Después Del Océano - Belen Martínez

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1.ª edición: noviembre 2022

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incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la
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Copyright © 2022 by Belén Martínez


All Rights Reserved
Ilustraciones de interior: Inma Moya
© 2022 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.mundopuck.com

ISBN: 978-84-19413-16-1

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.


Para Mar.
Seguro que eres el cambio sutil que algún dios
ha enviado a este mundo.
Bajo la lluvia de verano.
El sendero
desapareció.

Yosa Buson.
ANTES DE LAS OLAS
11 de marzo de 2011

E l olor a océano me despertó.


Parpadeé y asomé los ojos por la colcha que me cubría
hasta la nariz. La ventana de mi dormitorio estaba abierta
de par en par, a pesar de que estaba segura de que la
noche anterior la había cerrado antes de irme a dormir.
Al moverme, algo se apretó contra mi estómago y se
quejó. Una mezcla entre maullido y ronroneo. Suspiré y
aparté la colcha de un tirón. Bajo ella, apareció la cara
aplastada de un gato gris y rechoncho, con los ojos del
color del mar.
«Yemon, ¿cómo has entrado?», susurré. Me volví a
recostar y atraje al felino contra mi pecho. Él se estiró
entre mis brazos y bostezó, pero no se apartó. «No deberías
estar aquí».
Ni siquiera tendría que haberle puesto nombre. Mi padre
me lo había advertido. Me dijo que, si lo hacía, me
encariñaría con él y eso supondría un problema, porque él
no quería gatos dentro de la casa. Yo lo intenté, pero de
una forma u otra, Yemon aparecía cuando menos lo
esperaba. De camino al colegio. En el parque. En el Templo
Susanji. En el paseo marítimo. En mi ventana. Y me
observaba con esos ojos que me hacían acordar a cuando
buceaba y no veía nada más que azul. Al final, terminé
abriéndole la ventana y le puse un nombre.
Mi padre había tenido razón. Me había encariñado con él
y ahora no podía hacer otra cosa que abandonarlo.
Deslicé la mirada por mi habitación, o por lo que quedaba
de ella. El día anterior, el camión de la mudanza se había
llevado la mayor parte de los muebles. Ahora, solo
quedaban un par de cajas de cartón que llevaríamos en el
coche y el futón sobre el que estaba tumbada.
De pronto, un susurro en el pasillo sobresaltó a Yemon,
que se apretó más contra mí; yo me apresuré a cubrirlo y
dejé caer los párpados.
Esperé.
La puerta del dormitorio se abrió con suavidad.
—Lo siento, creí que estabas despierta. Te he escuchado
hablar.
—Sí, bueno. Más o menos.
Aparté solo un poco la colcha, lo justo para que el pelaje
grisáceo de Yemon asomase por encima del borde cubierto
de dibujos de flores de loto y melocotón.
Taiga, mi hermano mayor, sonrió y se sentó sobre sus
talones.
Hacía ya más de un año que no vivía con nosotros, pero
había regresado de Tokio para ayudarnos con la mudanza.
Le dijo a mi padre que no tendría clases en la universidad,
aunque por la forma en la que me había guiñado un ojo
cuando nadie miraba, yo entendí que se lo había inventado.
Mi hermano no era alguien que se saltara las clases.
Nunca lo había hecho, ni siquiera cuando estaba en el
instituto. Siempre había sido ese chico brillante e
inteligente con el que cuenta cada clase y al que los
profesores recuerdan a pesar del paso de los años.
Yo pensé que había venido por mí. Aunque él no lo
admitiría nunca, por supuesto.
—Sabes que no podrá acompañarnos hasta Kioto,
¿verdad? —preguntó con voz suave, mientras alargaba la
mano para acariciar al gato.
—Lo sé —dije con la voz quebrada, bajando la mirada
para observarlo—. De todas formas, no le gustaría. Está
demasiado acostumbrado a Miako, a las colinas y al puerto,
a ir donde quiera.
—¿Y tú?
Mi hermano me miró a través de sus gafas, de esa forma
tan suya. Siempre lo hacía con mucha concentración, como
si estuviese intentando resolver un complicado problema de
matemáticas.
Tardé demasiado tiempo en responderle.
—Me acostumbraré.
Él sonrió, pero su expresión era triste.
—Bueno, eso es algo que siempre hacemos.
En ese momento, escuchamos la alarma del despertador
de mi padre. Apenas tardó en apagarla, pero el sonido
espabiló a Yemon, que se separó de mi pecho y salió a toda
prisa de debajo de la colcha, como si supiera de antemano
que esa era la señal que anunciaba cuándo debía separarse
de mí. De un salto, se subió al borde de la ventana y, con el
rabo levantado, salió al tejado, donde desapareció tras las
tejas oscuras, hacia el océano que brillaba al final.
—Nos vemos en la cocina —dijo Taiga. Dudó un instante,
pero finalmente se inclinó para revolverme el pelo.
Después, salió del dormitorio sin levantar más que un
susurro.
Yo me incorporé con lentitud, sintiendo cómo los últimos
ramalazos de sueño me abandonaban. A pesar de que
quedaba poco para la primavera, el ambiente seguía frío,
así que me cubrí con la colcha mientras me ponía en pie.
Arrastrándola como si se tratase de la larga cola de un
kimono, me acerqué a la ventana.
El olor de las olas, de las algas y del pescado que
provenía de la lonja caló dentro de mis pulmones. Escuché
también la sirena de algún barco, a lo lejos.
Observé el pueblo de Miako con los ojos entrecerrados.
Su puerto, la pequeña playa, el colegio, a tan solo unos
metros del paseo marítimo y junto a la desembocadura del
río Kitakami; las pequeñas casas de los pescadores y las
colinas por las que se derramaban decenas de tejados de
pizarra, rizados en sus bordes, rodeados por huertos y
jardines. Si subiera al tejado y mirara en dirección
contraria, podría ver el Monte Kai, cuya cima habíamos
alcanzado en una excursión con mi clase a principio de
curso. Incluso, entre los árboles, sería capaz de ver alguna
parte del Templo Susanji.
Miako podía no ser gran cosa, pero para mí lo era todo.
—¿Nanami? —La voz de mi padre llegó desde el pasillo—.
¿Estás despierta?
Tragué saliva y me aparté de la ventana.
—Sí, papá. Estoy despierta.
Lo que sucedió después fue como un sueño.
Desayunamos en silencio, cada uno perdido en sus
propios pensamientos. Y luego Taiga y yo ayudamos a
limpiar la casa mientras mi padre terminaba de guardar en
cajas lo poco que quedaba.
Parecía una zashiki-warashi, una niña fantasma, que
vagaba sin rumbo por su antiguo hogar. Era raro, porque ya
me había despedido de mis amigas, de mi clase, de
Kannushi-san, pero sentía que no era suficiente. Mi padre
me había ofrecido retrasar un día la mudanza para que
pudiera estar presente el último día de curso, pero yo no
quería enfrentarme a ello. La sensación de despedida me
abrumaba. Sentir cómo todos decíamos adiós a la escuela
primaria habría sido demasiado, y no quería empezar a
llorar delante de mis maestros y compañeros. Con mi
sensación de pérdida ya era suficiente.
Sin embargo, mis ojos no dejaban de deslizarse hasta
cada ventana que encontraba; la necesidad de salir
corriendo volvía a invadirme; el deseo de despedirme de
nuevo, no solo de Amane y de Mizu, sino también del
puerto, del Templo Susanji, que tantas veces había visitado,
del paseo marítimo, del océano en el que había nadado en
innumerables ocasiones. Ya no llegaría a saber quiénes
ocuparían la casa de al lado, la que habían vendido hacía
unos meses.
Jamás llegaría a saber quiénes iban a vivir allí. ¿Un
matrimonio? ¿Unos ancianos? Quizás en esa casa habría
niños de mi edad de los que ya nunca podría ser amiga.
Una parte de mí me susurraba que, aunque dijera adiós
mil veces, nunca estaría preparada del todo para
marcharme. Siempre quedarían cosas que hacer, cosas que
decir.
Cuando nos acostamos la noche anterior todo parecía
estar listo, pero al final pasamos toda la mañana
recogiendo el que había sido nuestro hogar durante doce
años. Se alargó tanto, que Taiga tuvo que ir a comprar algo
de té y onigiris para comer. A la vuelta, mientras lo
esperaba en nuestro salón prácticamente vacío, vi cómo se
detenía junto a la pequeña valla de madera de nuestra
casa.
Fruncí el ceño y me acerqué a la ventana. Los matorrales
descuidados que mi padre nunca había sido capaz de
controlar lo cubrían a él y a otra figura que no alcanzaba a
ver. Parecía una chica por la forma de sus manos, que
asomaban de vez en cuando entre las hojas salvajes.
Tenía hambre, y mi hermano no se separaba de la
desconocida, así que no aguanté más y abrí la puerta.
Atravesé el jardín con pasos veloces.
—¡Taiga! —exclamé.
En el momento en que mi voz se alzó, la conversación que
mantenían se interrumpió de inmediato. La chica se separó
de mi hermano y echó a correr. Ni siquiera pude verle la
cara, me dio la espalda en cuanto me acerqué a ellos.
Durante un momento, la observé, extrañada. Iba vestida
con ropas de sacerdotisa, con la chihaya blanca y la
hakama roja, aunque estaba casi segura de que no se
trataba de la misma mujer que atendía las oficinas del
Templo Susanji.
—¿Quién es? —pregunté, confundida. ¿Por qué se había
marchado de esa manera? Me volví hacia Taiga, que estaba
muy quieto, observando el lugar por donde había
desaparecido—. ¿Es tu novia? ¿Tu admiradora? ¿La nueva
vecina?
Mis palabras hicieron reaccionar a mi hermano, que se
volvió hacia mí y soltó una carcajada que relajó su
expresión.
—¿Por qué tienes esa obsesión con los futuros vecinos?
¿Qué importa ya?
Me encogí de hombros y lo acompañé al interior de la
casa.
—No lo sé. ¿Y si hubiese sido una familia con niños de mi
edad? Podríamos haber sido amigos.
Taiga esbozó una sonrisa triste y me estrechó un instante
contra él antes de atravesar el umbral.
—Es una lástima, porque nunca lo sabremos.
A pesar de que la chica había desaparecido, eché un
vistazo atento a mi alrededor antes de cerrar la puerta.
Apenas media hora más tarde, cuando mi padre giró la
llave por última vez, eran más de las dos. Nos quedaban
varias horas de camino hasta Tokio, donde dormiríamos
durante la noche y, después, otro día largo de camino hasta
Kioto. Habíamos planeado salir más temprano, pero mi
padre no parecía preocupado. Desde que habíamos
comenzado con la mudanza hacía un par de meses, su ya
habitual sonrisa se había profundizado de tal forma que
había descubierto nuevas arrugas en las comisuras de su
boca.
Taiga decía que debía sentirme feliz por él, por haber
logrado ese ascenso por el que tanto había trabajado. Él
también quería a Miako, pero de una forma diferente. Le
recordaba demasiado a mi madre, suponía, con las cosas
buenas y malas que eso conllevaba.
—Nami, ¿te has despedido de Yoko-san? —Arrugué los
labios con un mohín y sacudí la cabeza. Mi padre suspiró—.
Deberías hacerlo.
—Yo te acompañaré —me dijo Taiga; pasó su largo brazo
por mis hombros y me empujó hacia la casa que se
encontraba pegada a la nuestra, justo a la izquierda.
Yoko-san era nuestra vecina. Se había mudado hacía unos
cinco años, desde Osaka, donde había huido de un
apartamento diminuto, de oficinas tan estrechas como las
faldas de los trajes de trabajo y de las luces de neón. Era
joven, al menos algo más que mi padre, pero ya tenía varias
arrugas junto a su boca y alrededor de sus ojos; siempre
sonreía mucho. Trabajaba en una cafetería que había
abierto con sus ahorros; estaba junto al paseo marítimo,
rodeada de macetas repletas de flores y del olor a océano.
Muchas veces me había invitado a merendar en su propia
casa. Y en otras ocasiones, era ella la que venía a la
nuestra, a cenar, generalmente. Le encantaba preparar
tartas y dulces que yo engullía sin descanso, y como en su
parcela había un bonito cerezo que florecía siempre en
primavera, habíamos hecho pícnic juntas. A veces, cuando
hacía demasiado viento como para que pudiéramos
bañarnos en la playa, dejaba que mis amigas vinieran y
jugáramos con los aspersores; su parcela era mucho mayor
que la nuestra, la cual, desde la muerte de mi madre, nunca
había estado muy cuidada. El fuerte de mi padre nunca
había sido la jardinería, pero Yoko-san lo había ayudado
bastante.
Taiga y yo recorrimos el pequeño camino de baldosas
hasta la puerta de su casa. Mi padre nos observaba con
curiosidad, con la espalda apoyada en el coche.
Llamé a la puerta y, al instante, esta se abrió. Yoko salió y
tras ella vino el olor al té recién hecho y algo dulce que no
pude identificar. Arqueó un poco las cejas al vernos a mi
hermano y a mí tan enervados, y después desvió la mirada
hacia mi padre.
—Oh, vaya. Os vais ya, ¿verdad? —dijo luego de soltar un
suspiro. Me limité a asentir, pero no pronuncié palabra. No
quería ponerme a llorar—. No estés triste, Nami. Las
despedidas no son para siempre.
Eso no lo sabes, pensé, pero en vez de hablar, solo encogí
los hombros. Ella sonrió y se arrodilló para darme un fuerte
abrazo. Cuando lo hice, pude ver por encima de su cabello
castaño varias cajas apiladas en el pasillo, todas abiertas.
—¿Tú también te marchas? —logré preguntar.
Ella abrió mucho los ojos y se giró con rapidez, como si
hubiese descubierto algo de pronto. Pero entonces, sonrió y
meneó la cabeza.
—Oh, no. Solo estoy guardando cosas viejas. —Sus ojos se
elevaron hasta mi hermano y le dedicaron una rápida
sonrisa antes de volver su atención a mí—. Espero que nos
volvamos a ver pronto.
—Yo también —mascullé.
Su sonrisa se prolongó y me pareció que iba a abrazarme
de nuevo, pero en vez de eso, se incorporó y su cuerpo
cubrió las cajas abiertas del pasillo. Le dediqué una rápida
reverencia, al igual que mi hermano, y los dos nos
dirigimos de vuelta al coche.
Mi padre, sin embargo, no se acercó para despedirse. Se
limitó a alzar una mano con una pequeña sonrisa y ocupó el
asiento del conductor. Quizá se había despedido el día
anterior. Quizás, a pesar de estar feliz por su nuevo trabajo,
le gustaban las despedidas tan poco como a mí.
Sin embargo, cuando estaba a punto de tocar el picaporte
del coche, me detuve y murmuré horrorizada:
—No puedo irme. No me he despedido de Yemon.
Taiga se mordió los labios y miró a nuestro alrededor,
pero no había rastro de la larga cola gris ni de sus ojos
azules. Negó con la cabeza, pero yo me resistí a abrir la
puerta, no podía irme sin más, sin verlo una última vez; mi
padre, ya con las llaves en el contacto, bajaba las
ventanillas para preguntarnos por qué no nos subíamos al
coche.
—Estoy seguro de que lo comprenderá —dijo mi hermano,
antes de dirigirse al asiento del copiloto—. Los gatos son
muy listos.
Eché de nuevo un vistazo en torno a mí, pero aparte de
ver a Yoko-san, que nos observaba desde la puerta de su
casa esperando a que nos fuéramos, no había nadie más
cerca. Esa vez no pude evitar que las lágrimas me
inundaran los ojos, pero tanteé a ciegas hasta dar con el
picaporte y me metí con rapidez en el coche. Casi con
rabia, me puse el cinturón.
Mi padre me observó desde el retrovisor, había mezcla de
tristeza y comprensión en sus ojos amables.
—Todo va a ir bien, Nami. Ya lo verás.
Cuando el coche arrancó con un rugido, el reloj del
salpicadero marcaba las 14:10.
Mis compañeros, en el colegio, estarían decorando la
pizarra. Habrían almorzado hacía un par de horas en clase
y, por una vez, a la profesora Hanon no le habría importado
que ensuciaran los pupitres. Seguramente, ya habrían
entregado el boletín de calificaciones. Estaba segura de
que Mizu había sacado buenas notas y esperaba que Amane
hubiese aprobado todo, porque, si no, sus padres no la
dejarían salir en las semanas de vacaciones que tendría
antes de comenzar la secundaria.
Todavía estaba pensando en ellos, cuando mi padre giró
en una esquina y nuestro hogar se perdió de vista. Ahogué
una exclamación de rabia, me quité el cinturón y me di la
vuelta en el asiento, pero ya ni siquiera veía el tejado
rizado. Subimos la loma de la colina, en dirección a las
afueras y a la carretera que comunicaba con la autovía.
Apenas unos diez minutos después, la calzada se ensanchó,
el carril se convirtió en dos, y mi padre aceleró todavía
más, transformando los árboles y los arbustos que nos
rodeaban en un borrón verde sucio.
El cielo ya no estaba despejado. Se había cubierto de
nubarrones grises.
Los minutos pasaron, mientras el coche se dirigía hacia
las montañas. Los ojos empezaron a pesarme por el
cansancio y el dolor. En el asiento del copiloto, Taiga
parecía entretenido con su teléfono móvil, aunque de vez
en cuando me vigilaba por el espejo retrovisor. Mi padre
tenía los ojos clavados en la carretera y las manos relajadas
sobre el volante. Inclinaba la cabeza siguiendo el ritmo de
la canción que escapaba de la radio.

Misty taste of moonshine, teardrop in my eye.


Country roads, take me home…
to the place I belong.

Pestañeé y cerré los ojos. No quería luchar contra el


sueño, deseaba dejarme vencer por él. Así podría olvidar
durante un momento el colegio, a Yemon, a Amane y a
Mizu, a Yoko-san, a esos futuros vecinos que nunca iba a
conocer y al olor de las olas que entraba por la mañana a
través de mi ventana.
No supe cuánto tiempo transcurrió. Pero cuando escuché
las sirenas, abrí los ojos y vi que el reloj del coche marcaba
las 14:45.
Me incliné hacia Taiga, aunque el cinturón se me clavó en
el pecho. Él miraba con los ojos abiertos su teléfono móvil,
que no dejaba de pitar con estridencia. El móvil de mi
padre también aullaba.
Reconocí ese sonido. Era la alarma de terremoto.
Nadie dijo nada. Nos quedamos en un silencio tenso,
mientras las sirenas nos destrozaban los tímpanos.
—Aparcaré a un lado y no bajaremos del coche —dijo mi
padre, con la voz más grave de lo normal—. No ocurrirá
nada. Solo será un momento.
Apenas transcurrió un minuto desde que el coche se
detuvo y el suelo comenzó a temblar. No éramos los únicos
que habíamos estacionado a un lado de la autovía. Frente a
nosotros, varios vehículos esperaban con las luces de
emergencia encendidas.
Miré a mi alrededor, con la boca seca. Estábamos en un
buen lugar. No había árboles a nuestro alrededor, tampoco
casas ni postes de la luz.
El coche se bamboleaba sobre sus cuatro ruedas. Estaba
acostumbrada a los terremotos, todos los años había
alguno. Más de una vez, en el colegio, tuvimos que
escondernos bajo los pupitres. Los profesores nos
ordenaban que nos quedáramos quietos, pero nosotros nos
reíamos, nos los tomábamos como un juego. En este
momento, sin embargo, ni siquiera sonreía.
No era un simple temblor. Me agitaba tan violentamente
que el cinturón se me clavaba en el pecho y me arrebataba
una respiración ya de por sí acelerada.
Mi padre me observaba por encima de su asiento, tenía la
piel tan blanca como las velas que había soplado en mi
último cumpleaños.
Era una suerte que estuviéramos sentados. Estaba segura
de que, si estuviera en pie, no podría haber dado ni un solo
paso. Si hubiera estado atrapada en algún edificio, no
habría podido salir de él.
De pronto, a pesar del sonido estridente de las alarmas de
los móviles, un sonido mayor, profundo y aterrador, que
parecía provenir de todas partes y de ninguna, nos
atravesó. Parecía que el mismo mundo estaba a punto de
partirse en dos.
Miré por la ventana y, entonces, la bonita pradera que se
encontraba al otro lado de los quitamiedos se rompió, sin
más. Una grieta enorme la separó en dos hemisferios y
serpenteó hasta nosotros, sin llegar a acariciar el asfalto de
la autopista.
Aterrada, cerré los ojos y me cubrí la cabeza con los
brazos, sin que eso impidiera que el ruido infernal y las
sirenas que parecían el chillido de mil pájaros llegasen
hasta mí.
Permanecí así, quieta, con los brazos cubriéndome los
oídos y la cara, cuando sentí de pronto cómo una mano se
apoyaba en la mía, tirando suavemente de ella.
Abrí los ojos de golpe y observé la pequeña sonrisa de mi
hermano.
—Ya ha pasado. Todo está bien.
El temblor había cesado. La alarma estridente de los
teléfonos móviles guardaba silencio por fin.
Volví a mirar por la ventana. No, nada estaba bien. La
pradera seguía partida en dos y, a lo lejos, me parecía ver
cómo una columna de humo ascendía, confundiéndose con
el color grisáceo del cielo. Los ocupantes de los vehículos
que estaban frente a nosotros se atrevieron a salir. Algunos
llamaban con el teléfono móvil, otros se limitaban a mirar a
su alrededor y a tomar un poco de aire.
—Ha sido un terremoto muy fuerte —dijo mi padre, a
media voz—. Pero ya ha terminado.
Encendió la radio que debía haber apagado en algún
momento mientras dormía y, al instante, una melodía
envolvente llenó de pronto el interior del coche, pero
apenas llegamos a escuchar un par de compases antes de
que otra sirena destrozase la música.
Los móviles, de nuevo, empezaron a sonar.
Pero esta vez, la tierra no se movió.
—Es una alarma diferente —murmuré, mirando de
soslayo a mi hermano mayor. Nunca la había escuchado—.
¿Qué significa?
La radio de nuestro coche me dio la respuesta antes que
él.
—Atención, este es un aviso de tsunami. Si se encuentran
en zonas cercanas a la costa, les recomendamos que
recojan lo imprescindible de sus hogares y se dirijan a
lugares de una altitud…
La voz se interrumpió de pronto cuando mi padre bajó el
volumen a cero.
—Estamos en una autovía de interior. Es imposible que el
agua llegue hasta aquí.
Nunca había visto un tsunami más allá de alguno que
había aparecido en un anime o en una película, pero sí lo
había estudiado, y alguna vez habíamos hecho simulacros
de evacuación. No pensé en nosotros, pero sí en Miako. En
mis amigas, que estarían ahora en un colegio ubicado a
solo unos metros de la playa y junto a la desembocadura de
un río. Habían pasado unos minutos desde que la alarma
del terremoto había comenzado a sonar, ni siquiera habían
tenido tiempo de huir hacia el Monte Kai.
—Todo estará bien, ¿verdad? —murmuré, mirando a
Taiga.
También pensaba en Miako, lo vi en sus ojos. Él también
había dejado allí muchos amigos que habían preferido
seguir con los negocios familiares antes que estudiar en la
universidad. Siempre me tranquilizaba, siempre me
calmaba, pero esta vez ni siquiera sonrió.
Su actitud me asustó más que el sonido de las alarmas.
Miré por la ventana, y de pronto, me pareció ver la punta
de un rabo gris.
Sin pensarlo, me arranqué el cinturón y salí del coche. Mi
hermano y mi padre gritaron, pero yo ni siquiera los oí.
Rodeé el vehículo, mientras ellos me imitaban. Y entonces,
junto al tubo de escape, vi a un gato gris, grande y
rechoncho. Estaba sentado, parecía tranquilo, aunque
estaba completamente empapado, a pesar de que no había
cerca ni una gota de agua.
«¿Yemon?», pregunté con un resuello débil.
Él giró la cabeza hacia mí, y de pronto, sentí como si una
ola invisible me golpeara. Caí al suelo y, cuando me levanté,
no estaba en la autovía donde mi padre había dejado
aparcado el coche. Me encontraba en mitad de uno de los
pasillos de mi colegio. Reconocía las puertas de madera
que comunican con las aulas, los pequeños pupitres que
ahora estaban caídos en el suelo, junto a mochilas y sillas.
Un rugido atronador llenaba todo el lugar, aliñado con
aullidos y sollozos. Frente a mí había un niño de mi edad
que no conocía. Me observaba pálido, con las pupilas
dilatadas.
El rugido aumentó, llenó todo y sacudió cada uno de mis
huesos. Los dos giramos la cabeza. Por el pasillo se
acercaba el agua, bramando. Parecía una marea viva,
descontrolada, una ola que no paraba de crecer. Él ni
siquiera pudo echar a correr. Yo ni siquiera tuve tiempo de
gritar. Éramos desconocidos, pero intentamos agarrarnos
de las manos. Sin embargo, no lo conseguimos.
El agua llenó mi estómago, mis pulmones, mis oídos, y un
dolor agudo estalló a ambos lados de mi cabeza.
Me estoy ahogando.
Fue lo último que pensé antes de desmayarme.
PRIMERA
PARTE

LA CHICA QUE
NO SE AHOGÓ
NANAMI TENDO
7 de abril de 2016

L a alarma me hace soltar un gruñido.


Alargo el brazo para apagarla, pero algo afilado se
apoya en mi brazo desnudo a modo de advertencia. Abro un
ojo y levanto la colcha para recibir la mirada asesina de
unos ojos azules.
«No te pongas así, Yemon. Si fuera por mí, me quedaría
aquí contigo toda la mañana».
Lo sujeto del lomo y lo alzo para dejarlo a un lado de la
cama. Él suelta un gruñido bajo, pero se aovilla entre las
sábanas y la almohada. Lo miro durante un instante más
antes de alargar la mano y apagar por fin la alarma del
teléfono, que no deja de vibrar y dar vueltas sobre sí
mismo.
Observo durante un largo minuto la hora y la fecha que
marca la pantalla.
—Kuso! —farfullo.
Me quito el pijama y lo arrojo encima de la cama
deshecha. Después, desvío la mirada hacia el uniforme y
suspiro. Chaqueta y falda tableada azul marino, jersey beis
y una horrible corbata azul a rayas que tiene pinta de ser
asfixiante.
Me lo pongo con desgana, mientras Yemon me observa
con los ojos entrecerrados desde la cama. Parece gustarle
tan poco como a mí.
«Estoy ridícula, ¿verdad?».
Él se limita a contemplarme con sus ojos azules. A veces,
cuando me devuelve la mirada durante demasiado tiempo,
me estremece. Me hace recordar ese día, cuando salí del
coche y me pareció verlo en mitad de la autovía. Más tarde,
cuando recuperé el conocimiento, estaba tumbada en el
asfalto y farfullaba su nombre. Mi hermano me juró mil
veces que allí no había ningún gato, y mi padre me dijo,
preocupado, que había sufrido algo que se llamaba «mal
del terremoto».
Sin embargo, aunque Yemon no fue más que un espejismo
para mí en aquella carretera, apareció en la ventana de mi
habitación, en Kioto, justo una semana después de que nos
mudáramos. No sabía cómo había llegado hasta allí. No
parecía desnutrido, solo mojado por la lluvia incesante que
caía.
Y, como aquella vez, le abrí la ventana para que entrara
en mi habitación. Desde entonces, entra y sale cuando
quiere, pero nunca pisa el resto de la casa. Yo le pongo
cuencos de agua y comida que guardo en mi armario, junto
a mi ropa, y él siempre duerme conmigo.
Mi padre no tiene ni idea. Hace mucho tiempo que no se
acerca a mi habitación. Que no se acerca a mí, en realidad.
Taiga sí lo sabe, pero nunca llegué a ver su cara mientras
se lo confesaba. Para entonces ya se había encerrado en su
cuarto.
Sacudo mi melena oscura, que apenas me llega a rozar
los hombros y me hago el nudo de la corbata a medias.
Espero que aguante bajo el jersey, por lo menos hasta el
mediodía. En el instituto anterior tenía que llevar un lazo
rojo todavía más ridículo, pero al menos era más fácil de
colocar. Una de las pocas cosas buenas que había tenido.
Dejo la ventana abierta por si Yemon decide salir a
explorar, aunque en el fondo, da igual si lo hago o no. No sé
cómo, pero siempre encuentra la forma de abrirla.
Salgo al pequeño pasillo del segundo piso, en donde hay
un baño y los tres pequeños dormitorios. En un extremo se
halla el cuarto de mi padre; ha dejado la puerta abierta y
desde donde me encuentro puedo ver la cama
perfectamente hecha y un par de trajes sin funda que
asoman por el armario, que ha quedado ligeramente
abierto. Ese dormitorio siempre me ha recordado a las
habitaciones impersonales de los hoteles baratos. Cuando
vivíamos en Miako, su dormitorio era una cueva repleta de
libros, trastos viejos y plantas que siempre se le
terminaban muriendo.
Ahora es un espacio vacío, minimalista, aséptico.
Frente a mí, está la puerta cerrada que comunica con el
dormitorio de mi hermano.
—Ohayō, Taiga —digo, en voz alta, antes de rozarla con
los nudillos.
No me contesta. Debe estar en uno de sus días malos, o
quizás esté dormido. Sé que a veces no se acuesta hasta las
cinco de la mañana.
El piso de abajo está igualmente silencioso. Mi padre
debe haberse marchado antes incluso de que yo me
despertase. Una especie de milagro del que solo dispondré
hoy por ser el primer día del nuevo curso. Mañana el
horario cambiará, y no tendré más remedio que sentarme
frente a él en la mesa del desayuno, engullendo a toda
prisa una tostada mientras él mastica en silencio el arroz
blanco del día anterior.
Compartir las comidas con mi padre no es algo que haya
echado de menos durante las vacaciones.
Desayuno apoyada en la encimera de la pequeña cocina,
dejo todo lo utilizado en el fregadero y me dirijo hacia la
salida. Allí, me detengo durante un instante con los zapatos
a medio poner.
Miro hacia atrás, pero estoy sola.
—Me marcho —murmuro, antes de cerrar la puerta de
golpe.
Pero nadie me contesta.
Vivo en la ciudad de los mil templos. Así llama mucha
gente a Kioto. No hace falta que te dirijas a las afueras o
camines hasta el centro. En cualquier calle residencial,
como la mía, puedes toparte con un pequeño templo, un
altar o un santuario enclaustrado entre edificios.
Un ejemplo es el que se encuentra junto al portal de mi
casa.
Es pequeño. El temizuya está apostado en una esquina y
solo tiene un cazo diminuto. El torii no es alto, y solo una
persona puede colocarse frente al altar para rezar, brindar
una ofrenda y hacer sonar el cascabel dorado que cuelga
de un travesaño de madera. Hasta los guardianes de
piedra, los komainu, apostados a pie de calle, son ridículos.
Representan una mezcla entre leones monstruosos y
perros, pero tienen el tamaño de un gato.
Y, como el resto de los templos de Kioto, a pesar de estar
rodeado de cemento, plástico y madera, la naturaleza se
abre paso. Es extraño, pero en esta ciudad jamás he visto ni
un solo lugar sagrado sin algo verde que manche su
interior. Una vez que cruzas el torii siempre encuentras una
flor, helechos, una enredadera que trepa por una de las
paredes. A este lo tienen medio engullido el verdín, el
musgo y la humedad.
Arrugo la nariz cuando el olor, como el de un bosque
mojado, llega hasta mí.
Lo odio.
A pesar de que está junto a mi casa, nunca he dejado una
ofrenda, nunca he dedicado una oración. Si soy sincera,
desde que llegué a Kioto, nunca me molesté en atravesar
ningún torii. Al menos no por iniciativa propia.
Le lanzo una mirada fulminante al altar y echo a andar
con rapidez, sin mirar ni una sola vez atrás.
Antes, debía ir en autobús a la academia privada a la que
acudía. Ahora solo tengo que caminar unos quince minutos
hasta el que será mi nuevo instituto. No obstante, sé que
voy a llegar tarde. Apenas quedan estudiantes recorriendo
las calles.
Un rato después, llego a la entrada del Instituto Bunkyo:
un arco marrón de distintas tonalidades, donde un gran
cartel anuncia el inicio del curso 2016/2017. Tras él, veo un
aparcamiento de bicicletas en el que no queda ni un solo
hueco. Ni un estudiante.
Avanzo y paso junto a un enorme cerezo desnudo. Me
imagino que en las ceremonias de graduación los alumnos
harán cola para hacerse la típica foto junto a él. Yo apenas
le dedico un vistazo antes de alzar la vista hacia las
ventanas del edificio en el que estoy a punto de entrar. Ni
siquiera veo a figuras uniformadas tras los cristales.
Encontrar mi clase no es difícil. Hay tantos carteles
repletos de direcciones que es imposible perderse. La mía
está en la última planta.
Cuando atravieso la puerta, decenas de rostros se vuelven
en mi dirección. Definitivamente, he llegado muy tarde;
todos los pupitres, menos uno, casi al fondo, están
ocupados, y un hombre con un traje barato está de pie
junto a la mesa del profesor. Tiene un libro entre las manos
y los labios entreabiertos. Lo he interrumpido en mitad de
una frase.
Es joven, pero posee esa mirada que te advierte que
tendrás problemas si no sigues sus normas. Y por la forma
en la que me observa, adivino al instante que yo he roto
varias.
Le dedico una rápida reverencia y me dirijo hacia el
asiento libre, pegado a una de las ventanas que comunican
con los terrenos del instituto. Apenas llego a dar un par de
pasos.
—Espere —dice, con voz grave. Echa un vistazo al libro
que tiene entre las manos—. Nanami Tendo, ¿verdad? —
Sacudo la cabeza con desgana—. ¿Sabe que llega tarde?
—Gomen —respondo, sin sentirlo en absoluto.
Para entonces, una pequeña ola de murmullos se ha
extendido por toda el aula. Me recuerda al sonido de las
cigarras en verano. Bajo pero persistente.
—¿No le parece un poco pronto para romper una regla?
—pregunta el profesor, deteniendo de nuevo mi avance—.
La puntualidad en esta institución es importante.
Echo un vistazo rápido a la clase y mis ojos detectan una
melena rubio ceniza que destaca entre el mar de cabellos
negros.
—El reglamento también dice que no se permite que los
alumnos se decoloren el pelo —replico.
La aludida se gira de inmediato en mi dirección.
—Es mi color natural —contesta, entre dientes.
Su acento es extraño. Entorno la mirada y descubro que,
aunque su rostro es tan redondo como el mío, sus ojos no
son tan rasgados y su tonalidad oscila entre el verde oscuro
y el gris.
Ignoro su ceño fruncido y algo que dice el profesor (y que
suena a amenaza) y retomo el interminable camino hasta
mi pupitre. Se encuentra delante de un chico tan alto, que
sus largas piernas asoman bajo la mesa. Sus ojos, bajo un
ridículo peinado de estilo surcoreano y medio ocultos por
unas gruesas gafas negras de pasta, me observan con
perplejidad. Con demasiada. Me recorren de arriba abajo,
casi con pánico. No sé qué es lo que piensa de mí, pero
parece oscilar entre una súbita aparición fantasmal y una
especie de delincuente juvenil. Quizá mi pelo despeinado,
mi corbata mal puesta y la chaqueta remangada lo
escandalicen demasiado. Por sus pintas, debe ser el hijo de
la directora, como poco.
Harta de su escrutinio, tiro con brusquedad de la silla y
las patas de metal golpean con fuerza sus tobillos. Sé que
le he tenido que hacer daño, pero no dice nada. Aparta la
mirada con rapidez y la hunde en la mesa, como si
estuviera leyendo algo interesante, a pesar de que no hay
nada sobre ella.
Por desgracia, el profesor no ha terminado conmigo.
Espera a que deje la mochila reglamentaria y que me siente
para volver a dirigirse únicamente a mí.
—Señorita Tendo, el último año escolar no es fácil. Y, con
un cambio de centro, mucho menos. —Hace una pausa y en
sus ojos negros leo la verdad. Sabe por qué me he tenido
que cambiar de instituto. En sus pupilas puedo percibir la
amenaza de que él no dejará que se repita la misma
situación—. Tendrá que esforzarse más que los demás si
decide entrar en una buena universidad, así que espero
que, a partir de mañana, cumpla con los horarios y las
normas. —Sus ojos se quedan quietos en los míos—. Con
todas.
EL ESPÍA
7 de abril de 2016

D e camino a casa, mis ojos se tropiezan con un


7Eleven. Ni siquiera dudo cuando cambio el rumbo y
me dirijo hacia las puertas automáticas.
Es la hora del almuerzo, pero sé de buena mano que no
hay nada en casa para comer.
Un cartel escrito a mano que busca un nuevo dependiente
se desplaza hacia la derecha cuando las puertas de cristal
se abren a mi paso. La voz de un chico me da la bienvenida,
pero cuando me vuelvo para responderle, él ya se ha girado
hacia otra joven que acaba de aparecer por una puerta
lateral, tras el mostrador. Deben estar en el cambio de
turno.
Busco una cesta y, tras llenarla con ramen instantáneo y
un par de onigiris con atún y mayonesa, me dirijo a una de
las estanterías del fondo, atraída durante un instante por
las brillantes y coloridas portadas de revistas de manga.
Me quedo quieta observando a una chica de cabello rosa,
que lleva un vestido de ensueño y un báculo mágico, y me
dedica una enorme sonrisa.
Yo no se la devuelvo.
Mientras la observo, atisbo una sombra a mi izquierda.
Giro la cabeza, pero apenas llego a vislumbrar una
chaqueta idéntica a la que llevo yo antes de que su dueño
desaparezca tras uno de los estantes. Sobresaliendo, puedo
ver una frente despejada y un peinado ridículo, con el
flequillo medio levantado.
El imbécil que se quedó mirándome en clase.
Frunzo el ceño y aparto la mirada de la revista. Avanzo a
paso rápido y, por el rabillo del ojo, veo cómo el chico se
sobresalta detrás del estante y rápidamente se desliza en
dirección contraria. Me detengo y él también lo hace en el
otro extremo de la tienda; hay demasiados paquetes de
comida instantánea entre nosotros como para que pueda
verle la cara. Pongo los ojos en blanco, camino recto hacia
la caja, pero cuando estoy a punto de llegar, doy un giro
brusco.
Soy demasiado rápida, y el chico, con esos brazos y esas
piernas tan largas, parece un muñeco de aire al que el
viento zarandea sin piedad. Sus ojos, empequeñecidos por
los cristales gruesos de sus gafas de pasta, me observan
durante un instante, nerviosos, hasta que sus manos
reaccionan y sujetan lo primero que encuentran.
Cuando me detengo junto a él, parece muy concentrado
en la revista que ha elegido.
—¿Me estás siguiendo? —pregunto.
He escuchado su nombre esta mañana, en un momento de
descanso. Un chico con el pelo levantado en todas
direcciones, más bajito que yo y el doble de ancho, lo gritó
a los cuatro vientos antes de abalanzarse sobre su pupitre.
Se llama Arashi, Arashi Koga.
Ese nombre significa «tormenta», pero a juzgar por el
pulcro nudo de su corbata, por la forma casi obsesiva en la
que colocó los bolígrafos y los cuadernos encima de la
mesa, parece más bien una suave brisa de verano. Estoy
segura de que pertenece al Consejo Estudiantil, quizá sea
el presidente. Podría haber aparecido en el folleto del
Instituto Bunkyo que mi padre me entregó después de que
la directora de mi anterior centro me invitara a
abandonarlo.
Arashi levanta la mirada, pero apenas es capaz de
dedicarme un rápido vistazo antes de que vuelva a hundir
la cabeza entre los hombros.
—Eh… no, no. Lo siento —dice. Tiene la voz grave,
aunque suena en mis oídos ligeramente desafinada—. Solo
estoy leyendo.
—Oh, gomen. Me he equivocado. —Me pongo de puntillas
para acercarme. De inmediato, se echa hacia un lado,
intentando crear el máximo espacio entre él y yo. Me
dedica una mirada casi asustada por encima de la revista y
yo pestañeo, con la sonrisa más angelical que pueden
esbozar mis labios—. Espero que disfrutes de la lectura.
Parece… muy interesante.
Arashi frunce un poco el ceño y baja la mirada hacia la
portada de la revista, y entonces la ve. De verdad. Y la
joven semidesnuda, dibujada con proporciones totalmente
imposibles, que parece acalorada y sentada en una postura
muy poco cómoda, lo mira también. Él suelta algo parecido
a un chillido estrangulado y deja caer la publicación al
suelo.
La dependienta que está al otro lado de la caja alza la
cabeza para vigilarnos y Arashi, tan acalorado como la
protagonista de la revista para adultos, se apresura a
disculparse entre dientes y a dejarla a toda prisa en su
lugar, sin apenas tocarla, como si hacerlo quemara sus
manos.
No pronuncia ninguna palabra más. Se aleja un paso de
mí, me dedica una reverencia tan formal como profunda y
se escabulle tras las puertas automáticas.
—Baka —farfullo para mí misma.
Después de pagar, atravieso las puertas que el chico ha
cruzado hace apenas un par de minutos y me encuentro
con una silueta pequeña y peluda, de un tono tan gris como
el cielo.
«¿Yemon?», pregunto.
El gato se sobresalta. Está muy quieto, con el pelaje algo
erizado y la cabeza vuelta en dirección hacia donde ha
desaparecido ese idiota que me seguía. Cuando sus ojos
azules se cruzan con los míos, suelta un largo maullido y
frota la cabeza contra mis piernas.
«¿Qué haces aquí?», me acuclillo y lo rasco por detrás de
las orejas, como sé que le gusta. «¿Qué estabas mirando?».
Alzo un poco la cabeza. En la esquina de la calle más
próxima, un pequeño cartel de madera indica la dirección
para llegar al Santuario Yasaka, que se encuentra a solo
unos pocos minutos de paseo. Es el único lugar sagrado
que he pisado desde que nos marchamos de Miako, y solo
lo he hecho en Año Nuevo, cuando mi padre prácticamente
me obliga a acompañarlo. Él reza de verdad y ata sus
predicciones de mala suerte, pero yo me limito a apretar
los labios y a tirar los pequeños trozos de papel que me
aseguran que voy a tener un año horrible.
En mi último Año Nuevo en Miako, acudí al Templo
Susanji y Kannushi-san, el sacerdote, me dijo que sería muy
afortunada ese año. Apenas tres meses después, vino el
terremoto y, luego, el tsunami convirtió a Miako en un
lodazal de piedras y muerte.
Suspiro y aparto la mirada.
«Venga, volvamos a casa». Acaricio por última vez el lomo
arqueado de Yemon y me yergo. Él suelta un maullido de
protesta. «Seguro que Taiga nos está esperando».
No sé si me está esperando o no, porque cuando llego a
casa, con el gato pegado a mis talones, solo me recibe el
silencio. El fregadero de la cocina sigue con los platos
sucios del desayuno y uno más que antes no estaba. A
veces, cuando la casa está vacía, mi hermano abandona su
encierro y deja rastros a su paso. Antes, regalaba risas y
bromas; ahora, solo platos y ropa sucia.
Mientras Yemon se escabulle hacia mi dormitorio, yo subo
las escaleras y me quedo quieta frente a esa puerta cerrada
que hace años que no se abre para mí ni para nadie.
—¿Quieres que te prepare algo de ramen? Acabo de
comprar.
Muchas veces ni siquiera contesta, pero en esa ocasión
oigo un susurro al otro lado del tablón de madera y cuento
los segundos con los latidos de mi corazón hasta que su voz
llega por fin hasta mí.
—Vale.
Diez minutos después, tiene una bandeja delante de la
puerta. El recipiente de plástico está abierto y humea; a su
lado he dejado también uno de los onigiris, ya sin la
cobertura de plástico. Golpeo dos veces el marco y después
retrocedo hasta mi propio dormitorio, con el recipiente de
ramen instantáneo ardiendo entre mis manos. Debería
darme la vuelta, pero en vez de eso, espío por la pequeña
abertura que queda entre la madera y la pared.
La puerta de Taiga se abre, y una mano pálida, tan blanca
como el arroz que contiene el onigiri, se asoma y tantea en
el suelo antes de rozar con las yemas de los dedos el borde
de la bandeja. Entonces, con una rapidez y una habilidad
que ha conseguido con el tiempo, abre más la puerta y tira
de la comida hacia el interior.
Apenas he llegado a ver nada. Su mano pálida. El
resplandor de sus gafas metálicas. Oscuridad. Nada más.
Cuando el crujido de la puerta al cerrarse hace eco por el
pequeño pasillo, camino de nuevo hacia ella y apoyo la
espalda, dejándome resbalar hasta que me quedo medio
arrodillada.
Desde el otro lado, puedo sentir cómo mi hermano me
imita. La plancha de madera tiembla bajo mi espalda, y
siento el suave susurro de su cuerpo al deslizarse por ella
hasta acabar sentado en el suelo. Estamos separados solo
por unos centímetros de madera, pero está más lejos de mí
que cuando yo vivía en Miako y él estudiaba en Tokio.
Aun así, sonrío. Hoy es uno de sus días buenos.
Separo los palillos de madera y los hundo en el ramen
humeante. No espero y me llevo los fideos a la boca; me
quema la lengua y un par de lágrimas me arden en los ojos,
pero tengo la sensación de que no he comido nada tan
delicioso en semanas.
Sorbemos en silencio los fideos, espalda contra espalda.
—Nami. —La voz de Taiga suena suave.
—¿Sí?
—Intenta que no te expulsen de nuevo.
Mi mano se queda paralizada en mitad del aire, con los
fideos colgando de los palillos.
De pronto, no sé si reír o llorar.
—Lo intentaré.
Pero cuando introduzco los fideos en mi boca, me saben a
sal y a agua. Me saben a océano.
Me saben a Miako.
UN REGALO
8 de abril de 2016

A l abrir los ojos, siento las lágrimas resbalando por mis


mejillas. No sé si he estado llorando en sueños, pero
Yemon no está apretado contra mí, como suele hacer, sino
que está sentado en un rincón del colchón y me observa
con algo que parece preocupación.
«¿Te he despertado?», pregunto. La voz escapa quebrada
de mi garganta, como si hubiese estado horas gritando.
Carraspeo y de un manotazo me limpio la humedad que
todavía me cubre la cara. Me siento sobre el colchón y
observo a través de la pequeña ventana de mi cuarto. El sol
no brilla y puedo ver, a lo lejos, cómo el viento azota, con
rabia, algunos árboles.
Ni siquiera ha sido una pesadilla, solo se trató de un
recuerdo. Pero por desgracia la mayoría de mis recuerdos
son pesadillas, por culpa de los que aparecen en ellos.
Como Amane. Hacía muchísimo que no soñaba con ella,
que no la recordaba. Después de todo lo que pasó, algo en
mi cerebro se desconectó y me obligué a olvidar Miako y
todo lo que el océano se tragó.
Su playa, el puerto, su pequeño paseo marítimo, el
colegio, el Templo Susanji, las vistas desde mi ventana. Y
sus habitantes.
Me muerdo los labios con fuerza y cierro los ojos, pero su
cara llena toda la oscuridad. Sus mejillas infladas, siempre
ruborizadas por un motivo o por otro; su risa, que sonaba
igual que un millar de pájaros trinando a la vez; su energía
incansable, que a menudo hacía que Mizu resoplara y
pusiera los ojos en blanco.
Creía que la había olvidado. Pero ahora puedo ver con la
perfección de una fotografía la figura de Amane frente a
mí. La forma en la que se encorva un poco, sus manos con
las uñas mordidas, su pelo corto, como el de un chico, su
mirada tímida y las pecas de sus mejillas, que se
multiplicaban con la llegada del verano. Casi parece estar
esperándome. Cuando inspiro hondo, su olor llega hasta mí.
Siempre olía a césped recién cortado; yo me preguntaba si
antes de salir de casa se dedicaba a revolcarse por su
jardín hasta quedar bien impregnada de hierba.
Abro los ojos de golpe y ella, sentada en mi escritorio,
sonriente, meneando los pies en el aire, me devuelve la
mirada. La respiración se me interrumpe y dejo caer los
párpados de nuevo, pero cuando me pongo en pie y me
obligo a mirar a mi alrededor, su pequeña figura
desaparece y solo queda mi pequeño dormitorio atiborrado
de cosas y un gato gris que me observa con tristeza.
Bajo a desayunar con el corazón todavía acelerado y
encuentro a mi padre apurando su café. Su tazón de arroz
está vacío, al igual que el plato al que solo le queda un
trozo algo aceitoso de tortilla. Apenas alza la mirada del
periódico para observarme.
—Vas a llegar tarde.
Asiento sin dirigirle ni una sola mirada. Ya sé lo que me
voy a encontrar. Gris, gris y más gris. Antes, mi padre
estaba tan lleno de colores como nuestro jardín de Miako,
pero ahora el tono que lo llena es el mismo que impregna
sus trajes de trabajo.
Él chasca la lengua con fastidio y dobla el periódico con
impaciencia. Mientras se pone de pie, da el último sorbo a
su café, sin desperdiciar ni un solo segundo. Después, se
dirige hacia la entrada de casa y saca sus zapatos negros,
relucientes, para la oficina. Como siempre, mira por encima
de su hombro mientras se calza, como si esperara que mi
hermano fuera a salir de su dormitorio. Pero termina de
ponerse los zapatos y Taiga continúa en su habitación.
Entonces, sus ojos oscuros, enmarcados por unas ojeras
amoratadas, se clavan en mí.
—Esfuérzate —dice, antes de dirigirse hacia la salida—. Y
no hagas que la directora me llame de nuevo.
Cierra la puerta con brusquedad, no espera a que yo le
conteste. Aunque la verdad es que no tengo nada que
decirle.

—Ten. Un regalo.
Dejo caer la revista sobre el pupitre de Arashi Koga. Él,
que está colocando su mochila en el respaldo de su silla, se
sobresalta y pasea la mirada de mis brazos cruzados a lo
que ahora reposa sobre su mesa.
Por su rostro cruza toda la gama de colores que la piel
humana puede mostrar.
—¿Qué… qué haces? —farfulla, antes de cubrir la portada
de la revista con sus manos abiertas. No se da cuenta, pero
entre sus dedos asoman un pecho desnudo y una larga
pierna—. No puedes traer esto aquí.
—Bueno —le contesto, mientras me siento con
tranquilidad en mi silla y me vuelvo hacia él—. Parecías
interesado ayer con la lectura.
Frunce el ceño y enrolla la publicación con torpeza. Me
da la espalda para meterla a toda prisa en su mochila.
—Yo no… —Aprieta los dientes y empuja con fuerza la
revista hacia el interior.
Pero hay tantos libros, tantos cuadernos y tiene tanta
prisa por ocultarla que, de pronto, la cremallera cede, la
mochila se abre por completo, y todo su contenido queda
esparcido en el suelo. El sonido se superpone a todo lo
demás y llama la atención de una decena de caras, que se
vuelven hacia nosotros.
Arashi parece estar a punto de desmayarse o de entrar en
combustión espontánea, su cara no parece ponerse de
acuerdo, porque manchas blancas y carmesíes le cubren
todo el rostro. Mientras farfulla entrecortadamente un
Gomenasai sin mirar a nadie, apila todo y deja la revista la
última en el montón, que se afana en meter de nuevo en la
mochila.
Estoy a punto de darle la espalda y girarme en mi asiento,
satisfecha, cuando veo que dos figuras se acercan. Son dos
chicos de la clase que se sientan justo en el extremo
opuesto. Ellos fueron los que recibieron varias advertencias
del profesor Nagano después de mí, porque no dejaron de
cuchichear y reírse durante gran parte de la mañana.
Ahora, de nuevo, se miran y dejan escapar un par de
risitas mientras se acercan a Arashi. De soslayo, puedo ver
cómo todo el cuerpo del chico se tensa. Desde sus grandes
manos, que se crispan apoyadas en los libros, hasta su
largo cuello, que se encoge y se hunde entre los hombros.
Arashi es altísimo, pero se pliega como una hoja de papel
hasta convertirse en una décima parte de sí.
—Koga-kun, ¿qué te pasa? Pareces nervioso —dice uno de
los chicos mientras se acuclilla a su lado.
—Déjanos ayudarte.
La boca se me seca cuando veo cómo le quitan solo unos
pocos libros a propósito y lo dejan con la revista entre las
manos.
La boca se me seca y, de pronto, me siento flotar.
Parpadeo mientras Arashi masculla algo que no logro oír y
su cara se transforma. Su expresión es idéntica a la de
Amane cada vez que Kaito se acercaba. Hombros hundidos,
piernas muy juntas, mirada esquiva.
Clavo la vista en la maldita revista.
Qué he hecho.
—Vaya, no sabía que te gustaba este tipo de cosas.
—N-no… no es así, Daigo —contesta Arashi a toda prisa.
Le da la vuelta a la publicación, pero las imágenes que
muestra la contraportada son todavía más explícitas.
—Ah, ¿no? —El otro chico ladea la cabeza y se cruza de
brazos, pensativo—. Entonces, ¿qué es lo que te gusta?
—Sí, ¿qué te gusta? —Daigo se inclina tanto hacia él que
Arashi clava la espalda en la pared y veo cómo su nuez se
mueve de arriba abajo. Abre la boca, veo cómo desliza la
lengua entre los labios, pero ninguna palabra brota de su
garganta—. A Nakamura y a mí nos gustaría saberlo. Es un
misterio que queremos descubrir.
La piel se me eriza. Llevo años sin recordar a Amane, y no
es justo que la resucite de nuevo, que la recuerde en
Arashi, pequeña y asustada, sintiéndose desprotegida,
cuando ella estaba llena de naturaleza y energía, cuando
parecía un sol de verano, aunque estuviéramos en un frío y
gris día de invierno. Casi puedo imaginármela a mi lado,
observándome con el ceño fruncido.
Parpadeo.
No sé si me la imagino o si realmente la figura que veo a
mi lado es ella. Parece tan real que estoy segura de que
podría sentir el tacto de su piel si alargase un poco la
mano.
Me pongo en pie con brusquedad y mis ojos caen hacia
Daigo y Nakamura. La silla traquetea detrás de mí y eso
atrae su atención. La garganta me quema, tengo ganas de
gritar, pero en el momento en que separo los labios, una
voz me interrumpe y la figura que veo a mi lado desaparece
de golpe.
—Perdonad, pero esto es mío.
Los cuatro nos volvemos hacia la chica rubia con acento
extraño que conocí ayer, la que tiene un nombre que no
recuerdo y que no me esforcé por aprender. Al fin y al cabo,
desde que la puse en evidencia a primera hora ante el
profesor Nagano por el color de su pelo, no había dejado de
observarme a hurtadillas, con los labios apretados. No la
culpo, yo también lo habría hecho.
Sin añadir ni una palabra más, aparta a Daigo y a
Nakamura y le arrebata la revista a Arashi. Él se queda
paralizado, con la boca abierta y las manos todavía
extendidas.
—Oh, jièkǒu* —musita, como para sí misma.
Hurga en el bolsillo de la chaqueta del uniforme y extrae
cinco monedas de cien yenes que deja sobre las manos
todavía abiertas de Arashi. Sonríe, pero como nadie se
mueve, aprieta la revista contra su pecho y pregunta:
—¿Hay algún problema?
Daigo y Nakamura resoplan, pero se marchan hacia su
asiento tras lanzarle una mirada a Arashi que parece
contener una advertencia. La chica rubia permanece
quieta, observándolos con las cejas arqueadas, confundida.
Sin embargo, cuando los ve ocupar su asiento, suspira y
baja la revista.
—Deberías tener cuidado con las cosas que traes, Arashi
—musita.
Él tendría que decir que la revista no es suya, que la he
traído yo con el simple objetivo de incomodarlo, pero lo
único que hace es lanzarme una mirada rápida.
—Gracias, Li Yan —murmura.
El estómago me ruge, pero no porque no haya
desayunado.
Antes de que la chica pueda contestar, llega un chico
bajito que prácticamente se abalanza sobre Arashi. El
mismo que ayer hablaba a voces y reía sin control. En este
caso sí recuerdo su nombre, era mucho más común:
Kentaro Harada.
—¿Qué querían esos idiotas? —pregunta, con el ceño
fruncido y los puños apretados.
—Si llegases temprano por una vez, te enterarías y no
tendríamos que contarte todo después, como siempre —
dice Li Yan, sacudiendo la revista como la regla que agita el
profesor Nagano al hablar—. ¿Sabes que estas dos semanas
nos toca limpiar la clase juntos? Tendrías que haber estado
aquí hace media hora. He tenido que encargarme de todo.
Pero él no la escucha, sus ojos se han clavado en la
revista, y en el momento en que Li Yan deja de sacudirla,
aprovecha para arrebatársela. Mira con los ojos muy
abiertos la portada.
—Guau, ¿es tuya? ¿Me la dejas?
Ella pone los ojos en blanco y se sacude la chaqueta como
si un nido de insectos se le hubiera posado encima.
—Tyhmä** —dice, antes de darle la espalda. Su melena
rubia ondea tras ella, majestuosa—. Quédatela, si quieres.
Es denigrante.
Pasa a mi lado y solo me dedica un vistazo antes de
dirigirse a su sitio, un par de filas por delante del mío.
Harada solo tiene ojos para las mujeres exuberantes,
aunque no tiene más remedio que esconder la revista bajo
la chaqueta del uniforme cuando el profesor Nagano cruza
la puerta y nos ordena con una mirada que nos sentemos.
Yo me quedo de pie, con el estómago todavía retorcido.
Casi me duele. Siento una presencia a mi espalda, pero no
se trata de Arashi. Un perfume conocido, que creía haber
olvidado, flota hacia mí.
«Tú no eres así, Nami», susurra una voz.
La reconozco.
Yoko-san.
Vuelvo la cabeza, con el aire atascado en los pulmones,
pero solo veo a Arashi cabizbajo. Tiene las mejillas todavía
rojas.
—Tendo.
Vuelvo a la realidad de golpe al escuchar mi apellido, y
veo al profesor de pie frente a su mesa, con una mirada
interrogativa. Pero no está solo. A su lado, de menor
estatura, con unos pantalones alegres y una blusa blanca,
una mujer me observa con cierta decepción. Sus brazos
están cruzados. Es mi antigua profesora de Miako, la
profesora Hanon.
Parpadeo y ella desaparece.
—¿Quiere decir algo?
Debería.
Pero, sin embargo, sacudo la cabeza y me siento con
rapidez, arrancando un par de miradas y alguna que otra
sonrisilla. A hurtadillas, observo a mi alrededor, pero no
vuelvo a ver a nadie que no deba estar aquí.
Que no puede estar aquí.
Porque las tres murieron en Miako, hace más de cinco
años.
* Jièkǒu: Disculpa (traducido del chino simplificado).
** Tyhmä: Imbécil (traducido del finés).
PRIMERA OLA
7 de abril de 2010

S uspiré, observando esos grandes ojos que me


devolvían la mirada.
A mí también me hubiese gustado ser así. Tener un báculo
escondido entre mi ropa y poder usarlo contra los
monstruos. Poder volar por encima del océano, saltar de
tejado en tejado y caminar sobre las copas de los árboles.
Volví a suspirar y dejé el manga a un lado. En la portada,
una chica rubia vestida con un traje de estrellas me
guiñaba un ojo, sonriente.
Ojalá ese tipo de cosas ocurrieran en la realidad. Me
hubiese gustado ser la heroína de una historia.
Sin embargo, Miako era demasiado pequeño y aburrido
como para que ocurriera algo fuera de lo normal. Las
grandes historias tenían lugar en ciudades importantes
como Tokio, o en lugares llenos de magia y antigüedad,
como Kioto. Un pueblo como el mío no interesaba a nadie,
ni siquiera a los villanos.
Me coloqué boca arriba, con los brazos extendidos,
mientras las palabras de Amane y Mizu me llenaban los
oídos.
—Mi madre ha visto hoy la lista de clase y Kaito estará
con nosotras —suspiró Amane. Sus dedos regordetes se
paseaban por su pelo oscuro, más corto que el mío—. Ahora
quiero escaparme al Monte Kai y esconderme hasta que
termine el curso.
—No digas tonterías —repuso Mizu. Se balanceaba en el
borde de la cama que compartía con Amane. Sus
larguísimas coletas ondeaban de un lado a otro, y casi me
rozaban—. Este va a ser el mejor año, mi hermana me lo
dijo. En la secundaria tendremos que estudiar más, habrá
más exámenes… y puede que nos separen en clases
diferentes.
—Tu hermana parece muy feliz en el instituto —observó
Amane, con las cejas arqueadas.
—Claro, tonta. Porque tiene novio.
—Puaj.
Amane desvió la vista de Mizu y se colocó también
bocarriba, con los ojos clavados en el techo. Yo le di un
golpecito suave con el pie.
—Puede que le gustes a Kaito —sugerí—. Quizá por eso
no te deja en paz.
Ella meneó la cabeza y apretó los labios, parecía a punto
de decir algo muy importante. Sin embargo, el momento
pareció pasar, porque los relajó de nuevo y un resoplido
suave escapó de ellos.
—No, te aseguro que no le gusto en absoluto.
Mizu y yo intercambiamos una mirada por encima del
cuerpo robusto de Amane y encogimos los hombros.
Después, yo salté a la cama, encima de mis amigas, y
comencé a hacerles cosquillas. Las tres empezamos a
reírnos, sin aliento, hasta que la madre de Amane se asomó
por la puerta entreabierta del dormitorio y nos advirtió que
era muy tarde para seguir despiertas.
Cuando apagó la luz, a nosotras todavía se nos escapaba
alguna risita.
—Vamos a estar juntas, eso es lo importante —murmuró
Mizu. Sus manos aferraron las nuestras con fuerza—. Este
año va a ser especial.
Ni Amane ni yo contestamos, pero no hacía falta. Las
estrellas brillaban al otro lado de la ventana. Eso era todo
lo que necesitábamos como respuesta.
EL SUPERVIVIENTE
14 de abril de 2016

L a primera semana en el Instituto Bunkyo transcurre


como un sueño. No, como la marea, que se arrastra
por la arena sin descanso, con lentitud, y me lleva con ella.
Todos los días se repiten de la misma manera. Me
despierto cuando el teléfono móvil suena o cuando Yemon
decide colocarse sobre mi cara. Si no sueño, tengo tiempo
de peinarme y desayunar con mi padre, que ya me ha
preguntado varias veces cuándo voy a inscribirme en una
academia de refuerzo para los exámenes de ingreso a la
universidad.
«Con tus calificaciones, solo podrás ser admitida en una
universidad de tercera. Eso si consigues superar el
examen». Es lo que repite sin cesar.
Si sueño, a veces lo hago con Miako. Pero no se trata de
simples sueños. Todo lo que veo mientras duermo, todo lo
que vivo, es real, ya ha pasado. Es como si mi cabeza me
estuviera obligando a recordar lo que decidí olvidar antes
de ese once de marzo de hace cinco años. Cuando eso
ocurre, me quedo durante unos minutos sentada en la
cama, mirando por la ventana, por la que no veo el océano,
solo edificios.
Esos días suelo correr para llegar a tiempo a clase.
El cartel del 7Eleven que pedía un dependiente sigue ahí,
moviéndose cada vez que las puertas automáticas se abren
y me dan la bienvenida cuando paso después de clase a
comprar algo para la cena. Generalmente, aprovecho para
vaciar la mochila de los folletos de los distintos clubes del
instituto que han comenzado a repartir esta semana:
música, baloncesto, arte, kendo, fotografía, arte floral,
béisbol… al folleto del club de natación apenas pude
tocarlo cuando lo vi la primera vez. Lo escondí entre los
demás y lo arrojé a la papelera sin dudar.
Las clases son como una canción cuya melodía se repite
siempre, pero cambia la letra. Los contenidos son
diferentes, pero la voz del profesor, el ambiente, mis
compañeros, todo es igual. No me molesto en acercarme a
nadie, ni nadie se molesta en acercarse a mí. Ni siquiera
esas especies de visiones, de fantasmas que vi hace unos
días.
Tal vez solo fue el estrés.
Desde el incidente de la revista, no he vuelto a tener
ninguna interacción con Arashi, ni con sus amigos: Harada
y Li Yan (al fin me he aprendido su nombre). Aunque a
veces los observo. Son muy distintos. Harada está
obsesionado con su estatura, y puede beberse durante la
jornada cuatro briks de leche, sin contar lo que se toma
durante la hora de la comida. Está convencido que algún
día dará el estirón y alcanzará a Arashi. En ese momento,
aun con el pelo de punta, como suele peinárselo, apenas
llega a los hombros de su amigo y a las mejillas de Li Yan.
Arashi es una suave brisa de verano. Tranquilo,
cuidadoso, educado. Es el modelo del estudiante ideal.
Pero, cuando el profesor se marcha, se convierte en alguien
torpe y tímido, de mirada esquiva y que se sonroja con
facilidad. Cuando se levanta y pasa a mi lado, me recuerda
un poco a una mantis religiosa. Demasiado alto, con
extremidades muy largas, pero tan delicado que parece que
con un simple apretón podrías quebrar sus huesos con
facilidad.
Li Yan no presta mucha atención en las clases y suele
pasarse el tiempo dibujando en las esquinas de los libros. A
veces interviene cuando Nakamura y Daigo se dedican a
molestar a Arashi; ya han demostrado ser unos auténticos
imbéciles en la semana que llevamos de curso. Li Yan
parece mantener un pacto secreto con Harada para que
Arashi nunca se quede sin pareja o sin grupo para los
trabajos, aunque eso signifique que ella sí se quede sin
compañero.
Como ahora.
Nuestro profesor de inglés, Mr. Hanks, pidió hace un par
de minutos que nos pusiéramos en parejas para hacer una
actividad. Y la única otra persona que se ha quedado sola,
por supuesto, soy yo.
Li Yan me observa con una ceja arqueada, pero no tiene
más remedio que arrastrar su silla hasta terminar a mi
lado.
Mr. Hanks se pasea por las mesas y nos entrega un
cuestionario en blanco. Hay una decena de preguntas en
inglés y, debajo, un pequeño recuadro que deberemos
rellenar con lo que conteste nuestra pareja.
—Odio esta clase de ejercicios —murmuro.
—Yo también —susurra ella, consiguiendo que la mire de
soslayo.
Cuando la actividad comienza, el aula se llena de frases
en un inglés chapurreado y con un acento horrible. Pero,
para mi sorpresa, Li Yan recita la suya de una forma
impecable.
—¿Qué? —pregunta, cuando se da cuenta de la fijeza con
la que la miro.
—Hablas muy bien inglés.
—Cuando estuve en Shanghái, mi colegio era una
institución internacional en la que todas las clases se
impartían en inglés.
—Oh. —Parpadeo, sorprendida—. ¿Eres de Shanghái?
—No. Nací en Hong Kong. Nos mudamos a Shanghái
cuando yo tenía unos siete años. De todas formas, es el
idioma que se habla en casa. Al menos, la mayoría del
tiempo.
—¿Habláis en inglés?
Li Yan se encoge de hombros. Afloja los dedos que sujetan
el bolígrafo y empieza a garabatear en la esquina de su
cuestionario una especie de escarabajo gigante de ojos
saltones.
—Yo sí hablo los dos idiomas, pero mi madre no sabe finés
y mi padre no termina de dominar el chino. Cuando se
conocieron en la universidad era el idioma que utilizaban
para comunicarse.
Me estoy empezando a marear. Hago a un lado la hoja del
cuestionario y me inclino en su dirección. Sus ojos, una
mezcla de gris, verde y marrón, me observan de medio
lado, pero su cuerpo no se aleja de mí.
—Entonces, ¿tu madre es china, y tu padre, finlandés?
—Sí. Es una mezcla extraña, ¿verdad? Tendrías que verlos
juntos, son como el día y la noche. Pero solo por fuera.
Jamás he conocido a dos personas que se parezcan más.
Asiento. Los labios de Li Yan se estiran en una pequeña
sonrisa y le dibuja dos coloretes a su extraño escarabajo.
—¿Lleváis mucho tiempo en Japón?
—Este es mi segundo curso aquí, aunque también
estuvimos un par de meses en Tokio.
—Os gusta mucho viajar, ¿no?
Su mano se detiene en mitad de un trazo.
—No se trata de viajar, sino de encontrar un lugar donde
quedarse —dice. Su voz es un susurro y apenas se escucha
por encima del escándalo que están formando nuestros
compañeros—. Mi padre no llegó a encontrarse a gusto ni
en Shanghái ni en Hong Kong; cuando estaba en primaria,
probamos suerte en Europa y fue un auténtico desastre.
Desde entonces, solo hemos vuelto a Tampere, la ciudad
natal de mi padre, por Navidades. Cuando yo cursaba
secundaria estuvimos en Corea del Sur, y desde hace un
año y medio vivimos aquí, en Japón.
Se inclina un poco hacia mí.
—¿Has estado en alguno de los lugares que he dicho? No
sé por qué, pero me suena tu cara. Estoy segura de que te
he visto antes en algún lugar. —Sacudo la cabeza y ella
suspira, decepcionada—. Me habré equivocado. O tú tienes
una cara de lo más común, quizá.
La fulmino con la mirada antes de bajar la vista a la
primera pregunta del cuestionario:
Where is your partner from?
Li Yan se encoge de hombros cuando mira su dibujo.
Ahora que lo observo con atención, lo entiendo; no es solo
un escarabajo extraño. No sé ni siquiera qué animal es; ha
utilizado distintas partes de diversas especies para crear
algo nuevo, algo diferente.
¿De dónde es Li Yan?
De todas partes y de ninguna.
—Yo tampoco tengo un lugar.
Ella levanta la cabeza con brusquedad y me mira. Yo
siento cómo la sangre se convierte en hielo y se solidifica
en mis venas.
No sé por qué he dicho eso. Jamás, en todos estos cincos
años, he hecho referencia a Miako, ni siquiera lo he escrito.
A veces, cuando me preguntaban dónde había nacido, decía
ciudades al azar, la primera que se me cruzaba por la
cabeza. En mi anterior instituto, la mayoría de mis
compañeros creían que había nacido en Nara. La única que
sabía la verdad era Keiko, pero después de lo que pasó con
ella, me arrepentí de habérselo revelado.
—¿Qué quieres decir? —me pregunta Li Yan. Ya no presta
atención a su dibujo.
Una parte de mí quiere mentir. Me obligo a pensar una
excusa que solucione esta tontería que acabo de soltar,
pero mi lengua es rebelde, parece que se ha desconectado
de mi cerebro y que ahora obedece a algo mucho más
profundo.
—El… pueblo donde yo vivía desapareció. Ya no existe. —
Cállate. Cállate. Cállate. Una vez que empiezo hablar, ya no
puedo detenerme. Es parecido al vómito, me quema la
garganta, hace que mi boca arda y no puedo cortarlo, pero
deja mi estómago más ligero—. El tsunami lo destrozó.
Los ojos de Li Yan, que son como almendras infladas, se
abren de par en par. Su piel, más rosada que la mía,
palidece, y el pequeño espacio que existe entre sus cejas se
arruga. Todo su cuerpo parece contraerse. Yo la imito. Ya sé
lo que va a venir a continuación, lo he visto cuando mi
padre o mi hermano, antes de encerrarse en su habitación,
contaban nuestra historia (como si lo que ocurrió en unos
pocos minutos pudiera ser la totalidad de nuestra historia)
a quienes nos preguntaban dónde vivíamos antes de
mudarnos a Kioto.
Espero unos labios torcidos, quizás una sonrisa que
pretende ser consoladora, una reverencia exagerada, un
apretón suave en las manos o incluso unos ojos brillantes,
pero la expresión de Li Yan no cambia y se mantiene en su
lugar. Sin acercarse, pero sin alejarse de mí.
—Tuve suerte —me obliga a decir mi cerebro—. Cuando
ocurrió, estaba en el coche con mi padre y mi hermano. Los
tres nos salvamos.
Sí, mi familia se salvó, aunque no digo nada de mis
amigos, de mis vecinos, de muchos de los que conocía solo
de vista. Tampoco digo nada de la extraña sensación que
me sacudió cuando creí ver a Yemon en mitad de la
carretera y salí del coche. Mi padre siempre ha dicho que
se trató de un caso extremo del «mal del terremoto», pero
una vez, apenas un par de días después de que todo
ocurriera, busqué en internet los signos y los síntomas de
ese síndrome, y no correspondía con ninguno de los que
había presentado aquella tarde.
Perdí el conocimiento, mi piel se tiñó de un azul pálido y
me retorcí en busca de un oxígeno que abundaba por todas
partes pero que yo parecía incapaz de obtener. Y de pronto,
todo pasó. El aire llenó de nuevo mis pulmones y abrí los
ojos, y me encontré tumbada en mitad de la carretera, con
un corrillo de personas a mi alrededor. Y estaba empapada.
Mi padre dijo más tarde que debió ser un ataque de sudor
intenso, pero sé que mi hermano no pensó lo mismo. Noté
que fruncía el ceño cuando me levanté por fin del asfalto y
vio el charco que había quedado bajo mi cuerpo. De las
puntas de mi pelo caían gotas. Cuando me acerqué la mano
a la cara, un olor a sal y a algas me había abofeteado.
—¿Suerte? —La voz de Li Yan me hace volver a la
realidad. Sacudo la cabeza y desvío la mirada de mis manos
hasta clavarla en ella—. No, no tuviste suerte. Nadie que
haya sufrido todo eso la tuvo.
Por alguna extraña razón, esas palabras me hacen
sonreír. Respiro hondo y siento cómo mi pecho se expande
con más facilidad, como si una mano invisible de la que no
era consciente me hubiese estado apretando durante
mucho, mucho tiempo.
—¿Vivías en Ishinomaki? —pregunta de repente Li Yan.
Casi de inmediato, se muerde los labios y pasea su mirada
por toda la clase antes de dejarla quieta en mí—. Lo siento.
Fue un nombre que escuché mucho esos días en las
noticias.
—No, pero estaba cerca. A unos quince minutos en coche
—digo, con lentitud. Sin que pueda evitarlo, algunos
recuerdos me sacuden. Viajes para comprar en algún
centro comercial, la música alta, mi padre sonriendo a
través del retrovisor—. Miako era más pequeño.
Ishinomaki había sido una de las ciudades más
damnificadas por el desastre. En Miako, algunas de las
edificaciones se habían salvado, las que se encontraban en
la zona más alta del pueblo, como el instituto. Sin embargo,
la mayor parte del pueblo se asentaba junto al puerto, el
paseo marítimo y el río Kitakami, cuya desembocadura
discurría justo al lado de mi antiguo colegio. La cercanía
del epicentro a la costa y el hecho de que un río fuera uno
de los perímetros del lugar, ayudó a que el agua subiera
más rápido.
La sonrisa de Amane destella frente a mí y tengo que
cerrar los ojos durante un instante para apartarla. Casi
creo sentir una presencia a mi lado, pero me obligo a mirar
hacia abajo, hacia el papel escrito.
—¿Miako? —susurra Li Yan. La piel de sus brazos
desnudos está completamente erizada.
—¿Has estado allí alguna vez? —pregunto, confundida.
Entorno la mirada, pero ella no me ve. Sus ojos bucean
por nuestros compañeros, buscando a alguien. Pero es
absurdo. Todos los que están aquí tienen mi edad. En
Miako solo había dos colegios de primaria de clases
reducidas y un instituto ubicado prácticamente en las
afueras, en lo alto de la colina. Yo conocía a casi todos los
que tenían mi edad. Éramos demasiado pocos en el pueblo.
Aunque fuera de vista, nos habríamos cruzado más de una
vez, y estoy segura de que ninguno de la clase ha vivido en
Miako antes del tsunami. Después, es imposible.
El pueblo ha desaparecido.
—No. Yo no. —Sus ojos se quedan atascados y yo sigo el
rumbo de su mirada.
La pareja de chicos que están solo un par de filas por
detrás tarda en darse cuenta de nuestro escrutinio. Uno de
ellos nos hace una carantoña y nos lanza un beso.
—¿Harada? —pregunto, incrédula.
—Arashi —me corrige ella, antes de volverse hacia mí y
apartar la vista de los chicos.
Yo los sigo mirando, mientras Harada no deja de hacer
muecas. Su amigo, por el contrario, ha bajado la mirada y
observa con fijeza el papel con las preguntas que ha
entregado Mr. Hanks. Cuando comprueba que sigo
contemplándolo, se encoge un poco más y esconde las
manos bajo las piernas.
Mi memoria ha estado atrapada entre cadenas,
clausurada tras varios condados, pero ahora deshago todo
y me concentro, e intento rebuscar en ella algún rostro
parecido al de Arashi, pero por mucho que busco entre las
caras de los vivos y de los que sé que están muertos, no
encuentro nada.
—¿Tenía familia en Miako? —pregunto, balbuceante,
cuando consigo apartar la mirada.
—Él estuvo allí el día del tsunami. Iba a visitar ese
colegio, el que desapareció por completo y apareció en
todas las noticias del país. Estaba cerca cuando todo
sucedió.
—¿Qué? —Pero la palabra se atasca en mi garganta y solo
escapa un sonido disonante, algo parecido a un graznido, a
un boqueo de alguien que lucha contra el agua e intenta
respirar de nuevo—. Eso es imposible.
Arashi nunca pisó mi clase, estoy segura. No tiene sentido
que él haya estado allí el día en que todo ocurrió. Tiene mi
edad, así que en el dos mil once se encontraba en su último
curso de primaria. ¿Por qué visitarías un colegio si al año
siguiente comienzas el instituto?
—Estaba allí con casi toda su familia —murmuró Li Yan.
Sus palabras vibran en el aire y me golpean con la fuerza
con la que se toca un tambor. Reverberan en el interior de
mis oídos—. Su hermana mayor estaba aquí, en Kioto. No
se enteró de todo hasta días después.
—¿Enterarse? —repito, con un hilo de voz—. ¿Enterarse
de qué?
Li Yan respira hondo y se vuelve con disimulo para
observar al chico.
—Arashi fue el único que sobrevivió.
MENTIRAS
PIADOSAS
18 de abril de 2016

E stoy nadando en una piscina, o al menos, eso parece


cuando me despierto y me encuentro empapada en
sudor. Hasta Yemon se ha apartado de mí y se ha quedado
en el borde de la cama. Solo abre un ojo cuando me ve
patear la colcha e incorporarme.
No tiene sentido, pero la habitación apesta a cloro, tal y
como lo hacía la pequeña piscina cubierta que había en mi
antiguo colegio.
«Antes te encantaba ese olor», oigo que dice la voz de la
profesora Hanon a mi espalda. Me vuelvo, con una
exclamación entrecortada en mi garganta, y la veo idéntica
a mis recuerdos, apoyada en mi escritorio con los brazos
cruzados, en la misma postura que adoptaba en clase. Tan
sólida como yo.
«Cuánto has cambiado, Tendo».
Me froto los ojos con rabia y la visión se me cubre de
estrellas resplandecientes. Parpadeo y, cuando el fulgor
desaparece, ella no está.
Trato de respirar hondo mientras me aparto los cabellos
húmedos de la frente. No estaba despierta del todo, pienso,
tratando de tranquilizarme.
Me levanto y abro la ventana de par en par. El murmullo
de Kioto se cuela por ella y la suave fragancia de la
pastelería que hay frente al portal de casa cubre un poco el
hedor. Me apoyo en el pequeño escritorio, atestado de
libros y cuadernos del instituto, con el portátil haciendo
equilibrio sobre todos ellos. Estoy cansada a pesar de que
ayer me acosté temprano. Noto los brazos y las piernas
pesados, como me ocurría cuando nadaba durante
demasiado tiempo en verano.
Cierro los ojos, agotada, y, cuando por fin decido bajar a
la cocina, mi padre ya se encuentra en la puerta de
entrada, con los zapatos puestos.
—¿Bajas a esta hora? —Sus ojos, rodeados de arrugas y
ojeras, recorren de arriba abajo mi pijama sudado—. Y ni
siquiera estás vestida.
Hay tanta decepción y desprecio en sus palabras, que el
cansancio que afloja mis huesos y mis músculos aumenta.
—Lo siento —me limito a farfullar.
Parece que va a añadir algo más, pero entonces sacude la
cabeza y da un par de pasos. Sin embargo, cuando sus
dedos amarillentos de tanto fumar se enredan en torno al
picaporte, se queda quieto.
—Te he dejado un folleto de una academia de refuerzo
que me ha recomendado un compañero de trabajo. Su hijo
tenía problemas y consiguió entrar en una buena
universidad.
Pongo los ojos tan en blanco, que podrían dar una vuelta
de campana completa dentro de las cuencas.
—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?
Él no capta mi ironía, ni siquiera sé si me escucha. Gira la
cabeza, solo lo justo para mirarme por encima del hombro,
y dice:
—Quiero que te apuntes esta semana, ¿entendido?
Aprieto los dientes con tanta fuerza que los escucho
crujir. Hasta que no siento un pinchazo de dolor, no me doy
cuenta de que he clavado las uñas en la piel desnuda de
mis brazos, que se ha erizado ahora que el sudor se ha
evaporado.
Mi padre no se mueve y yo le aguanto la mirada hasta que
finalmente asiento. Él me devuelve el gesto, echa un vistazo
hacia la escalera que asciende hasta el cuarto de Taiga,
como siempre hace, y desaparece tras un portazo.
Y de nuevo, el silencio.
Antes, el silencio que reinaba en el agua cuando me
sumergía me encantaba. Era un silencio que estaba lleno
de alguna forma. Pero aquí, en la superficie, es uno vacío
que muerde por dentro.
Antes de que llegue a alcanzar el folleto, decido que hoy
tampoco voy a ir a clase. Falté el viernes, y si lo hago
también hoy, sé que me meteré en problemas. No por mi
padre, está tan poco en casa que es imposible que adivine
cuándo voy o decido quedarme. Y aunque Taiga detecte mi
presencia, estoy segura de que jamás me delatará, sobre
todo ante mi padre. Hace ya tres años que no intercambia
ni una sola palabra con él. El profesor Nagano y el resto de
los profesores del Instituto Bunkyo sí pueden darme
problemas. Pero enfrentarme a ellos, encarar las
consecuencias, me resulta menos duro que ver de nuevo la
cara de Arashi Koga.
Desde que Li Yan me contó su historia, no he podido
apartar de mi cabeza su maldita mirada esquiva, con esas
gafas anticuadas que siempre se le resbalan hasta la punta
de la nariz y su ridículo peinado. Mis ojos tampoco
pudieron apartarse de él durante toda la jornada.
Escrudiñaba sus rasgos, buscando algo familiar, intentando
recordar a los pocos turistas que había visto en Miako. Era
fácil reconocerlos porque mi antiguo hogar no era un lugar
turístico, solo un pueblo de pescadores que merecía una
pequeña parada en el mirador de lo alto del Monte Kai, o
en el viejo Templo Susanji, pero nada más. Luchaba por que
esas caras de mi cabeza encajaran de una forma u otra en
los rasgos que ahora conocía, pero nunca terminaban de
unirse. Por mucho que presionaba a mi memoria para que
fuera hacia atrás no encontraba nada que me recordara a
él.
Li Yan tenía que haberse equivocado. Debía referirse a
otro colegio, aunque era verdad que el océano solo se había
tragado el mío. El otro colegio de primaria que había en
Miako se inundó parcialmente, y el instituto que estaba casi
en las afueras, en lo alto de una de las colinas, se salvó por
completo. Sus alumnos vieron la masacre desde las
ventanas de las aulas, pero ni una gota de agua llegó a
tocar sus uniformes.
Sí, Li Yan debía estar equivocada. En otras poblaciones
habían ocurrido tragedias similares. Podía ser cualquiera.
Li Yan se confundía con el nombre de los pueblos y las
ciudades. Quizá, para ella, aunque tenga buen dominio del
idioma, todas suenen iguales. Yo me confundiría si tratase
de recordar algún pueblo de China o de Finlandia.
Pero, aun así, no puedo pisar la clase, no puedo sentarme
en mi maldito sitio con la presencia de Arashi a mi espalda.
Porque ahora que sé lo que vivió, se ha transformado en un
recuerdo vivo de todo lo que yo decidí olvidar.
Quizás, aunque no tenga sentido, una parte de mí lo
sabía. Sabía que existía una extraña conexión entre
nosotros.
Desde que nuestras miradas se cruzaron por primera vez,
comencé a soñar con Miako y a ver personas que ya no
forman parte del mundo de los vivos.
Y no quiero hacerlo. Antes prefiero ahogarme.
Y ya me estoy ahogando.
Sacudo la cabeza y alzo de la pequeña mesa de comedor
el folleto. Lo despliego sobre la madera. No dice nada
nuevo, es idéntico al que todas las instituciones académicas
reparten. Instalaciones pulcras pero demasiado apiñadas,
campamentos de estudio, chicas con uniformes de distintos
institutos, sonriendo y alzando el pulgar, un dibujo de un
grupo de amigos frente a unas listas de aprobados,
abrazados, con la Universidad de Tokio de fondo. Por
supuesto, la fotografía está repleta de comentarios
enmarcados y flores de cerezo.
Mis dedos se cierran y hacen una bola con el folleto. No
quiero ir a una academia de refuerzo. No lo necesito. No sé
si quiero ir a la universidad. ¿Para qué? Ni siquiera sé qué
estudiar. No odio nada, pero tampoco disfruto
especialmente con ninguna asignatura. Solo tuve una
pasión y desapareció hace años, bajo las aguas en las que
tanto me gustaba nadar.
Agarro el papel arrugado y lo tiro a la basura, con
cuidado de ocultarlo bajo otros papeles. Después, subo de
nuevo las escaleras hacia mi dormitorio. He perdido el
apetito.
Toco la puerta de Taiga un par de veces, pero no
responde.
Debe estar en uno de sus días malos.

El sonido del interfono me sobresalta. Bajo el libro que


estoy leyendo y miro de soslayo el reloj de mi escritorio,
que marca las seis y media de la tarde. No puede ser mi
padre, y se supone que, a esta hora, debo estar de regreso
a casa, así que me doy media vuelta sobre la cama y vuelvo
mi atención al libro.
Yemon, apoyado en mis pies, ronronea y vuelve a
depositar la cabeza sobre mis tobillos.
El timbre suena de nuevo.
Y otra vez.
Y otra.
Suelto un largo bufido y arrojo el libro a un lado. Yemon
deja escapar entre sus fauces un sonido idéntico al mío y
me observa con rabia cuando me ve salir por la puerta del
dormitorio. Más que andar, golpeo el suelo.
El maldito timbre no deja de sonar.
—¡¿Qué?! —espeto, cuando acepto la llamada por fin.
—¿Señorita Tendo? —pregunta una voz tremendamente
ronca—. Traigo un paquete para usted.
—¿Un paquete? —pregunto, pasmada. Yo no he pedido
nada y estoy segura de que mi padre tampoco. Intercambio
una mirada incrédula con Yemon, que me observa con la
cabeza metida entre los travesaños de la escalera.
—¿Puede abrirme, por favor? Tengo que hacer otras
entregas.
Mi dedo se mueve antes de que lo ordene mi cabeza y
aprieto el botón anaranjado que abre el portal. Me asomo al
descansillo y veo cómo en la pequeña pantalla que hay
sobre el ascensor, el número cero cambia y se transforma
en uno. Escucho voces que ascienden hasta mí, pero
ninguna es tan grave como la que he escuchado antes.
La puerta amarilla del ascensor se abre y tras ella no
aparece ningún repartidor de aspecto apurado, sino tres
estudiantes. Arashi y Li Yan caminan con cautela en mi
dirección, como si esperasen que me transformara en tigre
y saltara de un instante a otro sobre ellos. Harada es más
rápido y se planta delante de mí con un par de zancadas
enérgicas.
—Buenas tardes, Tendo —me saluda, con la misma voz
grave que he escuchado a través del interfono.
Frunzo el ceño y los labios, y él, por si acaso, da un paso
atrás.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunto. Mi voz escapa
casi amenazadora y los tres intercambian una mirada antes
de centrar su atención en mí. Aunque en realidad, son solo
Li Yan y Harada quienes me miran a los ojos, Arashi tiene
las gafas clavadas en sus pies.
Mis dedos, que aferran el borde de la puerta, se tensan, y
mis nudillos se ponen blancos. Kuso, no quería verlo, no a
él. ¿Qué diablos hace aquí? Una parte de mí, la que está
asustada, se cubre los oídos y los ojos para no ver ni
escuchar, quiere cerrarle la puerta en las narices y volver a
la cama, junto a Yemon; pero otra está furiosa y estira tanto
mis músculos que me es imposible dar un paso, para
avanzar o retroceder.
—Lo siento —masculla Arashi, parece leerme la mente. Lo
dice en voz tan baja que solo yo puedo escucharlo—. Te
hemos traído algo.
Habla en plural, pero él es el único que se deshace de su
mochila para dejarla a sus pies. Entonces, reparo en algo.
No va vestido con el uniforme del instituto, sino con un
conjunto deportivo celeste y blanco. Y la mochila no es la
misma; ni siquiera es una mochila, sino una bolsa de
deporte de colores similares. Li Yan sí lleva su uniforme
escolar, pero Harada va vestido como Arashi. Entorno la
mirada. Sus cabelleras incluso están húmedas, como si les
hubiera sorprendido una lluvia repentina, aunque en el
exterior el cielo está de un violeta despejado.
Sin darme cuenta, mis pies retroceden un par de
centímetros.
Arashi se incorpora por fin, con una carpeta de plástico
en la mano. Guarda tanto las distancias, que para acercarla
a mí tiene que doblar medio tronco y extender el brazo todo
lo posible. Y eso que es malditamente alto.
—Los deberes —dice.
—¿Qué? —contesto como una estúpida.
—Cuando el profesor Nagano preguntó por qué volvías a
faltar hoy, Arashi le dijo que estabas enferma —intervino
Harada, con esa sonrisa suya que enseña todos y cada uno
de sus dientes.
—Pero no estoy enferma.
—Eso ya lo sabemos —replica Li Yan. Sus ojos recorren mi
ropa de estar en casa, la camiseta vieja y los pantalones de
chándal—. Pero como nadie ha llamado para dar una
explicación, ibas a meterte en problemas.
Mis ojos buscan a Arashi, aunque a una parte de mí le
resulta insoportable observarlo. Él traga saliva y, todavía
con el brazo extendido, se pliega sobre sí un poco más. Es
increíble cómo alguien tan alto puede hacerse tan pequeño.
Esa vez no veo a Amane en su figura. Sin embargo, sí creo
sentir la presencia de Yoko-san, nuestra vecina. Por el
rabillo del ojo soy capaz de ver la sombra oscura de su
media melena. Casi puedo notar cómo se inclina a mi lado y
posa una de sus delicadas manos sobre mi hombro.
Mi piel se eriza con el contacto.
«No seas cruel, Nami-chan. Solo intenta ayudarte».
Me sacudo el hombro, como si así pudiera quitarme esa
molesta sensación. Pero ese es el problema con los
muertos, aunque ya no estén, a veces no puedes quitártelos
de la cabeza. Hasta el aire que me rodea vuelve a apestar
con ese perfume que se echaba, dulce, como a mantequilla
fundida, que antes me encantaba.
Alargo la mano y le arrebato la carpeta con brusquedad.
Pero, al hacerlo, esta se abre y un par de papeles caen
entre mis pies. Bajo la mirada y abro los ojos de par en par.
Más folletos.
—Son los clubes del instituto —dice Arashi, amable, sin
entender que mi expresión incrédula no tiene nada que ver
con los estudiantes sonrientes que aparecen en las páginas
coloridas—. La semana que viene terminará el plazo para
las inscripciones.
—Nosotros llevamos varios años en el de natación —
añade Harada.
Una punzada me recorre por dentro, si bien una parte de
mí ya lo sabía. Había apartado la mirada cuando Arashi
había abierto su bolsa de deporte, pero creía haber visto un
gorro de piscina y el reflejo de unas gafas de buceo.
Ojalá hubiese estado equivocada.
—Pensaba que estarías en el Consejo Estudiantil —
observo, lanzando una mirada incisiva a Arashi.
Aunque parezca increíble, se encoge un poco más. Con la
cara tan ladeada que solo puedo ver su perfil, alza la mano
y se toca distraídamente su pelo húmedo.
—Bueno, no eres la primera que lo piensa —contesta, con
una sonrisa tan pequeña como incómoda—. Supongo que
cumplo con el prototipo.
Frunzo el ceño y el estómago se me retuerce un poco,
como cuando me limité a observar cómo lo trataban Daigo
y Nakamura.
Yoko-san ya no está, y me parece ver la sombra de Amane
cruzar cerca de mí, como una advertencia. Con rapidez, me
agacho y recojo los folletos y me apresuro a introducirlos
de nuevo en la carpeta. Cuanto antes se vayan, antes
desaparecerán los recuerdos, las dudas y estos malditos
fantasmas.
—Muchas gracias por…
Retrocedo y mis manos buscan la puerta para cerrarla de
una vez, pero Li Yan es más rápida y apoya el pie contra la
esquina, impidiendo que pueda moverla.
—¿Mañana irás a clase? Porque no voy a venir todos los
días. Tengo mejores cosas que hacer.
Casi parece una declaración de intenciones y, detrás de
mí, me parece escuchar las risitas de Yoko-san y de Amane.
«Esta chica me recuerda un poco a Mizu, ¿a ti no?», me
pregunta esta última, asomando su carita redonda por el
marco de la puerta.
Aunque un escalofrío me recorre, aprieto los dientes y
estiro los labios.
—Pues claro —replico.
Li Yan arquea una ceja y yo le sostengo la mirada unos
segundos que se hacen infinitos antes de que aparte por fin
el pie y yo pueda cerrar la puerta. En vez de volver al
interior, permanezco ahí un poco más, con la mano cerrada
en torno al picaporte.
Las voces de mis compañeros se alejan de mí, pero
todavía siento la presencia de Yoko-san y de Amane. No
quiero girar la cabeza. Sé que las veré si lo hago.
—Las chicas a veces dais miedo —oigo que dice Harada.
—Lo que realmente da miedo es que tú algún día serás un
adulto con responsabilidades.
Con cuidado, abro un poco la puerta. Con los ojos
entrecerrados, veo cómo se meten uno a uno en el ascensor
y sus voces desaparecen entre las paredes de metal.
Arashi permanece en el descansillo un poco más y, antes
de entrar, echa un vistazo en mi dirección. No sé si me ve,
pero sus ojos se quedan fijos un momento más.
—¿Arashi?
Él parece despertar de una ensoñación. Se disculpa y
desaparece en el interior del ascensor.
En el momento en que la puerta se cierra, el olor dulce de
Yoko-san y las risitas de Amane se extinguen, y yo me
quedo sola en el frío recibidor de esta casa que no siento
como mi hogar.
PERSECUCIÓN
9 de mayo de 2016

L i Yan es como un chicle pegado a la suela del zapato.


