotaciones sociales que la caracterizan hasta hoy. El dato más sorprendente es el de la población, que creció a un
ritmo sostenido en los años cuarenta (al parecer hasta un 2,3%), e incluso más en los años cincuenta, cuando la tasa
de crecimiento llegó al 2,7%. En virtud de ello, los latinoamericanos, que eran cerca de 126 millones en 1940,
pasaron a ser 159 millones diez años más tarde y 209 millones en 1960. Ello no se debía tanto al empuje recibido por
la oleada inmigratoria, la cual sí se disparó en la Argentina y sobre todo en Venezuela. El verdadero incremento tuvo
lugar donde el aumento poblacional había sido lento: México, América Central, Brasil y el área andina. Esto ocurrió
debido a la brecha, cada vez más acentuada, entre las tasas de mortalidad, que tendieron a caer acercándose a veces
a la media europea, y las tasas de natalidad, que continuaron siendo muy elevadas. Las consecuencias de aquel
crecimiento no tardaron en manifestarse, ya en forma virtuosa, dado que en promedio la esperanza de vida de la
población creció, ya en forma peligrosa, desde el momento en que la campaña fue incapaz de absorber la enorme
masa juvenil que pronto se volcó al mercado de trabajo.
La urbanización, más rápida, extendida y masiva, fue la nota dominante de esa época. Durante su transcurso, se
asistió a una verdadera carrera hacia la ciudad, de efectos profundos y duraderos, que configuró un cuadro general
confuso, que presagiaba tensiones sociales cada vez más intensas. No sólo porque por lo general tendieron a crecer
unas pocas ciudades por país, absorbiendo un porcentaje exorbitante de la población, pero sin ser realmente capaces
de preparar a tiempo las obras de infraestructura, o las redes cloacales e hídricas, con el resultado consabido de que
los barrios marginales se expandieron en forma desmesurada, sino también porque el abandono progresivo del
campo era un signo evidente del problema en países que aún dependían en gran parte del fruto de sus productos. La
brecha entre ciudad y campo se profundizó y se puso de manifiesto en la disparidad abismal entre los indicadores
sociales, en dos contextos: en los datos sobre la mortalidad infantil, la escolarización, el acceso al agua potable y
demás, mucho mejores en los centros urbanos que en las zonas rurales, y dentro de las mismas ciudades, en las
diferencias de zona a zona y de barrio a barrio, que se tornaban más aguzadas a medida que crecía la distancia entre
ingresos, por un lado, y entre clases, etnias y culturas, por otro. Sólo una pequeña parte de la población urbanizada
encontró trabajo en las fábricas, los talleres, o en sectores productivos; en cambio, la mayoría se quedó sin ingresos o
acabó en el rubro de servicios. Otros más afortunados ingresaron a la gran maquinaria clientelar del empleo público,
utilizado a menudo como amortiguador social, poco o nada productivo y en general causa de crecientes abismos en
las cuentas públicas (o sea, ñoquis). Lejos de promover una mayor homogeneidad social, una de las más inmediatas
consecuencias de la modernización fue traer a la superficie las antiguas y profundas segmentaciones de estas
sociedades heterogéneas. A esto se sumaban los problemas de seguridad e integración, criminalidad y mortalidad,
que pronto indujeron a reacciones conservadoras y a reclamos de orden por parte de los otros sectores sociales, en
particular de las clases medias, quienes más temieron los efectos de aquel repentino crecimiento de una sociedad de
masas, fuera del control de la autoridad o incluso activada por los gobiernos populistas (los gorilas de siempre).
Así como el modelo económico tendía a proyectarse hacia lo interno, y mientras los cambios sociales alumbraban por
doquier el problema de la integración nacional de las masas, en términos ideológicos la nota dominante de la época
fue el nacionalismo. Este dejó de ser sólo una corriente ideológica y política entre otras de distintos orígenes, e
impregnó cada vez más a fondo el entero panorama ideológico. Se convirtió entonces en una suerte de trasfondo
imprescindible en toda disputa y en un nexo entre ideas que parecían en las antípodas, como socialismo y
nacionalismo - los cuales, de hecho, tendieron a confluir en el seno de amplios movimientos populistas-. Comenzaron
entonces a destacarse un socialismo nacional, un catolicismo latinoamericano, un modelo de desarrollo adaptado a
la región y a su peculiaridad, y así sucesivamente. Este proceso culminó en las doctrinas nacionales que los
movimientos populistas, entonces más en boga que nunca, pretendieron encarnar. El segundo elemento clave para
orientarse en el panorama ideológico de la posguerra es la cuestión social. Si el principal frente de disputa había sido
durante mucho tiempo el religioso, y si, primero durante los años treinta y después con la Segunda Guerra, se habían
impuesto en América Latina las confrontaciones universales entre fascismo y democracia, en la posguerra el
horizonte fue ocupado por la moderna cuestión social. Algo inevitable, por otra parte, en un continente en el que
esta se volvía cada vez más urgente, a la luz de las transiciones hacia la sociedad de masas. Así, durante veinte años,
nacionalismo y cuestión social se impusieron sobre el trasfondo de la lucha política e ideológica de la época. En
principio, en casi todas partes se consumó la declinación del liberalismo, al menos en su versión doctrinaria
elaborada por las elites intelectuales decimonónicas. De ese modo se vio confirmado su fracaso en gran parte de
América Latina, en especial debido a su incapacidad para guiar la transición hacia la democracia política y la inclusión
social. En este marco, tendieron a aparecer como sus abanderadas algunas voces de distinto origen, que se
esforzaron por adecuarlas a los imperativos nacionales y sociales de la época. Tal fue el caso delos jóvenes que en
1957 fundaron la Democracia Cristiana en Chile, una corriente minoritaria que intentó conciliar la tradición
corporativa católica con la democracia liberal.
El marxismo tampoco tenía motivos de festejo, no sólo porque la oleada anticomunista que barrió el área tras la
guerra había impedido su acción y organización, sino porque, en su versión internacionalista, modelada sobre la
horma atea y materialista del canon soviético, se mostró poco atractivo para atraer a las masas -salvo en raras
ocasiones, en las que, sin embargo, su desempeño electoral, pese a verse beneficiado por el prestigio de la Unión
Soviética durante la posguerra, raramente alcanzó el 10%-. No es casual que los movimientos populistas en ascenso
les arrebataran las bases proletarias a los dirigentes e intelectuales marxistas, lo cual indujo al marxismo
latinoamericano a nacionalizarse para entrar en sintonía con las masas que ambicionaba representar, evitando así el
aislamiento y la marginalidad. En muchos casos, también lo incitó a ingresar en las filas de los movimientos o
sindicatos de tendencia populista. Al nacionalizarse, también se convirtió en la vía de la conciliación con el imaginario
popular, que en América Latina permanecía inficionado de organicismo católico, con el que pronto encontró muchos
puntos de contacto. Aunque el resultado de los fenómenos que aspiraban a encarnar la identidad nacional y
monopolizar el poder era la instauración de regímenes autoritarios, ello no quita que tanto ellos como la ideología
que profesaban fuesen muy populares, a tal punto que, al contar con el apoyo de buena parte de la población, en
especial de las clases medias bajas, y ser capaces de imponerse en elecciones libres, ocuparon todos los resquicios
del poder. Sobre el prototipo de esos regímenes, el más maduro y completo fue el peronismo argentino y su doctrina
denominada ‘Justicialista”.
En definitiva, lo que llamamos “populismo” era en realidad la vía latina a la democracia y a la justicia social; una vía
extraña y adversa tanto al comunismo ateo y estatista como al capitalismo y la democracia liberal del mundo
protestante anglosajón. Se trataba de una tercera vía católica, puesto que católica era la más profunda fibra de la
civilización latinoamericana. El peronismo nació y perduró como un gran movimiento popular, cuyo núcleo más
activo y sólido fue la clase obrera. A ello es preciso añadir que, como movimiento nacional y no como partido de
clase o ideológico, tendió a englobar en sus bases a sectores muy heterogéneos e incluso enfrentados entre sí. De
hecho, atraídos por su nacionalismo o por los intereses que favorecía, ingresaron a sus filas radicales y
conservadores, miembros de las elites provinciales y de la burguesía urbana, empresarios y profesionales. En lo que
respecta a la política social, propició la distribución de la riqueza a favor de los sectores populares, logrando elevar el
poder adquisitivo de los salarios o incrementando las prestaciones sociales, así como garantizando créditos
accesibles a la industria nacional. En general, las condiciones de vida de las clases populares conocieron en los
primeros años del peronismo una mejora neta, aunque ya alrededor de 1950 su política social comenzó a mostrar
graves fisuras. Finalizado el boom económico, se hizo evidente la falta de sustento de dicha política, dados los
enormes costos y derroches y las actitudes parasitarias () que había incentivado, de las cuales eran reflejo el
ausentismo galopante, la bajísima productividad y el anormal crecimiento del aparato estatal. En otro aspecto, los
pilares de la política económica peronista fueron los típicos del modelo ISI, el estado y la industria, y la principal
modalidad para aplicarla fue la planificación. Fue tarea del estado proteger el mercado interno, estimular el
crecimiento por medio de los instrumentos del crédito y el gasto público, tomar posesión de la infraestructura clave a
través de nacionalizaciones (desde los teléfonos hasta el ferrocarril) y, en general, transferir recursos del sector
exportador a las clases urbanas y la industria. Todo ello fue llevado a cabo a través del Instituto Argentino de
Promoción del Intercambio (IAPI), que entre tantas otras funciones tenía la de adquirir granos y carnes a los
productores a precios bajos para revender a precios mucho más altos en el mercado mundial, por lo que el gobierno
podía utilizar luego las sustanciosas ganancias para financiar la inversión y el gasto públicos, las prestaciones sociales,
el consumo, etcétera. En cuanto a la industria, su proliferación fue para Perón un objetivo tanto económico, puesto
que estaba convencido de que no habría desarrollo sin industrialización; como político, porque como buen militar,
veía en la industria el necesario soporte de la soberanía nacional, la base sin la cual la Argentina quedaría a merced
de las economías extranjeras y no tendría la fuerza suficiente para agrupar a su alrededor a las otras naciones de la
región. Se trataba de un autoritarismo popular, o una tiranía de la mayoría, puesto que fue invocando la voluntad del
pueblo que el peronismo amordazó a la oposición, monopolizó la información, impuso la obediencia a la primera
magistratura, purgó a fondo el sistema educativo y trató por todos los medios de asegurarse la plena adhesión de la
iglesia y las fuerzas armadas, las dos potentes corporaciones que tanto lo habían apoyado en su lucha por erradicar
las bases del régimen liberal de la Argentina. En tanto no se convirtió en un régimen de partido único, el peronista
creó un embrollo tan inextricable entre el estado y el partido que llegaron a asemejarse sobremanera. Sin llegar a ser
un verdadero régimen totalitario, no hay duda de que su vocación de concentrar los poderes e impregnar con su
ideología todos los ámbitos sociales demostró que iba en esa dirección. De estas y otras tendencias fue expresión su
ideología, que Perón llamó ‘Justicialismo”, cuyas premisas eran la soberanía política, la independencia económica y la
justicia social. Más allá de eso, su doctrina pretendió erigirse en una Tercera Posición, en el plano interno y en el
internacional, entre el Occidente liberal y el Oriente comunista. A tal punto que se proclamó hostil al individualismo y
al colectivismo, a la civilización protestante y a la atea, con las cuales identificaba a las dos grandes potencias.
Mientras, indicaba el retorno a una sociedad impregnada de valores comunitarios, hijos de la civilización católica, a la
que Perón nunca, ni siquiera cuando se enfrentó con la iglesia, dejó de invocar como fundamento de su propia
doctrina. Emblema de su ideología fue el objetivo de crear una comunidad organizada, en la cual el pueblo estuviera
unido política y espiritualmente en el peronismo, y organizado en corporaciones, también peronistas, dentro de las
cuales Perón trató, con resultados diversos, de incluir a los diferentes sectores de la población. A la cabeza de aquel
organismo social reconducido a su unidad primigenia y enmendado de las divisiones infligidas por la modernidad,
Perón se erigía en jefe indiscutido y carismático, autorizado a la reelección por la reforma constitucional de 1949.
Se ha afirmado también que el de Perón fue en realidad un peculiar régimen bicéfalo; no menos potente e incluso
más popular, figuró hasta su muerte precoz en 1952 su mujer, Evita <3, la cual entró en el mito y la devoción . Sin
embargo, Eva fue un personaje mucho más complejo y controversial de lo que el mito indica, ya que en realidad
ejerció, en el más absoluto y arbitrario de los modos, un enorme poder político. Se trataba de un poder organizado
en el Partido Peronista Femenino, a través del cual canalizó el voto de las mujeres, que había contribuido a hacer
aprobar, y en la potente Fundación Eva Perón, que se extendería al vértice de los sindicatos (la CGT) y a los poderes
públicos en general, en los que contaba con innumerables fieles.
En general, Eva Perón encarnó el alma más popular, aunque más maniquea del peronismo, en la medida en que era
capaz de encender el entusiasmo de las multitudes, pero de una forma tan violenta que le restaba simpatías y
consensos, en especial entre las corporaciones eclesiástica y militar, que le habían tomado inquina. En este sentido,
Eva imprimió al peronismo una suerte de hálito religioso que le confirió una fuerza extraordinaria, aunque, en su
milenarismo, representó el alma más totalitaria, que, al reducir a cenizas toda forma de mediación política, aisló al
peronismo en su popularidad. Esto se prolongó hasta que, muerta Eva y con una economía que requería ajustes, la
pretensión peronista de hacer del justicialismo una suerte de religión política resultó en un violento conflicto con la
iglesia católica, la cual se sintió traicionada por un movimiento en el que había vislumbrado cierta voluntad de llevar
a cabo una política católica, pero que había acabado por querer absorber a la propia iglesia en nombre de su
catolicidad. En dicho conflicto, la causa de la iglesia halló el apoyo decisivo de las fuerzas armadas, que derrocaron a
Perón. El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina bombardearon y ametrallaron la Plaza de Mayo y la Casa de
Gobierno. Los bombardeos provocaron la muerte de 364 civiles, además de numerosos heridos.
Aquello que los populismos combatían y el modelo ISI confrontaba, es decir, la hegemonía estadounidense en
América Latina, se afirmó tras la guerra en el plano geopolítico, básicamente en el de la seguridad, aunque no sin
traspiés ni resistencia. No obstante, fue en ese momento cuando el nuevo equilibrio mundial creó las condiciones
para que dicha hegemonía se expresase en forma más extendida y profunda que en el pasado, no sólo por el
superpoder global que los Estados Unidos detentaban en el terreno económico y militar, sino también porque Europa
se había convertido en un socio menor para América Latina y la Unión Soviética no estaba en condiciones de pesar
sobre los destinos de un área tan remota. Ese contexto permitió la institucionalización de las relaciones
interamericanas y la creación de instituciones hemisféricas permanentes, de las que todos los estados del área
entraron a formar parte. Con ello, se consolidó el objetivo histórico de los Estados Unidos de hacer de las Américas
una comunidad de defensa; un continente unido por el principio de que la seguridad de cada uno de sus miembros
era vital para todos los otros y que, por ende, cualquier amenaza a alguno de ellos debía entenderse como un peligro
para el hemisferio en su totalidad. Se trataba, no obstante, de una idea indigesta a los nacionalismos
latinoamericanos de toda clase, que jamás la hicieron propia. Panamericanismo y anticomunismo fueron los puntos
cardinales de la política hemisférica de los Estados Unidos, en íntima conexión entre sí.
En lo que comprende al panamericanismo, sus etapas fueron tres. La primera en 1945, cuando las Actas de
Chapultepec establecieron los principios generales de la nueva comunidad hemisférica: igualdad jurídica entre todos
los estados, no intervención en los asuntos extranjeros, seguridad común. La segunda, en 1947, cuando en Río de
Janeiro las naciones americanas crearon el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), un pacto militar
basado en el principio de que un ataque a uno de los estados miembros justificaría la reacción de los otros. Dicho
pacto legitimó la tutela militar de los Estados Unidos contra toda eventual amenaza comunista, real o no, pero su
influjo fue en parte limitado por la resistencia de algunos países, como la Argentina y México, que se reservaron el
derecho a decidir en cada caso su participación en la respuesta colectiva. La tercera etapa, en 1948, fue la fundación
de la Organización de los Estados Americanos (OEA), durante la Conferencia de Bogotá, con la que el sistema
interamericano asumió su ropaje institucional. En lo que respecta al anticomunismo, no hay duda de que, con la
incidencia de la Guerra Fría, se volvió una prioridad estratégica estadounidense para la región. No es que ello no
fuera compartido por la mayor parte de los gobiernos de América Latina, conservadores o populistas. Para
comprender la naturaleza del anticomunismo en América Latina, ya sea del alentado por los Estados Unidos o del que
hundía profundas raíces en la cultura política de la región, es preciso considerar que no solía presentarse tanto como
reacción a la amenaza de una potencia externa, sino más bien como la forma prevaleciente que tomaba por entonces
la reacción contra un enemigo interno, el cual comenzó a ser visto bajo el color que exhibía en la militancia, o en su
tendencia a confluir con el nacionalismo. En términos concretos, sin embargo, las presiones de los Estados Unidos,
por un lado, y el anticomunismo de muchos gobiernos latinoamericanos, por el otro, crearon el clima para que en
numerosos países los partidos comunistas fuesen puestos fuera de la ley o sujetos a restricciones; para que, salvo
raras excepciones, una gran parte de ellos rompiese relaciones con la Unión Soviética; y para que encontrase apoyo
el esfuerzo de los sindicatos estadounidenses por fundar una Confederación Sindical hemisférica que pudiera
contener a la guiada por Vicente Lombardo Toledano, cercana a Moscú.
Guatemala se destacaba por la rigidez de la segmentación social, que separaba a la mayoría indígena de la oligarquía
criolla, y también por la elevada concentración de la tierra, la pobreza extrema y la dependencia de la exportación de
productos tropicales, en su mayoría explotados por las grandes compañías estadounidenses, como fue el caso de la
United Fruit Company. Esta empresa había creado cierta infraestructura moderna útil para su comercio, pero
también poseía enormes extensiones de tierras prácticamente exentas del control del estado. En Guatemala se vivió
una estación de democratización e integración social. Caída en 1944 la larga dictadura que había dominado los años
treinta, se estableció un gobierno constitucional que amplió la participación política a las mujeres y los analfabetos.
Presidente desde 1951, el coronel Arbenz introdujo un cambio radical mediante una reforma agraria dirigida a
recuperar parte de las tierras de la United Fruit para distribuir entre los campesinos, medida a la que se opuso la
compañía con su enorme poder y que generó un conflicto sobre la indemnización con el gobierno de los Estados
Unidos, colmado de personajes vinculados a la empresa. La democracia guatemalteca se reveló frágil. Por un lado,
estaba sujeta a la reacción social de las elites y, por otro, a la creciente tendencia del gobierno a monopolizar el
poder, presionando a la prensa, los sindicatos y el Parlamento. En el contexto de la Guerra Fría, Eisenhower comenzó
a ver a Guatemala como una evidente amenaza comunista, mucho más sospechosa aún debido al papel asumido por
el pequeño Partido Comunista local, que apoyaba a Arbenz. De ahí a la decisión de ordenar una acción conducida por
una facción de militares guatemaltecos financiados por los servicios secretos estadounidenses faltaba sólo un paso,
que fue dado en 1954. Sin embargo, los Estados Unidos no pudieron cantar victoria por el orden restaurado, ya sea
porque Guatemala no cesó de ser un foco de inestabilidad, ya porque ese precedente le confirió rasgos más radicales
al proceso que vino a continuación: Cuba.
Todo esto no impidió que la hegemonía estadounidense encontrase serios obstáculos. Ya sea porque trató de
obtener ventajas, ya porque contra aquella hegemonía no cesaron de crearse reacciones en su seno, de las cuales el
comunismo fue el emblema, que de hecho heredaba y desplegaba las más antiguas y profundas raíces del
antiamericanismo hispánico y católico. Además, en él tendían a menudo a confluir los nacionalismos antes dispersos,
de derecha e izquierda, económicos y políticos, espirituales y culturales, todos mancomunados en la aversión a los
Estados Unidos y a la civilización que representaban, es decir, unidos en lo que llamaban “antiimperialismo”. De
aquellos obstáculos, el mayor fue la Argentina de Perón: debido a su política de la Tercera Posición, por su esfuerzo
de exportar el peronismo y crear un frente latinoamericano hostil a los Estados Unidos, y como emblema de la
convergencia en el populismo del nacionalismo de derecha y de izquierda. Por un lado, las ideas y la propaganda
peronistas hallaron un terreno fértil donde arraigarse. No obstante, muchos gobiernos reaccionaron con temor ante
las ambiciones hegemónicas argentinas, lo que los empujó aún más hacia los Estados Unidos, en busca de
protección. Sin embargo, derrocado Perón, no desaparecieron los fantasmas que su gobierno había movilizado en
Washington. En todo caso, tendieron a regresar en diferentes formas y estilos, en los más variados lugares: en Bolivia
y en Guatemala, en Perú y Venezuela, donde en 1958 el presidente Richard Nixon arriesgó su incolumidad a causa de
las protestas antiamericanas. Y, finalmente, en Cuba, donde el 10 de enero de 1959 triunfó la revolución.
Capítulo 8
El ciclo revolucionario
En 1959, la revolución cubana echó fuego a la pólvora de un ciclo revolucionario que se prolongaría durante veinte
años. Acentuados por la Guerra Fría y el conflicto ideológico que la caracterizaba, los efectos a menudo traumáticos
de las rápidas transformaciones sociales de la posguerra y el frecuente colapso de las instituciones democráticas bajo
el peso del militarismo o del populismo alimentaron, en la década de 1960, un clima imbuido de utopías
revolucionarias y violentas reacciones contrarrevolucionarias. Desde la revolución cubana de 1959 hasta la
revolución sandinista en Nicaragua veinte años después, América Latina vivió una larga etapa revolucionaria.
La revolución llevada a cabo en Cuba -cuya fecha hito es ello de enero de 1959- bajo la guía de Fidel Castro tuvo
diversas causas que la inscriben como un caso peculiar en el panorama de las revoluciones socialistas del siglo xx.
