El Reino de Hierro - Christopher Clark

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Prusia comenzó siendo una región medieval que, con el paso del tiempo, se

transformó en una de las mayores potencias europeas y en el motor de la


creación del Imperio alemán hasta ser este abolido finalmente por los Aliados
tras la Segunda Guerra Mundial. Christopher Clark describe en esta obra, con
sumo talento y maestría, las grandes batallas de Prusia, sus matrimonios
dinásticos, a sus brillantes y carismáticos dirigentes —desde Federico el
Grande a Bismarck—, su imponente maquinaria militar y los valores
progresistas e ilustrados sobre los que se cimentó el imperio. El Reino de
Hierro es un relato convincente de un país que jugó un papel crucial en los
destinos de Europa y que, en esencia, dio forma al mundo que conocemos
hoy.

Página 2
Christopher Clark

El reino de hierro
Auge y caída de Prusia. 1600-1947

ePub r1.0
Titivillus 16.02.2022

Página 3
Título original: Iron Kingdom
Christopher Clark, 2021
Traducción: Carlo Caranci

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

El reino de hierro

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

Mapas

1 LOS HOHENZOLLERN DE BRANDEMBURGO


El núcleo
Dinastía
Reforma
Grandes expectativas

2 DEVASTACIÓN
En los frentes (1618-1640)
Política
Ruina generalizada

3 UNA EXTRAORDINARIA LUZ EN ALEMANIA


Recuperación
Expansión
Alianzas
Soberanía
Corte y patria
Legado

4 MAJESTAD
Coronación
Revolución cultural
Administración
El ejército
Padres contra hijos
Los límites del Estado

5 PROTESTANTES

Página 5
Monarca calvinista, pueblo luterano
La tercera vía: el pietismo en Brandemburgo-Prusia
Piedad y política

6 PODERES DE LA TIERRA
Ciudades
La nobleza terrateniente
Terratenientes y campesinos
Género, autoridad y sociedad en las haciendas
«Industriosa» Prusia

7 LUCHA POR LA SUPREMACÍA


«Federico el Único»
Las tres guerras de Silesia
El legado de Hubertusburg
Patriotas
La Polonia prusiana
El rey y el Estado

8 ¡ATRÉVETE A SABER!
Conversación
La ilustración judía en Prusia
¿Contrailustración?
Un estado bicéfalo

9 HIBRIS Y NÉMESIS. 1789-1806


La política exterior prusiana en una época revolucionaria
Los peligros de la neutralidad
De la neutralidad a la derrota

10 EL MUNDO QUE CONSTRUYERON LOS BURÓCRATAS


La nueva monarquía
Burócratas y oficiales
Reforma agraria
Ciudadanía
Palabras

11 TIEMPOS DE HIERRO
Falso amanecer
Patriotas y libertadores
El giro
La «memoria» de la guerra
¿Prusianos o alemanes?

Página 6
12 LA MARCHA DE DIOS A TRAVÉS DE LA HISTORIA
El nuevo dualismo
El giro conservador
Las políticas del cambio
Conflictos de fe
Estado misionero
Apoteosis del Estado

13 ESCALADA
Un romántico político
Política popular
La cuestión social
La bomba de tiempo de Hardenber
Prusia en vísperas de la revolución

14 ESPLENDOR Y MISERIA DE LA REVOLUCIÓN PRUSIANA


Barricadas en Berlín
La vuelta de las tornas
La llamada de Alemania
Las lecciones de un fracaso
La nueva síntesis

15 CUATRO GUERRAS
La guerra de Italia
Bismarck
La guerra danesa
La guerra de Prusia contra Alemania
La guerra contra Francia
Una nueva europa

16 FUSIÓN CON ALEMANIA


Prusia en la constitución alemana
Cambio político y cultural
Combate cultural
Polacos, judíos y otros prusianos
Rey de Prusia y kaiser de Alemania
Soldados y civiles
El ejército y el estado
Un rey se va, el Estado permanece

17 DESENLACES
Revolución en Prusia

Página 7
La Prusia democrática
Disolución de Prusia
Prusia y el Tercer Reich
Los exorcistas
De nuevo Brandemburgo

Sobre el autor

Notas

Página 8
Para Nina

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AGRADECIMIENTOS

E ntre marzo de 1985 y octubre de 1987 viví en Berlín Oeste, un lugar que
ya no existe. Era una ciudad amurallada, una isla en la Alemania
Oriental comunista, rodeada por una valla de planchas de cemento, «una
jaula», como dijo un periodista italiano que la visitaba, «en la que uno se
siente libre». Nadie de quienes vivían allí podrá olvidar la atmósfera única de
esta aislada ciudadela occidental, un vibrante enclave multiétnico, un paraíso
para jóvenes refuseniks que se zafaban del servicio militar en la Alemania
Occidental, y un símbolo de la Guerra Fría, en la que la soberanía formal
descansaba todavía en manos de las potencias victoriosas de 1945. Había muy
poco, en el Berlín Occidental, que recordase el pasado prusiano, que parecía
tan remoto como la antigüedad.
Solo cuando se cruzaba la frontera política en la estación de
Friedrichstrasse, pasando por los torniquetes y corredores metálicos bajo la
mirada de guardias que no sonreían, se encontraba uno en el corazón de la
vieja ciudad prusiana de Berlín la larga fila de elegantes edificios de la Unter
den Linden y las impresionantes simetrías del Forum Fredericianum, donde
Federico el Grande hacía propaganda de las pretensiones culturales de su
reino. Cruzar la frontera era viajar hacia atrás en el tiempo, un tiempo solo
parcialmente oscurecido por las devastaciones del tiempo de guerra y
decenios de abandono posbélico. Un árbol ha crecido en la cúpula rota de la
iglesia francesa del siglo XVIII en el Gendarmenmarkt, sus raíces penetran
profundamente en la sillería. La catedral de Berlín era todavía un casco
ennegrecido desfigurado por la artillería y disparos de fusil de 1945. Para un
australiano proveniente de la apacible ribera de la costa de Sidney, todos estos
cruces tenían una infinita fascinación.

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Los estudiantes del pasado prusiano pueden inspirarse en una de las más
sofisticadas y variadas historiografías del mundo. El primer lugar lo ocupa la
rica y todavía robusta tradición de los escritos anglohablantes transatlánticos
sobre Prusia. Para quien lee alemán está el extraordinario canon nativo
prusiano, que se remonta a los comienzos de la historia como disciplina
académica moderna. Los artículos y monografías de la era clásica de la
historiografía prusiana siguen siendo notables por la profundidad y ambición
de sus estudiosos y por el vigor y elegancia de sus escritos. Los años
transcurridos desde 1989 han presenciado una renovación del interés entre los
jóvenes estudiosos alemanes, y significó un amplio reconocimiento para estos
historiadores de la Alemania Oriental cuyos trabajos, pese al estrecho
horizonte intelectual de la República Democrática Alemana, hicieron mucho
para aclarar la evolución de la estructura de la sociedad prusiana. Uno de los
principales placeres de trabajar en este libro ha sido la libertad de hojear
libremente los escritos de los muchos colegas, vivos y muertos.
Pero hay también deudas más inmediatas. James Brophy, Karin Friedrich,
Andreas Kossert, Benjamin Marschke, Jan Palmowski, Florian Schui y
Gareth Stedman Jones compartieron conmigo versiones preimprenta de sus
manuscritos. Marcus Clausius envió copias de sus transcripciones de los
archivos de la Oficina Colonial alemana. Me fueron útiles los consejos y las
conversaciones con Holger Afflerbach, Margaret Lavinia Anderson, David
Barclay, Derek Beals, Stefan Berger, Tim Blanning, Richard Bosworth,
Annabel Brett, Clarissa Campbell-Orr, Scott Dixon, Richard Drayton, Philip
Dwyer, Richard Evans, Nial Ferguson, Bernhard Fulda, Wolfram Kaiser,
Alan Kramer, Michael Ledger-Lomas, Julia Moses, Jonathan Parry, Wolfram
Pyta, James Retallack, Torsten Riotte, Emma Rothschild, Ulinka Rublack,
Martin Rühl, Hagen Schulze, Hamish Scott, James Sheehan, Brendan Simms,
Jonathan Sperber, Thomas Stamm-Kuhlmann, Jonathan Steinberg, Adam
Tooze, Maiken Unbach, Helmut Walser-Smith, Joachim Whaley, Peter
Wilson, Emma Winter, y Wolfgang Mommsen, visitante asiduo de
Cambridge, cuyo fallecimiento inesperado en agosto de 2004 conmocionó a
sus amigos y colegas de aquí. Como muchos historiadores de Alemania que
ahora trabajan en el Reino Unido, aprendí mucho al colaborar en «La lucha
por la supremacía en Alemania», el Tema Específico de Cambridge,
convocado por Tim Blanning y Jonathan Steinberg en los años ochenta y
primeros noventa. Debo mucho a los veinticinco años de animadas
conversaciones con mi suegro, Rainer Lübbren, perspicaz lector de Historia.

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Doy las gracias especialmente a los amigos que han tenido la generosidad
y aguante suficiente para leer y comentar partes o la totalidad del manuscrito:
Chris Bayly, mi padre Peter Clark, James Mackenzie, Holger Nehring,
Hamish Scott, James Simpson, Gareth Stedman Jones, y John A. Thompson.
Patrick Higgins me dio sus imaginativos consejos y tachó los pasajes
rimbombantes e irrelevantes. Trabajar con la gente de Penguin —Chloe
Campbell, Richard Duguid y Rebecca Lee— ha sido otro de los placeres de
este proyecto. Simon Winder es el ideal platónico de director, dotado de ese
sexto sentido que le permite percibir más claramente que los propios autores
el libro encerrado en el manuscrito. La correctora Bela Cunha fue una
exigente vigilante contra las erratas, contradicciones y silogismos. Gracias
asimismo a Cecilia Mackay por ayudar en la obtención de ilustraciones. Con
todas estas útiles ayudas, el libro, en teoría, no debería contener errores (yo
asumo toda responsabilidad en caso de que no sea así).
¿Cómo dar las gracias la persona más importante de todas? Joseph y
Alexander crecieron durante la elaboración de este libro y me distrajeron de
mil agradables maneras. Nina Lübbren soportó mi egoísta obsesión con
humor y buen garbo y fue la primera lectora y crítica de cada párrafo. Y a ella
le dedico este libro, con mucho cariño.

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INTRODUCCIÓN

E l 25 de febrero de 1947 representantes de las autoridades de ocupación


aliadas en Berlín firmaban una ley por la que se abolía el estado de
Prusia. De ahora en adelante, Prusia pertenecerá a la historia.

El Estado Prusiano, que desde los primeros tiempos ha sido promotor del militarismo y de la
reacción en Alemania, ha dejado de existir de facto.
Guiado por su interés por preservar la paz y la seguridad de los pueblos, y con el deseo de
garantizar una posterior reconstrucción de la vida política en Alemania sobre bases
democráticas, el Consejo de Control decreta lo siguiente:

ARTÍCULO I
El Estado Prusiano junto con su gobierno central y todos sus organismos, queda abolido[1].

La Ley n.° 46 del Consejo de Control aliado era más que una decisión
administrativa. Al borrar a Prusia del mapa de Europa, las autoridades aliadas
emitían también un juicio sobre este país. Prusia no era precisamente un
territorio alemán entre otros, a la par que Baden, Württemberg, Baviera o
Sajonia, sino que era el verdadero origen del malestar alemán que había
afligido a Europa. Era la razón por la que Alemania se había apartado del
camino de la paz y de la modernidad política. «El corazón de Alemania es
Prusia», había dicho Churchill ante el Parlamento británico el 21 de
septiembre de 1943. «Es la fuente de la pestilencia recurrente[2]». La
supresión de Prusia del mapa político de Europa era, así, una necesidad
simbólica. Su historia se había convertido en una pesadilla que oprimía la
mente de los vivos.
El peso de tan ignominioso final influye en el objeto de este libro. En el
siglo XIX y comienzos del XX la historia de Prusia se ha pintado con tonos
básicamente positivos. Los historiadores protestantes de la Escuela Prusiana

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celebraban el Estado Prusiano como vehículo de una administración racional
y del progreso y de la liberación de la Alemania protestante de las ataduras de
la Austria de los Habsburgo y de la Francia bonapartista. Veían, en el estado-
nación dominado por Prusia, fundado en 1870, el resultado natural, inevitable
y mejor de la evolución histórica alemana desde la Reforma.
Esta visión color de rosa de la tradición prusiana se desvaneció después de
1945, cuando la criminalidad del régimen nazi proyectó su larga sombra sobre
el pasado alemán. El nazismo, afirmaba un famoso historiador, no fue un
accidente, sino más bien «un síntoma agudo de la crónica enfermedad
[prusiana]»; el austríaco Adolf Hitler era «un prusiano por elección» debido a
su mentalidad[3]. Ganó terreno la visión de que la historia alemana en la época
moderna había fracasado en su intento de seguir el camino «normal» (por
ejemplo: británico, estadounidense o europeo occidental) hacia una madurez
política relativamente liberal y tranquila. Mientras que el poder de las élites e
instituciones políticas tradicionales fue destruido en Francia, en Gran Bretaña
y en los Países Bajos por las «revoluciones burguesas», así se explicaron las
cosas, en Alemania, en cambio, esto no ocurrió nunca. Por el contrario,
Alemania siguió una «vía especial» (Sonderweg) que culminó en doce años
de dictadura nazi.
Prusia jugó un papel clave en este escenario de malformación política,
pues fue aquí donde las manifestaciones clásicas de la vía especial parecieron
más claramente evidentes. Sobre todo, entre estas se hallaba el poder intacto
de los junkers, los nobles terratenientes de las regiones al este del río Elba
cuya preponderancia en los gobiernos, en el elemento militar y en la sociedad
rural sobrevivió a la época de las revoluciones europeas. Las consecuencias
para Prusia y, por extensión, para Alemania, fueron, por lo que parece,
desastrosas: una cultura política marcada por la intolerancia y la
intransigencia, una inclinación a reverenciar el poder por encima de los
derechos legalmente establecidos y una ininterrumpida tradición de
militarismo. Punto central de casi todos los diagnósticos de esta especial vía
fue la noción de un proceso de modernización torcido o «incompleto», en el
que la evolución de la cultura política fracasó en mantener el paso con las
innovaciones y el crecimiento de la esfera económica. De acuerdo con esta
lectura, Prusia fue la perdición de la Alemania moderna y de la historia
europea. Al imprimir su peculiar cultura política en el naciente estado-nación
alemán, ahogó y marginalizó las culturas políticas más liberales del sur de
Alemania, lo que estableció las bases del extremismo político y de la

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dictadura. Sus hábitos de autoritarismo, servilismo y obediencia prepararon el
terreno para el colapso de la democracia y el advenimiento de la dictadura[4].
Este cambio de paradigma en las percepciones históricas sufrió el
enérgico contraataque de historiadores (la mayoría alemanes occidentales, y
la mayoría con orientaciones políticas liberales o conservadoras) que
buscaban rehabilitar la reputación del estado abolido. Estos destacaron los
logros positivos —un funcionariado civil incorruptible, una actitud tolerante
hacia las minorías religiosas, un código civil (desde 1794) admirado e imitado
por los estados alemanes, una tasa de alfabetización (en el siglo XIX) sin igual
en Europa, y una burocracia ejemplarmente eficaz—. Llamaron la atención
sobre la vitalidad del iluminismo prusiano. Señalaban la capacidad del estado
prusiano para transformarse y reconstituirse en tiempos de crisis. Como
contrapartida del servilismo político destacado por el paradigma de la vía
especial, ponían de relieve notables episodios de insubordinación, en
particular el papel jugado por los oficiales prusianos en la conjura para
asesinar a Hitler en julio de 1944. La Prusia que dibujaban no carecía de
fallos, pero tenía poco en común con el estado racista creado por los nazis[5].
La culminación de esta labor de evocación histórica fue la masiva
exposición de Prusia que se inauguró en Berlín en 1981, y que fue vista por
medio millón de visitantes. Sala tras sala, llenas de objetos y paneles de texto
elaborados por un equipo internacional de estudiosos, permitían al visitante
cruzar por la historia de Prusia a través de una sucesión de escenas y
momentos. Había parafernalia militar, árboles genealógicos de familias
aristocráticas, imágenes de la vida en la corte y pinturas históricas de batallas,
pero también salas organizadas alrededor de temas como la tolerancia,
emancipación y revolución. La finalidad no era cubrir el pasado con un brillo
nostálgico (aunque esto era sin duda demasiado positivo para muchos críticos
de izquierdas), sino alternar luces y sombras, y así «establecer un balance» en
la historia prusiana. Los comentarios sobre la exposición —tanto en los
catálogos oficiales como en los medios de comunicación— se centraron sobre
el significado de Prusia para los alemanes contemporáneos. Gran parte de la
discusión se centró en la lección que se podría o no se podría extraer del
agitado viaje de Prusia hacia la modernidad. Se habló de la necesidad de
honrar las «virtudes» —un servicio público desinteresado y la tolerancia, por
ejemplo—, pero disociándose de las características menos apetecibles de la
tradición prusiana, tales como los hábitos autocráticos en política o la
tendencia a glorificar lo logros militares[6].

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Prusia, más de dos decenios después, sigue siendo una idea que tiene el
poder de polarizar. La unificación de Alemania en 1989 y el traslado de la
capital de Bonn, «occidental» y católica, a Berlín, «oriental» y protestante,
dio lugar a algún recelo respecto al aún no dominado poder del pasado
prusiano. ¿Se estaba despertando el espíritu de la vieja Prusia para atormentar
a la República alemana? Prusia se había extinguido, pero «Prusia» resurgía
como un recuerdo político simbólico. Lo que se había convertido en un
eslogan para elementos de la derecha alemana, que veía en las «tradiciones»
de la vieja Prusia un virtuoso contrapeso para la desorientación, la erosión de
los valores, la corrupción política y el declive de las identidades colectivas en
la Alemania contemporánea[7]. Con todo, para muchos alemanes, «Prusia»
sigue siendo sinónimo de algo repelente en la historia alemana: militarismo,
conquistas, arrogancia y cerrazón política. La controversia sobre Prusia ha
tendido a volver a la vida en cuanto los atributos simbólicos del extinguido
estado entran en juego. La nueva sepultura de los restos de Federico el
Grande en su palacio de Sans Souci, en agosto de 1991, fue objeto de
numerosas e irritadas discusiones y se produjeron fuertes disputas públicas
sobre el plan de reconstruir el palacio urbano en la Schlossplatz en el corazón
de Berlín[8].
En febrero de 2002 Alwin Ziel, que por otra parte era un desconocido
ministro socialdemócrata en el gobierno del estado de Brandemburgo,
consiguió una momentánea notoriedad cuando intervino en un debate sobre
una propuesta de fusionar a la ciudad de Berlín con el estado federal de
Brandemburgo. «Berlín-Brandemburgo», decía, era una palabra demasiado
pesada; ¿por qué no llamar al nuevo territorio «Prusia»? La sugerencia
ocasionó una nueva oleada de debates. Los escépticos avisaron sobre el
resurgimiento de Prusia, el asunto se discutió en programas de la televisión en
toda Alemania, y el Frankfurter Allgemeine Zeitung publicó una serie de
artículos bajo la rúbrica «¿Debería existir una Prusia?» (Daf Preussen sein?).
Entre los participantes estaba el profesor Hans-Ulrich Wehler, un importante
exponente de la vía especial alemana, cuyo artículo —un vociferante rechazo
de la propuesta de Ziel— llevaba por título «Prusia nos envenena[9]».
Ningún intento de comprender la historia de Prusia puede zafarse del todo
al asunto suscitado por estos debates. La cuestión es saber hasta qué punto
exactamente Prusia estuvo involucrada en los desastres del siglo XX alemán
debe ser una parte de toda valoración de la historia de este estado. Lo que no
quiere decir que debamos leer la historia de Prusia (o, en realidad, de
cualquier estado) solo desde la perspectiva de la toma del poder por Hitler. Y

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tampoco nos obliga a situar la evolución de Prusia sobre categorías éticas
binarias, aprobando debidamente las luces y deplorando las sombras. Los
juicios polarizados que abundan en los debates contemporáneos (y en partes
de la literatura histórica) son problemáticos, no solo porque empobrecen la
complejidad de la experiencia prusiana, sino también porque comprimen su
historia en una teleología nacional de la culpabilidad alemana. Con todo, la
verdad es que Prusia era un estado europeo mucho antes de que se convirtiese
en un estado alemán. Alemania no fue una realización de Prusia —aquí
anticipo uno de los argumentos centrales del presente libro— sino su ruina.
Así, no he hecho ningún intento de separar la virtud y el vicio en la
evolución de Prusia o de echarlos en la balanza. No pretendo extrapolar
«lecciones» o dispensar consejos morales o políticos a las generaciones
presentes o futuras. El lector de estas páginas no encontrará al estado-
termitero triste y belicista de algunos tratados prusófobos, ni las confortables
escenas de hogar de la tradición prusófila. Al ser yo un historiador australiano
que escribe en el Cambridge del siglo XXI, me veo felizmente dispensado de
la obligación (o tentación) de lamentar o de celebrar la evolución de Prusia.
Por el contrario, este libro busca comprender las fuerzas que hicieron y
deshicieron a Prusia.
Recientemente está de moda decir que las naciones y estados no son
fenómenos naturales sino creaciones contingentes y artificiales. Se dice que
son «edificios» que han de ser construidos o inventados, con identidades
colectivas que se han «forjado» por actos de la voluntad[10]. Ningún estado
moderno reivindica, más que Prusia, y de manera más llamativa esta
perspectiva: se trató de un ensamblaje de fragmentos territoriales dispares,
que carecían de fronteras naturales o de una cultura nacional, de un dialecto o
de una cocina distintivas. Esta situación se vio amplificada por el hecho de
que la intermitente expansión territorial de Prusia implicaba la incorporación
periódica de nuevas poblaciones, cuya lealtad al estado prusiano debía ser
adquirida, al menos en alguna medida, a través de arduos procesos de
asimilación. Hacer «prusianos» era una empresa lenta y titubeante cuyo
impulso había empezado a disminuir mucho antes de que la historia prusiana
llegase a su terminación formal. El propio nombre de «Prusia» poseía una
cualidad fabricada, pues no derivaba del corazón septentrional de la dinastía
Hohenzollern (la Marca de Brandemburgo, en torno a la ciudad de Berlín),
sino de un ducado báltico no adyacente que formaba el territorio más oriental
del patrimonio Hohenzollern[*]. Fue, por decirlo así, el logo que los electores
de Brandemburgo adoptaron tras su elevación al estatus de reyes en 1701. El

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núcleo y la esencia de la tradición prusiana fue la ausencia de tradición. Cómo
esta entidad política seca y abstracta adquirió carne y hueso, cómo evolucionó
de una lista de molde de títulos principescos hacia algo coherente y vivo y
cómo aprendió a hacerse con la lealtad voluntaria de sus súbditos (todas estas
cuestiones componen la parte central de este libro).
La palabra «prusiano» sigue siendo, en el lenguaje corriente, un tipo
particular de orden autoritario, y es demasiado fácil imaginar la historia de
Prusia como la expansión de un plan ordenado por medio del cual los
Hohenzollern fueron desplegando el poder del estado, integrando sus
posesiones, extendiendo su patrimonio y haciendo retroceder a la nobleza
provinciana. En este escenario, el estado surge de la confusión y oscuridad del
pasado medieval, cortando sus nexos con la tradición, imponiendo un
ordenamiento general y racional. El presente libro pretende desmontar estas
afirmaciones. Pretende, en primer lugar, abrir la evolución de Prusia de tal
modo que tanto el orden como el desorden tengan cabida. Las experiencias de
guerra —el más terrible tipo de desorden— atraviesan la historia de Prusia,
acelerando y retardando el proceso de construcción de un estado de formas
complejas. En cuanto a la consolidación interna del estado, esto tiene que
verse como un proceso fortuito e improvisado que se desplegó en el seno de
un marco social dinámico y a veces inestable. La «administración» significó a
veces un «mote» que significaba control de la agitación. Bien entrado el
siglo XIX, había muchas zonas de las tierras prusianas en las que la presencia
del estado se percibía en escasa medida. De todos modos, esto no quiere decir
que vayamos a relegar «el estado» al margen de la historia de Prusia. Más
bien, debemos comprenderlo como un artefacto de la cultura política, una
forma reflexiva de conocimiento. Es uno de los aspectos notables de la
formación intelectual de Prusia que la idea de una historia de Prusia
diferenciada ha sido entremezclada siempre con reivindicaciones sobre la
legitimidad y necesidad del estado. Por ejemplo, el Gran elector afirmaba, a
mediados del siglo XVII, que la concentración de poder en las estructuras
ejecutivas del estado monárquico era la garantía más fiable contra la agresión
exterior. Pero este argumento —a veces repetido por los historiadores bajo la
rúbrica de una «primacía objetiva de la política exterior»— era en sí mismo
una parte de la historia de la evolución del estado; era uno de los instrumentos
retóricos con los que el príncipe sostenía su reclamación de un poder
soberano.
Pero consideremos el mismo punto de un modo diferente: la historia del
estado prusiano es también la historia de la historia del estado prusiano, ya

Página 18
que el estado prusiano maquilló su historia a medida que pasaba,
desarrollando una narración de su trayectoria pasada cada vez más elaborada
y de sus metas en el presente. A comienzos del siglo XIX la necesidad de
apuntalar la administración prusiana ante los desafíos revolucionarios
provenientes de Francia produjo una escalada discursiva única. El estado
prusiano se legitimó a sí mismo como portador de progreso histórico en
términos tan exaltados que se convirtió en modelo de un tipo particular de
modernidad. Con todo, la autoridad y sublimidad del estado en las mentes de
sus contemporáneos instruidos tuvo escasa relación con su peso real en las
vidas de la gran mayoría de los súbditos.
Hay un contraste curioso entre la modestia de la antigua fundación
territorial de Prusia y la importancia de su lugar en la historia. Los visitantes
de Brandemburgo, la provincia núcleo histórico del estado prusiano, se han
asombrado siempre por la exigüidad de los recursos, el soñoliento
provincialismo de sus ciudades. No había muchas cosas que sugiriesen, o al
menos explicasen, la extraordinaria carrera histórica del estado prusiano.
«Alguien debería escribir una pequeña pieza sobre lo que está ocurriendo
ahora», escribía Voltaire al comienzo de la Guerra de los Siete Años
(1756-1763), cuando su rey amigo Federico de Prusia luchaba para rechazar a
las fuerzas combinadas de franceses, rusos y austríacos. «Tendría alguna
utilidad explicar cómo el país arenoso que es Brandemburgo acabó teniendo
tal poder habiéndose realizado contra él mayores esfuerzos de los que se
habían hecho contra Luis XIV[11]». La aparente desproporción entre la fuerza
manifestada por el estado prusiano y los recursos disponibles del país para
sustentarla ayuda a explicar una de las más curiosas características de la
historia de Prusia en cuanto potencia europea, en particular la alternancia de
los momentos de fuerza precoz con momentos de peligrosa debilidad. Prusia
queda ligada en la conciencia pública a la memoria de sus éxitos militares:
Rossbach, Leuthen, Leipzig, Waterloo, Königgrätz, Sédan. Pero, a lo largo de
su historia, Brandemburgo-Prusia estuvo repetidamente al borde de la
extinción política: durante la Guerra de los Trece Años, de nuevo durante la
Guerra de los Siete Años, y una vez más en 1806, cuando Napoleón aplastó al
ejército prusiano y persiguió al rey por el norte de Europa hasta Memel, en el
extremo más oriental de su reino. Los períodos de rearme y consolidación
militar se vieron entreverados a largos períodos de contracción y declive. El
lado oscuro de los inesperados éxitos de Prusia fue una perdurable sensación
de vulnerabilidad que dejó una característica huella en la cultura política del
estado.

Página 19
Este libro trata de cómo Prusia se hizo y se deshizo. Solo a través de una
apreciación de ambos procesos podemos comprender cómo un estado que un
tiempo había destacado notablemente en la conciencia de tantos, pudo, de
manera tan abrupta y general, desparecer, sin que nadie lo llore, del escenario
político.

Página 20
HISTORIA DE BRANDEMBURGO-PRUSIA EN SEIS MAPAS

Fuente: Otto Busch y Wolfgang Neugebauer (coords.),


Moderne Preußische Geschichte 1648-1947. Eine Anthologie
(3 vols., Walter de Gruyter, Berlín, 1981), vol. 3.

Página 21
Mapa 1. El Electorado de Brandemburgo a la llegada de los Hohenzollern en 1415.

Página 22
Mapa 2. Brandemburgo-Prusia en tiempos del Gran Elector (1640-1688).

Página 23
Mapa 3. El Reino de Prusia con Federico el Grande (1740-1786).

Página 24
Mapa 4. Territorios incorporados a Prusia durante la segunda y tercera partición de Polonia
bajo el reinado de Federico Guillermo II.

Página 25
Mapa 5. Prusia tras el Congreso de Viena de 1815.

Página 26
Mapa 6. Prusia en tiempos del Primer Reich (1871-1918).

Página 27
1 LOS HOHENZOLLERN
DE BRANDEMBURGO

El núcleo

E n un principio existía solo Brandemburgo, territorio de unos 40 000


kilómetros cuadrados y centrado en la ciudad de Berlín. Este era el
corazón del estado que sería conocido como Prusia. Situado en medio de una
uniforme llanura que se extiende de los Países Bajos al norte de Polonia, el
país brandemburgués ha atraído a muy pocos visitantes. No posee fronteras
propias. Los ríos que lo cruzan son perezosas corrientes con meandros sin la
grandeza del Rin o del Danubio. Monótonos bosques de abedules y abetos
cubren la mayor parte de su superficie. El topógrafo Nicolaus Leuthinger,
autor de una de las primeras descripciones de Brandemburgo, la describió en
1598 como «una tierra plana, boscosa y en su mayor parte pantanosa». «Zona
arenosa», «llana», «cenagosa» y «sin cultivar» eran lugares comunes
recurrentes en todas las descripciones antiguas, incluso en las más
elogiosas[1].
Los suelos de gran parte de Brandemburgo eran de mala calidad. En
algunas zonas, especialmente en torno a Berlín, el terreno era tan arenoso y
ligero que los árboles no podían crecer en él. A este respecto, poco había
cambiado hacia mediados del siglo XIX, cuando un viajero inglés que iba
hacia Berlín desde el sur, en pleno verano, la describía como «una vasta
región de arena desnuda y abrasadora; aldeas, pocas y alejadas entre sí, y
bosques de abetos raquíticos, y el terreno bajo ellos está blanquecino debido a
una espesa alfombra de musgo de reno[2]».

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Es famosa la observación de Metternich de que Italia era una «expresión
geográfica». No puede decirse lo mismo de Brandemburgo. Carecía de acceso
al mar y de todo tipo de fronteras naturales defendibles. Era una entidad
puramente política, formada con tierras tomadas a los paganos eslavos en la
Edad Media y colonizadas por inmigrantes de Francia, Países Bajos, norte de
Italia e Inglaterra, y también de las tierras germanas. El carácter eslavo de la
población fue borrado gradualmente, aunque quedaron hasta bien entrado el
siglo XX bolsas de eslavohablantes —conocidos por «wendos»— en las aldeas
del Spreewald, cerca de Berlín. El carácter de frontera de la región, su
identidad como el límite oriental de los asentamientos germanos cristianos,
quedó conservado semánticamente en el término «Mark», o «marca
fronteriza» (como en el caso de la Marca Galesa), usado para el
Brandemburgo en conjunto y para cuatro de sus cinco provincias
constitutivas: el Mittelmark, en torno a Berlín, el Altmark al oeste; el
Uckermark al norte, y el Neumark al este (la quinta era Prignitz, al noroeste).

Los sistemas de transporte eran primitivos. Al carecer Brandemburgo de


costa, no había puertos sobre el mar. Los ríos Elba y Oder fluían hacia el
septentrión, hacia el mar del Norte y el Báltico a través de las laderas
occidentales y orientales de la Marca, pero no había ninguna vía fluvial entre

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ambos por lo que las ciudades de Berlín y Potsdam quedaban sin acceso
directo a las arterias del transporte de la región. En 1548 comenzaron los
trabajos de un canal que debía unir el Oder con el río Spree, que corría entre
Berlín y su ciudad hermana de Cölln, pero el proyecto resultó demasiado caro
y fue abandonado. Ya que en esta época el transporte era mucho más caro por
rutas terrestres que por rutas fluviales, la escasez de vías acuáticas navegables
entre el este y el oeste fue una seria desventaja estructural.
Brandemburgo quedaba fuera de las zonas manufactureras alemanas
basadas en la agricultura especializada (vino, rubia, lino, fustán) y en la lana y
la seda, pero no estaba bien dotado de recursos minerales clave (plata, cobre,
hierro, zinc, y estaño)[3]. El más importante centro de actividad metalúrgica
era la herrería instalada en la ciudad fortificada de Peitz en los años 1550.
Una descripción de la época muestra notables edificios situados en rápidas
corrientes de agua artificiales. Una gran rueda hidráulica hacía funcionar los
pesados martillos que laminaban y daban forma al metal. Peitz tenía alguna
importancia para el elector, cuyas guarniciones dependían de esta para el
municionamiento; por otro lado, no tenía mucha importancia económica. El
hierro producido aquí era propenso a hacerse pedazos cuando el tiempo era
frío. Brandemburgo, pues, no estaba en situación de competir por los
derechos aduaneros de la exportación en los mercados regionales y su
naciente sector metalúrgico no habría podido sobrevivir sin los contratos del
gobierno y las restricciones a la importación[4]. Nada de esto puede
compararse con las florecientes fundiciones en el electorado de Sajonia, en el
sudeste, rico en minas de hierro. Ni gozaba de la autosuficiencia en
armamento que permitió a Suecia afirmarse como una potencia regional en
los primeros años del siglo XVII.
Las primeras descripciones de la topografía agraria de Brandemburgo dan
una impresión mixta. La pobre calidad del suelo en gran parte del territorio
significa que en varias zonas el rendimiento era bajo. En ciertos lugares, los
suelos se agotaban tan rápidamente que podían sembrarse solo cada seis,
nueve o doce años, y esto sin mencionar las bastante grandes extensiones de
«arena infecundas» o tierras inundadas, en las que no crecía nada en
absoluto[5]. Por otro lado, había también zonas —en especial en el Altmark y
en Uckermark, y el fértil Havelland, al oeste de Berlín— con extensiones
suficientes de tierra arable para soportar cultivos intensivos de cereales, y
aquí había signos, hacia 1600, de verdadera vitalidad económica. Bajo las
favorables condiciones del prolongado ciclo de crecimiento europeo en el
siglo XVI, los terratenientes de la nobleza de Brandemburgo amasaron

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impresionantes fortunas con la producción de grano para la exportación.
Muestras de esta riqueza pueden verse en las elegantes casas renacentistas —
prácticamente ninguna ha sobrevivido— edificadas por las familias más ricas,
una creciente posibilidad de enviar a los hijos fuera para estudios
universitarios, y un neto crecimiento en el valor de las propiedades agrícolas.
Las oleadas de inmigrantes alemanes del siglo XVI que llegaron a
Brandemburgo de Franconia, de los estados sajones, de Silesia y de Renania
para establecerse en las granjas no ocupadas fueron una señal más de la
creciente prosperidad.
De todos modos, es fácil pensar que los beneficios obtenidos incluso por
el más exitoso de los terratenientes no contribuían a ganancias de la
productividad o a un crecimiento económico a largo plazo a una escala menos
local[6]. El sistema señorial de Brandemburgo no dejaba excedentes de mano
de obra ni generaba suficiente poder adquisitivo que pudiese estimular el tipo
de desarrollo urbano que encontrábamos en la Europa occidental. Las
ciudades del territorio se desarrollaron como centros administrativos
adaptando las manufacturas y el comercio locales, pero siguieron teniendo
una entidad modesta. La capital, un asentamiento compuesto conocido
entonces por Berlín-Cölln, tenía solo 10 000 habitantes cuando estalló la
Guerra de los Treinta Años en 1618 —el núcleo poblacional de la City de
Londres en esos años era de unos 130 000 habitantes.

Dinastía

¿Cómo se convirtió este poco prometedor territorio en el corazón de un


poderoso estado europeo? La clave reside en parte en la prudencia y ambición
de la dinastía gobernante. Los Hohenzollern eran un clan en formación de
magnates alemanes del sur. En 1417, Federico Hohenzollern, burgrave del
pequeño pero rico territorio de Núremberg, compró Brandemburgo a su
entonces soberano, el emperador Segismundo, por 400 000 florines de oro
húngaros. La transacción acarreó prestigio y también tierras, pues
Brandemburgo era uno de los siete electorados del Sacro Imperio Romano, un
muestrario de estados y pequeños estados que se extendían a lo largo de la
Europa germánica. Al adquirir el nuevo título, Federico I, elector de
Brandemburgo, entraba en un universo político que desde entonces ha
desaparecido completamente del mapa de Europa. El «Sacro Imperio Romano
de Nación Germana» era, básicamente, un superviviente del mundo medieval

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de la monarquía cristiana universal, mezclaba la soberanía y los privilegios
corporativos. No era un «imperio» en el sentido que se le da en el mundo
anglosajón a un sistema de gobierno implantado por un territorio sobre otros,
sino con una estructura constitucional flexible centrado en la corte imperial y
que abarca más de 300 entidades territoriales soberanas que variaban
notablemente en tamaño y estatus legal[7]. Los sujetos del Imperio incluían no
solo a alemanes, sino también a francohablantes, como los valones, flamencos
en los Países Bajos, y daneses, checos, eslovacos, eslovenos, croatas e
italianos en la periferia norte y este de la Europa germana. Su principal
órgano político era la Dieta Imperial, asamblea de delegados que
representaban a los principados territoriales, obispados soberanos, abadías,
condados y ciudades libres imperiales (miniestados independientes como
Hamburgo, y Augusta), que formaban las «posesiones» del Imperio.
Presidiendo este panorama político tan variado se hallaba el Sacro
Emperador Romano. Se trataba de un cargo electivo —cada nuevo emperador
debía ser elegido tras acuerdo entre los electores— de modo que, en teoría, el
cargo podía recaer en un candidato de una dinastía adecuada—. Con todo,
desde finales de la Edad Media hasta la abolición formal del Imperio en 1806,
las opciones recayeron, en la práctica, en el miembro masculino de más edad
de la familia de los Habsburgo[8]. En los años 1520, siguiendo un
encadenamiento de matrimonios ventajosos y de sucesiones afortunadas (las
más importantes de Bohemia y Hungría), los Habsburgo eran con mucho la
dinastía alemana más rica y poderosa. Las tierras de la corona de Bohemia
incluían el Ducado de Silesia, rico en minerales, y los margravatos de la
Lusacia Superior e Inferior, centros manufactureros importantes. Así, la corte
habsbúrgica controlaba un impresionante número de territorios que iban del
extremo occidental de Hungría a las fronteras meridionales del
Brandemburgo.
Cuando se convirtieron en electores de Brandemburgo, los Hohenzollern
de Franconia se unieron a una exigua élite de príncipes alemanes —había
siete en total— que tenían derecho a elegir al hombre que se convertiría en
Sacro Emperador Romano de la Nación Germana. El título electoral era una
baza de enorme significado. Confería una preeminencia simbólica a la que se
daba una expresión visible no solo en las insignias y ritos políticos soberanos
de la dinastía, sino también en los elaborados ceremoniales que acompañaban
a todas las funciones oficiales del Imperio. Todo esto situó a los soberanos de
Brandemburgo en una posición que periódicamente implicaba intercambios
del voto electoral de los territorios por las concesiones políticas y donaciones

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por parte del emperador. Tales oportunidades surgían no solo con ocasión de
una elección imperial como tal, sino también en todas esas veces en que un
emperador que aún reinaba trataba de asegurarse un apoyo previo para su
sucesor.
Los Hohenzollern trabajaron duro para consolidar y expandir su
patrimonio. Hubo pequeñas pero significativas adquisiciones territoriales casi
en todos los reinos hasta mediados del siglo XVI. A diferencia de otras
dinastías alemanas de la región, los Hohenzollern trataron también de evitar la
partición de sus tierras. La ley de sucesión, conocida por Dispositio Achillea
(1473) garantizó la unidad hereditaria de Brandemburgo. Joaquín I (reinado
1499-1535) se burló de esta ley al ordenar que sus tierras fuesen divididas a
su muerte entre sus dos hijos, pero el hijo más joven murió sin progenie en
1571 y se restableció la unidad de la Marca. En su Testamento Político de
1596, el elector Juan Jorge (reinado 1571-1598) propuso de nuevo la partición
de la Marca entre los hijos de sus matrimonios. Su sucesor, el elector Joaquín
Federico, consiguió mantener unida la herencia de Brandemburgo, pero solo
gracias a la extinción del linaje familiar meridional de Franconia, lo que le
permitió compensar a sus hermanos menores con tierras exteriores al
patrimonio de Brandemburgo. Como sugieren estos ejemplos, los
Hohenzollern del siglo XVI seguían pensando y actuando como jefes ciánicos
más que como gobernantes de un estado. Sin embargo, si bien la tentación de
colocar en primer lugar a la familia continuó después de 1596, no llegó a ser
nunca tan fuerte como para predominar sobre la integridad del territorio.
Otros territorios dinásticos de este período fueron fracturándose a lo largo de
las generaciones en estados aún más pequeños, pero Brandemburgo continuó
intacto[9].
El emperador Habsburgo cobró gran importancia respecto al horizonte
político del elector Hohenzollern de Berlín. Aquel no era exactamente un
poderoso príncipe europeo, sino también el hito simbólico y el garante del
propio Imperio, cuya antigua constitución era la base de toda soberanía en la
Europa germana. El respeto por su poder se entremezclaba con un profundo
apego al orden político que personificaba. Aunque nada de esto significaba
que el emperador Habsburgo podía controlar o dirigir los asuntos del imperio
por sí solo. No existía un gobierno central imperial, ni un derecho imperial
para recaudar impuestos, ni un ejército o una fuerza policial imperial
permanentes. Doblegar al Imperio a su voluntad era siempre un asunto de
negociación, transacciones y maniobras. Debido a todas sus continuidades

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con el pasado medieval, el Sacro Imperio Romano era un sistema fluido y
dinámico caracterizado por un inestable equilibrio de poder.

Reforma

En el decenio de 1520, las energías liberadas por la Reforma alemana agitaron


este complejo sistema, generando un proceso de polarización galopante. Un
influyente grupo de príncipes territoriales adoptaron la confesión luterana,
junto con aproximadamente dos quintos de las Ciudades Libres. El emperador
Habsburgo, Carlos V, decidido a salvaguardar el carácter católico del Sacro
Imperio Romano y a consolidar al mismo tiempo su propio dominio imperial,
formó una alianza antiluterana. Sus fuerzas consiguieron algunas notables
victorias en la Guerra de Esmalcalda de 1546-1547, pero la perspectiva de
ulteriores avances de los Habsburgo fue suficiente para aglutinar a los
opositores y rivales de la dinastía dentro y fuera del Imperio. A comienzos de
los años 1550 Francia, siempre deseosa de bloquear las maquinaciones de
Viena, había comenzado a dar apoyo militar a los territorios protestantes
alemanes. Las consecuencias del punto muerto resultante fueron el
compromiso de arreglo acordado en la Dieta de Augsburgo de 1555. La Paz
de Augsburgo reconocía formalmente la existencia de territorios luteranos
dentro del Imperio y concedía a los soberanos luteranos el derecho a imponer
la conformidad confesional sobre sus propios súbditos.
A lo largo de este agitado período los Hohenzollern de Brandemburgo
mantuvieron una política de neutralidad y circunspección. Deseando no
enajenarse al emperador, tardaron en comprometerse formalmente con la fe
luterana; una vez hecho esto, establecieron una reforma territorial tan
cautelosa y tan gradual que necesitó la mayor parte del siglo XVI para llevarse
a cabo. El elector Joaquín I de Brandemburgo (1499-1535) quiso que sus
hijos permaneciesen en el seno de la Iglesia católica, pero en 1527 su mujer
Isabel de Dinamarca tomó el asunto en sus manos y se convirtió al
luteranismo antes de huir a Sajonia, donde se colocó bajo la protección del
elector luterano Juan[10]. El nuevo elector era también un católico cuando
accedió al trono de Brandemburgo con el nombre de Joaquín II (reinado
1535-1571), pero enseguida siguió el ejemplo de su madre y se convirtió a la
fe luterana. Aquí, como en otras muchas ocasiones posteriores, las mujeres de
la dinastía jugaron un papel crucial en el desarrollo de la política confesional
de Brandemburgo.

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Aun con su simpatía personal por la causa de la reforma religiosa,
Joaquín II no se precipitó a incluir formalmente su territorio en la nueva fe.
Todavía le gustaba la antigua liturgia y la pompa del ritual católico. Deseaba
fuertemente, además, no dar ningún paso que pudiese dañar la posición de
Brandemburgo dentro del entramado de un Imperio todavía
predominantemente católico. El retrato pintado hacia 1551 por Lucas Cranach
el Joven capta ambos lados del hombre. Vemos una figura imponente, de pie,
con los puños apoyados sobre el vientre expuesto, cubierto por las enjoyadas
vestiduras de la corte en esa época. Hay una actitud vigilante en sus rasgos.
Unos ojos precavidos miran oblicuamente desde su cuadrado rostro.

1. Lucas Cranach, El elector Joaquín II


(1535-1571), c. 1551.

Durante las grandes luchas políticas del Imperio, Brandemburgo aspiró a


un papel de agente conciliador y honesto. Los enviados del elector se vieron
implicados en varias intentonas fallidas de pergeñar un compromiso entre el
campo protestante y el católico. Joaquín II se distanció de los príncipes
protestantes más radicales e incluso envió un pequeño contingente de tropas a
caballo para apoyar al emperador en la Guerra de Esmalcalda. No fue hasta
1563, durante la calma relativa que siguió a la Paz de Augsburgo, cuando
Joaquín formalizó su adhesión personal a la nueva religión, por medio de una
confesión de fe pública.

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Solo en el reinado del elector Juan Jorge (1571-1598), hijo de Joaquín II,
las tierras de Brandemburgo comenzaron a desarrollar un carácter más
firmemente luterano. Fueron nombrados luteranos ortodoxos para cargos
profesionales en la Universidad de Fráncfort del Oder, la reglamentación de la
iglesia de 1540 fue revisada completamente para adaptarla más fielmente a
los principios luteranos, y se llevaron a cabo dos inspecciones territoriales de
iglesias (1573-1581 y 1594) para garantizar que la transición al luteranismo se
cumplía a niveles provinciales y locales. Sin embargo, en la esfera de la
política imperial, Juan Jorge siguió siendo un partidario leal de la corte de los
Habsburgo. Incluso el elector Joaquín Federico (reinado 1598-1608), que de
joven se había opuesto al bando católico con su apoyo abierto a la causa
protestante, suavizó su postura cuando subió al trono, y se distanció de las
distintas combinaciones protestantes, en un intento de obtener concesiones
religiosas de la corte imperial[11].
Si bien los electores de Brandemburgo eran prudentes, no les faltaba
ambición. Para un estado que carecía de fronteras defendibles o de recursos
para alcanzar sus objetivos por medios coercitivos, el instrumento político
preferido eran los matrimonios. Observando las alianzas matrimoniales de los
Hohenzollern del siglo XVI, nos sorprende el punto de vista aleatorio: en 1502
y de nuevo en 1523, hubo matrimonios con la Casa de Dinamarca, por medio
de los que el elector reinante esperaba (en vano) adquirir la posibilidad de
reclamar partes de los ducados del Schleswig y del Holstein y un puerto en el
mar Báltico. En 1530, su hija se casó con el duque Georg I de Pomerania, con
la esperanza de que un día Brandemburgo heredaría el ducado y adquiriría
una franja de costa báltica. El rey de Polonia era otro de los jugadores
importantes en los cálculos brandemburgueses. Este era el señor feudal
supremo del Ducado de Prusia, un principado báltico que había estado bajo el
control de la Orden Teutónica hasta su secularización en 1525, y gobernado a
partir de esa fecha por el duque Albrecht von Hohenzollern, primo del elector
de Brandemburgo.
Esto se debió en parte a que quería poner sus manos sobre este apetecible
territorio, por lo que el elector Joaquín II casó con la princesa Hedwig de
Polonia en 1535. En 1564, cuando el hermano de su mujer se hallaba en el
trono polaco, Joaquín obtuvo un éxito cuando sus dos hijos fueron nombrados
herederos secundarios del ducado. Tras la muerte del duque Albrecht cuatro
años más tarde, este estatus se vio confirmado por el Reichstag polaco de
Lublin, abriendo así la perspectiva de la sucesión de Brandemburgo al ducado
si el nuevo duque, Albrecht Friedrich, de dieciséis años de edad, moría sin

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sucesor masculino. Acabó ocurriendo que la apuesta mereció la pena:
Albrecht Friedrich vivió, con escasa salud mental, pero sí física, durante otros
cincuenta años, hasta 1618, cuando murió, habiendo engendrado dos hijas,
pero ningún hijo.
Entre tanto, los Hohenzollern no perdieron el tiempo, reforzando su
reclamación sobre el Ducado de Prusia por todos los medios posibles. Los
hijos tomaron el asunto donde los padres lo habían dejado. En 1603, el elector
Joaquín Federico convenció al rey polaco para que le otorgase poderes de
regente sobre el ducado (lo que era necesario debido a la enfermedad mental
del duque reinante). Su hijo Juan Segismundo había consolidado su relación
con la Prusia Ducal casándose con la hija mayor del duque Albrecht
Friedrich, Ana de Prusia, en 1594, pasando por alto el cándido aviso de su
madre de que «no era la más guapa[12]». Luego, con el fin, posiblemente, de
prevenir que otra familia se metiese por la fuerza en la herencia, el padre,
Joaquín Federico, cuya primera mujer había muerto, se casó con la hermana
menor de la mujer de su hijo. El padre era ahora cuñado de su hijo, mientras
que la hermana más joven de Ana se convertía también en su suegra.
De este modo, pareció segura una sucesión directa del Ducado de Prusia.
Pero el matrimonio entre Juan Segismundo y Ana abrió la perspectiva de una
nueva y rica herencia en el oeste. Ana no solo era hija del duque de Prusia,
sino también sobrina de otro duque loco alemán, Juan Guillermo, de Jülich-
Kleve, cuyos territorios abarcaban los ducados renanos de Jülich, Kleve
(Cleves) y Berg, y los condados de Mark y Ravensberg. La madre de Ana,
María Eleonora, era la hermana mayor de Juan Guillermo. El parentesco por
el lado de su madre no contaba demasiado, a no ser por un pacto entre la Casa
de Jülich-Kleve que permitía que las propiedades y títulos de la familia
pudiesen pasar a la línea de sucesión femenina. El poco frecuente acuerdo
resultaba en que Ana de Prusia fuese la heredera de su tío, lo que hacía que su
marido, Juan Segismundo de Brandemburgo, pudiese reclamar las tierras de
Jülich-Kleve[13]. Nada ilustra mejor la cualidad fortuita del mercado de
matrimonios en los primeros tiempos de la Europa moderna, con sus brutales
conspiraciones transgeneracionales, y su papel en la fase formativa de la
historia de Brandemburgo.

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Grandes expectativas

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A comienzos del siglo XVII los electores de Brandemburgo estaban cerca de
unas posibilidades que eran estimulantes pero también problemáticas. Ni el
Ducado de Prusia ni los dispersos ducados y condados de la herencia Jülich-
Kleve eran colindantes con la Marca de Brandemburgo. Jülich-Kleve se
situaba en el borde occidental del Sacro Imperio Romano, pegada a los Países
Bajos españoles y a la República Holandesa. Era un conjunto de territorios
mixtos en cuanto a su confesión, en una de las regiones más urbanizadas e
industrializadas de la Europa germana. La Prusia Ducal luterana —tan
extensa, más o menos, como el propio Brandemburgo— quedaba fuera del
Sacro Imperio Romano, al este, en la costa báltica, rodeada de tierras de la
Unión Polaco-Lituana. Se trataba de un lugar con playas y ensenadas barridas
por el viento, llanuras cerealícolas, lagos apacibles, pantanos y bosques
sombríos.
No era insólito en los comienzos de la Edad Moderna europea, para
territorios geográficamente dispersos, acabar bajo la autoridad de un solo
soberano, aunque las distancias existentes en este caso eran inusualmente
grandes. Más de 700 kilómetros de carreteras y caminos —muchos de los
cuales eran prácticamente intransitables en tiempo lluvioso— había entre
Berlín y Königsberg.
Estaba claro que las reclamaciones de Brandemburgo encontrarían
oposición. Un influyente partido, en la Dieta polaca, se oponía a la sucesión
de Brandemburgo, y había al menos siete importantes rivales pretendientes de
la herencia de Jülich-Kleve, de los cuales el más fuerte sobre el papel
(después de Brandemburgo) era el duque de Pfalz-Neuburg, en el oeste de
Alemania. Tanto la Prusia Ducal como Jülich-Kleve estaban situados,
además, en zonas de elevada tensión internacional. Jülich-Cleve cayó en la
órbita de la lucha de los holandeses por independizarse de España, que había
estallado intermitentemente desde los años 1560; la Prusia Ducal estaba en
una zona de conflicto entre la Suecia expansionista y la Unión Polaco-
Lituana. La estructura militar del Electorado se basaba en un sistema arcaico
de reclutamiento feudal, que se hallaba en rápido declive desde hacía más de
un siglo en 1600. No había un ejército permanente, salvo unas cuantas
compañías de guardias de corps y algunas insignificantes guarniciones de
fortalezas. Aun suponiendo que Brandemburgo fuese capaz de hacerse con
ellos en primer lugar, conservar los nuevos territorios habría requerido la
utilización de considerables recursos.

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Pero ¿de dónde podrían venir estos recursos? Todo intento de ampliar la
base fiscal del elector con el fin de financiar la adquisición de nuevos
territorios se encontraría, sin duda, con una rotunda oposición interna. Al
igual que muchos príncipes europeos, los electores de Brandemburgo
compartían el poder con una serie de élites regionales, organizadas en cuerpos
representativos llamados estados. Los estados aprobaban (o no) los impuestos
recaudados por el elector y (desde 1549) administraban sus recaudaciones. A
cambio, poseían amplios poderes y privilegios. Por ejemplo, el elector tenía
prohibido formar parte de alianzas sin primero obtener la aprobación de los
estados[14]. En una declaración publicada en 1540, y reiterada en varias
ocasiones hasta 1653, el elector llegó a prometer, incluso, que «no decidiría ni
emprendería nada importante de lo que pudiera depender el florecimiento o el
declinar del país, sin preaviso o consulta a todos nuestros estados[15]». Por
ello sus manos estaban atadas. Las noblezas provinciales tenían la parte del
león de la riqueza de la tierra del Electorado; y eran, asimismo, los más
importantes acreedores del elector. Sin embargo, su visión de las cosas era
vehementemente parroquial; no tenían ningún interés en ayudar al elector en
la adquisición de territorios remotos sobre los que no sabían nada, y se
oponían a toda acción que pudiese minar la seguridad de la Marca.
El elector Joaquín Federico era consciente de la escala del problema.
El 13 de diciembre de 1604 anunciaba el establecimiento de un Consejo
Privado (Geheimer Rat), cuerpo formado por nueve consejeros cuya tarea era
supervisar «los altos e importantes asuntos que nos preocupan», en especial
los relacionados con las reclamaciones respecto a Prusia y a Jülich[16]. El
Consejo Privado se oponía a funcionar colegialmente, por lo que los asuntos
debían ser sopesados desde toda una serie de ángulos con una gran solidez de
puntos de vista. Nunca se convirtió en el núcleo de una burocracia estatal —el
calendario de las reuniones regulares proyectado en el orden original, no se
observó nunca y su función se redujo a ser meramente consultiva[17]—. Pero
la amplitud y diversidad de sus responsabilidades marcó una nueva
determinación dirigida a concentrar la toma de decisiones en el más alto nivel.
Hubo también una nueva política matrimonial orientada hacia Occidente.
En febrero de 1605, el nieto del elector, que tenía diez años, Jorge Guillermo,
fue prometido a la hija, de ocho años de edad, de Federico IV, el elector
palatino. El Palatinado, un notable y rico territorio sobre el Rin, era el
principal centro alemán del calvinismo, una forma rigurosa de protestantismo
que había roto de manera más radical que los luteranos con el catolicismo.
Durante la segunda mitad del siglo XVI la fe calvinista, o reformada, había

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puesto pie en partes de Alemania Occidental y meridional. Heidelberg, capital
del Palatinado, era el centro de una red de relaciones militares y políticas que
abarcaba a muchas de las ciudades y principados calvinistas alemanes, pero
que también se extendía a las potencias calvinistas extranjeras, sobre todo la
República Holandesa. Federico IV poseía una de las fuerzas armadas más
formidables de la Alemania Occidental, y el elector esperaba que unas
relaciones más estrechas le aportarían apoyo estratégico para las
reclamaciones de Brandemburgo en el oeste. Sintiéndose bastante seguro, en
abril de 1605 se formalizó una alianza entre Brandemburgo, el Palatinado y la
República Holandesa, por la que los holandeses, a cambio de subsidios
militares, aceptaron mantener 5000 hombres dispuestos a ocupar Jülich para
el elector.
Esto era una desviación. Al aliarse con los intereses militantes de los
calvinistas, los Hohenzollern se habían situado al margen del acuerdo
alcanzado en Augsburgo en 1555, que había reconocido el derecho de
tolerancia para los luteranos, pero no para los calvinistas. Ahora
Brandemburgo se ponía de acuerdo con algunos de los peores enemigos del
emperador Habsburgo. Una separación se producía entre quienes tomaban las
decisiones en Berlín. El elector y la mayoría de sus consejeros preferían una
política de cautela y moderación. Pero un grupo de figuras influyentes en
torno al hijo mayor del elector, el gran bebedor Juan Segismundo (reinado
1608-1619) optó por la línea dura. Uno de estos era el consejero del Consejo
Privado Ottheinrich Bylandt zu Rheydt, él mismo nativo de Jülich. Otro era la
mujer de Juan Segismundo, Ana de Prusia, la portadora de la reclamación
sobre Jülich-Kleve. Apoyado por sus partidarios o quizá conducido por ellos
Juan Segismundo presionó para que se diesen unas más estrechas relaciones
con el Palatinado; e incluso afirmó que Brandemburgo debería tomar la
delantera en cualquier disputa sobre la sucesión de Jülich-Kleve invadiéndola
y ocupándola con anticipación[18]. No será la última vez que en la historia del
estado de los Hohenzollern la élite política se polarice en torno a opciones
opuestas de política internacional.
En 1609 el viejo y loco duque de Jülich-Kleve finalmente murió,
activando la reclamación brandemburguesa sobre sus territorios. El momento
no podía ser más propicio. El conflicto regional entre los Habsburgo de
España y la República Holandesa todavía bullía, y la herencia se hallaba en el
estratégico y vital corredor militar que llevaba a los Países Bajos. Para
empeorar las cosas, se había producido una notable escalada en las tensiones
confesionales a lo largo del imperio. Siguiendo una secuencia de encarnizadas

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disputas religiosas, surgieron dos alianzas confesionales opuestas: la Unión
Protestante en 1608, encabezada por el Palatinado calvinista, y la Liga
Católica en 1609, dirigida por el duque Maximiliano de Baviera, bajo la
protección del emperador. En tiempos menos agitados, el elector de
Brandemburgo y el duque de Pfalz-Neuburg se habrían dirigido, sin duda, al
Emperador para resolver la disputa sobre Jülich-Kleve. Pero en el clima
partidista de 1609, podía no confiarse en la neutralidad del emperador. Por el
contrario, el elector decidió rodear los mecanismos del arbitraje imperial y
firmar un acuerdo separado con su rival: ambos príncipes ocuparían el
territorio disputado conjuntamente, a la espera de una posterior resolución de
sus reclamaciones.
Su acción provocó una crisis de envergadura. Se enviaron tropas
imperiales desde los Países Bajos españoles para supervisar la defensa de
Jülich. Juan Segismundo se unió a la Unión Protestante, que hizo público su
apoyo a los dos demandantes y movilizó un ejército de 5000 hombres.
Enrique IV de Francia se mostró interesado y decidió intervenir del lado de
los protestantes. Solo el asesinato del rey francés en mayo de 1610 evitó el
estallido de un conflicto mayor. Una fuerza compuesta por tropas holandesas,
francesas, inglesas y de la Unión Protestante penetró en Jülich y asediaron a
la guarnición católica. Mientras tanto, nuevos estados acabaron uniéndose a la
Liga Católica y al emperador, en su furia hacia los demandantes, concedieron
todo el complejo de Jülich-Kleve al elector de Sajonia, haciendo temer la
inminencia de una invasión conjunta sajona-imperial de Brandemburgo. En
1614, tras nuevas disputas, el legado Jülich-Kleve fue dividido —a la espera
de un arreglo final— entre los dos demandantes: el duque de Pfalz-Neuburg
recibió Jülich y Berg, mientras Brandemburgo se hacía con Cleves, Mark,
Ravensberg y Ravenstein (véase mapa anterior "La sucesión de Jülich-Kleve).
Se trataba de adquisiciones de considerable importancia. El Ducado de
Cleves estaba a caballo del río Rin, asomándose al territorio de la República
Holandesa. En la Baja Edad Media, la construcción de un sistema de diques
había recuperado el fértil suelo de las tierras inundadas del Rin,
transformando el territorio en la panera de los Países Bajos. El Condado de
Mark era menos fértil y estaba menos poblado, pero había notables bolsas de
actividad minera y metalúrgica. El pequeño Condado de Ravensberg
dominaba estratégicamente la importante ruta comercial que unía la Renania
con la Alemania del noreste, y poseía una floreciente industria del lino,
concentrada principalmente en torno a Bielefeld, la capital. El exiguo Señorío

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de Ravenstein, situado sobre el río Mosa, era un enclave dentro de la
República Holandesa.
En un determinado momento, estuvo claro para el elector que se había
extralimitado. Sus escasos ingresos le habían hecho jugar un pequeño papel
de apoyo en el conflicto sobre la reclamación de la herencia[19]. Con todo, su
territorio quedaba ahora más expuesto de lo que nunca había estado antes. En
1613 hubo una ulterior complicación, al anunciar Juan Segismundo su
conversión al calvinismo, con lo que dejaba a su casa fuera del acuerdo
religioso de 1555. El notable significado a largo plazo de este paso lo
tratamos en el capítulo 5; a corto plazo, la conversión del elector se consideró
un ultraje para la población luterana, sin que se constataran beneficios a corto
plazo para la política exterior del territorio. En 1617, la Unión Protestante,
cuyo compromiso con la causa de Brandemburgo había sido siempre frágil,
retiró su apoyo inicial a las reclamaciones brandemburguesas[20]. Juan
Segismundo respondió renunciando a la Unión. Como dijo uno de sus
consejeros, aquel se había unido a esta solo con la esperanza de garantizar su
herencia; su territorio estaba «tan alejado que [la Unión] no podía tener otra
utilidad para él[21]». Y Brandemburgo se quedó solo.
Quizá una clara conciencia de esta situación apurada aceleró el declive
personal del elector desde 1609. El hombre que había desplegado tanto vigor
e iniciativa como príncipe heredero parecía agotado. Su afición a la bebida,
que siempre había sido entusiasta, estaba ahora fuera de control. Según una
anécdota, recordada por Schiller, Juan Segismundo arruinó la posibilidad de
una alianza matrimonial entre su hija y el hijo del duque de Pfalz-Neuburg al
pinchar a su futuro yerno en una oreja en plena intoxicación, pero puede muy
bien ser apócrifa[22]. Pero es posible que historias semejantes sobre su
comportamiento de borracho violento e irracional fuesen creídas en los años
1610. Juan Segismundo acabó siendo obeso y letárgico, e intermitentemente
incapaz de llevar los asuntos de gobierno. En 1616, un ataque le afectó
seriamente el habla. En el verano de 1618, cuando murió en Königsberg el
duque de Prusia, activando otra reclamación de los Hohenzollern sobre otro
remoto territorio, Juan Segismundo pareció, según un visitante, «lebendigtot»,
suspendido entre la vida y la muerte[23].
La cuidadosa labor de tres generaciones de electores Hohenzollern había
modificado las perspectivas futuras de Brandemburgo. Por primera vez,
podemos discernir el esbozo embrionario de la extendida estructura territorial
con remotas dependencias al este y al oeste que darían forma al futuro de lo
que un día sería conocido por Prusia. Pero siguió existiendo una gran

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diferencia entre sus compromisos y sus recursos. ¿De qué modo la Casa de
Brandemburgo iba a defender sus reclamaciones contra sus muchos rivales?
¿Cómo iba a garantizar el cumplimiento de sus obligaciones fiscales y
políticas en los nuevos territorios? Eran preguntas difíciles de contestar,
incluso en tiempos de paz. Pero hacia 1618, pese a los esfuerzos desde varios
puntos para negociar un compromiso, el Sacro Imperio Romano iba a entrar
en una era de encarnizadas guerras religiosas y dinásticas.

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2
DEVASTACIÓN

D urante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) las tierras alemanas


se convirtieron en el teatro de una catástrofe europea. Una
confrontación entre el emperador Habsburgo Fernando II (reinado
1619-1637) y las fuerzas protestantes en el seno del Sacro Imperio Romano,
que se amplió hasta incluir a Dinamarca, Suecia, España, la República
Holandesa y Francia. Conflictos que eran de alcance continental se dirimieron
en los territorios de los estados alemanes: la lucha entre España y la disidente
República de Holanda, una confrontación entre las potencias del norte por el
control de Báltico y la tradicional rivalidad entre grandes potencias, la Francia
de los Borbones y los Habsburgo[1]. Si bien hubo batallas, asedios y
ocupaciones militares en todas partes, el grueso de los enfrentamientos se
produjo en las tierras alemanas. Para Brandemburgo, poco protegido y sin
salida al mar, la guerra fue un desastre que puso de manifiesto todas las
debilidades del Estado electoral. En un momento crucial durante el conflicto,
Brandemburgo se enfrentó a opciones imposibles. Su destino dependió
completamente de la voluntad ajena. El elector fue incapaz de proteger sus
fronteras, mandar o defender a sus súbditos o incluso garantizar la
persistencia de su título. Mientras los ejércitos se movían a través de las
provincias de la Marca, el imperio de la ley quedó suspendido, las economías
locales acabaron arrasadas y la continuidad del trabajo, del domicilio, de la
memoria se vio irreversiblemente quebrada. Las tierras del elector, escribió
Federico el Grande un siglo y medio más tarde, «estaban asoladas por la
Guerra de los Treinta Años, cuya marca mortal fue tan profunda que sus
huellas pueden discernirse todavía cuando escribo[2]».

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En los frentes (1618-1640)

Brandemburgo entró en este peligroso período sin apenas preparación para los
retos a los que hubo de hacer frente. Dado que su potencial militar era poco
importante, carecía de medios para negociar recompensas o concesiones de
amigos o enemigos. Al sur, lindantes con las fronteras del Electorado, se
hallaban Lusacia y Silesia, ambas tierras hereditarias de la corona bohemia de
los Habsburgo (aunque Lusacia estaba arrendada a Sajonia). A occidente de
ambas, fronterizo también con Brandemburgo, se encontraba la Sajonia
electoral, cuya política, en los primeros años de la guerra, consistió en operar
en estrecha armonía con el emperador. En el flanco norte de Brandemburgo,
sus mal defendidas fronteras quedaban abiertas a las tropas de las potencias
bálticas protestantes, Dinamarca y Suecia. Nada había entre Brandemburgo y
el mar si exceptuamos al débil Ducado de Pomerania, gobernado por el
anciano Boguslav XIV. Ni en el oeste ni en la remota Prusia Ducal el elector
de Brandemburgo poseía los medios para defender de una invasión sus
territorios de reciente adquisición. Así, pues, había todas las razones para ser
cauto, preferencia subrayada por la todavía arraigada costumbre de delegar en
el emperador.
El elector Jorge Guillermo (reinado 1619-1640), hombre tímido e
indeciso, mal dotado para los problemas extremos de su época, transcurrió los
primeros años de guerra evitando comprometerse con alianzas que pudiesen
consumir sus escasos recursos o que expusiesen su territorio a represalias. Dio
su apoyo moral a la insurgencia de los territorios bohemios protestantes
contra el emperador Habsburgo, pero cuando su cuñado, el elector palatino,
marchó hacia Bohemia para luchar por la causa, Jorge Guillermo se mantuvo
fuera de conflicto. A mediados de los años 1620, cuando se estaba tramando
una coalición antihabsbúrgica entre las cortes de Dinamarca, Suecia, Francia
e Inglaterra, Brandemburgo maniobró con gran inquietud en los márgenes de
la diplomacia de las grandes potencias. Se hicieron intentos para persuadir a
Suecia, cuyo rey había contraído matrimonio con la hermana de Jorge
Guillermo en 1620, para que organizase una campaña contra el emperador. En
1626, otra de las hermanas de Jorge Guillermo fue casada con el príncipe de
Transilvania, un noble calvinista, cuyas continuas guerras contra los
Habsburgo —con apoyo turco— habían hecho de él el más formidable de los
enemigos del emperador. Sin embargo, al mismo tiempo, se daban
vehementes garantías de lealtad al emperador católico, y Brandemburgo evitó

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la alianza antiimperial de La Haya de 1624-1626 entre Inglaterra y
Dinamarca.

2. Retrato de Jorge Guillermo (1619-1640),


xilograbado de Richard Brend’amour basado
en un retrato contemporáneo.

Nada de todo esto podía proteger al Electorado de las presiones e


incursiones armadas de ambos bandos. Después de que los ejércitos de la Liga
Católica mandada por el general Tilly derrotaran a las fuerzas protestantes en
Stadlohn en 1623, los territorios westfalianos de Mark y Ravensburg se
convirtieron en zonas de acuartelamiento para las tropas de la Liga. Jorge
Guillermo comprendió que solo podrían quedar fuera de los problemas si su
territorio estuviese capacitado para defenderse por sí mismo contra todos los
que pudiesen venir. Pero faltaba dinero para una política efectiva de
neutralidad armada. Los propietarios, predominantemente luteranos,
sospechaban de sus lealtades calvinistas y se negaban a financiarlas. En
1618-1620, sus simpatías iban en gran medida hacia el emperador católico, y
temían que su elector calvinista arrastrase a Brandemburgo hacia peligrosos
compromisos internacionales. La mejor política, tal como ellos la veían, era
esperar fuera de la tormenta y evitar atraer la atención hostil de cualquiera de
los beligerantes.

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En 1626, cuando Jorge Guillermo se esforzaba por sacar dinero de sus
estamentos, el general palatino, conde Mansfeld, invadió Altmark y Prignitz,
con sus aliados daneses que lo apoyaban de cerca. Estalló una carnicería. Las
iglesias fueron destrozadas y saqueadas, la ciudad de Nauen fue arrasada
hasta los cimientos, las aldeas fueron incendiadas cuando las tropas intentaron
apropiarse del dinero y los bienes escondidos de los habitantes. Cuando fue
reprendido por esto por un ministro decano de Brandemburgo, el enviado
danés Mitzlaff respondió con sorprendente arrogancia: «Le guste o no al
elector, el rey [danés] seguirá de todas maneras. ¡Quien no esté con él estará
contra él!»[3]. De todos modos, apenas los daneses se habían sentido como en
casa, en Mark, habían sido rechazados por sus enemigos. Al final del verano
de 1626, tras la victoria imperial y liguista cerca de Lutter-am-Barenberg, en
el Ducado de Brunswick (27 de agosto), las tropas imperiales ocuparon
Altmark, mientras los daneses se retiraban al interior de Prignitz y del
Uckermark, hacia el norte y noroeste de Berlín. Aproximadamente por las
mismas fechas, el rey Gustavo Adolfo de Suecia desembarcó en la Prusia
Ducal, donde estableció una base de operaciones contra Polonia, ignorando
completamente las reclamaciones del elector. También el Neumark fue
invadido y saqueado por mercenarios cosacos al servicio del emperador. La
magnitud de la amenaza a la que se enfrentaba Brandemburgo quedó
evidenciada por la suerte de los duques del vecino Mecklemburg. Como
castigo por apoyar a los daneses, el emperador depuso a la familia ducal y
otorgó Mecklemburg como botín a su poderoso comandante, el empresario
militar conde de Wallenstein.
Parecía llegado el momento para cambiar hacia una más estrecha
colaboración con el campo Habsburgo. «Si este negocio continúa», le dijo
Jorge Guillermo a un confidente en un momento de desesperación, «me
volvería loco, pues estoy muy afligido. […] Debería unirme al emperador, no
tengo alternativa; solo tengo un hijo; si el emperador continúa, entonces
supongo que mi hijo y yo podremos seguir siendo electores[4]». El 22 de
mayo de 1626, pese a las protestas de sus consejeros y de los estamentos, que
habrían preferido una rigurosa política de neutralidad, el elector firmó un
tratado con el emperador. Según los términos del acuerdo, el Electorado
quedaba abierto totalmente a las tropas imperiales. A esto siguieron malos
tiempos, pues el comandante supremo imperial, conde de Wallenstein, tenía
por costumbre hacerse con provisiones, alojamientos y pagos para sus tropas
a costa de la población de la zona ocupada.

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Así, Brandemburgo no obtuvo ningún beneficio de la alianza con el
emperador. En realidad, a medida que este fue haciendo retroceder a sus
enemigos y se aproximaba al apogeo de su poder a finales de los años 1620,
el emperador Fernando II pareció ignorar totalmente a Jorge Guillermo. En el
Edicto de Restitución de 1629, el emperador anunció que tenía intención de
«reclamar», por la fuerza si fuese necesario, «todos los arzobispados,
obispados, prelaturas, monasterios, hospitales y fundaciones» que los
católicos habían poseído en el año 1552 —un programa con profundas
implicaciones nocivas para Brandemburgo, donde numerosos
establecimientos eclesiásticos habían sido colocados bajo administración
protestante. El Edicto confirmaba el acuerdo de 1555, que excluía a los
calvinistas de la paz religiosa en el imperio; solo la fe católica y la luterana
gozaban de un estatus oficial—, «todas las demás doctrinas y sectas quedan
prohibidas y no pueden ser toleradas[5]».
La abrupta irrupción de Suecia en la guerra alemana en 1630 alivió la
situación de los estados protestantes, pero provocó un aumento de la presión
política sobre Brandemburgo[6]. En 1620 la hermana de Jorge Guillermo,
María Eleonora, había sido casada con el rey Gustavo Adolfo de Suecia, una
extraordinaria figura cuyo apetito por la guerra y la conquista iba acompañado
por un celo misionero por la causa protestante en Europa. A medida de que
aumentaba su implicación en el conflicto alemán, el rey sueco, que no tenía
ningún otro aliado alemán, decidió garantizar una alianza con su cuñado Jorge
Guillermo. El elector se mostró reacio, y es fácil ver por qué. Gustavo Adolfo
había empleado el último decenio y medio en llevar adelante una guerra de
conquista en el Báltico oriental. Una serie de campañas contra Rusia había
dejado a Suecia en posesión de una porción de territorio continua que iba de
Finlandia a Estonia. En 1621 Gustavo Adolfo había reiniciado su guerra
contra Polonia, ocupando la Prusia Ducal y conquistando Livonia (las
modernas Letonia y Estonia). El rey sueco había empujado incluso al anciano
duque de Mecklenburg a un acuerdo según el cual el ducado pasaría bajo
Suecia cuando el duque muriese, un arreglo que socavaba el tratado de
herencia de larga duración de Brandemburgo con su vecino del norte. Todo
esto sugería que los suecos podían ser no menos peligrosos como amigos que
como enemigos. Jorge Guillermo volvía a la idea de la neutralidad. Planeó
colaborar con Sajonia y formar un bloque protestante que se opondría a la
aplicación del Edicto de Restitución y que proporcionaría, al mismo tiempo,
un elemento amortiguador entre el emperador y sus enemigos del norte,
política que dio sus frutos en la Convención de Leipzig de febrero de 1631.

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Sin embargo, esta maniobra hizo poco para alejar el peligro al que se
enfrentaba Brandemburgo desde el norte y el sur. De Viena salieron furiosas
advertencias y amenazas. Entre tanto, se producían enfrentamientos entre las
tropas suecas y las imperiales en todo Neumark, durante los cuales los suecos
expulsaron a los imperiales de la provincia y ocuparon las ciudades
fortificadas de Fráncfort del Oder, Landsberg y Küstrin.
Envalentonado por el éxito de sus tropas en el campo de batalla, el rey de
Suecia exigió una alianza plena con Brandemburgo. La protesta de Jorge
Guillermo de que quería permanecer neutral cayó en saco roto. Como
Gustavo Adolfo le explicaba a un enviado de Brandemburgo:

No quiero saber ni oír nada sobre neutralidad. [El elector] ha de ser amigo o enemigo. Cuando
yo llegue a sus fronteras, debe declararse frío o caliente. Esta es una lucha entre Dios y el
demonio. Si mi primo quiere estar con Dios, entonces tiene que unirse a mí; si prefiere estar con
el diablo, entonces realmente deberá combatirme; no hay tercera vía[7].

Mientras Jorge Guillermo se andaba con rodeos, el rey sueco se llegó


cerca de Berlín, con sus tropas tras él. Presa del pánico, el elector mandó a las
mujeres de su familia a parlamentar con el invasor en Köpenick, a unos
kilómetros al suroeste de la capital. Se acabó llegando a un acuerdo según el
cual el rey entraría en la ciudad con 1000 hombres para proseguir las
negociaciones como huésped del elector. En los días siguientes, que fueron de
agasajos, los suecos hablaron de forma seductora de que podrían ceder partes
de Pomerania a Brandemburgo, insinuaron la posibilidad de un matrimonio
entre la hija del rey y el hijo del elector, y presionaron para llegar a una
alianza, y Jorge Guillermo decidió compartir la suerte con Suecia.
Las razones para este vuelco en su política residían en parte en el
comportamiento intimidatorio de las tropas suecas que, en un determinado
momento, se acercaron a las murallas de Berlín con sus cañones apuntados
contra el palacio real con el fin de convencer al asediado elector. Pero un
importante factor que lo predispuso a ello fue la toma, el 20 de mayo de 1631,
de la ciudad protestante de Magdeburgo por las tropas imperiales de Tilly. A
la conquista de Magdeburgo le siguió no solo el saqueo que solía darse en
tales acontecimientos, sino también la matanza de los habitantes de la ciudad,
lo que se convertiría en algo fijo en la memoria literaria alemana. En un
pasaje retórico clásicamente medido, Federico II describía así la escena:

Todo lo que a la licencia desencadenada del soldado puede ocurrírsele cuando nada contiene su
furia, todo lo que la crueldad más feroz inspira a los hombres cuando la rabia ciega se apodera
de sus sentidos, lo cometieron los imperiales en esta infeliz ciudad: las tropas corrían como
jaurías, con las armas en la mano, por las calles, y masacraban indiscriminadamente a viejos,

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mujeres y niños, a aquellos que se defendían y a aquellos que no hacían ningún gesto de
resistencia […]. No se veían más que cadáveres aun doblados, amontonados o estirados,
desnudos; los gritos de aquellos a los que se cortaba la garganta se mezclaban con los furiosos
gritos de sus asesinos[8]…

Incluso para sus contemporáneos, el aniquilamiento de Magdeburgo, una


comunidad de unos 20 000 ciudadanos y una de las capitales del
protestantismo alemán, representó un choque existencial. Panfletos y
periódicos circulaban por Europa, con traducciones literales de las diversas
atrocidades cometidas[9]. Nada pudo hacer más por dañar el prestigio del
emperador Habsburgo en los territorios protestantes alemanes que las noticias
del exterminio desenfrenado de sus súbditos protestantes. El impacto fue
especialmente pronunciado para el elector de Brandemburgo, cuyo tío, el
margrave Cristiano Guillermo, era el administrador episcopal de
Magdeburgo. En junio de 1631, Jorge Guillermo firmó, a regañadientes, un
pacto con Suecia, según el cual aceptó abrir a las tropas suecas las fortalezas
de Spandau (justo al norte de Berlín) y de Küstrin, en el Neumark, y pagar a
Suecia una contribución mensual de 10 000 táleros[10].
Pero el pacto con Suecia fue de breve duración, como la anterior alianza
con el emperador. En 1631-1632 el equilibrio de poder volvía a ser favorable
a las fuerzas protestantes, al penetrar profundamente los suecos y sus aliados
sajones hacia el sur y oeste de Alemania, infligiendo graves derrotas a los
imperiales. Pero el impulso de su ataque fue decreciendo tras la muerte de
Gustavo Adolfo en un choque de caballerías en la batalla de Lützen, el 6 de
noviembre de 1632. A finales de 1634, tras una grave derrota en Nordlingen,
el predominio sueco se quebró. Exhausto por la guerra y sin esperanza de
poder romper los lazos entre Suecia y los príncipes protestantes alemanes, el
emperador Fernando II aprovechó el momento para proponer unos términos
de paz moderados. La decisión funcionó: el elector luterano de Sajonia, que
había unido sus fuerzas a las de Suecia en septiembre de 1631, ahora volvió al
emperador. El elector de Brandemburgo se enfrentaba a una opción más
difícil. El borrador de los artículos de la Paz de Praga ofrecía una amnistía y
retiraba las exigencias más extremas del anterior Edicto de Restitución, pero
seguía sin hacer referencia a la tolerancia del calvinismo. Los suecos, por su
lado, seguían acosando a Brandemburgo para alcanzar un tratado, esta vez
prometieron que Pomerania sería transferida completamente a Brandemburgo
en cuanto acabasen las hostilidades en el imperio. Tras alguna atormentada
tergiversación, Jorge Guillermo optó por buscar fortuna del lado del
emperador. En mayo de 1635 Brandemburgo, junto a Sajonia, Baviera y

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muchos otros territorios alemanes, firmó la Paz de Praga. A cambio, el
emperador prometía tratar de que las reclamaciones de Brandemburgo sobre
el Ducado de Pomerania fuesen satisfechas. Se envió un destacamento de los
regimientos imperiales para ayudar en la protección de la Marca, y Jorge
Guillermo fue honrado —algo incongruentemente, dada su notable falta de
aptitudes militares— con el título de Generalissimus del ejército imperial. Por
su parte, el elector emprendió el reclutamiento de 25 000 hombres para apoyar
el esfuerzo de guerra imperial. Por desgracia para Brandemburgo, estos
apaños entre dos aguas con el emperador Habsburgo coincidieron con otro
cambio en el equilibrio de poder en la Alemania del norte. Tras su victoria
sobre el ejército de Sajonia en Wittstock, el 4 de octubre de 1636, los suecos
eran de nuevo «señores de la Marca[11]».
Jorge Guillermo empleó los últimos cuatro años de su reinado tratando de
expulsar a los suecos de Brandemburgo y de hacerse con el control de
Pomerania, cuyo duque murió en marzo de 1637. Sus intentos para reclutar un
ejército de Brandemburgo contra Suecia dieron por resultado una pequeña y
mal equipada fuerza, y el Electorado fue arrasado por los suecos y por los
imperiales, y asimismo por las unidades menos disciplinadas de sus propias
tropas. Tras la invasión sueca de la Marca, el elector se vio forzado a huir —y
no sería la última vez en la historia de los Hohenzollern— a la relativa
seguridad de la Prusia Ducal, donde murió en 1640.

Política

Con posterioridad, Federico el Grande describió al elector Jorge Guillermo


como persona «incapaz de gobernar», y una historia de Prusia anotaba poco
amablemente que el peor defecto de este elector no fue tanto «su mente
indecisa» como la «ausencia de una mente capaz». Dos electores así, añadía,
y Brandemburgo habría «cesado de proporcionar algo que no fuese historia
parroquial». Las opiniones de este tipo abundan en la literatura secundaria[12].
Jorge Guillermo, sin duda, era una figura muy poco heroica, y él era
consciente de ello. Había resultado herido gravemente de joven en un
accidente de caza. Una profunda herida en un muslo se inflamaba de manera
crónica, obligándolo a permanecer en una silla de manos y reduciendo su
vitalidad. En una época en que los destinos de Alemania parecían descansar
en las manos de señores de la guerra físicamente imponentes, el espectáculo
del elector huyendo de aquí para allá en su silla de manos para evitar a las

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distintas fuerzas armadas que recorrían a sus anchas el territorio inspiraba
poca confianza. «Me duele profundamente», escribió en julio de 1626, «que
mis tierras hayan sido devastadas de esta manera y que yo haya sido tan
ignorado y burlado. El mundo entero me toma por un cobarde sin
carácter…»[13].
Con todo, las dudas y vacilaciones de estos años tienen menos que ver con
las características personales del gobernante que con las dificultades
intrínsecas de las opciones a las que tuvo que enfrentarse. Había algo
irreductible, algo estructural en su difícil situación. Merece la pena resaltar
esto, pues llama nuestra atención sobre una de las continuidades de la historia
de Brandemburgo (luego de Prusia). Una y otra vez, los que tomaban las
decisiones en Berlín se hallarían divididos entre varios frentes, forzados a
oscilar entre varias opciones. Y en cada una de estas ocasiones el monarca
sería vulnerable ante la acusación de haber dudado, engañado, de haber
fracasado a la hora de decidir. Esto no fue consecuencia de la «geografía» en
ninguno de sus sentidos más simplistas, sino más bien del lugar de
Brandemburgo en el mapa mental de las políticas de poder europeas. Si
tenemos presentes las líneas maestras de los conflictos entre los bloques de
poder continentales de comienzos del siglo XVII —Suecia-Dinamarca,
Polonia-Lituania, Austria-España, y Francia—, entonces se ve claramente que
Brandemburgo, con sus prácticamente indefensas dependencias del oeste y
del este, se hallaba en la zona en la que esas líneas se cruzaban. El poder de
Suecia declinará más tarde, seguido del de Polonia, pero el surgimiento de
Rusia como gran potencia plantearía de nuevo el mismo problema, y los
sucesivos gobiernos en Berlín deberían elegir entre concluir alianzas, una
neutralidad armada y una actuación independiente.
A medida de que se agravaron los problemas militares y diplomáticos de
Brandemburgo, surgieron en Berlín facciones competidoras con objetivos de
política internacional opuestos. ¿Se atendría Brandemburgo a su tradicional
fidelidad al emperador del Sacro Imperio Romano y buscaría su seguridad del
lado de los Habsburgo? Este era el punto de vista adoptado por el conde
Adam Schwarzenberg, católico, originario del Condado de Mark, que había
apoyado las reclamaciones de Brandemburgo sobre Jülich-Berg. De mediados
de los años 1620 en adelante Schwarzenberg era el líder de la facción
habsbúrgica de Berlín. En cambio, dos de los más poderosos consejeros
privados, Levin von Knesebeck y Samuel von Winterfeld, apoyaban
rotundamente la causa protestante. Ambos campos lucharon duramente para
controlar la política de Brandemburgo. En 1626, cuando el elector se vio

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forzado a una colaboración más estrecha con el campo Habsburgo,
Schwarzenberg consiguió llevar ajuicio a Winterfeld por traición y que fuese
expulsado del país, pese a las protestas de los estados. En el otoño de 1630,
por otro lado, cuando Suecia estaba en ascenso, apareció una facción
prosueca, encabezada por el canciller calvinista Segismundo von Götzen, y
Schwarzenberg tuvo que retirarse a Cleves, volviendo a Berlín solo tras una
iniciativa aprobada por el campo imperial en 1634 y 1635.
También las mujeres de la corte poseían rotundas opiniones sobre la
política exterior. La joven esposa del elector era hermana del gobernante
calvinista del Palatinado, Federico V, cuyo país había sido invadido y
devastado por las tropas españolas y de la Liga Católica. Lógicamente,
aquella poseía un punto de vista antiimperial, lo mismo que su madre, que se
había unido a ella en el exilio desde Heidelberg, y la tía del elector, que se
había casado con el hermano de Federico V. La madre luterana del elector,
Ana de Prusia, era otra de las conocidas opositoras a los Habsburgo. Fue ella
la que arregló el matrimonio de su hija María Eleonora con el rey luterano de
Suecia en 1620, ignorando las objeciones de su hijo, el elector Jorge
Guillermo[14]. Su intención era apoyar la posición de Brandemburgo en la
Prusia Ducal, pero se trataba de una acción muy provocadora en esos tiempos,
pues Suecia estaba en guerra con Polonia, cuyo rey, al menos formalmente,
era el soberano de la Prusia Ducal. Como sugieren estas iniciativas, las
políticas dinásticas todavía funcionaban de un modo que daba notable voz a
las consortes y a las parientes del monarca. Las mujeres de las familias
dinásticas no eran precisamente garantías vivientes para las reclamaciones de
herencias; también mantenían relaciones con cortes extranjeras, lo que podía
ser de gran importancia, y no se sentían vinculadas necesariamente a la
política del monarca.
En el estrecho círculo de la corte del elector se hallaban quienes poseían
poder en la tierra, los estados provinciales, representantes de la nobleza
luterana. Estos se mostraban profundamente escépticos respecto a las
aventuras políticas exteriores de todo tipo, en especial cuando sospechaban
que estaban motivadas por una adhesión a los intereses calvinistas. Ya en
1623, una delegación de representantes de los estados de los propietarios de la
tierra avisaron al elector sobre el entusiasmo de «consejeros de cabeza
caliente», y le recordaron que las obligaciones militares de estos cubrían solo
«lo absolutamente necesario para la salvaguarda de la tierra en caso de
emergencia». Incluso tras repetidas incursiones de tropas protestantes e
imperiales, los estados permanecieron impasibles a pesar de las súplicas del

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soberano[15]. En su opinión, su función era prevenir aventuras injustificadas y
preservar la estructura de los privilegios provinciales contra las incursiones
del centro[16].
Esta resistencia pasiva era difícil de combatir en tiempos de paz. Después
de 1618, el problema empeoró por el hecho de que la guerra, en sus primeras
fases, aumentó la dependencia del elector de las estructuras colectivas locales
de su territorio. Jorge Guillermo no tenía una administración propia con la
que recaudar las contribuciones militares, el grano u otras provisiones —todo
esto debía llevarse a cabo por agentes de los Estados. Los órganos
provinciales de la recaudación de impuestos permanecieron bajo control del
estado en cuestión. Con sus conocimientos y autoridad locales, los estados
jugaron asimismo un papel indispensable en la coordinación de los
acantonamientos y alojamientos de etapas para las tropas[17]. En ocasiones,
incluso negociaban de forma independiente con los comandantes invasores
sobre el pago de contribuciones[18].
De todos modos, como la guerra se hacía interminable, los privilegios
fiscales de la nobleza provincial comenzaron a parecer frágiles[19]. Los
príncipes y generales extranjeros no se sentían compungidos por extorsionar
contribuciones a las provincias de Brandemburgo; ¿por qué el elector no
debía tener su parte? Esto implicaría reducir las antiguas «libertades» de los
Estados. Para llevar a cabo esta tarea, el elector se dirigió a Schwarzenberg,
católico y extranjero, sin nexos con la nobleza provincial. Disminuyó el poder
de los estados de supervisar los gastos del Estado y suspendió el Consejo
Privado, transfiriendo sus responsabilidades al Consejo de Guerra, cuyos
miembros se elegían por su completa independencia respecto a los estados.
Resumiendo, Schwarzenberg instituyó una autocracia fiscal que quebró
decisivamente las tradiciones corporativas de la Marca[20]. En los últimos dos
años del reinado de Jorge Guillermo, Schwarzenberg llevó prácticamente la
guerra contra Suecia, reuniendo a los harapientos restos de los regimientos de
Brandemburgo y lanzando una desesperada campaña de guerrillas contra las
unidades del ejército sueco. Las peticiones de exención de impuestos por
parte de las ciudades empobrecidas y dañadas por la guerra fueron rechazadas
sin ceremonias, y aquellos que entraron en negociaciones con los invasores —
sobre los acantonamientos, por ejemplo— fueron tachados de traidores[21].
Schwarzenberg fue una figura controvertida entre sus contemporáneos.
Los Estados, en un primer momento, habían apoyado su cautelosa política
exterior proimperial, aunque posteriormente comenzaron a aborrecerlo por su
ataque contra sus libertades corporativas. Sus procesos e intrigas le valieron el

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odio de sus opositores del Consejo Privado. Su fe católica fue un ulterior
estímulo para su cólera. En 1638-1639, cuando el poder de Schwarzenberg
estaba en su punto álgido, circulaban por Berlín panfletos que criticaban el
«servilismo hispánico» de su gobierno[22]. Sin embargo, retrospectivamente,
es evidente que este poderoso ministro estableció cierto número de
importantes precedentes. Lo que sobrevivió de su dictadura militar fue la
noción de que al Estado, en tiempos de necesidad, se le podía justificar
suprimir la molesta maquinaria de los privilegios de los estados y de la
corregencia fiscal colectiva. Desde esta perspectiva, los años de
Schwarzenberg representaron un primer experimento, no decisivo, de
«gobierno absolutista».

Ruina generalizada

Para la población de Brandemburgo la guerra significó desorden, miseria,


pobreza, privaciones, incertidumbre, migraciones forzadas y muerte. La
decisión del elector de no arriesgarse a un compromiso con los protestantes
después de 1618 inicialmente mantuvo a Brandemburgo fuera de los
conflictos. Las primeras incursiones de entidad llegaron en 1626, con la
campaña danesa en la Alemania del norte. En los quince años que siguieron,
tropas danesas, suecas, palatinas, imperiales y liguistas invadieron las
provincias de Brandemburgo, en rápida sucesión.
Las ciudades que se hallaban en el camino de los ejércitos que avanzaban
se enfrentaron a la opción entre rendirse y admitir al enemigo, o bien defender
las murallas y sufrir las consecuencias si el enemigo conseguía abrirse paso, o
abandonarlas completamente. La ciudad de Plaue, en el distrito de Havelland
de Brandemburgo occidental, por ejemplo, se defendió exitosamente contra el
ataque de una pequeña fuerza imperial, el 10 de abril de 1627, pero fue
abandonada por su población al día siguiente, cuando el enemigo volvió en
mayor número para reanudar el asalto. Apenas se habían instalado en la
ciudad las tropas imperiales, cuando fue atacada, capturada y saqueada para
las tropas danesas que avanzaban. En la ciudad de Brandemburgo el alcalde y
la corporación de la Ciudad Vieja, en la orilla derecha del río Havel,
acordaron abrir las murallas a los imperiales, pero los consejeros de la Ciudad
Nueva, en la otra orilla, optaron por encerrarse quemando los puentes entre
las dos zonas, atrancando sus puertas y disparando contra los invasores
mientras se acercaban. Se produjo una feroz batalla, la artillería imperial abrió

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una brecha en las defensas de la Ciudad Nueva, y las tropas asaltaron la
ciudad saqueándola en todas direcciones[23].
Las provincias más dañadas tendieron a ser, como Havelland o el Prignitz,
aquellas en que los pasos de los ríos en las principales rutas militares de
tránsito cambiaron repetidamente de manos a lo largo de la guerra. En el
verano de 1627, las fuerzas danesas jugaron al gato y el ratón con las
fortalezas imperiales en el Havelland, saqueando y asolando una serie de
aldeas de pintorescos nombres: Möthlow, Retzow, Selebelang, Gross Behnitz,
Stolln, Wassersuppe[24]. La mayoría de los comandantes consideraban a sus
ejércitos como una propiedad personal, por lo que se mostraban reacios enviar
a los hombres al combate a menos que fuese absolutamente necesario. Por
ello, las batallas campales eran relativamente raras y los ejércitos transcurrían
la mayor parte de los años de guerra haciendo marchas, maniobras y tareas de
ocupación. Era un arreglo que ahorraba soldados, pero que recaía gravemente
sobre la población receptora[25].
La guerra provocó un drástico aumento de los impuestos y de otros pagos
obligatorios. En primer lugar, estaba la «contribución», una combinación de
tasa territorial y capitación, impuesta por el gobierno de Brandemburgo sobre
su propia población para ayudar al ejército del elector. Luego existían las
numerosas recaudaciones legales e ilegales impuestas por las tropas
extranjeras y propias. Aquellas podían ser acordadas entre los comandantes de
las fuerzas de ocupación y los funcionarios gubernamentales o los alcaldes o
los consejeros de las ciudades y otras poblaciones[26]. Pero se daban también
innumerables episodios de extorsión, sin más. En el invierno de 1629, por
ejemplo, los oficiales que mandaban las tropas acuarteladas en la Ciudad
Nueva de Brandemburgo exigieron que los burgueses cubriesen por
adelantado los costes de manutención de los siguientes nueve meses. Cuando
estos se negaron, se crearon acantonamientos de castigo en el interior de la
ciudad. «Y todo lo que no se bebieron o gastaron ellos mismos, lo
destrozaron; derramaron la cerveza, desfondaron los toneles, destrozaron las
ventanas, puertas y hornos y lo destruyeron todo[27]». En Straussberg,
inmediatamente al norte de Berlín, las tropas del Conde Mansfeld exigieron
dos libras de pan, dos libras de carne y dos cuartos de cerveza por individuo y
día; muchos soldados se negaron a quedar satisfechos con la parte que les
correspondía y «se zamparon y tragaron todo lo que pudieron». El resultado
fue el descenso de los estándares nutricionales de los habitantes, un grave
aumento en la tasa de mortalidad, un pronunciado bajón de la fertilidad en las
mujeres en edad de procrear e incluso casos ocasionales de canibalismo[28].