Molesta, me retrasa y nunca me deja sola.
Cuando decidí volver a clase, creí que todo sería como
esa primera semana de curso. Todos por un lado y yo por el
otro. Pero me equivoqué. Cuando entré en clase, Li Yan ya
estaba allí; me saludó, se sentó en el pupitre de Arashi y
comenzó a hablar de lo idiota que era Harada. Y no paró
hasta que llegó el profesor Nagano que, con la duda
reflejada en la cara, me preguntó si ya me encontraba
mejor.
En el descanso entre clase y clase, Li Yan volvió, y a ella
se unieron Harada y Arashi, aunque este último apenas
separaba los labios. Se limitaba a esbozar pequeñas
sonrisas, a subirse las gafas y a apartar la mirada cuando
mis ojos se cruzaban con los suyos.
Desde hace más de un mes, la dinámica sigue siendo la
misma. Y, aunque una parte de mí no quiere enredarse, no
quiere pasar de nuevo por lo mismo, a otra le gusta tener
no solo uno, sino tres chicles pegados a la suela de mi
zapato. No obstante, si hay algo que no ha cambiado, es
que me cuesta tener a Arashi cerca. Hay algo en él que me
hace sentir incómoda, que me recuerda a las inclinadas
calles de Miako. Todavía no he sido capaz de preguntarle si
realmente estuvo allí, o si Li Yan se confundió con los
nombres de algunos de los pueblos arrasados por el
tsunami.
Por eso, cuando a la salida del instituto nos despedimos
de Li Yan y de Harada, y comenzamos a andar en la misma
dirección, me detengo de inmediato. Él también lo hace.
—¿A dónde vas? —le pregunto, casi con brusquedad.
—Necesito ir al konbini de aquí al lado —contesta.
—¿No tienes club? —La mandíbula se me tensa solo de
recordar el polideportivo del instituto, el hedor a cloro que
se cuela a veces por el patio y que a mí me provoca
arcadas.
—Hoy no.
—¿Y academia de refuerzo?
—Tampoco —dice, tranquilo, como siempre. No he
conocido nunca a una persona que sea tan opuesta al
significado de su nombre—. ¿Y tú?
Junto las cejas y frunzo los labios. Por primera vez, soy yo
la que aparta la mirada. Es lógico que lo asuma. Creo que
todos mis compañeros van, incluso él, que es brillante en
todas las asignaturas. Para una estudiante tan mediocre
como yo, acudir a una academia es algo tan indispensable y
aceptado como respirar. No hacerlo es una auténtica
irresponsabilidad, y más en el último curso.
—No estoy apuntada —contesto rápido. La voz sale a
regañadientes de mi garganta.
Aunque eso es algo que mi padre no sabe. Cuando me
preguntó hace semanas si me había apuntado, sacudí la
cabeza, me pidió la cantidad que había que abonar al mes,
y yo me la inventé. Ahora, la guardo en un sobre en uno de
los cajones de mi habitación.
—Ah, vale —dice, antes de encoger un poco los hombros.
Muevo la cabeza, rígida, como respuesta, y él echa a
andar. Yo lo imito, y esta vez es Arashi el que se detiene y
me dedica una mirada inquisitiva.
—Yo también tengo que ir al konbini —refunfuño.
Es la primera vez que estamos solos y, aunque guardamos
una distancia considerable, siento su presencia cerca. Lo
miro de soslayo, con los labios torcidos en una mueca de
exasperación que no puedo evitar. Arashi es consciente de
mi escrutinio, pero hace todo lo posible por no despegar la
mirada del suelo.
Suspiro y dirijo la vista hacia las puertas automáticas del
konbini. El cartel que anuncia que buscan dependiente
sigue ahí. De pronto, las puertas se abren y varias chicas
vestidas con un uniforme distinto al mío salen tras ellas.
Me envaro de golpe y mis pies dejan de moverse. Un
escalofrío largo y hondo sacude todos y cada uno de mis
huesos. La boca se me seca, el aire se me atasca en mitad
de la garganta, y siento calor y frío al mismo tiempo.
A veces, no hace falta hundirte en el agua para ahogarte.
—¿Nami?
La voz grave de Arashi pronunciando mi nombre (de esa
forma que solo hacían mis amigas en Miako) me sobresalta.
Giro la cabeza, que es la única parte del cuerpo que me
responde, y lo miro con los ojos desencajados. Él, al
instante, alza las manos y da un paso atrás.
—Lo siento, Tendo —dice, a toda prisa, llamándome de
nuevo por mi apellido, como siempre—. Pero te has
quedado tan… —Sus ojos me recorren de arriba abajo—.
¿Estás bien?
—Tengo que salir de aquí —digo con un hilo de voz.
El grupo está más cerca. Una de ellas solo tiene que
levantar un poco la mirada para encontrarse conmigo.
Quiero salir corriendo, pero mis piernas no me
responden, y mi cerebro es incapaz de encontrar una ruta
de escape, aunque hay varias calles a mi alrededor. Estoy
tan bloqueada como aquella vez hace meses, con la
diferencia de que ahora estoy seca y no empapada por el
agua de una piscina, y de que estoy de pie y no arrodillada
sobre alguien.
—Ven.
Los dedos largos de Arashi se envuelven en mi brazo y
tiran de mí en el preciso instante en que Keiko alza la
mirada y me ve. Atisbo cómo un relámpago cruza su
expresión antes de que mi vista cambie por la avenida
Jingumichi.
No vuelvo la cabeza, pero sé que nos persiguen. Me
parece escuchar cómo Keiko protesta, pero estoy segura de
que siguen nuestro camino, esquivando a los peatones, a
otros estudiantes como nosotros que han salido de sus
colegios y a los pocos ejecutivos que han escapado
temprano de su trabajo. Aunque es imposible que pueda oír
sus pasos por culpa del tráfico y de las voces que nos
rodean, siento su rumor creciente en mi interior, como si
fuera una ola que se acerca poco a poco.
Los dedos de Arashi han descendido un poco y sujetan mi
muñeca. Él anda con una seguridad que no le he visto
jamás. Es alto, pero ahora que no camina con la cabeza
gacha y las rodillas algo encogidas, lo parece aún más.
De pronto, hace un giro brusco y sigue la dirección que
marca un cartel de madera. En este, puedo leer: PARQUE
MARUYAMA.
Conozco este lugar, puedo ver las copas de sus árboles
desde el pequeño balcón de nuestra sala de estar. Lo
atravieso cada inicio de año con mi padre, empujada por la
multitud y arrebujada en un abrigo grueso, en dirección al
santuario que se erige en su interior. Por eso jamás lo he
pisado a menos que fuera una obligación. Da igual en qué
zona me encuentre, siempre me parece ver los odiosos torii
rojos asomando entre las hojas brillantes de los árboles.
Sin embargo, no protesto, no aparto el brazo que Arashi
sujeta con suavidad y me empuja por los caminos
asfaltados que discurren entre los árboles. Como todavía es
temprano, el lugar se encuentra a rebosar. Casi parece la
época de los cerezos en flor. Hay parejas sentadas sobre
mantas, compartiendo un par de refrescos, madres que
observan corretear a sus hijos, amigas que se fotografían
mutuamente en el puente de piedra gris que cruza el
inmenso estanque, repleto de peces koi naranjas, blancos y
negros que devoran hambrientos los trozos de los onigiris
que les tiran a escondidas los niños, cuando sus padres no
los ven.
Yo me dejo llevar. Arashi es una corriente marina sobre la
que yo me limito a flotar, sin importarme si me arrastra
hasta la orilla o hasta el mismo centro del océano.
En algún momento de nuestra huida, he dejado de
escuchar los pasos de nuestras perseguidoras en mi cabeza
y, cuando tengo el valor de mirar por encima de mi hombro,
no las veo. Hay demasiada gente. Aunque estuvieran aquí,
solo serían unas figuras más entre la multitud.
Al volver la vista al frente, me encuentro de golpe con la
enorme estructura de un torii rojo. Como si existiera una
línea invisible trazada en el asfalto, freno de pronto,
incapaz de cruzarla.
Arashi se detiene también a mi lado, al otro lado del arco
rojo. Cuando se da cuenta de que todavía tiene sus dedos
enredados en mi muñeca, abre los ojos de par en par y
sacude el brazo; parece que ha rozado algo en llamas. Su
cara se cubre de un rubor intenso, que desafía al tono de la
puerta que nos divide.
—Lo… lo siento.
Ladeo la cabeza, preguntándome cuántas veces puede
pedir perdón en un solo día. Arashi traga saliva y se
acomoda las gafas torpemente. Después, mira a un lado y a
otro, mientras las personas pasan junto a nosotros. Casi
parece contar mentalmente hacia atrás.
—¿Esas chicas…?
—Creo que ya no nos siguen —lo interrumpo. Echo un
nuevo vistazo por encima de mi hombro y siento miedo de
pronto de ver sus rostros aproximándose, pero, aunque hay
varias jóvenes con uniformes escolares distintos del mío,
ninguna tiene su cara.
—Perdona —dice él de nuevo, y tengo que hacer un
esfuerzo por no poner los ojos en blanco—. Creí que este
era un buen lugar al que venir. Siempre hay mucha gente y
es fácil perderse.
La proximidad del torii me provoca una sensación extraña
y puedo sentir su caricia, como el aire cálido en un día de
verano, como el abrazo del agua del océano, que impide
que te hundas y te mantiene a flote.
Quiero retroceder, pero mis músculos están tirantes y mis
pies no me obedecen.
Arashi sigue mi mirada y sus pequeños ojos recorren las
inmensas columnas redondas, los travesaños de madera
escarlata, y se pierden entre las vetas. Cuando habla, su
voz grave tiene un matiz diferente, algo más ronco,
soñador.
—Cuando no me encuentro bien, siempre vengo aquí. El
Santuario Yasaka, desde que regresé a Kioto, es algo así
como… mi refugio. —Parpadea y parece regresar a la
realidad, pero solo un poco. Aunque mantiene la cabeza
alzada, sus pupilas se escurren hacia el rabillo del ojo y me
mira de soslayo—. ¿Quieres entrar?
Él no sabe que hace años que no entro en un santuario o
en un templo a no ser que sea por obligación; que a veces,
cuando salgo de casa y cruzo delante del pequeño templo
que se encuentra junto a mi portal, tengo deseos de entrar
y de patear la pequeña edificación de madera hasta
convertirla en astillas.
Arashi no sabe que odio a los dioses, que quiero
mantenerme alejada de ellos y de todo lo que los rodea.
Pero es demasiado difícil explicarle todo esto. Si lo
hiciera, tendría que hablarle de Miako, del tsunami, y de
todo lo que ocurrió y de lo que no ocurrió. De todo lo que
me he obligado a olvidar. Y es algo que no quiero hacer.
Así que en vez de contarle una larga historia a este chico
tímido al que apenas conozco, pero que, de una forma u
otra, siempre está cerca de mí, sacudo la cabeza y
atravieso el gigantesco torii que separa mi mundo del
mundo de los dioses y los espíritus, del mundo sagrado.
Y, en ese momento, el sabor a agua salada me aguijonea
la lengua.
SEGUNDA OLA
9 de mayo de 2010

A ún quedaba algo más de un mes para el verano, pero


todos teníamos las frentes perladas de sudor y las
cigarras cantaban en algún lugar, escondidas entre las
hierbas.
La profesora Hanon se abanicaba con una vieja libreta y,
de reojo, nos vigilaba a todos, sobre todo a Kaito Aoki, que
ponía caras de vez en cuando y no dejaba de susurrar a su
mejor amigo, Yoshida, a pesar de que el sacerdote seguía
relatando la leyenda.
Habíamos hecho un alto en mitad de la excursión. El final
llegaría cuando estuviéramos en la cima del Monte Kai, en
el mirador, donde almorzaríamos antes de descender.
Habíamos avanzado más rápido de lo esperado, así que
eran apenas las diez y media cuando la profesora Hanon
nos llevó hasta una explanada en mitad del camino,
escondida entre sauces, cerezos y álamos, cuyas hojas se
pondrían en llamas en otoño, pero que ahora estaban
cargadas de verdor y resina.
Medio escondido entre todos ellos, había un templo
sintoísta. Yo atravesé el torii mirando a ambos lados,
sorprendida. Jamás había estado allí. Recibía el nombre de
Templo Susanji y se había erigido en honor al Dios
Susanoo: el dios del mar, de las tormentas y de las batallas.
Era parecido a los pequeños templos que salpicaban
Miako, pero a la vez, totalmente diferente. De alguna
forma, los bordes rizados de los tejados de madera oscura y
verde por la humedad eran más afilados. El dragón de
hierro que aparecía en el temizuya, la fuente para
purificarse, casi daba miedo. Mizu se había pinchado con
una de sus escamas picudas al pasar la mano por él. Sus
fauces abiertas, que mostraban una larga hilera de dientes
y una lengua bífida retorcida, me provocaron un escalofrío.
Parecía tan real que cuando me quedé mirándolo mientras
me purificaba, tuve la certeza de que de pronto sacudiría
su cuerpo y echaría a volar.
Entre los distintos edificios que componían el templo, bajo
un viejo puente, había también un estanque en el que
varios peces koi nadaban.
El pabellón principal y la capilla estaban construidos con
la misma madera oscura, mientras que las oficinas del
santuario, donde una sacerdotisa de aspecto aburrido
toqueteaba los amuletos expuestos, era de un color más
brillante, y reflejaba la luz del sol que se filtraba entre los
árboles.
El sacerdote era un anciano que tenía unas gruesas gafas
de color negro, un bigote que se unía a una barba tan
blanca como la nieve, y los ojos rodeados de arrugas.
Estaba vestido con una sencilla chihaya blanca y una
hakama violeta. Su voz no era demasiado grave ni
demasiado aguda, aunque sí estaba ligeramente cascada.
Nos contaba una leyenda del dios Susanoo, y yo escuchaba
embobada, mientras deseaba tener su poder y sentir la
magia del agua en las manos.
El idiota de Kaito, sin embargo, no hacía más que
interrumpir.
—Entonces —dijo, ignorando la mirada asesina que le
dedicó la profesora Hanon—, ¿Susanoo podría hacer lo que
cuentas? ¿Cabalgar a lomos de un dragón sobre las olas?
¿Por qué nunca hemos visto algo así?
—Es solo una forma de hablar. Las leyendas, las poesías,
las historias, son la mejor forma de entender la verdad.
Todo el mundo la comprende. O casi todo —añadió, antes
de guiñarnos un ojo. Yo tuve que morderme los labios para
no reírme—. Antes, Susanoo podía calmar las tempestades,
o creaba terribles tormentas en alta mar para que sus
enemigos naufragaran.
—¿Y ahora? —pregunté, con la mano levantada.
El sacerdote me observó durante un momento y suspiró.
Después, sus ojos se entornaron y los paseó por el
santuario, por el dragón feroz del temizuya, por las ramas
de los árboles que nos resguardaban un poco del sol de
mayo.
—Ahora el mundo es diferente. Antes, había equilibrio.
Los dioses podían intervenir directamente, se comunicaban
con los humanos. La naturaleza les respondía. —El
sacerdote acarició el tronco de un árbol cercano—. Pero
hace muchos años todo eso se rompió. Los humanos
cruzaron un límite que no permitía una vuelta atrás.
Mataron a muchos árboles, envenenaron ríos completos,
partieron montañas en dos. Asesinaron a cientos, a miles
de dioses. Y los que quedaron perdieron parte de su poder.
—Entonces, ¿de qué sirve rezar en los santuarios? —
preguntó Amane, con el ceño fruncido.
—Algunos dioses todavía siguen ahí, todavía pueden
intervenir de formas sutiles en la humanidad —contestó el
sacerdote, con una sonrisa triste—. A veces, con solo
cambiar una sola nota en un acorde, se consigue un final
maravilloso en la pieza que se está tocando. Lo que quiero
decir —añadió, ante los ojos en blanco de Kaito y la
carcajada de Yoshida— es que los dioses son importantes,
pero los humanos lo son más. Existen personas, incluso,
que han hecho grandes cosas y han conseguido romper la
barrera que separa nuestro mundo del mundo sagrado.
Hombres y mujeres que eran como vosotros y, con sus
acciones, se transformaron en kami, en deidades sagradas.
—¿Y eso les hace tener poderes? —preguntó Mizu.
—Algo así. A veces, el poder de cambiar algo es tan sutil,
que ni los propios kami se dan cuenta de ello.
—Pues qué aburrido —farfulló mi amiga por lo bajo, para
que el sacerdote no la escuchara—. Prefiero ser una
magical girl.
Amane se arrimó un poco a mí y me preguntó:
—Nami, si tú fueras una kami, si tuvieras algún poder,
¿cuál sería?
Mizu chascó la lengua y se adelantó, antes de que yo
pudiera contestar.
—¿De verdad lo preguntas? ¿Cuál va a ser? Sería la hija
de Susanoo, y los mares y océanos temblarían bajo su
voluntad —dijo, moviendo exageradamente los brazos,
como había hecho antes el sacerdote. Las tres nos echamos
a reír—. Menos mal que soy su mejor amiga, así estoy
segura de que nunca podría morir ahogada. Nami lo
impediría.
—No digas tonterías, ella me salvaría a mí —exclamó
Amane, antes de darle un codazo juguetón a Mizu para
echarla a un lado. Se puso de rodillas frente a mí y me
sujetó las manos, con un falso sollozo tirando de sus rasgos
—. ¿Verdad, Nami? ¿Verdad que sí?
EN EL SANTUARIO
9 de mayo de 2016

–D icen que el sonido de los cascabeles del Santuario


Yasaka invoca a Susanoo —susurra Arashi,
arrancándome de mi ensoñación.
Pestañeo y miro a mi alrededor. El lugar no es tan
diferente a mi recuerdo, aunque sí está mucho más
concurrido. Nos encontramos en el patio interior, rodeados
de muchos turistas que fotografían cada detalle y que rezan
de forma equivocada frente al honden, el altar principal del
santuario, el lugar más sagrado del recinto donde se decía
que se encontraba escondida la deidad a la que estaba
dedicado el templo. Aquí hay menos árboles, y los colores
de las diversas construcciones son más vívidos, rojos,
dorados, blancos y verdes. El único que tiene ese marrón
oscuro es el escenario principal, el buden, donde se llevan
a cabo muchos bailes, sobre todo en primavera, y se
consagran deidades en los distintos festivales. Los casi
trescientos farolillos que cuelgan se agitan ligeramente,
empujados por el viento.
—Aunque también dicen que todo el santuario fue erigido
sobre un lago subterráneo donde se esconde un dios
dragón —añade, y tengo que menear la cabeza para que el
dragón del temizuya de Miako desaparezca de mi cabeza.
—Qué tontería —farfullo, pero en voz tan baja que Arashi
ni siquiera me escucha.
Un escalofrío me recorre, y me parece sentir la vibración
del agua bajo mis pies. La boca se me seca y me obligo a
pensar en otra cosa, en lo que sea. Yo ya había escuchado
esa historia de que el santuario se había construido sobre
un lago, pero sé que es solo un cuento, una leyenda.
Como si el propio lago pudiera oírme, parece aumentar su
rugido bajo mis pies.
—Si quieres, puedes irte.
Me detengo de golpe. Arashi se ha parado unos pasos por
detrás y me observa de medio lado, con su enorme mano
apoyada en su nuca. Parece incómodo, avergonzado. Su voz
es apenas un susurro entre la multitud, pero,
sorprendentemente, ha silenciado en el acto el sonido del
agua corriendo bajo mis pies.
—Esas chicas ya no nos persiguen. Si sigues adelante,
verás la Puerta Nishiromon y, cuando la atravieses, te
encontrarás al final de la calle Shijo.
Arashi me dedica una pequeña reverencia y espera a que
me vaya, pero yo me quedo quieta frente a él. Debería
despedirme y seguir sus indicaciones para salir de este
lugar que tanto odio, pero en vez de eso, avanzo varios
pasos, recortando la distancia entre nosotros. Cuando me
detengo, cruzo los brazos y me inclino en su dirección,
consiguiendo que las mejillas de Arashi se arrebolen.
El aire parece de pronto un poco más cálido entre
nosotros.
—¿No me vas a preguntar quiénes eran?
Él parece de pronto confundido. Cavila la respuesta, como
si temiera darme una errónea.
—Eh… no —dice, aunque esa única palabra suena como
una interrogación.
—¿Ni siquiera quieres saber por qué necesitaba alejarme
de ellas?
—Puedo imaginármelo —contesta, antes de pasarse de
nuevo la mano por el pelo. Arqueo las cejas; lo cierto es que
lo dudo mucho—. Supongo que sientes lo mismo cerca de
ellas que yo cuando Nakamura y Daigo se aproximan
demasiado a mí.
Los hombros se me hunden al escuchar sus palabras. La
mueca de su boca, estirada y arrugada a la vez, hace que se
me revuelva el estómago. Se encoge de nuevo, pero yo
siento que lo imito y nos convertimos en dos personas
diminutas.
—Eran compañeras de mi antiguo instituto —explico con
lentitud, porque necesito masticar bien cada una de las
sílabas antes de dejarlas libres—. Estuvieron presentes el
día que decidieron expulsarme.
Arashi levanta la cabeza de golpe y abre tanto los ojos
que, por un instante, parecen de tamaño normal. Una parte
de él quiere preguntar, lo veo; ¿quién no sentiría
curiosidad?
Sin embargo, mantiene los labios unidos, tensos, como si
estuviera usando toda su fuerza de voluntad para obligarlos
a no separarse.
Y como él no habla, el sonido del agua bajo mis pies
regresa. Pero yo no quiero escucharla, ni sentirla, así que
soy yo la que decide contar la historia.
—Fue durante una clase de educación física. Estábamos
en la piscina del polideportivo, en mitad de una clase de
natación. Yo era la única que no tenía puesto el bañador. De
hecho, ni siquiera lo había comprado —añado. El último
que me compré fue con once años, antes de empezar mi
último curso de primaria—. Era un tipo de clase que
hacíamos todos los años, pero siempre había logrado
esquivarla. O fingía estar enferma o directamente faltaba.
—Arashi arquea un poco las cejas, pero no dice nada—.
Pero aquel día no pude escapar. Así que me quedé quieta,
aguantando los gritos del profesor, vestida con el uniforme
escolar. Él no paraba de hablar, pero yo no abría la boca. Al
final, me echó de clase y me advirtió que después
hablaríamos los dos con la directora.
—¿Por eso te expulsaron? ¿Por negarte a ponerte un
bañador? —No sé si está más enfadado o perplejo, pero yo
continúo hablando, como si no lo hubiera oído.
—Cuando me dirigía a la salida, Keiko, mi mejor amiga,
me puso una zancadilla y yo perdí el equilibrio y caí a la
piscina.
Cierro los ojos y me veo de nuevo en el fondo azul. Si
levanto la cabeza, puedo ver las figuras ondulantes de mis
compañeros, inclinados en el borde; puedo escuchar
algunas risas amortiguadas y las palabras de mi profesor,
aunque no entiendo lo que dicen. Todo es un eco sin
sentido, que llena mis oídos y mis pulmones como el cloro
invade el agua.
Sin embargo, cuando miro hacia abajo, no veo el fondo de
la piscina. Me encuentro en mitad de un inmenso abismo
lleno de agua turquesa, en el que no hay límites. Es como si
estuviera volando, pero en el agua. Da igual a dónde mire,
porque cada vez me alejo más de la superficie. Pero
entonces, creo escuchar una voz. Una voz que no puede
pertenecer a ningún humano, que parece venir de todas
partes y de ninguna. Y me llama por mi nombre, sin cesar. Y
entonces, al mirar hacia abajo, veo una sombra tan grande
que ni siquiera puedo describirla, y algo dorado restalla de
pronto, con un brillo afilado. Y, aunque no tenga ningún
sentido, me recuerda a Miako.
Y el terror me destroza por dentro.
—No sé cuánto tiempo pasé debajo del agua. Sé que mis
compañeros dejaron de reírse y mi profesor se arrojó a la
piscina; supongo que habrá pensado durante un momento
que yo no quería bañarme porque no sabía nadar. —Cada
palabra que escapa de mis labios es una piedra afilada
arañando mi garganta, que asciende y deja en carne viva
todo a su paso—. Keiko era mi amiga. Me conocía desde
que había empezado la secundaria, sabía que tenía… que
tengo un problema con el agua. Sabía por qué el día que
tocaba clase de natación me escondía o me inventaba
alguna excusa. Pero aun así lo hizo. Me empujó.
Por supuesto, tuve que disculparme con ella de manera
oficial. Nos encerraron a las dos en el despacho de la
directora, junto a mi padre y a sus padres, que me
observaban con el veneno resbalando de sus ojos afilados.
Recuerdo que mi padre me preguntó con voz fría si no tenía
nada que decir, así que yo me incliné todo lo
profundamente que me permitió mi espalda y murmuré un
«lo siento». Cuando la directora me preguntó si no tenía
que decir nada más, yo negué con la cabeza. Pero sí había
una pregunta que me hubiese gustado hacerle: ¿Por qué
me empujaste, Keiko? No lograba encontrar la respuesta y,
meses después, sigo sin encontrarla.
—No recuerdo muy bien lo que pasó. Según oí, salí de la
piscina cuando mi profesor saltó al agua para rescatarme y
me abalancé contra Keiko. La golpeé tantas veces que le
rompí la nariz.
Aunque no lo miro directamente, puedo sentir cómo él
baja los ojos hasta mis manos, aferradas entre sí. Al
contrario que las suyas, son pequeñas y de dedos cortos y
delgados. Casi parece imposible que haya sido capaz de
hacer tanto daño con ellas.
Eso me recuerda a algo que escuché por los pasillos, ese
mismo día, mientras caminaba cabizbaja tras la férrea
espalda de mi padre.
—Algunos de mis compañeros dijeron que parecía un
yōkai, un monstruo, un demonio, mientras estaba encima
de Keiko golpeándola. Nadie se acercó a separarnos,
¿sabes? Ninguno de mis compañeros se atrevió. —Esbozo
una sonrisa vacía y alzo mis manos al sol, como si esperase
encontrar escamas, membranas o garras escondidas en mi
piel—. Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, de
lo que estaba haciendo, el profesor me sujetaba de los
brazos y estaba completamente empapado, como yo.
Dejo caer el brazo de golpe y me vuelvo hacia Arashi que
me mira a los ojos por primera vez sin parpadear, a pesar
de que ahora es el momento de apartar la mirada, de
alejarse. Espero que diga algo, lo que sea, pero no se
mueve, ni siquiera estoy segura de que siga respirando. Sus
ojos empequeñecidos tras las gafas parecen ventanas
abiertas hacia el conflicto que se está desarrollando en su
interior. Puedo verlo.
—Quizás ahora te arrepientas de haberme traído hasta
aquí. —Estoy a punto de añadir algo, pero Arashi me
interrumpe:
—Yo también tuve problemas. —Su voz escapa ronca,
brusca, alejada de ese tono bajo y tembloroso.
—¿Qué? —No lo comprendo.
—Con el agua. No la soportaba. Con doce años, mi tía
tenía que bañarme a la fuerza. —Habla tan rápido que me
cuesta distinguir unas palabras de otras—. Era incapaz de
meterme al ofuro, solo o acompañado. Empezaba a chillar o
a retorcerme.
Frunzo el ceño durante un instante, y entonces soy yo la
que aparta la mirada al recordar algo. La conversación con
Li Yan en clase de inglés. ¿Cómo he podido ser tan idiota?
Tuvo que contárselo a él y a Harada. Por eso se han
convertido en un maldito chicle pegado a la suela del
zapato. Keiko se acercó a mí por el mismo motivo, se enteró
de lo que había ocurrido con muchos de mis seres queridos,
con Miako, pero después me arrojó de una zancadilla a la
piscina. Daba igual si las amistades que había conseguido
eran verdaderas, como la de Amane y Mizu, o inspiradas
por la lástima, como la de Keiko, pero siempre terminaban
sepultadas por el agua.
No quiero tener esta conversación. No quiero que Arashi
se compadezca de mí. No quiero que compartamos
experiencias sobre lo que pasó ese día. Debería moverme
de una vez, ni siquiera me gusta estar en el interior de los
santuarios. Pero por el rabillo del ojo me parece ver a la
profesora Hanon, con el ceño fruncido y los labios
apretados, como cada vez que me regañaba en clase, en
Miako, por hablar demasiado.
«Tendo, así no llegarás nunca a ninguna parte».
Giro la cabeza, pero esa figura que he creído ver se
desvanece, y no queda más que un espacio vacío a mi lado.
—Li Yan me contó lo que le ocurrió a tu familia —
comienzo a decir. La voz que escapa de mí está desafinada,
corcovea. Trago saliva, carraspeo, pero de nuevo siento la
garganta en llamas—. Lo siento mucho.
Él asiente. En su rostro hay tantas emociones que resulta
difícil separarlas. Si fuera Harada, diría alguna tontería, ya
que parece tener alergia a mantener la boca cerrada. Li
Yan cambiaría de forma sutil de tema, pero Arashi no es
así. El silencio es muchas veces su respuesta. Como ahora.
—Ella te dijo que yo era de Miako, ¿verdad?
Arashi separa los labios con algo que parece sorpresa.
Sus ojos revolotean con nervio a mi alrededor y, cuando por
fin vuelven a posarse en mí, asiente con lentitud.
—Es un poco bocazas —farfullo. Parece que está a punto
de decir algo, pero yo me adelanto. Como empieza a ser
habitual—. Me da igual que tú también estuvieras en Miako
ese día. No quiero hablar del tema. Lo odio. Cada vez que
lo recuerdo, cada vez que oigo hablar de lo que pasó, no
puedo respirar. Me ahogo. Así que olvídate del discurso
enternecedor que estabas a punto de soltar.
Las manos de Arashi vuelan de nuevo hasta su pelo y lo
revuelven todavía más.
—Iba a decir que tú también eres un poco bocazas —
murmura, en un tono de voz tan bajo que tengo que
acercarme un par de pasos para escucharlo.
—¿Qué?
—Tú también hablas más de la cuenta. Pero eso está bien
—añade cuando ve cómo una de mis cejas se dispara con
advertencia—. Así rellenas mis silencios.
Sin que pueda evitarlo, se escapa de mis labios un sonido
en el que se mezcla un bufido y una pequeña carcajada.
—Sí, supongo.
Arashi parece a punto de decir algo más, pero de pronto
sus ojos se cruzan con algo que hay a mi espalda y se tensa
perceptiblemente. Durante un instante, pienso en Daigo y
en Nakamura; después en Keiko y mis antiguas compañeras
del instituto, que nos han encontrado finalmente, pero
cuando me doy la vuelta para seguir su mirada, veo a una
nube de turistas grabando y haciendo fotos,
descontrolados, a un trío de chicas vestidas con kimonos.
No, no son un simple trío. No van maquilladas, pero
observo sus peinados recargados, la forma en la que se
mueven, cómo casi parecen flotar por encima de todos y de
todo. Son maiko, aprendices de geishas. Aunque cualquiera
estaría, cuanto menos, incómodo por la distancia casi
inexistente que separa las cámaras de sus rostros y sus
cuerpos, ellas avanzan con elegancia, mirando al frente, sin
hacer caso a las voces que las llaman ni a las miradas
indiscretas.
Me quedo un instante observándolas, embelesada, hasta
que los dedos de Arashi tiran con cuidado de la manga de
mi uniforme. Me vuelvo hacia él, sin entender a qué viene
esa cara de espanto.
—Vámonos —dice.
—¿Por qué? Eres tú el que me ha traído aquí.
Sus ojos no se separan de esas tres figuras que avanzan
paso a paso, con seguridad. De pronto, la primera de ellas,
la que abre la marcha, mueve un poco la cabeza y su
mirada tropieza con la mía. Después, tras un instante,
resbala por mi cara y se queda quieta en Arashi, que suelta
algo parecido a un lamento.
—Pues quiero marcharme ahora.
Esa maiko no es la única que nos ha visto. Tras ella, sus
dos compañeras levantan la mirada e intercambian
murmullos.
—¿Las conoces? —pregunto, francamente sorprendida
cuando veo cómo cambian ligeramente el rumbo para
acercarse a nosotros.
—Oye. —Los dedos de Arashi pasan de la camisa del
uniforme a mi brazo, que aprieta con urgencia. Sus dedos
están cálidos en contraste con mi piel helada. Se me escapa
un escalofrío—. Yo te he ayudado. Se supone que ahora
tienes que ayudarme tú.
Alzo la ceja que me quedaba y ladeo un poco la cabeza,
burlándome.
—Yo no soy tan buena persona como tú —le contesto,
intentando controlar una súbita risa—. Baka.
Él alza los ojos al cielo y suspira cuando las maiko llegan
hasta nosotros. Ninguna de las tres se detiene, pasan a
nuestro lado para envidia de los turistas que las persiguen
y nos regalan una ligera inclinación de cabeza.
—Buenas tardes, Arashi-kun —dice la primera.
Sus ojos se clavan en los dedos de Arashi, que siguen
cerrados en torno a mi brazo, y él, al instante, aparta la
mano como si ahora fuera yo la que tuviera la piel
ardiendo. Le guiña el ojo tan rápido que parece un
espejismo. En mí apenas se detiene. Me dedica otra
reverencia elegante y vuelve la vista al frente.
Las otras dos chicas saludan a Arashi, esta vez por el
apellido, aunque en voz tan baja y aguda que se confunde
con el piar de los pájaros y los murmullos de los turistas.
Las sigo con la mirada hasta que doblan en una de las
esquinas del santuario y desaparecen entre los muros de
piedra y los árboles. El grupo de turistas que las seguía
comentan por lo bajo, nos dedican alguna mirada en la que
bulle la envidia, y regresan a sus fotografías y a sus vídeos.
Me vuelvo hacia Arashi con los brazos cruzados.
—Las conoces. —Y en esa ocasión no es una pregunta.
—Son compañeras de mi hermana —contesta, después de
una pausa.
La boca se me abre de par en par.
—¿Tu hermana es una geisha?
—Es una maiko, aunque este año será su erikae y se
convertirá en geiko. —Al ver mi expresión confusa, añade
—. Sí, es una geisha.
—¿Y por qué querías huir de ellas?
—Porque sé que la próxima vez que me vea me
preguntará por ti. E insistirá mucho —agrega. Vuelve por
completo la cabeza al hablar, para que no pueda ver sus
mejillas—. Si tienes un hermano o una hermana mayor,
sabrás de lo que estoy hablando.
Algo me sacude por dentro, y donde debería sentir el
latido de mi corazón, noto un hueco sin fondo.
—Sí, claro. —Algo en mi tono le hace girar la cabeza para
observarme de soslayo. Se muerde los labios, dándose
cuenta de que ha hablado de más—. Sé a lo que te refieres.
Durante un momento, me imagino a Taiga si no estuviera
encerrado en su habitación. Habría terminado ya la
universidad, seguramente habría conseguido un fantástico
puesto en Tokio, pero tendría ganas de mudarse cerca de
nosotros o a algún lugar del campo. Y sí, claro que me
molestaría y preguntaría por mis amigos y mis amigas, y
me pincharía con los palillos cuando me preguntase si
tengo a alguien especial, y yo lo amenazaría con tirarle té
frío encima.
Pero son solo sueños. Hay cosas como esas que tal vez ya
no podré experimentar con él. Taiga siempre me pareció
mayor, pero si abandonara hoy mismo su habitación sería
un adulto completo. A lo mejor ya no se interesaría por esas
tonterías. Quizá ni siquiera me reconocería.
El momento en que decidió encerrarse en su habitación
fue el día después de que yo cumpliera trece años. Y sé que
no lo hizo antes porque quiso pasar ese día conmigo,
despedirse a su manera.
—¿Nami?
Vuelvo a la realidad de golpe para ver a Arashi inclinado
en mi dirección, con el ceño fruncido. Las gafas se le han
resbalado hasta la punta de la nariz y eso me hace sonreír.
—Para ser tan tímido, te tomas muchas confianzas, ¿no,
Koga? —pregunto, pronunciando su apellido con lentitud.
Él se echa hacia atrás con rapidez y comienza a menear
los brazos arriba y abajo, como si estuviera intentando
espantar a un centenar de moscas invisibles. Los bordes de
sus orejas se ponen al rojo vivo.
—¿Qué? No, no, no… como no respondías… yo… —
Carraspea y se endereza un poco, antes de ensanchar la
distancia que había recortado. Las gafas se le resbalan un
poco más—. ¿Quieres que nos marchemos?
Miro a mi alrededor. El santuario sigue repleto de
turistas, aunque parecen menos ruidosos. La luz del
atardecer que se cuela entre las hojas de los árboles se
refleja en los travesaños de madera rojos y pardos de las
diferentes construcciones, y los farolillos blancos de papel
brillan como el nácar. Una suave brisa los mueve y hace
sonar los grandes cascabeles del honden, a pesar de que
nadie los sacude.
—La verdad es que no me importaría quedarme un poco
más —digo.
Me inclino hacia delante y, con el índice, empujo el
puente de las gafas de Arashi hasta colocárselas en la
posición correcta. Él se queda paralizado y el rubor que
coloreaba sus orejas se extiende por toda su cara. Alza las
manos para tocarse las gafas, pero como ya están en su
sitio, las deja extendidas cubriendo su cara en llamas.
Lo contemplo de soslayo y tengo que luchar contra mis
labios para no sonreír. Arashi carraspea, avergonzado, pero
cuando me observa los dos apartamos la mirada a la vez.
—A mí tampoco —murmura.
OFERTA DE
TRABAJO
27 de mayo de 2016

–E h, Taiga, ¿quieres cenar porquerías?


Mi padre me advirtió esa misma mañana que hoy
llegaría tarde. Tiene una cena de empresa que, como todas,
se extenderá hasta las tantas y conseguirá que vuelva
dando tumbos. Eso significa que no lo escucharé
preguntarme por el instituto y que no le tendré que mentir
sobre la academia de refuerzo, y que podré sentarme
delante del ordenador, en mi dormitorio, con Yemon, un
refresco y la película más absurda que encuentre.
Taiga me contesta. Hoy es uno de sus días buenos.
—La mayoría del tiempo comemos porquerías. Tarde o
temprano nos dará un ataque al corazón.
Fulmino la delgada plancha de madera cerrada que hay
frente a mí, como si fuera el rostro de mi hermano mayor.
—Eso ya lo sé. Pero ¿quieres o no?
—Pues claro.
Sonrío, y cuando desciendo los tres pisos y salgo al
exterior, una brisa cálida y húmeda me acaricia. Alzo la
mirada al cielo, cubierto con tantas nubes que está
completamente negro, a pesar de que todavía queda un
rato para que sea noche cerrada. Solo faltan unos pocos
días para que la temporada de lluvias comience, el
momento del año que más odio. Da igual el paraguas, o las
botas de agua, siempre te terminas mojando.
A veces, en esos días, parece que el oxígeno se convierte
en agua.
Pero a pesar de lo oscuro que está todo, de que ya han
encendido las farolas, no tiene pinta de que vaya a llover.
Echo a andar con rapidez y dejo atrás un FamilyMart.
Siempre he visitado ese konbini cuando he necesitado algo,
pero mis pies deciden caminar unos minutos más hasta
llegar al 7Eleven que está cerca de mi instituto y del
Parque Maruyama.
Sin embargo, cuando llego junto a sus puertas
automáticas, me detengo. En ellas todavía está el cartel
que anuncia que buscan a un nuevo dependiente. Es
extraño, porque jamás he visto que un cartel así se
mantenga durante tanto tiempo, sobre todo en un lugar
como este, en el que hay tanto movimiento de personas y
por el que pasan muchos estudiantes de los institutos y
academias que hay alrededor, que pueden estar buscando
un trabajo a tiempo parcial.
Frunzo el ceño y me acerco un poco más para leer el
resto del anuncio.
—¿Buscas trabajo? —me pregunta alguien de pronto.
Levanto la mirada y me encuentro a una joven que parece
mayor que yo. A juzgar por los pantalones sobrios y negros
y la camisa verde con el logotipo de la tienda, debe ser una
dependienta. Me sonríe y yo, antes de darme cuenta de lo
que hago, inclino la cabeza.
La joven se lo toma como un gesto de asentimiento y deja
escapar una pronunciada sonrisa.
—Yokatta na! No sabes la alegría que vas a darle a la
dueña. Está desesperada. Colgamos ese anuncio hace más
de un mes y hasta ahora nadie se ha mostrado interesado.
—Suelta el aire de golpe y sus ojos me recorren de arriba
abajo—. Quién sabe, quizá fueras tú la persona que estaba
esperando.
Me hace un gesto que me invita a pasar al konbini y
espera a que entre para seguirme. No deja de hablar.
—Es raro que esté así de vacío, ¿sabes? Normalmente, a
esta hora, suele estar repleto de ejecutivos y estudiantes
como tú que vienen a comprar guarrerías para cenar. —
Aprieto los labios para que no se me escape una carcajada
—. De hecho, este es uno de los turnos que queremos
reforzar. Aoki-kun trabaja muy bien, pero a veces se forman
muchas colas.
Vuelvo a asentir mientras ella me conduce al mostrador y
se coloca tras él. Sigue hablando, pero ahora mismo solo
escucho mi propia voz en mi cabeza que dice: Nami, ¿qué
mierda estás haciendo?
Pero si acepto un trabajo, no tendré que vagabundear por
las tardes en las que se supone que tengo academia, no
tendré que temer que mi padre se tope conmigo en alguna
tienda, o me vea en casa cuando no debería estar allí. Este
konbini no está en su ruta de camino al trabajo. Tendría
que dar un largo rodeo para llegar hasta allí. Y si hay algo
que tengo claro de mi padre es que no le gusta dar rodeos.
Para él sería una pérdida de tiempo, y eso, junto a mil cosas
más, es algo que odia.
—¿Qué? —pregunto de pronto, cuando veo que la joven
sigue mirándome y espera a que yo diga algo.
—Te preguntaba si podías esperar un poco mientras llega
la dueña. Siempre suele pasarse sobre esta hora.
—Claro. Además, tengo que comprar unas cosas.
Tomo una cesta y comienzo a deambular por la tienda.
Elijo varios refrescos, patatas fritas, dos platos ya
preparados de yakisoba y también un par de manzanas, no
sé muy bien por qué. La joven tenía razón, porque cuando
regreso a la caja, hay una mujer al otro lado, de unos
cincuenta años. Va vestida de calle, pero lleva un delantal
con el logotipo de la tienda bordado en el centro.
Cuando me acerco, me sonríe con calidez.
—Hanae me ha dicho que estás interesada en trabajar
aquí.
La joven que antes me ha hablado, Hanae, asiente y
comienza a sacar los productos de mi cesta. Yo cabeceo,
mientras la otra mujer me examina con ojo crítico.
—Soy la señora Suzuki. ¿Cuántos años tienes? Todavía
vas al instituto, ¿verdad?
—Va al Bunkyo —contesta Hanae, antes de que pueda
separar los labios—. Te he visto varias veces desde que
empezó el curso —añade, antes de guiñarme un ojo y
desviar la vista hacia un punto en concreto de la tienda.
Sigo su mirada y voy a parar de pronto al estante donde
se encuentran las publicaciones eróticas. Noto calor por
dentro y hago uso de toda mi fuerza de voluntad para no
bajar la mirada. Kuso! Fue ella la que me cobró cuando
decidí regalarle esa estúpida revista a Arashi.
—Sí, este es mi último curso —contesto, con una voz que
espero que sea imperturbable. Veo la duda en los ojos de la
mujer y me apresuro a aclarar—: Pero tengo las tardes
libres.
Supongo que ahora mismo soy el ejemplo de una mala
estudiante. ¿Cuántas chicas de mi misma edad hay por todo
Japón sin un club extraescolar al que asistir y sin pisar una
academia de refuerzo? Estoy segura de que puedo
contarlas con los dedos de la mano.
Sin embargo, la mujer cabecea con alegría y une sus
manos pequeñas en una potente palmada.
—Es una buena noticia. No quiero trabajadoras
estresadas —dice con seriedad—. Necesitaría que
estuvieras los lunes, los miércoles y los viernes. De cinco a
ocho. Compartirías turno con Aoki-kun. Es un buen chico y
estoy segura de que te enseñará bien.
—Da un poco de miedo cuando lo ves la primera vez —
interviene Hanae, con una risita—. Pero es un pedacito de
meronpan.
Bajo la vista hasta la bolsa de la compra, que ella me
acababa de entregar, y veo el dulce esponjoso acomodado
encima de todo. Por algún motivo absurdo, me recuerda a
una especie de Arashi sin gafas.
En ese momento, las puertas automáticas del 7Eleven se
abren y las dos mujeres elevan la vista. Hanae comienza a
decir «Bienvenido», pero se interrumpe cuando sus ojos
reconocen al recién llegado.
—¡Aoki-kun! ¿Sabes que estábamos hablando de ti? —
Entonces, Hanae frunce el ceño y una expresión de duda se
extiende por todo su rostro. Yo me vuelvo, pero un par de
estanterías se interponen en mi campo de visión—. ¿Qué
haces aquí? Te cambié tu turno de viernes tarde porque me
dijiste que tenías algo importante que hacer.
—Y lo tengo —contesta una voz masculina y brusca—.
Tengo la nevera vacía y quiero cenar.
La señora Suzuki parece divertida y se inclina un poco
hacia delante cuando unos pasos fuertes resuenan.
—Acércate un momento, Aoki-kun. Te tengo que
presentar a tu nueva compañera —dice, aunque yo todavía
no he aceptado el trabajo.
—Oh, ¿por fin alguien se ha detenido a leer mi maldito
anun…?
Su voz se extingue en el momento en que nuestras
pupilas se encuentran.
Mi mirada se emborrona y mis manos se quedan flojas,
sin fuerza. Es una suerte que la bolsa de la compra siga
todavía sobre el mostrador, porque si no todo habría
acabado rodando por el suelo.
El corazón no se me detiene, todo lo contrario. Redobla el
ritmo hasta extremos imposibles, y se transforma en un
martilleo desesperado, demencial, mientras mis ojos
recorren al gigantesco chico que está a solo un par de
metros de mí.
Es tan alto como Arashi, pero su complexión es distinta.
Robusta, es decir poco. Puedo ver cada uno de sus
músculos marcados bajo la fina camiseta que lleva puesta,
no sé si le queda pequeña o es que es así de pegada. Los
pantalones de camuflaje los lleva demasiado bajos y
terminan hundidos en unas enormes botas militares. Estoy
segura de que con una sola caricia podría destrozar algo.
Tiene la mandíbula cuadrada, fuerte, y unos rasgos tan
definidos que lo hacen parecer mayor, aunque sé que tiene
mi edad. Al fin y al cabo, nació un mes después que yo. Bajo
un pelo engominado y levantado en una prominente cresta,
hay dos ojos muy oscuros y grandes que me sondean de
arriba abajo. Se ha quedado tan paralizado como yo.
La última vez que nos vimos, el día antes del tsunami, yo
estaba frente a mi clase de sexto en Miako, junto a la
pizarra y a la profesora Hanon, despidiéndome entre
lágrimas, mientras él bostezaba y echaba un vistazo por la
ventana. Han pasado cinco años, pero parece una década.
Kaito Aoki, el antiguo abusón, el que a veces hacía sufrir
a Amane, está frente a mí, encarnando aquello en lo que
todos sabíamos que se convertiría.
Pero yo ya no soy la Nami-chan que conoció aquella vez.
El día que abandoné Miako me cambió, para bien o para
mal, así que arqueo las cejas y desvío la mirada con ese
mismo aburrimiento que me dedicó él en mi despedida.
Intento contener una sonrisa cuando lo veo parpadear,
perplejo.
—¿Os conocéis? —pregunta Hanae, divertida.
—Sí —contesta Kaito.
—No —lo contradigo.
La señora Suzuki frunce el ceño, preocupada, y balancea
la mirada de uno a otro. Sin embargo, recupero el control,
recojo la bolsa de la compra y le dedico una pequeña
reverencia, segura.
—¿Cuándo empezaré?
—Pero… todavía no te he dicho el dinero que…
—No es un problema —afirmo con una sonrisa.
La señora Suzuki y Hanae intercambian una mirada
silenciosa, y la joven se encoge de hombros. Kaito continúa
en el mismo lugar; parece una de esas gigantescas estatuas
griegas de los museos, aunque sin rasgos angelicales y con
expresión de delincuente.
—Ten. —La señora Suzuki me entrega una hoja impresa
en la que veo enumerada una serie de documentos—.
Tráeme lo que necesito este lunes, a esta misma hora, y si
todo está en regla, podrás comenzar la semana que viene.
¿Te parece bien?
—Maravilloso —respondo, con demasiada alegría como
para ser sincera.
Les dedico una pronunciada reverencia a las dos mujeres,
que me siguen observando algo confundidas, y me dirijo
hacia la salida, con pasos rápidos pero seguros. Tengo los
dedos fieramente cerrados en torno a las asas de plástico.
Cuando paso junto a Kaito me detengo y alzo la mirada
hasta él. Sí, quizá sea incluso más alto que Arashi, y por
supuesto, el doble de ancho. Kaito no pronuncia palabra;
me devuelve una mirada oscura desde su imponente altura,
y yo le dedico una sonrisa deslumbrante que enseña todos
mis dientes.
—Estoy deseando trabajar contigo, Kaito-kun.
Creo que los dos nos estremecemos a la vez cuando mi
voz, dulce hasta el extremo, pronuncia su nombre así.
Jamás lo he llamado de esa forma, ni siquiera cuando
estaba en Miako, a pesar de que compartíamos clase desde
los seis años.
Él abre tarde la boca para contestarme y yo aprovecho
para salir de la tienda, con la barbilla levantada y la
espalda tan estirada que hasta me duele.
Camino por la calle unos metros, lo suficiente como para
que ninguno de los tres pueda verme a través de las
grandes ventanas del konbini, y cuando doblo la esquina,
me derrumbo contra la pared de un edificio cercano.
Maldita sea.
UN VIEJO AMIGO
4 de junio de 2016

A unque el pronóstico había dicho que ese día no


llovería, el cielo se parte en dos cuando el profesor
Nagano abandona el aula con ese aire marcial que lo
caracteriza
—Kuso! —mascullo, con la frente pegada al cristal.
La temporada de lluvias parece haber empezado, por
mucho que me duela. Cielos nublados, ambiente asfixiante
y agua, agua y más agua. Cada vez que llega junio,
recuerdo el pez que rescaté en el Templo Susanji, en cómo
se retorcía en el aire. Yo siento algo similar.
—¿A qué viene esa cara? —me pregunta Li Yan, que se ha
acercado a mí con la mochila colgada en el hombro.
—No he traído paraguas —suspiro, mientras me
incorporo. Detrás de mí, escucho cómo Arashi ordena su
propio pupitre con la pulcritud de siempre.
—Espera a que deje de llover. Parará en algún momento.
—No puedo. —Levanto la cabeza y observo la hora que
marca el reloj de clase—. Hoy es mi primer día en el
7Eleven y debo estar allí a las… bueno, en realidad ya
debería estar allí.
Li Yan frunce el ceño y, cuando está a punto de
responderme, un paraguas negro cae sobre mi mesa.
—Ten —me dice Arashi, antes de pasar por mi lado en
dirección a Harada, que lo espera en la puerta de salida.
—Espera. —Lo agarro del brazo a tiempo y él se congela
—. ¿Y tú qué?
—Voy a salir mojado de todas formas de la piscina —
responde, encogiéndose de hombros.
Dejo caer el brazo y observo cómo se aleja de nosotras.
De camino, Nakamura se cruza con él y estira el pie a
propósito. Arashi, con sus largas piernas, pierde el
equilibrio y cae hacia delante; sin embargo, cuando yo ya
he avanzado un par de pasos para ayudarlo, lo recupera
con un sonoro golpe contra un par de pupitres, que atraen
miradas y risitas de los demás. Daigo le palmea la espalda
con más fuerza de la necesaria y Arashi tira de Harada, que
de pronto ha olvidado que tiene club y hace amago de
abalanzarse contra Nakamura.
El aire se atasca en mis pulmones y siento mi corazón
latir en mi cabeza, enviando oleadas de veneno que
resbalan por todas mis venas. Las uñas se me clavan en las
palmas de las manos y tengo que hacer uso de toda mi
fuerza de voluntad para no acercarme a ellos.
Li Yan también los observa con rabia.
—Chǔnhuò!*** Algún día, alguien debería decir «basta».
A Arashi no dejan de molestarlo, pero quién sabe a todos
los que les estarán haciendo la vida imposible.
Bajo la cabeza y aprieto los dedos en torno al paraguas
que él me ha prestado. El color blanco de los nudillos
contrasta con la tela negra.
—¿Y por qué nadie los ha denunciado? Si llevan así tanto
tiempo…
—¿De verdad me lo preguntas? —Li Yan arquea las cejas y
suelta un largo suspiro—. No sé qué podría ocurrir aquí,
pero cuando estuve en Seúl, un chico de un curso inferior
al que no paraba de molestar un compañero de mi clase se
atrevió a contárselo al profesor. ¿Y sabes lo que pasó? Que
nadie lo apoyó, el profesor creyó que había exagerado y
terminó sufriendo la mayor paliza de todas. No se atrevió a
denunciarlo nunca más.
—¿Y el resto de la clase?
—Guardamos silencio —murmura mi amiga, con la voz
tomada por la culpabilidad—. Todos veíamos lo que ese
chico sufría y nadie quería convertirse en él. —Estoy a
punto de replicar, pero entonces los ojos de Li Yan se
clavan en el reloj de clase y sus pupilas se dilatan—.
Paska!**** ¡Voy a llegar tarde!
Li Yan me arrastra fuera de la clase. En el pasillo nos
despedimos; ella me desea buena suerte y se marcha al
Club de Arte. Yo le doy las gracias y salgo corriendo en
dirección contraria, con el paraguas de Arashi bien sujeto
entre los dedos.
Yo no pienso callarme ni apartar la mirada; voy a tener
que enfrentarme a Kaito Aoki de nuevo.
Cuando llego al 7Eleven, él está junto al mostrador de
comida caliente, con varias bandejas en la mano. Me
observa por encima del hombro y suelta:
—Llegas tarde.
—Termino el instituto a las cinco —replico, mientras
guardo el paraguas de Arashi en una bolsa de plástico—.
Aunque venga corriendo, no puedo ser puntual.
—Entonces deberías habérselo dicho a la señora Suzuki —
contesta, antes de darme la espalda de nuevo—. Si no
puedes estar aquí puntual, tal vez no deberías haber sido
aceptada en este trabajo.
—Yo no tengo la culpa de que mi instituto esté más lejos
que el tuyo —respondo, con los dientes apretados.
Las manos de Kaito se quedan quietas en el aire,
sujetando una bandeja de korokke que no coloca en el
mostrador.
—Yo no voy al instituto.
Me quedo un momento en blanco, sorprendida, pero no
puedo hacer nada porque en ese momento entran un par de
chicas al konbini. Yo aparto la mirada, incómoda, y me
escabullo hasta la pequeña estancia lateral que la señora
Suzuki me mostró esa misma semana, donde hay taquillas,
un viejo sofá de dos plazas, varias sillas y una larga mesa,
para que los empleados puedan comer y descansar.
Me cambio a toda prisa y me pongo el uniforme negro y
verde. Cuando salgo, la tienda ha multiplicado sus clientes
y, cuando me dirijo hacia la caja, Kaito me murmura por lo
bajo que siga reponiendo los mostradores de comida
caliente, para continuar después con la fría y terminar con
las bebidas.
No quiero hacerle caso, pero prefiero dedicarme a
reponer en vez de hacer frente a la larga fila que se está
empezando a formar frente a él, repleta de estudiantes de
instituto, de una facultad cercana, y de ejecutivos que han
salido pronto de sus empresas.
Mientras relleno los huecos de las baldas de metal,
observo a Kaito a escondidas. Me pregunto si la señora
Suzuki no me ha puesto con él por otra razón. Aunque es
verdad que la gente no para de entrar y salir, él parece
arreglárselas bien solo, aunque odie admitirlo. Es rápido y
eficiente, responde con rapidez y la cortesía justa a algunas
preguntas que le hacen sobre ofertas o promociones. Pero
algunos se colocan a más distancia de la necesaria, otros
fruncen un poco el ceño ante ese pelo que rezuma gomina y
la piel tostada, y a veces, incluso, como las estudiantes de
secundaria de hace unos minutos, lo observan de reojo y
deciden marcharse sin comprar nada.
En las películas o series occidentales, cuando aparece la
yakuza japonesa, eligen a gente como él. Parece el perfecto
cliché. Solo le faltan unos pocos tatuajes que le recorran el
pecho y la espalda.
De pronto, cuando estoy a punto de colocar el último
onigiri en el mostrador, mi mano se tensa y mis dedos se
cierran en torno a él, aplastándolo un poco. ¿Por qué
alguien como él sobrevivió? Es injusto. Si cierro los ojos,
recuerdo todo lo que les hizo no solo a Amane, sino a otros
de mis compañeros, de las veces que la profesora Hanon lo
castigó. De cómo hablaba en clase, te tiraba de la coleta o
te hacía zancadillas al pasar, como había hecho Nakamura
con Arashi ese mismo día.
Tú deberías estar muerto, pienso, arrojando el onigiri
aplastado a la cesta donde se descartaban los productos
caducados o deteriorados.
Esas palabras saben a sal y a algas en mi boca, y de
pronto, siento cómo el aire junto a mí vibra. Cuando giro la
cabeza, veo a Amane sentada en el suelo, con la espalda
apoyada en un estante repleto de patatas fritas. Tiene una
expresión triste y niega con la cabeza.
«No digas eso», murmura.
—¿Has terminado?
Me sobresalto tanto con la voz de Kaito que retrocedo de
golpe y estoy a punto de caer sobre el mostrador de comida
fría. Por suerte, recupero el equilibrio en el último
momento. Amane ha desaparecido, pero uno de los
paquetes de patatas se ha caído al suelo. Kaito se limita a
ponerlo en su sitio.
—No sabía que yo te daba tanto miedo —comenta, con
una nota de humor.
Si fuera una magical girl de esas que tanto le gustaban a
Mizu, lo cortaría por la mitad con un rayo láser de color
rosa.
—No me das miedo —replico, antes de erguirme de
nuevo.
Kaito ladea la cabeza y echa un vistazo hacia las cestas de
plástico que yacen a mis pies.
—Cuando termines con los refrescos, te explicaré cómo
va la caja.
Sacudo la cabeza como respuesta, pero él no se va. Su
mirada se profundiza un poco.
—No sabía que seguías aquí, en Kioto. Mizu creía que al
final habías cambiado de destino.
—¿Mizu? —repito, con la boca seca—. ¿Has hablado con
ella?
—Claro —responde él. Vuelve la mirada hacia la puerta, a
pesar de que no hay clientes allí. Tras los cristales, la noche
está a punto de caer—. Pasamos mucho tiempo en el
refugio al que nos trasladaron tras el tsunami. Yo… bueno,
perdí a mis amigos ese día y necesitaba estar con alguien
conocido. Ella no me soportaba, pero los dos nos sentíamos
muy solos. Y destrozados. Fuimos los dos únicos
supervivientes de nuestra clase.
No quiero pensar en ello. No sé a qué refugio lo
trasladaron ese once de marzo, pero vi muchos por
televisión.
Casi de una patada, empujo la cesta repleta de refrescos
hacia las neveras, y el sonido que hace al deslizarse por el
suelo produce un siseo de advertencia. Sé que ahora
debería decir algo, Kaito me está mirando, pero yo me
siento de nuevo como si estuviera a punto de ahogarme. Así
que clavo la vista en los refrescos y vuelvo al trabajo. Él se
queda un instante en el mismo sitio, pero después regresa
a la caja sin pronunciar palabra.
Cuando se marcha, el paquete de patatas que él había
recolocado se cae de nuevo. No me vuelvo, pero casi puedo
sentir la mirada punzante de Amane en mi nuca.
Unos minutos después, la puerta se abre y entra un chico
que todavía debe ir a secundaria. Se dirige hacia la nevera
de los refrescos y me dedica un vistazo de soslayo, aunque
aparta la cara con rapidez. Parece que está dudando sobre
qué comprar, pero en realidad contiene las lágrimas a
duras penas. Ahora que estoy más cerca de él puedo ver
que tiene una mejilla muy enrojecida, como si se la
hubieran golpeado, y las rodillas completamente
rasguñadas y llenas de polvo. Algo se me rompe un poco
por dentro.
Él, de pronto, se da cuenta de mi escrutinio y escoge el
primer refresco que está a su alcance. Después, me da la
espalda y se dirige a toda velocidad hacia la caja, donde se
encuentra Kaito.
Me inclino un poco hacia delante y lo vigilo por encima de
las estanterías. Me pregunto qué pensará un idiota como
Kaito Aoki cuando ve a un chico que refleja todo lo que él
hacía… o hace, no lo sé.
Al principio, solo presta atención al refresco que pasa por
el escáner, pero cuando va a buscar una pequeña bolsa, sus
ojos se cruzan con los del otro chico. Entonces, justo
cuando está a punto de entregarle el refresco, dice:
—Como has gastado más de cien yenes, puedes participar
en nuestra promoción especial de primavera.
Parpadeo, confundida. Si no recuerdo mal las palabras de
la señora Suzuki, esa promoción solo estaba disponible
cuando superabas los quinientos yenes. Pero, aun así, Kaito
saca una enorme caja de cartón con el logotipo de la tienda
y un enorme agujero en el centro, y lo acerca al chico.
—Prueba.
Su voz es casi una amenaza, así que el chico se apresura
a meter la mano.
—No tengo premio —dice, con desolación, cuando lee el
papel que ha extraído.
—Eso es que lo has hecho mal —bufa Kaito, y mete él
mismo la mano en la caja.
El chico arquea las cejas y lo observa sin entender nada.
Kaito saca un papel, chasca la lengua, lo arroja a la
papelera, y vuelve a introducir la mano. Cuando la saca,
esboza una sonrisa monstruosa.
—¿Ves? Has ganado otro refresco. ¡Nami! —me llama, y
yo me sobresalto al escuchar mi nombre en sus labios. De
pronto, el konbini se llena de los olores de mi antigua clase
de Miako, y el joven que tengo frente a mí, parado tras el
mostrador, empequeñece hasta convertirse en un niño
abusón que me observa con burla—. ¿Puedes traerle otro?
Sacudo la cabeza porque las palabras no me salen y me
acerco para darle al chico otro refresco idéntico al que ha
comprado. Él me da las gracias con un hilo de voz, nos hace
una reverencia rápida a ambos, y parece huir, más que
salir, por la puerta.
Yo me quedo quieta, mirando de soslayo a Kaito.
—¿Qué? —me pregunta él.
No me llames Nami, debería decirle, pero en vez de eso
respondo: «Nada», y vuelvo a la nevera a seguir colocando
refrescos.
Ese día llego cansada a casa. Incluso mi padre está en la
mesa del diminuto salón, terminando su cena. Levanta la
cabeza cuando me escucha decir «Taidama».
—Okaeri. ¿Cómo ha ido la academia?
—Bien.
—¿Y ese paraguas?
Bajo la mirada hacia el paraguas de Arashi, que no he
soltado a pesar de que ya he entrado en casa. Lo mantengo
delante de mí, como un escudo, y luego me apresuro a
dejarlo junto a la puerta de entrada para devolvérselo el
próximo día.
—Un amigo me lo ha dejado.
—Entiendo.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Yo estoy
cansada, pero mi padre parece agotado. Siempre parece
agotado. Es demasiado joven para tener el pelo tan gris,
para tener tantas arrugas rodeando sus ojos. Cuando vivía
en Miako, muchas madres lo miraban con disimulo en los
festivales escolares y Mizu me decía que tenía mucha
suerte de tener un padre tan guapo. «Tiene una sonrisa de
actor de cine», solía decirme Amane. Pero hacía demasiado
que no lo veía sonreír.
Su sonrisa se ahogó ese once de marzo hace años, como
tantas otras cosas.
—Me voy a dormir. Estoy muy cansada —digo, mientras
camino hacia las escaleras.
Él asiente y se queda mirándome con una mezcla de
frustración y frialdad. Yo aprieto el paso y subo los
peldaños de dos en dos, intentando huir de su mirada.
Cuando paso junto a la puerta de Taiga la golpeo con los
nudillos, pero no contesta.
Debe estar en uno de sus días malos.
Al llegar a mi habitación, veo a Yemon completamente
estirado sobre mi escritorio, con la cabeza apoyada en las
teclas del portátil. Yo hago un gesto de silencio y él, como
si entendiera que mi padre está abajo, salta de la mesa
hasta el suelo para restregarse por mis piernas.
«Hoy ha sido un día raro», murmuro.
Mis ojos vuelan hacia uno de los cajones de mi escritorio
y, antes de que pueda pensar en lo que estoy haciendo, lo
abro con brusquedad. En su interior hay un montón de
cartas sin abrir, que están cubiertas por una fina capa de
polvo. En todas ellas, mi nombre y mi dirección están
escritos con la delicada letra de una Mizu de doce y trece
años.
A los catorce decidió dejar de escribirme, cuando se dio
cuenta de que no iba a responderle.
Hacerlo habría sido demasiado doloroso. Me habría hecho
recordar todo lo que me había jurado olvidar el día en que
el océano devoró mi hogar.
Las palabras de Kaito resuenan en mi cabeza, lejanas
pero poderosas, como las olas del océano.
No sabía que seguías aquí, en Kioto. Mizu creía que al
final habías cambiado de destino.
¿Mizu? ¿Has hablado con ella?
Claro.
Cierro el cajón de golpe. Las motas de polvo flotan en el
aire y tardan una eternidad en desaparecer.
*** Chǔnhuò: Idiotas (traducido del chino simplificado).
**** Paska!: ¡Mierda! (Traducido del finés).
TERCERA OLA
4 de junio de 2010

M e incliné hacia delante y apoyé las puntas de los


dedos en la plataforma de salida. Después, miré a
mi izquierda, donde Mizu imitaba mi postura, pero con las
rodillas demasiado flexionadas. Se mordía los labios con
tanta fuerza que no sabía cómo no se había hecho sangre.
Mi vistazo a la derecha fue más cuidadoso, aunque Kaito
me vio. Me enseñó los dientes y yo volví la mirada al agua
de la piscina con rapidez.
La profesora Hanon carraspeó y se llevó el silbato a los
labios. La mitad de mi clase, entre ellos Amane, esperaban
en el otro extremo de la piscina, en silencio, mojados y
envueltos en toallas. Los que quedaban esperaban tras
nosotros. La agitación nerviosa que flotaba en el aire
parecía acariciar el agua, que ondulaba bajo mis ojos.
La excitación me provocó un escalofrío, y tomé aire.
El chillido del silbato hizo eco por la pequeña piscina
cubierta del colegio y mis piernas se extendieron por
completo. Durante un instante sentí cómo volaba, me vi
reflejada en el agua celeste, antes de que esta me engullera
y me abrazara desde todos los ángulos.
Kaito y yo caímos bien de cabeza, pero escuché el
chapoteo que hizo Mizu al golpear contra la superficie en
una plancha completa, y el sonido de las risas de mis
compañeros, entrecortado por los momentos en que metía
la cabeza en el agua y el sonido se amortiguaba.
Jamás había sabido explicar lo que sentía cuando estaba
cerca del agua. A veces el océano me llamaba. Y otras,
incluso, estaba segura de que podía respirar bajo él.
Bañarse siempre me había recordado a un día de
primavera. Cuando salías a la calle, y el aire cálido y
húmedo te rodeaba, y aunque quisieras alejarte de él,
estaba en todas partes, suave y dulce, como si te
sostuviera, como si te abrazara. Eso era el agua para mí.
Un abrazo permanente. Cuando estaba bajo el agua,
percibía como el océano me acunaba, y yo sabía que nada
malo podía ocurrir.
Era lo que sentía en ese momento, mientras nadaba en la
piscina. El agua me envolvía, sí, pero de alguna forma, se
enroscaba alrededor de mis brazos y de mis piernas, de mi
torso, y hacía que avanzara más y más rápido. Era como
volar.
Los pájaros volaban en el aire y los peces, en el agua.
Nadar era volar a menor distancia del suelo.
Ahora volaba y nadie podría alcanzarme, a pesar de que
Kaito braceaba con rabia.
Cuando rocé la señal de llegada, la profesora Hanon hizo
sonar el silbato y todos mis compañeros chillaron. Kaito me
dedicó una mirada fulminante antes de salir de un salto de
la piscina, pero Mizu respiró hondo, más tranquila, y nadó
lo que le restaba de camino.
Amane, todavía mojada por la carrera anterior, se agachó
para ayudarme a salir del agua.
La profesora Hanon también se había acercado.
—Me has dejado sin palabras, Tendo. Cada día eres más
rápida —comentó, con los ojos clavados en su cronómetro
—. Quizá, cuando se acerque el fin de curso, pueda hablar
con tu padre y con el profesor responsable del club del
instituto. No soy una experta, pero tal vez pueda encontrar
a alguien que sepa qué hacer con este talento tuyo. ¿Qué te
parece?
Yo asentí, sonriendo.
Pero cuando la profesora Hanon se dirigió al otro extremo
de la piscina para iniciar otra carrera, Kaito se acercó a mí
y me empujó con el hombro lo suficiente como para que
perdiera el equilibrio. De no haber sido por Amane, que me
sujetó a tiempo, me habría caído de nuevo en la piscina.
—Hasta los mejores nadadores se ahogan —me siseó,
antes de que yo pudiera devolverle el empujón—. Así que
ten cuidado.
PIERNAS ATADAS
11 de junio de 2016

E l suelo que rodea las pistas de atletismo me quema las


piernas, aún a través de la pequeña esterilla que
hemos colocado para poder sentarnos. A pesar de que lleva
lloviendo prácticamente todo el mes, hoy, que es el Festival
Deportivo en el instituto, ha amanecido parcialmente
despejado. Muchos de los profesores elevan de vez en
cuando la mirada al cielo con preocupación, pero nosotros
respiramos hondo cada vez que una nube cubre el sol
asfixiante.
Las competiciones oficiales entre las clases terminaron
hace un rato y ahora gran parte de los alumnos está
desperdigada por todos los terrenos, terminando el
almuerzo. El único que sigue comiendo de nosotros es
Harada, que está acabando las sobras de la comida de Li
Yan. A cada bocado, da dos tragos del brik de leche. A su
lado ya hay un par vacíos.
—¿No te das cuenta de que la leche no soluciona el
problema? —pregunta Li Yan, observándolo de soslayo.
—Yo soy más alta que tú y hace años que no tomo —
añado.
Harada me dedica una mirada lúgubre y vuelve a sorber
de la pajita, termina el tercer brik y lo deja a un lado.
—Eres un encanto, Tendo. Si sigues así, nadie se
enamorará de ti.
Li Yan pone los ojos en blanco y yo resoplo con toda la
fuerza que soy capaz de reunir.
—Como si fuera algo que me interesara —replico.
—Arashi, ¿tú no dices nada? —le pregunta Harada,
exasperado.
Él está a mi lado y parece realmente fascinado por los
restos de arroz que quedan en su obento. Se encoge de
hombros a modo de respuesta y su amigo menea la cabeza
con frustración. Está a punto de insistir pero, entonces, dos
figuras caen a nuestro lado y nos sobresaltan.
Mi bufido es aún más sonoro que el anterior. Son Daigo y
Nakamura, que se inclinan en dirección a Arashi.
—¿Os vais a apuntar a la carrera de piernas atadas? —
Ninguno de los cuatro responde; sabemos de sobra que la
pregunta no esconde solo curiosidad.
No puedo evitar mirar a Arashi. Está tan tenso que su
espalda parece una rama seca. Si se inclinase un poco, se
quebraría en dos.
—Creía que vosotros pasabais de esas tonterías —observa
Li Yan, con los labios torcidos en una mueca.
—Es una costumbre muy nuestra, gaijin —contesta Daigo
con una sonrisa punzante—. Lo sabrías si fueras japonesa.
—A mí me encantaría ir contigo, Ara-kun —dice
Nakamura con una sonrisita, echándose prácticamente
encima de Arashi.
Él mira hacia abajo, a un lado, a otro, en apenas unos
segundos. Para Arashi, cada parpadeo debe ser una
eternidad. Abre y cierra los labios, pero no le sale la voz.
Hay una mezcla de palidez y rubor coloreando su rostro.
Y yo noto que me ahogo en un mar hirviendo.
—Lo siento —digo con una súbita voz ronca, cuando me
pongo en pie de pronto—. Pero se lo he pedido yo antes.
Paso tan cerca de Arashi que mi pierna golpea a propósito
a Nakamura y lo desestabiliza. En ese momento, Arashi se
desembaraza de él y consigue incorporarse a una velocidad
absolutamente asombrosa. Después, echa a andar sin mirar
atrás y yo lo sigo a un par de pasos.
No va hacia la masa de gente que se está formando a un
lado del campo de atletismo. Cambia de rumbo y se dirige
hacia la zona trasera, cerca del polideportivo, donde se
encuentran las fuentes. Cuando llega allí, sin añadir
palabra, se abalanza sobre una de ellas y empieza a beber.
Cuando termina y levanta la cabeza, tiene la cara cubierta
de sudor. No tengo que alargar los dedos y tocarlo para
saber que está helado.
A lo lejos, puedo escuchar el disparo de salida de la
carrera en la que supuestamente íbamos a participar.
—Gomen —dice entonces Arashi, consiguiendo que vuelva
la atención hacia él.
—No te preocupes, odio esa carrera.
Su expresión se afloja un poco y una pequeña sonrisa
rellena sus labios. El agua lo ha salpicado y, ahora, una
gota solitaria se le desliza por el cuello y se queda atascada
en el hueco de su clavícula. Por algún motivo estúpido, soy
incapaz de apartar la mirada.
—¿Cómo puedes odiarla? Es solo una carrera.
—Siempre participaba con mis amigas, cuando estaba en
Miako. Teníamos que dividirnos en parejas, pero nosotras
insistíamos en correr las tres juntas —respondo, sin pensar
—. Nunca recorríamos más de dos metros.
Cierro la boca de golpe. Hacía años que no recordaba
esos momentos en los que acabábamos hechas un lío de
piernas y brazos en el suelo, sin poder respirar porque las
carcajadas nos robaban todo nuestro oxígeno. Los ojos se
me calientan de pronto y Arashi me devuelve una mirada
llena de cautela. Parece pensarse mucho las palabras antes
de separar los labios.
—Suena divertido.
La saliva se me atasca en la base de la garganta.
—Lo era.
Arashi asiente y desvía la mirada hacia el campo de
atletismo, donde se apelmaza la mayoría de la gente.
Estamos tan solos que podemos escuchar el sonido de las
chicharras.
—Gracias por lo de antes. Si hubiera sabido lo que
significaba para ti esa carrera…
—Déjalo —lo interrumpo con brusquedad—. No… no pasa
nada. Daigo y Nakamura son unos imbéciles. Algún día
tendremos que hacer algo —añado con voz más suave. Los
ojos de Arashi se abren un poco cuando escuchan cómo
hablo en plural—. No puedes dejar que te traten así.
Aunque supongo que tampoco puedes transformarte en un
monstruo, como yo, y romperles la nariz a golpes —añado,
en un estúpido intento por rebajar la tensión.
—Tú no eres ningún monstruo. —Esta vez es él quien me
interrumpe con brusquedad.
—Cuando hablo de determinados temas, me convierto en
uno. Es…
—Como si te ahogaras —completa Arashi por mí. Está a
un par de metros, todavía apoyado en la fuente. Puedo
sentir cómo su calidez traspasa la distancia hasta
alcanzarme—. Eso fue lo que me dijiste que sentías cuando
hablabas de Miako. Tenías la sensación de que te ahogabas.
Tardo unos segundos eternos en responder.
—Sí.
—Pero antes has hablado de ello, has recordado y estás
bien, ¿verdad?
Me quedo en silencio unos instantes y de pronto, me doy
cuenta de que Arashi tiene razón. De que sigo aquí y de
que puedo respirar. Los labios se me doblan en una sonrisa
que no puedo contener.
—Verdad.
Esta vez, ninguno de los dos aparta la mirada. Los ojos de
Arashi parecen de pronto muy pequeños, porque las gafas
se le han resbalado de nuevo hasta la punta de la nariz. Yo
hago amago de subírselas a la vez que él mueve su mano.
Nuestras pieles se rozan y los dos nos quedamos
paralizados.
Sus gafas bajan un poco más.
No sé si es un simple temblor, pero él mueve el índice y
me acaricia el nudillo. El calor de mil veranos me inunda.
Intento pensar en algo, en lo que sea, pero mi cerebro
está en blanco, y mi lengua, que siempre parece desatada,
está demasiado escondida como para que la pueda
encontrar. Esto es absurdo.
—¿Ven…? —La voz de Arashi se entrecorta y carraspea.
Eso hace que nos separemos con brusquedad—. ¿Vendrás
después al Club de Natación? Participo en varias carreras.
No habla en plural, no menciona a Li Yan. Parece una
simple pregunta, pero sé que para él ha sido difícil
pronunciarla. Lo veo en sus manos tensas, en el intenso
rubor que colorea sus mejillas y la punta de sus orejas, en
su ceño fruncido.
Aprieto los dientes cuando me imagino de pie frente a la
piscina. Sé que tiene dimensiones olímpicas, lo leí en uno
de esos estúpidos folletos del instituto cuando mi padre me
informó dónde iba a estudiar este último curso. Al verla, lo
cerré de golpe y lo arrojé a la papelera.
Intento reprimir un escalofrío en vano. Ahora mismo
quiero salir corriendo, llegar a casa y esconderme bajo las
mantas, o golpear la almohada hasta quedarme sin fuerzas.
Cada respiración es una tortura. Es como si me estuviera
obligando a respirar bajo el agua.
Si fuera por mí, no volvería a ver una piscina en la vida.
«Es una lástima, Tendo», dice entonces una voz femenina.
«Siempre he disfrutado al verte nadar».
Echo un vistazo rápido por encima del hombro y me
siento morir. Es la profesora Hanon. Va vestida con ropa
deportiva y me observa de la misma manera que aquel día
en el que le gané a Kaito Aoki en una carrera de natación.
—¿Tendo? —pregunta Arashi, dando un paso en mi
dirección—. Nami, ¿estás bien?
Me cuesta separar la mirada de esa mujer que no debería
estar aquí. Recuerdo cómo mi padre me contó que había
muerto, pálido, a pesar de que era algo que no quería oír.
Ni en ese momento ni nunca.
—Hoy tengo que trabajar, lo siento —contesto, con una
voz tan débil que no parece mía.
Es una verdad a medias. Es cierto que tengo que estar a
las cinco en el konbini, pero sé que las carreras empiezan a
las tres. Tengo tiempo de sobra para ver alguna. Arashi
también lo sabe, pero en vez de insistir, asiente tras un
momento y esboza una pequeña sonrisa.
—¿Volvemos?
Cabeceo y echo a andar a su lado. De reojo, me parece
divisar una sombra junto a la fuente que acabamos de
abandonar. La profesora Hanon ha desaparecido, y en su
lugar veo a Yoko-san apoyada en ella.
«Eres más valiente de lo que crees, Nami», canturrea. «Y
el agua siempre te ha fascinado demasiado».
Yo aparto la mirada de golpe. Me gustaría clausurar mis
oídos de la misma forma en que puedo cerrar los ojos, pero
el susurro de la fuente llega hasta mí. No tiene sentido.
Nadie está pulsando el pequeño interruptor, pero el agua
sigue brotando del grifo, llena la pila, y se desliza hacia el
suelo hasta formar un gran charco.
BAJO EL AGUA
11 de junio de 2016

L e había dicho a Arashi que no podría ir y, sin embargo,


estoy frente a las puertas de la piscina cubierta del
polideportivo. El olor a cloro escapa de ellas y me llena las
fosas nasales, los pulmones, la boca y la cabeza. Es un
perfume insoportable, que me atrae y me repele a partes
iguales.
Si cerrara los ojos, la voz de Li Yan se transformaría en
una más aguda, más pequeña, y se multiplicaría por dos.
En el colegio de primaria de Miako no había clubes, pero yo
pasaba mucho tiempo en la pequeña piscina cubierta.
Amane nadaba conmigo, aunque se cansaba antes y se
ponía a hablar con Mizu, que siempre nos observaba desde
el borde, meneando los pies dentro del agua. Yo no dejaba
de bucear y de hacer largos; nunca era suficiente.
Pero ahora me detengo, con un pie dentro del recinto y
otro fuera, como hice cuando decidí visitar por primera vez
el Templo Susanji por mí misma, y me detuve bajo el
enorme torii de la entrada.
—¿Nami? —me pregunta Li Yan desde el interior. Me
observa con el ceño fruncido—. ¿Estás bien?
La verdad es que no. Me gustaría dar media vuelta y
regresar al campo de atletismo y quedarme sentada en la
esterilla que compartíamos. Pero de pronto, un par de
chicos pasan por mi lado y me empujan. Yo trastabillo hacia
delante y entro en el recinto, mientras ellos me murmuran
una disculpa rápida.
Miro alrededor, las paredes blancas y las vigas de hierro.
Escucho chapoteos a lo lejos que, en el fondo de mi cabeza,
se mezclan con la sonrisa tímida de Arashi y las puntas
coloradas de sus orejas.
Respiro hondo.
Estoy dentro.
El olor a cloro me rodea, pero sigo respirando.
—Estás muy pálida —murmura Li Yan; sus ojos me
recorren con preocupación.
—Se me pasará —respondo. Me obligo a levantar la
cabeza para enfrentarme al pasillo que comunica con la
piscina—. ¿Vamos?
Ella asiente y, sin previo aviso, enlaza su brazo con el mío.
Yo me tenso de inmediato y, cuando vuelvo a andar, lo hago
un poco a trompicones. Con Keiko nunca caminé así, me
recordaba demasiado a cuando íbamos Amane, Mizu y yo
por los pasillos del colegio, ocupando toda su anchura
mientras los demás protestaban por no poder pasar.
Li Yan nota mi incomodidad y siento cómo desliza su
brazo lejos del mío. Sin embargo, mi mano se mueve rápido
y, antes de pensar en lo que estoy haciendo, la agarro de
nuevo y la pego a mí.
—No —mascullo casi con brusquedad—. Solo necesito…
acostumbrarme.
Sé que es una frase extraña en un contexto como este,
pero Li Yan, en vez de fruncir el ceño o decir que soy un
bicho raro, esboza una pequeña sonrisa y me da un
empujoncito.
—Yo sabía que en el fondo no eras tan dura —comenta.
Una brisa tibia, reconfortante, me abanica el pecho y se
extiende por todo mi interior. Sus palabras son como una
taza de té caliente en pleno invierno. Sin embargo, la
sensación apenas dura cuando cruzamos una enorme
puerta de metal y llegamos a la piscina.
Contengo la respiración lo máximo que me permiten los
pulmones mientras Li Yan me conduce hacia un lateral, al
inicio de unas gradas. Los alrededores de la piscina están
repletos de alumnos y de miembros del Club de Natación.
—¡Mira! Allí hay un buen sitio.
Li Yan me empuja entre los bancos de madera y consigue
hacerse paso entre varios alumnos hasta llegar a la primera
fila. Cuando llego, apoyo las manos en la barandilla y estiro
los brazos todo lo posible para mantenerme lo más alejada
que puedo de ella. Si perdiera el equilibrio, si me
precipitara hacia delante, caería a la piscina.
La barandilla me llega a la cintura, pero siento las rodillas
temblorosas, así que me apresuro a sentarme, mientras Li
Yan prácticamente pende sobre el vacío, con los ojos
clavados en la multitud que se encuentra unos metros por
debajo.
—¡Ah! ¡Están ahí! —exclama, antes de alzar la voz—.
¡Koga! ¡Harada!
Grita tanto que prácticamente todos se vuelven en sus
asientos para mirarnos. Los aludidos, reunidos con varios
chicos y chicas más, con una camiseta deportiva encima del
bañador, se vuelven y escrutan las gradas hasta dar con
nosotros.
Cuando se despidieron de nosotras hace una hora para
prepararse para las carreras, Arashi me deseó suerte en el
trabajo. Pensó que no iba a venir, aunque, la verdad, es que
yo también lo creía.
A pesar de la distancia, puedo ver cómo ladea la cabeza,
confundido al verme, mientras Harada grita como un loco y
la encargada del club y profesora de educación física, la
profesora Ono, lo regaña. Pero entonces sonríe, y yo de
repente olvido que me encuentro a unos metros sobre el
agua. La respiración se me entrecorta un poco, pero es una
sensación de ahogo diferente. Él no chilla como su amigo,
solo levanta un largo brazo y lo agita en el aire, pero llena
tanto el lugar como Harada con su grito.
Li Yan me mira de reojo.
—Estás muy roja.
—Antes decías que estaba pálida, ahora roja. Deberías
aclararte —mascullo entre dientes. Intento calmarme, pero
la temperatura no deja de subir en mi piel.
—Ya —contesta ella, con las cejas arqueadas.
—¿En qué estilo compiten? —pregunto, deseando cambiar
de tema.
—Creo que Harada en braza y Koga en crol. Imagino que
también participarán en la de relevos.
Asiento, con los ojos todavía quietos en la figura
larguirucha de Arashi. Él sigue mirándome y cuando la
encargada del club se dirige a él, se sobresalta tanto que
está a punto de caer a la piscina. Creo que seguía
mirándome.
—Yo antes nadaba, ¿sabes? —digo, en un susurro apenas
audible.
Li Yan me mira, sorprendida, y sus ojos se pasean por
toda mi expresión antes de que una sonrisa lenta se
extienda por sus labios.
—¿Y se te daba bien?
Me encojo de hombros, aunque en mi mente Amane me
dedica una mirada asesina y menea la cabeza con
frustración.
Unos minutos después, las carreras comienzan. Los
nervios empiezan a palparse en el aire y la grada se
termina llenando. Muchas chicas de cursos inferiores nos
rodean y cuchichean cuando los chicos de mi curso se
quitan las camisetas y se quedan únicamente con sus
bañadores.
—Parece que lleva un tanga —comento cuando observo a
Harada, con los ojos como platos.
—Dice que cuanto más pegado y pequeño sea su bañador,
mejor será su aerodinámica —responde Li Yan, antes de
soltar una carcajada.
Yo asiento y, aunque poso los ojos sobre Arashi, que se
dirige hacia una de las plataformas de salto, no hago
ningún comentario sobre él. Si lo hiciera, creo que se me
entrecortaría la voz.
La profesora Ono se coloca a un lado de la piscina y se
lleva las manos al silbato que cuelga de su cuello.
Todos los participantes de la carrera se encuentran en
tensión, con el cuerpo cimbreado y las yemas de los dedos
rozando la plataforma de salida. Durante un instante, el
silencio es total en el polideportivo y, de golpe, rasgando el
aire con la fuerza de una katana, el silbato suena y los
chicos se tiran de cabeza al agua.
Sus cuerpos se deslizan bajo el agua, creando
ondulaciones que los vuelven borrosos.
Clavo los ojos en Arashi, en su pelo, ligeramente más
largo que el de los demás. Bajo el agua, parece la llama de
una vela, candente, que oscila por capricho del viento.
Todos salen a la superficie casi al mismo tiempo y
comienzan a bracear con fuerza. Nadan a crol, mi estilo
favorito, en el que antes era verdaderamente rápida.
En apenas unos segundos llegan al otro extremo de la
piscina y, tras una maniobra limpia en el interior del agua,
salen propulsados hacia la superficie desde donde saltaron.
No me doy cuenta, pero mientras mis ojos devoran a
Arashi y a Harada, que destacan de sus compañeros, uno
por el tamaño de su bañador y otro por la velocidad, me voy
poniendo poco a poco en pie, temblando, con los brazos y
las piernas rígidas.
—¡Vamos, Arashi! —me oigo gritar.
Es una sensación extraña. Siento miedo, sí, pero también
fascinación. Fascinación por cómo sus manos y sus pies se
hunden en el agua, por cómo toman aire, como si fuera la
última bocanada que les queda, por cómo el agua los
envuelve y los lleva, suave, cálida, y parece susurrarles:
«Nunca os hundiréis. Yo os haré flotar».
Era lo que yo creía oír cuando flotaba en el océano, en
Miako, durante los días de playa junto a mi padre y a mi
hermano.
Lo mismo que sentía cuando mis amigas estaban a mi
lado.
De pronto, un rugido ensordecedor me hace parpadear.
La carrera ha terminado y Arashi ha ganado. Está todavía
en el agua y Harada se encuentra prácticamente encima de
él mientras todos los que están a mi alrededor aplauden
con fuerza. Li Yan dice algo, pero no la escucho bien.
Cuando inspiro, el cloro se ve sustituido por el olor del
océano.
Desvío la mirada de los nadadores y la hundo en el mismo
centro de la piscina. Hay algo extraño en ella. El agua es
más oscura. No, no exactamente. Es oscuro lo que hay bajo
ella. El suelo de baldosas blancas y celestes ha
desaparecido y en su lugar atisbo un abismo infinito.
—Nami, ten cuidado. —La voz de Li Yan me llega incluso
más débil, más perdida.
Siento la presión de la barandilla sobre la parte alta del
estómago, apenas apoyo mis pies de puntillas, mis manos
están cerradas en torno a la barandilla de metal, pero sin
fuerza.
El agua me llama. Es una sensación similar a la que me
corroía cuando estaba en Miako, pero más intensa, más
absorbente. Como si unos brazos largos e invisibles
salieran de la piscina, se enredasen en mi pelo y tirasen de
mí hacia abajo, hacia esa gigantesca sombra sumergida en
el agua.
—¡Nami!
De pronto, los pies se me separan del suelo y escucho una
exclamación ahogada a mi lado. Las manos de Li Yan
intentan sujetarme, pero solo llega a rozarme la manga de
mi camiseta antes de que yo me precipite desde la grada
hasta la piscina.
Veo un borrón de rostros que pasan frente a mi cara a
toda velocidad, y entonces, el agua me abraza y me hunde
en ella como no lo había hecho en meses.
Es extraño, porque separo los párpados y veo
perfectamente a mi alrededor. Esa bruma azul que invade
cualquier mirada cuando se abren los ojos y el cloro o la sal
te atacan no existe. Veo con la misma nitidez que si
estuviera en tierra firme. Y este no es el fondo de la
piscina.
Parece que me encuentro en mitad del océano, porque no
existen límites a mi alrededor, solo el de la superficie que,
como me ocurrió cuando Keiko me empujó a la piscina, veo
cada vez más lejos de mí.
Nanami Tendo, susurra una voz desde todas partes y
ninguna.
Hago un giro completo, pero no encuentro nada.
Nanami Tendo, repite la extraña voz, y esta vez miro
hacia abajo.
Y, como meses atrás, avisto algo. Una figura enorme,
monstruosa, que no puede caber en una piscina, ni siquiera
en una olímpica, que sacude su gigantesco cuerpo y
asciende hacia mí desde las profundidades. Capto un
resplandor verde, después otro amarillento, y empiezo a
manotear, desesperada. Apenas me muevo; esta agua
parece poseer una densidad distinta, y pesa demasiado, me
oprime como para que alcance la superficie.
Parpadeo y vuelvo a mirar aterrada hacia abajo, y unos
enormes ojos dorados me devuelven la mirada.
Pero entonces unas burbujas aparecen en mi campo de
visión. Alzo las manos y cuando las rozo con la punta de mis
dedos, estallan y escucho una voz pronunciando mi
nombre. Me vuelvo y, de pronto, ese extraño abismo sin
límites y esa enorme figura desaparecen, y me encuentro
de nuevo en el fondo de la piscina cubierta del Instituto
Bunkyo, frente a una figura borrosa.
Separo los labios, y esta vez el agua se cuela en mi
interior y me ahoga. Un brazo largo se enreda en torno a
mi torso y tira con fuerza hacia arriba, hacia el mundo que
conozco. De pronto, mi cabeza rompe la superficie y
empiezo a toser, intentando recuperar algo de aire. Apenas
soy consciente de cómo la persona que tengo al lado me
empuja hacia arriba y, los que están en el borde de la
piscina tiran de mi ropa empapada y me tumban sobre el
suelo frío, de lado.
Toso y una balsa de agua escapa de mi nariz y de mis
labios. Me quedo quieta mientras el tumulto en torno a mí
se incrementa, aunque suena solo como un zumbido
constante en mis oídos. Creo que alguien pide a gritos que
llamen a un médico y después escucho algo sobre avisar a
mi padre. Intento decir que no, pero la profesora Ono se
acuclilla a mi lado y me pide que no me mueva.
Finalmente, me trasladan a la enfermería del instituto y
mi padre aparece poco después para recogerme, con su
traje negro, idéntico al que llevan todos los ejecutivos, y
sus ojos cansados y tan grises como las canas, cada vez
más abundantes en su cabello.
Él da las gracias y pide perdón por todas las molestias
ocasionadas, pero el profesor Nagano, que se quedó en la
enfermería leyendo mientras yo esperaba a mi padre, se
limita a negar con la cabeza y a decir que solo estaba
haciendo su trabajo.
Cuando atravieso el patio en dirección a la salida, miro a
mi alrededor; espero ver a Harada y a Li Yan, pero, sobre
todo, espero encontrar a Arashi. No pude verlo con
claridad, pero estoy segura de que fue él quien me sacó de
la piscina. Por desgracia, aunque todavía hay muchos
estudiantes, no veo a ninguno de los tres. Y mis hombros se
hunden un poco más en el silencioso camino a casa.
EL HOMBRE GRIS
11 de junio de 2016

C uando abro los ojos, veo la cara de Yemon muy cerca


de la mía. Tiene las pupilas tan estrechas que casi han
desaparecido en sus iris azules.
Frunzo el ceño y lo toco con cuidado entre las orejas.
«¿Yemon?».
Al escuchar mi voz, él sacude la cabeza y sus pupilas se
dilatan de golpe. Comienza a ronronear con fuerza y
restriega su cabeza contra mi mejilla.
«No te has separado de mí, ¿eh?», murmuro.
Cuando llegué el día anterior a casa, mi padre me
acompañó hasta mi dormitorio, a pesar de que insistí en
que me encontraba bien. Cuando abrió la puerta, temí que
Yemon estuviese en la cama, repantingado como me lo solía
encontrar cada vez que regresaba. Sin embargo,
encontramos la habitación vacía y la ventana abierta de par
en par, a pesar de que yo estaba segura de haberla dejado
cerrada.
Mi padre masculló para sí que dejarla abierta en
temporada de lluvias era una imprudencia y la cerró con
cierta brusquedad. Después, me dijo que descansara y
desapareció escaleras abajo.
Yo me desnudé y me puse un viejo pijama antes de
tumbarme en la cama, bocabajo. Mi móvil sonó y le eché un
vistazo rápido. Era Li Yan, que me preguntaba si estaba
bien, con un mensaje repleto de emoticonos. Mientras le
contestaba, con la mente un poco embotada, escuché un
crujido a mi espalda y, cuando me coloqué de medio lado
sobre el colchón, vi a Yemon sentado en mi escritorio y la
ventana abierta de par en par a su espalda.
«Eres un gato un tanto extraño, ¿lo sabías?».
Él se limitó a acurrucarse entre mi cuerpo y las sábanas,
y de ahí no se movió. Así permanecimos durante horas.
Al día siguiente, el rugido del estómago consigue que me
levante de la cama. Sin lavarme la cara ni peinarme, me
dirijo hacia las escaleras. Pero, de camino, dos súbitos
golpes me sobresaltan. Me detengo y giro la cabeza hacia
la puerta de Taiga.
—¿Nami? —oigo que me dice—. ¿Eres tú?
Me quedo paralizada durante unos instantes. Es la
primera vez que él se dirige a mí y no al revés.
—Sí.
—¿Cómo estás? Ayer escuché a papá hablar por teléfono.
Oí algo de una piscina, que te habías caído y…
—Solo me mareé —lo interrumpo—. Me mareé y perdí el
equilibrio. Un amigo me sacó enseguida del agua.
—Nami, escuché decir a papá que estuviste cinco minutos
debajo del agua.
¿Cinco minutos?, pienso, congelada. Se me escapa una
risita tan falsa como nerviosa.
—Muy poca gente es capaz de aguantar cinco minutos
bajo el agua sin respirar —replico con más seguridad de la
que siento. Hay un silencio al otro lado de la puerta y yo me
acerco un poco más—. Estoy bien, Taiga. Tranquilo.
Él no contesta, así que no insisto y bajo las escaleras
hasta la planta baja. Cuando mis pies abandonan los
peldaños me paralizo. Ante la pequeña mesa del comedor
se encuentra mi padre. Frente a él tiene un par de boles
vacíos, uno en el que quedan varios granos de arroz, y en el
otro, los posos de una sopa de miso. Su café está por la
mitad, y le da un sorbo distraído mientras echa un vistazo
al enorme periódico desplegado delante de él.
—¿Papá? —pregunto, sorprendida.
Él levanta la cabeza y me mira, tan pasmado como yo.
—Oh, ¿ya te has levantado? Creí que te despertarías más
tarde.
Aprieto un poco los labios, sin decirle que no soy
decepcionante en todos los ámbitos de mi vida, y que él lo
sabría si se molestase en pasar un poco de tiempo conmigo.
En vez de eso, arrastro los pies hasta la cocina y me
preparo una tostada y un café. Cuando los llevo a la mesa,
mi padre sigue ahí. Frunzo el ceño, y me doy cuenta de
pronto de que no lleva ninguno de sus trajes habituales.
Parece disfrazado con los vaqueros y una camisa de manga
corta.
—¿Hoy no trabajas?
Hace muchos meses que no lo veo tomarse un sábado
libre de la oficina. Incluso, cuando tiene vacaciones,
siempre busca una excusa para ir a «comprobar algunas
cosas». Eso es lo que dice, aunque luego pasa la mayor
parte del tiempo fuera.
—Bueno, después de lo que sucedió ayer, creí que era
buena idea quedarme en casa —comenta, incómodo.
—Ah —musito, perpleja—. Gracias.
—¿Te encuentras mejor?
Asiento y me dejo caer en la silla que hay frente a él. No
tenemos otra. Mi padre decidió apartar la tercera que
teníamos reservada para Taiga un par de meses después de
su encierro en la habitación.
Mastico con lentitud mientras los dos nos observamos de
soslayo, incapaces de mirarnos a los ojos.
—¿Es verdad que tardaron cinco minutos en sacarme del
agua? —pregunto cuando termino la tostada.
—¿Quién te ha contado eso?
—Taiga. Te escuchó hablar por teléfono ayer.
Mi padre suelta el aire por la nariz y sus nudillos se
vuelven blancos por la fuerza con la que aprieta el
periódico. Las páginas tiemblan como si fueran hojas
azotadas por una tempestad.
—Eso fue lo que me dijo tu profesor, aunque sea
completamente descabellado. —Lo cree de verdad, no como
yo. Sí, no podría estar tanto tiempo debajo del agua sin
perder la conciencia, pero no recuerdo cuánto tiempo pasó
mientras yo permanecía en ese abismo extraño y
sumergido, sobre un monstruo de ojos dorados—. Una
crisis nerviosa colectiva. Eso hace que se distorsione la
percepción del tiempo.
Asiento. Esas palabras me suenan a las que él pronunció
después de que me desmayara en mitad de la autovía,
después de que el suelo temblara, se rompiera, y Miako
desapareciera bajo el agua.
Mi supuesto mal del terremoto.
Me pregunto qué diría mi padre si supiera que desde que
asisto al Instituto Bunkyo he empezado a ver a personas
que murieron hace años.
—Sé que estás preocupada porque el último año es duro
—dice mi padre. Me dedica una mirada que parece
comprensiva, aunque está completamente equivocado—.
Pero es necesario que te esfuerces. Si no, no conseguirás
que tu vida valga la pena.
Me atraganto con el café y toso con la taza entre las
manos. Miro hacia abajo, hasta mis rodillas que se aprietan
entre sí por rabia, para que mi padre no pueda ver mi
expresión.
—Antes no decías eso —mascullo para mí misma, pero él
me escucha.
—¿Qué? —Una ola de confusión le empapa la cara.
—Cuando estábamos en Miako, nunca me dijiste nada de
eso —repito con voz lenta pero segura. Levanto la mirada y
compruebo que la piel de mi padre, siempre amarillenta
por las horas en la oficina, se ha vuelto de color gris—.
Recuerdo que una vez, en las noticias, se comentó que una
chica se había desmayado mientras cruzaba un paso de
cebra. Un coche la atropelló y murió. Estaba agotada de
tanto estudiar. Dijiste que nunca querrías eso para mí, que
era una barbaridad lo que les hacían pasar a los
estudiantes.
—Ese fue un caso excepcional —replica él, con voz fría,
aunque sé que recuerda esa noticia. Lo veo en sus ojos—.
Si no estudias, si no terminas una carrera, nunca serás
nada. Nunca valdrás nada.
—¿Taiga no vale nada por no haber terminado sus
estudios? —pregunto antes de poder controlar mi lengua.
Su cuerpo se sacude como un cable tensado al máximo,
pero no responde. Bajo la taza con brusquedad y golpeo la
mesa del comedor, consiguiendo que parte del contenido se
derrame.
—Mamá nunca llegó a empezar ninguna carrera —
continúo; es una de las pocas cosas que sé con certeza
sobre ella. Él palidece otro tono más—. Yoko-san dejó su
trabajo en Osaka y decidió abrir una cafetería en un pueblo
perdido como era Miako. ¿Ninguna de las dos valían
tampoco?
—¡Ellas no tienen nada que ver en este asunto!
Se incorpora con rudeza y su silla cae hacia atrás. La
fuerza del golpe contra el suelo y la violencia del gesto
consiguen que yo también me ponga en pie y retroceda un
paso.
En ese mismo instante, empieza a salir agua del grifo de
la cocina.
El sonido rompe la burbuja negra que nos rodea.
Temblando, me dirijo hacia la cocina y observo que la
cantidad que brota es tanta, que se acumula y el desagüe
no es capaz de tragarla a tiempo. Pero el grifo no está
abierto. Frunzo el ceño, lo abro y, cuando lo cierro, el agua
se corta. Las dos últimas gotas que caen sobre el fregadero
suenan como dos truenos en mitad de ese silencio.
Miro por encima del hombro en el momento en que mi
padre se inclina para recoger la silla y arrimarla a la mesa.
Cuando me habla, no me mira.
—Deberías llamar a la academia por tu falta de ayer.
Pensé en hacerlo yo, pero es tu responsabilidad.
Hago una mueca que él no ve, pero de pronto un rayo me
recorre el cuerpo. ¡El trabajo! Ayer era viernes, el peor día
de la semana, y ni siquiera me acordé de avisar a Kaito, ni
a la señora Suzuki, ni a Hanae, la otra empleada.
Miro el reloj de soslayo. Es temprano, no sé quién estará
de turno, pero debo acercarme para disculparme. Aunque
no tenga mucho sentido, no quiero perder el trabajo.
—Iré en persona —digo.
No espero a que me conteste. Le doy la espalda y subo las
escaleras de dos en dos. Cuando llego a mi habitación,
Yemon asoma la cabeza por debajo de las sábanas y
observa entre bostezos cómo me visto.
Escucho a mi padre subir las escaleras después y, aunque
ya estoy arreglada, me quedo quieta junto a la puerta
entornada de mi dormitorio. Siento cómo se detiene junto a
ella y yo noto cómo se me entrecorta la respiración. Lo
siento dudar al otro lado, pero finalmente sigue su camino y
llega hasta su dormitorio. Cuando escucho el crujido de su
puerta al cerrarse, asomo la cabeza y observo el final del
pasillo. Los muelles de una cama chirrían y hace eco el
susurro de un cajón al abrirse.
Después, todo es silencio.
CUARTA OLA
29 de mayo de 2010

A quella noche soñé con el Templo Susanji.