Entre ellas se destaca la cuestión irresuelta de la independencia cubana y las relaciones con los Estados Unidos a
partir de 1898, cuando la isla fue emancipada sólo para caer bajo una suerte de protectorado político, económico y
militar estadounidense. A dicho panorama se sumaba la grave cuestión social: la expansión del cultivo de caña de
azúcar y de las relaciones de producción capitalistas en el campo había convertido a la mayoría de los campesinos en
braceros, desocupados durante gran parte del año, cuando el trabajo en los cultivos se detenía. El peso del capital
estadounidense en la economía de la isla transformó la cuestión social y la cuestión nacional en caras de una misma
moneda. A tales causas se añadió el golpe de Fulgencio Batista, que clausuró los canales de la democracia
representativa y empujó a la insurrección a la generación de jóvenes nacionalistas que se enfrentaba en la escena
política.
Las principales etapas que hasta 1959 constelaron la marcha triunfal de la revolución estarán ligadas al nombre de
Fidel Castro: desde el fallido asalto al cuartel Moncada en 1953 a la sucesiva fundación del Movimiento 26 de Julio y
desde la expedición del Granma en noviembre de 1956 a la creación del foco guerrillero en la Sierra Maestra, donde
él y otros “barbudos”, entre los cuales se destacarían el comandante Raúl Castro, Ernesto “Che” Guevara y Camilo
Cienfuegos, echaron las bases del éxito militar junto al nuevo orden revolucionario. A la victoria de la revolución
contribuyeron también otras numerosas fuerzas y factores, en particular la extrema polarización causada por el
gobierno autoritario de Batista y su brutal violencia. Esto les permitió a los guerrilleros de la Sierra reunir, en torno a
la inevitabilidad de la vía insurreccional y a la preeminencia de la guerrilla rural sobre la lucha de masas en la ciudad,
a las fuerzas más variadas y dispares.
Muchos de ellos, sin embargo, abandonaron el proceso o fueron marginados y acabaron por combatir la revolución
cuando Castro, tras una fase inicial en la cual consintió la formación de un gobierno moderado, se comprometió con
decisión en el camino de la revolución social y del antiimperialismo militante, en la patria y en el extranjero, dejando
de lado el compromiso de restablecer la democracia parlamentaria y el imperio de la Constitución de 1940. La
revolución adoptó reformas económicas, sociales y políticas que con el tiempo se asemejaron al modelo socialista,
coronadas con la explícita adhesión a los principios del marxismo-leninismo y al Iado soviético en la Guerra Fría tras
el intento de invasión patrocinado en abril de 1961 por los Estados Unidos en Bahía Cochinos.
La revolución se llevó adelante mientras la oleada autoritaria iniciada un decenio antes estaba en pleno reflujo, es
decir, cuando la mayor parte de los países en los que había golpeado había vuelto a gobiernos constitucionales: de
Perú a Colombia, y de Venezuela a la Argentina. Caído Fulgencio Batista en Cuba, quedaban pocas dictaduras
verdaderamente tales, y sólo perduraban en países pequeños y poco desarrollados, como Paraguay, Haití, Nicaragua
y El Salvador. Pronto, una larga y poderosa oleada de convulsiones políticas y sociales tumbó gran parte de las
democracias, incluso algunas antiguas y sólidas como las de Chile y Uruguay.
Las primeras guerrillas fueron rurales y estaban inspiradas en lo ocurrido en Cuba, a través de la doctrina del foco
guerrillero elaborada por Guevara -el médico argentino que tan destacado papel había cumplido junto a Fidel
Castro-, sobre la base de la cual la voluntad y motivación ideológica de un núcleo de combatientes decididos y
disciplinados serían suficientes para provocar en el campo, sujeto a tan graves injusticias, la chispa capaz de encender
el incendio revolucionario, sin necesidad de atender, por tanto, a las condiciones objetivas postuladas por el
marxismo clásico. Estas guerrillas no obstante fallaron en todas partes: en Guatemala y Perú, en Venezuela y Bolivia
(donde en 1967 fue asesinado Guevara). Sólo en Nicaragua se crearon, en los años setenta, las condiciones para el
triunfo de una guerrilla de aquel tipo, cuando la dictadura de la familia Somoza acabó por aislarse de sus aliados
externos e internos, hasta caer bajo los golpes del vasto frente opositor conducido por los sandinistas en 1979.
En los años setenta, mientras los movimientos armados de tipo rural morían o languidecían, nacían otros nuevos en
los países más desarrollados de la región, en los que predominaban las bases urbanas y estudiantiles. En algunos
casos nacieron de las costillas de los viejos movimientos populistas y en lucha contra los regímenes militares, como
los Montoneros argentinos o los grupos surgidos en Brasil entre los años sesenta y setenta, ligados al Partido
Comunista; en otros, debido a la desilusión ante el reformismo de los partidos tradicionales, como los Tupamaros
uruguayos.
En este marco, es posible identificar numerosos ejemplos de la vitalidad del populismo como respuesta a las
transformaciones y los conflictos en curso. De tendencia análoga, aunque expresada de diversas formas, fueron los
numerosos populismos militares -dictaduras imbuidas de nacionalismo y defensoras de la integración social de las
masas- que tendrían cabida en muchos países donde antes el populismo había sido frustrado. Tales fueron los casos
del Perú del general Velasco Alvarado, que aplicó la reforma agraria, o el Panamá del general Ornar Torrijos, quien se
propuso mejorar las condiciones de la población reapropiándose de la soberanía sobre el Canal y de la riqueza que
producía.
El crecimiento económico continuó siendo bastante débil: un poco más alto que en los dos decenios precedentes, en
términos absolutos, pero insatisfactorio dado que creció también la población. En síntesis, el nivel medio de
crecimiento de la economía continuó rondando 12% anual: demasiado poco para una región en la cual las masas
presionaban en busca de ocupación y la expectativa de ascenso social de los sectores recientemente urbanizados
permanecía frustrada. Se consolidó en América Latina un perfil social peculiar, más semejante al de las áreas
periféricas que a la típica pirámide de la sociedad europea; un perfil en el cual el proletariado urbano no ocupaba los
escalones más bajos de la pirámide social, donde en cambio yacían las muchedumbres del subproletariado,
incrementado por doquiera y con rapidez a partir de 1960.
También hay que agregar que el caudaloso flujo de capitales extranjeros invertidos en aquellos años en la economía
de la región acrecentó la dependencia, lo cual, a pesar de sus efectos virtuosos en términos de ocupación y
transferencia de tecnología, alimentó el nacionalismo antiimperialista de las corrientes revolucionarias. Finalmente,
la concentración de la riqueza, lejos de reducirse, creció aún más, y en algunos casos alcanzó extremos sin igual,
como ocurrió en el Brasil de los años setenta, donde el 5% más rico de la población detentaba poco menos de la
mitad de la riqueza nacional, contra apenas el 3,4% en manos del 30% más pobre. Sin embargo, un panorama
económico y social de los años sesenta y setenta reducido a esos elementos sería parcial.
Las implosiones no se hicieron esperar, como tampoco faltaron grandes conflictos sociales, por demás crónicos. En
principio, estudiantiles, en las mayores ciudades de América Latina: desde Córdoba, en la Argentina, donde en 1969
las protestas cumplieron un rol clave al poner de rodillas al régimen militar del general Onganía, hasta Ciudad de
México, donde las reivindicaciones abrieron una brecha en la coraza del régimen instaurado desde la revolución, que
insistió, no obstante, en la utilización de la violencia. También se produjeron conflictos rurales por la recuperación de
tierras comunitarias o por la distribución de grandes propiedades parasitarias. A estos se sumaron conflictos
protagonizados por nuevos y amplios movimientos campesinos, a veces guiados por líderes sindicales o dirigentes
comunistas; más a menudo por sacerdotes o laicos a cargo de movimientos católicos, incluida la Acción Católica. De
estos fueron emblema las organizaciones campesinas que crecieron en el nordeste brasileño, el movimiento surgido
en el Cuzco en Perú, y los que se difundieron en México en los años setenta, o los sindicatos rurales que maduraron
en Chile durante la reforma agraria, entre muchos otros. No obstante, todos estos movimientos fueron doblegados
por la oleada contrarrevolucionaria que barrió la región en aquellos años, y a los que es común sumarles dos nuevas
dimensiones, destinadas a asumir mayor peso en el futuro. La primera es el indigenismo, entendido como
movimiento de reivindicación política y cultural de una específica comunidad étnica y cultural de origen
precolombino, que asomó en algunos grupos insurgentes, en especial en Bolivia. La segunda es el feminismo, más
político e intelectual pero minoritario, entre las mujeres instruidas de los sectores medios, y más cultural y espiritual
(y por lo tanto a menudo tradicionalista) entre las de los sectores populares, que tendría mayor influencia en las
corrientes populistas.
Entre fines de los años cincuenta y los años setenta cobraron forma y comenzaron a establecerse las premisas
intelectuales y maduraron las consecuencias políticas del pensamiento económico elaborado en la posguerra por la
CEPAL. Dichas concepciones señalaban la estructura del mercado mundial como el principal obstáculo para el
desarrollo de la periferia, de la que América Latina era parte, y al que suele referirse como estructuralismo. Este, sin
embargo, en el transcurso de su parábola sufrió también profundas críticas y significativos cambios, debidos en gran
parte a las corrientes que más impregnaron el panorama ideológico de la región en los años sesenta y setenta,
dialogando y confundiéndose entre sí: nacionalismo y marxismo.
En un primer momento, la corriente estructuralista asumió en América Latina la forma del denominado
"desarrollismo", teoría del desarrollo económico que inspiró a varios gobiernos, entre los cuales se destaca el de
Arturo Frondizi en la Argentina entre 1958 y 1962. Al igual que los populismos que los habían precedido y que en
todas partes pujaban por imponerse, también fundaban el desarrollo sobre la base de la industria, el papel motor del
estado y la protección y expansión del mercado interno. No obstante, a diferencia de aquellos, que habían hecho de
la distribución de la riqueza el foco de la propia ideología, al punto de sacrificar a veces la sustentabilidad económica,
el desarrollismo inscribía su principal objetivo político y fuente de su legitimidad en el desarrollo, dejando de lado la
típica sumisión populista de la economía a la política y profesando la virtud de la tecnocracia. Pronto, el desarrollismo
fue sometido a numerosas críticas. De parte de los liberales, se lo fustigó por doblegar y distorsionar las leyes del
mercado con el fuerte intervencionismo público, pero la voz liberal era tan débil en aquellos años que tuvo escasa
incidencia. Mucho más influyente fue la crítica marxista, que le imputaba en primer lugar su permanencia plena en el
ámbito de la economía capitalista, algo cierto, ya que el desarrollismo se proponía aprovechar lo más posible las
oportunidades del mercado mundial, en lugar de volverles la espalda en nombre del socialismo. Se trataba de atraer
la mayor cantidad posible de capitales del exterior para ampliar la industria nacional y volver más autónomo el
mercado interno, como sucedió con la instalación de las grandes empresas automotrices en la mayor parte de los
países latinoamericanos. Finalmente, a la crítica marxista se superponía la nacionalista, que acusaba al desarrollismo
de replicar los lineamientos del desarrollo occidental sin proponer una vía adecuada a América Latina y, por lo tanto,
de funcionar como instrumento de perpetuación del dominio imperialista. Así, a mediados de los años sesenta y a
partir de estas críticas, surgió la teoría de la dependencia, en la cual de un modo u otro abrevaron todas las
corrientes revolucionarias. Se trató de una teoría que desde el inicio se configuró como un esfuerzo por conjugar
marxismo y nacionalismo, o encaminar el desarrollo de América Latina hacia el horizonte revolucionario del
socialismo sobre la base del análisis de las "estructuras de dominación" en el seno de las sociedades
latinoamericanas y de la doctrina leninista sobre el imperialismo.
En los años sesenta y setenta, América Latina se vio desgarrada por una violenta confrontación entre visiones del
mundo inconciliables. Todos estaban convencidos de que, hasta que no se impusieran a sus adversarios, la paz y la
justicia no serían alcanzadas. Dada la dimensión de masas alcanzada por la sociedad y el boom de la escolarización, y
dada la cada vez más profunda diferencia de país a país, es comprensible que el panorama ideológico fuese variado,
aunque con algunos rasgos comunes. En términos generales, para los revolucionarios de la época la nota dominante
fue la apelación al marxismo y la difusión, a partir de los años sesenta, de la obra de Antonio Gramsci. En la
búsqueda de una vía nacional al socialismo, los marxistas de América Latina a menudo apelaron a ciertos rasgos de la
tradición nacionalista, la cual, a medida que crecían los conflictos y que el ciclo populista se cerraba, sometido a una
nueva oleada de militarismo, descubrió a su vez numerosos puntos de contacto con el marxismo, a tal punto que
resulta una empresa ímproba medir cuánto el marxismo se nacionalizó y cuánto el nacionalismo se empapó de
marxismo. Todo ello agudizó la obsesión por la difusión del comunismo en la región que, cómplice de la Guerra Fría,
indujo a sus enemigos al cada vez más brutal recurso a la violencia represiva.
Múltiples ideologías de origen marxista y nacionalista hallaron numerosos puntos de contacto en el boom de la
sociología y en su enorme influencia en América Latina, ejercida de modo directo e indirecto a través de los
sociólogos católicos o marxistas de Europa y los Estados Unidos. A la par de la teoría de la dependencia y de la
distinción entre democracia formal y democracia sustancial que pobló por entonces la vulgata revolucionaria, el auge
de la sociología validó la firme convicción de ambas corrientes de que el mal y las soluciones de los conflictos y las
injusticias que plagaban América Latina residían en las estructuras sociales y que las instituciones eran meras
superestructuras, apenas un reflejo de las relaciones de dominación social.
La Teología de la Liberación
Producto original de la reflexión teológica de un sector del clero latinoamericano, la Teología de la Liberación tuvo
sus raíces en la puesta al día eclesial promovida por el Concilio Vaticano" y luego por la " Conferencia del Episcopado
Latinoamericano, realizada en Medellín en 1968, que conjugó el esfuerzo de adaptar las enseñanzas conciliares a la
realidad continental, con el fermento social e ideológico de la época. Los teólogos de la liberación se propusieron
concientizar a los sectores populares sobre las injusticias sociales, en el seno de las comunidades eclesiales de base, a
través de pequeños círculos en los que la lectura de la Biblia era el instrumento para interpretar la realidad cotidiana,
los que se difundieron ampliamente en los años setenta y ochenta, en especial en Brasil, Chile, Perú y América
Central. Se trataba una teología fundada en la praxis, es decir, en la acción social, respecto de la cual el clero
desarrollaba no tanto una acción pastoral, sino más bien una obra de organización y guía intelectual. Esto la indujo al
rechazo de la tradicional distinción teológica entre la esfera natural y sobrenatural, ya emplear las categorías
analíticas caras a la teoría de la dependencia y el marxismo. Sobre los aspectos más radicales de la Teología de la
Liberación se abatió finalmente, entre los años ochenta y noventa, la censura pontificia, preocupada por la
heterodoxia doctrinaria y la vena antijerárquica que introducían en el seno de la iglesia (amarlos).
En septiembre de 1970, el socialista Salvador Allende fue electo presidente de Chile al frente de una coalición
llamada Unidad Popular, compuesta de partidos en su mayoría marxistas -aunque también en parte "burgueses",
entre los cuales se contaba el Partido Comunista Chileno. Tres años después fue destituido e inducido a suicidio por
un violento golpe de estado conducido por el general Augusto Pinochet, que dio curso a una brutal represión e
instauró una larga dictadura.
Por primera vez un gobierno marxista nacía por la vía electoral y afirmaba querer construir el socialismo con métodos
democráticos, lo cual volvía a Chile un caso único, distinto de todos aquellos en los que el modelo socialista se había
impuesto con la revolución, como la Unión Soviética, Europa oriental, China y Cuba. Se trataba de un caso que ponía
a todos, amigos y enemigos, ante un desafío teórico y práctico de enormes dimensiones. El segundo factor a tener en
cuenta como un desafío radical era que Chile se destacaba por su antigua y sólida democracia. El éxito de Allende en
un país democrático del hemisferio occidental era en sí mismo una delicada crisis en el marco de la Guerra Fría. Su
victoria en un país de régimen político por tantos motivos similar al de algunos países europeos, Italia en primer
término, y por lo demás buque insignia de la Alianza para el Progreso en los años sesenta, fue un shock para los
Estados Unidos, que no sólo lo vieron como una afrenta a su liderazgo y un excelente instrumento propagandístico
para los soviéticos, sino también como el potencial detonante de un efecto dominó capaz de extender su influencia a
Europa. Tanto es así que Richard Nixon, quien llegó a la Casa Blanca en 1969, se decidió desde el principio a acabar
con él.
En cuanto al gobierno de Allende en sí, sus medidas fueron las típicas de los gobiernos socialistas, aunque eran
llevadas a cabo en un clima de efervescencia revolucionaria y grandes movilizaciones que lo volvían aún más
amenazador a los ojos de la oposición. Además de nacionalizar el cobre (la reserva clave del país) con el voto de
todos los partidos, el gobierno de la Unidad Popular llevó a cabo una radical reforma agraria, tomó el control de
numerosas industrias y nacionalizó el sistema financiero, le imprimió un impulso a la economía mediante el crédito y
el gasto público, y sostuvo las reivindicaciones salariales de los trabajadores.
¿Qué causó, por tanto, la crisis y el violento colapso? Las razones fueron variadas y tampoco hay consenso entre los
historiadores acerca del peso de cada una de ellas. Los Estados Unidos hicieron todo lo posible para impedirle a
Allende asumir la presidencia en 1970, tanto por la vía constitucional como a través de un camino violento y secreto.
No obstante, fracasaron al no obtener el apoyo de la Democracia Cristiana ni de las fuerzas armadas chilenas, que
permanecieron fieles a la Constitución. Entonces, adoptaron una política de boicot al gobierno de Allende y de sostén
financiero a sus opositores. Aquí entran a jugar factores endógenos, sin los cuales la hostilidad de Washington no
habría producido los efectos deseados. La política económica de Allende estimuló en el primer año un enorme
crecimiento, aunque pronto se mostró insostenible. La inflación se elevó y el gobierno se vio compelido a importar
cada vez más bienes para satisfacer la creciente demanda. En poco tiempo, la balanza comercial y la solvencia
financiera de Chile colapsaron y la economía se precipitó en el caos: comenzaron a faltar bienes de primera
necesidad y se propagó el mercado negro.
Mineros, transportistas, amas de casa y numerosos sectores, algunos próximos al gobierno y otros en las antípodas,
organizaron huelgas y protestas cada vez más exaltadas. Finalmente, las causas políticas fueron las que dieron el peor
golpe. En primer lugar, la coalición de Allende se mostró dividida entre quienes presionaban por acelerar la transición
al socialismo forzando el orden constitucional y los que, por el contrario, consideraban prudente proceder por la vía
legal para no exponerse a una reacción violenta. No se obtuvo ni lo uno ni lo otro, y se empujó a la oposición a unirse
contra un gobierno que hacía uso intenso de la retórica revolucionaria. En segundo lugar, la derecha conservadora y
el centro democristiano, antes divididos, unieron sus votos en el Parlamento con la creencia de que el gobierno
estaba violando la Constitución y llevando a Chile hacia el comunismo, hasta dejarlo en minoría denunciando la
inconstitucionalidad, lo cual allanó el camino para lo que los militares se habían negado a hacer tres años antes, el
violento golpe de estado del 11 de septiembre de 1973.
Capitulo 9
El ciclo contrarrevolucionario
En América Latina, la oleada revolucionaria de los años sesenta y setenta fue sofocada por una violenta oleada
contrarrevolucionaria, que condujo al nacimiento de numerosos regímenes militares, incluso en países de sólida
tradición democrática. La Guerra Fría (y la Doctrina de la Seguridad Nacional, su fruto) funcionó como legitimación de
la acción militar, que se injertó en la ya consolidada cepa del militarismo latinoamericano. Fueron regímenes a veces
tan largos que, a partir de los años setenta, se caracterizaron no tanto por el elevado grado de represión
indiscriminada, sino por la decisión de dejar atrás el modelo desarrollista e invocar las reformas neoliberales.
La era de la contrarrevolución
Colmados de vientos revolucionarios, los años sesenta y setenta también estuvieron azotados por los vientos de la
contrarrevolución, que sostenía que la única manera de detener la revolución era una solución drástica y definitiva.
No obstante, resulta evidente que no todos los gobiernos autoritarios de la época fueron iguales, ni unívocas sus
causas y fundamentos.
Se trataba, en particular, de autocracias personalistas (como la de la familia Somoza en Nicaragua y el general Alfredo
Stroessner en Paraguay), que mantuvieron el poder y afrontaron el desafío del cambio social empleando, por un
lado, una fachada constitucional y cierta dosis de paternalismo social, y por otro lado, la represión.
En América Central (en especial en Panamá y El Salvador), o en el área andina (Perú, Bolivia y Ecuador), diversos tipos
de autoritarismo se alternaron y combatieron entre sí: un autoritarismo nacional y populista, y uno más tradicional,
guardián del orden social y fiel a la causa occidental en la Guerra Fría. En aquellos países en vía de rápida
transformación, en los cuales algún movimiento o régimen populista se había afirmado con anterioridad, las fuerzas
armadas a menudo se hallaban divididas acerca de la forma de lograr sus principales objetivos: la seguridad y el
desarrollo. Para algunas de ellas, no había seguridad sin desarrollo, por lo cual la prioridad era llevar a cabo reformas
sociales incisivas que permitieran integrar a las masas. Para otros sectores militares era impensable el desarrollo en
tanto no se hubiera impuesto el orden, a fin de permitir el despegue de la producción y la necesaria acumulación de
capital. Algo así ocurrió en Bolivia, donde los oficiales conservadores derrocaron en 1971 al general populista Juan
José Torres e impusieron una dictadura brutal; o en Perú en 1975, donde los oficiales moderados destituyeron a los
populistas de Velazco Alvarado.
