Vil Dama de La Fortuna Chloe Gong
Vil Dama de La Fortuna Chloe Gong
Vil Dama de La Fortuna Chloe Gong
Y TÍAS ABUELAS
谨此献给我的阿娘丶外婆,
和我的小阿奶丶二姨婆丶小姨婆
El tiempo cabalga a marcha distinta según la persona.
Yo os diré con quién va al paso, con quién trota,
con quién galopa y con quién se para.
E l pasillo del tren estaba en silencio, salvo por el rumor de las vías bajo
los pies. Ya había anochecido, pero las ventanillas parpadeaban cada
tres segundos, un pulso de iluminación proveniente de las luces instaladas a
lo largo de las vías que luego desapareció, engullido por la velocidad del
tren. Por lo demás, los estrechos compartimentos estaban atestados de luz y
ruido: los suaves candelabros dorados y el traqueteo de los cubiertos contra
los carritos de la comida, el tintineo de una cuchara golpeando contra una
taza de té y las resplandecientes lámparas de cristal.
Pero aquí, en el pasillo hacia el vagón de primera clase, sólo se oyó el
súbito silbido de la puerta cuando Rosalind Lang la abrió de un empujón y
se adentró en la penumbra con el chasquido de sus tacones.
Los cuadros de las paredes la miraban fijamente al pasar, con sus ojos
brillantes en la oscuridad. Rosalind aferró la caja entre sus brazos, cuidando
que sus guantes de cuero rodearan los bordes con delicadeza, con los codos
extendidos a ambos lados. Cuando se detuvo ante la tercera puerta, llamó
con el zapato, golpeando delicadamente su base.
Pasó un tiempo. Por un momento, sólo se oyó el traqueteo del tren.
Después, un suave arrastrar de pies llegó desde el otro lado y la puerta se
abrió, inundando el pasillo con una nueva luz.
—Buenas noches —dijo Rosalind cortésmente—. ¿Es un buen
momento?
El señor Kuznetsov la miró fijamente, con el ceño fruncido mientras le
daba sentido a la escena que tenía ante él. Rosalind llevaba días intentando
conseguir una audiencia con el comerciante ruso. Se escondió en Harbin y
sufrió, sin éxito, las gélidas temperaturas, luego lo siguió a Changchun, una
ciudad más al sur. Allí, su gente tampoco respondió a sus peticiones, y casi
parecía una causa perdida —que tendría que resolver a la mala—, hasta que
se enteró de sus planes de viajar en tren con comodidades en primera clase,
donde los compartimentos eran grandes y los techos bajos, donde rara vez
había gente y el sonido quedaba amortiguado por las gruesas paredes.
—Llamaré a mi guardia…
—Oh, no sea tonto.
Rosalind entró sin invitación. Las habitaciones privadas de primera clase
eran tan amplias que fácilmente habría podido olvidar que estaba a bordo de
un tren… si no fuera por las paredes oscilantes, cuyo tapiz con motivos
florales vibraba cada vez que las vías chirriaban. Miró a su alrededor un
rato más, fijándose en la escotilla que subía a la parte superior del tren y en
la ventana al otro extremo de la habitación, con las persianas abajo para
bloquear el rápido movimiento de la noche. A la izquierda de la cama con
dosel, había otras puertas que daban a un armario o a un baño.
Un golpe seco hizo que Rosalind volviera a centrar su atención en el
comerciante, mientras él cerraba la puerta del compartimento principal.
Cuando se dio la vuelta, el hombre recorría a Rosalind con la mirada y
luego se fijó en la caja que ella llevaba en las manos, pero no se fijaba en su
qipao ni en flores rojas que adornaban la estola de piel que llevaba sobre los
hombros. Aunque el señor Kuznetsov intentó ser sutil al respecto, le
preocupaba la caja que llevaba en las manos y si la mujer iba armada.
Rosalind ya estaba levantando con cuidado la tapa de la caja,
presentando su contenido con un elegante ademán.
—Un regalo, señor Kuznetsov —dijo con tono amable—. De la Pandilla
Escarlata, que me ha enviado aquí para conocerlo. ¿Podríamos charlar?
Ella empujó la caja hacia delante con otro movimiento ostentoso. Era un
pequeño jarrón chino de porcelana azul y blanca sobre un lecho de seda
roja. Adecuadamente costoso. Aunque no tanto para provocar indignación.
Rosalind contuvo la respiración hasta que el señor Kuznetsov metió la
mano y lo levantó. Examinó el jarrón a la luz de las lámparas que colgaban
del techo, girando el cuello de un lado a otro y admirando los personajes
tallados a los lados. Al cabo de un rato, lanzó un gruñido de aprobación, se
acercó a una mesita que había entre dos grandes asientos y dejó el jarrón en
el suelo. Dos tazas de té ya estaban servidas sobre la mesa. Había un
cenicero cerca, cubierto de ceniza negra.
—La Pandilla Escarlata —murmuró el señor Kuznetsov en voz baja. Se
arrellanó en una de las sillas, con la espalda rígida contra el tapizado—.
Hacía tiempo que no oía ese nombre. Por favor, siéntese.
Rosalind se dirigió a la otra silla, colocó de nuevo la tapa sobre su caja y
la hizo a un lado. Cuando se dejó caer en el asiento, sólo se posó en el
borde, echando otra mirada a las puertas del armario a su izquierda. El suelo
tembló.
—Supongo que usted es la misma chica que ha estado acosando a mi
personal —el señor Kuznetsov cambió del ruso al inglés—. Janie Mead,
¿cierto?
Habían pasado cuatro años, pero Rosalind seguía sin acostumbrarse a su
alias. Tarde o temprano iba a meterse en un lío por aquella fracción de
segundo de retraso en reaccionar, por la mirada perdida que siempre tenía
antes de recordar que debía llamarse Janie Mead, por la pausa antes de
alargar su acento francés cuando hablaba en inglés, fingiendo haber crecido
en Estados Unidos y ser una más entre los muchos que volvían a la ciudad
inscritos en las filas del Kuomintang.
—Correcto —dijo Rosalind con tono uniforme. Quizá debió bromear,
dar un paso atrás y declarar que sería prudente recordar su nombre. El tren
retumbó sobre un bache en las vías y toda la habitación se estremeció, pero
Rosalind no añadió nada más. Se limitó a cruzar las manos, arrugando el
frío cuero.
El señor Kuznetsov frunció el ceño. Las arrugas de su frente se hicieron
más profundas, al igual que las patas de gallo que marcaban sus ojos.
—¿Y está aquí por… mis propiedades?
—Correcto —volvió a decir Rosalind. Ésa era siempre la forma más
fácil de ganar tiempo. Dejar que supusieran para qué estaba allí y seguirles
la corriente, en lugar de soltar una extraña mentira y verse atrapada en ella
demasiado pronto—. Estoy segura de que habrá escuchado que los
Escarlatas ya no comerciamos mucho con tierras desde que nos fusionamos
con los nacionalistas, pero ésta es una ocasión especial. Manchuria ofrece
una gran oportunidad.
—Parece bastante lejos de Shanghái como para que a los Escarlatas les
importe —el señor Kuznetsov se inclinó hacia delante y echó un vistazo a
las tazas de té sobre la mesa. Se dio cuenta de que una estaba todavía medio
llena, así que se la llevó a los labios, aclarándose la garganta para
humectarla—. Y usted parece un poco joven para hacerle los mandados a
los Escarlatas.
Rosalind lo observó beber. Su garganta se movía. Estaba expuesto al
ataque. Vulnerable. Pero ella no buscó un arma. No portaba ninguna.
—Tengo diecinueve años —respondió Rosalind, quitándose los guantes.
—Diga la verdad, señorita Mead. Ése no es su verdadero nombre,
¿verdad?
Rosalind sonrió y dejó los guantes sobre la mesa. Era sospechoso, por
supuesto. El señor Kuznetsov no era un simple magnate ruso con negocios
en Manchuria, sino uno de los últimos Flores Blancas del país. Ese solo
hecho era suficiente para aterrizar en las listas del Kuomintang, pero
también estaba desviando dinero a las células comunistas, apoyando su
esfuerzo de guerra en el sur. Y como los nacionalistas necesitaban acabar
con los comunistas, debían romper todas sus fuentes de financiamiento de la
forma más fácil posible, Rosalind había sido enviada aquí con órdenes de…
ponerle fin a todo esto.
—Por supuesto que no es mi verdadero nombre —dijo con ligereza—.
Mi verdadero nombre es chino.
—No me refiero a eso —el señor Kuznetsov tenía ahora las manos
apoyadas en los costados. Ella se preguntó si él trataría de tomar un arma
oculta—. La investigué después de sus peticiones anteriores para reunirnos.
Y se parece mucho a Rosalind Lang.
Rosalind no se inmutó.
—Lo tomaré como un cumplido. Sé que usted debe estar al tanto de los
sucesos en Shanghái, pero Rosalind Lang no ha sido vista en años.
Si alguien afirmaba haberla visto, seguramente se trataba de fantasmas,
vestigios de un sueño desvanecido, un recuerdo de lo que había sido
Shanghái. Rosalind Lang: criada en París antes de regresar a la ciudad y
ascender a la infamia entre las mejores bailarinas del cabaret nocturno.
Rosalind Lang: una chica de paradero desconocido, dada por muerta.
—Me he enterado —dijo el señor Kuznetsov, inclinándose para
examinar de nuevo su taza de té. Ella se preguntó por qué no bebía también
la segunda si tenía tanta sed. Se preguntó por qué se había servido una
segunda taza.
Bueno, lo sabía.
El señor Kuznetsov levantó la vista de repente.
—Aunque —continuó— corría el rumor entre los Flores Blancas de que
Rosalind Lang desapareció debido a la muerte de Dimitri Voronin.
Rosalind se quedó helada. Por la sorpresa sintió un hueco en el
estómago y un pequeño suspiro escapó de sus pulmones. Ya era demasiado
tarde para fingir que no la había tomado desprevenida, así que dejó que el
silencio se prolongara, que la ira cobrara vida en sus huesos.
Con aires de presunción, el señor Kuznetsov tomó una cuchara
miniatura y la golpeó contra el borde de la taza de té. Sonó demasiado
fuerte dentro de la habitación, como un disparo, como una explosión. Como
la explosión que había sacudido la ciudad cuatro años atrás, la que provocó
Juliette, la prima de Rosalind, dando su vida sólo para detener el reinado de
terror de Dimitri.
De no haber sido por Rosalind, Juliette Cai y Roma Montagov seguirían
vivos. De no haber sido por la traición de Rosalind contra la Pandilla
Escarlata, Dimitri nunca habría ganado el poder que obtuvo, y quizá los
Flores Blancas nunca se habrían separado. Tal vez la Pandilla Escarlata no
se habría fusionado con el Kuomintang para convertirse en el partido
político de los nacionalistas. Tal vez, tal vez, tal vez, éste era un juego que
atormentaba a Rosalind hasta altas horas de sus noches eternas, un ejercicio
inútil de catalogar cada cosa que había hecho mal para llegar hasta donde
estaba hoy.
—Usted lo sabría todo sobre los Flores Blancas, ¿verdad?
Se había bajado el telón. Cuando Rosalind habló, se escuchó su
verdadera voz, aguda y con acento francés.
El señor Kuznetsov dejó la cuchara con una mueca.
—Lo curioso es que los Flores Blancas que sobrevivieron también
tienen conexiones duraderas que nos alimentan de advertencias. Y yo estaba
preparado desde hace tiempo, señorita Lang.
La puerta de su izquierda se abrió de golpe. Salió otro hombre, vestido
con un traje occidental y una daga simple en la mano derecha. Antes de que
Rosalind pudiera moverse, el hombre ya estaba detrás de ella, agarrando
con firmeza su hombro, manteniéndola sentada en la silla, con la daga en su
cuello.
—¿Cree que viajaría sin guardaespaldas? —preguntó el señor
Kuznetsov—. ¿Quién la envió?
—Ya se lo dije —respondió Rosalind. Intentó mover el cuello. No era
posible. La hoja ya atravesaba su piel—. La Pandilla Escarlata.
—La disputa de sangre entre la Pandilla Escarlata y los Flores Blancas
terminó, señorita Lang. ¿Por qué la enviarían a usted?
—Para complacerlo. ¿No le gustó mi regalo?
El señor Kuznetsov se levantó. Se llevó las manos a la espalda, con los
labios entreabiertos por el enojo.
—Le daré una última oportunidad. ¿Qué partido la envió?
Intentaba tantear a los dos bandos de la guerra civil que se estaba
desarrollando en el país. Calibrar si había caído en las listas de los
nacionalistas o si los comunistas lo estaban traicionando.
—Va a matarme de todos modos —afirmó Rosalind. Sintió que una gota
de sangre se deslizaba por su mentón. Corrió a lo largo de su cuello, luego
manchó la tela de su qipao—. ¿Por qué debería perder el tiempo con sus
preguntas?
—Bien —el señor Kuznetsov le hizo un gesto a su guardaespaldas. No
vaciló antes de cambiar al ruso y dijo—: Mátala, entonces. Bystreye,
pozhaluysta.
Rosalind se preparó. Inspiró y sintió que la hoja susurraba una bendición
a su piel.
Y el guardaespaldas le cortó la garganta.
La conmoción inicial era siempre lo peor, esa primera fracción de
segundo en la que apenas podía pensar a causa del dolor. Sus manos volaron
sin previo aviso hacia su cuello para apretar la herida. Un rojo caliente se
derramó a través de las líneas de sus dedos y corrió por sus brazos,
goteando sobre el suelo del compartimento del tren. Cuando se levantó de la
silla y cayó de rodillas, se produjo un instante de incertidumbre, un susurro
en su mente que le decía que ya había engañado bastante a la muerte y que
esta vez no se recuperaría.
Entonces Rosalind inclinó la cabeza y sintió que la hemorragia se
ralentizaba. Sintió que su piel se volvía a unir, centímetro a centímetro. El
señor Kuznetsov estaba esperando a que se desplomara, con la mirada
perdida en el techo.
En lugar de eso, levantó la cabeza y apartó las manos.
Su cuello ya había sanado, aún estaba manchado de rojo, pero parecía
como si nunca hubiera sido cortado.
El señor Kuznetsov emitió un ruido ahogado. Su guardaespaldas,
mientras tanto, susurró algo indescifrable y avanzó hacia ella, pero cuando
Rosalind le tendió una mano, él obedeció, demasiado aturdido para
oponerse.
—Supongo que te lo diré ahora —comenzó Rosalind, ligeramente sin
aliento. Se limpió la sangre de la barbilla y se levantó sobre un pie, luego
sobre el otro—. ¿No has oído hablar de mí? Los nacionalistas tienen que
mejorar sus redes de inteligencia.
Ahora el comerciante se daba cuenta. Ella podía verlo en sus ojos, en
esa expresión de incredulidad por estar presenciando algo tan antinatural,
relacionándolo con las historias que habían comenzado a difundirse unos
años atrás.
—Dama de la Fortuna —susurró.
—Ah —Rosalind se enderezó por fin, recuperando la respiración—. Ese
nombre es inapropiado. Es sólo Fortuna. Atrápalo.
Con un movimiento suave, tomó uno de sus guantes para sujetar la boca
del jarrón y lo levantó de la mesa. El guardaespaldas atrapó el jarrón con
rapidez cuando ella se lo lanzó, quizá preparándose para algún ataque, pero
el jarrón sólo aterrizó en sus palmas tranquilamente, acunado como un
animal salvaje hecho de porcelana.
Fortuna, se rumoraba en voz baja, era el nombre en clave de una agente
nacionalista. Y no una agente cualquiera: una asesina inmortal, que no
dormía ni envejecía, que acechaba a sus objetivos por la noche y aparecía
bajo la apariencia de una simple chica. Dependiendo de la floritura que se
añadiera a las historias, específicamente era una amenaza para los Flores
Blancas supervivientes, a los que perseguía con una moneda en la mano.
Fortuna haría girar el metal por los aires, y si al caer la moneda mostraba su
cara, las víctimas morirían de inmediato. Si salía cruz, ellos tendrían la
oportunidad de intentar huir, pero se decía que ningún objetivo había
logrado escapar de ella.
—Abominable criatura —dijo el señor Kuznetsov entre dientes. Se
abalanzó hacia atrás para alejarse de ella, o al menos lo intentó. El
comerciante no había dado ni tres pasos antes de caer bruscamente al suelo.
Su guardaespaldas se quedó inmóvil, paralizado, sosteniendo el jarrón entre
las manos.
—Veneno, señor Kuznetsov —explicó Rosalind—. No es una forma tan
abominable de morir, ¿cierto?
Sus miembros empezaron a temblar. Su sistema nervioso se estaba
apagando: los brazos se debilitaban, las piernas se convertían en papel. Ella
no se alegró por ello. No lo trató como una venganza. Pero habría mentido
si negara que se había sentido como el duro mazo de la justicia con cada
golpe, como si ésta fuera su forma de despojarse de sus pecados capa por
capa hasta que hubiera respondido completamente por sus acciones de hacía
cuatro años.
—Usted… —el señor Kuznetsov resopló—. Usted no… tocó el… té. Yo
estaba… estaba mirando.
—Yo no envenené el té, señor Kuznetsov —replicó Rosalind. Se volvió
hacia su guardaespaldas—. Envenené el jarrón que tocaste con tus propios
dedos.
El guardaespaldas tiró el jarrón con repentina saña, y éste se hizo trizas
junto a la cama de cuatro postes. Era demasiado tarde; llevaba más tiempo
sujetándolo que el señor Kuznetsov. Se abalanzó hacia la puerta, tal vez
para buscar ayuda o para lavarse el veneno de las manos, pero también él se
desplomó antes de poder salir.
Rosalind lo observó todo con una mirada inexpresiva. Lo había hecho
muchas veces. Los rumores eran ciertos: a veces llevaba consigo una
moneda para dar a los nacionalistas combustible para su propaganda. Pero
el veneno era su arma preferida, así que no importaba lo lejos que corrieran.
Cuando sus objetivos pensaban que los había dejado libres, eran alcanzados.
—Usted…
Rosalind se acercó al comerciante y se metió los guantes en el bolsillo.
—Hazme un favor —dijo dulcemente—. Saluda a Dimitri Voronin de
mi parte cuando lo veas en el infierno.
El señor Kuznetsov dejó de resollar, dejó de moverse. Estaba muerto. Se
había cumplido otra misión, y los nacionalistas estaban un paso más cerca
de perder su país a manos de los imperialistas en lugar de los comunistas.
Momentos después, su guardaespaldas sucumbió también, y la sala se
sumió en un silencio hueco.
Rosalind se dirigió al lavabo, junto a la barra, abrió totalmente el grifo y
se enjuagó las manos. A continuación se salpicó agua por el cuello y se
restregó la piel con los dedos. Toda aquella sangre era suya, pero sintió un
asco amargo en la lengua cuando vio que como se manchaban los bordes
del lavabo mientras ella se limpiaba, como si las partículas de un veneno
distinto estuvieran desprendiéndose de su piel, como si fuera un tipo de
veneno que contaminara su alma en lugar de sus órganos.
“Es más fácil no pensar en ello”, solía decir su prima cuando en
Shanghái había una disputa de sangre entre dos bandas rivales, cuando
Rosalind era la mano derecha de la heredera de la Pandilla Escarlata y veía
cómo Juliette mataba gente día tras día en nombre de su familia. “Recuerda
sus caras. Recuerda las vidas arrebatadas. Pero ¿qué sentido tiene darle
vueltas? Si ocurrió, ocurrió.”
Rosalind exhaló lentamente, cerró el grifo y dejó que el agua color
óxido se deslizara por el desagüe. Desde la muerte de su prima poco había
cambiado la actitud de la ciudad con respecto al derramamiento de sangre.
Poco, excepto el que ya no mataban los mafiosos sino los políticos que
pretendían que ahora habría algo parecido a la ley y el orden. Un
intercambio artificial, nada diferente en el fondo.
Un rumor de voces resonó en el pasillo exterior. Rosalind se tensó y
miró a su alrededor. Aunque no creía que pudieran procesarla por los
crímenes cometidos allí, necesitaba escapar antes de poner a prueba esa
teoría. El Kuomintang estaba al frente del país, presentando su gobierno
como defensor de la justicia. Por el bien de su imagen, sus miembros
nacionalistas la echarían a los lobos y la repudiarían como agente si era
sorprendida dejando cadáveres fuera de la ciudad, aunque su rama secreta
encubierta les diera todas las instrucciones.
Rosalind levantó la barbilla y flexionó la nueva piel lisa de su cuello
mientras buscaba en el techo del compartimento. Había estudiado los planos
del tren antes de subir y, cuando vio una cuerda fina y apenas visible que
colgaba cerca de la lámpara, tiró de un panel del techo y descubrió una
escotilla metálica que conducía directamente a la parte superior del vagón
para su mantenimiento.
En cuanto bajó la escotilla, el viento se precipitó en la habitación con un
rugido. Se apoyó en los cajones cercanos y se alejó de la escena del crimen
a gran velocidad.
—No resbales —se dijo, trepando por la escotilla y saliendo a la noche,
con los dientes castañeando contra la gélida temperatura—. No resbales.
Rosalind cerró la escotilla. Se detuvo un instante para orientarse en lo
alto del tren que circulaba a toda velocidad. Por un momento sintió vértigo,
convencida de que se iba a volcar y caería. Luego, con la misma rapidez,
recuperó el equilibrio y sus pies se mantuvieron firmes.
—Una bailarina, una agente —se susurró Rosalind, mientras empezaba
a moverse por el tren con la mirada fija en el extremo del vagón. Su
superior le grabó ese mantra en la mente durante los días más duros de
entrenamiento, cuando se quejaba de que no podía moverse rápido, de que
no podía luchar como lo harían los agentes tradicionales, excusa tras excusa
para explicar por qué no era lo bastante buena para aprender. Solía pasar
todas las noches en un escenario iluminado. La ciudad la había erigido
como su estrella, la bailarina que todo el mundo tenía que ver, y las
habladurías se movían más rápido que la realidad misma. No importaba
quién era Rosalind ni que, en realidad, no fuera más que una niña vestida de
oropel. Estafaba a los hombres y les sonreía como si fueran reyes hasta que
soltaban las propinas que ella buscaba, y entonces cambiaba de mesa antes
de que la canción terminara.
—Déjame escabullirme en la oscuridad y envenenar a la gente —insistió
en aquel primer encuentro con Dao Feng. Estaban en el patio de la
universidad, donde Dao Feng trabajaba encubierto, y Rosalind lo
acompañaba a regañadientes porque hacía calor, la hierba le picaba los
tobillos y el sudor se acumulaba en sus axilas—. De todas formas, no
pueden matarme. ¿Por qué necesito algo más?
En respuesta, Dao Feng le dio un puñetazo en la nariz.
—¡Jesús! —sintió crujir el hueso. Sintió que la sangre le corría por la
cara y que estallaba también en la otra dirección, con un líquido caliente y
metálico bajando por entre su lengua y hasta su garganta. Si alguien los
hubiera visto en ese momento, habría sido una escena terrible. Por fortuna,
era temprano y el patio estaba vacío, hora y lugar que se convirtieron en su
campo de entrenamiento durante meses.
—Por eso —respondió—. ¿Cómo vas a poner tu veneno si estás
intentando curar un hueso roto? Este país no inventó el wǔshù para que no
aprendieras nada. Eras bailarina. Ahora eres agente. Tu cuerpo ya sabe
cómo girar y doblarse; sólo hay que darle dirección e intención.
Cuando le lanzó el siguiente puñetazo a la cara, Rosalind se agachó
indignada. La nariz rota se había curado con la rapidez habitual, pero su ego
seguía herido. El puño de Dao Feng aterrizó en el aire.
Y su superior sonrió.
—Bien. Así está mejor.
En el presente, Rosalind se movía más rápido contra el viento rugiente,
murmurando su mantra en voz baja. Cada paso era una garantía para sí.
Sabía que no debía resbalar; sabía lo que hacía. Nadie le había pedido que
se convirtiera en asesina. Nadie le había pedido que abandonara el club
burlesque y dejara de bailar, pero había muerto y despertado como una
criatura abominable —como lo dijo tan amablemente el señor Kuznetsov—,
y necesitaba un propósito en su vida, una forma de alterar cada día y cada
noche para que no se confundieran con monotonía en su mente.
O tal vez se mentía. Tal vez había elegido matar porque no sabía de qué
otra forma demostrar su valía. Más que cualquier otra cosa en el mundo,
Rosalind Lang quería redención, y si así era como la obtendría, que así
fuera.
Tosiendo, Rosalind disipó con la mano el humo que se acumulaba a su
alrededor. La máquina de vapor traqueteaba ruidosamente, dispersando una
corriente interminable de polvo y arenilla. Más adelante, las vías se
alargaban y desaparecían en el horizonte, más allá de lo que alcanzaba la
vista.
Sólo entonces un movimiento a lo lejos interrumpió la imagen inmóvil.
