La periodista Letizia Ortiz asistió a una reunión semanal con amigos periodistas en un restaurante de Madrid. Hacía frío esa noche, pero la conversación era animada. Letizia era presentadora de televisión en ese momento y conocía a varios de los asistentes de su trabajo anterior.
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La periodista Letizia Ortiz asistió a una reunión semanal con amigos periodistas en un restaurante de Madrid. Hacía frío esa noche, pero la conversación era animada. Letizia era presentadora de televisión en ese momento y conocía a varios de los asistentes de su trabajo anterior.
La periodista Letizia Ortiz asistió a una reunión semanal con amigos periodistas en un restaurante de Madrid. Hacía frío esa noche, pero la conversación era animada. Letizia era presentadora de televisión en ese momento y conocía a varios de los asistentes de su trabajo anterior.
La periodista Letizia Ortiz asistió a una reunión semanal con amigos periodistas en un restaurante de Madrid. Hacía frío esa noche, pero la conversación era animada. Letizia era presentadora de televisión en ese momento y conocía a varios de los asistentes de su trabajo anterior.
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Mábel Galaz
LETIZIA REAL
Prólogo de Soledad Gallego-Díaz
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PRÓLOGO
T odas las monarquías europeas (en la actualidad, siete)
viven en medio de fuertes contradicciones; deben ga- rantizar continuidad y estabilidad del Estado, pero al mismo tiempo ejercer cero poder político y, más aún, ser absoluta- mente neutrales en ese campo. Por un lado, dependen del apoyo popular, así que han de ser capaces de cuidar una ima- gen de cercanía y afecto, pero, por otro, como representación del Estado tienen que alimentar un cierto halo de respeto e inaccesibilidad. Necesitan evitar los escándalos —lo que se compadece mal con los nuevos modos de vida del siglo xxi y el imperio de las redes— y, desde luego, estar completamen- te alejadas de cualquier indicio de corrupción, porque las monarquías son instituciones constitucionales, pero los reyes son personas de carne y hueso que pueden ser perfectamente obligados a abdicar. La monarquía española, que tiene indudables, y largas, raí- ces históricas, es sin embargo producto en su forma actual de
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una negociación política efectuada en 1978 y reflejada en el
punto 3 del primer artículo de la nueva constitución demo- crática: «La forma política del Estado Español es la monarquía parlamentaria». Así, aunque Juan Carlos I accedió al trono co- mo consecuencia de las disposiciones del anterior régimen dictatorial, es decir la voluntad de Franco, la institución está vinculada directamente a la Constitución de 1978 y si ese texto desapareciera, la monarquía dejaría de tener soporte institucional y de nada valdría aquel deseo del dictador. En ese mundo, en el que se supone que hay que andarse con mucho cuidado y mucho consejo, irrumpió en 2004 una mujer joven, periodista profesional, Letizia Ortiz, prime- ro como princesa, esposa del heredero de la corona, Felipe de Borbón, y luego, en 2014, como reina. En este libro se trata de conocerla un poco mejor, de calibrar bien el formi- dable esfuerzo que debió hacer para acomodarse a un papel tan contradictorio y difícil y de seguirla a través de algunos de sus mejores y peores momentos. La reina Letizia es pro- bablemente uno de los personajes públicos menos conocidos en España, como desconocidas son, sorprendentemente, mu- chas de sus actividades cotidianas en el desempeño de su pa- pel. La discreción con la que se ha querido rodear en todo momento su figura puede haber sido una de las peores de- cisiones de una Casa del Rey poco audaz y agobiada por los auténticos problemas que iba planteando, con el paso de los años, Juan Carlos I. La autora de este libro, Mábel Galaz, es una de las pocas personas que conozco, compañera durante muchos años en la redacción de El País, excelente periodista, que intentó muy
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pronto despertar el interés por la figura de Letizia, princesa y
reina, y por el complicado mundo de la Casa del Rey. Contra viento y marea, Mábel peleó por espacios, discutió, explicó e intentó que el personaje de Letizia adquiriera la relevancia so- cial que a sus ojos merecía, por ella misma y por el papel ins- titucional que jugaba. Unas veces tuvo éxito y otras muchas, no. Los excesos de la prensa amarilla por un lado, y rosa, por otro, hicieron que durante mucho tiempo la llamada prensa «seria» o «institucional» creyera, equivocadamente, que había que mantenerse alejados de la vida privada de reyes, reinas y princesas. Por supuesto que no se trata de seguir los pasos de la terrible prensa amarilla inglesa, pero sí de aceptar que los ciudadanos tienen derecho a conocer mejor los perfiles de los personajes públicos que encarnan las instituciones del Es- tado. No se trata de entrometerse en la intimidad de las per- sonas, miembros de una familia real o no, pero sí de evitar, en sentido contrario, que se impongan imágenes únicas o artifi- ciales de personas que tienen obligaciones públicas. Este libro, sobre la reina Letizia, viene a cumplir esa obligación.