Mientras en México el régimen que giraba en torno al PRI se mantenía firme, sin intervención militar, y afrontaba los
nuevos desafíos sociales (por un lado, con la represión de la policía, y por otro, alentando nuevamente la parafernalia
populista), en los demás países grandes y desarrollados de la región se impuso una larga cadena de intervenciones
militares, inaugurando un nuevo autoritarismo, fundador de regímenes caracterizados como burocrático-autoritarios.
Se conformó entonces una cadena que invistió no sólo a Brasil y la Argentina, donde los militares ya habían invadido
la arena política en el pasado, sino también a Chile y a Uruguay, la democracia hasta entonces más sólida del
continente. Es así que quedaron en pie sólo unas pocas: la de Costa Rica, donde el ejército había sido abolido en
1948 tras una guerra civil, y otras, que se sostuvieron más allá de sus evidentes problemas, como las de Colombia y
Venezuela.
El primero y más largo de dichos regímenes fue el que se instauró en Brasil en 1964, que se institucionalizó y se
prolongó, si graves crisis políticas, hasta 1985. Distinto fue el caso de la Argentina, donde un primer régimen,
instalado en 1966 bajo la guía del general Onganía, no alcanzó a consolidarse hasta el punto de verse forzado a
abrirle las puertas a su peor enemigo: Juan Domingo Perón, quien retornó triunfante a la patria y venció en las
elecciones presidenciales de 1973. Sin embargo, pronto las diversas facciones del peronismo se debatieron entre
ellas y confrontaron con la tercera mujer de Perón, María Estela Martínez (Isabel Perón), quien arribó al poder tras la
muerte de su marido (el 1 de julio de 1974), pero se mostró incapaz de gobernar. Poco después, el 24 marzo de 1976,
el poder cayó nuevamente en manos de las fuerzas armadas, las cuales arrasaron toda forma de oposición, aunque
fallaron en su intento de consolidar el régimen, que colapsó debido a los resultados económicos adversos, las
divisiones en el ejército y la derrota en la guerra de Malvinas en 1982. A su vez, de 1973 datan los dos golpes de
estado en que desembocaron las largas crisis de Uruguay y Chile, punto de partida de los regímenes militares que se
prolongaron hasta 1985 y 1989 respectivamente. El golpe en Uruguay llegó como culminación de un prolongado
conflicto social y armado, y de la paralela militarización del estado.
No es casual que los países en los que se establecieron estos regímenes fueran también aquellos en los que más
fuertes y profundas habían sido las raíces del populismo, como la Argentina y Brasil, o donde por primera vez parecía
posible lanzar el socialismo, como Chile y Uruguay. Al respecto, la percepción de la amenaza que representaban
dichas corrientes para la alianza con Occidente y para la economía capitalista influyó en la naturaleza misma de estos
regímenes. Se volvieron violentos hasta el límite del terrorismo de estado y cambiaron radicalmente el modelo
económico, inclinándose hacia el neoliberalismo, como respuesta a una amenaza que consideraron grave e
inminente, y a la que se propusieron extirpar de raíz. La represión era la mayor argamasa entre las diversas facciones
de las fuerzas armadas y el orden restaurado a hierro y fuego era el único "éxito" que podían proclamar a los ojos de
la población.
Surgida del golpe de estado del 10 de abril de 1964, la dictadura brasileña se prolongó hasta 1985. En sus orígenes
estaban los temores expresados por los militares acerca de la seguridad y el desarrollo del país; seguridad que
juzgaban amenazada por el gobierno a cargo de Joao Goulart, a quien acusaban de simpatizar con Cuba y el mundo
comunista, separando de ese modo a Brasil de la causa occidental.
Respecto del desarrollo, creían que se encontraba obstruido por el populismo del gobierno, al que acusaban de
estimular el caos social y dilapidar preciosos recursos alentando la organización campesina y secundando las cada vez
más numerosas luchas obreras, causa de la inflación. Con esa percepción y el apoyo estadounidense, los militares
tomaron el poder mediante un golpe incruento. En el campo político y militar, gobernaron a través de actos
institucionales que les daban poder constituyente y, a partir de 1968, poderes absolutos. Realizaron así profundas
purgas en la administración pública, en la universidad y en el ejército. Además, prohibieron los partidos políticos
tradicionales, ejercieron un estrecho control sobre los medios de comunicación, desmantelaron las ligas campesinas,
impusieron sus funcionarios al frente de los estados de la federación, mantuvieron abierto el Parlamento, aunque lo
limitaron en buena parte de sus funciones.
Entre fines de los años sesenta y principios de los setenta, cuando se organizaron protestas estudiantiles y sindicales,
surgió la guerrilla y la iglesia católica tomó distancia del gobierno, el régimen no titubeó en utilizar la fuerza. Se
calcula que hubo cerca de 50.000 arrestados, 10.000 exiliados y varios centenares de asesinados y desaparecidos.
Garantizada de este modo la seguridad, los militares se comprometieron con el desarrollo, su principal meta, porque
estaban convencidos de que, en tanto Brasil no estuviese desarrollado, sería fácil presa del comunismo. El núcleo del
proyecto era la profundización del proceso de industrialización, extendiéndolo a los sectores más avanzados y
aprovechando los inmensos recursos nacionales. Brasil vivió una modernización autoritaria, durante la cual se
elevaron las exportaciones industriales y la ocupación laboral en la industria. Invirtiendo la prioridad populista, los
militares postularon una política en dos fases (no proporcionales): primero el crecimiento, luego el mejoramiento de
las condiciones sociales. Por un lado, se produjo un boom demográfico sin precedentes, una rápida urbanización y
una sustancial reducción del analfabetismo; por otro, la desocupación continuó siendo muy elevada y, mientras los
salarios caían, la ya amplia brecha entre los sectores pudientes y la masa de desheredados se ensanchó aún más.
La larga dictadura militar conducida por el general Augusto Pinochet en Chile, que se prolongó desde 1973 hasta
1989 no se concibió como un breve paréntesis autoritario debido a una peculiar crisis, sino como el inicio de una
nueva era en la historia nacional. Más que otros regímenes, persiguió sus objetivos con nuevos y drásticos métodos,
no escatimando medios en la represión de los opositores, y utilizando as recetas económicas prevalecientes durante
varias décadas y creyendo en los libretos de los tecnócratas liberales. Sólo de ese modo -pensaban- y con el auxilio
clave de un régimen autoritario que impidiera la reacción política y sindical, Chile liquidaría el aparato dirigista y
proteccionista consolidado con los años, y considerado un lastre para el desarrollo.
Con ese objeto, el régimen chileno aplicó en forma más radical en ciertos momentos (en particular en los años
setenta), y de modos más flexibles y heterodoxos en otros, las típicas recetas económicas liberales. Redujo
drásticamente el peso del estado en la economía, realizando privatizaciones masivas; abrió el mercado nacional al
comercio exterior, obligando al sistema productivo local a volverse competitivo o desaparecer; liberalizó el mercado
financiero y desreguló el mercado de trabajo; eliminó el control sobre los precios e incentivó la exportación y la
diversificación, entre otras acciones
La recesión de los primeros años llevó la tasa de desocupación más allá del 15%; la causada por la caída del sistema
financiero al inicio de los años ochenta fue aún más grave, tanto que provocó vastas protestas, duramente
reprimidas. Hacia el final de la dictadura, el poder adquisitivo de los salarios era más bajo que veinte años antes y el
gasto social también se había reducido.
Junto a los argumentos críticos existen, sin embargo, argumentos favorables al balance económico de la dictadura.
Fue su política –afirman quienes valoran positivamente sus resultados- la que echó las bases del largo, constante y
extraordinario crecimiento económico chileno desde mediados de los años ochenta, a tal punto que los gobiernos
democráticos que la sustituyeron, aunque se esforzaron por atenuar sus más intolerables efectos sociales, no
demolieron sus fundamentos. En efecto, el régimen de Pinochet había revolucionado la estructura productiva
chilena, tornándola en general más eficiente y capaz de resistir, mejor que las otras de la región, los desafíos del
mercado global. Derrotado en el plebiscito de 1988 (posibilitado por la Constitución que el propio régimen había
redactado ocho años antes), el general Pinochet dejó la presidencia con el apoyo del 43% de los chilenos.
La ideología más o menos oficial de los regímenes militares fue la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), elevada a
dogma en las academias militares de la mayoría de los países, en la que se formaron los oficiales que luego
asumieron los gobiernos y estuvieron al frente de grandes empresas públicas o de organismos destacados. A menudo
entendida como un trasplante, es decir, fruto del adoctrinamiento masivo de los ejércitos latinoamericanos en las
escuelas militares estadounidenses, en realidad la DSN tenía raíces locales más profundas y antiguas; expresaba ideas
y valores que les eran cercanos, empezando por el anticomunismo y siguiendo por las funciones que les reconocía a
las fuerzas armadas en la custodia de la identidad y la unidad de la nación.
Se trataba, ante todo, de una doctrina típica de la Guerra Fría, que partía del presupuesto de que el mundo estaba
dividido en bloques, que el bloque occidental representaba el mundo libre amenazado por un enemigo totalitario y
que a él, por historia y civilización, pertenecía y debía continuar perteneciendo América Latina. Definía los rasgos
fundamentales de las naciones que deseaba proteger y preservar y los de la civilización en la que quería que
permanecieran. Una y otra se condensaban en la noción de un Occidente cristiano, en nombre del cual dichos
regímenes buscaron legitimarse.
El primer resultado era que la nación por la cual velaban era un organismo dotado de una esencia, la cristiandad,
abocada a la unidad con Occidente; el segundo, que un enemigo atentaba contra una y otra. Ese enemigo era el
comunismo, concebido como el virus que amenazaba la esencia y la unidad de la nación.
Más allá de la DSN y de su concepto de seguridad, estos regímenes aspiraban al desarrollo; con ese propósito
confiaron ampliamente en los tecnócratas, que ostentaban la ciencia económica necesaria para obtenerlo. En suma,
fueron regímenes anti políticos que, libres de los estorbos de la dialéctica política y social, crearon las condiciones en
las cuales aplicar las leyes y la ciencia del desarrollo económico, con resultados muy variados.
Los años comprendidos entre la revolución cubana y la década de 1980, cuando la Guerra Fría comenzó a dar los
primeros signos de su ocaso, fueron los de más intensa presencia estadounidense en la región, tanto en términos
políticos y económicos, como diplomáticos y militares. Incluso con el retorno a las intervenciones directas prohibidas
desde la época de la "buena vecindad" de Roosevelt, (como en 1965 en República Dominicana), por no referirnos a
las operaciones secretas, abundantes entonces, ni al cordón sanitario creado alrededor de Cuba con el embargo
económico y su expulsión -decidida en 1962- de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Si así fue se debió al hecho de que la influencia conquistada por los soviéticos gracias al régimen de Castro imponía a
los Estados Unidos problemas inéditos de seguridad. Aunque no sólo eso, porque la misma revolución en Cuba y la
oleada revolucionaria posterior, extendida a gran parte de la región, les planteó el problema de la hegemonía, es
decir, de la credibilidad de su liderazgo y la capacidad de ejercerlo en su propia zona de influencia, con el consenso
de los gobernantes y la población. En síntesis, si los Estados Unidos se encontraban entonces presentes en América
Latina y si su presencia acabó, la mayoría de las veces, por manifestarse de un modo agresivo y nada beneficioso, fue
porque la región era para ellos "la más peligrosa del mundo", como señaló Kennedy, es decir, la frontera de la Guerra
Fría. Una frontera tan caliente que estuvo a un paso de causar el incendio planetario en ocasión de la crisis de los
misiles de Cuba en octubre de 1962, cuando los espías aéreos estadounidenses avistaron en la isla las rampas de los
misiles soviéticos, listas para alojar cabezas nucleares.
A esto se sumaba la debilidad del liderazgo estadounidense. El uso creciente de la fuerza para combatir el
comunismo en la región y su alianza con las fuerzas armadas de los distintos países fue el segundo pilar, junto a la
ayuda económica, de la Alianza para el Progreso en los años sesenta. Se trataba de una estrategia reformista para
regenerar el liderazgo político estadounidense en América Latina a favor del desarrollo, que además buscaba frenar
el desafío comunista.
Las consecuencias de esta doctrina fueron profundas e inmediatas. Desde 1962, la ayuda militar de los Estados
Unidos a las fuerzas armadas latinoamericanas creció a ritmo sostenido. En 1963, el Southern Command
estadounidense fue transferido a Panamá para coordinar mejor los generosos Military Assistance Programs ofrecidos
a los militares del subcontinente, quienes se beneficiaron en gran manera al recibir un creciente número de
consejeros militares estadounidenses, o al participar en cursos de adiestramiento y adoctrinamiento en Panamá o en
las academias militares norteamericanos.
Si bien es cierto que estas acciones fortalecieron las relaciones entre las fuerzas armadas latinoamericanas y el
gobierno de los Estados Unidos, deducir que todo corrió por cuenta de Washington desafía la historia y los hechos. La
historia, porque ya se ha visto que, en gran parte de los casos, las instituciones profesionales aseguraron a un mismo
tiempo la tutela de la seguridad y de la identidad nacional. Los hechos, porque no se verifica relación efectiva entre la
cantidad y la calidad de la ayuda estadounidense a las fuerzas armadas latinoamericanas y su grado de fidelidad
política a Washington.
Hasta qué punto los Estados Unidos estaban en dificultades, y a la cola más que en la vanguardia de los eventos
latinoamericanos, lo confirmó la administración Nixon. Primero, en 1969, cuando el informe que el presidente
encomendó a Nelson Rockefeller no hizo más que avalar lo que el nuevo autoritarismo ya estaba haciendo, al afirmar
que los Estados Unidos no podían imponer a nadie el mejor modo de marchar hacia la democracia y que, allí donde
esta había fracasado, los militares eran los únicos en condiciones de garantizar el orden, el progreso y la lealtad
internacional. Más tarde, en 1970, cuando no supo impedir la victoria electoral de Salvador Allende en Chile ni pudo
convencer a los militares chilenos de bloquear su asunción, hasta que su brutal intervención tres años después
satisfizo la voluntad estadounidense de liberarse de aquel gobierno incómodo, aunque al precio de fundar un
régimen más largo y menos dócil que lo deseado.
Las relaciones de los Estados Unidos con América Latina parecen haber cambiado luego de 1976, con el arribo a la
Casa Blanca de James Carter, heredero natural de la tradición política de sus predecesores demócratas y, por lo tanto,
de sus intentos de reafirmar el liderazgo político y moral estadounidense en el hemisferio, predicando y favoreciendo
la democracia. Sin embargo, Carter se encontraba ante un contexto distinto. Ya fuera en los Estados Unidos, donde el
resultado de la guerra de Vietnam, el escándalo Watergate y el shock petrolero, entre otros factores, habían
debilitado aún más el prestigio del país y con él el poderío presidencial, o en América Latina, donde, salvo en América
Central, la amenaza comunista ya no dominaba el clima, sino que la marea de represión y militarismo cubría gran
parte de la región.
Dadas esas premisas, Carter basó su política en dos elementos clave. El primero fue la localización de los conflictos,
es decir, lejos de afrontar cada uno de ellos desde la óptica de la Guerra Fría, como un desafío soviético en América
Latina, se propuso desactivarlos reconduciéndolos a su dimensión local, es decir, nacional. De allí el tímido deshielo
con Cuba, la apertura inicial hacia los revolucionarios que accedieron al poder en Nicaragua en 1979 y, en especial, la
firma, en 1977, de los acuerdos con el presidente panameño Ornar Torrijos, que preveían el retorno del Canal a la
soberanía de Panamá hacia 1999, con lo cual se cerró la antigua herida a menudo invocada por el nacionalismo
latinoamericano.
El segundo punto fue el de los derechos humanos, a partir de la decisión de imponer su respeto en el centro de la
política hacia América Latina, amenazando con sanciones a los regímenes que continuaran violándolos. Sin embargo,
la política de Carter tuvo escaso éxito y acabó pronto en la mira de los republicanos y de las corrientes
neoconservadoras, que cobraban forma en los Estados Unidos. Ni su esfuerzo de localizar los conflictos impidió que
los sandinistas nicaragüenses virasen hacia Cuba y que América Central deviniese un foco de la Guerra Fría, ni la
restitución a Panamá de la soberanía sobre el Canal aplacó el antiamericanismo en América Latina, al tiempo que
suscitó el rencor de los conservadores de Washington. En fin, tampoco su política de derechos humanos -aplicada, no
obstante, con gran circunspección- tuvo efectos concretos: en los Estados Unidos generó la acusación de que Carter
debilitaba a los aliados, haciéndoles el juego a los soviéticos, mientras que en las dictaduras latinoamericanas
estimuló el siempre latente nacionalismo.
En América Latina, desde fines del siglo XIX, y como resultado de procesos como la implantación de capitales
extranjeros, de la migración del campo a las ciudades, y de la urbanización y de la industrialización, se empezaron a
formar organizaciones de trabajadores alrededor de los centros productivos (puertos, ferrocarriles, servicios
públicos).
Los trabajadores lograron concertarse para defenderse del dominio patronal y para demandar la participación en los
sistemas políticos. Esto también esta relacionado con el surgimiento del sindicalismo. La urbanización y la migración
contribuyeron a transformar la estructura ocupacional que pierdo su foco en el sector agrario y empieza a
diversificarse hacia la minería, la manufactura, la construcción y los servicios.
La crisis del Estado oligárquico permite el acceso de nuevos grupos sociales a la estructura de poder, especialmente
las clases medias que intentaban desplazar a la oligarquía en alianzas con el sindicalismo. Dicha alianza permitió
entonces modificar el equilibrio de fuerzas políticas y sentó las bases de lo que sería el Estado populista. La
importancia que tuvo el capital extranjero en la conformación de una economía exportadora se explica por el cambio
de estructura económica que sufrieron países como Argentina, Brasil, Chile o México.
En su primera fase, la urbanización fue lenta. Fue solo a partir de los años treinta cuando se empezó a generar un
proceso de contratación de los migrantes que empezaron a crecer algunas ciudades, dejando a la poblaron rural cada
vez mas dispersa y tendió a decrecer. La relación que existe entre el desarrollo social y el surgimiento de sindicalismo
se da por la relación entre la urbanización y la industrialización. No obstante, por efecto a este desplazamiento
migratorio que se dio, aparecieron grandes concentraciones de desempleados en las ciudades que no encontraron
lugar en las fábricas. Esto genero desequilibrios en la oferta y la demanda de mano de obra. Esto quiere decir estos
procesos que se inician a principios de siglo no tuvieron efectos homogéneos sobre la estructura social.
La relación entre los países latinoamericanos y la economía internacional fue esencialmente cíclica, caracterizándose
por oleadas de expansión que era seguidas por ondas depresivas.
Las primeras organizaciones surgieron en el desamparo total, no tenían derechos ni protecciones legales. Buscaron
institucionalizarse a través del conflicto y de la presión sobre el sistema político. Se trataba de constituir una acción
colectiva que permitiera el crecimiento y la consolidación del movimiento obrero, apareciendo lo que se puede
llamar la política sindical.
El conflicto tuvo un papel muy importante ya que permitió la unión del movimiento obrero. A partir de la toma de
conciencia de clase, el sindicalismo pasó a otro nivel que es la negociación y la participación política.
La causa del sindicalismo se limitó a la administración de demandas económicas, sociales y educativas de los
trabajadores. La definición de movimiento obrero implicó la búsqueda del lugar de la clase obrera en la estructura
social, dándole al trabajador voz y voto en el proceso de toma de decisiones en la sociedad. La ampliación de la
participación de los trabajadores estuvo dada por la expansión del sufragio.
La política sindical tendió a fortalecer a los partidos políticos que canalizaron sus reclamos. Los sindicatos buscaron
nexos con dichos partidos a través de la participación de sus líderes.
Modelos de desarrollo y transiciones
Se distinguen tres etapas históricas: el crecimiento hacia fuera, crecimiento hacia adentro y la etapa actual, cada una
de las cuales está relacionada con una fase del movimiento obrero: heroica, institucional y excluyente. Se distinguen
2 tipos de sindicalismo: el de clase, típico de Bolivia, Chile y Perú y el populista, típico de Argentina, Brasil o México.
La característica central de este periodo es la existencia de un sector exportador que domina la economía y que
contribuye a reorganizar lo que había sido un sistema económico centrado en la agricultura de las haciendas y en el
mercado interno. La dinámica económica pasa a concentrarse en la satisfacción de una demanda externa que
corresponde a las necesidades de la reproducción de las inversiones extranjeras que se localizan en nuestros países
desde fines del siglo XIX.
Se abren las exportaciones, aparecen nuevas formas de producción, nuevas redes de comunicación y transporte
(ferrocarriles, puertos), nuevos servicios (financieros, comerciales, bancarios). Aparecen nuevos sectores laborales y
más trabajadores en las ciudades por el crecimiento de la Administración Pública y los servicios, con lo que el peso
del campo va disminuyendo. Esta sociedad es marcadamente diferente. El contraste entre la sociedad que estaba
articulada alrededor de la hacienda y la que está articulada alrededor del enclave es el rasgo distintivo de este
periodo. El clima político enfrento a los sectores que estaban ligados a la hacienda con aquellos asociados al
desarrollo exportador.
Se generó un discurso anti-imperialista que se caracterizó por plantear la defensa del patrimonio nacional
amenazado por la creciente inversión extranjera. A partir de allí se intentó emprender un proyecto basado en
recursos internos y orientados a satisfacer las necesidades de cada país.
En esta época no se observa un marco institucional que regulara las relaciones sociales que se derivaban de este
modelo económico. Esta falta originó el carácter heroico de la acción obrera ya que los trabajadores no tenían
canales de acceso al poder.
Fue importante para este modelo el planteamiento identificado con el desarrollismo y la modernización. Tanto
socialistas y comunistas como conservadores, radicales y nacionalistas- revolucionarios fueron capaces de movilizar
al pueblo y transformaron los sistemas políticos en populistas: Los sindicatos y los partidos asociados en ellos se
constituyeron mas como agentes de control de las masas que como representantes de sus demandas. El
desarrollismo produjo la idea de que los frutos del desarrollo iban a alcanzar para todos produciéndose en este
período reformas sociales y económicas que ampliaron la participación de los trabajadores a través de su integración
en el proyecto. También dieron lugar a una expansión de la participación electoral y al desarrollo de un proceso de
consolidación de la ciudadanía. El populismo le dio al pueblo la sensación de estar dentro de la sociedad y de la
nación. Si bien este modelo transformó el aparato productivo, no pudo impedir que el producto se concentrara en
pocas manos, es decir que no fue capaz de generar progreso para todos, como había sido su objetivo.