Rosalind se detuvo y se inclinó hacia delante con curiosidad. No estaba
segura de lo que veía. La noche era oscura y la luna sólo era una fina media
luna que colgaba delicadamente de las nubes. Pero los faroles eléctricos
instalados junto a las vías cumplieron a la perfección su función de iluminar
a dos figuras que huían de las vías y desaparecían entre los campos
elevados.
Faltaban unos veinte o treinta segundos para que el tren se acercara a las
vías por donde habían estado merodeando las figuras. Cuando Rosalind se
acercó al final del vagón, trató de entrecerrar los ojos y enfocar la vista,
segura de que se había equivocado.
Por eso no se dio cuenta de que la dinamita había estallado en las vías,
hasta que el sonido retumbó en la noche y el calor de la explosión le abrasó
el rostro.
2
“Mi padre es inocente”, dijo su hijo Hong Liwen, de 17 años, en la puerta de su casa el domingo
pasado. “Ninguno de ustedes sabe de lo que están hablando.” Cuando se le preguntó por la
declaración pública de Hong Lifu de que su padre era culpable, Hong Liwen no hizo ningún
comentario sobre el tema de su hermano mayor.
O rión entró a paso ligero en el restaurante de dos pisos, con las mangas
hasta los codos. Detrás de él, Silas Wu se esforzaba por seguirle el
ritmo y se acomodaba los gruesos lentes sobre la nariz cada pocos
segundos, cada vez que se deslizaban por el esfuerzo.
—No puedo creer que me hayas arrastrado a esto —resopló Silas—. Yo
también soy un agente, no tu chófer.
—Y como agente —respondió Orión, lanzando una breve mirada por
encima del hombro para asegurarse de que su mejor amigo seguía el ritmo
—, necesito que me ayudes mientras fingimos beber y socializar.
En circunstancias normales, Tres Bahías no era su lugar preferido para
beber y socializar. La gente era demasiado vieja y el lugar estaba lleno de
políticos. Lo que significaba que era el lugar al que acudía su padre cuando
tenía tiempo libre por las tardes, y el lugar donde Orión tenía más
probabilidades de encontrarlo.
—¿No podías haberte puesto un sombrero y venir solo? —refunfuñó
Silas. Se limpió los zapatos en la alfombra roja del vestíbulo y arrugó la
nariz ante las peceras colocadas junto a los tableros de los menús—. Estoy
dispuesto a apostar a que nadie está poniendo la suficiente atención como
para reconocerte hablando con tu padre.
—Voy a lo seguro. Ahora tengo un nuevo alias. No puedo ser un Hong.
—¿Así que me llevas a todas partes como un mayordomo? No te
soporto.
Orión se aguantó la risa, divertido por el torrente de quejas de Silas.
Tal vez fuera descortés de su parte, pero Silas perdonaría el asunto en
cuestión de minutos. Orión se negaba a tomarse en serio casi todo, y Silas
se tomaba todo tan en serio que se compensaban. Así funcionaban las
ecuaciones, ¿no?
—¿Eres mi chófer o mi mayordomo? Decídete.
Silas enseñó los dientes. Parecía un pomerania fingiendo ser un perro
guardián.
—Te lo haré saber…
—Además, ¿qué dicen los comunistas? —interrumpió Orión, dando una
palmada en la espalda de Silas mientras subían las escaleras. La gran
estructura de madera giraba en semicírculo antes de llegar al segundo piso,
serpenteando alrededor de una fuente de mármol donde una criatura marina
desnuda surgía del agua—. ¿No tienes nada que perder más que la cara?
Silas lo miró con recelo. A pesar de la diferencia de edad, habían sido
unidos como hermanos desde que los enviaron juntos a la escuela en
Inglaterra: Orión a los nueve años y Silas a los cinco, viviendo bajo el
mismo techo porque sus padres los habían puesto con el mismo tutor. A
Orión no le importó el nuevo estilo de vida. Silas, en cambio, creció
odiando su estancia en Occidente. En su opinión, lo habían alejado de una
infancia perfecta en casa, así que se portaba mal pateando el piso durante
las clases y llorando por las noches, con la esperanza de que sus padres se
apiadaran de él y lo llevaran de regreso. No funcionó. Cuando creció, y
llorar dejó de ser una opción, Silas se propuso terminar sus estudios lo antes
posible, y siempre que podía los adelantaba.
Regresó casi al mismo tiempo que Orión. Semanas después, ya tenía
trabajo: agente de la rama encubierta del Kuomintang. Silas publicó un
artículo de opinión tan mordaz en uno de los principales periódicos de
Shanghái, condenando a los extranjeros y a la élite nativa por valorar la
educación occidental por encima de la propia, que llamó la atención del
Kuomintang. Por aquel entonces, aunque Orión conocía la existencia de la
rama encubierta a través de su padre, el reclutamiento de Silas fue lo que
dio a Orión la idea de trabajar también para ellos.
Y aquí estaban.
Con los años que pasaron juntos, golpeados por su tutor con una regla si
se equivocaban en una respuesta, y luego de los años posteriores, corriendo
por ahí y jugando a la política, Silas ciertamente sabía que Orión no erraba
por falta de conocimiento. Orión estaba siendo un idiota a propósito.
—No tienes nada que perder, salvo tus cadenas —corrigió Silas—. Baja
la voz. Éste no es un buen lugar para mantener esa identidad falsa.
En realidad, Silas no era un comunista secreto. Era, si se quiere ser
técnico, un agente triple: un nacionalista establecido que se había puesto en
contacto con los comunistas clandestinos afirmando que iba a desertar, al
tiempo que mantenía su lealtad nacionalista para la rama encubierta. Entre
los nacionalistas, tenía el nombre clave de Pastor; no le había confiado a
Orión el nombre clave que utilizaba entre los comunistas para así evitar
cualquier posibilidad de que descubrieran que seguía siendo leal a su
facción original. Llevaba casi un año infiltrado, avanzando lentamente hacia
el descubrimiento de la identidad de Sacerdote, uno de los asesinos de los
comunistas. Lo último que Orión escuchó era que Silas progresaba de forma
adecuada, pero en su trabajo eso no significaba demasiado. Podía volver
fácilmente al punto de partida si se le escapaba una fuente o si el enemigo
empezaba a sospechar.
Orión miró a su alrededor, observando los grupos de hombres de
negocios que se habían reunido para hablar afuera de los salones privados.
Había mucho humo de cigarro en las inmediaciones y cubría de gris la
planta superior del restaurante. Se le revolvió el estómago. Se obligó a no
poner atención a lo que le rodeaba, a dejar que los nudos de sus entrañas se
deshicieran.
—Hay un asunto que debo resolver, Silas —dijo Orión en voz baja,
mucho más serio que unos minutos atrás—. Oliver hizo una aparición
anoche. Estuvo buscando algo en el escritorio de mi padre.
De inmediato, Silas parpadeó, frunciendo las cejas.
—Por el contrario, es un asunto del que debes informar.
No, pensó Orión. No podía hacer eso. ¿Y si incitaba a los nacionalistas a
buscar también entre las pertenencias de su padre, para entender qué
podrían estar buscando los comunistas? ¿Y si encontraban algo malo?
—Tendré que convencer a una recepcionista para que localice a mi
padre —dijo, fingiendo no haber escuchado la sugerencia de Silas.
—O podrías ocuparte de tu misión en lugar de meter siempre las narices
en los asuntos de tu padre —continuó Silas—. Pero ya sé que no vas a hacer
eso —hizo una pausa y dispersó el humo con la mano—. Hablando de tu
misión… ¿es cierto que te casaste?
Los labios de Orión se crisparon de inmediato, y la tensión de su
estómago se relajó un poco cuando se aferró al pensamiento que lo distraía.
Janie Mead. Con su rostro familiar y sus cuidadosos modales y su nariz
siempre en alto que transmitía la necesidad de ver a Orión dos metros bajo
tierra. Cuanto más se mostraba molesta con él, más ganas sentía él de
molestarla, aunque sólo fuera para mantener su atención durante más
tiempo. Ella era fascinante. No estaba en absoluto interesada en él, y eso a
Orión le intrigaba inmensamente, en parte porque juraba que la conocía. No
recordaba de dónde ni cómo, pero tenía la sensación de haberla conocido
antes.
Si había que creer la historia de Janie Mead, ella no había estado en la
ciudad en los últimos diez años, y se había criado en Estados Unidos. Orión
no lo creía. Pero le gustaban los retos, así que no insistiría con ella. En vez
de eso, poco a poco le sacaría la verdad.
—Cierto —contestó, esbozando una sonrisa—. Dice que se llama Janie
Mead, pero no encuentro a nadie que la conozca.
Silas volvió a acomodarse los lentes, empujándolos por la esquina para
no mancharlos.
—Entonces, ¿es una ermitaña?
—No, es una mentirosa. Una bella mentirosa, pero una mentirosa al fin
y al cabo —eso era bastante común entre la rama encubierta. Orión
intentaría no tomarlo personal. Con la mano le hizo una señal a Silas para
que lo siguiera hasta el segundo piso, donde habría recepcionistas para
sacarles información—. ¿Conoces a alguien que tenga información sobre
los estadounidenses que han regresado a la ciudad?
—Puedo preguntar por ahí —respondió Silas—. ¿Qué pasó con esa otra,
la chica con la que estabas saliendo? ¿Zhenni?
Orión arrugó la nariz.
—Rompimos hace semanas. Vamos, Silas. A ella le gustaba más
Phoebe, de todos modos.
Silas casi se atraganta con la siguiente inhalación. No era ningún secreto
que Silas estaba encaprichado con la hermana pequeña de Orión, y menos
cuando éste era el pobre que tenía que soportar la pena ajena cada vez que
Silas intentaba dejar claras sus intenciones. Cuando Phoebe sopló las velas
de su sexto cumpleaños y sus padres decidieron enviarla al extranjero antes
de tiempo, su hermano mayor, Oliver, casi había terminado sus estudios en
París, así que Phoebe se reunió con Orión en Londres, donde vivían muy
cerca. Desde el momento en que se conocieron, de niños, Silas no pudo
apartar los ojos de ella, por mucho que Orión fingiera arcadas cuando
Phoebe les daba la espalda. Habría tenido más sentido que Phoebe se
volviera amigo de Silas en lugar de Orión —dado que Silas y Phoebe sólo
tenían medio año de diferencia de edad—, pero Silas era un pelele en todos
los aspectos cuando se trataba de Phoebe. Había pasado más de una década
desde entonces, y Phoebe seguía siendo sorprendentemente indiferente a
Silas, o eso fingía. Su hermana era demasiado voluble como para atender el
asunto.
—¿Celoso? —preguntó Orión, frunciendo el ceño. Una y otra vez había
golpeado la cabeza de Silas y le había insistido que le dijera sin rodeos lo
que sentía. Silas siempre se negaba.
—No —balbuceó Silas—. Phoebe puede tomar sus propias decisiones.
Orión pasó un brazo por encima del hombro de su amigo.
—Estaba hablando de mí. Tal vez si te alejo de Phoebe, ella finalmente
se fije en ti…
Silas lo apartó de un manotazo furioso mientras Orión fingía acercarse a
él.
—¡Atrás, atrás!
—Ay, vamos…
—No puedes jugar así con los sentimientos de un hombre…
Una voz repentina atravesó el pasillo del segundo piso.
—¡Gēge!
—¿Qué demonios? —fue la respuesta inmediata de Orión, quien
renunció a seguir atormentando a Silas y volteó para localizar el sonido—.
Hablando del rey de Roma, supongo… Hong Feiyi, ¿qué haces aquí?
Phoebe se acercó con rapidez, agitando las capas de su falda con cada
movimiento.
—¿Por qué dices así mi nombre completo? —preguntó con dulzura—.
¿No puedo buscar que mi padre me dé audiencia, igual que tú?
Orión comprobó su reloj de pulsera.
—Ya pasó tu hora de acostarte.
—Tengo diecisiete años, no tengo hora de acostarme. Inténtalo de
nuevo.
—Estoy vehementemente en desacuerdo. Eres una niña.
Phoebe exhaló un suspiro sobre su flequillo y sacudió la cabeza,
alborotando todos los rizos de su cabello con permanente.
—De todas formas, ya me voy. Papá no está aquí.
—¿Qué? —exclamó Orión. Por el rabillo del ojo, vio que Silas lo
miraba con odio. Orión los había arrastrado hasta allí para nada—.
Entonces, ¿dónde está?
—Según sus queridos compañeros del salón privado número cinco, pasó
la noche en la oficina —respondió Phoebe—. Pero antes vi a Dao Feng por
la calle Fuzhou. Me dio una nota para ti.
Orión le tendió la mano enseguida. Phoebe no era una agente, sólo la
ganadora del premio a la hermana menor más entrometida del mundo. Allí
donde Orión persiguió su empleo y Silas fue reclutado, Phoebe se
encontraba por casualidad en las proximidades de la rama encubierta. En
virtud de su parentesco, Dao Feng confiaba en ella lo suficiente para
enviarle mensajes a Orión, lo que significaba que Phoebe estaba implicada
en cada una de sus misiones.
Orión había protestado una y otra vez por el asunto. No estaba
entrenada, por mucho que a Phoebe le gustara decir que sabía artes
marciales. Su madre la visitaba una vez cada tantos meses, mientras Orión y
Phoebe estaban en el extranjero, y cuando Orión trabajaba en sus ensayos,
Lady Hong llevaba a Phoebe al parque, diciéndole que practicarían wǔshù,
lo que convertía el hecho de salir a tomar aire en todo un acontecimiento.
Phoebe presumía de saber dar puñetazos, pero luego se escapaba llorando si
una mosca se paraba en el dorso de su mano. Su madre, que había sido tan
cariñosa, era una simple contadora antes de casarse y convertirse en la
señora de la casa. A Phoebe sólo le enseñó a hablar fuerte, pero no a pelear.
Aunque Orión tenía la mala costumbre de meterse en los asuntos de los
demás, al menos sabía manejar los peligros. Phoebe seguía zambulléndose
en aguas profundas en las que no tenía la altura suficiente para estar de pie.
Quería mantenerla protegida. Quería que estuviera siempre a salvo y seca.
—De nada —dijo Phoebe con énfasis, pasándole la nota—. Silas,
¿verdad que no me valora?
—¿Q-qué? —balbuceó Silas.
Phoebe ya había seguido adelante.
—Luché para hacerte llegar este mensaje. Juraría que me estaban
siguiendo hasta el restaurante.
Orión frunció el ceño. Levantó la mirada por encima del hombro de
Phoebe. La mayoría de las ventanas del segundo piso del Tres Bahías daban
a la calle, y se escuchaban los ruidos y las luces de todos los restaurantes de
la manzana. Orión pensó en el cadáver de aquel día y en aquel pinchazo
rojo que, a pesar de ser muy pequeño, era una herida mortal. Abajo, en la
calle, se escuchó un grito; era imposible saber si expresaba alegría o susto.
—¿Cómo? —preguntó Orión. Se acercó a la ventana y apoyó una mano
en el cristal. Había mucha gente deambulando por la acera, ajena al peligro
que acechaba en los callejones cercanos. Algunos en grupos, riendo entre
ellos. Otros estaban solos, mirando hacia el restaurante…
Phoebe se encogió de hombros.
—Vi dos veces al mismo hombre reflejado en los escaparates de las
tiendas de la calle Fuzhou. Me fui a casa a pasar la tarde y, cuando volví a
salir, me pareció verlo en la parada de un semáforo.
Orión frunció el ceño y miró con más atención al hombre que estaba
solo.
—¿Corbata verde?
Una pausa. Phoebe abrió mucho los ojos.
—¿Cómo sabes?
Orión no perdió el tiempo. Exclamó:
—Quédense aquí. Los dos.
Corrió hacia la escalera y estuvo a punto de estrellarse con una pareja
que iba subiendo.
Orión salió a toda prisa del restaurante, buscando entre la multitud de
peatones. La noche era ruidosa a su alrededor. Allí estaba: el chino que
había visto desde la ventana, con corbata verde y traje occidental, parado
junto a un farol.
En cuanto el hombre se dio cuenta de que lo habían visto, se dio la
vuelta para huir.
—¡Eh! —Orión lo persiguió, a pesar de su destello de confusión. Si el
hombre había estado siguiendo a Phoebe, ¿para qué podría ser? No por ese
extraño asunto de los asesinatos químicos, seguramente. ¿La había visto
cuando Dao Feng le entregó el mensaje?
El hombre corrió hacia un callejón y pasó por debajo de un tendedero.
Orión se apresuró a seguirlo, se abrió paso entre los peatones sorprendidos
y se adentró en el callejón antes de que el hombre se alejara demasiado.
Aunque Orión lo seguía de cerca, debía admitir que aquel hombre corría
rápido y, a menos que hubiera alguna forma de disminuir su ritmo…
Orión vio una maceta fuera de su periferia, colocada pintorescamente en
el escalón delantero de una casa. Tomó la decisión en una fracción de
segundo, y levantó la maceta al pasar. Luego la lanzó tan fuerte como pudo.
La maceta golpeó directo la cabeza del hombre, se rompió en pedazos y
salpicó la tierra. Más adelante, el hombre tropezó y, gracias a esta pausa,
Orión se acercó, le agarró el cuello de la camisa y tiró de él.
—¿Quién eres? —Orión exigió—. ¿Qué quieres?
El hombre no respondió. Forcejeó balancéandose para liberarse, pero
sólo se encontró de frente con su captor.
Una descarga de alarma heló la sangre de Orión. La boca del hombre
gruñía, pero sus ojos estaban completamente en blanco. Como si lo
hubieran molestado al caminar sonámbulo y, aun así, no hubiera despertado.
Había una extraña incompatibilidad en esa mirada vacía unida a esa gran
rapidez… El hombre le dio una patada. Aunque Orión se preparó, pensando
que podría aguantar el golpe y girar en su propio movimiento ofensivo, el
impacto fue tan fuerte que retrocedió tres pasos y se estrelló contra la pared.
Para cuando Orión sacudió la cabeza, jadeando y aclarando su visión, el
hombre ya había huido.
Orión hizo una mueca de dolor y se palpó el cuerpo para comprobar si le
había hecho daño. Cuando verificó que seguía de una pieza, se levantó
despacio, con la cabeza todavía en blanco.
—¡Orión!
Silas apareció al final del callejón. Luego Phoebe, parándose de puntitas
para ver por encima de su hombro.
—¿Por qué no escuchan nada de lo que digo? —preguntó Orión,
limpiándose la boca. Sentía un sabor metálico. Debía haberse mordido al
golpear la pared.
—¿Qué pasó? —Phoebe se apresuró a acercarse, mirando a su alrededor
salvajemente. El movimiento de su vestido se detuvo cuando se paró frente
a él; cada capa de tela la hacía parecer una tenue nube púrpura que se había
extraviado en el suelo—. ¿Estás bien?
—Mi pregunta es: ¿qué clase de espía te está siguiendo? —Orión
resopló—. Estoy bien. Supongo que no podemos hacer nada al respecto por
ahora. Dile a papá que te asigne a un guardia.
Phoebe frunció el ceño.
—No necesito un guardia. Tal vez no me seguía a mí.
Esos ojos. Orión seguía pensando en ellos. El completo vacío en la
mirada. Sin duda mañana tendría moretones en los brazos y en la cadera,
pero su mayor herida en ese momento era lo tembloroso que se sentía, como
si se hubiera encontrado con una entidad desconocida.
Sacudió la cabeza y dejó caer una mano sobre el hombro de Phoebe y la
otra sobre el codo de Silas. Al instante, los empujó a todos fuera del
callejón, y regresaron a la calle principal.
—Silas, vamos a tomar algo. Tú… —señaló a Phoebe con un dedo
amenazador— vete a casa.
Phoebe le mostró la lengua y levantó el brazo para llamar a un rickshaw.
10
—E s un placer conocerte.
Alisa Montagova extendió la mano. Su rostro mostraba una
sonrisa fácil, y cuando su mirada se encontró con la de Rosalind, no delató
familiaridad.
—Igualmente —respondió Rosalind. Aunque estaba más que
sorprendida, consiguió mantener el tono de su voz. Alisa Montagova era
una niña en la época de la revolución, cuando la sangrienta contienda estaba
en su apogeo. Rosalind no tuvo motivo para eliminarla de la manera en que
lo había hecho con los comerciantes Flores Blancas, a quienes había cazado
por todo el país. Podía jugar limpio, era capaz de hacerlo.
Su tacto fue delicado y sereno cuando estrecharon sus manos.
—Creo que no capté tu nombre —dijo Alisa.
Rosalind retiró la mano. Ahora había un indicio de algo en la comisura
de la boca de Alisa.
—Ye Zhuli —respondió Rosalind. Inventó el nombre sobre la marcha,
un reacomodo del nombre de otra persona, alguien a quien Alisa
reconocería. Aunque Rosalind sólo pretendía ser la señora Mu y dejarlo así,
tenía que comprobar si Alisa sabía…
—Encantadora. Soy Yelizaveta Romanovna Ivanova.
Alisa sopesó el nombre. Nadie más en la sala le estaba prestando
atención. Jiemin volvió a su libro. En algún lugar del departamento, Haidi
explicaba a Orión cómo usar la máquina que se comunicaba con otras partes
del edificio de oficinas. Pero Rosalind escuchó el torrente de sangre en sus
oídos y sintió que el corazón le daba un vuelco. Aunque mantenía el rostro
totalmente neutro, su mente era un estruendo de sonidos.
Romanovna. Alisa Montagova había tomado el nombre de su hermano
muerto como patronímico de su identidad encubierta.
—Pero puedes decirme Liza —continuó—. Sé que es más fácil.
Rosalind tomó un expediente al azar.
—Liza, eres muy amable —rodeó el escritorio y tomó a Alisa por el
codo antes de que ésta pudiera protestar. Los tacones de Rosalind eran altos,
abrochados sobre el tobillo con una gruesa correa, pero aun así, Alisa le
llegaba casi a la nariz—. Acompáñame un momento, ¿quieres? Me gustaría
aclarar esta lista contigo.
Jiemin levantó la cabeza.
—Puedes hacer eso conmigo…
—Nada de eso. La señorita Liza me ayudará —interrumpió Rosalind—.
Ahora, rápido… —empujó a Alisa hacia el pasillo y fue un poco más allá
de la puerta del departamento para salir del alcance del oído de Jiemin. No
vaciló antes de preguntarle—: ¿Qué haces aquí?
Alisa fingió confusión durante un momento. Apenas un instante,
mientras en la oficina se oía ruido de estática y una puerta se cerró de golpe
en el piso superior, justo encima de ellas.
Entonces:
—Señorita Lang, no ha envejecido ni un día.
Rosalind se burló.
—No empieces con el numerito. Sé que Celia es tu superior.
—Deberías bajar la voz —reclamó Alisa, resoplando—. Si me expones,
te expondrás tú también.
—Exponerte… —la irritación le recorrió la piel, erizándole el cuello y
los brazos en la zona que le rozaba el delicado dobladillo de su qipao.
Rosalind cambió del chino al ruso, sin prestar atención a sus palabras en
cuanto estuvo segura de que nadie entendería lo que decía—. ¿Por qué estás
instalada aquí? No imagino que a tus jefes les importe mucho detener una
conspiración terrorista, cuando no serviría de nada para congregar a la gente
común.
Alisa parpadeó despacio. Fue entonces cuando Rosalind comprendió su
error: Alisa tenía que haber sido plantada allí, sí, pero ¿quién podía asegurar
que para la misma misión de Rosalind? Los agentes comunistas no recibían
misiones en Shanghái del mismo modo que los agentes nacionalistas. La
prioridad de los comunistas era esconderse; después, les interesaba
interceptar información. Mantener sus ojos y oídos a salvo siempre sería
más importante que los actos salvadores que un partido derrocado no podía
permitirse llevar a cabo.
—¿Conspiración terrorista? —repitió Alisa—. No sabía…
Se cortó a mitad de la frase y la pequeña arruga de confusión en su ceño
se suavizó.
Rosalind frunció el ceño, dispuesta a instar a Alisa a continuar, antes de
sentir una mano en la parte baja de la espalda y darse cuenta de por qué
Alisa se había callado.
—Querida —el repentino inglés fue una sacudida para el oído de
Rosalind—, tu ruso es mucho mejor de lo que recordaba.
Había agudeza en su comentario. Una acusación tácita. ¿Por qué Janie
Mead, educada en Estados Unidos, sabía hablar ruso?
Rosalind se volvió hacia Orión, le apretó la muñeca y le desvió la mano
para evitar que la tocara.
—Siempre me subestimas —dijo con una mueca—. ¿No tienes un
escritorio que acomodar?
La otra mano de Orión se acercó a la suya. Ahí estaban los dos: parecían
la viva imagen de la adoración mutua, incapaces de resistirse a tocarse a
cada segundo para tener cercanía. En realidad, Rosalind sabía que sus uñas
le dejarían marcas en la piel a Orión después de que lo soltara.
—Ya lo hice —respondió Orión, sin mostrar ninguna reacción por el
ardor que sentía en las muñecas—. Sólo que me llamaron al vestíbulo. Al
parecer, tengo visita.
Rosalind hizo un gesto con los labios.
—¿Una visita? —repitió—. No sabía que tendrías una visita…
—¡Liwen!
