El Palacio Del Sol

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El palacio del sol

Rubén Darío
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Vosotras, madres de las muchachas anémicas,
va esta historia, la historia de Berta, la niña de
los ojos color de aceituna, fresca como una
rama de durazno en or, luminosa como un
alba, gen l como la princesa de un cuento azul.
Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hay
algo mejor que el arsénico y el erro, para
encender la púrpura de las lindas mejillas
virginales; y, que es preciso abrir la puerta de
su jaula a vuestras avecitas encantadoras,
sobre todo, cuando llega el empo de la
primavera y hay ardor en las venas y en las
savias, y mil átomos de sol abejean en los
jardines, como un enjambre de oro sobre las
rosas entreabiertas.

***

Cumplidos sus quince años, Berta empezó a


entristecer, en tanto que sus ojos llameantes se
rodeaban de orejas melancólicas.
—Berta, te he comprado dos muñecas…
—No las quiero mamá…
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—He hecho traer los Nocturnos…
—Me duelen los dedos mamá…
—Entonces…
—Estoy triste mamá…
—Pues que se llame al doctor.
Y llegaron las an parras de aros de carey, los
guantes negros, la calva ilustre y el cruzado
levitón.
Ello era natural. El desarrollo, la edad…
síntomas claros, falta de ape to, algo como
una opresión en el pecho, tristeza, punzadas a
veces en las sienes, palpitación… Ya sabéis; dad
a vuestra niña glóbulos de arseniato de hierro,
luego, duchas. ¡El tratamiento!…
Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y
duchas, al comenzar la primavera, Berta, la
niña de los ojos color de aceituna, que llegó a
estar fresca como una rama de durazno en or,
luminosa como un alba, gen l como la princesa
de un cuento azul.

***
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A pesar de todo las ojeras persis eron, la
tristeza con nuó, y Berta, pálida como un
precioso mar l, llegó un día a las puertas de la
muerte. Todos lloraban por ella en el palacio, y
la sana y sen mental mamá hubo de pensar en
las palmas blancas del ataúd de las doncellas.
Hasta que una mañana la lánguida anémica,
bajó al jardín, sola, y siempre con su vaga
atonía melancólica, a la hora en que el alba
ríe.
Suspirando erraba sin rumbo, aquí, allá; y las
ores estaban tristes de verla. Se apoyó en el
zócalo de un fauno soberbio y bizarro,
cincelado por Plaza, que húmedos de rocío sus
cabellos de mármol, bañaba en luz su torso
espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía al
azul la pureza de su cáliz blanco, y es ró la
mano para cogerlo. No bien había… Sí, un
cuento de hadas, señoras mías, pero que ya
veréis sus aplicaciones en una querida realidad,
—no bien había tocado el cáliz de la or,
cuando de él surgió de súbito una hada, en su
carro áureo y diminuto, ves da de hilos
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brillan simos e impalpables, con su aderezo de
rocío, su diadema de perlas y su varita de plata.
¿Creéis que Berta se amedró? Nada de eso.
Ba ó palmas alegre, se reanimó como por
encanto, y dijo al hada:
—¿Tú eres la que me quiere tanto en sueños?
—Sube —respondió el hada. Y como si Berta se
hubiese empequeñecido, de tal modo cupo en
la concha del carro de oro, que hubiera estado
holgada sobre el ala corva de un cisne a or de
agua. Y las ores, el fauno orgulloso, la luz del
día, vieron cómo en el carro del hada iba por el
viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña
de los ojos color de aceituna, fresca como una
rama de durazno en or, luminosa como un
alba, gen l como la princesa de un cuento azul.

***

Todos exclamaron:
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—¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosanna al rey de los
Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbulos de
ácido arsenioso y a las duchas triunfales!
Y mientras Berta corrió a su retrete a ves r sus
más ricos brocados, se enviaron presentes al
viejo de las an parras de aros de carey, de los
guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado
levitón. Y ahora, oíd vosotras, madres de las
muchachas anémicas, cómo hay algo mejor
que el arsénico y el erro, para eso de
encender la púrpura de las lindas mejillas
virginales. Y sabréis cómo no, no fueron los
glóbulos, no, no fueron las duchas, no, no fue
el farmacéu co, quien devolvió salud y vida a
Berta, la niña de los ojos color de aceituna,
alegre y fresca como una rama de durazno en
or, luminosa como un alba, gen l como la
princesa de un cuento azul.