En el campo la ausencia de modernización de las maquinarias impidió la baja de los precios de los alimentos y un
abastecimiento creciente para la población. Por último, los sindicatos movilizaron a sus afiliados por mejoras
salariales y por un acceso al consumo. Todas estas demandas chocaron con la rigidez del sistema político. Las crisis de
este modelo generaron en Latinoamérica golpes militares que por lo general cuestionaron a los regímenes populistas.
A partir de los golpes militares de los años '60 y '70 se inicia el desmantelamiento del modelo de desarrollo que había
asociado la industrialización sustitutiva con el régimen populista. En el nuevo modelo de acumulación se rompe el
pacto empresarios, Estado y trabajadores. Los militares pusieron en marcha una nueva estrategia la cual propuso que
el desarrollo de la región latinoamericana no era incompatible con la penetración del capital extranjero en la
industria, con la apertura irrestricta a productos extranjeros y con la privatización de empresas estatales.
A partir de la década del '60 la localización del capital transnacional se desplazó a sectores industriales como
automotrices y textiles. El modelo de acumulación y el marco institucional de regulación de las relaciones sociales
tiende a separarse, perjudicando a este último. El pacto con el estado se rompe, dando lugar a la acumulación
salvaje, desprovista de regulaciones institucionales y dedicada sobre todo a optimizar las relaciones con el mercado
internacional.
Corporativismo
La expansión capitalista se dio dentro de un marco político corporativo estatal en América Latina. En este proceso fue
importante el papel que desempeño el sindicalismo por su funcionalidad que tuvieron los trabajadores en la
construcción del orden capitalista en el área de la producción. El movimiento obrero no es un representante
autónomo de los trabajadores sino que depende mas de las instancias estatales para cumplir con sus objetivos
reivindicativos, además es un elemento constitutivo del propio Estado.
Entre 1890 y 1930 el Estado buscó su legitimidad a través del sufragio universal y la legislación social. Entre 1960 y
1990 después de un proceso de movilización social intenso y a partir de la los cambios sufridos en la política
económica, se produjo un cambio en el Estado que regresó al centro político, al cual suscriben las fuerzas que en el
primer periodo habían surgido de a derrota del Estado liberal oligárquico y debió resolver su relación con los
militares y con los grupos populares que fueron desplazados del sistema político. El nuevo Estado se identificó con el
neo-liberalismo y por lo tanto buscó construir una base social que se identificara con los empresarios para
modernizar la economía a través de la reformulación del vínculo con el mercado internacional. Pero no se pudo
romper los lazos con el corporativismo ya que esto implicaba una ruptura de los mecanismos de la política a la cual
están acostumbradas las élites. La formación de una base social para el nuevo Estado que trascienda el grupo
empresarial y que comprometa a otros sectores sociales con su implementación implica dificultades de gran peso ya
que el nuevo estado no tiene capacidad ni tampoco voluntad para crear mecanismo de atracción capaz de
comprometer a estos sectores sociales. No tiene interés de generar mecanismos de redistribución del ingreso o de
políticas sociales que habían sido capaces de atraer a obreros y profesionales de clase media al Estado popular. Los
compromisos son solos individuales. Las consecuencias de esta situación desde el punto de vista de la acción sindical
es a pérdida de poder de negociación en el nivel del sistema político y el fortalecimiento de dicho poder en el nivel
de la empresa.
a) Fase Heroica
b) Fase institucional
c) Fase de exclusión.
Estas tres etapas se puede identificar las relaciones con los diferentes modeles de desarrollo que se implementaron
en el nivel global y que tenían como característica definitoria la articulación entre una forma de acumulación y un
marco institucional.
a) esta fase se corresponde con la etapa de crecimiento hacia fuera, dominada por el sector exportador y la
exclusión del sindicalismo del sistema político. Se trata de explicar el surgimiento del sindicalismo. Las luchas anti-
imperialistas, orientadas a defender los recursos naturales de la implantación del capital extranjero, tuvieron un
papel importante en el desarrollo de iniciativas organizativas que dieron lugar a la formación de los sindicatos. La
presencia de los capitales extranjeros definió al adversario que los sindicatos podían combatir. Además la
penetración del discurso marxista le dio coherencia a dicho proceso y permitió darle sentido a las luchas cotidianas
de los trabajadores.
La mezcla de elementos como los del marxismo y la Revolución Rusa fueron la base para la formación de los
sindicatos en Latinoamérica. Aparecieron también las mutuales de carácter urbano, que agruparon a los artesanos en
el siglo XIX y se transformaron en sindicatos a principios del siglo XX. Fueron la base de la aparición de un
sindicalismo profesional, ligado a las calificaciones de los artesanos que contrastaba con el sindicalismo industrial
abierto a todas las categorías profesionales. La llegada de migrantes del exterior y su incorporación a los gremios
radicalizo la propuesta ideológica las sociedades mutualistas a favor de las posiciones anarquistas. Los sindicatos
promovieron la creación de mecanismos para institucionalizar sus demandas y a partir de su organización y
movilización de masas quisieron salir de la naturaleza heroica del principio y se enfrentaron con las fuerzas represivas
del Estado oligárquico.
A la creación de los partidos políticos siguió la creación de sindicatos que fueron su base de apoyo. El pensamiento
reformista de las élites que buscaban mecanismos para resolver la explotación indiscriminada dió origen a los
proyectos de legislación social.
Frente a un sindicalismo de clase que hacia de la cuestión social un instrumento, las oligarquías se vieron obligadas a
abrir el espacio político y a iniciar "una democratización por vía autoritaria" que neutralizó las presiones que ejercían
los sindicatos en la estructura política. Existe una hipótesis de que el Estado populista fue el resultado de un
sindicalismo antiestatista y poco interesado en la toma del poder político (anarquismo); mientras que el Estado de
clase, represor y poco interesado en consolidar bases populares fue el resultado de un sindicalismo leninista.
El Estado populista fue resultado de la presencia de un sindicalismo de inspiración antiestatista, fraternalita y poco
interesado en la toma del poder político.
b) esta relacionado con la etapa de la industrialización sustitutiva y con la participación del sindicalismo en la
estructura de poder popular.
Durante los años 20/30, el Estado oligárquico entró en crisis. Los grupos medios tomaron el poder y reemplazaron a
las oligarquías; la acción sindical se institucionalizó a través del paquete de leyes sociales (en algunos países tomaron
la forma de códigos de trabajo); la acción sindical quedó regulada suprimiendo la libertad de difusión y limitando las
posibilidades de acción.
El cambio de sentido de la trayectoria sindical tiene que ver con la sustitución de mercadería la cual aumenta los
cambios en la estructura ocupacional lo que provoca a su vez un cambio en la trayectoria sindical. Las bases urbanas
del sindicalismo empiezan a predominar y el carácter de la acción sindical asume las reivindicaciones de los obreros
que trabajan en las ciudades y que experimentan a la vez la vida en la fabrica y la vida en la cuidad. No se trata de
luchar solo por mejorías salariales sino también por obtener vivienda o limitar el costo del transporte público.
Durante los años '20 y entrados los '40 se generan organizaciones sindicales nacionales que agrupan a sindicatos
profesionales y de empresa o a sindicatos por rama de actividad. La Confederación General del Trabajo (C.G.T.) en
Argentina asumió la representación nacional de los sindicatos y desempeña un papel importante para la negociación
del salario globalmente. La consolidación del sindicalismo fortaleció al Estado populista y se produjo un aumento
considerable de la afiliación sindical.
c) A fines de los años '70, entró en crisis el modelo de industrialización sustitutiva de importaciones. Se
producen déficits en la balanza de pago por los altos volúmenes de importación de bienes intermedios. Comienzan
períodos de inflación y se generan movilizaciones sociales de los sectores que iban perdiendo poder. Todo esto se
reflejó en golpes militares que cuestionaban al Estado populista.
Los militares desmantelaron el corporativismo que había permitido la participación directa del aparato sindical en el
Estado. Cambia la estructura ocupacional provocando cesantías, subempleo y se fortalece el sector terciario. Esto
repercute en el sindicalismo que pierde una parte considerable de sus afiliados.
Los Estados de facto modificaron los modos de inserción política del movimiento obrero suprimiendo el sindicalismo.
La década de flexibilización del '80, fue marcada por la escasa intervención sindical, a causa de la apertura comercial
internacional en el mercado de capitales, de trabajo y de servicios. Es decir, la desregulación de los 3 mercados.
Unidad 5
ANSALDI, Waldo y GIORDANO, Verónica, “Crisis de la industrialización por sustitución de importaciones (ISI), crisis de
la deuda e implantación de un nuevo modelo económico” y “El águila herida en un ala”, en América Latina. La
construcción del orden. Tomo II De las sociedades de masas a las sociedades en procesos de reestructuración,
Buenos Aires, Ariel, 2012, pp. 661-682.
América Latina: La Construcción del Orden (Ansaldi y Giordano)Crisis del modelo primario exportador y la ampliación
de la industrialización sustitutiva de importaciones Comenzó a partir de la crisis de 1929 que marcó el inicio de un
ciclo de recesión económica global que se produjo a causa de la crisis de pagos a partir de la caída de la demanda y
de los precios de los productos. La caída del precio de las exportaciones superó al de las importaciones. Se
restringieron las importaciones debidas a que la deuda externa fue cubierta con los ingresos de las exportaciones. Se
deterioró la situación fiscal y aumento la inflación.1933 se alcanzó estabilidad externa y en plano interno
recuperación más lenta que dependió del Estado, que siguió una política de control de cambios y racionalización de
las importaciones. Opto por financiar el déficit interno con la emisión de la moneda.1914 PGM: afecto la economía
mundial, el equilibrio del comercio y de los pagos, el cual se habían desarrollado libremente; y el equilibrio
internacional de poder. PRIMERAS DECADAS SIGLO XX: Europa implementaba formas de proteccionismo e
intervención estatal, EE.UU. afirmaba su poder de potencia hegemónica imperialista frente a mercados latinos de los
cuales demandaba productos primarios estratégicos. Argentina y Brasil instalaron plantas fabriles controladas por
corporaciones norteamericanas y europeas. Señales de decadencia previas a la crisis: Aumento de los precios de los
productos Exceso de demanda del crédito y el alza de los tipos de interés Fuga de capitales hacia fuera de la región
Disminución de flujos de capital1928-1932: cayeron términos netos de intercambio 44%, países menos afectados
(Venezuela, honduras) no sufrieron variaciones críticas. América latina sufrió una baja en los años 20 y otra en los 30,
esta última fue más pronunciada y durable con efectos múltiples. Economías afectadas:1° más afectadas: Países que
sufrieron caída de los precios de sus materias primas, caída del precio de exportaciones y disminución del valor de las
mismas. (Chile, Cuba, Bolivia, México)2° menos afectadas: Caída de menos del 25% en el volumen de sus
exportaciones (argentina pacto Roca-Runciman, Brasil, ecuador, Perú, américa central) composición más diversa de
exportaciones a diferencia de las1° (productos agrícolas y alimentos)3° poco afectadas: por el descenso del volumen
de sus exportaciones. (Colombia, Venezuela, rep dominicana)La caída de los precios y volúmenes de exportación
en todos los países redujo el poder de compra de exportaciones. Los países latinoamericanos a causa de la crisis
enfrentaron dos desequilibrios: El desajuste interno provocado por la caída de los ingresos de la exportación y el flujo
de capital El desajuste interno provocado por la contracción de los ingresos fiscales y en consecuencia el
déficit presupuestario Conjunto a estos desajustes se encuentra la situación monetaria, Ee uu y GB decidieron
abandonar el patrón oro, esto obligó a los gobiernos de la región a manipular el tipo de cambio. Así países pequeños
optaron por vincular su moneda nacional al dólar estadounidense, y otros tendieron a una devaluación de su
moneda. Argentina y Bolivia vincularon su moneda con la libra esterlina. La necesidad de reducción del déficit
presupuestario llevo a los gobiernos a pagar las deudas internas y externas. Se produjeron moratorias, decididas
por los Estados deudores y se tomaron medidas para el pago. México suspendió el pago del servicio de la deuda,
Honduras suspendió pago de deuda interna y canceló externa, Haití y Rep Dom y Venezuela cancelaron deuda
externa, y Argentina fue el único país que canceló ambas. 1931-1932: comenzaron las recuperaciones económicas
latinoamericanas. Varios países desarrollaron un conjunto de instrumentos monetarios y fiscales, así como para
evitar deflación. Variaron las tazas de crecimiento de las manufacturas.
El Estado se convirtió en un encargado del comercio exterior, exactamente de los acuerdos bilaterales. Intervenía en
la economía para fijar precios, establecer cupos máximos de producción, decidir la destrucción de la producción
excedente, pautar la indemnización de los productos afectados por estas medidas y fijar los precios de las tarifas de
los servicios públicos.
La crisis trajo el desarrollo de las instituciones financieras (bancos) que proveían créditos a mediano y largo plazo,
favoreciendo la construcción de obras públicas y viviendas, el crecimiento de la agricultura y la industria.
1936-37: Recuperación de la depresión, los precios de las materias primas exportadas se recuperaron para volver a
caer en los próximos dos años. Los precios de las mercancías importadas se mantuvieron bajos y los términos netos
del intercambio mejoraron.
El sector no exportador comenzó a tomar alternativas como sustituir con sus propios productos lo que antes
importaban. Así se dio lugar al modelo de industrialización de sustitución de las importaciones (ISI), y la agricultura
de sustitución de importaciones (ASI) para reemplazar los productos agrícolas. La ISI y la ASI fueron mecanismos de
recuperación de la crisis (Arg, Colombia).
Se desarrolló la industrialización de bienes de consumo para los mercados locales, así se consolidaron Estados
nacionales con pronta recuperación. Disponibilidad de fuerzas de trabajo de hombres y mujeres.
La expansión de un sector no exportador fue resultado del mismo crecimiento del comercio de exportación. La ISI
tuvo impactos diferentes según los países, en algunos desarrollo pequeñas y medianas empresas de propiedad de
capitales nacionales.
En otros casos la intervención fue más directa y el Estado se convirtió en propietario de medios de producción en
sectores de infraestructura y sectores industriales productores de acero, armas y otros insumos de defensa militar. Se
produjo un ascenso del militarismo y una participación de las Fuerzas Armadas en los asuntos nacionales potenciada
por el Estado. En Argentina se creó YPF, el resto de los países la tomaron de modelo, y fábricas militares de aviones
importantes para la industria.
Brasil y Colombia (azúcar, cerveza, textiles) economías cafetaleras. Argentina, México y Brasil temprana
industrialización y articulación de un nuevo modelo de crecimiento económico bajo un gobierno populista. Argentina
constituyó un gobierno interno de manufacturas y una infraestructura de producción.
La ISI fue un proceso generador de cambios en la composición industrial, fabril de textiles y alimentos elaborados,
aumentó la producción de bienes de consumo duraderos, químicos y farmacéuticos, de metales, papel, etc. A causa
de este crecimiento las relaciones industriales se tornaron complejas.
1939: Argentina, país más industrializado, el índice de producción manufacturera neta respecto del PBI era el más
alto de Latinoamérica. Primera fase de industrialización: limitada al procesamiento de materias primas locales con
equipos importados o a la terminación de bienes de consumo importados semielaborados, sobre la base de equipos
adquiridos en el exterior. Segunda fase: por sustitución de importaciones, los límites del crecimiento industrial se
vincularon con los sectores burgueses que privilegiaron la ganancia. Baja productividad debido a escasez de
electricidad, falta de fuerza de trabajo calificada, viejas tecnologías y acceso restringido al crédito. Las insuficiencias e
ineficiencias se relacionan a estructuras fiscales inadecuadas y a un aumento de las presiones financieras.
La sustitución de las políticas económicas autorreguladoras conllevaría hacia el modelo puro de sustitución de
importaciones.
En lugares donde la ISI no tenía gran impacto lo tenía la ASI (caribe) que se desarrolló a expensas del comercio
intralatinoamericano el cual proveía a la ISI de materias primas necesarias para la producción de bebidas y alimentos,
y esta se encargaba de estimular el comercio de países dentro de la región.
Crecieron los bienes y servicios no comercializados en el mercado externo y la economía real, y se recuperó la
demanda nacional final. El exceso de demanda servía como estímulo para el crecimiento de los servicios públicos y
de la industria de la construcción.
1930-1955: Los grupos exportadores tradicionales se vieron afectados y favorecidos los grupos empresariales de la ISI
y la ASI. Se produjo un proceso de acumulación sin distribución de ingresos a favor de los trabajadores. El cambio se
produjo cuando hubo una distribución de ingresos favorable para ellos, esto se vio tapado por el constante aumento
de la inflación y el costo de vida. La ISI elevó los niveles de consumo a través del aumento de producción de ciertas
mercancías, hubo industrialización sin revolución industrial.
Cuando se cerró el acceso a las importaciones extrarregionales, América Latina estaba en condiciones de comenzar el
proceso de industrialización con límites significativos. Se trata de un desarrollo industrializado; la ISI generó un
proceso de crecimiento, producía bienes de acuerdo con un modelo de consumo externo y basado en la producción
de mercancías poco adecuadas a las necesidades de la población destinadas a grupos sociales privilegiados.
El desarrollo basado en ASI/ISI falló debido a que no hubo un aumento de la composición técnica del capital. El
crecimiento industrial se basó en el aumento de la fuerza de trabajo y en el agotamiento de las instalaciones
disponibles. Producción de artículos de consumo mayor a la de medios de producción. No se invirtió en energía ni
transporte.
1933, Estados Unidos comenzó a intervenir en América Central y el Caribe; años de crecimiento económico,
ampliación del consumo y aumento de los niveles de ocupación para la gran potencia. Hubo signos de fragilidad:
años de creciente especulación y endeudamiento sector agrícola. La crisis conllevó a revisiones profundas, New Deal
(política intervencionista para luchar contra la gran depresión estadounidense, Roosevelt) Ee uu impulsó políticas
proteccionistas orientadas a promover la recuperación económica del país luego de la crisis del 29.
Roosevelt introdujo la ´´política del buen vecino´´, política exterior. Rechazaba la única intervención de Ee uu en los
asuntos de países latinos y la interpretación imperialista de la Doctrina Monroe. El presidente Roosevelt quería que
Ee uu fuese un buen vecino con el resto de países del continente (el llamado panamericanismo). A partir de 1941
esta política comenzó a desmoronarse.
Luego del ataque de Harbor, América central y el Caribe se alinearon detrás de Ee uu, Cuba y Costa Rica declararon
guerra el Eje (Japón, Alemania, Italia). Cuba y Ee uu aliados. 1942 entra México con intervención militar aérea. Brasil
declara guerra a Alemania a causa del hundimiento de un alto número de barcos mercantes por parte de la marina
nazi. Ee uu adoptó política de presiones crecientes y apoyó el golpe de E uruguayo que defendía la democracia y
estaba en oposición con el fascismo, 1945 Uruguay declara guerra al eje. Perú, Ecuador, Paraguay y Venezuela
entraron a la guerra entre 44-45. Arg declaró guerra Alemania 45. Chile se resistió hasta último momento a darle
apoyo a Ee uu y declaró guerra a Japón (neutralidad con Alemania). 1945, asume la presidencia el anticomunista
Truman y el mundo entró en Guerra Fría. Ee uu monto un sistema interamericano, cuya idea era un sistema de
seguridad hemisférico. Así se firmó el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) 1947 en Río de Janeiro.
Ponía en términos diplomáticos aquello que en lo militar era la defensa interamericana. Su objetivo era evitar que el
comunismo llegue al poder. 1948, con la carta de Bogotá nació la OEA (Organización de los Estados Americanos,
siendo la Unión Panamericana órgano central, se encarga de promover la paz, soluciones pacíficas, etc entre las
Américas). Y la ONU reemplazo la liga de las naciones. 1953-1961, concepto de Seguridad Nacional establecido por
Eisenhower en contexto de guerra fría. Política exterior basada en el uso de la amenaza nuclear como instrumento
disuasivo de la intervención soviética en cualquier parte del mundo.
El autor hace una caracterización de la crisis petrolera de 1973 en el águila herida de una ala, bastante mediocre en
síntesis es: que debido a la interdependencia mundial a nivel social y económico, los países industrializados
importadores de petróleo no comunistas asistieron a una repentina inflación y una recesión económica. En los países
industrializados, especialmente en Estados Unidos, la crisis provocó que las condiciones de vida se volvieran muy
adversas para los desempleados, los grupos sociales marginados, algunos trabajadores de mayor edad, y cada vez
más, para los trabajadores más jóvenes. Las escuelas y oficinas en EEUU tuvieron que cerrar a menudo para ahorrar
el combustible de la calefacción, y las fábricas tuvieron que reducir la producción y despedir trabajadores. El precio
de la energía continuó aumentando el año siguiente, en consonancia con el debilitamiento del dólar en los mercados
mundiales.
ANTUNES, Ricardo, “La nueva morfología del trabajo y sus principales tendencias. Informalidad, infoproletariado,
(in)materialidad y valor”, en Sociología del Trabajo,
Introducción
El mundo productivo contemporáneo, sobre todo desde el vasto proceso de reestructuración del capital que se
desencadenó a escala global a comienzos de la década de 1970, ha ido adoptando un claro sentido multiforme,
mostrando, por un lado, tendencias a la informalización de la fuerza del trabajo a escala global y al aumento de los
niveles de precarización de los trabajadores y las trabajadoras. En este universo caracterizado por la sumisión del
trabajo al mundo mecánico (tanto por la vigencia de la máquina-herramienta autómata del siglo xx como por la
máquina-informacional-digital de los tiempos actuales), el trabajo estable, heredero de la fase tayloriano-fordista y,
en parte, modelado por la contratación y la regulación, está siendo sustituido. por los más variados y diversificados
modos de informalidad, de los que son ejemplo el trabajo atípico, los trabajos terceriarizados (con su amplia gama y
variedad), el «cooperativismo», el «emprendedurismo», el «trabajo voluntario», etcétera. Esta nueva morfología del
trabajo, además de incluir los más distintos modos de ser de la informalidad, ha ido ampliando el universo del trabajo
invisibilizado, al tiempo que ha potenciado nuevos mecanismos generadores del valor (aunque bajo la apariencia del
no-valor) haciendo uso de nuevos y viejos mecanismos de intensificación -cuando no de auto-explotación- del
trabajo.