Un ruido de tacones resonó en la escalera. Una chica vestida con
elegancia se apresuró a entrar en el vestíbulo, con la falda a la altura de los
tobillos y un abrigo de piel sobre los hombros. Llevaba una cesta en una
mano y un bolso en la otra, aunque el bolso era tan pequeño que hacía
preguntarse qué podría caber dentro. Haidi salió de las puertas del
departamento casi de inmediato, con cara de preocupación, pero Orión puso
los ojos en blanco y salió al encuentro de la chica.
—Supongo que ya no necesito bajar.
Haidi se aclaró la garganta.
—No permitimos visitas en ninguno de los departamentos.
Orión hizo un gesto de indiferencia con la mano.
—Es sólo mi hermana. Se irá pronto. ¿Verdad, Feiyi?
Su hermana asintió con entusiasmo. Luego, para sorpresa de Rosalind,
se adelantó y le entregó a ella la cesta.
—Esto es para ustedes —dijo en inglés, con un acento tan británico
como el de Orión—. Vi este regalo y quise dárselos para su primer día. Sé
que los recién casados están muy ocupados y no tienen tiempo de cocinar.
Al decir esto, se dio la vuelta para guiñarle un ojo a Orión, pero
Rosalind sólo se quedó ahí, de pie, desconcertada. Haidi le chasqueó los
dedos a Alisa y le indicó que debía volver para corregir un error de
mecanografía. Orión, mientras tanto, reprendía a su hermana por irrumpir y
hacer una escena. Mientras los hermanos discutían, Rosalind se fijó en algo
que estaba enterrado en la cesta, entre el hilo dental envuelto en plástico y
los frascos con aceite de ají. Con cuidado, metió la mano y abrió la tarjeta
blanca.
De:
Almacén 34
Hei Long Road
Taicang, Suzhou, Jiangsu
Hacía mucho tiempo que la ciudad no veía a Rosalind Lang, desde hacía
mucho habían dejado de dibujarla en los carteles que pegaban por las
concesiones extranjeras para recordar a sus habitantes las facciones de élite
que habían caído en desgracia.
Aun así, Rosalind seguía tocándose la cara con gesto ausente mientras se
acercaban al Peach Lily Palace, como si pudiera borrar sus rasgos y
cambiarlos por unos nuevos. Era poco probable que la reconocieran. Pero si
lo hacían… su actual identidad podría estar en peligro.
—Tierra a Janie Mead.
Rosalind levantó la vista y arrugó la nariz al ver a Orión.
—¿Y qué pasó con eso de sólo usar nuestros alias?
Orión se pasó una mano por el cabello. Esta noche lo llevaba
especialmente libre; Rosalind no sabía si lo había hecho a propósito o
porque se había quedado sin vaselina. Al menos combinaba con el resto de
su atuendo: la camisa negra con tres botones desabrochados, el chaleco
verde oscuro con detalles dorados cosidos en el dobladillo, el largo abrigo
negro que ondeaba con la brisa y los anillos de oro en los dedos, que
reflejaban la luz de todos los anuncios neón parpadeantes.
—Mis disculpas, querida —corrigió—. No volverá a ocurrir.
Rosalind puso los ojos en blanco y se mordió la lengua mientras los
recepcionistas del salón de baile abrían las puertas del Peach Lily Palace y
les daban la bienvenida. Fiel a su nombre, el salón desprendía un aroma
floral, una mezcla de olores de la máquina de hielo seco del escenario y el
perfume natural de sus clientes, que se mezclaban con sus brillantes qipao y
sus limpios trajes planchados. Mientras Orión iba vestido como si hubiera
salido directo de la caja fuerte del banco de su padre, Rosalind había
elegido lo más modesto de su armario: manga larga y cuello alto. Lo último
que necesitaba era destacar y empezar a alentar rumores de que Rosalind
Lang estaba viva y bien, socializando en los salones de baile de la ciudad.
—Los veo —dijo Rosalind. El Peach Lily Palace era grande, mucho más
que el club burlesque Escarlata. El techo era altísimo, pintado de blanco y
tallado con motivos que descendían por las paredes hasta llegar a las
barandillas del segundo piso, donde los clientes podían colocarse para ver
mejor el escenario. En la planta baja, no sólo estaba el espacio para el
espectáculo, sino también mesas de juego en el extremo opuesto, cerca del
bar y lejos del escenario. Allí se congregaban algunas caras conocidas:
Yōko, Tarō y Tong Zilin.
Rosalind hizo otro breve inventario del lugar, del candelabro que
colgaba del escenario y de las demás lámparas que brillaban en la sala. Eso
también era algo diferente: el Peach Lily Palace estaba bien iluminado, y
todos los rostros resplandecían con una luz cálida y dorada. En numerosas
ocasiones, Rosalind había estropeado por accidente sus zapatos en el club
burlesque de los Escarlata, al pisar líquidos derramados que veía un
segundo demasiado tarde.
—Vamos —dijo Rosalind.
Justo cuando empezó a avanzar, Orión la agarró del brazo para
detenerla.
—Tengo que atender algo primero.
Rosalind frunció el ceño.
—¿Qué?
—Volveré.
Sin más explicaciones, Orión se alejó en dirección al escenario.
—¿Qué? —volvió a preguntar Rosalind, atónita—. No puedes
escabullirte así como así. ¿Qué te pas…?
Fue inútil. Él ya se había ido: se fundió con la multitud de clientes y se
introdujo en un círculo de gente. La visión de Rosalind era buena, pero no
perdió el tiempo observando al elegante grupo para determinar a quién
estaba buscando Orión. Conociéndolo, seguro había divisado a alguna
antigua amante a la que había desairado en el pasado.
Rosalind soltó un pequeño resoplido de irritación y se dirigió sola hacia
las mesas de juego. Increíble. Eran una unidad combinada, y lo primero que
él hacía en medio de una tarea crítica era largarse.
—¡Señora Mu! —exclamó Yōko cuando vio a Rosalind—. Qué
coincidencia verla por aquí.
—Ah, yo vengo aquí todo el tiempo —dijo Rosalind con ligereza. Tarō
y Zilin estaban a tres pasos de distancia, mirando por encima de los
hombros de los jugadores sentados—. ¿A qué están jugando? ¿Al póquer?
—Póquer de cinco cartas, al parecer —respondió Yōko—. Zilin dice que
siempre sabe cuál es el mejor momento para retirarse.
—Si eso es cierto, debe ser omnisciente.
Uno de los jugadores barajó, los colores rojo y negro parpadearon bajo
las luces, espadas y corazones y tréboles y diamantes, más rápido de lo que
el ojo podía captar.
Yōko emitió un sonido de consideración.
—Él es bastante bueno con la intuición —dijo.
—No se puede intuir algo así —Rosalind se acercó un paso más—.
Todo es fortuna. Las cartas ya están decididas. Ninguna habilidad ni
oportunidad puede cambiar su mano.
—¡Ah, qué juego más corto! —Zilin se dio la vuelta de pronto, palmeó
muy fuerte el hombro de Tarō y exageró su sorpresa al ver a Rosalind. Sus
mejillas estaban enrojecidas. Estaba borracho—. ¿Dónde está su marido,
señora Mu?
—En algún lugar cercano, estoy segura —Rosalind buscó entre la
multitud. Orión había desaparecido por completo—. Ya saben cómo es. Le
encanta complacer a la gente, siempre anda revoloteando.
—Uno pensaría que lo más importante es complacer primero a tu propia
esposa.
Asqueroso. Rosalind no se molestó en responder. Sus ojos estaban fijos
en el escenario, en tanto un grupo de bailarinas se apresuraba a colocarse en
posición antes de que la banda de jazz comenzara su siguiente pieza.
Entrecerró los ojos. ¿Eso era…?
Lo era. Tres de las bailarinas tenían caras conocidas. Eran chicas que
habían trabajado con Rosalind en el club burlesque de los Escarlata.
Y cuando las notas iniciales del saxofón recorrieron el vestíbulo,
impulsando a las chicas a empezar, Rosalind reconoció los pasos de
inmediato. Estaban siguiendo su rutina, la misma que ella les había
enseñado.
Estuvo a punto de reír.
—¿Quieren una copa? —preguntó Zilin al grupo, con su voz
sorprendentemente cerca del oído de Rosalind. Ella suavizó su mueca antes
de darse la vuelta, con un aspecto siempre agradable. Yōko y Tarō parecían
entusiasmados con la pregunta, así que Rosalind asintió con ellos.
Zilin señaló las escaleras que conducían al bar del segundo piso.
Rosalind reprimió cualquier atisbo de duda y siguió a sus colegas, mientras
hablaban de las apuestas que podrían hacer más tarde en las otras mesas.
Orión, ¿dónde demonios estás?, pensó molesta. Él era quien se había
jactado de sus habilidades para extraer información. Mientras tanto,
Rosalind ya estaba muy enfadada. Ella no servía para este tipo de trabajo.
La única razón por la que había sido buena para sacar dinero a los hombres
del club burlesque de los Escarlata, era porque pensaban que estaba
bromeando cuando se portaba grosera, y siempre estaban ebrios.
Yōko y Tarō estaban perfectamente en alerta esta noche. Sólo Zilin se
tambaleaba alcoholizado, así que Rosalind dudaba que pudiera salirse con
la suya si presionaba a los tres sobre sus motivos para estar en Shanghái y
sus opiniones sobre el imperialismo japonés y el movimiento panasiático.
—Hoy casi tenía miedo de salir de casa —dijo Rosalind, pensando que
bien podría intentarlo.
Yōko se dio la vuelta en las escaleras con un jadeo. Tarō la empujó para
que siguiera avanzando, frunciendo el ceño ante la barricada que se
interponía en su camino.
—¿Por qué? —preguntó Yōko, con toda la cara fruncida por la
preocupación.
Rosalind se encogió de hombros de forma casual, como si el tema de
conversación estuviera simplemente en el borde de su mente, algo que había
mencionado sólo para llenar el silencio.
—Leo mucho los periódicos. ¿No se han enterado de los asesinatos?
Hay un asesino en serie suelto.
—Asesino en serie es un poco dramático —dijo Zilin desde lo alto de
las escaleras.
Llegaron a la segunda planta y Zilin soltó un hipo antes de chasquearle
los dedos al mesero. El mesero lo ignoró, estaba demasiado ocupado
atendiendo a la gente que ya se había agrupado a su alrededor.
—¿Cómo que es dramático? —preguntó Tarō—. Ha habido una serie de
muertes con el mismo patrón. Ésa es la definición misma de un asesino en
serie.
Zilin hizo caso omiso de las palabras de Tarō y despejó el aire a su
alrededor, como si la afirmación hubiera emitido un hedor tangible.
—Estamos en territorio extranjero. Estamos protegidos —avanzó,
tratando de pasar entre la gente, pero seguía hablando por encima del
hombro, intentando continuar la conversación en voz muy alta—. Ya no
estamos gobernados por gánsteres. Quizá debimos tener miedo cuando nos
dirigía un puñado de maleantes sin ley, pero ahora tenemos orden. Tenemos
innovación occidental.
Rosalind apretó las manos en puños y se clavó las uñas en las palmas.
—¿La innovación occidental puede detener a un asesino? —preguntó
secamente.
Zilin no la oyó. Ya estaba en el bar.
Yōko suspiró.
—Voy a probar mejor el de abajo. ¿Señor Ōnishi? ¿Señora Mu?
¿Quieren acompañarme?
Tarō asintió, pero Rosalind ya había tenido bastante.
Necesitaba un momento para respirar.
—Nos vemos allí —dijo. Divisó lo que parecía el lavabo exterior de un
baño, así que caminó en esa dirección—. Tengo que ir al tocador.
Yōko y Tarō desaparecieron escaleras abajo, y Rosalind quedó libre.
Esquivó a la multitud del bar y arrastró la mano por el barandal del segundo
nivel mientras caminaba, observando a las bailarinas en el escenario y a las
parejas que danzaban en la pista del piso de abajo. Orión seguía ausente.
Rosalind se quitó los guantes y se lavó las manos en el lavabo exterior
del baño de mujeres, sólo por tener algo que hacer. Se quedó allí unos
minutos, con el agua fría corriendo sobre su piel, dejando que su mente
descansara, que la música y la algarabía llegaran a sus oídos y rebotaran de
inmediato.
Cuando alguien se acercó por detrás, sintió su presencia mucho antes de
que la voz resonara en su oído.
—Ha sacado usted a colación una conversación bastante intrigante,
señora Mu.
Rosalind cerró el grifo. Se tomó su tiempo para secarse las manos y tiró
la toalla usada en la cesta debajo del lavamanos.
—Apenas recuerdo de qué estábamos hablando —dijo, tomó sus
guantes y se dio la vuelta. Aunque Yōko y Tarō ya no estaban allí, tanto ella
como Zilin seguían hablando en inglés. Podrían haber cambiado al
shanghainés o a cualquier dialecto chino, pero Rosalind tenía la sensación
de que a su colega le gustaba permanecer hablando en una lengua imperial.
—Las muertes —balbuceó Zilin, como si ella en verdad necesitara que
se lo recordaran. El nuevo vaso que tenía en la mano ya estaba casi vacío—.
Todas las muertes de la ciudad, a quienes se lo merecen.
Rosalind se quedó helada.
—¿Perdón?
—¡Se lo merecen! —Zilin estaba delirando. Arrojó el vaso al suelo y
éste rebotó en la mullida alfombra, las últimas gotas de alcohol salpicaron
los hilos antes de que el vaso rodara hasta detenerse cerca del borde de la
pared—. Sólo suceden en las partes chinas, ¿no? Sólo en esos callejones
mugrientos y vecindarios miserables. Si nosotros reconstruyéramos esas
zonas, esto no estaría sucediendo. Si echáramos a esa gente y derribáramos
sus tiendas de mala muerte, no habría un asesino. ¡Que entre la Concesión
Francesa! ¡Liberté! ¡Égalité! ¡Fraternité!
Rosalind sintió como si su extremidad se moviera por sí sola. Su mano
se levantó y golpeó la cara de Zilin con toda la fuerza que pudo. No
recuperó el control hasta que la palma le ardió y Zilin retrocedió, con una
marca roja en la mejilla.
Control de daños, pensó ella. Ahora.
—Mis más sinceras disculpas —dijo—. No sé qué me ha pasado —
empezó a ponerse los guantes—. Es que… Tengo terribles experiencias con
los franceses, ¿sabe? Todo ese asunto de la égalité agitó una parte bestial de
mí.
—Señora Mu —la voz de Zilin había cambiado. Era más aguda, con una
pizca de diversión, como si supiera algo que ella ignoraba—. ¿Dónde dijo
que fue educada?
El guante de Rosalind se detuvo a medio camino de su mano.
Retrocedió unos segundos y descubrió su error. Todo eso de la égalité. Por
el amor de Dios, había dejado salir su verdadero acento.
—Estados Unidos —respondió ella.
Zilin no parecía creerle. Ahora sonreía.
—Nuestros superiores van a estar interesados cuando les diga lo que
piensa de nuestros colaboradores extranjeros —dijo lentamente—. A menos
que… tenga otras ideas que quiera contarme en privado. Podría
persuadirme.
La comisura de sus labios se torció lentamente por su borrachera. Él
quería que ella lo hiciera callar. Quería que comprara su silencio utilizando
medios propios de salones de baile y locales de mala muerte, donde se
contrataba a chicas como compañeras nocturnas.
Rosalind terminó de ceñirse los guantes. Cuando volvió a bajar los
brazos, rozó con los dedos su bolsillo.
—Venga conmigo, ¿quiere? —dijo dulcemente. Muy bien. Podía jugar a
ese juego.
Zilin la siguió de buena gana. No necesitó persuasión para entrar al baño
de mujeres y esperó a que Rosalind llamara a las puertas de los cubículos y
comprobara que estaban vacíos. Ni siquiera tuvo que convencerlo para que
se acercara cuando se volvió hacia él.
Por eso, a ella le resultó tan fácil sacar un paño del bolsillo y presionarlo
de pronto en la parte inferior del rostro de Zilin.
Él quiso gritar, pero ella ya se estaba moviendo con el impulso del
momento. Rosalind le golpeó la cabeza contra la pared y lo inmovilizó allí,
con las muñecas sujetas a ambos lados de la cara y los dedos entrelazados
para mantener la tela envenenada sobre boca y nariz.
Zilin se sacudía. Rosalind se mantuvo firme.
—No te resistas —ronroneó ella—. Sabes quién soy, ¿verdad? Si tanto
te gusta la Concesión, habrás oído hablar de mí.
Él volvió a intentarlo, esta vez hacia un lado. Rosalind apretó más
fuerte, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho.
—Has oído hablar de mí. Claro que sí. Me llaman Dama de la Fortuna,
por mucho que yo insista en que es sólo Fortuna —se acercó más a él—.
¿Sabes cuánta gente se me ha escapado? —una gota de sudor cayó por la
sien de Zilin y se posó en el meñique de Rosalind—. Ninguna.
Él tenía los ojos tan abiertos que parecía que estaban a punto de salirse
de sus órbitas. Si lo hubiera intentado —intentado en verdad— con todas
sus fuerzas, podría haber empujado a Rosalind. Pero ella tenía el miedo de
su lado. Había despertado el pánico y una profunda sensación de terror en
su víctima, y eso era tan paralizante como el veneno.
—No importa cuánto lisonjearas a los extranjeros —continuó, con voz
baja. Él ya no luchaba tanto. El veneno de la tela estaba haciendo efecto—.
No importa cuánto fingieras estar distanciado del resto de nosotros,
frunciendo el ceño ante todo lo que nos mantiene vivos. De todas formas,
yo iba a alcanzarte.
Rosalind apretó el paño tan fuerte como pudo, obligándolo a respirar
hondo, a inhalar el veneno. Se aseguró a sí misma que lo estaba haciendo
por necesidad. Era un esfuerzo por acallar las fuentes que hubieran filtrado
su identidad. Pero un fuego de justicia ardía en sus venas. Si se miraba al
espejo, se preguntaba si vería un resplandor alrededor de su piel, un fervor
furioso saliendo de su interior a medida que su ira tomaba las riendas.
Retribución para su país. Venganza por su ciudad. Así era como ella redimía
su nombre.
Por fin, Zilin cerró los ojos y su cuerpo se aflojó. Rosalind retrocedió de
inmediato, dejándolo caer al suelo con un crujido repugnante, con los
brazos y las piernas extendidos en ángulos incómodos. Poco a poco, la ira
empezó a disminuir. Lentamente, empezó a hacer un inventario de su
situación.
Tenía a un hombre muerto en el suelo del baño. Ella era la última
persona que había sido vista con él. Y el salón de baile estaba repleto, por lo
cual era sumamente difícil deshacerse de la evidencia.
—Merde —susurró Rosalind.
Necesitaba cerrar la puerta, formular un plan.
Y fue exactamente en ese momento cuando la puerta se abrió, y alguien
entró.
17
SEAGREEN PRESS
U nos días más tarde, Rosalind tuvo que admitir que el plano del
edificio de Deoka le estaba resultando muy útil.
Las salas de archivo solían estar ocupadas por una o dos secretarias
auxiliares, que se limpiaban las uñas en su escritorio o devoraban fideos en
un contenedor de plástico. Rosalind nunca tenía que archivar; dejaba las
carpetas de producción y, entonces, quienquiera que ocupara la pequeña
sala le gritaba “Otsukaresama deshita” y la despedía. Rosalind no tenía ni
idea de lo que significaba la frase, pero todos la decían, así que supuso que
era una señal de que ya había hecho bastante y podía dejar a sus colegas con
lo suyo.
—Es un equivalente a gracias —respondió Orión con rapidez, en medio
de las prisas por llegar a una reunión, cuando ella le preguntó qué
significaba—. No es el significado literal, pero te lo explico después del
trabajo si quieres —le plantó un fugaz beso en la sien y se marchó a toda
prisa.
No habían hablado de su discusión. Simplemente se habían ido a dormir
en habitaciones separadas y se habían levantado a la mañana siguiente
fingiendo que todo estaba bien, lo que significaba que no era así. Rosalind y
Orión nunca habían sido los mejores amigos, pero ahora un gran bloque de
hielo se había interpuesto entre ellos. Las ironías de Orión se habían vuelto
poco entusiastas; las burlas de Rosalind parecían demasiado fuertes. Él ya
no llevaba a cabo ninguna de sus bromas, y ella no podía ni hablarle con
asomo alguno de naturalidad. Cuando salieron de casa esa mañana, Orión
entró corriendo después de olvidar su sombrero y ella puso los ojos en
blanco para burlarse con un breve “típico”. Excepto que la palabra se le
quedó a medio camino en la garganta, y sonó como si se hubiera
atragantado con algo, lo que provocó la preocupación de Orión cuando
apareció.
Lo vio salir del departamento de producción en la oficina. Ella volvió a
su trabajo, mordiéndose el labio inferior.
La tarde transcurrió como siempre. Rosalind iba de un lado a otro por
las diferentes salas de archivo, transportando los montones de documentos
de un lugar a otro. Mientras Orión seguía complaciendo a la gente y
recopilando información, Rosalind husmeaba por las salas y pensaba en la
otra instrucción de Dao Feng: el archivo de inteligencia.
En su última ronda para llevar una pila de carpetas marcadas a la sala
número dieciocho, sus ojos se detuvieron en un cesto de basura arrinconado
que captó su atención de inmediato. El secretario estaba de espaldas,
revisando los materiales recién entregados para asegurarse de que Rosalind
había llevado los correctos y, sin pensárselo dos veces, ella le preguntó:
—¿Lo que hay en el cesto de basura es una bandera comunista?
El secretario se dio la vuelta.
—¿Perdón? —dijo en inglés.
Merde. Rosalind se dio cuenta de su error en cuanto las palabras salieron
de sus labios. Había dicho gòng dǎng por costumbre. Repetía el término
que Dao Feng soltaba por ahí, que otros en la rama encubierta usaban para
referirse a los comunistas. Sólo los nacionalistas lo abreviaban así. Lo
condensaban con una fina capa de menosprecio. Todos los demás decían
“gòng chǎn dǎng”.
—La bandera comunista —repitió Rosalind, cambiando también al
inglés. Por suerte, aquél era un idioma mucho más sencillo, así que había
menos posibilidades de delatar su identidad con un simple término. Siempre
que controlara su acento, al menos. Sólo esperaba que el secretario pasara al
inglés porque su chino no era tan bueno. Quizá se le había escapado algún
pequeño matiz—. En el cesto de basura, allí.
Ella señaló. El secretario se inclinó.
—Mira eso —dijo él con tono uniforme—. Así es. Me pregunto cómo
llegó allí.
—No parece desconcertado —observó Rosalind.
El secretario se limitó a encogerse de hombros. Tecleó algo en su
máquina de escribir y sus ojos oscuros recorrieron los números de
referencia pegados en la parte frontal de las carpetas.
—Ésta es la sala comunista. Por invención mía… No nos permiten
llamarla así oficialmente, pero los altos mandos lo comisionaron para
clasificar el edificio por temas. Tal vez Deoka quería deshacerse del correo
de odio en cestos de basura específicos.
Con un ademán, el secretario tomó las carpetas en sus manos y las
acomodó hasta que quedaron de la misma altura.
—Usted debe ser una de las chicas nuevas que contrataron
recientemente —continuó—. No creo haberla visto aquí antes.
—Sí —dijo Rosalind, ignorando el hecho de que quizá ya no se le podía
considerar nueva con el tiempo que había pasado desde su llegada. Apenas
había hecho progresos en conocer a sus compañeros. Orión, por su parte,
iba saludando a todo el mundo por su nombre de pila. De todas formas, eran
una unidad. Si Orión se convertía en la cara amable y Rosalind en los ojos a
la sombra, ella estaba perfectamente de acuerdo con esa asignación de
papeles.
El secretario se aclaró la garganta. Rosalind volvió a mirar la bandera
desechada.
—Mi apellido es Mu —se apresuró a añadir, recuperándose de la pausa
—. La ayudante de recepción en el departamento de producción. ¿Usted
es…?
—Tejas Kalidas —Tejas movió las carpetas hacia el otro lado para
alinearlas al mismo ancho—. Le daría la mano, pero las carpetas volverían a
desacomodarse.
Rosalind inclinó la cabeza.
—Está bien —dio un paso atrás, cruzando de nuevo el umbral de la
puerta—. Seguiré mi camino a menos que necesite algo más.
—Eso es todo.
Tejas puso las carpetas debajo de su escritorio. Rosalind se despidió con
un gesto de la mano, y se marchó, pensando todavía en el comentario
despreocupado de Tejas. El sistema de archivo del edificio estaba
organizado por temas, y cada sala agrupaba los materiales que eran
similares.
Qué curioso.
Rosalind bajó las escaleras. Iba tan absorta en sus cavilaciones que
estuvo a punto de chocar con un compañero que subía. Ella se disculpó
rápidamente y volvió a concentrarse. Aún le quedaba un sobre por recoger
en la oficina cinco de la segunda planta, y con eso terminaría sus tareas del
día.
—Hace días que él no viene. Estoy preocupado.