Soledad Gallego-Díaz
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INTROITO
C onocí a Letizia Ortiz cuando trabajaba como presenta-
dora en el canal privado formado por CNN y Canal+. Había oído hablar de ella a compañeros y amigos comunes. Tiempo después, la periodista se convirtió en noticia y para mí en protagonista de muchas de mis crónicas. Durante casi dos décadas he seguido muy de cerca su evolución hasta con- vertirse en reina de España, una transición que he vivido con in- terés. No es habitual ver cómo una colega a pie de calle y con ideas progresistas pasa a pisar palacios y lucir tiaras. De Letizia se ha escrito mucho, pero se ha sabido siempre poco de manera directa. Condicionada por su posición, no se le permite pronunciarse. Solo a veces habla a través de perso- nas interpuestas. Este silencio ha hecho que en ocasiones haya sido juzgada bajo suposiciones. Se ha hablado mucho de sus estilismos y poco de su tra- bajo. Fascina en medio mundo; no tanto en España, aunque el tiempo y los hechos están jugando a su favor. Ella se sabe
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observada y es consciente de que todavía le queda mucho tra-
bajo por hacer. Al cumplirse cincuenta años de su nacimiento ha llegado el momento de hacer un primer balance de su historia, una historia que continuará…
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EL GRAN SECRETO
E ra lunes y, como todos los lunes, había cita en Casa Pau-
lino, un popular restaurante de la madrileña calle Alonso Cano, en pleno barrio de Chamberí. Allí llevaban varios años reuniéndose a la hora de la cena un grupo de amigos, la ma- yoría periodistas de El País, aunque también había miembros de la redacción de El Mundo y otros participantes ajenos a la pro- fesión. Compartían un tiempo de charla en la que abundaban las bromas y los chascarrillos. Se hablaba de política, actuali- dad y literatura; también de las cosas de la vida. La pandilla la integraban en su totalidad hombres, aunque, en ocasiones, recibían visitas de algunas compañeras de oficio. El 23 de octubre de 2003 algunas periodistas se sumaron a la convoca- toria. Entre ellas estaba Letizia Ortiz Rocasolano, la pre- sentadora con Alfredo Urdaci del Telediario de la noche en Televisión Española, un rostro popular en la calle y amiga de varios de los comensales desde hacía tiempo. Con alguno in- cluso compartió redacción mientras trabajó en Canal+.
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Esa noche de otoño hacía mucho frío en Madrid y
bastante viento. En el comedor del restaurante se estaba bien, además la conversación caldeaba el ambiente. En Casa Paulino se comía bien: platos tradicionales a un precio razo- nable y con el añadido de la cordialidad del propietario del negocio. No era la primera vez que las periodistas acudían a una cena de lunes en Casa Paulino. Entre ambos grupos había una larga relación que en algunos casos fue más allá de lo es- trictamente profesional. De esas noches de tertulia, que a veces acababan bailando salsa en un local de ritmos caribeños, na- cieron algunos romances de los que no fue ajena la entonces presentadora del Telediario. Al acabar la sobremesa de ese 23 de octubre llegaron las despedidas y la promesa de volverse a reunir pronto. Fue Le- tizia quien preguntó cuándo sería la próxima, sabedora de que para ella ese tipo de reuniones se iban a acabar o ingenua al pensar que la nueva vida que iba a iniciar le permitiría se- guir acudiendo a esas citas de las que tanto disfrutaba. Letizia se marchó sola a su casa de Valdebernardo. Allí, en el número 40 de la calle Ladera de los Almendros, ocupaba una vivienda de poco más de setenta metros cuadrados por la que pagaba una hipoteca. Se trataba de un piso de dos habi- taciones, comedor, cocina y un baño situado dentro de una urbanización en la que convivían ciento treinta y cinco pro- pietarios. Disponía de garaje por el que desde hacía ya meses recibía las visitas de un joven, su última pareja, al que los ve- cinos no veían el rostro porque iba camuflado, casi siempre con un casco de motorista.