La luna llena resplandecía por encima de los árboles y
bañaba toda la colina. A lo lejos, el agua del océano
brillaba, parecía plata líquida. Todos los farolillos del
templo estaban encendidos y un destello que recordaba a la
sangre aclaraba un poco las sombras de la noche. Yo me
encontraba bajo el torii, rojo intenso, con un pie en el
interior y el otro algo desplazado hacia atrás, como si no
estuviera segura de cruzar esa delgada línea que separaba
mi realidad del mundo de los dioses y los espíritus.
Cuando desperté fui incapaz de olvidarme de aquella
imagen. Sabía que los sueños se terminaban olvidando
tarde o temprano, pero esa escena siguió vívida en mi
cabeza. Si cerraba los ojos e inspiraba, casi podía notar el
olor a bosque y a océano del sueño. Así que, después de
comer, llamé a Mizu y le pregunté si me acompañaría al
templo.
—¿Y hacer de nuevo todo ese camino? —rezongó—. ¡Estás
loca! ¿Para qué quieres ir?
—No lo sé. Soñé con el templo y no me lo puedo quitar de
la cabeza.
—Vaya, ¿de verdad? Eso le ocurrió a la protagonista del
manga que estoy leyendo. Soñaba que veía la Torre de
Tokio, una y otra vez, y al final, tuvo que enfrentarse a un
enemigo (que por poco la mata, por cierto), precisamente
en el mismo sitio. —Mizu soltó una risita al otro lado de la
línea mientras yo ponía los ojos en blanco—. ¿Eres una
magical girl, Nami?
—Ojalá —contesté.
Estuve a punto de colgar, pero ella volvió a hablar:
—No quiero ir a ese templo perdido, pero sí quiero que
vengas esta noche a dormir. Amane se va a quedar, y mis
padres me han dicho que podemos ver películas hasta
tarde.
—Vale, iré cuando regrese del templo.
Me pareció que Mizu chascaba la lengua al otro lado del
teléfono.
—Como quieras, cabezota.
Cuando colgué, me dirigí a la sala de estar, donde mi
padre leía un libro sentado en el sofá. Levantó la mirada,
interrogativo, cuando me planté frente a él.
—¿Puedo quedarme a dormir en casa de Mizu?
Me mordí los labios, nerviosa. Era la primera vez que le
mentía y algo me decía por dentro que no sería la última,
pero no estaba segura de si me dejaría ir sola al templo. Se
tardaba casi una hora en llegar y el sendero que ascendía
era muy poco transitado. Aunque en Miako nunca pasaba
nada, ni malo ni bueno, sabía que a mi padre no le gustaría
que me alejase tanto por caminos solitarios.
—Por supuesto.
Me respondió con tanta rapidez que lo miré sorprendida y
él esbozó una pequeña sonrisa, casi de disculpa, antes de
dejar el libro a un lado e inclinarse en mi dirección.
—Creo que no debería darte permiso sin pensármelo
antes un poco, ¿verdad? —dijo entre risas—. Soy un padre
terrible.
—Eres el mejor padre del mundo —repuse antes de darle
un abrazo.
Después, subí las escaleras hasta mi cuarto, guardé una
muda y el pijama en una vieja mochila, y salí corriendo de
casa mientras mi padre me advertía con una sonrisa que
me portara bien. Cuando abrí la puerta de la pequeña valla
de la parcela, estuve a punto de tropezarme con Yoko-san.
—¿A dónde vas con tanta prisa, Nami?
No dejé de correr mientras le respondía por encima del
hombro.
—¡A casa de una amiga!
Apenas me crucé con alguien en todo el camino. La
mochila rebotaba en mi espalda y la brisa suave de mayo
me acariciaba los brazos desnudos. No sé qué esperaba
hallar en el trayecto, pero después de hablar con Mizu y
ese extraño sueño que no conseguía borrar de mi cabeza,
me sentí decepcionada cuando alcancé el final del sendero
sin que nada extraño hubiese ocurrido. De hecho, cuando
llegué por fin a la entrada del templo y me detuve a unos
pasos del torii que había visto en sueños, había varias
personas pululando por allí. Un par de ancianos y la joven
sacerdotisa aburrida del otro día. Del amable sacerdote que
nos regaló tantas leyendas no había ni rastro.
Pero cuando estaba a punto de entrar, me quedé
paralizada, como en el sueño, y miré a mi alrededor.
Esperaba que el cielo todavía brillante de la tarde se
apagara, que el sol que ardía en el horizonte se ocultara y,
en su lugar, apareciera la luna.
Pero nada sucedió, nada cambió.
El mundo de los dioses y de los espíritus al que estaba a
punto de entrar era igual al mío. Los ancianos seguían
charlando y la sacerdotisa seguía golpeteando con los
índices el mostrador de la oficina.
Suspiré con desilusión. Quizás había sido un error haber
subido hasta aquí. Debería haber ido directamente a casa
de Mizu y quedarme con ella y con Amane. Puede que ya
hubiesen abierto el primer paquete de patatas.
Pero entonces algo llamó mi atención. Un borrón naranja,
que resplandecía como una pequeña llama ahora que el sol
de la tarde se reflejaba en él. Rebotaba contra el suelo,
cerca del pequeño lago. Fruncí el ceño y, cuando agudicé la
mirada, solté una exclamación ahogada. Era uno de los
peces del estanque. Daba saltos desesperados, luchando
por volver al agua, pero con cada impulso se alejaba más.
Atravesé el torii y me adentré en el templo sin dudar. La
sacerdotisa alargó un poco la cabeza para observar mi
carrera desesperada. Sin embargo, cuando me detuve junto
al estanque, el pez lo hizo conmigo. Sus ojos redondos y
brillantes se habían vuelto vacíos.
—No, no, no… —murmuré.
A pesar de que se había quedado quieto, me acuclillé a su
lado y lo alcé con cuidado. ¿Cómo había salido del agua?
¿Por qué nadie lo había visto? Estaba frío, era pequeño y
resbaladizo, pero mis dedos lo sujetaron con seguridad
antes de devolverlo al estanque, donde nadaban otros
peces koi, pero de mucho mayor tamaño. Observé el agua,
expectante, pero el pez siguió inerte, flotando de medio
lado.
—Tú estuviste aquí hace tiempo, ¿verdad? —comentó de
pronto una voz grave y cascada a mi lado.
Me sobresalté tanto que perdí el equilibrio y caí hacia
atrás, golpeándome el trasero. Era el viejo sacerdote del
otro día. Iba vestido de la misma forma, aunque en esta
ocasión su atención estaba solo centrada en mí.
—Recuerdo tu cara. Eras de las pocas que parecía
disfrutar de mis desvaríos.
Estaba a punto de contestar que sus leyendas no me
habían parecido ningún desvarío, pero mis ojos resbalaron
hacia el estanque y el pequeño pez naranja y blanco, que
seguía quieto.
—¿Qué ocurre? —preguntó, cuando vio mi ceño fruncido.
—He llegado tarde —respondí, con el dedo estirado hacia
el agua—. No sé cuánto tiempo llevaba en la superficie,
ahogándose. Creí que lo salvaría.
El sacerdote arqueó un poco las cejas y se acuclilló a mi
lado para observar al pequeño pez.
Sorprendentemente, sonrió.
—Quizás solo necesita un poco de tiempo.
—Solo dice eso para hacerme sentir bien —resoplé, algo
molesta.
—¿Tú crees?
Señaló con su barbilla el estanque y yo, con un suspiro,
desvié la mirada de su sonrisa arrugada para fijarla en el
pez, que seguía inmóvil. Parpadeé. Un momento, acababa
de estremecerse. ¿Podían estremecerse los peces? Me
incliné hacia el agua, boquiabierta y, de pronto, el pez se
sacudió con más fuerza, como si un calambre lo recorriera,
y comenzó a nadar. En apenas un suspiro, se perdió entre
los otros peces.
—Creí que estaba muerto —susurré.
—Lo estaría si no hubieses decidido salvarlo y devolverlo
a su hogar. Podrías haber hecho muchas cosas… apartar la
mirada, seguir tu camino, o dar la vuelta. Pero decidiste
entrar y ayudarlo.
—Es solo un pez —contesté, con las mejillas ardiendo, a
pesar de que no era exactamente lo que quería expresar.
—Nada es lo que parece. Lo que has salvado no es solo un
pez. Yo no soy solo un sacerdote. Tú no eres solo una niña.
—Ah, ¿no? —pregunté, divertida—. Entonces, ¿qué soy?
—Eso tienes que decidirlo tú.
Me encogí de hombros, sin entenderlo. Quizá sí fuera un
viejo que desvariaba. Aparté la mirada del estanque y dejé
que vagara por todo el templo. La sacerdotisa seguía
aburrida y la pareja de ancianos caminaba hacia nosotros.
Olía a verano, y una ligera brisa hacía ondear las hojas de
las ramas y las cuerdas de los cascabeles del honden.
Me gustaba ese lugar. Muchísimo. El próximo día
insistiría para que Mizu y Amane me acompañasen, aunque
tuviera que traerlas a rastras.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —me preguntó de pronto el
sacerdote.
Dudé durante un momento. Mi padre me había repetido
cientos de veces que nunca diera mi nombre a
desconocidos, pero, aunque fuese extraño, él no me lo
parecía. Apreté los labios, todavía dubitativa, cuando la
pareja de ancianos pasó por nuestro lado y se despidió del
sacerdote. Él se despidió también pronunciando sus
nombres. Por algún motivo, eso desvaneció mis dudas.
—Nanami, Nanami Tendo —y rápidamente expliqué—:
Significa «siete mares».
—Es un buen nombre para una niña que salva a los peces.
Yo asentí pero, de pronto, me di cuenta de que el sol
había bajado, y de que debía darme prisa para volver y
llegar a la casa de Mizu. Cuando anocheciera, sabía que mi
padre llamaría a su casa para preguntar por mí. Siempre lo
hacía.
—Tengo que irme —dije, antes de ponerme en pie.
El sacerdote se incorporó también y su cara se plegó en
decenas de arrugas cuando su sonrisa se pronunció:
—Claro, ten cuidado. Y vuelve cuando quieras.
—Adiós… —Me detuve. Él me había preguntado mi
nombre, pero yo no le había preguntado el suyo.
—Puedes llamarme Kannushi-san, si quieres.
Asentí y le dediqué una última reverencia antes de darle
la espalda y dirigirme hacia la salida del templo. Bajo el
torii, en el mismo punto en el que me detuve, sin saber si
entrar o no, había un gato gris, con la cara aplastada, algo
regordete, y con unos ojos azules como el mar.
Me detuve un instante a su lado para acariciarlo. Él
ronroneó y se estiró para frotarse contra mi mano abierta.
—¿Es suyo? —le pregunté a Kannushi-san, que todavía
seguía junto al estanque.
—No, pero siempre anda por aquí —respondió él, antes de
darme la espalda y dirigirse hacia las oficinas del templo.
Volví la mirada hacia el felino y él maulló. Lo acaricié
unos segundos más.
«Ojalá pudiera tener un gato como tú», murmuré antes de
echar a andar.
No volví a tocarlo, pero el gato me siguió. Y aunque
intenté disuadirlo, no dejó de trotar a mi lado, casi con
alegría, hasta que llegué a las calles asfaltadas, donde se
encontraban las primeras casas de Miako.
Él me observó desde el sendero, con la cabeza ladeada, y
yo me despedí con la mano antes de desaparecer en una
esquina.
Sin embargo, aquella noche, mientras dormía en un futón
al lado de Amane, me pareció escuchar maullidos tras la
ventana cerrada.
BUENOS AMIGOS
12 de junio de 2016

M e detengo a un par de metros del 7Eleven y suelto


una maldición entre dientes. Kaito está dentro,
acuclillado en el suelo, mientras intenta ordenar los
paquetes brillantes de varias marcas de chocolatinas.
Tomo aire y, sin pensarlo de nuevo, entro a la tienda.
Las puertas automáticas dejan escapar un ligero susurro
y él, de inmediato, se vuelve y dice mecánicamente:
—Bienvenid… —Sus ojos se cruzan con los míos—. Oh,
eres tú.
—Buenos días —respondo, de una forma tan respetuosa
que él deja caer un par de chocolatinas por la sorpresa—.
Deseo disculparme por no haber venido ayer. Debería
haber llamado, lo siento. También me gustaría disculparme
formalmente con la señora Suzuki.
Kaito frunce el ceño y se rasca la cabeza antes de
incorporarse. Es enorme, las estanterías son de juguete a
su lado.
—¿Por qué quieres disculparte con la señora Suzuki? —
Parece verdaderamente confundido.
—Porque no quiero que me despida —replico con
impaciencia. Quizás es todavía más idiota de lo que creo.
—¿Y por qué te iba a despedir?
—Ya te lo he dicho. —Suelto un largo bufido y avanzo
hasta llegar a su altura—. Porque falté ayer y no avisé a
nadie.
—Bueno, vino ese amigo tuyo.
Parpadeo y, durante un momento, me quedo en blanco.
—¿Ese amigo mío?
—Sí, uno larguirucho, con unas gafas enormes y un
peinado ridículo —dice mientras alza la mano hasta ponerla
a su altura—. Me dijo que te encontrabas muy mal y que no
podrías venir. ¿Y sabes qué? El idiota se ofreció. Me dijo
que, si faltar te metía en algún problema, podía cubrirte.
—¿Qué? —murmuro, mientras mis latidos se convierten
en un gorjeo veloz y los pulmones se expanden tanto que
golpean contra las costillas. El calor que sentí en la piscina
mientras observaba a Arashi no es más que un soplo de aire
fresco comparado con el infierno que azota ahora mis
mejillas.
—Por supuesto, le dije que no —contesta Kaito, volviendo
a las chocolatinas—. Estaba tan nervioso que estuvo a
punto de tumbarme una estantería con su bolsa de deporte.
Total, para lo que haces aquí, no supone tanto cambio si
estás o no. Así que tampoco avisé a la señora Suzuki ni a
nadie. No necesito ayuda.
Suelta las últimas palabras con embarazo y mi cuerpo se
relaja un poco. Todavía siento un calor insoportable, a
pesar de lo fuerte que escapa el aire acondicionado por las
rejillas de ventilación.
—Gracias —mascullo con cierta brusquedad.
Él sacude la cabeza con mi misma tosquedad y continúa
ordenando las chocolatinas. Al cabo de unos segundos,
pregunta:
—¿Ya estás mejor?
Asiento con rapidez y sacudo la cabeza para olvidarme de
la alta figura de Arashi, nerviosa y tímida, entre las
estanterías.
—No estaba enferma, ni nada parecido. Sufrí un…
accidente, por llamarlo de alguna manera.
Kaito frunce el ceño y me echa un vistazo por encima del
hombro.
—«¿Por llamarlo de alguna manera?».
—Me caí desde una altura considerable a la piscina del
instituto y tuvieron que sacarme de ella. Tragué un poco de
agua, pero estoy bien.
Kaito parpadea y se pasa las manos por su cabello de
punta. Esta vez se vuelve por completo hacia mí.
—No lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Eras… una nadadora increíble. Te recuerdo en la
piscina del colegio, o alguna vez en la playa, cuando ibas
con tu familia o con Amane y Mizu. No sabes la envidia que
me dabas. Parecías un maldito pez —dice, con los labios
fruncidos. Yo, al contrario, no puedo mover ni un solo
músculo. Si antes me había embargado una tibieza
acogedora, ahora es hielo lo que atasca mis venas—.
¿Sabes lo que me dijo una vez mi madre, cuando nos
encontramos ese último verano en la playa?: «Creo que
Nami-chan ha nacido para estar en el agua».
—Han pasado muchos años, hace mucho que no nado —
me excuso con las manos convertidas en puños.
—A nadie se le olvida nadar —replica Kaito, con los ojos
en blanco—. Sobre todo, a alguien que lo hacía como tú.
—¿Ahora eres un experto en natación? —Alzo un poco la
voz.
Kaito me dedica una sonrisa tan torcida como irónica.
—Tengo ojos en la cara.
Parece a punto de decir algo más, pero entonces se
detiene. No sé si es porque se acaba de percatar de la
tirantez de mis músculos, de mis mejillas enfebrecidas por
la rabia y la frustración, o por mi mirada, que de pronto se
ha vuelto vidriosa.
No sabes cuánto echo de menos nadar, cuánto me
gustaría que el agua no me paralizara, me gustaría decirle.
—Bueno —continúa tras un incómodo carraspeo—, te
espero el lunes que viene.
Respiro hondo y sacudo la cabeza por toda respuesta. Me
doy la vuelta y me dirijo a las puertas automáticas, pero
antes de que estas se abran, la voz de Kaito regresa a mí.
—Haces buenos amigos, Nami. —Sus ojos se quedan
quietos en una de las estanterías de mi derecha, y adivino
que quizás es la que estuvo a punto de tirar al suelo Arashi
por los nervios—. Es lo que siempre he envidiado de ti. Más
incluso que la natación.
Lo observo por encima del hombro, sintiendo los
miembros más relajados y los ojos más secos. Carraspeo
para que mi voz no vacile.
—¿Es que quieres ser mi amigo? —pregunto, burlona.
Él deja escapar un bufido y vuelve su atención a la
estantería de las chocolatinas, aunque ya las ha ordenado
todas.
—Puaj. No, gracias.
Sin embargo, a mí se me escapa una risita y salgo del
7Eleven sintiéndome más ligera, con el ceño más suave y
los labios menos marcados por los dientes. Apenas he dado
un par de pasos, cuando me detengo para sacar el teléfono
móvil de la pequeña bolsa de tela que llevo colgada en el
hombro.
Ni siquiera me paro a pensar en qué escribir. Abro la
aplicación de LINE y comienzo a teclear.

09:55 a. m.: ¿Tienes el número de Koga?

No guardo el teléfono, pero no me llega la respuesta de Li


Yan hasta que alcanzo el portal de mi edificio.

10:07 a. m.: ¿Sabes que me has despertado? ¡Es


sábado! Ni siquiera me has dado los buenos días.

Tras el mensaje hay una lista interminable de todos los


emoticonos existentes que evidencian su enfado.

10:07 a. m.: Buenos días, estimada Li Yan-chan. ¿Me


podrías dar el número de Koga? Muchas gracias.
10:08 a. m.: Guárdate tus modales japoneses. Y no
vuelvas a llamarme Li Yan-chan. Me han entrado
escalofríos.

Se me escapa una carcajada cuando veo otra hilera de


emoticonos furiosos. Pero de pronto, estos se cortan, y
varios puntos suspensivos aparecen junto al nombre de mi
amiga.

10:09 a. m.: ¿No tienes el número de Koga?


10:09 a. m.: Si lo tuviera no te lo estaría pidiendo.
10:10 a. m.: Qué raro. Pensé que lo tenías.
10:11 a. m.: ¿Por qué?
10:11 a. m.: No sé. Creía que hablabais todo el rato.

Se me escapa otra risa, pero esta vez suena estrangulada.


La tibieza reconfortante que sentí en el konbini vuelve a mí
y me abraza sin ser molesta, a pesar del calor que hace.
Resoplo con fuerza y escribo la respuesta, aunque tengo
que reescribirla un segundo más tarde, porque mis dedos
tiemblan y fallan al marcar los kanji adecuados.

10:12 a. m.: Menuda toterría.


10:12 a. m.: Tontería*.

Li Yan me envía un emoticono con los ojos en blanco y


tras él aparece una serie de números. Yo los observo con
duda, con la sensación de que seleccionar o no seleccionar
ese número de teléfono puede ser un error en ambos casos.

10:15 a. m.: Él fue el primero en arrojarse a la piscina. Lo


sabes, ¿no?

Retengo el aire en el pecho cuando leo las últimas


palabras de Li Yan.
«Lo sé», respondo en voz alta.
Por alguna extraña y absurda razón, no había imaginado a
otra persona.
Sin detenerme a pensarlo, copio el número de teléfono en
mi agenda de contactos, cierro la aplicación de LINE y
selecciono el icono de llamada. Me llevo el teléfono al oído
y escucho los tonos tan pesados como los latidos de mi
corazón.
Los enumero como si se tratara de una cuenta atrás, pero
cuando me aparto el móvil para colgar, escucho la voz de
Arashi al otro lado de la línea.
—¿Sí?
—Ho… hola, Koga. Soy Tendo. —De pronto, se produce un
estrépito tan enorme, que me alejo el auricular de la oreja.
Lo observo con el ceño fruncido y me lo vuelvo a acercar—.
¿Estás bien?
—Eh… sí, sí. Lo siento. Solo me he tropezado. —Su voz
escapa ronca, como si le estuvieran raspando las cuerdas
vocales contra una lija.
—Le pedí tu número a Li Yan porque quería llamarte.
Qué elocuencia, Nami.
—Ah.
Bueno, al menos no es un problema solo mío.
—Me gustaría… darte las gracias. Sé que fuiste el
primero en tirarte a la piscina cuando me viste caer y me
ayudaste a salir de ella.
—Me asusté mucho —contesta, y esta vez, no hay fallas
en su voz, solo verdad. En mi estómago hay de pronto un
pajarillo asustado que está a punto de levantar el vuelo, o
un Yemon juguetón, que no deja de dar vueltas sobre sí
mismo para intentar alcanzar su rabo—. Cuando caí al
agua… no te vi. Desapareciste.
Me río, pero la carcajada escapa débil y quebradiza.
—Eso es imposible.
—Lo sé —contesta y, aunque es una oración a la que le
faltan palabras, no añade nada más.
Durante un instante absurdo, pienso en confesarle lo que
vi, el enorme abismo, la sombra del extraño monstruo,
decirle también que no es la primera vez que la veo, que
ocurre cada vez que me sumerjo por completo en el agua,
pero el momento pasa, sacudo la cabeza y vuelvo a hablar,
a pesar de que mi voz sigue sin ser mía.
—Gracias también por haber ido al 7Eleven y haberle
avisado a Kaito que no podría ir. Me dijo que incluso te
ofreciste a cubrirme.
Escucho una risita nerviosa al otro lado de la línea y me lo
imagino caminando de un lado a otro, con una mano en la
cabeza y las puntas de las orejas de un rojo encendido.
—No fue nada. Solo…
—Claro que lo fue —lo interrumpo con firmeza. Por
primera vez, mi tono es claro y fuerte—. Podrían haberme
despedido. De verdad, muchas gracias, Koga.
Él se queda callado, tanto, que ni siquiera oigo su
respiración. Miro la pantalla del teléfono, extrañada, pero
la llamada sigue en curso.
—En… —Al otro lado de la línea, carraspea y vuelve a
empezar—. Ayer, durante la carrera, me llamaste por mi
nombre.
Ahora soy yo la que se queda en silencio. Es verdad que, a
excepción de ayer, siempre me referí a él por el apellido,
aunque en mi cabeza siempre fue Arashi. Desde el
principio.
—Bueno, tú me has llamado varias veces Nami —replico,
con más brusquedad de la que quiero. De nuevo, silencio, y
yo me maldigo un poco por dentro—. Pero puedes llamarme
así si quieres. No me importa.
Una risa explota al otro lado de la línea y mis labios la
siguen.
—Tú también me puedes llamar Arashi las veces que
quieras.
—Lo haré —contesto, quizá con demasiada rapidez.
Él se queda callado, pero esta vez el silencio que nos
envuelve no es incómodo. Es placentero, está lleno de paz,
como cuando me sumergía bajo las aguas de Miako y
cerraba los ojos, y un silencio compacto y tranquilizador me
envolvía.
—Nami. —La voz de Arashi me devuelve a la realidad de
golpe.
Un escalofrío me recorre la espalda.
—¿Sí?
Lo siento vacilar al otro lado de la línea y mis rodillas
comienzan a temblar un poco.
—No es nada. Nos vemos el lunes.
Sonrío, aunque siento una nota amarga en mis labios que
me impide estirarlos del todo.
—Claro. Mata ne, Arashi.
—Mata ne, Nami.
BRISA DE VERANO
21 de julio de 2016

L a estación de lluvias terminó el mismo uno de julio y el


calor abrasador cayó sin piedad sobre la ciudad de
Kioto, mezclado con la humedad y unos nubarrones grises
que pocas veces abandonaban el cielo.
Y, con ese mes, llegaron los exámenes de verano.
Desde las semanas previas, el Instituto Bunkyo se sume
en una especie de letargo tenso. El calor se hace
insoportable a pesar de que las ventanas de clase están
abiertas de par en par, cambiamos los uniformes por los de
verano, y abandonamos las chaquetas azul marino, las
corbatas y los jerséis oscuros.
A mí me cuesta seguir las clases, el sonido interminable
de las chicharras que se cuelan por las ventanas me
adormece y, a menudo, Arashi, que sigue sentado detrás de
mí, me da golpecitos con el bolígrafo en la espalda para
despertarme. Harada y Li Yan son menos sutiles y, cuando
el profesor Nagano mira hacia otro lado, me arrojan bolas
de papel que siempre me dan en la cara. La puntería es la
única cosa que tienen en común.
Lo bueno de este ambiente que oscila entre lo soporífero
y la tensión propia de los exámenes es que incluso Daigo y
Nakamura están más calmados de lo habitual, y por
primera vez en el curso, están más pendientes de sus libros
que de Arashi y de cualquier otro al que molestar.
—A veces creo que la época de exámenes es mi favorita —
me dijo un día Arashi, mientras caminábamos el trecho que
compartíamos de regreso, y que llegaba más o menos a la
altura del 7Eleven.
Sabía por qué lo decía y, aunque él esbozaba una sonrisa
enorme, a mí se me rompía algo un poco por dentro.
Las tardes que no trabajo y en las que ellos no tienen
academia de refuerzo o clubes, las pasamos en la
biblioteca, estudiando. Es algo que siempre he odiado,
incluso cuando Keiko y yo éramos muy amigas, pero ahora
casi tengo prisa de que suene la campana para que nos
dirijamos juntos a una de las mesas de la biblioteca. A
veces, Arashi separa la vista de sus apuntes y me mira, y
otras, soy yo la que lo observo a él. Harada nunca se entera
de nada, suele estar más centrado en beber leche a
escondidas y en que la bibliotecaria no lo pesque
haciéndolo, pero muchas veces, Li Yan me devuelve la
mirada, pone los ojos en blanco y menea la cabeza.
Cuando no hay clientes en el 7Eleven, me siento tras el
mostrador y estudio, mientras Kaito me echa vistazos de
vez en cuando.
—Sin una buena academia de refuerzo, no entrarás en
una buena universidad —me dice el día antes de empezar
los exámenes.
Yo bajo el libro de golpe y lo fulmino con la mirada.
—¿Eres idiota? ¿Te gusta ser idiota?
—Solo recalco lo obvio —responde, encogiéndose de
hombros—. Si fueras un genio no habría problema, pero…
Bufo cuando pone cara de circunstancias y vuelvo a
centrar mi atención en el libro. Sin embargo, él no se
mueve y sus gigantescas botas se quedan a mi lado. Cuento
hasta tres, resoplo y levanto de nuevo la mirada.
—¿Qué?
—Ayer hablé con Mizu —comenta, esta vez sin
observarme. Es una suerte, porque así no ve cómo me
estremezco. Él no es Arashi, y cuando rememoro el rostro
de mi antigua amiga, siento que me ahogo un poco—.
Quiere entrar en la Tōdai, ¿sabes?
Yo asiento, aunque no tenía ni idea. Ni siquiera sabía que
para ella eso era algo importante, pero claro, ¿cómo iba a
saberlo? La última vez que hablé con ella solo teníamos
doce años, y a Mizu solo le preocupaban las magical girls y
sus futuros romances de instituto. La universidad, el
trabajo, la vida real… estaban todavía muy lejos de todas
nosotras.
Esa misma noche abro uno de los cajones de mi escritorio
para ver las cartas apiladas en él. Las acaricio y siento el
papel rugoso y gastado bajo mis dedos. Estoy a punto de
abrir el primer sobre, pero finalmente meneo la cabeza y
decido acostarme, mientras Yemon me observa desde la
cama con algo que parece decepción.
Los tres días siguientes son una mezcla de nervios,
tensión y silencios rotos por cuchicheos. No salgo con mala
impresión de los exámenes, aunque sé que tampoco seré de
las primeras de la clase. Por suerte o por desgracia, no me
importa demasiado. Y cuando al cabo de un par de días
dejo en la mesa del comedor el boletín con mis
calificaciones, no recibo por parte de mi padre más que una
mirada lúgubre.
Más tarde, en mi habitación, me pregunto qué tal le
habrá ido a Mizu, si habrá conseguido ser la primera de su
clase.
«Podrías llamarla», dice la voz infantil de Amane en mi
cabeza. Sé que, si mirase a un lado, la vería sentada con las
piernas colgadas sobre mi escritorio, como solía hacer
cuando venía a visitarme a mi casa de Miako. «Solo tienes
que pedirle a Kaito su número de teléfono».
Pero, como siempre, sacudo la cabeza y me obligo a
pensar en cualquier otra cosa. Y Amane desaparece.
Los días transcurren como en un suave letargo, a pesar
de que la ciudad comienza a llenarse de turistas (todavía
más de lo habitual) y el Festival de Gion, la fiesta más
importante de mi distrito y de todo Kioto, que empezó el
mismo uno de julio, se acerca a sus días más álgidos. Sacan
a los dioses de sus templos y los pasean en preciosas
carrozas; hay largos desfiles y cabalgatas recordando
momentos históricos, y las maiko y las geiko de toda la
ciudad celebran bailes sagrados y actúan en el Santuario
Yasaka.
Las calles que rodean mi hogar se llenan de tantas
personas que resulta difícil caminar entre ellas, y mi padre
vuelve más malhumorado del trabajo. Un día, Li Yan me
pide que la acompañe a comprar un yukata.
—¿Por qué?
—¿Como que por qué? ¿Quién es la extranjera y quién es
la japonesa? El año pasado fui la única que no iba arreglada
como era debido, hasta las turistas lo usaban. Me morí de
envidia.
Así que la acompaño a una pequeña tienda tradicional
cerca de mi casa, donde venden kimonos y yukatas. Yo hace
muchos años que no llevo uno. Ni siquiera me visto con
kimono para visitar el Santuario Yasaka el primer día del
año. Como tantas otras cosas, es algo que me recuerda a
Miako. Sin embargo, mientras Li Yan entra y sale del
probador, dudosa, y vuelve un poco loca a la dueña de la
tienda, mis ojos revolotean hasta un yukata azul noche, en
el que se muestra un paisaje nocturno plagado de flores
que resplandecen por las luciérnagas. No puedo evitar que
mis dedos acaricien la tela.
—¿Por qué no te lo pruebas? —me pregunta Li Yan, con
media cabeza asomada tras la cortina del probador.
No solo me lo pruebo, sino que gasto parte de mi dinero
en él.
Días después me estoy peleando con la prenda en la
diminuta habitación de Li Yan. Entre la cama y el escritorio
apenas cabemos las dos. Me ha invitado a dormir esta
noche, pero no tengo ni idea de dónde va a colocar el futón
extra. Al menos, sus padres ya se han marchado a dar una
vuelta para disfrutar del ambiente; antes se dedicaron a
hacernos un completo reportaje fotográfico y se empeñaron
en hacérnoslo en el mismo dormitorio, por lo que las dos ya
nos habíamos clavado un par de veces el pico de la mesa y
habíamos tropezado por la falta de espacio.
De pronto, el timbre hace eco en la pequeña casa. Li Yan,
que en ese momento está intentando ajustarme bien el obi,
se asusta tanto que la larga tela amarillo pálido que he
comprado a juego con el yukata cae de sus manos.
Maldigo entre dientes mientras me afano en recogerlo.
Yo había conseguido atar el suyo, aunque no había
quedado muy bien. La lazada estaba algo torcida y se lo
había apretado demasiado. Para ella, sin embargo, estaba
siendo una tarea imposible. Cuando conseguía atar una
punta, se caía la otra. No dejaba de murmurar palabras en
chino que yo no entendía y que ella no se molestaba en
traducirme, aunque podía hacerme una ligera idea de lo
que significaban.
No me dice quién acaba de llamar a la puerta. Solo
escucho cómo la abre al otro lado del pasillo e invita a
alguien a pasar con voz malhumorada.
—¿Por qué tardáis tanto? —Es la voz de Harada.
—Porque ponerse un maldito yukata es más complicado
que subirse una estúpida bragueta —contesta Li Yan,
airada.
No oigo lo que le responde Harada, pero al instante
escucho otra retahíla de palabras en chino y en finés, que
ahogan todo lo demás, y que son acompañadas por el
tintineo de las peinetas y los adornos que se ha colocado Li
Yan en la cabeza.
Yo suspiro y me asomo por la ventana. A pesar de que
está cerrada, el sonido del ambiente y de la música se
introduce a la fuerza e inunda el dormitorio. Como estamos
en el primer piso, puedo ver la calle llena, a pesar de que
es poco más que un pasadizo secundario. El cielo está
despejado por primera vez en días, y los rayos
sanguinolentos de un atardecer, que está a punto de
sucumbir a la noche, se reflejan en los yukatas repletos de
colores y en las peinetas y las flores que las mujeres llevan
entrelazadas en sus cabellos.
—No ha sido fácil llegar hasta aquí —comenta de pronto
una voz, a mi espalda.
Me aparto con tanta rapidez de la ventana, con los brazos
envolviendo mi cintura para que el yukata, a falta del obi,
no se abra. Arashi está en la puerta de la habitación. Él
también lleva un yukata, aunque el suyo es negro, decorado
por finas rayas blancas que lo hacen parecer todavía más
alto. Intento tragar saliva, pero mi boca, mi lengua y mi
garganta se han convertido repentinamente en un desierto.
Hace días que no lo veo; desde que nos dieron las
vacaciones de verano hace algo más de una semana. Y es
extraño, porque ahora que lo tengo frente a mí, no me
había dado cuenta de cuánto lo he echado de menos.
Arashi parece a punto de decir algo más, pero entonces
sus pupilas se fijan en cómo mis brazos aferran la tela del
yukata y mis dedos sujetan con fuerza temblorosa el obi. De
pronto, su rostro se tiñe de púrpura y se da la vuelta de
inmediato. Sabe que estoy prácticamente desnuda bajo la
de él.
—Lo… lo siento muchísimo, de verdad —dice tan
atropelladamente, que las palabras se mezclan unas con
otras—. Creía que ya estabas vestida. Esperaré fue…
—Tengo problemas con el obi —lo interrumpo. Me encojo
de hombros, como si me diera igual que me viera así, con el
yukata sin cerrar, pero el movimiento es demasiado rígido,
casi doloroso.
Arashi está a punto de salir del dormitorio, pero se
detiene en el acto y una de sus grandes manos se posa en
el marco de la puerta. No solo se apoya en él, lo aprieta con
fuerza, con tanta, que veo cómo sus nudillos se vuelven tan
blancos como la pared.
—Puedo ayudarte. Si quieres, claro —se apresura a
añadir.
Parpadeo, genuinamente sorprendida.
—¿Sabes atar un obi?
Arashi se da la vuelta con lentitud, con una sonrisa tímida
tironeando de sus labios.
—Mi tía nos enseñó a mi hermana mayor y a mí cuando
éramos niños. Siempre nos regalaba kimonos y yukatas. El
día en que mi hermana fue aceptada en una okiya para
comenzar su formación, yo fui quien la ayudó a vestirse —
dice, con esa pequeña sonrisa, pero con los ojos clavados
en sus sandalias—. Cuando era pequeño quería ser
otokosu, los hombres que ayudan a las maiko y a las geiko
a vestirse.
No le contesto, pero cuando Arashi levanta por fin la
mirada en mi dirección, cauteloso, extiendo el brazo y le
entrego el obi. Él alarga también la mano y, durante un
momento, nuestros dedos se tocan. No es la primera vez
que nos rozamos accidentalmente, pero sí la primera que
no nos apartamos a los pocos segundos. Arashi tarda
demasiado en tomar el obi y yo tardo demasiado tiempo en
soltarlo. No soy capaz de mirarlo a los ojos, porque
entonces sé que él verá algo que yo todavía no entiendo y
para lo que ni siquiera sé si estoy preparada.
—¿Puedes… puedes darte la vuelta? —me pregunta, con
un tartamudeo que trata de no serlo.
Yo lo obedezco con brusquedad y me coloco de cara a la
ventana, dándoles la espalda a él y a la puerta. Inhalo el
aire de golpe cuando escucho el susurro de la tela detrás
de mí.
—Necesito que levantes los brazos —dice Arashi, tan
cerca de mí, que siento su voz como si saliera de mi propia
garganta.
No me sobresalto, pero no puedo evitar que un escalofrío
erice cada centímetro de mi piel. Me muerdo los labios;
siento su respiración sobre mi cuello, cómo empuja con
suavidad los mechones de mi cabello. Siento los miembros
pesados y torpes. Pero esa repentina debilidad que noto no
es nada comparada con la bomba nuclear que estalla en mi
abdomen cuando sus manos se deslizan sobre mi estómago,
tensando y alisando los pliegues del obi. Apenas puedo
bajar la vista para observar cómo sus dedos se mueven con
seguridad. Aunque sus brazos no llegan a tocarme, percibo
la calidez que desprenden y que me envuelve como una
caricia de verano.
Arashi hace el nudo, pero para tensarlo aún más, tira con
fuerza y me atrae hacia él sin pretenderlo. Y yo me quedo
congelada en un mar de llamas, recostada sobre su cuerpo.
No nos movemos, creo que ni siquiera respiramos. Siento
un corazón que palpita frenético, con rabia o con miedo,
que llena todo el espacio y silencia todo lo demás, pero no
sé si es suyo o mío. Sus manos, atrapadas entre su pecho y
mi espalda, trepan y se quedan ancladas en mis hombros.
Creo atisbar un leve temblor.
Siento que inclina la cabeza y algo me roza el cuello. ¿La
punta de su nariz? ¿Sus labios? No lo sé, pero mi espalda se
arquea involuntariamente.
—Nami —me llama.
Giro la cabeza rápidamente con un movimiento instintivo
(y aunque pueda, no sé si quiero detenerlo), y me quedo
quieta, con los ojos a la altura de los labios entreabiertos
de Arashi, atascados en una palabra que parecen haber
olvidado.
Levantar la mirada es casi imposible, pero cuando lo
consigo, me doy cuenta de que Arashi no me está mirando,
de que sus pupilas se han perdido en mi boca.
No sé si es consciente de la fuerza con la que me aferra
por los hombros.
Pero, de pronto, la puerta del dormitorio que Arashi había
dejado entreabierta se abre con brusquedad y Harada entra
dando tumbos, impaciente, preguntando por qué estamos
tardando tanto, que tiene hambre y quiere probar toda la
comida de los puestos que hay repartidos por la calle. Ni
siquiera se fija en la velocidad con la que su amigo y yo nos
separamos.
Me vuelvo hacia la ventana, con las manos apoyadas en la
mesa, rogando para que mi rostro vuelva a adquirir un
color normal. Cuento en silencio hasta tres y, cuando me
doy la vuelta, consigo mantener una expresión indiferente
en mis rasgos, aunque todavía noto las mejillas ardiendo.
Intento ignorar la mirada curiosa de Harada y la burlona
de Li Yan cuando salgo de la habitación y atravieso el
pasillo para acercarme a ella.
Hago lo imposible para no mirar a Arashi.
—¿Nos vamos? —le pregunto a mi amiga.
—¿A qué viene tanta prisa ahora? —me pregunta, antes
de guiñarme un ojo. Yo la fulmino con la mirada y escucho
cómo algo se cae en el dormitorio de ella y la voz de
Harada se eleva para quejarse de la torpeza de Arashi.
Por fin, bajamos las escaleras y llegamos a la calle,
saturadas de personas vestidas con yukatas y de la música
que escapa desde los altavoces que han colocado en las
calles principales y llegan hasta nosotros. No hace tanto
calor, pero yo no tardo en sacar el pequeño pai-pai de mi
bolso a juego con el yukata, para abanicarme.
El aire tiene un perfume diferente. Huele a verano y a
algo más. A lo que olía aquella noche que mi padre nos
comunicó unas noticias que no esperábamos a Taiga, a
Yoko-san y a mí.
A lo que olía ese once de marzo de hace más de cinco
años.
Huele a cambios.
FESTIVAL
21 de julio de 2016

C aminar ahora por el barrio de Gion es como estar en


el cielo rodeada de fuegos artificiales. Los rojos, los
dorados, los naranjas y los amarillos me ciegan, y se
mezclan con los colores pasteles de las mujeres en yukata y
las tonalidades oscuras que visten los hombres.
Realmente, el Festival de Gion dura todo julio y, aunque el
día más famoso de la celebración ya ha pasado, cuando se
pasean por las calles diversas carrozas y hay largos
desfiles, prefiero las noches en las que las carrozas están
expuestas en las calles, el calor ha descendido y los puestos
callejeros que venden desde recuerdos hasta comida y
bebida no dejan de trabajar.
Aunque todos se han abarrotado de okonomiyaki y
yakisoba, pululamos entre los puestos buscando algo de
postre. Yo, al contrario de mis amigos, casi no he podido
probar bocado. Desde que Arashi me puso el obi, el
estómago se me ha cerrado, y no precisamente porque me
lo haya apretado demasiado.
Mi corazón no ha desacelerado su ritmo y lo siento
bambolear cada vez que atravesamos una multitud y la
gente nos aprieta. Las mariposas ya no revolotean en mi
estómago, parece que me van a devorar desde el interior.
Yo niego con la cabeza cuando Harada y Li Yan se acercan
a un puesto de helados de hielo, y me quedo junto a Arashi
esperando que vuelvan, inmersos en un incómodo silencio,
aunque a nuestro alrededor flotan las risas, las
conversaciones y la música que escapa de los altavoces
colocados cada pocos metros. Pero, de pronto, un olor
dulce y penetrante nos hace girar la cabeza.
Al lado del puesto de helados hay otro donde un par de
mujeres venden meronpan calientes, rellenos de helado. El
estómago se me abre de pronto y comienza a rugir como si
no lo hubiera alimentado en días.
—¿Quieres uno?
—Claro —asiento sin pensar.
No hay cola, así que Arashi no tarda en pedir uno relleno
de helado de matcha y yo uno de vainilla, idéntico al que
pedí en el último festival de verano al que acudí en Miako.
Estoy buscando mi monedero en el bolso, cuando él coloca
una mano sobre la mía y la aparta.
—No te preocupes —dice con esa sonrisa tímida tan suya.
Desvío la mirada y muerdo el meronpan. La mezcla de
calor y frío, de la textura crujiente, suave y densa, me
explota en la lengua y me hace imaginar que estoy de
nuevo en el paseo marítimo de Miako, aunque en esta
ocasión no tengo doce años. Arashi también está presente,
formando parte del recuerdo.
—No tendrías que haberlo hecho —farfullo, mientras
regresamos junto a Harada y a Li Yan, que ya tienen sus
helados.
—Lo sé —contesta él, antes de encogerse de hombros y
esbozar de nuevo esa sonrisa en la que me obligo no
perderme. Alza el meronpan en mi dirección y lo roza
ligeramente con el mío, como si estuviéramos brindando
con dos pequeños vasos de sake—. Kampai! Es mi favorito.
En vez de decirle que ese dulce me recuerda de una
manera absurda a él, contesto:
—El mío también.
Avanzamos los cuatro, pero la multitud se agolpa cuando
pasamos junto a una enorme carroza repleta de farolillos
encendidos. Con el dulce a medio comer, estoy a punto de
manchar de helado a una chica que pasa a mi lado, con un
yukata particularmente llamativo, repleto de mariposas y
flores de cerezo.
—Gomen.
Lo digo en voz baja, pero la chica reacciona como si le
hubiera gritado en plena cara. Se detiene de golpe y el
joven que va a su lado también. Alzo la vista y de pronto me
encuentro con la mirada sorprendida de Kaito. Con ese pelo
engominado, las cadenas plateadas y la camisa demasiado
abierta, parece el representante perfecto de los tópicos de
la yakuza; la gente que pasa a su lado se aparta un poco.
Pero mis ojos no se quedan quietos en él y siguen de largo.
No tenía ni idea de que Kaito tuviera novia, así que se me
escapa una sonrisa burlona sabiendo que acabo de
encontrar algo con lo que hacerlo rabiar. Pero cuando mis
pupilas se cruzan con las de la chica del precioso yukata,
palidezco.
Han pasado más de cinco años, pero reconocería su
rostro en cualquier parte. Su largo pelo liso y de color
ébano, ese rostro ovalado que muchas y muchos se mueren
por tener, y sus ojos almendrados, siempre con un dejo
orgulloso. Sus labios gruesos y ligeramente retorcidos,
como si estuviera riéndose de una broma interna. Solo que
ahora no parece reírse de ninguna y está tan paralizada
como yo.
Mizu.
La última vez que la vi fue durante mi último día de curso,
el diez de marzo de hace varios años, cuando nos
abrazamos llorando y nos prometimos escribirnos cartas.
Una promesa que ella mantuvo y que yo fui incapaz de
cumplir.
—Cuánto tiempo, Nami-chan.
Su tono es afilado, como su mirada. Y, a pesar del calor
que flota en la noche, de los cuerpos que se aprietan, el frío
me aguijonea hasta la médula. Intento pensar en algo que
decir, pero soy incapaz de pronunciar palabra.
Me gustaría pedirle perdón, explicarle por qué empecé a
ignorarla desde aquel once de marzo, pero todo suena tan
ridículo, tan apabullante en mi cabeza, que no lo soporto.
Le doy la espalda y empujo a Li Yan y a Harada, que son
los que están más cerca de mí. Parece que hay más gente
que nunca a mi alrededor. Incluso, de soslayo, me parece
ver atrapado el pequeño cuerpecillo de Amane, la figura
delicada de Yoko-san y la espigada de la profesora Hanon.
Arashi me llama por mi nombre, pero yo no puedo mirarlo.
Simplemente, les doy la espalda a todos y hago lo que
siempre he hecho con todo lo que tiene relación con Miako.
Huir.
Clavo codos y doy puntapiés a quién se interpone en mi
camino, sin importarme de quién se trate. Soy consciente
de que se alzan gritos a mi alrededor, pero eso no hace que
me detenga. Atravieso parte de las calles de Gion sin
pensar a dónde me dirijo. Solo necesito respirar, porque me
estoy ahogando.
No sé cuánto tiempo transcurre, qué zonas atravieso,
pero de pronto me percato de que mis sandalias están
pisando una zona más terrosa y de que el silencio es ahora
el que me rodea.
Miro en torno a mí, confundida, tratando de recuperar el
aliento.
Estoy en una zona del Parque Maruyama. No hay nadie,
ya que todos pasean por las calles de Gion, disfrutando del
festival nocturno. Los árboles están empapados en tinta
negra, y parecen inclinarse de un lado a otro, como
hicieron aquella noche en el último festival de verano que
vivió Miako antes de quedar destrozado por el océano. Los
grillos cantan, escondidos entre los matorrales y las briznas
de hierba, y por encima de algunas copas, veo asomar los
tejados iluminados del Santuario Yasaka.
Cerca de mí, hay varias luciérnagas que flotan en el aire.
Sus luces entre esmeraldas y doradas hacen palidecer mis
manos convertidas en puños. Ahora mismo soy una yurei,
un fantasma.
De pronto, escucho pasos acelerados detrás de mí. Me
vuelvo y observo a Arashi, que camina hasta detenerse a
poca distancia. Está ruborizado y empapado de calor por la
carrera.
—Les he dicho a Harada y a Li Yan que te encontrabas
mal, pero que luego regresarías.
Extiende una mano para apoyarla en mi hombro, pero yo
retrocedo un paso. De pronto, siento un miedo atroz. El
rostro ruborizado de Arashi se contrae por una pequeña
mueca de dolor.
La quietud en el aire desaparece y siento un ligero
temblor bajo mis pies, acompañado de un susurro sutil pero
continuo. Me acuerdo de ese río subterráneo que corre
supuestamente bajo el parque y el Santuario Yasaka, y me
estremezco.
—Lo siento —digo, antes de que él diga algo más—. No
debería haber huido así.
—¿Quién era esa chica? —me pregunta Arashi, con
delicadeza.
Una parte de mí no quiere hablar de nada. Una parte de
mí sigue ahogándose, pero la otra lleva mucho tiempo
asfixiada por no haber hablado.
—Mizu. Una de mis mejores amigas cuando vivía en
Miako —respondo, la voz quema tanto como el hielo cuando
escapa de mi garganta. Él guarda silencio, no me pide que
prosiga, pero las palabras siguen escapando, como un
vómito—. Me… me obligué a olvidarme de ella cuando todo
pasó. No podía mantener el contacto, porque hacerlo
habría supuesto recordar todo lo que había vivido y lo que
ya no existía. Y era demasiado doloroso. Era mejor fingir
que nunca había ocurrido.
Arashi alza una mano y la aprieta contra sus labios. La
tristeza le desgarra la expresión.
—Sé… sé que no lo hice bien, que no podré disculparme
nunca lo suficiente. Pero cada vez que recuerdo Miako,
cada vez que recuerdo a la gente… —La humedad en el aire
se multiplica a cada segundo que transcurre, casi se hace
irrespirable—. No es solo lo que siento. Ocurren cosas
extrañas, veo… —Me detengo y trago saliva. Atisbo algo
por el rabillo del ojo, pero no vuelvo la cabeza hacia ese
espacio que debería estar vacío y que, sin embargo, no lo
está—. Veo a personas que ya no están aquí.
La voz se me entrecorta y varias lágrimas se escapan por
mis mejillas. Solo son unas pocas, pero son realmente las
primeras que derramo por todo lo que pasó aquel día. Cae
una tras otra, con cuentagotas. Mis ojos son demasiado
pequeños para dejar escapar el océano que llevo en mi
interior.
—Nami —dice entonces Arashi, dando un paso adelante.
El tono de su voz ha cambiado—. Tengo… tengo que decirte
algo.
De pronto, las lágrimas se me cortan y toda esa agua que
cargo por dentro crece un poco más, asfixiándome de
nuevo. Levanto la barbilla para enfrentarme a él, que tiene
la mandíbula tensa y la mirada clavada en algún lugar a mi
espalda, como si también pudiera ver todos los fantasmas
que me acompañan.
—¿Qué? —Recorto la poca distancia que nos separa y me
quedo a apenas unos centímetros de él, con la misma
proximidad que compartimos hace solo unas horas. Pero ya
no siento esa tibieza reconfortante por su cercanía, solo
frío—. ¿Qué quieres decirme?
Arashi traga saliva una, dos, tres veces, y parece
necesitar toda su fuerza de voluntad para mirarme a los
ojos.
—¿Recuerdas el primer día de clase, cuando me viste en
el 7Eleven? Creías que te estaba siguiendo. —Asiento,
confundida, aunque un terror inexplicable está empezando
a carcomerme desde dentro—. Tenías razón. Te estaba
siguiendo.
Doy un paso atrás, todavía más desconcertada. El mundo
se quiebra un poco bajo mis pies.
—¿Cómo? —musito.
—No es algo que suela hacer —se apresura a añadir, con
una mínima sonrisa. Creo que intenta tranquilizarme, pero
todo me parece una broma de mal gusto—. Pero cuando te
vi entrar en clase te… te reconocí. Estuve mirándote todo el
día, sé que lo notaste, pero no podía evitarlo. Por eso fui
detrás de ti después de clases; necesitaba… cerciorarme.
Estar seguro de que no estaba soñando.
El miedo pierde un poco la batalla y un ramalazo de
enfado me sacude. Las luciérnagas han desaparecido y el
rugido y el temblor que siento bajo mis pies parece
incrementarse a cada segundo que pasa. Incluso el
ambiente comienza a revolverse. Ya no es a humedad a lo
que huele; apesta a tormenta.
—¿De qué diablos estás hablando? —siseo.
—Li Yan te contó mi historia. Te dijo que el día del
terremoto y del tsunami estaba en Miako. Y era verdad. Yo
acompañaba a mis padres y a mi hermano pequeño. —No
puedo asentir, siento los músculos y los huesos tan rígidos
que sé que, si intentase doblarlos, los rompería en dos—.
Mucha gente se preguntó cómo fue posible que
sobreviviera después de que casi toda mi familia hubiera
perecido. Pero fue por una razón. Por ti.
Doy otro paso atrás y me tambaleo un poco. Me
sorprende cómo los ojos de Arashi no se apartan de los
míos. Jamás me han desafiado de esa manera. Sus pupilas
parecen absorberme la sangre de las venas.
—No te entiendo —mascullo.
Quiero salir corriendo, pero es como si las manos
invisibles de Amane, de Yoko-san, de la profesora Hanon,
me sujetaran de los brazos y de los hombros, y me
impidieran moverme, obligándome a enfrentarme a esas
palabras.
—Ese día, en Miako, te vi. No eras una niña de doce años
como yo. Te vi de la misma forma en la que te veo ahora.
Con un uniforme de sacerdotisa y con el pelo algo más
largo. Pero eras tú. Sin duda.
Un trueno resuena por encima de nuestras cabezas, el
aviso de una tormenta de verano, seguido de un relámpago
que ilumina todo de golpe, de la misma forma en que los
fuegos artificiales revelaron cosas que no quería ver en
aquel festival de verano en Miako. Sin embargo, ninguno de
los dos levantamos la mirada al cielo.
—Eso es…
—Si me hubiera quedado junto a mis padres, me habría
ahogado. Tú lo sabías, así que te acercaste a mí y me dijiste
a dónde debía ir.
—Cuando sucedió el terremoto, yo estaba en el coche, con
mi padre y mi hermano Taiga —digo con voz débil—. Ya
estaba a kilómetros de Miako.
Buceo en los ojos de Arashi y, aunque sea cruel, espero
encontrar alguna pista que me indique que todo esto es una
broma, que solo quiere hacerme daño, aunque no entienda
por qué. Pero por mucho que hurgo y hurgo, no veo más
que verdad.
—Mis padres creían que eras una desquiciada, intentaron
alejarte de mí. Yo me asusté. Pero entonces me contaste un
secreto, algo que solo sabía yo, algo que nunca le había
contado a nadie. —Arashi avanza hacia mí, pero yo me alejo
los mismos pasos que él recorre, sin dejar de negar una y
otra vez—. Entonces supe que lo que decías, aunque
pareciera imposible, era verdad. Y eso me salvó la vida.
Suelto el aire de golpe y otro trueno restalla en el cielo.
Parece como si toda esa fuerza brotara realmente de mis
pulmones. Lo que dice Arashi no tiene ningún sentido, pero
él lo cree de verdad, lo cuenta como un recuerdo muy
vívido.
Pero eso es imposible, imposible, imposible.
Cuando me enteré de todo lo que había pasado hace cinco
años, cuando llegamos a Kioto, odié a mi padre por aquella
mudanza, odié no haberme decidido a quedarme un día
más, odié no haber sufrido todo lo que Miako sufrió.
Estoy sumergiéndome en una espiral oscura. Lo sé.
Debería dar marcha atrás, alejarme de ella, antes de que se
interne más en mí y me destroce por dentro. Pero no es
fácil hacerlo. Una vez que empiezo a recordar, no es fácil
dar marcha atrás.
Y me ahogo. No es agua, pero es algo similar lo que se
mete en mi boca, en mi garganta, en mis pulmones,
arrebatándome todo el aire. El simple hecho de imaginar
que algo así fue lo que sintieron mis antiguos compañeros
de clase, casi me hace vomitar. Y de pronto, siento algo
parecido a aquel día en la autovía junto a mi padre y a mi
hermano.
Parpadeo, y me encuentro en mitad de un pasillo de mi
antiguo colegio de primaria, siendo arrastrada por el agua.
Parpadeo, y estoy flotando en ese extraño abismo infinito
lleno de agua.
Parpadeo, y me veo a mí misma con doce años, empapada
y llorando, tumbada sobre el asfalto.
Parpadeo.
Parpadeo.
Parpadeo.
Me llevo las manos a la cabeza, mareada, y Arashi avanza
un nuevo paso hacia mí, con la mano extendida.
—¡No me toques! —grito.
Y como si mi voz hubiese dado una orden, el cielo se abre
y una lluvia intensa cae sobre nosotros. Todo lo que llueve
durante el mes de junio se concentra solo en este momento,
solo en este parque, solo sobre nosotros.
Escucho cómo Arashi suelta una exclamación. Casi no
puedo verlo, la cortina de agua es demasiado espesa, pero
tampoco es algo que quiero. No quiero ver a nadie. Ahora
que no siento las manos de los muertos sobre mí, me doy la
vuelta y salgo huyendo.
Antes de que nos dieran las vacaciones, tuve, como todos
mis compañeros, una sesión de orientación con el profesor
Nagano sobre el futuro y el acceso a la universidad.
Mientras corro, desesperada, con el corazón golpeando
contra mi pecho como las olas sacuden la arena, recuerdo
nuestra corta conversación. Él, después de haber echado
un vistazo a mis notas mediocres, me preguntó qué era lo
que mejor se me daba. Yo me encogí de hombros, pero esa
no fue una respuesta sincera.
Soy una experta en huir, profesor Nagano, pienso,
mientras la lluvia me abandona y la noche parece hacerse
más oscura. Es algo que a mi familia y a mí siempre se nos
ha dado genial.
QUINTA OLA
21 de julio de 2010

E l paseo marítimo de Miako se había convertido en un


sueño de farolillos y estrellas. Estaba repleto de
puestos de comida; desde takoyaki que te quemaban la
lengua porque nunca esperabas lo suficiente para
probarlos, pasando por yakisoba o brochetas de todas
clases, hasta meronpan crujientes y tibios, rellenos de
helado.
En ese momento, yo sostenía uno mientras nos
encaminábamos hacia la playa, donde comenzarían dentro
de muy poco los fuegos artificiales. La masa del meronpan
crujió cuando la mordí, pero el helado de vainilla inundó de
sabor mi lengua y me hizo dar saltos de alegría.
—¿Te gusta? —me preguntó mi padre con una sonrisa.
—Muchas gracias por habernos invitado, Tendo-san —dijo
Amane, mientras le daba un mordisco al que compartía con
Mizu. Ella asintió para corroborar sus palabras, y todos los
adornos que llevaba en la cabeza tintinearon y
resplandecieron. Lucía tantas peinetas que parecía una
pequeña geisha sacada de postales antiguas.
—Sí, has sido muy amable —añadió Yoko-san, que se
había terminado el suyo hacía apenas unos segundos—.
Gracias por haberme invitado.
—No podías quedarte en casa y perderte este festival —
contestó mi padre, con esa sonrisa que siempre arrugaba
su cara.
Los farolillos y los puestos que decoraban el paseo
marítimo formaban un camino luminoso que finalizaba a los
pies de la arena, donde ya mucha gente había extendido
toallas y esterillas para sentarse a esperar el espectáculo.
Nosotros buscamos un lugar muy cerca de la orilla y mi
padre y Yoko-san se dejaron caer en él. Amane y Mizu
empezaron a perseguirse, levantando algo de arena a su
alrededor. No pude evitar que se me escapara una sonrisa
al ver a Amane. Estaba contenta porque sabía que nunca se
encontraría con Kaito; por lo que había oído, se había
marchado a pasar unos días a Kioto, donde vivía uno de sus
tíos.
Mientras las observaba, mis ojos tropezaron de pronto
con una figura que se había adentrado más allá de la orilla.
Vestía un yukata blanco y el agua le llegaba hasta las
rodillas, pero no parecía importarle.
Lo miré con más atención, y me acerqué a él, dejando las
sandalias junto a la esterilla.
—Solo voy a meter los pies —me apresuré a decir, cuando
vi la advertencia en los ojos de mi padre.
—Eres un pececillo, ¿eh, Nami? —me preguntó Yoko-san,
en mitad de una carcajada.
Yo le sonreí y me dirigí hacia la orilla. Como había
prometido, me detuve cuando el agua alcanzó mis tobillos,
aunque me hubiese encantado sumergirme y flotar en las
aguas oscuras.
Me incliné un poco hacia delante y conseguí atisbar el filo
de unas gruesas gafas de pasta. Se me escapó una sonrisa.
—¡Sabía que era usted, Kannushi-san!
El hombre se volvió al escuchar mi voz y me dedicó una
de sus sonrisas arrugadas.
—Los fuegos artificiales se ven bien desde el templo —
contestó mientras alzaba la cabeza hacia el cielo nocturno
—. Pero no hay comparación posible cuando los veo desde
aquí, desde el agua. Y quería verlos una última vez.
Un escalofrío me recorrió la espalda, a pesar de que el
aire que se arremolinaba en torno a mí era tibio y el agua
no estaba fría.
—¿Por qué dice eso? —murmuré.
—Porque soy un viejo. Y los viejos decimos cosas así todo
el tiempo —dijo, con esa sonrisa que parecía sincera.
—Usted no es tan viejo —repliqué, intentando que esa
rara sensación que empapaba mi piel como el agua
desapareciera.
A él se le escapó una carcajada y volvió a mirar al cielo.
—Están a punto de empezar. ¿Sabes que es lo más
extraordinario de los fuegos artificiales? —Como negué en
silencio, él continuó hablando. A pesar de que su voz era
baja, y de que, a mi espalda, la arena estaba repleta de
risas y conversaciones, solo lo escuchaba a él. Su voz ronca
y grave sepultaba todo lo demás—. Que consiguen que solo
fijemos la vista en ellos. Y, durante esos momentos, nadie
mira a su alrededor. Hay quienes dicen que los crearon los
yōkai para distraer a los humanos.
—Esa sí es una historia de viejos —contesté, aunque eché
un vistazo a mi alrededor, esperando ver a alguno a punto
de saltar sobre mí.
—Quién sabe —suspiró con nostalgia—. Existen fronteras
donde termina la civilización y comienza la naturaleza más
salvaje. Nos pueden parecer simples senderos que
atraviesan antiguos bosques, la orilla de alguna playa,
donde el océano arrulla a la tierra, un torii que indica la
entrada a un santuario. Todos esos lugares son grietas
entre el mundo de los humanos… y otra clase de lugar. —
Volvió la cabeza para observarme. Mis pies, medio
enterrados en la arena, eran acariciados cuando las suaves
olas venían y se iban—. En esa clase de fronteras podrías
ver accidentalmente a alguien o algo que no pertenece a tu
mundo.
Fruncí el ceño y separé los labios, pero entonces un
súbito silbido me hizo levantar la cabeza. Una estela cruzó
el cielo negro y, cuando pareció llegar a su punto más alto,
estalló.
Fue como si una estrella se deshiciera en miles de
pedazos. Cientos de fragmentos plateados y dorados
cayeron sobre nosotros y se reflejaron sobre el agua que
estaba en calma. La luz invadió mis pupilas y me dejó sin
palabras, aunque detrás de mí escuché cómo muchos
soltaban gritos y aplausos. Después, otro par de fuegos
artificiales cruzaron el cielo como cometas y estallaron en
cientos de colores. Esta vez no eran estrellas, eran flores de
largos pétalos que se deshacían y parecían caer hacia el
infinito. El océano era un espejo tan claro, que no se sabía
dónde empezaba el cielo y dónde terminaba el suelo.
De pronto, mientras nuevos fuegos estallaban sobre mí,
recordé las palabras de Kannushi-san. Sacudí la cabeza,
como para apartar esa sensación de ensueño que me
embargaba cada vez que un fuego artificial explotaba entre
la luna y las estrellas, y miré a mi alrededor.
Cada vez que los resplandores de colores estallaban, la
noche se convertía en día. Casi parecía el flash de una
cámara. Durante un momento, todo se paralizaba, todo se
hacía visible, para luego sumergirse en la oscuridad. Era
cierto lo que Kannushi-san decía, todos tenían la cabeza
alzada, nadie observaba a su alrededor. Y era extraño,
porque, aunque parecían congelados cada vez que las luces
los iluminaban, el resto del mundo se movía. Los árboles
del paseo marítimo parecían inclinarse en nuestra
dirección, a pesar de que solo una ligera brisa flotaba en el
aire. Las colinas eran más grandes, más oscuras, y daba la
sensación de que me observaban, al igual que yo las
observaba a ellas. Ante un nuevo fuego artificial desvié la
mirada hacia el océano. Casi era imposible distinguirlo
entre tanta oscuridad, pero creí ver a lo lejos varios reflejos
azules, que flotaban por encima de las aguas. Sin embargo,
cuando la oscuridad de la noche regresó, esos destellos
azulados desaparecieron.
El espectáculo estaba a punto de llegar a su fin. Ahora, un
fuego artificial tras otro era lanzado al cielo, y cuando
explotaban, todos se mezclaban entre sí, una composición
de dorados, rosas, rojos, verdes, naranjas, blancos. El
mundo brillaba más que nunca, pero nadie era capaz de
verlo.
Observé a Kannushi-san. Él tampoco tenía la vista alzada
y me miraba a mí. Aunque sonreía, la luz que le llegaba
desde arriba y las arrugas profundas de su cara creaban
una serie de claroscuros en su rostro que le deformaban la
expresión. Seguía metido en esa agua resplandeciente
hasta casi la cadera y la parte de abajo de su yukata flotaba
un poco. Mi vista se me emborronó en el instante en que el
último fuego artificial explotó en el cielo e iluminó el
océano. Entre la tela vi algo que no era piel humana, que ni
siquiera era piel. Escamas. Como las de los dragones. Como
las del dragón del temizuya del Templo Susanji.
—¡Nami!
Lancé un grito cuando unos brazos cayeron sobre mí, y
me volví con tanta brusquedad que estuve a punto de
arrojar a Mizu al agua. Por suerte, Amane la sujetó de los
brazos antes de que cayera hacia atrás.
—Lo… lo siento —me apresuré a decir. Parpadeé varias
veces y conseguí enfocar mi vista de nuevo—. Me has
asustado.
Mizu se encogió de hombros y se enderezó, aunque
Amane continuó con las manos apoyadas en sus hombros,
temiendo que fuera a perder el equilibrio de nuevo.
Escuché la voz de mi padre llamarme por mi nombre,
pero yo lo ignoré y miré a mi alrededor. Kannushi-san ya no
estaba. Era imposible. Tendría que haberlo visto salir del
agua, pero por mucho que busqué por todas partes, no lo
localicé entre la gente que estaba empezando a recoger
todo y a salir de la playa para regresar a sus hogares.
Era como si se hubiese fundido con el agua.
—Nami, ¿a quién buscas? —preguntó Amane, con
curiosidad.
Suspiré y volví la vista hacia mis amigas. Ya no había
luces en el agua. Los árboles parecían de nuevo rígidos y
las colinas ya no me observaban.
—A nadie —mascullé, mientras abandonaba la orilla y me
adentraba en la arena dura—. Supongo que a nadie.
SEGUNDA
PARTE

FANTASMAS
LO QUE
REALMENTE
OCURRIÓ
1 de agosto de 2016

D esde aquella noche, todo se funde en una especie de


neblina espesa y pegajosa, como la temperatura, que
crece hasta ser insoportable.
No veo a Arashi; tampoco a Harada ni a Li Yan, y no
porque no reciba llamadas o mensajes. Tampoco veo a
Kaito en el 7Eleven; la señora Suzuki me comentó que
estaba de vacaciones, así que comparto mis turnos con
Hanae. Él, al contrario que mis amigos, no se molesta en
llamarme o enviarme algún mensaje, a pesar de que todo lo
que ocurrió fue por su culpa. Aunque, bueno, no es algo
que me extrañe. Siempre ha sido un maldito imbécil.
Paso tanto tiempo en casa, que termino mis deberes de
verano antes que nunca, cuando es algo que siempre
dejaba para la última semana.
Cada vez que paso frente a la puerta de Taiga, él da un
par de golpes, pero ahora soy yo la que a veces no contesta.
Mi padre sigue en su burbuja del trabajo, a pesar de que
está de vacaciones. El poco tiempo que está en casa,
aporrea las teclas del portátil o se encierra en su
habitación durante horas. A veces, se deja el teléfono móvil
en la pequeña sala de estar, en silencio, y varias llamadas
perdidas y mensajes llenan su pantalla, pero él nunca
contesta. Eso es algo en lo que nos parecemos
últimamente.
El uno de agosto, Kaito regresa al 7Eleven. Llega más
tarde que yo. Cuando entra en la sala de descanso, ya estoy
vestida. Se detiene, franqueando la puerta con su enorme
cuerpo, y me dedica una sonrisa burlona:
—Vaya, ¿desde cuándo eres tan puntual?
Me saca una cabeza y media, pero de un empujón lo
obligo a hacerse a un lado. Me limito a lanzarle una mirada
torva por encima del hombro.
—Date prisa y cámbiate. Hanae ya ha terminado su turno.
Él arquea las cejas, sorprendido, y me sigue con la mirada
hasta que cierro de un puntapié la puerta a mi espalda.
—Hoy también estás de buen humor, ¿verdad? —me
pregunta Hanae, mientras abandona la caja y se dirige
hacia mí.
—Lo siento —farfullo, incómoda.
Ella suspira y saca algo del mostrador y me lo arroja. Yo
lo atrapo en el aire. Es un meronpan envasado. Aun así, el
olor dulce me inunda las fosas nasales y recuerdo a la vez
Miako y el festival de Gion, y la forma en que Arashi rozó
su dulce con el mío mientras exclamaba: Kampai!
—Necesitas azúcar para sonreír más —me dice en el
momento en que la puerta de la sala de descanso se abre a
mi espalda y Kaito sale tras ella, ya cambiado—. En fin, me
voy ya. ¡Hasta el lunes!
Yo guardo el meronpan en mi taquilla y, después, Kaito y
yo nos despedimos de ella. Cuando las puertas automáticas
se cierran a su espalda, nos quedamos solos y en silencio.
—Oye… —comienza él.
—Voy a reponer —lo interrumpo.
Abandono la caja y me interno en los pasillos, aunque
Kaito no se da por vencido y me sigue.
—Hanae ha debido reponer antes.
—Me da igual —replico.
Kaito pone los ojos en blanco y, con una habilidad
asombrosa a pesar del enorme cuerpo que tiene, me sortea
y se coloca frente a mí, cortándome el paso.
—¿Por qué estás enfadada conmigo? —Esta vez soy yo la
que alza la mirada al techo. El muy idiota habla en serio.
—No es que esté enfadada contigo. Me caes mal, siempre
me has caído mal.
Intento sortearlo, pero él extiende los brazos como un
luchador de sumo que se está preparando para abalanzarse
sobre mí.
—Eso no es verdad. Al menos, no del todo. —Una de sus
gruesas cejas esboza un arco perfecto—. Es por Mizu,
¿verdad?
Yo aparto la mirada y aprieto tanto los dientes que no sé
cómo no los hago añicos en la boca.
—¿Qué querías que hiciera? Ella fue la que me llamó y la
que me dijo que estaba de visita en Kioto con sus padres.
Le dije que trabajabas conmigo y pregunté si quería que te
avisara, para que pudiéramos estar los tres juntos. ¿Y sabes
lo que contestó? Que no me molestara en hacerlo, que ella
sabía que no ibas a venir.
Me cruzo de brazos y me aprieto la boca del estómago
con ellos, como si así pudiera unir los pedazos en los que
me estoy partiendo poco a poco.
—¿Por qué me parece que me estás echando algo en
cara? —siseo.
—¡Porque no lo entiendo! —exclama, y su voz resuena por
todo el lugar. Un cliente trajeado que acaba de entrar nos
echa un vistazo, da la vuelta y sale con premura—. Ella me
contó que te había mandado cartas durante años, que
intentó ponerse en contacto contigo, pero tú nunca le
respondiste. ¡Era una de tus mejores amigas!
Giro la cabeza para no ver su semblante. Me gustaría que
estuviera enfadado o que esbozara su antigua expresión de
superioridad y burla, la que siempre tenía cuando
compartíamos clase, y no esa pena que parece de verdad.
Mis pupilas se clavan en una botella de refresco, en las
burbujas que comienzan a ascender, como si alguien lo
acabara de agitar con violencia.
—No es de tu incumbencia —digo muy despacio, con la
voz ronca.
—Si Amane estuviera viva no…
—¡No te atrevas a mencionarla! —aúllo.
En ese instante, el tapón del refresco sale disparado, y el
contenido transparente brota sin control por el cuello de la
botella, empapando los cartones de zumo y leche que hay
debajo. Kaito ahoga una palabrota y corre para cubrir el
refresco con sus propias manos, pero el chorro que escapa
tiene demasiada fuerza, y acaba en el suelo y sobre su
ropa.
—Traeré unos trapos —digo con el corazón latiendo con
frenesí y la mirada todavía quieta en la botella de refresco,
ahora vacía por completo. Sin embargo, apenas doy dos
pasos antes de que la voz de Kaito regrese hasta mí, más
calmada y fría:
—Yo también tengo derecho a hablar de ella; era mi
compañera de clase.
Me detengo de golpe, con los brazos estirados y tensos a
ambos lados de mi tronco, y le contesto sin mirarlo:
—Pero yo no quiero escuchar ni una sola palabra.
—Pues algún día tendrás que hacerlo, Nami —replica y,
de nuevo, esa extraña tristeza se cuela entre sus sílabas—.
Porque, si no, te vas a volver loca.
Estiro los labios y de ellos se escapa un pequeño bufido.
—Ya lo estoy, baka. —Y miro de soslayo para ver el charco
de refresco que casi alcanza mis zapatos.
No intercambiamos palabra durante el resto del turno; de
todas formas, apenas tenemos tiempo. Después de nuestra
discusión, los clientes empiezan a entrar unos tras otros.
Los minutos transcurren con rapidez y, cuando miro por
primera vez al reloj, es casi la hora de terminar. Suspiro y
me despido de un cliente; al momento, otro da un paso
adelante y deposita su cesta de plástico sobre el mostrador.
A apenas metro y medio de distancia, Kaito hace lo mismo
con otro que se encuentra en una fila paralela.
Saco un refresco de fresa de la cesta y lo paso por el
escáner.
—No necesito bolsa —dice una voz frente a mí.
Levanto la mirada con brusquedad y mi mano queda
sostenida en el aire, con la lata entre los dedos. Frente a
mí, sin el uniforme de mi antigua academia, se encuentra
Keiko. Sus ojos se hunden en los míos, aunque tengo la
sensación de que lleva tiempo observándome.
Está prácticamente igual a ese último día que la vi. El
pelo algo más corto, los pómulos un poco más marcados. Su
nariz pequeña, antes perfecta, está ligeramente torcida en
el tabique y tiene un pequeño bulto antes de llegar al final.
La cicatriz es apenas una línea rosada en su piel blanca.
—Hola —dice, al ver que no reacciono.
Hago una mínima reverencia y carraspeo con tanta fuerza
que atraigo la atención de Kaito y de los dos hombres que
hacen fila tras él. Por desgracia, no hay nadie tras Keiko, y
ella no parece tener prisa.
—Son ciento veinte yenes —digo; las palabras son trozos
de lija que arañan mi garganta
—No sabía que habías dejado el instituto —observa, sin
tomar la lata de refresco que he dejado frente a ella.
—No lo he dejado —replico de inmediato—. Esto es solo
un trabajo a tiempo parcial.
—Ya veo.
Con una lentitud premeditada, busca en su pequeño
bolso, extrae una cartera y saca un par de monedas de yen
que deposita sobre la pequeña bandeja de plástico.
Mientras tecleo la cantidad en la caja, ella respira hondo y
vuelve a hablar.
—Ese día… yo no quería seguirte. Pero ellas insistieron
hasta que te perdimos de vista. —Sacudo la cabeza como
respuesta y le dejo los ochenta yenes del cambio sobre la
pequeña bandeja. Keiko no los toca. Resopla con tanta
fuerza que el flequillo vuela sobre sus ojos y vela su mirada
—. ¿No vas a decir nada?
—¿Y qué quieres que te diga, Keiko? —le respondo en voz
baja pero crispada—. Ya me disculpé decenas de veces en
el despacho de la directora.
—Yo no quería una disculpa, quería saber por qué me
rompiste la nariz a golpes —contesta, con voz
suficientemente alta como para que tanto a Kaito como al
cliente al que está atendiendo le lleguen sus palabras. Un
escalofrío me recorre y me obligo a mantenerme erguida—.
Tú no te viste como yo te vi.
Frunzo el ceño cuando recuerdo el día en que sucedió el
incidente. No es que tuviera muchos amigos, pero nadie
volvió a hablarme. Eso sí, los cuchicheos me persiguieron
hasta el día en que pisé la academia por última vez, con mi
padre a mi lado. «Parecía un yōkai». «¿Viste su cara? ¿Su
pelo?». «Sus manos parecían garras». Mi padre también
escuchó alguno de los susurros y se limitó a decir: «Qué
tontería».
—Me empujaste —la interrumpo, antes de que diga nada
más. El cliente de Kaito ya se ha ido, y aunque él finge
estar ocupado con la caja, sé que nos escucha—. Conocías
el problema que tenía con el agua…
—En primer lugar, nunca quise arrojarte a la piscina. Ni
siquiera quería hacerte una zancadilla. Pero una de las
chicas me empujó y perdí un poco el equilibrio. Si me lo
hubieras preguntado, te lo habría explicado. Pero no me
diste la oportunidad —replica, muy seria. Sus dedos
agarran con mucha fuerza la lata de refresco y el metal
cruje entre ellos—. Y en segundo, sí, sabía que fingías estar
enferma cuando en clase de educación física tocaba estar
en la piscina. Sabía también que todo eso estaba
relacionado con Miako, el terremoto y el tsunami. —Me
echo hacia atrás abruptamente. Esas tres palabras son tres
bofetadas rabiosas. Keiko, sin embargo, no se detiene, y
sigue hablando, implacable—. Sé que tienes problemas,
pero yo no me merezco que los pagues conmigo.
Con brusquedad, recoge los ochenta yenes de la vuelta y
los mete dentro de su monedero. Mientras guarda todo en
el bolso, añade, mirando con fijeza mi cara pálida:
—Espero que no nos volvamos a encontrar otra vez,
Tendo. Si me ves por la calle, no me saludes, por favor. —
Está a punto de darse la vuelta y marcharse, pero se
detiene y vuelve a mirarme. Su ceño sigue fruncido—. Al
menos, me alegro de que hayas arreglado algo.
—¿Arreglado? —repito, casi sin voz.
—Tu problema con el agua. Cuando lo has mencionado, lo
has hecho en pasado. —Esta vez sí me da la espalda y
camina con firmeza en dirección a las puertas automáticas,
que se abren a su paso—. Espero que soluciones todo lo
demás.
Cuando las puertas se unen con suavidad, yo sigo en la
misma posición, con los ojos muy abiertos, sin ser capaz de
respirar, aunque por primera vez, no siento que me ahogo.
Kaito está apoyado en la pared con los brazos cruzados, a
un metro de mí, y me observa de soslayo. Todos los clientes
se han ido.
Con lentitud, pero sin que pueda hacer nada por evitarlo,
mis ojos se llenan de lágrimas, tal y como se llena la arena
cuando la marea crece. Respiro profundamente, hincho los
pulmones más de lo que parece posible y me llevo las
manos a la cara. Y de pronto, comienzo a llorar. No lo hago
en silencio; lloro con desesperación, de una forma que no
recuerdo. Jamás he llorado así, sin contenerme,
balbuceando y gimiendo mientras las lágrimas caen, caen y
caen, y son demasiadas como para que pueda apartarlas
con mis manos.
Escucho el suspiro de Kaito a mi izquierda, y de pronto,
siento su mano sobre mi hombro. No es un abrazo, pero su
mano es grande y está cálida, y aunque me consuela, solo
hace que llore más y más. En el estante de las bebidas
frías, un par de refrescos explotan y el líquido se vuelve a
derramar por el suelo que limpiamos hace no tanto, pero él
se mantiene a mi lado. Chasca la lengua con algo que
parece fastidio y saca de su bolsillo un pañuelo de tela que
me entrega antes de señalarse su propia nariz.
Asiento con el rostro hinchado y amoratado, y me sueno
la nariz con fuerza. Cuando se lo devuelvo, él hace una
mueca y sacude la cabeza.
Su mano sigue en mi espalda y no se aparta, a pesar de
todos los minutos que pasan. Por algún motivo, no entra ni
un solo cliente.
—Al principio, yo lloraba mucho. En serio, era increíble. A
veces creía que me iba a deshidratar —dice, cuando mis
sollozos se transforman por fin en pequeños hipidos—. No…
no entendí lo que ocurrió. Y no me refiero al terremoto o al
tsunami. Me refiero a Amane.
Giro un poco la cabeza para observarlo.
—¿A… Amane? —balbuceo.
—Un día te contaré la historia y lo que significó para mí.
Pero no hoy, no quiero que inundes el local con tantas
lágrimas —responde, con una pequeña sonrisa que suaviza
durante un momento sus rasgos duros—. Además,
deberíamos limpiar el pasillo de nuevo antes de que
termine el turno. Tendremos que decirle a la señora Suzuki
que algunos de los refrescos han venido en mal estado…
Cabecea y se separa por fin de mí; supongo que se dirige
hacia el cuarto de descanso en busca de algo para limpiar.
Sin embargo, antes de que llegue a la puerta, comento,
todavía con la voz algo tomada por el llanto:
—¿Por qué guardas un pañuelo de tela? —Mis labios
esbozan una temblorosa sonrisa de burla—. Sabes que eso
es algo que solo hacen los viejos, ¿verdad?
Él se da la vuelta en redondo y mira fijamente mi frágil
expresión antes de levantar los brazos por encima de su
cabeza.
—Es por el calor, ¿vale? Hace un calor infernal de camino
aquí.
Aprieto los labios para que no se me escape una
carcajada.
—Claro, claro, lo entiendo. Solo es un comentario. Me
gusta el estampado —añado, mientras lo pliego con cuidado
y lo guardo en el bolsillo de mi pantalón—. Las flores de
cerezo hacen juego con tus botas militares.
—No son flores de cerezo, son rosas, ¡rosas! —subraya,
exasperado—. ¿Cómo no puedes distinguirlas?
Me da la espalda, pero sé que sus labios están haciendo el
mismo esfuerzo que los míos para no echarse a reír.
Apenas media hora después, salgo del 7Eleven para
volver a casa. Kaito me insta a irme porque dice que no me
soporta más, pero sé que es para que el chico que entra en
el turno de noche no vea mi cara hinchada y mi mirada
vidriosa. Estoy cansada, noto los ojos cargados, pero
camino más ligera.
Avanzo con tanta rapidez que llego a mi calle apenas diez
minutos después. Mientras me dirijo al portal, veo que hay
dos personas en el interior del pequeño templo anexionado
a mi edificio. Deben ser dos turistas curiosos que no han
visto muchos templos como ese; el chico no deja de sacudir
el cascabel con insistencia.
Pero cuando escuchan mis pasos, se vuelven los dos, y yo
descubro que no son turistas.
Se trata de Li Yan y de Harada.
AMIGOS
1 de agosto de 2016

H arada, Li Yan y yo nos quedamos paralizados en


nuestro lugar. Él ha dejado de agitar el cascabel,
pero este sigue sonando unos segundos más, antes de que
el silencio nos envuelva.
—Venimos en son de paz —dice Harada, con las manos
alzadas en un ademán ceremonioso. Li Yan lo fulmina con la
mirada y le propina un codazo nada disimulado.
Salen del templete y se acercan a mí, que sigo quieta en
mitad de la calle. Antes de decir nada más, Li Yan saca de
la pequeña mochila que lleva consigo algo envuelto y que
gotea. Me lo entrega casi de forma ceremonial, con la
espalda completamente doblada.
Cuando lo sostengo con mis propias manos, me doy
cuenta de que es un meronpan relleno de helado. Está
derretido y es de matcha, el sabor que menos me gusta,
pero aun así lo saco de la envoltura y le doy un mordisco.
No le digo nada de que tengo otro guardado en la bolsa de
tela que Hanae me regaló antes de empezar el turno.
—Gracias —murmuro.
—¿Hay algún lugar cerca donde podamos hablar
tranquilos? —pregunta Li Yan, a pesar de que estoy segura
de que conoce varios, pero prefiere que sea yo la que elija.
Dudo durante un instante, y en mi cabeza aparece la
imagen del Parque Maruyama y del Santuario Yasaka, y
tengo la estúpida fantasía de que, si fuéramos allí,
podríamos ver a Arashi. Pero casi al instante desisto; si él
también quisiera hablar conmigo, habría venido con ellos.
—El paseo junto al río Kamo —sugiero—. Ahora no habrá
mucha gente.
El camino hacia allí es incómodo y silencioso, a pesar de
que la calle Shijo, la principal que tomamos para llegar
hasta nuestro destino, está repleta de coches y personas,
que parecen hablar y reírse más alto que nunca. En los
quince minutos que tardamos en llegar hasta el puente y
bajar por las escaleras metálicas hasta la ribera del río, me
termino el meronpan con helado. Acabo con las manos
pegajosas, pero no me importa.
Como ha anochecido, no hay muchas personas por la
ribera, solo algunas parejas desperdigadas aquí y allá,
sentadas bajo unos árboles de cerezo a los que les quedan
muchos meses para florecer. Nosotros tres bajamos la
pendiente inclinada y nos sentamos muy cerca del agua. Si
extendiera las piernas, podría rozar la orilla con los dedos
de los pies.
—Queríamos… —comienza Li Yan, pero yo la interrumpo.
—Lo siento —digo, antes de obligarme a mirar a ambos a
los ojos—. No debería haber salido huyendo de esa manera.
Vosotros no teníais la culpa de nada. Nadie tiene la culpa
de nada —añado, para mí misma—. No sé si Arashi os llegó
a contar algo…
Li Yan y Harada me escuchan con atención e
intercambian una mirada antes de que él se aclare la
garganta.
—Bueno, es Arashi… cuando éramos muy pequeños, tardé
meses en sacarle cuál era su juguete favorito.
Se me escapa una pequeña carcajada, aunque los ojos de
Harada permanecen serios, con una expresión que no le he
visto nunca.
—Y tardó mucho más en contarme lo que le ocurrió ese
once de marzo en Miako.
Trago saliva y Li Yan se estremece. Su mano repta hasta
la mía y me la aprieta con suavidad.
—Él dice que me vio. Que yo lo salvé. Impedí que se
ahogara —murmuro, sin fuerzas. Mi amiga deja escapar un
exabrupto, pero Harada ni siquiera parpadea—. Ese once
de marzo yo tenía doce años recién cumplidos, pero Arashi
me dijo que me vio tal y como soy ahora.
Li Yan suelta algo en chino que no se molesta en traducir,
pero su mano no se separa de la mía. Aprieto los labios y
miro a Harada. Está tan calmado y serio, que no parece él.
Un súbito escalofrío me recorre.
—Él te lo contó —susurro.
—Puede que te parezca una locura y puede que no tenga
ningún sentido, pero sé que Arashi no mentía cuando te
dijo que te vio aquel día —responde, tras unos segundos en
silencio—. Llevo tres años escuchando la historia de la
famosa kami que le salvó la vida.
Trago saliva con dificultad.
—¿Kami? —repito.
—Así fue como te describió. Siempre decía que la chica
que le salvó la vida no era una joven normal, que había algo
más en ella.
—Eso… —comienzo, notando la lengua pesada y seca.
—¡Ahora sé de qué me sonaba tu cara! —exclama de
pronto Li Yan, dando una palmada—. Estaba segura de que
te había visto antes, y no me había equivocado. Vi tu rostro
en un dibujo.
—¿En un dibujo? —repito, con un murmullo.
—No tiene ningún sentido —continúa ella, antes de
asentir con gravedad—. Pero recuerdo la primera vez que
hablé con Arashi, el día que empecé en el Instituto Bunkyo.
Estábamos en la hora de la comida, y al pasar por su lado
me detuve. Estaba haciendo un retrato, y era tan increíble,
que le pregunté si pertenecía al Club de Arte. En ese
retrato aparecías tú —dice, mientras una ligera sensación
de mareo comienza a aguijonearme la cabeza—. Nunca me
contó la historia detrás de ese dibujo, pero ese era el
motivo por el que tu cara me sonaba tanto el día en que te
vi entrar en clase. Aunque luego mencionaste esa tontería
sobre mi pelo y me caíste mal —añade, con una sonrisa
arrugada que pretende rebajar la tensión.
Yo bajo la mirada hasta mis manos, intentando encontrar
algo especial en ellas, pero no hay nada extraño aparte de
unas uñas demasiado mordidas y unos nudillos blancos de
tanto apretarlos.
—¿Nunca han pasado cosas extrañas a tu alrededor? —me
pregunta Li Yan, con suavidad.
Respiro hondo y mi cabeza se llena de un huracán de
imágenes, de palabras y de recuerdos. Sí, claro que habían
pasado cosas extrañas a mi alrededor, sobre todo durante
el último año en Miako. Lo que creí ver en el agua durante
el festival de verano, las palabras de mi hermano Taiga, que
por aquel entonces no comprendía, el propio Yemon, que no
parecía envejecer y siempre encontraba una forma de estar
a mi lado… todo había explotado y a la vez había
desaparecido después de que me derrumbara en mitad de
la autovía. Y después, todo se había mantenido en una
calma relativa hasta que había empezado el nuevo curso en
el Instituto Bunkyo.
No, no exactamente.
Hasta que había conocido a Arashi.
Guardo silencio, aunque mi respiración acelerada hace
eco en medio de él.
—Míralo de esta forma —dice Li Yan, dándome un ligero
empujoncito con el brazo—. Pareces la magical girl de un
manga.
Se me escapa una pequeña carcajada y no puedo evitar
recordar a Mizu y a su antigua obsesión.
—¿Puedes… no sé, separar en dos las aguas con solo alzar
las manos? —me pregunta Harada, inclinándose hacia mí
con los ojos muy abiertos.
—Pues claro que no, baka —replico.
—Qué mierda de kami, entonces —suspira, antes de
dejarse caer hacia atrás y tumbarse sobre el césped.
Li Yan y yo nos quedamos sentadas observando el río
Kamo, que corre con fuerza bajo nuestros ojos. Sin poder
evitarlo, miro a mi alrededor, como si estuviera esperando
que Arashi apareciera en cualquier momento. Pero por
mucho que busco, no encuentro a ningún chico demasiado
alto con gafas enormes y sonrisa tímida.
—Él está fuera, visitando a unos primos, creo —dice de
pronto Li Yan, sobresaltándome. Sigue mirando el río, pero
sus labios se curvan en una pequeña sonrisa—. Si estuviera
aquí, seguro que nos habría acompañado.
—No lo creo —murmuro, incómoda.
Recuerdo cómo le hablé, la forma en la que me alejé de
él, su expresión, tan rota como el cielo tormentoso sobre
nuestras cabezas. Lo había visto dudar varias veces cuando
se había encontrado junto a mí, a solas. Yo pensaba que era
por otro motivo que hacía que el aliento se me entrecortara
y un nido de avispas aguijoneara mi estómago, pero quizás
estaba equivocada y solo quería decirme la verdad,
contarme lo que había ocurrido ese día. Trago saliva,
intentando apaciguar mi garganta, que de pronto parece en
llamas.
—Arashi no volverá a Kioto hasta el dieciséis de agosto.
Después de visitar a su familia, vendrá conmigo al
campamento de natación —comenta Harada, de pronto—.
Ese día volveremos pronto, antes del almuerzo. No sé,
quizá podrías quedar con él. Y hablar. Así los dos dejaríais
de comportaros como unos auténticos idiotas —añade,
dedicándome una mirada rápida de soslayo.
De pronto, siento unos deseos insoportables de abrazarlo,
pero él parece al tanto de mis intenciones, porque levanta
una mano y la posa sobre mi cabeza, como si fuera el
emperador al darme su bendición.
—Espero que, de ahora en adelante, valores lo buen
amigo que soy —dice con solemnidad—. Puedes llamarme
por mi nombre de pila: Kentaro, si quieres. Pero no te
pienses cosas raras. No eres mi tipo.
Li Yan y yo intercambiamos una mirada antes de que me
sacuda su mano de encima y me tumbe sobre el césped,
entre él y ella.
—No quiero; me gusta más Harada.
Él bufa y se cruza de brazos, con los ojos clavados en el
cielo nocturno.
—No sé qué diablos es lo que Arashi ve en ti.
Yo sonrío, cierro los ojos e inspiro con profundidad. El
olor que flota en el aire es distinto, la hierba húmeda que
acaricia mis brazos y mis piernas es completamente
diferente a la arena, pero me siento de nuevo como si
estuviera entre Mizu y Amane en la pequeña playa de
Miako.
Las tres tumbadas junto a la orilla, con los pies a solo
unos centímetros del agua.
Juntas.
O-BON
15 de agosto de 2016

L os días que transcurren hasta que el campamento del


Club de Natación llega a su fin me resultan eternos, y
solo puedo pagar mi nerviosismo con Kaito. En agosto, mi
padre regresa al trabajo de oficina y Li Yan también pasa la
semana fuera, en su propio campamento organizado por el
Club de Arte.
A veces hablo con Taiga, pero él no siempre me contesta,
ni siquiera cuando lo felicito por su cumpleaños el trece de
agosto. Cumple veintitrés años, y no lo veo desde los
veinte. Le traigo un pequeño pastel del konbini junto a una
tarjeta de felicitación, pero él nunca abre la puerta para
recibirlo. Mi padre, por supuesto, se comporta como si se
tratase de un día más.
No recibo ningún mensaje de Arashi en todos estos días,
aunque en varias ocasiones que me conecto a LINE, veo
cómo su emoticono cambia para mostrarme que estaba
escribiéndome algo que nunca llega a enviar. Podía
imaginármelo con las gafas pendiendo de la punta de su
nariz, su pelo levantado en todas direcciones y los dientes
hundidos en sus labios, pensativo. Yo sabía que debía
escribirle; muchas veces lo intentaba, pero me quedaba
durante minutos y minutos con el teléfono móvil en las
manos, y no sabía cómo empezar.
El día antes de que regrese Arashi mi padre no trabaja y
compartimos la mayor parte del día. Es el día antes de que
termine O-bon, la festividad que celebra el regreso de los
difuntos al mundo de los vivos durante unas horas. Las
calles vuelven a llenarse casi tanto como hace un mes,
durante el festival de Gion, y también de farolillos, que
alumbran las puertas de los hogares, aunque en esta
ocasión no son rojos, sino blancos. De esta forma, los
espíritus podrán encontrar su camino de vuelta a casa. En
estos días, la frontera que separa los dos mundos es más
delgada que nunca, pero curiosamente, no veo a Amane, a
Yoko-san ni a la profesora Hanon.
Mi padre y yo compramos un farolillo de papel sencillo en
una tienda cercana a casa, que colgamos junto a la entrada.
Mientras veo cómo mi padre lo sostiene, le pregunto sin
pensar:
—¿No deberíamos colgar otro más? —Él me observa por
encima del hombro, con el ceño muy fruncido—. Siempre
ponemos uno por mamá y los abuelos, pero tal vez
podríamos poner otro para Yoko-san.
—¿Qué? —Mi padre palidece y el papel del farolillo cruje
entre sus manos.
—Recuerdo que nos dijo que no le quedaba mucha
familia. Sus padres eran ya muy mayores —comento,
mientras recuerdo su triste sonrisa cuando me lo contó
hace años. Miro a mi alrededor, esperando verla,
rondándome como lleva haciendo desde hace meses, pero
no aparece. Solo estamos mi padre y yo—. Tampoco tenía
hermanos. Si yo fuera ella, me gustaría tener un lugar al
que regresar.
La piel blanca de mi padre se recubre de pronto de un
tono violeta intenso. El papel del farolillo se arruga todavía
más en sus manos mientras me da la espalda de nuevo e
intenta colgarlo junto a la puerta de entrada, sin mucho
éxito.
—¿Qué tiene que ver ella con todo esto? —farfulla.
Tuerzo un poco la cabeza y lo miro con mayor atención;
frunzo el ceño, hay algo en él, en su postura, en su tono,
que me resulta familiar.
—Bueno, Yoko-san formaba parte de nuestra familia, ¿no?
—digo, mientras el cuerpo de mi padre se crispa más y más
—. Yo la quería mucho, ¿tú no?
No sé si es un espasmo de rabia o un escalofrío lo que
recorre las manos de mi padre y hace que el farolillo
resbale de nuevo y termine junto a la puerta de entrada.
Esta vez, no se molesta en recogerlo y se vuelve hacia mí.
—Su maldito cadáver ni siquiera apareció —sisea.
El corazón se me detiene de golpe y doy un paso atrás.
Por supuesto, es algo que sé desde hace mucho, fueron
muchos los cuerpos que nunca llegaron a aparecer después
de que el agua retrocediera, pero eso no hace que el
impacto duela menos. Mi padre jamás me ha levantado la
mano, pero sus palabras me golpean con la misma fuerza
que una bofetada.
—Esto no es más que una maldita y estúpida tradición.
¿Volver a casa? —repite mis palabras con una carcajada
triste—. Ninguna de las dos va a volver a casa porque no
existen. Esto… —Echa una mirada al farolillo que se
encuentra entre sus pies—. Ni siquiera sé por qué estoy
haciendo esto.
Y, antes de que pueda decir nada más, se da media vuelta
y desaparece tras la puerta de entrada. Yo me asomo,
todavía sobrecogida, y lo veo subir las escaleras con
rapidez, gritar algo a mi hermano que no llego a escuchar y
a lo que él nunca contesta, y el estruendo final de la puerta
de su dormitorio.
Trago saliva para calmar mi garganta ardiendo y me
acuclillo para recoger el farolillo. Ahora entiendo de dónde
ha venido esa sensación de familiaridad que he sentido
mientras lo observaba. Ha sido como verme a mí misma.
Con un peso en mi corazón, coloco el farolillo en su lugar
junto a nuestra entrada y cierro la puerta tras de mí.
Todo está en silencio.
Subo hasta el segundo piso y me detengo frente a la
puerta del dormitorio de Taiga, que golpeo con suavidad.
Estoy a punto de hablar, pero su voz llega primero:
—Estoy bien, tranquila. —Y, tras unos segundos, añade—:
Es un día complicado para él.
—Es un día complicado para todos —contesto.
Me adentro en mi habitación, que está hecha un auténtico
desastre. Yemon está entre las sábanas y juguetea con algo
electrónico que parpadea entre sus pequeñas patas grises.
De pronto, se me abren los ojos de par en par y me
abalanzo sobre él. Le arranco el teléfono móvil y lo coloco a
la altura de mis ojos.
«¡Yemon!», siseo mientras le dedico una mirada
fulminante que él ignora por completo. «¿Qué has hecho?».
No sé cómo lo ha conseguido, pero ha logrado
desbloquear el teléfono y ha accedido a la aplicación de
LINE. No solo eso, también ha abierto la conversación con
Arashi, y ha escrito:

18:11 p. m.: dlghsvndcdjb.

Intento borrar el mensaje, pero es demasiado tarde.


Ahogo un gemido cuando veo que Arashi está escribiendo.
Empiezo a dar vueltas de un lado y a otro del cuarto,
mientras él, como siempre, se toma su tiempo para escribir.

18:13 p. m.: Hola, Nami.

Hay un emoticono sonriente al lado de su saludo. Después


de todo lo que pasó, de haber pasado tantos días sin hablar
con él, Arashi es la única persona que puede contestar así
tras un mensaje enviado claramente por error.
Yo me dejo caer en la cama, con la sensación familiar de
que algo tibio y reconfortante me llena por dentro. A pesar
de que siento los dedos rígidos y torpes, tecleo una
respuesta.

18:15 p. m.: Gomen. Ha sido Yemon, mi gato, quien te ha


escrito.
18:15 p. m.: ¿Tu gato ha desbloqueado el teléfono móvil?

Alzo la mirada al techo y siento deseos de golpearme


contra la pared.

18:15 p. m.: Sí.


18:16 p. m.: Es una excusa original.
18:16 p. m.: ¡No es una excusa! Es la realidad. Tenía el
móvil en la cama y cuando lo he descubierto ya había
enviado el mensaje.
18:17 p. m.: Debes tener un gato mágico, entonces.

Aunque sigue escribiendo, yo desvío la mirada hacia


Yemon, que me la devuelve con total inocencia.
«Quién sabe», murmuro. Apenas le dedico un vistazo más,
porque el móvil vuelve a sonar con un mensaje de Arashi.

18:18 p. m.: Tendré que darle las gracias algún día.


18:18 p. m.: ¿Por qué?
18:19 p. m.: Porque quería hablar contigo.

Me quedo tan quieta con el móvil en la mano, que Yemon


se levanta del colchón y frota su cabeza contra mis brazos,
como si quisiera comprobar que no me he transformado en
una estatua.
Respiro hondo y me obligo a no pensar mientras tecleo
una respuesta.

18:21 p. m.: Yo también. Y también me gustaría verte.

Presiono el botón de ENVIAR y retengo la respiración, pero


al final tengo que dejarla ir de golpe porque los segundos
pasan y, aunque aparece un icono mostrando que Arashi
escribe y escribe, la respuesta nunca llega.
O sí.

18:24 p. m.: LKGMFKLJVKGSVKLHNJG.


18:24 p. m.: Arashi, ¿tú también tienes un gato?
18:24 p. m.: Gomen. No, es peor. Harada.

Se me escapa la risa al imaginármelos juntos, en las


tonterías que estará soltando Harada mientras intenta
quitarle el teléfono, a la vez que Arashi lo mantiene fuera
de su alcance, nervioso, ruborizado y torpe.

18:25 p. m.: Entonces, ¿quieres que nos veamos?


¿Mañana, quizá?

Espero, en tensión, pero esta vez la respuesta me llega de


inmediato.

18:26 p. m.: No.

El corazón se me detiene en seco.

18:26 p. m.: DJKLFHIWEHFNSDN. Gomen, es Harada otra


vez. No consigo echarlo de la habitación.
18:26 p. m.: Mañana no puedo porque es el erikae de mi
hermana. La ascenderán a geiko y es una ceremonia a la
que no puedo faltar.

Asiento para mí misma. Recuerdo lo que me explicó una


de las primeras veces que estuvimos solos, meses atrás.
Suspiro, sintiéndome una idiota por no haber hablado
antes, por haber desperdiciado los días que él estaba libre
aquí, en Kioto, pero Arashi vuelve a escribir.

18:28 p. m.: ¿Pasado mañana, entonces?


18:28 p. m.: Claro. Nos vemos.

De nuevo, escribe y deja de escribir. Así unas cuantas


veces, hasta que finalmente aparece un último mensaje.

18:29 p. m.: Mata ne, Nami.