Rosalind aminoró la marcha en la segunda planta al captar una
conversación que salía de una sala de descanso. Su instinto le dijo que
escuchara, que amortiguara el chasquido de sus tacones y se detuviera.
—No es del todo extraño que él rechace las comunicaciones.
—Sí, pero no es propio de él no informar a los superiores. ¿Cuándo se
ha arriesgado Tong Zilin a parecer incompetente?
A Rosalind se le cortó la respiración. Una voz masculina y otra
femenina. Así que la desaparición de Tong Zilin ya se había notado. Se
acercó sigilosamente a la pared.
—¿Crees que tenemos que ir a ver cómo está? Todavía tiene algunos de
nuestros papeles, ¿no?
—No. Adelantó su trabajo el jueves pasado. ¿No es así? Lo dejó en mi
escritorio.
—Alguien más lo hizo, supongo. No fui yo. ¿Y lo terminó todo?
—A mí me pareció que estaba bien. Lo único ahora es que…
Sin previo aviso, algo sonó con un estruendo sorprendente en el otro
extremo del pasillo. Rosalind dio un respingo, y maldijo para sus adentros
al torpe compañero que acababa de dejar caer su lonchera metálica. La
conversación en la sala de descanso se interrumpió. No sabría qué clase de
trabajo había dejado pendiente Zilin.
Pero si Tong Zilin era culpable de colaborar con el plan terrorista —y lo
más probable era que lo fuera, dadas sus creencias—, entonces los dos de la
sala de descanso quizá también estaban implicados. Pasar una misiva con
instrucciones para matar, redactar el informe sobre los procedimientos de
ataque, atender una llamada telefónica con funcionarios en Japón: no tenían
por qué mancharse las manos de sangre, pero eran igual de culpables. ¿Qué
era peor, el engranaje o la cuchilla de una guillotina? ¿Acaso no realizaban
ambos la misma función si eran parte de un todo?
Rosalind retrocedió rápidamente y retomó el paso natural justo a tiempo
para estrellarse con Haidi cuando ella salía de la sala de descanso. Rosalind
fingió un sobresalto de sorpresa y lanzó un grito, con las manos volando
hacia delante para mantener el equilibrio. Haidi, por su parte, se apresuró a
ordenar las carpetas que llevaba bajo el brazo, la mitad de ellas torcidas.
—Ay, discúlpeme. Tenía tanta prisa que no me fijé por dónde iba —
exhaló Rosalind. Extendió la mano, con la esperanza de ayudar con las
carpetas y echarles un ojo para ver de qué se trataba.
Pero en cuanto sus dedos se acercaron a la carpeta que se estaba
deslizando, Haidi agarró la muñeca de Rosalind para mantenerla alejada.
Era como si le hubiera colocado una banda de metal sobre la piel. Aunque
Rosalind se quedó paralizada, alarmada por la respuesta, sospechaba que
aunque hubiera intentado retirar su brazo, no lo habría podido liberar.
—Lo tengo bajo control —dijo Haidi. Esbozó una sonrisa amable,
totalmente incongruente con el agarre que tenía sobre la muñeca de
Rosalind—. Pero gracias por la intención.
Haidi la soltó y volvió a ordenar las carpetas. Inclinó la cabeza y se
marchó. Segundos después, otro colega —la voz masculina que había
escuchado antes— asomó la cabeza desde la sala de descanso, en dirección
contraria. Rosalind no recordaba su nombre, pero estaba segura de que
Orión sí lo recordaría en cuanto se lo señalara.
Ouch, pensó Rosalind, frotándose la muñeca. Por el apretón mortal de
Haidi, la piel estaba blanca, drenada de sangre. ¿Qué clase de vitaminas
consumía esa chica?
Disgustada, Rosalind fue a buscar el sobre a la oficina cinco,
refunfuñando en voz baja. Jiemin no levantó la vista cuando ella volvió a su
escritorio. La mitad del departamento había sido convocado a diversas
reuniones, algunas con Deoka, en su despacho, y otras arriba, con el
departamento de redacción.
—Aquí tienes —dijo Rosalind, y puso el sobre delante de Jiemin—.
Ahora te ayudaré con eso —tomó una parte de su pila de trabajo.
—¿Sabes adónde va eso? —preguntó Jiemin distraídamente, pasando la
página de su libro.
Rosalind no necesitaba saber adónde iba. Sólo buscaba más trabajo para
tener una excusa para moverse. Se le ocurrió un plan en algún momento
entre la segunda y la tercera planta.
—Le preguntaré a Liza.
Rosalind se marchó antes de que Jiemin pudiera interrogarla. Se acercó
tranquila al escritorio de Alisa, con las carpetas a la vista para que cualquier
curioso supiera por qué estaba allí.
—Hola —saludó Alisa con agrado—. ¿Necesitas ayuda?
Rosalind se inclinó hacia ella. Aunque no pretendía entrometerse, no
pudo evitar la observación automática que hizo del espacio de trabajo de
Alisa: una foto enmarcada de un gato gordo, una lista de tareas pendientes
escrita con su pequeña letra, un ejemplar de Yevgeniy Onegin detrás de sus
tres tazas, la novela en su portada original rusa, rodeada por bordes
decorados.
—De hecho, tengo una propuesta para ti. Es muy importante que me
escuches primero.
Alisa se enderezó en su silla de forma casi imperceptible. Echó una
mirada cautelosa a su alrededor y no volvió a hablar hasta confirmar que los
cubículos más cercanos estaban vacíos.
—Te escucho.
Rosalind sacó el plano del edificio del interior de su qipao, desplegó el
papel con una mano y lo alisó sobre las carpetas. Señaló el número
dieciocho: aquella pequeña puerta al final del pasillo, cerca de la escalera.
Con sólo echar un vistazo a las paredes exteriores, sería difícil adivinar que
allí dentro había toda una sala de archivos, supervisada por un secretario
aburrido sentado ante su escritorio.
—Sé que estás buscando un archivo. Los planes que transmitió tu
desertor. Creo que están en esta sala.
Alisa levantó la cabeza y le lanzó una mirada incrédula. No estaba
segura de si se debía a que Rosalind conociera el objetivo de Alisa en
Seagreen o a su hipótesis de que ése era el lugar que buscaban. Rosalind
insistió.
—Estás intentando recuperarlo, así que trabajemos juntas. Si distraigo al
secretario que vigila el archivo y lo consigues, quiero una copia de lo que
sea que contenga.
Alisa murmuró, pensativa. Al menos, no era una negativa inmediata, lo
que significaba que lo estaba considerando.
—Parece que sabes cuál es el expediente —dijo—. Me metería en
problemas si dejo una copia circulando.
—Pero lo que más importa es quitarles el plan a los japoneses, ¿no? —
respondió Rosalind—. ¿Por qué no unir nuestros esfuerzos para lograr justo
eso?
Alisa se mordió las mejillas y su aspecto se volvió cadavérico.
Literalmente, estaba masticando la propuesta.
—No creo que a mis superiores les haga gracia que el Kuomintang
reciba la información.
—Tus superiores no tienen por qué saberlo —Rosalind sacudió la mano,
como si este asunto sólo fuera una mosca zumbando en su cara—. No me
digas que no les ocultas otros secretos.
Alisa le dirigió una mirada irónica. Rosalind le correspondió con otra
idéntica.
Unos segundos después, Alisa suspiró y dijo:
—Supongo que después de una colaboración improvisada, ya estamos
juntas en aguas profundas —resopló—. Pero si alguien pregunta, yo no te di
nada.
—Por supuesto.
Rosalind había apostado por la falta de lealtad de Alisa y había jugado
bien sus cartas. Rosalind no esperaba que Alisa Montagova fuera una
agente menos eficiente, tan sólo suponía que ella trabajaba para los
comunistas porque eran la única facción dispuesta a aceptar a alguien con
su pasado cuando estalló la guerra civil, y un trabajo era sólo un trabajo, no
un compromiso de vida o muerte. Las dos eran bastante parecidas en cuanto
a sus posturas hacia sus respectivas facciones políticas. A ninguna de las
dos le importaba la ideología en sí, pero asumían la carga por el bien de lo
que esa facción podía proporcionarles.
—Dijiste que distraerías al secretario —dijo Alisa, devolviendo la
atención de Rosalind a la situación que tenía entre manos—. ¿Cómo?
Rosalind no había planeado tanto las cosas. Echó un vistazo al
departamento.
—Lo averiguaré a medida que se desarrolle.
Sin más debate, salieron de los cubículos, y Rosalind le entregó la mitad
de las carpetas a Alisa para distribuirlas juntas. Alisa se apresuró a seguirla.
—No puedo ni imaginar dónde puede estar el archivo dentro de esa sala
—dijo Rosalind mientras salían del departamento de producción. Pasaron
por delante de dos puertas de despacho abiertas. Habló en voz baja—. Lo
único que sé es que esta sala de archivos debería ser la ubicación más
probable en comparación con el resto del edificio.
—Si puedes hacer que entre sin que me vean, déjame el resto a mí —
respondió Alisa.
Rosalind asintió. Siguieron adelante.
Pero justo cuando estaban llegando a la sala número dieciocho, se
escuchó que otra puerta se abría, y luego una pequeña ráfaga de voces
entrando en el pasillo. Entre el grupo, Orión vio a Rosalind al instante y
caminó hacia ella con una pregunta tácita en la mirada.
Qué suerte la mía.
—Hola, querida —le puso la mano en la espalda—. ¿Qué haces?
Rosalind forzó una sonrisa.
—Sólo algunas tareas. Para mi trabajo. Al que estoy dedicada ahora.
Alisa puso los ojos en blanco. Orión no parecía convencido. Detrás de él
había otros dos miembros del departamento, que se asomaron con
curiosidad antes de volver a sus escritorios.
La idea la golpeó como un rayo. Una distracción.
—Lárgate —le ordenó Rosalind en voz baja.
Orión alzó las cejas.
—¿Perdón?
—Aléjate corriendo —repitió—. Ve hacia esa escalera, acércate todo lo
que puedas, pero no bajes. Estás enojado conmigo. Enójate.
A su favor, a pesar de su confusión, Orión no perdió ni un segundo.
Levantó los brazos y gritó “¡Increíble!” antes de marcharse.
Rosalind esperó tres segundos, fingiendo sorpresa. Luego se apresuró a
seguirlo, chasqueando sus tacones con fuerza sobre el suelo de linóleo.
—¿Me equivoco? —le gritó ella. No era difícil aparentar ira. Actuar era
más fácil cuando los sentimientos ya estaban a flor de piel, después de todo
—. No importa adónde vayamos, ¡no puedes dejar de relacionarte con esa
chica! Anoche te vi hablando con ella otra vez.
Orión se detuvo cerca de la escalera, siguiendo las instrucciones de
Rosalind. Tardó un momento en captar la pista del argumento inventado por
su esposa, pero le siguió la corriente con facilidad cuando volvió sobre sus
pasos, fingiendo que había encontrado algo más que decir y que no podía
irse.
—Eso es absurdo. No fue nada.
—No lo parecía —Rosalind se llevó la mano al costado, indicándole con
un gesto que debía hablar más alto.
—Si me vas a acusar de algo —el volumen de Orión aumentó, tras
entender la instrucción— ¿POR QUÉ NO LO DICES DIRECTAMENTE?
—Vaya, vaya, ¿qué está pasando aquí?
La pregunta atravesó el eco de la voz de Orión, que seguía rebotando en
las paredes de piedra de la escalera. Tejas había asomado la cabeza desde la
sala de archivos y, al divisar a Rosalind y Orión, se acercó arrastrando los
pies, decidido a interrumpir la pelea.
—Si gritan más fuerte harán que venga Deoka —Tejas advirtió—. Y no
le gustará haber sido molestado.
—No es mi culpa —dijo Orión—. ¿Por qué no le preguntamos a mi
mujer qué problema tiene con mi vida social?
Rosalind rio con amargura. No necesitó forzarla; surgió con naturalidad.
—¿Tu vida social? ¿No me juraste votos? ¿Qué pasó con la dedicación y
el compromiso?
—Estás imaginando cosas.
—¡No lo estaría si tan sólo me comunicaras lo que haces!
Necesitaban más tiempo. No era suficiente para que Alisa hiciera una
búsqueda concienzuda. Antes de que Orión encontrara otra dirección para
llevar la discusión, Rosalind tomó el codo de Tejas y lo arrastró hacia
Orión.
—Mire eso —instruyó Rosalind, señalando el cuello de Orión—.
Dígame que no es la marca de la infidelidad.
Tejas entornó los ojos. Orión retrocedió, cohibido.
—Yo… no veo nada, señora Mu —dijo Tejas. Intentó apartarse.
Rosalind le puso las manos sobre los hombros, obligándolo a permanecer en
su sitio.
—¿Es algún tipo de pacto de lealtad entre hombres? — preguntó—. Está
justo ahí. Mire más de cerca.
No había nada allí. Sólo la piel bronceada de Orión, dorada bajo el
cuello blanco de su camisa. Pero a Rosalind no le importaba aparecer como
la esposa desquiciada con alucinaciones, si eso les daba más tiempo. Tejas
suspiró. Al parecer había renunciado a poner un poco de cordura en la
discusión, porque cuando Rosalind no lo dejó irse, dijo:
—¿Sabe qué? Sí. Ya lo veo. Horrible. Señor Mu, ¿cómo pudo?
Orión se quedó con la boca abierta.
—¿Qué? Esto es ridículo…
Alguien se aclaró la garganta detrás de ellos. Cuando Rosalind y Tejas
se dieron la vuelta y ella finalmente lo liberó de su agarre mortal,
encontraron a Alisa de pie fuera de la sala de archivos, con aspecto
angelical e inocente, cargando su pila de carpetas y con la cabeza inclinada
con curiosidad, como si hubiera estado allí todo el tiempo, esperando.
—Señor Kalidas, esto es para usted. Si fueran tan amables de evitarme
el disgusto de presenciar una riña doméstica.
—Por favor, evítenmelo a mí también —exclamó Tejas, acercándose a
Alisa y tomando las carpetas. Volvió a la sala de archivos y colocó los
papeles en el estante de la entrada. Alisa llamó brevemente la atención de
Rosalind, quien asintió con la cabeza antes de dirigirse al departamento de
producción.
Excelente. Alisa era incluso mejor de lo que Rosalind hubiera pensado.
Era hora de poner fin a este espectáculo.
—¿Sabes qué? —dijo Rosalind. Miró a su alrededor, fingiendo que
acababa de darse cuenta de dónde estaban, cada vez más avergonzada de
discutir en público—. Hablaremos más tarde. Tengo que volver al trabajo.
—Espera.
Orión la agarró de la muñeca. Su genuina confusión la hizo detenerse.
—¿Qué…?
—Lo siento.
Antes de que ella pudiera detenerlo, Orión la tomó en sus brazos, la
envolvió fuertemente en su abrazo y apoyó su barbilla sobre la cabeza de
Rosalind. Ella ya sabía lo grande que era la diferencia de alturas por el
pequeño truco del bolsillo que había llevado a cabo afuera del Peach Lily
Palace, pero de nuevo se sobresaltó por la facilidad con la que él la
acurrucaba contra su pecho.
—No peleemos.
¿Qué… tipo de acto es éste?
—Mmm —Rosalind levantó los brazos con torpeza y le acarició la
espalda—. Está… está bien.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Orión—. ¿No lo dices por decir?
¿Acaso Tejas seguía escuchándolos? Rosalind retrocedió un poco para
comprobarlo. El pasillo estaba vacío. Supuso que Orión sólo estaba
terminando la escena. Ella se acercó para tocar su mejilla.
—No me molestes en el futuro y estaremos bien, supongo.
—De acuerdo —dijo Orión—. Lo siento. En verdad lo siento. Creo que
algunas cosas no son tan importantes para decírtelas. No es que quiera
guardar secretos.
Rosalind parpadeó.
—Ah —dijo ella. Al parecer su capacidad de improvisación habitual
había dejado de funcionar. Lo único que se le ocurrió fue expulsar otro—:
Ah.
Orión posó un dedo bajo la barbilla de Rosalind e inclinó su cara hacia
él.
—¿Estoy perdonado?
—Bueno —dijo Rosalind—. Difícilmente tengo opción con tanta
sinceridad.
Orión le dedicó una sonrisa brillante, dulce y hermosa. A pesar de que
era un montaje, Rosalind no pudo evitar responder con otra pequeña
sonrisa.
21
—Hey.
Rosalind levantó la mirada y dejó de garabatear. Estaba tomando notas,
copiando una lista de todos los empleados de Seagreen Press. Con el
pretexto de que quería saber los nombres, le había pedido a Jiemin una lista
de todos en la oficina, lo cual, en su humilde opinión, le parecía una táctica
bastante inteligente.
—Hola —respondió Rosalind, manteniendo la calma. Guardó la lista y
cambió al ruso antes de volver a hablar—. Me preguntaba si te habrías
largado con el archivo —habían pasado horas desde su pequeña hazaña;
pronto sería la hora de la salida. Jiemin estaba lejos de su escritorio. En el
otro extremo del departamento, Haidi visitaba el cubículo de Orión,
hablaban de la agenda de un superior para la semana siguiente—.
Veámoslo.
Alisa sacó algo debajo de su brazo. Aunque parecía una carpeta normal
de trabajo, Rosalind la abrió y encontró otra más pequeña dentro, con la
palabra CONFIDENCIAL en un sello rojo.
—Entonces —dijo Alisa—, ¿tu marido sabe acerca de esto?
Rosalind sacudió la segunda carpeta y tomó el fino papel que contenía.
Estaba escrito en chino, lo que significaba que no tendría que perder el
tiempo traduciendo: podía leer y copiar al mismo tiempo. Movilizarse en el
sur… Río de circunvalación… Montañas…
Frunció el ceño. ¿No se suponía que esto era sobre Sacerdote? Esto
parecía un informe normal sobre el movimiento comunista.
—Ésta no es su misión —respondió Rosalind mientras revisaba el plano
y buscaba papel carbón en su cajón—. Baja la voz. No estoy del todo segura
de qué idiomas habla. ¿Y a qué viene ese énfasis?
—¿Énfasis?
—Hiciste un énfasis. Como dando a entender que no es mi marido, a
quien amo con todo mi corazón.
Alisa miró a Rosalind con un gesto de complicidad.
—Vamos —dijo—. Recuerdo haberte visto por ahí con Dimitri
Petrovich. Lo mirabas de una forma diferente.
Las palabras en el papel se desdibujaron de inmediato, se arremolinaron
y colisionaron en tanto la vista de Rosalind daba un violento giro. Sintió
que su sangre se convertía en aguanieve. Luego, en hielo, con puntas
afiladas cortándole las venas.
—¿Viste… qué?
Dimitri Petrovich Voronin se había convertido en un líder de los Flores
Blancas después de que la situación de Roma Montagov empeorara. Tenía
sentido que Alisa quisiera vigilar al posible usurpador de su hermano; tenía
sentido que, de entre todas las personas, Alisa hubiera reconocido a
Rosalind por la ciudad con Dimitri, mientras que otros no, que Alisa alguna
vez hubiera visto a una Rosalind más feliz, que vivía en la ignorancia y se
dejaba llevar por la fe.
Pero la idea de que la asociaran con esa otra versión de sí misma ahora
le horrorizaba. Aquella Rosalind era una enemiga, alguien a quien tenía que
empujar cada vez más lejos en los recovecos de su mente, alguien en quien
no podía pensar demasiado para evitar que volviera. La Rosalind que estaba
hoy aquí nunca se reencontraría con su antiguo vestigio; estaba demasiado
ocupada intentando arreglar los malditos errores de aquella chica.
—Por aquel entonces yo espiaba a todo el mundo, no te preocupes —
dijo Alisa—. Era sólo curiosidad. Siempre mantuve la boca cerrada —pasó
un instante. Alisa bajó la mirada mientras jugaba con el dobladillo de su
camisa—. Tal vez no debí hacerlo. Quizá mi hermano habría detenido a
Dimitri antes si le hubiera dicho lo que vi.
Rosalind tragó saliva. Se obligó a enfocar de nuevo la vista. A que su
corazón volviera a latir. Alisa fue muy amable al dejar la otra mitad de la
culpa sin decir: que Dimitri estuvo a punto de destruir la ciudad porque
Rosalind lo ayudó. Dimitri obtuvo el poder en medio de la revolución y
sembró muerte y destrucción en la ciudad, en la forma de monstruos
creados por el hombre, porque Rosalind encontró víctimas para él.
—Y quizá yo también debí decir algo —resolvió ella en voz baja—.
Quizás entonces tu hermano y mi primo seguirían vivos —cuando las
palabras impresas que tenía ante ella volvieron a ser legibles, tomó la pluma
y empezó a copiarlas en su propio papel en blanco—. Si alguien tiene la
responsabilidad, soy yo, señorita Mon… Ivanova.
Alisa se quedó callada. No parecía tan triste como Rosalind. Su
expresión era de contemplación pensativa, como si estuviera considerando
algo que Rosalind no sabía.
—No seas tan dura contigo —dijo finalmente Alisa—. Juliette no
querría eso.
Rosalind tragó saliva y se ocupó de la segunda mitad del papel.
A continuación, los nombres en clave de los agentes de alineación
comunista infiltrados en el Kuomintang:
León.
Gris.
Arquero.
Ya no había tiempo para sus lamentos personales. Rosalind ladeó la
cabeza con curiosidad.
—¿Ya leíste esto? —preguntó.
—Por supuesto —respondió Alisa. Apenas contuvo el claro obviamente
que estaba por añadir—. Vi la lista de agentes dobles. Como sólo se
proveen los nombres en clave, dudo que tus nacionalistas puedan hacer
mucho con la información.
A menos que ya tengan sospechosos, pensó. Rosalind dobló el papel y lo
volvió a meter en su pequeña carpeta. Ése era el final de la misiva. Aunque
no había nada sobre Sacerdote, al menos el Kuomintang estaría interesado
por esos tres agentes dobles.
—Toma. Todo tuyo.
Alisa tomó la carpeta.
—¿Ya vas a salir?
—Todavía no —Rosalind se levantó—. Tengo una reunión con el
embajador Deoka antes de que termine el día.
Ése no habría sido su trabajo en circunstancias normales, pero después
de ver lo eficiente que era para distribuir sus carpetas, Jiemin le había
transferido sus propias tareas restantes. Lo cual incluía presentarse ante
Deoka y entregarle el informe del departamento que él había redactado.
Alisa asintió. Sin embargo, justo antes de darse la vuelta, titubeó.
Ah, no, pensó Rosalind. Alisa Montagova, por favor, no te disculpes…
—Si te molesté mencionando a Dimitri…
—Está bien —la interrumpió Rosalind a la velocidad de la luz—. Es…
es que ha pasado mucho tiempo.
Cuatro años. Una vida entera. La ciudad se había reconstruido bajo sus
pies. Las calles habían sido repavimentadas para que sobre ellas se elevaran
nuevos edificios con sus placas cromadas e incrustaciones de plata.
—Mucho tiempo —dijo Alisa en voz baja—. Pero no para ti.
Rosalind parpadeó sorprendida; Alisa ya se alejaba para regresar a su
cubículo. En efecto, habían pasado vidas enteras y Rosalind seguía teniendo
diecinueve años.
Antes de empezar a pensar en sus demás desgracias, Rosalind recogió el
informe del día del departamento y se dirigió al despacho de Deoka.
Cuando llamó a la puerta, se oyó claramente a través de la puerta que él
estaba hablando por teléfono, pero le indicó que entrara de todos modos.
Rosalind se asomó vacilante. Deoka la vio y le hizo un gesto para que
siguiera.
Estaba hablando en inglés.
—Sí… sí, lo sé. Sólo son simulacros rutinarios, así que no debería ser
un problema entrar por Zhejiang. Pasarán por Shanghái, pero podemos
ubicar soldados en la periferia de la ciudad.
Rosalind se tensó justo al momento de presentar el informe. Por fortuna,
se recuperó antes de que un temblor sacudiera el papel. Deoka volteó hacia
ella y agradeció en silencio cuando lo tomó.
—Ah, no es ninguna dificultad —continuó Deoka al teléfono. Golpeó
con la mano la pesada madera de su escritorio—. Escucha, escucha. China
es una niña que necesita disciplina. No encontrarás ninguna razón para
desafiar nuestros actos. Somos como un padre que azota a una niña traviesa
y malcriada: severos, pero comprensivos.
No reacciones, se ordenó Rosalind. Se obligó a mirar a otra parte de la
habitación, al mapa de China clavado en la pared, pero sólo logró
molestarse más al ver el país expuesto ante él como si fuera un premio de
exhibición. No reacciones. Vete. Ahora.
Si en ese momento le lanzaba un escupitajo al embajador, estaba segura
de que éste podría derretirlo. Tan rápido como pudo, Rosalind salió y cerró
la puerta con un ligero clic que requirió de todo su autocontrol.
Rosalind se apoyó en la pared, exhalando hacia el pasillo vacío. ¿Una
niña que necesita disciplina? Eso era una completa y absoluta burla. Eran el
país con la historia más larga del mundo. Habían existido durante
milenarias dinastías.