Están también los trabajadores informales más «inestables», reclutados temporalmente y, con frecuencia,
remunerados por pieza o por servicio realizado. Hacen trabajos eventuales y contingentes, caracterizados por el uso
de la fuerza física y por la realización de actividades que requieren de baja cualificación, como cargadores,
transportistas y trabajadores callejeros y de servicios en general. Si consideramos que la informalidad se produce
cuando hay ruptura con los lazos formales de contratación y de regulación de la fuerza de trabajo, cabe señalar que,
a pesar de que la informalidad no es sinónimo de condición de precariedad, su vigencia se traduce a menudo y de un
modo intenso en formas de trabajo desprovistas de derechos, que presen tan, por tanto, rasgos evidentes de
precarización. La informalización de la fuerza de trabajo viene así constituyéndose como un mecanismo central en
manos de la ingeniería del capital, que lo utiliza para aumentar la de los ritmos y movimientos del trabajo e
incrementar su proceso de valorización.
Un análisis de la situación de los inmigrantes puede ayudarnos a entender que no es sino la punta más visible del
iceberg que supone la precarización de las condiciones de trabajo en el capitalismo actual. En Europa, la entera
existencia de los inmigrantes y de sus hijos está marcada por discriminaciones. Discriminaciones en el trabajo, en el
acceso al trabajo, en el seguro de desempleo, en la jubilación. Discriminados en el acceso a la vivienda, con alquileres
más caros para casas más deterioradas y en zonas más degradadas.
1) la erosión del trabajo contratado y regulado, dominante en el siglo xx, y su sustitución por distintas formas de
trabajo atípico, precarizado y «voluntario»;
2) la creación de «falsas» cooperativas que buscan dilapidar aún más las condiciones remuneratorias de los
trabajadores, erosionando sus derechos y aumentando los niveles de explotación de su fuerza de trabajo;
3) el «emprendedurismo», que se configura, cada vez más, como forma oculta de trabajo asalariado, haciendo
proliferar las distintas formas de flexibilización salarial, de horarios, funcional u organizativa;
Después de algunas décadas, muchas de las investigaciones recientes han cuestionado seriamente tales
presupuestos, poniendo de manifiesto que el info proletariado (o cyberproletariado), frente al esquema que se acaba
de esbozar, parece apuntar mucho más hacia una nueva condición de asalariado en el sector de los servicios, hacia
un nuevo segmento del prole- tañado no industrial, sujeto a la explotación de su trabajo, desprovisto del control y de
la gestión de su labor y que viene creciendo de manera exponencial desde que el capitalismo avanzó con la llamada
era de los cambios tecno-informacional-digitales.
Por consiguiente, frente a lo propugnado por las tesis de la «sociedad postindustrial» y del «trabajo creativo
informativo», el proceso de trabajo en el sector de telemarketing ha estado estructurado por procesos
contradictorios, toda vez que:
1) articula tecnologías del siglo xxi (tecnologías de la información y de la comunicación) con condiciones de trabajo
herederas del siglo xx;
2) combina estrategias de emulación intensa de los/las teleoperadores/as, al modo de la flexibilidad toyotizada, con
técnicas tayloristas de control sobre un trabajo predominantemente prescrito;
3) asocia el trabajo en grupo con la individualización de las relaciones de trabajo, estimulando tanto la
cooperación como la competencia entre los trabajadores, entre otros elementos que conforman su actividad
Frente a la propuesta de André Gorz, nuestra postura es que su análisis, al convertir el trabajo inmaterial en factor
dominante e, incluso, determinante en el capitalismo actual, desvinculado de la generación de valor, ha terminado
obstaculizando la posibilidad de comprender las nuevas modalidades y formas de vigencia de esa ley; modalidades
esas presentes en el nuevo proletariado de servicios (o cyberproletariado o infoproletariadó), que conllevan
actividades de perfil acentuadamente inmaterial, pero que son parte constitutiva de la creación de valor y están más
o menos imbricadas en los trabajos materiales. Nuestra hipótesis es que la tendencia creciente (aunque no
dominante) al trabajo inmaterial expresa, dentro de la complejidad de la producción contemporánea, distintas
modalidades de trabajo vivo y, como tales, partícipes en mayor o menor medida del proceso de valorización del valor.
A guisa de conclusión
Por consiguiente, en vez de la propalada descompensación o pérdida de validez de la ley del valor, la ampliación de
las actividades dotadas de mayor dimensión intelectual, tanto en las actividades industriales más informatizadas
como en las esferas comprendidas en el sector de servicios y/o de las comunicaciones, configuran un elemento
nuevo e importante para una comprensión efectiva de los nuevos mecanismos del valor. Por tanto, si la «economía
del empleo» es algo presente en la propia lógica del sistema de metabolismo social del capital (MÉSZÁROS, 1995), la
reducción del trabajo vivo no significa pérdida de centralidad del trabajo abstracto en la creación del valor, que hace
mucho dejó de ser resultado de una agregación individual de trabajo, para convertirse en trabajo social, complejo y
combinado y que, con el avance tecno-informacional- digital, no deja de hacerse más complejo y potenciarse.
La globalización no es sólo un fenómeno “material”, tecnológico, financiero, organizacional, plausible de ser descripto
con meros indicadores cuantitativos. Es un proceso histórico que abarca múltiples aspectos de la vida humana, y que
está en un momento de creciente dificultad para la continuación de su despliegue global. Pero además de un
conjunto de cambios multidimensionales significativos, la globalización debe ser entendida desde una perspectiva
política: se trata de la constitución de un entramado político- institucional que posibilita, promueve y garantiza el
contexto mundial adecuado para la expansión y maximización de la ganancia de las corporaciones multinacionales y
del capital financiero provenientes de los países centrales. Otros elementos que caracterizan un proceso en continua
mutación son la estandarización de los consumos y costumbres globales, la homogenización cultural, la creación de
un perfil de trabajador abstracto universal con saberes estandarizados, adecuado a los requerimientos de movilidad y
multiimplantación de las corporaciones multinacionales, y el consiguiente amoldamiento de las subjetividades a
través de la difusión masiva de la cultura desarrollada en los centros para adecuarlas a los requerimientos del
consumo global. En un sentido cultural profundo, la globalización implica un proceso mundial de desnacionalización
de la identidad de aquellas naciones que presentan rasgos diferenciados de los países centrales.
Pero además de sus características económicas o culturales observables, la globalización es una ideología, es decir
una explicación del orden que busca generar consentimiento general sobre la inevitabilidad del mismo. Se pretende,
en este sentido, que la globalización sea vista como un proceso “espontáneo” generado a partir de los cambios
tecnológicos -que serían a su vez casuales o azarosos-, que por su novedad y originalidad está llamado a destruir
todo el marco de ideas previas en el amplio campo de las ciencias sociales y humanas. Un hecho de fuerte relevancia
económica y sumamente emblemático de la globalización es la aparición en las últimas décadas de decenas de
“guaridas fiscales”, en las cuales capitales de todo el planeta pueden ocultarse de las autoridades fiscales de sus
respectivos estados para evadir el pago de impuestos. Es una muestra concreta del desentendimiento de los grandes
capitales en relación a las sociedades donde operan: privan a los estados de valiosos fondos para mejora social,
infraestructura, inversión productiva, investigación científica, bajando el piso civilizatorio a favor de la maximización
de los beneficios corporativos.
El capitalismo latinoamericano nació y se expandió adaptado a los requerimientos de las potencias occidentales
predominantes, siendo los factores de poder locales -cuya peculiaridad residía en ser “bisagra” entre la producción
doméstica y los intereses extranjeros- los responsables de formular las orientaciones políticas para conducir a sus
países por un sendero funcional a las metrópolis. El dramático cambio en el entorno (depresión de los años '30,
Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría) impactó también en la vida intelectual de la región, y llevó a un tiempo
latinoamericano en el cual se consideró viable un rumbo hacia la industrialización, el desarrollo y la independencia
real. Fue la época en la que se formularon teorías e interpretaciones propias, como el estructuralismo
latinoamericano o la teoría de la dependencia, en búsqueda de una estrategia de transición hacia la plena soberanía
económica y el desarrollo social. A partir de los años '70, una sucesión de golpes militares anticomunistas y
antinacionalistas, orientaciones económicas neoliberales y fuerte represión cultural e ideológica, torcieron el rumbo
de la región, y la fueron reinsertando gradualmente en el terreno del estancamiento y la falta de perspectivas de
progreso. Los regímenes neoliberales provocaron desindustrialización, deterioro social, y elevado endeudamiento
con los bancos de los países centrales. Los procesos de deterioro se verificaron en todas las dimensiones de una
sociedad. No es sólo la economía la que se debilitó, o el tejido social que se fragmentó, sino que entró en un cono de
sombra el propio sentido de pertenencia a una comunidad con un futuro compartido. En el retroceso hacia el
subdesarrollo, y ante la inexistencia de un imaginario nacional capaz de proveer una expectativa de progreso, la
salvación individual pareció ser la única estrategia disponible.
La globalización en la periferia latinoamericana
La etapa del “gran endeudamiento” fue fundacional para la involución de nuestra región. Abrió el camino a la
reversión del desarrollo y de la búsqueda de la autonomía regional.
Por empezar, obligó a los países a acordar la presencia permanente de los organismos financieros internacionales en
el diseño de sus políticas económicas. Estos reforzaron las tendencias internas más retrógradas desde el punto de
vista de las opciones económicas, priorizando en forma exclusiva el pago a los acreedores externos frente a otras
opciones productivas o de progreso social. El viraje económico hacia la profundización de la dependencia fue
complementado con la cesión parcial de grados de soberanía nacional a diversos entes multinacionales, que en
realidad dependen y reflejan los intereses de los países centrales. Los tratados comerciales de inversión, la
aceptación de tribunales extranjeros para la resolución de litigios, la pertenencia a organismos como la OMC con
todos sus impactos desregulatorios, la aceptación del monitoreo sobre las políticas públicas sub desarrollantes del
FMI y de los préstamos pro-“reforma estructural” del BM, formaron un entramado jurídico-institucional de recorte
de soberanía que trasladó el problema de las crisis económicas al plano de la subordinación política.
El cambio ha sido dramático al desaparecer la competencia entre sistemas. La preocupación por generar adhesión
voluntaria a determinado orden social fue reemplazada en el tiempo de la globalización por la idea de lograr
“gobemabilidad” gracias al debilitamiento de la contestación social e intelectual, y la fragmentación de los actores
políticos y sociales subalternos. En la periferia latinoamericana se combina actualmente la existencia de un alto
empresariado local plenamente subordinado -financiera, tecnológica e ideológicamente- a los centros, con un
involucramiento menguante en la preocupación por lo público en general y por el destino del conjunto de la
población en particular. La mercantilización de la vida social se combina con un enfoque de negocios desconectados
del bienestar general y que poco tiene que ver con un proyecto de acumulación productiva “clásico”.
Globalización y modernización
Desde fines del siglo XIX, el término “modernización” apareció cargado de positividad en numerosas regiones de la
periferia. Era casi un deber modernizarse para las dirigencias políticas de los países que miraban con admiración las
características más sobresalientes de los países centrales. La vía a la modernización exigía también una ruptura -más
o menos significativa- con el pasado nacional, con las ideas y comportamientos “tradicionales” -en algunos casos pre-
capitalistas-, y el ingreso a una apuesta con destino incierto aunque supuestamente mejor que la permanencia en el
estadio pre-modemo. Pero a partir de la crisis de 1930 y hasta fines de los años '70 surgió otra forma de entender la
modernización, más estrechamente vinculada a internalizar las lógicas, técnica e instituciones que podían sostener
una modernización “desde adentro”, aunque siempre observando la imagen de los países centrales. Esa forma de
entender la modernización entró en declive precisamente cuando cobró fuerza la etapa mundial llamada
“globalización”. En el siglo XXI, la forma de la globalización implica un mundo productivo menos definido por
fronteras nacionales, y más segmentado entre quienes participan de las actividades de las firmas multinacionales y el
capital financiero, y quienes no están integrados en ese gran aparato productivo- distributivo global. Por supuesto
existe cierta vinculación relativa entre territorios y prosperidad, pero la nueva reconfiguración globalizante no
garantiza prosperidad para todos los habitantes de los países base de las corporaciones multinacionales.
Una mirada provisoria de la situación regional advierte rápidamente que es una región profundamente penetrada
por el capital global, y políticamente muy intervenida por los intereses estratégicos norteamericanos. Luego de un
interregno de relativa autonomía en la década del 2000, el sucesivo desplazamiento de gobiernos progresistas
mediante elecciones, golpes tradicionales o golpes institucionales de nuevo tipo, ha abierto la puerta a un período de
fuerte presencia de gobiernos que expresan la alianza entre intereses económicos concentrados locales -entre los
cuales la presencia de firmas multinacionales es muy significativo- con la potencia norteamericana, que continúa
considerando a América latina como una zona que corresponde “naturalmente” a Estados Unidos. En ese contexto, el
único proyecto importante de integración regional sudamericano, el MERCOSUR, se encuentra severamente
cuestionado por sus propios miembros. A diferencia de la integración europea, bien vista en su momento por Estados
Unidos como un reforzamiento de Europa Occidental frente a la amenaza soviética, la integración latinoamericana
choca con el tipo de perfil que desea la potencia norteamericana para sus vecinos del sur.
Tendencias a futuro
La globalización, en la medida que continúe con la misma orientación y ritmo que los últimos cuarenta años, tenderá
a desmembrar el territorio de Latinoamérica en un conjunto de fragmentos vinculados a diversos centros de la
producción mundial. Si nuestra región se sume en la pasividad, o la orientación ideológica de sus fuerzas políticas es
definitivamente colonizada por la hegemonía neoliberal, tenderá a la desaparición como proyecto histórico viable,
tanto cultural como materialmente. La globalización no impactó sobre un cuerpo social cohesionado, sino sobre
realidades nacionales sumamente conflictivas. La disolución de lo colectivo, en el caso latinoamericano, es una
tragedia siempre presente en la región, que se ha visto acelerada tanto por los procesos económicos, como por la
influencia de la ideología de la globalización. Sin embargo, lo que más arriba se describe, tanto en relación al
debilitamiento nacional de nuestra región como a las características de la globalización, son tendencias y no procesos
finalizados. Muchas de las orientaciones arriba señaladas, se están encontrando con contra tendencias que tienen
creciente fortaleza, tanto en el espacio global como en el regional. Si bien no se vislumbra con precisión cómo será la
próxima etapa de la economía mundial, sí sabemos que no podrá avanzar sobre los mismos parámetros que rigieron
el mundo globalizado- neoliberal hasta el presente: la despreocupación por la depredación ambiental provocada por
la producción, el consumismo desenfrenado, las burbujas especulativas que juegan con la estabilidad de la economía
mundial y del empleo, la concentración sin límites de la riqueza, no podrán continuar siendo las principales líneas
sobre las que discurre la organización de la sociedad a nivel global. La región latinoamericana podría asumir, en ese
nuevo contexto, un lugar diferente, en el cual poder recuperar tanto las tradiciones comunitarias y el legado de
relación armónica entre hombre y naturaleza de los pueblos originarios, como las capacidades productivas y
tecnológicas y el pensamiento crítico acumuladas en muchas décadas de lucha por el desarrollo y el avance social.
CARRERAS, Miguel, “Los partidos importan. Democratización y evolución del sistema de partidos en América Latina”,
en Nueva Sociedad, núm. 240, 2012, pp. 175-187.
Este artículo plantea divergencias con esa conclusión alarmista y destaca la necesidad de un análisis más matizado de
la evolución de los sistemas de partidos. Por un lado, estos no están colapsando en toda la región. Por el otro,
algunos aspectos de la evolución del sistema de partidos en América Latina contribuyeron a la consolidación de
democracias frágiles.
La evolución de los alineamientos partidarios entre los ciudadanos puede tomar tres vías distintas. En primer lugar, la
relación de los votantes con el partido puede ser estable a lo largo del tiempo. Sin embargo, la estabilidad de la
identificación partidaria es más la excepción que la regla tanto en Amé rica Latina como en cualquier otro lugar, dado
que los cambios políticos y socioeconómicos se asocian a menudo a nuevos patrones de relación entre los partidos y
los ciudadanos. En segundo lugar, puede haber un desalinea miento del sistema partidario cuando los ciudadanos
pierden confianza en los partidos políticos en general y empiezan a votar por partidos antisistema. Por último, puede
tener lugar un proceso de realineamiento partidario. El realineamiento implica un cambio duradero en la estructura
del sistema de partidos e involucra un cambio en la adhesión de un partido del sistema a otro, que a menudo tiene
lugar cuando se produce alguna votación decisiva5. El proceso de realineamiento también puede estar asociado a la
formación de nuevos partidos para reflejar nuevas divisiones por alguna cuestión. Las tesis del desalineamiento se
centran solamente en el lado de la demanda, es decir, en la confianza que tienen los ciudadanos en los partidos
políticos. Pero ignoran la capacidad de reacción y adaptación de los partidos tradicionales cuando se ven
amenazados por candidatos o partidos antisistema.
La evolución de los sistemas de partidos en América Latina a menudo fue de la mano de la consolidación de
democracias frágiles en la región. Muchos sistemas de partidos se volvieron más plurales y les dieron la posibilidad a
ex-grupos armados de incorporarse a la arena política como partidos polí ticos, con los mismos derechos que las
organizaciones ya establecidas. Los sistemas de partidos se volvieron menos polarizados en las dos últimas décadas,
lo que ayuda a explicar por qué las frágiles democracias latinoamericanas fueron capaces de consolidarse. Al mismo
tiempo, en muchos países latinoamericanos la transición a la democracia estuvo acompañada por un proceso de
moderación y desideologización de los principales partidos del sistema. El periodo de transición dio lugar a un nuevo
conjunto de oportunidades y restricciones que recompensaron a los partidos más moderados y marginaron a los
movimientos sociales violentos involucrados en actividades clandestinas durante los regímenes militares. La
evolución de los sistemas de partidos en América Latina en los últimos 20 años fue claramente beneficiosa para la
representación de estos grupos históricamente excluidos. Otro rasgo de la evolución del sistema de partidos en los
últimos diez años en América Latina es el ascenso de partidos de izquierda en muchos países. La mirada
predominante en gran parte de la bibliografía es que el ascenso de la izquierda representa en esos países una
amenaza a la estabilidad democrática. Aunque es evidente que algunos de los presidentes de izquierda y populistas
que se encuentran ahora en el poder en América Latina ponen en peligro las instituciones democráticas, el ascenso
de la izquierda también llevó a un aumento de la representación democrática en la región.
Conclusiones
El objetivo, sin embargo, no es reemplazar una muy estilizada visión negativa del cambio del sistema de partidos en
América Latina por una visión igualmente simplista, pero positiva, de la evolución partidaria en la región. El propósito
de este artículo es proponer una vuelta al equilibrio en el estudio de los sistemas de partidos latinoamericanos,
mostrando de manera matizada las evoluciones positivas y los cambios negativos opera dos en las últimas décadas.
DE LA GARZA TOLEDO, Enrique, “Las transiciones políticas en América Latina, entre el corporativismo sindical y la
pérdida de imaginarios colectivos
INTRODUCCIÓN.
A excepciones de México, Venezuela, Costa Rica y Colombia, América Latina transitó en la década de los ´80 de la
dictadura militar a la democracia. Los regímenes que sucedieron a las dictaduras no se caracterizaron por su
estabilidad.
1º: políticas estatales intervencionistas y concepciones estructuralistas acerca de cómo combatir la inflación.
2º: fase neoliberal común a todos los países. Aquí es donde los sindicatos se debilitan.
Objetivo: explorar las causas del debilitamiento de los sindicatos en América Latina en las transiciones del
autoritarismo al pluripartidismo.
1º: clasista; predominó en Uruguay, Chile, Bolivia. En los períodos cortos en Colombia, Perú, Ecuador. Fue un
sindicalismo de luchas de clases, influenciado ideológicamente por el marxismo leninismo, a veces por el trotskismo.
2º: corporativista; México, Venezuela, Brasil, Argentina, Paraguay. En períodos cortos en Perú y Bolivia. Este
sindicalismo estuvo subordinado más al estado que a las empresas, se los asocia con los régimenes populistas o
desarrollistas, cuando estos lograron institucionalizar una parte del conflicto interclasista. No basta definir al
corporativismo como una forma de representación de intereses a través de organizaciones no ciudadanas o como
intermediación de intereses. El corporativismo en general corresponde con la aparición del estado interventor en la
economía, que substituyó al estado liberal del siglo pasado. El estado interventor tomó cuatro formas principales:
-
La participación de las organizaciones obreras, a veces junto a las empresariales, implicó mecanismos de
gobernabilidades extra o complementarias a lo parlamentario, extraconstitucionales o contemplados por la
normatividad jurídica. Los sindicatos fueron gestores de sistemas de intercambios simbólicos y materiales entre
bases obreras y estados.
Todos los corporativismos del siglo XX tienen como referente principal al estado más que a las empresas, y en el
ámbito estatal donde pretenden presionar, negociar o apoyarse. El punto central del corporativismo es una forma de
intermediación a la dominación es decir, el corporativismo nació de la luchas de clases y de la crisis económica en
algunos como acuerdos interclasistas, por la derrota de la clase obrera y la subsistitución de las organizaciones por
otras activas al estado, por la derrota del capital y la subordinación de los sindicatos a la construcción del socialismo.