Su estado pasa de conectado a desconectado, y yo arrojo


el teléfono móvil contra las sábanas. No me he disculpado
por lo que ocurrió el otro día durante el festival, pero él
tampoco ha mencionado el tema. No sé muy bien qué
significa eso. Me gustaría fingir que todo fue una pesadilla,
una alucinación, y que lo que él quería decirme en mitad
del Parque Maruyama era algo totalmente distinto, pero
desde la puerta entreabierta de mi armario puedo ver el
yukata mal colocado que dejé allí la noche que regresé
empapada por la lluvia, como algo imposible de borrar.
Yemon lanza un maullido bajo y me da un golpecito con su
largo rabo gris.
«No me mires así, no pienso darte las gracias», le
advierto.
A él no parece molestarle, porque salta desde la cama
hasta mi escritorio con elegancia, y se sienta de cara a la
ventana abierta, por donde se cuela la brisa caliente del
verano. Yo lo imito y me empino hacia el exterior, con los
codos apoyados en la madera.
Yemon mantiene su cabeza gacha, con los ojos clavados
en algún punto de la calle. Yo me inclino todavía más,
siguiendo su mirada, y veo una figura cruzar el torii del
pequeño templo que se encuentra junto a nuestra casa.
Solo parece un anciano. Estoy a punto de apartarme, pero
entonces me parece ver el reflejo de unas gafas negras y
gruesas y un destello de barba blanca. Las rodillas me
tiemblan y me echo abruptamente hacia atrás.
«No puede ser», murmuro.
SEXTA OLA
15 de agosto de 2010

C omo todos los días de O-bon, mi padre se comportaba


de forma extraña. Aunque Taiga preparó un desayuno
enorme, él apenas probó bocado; no llegó a terminar su bol
de arroz, tampoco su café.
Pocas veces estaba de mal humor, pero aquella mañana ni
siquiera nos dedicó una sola sonrisa cuando se dirigió a la
puerta de salida.
—¿Vas a ver a Yoko-san? —pregunté.
Al instante, Taiga levantó su mirada de la comida y mi
padre se paralizó, con el pie alzado, el zapato a medio
poner y los cordones en sus manos.
—No —contestó con brusquedad, al cabo de unos
segundos interminables—. Hoy, no. Tengo cosas que hacer,
pero no tardaré.
Yo volví la vista al desayuno cuando la puerta se cerró con
fuerza. No sabía por qué nos lo ocultaba; tanto Taiga como
yo sabíamos que iba a comprar un farolillo para colgar más
tarde en la puerta de casa.
—No te pongas triste, Nami —me dijo mi hermano,
posando su mano durante un instante en mi cabeza—. Hoy
es un día duro para él. Recuerda demasiado a mamá.
Asentí y eché un vistazo a mi alrededor. Apenas había
fotografías en mi casa; las pocas que había enmarcadas
eran de Taiga y mías; solo en una estábamos con mi padre,
pero en ninguna salía mi madre. Una vez le pregunté a mi
padre por ello y él me contestó que lo hacía por nosotros;
creía que, si no veíamos su cara todos los días, no la
echaríamos de menos. No obstante, yo tenía la sospecha de
que era él quien no quería echarla de menos.
No recordaba nada de ella. Murió antes de que yo
cumpliese el primer año, y la única vez que había visto su
cara había sido en una fotografía que había encontrado por
casualidad hacía tanto tiempo, que ya ni siquiera me
sonaban sus rasgos.
Sabía que mi hermano la echaba de menos, pero yo no
podía extrañar a alguien a quien nunca había conocido. Mi
padre había rellenado su hueco y era suficiente para mí,
aunque a veces me sintiese un poco sola cuando él tardaba
en regresar de Sendai, donde trabajaba, a algo más de una
hora de camino.
—¿Crees que mamá vendrá hoy? —le pregunté a Taiga.
—Pues claro. Aunque estoy seguro de que ella no espera
un año entero para visitarnos. A veces… —Tragó saliva y
desvió la mirada hacia la puerta por donde había
desaparecido mi padre—. Cuando estoy triste en Tokio,
hablo con ella y de alguna forma me siento un poco mejor.
—Si estás triste, deberías contárselo a papá. Él te puede
ayudar —repliqué, con la boca llena de arroz.
—Él… —Suspiró—. Papá no necesita mis problemas.
Sobre todo ahora, cuando está mejor que nunca.
—¿Mejor? —pregunté, con el ceño fruncido—. Pero si
papá siempre está contento.
Taiga sacudió la cabeza y se levantó de la mesa con
energía. Me dedicó una sonrisa brillante, tan enorme que
no me la pude creer.
—Voy a fregar los platos. Tú termina de desayunar.
Me revolvió el pelo con su enorme mano y se dirigió hacia
la pequeña cocina que estaba pegada a la estancia.
Enseguida empecé a escuchar el sonido del agua al correr.
Como ambas habitaciones estaban comunicadas por una
pequeña ventana, solo tuve que inclinarme sobre las patas
traseras de la silla para observarlo de soslayo.
Había metido los platos en el fregadero, pero no los
limpiaba. Tenía la cabeza gacha, los brazos estirados y
tensos sobre la encimera, y los ojos húmedos estaban
clavados en el agua que corría.
Y de pronto me di cuenta de que mi hermano no era feliz.
EL SACERDOTE
Y EL MAL DIOS
15 de agosto de 2016

N i siquiera explico a dónde voy, aunque las voces de mi


hermano y de mi padre tampoco me preguntan
cuando salgo corriendo de mi habitación. Bajo las escaleras
de dos en dos y me pongo los primeros zapatos que veo a
toda prisa. Prácticamente arranco las llaves de su soporte y
no espero a que llegue el ascensor. Desciendo los peldaños
a toda velocidad y, cuando llego a la planta baja, abro la
puerta con tanta violencia, que el tirador impacta contra la
pared del interior del edificio y la mella. Eso no me detiene.
Piso la calzada, jadeando, y me giro hacia el pequeño
templo que no he pisado desde que me mudé a esa calle
hace años.
La figura sigue en su interior, algo inclinada frente al
pequeño honden, como si estuviera rezando.
—¿Kannushi-san? —murmuro.
El hombre se endereza de golpe y parece tomar aire con
profundidad antes de darse la vuelta y encararme. No
estaba equivocada. Es Kannushi-san; idéntico y, a la vez,
completamente distinto al hombre que recuerdo.
No va vestido con su ropa de sacerdote; en vez de eso
lleva unos pantalones de tela ligera y una camisa celeste de
manga corta. Antes me parecía alto y fuerte, pero ahora
casi he alcanzado su estatura. Por otro lado, es
prácticamente igual a la imagen mental que tengo de él y
que ya tiene cinco años. Su pelo blanco, su barba bien
recortada, las gafas gruesas. Puedo jurar que ni una sola
arruga nueva enmarca sus ojos almendrados, que se
fruncen al enforcarme.
—Oh —dice, sorprendido. Yo arrugo el ceño, sin creer su
expresión. Aunque sea imposible, una parte de mí me dice
que este encuentro no es fortuito—. Eres la niña de Miako,
¿verdad? Nanami. Tu nombre siempre me resultó fácil de
recordar.
Noto algo que me acaricia la pierna y, cuando bajo la
mirada, veo a Yemon, que ha debido seguirme cuando he
corrido escaleras abajo. Se aprieta contra mí y no separa
los ojos del anciano. Él también detecta su presencia y su
sonrisa se pronuncia.
—Veo que continúa a tu lado, ¿eh? Los gatos son muy
persistentes —comenta. Avanza un paso hacia mí, pero
sigue con los pies sobre suelo sagrado, en el templo.
—¿Está muerto? —pregunto, a bocajarro.
Los ojos del hombre se abren de golpe y se lleva una
mano a la frente, como si dudara si responder o no.
—¿Cómo? —pregunta, incrédulo.
—No atraviesa el torii para hablar conmigo. Está igual
que hace cinco años. Estamos celebrando O-bon y… —Echo
la cabeza atrás, para ver cómo el sol está a punto de
ocultarse en el horizonte.
La expresión de Kannushi-san se recompone y me
recuerda a aquella noche de festival, cuando se había
adentrado un poco en el océano y me hablaba de cosas que
no terminaba de entender.
Me pregunto si las entendería ahora.
—Oh, el crepúsculo —dice, en un susurro que consigue
erizarme la piel de los brazos—. Otra frontera más. Como
este torii, como ese portal que acabas de atravesar. Pero
eso ya lo sabes, ¿no? Siempre me ha gustado esta hora,
cuando el límite entre todos los mundos es más frágil, la
frontera entre el día y la noche. ¿Sabías que el crepúsculo
es el momento en que los espíritus, los demonios, los
monstruos y los dioses lo tienen más fácil para llegar a este
mundo, o para que los humanos se aventuren en el suyo? Al
crepúsculo se le conoce como ōmagatoki: el instante del
encuentro con los espíritus.
Mis manos se convierten en puños y tengo que tragar
saliva un par de veces para conseguir que mis palabras
fluyan sin carraspear.
—Entonces usted también murió, ¿no? El día del
terremoto y del tsunami…
—No, querida. Me temo que estoy tan vivo como tú y
como ese gato que te persigue —dice, con una carcajada,
aunque permanece en el interior del templo, observándome
entre los pilares de piedra del torii.
—Entonces, ¿qué hace aquí?
—Kioto es una ciudad muy turística, y yo estoy de
vacaciones —contesta, antes de encogerse de hombros—.
Estaba dando un paseo y este pequeño templo me llamó la
atención.
—¿Por qué?
—¿Vives aquí al lado y no te has dado cuenta? Vaya… —
Sacude la cabeza y se da la vuelta para observar el
pequeño honden, como si estuviera disculpándose ante él
por mí—. Es un templo gemelo al de Miako. Está erigido en
honor al dios Susanoo. Quién sabe, quizá por eso acabaste
en este edificio.
Aprieto los dientes y observo de soslayo la pequeña
edificación de madera y entiendo de pronto por qué desde
el primer momento me repugnó, por qué nunca tuve ganas
de cruzar ese maldito torii.
—Como si me importara —farfullo.
Kannushi-san arquea las cejas un momento, para luego
bajarlas con tristeza. Se aproxima un par de pasos más,
pero sigue sin cruzar el torii, y yo me quedo quieta en mi
sitio. Tengo la sensación de que quiere acercarse a mí, pero
ni él abandona suelo sagrado ni yo me adentro en él.
—Pareces enfadada con él. —Suspira con profundidad y
une sus manos en su regazo—. Y conmigo.
—Bueno —contesto, tomando aire de golpe—, si Susanoo
realmente existe, no hizo mucho cuando sucedió el
terremoto, cuando el tsunami arrasó Miako y cientos de
ciudades y pueblos más. Creo que mucha gente malgastó
monedas y rezos.
Una expresión de dolor cruza su rostro maduro.
—Creo que te lo dije en una ocasión. Los hombres han
cambiado demasiado el mundo para que los dioses puedan
intervenir directamente, solo pueden introducir cambios
sutiles que…
—¿Y cuál fue el cambio sutil que introdujo Susanoo
cuando ocurrió todo ese desastre? ¿Qué fue lo que hizo
exactamente? —pregunto, alzando la voz más de lo que
debería.
Kannushi-san separa los labios, pero cuando parece a
punto de responder, sus ojos se fijan en algo que hay en mi
espalda. Me vuelvo, sobresaltada, pero solo veo a una
anciana que camina por la calle. Sus ojos se posan en
nosotros, con curiosidad.
Estoy segura de que no la he visto nunca, pero su mirada
es tan intensa, que no tengo más remedio que dedicarle
una rápida reverencia mientras Kannushi-san hace lo
mismo que yo. La mujer nos la devuelve y esboza una
extraña sonrisa.
—Muchas gracias —dice—. De verdad, muchísimas
gracias.
Frunzo el ceño, porque no sé si se dirige a Kannushi-san o
a mí, y porque no tengo ni idea de por qué da las gracias.
El viejo sacerdote asiente y una expresión divertida alivia
un momento el pesar que se adueña de sus rasgos. Lo miro,
impaciente por una respuesta a mi pregunta, pero él se
queda observando a la anciana que atraviesa la calle. Hasta
que no desaparece tras la esquina, no se vuelve hacia mí. Y
cuando lo hace, me obligo a respirar hondo para calmarme.
Hay algo en su expresión que me dice que no me va a
contestar. Solo estoy perdiendo el tiempo.
—Me alegro de haberlo visto, pero me tengo que ir —
digo, antes de hacer una reverencia—. Cuídese.
Me vuelvo hacia mi portal con Yemon a mi lado, pero sus
palabras llegan hasta mí y me detienen.
—Si algún día deseas visitarme, estaré en el templo.
—¿Sigue viviendo allí, a pesar de que Miako no existe? —
le pregunto, entre sorprendida y espeluznada.
—Alguien tiene que cuidarlo… y todavía queda gente de
los alrededores que cree en los dioses. —Me lanza una
mirada cargada de intenciones, pero vuelvo la cabeza—. Si
algún día quieres regresar, ya sabes dónde encontrarme.
Me encantaría volver a verte.
Asiento, pero no separo los labios. No voy a prometerle
algo que no pienso cumplir. Lo encaro para dedicarle una
reverencia una vez más.
—Sayonara, Kannushi-san.
—Mata ne, Nanami.
No hago caso a la diferencia de significado entre nuestras
despedidas. Le doy la espalda y camino junto a Yemon
hasta que llego al portal y cierro la puerta tras de mí.
Entonces, vuelvo a respirar.
GOLPES
16 de agosto de 2016

M iro constantemente el reloj que cuelga de la pared


del 7Eleven, pero los minutos pesan como días. No
era ese mi plan para pasar la mañana, pero la señora
Suzuki me llamó muy temprano para decirme que Hanae
estaba enferma y que necesitaba a alguien que pudiera
cubrirla con urgencia. No pude decirle que no.
Mi idea había sido caminar por las calles más antiguas de
Gion, donde se concentraban las okiya, los hogares de las
geiko y las maiko, y las ochaya, las casas de té donde
suelen trabajar. Sabía que la hermana de Arashi tendría
que ir de un lugar a otro, presentando respetos y
fotografiándose, y sabía que él la acompañaría en todo
momento. Me hubiese gustado verlo, aunque solo fuera a la
distancia. Ahora que quedaba tan poco para que
estuviéramos juntos, lo echaba de menos más que nunca.
Pero, aunque di un rodeo, las calles estaban todavía
desiertas cuando entré a trabajar.
Ni siquiera hay muchos clientes, así que el tiempo
transcurre con demasiada lentitud hasta que termina por
fin el turno de la mañana. Recorro el mismo camino que
realicé hace unas horas y, aunque en esta ocasión las calles
están llenas y veo a un par de maiko que caminan del
brazo, compartiendo confidencias, no veo a ninguna geiko
vestida con un elegante kimono y rodeada de fotógrafos.
Paso el resto del día en casa con Yemon en mi regazo.
Intento quedar con Li Yan, pero cuando le escribo, me dice
que la familia de su padre está de visita, y Harada está
demasiado ocupado pasándose la parte final de un
videojuego algo extraño que no termino de entender.
Cuando me pregunta con voz burlona por Arashi, me
apresuro a colgar el teléfono.
Cae la noche y ceno sentada en el suelo, con la espalda
apoyada en la puerta del dormitorio de mi hermano. Al otro
lado, sé que él hace lo mismo, y que come con tranquilidad
la comida que le he preparado.
—No he visto a papá en todo el día —comento.
—Creo que hoy tenía cena con los del trabajo —responde
Taiga. La puerta tiembla un poco a mi espalda—.
Seguramente, llegará tarde.
—¿Cómo es posible que tú te enteres de eso si estás
encerrado y yo no?
Me llega su suave carcajada a través de la madera.
—Porque sé escuchar.
Los fideos se me atascan en la base de la garganta y toso
un poco. Me quedo quieta, con los ojos clavados en la salsa
oscura que hay en el fondo de mi cuenco.
—¿Y quién te escucha a ti? —murmuro.
Lo he dicho en voz baja, pero llega hasta él. Noto la
puerta temblar a mi espalda y otra risa, esta vez más sutil,
más pequeña.
—Pues tú, claro.
Pero yo no estoy de acuerdo, así que me callo.
Terminamos la cena en silencio, solo roto por el sonido que
hago cada vez que sorbo los fideos. Taiga tiene razón,
porque cuando me voy a bañar, mi padre sigue sin llegar;
tampoco cuando me acuesto y Yemon se acurruca a mi
lado; ni siquiera cuando miro el reloj por última vez antes
de quedarme profundamente dormida.
Pero entonces, unos golpes me despiertan. Parece que
solo han pasado un par de minutos, pero cuando miro el
reloj del teléfono móvil veo que es medianoche.
Otro golpe hace eco en las paredes de mi habitación y yo
me incorporo, desorientada, mientras Yemon salta asustado
hacia la ventana y se queda allí observando cómo me
abalanzo sobre la puerta y la abro con brusquedad.
Durante un instante, me quedo helada al observar a mi
padre frente a la puerta de Taiga, sudoroso, con el cuello
desabrochado y la corbata mal puesta, tirando con todas
sus fuerzas del picaporte, tratando de abrirla.
—¿Papá? —murmuro.
Él ni siquiera me ve. Sus pupilas solo están concentradas
en ese pequeño resquicio que ha conseguido abrir, y que
Taiga lucha por cerrar. No puedo verlo, pero escucho sus
jadeos de esfuerzo, mientras empuja la puerta en dirección
contraria, con todo su cuerpo.
—¡Papá! —grito.
—¡Estoy harto! —brama él, aunque creo que sigue sin oír
mi voz—. ¡Sal de una maldita vez! ¡Llevas tres años ahí
dentro! ¡TRES AÑOS! ¿Cuándo piensas salir?
—¿Qué estás haciendo? —exclamo, horrorizada—. ¡Para!
Pero lo único que le importa a mi padre es ese pequeño
resquicio que existe entre el borde de la puerta y la pared,
y que crece cada vez más. La luz del pasillo se cuela en la
oscuridad, y soy capaz de ver la cama de mi hermano
deshecha y un par de libros que yacen en el suelo, uno
sobre otro. También consigo ver un poco del brazo de
Taiga, piel pálida, palidísima, y eso, por alguna razón, me
ayuda a moverme.
Mi padre es más alto que yo, también es más fuerte, pero
está borracho, así que cuando enlazo los brazos en torno a
su cintura él trastabilla y el hueco se hace más pequeño. A
él se le escapa un rugido de rabia y vuelve a tirar. Sin
embargo, yo apoyo mis pies desnudos contra el suelo y lo
empujo con todas mis fuerzas.
—¡Déjalo en paz!
—¡¿Cuánto tiempo piensas seguir así?!
Ahora que estoy apretada contra su cuerpo, me doy
cuenta del tiempo que ha pasado desde que lo abracé por
última vez. El olor a sake que lo envuelve me trae los
recuerdos de aquellas noches que pasaba con Yoko-san y yo
los escuchaba reír y charlar, mientras me quedaba medio
dormida con el eco de sus carcajadas felices en mi cabeza.
Ese olor dulce me acompañaba después a la cama, cuando
mi padre me arropaba y me daba un beso de buenas
noches. Pero ahora ese olor que lo envuelve y es idéntico al
de hace años me produce aversión. Solo quiero que
desaparezca.
—¡Cállate! —grito, cuando me parece escuchar un sollozo
que llega desde el otro lado de la puerta—. ¡Cállate de una
vez!
—¡Ya habrías terminado la universidad, maldita sea! —
sigue aullando mi padre. Golpea con tanta fuerza el tablón
de madera, que no sé cómo no lo astilla—. Pero ahora no
tienes nada, ¡nada! —Toma aire y chilla tanto que su voz se
rompe en miles de pedazos—. ¡¿Sabes la vergüenza que
siento cada vez que mis compañeros de trabajo me
preguntan por ti?!
De pronto, como si el techo fuera un cielo cubierto de
nubes cargadas, suelta una cascada de agua. Tan enorme,
tan fuerte, que empapa a mi padre y me moja a mí, y nos
hace caer al suelo. Sus manos, por fin, resbalan del
picaporte y la puerta de Taiga se cierra con un golpe.
El agua llena el pasillo, se cuela en mi habitación y en la
de Taiga, resbala por las escaleras y cubre todos los
peldaños.
Mi padre escupe, tose y, de rodillas sobre el suelo, levanta
la mirada al techo, completamente desorientado. Este
permanece intacto, seco. No se ha roto ninguna tubería,
aunque el agua sigue avanzando por el pasillo y goteando
de los escalones.
Yo solo lo miro a él, paralizada. El olor a océano satura el
pasillo estrecho.
—¿Qué…? ¿Qué…? —farfulla mi padre, apartándose el
pelo mojado de la frente.
—¿Por qué has hecho eso? —lo interrumpo, con la voz tan
grave, que no parece mía.
Él parpadea y sus ojos se enfocan un poco. Ya no huele a
sake, la sal y las algas engullen todo.
—Has intentado entrar en su habitación a la fuerza —
siseo.
—¡Tiene veinticuatro años! —exclama mi padre,
recuperando algo de control en su voz. Mira de nuevo el
techo, desorientado—. No puede seguir…
—Le has dicho muchas cosas horribles —lo interrumpo—.
Pero no le has preguntado lo más importante.
Mi padre se apoya en la pared, tambaleante, y sus ojos
me dedican esa mirada severa a la que ya estoy
acostumbrada.
—Nami, no entiendes que…
—¿Por qué? —digo, antes de avanzar un paso hacia él—.
Nunca le has preguntado el motivo.
Su expresión, abotargada por la furia y el alcohol, se
desconcierta de pronto. Y eso solo me enfada todavía más,
porque a mi cabeza regresan los recuerdos de Miako, las
visitas de mi hermano, sus ojos húmedos, sus verdades a
medias. «Papá no necesita mis problemas», fue lo que me
dijo una vez.
Sí que los necesitaba, pienso, con los ojos húmedos de
rabia. Los necesitaba para comprenderte.
—Taiga no es ninguna vergüenza —susurro, mientras lo
miro de arriba abajo—. Pero ahora mismo, tú sí lo eres.
—Nami —oigo que me llama mi hermano mayor, de nuevo
a través de una puerta cerrada—. Déjalo.
Mi padre no estalla, pero sí parece empequeñecer. Lo veo
en sus ojos, en sus mejillas enrojecidas que palidecen de
golpe, en sus brazos, que caen a ambos lados de su cuerpo
sin fuerzas.
Y, entonces, me atrevo a hacerle una pregunta que llevo
guardando años.
—¿Dónde está el padre que tenía en Miako?
Espero, pero como siempre, él guarda silencio y se limita
a observar cómo las gotas caen de su camisa blanca hasta
el charco gigantesco que cubre la totalidad el pasillo.
—¿De dónde… ha salido toda esta agua? —musita.
—Es mía —contesto.
Mi padre frunce el ceño y avanza un paso en mi dirección,
pero yo le doy la espalda y empiezo a bajar la escalera de
dos en dos. Él me llama por mi nombre e intenta seguirme,
pero está tan borracho que lo oigo tropezar.
Cuando llego a la planta baja, que está a oscuras, veo
sentada en la mesa a Yoko-san, con la mejilla apoyada en el
dorso de la mano, como si también hubiera bebido
demasiado. Sin embargo, en sus labios no está esa sonrisa
dulce que siempre le veía en Miako. Hay dolor en sus ojos,
y cuando me ve dirigirme hacia la puerta, se incorpora y
extiende el brazo hasta mí.
«Él también te necesita».
Yo sacudo la cabeza, me pongo las primeras sandalias que
encuentran mis pies y salgo de casa dando un portazo. En
el descansillo veo al vecino que, asomado desde su puerta,
me mira de arriba abajo, deteniéndose en mi pelo
empapado y en los zapatos. No me he dado cuenta, pero me
he puesto dos diferentes.
Le dedico una mirada fulminante que lo hace desaparecer
tras su propia puerta y bajo las escaleras golpeando los
escalones con tanta fuerza que parecen patadas. Cuando
llego a la calle, no me detengo. Paso junto al pequeño
templo dedicado a Susanoo y me dirijo al final de la calle.
Ando sin saber muy bien a dónde me dirijo; hay poca gente.
La mayoría son turistas agotados que regresan tarde a su
hotel u hombres de negocios que avanzan tambaleándose
después de alguna cena de empresa. Alguno me llama
entre voces gangosas y carcajadas, pero yo le dedico un
corte de mangas y sigo adelante, como si llegara tarde a
algún sitio. Gotas de agua siguen resbalando de mi ropa
empapada y de mi pelo.
He dejado un sendero de agua para que alguien me
siguiese.
Me echo a reír por la estupidez que acabo de pensar, pero
de repente doblo la esquina de la siguiente calle con
brusquedad, con los ojos todavía clavados en ese pequeño y
delgado camino, cuando me doy de bruces con alguien.
Retrocedo, regresando a la realidad de pronto, y sin
levantar la mirada, murmuro:
—Gomen.
Avanzo un par de pasos, pero una mano se me enreda en
la muñeca y me sujeta con firmeza. Alzo la cabeza de golpe
y mis ojos se encuentran con unas gafas gruesas y un
peinado ridículo.
LA FOTOGRAFÍA
17 de agosto de 2016

–¿Q ué estás haciendo aquí? —murmuro, paralizada.


Arashi da un paso atrás al darse cuenta de lo
próximos que estamos, pero no me suelta la mano. Echa un
vistazo a su alrededor antes de volver a mirarme.
—Vivo cerca.
Frunzo el ceño mientras mi mirada recorre lo que sus ojos
observaron hace solo unos segundos. Estamos en pleno
corazón de Gion, en la zona más tradicional, donde solo hay
viejas casas de madera de dos pisos; apenas hay pequeñas
farolas aquí y allá, y la calle estaría a oscuras si no fuera
por los pequeños farolillos de papel, blancos y rojos, que
cuelgan junto a las puertas correderas de entrada. Muchos
de ellos están marcados con el blasón del distrito de
geishas en donde me encuentro: un círculo hecho a base de
pequeñas bolitas de dango y con el kanji kō en el centro. El
distrito de Gion Kobu.
—Estás empapada —dice Arashi, con voz queda.
—Bueno, de una forma o de otra, el agua siempre me
persigue —respondo, con una sonrisa falsa que él no
corresponde.
Tras sus gafas, su ceño se frunce con profundidad y yo
suspiro.
El mundo me pesa tanto, que mis hombros se hunden, y si
no fuera por los tendones que los sujetan, acabarían en el
suelo. Arashi suelta con suavidad mi muñeca, coloca una de
sus grandes manos sobre mi cabeza y roza mi pelo con sus
dedos, con cuidado. Su piel parece contener electricidad y
el agua que me empapa me traslada la corriente y me hace
estremecer tanto, que doy un pequeño respingo que no
puedo controlar.
—Ven —dice.
Aparta la mano y, durante un momento, siento el deseo
estúpido de agarrársela con fuerza y volver a colocarla
sobre mi cabeza mojada, pero en vez de eso, asiento y lo
sigo a través de las viejas calles de Gion.
—¿Qué haces en la calle tan tarde? —le pregunto solo por
romper el silencio.
—El erikae de mi hermana se ha alargado algo más de lo
que pensaba… —contesta, con una pequeña sonrisa—. Pero
yo estaba cansado y quería regresar.
—Gomen —digo antes de pararme de golpe—. No quiero
molestarte. En realidad, debería…
—No pasa nada —me interrumpe Arashi con rapidez—.
Dijimos que quedaríamos el diecisiete y… —Saca su
teléfono móvil del bolsillo y me muestra la fecha que
relumbra en la pantalla—. Ya es diecisiete.
Dudo durante un momento, pero al final asiento y los dos
seguimos caminando por las calles, prácticamente a
oscuras y silenciosas, donde la paz solo se rompe cuando
algunas puertas de edificios cercanos se desplazan y salen
mujeres vestidas con kimonos y con peinados
ornamentados repletos de adornos.
En más de una ocasión, sus ojos se cruzan con los de
Arashi y le dedican una breve inclinación.
—Eres muy popular en el mundo de la flor y el sauce —
comento, con cierta burla, haciendo referencia a cómo se le
llama al mundo de las geishas.
Él suelta un pequeño gruñido.
—Mi hermana se encarga de que así sea —dice, aunque,
tras una pausa añade—: Y supongo que parte de la culpa la
tiene también mi tía. Es la única okāsan que, además de
llevar una okiya, tiene que cuidar de un adolescente.
Supongo que algo así genera mucho interés.
—No sabía que tu tía era la dueña de algo así —comento,
asombrada—. Debe ser increíble.
—Debe —contesta él, antes de encogerse de hombros—.
La última vez que entré en la okiya tenía seis años, así que
no recuerdo mucho. Es un lugar que está prohibido para los
hombres… excepto para los otokosu que ayudan a vestirse
a las maiko y a las geiko, aunque ya apenas quedan. Hoy
día, solo hay cuatro en todo Kioto.
—Es una lástima —murmuro, cuando siento la tristeza en
su voz.
—Supongo que algunas cosas están destinadas a
desaparecer —contesta él, mientras se encoge de hombros.
—Tú serías un gran otokosu —comento, forzando una
sonrisa que lo toma desprevenido—. Me ataste tan bien el
obi, que me costó horrores quitármelo después.
Me muerdo la lengua demasiado tarde; no debería haber
mencionado ese «otro día», porque mi cabeza se llena de
imágenes: de sus manos, que rodearon mi cintura y me
apretaron contra él; de cómo caminábamos uno al lado del
otro, cercados por la multitud… También recuerdo el rostro
de Mizu, el meronpan con helado que acabó pisoteado, y
las palabras que Arashi me dirigió, tan faltas de sentido,
pero terriblemente sinceras.
Veo cómo su cuerpo se tensa, quizá también por culpa de
esos recuerdos, pero entonces dice:
—Mi familia materna siempre estuvo muy relacionada con
este mundo. Luego, si quieres, puedo enseñarte fotografías
cuando lleguemos a mi casa.
—¿Tu casa? —repito. Los siguientes latidos de mi corazón
los noto como sacudidas—. ¿Vamos a tu casa?
—Está al final de la calle —contesta. Alza el brazo y
señala un pequeño edificio, idéntico a los demás, que se
encuentra en la esquina próxima—. Así puedo dejarte ropa
seca. Te va a quedar algo grande… pero servirá.
—No quiero molestar a tu tía —replico, nerviosa. Doy las
gracias por la escasa luz del ambiente, porque noto las
mejillas al rojo vivo—. Es demasiado tarde.
—Mi tía suele dormir en la okiya la mayor parte de los
días —contesta él mientras mueve la mano para restarle
importancia.
—¿Y no le preocupa que puedas subir chicas a casa? —
pregunto, como si el tono burlón pudiera hacer algo con el
rubor que me cubre la cara.
Arashi tropieza de pronto y se precipita hacia delante,
pero consigue recuperar el equilibrio en el último
momento. Entorno la mirada, pero él gira la cabeza hacia el
otro lado, y solo puedo ver sus orejas, brillantes y rojizas
aun a pesar de la poca luminosidad.
—La… la verdad es que eres la primera a la que invito a
entrar —contesta, con un hilo de voz. Se lleva una mano a
la cabeza e intenta aplastarse el pelo con un gesto
nervioso, pero no lo consigue.
—Ah. —Trato de pensar algo más que decir, lo que sea,
pero mi lengua se traba y mi cabeza se queda en blanco.
Cuando llegamos al final de la calle, él se detiene y se
vuelve hacia un edificio de dos plantas, antiguo, pero bien
cuidado. De la entrada cuelga un farolillo con el emblema
que ya he visto, y sobre la puerta veo siete tablillas de
madera, donde hay varios nombres escritos.
—Esta es la okiya de mi tía —dice Arashi, esbozando una
pequeña sonrisa de orgullo—. Los nombres que ves escritos
ahí pertenecen a las maiko y a las geiko que viven aquí. El
tercero desde la derecha es el de mi hermana.
—Saori —pronuncio, con lentitud—. Es muy bonito.
En ese momento, una súbita brisa se levanta y pega la
ropa mojada a mi piel. Un escalofrío me recorre y Arashi
deja de mirar esa puerta cerrada que oculta tantos secretos
para el mundo, para poder observarme.
—Vamos.
Me hace un gesto hacia el pequeño edificio que se ubica a
nuestra izquierda, justo enfrente de la okiya de su tía. En la
entrada de la casa hay una cortinilla roja que cuelga y que
él aparta para que pueda pasar. Yo me adentro con cautela
y mis oídos se llenan de conversaciones animadas y la
suave melodía de un instrumento de cuerda, creo, a lo
lejos.
—La planta baja la ocupa una pequeña casa de té,
pertenece a una amiga de mi tía que nos alquila el segundo
piso como apartamento. Todavía estarán trabajando. En
verano, con los turistas, siempre se quedan hasta tarde… —
me explica Arashi, antes de volverse hacia una pequeña
escalera que pasa inadvertida en una esquina—. Ven, es por
aquí.
Subimos los peldaños estrechos y llegamos a otra
pequeña puerta corredera, que él abre con suavidad para
revelar un diminuto recibidor, donde hay un pequeño
zapatero. Él se apresura a abrirlo y saca unas zapatillas
suaves. Las coloca en el suelo de tatami que comienza tras
el recibidor.
Yo las acepto con un seco asentimiento, aunque por
dentro estoy empezando a temblar. Estoy segura de que
Arashi se ha dado cuenta, pero no comenta nada sobre mi
calzado desparejo.
El apartamento es incluso más pequeño que la planta baja
de mi casa. Tras el recibidor hay un pasillo estrecho en el
que se ve una cocina mínima. Al otro lado, Arashi me indica
que se encuentran el baño y el ofuro. Unos cuatro pasos
más adelante, está la sala de estar, cuya única ventana da a
la calle, y en la que apenas hay una mesa baja, una
estantería minúscula, un par de cojines y un viejo televisor.
A un lado, hay una puerta cerrada. Imagino que comunica
con el dormitorio, pero aparto la mirada con rapidez
porque mi mente se rebela, y me imagino a Arashi dormido
en un futón, con la camiseta algo levantada de tanto
moverse, el pelo revuelto y las mejillas enrojecidas.
—Hace mucho calor, ¿verdad? —me pregunta Arashi,
cuando observa mi expresión sofocada.
—Muchísimo —contesto.
Él murmura una disculpa y se apresura a encender el
ventilador que cuelga del techo y abre la ventana que
comunica con la calle. Después, entra con rapidez en su
habitación y sale con una camiseta blanca y una toalla para
el pelo. Apenas un par de minutos más tarde, salgo del
baño con su camiseta que me llega hasta las rodillas y el
pelo algo más seco. Arashi me espera sentado junto a la
mesilla baja, muy estirado, con un par de Calpis muy fríos.
Me muerdo los labios para que no se me escape una
sonrisa y, cuando estoy a punto de hablar, mis ojos se
clavan en una imagen que veo a su espalda. Una de las
fotografías enmarcadas sobre la pequeña estantería.
Cuatro caras sonríen con amplitud. Un matrimonio y dos
niños pequeños. Tras ellos, puedo ver varios tejados
rizados, y más allá, un paseo marítimo y el característico
color del océano Pacífico en marzo. Es una vista que
conozco muy bien.
Esa tibieza reconfortante, que me llena por dentro como
el té caliente cuando estoy cerca de Arashi, desaparece de
golpe y no deja a su paso más que un frío desolador.
Pero no es solo eso. Hay algo más.
Con un par de zancadas me acerco a la estantería y tomo
la fotografía con manos temblorosas, ignorando todas las
demás. La acerco tanto a mi cara, que los rostros se
vuelven borrosos y el vaho cubre el cristal.
—¿Nami? —La voz de Arashi llega hasta mí con un eco
débil.
Me giro hacia él con los ojos desencajados y balanceo la
mirada, frenética, de su rostro anguloso a una de las caras
redondas de la fotografía. Una cara que todavía no lleva
gafas gruesas, que no debe tener más de doce años, pero
que ya he visto antes.
Un súbito mareo me recorre, y con la mano que tengo
libre me sujeto al borde de la estantería. Arashi se
incorpora con tanta velocidad, que golpea la mesa y uno de
los refrescos se vuelca. Él ni siquiera le presta atención. Me
sujeta con fuerza de los hombros, como si supiera que
puedo perder la estabilidad en cualquier momento.
Cuando hablo, la voz me araña la garganta y suena a
muchas cosas rotas.
—Este pueblo… es Miako. —Arashi asiente con gravedad,
pero no dice nada—. Y este… eres tú.
Con un dedo tembloroso, señalo a uno de los niños de la
fotografía. Está frente a la mujer y tiene un brazo alrededor
de un niño más pequeño que él.
Vuelvo la cabeza hacia Arashi cuando me responde.
—Es… la última foto que me hice con ellos.
Aprieto tanto los dedos en torno al marco de madera, que
este cruje y mis nudillos se vuelven del color de la nieve.
Cierro los ojos y vuelvo a ese día, a ese momento en que la
alarma de tsunami sonaba a través de los móviles de mi
padre y de mi hermano Taiga, y yo salía del coche, y me
encontraba de pronto en mitad de un pasillo cualquiera de
mi colegio, con un niño desconocido a mi lado, un niño que
llevaba un chaquetón rojo, idéntico al que Arashi viste en
esa foto. Un niño al que intenté sujetarme cuando el agua
llegó hasta nosotros y junto al que me ahogué.
Dejo la fotografía a un lado y saco mi teléfono móvil del
bolsillo. Me meto en la galería de imágenes y retrocedo en
el tiempo; busco una captura de pantalla que le hice a una
vieja fotografía mía cuando estaba en primaria. Por alguna
razón, Keiko me pidió que se la enviara y yo nunca la borré.
Cuando la encuentro, la selecciono con un dedo tembloroso
y la coloco frente a los ojos de Arashi.
—Esta niña —digo, con la voz hecha pedazos—. ¿La has
visto alguna vez?
Arashi ahoga una exclamación y me arrebata el teléfono
de las manos; se lo acerca tanto a la cara que es imposible
que vea nada.
—El día… el día del tsunami, cuando me encontré a salvo,
sé que me desmayé. Un matrimonio mayor que estaba junto
a mí me lo dijo cuando recuperé la conciencia. Me dijeron
que quizás fuera el mal del terremoto, pero…
—Viste algo —lo interrumpo, inclinándome en su
dirección.
—Estaba… —Sus ojos vuelan frenéticos de la imagen del
teléfono a la fotografía que reposa sobre la mesa—. Me
encontraba en mitad de un pasillo. Parecía un colegio, creo.
Y había una niña delante de mí. Estaba asustada, como yo.
Y… de pronto, el agua llegó de todos lados. No sabía quién
era, pero cuando esa inmensa ola llenó todo, intentamos
aferrarnos el uno al otro; pero…
—No lo conseguiste. Y te ahogaste.
—Sí. Pero entonces recobré la conciencia y me encontré
en el suelo, completamente empapado, como si el agua
realmente me hubiera alcanzado, aunque yo estaba a salvo.
—Suelta el aire de golpe y sus ojos se hunden en los míos—.
¿Quién es esa niña? ¿Por qué tienes una foto de ella?
Le quito con suavidad el teléfono móvil de las manos y lo
coloco al lado de su fotografía, de forma que tanto mi yo
con doce años como el pequeño Arashi estén juntos,
aunque separados a la vez.
—Soy yo —musito, y las pupilas de Arashi se dilatan de
golpe—. Es la foto que me hizo mi padre el día que empecé
sexto de primaria.
Me inclino hacia él y mi mano trepa hasta la suya. A
Arashi se le entrecorta la respiración y mis dedos aprietan
los suyos con fuerza. Y entonces, pronuncio unas palabras
que jamás pensé que diría.
—Dime que pasó ese once de marzo en Miako.
Cuéntamelo todo.
SÉPTIMA OLA
1 de agosto de 2010

E l nivel de la botella de sake había bajado bastante, y


Yoko-san y mi padre se reían cada vez más alto.
Comían con los palillos algunos encurtidos que habían
sacado para acompañar el alcohol y que Taiga y yo
habíamos rechazado probar.
Hacía calor, pero la brisa del océano llegaba a nosotros.
Estábamos sentados en el porche y yo me había quitado las
sandalias. Me encontraba apoyada sobre mis codos y
agitaba los pies en el aire; mis dedos rozaban de vez en
cuando las briznas de hierba.
Yoko-san nos había invitado esa noche a cenar y había
preparado un auténtico banquete. Yo estaba tan llena, que
notaba el botón de mi pantalón corto clavarse en mi barriga
cada vez que tomaba aire.
Era tarde, estaba algo adormilada, pero tampoco quería
irme a casa, que estaba a solo unos metros de distancia.
Deseaba aprovechar ahora que mi hermano había vuelto
por vacaciones y que mi padre no estaba lo suficientemente
sobrio como para ver la hora que era.
Estiré el cuello para divisar el océano a lo lejos, medio
escondido entre los tejados oscuros. La luna se reflejaba
sobre el agua y la hacía resplandecer.
—Me gustaría bañarme —comenté.
—Tú siempre quieres bañarte —replicó Taiga, mientras
me dedicaba una mirada de soslayo—. Cuando vengas
algún día a visitarme a la facultad, te llevaré a la piscina
cubierta que tienen. Es enorme. Aunque no creo que te
permitan nadar —añadió, con un suspiro.
—¿Y tú? ¿Nadas?
Giré la cabeza para observarlo y me pareció que su
rostro, de pronto, reflejaba más la oscuridad de la noche
que el resplandor de la luna y las farolas. Su ceño se había
fruncido tanto, que había desaparecido tras el arco de sus
gafas plateadas.
—Me gustaría, pero… no, no tengo tiempo —contestó,
tras un par de segundos.
Torcí los labios en una mueca y me tumbé completamente
sobre la madera tibia. A mi espalda, las risas de mi padre y
de Yoko-san crecían todavía más.
—Tienes que estudiar mucho, ¿no?
Él asintió con una sonrisa que se quedó en un triste
intento. Permaneció un rato mirando hacia delante, en
dirección al fragmento de océano que se podía avistar
desde aquí, aunque en realidad no parecía estar viéndolo
de verdad.
—¿Te cuento un secreto? —susurró de pronto.
—¡Claro! —Me erguí de golpe y acerqué mi oreja a sus
labios.
—Pero tienes que prometerme que no se lo vas a decir a
papá, ¿de acuerdo? —Yo asentí y unimos nuestros meñiques
en un pequeño apretón. Él pareció dudar durante un
instante, pero tras unos segundos, murmuró—: No le dije la
verdad sobre mis exámenes. He suspendido casi todas las
asignaturas.
—¿Qué? —exclamé, aunque me apresuré a taparme la
boca. Sin embargo, mi padre y Yoko-san seguían
entretenidos con el sake y los encurtidos—. Pero ¿no has
dicho que estudias mucho?
—Eso es verdad. Nunca he estudiado tanto —contestó,
con una sonrisa triste en la cara.
—Entonces, ¿por qué has suspendido? Siempre eras el
primero de la clase —dije, confundida.
—No lo sé, yo también me lo pregunto. Quizá no he
escogido la carrera adecuada.
—Pues cámbiate. Dile a papá que no te gusta y busca otra
que sí lo haga.
Taiga meneó la cabeza y suspiró. Se giró para observar la
cima del Monte Kai, pero sus ojos no parecían ver nada.
—Parece fácil, ¿verdad? —musitó. De pronto, se volvió
hacia mí y me preguntó—: ¿Papá ve mucho a Yoko-san?
Fruncí el ceño, extrañada ante el súbito cambio de tema,
sin entender qué tenían que ver Yoko-san y mi padre con
los suspensos de Taiga y con el hecho de que no le gustara
su carrera.
—No sé; lo normal, creo. Es nuestra vecina.
Taiga miró por encima de su hombro durante un momento
hacia el interior de la estancia llena de risas, y lanzó un
largo suspiro. No volvió a decir nada más y clavó la mirada
en el cielo. Tenía los ojos algo húmedos.
No sabía qué decirle, así que apoyé la cabeza en sus
rodillas y lo abracé a medias. Él no se movió y yo terminé
quedándome dormida.
Aquella noche, antes de acostarme en mi cama, algo
arañó la ventana. Cuando miré al otro lado, vi el rostro gris
del gato que siempre me perseguía. La luz de la luna se
reflejaba en su pelaje suave y lo hacía resplandecer.
Durante un momento, los dos nos miramos a través del
cristal.
Si dejaba que entrase, desobedecería a mi padre, correría
el riesgo de que lo descubriese y de que tuviera que
despedirme de él. Lo miré durante un instante más, y
entonces, me levanté de la cama y abrí la ventana de par en
par.
El gato no dudó y cayó de un salto sobre mi escritorio.
«Te voy a llamar Yemon», susurré, cuando hundí la cara
en su pelaje. «Creo que es un buen nombre para ti».
EL CHICO QUE NO SE AHOGÓ
17 de agosto de 2016

E l ventilador hace un ruido suave, casi adormecedor, y


va secando poco a poco mi pelo húmedo. La lata de
Calpis que está frente a mí, sobre la mesa, sigue sin abrir, y
un par de gotas caen por su lateral. Arashi ha abierto la
suya, pero, aunque sus dedos están cerrados en torno a su
refresco, no se la lleva a los labios.
La pantalla de mi teléfono móvil se apagó hace unos
segundos, pero sus ojos siguen quietos en ella, aunque ya
no muestre nada.
—Hay niños que no cambian cuando crecen. Deberías ver
una foto de Harada, sigue igual —dice de pronto Arashi,
con voz pausada—. Pero nosotros dos hemos cambiado
mucho. Sobre todo, tú. Si hubiera visto esa imagen en
cualquier otro lugar, nunca la habría relacionado contigo.
Nunca te he visto sonreír así —añade, mientras alza la
mirada hasta mí.
—Supongo que antes era más risueña —comento, antes
de encogerme de hombros.
—Yo, sin embargo, antes sonreía menos. No tenía muchos
amigos. Incluso me peleé con algunos compañeros en clase,
¿sabes? —Lo observo con los ojos abiertos de par en par,
porque no puedo imaginar a Arashi como una especie de
Kaito, que utiliza más los puños que la lengua—. Mi padre
estaba muy enfadado cuando en la empresa decidieron
enviarlo a Sendai, pero mi madre creyó que sería una
buena oportunidad. Sobre todo, para mí. En el fondo, creo
que estaba un poco harta de que la llamaran tanto del
colegio por mi comportamiento.
El aliento se me entrecorta un poco.
—¿En qué… trabajaba tu padre?
—Era ingeniero civil. Trabajaba para Shimizu
Corporation. ¿Por qué?
—Mi padre también —susurro. Él levanta la cabeza de
golpe por la sorpresa, pero yo apenas puedo moverla.
Siento el cuello rígido, mis huesos se han transformado en
ramas secas—. Nos mudamos a Kioto porque su empresa
decidió trasladarlo. Al parecer, hubo un hueco que había
quedado libre.
Los hombros de Arashi se tensan, puedo incluso ver
marcados los tendones en su cuello. Se lleva el refresco de
Calpis a los labios y bebe, bebe tanto que se termina la lata
y la deja con suavidad sobre la mesa. Cuando se vuelve
hacia mí intenta sonreír, pero sus labios solo esbozan una
mueca.
—Shimizu Corporation es una empresa enorme. Hay
muchos equipos, muchas subdivisiones. Estoy seguro de
que ese año quedaron muchos huecos, no solo el que dejó
mi padre.
Apenas consigo mover la cabeza un par de centímetros
para asentir. No contesto, pero algo dentro de mí está
seguro de que el puesto que mi padre ocupó no era uno
cualquiera.
—Como la sede se encontraba en Sendai, mi padre quería
quedarse allí; pero mi madre insistió en que nos
trasladáramos a uno de los pueblos de la costa. Decía que
necesitaba un poco de tranquilidad y que quería una casa
grande que no podrían permitirse si decidían vivir de nuevo
en una ciudad. Sorprendentemente, mi padre accedió, lo
cual fue algo que nadie esperaba. —Durante un instante,
los ojos de Arashi se oscurecen—. Era… una persona
bastante inflexible.
Lo miro de soslayo, con los labios apretados. Aunque ya
está vacía, una de sus manos sigue sujetando con fuerza la
lata de refresco. Dudo durante un instante, pero me inclino
ligeramente hacia delante y las puntas de mis dedos rozan
con suavidad el dorso de su mano. De inmediato, los dedos
de Arashi se relajan y dejan de sujetar la lata, cuyo metal
queda marcado.
Sus ojos caen sobre los míos. No mueve la mano para
separarla o acercarla más a la mía, la deja quieta. Sus
pupilas están llenas de oscuridad; pero esta vez, de una
oscuridad diferente. Los próximos latidos de mi corazón
son tan fuertes que hasta duelen.
—Lo siento —mascullo, sin saber muy bien por qué—.
¿Dónde ibais a vivir? ¿Lo recuerdas?
Arashi tuerce un poco los labios y vacila durante un
instante antes de pronunciar el nombre de la calle. Yo me
quedo helada, con los dedos crispados, aún en contacto con
su propia piel. Mientras lo observo con los ojos
desorbitados, él añade:
—Era una casa bonita, muy diferente a la que tenían mis
padres aquí en Kioto. Tenía hasta su propio jardín y una
valla de madera. Mis padres se la compraron a un
matrimonio de ancianos que…
Habían decidido trasladarse a Tokio, con su hija, que
acababa de tener un bebé, completo en silencio. No puedo
creerlo. Después de tantos años, de esas noches en Miako
mirando al techo cuando no podía dormir, cuando me
preguntaba quién ocuparía la casa de al lado, quiénes
serían esos vecinos que nunca llegaría a conocer…
Sacudo la cabeza e intento despegarme de mis recuerdos.
—Si mis padres hubieran decidido quedarse en su
interior, quizás habríamos tenido tiempo para subir por el
sendero que comenzaba unas calles por encima y salvarnos
—dice Arashi, con suavidad.
—¿Por qué fuisteis al colegio? —le pregunto, obligándome
a centrarme. El roce de su mano con la mía no me distrae;
todo lo contrario, me ayuda a seguir adelante—. Era el día
de fin de curso. Tu hermano pequeño ya debía estar
inscrito, ¿no?
Arashi suspira y sus ojos se clavan en la pequeña carita
redonda de la fotografía, que nos sonríe a ambos con los
brazos un poco alzados, como si estuviera a punto de saltar
sobre nosotros para abrazarnos.
—Sí, pero mi madre era una antigua amiga del director
del colegio, y él nos invitó a los cuatro a ver las
instalaciones. Además, le había prometido a Haru, mi
hermano, que le enseñaría cuál sería su clase para el nuevo
curso. Y él, claro, se moría de ganas —dice Arashi, con una
pequeña sonrisa tan triste como dulce retorciendo sus
labios.
Aprieto los dientes y clavo también los ojos en la
fotografía. El director del colegio fue uno de los grandes
culpables de que hubiera tantas víctimas infantiles en el
tsunami. Al contrario que en el otro colegio de primaria,
donde la mayor parte de los alumnos y profesores se salvó,
en el mío no lograron sobrevivir ni un par de decenas.
Sorprendentemente, el director fue uno de ellos, aunque
después de que se descubriera la nefasta gestión que hizo
del suceso, principalmente por culpa de la tardanza en la
toma de decisiones y en el deficiente protocolo de
evacuación, y de que las noticias de todo el país se hicieran
eco de ello, decidió quitarse la vida en un hotel a las
afueras de Sendai.
—Entonces, ¿estabais ya en el colegio cuando comenzó el
terremoto? —pregunto, con la boca seca.
—No exactamente. Estábamos de camino, muy cerca.
Recuerdo que podía ver la azotea del edificio por encima de
las casas cercanas. Pero no llegamos a ver más, porque
entonces todo empezó a moverse.
Me llevo la mano que tengo libre a la boca y aprieto los
nudillos contra ella. Me imagino a la familia que veo en la
fotografía, sonriente, cómo caen de pronto al suelo en
mitad de la calle, cómo se cubren la cabeza, cómo se
acercan a rastras unos a otros, mientras el mundo se rompe
un poco, el aire se llena de gritos y, a solo unos pocos
metros de distancia, en la playa, el océano comienza a
retraerse.
—Había varios árboles a nuestro alrededor, también
postes de la luz, farolas… que empezaron a sacudirse con
mucha fuerza. Mi padre dijo que deberíamos entrar en el
colegio, que estaba muy cerca. Pero yo me negué.
—¿Te negaste? —pregunto, confundida.
—Me negué porque solo unos minutos antes tú me habías
dicho la hora exacta en la que se iniciaría el terremoto y el
tiempo que tendría hasta que llegase el tsunami. —Esta
vez, los dedos de Arashi se cierran sobre los míos y los
aprietan con una fuerza temblorosa—. Me negué porque
me dijiste que la única forma de que sobreviviera sería que
me dirigiera hacia el Monte Kai e intentase alcanzar el
templo que se encontraba en él. Les pedí a mis padres que
hicieran lo mismo, por ellos, por mi hermano, pero no me
hicieron caso. Mi padre intentó arrastrarme hacia el
interior del recinto, creyeron que me había vuelto loco.
Pero yo me escapé de sus brazos y me dirigí hacia el lugar
que me habías indicado. Él me persiguió, pero creo que
perdió mi pista, porque en determinado momento dejé de
oír sus gritos. Corrí y corrí, hallé un sendero en la parte
más alta del pueblo que ascendía hasta el monte justo
cuando el tsunami impactaba contra la playa, pero yo lo
ignoré y corrí campo a través. Te hice caso, no miré atrás, y
no me detuve hasta que llegué hasta el templo del que me
habías hablado, donde había ya varias personas vestidas
con kimono. —¿Kimono?, pienso, desconcertada durante un
instante. Pero Arashi continúa—: Entonces, recuerdo que
me asomé desde el borde del precipicio, vi el océano
desbordado… engullendo todo… y me desmayé. —Arashi
respira hondo. Ha hablado rápido, casi sin respirar, y se ha
quedado sin aliento—. Y entonces tuve ese sueño tan
extraño, en el que me encontraba en ese colegio que había
decidido no pisar, con una niña que no conocía a mi lado.
—Yo —susurro.
—Tú —confirma él, antes de sacudir la cabeza.
—Sabes que todo esto es imposible, ¿verdad?
—Y, sin embargo, yo te vi. Te vi con la misma claridad con
la que te veo ahora y eras… idéntica. Me tocaste, incluso.
Me agarraste de los hombros y te arrodillaste frente a mí.
Mi madre creía que eras una ladrona de niños —añade, con
una carcajada débil.
—Pero nadie puede estar en dos sitios a la vez —farfullo,
apartando la mirada—. Cuando comenzó el terremoto, yo
ya estaba lejos de Miako. Estaba medio dormida en el
coche, junto a mi padre y a mi hermano Taiga.
«Hay alguien que sí puede estar en dos lugares al mismo
tiempo. Una magical girl», dice una voz juguetona a mi
espalda. Solo tengo que girar un poco la cabeza para saber
que es Amane quien me habla. Está apoyada en el alféizar
de la ventana, con los brazos cruzados, observando la calle
oscura. «¿Al final te has convertido en una, Nami?».
—¿Qué ocurre? —Arashi se inclina hacia mí cuando me ve
palidecer un poco.
—No… es solo ese sueño, en el que yo también te vi a ti.
No es solo el agua, lo que a veces ocurre con ella cuando
estoy demasiado enfadada o triste. También, desde hace un
tiempo, veo personas.
—¿Personas?
—Muertos —explico, con la voz rasposa, y veo cómo
Arashi traga saliva—. Gente de Miako que era importante
para mí y que murió en el tsunami. Creo. Algunos cuerpos
ni siquiera fueron recuperados.
—Lo siento —murmura él. Sus dedos sobre los míos se
aflojan y su pulgar se desliza con suavidad por mi piel,
acariciándola. No sé si es consciente de ello, pero yo siento
cómo cada una de mis terminaciones nerviosas se enciende
como las mechas de unos fuegos artificiales—. ¿Siempre…
siempre ha sido así?
—No —digo, irguiéndome de golpe—. Todo comenzó este
último curso. —Mis ojos se clavan en los suyos con tanta
intensidad, que los bordes de su silueta se hacen borrosos
—. Comenzó el día que te vi por primera vez.
Arashi se lleva la mano libre al pelo, se lo aplasta un par
de veces sin éxito, y después se sube las gafas, que se le
han resbalado hasta la punta de la nariz.
—Eso solo hace que todo esto tenga todavía menos
sentido —musita.
—Lo sé. —De pronto, aparto mi mano de la suya y doy un
puñetazo tan fuerte a la mesa, que la lata vacía se vuelca—.
Maldita sea, debería haber hablado contigo antes.
Tragarme mi maldito orgullo y mi maldito miedo. Mierda,
podría haberle preguntado sobre todo esto a Kannushi-san.
Arashi frunce el ceño.
—¿Kannushi-san?
—Sí, él… es el sacerdote del Templo Susanji en Miako, o
al menos lo era. Lo conocí cuando era niña. Siempre… fue
un poco raro, pero no sé, me caía bien. —Durante un
instante, me encojo al recordar ese último festival en
Miako, lo que creí ver entre destello y destello de los
fuegos artificiales—. Lo vi durante las fiestas de O-bon,
junto a mi casa, en el pequeño templo.
—Vaya —Arashi ladea la cabeza y vuelve a subirse las
gafas—. ¿Él también está muerto?
—No, no. O al menos, eso me dijo él —respondo, aunque
frunzo el ceño al recordar la imagen idéntica que tenía el
anciano de mis recuerdos, sin una arruga más, sin un pelo
menos—. Cuando se marchó… me dio la sensación de que
habría querido decirme muchas más cosas. O de que se
sentía frustrado porque yo no había entendido lo que me
había dicho.
—¿No le dijiste lo del agua, lo de todas esas personas que
ves?
—Tú eres la primera persona a la que se lo cuento —
murmuro.
—Oh. —Arashi baja la mirada y, a pesar de la oscuridad,
veo cómo arden las puntas de sus orejas.
Como mirarlo de soslayo hace que mis mejillas ardan
también, me dejo caer hacia atrás y me tumbo sobre el
tatami. Él, sin mirarme, me imita y se queda tumbado
bocarriba a mi lado. La sala es tan pequeña que, aunque
tenemos los brazos pegados al tronco, nos rozamos.
—Tú también. —Frunzo el ceño y giro la cabeza hacia él.
Arashi hace lo propio y quedamos solo a unos agónicos
centímetros de distancia—. Tú también fuiste la primera
persona a la que le conté que quería ser otokosu. —Asiento,
pero no digo nada más. Tengo la sensación de que él no ha
terminado de hablar—. Una vez lo dije delante de mi
familia, y mi padre me ordenó que no volviera a decir una
tontería así. Y lo cierto es que le hice caso… hasta que te lo
confesé a ti.
Enarco una ceja y me acerco un poco más a él.
—¿Tontería? —repito.
—Supongo que se sintió avergonzado cuando me escuchó
decir eso. Creo que se esperaba que yo quisiera ser médico,
dueño de una empresa o yo qué sé… jugador de béisbol,
como querían ser muchos compañeros de mi clase.
—Eso sí que es una tontería —sentencio con un bufido.
—Él no lo veía así. Era muy… tradicional, sobre todo con
ciertas cosas. Y yo no era lo suficiente para él. Se enfadaba
cuando veía que yo prefería dibujar o leer antes que estar
en la calle, trepando árboles o corriendo en bicicleta. —Se
encoge de hombros, como si no le importara—. Solía decir
que se me daban bien las cosas inútiles.
—Menudo imbécil —suelto sin pensar. Arashi abre los ojos
de par en par, y yo siento cómo la vergüenza me aguijonea
la lengua—. Gomen. Tampoco debería haber dicho eso.
—Tranquila. —Arashi me dedica una pequeña sonrisa
para que me calme—. Supongo que sí, que a veces era un
poco imbécil.
—Mi padre también lo es a veces —mascullo, recordando
de golpe la puerta de Taiga, y la fuerza con la que tiraba de
ella. Arashi asiente, pero yo continúo hablando antes de
que él pueda decir nada—. Aunque no era así. De hecho, en
Miako, sé que la gente creía que era demasiado permisivo.
Mi hermano y yo hacíamos muchísimas cosas con él, más
de las que veía que hacían mis amigas con sus padres. Casi
estaba contenta de no tener madre, ¿sabes? Pero… después
del terremoto y del tsunami, cambió.
Arashi me observa en silencio antes de desviar la mirada
hacia la vieja lámpara que cuelga del techo.
—Creo que es imposible no hacerlo después de haber
vivido algo así —murmura.
Aprieto los dientes y recuerdo la fotografía que le enseñé
de mi teléfono móvil, en la que salía sonriente; totalmente
ajena a todo lo que ocurriría durante ese curso que estaba
a punto de comenzar.
—No lo sé —farfullo en voz baja—. No me gusta cómo es
ahora.
—Quizá necesite hablar con alguien —comenta Arashi,
antes de dedicarme una rápida mirada de soslayo—. Como
yo.
Me vuelvo por completo hacia él y apoyo el codo en el
suelo para erguirme un poco. Durante un estúpido
momento, pienso que solo tendría que inclinar un poco la
cabeza para besarlo.
—¿Como tú? —repito, burlona.
—Me gusta hablar cuando estás aquí. Contigo, los
secretos son menos secretos y todas esas… cosas que no
son fáciles de recordar se hacen menos duras cuando eres
tú la que me escucha.
Me mira sin parpadear, serio, aunque el rubor le recorre
las mejillas y hace que la sangre de mis venas se convierta
en algo espeso y caliente. Tengo que hacer uso de toda mi
voluntad para no mirar sus labios gruesos.
—Yo siento lo mismo. Te eché mucho de menos cuando
estuviste fuera, en el campamento de natación —contesto,
con la voz casi tan grave como la suya—. Fui una idiota
cuando me contaste lo que había ocurrido en Miako. No
sabes la de veces que estuve con el maldito móvil en la
mano, queriendo escribirte, o llamarte… pero no tenía ni
idea de qué decir.
Una de las comisuras de Arashi se retuerce hacia arriba y
yo siento unos deseos irrefrenables de tocársela con la
punta de mis dedos.
—Menos mal que Yemon decidió intervenir —susurra, y el
aliento se me entrecorta un poco en la garganta.
—Menos mal —corroboro, con un hilo de voz.
Un silencio espeso se derrama entre nosotros; lo único
que se escucha débilmente es el sonido del ventilador, que
se mueve de un lado a otro. Arashi y yo estamos tan cerca,
que cuando el aire me sacude la nuca, mis mechones
oscuros se agitan y le rozan la frente. En mi garganta noto
un desierto abrasador que no puedo calmar a pesar de que
trago saliva; él debe estar igual, porque se lame los labios
resecos y yo me pregunto cuántas veces se puede morir en
un mismo día.
Estira la mano, y casi sin darse cuenta, enrolla uno de mis
mechones oscuros en uno de sus dedos y juguetea
lentamente con él. De pronto, sus ojos, resplandecientes
tras las gafas, descienden y se quedan quietos en mis
labios. Y yo, en vez de inclinarme hacia delante, en vez de
tocarle esas mejillas ruborizadas o apartarle ese flequillo
de la frente, que antes me parecía ridículo y ahora me
parece adorable, me tumbo con brusquedad bocarriba, con
tanta, que me hago daño en la espalda.
—Bueno, me dijiste que me ibas a enseñar cosas sobre tu
familia y todavía no me has mostrado ni una foto —digo,
mientras me cruzo de brazos.
Arashi se queda un momento quieto en la misma posición
y, aunque sacude la cabeza a modo de asentimiento, veo de
reojo cómo se le dibuja una pequeña sonrisilla burlona,
como si supiera que ahora mismo lo que menos me interesa
es ver fotografías. Sin embargo, en vez de inclinarse en mi
dirección, me sacude el pelo con su enorme mano y se
levanta para rebuscar algo en la pequeña estantería del
salón.
Cuando se pone a hurgar entre los libros y las cajas,
proyecta su trasero hacia mí, y tengo que apartar la mirada
de golpe.
—Kuso —farfullo.
A pesar de que ahora no puedo pensar en otra cosa,
cuando Arashi vuelve con una caja de cartón entre las
manos, y comienza a sacar fotografías en blanco y negro en
las que aparecen mujeres de largo pelo negro y
ornamentados kimonos, olvido un poco toda la locura que
nos rodea y las extrañas casualidades que no pueden serlo.
Su voz grave y dulce me llena la cabeza, y yo me hundo
de lleno en la historia de su familia materna, en la que ha
habido desde geishas, otokosu, dueñas de okiyas, pasando
incluso por tayuus que desfilaron en el pasado llevando
enormes kimonos muy ornamentados, con geta tan
enormes, que tenían que apoyarse en el hombro de un
asistente para dar siquiera un paso.
Los dos estamos agotados, pero nos quedamos juntos
hasta casi el amanecer. Cuando el cielo se vuelve un poco
menos negro al otro lado de la ventana, me despierto de
golpe. No sé cuándo nos hemos quedado dormidos sobre la
pequeña mesa, con las fotografías desparramadas entre
nuestros brazos. Me levanto con cuidado de no hacer ruido,
y como ya no hace calor, apago el ventilador.
Antes de abandonar el apartamento, hecho un vistazo
atrás y lo miro una vez más antes de ponerme mis sandalias
diferentes y cerrar la puerta con suavidad a mi espalda.
Recorro el camino de vuelta a casa con tranquilidad,
disfrutando del cielo del amanecer, que cada vez adquiere
un tono más azul. Cuando llego, el sol está comenzando a
salir.
En el recibidor, una vez que me he descalzado, me quedo
paralizada al ver una figura sentada en una de las sillas del
comedor. Es mi padre. Frente a él, hay una taza vacía que
parece haber contenido café.
No es que se haya levantado temprano, es que ni siquiera
se ha acostado. Aunque debe haberse dado una ducha,
porque no tiene el pelo aplastado y lleva unos pantalones
de chándal, en vez de su traje gris.
—¿Qué haces aquí? —murmuro, sorprendida.
—Estaba esperando a que regresaras —contesta, en su
tono habitual de siempre.
No añade nada más. Simplemente se pone en pie, me da
la espalda y se marcha escaleras arriba. Un par de
segundos después, oigo cómo la puerta de su dormitorio se
cierra.
ABUSONES
Y VÍCTIMAS
9 de septiembre de 2016

E l final del verano es como una brisa suave y cálida.


Los últimos días de agosto los paso junto a Harada, Li
Yan y Arashi, como si nada hubiera ocurrido; a los tres
parece darles igual que sea partícipe de un imposible
problema temporal, en el que me encontré en dos lugares a
la vez. Arashi y yo tampoco volvemos a hablar de ese
extraño sueño que tuvimos de pequeños, en el que nos
vimos el uno al otro cuando todavía no nos conocíamos, a
pesar de que de vez en cuando lo descubro mirándome de
soslayo, cuando cree que no me doy cuenta. Y aunque
siempre hay una expresión dulce en sus ojos almendrados,
sé que pasan muchas cosas por su cabeza.
Yo, sin embargo, cada vez que lo miro, recuerdo ese
instante en su pequeño apartamento, con sus labios a
centímetros de los míos y la melodía refrescante del
ventilador a nuestro lado.
En casa nada ha mejorado, pero tampoco ha empeorado.
Un día, me encontré el marco de la puerta (que mi padre
casi logró arrancar) pegado de nuevo a la pared, al igual
que el picaporte, que después de tanto tirar y tirar, se había
quedado medio descolgado. Sé que lo arregló mi padre; lo
escuché trabajar de noche, cuando creía que yo dormía. Si
antes apenas hablábamos, ahora ni siquiera
intercambiamos ninguna palabra que no sea tadaima o
ittekimasu. Taiga, por otro lado, sigue con sus días buenos
y sus días malos, aunque los últimos días de agosto apenas
me siento junto a su puerta para hablar con él.
La señora Suzuki me da varios días libres en el 7Eleven y
los aprovecho en la calle hasta tarde; incluso cuando todos
regresan a sus casas, yo paseo sola por el Parque
Maruyama y me adentro en el Santuario Yasaka, donde
permanezco delante del honden, apenas iluminado por los
farolillos de papel que alumbran el recinto, hasta que se me
abre la boca por los bostezos. Si realmente el dios Susanoo
existe, sé que se estará preguntando qué diablos hago
mirándolo tanto, si busco una pregunta o una respuesta.
Por desgracia, yo no sé qué contestarle, porque no tengo ni
la más mínima idea de lo que estoy buscando.
Pero agosto termina, el calor asfixiante cede un poco y el
Instituto Bunkyo vuelve a abrir sus puertas. Los clubes
extraescolares bullen otra vez de alumnos, el aparcamiento
de bicicletas se llena, y pocos cambios hay aparte de
algunos cortes de pelo y algunas pieles más morenas.
Una de las cosas que no cambian en absoluto son Daigo y
Nakamura. Nada más cruzar la puerta, se abalanzan sobre
Arashi, lo envuelven con demasiada fuerza utilizando sus
brazos, y comienzan a hacerle preguntas ridículas que él
apenas puede contestar.
En un momento, sus ojos se cruzan con los míos y niega
con un movimiento contrito, lo que le permiten las
extremidades de Nakamura. Yo aprieto los dientes y me
obligo a aflojar los puños. No me importaría empapar a
esos idiotas como lo hice con mi padre, hacer que una
tubería explote por encima de sus cabezas o el agua del
retrete los azote como una ola; estaba segura de que algo
así ocurriría si me sentía lo suficientemente furiosa. Pero
Arashi no quería que interviniera, ni yo ni nadie. Por
desgracia, eso era fácil, porque la mayoría de la clase
desviaba la mirada con incomodidad cada vez que Daigo y
Nakamura se acercaban a él.
—Una vez se enfadó porque decidí ponerme en medio. No
conseguí nada y me llevé un puñetazo —me susurra una
vez Harada, cuando llevamos ya varios días de clase—.
Arashi no quería que me hicieran daño, y decía que era un
problema que tenía que resolver él, de una forma o de otra.
—Maldito cabezón orgulloso —añadía siempre Li Yan, con
un resoplido.
Pero yo no creo que sea una cuestión de orgullo. Quizá
para Arashi es importante porque es una forma de cerrar
un capítulo, o tal vez no se trate solo de eso. Quizás es
importante que él lo cierre.
No obstante, cada vez esas «bromas», como Daigo y
Nakamura las llaman, son peores, más descontroladas. Y
los comentarios, más incisivos y dolorosos. Por desgracia,
no son lo suficientemente estúpidos como para
comportarse mal delante de los profesores. Parece como si
tuvieran un maldito detector. En cuanto los pasos de
nuestro tutor hacen eco por el corredor, se alejan de Arashi
como si nada y se colocan en la esquina opuesta del aula.
Un viernes, una semana después de empezar las clases,
Arashi me acompaña al 7Eleven; ese día no tiene club.
Saluda a Kaito, que ya está en su puesto puntual, como
siempre, y él le devuelve el saludo con una leve inclinación
de cabeza. Cuando salgo de la sala de descanso, Arashi
sigue allí, hablando de algo con mi compañero de trabajo,
que se corta de inmediato cuando los dos posan sus ojos
sobre mí.
—¿Qué? —les espeto, con más brusquedad de la que
deseo.
Arashi levanta una botella de Calpis en mi dirección, y al
instante noto cómo un calor penetrante me muerde las
mejillas.
—¿Me puedes cobrar esto? —pregunta con inocencia. Sus
ojos, en vez de mirarme, se dirigen a una estantería de su
izquierda y, antes de que yo pueda responder, saca un
meronpan con mantequilla—. Y esto también.
—Pues claro —digo, en voz baja.
Me dirijo hacia la caja, mientras Kaito me observa con las
cejas arqueadas y me murmura cuando paso por su lado:
—¿Un Calpis te hace sonrojar? Qué rara eres.
—Cállate.
No añade nada más mientras yo le cobro a Arashi. Sin
embargo, antes de meter el meronpan en la pequeña bolsa
de plástico, junto al Calpis, él se echa hacia delante y sus
dedos se enredan en mi muñeca para detenerme.
—No, ese es para ti —dice. Vacila, pero veo cómo se
esfuerza en mantener el peso de mi mirada—. Por si te
entra hambre más tarde.
Yo asiento, algo aturdida, y le entrego la vuelta del billete
de mil yenes que me ha entregado. Él recoge el cambio y
me dedica una sonrisa tan brillante como tímida mientras
mete las monedas en su cartera.
—Pues… ¿nos vemos este fin de semana? —dice, mientras
se cuelga la mochila al hombro. Antes de que pueda
responder, él añade a toda prisa—: Con Harada y Li Yan,
claro.
—Por supuesto —respondo, con una pequeña sonrisa.
Pero él no se mueve y hasta que Kaito no carraspea con
fuerza a mi espalda, ni él ni yo reaccionamos. Entonces,
Arashi se sube las gafas que se le han resbalado por la
nariz, intenta arreglarse el pelo y hace una reverencia de
despedida, todo a la vez, todo brazos y piernas, torpeza y
nerviosismo.
Cuando desaparece tras las puertas automáticas de
cristal, Kaito resopla a mi espalda:
—Adorable. Aunque tú parecías a punto de entrar en
combustión espontánea de un momento a otro. —Me vuelvo
y lo golpeo con el puño en su brazo, que está tan duro como
una maldita piedra—. Y no eres adorable en absoluto.
—Ya lo sé —replico, después de sacarle la lengua.
A Kaito se le escapa una sonrisa divertida y sus ojos se
hunden de nuevo en la puerta automática, que ahora está
cerrada, a la espera de nuevos clientes.
—De todas formas, tienes un gran don. Te rodeas de
gente buena.
La sonrisa que estoy a punto de esbozar se me borra de
un plumazo al recordar esa misma mañana a Daigo y a
Nakamura, y uno de los empujones que le dieron a Arashi
en un cambio de clase y que lo estrelló contra un pupitre.
Él dijo que estaba bien cuando me acerqué con la sangre
tronando en mis oídos, pero vi de reojo cómo se frotaba el
área golpeada. Siguió haciéndolo incluso cuando comenzó
la siguiente asignatura.
—Él lo es. Pero hay dos chicos que no lo son y no lo dejan
en paz —siseo, con rabia. Levanto la cabeza y fulmino a
Kaito con la mirada—. ¿Qué os lleva a chicos como tú a
abusar de los demás? Me gustaría saberlo.
—Eh, eh, relájate —contesta Kaito, sorprendido por el
brusco cambio de mi tono de voz.
—No, en serio, me interesa saberlo. ¿Por qué atacáis a
gente buena, a gente que no se mete en problemas y solo
quiere vivir en paz? ¿Por qué en vez de comportarte como
una persona normal, decides actuar como un maldito
imbécil? —Doy un paso hasta quedar a centímetros de
distancia y golpeo su pecho con el índice, una y otra vez,
una y otra vez, mientras no dejo de hablar—. ¿Por qué
Arashi tiene que aguantar toda esa mierda? ¿Por qué le
hacías la vida imposible a Amane, cuando ella solo quería
ser tu amiga?
Kaito palidece de golpe. Pero yo también. La última
pregunta ha salido sola, sin pensar, como si tuviera vida
propia y hubiese estado esperando escondida, todo este
tiempo, para salir a la luz. Kaito parece quedarse un
momento en blanco, porque no parpadea ni respira. Pero
de pronto, toma aire con brusquedad y se separa de mí,
como si mi cercanía le doliera. Me pregunto de pronto si él
ve a veces a Amane, como me pasa a mí.
—¿Tienes tiempo después del trabajo?
—¿Qué? —Pestañeo, perpleja.
—Si no haces nada después de trabajar, me gustaría que
fuéramos a tomar algo. —Arqueo una ceja con desconfianza
y él añade—: Para hablar.
Mi corazón se detiene de pronto. Recuerdo ese día
después del encuentro con Keiko, cuando comencé a llorar
y Kaito estuvo a mi lado (a su manera, claro), y me dijo que
cuando estuviera lista, me contaría la historia de Amane.
¿Se refería a eso? Y, lo más importante, ¿estaba
verdaderamente lista para escucharla?
De soslayo, veo cómo algo se mueve a mi izquierda. Me
giro solo un poco, y como esperaba, veo a Amane sentada
sobre el mostrador de la caja, meneando en el aire sus
deportivas con cordones de colores. Me mira durante un
par de segundos antes de asentir.
Yo respiro hondo y hundo de nuevo la mirada en los ojos
afilados de Kaito.
—De acuerdo —respondo, antes de darle la espalda y
dirigirme a las neveras para reponer las bebidas que faltan.
YOSHIDA
9 de septiembre de 2016

K aito me lleva a Miyako Ramen, un pequeño


restaurante situado junto a una tienda de alquiler de
kimonos, muy cerca del Parque Maruyama. El interior es
pequeño, todo está saturado de color marrón. Apenas hay
cuatro mesas distribuidas por el local, y una barra amplia
donde varios universitarios cenan con cara de cansancio.
Kaito no me mintió cuando me dijo que lo visita con cierta
regularidad, aunque a veces esté demasiado saturado de
turistas. «Fue el primer lugar donde comí con mi madre
cuando me mudé a Kioto», me comentó mientras
caminábamos hacia aquí, aunque yo no le he pedido
ninguna explicación. Uno de los camareros lo saluda por su
apellido y se apresura a dejarnos un termo lleno de té frío y
unos palillos. Kaito pide un ramen de cerdo muy picante y
yo pido uno con mucho sabor a soja. A pesar de que él fue
quien dijo que quería hablar, no hace más que comentarios
absurdos hasta que nos traen la comida. Él se abalanza
sobre su bol y empieza a sorber sonoramente los fideos
mientras yo pruebo el caldo del mío. El olor del picante me
irrita los ojos.
—Y bien —empiezo, con hastío, al ver que no abre la boca
para otra cosa que no sea tragar—. ¿De qué querías
hablar?
Kaito levanta los ojos hacia mí, con los largos fideos
empapados en un líquido naranja, casi rojizo, apretados
entre sus labios. Como si estuviera tomando una decisión,
los sorbe con fuerza y se los traga. No deja los palillos a un
lado. En vez de eso, los hunde en el bol y comienza a
remover el contenido hasta crear una especie de espiral.
—¿Te acuerdas de Yoshida?
Me llevo los fideos a la boca y los saboreo con el ceño
fruncido. El ramen está delicioso, pero no tengo ni idea de
lo que me está hablando. Sacudo la cabeza por toda
respuesta.
—Su nombre completo era Kairi Yoshida. Estuvo en
nuestra clase durante el último curso de primaria.
—Sí, vagamente —contesto. Cada año los profesores
decidían mezclar a los estudiantes para favorecer la
convivencia; recordaba a todos aquellos con los que había
coincidido la mayoría de los años, pero otros, con los que
había compartido aula solo durante un año, apenas eran un
borrón en mi memoria—. ¿Era uno de esos amiguitos que
siempre te reían las gracias?
—Qué cruel eres, Nami-chan —rezonga Kaito, mientras yo
le pongo los ojos en blanco—. Era mi amigo, sí.
Ese comentario consigue que haga algo de memoria.
Recuerdo de pronto a Kaito rodeado por su grupo,
empujándose y riéndose, y un chico alto y muy serio, que
estaba cerca, pero que no llegaba a mezclarse con ellos, al
menos no del todo. Creo que apenas intercambié alguna
palabra con él.
—¿Qué tiene que ver él con Amane? —pregunto con
impaciencia.
—Más o menos todo —responde, con una extraña sonrisa
que hace que mi ceño se arrugue todavía más.
Kaito respira hondo y se mete más fideos en la boca de
los que le caben. Come casi con ansiedad. Cuando consigue
tragar, se bebe el vaso entero de té frío y lo deposita con
fuerza en la mesa. Yo lo observo con atención y me
pregunto en silencio si el que debería estar preparado para
contar la historia es él.
—Conocía a Yoshida desde siempre; mi madre era amiga
de sus padres y muchas veces quedaban a cenar en uno de
los dos restaurantes familiares que tenía Miako, o íbamos a
su casa, que se encontraba muy cerca del paseo marítimo.
Aunque estábamos en el mismo colegio, no compartíamos
la misma clase, así que nos saludábamos por los pasillos y
poco más. Cuando por fin coincidimos en sexto, ninguno de
sus amigos había sido transferido a nuestra clase, así que
supongo que por eso comenzó a juntarse conmigo.
Cabeceo y sorbo unos fideos más. Apenas he probado el
plato, pero el hambre está empezando a abandonarme.
—En las vacaciones de verano de sexto, fue el
cumpleaños de mi madre. Quiso montar una gran fiesta, e
invitó a algunos amigos suyos y a sus hijos. —Kaito lanza un
pequeño suspiro y vuelve a meterse más comida en la boca
de la que puede tragar—. Supongo que sabes que la madre
de Amane era amiga de la mía, ¿verdad?
—Siempre me pregunté cómo podían permitir que
trataras tan mal a Amane —digo, con mis ojos convertidos
en dos dagas.
—Ninguna de las dos sabía nada —replica Kaito antes de
encogerse de hombros—. Amane nunca le contó nada a su
madre, y yo obviamente no le dije nada a la mía. Hubiese
sido como escupir hacia arriba.
—Qué niño tan listo —siseo.
—No creas. —Kaito aprieta los labios y baja la mirada
hacia su tazón de ramen a medio comer—. Supongo que
imaginas lo que ocurrió.
—Que Amane, ese niño que no pinta nada en esta historia
y tú coincidisteis en el cumpleaños —respondo, mientras
dejo los palillos a un lado con brusquedad.
—Exacto. Éramos solo tres, pero mi madre decidió
comprar una de esas piscinas pequeñas de plástico y
ponerlas en nuestro jardín, para que pudiéramos jugar.
Amane no metió ni un solo dedo del pie, a pesar de tener
bañador, pero Yoshida y yo no salimos del agua.
—Me alegra que lo pasarais tan bien y que la pobre
Amane se aburriera tanto. —Casi podía imaginármela en un
rincón, sentada en una silla con su bañador de colores,
meneando las piernas en el aire, en silencio, mientras todos
los que la rodeaban reían y hablaban.
—Hubo un momento en el que fui al baño y me tropecé
con ella —continúa Kaito, ignorándome—. Yo pasé de largo,
pero Amane me llamó por mi nombre, y yo no tuve más
remedio que hacerle caso. No me gustaba estar con ella, la
verdad.
Suelto un bufido de exasperación y me levanto de golpe
de la silla. No entiendo qué diablos quiere contarme con
esta historia, o si solo se está riendo de mí, pero no pienso
escuchar más. Sin embargo, Kaito reacciona con rapidez,
se abalanza por encima de la mesa y me sujeta del borde de
la camiseta al tiempo que golpea su bol de ramen, y este
empieza a dar unas vueltas vertiginosas, en el borde.
De pronto, todo el restaurante nos mira, hasta los
universitarios adormilados.
—Espera —dice, con un dejo de súplica que no pega con
ese pelo engominado y esas enormes botas militares—. Por
favor.
En sus ojos negros hay un manantial de emociones. Creía
que tenía los ojos húmedos por el picante, pero de pronto
me doy cuenta de que estoy equivocada. Sacudo la cabeza y
vuelvo a sentarme.
—Me llevó a la parte trasera del jardín. Yo la acompañé,
pero estaba muy nervioso, la verdad. Se comportaba de una
forma muy extraña, con mucha seguridad y calma. Casi
parecía un adulto. —Kaito se pasa las manos por el pelo y
vuelve a suspirar—. Cuando estaba segura de que nadie
podría escucharnos, me preguntó qué sentía por Yoshida.
Pestañeo, perpleja, y ladeo un poco la cabeza.
—¿Yoshida? —repito, como una idiota.
—Mi amigo —añade Kaito, como si fuera eso lo que me
confundiera—. Supongo que se había dado cuenta de cómo
lo miraba, no lo sé.
Asiento cuando lo comprendo de golpe. Él se queda en
silencio un par de segundos y esta vez se mete una
cantidad normal de fideos en la boca. Los sorbe con
lentitud, como si estuviera saboreándolos con intensidad.
—¿Y tú qué le dijiste? —pregunto.
—Que estaba loca y que era una tonta. —Kaito se encoge
de hombros y menea la cabeza, aunque su pelo, tan
estirado hacia atrás por la gomina, no se agita nada—. Si
estaba asustado antes, en ese momento estaba muerto de
miedo.
Cabeceo, porque, aunque una parte de mí detesta todavía
al Kaito de Miako, otra parte, que odio ahora mismo, lo
entiende.
—Yo quería parecer amenazante, quería asustarla, pero
Amane siempre veía a través de todas esas cosas. Era su
don, ¿no? —Kaito alza la mirada de su cuenco para
observarme, y yo no puedo evitar que se me humedezcan
un poco los ojos antes de asentir con dificultad—. Como vi
que no estaba consiguiendo lo que quería, comencé a
amenazarla, a gritar. Era curioso, porque yo era el que
estaba fuera de control, pero ella, de alguna forma, me
tenía acorralado. Recuerdo que se acercó a mí y, a pesar de
mis chillidos, de… todo lo que le estaba diciendo, me puso
las manos en los hombros. —Kaito estira sus fuertes brazos
por encima de la mesa y me sujeta de la misma forma que
hizo Amane con él, con sus manos enormes y ásperas—. Y
me dijo: «A mí también me gustan solo las chicas. Así que
tranquilo, guardaré tu secreto».
—¿Qué? —jadeo, con sus manos todavía apoyadas en mis
hombros. Sus palabras son olas, son tsunamis, son
terremotos, que me hacen caer de rodillas y me golpean
una y otra vez, y me dejan empapada y dolorida—. ¿De qué
estás hablando?
—¿Por qué siempre te quedabas sola en los trabajos por
pareja? —me pregunta Kaito, una de sus gruesas cejas se
arquea.
—Yo… —Pero callo y hago memoria. Si cierro los ojos,
puedo ver a la profesora Hanon pidiendo que eligiéramos a
nuestro compañero y la velocidad de Amane al correr hacia
el pupitre de Mizu. A veces ella elegía ponerse conmigo,
pero solo cuando sabía que yo estaba enfadada por
quedarme siempre apartada de ellas en ese tipo de
trabajos, o porque estaba molesta con Mizu por algún
motivo.
Me muerdo los labios con tanta fuerza, que no sé cómo no
los hago sangrar.
—No lo sabía —murmuro—. ¿Cómo no podía saberlo?
—Ella no te lo contó —contesta Kaito, antes de llevarse el
cuenco a los labios y terminar el caldo de su ramen. El mío
está prácticamente entero.
—Pero ¿por qué? ¿Creía… creía que me lo iba a tomar a
mal, que iba a dejar de ser su amiga? —pregunto, mientras
me inclino tanto hacia delante, que el borde de la mesa se
me clava en el estómago—. Me hubiese dado igual. Me da
igual. Ni siquiera es algo sobre lo que podría opinar.
—No lo sé, Nami. No estaba dentro de su cabeza. —Kaito
suspira y desvía la mirada por todo el local—. Quizás, en el
fondo, estaba tan asustada como yo, y pensaba que era
mejor ocultarlo. Ahora, después de tantos años… todo se ve
de una manera distinta, pero cuando vives en un pueblo tan
pequeño, cuando ves que a todos tus amigos solo les gustan
las chicas, cuando todas las películas de amor son siempre
entre hombres y mujeres y todo lo que se sale de lo normal
es vigilado con lupa, incluso apartado… no sé. Quizás
Amane veía todo eso, pero al darse cuenta de que
estábamos en situaciones similares, se sintió segura por
una vez. Creyó haber encontrado a alguien que la
comprendería, que no la juzgaría.
—Claramente se equivocó —farfullo, con rabia. Mis ojos
son puñales cuando se clavan en los suyos.
—Eh, yo nunca conté lo que me dijo ese día —replica
Kaito, a la defensiva—. Pero era un idiota y me comporté
con ella como algo peor. No merecía su consideración, su
cariño, sus indirectas que solo trataban de hacerme sentir
bien, de hacerme sentir seguro.
—En eso estamos de acuerdo. —Él me dedica una
expresión sombría, pero no tiene más remedio que guardar
silencio—. ¿Y Mizu? ¿Sabe que…?
—Creo que ella nunca se lo dijo, así que yo no tengo
derecho a hacerlo sin su permiso —contesta Kaito, con la
voz suave.
Asiento, aunque mis músculos y mis huesos apenas tienen
fuerza para mover nada y la cabeza me pesa demasiado.
Los recuerdos son una carga tan grande como el plomo.
—Me pregunto… —La voz se me rompe en la garganta y
tengo que tragar saliva un par de veces para poder
continuar—. Si ese once de marzo hubiese sido como otro
once de marzo normal, si Miako no hubiera sido arrasado…
Si hubiésemos crecido juntas, ¿Amane me lo habría
contado? ¿Se lo habría confesado a Mizu?
Miro a mi alrededor, y en uno de los taburetes de la barra
que antes estaban ocupados por los universitarios, veo a
Amane, balanceando los pies en el aire. La miro a los ojos,
sin vacilar, y le repito las mismas preguntas en silencio.
Ella me dedica una pequeña sonrisa y se encoge de
hombros.
—No lo sé —contesta Kaito, como si él también pudiera
ver a Amane e interpretar su expresión—. Pero el punto no
es qué habría ocurrido si un terremoto no hubiese sacudido
Miako. El punto es qué habría ocurrido si ella hubiera
decidido no ayudarme ese once de marzo. —Desvío la
mirada hacia él, interrogativa, y veo cómo ha palidecido de
golpe—. Porque eso fue lo que pasó. Decidió ayudarme y,
por ese motivo, fue ella la que se ahogó y no yo.
OCTAVA OLA
10 de junio de 2010

–P ara esta actividad tendréis que poneros en parejas.


Cuando las palabras de la profesora Hanon
llenaron el aire, todos nos levantamos de nuestros asientos
y los arrastramos por las losas gastadas del suelo. Yo
estaba al final de la clase, así que fui rápida y corrí hasta
las primeras filas, pero Amane y Mizu ya se habían puesto
juntas.
Me quedé quieta en mitad de uno de los pasillos repletos
de pupitres y miré alrededor. Todos habían sido tan rápidos
como yo y habían elegido a un compañero. Solo quedaba
una persona libre, que miraba alrededor como yo.
Resoplé con fastidio cuando sus ojos se cruzaron con los
míos.
Kaito Aoki.
Hice amago de escabullirme, aunque no tenía ningún
lugar en el que esconderme. Las palabras de la profesora
llegaron hasta mí.
—Aoki, Tendo, poneos juntos.
Amane y Mizu se volvieron en mi dirección y me
dedicaron una mirada de disculpa. Yo apreté los labios y no
se las devolví mientras caminaba arrastrando los pies hacia
el pupitre de Kaito. Tuve cuidado en colocarme lo más
alejada que me permitía la mesa.
—Yo tampoco tengo ganas de estar contigo —dijo, cuando
vio cómo lo observaba de soslayo. En vez de ponerse a leer
la hoja que nos había repartido la profesora Hanon, empezó
a garabatear en una esquina—. No sabía que Amane fuera
tan mala amiga.
Me volví hacia él en redondo, con los ojos escupiendo
llamas.
—¿Y dónde está Yoshida? Tú también te has quedado solo.
—Los ojos de Kaito se estrecharon como los de las
serpientes, pero yo no había terminado—. ¿Por qué siempre
hablas de Amane? —le pregunté, exasperada—. En vez de
molestarla tanto, deberías decirle que te gusta y punto. Así
ella te rechazaría y la dejarías en paz.
Kaito dejó caer el bolígrafo y se volvió hacia mí,
boquiabierto.
—¿De qué estás hablando? A mí no me gusta Amane.
—Mi padre me dijo un día que, si un chico me molestaba
mucho era porque quería llamar la atención, porque le
gustaba. Y tú no paras de molestar a Amane.
—Qué tontería. ¿Por qué iba a hacer daño a alguien a
quien supuestamente quiero? —Kaito volvió a tomar el
bolígrafo y lo apretó con tanta fuerza, que sus nudillos se
pusieron blancos—. A mí no me gusta nadie.
Lo miré durante un instante más antes de volver a la
actividad. Pero él seguía hablando.
—Quizá deberías preguntarle a Amane quién le gusta a
ella.
—Tú, no, te lo aseguro —repliqué de inmediato, con los
ojos en blanco.
Kaito se encogió de hombros y una extraña expresión
tironeó de los rasgos afilados de su cara. Siguió
concentrado en su garabato durante todo el tiempo que
duró la actividad. En los últimos cinco minutos se inventó
de mala forma las preguntas que debía hacerme y entregó
el trabajo a la profesora Hanon antes de salir de clase. Por
supuesto, no se despidió.
Cuando salimos del colegio, Yemon se encontraba junto a
la puerta principal, como si hubiera venido a recogerme.
Me acerqué a él y dejé que se restregara por mis piernas.
Mizu y Amane estaban a mi lado, y parecían algo
preocupadas.
—No sabíamos que la profesora Hanon te pondría en
pareja con Kaito —dijo esta última, en voz baja.
—No pasa nada —contesté, mientras me ponía en cuclillas
para acariciar al gato. Sentí la vibración del ronroneo
cuando pasé las manos por su cuello. De pronto, elevé la
mirada hacia Amane—. ¿A ti te gusta alguien?
La pregunta la sobresaltó; se puso tan nerviosa como
cada vez que Kaito andaba cerca. Noté cómo mi ceño se
fruncía.
—¿Qué? ¡No, no! Los enamoramientos tontos se los dejo a
Mizu —dijo, con una risa que sonó algo estrangulada.
La aludida sacudió la cabeza y dirigió la mirada hacia el
colegio.
—Como si aquí hubiera alguien interesante —suspiró,
dramática—. A lo mejor cuando empecemos el instituto…
Yo torcí los labios, pero no dije nada mientras el gato no
dejaba de ronronear bajo mis manos. No podía desfruncir el
ceño.
—Nami —dijo entonces Amane, acuclillándose para estar
a mi altura—. La próxima vez no te quedarás sola. —Mizu, a
su lado, asintió con energía.
TERCERA
PARTE

SOMOS AGUA
Y RECUERDOS
AMANE Y KAITO
9 de septiembre de 2016

U na ola de lividez me deja sin respiración y, de pronto,


no sé si quiero conocer esa historia. Fue Taiga el que
se acercó a mí hace más de cinco años para decirme que
habían encontrado a Amane. Una semana después del
tsunami. Al menos, a ella la encontraron. Yoko-san nunca
llegó a aparecer y cuando se descubrió por fin el cuerpo de
la profesora Hanon, yo ya no quería saber nada más de
Miako.
Sin embargo, aunque quiero cubrirme los oídos y huir,
permanezco sentada, arañándome las mejillas con los
dientes.
—Ese día Amane llegó muy tarde a clase. Por lo visto,
había tenido que ir con su madre al médico. Cuando la vi
entrar, pensé que era una idiota, yo no habría ido al colegio
para solo unas horas, sobre todo si era el último día de
curso —dice, con una pequeña sonrisa—. Conoces cómo son
los días así. Vagueamos durante la mayor parte de la
jornada y, al final, siempre hay unas estúpidas palabras de
despedida. Y fue en ese momento, en mitad del discurso de
despedida de la profesora Hanon, cuando de repente todo
empezó a temblar. Hicimos lo de siempre, ya sabes. Nos
metimos debajo de los pupitres y esperamos. Algunos
comenzaron a vomitar y yo sentí náuseas. —Kaito se
aprieta la mano contra la boca del estómago y toma aire. Yo
ni siquiera puedo respirar—. Cuando por fin cesó, el
director emitió un anuncio por megafonía y nos dijo que
todos deberíamos dirigirnos al patio y esperar. Eso fue lo
que hicimos; al cabo de un par de minutos, todo el colegio
estaba allí reunido.
Asiento y me imagino a Amane y a Mizu muy juntas, quizá
de la mano, algo asustadas, aunque en más de una ocasión
tuvimos que hacer lo mismo en los seis años que estuvimos
en ese colegio. ¿Estaría también en ese patio la familia de
Arashi? ¿Su padre había dejado de perseguirlo o fue el
agua lo que lo alcanzó e impidió que llegara hasta él?
—La profesora Hanon no estaba de acuerdo con que nos
quedáramos allí. Yo vi cómo se dirigía al director, que iba
de un lado a otro del patio, discutiendo con el resto de los
profesores. Creo que le dijo algo relacionado con un
tsunami, pero el director negó con la cabeza y señaló más
allá de la cerca del colegio, donde estaban los muros de
protección de ocho metros. —Kaito gira la cabeza hacia la
barra, ahora ocupada por varios extranjeros que tienen
serios problemas con los palillos y los fideos del ramen,
pero creo que no los ve a ellos—. Había habido algún
tsunami antes, pero nadie se hubiese imaginado que habría
uno con olas que llegarían a alcanzar cuarenta metros.
Me muerdo los labios, mientras recuerdo las imágenes
que vi en la televisión días después de la tragedia; la
mayoría no eran más que videos caseros, grabados con
teléfonos móviles en los que solo se oían los gritos y el
rugir del agua.
—Cuando el agua comenzó a llegar, no había sonado
ninguna alarma de tsunami. A decir verdad, creo que nunca
sonó. Recuerdo que alguien apareció corriendo en el patio,
gritando, y de pronto lo sentimos. El suelo no había dejado
de sacudirse desde el terremoto, pero aquella vibración era
diferente y el rugido que se oía no parecía provenir del
interior de la tierra, sino del océano. —Kaito cierra los ojos
y vuelve a centrar su mirada en mí—. Después, todo se
convirtió en una especie de infierno. Todos corríamos,
todos gritábamos. La profesora Hanon nos ordenó a los
mayores que corriéramos colina arriba, y a los más
pequeños, que subiesen a la azotea del colegio. Algunos lo
hicieron, como Mizu. Ya sabes que era la más rápida de la
clase —añade, con una sonrisa desgarrada en sus labios—.
Pero otros éramos más lentos; había demasiada gente y…
entonces, el río Kitakami se desbordó y fue entrando en el
patio. De pronto, solo veía agua que se acercaba a mí, como
una marea que ascendía a toda velocidad. Oí que la
profesora Hanon nos ordenaba entonces volver al colegio.
Yo lo hice y, de pronto, me di cuenta de que corría con
Amane al lado. Ella me miró y me dijo que debíamos subir
hasta la azotea, que sería el único lugar a salvo.
—¿Cómo sabía eso? —murmuro; mi voz es una ronquera
desafinada.
—No lo sé, pero parecía muy segura de sí misma, y yo,
por primera vez, confié en ella —contesta él, sin parpadear
—. No puedo describir bien lo que vi o lo que sentí mientras
subíamos desesperados las escaleras. Los cristales de las
ventanas se reventaban por la presión, las puertas de las
clases eran arrancadas de golpe, los pupitres y las sillas
eran arrastrados… Había muchos alumnos a nuestra
espalda y sabíamos que el agua los iba alcanzando uno a
uno. Sentía que éramos demasiado lentos, que el agua
terminaría atrapándonos tarde o temprano. Mientras
subíamos a la escalera del último piso, Amane y yo nos
tropezamos y caímos sobre los peldaños. —Kaito se detiene
cuando la voz se le quiebra y suelta el aire con fuerza
cuando un par de lágrimas asoman por los bordes de sus
ojos—. Debíamos movernos rápido. Ella tenía que saberlo,
había visto cómo el agua se había tragado a algunos
compañeros que se habían rezagado. Tenía que levantarse
y correr de nuevo, sin mirar atrás. Pero en vez de eso, noté
que me empujaba y decía: «Vamos, Kaito». Solo esas dos
palabras. —La voz se le enronquece, ya no le queda aire—.
Yo no miré atrás. Sentí su empellón en las piernas y corrí y
corrí hasta llegar a la puerta que comunicaba a la azotea, y
entonces me volví para mirar, pero no la vi. Solo el agua,
que se acercaba a los pocos que habíamos llegado hasta
allí.
Kaito sacude la cabeza y hunde los talones de sus manos
en los ojos, mientras por las mejillas ruedan lágrimas
gruesas. A pesar de las cadenas plateadas, de su pelo de
punta y engominado, de sus botas militares, ahora no es
más que un niño encogido que no puede parar de llorar.
Algunas de las personas del restaurante lo miran de reojo.
Respiro hondo e intento ignorar la sensación de que mis
venas parecen atascadas por el hielo, y me inclino hacia
delante hasta que mi mano toca la piel de su brazo, tan fría
como la mía.
—Kaito —murmuro.
En la silla de la barra, Amane nos sigue observando con
atención. No deja de menear los pies en el aire.
Él se estremece ante mi contacto, pero sigue sin
apartarse las manos de los ojos.
—No sé por qué lo hizo, por qué perdió el tiempo en
dedicarme esos malditos segundos que no tenía. Yo nunca
la traté bien —añade; su voz es una melodía desafinada—.
Dime, ¿valió la pena? —Cuando levanta la cabeza y me
mira, sus pupilas arden y escupen tanto dolor, que me
resulta difícil no girar la cabeza—. ¿Valió la pena que ella
muriera y yo siguiera vivo?
Contemplo de soslayo a Amane, que me devuelve la
mirada con una pequeña sonrisa. De un salto, se baja del
taburete y se aproxima a Kaito. Sin mencionar palabra,
apoya su cabeza en su hombro y lo envuelve con los brazos;
él no se estremece por el contacto y sus ojos permanecen
fijos en los míos, a la espera de la respuesta.
—No lo sé, Kaito —digo, con lentitud, y siento que me
parto por dentro como él—. Pero fue una decisión que tomó
ella. Amane siempre fue demasiado buena, Mizu no paraba
de repetírselo. De lo que estoy segura —añado, mientras
Amane le da unas ligeras palmaditas a su pelo engominado,
que no se mueve a pesar del roce— es de que ella no
querría que lloraras más.
Él asiente, pero las lágrimas continúan rodando por sus
mejillas y sorbe una y otra vez por la nariz. Me inclino
hacia delante y le aprieto el brazo con suavidad; su piel
está congelada.
En ese momento, las cortinillas que cuelgan de la puerta
del local se hacen a un lado, y un joven alto, algo mayor
que yo, entra y mira a su alrededor. Tiene el pelo teñido de
un rubio casi blanco y unos rasgos afilados y atractivos.
De pronto, sus ojos se cruzan con los míos y se desvían
hacia la cabeza gacha de Kaito, y se quedan allí
congelados. Sin decir una palabra, se acerca con rapidez a
nosotros.
—Kaito —dice, cuando coloca su mano en el hombro en el
que Amane no está apoyada.
Él levanta la cabeza de inmediato y mira al joven. Esboza
una pequeña sonrisa y se apresura a limpiarse las lágrimas
que todavía penden de sus ojos.
—Hola, Masaru. —El joven desvía la mirada de él a mí,
con el ceño fruncido—. No pasa nada, estoy bien.
—Sí, claro —responde Masaru, con los ojos en blanco—.
Jamás te he visto tan bien.
Entorno un poco la mirada mientras Amane suelta una
pequeña risita. Kaito capta mi expresión y sus mejillas se
enrojecen un poco antes de desviar la mirada hacia su
cuenco de ramen vacío.
—Él es mi Yoshida ahora —explica.
—Ah, entiendo.
—Pues yo no entiendo nada —replica Masaru, con el ceño
todavía más arrugado—. ¿Quién es Yoshida? ¿Ella?
—Soy Nanami Tendo —contesto, mientras me pongo en
pie y le dedico una reverencia—. Fui compañera de clase de
Kaito, en Miako.
La piel clara de Masaru palidece un tono más y su ceño
de desconfianza se transforma en otro de preocupación.
Sus dedos se tensan sobre el hombro de Kaito.
—Me parece que ahora sí comprendo un poco —murmura.
—Tengo que irme —digo, ahora con los ojos clavados en
Kaito. Antes de que él pueda contestar, dejo un par de
billetes de mil yenes sobre la mesa—. Otro día me invitas
tú.
—Pero… —Kaito nunca me había parecido tan pequeño, ni
tan débil. Ni siquiera cuando lo vi por primera vez en clase,
en primero de primaria, lloroso porque lo habían obligado a
separarse de su madre y enfadado con el mundo.
—Es lo que hacen los amigos —lo interrumpo, y sus ojos
vuelven a llenarse de nuevo—. Gracias por contármelo. Por
todo.
Kaito separa los labios, pero su garganta es incapaz de
articular otra palabra, así que sacude la cabeza y asiente, y
yo les dedico una rápida reverencia tanto a él como a
Masaru antes de salir del local.
Cuando llego a la calle, la noche es cerrada y las farolas
están encendidas. Apoyo la espalda en la pared de madera,
cerca de donde se anuncia la tienda de kimonos y yukatas,
y alzo la mirada al cielo repleto de estrellas. Mi vista se ha
vuelto borrosa. Suelto el aire que retengo en el pecho con
dificultad.
—Me alegro de que seas su amiga —me dice una voz
desde mi izquierda.
Bajo la cabeza y observo a Amane, que me mira a los ojos,
sonriente. Ya no queda ni una sola gota de miedo corriendo
por mis venas.
—¿Por qué lo hiciste? —murmuro.
Su sonrisa se pronuncia. Es la primera vez que le
contesto, a pesar de que han pasado varios meses desde la
primera vez que me habló.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Estaba incluso más asustado
que yo —dice, mientras echa un vistazo hacia el interior del
restaurante—. Necesitaba esas dos palabras para seguir
adelante.
—¿Y tú? —murmuro, con la voz tomada.
—Yo siempre estaré viva. En él. En Mizu… —Extiende la
mano en mi dirección y separa los dedos—. Y en ti.
Antes de poder pensar en lo que estoy haciendo, alzo el
brazo y mis dedos tocan los suyos. No los atraviesan, siento
la piel de Amane, su suavidad, y me sorprendo de lo
pequeña que es su mano comparada con la mía. Es como si
realmente estuviera viva frente a mí.
—Estoy segura de que nos veremos dentro de poco —
dice, mientras esboza una sonrisa tan grande, que sus ojos
se cierran.
—¿Vernos? —repito, demasiado aturdida por su tacto, por
su presencia, porque parezca tan tan viva.
—Donde siempre. De camino al colegio.
Mis dedos la aferran con más fuerza, como si supieran
que la voy a perder de nuevo.
—¿Qué estás diciendo? —susurro.
Pero ella sacude la cabeza y su sonrisa se abre más.
—Recuérdame de vez en cuando, Nami.
—Pero…
De pronto, mi mano se convierte en un puño cuando
Amane, sus pequeños deditos, sus ojos cerrados y su
enorme sonrisa desaparecen, y no me dejan nada más que
aire que se pierde entre mis dedos.
Miro a un lado y a otro, con el corazón desbocado, y la
llamo a voz en grito, pero ella no vuelve a aparecer. Insisto,
pero solo consigo que un anciano que camina por la acera
de enfrente desvíe la mirada hacia mí, sobresaltado.
Me quedo sin fuerzas, con los brazos colgando en el aire.
No va a volver a aparecer. Algo en mi interior lo sabe. El
hombre me sigue mirando, así que aparto la vista y
comienzo a andar en dirección a casa.
Cuando llego, todo está en silencio. Taiga parece que está
dormido y mi padre se ha encerrado en su dormitorio,
puedo ver la luz que escapa por la rendija de su puerta
abrirse paso en la oscuridad que invade el pasillo.
Como nadie sale a recibirme, entro en mi cuarto y me
dejo caer en la cama, donde Yemon me espera dormido.
Respiro hondo; noto los ojos cansados y algo húmedos.
Los párpados son trozos de lija cada vez que pestañeo, así
que los dejo caer y me dejo llevar por la oscuridad, pero de
pronto mi móvil suelta un pitido agudo. Lo miro, es un
mensaje de LINE, de Kaito. Solo tiene un número de
teléfono, pero yo sé a quién pertenece, no necesito que me
dé ningún nombre.
Antes de que me arrepienta, lo selecciono y pulso la tecla
de llamada. Me lo llevo a la oreja y espero sin respirar,
mientras un tono tras otro atraviesa mi oído. Y de pronto,
se descuelga.
—¿Sí?
—Hola, Mizu —digo, con una voz que se parece a la que
tenía en Miako, cuando tenía solo doce años—. Soy Nami.
Hay un silencio al otro lado y, de pronto, su tono se
endurece.
—¿Qué quieres?
Y entonces, empiezo a llorar. Es como si hubiese
mantenido una presa cerrada durante demasiado tiempo y
la estructura, repleta de grietas, no lo soportara más. Una
tras otra, mis lágrimas escapan y se convierten en un río,
en una cascada, en un lago, en un océano. Y no puedo
parar, no puedo ni quiero parar. Al otro lado, Mizu escucha.
No sé cuánto tiempo pasa, pero de pronto el llanto cesa e
inspiro con brusquedad para llenar mis pulmones
colapsados y refrescar un poco mi garganta agotada.
—Está bien, Nami. Está bien —susurra Mizu, al otro lado
de la línea—. Háblame. Cuéntame por qué nunca
contestaste mis cartas. Por qué nunca te pusiste al teléfono.
Te escucharé. Pero júrame que me lo vas a contar todo,
¿prometido?
Eso no significaba que me perdonaba. Tampoco que
volvería a ser mi amiga, pero era un comienzo. Las
palabras siempre eran el inicio de algo. De mí dependía
ahora que se convirtieran en algo más.
Amane no aparece, pero me la imagino frente a mí, con el
meñique alzado junto a Mizu, que me observa también
sonriente con sus doce años.
Yo también alzo el meñique en la oscuridad.
—Prometido —susurro.
LA ILUSTRACIÓN
20 de septiembre de 2016