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Cuando el grupo se disolvió a las puertas del restaurante,
Letizia se subió a su coche camino de Valdebernardo. Nadie sospechaba entonces lo que estaba a punto de suceder. Los periodistas habían tenido delante de sus narices una de las ma- yores exclusivas que podrían dar en su vida, pero se les escapó la noticia. Es más, en el momento en que alguno de ellos la supo, la negó, incrédulo. La primera pista la dio Terelu Campos en su programa de la sobremesa de Telemadrid: el Príncipe de Asturias tenía no- via, una presentadora cuyo nombre coincidía con el de una magdalena. Alguien rápidamente se aventuró: Letizia Ortiz. Efectivamente, ella reunía los dos requisitos de la adivinanza lanzada al aire. La pandilla de Casa Paulino se resistía a creer que su ami- ga, con la que habían cenado solo tres días antes, fuera la no- via del heredero al trono de España y estuviera a punto de dar un giro tan espectacular a su vida. En las últimas semanas todo se había precipitado. Cada vez era más complicado mantener el secreto que la pareja compartía solo con unos pocos. Sabían que de la discreción dependía el éxito de su relación. Por eso, Felipe sonreía cuan- do la prensa del corazón le atribuía un día sí y otro también un romance con alguna aristócrata europea a la que en mu- chas ocasiones ni conocía.Y por eso, Letizia llevaba en su bol- so dos móviles, uno para hablar solo con su secreto amor del que daba pocos detalles, llegando incluso a inventarse una personalidad que hizo pensar a sus compañeros de la redac- ción de informativos de Televisión Española que se trataba de un diplomático que viajaba mucho.
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Tanto el Príncipe de Asturias como Letizia Ortiz sabían
que si querían que su relación prosperara debían actuar así. Ha- bía precedentes de lo que podía ocurrir si lo suyo trascendía. Desde su juventud, Felipe de Borbón supo que cualquier chica a la que frecuentara sería colocada en el centro del foco mediático y, por tanto, pasaría a ser escrutada por la opinión pública sin piedad. Pasó con Isabel Sartorius, Gigi Howard y Eva Sannum. Tres relaciones frustradas del heredero. La ruptura con la modelo noruega le marcó de manera especial y le hizo darse cuenta de que, en el futuro, debía pre- servar sus sentimientos hasta dar el paso definitivo de presentar a una mujer como su novia. La noche en que conoció a Letizia todavía estaba conva- leciente de su forzado adiós a Eva Sannum, de la que solo ha- bló el día que anunció que ya no era su pareja. Faltaban pocos días para la Navidad de 2001 cuando los servicios de prensa del palacio de La Zarzuela nos convocaron a un reducido grupo de periodistas. Los asuntos a tratar en la reunión no estaban del todo claros. Se hablaría de la agenda de los reyes para 2002, de los viajes internacionales que pen- saban emprender y se brindaría por las fiestas que estaban a punto de comenzar. Todo indicaba que, una vez más, habría mucho formalismo y poca información. Anochecía en el monte de El Pardo y se encendieron las luces del salón de La Zarzuela habilitado para la cita. En una mesa, unas tazas para té o café y algunos dulces navideños. En palacio son frugales con los invitados. Habían transcurrido solo quince minutos desde el inicio de la reunión, presidida por el entonces jefe de la Casa del
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Rey, Fernando Almansa, cuando se abrió una puerta y apare-
ció el príncipe vestido de sport con una chaqueta verde de es- piga, un jersey de cuello alto y unos vaqueros azules. Saludó a una audiencia sorprendida al ver al heredero, algo inusual en este tipo de situaciones, ya que quienes frecuentan La Zar- zuela saben lo difícil, por no decir imposible, que es que un miembro de la familia real se siente a charlar con un grupo de periodistas. «Me han dicho que estabais por aquí tomando un café y he venido a ver si me invitáis a algo». Los presentes, todavía estupefactos, pronto adivinamos que aquella visita no llegaba por casualidad y que tampoco obedecía a una mera cortesía. Felipe se hizo un hueco en uno de los sofás ocupados por los reporteros y pronto fue al grano: anunció que su rela- ción con Eva Sannum se había acabado. «La decisión ha sido tomada libremente y de mutuo acuerdo», explicó. De esta ma- nera, ponía punto y final a un noviazgo que nunca fue oficial, pero que duró en el tiempo cuatro años. «La decisión la he- mos tomado Eva y yo. Por razones estrictamente personales y particulares, cada uno seguirá su camino en la vida». La voz del príncipe sonaba emocionada y algo nerviosa. Los nervios también traicionaron a esta periodista, a quien le empezó a temblar la mano ante tal declaración y a quien Fe- lipe socorrió rescatando su taza de té para depositarla sobre la mesa más cercana. El príncipe habló despacio, con el gesto contenido y la mi- rada fija en algún punto de la enorme alfombra que revestía el suelo de mármol de aquel salón, convertido esa tarde navi- deña en un confesionario.Y por si no nos habíamos enterado,