Situar en una articulación las formas del corporativismo es historizarlo. El mismo nació del intento de conciliar el
crecimiento económico con paz social, bajo la dirección del estado. Las relaciones laborales se estatizaron y en los
grandes conflictos hubo un uso más frecuente de coerción y miedo para garantizar el monopolio de la representación
en los sindicatos oficiales, y el sistema de intercambios centralizado en líderes carismáticos tomó la forma de
patrimonialismo.
El corporativismo implicó una subordinación más estricta que en el mundo desarrollado de los sindicatos no sólo al
estado, sino al régimen político, dando origen al corporativismo partidario.
- El sistema de intercambios entro en contradicción desde los ´70 con las capacidades de satisfacerlas.
- El estado neoliberal redujeron los espacios de intervención de los sindicatos en el diseño de políticas
económicas, sociales y laborales, en el sistema de partidos, en las instituciones de reproducción social de los
trabajadores.
- Los contratos colectivos y las leyes laborales se volvieron menos protectoras del empleo.
- El sentido común recreado por el neoliberalismo identificó a los sindicatos como monopolistas del mercado
de trabajo, protectores de privilegios de minorías de asalariados, los sindicalizados.
El sindicalismo en la región se remonta hacia el siglo XIX, en los primeros años predominaron los anarquistas o las
formas de organización cooperativistas y mutualistas. En los primeros años del XX primaron los sindicalismos
clasistas, hacia el 30 o 40 los sindicatos se bifurcaron en corporativistas o continuaron en clasistas.
Los corporativistas no fueron una creación de los estados populistas sino que se desarrollaron junto con ellos, fueron
la base social de esos estados.
Los corporativismos correspondieron al período del ISI que implicó el mercado interno, la protección y el fomento de
la industria y un gasto e inversión pública con una función keynesiana. El ámbito de estos sindicatos fue el estado.
El viraje de los sindicatos no fue la emergencia de los regímenes militares neoliberales sino la gran crisis de la deuda
de 1982, que dio la punta al llamado modelo ISI pero tmb a los neoliberalismos militares.
En los países con ISI la crisis apareció como una crisis de la deuda externa, que ocultaba una crisis fiscal más amplia y
la imposibilidad de seguir con el gasto público de acumulación del capital. Tmb como una crisis de productividad. La
consecuencia en las relaciones entre sindicatos y estado, sobre el sistema de intercambios institucionalizados e
informales.
El neoliberalismo militar entró en crisis económica en 1982: como crisis de la deuda externa que lo llevó a adoptar
medidas heterodoxas de la política económica.
1º: dictadura militar al pluralismo político y al neoliberalismo civil. Los sindicatos desarrollaron un papel fundamental
para la caída de las dictaduras, pero en algunos casos fueron muy beligerantes en contra de las políticas de ajuste
económico no neoliberales.
2º: en los países que no tuvieron dictadura, régimen autoritario, caracterizados por el monopolio o duopolio
partidario (Ej, Venezuela) al pluralismo político y al surgimiento de fuerzas políticas alternativas. Los sindicatos
tuvieron relaciones corporativistas con el estado es por eso que el neoliberalismo llegó con la relativa paz social y
laboral.
1º: políticas de ajuste y de cambio estructural en Latinoamérica iniciadas en los 80 continuadas en los 90. Venta de
empresas paraestatales que redujo el empleo y la fuerza sindical, que con la apertura de los mercados y la
desregulación presionaron a las empresas hacia la flexibilidad, las políticas de combate a la inflación se tradujeron en
disminución de los salarios reales.
2º: políticas en el nivel de las empresas de punta de reestructuración productiva y de flexibilidad laboral.
a). el % de empleo en la industria se redujo en casi todos los países de América Latina (excepto México y
centroamerica).
b). aumento entre 1990-1999 de los ocupados en el sector informal, al igual que los ocupados en micronegocios. Los
trabajadores en ambas ocupaciones no tendían a sindicalizarse.
c). las mujeres han sido menos propensas a sindicalizarse. En los empleos urbanos creció la ocupación en sectores
informales es decir, que se redujo en los s. formales.
Los factores estructurales no determinan la forma en que los actores de las relaciones industriales han dado sentido
a la situación del neoliberalismo y de la transición a la democracia.
Los sindicatos clasistas en los 80 fueron los que más resistieron a las políticas de ajuste, en los 90 siguieron 2
caminos: en Chile y Bolivia el clasismo asimiló las reformas neoliberales pero en otros países hubo intransigencia,
llegando a la derrota y postración.
Bolivia Central Obrera Boliviana (COB) desde el sindicalismo triunfante hizo una revolución en el 52,
posteriormente en 64 y 82, sufrió el acoso de los gobiernos militares. Entre el 82, 85 hubo un período de fuerte
conflictividad en cuando a lo económico y político. Hoy la COB es débil sin poder generar una alternativa y
enfrentando la informalización y la precarización laboral.
Chile el sindicalismo fue importante para la caída del régimen militar. En el 80 se conformó la Central Única de los
Trabajadores (CUT), querían lograr el derrocamiento de la dictadura, llegaron a concertaciones y plebiscitos que
terminó con el régimen de Pinochet. El neoliberalismo como política económica y por “sentido común” pareció
introducirse en muchos sectores de la sociedad.
Brasil el gobierno militar fue más desarrollista que neoliberal, pero la econ. se desaceleró y en 78 surgió el nuevo
movimiento obrero que fundará la CUT brasileña. En 1985 terminó la dictadura militar y se intensificó la acción
sindical en contra de las políticas de ajuste inicialmente ortodoxas. En los 90 se iniciaron las políticas neoliberales.
Hoy el movimiento huelguístico a disminuido, el sector informal se extendió y la legislación laboral es un obstáculo
para la fortaleza sindical.
México siguió la política de la subordinación a las políticas gubernamentales, el gobierno planteó convertirse en un
corporativismo a la vez de estado y empresa. Duró hasta el 2000 con la derrota del PRI.
Venezuela el corporativismo consolidado viene del “pacto de punto fijo” donde los sindicatos se comprometen a
moderar sus demandas y elegir un camino de conciliación al del conflicto con el capital. Duró hasta el gobierno de
Chavez
Ambos países no tuvieron dictaduras militares pero si períodos de fuertes crisis econ. y disminución de la
sindicalización.
Argentina luego de la dictadura hubo un gobierno inestable y una gran inflación. La CGT fue una oposición en 1987
logra el monopolio de la representación legal de la representación al aprobarse la formación de sindicatos únicos por
rama. Hacia los 90 la CGT paso por:
3º con De la Rúa se desregulan las obras sociales que administraban los sindicatos y se incrementa la conflictividad
sindical y social.
“Conclusión”:
- desde los 80 los clasistas fueron derrotados y deslegitimados. Los corporativos subordinados a las políticas
neoliberales tuvieron cada vez menos que ofrecer a sus agremiados.
- neoliberalismo tensiones entre el mundo de la política, con sus representaciones de la ciudadanía y el trabajo.
GIORDANO, Verónica, SOLER, Lorena y SAFERSTEIN, Ezequiel, “Las derechas y sus raros peinados nuevos
Los estudios sobre las derechas en América Latina se han enfocado, principalmente, en el carácter reaccionario de
este arco político y en sus históricas estrategias antidemocráticas de acceso al poder, especialmente, en
determinadas coyunturas del siglo XX. Esto último ha colaborado, aun que fuera involuntariamente, con una fijación
de sentido que atribuyó a ese concepto cierta inmutabilidad.4 Sin embargo, la reconfiguración del mapa geopolítico
latinoamericano que se consolidó en la segunda década del 2000, caracterizado por el ascenso de fuerzas de
derechas al poder mediante vías no armadas, obligó a que las conceptualizaciones sobre las derechas y sobre sus
estrategias políticas, culturales y económicas deban ser repensadas.
En la actualidad, el mapa de las “nuevas” derechas en América Latina es elocuente, con gobiernos que accedieron al
poder mediante vías que pue den ser consideradas formalmente democráticas. Por otra parte, el acceso al poder por
parte de coaliciones de derecha de los últimos años también se realizó por vías electorales. En algunos casos esto
sucedió tras experiencias que eran consideradas expresión del “giro a la izquierda” iniciado en la región a comienzos
del siglo XXI. En otros casos, la “nuevas” derechas en el gobierno han accedido al poder luego de vencer en los
comicios a unas derechas consideradas “tradicionales” por su más larga trayectoria histórica en el campo político.
El término derecha tiene una marca histórica de nacimiento, surgió para referirse a los partidarios del rey. Como
hemos podido observar, la cuestión de la representación ha dado lugar a diversas posturas que reivindican la
perspectiva de clases para el estudio de las derechas en Latinoamérica. Ello reviste implicaciones teóricas y políticas,
dado que -como hemos mencionado- presupone antes que nada resaltar el carácter antagónico de los intereses de
clase y el conflicto como factor inherente a toda relación social. Sin embargo, consideramos que aún queda la tarea
de explorar cuáles son los puentes posibles entre el plano político-ideológico y el económico-estructural, donde las
relaciones entre uno y otro no son estrictamente lineales.
. Con conceptualizaciones muy amplias, en términos políticos, en América Latina este ciclo fue caracterizado como:
giro a la izquierda, nueva izquierda en el gobierno, gobiernos progresistas o posneoliberales, rupturas populistas o
reconfiguraciones en el bloque hegemónico. Más allá de los matices conceptuales, con el cambio de siglo, muchos
países de la región avanzaron en transformaciones en las que despuntaron grupos de poder que pusieron en cuestión
la hegemonía. neoliberal. Al compás de estas transformaciones, la oposición política se reorganizó y en este proceso
tomaron forma las “nuevas” fuerzas de derecha.
La primera, en torno a la crisis de la deuda, cuando en los países de América Latina se desarrollaron think tanks que
buscaban aportar soluciones a dicha crisis defendiendo nociones de libre mercado ya implementadas en Estados
Unidos e Inglaterra. Cuando en la década de 1990 los gobiernos latinoamericanos adoptaron ampliamente el ideario
neoliberal, estos think tanks tuvieron un papel protagónico como asesores de estos gobiernos. La segunda coyuntura
que la autora identifica es la que se inicia hacia el año 2000 cuando en la región asumieron gobiernos, cuyos
proyectos se presentaron como alternativa a los de corte neoliberal de los años previos. A partir de este “giro
progresista”, en una época en la que se había instalado un consenso en torno a los mecanismos democráticos para
llegar al poder (incluso por parte de las derechas), la cantidad de think tanks aumentó considerablemente en la
región, dado que se convirtieron en una de las principales estrategias “no electorales” de las derechas. Por otra
parte, no se puede dejar de señalar el vínculo entre estos espacios de pensamiento y las universidades. Los think
tanks se caracterizan por el trabajo en red con otras organizaciones similares en el nivel regional e internacional y
tienen como “misión” la elaboración de planteos basados en investigaciones para influenciar sobre la sociedad. Estos
actores “sustituyen los modelos ascendentes de formación de opinión y preferencias por vía de su capacidad
profesional para enmarcar esos problemas, y mediante el desarrollo de guiones argumentativos que asignan
soluciones a los problemas sugiriendo explicaciones claras y fáciles de comunicar.
Palabras finales
En estas páginas nos dedicamos a recuperar, bajo la forma de la recopilación de apuntes que se encontraban más o
menos dispersos, trabajos que se ocuparon de analizar al espectro político de la derecha, principalmente
latinoamericana. Reunimos estos trabajos en los que se aborda el fenómeno desde distintas dimensiones: el
surgimiento y los usos del concepto, la composición social de este espacio político, las estrategias de acceso al poder,
la construcción de consensos en relación con distintos espacios culturales, de conocimiento y saber. Pudimos
observar que el espectro de las “nuevas derechas” ya ha cosechado una vasta cantidad de producciones en la
Argentina y en América Latina en general. Teniendo en cuenta las recientes experiencias políticas de derecha que se
erigieron en los gobiernos de la región, y considerando el peso político de estas fuerzas en el mapa político global
actual, su estudio cabal resulta prioritario para la agenda académica de estas latitudes.
MALCALAZA, Bernabé, “América del Sur: una periferia convulsionada”, en Nueva Sociedad, núm. 295, 2021, pp. 29-
41.
América del Sur es la región más castigada del planeta como efecto del coronavirus. Una gran depresión económica
de arrastre y un creciente malestar social, agravados por la pandemia, hacen al actual estado de convulsión, que se
expresa en protestas sociales.
Algo se rompió
La pandemia de covid-19 llegó a América del Sur con el trasfondo de una gran crisis de arrastre. La región estaba en
su peor crisis en casi un siglo antes de 2020. De esa manera, la pandemia llegó en el peor de los escenarios y llevó a
la mayor contracción del piB desde 1900 y a que se registrara en América del Sur el desempeño más pobre entre las
regiones en desarrollo. Como si esto no bastara, el descalabro social conforma un cóctel explosivo con los
desequilibrios económicos. Previo a la pandemia, ya se observaba una considerable inconformidad de los
sudamericanos con la persistente desigualdad y una insatisfacción con el funcionamiento de la política. Esto se ha
traducido en demandas de mayor igualdad y no discriminación, y en algunos casos, en procesos de movilización
social. La región, por lo tanto, inició una nueva década con tres grandes y complejos desafíos: una gran depresión de
arrastre, un creciente malestar social expresado en movilizaciones sociales y el impacto de una sindemia cuyo final es
todavía incierto. La llegada de la vacuna regeneró esperanzas, pero no solucionó las cuestiones de fondo.
Los principales objetivos históricos de Washington en la región han sido garantizar su seguridad y propender a una
estabilidad deseada. Para lograrlo, aplicó premios y castigos, políticas de «buena vecindad» y de «gran garrote»,
mediante un amplio abanico de instrumentos que van desde la ayuda y el financiamiento al recurso a la coerción
diplomática, la ocupación física o la instalación de bases militares. La disputa tecnológica encuentra también su
correlato en la diplomacia de vacunas. En esa dirección, la estrategia de donaciones a la región dispuesta por el
secretario de Estado Anthony Blinken busca reaccionar y contrarrestar el avance de las vacunas de China y Rusia,
mientras se habilita el apoyo logístico a los laboratorios farmacéuticos estadounidenses en competencia con los
chinos y los rusos por el acceso a mercados.
La presencia de China en América del Sur reúne algunas variables atípicas. Su esencia radica en la extensión de
cuatro procesos concomitantes: el de transformación de su política exterior, el de internacionalización de su Estado,
el de internacionalización de sus empresas y el de incremento del rol internacional de sus provincias y ciudades. Esto
implica el paso de una proyección originalmente centrada en la clave Estado-Estado hacia una suerte de «presencia
por factorías» de corte económico, pragmático y más caótica en su penetración, siguiendo el modelo expansionista
del Imperio portugués. Esta lógica de «presencia por factorías» está estrechamente ligada al máximo proyecto de
expansión geopolítica de Beijing: la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Se dan en el caso de la diplomacia de vacunas
todos los factores que se anotan habitualmente para mostrar expansión de poder económico.
La condición de «periferia convulsionada» de América del Sur se acentúa por agravantes socioeconómicos,
debilidades político-institucionales y fracturas sociales, profundizadas por la pandemia. El telón de fondo es una gran
sindemia con profundas con secuencias nacionales y regionales, mientras reemergen desafíos económicos, sociales y
ambientales, un fenómeno que aparenta ser mucho más duradero que la pandemia. Está claro que cuestiones como
el monitoreo de las fronteras, el acceso a vacunas o la resolución pacífica de conflictos seguirán siendo claves y no
podrán sortearse desde la lógica unilateral del «sálvese quien pueda» que ha predominado en la pandemia. La región
necesita hoy más que nunca bienes públicos globales y regionales para aspirar a un «nuevo contrato social» que
asegure servicios públicos universales y de calidad y amplíe el acceso a ellos. No obstante, con un menor grado de
pretensión, podría optarse por impulsar iniciativas puntuales de cooperación técnica bilateral y triangular basadas en
los pilares de coherencia en las políticas macroeconómicas, seguridad alimentaria, generación de empleo, inclusión
social, igualdad de género, transición justa energética y acceso a la salud y a la educación. Un aporte allí parece
fundamental, no solo para reducir las brechas de bienestar, sino como un camino para revertir las tendencias a la
inestabilidad y la desintegración de la región.
MIGUEZ, Daniel; MISSE, Michel e ISLA, Alejandro, “Contingencias en las relaciones entre Estado, Gobierno y crimen
organizado en América Latina
identificar al Estado y al crimen organizado es ya una tarea compleja. Cualquier revisión somera de la teoría política
(que ni siquiera intentaremos aquí) mostrará lo mucho que se pone en juego al abstraer de las diversas modalidades
de control y administración pública las regularidades que puedan ser integradas en una definición de formas básicas
de institucionalidad estatal. Pero, partiendo de algunas comparaciones fácticas sobre las formas de organización del
crimen y su relación con el Estado, buscaremos avanzar luego en una elaboración conceptual que si bien no es de
ninguna manera conclusiva, esperamos sea sugerente de posibles explicaciones de esos contrastes y similitudes. En
síntesis, la conflictividad política que de diversas maneras caracterizó a las sociedades latinoamericanas en las
décadas de 1960, 1970 y hasta entrada la de 1980 fue parte de los factores que incidieron en la configuración de las
tramas de relaciones sociales que explica hoy el incremento de la violencia delictiva en América Latina. Sin embargo,
las formas en que se manifestó esta conflictividad en los diversos países latinoamericanos es variable, y las maneras
en que ha incidido en la proliferación del delito también lo es. En algunos casos, fueron los propios grupos armados
de “izquierda” o “derecha” los que evolucionaron hacia organizaciones delictivas violentas. En otros, fue la imitación
de esa forma de organización lo que se plasmó en formaciones. delictivas posteriores, pero sin conexiones orgánicas
con agrupaciones políticas. En otros, simplemente no hubo conexión o no fue significativa. Lo notable es que la
existencia per se de grupos políticos armados no permite suponer ningún tipo de evolución posterior. Estas
variaciones en la manera en que se han articulado condiciones políticas y delito organizado hacen inviables las
explicaciones más obvias. La preeminencia o, contrariamente, la ausencia de confrontaciones o guerras civiles y
grupos políticos armados no explican por sí mismas su continuidad o no en formaciones delictivas posteriores. Lo que
aparece como un elemento subyacente o latente a muchas de estas evoluciones es la capacidad limitada de
administraciones públicas centralizadas (“el Estado”) de ejercer una dominación social extendida a toda la sociedad o
el territorio. Las limitaciones en esta capacidad parecen generar el contexto en el que evolucionan, siempre de
maneras complejas y con variantes, agrupaciones delictivas con capacidades amplias (o tan amplias como el vacío de
dominación de la administración central lo permita, o no lo pueda o le convenga impedir) de acción; entre ellas,
formaciones políticas que incurren en el delito o directamente evolucionan hacia el delito organizado. En definitiva,
lo que queremos señalar, aunque no podamos profundizar en ello aquí, es que la experiencia histórica de cada
sociedad condicionó la forma en que se constituyó cada uno de esos espacios desregulados. En síntesis, este
conjunto de procesos sugiere que la expansión del crimen en América Latina en las últimas décadas emerge de las
complejas evoluciones en la capacidad de administraciones centralizadas de ejercer una dominación extendida al
conjunto de la sociedad. Y de las diversas posibilidades que esto genera para que fuerzas alternativas, entre ellas el
delito organizado, generen en esos contextos una actividad económica y a veces una dominación social paralela o
desafiante a esa administración central.
Fronteras difusas
Estados inconclusos
La profundidad de este proceso radica en que la superposición entre la administración del Estado y los intereses
particulares de los funcionarios excede el usufructo de lo material: las tierras fiscales o públicas, los recursos
naturales, las regulaciones financieras y comerciales. A través del Estado, los funcionarios disponen también de
recursos simbólicos y morales. La venta de mercaderías políticas y el cohecho no remiten solo a la apropiación de
recursos públicos, sino que al otorgar impunidad a los partícipes de esas redes apropiadoras del Estado, se devela
que para algunos y en ciertos ámbitos rige “otra ley”; que existe un régimen de dominación alternativo. Así, si la
constitución del Estado, como ley fundante, debe operar como “contrato social” y fuente de constitución de una
identidad colectiva y un lazo social que abarque a la nación, muchos de los capítulos de este libro muestran que esto
es un proceso inconcluso en América Latina. De aquí el desparejo asentamiento de la democracia republicana como
sistema en América Latina, en donde registran fuertes contrastes, no solo en cuanto a su ejercicio, sino en cuanto a
las concepciones que las leaderships abrigan de ella. Guerras internas, prolongadas dictaduras, períodos
democráticos dilatados con alta corrupción y baja participación ciudadana, regímenes de partido único, gobiernos
plebiscitarios con tendencias al cesarismo y democracias precarias que aumentaron la exclusión social, más allá de
algunos nuevos vientos que soplan, caracterizaron los siglos XIX y XX. Todos estos procesos, como bien Alain Rouquié
(2011) ha historizado, han dejado su legado, “su sombra”, en las culturas políticas y en las instituciones de los
diversos Estados. Uno de estos legados son los diferentes regímenes de dominación que se pergeñan entre actores
del sistema político en el gobierno que gestionan intereses particulares a través del Estado y quienes aprovechan
espacios donde merma el poder centralizado de este para establecer regímenes que los beneficien. Es en esa trama
entre lo legal y lo ilegal en el Estado donde se constituye el crimen organizado.
MÖHLE, Elisabeth y SCHTEINGART, Daniel, “Hacia un ecodesarrollismo latinoamericano”, en Nueva Sociedad, núm.
295, pp. 42-56
El fin de la pandemia parece acercarse en nuestra región, y con ella terminará este estado de excepción en el que nos
hemos dedicado en gran medida a sobrevivir. Ahora bien, la vuelta a la normalidad en América La tina no constituye
una narrativa pospandémica suficiente. Más bien, des de los progresismos latinoamericanos necesitamos construir
nuevas utopías, firmemente basadas en las realidades, necesidades, potencialidades y limitaciones de nuestros
países, para poder pensar en horizontes concretos y realizables que permitan crear futuros mejores para las
mayorías.