B ostezo cuando dejo el jarrón de flores en la mesa del


profesor, ahora con agua fresca. Las flores están tan
gachas como yo, que me muero de sueño. En el fondo de la
clase, Li Yan resopla con cansancio mientras termina de
barrer.
Un calor agradable llena la estancia. Ya estamos en pleno
otoño, pero los días todavía son tibios, y la luz que los
colma es más dorada. Me quedo absorta, observando el
patio a través de la ventana, con el susurro que hace la
escoba inundando el lugar. Vuelvo a bostezar. Y de pronto,
la puerta de la clase se abre con tanta violencia, que Li Yan
suelta un grito y la escoba resbala de sus manos.
Es Harada.
—¿Qué diablos haces aquí tan temprano? —exclama Li
Yan, con una mano en el pecho—. ¿Es que nos quieres dar
un infarto?
—¿Ha llegado ya Arashi? —pregunta, mientras desvía la
mirada de una a otra.
—¿Arashi? —repito mientras me acerco a él.
—¿No os ha mandado un mensaje a vosotras? —pregunta
Harada a su vez, confundido.
En ese momento, la puerta vuelve a abrirse y tras ella
aparece un Arashi sudoroso que lleva las gafas casi
colgando de la punta de la nariz.
—Lo siento, pero quería hablar con vosotros antes de que
llegara el resto de la clase —se excusa antes de que
ninguno de los tres pueda abrir la boca. Su mirada,
frenética, se detiene en mí—. He encontrado algo que tiene
que ver contigo. Contigo y con Miako, y con el hecho de
que estuvieras en dos lugares a la vez.
Harada y Li Yan clavan sus ojos en mí. Yo siento como si
unas manos invisibles me estuvieran estrangulando muy
poco a poco.
—¿Qué? —musito.
Arashi lleva su teléfono móvil en la mano, pero cuando ve
cómo palidezco, se apresura a bajarlo. Una sombra de duda
enturbia su mirada.
—Pero si quieres, puedo dejarlo pasar —dice, con cautela
—. Podemos olvidarlo.
—No —replico, con voz fuerte. Estoy harta de olvidar. No
quiero olvidar—. ¿Qué has encontrado?
—De acuerdo. —Arashi alza su teléfono móvil y los tres
nos acercamos y juntamos nuestras cabezas, formando un
círculo perfecto—. El otro día pusieron un antiguo
documental sobre el terremoto, el tsunami y el posterior
accidente de Fukushima. Solo vi una parte, en la que
estaban entrevistando a algunos de los supervivientes de
las ciudades y los pueblos más afectados. Uno de ellos era
Miako.
Asiento y trago saliva, aunque noto como si fueran
piedras al rojo vivo lo que baja por mi garganta.
—Busqué el documental completo en internet. Tiene un
par de años. En él, algunos de los supervivientes de Miako
cuentan qué ocurrió aquel día, que fue lo que vieron y
sintieron, y varios de ellos coinciden en que se encontraron
a una joven sacerdotisa por las calles, insistiendo en que
debían subir lo antes posible al Templo Susanji del Monte
Kai; no está claro el motivo, o al menos, no aparece en el
documental.
—Pero yo no soy una sacerdotisa —contesto, con el ceño
fruncido—. Nunca he trabajado en ningún templo.
Arashi asiente, pero continúa hablando.
—Otros afirman que una joven avisó que se produciría un
terremoto y un posterior tsunami; y suplicaba a los
peatones que subieran a las colinas. Nadie la conocía, así
que algunos la tomaron por loca. Sin embargo, mirad.
Sus dedos se desplazan a toda velocidad por la pantalla
del móvil hasta dar con un video de YouTube. En la imagen
congelada, veo a una anciana de pelo blanco con un vestido
repleto de flores. En un pequeño cartel se anuncia que su
nombre es: KUKIKO YAMADA. Mi mirada se vuelve borrosa. Su
cara me suena, aunque no hay nada particular en ella. Es
como si estuviera viviendo un déjà vu.
Arashi reproduce el video y al instante, la clase vacía se
llena con la voz pausada y dulce de la mujer.
—Salía del supermercado cuando una joven sacerdotisa
chocó conmigo. La bolsa se me cayó al suelo; creo que ella
durante un instante pensó en seguir adelante, pero se
detuvo y me ayudó a recoger todo. Cuando me entregó la
bolsa, me pidió con mucha urgencia que buscara algún
lugar alto. Fue extraño. No la conocía, pero ella sí sabía mi
nombre. —La anciana suspira y una pequeña sonrisa estira
sus labios finos—. Parecía una simple chica que trabajaba
para un templo, pero algo me decía que era algo más. No
sé por qué le prometí que iría a un lugar elevado, pero eso
hice, y cuando el tsunami llegó a Miako, y el río Kitakami se
desbordó e inundó ese pobre colegio, yo ya estaba lejos del
peligro.
Se me escapa un jadeo y todos me miran. Ya sé de qué la
recuerdo. La vi el día de O-bon, mientras hablaba con
Kannushi-san. Era la anciana que nos dio de pronto las
gracias, a pesar de que no habíamos intercambiado ni una
sola palabra con ella.
—¿La conoces? —pregunta Li Yan, con sus ojos
almendrados abiertos de par en par.
—No exactamente —contesto, con la voz temblorosa.
La imagen de la anciana desaparece para dar paso a otras
en las que el agua es la protagonista. Son grabaciones
realizadas por personas que huían o se encontraban en
lugares altos, en las que se ve cómo el agua crece de forma
incontrolable y engulle todo con unos dientes invisibles.
Todo desaparece bajo su paso, y lo que no, lo arrastra con
la facilidad con la que un riachuelo empuja un barquito de
papel.
Intento respirar hondo, pero entonces una mano cálida y
suave envuelve la punta de mis dedos. Es Arashi. Harada,
de alguna forma, se pega tanto a mí que su hombro roza el
mío, y Li Yan desliza su brazo por mi espalda, arriba y
abajo. Aunque mis rodillas tiemblan, descontroladas, sé que
no me caeré. Si lo hiciera, ellos tres me sujetarán a tiempo.
Después de un instante, las imágenes se funden en negro
y vuelve a aparecer Kukiko Yamada.
—Cuando yo era pequeña, vivía en una pequeña aldea en
la montaña, y todavía se creía en la existencia de yōkai, de
kami que se escondían entre nosotros. Alguna vez creí ver
alguno, aunque mis padres decían que solo eran
imaginaciones infantiles. Cuando vi a esa joven alejándose
a toda prisa de mí, tuve la sensación de que retrocedía en
el tiempo, de que estaba viviendo un… déjà vu. Ahora es mi
nieta la que dice que son fantasías de persona mayor —
añade, con una risa cascada, mientras parece buscar algo
que no sale en el encuadre de la cámara—. Desde que era
pequeña, cada vez que creía ver algo que no pertenecía a
nuestro mundo, lo dibujaba.
Poco a poco, la anciana alza un cuaderno de dibujo. Pasa
varias páginas hasta detenerse en una. Entonces, lo vuelve
para que la cámara pueda enfocarla, y todos, excepto
Arashi, nos echamos hacia atrás.
Soy yo. En esa página en blanco, dibujada con
carboncillo, hay un dibujo tan parecido a mí, que casi
podría ser una fotografía actual. Solo hay dos diferencias.
La más evidente es la parte superior de mi ropa, porque
claramente llevo una chihaya, aunque la ilustración esté en
blanco y negro. La segunda, más sutil, es una herida, o una
cicatriz, no estoy segura, que me nace en mitad de la
frente, y atraviesa mi ceja y el ojo derecho.
Kukiko Yamada gira el dibujo en su dirección y suspira.
—Algún día me gustaría encontrarme con ella y darle
personalmente las gracias por estos años que me ha
regalado.
Trago saliva con dificultad y recuerdo ese instante, la
reverencia que me dedicó, sus palabras. Pero no tiene
sentido, aparte de ese momento en el que nos cruzamos en
O-bon, no la había visto antes. En Miako había muchas
personas mayores como ella; no recordaba haberme
cruzado con ella nunca. ¿Cómo diablos sabía dónde
encontrarme, si ni siquiera conoce mi nombre? ¿Cómo
es…?
De pronto, una idea me atraviesa con la fuerza de un
rayo.
—Su nieta vive en Osaka. Conseguí ponerme en contacto
con ella, pero… —Arashi vacila y se sube las gafas con
nerviosismo. Yo no necesito que termine la frase.
—Está muerta —murmuro. Ni siquiera es una pregunta.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Li Yan, con los ojos como
platos.
—Falleció el año pasado, pero cuando le conté a su nieta
que sabía de una persona idéntica al dibujo de su abuela,
me dijo que quería conocerte. He visto el horario de trenes.
Si quieres, esta tarde podemos ir a Osaka y regresar antes
de que se haga demasiado de noche —añade Arashi,
aunque su mirada está llena de cautela.
Los tres me observan con las pupilas algo dilatadas y las
manos convertidas en puños. El documental que se muestra
en el móvil de Arashi continúa, aunque ahora no se ve más
que agua que arrastra barcos, casas, coches y vidas.
Cierro los ojos y tomo mucho aire.
—¿A qué hora sale ese tren? —pregunto.
LA KAMI
DEL AGUA
20 de septiembre de 2016

C uando llegamos a Osaka es noche cerrada, pero la


estación donde nos deja el tren está cerca de
Dotombori, una de las zonas más turísticas, donde nunca
existe la oscuridad.
Aunque las vacaciones han terminado, todo está plagado
de gente. Es difícil avanzar entre los propios habitantes y
los turistas, que no hacen más que dar vueltas sobre sí
mismos, con las cabezas alzadas hacia los neones,
boquiabiertos. Al ambiente ruidoso, se le une el
chisporroteo de las planchas que están junto a las puertas
de los restaurantes y los gritos de los vendedores de los
puestos más vacíos, que luchan para atraer clientes. El aire
está impregnado de una mezcla de okonomiyaki, gyozas y
takoyaki, y aunque Li Yan no hace más que tirar de Harada
para que no se retrase, yo siento el estómago cerrado. El
olor a fritura y el calor me marean un poco.
Arashi encabeza la marcha, con los ojos fijos en su
teléfono móvil, que muestra la ruta a seguir. Por suerte, la
nieta de Kukiko Yamada vive en una calle cercana, apenas
un pasadizo que parece no tener final, iluminado por
farolas que arrojan una luz verdosa al asfalto.
Los cuatro nos detenemos junto al diminuto portal, pero
Arashi no levanta la mano hacia el timbre hasta que yo no
asiento. Al momento, un zumbido estridente nos envuelve y
se mezcla con el resto de los sonidos de la noche.
—¿Sí? ¿Quién es? —pregunta una voz femenina por el
interfono.
—¿Yamada-san? Soy Arashi, estuvimos hablando esta…
Su voz se interrumpe por un súbito timbre, que nos invita
a entrar. Los cuatro intercambiamos una mirada, pero nos
adentramos en el portal y subimos la escalera estrecha
hasta la única puerta que se abre para darnos la
bienvenida.
—¡Vaya! No sabía que ibais a ser tantos —exclama la
joven que aparece tras la puerta. Debe tener unos treinta
años, tiene el pelo largo y negro, y unas gafas gruesas que
hacen que sus ojos se vean diminutos—. Pasad, pasad.
El apartamento donde vive es aún más pequeño que el de
Arashi, aunque parece completamente nuevo. Todo es
blanco y beige, y está saturado del aroma dulzón del té de
cebada.
Después de descalzarnos, ella nos indica que nos
sentemos alrededor de la única mesa con la que cuenta la
casa. Como no hay más de cuatro sillas, ella se queda de
pie, apoyada en la encimera de su pequeña cocina. Sus
ojos, en vez de deslizarse entre nosotros cuatro, no se
separan de mí.
—Es imposible —comenta, después de un silencio
incómodo en el que puedo contar los latidos de mi corazón
—. Pero eres idéntica a la chica de la que mi abuela estuvo
hablando en sus últimos años.
Su mirada se desvía hacia una estantería ubicada a
nuestra espalda. Yo sigo el rumbo de sus ojos y me topo con
una fotografía enmarcada, en la que aparece ella junto a la
anciana que vi esta mañana en el móvil de Arashi. Su
sonrisa dulce es idéntica a la que me dedicó el día de O-
bon.
—Al principio pensé que la tragedia había sido demasiado
para ella, que la había enfermado. Siempre se le había dado
muy bien pintar… habría querido ser ilustradora, ¿sabéis?
Pero en su tiempo, las mujeres no podían decidir qué hacer
con su vida. —Se levanta y, sin preguntarnos, nos sirve té
frío en cuatro vasos que después trae hasta nosotros. A
continuación, nos da la espalda para hurgar en un pequeño
mueble del salón. De un cajón, extrae una carpeta de
cuero, repleta hasta arriba de papeles que asoman por las
esquinas—. El retrato que mostró en el documental solo era
uno de muchos.
Me pasa la carpeta y cuando la abro, un par de páginas se
resbalan, pero antes de caer al suelo, Li Yan consigue
sujetarlas. Las alza hasta colocarlas a la altura de sus ojos.
—Kuso —murmura Harada, aunque es Li Yan quien
mueve los labios—. Sí que eres tú.
Desde el papel, mis ojos me observan. Parezco
preocupada con mi ceño fruncido y mis labios entreabiertos
en una palabra que no logro adivinar. Llevo puesto en esta
ocasión el atuendo completo de una sacerdotisa, incluso la
hakama roja. Observo la imagen durante demasiado
tiempo, pero estoy segura de que no tengo nada así
escondido en mi armario.
Despliego por la mesa el resto de las ilustraciones. En
algunas solo aparece mi cara en primer plano, y en otras se
ve mi figura de espaldas, en donde da la sensación de que
me alejo a toda prisa de mi observadora. A medida que los
dibujos pasan, me transformo. En las últimas ilustraciones
que extraigo de la carpeta mi cuerpo se ve más difuminado,
mi ropa corriente se transforma en largos vestidos
vaporosos, como si estuvieran hechos de espuma de mar. A
la última ilustración la arrugo un poco entre mis dedos. En
ella mi expresión es extraña, y aunque no hay más color
que el negro del carboncillo, mis ojos parecen desprender
un brillo casi mágico. Mi media melena oscura se vuelve
infinita y parece mezclarse con el agua que se alza a mi
alrededor y envuelve mi cuerpo como si me encontrase en
mitad de una de las transformaciones de una magical girl.
—En sus últimos días, confundía la fantasía con la
realidad —suspira la joven, con los ojos posados sobre ese
último dibujo—. Y aunque siempre estuvo obsesionada con
lo que ocurrió en Miako, empezó a llamarla a ella… a ti, la
kami del agua.
Me aclaro la garganta con embarazo y me apresuro a
apartar la mirada de sus ojos punzantes, que se meten más
en mi interior de lo que puedo soportar.
—Hay más personas que afirman haberme visto ese día
y… es cierto que esos retratos son demasiado exactos como
para que sean una casualidad —empiezo a decir; cada
palabra es una piedra que trato de escupir—. Pero yo no
recuerdo haber estado allí. Ni siquiera es posible que algo
así haya ocurrido.
—Y, sin embargo, pasó —contesta la joven, con un
asentimiento.
—¿Usted cree lo que contaba su abuela? —pregunta Li
Yan, tan boquiabierta como todos.
—Supongo que su obsesión fue un tanto contagiosa… y yo
hice mis pesquisas después de que ella murió. No fue fácil,
porque la mayoría de los habitantes abandonaron la zona
después del terremoto y del tsunami, y nadie quiere
recordar un día tan horrible… pero conseguí contactar con
varios supervivientes y algunos reconocieron tu cara.
—¿Qué? —jadeo.
Arashi me mira y su mano en mi espalda es un recuerdo
de que tengo que volver a respirar.
—No fueron muchos. Quienes te recordaban
perfectamente fueron un par de antiguos trabajadores del
Ayuntamiento. —Parpadeo y miro a mis amigos, como si
ellos pudieran darme una explicación a este nuevo
sinsentido. Había ido una vez de excursión al Ayuntamiento
con el colegio, pero no había hablado con nadie. Al guía no
le hicimos mucho caso y el alcalde apenas nos había
dedicado unas palabras. ¿Conocía mi padre a alguien que
trabajara allí? No tenía ni idea—. Otros no estaban muy
seguros de tu cara, pero sí recordaban a una joven que
avisó del peligro antes de que llegara el terremoto.
Me desplomo y los bordes de la silla se me clavan en la
espalda. La nieta de Kukiko Yamada me observa con
atención, esperando una respuesta, pero ahora mismo soy
incapaz de enhebrar ni una sola palabra. Mi cabeza solo
está llena de tormentas.
—Tú no eres un caso único —continúa, al cabo de un
largo minuto de silencio, solo roto por nuestras
respiraciones—. Hubo personas como tú, a veces jóvenes, a
veces ancianos e incluso niños, que alertaron del peligro
antes de que se produjera, sobre todo en las localidades
más afectadas.
—¿Cómo es posible? —susurra Li Yan, tan pálida como el
entorno que nos rodea.
—No lo sé, por eso es fascinante. ¿Recordáis el tsunami
que se produjo en el océano Índico, que tanto afectó a
Tailandia, en el año dos mil cuatro? —Apenas acertamos a
sacudir la cabeza—. Un niño comenzó a anunciar que una
ola gigantesca llegaría a la playa y arrasaría con todo.
Estaba tan nervioso, que su familia regresó al hotel con él y
otras personas, que también decidieron abandonar la playa.
Todos ellos se salvaron de una catástrofe que arrebató
miles de vidas y dejó muchos desaparecidos. He averiguado
que ocurrió algo parecido con el terrible terremoto de
Kobe, en el noventa y cinco, aunque por desgracia, nadie
hizo caso a un anciano que avisó a gritos la catástrofe que
se iba a producir.
Me levanto con tanta brusquedad de la mesa, que la silla
cae hacia atrás. Nadie me dice nada y yo no pido perdón.
Sin añadir palabra, me dirijo hacia la ventana y la abro de
un tirón para que la brisa nocturna me acaricie la cara.
Respiro hondo, una vez, dos veces, hasta que pierdo la
cuenta y mis ojos empiezan a vagar, distraídos, por el
exterior, a pesar de que siento todas las miradas sobre mí.
De pronto, entre los tejados cercanos, me parece ver uno
que destaca de los demás, de madera roja y rizado en el
borde. El tejado de un templo.
—Una vez, alguien me dijo que los dioses no pueden
intervenir como lo hacían antiguamente en nuestro mundo.
Al parecer, lo hemos cambiado demasiado —susurro,
todavía dándoles la espalda—. Así que lo que hacen es
introducir pequeñas variables, cambios sutiles que pueden
alterar el final de algo, o al menos, parte de él.
¿Y cuál fue el cambio sutil que introdujo Susanoo cuando
ocurrió todo ese desastre? ¿Qué fue lo que hizo
exactamente?, gritan en mi cabeza mis propias palabras,
las que proferí a Kannushi-san durante nuestro encuentro
en O-bon.
La joven deja escapar una pequeña carcajada y sus ojos
se separan de mí hasta llegar al último dibujo de su abuela,
donde aparezco siendo más una diosa que una humana.
—Entonces, tú fuiste elegida para producir ese cambio
sutil. —Se levanta con lentitud y se acerca a mí para
dedicarme la reverencia más profunda que me han hecho
nunca. Las puntas de su cabello negro casi rozan el suelo y
entre los mechones puedo atisbar su mirada vidriosa—.
Creo que estás tan confundida como yo, también creo todo
esto no tiene ningún sentido, pero… si realmente estuviste
allí y ayudaste a mi abuela, muchas gracias. Muchísimas
gracias.
La nieta de Kukiko Yamada insiste en que me lleve todos
los dibujos de la anciana, pero yo no puedo aceptar más
que el que apareció en el documental. Así que, media hora
después de habernos despedido con reverencias infinitas,
lo tengo sobre mis rodillas temblorosas, por culpa del
traqueteo del tren de regreso a Kioto.
Como es un día de semana, los cuatro estamos solos en el
vagón. Harada y Li Yan, estirados sobre uno de los bancos,
y Arashi y yo enfrente de ellos.
Dejo escapar un largo bostezo y apoyo mi cabeza en el
hombro de Arashi. Siento cómo él se sobresalta y, de
soslayo, puedo ser testigo de la velocidad con la que se
colorean sus mejillas.
—Si hay algo claro en toda esta locura —murmuro,
mientras Harada trata de que Li Yan se apoye en él en
vano, porque solo recibe un puñetazo en las costillas—, es
que, de alguna forma, mi yo del presente, o del futuro
cercano, debe viajar a ese día de Miako. Al once de marzo
del dos mil once.
Arashi asiente con seriedad, como si lo que estuviera
diciendo no fuera una absoluta locura.
—Un viaje en el tiempo. Es la única forma posible. Porque
si realmente fui yo la que estuvo allí, la que le recomendó a
Kukiko Yamada y a ti que os pusierais a salvo, debería tener
recuerdos de ello, y no los tengo, lo que significa que es
algo que todavía me queda por hacer.
Intercambio una mirada infinita con él y me derrumbo de
nuevo sobre su hombro. Mi cuerpo jamás ha pesado tanto.
Siento que en cualquier momento romperé este viejo
asiento de plástico y me hundiré más y más en la tierra.
—Pero los viajes en el tiempo no existen —musito.
—Tampoco las personas que son capaces de estar en dos
lugares a la vez —replica Arashi, con una sonrisa.
Yo no puedo correspondérsela. Clavo la mirada en la
ventana de enfrente, en la que solo se ve oscuridad y mi
reflejo emborronado, como si estuviera observándolo a
través de lágrimas.
Hay algo más que no digo en voz alta. ¿Qué ocurrirá si no
consigo llegar a Miako en ese día exacto? ¿Qué sucederá
con todas esas personas a las que supuestamente salvé si
nunca aparezco por allí?
Trago saliva y siento la garganta en carne viva.
¿Qué será de la vida de Arashi?
NOVENA OLA
20 de septiembre de 2010

–E spero que os portéis bien —dijo la profesora


Hanon, ante la puerta todavía cerrada del
Ayuntamiento de Miako.
—Sin Kaito, eso es algo fácil —observó Mizu en voz baja,
a lo que yo asentí con convicción.
Aun sin él, que estaba enfermo en casa, sabía que la
profesora Hanon se ponía nerviosa cada vez que salíamos
de excursión, incluso aunque fuéramos a un lugar tan
aburrido como el que teníamos delante. Quizás fuera por el
obento que llevábamos en las mochilas, pero siempre
hablábamos más alto, reíamos y gritábamos más, y a
alguno le daba por despistarse del camino.
El Ayuntamiento de Miako era un edificio rectangular y
de color blanco, de aspecto occidental, en el que se
agitaban varias banderas por culpa de la brisa del mar.
Para ser el edificio más importante de Miako (eso nos había
dicho la profesora Hanon), era el más feo.
Pronto, un funcionario salió por las puertas acristaladas y
nos dio la bienvenida. Después, nos condujo al interior del
edificio y nos enseñó algunas de las zonas más importantes
(según él). No dejó de hablar sobre el buen trabajo que
hacían en el pueblo, aunque yo no podía evitar recordar
cómo mi padre se quejaba muchas veces del Ayuntamiento,
aunque la gran mayoría de las veces no terminaba de
entenderlo del todo.
Subimos unas escaleras anchas en fila, y tras atravesar
una galería llena de despachos, llegamos a una sala que
estaba cerrada, pero a la que nos asomamos por turnos por
la pequeña ventana de cristal que tenía la puerta.
Cuando me puse de puntillas y me asomé, solo vi una
mesa, una silla y algo parecido a un micrófono. Nada más.
—¿Alguien sabe qué es este lugar?
Nadie contestó. Todos miramos al funcionario con los ojos
entornados y alguno bostezó.
—Ese micrófono está conectado a los altavoces que están
repartidos por todo el pueblo. Si ocurriera algo grave —
recalcó, con las cejas arqueadas—, solo tendríamos que
activarlo y comunicar qué es lo que sucede. Y así la gente
sabría qué hacer.
—¿Algo grave? —preguntó Yoshida, que sin Kaito a su
lado estaba más huraño de lo normal.
—Sí, bueno, algo como… —Los ojos del funcionario
volaron hasta la única ventana con la que contaba la
estancia. Desde ella, se podía ver un fragmento de la playa
—. Algo como un tsunami, por ejemplo. Antes de que el
agua llegara a la costa, todo el mundo estaría a salvo.
La profesora Hanon cabeceó, aunque por su expresión, no
parecía demasiado convencida.
La última parada era el despacho del alcalde. Todos
estábamos aburridos, sabíamos que luego nos íbamos a
quedar en un parque cercano, cerca del río Kitakami, y que
devoraríamos nuestros obentos, así que alzamos la voz y la
profesora Hanon nos regañó. Nadie quería ver al alcalde y
la verdad era que el alcalde tampoco quería vernos a
nosotros.
Apenas nos dedicó unas palabras rápidas. Era un hombre
que vestía de traje y que tenía el pelo tan repeinado por la
gomina, que parecía como si se hubiese volcado un cubo de
aceite sobre él. Estaba de pie frente a un escritorio enorme,
aunque algo viejo. Sus dedos repiqueteaban cerca de un
teléfono. Nos dijo que éramos el futuro de Miako y que
quizá, cuando fuéramos mayores, alguno trabajaría en el
Ayuntamiento. Todos nos miramos horrorizados y él se
apresuró a despacharnos con una sonrisa grasienta. Casi
cerró la puerta en las narices del funcionario.
Para ser el futuro de Miako, no nos trató demasiado bien.
Cuando nos marchamos, pasamos de nuevo delante de «el
lugar más importante del Ayuntamiento» y yo miré el
micrófono a través del cristal de la puerta.
—Podrían habernos dejado utilizarlo —refunfuñó Mizu—.
Habría sido divertido.
—¿Y qué hubieras dicho? —preguntó Amane, interesada.
—No sé, habría gastado una broma. —Mi amiga se
encogió de hombros y añadió—: Habría dicho… ¡se va a
producir el mayor terremoto de la historia! ¡Corred todos!
¡Buuuuuh!
Las tres nos miramos y, de pronto, nos echamos a reír. Sin
embargo, las carcajadas se nos entrecortaron cuando
nuestro guía se detuvo en mitad del pasillo, tan de golpe
que un par de compañeros que caminaban delante
chocaron con él. El hombre, sin disculparse ni pedir
perdón, clavó unos ojos vidriosos en nosotras tres. Su cara
estaba más blanca que las paredes que nos rodeaban.
Yo me estremecí.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la profesora Hanon,
girando la cabeza en su dirección.
Nuestro guía sacudió la cabeza y su sonrisa meliflua
volvió a aparecer. Aseguró que estaba bien, pero se quedó
quieto en el pasillo, y cuando Amane, Mizu y yo pasamos
por su lado, nos susurró:
—Jamás volváis a bromear sobre eso.
AGUAS REVUELTAS
24 de octubre de 2016

C uando la profesora de educación física anuncia que la


última semana de octubre daremos las clases en la
piscina cubierta del colegio, apenas siento un ligero
escalofrío. No porque le haya perdido el miedo al agua,
pero después de un mes desesperada por buscar
información relacionada con viajes en el tiempo, por ver
que los días transcurren sin pausa y no encuentro ningún
hilo del que tirar, aquello no es más que otra molestia con
la que lidiar. Simplemente, pensé que podría fingir estar
enferma y faltar los dos días en la semana que tuviese
educación física. Pero, sorprendentemente, el día anterior a
la clase estoy en el Aeon Mall, uno de los centros
comerciales de la ciudad, comprando un bañador
reglamentario de color negro.
Tengo miedo de tocar el agua, sí, pero a la vez siento una
necesidad desesperante de hacerlo. Llevo más de cinco
años sin sumergirme en una piscina, al menos
voluntariamente, y de pronto, mi piel ansía empaparse de
agua y de cloro; echo de menos de una forma casi dolorosa
la sensación que experimentaba de niña cuando nadaba.
Porque, bajo la superficie, a veces sentía que me era más
sencillo respirar.
Cuando pago por la prenda, veo a la profesora Hanon
junto a la cajera, sonriendo. «Ya era hora de que
regresaras», dice, a lo que yo no respondo, aunque sí
mantengo su mirada durante más tiempo que nunca. Una
parte de mí quiere preguntarle: «¿Tú también vas a
desaparecer como Amane?».
Al día siguiente, cuando el profesor Nagano da por
finalizada la clase de matemáticas y todos nos levantamos
con nuestras bolsas de deporte en la mano, Li Yan se
acerca a mí con el ceño fruncido.
—¿Vas a ir? —me pregunta, con los ojos clavados en el
tirante de neopreno que se asoma entre la tela.
—Creo que sí —contesto; tengo los dedos tan cerrados en
torno a las asas, que los nudillos se me han vuelto blancos.
—Todo irá bien —dice Arashi, a mi espalda.
—Y si no, me arrojaré por ti a la piscina y te sacaré con
mis propios brazos —añade Harada, antes de darme un
empujón con el hombro.
Me sorprendo cuando le dedico una mirada retadora.
Cuando salimos de la clase en dirección a la piscina
cubierta, pasamos junto a la profesora Hanon, que está
apoyada con los brazos cruzados en el dintel de la puerta.
«Si la hubieras visto nadar, no harías esa broma, chico»,
le dice a Harada, que por supuesto no la escucha. Después,
sus ojos se cruzan con los míos. «Buena suerte, Tendo».
Asiento levemente antes de clavar la mirada en la coleta
de Li Yan, que se balancea mientras camina delante de mí.
Por un pie que avanza, el otro quiere cambiar de dirección
y salir corriendo. Mi cuerpo está partido en dos y mi cabeza
está fragmentada en tantos pedazos que no puedo elegir
ninguno.
Miro por encima del hombro y mis ojos se cruzan con los
de Arashi, que se guiñan tras las gafas cuando me sonríe,
con un ligero rubor en sus mejillas. Yo intento devolverle la
sonrisa, pero mis labios solo son capaces de esbozar una
mueca doblada.
No es solo que parte de mi cuerpo necesite el agua para
descansar del torbellino que llevo dentro de mí, no es solo
que tenga que obligar a esa parte de mí que sigue teniendo
miedo, porque no puedo quedarme atascada en un
momento que sucedió hace cinco años. Si realmente
encuentro una forma para regresar a ese terrible once de
marzo y lo consigo, seré testigo de todo lo que ocurrió y de
todo lo que solo vi en videos borrosos y mal grabados antes
de que me negara a ver más.
Debo enfrentarme al agua para poder vencerla ese día.
De pronto, el olor a cloro me quema las fosas nasales y
miro a mi alrededor. Nos hemos adentrado en el
polideportivo y ya estoy junto a las puertas del vestuario
femenino. Se escuchan las risas y los empujones en el
masculino y las advertencias de la profesora Ono, la
profesora de educación física y encargada del Club de
Natación, para que no tardemos mucho.
—Tendo —dice, al ver que sigo parada en mitad del ancho
pasillo—. ¿Te encuentras bien?
Separo los labios y estoy a punto de decir que no, que
tengo la espalda empapada de sudor frío, que no puedo
controlar el temblor de las manos, que mi estómago se está
licuando poco a poco, pero suelto el aire de golpe, sacudo
la cabeza y me apresuro a desaparecer en los vestuarios,
mientras ella me dedica una expresión interrogativa.
Me cambio y me pongo el bañador negro idéntico al de
mis compañeras, mientras me obligo a no pensar. Pero
cuando me recojo la media melena en una coleta, siento los
dedos tan débiles, que los mechones se me escapan entre
ellos.
—Ven aquí —dice Li Yan, mientras con una velocidad
pasmosa me trenza el pelo con fuerza y lo esconde bajo el
gorro de natación—. ¿Preparada?
No contesto, pero atravieso con decisión la puerta del
vestuario que comunica con la piscina. En el momento en
que lo hago, el olor a cloro y el ambiente cálido y húmedo
me rodean y me dejan paralizada. Aunque el sol se cuela
por los amplios ventanales, todas las luces están
encendidas y se reflejan en el agua de la piscina, creando
destellos que me ciegan. No es la primera vez que piso este
lugar, hace más de un mes, durante el Festival Deportivo, vi
esta misma piscina, pero estaba a muchos metros de
distancia. Ahora, solo tengo que avanzar unos pasos para
que el agua que rebosa de los bordes me bañe los pies.
De pronto, por la superficie tranquila, aparece una súbita
onda que la estremece. Tengo miedo de asomarme y ver un
abismo infinito y una sombra que se esconde dentro de él.
Me agarro las manos con fuerza. Tranquila, Nami, me digo.
—¿Estás bien? —Me vuelvo con brusquedad cuando
escucho la voz de Arashi tan cerca de mi oído. Él retrocede
un paso de inmediato, con la cara rota por la culpa—. Lo
siento, no quería asustarte.
—No me…
Olvido de pronto lo que iba a decir y siento un calor
sofocante, ardiente, demasiado intenso, empaparme la cara
y resbalarme por todo el cuerpo, como si me hubieran
arrojado un litro de té hirviendo por encima. Ni siquiera me
molesto en alzar mis manos para cubrirme unas mejillas
que deben estar tan rojas y brillantes como los farolillos
que cuelgan de las okiya de todo Gion.
Mis ojos desobedecen a mi cerebro y se quedan atascados
en el cuerpo de Arashi. Algo se me retuerce por dentro y mi
cabeza recuerda ese momento en el que estuvimos solos,
en su apartamento, tan cerca que podía acariciarlo con las
pestañas. Mantengo mis manos pegadas a mi estómago,
como si así pudiera controlar la sensación que me sacude
por dentro e impedir que me desobedezcan y se estiren
para tocar una piel que no es mía.
Él me devuelve la mirada y casi puedo ver cómo todas sus
terminaciones nerviosas se erizan. Tras sus gafas, sus
pupilas se dilatan y, para mí, el ruido, mis compañeros, el
mundo entero desaparece.
Pero de repente su cuerpo se dobla en dos y su expresión,
vibrante como un cable de alta tensión, se rompe para
transformarse en una de dolor. Parpadeo, como si me
despertara de un largo sueño, y me doy cuenta de que
Daigo y Nakamura están colgados de cada uno de sus
hombros.
Los ruidos regresan a mis oídos, por encima de la sangre
que de pronto ruge en el interior de mi cabeza. Oigo la voz
de la profesora, que nos pide que nos coloquemos a un lado
de la piscina. Sin embargo, ninguno de nosotros cuatro se
mueve.
—Guau, estás en forma, Arashi-kun —ronronea Daigo.
—¡Mira qué músculos! —Nakamura golpea con tanta
fuerza la espalda de Arashi, que este se dobla hacia
delante.
La rabia transforma mi cuerpo en un cable demasiado
tensado; apenas puedo girar la cabeza hacia la profesora,
que no nos presta atención. Algunos compañeros miran en
nuestra dirección, pero, aunque sus ceños están algo
fruncidos, ninguno dice nada, ninguno se acerca.
—¿A ti qué te parece, Tendo? —me pregunta Daigo, con
una sonrisa estúpida tirando de sus labios finos.
El rubor de Arashi se transforma; ya no hay intimidad en
su mirada, solo una vergüenza insoportable. Detrás de
ellos, con los brazos cruzados y una expresión sombría en
su cara, veo a la profesora Hanon.
«A veces, los chicos pueden ser muy crueles», murmura.
—Estoy seguro de que le importa mucho tu opinión,
¿verdad? —continúa Daigo, mientras le propina más que
unas simples palmaditas en la espalda—. Deberías ser
consciente de cómo te mira en clase, la sonrisa tonta que se
le queda cuando le haces una pregunta o cuando le pides
algo.
—Cállate —siseo, porque ya no queda ni un ápice de
vergüenza en la piel de Arashi, solo pánico.
—¿Sabes que te escribe? El primer día de la vuelta de las
vacaciones de verano encontramos una carta en su
mochila. Nos la quiso enseñar para que le diéramos su
opinión.
—Yo… yo no… —musita Arashi, con la voz ahogada. Jamás
había visto tanto miedo en sus ojos.
Mi corazón se tropieza y comienza a latir con un ritmo
desesperado.
—Pero decidimos que era mejor no enseñártela y guardar
entre los tres ese pequeño secreto. —Nakamura le da un
fuerte codazo a Arashi, pero él está tan lívido que ni
siquiera se inmuta—. Era un poco rara, ¿sabes? Hablaba de
conexiones en el tiempo y de viajes extraños que no tenían
sentido ninguno. En vez de una carta de confesión,
parecían los desvaríos de un loco.
—¿Confesión? —Esa palabra escapa de mis labios antes
de que pueda controlarlos.
—¡Chicos!
Los cuatro nos sobresaltamos cuando vemos a la
profesora Ono junto a nosotros, con el ceño fruncido y los
brazos en jarras. A su lado, la profesora Hanon continúa en
la misma postura y la observa con tristeza y frustración.
Después, me dedica una mirada rápida.
«Los docentes podemos ser muy ciegos». Suspira a la vez
que la mujer deja escapar un bufido crispado. «Lo siento
mucho, Tendo».
—El resto de la clase os está esperando para comenzar el
calentamiento. ¿Vais a hacerles esperar mucho más, o
preferís una visita a la sala de profesores?
—Gomen, profesora —dice de inmediato Nakamura,
mientras se aleja por fin de Arashi. Daigo lo sigue, antes de
dedicarnos una mirada burlona.
—Ara… —comienzo, pero la voz crispada de la mujer me
interrumpe.
—Tendo y Koga, ¿a qué esperáis?
Él murmura una disculpa y se apresura a dirigirse al otro
lado de la piscina. En vez de ir junto a Harada y a Li Yan, se
coloca en el extremo de toda la masa de estudiantes. Yo me
dirijo hacia él arrastrando los pies, pero Arashi me ve y se
aleja un poco más. Me detengo, con el alma partida en dos,
y cambio de dirección hasta colocarme entre Harada y Li
Yan. Los dos me dedican una mirada entre tensa e
inquisitiva.
—¡Profesora! ¿Qué le ocurre a la piscina? —pregunta de
pronto una alumna.
Todos dirigimos la mirada hacia la superficie del agua,
que en vez de estar en calma, se sacude con violencia.
Pequeñas olas golpean con fuerza el borde y lo rebasan,
hasta llegar a empapar nuestros pies.
Desvío la mirada con rapidez, a pesar de que sé que la
única culpable de esta agitación soy yo. O quizás esa
extraña sombra gigantesca que siempre veo en las
profundidades.
La profesora Ono observa el agua y deja escapar un
suspiro de frustración.
—Puede que se trate de un problema del sistema de
llenado y vaciado de la piscina. Esperad un momento, iré a
comprobarlo.
Sacude la cabeza y desaparece, farfullando entre dientes,
tras una de las puertas que comunica con el interior del
polideportivo. Li Yan se vuelve hacia mí, aunque sus ojos
están centrados en el cuerpo encogido de Arashi.
—¿Qué ha pasado?
Mis ojos vuelan hasta Daigo y Nakamura, que ahora
parecen muy entretenidos en molestar a otra de mis
compañeras, tirando una y otra vez de los breteles de su
bañador.
El agua de la piscina se sacude con más fuerza y los
alumnos más cercanos a ella dan un paso atrás, por si
acaso.
Hablo con Li Yan y Harada entre susurros, buscando los
ojos de Arashi. Pero, aunque un par de veces se encuentran
con los míos, él aparta la mirada con rapidez, como si fuera
el primer día de clase y acabáramos de conocernos.
Cuando termino, los puños de mi amiga están crispados y
la cara de Harada está coloreada por una rabia amarilla.
—¿Ellos le quitaron la carta? —sisea.
—¿Sabías lo de la carta? —pregunta Li Yan, sorprendida.
—Soy su mejor amigo, por supuesto que lo sabía. No
sabes cómo estaba después de que te contara la verdad en
el Festival de Gion y tú salieras huyendo. Estaba tan mal,
tan confundido, que yo le di la maldita idea de que te
escribiera una carta. Gastó dos libretas completas —añade,
mientras menea la cabeza—. Pero, poco antes de regresar
de las vacaciones, me contó que por fin había conseguido
terminar una. Quería dártela el primer día de la vuelta al
instituto.
—Pero él no me entregó nada —respondo, con un hilo de
voz.
—Él me dijo que se lo había pensado mejor, pero ahora ya
sé por qué me mintió. —Harada, que apenas me alcanza en
estatura, parece de pronto un gigante. Con un pie, podría
destrozar ciudades enteras—. Es suficiente. Creo que es
suficiente —masculla, antes de echar a andar.
—Eh, ¿pero a dónde vas? —pregunta Li Yan, aunque él no
le contesta.
Va directo hacia donde se encuentran Nakamura y Daigo,
junto a la chica a la que no dejan de molestar. De pronto, y
sin previo aviso, le da un puñetazo tan fuerte al primero de
ellos que resbala y cae hacia atrás. Li Yan se lleva las
manos a la cara.
—Lā shǐ, lā shǐ, lā shǐ*****… —farfulla.
Al momento se produce un tumulto y todos mis
compañeros se echan hacia atrás, dejando un círculo
perfecto en el que están un Daigo paralizado por la
sorpresa, un Nakamura que escupe algo de sangre y
Harada, que sacude la mano arriba y abajo.
—Duele, duele… —masculla—. ¿Por qué duele tanto si soy
yo el que lo ha golpeado?
Li Yan y yo nos acercamos al borde del círculo, pero
cuando llegamos, es Harada el que está en el suelo, con un
ojo que empieza a hincharse. Daigo se frota los nudillos.
Antes de que se pueda levantar, Arashi se coloca delante de
él, con los brazos alzados.
—¡Dejadlo en paz! —exclama.
Mi voz se eleva en un grito en el mismo momento en que
él deja escapar un aullido de dolor cuando Daigo lo golpea
también. Tropieza con las piernas de Harada y cae de
espaldas. Su cara está intacta, pero sus gafas están
destrozadas y hay fragmentos de cristal por todo el borde
de la piscina. Harada, totalmente fuera de sí, lanza un
rugido de rabia y se levanta de un salto. Alguien grita que
se detenga, pero él no hace caso. Con uno de sus ojos
terriblemente hinchado, se abalanza hacia delante, pero
apenas ve, y no llega a esquivar la patada de Nakamura,
que lo echa hacia atrás.
Esta vez no llega a poner las manos en el suelo y su frente
golpea contra el borde de la piscina antes de caer al agua,
dejando una marca rojiza en las baldosas blancas. El agua,
más revuelta que nunca, apenas muestra un borrón oscuro
que se hunde más y más, sin que haga nada por volver a la
superficie.
Mis rodillas se flexionan y, antes de que me dé tiempo a
darme cuenta de lo que hago, de que tenga tiempo de
sentir el miedo, ya estoy sumergida en el agua tibia de la
piscina cubierta. En ese instante, el agua se calma y puedo
ver con claridad cómo Harada se encuentra en el fondo,
con los brazos y las piernas estirados y la cabeza echada
hacia atrás. Hay un punto rojo en su sien del que brota un
sendero rojizo que me guía para llegar hasta él.
Esta vez, no hay abismo, no hay una figura oscura que
parece observarme.
Es extraño, llevo más de cinco años sin pisar el agua de
forma consciente y ahora que por fin vuelvo a estar inmersa
en ella es como si nunca la hubiera abandonado. Porque, a
pesar de todo, es como si pudiera volver a respirar hondo
de nuevo.
Buceo hasta el fondo y coloco los brazos de un
inconsciente Harada en mi cuello. Apoyo los pies en las
baldosas y empujo hacia arriba. Muevo los brazos y las
piernas con todas mis fuerzas, pero él pesa más que yo, y
aunque vuelvo a sentirme como en casa, mis músculos han
perdido fuerza.
Cuando estoy a punto de alcanzar la superficie, Arashi se
arroja al agua y me ayuda a sacar el cuerpo de Harada. En
el borde de la piscina está esperando la profesora Ono,
presa de un ataque de pánico.
Cuando colocamos a Harada de lado, él escupe agua y
comienza a toser con descontrol. La sangre de su herida le
resbala por media cara.
La piel blanca de la mujer se vuelve roja.
—¿Qué ha pasado? —pregunta, con voz desafinada—.
Quiero ahora mismo una explicación.
—Harada se resbaló —contesta Nakamura.
—¿Se resbaló? —repite la profesora, mientras el aludido
lucha por recuperar el aliento.
El agua de la piscina, que se había calmado por fin,
vuelve a crisparse, pero esta vez nadie le presta atención.
Todos aguantan la respiración, pero yo no lo soporto más.
Arrodillada en el borde de la piscina, con la sangre de mi
amigo manchándome los pies, hago amago de levantarme,
pero la mano de Arashi envuelve mi muñeca y tira de mí
hacia abajo.
Desvío la mirada hasta él, entre perpleja y llena de rabia.
Él ni siquiera me dedica un vistazo, tampoco la profesora
Hanon, que está tan cerca de Arashi que podría rozarlo con
la punta de sus dedos si solo estirara las manos. Hay una
pequeña sonrisa de orgullo tirando de sus comisuras
cuando ve cómo se pone de pie y da un paso al frente.
—Profesora, Harada no se ha resbalado.
***** Lā shǐ: Mierda (traducido del chino tradicional).
CONFESIÓN
24 de octubre de 2016

V eintinueve miradas se clavan en Arashi que, por


primera vez, no se hace pequeño.
—¿Cómo dices? —pregunta la profesora, con el ceño cada
vez más fruncido.
El silencio que flota en la piscina es sobrecogedor. Desvío
los ojos hacia Daigo y Nakamura, estirados como un cable
en tensión. Si sus miradas pudiesen oírse, sonarían como
disparos.
—Harada no se ha resbalado sin más. Daigo lo ha
empujado después de haberle dado un puñetazo. ¿Se ha
dado cuenta de cómo tiene el ojo? —Arashi habla con
absoluta tranquilidad, de pie delante de toda la clase, como
si estuviera recitando un texto que conoce a la perfección.
Con cuidado, se saca sus gafas partidas del bolsillo de su
bañador y se las muestra a la mujer—. Cuando intenté
defenderlo, Nakamura me golpeó a mí también.
—¡Mentiroso! —exclama el aludido, dando un paso al
frente—. Se te debieron romper cuando te tiraste a la
piscina, así que no trates de echarme la culpa.
—Unas gafas no se rompen así al entrar en contacto con
el agua —replica Arashi, con sencillez. Alza la montura
para que podamos ver el puente que unía las dos lentes,
completamente doblado—. De hecho, profesora, le
recomiendo que tenga cuidado. Hay muchos cristales a su
alrededor.
La mujer baja la mirada. En efecto, a apenas unos
centímetros de sus chanclas hay varios fragmentos afilados,
que brillan con la luz de los halógenos. Cuando levanta la
cabeza, sus pupilas se quedan quietas en Nakamura y en
Daigo que, por primera vez en todo el curso, parecen un
tanto incómodos.
—No es la primera vez que ocurre —continúa Arashi, con
su voz grave y pausada—. Desde hace un par de años, se
han dedicado a destrozarme libros, a golpearme, ha
coaccionarme y a avergonzarme de todas las formas que
han podido. Harada ha acabado así solo porque trataba de
defenderme. —Sus ojos, ahora enormes sin las gafas, se
fijan en los dos chicos que tiemblan de ira frente a él—. Por
desgracia, estoy seguro de que ni él ni yo somos los únicos
que hemos soportado un trato así.
Nakamura hace amago de abalanzarse contra él, pero
Daigo lo sujeta del brazo y tira con violencia. Le escupe un
susurro rápido al oído mientras el resto de la clase
permanece en un silencio que parece palpitar a cada
segundo que transcurre.
La profesora Ono se ha olvidado por completo de la
piscina y de las extrañas sacudidas del agua.
—Estás haciendo acusaciones muy graves, Koga.
—Lo sé —contesta él—. Pero es la verdad.
El segundo que transcurre parece contener horas en su
interior.
—Está bien. La clase queda suspendida. —La mujer
asiente, como si estuviera respondiéndose a sí misma—.
Jarvi, acompaña a Harada a la enfermería. —Li Yan asiente
y ayuda a Harada a ponerse en pie, con el brazo alrededor
de sus hombros—. Daigo, Nakamura y Koga. Quiero que os
cambiéis y vengáis conmigo a la sala de profesores, allí os
recibirá el profesor Nagano. No quiero ningún problema en
el camino —advierte, con un dedo amenazador alzado—. El
resto de la clase, cambiaos y volved al aula.
Arashi asiente y es el primero en ponerse en movimiento,
sin soltar ni una palabra más. Busco sus ojos, pero él me
rehúye y se dirige a los vestuarios con una decisión que
nunca le he visto.
Estoy a punto de seguirlo, pero una figura se interpone en
mi camino. Una que no está viva.
—Déjalo marchar, Tendo.
—¡Pero no puede enfrentarse solo a esos dos delante del
profesor Nagano! No es justo —le replico, por primera vez.
Algunos de mis compañeros giran la cabeza en mi
dirección, pero no me importa.
—No, no lo es. Pero no confundas la justicia con el poder.
Estoy seguro de que hablará, es un chico fuerte. Créeme,
los profesores tenemos un sexto sentido. —Yo me cruzo de
brazos y le dedico una mirada fulminante—. Cuando
estábamos en Miako, muchos profesores detestaban a Kaito
Aoki, y yo, como tutora, recibía muchas quejas sobre él. Sé
que no se portaba bien, pero sabía que en el fondo ese
chico valía la pena y que algún día lo demostraría. —Trago
saliva y pienso en uno de mis primeros días en el 7Eleven,
cuando entró un chico de secundaria, con el rostro
golpeado. Recuerdo la mirada de Kaito, cómo le había
regalado el cupón y había hecho trampas para que pudiera
llevarse otra bebida más—. No me equivoqué, ¿verdad?
—No —contesto con un hilo de voz.
La profesora Hanon suelta una pequeña carcajada y se
inclina hacia mí, pero no mucho, porque no me falta tanto
para alcanzarla en estatura. Todo su cuerpo me sonríe.
—Tampoco me equivoqué contigo, Nanami Tendo. Como
aquel día en la carrera del colegio, sé que me dejarás sin
palabras cuando nos volvamos a encontrar.
—¿Cuando nos volvamos a encontrar? —pregunto
abruptamente.
Ella asiente y, con horror, veo cómo su cuerpo comienza a
desaparecer. Alargo la mano, pero mis dedos le atraviesan
el tórax. Parece una ilustración con los colores desvaídos
por el sol.
—¿Por qué me dice eso? Amane también mencionó algo
parecido —digo, a tanta velocidad que mis palabras se
atropellan. Necesito preguntar más, pero ella es apenas
una sombra de colores y mi lengua no se mueve con la
suficiente rapidez—. Es Miako, ¿verdad? Debo volver a
Miako, a ese día, cuando todo ocurrió. Pero ¿cómo lo hago?
La profesora Hanon no me responde. Se limita a
ensanchar su sonrisa y me dice en un susurro que apenas
llega a mis oídos:
—Me alegra de que hayas perdido el miedo al agua.
Cuando la última palabra se extingue, ya no queda rastro
de ella. Y, como Amane, algo dentro de mí me asegura que
no volveré a verla, al menos en esta época.
Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que estoy
absolutamente sola en la piscina. Debería ir a cambiarme y
no tardar en llegar a clase, porque la profesora Ono ya está
lo suficientemente enfadada como para crisparla más. Sin
embargo, en vez de dirigirme hacia la puerta tras la que
escapan las conversaciones aceleradas de mis compañeras,
me encamino de nuevo al borde de la piscina y me acuclillo
en él.
Ahora, el agua está tan calmada que puedo ver mi reflejo.
Este lo cubre todo, así que no veo el fondo, solo un abismo
muy profundo. Algo oscuro y enorme se mueve a lo lejos, y
un parpadeo dorado llega hasta mí.
Me recorre un escalofrío, pero no me muevo de mi sitio.
«Me alegra mucho que hayamos hecho las paces»,
murmuro, mientras mis dedos se adentran en el agua y esta
los envuelve como si estuviera acariciándolos. «Te echaba
mucho de menos».
Casi puedo sentir cómo otra mano envuelve la mía y la
aprieta. Me quedo quieta, un instante más, antes de
ponerme en pie y caminar hacia los vestuarios con decisión.
De vuelta en el aula, me siento sola porque Harada y Li
Yan siguen en la enfermería y Arashi está todavía en la sala
de profesores. Daigo y Nakamura sí están en clase,
hablando entre sí, como si nada hubiera pasado, aunque
sus posturas son forzadas y sus miradas están alerta. Casi
parece que estén contando en silencio los minutos que
faltan para que termine la jornada de hoy.
Sin embargo, cuando queda apenas un cuarto de hora,
levanto la mano y le suelto a la profesora Ono que necesito
ir al baño con urgencia. La mujer me hace un gesto seco
hacia la salida y yo prácticamente salgo corriendo.
En vez de dirigirme a los servicios femeninos, camino con
rapidez hacia la sala de profesores. Una vez junto a su
puerta abierta, me detengo y asomo solo los ojos por el
borde. La enorme sala se encuentra desierta, solo una de
sus mesas está ocupada: la de mi tutor, el profesor Nagano.
Está sentado de brazos cruzados y escucha con severidad a
Arashi, de pie frente a él. No puedo ver su expresión
porque está de espaldas a mí.
No hablan. El silencio que llena la sala está roto por las
voces de los estudiantes que han salido ya de clase y
plagan el patio; sus voces se cuelan por las ventanas
entornadas.
—¿Por qué no me había contado todo esto antes? —dice
entonces el profesor Nagano, tras un corto suspiro.
Aprieto los dientes y siento deseos de entrar en la
estancia para sacudirle los hombros y gritarle: «¿Eso es
todo lo que tiene que decir?». Me habría gustado que la
profesora Hanon no hubiese desaparecido para poder
decirle: «Los profesores a veces sois los mayores imbéciles
del mundo».
No obstante, Arashi no se inmuta y contesta con sencillez:
—Porque me habían amenazado. Sé que hay otros chicos
que han recibido palizas después de denunciar el abuso
escolar que estaban sufriendo. Estoy seguro de que ha oído
hablar de casos así.
El profesor Nagano tiene la decencia de enrojecer un
poco y apartar la mirada. En vez de responder de
inmediato, comienza a toquetear algunos papeles de su
mesa.
El primer día de curso usted prometió que no permitiría
malos comportamientos, pienso, mientras lo observo con
fijeza. Espero que lo cumpla.
Como si me hubiera escuchado, levanta de pronto la
cabeza y sus ojos se cruzan con los míos durante un
instante. Me echo hacia atrás y él deja escapar un
carraspeo que no parece casual.
—Valoraremos lo ocurrido, Koga. No voy a asegurarle que
los expulsaremos de inmediato, porque hasta ahora solo
hemos recibido quejas contra ellos por su parte. Aun así —
añade con rapidez—, si vuelve a ocurrir algo parecido a lo
de hoy, no dude en avisarme.
—Claro, profesor —contesta Arashi.
Abandona la sala de profesores con tanta rapidez, que
cuando quiero darme la vuelta y marcharme, él ya está a mi
lado, observándome a través de sus gafas rotas y torcidas.
—¿Estabas espiando? —pregunta. Su expresión es
inescrutable.
Intento buscar una excusa, la que sea, pero en ese
momento alguien dobla la esquina y se detiene al vernos.
Ambos volvemos la cabeza. Es una de nuestras compañeras
de clase, la misma a la que Daigo y Nakamura estaban
molestando en la piscina.
—Oh —musita. Está pálida y sudorosa, a pesar de que no
hace calor, y creo que no se da cuenta de la fuerza con la
que se retuerce los dedos—. ¿Ya has… has hablado con el
profesor Nagano?
Arashi asiente y la chica se relaja un poco. A pesar de la
blancura de su piel, dos pequeños círculos rojos aparecen
en sus mejillas.
—Gracias por hacerlo. Por hablar con él, quiero decir, por
contarle la verdad —murmura, a toda prisa. Sus palabras
se enredan, pero cuando termina la frase, respira con
profundidad y sacude los hombros—. Gracias por ser el
primero.
La chica realiza una profunda reverencia y se queda así
durante unos segundos ante nosotros, que permanecemos
paralizados. Cuando Arashi comienza a balbucear que se
incorpore, ella lo hace con rapidez, con el rostro
encarnado, y desaparece a toda velocidad en la sala de
profesores. Su voz es chillona cuando le pregunta al
profesor Nagano si puede hablar con él sobre Daigo y
Nakamura.
Arashi está paralizado, con el rostro vuelto hacia el lugar
en donde ella estaba y sus ojos se han tornado vidriosos. El
pecho se me retuerce al verlo así, en mitad de un silencio
que parece estrangularlo, así que suelto lo primero que me
viene a la cabeza.
—Vaya, parece que le gustas.
La parálisis de Arashi se rompe de pronto y se gira hacia
mí con brusquedad, con la expresión completamente
descompuesta. Si no hubiese sido raro, me habría dado un
cabezazo contra la pared, pero en vez de ello, me maldigo
por lo idiota que soy y echo a andar con premura.
—Venga, vayamos a la enfermería a ver a Harada y a Li
Yan.
Pero eso resulta ser una idea aún peor que mi comentario
burlón, porque cuando llegamos la encargada nos informa
que lo han mandado al hospital porque su herida
necesitaba puntos. Li Yan y Mr. Hanks, el profesor de
inglés, lo han acompañado.
Cuando volvemos al pasillo, los hombros de Arashi casi
llegan al suelo. Y sus ojos, ahora grandes sin el cristal de
las gafas, desprenden más pesadumbre que nunca.
—Ven —digo mientras lo empujo hacia al final del pasillo
—. Salgamos de aquí.
—Pero todavía quedan unos minutos de clase —responde
él, aunque se deja llevar.
Yo hago caso omiso y salimos del instituto camuflados
entre estudiantes de secundaria que han terminado antes
las clases. Arashi se mueve como empujado por la corriente
y yo soy el agua que lo guía por las calles. Ni siquiera
compruebo hacia dónde nos dirigimos. Simplemente
camino mientras los primeros árboles del Parque
Maruyama nos dan la bienvenida.
No sé si es tristeza o cansancio lo que mana de su cara
como lágrimas, así que empiezo a hablar. Hablo tanto, tan
rápido, que las sílabas se entremezclan y la respiración se
me entrecorta porque ni siquiera me detengo a tomar
aliento.
—Cuando… cuando hablaste delante de todos, quería
aplaudirte —continúo. Avanzo un par de pasos y me coloco
frente a él, antes de retomar el camino de espaldas—.
Quería gritar por ti hasta quedarme sin voz. Si tuviera más
fuerza te subiría en hombros y te llevaría por todo Gion
como si fueras la maldita carroza de algún templo.
A Arashi se le escapa una media sonrisa. Esa pequeña
mueca en su cara es una maldita luz cegadora, es el sol, y
yo soy como Ícaro, que quiere acercarse a él a toda costa,
aunque me queme viva. Pero de pronto, esa sonrisa se
amarga y sus pies dejan de moverse. Yo me detengo a su
lado y de pronto, me doy cuenta de que estoy debajo del
enorme torii que da paso al Santuario Yasaka, en ese límite
invisible que separa el mundo mortal del mundo de los
dioses.
—No merezco ningún aplauso —masculla.
—¡Claro que sí! ¿Sabes el valor que hace falta para hablar
como lo hiciste delante de todos? ¿Para denunciarlos
delante de la profesora y de la clase? Yo no sé si hubiese
sido capaz —digo, con la voz tan alta, tan chillona, que
algunos paseantes me dedican miradas de soslayo—. No…
no me imagino lo complicado que debe ser decidir ser el
primero en decir «basta».
Arashi tiene la cabeza gacha, ni siquiera sé si me ha
escuchado. Está cerca de mí, a apenas dos pasos, pero lo
siento más lejos que nunca.
—Cuando… cuando vi el golpe de Harada, cuando vi su
sangre, me asusté y me di cuenta de que esto tenía que
parar —dice, con la voz desgarrada. Cada palabra que
pronuncia parece hacerle sangrar—. Y me di cuenta
también de que podía ser demasiado tarde. Porque si
hubiera hablado antes, él no estaría ahora en el hospital.
Esto lleva sucediendo desde hace años, cuando coincidí con
ellos dos en clase. Si en el primer momento hubiese dicho
«basta», no te habrían hablado de mi carta, Harada no
habría recibido ningún puñetazo y esa chica de la clase no
tendría que haber ido a hablar con Nagano. ¿Cuántos
habrán sufrido por no haberlos detenido esa primera vez?
—¿Y a cuántos vas a ayudar en un futuro, ahora que has
dado el paso? ¿Cuántos se salvarán de lo que ellos puedan
hacerles ahora que tú has decidido detenerlos? —lo
interrumpo. Él tiene los ojos vidriosos, pero yo apenas soy
capaz de contener las lágrimas. Verlo así me está partiendo
por dentro—. Harada se recuperará, y a mí…
Y a mí me darás la carta algún día. Fracaso en aguantarle
la mirada y siento cómo el calor me carcome por dentro.
Soy una idiota, ni siquiera puedo decir la palabra «carta».
Solo con pensarla siento cómo la lengua me quema. Si la
pronuncio, arderé en llamas.
Él se lleva la mano al pelo, se lo revuelve y se lo aplasta,
una y otra vez, una y otra vez. Tiene las gafas bien
colocadas por una vez, aunque están rotas, pero se las sube
y se las clava en el puente de la nariz. Después, vuelve a
alzar la mano hasta su cabeza y la deja ahí, con los dedos
enredados entre sus mechones oscuros.
—Quería hacerlo bien —murmura, con un hilo de voz.
—¿Qué? —pregunto, aunque lo he escuchado a la
perfección.
—Quería hacerlo bien —repite, a la vez que baja las
manos y las deja estiradas a ambos lados de su tronco—.
Porque es algo que me importa mucho. Por eso escribí la
carta.
Trato de asentir, pero siento los músculos y los huesos tan
oxidados, que apenas soy capaz de bajar un par de
centímetros la barbilla. Ahora mismo, quiero salir corriendo
y huir del parque, y a la vez, abalanzarme sobre Arashi
para abrazarlo, tocarle ese flequillo disparatado y
perderme en él de todas las formas que sean posibles. Pero
mis pies no avanzan, solo son los pilares de mis piernas
temblorosas.
—En ella te decía mil cosas. Lo que sentí al verte cruzar
la puerta de la clase el primer día, con tu mirada
amenazadora. La primera vez que me sonreíste solo a mí.
Las veces que me subías las gafas cuando se me resbalaban
hasta la punta de la nariz. Lo que reamente me hubiese
gustado decirte, y… hacer, la vez en la que te ayudé a
atarte el obi… o cuando estuvimos solos, en mi
apartamento, durante esa noche de agosto —dice. Tiene las
mejillas del color de las flores de cerezo en primavera y sus
ojos brillan como el océano de Miako en pleno verano, y me
miran, no se apartan ni un instante de los míos—. Eran tres
páginas completas, creo. Y con letra muy pequeña.
Avanzo hacia él despacio, muy despacio. De mis pies
cuelgan cadenas de plomo contra las que lucho. No tengo
fuerzas. Siento que me voy a derrumbar en cualquier
momento.
Pero consigo llegar hasta él.
—Arashi.
—¿Sí?
Coloco mis manos en sus mejillas, y con el roce de su piel,
todo se apaga a mi alrededor. Sé que ahora una pareja de
ancianos que sale del santuario nos estará mirando y
comentando algo entre dientes, y estoy también segura de
que un grupo de chicas y chicos de secundaria que se
encuentra a nuestra espalda habrá estallado en chillidos y
risitas, pero no puedo escucharlos. Lo único que soy capaz
de oír es la respiración de Arashi, tan superficial y rápida
como la mía, y los latidos de un corazón descontrolado que
no sé si es el suyo o el mío. Mis manos están heladas y su
cara está ardiendo.
Me hubiese gustado decirle algo, pero tengo la lengua
pegada al paladar y sé que, sin importar lo que diga, ni
siquiera un «te quiero» puede compararse con lo que
siento.
Una gota de un océano.
Así que me pongo de puntillas, tiro del rostro de Arashi
hacia abajo y lo beso bajo el enorme torii de entrada al
Santuario Yasaka.
Su piel se eriza debajo de mis dedos. Las gafas resbalan
por su nariz y rozan mi mejilla. Sus labios son suaves,
cálidos, dulces, y cuando se mueven con tanta ternura
sobre los míos siento como si me mareara, como si de
pronto perdiera sentido qué es arriba o abajo, como si
flotara en las aguas cálidas de Miako.
Al separarme, intento volver el rostro hacia arriba para
ver la expresión de Arashi, pero solo llego a atisbar unas
mejillas encarnadas antes de que sus largos brazos me
envuelvan y me aprieten con fuerza contra su pecho.
—Quédate así un poco más —lo oigo susurrar, con la voz
más grave que nunca—. Por favor.
No respondo. Mi voz se ha perdido hace mucho, así que
alzo mis brazos y los envuelvo alrededor de su cintura.
Los sonidos del Parque Maruyama regresan a nosotros
poco a poco, aunque los murmullos reprobatorios de los
adultos y las risitas emocionadas y burlonas de los chicos y
chicas de instituto siguen sonando un poco lejanas.
Voy a encontrar la forma de volver a Miako ese once de
marzo, pienso de pronto. No sé a quién se lo prometo, si a
Arashi, a mí misma, o a lo que se esconde tras el torii del
Santuario Yasaka.
No voy a permitir que él desaparezca.
Nunca.
Él me sigue abrazando con ternura, siento sus labios
apoyados en la raíz de mi pelo, pero yo lo aprieto entre mis
brazos con rabia, con necesidad, como si estuviera en
mitad de una violenta inundación y él fuera el único lugar
seguro al que aferrarme.
UN PADRE
ORGULLOSO
7 de julio de 2016

N o solo fueron Arashi y mi compañera de clase quienes


denunciaron a Daigo y a Nakamura ante el profesor
Nagano. Con el paso de los días, aparecieron chicos y
chicas de distintos cursos que habían sufrido a raíz de sus
manos y sus palabras. Incluso, se presentó un chico de
secundaria de otro instituto. Todos lo observamos entrar
una tarde, acompañado por el bedel, a la sala de
profesores. A pesar de que solo lo había visto una vez, lo
reconocí de inmediato. Era ese chico que había entrado al
7Eleven con el rostro magullado y los ojos llenos de
lágrimas, al que Kaito le había regalado un cupón de
descuento.
No los expulsaron de inmediato. Al cabo de una semana,
los transfirieron a los dos a otro instituto en el otro extremo
de la ciudad, aunque comenzaron a faltar en el momento en
que las denuncias contra ellos empezaron a ser numerosas.
Cada vez que salía del instituto, estaba alerta, miraba a un
lado y a otro, pero jamás los volví a ver.
Arashi sustituyó sus gafas gruesas y rotas por otras de
montura metálica que seguían resbalando hasta la punta de
su nariz. Harada disfrutaba enseñando los puntos de su
frente. Incluso, el idiota se los rascaba más de la cuenta
para que le quedase cicatriz, aunque Li Yan solía propinarle
un puñetazo en las costillas cada vez que lo pescaba. Era
algo que la ponía de los nervios, pero no tanto como cuando
nos veía a Arashi y a mí cerca; entonces solía poner los ojos
en blanco y sacudir la cabeza.
Después de aquel día, de lo que ocurrió bajo el torii de
entrada al Santuario Yasaka, nuestra relación apenas había
cambiado. Sí, nos quedábamos más cerca el uno del otro, a
veces nuestras manos se rozaban y no las apartábamos, y
era rara la ocasión que no nos quedáramos perdidos uno en
los ojos del otro. Habían pasado casi dos semanas, y yo me
moría por abrazarlo y besarlo de nuevo, pero sabía que
Arashi era muy tímido, que necesitaba su tiempo, y yo lo
quería demasiado como para no proporcionárselo. A veces,
cuando lo miraba a escondidas y lo veía sonreír, una
sensación agridulce me envenenaba por dentro, porque
recordaba que, si no encontraba una forma de volver a
Miako, si no conseguía salvarlo cuando era solo un niño, el
Arashi que conocía nunca existiría y se ahogaría igual que
tantas otras personas. Pero no habíamos averiguado nada
más. Había visitado todas las páginas de internet que había
hallado sobre viajes en el tiempo, pero la mayoría solo
hablaban de conspiraciones absurdas y de locuras aún
mayores que las que ya me envolvían.
—¿Sabes que estás colocando las botellas bocabajo? —La
voz de Kaito me hace regresar a la realidad.
Me vuelvo, sorprendida, y me doy cuenta de que tiene
razón. Me apresuro a poner bien la botella de Calpis, pero
de pronto frunzo el ceño cuando me fijo con más atención
en Kaito y desvío la mirada hacia el reloj.
—Llegas tarde —observo.
—Bueno, tú siempre llegas tarde y no te lo restriego por
la cara —replica él, mientras se dirige dando zancadas a la
sala de descanso. Sin embargo, yo me coloco delante e
interrumpo su camino—. ¿Qué?
—Tienes mal aspecto.
Y, antes de que pueda apartarse, le apoyo la mano en la
frente. Él se apresura a apartarla, avergonzado, pero su
calidez me ha arrasado los dedos.
—¡Estás ardiendo! Tienes fiebre —digo; Kaito me sortea y
entra con rapidez en la sala de descanso. Yo me quedo
junto a la puerta—. ¿Por qué no has avisado a la señora
Suzuki?
—Estoy bien.
—Mentira.
A pesar de que la puerta está cerrada, lo oigo resoplar.
—¿Qué querías que hiciera? Es viernes por la tarde.
Nuestro turno dura hasta las ocho. Es el peor día de la
semana y en una hora esto estará repleto de estudiantes,
turistas y ejecutivos que se quieren emborrachar con
cerveza. No quería crear problemas.
—Eres un idiota —farfullo, aunque no se entera. Cuando
sale tras la puerta, su cara es una mezcla de parches
pálidos y rojos y su pelo ni siquiera está de punta—. Tienes
un aspecto horrible.
—Tú también estás rara —me replica él; pasa por mi lado
y se detiene tras la caja. Veo cómo sus manos se tensan
sobre el mostrador.
—¿Rara? —repito.
—Sí. Estás… ¿demasiado feliz? Generalmente pareces
cabreada. —Estoy a punto de responderle, pero él entorna
la mirada y continúa—. Ha ocurrido algo. —No es una
pregunta.
—Han ocurrido muchas cosas —lo corrijo, con un suspiro
—. ¿Recuerdas a mi amigo Arashi? —Él asiente con una
sacudida seca—. Lo besé. Y creo que lo quiero.
—Agh —me interrumpe, mientras sacude el índice como
hace el profesor Nagano cuando está a punto de perder los
nervios—. No, por favor. No quiero saber nada de besos,
abrazos y noches románticas. Ese tipo de intimidades
cuéntaselas a tus amigos.
—Pero tú eres mi amigo y fuiste el primero en contarme
que tenías novio —replico, con los ojos en blanco. Él aparta
la mirada, avergonzado, y yo suelto un largo suspiro—.
Pensaba que podía confiar en ti.
—Y puedes —replica Kaito con brusquedad—. Pero los
temas amorosos me ponen… incómodo. Prefiero que me
cuentes otras cosas.
—¿Como que llevo meses viendo fantasmas?
—Sí, por ejemplo. —De pronto, sus pupilas se dilatan—.
¿Qué acabas de decir? —Le saco la lengua y me dirijo a las
neveras para reponer las bebidas y la comida fría—. Es una
broma, ¿verdad?
Pero yo no le contesto y él termina farfullando por lo bajo.
Apenas cinco minutos después, entra nuestro primer
cliente. Y después de él, otro, y después otro. Cuando me
doy cuenta, el 7Eleven está repleto y me corren ríos de
sudor bajo el uniforme.
Kaito está en la caja, pero cada vez se encuentra peor. A
pesar de que se ha colocado una cinta en la frente para
recoger el sudor de la fiebre, esta no tarda en empaparse, y
cuando se dirige a buscar algo a algún mostrador cercano,
va dando traspiés. Parece que va a derrumbarse en
cualquier momento.
Cuando está en la caja, frente a una interminable fila de
clientes, lo tomo del brazo y lo aparto con brusquedad.
—Estoy atendiendo a…
—Por favor, discúlpenos un momento —lo interrumpo, con
la cara vuelta hacia la mujer que espera a que le cobren,
con una sonrisa deslumbrante y los ojos muy abiertos. Ella
asiente y retrocede un poco ante mi vehemencia—. No
tardaré en volver.
Prácticamente lo empujo hacia la sala de descanso y, una
vez en el interior, lo obligo a tumbarse sobre el diminuto
sofá en donde le cuelga la cabeza y gran parte de las
piernas.
—Esto es ridículo —se queja, mientras lucha contra mis
manos para incorporarse—. Está todo a rebosar…
—Yo puedo encargarme de ello. Tú estás enfermo y
deberías irte a casa. —Antes de que pueda replicar, le robo
el teléfono móvil del bolsillo del delantal y coloco la
pantalla frente a él—. Desbloquéalo. Llama a alguien y que
venga a recogerte.
—Nami, hay varios clientes esperando y…
—Y seguirán esperando hasta que no desbloquees el
teléfono y llames a alguien. Así que yo me daría prisa —
puntualizo, con las cejas arqueadas y la cabeza señalando
hacia la puerta de la estancia.
Kaito resopla y me arrebata de un tirón el móvil. De mala
gana, llama a Masaru. Cuando termina, me dedica una
mirada que pretende ser fulminante, pero que se queda en
un patético intento por culpa de la fiebre.
—¿Contenta? Vendrá en la furgoneta de su trabajo, así
que no tardará nada.
—Muy bien. Ahora quédate aquí y no te muevas hasta que
llegue, ¿de acuerdo?
—¿Tengo opción? —me pregunta, con un gruñido.
—Por supuesto que no —le contesto, antes de
desaparecer tras un portazo.
El 7Eleven está repleto. Es como si todo el barrio de Gion
se hubiese puesto de acuerdo para venir a comprar aquí, a
pesar de que hay varios konbini cerca. Con toda la rapidez
que puedo, despacho a los clientes que están en la fila e
intento entenderme con los turistas con mi inglés nefasto y
su japonés infernal.
Por suerte, Masaru no tarda en llegar. Lo veo entrar por
encima de la nueva fila de clientes que tengo para cobrar.
—Está en la sala de descanso —le indico.
—Gracias por obligarlo a avisar —dice, junto a la puerta
que le indico, y añade antes de que yo pueda responder—:
Sé que por sí mismo, este idiota no lo habría hecho. No te
preocupes, no te molestaremos, saldremos por la puerta de
atrás.
Asiento y lo veo desaparecer en la sala de descanso.
Después, solo puedo concentrarme en el trabajo. Corro de
un lado a otro; en el momento en que no hay nadie para
cobrar, aprovecho y repongo todo lo que se necesita.
Guardo más comida caliente en los mostradores especiales.
Recoloco los productos que algunos clientes han
inspeccionado y han dejado en lugares que no son los
correctos.
Mientras estoy cobrando a un grupo de estudiantes de
secundaria particularmente ruidosos, que no hacen más
que reírse, mirarme y darse empujones, la puerta vuelve a
abrirse y yo giro la cabeza en esa dirección.
—¡Bienveni…!
Se me extingue la voz cuando veo que se trata de la
señora Suzuki. Ella me dedica una leve inclinación y se
acerca a mí, a la vez que mira a su alrededor con atención.
—Señora Suzuki, ¿qué hace aquí? —le pregunto, cuando
el grupo de chicos se aleja entre risitas y gritos en
dirección a la puerta.
—Kaito me ha llamado. Me dijo que se encontraba muy
mal y que lo habías obligado a irse. Eres una buena
compañera. —Yo enrojezco, pero la mujer me dedica una
sonrisa dulce—. No he podido encontrar a nadie que viniera
a reemplazarlo las dos horas que quedan, así que me he
acercado yo. Aunque… —Sus ojos se deslizan por todo el
local, por los clientes que pululan por los pasillos y se
acercan a la caja para que les cobre—. Veo que lo tienes
bastante controlado.
Asiento e intento mantener mis labios quietos, para que
no se me escape ninguna sonrisa. No tenemos tiempo para
hablar mucho más, porque vuelven a acumularse los
clientes. Continuamos la jornada en silencio; la señora
Suzuki se encarga sobre todo de cobrar, pero como hace
tantos años que no trabaja de cara al público, tengo que
ayudarla con los cambios. A pesar de ello, el resto de la
tarde fluye a toda velocidad y, cuando levanto la cabeza
para mirar al reloj, solo faltan quince minutos para el
cambio de turno y apenas quedan clientes en el konbini,
solo una fila de ejecutivos con aspecto cansado.
—¿Por qué no vas a cambiarte? Debes estar cansada,
Nami —me dice la señora Suzuki—. Yo me encargaré de
ellos.
—No se preocupe —le digo, aunque las piernas me
palpitan—. Terminaré esto.
Ella asiente y retrocede hasta uno de los mostradores de
comida caliente. Yo cobro con una sonrisa a los ejecutivos,
casi sin levantar la mirada del mostrador. Por fin, llega el
último. Sigo sin alzar la mirada, solo observo el producto
que tengo frente a mí: una cerveza Asahi muy fría. Le digo
el precio, pero la persona no me extiende ni una tarjeta de
crédito ni los míseros doscientos yenes que cuesta la lata.
—¿Se encuentra bien, señor? —pregunta la señora
Suzuki, a mi espalda.
Entonces, levanto la cabeza y los ojos de mi padre me
golpean con la energía de una bofetada.
Clavo las uñas en el mostrador y me obligo a no moverme,
a pesar de que una parte de mi cuerpo quiere correr y
correr, y no detenerse hasta llegar a otro barrio, a otra
ciudad, o incluso a otro distrito.
—Nami —susurra él, pálido por la sorpresa. Sus dedos
todavía agarran la cerveza.
La señora Suzuki se acerca a mí y sus dedos se apoyan en
mi hombro; tiran ligeramente de mí hacia atrás mientras su
ceño se frunce. Toda la dulzura ha desaparecido de su
rostro.
—Se… señora Suzuki —carraspeo. Intento esbozar una
sonrisa que solo se queda en una pequeña mueca—. Este es
mi padre.
—Oh. —Su cara se relaja, aunque su mano permanece en
mi hombro, como si estuviera alerta—. Entonces, usted es
Tendo-san, ¿cierto?
Mi padre parpadea varias veces y por fin realiza la
reverencia de rigor, a la que la señora Suzuki corresponde
con otra. Sus ojos permanecen estáticos en los míos. Yo no
debería estar aquí, sino en la academia de refuerzo que
nunca he pisado. Hoy mismo me había entregado el dinero
para pagar el próximo mes.
Debería decirle algo, lo que sea, pero la mano de la
señora Suzuki sigue en mi hombro y mi padre continúa
mirándome, como si las palabras hubiesen dejado de existir
para él. Parece más gris que nunca.
—Tengo mucha suerte de contar con Nami en este
trabajo, ¿sabe? —dice la señora Suzuki, mientras me da
unas palmaditas en la espalda—. Es una joven muy
trabajadora y eficaz, y además se preocupa mucho por sus
compañeros.
Mi padre cabecea, no porque esté de acuerdo, sino
porque tampoco puede hacer otra cosa.
—Fíjese, hoy mismo ha mandado a casa a su compañero,
Kaito, porque él se sentía mal, a pesar de saber que tendría
mucho más trabajo por delante, que ella sola sería la
responsable del turno. —La señora Suzuki me dedica una
amplia sonrisa, pero yo tengo el rostro congelado—. Quizás,
usted no ha trabajado en un lugar como este, Tendo-san,
pero a veces es complicado. Las personas no siempre son
amables, los pedidos no llegan a tiempo y algún listillo
intenta llevarse algo sin pagar. Trabajar en lugares como
este es duro, pero Nami lo hace mucho más sencillo. Y eso,
por desgracia, no es lo normal. Estoy segura de que estará
muy orgulloso de su hija. En este mundo de locos se
necesita a mucha gente como ella.
Me sentiría abrumada por sus palabras si nos
encontrásemos en otra situación. Quiero restarle
importancia, pero solo soy capaz de observar la expresión
de mi padre que, por alguna razón que no comprendo, se
hace más y más gris. Cuando la señora Suzuki termina de
hablar, parece haberse transformado en un anciano.
Por fin, me paga los doscientos yenes por la lata de Asahi
y se vuelve hacia la señora Suzuki.
—Ha sido un placer conocerla.
Nos dedica una reverencia rápida a las dos y sale con
prisa cuando las puertas automáticas se abren ante él. Yo
me quedo quieta, con la mirada clavada en la salida. La
señora Suzuki aparta su mano, y de pronto me siento
terriblemente sola ante el abismo. Me gustaría agarrarla de
nuevo y obligarla a que se apoyara otra vez en mí.
En ese momento, las puertas vuelven a abrirse, pero no
es mi padre, sino Hanae que acude para el cambio de
turno. Después de saludarme con alegría, se escurre hacia
la sala de descanso.
La señora Suzuki la saluda también y me da la espalda.
Antes de que mi compañera salga, se vuelve hacia mí con
un nikuman caliente y envuelto en una servilleta.
—Para el camino —dice.
Yo asiento, con el bollo ardiendo entre mis manos. Ella
parece a punto de decirme algo más, pero deja escapar un
pequeño suspiro y me da una ligera palmadita en el hombro
antes de decirme:
—Muchas gracias por tu trabajo de hoy. Puedes
marcharte.
DÉCIMA OLA
8 de noviembre de 2010

S –u padre viene desde Sendai, así que tardará un poco


—explicó Yoko-san a la profesora Hanon, que asintió—.
Pero yo cuidaré de ella hasta que él llegue.
La profesora se acuclilló frente a mí y me puso su mano
sobre el hombro antes de incorporarse de nuevo.
—Espero que te recuperes pronto, Tendo.
Yo cabeceé, pero un espasmo en el vientre me hizo
retorcerme de nuevo. Yoko-san se dio cuenta y se apresuró
a tirar de mí hacia la salida. Caminábamos las dos muy
juntas; su brazo no se separaba de mis hombros encogidos.
—Lo siento —murmuré—. Por mi culpa has tenido que
cerrar la cafetería.
—¿Qué? No, no. Tranquila. No habrá ningún problema.
Esperaremos a tu padre en casa, ¿de acuerdo? Prepararé
té. Eso te calmará un poco el dolor de estómago.
Yo no contesté y seguí su paso, retorciéndome de vez en
cuando, hasta llegar una media hora después a su hogar.
Atravesamos el jardín y me pareció ver entre las hojas
verdes de los matorrales el cuerpo esquivo de Yemon. No
había flores porque estábamos en otoño y hacía frío, pero el
jardín seguía siendo precioso, parecía la portada de algún
cuento infantil. A su lado, el nuestro, repleto de malas
hierbas, recordaba más a una selva.
La casa de Yoko-san era más pequeña que la mía, pero a
mí me encantaba visitarla. Todo era verde, blanco y crema.
Había muchos libros y muchas plantas, y un kotatsu
enorme en el que me encantaba enterrarme en los días más
fríos de invierno.
—Lo encenderé, si quieres —me dijo Yoko-san—. Siéntate
mientras preparo el té.
—¿Puedo ir antes al servicio? —pregunté, con timidez. Un
nuevo calambre me atravesó.
—Claro, ya sabes dónde está.
Me dirigí al pequeño cubículo que se encontraba en mitad
del corto pasillo, junto a las escaleras. Sin embargo, antes
de sentarme en el retrete, empecé a gritar. Y no paré hasta
que Yoko-san acudió corriendo, con la cara desencajada.
Me apresuré a cubrirme con las manos como pude y
retrocedí hasta que mis piernas temblorosas chocaron con
la porcelana blanca.
—¡Vete! ¡Vete! —grité, aunque en realidad quería que se
quedara, que me abrazara y me dijera que no había visto
nada, que la sangre que empapaba mi ropa interior no era
más que una ilusión.
Pero los ojos de Yoko-san se habían dado cuenta de cuál
era el problema, y en vez de retroceder, se acercó y se
arrodilló frente a mí. Cuando lo hizo, empecé a llorar y me
cubrí la cara con las manos. Ella me las apartó con
suavidad.
—Tranquila, Nami. No estás herida, no estás enferma. Es
normal —dijo, y lo repitió varias veces para que lo
comprendiese. Me sonrió con algo que parecía melancolía
—: A mí me ocurre cada mes.
De pronto, el corazón me traqueteó y, aunque no bajó su
acelerado ritmo, dejé de sentir su deseo de romperme las
costillas. Aparté las manos poco a poco y miré de nuevo
hacia abajo. La sangre me hizo estremecer, pero me obligué
a no mover las pupilas. Ah. Así que se trataba de eso.
—¿Sabes lo que es la menstruación? —me preguntó Yoko-
san.
—La hermana de Mizu la tiene desde hace varios años.
Ella misma nos lo contó —contesté, vacilante—. Nos dijo
que te mueres de dolor, que no puedes nadar en la piscina
ni ir a la playa, tampoco bañarte en el ofuro, y que siempre
tienes ganas de llorar. —Debía ser cierto, porque noté
cómo, de nuevo, las lágrimas mordían mis ojos—. Yo quiero
volver a nadar, Yoko-san.
Ella negó moviendo la cabeza de un lado a otro y soltó
una carcajada pequeña.
—Eso son tonterías. Puedes nadar en la piscina siempre
que quieras. —Se incorporó un poco y la vi trastear en los
cajones del mueble del baño—. No te voy a mentir. A veces
es molesto, pero hay remedios para sobrellevarlo un poco
mejor.
—La hermana de Mizu la tuvo a los catorce —contesté,
recordándolo de pronto.
—A veces aparece antes, a veces después… seguro que tu
madre tuvo la menstruación a tu edad. Esas cosas se
heredan.
De pronto, se paralizó, como si acabase de tocar algo
ardiendo. La miré de reojo, pero ella siguió buscando algo
en los estantes hasta que se volvió hacia mí con un
cuadrado de plástico verde en su mano.
Después, me preparó el ofuro y me explicó cómo ponerme
lo que contenía ese pequeño paquetito de plástico. Cuando
salí casi media hora después del baño, ella había encendido
el kotatsu y había preparado dos tazas de té caliente.
Aunque todavía no hacía tanto frío, me escondí bajo la
gruesa colcha del kotatsu y pegué mi cuerpo al de Yoko-
san. Ella me envolvió con su brazo y me apretó contra su
pecho.
—El calor ayuda con los calambres; pero si no se te pasa,
puedo darte algún analgésico.
—Se me pasará —le respondí, con los ojos cerrados,
porque en ese momento, en un descanso entre calambre y
calambre, me sentía perdida en algún lugar tibio y suave—.
Mizu nos contó a Amane y a mí que cuando su hermana
descubrió lo que le pasaba, se volvió medio loca. No se
calmó hasta que llegó su madre —añadí. A pesar del calor
que nos envolvía, sentí cómo la mujer se estremecía a mi
lado—. Yo no tengo madre, pero tengo a Yoko-san.
Ella no contestó, pero me abrazó con más fuerza. Y como
si fuera magia, el miedo, la incertidumbre e incluso el dolor
que me atravesaba de vez en cuando terminaron por
desaparecer.
Quizá Yoko-san sí fuera una magical girl.
CARTAS
7 de julio de 2016

E l nikuman todavía está caliente cuando llego a casa.


Es tarde, hace muchas horas que no como nada, pero
tengo la garganta tan cerrada, que dejo el bollo en la
encimera de la cocina.
—Tadaima! —exclamo.
—Okaeri! —me contesta Taiga desde el piso de arriba.
Espero, pero no escucho otra voz que me dé la
bienvenida. Trago saliva y subo las escaleras con rapidez. A
cada paso que asciendo, mi estómago se cierra un poco
más. Me detengo frente a la puerta cerrada de mi hermano
mayor y la rozo con los nudillos.
—¿Dónde está papá? —pregunto, con una voz que no
parece mía.
Escucho cómo al otro lado de la puerta un cuerpo se
arrastra por la habitación hasta acercarse a mí todo lo
posible.
—No lo sé. Hace unos minutos llegó a casa, estuvo en su
dormitorio y volvió a salir. —Asiento, pero no respondo.
Escucho un roce contra la puerta—. ¿Por qué? ¿Ha ocurrido
algo?
—Me ha visto trabajando en un 7Eleven —murmuro, en
voz tan baja que no sé cómo llega a escucharme.
—¿En un 7Eleven? —repite mi hermano, confundido—.
¿Trabajas en un konbini? ¿Desde cuándo?
—Desde que decidí no apuntarme a la academia de
refuerzo.
La puerta tiembla cuando la espalda de Taiga se apoya en
ella. A pesar de la pared que nos separa, lo oigo suspirar.
—Nami… —Pero no dice nada más.
Yo me muerdo con tanta fuerza los labios, que no sé cómo
no los hago sangrar. Con la cabeza gacha, arrastro los pies
hasta mi habitación, pero en el momento en que abro la
puerta, Yemon sale por ella.
«Eh, ¿a dónde vas?», le chisto, cuando él me lanza una
mirada retadora antes de escapar por el pasillo. Siento un
escalofrío de terror cuando lo veo acercarse al dormitorio
de mi padre. «¡No, quieto! ¡Ahí no puedes entrar!».
Pero él me ignora y desaparece tras la puerta
entreabierta de la estancia con la cola en alto. Lo maldigo
entre dientes y lo persigo a toda prisa; cuando llego a la
habitación, abro la puerta de par en par y lo encuentro
totalmente estirado sobre la cama.
«¿Qué estás haciendo, Yemon? ¡Fuera, fuera!».
Pero el gato me observa con la cabeza ladeada durante un
instante, antes de estirar las patas y revolverse sobre algo
que cruje. El sonido me hace parpadear y desviar la vista.
La mesilla de noche que está junto a la cama perfectamente
hecha tiene los cajones abiertos y por encima del edredón,
sobre el que ahora está el gato, hay desperdigadas decenas
de hojas de papel escritas y fotografías.
Noto cómo la saliva se extingue de mi boca y, sin pensar
en las consecuencias, me siento en el borde de la cama. En
el momento en que toco con mis dedos el primer sobre,
Yemon salta de ella y se pierde por el pasillo, balanceando
su trasero con algo que parece orgullo.
Acerco el papel a mis ojos. En el reverso del sobre está el
nombre de mi padre y en su interior hay una carta escrita
que extraigo con cuidado y aliso sobre mis rodillas. La leo
por encima y mi vista se vuelve algo borrosa cuando se
detiene en ciertas frases.

Contigo he recuperado la esperanza.