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insistió: «Quiero dejar claro que la decisión la hemos tomado
con libertad y desde la intimidad. La relación no ha prospe- rado, y punto». Los que estábamos sentados más cerca del heredero vimos la emoción en sus ojos y pronto sospechamos que algo más había sucedido, como el tiempo se encargó de desvelar. Pero, en ese instante, el protagonista de esa historia tan personal e íntima optó por asumir su responsabilidad como heredero al trono español dejando a un lado cualquier otra cuestión para hablar por primera vez en público de sus sentimientos. Se había preparado bien el mensaje. «Siempre he conta- do con el apoyo de los reyes, que, como reyes y como padres, han confiado en mi criterio, en mi decisión», prosiguió. «En nin- gún momento se ha planteado una disyuntiva entre razón y corazón, entre deber y querer, sino que, simplemente, la rela- ción no ha prosperado. Espero que Eva y yo sigamos siendo amigos. Sus cualidades son numerosas y quiero destacar algu- nas: su fortaleza, su dignidad, sensibilidad, capacidad de supe- ración, sentido de la justicia y determinación por llegar a la excelencia en todo lo que se propone, algo que siempre me ha impresionado.Y no sigo porque no acabaría nunca de ha- blar». La sorpresa de los presentes crecía a cada instante. Eva Sannum estaba enterada de que quien había sido su pareja durante cuatro años estaba en ese momento desvelan- do el fin de su relación. El príncipe se encargó de contarlo. «Hablo en nombre de los dos».Y lanzó un ruego: «Ahora es- pero que la dejen un poco tranquila». Con el tiempo transcendió que no solo ellos tomaron esa decisión. Se supo que Eva Sannum no cumplía con los requi-
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sitos que en Zarzuela consideraban debía poseer la futura rei-
na de España. Los repetidos vídeos de sus trabajos como mo- delo, algunos de ellos posando con prendas de lencería, y el permanente escrutinio a su vida privada jugaron en su contra. El colofón fue su presencia en la boda de los príncipes Haakon y Mette-Marit de Noruega, celebrada el verano anterior, don- de fue fotografiada con un escote poco habitual en los salones de palacio y con una copa de balón en la mano. A ese enlace tam- bién acudió la reina Sofía, pero no se obtuvo ninguna imagen de ambas juntas, y si alguien la logró, no se difundió. A la desconfianza por el perfil de Sannum se sumó la opi- nión de algunos políticos y asesores externos de palacio que trasladaron su descontento por la elección del príncipe.Voces en contra que tuvieron mucho tiempo para actuar y juzgar porque los paparazzi siguieron con tenacidad a la modelo y al heredero durante su romance, convirtiendo a la pareja en pro- tagonistas habituales de la prensa del corazón. Los amigos del príncipe, en especial los hermanos Fuster, fueron los grandes cómplices de esa relación. Ellos ayudaron y acompañaron a la pareja sirviéndoles de tapadera cuando fue necesario. Todos se llevaban muy bien con Eva Sannum, a la que recuerdan como una chica muy sencilla y simpática. Pero cuatro años de exposición mediática acabaron con el gran amor de Felipe de Borbón, que, a sus treinta y tres años, decía adiós a la que había sido hasta entonces la mujer de su vida. De todo ello, el heredero sacó una enseñanza: ya sabía lo que tenía que hacer la próxima vez que se enamorara. Esa tarde de vísperas de Navidad, el príncipe se despidió de los periodistas con una conversación más banal, en la que
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contó que aún no tenía planes para las vacaciones, entre
otras cosas, porque estaba inmerso en la decoración de su ca- sa. «Estoy eligiendo picaportes y esas cosas», explicó en un in- tento de relajar la tensión vivida minutos antes. Se le veía algo triste, pero también como si se hubiera quitado un peso de en- cima tras haber hecho lo que le tocaba hacer, no lo que de- seaba. El deber se había impuesto al corazón. La casa que decoraba Felipe en esos momentos y a la que se mudó pocas semanas después de aquella Navidad es a la que llegó Letizia Ortiz el 1 de noviembre de 2003, dos años después de que la modelo noruega desapareciera oficialmen- te de la vida del Príncipe de Asturias.