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Muchos, simplemente, huyeron de la ciudad llevándose sus bienes caseros
con ellos[29]. En la tensa intimidad de los largos acantonamientos, hubo
infinitas oportunidades, como confirman muchos de los testigos presenciales,
para irrepetibles actos de saqueo y robo.
Todo esto significaba que la población, en muchas partes de
Brandemburgo, fue aplastada lentamente por sucesivos estratos de extorsión.
Un informe elaborado en 1634 nos proporciona en algún sentido lo que esto
representó para el distrito de Oberbarnim, al norte de Berlín, cuya población
era de unos 13 000 habitantes en 1618, pero que descendió a menos de 9000
en 1631. Los habitantes de Oberbarnim habían pagado 185 000 táleros a los
comandantes imperiales en 1627-1630, 26 000 táleros como contribución a las
tropas suecas aliadas de Brandemburgo en 1631-1634, otros 50 000 táleros
para los costes de los suecos en 1631-1634, 30 000 táleros para los costes de
los regimientos de caballería sajones, 54 000 táleros a los distintos
comandantes brandemburgueses, más otras varias tasas e impuestos
excepcionales, sin contar otras muchas extorsiones informales, incautaciones
y confiscaciones. Esto, en una época en que un caballo costaba 20 táleros y un
bushel[*] de maíz, menos de un tálero, cuando un tercio de la tierra propiedad
de los campesinos había sido abandonada o permanecía sin cultivar, cuando
los trastornos de la guerra habían provocado la ruina de muchas ramas de la
notable industria manufacturera, cuando el trigo que maduraba alrededor de la
ciudad había sido pisoteado y aplastado por el paso de la caballería[30].
Las historias de atrocidades —relatos de extrema violencia y crueldad por
parte de los hombres armados contra civiles— aparecían tantas veces en las
descripciones literarias de la Guerra de los Treinta Años, que algunos
historiadores se han visto tentados de descartarlas como componentes de un
«mito de furia destructiva total», o una «fábula de ruina y miseria
generalizadas[31]» No hay duda de que las historias de atrocidades se
convirtieron en un género en sí mismo en los informes contemporáneos de
esta guerra; un notable ejemplo es el libro de Philip Vincent, The
Lamentations of Germany [Las lamentaciones de Alemania], que enumeraba
los horrores padecidos por los inocentes, mostrando láminas gráficas tituladas
«Los croatas comen niños», «Narices y orejas cortadas para hacer cintas de
sombrero», y otras por el estilo[32]. El carácter sensacionalista de muchas
historias de atrocidades no oscurecen el hecho de que estaban arraigadas, al
menos indirectamente, en la experiencia vital de la gente real[33].
Los informes oficiales del Havelland recogen numerosos apaleamientos,
incendios de viviendas, violaciones, una desenfrenada destrucción de la

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propiedad. La población de las afueras de Plaue, a pocos kilómetros al este de
la ciudad de Brandemburgo, describían la marcha a través del país de las
tropas imperiales en su camino hacia Sajonia, el día de Año Nuevo de 1639
«muchos ancianos fueron torturados hasta morir, muertos a tiros, varias
mujeres y muchachas violadas hasta morir, niños ahorcados, a veces incluso
quemados, o atados desnudos, de modo que morían por el frío extremo[34]».
En una de las más evocadoras memorias que han sobrevivido de
Brandemburgo, Peter Thiele, funcionario de aduanas y oficinista del
municipio de la ciudad de Beelitz, cerca de Potsdam, describía la conducta del
ejército imperial que cruzó por su ciudad en 1637. Para obligar a un tal Jürgen
Weber, un panadero de la ciudad, a revelar dónde había escondido su dinero,
los imperiales «introdujeron un trozo de madera de medio dedo de longitud,
en su [pene], si me perdonan ustedes[35]». Thiele describía el «trago sueco»,
que se dice que fue inventado por los suecos, pero luego utilizado, por lo
visto, por otros ejércitos y un tema fijo en las posteriores representaciones
literarias de la guerra:

Los ladrones y asesinos cogieron un trozo de madera y lo clavaron en la garganta de los pobres
desgraciados, moviéndolo y vertiendo agua, añadiendo arena o incluso heces humanas, y
torturaban lastimosamente a la gente por dinero, como sucedió con un ciudadano de Beelitz,
llamado David Örttel, que murió por esta causa poco después[36].

Otro hombre, de nombre Krüger Möller, fue capturado por los soldados
imperiales, atado de pies y manos y quemado en una hoguera hasta que reveló
el escondite de su dinero. Pero, apenas sus atormentadores se habían
apropiado del dinero y se habían ido, otra partida de saqueadores de los
imperiales llegaba a la ciudad. Al oír que sus colegas habían sacado 100
táleros a Möller, lo volvieron a poner en la hoguera y lo mantuvieron allí con
la cara entre las llamas, lo asaron «durante tanto tiempo que acabó muriendo e
incluso su piel se desprendía como la de una oca degollada». El comerciante
de ganado Jürgen Möller fue, del mismo modo, «asado hasta que murió» por
su dinero[37].
En 1638, los ejércitos imperiales y sajones pasaron por la pequeña ciudad
de Lenzen, en el Prignitz, al noroeste de Berlín, donde se llevaron toda la
madera y material de las casas, antes de emplear la antorcha contra ellas.
Cualquier cosa que los propietarios rescataban de las llamas, los soldados se
lo arrebataban a la fuerza. Acababan de marcharse los imperiales, cuando
atacaron los suecos y saquearon la ciudad, tratando a los «ciudadanos,
mujeres y niños de manera tan espantosa, que cosas así nunca se dijeron de
los turcos». Un informe oficial, elaborado por las autoridades de Lenzen en

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enero de 1640 dibujó un terrible panorama: «Ellos ataron a nuestro honrado
burgués Hans Betke a un poste de madera y lo asaron al fuego desde las siete
de la mañana hasta las cuatro de la tarde, hasta que entregó su espíritu entre
muchos gritos y dolores». Los suecos cortaron las pantorrillas a un viejo para
evitar que anduviese, escaldaron a una matrona con agua hirviendo, hasta que
murió, ahorcaron a niños desnudos en pleno frío y obligaron a personas a
meterse en el agua helada. Unas cincuenta personas, «viejas y jóvenes,
grandes y pequeñas, fueron martirizadas de esta manera[38]».

3. Atrocidades contra las mujeres en tierras alemanas durante la Guerra de los Treinta Años,
xilograbado de Philip Vincent, The Lamentations of Germany, [Las lamentaciones de Alemania]

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(Londres, 1638).

Los hombres reclutados por el propio elector no eran mucho mejores que
los invasores. También estos iban mal vestidos, subalimentados y
desmoralizados. Los oficiales maltrataban a sus hombres con un régimen de
castigos draconianos. Los hombres del regimiento del coronel Von Rochow
eran «golpeados y apuñalados con pretextos triviales, se los hacía correr
baquetas, se los marcaba con un hierro candente», y en algunos casos se les
cortaba la nariz o las orejas[39]. No sorprende, quizá, que las propias tropas se
portasen sin piedad en sus relaciones con la población civil local, lo que los
llevaba a duras protestas contra sus «frecuentes extorsiones, saqueos,
asesinatos y robos». Tan frecuentes eran estas lamentaciones que el conde
Schwarzenberg convocó una reunión especial con los comandantes, en 1640,
y los reprendió por vejar a la población civil con actos de insolencia y
violencia[40]. Pero el efecto de la admonición desapareció pronto: un informe
presentado dos años después, del distrito de Teltow, cerca de Berlín, afirmaba
que las tropas del comandante brandemburgués von Goldacker estaban
saqueando la zona, moliendo el maíz que encontraban y tratando a la
población local «de un modo tan inhumano, e incluso peor, de como podía
hacerlo el enemigo[41]».
Es imposible establecer con precisión con qué frecuencia se produjeron
las atrocidades. La regularidad con la que tales relaciones se fueron
recogiendo de un amplio muestrario de fuentes contemporáneas, desde
narrativas personales a informes de los gobiernos locales, demandas y
descripciones literarias sugieren ciertamente que eran generalizadas. Lo que
está fuera de duda es su significado en la percepción contemporánea[42]. Las
atrocidades definen el sentido de esta guerra. Captan algo sobre ellas que
ejerció una profunda impresión: la total suspensión del orden, la enorme
vulnerabilidad de los hombres, mujeres y niños ante una violencia que hizo
estragos sin freno, fuera de control.
Quizá el más elocuente testimonio de la dureza de las tribulaciones
recogidas respecto a la población de Brandemburgo, entre 1618 y 1648, es,
simplemente, el contenido en los registros demográficos. Enfermedades como
el tifus, la peste bubónica, la disentería y la viruela hicieron estragos sin
obstáculos en la población civil, cuya resistencia física se vio minada por años
de precios elevados y mala alimentación[43]. En la Marca de Brandemburgo
en conjunto, aproximadamente la mitad de la población murió. Las cifras
varían de distrito a distrito; las zonas que estaban protegidas de la ocupación o

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del paso de los militares por vías de agua o ciénagas se vieron, en general,
afectadas menos gravemente. En las orillas pantanosas del río Oder,
conocidas como el Oderbruch, por ejemplo, una investigación llevada a cabo
en 1652 mostró que solo el 15 por ciento de las granjas activas al comienzo de
la guerra estaban todavía desiertas. En el Havelland, por el contrario, que
sufrió casi 15 años de destrucción prácticamente ininterrumpida, la cifra era
del 52 por ciento. En el distrito de Barnim, en el que la población se vio
gravemente sometida a las contribuciones y acantonamientos, 58,4 por ciento
de las granjas estaban todavía vacías en 1652. En las tierras del distrito de
Locknitz, en el Uckermark, en el límite norte de Brandemburgo, la cifra
alcanzó el 85 por ciento. En el Altmark, a occidente de Berlín, la tasa de
mortalidad creció de oeste a este. Entre el 50 y el 60 por ciento se calcula que
perecieron en las comarcas cercanas al río Elba, en el este, que eran
importantes zonas de tránsito militar; la tasa de mortalidad bajó del 25-30 por
ciento en la porción media y el 15-20 por ciento en el oeste.
Muchas de las ciudades más importantes se vieron afectadas muy
gravemente: Brandemburgo y Fráncfort del Oder, ambas en las áreas de
tránsito claves, perdieron más de un tercio de su población. Potsdam y
Spandau, ciudades satélites de Berlín-Cölln, perdieron más del 40 por ciento.
En el Prignitz, otra zona de tránsito, solo diez de las cuarenta familias nobles
que habían regido las mayores posesiones de la provincia seguían residiendo
en ellas en 1641, y hubo algunas ciudades —Wittenberge, Putlitz,
Meyenburg, Freyenstein— en las que no se habría podido encontrar nada[44].
Solo podemos imaginarnos el impacto de estos desastres sobre la cultura
popular. Muchas de las familias que, después de la guerra, repoblaron los
distritos más devastados eran inmigrantes de fuera de Brandemburgo:
holandeses, frisones orientales o provenientes del Holstein. En ciertos lugares
el shock fue suficiente para cortar la continuidad de la memoria colectiva. Se
ha observado, para Alemania en conjunto, que la «gran guerra» de 1618-1648
obliteró la memoria popular de conflictos anteriores, de tal modo que los
muros y terraplenes medievales, antiguos o prehistóricos perdieron sus
primitivos nombres y se comenzó a conocerlos como «murallas suecas». En
ciertas zonas parece ser que la guerra rompió la cadena de los recuerdos
personales, que era esencial para la autoridad y continuidad del derecho
consuetudinario de base aldeana y no quedó nadie de una edad que pudiese
recordar cómo eran las cosas «antes de que llegasen los suecos[45]». Quizá sea
esta una de las razones que explican la exigüidad de las tradiciones populares
en la Marca de Brandemburgo. En los años 1840, cuando la pasión por

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recopilar y publicar mitos y otros componentes del folklore estaba en su
apogeo, los entusiastas inspirados por los hermanos Grimm obtuvieron una
escasa cosecha en la Marca[46].
La gigantesca furia destructiva de la Guerra de los Treinta Años fue
mítica, no porque no tuviese relación con la realidad, sino en el sentido de que
quedó instalada en la memoria colectiva y se convirtió en una herramienta
para reflexionar sobre el mundo. Fue la furia de la guerra civil religiosa —no
solo en su nativa Inglaterra, sino también en el continente— lo que llevó a
Thomas Hobbes a celebrar el estado del Leviatán, con su monopolio de la
fuerza legítima, como redención de la sociedad. Sin duda era mejor, propuso,
conceder autoridad al estado monárquico a cambio de la seguridad de las
personas y de las propiedades, que ver el orden y la justicia hundirse en el
conflicto civil.
Uno de los más brillantes lectores alemanes de Hobbes fue Samuel
Pufendorf, jurista sajón, que basaba sus argumentos, asimismo, en la
necesidad, para el Estado, de una visión distópica de un ambiente de violencia
y desorden. La ley natural por sí sola no basta para preservar la vida social del
hombre, argumenta Pufendorf en su Elementos de jurisprudencia universal. A
menos que se estableciesen «soberanías», los hombres buscarían su bienestar
solo por la fuerza; «en todos los lugares resonará la guerra entre quienes
infligen y quienes tratan de repeler los daños[47]». De ahí la importancia
suprema de los estados, cuya meta principal era «que los hombres, por medio
de la cooperación y asistencia mutuas, se vean a salvo de perjuicios y daños
que pueden y por lo general se infligen uno a otro[48]». El trauma de la Guerra
de los Treinta Años resuena en estas frases.
El argumento de que la legitimidad del Estado deriva de la necesidad de
poner coto al desorden por medio de la concentración de autoridad se empleó
ampliamente en la Europa de principios de la Edad Moderna, pero tuvo una
especial resonancia en Brandemburgo. Se daba aquí una elocuente respuesta
filosófica a la resistencia que Jorge Guillermo había encontrado por parte de
los estados provinciales. Ya que era imposible, en paz y en guerra, llevar los
asuntos de un estado sin incurrir en gastos, Pufendorf escribió en 1672 que el
soberano tenía el derecho a «obligar a los ciudadanos individuales a contribuir
con una proporción de sus bienes como la aceptación de esos gastos considera
exigir[49]».
Así, Pufendorf derivó de la memoria de la guerra civil un poderoso
fundamento para la extensión de la autoridad del Estado. Contra la «libertas»
de los estados, Pufendorf afirmó la «necessitas» del estado. Al final de su

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vida, cuando tuvo un empleo como historiógrafo en la corte berlinesa,
Pufendorf entreveró estas convicciones en una crónica de la historia reciente
de Brandemburgo[50]. En el centro de su escrito estaba el surgimiento del
ejecutivo monárquico: «la medida y el punto focal de todas sus reflexiones
era el Estado, sobre el que convergen todas las iniciativas como líneas hacia
un punto central[51]». A diferencia de las toscas crónicas sobre Brandemburgo
que habían comenzado a aparecer a finales del siglo XVI, la historia de
Pufendorf poseía el hilo conductor de una teoría del cambio histórico que se
centraba en el poder creativo, transformador del Estado. De este modo,
construyó una narración de gran poder y elegancia que —para bien o para mal
— dio forma, desde entonces, a nuestra comprensión de la historia prusiana.

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3
UNA EXTRAORDINARIA LUZ EN ALEMANIA

Recuperación

Visto en el contexto de la miseria y de la desesperación de 1640, resulta digno


de mención el resurgimiento de Brandemburgo en la segunda mitad del
siglo XVII. En el decenio de 1680 Brandemburgo poseía un ejército con
reputación internacional cuyos componentes fluctuaban entre los 20 000 y los
30 000[1]. Se había hecho con una pequeña flota en el Báltico, e incluso con
una modesta colonia en la costa occidental de África. Un corredor a lo largo
de Pomerania oriental unía al Electorado con la costa báltica. Brandemburgo
era una potencia regional de entidad semejante a Baviera y Sajonia, un aliado
preferido y un elemento significativo de importantes acuerdos de paz.
El hombre que presidió la transformación fue Federico Guillermo,
conocido como el «Gran Elector» (reinado 1640-1688). Federico Guillermo
es el primer elector de Brandemburgo del que han llegado hasta nosotros
numerosos retratos, la mayoría de ellos encargados por el propio modelo.
Estos documentan la cambiante apariencia del hombre que estuvo durante
cuarenta y ocho años —más que cualquier otro miembro de su dinastía— en
su puesto de soberano. Las pinturas de los primeros años de su reinado
muestran a una figura imponente, erguida, con un rostro largo enmarcado por
el cabello oscuro suelto; en las últimas imágenes, el cuerpo ha engordado, el
rostro se ha hinchado y el cabello ha sido sustituido por una cascada de rizos
artificiales. Aun así, hay una cosa en común en todos los retratos pintados del
natural: inteligente, ojos oscuros que fijan en el observador una aguda
mirada[2].

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4. Federico Guillermo, el Gran Elector como Escipión, pintado hacia 1660, atribuido a Albert von der
Eeckhout.

Al suceder a su padre a los veinte años, Federico Guillermo carecía


prácticamente de preparación o experiencia en el arte de gobernar. Había
pasado la mayor parte de su infancia encerrado en la fortaleza de Küstrin,
envuelta en sombríos bosques, donde estuvo a salvo de las tropas enemigas.
Las lecciones de lenguas modernas y de maestrías técnicas tales como dibujo,
geometría y la construcción de fortificaciones se mezclaban con la caza
sistemática de ciervos, jabalíes y aves. A diferencia de su padre y de su

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abuelo, Federico Guillermo estudió polaco desde la edad de siete años para
disponer de una ayuda en sus relaciones con el rey polaco, señor feudal
supremo de la Prusia Ducal. A los catorce años, cuando se agravó la crisis
militar y una oleada de epidemias se difundió por la Marca, fue enviado a la
relativa seguridad de la República Holandesa, donde pasaría los siguientes
cuatro años de su vida.
El impacto en el príncipe de estos años adolescentes en la República no es
fácil de determinar con exactitud, ya que no escribió diario alguno ni
memorias personales de ningún tipo. La correspondencia con sus padres se
limita a intercambios de cumplidos extremadamente distanciados y formales
en su redacción[3]. Con todo, está claro que la educación holandesa del
príncipe reforzó su sentido de lealtad a la causa calvinista. Federico
Guillermo fue el primer elector de Brandemburgo nacido de ambos padres
calvinistas, y el nombre compuesto Federico Guillermo fue una novedad en la
historia de la casa de Hohenzollern, pensado precisamente para simbolizar el
nexo entre Berlín (Guillermo era el segundo nombre de su padre) y el
Palatinado calvinista de su tío, Federico V. Solamente con esta generación de
la familia Hohenzollern la reorientación lanzada por la conversión de su
abuelo Juan Segismundo en 1613 alcanzó su pleno funcionamiento. Federico
Guillermo consolidó la relación en 1646, al casar con la calvinista holandesa
Louise Henriette, de diecinueve años, hija del stadtholder Federico Enrique
de Orange.
La prolongada estancia de Federico Guillermo en la República Holandesa
tuvo su influencia en otros campos. El príncipe recibió instrucción de
profesores de derecho, historia y política de la Universidad de Leiden, centro
de renombre de la entonces de moda teoría del Estado neoestoica. Las clases
del príncipe dieron especial importancia a la majestad del derecho, a la
venerabilidad del Estado como garantía de orden y de centralidad del deber y
las obligaciones respecto al oficio de soberano. Una preocupación básica de
los neoestoicos era la necesidad de subordinar lo militar a la autoridad y
disciplina del Estado[4]. Pero fue fuera de la clase, en las calles, en los
muelles, en los mercados y en las esquinas de las ciudades holandesas, donde
Federico Guillermo aprendió sus lecciones más importantes. A comienzos del
siglo XVII la República estaba en la cima de su poder y prosperidad. Durante
más de sesenta años, este pequeño país calvinista había luchado con éxito
para afirmar su independencia contra el poder militar de la católica España y
erigirse como el principal cuartel general europeo del comercio y de la
colonización global. A lo largo de este proceso, había ido estableciendo un

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robusto sistema fiscal y una original cultura militar de características
claramente modernas: el adiestramiento regular y sistemático de las tropas en
las maniobras, un elevado nivel de diferenciación funcional y un cuerpo de
oficiales profesionales y disciplinados. Federico Guillermo tuvo amplias
oportunidades para observar las proezas militares de la República al alcance
de la mano —visitó a su anfitrión y pariente, el virrey príncipe Federico
Enrique de Orange, en el campamento holandés de Breda, en 1637, donde los
holandeses reconquistaron una fortaleza que habían perdido a manos de los
españoles doce años antes.
Durante su reinado Federico Guillermo se esforzó por remodelar su
patrimonio según lo que había observado en los Países Bajos. El régimen de
adiestramiento adoptado para su ejército en 1654 se basó en el libro de
instrucción del príncipe Mauricio de Orange[5]. Durante su reinado, Federico
Guillermo estaba convencido de que «la navegación y el comercio son los
pilares principales del Estado, a través de los cuales los súbditos, por mar y
por las manufacturas por tierra, obtenían su alimento y subsistencia[6]».
Estaba obsesionado por las ideas de que el nexo con el Báltico animaría y
favorecería el comercio de Brandemburgo, trayendo la riqueza y el poder que
se veían en tan gran cantidad en Ámsterdam. En los años 1650 y 1660 llegó a
negociar tratados comerciales internacionales para garantizar términos
privilegiados en pro de una marina mercante que todavía no poseía. A finales
de los años 1670, ayudado por un comerciante holandés de nombre Benjamin
Raule, adquirió una pequeña flota de barcos y se involucró en una serie de
proyectos de corso y coloniales. En 1680, Raule consiguió para
Brandemburgo una porción del comercio del oro, marfil y esclavos del África
occidental, y estableció el pequeño fuerte colonial de Friedichsburg, en la
costa de la actual Ghana[7].
Podría decirse que Federico Guillermo reinventó el cargo de elector.
Mientras Juan Segismundo y Jorge Guillermo se habían dedicado solo
esporádicamente a los asuntos de gobierno, Federico Guillermo trabajó «más
que un secretario». Sus contemporáneos reconocieron en esto algo nuevo y
digno de anotarse. Sus ministros se asombraban de su memoria para los
detalles, su sobriedad y su capacidad para estar sentado un día entero en un
consejo tratando de los asuntos del estado[8]. Incluso el embajador imperial,
Lisola, que no dejaba de ser un observador crítico, se quedó impresionado por
lo concienzudo que era el elector: «Admiro a este elector, al que le gustan los
informes largos y extremadamente detallados y que se los pide expresamente
a sus ministros; lo lee todo, resuelve y ordena todo […] y no se deja nada[9]».

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«Debo llevar mi responsabilidad como príncipe», declaraba Federico
Guillermo, «sabiendo que esto es el asunto del pueblo y no el mío
personal[10]». Estas palabras eran las del emperador romano Adriano, pero en
la boca del elector indicaban un nuevo modo de comprender el papel del
soberano. Era algo más que un título prestigioso o un manojo de derechos y
rentas; era una vocación que podía llegar a consumir sin más la personalidad
del gobernante. Las primeras historias del reinado establecieron una imagen
del elector como modelo de dedicación absoluta y pródiga a su cargo. Su
ejemplo se convirtió en un poderoso icono en la tradición de los
Hohenzollern, un modelo al que los reyes descendientes del elector emularían
o al que serían comparados.

Expansión

En diciembre de 1640, cuando Federico Guillermo accedió al trono,


Brandemburgo estaba todavía bajo ocupación extranjera. Se llegó a una
tregua de dos años con los suecos en julio de 1641, pero los saqueos, los
incendios y en general los comportamientos negativos continuaban[11]. En una
carta de la primavera de 1641, el virrey del elector, margrave Ernesto, que
tenía la responsabilidad de administrar la arruinada Marca, ofrecía una terrible
sinopsis:

El país se halla en una condición tan mísera y empobrecida que las simples palabras dan poca
idea de la simpatía que uno tiene hacia los inocentes habitantes. En general, nosotros pensamos
que al carro se lo ha conducido tan dentro del estiércol, como se dice, que no podrá salir sin la
especial ayuda del Todopoderoso[12].

La tensión al comprobar la anarquía que se difundía en Brandemburgo


acabó siendo demasiado para el margrave, que sucumbió a ataques de pánico,
insomnio y frustración paranoica. En el otoño de 1642 empezó a pasearse por
su palacio, murmurando consigo mismo, gritando y tirándose al suelo. Su
muerte el 26 de septiembre se atribuyó a «melancolía[13]».
Solo en marzo de 1643 Federico Guillermo volvió de la relativa seguridad
de Königsberg a la ciudad en ruinas que era Berlín, y que le costó reconocer.
Aquí halló a una población agotada y desnutrida, y casas destruidas por el
fuego o en un estado material alarmante[14]. Los problemas que habían
obsesionado al reinado de su padre seguían sin solución: Brandemburgo
carecía de unas fuerzas armadas con las que poder fundamentar su

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independencia. El pequeño ejército creado por Schwarzenberg se estaba
desintegrando y no había dinero para pagar otro que lo sustituyera. Johann
Friedrich von Leuchtmar, consejero privado y antiguo tutor del elector,
resumía los apuros de Brandemburgo en un informe de 1644: Polonia,
predecía, se apoderaría de Prusia en cuanto fuese lo suficientemente fuerte;
Pomerania estaba bajo ocupación sueca y con probabilidades de continuar así;
Cleves, en el oeste, se hallaba bajo control de la República Holandesa.
Brandemburgo se encontraba al borde del abismo[15].
Con el fin de recuperar la independencia de su territorio y llevar a buen
fin sus reclamaciones, el elector necesitaba unas fuerzas armadas flexibles y
disciplinadas. La creación de un instrumento así se convirtió en una de las
preocupaciones acuciantes de su reinado. El ejército de campaña de
Brandemburgo se incrementó notablemente, aunque de manera algo vacilante,
de 3000 hombres en 1641-1642, a 8000 en 1643-1646, a 25 000 durante la
Guerra del Norte de 1655-1660, a 38 000 durante las guerras de Holanda de
los años 1670. En el decenio final del reinado del elector, su tamaño fluctuaba
entre los 20 000 y los 30 000[16]. Los progresos en la instrucción táctica y en
el armamento, sobre la mejor práctica de los modelos francés, holandés, sueco
e imperial, colocaron al ejército de Brandemburgo próximo a lo más puntero
de las innovaciones militares europeas. Las picas y los piqueros quedaron
desfasados, y los voluminosos fusiles de mecha que portaba la infantería
fueron sustituidos por los fusiles de chispa, más ligeros y de mayor cadencia
de fuego. Se estandarizaron los calibres de la artillería con el fin de
flexibilizar y hacer más eficaz la utilización de los cañones de campaña, a la
manera de los suecos, que habían sido pioneros. La fundación de una escuela
de cadetes para preparar oficiales introdujo un elemento de estandarización de
la formación profesional. Unas mejores condiciones de empleo —que
incluían presupuesto para oficiales mutilados o retirados— aumentaron la
estabilidad de la estructura de mando. Estos cambios sucesivos regeneraron la
cohesión y moral de los rangos de tropa, que se distinguían, en los años 1680,
por su excelente disciplina y baja tasa de deserciones[17].
Las fuerzas improvisadas, reunidas para campañas concretas durante los
primeros años del reinado, fueron evolucionando gradualmente hacia lo que
se podría llamar un ejército permanente. En abril de 1655, se nombró un
comisario general de Guerra (Generalkriegskonimissar) que debía supervisar
la utilización de recursos financieros y otros para el ejército, sobre el modelo
de la administración militar aprobada recientemente en Francia bajo Le
Tellier y Louvois. Esta innovación se concibió en un primer momento como

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una medida temporal en tiempo de guerra, y solo más tarde se instituyó como
un aspecto permanente de la administración territorial. Desde 1679, bajo la
dirección de un noble pomeranio, Joachim von Grumbkow, el comisario
general para la Guerra amplió su radio de acción a todos los territorios,
usurpando gradualmente la actividad de los funcionarios de los estados que,
tradicionalmente, habían supervisado los impuestos y disciplina militares a
nivel local. El comisario general de Guerra y la Oficina de Propiedad
Territorial eran todavía instituciones relativamente exiguas en 1688 cuando
murió el elector, pero bajo sus sucesores jugarían un papel fundamental en el
endurecimiento de los medios de la autoridad central del Estado de
Brandemburgo-Prusia. Esta sinergia entre la política militar y el desarrollo de
órganos centrales de tipo estatal era algo nuevo; y fue posible solo cuando el
aparato bélico fue separado de sus bases aristocrático-provinciales
tradicionales.
La adquisición de un instrumento militar tan formidable fue importante,
pues los decenios que siguieron al fin de la Guerra de los Treinta Años fueron
un período de intensos conflictos en el norte de Europa. Dos titanes
extranjeros hicieron sombra a la política exterior de Brandemburgo durante el
reinado del elector. El primero fue el rey Carlos X de Suecia, personaje
infatigable y obsesivo con sueños expansionistas que parecía inclinado a
superar el récord de su ilustre predecesor Gustavo Adolfo. Fue la invasión de
Polonia por Carlos X la que inició la Guerra del Norte de 1655-1660. Su plan
era someter a los daneses y a los polacos, ocupar la Prusia Ducal y luego
marchar hacia el sur a la cabeza de un gran ejército para saquear Roma al
modo de los antiguos godos. En cambio, los suecos se atascaron en una lucha
de cinco años para controlar el litoral báltico.
Tras la muerte de Carlos X en 1660 y el declive del poder sueco, fue
Luis XIV de Francia quien dominó el horizonte político de Brandemburgo.
Habiendo asumido en exclusiva la regencia tras la muerte del cardenal
Mazarino en 1661, Luis incrementó su ejército de tiempo de guerra de 70 000
a 320 000 hombres (en 1693) y lanzó una serie de ataques para asegurarse su
hegemonía en Europa occidental; hubo campañas contra los Países Bajos
españoles en 1667-1668, las Provincias Unidas en 1672-1678 y el Palatinado
en 1688.
En un entorno tan peligroso, el ejército, en constante aumento, del elector
resultó ser una baza indispensable. En el verano de 1656, un contingente de
8500 soldados de Federico Guillermo unió sus fuerzas a las de Carlos X que
derrotó a un muy numeroso ejército polaco-tártaro en la batalla de Varsovia

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(28-30 de julio)[18]. En 1658 cambiaba de bando y combatió como aliado de
Polonia y Austria contra los suecos. Una señal del creciente peso de Federico
Guillermo en la política regional fue que se lo nombró comandante del
ejército aliado brandemburgués-polaco-imperial reclutado para combatir a los
suecos en 1658. Se produjo una cadena de ataques exitosos, primero en el
Schleswig-Holstein y Jutlandia y, luego, en Pomerania.
El más notable hecho militar del reinado fue la victoria en solitario sobre
los suecos en Fehrbellin en 1675. En el invierno de 1674-1675 el elector
estaba guerreando junto al ejército austriaco en Renania, como parte de una
coalición que se había formado para contener a Luis XIV durante las guerras
holandesas. Con la esperanza de asegurarse los subsidios franceses, los
suecos, aliados de los franceses, invadieron Brandemburgo con un ejército de
14 000 hombres mandado por el general Karl Gustav Wrangel. Se trataba de
un escenario que evocaba los recuerdos de la Guerra de los Treinta Años: los
suecos se abandonaron a las destrucciones habituales a costa de la
desventurada población del Uckermark, al noreste de Berlín. Federico
Guillermo reaccionó a las noticias de la invasión con rabia no disimulada.
«Me han llevado a no tener otra salida», dijo el elector a Otto von Schwerin
en febrero, «salvo la de vengarme yo mismo de los suecos». En una serie de
furiosos despachos el elector, que estaba en cama con gota, urgió a sus
súbditos, «tanto a los nobles como a los no nobles», a «destruir a todos los
suecos en cuanto se les echen las manos encima y partirles el cuello […] y no
dar cuartel[19]».
Federico Guillermo alcanzó a su ejército en Franconia a finales de mayo.
Cubriendo más de cien kilómetros a la semana, sus fuerzas llegaron a
Magdeburg el 22 de junio, a algo más de 90 kilómetros del cuartel general
sueco en la ciudad de Havelberg. Desde aquí el mando brandemburgués pudo
establecer, por medio de informadores locales, que los suecos estaban
extendidos detrás y a lo largo del río Havel, con concentraciones en las
ciudades fortificadas de Havelberg, Rathenow y Brandemburgo. Como los
suecos no se habían dado cuenta de la llegada del ejército brandemburgués, el
elector y su comandante, Georg Derflinger, tenían la ventaja de la sorpresa,
por lo que resolvieron atacar el punto fuerte de los suecos de Rathenow con
solo 7000 jinetes; otros 1000 mosqueteros fueron cargados en carros con el
fin de que pudieran seguir el avance. Fuertes lluvias y el barro impidieron su
progreso, pero también los ocultó a la vista de los confiados regimientos
suecos de Rathenow. A primera hora de la mañana del 25 de junio, los

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brandemburgueses atacaron y destruyeron la fuerza sueca con mínimas bajas
propias.
El colapso del frente sueco en Rathenow preparó el escenario para la
batalla de Fehrbellin, el combate más celebrado del reinado del elector. Con
el fin de restablecer la cohesión de su posición, los regimientos suecos de la
ciudad de Brandemburgo se retiraron muy al interior con la intención de
dirigirse al noroeste para unirse a la fuerza principal de Havelberg. Pero esto
resultó ser más difícil de lo esperado debido a las fuertes lluvias de primavera
y verano que transformaron las marismas de la zona en una peligrosa zona
pantanosa, rota solo por islas de hierba empapada y cruzada por estrechos
caminos. Guiados por gente del lugar, las partidas que avanzaban del ejército
electoral bloquearon las principales salidas de la zona, y obligaron a los
suecos a retirarse a la pequeña ciudad de Fehrbellin, en el río Rin. Aquí, su
comandante, el general Wrangel, desplegó a sus 11 000 hombres a la
defensiva, colocando a los 7000 hombres de la infantería sueca en el centro y
su caballería en las alas.
Contra los 11 000 suecos, el elector solo pudo oponer unos 6000 hombres
(una porción importante de su ejército, incluyendo a la mayoría de su
infantería, que todavía no había llegado a la zona). Los suecos disponían de al
menos tres veces más cañones de campaña que los brandemburgueses. Pero la
desventaja numérica de estos se vio compensada por una oportunidad táctica.
Wrangel había descuidado ocupar una altura de arena, baja, que dominaba el
flanco derecho. El elector no perdió tiempo en situar allí a sus trece cañones
de campaña y abrir fuego sobre las líneas suecas. Percatándose de su error,
Wrangel ordenó a la caballería de su ala derecha, apoyada por la infantería,
que tomase la altura. Durante unas cuantas horas la batalla estuvo dominada
por el avance y el reflujo de las cargas y contracargas de caballería, ya que los
suecos trataban de capturar los cañones enemigos, pero eran rechazados por la
caballería brandemburguesa. Una metafórica niebla de guerra envolvió tales
encuentros; que se espesó en esta ocasión por una literal bruma de verano
como la que suele darse en los pantanos del Havelland. Ambos bandos tenían
dificultades para coordinar sus fuerzas, pero fue la caballería sueca la que
cedió la primera, huyendo del campo de batalla y dejando a su infantería —la
Guardia de Dalwig— expuesta a los sables de los jinetes brandemburgueses.
De los 1200 guardias, veinte consiguieron huir y unos 70 fueron hechos
prisioneros; el resto fue muerto[20]. Al día siguiente, la propia ciudad de
Fehrbellin, defendida por una pequeña fuerza de ocupación sueca, fue
tomada. Se producía ahora una gran huida de suecos a través de la Marca de

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Brandemburgo. Un considerable número de estos, más quizá de los que
habían caído en el campo de batalla, acabaron muertos en ataques
oportunistas por parte de los campesinos, durante su marcha hacia el norte.
Un informe contemporáneo constató que los campesinos de la zona en torno a
la ciudad de Wittstock, no lejos de la frontera con Pomerania, habían
masacrado a 300 suecos, incluyendo a cierto número de oficiales: «aunque
algunos de estos últimos ofrecieron 2000 táleros por sus vidas, fueron
decapitados por los vengativos campesinos[21]». El recuerdo del «terror
sueco», todavía vivo en las generaciones de más edad, tuvo su papel en este
caso. El 2 de julio, los últimos suecos que no habían sido capturados o
muertos habían abandonado el territorio del Electorado.
Victorias como las conseguidas en Varsovia y Fehrbellin fueron de
enorme importancia simbólica para el elector y su entorno. En una época en
que se glorificaba a los señores de la guerra exitosos, las victorias del ejército
de Brandemburgo magnificaron el prestigio y la reputación de su fundador.
En Varsovia, Federico Guillermo, había resistido en el centro de la batalla,
exponiéndose repetidamente al fuego enemigo. El mismo escribió un relato
del hecho, que fue publicado en La Haya. Sus notas sobre la batalla formaron
la base de los pasajes relevantes de la historia del reino escrita por Samuel
Pufendorf, un trabajo amplio y elaborado que marcó un nuevo comienzo en la
historiografía brandemburguesa[22]. Todo esto atestigua sobre una fortísima
autoconciencia histórica, en el sentido de que Brandemburgo había empezado
a hacer —y a narrar— su propia historia. En «memorias reales», texto
pensado para su sucesor, Luis XIV observó que los reyes deben un relato de
sus acciones «a todas las edades[23]». El Gran elector nunca llegará a
desplegar un culto de su propia memoria historizada que rivalice con la de su
contemporáneo francés, pero también él comenzó conscientemente a
percibirse a sí mismo y a sus logros a través de los ojos de una posteridad
imaginada.
En Varsovia, en 1656, los brandemburgueses habían mostrado su temple
como compañeros de coalición; en Fehrbellin, diecinueve años después, el
ejército del elector, aun superado en número y teniendo que avanzar a
velocidad del rayo, sin ayuda derrotó a un enemigo que poseía una
intimidatoria reputación europea. Aquí, el elector, a la sazón un robusto
hombre de cincuenta y cinco años, permaneció en el centro de la acción. Se
unió al asalto de sus hombres contra las líneas suecas hasta que fue rodeado
por tropas enemigas y hubo de ser salvado por nueve de sus dragones. Fue
después de la victoria de Fehrbellin cuando apareció impreso el apodo de

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«Gran Elector». No había nada especialmente notable en esto, pues eran algo
común en la Europa del siglo XVII los periódicos de gran formato que
ensalzaban la grandeza de los gobernantes. Pero, a diferencia de otros muchos
«grandes» de los primeros tiempos de la Edad Moderna (incluyendo al
abortado «Luis el Grande», propagado por los panfletistas aduladores del
rey-sol; «Leopoldo el Grande» de Austria; y «Maximiliano el Grande», cuyo
uso ha quedado confinado hoy a los tozudos círculos monárquicos bávaros),
aquel ha sobrevivido, convirtiendo al elector Federico Guillermo, sin ser rey,
en el único soberano europeo de la edad moderna al que se le aplica este
epíteto en gran medida.
Con Fehrbellin, además, se estableció un puente entre la historia y la
leyenda. La batalla se convirtió en una fecha fija en la memoria. El
dramaturgo Heinrich von Kleist la eligió para la trama de su obra Der Prinz
von Homburg, una variación idealizada del hecho histórico, en la que un
impulsivo jefe militar se enfrenta a una sentencia de muerte por haber dirigido
una victoriosa carga contra los suecos, pese a la orden de contenerse, aunque
es perdonado por el elector tras haber aceptado su culpabilidad. Para los
brandemburgueses y prusianos de la posteridad, los antecesores de Federico
Guillermo permanecen en la sombra, figuras antiguas aprisionadas en un
remoto pasado. En cambio, el Gran Elector sería elevado a estatus de un padre
fundador tridimensional, una personalidad trascendente que, a un tiempo,
simbolizaba y daba sentido a la historia de un Estado.

Alianzas

«Las alianzas son, sin duda, buenas», escribía Federico Guillermo en 1667,
«pero una fuerza propia, en la que uno puede basarse con seguridad, es mejor.
Un gobernante no es tratado con respeto a menos que disponga de sus propias
tropas y sus propios recursos. Es todo esto lo que, gracias a Dios, me ha
hecho importante desde que los he conseguido[24]». Había mucho de verdad
en estas reflexiones, elaboradas para edificación del hijo y sucesor del elector.
A finales de la Segunda Guerra del Norte, Federico Guillermo era un hombre
con el que había que contar. Era un socio atractivo, que podía controlar
ayudas sustanciales. Participaba, asimismo, en calidad de figura principal, en
tratados de paz regionales importantes —distinción que les había sido negada
a sus antecesores.

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Pero el ejército era uno de los factores de la recuperación y de la
expansión de Brandemburgo desde 1640. Incluso antes de poseer unas fuerzas
armadas capaces de tener mayor peso en los conflictos regionales, Federico
fue capaz de asegurarse ganancias territoriales importantes simplemente por
participar en el juego del sistema internacional. Fue también gracias al apoyo
francés por lo que Brandemburgo pudo elevarse a una posición fuerte tras la
Paz de Westfalia en 1648. Los franceses, que buscaban un estado alemán
como cliente para que apoyase sus planes contra Austria, ayudaron a Federico
Guillermo a discutir a fondo con Suecia hasta llegar a un acuerdo de
compromiso con este país (aliado de Francia), por el cual Brandemburgo
recibía la porción oriental de Pomerania (con exclusión del río Oder). A
continuación, Francia y Suecia se unieron para presionar al emperador para
que compensase a Brandemburgo por la parte todavía sueca de Pomerania,
garantizándole territorios de los exobispados de Halberstadt, Minden y
Magdeburgo. Estas fueron, con mucho, las adquisiciones más significativas
del largo reinado de Federico Guillermo. En 1648, una estrecha franja de
territorio Hohenzollern iba, con una amplia curva, desde la frontera occidental
de Altmark hasta la zona oriental de la costa de Pomerania —el espacio entre
la aglomeración central de territorios y la Prusia Ducal se estrechó hasta tener
menos de 120 kilómetros—. Por primera vez en su historia, Brandemburgo
era más extenso que la vecina Sajonia. Era ya el segundo mayor territorio
alemán después de la monarquía habsbúrgica. Y todo esto se había
conseguido sin descargar un solo mosquete, en una época en la que las
exiguas fuerzas armadas de Brandemburgo contaban todavía muy poco.
Lo mismo puede decirse en relación con la adquisición de la soberanía
total sobre la Prusia Ducal en 1657. Sin duda: el ejército del elector creció
hasta los 25 000 hombres en el curso de la Guerra del Norte de 1655-1660.
Combatiendo primero del lado sueco y luego del polaco-imperial, el elector
fue capaz de evitar que las potencias involucradas en el conflicto lo dejaran
fuera de su expuesto ducado oriental. Tras la victoria de Varsovia de 1656,
Carlos X abandonaba sus planes de ocupar la Prusia Ducal como feudo sueco
y se mostraba de acuerdo en conceder plena soberanía a Brandemburgo. Pero
una vez que los suecos hubieron sido expulsados a Dinamarca, la promesa
careció de sentido —ya no podían entregar la Prusia Ducal, pues ya no era de
ellos—. El truco consistía ahora en hacer que los polacos siguiesen su
ejemplo y concediesen a su vez plena soberanía. De nuevo, el elector fue el
beneficiario de acontecimientos internacionales fuera de su control. Una crisis
en las relaciones entre la corona polaca y el zar de Rusia significaba que las

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tierras de la Unión quedaban expuestas a los ataques rusos. El rey de Polonia,
Juan Casimiro, se mostró, así, deseoso de separar Brandemburgo de Suecia y
neutralizarlo como amenaza militar.
Por una ulterior coincidencia, el emperador Fernando III moría en abril de
1657, lo que significaba que Federico Guillermo podía negociar su voto
electoral a cambio de concesiones sobre la Prusia Ducal. Los Habsburgo
presionaron al rey polaco para aceptar las demandas del elector para extender
su soberanía sobre la Prusia Ducal, presiones que tuvieron un considerable
peso, pues los polacos contaban con la ayuda austríaca en el caso de que se
produjesen nuevos ataques suecos o rusos. En un tratado secreto firmado en
Wehlau el 1 de septiembre de 1657, los polacos aceptaron ceder la Prusia
Ducal al elector «con poder absoluto y sin imposiciones previas». A su vez, el
elector prometió ayudar a Juan Casimiro contra Suecia[25]. Nada ilustra mejor
la complejidad y el ámbito geográfico de los mecanismos que fueron
proporcionando las oportunidades de Brandemburgo. El hecho de que
Federico Guillermo hubiese, ahora, reunido suficientes tropas bajo su mando
como para ser un útil aliado era un factor permisivo importante de este
resultado, pero fue el sistema internacional, más que los esfuerzos del elector,
lo que zanjó la cuestión de la soberanía en su favor.
Por el contrario, la aplicación unilateral de la potencia militar —aun
cuando esta hubiese tenido éxito en términos militares— era de escasa ayuda
en casos en los que los objetivos de Brandemburgo no estuviesen
garantizados por la más amplia dinámica del sistema internacional. En
1658-1659, Federico Guillermo mandó una extraordinariamente exitosa
campaña conjunta austro-polaco-brandemburguesa contra los suecos. Se
produjo una larga serie de operaciones militares exitosas, primero en el
Schleswig-Holstein y Jutlandia y luego en Pomerania. Para cuando la
campaña de 1659 había terminado, las tropas de Brandemburgo controlaban
virtualmente toda la Pomerania sueca, con la única exclusión de las ciudades
costeras de Stralsund y Stettin. Pero tales éxitos no bastaron para garantizar al
elector una posición permanente en la porción disputada de su herencia
pomerania. Francia intervino a favor de los suecos, y la Paz de Oliva (3 de
mayo de 1660) confirmaba ampliamente las concesiones acordadas en
Wehlau tres años antes. Así, Brandemburgo no obtenía nada pese a la
implicación del elector en la alianza contra Suecia, salvo un más amplio
reconocimiento internacional de su estatus soberano en Prusia. Y hubo una
lección ulterior, si es que hacía falta, de la primacía del sistema sobre las
fuerzas a disposición de uno de sus miembros menores.

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Exactamente la misma cosa ocurrió tras la victoria sobre los suecos en
Fehrbellin en 1675. A lo largo de una agotadora campaña de cuatro años, el
elector consiguió expulsar de Pomerania occidental hasta al último sueco.
Pero tampoco fue suficiente para acabar consiguiendo sus reclamaciones,
pues Luis XIV no tenía intención de dejar a su aliado sueco a merced de
Brandemburgo. Francia, cuyo poder aumentaba, tras el final de las Guerras de
Holanda, insistió en que los territorios pomeranios conquistados deberían ser
restituidos totalmente a Suecia. Viena se mostró de acuerdo: el emperador
Habsburgo no tenía intención de ver «surgir un nuevo rey de los vándalos en
el Báltico»; prefería la existencia de una Suecia débil a la de un fuerte
Brandemburgo[26]. En junio de 1679, tras grandes accesos de rabia impotente,
el elector renunciaba, finalmente, a las reclamaciones por las que había
luchado tan duramente y autorizaba a su enviado a firmar la Paz de Saint-
Germain con Francia.
La desalentadora conclusión de una larga lucha fue, con todo, un
recordatorio de que Brandemburgo era todavía, pese a todos sus esfuerzos y
éxitos, un jugador pequeño en un mundo en el que los grandes jugadores
decidían los resultados importantes. Federico Guillermo había podido, con
algún éxito, explotar el inestable equilibrio de poder en un conflicto regional
entre Polonia y Suecia, pero se sentía perdido en una lucha en que los
intereses de las grandes potencias estaban involucrados más directamente.
Jugar dentro del sistema de una manera efectiva significaba hallarse en el
lugar adecuado en el momento adecuado y esto, a su vez, implicaba estar
dispuesto a cambiar lealtades, cuando un compromiso se hacía demasiado
insoportable o inoportuno. Durante los últimos años 1660 y los primeros
1670, el elector osciló desesperado entre Francia y Austria. En enero de 1670,
una serie de negociaciones y acuerdos durante tres años culminaron en un
tratado de diez años con Francia. En el verano de 1672, sin embargo, cuando
los franceses atacaron a la República Holandesa, invadiendo y saqueando
Cleves en el proceso, el elector se volvió hacia el emperador Leopoldo, en
Viena. Se firmó un tratado a fines de junio de 1672 por el que se acordaba que
Brandemburgo y el emperador llevarían a cabo una campaña conjunta para
salvaguardar la frontera occidental del Sacro Imperio Romano de la agresión
francesa. Sin embargo, en el verano de 1673 el elector estaba de nuevo
discutiendo una alianza con los franceses; en el otoño del mismo año ya
estaba gravitando nuevamente en dirección a una nueva coalición antifrancesa
centrada en una triple alianza entre el emperador Leopoldo, los holandeses y
los españoles. El mismo modelo de rápida alternancia puede observarse en los

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últimos años del reinado de Federico Guillermo. Hubo una sucesión de
alianzas con Francia (octubre de 1679, enero de 1682, enero de 1684) pero, al
mismo tiempo, un contingente de Brandemburgo era enviado en auxilio de
Viena, asediada por los turcos, en 1683. Asimismo, en agosto de 1685,
Federico Guillermo firmaba un tratado con la República Holandesa, cuyos
términos iban dirigidos en gran parte contra Francia (al tiempo que daba
garantías a los franceses de su lealtad, y los urgía a continuar con el pago de
sus subsidios).
«[Forma parte] de la naturaleza de las alianzas», observaba sabiamente el
conde Montecuccoli, estratega militar austríaco, «el que se disuelvan ante el
menor inconveniente[27]». Pero incluso en una época que veía a las alianzas
como situaciones a corto plazo, la «inconstancia febril» (Wechselfieber) del
elector resultaba notable. De todos modos, había un método en la locura. Con
el fin de poder pagar a su creciente, ejército, Federico Guillermo necesitaba
subsidios exteriores. Los frecuentes cambios de alianza forzaban a los
supuestos socios a someterse a una guerra de subastas aumentando por ello el
precio de una alianza. La rápida alternancia de las alianzas reflejaba asimismo
la complejidad de las exigencias de seguridad de Brandemburgo. La
integridad de los territorios occidentales dependía de las buenas relaciones
con Francia y con las Provincias Unidas. La integridad de la Prusia Ducal
dependía de las buenas relaciones con Polonia. La seguridad de todo el litoral
báltico de Brandemburgo dependía de mantener a raya a los suecos. La
conservación del estatus de elector y la prosecución de sus reclamaciones
hereditarias en el imperio dependían de unas buenas (o al menos funcionales)
relaciones con el emperador. Todos estos hilos se entrecruzaban en diversos
puntos para formar una red nerviosa que generaba resultados impredecibles y
en rápido cambio.
Aunque este problema fue especialmente agudo en el reinado del Gran
Elector, no desapareció tras su muerte. De nuevo, una y otra vez, los
soberanos y estadistas de Prusia deberán hacer frente a opciones desesperadas
entre compromisos de alianzas contrarios. Era una situación difícil que
confería considerable tensión a las redes de toma de decisiones próximas al
trono. Durante el invierno de 1655-1656, por ejemplo, mientras el elector
sopesaba a qué bando apoyar en la próxima fase de la Guerra del Norte, se
formaron unas facciones «sueca» y «polaca» entre los ministros y consejeros
e incluso en la propia familia del elector. El ambiente de incertidumbre e
indecisión resultantes inspiró a uno de los más poderosos consejeros del
elector la observación de que este y sus consejeros «quieren lo que no querían

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y hacen lo que no pensaban que harían[28]», acusación que podía encajar
perfectamente también para Jorge Guillermo y que podría haberse lanzado
contra otros varios soberanos brandemburgueses; La desintegración periódica
de los dirigentes que decidían la política en facciones que apoyaban opciones
rivales continuaría siendo una de las constantes estructurales de la política
prusiana.
Así, al pasar de un socio a otro, el elector seguía el consejo del consejero
privado calvinista pomeranio Paul von Fuchs, que lo presionaba para que no
se comprometiera de manera permanente con ningún socio sino que siguiese
una «política de péndulo» (Schaukelpolitik)[29]. Aquí, se producía un cambio
importante respecto al anterior reinado: también Jorge Guillermo había
alternado entre Viena y Estocolmo, pero solo bajo presión. En cambio, el
término Schaukelpolitik significaba una política oscilatoria consciente. Lo que
a su vez implicaba una atenuación del sentido de la obligación del elector
respecto del emperador. Los sucesivos intentos para preparar una respuesta
conjunta Brandemburgo-Habsburgo a la amenaza de Francia en los años 1670
había revelado que ambos poderes tenían intereses geopolíticos muy
divergentes (este problema iba a seguir existiendo en las relaciones austro-
prusianas hasta el siglo XIX). Y la corte austríaca de los Habsburgo mostrará
en más de una ocasión su satisfacción al ver cómo se frustraba la ambición
del elector. Federico Guillermo estaba furioso y resentido por estos desaires:
«Usted sabe cómo el emperador y el imperio nos han tratado», le decía al
ministro principal de su Consejo Privado, Otto von Schwerin, en agosto de
1679, cuando Viena apoyaba la devolución de la Pomerania Occidental a
Suecia. «Y ya que ellos son los primeros en dejarnos indefensos ante nuestros
enemigos, ya no seguiremos considerando sus intereses, a menos que
coincidan con los nuestros[30]».
Aun así, es también sorprendente la desgana del elector en quemar los
puentes con Viena. Continuó siendo un príncipe leal al imperio, apoyando al
candidato de los Habsburgo, Leopoldo I, en la elección imperial de 1657 y en
sus diversos preliminares[31]. El águila Hohenzollern que se muestra en las
insignias del Brandemburgo del siglo XVII siempre lleva un escudo adornado
orgullosamente con el cetro de oro del chambelán hereditario imperial, una
marca de la importante ceremonia clásica en el Imperio. Federico Guillermo
consideraba al imperio indispensable para el futuro bienestar de su país. Los
intereses respecto al imperio no eran, naturalmente, idénticos a los del
emperador Habsburgo, y el elector sabía perfectamente que, en ciertos
momentos, se hacía necesario defender las instituciones del primero contra el

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segundo. Pero el elector siguió siendo una estrella fija en el firmamento de
Brandemburgo. Era esencial, le aconsejó el elector a su sucesor en la
«Instrucción paterna» de 1667, «que tengas presente el respeto que debes
tener por el emperador y el imperio[32]». Esta curiosa combinación de un
resentimiento rebelde hacia el emperador con el inculcado respeto por las
antiguas instituciones del imperio (o, en último extremo, una falta de ganas de
suprimirlas) era otra característica de la política exterior prusiana, que iba a
durar hasta el siglo XVIII.

Soberanía

El 18 de octubre de 1663, una abigarrada asamblea de representantes de los


estados se reunió ante el castillo de Königsberg. Estaban allí para prestar un
juramento de lealtad al elector de Brandemburgo. La ocasión era solemne. El
elector se hallaba sobre una plataforma elevada, cubierta por una tela
escarlata. Cerca de él estaban cuatro funcionarios superiores de la
administración ducal, llevando cada uno de ellos la insignia de su cargo: la
corona ducal, una espada, un cetro y un bastón de mariscal de campo.
Después de la ceremonia, las puertas del patio del castillo se abrieron para la
tradicional manifestación de largueza soberana. Cuando el pueblo de la
ciudad penetró en él para unirse a las celebraciones, el chambelán lanzó al
gentío medallas conmemorativas de oro y plata. Durante todo el día vino —
tinto y blanco de dos pitorros diferentes— salió en abundancia de una fuente
hecha en forma del águila de los Hohenzollern. En las salas de recepción,
dotadas de veinte grandes mesas, se agasajó a los estados[33].
La coreografía, en esta ocasión, recordaba una tradición de gran
antigüedad. El juramento de lealtad había sido un componente de la soberanía
en la Europa occidental desde el siglo XII. Se trataba de un acto legal por el
cual la relación entre soberano y súbdito «se actualizaba, se renovaba y
perpetuaba[34]». De un modo consolidado por el tiempo, los representantes de
los estados juraban que nunca «bajo cualquier circunstancia que el hombre
pudiera imaginar» romperían el nexo con el nuevo soberano, todo el tiempo
arrodillándose ante el elector con la mano izquierda sobre el pecho y la mano
derecha levantada por encima de la cabeza con el pulgar y dos dedos
extendidos. Se decía que el pulgar significaba Dios Padre, el índice, Dios Hijo
y el dedo medio el Espíritu Santo; «de los otros dos dedos, doblados hacia la
palma de la mano, el cuarto significaba la valiosa alma, que está oculta en el

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género humano, mientras que el quinto significa el cuerpo, que es una cosa
menor que el alma[35]». Así, un acto específico de subordinación política se
fundía con la permanente sumisión del hombre a Dios.
Tales invocaciones de eternidad y tradición desmentían la fragilidad de la
autoridad de los Hohenzollern en la Prusia Ducal. En 1663, cuando se celebró
el juramento en Königsberg, la soberanía legal del elector en el Ducado de
Prusia era cosecha reciente. Había sido confirmada formalmente en la Paz de
Oliva, solo tres años antes, y desde entonces había sufrido la fuerte oposición
de los habitantes. En la ciudad de Königsberg surgió un movimiento popular
para resistirse a la actividad de la administración electoral para imponer su
autoridad. Solo después de que un importante dirigente político de la ciudad
hubo sido detenido y el cañón del elector hubo apuntado al corazón de la
ciudad, pudo restaurarse la paz, abriendo el camino para el acuerdo que fue
solemnizado en el patio del palacio el 18 de octubre de 1663. Y, de nuevo, al
cabo de un decenio, las autoridades electorales hubieron de hacer frente una
vez más a resistencia abierta y se vieron forzadas a asaltar la ciudad con las
tropas. No solo en la Prusia Ducal, sino también en Cleves e incluso en el
propio Brandemburgo, el decenio que siguió a la Guerra de los Treinta Años
estuvo marcado por malestar entre las autoridades electorales y los guardianes
de los privilegios locales.
No había nada inevitable en el conflicto entre los monarcas y los estados.
La relación entre el soberano y la nobleza era esencialmente de
interdependencia. La nobleza administraba las localidades y recaudaba los
impuestos. Prestaban dinero al soberano —por ejemplo, en 1631 Jorge
Guillermo debía al noble brandemburgués Johann von Arnim 50 000 táleros,
por los que hubo de empeñarle dos tierras como garantía[36]—. La riqueza de
la nobleza proporcionaba una garantía subsidiaria para los empréstitos de la
corona y en tiempos de guerra se esperaba que los nobles proporcionasen al
príncipe caballos y hombres de armas para la defensa del territorio. De todos
modos, durante el siglo XVII la relación entre ambos alcanzó una creciente
tensión. Podría parecer que los conflictos entre el soberano y los
terratenientes se habían convertido en la norma más que en la excepción[37].
El asunto era, básicamente, una cuestión de perspectiva. Una y otra vez,
Federico Guillermo hubo de llegar a la conclusión de que los estados y las
regiones que representaban se veían a sí mismos como partes de un único
conjunto y así obligados a colaborar en la conservación y defensa de todas las
tierras del soberano y la búsqueda de sus legítimas exigencias territoriales[38].
Pero esta manera de ver las cosas era totalmente ajena a los Estados, que

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consideraban sus respectivos territorios como parcelas constitucionales
separadas, ligadas verticalmente a la persona del elector, pero no
horizontalmente, unas a otras. Pues los estados de la Marca de
Brandemburgo, Cleves y la Prusia Ducal eran «provincias extranjeras» que no
podían reclamar nada de los recursos de Brandemburgo[39]. Las guerras de
Federico Guillermo por Pomerania, por la misma razón, fueron «luchas»
privadas del príncipe, por las que no tenía ningún derecho —según ellos—
para confiscar la riqueza de sus laboriosos súbditos.
Los estados esperaban del elector la continuidad y solemne observancia
de sus «especiales y particulares privilegios, libertades, tratados, exenciones
del príncipe, acuerdos matrimoniales, contratos territoriales, antiguas
tradiciones, leyes y justicia[40]». Estos habitaban en un mundo mental de
soberanías mezcladas y solapadas. Los estados de Cleves tuvieron un
representante diplomático en La Haya hasta 1660 y miraba hacia la República
Holandesa, la Dieta Imperial, y, en ocasiones, incluso hacia Viena, en busca
de apoyo contra las intervenciones ilícitas de Berlín[41]. Con frecuencia,
consultaban con los estados de Mark, Jülich y Berg sobre cómo responder (y
resistir) mejor a las exigencias del elector[42]. Los estados de la Prusia Ducal,
por su lado, tendían a considerar a la vecina Polonia la garantía de sus
antiguos privilegios. Como constataba irritado un alto funcionario superior
electoral, los dirigentes de los estados prusianos eran «verdaderos vecinos de
los polacos» y se mostraban «indiferentes ante la defensa del [su propio]
país[43]».
Y no pasó mucho tiempo antes de que las metas cada vez más amplias en
las ambiciones del elector lo llevase a colisionar con los estados. La
introducción de extranjeros, la mayoría de confesión calvinista, en los más
altos cargos administrativos de los territorios fue una afrenta para la nobleza,
en su mayoría luterana. Esto contravenía el amado Indigenat, una larga
tradición constitucional de todas las provincias, según la cual solo los
«nativos» podían servir en la administración. Otro asunto sensible era el
ejército permanente. Los estados le ponían objeciones no solo porque era
caro, sino también porque desplazase al antiguo sistema de las milicias
provinciales, que había estado bajo control de los estados. Esto adquirió
especial importancia en la Prusia Ducal, donde el sistema de milicias era un
estimado símbolo de las antiguas libertades del ducado. En 1655, cuando la
administración electoral propuso la abolición de las milicias y su sustitución
por una fuerza permanente que respondería directamente ante Berlín, los
estados respondieron protestando agriamente, declarando que si los medios

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tradicionales no eran suficientes para una defensa eficaz, el soberano debería
ordenar días de «expiación y plegarias generales» y «buscar refugio en
Dios[44]». Hay aquí interesantes paralelos con aquellos «Country Whigs» que
se opusieron francamente a la ampliación del ejército permanente en
Inglaterra, insistiendo en la conservación de las milicias locales bajo control
de la pequeña nobleza, y argumentando que la política exterior de un país
debería estar determinada por sus fuerzas armadas, no al revés[45]. En
Inglaterra, como en la Prusia Ducal, la «ideología del país» de las élites
rurales incluía una poderosa mezcla de patriotismo provincial, defensa de la
«libertad» y resistencia a la expansión del poder del Estado[46]. Muchos
nobles prusianos habrían estado entusiásticamente de acuerdo con los puntos
de vista expresados en un panfleto contrario al ejército de 1675 en el que se
decía que «el poder del Peerage» [dignidad de par] y un Ejército permanente
eran como dos cangilones, cuando la proporción de uno baja, la del otro
exactamente sube[47]…
El asunto más problemático era el de los impuestos. Los estados insistían
en que las tasas monetarias y otras no podían recaudarse legalmente sin
acuerdo previo de sus representantes. Con todo, la creciente y profunda
implicación de Brandemburgo en la política de poder regional desde 1643
significó que las necesidades financieras de la administración no podían
satisfacerse utilizando los mecanismos fiscales tradicionales[48]. Durante los
años 1655-88, los gastos militares del Gran elector alcanzaron unos 54
millones de táleros. Una parte la cubrían los subsidios exteriores a través de
una sucesión de convenios de alianza. Algunos derivaban de la explotación de
las tierras del propio elector, o de otros ingresos soberanos, tales como
servicios postales acuñación y aduanas. Pero todas esas fuentes juntas
llegaban a no más de 10 millones de táleros. El resto debía ser recaudado en
forma de impuestos sobre la población de los territorios del elector[49].
En Cleves, en la Prusia Ducal e incluso en Brandemburgo, centro del
patrimonio Hohenzollern, los estados se resistieron a los esfuerzos del elector
para asegurarse nuevos ingresos para el ejército. En 1649, los estados de
Brandemburgo se negaron a aprobar fondos para una campaña contra los
suecos en Pomerania, a pesar del sincero recordatorio de que todos sus
territorios eran ahora «miembros de una cabeza» (membra unius capitis) y
que Pomerania debía ser ayudada como si fuese «parte del Electorado[50]». En
Cleves, donde el rico patriciado urbano todavía consideraba al elector como
un intruso extranjero, los estados reactivaron la tradicional «alianza» con
Mark, Jülich y Berg; los principales portavoces llegaron incluso a hacer

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paralelos con los levantamientos contemporáneos en Inglaterra y amenazaron
con tratar al elector como el partido parlamentario inglés trataba al rey Carlos.
Las amenazas de Federico Guillermo respecto a aplicar «acciones militares
ejecutivas» fueron en gran medida inútiles, ya que los estados tenían el apoyo
de la guarnición holandesa que todavía ocupaba el ducado[51]. En la Prusia
Ducal, asimismo, el elector encontró una firme resistencia. Aquí, los estados
habían llevado, tradicionalmente, la voz cantante, reuniéndose regularmente
en sesiones plenarias y manteniendo un estrecho control sobre el gobierno
central y local, la milicia y las finanzas territoriales. El tradicional derecho
prusiano de apelación a la corona polaca significaba que aquellos no podían
ser forzados fácilmente a que cooperasen[52].
Fue el estallido de la Guerra del Norte de 1655-1660 la que llevó el
enfrentamiento sobre los ingresos a un punto crítico. En primer lugar, se
utilizó la coerción y la fuerza para romper las resistencias. Las recaudaciones
anuales fueron incrementadas unilateralmente y obtenidas por medio de la
«acción ejecutiva» militar —especialmente en Cleves, donde la contribución
anual aumentó más drásticamente durante los años de guerra que en cualquier
otro lugar de las tierras del Electorado. Los activistas más importantes de los
estados fueron intimidados o detenidos[53]. Se ignoraron las protestas. En la
lucha por los ingresos, el elector se benefició de los cambios en un entorno
legal más amplio, que sirvió para minar las pretensiones de las élites
provinciales. En 1654, bajo presión de los electores alemanes, la mayoría de
los cuales se vieron encerrados en conflictos de un tipo o de otro con sus
estados, el emperador se vio «obligado, obedientemente, a proporcionar la
necesaria ayuda a sus príncipes […] para el apoyo y la ocupación de plazas y
guarniciones fortificadas». Mientras es quizá una exageración describir este
documento como la «Magna Carta del absolutismo», el decreto de 1654 fue
un importante punto de partida. Marcó el advenimiento, en todo el Sacro
Imperio Romano, de un clima desfavorable para el afianzamiento de los
derechos colectivos[54].
De todos los conflictos relativos a los derechos de los estados, el más
virulento fue el de la Prusia Ducal. Aquí, también, el estallido de la Guerra
del Norte fue el catalizador de los enfrentamientos. El elector convocó a la
Dieta prusiana en abril de 1655, pero ni siquiera en agosto, cuando la
amenaza de los suecos era evidente, aceptaron prometer más de 70 000
táleros, una suma pequeña si tenemos en cuenta que el más pobre y menos
poblado Brandemburgo proporcionaba, en estos años, una contribución
militar anual de 360 000 táleros[55]. La situación cambió abruptamente en el

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invierno de 1655, cuando Federico Guillermo y su ejército llegaron a
Königsberg. Inmediatamente los pagos obligatorios se convirtieron en la regla
y las contribuciones militares anuales aumentaron bruscamente a una media
de 600 000 táleros en los años 1655-1659. Se aplicó una serie de reformas
administrativas que permitieron al elector evitar a los estados. Lo más
importante fue la fundación de una Comisaría de Guerra, con extensos
poderes fiscales y confiscatorios, y la creación de un virrey electoral, el
príncipe Boguslaw Radziwill, cuya tarea fue la de supervisar a los poderosos
e independientes consejeros supremos (Oberräte) que, tradicionalmente,
habían gobernado Prusia en nombre de los estados.
Con el asunto de su plena soberanía resuelto por el Tratado de Wehlau
(1657) y la Paz de Oliva (1660), el elector estaba decidido a alcanzar un
arreglo duradero con los estados prusianos. Pero los estados se opusieron a la
validez de los tratados, argumentando que los cambios en la maquinaria
constitucional de la provincia solo podían llevarse a cabo sobre la base de
negociaciones trilaterales entre el elector, los estados de la Prusia Ducal y la
corona polaca[56]. Durante la Gran Dieta reunida en Königsberg en mayo de
1661, que duró un año, los estados desplegaron un programa de peticiones de
largo alcance que incluía un derecho permanente de apelación a la corona
polaca, la supresión de todas las tropas electorales excepto en el caso de unas
cuantas guarniciones costeras, la exclusión de los no prusianos de los cargos
oficiales, dietas regulares, y la mediación polaca automática en todas las
disputas entre los estados y el elector. Fue muy difícil llegar a un acuerdo
sobre estos asuntos, y más aún en cuanto que el humor de los ciudadanos de
Königsberg se manifestó con rapidez más agitado e intransigente. Con el fin
de apartar las negociaciones de las turbulencias de la capital ducal, el ministro
del elector, Otto von Schwerin, ordenó que la dieta fuese trasladada al sur, al
ambiente más tranquilo de Bartenstein en octubre de 1661. Solo en marzo de
1662, cuando la misión a Varsovia no pudo garantizar una ayuda concreta de
Polonia, el conjunto de la nobleza comenzó a ceder.
Entretanto, el humor de la ciudad se había radicalizado aún más,
siguiendo unos patrones que pueden observarse también en otras partes de
Europa. Cada día había mítines de protesta. Uno de los principales activistas
de los derechos urbanos colectivos era Hieronymus Roth, comerciante y
presidente de la comisión de concejales de Kneiphof, una de las tres
«ciudades» del antiguo Königsberg. Esperando convencer a Roth para que
adoptase una postura más moderada, Otto von Schwerin lo invitó a una
reunión privada en el castillo ducal de Königsberg, el 26 de mayo de 1661.

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Pero el encuentro resultó ser un terrible error. Según un informe de Schwerin,
Roth adoptó un tono sedicioso y de enfrentamiento, declarando, entre otras
cosas, que «cada príncipe, por muy pío que sea, oculta un tirano en su pecho»
—palabras que luego serían citadas en la imputación del concejal—. Por su
lado, Roth recordó que él había defendido las antiguas libertades de
Königsberg de una manera correcta y razonable y que había sido Schwerin
quien se había dejado llevar por la ira y le había amenazado con un
levantamiento armado[57].
Pese a una continua campaña de acoso, Roth continuó la agitación contra
la administración electoral, protegido por un gobierno ciudadano que se negó
a detenerlo o a limitar sus actividades. Viajó a Varsovia, donde se encontró
con el rey de Polonia, probablemente para discutir la posibilidad de un apoyo
polaco a los estados. En la última semana de octubre de 1661, el elector
perdió la paciencia y entró en Königsberg con 2000 soldados. Roth fue
detenido, juzgado, acusado sumariamente por una Comisión Electoral y
encarcelado en la fortaleza de Peitz, lejos, en Cottbus, enclave Hohenzollern
en la Sajonia electoral. El régimen carcelario no fue especialmente duro en los
primeros años; a Roth se le servían comidas de seis platos, se le había
asignado una confortable habitación y se le permitía pasear por los muros más
altos de la fortaleza.

5. Vista de la ciudad de Königsberg (hacia 1690).

Pero, en 1668, se le impusieron nuevas restricciones, al descubrirse que


había estado manteniendo correspondencia con su hijastro en Königsberg, en
la que denostaba al «arrogante calvinista» que ahora gobernaba su ciudad en

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nombre del elector. El mensajero que había llevado las cartas, un soldado
nacido en Königsberg que servía en la guarnición de la fortaleza, también fue
castigado. Federico Guillermo había declarado, inicialmente, que habría
liberado a Roth si este reconocía su «culpabilidad», mostraba verdadero
arrepentimiento y mendigaba misericordia. Pero Roth se mantuvo en sus
trece, objetando que no había actuado por mala fe sino por deber hacia su
«madre patria». Tras el escándalo de las cartas interceptadas, el elector
decidió que el díscolo concejal no sería liberado nunca. Solo unos años más
tarde, a los setenta años de edad, Roth escribió a Federico Guillermo,
implorando su liberación y encomendándose al elector como su «leal y
obediente súbdito[58]». Pero no hubo perdón para él y el concejal murió en la
fortaleza en el verano de 1678, tras diecisiete años de reclusión.
El encarcelamiento de Hieronymus Roth despejó el camino para un
arreglo temporal con los estados prusianos. En los primeros años 1670 hubo
otros conflictos sobre los impuestos, durante los cuales se empleó a la tropa
para obligar a pagarlos. En enero de 1672 se produjo incluso una ejecución
política en la Prusia Ducal —la única del reinado del elector[59]— Pero los
prusianos acabaron aceptando la soberanía del elector y el régimen fiscal que
esta trajo. En los años 1680, el dominio político de los estados prusianos
terminó, dejando nada más que nostálgicos sueños de «todavía no olvidada
felicidad, libertad y pacífica tranquilidad» de que habían gozado bajo la
soberanía de los reyes de Polonia[60].

Corte y patria

La administración electoral fue ampliando gradualmente su independencia


respecto a las élites provinciales. Ya que el elector poseía casi un tercio de
Brandemburgo y aproximadamente la mitad de la Prusia Ducal, podía ampliar
su base de ingresos simplemente mejorando la administración de las tierras de
la corona. Durante la Segunda Guerra del Norte, la administración de estas
propiedades fue organizada bajo la supervisión de la nueva Oficina de Tierras
(Amtskammer). Otro importante paso fue el impuesto sobre el consumo, una
tasa indirecta sobre bienes y servicios, introducida paulatinamente en las
ciudades de Brandemburgo en los años 1660 y extendida posteriormente a
Pomerania, Magdeburgo, Halberstadt y la Prusia Ducal. Tras varias disputas
locales sobre la manera de recolectarla, la tasa indirecta fue puesta bajo el
control de comisionados de impuestos dirigidos centralmente (Steuerräte),

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que enseguida empezaron a acumular otras funciones administrativas. La tasa
indirecta era una ventaja táctica importante ya que dividía los diferentes
elementos corporativos de los estados unos contra otros, lo que los debilitaba
ante la administración central. Ya que la tasa indirecta se aplicaba solo a las
ciudades, confirió a las empresas rurales una ventaja competitiva respecto de
sus rivales urbanos y permitía al elector exprimir la riqueza comercial de la
región sin alienarse a las poderosas familias terratenientes.
Federico Guillermo reforzó también su autoridad nombrando a calvinistas
para puestos administrativos clave. No se trataba precisamente de un asunto
de preferencias religiosas —sino que era una política dirigida
conscientemente contra las pretensiones de los estados luteranos—. Varios de
los más importantes funcionarios de Federico Guillermo eran príncipes
calvinistas extranjeros. El ya veterano virrey de Cleves, Juan Moritz von
Nassau-Siegen, se incluía en esta categoría, lo mismo que el conde (luego
príncipe) Jorge Federico von Waldeck, el extravagante gobernante de un
principado menor de Westfalia, que había servido en el ejército holandés y
que se había convertido en el más influyente ministro de la primera mitad del
reinado. El otro era Juan Jorge II de Anhalt, comandante en la campaña de
1672 y un tiempo virrey de Brandemburgo. El príncipe polaco-lituano
Boguslaw Radziwill, nombrado virrey de la Prusia Ducal durante la Segunda
Guerra del Norte, era otro gran calvinista imperial. El ministro
brandemburgués Otto von Schwerin, el principal funcionario de la corte
berlinesa desde 1658, era un noble pomeranio que se había convertido al
calvinismo, y cuyas actividades en nombre del elector incluían el
acaparamiento de las tierras de los nobles y su incorporación a las
propiedades de la corona. En conjunto, unos dos tercios de los funcionarios
principales nombrados durante el reinado del Gran elector pertenecían a la fe
reformada[61].
La utilización de funcionarios extranjeros fue otro cambio clave; en
Brandemburgo, muy pocos de los ministros más importantes nombrados
desde 1660 fueron realmente nativos del Electorado. El empleo de plebeyos
competentes (en su mayoría abogados) en los escalones superiores de la
administración civil y militar cubrieron el desfase entre los órganos del
gobierno y las élites provinciales. Hacia finales del siglo XVII, la nobleza
junker del interior de Brandemburgo tuvo una presencia marginal en la
naciente burocracia de los Hohenzollern, tendencia acelerada por el deterioro
de la situación financiera de una élite que se recuperaba lentamente de la
desorganización ocasionada por la Guerra de los Treinta Años. De todos los

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nombramientos para los cargos del tribunal superior, militares y diplomáticos
entre el acceso al poder del elector Federico Guillermo en 1640 y el de su
nieto Federico el Grande cien años después, solo el 10 por ciento recayeron
en miembros de la clase noble terrateniente de Brandemburgo[62]. Lo que
surgió a medida que estos cedían el terreno fue un nuevo tipo de funcionarios,
menos ligados a la nobleza provincial y más al monarca y a su
administración.
No se trató de una lucha dirigida a la rendición incondicional de uno de
los partidos ante el otro. La autoridad central no buscaba el dominio directo
sobre las élites provinciales como tales, sino el control sobre mecanismos
concretos en las estructuras tradicionales de poder[63]. El elector nunca se
planteó abolir los estados o someterlos completamente a su autoridad. Los
objetivos de su administración fueron siempre limitados y pragmáticos. Los
funcionarios más antiguos apremiaron a veces al gobierno para que fuese
flexible e indulgente con los estados[64]. El príncipe Moritz von Nassau-
Siegen, virrey de Cleves, era por temperamento un personaje conciliador que
empleó gran parte de su tiempo en el cargo mediando entre el soberano y las
élites locales[65]. Los representantes principales de Federico Guillermo en la
Prusia Ducal, príncipe Radziwill y Otto von Schwerin, eran ambos personajes
moderados que tenían considerable simpatía por la causa de los estados. Un
cuidadoso examen de los protocolos del Consejo Privado revela un verdadero
torrente de quejas y peticiones personales por parte de los distintos estados, la
mayoría de las cuales eran aprobadas sobre la marcha por el soberano[66].
Los estados o, al menos, el colectivo de nobles, hallaron enseguida modos
de reconciliar sus intereses con las pretensiones del elector. Aquellos actuaron
tácticamente, rompiendo con sus colegas nobles cuando ello favorecía sus
intereses. Su oposición a un ejército permanente quedó amortiguada al
percatarse de que el servicio militar en un puesto de mando podía ofrecer una
vía atractiva y honorable a un estatus y unos ingresos regulares[67]. En
principio, no se opusieron al derecho del elector a formular una política
exterior consultando con los consejeros. Lo que ellos pretendían era una
relación complementaria entre los órganos de la autoridad central y los
grandes de las provincias. Como explicaban los estados de Cleves en un
memorándum de 1684, se suponía que el elector no debería conocer lo que
sucedía en todas sus tierras y dependería así de sus funcionarios. Pero estos, al
ser humanos, eran presa de las debilidades y tentaciones habituales. Así, el
papel de los estados era, pues, proporcionar un correctivo y un equilibrio a los

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órganos de gobernanza provincial[68]. Habían sucedido muchas cosas desde la
confrontación de los años 1640.
La fuerza y la coerción jugaron un papel en garantizar la aquiescencia de
las élites locales, pero mucho más importantes, aunque menos espectaculares,
fueron las largas negociaciones, mediaciones y la convergencia de
intereses[69]. La administración brandemburguesa emprendió un doble
acercamiento, con el elector presionando fuertemente a intervalos para
obtener concesiones clave, y sus funcionarios encargados de restaurar el
consenso. También las ciudades pudieron beneficiarse por este pragmático
punto de vista. A cambio de presentar una declaración formal de lealtad ante
el elector en 1665, a la pequeña ciudad westfaliana de Soest, en el condado de
Mark, se le permitió conservar su antigua «constitución», que incluía un
sistema de autogobierno y de justicia municipal únicos, atendido por
funcionarios electos reclutados en las élites corporativas[70].
Si sobrevolamos la situación a fines de siglo desde la perspectiva
ventajosa de las localidades rurales, es evidente que la nobleza había
conservado mucho de su autonomía jurisdiccional y de su poder
socioeconómico, y siguió siendo la fuerza dominante en el país. Conservaron
el derecho de reunirse cuando quisiesen para deliberar sobre los asuntos que
afectaban al bienestar de sus regiones. Controlaban la recaudación y
asignación de los impuestos en el medio rural. Lo que es más importante es
que a nivel de los distritos (Kreisstände) conservaban el derecho de elección
de los gobernadores de distrito (Landrat) garantizando que este personaje
crucial de la administración continuase siendo —hasta fines del siglo XVIII—
un intermediario que respondía no solo ante el soberano, sino también ante los
intereses colectivos locales[71].
Sea como sea, si, por el contrario, observamos la estructura del poder
político de los territorios de los Hohenzollern, resulta evidente que la
administración central y los estados provinciales se habían transformado de
manera irreversible. Las asambleas plenarias de los representantes
corporativos de la nobleza provincial se hicieron cada vez menos frecuentes
—la última asamblea de este tipo de las noblezas de Altmark y Mittelmark
tuvo lugar en 1683—. De ahí que los asuntos de los estados y sus relaciones
con el gobierno se realizaron a través de pequeñas delegaciones de delegados
permanentes conocidos por «comités menores» (engere Ausschüsse). La
nobleza corporativa se había retirado del amplio terreno del Estado, fijando su
atención colectiva sobre las localidades, y abandonando sus ambiciones
políticas territoriales. La corte y el país se desarrollaban por separado.

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Legado

A finales del siglo XVII, Brandemburgo-Prusia era el más extenso principado


alemán después de Austria. Su larga serie de territorios dispersos formaban
una línea desigual de «escalones» que iban de Renania al Báltico oriental.
Una gran parte de lo que se había prometido en los contratos matrimoniales y
de herencias en el siglo XVI era ahora una realidad. Como el elector dijo a una
llorosa concurrencia junto a su lecho, el 7 de mayo, dos días antes de su
muerte, su reinado había sido, gracias a Dios, largo y feliz, aunque difícil y
«lleno de guerras y problemas». «Todos conocen el triste desorden del país
cuando yo empecé mi reinado; con la ayuda de Dios lo he mejorado, soy
respetado por mis amigos y temido por mis enemigos[72]». Su celebrado
biznieto, Federico el Grande, declararía más tarde que la historia del ascenso
de Prusia comenzó con el reinado del Gran Elector, ya que fue él quien
estableció «las sólidas bases» de su grandeza posterior. Ecos de este
argumento resuenan en los grandes relatos del siglo XIX de la escuela
prusiana.
Es cierto que los éxitos militares y de política internacional de su reinado
definieron, en términos formales, un nuevo punto de partida para
Brandemburgo. Desde 1660 Federico Guillermo fue el gobernante soberano
de la Prusia Ducal, un territorio fuera del Sacro Imperio Romano. Había
sustituido su condición política ancestral. Ya no era tan solo un potentado del
imperio, sino un príncipe europeo. Es una señal de su apego a su nuevo
estatus el hecho de que buscara, de la corte de Luis XIV, la denominación
oficial «Mon frère» que generalmente se atribuía solo a los príncipes
soberanos[73]. Durante el reinado de su sucesor, el elector Federico III, la
soberanía de la Prusia Ducal sería utilizada para adquirir el título de rey para
la Casa de los Hohenzollern. A su debido tiempo, incluso el antiguo y
venerable nombre de Brandemburgo sería suplantado por el de «Reino de
Prusia», nombre que se usará cada vez más en el siglo XVIII para la totalidad
de las tierras norteñas de los Hohenzollern.
El propio elector estaba atento respecto del significado de los cambios que
se habían labrado durante su reinado. En 1667 elaboró unas «Instrucciones
paternas» para su heredero. El documento empezaba, al modo de los
testamentos tradicionales del príncipe, con exhortaciones para llevar una vida
pía y temerosa de Dios, aunque enseguida lo amplió convirtiéndolo en un
panfleto político de un tipo sin precedentes en la historia de la dinastía
Hohenzollern. Se establecieron netos contrastes entre el pasado y el presente:

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el elector recordaba a su hijo cómo la adquisición de soberanía sobre la Prusia
Ducal había suprimido la «intolerable condición» de vasallaje respecto a la
corona de Polonia que había oprimido a sus antepasados. «Todo esto no
puede ser descrito; el Archivo y los informes son testigos de ello[74]». Al
futuro elector se le urgía a desarrollar una perspectiva histórica de los
problemas que lo acosaban en el presente. Una atenta consulta de los archivos
revelaría no solo la importancia de todo esto para mantener buenas relaciones
con Francia, sino también cómo estas debían equilibrarse con «el respeto que
tú, como elector, debes tener hacia el Reich y hacia el emperador». Había
también un fuerte sentido del nuevo orden establecido por la Paz de Westfalia
y la importancia de defenderla si era necesario contra toda potencia o
potencias dispuestas a hacerlo caer[75]. Resumiendo, se trataba de un
documento notablemente sensible hacia su propio lugar en la historia,
cargado, además, con una conciencia de la tensión entre la continuidad
histórica y la fuerza del cambio.
Pero el elector era consciente de la vulnerabilidad de sus logros: lo que se
había hecho podía deshacerse. Los suecos podían estar esperando siempre la
próxima oportunidad «por la astucia o por la fuerza» para arrebatar el control
de la costa del mar Báltico a Brandemburgo. Los polacos, junto a los propios
prusianos, podían aprovechar la primera oportunidad de restituir a la Prusia
Ducal a su «condición anterior[76]». De ahí que la tarea de sus sucesores no
tenía que ser ampliar la extensión del territorio de la Casa de Brandemburgo,
sino salvaguardar lo que ya era de ella legítimamente:

Procura estar seguro en todo tiempo que vives en lo posible en una situación de confianza,
amistad y correspondencia mutua con todos los electores, príncipes y estados del imperio, y que
no les das motivo alguno para la mala fe, y mantener una buena paz. Y ya que Dios ha
bendecido nuestra Casa con muchas tierras, debes cuidar únicamente de conservarlas, y debes
asegurarte de no provocar grandes envidias ni enemistades cuando pretendas nuevas tierras o no
poner en riesgo lo que ya posees[77].

Merece la pena destacar esta nota de crispación, pues articula uno de los
temas duraderos de la política exterior de Brandemburgo-Prusia. Subrayando
la visión del mundo de Berlín, existía siempre un neto fondo de
vulnerabilidad. El continuo activismo, que se convertiría en una marca de la
política exterior prusiana, comenzó con el ya recordado trauma de la Guerra
de los Treinta Años. Lo oímos resonar en las lastimeras frases de las
«Instrucciones paternas»: «En primer lugar es realmente cierto, si tú
simplemente no te mueves, en la creencia de que el fuego está siempre lejos
de tus fronteras: aun así, tus tierras pueden convertirse en el teatro en el que

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se represente la tragedia[78]». Volvemos a oír esto en las palabras que
Federico Guillermo, en 1671, dirigió al ministro principal Otto von Schwerin:
«He experimentado la neutralidad con anterioridad; incluso bajo las
condiciones más favorables, te tratan mal. Me he prometido no ser neutral
nunca más mientras viva[79]». Este es uno de los problemas centrales de la
historia de Brandemburgo-Prusia, el que este sentimiento de vulnerabilidad se
demostrase ineludible.

Página 95
4
MAJESTAD

Coronación

El 18 de enero de 1701, el elector Federico III de Brandemburgo fue


coronado rey de Prusia en la ciudad de Königsberg. El esplendor del
acontecimiento no tuvo precedente en la historia de la Casa de Hohenzollern.
Según un informe contemporáneo, se necesitaron 30 000 caballos para la
familia del elector, sus dependientes y criados, y sus bagajes, todo ello
transportado en 1800 carros, hacia el este, a lo largo de la carretera de Berlín
al lugar de la coronación. Durante el trayecto cruzaron por aldeas llenas de
adornos, con antorchas alineadas a lo largo de los principales caminos, o
incluso cubiertos con ricas telas. La celebración comenzó el 25 de enero en
Königsberg cuando heraldos vestidos con libreas de terciopelo azul,
blasonados con las nuevas armas reales, cruzaron por la ciudad, proclamando
que el Ducado de Prusia era un reino soberano.
La coronación propiamente comenzó por la mañana del 18 de enero, en el
salón de audiencias del elector, donde se había levantado un trono
especialmente para la ocasión. Vestido con un ropaje escarlata y oro con
brillantes botones de diamantes y una capa carmesí con borde de armiño y
atendido por un pequeño grupo de miembros masculinos de la familia,
cortesanos y altos funcionarios locales, el elector se colocó la corona sobre la
cabeza, tomó el cetro con la mano y recibió el homenaje de los presentes. A
continuación pasó a las habitaciones de su mujer, a la que coronó como su
reina en presencia de sus familiares. Después de que los representantes de los
estados hubieron rendido homenaje, la pareja real se dirigió a la iglesia del

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castillo para ser ungidos. Aquí, en la entrada, fueron recibidos por dos
obispos, uno luterano y el otro reformista (calvinista), que habían sido
asignados, ambos, a sus cargos específicamente para este fin, como deferencia
al carácter biconfesional del Estado prusiano-brandemburgués. Tras algunos
himnos y un discurso, una fanfarria real de tambores y trompetas anunciaba el
punto culminante de la celebración: el rey se levantó del trono y se arrodilló
ante el altar, mientras que el obispo calvinista Ursinus mojaba dos dedos de la
mano derecha en el óleo y ungía la frente y la muñeca izquierda y derecha
(por encima del pulso) del rey. Luego se llevó a cabo el mismo ritual para la
reina. Con el acompañamiento de una aclamación musical, los clérigos que
celebraban el servicio se reunieron ante el trono y rindieron homenaje. Tras
nuevos himnos y plegarias, un funcionario superior de la corte se levantó para
anunciar un perdón general para todos los delincuentes, con exclusión de los
blasfemos, asesinos, deudores y los acusados de lesa majestad[1].
En cuanto a las proporciones de riqueza territorial empleada, la
coronación de 1701 debió ser, sin duda, la celebración individual más cara en
la historia de Brandemburgo-Prusia. Incluso para los estándares de una época
que se deleitaba con los ceremoniales de corte como expresión de poder, la
coronación prusiana fue inusualmente espléndida. El gobierno consignó un
impuesto especial de la corona para cubrir los gastos, pero aquel no consiguió
en total más que 500 000 táleros, de los que tres quintos se pagaron solo para
la corona de la reina, y la corona real, confeccionada con metales preciosos y
con toda su superficie cubierta de diamantes, costó el resto e incluso más. Es
difícil reconstruir el monto total de las festividades, pues no ha quedado
ninguna cuenta completa, pero se ha estimado que se gastaron unos seis
millones de táleros, todos para la ceremonia y las festividades relacionadas,
unas dos veces los ingresos anuales de la administración Hohenzollern.
La coronación resultó singular también en otro sentido. Todo fue hecho a
la medida: invención pensada para servir a las finalidades de un momento
histórico específico. El diseñador fue el propio Federico I, que fue
responsable de cada detalle, no solo de las nuevas insignias reales, de los
rituales seculares y de la liturgia de la iglesia del castillo, sino también del
color y estilo de las ropas llevadas por los principales participantes. Había un
personal experto para aconsejar sobre el ceremonial monárquico. En primer
lugar, entre estos estaba el poeta Johann von Besser, que sirvió como maestro
de ceremonias en la corte de Federico desde 1690 hasta el fin del reinado y
poseía unos amplios conocimientos sobre las tradiciones de las cortes inglesa,

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francesa, alemana, italiana y escandinava. Aunque las decisiones clave
dependieron siempre del elector.
La ceremonia resultante fue una amalgama única y muy consciente de
préstamos de las coronaciones históricas europeas, algunas recientes, otras de
cosecha antigua. Federico concibió su coronación no solo teniendo en cuenta
su impacto estético, sino también para poner de manifiesto lo que él
consideraba las características definitorias de su estatus de rey. La forma de la
corona, que no era una tira abierta, sino una estructura de metal en forma de
cúpula cerrada por arriba, que simbolizaba el poder total de un monarca que
en su persona abarcaba la soberanía secular y la espiritual. Además, el hecho
de que el rey, en contra de la práctica predominante en Europa, se coronase a
sí mismo en una ceremonia separada antes de ser ungido a manos de sus
clérigos, indicaba el carácter autónomo de su cargo, su independencia de toda
autoridad mundana o espiritual (salvo la del propio Dios). Una descripción de
la coronación, realizada por Johann Christian Lünig, renombrado experto
contemporáneo en la «ciencia de las ceremonias cortesanas», explicaba el
significado de este paso.

Los reyes que aceptan su reino y soberanía de los estados, por lo general solo toman la capa
púrpura, la corona y el cetro y suben al trono después de haber sido ungidos: […] pero Su
Majestad [Federico I] que no ha recibido el Reino con la ayuda de los estados o de otra
[facción], no tiene ninguna necesidad de hacerlo así, sino más bien recibir la corona de la manera
de los antiguos reyes desde su propia fundación[2].

Dada la reciente historia de Brandemburgo y de la Prusia Ducal, la


importancia de tales gestos simbólicos es bastante obvia. La lucha del Gran
elector con los estados prusianos y en particular la ciudad de Königsberg
estaba todavía en la memoria, con el poder de perturbar —es un detalle
revelador que los estados prusianos nunca fueron consultados sobre la
coronación y que fueron informados de la inminente festividad solo en
diciembre de 1700. Igualmente importante era la independencia del nuevo
reino de todo tipo de reclamación polaca o imperial. Todos sabían, informaba
en 1698 el enviado británico George Stepney a James Vernon, secretario de
Estado del Departamento del Norte, que:

El valor de este elector se opone a […] la absoluta soberanía que posee la Prusia Ducal, pues a
este respecto excedió en poder a cualquier otro elector o príncipe del imperio, que no son tan
independientes, sino que derivan su grandeza de la investidura del emperador, por cuyas razones,
el elector afecta ser distinguido por algún título más extraordinario de lo que es común al resto
de sus colegas[3].

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Una de las razones por las que adoptó el título de rey de Prusia —título
poco usual que causó cierta sorna en las cortes europeas— fue que así liberó
la corona de toda reclamación polaca relativa a la Prusia «real», que estaba
todavía en la Comunidad Polaca. En negociaciones con Viena, se tuvo
especial cuidado en garantizar que el texto de todo acuerdo debía dejar claro
que el emperador no estaba «creando» (creieren) el nuevo título real, sino
simplemente «reconociéndolo» (agnoszieren). Un muy disputado pasaje del
acuerdo final entre Berlín y Viena concedía de boquilla una primacía especial
del emperador como monarca más importante de la Cristiandad, pero también
dejaba claro que la corona prusiana era una creación completamente
independiente, para lo que la aprobación del emperador era una cortesía, más
que una obligación.
En 1701, como tantas veces antes, Berlín debió su buena suerte a los
acontecimientos internacionales. Puede que el emperador no hubiera
cooperado en la elevación del elector si no hubiese sido por el hecho de que
necesitaba urgentemente la ayuda de Brandemburgo. Las memorables luchas
entre los Habsburgo y los Borbones estaban a punto de entrar en una nueva y
sangrienta fase, como una coalición de potencias europeas reunidas para
oponerse a los designios franceses de colocar a un nieto de Luis XIV en el
trono español vacante. Previendo una gran conflagración, el emperador vio
que tenía que hacer concesiones para obtener la ayuda de Federico. Cortejado
con atractivas ofertas de ambos bandos, el elector dudaba, pasando de una
opción a la otra, pero acabó poniéndose de parte del emperador a cambio del
Tratado de la Corona (Kontraktat) del 16 de noviembre de 1700. Según este
acuerdo, Federico decidió ofrecer un contingente de 8000 hombres al
emperador y dio varias garantías de apoyo más generales a la Casa de los
Habsburgo. La corte vienesa aceptó, por su lado, no solo reconocer las bases
del nuevo título, sino también tratar de que tuviese una aceptación general,
tanto en el Sacro Imperio Romano como entre las potencias europeas.

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6. Federico I, rey de Prusia (elector en 1688-1701; rey en 1701-1713), pintado tras su coronación,
atribuido a Samuel Theodor Gericke.

La institución del título real dio lugar a una imponente expansión del
personal de la corte y un gran despliegue de complejas ceremonias. Muchas
de estas tenían una dimensión claramente histórica. Hubo espléndidas
festividades en el aniversario de la coronación, en el cumpleaños de la reina,
en el del rey, en la concesión de la Orden del Águila Negra, el descubrimiento
de una estatua del Gran Elector. A este respecto, el reinado de Federico
institucionalizó la elevada conciencia histórica, que había sido una
característica del concepto que tenía su predecesor de su cargo y que había
estado filtrándose en las cortes de Europa occidental desde finales del
siglo XVI[4]. Fue Federico quien nombró a Samuel Pufendorf historiador de la
corte en 1688. La notable historia del reinado del Gran elector de Pufendorf

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fue la primera que hizo un uso sistemático de los papeles de los archivos del
gobierno.
Mientras que en otras cortes estaban preocupados por las batallas y
asedios de la guerra en curso por la sucesión española, un observador inglés
contemporáneo notaba, con un toque de exasperación, que en Berlín la vida
era una incesante serie de «espectáculos, bailes y otras diversiones
parecidas[5]». Para los enviados extranjeros destinados a Berlín, este salto
cuantitativo en el esplendor de la corte significaba que la vida se encarecía.
En un informe archivado en el verano de 1703, el enviado extraordinario
británico (luego embajador) lord Raby anotó que su «equipo, que en Londres
estaba considerado muy bueno, no es nada comparado al que hay aquí». Los
despachos británicos de este período están llenos de quejas por los
desmesurados gastos para mantener las apariencias en lo que se había
convertido de improviso en una de las cortes más espléndidas de Europa. Los
apartamentos debían ser amueblados de nuevo, sirvientes, carrozas y caballos
debían equiparse según estándares más exigentes y costosos. «Encuentro que
no salgo ganando con mi embajada», comentaba lastimosamente Raby en una
de sus muchas y veladas peticiones de una asignación más generosa[6].
Quizá la más llamativa expresión del nuevo gusto por las ceremonias
elaboradas fue el régimen de luto que siguió a la muerte de la segunda mujer
del rey, Sofía Carlota de Hanóver, en febrero de 1705. La reina había estado
visitando a sus parientes en Hanóver en la época en que murió. Se ordenó a
un alto funcionario de la corte que tomara dos batallones de soldados de
Brandemburgo y los condujese a Hanóver para llevar el cadáver a Berlín,
donde se expuso en una cama oficial durante seis meses. Se dieron órdenes
estrictas de que se observase el «luto más completo posible» en todos los
dominios del rey. A todos los que llegaron a la corte se les ordenó que se
cubriesen con una larga capa negra, y todas las viviendas, coches y equipajes,
incluyendo a los de los enviados exteriores, debían «observar un luto total».

La corte se hallaba en el luto más completo que yo había visto en mi vida, pues las mujeres
llevaban todas ellas tocados de cabeza negros y velos negros que las cubrían, de modo que no se
veían los rostros. Los hombres todos con largas capas negras y las habitaciones adornadas con
telas por arriba y por abajo, y excepto las velas de cada habitación, nadie podía distinguir bien al
rey del resto, salvo por la parte de arriba de su capa, que sujetaba en alto un gentilhombre del
dormitorio[7].

De acuerdo con la intensificación del esplendor de la corte y del


ceremonial, se produjo un boom en inversión cultural que no tenía
precedentes en la historia de la dinastía. Los últimos decenios del reinado del

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Gran elector habían visto un gran crecimiento en edificios representativos en
la capital, pero esto fue casi insignificante al lado de los proyectos lanzados
por su sucesor. En Charlottenburg se construyó un gran palacio con un
extenso parque, bajo la dirección del maestro de obras sueco Johann Friedrich
Fosander, y hubo una proliferación de esculturas representativas por la
ciudad, siendo su más notable ejemplo la estatua ecuestre del Gran Elector,
diseñada por Andreas Schlüter. La vieja ciudad de Berlín, con sus cicatrices
de las guerras pasadas, comenzó a desaparecer bajo anchas calles
pavimentadas y majestuosos edificios, propios de una agradable ciudad
residencial.
En julio de 1700, cuando su intento de conseguir un título real parecía
aproximarse a un final exitoso, Federico fundó una Real Sociedad Científica,
que más tarde se llamará Real Academia Prusiana de Ciencias, y así obtuvo
uno de los atributos contemporáneos más valiosos de la distinción dinástica[8].
Un medallón, diseñado por el filósofo Leibniz para conmemorar la
inauguración de la sociedad (que se creó oficialmente el 11 de julio,
cumpleaños del soberano) mostraba, de un lado, un retrato del elector, y del
otro, una imagen del águila de Brandemburgo volando hacia una constelación
denominada Águila y que llevaba el lema: «Se esfuerza por alcanzar las
estrellas que conoce[9]».
¿Merecía el título de rey de Prusia, con toda la pompa y circunstancias
que lo acompañaron, el gasto de dinero y de esfuerzo en adquirirlo y vivir de
acuerdo con él? La más famosa respuesta a esta pregunta era una mordaz
negativa. Para el nieto de Federico, Federico II, todo el ejercicio valía poco
más que una mera satisfacción de la vanidad del elector, como explicaba él
mismo en un malévolo retrato del primer rey prusiano:

Era bajo y deforme, su expresión era orgullosa, su fisonomía vulgar. Su alma era como un
espejo, que devuelve cada objeto […]. Confundía las vanidades con verdadera grandeza. Le
preocupaba más la apariencia que cosas útiles firmemente realizadas […]. Él solo deseaba la
corona tan ardientemente porque necesitaba un pretexto superficial para justificar su debilidad
por las ceremonias y su destructora extravagancia […]. En conjunto: era grande en las cosas
pequeñas, y pequeño en las cosas grandes. Y su desgracia fue hallar un lugar en la historia entre
un padre y un hijo cuyo talento superior lo confinaron a la sombra[10].