***

Así que Berta se vio en el carro del hada, la


preguntó:
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—¿Y a dónde me llevas?
—Al palacio del sol. —Y desde luego sin ó la
niña que sus manos se tornaban ardientes, y
que su corazoncito le saltaba como henchido
de sangre impetuosa.
—Oye —siguió el hada— yo soy la buena hada
de los sueños de las niñas
adolescentes; yo soy la que curo a las cloró cas
con sólo llevarlas en mi carro de oro al palacio
del sol, adonde vas tú. Mira, chiquita, cuida de
no beber tanto el néctar de la danza, y de no
desvanecerte en las primeras rápidas alegrías.
Ya llegamos. Pronto volverás a tu morada. Un
minuto en el palacio del sol, deja en los
cuerpos y en las almas, años de fuego, niña
mía.
En verdad, estaban en un lindo palacio
encantado, donde parecí sen rse el sol en el
ambiente. ¡Oh, qué luz!, ¡qué incendios! —
Sin ó Berta que se le llenaban los pulmones de
aire de campo y de mar, y las venas de fuego;
sin ó en el cerebro esparcimientos de armonía,
y como que el alma se le ensanchaba, y como
que se ponía más elás ca y tersa su delicada
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carne de mujer. Luego vio, vio sueños reales, y
oyó, oyó músicas embriagantes. En vastas
galerías deslumbradoras, llenas de claridades y
de aromas, de sederías y de mármoles, vio un
torbellino de parejas, arrebatadas por las
ondas invisibles y dominantes de un vals. Vio
que otras tantas anémicas como ella, llegaban
pálidas y entristecidas, respiraban aquel aire, y
luego se arrojaban en brazos de jóvenes
vigorosos y esbeltos, cuyos bozos de oro y nos
cabellos brillaban a la luz; y danzaban, y
danzaban con ellos, en una ardiente estrechez,
oyendo requiebros misteriosos que iban al
alma, respirando de tanto en tanto como
hálitos impregnados de vainilla, de haba de
Tonka, de violeta, de canela, hasta que con
ebre, jadeantes, rendidas, como palomas
fa gadas de un largo vuelo, caían sobre cojines
de seda, los senos palpitantes, las gargantas
sonrosadas, y así soñando, soñando en cosas
embriagadoras… —¡Y ella también!, cayó al
remolino, al maelstrón atrayente, y bailó, giró,
pasó, entre los espasmos de un placer agitado;
y re co rd a b a e nto n c e s q u e n o d e b í a
embriagarse tanto con el vino de la danza,
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aunque no cesaba de mirar al hermoso
compañero, con sus grandes ojos de mirada
primaveral. Y él la arrastraba por las vastas
galerías, ciñendo su talle, y hablándola al oído,
en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos
apacibles, de las frases irisadas y olorosas, de
los períodos cristalinos y orientales.
Y entonces ella sin ó que su cuerpo y su alma
se llenaban de sol, de e uvios poderosos y de
vida. ¡No, no esperéis más!

***

El hada la volvió al jardín de su palacio, al


jardín, donde cortaba ores envuelta en una
oleada de perfumes, que subía mís camente a
las ramas trémulas, para otar como el alma
errante de los cálices muertos.
¡Así fue Berta a ves r sus más ricos brocados,
para honra de los glóbulos y duchas triunfales,
llevando rosas en las faldas y en las mejillas!
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ti
***
¡Madres de las muchachas anémicas!, os
felicito por la victoria de los arseniatos e
hipofos tos del señor doctor. Pero, en verdad
os digo: es preciso, en provecho de las lindas
mejillas virginales, abrir la puerta de su jaula a
vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, en
el empo de la primavera, cuando hay ardor en
las venas y en las savias, y mil átomos de sol
abejean en los jardines como un enjambre de
oro sobre las rosas entreabiertas. Para vuestras
cloró cas, el sol en los cuerpos y en las almas.
Sí, al palacio del sol, de donde vuelven las niñas
como Berta, la de los ojos color de aceituna,
frescas como una rama de durazno en or,
luminosas como un alba, gen les como la
princesa de un cuento azul.
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