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AMOR Y ESTRATEGIA
F elipe de Borbón era un hombre soltero cuando conoció a
Letizia Ortiz. Ella aún mantenía una relación de ida y vuel- ta con el periodista David Tejera. Fue Pedro Erquicia, director de Documentos TV, quien les presentó en su casa, un coqueto ático de la madrileña calle de Alcalá.Aquella cita no fue por ca- sualidad, como el tiempo se encargó de demostrar. Erquicia su- po que el príncipe quería conocer a la presentadora y dispuso todo lo necesario para procurar un encuentro con unos pocos invitados de total confianza y un estudiado protocolo. Tampoco fue por azar que Felipe y Letizia se sentaran juntos. La coartada que usó el anfitrión es que eran los más jóvenes del grupo. Esa noche, los testigos del encuentro se dieron cuenta de la especial conexión que había surgido en- tre ambos. Eso sí, ninguno se imaginó que habían sido testi- gos de un momento histórico. A la cena fueron invitadas dieciséis personas, entre ellas, los periodistas Luis Mariñas y su esposa, Beatriz Aranda; el direc-
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tor de cine Emilio Martínez Lázaro y su esposa, Soledad Ala-
meda; el hermano del anfitrión y el realizador y subdirector de Informe semanal, Manuel Rubio, que llegó acompañado de Letizia Ortiz. El príncipe fue el último en incorporarse; lo hi- zo vestido de manera informal y escoltado por su secretario, Jaime Alfonsín, y su esposa, Cristina. Los asistentes oyeron hablar a la pareja de muchos temas de actualidad, de esas noticias que ella contaba en televisión y que él, en ocasiones, protagonizaba. También compartie- ron confidencias de sus nuevas casas. Él acababa de mudarse a un palacete de mil ochocientos metros cuadrados dentro del complejo del palacio de La Zarzuela, y ella, a un piso en Val- debernardo de setenta metros cuadrados, casi el mismo tama- ño que tenía el dormitorio del príncipe. Letizia seguramente pensó en lo diferentes que eran sus mundos. Felipe se marchó esa noche de casa de Erquicia conven- cido de que quería volver a ver a la periodista, aunque sabía las dificultades que entrañaba su decisión. De la discreción con que se movieran a partir de ese instante dependería su futuro a corto plazo. Lo sabía bien. Para un príncipe no es fá- cil relacionarse, y menos aún con una persona que sale cada noche en televisión. Por eso, los servicios de seguridad de la Casa del Rey asignados a la protección del heredero diseña- ron un plan con el que preservar sus encuentros, una tarea que no fue nada fácil. La operación se puso en marcha antes del verano de 2003, cuando Felipe tuvo claro que su relación con Letizia Ortiz iba en serio y así se lo trasladó a sus padres. Quería actuar con la mayor cautela posible tras sus aireados y frustrados roman-
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ces con Isabel Sartorius, hija del marqués de Mariño, y la mo-
delo noruega Eva Sannum. Lo de Gigi Howard fue otra cosa, un romance corto en el tiempo. Pero ¿cómo proteger la relación del príncipe con uno de los rostros más populares de Televisión Española? La prime- ra decisión adoptada fue mantener la normalidad en la medi- da de lo posible. Para ello se estableció un plan sobre quién debía conocer la existencia de Letizia en la vida de Felipe y cómo y dónde debían producirse sus encuentros. El círculo de personas que estuvieron enteradas de la rela- ción de la pareja fue muy reducido. Los amigos de Felipe co- nocían a Letizia, pero solo los más íntimos estaban al tanto de lo que había entre ellos.Y solo un par de amigas de Letizia pro- tegían el secreto; el resto sabía que tenía un chico en su vida, que debía de ser alguien importante porque viajaba mucho. Na- die sospechaba que se trataba del Príncipe de Asturias. «Cuando os enteréis de quién es, os quedaréis de piedra», confesó a algu- nos amigos y compañeros en algún momento en que bajó la guardia. Letizia continuó frecuentando a su pandilla habitual y aparentemente haciendo su vida de siempre. Dentro de esa normalidad recomendada por los servicios de seguridad de la Casa del Rey, Felipe también salía a cenar fuera del palacio de La Zarzuela y acudía a las discotecas de moda con sus amigos. Incluso se le vio con varias jóvenes y se llegó a especular con que alguna de ellas podía ser su nue- va novia. Pero, en esos momentos, Letizia ya ocupaba su co- razón, aunque nadie sospechara que se trataba de esa presen- tadora que se asomaba a la pantalla del informativo de las nueve en la primera cadena de TVE.