Desde el principio me hiciste sentir
como en casa.
Adoro a tus hijos. Ojalá ellos me adoren
a mí.
Te quiero.
Te quiero.
Te quiero.
Le doy la vuelta a la hoja, frenética, y noto cómo los
nervios me explotan cuando leo el nombre que aparece al
final.
—Queríamos contároslo —dice entonces una voz a mi
espalda, que no pertenece a mi padre.
Me vuelvo con lentitud y me encuentro a Yoko-san junto a
la puerta del dormitorio, con una de sus manos alzadas, a
punto de rozar el picaporte. No sé si los fantasmas pueden
llorar, pero hay lágrimas en sus ojos.
—Estabais juntos —musito.
—Nadie lo sabía —contesta ella, con la voz tomada—. Tu
padre… no sabía cómo os lo tomaríais. Sobre todo, Taiga.
Había sido un niño muy unido a su madre y no quería que
yo me convirtiese en su enemiga.
Yoko-san alza el índice y señala algo entre las hojas
desperdigadas por encima de la cama. Entre las letras
escritas hay fotografías antiguas. Alzo una de ellas y mi
corazón deja de latir durante un instante. En ella aparece
un Taiga de unos tres años, mi padre sonriente a un lado y
al otro, mi madre. Lo sé, aunque no reconozca su cara, su
expresión. Está feliz y sana, y sonríe tanto que se le ven
todos los dientes. Es extraño, porque ahora que tengo una
fotografía suya entre mis manos, no encuentro ningún
parecido físico entre ella y yo. Si hubiese sido un fantasma
que me hubiera visitado como Amane o la profesora Hanon,
o como Kukiko Yamada durante el O-bon, nunca la habría
reconocido.
—Aquí hay muchas cartas —digo, mientras revuelvo los
papeles mezclados con fotografías antiguas.
Solo hay una en la que salen mi padre y Yoko-san. La
recuerdo; de hecho, yo misma la hice en Miako, en el jardín
de su casa. En ese momento fue espontánea, ni siquiera se
tocaban, pero ahora que deslizo mi mirada por sus cuerpos,
veo la forma en que la cadera de ella se inclina hacia él,
cómo el brazo de mi padre está próximo a su espalda, pero
sin tocarla en ningún momento. Sus sonrisas son tensas,
pero muy felices a la vez.
—Llevabais mucho juntos —digo, y no es una pregunta.
Ella asiente, pero no añade nada más. Yo le doy la espalda
y paso las manos con frenesí por la superficie de la cama.
Encuentro más fotografías de mi madre, todas ellas antes
de que enfermara. Solo hay una en la que aparezco yo. Soy
un bebé regordete que todavía no sabe caminar. Estamos
sentados en el jardín de nuestra casa. Mi madre me
sostiene y Taiga está al lado de mi padre, observándome
con cierta envidia. Yo tengo los brazos estirados hacia uno
de los dos gatos que teníamos, uno gris, que era algo más
pequeño que Yemon. El otro, de color miel, está
repantingado sobre el césped, con los ojos cerrados.
La fotografía es en blanco y negro, pero todos estamos
llenos de colores. Sobre todo, mi padre. Hacía mucho,
muchísimo tiempo que no lo veía sonreír así.
Estoy tan concentrada en la imagen que tengo entre las
manos, que cuando escucho los pasos ya están demasiado
cerca de mí. Me vuelvo con brusquedad y me encuentro a
mi padre. Pero no al hombre lleno de matices de la
fotografía, sino a una persona gris como el traje y la
gabardina que lleva puestos, con los labios apretados e
inclinados hacia abajo.
Yoko-san, a su lado, le lanza una mirada desgarradora y
extiende una mano para tocarlo, aunque nunca llega a
hacerlo. Sabe que, si lo acaricia, él no sentirá nada.
—Nami —pronuncia mi padre con lentitud, mientras sus
ojos se deslizan por la superficie de la cama.
Yo me levanto, con la fotografía aún en mis manos, y lo
encaro con piernas temblorosas.
—Papá, siento haberte engañado. Lo siento de verdad —
comienzo, con una voz que sale a trompicones—. Pero no
estaba preparada para ir a ninguna academia de refuerzo.
El dinero que me dabas para pagarla lo tengo guardado,
puedo devolvértelo ahora mis…
—Nami —me interrumpe. Cierro la boca de inmediato y
observo cómo el deja escapar un largo suspiro—. Ven,
vamos a hablar.
MAMÁ
7 de julio de 2016

Y oko-san y yo seguimos a mi padre, que avanza por el


pasillo. Lo observo, con la vieja fotografía presa entre
mis dedos y el corazón latiendo a destiempo.
Todavía puede considerarse un hombre relativamente
joven, pero desde atrás, parece que estoy observando a un
anciano con esos hombros tan estrechos y caídos, y ese
pelo ralo que antes siempre llevaba levantado en todas
direcciones. Los dedos de las manos que le cuelgan sin
fuerza a ambos lados del tronco están amarillentos de tanto
fumar. ¿Por qué no me había fijado antes?
Espero que descienda por las escaleras, pero en vez de
ello, se detiene entre mi dormitorio y el de Taiga, y se
sienta en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.
Yo me quedo helada y miro a Yoko-san, pidiéndole una
explicación a la que ella no presta atención, porque solo
tiene ojos para mi padre, llenos de amor y dolor.
—Siéntate, Nami —dice, con esa brusquedad que ya
forma parte de su voz. Pero como yo sigo paralizada, él
añade con suavidad—: Por favor.
Trago saliva antes de dejarme caer en el suelo y cruzar
las piernas. Confundida, espero que empiece a hablar, que
me eche en cara mi desobediencia, que me grite cómo
estoy tirando mi futuro por la borda, pero en vez de eso,
inclina la cabeza hacia la puerta que tiene al lado.
—¿Taiga? —Un escalofrío me endereza cuando lo oigo
pronunciar el nombre de mi hermano con tanta calma—.
¿Puedes venir un momento?
Se produce un instante de silencio que parece
prolongarse hasta el infinito. Desde que mi hermano se
encerró en la habitación, exceptuando las primeras
semanas, nunca lo he visto hablar directamente con mi
padre.
No va a responder, pienso. Pero entonces, escucho un
susurro al otro lado y cómo la puerta cruje un poco cuando
la espalda de Taiga se apoya en ella.
—Estoy aquí —dice.
Mi padre intenta inspirar hondo un par de veces, pero la
respiración se le entrecorta y claudica con una sacudida de
cabeza.
—Cuando perdí a vuestra madre, sufrí el mismo tsunami
que sepultó a Miako años después.
Miro sobresaltada hacia la puerta de mi hermano. Sé que,
de no existir ese muro de madera entre los dos, me habría
mirado de la forma en que yo querría mirarlo a él.
Mi padre jamás ha hablado de la muerte de mi madre.
Jamás.
—Sentía que no me había quedado nada por dentro. Y lo
poco que restaba no eran más que ruinas, ruinas que tenía
que enterrar para olvidarlas y que no dolieran más. Sabía
que os estaría privando de una parte muy importante de
vuestra vida, sobre todo a ti, Nami, que no tenías recuerdos
de ella. —Sus ojos apagados se hunden en los míos durante
un instante—. Pero me quemaba por dentro cada vez que
veía fotografías de ella, o cada vez que tenía que alimentar
a los dos gatos que ella había adoptado; yo era incapaz de
acariciarlos. Hubo un momento que no lo soporté más y
encontré a otra familia que los cuidara, en Sendai. Por eso
siempre te dije que no quería gatos en casa, Nami. Porque,
de una forma o de otra, me siguen recordando a ella.
Yo ni siquiera asiento. Sé que, tras la pared en la que me
apoyo, Yemon estará tumbado en la cama, moviendo la cola
con pereza, medio dormido.
—Pero tú dijiste que habían escapado —dice la voz de
Taiga, desde su habitación. Hay un golpe de rabia contra la
puerta, suave, pero parece que toda la casa tiembla—. Me
mentiste.
—Lo sé —musita mi padre—. Lo siento mucho, hijo.
Mi hermano, al otro lado, no contesta, pero el tablero de
madera cruje un poco. Yoko-san, algo apartada de nosotros,
se lleva la mano a los ojos para enjugarse las lágrimas.
—Si no hablaba de ella, si todo lo que le pertenecía no
estaba presente, su recuerdo se desvanecía y casi parecía
que ella no había existido. Y aunque sé que era algo
horrible, me hacía sentir mejor. Podía respirar mejor.
Entorno la mirada para observar a mi padre; todo su
cuerpo parece formar una curva descendente.
—¿Por qué nunca nos lo contaste? —pregunto, con voz
queda. Sus ojos apenas se alzan en mi dirección—. ¿Por qué
nunca buscaste a alguien con quien pudieras hablar sobre
esto?
—No quería que me vierais llorando, que me vierais
sufrir, porque entonces vosotros también sufriríais
conmigo.
—¡Somos tus hijos, tu familia! —exclamo; alzo tanto la
voz, que esta se me rompe un poco—. ¿Si no hablas con
nosotros, con quién…?
—Nami, cállate. —La voz de Taiga atraviesa la puerta
para llegar hasta mí, pero podría haber atravesado un muro
de hormigón—. Yo lo entiendo. Y tú también deberías
hacerlo, ¿o es que nunca te has guardado para ti misma
algo que te causara mucho dolor al recordarlo?
Trago saliva y el sabor es tan amargo que casi me
provoca una arcada. Aparto la mirada y la clavo en el suelo,
en el hueco que existe entre mis piernas dobladas. Mis
dedos, apoyados sobre mis pantalones, se convierten en
garras.
—Nami tiene razón. Hablar duele, pero es la única forma
de apagar fuegos que siguen encendidos. Y vuestra madre
había dejado a su paso un incendio espantoso. —Mi padre
se inclina un poco hacia mí y posa su mano sobre la mía—.
Solo conseguí apagarlo un poco cuando conocí a Yoko.
Él suspira y desvía la mirada hacia la izquierda, donde se
encuentra la figura de la mujer, a pesar de que él no puede
verla. Yoko-san esboza una pequeña sonrisa y se deja
resbalar por la pared hasta quedarse sentada junto a mi
padre, hombro con hombro.
—Nos queríamos mucho, pero yo tenía miedo de
contároslo. Os había acostumbrado tanto a que siempre
seríamos los tres juntos, a que no habría nadie más, que
sentía terror de lo que podría pasar. Por eso lo mantuvimos
en secreto.
—Yo lo sabía —dice entonces Taiga—. Desde el principio.
Mi padre se sobresalta y mira hacia la puerta. Sé lo que
está pensando, en sus ojos bulle la pregunta: ¿Y por qué no
me lo contaste?
De pronto, un relámpago me recorre y me enderezo, con
los ojos clavados en la puerta cerrada de Taiga.
—Por eso nunca se lo dijiste —jadeo.
Mi padre balancea la mirada entre la puerta y yo. Al otro
lado solo hay silencio.
—¿Decirme? —repite—. ¿Decirme qué?
—Taiga no lo pasaba bien en Tokio. En la universidad. Él
nunca me dijo nada, pero cada vez que venía a visitarnos a
Miako lo veía más y más triste.
Una expresión confusa tira de nuevo de los rasgos de mi
padre.
—¿La universidad? Pero… te iba bien. Sacabas buenas
notas. Tenías amigos.
Se produce un largo minuto de silencio hasta que la voz
de Taiga lo rasga y lo hace sangrar.
—No llegué a aprobar ni una sola asignatura.
—¿Qué? —musita mi padre; su voz apenas es audible en
un silencio que hace tanto ruido.
—Odiaba la carrera. Odiaba la ciudad. Odiaba todo del
lugar en el que estaba. No conectaba con la gente y echaba
terriblemente de menos Miako. —Las palabras de Taiga son
golpes de martillo, ásperas, duras y entrecortadas. Cada
palabra llena de rabia contenida durante tantos años es un
hachazo—. Era mayor de edad, era independiente. No tenía
que enseñarte un boletín de notas ni contarte la verdad.
—Pero… —Mi padre no llega a enhebrar una segunda
palabra, el torrente de voz de Taiga, que suena con más
fuerza que nunca, lo interrumpe.
—Sabía que te habías gastado muchísimo dinero en
enviarme a Tokio. Estabas muy contento con la carrera que
había elegido y conocía tu relación con Yoko. Nami no
puede recordar nada de lo que ocurrió tras la muerte de
mamá, pero yo sí. Yo sí.
Taiga calla, aunque un par de sollozos entrecortados
llegan hasta nosotros. A mi padre le brillan sus ojos y
alarga la mano hacia el picaporte, pero la deja flotando en
el aire. No llega a tocarlo.
—Pero supongo que al final callarme no sirvió de nada. —
No puedo verlo, pero las lágrimas suenan en las palabras
de mi hermano mayor—. Yo abandoné la universidad y tú
perdiste de nuevo a alguien a quien querías.
Decir. Contar. Hablar. Si mi hermano hubiera hablado
antes, si nos hubiese contado los problemas que tenía con
tanta exigencia, con la universidad, para no molestar a mi
padre, para no preocuparlo cuando vio cómo rehacía su
vida, quizá nunca habría cerrado para siempre la puerta de
su habitación. Si mi padre nos hubiera hablado de lo que
sentía por Yoko, la relación que mantenía con ella, lo que
debía haber supuesto para él perder por segunda vez a la
persona que amaba, habríamos entendido mejor su dolor, lo
habríamos comprendido mejor a él.
Deslizo la mirada de la puerta cerrada a mi padre, y
después a Yoko-san.
—Ella también iba a mudarse, ¿verdad? Aquí, a Kioto —
pronuncio, con lentitud—. El día en que nos marchábamos,
su casa también estaba repleta de cajas de mudanza.
—Se suponía que iba a hablar con vosotros cuando
llegáramos. No iba a quedarse en casa, pero sí a unas
pocas calles de distancia. Creíamos que, con el tiempo,
podría mudarse finalmente a casa y formar parte de
nuestra familia… si vosotros hubieseis estado de acuerdo.
—Claro que lo habríamos estado —contesta abruptamente
Taiga.
—En Miako —añado, mientras Yoko-san clava unos ojos
vidriosos en mí— ya formaba parte de nuestra familia.
Mi padre vuelve el rostro con brusquedad, pero no puede
evitar que una lágrima se escurra de sus ojos antes de que
sus dedos puedan atraparla.
—Creo que ella se hubiese sentido muy feliz al escuchar
eso —susurra.
—Estoy segura de que lo sabe —digo, con los ojos
clavados todavía en Yoko-san.
Mi padre asiente, pero no puede responder. Ella tampoco
dice nada, aunque su sonrisa es más amplia que nunca.
Ahora, todos están en silencio, pero en un silencio que no
tiene nada que ver con el anterior, que parecía aullar entre
nosotros; ahora, el silencio suena al suave roce de las olas
con la orilla.
Y sé que me toca hablar a mí.
—No quiero ir a la universidad, papá —comienzo—. Al
menos, no por ahora.
Él gira la cabeza hacia mí, pero no asevera ni niega; por
primera vez en mucho tiempo, parece escucharme.
—Necesito tiempo… para poner todo en orden. Tengo
demasiados temas sin cerrar. Y no quiero que la presión o
la exigencia puedan conmigo, no porque no sea capaz, sino
porque no puedo ser capaz.
Mi padre no responde. Al otro lado de la puerta, sé que
Taiga está conteniendo la respiración. Como yo.
—¿Qué temas? —pregunta al cabo de casi dos minutos.
Solo hay una sincera curiosidad.
Respiro hondo y mis ojos escapan hacia Yoko-san, que me
dedica un gesto de ánimo. Yo asiento, cuento hasta tres y
comienzo a hablar.
—Desde lo que ocurrió en Miako… tengo problemas con
el agua.
—¿El agua? —repite mi padre, con el ceño fruncido.
—Al principio, ni siquiera era capaz de meterme en el
ofuro. Me duchaba a toda prisa, a veces, con tanta, que ni
siquiera me enjuagaba bien el pelo. Con el paso de los años
sí pude aprender a meterme dentro de nuevo, pero nada
más. Si veía demasiada agua concentrada: un estanque, un
lago, el mar, aunque fuera por la televisión, me ponía mal.
Sentía como si no pudiese respirar. —Mi padre me
contempla atónito, con los labios separados en una palabra
que nunca llega—. Golpeé a Keiko porque creí que me
había empujado a la piscina. Esa fue la única razón.
—Nami… —susurra Taiga, con una voz que no parece
suya, desde el otro lado de la puerta.
—Cuando empecé el curso en el Instituto Bunkyo, conocí
a un chico. Se llama Arashi Koga, y fue un superviviente del
terremoto y del tsunami de hace cinco años. Estaba en
Miako cuando ocurrió. Su padre trabajaba en tu misma
compañía, papá. Intercambiaron vuestros puestos. A él lo
enviaron a Miako y a ti te destinaron aquí, a Kioto. —Trago
saliva y me obligo a hablar con más lentitud, pero mis
palabras son un vómito, y los vómitos no se pueden cortar,
aunque aprietes los dientes y cierres la boca—. Cuando lo
conocí, empecé a recordar a gente que no estaba, empecé a
recordar momentos que me había obligado a olvidar, como
ya habías hecho tú con mamá. Incluso… —Mi mirada se
clava en Yoko-san, que me devuelve otra agridulce—.
Incluso comencé a ver a gente que ya no está.
—¿Qué? —jadea mi padre. Se pone de rodillas y se acerca
a mí, con las manos alzadas, pero al igual que al picaporte
de Taiga, no me toca. Me permite mi espacio.
—Pero… poco a poco he ido comprendiendo lo que
ocurría, lo que me ocurría. Ya no siento terror cuando estoy
cerca del agua. Me gustaría volver a nadar, ¿sabes? Aunque
ya sea demasiado tarde para dedicarme a la competición.
—No lo entiendo, porque mis labios están estirados, están
sonriendo, pero mis ojos no dejan de escupir lágrimas—. Y
sé que pronto dejaré de ver a toda esa gente que ya no
está. Aunque los recordaré siempre, toda mi vida. Porque
merecen ser recordados.
Mi padre asiente, sus manos finalmente tocan mis
hombros, pero yo no puedo parar.
—Pero todavía necesito cerrar algo, todavía necesito
hacer algo más, papá. —Me arranco las lágrimas de un
manotazo y lo miro directamente, como lo hacía cuando él
no era un desconocido y yo solo era una niña—. Y hasta que
no lo haga, sé que no podré continuar.
Mi padre soporta el peso de mis ojos durante unos
segundos que saben a años. Finalmente, él es el primero
que aparta la mirada y la clava en el techo. Cuando deja
escapar el aire de un suspiro, parece que ha soltado más
que dióxido de carbono de sus pulmones, de su cuerpo.
—¿Sabéis? El día que vuestra madre se quedó
embarazada de Taiga, empezó a hablar de cómo quería que
fuese ese futuro niño o esa futura niña. —La expresión se
me hace pedazos cuando creo que todo lo que le he
contado no ha servido de nada, que ni siquiera me ha
escuchado, pero entonces, su mano busca la mía y la
estrecha—. Y dijo todo lo que me ha contado de ti la señora
Suzuki, Nami.
Las lágrimas que se me habían congelado de golpe en los
ojos se derriten y vuelan libres por mis mejillas.
—Vuestra madre no quería que fuerais esa clase de
personas en las que yo he querido convertiros durante
estos años. Ella deseaba que no tuvieseis miedo de poder
decirnos lo que pensarais, que fuerais libres. Me decía: «Yo
no quiero que mis hijos se transformen en personas
grises». Yo me reía y le decía: «¿Grises?», y ella, muy seria,
me explicaba: «No quiero que sean como esos oficinistas
vestidos de negro y gris que viven en su trabajo, se
alimentan mal y apenas sonríen. Yo no quiero que saquen
buenas calificaciones y que sean los primeros de la clase,
pero sí me gustaría que fueran trabajadores, que luchasen
por lo que quieren, que ayudasen a sus compañeros. Quiero
que se conviertan en personas a las que la gente les guste
recordar». —Mi padre me limpia un par de lágrimas con los
nudillos y me dedica una sonrisa muy triste, pero es una
sonrisa, al fin y al cabo. Es una expresión que no le he visto
esbozar en años—. La familia de tu madre nunca aceptó
que no quisiera ir a la universidad. Le avergonzaba que
trabajase en un konbini, pero ella era feliz así. Y eso era lo
importante. Los recuerdos nos hacen ser quienes somos. Y
yo me he obligado a olvidar tantos, que ya no sé quién soy.
No sé qué diría si me viera ahora, convertido en todo lo que
odiaba.
Mi padre se separa de mí para bajar la mirada hasta sus
manos; las observa como si estuvieran sucias o como si no
formasen parte de él. Estoy a punto de decir algo, pero
Yoko-san alza una mano para detenerme.
Mi padre no ha acabado de hablar.
—Está bien, Nami. Te daré el tiempo que necesitas
siempre que me prometas que tú también me darás un
tiempo a mí.
—Y a mí —añade Taiga, desde el otro lado de la puerta.
Yo no respondo nada. No puedo. El nudo que tengo en la
garganta requiere muchas lágrimas para que se afloje algo,
así que abrazo a mi padre y dejo que él me abrace con
todas sus fuerzas. Y aunque los brazos de Taiga no nos
tocan, también lo siento aquí, a nuestro lado, rodeándonos
a los dos con su tibieza y su calma.
La única que no se une a nosotros es Yoko-san. Ella se
levanta con lentitud y camina hacia el final del pasillo,
hacia la habitación de mi padre que, si nada hubiese
ocurrido, habría terminado siendo también suya.
Su cuerpo empieza a desaparecer y su figura se hace
borrosa y, a pesar de que tengo los ojos llenos de lágrimas,
sé que no es por eso. Ella también se va a marchar.
Me gustaría preguntarle algo. Sé que tengo que
preguntarle algo. Dentro de mí existen demasiadas dudas
sobre Miako, sobre lo que va a ocurrir, sobre lo que tengo
que hacer, pero no puedo separar los labios, ni siquiera
puedo pensar en una sola palabra.
Pero ella me mira y sé que me entiende. Lo leo en su
expresión.
«Ya sabes que nos volveremos a ver pronto».
¿Cómo? ¿Cuándo? Pero los brazos de mi padre sepultan
todas esas preguntas.
«Recuerda que las fronteras son grietas entre tu mundo…
y otros», me dedica una última sonrisa, sus labios ya casi
son tan blancos como la pared que se encuentra tras ella.
«Gracias por haberme dejado estar a tu lado y junto a tu
padre. Gracias por haber sido mi familia hasta el final».
Yoko-san se vuelve hacia la puerta abierta que comunica
con la habitación de mi padre, avanza un paso, pero, antes
de que llegue a atravesarla, se disuelve en el aire y no deja
rastro de su existencia. Solo su recuerdo.
No sé cuánto tiempo permanecemos abrazados mi padre
y yo, con Taiga pegado al otro lado de la puerta, pero llega
un momento en el que nos ruge el estómago a la vez, nos
reímos, y decidimos comer juntos en mitad del pasillo
algunas sobras que tenemos en la nevera.
Compartimos el nikuman que la señora Suzuki me regaló
y, por primera vez en años, Taiga abre un poco la puerta
para escuchar mejor nuestra conversación.
CUARTA
PARTE

EL CAMÍNO DE REGRESO
CONEXIÓN
5 de diciembre de 2016

L os exámenes llegan de forma tan abrupta como el frío.


El aire corta las mejillas cuando silba y los árboles ya
no están cubiertos de hojas doradas. Sus ramas son finas y
decrépitas, como un anciano al borde de la muerte.
Como me siento yo cada vez que termina un nuevo día.
En casa ha regresado el color, al menos parcialmente. A
no ser que mi padre llegue muy tarde del trabajo, ahora
comemos en el pasillo, junto a la habitación de Taiga. Él
abre un poco la puerta y mi padre ha comprado una
pequeña mesita de camping que coloca entre nosotros dos
para que podamos apoyar los platos. Es incómodo, porque
el pasillo es estrecho, pero nos hace sentir más unidos. Y
aunque disfruto de esos momentos, cuando me acuesto y
Yemon se acurruca junto a mí, recuerdo que el tiempo se
me acaba, que debo encontrar una forma de regresar a
Miako, más de cinco años atrás.
Cada vez que miro el dibujo que hizo Kukiko Yamada, veo
menos diferencias entre la imagen y yo. Solo hay dos
aspectos que siguen siendo distintos. La ropa. Y luego está
la herida. O la cicatriz, no estoy segura. La que me cruza el
ojo y la ceja, y hace que mi mirada sea más desafiante, más
profunda.
Antes de ver a la anciana en Miako, debo vestirme de una
forma absurda y algo o alguien me arañará la cara. ¿Tiene
sentido? No, por supuesto que no lo tiene.
Ese lunes tampoco puedo concentrarme, ni siquiera
cuando estoy delante del examen de física. No hago más
que leer la primera pregunta una y otra vez. A cada nueva
lectura, los latidos de mi corazón se multiplican.
¿A qué presión corresponden aproximadamente treinta
metros de una columna de agua?
Treinta metros. En Miako y en otras ciudades y pueblos
cercanos dijeron que cuando el tsunami llegó a tierra, hubo
olas de más de cuarenta metros. ¿Qué iban a hacer los
míseros diques de contención de ocho metros de altura? Si
el dios Susanoo hubiera existido realmente y hubiera
provocado todo eso, se habría reído con la boca abierta al
verlos.
Golpeo la punta del bolígrafo una y otra vez contra el
pupitre. El sonido es tan molesto en mitad del silencio, que
atraigo varias miradas.
¿A qué presión corresponden aproximadamente treinta
metros de una columna de agua?
Si consigo llegar hasta Miako, si encuentro la maldita
manera de llegar hasta el momento y el lugar indicados, si
logro salvar a todos los que pueda, ¿qué haré después?
¿Cómo podré escapar del terremoto y, sobre todo, del
tsunami, con vida? El océano y el río Kitakami desbordado
anegaron todo, destrozaron cada objeto, vivo o inerte, que
hallaron a su paso. Nadie puede sobrevivir a algo así. De
hecho, solo unos pocos lo consiguieron.
Los golpeteos del bolígrafo contra el pupitre aumentan de
intensidad. Arashi, detrás de mí, extiende la mano y me
roza la espalda con la punta de sus dedos.
—¿Te encuentras bien? —murmura.
Pero yo no contesto, soy incapaz de separar los ojos de la
pregunta y de subir y bajar el bolígrafo.
—Tendo, está molestando a sus compañeros —dice de
pronto el profesor Nagano. Su voz fría detiene mi mano en
el acto.
—Lo siento —farfullo, y me apresuro a soltar el bolígrafo.
Es inútil, no puedo concentrarme en el examen. Ni
siquiera puedo estar sentada aquí ni un instante más.
Levanto la mano, pero también me incorporo sin esperar a
que el hombre me dé permiso para hablar.
—Profesor, necesito ir al baño con urgencia —miento.
Nagano cierra de un golpe el cuaderno que estaba
leyendo y clava sus ojos negros en los míos.
—Tendo, si abandona la clase será como si dejara en
blanco el examen… —comienza, pero yo lo interrumpo.
—Perdón, pero no puedo aguantar más.
Al menos, hay parte de verdad en ello. Sin añadir palabra,
ignoro la mirada de Li Yan, que está sentada a mi izquierda,
y no contesto a la pregunta silenciosa que me hacen los
labios de Harada. Creo que el profesor Nagano dice algo
más, pero yo ya no puedo escucharlo. Sin mirar atrás, echo
a andar con rapidez y salgo de la clase.
El resto de las aulas también están en silencio. Los cursos
que no se encuentran en mitad de un examen, están
preparándose para uno, así que cuando entro en los
servicios femeninos, no hay nadie en ellos.
Me acerco a un lavabo, pongo el tapón al fondo y abro el
grifo todo lo posible. Dejo que el agua corra y corra, hasta
que la pila está casi a rebosar. Después, sin pensar en lo
que estoy haciendo, tomo aire de golpe e introduzco toda la
cabeza hasta que el agua helada me cubre por completo y
llega a acariciarme el cuello de la camisa.
Cierro los ojos. No puedo respirar, pero por algún motivo
me siento en paz. Así puedo sentir que mi cabeza se enfría,
se aclara. El propio tsunami que me destroza por dentro
parece retroceder un poco.
Pero de pronto una mano se agarra con violencia a mi
hombro y tira de mí. El impulso es tan fuerte que trastabillo
hacia atrás. Habría caído al suelo, ahora mojado por las
gotas que escapan de mi pelo empapado, de no haber sido
por unos brazos que me sujetan por la cintura.
—¿A… Arashi? —pregunto.
Lo reconozco por su altura y por su olor; no puedo verle
la cara, porque sus brazos me aprietan con fuerza contra su
pecho. Sus largos dedos se clavan en mis hombros
empapados y me echan con brusquedad hacia atrás.
Tras las gafas nuevas, sus ojos relumbran con pánico.
—¿Qué estabas haciendo? —exclama.
—Necesitaba pensar —contesto. El agua que resbala
desde mi cabeza me enfría, aunque las manos de Arashi
contra mis hombros desprenden incendios. No habíamos
estado así de cerca desde ese día bajo el torii del Santuario
Yasaka, donde lo besé.
—¿Pensar? —repite, con un hilo de voz.
—Antes lo hacía, cuando no me daba miedo el agua.
Corría hacia el mar cuando era verano, y cuando no, podía
ir a nadar a la piscina del colegio —contesto, mientras me
encojo un poco de hombros y esbozo una sonrisa
avergonzada.
Él suspira y me vuelve a estrechar contra su pecho. Yo
inspiro su olor, tan dulce como el de los meronpan, y casi
siento deseos de morderlo. Él siente que algo cambia entre
nosotros, porque percibo sus músculos tensarse bajo mi
mejilla.
Cuando me aparta, esta vez lo hace con suavidad y con
cuidado de que sus ojos no se desvíen de los míos. De
pronto, es él quien está avergonzado.
—Tienes que volver al examen —le digo—. Si tardas en
regresar, el profesor Nagano…
—No importa —me interrumpe Arashi, con decisión—.
¿Qué es lo que ocurre?
Yo camino hacia una de las paredes de azulejos verdosos
y me dejo caer contra ella. Soplo un mechón pegado a mi
cara, pero este no se mueve.
—Estoy asustada. Muy muy asustada. Tengo la sensación
de que hay alguna especie de cuenta atrás en marcha, y de
que, aunque no sé cuándo terminará, algo me dice que no
queda demasiado.
—¿Hablas de Miako?
Asiento antes de llevarme las manos a la cabeza.
—No tengo ni idea de cómo llegar a un momento que
sucedió tantos años atrás, en un pueblo que ya ni siquiera
existe. Es… ¡imposible!
—Y sin embargo, Kukiko Yamada hizo un dibujo idéntico
de ti hace más de cinco años.
—Lo sé, lo sé. —Suelto el aire de golpe y siento deseos de
sumergirme en la pila de agua de nuevo—. Pero ¿y si no lo
descubro? ¿Qué ocurrirá con todas esas supuestas
personas a las que salvé? ¿Qué pasará contigo?
Arashi parpadea, sorprendido.
—¿Conmigo?
Me separo de un empujón de la pared y me coloco a
centímetros de él. Lo agarro de las manos y él entrelaza sus
dedos con los míos. Es real, muy real, pero siento que
podría desaparecer en cualquier instante, como hicieron los
fantasmas de Amane, la profesora Hanon o Yoko-san.
—Si lo que me dijiste sobre mí es cierto…
—Claro que es cierto.
—Pues si lo es, eso significa que, si yo no encuentro una
forma de retroceder en el tiempo y encontrarte, tú morirás
—suelto, con la voz entrecortada—. Nunca llegarías a
existir en esta época.
—Lo sé. Pero si no llegaras a salvarme a mí, podrías
salvar a otra gente.
El silencio llena durante un instante todo. También mi
cabeza.
—¿Qué acabas de decir? —pronuncio, con un hilo de voz.
Arashi me devuelve la mirada sin vacilar.
—Gente que merece vivir tanto como yo.
—¡Cállate! —grito, de pronto. Él palidece de golpe y la
sonrisa que estaba comenzando a esbozar se convierte en
un tajo partido—. ¿Cómo puedes decir eso?
—Yo… —Arashi se toquetea las gafas, se aplasta el pelo
una y otra vez—. Solo quería hacerte sentir mejor.
—¿Hacerme sentir mejor? —repito, con los ojos en llamas
—. ¿Cómo me va a hacer sentir mejor que me insinúes que
tú dejarás de existir? Aquí, conmigo. Con Li Yan y Harada.
—¿Y tu amiga de la infancia? —replica él; su voz también
se alza y se enronquece—. ¿Y si salvándome a mí la
condenas a ella? ¿Y el resto de los alumnos y profesores
que murieron en tu colegio? Sé lo que pasó, investigué
sobre ello. Solo se salvó el diez por ciento de todas las
personas que estaban en el interior del centro. ¿Y si yo te
hago perder un tiempo que necesitas?
—Amane jamás desearía algo así —escupo, porque,
aunque ya no la tengo junto a mí, ni viva ni siendo un
fantasma, sé lo que pensaría. Lo que desearía—. Ella sabe
que te quiero.
Las pupilas de Arashi se dilatan y sus labios se separan en
un suspiro que nunca dejan escapar. Mi corazón tropieza
dentro de mi pecho y pienso seriamente en escapar, pero
Arashi se encuentra delante de mí, tan alto como un muro
infranqueable, y detrás tengo una pared de azulejos verdes.
—¿Qué? —pregunta, con un hilo de voz.
Aprieto tanto los puños, que me clavo las uñas en las
palmas.
—¿Por qué crees que te besé el otro día? —digo,
obligándome a no separar mis ojos de los suyos—. ¿Crees
que eres el único que quiso hacer algo más cuando me
ayudaste a ponerme el obi? ¿O cuando estuvimos en tu
apartamento? Sabes cómo te miré ese día en la piscina.
Claro que lo sabes. Es algo que no se puede ocultar. Así que
sí, te quiero. Te quiero muchísimo. Así que no vuelvas a
decir estupideces relacionadas con salvarte o no en Miako.
Arashi tiene los ojos tan abiertos, que parecen grandes,
aun tras los gruesos cristales de sus gafas. Hay algo en su
rubor inocente que lo hace parecer más atractivo, que hace
que me duela horrores no alargar las manos para tocarlo.
—¿Has terminado? —pregunta, con una voz ronca y lenta,
llena de una calma falsa.
—Pues sí.
Le devuelvo la mirada, desafiante, antes de que él incline
la cabeza y sus labios toquen los míos. Es un beso tan
inesperado que me quedo paralizada, con los ojos abiertos.
Es un roce, una caricia, pero cuando Arashi se aparta de mí
y apoya su frente contra la mía, murmura:
—Yo también te quiero. Eso era lo que trataba de decirte
en la carta que Nakamura y Daigo me quitaron.
Y esa vez ya no sé quién se acerca a quién. Pero de pronto
tengo su boca sobre la mía y los ojos cerrados, porque no
necesito ver nada más. Solo sentir. Arashi me abraza con
fuerza, me envuelve de una forma que me hace
derrumbarme. Sus dedos suben y bajan por mi espalda, me
acarician la nuca. Me ahogo en su olor. Recorro su pelo
suave, su ridículo flequillo con mis manos. Las malditas
gafas se le resbalan de nuevo y siento el roce del metal
sobre mi mejilla. Los dos nos reímos a la vez e inspiramos
nuestras propias sonrisas. Pero de pronto la boca de Arashi
se desliza por mi mandíbula y baja por mi cuello, y a mí la
risa se me entrecorta con un jadeo.
Ese mareo que sentí la primera vez que nos besamos
vuelve a mí con más fuerza que nunca, y caigo hacia atrás,
clavo los omóplatos en la pared mientras me sostengo de él
con todas mis fuerzas. Él también parece trastabillar,
porque, aunque uno de sus brazos me sigue envolviendo la
cintura, alza el otro y apoya la mano en la pared.
Su boca se queda ahí, recostada en mi piel, en el límite
donde comienza el cuello rígido de mi camisa. Yo tengo la
barbilla encima de su pecho y el rostro ligeramente
inclinado hacia un lado, consciente de lo rápida que es su
respiración, de la fuerza temblorosa de sus brazos.
No sé cuánto tiempo transcurre, pero ninguno de los dos
nos movemos.
—Nagano nos va a matar cuando decidamos volver a
clase —murmura de pronto él, contra mi pelo. Su voz suena
ligeramente desafinada, como si acabara de despertar de
un profundo sueño.
—Yo no quiero regresar —contesto, en un susurro.
Sus brazos me estrechan con más fuerza, conscientes de
que no solo me refiero a la clase.
—Estoy seguro de que tiene que haber una conexión. Y de
que la conoces, aunque todavía no te hayas dado cuenta. —
Arashi se separa un poco de mí para mirarme a los ojos—.
Debe existir algo que enlace a Kioto con Miako. Algo que
siempre ha estado.
Yo desvío los ojos hacia el lavabo anegado de agua y
sacudo la cabeza. Es absurdo. Kioto y Miako no tienen nada
en común. La ciudad tiene casi un millón y medio de
habitantes, mientras que el pueblo donde vivía rozaba a
duras penas los mil. Kioto es un valle rodeado de colinas y
montañas, y Miako estaba apostado en una bahía, junto a la
desembocadura del río Kitakami y frente al océano Pacífico.
En esta ciudad la mayoría de las personas se agrupan en
pisos, y en Miako, en virtud de la economía, la mayoría
tenía hogares amplios, casas tradicionales donde faltaba la
calefacción en invierno, pero en las que se podía disfrutar
de un jardín precioso en verano. Lo único que pueden tener
en común dos lugares tan distintos es lo único que
comparten todos los municipios de Japón, a expensas de su
población y de su localización.
Los templos y los konbini.
Un relámpago me sacude de golpe y la boca se me seca.
Miro a un lado y a otro, mientras las manos de Arashi se
apoyan en mis hombros y él me pregunta qué ocurre. Pero
yo no puedo escucharlo.
Los templos.
El templo junto a mi casa.
Cierro los ojos y vuelvo a esa escena del día de O-bon. Me
encuentro de nuevo en mi calle, con Yemon junto a mis pies
y Kannushi-san frente a mí, dedicándome una de sus
enigmáticas sonrisas.
Es un templo gemelo al de Miako. Está erigido en honor
al dios Susanoo.
Susanoo. El Templo Susanji, el de Miako, también estaba
consagrado al mismo dios.
La sonrisa de Kannushi-san hace que todo vibre: el
instituto, este baño, mis huesos. Sus palabras resuenan con
altavoces por todo mi interior.
Quién sabe, quizá por eso acabaste aquí.
Aferro con fuerza los brazos de Arashi y alzo la cabeza
para mirarlo.
—La he encontrado. —Sonrío, aunque el miedo me hace
trizas por dentro—. La conexión.
UNDÉCIMA OLA
5 de diciembre de 2010

C uando atravesé el torii del Templo Susanji me abrí un


poco el chaquetón. Hacía frío, pero había subido por
la ladera del Monte Kai a tanta prisa, y el corazón me latía
tan rápido, que no necesitaba tocarme las mejillas para
notar cómo me ardían. Yemon caminaba unos pasos por
delante, balanceando su cola de un lado a otro.
Una vez que pisé el suelo sagrado, vacilé. Sin embargo, el
gato siguió caminando a pesar de que le chisté para que
regresara. Suspiré hondo. Era la primera vez que subía sola
aquí tras mucho tiempo. Exactamente, desde el festival de
verano, cuando vi a Kannushi-san dentro del agua y habló
de los fuegos artificiales y de lo que muchos no veían
cuando observaban el cielo.
Desde entonces, había logrado convencer a Mizu y a
Amane para que me acompañaran. Y aunque el viejo
sacerdote se había acercado a nosotras e incluso nos había
regalado algún amuleto a cada una, apenas había hablado
conmigo. Después, cuando Taiga vino de visita desde Tokio,
insistí en hacerlo subir hasta aquí; lo mismo había hecho
con mi padre y con Yoko-san un día de otoño que decidieron
dar un paseo para ver las hojas doradas y rojizas de los
árboles.
No había pensado en venir hoy. No sabía qué sentir ahora
que recordaba lo que había visto esa noche, sobre todo
cuando no faltaba tanto para que el sol se escondiese. Si mi
padre supiera que estaba aquí, se enfadaría. Pero al salir
del colegio, escuché que por culpa de las intensas lluvias
había habido un derrumbe de tierra cerca del templo y que
había estado a punto de sepultarlo por completo. Sin
embargo, ahora que había llegado hasta él, todo parecía
normal. Había algunos paseantes observando las maderas
húmedas y frías de los distintos edificios; unos niños que
conocía de mi colegio señalaban a sus padres los peces koi
del estanque, y un chico joven, de la edad de mi hermano,
estaba comprando un amuleto (aunque en el fondo creo
que intentaba entablar conversación con la sacerdotisa).
Ella lo contemplaba con la cara ladeada y los ojos llenos de
aburrimiento.
Sí, todo parecía estar bien, así que me di la vuelta para
descender por el amplio sendero cercado, de vuelta a
Miako. Pero entonces me encontré frente a Kannushi-san.
Di un paso atrás, sobresaltada. No lo había escuchado
llegar, a pesar de que parte del suelo estaba lleno de
gravilla.
—Hola, Nanami. —Realicé una pequeña reverencia, pero
no separé los labios. Él esbozó una sonrisa tranquilizadora
—. Vi a Yemon y supe que debías estar cerca.
Seguí su mirada y encontré la figura regordeta de mi
gato, sentado junto al borde del estanque. Sus patas
colgaban sobre el agua. Lo fulminé con la mirada, pero él
se limitó a mover la cola con pereza.
—Había escuchado que ha habido un derrumbe cerca,
que ha estado a punto de enterrar el templo —contesté, al
ver que el sacerdote no decía nada más.
—Oh, ¿y estabas preocupada?
Con el gesto un poco torcido y las mejillas coloradas,
asentí un par de veces. Kannushi-san me observó durante
un instante más antes de echar la cabeza hacia atrás y
soltar una larga carcajada. Después me dio unas
palmaditas en el hombro y me empujó con suavidad hacia
el estanque, donde Yemon jugaba con los peces koi,
metiendo la pata e intentando alcanzarlos sin éxito.
Me acuclillé en el borde e introduje los dedos en el agua
fría. La mayoría de los peces huyeron de mis dedos,
excepto uno, que se acercó a mí y comenzó a dar vueltas
junto a mi mano; sus aletas me rozaban las yemas y me
hicieron cosquillas.
—Hola, pececito.
Kannushi-san se agachó a mi lado. Sus rodillas no
crujieron, como las de mi padre cuando lo hacía.
—¿Me tienes miedo, Nami?
Levanté la cabeza de golpe, aunque dejé mi mano
sumergida. El pez que nadaba entre mis dedos se detuvo,
como si también le interesara la respuesta.
—No —contesté, tras pensarlo con seriedad durante un
minuto—. Pero vi cosas raras ese día, durante el festival de
Miako, en el océano.
Esperé que Kannushi-san dijera que solo había estado
bromeando, que debía haber estado confundida, que las
luces y las sombras me habían jugado una mala pasada; eso
era lo que hubiera dicho mi padre, o Yoko-san, o incluso mi
hermano Taiga. Sin embargo, él contestó con simpleza:
—Entiendo.
Yo lo miré sin pestañear, mientras me mordía la mejilla
por dentro. Kannushi-san me respondió con otra sonrisa
sincera.
—Puedes hacerme una pregunta, si quieres. Prometo que
te contestaré con total honestidad.
El pez, bajo mi mano, comenzó a moverse a toda
velocidad, como si intentase llamar mi atención, pero yo
solo tenía ojos para Kannushi-san. Hasta Yemon se había
incorporado y miraba al sacerdote con las pupilas muy
estrechas, en guardia.
Tragué saliva.
—Usted me habló esa noche de verano, durante el
festival, de yōkais, fantasmas… Parecía conocerlos muy
bien. —Kannushi-san asintió con placidez y yo recordé la
forma extraña que se había dibujado en el agua aquella
noche, mientras todo se iluminaba por culpa de los fuegos
artificiales. Escamas. Estaba segura de que había visto
parte de algo gigantesco repleto de escamas—. ¿Usted es
uno de ellos?
—¿Me preguntas si soy algún tipo de espíritu maligno, de
demonio? —Asentí con vehemencia—. Estoy seguro de que
a algunas personas se lo parezco a veces, pero no, Nanami.
No soy ninguna clase de espíritu maligno.
Cabeceé, y por el rabillo del ojo vi cómo el pez que se
agitaba entre mis dedos volvía a moverse con más calma y
Yemon se sentaba de nuevo en el borde del estanque y
bostezaba, de pronto aburrido.
Saqué la mano del agua y, mientras las gotas se escurrían
por mis dedos, observé a Kannushi-san a hurtadillas. Casi
parecía decepcionado.
Estaba segura de que no me había mentido, pero algo
dentro de mí me decía que no había formulado la pregunta
correcta.
EL DIOS DEL
MAR, LAS
TORMENTAS
Y LAS
BATALLAS
13 de diciembre de 2016

C uando regreso a clase, mi expresión debe estar tan


descompuesta, que Nagano me envía a la enfermería
y decide llamar a mi padre. Me asegura que puedo repetir
el examen cuando me recupere e incluso me da una torpe e
incómoda palmadita en el hombro. Creo que todavía se
siente mal por no haberse percatado de todo lo que hacían
Daigo y Nakamura antes de que Arashi se atreviera a
denunciarlos.
Cuando mi padre llega a la enfermería, la escena no tiene
nada que ver con la que sucedió unos meses antes, durante
el Festival Deportivo del instituto.
—¿Te encuentras mejor? —me pregunta, mientras sus
ojos me recorren de arriba abajo.
Asiento y bajo la mirada; no quiero mentirle, sobre todo
ahora, pero no puedo contarle la verdad de lo que ocurre.
Ni siquiera el padre que existía cuando vivíamos en Miako
lo habría comprendido.
—¿Quieres que pidamos un taxi? —me pregunta, cuando
llegamos al muro que separa el recinto del instituto con la
calle.
—No, creo que me vendrá bien andar —le contesto.
Él cabecea y caminamos bordeando los muros del
instituto, con el frío mordiendo nuestras mejillas. De vez en
cuando, mi padre acelera el paso hasta regresar a ese ritmo
frenético de los ejecutivos que corren para abordar el
metro, pero entonces se da cuenta y vuelve a mi lado.
—No puedo quedarme en casa contigo. Tengo que
regresar a la oficina, estoy con un proyecto importante —
dice, tras unos minutos de silencio. Su tono sigue siendo
algo cortante, pero su mirada es suave.
—No pasa nada —le contesto, con una sonrisa—. Solo voy
a dormir. Además, Taiga está en casa.
Mi padre me responde con una sonrisa rápida y sigue
caminando. No intercambiamos más palabras en los siete
minutos que nos separan hasta el portal de nuestra casa.
No es un silencio cómodo, como el que podría compartir
con Arashi o con mis amigos, pero tampoco se parece a ese
otro que llenaba el comedor cada vez que nos sentábamos
frente a frente, durante las cenas.
Cuando llegamos junto a la puerta de nuestro edificio, lo
veo vacilar. Durante un instante de pánico, pienso que va a
cambiar de opinión y se va a quedar en casa, cuidándome,
pero entonces carraspea varias veces y dice:
—He estado pensando.
Al súbito pánico se une una oleada de miedo. ¿Y si ha
cambiado de parecer sobre mi trabajo en el 7Eleven? ¿Y si
quiere obligarme a ir a una universidad este año, sí o sí, a
pesar de todo lo que le dije? ¿Y si esta súbita calma que nos
ha envuelto estos días no es más que el aviso de una nueva
tempestad?
—Yo estoy mucho tiempo en la oficina, y aunque estoy
tratando de reducirlo… tú y Taiga pasáis muchas horas
solos.
Parpadeo y, tras un instante de duda, me limito a asentir.
—Quizá sí sería buena idea que tuviéramos un gato. Sé
que quieres uno desde que vivíamos en Miako y te
encaprichaste con uno callejero. O dos, he leído que es
mejor tenerlos por parejas —añade, con cierto nerviosismo
—. Me he estado informando.
En mi cabeza aparece la imagen de mi padre frente a su
ordenador portátil, aporreando el ratón con frenesí
mientras observa con atención fotografías de gatitos
adorables. No puedo evitarlo. Cuando me doy cuenta lo
estoy abrazando en mitad de la calle. Él se queda helado,
con los brazos algo alzados, pero sin envolverme con ellos.
—¿Te puedo confesar algo? —le pregunto, con cautela—.
Ya tengo un gato.
Mi padre se separa de mí para observarme con el ceño
fruncido.
—¿Cómo?
—Lo siento. Lleva todos estos años viviendo en mi
habitación. Come de las sobras y no tengo ni idea de dónde
hace sus necesidades. Se llama Yemon —explico, a toda
prisa—. Es el mismo gato de Miako. Nos siguió hasta aquí,
hasta Kioto. Apareció en mi habitación unos días después
de que llegáramos.
—¿El mismo gato? —repite mi padre, pasmado.
Asiento mientras él desvía la mirada hacia las ventanas
de nuestra sala de estar, como si esperase ver una cara
gatuna asomada. Lanza un largo suspiro y vuelve a
mirarme.
—Debe ser un gato muy especial.
—Lo es —corroboro, con energía.
—Está bien. —Decenas de frases pasan por su cabeza a
toda velocidad, puedo verlo. Quizás he sido una ingenua al
contárselo, quizás debería haberme callado—. Debo haber
estado demasiado metido en mí mismo y en mi trabajo, en
ver lo que solo quiero ver, para no saber que un gato lleva
viviendo en mi casa desde hace cinco años.
Hay una mezcla de tristeza y amargura en sus ojos, y yo
siento deseos de abrazarlo de nuevo.
—No, papá. Ya te lo he dicho. Yemon es un gato muy
especial.
—Bueno, entonces déjalo salir de tu habitación. Quiero
conocerlo. —Echa un vistazo a su reloj de pulsera y durante
un instante me coloca la mano en el hombro y me lo aprieta
con suavidad—. Tengo que irme, Nami. Llámame si ocurre
algo, ¿de acuerdo?
—Claro —asiento.
Él me dedica una última mirada de despedida y sale
corriendo cuando ve a un taxi por una de las esquinas de la
calle. Espera que la puerta se abra y se introduce a toda
prisa. Después, el coche sale zumbando.
Yo me quedo un instante más, quieta, con los ojos
clavados en esa esquina. Hace frío, pero siento como si
acabara de deslizarse chocolate caliente por mi garganta.
De pronto, un súbito maullido que conozco muy bien llama
mi atención. Bajo la cabeza y encuentro a Yemon. No sé de
dónde ha salido, hace un instante no estaba aquí, pero me
observa como si llevara mucho tiempo esperándome.
«Sabes que hemos hablado de ti, ¿verdad?».
El gato ladea la cabeza y sus ojos relumbran con un brillo
extraño. Después, con la cola levantada, se aleja de mí y se
acerca al pequeño templo que se encuentra junto al portal
de casa. Echa un vistazo hacia el torii y suelta otro
maullido.
Y, de pronto, la calidez desaparece de mi cuerpo.
Tendría que entrar en casa e irme a la cama, como cree
mi padre que debería hacer, pero en vez de ello, paso de
largo junto al portal y atravieso el pequeño torii de piedra.
Es la primera vez que piso este pequeño templo, a pesar
de que llevo viviendo junto a él más de cinco años. Está
descuidado, hay hierba creciendo entre los adoquines de
piedra y las dos lámparas de piedra dispuestas tras el torii
están llenas de verdín.
El honden es pequeño y oscuro. Y huele a madera
húmeda. De un travesaño cuelga un gran cascabel; de él
cae una cuerda pálida que llega a menos de medio metro
de mis manos. Frente al honden hay una pequeña caja de
madera, decorada con kanji dorados y cuya parte de arriba
no está cerrada, sino atravesada por decenas de varillas
por la que se escurren las monedas. En el fondo, apenas
hay unos pocos yenes.
Antes de rezar, me lavo en el temizuya, aunque el agua
que escapa del caño está helada. Sin embargo, realizo el
ritual completo bajo la atenta mirada de Yemon. Primero la
mano izquierda, luego la derecha, después la boca, y por
último limpio el propio cazo de madera, que dejo con
cuidado a un lado de la fuente de piedra.
Del monedero de mi mochila, saco una moneda de cien
yenes y la arrojo al interior de la caja. Esta se escurre entre
las varillas de madera y cae al fondo con un sonido
metálico. Entonces, alzo las manos, aferro la cuerda con
fuerza y la agito. El sonido del cencerro reverbera en toda
la calle. Y, cuando suelto la cuerda, el tintineo perdura
dentro de mi cabeza, incluso cuando hago dos reverencias
profundas y doy dos palmadas fuertes.
Ese sonido produce un eco mortal. Ningún sonido que
pertenezca a este mundo puede durar tanto, puede sonar
así. Pero ya no estoy en el mundo de los mortales. He
cruzado el torii.
Hago mi petición en silencio y, súbitamente, el sonido del
cencerro desaparece y deja a su paso un silencio
demasiado denso y pesado. Parece que todo el planeta ha
decidido callar.
—Así que querías verme.
Me vuelvo en redondo. Kannushi-san se encuentra frente
a mí con su vestimenta habitual de sacerdote. Ahora que lo
veo de nuevo, vestido como siempre recordaba, me doy
cuenta de que no ha cambiado absolutamente en nada. Ni
una sola arruga nueva cruza su rostro, su barba no ha
crecido ni un solo centímetro. Es el reflejo exacto del
anciano al que conocí en Miako.
Me coloco frente a él y lo examino con atención. No tengo
miedo, pero el corazón me palpita con fuerza. Kannushi-san
espera con paciencia y una sonrisa dócil en el rostro.
—Aquel día… usted me dijo la verdad. Me lo confesó todo,
aunque yo no lo entendí. —Cierro los ojos y puedo recordar
las palabras exactas, como si hubiesen sido pronunciadas
hace solo cinco días, y no cinco años—. Nada es lo que
parece. Lo que salvé no era solo un pez. Usted no era solo
un sacerdote.
—Y tú dejaste de ser solo una niña —completa él.
—¿Y quién es, entonces? —lo increpo, mientras mi voz se
alza sin que pueda controlarla.
Kannushi-san sonríe.
—Creíste al principio que era algún espíritu maligno, pero
ahora no piensas eso, ¿verdad? Ahora sí conoces la verdad.
Aguanto el peso de sus ojos unos instantes más, antes de
desviar la mirada por encima del hombro y clavarla en el
viejo honden de madera, hacia su interior oculto entre dos
pequeñas puertas labradas, también de madera.
—Susanoo —pronuncio, en un murmullo apenas audible
—. El dios del mar, de las tormentas y de las batallas.
El anciano suspira; en sus ojos cálidos se mezclan tal
cantidad de sentimientos, que no soy capaz de descifrar su
expresión.
—No recuerdo la última vez que alguien me llamó así, por
mi verdadero nombre —comenta; su vista también está
hundida en el honden.
Estoy delante de un dios. Y, sin embargo, el mundo sigue
su curso. Al final de la calle continúan pasando los coches,
y una mujer con un niño pequeño de la mano acaba de salir
de la pastelería francesa de enfrente. Apenas nos dedica
una rápida ojeada antes de regañar a su hijo, que se ha
metido el dedo en la nariz.
—¿Y qué son entonces los peces del estanque del
santuario? —demando saber, sin importar si sueno como
una auténtica demente—. ¿Yōkais?
—Peces —contesta Kannushi-san con una sonrisa burlona
que me hace enrojecer de rabia y vergüenza—. Excepto el
que tú salvaste. Como te dije, era más que un simple pez.
Quizás hayas oído hablar de él; su nombre es Ryōjin.
Significa literalmente «dios dragón».
Se me escapa una carcajada rota y doy una vuelta sobre
mí misma antes de enfrentarme de nuevo a Kannushi-san,
Susanoo, o quién diablos sea.
—¿Me está diciendo que un dios con forma de dragón se
ha convertido en un pez? ¿En un animal débil, que puede
morir en cualquier momento?
—No es que se haya convertido como tal, ha adoptado esa
forma. ¿Qué dirían los humanos si vieran a un monstruo de
cuarenta metros de largo, en cualquier mar u océano? Ya
no hay sitio donde podamos escondernos siendo nosotros
mismos.
—Oh, cuánto lo siento —respondo, con tanta acritud que
mis palabras suenan como cristales rotos.
Kannushi-san enarca una ceja y ladea un poco la cabeza.
—Estás enfadada. —No es una pregunta—. ¿Por qué?
—Porque me está diciendo que en el Templo Susanji
vivían dos dioses y no hicieron nada para frenar un tsunami
que destrozó tantas vidas.
El dios suspira y una mezcla de conmiseración y hastío
surge en sus ojos.
—Creo que te lo dije en una ocasión, a ti y a todos tus
compañeros de clase —dice, con un tono que me recuerda
al del profesor Nagano—. Los humanos habéis cambiado
demasiado el mundo para que los dioses puedan intervenir
en él. Y vosotros mismos lo habéis hecho también. No solo
habéis transformado todo lo que os rodea, sino que también
nos habéis olvidado a nosotros. Los dioses, los kami y otras
deidades nos alimentamos de rezos y ofrendas, y pocos
visitan ya un templo si no es en un día de fiesta o si no se
trata de un turista que solo quiere hacer fotos.
—¿Estás insinuando que todo lo que pasó es culpa
nuestra? —siseo.
—Vosotros habéis adquirido un poder que hace cientos de
años no poseíais, con vuestras máquinas y vuestra
tecnología, pero eso también conlleva unas consecuencias y
una responsabilidad —contesta él, sin alterarse en lo más
mínimo—. Si respetarais más a la naturaleza, si no
construyerais tantas fábricas que no necesitáis, si buscarais
alternativas para conseguir ciertos recursos, quizás el
mundo no habría perdido el control y nosotros podríamos
ayudaros más. Así que sí, todos tenemos algo de culpa.
Aprieto los dientes con tantísima fuerza, que los escucho
crujir, pero no puedo decir nada para refutar sus palabras,
absolutamente nada.
—Lo que ocurrió ese once de marzo fue terrible. Murieron
muchos, desaparecieron demasiados, pero podría haber
sido peor.
—¿Cómo? —consigo articular, con la voz ahogada.
Kannushi-san arquea una ceja y ladea un poco la cabeza
para mirarme. Hubiese dado un paso atrás de no haber
tenido a Yemon pegado a mis piernas.
—Tanto Ryōjin como yo, como el resto de todos los dioses
que todavía existen, sabíamos lo que iba a ocurrir ese día.
Después de que tú lo ayudaras, Ryōjin habló conmigo. Los
dos estuvimos de acuerdo en cambiar tu destino. Te
transformamos en una variable que podía ayudar a otros,
un cambio sutil, una kami.
La boca se me seca y me tengo que apoyar en la lámpara
de piedra. Las piernas me tiemblan demasiado.
—¿Kami? —repito. A mi cabeza regresa uno de los dibujos
de Kukiko Yamada, en el que aparecía rodeada de agua,
como si fuera una deidad religiosa, una diosa.
—Estoy seguro de que cuando has estado cerca del agua,
has visto cosas que se salían de la normalidad, o has sido
capaz de hacer cosas que nadie más puede, aunque sean
pequeños detalles.
—Pe… pero… —Tiene razón. Sé que la tiene, y aunque
busco palabras en mi cabeza, no encuentro ninguna.
—Cualquiera puede convertirse en kami. Un antiguo
amigo mío, lo definió como: «Todo aquello que conmueve al
hombre y despierta en él cierta melancolía». Y Nami, tú me
produjiste mucha cuando te vi abalanzarte de esa forma
sobre el pobre Ryōjin, por tu desazón cuando creíste que
había muerto. Me hizo creer que este mundo todavía tenía
salvación.
Asiento, todavía aturdida. Me siento tan dura y fría como
la piedra en la que me estoy apoyando; lo único que soy
capaz de sentir es la cabeza de Yemon, que se frota contra
mis piernas débiles, una y otra vez.
—Todo esto quiere decir que… si no le hubiesen ofrecido
ese trabajo a mi padre en Kioto…
—Sí —contesta Kannushi-san, sin dudar—. Tú habrías sido
otra niña más ahogada en el interior del colegio. La visión
que tuviste, y que ese joven también tuvo, fue una especie
de eco de una realidad paralela, de lo que habría sucedido.
La muerte es la mayor frontera de todas, y a veces, puede
romper incluso la propia realidad y llegar hasta nosotros en
forma de sueños o de visiones.
—Pero no lo entiendo. Le ofrecieron ese puesto a mi
padre porque trasladaron… o porque vosotros hicisteis que
trasladaran al padre de Arashi a la sucursal de Sendai. ¿Por
qué en esa visión veo también a Arashi? Si yo nunca
hubiese venido a Kioto, él nunca habría llegado a Miako.
Kannushi-san esboza una sonrisa irónica y menea la
cabeza.
—Nosotros no hicimos que lo trasladaran, esa plaza iba a
acabar libre. No era un buen hombre y tampoco un buen
trabajador. Su destino se lo buscó él solo. —Arrugo el ceño
y recuerdo las palabras de Arashi sobre su padre, cómo se
encogía al recordarlo—. Yo lo único que hice fue hablar con
una… amiga para que, de alguna forma, la empresa tuviera
en cuenta el nombre de tu padre. Su currículum fue el que
le dio el puesto.
Pongo los ojos en blanco, imagino qué clase de amiga. Si
hay dioses camuflados en peces y en sacerdotes de
templos, ¿quién dice que no pueden estar escondidos en
aburridos oficinistas o empleados de algún comercio?
—Todos los kami poseen un templo propio, en el que
poder rezar y realizar peticiones, pero no podíamos
proporcionarte uno —dice entonces Kannushi-san, con una
sonrisa amable—. Sin embargo, sabíamos que necesitabas
tu propio komainu. Un protector. Un guardián.
Sigo su mirada y bajo los ojos hasta Yemon, que ha dejado
de frotarse contra mis rodillas para empezar a lamerse una
pata. Me acuclillo y acerco mucho mi cara a su cabeza. Él
me observa con el mismo aburrimiento de siempre.
«Definitivamente sí eres un gato muy especial»,
murmuro.
Él suelta un murmullo bajo y bosteza por toda respuesta.
Yo me incorporo despacio, pero esta vez no necesito
apoyarme en nada. Levanto la barbilla y contemplo a
Kannushi-san con fijeza.
—Está bien. Puede que ahora sepa lo que… soy. —Hago
una mueca, pero me obligo a continuar—. Pero eso no me
da todas las respuestas. Hay personas que juran haberme
visto el once de marzo del dos mil once, en Miako, con mi
aspecto de ahora, así que eso significa que debo regresar a
ese día e intentar salvar a los que sobrevivieron, ¿verdad?
Ese es el verdadero significado de la variable. No son solo
los acontecimientos que se desarrollaron colateralmente a
ese momento en el que mi familia decidió marcharse. Me
salvasteis para que yo después pudiera salvarlos a ellos.
Kannushi-san no asiente, pero tampoco niega con la
cabeza.
—Si soy una kami, ¿podría…? No sé, teletransportarme en
el tiempo, o algo. —Ante su expresión divertida, me obligo
a decir—: O quizás un dios podría ayudarme a llegar hasta
allí.
Kannushi-san se apresura a apartar la mirada y su mano
parece alzarse de forma inconsciente hasta su blanco
cabello, que acaricia de forma distraída.
—Me temo que no tengo muy buena relación con los
dioses que podrían ayudarte en esa empresa… somos más
de ocho millones. No puedo llevarme bien con todos —
añade a toda prisa.
Sacudo la cabeza y me muerdo los labios. Tengo la mirada
hundida en Yemon, aunque realmente no lo veo. La cabeza
me va a estallar.
—Hay lugares en los que los límites se debilitan, recuerda
—susurra de pronto Kannushi-san.
Yo levanto la cabeza de golpe. En mi mente resuenan las
palabras de Yoko-san.
—Las fronteras —mascullo—. Las fronteras crean grietas.
Él asiente y una ancha sonrisa se extiende por todo su
rostro. Estoy a punto de preguntar algo más, pero entonces
un carraspeo me llama la atención. Miro por encima del
hombro y veo a una anciana esperando junto al torii de
entrada, con los brazos cruzados y una expresión de
impaciencia cruzándole la cara.
Quiere rezar o pedir algo, pero las dos no cabemos en el
interior del templo.
—Tienes que irte —dice Kannushi-san.
—¿Qué? No, ¡no! Que espere, maldita sea —replico, sin
importarme que la mujer me oiga—. Tengo que saber cómo
llegar a Miako ese día. Si no, no podré salvar a nadie.
—Hay dos problemas que tienes que solventar. La
distancia y el tiempo, pero hay uno que puedes solucionar
con relativa facilidad, ¿verdad?
—La distancia… —La mujer vuelve a carraspear, y le
lanzo una mirada fulminante por encima del hombro antes
de dedicar toda mi atención a Kannushi-san. Yemon, junto a
mis piernas, le ofrece un largo bufido—. La distancia. —Un
rayo me atraviesa con tanta fuerza, que mi cuerpo se
sacude—. Puedo ir hasta allí, hasta Miako.
Kannushi-san sonríe y tomo esa expresión como un
asentimiento. A mi espalda, escucho los pasos de la
anciana, que parece tener intención de atravesar el torii.
Yemon se aleja de mí para colocarse frente a ella. Tiene el
pelo erizado y enseña los dientes. La mujer gruñe algo que
no llego a entender, mi cabeza va a toda máquina, los
pensamientos se enredan unos con otros.
—El tiempo —musito—. ¿Cuál es la frontera del tiempo?
¿Cuál es su límite?
El tiempo no es como una orilla, como un río, como un
sendero. Es algo intangible. ¿Cómo puedo estar en una
frontera de algo que realmente no puedo ver con mis
propios ojos, que no puedo pisar, como sí pisaría la orilla de
un estanque o el borde de una carretera?
—No lo entiendo, Kannushi-san —murmuro, desesperada.
A mi espalda, Yemon suelta otro maullido de advertencia a
la anciana que trata de sortearlo—. El tiempo no tiene
límite como tal, ni siquiera existe realmente. Es algo que
hemos inventado nosotros.
—Piensa, Nami. El tiempo siempre ha existido, pero
habéis sido vosotros los que habéis creado los límites.
Sabes lo que estás buscando. Lo conoces.
—Pero… —La voz se me extingue, los ojos se me
humedecen.
¿Cuál es el mayor límite del tiempo? Tengo que
averiguarlo. Ya. ¡Ya! ¡YA! Si no lo consigo, Arashi
desaparecerá, Kukiko Yamada nunca me ilustrará, y otras
personas también se ahogarán.
Arashi. Las lágrimas me muerden las mejillas. Los dientes
me duelen de tanto apretarlos. Tiempo. Eso es lo que
quiero pasar con él, mucho tiempo. Ir al cine. Pasear junto
al río Kamo. Ir más veces a su apartamento. Reírme en una
cafetería con él mientras escuchamos las peleas absurdas
de Harada y Li Yan. Acudir a más festivales juntos y al
templo Yasaka en año…
Separo los labios de golpe y Kannushi-san esta vez
asiente, aunque todavía no he dicho nada. Pero de pronto la
anciana atraviesa el torii y Kannushi-san desaparece, como
si nunca hubiese estado aquí, a mi lado.
Pero sé que no necesito llamarlo de nuevo. Sé que tengo
que ir a Miako.
Y ahora sé cuándo.
Me doy la vuelta y me agacho para recoger a Yemon entre
mis brazos. La anciana está muy cerca de mí, los pequeños
muros que separan el templo de los edificios colindantes
nos obligan a estar próximas. Me dedica una mirada
repleta de desconfianza.
—¿Con quién hablabas? —me pregunta.
Yo le sonrío, aunque en realidad lo que esbozo no es más
que una mueca repleta de dientes.
—Con el dios de este templo, ¿con quién, si no?
Y, sin añadir nada más, atravieso el torii y regreso al
mundo de los humanos.
PREPARATIVOS
14 de diciembre de 2016

–T engo que ir a Miako el último día del año.


Estoy apoyada en el mostrador del 7Eleven,
inclinada hacia Arashi, Harada y Li Yan, que me escuchan
con atención. Kaito está con los brazos cruzados y la
espalda apoyada en la pared; su vista está clavada en el
techo desde que empecé a hablar.
—No sé por qué me involucráis en esto —rezonga—. En
algo que además no tiene ni pies ni cabeza.
—No te estamos involucrando —siseo.
—Claro que sí. Podríais haber quedado en una maldita
cafetería y no, estáis hablando delante de mí,
involucrándome. Si al menos entrara algún cliente, podría
dejar de escuchar esta historia tan rara.
Es cierto. Por algún tipo de milagro, las puertas
automáticas apenas se han abierto hoy.
Bufo y le lanzo una mirada fulminante que él responde
con un hastiado arqueo de cejas. Estoy cansada, por la
noche no he podido dormir nada mientras elaboraba un
plan creíble que me permitiera atravesar medio país.
—Me debes una, así que cállate —replico, y esta vez,
Kaito aprieta los labios y no añade nada más—. Sé que
Miako está en reconstrucción, como muchos otros pueblos
de alrededor. Creo que ni siquiera tiene todavía una
estación de tren, apenas hay personas viviendo allí. La
mayoría quiso marcharse, incluso aquellas cuyas casas no
sufrieron tantos daños.
—Entonces, ¿cómo vamos a llegar hasta allí? —pregunta
Li Yan, con el ceño fruncido.
Me vuelvo hacia ella con rapidez.
—¿Por qué hablas en plural?
—¿Es que crees que vas a ir hasta allí sola?
—Esa era mi idea.
—Pues es una muy mala —contesta mi amiga, con los ojos
en blanco.
—No vamos a dejarte sola, Nami —añade Arashi.
—El viaje tendrá que hacerse durante fin de año. No
podréis estar con vuestras familias. Eso os traerá
problemas y… y ni siquiera sé si será peligroso —añado,
bajando la voz una octava.
—¿Estás de broma? —resopla Harada, teatral, como
siempre—. Nos quedan solo unos pocos meses de libertad.
En unos meses tendremos que hacer el examen de entrada
a la universidad y después, cuando empecemos la carrera,
todo cambiará. Y no te voy a hablar de lo que ocurrirá
cuando todos nos convirtamos en unos aburridos oficinistas
vestidos de negro que suben al metro para ir a trabajar.
—Yo no pienso ser así —interviene Li Yan, pero Harada la
ignora y continúa hablando.
—Además, nos necesitas. Puedes ser una kami, que el
agua se comporte de forma especial contigo y veas
fantasmas y bla, bla, bla… pero para llegar aquí, has
necesitado nuestra ayuda.
—Si realmente consigues retroceder en el tiempo, si
consigues salvar a todos los que puedas… ¿qué pasará
después? —añade Arashi, su ceño se hunde con
preocupación—. Porque el tsunami llegará y Miako será
arrasado.
De nuevo, pienso para mí misma. Y esa vez no lo veré a
través de una pantalla de televisión.
—No puedo pensar en eso si ni siquiera sé si conseguiré
todo lo demás —replico, incapaz de devolverle la mirada—.
Por eso no quiero involucraros. ¿Y si… y si ocurre algo y
vosotros…? —La voz se me entrecorta y Kaito suelta un
largo bufido.
—No insistas, Nami —dice—. Si han sido lo
suficientemente idiotas como para ser tus amigos después
de que te pasaran todas esas cosas tan extrañas que
suenan más bien a mucha marihuana y a drogas de diseño,
no van a hacerlo ahora.
—Yo estoy totalmente de acuerdo con el matón —asiente
Li Yan.
Kaito se inclina hacia ella con la suavidad de una
serpiente.
—¿Qué acabas de decir? —susurra.
—Has dicho que tienes un plan para llegar a Miako —
interviene Arashi, mientras avanza con intención para
colocar el cuerpo entre ellos dos—. ¿Cuál es?
Respiro hondo y miro a mis amigos, que me devuelven la
mirada con decisión, sin parpadear. Claudico. Da igual que
intentase dejarlos atrás, ellos me seguirían, como hizo
Yemon cuando me marché de Miako.
—He estado viendo horarios. Podríamos tomar un
shinkansen desde la estación hasta Tokio. Allí, haríamos un
transbordo y nos subiríamos a otro shinkansen que nos
llevaría hasta Sendai. Serían unas cinco horas. Una vez en
la ciudad, creo que podríamos ir en tren hasta algún pueblo
o ciudad cercana a Miako. Ishinomaki, por ejemplo. Sé que
está bastante reconstruido. Allí nos podríamos enterar si
hay algún autobús que nos lleve a Miako; si no, siempre
podríamos pagar un taxi entre los cuatro. Quizá no salga
tan caro.
Sí, un taxi entre cuatro no saldría demasiado caro, pero sí
los dos billetes de shinkansen. Yo tengo dinero gracias a mi
sueldo en el 7Eleven, pero ninguno de mis amigos trabaja a
tiempo parcial. Y no sería solo un billete, sino cuatro por
persona. Hago los cálculos de nuevo, a pesar de que los
repasé anoche varias veces.
—Serían algo más de cuarenta y seis mil yenes —
murmuro. Kaito suelta un silbido por lo bajo y mis amigos
se miran entre ellos—. De verdad, no hace falta que…
—Ya está decidido, Nami. Así que no insistas —me
interrumpe Li Yan, con una voz que no da lugar a réplica—.
El dinero se puede conseguir, pero las excusas serán más
difíciles. ¿Tienes pensada tu coartada?
Trago saliva y asiento, aunque todavía no la he puesto en
práctica. Sin que pueda evitarlo, mis ojos viajan hasta
Kaito.
—Creo que una antigua amiga podría ayudarme con eso.
Su ceño se frunce un poco, pero no separa los labios para
hacer ningún comentario.
—Deberíamos comprar los billetes cuanto antes —dice
Arashi, sus ojos vuelan hacia el reloj digital que cuelga de
la pared e indica el día y la hora—. En Navidad y Fin de
Año, todo se agota demasiado rápido.
—Deberíamos hacerlo ahora —corrobora Harada.
Pero en ese momento, un par de clientes entran por la
puerta. Mis amigos se enderezan y se alejan del mostrador
de inmediato. Estoy a punto de decirles que lo dejemos
para más tarde, cuando Kaito se coloca a mi lado en la caja
y me da un ligero empujón para que me aparte.
—Id a la maldita estación. Total, no queda demasiado
para que termine el turno.
Le dedico una sonrisa tan amplia como empalagosa, y él
finge que una arcada lo recorre antes de que un chico se
acerque a la caja para preguntar por una revista. Yo me
cambio a toda prisa y salimos en dirección a la estación de
trenes de Kioto.
Como mis amigos apenas tienen dinero disponible ahora
mismo, me acerco a casa y recojo todos mis ahorros junto a
mi sueldo del 7Eleven, guardado durante meses. Apenas he
gastado nada, solo utilicé una mínima parte del dinero en
comprarme un yukata para el Festival de Gion, así que
puedo pagar en metálico los ocho billetes.
El hombre que me los entrega observa con las cejas
arqueadas cómo los dejo desordenados y arrugados en la
bandeja. Después, sus ojos se balancean entre los ocho
billetes recién impresos y nuestras expresiones nerviosas.
—Prometedme que no vais a escapar de casa —dice.
—Por supuesto que no —contesta Harada, con una sonrisa
tan grande como falsa.
El hombre suspira, pero recoge el dinero y nos entrega
los billetes. Todos los guardamos de inmediato, como si
temiéramos que pudieran desvanecerse en cualquier
momento, y salimos de la inmensa estación a paso rápido,
por si al vendedor se le da por cambiar de idea.
De camino a casa, escucho las mentiras elaboradas que se
les ocurren a mis amigos para que sus padres los dejen
pasar tres días fuera. Saldremos el treinta de diciembre por
la mañana y volveremos el día uno por la tarde, ya que al
día siguiente comienza de nuevo el instituto. Como no sé en
qué condiciones encontraremos Miako, hablamos sobre
pasar las dos noches en Ishinomaki, en algún hotel barato.
No reservaremos previamente para no entregar ningún
dato nuestro, así que espero que quien nos atienda no nos
ponga ningún problema cuando vea a cuatro menores de
edad con pintas de estar haciendo algo que no deben.
Apenas diez minutos después, llegamos a una
intersección en la que nos despedimos. Como no hay nadie
en los alrededores, miro dubitativa a Arashi, con las
mejillas algo sonrojadas, mientras Harada y Li Yan no
pierden ojo, pero es él quien avanza y se acerca a mí. Su
mano se desliza por la mía y me da un suave apretón; su
olor dulce me embriaga y, antes de que se me ocurra
alguna estupidez que soltar o vuelva la cabeza para
besarlo, sus labios rozan con ternura los míos.
Harada suelta una risita y se vuelve hacia Li Yan.
—¿Me despides a mí también con un besito?
—Vittu pois******, Harada —contesta ella, batiendo sus
pestañas con teatralidad.
—¿Eso significa que sí?
Ella se limita a alzar los ojos al cielo y a darle la espalda.
Harada la sigue, dando saltitos, mientras Arashi se separa
de mí con lentitud y una expresión de disculpa en su
mirada. Con la cadera, le doy un ligero empujón y él se
aleja junto a nuestros amigos, mientras agita la mano con
cierta torpeza por encima de su cabeza.
Yo me quedo quieta en la intersección, con los semáforos
cambiando de verde a rojo, y a verde otra vez, y no me
muevo hasta verlos desaparecer por una esquina. Después,
cuando me doy la vuelta y camino en dirección a casa, el
plan regresa a mi cabeza, y a pesar de sus lagunas y sus
errores, creo de verdad que tengo una oportunidad de
conseguirlo. Porque Harada, el rey de las fanfarronadas,
había tenido razón esa tarde. Los necesito. Y más de lo que
creo.
Cuando llego a casa encuentro a Yemon en el sofá,
totalmente repantingado. Está tan dormido, que apenas
ladea la cabeza en mi dirección para dedicarme un
pequeño maullido. Ahora que mi padre lo ha aceptado en
casa, se pasea por todos los lugares como si fuera el rey;
incluso, las pocas veces que estoy sentada junto a mi padre
viendo la televisión, él prefiere su regazo al mío.
«Menudo guardián eres», mascullo, cuando él bosteza y
se vuelve para darme la espalda.
Subo la escalera y, antes de llegar al piso de arriba, me
llega la voz de mi hermano mayor.
—¿Nami? ¿Eres tú?
—Hola, Taiga.
La puerta se abre un poco, como viene siendo habitual en
las últimas semanas. Sin embargo, la luz de su cuarto está
apagada y no llego a avistar ni una sola parte de su cuerpo.
—Has llegado pronto.
—Oh… bueno, Kaito me ha dicho que saliera antes,
apenas había clientes —comento, a toda prisa. Antes de que
él pueda decir algo más, me apresuro a añadir—: Lo siento,
Taiga, pero tengo que hacer una llamada urgente.
Me encierro en mi dormitorio y me quedo de pie en mitad
de mi habitación. Con mucha lentitud, extraigo el teléfono
móvil de mi bolso y abro la lista de contactos. Muevo el
pulgar hacia arriba y la lista baja hasta detenerse en un
nombre.
Respiro hondo y, antes de que pueda arrepentirme,
presiono la tecla de llamada. Apenas suenan un par de
tonos cuando alguien descuelga al otro lado.
—¿Sí? —pregunta una voz musical, más aguda que la mía.
—Hola, Mizu.
—Nami —responde ella, sorprendida.
—¿Cómo estás? —le pregunto, incómoda.
Después de que la llamara llorando y estuviera casi dos
horas al teléfono boqueando y sin aliento, mientras ella, al
otro lado de la línea, esperaba paciente, no hemos vuelto a
hablar. Sí, hemos intercambiado mensajes por LINE, nos
hemos puesto al día, pero poco más. Recuperar una
amistad que lleva perdida tantos años no es fácil, por eso
no estoy segura con esta conversación.
—Eh… bien, supongo. He estado muy estresada con los
exámenes, pero los terminé ayer y creo que han salido bien.
—La oigo titubear, con tanto embarazo como el que siento
yo—. ¿Y tú?
—La verdad es que no sabría qué decirte —respondo, tras
varios segundos en silencio—. Te llamaba porque necesito
pedirte un favor. Un favor enorme.
Mizu no contesta de inmediato y la escucho soltar un
largo suspiro al otro lado de la línea.
—Debes estar muy desesperada para pedirme algo así, de
pronto —comenta.
—Ni te imaginas.
Diez segundos en silencio. Diez segundos en los que mi
corazón late treinta veces.
—¿Qué es lo que necesitas?
—Estaré fuera de Kioto durante el último fin de semana
del año. Me marcharé el viernes y regresaré el domingo, y
necesito que tú seas mi coartada. Sería genial que
estuvieras de acuerdo, que me ayudaras, pero, aunque
digas que no, diré de todas formas tu nombre. Como has
dicho, estoy desesperada.
Mizu suelta un suspiro más profundo que el anterior.
—¿Y a dónde piensas escaparte durante ese fin de
semana?
—A Miako.
—¿¡Qué!? —El ligero hastío de su voz desaparece de un
plumazo—. ¿Por qué querrías volver a un lugar así? Yo tuve
que regresar hace un par de años para ver a unos amigos
de mis padres; viven en la zona alta, cerca de la carretera,
en unas viviendas prefabricadas que construyó el gobierno.
Es horrible, es estar en mitad de un cementerio enorme. Ya
apenas queda nada, solo el instituto de las afueras, que han
cerrado porque ya no hay alumnos que asistan allí, además
de las pocas viviendas que no llegaron a inundarse y ese
viejo templo que tanto te gustaba.
—El Templo Susanji —musito.
—Sí, mis padres insistieron en dar un paseo hasta allí.
Miako me dio escalofríos cuando vi todo lo que había
cambiado, pero aquel lugar me produjo muchos más. Era
idéntico, Nami; incluso estaban esa tonta sacerdotisa y ese
extraño sacerdote que siempre desvariaba.
—Es ahí donde voy a ir. Tengo que llegar hasta ese
templo.
—¿Qué? ¿Por qué quieres ir a ese lugar viejo y mohoso en
fin de año? —Su voz suena casi tan desesperada como la
mía—. Olvídate de la coartada. Conviértela en algo real.
Ven a Niigata, iremos a esquiar y te enseñaré la ciudad. Te
presentaré a mis amigos. Y así todo volverá a ser como
antes.
—No puedo, Mizu —contesto, con voz débil.
—Pero ¿por qué?
—Porque la Mizu que yo conocía no me detendría, ni
avisaría a mi padre porque consideraría que toda esta
locura es la misión de una magical girl. Pero no tengo ni
idea de cómo reaccionará la nueva Mizu, todavía la estoy
conociendo. Y por mucho que quiera, no puedo
arriesgarme.
—¿Y Amane? —pregunta ella de pronto, con la voz ronca.
El aire se enrarece a mi alrededor y me atraganto al
respirar.
—¿Qué?
—¿Qué diría Amane sobre tu locura?
Miro hacia el escritorio, donde alguna vez su fantasma
apareció con una sonrisa plácida y unos pies que se
meneaban en el aire. Me gustaría que apareciera de nuevo,
que me diera una respuesta, pero ahora ya solo me quedan
los recuerdos.
—Creo que diría: «Te acompaño».
Mizu resopla al otro lado de la línea y escucho el sonido
de unos pasos antes de que su voz vuelva de nuevo hacia
mí.
—Está bien. Seré tu coartada.
Está a punto de colgar, así que me adelanto:
—Espera.
—No me pidas otro favor, porque has agotado el cupo de
hoy —me advierte.
—Antes has dicho que, si fuera a Niigata, todo volvería a
ser como antes. —Ella no contesta, pero casi puedo sentir
su asentimiento, a pesar de que nos separen tantos
kilómetros—. Mizu, es imposible que las cosas sean como
antes. Pero eso no tiene por qué ser malo, ¿sabes?
Transcurre casi un minuto en el que solo puedo escuchar
su respiración, algo más acelerada y enronquecida. Y
después, escucho un crujido, como si se hubiera dejado
caer en su cama.
—Lo sé —musita, con un hilo de voz que apenas acierto a
escuchar—. Espero que algún día vengas de verdad a
visitarme a Niigata.
—Iré —contesto a toda prisa—. Te lo prometo.
Mizu suspira y esta vez cuelga tras despedirse. Yo me
quedo con el teléfono pegado a la oreja a pesar de que ya
no hay más que silencio, y no lo bajo hasta que no oigo la
puerta de entrada abrirse.
—¿Papá? —pregunto, alzando la voz.
Salgo del dormitorio y bajo las escaleras de dos en dos.
Mi padre está tratando de quitarse los zapatos, aunque
Yemon se lo está poniendo difícil, porque no para de
restregarse contra sus piernas sin descanso.
—Tadaima —saluda él, con un dejo agotado.
—Okaeri —respondo; desciendo de un salto los dos
peldaños que me quedan—. ¿Puedo hablar contigo un
momento?
Él cabecea, pero yo espero a hablar hasta que avanza
para dejarse caer en el sofá. Me siento a su lado y Yemon
se coloca entre los dos, como si fuera un muro, o un
puente.
—Hace unos meses… volví a hablar con Mizu, mi amiga
de Miako. Te acuerdas de ella, ¿verdad?
—Claro que sí, tus amigas se quedaban a dormir muchas
veces en casa —contesta mi padre, distraído, mientras
acaricia el lomo del gato—. Me alegro de que hayáis
retomado el contacto.
—Sí, bueno… —Vacilo y mi padre arquea una ceja—. Me
ha invitado a pasar el último fin de semana del año con ella
y su familia, en Niigata. Me ha dicho que quiere enseñarme
a esquiar.
—Vaya.
Parpadea y su mano se detiene sobre el lomo de Yemon,
que gira la cabeza hacia él, molesto. Yo escondo las manos
debajo de las piernas y aprieto las uñas contra el cojín del
sofá. La calefacción no está encendida, por lo que el piso
está frío, pero, aun así, varias gotas de sudor brillan como
perlas en mis sienes.
—Sé que no es una buena fecha… —empiezo.
—Está bien —me interrumpe mi padre. Su mano vuelve a
acariciar a Yemon, que se retuerce de gusto a su lado—.
¿Ese viaje a Niigata tiene que ver con ese tema que debes
solucionar? —No puedo evitar sobresaltarme y mi
expresión me delata antes de que pueda controlarla. Mi
padre me observa de soslayo—. Supongo que esto cuenta
por un sí, ¿cierto?
Trago saliva y asiento con lentitud. Al fin y al cabo, es una
verdad a medias.
—Dejaré que vayas, con una condición. Ya que no vamos a
estar juntos ni en Fin de Año ni la mañana de Año Nuevo, sí
me gustaría que pasáramos una Navidad juntos, en familia,
de verdad, no como años anteriores. —Cabeceo con tanta
rapidez, que me mareo. Casi estoy a punto de abalanzarme
sobre mi padre para abrazarlo, cuando añade—: También
me gustaría pedirte algo más. No es una condición, pero sí
una consideración. —Sus ojos me sondean antes de
continuar—. Si consigues solucionar ese… tema que es tan
importante para ti, me gustaría que te replantearas el
examen de acceso a la universidad. —Abro la boca de
golpe, como un reflejo, pero él levanta una mano para
detenerme—. No es una obligación, tampoco una condición.
Solo te estoy pidiendo que lo pienses. Sé de sobra que no
estarás preparada para el nivel que te van a exigir, pero
creo que sería buena idea que vieras cómo es, que te
enfrentaras a él solo para conocerlo y así decidir en un
futuro, con toda la información en la mano, qué es lo que
deseas hacer realmente.
Las palabras desaparecen en mi mente. Me gustaría
replicar, pero mi lengua está pegada al paladar y mis
dientes muy unidos. Él me pide comprensión, pensar algo
desde un punto de vista distinto al mío. Algo por lo que
llevo suplicando desde hace mucho tiempo. Y por mucho
que me cueste admitirlo, sería muy hipócrita negárselo.
—Está bien. —Respiro hondo y asiento una sola vez—. Lo
reconsideraré.
Una amplia sonrisa se derrama por los finos labios de mi
padre antes de que me propine un par de palmaditas en la
espalda y me pregunte qué quiero cenar. Pero yo ya no lo
escucho. Ahora hay algo que llena toda mi mente.
Tengo los billetes de shinkansen.
Tengo la coartada de Mizu.
Tengo el permiso de mi padre.
Vuelvo a Miako.
****** Vittu pois: Vete a la mierda (traducido del finés).
TEMBLOR
28 de diciembre de 2016

E l mes de diciembre es agua entre mis dedos, que se


escapa a toda velocidad sin que yo pueda hacer nada
para evitarlo. Los días se hacen cada vez más fríos, la
humedad de la noche se congela y crea hebras de plata en
el suelo que yo piso cada vez que voy al instituto.
Estoy tan nerviosa, que mi corazón ni siquiera se acelera
cuando se publican las listas de calificaciones de los
exámenes. Por suerte, no salgo tan mal parada, sobre todo
teniendo en cuenta la concentración nula que tuve durante
esa semana infernal. Por supuesto, quedo muy por debajo
de Arashi y de Li Yan, pero Harada y yo conseguimos
prácticamente la misma nota. Él se enfada conmigo, pero
se le pasa cuando al día siguiente le regalo un dulce que
estaba a punto de caducar en el 7Eleven.
La señora Suzuki me da la última semana de diciembre
libre, así que no tengo que pedirle a Hanae que me cubra el
viernes, el día que tenemos programada la marcha a Miako.
De esa forma, también, puedo pasar la Navidad con mi
familia. Mi padre y yo comemos en el suelo un enorme
festín que él encarga con antelación, recordamos viejos
momentos que nos hacen reír y no decimos nada cuando
Taiga abre la puerta más de lo normal, aunque
intercambiamos una mirada brillante. A mi padre casi se le
escapa una lágrima, y no solo por culpa de la cerveza. La
Nochebuena, sin embargo, la paso con Arashi, Li Yan y
Harada. Nos arreglamos más que nunca, cenamos en un
lugar más caro de la cuenta, aunque elegimos lo más
barato del menú, y después vamos a un karaoke donde
Harada intenta fingir que es mayor de edad y conseguir
bebidas alcohólicas, algo en lo que falla estrepitosamente.
Y aunque no bebemos ni una gota, acabamos saltando en
los sofás, cantando canciones antiguas, desgañitados.
Cuando la encargada del karaoke sube, malhumorada, para
recordarnos que nuestras horas han terminado, nos
encuentra a Arashi y a mí hechos un lío de brazos y piernas
en un rincón del sofá, a Li Yan roncando con la boca
abierta, completamente tumbada en la zona que queda
libre, y a Harada cantando baladas a todo pulmón con
lágrimas en los ojos.
Esa, junto a la que paso con mi padre y mi hermano en el
pasillo, se convierten en las mejores noches de mi vida.
Todo parece ir tan bien, que casi siento miedo.
El día veintiocho decido preparar la mochila para el viaje,
pero la deshago tres veces antes de convencerme de que no
me he dejado nada. Al fin y al cabo, no necesito mucho.
Además de los jerséis y las bufandas para el invierno,
guardo también algo de ropa más ligera. Si realmente
consigo volver a Miako, será marzo, la primavera estará a
punto de comenzar, y al ser una población tan cercana al
océano, la temperatura será suave.
Me visto con el pijama y pongo la alarma. Mañana tengo
instituto, pero el viernes nos darán el día libre por la
proximidad del Año Nuevo. Será mi último día de
normalidad, antes de que todo el caos se desencadene.
«Ven, vamos a dormir, Yemon», digo, aunque no estoy
segura de si podré cerrar los ojos siquiera.
Aunque Yemon adora a mi padre, sigue durmiendo
conmigo. Sin embargo, me echa una mirada rápida antes
de volverse hacia la ventana cerrada. Suelta un pequeño
maullido bajo, casi amenazador.
Me tumbo y doy un par de palmaditas impacientes sobre
el colchón.
«Yemon, vamos».
Pero el gato se limita a lanzar otro maullido ronco y salta
hacia mi escritorio. Su silueta se recorta contra la luz de la
farola más cercana. Ni siquiera se tumba o se sienta,
permanece en pie, con el rabo bajo y ondulante, como si
estuviera a punto de atacar en cualquier momento.
«Bueno, como quieras».
Me cubro con el edredón y le doy la espalda. Llevo tantos
días en tensión, con los nervios recorriendo mis venas como
la sangre, sin apenas descansar, que cuando apoyo la
cabeza en la almohada me quedo completamente dormida.
Sin embargo, mi sueño no es plácido. Antes de tiempo
regreso a Miako, vuelvo a tener doce años. No hay
mudanza a Kioto, es otro día corriente de colegio. Mi
hermano está en la universidad y mi padre en Sendai, en el
trabajo. Yo me encuentro en clase, cerca de los asientos de
Mizu y Amane, hablando entre nosotras mientras la
profesora Hanon intenta poner orden. Kaito está unas filas
por delante, junto a su amigo Yoshida, molestando a otro
compañero con bolas de papel. Miro por la ventana y
frunzo un poco el ceño al ver a tantos pájaros volar. Casi
parece que estuviesen huyendo de algo.
Y de pronto, comienza el temblor.
No son sacudidas como las que he sentido alguna vez, en
casa o en el colegio. Todos los años, la tierra tiembla un
poco. Pero esto es algo más. Lo veo en los ojos de nuestra
profesora antes de que ella empiece a vociferar:
—¡Bajo los pupitres! ¡Todos bajo los pupitres!
No hace falta que insista. Todos los años hacemos
simulacros como este, así que sabemos bien lo que tenemos
que hacer. Algunos se ríen, nerviosos, como Kaito, pero la
carcajada se le congela cuando uno de los halógenos del
techo se desprende y cae en mitad de la clase, y miles de
cristales se esparcen por el suelo.
—¡Aguantad! —grita la profesora Hanon, desde su lugar
bajo la mesa—. ¡Terminará dentro de poco!
Pero no termina. El temblor continúa con tanta fuerza que
me despierto. Estoy en mi cama, tumbada bocarriba, casi al
borde, y me estoy preguntando si lo que acabo de ver es
solo un sueño o un recuerdo de lo que habría pasado si
Kannushi-san no hubiese intervenido, cuando me doy
cuenta de que no solo está ocurriendo en mi cabeza.
Es real.
Se está produciendo un terremoto ahora mismo. La
alarma de sismo de mi teléfono móvil suena con fuerza,
pero apenas es un murmullo en mitad de este caos
atronador. La pantalla se enciende y apaga, e ilumina a
fogonazos la lámpara del techo, que se columpia con
violencia.
Intento levantarme de la cama, pero el temblor es tan
fuerte, balancea tanto el edificio, que pierdo el equilibrio y
caigo de lado sobre el suelo. Yemon está a mi lado,
maullando con fuerza.
«Tranquilo», susurro, aunque mi voz se pierde en el
sonido atronador. «Tranquilo. Todo va a salir bien».
¿A quién se lo digo? ¿A él o a mí?
—¡Nami! —grita la voz de mi padre, desde el pasillo—.
¿Estás bien?
Lo veo a gatas en el pasillo por el resquicio de la puerta
entreabierta. Su expresión no es de pánico, pero la tensión
tira de sus rasgos. Asiento y él me devuelve el gesto antes
de volverse hacia la puerta de Taiga y aporrearla con los
dos puños. Yo le doy la espalda y me arrastro como puedo
bajo el escritorio, junto a Yemon, que se acuclilla a mi lado.
Intento cubrirme la cabeza con los brazos, pero el
terremoto es tan fuerte que pierdo el equilibrio a pesar de
estar de rodillas. Como puedo, solo utilizo mi brazo
izquierdo para proteger parte de mi cabeza mientras el
otro me da un poco de estabilidad.
—¡Taiga! ¡Taiga! —oigo que mi padre grita.
Desde ese día en el que esperamos dentro del coche, ese
catastrófico once de marzo, he vivido más terremotos, pero
ninguno así. Porque si cerrara los ojos, me vería
transportada de nuevo a ese día, el sonido que me atraviesa
los oídos y la cabeza es el mismo, la alarma que suena en
mi móvil, y en los teléfonos de mi padre y mi hermano en
sus respectivas habitaciones, es idéntico al que sonó hace
más de cinco años.
Dejo de cubrirme la cabeza y con el brazo que tengo libre
atraigo a Yemon contra mi pecho. Lo aprieto con mucha
fuerza, pero él no se queja ni se aparta. Su cuerpo cálido y
suave es algo a lo que puedo aferrarme.
Otra vez no, por favor, suplico, con los labios apretados.
Otra vez no, otra vez, no, otra vez, no. No, no, no, no, no,
no…
No sé cuánto tiempo transcurre. En un momento, la
lámpara se estrella finalmente contra el techo y decenas de
cristales afilados caen sobre el escritorio y sobre el suelo,
pero apenas es un chasquido en mitad de este eco
furibundo que se une a alaridos lejanos, seguramente de
los vecinos y de algún viandante que ha sido sorprendido
en plena calle.
Pero entonces, cuando parece que han transcurrido días,
el temblor cesa. Al menos, de momento. Sé que quedan
varias réplicas hasta que la tierra se calme de verdad.
Salgo a rastras de debajo del escritorio y tengo cuidado
en que mis pies descalzos no pisen ninguno de los cristales
desparramados. Todo lo que había en la estantería, en la
mesa, ha caído al suelo, no tengo ni un solo resquicio de
madera sobre el que avanzar. Yemon salta a la cama y se
deja caer en ella, como si nada hubiese ocurrido. O como si
nada más fuera a ocurrir.
Avanzo con cuidado y alcanzo mi puerta, que abro del
todo.
—¿Papá? —musito—. ¿Taiga?
La puerta de la habitación de mi hermano está abierta,
pero como el resto de la casa, está completamente a
oscuras. No escucho ni un susurro que provenga del
interior.
—¿Estáis bien? —insisto, alzando la voz.
Oigo varios pasos. Más de un par. Toqueteo el interruptor,
pero el servicio eléctrico se ha interrumpido. Cuando
vuelvo a levantar la cabeza, veo a dos figuras frente a mí.
La más alta sostiene a otra, que cojea un poco.
—¿Ta… Taiga? —farfullo.
—Le ha golpeado una estantería al caerse, pero creo que
está bien —contesta.
En ese momento, la luz vuelve y yo doy un paso atrás. Mi
padre hace una pequeña mueca de dolor cuando intenta
apoyar el pie; sin embargo, mis ojos son solo para mi
hermano mayor.
Hace más de tres años que no veo a Taiga. Y, de alguna
manera, es muy parecido al recuerdo que tengo de él. Está
mucho más delgado, el pelo está cortado a trasquilones y
su piel es casi transparente. Puedo ver el color verdoso y
azul que se esconde tras la piel de sus brazos, bien
aferrados en torno a mi padre.
Él también me contempla, aunque de una forma distinta a
la mía. Sus pupilas parecen temblar mientras observa mi
melena oscura, que llega a rozar mis hombros, mi ceño
fruncido por la preocupación, mis labios apretados. Taiga
se lleva la mano libre a la boca y aprieta los nudillos contra
ella, como si estuviera a punto de vomitar. Quizás esté
sufriendo el «mal del terremoto». Quiero acercarme a él,
pero hay algo que me detiene, aunque no sé muy bien qué.
Hace demasiado tiempo que no me ve, pero debería haber
algo de alegría en sus rasgos, donde solo veo terror y
desconcierto. Casi parece estar viendo a un fantasma.
Separo los labios, pero él se me adelanta, ahora con los
ojos hundidos en mi mejilla.
—Estás sangrando.
Me llevo la mano a la cara y una punzada de escozor me
hace guiñar los ojos. Es verdad, quizás uno de los cristales
de la lámpara me hizo un corte. Cuando aparto los dedos,
los veo llenos de sangre. Pero no me importa. Ahora mismo
no me importa nada. La expresión de mi hermano se ha
tranquilizado y, aunque pálido, avanza un paso en mi
dirección, con mi padre todavía sujeto a su hombro. Cojea,
pero sé que ahora no debe dolerle nada. Como yo, solo
tiene ojos para su hijo mayor, al que hace años que no veía.
—Me hubiese gustado salir por mí mismo —masculla
entonces Taiga—. Desde… desde que papá habló con
nosotros, contacté con una psicóloga especializada en…
bueno, ya sabes en qué. Decía que estaba haciendo
progresos. Yo mismo… yo mismo había notado cambios en
mí. Quería abrir la puerta del todo —dice Taiga, con una
sonrisa diluida en sus labios—. Creía que estaba a punto,
de verdad.
De pronto olvido el terremoto, los cristales regados por el
suelo, las lámparas que siguen ondeando del techo, las
estanterías caídas. Me abalanzo con tanto ímpetu sobre
ellos, que mi hermano pierde el equilibrio y los tres caemos
al suelo, enlazados por nuestros brazos. A mi padre se le
escapa una sonrisa, a pesar de que el tobillo se le está
empezando a hinchar. Está en medio de nosotros dos, sus
manos apoyadas en nuestros hombros, estrechándonos con
fuerza.
—No importa la manera. Has salido —dice, con una
expresión de felicidad que no le he visto esbozar en años.
Pero de pronto, al moverse, esta se transforma en una
mueca—. ¿Por qué no bajamos al salón? Necesito estirar la
pierna y, a estas alturas, dudo de que podamos dormir.
En la sala de estar, la lámpara de pie ha caído sobre la
televisión, y la ha destrozado. Aparte de eso y de varios
platos rotos en la cocina, el piso de abajo ha salido mucho
mejor parado que nuestros dormitorios.
Preparo café para los tres justo a tiempo, porque cuando
estamos sentados en la mesa, se produce una réplica y la
luz vuelve a irse. Pasamos el resto de la noche del sofá al
hueco que existe bajo la mesa del comedor, rellenando
nuestros cafés aguados y comiendo algo de las sobras de la
cena.
El mundo todavía tiembla, pero creo que nosotros nos
sentimos más felices que en mucho tiempo. Un terremoto
nos había partido en dos, nos había separado y destrozado,
y otro había terminado de unir los pedazos que nos
faltaban.
A pesar del fuerte seísmo y de las réplicas, el piso
aguanta, y aparte de los objetos caídos, no se producen
grietas ni nada que nos advierta que no es seguro
permanecer dentro. De hecho, la propia policía nos lo
recomienda cuando llama a nuestra puerta para ver si nos
encontramos bien, sobre las seis de la mañana. Al parecer,
ha sido un terremoto de 7,9 en la escala de Ritcher, el
segundo más potente que se ha producido en Japón, solo
por debajo del que tuvo lugar en el dos mil once. Como
todavía se esperan réplicas, el policía nos recomienda no
movernos de la sala de estar y esperar a arreglar los
desperfectos una vez que las autoridades lo anuncien.
Pero, mientras el policía todavía habla con mi padre, que
ya es capaz de apoyar el pie en el suelo, me suena el
teléfono. Es un mensaje de LINE, de Arashi.
—¿A dónde vas? —me sisea Taiga, escondido de la vista
del policía. Que haya salido por fin de su habitación no
significa que esté preparado para el mundo exterior—. El
agente ha dicho que no debemos movernos de aquí.
—Es solo un momento —repongo, antes de deslizarme
hasta el cuarto de baño de la planta baja y cerrar la puerta
a mi espalda.
Por suerte, aunque muchos de nuestros enseres yacen
ahora sobre el lavabo y el suelo, el espejo sigue en su sitio.
Cuando me observo en él, siento cómo se me seca la boca.
La herida que tengo en la cara me cruza la ceja y termina
un par de centímetros por debajo de mi ojo, al inicio de mi
mejilla. Todavía está algo amoratada y los extremos brillan,
sanguinolentos, pero es idéntica en forma y lugar a la del
dibujo de Kukiko Yamada.
—Kuso —mascullo, antes de desbloquear el móvil.
Abro la aplicación de LINE. Tengo varios mensajes
pendientes, de Harada, de Li Yan, de Kaito e incluso de
Mizu, pero elijo el icono de Arashi. Cuando lo selecciono,
veo que él está en línea y que me ha escrito hace un par de
minutos.

6:07 a. m.: ¿Estáis bien?

Yo me apresuro a contestar.

06:09 a. m.: Sí, ¿tú? ¿Y tu familia?


06:09 a. m.: Todo bien, más o menos.
06:10 a. m.: Ha sido un terremoto horrible.
Se produce un silencio al otro lado de la pantalla, aunque
veo que Arashi sigue en línea. Comienza una frase y la
borra como cinco veces antes de que el mensaje final llegue
hasta mí.

06:13 a. m.: ¿Has visto las noticias?


06:14 a. m.: Se nos ha roto la televisión y no le hemos
hecho demasiado caso al móvil.

Arashi no contesta, pero me envía un enlace de un


artículo de un medio digital. Lo selecciono sin dudar y el
mundo se tambalea de nuevo bajo mis pies, aunque esta
vez la culpa no sea de ningún terremoto. Mis ojos se
mueven a toda velocidad mientras mi dedo pulgar desliza el
artículo hacia abajo. Solo soy capaz de leer algunas frases.

Potente seísmo sacude Japón.


Las prefecturas del centro han sido las más afectadas,
según los primeros informes.
A solo dos días de Fin de Año, las infraestructuras
ferroviarias sufren importantes daños.
Se han cancelado gran cantidad de trayectos.
Empresas ferroviarias como Nozomi aseguran que
devolverán el dinero de todos…

Dejo de leer y, sin pensar, llamo a Arashi.


—Puede que nuestro tren salga —digo con atropello, sin
saludarlo ni darle tiempo a él a hacerlo—. Tenemos que
comprobarlo.
—Ya lo he hecho. Está cancelado, Nami —responde; sus
palabras se pisotean una sobre otras.
—¿Y un autobús? Tengo dinero, podría intentar…
—Es Fin de Año, todos los billetes están agotados —me
interrumpe él.
—¿Y qué vamos a hacer? —murmuro.
Alzo la cabeza para mirarme de nuevo en el espejo. Mis
ojos vuelven a caer sobre el profundo arañazo que me
atraviesa ahora parte del rostro. El tiempo está a punto de
acabarse. Esta herida es la señal que faltaba.
—¿Qué vamos a hacer, Arashi? —insisto. La voz se me
quiebra en un jadeo ahogado.
—No lo sé, Nami. —Su voz es un hilo a punto de romperse
—. No lo sé.
DUODÉCIMA OLA
31 de diciembre de 2010

M i padre cantaba a pleno pulmón una canción antigua


que tenía que ver algo con los árboles de Sakura,
con el inicio de la primavera y el amor. Tenía la cabeza
echada hacia atrás y los brazos abiertos. Con uno, agarraba
con fuerza los brazos de Taiga que, aunque sujetaba entre
los dedos un pequeño vaso lleno de sake, apenas había
bebido.
Mi hermano sonreía con los labios apretados. A decir
verdad, todavía no lo había visto reírse a carcajadas ni una
sola vez, a pesar de que llevaba en Miako desde el día
antes de Navidad. «Estás más delgado, ¿no?», le pregunté
cuando fui a recogerlo con mi padre a la estación de tren.
Él había sacudido la cabeza y me había revuelto el pelo,
para después decirme que era una niña muy rara, que no
debía fijarme en cosas así. Pero lo cierto era que había visto
más cosas además de que sus muñecas parecían más
afiladas o sus hombros más estrechos. Bajo sus ojos tenía
unos círculos muy marcados. Al verlos, me pregunté si
sería porque salía mucho por la noche. Mi padre, sin
embargo, no preguntó, y se alegró mucho cuando se enteró
de que Taiga había aprobado todos los exámenes a los que
se había presentado. Yo estaba delante cuando se lo dijo y
no pude evitar preguntarme si habría vuelto a mentir.
De repente, Taiga se unió al estribillo de la canción, pero
apenas se le escuchaba por culpa del vozarrón de mi padre.
Al otro lado de la mesa estaba Yoko-san, que cantaba con
voz dulce y daba palmas, siguiendo el ritmo. No podía ir a
su ciudad natal a visitar a sus padres durante el Año Nuevo
por culpa de su trabajo en la cafetería, así que mi padre
decidió que pasara la última noche del año con nosotros.
Ella había dudado, pero Taiga había insistido con una
sonrisa y yo prácticamente se lo supliqué.
En el fondo de nuestra sala de estar, la televisión estaba
encendida, aunque ninguno prestaba atención al programa
que se estaba emitiendo. El volumen estaba al mínimo,
aunque por encima del ruido de la estancia, de las risas y
las canciones, me pareció captar unas palabras.
—¡Va a empezar la cuenta atrás! —grité, para que todos
me escucharan.
A la vez, los tres volvieron su atención al televisor
mientras mi padre dejaba de cantar y subía el volumen con
el mando. En la pantalla, dos presentadoras vestidas con
trajes brillantes nos preguntaban con sonrisas si estábamos
listos para despedir el año.
Los cuatro nos pusimos de pie y esperamos, en una rara
tensión. El corazón me latía muy deprisa, como siempre
ocurría en la noche de Fin de Año, y mis ojos no se
separaban de la pantalla, donde había aparecido una
cuenta atrás.
Las presentadoras comenzaron a corear.
Diez.
Nueve.
Yoko-san me apretó la mano y yo desvié la vista
momentáneamente hacia ella. Parecía que tenía los ojos
demasiado brillantes. ¿Estaba llorando? Pero no tenía
sentido, porque sonreía, sonreía mucho.
Ocho.
Siete.
Seis.
Mi padre pronunciaba los números y golpeaba la mesa
con el puño cada vez que lo hacía.
Cinco.
Cuatro.
Taiga tenía los ojos cerrados. Casi parecía estar rezando.
Algo necesitaría pedir a los dioses como para no esperar a
mañana, cuando visitásemos a Kannushi-san en el Templo
Susanji.
Tres.
Dos.
Uno.
—¡FELIZ AÑO NUEVO!
Todos empezamos a aplaudir y volvimos a ignorar la
televisión. Mi padre y Yoko-san se miraron; durante un
instante, pareció que estaban a punto de decir algo a la
vez, pero entonces un ruido tremendo, acompañado de un
potente fogonazo, hizo temblar toda la casa.
—¡Fuegos artificiales! —chillé.
Corrí hacia la entrada, me puse los zapatos a toda prisa y,
sin echarme por encima el abrigo, salí al jardín. No me
había equivocado, desde la playa salían propulsados varios
fuegos artificiales que explotaban en dorado y rojo en el
cielo y se reflejaban en el océano.
Mi padre, Yoko-san y mi hermano me siguieron al exterior
y soltaron una larga exclamación al ver el espectáculo de
luces.
Yo recordé las palabras de Kannushi-san, sobre lo que
ocurría cada vez que un fuego artificial explotaba, de lo que
sucedía a nuestro alrededor y que no nos molestábamos en
observar. Pero, al contrario de lo que hice en el festival de
verano, no miré a nada que no fuera a mi familia y al cielo.
En ese momento, no me interesaba nada más.
—¿Crees que será un buen año? —escuché que le
preguntaba Yoko-san a mi padre.
Él se giró hacia ella, pero nos sonrió a todos.
—Dos mil once va a ser un año maravilloso.
KAMPAI!
29 de diciembre de 2016

E l café americano que pedí hace tiempo se ha quedado


frío, al igual que el resto de las bebidas de la mesa. La
superficie líquida de distintos colores refleja nuestras
expresiones: cansadas, frustradas, tristes.
El sonido suave de la música que brota de los altavoces
de la cafetería Tea & Coffee, ni siquiera consigue animar el
ambiente. A excepción de nosotros, la cafetería está vacía,
a pesar de que hoy el sol brilla en el cielo e invita a salir de
casa. Somos los únicos en todo el local, además del joven
que se encuentra tras el mostrador. La ciudad, como gran
parte del país, todavía tiembla tras el terremoto.
De pronto, mi teléfono móvil suelta un pitido estridente y
todos nos sobresaltamos. Miro la pantalla, es un mensaje
de LINE de Kaito.
Suelto la mano de Arashi; nuestros dedos han estado
entrelazados bajo la mesa desde que nos hemos sentado
uno al lado del otro, frente a Harada y a Li Yan. Tengo la
sensación de que, si no lo toco durante demasiado tiempo,
desaparecerá y será como si nunca hubiera existido.
Abro el mensaje.