América Latina pueda ir en dirección al desarrollo sostenible depende de que pueda abordar simultáneamente tres
sostenibilidades: la social, la macroeconómica y la ambiental. Lo que aquí entenderemos como «ecodesarrollismo» o
«desarrollismo ambientalista» apunta al logro simultáneo de esas tres sostenibilidades. La sostenibilidad social
refiere al bienestar de las mayorías, a partir de la reducción de la pobreza, la desigualdad, la desocupación y la
precarización laboral y del acceso a bienes públicos tales como educación, salud o infraestructura. Tal sostenibilidad
requiere de una tasa de crecimiento económico elevada, habida cuenta de que todos estos indicadores tienden a
mejorar cuando el piB per cápita crece. En primer lugar, un aumento del consumo de los hogares, derivado de una
mejora de los ingresos, tiende a ser abastecido en parte con importaciones (por ejemplo, una persona que, como
producto de la suba de sus ingresos, opta por cambiar su teléfono móvil, que es importado de China). En segundo
lugar, un aumento del consumo de los hogares tracciona sobre las industrias locales, que necesitan insumos (muchas
veces importados) para poder producir. En tercer lugar, una mayor actividad económica suele incentivar la inversión
privada (ya que los empresarios tienden a invertir más cuando las cosas marchan bien), la cual suele requerir de
maquinarias -mayormente importadas. Dado este contexto, actualmente la tasa de crecimiento compatible con la
sostenibilidad ambiental es aún inferior a la compatible con la restricción ex terna y, por tanto, es muy inferior a la
compatible con la sostenibilidad social. Aquí se da una especie de paradoja: que los países ricos crezcan ayuda a que
la periferia exporte más (y da más espacio para el crecimiento doméstico y la concomitante baja de la pobreza y el
desempleo), pero en simultáneo presiona todavía más sobre los ya muy comprometidos límites planetarios.
El balance del ciclo de los commodities dejó luces y sombras. Las mejoras sociales y económicas fueron palpables (y
en la gran mayoría de los países se sostuvieron, de modo que en los albores de la pandemia los indicadores sociales
eran definitivamente mejores que a principios del milenio en casi toda la región). Sin embargo, la imposibilidad de
transformar cualitativa mente las estructuras productivas hizo que, finalizada la bonanza internacional, las mejoras
en las economías latinoamericanas se estancaran. La mejora en los precios de exportación durante la década de los
commodities permitió acercar la tasa de crecimiento compatible con la sostenibilidad macroeconómica a la tasa
compatible con la sostenibilidad social. Sin embargo, estos avances conllevaron impactos ambientales y conflictos
sociales asociados a ellos en toda América Latina. Sea por la minería, el fracking, los proyectos hidroeléctricos, la
deforestación o el avance sobre ecosistemas o territorios de pueblos originarios, la conflictividad y las demandas
socioambientales se multiplicaron. Como consecuencia de esta presión social -combinada con la incorporación de los
derechos ambientales en las reformas constitucionales, la creciente visibilización de las problemáticas ambientales, la
lenta jerarquización de las carteras ambientales en los gobiernos y los avances cien tíficos sobre tópicos como el
calentamiento global, los límites planetarios o la biodiversidad-, empezaron a surgir políticas, leyes y fallos judiciales
que limitaron algunas de estas actividades.
planteamos algunos puntos pensando en el corto y en el largo plazo que podrían formar parte de una agenda
«ecodesarrollista» que permita la alineación virtuosa de las tres sostenibilidades. En el corto plazo, proponemos
trabajar sobre la reducción de los impactos de las estructuras productivas actuales y utilizar los recursos naturales
como palanca para el desarrollo. En el mismo sentido, la transformación de fondo de la lógica productiva lineal hacia
modelos circulares, tanto a través del fomento del ecodiseño como del fortalecimiento de cooperativas y empresas
de reciclado, se vuelve fundamental. La economía circular es muy relevante para atender la triple sostenibilidad, ya
que no solo reduce el impacto ambiental, sino que pue de generar miles de puestos de trabajo y, a la vez, evitar
importaciones de insumos (y contribuir a la sostenibilidad macroeconómica). Por último, la transición energética
hacia fuentes limpias es otro de los ejes centrales en este esquema. Aquí los países de la región se encuentran en
general mejor posicionados que la media mundial, dada la baja participación del carbón como fuente de energía y el
protagonismo de la bidroelectricidad.
MOYANO, Javier, ALMADA, Julieta y TCACH, Iván; “Las izquierdas latinoamericanas en el gobierno. Programática
política y procesos de construcción de poder en el siglo XXI
Si bien la preeminencia de gobiernos de derecha en el conjunto del continente dista de ser una novedad en la
historia latinoamericana, en este momento tiene lugar tras una década y media en la cual la mayoría de nuestros
países fueron conducidos por partidos o alianzas que, en los asuntos que dividían aguas -ampliación de derechos
ciudadanos, papel del Estado como regulador de la economía y las relaciones sociales, alineamientos internacionales-
en el electorado, ocuparon el ala izquierda entre las alternativas de poder. Asimismo, en la mayoría de los casos se
trató de fuerzas políticas que llevaron adelante programáticas de gobierno más. audaces, en comparación con otras
experiencias de partidos y alianzas de centro izquierda que en décadas anteriores habían alcanzado el poder en
diversos países de la región. En función de ese cometido, proponemos considerar principalmente dos niveles de
análisis. En primer lugar, la programática de gobierno llevada adelante por tales fuerzas políticas, para lo cual
también será preciso tener en cuenta algunos condicionantes estructurales, en especial aquellos relacionados con el
contexto inter nacional, con las estructuras económicas y sociales preexistentes, y con las relaciones entre
demografía y recursos naturales. En segundo lugar, los procesos de construcción de las fuerzas políticas antes de
acceder al poder. A continuación, procuraremos reflexionar sobre las diferentes formas en que tales niveles del
análisis se combinaron en los distintos casos nacionales.
La programática política
En primer lugar, se trata de fuerzas políticas que ejercieron el gobierno más o menos al mismo tiempo, en una
situación sin precedentes en el continente latinoamericano, lo cual tuvo implicancias tanto en el margen de juego -en
los frentes interno y externo- de tales gobiernos, como en los avances -limitados pero significativamente novedosos-
alcanzados en los procesos de integración regional, influyendo incluso en el comportamiento de países con gobiernos
de derecha. En segundo lugar, en la mayoría de los casos no se produjo una ruptura absoluta con la estructura
productiva previa, que reconocía en las actividades primarias y extractivas -con las consecuencias ambientales y de
desestructuración de espacios campesinos que ello traía aparejado- la principal fuente de excedentes externos. En
tercer lugar, como veremos a continuación, en la mayoría de los países con gobiernos de izquierda, con la excepción
del caso chileno, la programática política trascendió la agenda. que, luego de mediados de la década del 70, había
sido dominante en los partidos y coaliciones de centroizquierda, tanto europeos como latinoamericanos. Una
revalorización del papel del Estado, la confrontación con el sector financiero y con las iniciativas de apertura
comercial, y una toma de distancia respecto a Estados Unidos en paralelo con la búsqueda de nuevos socios entre las
potencias emergentes, son elementos que distinguen a estas experiencias de otras anteriores5, en las cuales
gobiernos influidos por la ideología socialdemócrata habían administrado algunos países de la región.
Analizar los procesos mediante los cuales las diversas izquierdas latinoamericanas se acercaron al poder entre fines
del siglo XX y principios del XXI, requiere esbozar, en primer lugar, una clasificación que distinga entre partidos o
alianzas que llegaron al gobierno luego de un pro ceso más o menos prolongado de acumulación de fuerzas, y otros
que, sin experimentar esos procesos, usufructuaron coyunturas críticas que les permitieron conquistar los principales
espacios institucionales de poder a nivel nacional. En segundo lugar, es conveniente distinguir entre aquellas fuerzas
políticas que, sin dejar de lado el establecimiento de acuerdos con organizaciones sociales de diversa índole,
experimentaron un proceso en el cual la construcción política partidaria ocupó un lugar central, de aquellas otras en
las cuales la construcción de herramientas partidarias fue consecuencia de una anterior confluencia de fuerzas
sociales en la resistencia a los efectos del neoliberalismo.
Otra dimensión necesaria en el análisis se relaciona con el tipo de construcción política predominante en los partidos
y alianzas de izquierda, gobernantes en América Latina durante los tres primeros lustros del siglo XXI. Podríamos
ensayar una primera clasificación en dos grupos: aquellos que emprendieron una construcción predominantemente
partidaria, y aquellos principalmente imbricados con organizaciones sociales. Entre ambos polos, pueden citarse los
casos de fuerzas políticas ampliamente relacionadas con actores sociales, ya sea en una etapa inicial o a lo largo del
proceso, pero en las cuales la construcción partidaria ha sido decisiva.
A modo de conclusión
Las izquierdas latinoamericanas que gobernaron en el continente durante los primeros 15 años de este siglo
constituyeron una experiencia sin precedentes en la región, por su coexistencia en el tiempo y por el desarrollo de
una programática de gobierno que, más o menos radicalizada, rompió con los paradigmas predominantes a nivel
internacional desde el último cuarto del siglo XX, incluso entre las izquierdas en condiciones de disputar el poder. El
hilo conductor de este ensayo fue el reconocimiento de que el análisis de estos procesos requiere prestar atención a
dos cuestiones, no siempre interrelacionadas de la misma manera: la pro gramática política desplegada desde el
gobierno, y los procesos previos de construcción de poder. La consideración de la programática política tornaba
necesario, además, tener en cuenta los condicionantes estructurales en los diferentes países, mientras que el
tratamiento de los procesos de construcción de poder muestra la relevancia del diverso protagonismo pre vio de
sujetos sociales y actores políticos. Del análisis de estas dos dimensiones del análisis surge una variada articulación,
en la cual los procesos previos de construcción de poder, tanto en su duración como en el tipo de sujetos implicados,
no guardan una relación directa con una mayor o menor radicalización de los programas políticos. Dado que esos
condicionantes son cambiantes, y que las derechas locales y sus aliados también sacan conclusiones de estos
procesos y actúan en consecuencia con un despliegue formidable de recursos de variado origen, la posibilidad de que
las fuerzas progresistas recuperen su iniciativa a escala continental requerirá de una creativa adaptación de sus
estrategias a los nuevos contextos, alterados por el impacto de varios años de ejercicio intransigente de políticas
neoliberales.
SVAMPA Maristella, Del cambio de época al fin de ciclo. Gobiernos progresistas, extractivismo y movimientos sociales
en América Latina
¿Hay opciones más allá del capitalismo tal como se lo conoce? La pregunta ha marcado por décadas el campo político
identificado con la izquierda, en particular desde la caída, en 1989, del Muro de Berlín. Realizada en el contexto de
hoy, implica además matizar y actualizar esa incógnita a partir de la lógica de los movimientos sociales y de
problemáticas que, como las movilizaciones contra los agrotóxicos, se visibilizan en toda su crudeza.
Los planteos de Maristella Svampa en Del cambio de época al fin de ciclo sobre la resistencia de los gobiernos
progresistas de América Latina a escuchar los reclamos de los nuevos movimientos sociales y a refrendar la lógica del
desarrollismo y el neoextractivismo buscan darle una respuesta afirmativa a aquella pregunta. Ya en otras
intervenciones, tanto académicas como periodísticas, la socióloga había subrayado este problema. Su nuevo libro
suma al debate una circunstancia: el fin de ciclo de muchos de esos gobiernos latinoamericanos identificados con el
progresismo y el surgimiento de movimientos conservadores asociados al neoliberalismo.
Del cambio de época al fin de ciclo se divide en tres partes dedicadas a reflejar la expansión del extractivismo en
América Latina. Svampa detalla no sólo cómo se constituyeron, por fuera de los partidos tradicionales, los grupos que
se oponen a ese extractivismo, un modelo de desarrollo altamente dependiente de la explotación intensiva de los
recursos naturales, sean minerales, agrícolas o ganaderos. También refleja el modo en que el capitalismo se expandió
en estas décadas bajo gobiernos supuestamente alejados ideológicamente de la derecha. Se describen así la
estigmatización y la represión ejercidas en el continente sobre los movimientos socioambientales, que se
intensificaron como resultado de un patrón de desarrollo que los gobiernos progresistas tenían por inevitable.
Las demandas surgieron de modos de autoorganización que Svampa considera enraizados en el asambleísmo que
marcó la crisis del cambio de siglo. Se refiere a la irrupción de feminismos populares, a movimientos sostenidos en
reclamos indígenas, a la resistencia contra los agrotóxicos y la minería a cielo abierto.
La socióloga señala que, aún cuando haya habido una mejora en la distribución del ingreso en ese período, los
intereses más poderosos no fueron tocados y se mantuvo intacta la lógica de la posesión de la tierra. El populismo –
que Svampa define como un Estado redistributivo, pero también conciliador con el gran capital, el liderazgo
carismático y la presencia de masas organizadas– se ha enfrentado históricamente con la izquierda clasista. En estos
años, sin embargo, lidió, sin poder o querer comprenderlos, con una serie de movimientos sociales que lo pusieron
en cuestión bajo nuevas formas.
El neoextractivismo asociado no sólo al boom minero –que llevó a debatir cuestiones como el fracking– sino también
a la monoproduccion agrícola, se sostuvo en una ilusión desarrollista que anclaba su modelo de inclusión en el
simple consumo. Los movimientos sociales expresados en diversos modos de protesta se asentaron, en cambio, en
reclamos de políticas del “buen vivir”.
Una de las virtudes centrales del libro de Svampa parece meramente retórica, pero no lo es. La organización del
volumen va del presente al pasado. De ese modo genera modos particulares de entender la causalidad y el contexto
de irrupción – y represión– de los nuevos reclamos. Así, en el origen están los primeros movimientos de resistencia
de la década de 1990 (en el caso argentino, jubilados, piqueteros y la organización Hijos) que implosionaron con la
crisis de 2001 y su asambleísmo. Este modo de entender la actualidad no apela al origen de la historia reciente como
un momento de verdad, sino como posibilidad de mundos alternativos. En tiempos en que el adjetivo “verde”
aparece frivolizado y vaciado de sentido político, resulta sustancial, como hace Del cambio de época al fin de ciclo,
evocar el origen disruptivo de reclamos que todavía no fueron escuchados.
VILAS, Carlos, “De ambulancias, bomberos y policías: la política social del neoliberalismo
Introducción
Neoliberalismo es un término genérico que refiere a diversas variantes de aplicación de la teoría neoclásica. En esa
teoría no se contempla un lugar particular para la política social ni para la política económica -salvo ésta en un
momento inicial de aplicación del modelo-, ya que una y otra constituyen intervenciones del estado en el mercado y
plantean, según este enfoque teórico, distorsiones en su funcionamiento. La libre operación del mercado garantiza
en el largo plazo la asignación racional de los recursos; los desequilibrios son producto de elementos ajenos a él. El
principal de éstos es la intervención del estado motivada por criterios políticos, ideológicos, en general no
económicos.
Con el desarrollo de la clase obrera y sus organizaciones, la política social devino una arena de conflicto social y
político, cuya configuración efectiva fue una resultante de las tensiones y conflictos entre trabajadores y empresas, y
de la capacidad reguladora del estado. Debe aclararse que identificar una función legitimadora de las políticas
sociales no implica desconocer la existencia de otras formas o canales de legitimación del orden político.
1.El modelo keynesiano-fordista. Muy sucintamente, se caracteriza por: i).un estado regulador de la actividad
económica e intervencionista en ámbitos específicos, incluyendo la propiedad estatal de empresas en la producción,
el comercio y los servicios. En este modelo las políticas sociales reforzaron el proceso de acumulación en la medida
en que i) definieron economías externas para la inversión privada: inversión pública en infraestructura social
(educación, salud, capacitación de la fuerza de trabajo...), ambiciosos programas de construcción de vivienda por
empresas privadas con financiamiento privado y público, y similares; ¡i) ampliaron el consumo colectivo de los
trabajadores y elevaron su nivel, y el consumo individual a través de las políticas de empleo, salarios y precios.
2. El modelo neoliberal. La crisis de la década de los '80 y el modo en que los gobiernos latinoamericanos la
encararon, crearon condiciones para la gestación del modelo neoliberal. De manera muy simplificada, éste se
caracteriza por: i) desregulación amplia de la economía; ¡i) apertura asimétrica; iií) desmantelamiento del sector
público; iv) autonomía del sector financiero respecto de la producción y el comercio. El estado abandona sus
funciones de promoción e integración social; reorienta su acción contribuyendo a la definición de ganadores y
perdedores a través de una firme intervención en la fijación del tipo de cambio, tasas de interés y política tributaria,
bombeando ingresos en beneficio del sector financiero.
La política social es encarada como un conjunto restrictivo de medidas orientadas a compensar los efectos
inicialmente negativos del ajuste macroeconómico en algunos segmentos de población artificialmente integrados
merced a la irracionalidad de la asignación de recursos del esquema estatista anterior. Es enfocada asimismo como
algo eminentemente transitorio: superada esa etapa inicial, la reactivación y el saneamiento de la economía de
mercado generará los equilibrios básicos, quedando a lo sumo una pequeña proporción necesitada de atención
pública.
2. Focalización. Dada la contracción de los fondos asignados a la política social, se busca garantizar hasta donde
sea posible que los recursos lleguen efectivamente a quienes están dirigidos. La focalización se hace eco de las
críticas al esquema keynesiano-fordista, en el que las políticas, basadas en el principio del universalismo, no
alcanzaban empero a los más necesitados -según esta crítica, los pobres del campo y del sector informal-, sino a los
trabajadores del sector formal urbano y las clases medias
Los programas de ajuste macroeconómico y las políticas neoliberales derivadas de ellos no incluyen una agenda de
desarrollo social; el mismo concepto de desarrollo económico, como producto de una intervención pública en las
relaciones entre agentes económicos privados y en la articulación de una economía nacional al sistema internacional,
es cuestionado por el neoliberalismo. El detalle de cualquier esquema neoliberal en la presentación de las medidas
económicas no tiene correlato en materia de política social; en el mejor de los casos, se presenta una enumeración
de programas y acciones orientados a compensar o mitigar el impacto de la reforma de la economía y del estado.
Con estos alcances, son legítimas las preocupaciones por la eficacia de las políticas para llegar a sus destinatarios, por
la eficiencia en el uso de los recursos, por la descentralización y la participación -frente al centralismo, la
burocratización, el derroche de los esquemas anteriores-. Debería tenerse en cuenta, sin embargo, que del mismo
modo que en el universalismo de las políticas sociales de aquellos esquemas hubo tanto de retórica como de
realidad, el énfasis presente en la eficiencia y la selectividad es más fácil de advertir en los papeles que en los hechos.
El esquema neoliberal pone énfasis en la participación de los usuarios; se asume que un involucramiento de la gente
en los proyectos ofrece más perspectivas de éxito que un diseño vertical y centralista12. Se ha señalado ya, sin
embargo, que ésta tiene lugar ante todo en la dimensión operativa de los programas, abonando la idea de que la
apelación al involucramiento de la gente obedece no sólo a un afán democratizador, sino asimismo a la necesidad de
reducir los costos operativos medíante el uso de mano de obra gratuita. La situación es particularmente complicada
en lo que toca a los nuevos pobres: la gente que ingresó al mundo de la pobreza durante la década de 1980 como
efecto de la crisis y el ajuste neoliberal. Los estudios referidos más arriba señalan que en su mayoría se trata de
trabajadores que perdieron su empleo por la recesión, las privatizaciones, la desregulación de la economía: sobre
todo trabajadores calificados, profesionales, pequeños empresarios, mujeres.
Precarización, violencia, tugurización, inseguridad personal, desigualdad social creciente, forman parte de los
resultados de la crisis de la década pasada y de los sesgos sociales de las políticas adoptadas para enfrentarla. La
reactivación económica posterior al ajuste ha dejado, hasta ahora, un tendal de víctimas en la pequeña y mediana
empresa, en los asalariados, las mujeres, las comunidades rurales, los niños. Se puede aducir que el crecimiento
reciente de la pobreza es un efecto de la crisis más que de las políticas neoliberales; pero es difícil sostener la eficacia
de esas políticas para revertir esa situación, y puede argumentarse, en cambio, su contribución a su consolidación y
agravamiento. Los desafíos a los que se enfrenta hoy la política social son enormes, y es legítimo preguntarse si la
propia política social estará en condiciones de encararlos con éxito. La discusión precedente señala que existe un
espacio relativamente amplío para el mejoramiento técnico de la política social del modelo neoliberal dentro de los
márgenes de éste, que podría incrementar sensiblemente su eficacia -supresión de los fenómenos de clientelismo y
particularismo, eliminación o acotamiento de la corrupción de los funcionarios, auditoría efectiva de los programas,
mayor espacio a la participación autónoma de los interesados, entre otros-. Sin embargo nuestra misma discusión
señaló que, más allá de deficiencias en el diseño y ejecución, las limitaciones de la política social actual derivan del
propio modelo de acumulación del que forma parte: su dinámica marginadora y de creciente desigualdad.
ZANATTA, Loris, “La década perdida y la democracia (re)encontrada”, en Historia de América Latina.
En el transcurso de los años ochenta, la mayoría de los países latinoamericanos recuperó la democracia, por lo
general después de largas tratativas y algunos pactos entre las fuerzas armadas y los partidos políticos. En cambio,
para América Central esa misma década fue la de mayor violencia política, durante la cual los conflictos intestinos en
varios países del istmo se mezclaron en forma explosiva con la última y virulenta fase de la Guerra Fría, y en cuyo
transcurso el presidente estadounidense Ronald Reagan no escatimó medios para aislar y derrocar al régimen
sandinista de Nicaragua. La democratización convivió durante largo tiempo con una tremenda recesión económica,
cuyo aspecto más dramático fue la crisis del endeudamiento que afligió a casi todos los países de la región.
La democracia que en gran parte de los países de América Latina había fracasado en diversas ocasiones -en los años
treinta, después de la guerra, y en los años sesenta y setenta- se renovó en la década de 1980. Al mismo tiempo,
parecían reunirse entonces por primera vez diversos factores que facilitaban la aclimatación de la democracia.