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El plan se cumplía a la perfección hasta que llegó el oto-
ño de 2003: la relación más importante del príncipe había pasado inadvertida. —¿Cómo se conocieron? —Bueno, la primera vez, hace más de un año. Fue un en- cuentro casual y no tuvo ninguna consecuencia. Fue en la pri- mavera cuando entablamos más contacto y aquello fructificó. Esa fue la primera pregunta que una veintena de periodistas hicimos a la pareja en su primera comparecencia ante los in- formadores como novios. El 1 de noviembre por la mañana se tomó la decisión de hacer público el compromiso ante la certeza de que, de un momento a otro, algún medio iba a adelantar la noticia. Su primera aparición como pareja se improvisó junto al porche de la casa del príncipe. A la hora fijada por el proto- colo ya había anochecido y hacía mucho frío en el monte de El Pardo. Letizia temblaba por la baja temperatura y su liviana chaqueta blanca; también quizá por los nervios. Estaba de nuevo ante las cámaras, pero, en esta ocasión, la noticia la protagonizaba ella. La pareja llegó de la mano, sonriente y emocionada. Se notaba que habían ensayado lo que querían decir porque conocían la importancia del momento y la trascendencia del paso que daban. Había transcurrido tan solo un año desde el día en que se conocieron hasta su aparición esa tarde como novios oficiales. La noche en que Letizia fue a cenar a casa de Erquicia to- davía salía con David Tejera, un periodista de CNN+ espe-
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cializado en deportes, un joven prometedor y muy trabajador,
que se abría camino en la profesión donde contaba con el aprecio de sus compañeros por su sencillez y ganas de echar siempre una mano a quien lo necesitara. Su relación con Le- tizia transcurría de manera intermitente, pero se alargó cuatro años en el tiempo. Cuando todo se descubrió y el mundo su- po que su exnovia se iba a convertir algún día en reina de Es- paña, Tejera mantuvo un exquisito comportamiento negán- dose a hablar de ella y de lo sucedido. Fue un tiempo difícil para él en el que tuvo que soportar el acoso de la prensa, algo que llevó con elegancia. Peor lo llevó Alfonso Guerrero, el escritor y profesor de lengua y literatura, con quien la perio- dista estuvo casada un año y tres meses. Un largo noviazgo y un fugaz matrimonio que sirvieron a Guerrero como argu- mento de su libro El amor de Penny Robinson. Felipe, en cambio, no salía con nadie en el momento en que conoció a Letizia.Todavía añoraba a Eva Sannum, aunque trataba de hacer nuevas amistades. Ninguno de esos intentos progresó. Eso sí, seguía parándose ante el televisor al descubrir a Letizia, aquella chica a la que conoció en casa de Erquicia, un gesto que sorprendía a la reina Sofía, que se preguntaba a qué se debía tanto interés de su hijo por el informativo. A través de la pantalla, supo que estaba en Irak. «Una de las tareas más interesantes del periodismo es acudir a los luga- res donde ocurren las noticias, salir a la calle y contar cosas, con lo cual me pareció muy interesante ir a Um Qasr y con- tar la labor que estaba haciendo el Ejército español en ese país —comentó la periodista en esa época sobre su trabajo como enviada especial—.Yo llegué tras la caída de Bagdad y no vi-
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ví directamente la guerra, pero fue importante convivir du-