Y, sin embargo… sin embargo. ¿Cuándo se preocupaban los
imperialistas por la historia? Lo único que querían era reducir a polvo sus
conquistas: para barrerlas mejor.
A su izquierda escuchó el eco de unos pasos, indicando que alguien
estaba subiendo por la escalera. Rosalind no quería que la vieran ahí,
demorándose, así que alisó su qipao con las manos y regresó a su área de
trabajo. Jiemin ya había hecho lo propio cuando ella volvió a sentarse. La
pluma sobre su escritorio estaba casi sin tinta: había dejado unas cuantas
manchas en la superficie de madera. Sin levantar la vista de su libro, Jiemin
se inclinó hacia ella y le pasó un pañuelo para que limpiara.
—Gracias —dijo Rosalind.
Jiemin pasó una página. Rosalind puso los ojos en blanco,
preguntándose qué podía cautivar tanto su atención.
En algunos puestos callejeros se publicaban traducciones piratas de
novelas policiacas que llegaban de Occidente, esas historias de misterio en
las que el capítulo final siempre revelaba al malo. Tal vez ella también
debería leer algo de eso; tal vez le ayudaría a desarrollar su instinto de
espía. El problema de esta misión era que Rosalind no intentaba atrapar a
nadie en concreto, aquello no era una novela policiaca. Ella ya sabía el
quién: la gente de este mismo edificio. Tarde o temprano descubrirían los
nombres de los responsables. Era más bien el para qué y, por el amor de
Dios, ¿por qué los agentes químicos? ¿Era un arma demasiado común?
¿Querían que la Liga de las Naciones pensara que las zonas chinas de la
ciudad tenían un problema de agujas perdidas y que por eso debían
colonizarlas? Se podría pensar que alcanzarían mejor su objetivo de
desestabilizar la ciudad si hacían parecer que los gánsteres estaban
sembrando el caos una vez más. Si una potencia imperial presionaba en las
fronteras, tratando de invadir, ¿no sería más conveniente traer de regreso la
disputa de sangre? ¿Fingir que las bandas rivales volvían a dividir la ciudad
en dos?
Rosalind se reclinó en su silla y se mordió el labio. Dao Feng le había
encomendado esta misión con las hipótesis y conjeturas del Kuomintang
bien empaquetadas, pero ellos también tenían que saber que no tenía
sentido.
Esto le habían confirmado: agentes de la agenda imperial japonesa
estaban matando civiles en Shanghái; estos agentes tenían como objetivo
zonas que no estaban bajo control extranjero; estos agentes inyectaban
sustancias químicas como arma preferida; estos agentes salían de Seagreen
Press.
Seguramente eso daba a los asesinatos un patrón fácilmente
identificable. Pero si el Kuomintang pensaba que esto era un intento de
sentar las bases para una invasión, ¿por qué necesitaba un patrón fácilmente
identificable? Un asesino en serie en la ciudad no era razón suficiente para
invadir.
Por otra parte, no era que necesitaran una razón, de cualquier forma.
Manchuria había sido invadida por una mísera explosión en una vía de tren.
Rosalind suspiró. Tal vez el Kuomintang tenía razón, y tal vez el
Kuomintang estaba equivocado. Quizás había algo más bajo la superficie, o
quizá no. Su trabajo no era preocuparse. Ella era su espía, no el cerebro de
la operación. Sólo debía seguir instrucciones y obtener información. Una
parte ya estaba completa: había encontrado este archivo en tiempo récord.
El resto no podía ser más difícil.
Sacó la lista del cajón de su escritorio y de nuevo se puso a copiar
nombres.
22
Orión abrió la puerta del lado del copiloto, misma que cerró tras deslizarse
suavemente en el asiento.
—Llegaste temprano —dijo—. Bien hecho.
Silas le lanzó una mirada fulminante desde el asiento del conductor,
movió el volante y se incorporó al tráfico de la calle.
—Por última vez, no soy tu chofer. No me alabes como si debiera
pavonearme por esto.
—No te estoy alabando para ver cómo te pavoneas —Orión miró hacia
la parte trasera del coche, a los asientos limpios y vacíos, salvo por una
pequeña bolsa de papel—. Te estoy alabando para sacarte una sonrisa.
Veámosla.
Silas enseñó los dientes con rudeza. Detuvo el vehículo ante el semáforo
en rojo.
—Es la primera vez que me pides que te recoja después del trabajo.
¿Dónde está Janie?
—Con Dao Feng —respondió Orión, hurgando en su bolsillo—.
¿Puedes llevarnos a este lugar?
Desdobló un trozo de papel que revelaba una dirección escrita con letra
manuscrita. Con el ceño aún fruncido, Silas se inclinó para leer las palabras
antes de que el semáforo se pusiera en verde y su atención volviera al
camino.
—Eso es jurisdicción china. ¿Qué asuntos tienes allí?
—Eso es lo que vamos a averiguar. Esto es de Zheng Haidi, la secretaria
principal de Seagreen. Dijo que tenía alguna información candente que
ofrecerme.
Silas parecía preocupado o, al menos, más preocupado de lo habitual.
—¿Sospecha algo de tu identidad?
—Ésa es la cosa —Orión levantó los pies y los posó sobre el tablero del
coche. Sin mirar, Silas conectó un golpe brutal a las piernas de Orión para
que las bajara, antes de que él lograra equilibrarse—. Auch… No creo que
me esté informando como nacionalista. Dijo que era algo que tenía que ver
con Janie.
Silas volvió a echar un vistazo a la dirección y agachó la cabeza tras el
parabrisas, leyendo una señal de tráfico lejana. Cuando un rickshaw que
circulaba junto a ellos se adelantó, Silas aprovechó el hueco en el tráfico y
dio la vuelta.
—¿Y es esta noche?
—En dos días. Al mediodía. Primero quiero ver la ubicación, para
descartar una emboscada.
—Una secretaria tendiendo una trampa —murmuró Silas—. Vaya
trabajo que hacemos. ¿Sabes algo de Phoebe?
Orión volvió a echar un vistazo a la parte trasera. Sospechaba que la
bolsa de papel guardaba los encargos de Phoebe, como siempre.
—No puedo pasar dos días sin noticias del demonio de mi hermana. ¿Te
dijo que haría pasteles?
—Muffins —corrigió Silas. Hizo una pausa, apartó brevemente la
mirada de la carretera y vio que Orión ponía los ojos en blanco—. Llamé
antes para decirle que le llevaría el tarro de mermelada que quería, pero el
teléfono sonó durante casi un minuto, hasta que tu padre contestó.
—¿Tuvieron una buena charla?
—Colgué de inmediato. ¿Qué te pasa?
Orión se echó a reír, aunque se detuvo cuando Silas encontró la
dirección y se detuvo cerca de la acera. Entonces se puso serio y se apretó
contra la ventanilla, contando los edificios numerados antes de hacer un
gesto con la mano para que Silas frenara frente a un hotel destartalado.
Habían llegado al lugar.
—¿Ves algo? —preguntó Silas al cabo de un rato.
—No parece una base secreta japonesa, si eso es lo que preguntas —
Orión se apartó de la ventana—. Pero las apariencias engañan. Supongo que
lo averiguaremos.
Silas frunció los labios y volvió a encender el motor.
—Ahora ¿a tu casa?
Orión negó con la cabeza.
—A mi departamento, con Janie. Los dejaré a ti y a Phoebe con sus
tonterías de los muffins.
Silas resopló expresando que hornear muffins no era ninguna tontería,
luego pisó el acelerador y se alejó del hotel.
MANCHURIA INVADIDA
•
JAPÓN INVADE CHINA
•
LOS JAPONESES SE APODERAN DE MUKDEN
EN UNA BATALLA CON LOS CHINOS
•
¿GUERRA INMINENTE?
•
TERRITORIOS DEL NORTE BAJO
OCUPACIÓN
Rosalind se quitó los zapatos y aventó el abrigo en el sofá. Ya casi daban las
dos de la madrugada y el sopor de la ciudad aumentaba con el paso de las
horas. Aunque nunca dormía, el cansancio de los acontecimientos del día la
estaba venciendo.
—Entra tú primero al baño, si quieres —le dijo a Orión, luego se recostó
en el sofá y apoyó sus nudillos en la frente. Bajó los párpados.
Orión cerró la puerta con un fuerte golpe, se quitó los zapatos y los
colocó junto a los de ella. Aunque Rosalind no podía verlo, sintió que él la
miraba con atención mientras descansaba.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Rosalind abrió los ojos con un parpadeo.
—¿Con el baño?
—No, cariño —Orión se despojó de su propio saco. Dio un profundo
suspiro, alcanzó el regulador de la luz en la pared y bajó el brillo de los
focos del techo para que Rosalind no tuviera que entrecerrar los ojos—.
Con el desastroso estado en que se encuentra nuestro gobierno.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Rosalind—. No podemos detener la
operación en Seagreen sin levantar sospechas. Mañana es esa recaudación
de fondos en la que vamos a representar al equipo, ¿no? Podemos
simplemente seguir adelante hasta que tengamos un nuevo superior al que
informar.
—Sólo Dios sabe cuándo será eso —murmuró Orión, acercándose al
sofá. De pronto, antes de que Rosalind pudiera detenerlo, Orión se puso en
cuclillas, la agarró por el codo y jaló su brazo hacia él.
—Hey —su queja murió en su lengua. Miró hacia abajo y se tragó una
maldición al darse cuenta de lo que había atraído la atención de Orión. La
manga de su qipao había estado cubierta por su abrigo cuando iba camino a
casa, pero ahora la rasgadura era evidente. También estaba empapada de
sangre donde la bala le había rozado la piel.
—Estás herida —dijo Orión, alarmado.
—No es tan malo como parece…
Orión ya iba hacia la cocina y le dijo:
—Voy a buscar un trapo. Quédate quieta.
Merde, pensó Rosalind con frenesí. C’est une catastrophe.
En una fracción de segundo, Rosalind tomó una decisión. No estaba
preparada para explicarle cómo sanaba. No quería esforzarse por inventar
una mentira increíble, que Orión levantara la tela y la mirara con recelo,
sabiendo que no había razón para tener un desgarro en la manga y sangre
secándose, pero ninguna herida. Al parecer habían llegado a una paz
precaria, algo cercano a un entendimiento. Sería una pena perderla.
Mientras Orión buscaba en la repisa de la cocina, Rosalind se sacó un
broche del cabello —por suerte, ese día no se había puesto los que tenían
veneno— y respiró hondo. Luego, antes de que tuviera tiempo de
estremecerse, presionó la punta del metal contra su brazo y recreó la herida
con la misma forma del tejido dañado de la manga.
La nueva herida ardía como el fuego del infierno. Se tragó el grito,
limpió rápido el metal del broche y volvió a colocarse el broche en el
cabello justo cuando Orión regresó con un paño húmedo en una mano y
vendas en la otra.
—Véndalo rápido —le ordenó Rosalind —. Yo… odio ver sangre.
Orión pareció no creerle, si es que su ceño fruncido era una señal. Él se
sentó en el sofá y le indicó que iba a desabrocharle los botones superiores
del qipao. Cuando Rosalind miró hacia otro lado para que siguiera adelante,
él le aflojó el cuello en segundos.
—Práctica —dijo Orión en tono de broma. Ella no creyó que se tratara
de una broma. Aun así, no siguió el hilo de la conversación; optó por
observarlo trabajar, atenta al primer signo de anormalidad. Con todo el
cuidado que pudo, Orión le quitó la manga y se estremeció cuando la herida
quedó al descubierto. La sangre olía a algo tóxico, como a metal fundido
mezclado con ceniza.
—Las vendas —le pidió Rosalind, con el corazón acelerado.
Orión ajustó la tela de su qipao y la enrolló alrededor de su brazo para
que no se bajara más.
—Debería limpiar primero…
—Te vomitaré encima —lo amenazó Rosalind—. No creas que no lo
haré.
Él no escuchó. Examinó la herida.
—¿Qué dijiste que era? ¿Una bala perdida?
—No —corrigió Rosalind rápidamente—. Algo en su puño cuando
intentó golpearme. Me giré con brusquedad. Tal vez era un cuchillo.
Orión hizo un ruido vago. Levantó el paño humedecido y frotó la herida,
limpiando las motas de sangre seca alrededor del corte. Rosalind ya estaba
sintiendo cómo la piel volvía a unirse. Su agitación le aceleró el pulso y el
sonido retumbó en sus oídos. Se parecía demasiado al pánico que la había
embargado antes, esa misma noche. Sentía un sudor frío en la nuca y un
terror profundo que la sacudía de pies a cabeza.
—Tápala —gritó entre dientes—. Ahora.
—Está bien, está bien —Orión tomó una venda y envolvió su brazo con
cuidado alrededor de la herida. Un centímetro, luego otro, cubierto por el
blanco opaco de la tela. Cuando la herida quedó completamente cubierta,
Rosalind exhaló un largo suspiro de alivio. Orión debió interpretar el sonido
como un consuelo de que la sangre ya no estuviera a la vista, porque hizo
un cuidadoso esfuerzo por extender la capa de vendas más abajo, cubriendo
también la sangre seca que no había logrado limpiar.
—Tienes suerte de tenerme —dijo Orión, enrollando las vendas para
hacer una segunda capa—. Habría sido imposible que te vendaras sola.
No habría necesitado vendarme sola, pensó Rosalind. Lo observó
separar la venda del resto del rollo y acomodar el extremo con cuidado.
Tenía la cara tensa por la concentración y su lengua se asomaba un poco.
Rosalind estuvo a punto de sonreír, pero entonces Orión levantó la mirada y
preguntó:
—¿Qué?
—Nada.
—Estabas sonriendo.
—No sonreía. Todavía.
—Entonces admites… —Orión se interrumpió, con la mano apretando
el codo de ella. Sólo pasó una minúscula fracción de segundo antes de que
Rosalind se diera cuenta de que algo iba mal, de que su voz había bajado de
volumen antes de que dejara de hablar. De inmediato, pensó que se le había
caído la venda y que él había descubierto algo extraño.
Pero cuando Rosalind bajó la mirada, con el corazón en un puño, vio
que el vendaje seguía en su sitio. Parpadeó, una vez por la desorientación y
otra para ver adónde había ido a parar la atención de Orión.
Ah.
Con el cuello desabrochado, la parte delantera y trasera del qipao se
habían separado a lo largo de la costura del hombro. La tela se doblaba a lo
largo de la columna vertebral.
Sus cicatrices estaban al descubierto.
Rosalind se quedó muy, muy quieta. Por alguna absurda razón, temía su
reacción, se preparó para el horror o el asco o alguna combinación de
ambos. No importaba lo que él pensara —su parte lógica afirmaba eso con
seguridad— y, sin embargo, se quedó congelada, al acecho.
Él le soltó el codo. Ella lo vio levantar la mano y tocar con el dedo la
parte superior de la cicatriz más cercana, alisando el tejido fibroso.
—¿Quién te hizo esto? —la voz de Orión era violentamente tranquila—.
Los mataré.
Todo el nerviosismo de Rosalind se disolvió, transformándose en una
risa corta y delirante.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo—. No hay honor marital que
defender allí.
—Janie.
El nombre siempre le había sonado extraño a Rosalind, pero ahora le
parecía totalmente equivocado. Como si Orión estuviera regañando a otra
persona por tomarse el asunto tan a la ligera. Casi deseaba que supiera su
verdadero nombre. Tal vez eso volvería más fácil su asociación. Tal vez
confiaría más en él. Pero suponía que ésa era la cuestión: los nacionalistas
no querían que confiaran el uno en el otro. Querían que ella lo vigilara y lo
denunciara a la menor señal de traición.
Rosalind se subió el qipao. Volvió a abrochar el botón superior, aunque
sólo para mantener los dos lados juntos de nuevo y ocultar las cicatrices.
—Olvídalo.
—Si alguien te está haciendo daño…
—Ya te dije que lo olvides.
Rosalind se levantó del sofá. Orión hizo lo mismo, la siguió por la sala y
se apresuró a bloquearle el paso.
—Mira —añadió seriamente—, sé que en realidad no estamos casados,
pero no voy a quedarme de brazos cruzados si…
—Olvídalo, Orión.
—¿Quién haría algo así?
Rosalind apretó los dientes. ¿Qué se sentía ser tan escéptico? ¿Vivir en
un mundo en el que las cicatrices sólo eran provocadas por heridas y
enemigos mortales?
—¿En verdad quieres saberlo? —le dio un empujón. Sólo pretendía
apartarlo de su camino, pero él pareció tan sorprendido que ella lo empujó
por segunda vez, haciéndolo tropezar contra el arco del pasillo.
—Mi familia —espetó Rosalind—. Mi familia me hizo esto.
La habían azotado. La habían obligado a arrodillarse y la habían
castigado hasta que su sangre empapó el suelo del club burlesque y se
desmayó del dolor.
Los labios de Orión se entreabrieron y dejó escapar una suave
exhalación en la habitación. Su atónita reacción provocó en Rosalind el
impulso inmediato de esconderse, pero no tenía adónde ir. Sólo podía
retroceder, acunando las manos en su pecho para evitar empujarlo de nuevo,
una y otra vez, hasta que estuviera a kilómetros de distancia.
—¿Por qué? —susurró Orión.
Una pregunta sencilla. Tan simple como la vida. ¿Ella se lo merecía?
Había causado sufrimiento al traicionar a su familia, de eso no cabía duda.
Incluso después de que la atraparan y la azotaran, no reveló la identidad de
Dimitri.
Claro que te lo merecías, solía susurrarle en su mente durante sus
noches más tranquilas.
No sabía lo que hacía, siempre intentaba rebatirse. Elegí mal. No estaba
más allá de la salvación.
Lo único que había querido era amor. En lugar de eso, había recibido
crueldad desde todas las direcciones.
—Confía en mí —dijo Rosalind—. Si hubiera podido hacer algo, lo
habría hecho. No estoy indefensa.
Orión negó con la cabeza.
—No creo que estés indefensa. Estoy indignado en tu nombre, como
alguien que ha llegado a preocuparse por tu bienestar general. Hay una
diferencia, cariño.
Rosalind tragó saliva con fuerza. Apretó los puños contra su pecho. Por
mucho que intentara mantener una actitud tranquila, le temblaban las manos
y sentía calor en las mejillas.
—Qué amable de tu parte —las palabras salieron heladas. No pudo
evitarlo. Intentaba sonar amable. Se esforzaba tanto por ser amable, y aun
así, aun así…
—No estoy siendo amable. Estoy mostrando decencia humana —Orión
pareció darse por vencido, se giró y caminó hacia su oscuro dormitorio.
Pero una vez que entró en la habitación se dejó caer en la cama y cruzó los
brazos, con una expresión amplia y franca. No había terminado. Primero
tenía que hacer un cambio dramático de ubicación.
—¿Por eso trabajas para los nacionalistas?
Rosalind no lo siguió al dormitorio, pero se acercó a la puerta y se
apoyó en el marco. Al haber más distancia entre ellos, su rostro se
tranquilizó y su pulso se calmó. Él ni siquiera se molestó en encender las
luces del techo sobre la cama. Un único rayo de luz entraba por la ventana,
despidiendo un resplandor blanco del farol sobre Orión.
—¿Qué? —dijo ella. Olvidó lo que le había preguntado.
—Los nacionalistas —volvió a preguntar Orión—. ¿Trabajas para ellos
porque no tienes otro sitio adonde ir?
—Hay muchos otros sitios adonde ir —Rosalind pensó en las chicas de
la calle. Las chicas que abundaban en cada esquina—. Restaurantes. Bares.
Salones de baile.
—Pero no hay otro lugar para los ambiciosos —Orión se recostó, con
una postura despreocupada. Siempre descansaba de una manera tan
desinhibida que cualquiera pensaría que era el dueño de la cama, de todo el
departamento. Algunas personas simplemente tenían un don para dominar
cada espacio en el que entraban, incluidos los dormitorios de otras personas
—. No hay otro lugar para los salvadores.
Rosalind se burló.
—Entonces, hablas de todos los agentes. Claro que no tenemos adónde
ir. ¿Quién se dejaría llevar de un destino a otro durante el resto de su vida si
tuviera un hogar perfecto esperándolo?
Transcurrió un largo momento.
—Alguien que cree que tiene un deber que cumplir —respondió Orión
en voz baja. Era difícil saber si tenía los ojos llorosos o si la oscuridad hacía
que eso pareciera. Antes de que pudiera llegar a una conclusión, Orión se
reclinó en la cama y rebotó mientras se acomodaba en el colchón.
—¿Estás hablando de ti? —preguntó Rosalind. Dio un paso adelante.
—No —respondió Orión al instante—. Yo no.
Oliver, entonces, adivinó Rosalind. La sonrisa de Celia también se
materializó en su mente. Supuso que ella no tenía argumentos. Existían esos
agentes abnegados, soldados como Celia, gente entregada hasta en lo más
profundo de su ser. Rosalind no podía encontrar esa mayor dedicación en
ella misma. Y cuando miró a Orión…
No tenía lugar para decir que él no se apoyaba en una creencia, pero sí
reconocía algo de ella en él.
—Tienes un hogar, ¿no?
En algún momento, Rosalind empezó a entrar en la habitación, aunque
no se dio cuenta hasta que su rodilla golpeó contra la cama. Orión miró a su
lado y, al ver que Rosalind estaba cerca, tomó su muñeca y tiró de ella con
suavidad.
Rosalind se recostó a su lado. No había razón para que los dos se
quedaran ahí, en el lado angosto de la cama, con medio cuerpo de fuera,
cuando podrían haberse acomodado bien, pero permanecieron en su lugar
sin quejarse.
—Tengo un hogar —aceptó Orión. Volteó a verla—. Pero no es bueno.
Rosalind mantuvo los ojos fijos en el techo. Sabía que él la observaba.
Lo sintió, como un toque fantasma.
—¿Es grande y glamoroso? —preguntó. La mansión Escarlata le traía
recuerdos. Criadas, cocineras y sirvientes se marchaban uno tras otro a
medida que las arcas familiares se secaban y la política se volvía una
miasma peligrosa—. ¿Hay habitaciones que deberían estar llenas, pero
están vacías y desoladas?
—Sí.
Orión miró al techo. Juntos podrían haber formado un retrato,
representados como sombras simétricas que miraban a la nada.
—Intenté aguantar —continuó en voz baja—. Pero eso sólo provocó que
todo se desmoronara aún más. Ahora sólo me queda la conservación. No es
un hogar, no en realidad. Es una imagen que he atrapado bajo el cristal de
un museo, expuesta para visitarla de vez en cuando.
Al menos le importaba lo suficiente para hacer el esfuerzo de
conservarla. Rosalind no sabía si ella nunca lo había intentado o si nunca
había tenido el poder para poner su hogar bajo una vitrina. Siempre había
sido la ocurrencia tardía, una añadidura, la prima. No era la heredera. No
llevaba el apellido de la familia.
Ella no tenía derecho a preservar sus años dorados. Esos años dorados
nunca habían sido suyos.
Lentamente, Orión se incorporó. Miró a Rosalind, que parpadeó en su
dirección.
—¿En qué piensas? —preguntó él.
Rosalind se tocó el brazo vendado. Aunque tocó la herida con cautela,
estaba segura de que ya habría cerrado. Era un desperdicio de vendas. Una
pérdida de tiempo y atención que podría haber dedicado a otra cosa.
—Que Tolstói se equivocaba cuando decía que toda familia infeliz lo es
a su manera —Rosalind le soltó el brazo—. Todos somos iguales. Cada uno
de nosotros. Siempre es porque algo no es suficiente.
Orión toco la venda y lanzó un chasquido, enseguida reajustó la parte
que ella había movido. Rosalind se preguntó en qué momento se daría
cuenta de que ella no merecía tanto alboroto. Tarde o temprano lo haría.
Todos lo hacían.
—Anna Karénina no es una novela de la cual se aprende una lección de
vida.
—Sólo sígueme la corriente, Orión —dijo, con voz débil.
Un suspiro. Ella no podía interpretar qué significaba eso. Sólo sintió el
roce de los dedos de Orión contra la parte superior de su oreja para echar un
mechón de su cabello hacia atrás antes de ponerse de pie.
—Buenas noches. No duermas sobre tu brazo.
Cuando Orión salió de su dormitorio y cerró la puerta tras él, Rosalind
casi quiso volver a llamarlo. Su conversación era agradable, aunque hubiera
empezado con tensión. Sentía una necesidad de romper esa oleada inicial de
recelo y enojo, y asentarse en la comprensión. Pero llamarlo requería
esfuerzo, y a Rosalind ya no le quedaban fuerzas. Sólo pudo acomodarse de
lado, presionar su brazo y mirar fijamente a la oscuridad, con la esperanza
de que Dao Feng lograra sobrevivir.
—E
de sorpresa.
ntonces, ¿eres una enemiga de la nación?
Su rehén, alias Liza Ivanova, levantó la cabeza con un gesto
Transcrito por
“Lo vi todo desde mi ventana. Vivo en el sexto piso, muy arriba, tengo
buenos ángulos hacia los callejones traseros. Tarde en la noche,
—Hey.