16:05 p. m.: ¿Dónde estáis?


Parpadeo. ¿Cómo diablos sabe que estoy acompañada? De
todas formas, le contesto y le pregunto si ocurre algo. Él
simplemente se desconecta al leer mi respuesta.
En el momento en que dejo el teléfono móvil sobre la
mesa, Harada suelta un sonoro bufido que mueve las
servilletas de papel sobre la superficie de madera.
—Esto no tiene sentido.
—Oh, ¿pero es que esta historia lo ha tenido alguna vez?
—pregunta Li Yan, mientras echa la cabeza hacia atrás.
—Mira su cara, tiene la misma herida que aparece en el
dibujo de la anciana —dice Harada—. Eso significa que esto
tenía que pasar sí o sí, ¿no?
—Podría haberme hecho esto de cualquier otra forma —
replico, mis dedos rozan los bordes inflamados del
profundo arañazo—. Lo único que está claro es que tengo
que llegar hasta Miako de forma inmediata.
—¿Y no puedes teletransportarte o algo así? —Todos
clavamos en Harada una mirada en blanco—. ¿Qué? ¿No lo
hizo ese viejo sacerdote del templo de Miako?
—¡Él es un dios! —exclamo; atraigo de inmediato la
atención del joven del mostrador y Arashi me da un ligero
puntapié bajo la mesa. Bajo la voz de inmediato—. Puede
que, a mí, él y su amiguito dragón me transformaran en
algo… diferente, pero estoy segura de que no puedo hacer
cosas así. ¿No te parece suficiente ver fantasmas,
encontrar cosas que no existen en piscinas y hacer que el
agua se comporte de forma extraña?
—Si nos devolvieran todo el dinero de los billetes,
podríamos alquilar un coche y un conductor privado —
suspira Arashi—. Quizá no tendríamos dinero suficiente
para volver, pero al menos podríamos llegar a Miako.
—Ni siquiera se puede entrar en la página web de la
compañía —comenta Li Yan, que golpetea la mesa con sus
uñas, con toques cada vez más fuertes—. Está saturada y se
bloquea cada vez que pongo la dirección en el navegador.
—¿Y decirles a nuestros padres que…? Mi padre trabaja
en una compañía de autobuses como conductor. Podría
pedirle que tomase prestado uno y… —Harada agacha la
cabeza cuando ve nuestra expresión—. Bueno, es una idea,
¿no? Es importante… no, es más que importante que
lleguemos hasta ese maldito pueblo. —Sus ojos se deslizan
hacia Arashi y su ceño cae en picado—. Hay vidas en juego.
—No nos creerán —contesto, mi mirada se hunde en los
dedos de Arashi, entrelazados con los míos—. O pensarán
que la presión de los exámenes nos ha vuelto locos.
—Mis padres ni siquiera tienen coche —bufa Li Yan, sus
golpes contra la mesa son casi puñetazos.
Nos volvemos a sumir en un silencio denso, que pesa
tanto que nos hace hundirnos todavía más en nuestros
asientos. Sigo aferrada a la mano de Arashi, pero casi no
puedo mirarlo. Su pulgar se desliza una y otra vez por el
dorso de mi mano, como si yo fuera a desaparecer, y no él.
De pronto, la puerta de la cafetería se abre y la campana
que hay sobre ella taladra nuestros oídos. A pesar del
sobresalto, no nos volvemos.
—¡Bienvenido! —saluda el joven del mostrador, con una
sonrisa en sus labios, que se apaga un poco al ver al recién
llegado.
—No voy a pedir nada —contesta una voz recia que
conozco muy bien.
Me vuelvo de golpe y me encuentro con la inmensa figura
de Kaito. Parece agitado y eso hace que sus facciones sean
todavía más amenazadoras.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto, sorprendida.
Él no contesta inmediatamente. Toma una silla de la mesa
más próxima y la arrastra sin cuidado hasta acercarla a
nosotros; luego se deja caer con pesadez y resopla. El
dependiente parece a punto de decirle algo, pero Kaito lo
silencia con solo una mirada. Después, hunde sus
monstruosos ojos en nosotros. Harada, por si acaso, se
echa un poco hacia atrás.
—Tengo una solución.
—¿Solución? —repito, atónita.
—A vuestro problema, porque tenéis uno muy gordo, ¿no?
—dice él, con cierta exasperación. Al ver que ninguno de
los cuatro despega los labios para hablar, añade—: El viaje
a Miako. Sé que han cancelado la mayoría de los trenes
para los próximos días.
Todos asentimos, con los ojos muy abiertos.
—Masaru tiene una furgoneta —comienza.
—¿Quién es Masaru? —interrumpe de inmediato Harada,
antes de que Li Yan lo asesine con la expresión.
—Mi pareja —contesta, tras una pausa.
—Oh, ¿y tiene pinta de matón como tú? —Esta vez Li Yan
hunde uno de sus dedos en el hueco que existe entre las
costillas de Harada y él acaba la pregunta con un chillido.
Kaito chasca la lengua con fastidio, pero me parece ver el
asomo de una sonrisa. Vuelve la cabeza y centra su
atención en mí.
—Realmente, el vehículo no es suyo, sino del trabajo, pero
me dijo que podría llevárselo durante el fin de semana si lo
devolvía sano y salvo. Seremos seis y solo hay asientos para
cinco, pero creo que…
La voz se le atasca en la garganta cuando yo paso mi
cuerpo por encima de la mesa, haciendo temblequear las
bebidas, y enredo los brazos alrededor de su cuello. Su
rigidez es idéntica a la de cualquier estatua.
—Muchas gracias —murmuro, con voz temblorosa—. De
verdad, muchísimas gracias.
—Ya, como si esto no lo hubieras pensado el otro día,
cuando fingiste que no te dabas cuenta de cómo me
enteraba de toda la historia —replica él, aunque con una
media sonrisa que intenta no esbozar.
Lo observo de soslayo y compruebo cómo enrojece
cuando es consciente de las miradas brillantes que le
dedican mis amigos. Él termina por girar la cabeza,
avergonzado, y yo me separo de él y sujeto la mano de
Arashi con más fuerza que nunca. Él me devuelve el
apretón.
—Hay un problema —añade Kaito, con la voz un poco más
grave—. No podremos salir hasta mañana por la tarde.
Masaru estará trabajando y no podrá marcharse con la
furgoneta hasta el final de la jornada. He hecho cálculos,
por mucho que corramos o lo poco que descansemos, no
podremos estar antes del mediodía del día treinta y uno en
Miako.
Siento que me desinflo un poco, pero Arashi vuelve a
entrelazar sus dedos con los míos, con decisión.
—No pasa nada. Sin ti, o sin Masaru, no tendríamos
ninguna opción. —Le dedica una pequeña reverencia y
vuelve la cabeza hacia mí. Tiene la sonrisa despeinada,
como su ridículo flequillo—. Lo conseguiremos.
Harada se pone en pie con tanta brusquedad, que arroja
la silla a su espalda. Sujeta su taza de té frío y la levanta
por encima de su cabeza.
—¡Propongo un brindis por Kaito y Masaru! —exclama.
El rubor vuelve a las mejillas de Kaito.
—Oye, no hace falta que…
Pero todos nos ponemos de pie y alzamos nuestras tazas.
—¡Por Kaito y Masaru!
—Kuso… —masculla él, mientras se cubre la cara con las
manos.
—KAMPAI! —aúlla Harada.
—Kampai! —coreamos todos.
Hacemos chocar nuestras tazas y yo me llevo el café
aguado y frío a los labios.
Y me sabe a esperanza.
EL INICIO
DEL FINAL
30 de diciembre de 2016

–¿L oAjusto
llevas todo?
las asas de la mochila a mi espalda e intento
esbozar una sonrisa luminosa. Es difícil por culpa de las
náuseas del almuerzo que me he obligado a tragarme para
aparentar normalidad.
—Sí, solo van a ser dos días —contesto. Me obligo a no
vacilar ante la mirada de mi padre, que me observa
dubitativo desde la entrada de casa, recién llegado del
trabajo. Taiga está cerca del sofá, con los brazos cruzados y
el ceño un poco fruncido. Yemon se encuentra entre los
dos, sentado, con su cola barriendo el suelo. Casi parecen
un muro que debo sortear.
—Todavía no sé si es buena idea que te marches a Niigata
—masculla mi padre, mientras se lleva una mano a la nuca.
—Pero le prometí a Mizu que iría. Además, hablaste con
ella, ¿no? Allí no han sufrido daños; el plan de esquí sigue
en pie —replico, con prisa.
Después de lo que ha hecho Mizu por mí, de cómo mintió
para cubrirme cuando mi padre, tras el terremoto, exigió
hablar con ella, debo comprarle un regalo con todo el
dinero ahorrado del 7Eleven, y aun así no sería suficiente.
—Está bien, está bien. Pero avísame cuando llegues, ¿de
acuerdo? Y no te olvides de entregarle el regalo a sus
padres —dice, con un suspiro que suena a derrota. Yo
asiento con energía y levanto la bolsa de papel de la que
asoma una caja envuelta con un papel dorado—. Disfruta
mucho. Yo cuidaré de Yemon.
Como si lo hubiera oído, el gato deja escapar un largo
maullido y se levanta para alejarse de nosotros con pasos
elegantes y calculados.
Le doy un abrazo rápido y me acerco a mi hermano para
darle otro. Cuando mis brazos lo envuelven, lo siento
delgado, frágil, pero no tengo la sensación de que lo vaya a
romper, como sí sentía poco antes de que él decidiera
encerrarse en su habitación.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —me murmura
al oído.
Un escalofrío me sobresalta, pero no dejo que mis brazos
lo suelten.
—No sé de qué me estás hablando. Solo voy a…
—Te conozco, Nami, aunque hayamos estado más de tres
años separados por una pared —me interrumpe él, serio,
pero sin hostilidad. Sus brazos se apartan de los míos poco
a poco—. Ten cuidado, ¿vale? Ten mucho cuidado.
—Claro que sí. No sé esquiar, así que no pisaré las pistas
peligrosas —le contesto con ligereza, aunque mis ojos
vuelan lejos de los suyos.
Taiga aprieta un poco los labios, pero alza una mano para
revolverme el pelo, como cuando era pequeña.
—Recuerda que yo también estuve en Miako ese día —
murmura, antes de separarse de golpe de mí.
—¿Qué? —musito.
Me quedo paralizada, sin fuerzas. Casi parece que no
puedo sostener el regalo para los padres de Mizu.
—¿Nami? ¿No vas un poco justa de tiempo? El autobús…
La voz de mi padre me hace reaccionar. Me doy la vuelta
en redondo y me dirijo a toda prisa hacia la puerta sin
mirar atrás, porque siento terror de que Taiga pueda decir
algo más. Me pongo las zapatillas de deporte a toda prisa,
el abrigo y la bufanda.
—Mata ne, Nami —se despide mi padre.
Con un pie fuera de casa y la mano quieta sobre el
picaporte, vacilo durante un instante, antes de musitar:
—Sayonara.
Cierro la puerta de golpe y en vez de esperar el ascensor,
bajo las escaleras corriendo. Cuando llego a la calle no me
detengo y sigo con paso acelerado varios minutos más,
hasta arribar al punto acordado, en un pequeño
aparcamiento donde ya hay algunas figuras apelotonadas,
cargadas con mochilas, que se giran al escuchar mis pasos.
—¡Llegas tarde! —exclama Harada.
Empiezo a farfullar una disculpa, pero las palabras se
extinguen de mis labios cuando todos se apartan y puedo
ver el vehículo tras ellos. Es una furgoneta, sí, pero no es
exactamente como me había imaginado. Es cuadrada y
blanca, o al menos en parte, si ignorara los arañazos y las
abolladuras. En el interior hay sitio solo para cinco, porque
la parte de atrás está repleta de útiles de la construcción.
Las ruedas son delgadas, parecen demasiado frágiles para
soportar esa estructura tan enorme y destartalada. Estoy
segura de que este vehículo es mucho más viejo que yo.
—¿De qué año es ese cacharro? —Ese es mi saludo.
Masaru, con una sonrisa divertida dibujada en sus labios,
me guiña un ojo.
—De principios de los noventa.
—¿Hay algún problema? —añade Kaito, mientras se
acerca a mí con un par de zancadas.
Estoy a punto de replicar con su misma brusquedad, pero
una figura más alta que nosotros se coloca entre los dos,
con los brazos algo alzados.
—Los noventa fueron una época estupenda —dice Arashi,
con una sonrisa nerviosa tirando de sus rasgos. Sus ojos se
deslizan hasta la furgoneta y su mueca se tensa un poco—.
Estoy seguro de que en esos años se construían coches
muy… robustos.
Masaru suelta una pequeña carcajada y se acerca a
nosotros. Coloca una mano en el hombro de Kaito y tira de
él para apartarlo.
—No te preocupes, aguantará todo el viaje —dice, sin una
sombra de duda en sus ojos.
Soporto su mirada un instante más antes de soltar un
pequeño suspiro. No sé qué le habrá contado Kaito sobre el
viaje, pero él está aquí, no va a pasar el fin de año con su
familia y es mi última oportunidad para llegar a Miako.
—Tienes razón, lo siento mucho. —Me afianzo las tiras de
la mochila sobre la espalda y me dirijo a la furgoneta—. No
sabes cuánto te agradezco que estés aquí. Sé que no son
buenas fechas.
—Para Kaito eres muy importante, así que también lo eres
para mí —contesta él, antes de encogerse de hombros.
Dirijo una mirada sorprendida hacia el aludido, que
sacude la cabeza y se aleja con rapidez de nosotros,
farfullando como un viejo malhumorado. Sin añadir
palabra, se apresura a tirar, más que a colocar, las mochilas
de mis amigos que están en el suelo. Harada y Li Yan se
quejan, pero él los ignora y abre con brusquedad la puerta
de atrás. Con un solo gesto de la cabeza, les indica (más
bien, ordena bajo amenaza) que entren.
Yo me acerco para ver cómo Li Yan se aprieta contra la
ventana sucia y Harada se repantinga en el asiento. Arashi
se sube con agilidad y se pega todo lo posible a su amigo
para dejarme un espacio que de todas formas sigue siendo
demasiado pequeño. Yo me subo de un salto a la furgoneta
y me coloco de lado para poder cerrar la puerta a mi
espalda. Estoy tan pegada a Arashi, que mi pecho se hunde
en su brazo y noto cómo él se envara, pero por mucho que
quiera apartarse, es físicamente imposible.
—Si nos ve la policía, nos detendrá —comenta Li Yan, a la
vez que intenta quitarse el chaquetón en el ínfimo espacio
que tiene.
—Uno de vosotros puede agacharse en el suelo de la
furgoneta y lo cubriremos con abrigos —comenta Masaru.
Se sienta en el asiento del conductor y lo adelanta todo lo
que le permiten sus largas piernas, aunque el espacio
continua siendo insuficiente para nosotros.
—Tendrás que ser tú, Harada —dice Arashi.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque eres el más bajito de todos.
—¡Se supone que eres mi mejor amigo! ¿Cómo puedes…?
La voz de Harada desaparece cuando Masaru hace girar
la llave de contacto y el motor se pone en marcha. No es un
arranque suave, la furgoneta da un salto hacia delante y el
ruido recuerda al de una bomba al explotar. Todos soltamos
un grito.
—No pasa nada. Es el motor, que todavía está frío —se
apresura a explicar Masaru.
Está a punto de meter primera, cuando de pronto veo una
sombra gris a través de la ventana sucia.
—¡Un momento! —exclamo, y abro la puerta de golpe.
Salto al aparcamiento y veo cómo se acerca a toda prisa
Yemon, con el rabo en alto.
—¿Y ahora qué pasa? —pregunta Kaito, con la cabeza
asomada por la ventanilla.
—Es Yemon, mi gato —explico, sin mirarlo. Él maúlla y
frota su cabeza contra mis piernas antes de plantarse
frente a la puerta abierta de la furgoneta—. Creo que tiene
que venir con nosotros.
—¿Estás de broma? —gime Harada—. Aquí dentro no
cabe ni una maldita mosca. Además, ¿dónde va a hacer sus
necesidades? Es un viaje que va a durar muchas horas.
—No habrá problemas con eso —me apresuro a contestar
—. Es un gato… especial.
—Pues que entre de una maldita vez, entonces —suelta
Kaito, mientras sube la ventanilla.
—¿Os habéis vuelto locos? —exclama Harada, pero todos
lo ignoran.
Como si lo hubiera entendido, Yemon salta al interior del
vehículo y se sienta sobre las piernas apretadas de Arashi.
Olisquea a Li Yan y le suelta un bufido de advertencia a
Harada, que intenta alejarse de él en vano.
Yo vuelvo a subir a la furgoneta y me aprieto contra
Arashi. Levanta un brazo, dubitativo, y me coloco bajo él. El
olor dulce de su vieja sudadera y de su piel me tranquiliza.
Y, durante un instante, olvido lo que puede pasar en menos
de veinticuatro horas.
ROAD TRIP
30 de diciembre de 2016

L a negra noche nos engulle cuando dejamos atrás las


luces de Kioto y nos adentramos en la autovía. Apenas
hay coches en la carretera, así que, si no fuera por las
escasas luces del salpicadero y las pantallas de nuestros
teléfonos móviles, ni siquiera seríamos capaces de vernos
los unos a los otros. Aunque al principio hablamos, al final
el ambiente se vuelve silencioso, a excepción del ruido
constante del motor y del ronroneo de Yemon.
En un momento dado, Masaru decide poner la radio, pero
como la antena no funciona, opta por introducir una vieja
cinta de casete que Kaito encuentra en la guantera. La
mayoría son canciones antiguas, muchas ni siquiera las
conozco, otras me suenan de haberlas oído de pequeña, del
tarareo de mi padre o de algún anuncio. Todos las
escuchamos en silencio, mientras la furgoneta avanza por
la autovía a velocidad constante y más elevada de la que
podría haber creído en un principio.
A pesar de lo que nos espera, un ambiente tranquilo reina
en el interior del vehículo. Masaru mueve la cabeza al ritmo
de la música, Kaito incluso canturrea algunas partes,
aunque parece más bien repetir la letra en forma de siseos
amenazadores. Li Yan se entretiene rozándole la nariz con
la punta de su cabello castaño a un dormido Harada, que
abre los ojos durante segundos, desorientado, antes de
cerrarlos de nuevo y volver a dormir. Yemon también
duerme, aunque completamente estirado, bocarriba,
apoyado en las piernas de Arashi y en las mías. Mi mejilla
sigue apoyada en el pecho de Arashi y él juguetea
distraídamente con un mechón de mi pelo, enrollándolo y
desenrollándolo de su dedo.
De pronto, la cara de la cinta termina y Kaito le da la
vuelta. Una nueva melodía comienza a hacer eco por toda
la furgoneta y yo noto que mi corazón se ralentiza un poco.

Almost heaven, West Virginia,


Blue Ridge Mountains, Shenandoah River.
Life is old there, older than the trees,
younger than the mountains, growin’ like a breeze…

—¡Me encanta esa canción! —exclama Harada, mientras


se inclina un poco hacia delante—. ¡Sube el volumen!
—Esto no es una maldita excursión de instituto —
masculla Kaito, pero aun así le hace caso y la melodía me
llega hasta los huesos.
—¿Ocurre algo? —me pregunta Arashi, cuando nota mi
estremecimiento.
Me yergo y miro a mi alrededor, como si esperara ver a
Kannushi-san en mitad de la carretera. Pero fuera no hay
más que oscuridad. Recuerdo esta canción, a pesar de que
la escuché por última vez hace más de cinco años, cuando
abandonaba Miako. Ahora suena de nuevo, que intento
regresar.
Sacudo la cabeza y vuelvo a apoyar mi mejilla contra su
hombro. Cierro los ojos y dejo que la música me inunde.
Harada la está cantando con la mano en el pecho, Li Yan la
tararea también. Hasta Arashi canturrea algunos versos del
estribillo, distraído.
Sin separar los labios, mi lengua pronuncia todas y cada
una de las palabras que suenan.

Country roads, take me home


to the place I belong.
West Virginia, mountain mama,
take me home, country roads…

Cuando la canción termina, tengo cuidado en que nadie


se dé cuenta de cómo me seco la lágrima que se me ha
escapado del ojo.
El viaje continúa y las horas comienzan a sucederse unas
tras otras. El paisaje es monótono, no vemos más que
asfalto y oscuridad, y el único indicativo del paso del
tiempo son las paradas que hacemos de vez en cuando para
ir al baño, repostar y comprar algo para comer.
Sobre las diez de la noche, vemos en el horizonte miles de
luces que se alzan en todas direcciones e iluminan los
alrededores, a pesar de la distancia que nos separa. Si
Kioto es la ciudad de los mil templos, Tokio es la de las mil
luces, aunque para mí ahora no sea más que la ciudad que
destrozó a mi hermano. A Yemon tampoco le gusta esa
visión, porque echa las orejas hacia atrás y suelta un
maullido bajo y prolongado.
—El viaje ha llegado más o menos a la mitad —anuncia
Masaru, aunque un bostezo ahoga la frase.
Kaito se inclina hacia él, pero todos oímos sus palabras.
—Deberías descansar unas horas. Esta mañana has
madrugado mucho y has trabajado durante todo el día.
—Estoy bien —replica Masaru, pero en ese momento da
un volantazo para regresar la furgoneta al carril, del que se
había estado desviando progresivamente.
Se produce un instante de silencio.
—Estoy de acuerdo, deberíamos parar un poco —digo,
tras vacilar un instante—. Todavía tenemos tiempo.
No es cierto, apenas quedan unas horas para que
comience el último día del año, pero cuando Masaru me
dedica una mirada de agradecimiento a través el retrovisor,
me fijo en lo amoratados y oscuros que son los cercos que
nacen de sus ojos.
—Bueno, ahora que lo decís… conozco un sitio barato
donde podremos descansar un poco antes de continuar
viaje —comenta, antes de tomar una de las salidas que lleva
a Tokio.
El tráfico se incrementa, pero no nos internamos mucho
en el área metropolitana. Apenas unos pocos minutos
después, Masaru cambia de dirección y conduce la
traqueteante furgoneta por varias calles secundarias. Yo
contemplo a mi alrededor, perdida como todos, pero
Masaru sabe a dónde dirigirse. Después de doblar una
esquina, ve un aparcamiento y estaciona.
Estamos junto a lo que parece un love hotel venido a
menos. En la puerta hay un cartel de neón rosa y amarillo,
que, de no haber estado medio roto, mostraría un enorme
corazón.
Todos guardamos silencio, aunque mis ojos se clavan en
la espalda de Kaito. Él, sin embargo, tampoco dice nada y
se apresura a salir de la furgoneta.
—Parece un sitio muy… pintoresco —comenta Harada,
una vez que ya estamos todos en la calle y estiramos
nuestras extremidades doloridas—. Pero no nos van a dejar
entrar con un gato.
Yemon, como si lo hubiera entendido, gira hacia él la
cabeza, lo fulmina con sus ojos azules y tras dedicarme un
suave maullido, se encamina hacia un pequeño parque que
asoma al final de la calle.
No me preocupo. Sé que estará aquí a la hora que
decidamos continuar el viaje, sea cual fuere.
Aunque menos Masaru, todos somos menores de edad, a
ninguno nos piden identificación alguna. De hecho, ni
siquiera nos miran la cara. Del recepcionista del love hotel
solo vemos sus manos cuando acepta el dinero que cubre
las seis horas que decidimos descansar. Hay una barrera
opaca que impide que vea nuestras caras y que nosotros
veamos la de él. Como solo quedan dos habitaciones libres,
Masaru y Kaito deciden quedarse con una, y el resto de
nosotros cuatro con otra, por lo que Harada y yo tenemos
que pasar por debajo del mostrador para que el
recepcionista no se cerciore de que cuatro personas vamos
a ocupar una habitación para dos.
Por suerte, las habitaciones están insonorizadas, y ni un
solo sonido atraviesa las paredes. Lo cual es un alivio, la
verdad. La estancia es pequeña, apenas hay sitio para dejar
nuestras mochilas, pero la cama es grande, tiene pétalos de
plástico repartidos por la colcha, el baño tiene ofuro y hay
una pequeña máquina de la que se pueden sacar, por una
pequeña cantidad de yenes, disfraces de lo más
pintorescos.
Después de asearnos un poco y dejar que el agua caliente
nos termine por vapulear, caemos en la enorme cama. Li
Yan y Harada en los extremos, Arashi y yo en el centro. No
hay parte de nuestros cuerpos que no estén en contacto.
Apenas pasan un par de minutos hasta que escucho la
respiración pausada de mi amiga acariciándome la nuca y
los ronquidos de Harada llenan la habitación.
—Que duermas bien —me susurra Arashi, con voz
somnolienta.
—No creo que pueda con semejante concierto —le
contesto, con una pequeña sonrisa, mientras paso mi
pierna por encima de su cadera y empujo con el pie el
trasero de Harada.
Pero cuando vuelvo a mirar los ojos de Arashi, ahora
enormes y libres sin los cristales de las gafas, la sonrisa
desaparece de mi boca y no queda más que una mueca
apretada.
—Te prometo que arreglaré el pasado. Conseguiré que no
desaparezcas —susurro.
—No me preocupa el pasado —contesta él, también con
un murmullo—. Me preocupa el futuro. Me preocupa que
seas tú la que desaparezca.
Yo trago saliva porque no puedo contestar, y me limito a
abrazarlo con mucha fuerza. Así, a pesar de sus palabras,
de lo que sé que puede ocurrir mañana, me quedo
profundamente dormida. No sueño con nada, así que
cuando escucho sonar la alarma del teléfono, parece que
acabo de cerrar los ojos.
Al incorporarme en la cama, me sorprendo al ver a todos
ya preparados. No sé si es la luz amarillenta de la
habitación, pero sus pieles han adquirido un tono
enfermizo.
—Tenemos que irnos —dice Arashi, antes de ofrecerme su
mano.
Después de dejar la tarjeta de la habitación en esas
manos misteriosas que aparecen bajo el mostrador,
bajamos hacia la calle. Todavía no ha amanecido, las farolas
siguen encendidas, y Masaru y Kaito están junto a la
furgoneta desvencijada. No solo ellos. Junto a una rueda,
lamiéndose una pata, se encuentra Yemon. Al verlo, Harada
me dedica una mirada desorbitada.
—Sabía que estaría aquí —le contesto mientras me encojo
de hombros—. Ya te he dicho que es un gato muy especial.
Antes de subir a la furgoneta, Kaito nos reparte a cada
uno un onigiri y un brik de yogur. Cuando lo observo con
una ceja arqueada, él se limita a farfullar:
—Mientras todos roncabais, di un paseo y encontré por
casualidad un konbini abierto. No soy una maldita marmota
como vosotros.
A pesar de su ceño fruncido, del tono agresivo de sus
palabras, veo cómo le tiembla un poco el labio inferior, así
que le doy las gracias y, antes de subir a la furgoneta, le
aprieto el brazo con suavidad.
Cuando Masaru arranca el motor, me invade una extraña
sensación de déjà vu, que se incrementa a medida que los
kilómetros pasan. El día anterior apenas intercambiamos
palabra, pero hoy ni siquiera despegamos los labios. Kaito
no enciende la radio ni pone otra cinta, pero nadie se lo
pide tampoco.
Abandonamos a velocidad constante el área
metropolitana de Tokio, todavía sin la congestión típica del
tráfico, y pronto avanzamos por autopistas despejadas, a
medida que dejamos viviendas atrás y los árboles
comienzan a crecer a nuestro alrededor. Ni siquiera
hacemos paradas para ir al baño. Cuando tenemos que
detenernos en una estación de servicio para repostar,
aprovechamos para comprar algo más para comer. Yo elijo
un meronpan que está un poco seco, pero por alguna razón
el sabor dulce reconforta un poco mi burbujeante
estómago, que no ruge por hambre.
Poco antes de las siete, amanece. Pero el sol no asoma
tras las copas peladas de algunos árboles o se desliza entre
las hojas perennes de otros. El día está nublado y una
bruma ligera hace que el paisaje parezca todavía más frío.
De alguna forma, me recuerda a ese once de marzo; cuando
me marché, Miako estaba nublado, casi parecía que iba a
llover. Yo misma parezco nublada por dentro, pero le envío
un mensaje lleno de emojis a mi padre, diciendo que estoy
en una estación de esquí y que dejaré el móvil en el coche,
que no recibirá noticias mías hasta la noche. Pocos minutos
después, él me contesta y me dice que todo está bien en
casa, a pesar de que seguramente esté buscando a Yemon
como un loco. Suspiro y bajo el teléfono. No puedo decirle
que el gato está aquí, durmiendo entre mis piernas y las de
Arashi, y tampoco puedo contarle el motivo. Espero que su
mentira piadosa valga lo mismo que la mía.
Kaito es el que guía. Lleva su teléfono móvil entre las
manos y una aplicación le indica el camino más corto. Llega
un momento en que tenemos que desviarnos de la autovía y
seguir por una carretera secundaria, más estrecha. Por
suerte, apenas hay tráfico, aunque no avanzamos con
rapidez. Llega un momento que encontramos las huellas de
algún árbol caído, que han retirado de la calzada hace no
mucho, porque quedan restos de ramas secas y hojas;
hallamos también algún poste de la luz combado y alguna
grieta que serpentea por el asfalto.
—El terremoto —murmura Arashi, lúgubre—. Aquí debió
ser más intenso.
A pesar de que la furgoneta traquetea cada vez más,
Masaru no se detiene y seguimos avanzando. Miro por
encima del asiento del copiloto y observo el teléfono móvil
de Kaito. Trago saliva. Solo quedan quince minutos para
llegar.
Ladeo la mirada hacia las colinas que bordean la
carretera. Ocultos tras ellas, está el océano, está Miako.
Parecen tan cercanas, que tengo la sensación de que si
alargo mi mano temblorosa podré tocarlas.
Pero, de pronto, un grito me hace levantar la cabeza.
—¡Cuidado!
A la salida de la curva, nos topamos con una caravana de
coches completamente detenida. Masaru pisa el freno a
fondo y todos nos precipitamos hacia delante.
—¿Estáis bien? —pregunta Masaru.
Contestamos con un quejido y Yemon suelta un bufido
malhumorado antes de esconderse en mis brazos.
—¿Qué ocurre? —pregunta Li Yan.
En unos metros la carretera se divide en dos. Hacia la
izquierda, hay un cartel que indica el desvío hasta
Ishinomaki, por el que los coches avanzan poco a poco; por
el otro, el camino principal continúa y, si entrecierro los
ojos, puedo leer un cartel que indica que el desvío hacia
Miako se encuentra solo a dos kilómetros de distancia. Sin
embargo, el camino está cortado. Hay un coche de policía
en mitad de la calzada y varias vallas amarillas que impiden
el paso. Tras ellas, en la lejanía, me parece ver algunos
obreros y máquinas con luces parpadeantes.
—El camino debe estar cortado —suspira Masaru.
Kaito aprieta los labios y, sin decir palabra, comienza a
golpear el puño contra la bocina del coche.
—¿Qué haces? —exclama su novio, mientras intenta
apartarle la mano.
Pero Arashi y yo nos precipitamos hacia delante y
comenzamos a apretar la bocina también, sin mesura. El
sonido es tan estridente, que varias bandadas de pájaros
abandonan los árboles que nos rodean a toda prisa. Puedo
ver cómo los ocupantes de los coches de delante giran la
cabeza y nos observan con el ceño fruncido, pero yo no dejo
de apretar el volante, una y otra vez, ni siquiera cuando un
policía sale del coche patrulla y se acerca a nosotros con
cara de pocos amigos.
No lo entienden. El camino no puede estar cortado. Tengo
que llegar hasta Miako, y tengo que llegar ya.
El agente se detiene junto a la ventanilla de Masaru y él
no tiene más remedio que bajarla. Con una sonrisa en los
labios, está a punto de decir algo, pero yo me adelanto.
—Necesitamos seguir adelante.
El hombre desvía sus ojos ceñudos de Masaru a mí, y los
desliza después por los cuerpos apretados que llenamos el
asiento trasero, con Yemon incluido.
—La carretera está cortada. El terremoto…
—Nos dirigimos a Miako —lo interrumpo—. Es muy
urgente.
—¿Miako? —El agente parpadea y nos echa a todos un
nuevo vistazo; la confusión casi parece vencer su enojo—.
Ahora mismo es inaccesible. Las carreteras que lo rodean
están demasiado dañadas por el terremoto. Ayer mismo se
hizo una entrega de provisiones por helicóptero.
—¿Y cuándo se podrá acceder? —pregunta Arashi.
—Quizás al final de la jornada; o mañana, como muy
tarde.
Yo me giro y le doy la espalda al hombre, a pesar de que
añade algo que yo, ni nadie, escucha.
—No puedo esperar tanto —murmuro.
El último día del año es la frontera del tiempo, pero no sé
qué ocurrirá con el día de Año Nuevo. Y no puedo
arriesgarme a averiguarlo. El agente sigue hablando,
menciona algo sobre que vamos demasiados en el vehículo,
y que este no está preparado para el transporte de más de
dos personas, pero mis ojos vacilan entre mis amigos y la
puerta.
De pronto, como si fuera el pistoletazo de salida, Yemon
da un salto y se abalanza sobre el agente, que grita y
retrocede, e intenta quitárselo de encima. Yo abro la puerta
y salto fuera, mientras Arashi, Li Yan y Harada me siguen.
Kaito permanece en el interior del vehículo junto a Masaru,
que pone en marcha el motor y da un violento volantazo
para esquivar al agente que todavía lucha para apartar a
Yemon del pecho.
Mientras la furgoneta ruge y se dirige hacia el desvío de
Ishinomaki, Kaito saca la cabeza por la ventanilla y me
mira. A pesar de que no despega los labios, sé lo que me
pregunta.
—¡El Templo Susanji! —grito, antes de desviar la mirada.
El corazón se me cae del pecho. Dos policías más han
salido del coche patrulla y se acercan a toda velocidad a
nosotros. Uno de ellos lleva una radio pegada a la boca.
Sigo corriendo, no puedo parar. No tengo ni idea de si
piensan detenerme, pero no puedo perder más tiempo. Son
las once de la mañana; a esta hora, el once de marzo de
hace cinco años, llevaba varias horas despierta en el que
sería mi último día en Miako.
Uno de los agentes se planta frente a mí; es alto y
robusto, y sé que me alcanzará de un momento a otro. Pero
entonces una figura pasa a mi derecha y da un giro brusco
al abalanzarse sobre el hombre. Es Li Yan, que envuelve
con fuerza sus largos brazos alrededor del tronco del
policía y se deja caer. El agente no sé si está confundido o
furioso.
—¡Corre! —me grita mi amiga—. ¡Corre!
Y yo lo hago, con Arashi a mi lado, pero el último agente
se acerca a nosotros con la radio en la mano, y suelta
palabras a toda prisa. Dice que me detenga, pero yo no
puedo dejar de mover mis pies. De pronto, como de la nada,
aparece Harada y se coloca delante del hombre. Este va tan
rápido, que no puede esquivarlo, y los dos chocan. La radio
escapa de la mano del agente y Harada la arroja al suelo
antes de pisotearla con todas sus fuerzas. Después, nos
lanza una mirada de horror a Arashi y a mí, como si
acabara de darse cuenta de lo que ha hecho.
—¡Más os vale llegar a tiempo! —exclama, antes de que el
agente se le eche encima y lo aplaste contra el suelo.
Yo me detengo un momento, pero Arashi me sujeta de la
muñeca y me obliga a seguir adelante. No hay camino que
seguir, todo es césped y matorrales, y móviles que nos
graban desde los coches detenidos en la carretera.
Avanzamos a toda velocidad y nos dirigimos hacia las
colinas.
Hacia Miako.
ÚLTIMA OLA
1 de enero de 2011

C uando los fuegos artificiales llegaron a su fin nos


quedamos un instante más en el jardín. Desde donde
estaba, vi a algunos de nuestros vecinos asomados también
a sus jardines y otros, más adelante, con medio cuerpo
fuera de sus ventanas. En el cielo ya solo quedaban estelas
humeantes, que parecían flores derritiéndose.
De pronto, el viento nocturno se levantó y yo me
estremecí. Mi padre me vio de soslayo y me rodeó con sus
brazos.
—Venga, volvamos adentro —dijo.
Cuando regresamos al salón, los ánimos estaban más
calmados. La televisión seguía a todo volumen, pero Taiga
se apresuró a bajarlo. Con un suspiro, se sentó en el sofá y
todos lo imitamos.
—Ahora que es Año Nuevo… —comenzó mi padre,
atrayendo todas nuestras miradas—. Tengo algo que
anunciar.
Estaba apoyada en Yoko-san, así que pude notar cómo se
tensaba contra mi cuerpo. Taiga asintió, con gesto
expectante, y yo esperé en silencio a que mi padre
continuase.
—Hace un par de semanas me enteré de que había
quedado un puesto libre en la empresa, en la sede de Kioto.
Los hombros de Yoko-san se relajaron, pero los míos se
crisparon. Me eché involuntariamente hacia delante, con el
corazón golpeando con fuerza mi pecho. Taiga permaneció
inmóvil.
—Es un puesto muy solicitado, pero… me lo ofrecieron
hace un par de días. Y he aceptado.
Yoko-san dio un par de palmadas y se levantó para
felicitarlo; mi hermano mayor soltó una exclamación de
sorpresa, pero yo me quedé en el sofá, paralizada.
—¿Qué? —murmuré.
Mi voz congeló las expresiones de todos. Las mejillas
enrojecidas de mi padre se apagaron y ladeó la cabeza para
mirarme.
—Nami…
—¿Y qué pasará con el colegio? —pregunté, con un hilo
de voz.
—Esperaremos a que termines el curso, por supuesto. En
abril ibas a comenzar el instituto, y así será, pero en otra
ciudad. —Yo lo observé con los labios entreabiertos y la
mirada entornada. El corazón me hacía daño—. He visto
una academia que está muy bien, en pleno centro, no muy
lejos de un parque precioso.
Me quedé en silencio porque era incapaz de pensar en
nada. No lo entendía. En Miako también había parques. En
Miako también había un instituto, al que acudía la hermana
de Mizu. Aunque siempre se estaba quejando de él, yo
sabía que era feliz allí.
—Kioto es una ciudad maravillosa, ¿sabes que la conocen
como la ciudad de los mil templos?
—En Miako también hay templos —repliqué.
Yoko-san y mi hermano intercambiaron una mirada
mientras mi padre se arrodillaba frente a mí. Quería
tomarme de las manos, pero yo las aparté y las dejé bien
resguardadas tras mi espalda. Mi ceño estaba tan fruncido,
que sobre la cara de mi padre vi un borrón negro.
—Nami, será un cambio, pero un buen cambio. Tengo que
conducir más de una hora para llegar a Sendai, donde está
la empresa, muchos días a la semana.
—¡Pues entonces vámonos a Sendai! —exclamé,
desesperada. No sabía exactamente a cuánta distancia
estaba Kioto de Miako, pero sabía que estaba todavía más
lejos de Tokio, y eso ya estaba demasiado lejos.
—Nami…
—Pero… ¿y Amane y Mizu? —insistí; la vista se me
empezó a emborronar—. ¿Y Yemon?
Mi padre pestañeó, algo desconcertado por la mención
del último nombre, pero terminó por sacudir la cabeza. Sus
manos trataron de atrapar las mías, sin éxito.
—El mundo está conectado. Ya no es como antes, no
tendrás que escribirles cartas si quieres hablar con ellas y
con… ese tal Yemon. Seguiréis siendo amigas.
—Mentira —rezongué yo.
—No solo no las perderás, sino que estoy seguro de que
harás nuevos amigos allí, en Kioto.
—¡Pero yo no quiero nuevos amigos! —aullé, sin poder
aguantarlo más.
Me levanté de un salto y esquivé a mi padre, que intentó
alcanzarme con sus brazos. Pasé entre Taiga y Yoko-san,
cuyas miradas me siguieron cuando subí a zancadas la
escalera. Cuando atravesé la puerta de mi dormitorio, tenía
la cara empapada de lágrimas.
Yemon estaba en la cama, como si me estuviera
esperando. Yo me arrojé sobre él y lo abracé con fuerza,
mientras él frotaba su cabeza contra mi mejilla, con un
ronroneo suave y tranquilizador.
Escuché pasos en la escalera y me aferré con más fuerza
al pelaje suave del gato. Me daba igual que mi padre
descubriera a Yemon, no me iba a separar de él, ni de mis
amigas, ni de Kannushi-san y el Templo Susanji, ni de mi
colegio, ni de Yoko-san, ni de Miako.
Porque en el momento en que supe que iba a perderlo,
comprendí qué significaba la palabra «hogar». Y este lugar
lo era.
Y siempre lo sería, pasara lo que pasare.
Siempre.
MIAKO
31 de diciembre de 2016

N o sé por cuánto tiempo corremos. Ni Arashi ni yo


perdemos un segundo para preguntar la hora; yo ni
siquiera tengo el teléfono móvil aquí. Se me debió caer en
la furgoneta cuando salté de ella, o en mitad de la huida.
No lo sé, aunque tampoco me importa.
No me atrevo a mirar atrás, por si veo más agentes
corriendo en nuestra dirección. Por suerte, no se escuchan
sirenas de ningún tipo, solo nuestros pasos acelerados y
nuestras respiraciones, que se hacen más fuertes a medida
que avanzamos. Yemon corre a nuestro lado, siempre por
delante, como si fuera una estela plateada que debemos
seguir.
De pronto me paro junto a un árbol, oculta entre
matorrales. Arashi, algo más adelante, se detiene para
mirarme.
—¿Estás bien?
—Solo necesito un momento. Cuando nadaba, tenía mejor
forma —comento, con una sonrisa que no es más que una
triste mueca.
Me separo del tronco y respiro tres veces hondo antes de
seguir avanzando, esta vez sin correr.
Estamos bastante elevados y a pesar de que algunos
árboles se han partido por culpa del terremoto de hace
varios días, la vegetación nos rodea e impide que veamos
nada que no sea hojas verdes y ramas de un marrón intenso
en aquellos árboles no caducos. Ni siquiera Arashi, con su
altura inmensa, puede ver qué está ocurriendo en la
carretera que hemos dejado atrás.
Solo podemos seguir avanzando hacia arriba.
Recuerdo sin querer todas las veces que subí cuestas así
junto a Mizu y a Amane, las veces que las convencí de
visitar el Templo Susanji y cómo recorríamos dando saltitos
el sendero que llevaba a la cima del Monte Kai. Casi puedo
vernos a nosotras tres avanzar por delante de mí y de
Arashi, hablando de cosas que haríamos cuando
creciésemos, de lo idiota que era Kaito y de la próxima vez
que dormiríamos juntas. La nariz y los ojos me arden,
aunque en el pecho no siento tristeza, tampoco alegría,
sino una melancolía dulce, que duele y acaricia a la vez.
La sensación que me envuelve como un jersey se
incrementa a medida que nos acercamos a la mitad de la
montaña. Los árboles comienzan a espaciarse, los
matorrales ya no son tan abundantes e incluso
encontramos un sendero de tierra que comenzamos a
seguir. Arashi sigue caminando el primero y de vez en
cuando me dedica una mirada; como yo, sabe que nuestro
viaje está a punto de llegar a su fin.
Apenas unos minutos después, la pendiente se suaviza y
desaparece, y llegamos a un terreno llano. El sendero que
seguimos desemboca en otro más grueso, más cuidado,
cercado por un pasamanos de madera. Me quedo quieta, a
pesar de que el tiempo no me espera, y de pronto me
abalanzo hacia delante.
Paso junto a Arashi, lo rebaso y mis zapatillas de deporte
resbalan en la tierra cuando llego a un precipicio. El
camino nos ha llevado casi al final del sendero del Monte
Kai. Sé dónde estoy. Recorrí este camino muchísimas veces.
Si giro la cabeza hacia la derecha, entre los árboles fríos y
desnudos, veré la madera roja del torii de entrada al
Templo Susanji. Y si miro hacia abajo…
No puedo evitar que el aire escape de golpe de mis
pulmones. Bajo las puntas de mis pies, veo el pueblo de
Miako. O más bien, una triste sombra de lo que fue.
Ya no queda nada. La gran mayoría de los pueblos y
ciudades que sufrieron el terremoto y el tsunami del dos
mil once fueron reconstruidos con el paso de los años, pero
otros fueron tan arrasados, que la mayor parte de los
habitantes nunca quisieron regresar. Miako es uno de ellos.
El paseo marítimo ni siquiera se puede llamar así, apenas
es una franja de asfalto al lado de unos muros de
contención que han vuelto a construir, pero que siguen
siendo demasiado bajos para las olas que azotaron la costa
ese día. El instituto, uno de los pocos edificios que no
fueron afectados, parece abandonado. La humedad ha
creado anchos hilos negros en la pintura blanca, que se
prolongan hacia abajo. Parece como si las ventanas
lloraran. Casi todas las viviendas y los comercios que
estaban situados en la zona más baja del pueblo han
desaparecido y solo quedan solares como lápidas que
recuerdan su existencia. Hay alguna casa nueva salpicada
aquí y allá, y las situadas en zonas más elevadas siguen tal
y como las recuerdo, aunque pocas parecen habitadas.
Muchas tienen los jardines descuidados, aunque de otras
escapan luces tras los cristales para alumbrar este día
nublado.
El colegio no está. Supongo que lo terminaron de
derrumbar cuando el agua se retiró y no hubo más gente a
la que buscar. Todavía queda algún muro que se ha vuelto
verde y gris por la humedad y el viento costero. En el patio
de recreo, a pesar de las malas hierbas que lo salpican,
todavía puedo ver las líneas del campo de atletismo.
Aparto la mirada de golpe. Esto ya no es Miako, ni
siquiera es un recuerdo de lo que fue. Yemon, a mi lado,
frota su cabeza contra mis piernas, como si pudiera sentir
mi pesar.
Me giro y me encuentro con Arashi, al que ni siquiera he
sentido llegar. Él también observa el esqueleto decrépito en
el que se ha convertido el lugar en el que me crie. Sus ojos
están llenos de pesar, pero cuando se vuelve hacia mí, se
sube las gafas como siempre y me dedica una pequeña
sonrisa.
—Por suerte, tienes tus recuerdos. Y eso no te lo puede
quitar nadie, ni siquiera un tsunami.
A pesar de la desolación que ahora se encuentra a mi
espalda, sonrío, y lo hago de verdad. Asiento, y mis pupilas
se clavan en la esquina del torii que veo entre dos ramas
famélicas, apenas unos metros más arriba.
—Ni siquiera un dios —susurro.
Los dos juntos ascendemos varios minutos más y subimos
la escalera de piedra que comunica el sendero con el
templo. Allí, en la entrada, junto al torii, como la primera
vez que lo vi, está Yemon. Esperándome.
Los tres cruzamos el umbral invisible que nos separa de
la tierra de los dioses y los espíritus, y nos adentramos en
el Templo Susanji. Al contrario de lo que ocurre con Miako,
todo está tal cual lo recuerdo. El banco orientado hacia el
pueblo y el océano. El honden. Las lámparas de piedra. El
temizuya con su dragón de fauces abiertas y afiladas. Los
komainu con sus fieros colmillos. El estanque. La pequeña
oficina del templo.
Abro los ojos de par en par. La oficina está abierta.
Algunos amuletos están colgados y colocados en varios
expositores, y una sacerdotisa de largo pelo negro está
apoyada sobre él, con aire aburrido. Entorno la mirada;
estoy segura, segurísima. Es la misma mujer que trabajaba
aquí cuando yo tenía once años.
Miro a mi alrededor, esperando encontrar la figura de
Kannushi-san, pero no veo a nadie. Vuelvo a echar otro
vistazo, pero no hay nadie más en este templo que Arashi,
Yemon, la sacerdotisa aburrida y yo. Sin dudar, me dirijo
hacia ella. Sus ojos ni siquiera se levantan de su teléfono
móvil cuando me planto al otro lado del mostrador.
—¿Dónde está? —pregunto a bocajarro.
La joven tarda demasiado tiempo en pestañear y alzar sus
enormes ojos hasta mí.
—¿Disculpa?
—Kannushi-san. El sacerdote de este templo —replico a
toda prisa.
—Ah, ¿el viejo? —Se encoge de hombros con una lentitud
pasmosa—. No tengo ni idea.
Arashi y yo intercambiamos una mirada antes de que me
abalance hacia delante y apoye las manos en el mostrador
de madera, tirando al suelo un par de cestas llenas de
amuletos.
—¡Oye! —exclama ella, molesta.
—¿Cómo no vas a tener idea de dónde está? —chillo,
mirando una vez más a mi alrededor—. Se suponía que
debía estar aquí.
La sacerdotisa pone los ojos en blanco y se deja caer
sobre un pequeño banco de madera que tiene a su espalda.
—Ese viejo viene y va. Hace semanas que no lo veo —
comenta.
—¿Se… semanas? —balbuceo.
No puede ser, no puede ser. Yo hablé con él. Me dijo… no,
me hizo entender que debía venir hasta aquí, que debía
encontrar una frontera. ¿No era esta la frontera? ¿No era el
último día del año? ¿He estado equivocada durante todo
este tiempo? ¿Y si el momento exacto ya ha pasado? ¿Y si al
momento exacto le quedan todavía años por aparecer? ¿Y si
ni siquiera existe un momento exacto?
Arashi da un paso adelante y carraspea un poco antes de
dirigirse a la sacerdotisa.
—Él debió darle alguna instrucción… ¿no? Usted… —Se
sube las gafas, se toca el pelo mientras la mujer lo observa
con una ceja enarcada—. Usted también es una diosa,
¿verdad?
Ella se echa hacia atrás y suelta una carcajada que
parece escupir pintura roja, porque las mejillas de Arashi
se ruborizan.
—¿Una diosa? Ya me gustaría. ¿Crees que si fuera una
diosa estaría aquí, aburrida, perdida en el último rincón del
mundo? —contesta, aunque sus labios siguen estirados en
una sonrisa burlona—. Solo soy una chica que intenta
ganarse algo de dinero extra.
Los dedos de Arashi rozan los míos, pero ni siquiera su
caricia, ni su mirada, consigue que el desconsuelo no me
destroce un poco más. La sacerdotisa suspira y vuelve su
atención al teléfono móvil.
—Siento no poder ayudarte y dejarte así —comenta—.
Pobrecita, pareces un pez fuera del agua.
Un rayo me atraviesa. No, no es solo un rayo. Un
centenar de rayos, una tormenta entera. Me vuelvo a
abalanzar sobre el mostrador y tiro las cestas de amuletos
que todavía seguían sobre la madera. La mujer comienza a
quejarse, pero yo la ignoro.
—¿Qué has dicho?
Sus ojos negros se hunden en los míos.
—Me has escuchado perfectamente. —La sonrisa burlona
permanece en la comisura de sus labios.
Le doy la espalda y me dirijo a trompicones al pequeño
estanque del templo. El agua es oscura, algunos nenúfares
flotan sobre las aguas, pero no veo a los peces koi.
Entrecierro los ojos, y me parece ver una sombra
gigantesca que aparece y desaparece. Una sombra que no
pertenece a mi mundo y que he visto otras veces.
—Ryōjin —murmuro.
A pesar de que no corre ni una gota de viento, el agua se
ondula.
Arashi se coloca a mi lado y balancea la mirada del
estanque a mí. Yemon se encuentra en el otro, atento, como
si ya supiera lo que voy a hacer.
—¿Qué ocurre?
—Es aquí. Esta es la forma que tengo para volver —
susurro, casi para mí misma—. Aquí empezó todo. Estoy
junto a una frontera, una división entre la tierra y el agua.
Y agua. Sabía que el agua tendría que estar presente —
repito, levantando la mirada hacia él—. Tengo que entrar
en él.
—¿En el estanque? —pregunta Arashi, con el ceño
fruncido—. Ni siquiera te llegará a la cintura. Puedo ver el
fondo.
Me asomo una vez más, pero yo no veo el final. Solo una
oscuridad densa y prolongada, que tiembla con forma de
ondas, de la misma manera en que se extiende un
terremoto.
—Estoy segura. Es aquí —digo, y levanto un pie por
encima del estanque.
—¡Espera! —Arashi me sujeta de los brazos y me echa
hacia atrás. Sus brazos me envuelven, mi espalda se
aprieta contra su pecho, y siento el cosquilleo de sus
cabellos en mi barbilla, la presión de la patilla de metal de
sus gafas contra mi mejilla—. Prométeme que vas a volver.
—Arashi… —intento apartarme de él, mirarlo a los ojos,
pero su fuerza no me lo permite.
—Prométemelo. Sé que vas a tratar de cambiar las cosas,
sé que muchas personas de ese pasado te necesitan, pero
no olvides que yo estoy aquí. Y Li Yan. Y Harada. Y Kaito. Y
tu padre y tu hermano. Nosotros también te necesitamos.
—Su voz bajó hasta convertirse en un murmullo—.
Muchísimo.
Sin volverme hacia él, sujeta con delicadeza mi brazo, me
sube la manga del abrigo y del jersey y me coloca su reloj
de pulsera. Lo miro por encima del hombro, a punto de
darle las gracias, pero entonces Arashi me gira entre sus
brazos y me besa. Y es como atravesar la superficie del
océano y adentrarse en su interior. Es como atravesar un
huracán y llegar a su mismo centro, donde la calma y la
quietud lo llenan todo, a pesar de que el mundo gire sin
control.
Es un beso que sabe a promesa. Que sabe a futuro.
Me separo de él con lentitud y lo miro una última vez
antes de dar otro paso atrás.
Pierdo el equilibrio y me zambullo en las gélidas aguas
invernales del estanque. Yemon me imita, con sus ojos
azules clavados en mí.
Arashi me dijo que había visto el fondo, pero el agua me
engulle y tira de mi cuerpo hacia abajo, hacia abajo, hacia
un lugar donde ni dioses, ni kami, ni mortales pueden
llegar.
QUINTA
PARTE

TSUNAMI
EL DIOS DRAGÓN
11 de marzo de 2011

C uando abro los ojos, el agua brilla. Está coloreada de


un intenso azul, una mezcla de índigo y turquesa. No
sé dónde estoy, pero desde luego, no en el interior del
estanque del Templo Susanji, ni tampoco en el océano que
baña Miako. Esta agua no pertenece a mi mundo, de eso
estoy segura. De estar en él, no podría seguir respirando.
De pronto, frunzo el ceño. Giro sobre mí misma, una, dos,
tres veces.
—¿Yemon? —exclamo, y mi voz se extiende por el agua de
la misma forma en que lo hace por el aire. Pero no me llega
ningún maullido como respuesta, ni veo su cuerpo
rechoncho y gris por ningún lado.
Capto entonces un reflejo por el rabillo del ojo y el agua
se sacude con tal fuerza, que doy un giro completo sobre
mí misma y acabo frente a una gigantesca sombra que
siempre parece haber estado aquí, esperándome.
La reconozco. La he estado viendo todo el curso, desde el
mismo día que me crucé con Arashi y eso me hizo recordar
Miako y despertar mis fantasmas. La misma sombra
gigantesca y alargada, que siempre parecía estar
siguiéndome cada vez que me acercaba a una gran
cantidad de agua. La misma que vi por primera vez cuando
tenía once años, en el festival de verano de Miako. La que
se escondía en el interior de un pececillo que se sacudía en
el suelo.
—Hola, Ryōjin —digo. De mi voz no brotan burbujas, solo
palabras claras.
Pero ya no es una simple sombra borrosa que observo a
través de un agua ondulante. Ahora, frente a mí se
encuentra un dragón enorme, parecido y diferente a la vez
a las ilustraciones que acompañan a las leyendas. Una red
de escamas doradas recubre gran parte de su cuerpo, y una
extraña cresta nace en su nuca y termina en su cola.
Largos y afilados cuernos brotan de su cabeza, y unos
bigotes dorados, larguísimos, flotan en el agua. Sus
enormes garras rojas están replegadas y sus ojos, tan
azules como esta agua que me rodea, solo me miran a mí.
—Nanami Tendo —pronuncia, aunque su boca no parece
articular esas palabras, como si vinieran de todos lados.
Separa las fauces y unos colmillos tan gruesos como mi
tronco asoman bajo una extraña sonrisa—. Hacía mucho
que un humano no me veía así, ni siquiera uno tan especial
como tú.
Debería estar aterrorizada, pero el golpeteo frenético de
mi corazón solo está relacionado con Miako, con lo que
tendré que hacer y con la enorme falta de Yemon, que crea
un agujero en el centro de mi pecho. Si no fuera por ello,
sentiría lo mismo que cuando flotaba en el océano,
bocarriba, con el sol de verano acariciándome la piel
mojada y los pececillos haciéndome cosquillas cuando
cruzaban a mi lado.
—Tu guardián ha cumplido su misión.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunto, alzando la voz—.
Saltó conmigo al estanque, lo vi con mis propios ojos.
Pero el dios dragón continúa en silencio y yo siento que el
aire se me atraganta.
—¿Está…?
—No está muerto, al igual que nunca llegó a estar vivo. Al
menos, de la forma en que los mortales creen en la vida. —
Observo a Ryōjin con los ojos muy abiertos y horrorizados
—. Él nunca llegó a pertenecer a tu mundo. Estuvo a tu
lado porque tenía una misión: protegerte hasta que
encontraras el final del camino.
—Pero… pero ni siquiera me he despedido… —musito.
Hay lágrimas en mis ojos, pero se confunden con el agua en
la que floto—. Pensaba…
—Las reglas que rigen el mundo de los mortales y las del
mundo de los dioses y los espíritus son diferentes.
—No, son crueles —replico, con rabia—. Los propios
dioses lo sois.
El dios dragón ladea la cabeza, como si estuviera
pensando. Su voz retumbante no parece expresar nada, es
demasiado profunda, demasiado bestial. No hay
sentimientos en ella.
—Los dioses decimos la verdad, por eso os parecemos
crueles. —Da la impresión de que no va a añadir nada más,
pero, aunque mantiene sus fauces cerradas, su voz sigue
resonando a mi alrededor—. Ese komainu hizo un buen
trabajo al traerte aquí, pero soy yo el único que puede
terminar este viaje.
Un espasmo sacude mi cuerpo y lo arquea. Las lágrimas
se quedan congeladas en mis ojos.
—¿Eres quien me va a llevar a Miako?
—Así es —contesta, con su voz profunda—. ¿Estás
preparada?
Asiento, aunque sea mi mayor mentira. Sus enormes ojos
sondean los míos y sus pupilas se dilatan un poco.
—Llevo observándote muchos años, Nanami Tendo, y sé
que no ha sido nada fácil. Tampoco lo será a partir de
ahora. —La extraña expresión de Ryōjin se profundiza y el
agua que me sostiene y me rodea parece calentarse—. Pero
los humanos fuisteis creados para sobrevivir. Y tú has
sobrevivido a muchas cosas.
El dragón agita su enorme tronco, se acerca a mí. El agua
me arrastra y me hace girar un par de veces; si quisiera,
con un solo golpe de su enorme garra, me destrozaría. Pero
las garras se mantienen bien alejadas de mí, y lo único que
acerca Ryōjin es su espalda serpenteada por la cresta
dorada, que brilla como el sol.
—Mientras el mundo me recuerde y yo siga vivo, el agua
estará a tu lado. Te servirá. Siempre.
Una sonrisa amarga estira mis labios.
—¿Incluso la de un tsunami?
El dragón gira la cabeza para mirarme con sus
monstruosos ojos turquesas.
—Hay cosas que ni los dioses podemos controlar. —De
pronto, una suave corriente me envuelve y me empuja
hacia él—. Ahora, sujétate fuerte. Tenemos que realizar un
viaje de cinco años.
Contemplo su cresta brillante, que casi me ciega, y
respiro tan hondo como puedo. Después alargo la mano. Ni
siquiera consigo acertar qué tacto tiene, porque en el
momento en que mis dedos se cierran en torno a ella,
siento un tirón tan terrible, que no sé cómo no se me
separa el brazo del cuerpo.
A duras penas, consigo aferrarme con la otra mano
mientras el agua ruge a mi alrededor y avanzo a toda
velocidad. Apenas soy capaz de ver nada. El agua se me
mete en los ojos, en la nariz, en la boca. No puedo
vislumbrar al enorme dragón que me guía y del que sé que
no debo separarme. Así que cierro los ojos y aprieto los
dientes, y de pronto, cuando ya no queda oxígeno en mis
pulmones, todo mi cuerpo se golpea contra un suelo duro y
terroso.
Escupo y toso, y un chorro de agua salada escapa de mi
boca y de mi nariz. Intento levantarme, pero el mundo da
una vuelta de campana sin incluirme. Una mano se apoya
con gentileza en mi hombro y me obliga a permanecer
tumbada unos segundos más.
—Date un poco de tiempo. Acabas de hacer un viaje muy
largo, aunque no hayas sido consciente.
A pesar de la petición, me incorporo de golpe y, aún
sentada en el suelo, miro a Kannushi-san, que está
acuclillado a mi lado, con sus gafas oscuras y su sonrisa
perenne.
—¡Se suponía que debía estar esperándome en Miako! —
exclamo, indignada.
—Así es —responde él, con placidez.
Frunzo el ceño y, entonces, miro a mi alrededor. Me
encuentro en el Templo Susanji, de eso no hay duda. Mis
pies cuelgan sobre el borde del estanque, en el que varios
peces koi nadan en círculo. Uno, sin embargo, está muy
quieto y parece observarme. Giro la cabeza y descubro a la
sacerdotisa en la oficina, aburrida como siempre, frente a
unas cestas llenas de amuletos para vender.
Me levanto de golpe y avanzo renqueando hasta el borde
del mirador, a pesar de que un súbito mareo me hace
trastabillar. Apenas recuerdo cómo respirar.
Bajo mi mirada, se encuentra Miako. Pero no el Miako
que he visto hace unos minutos, repleto de solares vacíos,
algunas casas prefabricadas y cadáveres de edificios. No,
este es el Miako de mi infancia. Un pueblo costero lleno de
vida, con un pequeño puerto y un precioso paseo marítimo,
por el que he caminado miles de veces. Me llevo las manos
a la boca y hundo las uñas en mis labios. La mirada se me
emborrona. El agua caliente de mis lágrimas se mezcla con
el agua helada que me enfría la cara. Puedo verlo, puedo
verlo todo. Los hogares de mis amigas, el colegio junto al
río y cerca del paseo marítimo, la casa de Yoko-san y, junto
a ella, mi casa. Mi hogar.
Las calles están llenas de personas. Ahora son todos
adultos con prisas por hacer recados, pero antes habrían
estado llenas de escolares que se dirigían al colegio en su
último día de curso; los mayores, en vez de ir cuesta abajo,
habrían resoplado cuesta arriba, en dirección al instituto de
Miako que se encuentra en la zona más elevada, casi en el
límite de sus terrenos. No lo saben, pero ellos, al contrario
que muchos, ya han salvado sus vidas.
Las piernas me tiemblan y caigo hacia atrás, incapaz de
sostenerme. Me doy un buen golpe, pero no me importa.
Estoy aquí. No puede ser, pero estoy aquí. Debería
levantarme, pero soy incapaz de moverme, de apartar la
mirada de este pueblo que tanto quiero y que está a punto
de desaparecer.
Escucho unos pasos y vuelvo la cabeza para ver a
Kannushi-san acercarse a mí.
—¿Qué día es hoy? —logro articular.
Él, en vez de responderme, extiende su mano y me ofrece
la primera página del Yomiuri Shimbun, el periódico que
leía y lee mi padre en la actualidad. Mis pupilas vuelan
hasta la fecha.
Respiro hondo.
Viernes. Once de marzo del año dos mil once.
Mis piernas recuperan la fuerza y me incorporo dando un
salto.
—Tengo que marcharme —musito, pero la mano de
Kannushi-san se enreda en mi brazo y me impide avanzar.
—No puedes irte así —dice, antes de echar una ojeada a
mi ropa.
A pesar de que estoy empapada, de que el frío me muerde
los huesos, separo los labios para protestar, pero entonces,
sigo el rumbo de su mirada. Junto al mostrador donde
venden los amuletos, la sacerdotisa espera, con un
uniforme idéntico al suyo entre los brazos.
El aliento se me entrecorta cuando recuerdo el dibujo de
Kukiko Yamada. Ahora entiendo por qué estaba vestida de
sacerdotisa. No dudo y avanzo a toda velocidad hacia ella.
—Eres realmente una diosa, ¿verdad? —le pregunto,
cuando llego a su lado.
Ella se limita a hacer una mueca y a arrojarme las
prendas. Después, me abre la puerta de la oficina para que
me cambie a toda prisa. A pesar de que tengo las zapatillas
de deporte empapadas, me las dejo puestas. Si tengo que
correr (y estoy segura de que así será), no podré hacerlo
con las incómodas sandalias que llevan los trabajadores del
templo.
Cuando salgo vestida, la sacerdotisa no está y solo veo a
Kannushi-san. Me quedo durante un instante paralizada,
mirándolo.
—Buena suerte —me desea él.
Yo asiento, le dedico una profunda reverencia a modo de
despedida y después echo a correr, atravesando el torii del
Templo Susanji sin mirar atrás.
Desciendo la parte del sendero que Arashi y yo subimos
hace solo unos minutos, aunque ahora él no esté aquí. No
me cruzo con nadie mientras bajo a toda velocidad; quizá
porque hoy es viernes y la gente trabaja, o porque da la
sensación de que va a llover (aunque sé que no lloverá). El
cielo está muy nublado, pero a través de las nubes puedo
comprobar cómo el sol no está muy lejos de su cénit. Miro
el reloj, son las doce del mediodía, y eso significa que solo
tengo unas tres horas antes de que el agua sepulte todo.
Aumento el ritmo, y pronto el sendero que recorro se
hace menos abrupto, se aplana y se ensancha, y en su parte
final, se cubre de asfalto. Este llega a su fin y yo me
detengo un instante para retomar aliento. Estoy en la zona
más alta del pueblo, cerca de donde vivía. Si cerrase los
ojos, estoy segura de que podría llegar sin problemas hasta
la puerta de la misma casa, pero no es a allí adonde quiero
llegar.
Se me seca la boca.
Pero ¿a dónde quiero llegar?
«No sé cómo voy a hacerlo, Yemon», musito, aunque el
gato ya no esté a mi lado.
Mis ojos vagan por las calles que nacen delante de mí y
de pronto se detienen en una figura, que desciende a
saltitos por una de ellas. La observo con fijeza. Es una
chica… No. Una niña.
Reconozco la mochila oscura, el pelo corto y muy
despeinado, reconozco esos calcetines (uno más arriba, el
otro más abajo), reconozco esa forma de andar, siempre a
saltos.
La voz de Kaito susurra en mi cabeza.
Ese día, Amane llegó muy tarde a clase.
Porque no hay duda.
Es ella.
LAS PALABRAS
DE AMANE
11 de marzo de 2011

C uando me doy cuenta, mis pies ya me han arrastrado


hasta ella. Debería haber pensado en qué decir, pero
ya es demasiado tarde. Me he plantado frente a su pequeño
cuerpecillo, cortándole el camino, y Amane me observa
ahora con la cabeza ladeada, entre sorprendida y
extrañada.
Sus grandes ojos se deslizan por todo mi atuendo y
terminan en mis zapatillas de deporte empapadas.
—Hola —susurro, con la voz ronca.
Ella retrocede medio paso, me dedica una reverencia y se
apresura a sortearme. Aunque mi cabeza todavía es
incapaz de enhebrar una excusa creíble para poder
hablarle, me vuelvo a acercar, aunque esta vez me coloco a
su lado.
—No puedo hablar con extraños —me dice, antes de
apretar el paso.
Yo no soy ninguna extraña, Amane, pienso, pero sé que no
puedo decirle la verdad. No sé si lo entendería. No sé si
saldría corriendo. Y yo quiero disfrutar de un poco más a su
lado.
—Siento mucho molestarte —digo, con una sonrisa de
circunstancias. Por dentro, el corazón me va a destrozar el
pecho—. Estoy en mitad de un viaje escolar; solo intento
terminar la tarea que nos han asignado para hoy.
Amane se detiene y frunce un poco el ceño. De nuevo, me
vuelve a mirar de arriba abajo, esta vez con menor
disimulo.
—No es época de viaje escolar —comenta—. Además, ¿por
qué estás vestida así?
Aprieto un poco los labios. Mizu siempre era la que
respondía a todo y terminaba poniendo a los adultos
nerviosos, no Amane. Sacudo la cabeza y me obligo a
respirar hondo.
—Es que… bueno, vengo de un lugar un tanto particular.
—Al menos, no estoy mintiendo. Ella asiente y sus manos se
aflojan un poco sobre las tiras de la mochila. Parece algo
más confiada, así que suelto lo primero que se me pasa por
la cabeza—. El trabajo que estoy haciendo trata sobre
desastres naturales.
—¿Desastres naturales? —repite Amane, de pronto
interesada.
Mis ojos vuelan sin querer hasta el trozo de océano que
avisto desde aquí.
—Sobre terremotos y tsunamis —susurro, porque mi voz
se niega a salir con más fuerza.
—Ah. —Amane se encoge de hombros y retoma el paso en
dirección al colegio, aunque esta vez no parece tan
nerviosa de que camine a su lado—. Bueno, todos los años
hay terremotos.
—Pero no muy fuertes —le replico, a lo que ella vuelve a
encogerse de hombros—. ¿Y si de pronto se produjera el
terremoto más intenso que se haya registrado nunca?
Amane tuerce el gesto y parece pensarse bien la
respuesta. Soy incapaz de fijar demasiado la vista en ella, a
pesar de que sé que no puedo estar eternamente aquí,
caminando a su lado.
—Supongo que haría lo que nos han enseñado: me
colocaría bajo una mesa, me cubriría la cabeza con los
brazos…
—¿Y un tsunami? —le interrumpo.
—Ha habido varios en Miako. Mi madre me dijo que el día
que nací hubo uno, pero para eso están las barreras del
puerto y del paseo marítimo —contesta, con una pequeña
sonrisa. Sus ojos vuelan cuesta abajo, donde se ven los
muros a lo lejos, tan minúsculos en la distancia como lo
serán cuando las gigantescas olas lleguen a la costa dentro
de solo unas horas.
—¿Y si no fueran suficientes? —musito.
—Miden ocho metros —contesta Amane, antes de
lanzarme una mirada confundida—. Son muy altos.
—Si un tsunami es lo suficientemente potente, puede
saltar por encima de esas barreras —aseguro; mi voz de
nuevo enronquecida—. Si un tsunami es lo suficientemente
fuerte, puede arrastrar barcos, coches, aviones, incluso
edificios. Puede adentrarse decenas de kilómetros en la
tierra. Puede arrasar pueblos y ciudades enteros. Ya ha
pasado y podría volver a pasar.
Amane palidece ante mis palabras y acelera un poco el
paso. Vuelve a mirarme con desconfianza, ahora mezclada
con miedo.
—Tengo que llegar al colegio, ya voy muy tarde —
masculla.
Pero yo la sujeto del brazo y la dejo clavada en el sitio.
Ella se queda paralizada y, por el rabillo del ojo, veo cómo
un par de peatones giran la cabeza en mi dirección.
—¿Qué harías ante un tsunami así?
—Yo… —Amane mira a un lado y a otro, vacila—. Subiría a
una de las colinas, o al Monte Kai.
De soslayo, veo cómo una mujer que arrastra el carro de
la compra cambia de dirección y se acerca a nosotras.
—¿Y si no te diera tiempo y estuvieras en el colegio? —
Amane no me contesta y desvía la mirada hacia la
desconocida. No sé si me escucha y yo siento el pánico
correr como sangre por mis venas—. Escúchame. Si
estuvieras en el colegio y el agua se acercase a toda
velocidad, tendrías que subir a la azotea, ¿de acuerdo? Y
deberías decírselo a todos los que puedas. Allí estaréis a
salvo. Es demasiado alta para que el tsunami os alcance.
Pero debéis ser rápidos, muy rápidos.
Le suelto el brazo y ella se tambalea un poco. La mujer
que arrastra el carro de la compra empieza a preguntarme
si conozco a Amane, pero yo la ignoro y me alejo de ellas.
Aunque un par de pasos más tarde me detengo y vuelvo a
girarme en su dirección.
—¿Conoces a Nanami Tendo?
La desconocida empuja a Amane por la espalda, pero ella
permanece un segundo más en el sitio, confundida.
—¿A Nami? —pregunta.
—Hablé también con ella —miento y, aunque no tenga
ningún sentido, añado—: Te quiere muchísimo, Amane.
Para ella, eres su mejor amiga. Y sin importar lo que pase,
siempre lo serás.
Amane se sobresalta al escuchar su nombre. Alza la voz
para preguntarme sobre ello, pero la mujer del carrito se
coloca entre nosotras dos y yo le doy la espalda y echo a
andar con rapidez. Sin embargo, ella no desiste en su
empeño.
—¡Eh! ¿Sabes qué haría también si se produjera un gran
tsunami? —A pesar de que el cuerpo de la desconocida la
cubre por completo, veo cómo su mano regordeta señala a
un altavoz que cuelga de una fachada cercana—. ¡Avisaría a
todo el mundo!
Me tropiezo con mis propios pies y mis ojos se quedan
fijos en ese altavoz viejo, algo corroído por la humedad. De
pronto, un antiguo recuerdo llega hasta mí con las formas
de las sonrisas de Amane y Mizu, y de sus carcajadas
cuando fuimos a visitar el Ayuntamiento de Miako y vimos a
través del cristal de una puerta una sala pequeña y oscura,
en la que solo había una mesa, un micrófono y una silla.
Me siento aturdida y aparto ese recuerdo para buscar
otros. Estoy segura de que en Miako nunca se llegó a dar
ninguna alarma, a excepción de la que sonó en los teléfonos
móviles. Hubo pueblos y ciudades en donde sí se hizo, y eso
pudo salvar a parte de la población, pero no aquí.
Jadeo. ¿Por qué? ¿Quizá porque no hubo tiempo? ¿Por eso
yo no lo conseguiré? No lo sé, pero tampoco puedo perder
tiempo en imaginar en lo que pudo ocurrir o en lo que
pasará. Levanto una de las amplias mangas de mi camisa y
miro la hora que marca el reloj de Arashi. Las doce y
veinte. Hasta las tres menos cuarto, cuando se produzca el
terremoto, tengo algo menos de dos horas y media.
Después, solo pasarán unos minutos hasta que el tsunami
arrase Miako. No tengo que correr, debo volar.
Miro un instante por encima del hombro, pero Amane
debe haberse alejado porque ya no puedo verla. La mujer
del carrito sigue parada en mitad de la calle y me observa
con expresión amenazadora. No le dedico ni un segundo
más. Le doy la espalda y echo a correr hacia el
Ayuntamiento.
Me hubiese gustado abrazar a Amane, abrazarla con toda
la fuerza posible. Así, el nudo que siento en el pecho se
hubiese aflojado un poco. Una parte de mí, sin embargo, se
siente afortunada. Ella se despidió de mí en Kioto, y yo
ahora he podido dedicarle las mejores palabras que existen
para una despedida. No sé si lo ha entendido o no, pero he
podido decirle «te quiero», y eso es lo importante.
EL AYUNTAMIENTO
11 de marzo de 2011

C uando era una niña, sabía que Miako era un pueblo


pequeño, pero ahora que recorro sus calles a toda
prisa, cruzándome de vez en cuando con personas que no
sé si seguirán vivas dentro de varias horas, siento las calles
más estrechas, las distancias más cortas, los edificios de
menor altura. En mi memoria todo brillaba más, todo era
más enorme y cálido. Y ahora que he vuelto, casi prefiero
mi memoria a esta realidad en la que Miako no es más que
un pequeño pueblo de costa, sin nada más particular en él
que mis recuerdos.
Estoy tan sumergida en esta súbita revelación, que tardo
en esquivar a una figura que sale de pronto por la puerta
de un comercio. La esquivo por poco, pero arrojo sin querer
al suelo un par de bolsas de plástico. De ellas se escapan
varias latas de conserva que consigo atrapar antes de que
rueden calle abajo.
Me incorporo a toda prisa, con las latas en la mano. No
puedo detenerme. No tengo tiempo.
—Lo siento, yo…
La voz se me extingue cuando los ojos arrugados de
Kukiko Yamada me devuelven la mirada. La boca se me
seca. Es ella, sin duda. Luce casi idéntica en las imágenes
que Arashi nos enseñó a Harada, a Li Yan y a mí en clase.
Es la mujer que se cruzó conmigo en O-bon y me dio las
gracias.
Durante un momento, pienso en continuar mi camino,
pero de pronto me doy cuenta de que no puedo hacerlo.
Quizá, retrasarme impida que pueda llegar hasta el
Ayuntamiento y acceder a la sala donde pueda dar la
alarma a través de los altavoces, y tal vez ella sea el motivo
de que nunca llegase a haber ningún aviso, pero si sigo mi
camino, si ella muere, entonces puede que no llegue nunca
hasta mí, nunca veré la ilustración que hará sobre mí.
Con los brazos rígidos como ramas secas, me apresuro a
guardar las latas en las bolsas de plástico, y se las tiendo.
Ella, con una sonrisa, me da las gracias, pero yo no me
muevo.
—Señora… Yamada —comienzo, a trompicones. Sus ojos
se abren de par en par por la sorpresa al escuchar su
apellido.
—¿Nos conocemos? —pregunta.
—Sí, de alguna forma, sí —contesto, antes de tragar
saliva para calmar mi garganta, que arde con cada palabra
—. Voy a decirle algo que le va a sonar extraño. Algo que no
tiene ningún sentido. Pero por favor, por favor, tiene que
creerme.
La mujer frunce su fino ceño blanco, pero no hace amago
de marcharse, ni siquiera se mueve. Sus ojos recorren mi
atuendo.
—No eres una sacerdotisa, ¿verdad?
—Tiene que marcharse de aquí —digo, sin responder a su
pregunta anterior. Echo un vistazo rápido al reloj de
pulsera—. Debe subir al Monte Kai, al Templo Susanji. Lo
conoce, ¿no es así? —Ella asiente, separa los labios para
hablar, pero no la dejo. Soy más rápida—: Se va a producir
un terremoto. El mayor terremoto que se ha registrado
jamás en Japón. Pero eso no será lo peor. A consecuencia de
él, se ocasionará un tsunami que arrasará con muchas
ciudades y pueblos. Y Miako es uno de ellos. Por eso tiene
que alejarse todo lo posible de aquí. Y avisar y convencer a
todo el que pueda. Es muy importante. Mucha gente va a
morir.
Las pupilas de Kukiko Yamada se dilatan, aunque no
parece asustada. Un brillo extraño relumbra en ellas.
—¿De dónde vienes? —susurra.
Yo no puedo perder más el tiempo. Tengo que llegar al
Ayuntamiento, tengo que dar la voz de alarma. Comienzo a
retroceder.
—La pregunta no es de dónde vengo. La pregunta es de
cuándo.
Le dedico una reverencia rápida y me doy la vuelta por
fin. Sin mirar atrás, echo a correr de nuevo y me alejo de la
mujer. Más adelante, tengo que preguntar en una cafetería
dónde se encuentra el Ayuntamiento, porque no recuerdo el
camino. Cuando le doy las gracias a la dependienta que me
brinda las indicaciones oportunas, se me ocurre añadir que
trabajo en el Templo Susanji y que hoy a las dos y media
comenzará un festival de bienvenida a la primavera. Ella
parece sorprendida, dice que no había oído nada, pero
comenta que intentará acercarse con sus hijos después de
comer. Yo insisto, algo vehemente quizá, y cuando salgo de
nuevo a la calle me pregunto si esa familia se salvará del
desastre al que no le queda mucho por llegar.
De camino al Ayuntamiento, me cruzo con varias personas
y vuelvo a hablarles de ese falso festival. Algunos parecen
interesados, pero la mayoría se limitan a darme las gracias
y a seguir su camino, tras echar un vistazo a mi pelo
húmedo y encrespado y a mis zapatillas de deporte; otros
me preguntan, incluso, si no debería estar en el instituto.
Llego a las puertas del Ayuntamiento, un edificio más
pequeño y humilde del que recordaba, desesperanzada. En
la entrada hay un guardia de seguridad con una barriga
algo prominente que me echa una ojeada cuando paso por
su lado. Me obligo a dirigirle una sonrisa y entro en el
edificio con paso seguro, aunque mis huesos se han
convertido en gelatina.
Después de cruzar el recibidor, me encuentro en una sala
amplia, sobria, de color madera y blanca donde varios
administrativos parecen ocupados frente a sus
ordenadores. Algunas personas ocupan las sillas que están
frente a los escritorios y sus expresiones oscilan entre el
hastío y la impaciencia. A un lado de la escalera que
conduce al piso superior, esa misma que subí hace cinco
años, hay un mostrador de información. Por suerte, no hay
nadie que espere a ser atendido, así que me dirijo a él con
rapidez.
—Bienvenida, ¿qué puedo hacer por usted? —pregunta el
hombre que atiende tras él.
Durante un momento, los dos nos quedamos en silencio,
observándonos. Él me mira sorprendido por mi aspecto,
pero yo lo reconozco. Es el mismo hombre que nos hizo de
guía por el edificio durante aquella excursión hace años.
Me aclaro la garganta y me obligo a centrarme.
—Sí, hola… —Esbozo una expresión que intenta ser
angelical, pero a juzgar por el semblante del hombre, creo
que mi sonrisa no es más que una mueca tensa—. Necesito
hablar con el alcalde.
Él parpadea y su sonrisa vacila un poco.
—¿Disculpe?
—El alcalde. Tengo un asunto muy importante que tratar.
—Pestañeo con exageración—. Estoy segura de que alguien
como él, que tanto quiere al pueblo de Miako y tanto ha
hecho por sus habitantes, considerará muy importante lo
que debo comentarle.
El administrativo parece dudar un instante, pero
finalmente me pregunta por mi nombre.
—Nanami Tendo —respondo, sin dudar, como si tuviera
una cita con él.
—Espere un momento, por favor.
Fuerzo un poco más mi sonrisa, aunque «un momento» es
de lo que menos dispongo en este instante. Mientras él se
lleva el auricular de un teléfono de mesa al oído y teclea un
número que se sabe de memoria, yo miro al reloj de pared
que hay justo frente a mí. Es la una menos cuarto. Quedan
solo dos horas.
—Ho… hola, señor alcalde. Sí, sí… lo sé. Mire, aquí hay
una joven… —El hombre me dedica una mirada rápida—.
Nanami Tendo, dice que necesita hablar con urgencia con
usted.
Contengo el aire en mis pulmones, mientras la expresión
del administrativo se agria un poco.
—Sí, señor. Sí, lo entiendo. Discúlpeme, discúlpeme. —
Cuelga el teléfono, quizá con más fuerza de la necesaria, y
me dice en tono seco—: Lo siento, pero el alcalde no puede
atenderla, se encuentra reunido. Si pidiera una cita,
podría…
Pero yo no lo escucho. Paso por su lado y me abalanzo
escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos. El
hombre suelta un grito de alerta, pero eso no hace que me
detenga. A mi espalda, levanto exclamaciones que se
confunden con mis pisadas furiosas.
Por suerte, en el segundo piso no veo a nadie. Está
completamente desierto. A solo un par de metros, veo la
puerta que estoy buscando. Es idéntica a mi recuerdo,
aunque, a decir verdad, es lógico. En mi cabeza, han
pasado más de cinco años desde que pisé este lugar, pero
en la realidad, en esta realidad, apenas unos meses.
Tiro del picaporte, pero, aunque la puerta se sacude con
violencia, no se abre. Bajo la mirada, desesperada, y veo
una cerradura de la que no me percaté la primera vez que
la vi.
De pronto, al fondo del pasillo, una puerta se abre con
violencia.
—Kuso! ¿Qué diablos ocurre?
Giro la cabeza y observo al alcalde con más atención de lo
que lo hice en su día. Debe tener la edad de mi padre,
aunque es más ancho, tiene la piel grasienta y lleva un traje
barato. Él se queda pasmado cuando ve a una chica vestida
de sacerdotisa en mitad del pasillo, con el pelo levantado
en todas direcciones, tratando de echar abajo una puerta
de madera.
En la escalera aparece el administrativo del mostrador de
información y el mismo guarda de seguridad que había
visto al entrar en el Ayuntamiento. Sus ojos se clavan en mí
y yo no dudo. De un salto esquivo sus manos, que tratan de
atraparme, y corro en dirección al alcalde.
No sé qué es lo que ve en mi expresión, pero un
relámpago de terror cruza su cara aceitosa. Retrocede e
intenta encerrarse en su despacho, pero yo coloco la
puntera del pie a tiempo y me cuelo en la estancia. La
puerta tiene pestillo por dentro, así que lo corro con
rapidez y me vuelvo hacia el hombre que está detrás de su
escritorio.
Escucho golpes al otro lado, amenazas de llamar a la
policía, pero yo solo tengo ojos para el alcalde y la ventana
que se encuentra detrás de él, desde donde puedo ver un
cielo muy nublado y un océano oscuro.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —me pregunta, altivo,
aunque su voz le falla. No se me escapa la manera en la
que observa el cúter que tiene sobre el escritorio, junto a
unas cartas abiertas—. Sabes que estás metida en un buen
lío, ¿verdad?
No tengo tiempo para amenazas ni para asustarme. Ya lo
haré cuando el suelo comience a temblar.
—Va a ocurrir un desastre —digo.
El alcalde arquea una ceja.
—¿Qué?
—Un terremoto, pero no un terremoto cualquiera.
Sucederá hoy, en menos de dos horas. Se producirá en el
océano Pacífico, pero tan cerca de aquí, que cuando las
autoridades comuniquen el riesgo de tsunami, Miako ya
habrá sido arrasado. Apenas pasarán varios minutos desde
el fin del terremoto y la llegada de la primera ola.
El hombre me observa en silencio, con la ceja todavía
arqueada. No pronuncia palabra y, a mi espalda, los golpes
se incrementan. Van a echar la puerta abajo de un
momento a otro.
—Sé que no tiene sentido lo que estoy diciendo, pero
ocurrirá. —Mis ojos se deslizan, inconscientes, hasta el
reloj de pulsera de Arashi—. Todavía tenemos tiempo para
evacuar el pueblo, para dar la voz de alarma a los de
alrededor. Podríamos evitar muchos muertos.
El alcalde sigue sin pronunciar palabra. Ojalá pudiera
saber qué ocurre en su cabeza, porque su expresión es
inescrutable. Desde el otro lado de la puerta, puedo
escuchar cómo llaman a la policía y relatan la situación.
Oigo palabras sueltas: secuestro, amenazas, alcalde, joven
demente.
Avanzo en dirección al hombre y este vuelve a mirar el
cúter de su escritorio.
—Solo quiero tener acceso a la sala de megafonía —digo,
en tono suplicante.
—¿La sala de megafonía? —repite, por fin.
—Debe avisar a todo el pueblo. Debe contarles lo que va a
suceder.
Su ceja vuelve a su posición original; respira hondo.
—¿Eso es todo lo que quieres? —pregunta, casi parece un
ultimátum. Asiento y él, a su vez, imita mi gesto. No vuelve
a mirar el cúter y se acerca a mí, esta vez con decisión—.
Colócate detrás de mí —ordena.
Lo obedezco, con el corazón latiendo a trompicones.
Quizá me equivoqué con la primera impresión que tuve de
él, tanto de niña como ahora. Quizás en su puesto sea
necesario aparentar, aunque sea con un traje barato. Quizá
simplemente le guste demasiado la gomina para el pelo y se
eche cremas inadecuadas para su tipo de piel.
Un escalofrío me sacude cuando él descorre el cerrojo y
abre la puerta con un ademán brusco. Doy un paso atrás y
esta vez soy yo la que piensa en apoderarse de ese cúter
para defenderse, si ese fuera el caso. Pero el alcalde, con
fría seguridad, se limita a ordenar tanto al guardia de
seguridad como al administrativo, que se aparten para
dejarnos pasar.
Sus expresiones atónitas no le ganan a la mía.
El alcalde, conmigo a su espalda, cruza el pasillo y se
detiene junto a la puerta de la sala de megafonía.
—Abra de inmediato —ordena al guardia.
El aludido obedece, aunque sus ojos no dejan de
deslizarse hasta mí mientras busca la llave correcta del
enorme manojo que cuelga de su cinturón. Cuando la
encuentra, abre la puerta frente a nosotros.
La visión del micrófono se me emborrona. Es como
encontrar algo a lo que aferrarse en una caída libre.
—Después de ti —dice el alcalde, mientras se hace a un
lado para dejarme entrar.
Yo ni siquiera lo miro. Sin dudar, me adentro en la sala y
me acerco con pasos torpes y nerviosos a la mesa y a la
silla que me esperan. Pero, antes de rozar siquiera su
superficie llena de polvo, escucho un crujido a mi espalda.
Cuando vuelvo la cabeza, veo la puerta cerrada y el
propio alcalde, a través del cristal, echando la llave.
—¡No! —aúllo, antes de cambiar el rumbo con
brusquedad.
Tiro del pomo con todas mis fuerzas, pero es inútil. Estoy
encerrada.
—Ya se ha avisado a la policía —me dice el alcalde, con
una sonrisa tan aceitosa como su cara—. Esperarás aquí
hasta que llegue.
—Me da igual —siseo.
Tengo ganas de escupirle, pero al menos he conseguido
llegar hasta aquí. Arreo un puntapié a la puerta, que se
sacude con violencia, dedico un último vistazo de odio a los
tres hombres al otro lado y les doy la espalda para
dirigirme a la mesa sobre la que descansa el micrófono.
No he mentido. Me da igual que llegue la policía, que me
detenga si así lo quiere, pero yo podré avisar a todos los
habitantes de Miako. Y la historia cambiará. Y no solo se
salvarán Kukiko Yamada o Arashi. Lo harán muchos más.
Con decisión, aprieto el único botón con el que cuenta la
base del micrófono. Espero que se ponga en rojo, que
parpadee, que haga algo. Pero nada cambia. Frunzo el
ceño, reviso que no haya nada desenchufado, vuelvo a
apretar, esta vez con rabia, y otra, y otra, y otra vez.
Y entonces, me fijo de verdad en el polvo que cubre la
mesa, el micrófono, el suelo, toda la sala. Hace demasiado
tiempo que nadie entra aquí.
Cuando me giro hacia la puerta, el alcalde me devuelve
una mirada torcida.
—No funciona —dice. Y esas dos palabras me rompen por
completo.
—¿Qué? —murmuro.
Pero él no me contesta, añade algo nuevo sobre la policía
que yo ni siquiera escucho porque un grito interno lo llena
todo. El alcalde dispara unas palabras al guardia de
seguridad y al administrativo y lo veo desaparecer, sin
dedicarme más atención.
Poco después, el guardia de seguridad también lo sigue y
el hombre que nos guio en aquella excursión es el único
que se queda al otro lado de la puerta.
LOS ENVIADOS
DE LOS DIOSES
11 de marzo de 2011

N o sé cuánto tiempo transcurre hasta que escucho que


unas palabras llegan a mí. Estoy tan derrotada, tan
agotada, desesperanzada, que creo que solo ha sido algo
provocado por mi imaginación. La rabia no aflora, no
puede, no me queda. Pero la voz insiste y consigue que
levante la cabeza y la incline hacia un lado.
El administrativo sigue al otro lado de la puerta,
observándome a través de un cristal.
—No sé para qué querías entrar aquí. Hace meses que el
servicio de megafonía no funciona. He dado parte de ello
innumerables veces… pero el problema sigue sin
solucionarse.
—¿Meses? —repito, con la voz quebrada. Él no puede
escucharme, pero lee mis labios y asiente—. Pero usted…
hace un tiempo fue el guía en una excursión escolar. Habló
de esta habitación, les contó a los alumnos para qué servía.
El administrativo se queda perplejo durante un instante y
se lleva la mano a la coronilla, que se rasca con insistencia.
En mi muñeca, los segundos siguen pasando.
—Ah, bueno… no tenía más remedio. No puedo contarles
a unos niños que no hay presupuesto para arreglar todo el
sistema. No lo entenderían —dice, antes de encogerse de
hombros. Yo siento deseos de arrear un puñetazo a algo o a
alguien—. ¿Tu hermano pequeño participaba en esa
excursión?
—No tengo ningún hermano pequeño —respondo,
lúgubre. Lo fulmino con la mirada. Ya todo da igual—. Yo
estaba en esa excursión.
El administrativo frunce el ceño; estoy segura de que
hurga en su memoria para encontrar a una chica de
diecisiete años en el grupo al que atendió hace unos meses.
—¿Eras ayudante del profesor? No te vi.
—Era alumna.
El hombre pestañea un par de veces más, atónito. Yo
suelto un largo suspiro, derrotado, que me vacía por
completo los pulmones, y me reclino contra el respaldo de
la silla. Echo un vistazo al reloj y una punzada de dolor me
muerde el pecho. La una. Quedan menos de dos horas. Y si
la policía llega y me lleva a comisaría para interrogarme,
no será solo demasiado tarde para todos, también lo será
para mí. La central de policía fue uno de los edificios
arrasados por el tsunami.
—Debería marcharse de aquí —musito, de pronto. Giro la
cabeza para observar la expresión confusa del hombre—.
Todavía tiene tiempo. Y si tiene familia, tiene que llevársela
consigo y a todo el que pueda. A alguna zona alta, lejos del
puerto, del río y del paseo marítimo.
Él me contempla en silencio, tal y como hizo el alcalde.
Supongo que piensa que soy una demente, pero yo sigo
hablando. Tengo que advertir las veces que sean necesarias
lo que va a ocurrir, para eso he venido aquí. Así que tomo
aire y le cuento lo que sucederá antes de que el reloj
marque las tres de la tarde. No doy detalles, no creo que
sea necesario. Cuando termino, escucho unas sirenas. Me
levanto y me asomo a la única ventana con la que cuenta la
habitación; es demasiado pequeña como para que pueda
escurrirme por ella, pero es suficiente como para que sea
capaz de ver el exterior.
Bajo la mirada. En la parte de atrás del Ayuntamiento ha
aparcado un coche patrulla de la policía, y de él han bajado
dos agentes. Estoy pensando que vienen a por mí, cuando
escucho un sonido a cristales rotos a mi espalda.
Me vuelvo con brusquedad y veo cómo la puerta, ahora
abierta, yace algo floja en sus goznes por culpa de la
patada que ha recibido. Miro al administrativo, con su
expresión blanda, sus hombros caídos, sorprendida. Él
parece tan estupefacto como yo de lo que ha hecho, hasta
que se recupera.
—Desde hace días, se están produciendo terremotos en
esta zona —musita, en respuesta a mi mirada—. Yo viví el
terremoto de Kobe, en el noventa y cinco, y fue
exactamente igual.
Todavía perpleja, intento hacer memoria, pero no
recuerdo temblores días antes que nos mudáramos de
Miako. Pero, aunque los hubiera habido, a menos que
hubiesen sido fuertes, no los habría percibido. Estaba
demasiado ocupada en disfrutar del tiempo que me
quedaba en Miako con mis amigas y con Yoko-san, y
ayudando a mi padre a guardar nuestras cosas en cajas.
Aquellos días fueron una locura, un temblor de los que
sacudían de vez en cuando el país no habría sido para mí
una anécdota más que olvidar con rapidez.
—Un anciano intentó alertarnos la misma noche en la que
se produjo —continúa diciendo el administrativo, mientras
me hace gestos para que salga de la habitación. Yo miro un
instante por encima del hombro, los agentes de policía ya
no están junto a la patrulla, deben estar dirigiéndose a la
entrada del Ayuntamiento—. Parecía un loco. Alertaba a
gritos por la calle y decía que era un enviado de los dioses.
La policía se lo llevó. Imagino que murió, como los miles de
víctimas que lo hicieron. Yo solo era un adolescente, pero
ese recuerdo se me quedó grabado muy hondo.
Asiento, aturdida, y mientras bajo las escaleras de dos en
dos, recuerdo los hallazgos que encontró la nieta de Kukiko
Yamada, de gente como yo que conocía peligros que iban a
suceder antes de que pasaran. Lanzo una mirada rápida al
hombre que camina a mi lado a toda velocidad; no lo
recuerdo del documental que me mostró Arashi, ni tampoco
de ningún otro lado. No quiero imaginar el porqué.
Casi al pie de la escalera, ya en la planta baja, nos
detenemos. Justo al lado de la puerta, todavía en la calle,
veo al alcalde y al guardia de seguridad hablando con los
agentes. Nadie del interior del edificio nos presta atención;
todos alargan los cuellos, intentando captar algunas de las
palabras que intercambian.
—Será mejor que eches a correr —me dice el hombre,
antes de abalanzarse hacia delante.
Ni siquiera tengo tiempo para pronunciar una palabra.
Veo cómo atraviesa la puerta y empuja a los policías con
tanta fuerza, que estos caen al suelo. Durante un instante,
todos se quedan paralizados por el estupor, así que yo sigo
su consejo y echo a correr, y atravieso las puertas del
Ayuntamiento a toda velocidad.
El guardia de seguridad intenta atraparme, el alcalde se
aparta de mi camino, y yo escapo de los dos sin poder
evitar que mi vista se deslice hacia atrás, hacia el hombre
que yace en el suelo y que me devuelve la mirada. Se lo
llevarán a la central de policía. Y allí… aunque no tarden en
interrogarlo, no lo liberarán a tiempo.
A pesar de que uno de los policías sujeta al administrativo
con fuerza contra el suelo, el otro se aleja de él y corre
hacia la parte de atrás del edificio.
Trago saliva. El coche.
Acelero todo lo que me permiten mis piernas agotadas y
me interno por todos los callejones que encuentro a mi
paso, por lugares por los que ningún coche podría caber.
Casi puedo imaginarme a Harada corriendo a mi lado,
comentando entre risas que estoy en mitad de una película
de acción.
Escucho la sirena llegar desde algún lugar a mi espalda.
Tuerzo y subo por una calle hacia la zona alta del pueblo.
No puedo perder más tiempo, pero tampoco puedo dejar
que me atrapen, así que sigo avanzando, cada vez con más
dificultad. Asciendo, giro en una esquina, cambio de
dirección, vuelvo a girar, la tela de la hakama envuelve mis
piernas y suena como la vela de un barco sacudida por el
viento. Corro y corro, y cuando me parece que el sonido de
mis jadeos es más fuerte que la sirena de la policía, vuelvo
la cabeza para asegurarme de que estoy a salvo.
Con los ojos puestos en lo que está a mi espalda, no veo lo
que se encuentra frente a mí, así que, de pronto, mi cuerpo
impacta contra otro, más alto y duro que el mío, y los dos
perdemos el equilibrio. Mientras caigo al suelo, veo cómo
un par de onigiris vuelan por el aire y aterrizan junto a mis
rodillas.
—¡Vaya! ¿Te has hecho daño?
Esa voz me provoca un escalofrío. Levanto un poco la
mirada y veo a un joven de unos veinte años, también en el
suelo. Todavía lleva una bolsa sujeta en la mano, aunque
varias latas de té frío yacen a sus pies. Me dedica una
mirada curiosa, pero también sonríe.
Taiga. De pronto, soy incapaz de moverme. Observo a mi
hermano de hace cinco años y me doy cuenta de detalles en
los que no me fijaba por entonces, como en las gigantescas
ojeras que caen bajo sus ojos, en la tez amarillenta de su
cara, en lo consumido que está. Parece enfermo, a pesar de
su sonrisa.
Él se pone en pie con agilidad y se acerca a mí. Me tiende
una mano.
—¿Estás bien?
Estoy a punto de responderle, pero entonces escucho de
nuevo la sirena del coche de policía. Miro por encima del
hombro y palidezco al ver unas luces parpadeantes en la
lejanía.
—Kuso! —farfullo, ignorando su mano y poniéndome en
pie. La hakama se me ha roto por la caída y tras la tela
asoma mi piel magullada.
—Estás sangrando, deberías… —Frunce de pronto el ceño
y sigue mi mirada—. ¿Te persigue la policía?
—Tiene una explicación —mascullo entre dientes.
Pero no tengo tiempo de dársela; hago amago de
dirigirme hacia la calle más próxima, pero él me sujeta del
brazo antes de que llegue a dar el primer paso.
—Ven, conozco un lugar donde les será imposible
encontrarte.
Y, sin añadir nada más, tira con firmeza de mi brazo y me
guía unas calles más arriba. De pronto, me doy cuenta de lo
que pretende y se me entrecorta la respiración cuando veo
aparecer el jardín asilvestrado de mi antiguo hogar.
Durante un instante de pánico, creo que me dirá que entre,
pero en vez de eso, cuando rebasamos la barrera del jardín,
me da un ligero empujón hacia varios matorrales muy
frondosos, que mi padre nunca llegó a podar. Sus ramas
son tan largas, que se cuelan por la valla lateral y cubren
parte del terreno de la casa vacía que está ubicada a un
lado, la misma que pertenece a Arashi y a su familia, pero
que nunca llegarán a ocupar.
Él se queda delante del pequeño hueco que existe entre
las dos plantas y finge mirar el móvil mientras la sirena se
acerca, se acerca más, y finalmente pasa de largo. Cuando
el sonido repetitivo se extingue, Taiga se aleja de los
matorrales y me deja salir.
Yo apenas me atrevo a erguirme y a mirar a mi alrededor,
a mi antiguo hogar. Me coloco de espaldas a las ventanas; a
esa hora, mi padre y yo nos encontrábamos en el interior
hace cinco años, esperando a que Taiga viniese con la
compra.
Ahora comprendo por qué tardó tanto.
—¿Por qué me has ayudado? —pregunto, confundida.
—Nunca he visto a una sacerdotisa huir de la policía. Ha
sido divertido —contesta él, antes de encogerse de
hombros—. Además, ¿por qué no iba a hacerlo?
Verlo con esa sonrisa sincera delante de mí es un cuchillo
que se me clava en la piel poco a poco. Es demasiado bueno
para todo lo que le falta por pasar, por lo que ya ha sufrido.
Me muerdo con rabia el labio inferior. Querría decirle algo,
lo que fuera que pudiera impedir que pase más de tres años
encerrado en su habitación, solo con sus miedos y sus
demonios, pero no tengo ni idea de qué. ¿Y si pronuncio
alguna palabra que acelere su encierro? ¿Y si, sin querer, lo
empujo para que haga algo peor? No puedo arriesgarme, lo
quiero demasiado para ello.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta de pronto él, con
genuino interés.
—Nanami —respondo, tras una vacilación. Al fin y al cabo,
mi nombre es común, sobre todo en un pueblo costero
como este.
Taiga asiente, pero una de sus cejas se frunce un poco,
como si se diera cuenta de que algo no encaja. Da un paso
en mi dirección, con la cara un poco ladeada, y yo me
obligo a retroceder.
—Es curioso, porque te llamas como mi hermana… y
hasta te pareces un poco a ella. ¿Trabajas en el Templo
Susanji? Quizá la hayas visto por allí, le encanta ese lugar…
aunque no termino de entender por qué, la verdad —añade,
con una mirada de disculpa.
Apenas acierto a responder.
—No, lo siento. Solo he venido de visita.
Había olvidado lo hablador que era Taiga, lo encantador
que era. En este último año, apenas había conseguido
arrancarle varias frases seguidas cuando me sentaba junto
a la puerta cerrada, a conversar con él. Es cierto que desde
que salió de su habitación está más hablador, sonríe incluso
de vez en cuando, pero todavía no se le ha escapado
ninguna carcajada. Sé que aún le queda mucho trabajo por
delante, que necesitará tiempo y esfuerzo y cariño y
soporte para adaptarse a una sociedad, a un mundo, que no
desea a los que se han quedado atrás, o más bien, a los que
no siguen el ritmo de los demás.
Taiga continúa observándome risueño y curioso.
—Bueno, pero eres sacerdotisa, ¿no? Sirves a los dioses —
dice.
—Supongo que algo así.
—Entonces deberías pedirles que intercedieran en mi
favor. Te he ayudado, ¿no? Merezco al menos una bendición
por haber salvado a una de sus pupilas.
Lo dice medio bromeando, pero sus labios se doblan en
una mueca rara cuando termina la frase. Como si acabara
de darse cuenta de cuánto necesita eso en realidad.
—No necesitas ninguna bendición, Taiga. No has hecho
nada malo como para suplicar una bendición o pedir
perdón. —Él abre la boca, perplejo, pero la cierra de golpe
cuando me acerco de dos pasos a él y le agarro con mucha
fuerza las manos—. Está bien no estar bien. Está bien que
las cosas te salgan mal, que te sientas cansado, agotado.
Está bien aceptar que no puedes con algo. No te sientas
culpable, por favor. Eres una persona maravillosa, de
verdad. Sé que ahora no lo crees, pero espero que, con el
tiempo, te des cuenta de lo necesario que eres para tu
familia, para el mundo, y no por tus estudios o por tu
trabajo, no por en quién te convertirás, sino por quien eres
ya.
Taiga es incapaz de reaccionar. Solo me mira, mientras yo
libero todo el aire que he estado conteniendo en mis
pulmones. Cuando le suelto las manos y dejo caer los
brazos me siento más ligera, como si de golpe hubiera
dejado un peso que no sabía que estaba cargando.
Tras unos segundos en silencio, él separa los labios, pero
no llega a pronunciar ninguna palabra porque un chasquido
nos sobresalta. Es la puerta de nuestra casa. Ni siquiera me
vuelvo para comprobar quién la ha abierto. Lo sé, porque lo
recuerdo.
Salgo disparada y no miro atrás ni una sola vez hasta que
me escondo en un portal próximo de una casa cercana.
Respiro rápido, con la espalda clavada en la puerta de
entrada, y espío con cuidado.
En el jardín de mi antiguo hogar, me veo a mí misma, con
doce años, hablando con Taiga. Él me responde como de
costumbre, con sonrisas y caricias en el pelo, aunque sigue
algo pálido. Después, se dirige hacia el interior de la casa
balanceando la bolsa del almuerzo, mientras mi yo del
pasado lo sigue dando pequeños saltitos. Una vez que llega
a la puerta, se detiene y se da la vuelta de golpe.
Yo permanezco escondida, mis ojos apenas asoman en el
resquicio de la fachada. Y me observo a mí misma
contemplar todo a mi alrededor, con el ceño fruncido, como
si supiera que algo no va bien.
Después, él vuelve a girar y cierra la puerta con energía.
Apoyo la cabeza en la puerta del edificio y alzo la mirada
al cielo gris, con un largo suspiro en mis labios.
«Ha estado cerca», musito, y un maullido me contesta.
Bajo la mirada, sobresaltada, y me encuentro a Yemon a
un palmo de mis piernas. Me agacho como en un acto
reflejo, pero él, en vez de estirar la cabeza o ronronear, da
un paso atrás. Sus pupilas son dos rendijas en el mar azul
que son sus ojos.
Yo me quedo quieta, con una mano en el aire.
«Eres Yemon, pero no mi Yemon, ¿verdad?». El gato
vacila, pero finalmente empuja su cabeza contra mis dedos.
«Has venido a despedirte, ¿verdad? Te queda un viaje muy
largo hasta Kioto. Y yo te necesitaré mucho».
Yemon maúlla y parpadea lento, sin separar su mirada de
mí.
«Me alegro de que nos hayamos podido encontrar una
última vez. Ryōjin me había dado a entender que no te
vería nunca más». El gato gris suelta una especie de
estornudo, que casi parece una risa. Después, me da la
espalda y se aleja de mí con pasos ligeros, con la cola
estirada y en alto. «Aunque como bien dijeron él y
Kannushi-san, hay cosas que ni los dioses pueden
controlar».
Yemon se detiene en la esquina más próxima, me mira
una última vez por encima de su lomo, y después echa a
correr hasta desaparecer de mi vista.
Miro el reloj.
Marca la una y media.
LA FAMILIA KOGA
11 de marzo de 2011

C amino, todavía desorientada, por las calles de Miako.