rante quince días con los militares para apreciar cómo reali- zaban su trabajo.Y fue genial poder estar en suelo iraquí para ver cómo vivía la gente». El príncipe seguía con atención sus crónicas, y en cuanto supo que había regresado a Madrid, consiguió su teléfono y la llamó. Ahí empezó todo. Era la primavera de 2003. Felipe descubrió en ella a una mujer interesada por la política inter- nacional y sobre todo a una periodista entregada de lleno a su profesión, esa que él ha reconocido hubiera elegido de no haber sido llamado desde la cuna para otra tarea. Letizia también estuvo en las playas gallegas en 2002, los días en que el gasóleo del Prestige asoló las costas. «Soy periodis- ta y me gusta la información. Me centro siempre en lo que hago y no pienso en el futuro, no elucubro. Me gusta la in- formación diaria, el periodismo trepidante; ese estrés y esa adrenalina que se genera con la velocidad con la que se tra- baja es como una droga», contaba sobre su profesión. Siempre decía que la noticia que le gustaría contar algún día era la pa- cificación de Oriente Próximo. «Estuve en la zona y pude apreciar la situación». Todas esas imágenes de Letizia como reportera con el micrófono en la mano en zonas de conflic- to o entre el chapapote se convirtieron en virales al descu- brirse su relación con el príncipe. Otro de los lugares que marcaron a la periodista fue Nue- va York, la ciudad a la que acudieron juntos poco antes de anunciar su compromiso, días complicados y tensos en el pa- lacio de La Zarzuela mientras se decidía cómo manejar este asunto y se esperaba el visto bueno del Gobierno.
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En Nueva York, Letizia había estado anteriormente por
cuestiones profesionales. Una de esas veces, con el atentado del 11 de septiembre: «Fue importante ver cómo se sacudió el país. También estuve en Estados Unidos con motivo de las elecciones en las que se enfrentaron Bush y Gore. Me consi- deré una privilegiada por esos momentos que viví. Fue todo rápido e intenso y no me dio tiempo a reciclar lo que estuve viviendo. Personalmente también me impresionó ver el shock de la gente», contó. Desde la cita en casa de Pedro Erquicia no hubo noticias de nuevos encuentros en público de la pareja hasta que Leti- zia acudió en octubre de 2003 a la entrega de los Premios Príncipe de Asturias para trabajar. Allí, la pareja se saludó con aparente normalidad sin que ningún gesto especial alertara de que entre ellos había ya una sólida relación. Solo repasando las imágenes de entonces se descubre una sonrisa entre tími- da y nerviosa cuando se estrechan la mano. A principios del verano de ese año, el príncipe comen- tó a los reyes que había una chica especial en su vida. Felipe estuvo parte de las vacaciones en el palacio de Marivent, en Mallorca, con el resto de la familia real. Una época en que los duques de Lugo y de Palma se unían a los reyes y al heredero para pasar unos días de descanso y dejarse ver co- mo un grupo feliz y armónico. Nadie podía sospechar que solo unos pocos años después un tsunami arrasaría para siem- pre esa imagen de unión que intentaban proyectar de cara al exterior. Tras la foto de familia feliz captada como todos los vera- nos en la escalinata del palacio de Marivent y al concluir la
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Copa de Vela, el heredero inició un viaje privado al extranje-
ro del que el palacio de La Zarzuela no facilitó información por tratarse de una actividad privada. En esas fechas, Letizia anunciaba a sus compañeros de redacción que se marchaba «sola» de vacaciones a Sudamérica. Por las pistas que dio, pa- rece que el destino elegido fue Costa Rica. «Como toda relación normal, es natural que la pareja pa- sara junta algunos días este verano», reconoció una persona muy cercana al príncipe poco después de anunciarse el com- promiso de la pareja. Esa era la primera vez que un portavoz de la Casa del Rey situaba en el tiempo juntos al príncipe y a su novia. Al regreso de esas vacaciones, Felipe decidió pre- sentar a Letizia a su familia. Sus hermanas, y en especial Cris- tina, a la que estaba muy unido, fueron sus cómplices