En el momento en que Alisa llamó desde atrás, vio cómo Phoebe y Silas
saltaban casi dos metros en el aire, y Silas a punto de caer del escalón del
restaurante en el que estaba agachado. Mientras se apresuraba a levantarse,
su mano golpeó un farol que colgaba de lo alto y lo descolgó de su gancho.
Y aunque Alisa estuvo a punto de gritar una advertencia, Phoebe lo atrapó
suavemente antes de que cayera al suelo, salvando la llama del interior.
—Te provoca demasiado placer hacer eso —resopló Silas—. ¿Tuviste
éxito?
Alisa también se sentó en el escalón. El restaurante estaba cerrado, o
había cerrado hacía poco o bien estaba fuera de servicio. Phoebe volvió a
colgar el farol en su sitio.
—Parcialmente —respondió Alisa con cuidado—. Creo que sí fuimos
nosotros tras Orión y Ros… Janie —Alisa tosió, fingiendo que el desliz
accidental había sido un ruido extraño en su garganta—. Pero… por la
razón que sea, han decidido no seguir adelante.
—¿Y los otros artículos que quería Janie? —preguntó Phoebe—. ¿El
archivo? ¿El superior?
Alisa negó con la cabeza.
—No lo sé. Supongo que seguiré investigando.
Silas parecía confundido. Phoebe también puso mala cara y se pasó el
dedo por el collar.
—No lo entiendo —dijo—. Pero tal vez soy sólo yo.
—No, no eres sólo tú —la tranquilizó Silas—. Eso tampoco me suena
bien.
Alisa se encogió de hombros.
—Sólo les estoy diciendo lo que encontré.
—¿Y no había nada más?
Alisa pensó en contarles lo del memorándum. Pero, de todas formas, la
información no tenía nada de particular. Más le valía investigar primero y
luego darle directo la información a Rosalind, si era pertinente.
—Nada —Alisa estiró el cuello y se dio la vuelta para marcharse—. Ah
—se giró sobre el hombro, ya alejándose—, y traje esto para ti: 240 Hei
Long Road, Taicang.
—¿Qué es eso? —preguntó Phoebe.
—Tu otro hermano —respondió Alisa—. Por si alguna vez lo necesitas.
Horas más tarde, Rosalind sudaba por la mayor actividad física que había
realizado en semanas: abotonarse su nuevo qipao. Orión había sido
convocado de nuevo a la sede local. El departamento era todo suyo. Cuando
volvió a casa y encontró un qipao en la puerta, pensó que podría probárselo
antes de la función en el Hotel Cathay. La mayoría de su ropa bonita se
había estropeado con el paso de los años, si no por el desgaste, por las
manchas de sangre.
—¿Cuántos botones se pueden poner en una prenda? —murmuró
Rosalind. Se miró en el espejo de la cocina y sacudió la superficie de vidrio,
cuando de pronto su codo chocó con el marco dorado. Los botones eran tan
pequeños sin motivo. Supuso que era culpa suya. Su vanidad la había
vencido cuando pidió que le ajustaran el qipao mientras había estado fuera
de acción en Seagreen. En el proceso de selección, eligió el más ceñido, con
cuello alto y sin mangas. Tela color verde oscuro y flores amarillas cosidas
a mano, el diseño unido por una serie de pequeños botones en la espalda.
El último botón entró. Rosalind exhaló una bocanada de alivio, con los
brazos casi entumidos cuando volvió a bajarlos a los costados.
Luego, miró hacia abajo y observó el collar que se suponía que también
se debía probar, y maldijo en voz alta. Al mismo tiempo, la puerta del
departamento se abrió y entró Orión.
—¿Por qué maldices…? —él se detuvo. Miró fijamente. Siguió
mirando.
Rosalind volvió a verse al espejo.
—¿Me creció una cabeza de más? ¿Qué estás mirando?
—Yo… nada, nada —Orión se sacudió para salir de su aturdimiento. Se
desenrolló una bufanda negra del cuello y la arrojó sobre la mesita—.
¿Tú… tú… estás…?
Se aclaró la garganta. Parecía que se le habían escapado las palabras y
Rosalind enarcó una ceja.
—¿Necesitas ayuda? —logró decir finalmente Orión, señalando el collar
con la cabeza.
—Por favor —dijo Rosalind. Extendió la cadena y Orión caminó detrás
de ella, sus dedos se enredaron un momento cuando Rosalind le pasó el
collar de perlas.
Llevó sus brazos frente a Rosalind y le colocó la cadena en el cuello.
—Tengo que preguntarte algo —empezó él con tono solemne—. ¿Te
vestiste tan bien sólo para mí? Si me lo hubieras dicho antes, habría hecho
una reserva para cenar y celebrar la ocasión.
Rosalind se burló. Aunque notaba el humor en el tono de Orión, no le
habría sorprendido que hablara medio en serio.
—Me estoy probando el qipao para el viernes. El día que me vista para
cenar contigo será el día en que algo estuviera muy, muy mal en mi mente.
Orión contuvo la risa, apretando los labios.
—Ah —abrió el cierre del collar—. ¿Así que en el banquete de nuestra
boda estaba una impostora?
—Sí, contraté a una actriz —contestó Rosalind—. Me cuesta mucho
trabajo digerir cuando estás cerca. El estrés que me provocas paraliza mis
intestinos.
Orión aseguró el collar. Las perlas colgaban adecuadamente de su
cuello, ni demasiado altas ni demasiado bajas. Rosalind se miró largamente
en el espejo, examinándose en busca de algún detalle que mejorar. Al no
encontrar nada, tarareó satisfecha. Por encima de su hombro, Orión también
permanecía inmóvil.
—En verdad, perdimos una oportunidad —dijo él. Sus dedos tocaron los
bordes del qipao sin mangas, trazando el encaje. Ella reprimió un escalofrío
—. Si hubiéramos entrado en Seagreen sólo comprometidos, podríamos
haber fingido también la ceremonia e invitado a todo el mundo.
Rosalind consideró la idea. Su reflejo inclinó la cabeza al mismo
tiempo; sus labios se volvieron hacia abajo a ambos lados del cristal.
—Shuǐxiān —dijo ella de repente.
Orión parpadeó.
—¿Qué fue eso?
—Narcisos —repitió Rosalind en inglés, por si él no había entendido. La
lengua china no tiene un nombre exacto para esa flor; su traducción literal
es “diosa del agua”, porque se dice que las flores amarillas y blancas
ahuyentan a los malos espíritus—. Me habría gustado tener narcisos en mi
ramo.
Hace mucho, ella solía soñar con cosas así. Una boda al estilo
occidental, con velos blancos y un vestido con larga cola. En alguna vieja
iglesia de París, con las bancas llenas y un puñado de personas dispersas, el
aire oliendo al calor de verano y a un prado de flores.
Pero ése ya no era su futuro. Si se encontrara con algún prado de flores,
sería en el campo de batalla durante la guerra, con el suelo regado de
carmesí y pétalos rojos como la sangre.
—¿Por qué narcisos? —preguntó Orión.
Rosalind dudó. Era difícil decirlo en voz alta. Pero quería responder con
sinceridad.
—Yo… bueno, los vi en las fotos de la boda de mi madre.
Había descubierto el álbum y lo había mirado sin la autorización de su
padre; lo había encontrado escondido en uno de los lugares más recónditos
de su despacho cuando buscaba los recibos de sus acciones. La cubierta era
sencilla, sin descripciones ni marcas, pero abría con la sonrisa de sus
padres, que lucían tan felices a pesar de lo desgastado de la vieja fotografía.
Siempre había sabido que su padre odió su nacimiento, odió cómo la
llegada de ella y sus hermanas a este mundo le había arrebatado a su madre.
De todos modos, era extraño verlo confirmado, extraño ver un momento
congelado en el tiempo que lo capturaba como ella nunca lo había visto
antes. A una parte de ella no le importaba no volver a hablar con su padre.
Otra parte cargaba persistentemente con la fantasía de ser apreciada al final,
de que él despertara con un sobresalto y se diera cuenta de que sus hijas
seguían aquí, aferrándose a la supervivencia cada día y necesitando su
ayuda.
—No hablas mucho de tu pasado, Janie Mead.
Rosalind se encogió de hombros.
—¿De qué hay que hablar? Son sombras y tinieblas.
—Sabes mucho de mí porque todo mi pasado aparece salpicado en los
periódicos —su voz se había vuelto tranquila. Sin que se lo pidiera, Orión
empezó a ayudarla a quitarse el collar, una vez que ella terminó de revisarlo
—. Dame algunas migajas, al menos. ¿Cuál era tu comida favorita de la
infancia?
Rosalind consideró la pregunta durante un segundo. De pronto, entró
una corriente de aire en el departamento que le produjo un escalofrío.
—Croissants.
—Qué francés.
—Nuestro tutor de francés nos los compraba —no era mentira. Sí, los
compraba… en París.
—¿Nuestro? —repitió Orión. Levantó la cabeza y captó su mirada en el
espejo durante un fugaz segundo antes de volver al broche del collar—.
Tienes hermanos.
—Hermanas —admitió Rosalind—. Una está muerta. La otra está lejos.
Detrás de ella, una exhalación silenciosa.
—Lo siento.
Hacía tiempo que Rosalind no sentía pena por Kathleen. La verdadera
Kathleen, la que no había cumplido los quince años cuando la influenza
acabó con su vida. El dolor de Rosalind se había ido silenciando, y sólo
aparecía cuando el recuerdo de esa habitación de hospital le venía a la
cabeza, de vez en cuando. Se veía a sí misma tomando la mano de Celia
cuando los médicos entraron corriendo, las dos estaban asustadas y
temblorosas, y se preguntaban qué iba a pasar. Para ser sincera, lo que más
lamentaba era cómo habían sido las cosas mientras Kathleen aún vivía.
—Está bien —fue todo lo que dijo Rosalind—. ¿Para qué está la familia
si no es para querernos y luego rompernos el corazón?
El collar se desprendió. Orión lo dejó sobre la mesa de la cocina, junto a
ellos, y cada perla tintineó sobre la superficie de madera. Cuando se trataba
de un verdadero corazón roto, Rosalind no pensaba en Kathleen.
Pensaba en Juliette.
La última imagen que tenía de su prima era en aquella casa de
seguridad, tras el estallido de la revolución. Rosalind había sufrido mucho,
el castigo de su familia aún estaba fresco y en carne viva, las marcas del
látigo en su espalda aún sangraban. Quería desquitarse con el mundo.
Quería estar resentida con toda su familia, sólo para sentir algo más que
impotencia.
¿Es la última vez que te veré?, le preguntó a su prima en aquel entonces.
Un momento de vulnerabilidad que rompió su bruma.
No lo sé, respondió Juliette, tan tranquila como una tumba, tan grave
como el silencio. Si Rosalind se hubiera quedado un momento más, las
lágrimas habrían caído de sus ojos. Se marchó sin mirar atrás.
Ella debería haberlo hecho. Sólo una vez más.
—Eres la mayor de tus hermanas.
Rosalind se dio la vuelta para mirar a Orión; su espalda se presionó
contra el espejo y sintió cómo el forro de seda del qipao rozaba las gruesas
marcas de sus cicatrices. Esta vez, Orión no hacía una pregunta. Era una
afirmación.
—¿Cómo lo sabes?
—A veces me recuerdas a Oliver —Orión parecía satisfecho de haber
acertado—. La seriedad. Cómo llevas el mundo sobre tus hombros.
En ese momento, un rayo de sol se abrió paso a través de la ventana.
Rebotó en el metal de una sartén y, de pronto, la cocina brilló como un foco
dorado. Rosalind y Orión entrecerraron los ojos, protegiéndose del
resplandor en su periferia, pero no interrumpieron su conversación. Algo
inexplicable ya los había envuelto como una capa protectora, reconfortante
y segura.
Aunque Rosalind cerrara los ojos contra el oro penetrante, podía recrear
en su mente la imagen que tenía ante sí, sin escatimar ningún detalle. La
cocina con sus mesas ordenadas. Las paredes de color verde pálido. Orión
con la mirada fija en ella, las pestañas entrecerradas, oscuras, como si
estuvieran espolvoreadas de hollín. Era totalmente injusto lo encantador que
él resultaba bajo cualquier luz, como si lo hubieran dibujado con esmero,
cada proporción perfecta e implacable.
Ella se preguntó si él sabría quién era la compañera de misión de Oliver.
Si alguna vez había visto a Celia y si establecería la conexión si las
colocaban frente a él.
—¿Lo extrañas? —preguntó Rosalind.
Orión abrió los ojos enormes, elevando sus oscuras pestañas.
—Por supuesto —dijo. Él sabía exactamente de quién estaba hablando
ella—. Lo odio por haberse ido. Eso no impide que lo extrañe. Lo mismo
me pasa con mi madre. Pero por mucho que me destroce intentando
averiguar por qué se fueron, eso no los traerá de regreso.
Rosalind sintió que el corazón se le retorcía. Se arrancó un broche del
cabello.
—No tienes que justificarte —la pesada masa de pelo cayó por su
espalda—. Uno debe permitirse sentir verdaderamente. Si no, se volvería
loco.
—Ah —Orión se metió las manos en los bolsillos—. Hay otro indicio de
que eres la mayor. La sabiduría.
Rosalind negó con la cabeza. De todos modos, sólo era la mayor por
unos minutos. Apenas si habría tenido tiempo para acumular sabiduría
extra. Aun así, era agradable que le asignaran esa etiqueta. Era agradable
ser alguien con conocimientos por una vez, en lugar de tonta e irresponsable
y fácil de engañar.
Por fin, Rosalind se apartó del espejo de pared y se alejó, rompiendo la
burbuja que se había formado alrededor de ellos.
—Hoy encontré una información de lo más curiosa —dijo ella al entrar
en su dormitorio. Dejó la puerta entreabierta para que Orión la siguiera
escuchando. No se dio cuenta de que su conversación casi se había reducido
a murmullos hasta que retomó el volumen normal.
—¿En qué sentido?
—Miré en los registros de Seagreen cuando el encargado de la sala de
correo no estaba vigilando —fue mucho más fácil desabrochar todos los
botones de su espalda que cerrarlos. Se soltaron uno tras otro en cuanto dio
un tirón firme—. Hay envíos que siguen llegando a la oficina, dirigidos a
Deoka. Una caja que supuestamente contiene nuestras ediciones semanales.
¿No es curioso? Él no tiene que hacer tareas insignificantes como
comprobar la calidad de cada edición.
Rosalind se quitó el entallado qipao y giró los hombros, mientras la
sangre volvía a correr por todo su cuerpo. Tras una rápida inspección de su
armario, sacó otro qipao, uno mucho más informal y adecuado para pasear
por la calle.
—Dijiste supuestamente —Orión respondió desde la sala de estar—.
¿Qué crees que hay en ellos?
—¿Por qué no vamos a averiguarlo? —Rosalind se cambió rápido y
tomó unos pendientes de su tocador. Abrió la puerta por completo y se
quedó en el umbral mientras clavaba unos zafiros en los lóbulos de sus
orejas—. Burkill Road 286. Allí se envían los paquetes. Las cajas podrían
tener instrucciones. Podrían tener armas homicidas. Podrían tener
correspondencia. De cualquier manera, siguen enviando algo a un lugar
alternativo, ¿y qué podría ser más sospechoso que mover artículos de
trabajo fuera del lugar de trabajo? Si estamos tratando de encontrar pruebas
de que Deoka es el cerebro detrás de los asesinatos terroristas, debe haber
algo importante ahí.
Orión se inclinó sobre su hombro. Se sentó en el sofá mientras Rosalind
se cambiaba.
—¿A qué hora llegaste a casa? —preguntó de repente.
¿No había oído lo que ella acababa de decir? Esto podría cerrar toda su
misión, ¿y él le preguntaba por su hora de salida?
—¿A las cinco y media? —estimó ella—. ¿Qué tiene eso de relevante?
—Esperaste —se puso de pie—. Esperaste a que yo regresara.
Fácilmente pudiste desviarte a Burkill Road después de salir de Seagreen.
Rosalind no podía entender a Orión Hong. Si no la reprendía por no
contarle lo suficiente, le sorprendía que ella lo tratara como a un compañero
confiable.
—Tienes razón —dijo ella, dirigiéndose a la puerta—. Debería haberme
ido hace eones. ¿Por qué me tomé la molestia de esperarte…?
Sin moverse de donde estaba, Orión la tomó del brazo al pasar y la
detuvo.
—No fue una crítica —sonrió—. Sólo estoy gratamente sorprendido.
Quizá Rosalind también tendría que haberse sorprendido un poco de
ella. No era cuestión de esperar a que él viniera. Sabía que volvería pronto,
así que era lo más sensato.
—Tu vida es la mía, y mi vida es la tuya —dijo, muy seria—. Estamos
unidos por el deber, aunque no por el matrimonio. No cometeré el mismo
error dos veces.
La mueca de Orión se convirtió en una amplia sonrisa. Rosalind no
sabía qué tenía eso de divertido: ¿le gustaba la idea de su muerte mutua?
Ella siempre había sabido que él estaba un poco descarrilado.
—Hace frío afuera, querida. Te traeré tu abrigo —dijo Orión,
dirigiéndose al dormitorio—. Burkill Road, allá vamos.
34
Después de que Silas y Phoebe se fueron, Rosalind pasó largo rato sentada
en el sofá, mirando la ampolleta verde que tenía en la mano. Apagó las
luces del techo, planeando irse a su dormitorio, pero el brebaje despertó su
interés y se puso a examinarlo, girando la ampolleta a un lado y a otro a la
luz de la luna que entraba por la ventana. Sentía un extraño deseo de usarlo
en sí misma, aunque sólo fuera para ver qué pasaba, probar su potencia.
Pero eso era suicida, dado que el brebaje haría estragos en su cuerpo del
mismo modo que el veneno. Aunque se abstuvo, no soltó la ampolleta.
—¿Estás bien?
Orión se unió a ella en el sofá, con las mangas todavía plegadas, tras
haber lavado los platos en la cocina. Se sacudió las manos para secarlas,
lanzando gotas de agua por todas partes. Los ojos de Rosalind parpadearon
brevemente para ver qué le caía encima, pero volvieron a la ampolleta casi
de inmediato.
—Sólo pensaba —dijo—. Una vez sostuve algo parecido a esto.
—¿Una mezcla química letal? —preguntó él, frunciendo las cejas.
—No —oyó la voz de Dimitri tan claramente como si estuviera en la
habitación con ella: Para gobernar el mundo, tenemos que estar dispuestos
a destruirlo. ¿No estás dispuesta, Roza? ¿Por mí?—. ¿Recuerdas la
epidemia de hace unos años? ¿Cuando la locura se apoderó de las calles y la
gente empezó a desgarrarse la garganta?
—¿Cómo podría olvidarlo? —Orión se movió en el sofá—. Fue más o
menos cuando regresamos. Le prohibí salir a Phoebe.
Rosalind dejó el frasco sobre la mesita. Estaba a punto de hablar sin
ambages, de decir que ella había participado en la locura, que un amante
suyo había provocado la segunda oleada tras heredar la enfermedad de los
extranjeros. Pero la ciudad conocía bien esa narrativa, sabía que Juliette Cai
le había disparado a Paul Dexter para detener la primera locura, sabía que
las dos pandillas habían trabajado juntas cuando Dimitri Voronin asumió el
poder. Pero si admitía su papel, entonces ya no sería Janie Mead, era la
trágica y terrible historia de cómo surgió Fortuna.
—Sólo me lo recuerda —dijo Rosalind en voz baja—. Una extraña
ciencia que ronda por la ciudad una vez más.
Antes de que Orión pudiera responder, llamaron a la puerta y ambos se
pusieron en alerta. No esperaban a nadie.
Orión se levantó para contestar y se llevó un dedo a los labios. Rosalind
se quedó quieta. La puerta se abrió una pequeña fracción.
—¿Ésta es la residencia Mu?
Al ver al repartidor de periódicos, Orión se relajó visiblemente y abrió
más la puerta. El chico llevaba una cesta de fruta en las manos, luchando
por mantenerse erguido porque la canasta tenía la mitad de la altura que él y
estaba repleta de durianes asquerosamente grandes.
—Sí —respondió Rosalind desde el sofá—. Cariño, ayúdalo, ¿quieres?
El chico respiró aliviado, sacudiendo los brazos mientras Orión tomaba
la cesta. Saludó y se alejó a toda prisa, dejando que Orión olisqueara la
fruta, con una expresión de absoluta confusión en el rostro cuando volvió a
cerrar la puerta de una patada.
—¿Quién nos envía durianes? —preguntó—. ¿Se supone que esto es un
insulto? ¿Como cuando los victorianos se comunicaban con flores?
Rosalind le hizo un gesto para que dejara la cesta sobre la mesa.
—O —dijo, asomándose y viendo la nota—, aquí hay comunicación
real.
Sacó el cuadrado de papel, liso y de color crema, con tinta negra
destiñéndose cuando lo desdobló. Tras un rápido vistazo, le dio la vuelta
para que Orión también lo viera:
Marea Alta.
Éste es su nuevo superior. Preséntense mañana a las 08:00 en el
Mercado de Alimentos Rui, a lo largo de la Avenida Eduardo VII.
Busquen el sombrero amarillo.
—El sustituto de Dao Feng —dijo Orión con gran sorpresa. Echó un
vistazo al resto de la cesta en busca de otra nota, tal vez sobre el propio Dao
Feng, pero no encontró más.
—Llevaremos lo que tenemos hasta ahora —Rosalind miró a un lado.
La tapa de la caja seguía acurrucada en el cojín—. Ya es hora de que
empecemos a cerrar la misión.
—Sí —repitió Orión con un tono vacío—. Supongo que sí.
Su voz llamó la atención de Rosalind, pero él se dio la vuelta antes de
que ella pudiera mirarlo, levantó la cesta y la llevó a la cocina. Rosalind lo
siguió con la mirada, perpleja.
Se oyó un fuerte golpe en la cocina: la cesta cayó sobre la mesa. Luego,
la voz de Orión dijo:
—Tengo una pregunta.
Rosalind frunció el ceño y replicó:
—Continúa.
Orión regresó y se apoyó en el marco de la puerta de la cocina con las
manos en los bolsillos.
—¿Cuántos años tienes?
Rosalind necesitó todo su control para no ponerse tensa. ¿Por qué lo
preguntaba?
—Diecinueve —dijo ella—. Creía que lo sabías.
—Lo sabía —respondió Orión—. Sólo me preguntaba si no lo recordaba
bien.
Volvió a quedarse callado. Tenía que haber alguna razón para esta
pregunta. Debía haber tropezado con algo.
Pero ¿sería tan malo que lo supiera?, susurró una vocecita.
—Mi cumpleaños fue a principios de septiembre —dijo Rosalind.
Ayudaría a su credibilidad, la haría parecer una chica normal—. El octavo
del calendario occidental —hizo una pausa—. ¿Por qué? ¿Parezco mayor?
Orión sonrió, estudiándola desde lejos. Pasó un rato antes de que diera
una respuesta.
—No —había un dejo de incredulidad en su voz. Como si no supiera
cómo. Como si no pudiera entenderlo—. No, no lo pareces.
—Cuidado —Rosalind se tocó el borde de los ojos, deslizando
ligeramente las yemas de los dedos—. Vas a hacer que me acompleje por
mis arrugas.
—Tú estarías preciosa con arrugas también.
Algo se apoderó de los pulmones de Rosalind. Pero nunca iba a
recuperarlos. Iba a quedarse así para siempre, y luego se la llevaría el viento
cuando su cuerpo decidiera rendirse, como ya lo había hecho una vez.
—Ah, qué cumplido —se llevó las manos al pecho, antes de desmayarse
—. Has dado en el clavo. Ahora siempre estaré en deuda contigo.
Orión sacudió la cabeza con buen humor.
—¿Quieres saber algo? —preguntó. Se acercó rápido a las ventanas,
donde las persianas seguían abiertas. Rosalind se levantó también y fue a
ver qué estaba mirando. No era la calle ni los coches inmóviles
estacionados en los alrededores. La mirada de Orión se dirigía hacia el
cielo.
Rosalind inclinó la cabeza para ver mejor, pero no supo qué le llamaba
la atención. No, hasta que él le tomó la barbilla y le inclinó un poco la
cabeza hacia la izquierda. Excluidas en el entintado tejido del cielo, situadas
justo en el lugar adecuado para verlas desde su ventana, había tres estrellas
prominentes que brillaban un poco más que el resto.
—Shen —dijo Rosalind, al identificar la constelación en chino—. Es
una de las mansiones del Tigre Blanco.
—Mejor consulta el cerebro europeo —dijo Orión—. ¿Cómo lo llaman?
Rosalind buscó entre lo aprendido en sus estudios. A Orión debía
haberle resultado obvio cuando se le ocurrió, porque sus labios se crisparon.
—Orión —dijo ella—. Se llama Orión.
Él asintió, con los ojos aún fijos en la constelación. Cuando aquel
mechón de cabello siempre obstinado le cayó sobre los ojos, Rosalind quiso
apartarlo. Se obligó a mantener su propia mano a su lado.