Es, sin duda, el caso de que el establecimiento de la corte de Federico


cayó en gastos que serán insoportables a largo plazo, y es cierto que el primer
rey mostraba fuerte gusto por los festejos y las ceremonias con elaboradas
coreografías. Pero el énfasis en las manías personales es, en ciertos aspectos,
inmerecido. Federico I no fue el único gobernante europeo en buscar alcanzar

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un estatus de rey en esta época, ya que el Gran Duque de Toscana había
adquirido el derecho a tener el tratamiento de «Alteza Real» en 1691; el
mismo derecho fue adquirido en años posteriores por el duque de Saboya y
Lorena. Y lo que era más importante desde la perspectiva de Berlín, cierto
número de dinastías rivales alemanas iban a la caza de un título real en los
años 1690. El elector de Sajonia se convirtió al catolicismo con el fin de ser
elegido rey de Polonia en 1697, y comenzaron negociaciones en esa misma
época sobre la posible sucesión de la Casa Electoral de Hanóver al trono real
británico. Los bávaros y los Wittelsbach del Palatinado estaban involucrados
igualmente en planes (al final inútiles) para hacerse con un título real, bien
por elevación o, en último caso, buscándose una reclamación al «trono real de
Armenia». En otras palabras, la coronación de 1701 no fue un capricho
personal aislado, sino que formaba parte de una corriente de monarquización
que discurría por los todavía numerosos territorios no reales del Sacro
Imperio Romano y de los estados italianos a finales del siglo XVII. Los títulos
reales eran importantes porque todavía suponían estatus de privilegio en la
comunidad internacional. Ya que la precedencia atribuida a las cabezas
coronadas todavía se observaba en los grandes tratados de paz de la época, era
un asunto de importancia práctica potencialmente seria.
El reciente aumento del interés por las cortes europeas de comienzos de la
Edad Moderna como instituciones políticas y culturales ha incrementado a su
vez nuestros conocimientos sobre la funcionalidad de los rituales de corte.
Las celebraciones de corte poseían una función de comunicación y
legitimación crucial. Como observaba el filósofo Christian Wolff en 1721, el
«hombre común», que depende de sus sentidos más que de su razón, era casi
incapaz de captar «lo que es la majestad de un rey». De todos modos, era
posible insuflarle el sentido del poder del monarca situándolo ante «cosas que
captan sus ojos y agitar sus otros sentidos». Una corte y unas ceremonias de
corte notables, concluía, no eran, pues, «en absoluto, superfluas o
censurables[11]». Las cortes estaban también muy densamente interconectadas
entre sí a través de relaciones familiares, diplomáticas y culturales; había no
solo puntos coincidentes entre la vida de las élites políticas y sociales en cada
respectivo territorio, sino también nudos en una red internacional de cortes.
Las magníficas celebraciones del aniversario de la coronación, por ejemplo,
fueron observadas por numerosos visitantes extranjeros, por no hablar de los
distintos parientes y enviados dinásticos que podían encontrarse siempre en la
corte durante la estación.

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La resonancia internacional de tales eventos en el sistema de cortes
europeo se veía amplificada ulteriormente por los informes oficiales o
semioficiales, en los que se prestaba una escrupulosa atención a los detalles
de precedencia, vestimenta, ceremonias y el esplendor del espectáculo. Y lo
mismo se puede decir de las elaboradas y ritualizadas costumbres asociadas
con el luto. Las órdenes impartidas tras la muerte de la reina Sofía Carlota no
estaban pensadas en primer lugar para dar expresión al dolor privado de los
desconsolados parientes, sino más bien para emitir señales sobre el peso e
importancia de la corte en la que se había producido el fallecimiento. Señales
dirigidas no solo a una audiencia interna de sus súbditos, sino también a otras
cortes, de las que se esperaba que mostrasen su conocimiento del hecho
entrando a formar parte de varios grados de duelo. Tales expectativas
resultaban tan implícitas que Federico I enfureció cuando descubrió que
Luis XIV había decidido no poner de luto la corte de Versalles por Sofía
Carlota, posiblemente como un medio de manifestar su disgusto a Berlín por
su política proaustriaca en la Guerra de Sucesión española[12]. Al igual que las
demás ceremonias que marcaban la vida de la corte, el luto era parte de un
sistema de comunicación política. Considerada en este contexto, la corte era
un instrumento cuya finalidad consistía en documentar el rango del príncipe
ante un «público de corte» internacional[13].
Quizá lo más notable del ritual de la coronación de 1701 sea el hecho de
que no se convirtió en la piedra angular de una tradición de coronación sacra
en Prusia. El inmediato sucesor de Federico, Federico Guillermo, había
desarrollado, durante su juventud, una viva antipatía por los refinamientos y
el tono alegre cultivado por su madre, y de adulto no mostró ninguna
inclinación por el tipo de despliegues rituales que eran una característica
definitoria del reinado de su padre. Tras su ascenso al trono, no solo
prescindió totalmente de cualquier modalidad de ritual de coronación, sino
que, básicamente, desmanteló la organización de la corte que su padre había
creado. Federico II heredó la aversión paterna por la ostentación dinástica y
no restauró la ceremonia. Como consecuencia, Brandemburgo-Prusia se
convirtió en un reino sin coronaciones. El ritual definidor del acceso al trono
siguió siendo, como en los primeros tiempos, el juramento de homenaje en
Königsberg de los estados prusianos y en Berlín de los demás estados de los
dominios de los Hohenzollern.
Con todo, es evidente, en retrospectiva, que la adquisición del título de rey
inauguró una nueva fase en la historia política de Brandemburgo. En primer
lugar, merece la pena constatar que los rituales relacionados con la

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coronación permanecieron inactivos en la memoria colectiva de la dinastía.
Por ejemplo, la Orden del Águila Negra, fundada por Federico I en vísperas
de la coronación para premiar a los más distinguidos amigos y servidores del
reino, fue apartada gradualmente de su función de corte, pero conoció un
resurgimiento en los años 1840, durante el reinado de Federico Guillermo IV,
cuando cierto número de ceremonias originales de otorgamiento fueron
reconstruidas, gracias a los archivos, y reintroducidas. El rey Guillermo I
optó, en el momento de su acceso al trono en 1861, por eximir el homenaje
(que muchos consideraban obsoleto) pero, en cambio, reintroducir la práctica
de la autocoronación en Königsberg[14]. Fue este mismo monarca que
programó la proclamación del imperio alemán en 1871 en la Sala de los
Espejos de Versalles para que cayera en 18 de enero, aniversario de la
primera coronación. La repercusión cultural del ritual de la coronación en la
vida de la dinastía fue así más duradera de lo que su súbito abandono en 1713
hacía suponer.
La coronación de 1701 marcó asimismo un sutil cambio en las relaciones
entre el monarca y su esposa. De las esposas y madres, del siglo XVII, de los
electores de Brandemburgo, varias habían sido poderosas figuras
independientes de la corte. La más notable a este respecto había sido Ana de
Prusia, mujer de Juan Segismundo, una mujer animosa, de voluntad de hierro,
que reaccionaba a las intermitentes y violentas borracheras de su marido
tirándole a la cabeza platos y vasos. Ana fue un importante personaje en la
lábil política confesional de Brandemburgo después de la conversión de su
marido al calvinismo; ella conservó sus propias redes diplomáticas y, en la
práctica, llevó una política exterior aparte. Que continuó incluso tras la
muerte de su marido y la subida al trono de su hijo Jorge Guillermo en 1619.
En el verano de 1620 Ana inició conversaciones separadas con el rey de
Suecia respecto al matrimonio de este con su hija María Eleonora sin
consultar gran cosa con su hijo, que era el jefe del Estado. En 1631, cuando la
mayor crisis bélica de Brandemburgo llegó a su fin, fueron la mujer del
elector palatino, Elisabeth Charlotte, y su madre Louise Juliane, y no el
propio Jorge Guillermo, quienes manejaron la delicada relación diplomática
entre Brandemburgo y Suecia[15]. En otras palabras: las mujeres de la corte
continuaron persiguiendo intereses inspirados por las redes de su propia
familia, que eran bastante diferentes de los de sus maridos. Lo mismo puede
decirse de Sofía Carlota, la inteligente princesa hanoveriana que se había
casado con Federico III/I en 1684, pero que pasó largas temporadas en la
corte de su madre, en Hanóver (aquí se encontraba cuando murió en 1705) y

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que continuó siendo una defensora de la política hanoveriana[16]. Se opuso al
proyecto de coronación, porque pensaba que era perjudicial para los intereses
de Hanóver. (Se dice que le pareció tan tediosa la propia coronación que
durante su desarrollo tomó pulgaradas de rapé, para proporcionarse «alguna
placentera distracción»)[17].
Sobre estas bases, está claro que la coronación establecía las relaciones
entre el elector y su esposa una nueva estructura. Era el elector el que
coronaba a su mujer, tras haberse coronado a sí mismo anteriormente, por lo
que esta se convertía en su reina. Naturalmente, se trataba de un detalle
meramente simbólico sin consecuencias prácticas y, dado que no hubo más
coronaciones durante el siglo XVIII, ya no se volvió a repetir. Con todo, la
ceremonia señalaba el comienzo de un proceso por el que la identidad
dinástica de la esposa quedaba parcialmente fundida con la del marido, la
cabeza coronada de una casa real. La concomitante masculinización de la
monarquía, a lo que se añadió el hecho de que ahora la Casa de Hohenzollern
gozaba de una clara preeminencia entre las dinastías protestantes alemanas en
las que se elegía a las esposas, limitó la libertad de movimiento disponible a
las «primeras damas» de Brandemburgo-Prusia. Sus sucesores del siglo XVIII
no carecían de dotes personales y de perspicacia política, pero no llegaron a
desarrollar el tipo de peso autónomo en política, lo que había sido un aspecto
llamativo del siglo anterior.
La soberanía independiente y extraimperial que se había asegurado el
Gran elector había sido solemnizada en la forma más dramática posible. El
especial relieve que Brandemburgo había adquirido entre las potencias
europeas menores desde 1640 debido a sus proezas militares y a la
determinación de sus dirigentes, se veía reflejado ahora en su posición formal
en el orden internacional de precedencia[18]. La corte de Viena reconoció esto
e inmediatamente hubo de lamentarse por el papel jugado al facilitar la
elevación del elector de Brandemburgo. El nuevo título, además, tuvo un
efecto psicológico integrador: el territorio báltico, que antes se conocía por
Prusia Ducal, dejó de ser una simple posesión marginal del núcleo de
Brandemburgo, para convertirse en elemento de una nueva amalgama real-
electoral que sería conocida en un primer momento como Brandemburgo-
Prusia y luego, simplemente, por Prusia. Las palabras «Reino de Prusia»
fueron incorporadas a la denominación oficial de cada una de las provincias
de los Hohenzollern. Puede haber sido cierto, como los opositores al proyecto
de la coronación se apresuraron a señalar, que el soberano de Brandemburgo
ya poseía la totalidad del poder real y que no necesitaba adornarse con nuevos

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títulos. Pero aceptar este punto de vista sería pasar por alto que las cosas
acaban siendo transformadas por los nombres que reciben.

Revolución cultural

Es difícil imaginar dos personajes tan contrastados como el primero y el


segundo rey de Prusia. Federico era urbano, afable, cortés, de maneras suaves,
y sociable. Hablaba varias lenguas modernas, incluidas francés y polaco, y
había hecho mucho por cultivar las artes y la investigación en su corte. Era,
según juicio del conde de Strafford, que había pasado muchos años (con su
anterior título, lord Raby) de embajador en Berlín, «de buen natural, afable
[…], generoso y justo, […] espléndido y caritativo[19]». Por el contrario,
Federico Guillermo I era brusco hasta llegar a la brutalidad, desconfiado en
extremo y dado a violentas explosiones de rabia y a ataques de aguda
melancolía. Aunque dotado de una rápida y poderosa inteligencia, apenas
intentó escribir bien en alemán (es muy posible que fuera disléxico). Se
mostraba profundamente escéptico respecto de todo tipo de esfuerzo cultural
o intelectual que no presentase una utilidad práctica inmediata (utilidad que
para él era sobre todo militar). El tono de sus palabras, a veces áspero,
despectivo, lo hallamos en las siguientes notas al margen en papeles
gubernamentales:

10 de noviembre de 1731: Ivatyhoff, el Agente brandemburgués en Copenhague, pide un


aumento de sus emolumentos. [Federico Guillermo: «El bribón quiere un aumento —Lo contaré
sobre su espalda»].

27 de enero de 1733: Carta en la que se propone que Von Holtzendorff sea enviado a Dinamarca.
[Federico Guillermo: «Al patíbulo con Hotzedorff [sic], cómo osa sugerirme este granuja, pero
como él es un chucho está bien para el patíbulo, id y decídselo»].

5 de noviembre de 1735: Informe de Kuhlwein. [Federico Guillermo: «Kuhlwein es un idiota, y


me puede besar el culo»].

19 de noviembre de 1735: Orden a Kuhlwein. [Federico Guillermo: Tú, asqueroso, no interfieras


en mi familia o te encontrarás con que hay una carretilla esperándote en la fortaleza de Spandau]
[20].

A los pocos días de su llegada al trono, en febrero de 1713, Federico


Guillermo dio un hachazo al árbol de la organización de la corte establecida
por su padre. No hubo secuelas, como hemos visto, de la coronación de 1701.
Tras haber examinado los informes financieros de la casa real, el nuevo rey se

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embarcó en una campaña de drásticos recortes en los gastos. Dos tercios de
los sirvientes empleados en la corte —incluidos el chocolatier, un par de
cantantes castrati, los violoncelistas, compositores y fabricantes de órganos—
fueron despedidos sin previo aviso; el resto hubo de aceptar una reducción de
salarios de hasta el 75 por ciento. Una parte substancial de joyas, bandejas de
oro y plata, buenos vinos, muebles y carrozas, acumulados durante el reinado
de su padre, fue liquidada. Los leones de la casa de fieras real fueron
regalados al rey de Polonia. La mayoría de los escultores contratados durante
el reinado de Federico dejaron rápidamente Berlín cuando se enteraron de que
habían revisado sus condiciones laborales. Un sentimiento de pánico
sobrecogió a la corte. En un informe presentado el 28 de febrero de 1713, el
enviado británico William Breton observaba que el rey «estaba muy ocupado
recortando pensiones y llevando a cabo grandes reducciones en su escalafón
civil, para gran disgusto de muchos elegantes caballeros». La casa de la reina
viuda sufrió especialmente y «las pobres muchachas [se fueron] a sus casas
con sus amigos con corazón triste[21]».
Las semanas que siguieron a la subida al trono debieron ser especialmente
traumáticas para Johann von Besser, que había servido a Federico III como
maestro de ceremonias desde 1690. Besser había contribuido a dar forma a la
cultura ritual de la corte real y había sido el autor de un detallado informe
oficial sobre la coronación. Cuando vio que la labor de su vida quedaba
destruida, fue borrado de la lista del Estado sin ceremonias. Una carta enviada
al nuevo rey pidiendo que considerase su petición para un nuevo cargo fue
echada al fuego en cuanto la recibió. Besser huyó de Berlín y posteriormente
encontró un empleo como consejero y maestro de ceremonias en la todavía
suntuosa corte sajona de Dresde.
La corte establecida por Federico se agostó rápidamente. Lo que ocupó su
lugar fue un escenario social más magro, barato, basto y más masculino. «Así
como el anterior rey de Prusia fue escrupuloso en las ceremonias de mayor
delicadeza, su presente majestad, por el contrario, apenas ha dejado sus
últimos escalones», informaba el nuevo enviado británico Charles Whitworth
en el verano de 1716[22]. En el centro de la vida social del monarca se hallaba
el «Tabakskollegium» o «Ministerio del Tabaco», un grupo formado por entre
ocho y doce consejeros, altos funcionarios, oficiales del ejército y un surtido
de aventureros de visita, enviados de hombres de letras que se reunían por la
tarde con el monarca para conversar de cosas generales mientras bebían fuerte
y fumaban pipas de tabaco. El tono era informal, a veces tosco, sin jerarquías
—una de las reglas del Ministerio del Tabaco era que no había que levantarse

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cuando llegaba el rey—. Los temas de discusión iban de pasajes de la Biblia,
informes de los periódicos, cotilleos políticos, anécdotas de caza, hasta
asuntos más escabrosos, tales como los aromas naturales que desprendían las
mujeres. Se esperaba que los participantes expresaran sus ideas, y a veces se
escapaban argumentos de más peso; en realidad, estos parece que habían sido
estimulados por el propio monarca. En el otoño de 1728, por ejemplo, una
disputa teológica entre un tal Friedrich August Hackemann, profesor visitante
de la Universidad de Helmstedt, y el popular escritor, residente en Berlín,
David Fassmann, degeneró en una competición de calumnias que divirtió
mucho a los demás invitados. Según un informe contemporáneo de un
enviado que vivía en Berlín, Hackemann se vio obligado a llamar mentiroso a
Fassmann, tras lo que este le espetó:

Sobre la marcha respondió con la palma de la mano tan rápidamente y de tal manera que
[Hackemann] casi cayó sobre el rey; en este punto él [Hackemann] preguntó a Su Majestad si no
era […] esto la cosa más punible, el actuar de este modo y atacar a alguien así, en presencia de la
más alta autoridad.

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7. Retrato satírico de Jacob Paul von Gundling, grabado anónimo de El loco docto (Der
gelehrte Narr) por el torturador de Gundling David F. Fassmann, Berlín, 1729.

Federico Guillermo, al que le producían placer, claramente, tales


estridencias, comentó solamente que un sinvergüenza se merece el golpe que
recibe[23].
Emblemático, por el tono y los valores que predominaban en el ambiente
del monarca desde 1713, fue el destino de Jacob Paul von Gundling. Nacido
cerca de Núremberg, y tras estudiar en las universidades de Altdorf, Halle y
Helmstedt, Gundling fue uno de los muchos hombres con formación
académica que habían sido atraídos por Berlín durante la expansión de la vida

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intelectual que se dio en la ciudad bajo Federico I. Además de un puesto
profesional de enseñante en una nueva escuela para hijos de la nobleza de
Berlín, Gundling ocupó un cargo honorario en la corte como historiador
oficial para la Oberheroldsamt (Oficina Principal del Heraldo), institución
fundada en 1706 destinada a establecer las credenciales genealógicas para los
nobles candidatos a ocupar cargos públicos. Pero en 1713 se produjo el
desastre, cuando ambas instituciones acabaron barridas en las semanas que
siguieron al ascenso al trono de Federico Guillermo. Gundling trató de
asegurarse un puesto en el nuevo sistema adaptándose al punto de vista del
rey y trabajando por libre durante varios años como consejero de política
económica, papel por el que acabó siendo conocido como opositor a los
privilegios fiscales y económicos de la nobleza. Fue recompensado por sus
servicios con varios títulos honoríficos (incluyendo el de «consejero
comercial» y la presidencia de la Academia de Ciencias), convirtiéndose en
invitado frecuente al Ministerio del Tabaco. Realmente, Gundling siguió
siendo cortesano para varias actividades, dependiente de la bolsa real, hasta su
muerte en 1731.
Pero ni su currículum de servicios como educador y cortesano, ni la
presidencia de la academia, ni su lista, que aumentaba rápidamente, de
trabajos académicos pudo salvar a Gundling de degenerar hasta convertirse en
una figura ridícula en la corte de Federico Guillermo. En febrero de 1714, el
rey pidió que diese una conferencia ante los invitados reunidos sobre la
existencia (o no) de fantasmas mientras tomaba con regularidad sorbos de una
fuerte bebida. Tras una explosión de estridente hilaridad, dos granaderos
escoltaron al ya borracho consejero comercial de vuelta a su habitación,
donde este chilló presa del terror cuando vio ante sí una figura cubierta con
una sábana blanca que surgía de un rincón. Provocaciones de este tipo se
convirtieron pronto en norma. Gundling fue confinado en una habitación en la
que el rey tenía a cierto número de osos jóvenes mientras desde lo alto se
lanzaban dentro de la habitación fuegos artificiales; fue obligado a llevar
extraños atavíos confeccionados libremente a partir de la moda francesa, que
incluían una alta peluca de estilo pasado de moda que había pertenecido al
anterior rey; fue obligado a tomar laxantes y fue encerrado en una celda
durante toda la noche; fue forzado a someterse a un duelo con pistola con uno
de sus principales torturadores, y la broma consistía en que todos, menos
Gundling, sabían que las armas no estaban cargadas con bala. Cuando
Gundling se negó a coger o a disparar la pistola, su oponente descargó una
lluvia de pólvora ardiente contra su rostro, prendiendo fuego a la peluca, en

Página 111
medio de una gran hilaridad de todos los presentes. A causa de sus deudas, se
le impidió salir de Berlín, y fue obligado, para placer del rey, su señor, a
volver a diario a la escena de sus humillaciones, donde su honor y su
reputación fueron martirizados para diversión de la corte real. Presionado de
esta manera, la inclinación de Gundling por la bebida acabó desembocando
rápidamente en pleno alcoholismo, debilidad que, a los ojos de sus
detractores, apenas aumentó las oportunidades para el papel de tonto de la
corte. Y, aun así, Gundling continuó produciendo un torrente de publicaciones
eruditas sobre temas tales como la historia de Toscana, el derecho imperial y
germano, y la topografía del Electorado de Brandemburgo.
Gundling incluso hubo de tolerar la presencia en su dormitorio de un
ataúd en forma de barril de vino barnizado sobre el que se habían escrito unos
versos de burla:

Aquí yace en su piel


de medio cerdo, medio hombre, una cosa maravillosa.
Listo en su juventud, de viejo no tan brillante,
lleno de saber por la mañana, lleno de bebida por la noche,
que la voz de Baco cante:
esto, muchacho, es Gundling.
[…]
Lector, oye, ¿puedes adivinar
si era hombre o cerdo[24]?

Tras su muerte en Potsdam el 11 de abril de 1731, el cadáver de Gundling


fue mostrado públicamente apoyado en el barril en una estancia, con una fila
de velas, tocado con una peluca que colgaba hasta los muslos, pantalones con
brocados y calzas negras con rayas rojas —todo ello claras referencias a la
cultura barroca de la corte de Federico I—. Entre aquellos que llegaron para
darse el gusto de mirar el macabro espectáculo había viajantes de comercio
que se dirigían a la gran feria de Leipzig. Gundling y el barril fueron
enterrados enseguida bajo el altar de una iglesia de pueblo fuera de la ciudad.
La alocución fúnebre fue obra del escritor (y a veces hostigador de Gundling)
Fassmann, ya que el clero local, tanto el luterano como el reformado, se negó
conscientemente a participar.

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8. El Ministerio del Tabaco, atribuido a George Lisiewski, c. 1737.

El «martirio» de Gundling fue el reverso de la ruidosa camaradería


masculina de la nueva monarquía. La masculinización, que ya se había
tanteado en la ceremonia de la coronación, había transformado, ya, la vida
social de la corte. Bajo Federico Guillermo I, las mujeres, que habían tenido
un papel tan relevante en la corte de Federico I, fueron marginadas de la vida
pública. Un visitante proveniente de Sajonia, que residió en Berlín durante
varios meses en 1723, notó que las grandes festividades de las temporadas de
la corte se celebraban «de acuerdo con el modo judío», separando a las
mujeres de los hombres, y observaba sorprendido que había muchas comidas
en la corte en las que no aparecía ninguna mujer en absoluto[25].
Reflexionando sobre el cambio de régimen de 1713, estamos tentados de
describirlo como una revolución cultural. Hubo continuidades en la esfera de
la administración y de las finanzas, sin duda, pero en la esfera de la
representación y de la cultura podemos hablar de una inversión general de
valores y estilos. Entre ellos, los dos primeros reyes prusianos trazaron los
extremos entre los que y por los cuales sus sucesores se posicionarían. En un
extremo del espectro tenemos al monarca Hohenzollern de tipo A: expansivo
y gastador, ostentoso, separado del mecanismo normal del estado, centrado en
la imagen; en el otro extremo, su antípoda es el tipo B: austero, ahorrativo,

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adicto al trabajo[26]. El estilo «barroco» de la monarquía, iniciado por
Federico I, mantuvo, como vimos, cierta resonancia en la memoria colectiva
de la dinastía, y la trascendental alternancia de gustos y modas determinó que
hubiese periódicos resurgimientos de largueza por parte de la corte —bajo
Federico Guillermo II los gastos de la corte se dispararon una vez más hasta
aproximadamente un millón de táleros al año, alrededor de un octavo del
presupuesto total del Estado (la cifra, para su predecesor Federico el Grande
había sido de 220 000 táleros)[27]. Los últimos decenios del siglo XIX serían
testigos, tras un período de relativa austeridad, de un notable pero tardío
florecimiento de la cultura de la corte alrededor de las personas del último
káiser, Guillermo II. Pero la monarquía de tipo B de Federico Guillermo I
tuvo también una vigorosa vida después de la muerte en la historia de la
dinastía. Las ásperas notas al margen de Federico Guillermo I fueron imitadas
(pero con mayor agudeza) por su ilustre hijo Federico II y (más largas y con
menor agudeza) por su más distante descendiente el káiser Guillermo II. La
costumbre de Federico Guillermo I de llevar uniformes militares en vez de
ropa civil, más cara, fue adoptada por Federico II y siguió siendo una notable
característica de la representación dinástica de los Hohenzollern hasta el fin
de la monarquía prusiana a finales de la Primera Guerra Mundial. El poder
histórico del modelo de tipo B descansaba no solo en su asociación con el
posterior ascendente de Prusia en Alemania, sino también en su afinidad
respecto a los valores y preferencias de un creciente público prusiano, para el
cual la imagen de un monarca justo y ahorrativo dedicado al servicio del
Estado acabó dando cuerpo a una visión específicamente prusiana de la
realeza.

Administración

Se ha observado con frecuencia que los reinados de Federico Guillermo el


Gran elector y su nieto el rey Federico Guillermo I se hallan en una relación
complementaria entre ellos. El éxito del Gran elector se centró en la
proyección exterior del poder. Federico Guillermo, por el contrario, ha sido
llamado el más grande «rey interior» de Prusia, en honor a su papel como
padre fundador del estado administrativo prusiano. Naturalmente, la
oposición entre ambos puede haber sido exagerada. No se dio una ruptura tan
decisiva en las prácticas administrativas como para desafiar la revolución en
la corte. Quizá sea más apropiado hablar de un proceso de consolidación

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administrativa a lo largo del siglo que corre entre 1650 y 1750. El proceso, en
un comienzo, era más pronunciado en las esferas de la obtención de ingresos
y administración militar. Fue el Gran elector quien comenzó a simplificar y
centralizar los anteriormente casuales mecanismos existentes para la
recaudación de la renta pública del Electorado —por ejemplo, los
provenientes de las tierras de la corona, aduanas, minas (que eran propiedad
de la corona) y los monopolios. Se dio un primer paso en esta dirección con la
creación de una administración del Electorado para la recaudación de las
rentas reales de Brandemburgo en los años 1650. Sin embargo, solo a partir
de 1683 la oficina de recaudación central, dirigida por el enérgico noble del
este de Prusia, Dodo von Knyphausen, tuvo éxito en hacerse con el control de
los ingresos del Electorado de la totalidad de los territorios Hohenzollern. La
labor de consolidación de Knyphausen prosiguió tras la muerte del Gran
Elector: en 1689 supervisó la creación de una oficina de rentas central de
Brandemburgo-Prusia con una estructura institucional estable. El resultado de
esta innovación hizo posible elaborar para el año 1689-1690 el primer balance
completo de entradas y gastos en la historia de Brandemburgo-Prusia[28]. Un
ulterior e importante paso centralizador se dio en 1696, con la creación de una
administración central unificada para la gestión de las tierras reales[29].
Un proceso paralelo de concentración se observa asimismo en esas áreas
responsables del mantenimiento del ejército y de las medidas de guerra. Se
creó un Comisariado General de Guerra (Generalkriegskommissariat) en abril
de 1655, con el fin de organizar el ejército y su base financiera y logística.
Gracias a una serie de administradores capaces se convirtió en uno de los
organismos clave de la administración del Electorado, que controlaba todos
los ingresos (tasas contributivas, impuestos indirectos y subsidios extranjeros)
destinados a gastos militares, suprimiendo gradualmente el poder recaudador
de los estados, constriñendo a los funcionarios locales a entrar en la esfera de
su autoridad. En los años 1680 el Comisariado comenzó a arrogarse una
responsabilidad más general respecto a la salud de la economía manufacturera
interior, lanzando un programa destinado a hacer que Brandemburgo fuese
autosuficiente en textiles de lana y que mediase en los conflictos locales entre
los gremios de comerciantes y los nuevos empresarios. No era algo
exclusivamente prusiano esta fusión de la administración financiera,
económica y militar; se habían emprendido emulando al poderoso contrôleur-
général de Luis XIV, Jean-Baptiste Colbert.
Con la subida al trono de Federico Guillermo I en 1713, el proceso de
reforma adquirió nuevo impulso. Pese a su disfuncionalidad como ser

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humano, Federico Guillermo fue un inspirado ideador de instituciones con
una visión arquitectónica de la administración. Las raíces de esta pasión
pueden remontarse a su formación global como príncipe que le proporcionó
su padre. Cuando tenía solo nueve años, a Federico Guillermo se le encargó la
gestión de su propia hacienda en Wusterhausen, al sureste de Berlín, tarea que
llevó a cabo con prodigiosa energía y escrupulosidad. De este modo, adquirió
una familiaridad de primera mano con las responsabilidades diarias de gestión
de un estado —que seguía siendo la unidad operacional básica de la economía
de Brandemburgo-Prusia—. Tenía solo trece años cuando comenzó a asistir a
reuniones del Consejo Privado, en 1701; a esto siguió pronto su incorporación
a otros departamentos de la administración.
Por ello, Federico Guillermo ya estaba familiarizado con las labores
internas de la administración cuando se produjo el estallido de una peste y de
una hambruna en Prusia Oriental que hundió a la monarquía en una crisis
entre 1709 y 1710. La epidemia, que probablemente fue introducida en la
región por los movimientos de las tropas sajonas, suecas y rusas durante la
guerra del Norte de 1700-1721, mató a unas 250 000 personas, más de un
tercio de la población de Prusia Oriental. En una crónica de la pequeña ciudad
de Johannisburg, en el sur del reino, no lejos de la frontera polaca, un
contemporáneo recordaba que la peste había perdonado a la ciudad en 1709,
pero que había vuelto con la mayor ferocidad en 1710 llevando «a la tumba a
los maestros y a la mayoría de los consejeros de la ciudad. Se quedó tan vacía
de gente que la plaza del mercado fue invadida por la hierba, y solo 14
ciudadanos siguieron con vida[30]». Al impacto de la peste se añadió una
hambruna que debilitó la resistencia y diezmó a comunidades de
supervivientes. Miles de granjas y centenares de aldeas fueron abandonadas
en algunas de las zonas más afectadas, la vida social y económica se detuvo
completamente. Dado que las zonas de mayor mortandad se hallaban en el
este de la Prusia Oriental, donde la corona era el mayor terrateniente, se
produjo un instantáneo colapso en los ingresos de la corona. La
administración central y la provincial se mostraron incapaces de hacer frente
eficazmente al desastre a medida que se desarrolló; y cierto número de
ministros principales reaccionaron tratando de ocultar al monarca la gravedad
de la crisis.
El desastre de la Prusia Oriental puso en evidencia la ineficacia y la
corrupción de los ministros y altos funcionarios, muchos de los cuales eran
favoritos personales del rey. Un partido —que incluía a al príncipe heredero
Federico Guillermo— formado en la corte para derribar al eminente ministro

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Kolbe von Wartenberg y a sus compinches. Tras una investigación oficial que
reveló malversación y desfalcos a una escala épica, Wartenberg fue obligado
a jubilarse; su íntimo asociado, Wittgenstein, fue encarcelado en la fortaleza
de Spandau, se le impuso una multa de 70 000 táleros y posteriormente fue
desterrado. El episodio tuvo un carácter formativo para Federico Guillermo.
Era la primera vez que se veía involucrado activamente en política. Y
representó, asimismo, un giro en el reinado de su padre, que ahora empezó a
permitir que el poder fuese pasando gradualmente a las manos de su hijo. Y lo
que es más importante, el desastre de Prusia Oriental dejó en el príncipe
heredero un ardiente celo por las reformas institucionales y un odio visceral
por la corrupción, el despilfarro y la incompetencia[31].
A los pocos años de subir al trono, Federico Guillermo había
transformado el paisaje administrativo de Brandemburgo-Prusia. La
concentración organizativa que se había iniciado bajo el Gran elector se
reanudaba y se intensificaba ahora. La gestión de los ingresos no derivados de
los impuestos a lo largo del territorio de Brandemburgo-Prusia se centralizó;
el 27 de marzo de 1713 el Directorio de Principal de Tierras (Ober-Domänen-
Direktorium), que gestionaba las tierras de la corona, y la Oficina Central de
Hacienda (Hofkammer) se fusionaron y formaron un nuevo Directorio
General de Finanzas (Generalfinanzdirektorium). El control de las finanzas
del territorio descansaba ahora en las manos de solo dos instituciones, el
Directorio General de Finanzas, que se ocupaba sobre todo de los ingresos de
los contratos de arrendamiento provenientes de las tierras reales, y el
Comisariado General (Generalkommissariat), cuya tarea consistía en recaudar
los impuestos indirectos percibidos en las ciudades y los impuestos de las
contribuciones pagadas por la población del campo. Pero este estado de cosas
provocó a su vez nuevas tensiones, pues ambas autoridades, cuyas
responsabilidades se solapaban en varios puntos, se convirtieron pronto en
grandes rivales. El Directorio General de Finanzas y sus oficinas provinciales
subordinadas se lamentaban regularmente de que las exacciones del
Comisariado impedían que los arrendatarios pudiesen seguir con sus rentas.
Cuando el Directorio General de Finanzas, por su lado, intentó incrementar
sus ingresos de rentas animando a sus arrendatarios a que creasen pequeños
negocios rurales, tales como cerveceras y manufacturas, el Comisariado
protestó aduciendo que tales empresas situaban a los pagadores de impuestos
de las ciudades en desventaja competitiva, ya que estaban fuera de la ciudad y
por lo tanto incapaces de imponer tasas. En 1723, tras muchas deliberaciones,
Federico Guillermo decidió que la solución consistía en fusionar a ambos

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rivales en un omnicompetente superministerio que llevaba el farragoso título
de «Directorio General Principal de Finanzas, Guerra y Tierras», pero al que
se conoció simplemente por Directorio General (Generaldirektorium). Al
cabo de dos semanas la fusión se había extendido hasta abarcar a todas las
oficinas provinciales y locales de ambos organismos[32].
En el momento culminante del Directorio General, Federico Guillermo
estableció lo que se conocerá por estructura de toma de decisiones «colegial».
Guando un asunto debía resolverse, se requería a todos los ministros para que
se reuniesen alrededor de la mesa del departamento correspondiente. A un
lado se sentaban los ministros, y frente a ellos, del otro lado, estaban los
consejeros privados del departamento correspondiente. En uno de los
extremos de la mesa había un sillón que se dejaba libre para el rey —una
práctica proforma, pues el rey pocas veces estaba presente en las reuniones—.
El sistema colegial tenia varias ventajas: abría el proceso de toma de
decisiones, lo que evitaba (en teoría) el que un ministro, individualmente, se
crease un imperio, lo que había sido una característica notable del anterior
reinado; garantizaba que los intereses y parcialidades provinciales y
personales se equilibraran entre sí; maximizaba la información relevante
disponible para los que tomaban decisiones; y lo que es más importante,
impulsaba a los funcionarios a dotarse de una visión global. Federico
Guillermo trataba de reforzar esta tendencia urgiendo a los exempleados del
Directorio General de Finanzas a no ser tímidos a la hora de aprender de sus
colegas del Comisariado General, y viceversa. Llegó incluso a amenazar con
utilizar exámenes internos para comprobar si se transfería eficazmente el
conocimiento entre los funcionarios de las que anteriormente habían sido
administraciones rivales. El último objetivo era forjar un cuerpo orgánico y
panterritorial de expertos a partir de los conocimientos de especialistas
separados[33].
Además, el Directorio General era, en muchos aspectos, bastante diferente
de una burocracia ministerial moderna: los asuntos no se organizaban
principalmente según sus esferas de actividad, pero, como sucedía en la
mayoría de los órganos ejecutivos de gobierno en Europa en estos años, por
medio de un sistema mixto en el que las carteras provinciales se
complementaban con responsabilidades respecto a áreas de políticas
específicas. El Departamento II del Directorio General, por ejemplo, se
ocupaba del Kurmark, Magdeburgo y del aprovisionamiento y
acuartelamiento de tropas; el Departamento III combinaba responsabilidades
por Cleves, Mark y algunos otros enclaves con la gestión del monopolio de la

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sal y de los servicios postales. Además, las líneas de demarcación que
separaban las distintas esferas de competencia en la nueva organización no
quedaron claras, de manera que los conflictos internos graves sobre
jurisdicciones continuaron hasta entrados los años 1730 y las rivalidades
institucionales que habían sido llevadas ante el Directorio General en un
primer momento acabaron, así, interiorizadas en vez de resueltas, y se vieron
atravesadas por nuevas tensiones estructurales entre los gobiernos locales,
provinciales y central[34].
Por otro lado, las condiciones de empleo y el carácter distintivo del
Directorio General son una nota familiar desde la perspectiva actual. Se
esperaba que los ministros se reuniesen a las siete de la mañana en verano y a
las ocho en invierno. Se esperaba que permaneciesen sentados a sus mesas
hasta dar cuenta del trabajo diario. Se les exigía que fueran a la oficina el
sábado, con el fin de controlar los informes de la semana. Si pasaban más de
un cierto número de horas trabajando un día concreto, se les proporcionaba
una comida caliente con gasto a la administración, pero eran servidos en dos
tandas, de modo que la mitad de los ministros podía seguir trabajando
mientras que sus colegas comían. Estos fueron los comienzos de ese mundo
de supervisión, regulación y rutina que es común a todas las burocracias
modernas. Por comparación con los cargos ministeriales en la época del Gran
elector y de Federico I, el servicio en el Directorio General ofrecía escasas
posibilidades para el autoenriquecimiento ilícito: un sistema de supervisión y
de información ocultas que atraviesa todas las líneas de la organización
garantizaba —en teoría al menos— que las irregularidades se notificaran
inmediatamente al rey. Para los delitos graves los castigos iban del despido,
multas e indemnizaciones a ejecuciones ejemplares en el lugar de trabajo. Un
caso sonado fue el del consejero de Guerra y Tierras, de Prusia Oriental, Von
Schlubhut, que fue ahorcado por malversación en la sala principal de
reuniones de la Cámara de Königsberg.
Tras el desastre de 1709-1710, Federico Guillermo se preocupó
especialmente de la situación de Prusia Oriental. La administración de su
padre ya había conseguido ocupar algunas de las granjas vacías con colonos e
inmigrantes provenientes de otras provincias de los Hohenzollern. En 1715
Federico Guillermo nombró a un noble de una de las principales familias de la
provincia, Karl Heinrich Truchsess von Waldburg, para supervisar reformas
de la administración provincial. Waldburg se centró especialmente en las
iniquidades del actual sistema impositivo, que tendía a funcionar en perjuicio
de los campesinos minifundistas. De acuerdo con el sistema tradicional de la

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provincia, cada terrateniente pagaba una tasa uniforme por cada Hufe de tierra
poseído (el Hufe era una unidad de tierra básica de la época; el equivalente
inglés era el «hide»). Pero como las oficinas de recaudación de impuestos de
la administración se hallaban todavía, en gran medida, en manos de la nobleza
corporativa, las autoridades tendían a hacer la vista gorda cuando los
terratenientes nobles estimaban por lo bajo las tasas de sus posesiones. En
cambio, las declaraciones de los propietarios se sometían al escrutinio más
minucioso, por lo que no se perdía ni un solo Hufe. Ulteriores iniquidades
surgían del hecho de que no se elaboraba ningún informe sobre la calidad y
rendimiento del terreno en cuestión, de modo que los pequeños propietarios,
que solían ocupar en general las tierras menos fértiles, se veían sometidos a
cargas proporcionalmente mayores que las de los terratenientes mayores. El
problema, como lo veía Federico Guillermo, no era el hecho de la desigualdad
en sí, que se aceptaba como inherente al orden social, sino de reducción de
ingresos que se derivaba del funcionamiento de este particular sistema. Por
debajo de esta preocupación subyacía la presunción, que el rey compartía con
algunos de los más conocidos teóricos de la economía alemanes y austríacos
de la época, de que los excesivos impuestos reducían la productividad y que
la «conservación» de sus súbditos era una de las principales tareas del
soberano[35]. El interés del rey por las posesiones de los campesinos en
particular representaba un cambio respecto a la anterior generación de las
teorías y prácticas mercantilistas (incorporadas en la carrera del ministro de
Finanzas de Luis XIV, Jean-Baptiste Colbert), que habían tendido a centrarse
en impulsar el comercio y la manufactura a expensas de los productores
agrarios.
El programa de reformas de la Prusia Oriental comenzó con la
compilación de un informe sobre la propiedad de la tierra. El proceso reveló
que 35 000 Hufen de tierras a tasar, que no habían sido declaradas con
anterioridad, sumaban una superficie de casi 6000 kilómetros cuadrados. Con
el fin de corregir las variaciones de rendimiento, la administración de las
posesiones provinciales redactó pues una clasificación global de todas las
propiedades según la calidad del suelo. Una vez llevadas a la práctica tales
medidas, una nueva tasa general de Hufe, graduada para la calidad del suelo,
fue impuesta a toda la provincia. En conjunción con nuevos sistemas de
arrendamiento, más transparentes y estandarizados, para las granjas de las
tierras de la corona, las reformas de Waldburg en la Prusia Oriental
produjeron un abrupto aumento de la productividad agraria y de los ingresos
de la corona[36].

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Mientras se estaban llevando a cabo todavía las medidas para establecer la
tasa general del Hufe, Federico Guillermo lanzó el largo y difícil proceso
conocido como «alodificación de los feudos» (Allodifikation der Lehen). La
expresión se refería a la remoción de varios restos de papeleo que subsistían
desde los tiempos feudales, cuando los nobles habían «poseído» sus tierras
como «vasallos» del monarca, y la venta y traspaso de propiedades se veían
perturbados por la necesidad de tener conocimiento de reclamaciones
residuales atribuidas a los herederos y descendientes de los anteriores
propietarios. La venta de tierras de la nobleza era, de ahora en adelante,
definitiva, un estado de la situación económica que proporcionaba nuevos
incentivos para la inversión y el desarrollo de la agricultura. A cambio de
reclasificar sus tierras como «alodios» (es decir, de propiedad independiente y
desligada de cualquier obligación feudal) los nobles debían aceptar una tasa
permanente. La medida era legalmente compleja, pues la herencia del derecho
y de las costumbres feudales era diferente según las provincias. Y era también
muy impopular, debido a que el apego de la nobleza a su situación de
exención de impuestos era mucho mayor que su resentimiento respecto a sus
ahora ampliamente superadas y teóricas obligaciones feudales. Estos
consideraban la «alodificación» —no injustificadamente— un astuto pretexto
para minar sus antiguos privilegios fiscales. En muchas provincias, se
necesitaron años de negociaciones antes de que las nuevas tasas pudieran ser
adoptadas, en Cleves y en Mark no se alcanzó ningún acuerdo y la tasa hubo
de ser de ser aplicada por medio de «ejecución forzosa». La oposición era
igualmente fuerte en el Ducado de Magdeburgo, de reciente adquisición y
todavía de mentalidad independiente; en 1718 y 1725, delegaciones de nobles
de está provincia tuvieron éxito en conseguir opiniones de la corte imperial de
Viena que apoyasen su caso[37].
Tales iniciativas fiscales fueron acompañadas por otras numerosas
medidas recaudadoras. Las marismas de Havelland, en las que el ejército
sueco se había empantanado en 1675, fueron drenadas tan rotundamente que
se recuperaron 15 000 hectáreas de excelentes tierras arables y de pastos en
diez años. Comenzaron los trabajos de drenaje de la región del delta alrededor
de los ríos Oder, Warthe y Netze, épico proyecto que se completará solo en el
reinado siguiente, cuando la Comisión del Río Oder, creada por el sucesor de
Federico Guillermo, supervisó la roturación de unos 500 kilómetros
cuadrados de marismas de las tierras inundadas del Oder. Reflejando la
preocupación contemporánea de moda respecto al tamaño de la población
como principal índice de prosperidad, Federico Guillermo lanzó programas de

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reasentamiento con el fin de aumentar la productividad y estimular la
manufactura en regiones concretas. Por ejemplo, inmigrantes protestantes de
Salzburgo fueron reasentados en granjas situadas en el extremo este de Prusia
Oriental, y fabricantes de textiles hugonotes se establecieron en la ciudad de
Halle, con la esperanza de competir con el predominio de las importaciones
sajonas que iban al ducado de los Hohenzollern de Magdeburgo[38]. Una serie
de regulaciones aprobadas en los años 1720 y 1730 permitieron desmantelar
muchos de los poderes y privilegios gremiales locales con el fin de crear un
mercado de trabajo unificado en el sector manufacturero[39].
Un sector en el que se dio una actividad gubernamental particularmente
sostenida fue la economía del grano. El grano era el más básico de todos los
productos —tenía la parte del león de las transacciones económicas y la
mayor proporción en lo que la mayoría de la población compraba y consumía
en su vida diaria—. La política granera del rey se fundamentaba en dos
objetivos. Lo primero era proteger a los productores y comerciantes de
Brandemburgo-Prusia de las importaciones exteriores ya que la mayor
preocupación aquí era la producción de grano de las tierras polaca, que era de
excelente calidad y más barato[40]. Los medios empleados para conseguirlo
fueron las altas tarifas y la prevención del contrabando. No es fácil decir qué
éxito tuvieron las autoridades en detener el flujo de grano ilegal. Los
documentos informan sobre numerosas acciones legales, algunas contra
pequeños comerciantes, como grupos de campesinos polacos que intentaban
hacerse pasar por súbditos del Mark y que llevaban algunos bushels de grano
de contrabando; hasta intentos mucho más sofisticados, como el equipo de
contrabandistas de Mecklemburgo, que, en 1740, trataron de meter
furtivamente en Uckermark trece carros de grano[41].
Para prevenir cosechas pobres al aumentar los precios del grano hasta el
punto de minar la viabilidad de las manufacturas y economías comerciales
urbanas, Federico Guillermo amplió asimismo la red de almacenes de grano
que el Gran elector había utilizado para aprovisionar al ejército permanente.
Estos almacenes se conservaron también en el reinado de Federico I, pero
fueron gestionados deficientemente y eran, además, demasiado pequeños para
cubrir las necesidades de la economía civil, como puso de manifiesto el
desastre de 1709-1710. Habiendo comenzado en los años 1720, Federico
Guillermo decidió establecer un sistema de almacenes con doble finalidad (21
en total) que deberían servir para cubrir las necesidades de su ejército, pero
también para desempeñar un importante papel en la creación de un mercado
de grano nacional. A los comisariados y cámaras provinciales se les instó a

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mantener constante, en lo posible, el precio del grano, por medio de la compra
de stocks cuando los precios eran bajos y vendiéndolos en tiempos de escasez.
El nuevo sistema puso a prueba su bondad en 1734-1737 y de nuevo en 1739,
cuando el impacto social y económico de una sucesión de cosechas escasas se
vio amortiguada por la venta de grano del gobierno a bajo precio. Una de las
últimas órdenes dadas por el rey fue una instrucción al Directorio General,
fechada el 31 de marzo de 1740, el día de su muerte, estipulando que los
almacenes de grano de Berlín, Wesel, Stettin y Minden debían ser llenados de
nuevo antes de la llegada del próximo invierno[42].
Sin embargo hubo límites a los éxitos económicos y puntos ciegos en su
visión. Compartió la extendida preferencia mercantilista de la época por la
regulación y el control. Lo que está en claro contraste con las políticas más
orientadas hacia el comercio del Gran Elector, que había adquirido la colonia
de Gross Friedrichsburg, en la actual costa de África occidental, con la
esperanza de que esto abriría las puertas a una expansión del comercio
colonial. Federico I había continuado con la achacosa colonia por razones
sentimentales, pero Federico Guillermo se la vendió a los holandeses en 1721,
diciendo que «siempre había considerado este sinsentido comercial como una
quimera[43]». En el frente interno se produjo el mismo desinterés por la
importancia del intercambio y de las infraestructuras. Federico Guillermo
nunca abordó seriamente el problema de la integración del mercado con los
territorios. Se aceleraron durante su reinado los trabajos para la construcción
de un canal entre el Oder y el Elba, se adoptó un sistema de medidas para el
grano más uniforme, y se dio cierta reducción de las aduanas internas —pese
a las protestas locales—. Sin embargo, siguieron existiendo numerosos
obstáculos que entorpecieron el movimiento de bienes a lo largo de las tierras
de los Hohenzollern. Incluso dentro del propio Brandemburgo se siguieron
exigiendo los impuestos de aduanas en las fronteras provinciales interiores.
No se hicieron grandes esfuerzos para integrar a los territorios marginales del
este y del oeste, que fueron tratados, en términos económicos, como si fueran
principados extranjeros. Brandemburgo-Prusia estaba todavía demasiado lejos
de constituir un mercado interior integrado cuando el rey moría en 1740[44].
Bajo Federico Guillermo, el enfrentamiento entre una monarquía cada vez
más segura y los poseedores del poder tradicional entró en una fase
administrativa. Al contrario que sus predecesores, Federico Guillermo se
negó, en el momento de su ascenso al trono, a firmar las «concesiones»
tradicionales a la nobleza provincial. No se produjeron luchas teatrales en las
dietas (que, en todo caso, se hicieron mucho menos frecuentes en la mayoría

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de los lugares durante su reinado). En cambio, los privilegios tradicionales de
la nobleza fueron recortados por sucesivas medidas de incremento progresivo.
Las exenciones de impuestos ya consagradas de la nobleza latifundista fueron
reducidas, como hemos visto; órganos que anteriormente habían respondido a
intereses locales acabaron subordinadas gradualmente a la autoridad de la
administración central; la libertad de los nobles para viajar por placer o por
estudios se vio disminuida de tal modo que las élites provinciales de
Brandemburgo-Prusia fueron apartadas paulatinamente de las redes
cosmopolitas del Sacro Imperio Romano.
Esto no fue solo un derivado del proceso de centralización; el rey se
mostró bastante explícito respecto a la necesidad de disminuir la posición de
la nobleza y se vio a sí mismo, claramente, como impulsor del proyecto
histórico empezado por su abuelo, el Gran Elector. «En la medida en que
concierne a la nobleza», observó en una ocasión refiriéndose a la Prusia
Oriental, «esta en un principio tenía grandes privilegios, con los cuales el
elector Federico Guillermo acabó por medio de su soberanía, y yo, ahora, los
he sometido y subordinado totalmente [Gehorsahm] por medio del Impuesto
General del Hufe de 1715[45]». La administración central que creó para
alcanzar su objetivo se surtía deliberadamente con plebeyos (que
generalmente eran ennoblecidos por los servicios prestados), por lo que nunca
existiría una solidaridad corporativa con los intereses de los nobles[46]. Aun
así, por extraño que parezca, Federico Guillermo siempre tuvo éxito en
conseguir nobles de talento —como Truchsess von Waldburg—, deseosos de
ayudarlo a aplicar sus políticas, incluso a costa de sus camaradas de la
nobleza. No siempre están claras las motivaciones de tales colaboraciones;
alguna fue simplemente por ponerse del lado de la visión administrativa del
monarca, otras pueden haber sido motivadas por desafección respecto al
medio corporativo provincial, o se unieron a la administración porque
necesitaban el salario. La nobleza provincial estaba lejos de ser monolítica;
las rivalidades de facciones y familias eran algo corriente y los conflictos de
intereses locales a veces dejaban a un lado preocupaciones más generales. Al
reconocer esto, Federico Guillermo evitaba juicios categóricos. «Usted debe
ser complaciente y cortés con toda la nobleza de todas las provincias»,
aconsejaba a su sucesor en la Instrucciones de 1722, «y dar preferencia a los
buenos sobre los malos y premiar a los leales[47]».

El ejército

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Su Excelencia sabrá ya […] sobre la Resolución que el nuevo rey ha tomado de aumentar su
ejército hasta los 50 000 hombres […]. Cuando el estado de guerra [es decir, el presupuesto
militar] le fue presentado, él escribió al margen estas palabras: aumentaré mis fuerzas hasta
llegar a los 50 000 soldados que no deben alarmar a nadie sea quien sea, pues mi único placer es
mi ejército[48].

Cuando Federico Guillermo subió al trono, el ejército prusiano se


componía de 40 000 hombres. En 1740, cuando murió, había aumentado hasta
los 80 000, por lo que Brandemburgo-Prusia se jactaba de una institución
militar que pareció desproporcionada a sus contemporáneos respecto a su
población y a sus posibilidades económicas. El rey justificó los inmensos
gastos argumentando que solo una fuerza bien adiestrada y financiada de
forma independiente le proporcionaría la autonomía en los asuntos
internacionales que le había sido negada a su padre y a su abuelo.

9. Retrato del granadero James Kirkland,


soldado de la Guardia Real del rey Federico
Guillermo I, pintado por Johann Christoph
Merk, c. 1714.

Con todo, se tiene también la sensación de que el ejército era un fin en sí


mismo, intuición reforzada por el hecho de que Federico Guillermo fue
reacio, durante todo su reinado, a desplegar su ejército para apoyar a
cualquier objetivo político internacional. Federico Guillermo se sentía
poderosamente atraído por el ordenancismo de lo militar; él mismo llevaba
habitualmente uniforme de teniente o capitán prusiano desde mediados de los
años 1720 en adelante, y no concebía nada más placentero para la vista que
mirar a hombres uniformados con sus simetrías cambiantes a través del patio
de instrucción (llegó a allanar cierto número de jardines reales con el objetivo
de adaptarlos a esta finalidad), y trató, cuando fue posible, de trabajar en
habitaciones desde las cuales podía presenciar los ejercicios de la instrucción.

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Una de las pocas satisfacciones de dispendiosa ostentación que se permitió
fue la creación, en Potsdam, de un regimiento de soldados excepcionalmente
altos (llamados afectuosamente lange Kerls o «chicos altos»). Sumas
inmensas se derrocharon para reclutar por toda Europa a estos hombres
anormalmente altos, algunos de los cuales estaban parcialmente incapacitados
por su condición y eran físicamente inadecuados para un verdadero servicio
militar. Sus retratos fueron memorializados en cuadros al óleo de cuerpo
entero encargados por el rey; ejecutados en un estilo realista primitivo,
mostraban a hombres gigantescos con manos como platos, sobre zapatos de
cuero negro grandes como rejas de arado. El ejército era, naturalmente, un
instrumento de política, pero era asimismo la expresión humana e
institucional de la visión del mundo de este monarca. Al ser un sistema
ordenado, jerárquico y masculino, en el que los intereses e identidades
individuales quedaban subordinados a lo colectivo, la autoridad del rey era
absoluta, y las diferencias de rango eran funcionales más que corporativas o
decorativas, se aproximaba a la realización de su visión de una sociedad ideal.
El interés de Federico Guillermo en la reforma militar fue anterior a su
subida al trono. Vemos todo esto en un conjunto de principios que el príncipe
heredero, de diecinueve años, propuso al Consejo de la Guerra en 1707. El
calibre de todas las armas de fuego de la infantería debería ser el mismo,
advertía, para que se pudieran usar cartuchos estándar para todos los tipos de
armas; todas las unidades emplearían el mismo diseño de bayoneta; en cada
regimiento, todos los hombres llevarían idénticos puñales, de un modelo que
debía determinar el oficial al mando; incluso las cartucheras tendrían un
mismo diseño, con idénticas correas[49]. Una de las primeras e importantes
innovaciones en calidad de comandante militar fue la introducción en su
propio regimiento de nuevas y rigurosas instrucciones para los desfiles para
aumentar la maniobrabilidad de masas de soldados poco manejables por
terrenos difíciles y garantizar que la potencia de fuego fuese consistente y de
la mayor eficacia. Desde 1709, cuando Federico Guillermo observó a sus
tropas en acción en la batalla de Malplaquet, durante la Guerra de Sucesión
española, la nueva modalidad de instrucción se extendió gradualmente a las
fuerzas de Brandemburgo-Prusia en conjunto[50].
La principal preocupación del rey en los primeros años de su reinado fue,
simplemente, aumentar el número de soldados en servicio lo más rápidamente
posible. En un primer momento, esto se llevó a cabo ampliamente a través del
alistamiento forzado. La responsabilidad de reclutar tropas fue transferida de
las autoridades civiles a los comandantes regimentales locales. Al operar

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prácticamente sin restricciones, el oficial de reclutamiento se convirtió en un
personaje temido y odiado, en especial entre la población rural y de las
pequeñas ciudades, por donde rondaba en busca de campesinos de elevada
estatura y de jornaleros fornidos. El reclutamiento forzado llegaba con
frecuencia al derramamiento de sangre. En ciertos casos, los futuros reclutas
incluso morían a manos de sus captores. Y las protestas llovían desde las
localidades[51]. En efecto, tan dramática era la primera fase del reclutamiento
forzado que provocaba oleadas de pánico. «[Su Majestad] utiliza tales medios
tan precipitados en el reclutamiento de [sus tropas] como si se estuviera en un
muy grande peligro», escribió William Breton, enviado británico, el 18 de
marzo de 1713, apenas tres semanas después de la subida al trono del nuevo
rey, «que los campesinos son forzados al servicio y los hijos de los
comerciantes son sacados de sus tiendas con mucha frecuencia. Si este
método sigue adelante, pronto ya no tendremos mercados aquí, y mucha gente
se salvará saliendo de sus dominios…»[52].
Ante los desastres provocados por el reclutamiento forzado, el rey cambió
de táctica y puso fin a esta práctica en sus territorios[53]. En su lugar
estableció el complejo mecanismo de reclutamiento que será conocido por
«sistema de cantones». Una orden de mayo de 1714 declaraba que la
obligación del servicio militar en el ejército del rey abarcaba a todos los
hombres en edad militar y que todo aquel que huyera del país para evitar su
deber sería castigado como desertor. Ulteriores órdenes asignaban un distrito
específico (cantón) para cada regimiento, en el que todos los jóvenes solteros
en edad militar debían alistarse (enrolliert) de acuerdo con las Estas
regimentales. El alistamiento voluntario a cada regimiento sería
complementado con reclutas locales llamados a filas. Finalmente, se
estableció un sistema de permisos que permitía a los reclutados volver a sus
comunidades tras completar la instrucción básica. Así, continuaban hasta la
edad de retiro como reservistas, obligados a completar un breve
adiestramiento de recuerdo durante dos o tres meses al año, pero luego eran
libres de volver a sus profesiones de tiempo de paz (excepto en tiempo de
guerra). Con el fin de suavizar ulteriormente el impacto del reclutamiento
sobre la economía, se eximía del reclutamiento a varias clases de individuos,
incluyendo a los campesinos que poseían y llevaban sus propias granjas,
artesanos y trabajadores de varios oficios e industrias a los que se consideraba
valiosos para el Estado, empleados gubernamentales y varios otros[54].
El resultado acumulativo de tales innovaciones fue un sistema militar
completamente nuevo que proporcionaría a la corona de Brandemburgo-

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Prusia una grande y bien adiestrada fuerza territorial sin afectar gravemente a
la economía civil. Esto significó que, en una época en que la mayoría de los
ejércitos europeos se basaban todavía en gran medida en el reclutamiento de
extranjeros y mercenarios, Brandemburgo-Prusia podía enrolar a los dos
tercios de sus tropas entre sus súbditos territoriales. Este era el sistema que
permitió al Estado disponer del cuarto ejército más grande de Europa, aun
cuando en términos de territorio y población ocupaba el puesto décimo y
decimotercero respectivamente. No es exagerado decir que los logros
políticos y de poder de Federico el Grande habrían sido inconcebibles sin el
instrumento militar modelado por su padre.
Si el sistema de cantones proporcionó al Estado un poder muy aumentado
de capacidad ofensiva exterior, tuvo también consecuencias sociales y
culturales a largo plazo. Ninguna otra organización hizo más por colocar a la
nobleza en una posición subordinada que el reorganizado ejército de
Brandemburgo-Prusia. En los primeros tiempos del reinado Federico
Guillermo había prohibido que los miembros de la nobleza provincial
entraran al servicio del extranjero, e incluso que abandonaran sus tierras sin
permiso previo, y disponía de una lista de todos los hijos de familias nobles
de edades comprendidas entre doce y dieciocho años. De esta lista se
seleccionaba una cohorte de muchachos destinados a adiestramiento en la
escuela de cadetes de reciente creación de Berlín (en el local de la academia
donde tiempo atrás Gundling había trabajado como profesor). El rey insistió
en su política de reclutamiento elitista pese a las fuertes protestas e intentos de
evasión por parte de algunas familias nobles. No era algo desconocido el que
jóvenes nobles de familias recalcitrantes fuesen detenidos y llevados a Berlín
bajo guardia. En 1738, Federico Guillermo inauguraba una inspección anual
de todos los jóvenes nobles que todavía no estaban a su servicio; al año
siguiente instruyó a los comisionados de distrito para que inspeccionasen a los
hijos nobles de su distrito, identificasen los que tenían «buena presencia,
sanos, y brazos y piernas derechos», y enviasen un contingente anual
apropiado para ser alistados en el cuerpo de cadetes de Berlín[55]. A mediados
de los años 1720 no había prácticamente familias nobles en tierras de los
Hohenzollern que no tuviesen al menos a un hijo en el cuerpo de oficiales[56].
No deberíamos considerar este proceso simplemente como algo que
hubiese sido forzado unilateralmente a costa de la nobleza: la política tuvo
éxito porque ofrecía algo de valor, la perspectiva de un salario que
garantizaba un nivel de vida más elevado de lo que muchas casas nobles
habrían podido permitirse, una íntima asociación entre la majestad y la

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autoridad del trono, y el estatus correspondiente a una honorable vocación
con connotaciones históricas aristocráticas. Con todo, no se puede negar que
la instauración del sistema de cantones representó una cesura en las relaciones
entre la corona y la nobleza. El potencial humano encerrado en las posesiones
de la nobleza terrateniente se colocaba ahora, y de manera aún más segura, al
alcance del Estado, y la nobleza comenzó su gradual transformación en una
casta de servicio. Samuel Benedikt Carsted, pastor de Atzendorf en el ducado
de Magdeburgo y un tiempo capellán del ejército de Brandemburgo-Prusia,
tenía, pues, razón cuando observó que el sistema de cantones constituía «la
prueba final de que el rey Federico Guillermo había adquirido la más
completa soberanía[57]».
Un punto de vista influyente afirma que el régimen cantonal creó un
sistema sociomilitar en el que las estructuras jerárquicas del ejército de
reclutas y la de los estados de los nobles terratenientes se fusionaron sin
costuras para convertirse en un todopoderoso instrumento de dominación.
Según este punto de vista, el regimiento se convirtió en una especie de
versión armada del Estado, en el que el señor noble servía como oficial con
mando y sus súbditos campesinos como tropas. El resultado fue una
militarización de largo alcance de la sociedad de Brandemburgo-Prusia,
cuando las estructuras rurales tradicionales de dominio y disciplina social
fueron impregnadas de valores militares[58].
Pero la realidad era más compleja. Los ejemplos de terratenientes nobles
que fueran al mismo tiempo comandantes son muy raros; fueron la excepción
más que la regla. El servicio militar no era popular entre las familias
campesinas que acusaban la pérdida de brazos que se daba cuando los jóvenes
eran requeridos para la instrucción básica[59]. Los registros locales de Prignitz
(al noreste de Berlín) sugieren que evitar el servicio militar huyendo a través
de la frontera de Brandemburgo al vecino Mecklenburg era algo corriente.
Para rehuir el servicio militar, los hombres estaban dispuestos a recurrir a
medidas desesperadas —aun manifestando su deseo de casarse con mujeres
de sus aldeas con las que habían tenido hijos ilegítimos— y que a veces eran
ayudados, en estas fatigas, por los nobles terratenientes. Además, lejos de
mostrarse sumisos y obedientes a la comunidad de la hacienda, los soldados
de servicio activos e inactivos eran con frecuencia un elemento perjudicial,
dispuestos a explotar su exención militar de la jurisdicción local en contra de
las autoridades de la aldea[60].
Las relaciones entre las comunidades locales y los militares estaban llenas
de tensión. Hubo numerosas quejas sobre el comportamiento tiránico de los

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oficiales de los regimientos: muchas veces se ignoraban las exenciones por
parte de los oficiales que venían a «coleccionar» reclutas, a los reservistas se
los reclamaba durante la época de la recolección pese a las regulaciones
contrarias, y se extorsionaba dinero en sobornos de los campesinos que
buscaban permisos matrimoniales por parte de su comandante local (en
ciertas zonas este último problema estaba tan acentuado que se había
producido un notable aumento de nacimientos ilegítimos)[61]. Hubo también
quejas de los señores de las haciendas nobles, que, naturalmente, se resentían
por cualquier intromisión injustificada en los asuntos de los campesinos que
constituían su fuerza de trabajo.
A pesar de estos problemas, se dio una especie de simbiosis entre los
regimientos y las comunidades. Si bien solo una fracción de la población
masculina apta (aproximadamente un séptimo) era llamada realmente a filas,
casi todos los hombres de las comunidades rurales estaban incluidos en las
listas; en este sentido, el sistema cantonal se basaba en el principio (pero no
en la práctica) del reclutamiento universal. Las exenciones entraban en juego
solo cuando se había producido el alistamiento. Todos los reservistas debían
llevar el uniforme completo en la iglesia y eran, pues, un recordatorio
continuo de la proximidad de lo militar; y todos los hombres alistados sabían
que tenían que reunirse voluntariamente en las plazas de las ciudades y aldeas
con el fin de practicar la instrucción. El orgullo que muchos hombres sentían
por su estatus militar pudo haberse agudizado por el hecho de que el sistema
de exenciones tendía a concentrar el alistamiento entre los menos
acomodados, por lo que había una tendencia, entre los hijos de los
trabajadores rurales, a entrar en el ejército, mientras que para los de los
campesinos prósperos no era así. De este modo, los soldados y los reservistas
acabaron formando poco a poco un grupo social visible en el seno de la aldea,
no solo por el uniforme y por cierto porte militar (afectado) que se hicieron
fundamentales para su sentido de la importancia y valía personal, sino
también porque el recluta tendía a ser elegido de entre los más altos de su
grupo de edad. Los jóvenes por debajo de 1,69 m solían ser destinados a
veces a los servicios de porteadores y para el bagaje, pero, para la mayoría,
una estatura baja era un billete para evitar el servicio militar[62].
El sistema de cantones ¿aumentaba la moral y la cohesión en los
regimientos en activo? Federico el Grande, que conocía al ejército prusiano
como nadie, y que había observado el sistema en acción durante tres guerras
exhaustivas, pensaba que sí. En su Historia de mi tiempo, que terminó en el
verano de 1775, escribió que los cantonistas nativos prusianos que servían en

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cada compañía del ejército «provenían de la misma región. En efecto, muchos
se conocen o están relacionados entre sí […]. El cantón promueve la
competencia y la valentía, y los parientes y amigos no están dispuestos a
abandonarse unos a otros en el combate[63]».

Padres contra hijos

Si observamos la historia interna de la dinastía Hohenzollern después de la


Guerra de los Treinta Años, llaman nuestra atención dos características
contradictorias. La primera es la notable consistencia de la voluntad política
de una generación a la otra. Entre 1640 y 1797, no hubo ningún reinado en el
que no se hiciese realidad alguna ganancia territorial. Como muestran los
testamentos políticos del Gran Elector, Federico I, Federico Guillermo I y
Federico el Grande, estos monarcas se veían a sí mismos implicados en un
proyecto histórico acumulativo, cada nuevo soberano aceptaba como suyo el
objetivo incompleto de sus predecesores. De ahí la solidez de intención que
puede observarse en los patrones de la expansión de Brandemburgo, y la larga
memoria de su dinastía, su capacidad para rememorar y reactivar las antiguas
reclamaciones en cuanto el momento parecía adecuado.
Con todo, esta continuidad aparentemente sin costuras entre generaciones
es desmentida por una realidad de conflictos recurrentes entre padres e hijos.
El problema surge en los años 1630 hacia finales del reinado del elector Jorge
Guillermo, cuando el príncipe heredero, Federico Guillermo (el futuro Gran
Elector), se negó a volver de la República Holandesa, por temor a que su
padre estuviese planeando casarlo con una princesa austríaca. Incluso llegó a
creer que el conde Schwarzenberg, el ministro más poderoso de Jorge
Guillermo, estuviese conspirando contra su vida. El príncipe heredero acabó
volviendo junto a su padre en Königsberg, en 1638, pero el daño hecho a su
relación no podrá ser reparado nunca, y Jorge Guillermo no hizo el menor
esfuerzo para hacer participar a su hijo en los asuntos del estado, tratándole,
en cambio, como a un completo extraño. En su Testamento Político para su
sucesor el Gran elector escribió más tarde que su gobierno «podría no haber
sido tan difícil al principio», si no hubiese sido excluido de este camino por su
padre[64].
Los conocimientos debidos a la experiencia no fueron suficientes para
evitar tensiones de este tipo surgidas al final del reinado del Gran Elector. El
Gran elector nunca estuvo demasiado impresionado por el príncipe heredero

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Federico —su favorito era el hermano mayor Carlos Manuel, que murió de
disentería durante la campaña francesa de 1674-1675. Mientras Carlos
Manuel era una figura de talento y carismática, con aptitudes naturales para la
vida militar, Federico era nervioso, sensible y estaba principalmente impedido
por una lesión en la niñez. «Mi hijo no vale para nada», le dijo el elector a un
enviado extranjero en 1681, cuando Federico era un hombre casado de
veinticuatro años de edad[65].
La relación se complicó aún más por la frialdad y mutua desconfianza
entre Federico y la segunda mujer del elector, Dorothea de Holstein. Federico
había sido el hijo favorito de su madre, pero tras la muerte de esta, su
madrastra había dado al elector otros siete hijos, y, naturalmente, tendió a
favorecer a estos en vez de a los hijos del primer matrimonio. Debido a las
presiones de Dorothea, el Gran elector aceptó, en beneficio de sus hijos más
pequeños, la partición testamentaria de sus tierras, decisión que le fue
ocultada a Federico y que este pudo anular exitosamente tras su subida al
trono.
El último decenio de la vida del Gran elector se vio, así, amargado por
una situación familiar de creciente tensión. El punto más bajo se alcanzó en
1687 cuando el hermano menor de Federico murió inesperadamente tras un
ataque de escarlatina. Entonces las sospechas aumentaron hasta llegar a una
plena paranoia: Federico creía que su hermano había sido envenenado como
parte de un complot para facilitar el acceso al trono al hijo mayor del segundo
matrimonio, y que él podría ser la siguiente víctima. Sufría frecuentes dolores
de estómago en esta época, quizá debido a los dudosos polvos y pociones que
tomaba para contrarrestar los efectos del veneno. Mientras la corte hervía de
rumores y contrarrumores, huyó a casa de la familia de su mujer en Hanóver y
se negó a volver a Berlín, diciendo que «no era seguro para él, ya que parecía
claro que su hermano había sido envenenado». El Gran elector estaba furioso
y anunció que impediría que el príncipe pudiese acceder a la sucesión. Solo
cuando el emperador Leopoldo y Guillermo III de Inglaterra intervinieron
pareció posible reconciliar a los dos hombres, aunque pocos meses antes de la
muerte del padre[66]. No hace falta decir que resultaba casi imposible, en tales
condiciones, introducir convenientemente al príncipe heredero en los asuntos
de estado.
Federico III, luego coronado rey Federico I, estaba decidido a no repetir
los errores de sus predecesores y se esmeró mucho en proporcionar a su
heredero la mejor preparación posible para gobernar y una esfera de acción
casi independiente con el fin de que desarrollase su capacidad. Siendo

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adolescente, fue introducido en todas las principales ramas del gobierno. El
joven Federico Guillermo era un muchacho difícil y revoltoso que llevaba a
sus maestros a la confusión (se decía de su tutor, Jean-Philippe Rebeur, que lo
había sufrido durante largo tiempo, que habría sido más feliz como esclavo de
galeras que como tutor de Federico Guillermo), pero fue siempre muy
exigente en el respeto hacia su padre. En este caso, fue la crisis de 1709-1710
la que hizo tensa su relación, al llevar al príncipe heredero a una oposición
abierta hacia la ineptitud y mala gestión de los ministros favoritos de su
padre. Federico, amable hasta el final, evitó una ruptura irreparable
favoreciendo y permitiendo que el poder pasase a su hijo. En los últimos años
de su reinado se puede hablar de corregencia entre padre e hijo. Sin embargo,
este acercamiento conciliador no debilitó la decisión de Federico Guillermo
tras su subida al trono de borrar los últimos restos de la exuberante cultura
política barroca que había creado su padre. Muchas de las grandes medidas
administrativas del reinado de Federico Guillermo —del restablecimiento de
Prusia Oriental a las purgas de la corrupción y la expansión del sistema de
almacenes— deben entenderse como respuesta a los defectos percibidos en el
gobierno de su padre.
La guerra fría entre Federico Guillermo y su hijo adolescente, el futuro
Federico el Grande, sitúan todos esos conflictos anteriores en segundo plano.
Nunca la lucha entre padre e hijo se combatió con tal intensidad emocional y
psicológica. Las raíces del conflicto deben situarse en parte en el
temperamento profundamente autoritario de Federico Guillermo. Este había
sido siempre escrupulosamente respetuoso en el trato con su padre, incluso
cuando se vio forzado por las circunstancias a unirse al partido de la
oposición, pero se mostró completamente incapaz de comprender cualquier
forma de insubordinación de su heredero. A esto se añadía una incapacidad
conceptual y emocional para separar su persona de los logros administrativos
de su reinado, de modo que todo fallo de deferencia parecía poner en peligro
sus logros históricos, y el propio estado. Le parecía que la labor que había
llevado a cabo tan trabajosamente podría derrumbarse si su sucesor «no
compartía sus creencias, su pensamiento, sus simpatías y antipatías,
resumiendo, si no era su propia e idéntica imagen[67]». Se hizo pronto
evidente en la vida de Federico que no podía cumplir planes tan perfectos. No
demostró ser gran cosa en el campo de las aptitudes militares —se caía del
caballo con frecuencia y le aterrorizaban los disparos—. Sus posturas y
comportamiento eran lánguidos, sus cabellos desordenados, dormía hasta
tarde, le gustaba estar solo y muchas veces lo encontraban leyendo novelas en

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las habitaciones de su madre y hermana. Mientras que Federico Guillermo era
una persona franca, incluso brutalmente honesto, ya de muchachito Federico
era sesgado, irónico, como si hubiese aprendido a esconder su verdadera
naturaleza de la hostil mirada de su padre. «Me habría gustado saber lo que
había en su cabecita», comentaba el rey en 1724, cuando Federico tenía doce
años. «Estoy más que seguro de que no piensa lo que pienso yo[68]».
La solución de Federico Guillermo fue aumentar la presión sobre el
príncipe heredero, sometiéndolo a una penosa rutina de tareas diarias —
revistas militares, giras de inspección, reuniones del consejo—, todo ello con
horario minucioso hasta el último minuto. En una carta escrita cuando
Federico tenía catorce años, el embajador imperial, conde Friedrich Heinrich
von Seckendorff, observaba que «el príncipe heredero, pese a sus pocos años,
parece mayor y firme, como si hubiera participado ya en muchas
campañas[69]». Pero como incluso Seckendorff podría decir, estas medidas
probablemente no surtieron el efecto deseado. Por el contrario, simplemente
endurecieron y profundizaron la oposición de Federico. Se convirtió en un
experto en resistirse a la voluntad de su padre por medio de una astuta
cortesía. Cuando el rey le preguntó, en una revista de los regimientos de
Magdeburgo en el verano de 1725, por qué llegaba tarde tan a menudo,
Federico, que había estado durmiendo, respondió que necesitaba tiempo para
rezar después de vestirse. El rey contestó que el príncipe podía decir sus
plegarias matinales mientras se estaba arreglando, a lo que el joven contestó:
«Su Majestad me concederá sin duda que uno no puede rezar adecuadamente
si no está solo, y que uno puede destinar un tiempo específicamente para
rezar. En estos asuntos, uno debe obedecer a Dios antes que a los
hombres[70]».
Cuando tenía dieciséis años (1728), el príncipe llevaba una doble vida.
Por fuera se adecuaba al duro régimen impuesto por su padre y cumplía con
sus deberes, adoptando una actitud fría, impenetrable cuando no se hallaba
entre sus íntimos. En secreto, comenzó a tocar la flauta, a componer versos y
a acumular deudas. Gracias a los buenos oficios de su educador hugonote
Duhan, se hizo con una biblioteca de trabajos en francés, mostrando un gusto
literario filosófico, ilustrado, secular, que era la antípoda diametralmente
opuesta al mundo de su padre. Percibiendo que su hijo se iba alejando de él,
Federico Guillermo se fue mostrando cada vez más violento. Con frecuencia
abofeteaba, pegaba y humillaba al príncipe en público; tras una paliza
particularmente salvaje se dice que gritó al príncipe heredero que él se habría
suicidado si su padre lo hubiese maltratado así[71].

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A finales de los años 1720, la creciente antipatía entre padre e hijo
adquirió una dimensión política. En 1725-1727, Federico Guillermo y su
esposa hanoveriana, Dorothea, se hallaban en plenas negociaciones sobre el
posible doble matrimonio de Federico y de su hermana Wilhelmina con la
princesa inglesa Amalia y con el príncipe de Gales respectivamente.
Temiendo que esta alianza pudiese formar un bloque occidental que
amenazase los intereses de los Habsburgo, la corte imperial presionó sobre
Berlín para que renunciase al doble matrimonio. Una facción imperial,
formada en Berlín, centrada en el embajador imperial Secknedorff y el más
fiel ministro del rey, el general Friedrich Wilhelm von Grumbkow, parece ser
que recibió abundantes sobornos de Viena.
Opuesta a las maquinaciones de esta facción estaba la reina, Sofía
Dorotea, que veía en el doble matrimonio una oportunidad de hacer el interés
de sus hijos y de su propia dinastía, la Casa Welf de Hanóver y Gran Bretaña.
La pasión, limitando con la desesperación, con la que persiguió este proyecto
reflejaba, sin duda, años de frustración acumulada en una corte en la que el
espacio para la acción política de las mujeres se había visto radicalmente
reducido.
A medida que la red de intrigas tejida por la diplomacia inglesa, austríaca,
prusiana y hanoveriana se fue espesando, la corte de Berlín se polarizó
alrededor de ambas facciones. El rey, temiendo la ruptura con Viena, dejó de
apoyar el matrimonio de su hijo y se puso al lado de Grumbkow y
Seckendorff en contra de su propia esposa, mientras que el príncipe heredero
fue arrastrado aún más profundamente hacia los designios de su madre y se
convirtió en un partidario activo del matrimonio inglés. Como era de esperar,
la que prevaleció fue la voluntad del rey y el doble matrimonio fue
abandonado. Había un paralelismo, aquí, con los últimos años del elector
Jorge Guillermo en la década de 1630, cuando el príncipe heredero (y futuro
Gran Elector) se había negado a volver a Berlín por temor a que su padre y el
ministro principal (conde Schwarzenberg) quisiesen casarlo con una princesa
austríaca.
La contienda sobre el «matrimonio inglés» creó el contexto para el intento
de huida de Federico de Brandemburgo-Prusia en agosto de 1730, uno de los
episodios más dramáticos y memorables en la historia de la dinastía. El
príncipe heredero no se sintió motivado por los ultrajes políticos o por
decepciones personales ante la evaporación de su matrimonio con la princesa
Amalia, a la que nunca había visto. Fue, más bien, que las luchas e intrigas de
1729-1730 llevaron a un punto de ebullición sus frustraciones y su

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resentimiento respecto al trato que su padre le dio en años pasados. Federico
planeó su huida durante la primavera y principios de verano de 1730. Su
principal colaborador fue un oficial de veintiséis años, de nombre Hans
Hermann von Katte, del Regimiento de Gendarmes Reales, hombre
inteligente y cultivado, interesado por la pintura y por la música, y que se
había convertido en el amigo más íntimo de Federico —una memoria
contemporánea cuenta que «mantenían una relación» juntos «como un amante
con su querida[72]»—. Fue Katte quien ayudó a Federico a hacer la mayoría
de los preparativos prácticos para la partida. La huida, en sí misma, era
imposible. Federico y Katte estaban intentado poner en práctica su asunto con
tanto descuido que levantó sospechas. El rey alertó al tutor y a los sirvientes
del príncipe y este fue vigilado día y noche. Katte había planeado utilizar un
permiso de su regimiento para huir con el príncipe, pero el permiso había sido
anulado en el último minuto, posiblemente porque el rey se había dado cuenta
de su implicación. Federico, que acompañaba a su padre en un viaje por el sur
de Alemania, optó en el último momento por seguir adelante con el plan, una
decisión cuya temeridad deja patente la premura de su apuro. A altas horas de
la noche, entre el 4 y 5 de agosto, se escabulló de su campamento próximo al
pueblo de Steinsfurt. Un criado que lo había visto salir dio la alarma y fue
capturado sin dificultad. Su padre fue informado a la mañana siguiente.
Federico Guillermo ordenó que le llevasen a la fortaleza de Küstrin, la
plaza fuerte donde el Gran elector había transcurrido su niñez durante los
tristes días de la Guerra de los Treinta Años. Aquí fue confinado en una
mazmorra y obligado a llevar la vestimenta marrón de los convictos: a los
guardianes destinados a su vigilancia se les prohibió que contestaran a
cualquier pregunta del preso y a la escasa luz de una vela de sebo se le dio a
leer su Biblia, luz que se apagaba todas las tardes a las siete[73]. Durante las
indagaciones que siguieron el príncipe fue sometido a una minuciosa
investigación. A Christian Otto Mylius, interventor general, y al funcionario
al que se encomendó la conducción de los procedimientos se les proporcionó
una lista de más de 180 preguntas a plantear al príncipe; en ella se incluían las
siguientes:

179. ¿Qué castigo considera él adecuado a su acción?


180. ¿Qué merece una persona que se deshonra y planea desertar?
183. ¿Considera que todavía merece ser rey?
184. ¿Desea o no que se le perdone la vida?
185. Ya que, al salvar su vida podría perder ipso facto su honor, y, en realidad, ser
descalificado para la sucesión [al trono], ¿se retiraría con el fin de salvar su vida, y renunciaría a
su derecho al trono de tal modo que esto pueda ser confirmado por todo el Sacro Romano
Imperio[74]?

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El tono de arenga, angustioso, obsesivo de estas preguntas y las implícitas
referencias a la pena de muerte dan una clara sensación del estado mental del
rey. Para un hombre obsesionado por el control, la directa insubordinación le
parecía la mayor abominación. No hay razones para dudar de que en varias
ocasiones la ejecución de su hijo debió de parecerle al rey la única manera
posible de actuar. Las respuestas de Federico a su inquisidor fueron
características de él. A la pregunta 184 contestó solamente que se sometía a la
voluntad y merced del rey. A la 185 contestó que «su vida no le era tan
querida, pero que Su Alteza Real no sería seguramente tan duro en el trato
hacia él[75]». Lo notable aquí es el nivel del dominio de sí mismo que el
príncipe mostró en sus hábiles respuestas, pese al terror que debía estar
sintiendo en esos días, cuando su futuro era todavía tan incierto.
En tanto que la suerte de Federico siguió indecisa, el rey desahogó su
rabia contra los amigos y colaboradores del príncipe. Dos de sus más cercanos
compañeros de armas, los alféreces Spaen y Ingersleben, acabaron en la
cárcel. Doris Ritter, la hija, de dieciséis años, de un burgués de Potsdam, con
la que Federico había tenido algún intento de flirteo adolescente, fue azotada
en medio de las calles de Potsdam por el verdugo y recluida en el
reformatorio de Spandau, donde permaneció hasta su liberación en 1733. Pero
fue Hans Hermann von Katte quien se llevó la peor parte de la furia del rey.
Su destino entró en el reino de la leyenda y acabó ocupando un lugar único en
la imaginación histórica de Brandemburgo. El tribunal militar especial
reunido para juzgar a los conspiradores tuvo dificultades para ponerse de
acuerdo sobre una sentencia adecuada para Katte y acabó decidiendo, por un
solo voto, imponerle cadena perpetua. Federico Guillermo dio la vuelta al
veredicto y pidió la pena de muerte. Avanzó sus razones en una orden de
noviembre de 1730. Consideraba que Katte, al planear desertar de un
regimiento real de élite y al ayudar al heredero al trono en un acto de alta
traición, había perpetrado el peor tipo posible de lesa majestad. Por lo tanto
merecía la más cruel forma de ejecución, es decir, desgarrar sus miembros
con hierros candentes y a continuación ahorcarlo. De todos modos, en
consideración a la familia del reo, el rey decidió conmutar la pena por simple
decapitación que debería ejecutarse el 6 de noviembre en la fortaleza de
Küstrin, delante de la celda del príncipe heredero. Parece ser que Katte creyó
que el rey acabaría mostrándose misericordioso. Redactó una carta para
Federico Guillermo reconociendo sus faltas, prometiendo dedicarse el resto
de su vida a servir lealmente, y pidiendo clemencia. La carta no obtuvo
respuesta. El 3 de noviembre un destacamento de guardias, mandados por un

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tal comandante Von Schack, trasladaron al delincuente, en postas de treinta
kilómetros, a Küstrin. Durante el viaje, como recordó von Schack, Katte
expresó el deseo de escribir a su padre (que también servía en el ejército del
rey), «sobre el que había hecho caer tanta miseria». Se le permitió y Katte fue
dejado solo para que empezase a escribir. Pero cuando Schack entró en la
habitación poco después, halló al preso andando arriba y abajo lamentándose
de que «era algo tan difícil y que no podía empezar por la tristeza». Tras
algunas palabras tranquilizadoras del comandante, Katte redactó una carta que
comenzaba con las siguientes palabras:

Me deshago en lágrimas, padre mío, cuando pienso que esta carta os causará la mayor tristeza
que el corazón de un padre puede sentir; pues tus esperanzas por mi bienestar en este mundo y
en tu consuelo en la vejez se desvanecen para siempre, […] que debo caer en la primavera de
mis años, sin haber obtenido los frutos de vuestros esfuerzos[76]…

Katte pasó la noche previa a la ejecución en la fortaleza de Küstrin,


atendido por predicadores y amigos de entre sus colegas oficiales, cantando
himnos y rezando. Su alegre conducta terminó hacia las tres, cuando un
testigo informó que uno podía ver que «se estaba produciendo una dura lucha
en la naturaleza humana». Pero tras dormir unas dos horas se despertó fresco
y fortalecido. A las siete de la mañana del día 6 de noviembre fue conducido
por un destacamento de guardias desde su estancia al lugar de la ejecución,
donde se había dispuesto un pequeño montón de arena. Según el predicador
de la guarnición, Besser, al que se había confiado asistir a Katte en su camino
hacia la ejecución, hubo un intercambio de última hora entre el condenado y
el príncipe, que pudo ser visto observando las maniobras desde el ventanuco
de su celda:

Al final, tras mucho buscar y mirar, logró poner la vista en su amado [compañero], Su Alteza
Real y Príncipe Heredero, en la ventana del castillo, desde la cual se despidió con algunas
palabras corteses y amistosas dichas en francés, sin la más mínima tristeza. [Tras escuchar la
sentencia leída en voz alta y quitarse la chaqueta, la peluca y la corbata] se arrodilló en el
montón de arena y gritó: «¡Jesús, acoge mi espíritu!». Y cuando encomendó su alma de esta
manera en manos de su Padre, la redimida cabeza fue separada del cuerpo con un preciso
mandoble por la mano y espada del ejecutor Coblentz […]. Ya no quedaba nada por ver salvo un
estremecimiento causado por la sangre vertida y la vida en el cuerpo[77].

Al ejecutar a Katte, Federico Guillermo había dado también con un


castigo exquisitamente poderoso para su hijo. Al conocer la inminente suerte
de Katte, Federico pidió al rey que le permitiese renunciar al trono o incluso
el de sustituir con su vida la del hombre condenado. El príncipe fue
condenado a presenciar la ejecución desde el ventanuco de su celda; a sus

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guardianes se les ordenó que sujetasen su cara contra los barrotes para que lo
viese todo. El cuerpo de Katte, con la cabeza separada, que se dejó donde
había caído hasta las dos de la tarde[78].

10. El príncipe heredero Federico saluda a


Katte a través de la ventana de su celda,
grabado de Daniel Chodowiecki.

La muerte de Katte representó un giro en el destino de Federico. La ira de


su padre comenzó a enfriarse y sus preocupaciones se dirigieron hacia los
asuntos relativos a la rehabilitación de su hijo. A lo largo de los meses y años
que siguieron, las limitaciones a la libertad de Federico fueron suprimidas
gradualmente, y se le permitió abandonar la fortaleza y fijar su residencia en
la ciudad de Küstrin, donde asistió a reuniones de la Cámara de Guerras y
Tierras de la ciudad, la oficina de la rama local, por así decir, del Directorio
General. Para Federico empezaba ahora un período de reconciliación pública
con el duro régimen de su padre. Tomó la actitud sumisa de un sincero
penitente, soportó la monotonía de la vida en la guarnición de la ciudad de
Küstrin sin lamentarse y cumplió sus deberes administrativos
concienzudamente, adquiriendo útiles conocimientos en su actividad. Y lo
que es más importante, aceptó con resignación el matrimonio que le propuso
su padre con la princesa Elisabeth Christina de Brunswick-Bevern, sobrina de
la emperatriz Habsburgo. La elección de su novia representó una clara
victoria de los intereses imperiales sobre el partido que había favorecido el
matrimonio inglés.

Página 139
¿Fue este episodio de la vida de Federico el que transformó la
personalidad del príncipe? Este se había desmayado en los brazos de sus
guardianes antes del momento de la decapitación de Katte en Küstrin, y había
permanecido en un estado de terror extremo y angustia mental durante varios
días, en parte porque creyó en un primer momento que su propia ejecución
era inminente. Los acontecimientos de 1730 ¿forjaron una personalidad nueva
y artificial, agria y dura, alejada de los demás, encerrada en la concha de
nautilus de una naturaleza retorcida? O bien, simplemente, ¿profundizaron y
confirmaron una tendencia hacia la ocultación y el disimulo que ya estaba
bien desarrollada en la adolescencia del príncipe? La pregunta, finalmente, no
tiene contestación.
Lo que parece cierto es que la crisis tuvo importantes implicaciones para
el desarrollo de la concepción del príncipe sobre política exterior. Los
austríacos estaban muy comprometidos no solo por ser el cerebro del colapso
del matrimonio inglés, sino también por la gestión de la crisis que estalló tras
el intento de fuga de Federico. Una indicación de lo profundamente
entremezcladas que estaban las políticas de las cortes imperial y de
Brandemburgo durante el reinado de Federico Guillermo I es que el primer
borrador del documento que establecía una «política» para disciplinar y
rehabilitar al errante príncipe fue sometido al rey por el enviado imperial,
conde Seckendorff. La mujer con la que al final Federico hubo de casarse por
la fuerza era efectivamente la candidata de Austria. «Si me veo forzado al
matrimonio con ella», advertía al ministro Friedrich Wilhelm von Grumbkow
en 1732, «será rechazada [elle sera répudiée[79]]». Federico se atendría a esta
decisión tras su subida al trono en 1740, confinando a Elisabeth Christina de
Bruswick-Bevern a una existencia crepuscular, con una vida pública
marginal.
Así, la tutela imperial sobre la corte de Brandemburgo-Prusia era, al
mismo tiempo, una realidad política y personal para Federico. La crisis de
1730 y sus secuelas acrecentaron la desconfianza del príncipe hacia los
austríacos y reforzaron su apego cultural y político hacia Francia, tradicional
enemigo de Viena en Europa occidental. En realidad, fue la creciente
frustración de Federico Guillermo respecto a la política austríaca en los años
1730 (sobre la que volveremos más adelante) la que abrió la puerta a una
plena reconciliación entre padre e hijo[80].

Los límites del Estado

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El historiador prusiano Otto Hintze observaba, en su clásica crónica de la
dinastía de los Hohenzollern, que el reinado de Federico Guillermo marcó «la
perfección del absolutismo[81]». Con ello quería decir que había sido Federico
Guillermo quien había tenido éxito en la neutralización del poder de las élites
provinciales y locales y en la soldadura de las distintas tierras del patrimonio
de los Hohenzollern en el seno de las estructuras centralizadas de un solo
conjunto territorial gobernado desde Berlín. Como hemos visto, hay algo que
decir sobre este punto de vista. Federico Guillermo se esforzó en concentrar el
poder en la administración central. Su meta era la subordinación de la nobleza
por medio del servicio militar, la igualación de las cargas impositivas, la
compra de tierras anteriormente de la nobleza y la imposición de nuevos
cuerpos administrativos provinciales, que respondían ante los funcionarios de
Berlín. Incrementó la capacidad de la administración para intervenir en las
veleidades del mercado de grano.
De todos modos, es importante no atribuir un significado
desproporcionado a estos hechos. El «Estado», tal como era, siguió siendo de
pequeño tamaño. La administración central —incluyendo a los funcionarios
reales de las provincias— se componía de unos pocos cientos de hombres[82].
Todavía era escasa la infraestructura gubernamental, que acababa de emerger.
La comunicación entre el gobierno y muchas comunidades locales seguía
siendo lenta e impredecible. Los documentos oficiales llegaban a su destino a
través de las manos de pastores, sacristanes, posaderos, y escolares, al azar.
Una investigación de 1760 en el Principado de Minden reveló que las
circulares oficiales y otros importantes documentos tardaban diez días en
cubrir los pocos kilómetros que había entre distritos próximos. Las
comunicaciones del gobierno solían enviarse en primer lugar a las tabernas,
donde eran abiertas, se las hacía circular y se leían ante un vaso de coñac, por
lo que llegaban a su último destino «tan sucias de grasa, mantequilla o
alquitrán que daba escalofríos tocarlas[83]». Todavía estaban lejos, en un
futuro, los días en que un ejército de funcionarios postales y otros
funcionarios locales expertos y disciplinados penetrarían en los distritos
provinciales del territorio Hohenzollern.
Una cosa era promulgar un edicto desde Berlín y otra poder hacer que se
cumpliese en las distintas localidades. Un caso instructivo es del Edicto de las
Escuelas de 1717, decreto famoso debido a que con frecuencia se lo ha
considerado la inauguración de un régimen de educación elemental universal
en tierras de los Hohenzollern. El edicto no se publicó en Magdeburgo o
Halberstadt, porque el gobierno acordó deferirlo a las regulaciones escolares

Página 141
existentes en estos territorios. Ni fue plenamente efectivo en los territorios en
los que se publicó. En un «edicto renovado» de 1736, Federico Guillermo I se
lamentaba de que «nuestro benéfico [primer] edicto no ha sido observado», y
una encuesta general de los registros relacionados sugiere que los edictos de
1717 y 1736 pudieron ser completamente desconocidos en muchas partes de
las tierras de los Hohenzollern[84].
El «absolutismo» de Brandemburgo-Prusia resultó no ser una máquina
bien aceitada capaz de permitir poner en marcha a la voluntad del monarca en
cada escalón de la organización social. Tampoco habían desaparecido sin más
en toda esa carpintería los instrumentos de la autoridad local manejados por
las élites locales y provinciales. Un estudio sobre la Prusia Oriental, por
ejemplo, ha mostrado que la nobleza local llevó a cabo una «guerra de
guerrillas» contra la intrusión de la administración central[85]. La Regierung
provincial de Königsberg continuó ejerciendo su autoridad
independientemente en el territorio y permaneció bajo el control de la
aristocracia local. Solo gradualmente el rey acabó teniendo un papel
significativo en la creación de cargos locales clave, tales como las capitanías
de distrito (Amthauptleute). El nepotismo y la venta de cargos —las dos
prácticas que tendían a consolidar la influencia de las élites locales—
continuaron siendo algo corriente[86]. Un estudio de los nombramientos
locales en Prusia Oriental para los años 1713-1723 mostró que de aquellos
puestos cuyo reclutamiento pudo ser reconstruido gracias a los registros, solo
aproximadamente un quinto implicaron intervención por parte del rey; el resto
fue reclutado directamente por la Regierung, aunque la proporción aumentó a
casi un tercio en el decenio siguiente[87].
Tan invasivas eran las estructuras menos visibles e informales de
influencia de la élite en Prusia Oriental que un estudioso ha escrito sobre la
persistencia de una «latente forma de gobierno de los estados[88]». Así, pues,
hay numerosas pruebas que sugieren que el poder de las élites locales sobre
los cargos administrativos claves aumentó, en realidad, en ciertos territorios
en los decenios de mediados del siglo XVIII. La nobleza de Brandemburgo
pudo haber sido excluida en gran medida de tener un papel activo en la
administración central durante el reinado de Federico Guillermo, pero, a largo
plazo, se las apañó para recuperar el terreno perdido consolidando su control
sobre el gobierno local. Continuaron conservando el poder, por ejemplo, para
elegir al Landrat local o al comisario de distrito, puesto de gran importancia
ya que era este quien negociaba los acuerdos de impuestos con las autoridades
centrales y supervisaba la asignación local de las cargas impositivas. Mientras

Página 142
Federico Guillermo I había rechazado con frecuencia al candidato presentado
por la asamblea de distrito de la nobleza, Federico II les concedió el derecho
de presentar listas de los candidatos preferidos, entre los cuales el rey podía
elegir al que él apoyaba[89]. Los intentos de los funcionarios de Berlín para
interferir en las elecciones o para manipular el comportamiento del candidato
apoyado se hicieron cada vez menos frecuentes[90]. Así, el gobierno concedía
una parte de control con el fin de asegurarse la cooperación de los mediadores
locales que gozaban de la confianza y del apoyo de las élites locales.
La concentración de la autoridad provincial llegó a ser, a través de este
proceso de negociación del reparto de poder, duradera precisamente porque
estaba latente, era informal. La persistencia de poder y solidaridad provincial
corporativos ayuda, a su vez, a explicar por qué tras un largo período de
relativa inactividad, la nobleza provincial se hallaba en una posición tan
fuerte como para desafiar y resistir a las iniciativas del gobierno durante la
agitación de la era napoleónica. El núcleo de la burocracia que estaba
surgiendo en las tierras de los Hohenzollern no desplazó ni neutralizó las
estructuras de la autoridad local y provincial. Sino que, más bien, se llegó a
una especie de cohabitación, que enfrentaba y disciplinaba a las instituciones
locales cuando las prerrogativas fiscales y militares del estado estaban en
juego, pero, en otros casos, dejándoles bastante libertad. Esto ayuda a explicar
el hecho curioso y aparentemente paradójico de que lo que se llama a veces el
«surgimiento del absolutismo» en Brandemburgo-Prusia se vio acompañado
por la consolidación de la nobleza tradicional[91]. En el siglo XVIII, así como
en la era del Gran Elector, el absolutismo no fue una lucha nula que opusiera
el centro a la periferia, sino más bien la concentración gradual y
complementaria de diferentes estructuras de poder.