Son las dos menos cuarto, queda solo una hora para
que el mundo ruja y se parta en dos, y todavía no he
encontrado a Arashi.
No sé si seguir deambulando o quedarme quieta, en un
lugar, a esperar a cruzarme con él. Si él hubiera visitado
previamente Miako, podría haberme dado indicaciones
exactas del momento y el lugar en el que nos encontramos.
Pero para Arashi, Miako siempre fue y será un pueblo
desconocido en el que apenas estuvo unas horas antes de
que desapareciera.
Mi yo de doce años, junto a un Taiga que todavía sonreía
y a mi padre, que todavía era feliz, estará montándose en el
coche en este momento para abandonar Miako para
siempre. Sí, yo ya estaré a salvo, al igual que mi familia,
pero no el resto de los habitantes, así que no pierdo el
tiempo. Siempre mirando a un lado y a otro, por si veo a
algún policía o escucho la sirena de un coche patrulla, me
acerco a toda persona que me cruzo por el camino, con una
sonrisa crispada y mis zapatillas de deporte, que no
terminan de secarse, y les hablo del precioso festival que se
llevará a cabo en el Templo Susanji, en el Monte Kai.
Cuando me preguntan si habrá danzas tradicionales, les
digo que sí. Cuando me preguntan si habrá puestos de
comida, vuelvo a decir que sí; asiento ante todas las
preguntas. Al final, casi parece que estoy anunciando un
festival todavía mayor que el de Gion. Un anciano farfulla
por lo bajo, antes de alejarse de mí, que ya podrían haber
puesto algún cartel para anunciar un evento así, que ya
había quedado con su familia en la zona más baja del
pueblo, cerca del puerto.
Lo veo alejarse con el corazón encogido, sin saber qué
más decir para que cambie de idea. Porque después de lo
que ha pasado en el Ayuntamiento, y conociendo la historia
de ese hombre que predijo a gritos el terremoto de Kobe de
hace años, no creo que sea buena idea.
Todavía estoy observando cómo la espalda encorvada del
anciano se aleja de mí, cuando escucho unos pasos suaves
que se acercan.
—Disculpe, pero no he podido evitar escucharla. ¿Es
cierto que se va a celebrar un festival por aquí cerca?
Me vuelvo en redondo y me encuentro cara a cara con
una mujer adulta, más joven que mi padre, que me sonríe
con educación. Viste con ropas demasiado elegantes y unos
tacones altos que deben ser un infierno para las cuestas de
Miako. Más allá de ella, veo a un hombre que debe ser su
marido, vestido con un abrigo oscuro y elegante, y que
parece incómodo solo por el hecho de estar aquí, de pisar
estas calles adoquinadas. De su mano, bien sujeto, hay un
niño pequeño que debe tener unos seis o siete años, no
más, y que, al contrario que el adulto, mira a su alrededor
con completa fascinación. Algo más alejado, con los brazos
cruzados, hay otro niño. Es mayor, debe tener unos doce
años, aunque es demasiado alto para su edad. No lleva
gafas todavía, pero reconozco esa nariz por la que se le
resbalarán en un futuro y ese flequillo que siempre está, a
pesar de que el corte que lleva es distinto al actual.
Arashi.
El niño siente el peso de mis ojos, que prácticamente lo
taladran, y me echa un vistazo rápido antes de desviar la
mirada hacia el cartel de una tienda cercana.
Sacudo la cabeza y me obligo a centrarme, aunque el
terremoto ya ha comenzado para mí. El mundo entero
parece sacudirse con demasiada fuerza como para que yo
siga en pie. Pero estiro las piernas y me obligo a esbozar
una sonrisa.
—Oh, sí, el festival del Templo Susanji está a punto de
empezar. Habrá bailes, puestos de comida, se regalarán
amuletos para recordar la celebración… es un evento muy
especial que comenzará en breve —digo, con la voz más
dulce y disuasoria que puedo esbozar—. Si les interesa, les
recomiendo que suban por el sendero que nace a las
afueras del pueblo, en dirección a la cima del Monte Kai.
No se arrepentirán, se lo prometo.
Por favor, suplico por dentro, mientras mi sonrisa
tiembla, se retuerce, se quiebra ante esos rostros que me
observan con fijeza. Tengo que parpadear varias veces para
que las lágrimas se queden quietas tras mis párpados. Por
favor, por favor, por favor. Subid al templo. Subid al templo.
No os hagáis esto. Salvaos. Arashi merece tener a sus
padres con él, a su hermano pequeño.
La mujer y el hombre intercambian una mirada.
Por favor. Por favor. Por favor.
—Hemos quedado, ya lo sabes —dice el padre de Arashi,
en tono seco.
—Oh, es cierto. —La mujer me lanza una sonrisa de
disculpa—. Bueno, quizá podamos acercarnos más…
—No pueden ir al colegio —la interrumpo, ya sin sonrisa,
sin pestañas caídas. No tengo tiempo para sutilezas. Ni
ellos tampoco.
Arashi, el único que no me observaba, gira la cabeza en
mi dirección, tan sorprendido como sus padres.
—¿Cómo sabes que…? —De nuevo, no la dejo terminar.
—Sé que son amigos del director del colegio de primaria,
donde Haru se inscribirá para empezar el próximo curso.
Sé que van a visitarlo ahora, pero no deben hacerlo. Se va a
producir un terremoto. El mayor terremoto de nuestra
historia. —Me obligo a continuar a pesar de la mirada
rabiosa del hombre que tengo delante, a pesar de que la
mujer retrocede para sujetar a sus hijos de la mano—. El
epicentro solo se encontrará a unos kilómetros de aquí, en
el Pacífico, y eso provocará un tsunami tan enorme y veloz,
que nadie tendrá tiempo para ponerse a salvo. Si no se
dirigen al Templo Susanji, o a cualquier lugar elevado de
Miako, morirán, y también lo harán Arashi y Haru.
Cuando termino de hablar, me doy cuenta de que estoy
boqueando y de que tengo los ojos llenos de lágrimas de
súplica. Intento respirar hondo, pero mis pulmones son
demasiado pequeños para aceptar todo el oxígeno que
necesito.
El matrimonio intercambia otra mirada, mientras Haru
retrocede unos pasos, con la boca apretada, y Arashi
palidece varios tonos.
—Vamos, niños —dice entonces el padre.
Me da la espalda, pasa la mano por los hombros de su
mujer, que a su vez ha tomado las manos de sus hijos, y se
alejan a paso rápido en dirección descendente, hacia el
colegio, hacia el océano.
Pero yo no pienso darme por vencida.
Echo a correr, los sorteo y me pongo delante de ellos, con
los brazos completamente extendidos. Como la calle es
estrecha, apenas queda espacio para que puedan
sortearme. Ahora mismo no hay peatones cerca, por lo que
solo estamos ellos y yo, con el océano a un lado, y el Monte
Kai y las colinas en el otro.
—Apártate —me ordena el hombre, con los dientes
apretados.
—Señor Koga —digo, con la poca entereza que me queda
—. Sé que todo esto parece una locura. No, sé que lo es.
Pero tiene que creerme. Vengo… vengo del año dos mil
dieciséis. —De pronto, al padre de Arashi se le escapa una
sonora carcajada y, sin añadir nada más, saca el móvil y
teclea unos números. Sé a quién está llamando. Su mujer,
sin embargo, parece todavía más asustada. Pero no del
significado de mis palabras, sino de mí—. En ese año,
ustedes no existen, han muerto, igual que las casi dieciséis
mil víctimas y los más de dos mil desaparecidos. Quiero
ayudarlos, quiero salvarlos de ese destino. Pero para eso
tienen que confiar en mí.
Sin embargo, solo consigo que el señor Koga dé la
dirección de donde nos encontramos a la persona con la
que habla por teléfono y que su mujer retroceda un paso
más, arrastrando con ella a los niños.
Clavo la mirada en Arashi, que me devuelve otra llena de
confusión y miedo. Y, tal como me dijo que hice, me arrojo
contra él y lo aferro de los hombros con la fuerza que un
ancla une un barco al suelo. Ahora mismo, nada ni nadie
podría separarme de él. Ni siquiera un dios.
—Arashi, escúchame bien. A las tres menos cuarto
comenzará el terremoto. Será uno enorme, casi no podrás
estar de pie, pero tendrás que obligarte a hacerlo. Porque
después solo tendrás unos minutos hasta que la primera ola
salte el muro de contención y se adentre en Miako. No
puedes correr hacia el río, se desbordará también y
ahogará a mucha gente. Tu única opción es subir al Templo
Susanji, el que está en el Monte Kai. —Levanto un brazo y
señalo la montaña que destaca sobre las colinas—. Hasta
que no llegues a él, no mires atrás. No te detengas.
Los padres de Arashi se abalanzan sobre mí, intentan
levantarme, alejarme de su hijo, pero no lo consiguen. Hay
una fuerza que no separa mis rodillas del suelo, ni mis
manos de los hombros de su hijo mayor. Quizá sea cosa de
los dioses, no sé; quizá porque soy una kami, o porque las
personas, ante situaciones desesperadas, conseguimos
habilidades extraordinarias.
Arashi, aunque asustado, no separa la mirada de mí. Me
escucha. Quiero pensar que me cree.
—Tienes que vivir, ¿de acuerdo? Mucha gente te
necesitará en el futuro, como Harada, como esa compañera
de la clase a la que ayudaste sin saberlo, como a todos esos
chicos y chicas que ya no tendrán que sufrir a Daigo y a
Nakamura gracias a tu valentía. Como yo. Porque yo te
necesitaré mucho. Porque sin ti, yo no llegaré hasta aquí. —
Mis labios se curvan en una sonrisa, a pesar de que los
señores Koga no dejan de gritar, de tirar de mis brazos y de
mi cuerpo, para intentar separarme de su hijo—. Sé quien
quieras ser, Arashi. Aunque no te guste el béisbol, aunque
no quieras trepar a los árboles. No está mal que prefieras
dibujar, no está mal que prefieras leer. No está mal que no
te interesen las empresas ni los hospitales, no está mal que
quieras ser otokosu y quieras ayudar a prolongar una
tradición que es tan importante para ti. Yo me sentiría muy
afortunada porque alguien como tú me ayudase a ponerme
un kimono.
Las pupilas de Arashi se dilatan y sus ojos se humedecen,
aunque no llega a derramar ninguna lágrima. Tampoco
puedo verlo de todas formas, porque entonces la fuerza que
me ancla al niño y al suelo desaparece, y los padres me
apartan de Arashi a empujones.
Caigo hacia atrás y el suelo araña las mangas blancas y
rasga una de ellas. Mientras me incorporo, veo cómo la
madre de Arashi se abalanza sobre su hijo y le pregunta si
está bien, sin dejar de palparle la cara, el cuerpo. Él sigue
mirándome, hasta que las manos impacientes de la mujer lo
obligan a girarse hacia ella.
Su padre se interpone entre nosotros, una especie de
muro infranqueable que sé que ya no puedo superar de
nuevo. Haru se esconde tras sus piernas, con una de sus
manos apretada contra la mejilla.
En ese momento, escucho el sonido de una sirena. Me
incorporo de golpe, ignorando el dolor de mi brazo y la
sangre que ha salpicado la blancura de la tela, y observo el
final de la calle, por la que acaba de doblar a toda
velocidad un coche patrulla.
No puedo quedarme durante más tiempo aquí, no puedo
dejar que me atrapen. Todavía no. Me queda algo más por
hacer.
O, mejor dicho, por intentar hacer.
Miro el reloj de Arashi antes de darme la vuelta y echar a
correr.
Son las dos y media. Solo quedan quince minutos para
que comience el terror.
EL COLEGIO QUE
DESAPARECERÁ
11 de marzo de 2011

E l viento que me golpea la cara deja surcos en mi piel


por culpa de las lágrimas que la han recorrido y ya se
han secado. Corro a toda velocidad, pero me parece que
por mucho que me esfuerce, por mucho que quiera, no seré
lo suficientemente rápida.
Miako es pequeño, pero la zona donde me encontré con
Arashi estaba en uno de sus puntos medios; el colegio al
que acudí durante seis años se encuentra en la zona
inferior. Sus muros colindan con el paseo marítimo, y la
fachada este, con un puente que cruza el río Kitakami, muy
cerca de su desembocadura.
Miro el reloj entre pisada y pisada, entre jadeo y jadeo.
Solo quedan cinco minutos. Mientras avanzo a toda
velocidad, me encuentro con demasiados paseantes. ¿Por
qué hay tanta gente en la calle? Mientras deslizo la mirada
por todos ellos, me pregunto si alguno irá al falso festival
del Templo Susanji. Pero una pesadumbre me golpea por
dentro. Estoy en la zona baja del pueblo. Si quisieran llegar
a él a tiempo, tendrían que empezar a correr ya mismo.
Y nadie lo hace. Al fin y al cabo, nadie sabe por qué
tendría que hacerlo.
Avisto entre las construcciones el colegio de primaria y se
me para un poco el corazón al verlo. Me obligo a continuar,
aunque sea a trompicones, y poco a poco, todo el edificio se
muestra ante mí. Las lágrimas me muerden de nuevo los
ojos, pero aprieto los dientes y me las trago, a pesar de que
me duele contemplar ese edificio blanco, tan distinto a ese
esqueleto en ruinas, sucio y repleto de verdín, en el que se
terminará convirtiendo.
Fui feliz mientras ocupaba uno de sus pupitres. Fui feliz
mientras corría por el patio de deportes. Fui feliz cuando
nadaba en su piscina y me reía a escondidas en clase con
Amane y con Mizu, cuando creía que nada cambiaría.
La puerta principal se mantiene abierta, pero no hay
alumnos saliendo por ella. Los últimos días de curso eran
así, nadie salía a su hora. Los tutores dedicaban algunas
palabras a sus alumnos, algunos grupos se despedían de
otros profesores y los propios niños y niñas se quedaban
más tiempo en clase, dibujando en la pizarra, compartiendo
los últimos segundos de curso. Sabían que, en el momento
en que abandonasen las clases, todo cambiaría. Los finales
de curso siempre marcan un antes y un después. Y hoy iba
a ser un día que, más que marcar, abriría un abismo para
todos.
Todavía estoy observando esa puerta abierta cuando todo
comienza a temblar.
Bajo la mirada hacia el reloj. Son las tres menos cuarto.
Al principio, solo es un leve temblor. Un matrimonio que
camina a unos metros de mí ni siquiera se detiene. Apenas
se siente y se producen tantos a lo largo del año, que la
gente apenas echa un vistazo a su alrededor antes de
seguir con su paseo.
Yo miro a un lado y a otro; estoy en un lugar seguro, lejos
de postes de luz y de árboles, y sé bien que el colegio junto
al que estoy no se derrumbará, así que me quedo quieta,
respirando. Poco a poco, el ligero balanceo se va haciendo
más brusco, más profundo, y la pareja que caminaba unos
metros por delante no tiene más remedio que detenerse.
Los edificios comienzan a tambalearse mientras algún
grito aislado hace eco desde alguna calle. Me arrojo al
suelo, me hago un ovillo sobre mí misma y me cubro la
cabeza, sabiendo que esto apenas es el inicio de la
pesadilla.
Cierro los ojos y pienso en mis amigas, que ahora estarán
bajo sus pupitres, siguiendo las instrucciones de la
profesora Hanon; mientras Kaito intenta hacer alguna
broma para aliviar la tensión, a pesar de que está muerto
de miedo por dentro. Kannushi-san quizá siga en el templo,
mientras Ryōjin nada en el estanque, observando con sus
ojos inescrutables el horizonte, en dirección al mar. Mi yo
de doce años estará asustada en el interior de un coche que
se tambalea, mientras mi padre y Taiga tratan de guardar
la calma. Arashi se encontrará en mitad de una calle, cerca
de aquí, rodeado por su familia, pero espero que recuerde
mis palabras y que corra y corra y corra, hasta que alcance
un lugar seguro, como me contó su yo de diecisiete años
que hizo. Y Yoko-san… ¿qué estará haciendo? ¿Dónde se
encontrará? La última vez que la vi estaba en el interior de
su hogar lleno de cajas, preparando una mudanza secreta.
Ella vivía en la zona alta del pueblo, donde el tsunami llegó
y pasó, pero algunas casas resistieron. Si se hubiera
quedado allí, habría visto el agua acercarse, habría tenido
tiempo de subir a alguna colina, o al Monte Kai, y se habría
salvado.
El temblor recrudece. A pesar de que estoy de rodillas, es
casi imposible mantener el equilibrio. No levanto la cabeza,
pero por el rabillo del ojo que acabo de abrir veo cómo los
cristales de las ventanas del colegio caen al suelo. Me
obligo a abrir el otro ojo y espío a mi alrededor. Observo
cómo una farola de la luz cae y arrastra con ella varios
cables gruesos del tendido eléctrico, que sueltan chispazos
antes de caer al asfalto, retorciéndose como serpientes. La
pareja que antes caminaba ahora grita, aunque no escucho
sus chillidos; el sonido atronador que llega desde dentro de
la tierra ahoga todo. Más atrás, donde ya mi vista se vuelve
borrosa de mirar de soslayo (porque ni siquiera me atrevo a
girar la cabeza), veo cómo parte de una vieja vivienda se
derrumba y los tablones de madera que conformaban sus
paredes quedan completamente partidos en dos, mientras
las casas de alrededor pierden tejas que se rompen en mil
pedazos cuando impactan contra el suelo.
Pero, por encima de toda la destrucción, es el ruido lo que
predomina. Ese rugido tenebroso, a ratos grave y a otros,
agudo, en el que se mezclan todos los crujidos, aullidos y
bramidos que pueden proferir los seres vivos e inertes. Un
terremoto es como un grito que nunca termina.
Hasta que lo hace. O al menos, se calma un poco, porque
el suelo sigue moviéndose, recorrido por ondas como
enormes calambres, cuando me atrevo a levantar la cabeza.
Miro a mi alrededor desorientada, todavía incapaz de
ponerme de pie por culpa del zarandeo. Algunos de los
edificios más antiguos se han derrumbado, aunque no sé si
sus ocupantes han podido salir a tiempo; todos han perdido
las ventanas porque las calles están cubiertas por cristales
que, bajo la luz fría del sol nublado, parecen trozos de hielo
afilados. Además de la que he visto, hay varias farolas
caídas, así como postes de la luz, algunos tronchados por la
mitad, como un árbol; otros han quedado apoyados en los
tejados de algunas viviendas.
Siento náuseas, quizás un inicio del mal del terremoto,
pero ahora no tengo tiempo para ello, así que trago saliva
varias veces. Tengo que moverme. Tengo que moverme ya.
Solo tengo unos minutos porque después… ni siquiera
tengo ni idea de qué ocurrirá después.
Mareada, consigo ponerme en pie y avanzar en zigzag
hacia el colegio. En el momento en que traspaso las
puertas, escucho pequeños pasos a toda velocidad, órdenes
de profesores. Hace más de cinco años que no piso este
lugar, pero a pesar de que parece más pequeño, y de
alguna forma, más feo y viejo, sé perfectamente dónde se
encuentra cada aula que ocupé, dónde están los servicios y
las escaleras que conducen a los pisos superiores, cuál es
la galería que lleva al patio de deportes, donde se convoca
a los alumnos para los simulacros de seísmo.
Paso junto a las taquillas, donde se guarda el calzado de
calle que muchos alumnos ya nunca volverán a ponerse. No
me molesto en cambiarme las zapatillas de deporte, a pesar
de que, en una esquina, hay una pequeña estantería con
zapatillas para visitas.
Cuando alcanzo la puerta que comunica con el patio del
recinto, ya está allí la mayoría de las clases. Han sido muy
rápidos, han cumplido a la perfección con el protocolo de
desalojo por terremoto. Pero ahora no se mueven, y veo
cómo los alumnos permanecen agrupados por clases; los
más pequeños todavía asustados, los mayores más
tranquilos, aunque un aire de tensión que no había
inspirado antes, llena todo el lugar, todo Miako. Y es
extraño, horrible, que este lugar que siempre ha estado
lleno de risas y de gritos de ánimo durante los recreos y las
clases de educación física, esté a punto de convertirse en
un cementerio.
No me molesto en buscar a Amane o a Mizu, o incluso a
Kaito. Hay más de cien alumnos aquí afuera, y yo ni
siquiera sé cuánto tiempo queda para que la primera ola
llegue. Junto a la fachada del edificio, se agolpan varios
profesores. Y allí también está el director. Los muy idiotas
no hacen más que discutir.
Entre ellos, avisto a la profesora Hanon.
—Bueno, entonces ¿qué hacemos? —dice un hombre
rechoncho, que parece nervioso por la situación. Es el tutor
de otro de los cursos.
—El protocolo nacional dice que debemos trasladarlos a
algún parque o a algún descampado cercano al centro —
contesta otra profesora, la más joven de todos.
—Pero el parque más cercano se encuentra demasiado
lejos y hay que cruzar un puente que no sé en qué
condiciones estará después del temblor. Habrá réplicas. Y
no hay ningún descampado cercano. —La que habla ahora
es la profesora Hanon. Están todos tan encerrados en la
discusión, que ni siquiera ven llegar a una chica vestida de
sacerdotisa—. Este es el plan general, pero debería haberse
adaptado para este colegio, para sus características.
Sus ojos acusatorios vuelan hacia el director, que a su vez
le dedica una mirada fulminante, sin amilanarse lo más
mínimo.
—Los alumnos hasta tercero esperarán aquí junto a sus
tutores —dice, como si ese hubiera sido su plan desde el
principio, como si no estuviera improvisando, sin tener ni
idea de lo que significan sus palabras—. Desde cuarto hasta
sexto, cruzarán el puente y esperarán a que sus padres los
recojan en el parque.
—¡No puede hacer eso! —grito, y todos a una se vuelven
hacia mí. Sus expresiones desconcertadas ni siquiera me
provocan ni un pestañeo. Avanzo con seguridad y me
detengo a solo unos centímetros del director—. Los estará
condenando. Tiene que ordenar que suban a la azotea del
colegio o que corran hacia la colina más cercana. Y tiene
que hacerlo ya.
El director, al contrario que yo, se toma todo el tiempo del
mundo para parpadear.
—¿Quién demonios eres tú? Ahora no tengo tiempo para
lidiar con adolescentes que…
—¡Nadie tiene tiempo! ¡No queda! —aúllo, y mis ojos
vuelan hacia los alumnos—. Se acerca un tsunami. En
cuestión de minutos estará aquí. Todavía hay tiempo.
—No han emitido ninguna alarma de tsunami —me
interrumpe uno de los profesores.
—Hay barreras de ocho metros de altitud que protegen a
todo el pueblo —añade el director, con hastío.
Tengo ganas de golpear a todos y a cada uno de ellos, o
de clavarme las uñas en la piel y hacerla trizas con ellas.
¿Por qué discuten? ¡¿Por qué pierden el tiempo?!
—¡No han emitido ninguna alarma porque no dará
tiempo! —Y aunque la hubiera, no se daría; el servicio de
megafonía no funciona—. El epicentro ha sido muy cerca de
aquí. La ola…
—Japón tiene el sistema de detección de tsunamis más
rápido del mundo. En solo siete minutos…
Ni siquiera me molesto en escuchar. Me giro hacia la
profesora Hanon, la única de todos ellos que parece estar
prestándome atención de verdad.
—¡No tendremos siete minutos! Debemos sacar a todos
de aquí cuanto antes. Cuanto antes —digo, con la voz tan
quebrada, que mis palabras parecen cristales—. Por favor,
profesora Hanon.
El director dice algo, pero no lo escucho. Ni ella ni yo lo
hacemos. Mi antigua profesora no pronuncia ninguna
palabra, ni siquiera se pregunta por qué una desconocida
sabe su apellido. Se limita a asentir antes de darse la vuelta
e ir directo hacia los alumnos. Y de pronto, empieza a
gritar.
—¡Salid del patio! ¡Rápido! ¡De primero a tercero, a la
azotea del colegio! ¡A partir de cuarto, dirigíos a la colina
más cercana! —Vocifera—. ¡RÁPIDO!
Los niños se quedan confundidos durante unos instantes;
muchos de ellos en su sitio, lanzando miradas vacilantes a
sus tutores que, como el director, se han quedado
pasmados. Están a punto de decir algo, de moverse, pero
entonces, un rumor golpea sus oídos, los míos, los de todos.
Y entonces vuelvo la cabeza.
Y la veo.
Una ola que avanza a la velocidad de un coche.
Negra, como el color de la muerte.
Y mi peor pesadilla se hace real.
EL AGUA
11 de marzo de 2011

E n los días posteriores al tsunami, mientras estaba


tirada bocabajo en mi cama de Kioto, antes de que
decidiese olvidar todo lo que tenía relación con ello,
pensaba en lo que podrían haber visto mis compañeros de
colegio, en lo que habrían sentido cuando hubiesen visto
esa enorme masa de agua acercarse a toda velocidad.
Pero ni en mis peores pesadillas, ni siquiera en esa
realidad alternativa en la que yo moría ahogada junto a
Arashi, podría haber imaginado este desastre.
Todo el mundo corre a mi alrededor. El ruido que produce
el océano al acercarse es atronador, pero los alaridos son
peores. Cuchillos que se clavan por dentro, sonidos que no
voy a olvidar jamás. Yo debería moverme también, escapar,
pero mis pies están pegados al suelo, mis piernas son
ramas secas que, si se mueven solo un poco, se quebrarán y
yo caeré.
Pero entonces, varias figuras, niños, cruzan delante de mí
a toda velocidad. Mis ojos se abren de par en par al
reconocer a los que avanzan en primer lugar. Amane y
Kaito. No me dedican ni una sola mirada, avanzan con toda
la rapidez que pueden hacia el interior del colegio. Su
visión consigue que mis piernas pierdan rigidez.
Podría seguirlos hasta la azotea, intentar salvarme, pero
sé que tengo que regresar al Templo Susanji. Si sobrevivo y
me quedo aislada en uno de los pocos edificios altos de
Miako, sé que tardarán muchas horas en rescatarme. Y no
sé qué ocurrirá si allí llega a su fin el último día del año y
yo todavía no he regresado. No puedo quedarme atrapada
en esta época.
Así que consigo darle la espalda al agua, que está a punto
de traspasar los muros de contención, y echo a correr hacia
la valla que separa el patio de deportes de la calle.
Mientras avanzo a toda velocidad, como muchos de los
niños y algunos de los profesores, escucho los gritos de la
profesora Hanon, que trata de que los pequeños no huyan
despavoridos en dirección al río Kitakami. Sin embargo, es
demasiado tarde. Porque el río se desborda de pronto y una
marea que crece y crece, de color oscuro, penetra por uno
de los laterales del patio.
Cuando giro la cabeza, el agua ya ha anegado los zapatos
de la profesora Hanon.
Lo siento. Lo siento, lo siento, lo siento.
Hay una valla delgada que separa la zona norte del
recinto escolar con la calle, pero está corroída por la
humedad y se ha quedado frágil con el paso de los años, así
que cuando varios niños y un par de profesores impactan
contra ella, esta se tambalea con violencia. Con el golpe de
lleno de mi cuerpo, uno de los hierros más gruesos que la
sujetan se parte por la mitad, oxidado y medio podrido, y
todos pasamos a trompicones por encima de la malla
metálica.
El olor a océano me inunda la nariz.
No hay alarmas sonando, los altavoces que no se han
caído por el terremoto y siguen en sus postes son tan
inservibles como los que se han roto. A pesar de ello, la
gran mayoría de la gente se ha dado cuenta de lo que
ocurre, y ahora, decenas de personas atraviesan las calles
en dirección a la zona más alta. De reojo, veo cómo algunos
se asoman desde las ventanas de su segundo piso.
—¡Salid de ahí! —grito, entre jadeos. No sé si mi voz llega
hasta ellos, el ruido del agua es atronador, lo ahoga todo—.
¡No es lo suficientemente alto!
Un enorme crujido que se sobrepone al bramido del agua
que se acerca me hace volver la cabeza. Al final de la calle
que comunica con el colegio y el paseo marítimo, ya
totalmente anegado, una vivienda ha sido arrancada
literalmente de sus cimientos, y ahora flota llevada por la
corriente, hacia nosotros, mientras varios tablones de
madera caen unos tras otros.
Sigo corriendo, dejando en muchas ocasiones a gente
detrás de mí. Sobre todo, personas mayores u otras que
cargan con demasiadas cosas y las retrasan. Ayudo a
algunas a ponerse en pie, empujo a otras para que corran
todavía más rápido, pero todo eso me retrasa y el agua se
acerca cada vez más, sin que las casas, las tiendas o los
coches puedan retenerla.
Sigo avanzando, estoy en la zona media del pueblo, cerca
del Ayuntamiento donde me encerraron hace un par de
horas. Puedo ver la azotea por encima de los tejados más
cercanos. En ella, hay varias cabezas que se asoman. Las
plantas son altas, pero solo hay dos pisos, así que no estoy
segura de que el agua no llegue hasta ellos.
De pronto, de una calle paralela, más estrecha que por la
que subo, aparece el agua y, mientras una parte de esa
masa oscura sigue ascendiendo, otra cae hacia nosotros, y
me empapa la hakama. De pronto, estoy atrapada por esa
corriente de agua que cae y la que me persigue a mi
espalda.
Miro a un lado y a otro, desesperada, y la única
escapatoria que veo es la puerta cerrada de la vivienda
junto a la que estoy. Apoyo el hombro en ella y empujo.
Nada. El tablero de madera no se mueve. El agua crece y
me lame las rodillas. Tiene tanta fuerza, que me sujeto al
picaporte para que no me arrastre.
Vamos, pienso, antes de golpear con todo mi cuerpo la
puerta cerrada. ¡Vamos!
Un dolor agudo me sacude el hombro derecho y la puerta
se abre y yo caigo de bruces al suelo. De inmediato, el agua
se cuela en el interior, mojando los suelos de madera.
Me incorporo con rapidez y miro a mi alrededor.
—¿Hola? —Nadie me contesta.
Sin dudar, me dirijo hacia la escalera que conduce al
segundo piso. Solo han pasado unos segundos, pero ya gran
parte del salón está cubierto por una fina capa de agua
sucia. Subo los peldaños de dos en dos y recorro el pasillo,
abriendo puertas, hasta dar con uno de los dormitorios, que
tiene un diminuto balcón de madera que vi desde la calle.
Hago a un lado la puerta corredera y, durante un instante,
me quedo sin respiración cuando veo la calle en la que
antes me encontraba. Ahora está totalmente inundada. Si
bien en los vídeos y las imágenes que mostraron por
televisión nunca vi a personas siendo arrastradas, ahora, a
tan poca distancia del suelo, sí las veo, luchando con
fuerza, intentando escapar del abrazo asfixiante del océano.
Aparto la mirada de inmediato y la fijo en la frágil baranda
del balcón, algo carcomida por la humedad. Pero es mi
única opción, así que, pegada a la pared, me siento sobre
ella y, con mucho cuidado para no perder el equilibrio, me
coloco de rodillas. La baranda tiembla un poco, pero
cuando me yergo mis brazos llegan sin problemas al borde
del tejado.
Me obligo a no mirar hacia abajo y, después de contar
hasta tres, me impulso todo lo que puedo y me subo a
medias al tejado. Escucho tras de mí cómo la barandilla
cede y trozos de madera caen a la corriente que asciende,
pero yo me impulso como puedo clavando los brazos, las
manos, las uñas en las tejas, y consigo subir lo que resta de
mi cuerpo.
Me quedo tumbada, hecha un ovillo, sobre el tejado
inclinado, respirando con dificultad. Tengo los ojos
entrecerrados, pero cuando los abro por completo veo el
infierno que se extiende no solo frente a mí, sino que me
rodea por completo.
Kannushi-san no se equivocaba. Esto es algo que ni los
dioses pueden detener.
El océano no tiene nada que ver con ese espejo azul en el
que yo nadaba de niña, en el que me sumergía y aguantaba
la respiración todo lo que me dejaban los pulmones, para
observar un mundo distinto y teñido de añil, pero que me
atraía más que el de la superficie. Pero es que esa masa
densa, de colores oscuros, negro y marrón, no es el océano
al que tanto quería y con el que me había reconciliado hace
unas semanas. No, esto que me rodea, que destruye todo a
su paso, es una especie de vómito de las profundidades,
como si la tierra no hubiese aguantado más con ello en el
interior y lo hubiese expulsado.
Veo decenas de coches arrastrados, encastrados en calles
demasiado estrechas en las que antes solo entraban los
peatones, y que ahora avanzan a la fuerza, arañando
fachadas, destrozándolas. En algunas ocasiones, esos
vehículos tienen conductores. Pero no es solo eso lo que
arrastra la gigantesca corriente. Los cerezos del paseo
marítimo, que todavía no han florecido, han sido
arrancados de cuajo y apenas se distinguen entre las
oscuras aguas, mezclados con papeleras, farolas y toda
clase de mobiliario urbano. La propia vivienda en la que
estoy parece luchar para no ser arrastrada por la corriente,
que sube y sube, y que ya ha llegado al balcón que he
utilizado para alcanzar el tejado.
Pero, de pronto, me llevo una mano rasguñada a los labios
cuando veo lo que se acerca. No son solo coches. Los
barcos del puerto también son empujados con la fuerza del
agua. Ya dan igual las anclas, ni siquiera eso puede
mantenerlos en su sitio.
Un pequeño barco pesquero, casi del mismo tamaño que
la casa en donde estoy subida, viene directo hacia mí. No
veo a nadie que lo dirija tras sus cristales empañados, pero
su proa, azul, con manchas de óxido, parece un cuchillo
afilado que pretende partir la casa en dos. Sé que el edificio
no aguantará, ya lo escucho crujir con fiereza, todavía sin
recibir el impacto.
Miro a mi alrededor, desesperada, y tomo una decisión en
el momento en que el barco golpea la fachada con toda su
fuerza. El tejado se sacude y se rompe en pedazos, pero yo
ya he saltado a la vivienda siguiente, a su tejado que sigue
sin desmoronarse, aunque las paredes se han cubierto de
grietas. Sin aliento, echo la vista atrás y veo cómo la casa
sobre la que estaba se derrumba en parte, y la que sigue en
pie avanza como un barco de papel impulsado por la
corriente, junto al pesquero que sigue empujándola por
detrás.
Como el tejado en el que me encuentro ahora tampoco
parece muy estable, salto a otro, y así a otro más, por
encima de las aguas turbulentas. Subo por las calles
angostas, donde los edificios son bajos y antiguos, y los
bordes de un tejado casi se unen con los del siguiente.
No tengo tiempo de mirar alrededor; no puedo estar
mucho tiempo pisando las mismas tejas. A veces me
encuentro con habitantes que han hecho lo mismo que yo y
han logrado subir hasta lo alto de las viviendas. Intento
hacer que sigan adelante, pero, aunque muchos consiguen
levantarse y continuar como pueden hacia la parte alta,
otros se quedan hechos un ovillo, cubriéndose la cabeza y
los oídos, con los ojos cerrados, sin querer ver
absolutamente nada.
El suelo vuelve a temblar de vez en cuando, la corriente
de agua cada vez es más fuerte. A lo lejos, puedo ver cómo
coches, embarcaciones, basura y mobiliario urbano se
acumulan en las faldas del Monte Kai, en la zona más alta
del pueblo, muy cerca de donde se encontraba mi antiguo
hogar. Parece un inmenso vertedero.
Las piernas me tiemblan con violencia por el esfuerzo, y a
pesar del frío y la humedad, tengo la piel empapada en
sudor. El uniforme de sacerdotisa que me dejaron en el
Templo Susanji se ha convertido en un guiñapo sucio, roto,
y salpicado de sangre debido a los innumerables cortes que
me hecho al saltar de tejado en tejado. La piel me escuece,
mojada y sucia, pero ni siquiera pierdo un segundo en
examinarla.
Estoy a punto de saltar al tejado que tengo enfrente, ya
relativamente cerca de ese inmenso vertedero, que llega
hasta el inicio del sendero que conduce al templo y donde
veo a personas recorriéndolos a toda prisa, cuando un
potente crujido detiene mis pasos. Me quedo congelada en
el mismo borde y, entonces, la vivienda a la que iba a saltar
se parte en dos, como la cáscara de un huevo, y la corriente
la empuja lejos de mi alcance. El techo sobre el que estoy
comienza a temblar, y varias tejas se desprenden de su
lugar y resbalan por la zona inclinada. Miro a mi alrededor,
desesperada, pero no hay ningún tejado cercano al que
pueda saltar. Tampoco puedo retroceder, porque, si no, el
agua me alcanzará.
La casa sobre la que estoy se sacude y yo me acuclillo,
con los dedos cerrados en torno a las tejas, tratando de no
perder el equilibrio. Si la casa se derrumba, como ya lo han
hecho decenas a mi espalda, caeré al agua y ya todo dará
igual. Por muy buena nadadora que sea, nadie podría
mantenerse a flote.
La casa vuelve a temblar y yo me obligo a arrastrarme
hacia uno de los bordes del tejado. Una grieta gigantesca
atraviesa uno de los muros y asciende hasta alcanzarme.
Otro nuevo crujido y, de pronto, noto un fuerte tirón en el
estómago, cuando el tejado en el que estoy se desploma.
De soslayo, me parece ver un borrón blanco,
relativamente grande, que pasa por debajo de mis ojos,
antes de arrojarme sobre él. Mi abdomen se hunde en algo
anguloso que me deja sin respiración y me hace caer hacia
atrás sobre una superficie dura y mojada, en la que lucho
por recuperar el aliento. Entre toses, consigo ponerme de
rodillas y erguirme lo suficiente. Estoy en la parte de atrás
de una furgoneta con el maletero descubierto.
Como puedo, entre potentes bandazos, me sujeto a la
carrocería que cubre al conductor y al copiloto, en el caso
de que los hubiera. Me gustaría gritar, pero mi voz hace
mucho que ha desaparecido. El vehículo avanza a toda
velocidad como un bote a la deriva, arrastrado por un río
caudaloso en el que es imposible llevar el rumbo.
Todo pasa a mi alrededor con tanta velocidad, que no
puedo saltar a ningún lado, agarrarme a algo. Me rompería
el brazo o me lo arrancaría, no estoy segura. Pero esto no
es como estar sobre un edificio tambaleante, la camioneta
salta y se balancea con tanta violencia, que resbalo a un
lado y a otro, dando tumbos.
Por suerte, sigue el camino del resto de los escombros y
parece conducirme hasta el enorme vertedero que se está
formando en la parte alta del pueblo. Si llego hasta allí,
quizá…
De pronto, la camioneta da un giro brusco y yo salgo
disparada hacia la izquierda. Me golpeo de lado contra una
pared y, de alguna forma milagrosa, mis dedos consiguen
agarrarse a un saliente. No obstante, parte de mi cuerpo
queda sumergido en el agua, que tira de mí con más
fuerzas que las que me quedan.
Aprieto los dientes y mis nudillos se ponen blancos contra
el saliente. Tengo que aguantar un poco más. Tengo que
aguantar un poco más. Tengo que…
—¡Eh! —Una voz me sobresalta y me hace alzar la cabeza
—. ¡Sujétate a mi mano!
Reconozco ese rostro, a pesar de la palidez y de esa
expresión terrible que lo desfigura. Reconozco esas manos
que luchan por aferrarse a las mías, porque decenas de
veces me acariciaron el pelo y me dieron todos los abrazos
que necesitaba.
—Yoko-san —murmuro.
YOKO-SAN
11 de marzo de 2011

L os dedos delicados de mi antigua vecina se enroscan


con firmeza en mis muñecas y tiran con una fuerza
descomunal hacia arriba. Yo logro apoyar la puntera de mis
zapatillas de deporte en el reborde de una ventana y
consigo el impulso necesario para llegar al tejado.
Ella me suelta con un fuerte jadeo y yo caigo de espaldas;
empapada de agua y sudor. El corazón parece que me ha
roto varias costillas; cada nuevo latido es una tortura. Todo
me duele, todo me escuece. Ni siquiera sé cómo puedo
seguir respirando.
—¿Estás bien? —me pregunta Yoko-san, con una voz que
suena débil por culpa del rugido del agua.
Todavía tumbada, giro la cabeza hacia ella y la observo.
Idéntica a mis recuerdos. Idéntica al fantasma que me ha
perseguido durante el curso. Con su pelo largo y suave, sus
ojos amables, su sonrisa cálida. No, no es idéntica. Ni en
mis recuerdos ni cuando me visitaba en Kioto tenía una
mancha oscura cubriendo parte de su camisa.
—Estás herida —mascullo, antes de arrastrarme hacia
ella.
Yoko-san baja la cabeza y se lleva la mano al abdomen. El
contraste de la tela pálida contra la sangre roja me produce
un escalofrío.
—El agua me empujó contra una pila de escombros. Ni
siquiera lo noté en un principio, estaba tan asustada… —
contesta, con voz desvaída—. Me di cuenta cuando empecé
a marearme.
Miro a mi alrededor, desesperada, pero no encuentro
nada que pueda ayudarme ni ayudarla a ella. Aquí no hay
ayuda. Solo agua y muerte.
Me arranco un jirón de tela de la chihaya y lo aprieto con
fuerza contra su herida, aunque eso no hace que la
hemorragia cese. Ella apoya su mano sobre la mía y vuelve
a sonreírme. ¿Cómo puede sonreír en una situación así?
¿Cómo?
—Antes… me has llamado Yoko-san. ¿Nos conocemos?
Tengo ganas de llorar, de gritar. Si ni siquiera sabes quién
soy, ¿para qué te esfuerzas en ayudarme? ¿Por qué no te
has limitado a permanecer quieta, apretando tu herida, en
vez de salvar a una desconocida?
Mis ojos se balancean, frenéticos, entre su lesión abierta
y su rostro, y la certeza de que no sobrevivirá, de que no
morirá ahogada como tantos miles, sino por culpa de la
hemorragia, me golpea y me deja entumecida durante unos
segundos. Durante ese tiempo, no separo los ojos de ella,
que parece esperar una respuesta, paciente, como siempre
ha sido.
Así que decido contarle la verdad.
—Soy Nami, Yoko-san —digo, con mucha lentitud—.
Nanami Tendo.
Ella parpadea y ladea ligeramente el rostro, antes de
acercarse al mío.
—¿Nami? —repite, antes de soltar una carcajada débil—.
¿Es… es que estoy soñando o quizá ya me he muerto?
—No, no estás muerta —replico, con una voz que
pretende ser firme—. Y soy yo, de verdad. Estoy aquí,
contigo.
—La Nami que yo conozco se marchó hace una hora con
su padre y su hermano, en dirección a Kioto.
—Sí, es verdad. Y eso hizo la Nami de doce años. —La voz
se me enronquece sin que pueda evitarlo—. Pero yo no soy
ella.
—No, tú eres una Nami mucho más adulta, aunque… eso
no tiene sentido, ¿verdad? —Suspira y su cuerpo se
balancea un poco. No sé si está delirando, aunque su
mirada parece centrada, a pesar de la palidez y de la
debilidad que la empapan como el agua—. Nadie… puede
estar en dos sitios a la vez.
—Lo sé —susurro. Estoy a punto de añadir algo más, pero
ella levanta una mano y me detiene.
—Recuerdo cuando venías a casa con tus amigas. Con
Amane y Mizu, y veíais series en televisión mientras
comíais golosinas y bebíais té. Os encantaban las magical
girls. —Se le escapa una pequeña sonrisa llena de
melancolía—. ¿Te has convertido en una, Nami?
—No lo sé —murmuro—. Las magical girls son chicas
especiales, aunque no lo parezcan a simple vista. Tienen
poderes y, con un hechizo y su voluntad, logran hacer cosas
maravillosas.
—¿Cosas maravillosas? —repite Yoko-san, con suavidad.
No sé si me escucha de verdad. Creo que gastó sus
últimas fuerzas al intentar subirme a este tejado, que
parece algo más robusto que los anteriores que he
recorrido.
—Salvar el mundo, por ejemplo —respondo, casi con
rabia. Las lágrimas, más que resbalar de mis ojos, salen
despedidas de ellos—. Ese es siempre el objetivo final.
Salvar a las personas que aman.
—Bueno, yo te he vuelto a ver, Nami —replica Yoko-san,
siempre con una sonrisa—. Eso ya es algo maravilloso.
Me muerdo los labios, es lo único que puedo hacer.
—Y ahora que estás aquí, no voy a morir sola —añade.
Un fuerte calambre me sacude y me inclino hacia ella con
brusquedad. Casi me gustaría arrancarme de los oídos las
palabras que acabo de escuchar, cubrirle los labios con la
mano para que no diga nada más.
—¡No vas a…!
—Claro que sí —me interrumpe ella, con calma—. Estoy
bien, Nami. Es extraño, pero no me duele mucho. Solo
estoy… mareada, como ese día de fin de año, ¿te acuerdas?
Tu padre y yo bebíamos mucho sake cuando estábamos
juntos.
Asiento con dificultad. Vulevo a mirar a mi alrededor, pero
aquí no hay nada con lo que pueda frenar la hemorragia. Ni
siquiera un mísero trapo para cambiar el jirón de tela que
aprieto contra su herida y ya se ha empapado de sangre.
—¿Cuántos años tienes ahora? —pregunta Yoko-san.
—Me falta poco para cumplir los dieciocho.
—Oh, entonces ha pasado mucho tiempo desde que me
viste por última vez —susurra. Levanta la mano y sus dedos
me rozan con suavidad los mechones húmedos de mi
flequillo para apartarlo de mis ojos; como si siguiera siendo
una niña—. Háblame de lo que te ha ocurrido durante todo
este tiempo. Me gustaría escucharlo.
Aprieto los dientes y sacudo la cabeza cuando nuevas
lágrimas se me derraman por las mejillas.
—Mi padre te ha echado muchísimo de menos —musito,
con la voz entrecortada—. Todavía lo hace, y sé que lo hará
aún durante mucho tiempo.
Los ojos entornados de Yoko-san se abren un poco y me
observan con una especie de nostalgia.
—Tu padre… ¿él os contó lo nuestro?
—Más bien lo averigüé sin querer —respondo, con una
pequeña mueca—. Pero Taiga sí lo sabía. Lo supo desde el
principio.
—Ese chico siempre ha sido muy listo. Se lo decía muchas
veces a tu padre —comenta Yoko-san, con su sonrisa
desvaída—. ¿Terminó la universidad?
—La abandonó —contesto, sin pensar.
Ella asiente, nada sorprendida, y desvía la mirada hacia
un extremo del pueblo, donde se encontraban nuestras
casas, pero donde ahora no hay más que escombros, agua
sucia y cuerpos sepultados.
—Me alegro. No parecía feliz. Quería decírselo a tu padre,
pero… tenía miedo de entrometerme demasiado al hablar
sobre sus hijos. Nos queríamos mucho, pero era una
situación complicada.
—No te habrías entrometido —digo, con vehemencia—.
Eras parte de nuestra familia.
Yoko-san clava sus ojos almendrados en los míos y su
mirada me sonríe, aunque sus labios ya no tengan fuerza
para hacerlo. Poco a poco, se cubren de lágrimas.
—Eres parte de nuestra familia —susurro.
Ella suspira y se desliza con cuidado hasta quedar
encogida en el tejado, con la cabeza apoyada en mis
rodillas, en la misma posición que yo adoptaba cuando
estaba con ella en el sofá de su casa, después de haberme
atiborrado de té y dulces.
—Cuánto me alegro de que estés aquí, Nami —susurra,
aunque yo ya no puedo verle la cara, solo la cortina de pelo
negro que se derrama por mis ropas de sacerdotisa—. No
sé cómo ha podido ocurrir, pero gracias. Gracias por venir
hasta aquí y quedarte conmigo. Hasta el final. No me siento
sola.
Ni siquiera puedo asentir. Soy incapaz de ver nada. Todo
se ha convertido en un borrón de colores grises, marrones
y negros. La única mota de luz la pone el cuerpo borroso de
Yoko-san, vestido con ropa clara, aovillado junto a mis
rodillas.
No vuelve a decir nada más. Pongo una mano trémula
sobre su espalda y siento cómo, poco a poco, su respiración
se debilita, se enlentece, hasta que llega un momento en
que no la noto más.
Todavía inmóvil, con ella sobre mí, murmuro:
—Gracias a ti por haberme dejado formar parte de tu
vida. Por haberme querido tanto, y por haberme curado.
Nunca desaparecerás del todo para mí, Yoko-san.
Levanto la mirada y observo a mi alrededor, a las frías
aguas negras que me rodean, pero a las que ya no me da
miedo mirar.
—Gracias a todos por haberme hecho partícipe de todos
estos años. Soy muy afortunada. A pesar de todo, soy muy
afortunada. Y no cambio nada, ni las lágrimas, ni el dolor,
ni el duelo, por todos esos momentos a vuestro lado. No os
olvidaré. A ninguno. Porque merecéis ser recordados.
La voz se me quiebra en un fuerte aullido y comienzo a
llorar, desgañitada, destrozada. Da igual las veces que mis
manos intenten apartar las lágrimas, son demasiadas, así
que me dejo llevar hasta vaciarme por completo, hasta
sentirme vacía, pero extrañamente en calma.
Se están escurriendo las últimas gotas por mi barbilla,
cuando una mano se posa en mi hombro y me sobresalta.
Me doy la vuelta con brusquedad y descubro a mi lado a un
par de hombres adultos, que parecen pescadores a juzgar
por sus ropas. No los conozco. Ellos tampoco a mí, pero el
primero desvía la mirada del cadáver de Yoko-san a mi
cara, y consigue esbozar una pequeña sonrisa.
—Vamos, chica. Tenemos que salir de aquí. El agua
todavía puede alcanzarnos.
Me siento tan débil, que me dejo guiar. Con mucho
cuidado, apartan el cuerpo de Yoko-san y la dejan
bocarriba. La observo, sin miedo. Tiene los ojos cerrados.
Está blanca como la espuma del mar, pero sonríe.
—Ha tenido suerte de haberse marchado con alguien a su
lado —me dice uno de los hombres, antes de palmearme la
espalda.
Aunque las olas no son tan violentas, el ritmo del agua
sigue creciendo, como una marea eterna que se traga poco
a poco una playa, que escala por acantilados. Ahora, me
lame el borde de las zapatillas de deporte.
Uno de los pescadores me apremia y me empuja hacia
otro tejado que comunica directamente con la pila de
escombros.
—Vamos. Salgamos de aquí.
LA DESPEDIDA
DE LOS DIOSES
11 de marzo de 2011

L a subida al Monte Kai es pausada. Yo destaco entre los


demás, no solo por mis ropas de sacerdotisa, sino
porque soy la única que sube con cierta lentitud. Los
habitantes que han conseguido llegar hasta la pila de
escombros, pasar por ella y alcanzar el inicio del sendero,
cruzan como flechas a mi lado, mientras lloran y gritan por
teléfono.
Estoy empapada, tengo los brazos y las piernas cubiertos
de arañazos, pero no siento ningún dolor, tampoco frío. Mi
cabeza ha desconectado del cuerpo y mis pies se mueven
sin parar, como si alguien les hubiese dado cuerda. Un pie
delante de otro, un pie delante de otro, así durante un largo
rato, mientras a mi espalda Miako sigue ahogándose más y
más.
Llega un momento, ya en la parte final del sendero, en el
que avanzo esquivando personas. Algunas ya han dejado de
ascender, sabedoras de que el agua no puede llegar hasta
aquí, y muchas graban con su teléfono móvil, no sé muy
bien por qué. Quizá piensen enviar los vídeos después a los
canales de noticias, es la única explicación que encuentro.
Yo jamás querría tener esas imágenes conmigo.
Tras varios metros más de subida, alcanzo el torii tras el
que se encuentra el Templo Susanji. Paso mis dedos por la
madera astillada y a continuación me adentro en el recinto,
tan lleno como si fuese Año Nuevo.
Hay personas apelotonadas aquí y allá; muchas asomadas
al mirador, cuchicheando, abrazándose; muchas llorando.
Otros llaman por teléfono sin parar, mientras pasean de un
lado a otro, presas del pánico. Luego, veo a personas más
apartadas, acuclilladas o directamente arrodilladas sobre el
suelo, con la piel tan gris como el cielo que nos cubre.
No hay ningún policía, bombero o sanitario. No ha dado
tiempo a que acudiera nadie al rescate.
Miro el reloj. Son las cuatro menos cuarto. Solo ha pasado
una hora, aunque en mi cuerpo parece haber transcurrido
un milenio.
—Estarás helada —oigo que dice una voz a mi derecha,
antes de que algo cálido y suave me envuelva.
Giro la cabeza y me encuentro con el rostro de Kannushi-
san. En uno de los brazos lleva apiladas pequeñas mantas,
como la que me ha colocado en los hombros. No es el único
que las reparte; tras él, a un par de metros de distancia,
veo a la sacerdotisa sin esa expresión aburrida en su cara,
ofreciendo abrigo a todo el que encuentra.
—Ahora mismo solo siento impotencia —mascullo, antes
de echar una nueva mirada en derredor—. ¿Por qué
decidisteis traerme de vuelta aquí? ¿Qué es lo que he
conseguido? —añado, con la voz rota por la ira. Por debajo
de la manta, mi mano asoma y señala el pueblo anegado—.
Miako ha muerto. ¿Cuántas personas quedan todavía ahí,
atrapadas? Yo no he hecho nada, ¡nada!
Kannushi-san pestañea varias veces y se echa
ligeramente hacia atrás. Parece mirar algo detrás de mí.
—¿Nada? ¿Eso es lo que crees?
Sigo el rumbo de sus ojos y los clavo en un grupo de
mujeres que están cerca del honden, vestidas con kimonos
elegantes. No son las únicas; escudriño a mi alrededor y no
solo veo a más personas en kimono, también a otras
inusualmente elegantes, como si se hubieran arreglado
para un evento especial.
Sacudo la cabeza y vuelvo a enfrentarme al sacerdote.
—Sí, pero…
—Tú conoces tu realidad alternativa. Sabes que, de no
haberte marchado a Kioto, habrías muerto ahogada como
tantos otros niños, junto a ese chico que luego se ha
convertido en alguien tan especial para ti. —Él espera que
asienta o que diga algo, pero yo me siento incapaz de
separar la lengua del paladar—. Pero yo soy un dios, y
conozco la realidad de todos. Y de no haber sido por ti,
muchas de las personas que están aquí hoy no se habrían
salvado.
—Pero… —jadeo, intentando controlar el aire que entra
en mi pecho—. El colegio…
—Han muerto muchos. Demasiados. Pero si no fuera por
ti, nadie, nadie habría sobrevivido.
—¿Nadie? —repito, con los ojos abiertos con horror.
Kannushi-san asiente con calma—. Pero… pero yo no hice
nada. No llegué a tiempo para convencer al director y a los
profesores. Solo hablé con Amane y con la profesora
Hanon, solo…
—Hablaste —me interrumpe el sacerdote con esa calma
que ningún humano puede poseer—. Eso fue lo que marcó
la diferencia. Tus palabras tuvieron más poder que el que
podrían haber juntado ocho millones de dioses. El mundo,
Nami, no se cambia con poderes mágicos, con manos
alzadas que detienen tsunamis o paralizan terremotos. El
mundo se cambia con pequeñas acciones, con palabras. Y
eso ha sido lo que has hecho hoy. Has decidido intervenir,
has provocado un cambio. Mira a tu alrededor, mira bien.
Y yo lo obedezco. Mis ojos dan vueltas, se centran en las
decenas de personas que abarrotan el Templo Susanji, en
los sonidos que producen, que ahora parecen más potentes
que el rugido del mar, que sigue aullando metros más
abajo. No son solo ellas. Hay gente a salvo en las azoteas
de los pocos edificios altos con los que cuenta Miako.
Incluso, mucho más abajo, puedo ver figuras diminutas,
niños, que esperan en la azotea del colegio inundado hasta
prácticamente el último piso. Una familia cruza en este
momento con cuidado la masa de escombros acumulada, y
más personas enfilan el sendero hacia arriba, destrozadas,
heridas, pero vivas.
—Ahora debo continuar y hacer mi trabajo, no de dios,
sino de sacerdote —dice Kannushi-san, antes de separarse
un par de pasos de mí—. Necesitan más que nunca calidez
y palabras, muchas palabras.
—¡Espere! —exclamo, cuando veo cómo el anciano está a
punto de darme la espalda. Él se vuelve a medias, con una
de sus cejas asomando por encima de sus gafas gruesas y
negras—. No lo voy a volver a ver, ¿verdad?
Él se encoge de hombros y sus labios se doblan en una
sonrisa. Se inclina hacia mí y apoya en mi hombro su mano
libre durante un instante.
—Tengo mucha estima a este templo, pero imagino que
tarde o temprano tendré que marcharme de aquí. Los
dioses, además, no solemos tener largas relaciones con los
humanos, sean del tipo que fueren. Con el tiempo, se
terminan estropeando —añade, antes de darme una
palmadita amistosa en la espalda—. Pero me gustaría que
de vez en cuando visitaras algún santuario en mi honor,
ofrecieras una moneda, agitaras el cascabel y me contaras
un poco cómo te encuentras. Me alegrará mucho saber de
ti, de verdad.
Asiento, sin saber muy bien qué decir. Él permanece un
momento más a mi lado, me regala una última sonrisa y se
aleja de mí mientras yo no aparto los ojos de su espalda.
Sin embargo, el anciano solo da unos pocos pasos antes de
mirarme por encima de su hombro.
—Me imagino que sabes cómo volver, ¿no?
No me hace falta mirar sus ojos para saber qué es lo que
observa. Después, cuando finalmente se marcha, decido
moverme. Camino entre la multitud. Algunos me miran,
sobre todo, el grupo de mujeres vestidas con kimono, pero
yo sigo adelante, en dirección al estanque.
Sin embargo, no llego hasta él. Sentado en el suelo, hecho
un ovillo y cubierto con una manta, encuentro a Arashi. El
alivio corre por mis venas a la velocidad de la sangre, y
siento deseos de abalanzarme sobre él, de abrazarlo y
llorar de alegría, pero me detengo. Él parece en shock. Y lo
estará durante varios días. Le quedan por delante muchos
meses, muchos años duros hasta que se convierta en ese
chico tan fuerte del que estoy enamorada.
Me quito la manta y la coloco sobre la que ya lo cubre. Él
no se inmuta. Sigue mirando hacia delante, con las pupilas
algo dilatadas, y no se mueve, ni siquiera cuando me coloco
a la altura de su oído.
—Te prometo que mejorará, Arashi —le murmuro—. Y
llegará un día en que esto no será más que un recuerdo que
sí vale la pena olvidar.
No me escucha, pero yo me levanto y me alejo de él,
obligándome a no mirar atrás. Avanzo serpenteando entre
las personas, hasta llegar al estanque junto al pequeño
puente. El agua está oscura y no veo el fondo; solo un pez
koi nadando, trazando unas ondas que parecen indicar un
camino.
Miro una última vez alrededor y mis ojos tropiezan con
otros. Kukiko Yamada, una de las personas que está
totalmente seca, me observa con una mezcla de extrañeza,
curiosidad y fascinación. Me dedica una reverencia.
Yo se la devuelvo y, sin dudar, me arrojo a las aguas del
estanque.
Caigo de nuevo en ese lugar extraño, donde puedo
respirar a pesar de que solo el agua me rodea. Y, como la
última vez, el inmenso y retorcido cuerpo de Ryōjin está
frente a mí. Esperándome.
—Has llegado al final de tu camino como kami —anuncia,
con su voz monstruosa.
—¿Y ahora? —pregunto.
—Ahora empieza el resto de tu vida —contesta; sus
enormes fauces casi parecen esbozar una media sonrisa—.
Y esta vez, me temo que los dioses no seremos los
responsables de ella. Ahora que el sendero ha desaparecido
bajo la lluvia, tú, y solo tú, decidirás hacia dónde caminar.
Sus ojos dorados me sondean y yo, de pronto, me siento
tan fuerte como una diosa.
—Eso me gusta.
Ryōjin parece reírse. Mueve su cola y crea una corriente
de agua que me atrae hacia él. Yo extiendo las manos y me
aferro a su cresta, y en el momento en que lo hago, el dios
dragón se pone en movimiento.
Me agarro a él todo lo que puedo. Con las manos, con las
piernas, pero nada parece suficiente. Avanzamos o
retrocedemos demasiado rápido, y mis dedos se resbalan,
mis miembros me arden. Intento abrir la boca, avisarle que
no puedo más, pero entonces el agua entra en mis
pulmones y me atraganto.
Me voy a ahogar. Me voy a ahogar. Me voy…
De pronto, mis manos se sueltan y mi cuerpo sale
propulsado hacia arriba, hacia más arriba, y rompe la
superficie del agua con un chapoteo. Respiro con dificultad,
escupo y manoteo, y de pronto me doy cuenta de que estoy
de pie en el estanque del Templo Susanji.
Tomo todo el aire que puedo y lleno mis pulmones. Ahora,
el agua apenas me alcanza la cadera y los pocos peces del
estanque nadan lejos de mí, asustados.
Una extraña quietud me rodea. Como si hubiese
aparecido en mitad de una tormenta, entre el espacio del
rayo y el trueno. Miro a mi alrededor y mis ojos se abren de
par en par cuando veo a un Arashi de mi edad tumbado en
el suelo, con un par de policías subidos a su espalda. Tiene
los brazos extendidos hacia el estanque, hacia mí, y hay un
camino dibujado en los guijarros hasta llegar al lugar
donde yace, como si lo hubieran arrastrado a la fuerza. Los
hombres que lo sujetan se han quedado inmóviles y me
observan como si fuera una yurei, o un yōkai, no estoy del
todo segura. A un lado, la sacerdotisa sigue asomada a su
mostrador de la oficina y, por primera vez, no parece muy
aburrida.
—¿De dónde has salido? —pregunta uno de los policías.
—¡Ya se los dije! —exclama Arashi, levantando la cara,
llena de tierra—. ¡Ella tenía que…! —No puede terminar la
frase, porque el otro policía empuja su cara contra el suelo
y sus labios se sellan para no tragar más polvo y guijarros.
Uno de los hombres se levanta y se acerca a mí, con
cautela, y se queda en el borde del estanque.
—¿Has estado ahí escondida todo el tiempo?
No sé a cuánto se refiere con «todo el tiempo», pero, aun
así, respondo:
—Más o menos.
Su cauta expresión se trunca en otra de hastío y, sin
mucho cuidado, me aferra de los brazos y me obliga a salir
del agua. Yo doy varios pasos, agotada, con la chihaya y la
hakama despidiendo ríos de agua.
—Los jóvenes os creéis muy graciosos, ¿verdad? —gruñe.
El hombre me arrastra hacia Arashi, al que han puesto en
pie. Él me lanza una mirada llena de ansiedad y sus ojos
tras las gafas (rotas, de nuevo) se detienen en las manchas
oscuras de mi chihaya, en los cortes que recorren la tela,
en mi piel arañada, mojada, y en mis ojos, que todavía
están rojos por el salitre y tantas lágrimas derramadas.
No necesita preguntarme nada. Leo todas las palabras
que necesito en sus pupilas. Y yo tampoco le contesto. Con
un asentimiento, respondo a todo.
—Os llevaremos a la comisaría de Ishinomaki; ya hemos
avisado a vuestras familias, que estarán en camino. Allí se
encuentran ya el resto de vuestros amigos —dice uno de los
oficiales, tirando de nosotros en dirección a la salida del
templo—. No sé en qué clase de extraña aventura os habéis
metido, pero no os ha salido bien.
Se me escapa una media sonrisa.
En eso se equivoca, agente.
Estamos a punto de cruzar el torii, pero, antes de hacerlo,
no puedo evitar que mi cabeza se gire y mire atrás de
nuevo.
Del estanque ha brotado la gigantesca cabeza de Ryōjin,
con sus grandes ojos dorados, que no se separan de mí. A
su lado, vestido con su uniforme habitual, está Kannushi-
san. Su sonrisa sigue siendo la misma y, cuando nuestros
ojos se cruzan, me dedica una pequeña reverencia. Pero
entonces, la visión se interrumpe por el torii rojo que
atravieso.
Piso suelo mortal y, cuando vuelvo a mirar, ellos han
desaparecido. Solo queda la sacerdotisa a lo lejos,
entretenida con su teléfono móvil.
HOGAR
31 de diciembre de 2016

Y o misma les había dado la pista a los policías cuando le


grité a Kaito, mientras huía en dirección a Miako, a
dónde me dirigía. «¡El Templo Susanji!».
Después de que un coche patrulla consiguiese interceptar
la furgoneta de Masaru y los condujera a la central de
policía, los dos agentes que habían intentado truncar mi
huida y la de Arashi hicieron lo mismo con Harada y Li Yan,
y los unieron a los otros dos detenidos en la comisaría de
Ishinomaki. Después, dos compañeros fueron a por Arashi y
a por mí, pero solo lo encontraron a él. Intentaron
llevárselo a la fuerza, pero él luchó con uñas y dientes
porque quería verme volver, quería comprobar que
realmente fuera a volver. Como conseguí al final.
Nos trasladan a la comisaría de Ishinomaki, donde nos
esperan más rostros hastiados y papeleo, aunque son los
oficiales los que lo rellenan todo a golpes de tecla, que más
bien parecen puñetazos. Supongo que, aparte de algún
borracho que quería celebrar por todo lo alto el Fin de Año,
no se esperaban tanto trabajo en un día así, y menos con
cinco chicos con edad de ir todavía al instituto y un joven
apenas mayor de edad, que ni siquiera eran de los
alrededores.
Una vez que nos toman a todos los datos, sacan ropa seca
de algún lugar y puedo sustituir mis prendas húmedas y
rotas por estas otras. No sé a quién pertenecen, pero está
claro que son de hombre porque me quedan enormes.
Cuando nos juntan a todos en una sala blanca, con bancos
pegados a las paredes, Harada comienza a fantasear con
que quizá se trate de las viejas ropas de un asesino en serie
y Kaito le dice que como no se calle de una maldita vez, el
que se convertirá en asesino en serie va a ser él. Es el que
está de peor humor, porque al ser mayor de edad,
separaron a Masaru de nosotros y lo han metido en una
celda junto a otros detenidos.
—No deberías preocuparte. Es tan guapo que no lo
tocarán. Quizás hasta se enamoren de él —comenta
Harada, cuando Kaito empieza a caminar de un lado a otro,
nervioso. El aludido se limita a lanzarle una mirada que
parece más bien un disparo.
Es extraño, porque ahora que estoy aquí, con ellos,
parece que nunca llegué a retroceder en el tiempo, que no
volví a pisar ese Miako del pasado que ya no existe, que no
salvé a gente ni vi venir una inmensa ola negra que engulló
de un mordisco mi hogar. Pero tengo los brazos y las
piernas repletas de pequeños cortes, que me escuecen de
vez en cuando. Unas marcas que tal vez se borren con el
tiempo pero que, por ahora, siguen ahí, hundidas en mi
piel.
—¿Estás bien? —me pregunta entonces Arashi.
Es el primero que lo hace. Cuando nos reencontramos con
los demás, Li Yan me abrazó y me tomó de la la mano
(todavía me la sujeta), Harada me levantó del suelo a pesar
de que es más bajito que yo, y Kaito se limitó a removerme
el pelo con un gesto incómodo. Pero nadie me preguntó
nada, aunque yo sentía el peso de sus ojos. Ni siquiera me
preguntaron por Yemon; Harada fue el que más lo buscó
con la mirada. Quizás estaban esperando que fuera yo la
que empezase a hablar.
Con la pregunta de Arashi, sus cabezas se alzan y Kaito
frena en seco su paseo.
—Ahora mismo, no —contesto, aunque mis labios se
doblan en algo que parece una sonrisa—. Pero creo que lo
estaré.
Li Yan me aprieta la mano y Harada se inclina hacia mí
mientras exclama: «¡Por supuesto que lo estarás!».
Los ojos de Arashi, tras los cristales rotos de sus gafas,
me sondean, y ahora, más que nunca, veo la diferencia que
existe entre ese niño frente al que me arrodillé y el chico
que sostiene la otra mano que tengo libre.
—Tengo mucha suerte de tenerte a mi lado —murmuro.
—No, yo soy el afortunado —contesta, antes de rozar su
frente con la mía.
Harada parece que va a abrir su bocaza de nuevo, pero
esta vez, Kaito se le adelanta.
—Por favor, ahora no es momento de escenas románticas.
No tengo nada en el estómago desde hace horas, pero me
están entrando ganas de vomitar.
A Arashi se le colorean las mejillas como amapolas y yo
pongo los ojos en blanco, aunque por dentro siento una
sensación cálida que me llena. A Li Yan se le escapa una
pequeña risita que suena extraña en este lugar y yo me
inclino para apoyarme en su hombro. Su suspiro revuelve
mi pelo, ya seco por fin.
—Cuando lleguen nuestras familias, ¿qué vamos a decir?
—pregunta.
—¿La verdad? —Todos clavamos la mirada en Harada,
que se apresura a levantar los brazos—. Eh, era solo una
broma.
—Quizás Harada tenga razón —contesto, y esta vez es en
mí en quien se hunden todas las pupilas—. Quizás podamos
decirles la verdad. Que yo necesitaba regresar a Miako
porque tenía que recordar, y que vosotros me habéis
ayudado a llegar hasta aquí.
—Eso no se lo creerán —replica Kaito—. No tiene ningún
sentido.
—Claro que sí. Somos adolescentes y siempre se quejan
de que hacemos cosas sin sentido —contesta Li Yan—. Si
intentásemos contarles una historia corriente, sabrían que
estamos mintiendo.
Así que es eso lo que decidimos. Tras un par de horas nos
traen algo de comida que nosotros devoramos casi sin
hablar. Y, varias horas más tarde, cuando la noche ya es
cerrada al otro lado de la ventana, y ya ha llegado el Año
Nuevo, la puerta de la sala en la que nos encontramos
vuelve a abrirse.
En la amplia estancia a la que nos conducen, donde nos
tomaron los datos la primera vez, veo a mi padre. Pero no
solo a él, también a la tía de Arashi, una mujer con gesto
adusto, vestida con un kimono elegante y oscuro; veo a la
madre de Kaito, a la que recuerdo de Miako, aunque ahora
finas arrugas cruzan su piel. Cerca de ellas están los padres
de Li Yan, tan distintos entre sí, pero tremendamente
parecidos a su hija, y los de Harada; su padre es un hombre
rechoncho y tan bajito como su hijo, y su madre, delgada y
casi tan alta como Arashi.
Todos nos quedamos paralizados, observándonos unos a
otros. Me preparo para un par de gritos, quizá, pero todos
se acercan a nosotros y nos abrazan, nos tocan el pelo, las
mejillas, los brazos, las manos. El encuentro no dura
mucho, porque los policías carraspean y nos indican
separarnos por familia y repartirnos entre las distintas
mesas que hay para prestar declaración.
Yo me siento junto a mi padre y comienzo a hablar. No
digo nada sobre el estanque, sobre Kannushi-san ni sobre
Ryōjin. Solo hablo de Miako, de mi necesidad de volver, de
reconciliarme, y de cómo todos los que están aquí, a mi
lado, han ayudado a hacerlo posible.
Cuando todos terminamos, hay una mezcla de pena y
frustración en el rostro de los oficiales. Se miran entre sí.
Ellos también sufrieron mucho con el terremoto y el
tsunami que sucedió en el dos mil once. Ishinomaki fue una
de las ciudades más afectadas, también hubo muchos
muertos y muchos desaparecidos. Así que solo se centran
en la forma en que intentamos escapar de la policía; en que
deberíamos haberles explicado a dónde nos dirigíamos y el
motivo. Mientras hablan, todos permanecemos en silencio y
asentimos ante cada palabra. Nuestros familiares, sin
embargo, no nos quitan la vista de encima. Mi padre tiene
los ojos algo vidriosos.
Después de afirmar que no nos van a abrir ningún tipo de
expediente ni de que se va a interponer denuncia alguna,
nos comunican que nos podemos marchar junto a Masaru,
que también queda libre, aunque tendrá que pagar una
multa que la madre de Kaito se apresura a decir que
correrá de su parte. Sin embargo, cuando parece que
realmente podemos irnos, el policía que está frente a mi
padre y a mí, nos detiene.
—Hay algo que me gustaría enseñarles. Sé que debe
tratarse de un error, pero… —Teclea algo en el ordenador,
mueve el ratón varias veces y, cuando parece encontrar lo
que estaba buscando, clava la mirada en mí—. El once de
marzo de hace casi seis años se recibió una llamada en la
comisaría de Miako, procedía del Ayuntamiento. Yo fui el
que la recibí; por aquel entonces, trabajaba allí. Al parecer,
una joven vestida de sacerdotisa intentó agredir al alcalde.
—Agredir. Tengo que hacer todo el esfuerzo del mundo
para no poner los ojos en blanco—. Pero consiguieron
reducirla y aislarla en una sala. Por desgracia, logró
escapar. Y, con todo lo que ocurrió después, esta denuncia
quedó archivada y olvidada. No obstante —añade, ahora
desviando la atención hacia mi padre, que parece
terriblemente confuso—. Una de las cámaras de seguridad
del edificio no se estropeó durante el tsunami, quedó en
una especie de espacio estanco y pudimos recuperar las
grabaciones de ese día. Estas son algunas de las imágenes.
El policía gira la pantalla y maximiza la imagen que
muestra el recibidor del Ayuntamiento. Se ve parte de las
escaleras que ascienden y el mostrador de información,
donde estaba ese administrativo que después me ayudó a
escapar. Pero entonces la puerta se abre y aparezco yo,
vestida con las ropas de sacerdotisa y mis zapatillas de
deporte empapadas. Me detengo en la puerta y giro la
cabeza, y echo un vistazo a mi alrededor. Sin embargo, hay
un momento en el que parezco mirar a la cámara fijamente.
Justo en ese instante, el policía congela la imagen.
Mi padre se acerca a la pantalla, sus pupilas se han
dilatado. No es una mala grabación, mi cara se ve con
nitidez. Soy yo, no hay ninguna duda. En una esquina,
aparecen la hora y la fecha.
—Sé que lo que le voy a preguntar es una locura, pero
tengo que hacerlo, porque al introducir sus datos hallé esto
—dice el agente, observándome con una mezcla de disculpa
y seriedad—. ¿Estuvo usted en Miako el once de marzo del
dos mil once?
Mantengo los labios sellados durante un instante, pero
enseguida me echo hacia atrás en la silla y me encojo de
hombros.
—Nadie puede estar en dos sitios a la vez, agente.
El hombre frunce el ceño, pero sacude la mano y, con ese
gesto, nos deja libres por fin.
Nuestras familias se apresuran a sacarnos de la
comisaría. Ya no hay tantos abrazos, y escucho cómo la tía
de Arashi lo llama «irresponsable», o cómo los padres de Li
Yan regañan a su hija en dos idiomas que desconozco. La
madre de Kaito sisea furiosa junto a los oídos de su hijo y
de Masaru, que parece tremendamente compungido hasta
que nuestras miradas se cruzan y me guiña un ojo. Los que
más gritan, sin embargo, son los padres de Harada.
—¿Cómo has podido hacernos esto? —exclama su madre,
alzando los brazos al cielo—. ¡No sabes el susto que nos
llevamos cuando me llamó ese hombre tan desagradable
para decirme que habían detenido a mi hijo a más de mil
kilómetros de casa!
—Tu madre creía que te habían intentado secuestrar —
comenta su padre, mientras menea la cabeza—. Yo le decía,
pero ¿quién va a tener interés en llevárselo?
—Tú, ¡cállate!
Mi padre tira de mi brazo y me detiene.
—Esto es lo que tenías que hacer, ¿verdad? —Es extraño,
porque no veo censura en su expresión. Es como si, de
repente, hubiese resuelto un complicado acertijo y lo
tuviera ahora frente a él—. Este era tu asunto pendiente. —
Asiento, y él pasa su brazo por mis hombros y me acerca a
él—. ¿Y lo has resuelto por fin?
—Sí —respondo esta vez.
Y siento un alivio demoledor, porque es verdad. He
completado este camino, aunque fuera un camino
retorcido, en espiral, que me ha llevado hasta el mismo
principio. Ahora, como me decía Ryōjin, me encuentro de
pie frente a una explanada inmensa que puedo atravesar en
muchísimas direcciones.
Caminamos hacia el aparcamiento de la comisaría, pero
mi padre habla de nuevo y enlentece el ritmo de sus pasos.
—Yo también tengo algo que decirte. Tu gato, Yemon…
—Lo sé —lo interrumpo—. Se ha marchado. Tenía que
marcharse, en realidad. Me dolió cuando lo supe, pero
ahora me siento muy feliz por todos esos años que ha
pasado a mi lado. Era un gato muy especial.
—Ya veo —contesta, aunque no parece comprender nada.
Mi padre se lleva las manos a la cabeza, como si un
pensamiento estuviera golpeándola desde dentro, y me
mira una vez más—. Nami, tú eras la chica que aparecías
en ese vídeo de la comisaría. Te conozco. Podría reconocer
tu cara en cualquier sitio. Pero eso sería… es imposible.
El final de su frase casi termina en una interrogación. Y
yo me planteo durante un instante contarle toda la verdad.
Pero entonces su teléfono móvil comienza a sonar con
estridencia desde el bolsillo de su abrigo. Él lo alza hasta
sus ojos y me lo pasa sin decir nada más. Leo el nombre
que aparece en la pantalla.
Es Taiga.
Sin dudar, acepto la llamada y me llevo el teléfono al oído.
—Hola —susurro.
—No puedo creerlo —contesta al otro lado de la línea, con
la voz entrecortada—. Estás bien, estás bien, ¡Estás bien!,
¿verdad, Nami?
—Sí, sí. Creo que lo estoy. —Escucho un ruido extraño,
algo parecido a un sollozo estrangulado—. Lo sabías,
¿verdad? —le pregunto, bajando la voz.
—¿Cómo no iba a recordarte después de las palabras que
me dijiste ese día? Kuso! Debería haberte reconocido en
ese instante, aunque tuvieras años de más de los que se
suponía que debía tener mi hermana pequeña. —Toma aire
de golpe, ahogado—. Cuando salí de mi dormitorio después
de estos años y te vi… no sé, de alguna manera, encajó
todo, o se destrozó más; no estoy seguro. Y cuando supe
que ibas a marcharte de viaje… yo… estuve a punto de
contarle a papá lo que sabía, aunque no tuviera ningún
sentido.
—Gracias por haber confiado en mí—le contesto, en voz
baja, para que mi padre no se entere.
—Tenía que hacerlo después de las palabras que esa
extraña sacerdotisa me dedicó —dice, en un súbito tono
burlón que me recuerdan al viejo Taiga—. No sabes cuánto
me ayudaron.
—Pero no conseguí nada —le replico, con un suspiro
amargo en la punta de los labios—. Abandonaste la
universidad, te encerraste en tu habitación y…
—Hablaste, Nami —me interrumpe él—. Me hablaste a
mí. Y eso en nuestra familia vale mucho, ya lo sabes.
A Taiga se le escapa una pequeña carcajada que me hace
sonreír. Nos quedamos unos segundos en silencio antes de
que él vuelva a hablar.
—¿Vas a contarle todo a papá?
—Sí, pero en un tiempo. Cuando yo me recupere… y él
también.
Cuando recobre su sonrisa, aunque Yoko-san no esté a su
lado. Cuando pueda hablar de mi madre sin que le cueste
años de vida. Cuando mi hermano sea capaz de salir a la
calle. Quizás, entonces, podré sentarme junto a mi padre y
contarle todo desde el principio hasta el final, junto a Yoko-
san, para asegurarle que no murió sola y con miedo, que lo
hizo con suavidad, sin dolor, acompañada.
—Me parece bien —dice Taiga. Casi me puedo imaginar
su sonrisa—. Ahora, volved pronto a casa. Yo os estaré
esperando para celebrar el Año Nuevo.
A casa, repito, antes de despedirme y colgar. Cuando
extiendo el teléfono móvil a mi padre, me doy cuenta de
que estamos junto a un pequeño autobús mal aparcado, que
ocupa varias plazas reservadas a coches. Todos están
apelotonados junto a él.
—¿Y esto? —pregunta Harada, con los ojos como platos.
—Deberías darnos las gracias, no poner los ojos como un
bobo —lo acusa su madre, meneando el dedo arriba y abajo
—. ¿Sabes cómo se ha arriesgado tu padre al pedir este
autobús en su empresa? ¡Ahora, sobre todo, que estamos
de vacaciones!
—Después de que la policía nos llamara, nos pusimos en
contacto y decidimos que era mejor ir todos juntos —
informa el padre de Li Yan, con un acento muy marcado.
—¡Pero esto no es una excursión! —se apresura a añadir
la madre de Harada.
Los únicos que no suben al autobús son Masaru, Kaito y
su madre, que deciden regresar a Kioto en la furgoneta que
la policía les ha devuelto, aunque con varias abolladuras de
más.
Me despido de Masaru, le doy gracias mil veces, pero él
se limita a sacudir la mano y a decir que ha sido su Fin de
Año más interesante. Me da incluso un abrazo, pero cuando
me vuelvo hacia Kaito, él se apresura a echarse hacia atrás.
—No quiero lágrimas —advierte.
—No va a haber lágrimas, baka —replico, antes de darle
un pequeño empujón en el hombro. Él, sin embargo, no se
mueve para subirse a la furgoneta—. Llegad bien a Kioto.
Dentro de unos días nos veremos en el trabajo.
—Pues claro que nos veremos —dice, antes de poner los
ojos en blanco y entrar en el vehículo.
Después, todos subimos al pequeño autobús. Sin mucho
disimulo, corro para colocarme detrás de los asientos de
Arashi y su tía. Tanto ella como mi padre se dan cuenta; los
veo intercambiar una mirada.
—Me llamo Nanami Tendo —digo, porque me doy cuenta
de que ni siquiera me he presentado—. Siento todos los
problemas que le he ocasionado a su sobrino.
La comisura derecha de sus finos labios se alza un poco
antes de que ella sacuda la cabeza.
—Ya conozco tu nombre. Arashi lleva hablándome de ti
desde que empezó el curso.
Yo siento cómo las mejillas comienzan a arder. Arashi, por
otro lado, y ahora bajo la escrutadora mirada de mi padre,
parece que va a entrar en combustión espontánea. Se
apresura a dejarse caer en su asiento, mientras yo ocupo el
que se encuentra justo detrás de él. Los dos, tan erguidos
como las geiko de Gion.
Su tía suelta una pequeña carcajada, intercambia otra
mirada cómplice con mi padre y se sienta en el momento en
que el padre de Harada pone en marcha el autobús. Apenas
hemos salido del aparcamiento cuando decide poner la
radio. Su mujer lo regaña, le advierte que esto no es un
viaje de fin de curso, pero Harada, que se ha sentado junto
al padre de Li Yan y está tratando de comunicarse en un
finés inventado, alza la voz y exclama:
—¡Sube el volumen, papá!
Él lo hace pese a las protestas de su esposa. Y entonces,
el autobús se llena de una melodía conocida. Los cuatro nos
ponemos de rodillas en los asientos y nos miramos al
reconocerla.
No sé por qué, pero de pronto los recuerdos me llenan. Y
no solo son los de Miako. Las caras sonrientes de Amane y
Mizu se unen a las de Harada y Li Yan, el ceño fruncido de
un Kaito de doce años se mezcla con los ojos vidriosos de
ese Kaito que es tan importante para mí, se mezcla el torii
rojizo y algo viejo del Templo Susanji, con el inmenso torii
lustroso que da la entrada al Santuario Yasaka. Me veo en
mi antigua casa de Miako, cenando junto a Yoko-san, mi
padre y mi hermano, para después contemplarme en el día
del terremoto de Kioto, bebiendo café de madrugada,
hablando como no lo hacíamos en años bajo una mesa de
comedor. Y después, me encuentro caminando por la orilla
de la playa, junto al paseo marítimo de Miako, con la
mirada perdida en la frontera entre la tierra y el océano.
Pero, al levantar los ojos, estoy rodeada por los farolillos y
los viejos edificios de Gion, con la mano prendida a la de un
tímido Arashi, que me sonríe con una expresión que huele a
vida, que huele a futuro.
Es Harada el que empieza a cantar la canción. Como
siempre, a todo pulmón y completamente desafinado.

Almost heaven, West Virginia,


Blue Ridge Mountains, Shenandoah River…

Después se une Li Yan, con su voz más dulce, pero firme.

Life is old there, older than the trees,


younger than the mountains, growin’ like a breeze…

Y, por último, nos unimos no solo Arashi y yo, sino todos


los que nos encontramos en el autobús.

Country roads, take me home


to the place I belong…
West Virginia, mountain mama,
take me home, country roads.

Mi padre me aprieta la mano y me sonríe. Lo veo borroso,


así que imagino que, como él, yo también tengo lágrimas en
los ojos.
—Estamos en casa, Nami.
Y yo asiento, porque es verdad. Porque ni siquiera un
tsunami ni un terremoto pudieron destruir mi hogar.
Porque siempre lo he tenido conmigo, aunque haya tardado
tantos años en darme cuenta de ello.

Country roads, take me home


to the place I belong…
NOTA DE LA AUTORA

Japón y su cultura siempre han tenido una influencia


intensa en mí. Cuando miro las imágenes de sus paisajes,
sobre todo de calles tradicionales, de sus tejados rizados,
me sacude una extraña sensación, algo a lo que ellos
llaman: Natsukashii. Por eso, desde hace mucho tiempo,
supe que tenía que escribir una historia ambientada allí y
que despertara los mismos sentimientos que a mí me
provoca.
El terremoto y el tsunami que se produjo en el dos mil
once fueron una de esas catástrofes que cuando las ves por
la televisión, se te meten muy adentro. Aquel día me
pregunté qué sería de esas personas que, por casualidad,
no estuvieron el día del desastre en su ciudad o pueblo
natal, que sobrevivieron, pero dejaron atrás a muchos. Así
nacieron Nami y Miako, hace ya más de diez años.
En un principio, la narración iba a estar ambientada en
Tokio, pero tras haber tenido la suerte de viajar al país, me
enamoré de Kioto y pensé que ese lugar era más idóneo
para la trama y el aura que la envuelve. Por eso, todos,
absolutamente todos los sitios que se nombran son reales, y
la mayoría los visité durante mi viaje. Así que sí, el Instituto
Bunkyo existe de verdad, y hay un 7Eleven cerca del
Parque Maruyama (aunque, seamos sinceros, hay 7Eleven
cerca de todos lados).
Miako, sin embargo, es una mezcla de muchos de esos
pueblos que quedaron destruidos por el tsunami y de mi
imaginación. A pesar de que es un sitio que no existe fuera
del relato, sí está ubicado en un lugar real, junto a la
desembocadura del río Kitakami (que es real, también, y se
desbordó durante la llegada del tsunami). El pueblo está
situado en un terreno baldío que realmente pertenece a la
ciudad de Ishinomaki. Está frente al océano Pacífico y, a su
espalda, hay colinas suaves recubiertas de verde. Quién
sabe. Puede que algún día sí exista un pueblo con el
nombre de Miako y sea erigido allí.
La desgracia acaecida en el colegio de Nami está basada
también en una real: la tragedia que sucedió en la Escuela
Elemental Okawa. En su caso, solo sobrevivieron el diez
por ciento de todos los que estaban ahí, aunque al contrario
que en el colegio de Miako, tuvieron casi una hora para
trasladar a los alumnos a un lugar seguro. Pero tal y como
sucede en esta historia, los protocolos no estaban claros y
se perdió mucho tiempo discutiendo.
También quería hacer un apunte sobre las palabras
utilizadas en el idioma original. No quería occidentalizar
todos los términos, así que decidí usar la fonética japonesa
en determinadas palabras o expresiones, sobre todo en
aquellas que no fueran tan familiares para el mundo
occidental, para así enriquecer más la historia.
La canción de Country Roads que cito en varios
momentos no es la original, sino la versión de Olivia
Newton-John. A mí me parece preciosa, por si os apetece
escucharla.
Y un último comentario que quizás os interese. Todos los
nombres de los habitantes de Miako que aquí aparecen
están relacionados con el agua. Kaito significa «hombre del
mar», y Amane, «lluvia». Mizu, por ejemplo, diminutivo de
Mizuko, significa: «Niña del agua».
Arashi, como ya sabéis, significa «tormenta». Y le puse
ese nombre a propósito, porque es lo que une el agua, el
cielo y la tierra.
El desencadenante y la unión de todo.
AGRADECIMIENTOS

Escribir una historia depende del autor, pero cuando esta


se publica, la cosa cambia. Y este manuscrito que tanto
significa para mí no se habría convertido en un libro de no
haber sido por varias personas.
Gracias a mi madre porque fue la primera que me adentró
en la cultura asiática y la que, durante la corrección de esta
novela, cuidó de mi niña para que yo pudiera dedicarme a
esta otra clase de «hija». A mi padre, que siempre me ha
apoyado con todo lo relacionado con la literatura, incluso
cuando las cosas eran complicadas.
A Jero, que se encargó también de entretener a mi
chiquitina, y a sus padres, que nos echaron una mano.
Aunque gran parte de la historia estaba escrita, cambié
muchas cosas y conseguí terminarla durante el Estado de
Alarma por el COVID-19. Sin la compañía de Jero, sin su
apoyo, no hubiera sido posible. Este manuscrito todavía
estaría esperando un final. Gracias a él también por
traerme a Fuji. No tiene el pelo gris ni los ojos azules, pero
yo quería llamarlo Yemon, como el gato de esta historia. No
lo conseguí, pero es tan especial como él.
A Tere, que un día, cuando tenía catorce años, le dio por
enseñarme un manga llamado Evangelion y me sumergió
en una parte de la cultura japonesa que no conocía más allá
de esas tardes en las que me quedaba extasiada frente a la
televisión viendo Sakura, Cazadora de Cartas o Sailor
Moon.
A Victoria, que siempre lee mis historias, y es mi primera
y más letal correctora. «Te quiero quilla». Nos queda
pendiente un viaje a Japón.
A Laura y Alberto, porque sin ellos, el viaje que
realizamos en el verano del 2019, que tanto me ayudó a
enriquecer esta historia y me enamoró todavía más de
Japón, no habría sido tan especial. Qué ganas de tomar
unos «melon pan» con helado. ¿Cuándo volvemos?
Tengo que dar las gracias a Inma por esa maravillosa
portada y a los correctores y maquetadores de Puck, que
han puesto a esta historia tan bonita.
Gracias, Leo, por ser mi editor una vez más (y mi amigo,
siempre). Por entusiasmarte con mis historias y sus
personajes. Qué suerte tienen todos los escritores que se
crucen en tu camino. Espero seguir aprendiendo de ti
muchos años más.
Y gracias a ti, querido lector, querida lectora. Gracias por
acompañar a Nami en este viaje al pasado, al presente y, de
alguna forma, al futuro.
Recuerda que mereces ser recordado y que, quizá, tú
también eres un cambio sutil que ha sido introducido por
los dioses para dar sentido a este mundo.
GLOSARIO

Baka: idiota.
Calpis: bebida de origen japonés no carbonatada, de color
blanquecino y sabor ligeramente ácido.
Chihaya: pieza básica de la vestimenta tradicional
japonesa. Es una blusa de color blanco y mangas
holgadas, y la suelen utilizar los sacerdotes y sacerdotisas
que trabajan en los templos.
Erikae: significa literalmente «cambio de cuello». Es una
ceremonia donde la maiko, pasa a convertirse
oficialmente en geisha.
Gaijin: extranjero. Tiene una connotación negativa.
Geiko: geisha en dialecto de Kioto.
Geta: sandalias de madera lacadas en negro, con cintas de
color rojo generalmente. Solían medir hasta unos 30 cm
de altura.
Gomen: lo siento.
Gomenasai: lo siento (más formal que gomen).
Gyozas: empanadilla japonesa que puede estar rellena de
distintos ingredientes, desde carne hasta verdura.
Hakama: pantalón largo con pliegues que puede tener
distintos colores. El de las sacerdotisas suele ser rojo.
Ittekimasu: es una forma de decir: «Me voy, hasta luego».
Kami: entidades que son adoradas en el sintoísmo.
Kampai!: palabra que suele utilizarse para brindar.
Konbini: pequeños supermercados que, generalmente,
suelen estar abiertos las veinticuatro horas.
Korokke: tipo de fritura japonesa, parecida a una
croqueta, pero de mayor tamaño.
Kotatsu: similar a una mesa camilla, pero de menor altura.
Kuso!: ¡mierda!
Maikos: aprendiza de geisha.
Mata ne: es una forma de decir: «¡Hasta luego!».
Meronpan: pan dulce característico de la confitería
japonesa.
Nikuman: bollo al vapor relleno de diversos ingredientes,
aunque suele ser de carne.
Obento: fiambrera japonesa generalmente subdividida en
secciones donde se colocan distintos alimentos para
llevar.
Obi: franja ancha de tela recia que se utiliza sobre el
kimono o yukata y se ata a la espalda de diversas formas.
Ochaya: casa de té.
Ofuro: bañera japonesa que se llena de agua muy caliente.
Es más profunda que la occidental y su finalidad es más
relajante que higiénica.
Ohayô: buenos días.
Okaeri: bienvenido.
Okāsan: significa literalmente «madre». Se les llama así a
las encargadas de las okiyas que gestionan las carreras
de las maiko y de las geiko que se encuentran a su cargo.
Okiya: es una residencia donde conviven las geishas desde
que son aprendizas.
Okonomiyaki: tortilla japonesa que se cocina junto a una
gran variedad de ingredientes.
Onigiris: plato japonés que consiste en una bola de arroz
rellena o mezclada con otros ingredientes.
Sayonara: adiós. Es más definitivo que mata ne.
Shimizu Corporation: enorme compañía que existe
actualmente, y engloba arquitectos e ingenieros civiles,
entre otros.
Shinkansen: tren bala japonés. Alcanza una velocidad de
320 km/h.
Sufijo-chan: sufijo honorífico de tono afectivo elevado. Se
usa para chicas o mujeres de cualquier edad para
referirse a ellas con cariño.
Sufijo-kun: sufijo honorífico que se utiliza solo para
referirse a personas del sexo masculino, con un carácter
amistoso.
Sufijo-san: sufijo honorífico que se utiliza con personas de
mayor edad o con las que no se tiene mucha confianza. Es
un signo de respeto.
Tadaima: es una forma de decir: «Ya estoy en casa».
Takoyaki: buñuelos de pulpo.
Tayuus: nombre con el que se designaba a la más alta
clase de cortesana de Kioto. Es una figura que se
extinguió a finales del siglo XIX.
Temizuya: fuente de abluciones que se encuentra a la
entrada de los templos sintoístas.
Tōdai: es la universidad más prestigiosa de todo Japón.
Torii: estructura en forma de arco que se coloca a la
entrada de los santuarios o templos sintoístas de Japón.
Simbolizan la puerta principal al mundo espiritual.
Yakisoba: plato japonés sencillo de fideos fritos.
Yōkai: es un ser mitológico que pertenece al imaginario
cultural japonés. Abarca espíritus, fantasmas, monstruos
que cambian de forma, personas que sufren
transformaciones y animales que toman características
humanas y poderes sobrenaturales.
Yokatta na: ¡qué bien!
Yukata: prenda tradicional japonesa, parecida al kimono,
pero elaborada con telas más ligeras. Suele usarse en
verano.

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