—Antes de ser Marea Alta —empezó Orión—, era Cazador. No eran
muy creativos con sus designaciones de nombres en clave. Pensé que era un
poco gracioso.
Díselo, pensó de repente. Yo era Fortuna. Yo no era una espía. Yo era
una asesina.
No se atrevía a pronunciar las palabras.
—Si los nacionalistas no pueden tener otra cosa —dijo—, al menos
tienen sentido del humor.
—Comediantes, todos ellos —Orión se apartó el cabello antes de que
Rosalind pudiera hacerlo—. Pero hicieron un trabajo intensivo para
construir mi identidad. Una fusión casi completa con lo que realmente era,
para que nadie me tomara en serio, para que mis objetivos no se dieran
cuenta del trabajo de espionaje que se les escapaba, mientras pensaban que
sólo estaban siendo cortejados.
Rosalind recordó a la francesa.
—Sí, parece que eres muy bueno en eso.
—Los mejores espías no lo parecen —respondió Orión, con un brillo
malvado en los ojos. Lentamente, sin embargo, la maldad se desvaneció
cuando se apartó de la ventana y la miró con seriedad.
Se hizo un momento de silencio.
—Te gustó, ¿verdad? —preguntó Rosalind—. Ser espía, quiero decir.
Ella no supo de dónde había salido la pregunta. Posiblemente de la
sorpresa, de que el trabajo que él se obligaba a realizar por el bien de su
familia, no fuera una tarea de fatalidad y pesimismo. Rosalind no era la
misma. Por mucho que supiera que ser Fortuna le daba un propósito que no
encontraba en ningún otro lugar, tampoco podía soportar esa parte de sí. La
asesina inmortal e imparable que hacía temblar a la gente. Sólo quería ser
una chica merecedora del mundo.
—Supongo que sí —Orión consideró el asunto—. Aunque no sé si
quiero volver a esa identidad encubierta.
—¿Por qué no?
Apoyó su codo contra el de ella.
—Porque me he encariñado un poco con Marea Alta.
Así era: ahora no eran ni Cazador ni Fortuna. Eran Marea Alta. La
melancolía de Rosalind se desvaneció. En su lugar, apareció un destello de
diversión.
—¿Estás encariñado con Marea Alta? —repitió ella, con voz burlona—.
¿Te has encariñado conmigo, Hong Liwen?
—Sí —su respuesta fue sincera. No sonaba como si le respondiera con
una burla—. Me encariñé.
Ella levantó la mirada. No se lo esperaba. Tampoco se había dado cuenta
de que ahora estaban bastante cerca, con la ventana proyectando la luz de la
luna sobre sus hombros, dos siluetas plateadas con cada borde difuminado.
—¿Eh?
Orión se acercó aún más.
—Cariño…
No siguió nada. Lo dijo sólo para dirigirse a ella.
¿Cuándo empezó a hacerlo? ¿Como si lo dijera en serio en lugar de ser
una broma o un teatro para los testigos?
Una oleada de pánico se irrigó en sus venas.
—Buenas noches —soltó Rosalind, dando un paso atrás y rompiendo el
hechizo. Aunque había pocas probabilidades de que ninguno de los dos
estuviera cansado porque habían despertado apenas unas horas antes,
Rosalind giró sobre sus talones y aprovechó la excusa para irse a toda prisa,
cerrando la puerta de su dormitorio tras de sí antes de poder vislumbrar la
reacción de Orión.
Ella se apretó contra la puerta. Su corazón latía demasiado rápido. Su
frente estaba sudorosa.
—Basta —dijo entre dientes—. Esto no está pasando.
Pero no podía mentirse a sí misma. Ahí estaba: esa sensación en el
estómago como si estuviera al borde de un precipicio, a pocos segundos de
caer. Ahí estaba: ese sudor en la punta de los dedos, como si estuviera
perdiendo sangre y ésta estuviera saliendo de su cuerpo con frenesí.
Quizá fueran los restos del veneno. Rosalind desfiló ante su espejo del
tocador, comprobando la dilatación de sus ojos, sacando la lengua para ver
su color. Incluso intentó mirarse los conductos auditivos, pero todos
mostraban el mismo resultado: todo estaba sano. No quedaba nada en su
organismo. Esta vez, su reacción no se debía a ningún veneno.
—Putain de merde —Rosalind apoyó las manos en el tocador. Luchó
por recuperar el aliento como si hubiera corrido cien millas para llegar ahí.
—No te gusta —le advirtió severamente a su reflejo—. No, él no te
gusta.
Mentirosa, respondió su reflejo.
Debería envenenarse de nuevo.
37
Alisa salió de su edificio por la ventana del pasillo del segundo piso: saltó
desde la cornisa y aterrizó entre las bolsas de basura del callejón trasero.
—Qué asco —murmuró en voz baja, levantándose de nuevo. No estaba
segura de que su condición de fugitiva fuera lo bastante grave como para
necesitar saltar por las ventanas, sobre todo sabiendo lo perezosa que era la
Policía Municipal, pero no sobraba ser cautelosa. La luz de última hora de
la mañana le irritó los ojos al salir del callejón. Había humedad en el aire.
Era un nuevo día de investigación. Aunque, en realidad, no quedaban
muchas vías en lo que a su investigación se refería. Si Rosalind quería un
trabajo mejor hecho, se lo debía haber pedido a su propia hermana. Celia
era más veterana y tenía a un agente incluso más experimentado comiendo
de su mano. Pero como Alisa había recibido el encargo, suponía que ella
ataría el último cabo suelto.
Algo sobrenatural, avistado por una anciana. Algo que ver con el motivo
por el cual los comunistas querrían perseguir a un par de nacionalistas.
Llegó a Bao Shang Road. La estrecha calle estaba llena de humo, a
pesar de que el cielo era azul y brillante. Alisa subió las escaleras del
edificio con un 4 descolorido en la fachada. Subir, girar y subir, girar hasta
que se mareó. La nota decía que era el sexto piso. Se disponía a llamar a la
puerta hasta dar con el departamento correcto, pero cuando terminó de subir
seis tramos de escaleras, una de las puertas ya estaba entreabierta.
—¿Hola? —llamó Alisa. Dio un codazo a la puerta para comprobar si se
trataba de una ilusión. Con un fuerte crujido, se abrió aún más—. Me envía
el Kuomintang. Estuvimos aquí hace algún tiempo para tomar
declaración… Volví para… —Alisa entró; al instante fue cegada por un
destello de luz brillante—. ¡Cristo!
—Ah, tienes que quedarte quieta, shǎ gūniáng. Si no, saldrá borrosa.
Alisa parpadeó rápidamente, tratando de despejar las manchas
abrasadoras de sus ojos. Poco a poco, la escena se materializó: un
pintoresco departamento, una anciana en silla de ruedas junto a la ventana.
La mujer sostenía una caja en las manos, que Alisa identificó como una
cámara personal.
—¿Cómo fui tan desconsiderada como para moverme? —Alisa
parpadeó con fuerza por última vez para eliminar las manchas de los ojos.
Sonrió, negándose a ser disuadida de hacer una presentación agradable—.
Por favor, perdóneme, pero cuando mis superiores me enviaron aquí, no me
dieron un nombre, sólo una dirección.
La anciana apartó la silla de ruedas de la ventana y avanzó hacia el sofá.
Le hizo un gesto a Alisa para que se acercara. Vacilante, Alisa siguió a la
mujer y se sentó en el borde del sofá.
—Tal vez porque no me preguntaron mi nombre la primera vez —
respondió la anciana—. Soy la señora Guo. ¿Es usted rusa?
—Sí —respondió Alisa—. Me llamo… —hizo una pausa. No sería
bueno utilizar el nombre de Liza por si se descubría su identidad encubierta
con Seagreen. Aunque supuso que si el Kuomintang atrapaba a los
comunistas haciéndose pasar por ellos por la ciudad para conseguir
información, habría problemas mayores de los que preocuparse—. Roza.
Lo siento, Rosalind.
La anciana la miró de arriba abajo.
—¿Y el Kuomintang confía en ti? Llamaron a mi puerta después de
enterarse de mi historia por un vecino. En verdad, empiezo a preguntarme
cuánta gente habrán reclutado en las esquinas.
—Ah, sólo soy una humilde ayudante —mintió—. Pero escuche mi
chino… es tan bueno que tuvieron que contratarme.
La señora Guo reflexionó sobre el asunto. Alisa contuvo la respiración,
preguntándose si la incorporación de un ruso a las filas del Kuomintang era
demasiado inverosímil.
—Tienes una forma de hablar excelente —decidió la anciana.
Alisa sonrió. Sacó un bloc de notas y puso la pluma sobre el papel.
—No le robaré mucho tiempo hoy. Sólo estoy confirmando un
testimonio que dio hace tiempo.
—Tómate todo el tiempo que necesites —dijo la señora Guo,
reclinándose en su silla—. Mis hijos no me visitan y ya no puedo bajar a
jugar al mahjong.
Alisa miró a su alrededor.
—¿Come bien? ¿Quiere que le traiga algo?
La señora Guo parecía divertida.
—Ah, no te preocupes por mí. De lo único que podría sufrir es de
aburrimiento.
—Espero no aburrirla con esto —Alisa fingió consultar otra página de
su bloc de notas, aunque estaba completamente en blanco—. Necesito
confirmar lo que vio a través de su ventana. ¿Dijo que era… sobrenatural?
A algunos les cuesta entenderlo, así que le agradecería que me diera más
detalles.
La señora Guo se quedó mirándola un momento:
—¿Detalles? —preguntó—.¿Cuántos detalles más quieren, aparte de un
asesino en serie en el callejón frente a mi ventana?
¿Asesino en serie? Los ojos de Alisa se abrieron de par en par antes de
reprimir su reacción. Por suerte, la señora Guo se estaba alejando, se detuvo
junto a la mesa de la cocina contigua y buscó entre un montón de revistas
sobre la superficie de la mesa, así que no se percató de la sorpresa de Alisa.
¿Esto tenía que ver con la misión de Rosalind?
—Cualquier cosa que pueda recordar sería maravillosa —dijo Alisa
ecuánime.
—Yo también estaba conmocionada, por supuesto —continuó la señora
Guo—. Los periódicos escriben todos los días sobre estos asesinatos.
Cadáver encontrado en esta calle. Cadáveres encontrados en esa otra calle.
Orificios en los brazos. Expresiones arrancadas al terror. Le sigo
advirtiendo a mi hija que no salga, y aun así va todas las noches a bailar en
ese tonto wǔtīng.
—¿Cómo supo que se trataba de los asesinatos con agentes químicos y
no de otro criminal? —preguntó Alisa, recargando su pluma sobre el papel
—. La gente es asaltada por estos lados todo el tiempo por razones
insignificantes.
—Deduzco que otros delincuentes de poca monta no clavan jeringas en
sus víctimas.
Alisa apretó la pluma con más fuerza.
—Así que vio la jeringa.
—Mejor que eso —la señora Guo por fin encontró lo que buscaba y le
extendió una tira de película fotográfica—. Toma. Ya les entregué a tus
superiores la fotografía que mostraba la horrible escena, pero supongo que
la información se pierde fácilmente. Ya tengo copias de todo lo demás, así
que si necesitas el dǐpiàn original…
Alisa no dudó en tomar la tira. Expuso los negativos a la luz, tratando de
distinguir las manchas y las formas. Aunque era fácil identificar la del
centro como la fotografía en cuestión —parecía tomada desde arriba y a
través de una ventana, con dos figuras en la parte inferior—, el diminuto
tamaño del negativo y los colores invertidos impedían distinguir cualquier
detalle. Debía imprimirla como una foto de tamaño convencional.
—¿Aún no han hecho ningún arresto? —preguntó la señora Guo,
volviendo al salón.
—Están en eso —Alisa agitó la tira—. Gracias por esto. Es muy útil.
Alisa se despidió de la señora Guo, salió del departamento y cerró la
puerta tras de sí con suavidad. ¿Por qué se preocupaban de esto los
comunistas? ¿Qué sabían ellos a un nivel superior que ella aún ignoraba? Si
esas fotos proporcionaban pruebas del asesino, los nacionalistas podrían
utilizarlas para ponerle un alto a Seagreen Press. Sus superiores deberían
haber pasado la información. ¿Tanto importaba la guerra? ¿Importaba más
la guerra que salvar vidas?
Alisa salió del edificio y notó urgencia en su paso. Dio vuelta en la
siguiente calle y se apresuró a entrar en la primera tienda rusa que vio en la
esquina.
Extendió la tira negativa junto a un fajo de billetes y se acercó al
mostrador.
—¿Tienes un cuarto oscuro?
A sí es como sucede.
La convocatoria se hace en toda la ciudad. La comunicación es fácil
ya que las calles están pobladas y enredadas con cables eléctricos: enviar a
un corredor, hacer una llamada telefónica. La técnica no importa, sólo la
palabra detonante. Oubliez. Olvidar.
Entonces, el asesino se mueve. A veces, es difícil escapar. El vacío está
condicionado a establecerse sólo cuando están solos. Tomó una increíble
cantidad de programación. De experimentación. Sólo cuando están solos se
cambian de ropa y se dirigen al mismo lugar. Han recibido instrucciones
muy claras sobre las rutas que deben seguir para evitar ser detectados. Para
empezar, ya son hábiles, así que este trabajo es fácil de inculcar. No es
necesario pensar libremente, sólo se necesita la memoria muscular.
Instrucción número uno: tomar la ampolleta y la jeringa. Cada vez es
nueva. Se altera ligeramente, dependiendo de los resultados de la última
vez. Instrucción número dos: encontrar a la primera persona que esté sola, e
inyectarle la solución. En meses anteriores, había ciertas calles que era
mejor aterrorizar, ciertas áreas para ensayar primero. Así se minimizaba la
probabilidad de ser avistados por un ojo vigilante o un peatón curioso en
calles más cuidadas. Ahora, ya no importa. Ahora, el tiempo es esencial, y
cada parte de la ciudad es campo bueno para el juego.
Se suponía que el último lote era la tanda final. Cuando se entregó el
paquete, las instrucciones cambiaron una vez más: utilizar los seis del lote.
Seguro, uno debe funcionar. Arrastrar los cuerpos juntos si no es así. No
alejarse mucho de casa; evitar levantar sospechas.
No funcionó como querían. Un lote más. Una tanda más. El asesino
encuentra al hombre y le clava la aguja.
—¡Haidi, para! Aléjate.
¿Quién? Cuando el asesino mira, hay una chica en el callejón preparada
para el combate, con los ojos llameantes. También hay instrucciones para
esto. Llevar un arma. Derribar a cualquiera que vean, a cualquiera que
intervenga. Para hacer un buen trabajo.
Un golpe, otro.
Al fin y al cabo, nada de esto es real. Sólo tareas que completar. Sólo
instrucciones que seguir.
No tardará en asestar un golpe mortal. Esta chica no está del todo
entrenada; esta chica es descuidada con sus golpes y brusca con sus
movimientos, lleva su mano hacia delante sin razón y luego hace una pausa
cuando jala la tela que ocultaba la cara del asesino.
Pero ¿no me resulta familiar?, piensa el asesino. ¿La conozco?
Ahí: toma la oportunidad.
La conozco.
El cuchillo, lanzándose hacia ella con su afilada punta hacia delante.
Cariño. Cariño, querida.
—Dios mío —susurra la chica—. ¿Orión?
Y justo antes de salir de su trance, él le clava el cuchillo en el abdomen.
-Pastor
—¿Otra copa?
Jiemin levantó la vista despacio y luego sacudió la cabeza hacia el
mesero. Había quemado la nota en cuanto terminó de leerla, pero las
palabras de Silas seguían grabadas en su mente, donde podría releerlas a
voluntad.
¿Evidencia de Haidi?, Jiemin había escrito.
La nota de respuesta llegó rápidamente.
Negativo. Sólo un avistamiento. Marea Alta aconseja vigilar a cada
sospechoso de la lista de arrestos para asegurar su presencia esta noche.
¿Podemos proceder?
Jiemin lo había meditado. Agitó la taza de café que tenía en frente
mientras intercambiaba esos mensajes, preocupando a las meseras detrás del
mostrador de la cafetería por su expresión tan triste. No era un cliente
habitual, así que no tenían forma de saber que tan sólo se trataba de su
expresión de descanso.
Finalmente, redactó su respuesta y salió del café para entregarla.
Procedan. Me aseguraré de que los sospechosos estén vigilados.
A pesar de dar el visto bueno a la misión, Jiemin sentía que algo estaba
mal. ¿Cómo habían averiguado que se trataba de experimentos sin tener
pruebas fehacientes de que era Haidi? ¿De dónde habían sacado esa
información?
Jiemin se escabulló del bar del hotel y recorrió la corta distancia que lo
separaba del vestíbulo, en dirección a los elevadores. El botones, que ya
rondaba con impaciencia, le preguntó si necesitaba algo, pero Jiemin no se
detuvo y se limitó a negar con la cabeza. Se avecinaba un diluvio para este
país, que se estrellaría contra una ciudad tras otra a través del fuego y la
artillería, y estas dos facciones civiles se negaban a unir sus manos y
embarcarse en un arca para sobrevivir. Tal vez serían un par de bestias muy
extrañas caminando juntas, pero era mejor eso que quedarse como tontos,
varados hasta ahogarse.
Jiemin caminó hasta acercarse al teléfono enganchado a un cable en la
pared y expuesto sobre una pequeña mesa de bronce decorada con un paño
de encaje blanco. Cuando el operario enrutó la línea, no perdió tiempo en
informar.
—Estoy supervisando la situación que te preocupa —dijo—. Algo no va
bien. ¿Puedes conseguirme información del otro lado?
Rosalind había supuesto que afuera habría toda una revuelta. Pero sólo
había un puñado de soldados nacionalistas que habían estado montando
guardia en la propia estación, pero ya todos estaban muertos.
—¿Ha sido obra tuya? —preguntó, asombrada, cuando le dio la vuelta a
uno de los hombres y encontró un solo orificio de bala en el cuello. La
sangre derramada no había llegado muy lejos. El charco se limitaba a una
mancha roja.
—¿Cuándo habría tenido tiempo de hacerlo? —preguntó Alisa—. Por
supuesto que no. Mi plan era que Orión luchara contra todos en la estación.
Orión frunció el ceño como protesta silenciosa por ser utilizado para
forzar su salida. Pero no había ni un alma con la que luchar. Parecía que ya
había pasado una batalla y, sin embargo, nadie había irrumpido en las
celdas. ¿Por qué hacer algo así? ¿Quién lo había hecho?
Una puerta lateral se cerró de golpe. Los tres se giraron. Rosalind vio su
cuchillo confiscado sobre el escritorio, lo tomó y lo sacó de inmediato de su
funda.
Pero quienes entraban a la estación no eran refuerzos nacionalistas: era
Phoebe.
Se detuvo en seco.
—¿Qué… pasó aquí?
—¿Qué haces aquí? —preguntó Orión. Se acercó corriendo y la abrazó
—. Eres la única responsable de provocarme urticaria por estrés.
Phoebe puso mala cara y se zafó de él.
—Vine a ayudarte. Silas se conectó a todas las redes que pudo para
obtener un informe sobre lo que está pasando con la misión. Hicieron una
redada en Burkill Road, pero nadie va al Almacén 34. El movimiento fue
bloqueado en algún punto de la cadena de mando.
Parecía cada vez más innegable. Alguien de dentro, con suficiente
influencia en los asuntos de la rama encubierta, estaba colaborando
estrechamente con el plan.
—¿Cómo ibas a ayudar? —exclamó Orión—. ¿Entrando sola en una
estación?
—¡Silas iba a apagar las luces! —insistió Phoebe. Señaló a Alisa—. Ya
lo hicimos una vez, ¿no?
—¡Era una estación municipal! —exclamó la aludida—. Esto podría
haber sido muy peligroso si…
Orión miró a su alrededor. Se quedó pensativo, todavía con la duda de
qué había sucedido ahí exactamente. Parecía obra de un asesino. Pero,
contrario a la creencia popular, en esta ciudad sólo había un número
limitado de asesinos.
—Almacén 34 —dijo Rosalind en voz alta—. Orión, debemos irnos.
Si esos experimentos químicos finalmente habían tenido éxito en el
hombre que sobrevivió, entonces estaban listos para ser distribuidos. Un
brebaje que hacía a alguien tan fuerte como Orión y tan imposible de matar
como Rosalind. Debía ser detenido. No podían permitir que se extendiera.
Orión asintió.
—Deprisa.
Fuera, estacionado en un recoveco cerca de la estación, Silas jugueteaba
con la caja eléctrica y pareció sumamente sorprendido al verlos caminar
hacia él.
—Ni siquiera he sacado el…
—Necesito que te lleves a Phoebe lejos de aquí —ordenó Orión.
—¡Qué! —Phoebe chilló—. ¡Yo te saqué!
Alisa hizo una mueca, pero no contribuyó a la discusión. No hacía falta.
—Alisa Montagova nos sacó de allí. Porque es una agente. Porque todos
estamos entrenados. Te estás poniendo en peligro, Phoebe.
—Pero… —Phoebe frunció los labios, buscando un argumento con
desesperación.
—Por favor —suplicó Orión—. Oíste todo a través del micrófono.
Escuchaste por qué me detuvieron. Me están borrando la memoria; me están
controlando. Si no puedo detenerme cuando vuelva a suceder, entonces no
quiero que estés cerca de mí. Ya lastimé a alguien que amo. No voy a
arriesgarme a hacerte daño a ti también.
Rosalind sintió la punzada en el estómago como una sensación física.
Como si su herida anterior se abriera de nuevo, desgarrándose desde dentro
hacia fuera. Phoebe, mientras tanto, dio un tembloroso paso atrás. No
parecía contenta. Pero ¿cómo iba a discutir con algo así?
Silas le pasó a Orión las llaves del auto.
—Voy a contactar a Jiemin de nuevo —dijo—. Para obtener una mejor
explicación de lo que está pasando con nuestras fuerzas y tratar de
convencerlo de que envíe gente a ese almacén. ¿Cómo se enteró de ti?
—No tengo idea —murmuró Orión atormentado—. Hasta este punto, yo
no lo sabría si no hubiera sido por…
Se interrumpió, mirando a Rosalind. No intentaba ocultar su angustia.
Quería que ella supiera cuánto lamentaba haberla herido. Que sabía que
podría volver a hacerle daño y que deseaba que se quedara sentada como
Phoebe en lugar de arriesgarse.
Rosalind abrió la puerta del auto y se subió al asiento del copiloto. No
era realista mantenerla alejada. Ésta era su misión. Marea Alta era su unidad
combinada, incapaz de separarse. Uno sin el otro era impensable.
—Alisa —la llamó—. ¿Vienes también?
Alisa se subió al asiento trasero.
—Pregunta tonta. Por supuesto.
45
—¿T uentró
madre? —preguntó Rosalind. No bajó el cuchillo. La mujer que
por la puerta iba vestida con elegancia, con una falda larga
ceñida al cuerpo que le llegaba hasta las rodillas y un par de lentes
circulares sobre la nariz. Llevaba el cabello negro recogido en una cola
discreta y una sonrisa vacilante en los labios. Aunque al mirarla de cerca su
rostro mostraba las arrugas de la edad, a lo lejos tenía un aspecto juvenil,
que fácilmente podría pasar como la nueva profesora auxiliar en la
universidad cercana.
Rosalind no sabía qué había esperado de Lady Hong, pero no era
aquello. Los periódicos habían pintado el retrato de una antigua contadora
retraída que se había acobardado ante las primeras señales de problemas,
optando por escapar y abandonar a su familia. Alguien que carecía de
temple y que había preferido la quietud al escrutinio público, o bien una
mujer que albergaba demasiado orgullo nacional para ser asociada con un
comportamiento traidor. Sin importar qué teoría se planteara, siempre había
estado acompañada con un aire de emoción salvaje.
La Lady Hong que estaba ante ellos parecía centrada. Tranquila.
La única discrepancia era la suciedad de sus bonitos zapatos. Cubiertos
de lodo, como si se hubiera zambullido en el bosque, pero…
—Liwen —dijo su madre—. Pensé que eras tú. Reconocí el auto.
La mano libre de Rosalind se soltó, agarrando el codo de Orión mientras
él se dirigía hacia su madre. Él se volvió de repente, confundido por saber
por qué lo detenía. En perfecto contraste con su asombro, Rosalind estaba
helada.
—Ésta tampoco es mi forma ideal de conocer a mis suegros —dijo—,
pero ¿qué hace usted aquí, Lady Hong?
La tensión se apoderó de la sala. Era claro que Lady Hong había estado
dispuesta a huir, pero se había dado cuenta de que Orión estaba allí y por él
había regresado.
Por bello que fuera imaginar este merecido reencuentro madre-hijo,
Orión Hong era valioso: un arma viviente. Y alguien lo había convertido en
eso.
Lady Hong vaciló ante la pregunta. En esa pausa, Rosalind volvió a
mirar hacia el papel triturado que Orión tenía en las manos, observando más
de cerca el garabato. Quizá lo había descubierto un segundo antes. Su
euforia momentánea hacía de lado la conclusión, que estaba intentando
asimilar. Pero él había reconocido la letra. Sabía quién estaba detrás de este
plan.