Página 143
5
PROTESTANTES

E l día de Navidad de 1613 Juan Segismundo comulgó según el rito


calvinista en la catedral de Berlín. Se habían suprimido las velas y los
crucifijos que solían adornar el altar en el culto luterano. Nadie se puso de
rodillas ni hizo genuflexiones ante la Eucaristía ni hubo hostias para la
comunión, sino solo un trozo de pan, que fue troceado y repartido entre los
fieles. Para el elector, la ocasión representó la culminación pública de un viaje
privado. Sus dudas respecto al luteranismo se remontaban a sus años de
adolescente, cuando fue influido por los calvinistas renanos que circulaban
por la corte de su padre; se cree que abrazó la fe reformada en 1606, durante
una visita a Heidelberg, capital del Palatinado, central, en los primeros años
del siglo XVII, del calvinismo alemán.
La conversión de Juan Segismundo situó a la casa de los Hohenzollern en
una nueva trayectoria. Reforzó la asociación de la dinastía con el combativo
interés calvinista por las políticas imperiales de comienzos del siglo XVII.
Aumentó el estatus de los funcionarios calvinistas que comenzaban a jugar un
papel influyente en el gobierno central. Con todo, no hay razón para suponer
que los cálculos políticos fuesen decisivos, pues la conversión trajo consigo
más riesgos que beneficios. Colocó al elector en un campo religioso para el
cual no se había tomado ninguna medida en la Paz de Augsburgo. No fue
hasta la Paz de Westfalia de 1648 cuando el derecho de los calvinistas a la
tolerancia en el seno del abigarrado panorama confesional del Sacro Imperio
Romano fue incluido en un tratado vinculante. La conversión del monarca
creó una trinchera confesional entre la dinastía y el pueblo. En la medida en
que existía un sentimiento de «identidad» territorial en Brandemburgo, a fines

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del siglo XVII, aquel estaba ligado íntimamente a la Iglesia luterana, cuyo
clero abarcaba a lo largo y a lo ancho de la Marca. Y no es una coincidencia
que las primeras crónicas históricas de Brandemburgo hayan sido obra de
clérigos parroquiales luteranos. Andreas Engel, un pastor de Strausberg, en
Mittelmark, comenzó sus Anuales Marchiae Brandeburgicae de 1598 con una
larga disquisición sobre la virtud y naturalidad del amor por la propia tierra[1].
Desde 1613 la dinastía cesó de ser beneficiaria de este embrionario
patriotismo territorial. La familia gobernante que había tenido éxito, en los
decenios centrales del siglo XVI, en pastorear a sus súbditos con gran
circunspección a través de la Reforma más gradual, moderada y pacífica de
Europa, ahora se aislaba de golpe del grueso de la población, y esto en un
momento de la historia europea en que las tensiones confesionales podían
hacer estallar revoluciones y derribar tronos.

Monarca calvinista, pueblo luterano

Es bastante curioso que el elector y sus consejeros fuesen incapaces de prever


las dificultades que su conversión podría provocar. Juan Segismundo creía
que su conversión sería la señal para una «segunda Reforma» generalizada —
y ampliamente voluntaria— en Brandemburgo. En febrero de 1614, los
funcionarios y consejeros calvinistas del elector llegaron incluso a elaborar
una propuesta que establecía los pasos a través de los cuales Brandemburgo
podía ser transformado en un territorio calvinista. Las universidades debían
ser dotadas de personal nombrado con el fin de que se convirtiesen en centros
de calvinización del clero y del funcionariado. La liturgia y otros usos
religiosos debían ser purgados de los oficios luteranos por medio de un
proceso progresivo de reformas. Un Consejo de la Iglesia Calvinista
supervisaría y coordinaría todas las medidas de reforma[2]. Un edicto
emanado el mismo mes ordenaba que el clero de la Marca de Brandemburgo,
de ahora en adelante, debería predicar la palabra de Dios «pura e impoluta,
[…] sin distorsión alguna y sin interpretaciones autoconcebidas y fórmulas
doctrinales de ciertos teólogos perezosos, ingeniosos y presuntuosos». La lista
de textos de autoridades que seguía omitía la Confesión de Augsburgo y la
Fórmula de la Concordia, los dos documentos fundacionales del luteranismo
brandemburgués. Los pastores que consideraron que no se podían cumplir
tales requerimientos, declaraba el edicto, tenían libertad para abandonar el
país. El elector y sus consejeros daban por sentado que la inherente y clara

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superioridad de la doctrina calvinista, si se la presentaba de modo convincente
y accesible, sería suficiente para recomendarla a la gran mayoría de los
súbditos.
No podrían haber cometido un error mayor. La intromisión de los
calvinistas en el ámbito de la Iglesia luterana tradicional de Brandemburgo
provocó resistencias en todos los niveles de la sociedad. El más grave de los
tumultos confesionales tuvo lugar en la ciudad residencial de Colín (ciudad
hermana de Berlín al otro lado del río Spree) en abril de 1615. Resultó que el
elector estaba en Königsberg presenciando las gestiones de entrega de la
Prusia Ducal, y Cöll-Berlín se hallaba bajo la autoridad de su hermano
calvinista, margrave Juan Jorge de Brandemburgo-Jägerndorf. Este era el
margrave que inició el descontento cuando ordenó la eliminación de imágenes
«idólatras» y la parafernalia litúrgica de la muy adornada y decorada catedral
de Berlín. El 30 de marzo de 1615, los altares, la fuente bautismal, un gran
crucifijo de madera y numerosos objetos artísticos, incluida una celebrada
secuencia de paneles de la pasión de Cristo, cuyos dibujos básicos eran obra
de Lucas Cranach el Joven, fueron sacados de la catedral. Para echar más leña
al fuego, el predicador de la corte, el calvinista Martin Füssel, aprovechó la
ocasión durante el sermón del Domingo de Ramos en la catedral, unos días
más tarde, dio las gracias a Dios «por limpiar Su casa de culto de la suciedad
de la idolatría papal».
Unas horas después de estas palabras (pronunciadas a las nueve de la
mañana), el diácono de la cercana iglesia de San Pedro estaba lanzando un
furioso contraataque desde el púlpito, en el que acusaba a «los calvinistas de
llamar a nuestro lugar de culto una casa de prostitución […]; suprimen de
nuestras iglesias las pinturas y ahora quieren también arrancar a Jesucristo
Nuestro Señor de nosotros». Tan sensacional fue el efecto de tal oratoria que
una asamblea de más de cien burgueses de Berlín se reunió esa misma tarde
para prometer que «estrangularían a los curas reformados y a todos los demás
calvinistas». Al día siguiente, lunes, estalló una revuelta a gran escala fuera de
la ciudad, durante la cual hubo disparos y una multitud de más de 700
personas asaltaron el centro de la ciudad, saqueando las casas de dos
prominentes predicadores calvinistas, incluido Füssel, que se vio obligado a
huir trepando al tejado de un vecino en ropa interior[3]. En un determinado
momento, el hermano del elector se vio envuelto en una pelea con el gentío y
pudo escapar, sin heridas graves, por estrecho margen. Estalló asimismo una
serie de conflictos semejantes (aunque, en general, menos espectaculares) en
otras ciudades de la Marca. Tan seria era la sensación de estar en una

Página 146
situación de emergencia, que cierto número de consejeros calvinistas de
Berlín pensaron abandonar el territorio. A finales de año, cuando se retiró a
sus posesiones en el campo en Jägerndorf (en Silesia), el margrave Juan Jorge
aconsejó lúgubremente a su hermano el elector que aumentase el número de
sus guardias de corps.
Además de la presión de la calle, Juan Segismundo hubo de hacer frente a
la común resistencia de los estados. Dominados estos por la nobleza luterana
provincial, explotaron su control sobre los impuestos para arrancar
concesiones al muy endeudado elector. En enero de 1615, le informaron de
que la aprobación de nuevos fondos dependería de la concesión de ciertas
garantías religiosas. Debía confirmarse el estatus de la organización de la
Iglesia luterana; los derechos de patronazgo de la iglesia que dejaba el poder
de nombramiento de los clérigos en las manos de las élites locales, debían ser
respetados, y el elector tenía que prometer no usar sus derechos de patronazgo
para nombrar a enseñantes o clérigos que resultasen sospechosos para la masa
luterana. Juan Segismundo respondió con rabiosas bravatas —prefería más
bien derramar la última gota de su propia sangre, declaró, que someterse a tal
chantaje—. Pero se echó para atrás. En edicto de febrero de 1615 concedía
que a los súbditos que tuviesen apego por la doctrina de Lutero y por los
textos principales de la tradición luterana se les permitía continuar así, y que,
de ningún modo, se verían presionados o empujados a abandonarlos. «Pues
Su Alteza Electoral», continuaba el edicto, «en ningún sentido se arroga el
dominio sobre las conciencias, por lo que no quiere imponer ningún
predicador sospechoso o no deseado sobre nadie, ni siquiera en los lugares en
los que goza del derecho de patronazgo[4]». Era una derrota grave. En este
punto, al final, el elector había caído en la cuenta de que la «segunda
Reforma» debía ser pospuesta o incluso diferida indefinidamente.
¿Qué es lo que estaba en juego realmente en esta lucha? Claramente, se
daba una dimensión política y de poder. Incluso antes de 1613, la utilización
por el elector de funcionarios calvinistas «extranjeros» era algo controvertido,
no exactamente sobre una base religiosa, sino también porque contradecía el
«ius indigenatus», por medio del cual los nombramientos de funcionarios
superiores quedaban reservados a las élites nativas. Existía también, como
hemos visto, una resistencia generalizada a aceptar los costes de una política
exterior calvinista. La gente de las ciudades soportaba mal, claramente, a los
funcionarios y al clero calvinista, al considerarlos intrusos en un espacio
urbano cuyos principales monumentos del culto eran asimismo focos de la
identidad urbana. Aunque sería erróneo reducir las querellas calvinistas-

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luteranas a una «política de intereses», en la que denuncias y quejas se ven
como pujas codificadas para obtener ventajas[5]. Pues en ambos bandos
enfrentados existían poderosas emociones. En el seno de las más
comprometidas formas de calvinismo se daba un molesto estremecimiento de
disgusto ante los restos de papismo que sobrevivían en el culto luterano.
Este fue, en parte, un asunto de estética: ante la colorida extravagancia del
interior de una iglesia luterana, con sus cirios y sus imágenes grabadas y
pintadas que brillaban por el reflejo del fuego, los calvinistas oponían el
espacio blanco de una iglesia purificada, inundada de luz natural. Existía,
asimismo, un temor auténtico a que el catolicismo siguiera siendo una fuerza
latente dentro del luteranismo. Un especial foco de preocupación era el rito
luterano de la comunión; el elector Juan Segismundo se oponía a la doctrina
de Lutero de la presencia real en el Pan Eucarístico, calificándolo de «una
enseñanza falsa, disgregadora y muy controvertida». En palabras del teólogo
calvinista Simon Pistoris, autor de un controvertido panfleto publicado en
Berlín en 1613, Lutero «derivaba sus puntos de vista de la oscuridad del
papado, y así heredó los errores y falsas opiniones de la transubstanciación,
de ahí, el pan se transforma en el cuerpo de Cristo». Como consecuencia, la fe
luterana se ha convertido «en un pilar y un sostén del papado[6]». En otras
palabras, la Reforma estaba incompleta. Si no se producía una total ruptura
con la oscuridad del pasado católico, entonces surgía el peligro de una
recatolización. Los calvinistas sentían implícitamente que el ulterior progreso
del tiempo mismo estaba en juego: si los logros confesionales de los últimos
años no se consolidaban y expandían, podrían ser revertidos y borrados de la
historia.
Por su lado, los luteranos estaban motivados por un poderoso apego a sus
ceremonias y parafernalia festiva, visual y litúrgica de su culto. Pero había
una gran ironía histórica en esto. Era el logro de los electores
brandemburgueses del siglo XVI el haber ralentizado y moderado la difusión
de la Reforma en Brandemburgo, con el resultado de que la Reforma luterana
del territorio era una de las más conservadoras del imperio. El luteranismo de
Brandemburgo estaba marcado por la ortodoxia doctrinal y por un poderoso
apego a las ceremonias tradicionales, tendencias que se veían reforzadas por
la administración del Electorado a lo largo de los últimos decenios del
siglo XVI. Un temor generalizado al calvinismo y los estallidos esporádicos de
polémicas anticalvinistas, hacia finales del siglo, contribuyeron a centrar las
lealtades luteranas en los documentos fundacionales de la Iglesia territorial,
tales como la Confesión de Augsburgo de 1530 y la Fórmula de la Concordia

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de 1577, que definían su contenido doctrinal. Podemos pensar, así, que la
propia dinastía haya ayudado a crear una marca de luteranismo solamente
para resistir a la llamada del calvinismo.
El poder de esta resistencia forzó al elector y a sus consejeros calvinistas a
abandonar sus esperanzas de una Segunda Reforma de Brandemburgo. Así,
pues, se contentaron con una «reforma de la corte» (Hofreformation), cuyas
energías religiosas se agotaron en los límites de la élite política[7]. De todos
modos, incluso dentro de la frontera de la sociedad de la corte, la hegemonía
del calvinismo no quedó libre de oposición. La esposa de Juan Segismundo,
la temible Ana de Prusia, sobre cuya línea de descendencia de sangre
dependían las reclamaciones respecto a la Prusia Ducal y a la sucesión de
Jülich, se mantuvo testarudamente luterana y continuó oponiéndose al nuevo
orden. El hecho de que los servicios religiosos luteranos se celebrasen para
ella en la capilla del palacio significó un espaldarazo y un punto de apoyo
para la resistencia popular. Además, Ana mantenía estrechos contactos con la
vecina Sajonia, el principal centro motor de la ortodoxia luterana y la fuente
de interminables polémicas luteranas contra los descreídos calvinistas de
Berlín. En 1619, cuando muere Juan Segismundo, Ana invitó a Berlín a un
importante polemista luterano sajón, Balthasar Meisner, para que le
proporcionase consuelo espiritual. Meisner, cuyos sermones en la capilla del
palacio estaban abiertos al público, aprovechó la oportunidad para atizar las
pasiones contra los calvinistas. El ambiente, en Berlín, se hizo tan tenso que
el virrey de Brandemburgo envió una queja oficial a Ana, e insistió en que iba
a dejar el país. Pero Meisner continuó con su actividad (como él mismo dijo)
para «dispersar a las langostas calvinistas». En un gesto simbólico señalado,
Ana enterró el cadáver de su marido al estilo luterano, con el crucifijo en una
mano, detalle que previsiblemente confirió credibilidad al rumor de que el
elector había repudiado el calvinismo y había llevado a cabo, en su lecho de
muerte, su reconversión al luteranismo[8]. Solo tras la muerte de Ana en 1625
la familia del elector alcanzó alguna armonía confesional. Nacido en 1620,
Federico Guillermo (el futuro Gran Elector) se convirtió en el primer príncipe
Hohenzollern que creció en una familia nuclear enteramente calvinista.
Llevó largo tiempo borrar la emoción del enfrentamiento luterano-
calvinista. Los niveles de tensión fluctuaron con los altibajos de la polémica
confesional. En los años 1614-1617 la controversia sobre la conversión de
Juan Segismundo dio lugar a no menos de 200 libros y panfletos que
circulaban en Berlín, y la difusión de folletos luteranos que condenaban a los
calvinistas siguió siendo un problema durante todo el siglo[9]. Hubieron de

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tomarse precauciones para garantizar que las ceremonias dinásticas se
diseñasen para que se atuviesen a las expectativas de ambas fes. En cuanto a
las ceremonias y al simbolismo públicos, Brandemburgo-Prusia evolucionó
hacia un estado biconfesional.
El nuevo punto de vista del elector sobre estos asuntos era equívoco. Por
un lado, aseguró repetidamente a sus súbditos luteranos que él no tenía
intención ninguna de forzar la conciencia de ningún súbdito[10]. Por el otro,
parece ser que acarició la esperanza de que ambos campos habrían dejado a
un lado sus diferencias una vez que hubiesen desarrollado una comprensión
más completa y verdadera sobre las posturas de cada uno (con esto quería
significar en realidad: que los luteranos pudiesen ser llevados a una
comprensión más completa de la postura calvinista). Federico Guillermo
esperaba que una conferencia biconfesional facilitaría «una discusión
amistosa y pacífica». Los luteranos se mostraban escépticos. Pensaban que las
discusiones de este tipo abrían la puerta a un sincretismo sin dios. «La guerra
y el conflicto espiritual», observaba compungidamente el clero luterano de
Königsberg en una carta conjunta de abril de 1642, «son preferibles a la unión
de la verdadera doctrina con el error y la incredulidad[11]». Como era de
esperarse celebró realmente una conferencia de teólogos luteranos y
calvinistas en el palacio del elector en 1663, pero no hizo más que agudizar
las diferencias entre ambos campos y condujo a una nueva oleada de
denuncias mutuas.
A lo largo del todo el reinado, y especialmente desde los primeros años
1660, la administración del Electorado trató de mantener la paz prohibiendo
las polémicas teológicas. Bajo un «edicto de tolerancia» promulgado en
septiembre de 1664, se ordenó a los clérigos calvinistas y luteranos que se
abstuviesen de sus desprecios mutuos; a todos los predicadores se les exigió
que se pusiesen en sintonía con la aceptación de esta orden con su firma en
una circular previa y que devolviesen su respuesta. En Berlín, a dos
predicadores que se negaron a hacerlo les fueron suprimidos sumariamente
sus beneficios eclesiásticos; por el contrario, un predicador que lo aceptó se
halló con tal rencor por parte de sus parroquianos que a sus sermones no
asistió nadie hasta su muerte, poco después. Entre aquellos que fueron
suspendidos por negarse a firmar se encontraba Paul Gerhardt, el más grande
de los compositores de himnos luteranos[12]. El incidente aislado más
espectacular fue la detención y encarcelamiento de David Gigas, un
predicador luterano de la iglesia de S. Nikolai, en Berlín. En un primer
momento, Gigas firmó y devolvió el cuestionario del gobierno. Pero ante un

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amotinamiento de sus parroquianos renegó de su aceptación y dio un
conmovedor sermón el Día de Año Nuevo de 1667, en el que avisaba de que
la coerción religiosa provocaba rebeliones y desgraciadas guerras. Gigas fue
detenido y expedido a la fortaleza de Spandau[13].
Si la división confesional siguió siendo un asunto permanente en tierras de
los Hohenzollern, esto se debió, en parte, a que quedó mezclado con las
luchas políticas entre la administración central y los detentadores del poder
provincial. En esta batalla contra los atrincherados privilegios locales, el
soberano se halló cara a cara con las élites luteranas, celosas de sus derechos
y hostiles a la cultura confesional, que no les era familiar, del gobierno
central. En estas condiciones, el luteranismo, sustentado institucionalmente
por la red del patronazgo de las iglesias locales, se convirtió en la ideología de
la autonomía provincial y de la resistencia al poder central. Por su lado, el
elector nunca dejó de reforzar la posición de la minoría calvinista de los
territorios Hohenzollern —la gran mayoría de los aproximadamente 18 000
inmigrantes protestantes que entró en las tierras de los Hohenzollern desde
Francia, el Palatinado y los cantones suizos eran adeptos de la fe reformada
—. Su presencia contribuyó a difundir la influencia de la religión del elector
más allá de los estrechos límites de la corte, pero provocó también protestas y
quejas de las élites luteranas. El conflicto entre centro y periferia que solemos
asociar a la «edad del absolutismo» adquirió así un sabor confesional
distintivo en Brandemburgo-Prusia.
Se ha observado con frecuencia que la situación minoritaria de la dinastía
y de sus agentes calvinistas forzaron a las autoridades del Electorado a
adoptar una política de tolerancia en los asuntos religiosos. Por lo que la
tolerancia fue construida «objetivamente» como un elemento de la práctica de
gobierno[14]. Y fue impuesta también como principio de gobernanza, allí
donde fue posible, a las autoridades provinciales. En 1668, por ejemplo, cinco
años después de que los estados de la Prusia Ducal hubieran aceptado
formalmente su soberanía en el territorio, Federico Guillermo acabó, por fin,
teniendo éxito en su intento de obligar a las tres ciudades de Königsberg a que
permitieran a los calvinistas que pudieran adquirir propiedades y convertirse
en ciudadanos[15]. Esto era tolerancia en un sentido muy estrecho,
naturalmente. Y era más un asunto de contingencia histórica y política
práctica que de principio. Ya que todo esto no tenía nada que ver con la
noción de los derechos de las minorías en el sentido que le damos hoy, no era
necesariamente transferible a otras minorías. Federico Guillermo se oponía,
por ejemplo, a tolerar a los católicos en los territorios nucleares de

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Brandemburgo y de Pomerania Oriental, pero lo aceptó en la Prusia Ducal y
en los territorios de los Hohenzollern de Renania, donde los católicos gozaban
de la protección de tratados históricos. El famoso Edicto de Potsdam (1685),
por el que Federico Guillermo abrió de par en par las puertas de sus tierras a
los refugiados hugonotes (calvinistas) que huían de Francia, representó un
golpe contra la persecución y a favor de la tolerancia. Pero el mismo edicto
incluía también un artículo que prohibía a los católicos de Brandemburgo
asistir a la misa en las capillas de las casas de los embajadores de Francia y
del imperio. En 1641, cuando el margrave Ernesto, virrey de Brandemburgo,
propuso a Federico Guillermo que considerase la readmisión de los judíos
(expulsados del Electorado en 1571) como medio de aliviar las tensiones
financieras derivadas de la guerra, este replicó que era mejor dejar el asunto
—sus antepasados habían tenido «buenas e importantes razones para extirpar
a los judíos del Electorado[16]»—.
Aun así, había señales de que la peculiar geografía confesional de estas
tierras empujaba gradualmente al elector a un compromiso de principio con la
tolerancia. Repetidamente renunció a toda intención de obligar a las
conciencias de sus súbditos, y conminó a su sucesor, en el Testamento
Político de 1667, a amar por igual a todos sus súbditos, sin tener en cuenta su
religión. Apoyó la admisión en la Prusia Ducal de los protestantes no-
conformistas cismáticos que huían de las persecuciones en la vecina Polonia
católica, y estaba dispuesto a tolerar la práctica privada de su religión. E
incluso, en los últimos años, impulsó la inmigración de judíos. Había una
pequeña comunidad judía en los territorios de Cleves y Mark, pero a los
judíos se les prohibió establecerse en Brandemburgo o en Prusia. En 1671,
cuando el emperador Leopoldo expulsó a los judíos de la mayor parte de las
tierras de los Habsburgo, Federico Guillermo ofreció a las cincuenta familias
más ricas un domicilio en Brandemburgo. Y en los años siguientes, los apoyó
en contra de las amargas quejas de los estados y de otros intereses locales.
Esta política, naturalmente, estaba motivada por el cálculo económico,
pero la justificación del elector revela una llamativa falta de prejuicios. «Es
conocido que el fraude en el comercio se da entre los cristianos tanto como
entre los judíos y con mayor impunidad», le dijo a un grupo de delegados del
distrito de Havelland que había pedido que los judíos fuesen expulsados[17].
En 1669, cuando una muchedumbre cristiana destruyó la sinagoga de
Halberstadt, amonestó a los estados locales y ordenó a sus funcionarios que
pagasen su reconstrucción[18]. Es difícil saber con precisión por qué el elector
adoptó este punto de vista tan atípico, pero es plausible suponer que la

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explicación se remonte a su educación en la República Holandesa, sede de
una floreciente y respetada comunidad judía. Una carta cuyo borrador había
entregado a su secretario en 1686 sugiere también que podía haber conectado,
en su mente, el imperativo de tolerancia con el recuerdo de los sufrimientos
de la Guerra de los Treinta Años. «Las diferencias entre las comunidades
religiosas producen, sin duda, violentos odios», escribió. «Pero es más
antigua y más santa la ley de la naturaleza, que obliga a los hombres a
apoyarse, a tolerarse y a ayudarse unos a otros[19]».

La tercera vía: el pietismo en Brandemburgo-Prusia

El 21 de marzo de 1691, Philip Kakob Spener, capellán jefe luterano de la


corte sajona de Dresde, asumió un cargo eclesiástico superior en Berlín. Era
un nombramiento provocador, por no decir algo peor: Spener ya era bien
conocido como una de las figuras principales de un muy controvertido
movimiento de reforma religiosa. En 1675 había gozado de una fama
momentánea por la publicación de un breve panfleto titulado Pías esperanzas
que criticaba varios defectos en la vida religiosa luterana contemporánea. La
institución eclesiástica ortodoxa, afirmaba, está tan absorbida por la defensa
de la corrección doctrinal que está olvidando las necesidades pastorales de los
cristianos corrientes. La vida religiosa de la parroquia luterana se ha secado y
echado a perder. En un alemán expresivo y accesible, Spener proponía varios
remedios. Los cristianos debían intentar revitalizar la vida espiritual de sus
comunidades creando grupos de discusiones pías —Spener los llamó
«colegios de piedad» (collegia pietatis). La intensidad espiritual de tales
círculos íntimos, sugería, transformaría a los creyentes nominales en
cristianos renacidos con un fuerte sentido de la acción de Dios en sus vidas.
La idea resultó enormemente atractiva y los colegios de piedad comenzaron a
aparecer en las parroquias de los estados luteranos. Las instituciones luteranas
respondieron con alarma por lo que consideraban una campaña subversiva
para diluir la autoridad espiritual de la cura de almas establecida.
Hacia 1690 las reformas de Spener —calificadas de «pietistas» por sus
detractores— estaban siendo atacadas por las autoridades ortodoxas en las
universidades luteranas. August Hermann Francke, un estudiante graduado en
teología en la Universidad de Leipzig y seguidor de Spener, provocó gran
agitación en 1689, cuando impulsó la formación de colegios de piedad bajo
supervisión estudiantil, y denunció el plan de estudios teológico luterano

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tradicional, llevando a algunos estudiantes a quemar sus libros de texto y sus
apuntes de clase[20]. Enseguida las autoridades académicas se vieron
enfrentadas a un formidable movimiento estudiantil, y el gobierno sajón
intervino en marzo de 1690 para prohibir todos los «conventículos» (término
ampliamente utilizado por los contemporáneos para las reuniones religiosas
no oficiales), estipulando que los estudiantes «pietistas» —fue durante este
conflicto cuando el término se hizo de uso general— serían excluidos de la
admisión a cargos clericales. El propio Francke fue expulsado de la
universidad y con posterioridad asumió un cargo eclesiástico menor en Erfurt.
Allí donde aparecían grupos claramente pietistas se produjeron agudos
conflictos —a veces violentos— con los luteranos[21].
El pietismo fue controvertido debido a que representaba una contracultura
crítica en el seno del luteranismo alemán. Era uno, en esa gran paleta de los
movimientos religiosos europeos del siglo XVII, que desafió a la autoridad de
la institución eclesiástica con su llamamiento a un más intensa, comprometida
y práctica forma de observancia cristiana de lo que era habitual en las
estructuras eclesiásticas formales. El pietismo estaba próximo a vivir el pleno
«sacerdocio de todos los creyentes» de Lutero; a los pietistas les gustaba la
experiencia de fe; desarrollaron un refinado vocabulario para describir los
estados psíquicos extremos que acompañaban la transición de una creencia
meramente nominal a otra sentida con el corazón en la redención a través de
la reconciliación con Dios. Quizá por estar vehiculado por tan explosivas
emociones, el pietismo era también dinámico e inestable. Una vez que los
elementos del movimiento comenzaron a distanciarse de las iglesias luteranas
establecidas, fue difícil detener el proceso de desintegración. En muchos
lugares, los recién formados conventículos acabaron fuera de control, cayendo
bajo la influencia de radicales que terminaron por separarse totalmente de las
iglesias establecidas[22]. El propio Spener nunca pretendió que los
conventículos funcionasen como vehículos de separatismo[23]. Este era un
devoto luterano que respetaba las estructuras institucionales de la iglesia
oficial; insistía en que las reuniones religiosas se celebrasen bajo supervisión
de los sacerdotes y que se disolviesen de buena gana cuando incurriesen en la
desaprobación de las autoridades eclesiásticas[24].
El movimiento desarrolló un impulso propio. En Dresde, donde Spener
había ocupado la posición de capellán superior de la corte desde 1686, la
escalada del conflicto con los luteranos ortodoxos —exacerbada por la severa
violencia del reformador contra la laxitud moral de la corte sajona— amargó
las relaciones con su empleador, el elector Juan Jorge. En marzo de 1691 el

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elector, cuya moral sexual personal resultaba un tanto relajada, perdió la
paciencia y pidió a sus consejeros privados que «Spener abandonara su cargo
sin más, ya que no queremos ver ni oír más a este hombre[25]». Al año
siguiente, la facultad teológica luterana de la Universidad de Wittenberg
confirmó oficialmente la heterodoxia de Spener, identificando nada menos
que 284 «errores» doctrinales en sus escritos[26].
Pero la ayuda estaba cerca. Inmediatamente después de que Spener ya no
fuera bien recibido en Dresde, Federico III de Brandemburgo le ofreció un
alto cargo eclesiástico y pastoral en Berlín. Federico le permitió asimismo
contratar a numerosos activistas pietistas perseguidos para puestos clericales y
académicos en Brandemburgo-Prusia. Uno de estos fue Augustus Hermann
Francke que, habiendo dejado Leipzig, había sido obligado, solo un año más
tarde, a dejar su puesto de diácono en Erfürt. En 1692 Francke fue nombrado
para un vicariato en Glaucha, una ciudad satélite de Halle, y profesor de
lenguas orientales en la nueva Universidad de Halle. El teólogo Joachim
Justus Breithaupt, que había perdido el favor en Erfurt por defender a Francke
contra los ortodoxos, se convirtió en el primer profesor de teología de la
Universidad en 1691. Otro veterano de las disputas de Leipzig, Paul Anton,
fue nombrado también profesor. Al mismo tiempo, Spener reunió e instruyó a
una nueva generación de dirigentes pietistas en un colegio de piedad que se
reunía dos veces a la semana en Berlín[27]. El patrocinio estatal deliberado del
movimiento se diferenciaba de las políticas adoptadas en la mayoría de los
demás territorios, y representó un importante punto de partida, tanto en la
historia del movimiento pietista como en la historia cultural del estado de
Brandemburgo-Prusia.
La razón para la cooptación brandemburguesa del pietismo reposa en el
peculiar apuro confesional de la casa gobernante calvinista. Los repetidos
intentos de apagar las polémicas luteranas habían fallado estrepitosamente la
perspectiva de una unión voluntaria de ambas confesiones seguía siendo algo
tan remoto como nunca lo había sido. Las condenas públicas de Spener de las
peleas interconfesionales eran, por ello, música para los oídos del elector y de
su familia. La cuarta de las seis propuestas de las Pías Esperanzas era que las
polémicas teológicas debían ser aminoradas: era «el santo amor de Dios»,
más que las disputas, argüía Spener, lo que anclaba la verdad en cada
individuo; y el intercambio con aquellos cuyas creencias eran diferentes de las
propias debía realizarse, por ello, con un espíritu pastoral, no polémico[28]. A
través de los escritos pastorales y teológicos de Spener los asuntos
dogmáticos fueron puestos al margen en beneficio de una predominante

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preocupación por la dimensión práctica, experimental de la fe y la
observancia. A los cristianos se les urgía a practicar «el sacerdocio espiritual»
en sus propias vidas, tendiendo activamente al bienestar de su prójimo,
observando, edificando y «convirtiéndolos[29]». «Si despertamos en nuestros
cristianos un ardiente amor, de unos por otros en primer lugar, y luego por
toda la humanidad […] entonces habremos conseguido virtualmente todo lo
que deseamos[30]».
Spener fue siempre respetuoso con las iglesias protestantes establecidas y
por sus tradiciones litúrgicas y doctrinales, y nunca fue partidario de los
proyectos unionistas[31]. Con todo, era posible ver en sus escritos —como en
la cultura devocional individualizada y guiada por la experiencia del
movimiento pietista en conjunto— un esbozo de una cristiandad
confesionalmente imparcial que transcendería los límites entre el
protestantismo calvinista y luterano. Al disminuir el significado del dogma y
de los sacramentos, y enfatizando la indivisibilidad de la verdadera iglesia
apostólica, el pietismo prometía consolidar las «bases internas» para las
reclamaciones de la monarquía prusiana del episcopado supremo sobre las
dos confesiones protestantes[32].
Había asimismo buenas razones para que el elector hubiese optado por
Halle como lugar en el que dotar al movimiento pietista de un punto fuerte en
las provincias. Halle era una de las mayores ciudades del ducado de
Magdeburgo. Brandemburgo había adquirido los derechos de herencia de
Magdeburgo como parte del acuerdo de paz de 1648, pero el territorio cambió
de manos solo en 1680. Magdeburgo era un bastión de la ortodoxia luterana,
en la que el Estado luterano había gobernado tradicionalmente sin
impedimentos por parte del soberano nominal, el arzobispo de Magdeburgo.
Hasta 1680, a los calvinistas se les prohibió adquirir tierras en el ducado, y
carecían de derechos civiles. La toma de posesión fue seguida por un período
de tensa confrontación entre el gobierno de Berlín y los estados locales. En
contra de los deseos de los luteranos, se instaló a un canciller calvinista como
administrador del ducado.
En un contexto semejante, el significado del apoyo del estado al
movimiento pietista quedó de manifiesto. Los pietistas debían funcionar como
una especie de quinta columna, cuya tarea era apoyar la integración cultural
de una provincia ultraluterana. A lo largo de los años 1690, el gobierno del
Electorado intervino para proteger a los pietistas contra los ataques y
obstrucciones por parte de los luteranos locales —autoridades municipales,
gremios, y terratenientes locales[33]— La piedra angular de la política cultural

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del gobierno en la región fue la fundación de la Universidad de Halle en 1691,
como universidad principal de las tierras de los Hohenzollern. Con pietistas y
distinguidos pensadores seculares en puestos administrativos y académicos
clave, la Universidad de Halle suavizaría el combativo luteranismo de las
provincias. Como instituto preparatorio de futuros pastores y funcionarios de
la iglesia, ofrecería una apropiada alternativa a las combativas y
anticalvinistas facultades teológicas de la vecina Sajonia, donde muchos de
los pastores luteranos de Brandemburgo habían estudiado hasta este
momento.
Los pietistas se involucraron en los servicios sociales. Hacía mucho
tiempo que Spener pensaba que la pobreza y sus males derivados, pereza,
mendicidad y delitos, podían y debían ser eliminados de la sociedad cristiana
por medio de juiciosas reformas, que incluían la participación forzada o
voluntaria de los indigentes en programas de trabajo[34]. A este respecto, al
igual que en su visión confesional conciliadora, coincidía con las aspiraciones
y políticas del estado brandemburgués. A petición del elector, Spener entregó
un memorándum en el que recomendaba la supresión y vigilancia policial de
la mendicidad de Berlín, y la centralización de las medidas caritativas para las
personas que exigían cuidados temporales o permanentes. Los fondos
necesarios, estimaba, podían obtenerse a través de una combinación de los
cepillos de los pobres de las iglesias, donaciones y subsidios estatales. La
consecuencia fue la prohibición general de la mendicidad, la creación de una
Comisión de Pobreza permanente y la institución en Berlín del Hospital
Federico para Enfermos, Ancianos y Huérfanos (1702)[35].
También en Halle los pietistas combatieron la pobreza y la indigencia.
Alrededor de la carismática figura de August Hermann Francke se produjo un
extraordinario florecimiento de voluntarismo. En 1695, Francke abrió una
escuela para pobres financiada con donaciones pías. Fue tal el nivel de
generosidad pública que pronto pudo ampliar la escuela para convertirla en un
«orfanato» que ofrecía alojamiento y manutención y también educación
elemental gratuita. La rutina diaria de esta institución se estructuró alrededor
de tareas prácticas y útiles, y los «huérfanos» (muchos de los cuales eran, en
realidad, hijos de familias pobres locales) eran conducidos regularmente a
visitar los talleres de los artesanos, para que se hiciesen una idea clara de su
futuro profesional. En los primeros años Francke experimentó planes de
financiación de orfanatos por medio de la venta de objetos producidos
utilizando fuerza de trabajo infantil, pero más tarde, incluso esta idea fue
abandonada por impracticable; aun así, el buen trabajo manual artesano

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continuó siendo un componente fundamental del programa pedagógico del
orfanato[36]. Fue sobre todo esta llamativa combinación de educación,
socialización por el trabajo y medidas caritativas la que despertó el interés y
la admiración de los contemporáneos en Brandemburgo-Prusia y en otros
lugares.
Con los ingresos producidos por la nueva escuela, Francke construyó el
grande y elegante edificio de piedra que aún hoy domina la Franckeplatz, en
el centro de Halle. Se fundaron otras escuelas gratuitas para alojar a los hijos
de familias de ambientes sociales y ocupacionales específicos, por medio de
un sistema de becas y «mesas gratuitas» para proteger a los estudiantes menos
pudientes contra el impacto de las fluctuaciones económicas[37]. El
Pedagogium, fundado en 1695, especializado en la educación de los hijos
cuyos padres —muchos de los cuales eran de noble extracción— pudiesen
hacer frente a la educación y a los cuidados más costosos. Uno de estos
alumnos fue Hans Hermann von Katte, el amigo íntimo del príncipe heredero
Federico que luego sería decapitado por su papel en el intento del príncipe de
fugarse de Brandemburgo. La «Escuela Latina», fundada dos años más tarde,
ofrecía instrucción en «los fundamentos del saber» (fundamentis studiorum);
el programa incluía latín, griego, hebreo, historia, geografía, geometría,
música y botánica, todo ello impartido por enseñantes especialistas, una
novedad significativa respecto a la práctica educativa de la época. Entre sus
distinguidos alumnos se hallaba el editor berlinés Friedrich Nicolai, una de las
luminarias de la ilustración prusiana.
Los pietistas de Halle comprendieron la importancia de la publicidad.
Francke apoyó a sus empresas con océanos de propaganda impresa en la que
el sermoneo evangélico se mezclaba sin costuras con los llamamientos a la
generosidad de los lectores. La publicación más ampliamente conocida e
influyente que difundía las noticias de las iniciativas pietistas en Halle, era
Pasos del todavía viviente y reinante, benevolente y verdadero DIOS / para
vergüenza del descreimiento y el reforzamiento de la fe, publicado a partir de
1701 con numerosas nuevas ediciones y reimpresiones[38]. Con su exaltada
retórica y su aire de inconmovible confianza en sí mismas, tales
publicaciones, distribuidas a través de una red de simpatizantes pietistas
extendidos por toda Europa, canalizaban el sentido de la imponente ambición
de los institutos de Halle. Las publicaciones incluían informes sobre las
buenas obras y la expansión de las fundaciones de la ciudad, con noticias del
flujo de donaciones y material reciclado de la correspondencia. Despertaban
un sentido de inmediatez y compromiso entre aquellos que apoyaban la labor

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de las fundaciones de Halle. Y también, anticipaban en varios aspectos las
campañas de recaudación de fondos de nuestros días. Creaban, además, un
sentido de pertenencia que, al final, era parcialmente independiente del lugar.
Las redes luteranas eran muy tupidas en ciertas localidades específicas; y las
impulsaba un sentido de intimidad con un particular escenario. Por el
contrario, los pietistas crearon una red epistolar descentralizada de agentes,
ayudantes y amigos que podía ser extendida indefinidamente a través de
Europa central hasta Rusia, y cruzando el Atlántico hasta las colonias
norteamericanas, donde los pietistas de Halle contribuyeron en gran medida a
la evolución del protestantismo del Nuevo Mundo[39].
La intención de Francke era que en última instancia todo el complejo de
Halle pudiese ser autónomo y económicamente autosuficiente; sería una
«Ciudad de Dios», un emblema microcósmico de la capacidad de la labor
bien hecha para conseguir una transformación total de la sociedad[40]. Con el
fin de alcanzar un nivel de autosuficiencia en la práctica, Francke impulsó
operaciones económicas en el orfanato; las más importantes, financieramente,
fueron la casa editora y la farmacia. En 1699 el orfanato comenzó a vender
sus libros (impresos en su propia imprenta) en la feria de otoño de Leipzig. En
1702 se abrió en Berlín una tienda sucursal del orfanato, seguida de
sucursales en Leipzig y Fráncfort del Meno. Al trabajar junto al personal de la
facultad de la Universidad de Halle, la imprenta del orfanato garantizó un
flujo ininterrumpido de manuscritos de fácil venta, incluyendo trabajos de
interés religioso y tratados seculares de gran calidad. El catálogo de la casa de
1717 incluía 200 títulos debidos a setenta autores. Entre 1717 y 1723, el
orfanato imprimió y vendió no menos de 35 000 folletos que contenían
sermones de Francke.
Aún más lucrativa fue la venta por correo de productos farmacéuticos
(desde 1702) para lo cual el orfanato utilizó un sofisticado sistema de agentes
que se difundieron por la Europa central y del este. Solo con el crecimiento de
sus negocios, se hizo evidente el valor comercial de las extensas redes del
pietismo. Con sus ganancias anuales de 15 000 táleros en los años 1720, la
Medikamentenexpedition iba a convertirse en el contribuyente individual más
importante de los cofres del orfanato. Otros ingresos provenían de la
elaboración de cerveza, de periódicos y de operaciones comerciales dirigidas
desde el complejo de Halle. En 1710 el edificio originario del orfanato se
había convertido en la pieza principal de un gran recinto autónomo formado
por establecimientos comerciales y pedagógicos que se ampliaban hacia el
sur, en tierras vacías lejos del centro de la ciudad.

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11. El complejo del orfanato de Halle, retrato de su fundador, August Hermann Francke, mantenido en
el aire por un águila prusiana, con la asistencia de querubines.

Éxitos a esta escala habrían sido impensables sin el apoyo concertado del
gobierno de Berlín y de sus servidores en las provincias[41]. Francke tenía
plena conciencia de la dependencia del movimiento del patronazgo de sus
poderosos amigos, y fue tan asiduo como Spener en cultivar los contactos con
la corte y el gobierno, tarea para la cual empleó todo su carisma e intensa
sinceridad que había agitado a sus audiencias estudiantiles en la Universidad
de Leipzig. Tras una reunión con Francke en 1711 Federico otorgó al orfanato
un privilegio que lo situó directamente bajo la autoridad de la nueva corona
prusiana. A este siguieron otros privilegios, garantizando ingresos de una
variedad de fuentes oficiales.
La subida al trono de Federico Guillermo I, con quien Francke había
tenido trato cuando era príncipe heredero, inauguró una era de aún mayor
cooperación. El nuevo monarca tenía una personalidad inquieta, impulsiva e
inestable, era propenso a brotes de extrema melancolía y angustia mental. A
la edad de veinte años, tras la muerte de su primer hijo, había tenido una
«conversión» que introdujo una intensa dimensión personal en su fe. Aquí se
daba una afinidad con Francke, cuyo dinamismo se derivaba, en parte, de un
sentimiento de la fragilidad existencial de la fe y por un deseo de huir de la
desesperación y del temor de lo que no tenía sentido que lo había atormentado
antes de su «conversión». En ambos hombres el conflicto interior se

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vehiculaba hacia fuera con un «constante trabajo y un sacrificio sin límites»,
características que quedaban reflejadas en la extraordinaria energía
colonizadora del pietismo de Halle y en el infatigable celo del «rey
soldado[42]».
La colaboración entre la monarquía y el movimiento pietista se intensificó
rápidamente[43]. El establecimiento de fundamentos educativos tipo Halle
continuó. Federico Guillermo I empleó a los pietistas con experiencia en
Halle para que dirigieran el nuevo orfanato militar de Potsdam y la nueva
Escuela de Cadetes de Berlín. En 1717, cuando el rey promulgó las leyes de
enseñanza obligatoria en Brandemburgo-Prusia, se planeó la construcción de
2000 escuelas (pero no todas se construyeron en realidad) según el modelo de
Halle[44]. A finales de los años 1720, se convirtió en un prerrequisito para el
servicio estatal de Brandemburgo-Prusia una instrucción de al menos dos
semestres en la Universidad de Halle, dominada por los pietistas (cuatro
semestres de 1729 en adelante)[45]. Los nombramientos de pietistas para la
Universidad de Königsberg crearon una base de poder paralela en Prusia
Oriental; aquí, como en Halle, la red de patronazgo pietistas garantizó que los
estudiantes de la misma opinión pudiesen alcanzar cargos parroquiales y
eclesiásticos[46]. Desde 1730, la preparación, no solo de funcionarios civiles y
clérigos sino también de la mayor parte del cuerpo de oficiales prusiano, se
dio en escuelas basadas en el modelo de Halle y dirigidas por pietistas[47].
Los capellanes militares fueron los más importantes propagadores de los
valores pietistas entre los militares prusianos[48]. En 1718 el elector Federico
Guillermo separó la administración del clero militar de la de iglesia civil,
controlada según la ortodoxia, y nombró director a un graduado de Halle,
Lampertus Gedike. Gedike adquirió nuevo poder sobre los nombramientos y
la supervisión de los capellanes del ejército, y lo usó enérgicamente a favor de
los candidatos de Halle. De todos los capellanes del ejército nombrados para
cargos en la Prusia Ducal entre 1714 y 1736, por ejemplo, más de la mitad
eran exestudiantes de teología de Halle[49]. La educación de los cadetes,
huérfanos de guerra destinados al servicio en el ejército, y los hijos de los
soldados en activo fue cayendo cada vez más en manos de los pietistas.
¿Cuáles fueron los efectos a largo plazo de estos logros impresionantes?
No es fácil aislar el impacto de los pietistas en la estructura educativa y
pastoral de los efectos de otros cambios en la organización y administración
de los militares bajo Federico Guillermo I (tales como un mejor
adiestramiento o la adopción del sistema cantonal de reclutamiento). No todos
los capellanes militares consiguieron destacar en el rudo mundo del ejército

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prusiano. Un capellán fue perseguido por sus oficiales porque había predicado
contra el baile y por empolvarse el cabello; a otro lo echaron por tierra las
burlas y los insultos de su regimiento. Los capellanes militares no se
reclutaban según el sistema de cantones, y a veces les era difícil ganarse el
respeto de los soldados, que los consideraban «extranjeros» porque provenían
de una provincia diferente[50]. De todos modos, parece no haber grandes
dudas respecto a que los ideales y actitudes propagadas por el movimiento
contribuyeron a dar forma al carácter del ejército prusiano. Por lo menos es
plausible que la relativamente baja proporción de deserciones —según los
estándares de la Europa occidental— entre los soldados corrientes prusianos
durante las tres guerras de Silesia de 1740-1742, 1744-1745 y 1756-1763
refleja la elevada disciplina y moral instiladas en generaciones de reclutas por
los capellanes e instructores pietistas[51].
En el cuerpo de oficiales, en el que el movimiento pietista tenía cierto
número de amigos influyentes, es probable que los pietistas, con su rigor
moral y sacralizado sentido de vocación, contribuyeran a desacreditar la vieja
imagen del oficial bravucón y jugador libertino y a situar en su lugar un
código de conducta de oficial basado en la sobriedad, autodisciplina y serio
sentido del deber, que acabó considerándose una característica «prusiana[52]».
Con su concepto de vocación a la vez mundano y sagrado, el centrarse en las
necesidades públicas y su énfasis en la abnegación, el pietismo franckeano
puede haber contribuido asimismo al surgimiento de una nueva «ética de la
profesión» que ayudó a formar la identidad distintiva y al carácter corporativo
del funcionario prusiano[53].
Las innovaciones en la escuela introducidas por Francke y sus sucesores
tuvieron también un impacto transformador sobre la práctica de la pedagogía
en Prusia. La estrecha alianza entre los pietistas de Halle y el monarca
contribuyó al surgimiento de la instrucción escolar como un «objeto separado
de la acción del estado[54]». Fueron los pietistas quienes introdujeron la
preparación profesional y una certificación estandarizada de los
procedimientos para los enseñantes y textos elementales generales para los
alumnos. Las escuelas de los orfanatos crearon también un nuevo tipo de
entorno educativo caracterizado por una estrecha observación psicológica de
los alumnos, una insistencia en la autodisciplina y una aguda conciencia del
tiempo (Francke instaló relojes de arena en cada aula). El día quedó
subdividido claramente en períodos de estudio coordinado de una serie de
materias y períodos de tiempo libre; a este respecto, el régimen de Halle
anticipó la polarización del trabajo y el tiempo libre característica de la

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moderna sociedad industrial. En estas condiciones, el aula se convirtió en el
espacio cerrado, dedicado a un objetivo concreto que hoy asociamos con la
enseñanza moderna.
La transformación de la escuela en Prusia, según estas directrices, estaba
incompleta, naturalmente, cuando Federico Guillermo murió en 1740 y el
movimiento perdió a su poderoso patrocinador. Pero el modelo de Halle
siguió siendo influyente; en los años 40 y 50 del siglo XVIII el educador
Johann Hecker, que había sido enseñante en el Pedagogium que tuvo su
antecedente en el Colegio de Enseñantes de Francke en Halle, fundó una red
de «escuelas para pobres» en Berlín para los olvidados y potenciales
delincuentes, los vástagos de los numerosos soldados de la ciudad. Con el fin
de garantizar una adecuada provisión de enseñantes bien instruidos y
motivados, Hecker creó un colegio de maestros basado en el modelo de
Francke; él fue uno de los varios graduados del colegio de Halle que
estableció este tipo de institutos en las ciudades prusianas. Estableció
asimismo, en Berlín, una Realschule, la primera que ofreció educación a los
hijos de la clase media y media-baja, en una serie de temas vocacionales,
como alternativa a los programas humanistas basados en el latín de la escuela
secundaria tradicional. Fue Hecker quien popularizó la práctica de dar clases
colectivamente a los alumnos de capacidades semejantes, para maximizar la
eficacia del proceso de enseñanza, lo que supuso una innovación fundamental
y duradera.
Así como contribuyeron a la estandarización de la educación y de los
servicios públicos, los pietistas dirigieron su atención a la educación de las
minorías lituana y masuriana (protestantes de habla polaca)[*]. En 1717,
cuando el pietista Heinrich Lysius fue nombrado inspector de escuelas e
iglesias para Prusia Oriental, hizo un llamamiento a la preparación
especializada de los clérigos para llevar a cabo su actividad misionera y
educativa entre las comunidades de habla no alemana en las diócesis de
Prusia Oriental. Su resultado fue, tras algunos desencuentros iniciales, que se
crearon seminarios lituanos y polacos en la Universidad de Königsberg[55]. La
meta era instruir a aspirantes pietistas para trabajar en las parroquias lituanas
y masurianas. Los pietistas contribuyeron también a convertir a las lenguas
minoritarias de la provincia en objeto de estudios serios. Se publicaron en
Königsberg, en 1747, grandes diccionarios de la lengua lituana (Ruhig) y
1800 (Mielcke), ambos patrocinados por las autoridades prusianas[56].
Los pietistas también proporcionaron ayuda a la integración de los
aproximadamente 20 000 luteranos que entraron en Prusia como refugiados

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desde los arzobispados de Salzburgo en 1731-1732, la mayoría de los cuales
fueron enviados por Federico Guillermo I a vivir como campesinos en la
despoblada región de la Lituania prusiana (véase más adelante). Los pietistas
acompañaron a los salzburgueses en su viaje a través de Prusia, organizaron
campañas de recogida de fondos y de ayudas financieras, dotando a los recién
llegados de textos piadosos impresos en el orfanato, y proporcionaron
pastores a sus comunidades del este[57].
Otra zona de actividad evangelizadora —con frecuencia ignorada— fue la
misión pietista entre los judíos. Ya en 1728 existía un Instituto Judaico en la
ciudad de Halle, gestionado por el teólogo pietista Johann Heinrich
Callenberg, que dirigía una bien organizada misión —la primera de su tipo—
entre los judíos de la Europa germanohablante. Los misioneros, que recibían
preparación lingüística en Halle en el primer seminario académico de lengua
yiddish de Europa, viajaron por todos los rincones de Brandemburgo-Prusia,
enganchando a viajeros judíos y tratando, con poco éxito, de convencerlos de
que Jesucristo era su mesías. Estrechamente interrelacionado con el complejo
del orfanato, el instituto se sustentaba en la esperanza escatológica de una
profetizada evangelización masiva de los judíos, articulada en los escritos de
Philipp Jakob Spener. Pero, en la práctica, sus esfuerzos misioneros se
centraron en gran medida en la conversión y reubicación ocupacional de los
itinerantes empobrecidos, llamados «judíos mendigos» (Betteljuden) cuyo
número estaba aumentado en Alemania a comienzos del siglo XVIII[58]. Así,
pues, la misión entre los judíos incorporaba la característica mezcla pietista de
conciencia social y celo evangelizados En sus esfuerzos misioneros, como en
otras esferas de su actividad, los pietistas dispusieron de la aprobación oficial
al contribuir a las tareas de la integración religiosa, social y cultural a la que
se enfrentaba la administración del estado de Brandemburgo-Prusia,
colaborando en llevar a cabo la «domesticación», como dijo un historiador, de
los «elementos extraños[59]».
En los años 1720 y 1730, el pietismo se había hecho respetable. Como
suele ocurrir en estos casos, había ido cambiando en el proceso. Había
comenzado como un movimiento controvertido con una precaria base en las
iglesias luteranas establecidas. A medida que el pietismo iba haciéndose con
más adhesiones a lo largo de los años 1690 y en el nuevo siglo, continuó
cargando con una reputación de excesivo celo[60]. En los años 1730, sin
embargo, el ala moderada del movimiento gozó de un predominio
indiscutible, gracias a la labor de base realizada por Spener y al infatigable
trabajo de Francke y sus colaboradores de Halle en canalizar el superávit de

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energías espirituales de los no-conformistas luteranos hacia una serie de
proyectos institucionales. Continuaron floreciendo, en otros estados alemanes,
variedades de pietismo radical, algunas de ellas claramente separatistas, pero
la diversidad prusiana se liberó de sus molestas franjas extremistas, y se
convirtió en una ortodoxia de pleno derecho. Llena de confianza, la segunda
generación de pietistas utilizó su presencia en las instituciones clave para
silenciar o apartar a sus oponentes, lo que también los luteranos ortodoxos
habían hecho en sus primeros tiempos. El movimiento pietista se convirtió en
una red de patronazgo de pleno derecho[61].
Pero esta posición dominante no podía mantenerse a largo plazo. A
mediados de los años 1730, los más influyentes y talentosos miembros
fundadores de la generación de teólogos de Halle habían muerto: Francke
(1727), Paul Anton (1730) y Joachim Justus Breithaupt (1732); la siguiente
generación no produjo teólogos de una calidad o de un perfil público
comparables. El movimiento se debilitó ulteriormente en los años 1730 por la
controversia sobre las campañas lanzadas por Federico Guillermo I para
purgar de elementos «católicos» el ceremonial luterano. Algunos pietistas
destacados apoyaron la iniciativa, pero la mayoría siguió mostrándose
respetuosa con la tradición luterana y se opuso al intervencionismo litúrgico
del rey. En esto, se hallaron de acuerdo con el liderazgo ortodoxo de la Iglesia
luterana, un hecho que hizo mucho por reparar el daño ocasionado por
decenios de enfrentamientos[62].
La lealtad al estado que había proporcionado al movimiento su
preeminencia corría ahora el peligro de romperse. Había señales de que la
tradicional tolerancia pietista respecto a las diferencias confesionales estaba
siendo suplantada, desde el interior del propio movimiento, por un
protoilustrado entusiasmo por la convergencia confesional. Luego estaba el
problema relativo a que la política de favorecer a los pietistas para el servicio
civil y los puestos pastorales animó a candidatos ambiciosos a adoptar una
imitación adaptativa al servicio de sus carreras. Muchos sucumbieron a la
tentación de confeccionar relatos de conversión a una fe más verdadera y
sentida, e incluso falsificar el grave semblante y conducta (una fuente habla
de poner los ojos en blanco de los pietistas) asociados con los más celosos
miembros del movimiento. Este fenómeno —consecuencia del éxito del
movimiento— iba a hacer que el término «pietista» quedase contaminado de
forma duradera por la connotación de impostura religiosa[63].
Desde 1740 el pietismo decayó rápidamente en las facultades de teología
de las universidades y en las redes clericales de Brandemburgo-Prusia. Esto

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fue, en parte, resultado de la retirada del apoyo real. Federico el Grande no
simpatizaba personalmente con los «jesuitas protestantes» que habían gozado
de la protección de su padre, y favoreció siempre a los candidatos ilustrados
para la administración de la iglesia, con la consecuencia de que Berlín se
convirtió en un renombrado centro de ilustración protestante[64]. La
Universidad de Halle, un tiempo bastión del movimiento, se convirtió en un
centro principal de racionalismo, e iba a continuar siéndolo a lo largo del
siglo siguiente. Se produjo un gradual declive en el número de personas que
asistían al complejo del orfanato de Halle, y un declinar correspondiente en el
círculo de donantes que deseaban apoyar sus actividades. Todo esto se
reflejaba en la menguante suerte de la misión pietista entre los judíos de
Halle, cuyo informe final anual, publicado en 1790, comenzaba con la
observación de que «si comparamos los primeros días de nuestra institución
con los presentes, pues bien, ambos son como el cuerpo y su sombra…»[65].
¿Qué alcance tuvo el impacto del movimiento pietista sobre la sociedad y
las instituciones de Prusia? Los pietistas valoraban la moderación y los
eufemismos y despreciaban el lujo y el dispendio de la corte. En la corte y en
los órganos de la educación militar y civil ensalzaban sistemáticamente las
virtudes de la modestia, de la austeridad y de la autodisciplina. En este
sentido, amplificaban el impacto del cambio cultural forjado por Federico
Guillermo I desde 1713, cuando las pelucas desmesuradas y las chaquetas
ricamente bordadas se convirtieron en las despreciadas frivolidades de una era
que ya había pasado. A través de su papel en las escuelas de cadetes,
contribuyeron a dar forma a actitudes y comportamientos de la nobleza de las
provincias, y cada vez más aquellos cuyos hijos estaban pasando a través del
sistema de cadetes en los decenios centrales del siglo XVIII. Esto puede tener
que ver con el escaso gusto por la ostentación que acabó siendo el sello de la
casta prusiana de los junker. Si la legendaria modestia de los junker era, en
muchos casos individuales, pura afectación y postura, esto simplemente
indica el poder del tipo de individuo popularizado por el movimiento pietista.
Asimismo, el pietismo contribuyó a preparar el terreno de la Ilustración
prusiana[66]. El optimismo del movimiento y su foco orientado hacia el futuro
mostraban afinidades con la idea ilustrada del progreso, y precisamente por su
preocupación por la educación como medio de formar la personalidad «surgió
la pedagogización general de la existencia humana que fue una característica
esencial de la Ilustración[67]». El desarrollo de las ciencias naturales en la
Universidad de Halle pone de manifiesto cuán estrechamente están
interrelacionados el pietismo y la Ilustración, pese a sus muchas diferencias;

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el «campo de fuerza» entre estos dio forma a los supuestos que guían a la
investigación científica[68]. La insistencia de los pietistas en la ética a
expensas del dogma y su compromiso con la tolerancia al tratar las
diferencias confesionales del mismo modo prefiguraron las modas del
posterior siglo XVIII —testigos del concepto de Kant de la moralidad como la
esfera superior de la verdad racionalmente accesible, y su tendencia a
subordinarlas intuiciones religiosas y morales[69].
Algunos de los más influyentes exponentes prusianos de la filosofía de la
Ilustración y de la romántica se criaron en un medio pietista. El culto de la
introspección asociado al movimiento romántico tiene un antecedente en la
«biografía espiritual» pietista, cuyo arquetipo fue el muy leído relato de
Francke de su conversión. Su sucesor secular, la «autobiografía», surgió como
un género literario influyente hacia mediados del siglo XVIII[70]. El filósofo
romántico Johann Georg Hamann estudió en la Escuela Kneiphofde
Königsberg, bastión del pietismo moderado, y posteriormente asistió a la
universidad de la ciudad, donde fue influido por el filósofo de inspiración
pietista, profesor Martin Knutzen; la cualidad introspectiva y ascética de la
visión pietista puede encontrarse en sus escritos. Hamann, incluso, tuvo una
especie de experiencia de conversión, causada por un período de intensa
lectura de la Biblia y la autoobservancia penitencial[71]. El peso del pietismo
de Württemberg puede comprobarse en los escritos de G. W. F. Hegel, que
acabará ejerciendo una profunda influencia sobre el desarrollo de la filosofía
y del pensamiento político en la Universidad de Berlín; el concepto de Hegel
de la teleología como un proceso de autorrealización estaba sostenido por una
teología cristiana de la historia con características pietistas reconocibles[72].
Y ¿qué sucedía con el estado de Brandemburgo-Prusia? Moldeado sobre
el friso que domina la fachada del orfanato de Francke, en Halle hay dos
águilas negras prusianas, con las alas extendidas, vivo recuerdo para todo el
que pase por allí de la proximidad del movimiento al poder del estado. La
positiva contribución efectuada por los pietistas a la consolidación de la
autoridad dinástica de Brandemburgo-Prusia ofrece un llamativo contraste
con la neutralidad política del contemporáneo movimiento pietista en
Württemberg y el subversivo impacto del puritanismo en Inglaterra[73]. Como
una quinta columna en el seno del luteranismo de Brandemburgo-Prusia, los
pietistas resultaban ser un instrumento ideológico más efectivo que las
prescripciones confesionales y medidas censoras de los calvinistas de lo que
los electores y el rey habían sido nunca. Pero los pietistas hicieron más que
asistir simplemente al soberano; alimentaron la energía en la empresa pública

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de la nueva dinastía a partir de un movimiento de voluntarismo protestante de
amplia base. Sobre todo, propagaron la idea de que los objetivos del estado
podían ser también de los ciudadanos conscientes, en el sentido de que el
servicio al estado podía ser motivado no solo por la obligación o el propio
interés, sino también por un envolvente sentido de la responsabilidad ética.
Surgió, así, una comunidad de solidaridad que se extendió más allá de las
redes de relaciones patrono-cliente. El pietismo permitió dar los primeros
pasos de una constitucionalidad activista de amplia base para el proyecto
monárquico de Brandemburgo-Prusia.

Piedad y política

¿Tiene sentido hablar de las relaciones exteriores de Brandemburgo-Prusia en


términos de «política extranjera protestante»? Los historiadores de la política
del poder y de las relaciones internacionales se han mostrado escépticos, por
lo general, respecto a tales afirmaciones. Incluso en la era de las «guerras de
religión», apuntan, los imperativos de la seguridad territorial se superpusieron
a las demandas de solidaridad confesional. La Francia católica apoyaba a la
Unión Protestante contra la católica Austria; la Sajonia luterana se puso del
lado de la católica Austria contra la Suecia luterana. Las lealtades
confesionales solían ser muy pocas veces lo suficientemente fuertes para
predominar sobre cualquier otra consideración y la disposición del calvinista
Palatinado de Federico V a arriesgarlo todo a favor de los intereses
protestantes en la guerra de 1618-1620 resultó rara, quizá, incluso,
excepcional.
De todos modos, sería engañoso llegar a la conclusión de que la política
exterior se formulaba sobre la base de cálculos de interés exclusivamente
seculares o que la confesión religiosa fuese un factor sin importancia. Jugó un
papel importante en la estructuración de las alianzas matrimoniales dinásticas,
en primer lugar, y estas, a su vez, tuvieron importantes consecuencias para la
política exterior, y no solo porque con frecuencia traían consigo nuevas
reclamaciones territoriales. Está claro, además, que muchos dirigentes
protestantes se consideraban miembros de una comunidad de estados
protestante. Y esto fue especialmente cierto en el caso del Gran Elector, que
aconsejaba a su sucesor en el Testamento Político de 1667 que trabajase en lo
posible conjuntamente con otros territorios protestantes y que se mostrase
vigilante para defender las libertades protestantes contra el emperador[74]. Los

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factores confesionales tuvieron un papel notable en los debates políticos del
ejecutivo. Argumentando contra una alianza con Francia en 1648, el
consejero privado Sebastian Striepe comentó que el cardenal Mazarino era
hostil a la fe reformada y era probable que desease seguir adelante con la
catolización de Francia[75]. En los años 1660, ante la intensificación del
maltrato que sufrían los calvinistas franceses, el elector escribió a Luis XIV
para expresarle su preocupación[76]. En los años 1670 Federico Guillermo se
pasó a la coalición antifrancesa para prevenir el sojuzgamiento de la
República Holandesa, centro del calvinismo norteuropeo. La geopolítica y la
promesa de subsidios le hicieron volver a Francia en los primeros años 1680,
pero su vuelta a la alianza entre Brandemburgo y el imperio de 1686 se debió,
en parte, a su inquietud por la brutal persecución de los hugonotes calvinistas
en Francia[77].
Una manera de demostrar solidaridad confesional sin correr el riesgo de
un conflicto armado fue ofrecer asilo y otras formas de asistencia a los
correligionarios perseguidos en otro estado. El ejemplo más celebrado de este
tipo de actuación política fue el Edicto de Potsdam de 1685, por el que el
elector invitaba a los calvinistas franceses perseguidos a establecerse en las
tierras de Brandemburgo-Prusia. Esta fue la respuesta de Federico Guillermo
a la supresión por parte del rey francés de los derechos otorgados a los
hugonotes por el Edicto de Nantes (1598). En total, unos 20 000 refugiados
calvinistas franceses se asentaron en la tierra del elector. Solían provenir de
los estratos más pobres de la población reformada —los más ricos, en general,
habían optado por destinos económicamente más atractivos, tales como
Inglaterra y Holanda—. El reasentamiento fue sufragado (en contraste con
Holanda y Gran Bretaña) con ayudas otorgadas por el estado, viviendas
asequibles, exenciones de impuestos, préstamos baratos, etc. Ya que
Brandemburgo, cuya población no se había repuesto de la mortandad de la
Guerra de los Treinta Años, tenía gran necesidad de inmigrantes hábiles e
industriosos, se trató, así, de una decisión interesada pero muy efectiva. Lo
que irritó profundamente a Luis XIV[78] (lo que, naturalmente, era parte de su
intención) y mereció la aprobación de los protestantes de todas las tierras
alemanas. Existía una extraña desproporción en esto: de los aproximadamente
200 000 hugonotes que huyeron de Francia ante las persecuciones, solo
alrededor de un décimo se detuvo en tierras prusianas, aunque fue el elector,
más que ningún otro soberano, quien tuvo éxito en captar el momento
oportuno para su reputación. Situado en un registro moral de altura y
universalizante, el edicto fue celebrado (de modo algo engañoso) desde

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entonces como uno de los grandes monumentos de la tradición de tolerancia
prusiana.
Tanto éxito tuvo la «política de derechos religiosos» inaugurada en
Potsdam que se convirtió en una especie de elemento fijo en el arte de
gobernar de los Hohenzollern. En una proclamación de abril de 1704,
Federico I hizo pública en términos semejantes su determinación de ayudar a
los calvinistas franceses perseguidos en el principado de Orange, un enclave
territorial protestante del sur de Francia sobre el que los Hohenzollern tenían
una fuerte reclamación de herencia[79].

Mientras que el celo que reservamos para la gloria de Dios y para el bien de Su Iglesia nos ha
hecho tomar a pecho el triste estado al que se han visto reducidos nuestros pobres hermanos de
fe por las duras persecuciones que la providencia permitió que cayeran sobre Francia hace unos
años, y nos ha llevado a recibirlos caritativamente con gran gasto en nuestros estados, por ello
nos hallamos ante una obligación aún mayor de ejercer la misma caridad hacia nuestros propios
súbditos, que se vieron forzados a abandonar nuestro Principado de Orange y todos los bienes
que allí poseían […] de modo que puedan hallar refugio bajo nuestra protección[80]…

Había aquí una característica combinación entre una alta retórica y un frío
interés propio. La oferta caritativa de la proclamación se unía a la reclamación
de un territorio disputado. En una instrucción a los consejeros encargados de
recibir a los refugiados, además, el rey requería que no se acomodaran en la
pereza, sino que se hiciese lo más rápidamente posible una ocupación
apropiada, «de modo que el Rey pueda sacar provecho de su
establecimiento[81]».
Si la lógica de la solidaridad confesional pudo, ocasionalmente,
proporcionar un útil instrumento diplomático en la escena europea, este fue
mucho más poderoso en el contexto del Sacro Imperio Romano, pues aquí los
efectos de las querellas confesionales se amplificaban debido a la estructura
dualista de la Dieta Imperial. Los artículos de la Paz de Westfalia estipulaban
que cuando se debatían asuntos confesionales en la dieta, estos debían ser
discutidos en sesiones separadas por dos comités permanentes de
representantes protestantes y católicos, el corpus evangelicorum y el corpus
catholicorum. La finalidad de tal mecanismo, conocido por itio in partes, o
«ir en partes», era garantizar que los asuntos confesionales potencialmente
delicados fuesen debatidos en ambas sedes sin molestas interferencias de la
otra parte. Pero su efecto práctico consistió en crear un foro público
transterritorial para airear las quejas confesionales, especialmente para los
protestantes, que tenían gran necesidad de movilizaciones corporativas, más
que los estructuralmente dominantes católicos.

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La espectacular intervención de Federico Guillermo I en un conflicto
sobre la suerte de la minoría protestante de Salzburgo demostró lo útil que
podía ser este mecanismo. En 1731, el descubrimiento de que había casi
20 000 personas que habitaban los escarpados valles de los distritos del
Pinzgau y del Pongau, en Salzburgo, que se llamaban a sí mismos
protestantes perturbó a las autoridades católicas y puso de manifiesto el
profundo abismo cultural que separaba la ciudad de Salzburgo de su
hinterland alpino. Cuando las expediciones misioneras fracasaron en su
intento de apartar a los campesinos de su herejía, el arzobispo Anton Firmian
resolvió forzar su expulsión. Este enfrentamiento entre una administración
arzobispal rica y una población semianalfabeta de campesinos de las
montañas, de robusto protestantismo, captó la imaginación del comité
protestante de la Dieta Imperial. Aparecieron panfletos y folletos favorables a
la causa de los campesinos. Las autoridades católicas de Salzburgo
respondieron con vehementes contraataques. Ambos bandos publicaron
documentación seleccionada relacionada con el caso y los salzburgueses se
convirtieron en un cause célebre en las tierras protestantes alemanas.
Uno de los primeros que se dio cuenta del potencial que encerraba este
conflicto fue el rey Federico Guillermo I de Prusia. Este necesitaba
desesperadamente campesinos para los terrenos subexplotados de la Lituania
prusiana, en las fronteras orientales de la Prusia Ducal —una zona que apenas
había empezado a recuperarse de la hambruna y la peste de 1709-1710—. Al
mismo tiempo, deseaba fuertemente hacer de Brandemburgo-Prusia un
garante universal de los derechos de los protestantes, papel que,
implícitamente, desafiaba a las aspiraciones del emperador Habsburgo a ser
un mediador neutral en las disputas confesionales entre y en los estados
miembros. Por eso Federico Guillermo ofreció reasentar a los protestantes de
Salzburgo en sus tierras.
El plan del elector, en un primer momento, pareció que no iba a tener
éxito. El arzobispo no tenía intención de dejar marchar a sus campesinos;
tenía intención de aplastar con medios militares la agitación en los Alpes —e
incluso ya había hecho un llamamiento a los bávaros y al emperador de que
enviasen tropas para llevar a cabo la tarea—. Pero la maquinaria
constitucional del imperio vino de nuevo en ayuda del elector y el emperador
Carlos VI esperaba asegurarse el apoyo del Reichstag para una «sanción
pragmática» que habría confirmado la sucesión de su hija María Teresa en el
trono de los Habsburgo tras su muerte. Para ello necesitaba el voto del elector
de Berlín. El escenario, así, estaba preparado para una transacción

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mutuamente beneficiosa, a cambio del apoyo de Federico Guillermo a la
Pragmática Sanción, el emperador aceptó presionar al arzobispo de Salzburgo
para que permitiese el traslado masivo de sus súbditos protestantes al este de
la Prusia Ducal.
Entre abril y julio de 1732, veintiséis columnas de familias salzburguesas
—cada una de ellas compuesta por unas 800 personas— partieron para una
larga marcha a través de Franconia y Sajonia hasta Prusia, cambiando las
herbosas pendientes de su patria alpina por las llanuras de la Lituania
prusiana. La emigración, en sí misma, produjo sensación. Las largas filas de
salzburgueses avanzando trabajosa y constantemente hacia el norte cruzando
ciudades y pueblos protestantes en sus extrañas vestimentas alpinas tuvieron
un efecto electrizante sobre los espectadores. Los campesinos y los
ciudadanos les llevaron alimentos, ropas o regalos para los niños, otros les
lanzaban monedas desde las ventanas. A muchos les recordó a los hijos de
Israel en su marcha de Egipto. Hubo gran cantidad de propaganda
confesional; libros e impresos pintaron la expulsión, alabaron la firme fe de
los emigrantes y alabaron al pío rey de Prusia, al convertir su país en una
tierra prometida para los oprimidos. Se publicaron (sin contar los periódicos)
más de 300 títulos en 67 ciudades alemanas diferentes solo entre los años
1732 y 1733.

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12. El rey Federico Guillermo I de Prusia saluda a los protestantes exilados del arzobispado de
Salzburgo, ilustración de un panfleto contemporáneo.

A lo largo de los siglos XVIII y XIX, la leyenda de la emigración fue


reciclada interminablemente en sermones, panfletos, novelas y obras de
teatro.
Así, la emigración fue un éxito propagandístico de incalculable valor para
la dinastía de los Hohenzollern y el estado de Brandemburgo-Prusia. Marcó,
asimismo, un importante punto de partida, pues los salzburgueses no eran
calvinistas (como lo eran en cambio los refugiados hugonotes y los de
Orange), sino luteranos. Las reivindicaciones a una autoridad protestante
transconfesional, que los pietistas habían contribuido a hacer realidad en
Brandemburgo-Prusia, se reflejaban ahora por el imperio.

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6
PODERES DE LA TIERRA

Ciudades

No lejos de la Mühlentorstrasse, en la Ciudad Vieja de Brandemburgo, se


halla el sombrío patio de la iglesia de San Gotardo. Como muchas iglesias
medievales del Electorado de Brandemburgo, San Gotardo es un gran caserón
de ladrillo rojo oscuro. Los contrafuertes que sustentan las altísimas bóvedas
del interior están ocultas bajo un vasto techo de tejas ocre cuyos
amenazadores aleros producen una sensación de inexpugnabilidad. En la
entrada occidental, una graciosa torre barroca ha sido injertada en el tronco de
su predecesora románica. En pleno verano, los árboles sombrean con sus
ramas el patio de la iglesia. El lugar produce una atmósfera de ensueño propio
de los barrios de las afueras, aunque se halla en el antiguo núcleo de la
ciudad. Desde este punto, el asentamiento alemán medieval se expandió hacia
el sur, a lo largo de tres calles, siguiendo la curva del río Havel.
El viajero que penetra en su paseo por el fresco ambiente de la iglesia de
San Gotardo puede quedar sorprendido por la altura y anchura del interior.
Los muros interiores están revestidos con memoriales esculpidos y adornados.
Estos epitafios son algo grandioso, planchas de piedra esculpidas de más de
dos metros y prolijamente grabadas. Una de ellas conmemora la vida y muerte
de Thomas Matthias, un alcalde de Brandemburgo del siglo XVI y
descendiente de una distinguida familia de fabricantes de paños, que alcanzó
un alto cargo político bajo el elector Joaquín II, pero perdió rápidamente su
favor cuando su sucesor Juan Jorge lo consideró responsable de las deudas
acumuladas durante el anterior reinado, y murió de peste en su ciudad natal en

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1576. El relieve del memorial representa a los hijos de Israel dirigiéndose a la
lejana orilla del mar Rojo, mientras huían del cautiverio egipcio. En la parte
izquierda podemos ver un agitado gentío formado por hombres y mujeres con
vestimentas urbanas claramente reproducidas, que sujetan a sus hijos y
pertenencias y que se vuelven solo para mirar atrás el desastre que se extiende
detrás de ellos, donde hombres con armadura se desploman y son sumergidos
en rizosas volutas de sólida agua gris. Otra inscripción memorial, de 1583,
coronada por un bellamente grabado relieve en el que hay escenas de la
pasión de Cristo entre las columnas de una fachada neoclásica de dos pisos.
En el piso de arriba Cristo cuelga desnudo, con las manos atadas
estrechamente a un dintel encima de su cabeza, su cuerpo curvado y retorcido
bajo las patadas y golpes de tres hombres con mazas y látigos. Esta escultura
sorprendentemente dinámica y naturalista conmemora a Joachim Damstorff,
un alcalde de la ciudad de Brandemburgo, y a su mujer, Anna Durings; sus
nombres y fechas se ven grabados en el friso escalonado en la base del
epitafio. Retratos de Damstorff y su mujer, ambos vestidos con adornados
atavíos propios de la oligarquía urbana, se asoman por nichos circulares en la
parte baja de la escultura, a la derecha y a la izquierda, mirando casi como si
quisieran captar mutuamente su mirada a través de la atestada escena.
Un ancho epitafio, coronado por un relieve alegórico finamente esculpido,
que representa a Lázaro y al rico, conmemora dos generaciones de la familia
Trebaw, otro linaje de alcaldes. Estas piedras memoriales escalonadas llegan
claramente al siglo XVIII. Una excelsa lápida de dos metros a la derecha del
altar elogia al «distinguido consejero y celebrado mercader y comerciante de
la Ciudad Vieja de Brandemburgo», Christoph Strahle, que murió a la edad de
ochenta y un años en 1738. Lo que llama la atención de estos objetos, aparte
la virtuosidad del artista, es el poderoso sentido de identidad cívica que
proyectan. No son simples memoriales de individuos, sino expresiones del
orgullo y de la identidad corporativa de una oligarquía. Muchas de las lápidas
recuerdan a varias generaciones de la misma familia y proporcionan
información detallada sobre los hijos y el matrimonio. El monumento más
impresionante de San Gotardo es el propio púlpito, una extraordinaria
escultura compuesta de piedra arenisca en la que escenas del Antiguo y
Nuevo Testamento siguen las escaleras de caracol hasta el presbiterio, y toda
la estructura descansa sobre una grande y soberbiamente trabajada figura
barbuda en piedra blanca, cuya cabeza está inclinada sobre un libro abierto.
Este notable conjunto, ejecutado por Georg Zimmermann y con fecha de
1623, fue patrocinado por el Gremio de Paños de la Ciudad Vieja, y podemos

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ver su lápida memorial fijada en la columna junto al púlpito. Además de diez
retratos individuales de prominentes fabricantes de paños —todos ellos
formidables figuras que llevan el austero traje marrón y las blancas golas de la
burguesía de comienzos del siglo XVII, la lápida muestra las marcas de la casa
y los nombres de unos cien maestros pañeros individuales. Es difícil imaginar
unos anuncios más categóricos y rimbombantes de la importancia colectiva
que se autoatribuía la burguesía.

13. Friso esculpido del epitafio del alcalde Thomas Matthias, 1549/1576, iglesia de San
Gotardo, Brandemburgo.

Este no es, de ninguna manera, un fenómeno exclusivo de la iglesia de


San Gotardo. Hallamos memoriales urbanos semejantes de los siglos XVII y
XVIII en otras ciudades de Brandemburgo. La de San Lorenzo, en Havelberg,
por ejemplo, recostada en el centro histórico en una isla en medio del río
Havel, ofrece unas características semejantes con sus memoriales de piedra,
aunque estos han sido ejecutados con un registro algo menos elevado. Aquí,
también, están dedicados sobre todo a los negociantes —comerciantes,
madereros, cerveceros— y también a prominentes familias de alcaldes. El
memorial del «respetado comerciante y mercader» Joachim Friedrich Pein
(muerto en 1744) es particularmente notable por su conmovedora sencillez:

Unter diesem Leichen-Stein Bajo la lápida mortuoria,


Ruh ich Pein ohn, alle Pein yo, Pein [Payne], reposo libre de dolor
Und envarte mit den meinen y quiero ante Dios aparecer
Selig für Gott zu erscheinen salvado con mis seres próximos y queridos

En Havelberg, al igual que en Brandemburgo, el significado de la iglesia de la


ciudad como foro de la expresión colectiva de una feligresía urbana queda
resaltado por el hecho de que ambas ciudades son sedes catedralicias. Hay

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aquí una dicotomía implícita entre la iglesia urbana del núcleo medieval de la
ciudad, cuya feligresía está dominada por los gremios y los funcionarios
urbanos, y la catedral, cuyo capítulo se formaba tradicionalmente con
miembros de la aristocracia imperial. Esto queda expresado muy claramente
en la geografía de Havelberg, donde la catedral, de imponente estructura, que
parece un castillo fortificado, baja desde las alturas de la orilla norte del río
sobre la pequeña isla de la Ciudad Vieja, con sus tiendas y cuadras y estrechas
calles. Ya en pleno siglo XIX, el carácter social de ambas feligresías se
polarizó como era de esperar: San Lorenzo siguió siendo la iglesia del pueblo
(incluidos los hombres alistados de la guarnición local), mientras que la
nobleza patrocinaba la catedral, social y geográficamente más elevada.
Los memoriales de las iglesias de Havelberg y de Brandemburgo nos
traen un mundo que suele ignorarse con frecuencia en los relatos de la historia
de las tierras prusianas: es el mundo de las ciudades, un medio social
dominado por redes de maestros artesanos y familias patricias, cuya identidad
deriva de un exclusivo sentido de la autonomía y de los privilegios, tanto
políticos como culturales, vis-a-vis del medio rural circundante. Si las
ciudades habían ocupado, tradicionalmente, una posición marginal en la
historia de Brandemburgo-Prusia, esto se debe, en parte, a que el sector
urbano nunca fue especialmente fuerte en esta parte de la Europa germana —
de las treinta ciudades alemanas con población de 10 000 o más habitantes en
1700, solo dos (Berlín y Königsberg) se hallaban en Brandemburgo-Prusia—.
En todo caso, suele considerarse que las ciudades y, lo que es más importante,
el espíritu de autoadministración, responsabilidad cívica y autonomía política
que alimentaban, se encontraban entre las víctimas del absolutismo
Hohenzollern. Así, un historiador ha escrito sobre la «destrucción» deliberada
de la burguesía brandemburguesa por la centralización del estado
monárquico[1]. La consecuencia fue una cultura política que era fuerte en el
campo de la obediencia, pero débil en cuanto a la valentía civil y a la virtud
cívica. Aquí, de nuevo, constatamos la poderosa atracción negativa del
«camino especial».

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14. Catedral de Havelberg.

Sin duda hay algo que decir sobre la idea de que los siglos XVII y XVIII
fueron una época de declive urbano, en especial si, con esto, queremos indicar
declive de la autonomía política urbana. Königsberg es, quizá, el ejemplo más
notable de una ciudad que lucha sin éxito para conservar su independencia
económica y política tradicional ante un poder monárquico agresivo. En 1640,
cuando sube al trono el Gran Elector, Königsberg era todavía una rica ciudad
comercial del Báltico con una representación colectiva en la dieta que la
situaba a la par con la nobleza provincial. En 1688 la autonomía política de
Königsberg, su influencia en la dieta y gran parte de su prosperidad se habían
malogrado. Aquí, la lucha entre las autoridades urbanas y la administración de
Berlín era especialmente dura. Königsberg era un caso especial, naturalmente,
pero la evolución de otras ciudades a lo largo de las tierras prusianas siguió
un curso muy parecido.
En muchas ciudades la reducción o supresión de los privilegios políticos
coincidió con la imposición de un nuevo impuesto indirecto, una tasa sobre
bienes y servicios introducida por etapas en los años 1660. Ya que se imponía
directamente sobre bienes y servicios (por ejemplo en el punto de venta), el
impuesto suprimía la necesidad de la negociación fiscal con los representantes

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urbanos de los estados. Así, las ciudades desaparecieron como elementos
colectivos tanto de las dietas provinciales como de los «comités» permanentes
de los delegados principales de las provincias que, cada vez más, gestionaban
las negociaciones entre los estados y la corona. Este proceso de gradual de
supresión de franquicia se vio reforzado por la imposición, primero en Berlín
en 1667, y luego en todas las ciudades, de comisarios de impuestos
nombrados por el rey, que enseguida comenzaron a extender el alcance de su
autoridad[2]. El ritmo de la centralización disminuyó durante el reinado de
Federico I, pero aumentó de nuevo bajo su sucesor Federico Guillermo I,
cuya Regulación del Consejo (Rathausliches Reglement) de 1714 transfirió la
autoridad urbana de presupuestos a funcionarios reales y redujo el poder de
los magistrados urbanos. Se aprobaron otras nuevas leyes durante el reinado
de Federico II, que transfirió todos los poderes políticos que quedaban de los
magistrados a los funcionarios reales, e impuso un sistema de autorizaciones
estatales sobre todas las ventas de propiedades urbanas[3]. En las provincias
occidentales, asimismo, la independencia comunal de las ciudades fue abolida
en gran medida durante los reinados de Federico Guillermo I y de Federico II.
Y fueron desmanteladas las únicas constituciones y privilegios de ciudades
tales como Soest, en el condado de Mark, en Westfalia, o Emden, en Frisia
Oriental[4].
Para la mayoría de las ciudades, el período entre finales del siglo XVII y
comienzos del XVIII fue también de estancamiento o declive económico. En
gran parte de Brandemburgo y Pomerania Oriental, la escasa calidad de los
suelos y la debilidad del comercio regional significaron que las ciudades
estaban poco dotadas para iniciar el despegue. El impacto en las ciudades de
los impuestos indirectos es difícil de establecer. En un primer momento, a
algunas ciudades les pareció bien la nueva tasa, ya que pensaron que era un
modo de reequilibrar la carga fiscal en su favor (con anterioridad, las ciudades
había pagado un índice más alto en impuestos contributivos que el medio
rural); en algunos casos, incluso, las autoridades provinciales habían sido
presionadas por los contribuyentes urbanos para que implorasen al gobierno
que la introdujese. Hay algunos datos fragmentarios que sugieren que los
impuestos indirectos tenían un efecto estimulante en las economías urbanas.
En Berlín, por ejemplo, los primeros años de los impuestos indirectos
conocieron un boom en la construcción que comenzó a reparar los tremendos
daños causados durante la guerra, consecuencia del hecho de que los
impuestos indirectos redistribuían la carga impositiva en las ciudades lejos de
la tierra y la propiedad hacia actividades comerciales de todo tipo.

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El único inconveniente de los impuestos indirectos era simplemente el
hecho de que solo las ciudades los pagaban; las zonas rurales pagaban aún la
antigua contribución. Y no era así como se habían planeado las cosas. El Gran
elector había pensado en un primer momento recaudar los impuestos
indirectos de las ciudades y del medio rural a la vez, pero la presión de la
nobleza provincial lo convenció para que los limitase a las ciudades. Y ello
significó que los manufactureros urbanos se enfrentaban ahora a la
competencia de los productores rurales, cuyos productos estaban libres de
impuestos siempre que no se vendieran en las ciudades donde había
impuestos indirectos. Muchos nobles terratenientes explotaban este estado de
cosas acarreando directamente sus mercancías a los más importantes
mercados regionales, donde podían competir deslealmente con sus oponentes
urbanos en su propia región. El problema aumentó en las zonas que dependían
del comercio, por el hecho de que los impuestos indirectos minaron el
derecho a la competencia de manufactureros y comerciantes que intentaban
pasar los productos por la frontera. Esta queja se oyó con frecuencia en
Cleves, por ejemplo, donde se resentían porque los impuestos indirectos sobre
el consumo habían reducido el volumen y la rentabilidad del comercio por el
Rin, y en Geldern, donde se consideraba que los impuestos indirectos habían
deprimido la actividad comercial en el Mosa[5].
El impacto del cada vez más grande ejército prusiano —y en particular de
las guarniciones— en las ciudades de Brandemburgo-Prusia fue ambivalente.
Por un lado, los soldados y sus mujeres e hijos residentes en las ciudades con
guarnición representaban consumidores y también una fuerza de trabajo
suplementaria. Ya que el servicio militar no era una ocupación a tiempo
completo, los soldados de las guarniciones aumentaban su exiguo salario
militar trabajando para los habitantes de las ciudades. En una guarnición,
como la de la ciudad de Prenzlau, en el Uckermark, al norte de Berlín, o en
Wesel, el ducado renano de Cleves, muchos soldados optaron, cuando no
estaban de servicio, por trabajar en los talleres y manufacturas de los dueños
de las casas en las que se alojaban. De este modo, podían ganar varias veces
su salario militar básico. Si estaban casados, sus mujeres podían encontrar
empleo en las manufacturas textiles de la ciudad. La presencia de soldados
contribuyó, así, a la consolidación del sector de las manufacturas de textiles
que dependían, en parte, de los bajos salarios del trabajo no gremial. El
servicio militar puede haber ayudado, asimismo, a estabilizar las estructuras
sociales urbanas, al proporcionar a los estratos más vulnerables de la
comunidad un ingreso ajustado pero aceptable[6]. Ya que los burgueses, más

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ricos, preferían no alojar a los soldados, podían pagar en cambio a familias
más pobres para que los alojase, el sistema de alojamientos tuvo un efecto
redistributivo menor.
Pero había un aspecto negativo. Aunque el muy flexible sistema de
alojamiento utilizado en las ciudades con guarnición funcionaba
sorprendentemente bien, se producían también numerosos incidentes y
tensiones entre los dueños de las casas y los soldados alojados. La presencia
en la ciudad de un gran número de hombres que estaban sujetos a la autoridad
de los tribunales militares generaba disputas jurisdiccionales. Los mandos
militares sucumbían a veces a la tentación de burlarse de las autoridades
municipales confiscando provisiones de los civiles u obligando a los
burgueses locales a servir en las guardias. La mano de obra de bajo coste
proporcionada por los soldados fuera de servicio competía deslealmente con
los aprendices en los talleres en los que las tropas no eran empleadas,
sembrando tensión en las filas de las profesiones constituidas de la ciudad[7].
En los malos tiempos, cuando era difícil conseguir trabajo adicional, los
dependientes de los soldados de las guarniciones podían verse mendigando
por las calles[8]. Los soldados que poseían conocimientos privilegiados de las
fortificaciones que rodeaban la ciudad se veían involucrados, también, en el
contrabando de productos a través de las fronteras impositivas[9]. Más
inquietante es que un estudioso haya sugerido que la «militarización de la
sociedad civil condujo a una dominación arbitraria y poco regulada de las
ciudades con guarnición por parte del ejército, impulsando una atmósfera de
pasividad en la población burguesa y la magistratura[10]».
Este argumento no debe ser llevado demasiado lejos. Sin duda, los
soldados eran habituales en las calles de las ciudades-guarnición y un
ingrediente crucial de la escena social en todos los niveles —desde las
tabernas a los salones patricios—. Pero hay escasas pruebas de que esto
implicase la impregnación de la sociedad civil urbana con los valores o con
patrones de comportamiento militares. El sistema de reclutamiento
establecido en Prusia permitía una amplia serie de excepciones que exentaba a
los jóvenes de la clase burguesa de la obligación legal del servicio militar.
Estas incluían no solo a los hijos de padres de la alta clase media, de quienes
se esperaba que obtuviesen una graduación académica o que siguiesen una
actividad comercial o en la gestión económica, sino también los maestros
artesanos de varios oficios privilegiados, a los que se preparaba para trabajar
en la actividad de su padre. Se ha estimado que a lo largo de las tierras de los
Hohenzollern, 1 700 000 hombres se beneficiaron de tales exenciones[11].

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Con todo, la institución militar de Brandemburgo-Prusia del siglo XVIII, en
tiempos de paz, no era capaz de transformar la visión y la sensibilidad de sus
reclutas a través de una socialización y un adoctrinamiento sistemáticos. Lo
militar, en las ciudades del siglo XVIII, era un elemento poroso y vagamente
organizado. La instrucción básica duraba menos de un año (la duración se
determinaba localmente y variaba notablemente de un lugar a otro), e incluso
durante esta fase los soldados no perdían del todo su estatus de civiles a través
del aislamiento respectó a la sociedad que los rodeaba. Al contrario: si
estaban casados, vivían en barracones con sus mujeres y otros dependientes
—los militares no pertenecían todavía a un campo exclusivamente masculino,
como lo sería más tarde—, y se estimulaba incluso el matrimonio para los
reclutas extranjeros como una manera de unirlos más firmemente al servicio
de Prusia[12]. Si no estaban casados, se esperaba de ellos que se buscasen
alojamiento junto a burgueses. Para aquellos soldados que deseasen seguir en
servicio tras la finalización de su instrucción básica, hemos visto que sus
deberes militares ocupaban tan poco tiempo que podían complementar sus
ingresos por medio de varias formas de trabajo ocasional. Algunos soldados
conseguían un dinero extra haciendo las guardias en lugar de otros que
estaban fuera trabajando por un salario. Está claro que se produjo una
simbiosis entre el personal militar y la población de las ciudades[13], del
mismo modo que un gran número de estudiantes huéspedes contribuyen
notablemente a la mezcla social y a la economía local en las ciudades
universitarias. Pero los soldados no «militarizaban» sus ciudades-guarnición
al igual que los estudiantes no «academizaban» a las suyas. Naturalmente, se
producían disputas entre el consejo ciudadano y las autoridades militares
(como las había entre los burgueses y los estudiantes), pero estas demostraban
sobre todo la disposición de las autoridades «civiles» a protestar cuando veían
a los comandantes locales cruzando los límites de su autoridad.
No hay muchas razones para pensar que la penetración administrativa en
las ciudades por parte de un funcionariado estatal rudimentario tuviese el
efecto de suprimir el espíritu de la iniciativa local. Los funcionarios reales
nombrados para puestos administrativos, en las mayores ciudades, no
funcionaban como agentes imperiosos de la política central destinados a
acabar con el poder de las élites urbanas. Por el contrario, muchos de ellos «se
convertían en nativos», se socializaban, o incluso se casaban con miembros de
la élite de la ciudad y se ponían al lado de las autoridades de la ciudad en las
disputas con los mandos militares locales o con otros órganos del gobierno
central. La continuada existencia de corrupción y nepotismo en muchos

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gobiernos ciudadanos —señal segura de que las redes de patronazgo locales
estaban vigentes y activas— sugiere que las oligarquías que tenían interés en
controlar los asuntos de las ciudades no se veían desplazadas por la
intromisión del estado. Las oligarquías, por su lado, cultivaban asiduamente a
los funcionarios gubernamentales recién llegados y consiguieron, en muchos
casos, sobornarlos en beneficio de los intereses locales[14].

15. Mujer de un soldado mendigando,


grabado de Daniel Chodowiecki, 1764

Había, además, elementos dinámicos e innovadores en la burguesía


urbana bastante antes de 1800. Durante el último tercio del siglo XVIII los
cambios en la estructura de las manufacturas y del comercio basado en las
ciudades produjo una nueva élite formada principalmente por comerciantes,
empresarios y manufactureros (más que por los gremios que habían dominado
el panorama tradicional)[15]. Miembros de esta élite se vieron involucrados de
varias maneras —sobre una base voluntaria u honoraria— en la
administración urbana local. Formaban parte de los cuerpos de gobierno
municipales (Magistratskollegien), de los consejos y corporaciones gremiales,
en las juntas administrativas de las escuelas, iglesias y organizaciones
caritativas.
Esta tendencia era particularmente marcada en las ciudades pequeñas y
medianas, ya que en ellas la administración local dependía totalmente de la
ayuda de notables voluntarios. El fabricante de algodón Christian H. Böttcher,
por ejemplo, era miembro del Senado de la ciudad de Osterwieck, en la
provincia de Halberstadt, en Prenzlau (Uckermark), el comerciante Johann
Granze era también juez ayudante en el tribunal de la ciudad. Los alcaldes de
las ciudades de Burg y Aschersleben eran ambos hombres de negocios

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locales[16]. Podrían enumerarse cien casos semejantes a lo largo del territorio
prusiano. La gobernanza de las ciudades prusianas, en otras palabras, no
descansaba exclusivamente en las manos de funcionarios estatales
asalariados, sino que, más bien, dependía de una formidable reserva de
voluntarismo local de los elementos más emprendedores e innovadores de la
burguesía, lo que estaba en «declive» en las ciudades de las tierras prusianas
—y también en gran parte de Europa occidental— eran los privilegios y las
autonomías locales del sistema corporativo tradicional sustentado por las
antiguas costumbres y códigos de honor de los artesanos especializados. Y lo
que los estaba sustituyendo era una élite nueva y dinámica cuyas ambiciones
se expresaban en la expansión y en la apropiación de un liderazgo informal en
los asuntos urbanos.
Las sociedades voluntarias fundadas en algunas ciudades medianas en el
último tercio del siglo XVIII son una ulterior indicación de la existencia de
creciente vitalidad cívica y cultural en la clase burguesa. Existía una activa
Sociedad Literaria en Halberstadt ya desde 1778, por ejemplo, que servía de
lugar de encuentro de los burgueses instruidos de la ciudad y cuya
considerable producción impresa refleja una mezcla de orgullo regional y
patriotismo prusiano. En la ciudad de Soest, en Westfalia, un juez local fundó
una Sociedad de Amigos Patriotas y Entusiastas de la Historia Regional, cuya
finalidad era —anunciada en el periódico regional Das Westphalische
Magazin— poner en orden la primera historia general, basada en el trabajo de
archivo de la ciudad. En la universidad de la ciudad de Fráncfort del Oder,
una Sociedad Alemana, fundada en los años 1740, se ocupaba de cultivar el
lenguaje y la literatura; a esta se añadió luego una Sociedad Cultural y una
logia masónica[17]. En estas ciudades, pero también en otras pequeñas
poblaciones del país, la instrucción se estaba convirtiendo en un mercado
fundamental de un nuevo estatus social. En particular desde aproximadamente
mediados de siglo, la burguesía instruida (formada por abogados, enseñantes
de las escuelas, pastores, jueces, médicos y otros) comenzó a alejarse de las
élites artesanas tradicionales, creando sus propias redes dentro de las ciudades
y entre estas[18].
Era frecuente que los dirigentes burgueses de una ciudad que hubiese
realizado progresos en las escuelas locales, un ámbito en el que, por todos sus
repetidos edictos, el estado había fracasado estrepitosamente en muchos
lugares. Desde los años 1770, una oleada de escuelas nuevas o mejoradas es
testigo de la creciente demanda, incluso en las más modestas ciudades, de
medidas educativas mejores y más amplias[19]. En Neuruppin, idílicamente

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situada a la orilla de un largo y estrecho lago al noroeste de Berlín, un grupo
de pastores, funcionarios de la ciudad y enseñantes de las escuelas, todos
ilustrados, formaron una asociación, en los años 1770, cuyo objetivo
declarado era poner en marcha una reforma educativa de importancia para la
ciudad, y mejorar su nivel económico[20]. Gracias a sus esfuerzos, junto con
las donaciones del magistrado de la ciudad y de prominentes burgueses, un
enseñante de Neuruppin llamado Philipp Julius Lieberkühn pudo desarrollar
un programa pedagógico innovador y antiautoritario, que se convertiría en un
modelo para los reformadores educativos de toda Alemania. «El enseñante se
esfuerza», escribió Lieberkühn en un esquema general de su filosofía
educativa, «para que las facultades y la fuerza naturales de sus alumnos se
desarrollen libremente y con dominio, ya que esto es la ley fundamental de la
educación racional[21]». Formulación esta que dio aliento no solo al espíritu
de la Ilustración, sino también a un orgullo cívico burgués.

