El Palacio Del Sol
El Palacio Del Sol
El Palacio Del Sol
Rubén Darío
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Vosotras, madres de las muchachas anémicas,
va esta historia, la historia de Berta, la niña de
los ojos color de aceituna, fresca como una
rama de durazno en or, luminosa como un
alba, gen l como la princesa de un cuento azul.
Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hay
algo mejor que el arsénico y el erro, para
encender la púrpura de las lindas mejillas
virginales; y, que es preciso abrir la puerta de
su jaula a vuestras avecitas encantadoras,
sobre todo, cuando llega el empo de la
primavera y hay ardor en las venas y en las
savias, y mil átomos de sol abejean en los
jardines, como un enjambre de oro sobre las
rosas entreabiertas.
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A pesar de todo las ojeras persis eron, la
tristeza con nuó, y Berta, pálida como un
precioso mar l, llegó un día a las puertas de la
muerte. Todos lloraban por ella en el palacio, y
la sana y sen mental mamá hubo de pensar en
las palmas blancas del ataúd de las doncellas.
Hasta que una mañana la lánguida anémica,
bajó al jardín, sola, y siempre con su vaga
atonía melancólica, a la hora en que el alba
ríe.
Suspirando erraba sin rumbo, aquí, allá; y las
ores estaban tristes de verla. Se apoyó en el
zócalo de un fauno soberbio y bizarro,
cincelado por Plaza, que húmedos de rocío sus
cabellos de mármol, bañaba en luz su torso
espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía al
azul la pureza de su cáliz blanco, y es ró la
mano para cogerlo. No bien había… Sí, un
cuento de hadas, señoras mías, pero que ya
veréis sus aplicaciones en una querida realidad,
—no bien había tocado el cáliz de la or,
cuando de él surgió de súbito una hada, en su
carro áureo y diminuto, ves da de hilos
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brillan simos e impalpables, con su aderezo de
rocío, su diadema de perlas y su varita de plata.
¿Creéis que Berta se amedró? Nada de eso.
Ba ó palmas alegre, se reanimó como por
encanto, y dijo al hada:
—¿Tú eres la que me quiere tanto en sueños?
—Sube —respondió el hada. Y como si Berta se
hubiese empequeñecido, de tal modo cupo en
la concha del carro de oro, que hubiera estado
holgada sobre el ala corva de un cisne a or de
agua. Y las ores, el fauno orgulloso, la luz del
día, vieron cómo en el carro del hada iba por el
viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña
de los ojos color de aceituna, fresca como una
rama de durazno en or, luminosa como un
alba, gen l como la princesa de un cuento azul.
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Todos exclamaron:
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—¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosanna al rey de los
Esculapios! ¡Fama eterna a los glóbulos de
ácido arsenioso y a las duchas triunfales!
Y mientras Berta corrió a su retrete a ves r sus
más ricos brocados, se enviaron presentes al
viejo de las an parras de aros de carey, de los
guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado
levitón. Y ahora, oíd vosotras, madres de las
muchachas anémicas, cómo hay algo mejor
que el arsénico y el erro, para eso de
encender la púrpura de las lindas mejillas
virginales. Y sabréis cómo no, no fueron los
glóbulos, no, no fueron las duchas, no, no fue
el farmacéu co, quien devolvió salud y vida a
Berta, la niña de los ojos color de aceituna,
alegre y fresca como una rama de durazno en
or, luminosa como un alba, gen l como la
princesa de un cuento azul.
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