—Bien, intentaremos una pregunta más fácil —dijo Rosalind—. ¿Qué
ganó usted? ¿Dinero? ¿Poder?
—Rosalind —susurró Orión, pero fue una pálida reprimenda. Sabía tan
bien como ella en qué situación se encontraban.
Lady Hong echó los hombros atrás.
—Fui académica en Cambridge antes de casarme. ¿Lo sabías? —se
acercó. Rosalind tiró de Orión con firmeza, alejándolos a los dos un paso—.
Claro que no lo sabías. Los periódicos nunca lo mencionaron. A la sociedad
de élite no le gustaba que hablara de eso. Los nacionalistas estaban más que
encantados de apelar a mi experiencia cuando querían realizar algunos
experimentos, pero en cuanto nos acercábamos a algún descubrimiento, los
de arriba se acobardaban y eso era todo.
Orión respiraba de forma entrecortada. Rosalind trató de llevarlos hacia
atrás una vez más y al mismo tiempo alcanzó la caja de ampolletas. Aunque
logró agarrar la caja con el cuchillo en la mano, se detuvo antes de dar un
paso más. Orión se resistía.
—Rosalind —dijo—. Espera.
—¿Para qué? —preguntó—. Tu madre te hizo esto.
Lady Hong se estiró las mangas. Parecía decepcionada, como si se
tratara de un acontecimiento que había salido mal y no de la propia culpa de
una investigación sobre una célula terrorista. Como si ella no estuviera en el
meollo del asunto.
—Señorita Lang, no saque conclusiones precipitadas —dijo.
Rosalind apretó la caja contra su pecho. Así que su madre conocía su
identidad. Su madre los había vigilado durante quién sabe cuánto tiempo.
—Para nada creo estar saltando a conclusiones —replicó Rosalind—.
Creo que los nacionalistas la trajeron para hacer experimentos cuando
empezó la guerra civil. Hacer soldados más fuertes, más rápidos, más
letales. Hacer soldados que ganaran en el campo de batalla.
Recordó la mirada de Dao Feng cuando le había gritado después de
aquella misión, cuando se había enfurecido por la muerte del inocente
erudito al principio de sus días como Fortuna, cuando afirmaba que no
trabajaría para su guerra. La preocupación se reflejó en su rostro, luego
acarició su hombro y la instó a mantener la calma, a recordar que estaban en
el mismo bando, que él sabía que ella era dueña de sí misma, que estaba
bien si no quería matar así.
No eres sólo nuestra arma, Lang Shalin. Eres una agente.
—La clausuraron, ¿verdad? Detuvieron su investigación. Pensaron que
era inmoral. Usted convertía a personas reales en armas.
La expresión de Lady Hong se ensombreció.
—Fue una tontería —dijo—. Estábamos tan cerca de un gran avance.
Por fin, las piezas encajaron. Una a una.
—Los nacionalistas le retiraron la financiación —continuó Rosalind—.
Pero usted no estaba dispuesta a rendirse. Así que fue con los japoneses y
aceptó su dinero a cambio de continuar con su investigación. Ensayó su
siguiente experimento con su propio hijo. ¿Lo sabía el general Hong? ¿O
simplemente lo dejó cargar con la culpa cuando su descuidada
administración lo señaló a él como hanjian?
Rosalind sintió cómo Orión se congelaba por completo. Era una
deducción por parte de Rosalind, pero por el gélido silencio de Lady Hong,
supo que había dado en el clavo. Soldados nacionalistas y japoneses por
igual corrían por el almacén, con los ojos en blanco.
—¿O —continuó Rosalind— fue una colaboración? ¿Le ha estado
dando instrucciones a él a cada momento, obligándolo a hacer las llamadas
para convocar a su hijo para su trabajo sucio?
Lady Hong permaneció un largo rato sin hablar. Luego dijo:
—No daré explicaciones a una chica.
Por fin, Orión ya había escuchado suficiente para darse una idea del
panorama completo frente a él. Para despojarlo de cualquier esperanza
infantil que hubiera surgido cuando su madre apareció en la puerta:
—¿Ni siquiera a tu propio hijo?
En la mesa de junto había una bandeja, una pipeta y un mechero de
Bunsen. El mechero ya estaba conectado a la palanca de gas por debajo del
suelo. Rosalind estimó la distancia aproximada.
—Tu padre y yo trazamos un plan muy cuidadoso —dijo Lady Hong
con firmeza—. Tal vez no esté contento con la lentitud con la que se ha
desarrollado, pero fuimos claros con nuestros objetivos finales. No hay
futuro para nosotros en el Kuomintang. Con el Imperio japonés sí. Esto
también es para ti, Liwen. Para nosotros como familia.
—¿Cómo es para mí? —exigió Orión. Había una mueca en su cara, pero
no podía ocultar la tristeza—. Ustedes dos se sentaron a verme matar gente.
¿Tu investigación es mucho más importante? ¿Era más importante que mi
padre consiguiera un ejército más grande? Me dejaste investigarlo por mí
mismo.
Rosalind se movió un centímetro hacia la izquierda. Cuando Lady Hong
volvió a hablar, fingió no escuchar las preguntas de Orión, sólo su
acusación final.
—Nunca debimos llegar a este punto. Le dije a tu padre que cerrara tu
operación. Alegó que no tenía poder para afectar a la rama encubierta.
Siempre ha desaprobado tu participación en ella.
La mandíbula de Orión se tensó. Sacudió la cabeza, aunque el gesto
parecía más de derrota que otra cosa.
—Pensé que habías muerto. Me abandonaste…
—Siempre he estado cerca —interrumpió Lady Hong con firmeza—.
Los vigilo a ti y a Phoebe. Dios sabe que es difícil cuando tú y tu hermana
son tan buenos para sacudirse a quienes los siguen. Ahuyentándolos sin una
buena razón.
Mientras nadie le prestaba atención, Rosalind se movió otro centímetro
hacia la izquierda.
—¿En qué mundo podría haber adivinado que eras tú quien enviaba
hombres con los ojos en blanco detrás de nosotros? —Orión exigió—. Te
fuiste de nuestras vidas. ¿Y ahora me entero de que te he estado viendo
cada pocas semanas para que me borres la memoria? ¿Qué sucede contigo?
—Escúchame —dijo Lady Hong. Sonaba como si estuviera dando una
conferencia al frente de un auditorio. No tenía remordimiento por lo que
hacía. Ningún remordimiento por lo que le prometía a una nación enemiga
con tal de encabezar un descubrimiento científico—. Tienes una cepa muy
temprana. Sólo te la administré porque era poco peligrosa, antes de que
añadiéramos los avances que permiten una curación acelerada. Al cuerpo
humano no le gusta rehacerse. Todas las bajas que hemos tenido provenían
de ese lado.
Bajas. Como si los conejillos de Indias que arrancaba de las calles
fueran soldados y no víctimas de asesinato. Como si no se hubiera centrado
en elegir a personas en territorio chino, sabiendo que había poca gobernanza
y que a nadie le importaría investigar.
—Pero tienes que seguir tomándola —continuó Lady Hong—. Tus
dolores de cabeza son un efecto secundario. Sin una nueva dosis de esa
vieja cepa cada tantas semanas, los dolores empeorarán cada vez más y
pronto reclamarán tu vida. Tardamos algún tiempo en darnos cuenta de que
la única forma de arreglar esos efectos secundarios de forma permanente —
hizo un gesto con la barbilla hacia la caja que Rosalind tenía en el brazo—
es administrarte la fórmula definitiva. Ya te lo dije. Todo lo que hago es
también por ti.
El grito de Haidi resonó en la mente de Rosalind. Su desesperación en el
salón de banquetes. Ésas no son peligrosas. Son para mí. Si no las uso,
moriré.
Otro experimento. Una ejecución posterior.
—Esto es… —Orión se interrumpió, incapaz de seguir discutiendo. Su
tristeza se había vuelto amarga; sus ojos, que antes estaban grandes y
sorprendidos, se entrecerraron con hostilidad. Rosalind quiso tenderle la
mano y tranquilizarlo, pero sabía que poco podía hacer para consolarlo.
Quizá su madre dijera que hacía todo aquello por él, pero si no hubiera
experimentado así, la vida de su hijo no estaría corriendo peligro.
—Déjame adivinar —dijo Orión—. Cuando tome la fórmula final, me
volveré tan descerebrado como esos soldados de ahí atrás.
—No es cierto… ésa es una cepa completamente diferente —replicó
Lady Hong. Rosalind estuvo a punto de reír. Sonaba tan condenadamente
indiferente, tratando esto como algo sin importancia. Era claro que Orión
tenía alguna versión de esa indiferencia si le daban órdenes por la ciudad
sin que recordara nada.
Rosalind debió hacer ruido, a pesar de sus esfuerzos, porque la mirada
de Lady Hong se dirigió hacia ella. Hacia la caja.
—Señorita Lang —dijo—, por el bien de Liwen, entrégueme eso.
Rosalind dio un paso adelante obedientemente.
—¡Rosalind! —dijo Orión entre dientes en señal de advertencia.
Ella volteó para mirarlo. Tu vida es la mía.
Y podría salvarla ella sola.
Rosalind tiró la caja al suelo. Al instante, las ampolletas de cristal se
hicieron añicos, pequeños fragmentos que se mezclaron con un líquido
verde brillante que chorreaba en todas direcciones. Antes de que Lady Hong
pudiera reaccionar, Rosalind se abalanzó sobre el mechero de Bunsen y
empujó con el pie el pedal del gas situado bajo la mesa. Se encendió una
penetrante llama azul.
—No ayudaré a los traidores de la nación —dijo fríamente. Dejó caer el
mechero. En una explosión, tanto la caja de madera como los periódicos y
el líquido verde estallaron en llamaradas de fuego, devorando todo lo que
había cerca. El horror se reflejó en el rostro de Lady Hong. Era demasiado
tarde para salvar nada. Lo único que podía hacer era ver cómo ardía.
Sus ojos brillaron para encontrarse con los de Rosalind.
—No sabes lo que has hecho.
—Sé exactamente lo que hice —replicó Rosalind, y antes de que pudiera
pensarlo mejor, reajustó el cuchillo en su empuñadura y lo blandió hacia
Lady Hong.
Falló por poco.
Lady Hong retrocedió, con los labios entreabiertos cuando el arco del
cuchillo apenas rozó su nariz. Ahora la ira invadía la línea de su boca,
desvaneciendo su anterior calma.
—Dama de la Fortuna, juegas sucio —dijo despectivamente—. Pero yo
también. Oubliez.
Rosalind intentó apuñalar de nuevo, aunque no pudo evitar fruncir el
ceño con el cambio al francés. ¿Olvidar? ¿Olvidar qué?
De repente, la mano de Orión se cerró sobre su brazo y la lanzó hacia
atrás. El ataque fue tan contundente que Rosalind se estampó contra la
pared opuesta y su hombro emitió un fuerte sonido. Su cuchillo cayó al
suelo. Tuvo apenas un segundo para llevar aire a sus pulmones. En el
siguiente instante, Orión ya la levantaba de nuevo.
No.
—Orión —jadeó. No había nada en su mirada. Ni reconocimiento ni
humor, ni sentido de nada, excepto una mirada vacía y empañada—. Orión,
no… —Rosalind se hizo a un lado, evitando su puño—. ¡Despierta!
Él apuntó el golpe hacia abajo; ella sintió que su hombro volvía a su
sitio y empezaba a curarse, lo que le dio fuerzas para aferrar la muñeca de
Orión y levantarle el brazo, entonces el movimiento obligado del cuerpo
permitió a Rosalind clavarle un pie detrás de la rodilla para hacerlo caer.
Aunque Orión trastabilló, concentró su peso hacia delante con intención y
barrió con la pierna en cuanto recuperó el equilibrio para derribar a
Rosalind.
Ella cayó. Maldijo en voz baja. Iba a perder esta pelea. No importaba lo
rápido que pudiera curarse. Orión era demasiado fuerte para ser derrotado.
Su sombra se cernía sobre ella. Antes de que pudiera apartarse, él la
tenía inmovilizada, con las manos alrededor de la garganta. Rosalind apretó
la mandíbula con fuerza para contrarrestar la presión en su cuello, luchando
con todas sus fuerzas para apartarle los dedos, pero aquello era como
intentar doblar el acero.
—Orión —resolló.
Él apretó más.
—Orión, Orión —el más mínimo reconocimiento se agitó en sus ojos—,
soy yo. Soy yo.
Las manos de Orión se aflojaron un poco. Aunque su expresión seguía
estando en blanco, había algo allí, algo que intentaba salir a la superficie.
Rosalind hizo lo único que podía. Extendió el brazo, sus dedos apenas
rozaron la hoja del cuchillo, los estiró, los estiró justo cuando su visión se
volvió completamente negra, agarró la empuñadura del cuchillo y lo clavó
en el hombro de Orión.
Orión dio un respingo y la soltó.
Sin perder un instante, Rosalind se liberó y se incorporó, jadeando,
mientras ponía distancia entre ellos. Esperaba que él volviera a atacar de
inmediato, pero el cuchillo en su hombro afectó su estado alterado.
Pequeñas gotas de sangre corrían frente a él, rezumando desde su hombro
hasta el suelo.
—¿Orión? —intentó ella con cautela.
—Vete —gruñó él. Rosalind retrocedió sobresaltada. Desde el otro lado
de la habitación, Lady Hong había desenfundado su pistola, al ver que la
pelea estaba en pausa. Rosalind apenas prestó atención a la señora, a pesar
de la amenaza que suponía. Orión mantenía toda su atención.
Él dejaba correr la sangre. Tenía las manos clavadas en el suelo,
apoyadas en el concreto. Parecía una deidad conquistada, apenas contenida
en su recipiente humano, con la cabeza inclinada y de rodillas, con las
palmas hacia abajo en señal de súplica.
—Rosalind —se las arregló a decir—. Vete. Por favor —y ahí estaba él.
Era una deidad, suplicante—. ¡Rosalind, vete! ¡Vete!
—Hong Liwen, levántate ahora mismo —ordenó Lady Hong, y apuntó a
Rosalind con su pistola. Sin dudarlo un instante, apretó el gatillo.
La bala se incrustó profundamente. Rosalind ni siquiera pensó en
moverse. Se llevó las manos al vientre, incrédula de que acabaran de
dispararle. No sabía qué hacer. Orión gritaba: “¡Vete! ¡Por favor, vete!”, y
Lady Hong volvía a apuntar, y Rosalind ni siquiera podía oírse a sí misma
pensar debido al mareo que sufría tras haber estado a punto de morir
asfixiada y ahora con la mitad de las vísceras a punto de salir de su cuerpo.
No podía dejar a Orión allí. El dolor en su abdomen era agonizante. La
decisión ante ella era aún peor.
Lady Hong disparó de nuevo. Otra bala atravesó a Rosalind, más arriba,
en las costillas, y estalló un rojo intenso.
—¡Vete! ¡Rosalind, vete!
Lo necesitaba. Podía curar una herida de bala. Pero si Lady Hong
apuntaba más alto, no podría curar su cabeza destrozada. Le dolía más
alejarse que recibir las balas. Pero Rosalind tropezó hacia la puerta trasera,
saliendo a la noche justo cuando una tercera bala estuvo a punto de
alcanzarla; el disparo dio en el marco de la puerta y estallaron astillas de
madera por todas partes.
Aunque Rosalind corrió, no se resistió a mirar atrás. El tiroteo cesó.
Lady Hong se dirigía a Orión, tras arrojar la pistola a un lado.
Levántate, quería llorar. Quería gritar, blandir todas las armas que había
aprendido a usar y llevar a la batalla. Pero cuando Orión se encontraba en
ese estado, ella no era rival para él en absoluto, y no era a él a quien quería
herir.
Lady Hong sacó algo de su bolsillo. Orión seguía arrodillado, todavía
temblando mientras trataba de evitar ir tras Rosalind.
Una jeringa. Orión se negó a levantar la vista. Ésta no era verde. Estaba
llena de un líquido rojo.
Rosalind dejó de correr.
—Orión, vamos, vamos…
Su madre le clavó la jeringa en el cuello. El émbolo bajó y la cabeza de
Orión se levantó. Rosalind, aterrorizada, podría haber gritado, pero apenas
se dio cuenta. Si su mayor temor se había hecho realidad, entonces Orión
acababa de recibir lo que había borrado la mente de los demás soldados. Lo
que Lady Hong le ordenó que hiciera a continuación no fue percibido por
Rosalind, que giró rápido sobre sus talones y corrió hacia los árboles,
jadeando. Sentía su cuerpo palpitante, la sangre bombeando con furia
alrededor de las balas incrustadas en su interior.
No podía detenerse. Incluso cuando tropezó con una parte áspera del
follaje y cayó de rodillas, reunió lo que le quedaba de fuerza y se levantó en
un abrir y cerrar de ojos, para adentrarse en el bosque.
Corrió y corrió.
Porque si Orión la encontraba, la mataría.
47
A
allí.
lisa llegó a la entrada de la tienda de fotografía y miró a su alrededor
para confirmar que la ubicación era correcta: Hei Long Road 240. Era
P hoebe Hong cruzó las puertas del orfanato con la bolsa balanceándose.
Sus hombros, rígidos y orgullosos, mantenían una postura vigilante.
Llevaba toda la semana contrarrestando simpatías y miradas de reojo, y no
podía soportar ni un segundo más. Eso es lo que pasa cuando tus padres
resultan ser traidores a la patria y capturan a tu hermano, supuso. No sabía
si la gente la miraba porque la compadecían o porque sospechaban que ella
sería la siguiente.
—¡Jiějiě!
Un niño pequeño corrió hacia ella con un tarro de mermelada en las
manos. Le dedicó a Phoebe una sonrisa desdentada.
—¿Puedes abrirme esto?
Phoebe se agachó con una sonrisa como respuesta y dejó la bolsa sobre
la hierba. Tomó la mermelada de Nunu y fingió forcejear con la tapa.
—Ah, ésta es difícil. ¿La hermana Su sabe que estás hurgando en la
alacena de la mermelada?
Nunu levantó sus puños regordetes, haciendo un pequeño baile sobre el
césped.
—¡Nooo! ¡No me delates!
Phoebe se aguantó la risa y abrió el tarro de mermelada.
—Muy bien, muy bien. Aquí está tu mermelada.
Con una carcajada, Nunu tomó el frasco y salió corriendo, bordeó el
césped y se sentó en el patio. El sol de la mañana brillaba a pesar del frío, y
a Phoebe le costó abrir del todo los ojos en dirección al orfanato, donde los
vitrales reflejaban una docena de colores. A pesar de su aspecto pintoresco,
el orfanato era enorme y albergaba múltiples habitaciones disponibles en la
parte trasera.
Phoebe tomó su bolsa y entró en el edificio, cerrando tras de sí las
pesadas puertas de madera. Dentro, la hermana Su limpiaba el polvo de los
bancos, mientras vigilaba a los niños que jugaban alrededor de una mesa de
plástico, y Phoebe saludó a la monja con la mano.
—No esperaba verte pronto por aquí —dijo la hermana Su cuando
Phoebe se acercó—. Supe lo de tu hermano.
Phoebe tomó aire. Cuando Silas le contó lo sucedido esa noche, tras
haber recabado información del Kuomintang al día siguiente, se preparó
como si esperara que ella se derrumbara. Para su sorpresa, Phoebe mantuvo
la calma. Su hermano no se había convertido en un misterio, ni corría
peligro inmediato. Sabían exactamente lo que estaba ocurriendo y sabían
que su madre no le haría daño. Los espías del Kuomintang podían seguir
rastreando sus movimientos mientras Lady Hong lo arrastraba, moviéndose
de base en base con los esfuerzos de movilización japoneses. El problema
era encontrarlo en combate. El problema era participar en un rescate sin
perder sus propias vidas en el proceso, lo que parecía imposible por el
momento.
—Se pondrá bien —dijo Phoebe con firmeza. Ella lo creía. Él era fuerte
—. ¿Puedo quedarme?
La hermana Su frunció los labios, sus ojos se desviaron a las
habitaciones traseras.
—Supongo que sí. ¿No hay nada más que atender ahora mismo?
Ella sabía lo que la hermana Su le preguntaba.
—No por el momento, no.
Después de que la monja inclinó la cabeza, Phoebe atravesó el orfanato,
entró en la cocina y dejó su bolsa. Había una puerta trasera que daba al
patio, donde una rueda de caucho colgaba de una gruesa rama. Oyó el
susurro de las hojas mientras buscaba en los armarios y se paraba de
puntitas para alcanzar una tetera. Las nubes se espesaron con rapidez en
tanto ella hurgaba en la cocina. Para cuando encontró una lata de flores de
crisantemo secas y sacó dos cucharadas para el té, el sol ya estaba casi
cubierto y el entorno se había vuelto lúgubre.
—Mmmm —dijo Phoebe, acercando la cabeza a la ventana mientras el
agua hervía en la estufa. Quizá se despejaría más tarde.
El agua terminó de hervir. Llenó la tetera y la dejó sobre la mesa con dos
tazas. Justo cuando oyó abrirse una puerta en el pasillo, Phoebe se acomodó
en uno de los asientos, sirvió el té y observó cómo se arremolinaba el
líquido amarillento.
Cuando Dao Feng entró en la cocina, no pareció sorprenderse de verla.
Sólo se sentó y tomó la taza de té que ella le había preparado.
—Hola —dijo Phoebe.
—Me alegro de verla aquí —respondió Dao Feng. Dio un sorbo a su té.
Phoebe se examinó las uñas.
—Tenía que hacer mis preguntas de alguna manera. Confío en que se
haya recuperado del todo.
—En efecto, señorita Hong. ¿Ha venido para ver cómo estoy de salud?
Qué amable.
Evidentemente, no. Sin más rodeos, Phoebe preguntó:
—Cuando envió a Orión a investigar, ¿usted sabía que era él quien
cometía los asesinatos?
—Por supuesto que no —la respuesta de Dao Feng llegó rápido—. No
perderíamos nuestro tiempo así.
—¿Cuándo se enteró?
—A mitad de camino. Para entonces, era demasiado tarde para sacarlo
de la misión sin levantar sospechas de los nacionalistas. Era más fácil
utilizarlo. Esperar pacientemente y ver si podíamos quitarle el activo al
final.
Phoebe apretó su taza de té. Era extraño que se supusiera que esto eran
negocios, nada personal, pero ¿no era todo personal en la política? ¿Qué
sentido tenía la política si no era para las personas a las que se pretendía
representar?
—No funcionó, así que usted no hizo un buen trabajo —dijo Phoebe—.
¿Y también tuvo que envenenarse? ¿No podía simplemente esconderse?
Qué dramático.
—Me escondí a plena vista, señorita Hong —bebió otro sorbo de té—.
Si hubiera desaparecido, me habrían investigado. Los otros dos no habrían
tenido tiempo de poner sus asuntos en orden y desaparecer también. Nadie
piensa en investigar a un hombre a las puertas de la muerte. Nadie mira en
esa dirección.
Phoebe se echó hacia atrás y golpeó la mesa con los dedos. Con cada
movimiento, sentía que sus pendientes se balanceaban y las perlas rozaban
su piel; todos sus accesorios poco prácticos tintineaban con un sonido
constante, interrumpiendo el silencio de la cocina.
—Mi juicio es el mismo. Lo vi caer. Dramático.
Dao Feng se enderezó en su silla. Estaba recordando aquella noche,
descifrando esta nueva información. Debía haberla vislumbrado cuando se
deslizó hacia delante para ver qué demonios se estaba metiendo en el brazo;
ella había huido rápidamente cuando alguien más empezó a correr hacia el
callejón, convocado por el grito fingido de Dao Feng.
—Era usted —afirmó Dao Feng, como si hubiera resuelto uno de sus
propios misterios internos—. Usted tomó el archivo de Lang Shalin.
Todavía estaba al acecho esa noche.
—Tuve que echar un vistazo a lo que decía el expediente. Había oído
algunos rumores. Necesitaba asegurarme de que todos mis asuntos estaban
en orden. A diferencia de los suyos.
Ahora, Dao Feng lo entendía. Soltó su taza de té, se había terminado la
bebida, un destello de satisfacción entró en su expresión porque finalmente
conectó todos los puntos. Si antes se había preocupado por saber por qué
ella estaba sentada en esta cocina, por qué conocía este orfanato como base,
ahora ya no.
—Hong Feiyi, es mucho más inteligente de lo que actúa, ¿sabe?
Phoebe sonrió. Era diferente a sus otras sonrisas, tranquila y reprimida,
en lugar de una sonrisa brillante que pretendía deslumbrar.
—Eso me dicen.
Dao Feng le tendió la mano. Phoebe extendió los dedos, al encuentro de
su apretón entusiasta. Cuando habló a continuación, su voz estaba llena de
calidez.
—Es un placer conocerla apropiadamente, Sacerdote.
NOTA DE LA AUTORA
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@thechloegong
Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son
producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier
semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares reales es
mera coincidencia.
eISBN: 9786075577456