La nobleza terrateniente

La posesión y gestión de la tierra fue la experiencia colectiva definitiva de la


nobleza de Brandemburgo-Prusia. Las extensiones de tierra en manos de los
nobles variaban considerablemente de un territorio a otro, pero era alta para
los estándares europeos. La media para Brandemburgo y Pomerania (según
una cifra hacia 1800) era del 60 y 62 por ciento respectivamente, mientras que
la cifra equivalente para Prusia Oriental (donde la corona era el terrateniente
principal) era del 40 por ciento. En comparación, la nobleza francesa poseía
solo alrededor de un 20 por ciento de las tierras cultivables en Francia, en
tanto que la cifra para la nobleza de la Rusia europea era baja, un 14 por
ciento. Por otro lado, Brandemburgo-Prusia parecía menos anómalo si lo
comparamos con la Inglaterra de finales del siglo XVIII, donde la nobleza
controlaba aproximadamente un 55 por ciento de la tierra[22].
La nobleza terrateniente de las regiones orientales del Elba, en Alemania,
eran y son conocidas colectivamente por «junkers». El término deriva de
«jung Herr», que en origen significaba «joven señor» y se refería a los nobles
alemanes —frecuentemente a los segundones e hijos más jóvenes— que
ayudaron a conquistar o a colonizar y defender las tierras arrebatadas a los
eslavos durante las oleadas de la expansión y colonización alemana hacia el
este en la Edad Media. A cambio de sus servicios militares se les concedieron
tierras y exención de impuestos perpetua. Se daban importantes diferencias de

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riqueza. En Prusia Oriental existía una pequeña minoría de familias de
verdaderos magnates descendientes de los comandantes mercenarios que
habían combatido a las órdenes de la Orden Teutónica en la Guerra de los
Trece Años contra Polonia (1453-1466). En Brandemburgo, donde la mayoría
de las familias nobles descendían de los colonos terratenientes, la extensión
media de la propiedad era bastante modesta para los estándares europeos.
Puesto que fue en interés de los soberanos colonizadores de la Edad
Media el asentar al mayor número posible de nobles guerreros en las zonas
vulnerables a las represalias eslavas, las concesiones de tierras solían ser
exiguas y próximas entre sí, de modo que una única aldea podía ser dividida
entre varias familias. El grupo estadísticamente dominante, que componía
aproximadamente la mitad de la nobleza, era el de las familias nobles cuyas
posesiones abarcaban entre una o varias tierras y aldeas[23]. Pero incluso en
este grupo había disparidades. Un abismo separaba familias como los
Quitzow (más tarde los Kleist), por ejemplo, cuyo señorío de Stavenow, en el
Prignitz, cubría 2400 acres de tierras arables [un acre, 4000 m2], de la
situación general de las familias junker en el distrito, que tuvieron que
arreglárselas con menos de 500. En un panorama así, era natural que las
familias nobles menores concediesen el liderazgo, en los asuntos locales y
provinciales, a un pequeño círculo de familias ricas de la élite y muchas veces
casadas entre sí. Y es de este «piso principal» de familias terratenientes de
donde solían extraerse los mediadores clave en la negociaciones con la
corona.
Las estructuras políticas locales del siglo XVII de los territorios de los
Hohenzollern eran contrarias a una identidad política compartida centrada en
Berlín. Los junkers —especialmente en Brandemburgo— habían sido
excluidos en gran medida de los cargos importantes del estado en los últimos
decenios del reinado del Gran elector y habían efectuado solo difíciles
incursiones en este campo en el siglo XVIII. Su ambición política se centraba
sobre todo en los cargos controlados por los estados a nivel de distrito y
provincial, por lo que sus horizontes tendían a ser más bien estrechos,
condición reforzada por el hecho de que muchas de las familias menos
acomodadas no podían permitirse educar a sus hijos fuera de casa. Las
especificaciones regionales de los distintos territorios de los Hohenzollern se
reflejaban en patrones de parentesco y matrimoniales. En Pomerania y en
Prusia Oriental existían fuertes lazos de parentesco con Suecia y Polonia,
mientras que las casas de Brandemburgo se casaban frecuentemente con
familias de las vecinas Sajonia y Magdeburgo.

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Los monarcas Hohenzollern del siglo XVIII, por su lado, nunca hablaron de
una nobleza «prusiana», sino siempre de una pluralidad de élites de
provincias con diferentes personalidades. En sus instrucciones de 1722,
Federico Guillermo I declaraba, respecto a la nobleza de Pomerania, que eran
«tan leales como el oro»; aunque podían ser un poco discutidores, nunca se
habrían opuesto a las órdenes del soberano. Lo mismo puede decirse de
Neumark, del Uckermark y del Mittelmark. En cambio, los nobles del
Altmark eran «gente mala, desobediente» e «impertinente en el trato con su
soberano». Casi igual de malas eran las noblezas de Magdeburgo y de
Halberstadt que, urgía el rey, deben ser mantenidos fuera de los cargos
oficiales en su propia provincia o en las vecinas. En cuanto a los nobles de las
provincias occidentales, Cleves, el condado de Mark y Lingen, eran
«estúpidos y testarudos[24]».
Aproximadamente medio siglo después, en su Testamento Político de
1768, Federico el Grande escribió cosas parecidas sobre la nobleza territorial
de su monarquía, declarando que los prusianos orientales eran animados y
refinados, pero demasiado apegados todavía a sus tradiciones separatistas y
por ello de dudosa lealtad hacia el estado, mientras que los pomeranios eran
obstinados pero honrados y podían ser excelentes oficiales. En cuanto a los de
la Alta Silesia, cuya tierra solo recientemente había sido conquistada y
anexionada a las tierras de los Hohenzollern, eran vagos y poco instruidos y
habían quedado apegados a sus anteriores amos Habsburgos[25].
Solo muy gradualmente surgió una élite prusiana más homogénea. Los
matrimonios endogámicos jugaron un papel en este proceso. Mientras que,
prácticamente, todas las familias brandemburguesas se casaban dentro de los
límites de su élite provincial hasta finales del siglo XVII, las cosas habían
cambiado en los decenios de 1750 y 1760, cuando hubo señales de una
estructura de parentesco cada vez más mezclada. Casi la mitad de los
matrimonios realizados por las familias principales de Brandemburgo,
Pomerania y Prusia Oriental era con linajes basados en otros territorios de los
Hohenzollern. El más importante vehículo institucional de la
homogeneización fue el ejército prusiano. La rápida expansión del cuerpo de
oficiales en el siglo XVIII obligó a la administración a reclutarlos
decididamente en las élites provinciales. Las nuevas academias patrocinadas
por el estado se crearon a comienzos del siglo XVIII en Berlín, Kolberg y
Magdeburgo; poco después de subir al trono, Federico Guillermo I las integró
en la Escuela Central del Cuerpo de Cadetes, en Berlín. Si bien, sin duda, se
hicieron intentos de presionar a las familias nobles para que empujasen a sus

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hijos al servicio militar, muchos no dejaron escapar las posibilidades creadas
por el sistema de cadetes. Este era especialmente atractivo para esas familias
numerosas que no habrían podido hacer estudiar a sus hijos en las academias
privadas frecuentadas por la nobleza adinerada. Los ascensos a capitán o a un
rango más alto trajeron consigo la oportunidad de obtener mejores ingresos de
los que podrían haber proporcionado muchas de las haciendas menores[26].
Un ejemplo característico de esta nueva generación de oficiales de carrera fue
Ernst von Barsewisch, hijo de un pequeño hacendado del Altmark, que fue
enviado a la Escuela del Cuerpo de Cadetes de Berlín en 1750, porque su
padre no podía enviarlo a la universidad para estudiar para el servicio estatal.
En sus memorias Barsewisch recuerda que a los cadetes (de los que había 350
cuando él asistía a esta escuela) se les enseñaba escritura, francés, lógica,
historia y geografía, ingeniería, baile, esgrima, y «dibujo militar»
(militärische Zeichenkunst)[27].
La doble experiencia de la preparación militar y, lo que era más
importante, del servicio militar activo favoreció, sin duda, un fuerte
sentimiento de esprit de corps, aunque esta se conseguía con enormes costes.
Algunas familias, en particular, se convirtieron en proveedoras especializadas
de muchachos para el sacrificio en el campo de batalla, especialmente los
Wedel, una familia de Pomerania que perdió 72 jóvenes durante las guerras
de 1740-1763, al igual que los Kleist, que perdieron 53 en las mismas
batallas. Otro ejemplo es la familia Belling, de Brandemburgo, que de los 23
varones que tenían, solo sobrevivieron tres a la Guerra de los Siete Años.
La asociación entre el estatus de noble y el rango de oficial se reforzó
durante el reinado de Federico el Grande por la práctica de obstruir el ascenso
de los no nobles. Aunque el rey hubo de admitir a plebeyos para rangos
militares superiores durante la Guerra de los Siete Años, cuando los
candidatos nobles estaban escaseando, muchos de ellos fueron purgados o
marginados. En 1806, cuando el cuerpo de oficiales sumaba 7000 hombres,
solo 695 no eran de familia noble y la mayoría de estos fueron concentrados
en los servicios menos prestigiosos de la artillería y cuerpos técnicos[28].
De todos modos, esta creciente y estrecha identidad de intereses con la
corona no endureció a la nobleza contra los efectos de los cambios sociales y
económicos. Durante la segunda mitad del siglo XVIII la nobleza terrateniente
entró en un período de crisis. Las guerras y los trastornos económicos de los
años 1740 y 1750-1760 reforzaron la manipulación por parte del gobierno del
mercado de grano a través del sistema de almacenes y agravaron la
sobrepoblación por medio de la expansión natural de las familias hacendadas,

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lo que sometió a la clase terrateniente a una creciente tensión. Se produjo un
abrupto aumento del endeudamiento de las haciendas de los junkers, que en
muchos casos llevó a la bancarrota o a malvender, a menudo a plebeyos con
dinero contante. La cada vez mayor frecuencia con que las haciendas
cambiaban de manos hizo dudar de la cohesión del entramado social rural
tradicional[29].
Esto no fue algo que el rey se tomase a la ligera. Federico II era más
conservador socialmente de lo que lo había sido su padre. La nobleza era la
única colectividad (para Federico) capaz de servir como oficiales en las
fuerzas armadas. De esto se derivó que la estabilidad y continuidad de la
propiedad nobiliaria fuese fundamental para la viabilidad del estado militar de
Federico II. Mientras Federico Guillermo había decidido diluir el predominio
social de la nobleza, Federico adoptó una política conservadora. El objetivo
crucial era impedir la transferencia de tierras de la nobleza a la propiedad no
noble. Hubo generosas concesiones de impuestos, donaciones en dinero a las
familias en apuros financieros, e intentos —en gran parte fútiles— para evitar
que los terratenientes hipotecasen en exceso sus haciendas[30]. Cuando tales
medidas fracasaron, la respuesta instintiva de Federico fue aumentar el
control del estado sobre las ventas de tierras, pero esto resultó
contraproducente. La transferencia de control implicó una agresiva reducción
de la libertad de disponer de las propiedades. Así, la administración hubo de
reconciliar diversas prioridades en conflicto. Deseaba restaurar y preservar la
dignidad y la estabilidad económica de la casta nobiliaria, por lo que pensó
conseguir esto recortando las libertades fundamentales de la clase propietaria
de haciendas.
La petición de un método menos intervencionista y controvertido para
apoyar los intereses nobiliarios acabó conduciendo a la creación de uniones
de crédito agrícola de capital estatal (Landschaften) para uso exclusivo de
familias junkers asentadas. Estas instituciones concedían hipotecas con plazos
de interés subsidiados a familias de terratenientes en situación precaria o
endeudadas. Se crearon uniones de crédito separadas para cada provincia
(Kurmark y Neumark en 1777, Magdeburgo y Halberstadt en 1780, y
Pomerania en 1781). Tiene su interés saber que la idea de utilizar tales
instituciones para consolidar la propiedad de las tierras nobiliarias proviene
de un plebeyo, el rico comerciante berlinés Büring, que presentó sus
propuestas al rey durante una audiencia del 23 de febrero de 1767, aunque ya
existían antiguas tradiciones de ayuda financiera corporativa en cierto número
de provincias.

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Las uniones de crédito tuvieron mucho éxito en un principio, si
consideramos el rápido crecimiento del valor de sus cartas de crédito, que
pronto se convirtieron en un importante medio de especulación financiera.
Los préstamos de las uniones de crédito ayudaron, sin duda, a algunas
haciendas en apuros a mejorar la productividad. Pero los requisitos legales de
que los préstamos estuviesen condicionados por «útiles mejoras en la
hacienda» fueron interpretados con frecuencia de forma muy laxa, de modo
que el crédito subsidiado por el gobierno fue aprovechado para fines que
hicieron poco por consolidar la propiedad de la tierra de los nobles. En ningún
caso las uniones de crédito fueron suficientes para hacer frente al ya evidente
problema del endeudamiento en todo el sector rural, ya que los terratenientes
que se habían quedado sin créditos baratos con las Landschaften simplemente
se dirigieron a otros prestamistas. En 1807, mientras el conjunto de las
uniones de crédito tenían un total de 54 millones de táleros de deudas
hipotecarias, los prestamistas burgueses disponían de otros 307 millones de
táleros de deuda del estado[31].
Como sugieren estos hechos, las relaciones entre los junkers y la casa del
soberano habían cerrado el círculo. En el siglo XVI los junkers habían
mantenido a flote a los electores; en el último tercio del siglo XVIII la
polaridad de su interdependencia se había invertido. Algunos historiadores
han hablado de «compromiso de poder» (Herrschaftskompromiss) entre la
corona y los junkers, cuyo efecto fue consolidar la dominación del estado y de
las élites tradicionales a expensas de otras fuerzas de la sociedad. El problema
de esta metáfora es, en primer lugar, que implica que en un determinado
momento ambos «partidos» se pusieron de acuerdo sobre algún tipo de
arreglo para un reparto de poder con el fin de estabilizar el estado. Pero la
verdad resultó ser justamente lo contrario. La relación entre la corona —y sus
ministros— y las diferentes noblezas provinciales consistió en fricciones,
enfrentamientos y renegociaciones interminables. Otro problema respecto a la
tesis del «compromiso de poder» es que exagera el poder estabilizador de la
colaboración entre el estado y las élites tradicionales. La verdad es que, pese a
los mayores esfuerzos, la corona y sus ministros se mostraron completamente
incapaces de detener el proceso de cambio social y económico que estaba
transformando el rostro de la sociedad rural de las tierras prusianas.

Terratenientes y campesinos

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Trabajar la tierra era el destino de la mayoría de los habitantes de la Europa
germana en el siglo XVIII. Las tierras cultivadas componían alrededor de un
tercio de la superficie total de la tierra y aproximadamente cuatro quintos de
la población dependían de la agricultura para sobrevivir[32]. Las relaciones de
poder que gobernaban la propiedad y la explotación de la tierra eran, pues,
cruciales, tanto por producir alimento y riqueza como por la cultura política
del Estado y de la sociedad en general. El poder colectivo de la nobleza sobre
la sociedad rural de Brandemburgo-Prusia se basaba solo en parte en el
control del reparto de la riqueza de la tierra. Existía, además, una fundamental
dimensión legal y política. Desde los decenios centrales del siglo XV, los
junkers habían conseguido no solo reestructurar las tierras poseídas para que
los mejores terrenos arables fuesen a parar a los señores, sino también
complementar su ventaja económica con los poderes políticos que les
permitían ejercer su autoridad directa sobre los campesinos de sus latifundios.
Adquirieron, por ejemplo, el derecho a impedir que estos abandonasen sus
granjas sin permiso previo, o el de traer de nuevo (por la fuerza si era
necesario) a los que habían huido o habían establecido su domicilio en una
ciudad o en otro estado. También exigieron, y lo consiguieron gradualmente,
el derecho a imponer servicios de trabajo a sus «súbditos» campesinos.
Todavía no está claro del todo por qué se produjeron estos cambios,
especialmente teniendo en cuenta que iban en contra de la evolución de la
Europa occidental contemporánea, donde la tendencia se dirigía hacia la
emancipación legal de los anteriormente sometidos campesinos y la
transformación de prestaciones personales obligatorias en rentas monetarias.
Las tierras al este del río Elba eran zonas de asentamiento alemán
comparativamente reciente y tal vez debido a esto los derechos tradicionales
del campesinado eran relativamente débiles. El declive demográfico y la
deserción generalizada de las tierras cultivables durante la prolongada
depresión agraria de fines de la Edad Media habían situado a los nobles
terratenientes bajo presión para que maximizasen los ingresos y redujesen los
costes en metálico. La contracción de la economía urbana minó una fuente
potencial de resistencia, pues fueron las ciudades las que se opusieron con
más energía al derecho de los terratenientes a recuperar a los campesinos
huidos. Otro importante factor era la debilidad de la autoridad del estado.
Muy endeudados y demasiado dependientes de la nobleza provincial, los
electores de Brandemburgo de los siglos XV y XVI carecían del poder y de la
inclinación necesarios para resistir la consolidación del poder legal y político
local.

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Sean cuales fueren las causas, el resultado fue el surgimiento de una
nueva forma de posesión de la tierra. No era un sistema de «servidumbre»,
propiamente dicho, ya que los campesinos no eran propiedad de sus amos.
Pero implicaba un grado de supeditación a la autoridad personal del señor. La
hacienda nobiliaria se convirtió en un espacio legal y político integrado. El
terrateniente no solo era el empleador de sus campesinos y el propietario de la
tierra; gozaba también de jurisdicción sobre ellos a través de los tribunales
señoriales, dotados de poder para decretar castigos que iban de pequeñas
multas por delitos menores a castigos corporales, que incluían azotes y
prisión.
Durante mucho tiempo los historiadores se han preocupado por los
caracteres autoritarios del sistema agrario prusiano. El intelectual alemán
emigrado Hans Rosenberg describió un régimen de autocracias en miniatura
en las que:

El dominio local era completo, pues, a lo largo del tiempo, el junker se había convertido no solo
en un terrateniente duro, dueño hereditario de siervos, empresario vigoroso, constante gestor de
la hacienda, y comerciante no profesional, sino también en el patrocinador de la iglesia, jefe de
policía, fiscal, y juez […]. Muchos de estos expertos en tiranía local eran duchos en azotar las
espaldas, golpear los rostros y partir los huesos a los siervos campesinos «irrespetuosos» y
«desobedientes[33]».

Para el grueso de los súbditos prusianos las consecuencias de esta tiranía


aristocrática fue «abyecta pobreza» y «apatía impotente», los campesinos, en
especial, sufrían «una degradación legal y social, una castración política,
lesiones morales, y destrucción de [sus] posibilidades de autodeterminación».
Pero estaban, en palabras de otro estudio, «demasiado desmoralizados para
rebelarse[34]». Esta visión tiene un amplio eco en la literatura sobre el camino
especial alemán, donde se supone que el sistema agrario dominado por los
junkers, al instilar hábitos de deferencia y obediencia, tuvo efectos deletéreos
y duraderos sobre la cultura política prusiana —y, por extensión, alemana—.
La leyenda negra historiográfica de la tiranía junker ha sido notablemente
tenaz, en parte porque concuerda con la tradición cultural más amplia del
sentimiento antijunker[35].
En los últimos años, ha aparecido un panorama más bien diferente. No
todos los campesinos de las tierras al este del Elba estaban sometidos a los
señores. Una porción sustancial eran labradores libres arrendatarios, o
empleados no sometidos. En particular en Prusia Oriental, los campesinos
libres —descendientes de colonos libres— poseían 16 000 de las 61 000
propiedades campesinas a lo largo de la provincia, a finales del siglo XVIII. En

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muchas zonas el establecimiento de inmigrantes en tierras de la corona o de
los nobles creó nuevas concentraciones de campesinos no sometidos[36].
Incluso los señores tradicionales del corazón de Brandemburgo incorporaron
un contingente considerable de personas a quienes se pagaban salarios por su
trabajo o bien operaban como subcontratadores especialistas que gestionaban
recursos particulares, tales como ganado de leche, sobre bases empresariales.
En otras palabras, las haciendas de los junkers no administraban
perezosamente monocultivos de cereales, en los que la mano de obra era libre
y no existían incentivos para la innovación. Había negocios complejos que
implicaban notables costes de actividad y altos niveles de inversiones. El
trabajo asalariado de distintos tipos jugaba un papel fundamental en sostener
la economía señorial, tanto en los propios señoríos como en las filas de los
súbditos, en mejor situación, de las aldeas, que, con frecuencia, empleaban a
su vez mano de obra con el fin de maximizar la productividad de sus propias
tierras.
Existía, sin duda, un régimen extensivo de prestaciones laborales
obligatorias. En el Brandemburgo del siglo XVIII los servicios de trabajo
solían quedar limitados a entre dos y cuatro días a la semana; eran más duros
en el Neumark, donde los campesinos debían someterse al trabajo cuatro días
a la semana en invierno y seis en verano y otoño[37]. Estas prestaciones
variaban, además, según los distintos señores. En la hacienda de Stavenow, en
el Prignitz, por ejemplo, a los habitantes de la aldea de Karstadt se les exigía
que «se llegasen a la casa señorial a las seis de la mañana los lunes, miércoles
y viernes con un tiro de caballos o, si no se necesitaban caballos, con otras
personas a pie, y que estuviesen hasta que se les dijese que podían entrar
desde los campos con el rebaño de vacas». Por el contrario, los pequeños
propietarios de la pequeña aldea pesquera de Mesekow, en el mismo
latifundio estaban sometidos a «servir con sus manos cada vez que se lo
dijesen[38]».
Con todo, tales servidumbres se veían equilibradas hasta cierto punto por
los fuertes derechos hereditarios de que gozaban muchos súbditos
campesinos. A la luz de estos derechos, parecería plausible describir los
servicios de trabajo no simplemente como imposiciones feudales, sino como
arrendamientos. Mientras que a la mayoría de los campesinos de plena
posesión les habría gustado realmente cambiar sus odiadas prestaciones
personales por dinero, no parece que estas fuesen tan gravosas como para
impedirles que viviesen razonablemente de sus terrenos, o que obstaculizasen
que los campesinos colonos de otras partes de Alemania aceptasen un estatus

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de sometimiento a cambio de títulos hereditarios de posesión de la tierra. Un
estudio de la hacienda de Stavenow, en el Prignitz, sugiere que, lejos de ser
condenados a la «abyecta pobreza», de media los campesinos de las aldeas de
Brandemburgo pueden haber estado mejor que sus semejantes de la Europa
meridional u occidental. En todo caso, las prestaciones de trabajo feudales no
estaban grabadas en piedra; a veces podían ser o eran renegociadas. Esto
ocurrió, por ejemplo, en los años que siguieron a la devastación de la Guerra
de los Treinta Años, que dejó un gran número de granjas desiertas. Ante una
terrible escasez de mano de obra, los señores de muchas haciendas cedieron a
las demandas de los campesinos de reducir sus prestaciones. Realmente,
muchos señores conspiraron para hacer que las rentas del trabajo cayesen al
sobrepujar a sus vecinos para los nuevos colonos que trataban de establecerse
en las fincas[39].
Además, las autoridades estatales intervenían para proteger a los
campesinos contra la actuación despótica de los terratenientes. Las leyes y los
edictos promulgados por los sucesivos soberanos desde 1648 fueron
sometiendo gradualmente a los tribunales patrimoniales de los junkers a las
normas del derecho territorial. Mientras la consulta a los abogados en los
casos patrimoniales era más bien una rareza en el siglo XVI y comienzos
del XVII, los señores tendían a, tras la Guerra de los Treinta Años, emplear
legalmente administradores de tribunales cualificados. En 1717, Federico
Guillermo I ordenó, bajo amenaza de severos castigos, que cada tribunal
adquiriese una copia del nuevo Código Penal (Criminalordnung) y que
actuase de conformidad con sus disposiciones en todos los casos penales.
Asimismo, se exigía de los tribunales patrimoniales que entregasen un
informe cuatrimestral completo sobre los juicios realizados. La tendencia
continuó bajo Federico II.
De 1747-1808 en adelante, todos los tribunales patrimoniales fueron
obligados a emplear juristas y jueces certificados por el gobierno, y que
hubiesen estudiado en la universidad. La aplicación de la ley fue, así,
desprivatizada y se la llevó a la esfera de la autoridad estatal. El resultado de
esto fue la gradual estandarización de los procedimientos y de las prácticas en
todas las diferentes jurisdicciones patrimoniales[40]. La tendencia se vio
reforzada por el Tribunal de la Cámara de Berlín, el tribunal y corte de
apelación brandemburgueses de más alto nivel. El papel del Tribunal de la
Cámara en pronunciar sentencias en los conflictos entre aldeanos y señores en
Brandemburgo durante un extenso período debe, con todo, ser analizado en
conjunto. Pero entre los casos individuales que han recibido gran atención hay

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muchos que demuestran la voluntad del tribunal de apoyar las quejas de los
aldeanos o de obligar a contenerse a los demasiado entusiastas junkers[41].
Además, el acceso a este tribunal fue facilitado durante el reinado de
Federico II, cuando las reformas iniciadas por el ministro de Justicia Samuel
von Cocceji establecieron que las apelaciones serían más rápidas y baratas.
La historia de las disputas entre señores y súbditos sugieren una
impresionante capacidad para las acciones colectivas, y al mismo tiempo, un
fuerte sentido, entre los trabajadores agrarios con tierras y sin tierras a un
tiempo, de sus títulos y de su dignidad consuetudinaria. Esto podemos verlo
en la disputa sobre las prestaciones personales de trabajo que se hicieron cada
vez más corrientes a finales del siglo XVII, a medida que la población fue
recuperándose de la Guerra de los Treinta Años y el equilibrio del poder de
negociación entre los súbditos rurales y los terratenientes comenzó a
inclinarse del lado de estos últimos. Ante las exigencias de un incremento en
las rentas del trabajo, los campesinos mostraron una memoria de elefante
respecto a los límites consuetudinarios de sus obligaciones laborales y una
determinación pétrea para no permitir la imposición de nuevos e «ilegítimos»
servicios.
En 1656, por ejemplo, se informó de que los campesinos del Prignitz se
negaban a pagar sus impuestos o a llevar a cabo sus prestaciones laborales.
Los cabecillas que habían pasado notas de una aldea a otra, amenazando a
todo aquel que se negase a unirse a la protesta con una multa de tres
táleros[42]. En 1683, cuando estalló una disputa sobre las prestaciones de
trabajo en una hacienda del distrito de Locknitz, en el Uckermark, al noreste
de Berlín, doce comunas campesinas se unieron en una huelga laboral contra
el señor e incluso formularon una petición conjunta al elector, quejándose de
forma grandilocuente de los «procedimientos grandemente ilegítimos»
(grosser unverandtwordtlicher Proceduren)[43]. En una carta en que se
contaban estas quejas, el administrador informaba a las autoridades de que los
campesinos de sus señoríos se habían negado a realizar sus servicios, se
habían quedado fuera de la propiedad allí donde les había apetecido, no
habían llegado hasta las 10.30 horas en invierno y traían consigo solo
animales cansados y los carros de menor tamaño a la granja del señorío.
Cuando los capataces los presionaron para que se pusiesen a trabajar, los
campesinos les pegaron o amenazaron con matarlos, poniéndoles las hoces en
el cuello. Como la disputa quedó sin solución, representaciones conjuntas de
campesinos continuaron, en los años siguientes, apoyados, parece, por el
pastor local. Los intentos de las autoridades de dividir la resistencia,

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ofreciendo a cada comuna un trato diferente, fracasaron. Pese a la aparición
de tropas y tras infligir castigos corporales a algunos de los cabecillas, el
«movimiento» de resistencia siguió protestando durante un decenio al
desbaratar los campesinos los intentos del señor de sacar más valor de sus
súbditos aldeanos. No parece que haya señal, aquí, de los castrados siervos
cuya voluntad hubiese sido suprimida por hábitos de deferencia y obediencia.
Cuando un administrador de la misma hacienda trató de meter prisa a un
campesino con su látigo durante la cosecha de 1697, otro trabajador cercano
lo amenazó con la hoz, diciendo: «Amo, deja eso, que no es nada bueno y no
te hará amigos, no podemos dejar que nos maltraten[44]».
No fue una resistencia aislada. En el Prignitz, al noroeste de Berlín, estalló
otro movimiento de protesta regional entre los campesinos en 1700,
impulsado de nuevo por las exigencias de un aumento de las rentas de trabajo.
Los campesinos mostraron una impresionante capacidad de organización. En
una carta de quejas de la nobleza local se observa «el campesinado común» se
ha «unido de la forma más delictiva» con el fin de liberarse de sus deudas y
servicios, y para ello ha recolectado dinero casa por casa en todos los pueblos
[del Prignitz], Para disgusto de los nobles signatarios, el gobierno, en vez de
detener y castigar simplemente a los cabecillas, envió las súplicas de los
campesinos al Tribunal de la Cámara de Berlín para que las considerase. En el
entretanto, no menos de 130 aldeas redactaron peticiones en las que se
enumeraban sus quejas. Estos documentos se centraban en los intentos de los
terratenientes junkers de reintroducir las prestaciones de trabajo ya difuntas e
ilegítimas, como el acarreo de productos de las haciendas a Berlín, sin
compensarlas con otras obligaciones; también hubo quejas por el aumento
camuflado de las rentas del grano a través de la introducción de unidades de
medida más grandes y el maltrato de algunos campesinos que habían sido
esposados en la prisión recién construida del señorío[45].
Lo que resulta llamativo en estas y otras protestas semejantes (hubo
conflictos más importantes por la misma época en el Mittelmark y partes del
Uckermark)[46] es la capacidad para una acción conjunta y la confianza en una
justicia superior, como demostraron muchas protestas campesinas. Los
acontecimientos de este tipo eran organizados gracias a una memoria
colectiva latente de las técnicas de protesta —los participantes «sabían» cómo
actuar sin que se lo dijeran—. Los pocos estudios detallados que poseemos
sobre este levantamiento muestran que los campesinos no tuvieron
dificultades en asegurarse la ayuda y la dirección de personas ajenas a su
estrecho medio social. En las protestas del distrito de Locknitz, el pastor local

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ayudó en la formulación de las quejas de los aldeanos en un lenguaje que
impresionase a las altas autoridades del señorío y a la corte de apelación. En
el levantamiento de Prignitz, un administrador de la hacienda local, un
hombre instruido, corrió un riesgo personal considerable al ayudar a redactar
las súplicas y a escribir las cartas de los insurgentes[47].
Incluso en los casos en los que las protestas campesinas no alcanzaban su
finalidad inmediata y se exigían nuevas prestaciones de trabajo en contra de
su voluntad, había formas de evitar a los terratenientes con cautela. Lo más
fácil era sabotear sin más el sistema llevando a cabo prestaciones laborales al
nivel mínimo de competencia y esfuerzo. En una carta de enero de 1670, el
administrador local, Friedrich Otto von der Groben, se lamentaba ante el
elector de que los servicios laborales realizados en invierno por los
campesinos de Babitz, en el distrito de Zechlin, eran de escasa calidad. La
gente del lugar enviaba frecuentemente a sus hijos para que llevasen a cabo
estos trabajos, o llegaban diez o doce personas para trabajar, por la mañana, y
se iban a las dos, por lo que en toda una semana (tres días) de servicios apenas
se alcanzaba a completar un solo día completo de trabajo[48]. En 1728, el
alcalde von Kleist, cuya familia había comprado la hacienda de Stavenow en
1717, se quejaba de sus campesinos porque «se han observado muchos
desórdenes en la ejecución de los servicios del señorío, pues algunas personas
traen tales míseros tiros de caballos que no pueden terminar la tarea, mientras
que otros trabajan con tan poca conciencia y desobedeciendo, que se acaba
por no hacer nada». Un anuncio sobre esto fue leído en voz alta a los súbditos
ante el tribunal del señorío, pero cierto número de estos no pudieron acudir y
tuvo escaso efecto[49]. Los datos de que disponemos sugieren que se trataba
de un problema muy extendido en las tierras al este del Elba. En las haciendas
en las que los acuerdos de arrendamiento no se percibían como legítimos, las
protestas abiertas eran tan solo picos de resistencia en el seno de un paisaje
más amplio de inconformismo[50].
El impacto de tales resistencias sobre los terratenientes en cuanto élite
económica es difícil de establecer con precisión. Parece ser, de todos modos,
que la disposición de los campesinos a la protesta ante los aumentos
unilaterales de las rentas del trabajo y a socavar su eficacia a largo plazo por
medio de un menor rendimiento o de sabotajes, colocó a los terratenientes
bajo coacción. Cuando uno de los von Arnim heredó parte de un complejo de
haciendas en Böckenberg en el Uckermark, en 1752, se encontró con que los
campos estaban llenos de espinos y que «habían sido reducidos a las peores
condiciones por las prestaciones laborales de los campesinos». Así pues, Von

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Arnim decidió construir viviendas con su propio capital y asentar en las
tierras a familias de asalariados que trabajasen directamente para él[51]. Este
es un claro ejemplo de cómo la obstinación de los campesinos redujo el valor
de las prestaciones laborales, impulsó el trabajo asalariado y aceleró la
transición a un sistema basado en el salario que gradualmente fue vaciando la
constitución «feudal» de las haciendas al este del Elba.

Género, autoridad y sociedad en las haciendas

Un componente obvio y aun así bastante descuidado de la imagen del «junker


prusiano» es su carácter categóricamente masculino. Uno de los puntos de
cristalización de la ideología colectiva de la nobleza que surgió en las tierras
de Prusia a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue el concepto de
«casa integral» (ganzes Haas) bajo la autoridad de un benévolo pater familias
o Hausvater, cuya administración se extendía más allá de su familia nuclear a
los campesinos, aparceros, criados domésticos, y otros que habitaban en la
hacienda. En los siglos XVII y XVIII un floreciente género de trabajos no
literarios se centraron en la noción de hacienda ideal, bien ordenada y
autosuficiente, mantenida en pie por lazos de dependencia y obligaciones
mutuas y guiada por el liderazgo del cabeza de familia patriarcal[52].
Ecos distantes de este tipo ideal pueden ser entrevistos en la notable elegía
de Theodor Fontane a la antigua nobleza, Der Stechlin, en la que las virtudes
humanas de una élite social idealizada, cuyo tiempo está pasando, que forma
cuerpo con el bronco pero adorable propietario del país, Dubslav von
Stechlin. El arquetipo del paterfamilias se reconoce todavía en el viejo
Stechlin, pero los mayores componentes, varón y hembra, de la casa familiar
han quedado difuminados en un segundo plano; el jefe de la casa ha sido
sacado de su contexto para que pueda representar las dificultades y la
subjetividad de su clase en conjunto (Fontane lo posibilita al hacer que la
mujer de Stechlin muera joven antes de que comience la acción de la novela).
En este sentido, Fontane masculiniza el mundo de la hacienda de un modo
que parece ajeno incluso al mundo patriarcal invocado por la
Hausvaterliteratur del siglo anterior. Tan poderosa fue la evocación
nostálgica de la casta junker que se convirtió en una especie de memoria
virtual en las clases de literatura de fines del siglo XIX y comienzos del XX en
Prusia. Es el mundo de Fontane el que invoca el historiador Veit Valentin
cuando describía a los junkers prusianos como «hombres tranquilos y

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flemáticos, arrogantes y amables, espléndidos e imposibles, que rechazaban
todo lo que era diferente respecto a su índole, eran demasiado elevados para
jactarse, llamaban a su sede del campo casa y a su parque jardín[53]».
La tendencia a considerar al junker un tipo exageradamente masculino se
vio reforzada al asociarla al servicio militar, que dejó una huella indeleble en
la imaginación visual de la clase junker, que todavía da forma a nuestra
percepción de quiénes eran. Las caricaturas que proliferaban en los periódicos
satíricos de los años 1890 y 1900 se centraban sobre todo en los oficiales de
uniforme. En las páginas del diario muniqués Simplicissimus, el junker es un
joven vano, irresponsable, abotonado en un ropaje militar grotescamente
ceñido y dado a dilapidar su riqueza heredada en las mesas de juego, o un
rudo mujeriego, inculto, que cree que «Charles Dickens» es el nombre de una
raza de caballos y confunde «matrícula» con una fiesta judía. El tipo físico
inmortalizado por Erich von Stroheim en la película de Jean Renoir, La gran
ilusión de 1937 es totalmente reconocible todavía como uno de los tipos
canónicos modernos europeos: un cuerpo delgado de fina cintura con un
cabello cortado corto y tieso, un mostacho severo, una actitud artificial
inexpresiva, y un reluciente monóculo (al que se deja caer de vez en cuando
con efecto teatral)[54]. La idea de esta breve digresión no es censurar estas
construcciones por falsas (pues estas captan sin duda importantes aspectos de
lo que significó la «clase de los junker» para sus admiradores y detractores
burgueses y, además, fueron interiorizados hasta cierto punto por los propios
junkers). La idea es, más bien, que uno de sus efectos ha sido borrar la
imagen de las mujeres que hacían que las haciendas funcionasen en el período
clásico del memorialismo comercial, no solo sosteniendo las redes de
sociabilidad y comunicación que hacían soportable la vida en las provincias
prusianas, sino también por su contribución a la gestión financiera y de
personal. Si volvemos a la hacienda de los Kleist en Stavenow, hallamos que,
en los dos decenios transcurridos entre 1738 y 1758, la hacienda en su
totalidad era gestionada por Maria Elisabeth von Kleist, viuda del coronel
Andreas Joachim, que había muerto en 1738. Frau Von Kleist exigió
importantes deudas con gran energía, bien a través del tribunal del señorío,
bien, a través de pleitos presentados al Tribunal de la Cámara de Berlín;
supervisó los trabajos de la justicia patrimonial de la hacienda, prestó una
notable suma, con un interés del cinco por ciento, a un vecino, aceptó
depósitos de pequeños ahorros de personas del lugar (incluido un
farmacéutico, un pescador, el conductor de su propia carroza, un mesonero),
invirtió en bonos de guerra, y en depósitos con intereses con el instituto de

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crédito local del colectivo nobiliario, y, en general, supervisó y gestionó la
hacienda familiar como si fuese un negocio[55].

16. El Junker, caricatura de E. Feltner, de la


revista satírica Simplicissimus.

Otro caso notable es el de Helene Charlotte von Lestwitz que, en 1788,


heredó el señorío de Alt-Friedland, a unos 70 kilómetros al este de Berlín, en
el límite de las llanuras inundadas del Óder. Habiendo adquirido la hacienda,
adoptó el nombre de «Von Friedland», seguramente con el fin de reforzar su
identificación con la localidad y con su gente. A comienzos de los años 1790
se produjo una disputa sobre los derechos de utilización de un lago conocido
como Kietzer See que se encontraba entre su hacienda y la vecina localidad
de Alt-Quilitz. Los aldeanos del Alt-Quilitz reclamaban el derecho de cortar
juncos y hierba en las orillas del lago a finales del otoño, cuando el forraje
comenzaba a escasear y se necesitaban reservas para el ganado durante el
invierno. Reclamaban, asimismo, el derecho a teñir el cáñamo y el lino en las
playitas arenosas que salpicaban la orilla del lago del lado de Alt-Quilitz.
Tales reclamaciones fueron disputadas enérgicamente por Frau Von
Friedland, que exigía que el derecho a cortar juncos en todo el lago
perteneciese su señorío, realizando incluso una inspección sobre sus súbditos

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con la intención de establecer la historia oral, por decir así, de los derechos de
uso del Kietzer See.
En enero de 1793, ante el hecho de que las repetidas quejas al señorío de
Alt-Quilitz habían fracasado en darle satisfacción, Frau Von Friedland llevó a
cabo una demanda de pleito ante el Tribunal de la Cámara de Berlín.
Asimismo, autorizó a sus súbditos y administradores a armarse con mazas, a
detener a los cortadores de juncos de Quilitz y a confiscar sus mal adquiridos
juncos. Sus súbditos llevaron a cabo la tarea con entusiasmo y evidente
disfrute. Cuando el Tribunal de la Cámara de Berlín concluyó finalmente sus
deliberaciones, el resultado fue un compromiso que trató de salvar la cara a
las dos partes, tratando de repartir entre ambos los derechos de uso del lago.
Pero esto no fue suficiente para Frau Von Friedland, que rápidamente apeló
contra el veredicto. Entonces trasladó el peso del argumento del escandaloso
corte de juncos por sus vecinos a los efectos deletéreos del teñido del cáñamo
sobre la población de peces del lago. Se situaron guardias en las orillas por
parte del señorío de Friedland para evitar el teñido, pero estos fueron
detenidos sumariamente y sacados de allí por una fuerza de ciudadanos de
Quilitz. En una salida posterior, el cazador (Jäger) de la hacienda de
Friedland se las arregló para expulsar a un grupo de tintoreros amenazándolos
con su arma; sin embargo, en la confusión que siguió los de Quilitz pudieron
apoderarse de la batea de un pescador de Friedland llamado Schmah, e irse
con ella. Durante los dos años que continuó el caso, Frau Von Friedland
estuvo encabezando a sus súbditos en su lucha por el control del lago y de sus
recursos.
Si observamos este caso, nos sorprende no solo la notable solidaridad
entre súbditos y señorío y la utilización del argumento ecológico, sino
también la importancia de la enérgica y combativa Frau Von Friedland, que
era claramente algo así como un titán local. Era asimismo una «terrateniente
que hacía progresar», de un tipo que estaba empezando a estar de moda en
Brandemburgo a finales del siglo XVIII. Fue pionera en el préstamo gratuito de
ganado de sus establos a sus súbditos (para conservar el estiércol para abono),
introdujo nuevas plantas y repobló los agotados bosques —sus pintorescos
robles, tilos y hayas son todavía hoy uno de los aspectos más atractivos de la
zona—. Realizó también progresos en la escolarización en las haciendas y
preparó a los aldeanos a asumir cargos como administradores y productores
de leche[56].
No es fácil determinar la frecuencia con la que tales matriarcas aparecen
en los anales de la clase terrateniente y cómo cambiaron a lo largo del tiempo

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las condiciones para el activismo de estas mujeres en el medio rural. Pero no
hay nada en las fuentes del conflicto del Kietzer See que sugiera que los
contemporáneos percibieran a Frau Von Friedland como una extraña
anomalía. Además, existen otros casos dispersos en la bibliografía en donde
hallamos mujeres entusiastas en su papel de propietarias y señoras de sus
haciendas[57]. Tales ejemplos sugieren, como mínimo, que la imagen
promovida en la literatura prescriptiva de buenas maneras del siglo XVIII de la
«junkerin[*]» tejiendo, zurciendo, y cuidando del huerto y atendiendo a «todas
las formas del trabajo femenino[58]» no se aplicaba a todas las casas, y que el
poder normativo de esta deseada construcción de imagen puede haber sido
menor de lo que suponemos. Sin duda hay bastantes cosas que sugieren que
los papeles de hombre y mujer estaban menos polarizados en las mansiones
de la nobleza rural del Antiguo Régimen de lo que luego serán en las familias
burguesas de los siglos XIX y XX. La capacidad de las mujeres propietarias de
haciendas del siglo XVIII para operar como agente autónomo se vio sostenida
por los fuertes derechos de propiedad femeninos legales, disminuidos luego a
lo largo del siguiente siglo[59].
Hasta cierto punto, estas observaciones sobre las casas nobles pueden
extenderse al medio social de los campesinos, aldeanos y sirvientes, súbditos
o libres, que vivían en las haciendas de los junkers. Aquí, asimismo, y aunque
no puede haber dudas sobre las profundas desigualdades estructurales entre
géneros, las mujeres se hallaban en una posición más fuerte de lo que se
pueda suponer: estas cogestionaban su hogar (incluyendo, en muchos casos,
el control y la gestión del dinero y la acumulación de los ahorros). Las
mujeres que habían aportado al matrimonio dotes sustanciales podían ser
copropietarias de los bienes de la familia. Las mujeres destacaban también
como empresarias semiindependientes en la aldea, especialmente en el papel
de dueñas de tabernas; no era inusual que los herreros u otros notables
menores de la aldea alquilasen tabernas del señor y las llevasen por medio de
la gestión de sus mujeres que, por ello, adquirían un cierto estatus e
importancia social en el seno de la aldea. Con frecuencia, las mujeres
llevaban a cabo las labores agrícolas, en especial cuando la mano de obra
masculina escaseaba —la división sexual del trabajo era menos rígida en las
comunidades rurales que en las ciudades, en las que los gremios, dominados
por los hombres, dificultaban a las mujeres el acceso a la industria[60]—.
Casarse y entrar en la familia del marido no implicaba romper los lazos de la
mujer con su propia red de parentesco, por lo que las esposas enzarzadas en
disputas con sus maridos podían contar, con frecuencia, con el apoyo de

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miembros de su propio linaje. La importancia de tales nexos quedaba
simbolizada en la conservación por parte de las esposas campesinas del
apellido paterno (más que el del marido)[61].
Como factor que determinaba las relaciones de poder, el género
interaccionaba con otras muchas gradaciones sociales que estructuraban la
sociedad rural. Mientras que la esposa con dote de un campesino pleno
propietario se encontraba en una posición relativamente fuerte para proteger
su nivel de vida ante otros pretendientes a las rentas de su hogar, incluso
después de la muerte o de la jubilación de su marido, una mujer que se
encontrase en una situación peor, que se casase con un campesino ya jubilado,
se hallaba en una posición mucho más vulnerable, pues no había modo de
garantizar que el hogar de su marido continuase financiando su
mantenimiento tras la muerte de este. El problema de los subsidios de
jubilación de una mujer tras la muerte de su marido era tan inestable que a
veces era objeto de estipulaciones especiales de las escrituras de propiedad de
la granja que se firmaban cuando una mujer se unía por matrimonio a una
nueva familia. En otros casos, los subsidios se establecían en el momento de
la jubilación, cuando la generación anterior cedía la gestión de la propiedad a
sus herederos. Si había buena voluntad, las viudas de más edad podían contar
con ciertos supuestos consuetudinarios locales respecto a lo que era un nivel
aceptable de provisiones; donde no había buena voluntad podían tratar de que
sus derechos se hiciesen cumplir obligatoriamente ante el tribunal del
señorío[62].
El estudio de las disputas surgidas a causa de nacimientos ilegítimos ha
permitido aclarar, asimismo, cómo funcionaban los roles de género y cómo se
definían en la sociedad rural. Algunas partes de Prusia, como Altmark, tenían
un índice sorprendentemente elevado de nacimientos ilegítimos. Un recuento
de casos en la parroquia de Stapen en el señorío de la familia Schulenburg
revela que de 91 matrimonios celebrados en la parroquia en el período
1708-1800, hubo 28 nacimientos ilegítimos[63]. En tales casos, las autoridades
del tribunal se preocupaban sobre todo de establecer la paternidad y
determinar el derecho de la madre a reclamar la ayuda del varón. Los archivos
de los tribunales revelan supuestos divergentes respecto a la sexualidad
masculina y femenina; mientras que a las mujeres se las consideraba pasivas
por naturaleza y a la defensiva en las transacciones sexuales, a los hombres se
los veía impulsados por un inequívoco deseo de contactos sexuales. Esto
significaba que el peso de la investigación sobre los nacimientos ilegítimos se
basaba, por lo general, en establecer por qué la mujer se había prestado al

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deseo sexual del hombre. Si se llegaba a la conclusión de que él la había
convencido por medio de una promesa de matrimonio, su exigencia de ayuda
para el hijo se reforzaba. Si, por el contrario, se demostraba que la mujer tenía
fama de promiscua, esto debilitaba su posición. Sin embargo, la historia
sexual del hombre en cuestión se estimaba irrelevante. Teniendo todo esto en
cuenta, tales investigaciones se inclinaban a favor de los hombres. Con todo,
los procedimientos jurídicos eran menos discriminatorios de lo que se pueda
suponer. Se dedicaba un esfuerzo considerable para establecer las
circunstancias concretas del embarazo con la mayor garantía posible, y
aunque era infrecuente que los padres fuesen obligados a casarse, si se los
identificaba claramente, solían verse forzados por lo general a repartirse los
costes de la cría del hijo[64].
En todo caso, el género era solo una de las varias variables que podían
influir en el resultado de los juicios. Las mujeres pertenecientes a familias
campesinas de nivel alto estaban mejor situadas que las pobres. Más
probablemente, a estas podía ayudarlas la élite de la aldea, que podía ser
decisiva en establecer el veredicto. También era más probable que los
hombres impugnados aceptasen casarse con ellas[65]. Las mujeres más pobres
estaban peor situadas en estos dos casos, pero incluso para ellas había
maneras de arreglárselas como madres solteras. Las mujeres en esta situación
podían hacer equilibrios para vivir haciendo trabajos domésticos, tales como
tejer y coser en otras casas campesinas. A veces podían casarse más tarde —
el estigma asociado al nacimiento ilegítimo se diluía notablemente (incluso
sin matrimonio) si un padre podía ser identificado y reconocía su
responsabilidad—. Tenemos pruebas, incluso, para sugerir que las mujeres
pobres que criaban hijos por su cuenta, asumiendo que cuidaban de su buena
salud, se hallaban en una situación mejor para producir ingresos que las
mujeres casadas del mismo estatus social que estaban ligadas a una casa
concreta[66].
Una de las cosas más interesantes que emerge de los procedimientos
judiciales de este tipo es el carácter autonormativo de la sociedad aldeana en
las haciendas del este del Elba. Los campesinos y demás aldeanos no estaban
inermes, no eran súbditos acobardados expuestos a los golpes arbitrarios de
una justicia señorial ajena. El tribunal del señorío fue durante mucho tiempo
el que hacía respetar las normas sociales y morales de la aldea. Esto es
especialmente evidente en los casos en los que las disputas familiares
amenazaban con dejar a los ancianos y a otras personas frágiles sin los medios
necesarios; aquí, la función del tribunal señorial solía ser ocuparse de que la

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economía moral de la aldea se viese obligada a favorecer a sus miembros más
vulnerables[67]. En muchos casos que implicaban infracciones en el campo
sexual, los procedimientos judiciales comenzaban con una investigación
preliminar por parte de la propia aldea. Era la aldea la que informaba al
tribunal de que existía un caso que había que defender. Además la aldea
supervisaba el pago de las pensiones alimenticias que derivaba de demandas
de paternidad exitosas. El tribunal señorial, así, operaba en simbiosis parcial
con las estructuras de autogobierno de la aldea[68].

«Industriosa» Prusia

«El poder de Prusia», anotaba Federico II en su Testamento Político de 1752,


«no se basa en ninguna riqueza intrínseca, sino únicamente en los esfuerzos
de la industria» (gewerblichen Fleiss)[69]. Desde el reinado del Gran elector
en adelante, el desarrollo de la industria nacional fue uno de los objetivos
principales de las distintas administraciones de los Hohenzollern. Los
sucesivos electores y reyes aspiraron a conseguirlo impulsando la inmigración
para incrementar la fuerza de trabajo nativa y promoviendo la fundación y
expansión de empresas nativas. Algunas industrias ya existentes fueron
protegidas con limitaciones y tarifas sobre las importaciones. En ciertos
casos, cuando el producto en cuestión se consideraba de importancia
estratégica o prometía proporcionar sustanciosas ganancias, el propio
gobierno manejaba un monopolio, nombrando directivos, invirtiendo fondos,
controlando la calidad y recaudando los ingresos. Se hizo un intento para
garantizar —de acuerdo con el principio mercantilista— que las materias
primas no debían abandonar el territorio para ser procesadas en otro lugar.
Una de las primeras decisiones de Federico II como rey fue fundar un nuevo
órgano administrativo, el Quinto Departamento del Directorio General, cuya
tarea era supervisar «el comercio y la manufactura». En una instrucción para
su primer director, el rey declaraba que los objetivos del departamento eran
mejorar las fábricas existentes, crear nuevas industrias manufactureras y
atraer al mayor número posible de extranjeros para ser empleados en las
empresas manufactureras.
Se abrieron agencias de colonización prusianas en Hamburgo, Fráncfort
del Meno, Regensburg, Ámsterdam y Ginebra. Los tejedores de lana eran
reclutados en la vecina Sajonia para proporcionar a los manufactureros de las
tierras de Prusia la muy necesaria mano de obra. Los trabajadores

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especializados llegaron de Lyon y Ginebra para trabajar en las fábricas de
seda prusianas, aunque muchos de estos volvieron más tarde a su país de
origen. Inmigrantes de los territorios alemanes del imperio fundaron fábricas
que manufacturaban cuchillos y tijeras. Inmigrantes provenientes de Francia
(incluidos católicos ahora, junto a protestantes de una generación anterior)
colaboraron en la creación de industrias sombrereras y del cuero prusianas.
La «política económica» de Federico adquirió la forma de intervenciones
únicas en sectores específicos que concebía especialmente importantes para el
estado. Atención particular recibió la industria prusiana de la seda, en parte
porque la seda era un producto cuya materia prima se producía, teóricamente,
en tierras prusianas (siempre que se encontrase una forma de proteger a las
plantaciones de moreras con árboles jóvenes contra las heladas del invierno),
en parte porque los productos de lujo confeccionados con seda extranjera eran
asociados a la elegancia y a un avanzado estado de civilización y
conocimientos técnicos[70].
Los procedimientos adoptados para estimular la producción utilizaban una
característica mezcla de incentivos y controles. Se ordenó que las ciudades
con guarniciones plantasen moreras dentro de sus muros. Una real orden de
1742 declaraba que a cualquier persona que propusiese crear una plantación
de moreras se le debía proporcionar la tierra necesaria. A los cultivadores que
poseían plantaciones de 1000 árboles o más en sus propias tierras se le podía
otorgar un subsidio estatal para cubrir el gasto del salario de un horticultor
hasta que el negocio comenzase a dar beneficios. Una vez que los árboles
hubiesen crecido lo suficiente, los cultivadores tenían derecho a subvenciones
consistentes en huevos de gusanos de seda italianos, libres de costes, por parte
del gobierno. Este, además, decidió comprar a sus propietarios toda la seda
producida en tales plantaciones. La naciente industria de la seda se vio
favorecida por especiales subsidios a la exportación, protección tarifaria y
exenciones de tasas. Desde 1756 la importación de seda fue prohibida en
todos los territorios prusianos al este del río Elba. Se ha estimado que, en
conjunto, se invirtieron 1,6 millones de táleros provenientes del dinero del
gobierno en la producción de seda, y la mayor parte entregada por un
departamento gubernamental especial con responsabilidades únicamente
respecto a la manufactura de seda. Este decidido fomento de una industria
favorecida produjo, sin duda, un aumento general de su capacidad, pero hubo
controversias, incluso entre los contemporáneos, sobre si este punto de vista
tan fuertemente intervencionista era o no el mejor modo de estimular el
aumento de la productividad en el sector manufacturero[71].

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En el caso de la industria de la seda, el principal inversionista y
empresario era el estado. La misma pauta puede observarse en una serie de
otras industrias consideradas de importancia estratégica o fiscal. Por ejemplo,
había un astillero real en Stettin, y monopolios estatales sobre el tabaco, la
madera, el café y la sal, gestionado todo esto por hombres de negocios bajo la
supervisión de funcionarios estatales. Había también cierto número de
sociedades público-privadas, como la de Splitgerber y Daum, firma berlinesa
especializada en industrias relacionadas con la guerra, incluida la compra y
reventa de municiones en el extranjero, que operaba como empresa privada
pero protegida por el estado para evitar la competencia, la cual se beneficiaba
de un flujo regular de encargos gubernamentales. Un ejemplo, muy celebrado,
de empresas impulsadas por el estado fue la consolidación de industria minera
del hierro de la Alta Silesia. En 1753, la Malapane Hütte, de Silesia, se
convirtió en la primera empresa de herrajes alemana que operaba con un
moderno alto horno. El gobierno también apoyaba la expansión de la industria
del lino, que atraía a nuevos trabajadores y técnicos por medio de un plan de
asentamiento especial que ofrecía varios incentivos (telares gratuitos para los
tejedores inmigrantes recién llegados)[72]. Todas estas empresas estaban
amparadas por un régimen de tarifas proteccionistas y prohibiciones a la
importación.
El intervencionismo, a este nivel de magnitud, involucraba al estado y
también al propio soberano en los problemas sectoriales específicos en una
microgestión que consumía mucho tiempo. Podemos ver esto en la gestión
gubernamental de la poco sana industria de la sal en Halle, Stassfurt y Gross
Salze hacia finales del reinado de Federico. Las fábricas de sal de estas
ciudades habían perdido sus mercados tradicionales en la Sajonia electoral y
habían pedido ayuda al rey repetidamente. En 1783 Federico confió a uno de
sus ministros, Friedrich Anton von Heinitz, la tarea de comprobar «si era
posible procesar algún otro producto de la salina, por ejemplo salitre o algún
otro, de modo que esta gente pudiese ayudarse a sí misma hasta cierto punto y
luego vender este producto[73]». Heinitz dio con la idea de manufacturar
bloques de sal mineral y venderlos a la administración de las tierras en Silesia
para salegar al ganado en los pastos. Convenció a la corporación local de
salineros(Pfannerschaft) de Gross Salze de que llevasen a cabo los
experimentos necesarios y les proporcionó subsidios reales de 2000 táleros
para cubrir los gastos. El primer experimento falló, pues los hornos para la
extracción de sal mineral no eran de la calidad adecuada y se estropearon
cuando estaban encendidos. Se requirió un subsidio notablemente mayor de

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los fondos discrecionales del ministerio para financiar la construcción de
hornos de mejor calidad. Heinitz solicitó, asimismo, de Carl Georg Heinrich,
conde Von Hoym, el ministro de Silesia y especial favorito del rey, que
adquiriese 8000 quintales de su producto en el verano de 1786. Hoym accedió
en un primer momento, pero se negó a renovar el pedido al año siguiente
porque la sal de las nuevas salineras de Gross Salze era de mala calidad y
demasiado cara. Aquí constatamos una disposición a improvisar e innovar
combinada con una preferencia en última instancia contraproducente por las
soluciones de iniciativa gubernamental (como opuestas al mercado)[74].
Como puso de manifiesto este punto de vista fuertemente intervencionista
y controlador, Federico II había perdido el contacto con esas tendencias
contemporáneas (sobre todo francesas y británicas) del pensamiento
económico que habían comenzado a conceptualizar la economía como algo
que operaba según sus propias leyes autónomas, y consideraba a la empresa
individual y a las desregulaciones de la producción como la clave del
crecimiento. Aumentaba la controversia —especialmente después de la
Guerra de los Siete Años— a medida que los hombres de negocios
comenzaron a irritarse por las restricciones económicas del gobierno. En los
años 1760 los comerciantes y manufactureros independientes de las ciudades
de Brandemburgo-Prusia protestaban contra las prácticas proteccionistas y
discriminatorias del gobierno. Algún apoyo tuvieron de la propia burocracia
del rey. En septiembre de 1766, Erhard Ursinus, secretario privado de
Finanzas del Quinto Departamento, elaboró un memorándum en el que se
criticaba la política del gobierno, centrándose en concreto en lo que
consideraba excesivas subvenciones de las industrias del terciopelo y de la
seda, pues ambas producían material de calidad inferior a precios mucho más
altos que el de sus equivalentes importados del extranjero. La red de
monopolios gubernamentales, continuaba diciendo Ursinus, creó un entorno
hostil al florecimiento del comercio[75]. Ursinus no recibió ningún premio por
su sinceridad. Tras algunas revelaciones según las cuales habría aceptado
sobornos de poderosas personalidades de la comunidad empresarial, fue
encarcelado durante un año en la fortaleza de Spandau.

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17. Federico el Grande visita una fabrica,
grabado de Adolph Menzel, 1856.

Una crítica históricamente más influyente fue la de Honoré-Gabriel


Riquetti, conde Mirabeau, autor de un tratado de ocho volúmenes,
ampliamente discutido, sobre la organización agrícola, económica y militar de
la monarquía prusiana. Ferviente partidario de la economía de libre comercio
de los fisiócratas, Mirabeau halló pocas cosas recomendables en el elaborado
sistema de controles económicos utilizados por la administración prusiana
para sustentar la productividad nacional. Había, declaró, muchas «verdaderas
y útiles maneras» para impulsar el crecimiento de la industria, pero estas no
incluían a los monopolios, las restricciones a la importación, y las
subvenciones estatales que eran la norma en el reino de Prusia[76]. En vez de
permitir que las manufacturas «estableciesen por sí mismas sus propios
acuerdos» sobre la base del capital acumulado de forma natural en la
agricultura y el comercio, afirmaba Mirabeau, «el rey ha desperdiciado sus
recursos en programas de inversiones poco acertados»:

El rey de Prusia había dado recientemente 6000 escudos para la creación de una fabrica de
relojes en Friedrichswalde. Este pequeño proyecto no era digno de este regalo. Es fácil prever
que si a esta fábrica no se la alimenta con ulteriores beneficios, no podrá sostenerse. De todo
equipo inútil, nada hay más inútil que un mal reloj[77].

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El legado de casi medio siglo de gobierno federiciano, concluía Mirabeau,
fue un terrible panorama de estancamiento económico, en el que, de manera
crónica, la producción excedió a la demanda y el espíritu de empresa fue
sofocado por la regulación y el monopolio[78].
Era una valoración demasiado negativa, cuya última finalidad era la
polémica (el blanco real de Mirabeau era el Antiguo Régimen francés, que
ayudará a derribar en junio de 1789). En defensa del experimento de
Federico, podríamos señalar que cierto número de proyectos estatales
lanzados en esta época echó las bases para un crecimiento a más largo plazo.
La industria del hierro silesia, por ejemplo, continuó floreciendo después de la
muerte de Federico, bajo la supervisión del conde von Reden, comisario
industrial especial para Silesia. Entre 1780 y 1800, su mano de obra y su
producción aumentaron un 500 por ciento. A mediados del siglo XIX, Silesia
poseía una de las más eficientes industrias metalúrgicas de la Europa
continental. Lo que era un ejemplo de crecimiento y desarrollo a largo plazo
dirigido por el estado[79]. Lo mismo puede decirse respecto a la industria del
algodón, patrocinada por el estado, establecida en el distrito de Luckenwalde,
en Mittelmark, al sur de Berlín. Puede que el estado, en un primer momento,
no haya creado un clima adecuado para la libre competencia y empresa, pero
fue un sustituto exitoso de una ausente élite empresarial local. A ningún
comerciante, aun rico y emprendedor, se le había ocurrido la idea de
establecer a varios artesanos en una zona como Luckenwalde, donde hasta ese
momento no había industrias dignas de mención. La fructífera actividad de
los empresarios empezaría tan solo más adelante, cuando se hubo establecido
una colonia, junto a la necesaria concentración de recursos y expertos locales,
con el estímulo del estado. En otras palabras, el desarrollo inducido por el
estado y la empresa no eran mutuamente excluyentes y podía haber estadios
sucesivos en el proceso de crecimiento. Como dijo un historiador social y
económico del siglo XIX, Gustav Schmoller: el régimen de proteccionismo y
de crecimiento dirigido por el estado «debía caer para que las semillas que
había sembrado pudiesen florecer bajo el sol del liberalismo industrial [del
siglo XIX[80]]».
En todo caso, el Brandemburgo-Prusia de mediados del siglo XVIII no era
un erial económico en el que el Estado fuese el único innovador y el único
empresario. La importancia de la administración real como director de
manufacturas a gran escala no debe exagerarse[81]. En el complejo de la
ciudad residencial de Berlín-Potsdam, centro dominante del crecimiento
económico en las provincias centrales de Prusia, solo una de cada cincuenta

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fabricas (Fabriquen) pertenecía al estado o a corporaciones públicas. Sin
duda, estas incluían alguna de las mayores empresas, como la Lagerhaus,
fundada por Federico Guillermo I para aprovisionar al ejército, y
manufacturas de porcelana, oro y plata. De todos modos, cierto número de
estas empresas no estaban controladas directamente por el estado, sino
arrendadas a hombres de negocios ricos. El papel del estado era menos
relevante en las provincias occidentales, donde había más centros
metalúrgicos independientes importantes (en tierras de Mark), manufacturas
de la seda (en Krefeld y alrededores) y textiles (en torno a la ciudad de
Bielefeld). En tales zonas, la fuerza dominante de la vida económica era una
segura burguesía comerciante y manufacturera cuya riqueza derivaba no de
los contratos del estado, sino del comercio regional, especialmente con los
Países Bajos. En este sentido, los territorios occidentales eran una «lección
práctica sobre los límites de la influencia del estado en el desarrollo
económico[82]».
Incluso en las provincias centrales del conglomerado prusiano, el
crecimiento en el sector estatal se vio superado notablemente por la expansión
de la empresa del sector privado. En especial tras la Guerra de los Siete Años,
el rápido crecimiento de empresas manufactureras medias de creación y
gestión privada (que empleaban entre cincuenta y noventa y nueve
trabajadores) fue testigo del declinar de la importancia de la producción
impulsada por el gobierno. Especialmente llamativo fue el crecimiento del
sector del algodón que, a diferencia de los de la lana y la seda, recibían escasa
ayuda del gobierno. Aun cuando Berlín-Potsdam y Magdeburgo eran los dos
únicos centros de producción de importancia suprarregional comparados con
Hamburgo, Leipzig o Fráncfort del Meno, existían muchos centros de
producción menores en las provincias centrales del reino. Incluso en ciudades
bastante pequeñas, en las que la mayor fuente de ingresos era la agricultura,
podía darse una no pequeña concentración local de actividad manufacturera
gremial. Stendal, en el Altmark, al oeste de Berlín, por ejemplo, se jactaba de
tener no menos de 109 maestros artesanos en el sector textil. En muchas de
estas localidades, la segunda mitad del siglo XVIII presenció considerables
cambios estructurales, a medida que los talleres individuales fueron
integrándose gradualmente en manufacturas dispersas. Incluso pequeños
centros artesanos podían ser importantes «islas de progreso» capaces de poner
las bases de un posterior desarrollo industrial[83]. Observaba este crecimiento
acelerado fuera del sector estatal una variada élite empresarial, cuya relación
con las agencias económicas gubernamentales era más compleja de lo que

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admite el modelo mercantilista. Los decenios desde 1763 presenciaron la
rápida consolidación de una nueva élite económica de manufactureros,
banqueros, mayoristas y subcontratistas. Aunque siguieron estrechamente
ligados a las viejas oligarquías urbanas, sus actividades económicas fueron
disolviendo gradualmente las estructuras del orden social corporativo
tradicional. No eran «súbditos» timoratos, cuya mayor ambición fuese hacerse
con algunas migajas de la mesa de las empresas estatales, sino empresarios
independientes con un fuerte sentido de sus intereses individuales y
colectivos. Con frecuencia, trataban de influir en el comportamiento del
gobierno, a veces por medio de verdaderas algaradas (como durante la
depresión de los años 1760, cuando se produjeron protestas colectivas contra
las restricciones al comercio por parte del gobierno), pero más por medio de
contactos personales. Esto se daba a muchos niveles, desde peticiones al
propio monarca, a cartas a los burócratas importantes del gobierno central o
de las provincias, a contactos con representantes del estado de la localidad,
tales como comisarios de impuestos e inspectores de fábricas
(Gewerksassessoren). La investigación sobre la presunta corrupción del
consejero privado Ursinus, del Quinto Departamento, sacó a la luz abundantes
pruebas de los contactos oficiales con los más respetados comerciantes y
manufactureros de Berlín —Wegely, Lange, Schmitz, Schütze, Van Asten,
Ephraim, Schickler—. Tales contactos entre hombres de negocios y
funcionarios eran algo corriente. Hallamos pruebas de ellos, por ejemplo, en
la correspondencia del consejero privado de Finanzas Johann Rudolf Fäsch,
director del Quinto Departamento tras la salida de Marschall. En Fráncfort del
Oder, los funcionarios locales y los hombres de negocios celebraban incluso
conferencias regulares en las que se debatían las medidas gubernamentales de
estímulo del comercio. En 1779, por ejemplo, un grupo de empresarios
algodoneros —de Titre, Oehmigke, Ermelar, Sieburg, Wulff, Jüterbock, y
Simon— marcharon hasta el Quinto Departamento para entregar una dura
protesta contra recientes medidas del gobierno[84].
El estado, por su lado, se mostraba más abierto a la influencia de este
colectivo de lo que el famoso desprecio de Federico hacia los comerciantes
pudiera sugerir. El rey contaba al menos con una docena de empresarios y
manufactureros de renombre entre sus consejeros personales más próximos.
Por ejemplo, al empresario textil Johann Ernst Gotzkowsky, y al comerciante
de Magdeburgo Christoph Gossler, se les pedían de vez en cuando informes
oficiales sobre asuntos de la política estatal, lo mismo que a los poderosos
manufactureros de Krefeld Johann y Friedrich von der Leyen, a los que se

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otorgó el título de «consejeros comerciales reales» (königlicher
Kommerzienrat) en 1755, por sus servicios al rey.
Si el propio monarca y los funcionarios de la burocracia central estaban
abiertos a las influencias de la comunidad de los negocios, lo mismo se aplica,
a un nivel aún mayor, a los representantes locales del Estado en las distintas
ciudades. Muchos comisarios de impuestos se veían a sí mismos menos como
ejecutores de la voluntad del estado en las localidades que como canales de
información e influencia de la periferia hacia el centro. Acababan llevados
con facilidad al servicio de los empresarios locales. En 1768, por ejemplo,
encontramos al comisario de Impuestos Canitz, de Calbe, a orillas del Saale,
que pedía que las restricciones al comercio con Sajonia fuesen suprimidas
para que los algodoneros locales pudiesen vender sus mercancías en la feria
de comercio de Leipzig. La sinceridad (incluso brusquedad) de los informes
archivados por algunos funcionarios provinciales sugiere que consideraban su
actividad, basada en la familiaridad con las condiciones locales, un correctivo
fundamental de los errores de la burocracia central[85].

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7
LUCHA POR LA SUPREMACÍA

E l 16 de diciembre de 1740, Federico II de Prusia conducía un ejército de


27 000 hombres de Brandemburgo a través de la escasamente defendida
frontera de la Silesia Habsburgo. Pese a las condiciones invernales, los
prusianos barrieron la provincia, encontrando solo una débil resistencia por
parte de las fuerzas austríacas. A finales de enero, solo seis semanas más
tarde, prácticamente toda Silesia, incluida la capital Breslau, estaba en manos
de Federico. La invasión fue la acción política más importante en la vida de
Federico. Se trató de una decisión tomada solamente por el rey, en contra de
la opinión de sus diplomáticos decanos y de sus consejeros militares[1]. La
adquisición de Silesia modificó de manera permanente el equilibrio político
del Sacro Imperio Romano y lanzó a Prusia al peligroso y desconocido
mundo de la política de las grandes potencias. Federico era plenamente
consciente del efecto de choque que su ataque tendría en la opinión
internacional, pero apenas podía prever las transformaciones que en Europa se
desplegarían a partir de esa fácil campaña invernal.

«Federico el Único»

Es conveniente hacer una pausa para reflexionar sobre el hombre que sin
ayuda lanzó las guerras de Silesia y permaneció como guardián de los
territorios de los Hohenzollern durante cuarenta y seis años —casi tantos
como su ilustre predecesor, el Gran Elector—. El personaje de este dotado y
vigoroso monarca cautivó a sus contemporáneos y ha fascinado a los

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historiadores hasta hoy. Sin embargo, tratar de captar quién fue el rey no es
un asunto sencillo, pues Federico era enormemente locuaz (sus obras,
publicadas póstumas, alcanzan los treinta volúmenes), pero pocas veces
manifestó su personalidad. Sus escritos y su palabra reflejaban una depurada
estima propia del siglo XVIII por el esprit —su estilo era aforístico, ligero y
parco, el tono siempre desenvuelto: enciclopédico, divertido, irónico o incluso
burlón—. Pero detrás de los forzados gags de los versos satíricos y de la fría y
razonada prosa de sus memorias históricas y de sus memorandos políticos, el
hombre, como tal, sigue siendo evasivo.
Sobre la superioridad de su intelecto no puede haber dudas. Durante toda
su vida Federico devoró libros: Fénélon, Descartes, Molière, Bayle, Boileau,
Bossuet, Corneille, Racine, Voltaire, Locke, Wolff, Leibniz, Cicerón, César,
Luciano, Horacio, Gresset, Jean-Baptiste Rousseau, Montesquieu, Tácito,
Livio, Plutarco, Salustio, Lucrecio, Cornelio Nepote y cientos más. Leía
siempre nuevos libros, pero también, regularmente, releía los textos que le
parecían más importantes. La literatura alemana era un punto ciego cultural.
En una de sus efusiones de bilis literaria más divertidas, propias del
siglo XVIII, Federico, el anciano malhumorado de sesenta y ocho años,
denunciaba la lengua alemana calificándola de «semibárbara» en la que era
«físicamente imposible», incluso para un autor genial, alcanzar efectos
estéticos superiores. A los escritores alemanes, escribía el rey, «les produce
placer un estilo difuso, apilan paréntesis sobre paréntesis, y con frecuencia
uno no encuentra, hasta que no llega al final de la página, el verbo del que
depende el significado de toda la frase[2]».
Tan visceralmente necesitaba Federico la compañía y estímulo de los
libros que tenía una «biblioteca de campo» móvil que podía ser utilizada
durante las campañas militares. Escribir (siempre en francés) era también
importante, no solo como un medio de comunicar sus pensamientos a los
demás, sino también como refugio psicológico. Se trataba siempre de su
aspiración a combinar la osadía y la resistencia del hombre de acción con la
exigente objetividad del philosophe. Su conexión con ambos aspectos,
encapsulados en la juvenil descripción de sí mismo como «roi philosophe»
significaba que ninguno de sus roles lo solicitaba de forma absoluta: pasaba
por filósofo entre los reyes y por rey entre los filósofos. Sus cartas desde el
campo de batalla en el momento más bajo de su fortuna militar fingen un
verdadero fatalismo estoico y ser inmune a las preocupaciones. Los ensayos
sobre asuntos prácticos y teóricos, por el contrario, respiran la confianza y la
autoridad de alguien que maneja un verdadero poder.

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18. Johann Gottlieb Glume, Federico el
Grande antes de la Guerra de los Siete Años.

Federico era también un músico competente. Su preferencia por la flauta


encajaba completamente con su carácter, ya que este instrumento, más que
ningún otro, estaba relacionado con el prestigio cultural de Francia. Las
flautas traveseras que tocaba Federico eran un invento reciente de los
fabricantes franceses de instrumentos, que habían transformado la antigua
flauta cilíndrica de seis agujeros en el sutil y cromáticamente versátil
instrumento de forma cónica de la era barroca. Los más renombrados músicos
de los primeros años del siglo XVIII fueron todos franceses. Los compositores
franceses —Philidor, De la Barre, Dornel, Monteclaire— dominaban también
el repertorio de flauta. Este instrumento, así, portaba una fuerte nota de esa
superioridad cultural que Federico y muchos de sus contemporáneos alemanes
relacionaban con Francia. El rey se tomó en serio el tocar la flauta. Su tutor,
el virtuoso flautista y compositor Quantz, recibía un salario de 2000 táleros al
añojo que lo situaba a la par con algunos de los funcionarios civiles de mayor
rango del reino —en cambio, a Carl Philipp Emmanuel Bach, compositor de
mucho mayor significado histórico, que trabajó para Federico como teclista,
se le pagaba solo una fracción de esta suma[3]—. Federico practicaba y tocaba
incesantemente la flauta, con un perfeccionismo que rozaba lo obsesivo.
Incluso durante las campañas militares, sus melodiosos gorjeos podían ser
escuchados, por las tardes, a través de los campamentos prusianos. Era
también un compositor dotado, aunque su obra era competente y elegante más
que brillante.

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La relación entre los escritos políticos de Federico y la práctica como
gobernante era sincera. En el centro de su pensamiento estaba la conservación
y ampliación del poder del estado. A pesar de su título, más bien confuso, el
más famoso ensayo de Federico, El antimaquiavelo, fijaba su postura con
bastante claridad sobre la permisividad del ataque previo y de la «guerra de
intereses», en el que los derechos se disputan, la causa del príncipe es justa y
este se ve obligado a recurrir a la fuerza con el fin de perseguir los intereses
de su pueblo[4]. No se puede pedir un programa más claro sobre la conquista
de Silesia en 1740 y la invasión de Sajonia de 1756. Fue aun más franco en
sus dos testamentos políticos (1752 y 1768) que elaboró para la edificación
privada de su sucesor. En el segundo testamento escribía con notable sang
froid sobre lo «útil» que sería absorber Sajonia y la Prusia polaca (el territorio
que dividía a Prusia Oriental de Brandemburgo y de Pomerania oriental), con
lo que se «redondearían» sus fronteras y permitirían hacer defendible la
extremidad este del reino. No había ninguna referencia a la liberación de
correligionarios o a la defensa del antiguo derecho, fantaseando sin inhibición
sobre la expansión del estado[5]. Es aquí donde Federico se acerca más al
«nihilismo de política exterior» del que lo ha acusado un historiador[6].
Federico fue, además, un magnífico y muy original historiador.
Considerada en conjunto, la Historia de la Casa de Brandemburgo (terminada
en febrero de 1748), la Historia de mi tiempo (finalizada en su primer
borrador en 1746), la Historia de la Guerra de los Siete Años (que terminó en
1764) y sus memorias de los acontecimientos durante el decenio comprendido
entre la Paz de Hubertusburg y la primera partición de Polonia (completadas
en 1775) tienen el valor de ser la primera reflexión histórica
omnicomprensiva sobre la evolución de las tierras prusianas, pese a su
tendencia a hacer juicios superficiales[7]. Son tan atractivas y convincentes las
notas históricas y memorias de Federico que han dado forma, desde entonces,
a la percepción sobre su reinado —y el de sus predecesores—. La aguda
comprensión de los cambios históricos que se constata en los testamentos
políticos del Gran elector y de Federico Guillermo I se eleva en Federico II al
nivel de autoconciencia. Quizá se deba esto a que la ausencia de la
providencia divina en el universo de Federico hace imposible, para él,
encajarse y encajar en un orden intemporal de verdad y profecía. Mientras su
padre Federico Guillermo I finalizaba su Testamento Político de febrero de
1722 con el pío deseo de que su hijo y sus sucesores pudiesen prosperar hasta
el «fin del mundo» con la «ayuda de Dios por mediación de Jesucristo», el
pasaje inicial del testamento de Federico de 1752 comparaba el carácter

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contingente y fugaz de todo logro histórico: «Sé que el momento de la muerte
destruye a los hombres y a sus proyectos y que todo en el cosmos está sujeto a
las leyes del cambio[8]».
A lo largo de su vida, Federico manifestó un notable desinterés por las
piedades de su época. Era vehementemente irreligioso: en su Testamento
Político de 1768 describía a la cristiandad como «una vieja ficción metafísica,
repleta de milagros, contradicciones y absurdos depositada en la febril
imaginación de los orientales y luego difundida por Europa, donde algunos
fanáticos la hicieron suya, algunos intrigantes pretendieron estar convencidos
por ella y unos cuantos imbéciles se lo creyeron de verdad[9]». Asimismo, era
inusualmente muy laxo en cuestiones de moral sexual. Las memorias de
Voltaire recuerdan el caso de un hombre que fue condenado a muerte por
tener una relación sexual con una burra. La sentencia fue anulada
personalmente por Federico sobre la base de que «en sus tierras se gozaba de
libertad de conciencia y de pene[10]». Sea verdadera o no esta historia (y con
Voltaire no siempre se puede confiar en tales asuntos), manifiesta un
auténtico sentido del libertinaje que prevalecía en su ambiente. Jules Offray
de la Mettrie fue una estrella a ratos de la corte de Federico y autor del tratado
materialista El hombre máquina (L’homme machine), donde exponía el punto
de vista de que el hombre es meramente un tracto digestivo con un esfínter en
cada extremo. Mettrie halló tiempo, durante su estancia en Berlín, para
escribir dos ensayos sobre temas procaces: El arte de gozar (Lart de jouir) y
El hombrecito con una gran cola (Le petit homme à grande queue). Baculard
d’Arnaud, otro de los huéspedes franceses de Federico, fue el autor de un
estudio sobre El arte de follar (L’art de foutre); se cree que el propio Federico
escribió un verso (ahora, por desgracia, perdido) en el que exploraba los
placeres del orgasmo.
¿Era homosexual Federico? Una mémoire secrète contemporánea,
publicada con seudónimo en Londres, afirmaba que el rey prusiano presidía
una corte de sodomitas, que tenía sexo con cortesanos, empleados de los
establos y muchachos de paso, a intervalos regulares a lo largo del día. El
desagradecido Voltaire —que una vez había profesado su amor por Federico
en términos claramente eróticos— más tarde afirmó en sus memorias que el
rey tenía la costumbre, después de su lever, de pasar un cuarto de hora de
«diversiones de colegial» con algún lacayo escogido o un «joven cadete»,
aunque añadía maliciosamente que «las cosas no iban siempre bien» porque
Federico nunca se había recobrado del maltrato infligido por su padre y era
«incapaz de desempeñar el papel principal[11]». Los memorialistas alemanes

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contestaron con adecuados contraataques recalcando la vigorosa
heterosexualidad del joven rey. No es fácil decir cuáles de estas apreciaciones
están más próximas a la verdad. Voltaire escribía tras su alejamiento del rey
con un ojo en los lúbricos gustos del público lector parisino. Los relatos sobre
tempranas «amantes» provenían todos de los rumores, los cotilleos y runrunes
de la corte. Sin duda, Federico confesó a Grumbkow, uno de los más
influyentes ministros de la corte de su padre, que se sentía tan poco atraído
por el sexo femenino que no era capaz de imaginarse el matrimonio[12]. Es
imposible —e innecesario— reconstruir la historia sexual del rey; es muy
posible que se haya abstenido de cualquier acto sexual con cualquier persona
tras su acceso al trono, y posiblemente incluso antes[13]. Pero si no lo hacía,
sin duda hablaba de ello; las conversaciones en su propio círculo interno de la
corte estaban sazonadas con bromas homoeróticas. El poema satírico de
Federico Le Palladion (1749), que era leído con gran diversión en los petits
soupers del rey, ofrecía reflexiones sobre los placeres del «sexo desde la
izquierda» y describía una espeluznante escena en la que Darget, uno de sus
favoritos de Potsdam, era sodomizado por una banda de lascivos jesuitas[14].
Se trataba de cosas solo para hombres, de vestuarios, y una de las
características duraderas del estrecho ámbito social de Federico era su mordaz
tono masculino. En este sentido, la corte federiciana fue una elaboración del
Colegio del Tabaco que había contemplado con desagrado durante el reinado
de su padre. La masculinización que había transformado la vida de la corte
desde 1713 no se modificó, e incluso, en algunos aspectos, se vio reforzada.
Solo durante los años de Rheinsberg, cuando Federico era todavía príncipe
heredero, fueron integradas las mujeres en la vida social de su corte.
Evidentemente, no había mucho espacio, en esta constelación, para que
funcionase un matrimonio heterosexual. No está claro si la unión entre
Federico y su esposa, Isabel de Brunswick-Bevern, llegó a consumarse. Lo
que sí es cierto es que desde la época de su subida al trono, Federico cortó las
relaciones sociales con su esposa, confinándola a una zona crepuscular en la
que ella conservaba sus derechos y atributos formales como consorte, y
ocupaba una modesta residencia propia (con un presupuesto muy limitado),
pero no se la animaba a tomar contacto con el rey.
Se trató de una actuación inusual: Federico no tomó ninguna de las
opciones más obvias de su tiempo —no se divorció de ella, no la desterró del
país, ni la sustituyó con amantes—. Por el contrario, la condenó a una especie
de respiración suspendida, en la que ella fue apenas poco más que un
«autómata representativo[15]». Desde 1745 fue persona non grata en

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Sanssouci; otras mujeres fueron invitadas al elegante refugio de verano del
rey (la mayoría a la comida dominical), pero no su mujer. En los veintidós
años que corren entre 1741 y 1762, Federico estuvo presente solo dos veces
en la celebración del cumpleaños de ella. Pese a que ella continuaba
presidiendo lo que quedaba de la corte de Berlín, gradualmente los horizontes
de su vida se redujeron al perímetro de su residencia de las afueras de
Schonhausen. En una carta escrita en 1747, cuando ella tenía treinta y un
años, hablaba de que estaba «esperando la muerte pacíficamente, cuando a
Dios le plazca llevarme de este mundo en el que ya no tengo nada que hacer
[…]»[16]. La correspondencia de Federico con ella se llevó a cabo, en su
mayor parte, en un tono de helada formalidad y hubo ocasiones en que la
trataba con una acusada falta de sensibilidad. La más conocida de estas cartas
es aquella que contiene la inolvidable felicitación «La señora ha engordado»,
con la que saludaba a su esposa, tras años de separación, a su vuelta de la
guerra en 1763[17].
Si todo esto permite avanzar o no en nuestra búsqueda del «Federico real»
es una cuestión discutible. El personaje de Federico se ha moldeado en torno
a un rechazo de la autenticidad como virtud por derecho propio. Al
requerimiento de su brutal padre: «Sé una persona honrada, nada más que una
persona honrada», el Federico adolescente había respondido con una
urbanidad astuta y afectada, resaltando la pose del outsider retorcido,
simulador, moralmente agnóstico. En una carta de 1734 a su extutor, el
hugonote Duhan de Jandun, se comparaba a un espejo que, al estar obligado a
reflejar lo que lo rodeaba, «no osa ser lo que la naturaleza hizo de él[18]». Una
tendencia a eclipsarse como objeto, como individuo, aparece como un hilo
rojo a través de sus escritos. Puede hallarse en el afectado estoicismo de su
correspondencia de tiempos de guerra, en el sarcasmo y el pastiche con los
que mantiene a distancia incluso a sus asociados más cercanos, y en su
inclinación, en lo tocante a cuestiones de principios políticos, a sumergir a la
persona del rey en la estructura abstracta del estado. Incluso el ansia de
trabajo de Federico, que era inmensa e infinita, podía construirse como un
vuelo desde la introversión que la pereza trae consigo. La pantalla protectora
que Federico interpuso ante el cruel régimen instaurado por su padre nunca
fue desmantelada. Federico siguió siendo el supuesto misántropo que se
lamentaba de la bajeza de la humanidad y se desesperaba por alcanzar la
alegría en su vida. Mientras tanto continuaba, con asombrosa energía,
consolidando su capital cultural. Sin descanso, practicaba y tocaba la flauta
hasta llegar a perder los dientes, dejando su boca hecha una ruina. Leía y

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releía a los clásicos romanos (en francés), y afilaba sus habilidades con la
prosa francesa, devorando las últimas publicaciones filosóficas y reclutando a
nuevos compañeros de conversación para llenar los huecos dejados por los
amigos que habían muerto o que lo habían traicionado tomando esposa.