Por un lado, la oleada revolucionaria ya se había extinguido o había retrocedido en casi toda la región. Donde aún
persistía, como en América Central, se acabaría durante la década, ya sea como respuesta al panorama mundial,
donde el modelo socialista que tantos sueños había alimentado en una época marchaba hacia su ocaso, o bien por
las derrotas sufridas y el rechazo por parte de vastos estratos sociales tras un decenio de violencia. Incluso la
fascinación desatada durante un tiempo por la revolución cubana se nubló luego de que el régimen de Castro tomara
rasgos típicos de las dictaduras comunistas. Por otro lado, la oleada contrarrevolucionaria estaba llegando a su fin y
suscitaba, en los sectores que en principio la habían aceptado o tolerado, un rechazo masivo, a tal punto que en
numerosos países de la región se manifestó por primera vez, de modo concreto, una nueva sociedad civil, consciente
de la importancia de la democracia política y de los tremendos daños causados por las guerras ideológicas aún
frescas. No sólo eso, sino que también estaba decidida a pedirles cuentas a los militares por las arbitrariedades
cometidas.
El arco cronológico cubierto por la transición se extiende desde las elecciones de 1979 en Ecuador a las de 1989 en
Chile -donde se escogió democráticamente como presidente a Patricio Aylwin-, pasando por las elecciones en las que
Perú eligió a Fernando Belaúnde en 1980, y por las que en 1983 llevaron al poder a Raúl AlfonsÍn en la Argentina,
hasta llegar a aquellas aún restringidas que, en 1985, sancionaron en Brasil la victoria de Tancredo Neves, y tantas
otras que en la mayor parte de Sudamérica pusieron fin a la larga era militar. Además, hubo evidentes signos del
nuevo clima y la democratización en curso en México, donde se abrieron las primeras grietas serias en el dominio del
PRI: primero con la victoria de la oposición en las elecciones de algunos estados y luego, en 1988, cuando grandes
masas se congregaron para protestar contra el fraude de que se acusó al gobierno en ocasión de la elección a
presidente de Carlos Salinas de Gortari.
En ningún caso la transición a la democracia siguió la vía revolucionaria: los militares no fueron expulsados del poder
por vías violentas, lo cual es fundamental a la hora de comprender el gran peso que conservaron durante mucho
tiempo en el seno de los nuevos regímenes democráticos. Incluso allí donde su fracaso fue más evidente, como en la
Argentina, no fue la presión popular el determinante de la precipitada retirada, sino sus incurables divisiones
internas y las humillaciones a las que expusieron al país y a sí mismos en la guerra de Malvinas. No obstante, las
riendas de la transición democrática estuvieron mucho más firmes en manos de las fuerzas armadas allí donde se
jactaban de su éxito en el campo económico y con el tiempo fueron capaces de crear regímenes estables e
institucionalizados, como en Brasil.
A menudo, las transiciones comportaron verdaderas negociaciones y pactos entre los militares y la oposición, a
través de las cuales los primeros impusieron a los segundos las amnistías que ellos mismos aprobaban para
sustraerse a los eventuales procesos por violaciones a los derechos humanos. Así sucedió en Uruguay, donde la
derrota súbita del gobierno militar en el referéndum con el cual buscaba legitimarse abrió las puertas al retorno de la
democracia en 1985. Sin embargo, ello no les impidió negociar con los partidos tradicionales las condiciones de la
transición y garantizarse la inmunidad por los crímenes cometidos. El pacto entre militares y civiles caracterizó
también la transición democrática en Perú, donde la democracia encontró enormes dificultades para echar raíces.
La pésima coyuntura económica volvió aún más complejos los primeros pasos de estas jóvenes democracias.
Acompañada por el empeoramiento de los más significativos índices sociales -de la desocupación al porcentaje de
población por debajo de la línea de pobreza, de la distribución de la riqueza a la movilidad social-, fue una coyuntura
negativa al punto de que incluso hoy se la recuerda como la década perdida, es decir, un decenio sin desarrollo,
durante el cual la región retrocedió en el campo económico y social. A fines de los años ochenta, los datos hablaban
por sí solos: el producto medio por habitante era menor que el de diez años antes y la deuda externa había crecido
en forma desmesurada, a tal punto que su devolución se había vuelto un enorme lastre para la economía de la
región, atravesada por crisis tan profundas que desestabilizaron el sistema económico internacional en su conjunto,
del cual América Latina se había vuelto el eslabón más débil. Todo comenzó en 1982, con la crisis en México, que
explotó cuando su gobierno anunció que no estaba en condiciones de pagar la deuda externa y adoptó una drástica
devaluación de la moneda; crisis que amenazó con extenderse, barriendo a los acreedores, y que indujo a los
gobiernos, la banca y los organismos internacionales de financiación a tratar de ponerle remedio. El período finalizó
en 1989, con la crisis argentina, donde la inflación quedó fuera de control y se transformó en hiperinflación,
fenómeno que causó pánico económico, dramáticos efectos sociales y una aguda crisis política.
En la base de esta profunda debacle que golpeaba a la región es posible identificar varios factores. Algunos eran
exógenos, es decir, vinculados a la economía mundial y fuera de la influencia de los gobiernos latinoamericanos;
otros, numerosos, eran endógenos, y condujeron a la toma obligada de dolorosas decisiones. Entre los primeros se
destacan el estancamiento económico mundial, el consecuente drenaje del flujo de inversiones y créditos que hasta
entonces estaban dirigidos hacia América Latina, y la brusca subida de las tasas de interés, por lo cual los amplios
préstamos obtenidos a tasas reducidas en los años setenta presentaron vencimientos a tasas muy elevadas y la
deuda externa de numerosos países se transformó en una avalancha a punto de abrumar a la ya frágil economía
regional. En tanto, los factores endógenos se revelaron estructurales y pusieron de manifiesto que el modelo de
desarrollo de los últimos decenios había cumplido su ciclo. La estructura productiva de América Latina parecía
inadecuada para soportar los desafíos de un mercado cada vez más abierto y global, en el cual perdía cuotas de
comercio y quedaba rezagada respecto de la revolución tecnológica en curso en otras áreas del globo. A esto se
sumaban los cada vez más inmanejables desequilibrios en las cuentas públicas, plagadas de enormes déficits fiscales
y muchas veces a punto de desencadenar espirales inflacionarias en toda la región, así como en la depresión crónica
de la inversión. En fin, la fuga masiva de capitales hacia los tranquilizadores réditos de la banca de los países más
avanzados fue el golpe de gracia para las economías en problemas y con urgente necesidad de reconversión.
Superar esos obstáculos comportaba pesados costos sociales, de los cuales eran consecuencia los planes de ajuste
estructural negociados por los gobiernos del área con el Fondo Monetario Internacional, que preveían bruscos
recortes a la inversión pública para mantener en equilibrio el balance fiscal, políticas monetarias restrictivas para
contener la inflación y radicales devaluaciones para estimular la exportación (como la vida Nisman).
En todos los casos se trataba de medidas gravosas para democracias aún jóvenes y lejos de consolidarse, en las
cuales la fe en las instituciones políticas era baja y donde la adopción de duras medidas sociales, impuestas por los
acreedores externos, corría el riesgo de alimentar la siempre latente reacción nacionalista, o de despertar la apenas
dormida cruzada ideológica contra el imperialismo, o bien de desencadenar verdaderas revueltas sociales. Algo así
ocurrió en Venezuela en 1989, cuando el presidente Carlos Andrés Pérez, acorralado por la caída de los ingresos
petrolíferos tras los dorados años setenta, adoptó un plan de austeridad (recortando subsidios a algunos bienes
primarios) que desencadenó una oleada de protestas populares. Dichas protestas fueron reprimidas con violencia y
costaron cerca de trescientas vidas, en lo que aún se recuerda como el Caracazo, que marcó el inicio de la profunda
crisis de uno de los pocos regímenes políticos que había atravesado indemne los años sesenta y setenta.
Por estos motivos, el panorama económico y social de los años ochenta en América Latina fue oscuro e indujo a la
CEPAL a un doloroso aprendizaje. No obstante, hacia finales de la década era observable la recuperación de algunos
sectores industriales y agrícolas, que se habían vuelto competitivos. El enfoque de los problemas económicos tendía
a asumir un perfil menos ideológico y más pragmático; asimismo, estaban echándose prometedoras bases para una
más estrecha integración regional, en particular entre los países del Cono Sur, que resultaba impensable apenas una
década antes.
Mientras el autoritarismo y la violencia política disminuían en los años ochenta en numerosos países de la región, lo
contrario ocurría en América Central, donde ambos fenómenos alcanzaban su cénit. Ello se debió a diversas razones;
en primer lugar porque, a excepción de Costa Rica (donde la democracia era más sólida y los indicadores sociales
bastante razonables, a pesar de los golpes propinados por la crisis económica), los otros países del istmo presentaban
estructuras sociales y regímenes políticos mucho más atrasados que el resto de América Latina.
La acelerada modernización de los años sesenta había sentado las bases para cambios políticos y sociales radicales
similares a los que ya habían afectado a los países más avanzados. Se trataba de trastornos surgidos debido a la
creciente demanda de integración social, que encontró un insuperable obstáculo en las rígidas jerarquías étnicas y
sociales, y en la violenta reacción de las oligarquías en el poder. El resultado fue la explosión de tres guerras civiles
que ensangrentaron durante mucho tiempo la región, en especial en Guatemala, El Salvador y Nicaragua.
El segundo motivo que transformó al istmo centroamericano en la zona más conflictiva de la región y una de las más
candentes del mundo fue su relevancia en el contexto internacional de la época. Ello se debió a su ubicación
geográfica y sus peculiares relaciones con los Estados Unidos (de larga data), también a la influencia que Cuba y, a
través de ella, la Unión Soviética ejercían en el área, y al giro impuesto por el presidente Ronald Reagan en 1981,
cuando llegó a la Casa Blanca. Entonces, los ya graves y radicales problemas de América Central se
internacionalizaron, y al hacerlo se volvieron aún más desgarradores y violentos.
De las guerras civiles centroamericanas, la más larga y sangrienta fue la de Guatemala, donde, entre los años sesenta
y los noventa, las víctimas fueron cerca de 200 000, el 90% de las cuales fueron causadas por masacres perpetradas
por el ejército y los grupos paramilitares. Por un lado, el gobierno militar llevó a cabo una política de tierra arrasada,
es decir, orientada a crear un vacío alrededor de los insurgentes recurriendo a la violencia indiscriminada y a la
concentración de la población rural, en su mayoría indígena, en villas especiales. Dicho proceso alcanzó su punto
culminante en 1982, cuando tomó el poder por la fuerza el general Efraín Ríos Montt, quien recuperó de ese modo
buena parte del territorio que durante un tiempo había estado bajo el control de la guerrilla.Esta, en el frente
opuesto, se reunió el mismo año en una organización única, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca
(URNG), cuya acción se fue limitando con el tiempo.
Más breve, pero igualmente brutal, fue la guerra civil que tuvo lugar en El Salvador en la primera parte de los años
ochenta, donde la violencia ya se había desatado, pero que recién entonces desembocaba en una guerra civil abierta.
Esto ocurrió al día siguiente del éxito revolucionario en la vecina Nicaragua, cuando El Salvador se convirtió –para los
militares locales y la administración estadounidense- en la nueva línea de trinchera, de contención primero y
derrocamiento después, de una supuesta amenaza comunista. La violencia del ejército y, más aún, la de los
escuadrones de la muerte organizados por las derechas políticas se volvió endémica e ilimitada, y alcanzó incluso al
arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980, tras haberla denunciado. Por su parte, la
oposición política y militar se reunió en un comando único -el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional-Frente
Democrático Revolucionario (FMLN-FDR)-, que ejerció el control sobre amplias zonas rurales e intentó en varias
ocasiones el asalto a la capital, aunque sin éxito.
Presidida por Daniel Ortega, desde el comienzo a cargo de la junta de gobierno creada por la revolución y luego
electo presidente en 1984 en elecciones de las que se ausentó gran parte de la oposición, la experiencia de la
Nicaragua sandinista suscitó grandes esperanzas y causó desilusiones no menores. Por un lado, sufrió el cerco de los
Estados Unidos, que recurrió a todos los medios -salvo la intervención militar- para doblegarla: embargo económico,
covert actions y, en especial, financiamiento de un ejército contrarrevolucionario, los "contras", en la frontera del
país. Se trató de un ejército que con el tiempo produjo enorme descontento debido al nuevo curso político asumido y
que contribuyó en gran medida a minar la economía del país y la popularidad del gobierno. Por otro lado, el gobierno
sandinista manifestó los típicos rasgos del populismo latinoamericano: tuvo ambiciosos planes destinados a integrar
a las masas -en particular, la reforma agraria y una masiva campaña de alfabetización-, pero tendió también a
concentrar el poder y monopolizarlo en nombre de la revolución, perdiendo en ese proceso el vital apoyo de la
iglesia y del sector privado -que rápidamente se pasó a la oposición-, a lo cual también contribuyeron los estrechos
lazos con Cuba.
Dadas tales premisas, no sorprende que la transición democrática en América Central llevada a cabo en la segunda
mitad de los años ochenta resultase una de las más precarias y que las instituciones democráticas nacidas tras las
derrotas del autoritarismo fuesen frágiles y poco representativas, sujetas a fuertes condicionamientos, ya fuera de
parte de los ejércitos locales o de los Estados Unidos. Así fue en Guatemala, donde el gobierno surgido de las
elecciones de 1986 estuvo sujeto a enormes presiones militares y evitó investigar las violaciones a los derechos
humanos; también ocurrió algo semejante en El Salvador, donde las elecciones de 1984 no pusieron fin a la violencia,
la cual bloqueó las negociaciones entre las partes en lucha, que se reanudarían recién a inicios de los años noventa.
En cuanto a Nicaragua, los esfuerzos diplomáticos de los vecinos sentaron las bases de un diálogo entre el gobierno y
los contras, que culminó en las elecciones de 1990, cuando el despliegue de fuerza de los Estados Unidos y la crisis
económica provocaron el colapso sandinista y la victoria electoral de Violeta Chamorro, candidata de la oposición.
Con este triunfo se terminaron los enfrentamientos armados.
La política de la administración Reagan (quien asumió en 1981 y ejerció dos mandatos) se focalizó en América Latina,
y en particular en América Central, a las que consideraba escenarios clave de la confrontación con la Unión Soviética.
La política de Reagan imprimió un giro significativo al enfoque hacia la región. De hecho, en la misma medida en que
James Carter se había visto forzado a regionalizar los conflictos locales, Reagan hizo lo posible por globalizarlos, por
cuanto comprendió que eran una pieza menor del rompecabezas mayor de la Guerra Fría, en la que la credibilidad de
la potencia estadounidense y su capacidad para imponerse a los soviéticos y sus aliados estaban en discusión. Así
ocurrió con Nicaragua, contra la que su gobierno se lanzó llegando a recurrir a medios ilegales, eludiendo el Congreso
-que le había negado los fondos para los contras- y procurándoselos a través de la venta clandestina de armas a Irán,
enemigo de los Estados Unidos. Así fue con El Salvador, cuyo ejército obtuvo más ayuda que cualquier otro de la
región; y lo mismo ocurrió en general en toda América Central.
Reagan y sus colaboradores acusaban a las administraciones precedentes de haber sido fuertes con los amigos y
débiles con los enemigos, imponiendo sanciones y presionando a regímenes aliados sin obtener otro resultado que
su debilitamiento. Asimismo, los culpaban de haber sido condescendientes con los regímenes nacionalistas -como en
el caso de Panamá y de la restitución de la soberanía sobre la zona del Canal-, o comunistas, como Reagan creía que
era la Nicaragua sandinista, hacia la que Carter había observado una discreta apertura
La interpretación en clave bipolar de los conflictos en América Central generó reacciones y tensiones con varios
países latinoamericanos, muchos de los cuales a consideraban inadecuada, puesto que desconocía las raíces sociales
y económicas de la crisis en curso, amenazante en la medida en que legitimaba el intervencionismo de los Estados
Unidos en el área. Por ello, en 1983 nació el llamado "Grupo de Contadora", formado por Colombia, México, Panamá
y Venezuela, que dos años más tarde dio su apoyo a los grandes países de Sudamérica que, ínterin, habían retornado
a la democracia. Con ello se sentaba como precedente el primer esfuerzo diplomático con que los países
latinoamericanos se proponían resolver "en familia" las crisis regionales. Esfuerzo que chocó con la hostilidad de los
Estados Unidos, determinados a no reconocer de ningún modo al gobierno de Nicaragua, pero que todavía tenía un
papel clave en la firma de los acuerdos de paz alcanzados por los presidentes de América Central en 1987, que le
valieron el premio Nobel de la Paz al presidente de Costa Rica, Oscar Arias.
En enero de 1989, cuando George Bush asumió la presidencia y, a los pocos meses, la caída del Muro de Berlín
revolucionó de un golpe el orden internacional, el contexto de América Latina había cambiado profundamente
respecto del decenio anterior. No sólo en Sudamérica, donde hasta Chile concluiría su transición y en Paraguay sería
depuesto el más antiguo dictador de la región, el general Stroessner, sino también en América Central, donde se
hallaban en curso negociaciones de paz y se anunciaban elecciones en Nicaragua.
Por otra parte, con el enemigo soviético de rodillas, la obsesión estadounidense por la seguridad disminuyó de golpe
y las relaciones con América Latina se encaminaron hacia sendas más tradicionales. Sin embargo, hubo un caso en el
cual el arma usada por Bush no fue la política y la diplomacia, sino la invasión militar. Fue en Panamá, donde en
diciembre de 1989 desembarcaron 20 000 militares estadounidenses para deponer y capturar al general Manuel
Noriega, el hombre que detentaba las riendas del poder. Con ello, las relaciones entre los Estados Unidos y América
Latina entraron en una fase nueva, ya no dominada por el espectro comunista que se cernía sobre el hemisferio, sino
por otros problemas, más prosaicos pero no menos importantes, a la cabeza de los cuales se destacaba la producción
y el tráfico de estupefacientes en numerosos países latinoamericanos.
En América Latina parecía haberse expandido una nueva cultura democrática producida por una aún más novel
sociedad civil, capaz de poner fin a la crónica alternancia entre la inclusión populista y la exclusión militar, y de que la
democracia se volviera por primera vez sostenible en el tiempo. Una sociedad civil que se caracterizaba por su
creencia en las instituciones democráticas como medio para alcanzar una mayor equidad social, o para obtener su
independencia del estado. Parecía abrirse una etapa propicia porque en la región habrían echado raíces la cultura del
derecho y de la libertad individual, de la tolerancia y el pluralismo.
Sin embargo, numerosas crisis indujeron pronto a reconocer que ni la sociedad civil era siempre tan robusta y
virtuosa como se pensaba, ni las estructuras mentales y materiales del pasado habían sido pulverizadas. Los ejemplos
sobran, por empezar, en los países más grandes de la región, y en especial en el caso argentino, donde la brecha
entre las expectativas y los resultados no podría haber sido mayor. Llegado a la presidencia sobre la ola de una
catarsis democrática sin precedentes y llevado por ella al proceso donde los comandantes de la dictadura fueron
condenados ante los admirados cronistas de todo el mundo, Raúl Alfonsín se vio pronto aplastado entre la reacción
militar y la sindical.
La primera fue expresada en numerosas revueltas en los cuarteles y la segunda, en la larga cadena de huelgas
generales que constelaron aquellos años, hasta que quien en 1983 había personificado el renacimiento del país fue
obligado a ceder antes de tiempo el poder a su sucesor, Carlos Menem, en 1989.
Ni siquiera en Brasil la nueva democracia se encontraba en un lecho de rosas. La nueva Constitución aprobada en
1988 sin duda le hizo dar un gran paso hacia adelante al introducir las elecciones directas a presidente con sufragio
universal, restaurando el principio federal pisoteado por los militares, reconociendo el derecho de huelga y otras
numerosas libertades civiles. Pero su rigidez rápidamente fue obstáculo para las profundas reformas económicas y
sociales de las que el país tenía urgente necesidad si se buscaba evitar el fracaso del plan de austeridad introducido
poco antes. Debido a ello, la primera presidencia democrática se cerró con una grave crisis económica y numerosos
escándalos, lo cual obró a favor de la elección de Fernando Collar de Mello, un outsider que recurrió a la típica
retórica anti política de los populismos, en un paréntesis poco propicio para la consolidación de la democracia en
Brasil. No obstante, se trató de un paréntesis breve, que se cerró en 1992, cuando Collar abandonó el cargo
implicado en una red de corrupción.
También en México las expectativas democráticas de los años ochenta se estrellaron contra viejos y nuevos
obstáculos. El ya decrépito sistema del PRl parecía llegar a su fin en la medida en que sus planes de austeridad
fracasaban, el descontento crecía y la población reclamaba cambios eligiendo candidatos de la oposición en algunos
estados. Del cuerpo del PRl surgió una fracción que, invocando más democracia y equidad, fundó un nuevo partido y
se coaligó con otras fuerzas opositoras en vistas a las elecciones presidenciales de 1988. El avance parecía inminente,
pero una vez más, en medio de insistentes denuncias de fraude masivo, la victoria llevó al PRl de vuelta al poder.
Si tantos y de fueron los obstáculos para la democracia en los países más grandes, la situación tampoco se
presentaba alentadora en los países andinos, donde la democracia mostraba evidentes signos de fragilidad. En Perú
surgió la violenta guerrilla de Sendero Luminoso, un movimiento terrorista desprendido del Partido Comunista
Peruano, creador de la ideología revolucionaria indigenista que resucitaba el mito del comunismo incaico, y donde el
mandato del joven Alan García, que por primera vez llevó a la presidencia al APRA, se cerró en medio del desastre
económico y de graves escándalos. Las dificultades continuaron en Bolivia y Ecuador, donde la recesión económica
agravó aún más las heridas de un tejido profundamente dividido en términos tanto étnicos como sociales. Ello fue así
a tal punto que los rígidos planes de ajuste estructural adoptados por los gobiernos de ambos países
desencadenaron vastas protestas y, al final de la década, la oposición comenzó a conjugar las viejas corrientes
marxistas con el nuevo indigenismo. Se produjo desde entonces una mezcla destinada a crecer cada vez más,
desafiando las bases de la democracia liberal apenas fundada.