en esos primeros encuentros. Los reyes inicialmente recibieron con recelo a Letizia Or- tiz; de nuevo, la elección de su hijo no se ajustaba a lo que ellos esperaban. Una periodista divorciada no era el perfil de mujer que habían pensado como esposa de su hijo, como fu- tura Princesa de Asturias. Felipe se mostró inflexible desde el inicio. No estaba dispuesto a tener que renunciar a Letizia co- mo había hecho dos años antes con Eva Sannum. Con el paso del tiempo, se supo que el heredero lanzó un órdago en una reunión en Zarzuela: o era ella o era ella. Para corroborar su determinación, decidió visibilizar lo que podía pasar si Letizia no era aceptada. Se marchó con ella a Nueva York en el puente del 12 de octubre, un viaje que coincidió en el tiempo con el desfile del Día de la Hispanidad, del que se ausentó. En palacio todos recibieron el mensaje con una
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mezcla de preocupación y aceptación. Felipe estaba dispuesto
a todo por Letizia. Paralelamente al debate interno que se vivía en Zarzuela, el plan para blindar la intimidad de la pareja funcionaba a la per- fección. Salían juntos a cenar muchas veces por Madrid y lo hacían, la mayoría de las ocasiones, a casas de amigos, aun- que también acudían a restaurantes discretos, previamente su- pervisados por los servicios de seguridad de la Casa del Rey. Los fines de semana que la agenda de Felipe se lo permitía los pasaban juntos. Para preservar sus encuentros se marchaban lejos de Madrid. Las fincas infranqueables de amigos del prín- cipe y Barcelona, donde vivía la infanta Cristina y muchos de sus compañeros de vela, fueron los escondites de la pareja. También enclaves más populares, como un pequeño hotel ru- ral en la provincia de Guadalajara. El secretismo con el que transcurría la relación permitió a Felipe frecuentar, sin levantar sospechas, la casa que Letizia se compró dos años antes en Valdebernardo, un barrio de clase media que escogió por su proximidad con Torrespaña, sede de los informativos de TVE. Hasta allí llegaba protegido por el anonimato que le daba un casco de motociclista. Letizia solo realizó pequeños cambios en su rutina diaria cuando el anuncio de su compromiso se acercaba. Por ejem- plo, dejó aparcado su Seat Ibiza por recomendación de la se- guridad de Casa del Rey, que puso a su disposición otro coche y una muy discreta escolta. La noche del viernes 27 de octubre al terminar de pre- sentar su último Telediario se marchó a su casa escoltada, aun- que antes tuvo que cruzar la puerta de TVE donde la espera-
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ban una docena de fotógrafos y periodistas alertados de lo
que sucedía. En esos momentos, el príncipe cenaba con los duques de Palma en un restaurante japonés de la calle Urgell, en Barce- lona, tras asistir a un seminario de la Organización Mundial de Comercio. Quizá estaba celebrando por anticipado que su historia de amor iba a tener un final feliz. El secreto mejor guardado del último año estaba a punto de desvelarse. En el palacio de La Zarzuela ya se estaban dando los primeros pasos para oficializar la relación. El presidente del Gobierno, José María Aznar; la presidenta del Congreso, Lui- sa Fernanda Rudi, y el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, fueron informados por el rey Juan Car- los de las intenciones de su hijo. Al llegar a su piso, Letizia preparó una pequeña maleta con lo imprescindible. Esa noche durmió poco y, a primera hora del sábado, se reunió con el príncipe en algún lugar del extranjero. Ese fin de semana, en La Zarzuela, la familia real festejaba el sesenta y cinco cumpleaños de la reina Sofía. «Como siem- pre, la reina está en palacio con la familia.Vendrá quien pue- da», respondió un portavoz sobre la posible presencia en la residencia de Felipe y Letizia. A las redacciones de los medios informativos había llegado ya un comunicado anunciando el noviazgo del heredero. La pareja estaba en Praga celebrando que, por fin, no tendrían que esconderse nunca más.