Las tres guerras de Silesia

¿Por qué Federico invadió Silesia y por qué lo hizo en 1740? Una respuesta
banal a esta pregunta podría ser porque pudo. La situación internacional era
muy favorable. En Rusia, la muerte de la zarina Ana en octubre de 1740 había
paralizado la política del gobierno, pues las facciones de la corte se peleaban
entre sí para tratar de dominar la regencia del infante sucesor Iván VI. Gran
Bretaña, aunque amiga de Austria, se hallaba en guerra con España desde
1739 y por lo tanto era improbable que interviniese. Había calculado también
(correctamente) que los franceses lo apoyarían, en general. Federico poseía
los medios para llevarlo a cabo. Su padre le había dejado un ejército de unos
80 000 hombres, rigurosamente entrenados y bien apoyados y equipados, pero
sin experiencia de combate. Federico había heredado asimismo sustanciosos
fondos de guerra, ocho millones de táleros en oro, metidos en sacos de
arpillera y amontonados en los sótanos del palacio real de Berlín. Por el
contrario, la monarquía de los Habsburgo, habiendo sufrido una serie de
desastrosas derrotas en la Guerra de Sucesión Polaca (1733-1738) y en la
Guerra Turca (1737-1739), se hallaba próxima al agotamiento.
La nueva reina Habsburgo, María Teresa, al ser mujer, planteaba un
problema, pues las leyes de la herencia en la Casa de los Habsburgo no
preveían la sucesión femenina. Al constatar esta dificultad, el emperador
Carlos VI, padre de tres hijas, había invertido mucho esfuerzo y dinero en
obtener la aprobación interna e internacional de la Pragmática Sanción,
mecanismo técnico que habría permitido a la dinastía saltarse las normas.
Para la fecha de su muerte, la mayoría de los estados clave (incluida Prusia)
habían notificado su aceptación de la Pragmática Sanción. Pero no era seguro
que se hiciese honor realmente a tales compromisos. Dos dinastías alemanas
en particular, la sajona y la bávara, habían casado a sus hijos mayores con
sobrinas del emperador en 1719 y 1721 respectivamente; estos argumentaron,
posteriormente, que tales convenios les daban derecho, al no haber heredero
masculino de los Habsburgo, a porciones de las tierras hereditarias de la
monarquía. En los primeros años 1720, los sajones y los bávaros firmaron

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varios tratados por los que prometían trabajar juntos para hacer valer estas
dudosas reclamaciones. El elector de Baviera, incluso, llegó lejos al pergeñar
un tratado matrimonial austro-bávaro del siglo XVI que, supuestamente,
otorgaba la mayor parte de las tierras hereditarias austríacas en el caso de que
no se diese una sucesión por línea directa masculina. Había claras
indicaciones, incluso antes de 1740, de que habría problemas cuando el
emperador muriese.
Prusia era uno de esos estados alemanes que había ratificado la
Pragmática Sanción, en parte con el fin de acelerar las negociaciones sobre el
traslado de los protestantes de Salzburgo a las fronteras orientales del Reino
de Prusia en 1731-1732. Pero las relaciones entre Prusia y la Casa de Austria
habían ido deteriorándose ya desde hacía tiempo. Los Habsburgo habían
lamentado durante mucho tiempo su apoyo a la adquisición por parte de
Prusia de la corona real en 1701, y desde aproximadamente 1705, cuando el
emperador José I subió al trono, llevaron una política de contención que
trataba de prevenir toda ulterior consolidación de la dinastía Hohenzollern en
Alemania. Prusia y Austria luchaban del mismo lado, hablando en general,
durante la Guerra de Sucesión Española, pero los informes de los enviados
británicos en Berlín revelan frecuentes tensiones y resentimientos sobre
asuntos que iban desde el reconocimiento de títulos al despliegue de tropas de
la coalición y los retrasos en el pago de subvenciones[19]. Si bien Federico
Guillermo I (que subió al trono en 1713) era una especie de patriota imperial
que no tenía ningún deseo de disputarle la primacía al emperador, se daban
periódicas fricciones sobre los derechos de los protestantes del imperio, y
estallidos de furia en Berlín sobre la buena voluntad del emperador de airear
las quejas de los Estados de las tierras de los Hohenzollern ante el Consejo
Áulico Imperial de Viena, como si el rey de Prusia fuere sin más un potentado
imperial menor, un «príncipe de Zipfel-Zerbst», como dijo el propio Federico
Guillermo.
El punto de ruptura de Federico Guillermo I fue el fracaso del emperador,
en 1738, en su intento de apoyar las reclamaciones todavía notables de
Brandemburgo sobre el ducado renano de Berg. La política exterior de
Federico Guillermo se concentraba casi exclusivamente en asegurarse el título
de Berg, y el emperador había prometido, como quid pro quo por la
aprobación por Berlín de la Pragmática Sanción, con el fin de apoyar a
Brandemburgo contra otros pretendientes de la región. En 1738, con todo,
Austria rompió su compromiso y apoyó las reclamaciones de un rival. Para
Federico Guillermo esto fue un amargo golpe, que, al parecer, señalando a su

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hijo, exclamó: «Ahí está el hombre que me vengará[20]». La rabia compartida
por la «traición» de Austria hizo mucho para establecer un puente entre los
antes divididos padre e hijo durante los últimos años del reinado, y un tratado
secreto de abril de 1739, por el que Francia reconocía la «propiedad»
brandemburguesa del Ducado de Berg, presagiaba una orientación alejada de
Austria y dirigida hacia Francia que sería una característica de los primeros
años del reinado de su hijo. En su «último mensaje» a su hijo, formulado
cuando el viejo rey estaba agonizando el 28 de mayo de 1740, Federico
Guillermo alertó al príncipe heredero de que la Casa de Austria no merecía
confianza y que siempre se esforzaría por disminuir la posición de
Brandemburgo-Prusia: «Viena no renunciará nunca a esta máxima
invariable[21]».
¿Por qué Silesia? Había una reclamación territorial importante de los
Hohenzollern sobre varias partes de esta provincia, basada en una apropiación
anterior de los Habsburgo del feudo Hohenzollern de Jägerndorf (1621), y los
territorios silesianos de los Piast de Liegnitz, Brieg y Wohlau (1675) sobre los
que los Hohenzollern reclamaban el derecho de sucesión. El propio Federico
hizo luz sobre estos títulos apolillados y los historiadores, en general, han
aceptado su versión, al leer los sumarios legales elaborados en apoyo de la
reclamación sobre Silesia como una simple hoja de parra para ocultar un acto
de pura agresión. Si deben o no ser descartados totalmente es dudoso, dada la
memoria de elefante de la dinastía Hohenzollern —y asimismo de las
dinastías europeas modernas, en general— para las reclamaciones de
herencias no satisfechas[22]. Pero una razón más urgente para la elección de
Silesia consistía, simplemente, en que era la única provincia de los Habsburgo
que compartía frontera con Brandemburgo. Se daba el caso, asimismo, de que
disponía de escasas defensas —había solo 8000 soldados austríacos
estacionados en la provincia en 1740—. Se trataba de un territorio largo, en
forma de dedo pulgar, que se extendía hacia el noroeste desde las fronteras de
la Bohemia Habsburgo hasta el borde meridional de Neumark. A lo largo del
territorio fluía el río Óder, cuya corriente nace en las montañas de la Alta
Silesia y, con sus meandros, se dirige hacia el noroeste, cortando por la mitad
a Brandemburgo y desembocando en el mar en Stettin, en Pomerania. Silesia
proporcionaba a Viena los mayores ingresos en impuestos que cualquier otra
de las tierras hereditarias de Austria. Era una de las zonas más densamente
industrializadas de la Europa germana en los primeros años de la época
moderna, con un sector textil importante especializado en manufacturas de

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lino, y su anexión proporcionaría a Prusia un elemento de intensidad
productiva de la que había carecido hasta esa fecha.
Sin embargo, no hay muchas pruebas que sugieran que los factores
económicos tuvieran gran peso en los cálculos de Federico —el hábito de fijar
el valor de un territorio en términos de su potencial productivo todavía no se
había establecido—. Eran más importantes las consideraciones estratégicas.
De estas, la de mayor importancia era probablemente el temor de que los
sajones, que también tenían reclamaciones que hacer a los austríacos,
intentaron hacerse con la provincia, o parte de ella, si el rey de Prusia no se
movía primero. Como Gran Bretaña y Hanóver por su lado, Sajonia y Polonia
se hallaban, en esta época, en una situación de unión personal, el elector
Federico Augusto II de Sajonia se duplicaba como Augusto III de Polonia.
Así, los territorios de la dinastía sajona se hallaban a ambos lados de Silesia, y
parecía muy probable que los sajones quisiesen cerrar el intervalo de alguna
manera. Sin duda, cuando Carlos VI murió, los sajones ofrecieron su apoyo a
María Teresa, a cambio de la cesión de un corredor a través de Silesia, entre
Sajonia y Polonia. Si este proyecto se llevaba a cabo, la monarquía sajona
habría controlado una franja de territorio contiguo que encerraría
completamente a Brandemburgo por el sur y el este. Esto podría haber
eclipsado a Prusia permanentemente, con consecuencias a largo plazo que
eran difíciles de imaginar.
La actitud de Federico en tiempos del ataque a Silesia sugiere una
espontaneidad que raya con la temeridad. El rey actuó con asombrosa rapidez.
Parece ser que tomó la decisión de la invasión en pocos días —quizá en un
solo día—, al recibir la noticia de la inesperada muerte de Carlos VI[23]. Sus
declaraciones contemporáneas muestran un tono de machismo juvenil y sed
de fama. «Marchad a vuestra cita con la gloria», proclamó ante los oficiales
del regimiento de Berlín en el momento de dirigirse hacia Silesia. Referencias
a su «cita con la fama» y su deseo de «ver su nombre en las gacetas» son
frecuentes en su correspondencia[24]. A esto habría que añadir la animosidad
personal que Federico había ido acumulando contra la Casa de Habsburgo
desde su implicación en la crisis precipitada por su intento de fuga del verano
de 1730. Federico había experimentado, de la manera más íntima, el
significado de la posición subordinada de Brandemburgo-Prusia en el seno
del imperio, y aunque soportaba sus tribulaciones mostrándose exteriormente
ecuánime, un vehemente resentimiento lo hizo caer en un rechazo a
reconciliarse con el matrimonio arreglado para él —con la aprobación de
Austria— con Isabel de Brunswick-Bevern. El énfasis en una motivación

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emocional iba a contrapelo de las posteriores crónicas históricas de Federico,
en las que se presentaba a sí mismo como el superracional ejecutor de una
razón de estado sin derramamiento de sangre, pero encaja plenamente con sus
creencias más fundamentales sobre las fuerzas que motivan los cambios
históricos. «Es propio de los asuntos humanos ser guiados por las pasiones de
los hombres», escribía en su Historia de la Casa de Brandemburgo, «y las
razones que eran originalmente infantiles pueden acabar dirigiendo grandes
levantamientos[25]».
Prescindiendo de cuál fuese el peso relativo de los motivos de la invasión
de Silesia, esta comprometió a Federico en una lucha larga y dura sobre la
recién conquistada provincia. Los austríacos contraatacaron en la primavera
de 1741, pero el ímpetu de su campaña se quebró el 10 de abril, por la victoria
prusiana de Mollwitz, al sudeste de Breslau, que dio la señal para una guerra
general de partición, conocida como Guerra de Sucesión Austríaca. A fines de
mayo, Francia y España se habían comprometido con el Tratado de
Nymphenburg a apoyar la candidatura del elector de Baviera, Carlos Alberto,
al trono imperial y a su dudosa reclamación de la mayor parte de los
territorios hereditarios de los Habsburgo (a Francia y a España se las
premiaría con Bélgica y Lombardía por sus sufrimientos). La Liga de
Nymphenburg, acabaría incluyendo no solo a Francia, España y Baviera, sino
también a Sajonia, al Piamonte de los Saboya y a Prusia. Si estos planes
incubados por esta coalición se hubiesen realizado, María Teresa se habría
quedado tan solo con Hungría y Austria interior. Como hienas, los estados de
Europa occidental se reunieron para matar, observándose cautelosamente
entre sí.
Aun cuando el surgimiento de la coalición de Nymphenburg servía a los
intereses de Federico en 1741, su compromiso con ella fue escasamente
entusiasta. No quería ver desmembrarse a Austria y sin duda no deseaba ver a
Sajonia o a Baviera crecer a expensas de Austria. Después de la campaña de
primavera, se estaba quedando sin dinero rápidamente y no tenía intención de
verse arrastrado a nuevas aventuras por una coalición cuyos objetivos no
compartía. En el verano de 1742, Federico abandonaba a sus socios de
coalición y firmaba una paz separada con Austria. Según los términos del
Tratado de Breslau y de un acuerdo suplementario firmado en Berlín,
Brandemburgo-Prusia se mostró de acuerdo con abstenerse de ulteriores
campañas, a cambio de un reconocimiento formal de la posesión de Silesia.
Durante los siguientes 24 meses Federico se mantuvo sin combatir,
controlando su evolución y llevando a cabo varias mejoras militares. En

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agosto de 1744, cuando la balanza se inclinaba a favor de Austria y parecía
probable una renovada contraofensiva contra Silesia, volvió a la palestra,
consiguiendo dos nuevas e impresionantes victorias en Hohenfriedeberg
(junio de 1745) y Soor (septiembre de 1745). En diciembre de 1745, tras otra
nueva victoria prusiana en Kesselsdorf, Federico, una vez más, dejaba en la
estacada a los aliados de Nymphenburg y firmaba una paz separada con
Austria. De acuerdo con los términos de la Paz de Dresde, aceptó retirarse de
nuevo de la guerra a cambio de una nueva ratificación de su posesión de
Silesia. Al haber resultado vencedor en dos guerras de Silesia (1740-1742 y
1744-1745), Prusia permanecería como no-beligerante durante el resto de la
Guerra de Sucesión Austríaca. La Paz de Aix-la-Chapelle, firmada en octubre
de 1748, ponía fin formalmente a la guerra y confirmaba una vez más la
posesión de Silesia para Prusia, con una garantía internacional firmada por
Gran Bretaña y Francia.
Federico había obtenido resultados extraordinarios. Por primera vez, un
principado alemán menor había desafiado exitosamente la primacía de los
Habsburgo en el imperio, colocándose al mismo nivel que Viena. En todo
esto, el ejército creado por el padre de Federico había jugado un papel
fundamental. Las victorias prusianas en las dos primeras guerras de Silesia se
debían, sobre todo, a la disciplina y al poder ofensivo de la infantería de
Federico Guillermo. En la batalla de Mollwitz (10 de abril de 1741), en
Silesia meridional, por ejemplo, los prusianos, en un primer momento,
perdieron el control del campo de batalla tras una carga de caballería austríaca
contra la derecha de la caballería prusiana. Tan grande fue el pánico y la
confusión de los jinetes prusianos que Federico se dejó convencer por su
experimentado comandante el general Kurt Christoph von Schwerin para huir
del campo de batalla —incidente que sería narrado una y otra vez, y
embellecido, por sus enemigos—. Sin embargo, la infantería, apiñada en sus
líneas entre los dos flancos prusianos, desconociendo que el rey había
abandonado el campo de batalla, avanzó en perfecto orden, «como muros
móviles», según un observador austríaco, sirviéndose de su entrenamiento en
el uso coordinado de las armas para concentrar su fuego contra la primera
línea de la infantería austríaca, barriendo todo lo que había delante de ella.
Por la tarde estaba claro que los prusianos, pese a las numerosas bajas,
controlaban el campo de batalla.
No se puede decir que fuese el triunfo de un mando decidido, pero
demostró la potencia del arma forjada por Federico Guillermo I. La batalla de
Chotusitz, en la frontera entre Bohemia y Moravia (17 de mayo de 1742)

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mostró algunas características análogas: en esta ocasión, la caballería prusiana
fue superada por los jinetes austríacos en un primer momento de la acción;
fue la infantería, desplegándose con rigor y flexibilidad sobre un terreno
quebrado, la que rompió las líneas austríacas con un fuego de enfilada muy
concentrado. La más bien inepta disposición de Federico en vísperas de la
batalla había dado, hasta ese momento una escasa idea del talento estratégico
por el que será celebrado más tarde. En Hohenfriedeberg, quizá la más
decisiva de las batallas combatidas durante la Segunda Guerra de Silesia,
Federico controló la situación de forma más segura y mostró una
impresionante capacidad para adecuar sus planes a las condiciones
cambiantes del campo de batalla. Asimismo, aquí, la infantería lanzó dos
asaltos decisivos, avanzando en tres líneas sobre las líneas austríacas y
sajonas, hombro con hombro, caladas las bayonetas, a una velocidad regulada
de noventa pasos por minuto, bajando a setenta a medida que se acercaban al
enemigo —de modo incesante, imparable[26].
Federico había iniciado las hostilidades en diciembre de 1740 con un
ataque espontáneo, no provocado, y los historiadores del siglo XX, sopesando
tales hechos a través de las lentes de las dos guerras mundiales, han visto, a
veces, la invasión llevada a cabo por Federico como un acto sin precedentes
de criminal agresión[27]. Con todo, no había nada excepcional en el contexto
de las políticas de poder de la época en cuanto a un ataque de este tipo contra
territorios ajenos —debemos indicar solo la larga serie de agresiones
francesas en Bélgica y en las tierras alemanas occidentales, o la captura de
Gibraltar por parte de una fuerza incursora anglo-holandesa en 1704, durante
la Guerra de Sucesión Española o, más cerca del país, los audaces planes de
partición de Sajonia y Baviera—. Una característica llamativa de los planes
bélicos de Federico era su capacidad para centrarse en un objetivo específico
y circunscrito (en este caso la adquisición de Silesia) y no dejarse seducir por
los aliados o por la buena suerte arriesgándose con apuestas más altas. Esto
ayuda a explicar por qué Prusia, en tiempos de Federico, empleó menos años
en guerras que cualquier otra gran potencia europea[28].
Lo que sorprendió a los contemporáneos sobre la aventura silesiana de
Federico fue la combinación de su velocidad y éxito con el aparente
desencuentro entre los dos oponentes —Prusia, jugador de tercera fila dentro
del sistema europeo, y Austria, la dinastía dirigente del Sacro Imperio
Romano y miembro consolidado del club de las grandes potencias—. Los
éxitos de Prusia parecieron aún más notables por el hecho de que contrastaban
netamente, por la misma época, con la suerte de Sajonia o Baviera. Los

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bávaros sufrieron una serie de derrotas, durante las cuales el elector Carlos
Alberto se vio forzado a buscar refugio fuera de su país. A los sajones les fue
algo mejor, al haber comprobado que no había nada que ganar con su
colaboración con la Liga de Nymphenburg, por lo que cambiaron de bando
para combatir con los austríacos en 1743 a tiempo para oponerse a Prusia del
lado perdedor en Hohenfriedeberg. Estas actuaciones tan poco notables dieron
mayor relieve a los éxitos de Prusia. En 1740 Prusia era solamente uno más
—y, sin duda, no el más rico— entre los estados con el suficiente potencial
para sobrepasar su estatus en el seno del Sacro Imperio Romano. Pero en
1748 Prusia destacaba, eclipsando a sus más próximos rivales alemanes.
Sin embargo, no estaba del todo claro que Federico fuese a tener éxito en
conservar su botín. La conquista de Silesia había creado una situación nueva y
potencialmente muy peligrosa. Los austríacos se negaron absolutamente a la
reconciliación por la pérdida de la provincia más rica de la monarquía, y no
quisieron firmar la Paz de Aix-la-Chapelle de 1748, pues habría formalizado
la posesión por parte de Prusia de la provincia robada. La creación de una
coalición antiprusiana capaz de arrancar Silesia de las manos de Federico y de
hacer retroceder a Prusia al rango de uno de los territorios alemanes menores,
se convertía ahora en el leitmotiv de la política de los Habsburgo. También
Rusia podía contarse ya entre quienes se alarmaron por el inesperado éxito
militar de Prusia, y la zarina Isabel y su primer ministro Alekséi P.
Bestúzhev-Riúmin acabaron viendo a Brandemburgo-Prusia como rival por
su influencia en el Báltico oriental y el potencial bloqueo de la expansión rusa
hacia occidente. En 1746, los rusos firmaron una alianza con Viena; una de
sus cláusulas secretas preveía la partición de la monarquía de los
Hohenzollern[29].
Tan poderosa era la fijación de los Habsburgo con Silesia que trajo
consigo una fundamental reorientación de la política exterior austríaca. En la
primavera de 1749, María Teresa convocó una reunión de la Conferencia
Privada (Geheime Konferenz) cuya finalidad era determinar las implicaciones
del desastre de Silesia. En la reunión estaba presente un brillante y joven
ministro, el conde Wenzel Anton von Kaunitz, de treinta y siete años de edad.
Kaunitz propuso un cambio político fundamental. El aliado tradicional de la
dinastía austríaca era Gran Bretaña y su enemigo tradicional era Francia. Pero
una mirada objetiva a la historia de la alianza británica, afirmaba Kaunitz,
mostraba que esta había proporcionado escasa utilidad a la monarquía
Habsburgo. Sin ir más lejos, el año anterior los británicos habían jugado un
papel ignominioso en las negociaciones de Aix-la-Chapelle, al presionar a

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Austria para que aceptase la pérdida territorial como irreversible y dándose
prisa por garantizar la posesión prusiana de Silesia. La raíz del problema,
declaraba Kaunitz, estaba en el hecho de que los intereses geopolíticos de una
potencia marítima como Gran Bretaña y los de una potencia continental como
Austria eran objetivamente demasiado divergentes para sustentar una alianza.
Así, los intereses de la monarquía exigían que Viena abandonase a su poco
fiable aliado británico y buscase en cambio la amistad de Francia.
Se trataba de una postura radical en el escenario austríaco, no solo porque
entrañaba una transformación de la tradicional estructura de alianzas, sino
también porque se basaba en un nuevo tipo de razonamiento cuyo marco no
era la autoridad y la tradición dinástica, sino los «intereses naturales» de un
estado, definido por su posición geopolítica y las necesidades de seguridad
inmediatas de su territorio[30]. Kaunitz fue el único participante en el debate
de la Conferencia Privada de 1749 que tomó esta postura; los demás, todos
los cuales eran más viejos que él, quedaron horrorizados por sus extremas
conclusiones. Sin embargo, fue el punto de vista de Kaunitz por el que María
Teresa optó, y aquel fue enviado como embajador en la corte de Versalles
para trabajar en la consecución de una alianza con Francia. En 1753 fue
nombrado canciller del Estado con la responsabilidad de la política exterior de
la monarquía Habsburgo. El trauma de Silesia apartó así la política exterior de
los Habsburgo de la red de supuestos en la que había descansado
tradicionalmente.
La Guerra de los Siete Años (1756-1763) que siguió se debió a que estos
cálculos de Austria y Rusia se vieron mezclados con la escalada del conflicto
global entre Gran Bretaña y Francia. Durante 1755 se produjeron escaramuzas
entre tropas británicas y francesas en las remotas tierras pantanosas del valle
del río Ohio. Cuando Londres y París se vieron arrastradas a una guerra
abierta, el rey Jorge II de Gran Bretaña quiso prevenir a Prusia, aliada de
Francia, para que no tocase Hanóver, la tierra alemana de la que era originario
el rey. Al igual que los franceses habían utilizado a los suecos para amenazar
a los brandemburgueses en Pomerania, a comienzos de los años 1670, los
británicos ahora ofrecían financiar las tropas y el despliegue naval ruso a lo
largo de la frontera de Prusia Oriental. Los detalles se fijaron en la
Convención de San Petersburgo, llegándose a un acuerdo en septiembre de
1755 (aunque no se ratificaron).
Federico II quedó muy alarmado por esta amenaza en sus fronteras
orientales —tenía pleno conocimiento de los designios rusos sobre Prusia
Oriental y tendió siempre a sobreestimar el poder ruso—. Desesperado por

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aliviar la presión sobre la frontera oriental, entró en un acuerdo curiosamente
abierto con Gran Bretaña, la Convención de Westminster del 16 de enero de
1756. Los británicos aceptaron retirar su oferta de subvenciones a los rusos y
ambos estados decidieron emprender una acción defensiva conjunta en
Alemania en caso de que Francia hubiese atacado Hanóver. Pero en un
movimiento precipitado y poco razonado, Federico no se tomó la molestia de
consultar a sus aliados franceses, aunque debería haber estimado que este
imprevisto pacto con el enemigo tradicional de Francia enfurecería a la corte
de Versalles y echaría a los franceses a los brazos de los Habsburgo. El reflejo
de pánico de Federico de enero de 1756 puso de manifiesto la debilidad de un
sistema de toma de decisiones que dependía exclusivamente del humor y las
percepciones de un solo hombre.
Ahora, la posición de Prusia estaba desenmarañándose con peligrosa
rapidez. Las noticias de la Convención de Westminster desataron la furia en la
corte francesa, y Luis XV respondió aceptando la oferta austríaca de una
alianza defensiva (el Primer Tratado de Versalles, 1 de mayo de 1756) según
la cual cada una de las partes estaba obligada a proporcionar 24 000 soldados
a la otra en caso de que fuese atacada. La retirada de la oferta británica de
subvención irritó también a Isabel de Rusia quien, en abril de 1756, aceptó
entrar en una coalición antiprusiana. Al cabo de pocos meses fueron los rusos
la fuerza impulsora hacia la guerra; mientras María Teresa se cuidó de limitar
sus preparativos a medidas de menor entidad, Rusia no hizo nada para ocultar
la concentración de tropas. Federico se halló rodeado por una coalición de tres
poderosos enemigos cuya ofensiva conjunta, creía, se lanzaría en la primavera
de 1757. Cuando el rey pidió garantías categóricas a María Teresa de que no
estaba maquinando contra él y que no tenía intención de iniciar una ofensiva,
su respuesta fue inquietantemente equívoca. Así que Federico decidió golpear
primero, en vez de esperar a que sus enemigos tomasen la iniciativa. El 29 de
agosto de 1756 las fuerzas prusianas invadieron el Electorado de Sajonia.
Esta fue otra inesperada y muy sorprendente acción prusiana, y el rey
estuvo solo a la hora de decidir sobre ello. Hasta cierto punto, la invasión se
basó en una interpretación errónea de la política sajona. Federico creía
(equivocadamente) que Sajonia se había unido a la coalición contra él y había
hecho que sus oficiales buscasen papeles del estado sajón (en vano) que
sirvieran de pruebas documentales. Pero esta decisión fue útil también para
objetivos estratégicos más amplios. En El antimaquiavelo, publicado poco
después de su subida al trono, Federico había delineado tres tipos de guerra
éticamente permitida: la guerra defensiva, la guerra para perseguir derechos

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justos y la «guerra preventiva», en la que un príncipe descubre que sus
enemigos están preparando una acción militar y decide lanzar un ataque
cautelar, para no desperdiciar las ventajas de iniciar las hostilidades en sus
propios términos[31]. Evidentemente, la invasión de Sajonia entraba en la
tercera categoría. Permitió a Federico comenzar la guerra antes de que su
oponente hubiese reunido todo el potencial de sus fuerzas y hacerse con el
control de una zona estratégicamente sensible que, de otro modo, casi con
seguridad, habría sido utilizada como base avanzada —a solo 80 kilómetros
de Berlín— para las ofensivas enemigas. Sajonia gozaba asimismo de un
valor económico considerable; había sido exprimida brutalmente durante la
guerra, suministrando más de un tercio de todo el gasto militar de Prusia,
aunque es difícil calcular en qué medida el factor financiero y de recursos
pesó en los cálculos de Federico.
La invasión de Sajonia podía defenderse en términos puramente
estratégicos, pero su impacto político no fue sino un desastre. La coalición
antiprusiana aprovechó farisaicamente el impulso proporcionado por el
agravio. Rusia ya había propuesto una ofensiva a la alianza, pero Francia
todavía no. Estos dos países muy bien podían haber permanecido neutrales si
Federico hubiese esperado el momento oportuno y presentarse como víctima
de un ataque no provocado por parte de los austríacos o de los rusos. En
cambio, Francia y Austria se ponían de acuerdo en un nuevo Tratado de
Versalles (1 de mayo de 1757), de carácter abiertamente ofensivo, por el que
Francia prometía proporcionar 129 000 soldados y 12 millones de libras cada
año hasta que se llevase a cabo la recuperación de Silesia (a Francia se la
recompensaría con el control de la Bélgica austríaca). Los rusos se unieron a
la alianza ofensiva con otros 80 000 hombres (tenían planeado anexionarse la
Curlandia polaca y compensar a la Polonia controlada por Rusia con la Prusia
Oriental); los territorios del Sacro Imperio Romano ofrecieron un ejército
imperial de 40 000 hombres; incluso los suecos se unieron, con la esperanza
de reapropiarse toda o una parte de Pomerania.
En otras palabras, no se trataba precisamente de una guerra para decidir la
suerte de Silesia. Se trataba de una guerra de reparto, una guerra para decidir
el futuro de Prusia. Si los aliados hubiesen tenido éxito en sus objetivos, el
Reino de Prusia habría dejado de existir. Privado de Silesia, Pomerania y
Prusia Oriental, junto con otros territorios menores reclamados por varios
miembros del contingente imperial, el estado compuesto de los Hohenzollern
habría vuelto a su condición primera: la de un Electorado alemán norteño sin
salida al mar. Esto habría coincidido exactamente con los planes de los

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políticos clave de Austria, cuyo objetivo era, como había dicho claramente
Kaunitz, «la reduction de la Maison de Brandebourg à son état primitif de
petite puissance très secondaire» [la reducción de la Casa de Brandemburgo a
su estado primitivo de pequeña potencia muy secundaria][32].
El que Federico haya podido prevalecer contra una masiva preponderancia
de fuerzas les pareció milagroso a los contemporáneos y todavía hoy sigue
resultando algo notable para nosotros. ¿Cómo podemos explicarlo? Sin duda,
los prusianos gozaron de ciertas ventajas geográficas. El control de Sajonia
por Federico le dio una base territorial compacta (excluyendo Prusia Oriental
y los principados de Westfalia, naturalmente) desde la que lanzar operaciones
militares. Estaba protegido en el margen meridional de Silesia por los montes
de los Sudetes del norte de Bohemia. Su flanco occidental estaba cubierto por
el Ejército de Observación de Hanóver, financiado por los británicos; esto
bastaba para mantener alejados a los franceses por un tiempo de este sector.
Para los cuatro años 1758-1761, Prusia recibió una sustanciosa subvención
anual de 670 000 libras inglesas (aproximadamente unos 3 350 000 táleros)
del gobierno británico, una suma suficiente para cubrir alrededor de un quinto
de los gastos de guerra de Prusia. Federico (que había decidido en un primer
momento no defender la Prusia Oriental ni los territorios de Westfalia) gozaba
también de la ventaja de poseer líneas defensivas internas, mientras que sus
enemigos operaban (a excepción de Austria) a gran distancia de su propio
país. Dispersos en torno a la periferia del principal teatro de operaciones, los
aliados tenían dificultades para coordinar eficazmente sus movimientos.
Existía también, como sucede prácticamente siempre en todos los casos de
guerras de coalición, un problema de motivación y confianza: la obsesión de
María Teresa con la destrucción del «monstruo» prusiano no la compartían la
mayoría de los demás aliados, que tenían objetivos más limitados. Las
preocupaciones de Francia se centraban principalmente en el conflicto
atlántico, y los intereses franceses en la lucha contra Prusia se habían
reducido rápidamente tras la devastadora victoria prusiana de Rossbach (5 de
noviembre de 1757). Por el nuevamente negociado Tercer Tratado de
Versalles, firmado en marzo de 1759, los franceses cortaron su compromiso
militar y financiero con la coalición. Por lo que respecta a los suecos y al
surtido de territorios alemanes representados en el ejército imperial, se
hallaban en la coalición con el fin de obtener botines fáciles y tenían escasa
inclinación a perseverar en una agotadora guerra de desgaste. El nexo más
fuerte en la coalición era la alianza austro-rusa, pero también aquí había
problemas. Ni unos ni otros querían ver que el otro se beneficiase

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desproporcionadamente gracias al conflicto y, al menos en una ocasión
fundamental, esta desconfianza se tradujo en la desgana austríaca en
comprometer fuerzas para consolidar una victoria rusa.
Aunque esto no debe significar que el éxito final de Prusia tuviese, en
ningún sentido, una conclusión dada por descontada. La Tercera Guerra de
Silesia se prolongó durante siete años, precisamente porque su final fue tan
difícil de alcanzar militarmente. No se dio una serie ininterrumpida de
victorias prusianas. Fue una dura lucha, en la que los éxitos, para Prusia,
significaban sobrevivir para combatir un día más. Muchas de las victorias
prusianas fueron obtenidas por escaso margen, muy costosas en bajas y no lo
suficientemente decisivas para inclinar definitivamente la balanza de las
fuerzas implicadas en el conflicto a favor de Prusia. En la batalla de Lobositz
(1 de octubre de 1756), por ejemplo, los prusianos consiguieron obtener el
control táctico del campo de batalla, con un elevado coste en hombres, pero
esto no quebró el cuerpo principal del ejército austríaco. Otro tanto puede
decirse de la batalla de Liegnitz (15 de agosto de 1760) contra los austríacos,
en Silesia; aquí Federico evaluó cuidadosamente las posiciones enemigas y se
movió rápidamente para golpear uno de los dos ejércitos austríacos separados
y lo desbarató antes de que el otro pudiera reaccionar de forma efectiva. Esta
iniciativa tuvo éxito pero dejó a las fuerzas austríacas en la zona en gran parte
intactas.
Hubo cierto número de batallas en las que la inteligencia y originalidad de
Federico como comandante en jefe quedaron de manifiesto brillantemente. Su
victoria más impresionante se produjo en la batalla de Kossbach (5 de
noviembre de 1757) contra los franceses. Aquí, 20 000 prusianos se vieron
superados en número, en una proporción de dos a uno, por una fuerza
combinada franco-imperial. Mientras que los franco-imperiales daban vueltas
alrededor de las posiciones prusianas, tratando de desbordarlas por su
izquierda, Federico redesplegó a sus tropas, con impresionante rapidez,
lanzando a la caballería para barrer a los regimientos de jinetes en el frente
del avance aliado, posicionando de nuevo a su infantería con una formación
en tijera con la que pudo someter a las columnas francesas e imperiales a un
fuego nutrido y a un fuerte ataque. Las bajas prusianas alcanzaron los 500
hombres por 10 000 del enemigo.
Una de las principales características de la capacidad militar de Federico
era su preferencia por un orden de batalla oblicuo en vez de frontal. En vez de
aproximarse en formación frontal paralela al enemigo, Federico trataba, si era
posible, de girar sus líneas de ataque para que uno de sus extremos, que solía

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reforzarse con caballería, penetrase en las posiciones enemigas antes que la
otra. La idea era arrollar al enemigo a lo largo de sus propias líneas, en vez de
asaltarlo directamente. Se trataba de un tipo de maniobra que exigía una
acción de la infantería especialmente hábil y rápida, en particular cuando el
terreno era quebrado. En cierto número de batallas, los asaltos prusianos
desde el flanco, por medio de un complejo despliegue de la infantería,
funcionaron de manera devastadora. En Praga (6 de mayo de 1757), por
ejemplo, cuando el número de soldados prusianos y austríacos era más o
menos igual, Federico fue capaz de arrollar a los austríacos por su ala
derecha. Cuando estos se redesplegaron rápidamente para hacer frente a su
avance, los comandantes prusianos de la zona observaron y explotaron un
hueco en la «bisagra» entre las antiguas y las nuevas posiciones y atacaron a
través de él, destrozando sin remisión a las fuerzas austríacas. El ejemplo
clásico del orden de marcha oblicuo en acción fue la batalla de Leuthen (5 de
diciembre de 1757), en la que los prusianos eran superados en número por los
austríacos en una proporción de casi dos a uno; aquí, un ataque fingido
prusiano dio la impresión de una aproximación frontal mientras que la masa
de la infantería prusiana giró hacia el sur y bloqueó el ala izquierda austríaca.
En esta extraordinaria ejecución, los «muros móviles» de la infantería
prusiana eran flanqueados por fuego de artillería coordinado a medida que los
cañones prusianos se trasladaban de una posición de fuego a otra a lo largo de
la línea de ataque.
Con todo, estas mismas tácticas podían también fracasar si hallaban a un
enemigo preparado, no estaban apoyadas por un suficiente número de
soldados o se basaban en una errónea comprensión de la situación del campo
de batalla. En Kolin (18 de junio de 1757), por ejemplo, Federico intentó,
como era habitual, empujar el flanco derecho austríaco y arrollar al enemigo
por el ala, pero se encontró con que los austríacos, anticipándose al
movimiento, habían extendido sus líneas a través de su ruta de aproximación,
obligándolo a un desastroso asalto frontal cuesta arriba contra posiciones
fuertemente defendidas y numéricamente superiores —aquí fueron los
austríacos quienes ganaron la batalla, a costa de 8000 hombres contra 14 000
de los prusianos[33]—.
En la batalla de Zorndorf (25 de agosto de 1758) contra los rusos,
Federico no supo interpretar en absoluto el despliegue enemigo, y modificó su
rumbo desde el norte para arrollar el ala izquierda rusa, pero se encontró con
que el adversario estaba en realidad ante él; la lucha fue salvaje y las bajas
muy elevadas —13 000 prusianos y 18 000 rusos—. Sigue sin estar claro si

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hay que considerar Zorndorf como una victoria o una derrota prusiana, o
simplemente un brutal empate. El siguiente gran enfrentamiento de Federico
con los rusos presentó características similares. La batalla de Kunersdorf (12
de agosto de 1759) comenzó de manera prometedora gracias a un cuidadoso
fuego de artillería e infantería por parte de los prusianos sobre el flanco
derecho ruso, pero enseguida se produjo el desastre, cuando los rusos giraron
para construir un sólido frente en la zona contra el avance enemigo, y la
infantería prusiana se vio apiñada en una estrecha depresión en la que estaban
expuestos a los cañones rusos. De nuevo aquí, Federico falló al no darse
cuenta de cómo se estaba desarrollando la batalla; el terreno irregular dificultó
el reconocimiento por parte de la caballería, y parece que no acertó en tomar
una adecuada conciencia de la mala calidad de su servicio de información. El
coste fue espeluznante: 19 000 bajas prusianas, de las que 6000 fueron
muertos en el campo de batalla.

19. Batalla de Kunersdorf, 12 de agosto de 1759, grabado contemporáneo.

Así pues, Federico no era infalible como comandante militar. De las


batallas que combatió durante la Guerra de los Siete Años, venció solo en
ocho (incluso si le otorgamos el beneficio de la duda y contamos Zorndorf
como una victoria)[34]. Con todo, es evidente que en muchos aspectos llevaba

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ventaja sobre sus oponentes. Su aislamiento era también en cierto modo una
ventaja —no tenia aliados a quienes consultar—. En comparación con Rusia,
Francia y Austria, el proceso de toma de decisiones de los militares prusianos
era increíblemente simple, pues el comandante en jefe en campaña era
además el soberano y (de manera efectiva) el ministro de Asuntos Exteriores.
No había ninguna necesidad de esas elaboradas discusiones que ralentizaban
los reflejos de la monarquía de los Habsburgo. Esta ventaja se vio reforzada
por la fuerza inagotable, el talento y la osadía del propio rey, y por su
disposición a reconocer dónde se habían producido errores (incluidos los
suyos). Si contemplamos el curso de la Tercera Guerra de Silesia en conjunto,
nos sorprende la frecuencia con que Federico tuvo éxito en obligar a sus
enemigos a una defensiva táctica, cuán reiteradamente fue él quien fijó los
términos de incorporación a la batalla. Esto se debía, en parte, a la ahora ya
ampliamente conocida superioridad del entrenamiento militar prusiano que
permitía a los muros de uniformes azules girar a voluntad como si estuviesen
sobre pivotes invisibles, y cambiar de frente el doble de rápido que la mayoría
de los ejércitos europeos de su tiempo[35]. Con estas bazas Federico unía la
habilidad de mantener la cabeza fría en tiempos de crisis. En ningún lugar fue
esto más evidente que tras la catástrofe de Hochkirch (1758), donde el rey,
empapado por la sangre de su caballo, que había sido alcanzado por una bala
de mosquete cuando lo montaba, ordenó y supervisó una retirada tranquila y
eficaz bajo el fuego desde el campo de batalla a una posición defensiva
segura, evitando así que los austríacos se percataran de su ventaja.
La capacidad de Federico para recuperarse de las derrotas e infligir
nuevos y dolorosos golpes a sus enemigos no bastaba para ganar la guerra,
pero sí era suficiente para mantener Prusia a flote hasta que la coalición aliada
se derrumbase. Una vez que fue claro que la zarina Isabel era una enferma
terminal, los días de Rusia en la coalición estaban contados. La muerte de
Isabel, en 1762, llevó a la sucesión por parte del Gran Duque Pedro, ardiente
admirador de Federico, que no perdió tiempo en entablar negociaciones y
firmar una alianza con él. Pero Pedro no sobrevivió mucho tiempo —fue
apartado del trono por su mujer, Catalina II, y, poco después, asesinado por
uno de los amantes de ella—. Catalina retiró el ofrecimiento de alianza, pero
no se reanudó el tratado austro-ruso. Los suecos, que tenían pocas esperanzas
de conseguir sus objetivos en Pomerania sin el apoyo de una gran potencia, se
separaron también rápidamente. Tras una serie de duras derrotas en la India y
Canadá, también los franceses perdieron interés en continuar una guerra
cuyos objetivos parecían, ahora, extrañamente irrelevantes. La paz que

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firmaron con Gran Bretaña, sancionada por el Tratado de París (10 de febrero
de 1763), dejó plantados a los austríacos. Su tesorería estaba agotada. En la
Paz de Hubertusburg (15 de febrero de 1763), tras siete años de lucha
encarnizada e ingentes sacrificios en dinero y vidas, María Teresa confirmó el
statu quo ante bellum. A cambio, Federico prometió que, en la próxima
elección imperial, votaría por el hijo de la reina, el futuro José II.

20. Retrato de Federico el Grande,


por Johann Heinrich Christoph Franke (copia).

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Existe una tendencia, cuando reflexionamos sobre las guerras europeas
del siglo XVIII, a visualizarlas como diagramas con rectángulos y flechitas: en
movimiento, o como compactas formaciones de soldados de colores brillantes
sobre los tapetes verdes de las mesas de los juegos de guerra. Cuando nos
centramos en los «muros móviles», en el «orden de marcha oblicuo» y en
«arrollar» los flancos enemigos es fácil perder de vista el terror y la confusión
que reinaba en los campos de batalla una vez que se había iniciado el combate
en serio. Para las tropas expuestas al frente o en un flanco, avanzando bajo el
fuego debiendo mantener la formación y la disciplina mientras los proyectiles,
desde las balas de mosquete, los botes de metralla y balas de cañón segaban
las muy apretadas filas de soldados de pie. Las oportunidades de desplegar
empuje y valor individual eran limitadas —se trataba más bien de controlar el
irresistible instinto de huir y ponerse a cubierto—. Los oficiales se hallaban
en una posición especialmente expuesta, y se esperaba de ellos que mostrasen
una calma absoluta ante sus hombres y entre ellos. Era cuestión no de
bravatas personales, sino de un carácter, un ethos colectivo de una casta
militar noble que estaba surgiendo.
Ernst von Barsewisch, hijo de un modesto terrateniente junker de
Altmark, había estudiado en la Escuela de Cadetes de Berlín y luego había
servido como oficial prusiano en muchas de las batallas de la Guerra de los
Siete Años. Sus memorias, basadas en páginas de diario esbozadas mientras
se hallaba en campaña, captan una mezcla de fatalismo samurái y camaradería
de colegio, que de vez en cuando podía observarse entre los oficiales en
acción. En la batalla de Hochkirch, sucedió que Barsewisch estaba situado
cerca del rey, en una sección del ala que fue atacada por los austríacos. Hubo
una espesa granizada de balas de mosquete, la mayoría de las cuales iban
dirigidas al pecho y al rostro de los hombres que estaban de pie. Precisamente
junto al rey, un comandante, von Haugwitz, fue herido en un brazo por un
disparo, y poco después otra bala dio en el cuello del caballo del rey. No lejos
de donde se hallaba de pie Barsewisch, el mariscal de campo Von Keith (un
favorito del rey) fue arrancado del caballo por una granada y murió en el acto.
El siguiente comandante que murió fue el príncipe Guillermo de Brunswick,
general de brigada del regimiento de Barsewisch, al que atravesó una bala de
mosquete y cayó al suelo muerto. Su aterrorizado caballo, un semental de un
blanco inmaculado, galopó sin jinete de un lado a otro entre las líneas durante
media hora. Para poder controlar sus nervios, Barsewisch y los jóvenes nobles
en torno a él se pusieron a hacer bromas despreocupadamente:

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Al principio de la acción había tenido el honor de que una bala de mosquete atravesara la punta
de mi cubrecabezas de frente justo por encima de mi cabeza; no mucho después, una segunda
bala pasó a través del ancho borde levantado del lado izquierdo del cubrecabezas, por lo que se
cayó de la cabeza. Les dije a los Von Hertzberg, que estaban parados no lejos de mí:
«Caballeros, ¿puedo volver a ponerme el cubrecabezas, si los imperiales lo quieren así?». «Sí,
claro —dijeron—, el cubrecabezas os hace honor». El mayor de los Hertzberg cogió mi caja de
rapé en su mano y dijo: «Caballeros, ¡tomen una pizca de valor!». Yo me acerqué a él, tomé una
pizca y dije: «Sí, valor es lo que necesitamos». Von Unruh me siguió y el hermano de von
Hertzberg, el más joven, tomó la última pizca. En el momento en que el mayor de los Hertzberg
tomaba su porción de rapé de la caja y se la estaba acercando a la nariz, llegó una bala de
mosquete y le penetró en lo alto de su frente. Yo estaba de pie junto a él, lo miré —gritó: «¡Jesús
mío!»—, se dio la vuelta y cayó al suelo, muerto[36].

Era a través de este sacrificio colectivo de sus jóvenes —¡nótese la


presencia de tres hermanos Hertzberg en una misma sección de las líneas
prusianas!— como la nobleza junker se ganó un lugar especial en el estado de
Federico.
La gran mayoría de los relatos de combate en primera persona se debe a
oficiales, en su mayor parte de la nobleza, pero no nos permite ignorar el
enorme sacrificio en el campo de batalla de hombres humildes. Por cada
oficial muerto en la batalla de Lobositz, cayeron más de 80 soldados. En una
carta a su familia, el soldado de caballería Nikolaus Bum, de Erxleben, cerca
de Osterburg, en el Altmark, informó sobre doce bajas mortales entre los
hombres de su propio distrito, incluyendo a un Andreas Garlip y a un
Nicolaus Garlip, que deben de haber sido hermanos o primos, y añadía, para
resumir, «todos aquellos que no han sido mencionados como muertos se
hallan en buena salud[37]» El 6 de octubre; cinco días después de la batalla,
Franz Reiss, soldado del regimiento de Hülsen, describía su llegada al campo
de batalla. Apenas él y sus camaradas se hubieron situado en posición,
escribió, comenzaron a sufrir un denso fuego de cañón por parte de los
austríacos:

Así, la batalla comenzó a las seis de la mañana y se prolongó en medio del estruendo y del fuego
hasta las cuatro de la tarde, y todo el tiempo estuve en peligro, que no puedo agradecérselo
suficientemente a Dios por [preservar] mi salud. Justo en los primeros momentos del cañoneo,
nuestro Krumpholtz recibió un proyectil de cañón en la cabezada mitad de la cual desapareció, él
estaba de pie precisamente junto a mí, y el cerebro y el cráneo de Krumpholtz se derramaron por
mi cara y el fusil sobre mi hombro quedó hecho pedazos, pero yo, gracias a Dios, resulté ileso.
Ahora, querida esposa, no puedo describir, quizá, lo que ocurrió, pues el ruido de los disparos de
ambos lados era tan fuerte que nadie oía una sola palabra de lo que se decía, y no podíamos ver
ni oír mil balas, sino miles de balas. Pero cuando iba llegando la tarde, el enemigo empezó a huir
y Dios nos dio la victoria. Y cuando avanzamos por el campo de batalla, vimos hombres que
yacían, no uno, sino 3 o 4 yaciendo uno encima del otro, algunos muertos, sin cabeza, otros sin
ambas piernas, o sin brazos, resumiendo, era un espectáculo tremendo. Ahora, querida niña,
piensa en cómo nos debemos haber sentido, nosotros que habíamos ido mansamente al matadero
sin la más pálida sospecha de lo que nos aguardaba[38].

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Al día siguiente de una acción, el campo de batalla se hundía en el caos.
Estar herido en él era una suerte miserable. En las noches que siguieron a las
batallas de Zorndorf y de Kunersdorf, del campo de batalla surgían los
alaridos de los heridos prusianos que eran muertos por los cosacos, las tropas
ligeras del ejército ruso. Incluso cuando podían zafarse de esta brutalidad
deliberada, los soldados heridos necesitaban determinación y buena suerte
para poder sobrevivir. El ejército prusiano disponía de relativamente amplio y
bien organizado servicio de apoyo quirúrgico para los estándares de la época,
pero en el desorden que seguía a una acción (en especial a una derrota), las
posibilidades de encontrar cuidados adecuados a tiempo eran muy escasas. La
calidad de los tratamientos variaba enormemente de un cirujano a otro y los
medios para tratar las heridas infectadas eran muy rudimentarios.
Tras Leuthen, donde una bala de mosquete le había atravesado el cuello y
se había alojado en su hombro, en las paletillas, Ernst von Barsewisch había
tenido la suerte de ir a dar con un soldado austríaco capturado que resultó ser
un diplomado belga de la escuela quirúrgica de la Universidad de Lyon. Por
desgracia, el belga ya no disponía de sus instrumentos quirúrgicos adecuados
—su captor prusiano se los había arrebatado como botín—. Sin embargo,
utilizando el «muy malo y mellado cuchillo» de un zapatero, fue capaz de
sacar la bala de la espalda de Barsewisch con «diez o doce cortes». Menos
afortunado fue el camarada de Barsewisch, el barón Gans Edler von Puttlitz,
cuyo pie había sido destrozado por un bote de metralla y se le había infectado
al haber yacido al frío sin ser atendido durante dos noches y un día. El
cirujano prisionero le dijo que su única esperanza era una amputación de la
pierna por debajo de la rodilla, pero Puttlitz estaba muy confundido o muy
aterrorizado para dar su consentimiento. Gradualmente la infección se
extendió y este moría unos días más tarde. Poco antes dijo a Barsewisch que
era hijo único y le pidió encarecidamente que le prometiese que sus padres
serían informados sobre el lugar de su tumba. «Esta muerte me afectó mucho
—escribió Barsewisch— porque era un joven de unos diecisiete años, y por
su herida había visto cómo la muerte se le iba aproximando, reptando
lentamente, hora tras hora[39]».
La Guerra de los Siete Años, a diferencia de la Guerra de los Treinta Años
del siglo anterior, fue una «guerra de gabinete» combatida por contingentes
de tropas relativamente disciplinados equipados y aprovisionados por su
propio gobierno a través de organizaciones logísticas relativamente
complejas. Así, no se caracterizaba por el tipo de anarquía y violencia
generalizadas que había traumatizado a las poblaciones de los territorios

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alemanes en los años 1630 y 1640. Pero esto no significaba que los civiles de
las zonas ocupadas o del teatro de operaciones no estuvieran sometidos a
exacciones arbitrarias, represalias e incluso atrocidades. Por ejemplo, tras su
invasión de Pomerania, los suecos exigieron del vecino Uckermark, en
Brandemburgo septentrional, que contribuyese con 200 000 táleros, el doble
que la contribución recaudada anualmente por el rey en esta provincia[40]. Las
provincias Hohenzollern de Westfalia estuvieron bajo ocupación francesa y
austríaca durante gran parte de la guerra; aquí, las autoridades militares
impusieron un complicado sistema de contribuciones y extorsiones, apoyado
con frecuencia en el secuestro de notables locales como rehenes[41]. Soldados
franceses, tras su derrota de Rossbach, cometieron numerosos excesos
mientras cruzaban Turingia y Hesse. «Si se quisiesen relatar todos estos
desórdenes, no llegaría nunca al final», informaba un general francés. «En un
radio de 40 leguas, la tierra era un hervidero de nuestros soldados: saqueaban,
mataban, asolaban, se dedicaban al pillaje, y cometían todos los horrores
posibles…»[42].
Especialmente problemáticas fueron las «tropas ligeras» empleadas por la
mayoría de los ejércitos en esta época. Las unidades se reclutaban sobre una
base voluntaria, operaban semiautónomamente respecto al ejército regular, no
se les proporcionaba el apoyo logístico estándar, y se suponía que se
mantenían con las exacciones y la obtención de botín. Los ejemplos mejor
conocidos sobre tales tropas fueron los cosacos rusos y los «Panduren»
austríacos, vestidos exóticamente[*], pero los franceses también utilizaron los
servicios de tales unidades. Durante la primera fase de la ocupación rusa de
Prusia Oriental, unos 12 000 componentes de las tropas ligeras formadas por
cosacos y calmucos se abalanzaron sobre el país a sangre y a fuego: en
palabras de un contemporáneo, «asesinaron y mutilaron a gente desarmada y
sin defensa, los colgaron de los árboles o les cortaron la nariz o las orejas;
otros fueron despedazados de la forma más cruel y repugnante…»[43]. En
1761, el Cuerpo Libre de Fischer, tropa ligera al servicio de Francia, invadió
la Frisia oriental —pequeño territorio al noroeste de Alemania que había
caído bajo Prusia en 1744— y aterrorizó a la población civil durante una
semana, con violaciones, asesinatos y otras atrocidades. Los campesinos,
basándose en una tradición local de protestas y resistencias colectivas,
reaccionaron con un levantamiento que recordó a algunos contemporáneos la
Guerra Campesina de 1525. Solo tras el despliegue de unidades del ejército
regular francés estacionadas en las cercanías se pudo restablecer la paz en la
zona[44].

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Los conflictos de este nivel de intensidad fueron la excepción, no la regla,
pero en todas las provincias tocadas por la guerra, hubo un aumento sustancial
de la mortalidad, sobre todo a causa de las llamadas «epidemias de
campamento» que se difundieron a partir de los atestados hospitales militares.
En Cleves y en Mark la mortalidad debida a los años de guerra alcanzó el 15
por ciento de la población. En la ciudad de Emmerich, situada a orillas del
Kin, en Cleves, el 10 por ciento de los habitantes murió solo en 1758, la
mayor parte de enfermedades contagiadas por los soldados franceses que
huían del noroeste de Alemania. La pérdida demográfica para casi todas las
tierras prusianas fue sobrecogedora: 45 000 en Silesia, 70 000 en Pomerania,
114 000 en el Neumark y el Kurmark juntos, 90 000 en Prusia Oriental. En
total, parece ser que la guerra acabó con las vidas de unos 400 000 prusianos,
lo que representó aproximadamente un 10 por ciento de la población.

El legado de Hubertusburg

La reorientación diplomática de 1756, por la que austríacos y franceses


habían abandonado su ancestral antipatía para formar una coalición, estaba
tan alejada de la pauta tradicional de las alianzas interdinásticas que acabó
siendo llamada la «revolución diplomática[45]». Y aun así, como hemos visto,
los acontecimientos de ese año fueron, en gran medida, resultado de un
proceso de cambio que había sido puesto en marcha en diciembre de 1740. La
invasión prusiana de Silesia había sido la verdadera revolución. Sin este
poderoso estímulo, los austríacos no habrían abandonado a sus aliados
británicos para aceptar a sus enemigos franceses. De aquí se inició una
secuencia de choques y nuevos alineamientos que corre como una larga
mecha a lo largo de la historia de la Europa moderna.
En Francia, la alianza con Austria, y especialmente la miserable derrota de
Rossbach, tuvo una influencia desastrosa para la opinión nacional,
provocando dudas sobre la competencia del régimen de los Borbones, que
proseguirá hasta la crisis revolucionaria de los años 1780. «Más que antes,
incluso», observaba el ministro de Asuntos Exteriores francés, cardenal de
Bernis, en la primavera de 1758, «nuestra nación se considera atropellada por
la guerra. Nuestro enemigo, el rey de Prusia, es amado hasta el
aturdimiento… pero la corte de Viena es odiada porque se la considera la
chupadora de la sangre del estado[46]». Para los críticos franceses
contemporáneos, los tratados de 1756 y 1757 con Austria fueron «la desgracia

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de Luis XV», «monstruosos en principio y desastrosos para Francia en la
práctica». La derrota en esta guerra, recordaba el conde de Ségur, «hirió y
despertó la vez el orgullo nacional francés. De un extremo a otro del reino,
oponerse a la corte se convirtió en un punto de honor». La primera partición
de Polonia en 1772, en la que Prusia, Austria y Rusia se unieron para expoliar
a uno de los tradicionales clientes de Francia, aumentó tales aprensiones al
demostrar que el nuevo sistema de alianzas operaba en beneficio de Austria y
en detrimento de Francia[47]. Para empeorar las cosas, la monarquía francesa
optó por reforzar la alianza con Austria casando al futuro Luis XVI con la
princesa habsburgo María Antonieta en 1771. Esta, más adelante, acabará
personificando el malestar político por el absolutismo borbónico en su fase
terminal[48]. Resumiendo, podemos remontarnos al menos a un cabo de la
crisis que culminó con la caída de la monarquía francesa, las consecuencias
de la invasión de Silesia por Federico.
También para Rusia, el fin de la Guerra de los Siete Años inauguraba una
nueva era. Rusia no había alcanzado el objetivo territorial que Isabel se había
impuesto, pero salió del conflicto con la reputación básicamente mejorada.
Era la primera vez que Rusia había jugado un papel sostenido en un conflicto
europeo importante. Su lugar entre las grandes potencias europeas se vio
confirmado en 1772, cuando Rusia se unió a Austria y a Prusia en la anexión
sincronizada de territorios en la periferia de la Unión Polaco-Lituana y, de
nuevo, en 1779, cuando Rusia actuó como garante del Tratado de Teschen,
firmado entre Prusia y Austria. Su largo viaje hacia la plena membrecía en el
concierto de las potencias europeas, que había empezado ya con el reinado de
Pedro el Grande, se había completado ahora[49].
La combinación de Rusia entre el expansionismo, el poder y la
invulnerabilidad eclipsó la amenaza que una vez representaron suecos y
turcos. De ahora en adelante Rusia jugaría un papel esencial en la lucha por el
poder en la Europa alemana —en 1812-1813, 1848-1850, 1866, 1870-1871,
1914-1917, 1939-1945, 1945-1989 y en 1990. La intervención rusa determinó
o ayudó a determinar las consecuencias de las políticas de poder en Alemania.
De ahora en adelante, la historia de Prusia y la historia de Rusia quedarán
entremezcladas. Federico no era clarividente, pero pudo percibir la llegada de
Rusia y era consciente intuitivamente de su irreversibilidad. Tras las
carnicerías de Zorndorf y Kunersdorf ya no pudo contemplar el espectáculo
del poder ruso sin un estremecimiento de pavor. El imperio de Catalina II, le
dijo a su hermano el príncipe Enrique en 1769, era una potencia terrible, que
haría temblar a toda Europa[50].

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En Austria, la prolongada lucha con Prusia impulsó, como hemos visto,
un cambio radical de la política exterior. Kaunitz, cerebro del realineamiento
de 1748-1756, siguió en el cargo hasta 1792, si bien su autoridad declinó tras
la muerte de José II en 1790. El desafío prusiano tuvo también profundas
implicaciones internas. El gran número de iniciativas lanzadas en 1749-1756
y conocidas por la Primera Reforma Teresiana se centró exclusivamente en
hacer más rigurosa la administración de la monarquía Habsburgo en campos
que le permitieran devolver el golpe eficazmente a Prusia. El ejecutivo central
fue recompuesto básicamente para que centralizase y simplificase los más
importantes órganos administrativos. Se adoptó un nuevo régimen de
impuestos, inspirado indirectamente por la nueva administración prusiana de
Silesia, que los austríacos habían observado atentamente. El arquitecto de
tales cambios fue el conde Friedrich Wilhelm von Haugwitz, quien se había
convertido al catolicismo, que había huido de su Silesia natal cuando los
prusianos la habían invadido. Nadie estaba más dispuesto a aprender del
ejemplo establecido por Federico II que el hijo mayor y sucesor de María
Teresa, José II. En parte, de la observación de los logros de Federico, José
derivó su opinión apasionada respecto a que la monarquía Habsburgo debía
convertirse en un estado unitario si quería controlar los desafíos a los que se
enfrentaba en un ambiente europeo tan competitivo. Sus intentos para llevar
esto a cabo en los años 1780 conducirían a la monarquía de los Habsburgo al
borde del colapso interno[51]. También Prusia mostraba las marcas de las tres
guerras que había combatido por Silesia.
Las tierras prusianas habían sido devastadas extensivamente, y las tareas
de reconstrucción consumieron la parte del león de la inversión interna en los
dos decenios finales del reinado de Federico. El poblamiento de las zonas
abandonadas y el drenaje de las tierras pantanosas para obtener nuevas tierras
arables y pastos siguieron siendo la principal prioridad. En la Masuria, por
ejemplo, en gran parte agraria y de habla polaca, se atrajo a colonos de
Württemberg, del Palatinado y de Hesse-Nassau para vivir y trabajar en una
multitud de nuevos asentamientos: Lipniak (1779), Czayken (1781),
Powalczyn (1782), Wessolowen (1783), Ittowken (1785) y Schodmak (1786).
Estos asentamientos avanzaron en paralelo con la construcción de una extensa
red de canales pensada para drenar las tierras pantanosas de Masuria
meridional, hasta este momento una de las regiones más aisladas y
subdesarrolladas del reino. El exceso de agua se perdía drenado por los ríos
Omulef y Waldpusch, y nuevas aldeas surgirán en lo que una vez habían sido
pantanos intransitables[52].

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Fue sobre todo después de 1763 cuando Federico comenzó a mostrar un
mayor sentir hacia las obligaciones sociales del estado —en especial hacia
aquellas personas que habían arriesgado la vida o partes del cuerpo sirviendo
en sus ejércitos—. «Un soldado que sacrifica por el bien general sus
miembros, su salud, su fuerza y su vida», declaraba Federico en 1768, «tiene
derecho a reclamar beneficios de aquellos por los que lo arriesgó todo». Se
creó un instituto en Berlín para albergar y cuidar a unos 600 inválidos de
guerra y se destinó un fondo en la caja de guerra del que se hacían pagos a los
soldados pobres que habían vuelto a sus casas rurales. Trabajos con salarios
bajos junto a los impuestos indirectos, aduanas y el monopolio del tabaco y
otros puestos menores pagados por el gobierno se reservaron a soldados a
quienes habían correspondido malos tiempos[53]. Quizá la más dramática
expresión de la elevada buena voluntad del rey para utilizar el aparato del
estado con fines de ayuda social en el sentido más amplio de la palabra fue el
uso intenso del impuesto indirecto sobre el grano y el sistema de almacenes
para contrarrestar los efectos de la escasez de alimentos, la subida de los
precios y las hambrunas. En 1766, por ejemplo, Federico suspendió el
impuesto indirecto sobre el grano con el fin de facilitar el flujo de
importaciones baratas en Prusia; tres años más tarde este impuesto fue
reintroducido, pero solo para el trigo, por lo que el peso del impuesto sobre el
pan recayó exclusivamente en los consumidores acomodados que optaban por
comprar pan blanco. El punto culminante de la política prusiana de alimentos
tras la guerra se situó en el invierno de 1771 y 1772, cuando la administración
mantuvo alejada una hambruna a escala europea por medio de la entrega
controlada de grandes cantidades de grano de los stocks almacenados. Se
permitió que las necesidades de la población civil predominasen sobre los
imperativos militares para los que, originariamente, se había creado el sistema
de almacenes. Podemos, así, hablar de estas subvenciones masivas en especie
como un ejercicio de una política de bienestar social[54].
Asimismo, la guerra ralentizó la integración administrativa. En los
primeros años de su reinado, Federico había impulsado este proceso por
medio de la creación de nuevos órganos administrativos tales como el Quinto
Departamento, responsable de la política industrial en los territorios, o el
Sexto Departamento de Asuntos Militares, otra autoridad con potestad sobre
toda Prusia[55]. Sin embargo, este impulso integrador no duró después de
1763, sobre todo debido a que la experiencia de la guerra había enseñado a
Federico que nunca sería capaz de defender las posesiones periféricas de los
ataques —fue característico que permitiese que sus consideraciones

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geoestratégicas determinasen sus prioridades económicas en tiempos de paz
—. La Prusia Oriental, así, no fue integrada nunca plenamente en el sistema
de almacenes de grano, y tras la Guerra de los Siete Años la transferencia de
grano de Prusia Oriental a las provincias centrales se fue reduciendo para dar
paso a las importaciones polacas[56]. Los intentos para integrar las provincias
occidentales en la estructura fiscal de las provincias centrales fueron
disminuyendo a partir de 1766, cuando el proyecto para unos impuestos
indirectos unitarios fue abandonado y el control de Berlín sobre la
administración local se aflojó tangiblemente con posterioridad[57]. Hay que
destacar estos efectos retardadores, ya que suele asumirse que la guerra era el
principal impulsor de la formación del estado en las tierras prusianas.
Federico había aumentado en gran medida el standing de su reino por
medio de la adquisición de Silesia, sin embargo sería erróneo estimar que con
esto quedó imbuido de confianza y de una sensación de fuerza. En realidad,
era precisamente lo contrario. Federico fue claramente consciente de la
fragilidad de sus logros. En el Testamento Político de 1768 observó que el
«sistema» continental europeo incluía soló «cuatro grandes potencias», que
eclipsaban a todas las demás; y Prusia no estaba entre ellas[58]. En 1776, tras
un período de grave enfermedad, el rey se mostró preocupado por la idea de
que el estado por el que se había esforzado tanto en consolidar se
desintegraría tras su muerte[59]. Federico reconocía que había un desequilibrio
fundamental entre la reputación internacional de Prusia y sus escasos recursos
propios[60]. Así, en su opinión, no había excusa para la complacencia. Prusia
necesitaba desesperadamente medidas que compensasen su debilidad como
potencia política. Los años posteriores a 1763 fueron testigos, como vimos, de
un programa de reconstrucción nacional intensa. En la esfera diplomática, la
prioridad de Federico era neutralizar la amenaza del expansionismo ruso de
Catalina la Grande. De acuerdo con su propia doctrina, según la cual un
príncipe debería aliarse con la potencia mejor situada para atacarlo, Federico
concentró su esfuerzo para asegurarse un pacto de no agresión con Rusia. El
punto culminante de su diplomacia fue la alianza prusiano-rusa de 1764, que
con un solo movimiento evitó la amenaza de Rusia y el peligro de una
revancha austríaca[61].
Ya que las alianzas son cosas endebles cuya duración depende de la buena
voluntad de individuos —por ejemplo, el tratado de 1764 se vino abajo en
1781 tras la caída del poder del ministro de Asuntos Exteriores ruso Nikita
Pánin—, la última garantía de Federico seguía siendo el efecto disuasorio de
su ejército. Prusia seguía siendo un país muy armado tras la Paz de

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Hubertusburg. En 1786 era el decimotercer país europeo en población y el
décimo en superficie, pero se jactaba de tener el tercer mayor ejército. Con
una población de 5,8 millones de habitantes, Prusia disponía de un ejército de
195 000 hombres. En otras palabras, había un soldado por cada 29 súbditos.
El tamaño del ejército, expresado como porcentaje de la población total, era,
así, del 3,38 por ciento, cifra que puede compararse con los muy militarizados
estados del bloque soviético durante la Guerra Fría (la cifra para la República
Democrática Alemana en 1980 era, por ejemplo, del 3,9 por ciento). Fue el
tamaño de estas fuerzas armadas lo que llevó a Georg Heinrich Berenhorst,
uno de los ayudantes de Federico II durante la Guerra de los Siete Años, a
hacer la memorable observación de que «la monarquía prusiana no es un país
que tenga un ejército, sino un ejército que tiene un país, en el que —por así
decir— este está estacionado[62]».
De todos modos, la cifra del porcentaje es algo engañosa, pues solo
81 000 de estos soldados eran nativos prusianos. Expresado en porcentaje
respecto a la población total, da una cifra de solo el 1,42 por ciento, que
puede compararse con los estados europeos occidentales de fines del siglo XX
(la cifra para la República Federal Alemana en 1980, por ejemplo, era del 1,3
por ciento). Así pues, Prusia era un estado muy militarizado (es decir, un
estado en el que lo militar consumía la parte del león de los recursos), pero no
necesariamente una sociedad muy militarizada. No existía un servicio militar
universal obligatorio. El entrenamiento en tiempos de paz era todavía breve y
superficial para los estándares actuales, y la estructura social del ejército era
todavía porosa. El alojamiento de los militares en barracones, en los que las
tropas podían ser concentradas y adoctrinadas durante años de entrenamiento,
pertenecía todavía a un distante futuro.
Y, ¿qué sucedió respecto al Sacro Imperio Romano de la nación alemana?
Observando el desarrollo de la Guerra de los Siete Años, el ministro danés
Johann Hartwig, conde de Bernstorff, constataba que el asunto que estuvo en
juego en este gran conflicto no fue simplemente la posesión de una provincia
aquí o allí, sino la cuestión de saber si el Sacro Imperio Romano debía tener
una cabeza o dos[63]. Hemos visto que las relaciones entre Brandemburgo y
Austria se vieron turbadas siempre por una tensión intermitente. En el
momento en que Brandemburgo comenzó a operar con cierto grado de
autonomía dentro de la política imperial, aumentó el potencial para un
conflicto. Con todo, para una larga serie de electores sucesivos, la
preponderancia del emperador y, por extensión, de la Casa de Habsburgo,
estaba fuera de discusión. Pero con la invasión de 1740 todo esto cambió. La

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anexión de Silesia proporcionó a Prusia no solo dinero, productos y súbditos,
sino también un ancho corredor de territorio que se extendía del núcleo
central de Brandemburgo directamente hasta las fronteras de la Bohemia,
Moravia y las tierras hereditarias austríacas de los Habsburgo. Era una espada
sobre la cabeza de la monarquía Habsburgo. (Esto será decisivo en la guerra
austro-prusiana de 1866, cuando cuatro ejércitos prusianos penetraron en
Bohemia desde los puntos de concentración de Silesia para aplastar al ejército
austríaco en Königgrätz). «Austria nunca superará su dolor por la pérdida de
Silesia», escribió Federico en su Testamento Político de 1752. «Nunca
olvidará que ahora deberá compartir su autoridad en Alemania con
nosotros[64]».
Por primera vez, la vida política del Imperio comenzó a orientarse en
torno a un equilibrio de poder bipolar. Había empezado la era del «dualismo»
austro-prusiano. De ahora en adelante, la política exterior prusiana se
centraría primero y sobre todo en la salvaguardia de su puesto en el nuevo
orden y en contener los intentos de Viena para restablecer el equilibrio en su
favor. El más destacado ejemplo de este combate por la política de poder fue
el conflicto que estalló por la sucesión bávara en 1778. En diciembre de 1777
el elector de Baviera, Maximiliano José III, moría, sin dejar herederos
directos. Su sucesor, Carlos Teodoro, acordó con Viena intercambiar su futura
herencia bávara por la Holanda austríaca (Bélgica), y un pequeño contingente
de tropas austríacas entró en Baviera a mediados de enero de 1778. La
primera reacción de Prusia fue exigir una compensación territorial —bajo
forma de derechos de herencia para los ducados de Ansbach y Bayreuth, en
Franconia— a cambio de la adquisición de Baviera por parte de Austria. Pero
Kaunitz no quiso saber nada de todo esto y se negó, haciendo caso omiso de
las amenazas de intervención armada de Berlín.
En el verano de 1778 Federico decidió ponerse en acción y penetró en
Bohemia —tenía sesenta y seis años— a la cabeza de un ejército prusiano.
Afirmaba ahora que actuaba en nombre de un heredero rival del Electorado de
Baviera, el duque Carlos de Zweibrücken. Pero en el norte de Bohemia
Federico vio cómo se le impedía seguir adelante, bloqueado por fuerzas
austríacas notables y bien mandadas. Siguieron largos meses de maniobras sin
enfrentamientos serios, en condiciones cada vez más frías y lluviosas.
Federico acabó siendo obligado a hacer invernar a sus tropas en los montes de
los Sudetes. Debilitadas por el frío, las partidas austríacas y prusianas en
busca de forraje tuvieron escaramuzas por bancales de patatas heladas. Aun
cuando la «guerra de la Patata» no condujera a ningún encuentro decisivo,

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María Teresa deseaba ponerle fin rápidamente, aunque significase tener que
hacer concesiones. Según los términos del Tratado de Teschen (13 de mayo
de 1779), negociado gracias a la mediación de Rusia y Francia, la emperatriz
no solo aceptó abandonar toda Baviera; sino aceptar, además, la eventual
sucesión de Prusia de los ducados de Ansbach y Bayreuth. El episodio revela
hasta qué punto los austriacos no querían enfrentarse solos a Federico, un
síntoma del duradero trauma sufrido a causa de las guerras de Silesia y señal
del respeto que se tenía ahora por sus fuerzas armadas. Igualmente
significativa fue la respuesta de los demás estados alemanes. Muchos de estos
se alinearon con Prusia, al ver en Federico al defensor de la integridad del
imperio contra el poder predador jugado por la Casa de Habsburgo. En 1785,
cuando José hizo un segundo intento para intercambiar la Holanda austríaca
por Baviera, Federico se erigió una vez más en garante del imperio. En el
verano de ese año, se unió con Sajonia y Hanóver y un puñado de territorios
menores en una Liga de Príncipes (Fürstenbund) cuyo objetivo era la defensa
del imperio contra los designios del emperador. En 18 meses la Liga contaba
con 18 miembros, incluido el arzobispo católico de Mainz, vicecanciller del
Sacro Imperio Romano y tradicionalmente leal a Viena[65].
El cazador furtivo se había convertido en guardabosques. Era un papel
que Federico aprendió a jugar con gran garbo. En ningún aspecto es esto más
evidente que en su explotación de la compleja maquinaria confesional del
imperio. El equilibrio entre los campos católico y protestante en el seno del
imperio era un asunto vivo a mediados y a finales del siglo XVIII. En los
reinados del Gran Elector, Federico I y Federico Guillermo I, Prusia había ido
convirtiéndose gradualmente la campeona de la causa protestante en el
Imperio. Si bien su interés personal en las disputas confesionales era mínima,
Federico II fue astuto ejecutor de esta tradición, interviniendo con éxito, por
ejemplo, para ayudar a los estados protestantes en territorios cuyas casas
gobernantes se habían convertido al catolicismo (hubo 31 de tales
conversiones entre 1648 y 1769); En Hesse-Kassel (1749), Württemberg
(1752), Baden-Baden (1765) y Baden-Durlach (1765) Federico se convirtió
en cofirmante y garante de los contratos que avalaban los derechos de los
estados protestantes contra los monarcas convertidos al catolicismo. En tales
casos, actuaba, con el apoyo entusiasta del comité protestante de la Dieta
Imperial, como supuesto campeón y valedor de los derechos contemplados en
Tratado de Westfalia.
¿Qué mejor camino para una potencia protestante como Prusia para
utilizar las estructuras del imperio en su propio beneficio que definirse a sí

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misma como protectora de todos los protestantes de los territorios alemanes?
Tal actitud vindicaba la visión protestante del imperio, principalmente la que
negaba que era una forma de monarquía universal cristiana, sino más bien un
acuerdo de reparto de poder entre dos bandos confesionales separados, que se
veían obligados a practicar la solidaridad y la ayuda mutua. Al mismo tiempo,
minaba la posición del emperador Habsburgo, al que, en teoría, se suponía
garante de los derechos de todos los súbditos imperiales miembros de una
confesión tolerada. El emperador católico en Viena se enfrentaba ahora a un
antiemperador protestante en Berlín[66].
La Guerra de los Siete Años es el punto culminante en la polarización
confesional del imperio. Al aliarse con Francia y continuando con la
discriminación de sus súbditos protestantes, María Teresa hinchó las velas de
las pretensiones de Federico. Y esto hizo su marido, el emperador Francisco
Esteban I que, sin saberlo, participó en el juego de Prusia, presionando
repetidamente a los príncipes católicos para que actuasen unidos contra la
«ligue protestante» [liga protestante] y por ello acelerando la bifurcación del
imperio en dos bandos confesionales enfrentados. En ambas partes se hizo
enorme uso de la propaganda impresa de tendencia confesional. La
propaganda prusiana del tiempo de guerra se sirvió de modo consistente del
elemento confesional en el conflicto, afirmando que la corte de los
Habsburgo, al aliarse con la católica Francia, estaba intentando someter al
Sacro Imperio Romano a una nueva guerra de religión. Ante esta amenaza,
Prusia representaba la única esperanza de integridad del orden constitucional
establecido en 1648, pues sus intereses eran idénticos a los de la propia
«Alemania». Así, pues, la propaganda prusiana se sirvió de las bazas
tradicionales de la política confesional de los Hohenzollern, llevando las
reclamaciones prusianas a representar un «interés protestante» más vasto. Lo
que quizá era menos familiar era la tendencia a equiparar esta comunidad de
intereses con la patria alemana tout court, argumento que anticipaba en
ciertos aspectos la idea de una «pequeña Alemania» dominada por los
prusianos y los protestantes que comenzaría a ser conocida durante las luchas
dualistas del siglo XIX[67]. Estos intentos dieron resultados. Un enviado
francés observaba, al final de la Guerra de los Siete Años, que la Paz de
Hubertusburg halló a los prusianos en una posición más fuerte en la Dieta
Imperial de lo que había sido nunca antes, pues los prusianos habían tenido
éxito en situarse, en la dieta, a la cabeza de un partido en gran medida
protestante y antiimperial (léase antiaustriaco)[68].

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Patriotas

El 11 de diciembre de 1757 Karl Wilhelm Ramler asistía a un servicio


religioso de acción de gracias en la catedral de Berlín por la reciente victoria
prusiana en Rossbach. De vuelta a sus apartamentos escribió unas líneas al
poeta Johann Wilhelm Gleim:

Querido amigo, […] acabo precisamente de escuchar el sermón de la victoria de nuestro


incomparable [capellán de la corte] Sack. Casi todos los ojos lloraban de amor, de gratitud […].
Si a usted le gustase leer algunos de nuestros sermones de la victoria, yo podría enviárselos. El
de la victoria de Praga y el que dio hoy, sin duda el mejor que el señor Sack ha pronunciado.
Nuestros jóvenes no han dejado de descargar disparos de victoria y se oyen tiros a mi alrededor
mientras escribo estas líneas. Nuestros comerciantes han producido todo tipo de cintas de seda
en honor de ambas victorias y con ellas hemos festoneado nuestros trajes, sombreros y
espadas[69].

El surgimiento del sentimiento patriótico en tierras prusianas durante la


Guerra de los Siete Años es una de las características más notables del
conflicto. Hoy nos parece natural dar por sentado que las guerras refuerzan las
lealtades patrióticas, pero no ha sido siempre este el caso en Prusia. Los
devastadores conflictos de la Guerra de los Treinta Años habían tenido más
bien el efecto contrario. En los años 1630 los súbditos del elector en su mayor
parte no se identificaban con él o con los diversos territorios sobre los que
reinaba. Muchos tenían nexos de simpatía más fuertes con los suecos
luteranos enemigos de Brandemburgo que con el elector calvinista de Berlín.
El ejército de Brandemburgo, a fines de los años 1630, era tan odiado y
temido al menos tan intensamente como las fuerzas de ocupación del
enemigo. Incluso después de la notable victoria del elector contra los suecos
en Fehrbellin en 1675, hubo pocas muestras de entusiasmo popular por la
causa de Brandemburgo, o de identificación popular con las luchas de su jefe
de estado. El exaltado sentido de la historia en potencia que acompañó al
hecho de Fehrbellin quedó limitado en su mayor parte a una pequeña élite de
la corte. Y tampoco hubo mucho interés popular en la contribución de Prusia
en la Guerra de Sucesión Española (1701-1714); estas fueron complejas
campañas de coalición combatidas por arcanos objetivos políticos en las que
las tropas prusianas lucharon lejos de su país.
En cambio, las derrotas y victorias de los ejércitos prusianos en la Guerra
de los Siete Años generaron un generalizado sentido de solidaridad con los
objetivos y la persona del monarca. Johann Wilhelm Archenholtz, un oficial
que sirvió en el ejército prusiano durante la mayor parte de la guerra, y luego
escribió una narración épica de su curso, recuerda la oleada de entusiasmo

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que había animado a sus compatriotas prusianos durante los peores días del
conflicto. Los súbditos prusianos, escribía, «consideraron la ruina del rey
como la suya propia» y «tomaron parte en la fama de estos grandes hechos».
Los estados de Pomerania se habían unido por propio acuerdo para reclutar a
5000 hombres para servir al rey; su ejemplo fue imitado en Brandemburgo,
Magdeburgo y Halberstadt. «Esta guerra», concluía Archenholtz, «provocó un
amor a la patria que hasta ese momento era desconocido en las tierras
alemanas[70]».
Las iglesias jugaron un papel fundamental en impulsar el entusiasmo
público por las hazañas del tiempo de guerra del monarca, animando a los
fieles a ver en Federico un instrumento de la providencia divina. Tras la
victoria prusiana —en realidad más bien marginal— en la batalla de Praga en
1757, el capellán de la corte, Sack, lanzó un tonante sermón desde el púlpito
de la catedral de Berlín:

El rey ha obtenido una victoria ¡y vive! ¡Honor a nuestro Dios! […] ¿De qué servirían todas
nuestras victorias y conquistas, si hubiésemos perdido ya a nuestro padre? Pero la providencia
que nos protege ha sido una vez más su guardiana y un ángel de Dios lo cubrió con su escudo a
la hora del mayor peligro contra todos los dardos que fueron lanzados contra él para matarlo[71].

Otro predicador que celebraba la victoria afirmó que el propio Dios había
querido elegir a Prusia por encima de todas las demás tierras y elegir a los
prusianos como «su particular pueblo», «de modo que podemos caminar ante
él a la luz de su pueblo elegido[72]». El impacto de tales actuaciones se reflejó
más allá de las congregaciones que las escucharon. Los sermones de Sack, en
particular, aparecieron en varias ediciones impresas y fueron leídos y releídos
ampliamente en reuniones privadas a lo largo de las provincias centrales del
territorio prusiano[73].
Estos intentos de movilizar a la población desde el púlpito fueron
complementados por la agitación de literatos patriotas prusianos. Se produjo
aquí un sorprendente contraste: en 1742, la adquisición por Prusia de la mayor
parte de Silesia en la Paz de Breslau fue bien recibida por la publicación de un
pequeño número de textos panegíricos prusianos. Elaborados en latín y
publicados en caros folios o en ediciones en cuarto, estaban destinadas
evidentemente a unos lectores limitados y muy instruidos. En los años 1750,
sin embargo, amanuenses propagandistas y patriotas independientes estaban
produciendo profusamente gran número de textos en ediciones en octavo
baratas y en lengua alemana[74]. Un ejemplo de los más influyentes fue el
folleto De la muerte por la Patria, publicado en 1761, en el punto más bajo

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de los destinos militares de Prusia, por Thomas Abbt, profesor de filosofía en
la Universidad de Fráncfort del Oder. El brillante y accesible ensayo afirmaba
que los valores clásicos de patriotismo, asociados convencionalmente a las
antiguas repúblicas, se adaptaban ahora mejor a los estados monárquicos, en
los que el monarca personificaba el poder abstracto del estado y
proporcionaba un punto focal para la lealtad y el sacrificio de sus súbditos. En
una monarquía «bien establecida», sugería Abbt, el apego del súbdito a su
tierra natal se reforzaba con el amor por la persona del monarca, amor tan
intenso que suprimía el temor y santificaba la muerte en la batalla.

[Cuando percibo al rey rodeado por sus bravos soldados, vivos y muertos,] me asalta el
pensamiento de que es noble morir luchando por la propia patria. Ahora, esta nueva belleza que
intento alcanzar cae más bruscamente bajo el foco: me agrada; me apresuro a tomar posesión de
ella, me arranca de todo lo que me devolvería a una afeminada tranquilidad; no oigo la llamada
de mis parientes, sino solo de mi patria, ni tampoco el estrépito de las temibles armas, sino solo
las gracias que la madre patria me envía. Yo me uno a los otros que forman un muro alrededor
del indefenso [rey]. Quizá yo seré difamado, satisfecho de haber dado a otro la posibilidad de
tomar mi puesto. Sigo el principio de que la parte, cuando es necesario, debe perderse para
preservar el todo[75].

La muerte en la batalla era también otro importante tema para Christian


Ewald von Kleist, poeta, dramaturgo y melancólico, que también sirvió como
oficial en el ejército prusiano. En 1757 compuso un poema en forma de
inscripción para la tumba del comandante von Blumenthal, amigo suyo,
muerto durante una escaramuza con las tropas austríacas cerca de la ciudad de
Ostritz, en la Alta Lusacia. Sus versos para el fallecido comandante
adquirieron cierto patetismo retrospectivamente, pues pareció que predecía la
muerte del propio Kleist solo 18 meses más tarde a causa de una herida
recibida en la batalla de Kunersdorf:

¡La muerte por la patria es merecedora


de eterna veneración!
Y lo felizmente que yo moriré
esta noble muerte
cuando mi destino me llame[76].

Así, pues, Kleist acabó convirtiéndose en uno de los primeros prototipos


del poeta patriota caído —su poesía y su muerte se entreveran hasta
convertirse en parte de sus mismas obras completas—. Los versos atribuían
un sentido único a la muerte al transformarla en un acto voluntario y
consciente, mientras que la muerte tejía un brillante halo de sacrificio
alrededor de los escritos y la narrativa de su vida.

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Entre los más vociferantes de los publicistas patriotas se hallaba el poeta y
dramaturgo de Halberstadt Johann Wilhelm Ludwig Gleim. Gleim siguió las
campañas de los ejércitos prusianos con apasionado interés, basándose en
relatos que le enviaba desde el frente su viejo amigo Kleist. Antes del
estallido de la guerra, Gleim era conocido más como autor de poemas
esotéricos, de inspiración clásica, sobre temas de amor, de vino y de los
placeres de la sociabilidad, pero desde 1756 se convirtió en baladista militar y
animador de las tropas prusianas en el frente. Sus Canciones de guerra
prusianas en la campaña de 1756 y 1757 por un granadero, publicadas en
1758 con un prólogo de apoyo del dramaturgo Gotthold Ephraim Lessing,
representaron un innovador intento de conseguir inmediatez e impacto
emocional adaptando el estilo y el tono de la canción de marcha. Gleim
evocaba el movimiento y confusión de la batalla; su protagonista imaginario,
el granadero prusiano, proporcionó un punto sobre el que hacer girar la
perspectiva del relato de la batalla —el granadero mira a su comandante,
luego a la bandera, luego al rey, después a sus camaradas, finalmente al
enemigo—. El resultado es una sucesión de escenas expresadas con una
desorientadora inmediatez, como seguidas por una cámara portátil. Esta
técnica nos parece trillada a nosotros, pero para los contemporáneos era nueva
y llamativa. Transportaba al lector al escenario de la batalla de un modo que
era nuevo para el público lector prusiano.
El impacto de este tipo de producción literaria patriótica fue más profundo
de lo que se puede imaginar. De la muerte por la Patria, de Abbt, pronto
agotó su primera edición y parece haber tenido un poderoso efecto
movilizador sobre los lectores. Johann Georg Scheffner, un exvoluntario que
sirvió en los años 1761-1763, recordaba más tarde que cuando era joven, él y
sus amigos, en su ciudad natal de Königsberg, habían ido con copias del
folleto de Abbt en los bolsillos al departamento de reclutamiento del ejército
prusiano[77]. En una novela publicada más de un decenio después de la guerra,
el publicista berlinés Friedrich Nicolai describe a la mujer de un pastor —la
principal protagonista— que ha sido seducida por las retóricas palabras de
Abbt y pide que su marido predique desde el púlpito el evangelio del
sacrificio patriótico[78]. Las canciones del granadero de Gleim se agotaron en
las ediciones individuales, y más tarde fueron reimpresas en antología.
Por primera vez se daba un interés generalizado en batallas específicas, y
no solo entre los hombres de letras instruidos, sino también en las clases
artesanas de las ciudades. El maestro panadero de Berlín, Johann Friedrich
Heyde, es un caso notable: su diario entremezclaba notas sobre el precio del

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centeno y otros cereales (asunto de interés vital para un maestro panadero)
con, a menudo, detalladas descripciones de los movimientos del ejército
prusiano y su despliegue en batallas clave. La implicación de Heyde en estos
acontecimientos muchas veces lejanos es un testimonio no solo de la
expansión del compromiso patriótico, sino también de la rápida
popularización de los conocimientos militares. En el caso de Heyde existía,
asimismo, una dimensión personal; como muchos súbditos prusianos, tenía
hijos en el campo de batalla. La relación simbiótica entre las guarniciones
prusianas y las localidades en las que estaban estacionadas y las profundas
raíces que había establecido el sistema de cantones en las aldeas garantizaba
una forma de implicación sentimental con la empresa militar prusiana que
nunca se había visto con anterioridad en las tierras de los Hohenzollern[79].
En las provincias occidentales, asimismo, se dieron expresiones de apego
sentimental hacia Prusia o, al menos, hacia su dinastía reinante. En Cleves y
Mark, por ejemplo, hubo muchas personas que provocaron a las autoridades
austríacas de ocupación mostrándose con ropa negra con ocasión de la muerte
del hermano de Federico, Augusto Guillermo, heredero del trono prusiano, en
1758. En 1761 hubo informes periodísticos sobre la «soirée patriótica» en el
día del santo del rey, pero los austríacos nunca tuvieron éxito en descubrir
dónde se había celebrado. Tales manifestaciones de solidaridad hacia la
dinastía quedaron limitadas a una élite formada por funcionarios, académicos
y clero protestante, pero las imágenes y mensajes patrióticos se transmitieron
asimismo a través de medios más populares. El ejemplo más notable es el de
las famosas latas de tabaco fabricadas para un consumo masivo en Iserlohn
(Cleves) durante la guerra. Estas cajas esmaltadas, decoradas con imágenes
que representaban las victorias de los ejércitos prusianos y aliados, o bien
retratos idealizados del rey Hohenzollern y de sus generales, eran
enormemente populares, no solo en los territorios de los Hohenzollern, sino
también en la Alemania noroccidental y en los Países Bajos protestantes. En
Krefeld, productora de seda, las manufacturas producían gran cantidad de
fajitas de seda que llevaban escrito «viva el rey» (Vivatbänder) con eslóganes
y emblemas patrióticos[80]. El patriotismo era un buen negocio.
El patriotismo prusiano era un fenómeno complejo, polivalente que
expresaba mucho más que un sincero amor por la patria. Reflejaba la estima
contemporánea por los estados afectivos extremos —era esta, a fin de cuentas,
una época sentimental, en la que la capacidad para una respuesta emocional
empática se consideraba una señal de carácter superior—. Ligada a la ola
patriótica estaba también la idea de que el amor por la patria constituía la base

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de un nuevo tipo de comunidad política. Como afirmaba Thomas Abbt en su
folleto sobre la muerte por la patria, el patriotismo era una fuerza que borraría
las fronteras entre las diferentes clases de la sociedad. «Vista en perspectiva,
la diferencia entre los campesinos, burgueses, soldados y nobles desaparece.
Pues cada burgués es un soldado, cada soldado un burgués y cada noble un
burgués y un soldado…»[81]. En este sentido, el patriotismo expresaba un
anhelo por esa «sociedad universal de burgueses» que se convertiría en el
ideal político de generaciones de liberales del siglo XIX. Existía también gran
entusiasmo por la idea de que el lazo al que hacían honor los patriotas se
basaba no en la coacción ni en la obligación, sino en una lealtad totalmente
voluntaria. Leyendo los párrafos de Abbt, la mujer del pastor de la novela de
Nicolai experimentaba el «éxtasis al pensar que incluso el súbdito de una
monarquía no era una mera máquina, sino que más bien tenía su particular
valor como persona, que el amor por la patria, por la nación podía ofrecer una
forma de pensar grande y nueva…»[82].
En otras palabras, el patriotismo se hacía oír porque unía en sí mismo
varias preocupaciones de la época. No todos los ingredientes de la mezcla
eran positivos o emancipadores. El reverso de una elevada lealtad a la acosada
política prusiana fue una burla intensificada o incluso un odio por sus
enemigos. En particular los rusos (y en especial los cosacos) figuraban en la
mayoría de los relatos patrióticos como bestiales, crueles, brutales, sedientos
de sangre, malvados, etc. Esta estilización se debía hasta cierto punto al
comportamiento real de las tropas ligeras cosacas, pero derivaba también de
un viejo conjunto de estereotipos sobre los «asiáticos» y «bárbaros» rusos que
resonaban en la cultura prusiana y alemana en los dos últimos siglos. A los
franceses se los ridiculizaba por cobardes y fanfarrones que hablaban con
petulancia pero que ponían pies en polvorosa cuando la cosa se ponía fea.
Incluso los territorios alemanes que luchaban en alianza con Austria también
recibían lo suyo. El himno de la victoria de Gleim, tras la batalla de Rossbach,
incluye una larga lista de estrofas que satirizaban a los contingentes alemanes;
describía (entre otros) a un soldado de caballería del Palatinado que estaba
quejándose en el campo de batalla porque se había quemado un dedo; un
soldado de Tréveris que se cae mientras está huyendo y confunde la sangre de
su nariz con una herida de guerra; uno de Franconia que chilla como un gato
atrapado; un soldado de Bruchsal que intenta evitar la captura poniéndose un
bonete de mujer; otro de Paderborn que muere de puro miedo cuando ve a los
prusianos, y muchos más[83].

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Quizá la característica más notable de esta oleada patriótica de los años
1750 fue su fijación con Federico II. Para Abbt, se trataba sobre todo de la
naturaleza humana del monarca —más que del orden político que
representaba, del carácter de la patria— lo que determinaba el amor del
patriota[84]. A lo largo de los años de guerra hubo toda una profusión de
poemas, grabados, biografías, panfletos y libros que celebraban los logros del
rey prusiano, «Federico el Grande», o, según otro epíteto muy utilizado,
«Federico el Único». Las victorias de los ejércitos prusianos eran celebradas
universalmente —lo que era bastante razonable— como victorias del rey. Los
cumpleaños del rey —anteriormente, acontecimientos más bien melancólicos
— eran la ocasión de celebraciones demostrativas durante las cuales se
disparaban fusiles y se ponían varios recuerdos realistas. En muchas
representaciones el rey aparecía como una figura sobresaliente, incluso
sobrenatural, como en el pasaje ensoñado, casi cinemático, de la obra de
Gleim Oda a la Musa de la Guerra, escrita después de la carnicería de
Zorndorf:

De un torrente de sangre del negro asesino


subí pisando con tímido pie una colina
de cadáveres, miré alrededor de mí, lejos,
por si quedaba alguien por matar, de pie,
y miré, y busqué estirando el cuello
a través de nubes como el carbón por el humo de la batalla,
por el Ungido, fijos sobre él
y el enviado de Dios, su guardia,
mis ojos y pensamientos…

La referencia a Federico como «el Ungido» (Der Gesalbte) es digna de


mención —Federico I había sido ungido como parte de la ceremonia de su
coronación, pero como no había habido otras coronaciones, el ritual no se
había repetido para sus sucesores—. Aquí podemos discernir ecos
amortiguados del exaltado concepto de monarquía inaugurado por el primer
rey[85]. Además, Federico solía ser apostrofado con la forma familiar «du»
[tú], uso que sugería una utópica intimidad con la persona del monarca al
tiempo que se aludía a una asociación con el lenguaje de las plegarias y de la
liturgia. En un verso compuesto para la ocasión del retorno de Federico de la
Guerra de los Siete Años, la célebre poeta Anna Louise Karsch mezcló el
panegírico con la intensidad privada de la plegaria, invocando la manera
íntima de suplicar no menos de 25 veces en 44 líneas[86]. En otros contextos,
el rey aparecía lastimero, sufriente, abnegado, cubierto el rostro de sudor y
polvo, temblando por sus hombres, anegado en lágrimas por la matanza, un

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hombre angustiado en busca de consuelo y protección. Este era uno de los
temas centrales del folleto de Abbt: que el amor del súbdito por su rey surge
no del temor de su poder, sino del deseo de defenderlo de la potencia
abrumadora de sus enemigos.
Aquí se daba una notable ironía, pues el rey, si bien sensible a la opinión
pública en general y consciente de la necesidad de impresionar
(especialmente cuando esto se dirigía hacia los potentados y enviados
extranjeros), parece ser que consideró esta adulación muy desagradable. Por
ejemplo, se negó a tomar parte de ninguna manera en las celebraciones
organizadas por la ciudad de Berlín por su vuelta a la capital al final de la
Guerra de los Siete Años. El 30 de marzo de 1763, una delegación de notables
se reunieron en la Puerta de Fráncfort y los guardias de honor de burgueses
montados y portadores de antorchas en librea formaron para acompañar a la
carroza real al entrar de nuevo en la ciudad y de camino al palacio.
Horrorizado por la perspectiva de este recibimiento, Federico aplazó su
llegada hasta que oscureció, se zafó de quienes lo recibían y se metió, sin ser
acompañado, en el palacio por un camino alternativo[87].
Esta épica manifestación de desconfianza estableció el tono para el resto
de su reinado. Federico había estado gran parte del tiempo fuera de la corte de
Berlín desde finales de los años 1740, pero en 1763 se retiró casi del todo de
la capital, permaneciendo en el complejo residencial de Potsdam,
transcurriendo los inviernos en el palacio urbano de Potsdam y los veranos en
Sans Souci[88]. El rey se sentía satisfecho por el hecho de proyectar la
majestad del estado por medio de edificios representativos, tales como el
Neues Palais (que se construyó con grandes gastos tras la Guerra de los Siete
Años, pero se reservó solo para eventos oficiales), pero se mostraba hostil
ante los intentos de centrar la adulación sobre su propia persona[89]. Federico,
por ejemplo, se negaba a posar para los retratos oficiales tras su acceso al
trono. Cuando el renombrado grabador Daniel Chodowiecki creó una
elaborada imagen en la que se mostraba al rey que volvía triunfante de la
Guerra de los Siete Años, Federico la rechazó por demasiado teatral.
Con la excepción de monedas tales como el Friedrich-d’or y varios
medallones en los que figuraba el rey coronado por los laureles de la
victoria[90], la única imagen de él que Federico difundió deliberadamente fue
un retrato de 1764 realizado por el pintor Johann Heinrich Christoph Franke.
En esta pintura, el rey está representado como un viejo de labios hundidos,
rostro caído y espalda encorvada. Se lo presenta en una pose informal, como
si lo hubiesen captado sin darse cuenta, levantando su sombrero de tres picos

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de marca y volviéndose a mirar al observador mientras pasa por una peana de
piedra detrás de él. No se sabe si la pintura de Franke fue un encargo o no,
pero, en todo caso, no fue pintada del natural. A Federico le gustó, y envió
versiones en grabados como señal de su buena voluntad hacia sus súbditos
favorecidos. Lo que le pareció bien de la pintura no se sabe. La modestia de la
pose y la imprecisión de la ejecución pueden haberle atraído. Y también
puede haber visto en el cansado anciano pintado por Franke una fiel reflexión
de su propia imagen[91].
La concentración del interés en la persona de Federico demostró ser el
más duradero legado de la oleada de patriotismo en Prusia. Desde 1786,
cuando muere el rey, el culto federiciano volvió a la vida con redoblada
intensidad. Se produjo una masiva proliferación de objetos que celebraban al
rey fallecido, desde jarras labradas, latas de tabaco, cintas, bandas y
calendarios, hasta collares, periódicos y libros[92]. Hubo una oleada de nuevas
publicaciones que homenajeaban a Federico. De estas la más famosa y exitosa
fue un compendio en dos volúmenes elaborado por Friedrich Nicolai, el editor
más importante de la ilustración berlinesa. Nicolai era uno más de la gran
mayoría de súbditos prusianos vivos a finales de los años 1780 que tenían la
sensación de que Federico había estado siempre en el trono. Como observó
Nicolai, su recopilación de la vida y hechos del rey estaba entremezclada con
memorias de «los felices años de mi juventud y el florecimiento de mi
madurez como hombre». Había sido un «testigo visual» del «indescriptible
entusiasmo» que se había apoderado de sus propios súbditos durante la
Guerra de los Siete Años, y el extraordinario esfuerzo que el rey había
invertido en la reconstrucción de una Prusia devastada por la guerra desde
1763. La recopilación de anécdotas (que Nicolai tardó cuatro años en
completar) era, así, un proyecto que conectaba las pasiones de una identidad
privada con la labor pública de memoria patriótica. Contemplar al rey,
afirmaba Nicolai, era «estudiar el verdadero carácter de la propia patria[93]».

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21. Federico el Grande abre el sarcófago del
Gran Elector diciendo:«Messieurs, ¡este
hombre hizo muchas cosas!». Grabado de
1789 de Daniel Chodowiecki. Durante el
reinado de Federico la monarquía prusiana
estuvo marcada por una intensa conciencia de
su legado histórico.

El de Nicolai era solo uno —aunque quizá el más autorizado— de los


numerosos volúmenes de anécdotas. Las anécdotas se convirtieron en el más
importante vehículo del recuerdo y de la mitologización del rey fallecido. En
estos dispersos jirones de memoria, el rey aparecía cayéndose del caballo,
respondiendo a las impertinencias con gracia indulgente, olvidando el nombre
de alguien, predominando sobre la adversidad con verdadero ánimo[94]. A
veces él es el héroe, pero la mayor parte de las anécdotas acentúan su
presencia física, su mortalidad, su modestia, los adornos corrientes de un
individuo extraordinario. Se nos hace el presente de un rey que merece
nuestro respeto precisamente porque él se niega a adoptar aires reales.
Al ser compactas y fáciles de recordar, las anécdotas circulaban tan
rápidamente, en la cultura oral y en la literaria, como sucede hoy con los
chistes. Al igual que las revistas de celebridades de hoy en día, alimentaban
un apetito de vistazos íntimos sobre las personalidades veneradas. Llenas de
la humanidad del rey, aparecían desprovistas de la política. Su cualidad
aparentemente casual ocultaba la artificialidad de la imagen que se ofrecía al
consumo. Las anécdotas podían tomar también forma pictórica. El proveedor
de las más elaboradas anécdotas visuales era el grabador berlinés Daniel
Chodowiecki, que proveyó de ilustraciones a alguna recopilación de
anécdotas, pero cuyas imágenes circulaban también de forma independiente.

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Algunas de ellas representaban emocionantes momentos no preparados de la
vida del rey, que creaban una enérgica tensión entre la modestia de su persona
y la singularidad de su estatus. Como las anécdotas verbales, las imágenes de
Chodowiecki eran lo bastante concisas para ser recordadas totalmente, y
estaban suficientemente concentradas como para reproducirse en la mente del
observador. La notable serie de pinturas históricas de Adolph Menzel, de
mediados del siglo XIX, que estableció la imagen del rey para generaciones de
prusianos modernos, conservó también la cualidad caleidoscópica de la
tradición anecdótica, del mismo modo que hicieron los relatos cinemáticos de
su vida producidos por los estudios cinematográficos de la República de
Weimar y del Tercer Reich.
No todos se sintieron inundados por la oleada patriótica. Hubo mucho
menos entusiasmo por la causa prusiana en las zonas católicas que en las
protestantes en las provincias occidentales durante la Guerra de los Siete
Años[95]. No sería descabellado pensar que el patriotismo prusiano fue un
fenómeno, sobre todo, del corazón de las zonas protestantes (incluyendo la
Prusia Oriental), en buena medida como era en Gran Bretaña a fines del
siglo XVIII[96]. Podemos hablar aquí de un proceso según el cual los súbditos
prusianos instruidos «se descubrieron» a sí mismos como miembros de un
estado común. El prusianismo adquirió la «masa critica» requerida para
sustentar una identidad colectiva estable[97]. En los últimos decenios del siglo,
la expresión compuesta «Brandemburgo-Prusia» se escuchaba poco. Federico
ya no era (hasta 1772) rey en, sino rey de Prusia[98]. Los contemporáneos
hablaban de «las tierras prusianas» o simplemente de «Prusia» (aunque esta
última denominación fue adoptada solo en 1807 como término colectivo para
los territorios de los Hohenzollern).
Así, podemos hablar de un espesamiento de la lealtad colectiva en la
Prusia de los últimos años del siglo XVIII. Era el rostro visible de una
formación sedimentaria cuyos estratos más profundos recordaban las primeras
fases de la movilización —la solidaridad confesional al comienzo de la época
moderna, la ética del servicio, que era a un tiempo sumisión e igualdad, del
pietismo, el recuerdo del trauma de la guerra y la invasión—. Con todo, había
algo frágil en el férvido patriotismo de los prusianos. Mientras que los
patriotas británicos, los franceses y los norteamericanos morían —en teoría
por lo menos— por su país o por la nación, los discursos patrióticos prusianos
se centraban sobre todo en la persona de Federico el Grande. Cuando Thomas
Abbt hablaba de morir por la patria, es difícil zafarse de la impresión de que,
en realidad, lo que quería decir era morir por el rey. Los muy estructurados

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estereotipos de la autoidentificación nacional que vimos ir emergiendo en la
cultura literaria e impresa de la Gran Bretaña de fines del siglo XVIII no tenían
su contrapartida en Prusia. El patriotismo prusiano era intenso, pero más bien
de miras estrechas. Con la muerte de «Federico el Único» el patriotismo
prusiano adquirió un gusto de retrospección y nostalgia del que nunca se
libraría.

La Polonia prusiana

A lo largo del último tercio del siglo XVIII, la Unión Polaco-Lituana, un país
más vasto que Francia, desapareció del mapa político de Europa. En la
primera partición de 1772, Prusia, Austria y Rusia se unieron para cortar y
anexionarse grandes trozos del territorio polaco de la periferia occidental,
meridional y oriental de la Unión. La segunda partición de Polonia,
formalizada por el Tratado de San Petersburgo, en enero de 1793, vio cómo
Prusia y Rusia se llevaban nuevos despojos, dejando a los polacos unos restos
de territorio grotescamente reducidos que iban de la Galitzia septentrional
hasta una estrecha porción de la costa báltica. En la tercera partición, dos años
más tarde, las tres potencias se unían para engullir lo que quedaba de la
antaño poderosa Unión.
Las raíces de esta cancelación sin precedentes de un grande y antiguo
estado se basaban, en parte, en el deterioro de la situación de la Unión. La
monarquía polaca era electiva, hecho que abría el sistema a crónicas
manipulaciones internacionales cuando las potencias rivales competían para
instalar a sus clientes en el trono. Las extravagancias de la constitución polaca
paralizaban el sistema y obstruían los intentos de reforma y consolidación del
estado. Especialmente problemático era el «liberum veto» [libre veto], según
el cual cada miembro individual de la dieta polaca, o Sejm, tenía derecho a
obstruir la voluntad de la mayoría, y el derecho de formar «confederaciones»
—asociaciones armadas de nobles que unían sus propias dietas— para apoyar
u oponerse a la corona. Recurrir a esta forma de «guerra civil legalizada» era
particularmente común en el siglo XVIII, cuando importantes confederaciones
se formaron en 1704, 1715, 1733, 1767, 1768, y 1792, más frecuentemente,
en realidad, que las dietas de la propia Unión[99].
La agitación interna de Polonia se veía exacerbada por la intervención de
sus vecinos, y en particular de Rusia y Prusia. Los responsables de la política
de San Petersburgo consideraban a Polonia un protectorado ruso y un saliente

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hacia occidente desde el cual proyectar la influencia rusa sobre Europa
central. Prusia tenía antiguos designios sobre el territorio polaco entre Prusia
Oriental y Brandemburgo. Ninguno de los dos estados estaba interesado en
que la Unión se reformase hasta el punto de recuperar su autonomía y la
influencia de que había gozado antaño en los asuntos europeos. En 1764
Prusia y Rusia colaboraron en excluir al candidato sajón, Wettin, de la
elección polaca e instalaron al cliente ruso Stanislaw-August Poniatowski en
el trono de Varsovia. Cuando, para sorpresa de todos, Poniatowski resultó ser
un reformador y patriota polaco, Prusia y Rusia intervinieron para frustrar sus
planes. Sus intentos de unificar la zona aduanera polaca se encontraron con
represalias prusianas. Entre tanto, los rusos intervinieron con fuerzas
militares, extendiendo su red de patronazgo y apoyando a los contrarios a la
reforma. En 1767, la Unión se había polarizado en dos campos armados
enfrentados.
Fue en este contexto de cada vez mayor caos en Polonia cuando
Federico II pergeñó su propuesta de la primera partición de Polonia en
septiembre de 1768. La adquisición de un trozo de Polonia era uno de los
sueños que Federico acariciaba desde hacía tiempo —ya había pensado sobre
este tema en el Testamento Político de 1752: donde daba su famosa
descripción de Polonia como una «alcachofa, dispuesta para ser consumida
hoja a hoja»— y periódicamente volvió sobre ello en sus últimos años[100].
Especialmente interesante para él era la zona conocida como «Prusia Real»,
que había estado sometida a la autoridad de la corona polaca desde 1454. La
Prusia Real era la mitad occidental del antiguo Principado de Prusia, cuyo
nombre habían adoptado para sí mismos en 1701 el elector y rey de
Brandemburgo. Una pequeña porción de la Prusia Real se hallaba ya bajo
administración prusiana, gracias a un complejo sistema de arrendamientos
que se remontaba a comienzos del siglo XVIII[101]. Sin embargo, sería
exagerado considerar a Federico el único o el principal arquitecto de la
partición[102]. Fueron los austríacos quienes dieron un primer pequeño
mordisco a la tarta polaca, al invadir y ocupar en primer lugar Spisz, un
archipiélago de enclaves polacos en el norte de Hungría y, luego, los
territorios contiguos de Nowy Targy Nowy Sacz en 1769-1770. Y fue Rusia
la que, con su cada vez más agresiva implicación en los asuntos polacos había
hecho más para minar la autonomía y la paz de la Unión. Esto, a su vez,
provocó legítimas preocupaciones por la expansión hacia occidente del poder
ruso y alimentó el temor de que el desorden polaco arrastrase a las tres
principales potencias regionales a un conflicto de mayor envergadura[103].

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Al extenderse la agitación en el reino de Polonia en 1771, Rusia y Prusia
acordaron una partición principio; y Austria se les unió al año en siguiente. La
Convención de Partición del 5 de agosto de 1772 justificaba este acto de fría
rapiña por medio de un preámbulo cómicamente cínico:

¡En Nombre de la Muy Santa Trinidad! El espíritu faccioso, los desórdenes por la guerra
intestina que había sacudido el Reino de Polonia durante tantos años, y por la Anarquía que
adquiere nuevas fuerzas cada día que pasa […] proporciona una base justa para esperar con
aprehensión la total descomposición del estado[104].

La tajada más pequeña fue a parar a Prusia, que se hizo con el cinco por
ciento del territorio de la Unión (los rusos se quedaron con el 12,7 por ciento
y los austríacos con el 11,8 por ciento). Además de la propia Prusia Real, los
prusianos se anexionaron dos territorios adyacentes, concretamente el distrito
de Netze, un largo valle fluvial contiguo a la frontera meridional de Prusia
Occidental, y el obispado de Ermland, hacia el este. Esta aglomeración
regional cubría el territorio que todavía dividía la Prusia Oriental de las
provincias centrales de la monarquía de los Hohenzollern; su adquisición
poseía, pues, un inmenso valor estratégico. La zona tenía, además, una
considerable importancia económica para la región, pues quien la controlase
podía ejercer un completo dominio sobre las rutas comerciales polacas vía
Danzig y Thorn (ambas siguieron siendo polacas), en el Báltico.
La justificación legal para la invasión de Silesia había sido bastante pobre;
en el caso de la Prusia Real no había sido cuestión de ninguna auténtica base
racional para la anexión más allá de los intereses de seguridad del estado
prusiano. Los prusianos aportaron varias reclamaciones fantasiosas según
líneas de acción fundamentadas en derechos de herencia de Brandemburgo
sobre los territorios anexionados que habían sido usurpados en tiempos
pretéritos por los Caballeros Teutónicos y la Unión polaca, y que, así,
reclamaban simplemente una herencia perdida de antiguo[105]. Tales
reclamaciones fueron solemnemente reiteradas en varios documentos
oficiales, pero es difícil creer que alguien de la administración prusiana se las
tomase en serio. Hay que destacar, asimismo, que Federico no utilizó —ni
siquiera en comunicaciones internas— argumentos étnicos al presentar su
reclamación sobre la Prusia Real. Esto puede parecer sorprendente
retrospectivamente, ya que los territorios anexionados incluían extensas zonas
de colonización predominantemente alemana (es decir, de protestantes
germanohablantes). Los protestantes de habla alemana ascendían a los tres
cuartos de la población urbana de la Prusia Real y del distrito de Netze juntos,
y a un 54 por ciento de la población total. A fines del siglo XIX y en el XX, los

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historiadores nacionalistas alemanes mencionan esta presencia étnica alemana
en Prusia Real como fundamento de sus lícitas anexiones[106]. Sin embargo,
esta es una visión profundamente anacrónica. La noción de que
Brandemburgo-Prusia tenía una misión «nacional» consistente en unir a la
nación alemana bajo el gobierno de Alemania era notablemente ajena al
francófono Federico el Grande, que era famoso por su actitud despectiva
hacia la cultura alemana contemporánea y que creía en la primacía del estado,
no en la de la nación.
Mucho más importante, para reforzar el fariseísmo de los usurpadores fue
una generalizada (y típica del siglo de la Ilustración) presunción de que su
gobierno establecería una administración mejor y más próspera y eficaz de la
que se había conocido hasta ese momento en la región. Las opiniones
prusianas sobre el modo de gobernar eran, en general, extremadamente
negativas. La proverbial expresión «polnische Wirtschaft» («gestión polaca»)
se usaba —y todavía se usa en ciertos casos— para describir un estado de
cosas caótico o desordenado. La nobleza polaca (szlachta) era considerada,
generalmente, derrochadora, perezosa y negligente en la conservación de la
tierra. Las ciudades polacas eran denunciadas por ser dilapidadoras. El
campesinado polaco se sumía en la mayor servidumbre y miseria bajo el yugo
de una despótica szlachta. Así, el régimen prusiano significaría la abolición
de la servidumbre personal y la liberación de la «esclavitud polaca[107]».
Había, no hace falta decirlo, justificaciones tendenciosas e interesadas. La
noción según la cual un historial de negligencia en cuanto a la protección de
la tierra reduciría los derechos de propiedad, y que los actos de usurpación y
anexión podían legitimarse por medio de una iluminada apelación a la idea de
«mejora» era ya un lugar común en las culturas políticas imperialistas de
Francia y Gran Bretaña, y fue muy útil para los prusianos en sus nuevas
tierras polacas.
Federico bautizó a su nueva provincia «Prusia Occidental» y a lo largo de
los últimos catorce años de su reinado intervino de forma más intensa en sus
asuntos internos que en los de cualquier otra provincia de su reino. Era un
reflejo de su escasa consideración por la administración local polaca el que
adoptase un punto de vista relativamente centralizado, dejando a un lado a los
órganos locales de gobierno tradicionales, e imponiendo una cohorte de
funcionarios extranjeros traídos sobre todo de las burocracias de Berlín y de
Prusia Oriental. De todos los comisarios de distrito nombrados para los cargos
de Prusia Occidental tras la anexión, solo uno provenía de la provincia

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misma; la mayoría de los restantes eran prusianos orientales. Se daba aquí un
claro contraste con la gestión del asunto de Silesia treinta años antes.

En Silesia, asimismo, se realizó una importante reestructuración


administrativa, pero se llevó a cabo un intento, donde fue posible, de

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preservar la continuidad a nivel de las élites locales; el poder judicial, en
particular, se sirvió casi totalmente de personal nativo silesiano[108]. El cargo
de ministro provincial silesiano garantizaba asimismo a Silesia un lugar
destacado en el sistema de gobierno cuasifederal de Berlín. El ministro
provincial, una especie de virrey con amplios poderes, que informaba
solamente al rey, se hallaba en una posición que le permitía resolver los
conflictos de interés principales de un modo que tomaba en cuenta las
especiales sensibilidades de la provincia. Por el contrario, no había ningún
centro autorizado en la Prusia Occidental capaz de garantizar al menos un
grado mínimo de autonomía. El más antiguo funcionario de Prusia Occidental
desde 1772 fue el presidente de la Cámara Johann Friedrich Domhardt,
aunque no ejercía control sobre la administración fiscal de la provincia, y el
poder judicial y militar se despachaban directamente con Berlín[109].
A la Iglesia católica se la manejó con especial cautela. Durante las
negociaciones preliminares de la primera partición, Federico había mostrado
su preocupación por el hecho de que la noticia de una inminente anexión
prusiana de las zonas exclusivamente católicas tales como el obispado de
Ermland en la periferia oriental de la Prusia Real pudiese provocar agravio
público. Desde 1772, como en Silesia treinta años antes, los prusianos
tuvieron grandes dificultades para preservar la apariencia de una continuidad
institucional católica en las zonas anexionadas. Así, pues, no hubo sin más
expropiación de las propiedades episcopales. Por el contrario, las propiedades
eclesiásticas se colocaron bajo el control de las administraciones de la cámara
de Prusia Occidental y Oriental. De este modo, siguieron siendo propiedades
de la iglesia en un sentido formal; pero gracias a los elevados impuestos y
otros costes, solo un 38 por ciento de los ingresos totales de las posesiones
volvía realmente a las arcas del clero[110]. El clero de Prusia Occidental estaba
aún peor; parece ser que el Estado restituía solo alrededor de un quinto de los
ingresos eclesiásticos estatales a la iglesia. Se puede hablar de un proceso de
secularización a hurtadillas. Aquí, de nuevo, hubo contrastes con el acuerdo
más bien generoso alcanzado con el clero de Silesia desde 1740.
La nobleza, principalmente polaca, de Prusia Occidental, en términos
generales, no ofreció resistencia a la anexión prusiana. En ciertas zonas, como
en el distrito de Netze, las familias terratenientes locales boicotearon las
ceremonias de homenaje para el nuevo monarca, pero no se dieron
prácticamente actos de total oposición[111]. Con todo, esto no fue suficiente
para que los nobles polacos tomaran afecto por Federico, que habló de ellos
con desprecio en numerosos documentos internos del gobierno. Se los gravó

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con los máximos impuestos, mayores que a sus colegas protestantes
(alemanes); se les prohibió reunirse en las dietas municipales; y no se les
permitió formar una sociedad de crédito provincial[112]. Las políticas
adoptadas por el rey en sus otros territorios para consolidar la propiedad
nobiliaria de la tierra quedaron invertidas en la nueva provincia. Federico
impulsó activamente que los nobles polacos vendiesen sus tierras y
presionaron a las administraciones provinciales para que encontrasen
compradores protestantes, fuesen de origen noble o no. El resultado fue que la
cantidad de tierras nobiliarias en manos burguesas alcanzó en la Prusia
Occidental casi el doble de la cifra media de las tierras de los
Hohenzollern[113]. La razón de tales medidas, declaró Federico, era que los
magnates polacos estaban sacando la riqueza del país drenando los ingresos
de sus posesiones de la Prusia Occidental y gastándoselos en Varsovia. En
junio de 1777 lanzó un ultimátum exigiendo que los terratenientes con
propiedades en ambos lados de la frontera polaca residiesen en la Prusia
Occidental o, en caso contrario, perderían sus posesiones allí.
Es difícil establecer con precisión el impacto de estas políticas. Con
frecuencia, en las órdenes de Federico había más ladridos que mordiscos;
parece ser que no se hizo mucho, por ejemplo, para ejecutar las medidas del
ultimátum de 1777. La política antinobiliaria del rey se dirigía
principalmente, en todo caso, a la pequeña élite de los verdaderos nobles
magnates, como los Czapski, Potocki, Skorzowski, Prebendow y Dabski, que
permanecieron apegados a la corte y escenario social de Varsovia; Federico
era mucho menos hostil a la nobleza menor polaca de Prusia Occidental, y
realmente tomó medidas para garantizar su conservación[114].
Prusia Occidental se convirtió en un foco de enérgica intervención
administrativa: se asignó dinero para la mejora de las ciudades, en especial en
Bromberg y Kulm; se drenaron las tierras pantanosas; se talaron los bosques
para obtener nuevas tierras arables y pastos; se construyó un nuevo canal que
unía al río Netze al Brahe, lo que permitió que pudiesen pasar barcos del Oder
al Vístula. Federico se metió en innumerables cuestiones de detalle,
ordenando, por ejemplo, que se plantasen árboles frutales, que se
construyeran escuelas, que se introdujese la patata, se construyeron presas y
se proporcionó semillas de trigo baratas a los campesinos[115]. El impacto del
nuevo régimen sobre el campesinado, que formaba el grueso de la población
de las zonas anexionadas, fue variado. La afirmación de que se los «liberaba»
de su anterior «servidumbre polaca» era en gran parte propaganda, ya que los
campesinos de la Prusia Real polaca gozaban ya de amplia libertad de

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movimiento. Por otro lado, el establecimiento de órganos judiciales
independientes en la administración de las tierras proporcionó a los
campesinos una mayor protección legal contra los caprichos de los
terratenientes[116]. Cuando se impuso el riguroso régimen fiscal del estado de
Brandemburgo-Prusia, los impuestos aumentaron de forma natural para todos,
como había ocurrido en Silesia, solo que ahora eran más transparentes y
estaban distribuidos más igualitariamente. A mediados de los años 1770 la
nueva provincia contribuye en un 10 por ciento a los ingresos del estado de
Brandemburgo-Prusia, porcentaje que era plenamente proporcional a su
tamaño y población. Así, la mayor parte de las inversiones de capital
realizadas en la provincia pudieron llevarse a cabo sin tener que recurrir a
rentas externas.
Es difícil establecer cómo fue el impacto de la anexión sobre la economía
regional, al carecer de estadísticas fiables. El aumento de la población en el
sector urbano fue muy lento; esto sugeriría que los fuertes impuestos se
llevaron dinero de las inversiones locales. El esfuerzo para mantener un fondo
de guerra importante significaba que una buena parte de la riqueza local se
hallaba permanentemente fuera de circulación. La aprobación de tarifas en la
frontera polaca causó inevitablemente una fuerte alteración, al bloquear las
rutas comerciales norte-sur que tradicionalmente habían sido el sustento de
las ciudades. Por otra parte, el sector agrario se benefició del auge debido a la
apertura de los mercados reales de las haciendas y por el enorme apetito
británico por el grano importado, estado de cosas que se reflejó en el rápido
aumento del valor efectivo de las haciendas de los terratenientes.
El éxito de la administración real al ganarse la confianza y lealtad de los
nuevos súbditos varió de una región a otra. Los protestantes étnicamente
alemanes que formaban la mayoría de las ciudades fueron asimilados
rápidamente por el nuevo sistema, pese a las lamentaciones y protestas del
primer momento. Los sentimientos de los católicos fueron menos favorables,
pese a la promesa, repetida, de Federico de que respetaría la libertad de culto
de todos los católicos tal como estaban acostumbrados. En la nobleza polaca
hubo, y con buenas razones, un sentimiento generalizado de desconfianza
hacia los nuevos amos. «Desde que el soberano se convirtió en prusiano»,
anotaba un observador de las condiciones del distrito de Netze en 1793, «la
nobleza polaca ya no era lo que había sido; en su carácter se introdujo un
elemento de amargura y de desconfianza hacia los alemanes que durará
mucho tiempo[117]». Con todo, dependía mucho de la ubicación concreta de
una persona en la estructura social de la provincia: la nueva Escuela de

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Cadetes de Kulm, por ejemplo, era popular para las familias de la pequeña
nobleza polaca y, al empezar el siglo siguiente, encontramos ya apellidos
dobles que al nombre polaco añaden los equivalentes alemanes —Rosenberg-
Gruczyński, Hoike-Truszczyński, y así de seguido[118]—. Entre los
campesinos kashubios y los terratenientes que trabajaban las pobres tierras
arenosas del norte de la provincia, hay incluso alguna prueba indirecta —bajo
forma de recopilaciones de anécdotas en lengua polaca— sobre la
participación en el culto de moda de Federico el Grande.
Quizá la gente más completamente convencida de las promesas y
propaganda del nuevo régimen fueran los propios administradores prusianos.
Una y otra vez, en los documentos relativos a la administración de la Prusia
Occidental, hallamos referencias a la necesidad de establecer la vida
económica e institucional en «términos prusianos[119]». El término «prusiano»
se considera un antónimo de los presuntos vicios polacos de servidumbre,
desorden, laxitud. La idea de que la «prusianidad» implicaba ciertas virtudes
abstractas adquirió un enfoque más agudo en el prolongado encuentro con
súbditos de fuera del ámbito del Sacro Imperio Romano. Se ha observado con
frecuencia que la experiencia de un gobierno colonial en la India y en otras
partes dio lugar a una representación ritualizada de «britanidad» que halló su
plena articulación solo como parte de un discurso de superioridad cultura y
moral. En el mismo sentido, una percepción abrumadoramente negativa de las
tradiciones nativas polacas mezclada con el optimista «mejorismo» de la
Ilustración para ensalzar la confianza en los méritos distintivos del «modo de
vida prusiano».

El rey y el Estado

¿Qué tipo de estado legó Federico II a sus sucesores? «El estado» fue uno de
los temas centrales de los escritos políticos de Federico. Su padre Federico
Guillermo I tendió a legitimar, como vimos en el capítulo 5, su política en
términos de la necesidad de consolidar su «soberanía». Por el contrario,
Federico insistió en la primacía del estado como estructura abstracta más bien
separada de su propia persona. «He considerado que era mi deber», escribía
en su Testamento Político de 1752, «trabajar por el bien del estado, y hacerlo
en todos los campos[120]». «He dedicado mi vida al estado», le decía a su
hermano Enrique en febrero de 1776. El estado representa, en un sentido
subjetivo, una forma vicaria de la inmortalidad: mientras la muerte del rey

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extinguiría su conciencia, haciendo que sus esperanzas para el futuro
careciesen de significado, el estado perdurará. «Solo pienso en el estado»,
escribía Federico, «pues sé solo y demasiado bien que todo —incluso si el
cielo se derrumbase sobre la tierra— será cuestión de absoluta indiferencia
para mí desde el momento de mi muerte[121]». Teniendo en cuenta su
conclusión lógica, la primacía del estado implicaba una relativización, una
degradación del estatus del gobernante. En ningún otro lugar esto se expresa
con mayor intención que en el Testamento Político de 1752, en el que
Federico observaba que «el gobernante es el primer servidor del estado. Se le
paga bien con el fin de que mantenga la dignidad de su cargo. Pero a cambio
se le exige que trabaje eficazmente por el bienestar del estado[122]».
Esta idea no era nueva —la del soberano como «premier domestique»
[primer servidor] del estado se encuentra en los escritos de Fénélon, Bossuet,
y Bayle[123]—. Samuel Pufendorf, biógrafo del Gran elector y el más
influyente de los estudiosos alemanes de Hobbes, definió al soberano en
términos funcionales como garante del interés colectivo del estado. La misma
línea argumental encontramos en los trabajos del exprofesor de filosofía en
Halle, Christian Wolff, cuyos trabajos leyó Federico con admiración cuando
era príncipe heredero. Wolff celebraba el ascendiente de un estado legal y
burocrático abstracto con amplias responsabilidades en salud, educación,
protección del trabajo y seguridad[124]. Pero ningún dinasta prusiano había
considerado este concepto tan básico para la comprensión de su cargo de
soberano. Lo que explica (o al menos racionaliza) su desagrado por el culto a
la personalidad de Federico y su renuncia a los adornos convencionales de la
realeza dinástica. Su insistencia en vestir un raído abrigo militar azul sucio
por delante de largas rayas de rapé español, quería significar la subordinación
del monarca al orden político y social que él representaba.
Federico personificaba tan plenamente la idea del estado, que importantes
funcionarios acabaron viendo que servir al monarca y servir al estado era la
misma cosa. En su mensaje inaugural de la nueva cámara en Glogau (Silesia),
el presidente provincial, Ludwig Wilhelm, conde Von Münchow, declaraba
que la meta más importante de la administración prusiana debía ser «servir los
mejores intereses del rey y del país sin ningún otro motivo»; «ningún día —y,
si era posible, ni siquiera una hora— debería pasar sin que hayamos hecho
algún servicio al rey[125]». Así, el rey era más que un empleador; era un
modelo cuyos valores y modo de vida eran internalizados por los funcionarios
públicos importantes. Podemos hacernos una idea de lo que esto podía
significar para un funcionario individual por el diario de servicio de Friedrich

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Anton von Heinitz jefe del Departamento de Minas y Fundiciones del
Directorio General. Heinitz no era prusiano, sino sajón, y había entrado al
servicio de Federico en 1776 a los cincuenta y dos años de edad. En una
anotación de su diario fechada en junio de 1782, Heinitz expresaba que se
podría ver trabajo duro en pro de la causa pública como un acto de adoración
divina. «El ejemplo puede ser el rey; ¿quién puede igualarlo? Es industrioso,
coloca la obligación antes que la diversión, ve lo primero sus negocios […].
No hay otro monarca como él, ninguno tan abstemio, tan firme, ninguno que
sea tan experto al repartir su tiempo[126]».
Asimismo, Federico proyectó la autoridad abstracta del estado a través de
la arquitectura. En ningún sitio se realizó esta idea de forma más elocuente
que en el conjunto de edificios públicos que bordeaban el Forum
Fridericianum (hoy es la Bebelplatz) al comienzo de Unter den Linden, en el
centro de Berlín. Uno de los primeros actos de Federico como rey fue ordenar
al arquitecto de corte Georg Wenceslaus von Knobelsdorff la construcción de
una ópera en el lado este de la plaza. El resultado fue un teatro, uno de los
más grandes de Europa, con capacidad para 2000 personas. Flanqueando la
ópera por el sur estaba la catedral de Santa Eduvigis, construida en honor de
los súbditos católicos del rey, un notable monumento a la tolerancia
interconfesional en el corazón de una ciudad luterana. Para meter el mensaje a
fondo, el pórtico de la iglesia se realizó sobre el sincrético panteón de la
antigua Roma. En los años 1770 se abrió una nueva y amplia biblioteca real
en el lado oeste de la plaza.
Sin duda, había elementos de la tradicional autorrepresentación
monárquica en tales proyectos. Pero el Forum era también una articulación
altamente consciente de las metas culturales del estado[127]. Los planes y el
alzado de nuevos edificios y de la plaza como conjunto circularon
ampliamente; fueron objeto de discusiones a veces muy controvertidas en los
periódicos y salones berlineses. Tanto la ópera como la biblioteca, tras haber
sido completadas, se abrieron para el público en general[128]. Quizá, la
característica más relevante de todo el conjunto era la ausencia de un palacio
real. En origen Federico había pensado en incluir uno, pero perdió interés por
la idea tras la Segunda Guerra de Silesia. La ópera fue, así, el primer edificio
en su género al norte de los Alpes que no se hallaba físicamente unido a un
palacio real. También la biblioteca era una estructura aislada, lo que era muy
poco frecuente en la época. En otras palabras, el Forum fue una Residenzplatz
sin Residenz (palacio), y los visitantes se dieron cuenta de que se daba un
contraste con prácticamente todas las plazas europeas[129]. En la arquitectura,

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como en la persona del rey, la representación del estado prusiano no iba
pareja con la de la dinastía prusiana.
Si el estado iba a quedar apartado de la necesidad de una constante
intervención dictatorial por parte del soberano, necesitaba disponer de un
tejido jurídico coherente; aquí también Federico practicó lo que predicaba,
racionalizando el sistema de corte y estableciendo que los principales juristas
del día se pusiesen a trabajar en la tarea de construir un código de leyes
general para las tierras prusianas. Aunque inacabado a causa de su muerte, el
Código de Derecho General prusiano (1794) servirá posteriormente como una
especie de constitución del Reino de Prusia[130]. En su labor de reconstrucción
posbélica de Prusia, Federico fue un servidor concienzudo del interés general;
las aldeas devastadas durante la guerra fueron reconstruidas según el principio
que luego se incluirá en el Código General, de que el estado está obligado a
«compensar» a aquellos que fueron «obligados a sacrificar sus derechos y
ventajas especiales por el bienestar de la generalidad[131]». Por la misma
razón, como hemos visto, Federico aceptó que el estado tuviese obligaciones
hacia los huérfanos e inválidos de guerra, y se hicieron extensivos cuidados
institucionales para estos grupos durante su reinado.
La doctrina de la primacía del estado estructuró asimismo la actitud de
Federico en el contexto internacional. En primer lugar, una honrada y
caballerosa actitud respecto a los tratados y otras obligaciones semejantes,
pues estos podían, en cualquier momento, ser dejados a un lado si ya no
servían a los intereses del estado. Federico aplicó en la práctica esta idea
cuando abandonó la coalición de Nymphenburg en 1742 y 1745, dejando a
sus aliados en la estacada al acordar una paz separada con los austriacos.
También se puso en marcha durante la invasión de Silesia, que produjo
agujeros en el orden legal internacional del Sacro Imperio Romano. Pero esto
no preocupó a Federico quien, a diferencia de su padre, sentía desprecio por el
imperio. Su manera de gobernar, observó en el Testamento Político de 1752,
era «estrafalaria y anticuada[132]». Desde la perspectiva de Federico (y de la
de Pufendorf y muchos otros críticos alemanes del Reich en el siglo XVIII), el
Sacro Imperio Romano, con sus jurisdicciones que se solapaban y sus
múltiples estratos de soberanía que se interpenetraban, representaba la
antítesis del principio del estado. Existían también amargos recuerdos de 1718
y 1725, cuando delegaciones de nobles de la provincia de Magdeburgo habían
conseguido ganar una apelación contra el nuevo impuesto prusiano ante el
tribunal imperial de Viena. Uno de los pasos importantes por medio del cual
Federico consolidó la autonomía constitucional de su reino fue el acuerdo de

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1746, por el que el emperador de los Habsburgo renunciaba formalmente a la
jurisdicción imperial sobre los territorios de Prusia. Federico podía dar
instrucciones a Samuel von Cocceji, brillante jurista que ya había servido a su
padre, de que redactase un código de leyes general basado «solamente en la
razón y en las prácticas legales de los territorios [prusianos]». Era un
momento importante, pues señalaba el comienzo del fin del viejo sistema
imperial. La lucha entre Prusia y Austria significaba, en este sentido, un
conflicto entre el «principio del estado», basado en la primacía del estado
sobre todas las autoridades internas y supraterritoriales, y «el principio
imperial» de autoridad difusa y soberanía mixta que había sido un elemento
definitorio del Sacro Imperio Romano desde la Edad Media.
De todos modos, pese a la sinceridad del compromiso de Federico con la
autoridad abstracta del estado, había algunas discrepancias evidentes entre la
teoría y la práctica. Aunque Federico, en principio, era consciente de la
inviolabilidad de las leyes y de los reglamentos internos ya promulgados,
estuvo preparado, cuando lo consideró necesario, para pasar por encima de las
autoridades judiciales del reino. El ejemplo más famoso de esta intervención
unilateral fue el «Asunto del Molinero Arnold» de 1779-1780. Un molinero
llamado Christian Arnold se había negado a pagar el arrendamiento a su
señor, conde Schmettau, porque el comisario local del distrito, barón Von
Gersdorff, había construido un vivero para carpas que había cortado la
corriente de un arroyo que llegaba a su molino de grano privándole así de su
medio de vida. Condenado a ser desahuciado por el tribunal local, Arnold y su
mujer buscaron la ayuda del propio rey. Pese a una irritada orden ministerial
por parte del rey para que el juicio contra Arnold fuese suspendido, el
Departamento de Justicia de Küstrin confirmó el veredicto original. Furioso
por lo que consideraba una manipulación por parte de la oligarquía provincial,
Federico ordenó que el caso fuese trasladado al Tribunal de la Cámara de
Berlín. Cuando, a su vez, el Tribunal de la Cámara confirmó el veredicto
contra Arnold, Federico ordenó que tres de los jueces responsables fuesen
detenidos y encerrados en una fortaleza durante un año. El vivero de carpas
del comisario fue demolido, y restablecido el curso de agua al caz de molino
de Arnold, y sus costes y pérdidas fueron cubiertos. El caso escandalizó a la
administración superior, pero causó también sensación pública. En una orden
ministerial publicada en periódicos y gacetas en todo el reino, el rey
justificaba su acción, declarando que su intención era garantizar que «cada
hombre, ya sea de alta o baja condición, rico o pobre» recibiese una «justicia
rápida» gracias a unas «leyes imparciales». Resumiendo, se justificaba así una

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grave violación del procedimiento legal de acuerdo con un principio ético más
elevado[133].
Asimismo, el concepto de estado de Federico era menos incluyente en un
sentido territorial que el de su padre. Le preocupó mucho menos la
integración de los territorios periféricos. Muchas de las normas económicas
mercantilistas aplicadas al núcleo central de Brandemburgo no se extendieron
a las provincias occidentales, cuyos productos eran tratados desde el punto de
vista de las tasas como mercancías extranjeras. Los intentos del gobierno de
integrar a Prusia Oriental en la economía cerealista de todo el reino a través
del sistema de almacenamiento se redujeron durante el reinado de Federico.
El sistema de cantones no fue extendido a las provincias occidentales. Los
tres regimientos de la ciudad de Wesel, anotaba en 1768, carece de cantones,
«porque la población de estas provincias no sirve para el servicio militar; es
blanda y débil, y cuando el hombre de Cleves es llevado lejos de su casa,
sufre de nostalgia, como los suizos[134]». Se realizaron escasos intentos de
integrar a los pequeños principados periféricos de Neuenburg-Neuchatel, un
cantón francohablante de Suiza adquirido por unión personal por Federico I
en 1707; el gobernador prusiano estuvo ausente durante largos períodos del
reinado de Federico el Grande, por lo que la influencia de Berlín fue
escasa[135].
Federico atribuyó una clara prioridad a las provincias centrales del reino.
En un pasaje revelador del Testamento Político de 1768, declaraba incluso
que solo Brandemburgo, Magdeburgo, Halberstadt y Silesia «constituían el
cuerpo real del estado». Esto era así, en parte, por un asunto de lógica militar.
Lo que diferenciaba a los territorios centrales era el hecho de que «podían
defenderse por sí mismos, mientras toda Europa no se una contra su
soberano[136]». En cambio, la Prusia Oriental y las posesiones occidentales
podían ser abandonadas en cuanto comenzasen las hostilidades. Quizá esto
ayude a explicar por qué Federico suspendió el transcendental programa de
reconstrucción de Prusia Oriental iniciado por su padre[137]. También el
comportamiento de sus súbditos bajo la ocupación extranjera durante la
Guerra de los Siete Años parece haberle decidido a hacer una pausa. Se
mostraba particularmente ofendido por el hecho de que los estados de Prusia
Oriental hubiesen hecho un juramento de lealtad a su némesis la zarina Isabel
en 1758. A partir de 1763 Federico, el incansable inspector de su reino, no
hizo una sola visita a Prusia Oriental. Ordenó, simplemente, a los presidentes
de las cámaras prusianas orientales que lo informasen en Potsdam o que
acudiesen a sus cuarteles durante las maniobras anuales en Prusia

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Occidental[138]. Lo que reflejaba una significativa degradación de la
importancia de esta provincia, que había sido algo así como un fetiche para
Federico Guillermo I y para su abuelo el Gran Elector.
Si los leemos literalmente, los comentarios de Federico sobre el estado
parecen implicar, a veces, que las funciones del soberano habían sido
absorbidas parcialmente por las estructuras colectivas impersonales de una
administración que trabajaba de acuerdo con normas y reglamentos
transparentes. Sin embargo, difícilmente la realidad podría haber sido más
diferente, pues la gobernanza de Prusia durante el reinado de Federico fue
realmente un intenso asunto personal, en ciertos aspectos el proceso político
estuvo aún más concentrado en la persona del rey de lo que lo había estado
con su padre Federico Guillermo I. Su padre había creado un sistema
colegiado de gobierno ministerial en el que el monarca hacía caso con
frecuencia de las recomendaciones de un poderoso consejo de ministros. Pero
este sistema cayó en desuso tras la subida de Federico al trono. Los contactos
personales con sus ministros se hicieron cada vez menos frecuentes desde
1763, al verse duplicadas sus funciones y en parte desplazadas por la
utilización creciente por el rey de los secretarios del gabinete asignados
directamente a su persona.
Así, el proceso político acabó centrándose cada vez más en torno a un
pequeño equipo de secretarios que controlaban el acceso al rey, supervisaban
su correspondencia, lo mantenían al día sobre lo que ocurría y lo aconsejaban
sobre los temas de política. Mientras los secretarios viajaban con el monarca,
los ministros, por lo general, permanecían en Berlín. Y si los ministros solían
ser grandes de la aristocracia, como Karl Abraham Freiherr von Zedlitz (el
ministro encargado de los asuntos educativos), los secretarios, en su mayor
parte, eran plebeyos. Un ejemplo característico fue el solitario pero
enormemente influyente August Friedrich Eichel, hijo de un sargento
prusiano del ejército, que solía comenzar a trabajar a las cuatro de la mañana.
Bajo Federico Guillermo I la responsabilidad y la influencia estuvo ligada a la
función del individuo dentro del sistema administrativo; con Federico, por el
contrario, el determinante decisivo del poder y de la influencia fue la
proximidad respecto al soberano.
Paradójicamente, tal concentración de poder y responsabilidad en el rey
dio la vuelta al ímpetu centralizador de las reformas introducido por Federico
Guillermo I. Al comunicarse directamente con los funcionarios de las cámaras
de las provincias, Federico destruyó la autoridad del Directorio General, cuya
meta era actuar de autoridad supervisora controlando los varios

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funcionariados provinciales. En numerosas ocasiones, Federico llegó incluso
a emanar órdenes a las cámaras provinciales sin informar a la administración
central, incrementando de este modo la autoridad de las administraciones
provinciales, reduciendo el poder del centro y liberando los recursos de la
estructura estatal territorial[139].
Federico no vio razón alguna para dudar de la eficacia de este sistema tan
personalizado. Como señaló en su Testamento Político de 1752, se hacía
necesario «en un estado como este, que el príncipe llevase él mismo los
asuntos porque si es hábil debe perseguir meramente el interés del estado,
mientras que un ministro persigue siempre ulteriores motivos que atañen a sus
propios intereses…»[140]. En otras palabras, los intereses del estado y los del
monarca eran simplemente idénticos de un modo que no se aplicaba a
ninguna otra persona viva. La dificultad de este arreglo descansaba en la
cláusula condicional «si es hábil». El sistema federiciano funcionaba bien con
el infatigable y perspicaz Federico al timón, aplicando su rápido y capaz
intelecto, por no mencionar su valentía y decisión, para los problemas que le
llegaban a su mesa. Pero ¿qué ocurriría si el rey no fuese un estadista genial?
¿O si le resultaba difícil resolver los dilemas? ¿Qué sucedería si fuese
dubitativo y excesivamente prudente? O, resumiendo, ¿qué pasaría si era un
hombre normal? Con un monarca como este en el puesto de conductor, ¿cómo
funcionaría el sistema en caso de estar bajo presión? Federico, debemos
recordarlo, fue el último de una extraña serie de gobernantes Hohenzollern
anormalmente dotados. Ya no se verían individuos iguales a ellos en la
historia de la dinastía de los Hohenzollern. Careciendo de la disciplina y de la
presencia de una personalidad poderosa en el centro, existía el peligro de que
el sistema federiciano se subdividiese en facciones enfrentadas, si los
ministros y secretarios ministeriales llegasen a competir por el control de sus
parcialmente coincidentes jurisdicciones.

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8
¡ATRÉVETE A SABER!

Conversación

L a Ilustración prusiana giraba alrededor de la conversación. Alrededor del


diálogo crítico, respetuoso, abierto entre sujetos libres y autónomos. La
conversación era importante porque permitía agudizar y refinar el juicio. En
un famoso ensayo sobre la naturaleza de la Ilustración, Immanuel Kant, el
filósofo de Königsberg, afirmaba que:

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la


imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable
porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor […]. ¡Atrévete a
saber! [Sapere aude!]. ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la
ilustración[1].

Si se lee aisladamente, este pasaje hace que la Ilustración parezca un


asunto solitario, encapsulado en la lucha de una conciencia individual por
hallar un sentido al mundo. Pero en un punto posterior del mismo ensayo,
Kant observa que este proceso de autoliberación a través de la razón posee
una imparable dinámica social.

Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi
inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia cuenta, hasta entre los
establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la
tutela difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su
vocación a pensar por sí mismo[2].

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En la infiltración en la sociedad de este espíritu de independencia crítica y
segura, la conversación jugaba un papel indispensable. Esta florecía en los
clubs y sociedades que proliferaban en las tierras de Prusia —y de manera
más amplia en los estados alemanes— en la segunda mitad del siglo XVIII. Los
estatutos de las «sociedades alemanas», una empresa supra-territorial cuya red
incluía una sociedad fundada en Königsberg en 1741, definía explícitamente
las condiciones formales para una conversación fructífera entre sus miembros.
Durante la discusión que siguió a las lecturas o conferencias, los miembros
debían evitar comentarios arbitrarios o apresurados. Las críticas debían
realizarse de manera estructurada según el estilo, método y contenido de la
conferencia. Debían emplear, en palabras de Kant, «el cauto lenguaje de la
razón». Las digresiones e interrupciones estaban estrictamente prohibidas. A
todos los miembros se les garantizaba en última instancia el derecho a decir lo
que desearan, aunque debían esperar su turno y hacer sus comentarios lo más
concisos posible. Las observaciones satíricas o burlescas o los juegos de
palabras insinuantes se consideraban inaceptables[3].
Hallamos la misma preocupación por la urbanidad entre los masones,
cuyo movimiento había crecido hasta abarcar entre 250 y 300 logias
alemanas, con 1 518 000 miembros a finales del siglo XVIII. Aquí también se
conminaba a la gente para que evitasen hablar de manera desmedida, frívola o
con comentarios vulgares y la discusión de tópicos (tales como los religiosos)
que pudiesen provocar tensiones y discordias entre los hermanos[4]. Todo esto
puede sonar ridículamente remilgado desde una perspectiva actual, pero la
finalidad de estas reglas y normas era bastante seria. Estaban pensadas para
que cualquier asunto que se discutiese no fuese algo individual, sino que las
pasiones de las relaciones personales y de la política local se dejasen a un
lado cuando los miembros se reunían. El arte del debate político público era
algo que todavía no se había aprendido; estos estatutos eran el anteproyecto
de una nueva tecnología de la comunicación.
La urbanidad era importante, asimismo, pues ayudaba a suprimir las
asimetrías del estatus social que, en caso contrario, amenazaba con
obstaculizar la discusión. La masonería no fue, como ha afirmado un
historiador del movimiento, una «organización de la emergente clase media
alemana[5]». Atrajo a una élite mixta que incluía a miembros de la nobleza y
plebeyos instruidos o propietarios casi en la misma medida. Aunque algunas
logias alemanas comenzaron su actividad abriendo sus puertas a unos o a
otros de estos dos grupos, la mayoría de ellas pronto se fundieron. En una
sociedad mixta de este tipo, la observancia de reglas de afiliación

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transparentes e igualitarias era esencial si no se quería que las diferencias de
estatus estropeasen el debate desde un principio.
La conversación que impulsó a la Ilustración prusiana tuvo lugar también
en la imprenta. Uno de los aspectos distintivos de los escritos periódicos de
esta época era su carácter discursivo, dialogante. Muchos de los artículos
publicados en el Mensual de Berlín (Berlinische Monatsschrift), por ejemplo,
que era el más notable órgano de prensa de la última Ilustración alemana, eran
de hecho cartas al editor de parte del público. Los lectores eran invitados a
participar también en extensas reseñas de publicaciones recientes, y a veces
incluso se daban largas respuestas por parte de los autores que querían
ajustarles las cuentas a sus comentaristas. Ocasionalmente, el periódico podía
pedir opiniones sobre un asunto específico —este fue el caso, por ejemplo, de
la famosa discusión sobre el tema «¿Qué es la Ilustración?», que comenzaba
con una pregunta planteada por el teólogo Johann Friedrich Zöllner en las
páginas del Mensual de Berlín en diciembre de 1783[6]—. No existía un
personal fijo de periodistas, y la mayoría de los artículos de cada número no
los pedía directamente el periódico. Como los directores Gedike y Biester
dejaron claro en el prólogo de la primera edición, dependían de los intereses
de los miembros del público para «enriquecer el periódico con colaboraciones
no solicitadas[7]». El Mensual de Berlín era, pues, sobre todo, un foro impreso
que operaba según el mismo esquema de las redes de asociaciones de las
ciudades y otras localidades. No se concebía como forraje para un conjunto
esencialmente pasivo de consumidores culturales. Su meta era proporcionar al
público los medios para que reflexionase sobre sí y sus principales
preocupaciones.
La resonancia del Mensual de Berlín y de otros periódicos como este se
vio muy aumentada por la proliferación, en el norte de Alemania, de
sociedades de lectura[8]. La finalidad de tales grupos era obtener dinero para
la adquisición de suscripciones y libros en una sociedad en la que las
bibliotecas públicas eran todavía algo desconocido. En algunos casos se
trataba de reuniones informales sin sede permanente en las que se
congregaban en la casa de uno de los miembros más acomodados. Otros eran
círculos de lectura especializados en la difusión de periódicos específicos. En
ciertas ciudades, libreros locales gestionaban un servicio de biblioteca que
permitía a los lectores poder acceder temporalmente a publicaciones sin pagar
el precio completo. Las asociaciones de este tipo se multiplicaron con una
notable rapidez en los últimos decenios del siglo XVIII. Si hacia 1780 había
solo unas 50, en los siguientes diez años su número aumentó hasta

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aproximadamente 200. Cada vez más tenderán a reunirse en locales
alquilados o comprados para su propio uso, que proporcionaban un ambiente
apropiado para la discusión y el debate. Los estatutos garantizaban que cada
miembro se uniese a las reuniones en igualdad de condiciones y que se
observasen los imperativos de educación y respeto mutuo. Los juegos de
sociedad y de mesa estaban prohibidos. En conjunto, las sociedades de lectura
alemanas abarcaban a unos 15 000-20 000 miembros.
La librería era otro de los lugares importantes para la sociabilidad de la
Ilustración. La habitación principal de la librería de Johann Jakob Kanter, en
Königsberg, fundada en 1764, era un espacio amplio, atractivo y brillante que
servía como «bolsa intelectual» de la ciudad. Era un café littéraire [café
literario] en el que hombres y mujeres Jóvenes y viejos, profesores y
estudiantes podían hojear catálogos, leer periódicos y comprar, encargar o
tomar prestados libros. (Dado que Kant poseía solo 450 libros cuando murió
en 1804, es probable que, como otros intelectuales de la ciudad, tomase
prestados muchos libros de Kanter). Aquí, asimismo, se esperaba que los
patrocinadores cultivasen un tono respetuoso y cortés en su trato entre ellos.
Kanter no solo vendía libros, también publicaba un catálogo con compendios
de publicaciones (que tenía 488 páginas en 1771), un periódico bisemanal y
varios folletos políticos —incluido un mordaz ensayo en el que el joven
filósofo de Königsberg, Johann Georg Hamann atacaba a Federico el
Grande[9].
Más allá de las sociedades de lectura, las logias y las asociaciones
patrióticas existía una red de otro tipo de reuniones: las agrupaciones literarias
y filosóficas y los grupos de intelectuales especializados en ciencias naturales,
medicina o lenguas. Había también más círculos informales, tales como el
grupo de escritores y poetas aspirantes en torno a la Escuela de Cadetes de
Berlín Maestro Karl Wilhelm Ramler, cuyos íntimos asociados incluían al
editor Friedrich Nicolai, al dramaturgo Gotthold Ephraim Lessing, al poeta
patriota Johann Wilhelm Ludwig Gleim, al estudioso de la Biblia Moses
Mendelssohn, al jurista Johann Georg Sulzer y a otras muchas figuras
conspicuas de la Ilustración berlinesa. Ramler pertenecía al menos a una de
las muchas logias masónicas de Berlín, y era miembro de varios clubs; y era
además un poeta de pleno derecho —aunque sus versos eran de tercera fila—.
Lo que a los contemporáneos les gustaba de él eran sobre todo sus dotes para
la amistad y su sociabilidad viva y cortés. Tras su muerte en abril de 1798, un
obituario recordaba a Ramler, que murió soltero, que había vivido «solo para
su arte y sus amigos, a quienes quería de verdad sin hacer demostración de

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ello. Tuvo muchos [amigos] en todos los momentos de su vida, en especial
entre los intelectuales y los hombres de negocios[10]».
Otra figura análoga fue el activista patriota Johann Wilhelm Ludwig
Gleim. Este también estaba soltero, manifestaba aspiraciones literarias y
utilizó su situación financieramente segura de funcionario eclesiástico en la
ciudad de Halberstadt para patrocinar un círculo de jóvenes aspirantes a
escritor y poeta. Al igual que Ramler, Gleim mantuvo una extensa
correspondencia con muchas de las lumbreras de las letras prusianas
contemporáneas. La conversación sociable que la Ilustración introdujo en
Prusia no se apoyaba solo en estatutos y suscripciones; sino que debió gran
parte de su intensidad e inclusividad a hombres como Ramler y Gleim para
quienes el cultivo sin egoísmo de un amplio círculo de amigos era la labor de
una vida. Escritores, poetas, redactores, clubes, miembros de la sociedad y de
las logias, lectores y suscriptores, todos ellos eran los «que practicaban la vida
social», cuyo compromiso con las grandes cuestiones del día, literarias,
científicas y políticas ayudaba a crear una esfera pública viva y variada en
tierras prusianas[11].
Sería un error considerar a esta esfera pública emergente como una masa
de burgueses apolíticos y supinamente pasivos, o bien una inquieta fuerza de
oposición y de rebelión latente. Una de las cosas más notables respecto a las
redes sociales que sustentaban a la Ilustración prusiana era su proximidad, y
parcial identidad con el estado. Esto se debía en parte a la tradición intelectual
fuera de la cual había crecido la Ilustración prusiana. Los nexos con el
cameralismo, la «ciencia» de la administración del estado establecida en las
universidades prusianas durante el reinado de Federico III/I, consolidada
ulteriormente bajo Federico Guillermo I, se fueron cortando solo
gradualmente. Luego estaba también la localización social de la intelligentsia
prusiana. Mientras hombres independientes o escritores free-lance jugaron un
importante papel en las letras francesas contemporáneas, el grupo dominante
en la Ilustración prusiana era el de los funcionarios estatales. Un estudio del
Mensual de Berlín ha mostrado que de todos los colaboradores del periódico,
a lo largo de los trece años de existencia (1783-1796), el 15 por ciento eran
nobles, el 27 por ciento eran profesores y maestros de escuela, el 20 por
ciento eran altos funcionarios, el 17 por ciento eran clérigos y un 3,3 por
ciento, oficiales del ejército. En otras palabras, más de la mitad de los
colaboradores eran pagados por el estado[12].
Un notable ejemplo de la convergencia entre el estado y elementos de la
sociedad civil fue el Club del Miércoles de Berlín, una «sociedad privada de

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amigos del saber» que se reunieron regularmente durante los años 1783 a
1797 (prácticamente, los mismos años en que existió el Mensual de Berlín).
Los miembros de este grupo, que en un primer momento se compuso de doce
y luego de 24 participantes, incluían funcionarios superiores tales como el
ministro de estado Johann Friedrich, conde Von Struensee, y los funcionarios
jurídicos Carl Gottlieb Svarez y Ernst Klein; entre otros miembros, estaba
Johann Biester, que era director del Mensual de Berlín y secretario del Club
del Miércoles, y el editor y a veces activista patriótico Friedrich Nicolai. El
viejo amigo de Nicolai, Moses Mendelssohn, que entonces era ya un
renombrado intelectual y filósofo judío, era un miembro honorario. Las
reuniones se llevaban a cabo en la casa de uno del grupo. Si bien las
discusiones se centraban a veces en lugares comunes científicos de interés
general, la mayoría de las reuniones se ocupaban de temas políticos
contemporáneos. Muchas veces los debates eran acalorados, pero se hacían
esfuerzos para conservar las formas de una discusión civilizada, en especial
respeto mutuo y reciprocidad, imparcialidad y un compromiso para evitar las
opiniones y las generalizaciones vacuas a favor de interpretaciones basadas en
hechos. La preparación de una reunión comenzaba con la circulación previa
de un tratado sobre algún asunto de la administración del gobierno, las
finanzas o las leyes. Esto era la base del debate. Los comentarios podían ser
dados por escrito. Los ensayos que había debatido la sociedad aparecían a
veces, más tarde, en el Mensual de Berlín.
No es fácil imaginar una mejor ilustración del carácter fundamentalmente
familiar de la cultura literaria de la Ilustración. El Club del Miércoles no
podría ser descrito como una institución de la «esfera pública», ya que sus
reuniones estaban rodeadas del más estricto secreto —una medida
fundamental, dado que varias personas de los grupos eran ministros en activo
—. Con todo, esto demuestra el tipo de sinergias que se iban haciendo
posibles entre las redes informales de la sociedad civil y el estado en los
últimos años del reinado de Federico II.

•••

Era fácil, para los intelectuales, escritores y pensadores progresistas ver al


estado como un socio en el proyecto ilustrado, pues el propio soberano era un
renombrado campeón de sus valores. La sugerencia de Kant respecto a que las
frases «edad de la Ilustración» y «edad de Federico» eran sinónimas no era un

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tópico bondadoso[13]. De todos los monarcas de la Europa del siglo XVIII,
Federico se acercaba a la personificación de los valores y visiones de la
Ilustración. Entró a formar parte de una logia masónica en 1738, cuando era
todavía príncipe heredero. Fue, como hemos visto, un escéptico en cuestiones
religiosas y un exponente de la tolerancia religiosa. Cuando en junio de 1740
se le preguntó si se le permitiría a un súbdito católico gozar de los derechos
cívicos en la ciudad de Fráncfort del Oder, contestó que «toda religión es tan
buena como cualquier otra, mientras el pueblo que la practica sea honrado, e
incluso si los turcos y los paganos viniesen y quisiesen poblar el país, pues
entonces construiríamos mezquitas y templos para ellos[14]». El rey reunió a
su alrededor a algunas de las más importantes figuras de la Ilustración
francesa. Voltaire en particular, con quien Federico mantuvo conversaciones
largas e intermitentemente malhumoradas, fue durante muchos años la
principal estrella literaria de la Ilustración y su estrecha asociación con el rey
prusiano fue famosa en todo el continente. Los escritos del propio Federico
fueron elaborados a imitación del brillante pero frío y despegado tono de los
maestros franceses contemporáneos. Luego estaban los primeros actos
soberanos por medio de los que Federico reveló su disposición a llevar a la
práctica ideas y convicciones. Al acceder al trono ordenó que el periódico Die
berlinischen Nachrichten ya no estuviese sometido a censura, y que el
filósofo racionalista Christian Wolff, que había sido expulsado de la
Universidad de Halle por los pietistas en los años 1720, fuese readmitido en el
acto[15]. Más notable fue su decisión, en contra del consejo del principal
jurista prusiano de la época, Samuel von Cocceji, de suspender el uso de la
tortura judicial en sus tierras. La tortura se usaba todavía ampliamente en los
sistemas jurídicos europeos para obtener confesiones de los sospechosos. En
1745 el Universallexikon de Zedler, una de las enciclopedias canónicas de la
Ilustración alemana, defendía el uso de la tortura como instrumento de la
investigación, y su práctica se conservaba en la Theresiana, el gran códice de
leyes austríaco publicado en 1768[16].
Pero el 3 de junio de 1740, solo tres días después de la muerte de su
padre, Federico ordenaba que ya no se emplease más la tortura, excepto en el
pequeño número de casos extremos que se refería a delitos contra el rey o el
país, o en ejemplos de asesinato múltiple en los que se necesitaba un
interrogatorio duro para descubrir la identidad de cómplices desconocidos. En
una ulterior orden de 1754 extendió estas medidas de interdicción a una
prohibición general, sobre la base de que la tortura era no solo «cruel»
(grausam), sino también poco fiable como medio de conocer la verdad, ya

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que existía siempre el peligro de que los sospechosos se acusasen a sí mismos
con el fin de evitar nuevas torturas[17]. Una medida tan radical dejó a muchos
jueces y funcionarios judiciales quejosos de que entonces no habría medios
para extraer confesiones —la reina de las pruebas en todo el sistema legal del
Antiguo Régimen— de un delincuente recalcitrante. Hubo de improvisarse,
pues, una nueva doctrina para cubrir los casos en los que se daba una gran
abundancia de pruebas, pero sin confesión.
Asimismo, Federico redujo el número de delitos punibles con la muerte y
llevó a cabo un pequeño pero significativo cambio en los preparativos de la
ejecución por la rueda: esta cruel práctica implicaba fracturar el cuerpo del
reo en el cadalso por medio de golpes con una rueda de carro y expresaba una
comprensión característica de comienzos de la modernidad respecto a la
ejecución como ritual semirreligioso centrado en el tormento del malhechor
en la preparación de su partida a la otra vida. Federico ordenó que en futuras
ejecuciones de este tipo, el delincuente debía ser estrangulado por el verdugo
fuera de la vista del gentío antes de que se le aplicase la rueda. Su intención
era conservar el efecto disuasorio del castigo mientras se suprimía causar un
sufrimiento innecesario[18]. Aquí, como en el caso de la tortura, a una
valoración racional de la utilidad de la práctica se unía una aversión propia de
la Ilustración por los actos de crueldad (pues, si se suprime la dimensión
religiosa de los tormentos aplicados al delincuente, no queda más que la
crueldad). Este logro no debería ser minimizado —en 1766 todavía era
posible en Francia que a un joven acusado de blasfemia y de profanación de
los altares de los caminos se le cortase la mano derecha y se le arrancase la
lengua antes de ser quemado atado a un poste[19].
Federico, incluso, llegó a dar refugio en Berlín al spinozista radical
Johann Christian Edelmann. Edelmann era autor de varios folletos en los que
discutía, entre otras cosas, que solo un deísmo purgado de toda idolatría podía
redimir y unir a la humanidad, que no había necesidad de la institución del
sacramento del matrimonio, que la libertad sexual era legítima, y que Cristo
era un hombre como otro cualquiera. Edelmann había sido expulsado de
algunos de los más tolerantes estados de las tierras alemanas por la hostilidad
de las instituciones luteranas y calvinistas. Durante una breve visita de
Edelmann a Berlín en 1747, los cleros calvinista y luterano locales lo atacaron
acusándolo de ser un sectario peligroso y ofensivo. E incluso atrajo la
atención hostil de Federico por su oposición de principio al absolutismo real y
sus observaciones despectivas (impresas) sobre el elogio de Voltaire para
celebrar la entronización del rey. Aun así se le permitió residir en Berlín —

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aunque sus trabajos estaban siendo condenados furiosamente a lo largo y
ancho de los territorios alemanes— con la condición de que dejase de
publicar. En mayo de 1750, mientras Edelmann pasaba su tiempo en Berlín
(bajo un falso nombre para protegerlo de las represalias de los fanáticos
cristianos), se llevó a cabo una quema masiva de sus libros en la ciudad de
Fráncfort del Meno, bajo los auspicios de la Comisión Imperial del Libro.
Mientras toda la magistratura y el gobierno municipal estaba presente y 70
guardias mantenían atrás al gentío, unas 1000 copias de los libros de
Edelmann fueron lanzados a una torre llameante de madera de abedul. El
contraste en tono y política con Berlín difícilmente podía ser más conspicuo.
Federico no hizo objeciones al escepticismo religioso de Edelmann, a su
deísmo o a su libertinaje moral. La capital prusiana, observaba este con sus
característicos y ambiguos sarcasmos, ya contenía a muchísimos locos y, sin
duda, podía acomodar a uno más[20].
Así, Federico era —a diferencia de su colega francés Luis XVI— un socio
plausible en el proyecto de llevar la Ilustración a las tierras prusianas. En
realidad, para muchos de la élite literaria y política la legítima exigencia
personal del monarca a la Ilustración confería un único significado a la
relación entre la sociedad civil y el estado en Prusia. Vimos en el capítulo 7
cómo la reputación personal del rey impregnaba los discursos políticos en
Prusia durante y después de la Guerra de los Siete Años. Por esas fechas, los
publicistas patriotas afirmaban que el afecto por el rey podía transformar a
meros súbditos en participantes activos de la vida pública de la patria.
En su muy notable ensayo de 1784, Immanuel Kant afirmaba que la
convergencia de autoridad e Ilustración en la misma persona soberana
transformó totalmente la relación entre libertades políticas y civiles, ya que,
allí donde el monarca era ilustrado, su poder constituía una ventaja más que
una amenaza para los intereses de la sociedad civil. El resultado, afirmaba, era
una paradoja: bajo un soberano realmente ilustrado las constricciones
moderadas sobre el grado de libertad política podían crear, realmente, «un
espacio en el que el pueblo podía expandir plenamente su poder». La famosa
fórmula que Kant puso en boca de Federico, es decir, «Discute lo que quieras
sobre lo que quieras, pero ¡obedece!» no se presentaba como el eslogan de un
déspota. Más bien encapsulaba el potencial autotransformador de una
monarquía ilustrada. En un estado así, las razones y las críticas públicas —
resumiendo, una conversación entre la sociedad civil y el estado—
garantizaban que los valores y los objetivos del propio estado acabarían

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fundiéndose armoniosamente con los del pueblo, de modo que el deber de
obediencia dejaba de ser una carga para el súbdito.

Por una vez […] la inclinación y el compromiso hacia el pensamiento libre ha germinado y ha
echado raíces, esto ejerce su influencia gradualmente sobre el punto de vista del pueblo
(reforzando firmemente su libertad de acción) y, en última instancia, sobre los principios del
propio gobierno[21]…

Esta visión de una transmisión política virtuosa, en la que las ideas de los
ilustrados conspicuos primero harían fermentar la masa de la sociedad civil
antes de comunicarse ellos mismos con los órganos de gobierno, no se alejaba
demasiado de la realidad. En Prusia, el gobierno era, en general, era mucho
más consultivo de lo que estamos acostumbrados a creer. De forma virtual,
todas las iniciativas legislativas importantes eran resultado de extensas
negociaciones o discusiones con los intereses locales. A veces esto se llevaba
a cabo por medio de los estados, como en el caso de las prolongadas consultas
sobre las restricciones a la venta de bienes raíces propiedad de la nobleza, a
veces a través de funcionarios locales de las ciudades o de distrito que
consultaban ellos mismos con una gran variedad de vecinos, y a veces a
través de redes informales de expertos, tales como juristas, por ejemplo, u
hombres de negocios. Ninguno de estos estaba especialmente «ilustrado»; era
una parte esencial, aunque poco subrayada, del acopio de opiniones e
información que hacía posible el gobierno. Lo que cambió a finales del
siglo XVIII fue el surgimiento de una red de activistas ilustrados que
reclamaban ser fideicomisarios del interés público, y también socios y críticos
del poder del soberano[22]. Esta fue una exigencia que el gobierno acabó
aceptando ampliamente. En 1784, cuando Federico II se embarcó en una
reforma legal completa que culminaría en un código legal nuevo y total para
las tierras prusianas, optó por someter los primeros borradores del nuevo
código al juicio de la opinión pública. Inicialmente, esto significó un círculo
bastante estrecho de eminentes juristas y abogados constitucionales, así como
varios «hombres de sabiduría práctica». Pero más tarde la red se amplió
mucho a través de la institución de una competición pública de ensayos, una
técnica que el gobierno copió de la más antigua generación de sociedades
patriótico-benéficas voluntarias[23]. Este importante paso reveló una
sorprendente confianza en la virtud de la competición intelectual y puso de
manifiesto el reconocimiento tácito del rey de que la opinión pública era ya,
como dijo más tarde uno de sus funcionarios superiores, «un poderoso
tribunal» que juzgaba cada acto del gobierno[24].

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Puede que no haya habido libertad de prensa en Prusia —en el sentido de
un derecho legal generalizado de expresión pública de las opiniones— pero la
censura era lo suficientemente suave para permitir un debate político vivo y
robusto, tanto en escritos como en la palabra. El escritor de viajes escocés
John Moore, que visitó Berlín en 1775, reunió luego sus impresiones de la
capital de Prusia:

Nada me sorprendió tanto, cuando llegué por primera vez a Berlín, como la libertad con la que
hablaba mucha gente sobre las medidas del gobierno, y de la conducta del Rey. He oído asuntos
políticos, y otros que podría pensar que son aún más delicados, que se discuten aquí con tan poca
ceremonia como en un café londinense. La misma libertad se constata en las librerías, donde se
venden abiertamente producciones literarias de todo tipo. El panfleto recientemente publicado
sobre la división de Polonia, donde al Rey se lo trata muy duramente, se puede tener sin
dificultad, lo mismo que otras realizaciones, que atacan a algunos de los más conspicuos
personajes con toda la agresividad de la sátira[25].

La ilustración judía en Prusia

En los años 1770, la comunidad judía de Berlín era la más rica y más
aculturada de los estados alemanes. Su núcleo estaba formado por una élite de
contratistas militares, banqueros, comerciantes y manufactureros. Las casas
de las familias más ricas estaban ubicadas en las zonas más elegantes de la
ciudad —Berlín era la única corte de los territorios alemanes en la que los
residentes judíos no estaban confinados en un gueto—. En 1762 el banquero
Daniel Itzig compró un pequeño palacio en la Burgstrasse, justo a la orilla del
río Spree, y lo convirtió en una elegante residencia de dos alas. Aquí reunió
magníficas colecciones de tesoros artísticos, que incluían el Ganímedes de
Rubens, trabajos de Terborch, Watteau, Joseph Roos y Antoine Pesne, y una
«gran vista con muchas figuras de Canaletto[26]». Cerca, en la esquina de la
Poststrasse con Mühlendamm, estaba el palacio de tres pisos del joyero y
acuñador de la corte Veitel Heine Ephraim. Diseñado por el maestro
constructor Friedrich Wilhelm Diterichs, y decorado en estilo rococó con
columnas, pilares y elegantes balcones con barandillas doradas, el
Ephraimpalast es todavía hoy un punto importante en el Berlín actual.
Itzig y Ephraim, como otros muchos miembros de la élite financiera judía,
eran individuos que habían hecho su fortuna gracias a la colaboración con el
estado prusiano. Ambos eran miembros de la sociedad de los negocios en que
había confiado Federico II al gestionar el aprovisionamiento de moneda a
Prusia durante la Guerra de los Siete Años. Cuando estalló la guerra en 1756
el rey decidió financiar sus campañas por medio de una inflación monetaria.

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Prusia carecía de plata suficiente para ser tenida en cuenta, por lo que debía
importar todos los lingotes para fabricar moneda —negocio que
tradicionalmente había estado en manos de agentes judíos—. Reduciendo la
proporción de plata en las acuñaciones prusianas, podría extraer una «carga
de acuñación» bajo forma de la plata no utilizada. Federico siempre había
hecho uso más intensivo de los empresarios financieros judíos que sus
predecesores y obligó a un consorcio de banqueros y comerciantes en lingotes
judíos —incluidos Ephraim e Itzig— a aceptar la responsabilidad de acuñar
monedas devaluadas. Las ganancias generadas por esta empresa —que
alcanzaba aproximadamente los 29 millones de táleros— contribuyeron de
forma significativa a los costes de guerra del rey[27]. Al final de las
hostilidades los directivos judíos de la casa de la moneda, junto a otro grupo
de hombres de negocios judíos especializados en proporcionar provisiones de
guerra, estaban entre los hombres más ricos de Prusia.
Estos eran los más destacados miembros de la minoría judía de Prusia,
pero no eran realmente típicos. La vida de los judíos en Prusia era un caso de
contrastes. Mientras que una pequeña minoría gozaba de grandes riquezas y
privilegios legales, la mayoría se sentía abrumada por onerosas restricciones.
En 1730 Federico Guillermo I promulgó una Regulación General de los
Judíos que restringió el comercio judío, prohibió que los judíos ejerciesen las
actividades controladas por los gremios o vendiesen mercancías puerta a
puerta en las ciudades, y les prohibió adquirir casas. La tendencia hacia una
más estrecha regulación continuó durante el reinado de Federico II. El
elaborado Código General Revisado de 1750 dividía a los judíos de Prusia en
seis clases separadas. En la parte alta estaba una exigua minoría de judíos
«generalmente privilegiados» que podían comprar casas y tierras y operar en
el comercio en igualdad de condiciones que sus colegas cristianos. En casos
especiales, a los miembros de esta clase se les garantizaban incluso derechos
de ciudadanía hereditarios. Los «judíos protegidos privilegiados» de la
siguiente clase, sin embargo, no podían elegir el lugar de residencia y podían
pasar su estatus a uno solo de sus hijos. La tercera clase de «judíos protegidos
no privilegiados» comprendía a quienes practicaba profesiones específicas —
ópticos, grabadores, pintores, médicos— considerados suficientemente útiles
para justificar permisos de residencia condicionales. La cuarta clase incluía
empleados de la comunidad, tales como rabinos, chantres y matarifes kosher,
y carecían de derechos hereditarios. La quinta clase era la de los «judíos
tolerados», que gozaban del patronazgo de un judío de las primeras tres
clases, así como los hijos que no heredaban de los judíos de la segunda y

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tercera clases. La sexta clase, la última de todas, abarcaba a los empleados
privados de las empresas y hogares judíos; en esta clase, los permisos de
residencia dependían de contratos de empleo.
En el caso de los judíos, el famoso iluminismo del rey se reducía a una
razón puramente instrumental. Federico estaba decidido a utilizarlos como
generadores de ingresos y, para ello, estaba preparado para otorgarles
libertades extremadamente amplias al más útil de sus súbditos judíos. En
realidad, presionó a los judíos hacia esos sectores de la economía en los que
las aventuras empresariales eran más necesarias —el comercio de lingotes,
fundiciones de hierro, operaciones comerciales transfronterizas en las
regiones periféricas, y varios sectores manufactureros—. Impuso además
impuestos y tasas especiales a los súbditos judíos y les exigió que comprasen
figurillas excedentes de las Manufacturas Reales de Porcelanas —este
producto, aceptado con desgana en los años 1770, se convirtió en la herencia
preferida de las generaciones posteriores.
Por debajo de las medidas utilitarias superficiales del estado se daban
tensiones sociales y una notable veta de prejuicios. Una parte de la presión
para la adopción de normas estatales provino de las oligarquías corporativas
cristianas de las ciudades prusianas, que acribillaron a las administraciones
central y provinciales con inacabables quejas y peticiones contra las
actividades comerciales de los judíos[28]. En Prusia los judíos, como en otros
territorios alemanes, se vieron sometidos al fuego cruzado entre el estado y
las comunidades locales. Al tratar de establecer nuevos residentes judíos o de
proteger sus empresas, el estado sufrió las resistencias conjuntas de los
gremios y tenderos de las ciudades que temían la competencia judía y se
mostraban hostiles a las innovaciones económicas de las que eran pioneros los
recién llegados. Aquí, como en otras esferas de actividad, las autoridades
hubieron de pisar una cuidadosa línea establecida entre la opinión popular y
los grandes intereses del estado.
Todo esto no quiere decir que el rey estuviese libre de prejuicios. Por el
contrario, Federico era casi tan hostil hacia los judíos como lo había sido su
padre —que los describía como «langostas[29]»—. En su Testamento Poético
de 1752 los acusaba de ser la más peligrosa de todas las sectas, afirmando que
perjudicaban el comercio cristiano, y opinando, algo hipócritamente, que el
estado no debería utilizar sus servicios. Tales puntos de vista fueron
reiterados en su Testamento Político de 1768, a pesar de la estrecha y
productiva colaboración de los años de guerra[30]. Consecuentemente, las
regulaciones respecto de los judíos llevaban una carga discriminatoria

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simbólica. Los judíos eran gravados por una «tasa del cuerpo» que solía
imponerse al ganado; se veían obligados a entrar o salir de la capital por una
de las dos puertas. A diferencia de cualquier otro grupo minoritario de Prusia,
podían ser castigados sobre la base de la responsabilidad colectiva. Una orden
ministerial de 1747 determinaba que el más anciano de cada comunidad judía
era responsable de cualquier robo en el que se viese involucrado uno de sus
miembros; lo mismo se aplicaba a las pérdidas causadas por bancarrotas y
multas impuestas por aceptar u ocultar mercancías robadas[31].
Aunque los ricos empresarios judíos habían tendido a dominar el registro
histórico, la gran mayoría de los judíos de las tierras prusianas eran individuos
muy modestos. El comercio a gran escala realizado por Ephraim e Itzig era
dominio de una exigua élite. El pequeño comerciante judío o Hausierer que
trabajaba yendo de casa en casa era un personaje mucho más frecuente y
familiar. Aquellos judíos que no poseían cartas de protección que les
facultaban para comerciar abriendo una tienda o un puesto se veían
constreñidos al comercio itinerante de bienes de segunda mano. El porcentaje
de judíos prusianos en esta situación aumentó rápidamente cuando las
sucesivas restricciones al comercio de comienzos y mediados del siglo XVIII
empujaron a muchos comerciantes anteriormente prósperos hacia sectores
marginales de la economía[32]. Sus filas se vieron incrementadas
continuamente por la inmigración ilegal de judíos provenientes de Polonia,
muchos de los cuales eran pobres y obligados a vivir de formas muy
marginales de empleo itinerante. Los intentos de cerrar las fronteras orientales
a estos refugiados económicos fracasaron al no tener un efecto apreciable. Las
repetidas ordenanzas contra los «judíos mendigos», promulgadas en 1780,
1785, 1788 y 1791, indican que esta inmigración, agravada sin duda por las
particiones de Polonia, permaneció sin control al final de siglo[33]. Los
agentes misioneros pietistas que trabajaban para el Institutum Judaicum de
Halle, de 1730 en adelante, era frecuente que encontraran cuadrillas de
«judíos pobres de viaje» que no podían pagar el impuesto de puerta y se
reunían delante de las murallas, comerciando con pequeños artículos fáciles
de transportar, tales como libros de plegarias o calendarios[34].
Hacia mediados del siglo XVIII se estaba produciendo un proceso de
cambio cultural entre los judíos de Prusia y que acabaría transformando el
judaísmo. La Ilustración judía, o Haskalá (del hebreo le-haskil, ilustrar,
aclarar con ayuda del intelecto) arraigó en primer lugar en Berlín. Uno de sus
primeros y más emblemáticos exponentes fue el filósofo Moses Mendelssohn,
que vivió y trabajó en la ciudad desde 1743 hasta su muerte en 1786.

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Mendelssohn provenía de una humilde familia de la ciudad sajona de Dessau.
Su padre luchó para sustentar a su familia trabajando de Schulklopfer,
llamador de la sinagoga, cuya tarea era la de instruir a los hijos jóvenes en la
Tora, e ir de casa en casa animando a la congregación a la plegaria por las
mañanas. A los seis años Moses comenzó a estudiar con el rabino David
Frankel, distinguido intelectual del Talmud y sus comentarios. Cuando
Frankel se trasladó a Berlín para ocupar el puesto de rabino jefe en 1743, su
alumno, entonces de catorce años, lo siguió. Mendelssohn, que no tenía un
céntimo, habría sido rechazado a la entrada de la puerta de Rosenthal, si su
mentor no le hubiese encontrado un sitio en el hogar de uno de los «judíos
protegidos» de Berlín. Fue el comienzo de una brillante carrera. Una serie de
publicaciones pronto dio reputación a Mendelssohn como comentarista de
temas extraídos de Platón, Spinoza, Locke, Leibniz, Shaftesbury, Pope y
Wolff. Mendelssohn escribía en un alemán vivo y elegante, pero también
mantuvo una corriente de publicaciones en hebreo. Lanzó el primero de todos
los periódicos hebreos, Kohelet Musar (El moralista), en 1755. A imitación
de los «semanarios morales» de la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII,
Kohelet Musar tenía como meta difundir las ideas de la Ilustración en el
estrato instruido de la Judería. En 1784 Mendelssohn se incorporó al debate
sobre el significado de «ilustración» en las páginas del Mensual de Berlín.
Aquí afirmó que la Ilustración denotaba no un estado de cosas, sino un
proceso de maduración en el que los individuos aprendían gradualmente a
aplicar su «razón» a los problemas que se les planteaban.
Era una voz totalmente nueva y diferente. Aquí estaba un intelectual judío
que, mientras seguía mostrando su apego a la tradición judía, llegaba a unos
lectores mixtos judíos y cristianos, hablando de la razón, del sentimiento y de
la belleza en una lengua cautivadora y antidogmática. Al usar el hebreo para
Kohelet Musar, Mendelssohn sacó el lenguaje sagrado de la sinagoga al aire
libre para una esfera de público ilustrado. Para algunos de sus lectores judíos,
se dio un mareante sentido de desplazamiento y liberación. Jóvenes judíos de
todas las tierras prusianas y de más allá vinieron a reunirse en su casa, donde
se mantenían vivos debates sobre asuntos de la Ilustración. Fue aquí donde
comenzó a tomar forma una Ilustración específicamente judía. Las luminarias
de esta primera Haskalá berlinesa —Naphtali Herz Wessely, Herz Homberg,
Solomon Maimon, Isaac Euchel y otros— se formaron todos en este ambiente
apasionante. En 1778 David Friedlander, discípulo de Mendelssohn e hijo de
un banquero de Königsberg, se unió a Isaac Daniel Itzig (hijo de Daniel) para
fundar la Escuela Libre Judía de Berlín —Mendelssohn tuvo algo que ver en

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la preparación del programa de estudios—. En los primeros años 1780,
Mendelssohn había erigido una red literaria genuinamente prusiana; una lista
de los 515 suscriptores de su traducción alemana del Pentateuco (1781-1783)
incluye nombres de todo el reino, con una concentración mayor en Breslau,
Königsberg y Berlín[35].

22. Moses Mendelssohn es examinado en la


Puerta de Berlín, en Potsdam, grabado de
Johann Michael Siegfried Löwe basado en
una pintura de Daniel Chodowiecki,
Physiognomischer Almanach (Berlín, 1792).

También para los lectores cristianos ilustrados, Mendelssohn fue objeto de


fascinación, un moderno sabio judío, un «Sócrates alemán», un hombre que
simbolizaba el fermento y el potencial de la Ilustración. Más que cualquier
otro individuo, ejemplificaba el tipo de judío sabio que proliferaba en la
ficción y el drama alemán en la segunda mitad del siglo XVIII[36]. El eminente
dramaturgo Gotthold Ephraim Lessing, amigo íntimo y colaborador suyo,
erigió un monumento literario a su amigo en Nathan el Sabio (1779), una
obra cuyo héroe era un bondadoso y virtuoso comerciante judío. Mendelssohn
se convirtió en un icono cultural, un talismán para conjurar la oscuridad de la
intolerancia y el prejuicio. Su casa se convirtió en un lugar donde paraban
quienes visitaban Berlín con pretensiones literarias[37].
Hay muchos retratos de Mendelssohn de la época, pero uno de ellos, el
más memorable, es un grabado basado en un dibujo de Daniel Chodowiecki,
que lo muestra presentando papeles para la inspección en la Puerta de Berlín
de la ciudad de Potsdam en 1771. Mendelssohn está en el centro de la escena,
con su figura breve y encorvada, con un modesto traje oscuro, flanqueado por
dos gigantescos guardias prusianos, uno de los cuales se quita el sombrero al
reconocerlo. El grabado se refiere a una anécdota contemporánea en la que a

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Mendelssohn se le pide que muestre una carta de recomendación del rey y es
interrogado sobre su contenido. El tono emocional de la imagen es difícil de
describir —¿es la forzada expresión inclinada y con la mirada vuelta hacia
arriba de Mendelssohn que trata de lanzar una mirada irónica sobre su
rutinario encuentro entre el oficial prusiano y el más famoso judío de Prusia?
La Haskalá que fluía a raudales de Mendelssohn y su círculo no había
caído del cielo. Sus raíces descansaban sobre un vasto proceso de cambio
social. La primera Ilustración judía debe mucho a la generación de los padres,
que había comenzado a sentir interés por las lenguas, la filosofía y las
ciencias modernas. La presión del estado intervencionista prusiano había
destruido (sin quererlo) la autoridad del rabinato tradicional; abriendo un
espacio para una contraélite intelectual. Más importante aún fue el ámbito
aculturado de las familias del gran Berlín. El patronazgo de la élite comercial
proporcionó a los maskilim (exponentes de la Haskalá), una parte de los
cuales eran intelectuales itinerantes empobrecidos de muy lejos con trabajo
como preceptores del hogar y oportunidades para probar las nuevas teorías
sobre sus jóvenes cargos. Mendelssohn nunca habría podido continuar su
carrera de pensador y escritor sin la estabilidad financiera que le
proporcionaban sus relaciones con el rico fabricante de seda Isaac Bernhard,
para el que trabajó en un primer momento como preceptor privado, luego
como bibliotecario y, finalmente, como socio comercial. Las casas de los
banqueros ricos —especialmente la de Damel Itzig— eran lugares de
encuentro y abrevaderos para las jóvenes generaciones de intelectuales. Fue
aquí donde Mendelssohn recibió sus primeros conocimientos de filosofía, al
poco de llegar a la ciudad.
Pero la Haskalá era también parte de un momento característico de la
historia de Alemania y de las relaciones sociales entre judíos y alemanes. A
mediados de 1750, Moses Mendelssohn escribió al dramaturgo Gotthold
Ephraim Lessing que informase sobre su cada vez mayor amistad con el
editor berlinés Friedrich Nicolai:

Yo visito a menudo a Herr Nicolai en su jardín. (¡Realmente le tengo afecto, mi querido amigo!
Y creo que nuestra amistad solo puede ganar por ello pues me gusta de él también vuestra
verdadera amistad). Leemos poesía, Herr Nicolai recita también sus propias composiciones, y yo
me siento en mi banco, como un crítico juez, felicitando, riendo, aprobando, buscando errores,
hasta que llega la tarde[38].

La conversación de Mendelssohn con Nicolai era un asunto espontáneo,


no preparado, aunque acarreaba un peso simbólico. Aquí estaban un judío y
un cristiano en un jardín, viéndose en igualdad de condiciones, pasándolo

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bien el uno en compañía del otro y olvidándose del paso de las horas —¿por
cuánto tiempo podía concebirse un encuentro así?—. A finales de los años
1750 Mendelssohn frecuentaba la Cafetería Erudita, una sociedad dedicada a
la difusión de la Ilustración, en la que los miembros —eran aproximadamente
unos cien en total— presentaban y discutían escritos sobre temas tópicos.
Esta esfera intersticial de convivencia transconfesional ilustrada se
expandió rápidamente en los últimos decenios del siglo XVIII. Alcanzó su
momento culminante en los salones literarios frecuentados por la élite cultural
berlinesa en los últimos años 1780 y 1790. Estos consistían en reuniones de
organización laxa en las que personas de toda condición social y todo credo
religioso se encontraban para conversar e intercambiar ideas. Hombres y
mujeres, judíos y cristianos, nobles y plebeyos, profesores, poetas, científicos
y comerciantes se mezclaban en casas privadas para discutir de arte, política,
literatura, y ciencias, y también para cultivar amistades y asuntos amorosos.
Las mujeres judías fueron fundamentales para la creación de este nuevo
ambiente ya que, al ser miembros de un grupo socialmente marginal, eran, en
cierto sentido, equidistantes respecto a todos los estratos sociales en el seno
del grueso de la sociedad —sus casas proporcionaban un espacio ideal para la
suspensión de las fronteras convencionales—. Las mujeres de familias judías
ricas disponían también de considerables medios, exigidos para alimentar a
los hambrientos y sedientos intelectuales berlineses —unas cuantas
salonnières llegaron al borde de la bancarrota por los gastos acarreados para
mantener las casas abiertas.
Las dos más celebradas anfitrionas de Berlín fueron Henriette Herz, hija
del primer médico judío que practicó en Berlín, y Rahel Levin, cuyo padre fue
un rico comerciante de joyas. Ambas mujeres eran producto de la élite
asimilada de Berlín —no les preocupaba el aparecer en público con la cabeza
descubierta, y Rahel era conocida por no cumplir el descanso del sábado judío
porque salía de paseo en una carroza descubierta los sábados por la mañana
—. El salón de Henriette, que prosperó en los años 1790, fue durante un
tiempo el epicentro de la cultura literaria y científica de Berlín —entre sus
invitados se incluía el celebrado teólogo Friedrich Schleiermacher, Alexander
y Wilhelm von Humboldt, y el dramaturgo Heinrich von Kleist—. Rahel
Levin fue, al principio, una asistente regular del salón de Henriette, pero
luego formará su propio círculo literario. El salón de Levin puso en contacto a
estrellas literarias y académicas con miembros de las antiguas élites prusianas.
Rahel conservó numerosas amistades entre las nobles que había conocido
durante su permanencia en los balnearios de Bohemia. Retoños de las

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antiguas familias junker —los Schalabrendorff, Fickenstein e incluso
miembros de la familia real— compartieron sofás y mesas con científicos,
escritores, críticos y promesas literarias. Friedrich Schlegel, Jean Paul y
Johann Gottlob Fichte estaban entre las celebridades intelectuales que pasaron
por el salón de la Levin. De los asistentes habituales, sea cual fuere su estatus
social, se esperaba que se dirigiesen unos a otros con el familiar du[39].
¿En qué términos tenía lugar este exuberante trato? En la mente de la
mayoría de los más instruidos cristianos contemporáneos existía todavía la
presunción de que la aculturación culminaría finalmente con la conversión. El
teólogo de Zúrich Johann Caspar Lavater, que frecuentaba la élite ilustrada y
era visitante habitual de la casa de Mendelssohn en 1763-1764, sorprendió a
su anterior anfitrión, en 1769, con una carta abierta en la que pedía a
Mendelssohn que se convirtiese al cristianismo o que justificase su apego
continuado a la fe judía. El impertinente desafío de Lavater y el educado
rechazo de Mendelssonh se convirtieron en sensación literaria. El episodio fue
un indicio de los límites de la tolerancia, incluso en el seno de la república de
las letras.
El funcionario civil prusiano ilustrado, Christian Wilhelm Dohm fue otro
caso de este tipo. Dohm era amigo íntimo de Mendelssohn y un invitado
frecuente en casa de Marcus Herz (marido de Heriette). Era, asimismo, uno de
los primeros grandes campeones de la emancipación legal judía. En 1782
publicó un ensayo, que fue un hito, titulado Sobre el progreso cívico de los
judíos, en el que atacaba al prejuicio cristiano y exigía la supresión de su
tradicional incapacidad legal. Los judíos, escribía, «han sido dotados de la
misma capacidad para ser más felices, mejor personas, miembros más útiles
de la sociedad»; era solamente la opresión, «tan indigna en nuestra época», la
que los corrompía. Esto era congruente con «la política de humanidad, la
justicia e ilustración de suprimir esta opresión y mejorar la condición de los
judíos[40]». Pero incluso Dohm asumía que el proceso de emancipación debía
conducir a una dilución de largo alcance de la identidad judía, si no a su
conversión. Una vez que la presión de la discriminación legal fuese
suprimida, pensaba, sería posible hacer que los judíos se alejasen de los
«sofismas de [sus] rabinos», y se despojasen de sus «opiniones religiosas
ciánicas», inspirándoles en cambio «patriotismo y amor por el estado[41]».
Pero ¿qué sucedería si los judíos no cumplían con su parte en este trato
unilateral? ¿Y si, pese a su aculturación exterior en las formas de la corriente
principal cristiana, seguían siendo de alguna manera judíos y diferentes? El
escepticismo sobre este punto continuó persiguiendo la empresa de la

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asimilación de los judíos en la sociedad. En 1803, el abogado berlinés Karl
Wilhelm Grattenauer publicó un mordaz panfleto en el que organizaba un
ataque directo contra los judíos de la élite que frecuentaba los salones.
Titulado Contra los judíos, el texto concentraba su veneno específicamente
sobre las muchachas judías que

leen muchos libros, hablan muchas lenguas, tocan muchos instrumentos, dibujan en varios
estilos, pintan en todos los colores, bailan a plena moda, bordan con todos los patrones y poseen
cada cosa que les puede dar encanto, excepto el arte de unir cada cosa particular en una hermosa
feminidad[42].

Esto era un misil lanzado contra el corazón de ese ambiente social que
había hecho más que cualquier otro para abrir canales de comunicación entre
las élites judías y cristianas. Contra los judíos fue ampliamente leído y
discutido en Berlín y en toda Prusia, pese a los recelos iniciales, «con
excepcional placer[43]».
Uno de los más agrios frutos de la nueva crítica de la aculturación judía
fue la farsa satírica La compañía que tenemos (Unser Verkehr), por el doctor
de Breslau Karl Borromäus Sessa. Escrito en 1813, la obra de Sessa no
despertó mucho interés en Breslau, pero fue un éxito instantáneo en Berlín,
cuando se estrenó en la Ópera el 2 de septiembre de 1815. Los espectadores
fueron invitados a reírse ante una grotesca galería de estereotipos sobre los
judíos. Abraham, que representaba a la vieja generación de los judíos shtetl[*]
comercia con mercancías de segunda mano, y se expresa en una jerga yiddish
divertidamente deformada. Pero su hijo Jacob tiene metas más altas; quiere
bailar, hablar francés, aprender por sí solo estética y escribir crítica teatral.
Sin embargo, le es difícil sacudirse sus yiddishismos cuando habla: «Kyero
quitarme lo ke tengo di jodíu en mi; soy ilustrado, ¿no? No tener nada jodíu
en mi». El personaje más asimilado de todos es el de una afectada Lydia, que
habla bien, que es una caricatura inconfundible de la ingeniosa salonnière de
la época de Herz-Levin, que fracasa pese a sus grandes esfuerzos para borrar
su esencial judeidad[44]. No hay nada amable o afectuoso en la parodia de
Sessa. Es un ataque rotundo contra la idea de que la aculturación podría ser o
sería suficiente para cerrar el abismo social y político entre los judíos y sus
compatriotas prusianos.
Mientras tanto, la Haskalá y el intenso contacto con el entorno social
cristiano habían comenzado a producir cambios culturales profundos en la
judería prusiana. Podemos discernir una clara ruptura entre la primera
generación de ilustrados, personificados en la figura de Mendelssohn, que,
elocuentemente, escribió en hebreo y conservó un profundo arraigo en la

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tradición judía, y los reformadores más radicales posteriores del período
revolucionario, que escribían en alemán y que, al mismo tiempo, esperaban
romper el molde de la observancia tradicional. El viaje desde la tradición
judía hacia la periferia de la comunidad y hacia su mundo de observancia
condujo a una variedad de destinos: algunos pensaron reconstruir el judaísmo
según las líneas de la religión natural; otros esperaban —como el quijotesco
discípulo de Mendelssohn, David Friedlander— fusionar una fe judía
nacionalizada con un cristianismo purgado de sus elementos trinitarios; y para
cierto número, que incluía a muchas de las jóvenes judías de buena familia de
los salones y cuatro de los seis hijos de Moses Mendelssohn, el viaje terminó
en la más radical asimilación de las conversiones totales al cristianismo[45].
La Haskalá berlinesa no llevó a la disolución del judaísmo tradicional —la
cultura comunal pragmática y flexible del judaísmo ashkenazi occidental se
mostraba demasiado resistente a ello— pero produjo una transformación
duradera. Lo que hizo posible, en primer lugar, el surgimiento de una
intelligentsia judía laica que pudo avanzar por medio de la vieja élite de
rabinos y eruditos del Talmud. Al hacer esto, creaban las bases de una esfera
pública judía crítica capaz de comprometerse por una vía de final abierto con
sus propias tradiciones. La religión fue privatizada, relegada a la sinagoga,
mientras que la vida diaria se veía liberada —aunque solo gradualmente— de
los adornos de la autoridad religiosa. En un primer momento se trató de un
fenómeno propio de las élites urbanas y sus satélites locales, pero las ondas de
choque generadas por la Haskalá penetraron gradualmente en la estructura del
judaísmo tradicional, ampliando los horizontes intelectuales del rabinato e
impulsando al fiel a buscar una educación laica (en especial en la medicina)
en las universidades alemanas. Todo esto acabó creciendo hasta ser un
movimiento de reforma que modernizó la liturgia y la observancia religiosa
de las sinagogas en el siglo XIX. Pero también estimuló un cambio de gran
alcance en el mundo del judaísmo rabínico tradicional. Esto fue debido, en
gran parte, al reto vigorizador planteado por Mendelssohn y sus sucesores,
por lo que el judaísmo del siglo XIX —reformista, conservador, ortodoxo—
tuvo éxito al captar y nutrir los compromisos espirituales e intelectuales de las
nuevas generaciones.

¿Contrailustración?

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«Todo se ha hundido en la insignificancia», escribió el conde de Mirabeau,
reflexionando sobre la muerte de Federico el Grande en 1786, «tal como antes
todo se expandió en la grandeza[46]». Sin duda, la transición de Federico II a
su sucesor y sobrino Federico Guillermo II[47], fue acompañada por los
contrastes habituales en la familia Hohenzollern. Si el tío fue misántropo,
distante y absolutamente carente de interés por las mujeres, el sobrino era
simpático, sociable, y temerariamente heterosexual. Su primer matrimonio
con Isabel de Brunswick-Wolfenbüttel se disolvió debido a las infidelidades
por ambas partes; el segundo matrimonio, con Frederike Luise de Hessen-
Darmstadt, tuvo siete hijos; otros siete retoños le nacieron de su relación de
toda una vida con su amante Wilhelmine Encke (más tarde ascendida a la
dignidad de princesa de Liegnitz) y otros dos matrimonios (bígamos) «fuera
de la iglesia». El tío había permanecido fiel a los valores de una alta
ilustración, haciendo suyo un racionalismo rigurosamente escéptico que
parecía pasado de moda en los años 1780. El sobrino era un hombre de su
época que se interesó por el espiritismo, la clarividencia, la astrología y otras
aficiones que habrían horrorizado a su antecesor. El tío había demostrado su
apego personal a los ideales de la Ilustración al unirse a los masones cuando
era todavía heredero de la corona. El sobrino, por el contrario, se unió a los
rosacruces, rama esotérica y secreta de los masones dedicada a fines místicos
y ocultos. Federico el Grande había tratado, a través de rigurosas economías
en todos los campos de la actividad estatal, legar un tesoro de 51 millones de
táleros; esta asombrosa suma fue despilfarrada por su sucesor en solo once
años[48]. Y hubo además grandes diferencias en estilos de gestión. Mientras el
tío había controlado y dirigido constantemente el ejecutivo central,
imponiendo su voluntad a los secretarios y ministros, el sobrino era un
personaje impulsivo, dubitativo que fue dirigido fácilmente por sus
consejeros.
En cierto sentido, Prusia había vuelto a la norma dinástica europea.
Federico Guillermo no era un hombre especialmente estúpido, y sin duda era
una persona de intereses culturales profundos y amplios —su importancia
como mecenas de las artes y de la arquitectura no se discute[49]—. Sin
embargo, era incapaz de dotar al sistema de gobierno prusiano con un centro
de mando fuerte. Una consecuencia de este debilitamiento del control del
soberano sobre la política significó el resurgimiento de la «antesala del
poder», el espacio en el que los consejeros, ministros y presuntos amigos del
rey competían para influir en el monarca. Entre los consejeros de Federico
Guillermo había uno en particular sin rival en su influencia en los asuntos

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internos: Johann Christoph Wöllner era un plebeyo inteligente y ambicioso
que se había abierto camino a partir de humildes orígenes, primero como
pastor, y luego, gracias a un muy ventajoso matrimonio con la hija de su
patrón, dueño de una hacienda. Wöllner consiguió una posición muy
favorable en el círculo íntimo de la orden Rosacruz en Berlín, y estableció
contacto con Federico Guillermo cuando todavía era heredero de la corona. A
Federico el Grande no le impresionaba esta relación, y describió al
compañero, en pleno ascenso, del príncipe heredero como un «sacerdote
intrigante y estafador». Pero tras la subida al trono de Federico Guillermo II
llegó la hora de Wöllner. En 1788 fue nombrado ministro de cultura en el
puesto del barón von Zedlitz, una de las figuras más distinguidas y
progresistas de la administración federiciana. En este puesto, Wöllner llevó a
cabo una política cultural autoritaria, cuyo objetivo era poner freno a los
efectos supuestamente corrosivos del escepticismo en la estructura moral de
la escuela, de la iglesia y de la universidad. La pieza principal de la campaña
de Wöllner para estabilizar de nuevo la sustancia ideológica de la vida pública
en el reino fue el famoso Edicto sobre la Religión, del 9 de agosto de 1788,
una ley pensada para detener y revertir los corrosivos efectos de la
especulación racionalista sobre la integridad de la doctrina cristiana.
No fue un accidente que las críticas de Wöllner se dirigiesen
específicamente contra la especulación religiosa, pues era en la esfera de la
religión (y especialmente en la religión protestante) donde el debate sobre las
implicaciones del racionalismo filosófico había hecho más para desmontar las
certezas convencionales. El impacto de la Ilustración sobre el clero prusiano
en particular se había visto reforzado por la práctica de Federico II de
favorecer a los candidatos racionalistas en los nombramientos de los cargos
clericales. El preámbulo del edicto declaraba claramente que «la ilustración»
—la palabra había sido impresa en negrita en un renglón propio— había ido
demasiado lejos. La integridad y coherencia de la Iglesia cristiana estaba en
peligro. La fe estaba siendo sacrificada en el altar de la moda.
El edicto establecía un nuevo mecanismo de censura para imponer la
conformidad doctrinal en todos los textos usados en las escuelas y en los
estudios universitarios. Los poderes disciplinarios de los consistorios
luteranos y calvinistas —los órganos administrativos confesionales superiores
— fueron reforzados. Se introdujeron procedimientos de control para
garantizar que los candidatos nombrados para los puestos clericales
suscribiesen realmente los artículos de fe de sus respectivas confesiones. A
estas siguieron otras medidas. En diciembre de 1788 se emanó un edicto de

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censura con la intención de detener el flujo de panfletos y artículos que
criticaban las nuevas medidas. Se creó una Comisión Real de Examen para
barrer a los racionalistas de los cargos de la iglesia y de la enseñanza. Entre
los que se vieron sometidos a investigación estaba el pastor Johannes
Heinrich Schulz, de Gelsdorff, que era conocido por predicar que Jesús era un
hombre como todos los demás, que nunca resucitó, que la doctrina de una
resurrección general era un sinsentido y que el infierno no existía[50]. Otro
que acabó llamando la atención de las autoridades fue el propio Immanuel
Kant: en el otoño de 1794 recibió un duro aviso en forma de orden real que
declaraba que la colección de ensayos publicada con el título La religión
dentro los límites de la mera razón, «denigraba […] a la filosofía con el
propósito de distorsionar y menospreciar algunas doctrinas principales y
fundamentales de las Sagradas Escrituras[51]».
El edicto de Wöllner se ha considerado con frecuencia un ataque
reaccionario contra la Ilustración prusiana[52]. Así es, ciertamente, como lo
vieron algunos de sus críticos contemporáneos. Con todo, en muchos
aspectos, la política religiosa de Wöllner hundía sus raíces profundamente en
las tradiciones de la Ilustración prusiana. Wöllner había sido masón antes de
unirse a los rosacruces (que, en todo caso, eran un retoño del movimiento
masónico), había estudiado en la racionalista Universidad de Halle y era autor
de varios folletos ilustrados que propugnaban la mejora de la agricultura, la
reforma de la propiedad de la tierra y la abolición de la servidumbre[53]. La
meta fundamental del edicto no era —como afirman algunos de sus más
polémicos críticos contemporáneos— imponer una nueva «ortodoxia»
religiosa, sino más bien consolidar las ya existentes estructuras confesionales,
salvaguardando así el compromiso pluralista que se había alcanzado en la Paz
de Westfalia de 1648. En este sentido, encajaba con la tradición prusiana de
coexistencia religiosa multiconfesional. Así, el edicto no solo prohibió la
difusión pública de los puntos de vista racionalistas heterodoxos, sino también
el proselitismo por parte de los católicos entre los miembros de los dos credos
protestantes. E incluso extendía la vigilancia por parte del estado (en el
Artículo 2) a varias «sectas antes toleradas públicamente en nuestros
estados», incluyendo a los judíos, a los Hermanos Herrnhut, a los menonitas y
a los Hermanos Bohemios[54].
El edicto fue notable también por su visión básicamente instrumental de la
religión. Sosteniendo todo esto estaba la creencia —característica de la
Ilustración— de que la religión tiene un papel importante que jugar para
garantizar el orden público. Lo que importaba no era la existencia de la

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especulación teológica como tal, sino el hecho de que las «masas pobres de la
población» estaban siendo desviadas de su fe habitual en la autoridad de las
Escrituras, del clero y —por extensión— del soberano[55]. La necesidad de
medidas estabilizadoras parecía ser de lo más urgente porque la absorción de
amplias franjas de territorio polaco (véase capítulo 10 más adelante) había
aumentado en gran medida el número de súbditos prusianos católicos y
planteaba interrogantes sobre el equilibrio de poder confesional en el seno del
reino. Por esta y otras razones, muchos de los más importantes teólogos
ilustrados se sentían satisfechos al apoyar el edicto como una medida política
para mantener la paz religiosa[56].
Así, no tiene mucho sentido ver la controversia que estalló por el edicto
como un conflicto entre el «iluminismo» y la «reacción» política que quería
retrasar el reloj. La verdadera lucha se daba entre diferentes visiones de la
Ilustración. Por un lado, estaban los defensores ilustrados del edicto que veían
en él un ejercicio racional de autoridad estatal a favor de la paz religiosa y de
la libertad de los individuos a quienes «había que dejar que eligiesen
públicamente su confesión sin ser molestados[57]». Por el otro, estaban esos
críticos radicales que opinaban que el edicto oprimía las conciencias
individuales; uno de estos, un profesor de Derecho, el kantiano Gottfried
Hufeland, llegó a decir que las instituciones públicas deberían reflejar las
convicciones racionales de los individuos que las formaban, aunque esto
implicara que «debiera haber tantas iglesias como convicciones personales
hubiera[58]». Desde una cierta perspectiva, las identidades confesionales
legadas por la historia al presente eran parcelas de la libertad de religión que
había que salvaguardar contra el individualismo anárquico de los críticos
radicales; desde otra, eran un oneroso legado del pasado cuya existencia
continuada era un peso sobre las conciencias individuales. El verdadero
asunto dependía de la posición de la acción racional. Si esta residía en el
estado, como había propuesto Pufendorf, o debía situarse en el despliegue de
la búsqueda razonada de los individuos, como parece que sugerían los
discípulos más radicales de Kant. ¿Estaba el estado mejor situado para
mantener un orden público racional basado en los principios del derecho
natural, o había que dejarlo a las cada vez más dinámicas fuerzas políticas en
la naciente sociedad civil?
El entusiasmo público provocado por el edicto y las medidas que lo
acompañaban reveló la dimensión en que el debate crítico ilustrado ya había
politizado al público prusiano. En los comentarios impresos se constató una
nueva agudeza que llevó al rey a observar alarmado, en septiembre de 1788,

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que la «libertad de prensa» (Presse-Freyheit) se había transformado en
«insolencia de prensa» (Presse-Frechheit)[59]. Se produjeron asimismo
fricciones institucionales entre los órganos provisionales establecidos por
Wöllner para vigilar el edicto por medio de la censura y los cuerpos de
autogobierno eclesiástico existentes, muchos de los cuales estaban dominados
por teólogos liberales. Los procedimientos disciplinarios contra un
heterodoxo flagrante, el pastor Schulz, fracasaron cuando los funcionarios
judiciales superiores y los consistoriales nombrados para investigar su
actuación llegaron a la conclusión de que, ya que era cristiano (pero no
luterano como tal), se le podía permitir permanecer en el cargo[60]. Como
revelaron este y otros muchos casos, había ahora una red de funcionarios en la
cúspide del sistema administrativo que había pasado por el crisol de la
Ilustración berlinesa y estaban preparados para defender sus puntos de vista
sobre un orden político ilustrado contra las prescripciones autoritarias de
Wöllner y Federico Guillermo II[61]. Seguramente no hubo coincidencia en el
hecho de que Johann Friedrich Zöllner, el funcionario consistorial que había
aceptado el folleto para su publicación, Johann Georg Gebhard, el autor
calvinista de folletos, y Ernst Ferdinand Klein, el juez al que se le había
confiado llegar a un veredicto para el Tribunal Supremo, fuesen todos ellos,
en algún momento, miembros del Club del Miércoles berlinés.
Enfrentado a esta resistencia, los intentos de Wöllner de silenciar el
debate y de purgar las estructuras administrativas de los críticos racionalistas
estaban abocados a gozar de un éxito limitado. En la primavera de 1794,
Hermann Daniel Hermes y Gottlob Friedrich Hillmer, miembros de la
Comisión Examinadora Real, viajaron a Halle para llevar a cabo una
inspección en la universidad y el instituto de segunda enseñanza de la ciudad.
La Universidad de Halle había sido, antaño, el cuartel general del pietismo,
pero ahora era un bastión de la teología radical cuya corporación de gobierno
había protestado formalmente contra las medidas de censura. Cuando Hermes
y Hillmer llegaron a la ciudad en la tarde del 29 de mayo y se dirigieron a sus
residencias en el hotel León de Oro, fueron asediados por una multitud de
estudiantes enmascarados que permaneció ante sus ventanas hasta el
amanecer gritando eslóganes racionalistas. A la noche siguiente, una multitud
aún más numerosa y más ruidosa de estudiantes se reunieron para escuchar a
uno de ellos lanzar un discurso, para los oídos de un testigo presencial no
simpatizante, cargado de «blasfemias y expresiones irreligiosas», antes de
bombardear las ventanas de las habitaciones de los examinadores con tejas,
ladrillos y adoquines.

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Para empeorar las cosas, las autoridades académicas de la universidad se
negaron a aplicar la política de Wöllner en las facultades —en parte porque
eran hostiles al espíritu del edicto, y en parte porque consideraban la
imposición de tales medidas desde arriba eran incompatibles con la libertad
académica y la autonomía de su institución—. «¿Cuál es nuestro poder?»,
exclamó Hermes desesperado durante una difícil reunión con altos
funcionarios de la universidad. «Todavía no hemos tenido éxito en desalojar a
un solo predicador neológico. Todo el mundo está contra nosotros[62]».
En 1795, ante el fracaso de la aplicación de las nuevas medidas en la más
importante universidad de Prusia, quedaba confirmado que el proyecto
autoritario de Wöllner se había quedado sin combustible. Se produjo, claro
está, un incremento de la censura, en especial cuando el desarrollo de la
Revolución Francesa puso de manifiesto la escala de la amenaza contra la
autoridad tradicional por parte del radicalismo político. Un importante testigo
contemporáneo de estos acontecimientos fue el editor y patriota Friedrich
Nicolai, que trasladó su periódico, Allgemeine Deutsche Bibliothek a Altona
(una ciudad cercana a Hamburgo pero bajo soberanía danesa) en 1792, para
obviar el examen de los censores prusianos. En una carta a Federico
Guillermo II, de 1794, Nicolai protestaba contra las medidas recientes, y
observaba que el número de imprentas independientes activas en Berlín había
disminuido de 181 a 61, como consecuencia del régimen impuesto a partir de
1788, y sugería maliciosamente que esto estaba dañando los ingresos reales
debidos a los impuestos[63]. Es dudoso que esta contracción fuese
exclusivamente resultado de la censura (como opuesta a las fuerzas del
mercado). Con todo, fue claramente una gran impaciencia hacia la censura del
gobierno de los miembros de la intelligentsia prusiana. Esto fue en parte
función de las constricciones reales, pero puso en relieve, asimismo, el
aumento de las expectativas que se produjo durante el fermento intelectual y
político de los años 1780. La «libertad de expresión» se manifestó en
términos mucho más radicales hacia mediados de los años 1790, en Prusia, de
lo que había sido en el decenio anterior, y el calor con el que el carisma de
«Federico el Único» había engrasado las ruedas de la máquina del estado
comenzó a desvanecerse a partir de 1786.
Pese a un humor público más agrio, es importante no sobreestimar la
opresión de la administración posterior a Federico. Un reciente estudio sobre
la prensa de Berlín durante la Revolución Francesa ha mostrado que los
súbditos prusianos tuvieron acceso a una extremadamente detallada y fiable
cobertura de prensa de los acontecimientos contemporáneos de Francia, no

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solo durante la revolución liberal de 1789-1792, sino también durante el
Terror jacobino y después. Los informes de la prensa berlinesa incluían
comentarios políticos muy elaborados, que no siempre eran, en absoluto,
hostiles a la causa de los revolucionarios. En especial la Haudesche und
Spenersche Zeitung fue notable por la simpatía con la cual se exponían y
explicaban las posturas y las políticas de las distintas facciones (incluyendo
incluso a Robespierre y a los jacobinos). En ningún momento el gobierno
prusiano intentó prevenir seriamente la propagación de la información sobre
los hechos de Francia, ni siquiera en el momento del procesamiento y
ejecución del rey en 1792-93, ni para hacer que los regicidas y sus aliados
fuesen juzgados de un modo especialmente hostil. Tampoco trataron las
autoridades de evitar la difusión de la utilización de este reportaje
contemporáneo con fines educativos, no solo en los Gymnasien (escuela
primaria), sino también en las escuelas rurales y elementales. En ninguno de
los estados alemanes, con la posible excepción de Hamburgo, encontramos
una cobertura de prensa de una calidad e imparcialidad comparable. A pesar
del extendido temor a la revolución y de todos los inconvenientes de la
censura, Axel Schumann escribe,

el hecho es que entre 1789 y 1806 aparecieron en la capital y ciudad residencial de Berlín cuatro
periódicos bajo la censura prusiana, en los que la Revolución francesa se celebró como una
necesidad histórica y como la victoria de la razón sobre la arrogancia aristocrática y la mala
administración de la monarquía[64].

Un estado bicéfalo

En el verano de 1796, multitudes de berlineses se reunieron para ver la última


sensación teatral organizada por el famoso ilusionista suabo Karl Enslen. La
representación se abría con trío de bien construidos autómatas: un español con
una flauta, una mujer que tocaba una armónica de cristal, y un trompetista que
también podía hablar. Siguió una «caza aérea» que incluía figuras de animales
que flotaban llenas de gas, y un androide gimnasta cuyos movimientos eran
tan naturales que se lo podía tomar por un hombre, si no hubiese sido por el
sordo crujido de la juntura del cuello. Hacia el final de la representación, se
apagaron las luces y unos aplausos como truenos anunciaron una serie de
apariciones fantasmales, que culminaron en un espectacular trompe-l’oeil.

Luego se vio lejos en la distancia una brillante estrella; la estrella creció; y de ella salió una
forma como Federico el Segundo, con sus ropas y su postura habituales […]. La imagen se hizo

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cada vez más grande, se acercaba cada vez más, hasta que pareció que se quedaba ante la
orquestra de tamaño natural. El efecto de esta aparición sobre el piso y en los boxes fue notable.
Los aplausos y la alegría eran infinitos. Cuando Federico estaba a punto de retirarse a su estrella,
muchos gritaron: «¡Oh, quédate con nosotros!». Él volvió a su estrella, pero ante los
ensordecedores gritos de encore [bis] hubo de volver dos veces más[65].

Aquí existía un teatro de tipo moderno, en el que la oscuridad se utilizaba


para aumentar el impacto de la ilusión (una innovación reciente), en el que los
billetes y los asientos eran de diferentes precios para todos los bolsillos. En el
público se mezclaban hombres y mujeres, pequeños funcionarios, artesanos y
oficinistas, pero gente de noble cuna también se hallaba allí, e incluso
miembros de la familia real —aunque solo como clientes de pago—. Y estaba
la resurgida figura del rey traída a la vida de nuevo para satisfacer a un gentío
hambriento de entretenimiento y preparado a pagar por él. Los de la familia
real que presenciaban esta notable proyección, ¿sentían ante él cierto malestar
por el espectáculo del rey ya fallecido, ovacionado por su pueblo, pero
también a disposición de este? No es fácil pensar en una escena que mejor
ejemplifique la ambivalencia y modernidad de la nostalgia.
En 1800, Berlín era —en cuanto a su vida intelectual y social— la más
vibrante ciudad de la Europa alemana. Su población se acercaba a los 200 000
habitantes. Existía una densa red de clubs y sociedades, de las cuales
conocemos a 38 por su nombre, y 16 logias masónicas[66]. Más allá de los
círculos de las organizaciones mejor conocidas, había una serie de clubs hoy
olvidados que atendían a los estratos sociales inferiores. El territorio de los
clubes de Berlín no era precisamente vasto, estaba también muy estructurado
y era muy variado. El Club del Lunes, la Sociedad del Miércoles y el Círculo
del Jueves eran pequeños y exclusivos lugares que servían a las necesidades
de sus miembros intelectuales e ilustrados de la alta burguesía. La ciudad
ofrecía asimismo una amplia gama de sociedades centradas en intereses
específicos: la Sociedad de los Amigos Naturalistas, por ejemplo, o la
Sociedad Pedagógica, que se reunía el primer lunes de cada mes en una
cámara de un ayuntamiento de las afueras en Werder, o la Sociedad
Económica de Calefacción, donde se discutía el modo de reducir el consumo
de madera, artículo escaso y caro en esta época. La Sociedad Filomática, con
35 miembros, servía a gente con interés por las ciencias, que incluía al
filósofo judío kantiano Lazarus Bendavid, al escultor Johann Gottfried
Schadow y a un alto funcionario, Ernst Ferdinand Klein. Luego estaba el Club
Médico —pionero de otras organizaciones profesionales posteriores— y la
Sociedad Farmacéutica, que mantenía un herbario y una pequeña biblioteca
para uso de sus miembros. La Sociedad Militar, cuya preocupación era la

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reforma militar, tenía unos 200 miembros —se trataba de un primer punto
focal para las energías reformadoras de esos activistas que saldrán a un primer
plano desde 1806—. Para aquellos que deseaban estar al tanto de los últimos
cambios en política, ciencias y cultura, existía un amplio muestrario de
sociedades de lectura y otras posibilidades, como bibliotecas de préstamo. De
diarios y revistas se podía disponer en los cafés; y las logias solían contener
notables bibliotecas.
A medida que el número de clubes iba en aumento, sus funciones se
fueron especializando y diversificando cada vez más. Una nueva forma
popular de actividades sociales organizadas, en Berlín, fueron las sociedades
teatrales amateur. Las sociedades teatrales proliferaron rápidamente en los
años 1780 y 1790, atendiendo a una gran variedad de sectores sociales.
Mientras la Urania (fundada en 1792) estaba compuesta por miembros de la
élite social ilustrada, la Polimnia (fundada en 1800) incluía a fontaneros,
zapateros y fabricantes de instrumentos y de cepillos. Este club de teatro
admitía a hombres y mujeres, aunque la selección de trabajos para las
representaciones se reservaba en general solo a los hombres. Era solo cuestión
de tiempo el que los clubes pasasen a combinar los locales privados para los
miembros y sus invitados con una serie de actividades de entretenimiento.
Los «Recursos» (Ressourcen), como se los llamaba, eran clubes que
alquilaban locales en los que se ofrecía una amplia variedad de servicios,
desde comidas a billares, salas de lectura, conciertos, bailes, representaciones
teatrales, e incluso, en un caso, fuegos artificiales. Eran empresas grandes,
que a veces tenían mas de 200 miembros, y, en su clientela y tono, reflejaban
la diversidad social de la capital.
La topografía de las organizaciones voluntarias, densamente estructurada
y en rápido cambio, nos dice algo sobre las fuerzas que operaban en la
sociedad prusiana a finales del siglo XVIII. Berlín era el centro de la autoridad
real y gubernamental, pero era, asimismo, el teatro de la acción social
autónoma, donde los ciudadanos podían deliberar sobre los importantes
asuntos del estado, adquirir conocimientos científicos y otros esotéricos,
gozar del placer de las relaciones sociales que no era privado ni del todo
público, consumir cultura y encontrarse a gusto en ambientes agradables.
Nada de esto era, en un sentido, rebelde o revolucionario, aunque reflejaba el
movimiento sísmico en el equilibrio del poder en el seno de la sociedad.
Cristianos y judíos, hombres y mujeres, nobles, burgueses y artesanos se
codeaban en este sociable medio urbano. Era un mundo que se había formado
a sí mismo con los talentos, con la energía comunicativa y el metálico

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disponible de la población de la ciudad. Era cortés, más que cortesano.
Controlarlo, censurarlo, e incluso vigilarlo, eran tareas que superaban a los
modestos órganos policiales y censores de Berlín. Su mera existencia
planteaba un sutil desafío a las estructuras y hábitos de la autoridad
tradicional.

23. El barón Karl


von und zum Stein.

En las filas de la administración, asimismo, había señales de un cambio de


paradigma. Una nueva generación de funcionarios civiles comenzó a orientar
las prácticas administrativas prusianas hacia nuevos objetivos. En 1780, un
joven noble, de la ciudad de Nassau, sobre el río Lahn, entró en la
administración pública prusiana. El Reichsfreiherr Karl vom und zum Stein
provenía de una antigua familia imperial y era, como muchos alemanes de su
generación, admirador de Federico II. Como funcionario de la Cámara de
Guerra y Dominios, Stein era responsable de la mejora de la eficacia y
productividad del sector minero en los territorios de Westfalia. Las lucrativas
minas del país de Mark se hallaban en esta época, en gran parte bajo el
control de los Gewerke, cuerpos de carácter corporativo semejantes a un
sindicato que manejaban el mercado de trabajo local. A iniciativa de Stein, los
poderes de estos sindicatos se vieron recortados para dejar sitio a un nuevo
sistema unificado de regulación salarial y a un régimen ampliado de
inspección estatal. Con todo, al mismo tiempo, Stein, que aprobó las
organizaciones corporativas mientras siguiesen siendo eficaces, alcanzó la
reconciliación con los sindicatos mineros al concederles un notable

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autogobierno, que incluyó el nombramiento por medio de elecciones de sus
propios funcionarios[67].
La originalidad y brillantez de Stein fueron reconocidas rápidamente y en
1788 ocupó dos altos puestos en la administración de la cámara en Cleves y
en el condado de Mark. Suprimió las normas y privilegios superados del
sistema fiscal; suspendió asimismo los controles de los gremios en el medio
rural, con el fin de estimular sus manufacturas y eliminar el contrabando. La
panoplia de aduanas interiores gestionadas por personas privadas o por
corporaciones fue barrida y sustituida por una tarifa de frontera de nivel
moderado administrada por el estado[68]. En calidad de ministro provincial de
Minden-Ravensberg desde 1796, Stein, de nuevo, tuvo como blanco las
exacciones y privilegios tradicionales que modificaron la vitalidad de la
economía local. Trató incluso (sin éxito) de enfrentarse al problema del
estatus servil del campesinado en las tierras de Westfalia (y en especial en
Minden-Ravensberg, donde muchos campesinos todavía no eran libres
individualmente). Al ser miembro de la antigua nobleza corporativa imperial,
Stein se mostraba reticente a pisotear la tradición local y optó por una política
de negociaciones con los estados provinciales. La meta era aprobar un
paquete de compensaciones con el fin de reconciliar a las familias
terratenientes con el recorte de sus derechos señoriales. Estas últimas
iniciativas hallaron una dura resistencia por parte de la nobleza, pero
marcaron el advenimiento de un nuevo y vigoroso estilo en la administración
prusiana[69].
Otro funcionario en alza con ideas reformistas fue Karl August von
Hardenberg, que entró en la administración prusiana en 1790. Al igual que
Stein, Hardenberg era un «extranjero», gran admirador de Federico II.
Hardenberg había nacido en la hacienda de su abuelo materno en Essenrode
en 1750, y provenía de una familia de Hanóver con fama de progresista[70].
Como funcionario en su Hanóver natal, el joven Hardenberg se hizo famoso
por ser un destacado reformista —en un memorando elaborado por él en 1780
pedía la abolición de arrendamiento de tierras servil, la desregulación de la
economía y la creación de un ejecutivo más moderno basado en ministros
temáticos y líneas de mando y responsabilidad claras[71]—. Tras su traslado a
Prusia, a Hardenberg se le confió, en enero de 1792, la integración
administrativa de los territorios recién adquiridos de Franconia, es decir de
Ansbach y Bayreuth[72]. Era una tarea de gran complejidad, pues había
enclaves entrecruzados, enclaves exteriores y soberanías solapadas.

Página 309
24. Karl August, príncipe Von Hardenberg,
busto de mármol por Christian Rauch, 1816.

Hardenberg atacó el problema con extraordinaria determinación y rudeza.


Los nobles imperiales fueron despojados de sus privilegios y derechos
constitucionales barrocos, con claro incumplimiento del derecho imperial. Se
establecieron acuerdos de intercambio y pactos jurisdiccionales para eliminar
los enclaves y fijar los límites como fronteras impermeables de una soberanía
política prusiana homogénea. Quedó abolido el derecho de los súbditos a
llevar contenciosos ante los tribunales imperiales, evitando así que la nobleza
de las provincias, colectivamente, presentase sus quejas ante el emperador.
Cuando hubo casos de resistencia a sus órdenes, Hardenberg estuvo dispuesto
enseguida a enviar tropas y obligar así a cumplirlas. Tales medidas se vieron
apoyadas por una perspectiva innovadora respecto a la opinión pública —
Hardenberg mantenía contacto con varias importantes publicaciones de la
región y cultivaba discretamente a escritores amistosos que pudieran publicar
artículos y editoriales que apoyasen su política[73].
Hardenberg puso una condición al aceptar el cargo: que despacharía
directamente con el rey. Fue, así, una especie de virrey en Ansbach y
Bayreuth, con poderes de los que carecían sus colegas de la capital. Esto le
posibilitó el llevar a cabo reformas avanzadas sin temor a que fueran
saboteadas por superiores celosos. La nueva administración de Franconia que
estableció se estructuró (a diferencia del gobierno central de Berlín) según
presupuestos modernos: había cuatro ministros temáticos (justicia, interior,
guerra y finanzas). Durante el mandato de Hardenberg los principados de
Franconia se convirtieron en los invernaderos de la reforma administrativa en

Página 310
la vieja Prusia. Entre los funcionarios que se trasladaron del núcleo central de
la administración a ocupar cargos vacantes en Ansbach y Bayreuth,
encontramos muchos de los nombres que luego aparecerán en la cúspide del
estado prusiano: Schuckmann, Koch, Kircheisen, Humboldt, Bülow.
Alrededor del propio Hardenberg se reunió un dinámico grupo de jóvenes y
ambiciosos burócratas de la región. Los hombres de la «camarilla de
Franconia» acabarán ocupando los cargos administrativos superiores, no solo
en Prusia, sino también en Baviera, que luego alcanzaron los principados
como resultado de las guerras napoleónicas[74].
Incluso el ya veterano sistema de gestión de los cereales fue presionado
cada vez más para que fuese modificado. Los primeros cuatro años del
reinado de Federico Guillermo II (reinado 1786-1797) conocieron una neta
liberalización del comercio del grano. Se trató de un experimento de breve
duración —gradualmente se establecieron de nuevo controles a partir de 1788
—, con gran frustración de los liberales situados en la administración[75]. Pero
una serie de disturbios por el nivel de vida en 1800-1805 convenció a varios
altos funcionarios de que la productividad podría aumentar y la distribución
realizarse más eficazmente si el estado abandonaba sus controles y permitía
que los mercados del grano funcionasen sin interferencias del estado. Un
influyente partidario de este punto de vista fue el noble prusiano oriental:
Friedrich Leopold Freiherr von Schroetter, ministro de Estado para la Prusia
Oriental y Occidental y vicepresidente del Directorio General. Schroetter
había sido en algún momento compañero de colegio y amigo de la familia de
Immanuel Kant y decidido exponente del liberalismo agrario que estaba de
moda entre los miembros de la élite prusiana oriental a caballo entre los dos
siglos. El 11 de julio de 1805, expuso sus puntos de vista en un memorando al
rey. Si eran posibles los disturbios por el nivel de vida en tiempos de paz
debido a fallos y a la escasa eficacia del sistema estatal, afirmaba Schroetter,
entonces ¿qué se podía esperar si estallaba una guerra, y los carros del estado
utilizados para el transporte de grano se necesitasen para el ejército? En lugar
de las normas existentes Schroetter proponía una radical desregulación de la
economía de los cereales. Nadie, sugería, debía ser obligado a vender grano
en contra de su voluntad o a un precio impuesto por el gobierno; en vez de
proteger el aprovisionamiento de grano por parte de los comerciantes, el
estado protegería a los comerciantes y apoyaría su derecho a disponer
libremente de su propiedad. El Directorio General rechazó las propuestas de
Schroetter en agosto de 1805. Pero se trataba de un fracaso temporal. En un

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plazo no demasiado largo, será el liberalismo de Schroetter —no el
proteccionismo del Directorio— el que acabará ganando la partida[76].
Podemos hablar, así, de un proceso de cambio que se difundió hacia
adentro desde varios puntos de la periferia prusiana[77]. En los años 1790, el
decenio de la revolución en Europa, parecía que Prusia se hallaba entre dos
mundos. La expansión de textos impresos críticos que había tenido lugar
durante el último tercio del siglo presentaba a la administración como un
fenómeno que no podía reprimir ni aceptar plenamente. El florecimiento del
patriotismo monárquico prusiano expresaba la ambición de la emergente
intelligentsia urbana por participar en los grandes asuntos del estado para lo
cual no había salida por el momento en el sistema de gobierno prusiano. El
debate y la discusión crítica dentro y fuera de la administración habían
planteado interrogantes sobre prácticamente cada ámbito del sistema político
—desde las estructuras de poder de la sociedad agraria a la organización y
tácticas militares, o a la gestión de la economía por parte del estado.
Ningún otro texto documenta mejor la situación de transición de Prusia a
fines del siglo XVIII que el Código Legal General publicado en 1794. Con sus
casi 20 000 párrafos que parecen espiar la base misma de cada una de las
transacciones concebibles entre un prusiano y otro, el Código General fue el
mayor logro civil de la Ilustración federiciana. Elaborado por un equipo de
brillantes juristas, tras un largo proceso de debate y de consultas públicas, no
tenía paralelo en la época de su promulgación; solo en 1804 y en 1811
Francia y Austria tuvieron códigos semejantes aunque menos
omnicomprensivos. Era también ejemplar por su claridad y elegancia de
lenguaje, con axiomas clave articulados con tanta lucidez y precisión que
muchos fragmentos retóricos del código prusiano sobreviven en el código
civil de la Alemania actual[78].
Lo fascinante del Código General reside en el curiosamente no resuelto
retrato que nos ofrece de la sociedad prusiana a fines del siglo XVIII.
Observando con atención a Prusia a través de sus párrafos es como si
mirásemos con binoculares con diferentes longitudes focales. Por un lado, hay
destellos de un orden sociolegal igualitario. El primer párrafo anuncia que «el
Código Legal General contiene las reglas por las que los derechos y
obligaciones de los residentes del estado […] deben valorarse[79]». El lector
se siente inmediatamente impresionado por la elección del término, de
igualitarismo latente, de «residentes» (Einwohner) en lugar del más
tradicional «súbditos» (Untertaneri), sensación que se ve reforzada por el
párrafo 22, que declara que «por ello las leyes del estado unen a todos los

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miembros, sin tener en cuenta su estamento, rango o género[80]». Aquí, la
noción de «membrecía» respecto al estado sustituye a la de súbdito, y la
intención igualitaria se hace más explícita. Sin embargo, en el párrafo 82 de la
Introducción, se nos dice que «los derechos individuales están en función,
manteniendo todo lo demás igual, de su nacimiento [y] de su estamento»; en
una sección posterior que trata de las «obligaciones y derechos del estamento
nobiliario», el código declara crudamente que «la nobleza es el Primer
Estado» cuya vocación y tarea fundamental es, por ello, la defensa. Ulteriores
párrafos de la misma sección estipulan que los miembros del estamento
nobiliario solo pueden ser juzgados por los más altos tribunales del país, que
los nobles gozan de un acceso privilegiado (siempre que se den las
cualificaciones adecuadas) a «los puestos de honor del Estado» y que «solo la
nobleza puede ser titular de posesiones de haciendas[81]».
Tales discrepancias resultaban menos misteriosas para los
contemporáneos de lo que nos parecen hoy. Para Federico II, que ordenó
comenzar esta gran labor de codificación, la primacía de la nobleza era un
axioma del orden social y ordenó a sus juristas que tuviesen en cuenta no solo
el «bien general», sino también la titularidad específica de los Estados —este
elemento se vio reforzado posteriormente, tras su muerte[82]—. Se puede
discernir la ambivalencia resultante en los párrafos que cubren los derechos y
obligaciones de los súbditos campesinos sobre las tierras de la nobleza
terrateniente. Sorprendentemente, la ley caracteriza a estas personas como
«ciudadanos libres del Estado» (freye Bürger des Staates) —en realidad, los
súbditos campesinos fueron el único grupo que gozó de esta distinción—.
Con todo, el grueso de los párrafos de este argumento refuerza las estructuras
existentes del dominio corporativo y de la desigualdad en el medio rural. Los
súbditos debían obtener el permiso del señor antes de casarse (aunque, por
otro lado, no se podía negar sin una buena razón legal); sus hijos debían
proporcionar servicio doméstico; podían sufrir castigos (moderados) por sus
infracciones; debían ofrecer sus servicios tal como decía la ley, y así de
seguido[83]. El sistema corporativo de la sociedad prusiana se consideraba tan
fundamental para el orden social que estructuraba el derecho, más que ser
definida por este; había «fuentes de derecho», como decía uno de los títulos
del preámbulo del Código[84].
Lo realmente interesante de este Código General no es que perspectivas
diferentes convivan en él, sino que no parece que unas puedan comprender a
las otras. El código mira atrás hacia un mundo que ya es del pasado, un
mundo en que cada orden tiene su lugar en relación al estado, un mundo que

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parece tener sus raíces en la Edad Media, pero que, en realidad, fue inventado
por Federico el Grande y que ya estaba en disolución cuando el trabajo de
codificación se terminaba. Pero también anticipaba un mundo en el que todos
los ciudadanos son «libres», el estado es soberano, y los reyes y gobiernos
están sometidos a la ley; algunos historiadores han considerado el código
como una especie de protoconstución que garantiza el imperio de la ley[85]. El
historiador del siglo XIX Heinrich Treitschke destacó estas tensiones internas
cuando observaba que el código captaba las «caras de Jano» del estado
federiciano[86]. Este tomó la idea de Madame de Staël, que observaba que «la
imagen de Prusia ofrece un doble rostro, como la de Jano, uno de las cuales es
el militar, el otro filosófico[87]». La metáfora de los dos rostros del dios
romano del umbral se hizo popular, se metastatizó desordenadamente a través
de la historiografía de Prusia hasta el punto de que (en los años 1970 y 1980),
pareció imposible escribir algo sobre Prusia sin ofrecer una libación a Jano.
Fue como si la mirada dividida del dios de las dos caras captase algo
fundamental de la experiencia prusiana, una polaridad entre tradición e
innovación que definió la trayectoria histórica del estado de los Hohenzollern.

Página 314
9
HIBRIS Y NÉMESIS.
1789-1806

L os años que transcurren entre la Revolución Francesa de 1789 y la


derrota de Prusia por Napoleón en 1806 forman la época más llena de
acontecimientos y menos impresionante en la historia de la monarquía
prusiana. Enfrentada a una desconcertante profusión de amenazas y
oportunidades, la política exterior prusiana se embarcó en una carrera de
febriles oscilaciones: la tradicional rivalidad dual con Austria, la
consolidación de la preponderancia de Prusia en la Alemania del norte, y la
seductora perspectiva de vastas anexiones territoriales en Polonia, todo ello
compitió por atraer la atención de los políticos de Berlín. Una astuta e
hipócrita diplomacia, una temerosa oscilación y arrebatos de rapacidad se
alternaron en rápida sucesión. El ascenso de Napoleón Bonaparte trajo
consigo una amenaza nueva y existencial. Su incapacidad para tolerar
cualquier límite a la expansión de la hegemonía francesa en el continente y su
supremo desprecio por los tratados y acuerdos internacionales pusieron a
prueba al ejecutivo prusiano casi hasta el límite. En 1806, tras numerosas
provocaciones, Prusia cometió el transcendental error de dar batalla a
Napoleón sin antes asegurarse el apoyo militar de una potencia mayor. El
resultado fue una catástrofe que desafió la legitimidad del orden monárquico
tradicional.

La política exterior prusiana en una época revolucionaria

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El gobierno prusiano observó con favorable interés los acontecimientos de
París en 1789. Lejos de evitar a los rebeldes, el enviado prusiano en París
empleó el otoño e invierno de 1789-1790 para establecer contactos amistosos
con las distintas facciones. La idea —tan familiar a las generaciones
posteriores— de que la Revolución dependió de una opción fundamental
entre la obediencia y la rebelión, entre la «providencia de Dios» y la
«voluntad del hombre», no había jugado ningún papel hasta ese momento en
la interpretación berlinesa de los acontecimientos.
Había, básicamente, dos razones para esta indulgente respuesta a la
rebelión de los franceses. La primera era, simplemente, que desde la
perspectiva de Berlín, la Revolución representaba una oportunidad, no una
amenaza. A los prusianos les preocupaba, sobre todo, la reducción del poder y
la influencia austríacos en Alemania. La tensión entre ambos rivales alemanes
había aumentado rápidamente en los años 1780. En 1785 Federico II se había
hecho cargo de una coalición de príncipes alemanes opuesta a la anexión de
Baviera por el emperador Habsburgo José II. En 1788 el emperador había ido
a la guerra contra los turcos, provocando el temor de que las masivas
adquisiciones de los Habsburgo en los Balcanes pudiesen dar a Austria el
predominio sobre el rival prusiano. Pero en el verano y otoño de 1789, cuando
los ejércitos austríacos rechazaron a las fuerzas del sultán Selim III, se
produjo una cadena de revueltas a lo largo de los territorios periféricos de la
corona Habsburgo —Bélgica, Tirol, Galitzia, Lombardía y Hungría—.
Federico Guillermo II, hombre vano e impulsivo, que estaba decidido a vivir
de la reputación de su ilustre tío, hizo todo lo que pudo para explotar la
situación apurada en que se hallaron los austríacos. Los belgas se vieron
animados a separarse de los Habsburgo y los disidentes húngaros fueron
urgidos a levantarse contra Viena —se habló incluso de una monarquía
húngara independiente, que tendría un gobernante prusiano[1].
Vista en este contexto, la revolución en Francia fue bienvenida, pues
había buenas razones para esperar que una nueva administración francesa
«revolucionaria» pondría fin a la alianza franco-austriaca. Como los prusianos
sabían bien, la alianza —junto a su personificación dinástica, la reina María
Antonieta— era muy impopular entre los patriotas austrofóbicos del
movimiento revolucionario. Por ello Berlín cortejaba a los distintos partidos
revolucionarios con la esperanza de crear un «partido» antiHabsburgo en
París. La meta era dar un giro al realineamiento diplomático de 1756, aislar a
Austria, y terminar con los planes expansionistas de José II. Cuando una
verdadera revolución estalló en el obispado-principado de Lieja, una franja de

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territorio justo en medio de Bélgica, los prusianos apoyaron a los rebeldes
también aquí, con la esperanza de que el levantamiento se expandiese a las
zonas adyacentes controladas por Austria.
Se daba, asimismo, una dimensión ideológica en este intento de apoyar el
levantamiento revolucionario. En 1789, cierto número de políticos prusianos
prominentes —incluido el ministro responsable de los asuntos exteriores, el
conde Hertzberg— simpatizaban, personalmente, con las aspiraciones de los
revolucionarios. Hertzberg era un hombre de la Ilustración que deploraba el
despotismo incompetente de los Borbones de Francia. Consideraba el apoyo a
la insurrección de Lieja plenamente coincidente con los «principios liberales»
del reino. El enviado al que se había confiado la gestión de los asuntos de
Prusia en el obispado-principado, Christian Wilhelm von Dohm, era un
funcionario e intelectual ilustrado (sin mencionar que era autor del famoso
folleto en apoyo de la emancipación de los judíos); era crítico respecto al
régimen episcopal de Lieja y era partidario de una solución progresista,
constitucional de la disputa entre el príncipe-obispo y los insurrectos del
Tercer Estado[2].
Será, sobre todo, la amenaza de una revolución en Hungría, apoyada por
Prusia lo que convencerá al sucesor de José, Leopoldo II, para alcanzar un
acuerdo con los prusianos[3]. Leopoldo, personaje sensato y tranquilo, supo
ver la locura que representaba continuar con las conquistas a costa de los
Balcanes otomanos mientras que sus posesiones hereditarias se desintegraban
a su espalda. En marzo de 1790 envió una carta amistosa a Berlín, abriendo la
puerta para entablar negociaciones, que culminaron en la Convención de
Reichenbach del 27 de julio de 1790. Ambas potencias alemanas se pusieron
de acuerdo —tras tensas discusiones para no llegar al borde de la guerra y
tratar de obviar sus diferencias. Los austríacos se comprometieron a poner fin
a la costosa guerra con Turquía sobre bases moderadas (es decir, sin
anexiones) y los prusianos prometieron desistir de fomentar rebeliones en el
seno de la monarquía Habsburgo.
La Convención parecía inofensiva, pero fue mucho más significativa de lo
que parecía[4]. Se había puesto fin, ahora, al menos por un tiempo, al período
del agudo antagonismo austro-prusiano que había estructurado los asuntos
políticos del Sacro Imperio Romano desde la invasión de Silesia en 1740, y
las dos potencias alemanas podían perseguir sus intereses de concierto, en vez
de hacerlo la una a costa de la otra. Siguiendo un patrón oscilante, que
recordaba los días del Gran Elector, Federico Guillermo II abandonó sus
intentos secretos para garantizarse una alianza con París, pasando a una

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política de guerra contra la Francia revolucionaria. El ministro de Asuntos
Exteriores Hertzberg y sus ideas liberales cayeron en desgracia, y más tarde
fue destituido. En esta nueva diplomacia, el cargo recayó en el fiable y
confidente consejero de Federico Guillermo, Johann Rudolf von
Bischoffwerder, partidario de hacer la guerra a la Revolución, que fue
enviado a Viena en febrero y en junio-julio de 1791. El resultado fue la
Convención de Viena de 25 de julio de 1792, que sentó las bases de una
alianza austro-prusiana.
El primer fruto del acercamiento fue una notable pieza de política de
gestos. La Declaración de Pillnitz, proclamada conjuntamente por el
emperador austríaco y el rey prusiano el 27 de agosto de 1791, no era un plan
de acción como tal, sino más bien un manifiesto de principios opuestos a la
Revolución. Comenzaba proclamando que los soberanos de Prusia y Austria
consideraban el destino de su «hermano» el rey de Francia como «objeto del
común interés para todos los soberanos de Europa», y pedía que el rey francés
fuese situado lo antes posible en «disposición de consolidar, con la más
perfecta libertad, las bases de un gobierno monárquico». Y finalizaba con la
promesa de que Austria y Prusia «actuarían inmediatamente» con las «fuerzas
necesarias» para alcanzar «la meta establecida y común[5]». Aun con lo
borroso de su formulación, se trataba de una inequívoca declaración de
solidaridad monárquica contrarrevolucionaria. Con todo, los artículos secretos
adicionales incluidos en el documento revelaron que las oscuras aguas de la
política de poder seguían corriendo de la manera acostumbrada. El artículo 2
declaraba que las partes contratantes reservaban para sí el poder de
«intercambiar en su beneficio varias de sus presentes y futuras
adquisiciones», siempre tras mutua consulta, y el artículo 6 prometía que el
emperador «emplearía de buena gana sus buenos oficios con la corte de
Petersburgo y la corte de Polonia con el fin de obtener las ciudades de Thorn
y Danzig [para Prusia]…»[6].
La declaración agitó las llamas del extremismo político de la Asamblea
francesa, reforzando a la facción de Brissotin, que prefería la guerra como
medio para restaurar la suerte de los franceses e impulsar la revolución. Entre
finales de 1791 y comienzos de 1792, aumentaron en París las presiones a
favor de la guerra[7]. Mientras tanto, prusianos y austríacos definían y
establecían sus objetivos. El plan —según los términos de una alianza firmada
el 7 de febrero de 1792— consistía en lanzar una serie de transferencias
territoriales forzadas en la periferia occidental del Sacro Imperio Romano.
Los aliados conquistarían primero Alsacia, transfiriendo una parte de esta a

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Austria y la otra al elector palatino, que, a su vez, se vería obligado a ceder
Jülich y Berg a Prusia.
No está claro si, y en qué momento concreto, los aliados pensaron
seriamente en invadir Francia, pero se hizo inevitable el conflicto bélico el 20
de abril de 1792, cuando el gobierno francés declaró la guerra oficialmente al
emperador austríaco. Mientras se preparaban para una invasión, los prusianos
y austríacos asumieron el hecho de la contrarrevolución ideológica. El 25 de
julio, el comandante prusiano y comandante adjunto de las fuerzas aliadas,
Carlos Guillermo Fernando duque de Brunswick-Lüneburg, hizo pública una
declaración que será conocida como el Manifiesto de Brunswick. El
incendiario documento, basado en un borrador elaborado por vengativos
emigrados franceses, afirmaba (de manera algo mendaz) que las dos cortes
aliadas «no albergaban intención ninguna de enriquecerse por medio de
conquistas», prometía que todos aquellos que se pusieran bajo la autoridad del
rey francés serían protegidos, y amenazaba a los guardias revolucionarios
capturados con castigos draconianos. La declaración finalizaba con una nota
de amenaza que radicalizó ulteriormente las actitudes en París:

Las dichas Majestades declaran, sobre su palabra de honor como emperador y rey, que si el
Château de las Tuileries [donde estaban encerrados el rey cautivo y su familia] es asaltado por la
fuerza o atacado, si la más mínima violencia se ejerce sobre su Majestad el rey, la reina y la
familia real, y si su seguridad y su libertad no quedan garantizadas inmediatamente, se infligirá
una memorable venganza cayendo sobre la ciudad de París una acción militar y una completa
destrucción, y sobre los rebeldes culpables de dicho ultraje, el castigo que merecen[8].

Acompañando a una fuerza austro-prusiana que penetraba pesadamente en


Francia al final del verano de 1792 se hallaba un pequeño ejército de
emigrados dirigido por el hermano de Luis XVI, el conde de Artois. Este
resultó ser más problemático de lo que merecía: era profundamente impopular
entre la población francesa e ineficaz como fuerza de combate. Su principal
función fue la de reforzar las credenciales contrarrevolucionarias de los
invasores. Los campesinos y ciudadanos a los que se confiscaron alimentos y
ganado recibieron notas con promesas en nombre de Luis XVI junto a
arrogantes garantías de que el rey, una vez restaurado en el trono, «se los
pagaría» cuando terminase la guerra.
Mientras tanto, la campaña aliada resultó ser un fracaso. Prusianos y
austríacos habían tenido siempre grandes dificultades para coordinar sus
fuerzas en la periferia occidental del imperio; y la campaña de 1792 no fue
una excepción. La confusión y la conflictividad por las prioridades
persiguieron la planificación desde un principio y el avance aliado fue

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detenido en seco en la batalla de Valmy, el 20 de septiembre. Aquí las tropas
invasoras se vieron enfrentadas a unas posiciones enemigas inexpugnables,
desplegadas sobre un amplio arco en un terreno elevado. Ambos bandos
emplearon sus artillerías, pero fueron los franceses quienes llevaron las de
ganar, bombardeando una y otra vez las lineas aliadas, hasta que unos 1200
soldados quedaron segados por los proyectiles de cañón sin que sus unidades
hubiesen podido llevar a cabo ningún asalto sobre las posiciones enemigas.
Era la primera vez que un ejército de la Revolución se había mantenido firme
ante sus enemigos. Desanimadas por este despliegue de decisión, las fuerzas
aliadas se retiraron de sus expuestas posiciones, dejando a los franceses el
control del campo de batalla.
Los prusianos continuaron siendo miembros formalmente de la coalición
tras Valmy, e incluso combatieron con cierto éxito contra los franceses en
Alsacia y el Sarre. Pero nunca llegaron a comprometer más que una pequeña
fracción de sus recursos en esta campaña, pues su atención estaba en otro
lugar. Lo que distrajo a los hombres de Berlín era la perspectiva abierta en
Polonia. La pauta consistente en turbulencias internas y externas y en la
obstrucción que había llevado a la primera partición continuó a lo largo de los
años 1780. En 1788-1791, cuando Rusia se encontraba atascada en una
costosa guerra contra el Imperio otomano, el rey Estanislao Augusto y una
partida de reformadores polacos habían aprovechado la oportunidad de
impulsar cambios en el sistema político. La nueva constitución polaca de 3 de
mayo de 1791 creaba, por primera vez, una monarquía hereditaria y un
esbozo de un gobierno central operativo. «Nuestro país está salvado»,
anunciaron sus autores. «Nuestras libertades quedan garantizadas; somos una
nación libre e independiente; hemos destruido las ataduras de la esclavitud y
del mal gobierno[9]».
Pero ni los prusianos ni los rusos dieron la bienvenida a estos cambios. La
creación de una Polonia independiente iba a contrapelo de casi un siglo de
política exterior rusa. Oficialmente, Federico Guillermo II felicitó a los
polacos por su nueva constitución, pero entre bastidores se produjo una
alarma y la perspectiva de un resurgimiento de Polonia. «Preveo que tarde o
temprano Polonia nos arrebatará la Prusia Occidental…», dijo Hertzberg a un
alto diplomático prusiano. «¿Cómo podemos defender nuestro estado contra
una nación numerosa y bien gobernada?»[10]. El 18 de mayo de 1792 Catalina
II lanzó a 100 000 rusos contra este reino. Habiendo jugado con la idea de
apoyar a los polacos contra la invasión (con la esperanza de evitar o limitar
las anexiones rusas), los prusianos aceptaron en cambio una oferta de

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partición por parte de San Petersburgo. Según los términos del Tratado de San
Petersburgo del 23 de enero de 1793, los prusianos recibían las importantes
ciudades comerciales de Danzig y de Thorn y un sustancial triángulo de
territorio que taponaba la grieta entre Silesia y Prusia Oriental y además
abarcaba las zonas más ricas del estado polaco. Los rusos se sirvieron una
enorme porción que comprendía casi la mitad de lo que quedaba de la
superficie polaca. El acuerdo era claramente desigual (en el sentido de que la
porción rusa era cuatro veces la de Prusia), pero otorgaba a los prusianos más
de lo que habían deseado tradicionalmente y liberaba a Berlín de toda
obligación de compensar a Austria en el oeste[11].

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En marzo de 1794, el levantamiento contra las potencias de la partición
iniciado por el patriota polaco Tadeusz Kosciuszko sentó las bases de una
ulterior y última partición. Aunque el levantamiento estuvo dirigido en primer
lugar contra Rusia, fue Prusia la primera que trató de sacar ventaja. Pensaban
que, suprimiendo el levantamiento, podían optar por reclamar más territorio
polaco en pie de igualdad con Rusia. Pero al tener desplegadas todavía

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numerosas tropas en el oeste, los prusianos estaban ya demasiado presionados
y tras algunos primeros éxitos contra el levantamiento, se vieron obligados a
retirarse y pedir ayuda a los rusos. Viendo posibilidades, los austríacos
también se unieron a la refriega. Tras una desesperada campaña de
reclutamiento masivo, Kosciuszko pudo hacer frente a los ejércitos de Rusia,
Prusia y Austria durante casi ocho meses, pero el 10 de octubre de 1794 la
victoria rusa de Maciejowice, al sureste de Varsovia, puso fin al
levantamiento. Ahora se abría el camino para una tercera y última partición de
Polonia. Tras fuertes querellas entre los tres aliados, se acordó una división
tripartita el 24 de octubre de 1795, por la cual los prusianos obtuvieron un
nuevo territorio que cubría unos 55 000 kilómetros cuadrados de Polonia
central, que incluía la antigua capital, Varsovia, y aproximadamente un millón
de habitantes. Polonia había dejado de existir.

Los peligros de la neutralidad

Algo extraordinario había ocurrido en el curso de la segunda y tercera


particiones de Polonia, Federico Guillermo II, quizá la figura menos notable
en el trono prusiano en el último siglo y medio, se hizo con más territorio para
su reino que ningún otro soberano de la historia de la dinastía. Prusia aumentó
su superficie en aproximadamente un tercio, llegando a más de 300 000
kilómetros cuadrados; su población pasó de 5,5 millones a unos 8,7. Con sus
objetivos en el este más que conseguidos, Prusia no perdió tiempo en salir de
la coalición antifrancesa en el oeste, firmando una paz separada con Francia
en Basilea, el 5 de abril de 1795.
Una vez más, los prusianos habían dejado en la estacada a sus aliados.
Escribanos y panfleteros se emplearon a fondo para producir propaganda
austríaca que lanzó sus truenos, como tenía que ser, contra esta asquerosa
retirada de una causa común contra Francia. Con frecuencia, los historiadores
siguen la misma línea, denunciando la paz separada y la neutralidad que
siguió como algo despreciable, «cobarde», «suicida» y «pernicioso[12]». El
problema respecto a estas opiniones es que se basan en la presunción
anacrónica de que la Prusia de finales del siglo XVIII tenía una misión
«nacional» alemana que cumplir que en 1795 había estado a punto de
realizarse. Pero si fijamos firmemente nuestra atención en el estado prusiano
y sus intereses, entonces la paz separada parece la mejor opción. Prusia estaba
exhausta financieramente, su administración interna luchaba por asimilar una

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larga hilera de territorios polacos recientemente adquiridos y no podía
permitirse continuar la campaña bélica en occidente. En la corte berlinesa
apareció un «partido de la paz» que propugnaba, con poderosos argumentos
económicos, la retirada de la coalición antifrancesa[13].
Los términos del Tratado de Basilea, en todo caso, eran —al menos sobre
el papel— muy ventajosos para Prusia. Entre ellos, se hallaba un acuerdo por
el que Francia y Prusia hacían suyo el mantenimiento de la neutralidad de
Alemania del norte. La zona neutral proporcionaba a Berlín la oportunidad de
extender su influencia sobre los estados alemanes menores de la zona. El
ministro de Asuntos Exteriores Haugwitz se apresuró a capitalizar todo esto
persuadiendo a una serie de territorios de Alemania del norte (incluido
Hanóver) de que se uniesen al sistema de neutralidad prusiano y zafarse así de
las obligaciones defensivas del Sacro Imperio Romano[14]. Finalmente, la
zona de neutralidad dejó a Prusia las manos libres en el este y garantizó que la
agresión francesa se centraría contra los austríacos —lo que, en este sentido,
coincidía con la tradicional política dualista—. Pero había más, en otras
palabras, respecto a la neutralidad que la mera evitación de la guerra con
Francia. Firmada la paz, y con Prusia a salvo detrás de «línea de
demarcación» nortealemana, el rey pudo permitirse echar una mirada sobre lo
que se había realizado con cierta satisfacción.
De todos modos, sus logros eran menos sólidos de lo que parecían. Ahora
Prusia estaba aislada. En los últimos seis años se había aliado —y luego había
abandonado— a prácticamente todas las potencias europeas. La conocida
predilección del rey por la diplomacia secreta y su caótica duplicidad hizo de
él una solitaria y poco fiable figura de la escena diplomática. La experiencia
mostraría pronto que a menos que Prusia pudiese contar con el apoyo de una
gran potencia para defender la línea de demarcación alemana, la zona de
neutralidad sería indefendible y por tanto, en gran medida, sin sentido. Un
asunto de significado a más largo plazo fue la desaparición de Polonia del
mapa de Europa. Aunque dejemos a un lado el atentado moral cometido
contra Polonia por las potencias particionistas, queda el hecho de que una
Polonia independiente había jugado un papel crucial como territorio cojinete e
intermediario entre las tres potencias orientales[15]. Ahora que Polonia ya no
existía, Prusia compartía, por primera vez en su historia, una larga e
indefendible frontera con Rusia[16]. De ahora en adelante, la suerte de Prusia
sería inseparable de la de su vasto y cada vez más poderoso vecino oriental.
Al refugiarse en la zona de neutralidad del norte de Alemania establecida
con Francia en Basilea en 1795, Berlín marcaba también su total indiferencia

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por el futuro del Sacro Imperio Romano: la línea de demarcación dividía a
Alemania por la mitad, abandonando el sur a Francia y a la frágil merced de
los austríacos. Además, un acuerdo secreto adjuntado al Tratado de Basilea de
1795 declaraba que si Francia acababa conservando los territorios prusianos
que había ocupado en Renania, los prusianos deberían ser recompensados con
indemnizaciones territoriales al este del Rin —siniestra anticipación de la
carrera por las anexiones que consumirá a Alemania a finales del decenio—.
Asimismo, los austríacos abandonaban toda pretensión de acomodar las
susceptibilidades de los estados menores y mínimos. Las fuerzas austríacas
comprometidas en la guerra con Francia se comportaron más como una fuerza
de ocupación que como una fuerza aliada en los estados del sur de Alemania,
y el barón Johann von Thugut, el inteligente y poco escrupuloso ministro
nombrado en marzo de 1793 para ocuparse de la política exterior austríaca,
centró sus planes para Alemania en una renovada versión del antiguo
proyecto de intercambio bávaro. En octubre de 1797 Viena llegaba a un
acuerdo con Napoleón Bonaparte para intercambiar los Países Bajos
austríacos por Venecia y Salzburgo, uno de los más importantes principados
eclesiásticos del antiguo imperio[17]. Parecía que la suerte de Polonia estaba a
punto de visitar también al Sacro Imperio Romano. Hans Christoph von
Gagern, ministro principal del pequeño condado de Nassau, convirtió esta
conexión en realidad cuando observaba, en 1797: «Los príncipes alemanes,
hasta ahora, se han hallado en la doble mala suerte de querer un acercamiento
entre Prusia y Austria cuando piensan en Francia y de temerlo cuando piensan
en Polonia[18]».
El objetivo primero de la política francesa vis-a-vis de Alemania en estos
años era la «restauración» de las «fronteras naturales» de Francia, un
concepto totalmente fantasioso inventado por la Asamblea y atribuido a
Luis XIV. En la práctica, significaba la anexión total de los territorios
alemanes a lo largo de la orilla izquierda del río Rin. La zona era un denso
mosaico de principados imperiales, que abarcaban territorios pertenecientes al
rey Hohenzollern de Prusia, a los electorados de Colonia, Tréveris y
Maguncia, al elector palatino, al duque de Pfalz-Zweibrücken, varias ciudades
imperiales y otras numerosas soberanías. Su absorción por parte del estado
unitario francés estaba destinada a tener un impacto catastrófico sobre el
imperio. Con todo, los territorios alemanes no estaban en posición de disputar
las adquisiciones de Francia en el oeste. Los estados mayores —Baden,
Württemberg y Baviera— ya habían sido eliminados de la guerra y trataban
de establecer puentes con Francia. En la Paz de Campo Formio, firmada en

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octubre de 1797 tras la victoriosa campaña de Bonaparte contra los austríacos
en el norte de Italia, Viena extendió su reconocimiento formal a las conquistas
francesas en la Renania alemana. Se acordó, asimismo, que las consecuencias,
para el imperio en conjunto, de la anexión francesa se decidirían por trato
directo entre Francia y los representantes de los territorios imperiales. Así se
preparaba la escena para las prolongadas negociaciones que culminarían en el
reparto de la Europa alemana. Estas comenzaron en noviembre de 1797 en la
pintoresca ciudad de Rastatt, en Baden, y terminaron, tras varias
interrupciones y reanudaciones, con el Informe de la Delegación Imperial
(conocido en alemán con el desmesurado término de
Reichsdeputationshauptschluss), publicado en Regensburg el 27 de abril de
1803.
El informe anunciaba una revolución geopolítica. Menos seis, eran
barridas todas las ciudades imperiales; de la panoplia de principados
eclesiásticos, desde Colonia y Tréveris a las abadías imperiales de Corvey,
Ellwangen y Guttenzell, solo tres siguieron estando en el mapa. Los
principales ganadores fueron los principados grandes y medios. Los franceses,
siguiendo su veterana política de crear estados clientes alemanes, fueron
especialmente generosos hacia Baden, Württemberg y Baviera, cuya posición
geográfica entre Francia y Austria los convertía en útiles aliados. Baden era el
principal vencedor proporcionalmente: había perdido 440 kilómetros
cuadrados por las anexiones francesas pero se compensó con más de 3237
kilómetros cuadrados de territorio arrebatado a los obispados de Speyer,
Strassburg, Constanza y Basilea. Otro vencedor fue Prusia, que recibió el
obispado de Jildesheim, Paderborn, la mayor parte de Münster, Erfurt y el
Eichsfeld, las abadías de Essen, Werden y Quedlingburg, la ciudad imperial
de Nordhausen, Mühlhausen y Goslar. Prusia había perdido unos 2642
kilómetros cuadrados de tierras renanas con 127 000 habitantes, pero había
ganado casi 13 000 kilómetros cuadrados de territorio con una población de
alrededor de medio millón.
El Sacro Imperio Romano estaba en las últimas. Perdidos los principados
eclesiásticos, las mayorías católicas en la dieta ya no lo eran y la catolicidad
del imperio era algo del pasado. Su raison-d’étre como incubadora protectora
de la diversidad política y constitucional de la Europa central tradicional se
había agotado. La antigua asociación entre la corona imperial y la Casa de
Habsburgo parecía ahora ya no tener sentido, incluso para el sucesor de
Leopoldo II, Francisco II, que lógicamente se declaró emperador hereditario
de Austria en 1804, con el fin de garantizar una base independiente para su

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título imperial. El fin formal del imperio, anunciado por el heraldo imperial
tras la habitual fanfarria de trompetas en Viena, el 6 de agosto de 1806,
pareció una mera formalidad y no provocó demasiados comentarios notables
en época.
Habría más reorganizaciones territoriales antes de que terminasen las
guerras napoleónicas, pero el esquema básico de una Alemania simplificada
para el siglo XIX ya era visible. Los nuevos territorios de Prusia reforzaron su
predominio en el norte. La consolidación de Baden, Württemberg y Baviera
en el sur formó el núcleo de un bloque compacto de estados intermedios que
se enfrentaría a las ambiciones hegemónicas de Austria y de Prusia en la era
posbélica. La desaparición de los estados eclesiásticos provocó, asimismo,
que millones de católicos alemanes se encontraran viviendo en comunidades
diaspóricas en el seno de entidades políticas protestantes, situación con
implicaciones a largo plazo para la vida política y religiosa de la moderna
Alemania. En medio de las ruinas del pasado imperial, estaba tomando forma
el futuro alemán.

De la neutralidad a la derrota

El 14 de octubre de 1806 el teniente Johann von Borcke, de veintiséis años,


está destacado en un cuerpo de ejército de 22 000 hombres bajo el mando del
general Ernst Wilhelm Friedrich von Rüchel al oeste de la ciudad de Jena.
Todavía estaba oscuro cuando llegaron noticias de que las tropas de Napoleón
habían atacado al grueso del ejército prusiano en una meseta cercana a la
ciudad. El rumor de los cañonazos se podía oír ya en el este. Los hombres
tenían frío y estaban anquilosados tras una noche transcurrida apiñados sobre
un terreno mojado, pero la moral aumentó cuando el sol naciente comenzó a
dispersar la niebla y a calentar espaldas y extremidades. «Las dificultades y el
hambre se olvidaron», recordaba Borcke. «La “Canción del jinete” de Schiller
resuena en miles de gargantas». Hacia las diez, Borcke y sus hombres
comenzaron a marchar hacia Jena. Mientras marchaban hacia el este por la
carretera principal, vieron a muchos heridos que volvían del campo de batalla.
«Cada cosa llevaba el sello de la disolución y del combate brutal». Sin
embargo, hacia mediodía, llegó galopando a lo largo de la columna un
ayudante con una nota del príncipe de Hohenlohe, que mandaba la principal
fuerza prusiana que luchaba contra los franceses cerca de Jena: «Deprisa,
general Rüchel, para compartir conmigo esta victoria a medias; estoy

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derrotando a los franceses en todas partes». Se dieron órdenes para que este
mensaje fuese difundido por toda la columna y unos estentóreos vítores se
elevaron de las filas de soldados.
Al acercarse al campo de batalla el cuerpo atravesó el pequeño pueblo de
Kapellendorf; a medida que se avanzaba se veían las calles atascadas por
cañones, carros, heridos y caballos muertos. Al salir del pueblo, el cuerpo
llegó a una fila de colinas bajas, donde los hombres tuvieron su primera
visión del campo de batalla. Horrorizados, solo podían verse «débiles líneas y
restos del cuerpo» de Hohenlohe que resistían el ataque francés.
Adelantándose para preparar un ataque los hombres de Borcke se vieron
saludados por las balas disparadas por los francotiradores franceses que
estaban tan bien posicionados y ocultos tan hábilmente que los disparos
parecían llegar de ningún sitio. «Ser tiroteado de esta manera», recordaba
Borcke más tarde, «sin ver al enemigo, ejercía una terrible impresión en
nuestros soldados, pues no estaban acostumbrados a este tipo de lucha,
perdían la fe en sus armas e inmediatamente percibían la superioridad del
enemigo».
Nerviosos por la ferocidad del fuego, tanto el comandante como las tropas
se sintieron deseosos de llegar a una resolución. Se lanzó un ataque contra las
unidades francesas detenidas cerca del pueblo de Vierzehnheiligen. Pero ante
el avance de los prusianos, el fuego de la artillería y de los fusiles enemigos
se hizo cada vez más intenso. Contra este el cuerpo solo disponía de unos
cuantos cañones regimentales, que enseguida se averiaron y hubieron de ser
abandonados. La orden: «¡Sobre el hombro, adelante!» se lanzó a toda la línea
y las columnas prusianas que avanzaban viraron hacia la derecha, torciendo el
ángulo de ataque. En este proceso los batallones de la izquierda comenzaron a
distanciarse y los franceses, trayendo más cañones, abrieron espacios cada
vez más amplios en las columnas que avanzaban. Borcke y sus colegas
oficiales galoparon adelante y atrás, tratando de reconstituir las líneas
quebradas. Pero había muy poco que hacer para reducir la confusión del ala
izquierda, ya que el comandante, el mayor Von Pannwitz, había sido herido y
ya no estaba sobre su caballo, y el ayudante, teniente Von Jagow, había
muerto. El coronel del regimiento, Von Walter, fue el siguiente mando que
cayó, seguido por el propio general Rüchel y varios oficiales de Estado
Mayor.
Sin esperar órdenes, los hombres del cuerpo de Borcke comenzaron a
disparar a discreción en dirección a los franceses. Algunos, habiendo
consumido sus municiones, corrieron, con las bayonetas caladas, contra las

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posiciones enemigas, solo para ser alcanzados por fuego de bala o «fuego
amigo». El terror y el caos se apoderaron de ellos, aumentados por la llegada
de la caballería francesa, que penetró en la agitada masa de prusianos,
golpeando con los sables cada cabeza y cada brazo que se puso a su alcance.
Borcke se vio arrastrado irresistiblemente por las masas que huían del campo
de batalla hacia el oeste a lo largo de la carretera de Weimar. «No pude salvar
nada», escribió Borcke, «excepto mi despreciable vida. Mi angustia mental
era extrema; físicamente me hallaba en un estado de completo agotamiento y
me veía arrastrado entre cientos de hombres en medio del más horroroso
caos…»[19].
La batalla de Jena había terminado. Los prusianos habían sido derrotados
por una fuerza mejor mandada de entidad más o menos igual (habían sido
desplegados 53 000 prusianos y 54 000 franceses). Aún peores eran las
noticias de Auerstedt, a pocos kilómetros al norte, donde, el mismo día, un
ejército prusiano de unos 50 000 hombres, al mando del duque de Brunswick,
fue derrotado por una fuerza francesa, la mitad de numerosa, mandada por el
mariscal Davout. En los siguientes quince días, los franceses vencieron a un
contingente prusiano menor cerca de Halle y ocuparon las ciudades de
Halberstadt y Berlín. A estas siguieron otras victorias y capitulaciones. El
ejército prusiano no solo había sido derrotado; había sido arrasado. En
palabras de un oficial que estuvo en Jena; «La estructura militar tan
cuidadosamente movilizada y aparentemente inquebrantable se vio sacudida
hasta los cimientos[20]». Este era precisamente el desastre que el pacto de
neutralidad prusiano de 1795 pretendía evitar. ¿Cómo había sucedido esto?
¿Por qué los prusianos abandonaron la relativa seguridad del pacto de
neutralidad para hacer la guerra contra el emperador de Francia, que estaba en
la cúspide de su poder?
Después de 1797, con la subida al trono de Federico Guillermo III,
individuo dubitativo, cauto, la neutralidad adoptada como expediente por su
predecesor se asentó en un tipo de sistema, en el sentido de que los prusianos
se agarraron a él, incluso cuando había una presión considerable —como en
1799 durante la preparación de la segunda coalición contra Francia— para
unirse a uno de los bandos en guerra. Hasta cierto punto, esto reflejaba las
preferencias del monarca. A diferencia de su padre, Federico Guillermo III no
tenía interés en llegar a ser reconocido: «Todo el mundo sabe», le dijo a su tío
en octubre de 1798, «que aborrezco la guerra y sé que no hay nada más
grande sobre la tierra que la conservación de la paz y la tranquilidad como el
único sistema adecuado para la felicidad del género humano…»[21]. Pero la

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política de neutralidad prevaleció, asimismo, porque se aportaron muchos
buenos argumentos en su apoyo. Como el propio rey, más de forma
casuística, apuntaba, permanecer neutral dejaba abierta la posibilidad de
guerra más adelante y era esta la opción más flexible. Su mujer, Luise de
Mecklenburg-Strelitz, figura enérgica con múltiples contactos entre los
ministros más importantes, avisó de que la guerra junto a las potencias de la
coalición acabaría llevando a la dependencia de Rusia. Este argumento se
basaba en el punto de vista correcto de que Prusia sería, con considerable
margen, la menor de las grandes potencias. Como tal, carecía de los medios
para garantizar que se cuidaran sus intereses por medio de la alianza con una
u otra de las potencias en guerra. El tesoro estatal, además, seguía teniendo un
gran déficit; sin la cobertura de la neutralidad, resultaba imposible restablecer
las finanzas del reino y prepararlas para un conflicto futuro. Finalmente, la
neutralidad era atractiva al ofrecer perspectivas de expansión territorial en la
Alemania del norte. Esta promesa se hizo en parte en la convención secreta
firmada por Prusia y Francia el 23 de mayo de 1802, cuando se prometió a
Prusia una larga serie de antiguas ciudades imperiales y principados
eclesiásticos secularizados por el derecho de prioridad del Informe Final de la
Diputación Imperial publicado al año siguiente. Tan convincentes parecieron
los beneficios de la neutralidad a los ministros y secretarios ministeriales
prusianos encargados de aconsejar al rey en política que no hubo
prácticamente una oposición seria hasta 1805[22].
El problema fundamental para Prusia durante los años de neutralidad fue
simplemente la exposición del reino, entre Francia y Rusia, que amenazaba
con convertir en un sinsentido la zona de neutralidad y el lugar supuestamente
dominante de Prusia en ella. Aquí se daba un inconveniente geopolítico que
había preocupado a los Hohenzollern ya desde los días del Gran Elector[23].
Sin embargo, ahora la amenaza era incluso más pronunciada, debido a las
anexiones francesas en Alemania y la supresión de la zona cojinete polaca
que antaño había separado a Prusia de Rusia[24]. Viene al caso la breve
ocupación prusiana de Hanóver, en marzo-octubre de 1801. Anexionada a la
corona británica por unión personal, Hanóver era el segundo territorio más
extenso en la zona de neutralidad y blanco obvio de todo estado que quisiese
presionar diplomáticamente a Gran Bretaña. En el invierno y primavera de
1800-1801, el zar Pablo I maquinó un acercamiento a Francia con la
esperanza de debilitar la supremacía marítima británica en el Báltico y en el
mar del Norte y presionó a Berlín para que ocupase el Electorado de Hanóver,
en la creencia de que esto convencería a Gran Bretaña de que se echase atrás.

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El rey prusiano dudaba, pero acabó aceptando cuando se hizo evidente que
Francia ocuparía Hanóver si Prusia no lo hacía —acción que habría demolido
los últimos fragmentos de credibilidad sobre el papel de Prusia como garante
de la zona de neutralidad—. Los prusianos se retiraron de nuevo a la primera
oportunidad, pero el episodio ilustra el escaso espacio del que gozaban para
maniobras autónomas, incluso en la zona de neutralidad que ellos habían
construido en la Paz de Basilea. Esto, además, agrió las relaciones entre
Berlín y Londres, donde había muchos que pensaban que el fin último de los
prusianos era «poseer los dominios electorales del rey [británico[25]]».
La vaciedad de la exigencia hegemónica de Berlín en la zona de
neutralidad quedó expuesta ulteriormente por la compensación de los
pequeños y medianos estados alemanes con territorios perdidos para Francia;
en vez de mirar hacia Berlín, estos estados negociaron directamente con París,
evitando sin más a los prusianos[26]. En julio de 1803 Napoleón puso de
manifiesto su total desprecio hacia las susceptibilidades de Prusia ordenando
la ocupación de Hanóver por Francia. Otro golpe al prestigio prusiano se dio
en el otoño de 1804, cuando las tropas francesas penetraron en Hamburgo y
secuestraron al enviado británico en la ciudad, sir George Rumhold. En
Berlín, el secuestro se consideró un atropello: Rumhold había sido acreditado
ante la corte de Federico Guillermo para llevar a cabo sus obligaciones, como
así fue, bajo la protección del de Prusia. Además, la acción había implicado
una flagrante brecha en el pacto de neutralidad y del derecho internacional.
Federico Guillermo envió una dura protesta a Napoleón, y se evitó una crisis
con Francia solo cuando Napoleón, inesperadamente, echó marcha atrás y
liberó a Rumhold[27].
Otra ruptura se produjo en octubre de 1805, cuando las tropas francesas
cruzaron por los enclaves de los Hohenzollern de Ansbach y Bayreuth, en su
camino hacia el sur para enfrentarse al ejército austro-ruso en Austerlitz. Ante
tales provocaciones, los argumentos de la neutralidad prusiana parecían cada
vez más pobres. No se sabe si Federico Guillermo III meditó sobre la agitada
experiencia del Gran elector con la neutralidad, o si recordó el comentario de
Leibniz, hecho en el momento culminante de la Guerra del Norte: «Ser
neutral es más bien como uno que vive en medio de una casa y se lo ahúma
desde abajo y resulta calado con orina desde arriba[28]».
La dificultad reside en determinar cuál era la mejor alternativa a la
neutralidad. Prusia, ¿debía ponerse del lado de Francia o de Rusia y de las
potencias de la coalición? Las opiniones estaban divididas. La controversia
creció en la antecámara del poder cuando los ministros, secretarios

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ministeriales y consejeros varios compitieron por la influencia sobre el
monarca. Esta lucha se vio sancionada por el rey, que pretendía no caer bajo
el control de ningún grupo de intereses por lo que continuó consultando a los
ministros de estado, al consejo de ministros, a los secretarios ministeriales, a
su mujer y a varios amigos sobre asuntos clave. Las personalidades
importantes de la lucha para controlar la política exterior eran el
recientemente jubilado ministro de Asuntos Exteriores, conde Christian von
Haugwitz, y Karl August von Hardenberg, anteriormente de Ansbach-
Bayreuth, que fue el sucesor de Haugwitz tras la jubilación de este a causa de
su mala salud, en 1804.
Durante la crisis de Rumhold, Hardenberg comenzó a presionar para
llegar a una alianza con Rusia, y a un alejamiento respecto a Francia, en parte
con la esperanza de explotar la debacle de la política de neutralidad de
Haugwitz para avanzar en su carrera. Haugwitz, que estaba jubilado, fue
reclamado de nuevo para asesorar al monarca, aconsejó precaución, mientras,
al mismo tiempo, maniobraba para dejar a un lado a Hardenberg y recuperar
el control de la política exterior. Hardenberg defendió su posición con su
energía y rudeza habituales, cuidando de buscar favores del monarca, del que
todo dependía[29]. Como muestra su enfrentamiento, las divergencias de
opinión fueron amplificadas por las relaciones enfrentadas en el seno de la
élite política. Esto fue posible, precisamente, debido a que los problemas de
seguridad de Prusia en 1805-1806 fueron tales que no admitían resoluciones
simples. Ambas opciones, alianza con Francia o alianza con las potencias de
la coalición, parecían igualmente plausibles —e igualmente desalentadoras.
Los acontecimientos internacionales inclinaron la balanza de la política
prusiana primero hacia un lado y luego hacia el otro. En octubre de 1805, tras
la ruptura de la neutralidad de Francia en Ansbach y Bayreuth, se
intensificaba el interés por una alianza con Rusia. A fines de noviembre,
Haugwitz fue enviado a entregar un intransigente ultimátum a los franceses.
Pero acababa de ponerse en camino cuando los acontecimientos inclinaron de
nuevo la balanza hacia Francia. Al llegar al cuartel general de Napoleón,
Haugwitz se enteró de la terrible derrota que los ejércitos del emperador
acababan de infligir a las fuerzas combinadas austro-rusas en Austerlitz (2 de
diciembre de 1805). Dándose cuenta de que su ultimátum ya no era oportuno,
el emisario prusiano, en cambio, ofreció a Napoleón una alianza. El Tratado
de Schonbrunn (15 de diciembre de 1805) Junto a otros acuerdos
complementarios impuestos por Francia, comprometía a Prusia no solo a una
alianza general con Napoleón, sino también a la anexión de Hanóver y el

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cierre de los puertos del norte a los barcos británicos. Federico Guillermo
estimó que esto significaba una guerra con Gran Bretaña, pero consideró este
resultado como un mal menor comparado con ser destruido por Francia.
Parecía realmente como si Haugwitz hubiese salido victorioso sobre su rival;
en marzo de 1806 tuvo éxito al forzar la dimisión de Hardenberg. «Francia es
todopoderosa y Napoleón el hombre del siglo», escribió Haugwitz al enviado
prusiano Lucchesini en el verano de 1806. «¿Qué hay que temer si nos
unimos a él?»[30].
Deseoso de evitar un conflicto con Rusia y decidido a mantener abiertas
sus opciones, Federico Guillermo continuó desarrollando una política secreta
encaminada a llegar a un acercamiento con San Petersburgo. Esto representó
un respiro grato para Hardenberg, que ahora se había convertido en agente de
una elaborada diplomacia encubierta: como parecía que se suprimía una
fuerte cólera de la vida pública en marzo, se le confió la responsabilidad de
entablar una relación secreta con Rusia, que a su vez hizo perder su sentido a
la ostentosa política de Haugwitz de colaboración con Francia[31]. Nunca
habían producido en Berlín tales extravagantes contorsiones las irresolubles
complejidades de un dilema bifronte.
Surgía ahora una decidida oposición política en los escalones más
elevados de la burocracia. Entre los más influyentes disidentes se hallaba el
temperamental Freiherr vom Stein, un ministro de Berlín. Stein nunca había
aprobado la neutralidad post 1795, al estimar que esta era (como era de
esperar de un noble renano y patriota imperial) como un reprensible abandono
de Alemania. En el invierno 1805-1806, al comprometer el conde Haugwitz a
Prusia en una alianza con Napoleón, la anexión de Hanóver y la guerra con
Gran Bretaña, el anglófilo Stein se consideró incapaz de apoyar el curso del
gobierno. Acabó creyendo que solo una total reforma estructural del ejecutivo
supremo permitiría al estado formular una política exterior más eficaz. En un
acto que superaba radicalmente los límites de sus responsabilidades oficiales,
elaboró un memorando con fecha 27 de abril de 1806 cuyo solo título era un
manifiesto: «Presentación de la errónea organización del consejo de ministros
y de la necesidad de celebrar una conferencia ministerial». El documento de
Stein era notable por la fuerza de su lenguaje: en él los hombres del gabinete
del rey eran acusados de «arrogancia, dogmatismo, ignorancia, debilidad
física y moral, superficialidad, brutal sensualidad, traidores engaños,
vergonzosas mentiras, estrechez de miras y nocivos cotilleos[32]». La
respuesta a los apuros corrientes de la monarquía, afirmaba Stein, no reside
solo en el despido de los réprobos, sino también en el establecimiento de

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directrices de responsabilidad más claras. Según la situación actual, decía, los
consejeros personales del rey poseen «todo el poder, mientras que los
verdaderos ministros tienen toda la responsabilidad». Por lo que era necesario
sustituir el arbitrario gobierno de los amigotes y favoritos por un sistema de
gobierno ministerial responsable.

Si Su Majestad no está de acuerdo con los cambios sugeridos, si persiste en gobernar bajo la
influencia de un Consejo de ministros deficiente en su organización y censurable en su personal,
hay que esperar que el estado deba ser disuelto o perder su independencia, y el amor y el respeto
de sus súbditos se frustraría completamente […]. Nada le quedaría al funcionario decente sino
abandonarlo, cubierto de inmerecida vergüenza, sin ser capaz de ayudar o de tomar partido
contra la maldad que se derivaría[33].

Pocos documentos ilustrarían de forma más dramática cómo se había


formado una atmósfera de rebelión en los escalones más altos de la
administración prusiana. Por suerte, quizá, para Stein, su notable y rotunda
carta nunca fue mostrada al rey. Stein se la entregó al general Rüchel (que
pronto asumiría su desafortunado mando en Jena), pidiendo que le fuese
enviada al monarca, pero el anciano general se mostró reticente. En mayo
Stein se lo presentó a la reina Luise, que expresó su aprobación de la
intención, pero estimó que era demasiado «violento y apasionado» para
someterlo a su marido. Con todo, la carta hizo su tarea; circuló entre las
principales personalidades de la administración, sirviendo para agudizar su
oposición. En octubre de 1806, Stein era ya uno de los líderes de la oposición
burocrática.
Mientras tanto, el dilema de la política exterior de Prusia siguió sin
resolverse. «Su Majestad», avisaba Hardenberg en un memorando de junio de
1806, «ha sido colocado en una singular posición, la de ser aliado
simultáneamente de Rusia y de Francia […]. Esta situación no puede
durar[34]». En julio y agosto se lanzaron los tentáculos sobre otros estados del
norte de Alemania con vistas a establecer una unión interterritorial; el fruto
más importante de tales esfuerzos fue la alianza con Sajonia. Pero las
negociaciones con Rusia avanzaron más lentamente, en parte debido al efecto
calmante del todavía reciente desastre de Austerlitz y en parte porque empleó
tiempo para aclarar la confusión generada por los meses de diplomacia
secreta. Así, se había hecho muy poco para construir una coalición sólida
cuando llegaron a Berlín noticias de una nueva provocación francesa. En
agosto de 1806, se interceptaron mensajes que revelaron que Napoleón estaba
negociando una alianza con Gran Bretaña, y que había ofrecido
unilateralmente la restitución de Hanóver como incentivo para Londres. Era

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un ultraje que iba demasiado lejos. Nada había demostrado mejor el desprecio
de Napoleón por la zona de neutralidad de la Alemania del norte y por el
lugar de Prusia en ella.
En este punto, Federico Guillermo III se hallaba sometido a una inmensa
presión por elementos de su propio entorno para que optase por la guerra
contra Francia. El 2 de septiembre se entregó al rey un memorando en el que
se criticaba su política de presión a favor de la guerra. Entre los firmantes se
hallaba el príncipe Luis Fernando, popular comandante militar y sobrino de
Federico el Grande, dos de los hermanos del rey, el príncipe Enrique y el
príncipe Guillermo, un primo y el príncipe de Orange. Elaborado para los
firmantes por el historiógrafo de la corte Johannes von Müller, el memorando
se mostraba moderado. En él, el rey era acusado de haber abandonado el
Sacro Imperio Romano y de sacrificar a sus súbditos y la credibilidad de su
palabra de honor en aras de la política de un mal concebido interés propio
perseguido por el partido profrancés entre los ministros. Estaba poniendo en
peligro el honor de su reino y de su casa al negarse a adoptar una postura. El
rey veía en este documento un desafío calculado a su autoridad y respondió
con rabia y alarma. En un gesto que evocaba una época anterior, cuando los
hermanos luchaban por el trono, se ordenó a los príncipes que abandonaran la
capital y volviesen a sus regimientos. Como reveló este episodio, la guerra de
facciones respecto a la política exterior había empezado a estar fuera de
control. Había surgido una dura «guerra de partidos» que incluía a miembros
de la familia del rey, pero se centraba en los dos ministros, Karl August von
Hardenberg y Karl von Stein. Su objetivo era poner fin a las tonterías y
compromisos de la política de neutralidad. Pero sus medios implicaban la
exigencia de un proceso de toma de decisiones sobre una base más amplia que
ligaría al rey a algún tipo de mecanismo deliberativo colegiado[35].
Aunque el rey se mostró muy resentido por la impertinencia del
memorando del 2 de septiembre, la acusación de prevaricación lo trastornó
profundamente, barriendo su instintiva preferencia por la cautela y el
aplazamiento. Y así fue como quienes tomaban decisiones en Berlín
permitieron ser aguijoneados hacia una acción precipitada, aunque la
inclinación hacia una coalición con Rusia y Austria apenas acababa de
adquirir una forma concreta. El 26 de septiembre Federico Guillermo III
dirigió una carta llena de amargas recriminaciones el emperador francés,
insistiendo en que había que hacer honor al pacto de neutralidad, pidiendo la
restitución de varios territorios prusianos del Bajo Rin, y concluía con estas
palabras: «Quiera el cielo que podamos llegar a un entendimiento sobre la

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base de dejaros en plena posesión de vuestra reputación, pero también dejar
abierta la posibilidad de hacer honor a otros pueblos, [comprensión] que
pondrá fin a esta fiebre de temor y esperanza, con lo que nadie puede contar
en el futuro[36]». La respuesta de Napoleón, firmada en su cuartel general
imperial de Gera, el 12 de octubre, sonaba a una impresionante mezcla de
arrogancia, agresividad, sarcasmo y falsa preocupación:

El 7 de octubre recibí la carta de Su Majestad. Siento muchísimo que se os haya hecho firmar un
panfleto así. Os escribo solo para garantizaros que nunca atribuiré el insulto contenido en él a
vos personalmente, pues son contrarios a vuestro carácter y simplemente nos deshonra a los dos.
Yo desprecio y compadezco a la vez a los que han hecho tal trabajo. Poco después yo recibí una
nota de su ministro pidiéndome fijar una cita. Bien, como un caballero, yo he cumplido con mi
cita y ahora estoy esperando en el corazón de Sajonia. ¡Creedme, tengo unas fuerzas tan
poderosas que todas las que vos tenéis no serían suficientes para negarme una victoria por
mucho tiempo! Pero ¿por qué derramar tanta sangre? ¿Con qué finalidad? Yo le hablo a Su
Majestad como le hablé al emperador Alejandro poco después de la batalla de Austerlitz […].
Señor, ¡Su Majestad será derrotado! ¡Despilfarraréis vos la paz de vuestra vejez, la vida de
vuestros súbditos, sin ser capaz de aportar la más mínima excusa para mitigar todo esto! Hoy
estáis vos con vuestra reputación sin tacha, y podéis negociar conmigo de un modo que vuestro
rango merece, ¡pero antes de que pase un mes vuestra reputación puede ser diferente[37]!

Así habló el «hombre del siglo», «el alma del mundo a caballo» al rey de
Prusia en el otoño de 1806. La suerte estaba echada para la prueba de las
armas en Jena y Auerstedt.
Para Prusia, la oportunidad no podía ser peor. Ya que los contingentes del
ejército prometidos por el zar Alejandro todavía no se habían materializado,
la coalición con Rusia existía en gran parte solo en teoría. Prusia se enfrentó
sola al poder de los ejércitos franceses, salvo por su aliado sajón.
Irónicamente, la habitual dilación que el partido de la guerra deploraba en el
rey, era ahora la única cosa que podía salvar a Prusia. Los comandantes
prusiano y sajón habían deseado dar la batalla contra Napoleón en algún lugar
del oeste de los bosques de Turingia, pero este avanzó más rápidamente de lo
que se esperaba. El 10 de octubre de 1806 la vanguardia prusiana tomó
contacto con las fuerzas francesas y fue derrotada en Saalfeld. Los franceses
superaron el flanco de los ejércitos prusianos y, dándoles la espalda, sus
formaciones se dirigieron a Berlín y al Oder, cortando el acceso de los
prusianos a sus líneas de aprovisionamiento y a las rutas de retirada. Esta es
una razón por la cual la posterior ruptura del orden en el campo de batalla
resultó irreversible.
Las hazañas, relativas, del ejército prusiano habían declinado desde el fin
de la Guerra de los Siete Años. Uno de los motivos era la excesiva
importancia conferida a las formas cada vez más elaboradas de la instrucción

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de parada. Estas no eran fruto de complacencias cosméticas —se debían a una
razón genuinamente militar, en particular a la integración de cada soldado en
una máquina de combate con una voluntad única y capaz de mantener la
cohesión en condiciones de extrema tensión—. Aunque este punto de vista
tenía sus bondades (entre otras, aumentaba el efecto disuasorio sobre el
visitante extranjero que presenciaba los desfiles y maniobras anuales en
Berlín), no se desenvolvía especialmente bien contra las flexibles y rápidas
fuerzas desplegadas por los franceses bajo el mando de Napoleón. Otro
problema era la dependencia del ejército prusiano de un gran número de
tropas extranjeras —en 1786, cuando murió Federico, 110 000 de los 195 000
hombres en servicio en Prusia eran extranjeros—. Había muy buenas razones
para conservar a las tropas extranjeras; sus muertes durante el servicio eran
mucho más soportables y reducían el trastorno causado por el servicio militar
a las economías domésticas. De todos modos, su presencia en tan gran
número también traía problemas. Tendían a ser menos disciplinadas, menos
motivadas y más inclinadas a desertar.
Sin duda, los decenios transcurridos entre la Guerra de Sucesión Bávara
(1778-1779) y la campaña de 1806 conocieron importantes mejoras[38]. Se
aumentó el número de unidades ligeras móviles y de los contingentes de
fusileros (Jager) y el sistema de requisas de campaña fue simplificado y
revisado. Nada de esto fue suficiente por sí solo para llenar el vacío que se
abrió enseguida entre el ejército prusiano y las fuerzas armadas de la Francia
revolucionaria y de Napoleón. En parte, esto fue simplemente cuestión de
números —en cuanto la República francesa empezó a extraer de la clase
trabajadora francesa a los reclutas nacionales bajo los auspicios de la levée en
masse [reclutamiento masivo], no había ya ninguna posibilidad para los
prusianos de poder seguir por ese camino—. La clave de la política prusiana
debería haber sido, así, evitar todos los costes derivados de combatir a Francia
sin la ayuda de aliados.
Desde el comienzo de las guerras revolucionarias, además, los franceses
habían integrado a la infantería, caballería y artillería en divisiones
permanentes apoyadas por servicios logísticos independientes y capaces de
llevar a cabo operaciones mixtas autónomas. Bajo Napoleón, estas unidades
fueron agrupadas en cuerpos de ejército de una flexibilidad y una capacidad
ofensiva sin parangón. Por el contrario el ejército prusiano acababa apenas de
comenzar a explorar la posibilidad de adoptar divisiones combinadas en la
época que se enfrentaban a los franceses en Jena y Auerstedt. Los prusianos
estaban muy por detrás de los franceses en la utilización de francotiradores.

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Aunque, como hemos visto, se hicieron intentos de difundir este elemento en
las fuerzas armadas, su número total siguió siendo bajo, el armamento no era
de la mejor calidad y se dedicó tiempo insuficiente para estudiar cómo podía
integrarse a los fusileros en un despliegue de grandes masas de soldados. El
teniente Johann Borcke y sus compañeros de la infantería pagaron cara esta
laguna en la flexibilidad táctica y en la capacidad ofensiva cuando se
tropezaron con el mortal campo de batalla de Jena.
En un primer momento, Federico Guillermo III decidió iniciar
negociaciones de paz con Napoleón tras Jena y Auerstedt, pero su
acercamiento fue rechazado. Berlín fue ocupada el 24 de octubre y tres días
más tarde Bonaparte entraba en la capital. Durante una breve estancia en la
cercana Potsdam, realizó una famosa visita a la tumba de Federico el Grande,
y se dice que permaneció de pie, muy pensativo, junto al ataúd. Según un
relato, se volvió hacia los generales que estaban con él y puntualizó:
«Señores, si este hombre viviese todavía, yo no estaría aquí». Esto era en
parte kitsch imperial y en parte un tributo genuino a la extraordinaria
reputación de la que gozaba Federico entre los franceses, especialmente entre
las redes patrióticas que había ayudado a revitalizar la política exterior
francesa y habían considerado siempre la alianza con Austria el mayor error
del antiguo régimen francés. Desde hacía mucho tiempo Napoleón había
admirado al rey prusiano: había estudiado atentamente las campañas de
Federico y tenía una estatuilla de él en su despacho personal. El joven Alfred
de Vigny afirmaba, algo divertido, haber observado a Napoleón remedando
posturas de Federico, tomando rapé ostentosamente haciendo floreos con el
sombrero «y otros gestos semejantes» —un elocuente testimonio de la
continua resonancia del culto—. En los días en que el emperador francés
estuvo en Berlín mostrando su respeto al fallecido Federico, su aún vivo
sucesor había huido al rincón más extremo de su reino, suscitando
paralelismos con los negros días de los años 1630 y 1640. Asimismo, el
tesoro estatal había sido salvado oportunamente y transportado al este[39].
Ahora Napoleón estaba dispuesto a ofrecer un plan de paz. Exigió que
Prusia renunciase a todos sus territorios al oeste del río Elba. Tras agónicas
vacilaciones Federico Guillermo III firmaba un acuerdo al respecto en el
palacio de Charlottenburg el 30 de octubre, tras lo cual Napoleón cambiaba de
idea e insistía en que accedería a un armisticio solo si Prusia consentía en
convertirse en la base de operaciones para un ataque francés contra Rusia.
Aun cuando la mayoría de sus ministros apoyaba esta opción, Federico
Guillermo se inclinó hacia la minoría que prefería continuar la guerra al lado

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de Rusia. Todo dependía ahora de que los rusos frieran capaces de llevar
suficientes fuerzas al campo de batalla para detener el impulso del avance
francés.
En los meses que transcurrieron entre octubre de 1806 y enero de 1807,
las fuerzas francesas habían avanzado rápidamente a través del territorio
prusiano, forzando o aceptando la capitulación de fortalezas clave. El 7 y 8 de
febrero de 1807, sin embargo, eran rechazados en Preussisch-Eylau por una
fuerza rusa que incluía un pequeño contingente prusiano. Calmado por esta
experiencia, Napoleón volvió a la oferta de armisticio de octubre de 1806,
según la cual Prusia debería ceder tan solo sus territorios al occidente del
Elba. Ahora era el turno de Federico Guillermo, que la rechazó, con la
esperanza de que nuevos ataques rusos pudiesen inclinar la balanza
ulteriormente con ventaja para Prusia. Pero estos no llegaron. Los rusos
fracasaron en su intento de capitalizar la ventaja obtenida en Preussisch-
Eylau, y los franceses continuaron en enero y febrero tomando las fortalezas
prusianas de Silesia. En el entretanto, Hardenberg, que todavía estaba
propugnando la política prorrusa con la que había triunfado en 1806,
negociaba una alianza con San Petersburgo, firmada el 26 de abril de 1807.
La nueva alianza duró poco; tras una victoria francesa sobre los rusos en
Friedland el 14 de junio de 1807, el zar Alejandro pidió un armisticio a
Napoleón.
El 25 de junio de 1807, el emperador Napoleón y el zar Alejandro se
reunieron para dar comienzo a las conversaciones de paz. El escenario era
poco habitual. Por orden de Napoleón se construyó una espléndida balsa
fijada en medio del río Niemen, en Piktupönen, cerca de la ciudad de Tilsit,
en Prusia Oriental. Puesto que el Niemen era la demarcación oficial del cese
del fuego y los ejércitos ruso y francés fueron situados en las orillas opuestas
del río, la balsa fue una solución ingeniosa por la necesidad de disponer de un
territorio neutral donde pudieran reunirse ambos emperadores en igualdad de
condiciones. Federico Guillermo de Prusia no fue invitado y se mantuvo
miserablemente en la orilla durante varias horas, rodeado de oficiales del zar
y envuelto en un capote ruso. Esto era, sin más, una de las muchas maneras en
que Napoleón avisaba al mundo del estatus inferior del derrotado rey de
Prusia. Las balsas del Memel estaban adornadas con guirlandas y coronas que
llevaban las letras «A» y «N» —las letras FG no se veían por ninguna parte,
aunque toda la ceremonia se desarrolló en territorio prusiano—. Mientras las
banderas francesa y rusa se veían flotar por todas partes por la suave brisa, la
bandera prusiana estaba llamativamente ausente. Incluso cuando al día

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siguiente Napoleón invitó a Federico Guillermo a la balsa, en su presencia, la
conversación que siguió tuvo el sabor de una audiencia más que el de un
encuentro entre dos monarcas. A Federico Guillermo se le hizo esperar en una
antecámara mientras el emperador revisaba algunos papeles atrasados.
Napoleón se negó a informar al rey de sus planes para Prusia y lo intimidó
con los muchos errores militares y administrativos que había cometido
durante la guerra.

25. Napoleón y el zar Alejandro se reúnen sobre una balsa en el río Niemen, en Tilsit, aguafuerte
contemporáneo de Le Bean, a partir de Nadet.

Por presiones del zar, Napoleón aceptó que Prusia continuara existiendo
como estado. Pero por los términos de la Paz de Tilsit (9 de julio de 1807)
este era despojado de todo: Brandemburgo, Pomerania (excluida la parte
sueca), Silesia y Prusia Oriental, más el corredor de territorio adquirido por
Federico el Grande durante la primera partición de Polonia. Las provincias
polacas adquiridas en la segunda y tercera particiones le fueron arrebatadas
para formar un estado satélite franco-polaco en el este; los territorios de
occidente, algunos de los cuales se remontaban a comienzos del siglo XVII, le
fueron arrebatados para ser anexionados a Francia o incorporados a la serie de
entidades clientelares de Napoleón. Federico Guillermo trató de enviar a su
esposa Luise a mendigar al emperador un arreglo más generoso —evocando,

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inconscientemente, un paralelismo con los años 1630, cuando el
desafortunado elector Jorge Guillermo había enviado a las mujeres de su
entorno fuera de Berlín para parlamentar con Gustavo Adolfo, que estaba
aproximándose a la ciudad—. Napoleón quedó impresionado por la
determinación y gracia de la reina prusiana, pero no hizo concesiones.
El sueño de un papel de guardián de Prusia en el norte de Alemania —
mantenido brevemente por la zona de neutralidad— parecía haberse
desvanecido sin dejar rastro. También había desaparecido la visión de Prusia
como gran potencia oriental, que trataba de igual a igual con Rusia y con
Austria. Se exigió una fuerte indemnización, cuyo monto concreto sería
anunciado a su debido tiempo. La ocupación francesa continuaría hasta que
esto estuviera zanjado. Un pequeño pero amargo detalle: habiendo firmado
una paz separada con los franceses en Posen, en diciembre de 1806, y
habiéndose unido a la Confederación del Rin, que era una asociación de
estados satélites de Francia en Alemania, el elector de Sajonia aceptó la
corona real de las manos de Napoleón, convirtiéndose en rey Federico
Augusto I de Sajonia. Al año siguiente, los sajones fueron recompensados con
Cottbus, antigua posesión prusiana. Parecía en gran medida que la fortuna de
Sajonia iba a volver hasta el punto de que Dresde podría, una vez más,
competir con Berlín, para el liderazgo en Alemania del norte. Napoleón
espoleó estas esperanzas. En un mensaje a los oficiales del derrotado ejército
sajón en el castillo de Jena el día después de la batalla, el emperador se
presentó como liberador e incluso reivindicó que había llevado la guerra a
Prusia solo para mantener en pie la independencia de Sajonia[40]. Este era un
nuevo giro en la larga historia de rivalidades entre Prusia y Sajonia, en la que
la alianza de 1806 había sido solo una momentánea interrupción.
Todos los regímenes pierden su brillo con las derrotas —esta es una de las
pocas reglas de la historia—. Había habido numerosas derrotas peores que los
desastres de Prusia de 1806-1807, pero para una cultura política tan centrada
en las proezas militares, las derrotas de Jena y de Auerstedt y la rendición que
siguió fueron definitivas. Representaron un fracaso en el núcleo del sistema.
El propio rey era un oficial con mando (aunque no especialmente dotado) que
había servido en regimientos desde la infancia y se había propuesto que lo
vieran cabalgando de uniforme por delante de los regimientos que avanzaban.
Los príncipes adultos de la familia real eran, todos ellos, comandantes bien
conocidos. El cuerpo de oficiales era la clase dominante agraria de uniforme.
Ahora había un interrogante respecto al orden político de la vieja Prusia.

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10
EL MUNDO QUE CONSTRUYERON LOS
BURÓCRATAS

La nueva monarquía

En diciembre de 1806, cuando Federico Guillermo III y Luise de Prusia huían


hacia el este ante el avance de los ejércitos franceses, se detuvieron una noche
en la pequeña localidad de Ortelsburg, en Prusia Oriental. No había comida ni
agua limpia disponible. El rey y su mujer se vieron forzados a dormir en el
mismo cuarto en «una de esas miserables cuadras que ellos llaman casas»,
según el enviado británico George Jackson, que viajaba con ellos[1]. Aquí,
Federico Guillermo tuvo tiempo para reflexionar largamente sobre el
significado de la derrota prusiana. Al día siguiente de los desastres de Jena y
Auerstedt, numerosas fortalezas prusianas habían caído en circunstancias en
que deberían haber sido capaces de resistir. Stettin, por ejemplo, que tenía una
guarnición de unos 5000 hombres y disponía de plenos aprovisionamientos,
se había rendido a un regimiento reducido de húsares enemigos, que solo eran
800. La fortaleza de Küstrin —santuario de la memoria prusiana— había
capitulado pocos días después de que el propio rey la hubiese abandonado
para ir al este. El colapso de Prusia, al parecer, se debía tanto a una cuestión
de voluntad y motivación política como de inferioridad técnica.
La rabia del rey ante la serie de derrotas halló expresión en la Declaración
de Ortelsburg, documento redactado por Federico Guillermo el 12 de
diciembre de 1806 y escrito de su puño y letra. Era todavía muy pronto,
observaba, para sacar conclusiones sobre quién o qué fue responsable de la

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«casi total disolución» de las fuerzas prusianas en el campo de batalla, pero la
capitulación de las fortalezas era un escándalo «sin precedentes» en la historia
del ejército prusiano. En el futuro, escribía, cada gobernador o comandante
que entregue las fortalezas «simplemente por temor a los bombardeos» o «sin
ninguna otra razón de peso, sea cual sea» será «fusilado sin piedad». Todo
soldado que «se deshaga de su arma por miedo» se enfrentará igualmente al
pelotón de fusilamiento. Los súbditos prusianos que se pongan al servicio del
enemigo y sean hallados con un arma en la mano «serán fusilados sin
piedad[2]». Gran parte del documento se lee como una catártica explosión de
rabia, pero escondido en el final había un pasaje que anunciaba una
revolución. En un futuro, escribía Federico Guillermo, cada combatiente que
se porte con distinción será ascendido a oficial, sin tener en cuenta que sea
recluta, suboficial o príncipe[3]. En medio del caos de la derrota y de la huida,
había comenzado un proceso de reforma y autorrenovación.
Al día siguiente de las derrotas y humillaciones de 1806-1807, un nuevo
cuadro dirigente de ministros y funcionarios lanzaron una salva de edictos
gubernamentales que transformaron la estructura del ejecutivo político
prusiano, desregularon la economía, rediseñaron las reglas básicas de la
sociedad rural y reformularon las relaciones entre el estado y la sociedad civil.
Fue la magnitud de la derrota la que abrió las puertas a la reforma. La
destrucción de la confianza en la estructura tradicional y los procedimientos
crearon oportunidades para aquellos que durante mucho tiempo habían estado
esforzándose por mejorar el sistema desde dentro, y silenció a sus opositores
anteriores. La guerra impuso asimismo gravámenes fiscales que no tenían
solución dentro de los parámetros de la práctica establecida. Había que pagar
importantes indemnizaciones (120 millones de francos), pero el coste real de
la ocupación francesa, que se prolongó desde agosto de 1807 a diciembre de
1808, fue estimada por un contemporáneo en unos 216,9 millones de táleros
—una enorme suma si tenemos en cuenta que en 1816 los ingresos totales del
gobierno eran de algo más de 31 millones de táleros[4]—. El sentimiento de
emergencia resultante favoreció a aquellos que poseían programas de acción
rotundos y coherentes y la capacidad de comunicarlos de forma convincente.
En todas estas cuestiones, el choque exógeno de la victoria de Napoleón
centró y amplificó la acción de fuerzas ya activas en el estado prusiano[5].
En el centro del proceso de reforma que comenzó en 1807 (aun cuando su
papel, a veces, ha sido menospreciado) estaba el rey de Prusia, Federico
Guillermo III. Por muy importantes que fueran los burócratas reformistas, no
habrían podido llevar adelante sus planes sin el apoyo del monarca. Fue

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Federico Guillermo III quien nombró a Karl von Stein su consejero principal
en octubre de 1807, hasta que fue obligado por Napoleón a destituirlo
(alegando que Stein conspiraba contra los franceses). Tras el nombramiento
como coministros principales de Alejandro conde de Dohna, y de Karl von
Altenstein (un joven de la «camarilla de Franconia»), el rey llamó a
Hardenberg para los ministerios de finanzas e interior en junio de 1810,
otorgándole el nuevo título de Staatskanzler, siendo el primero en convertirse
en primer ministro de Prusia.
Aun así, Federico Guillermo III ha pasado a la posteridad como una figura
oscura. J. R. Seeley, autor de un retrato de Stein en tres volúmenes, escrito en
el siglo XIX, describió al rey como «el hombre más respetable y el más
corriente que había reinado en Prusia[6]». En un tiempo en que la vida cultural
y política de Prusia estaba dominada por brillantes personalidades —
Schleiermacher, Hegel, Stein, Hardenberg, los hermanos Humboldt— el
monarca era un pelmazo pedante y de miras estrechas. Su conversación era
pobre y áspera. Napoleón, que cenó con él con frecuencia durante los días de
verano pasados en Tilsit, recordaba más tarde que era difícil hacer que
hablase de algo excepto de «tocados militares, botones y morrales de
cuero[7]». Aunque no era frecuente que se alejase del centro de la alta política
prusiana en los años de crisis anteriores a la derrota, se nos aparece como una
nulidad, tratando de quedarse en último plano, rehuyendo el momento de la
decisión e inclinándose hacia los consejos de los que estaban más cerca de él.
En calidad de príncipe heredero, a Federico Guillermo se le había negado la
posibilidad de aprender los asuntos de gobierno desde dentro. (Por el
contrario, iba a ofrecer a su hijo, el futuro Federico Guillermo IV, un papel
clave en los asuntos internos de Prusia —otro ejemplo más de la alternancia
dialéctica de regímenes paternales tan característicos de la dinastía
Hohenzollern—). A lo largo de su vida, el rey combinó una aguda pero
reticente inteligencia con una profunda falta de confianza en sus propias
capacidades. Lejos de aprovechar las oportunidades del trono, Federico
Guillermo consideraba la corona como un «peso» que había que sobrellevar,
un peso que estimaba que muchos otros estaban mejor cualificados que él
para llevar.
La subida al trono de Federico Guillermo en 1797 fue acompañada por los
habituales contrastes de los Hohenzollern. El padre había perseguido premios
territoriales en cada oportunidad concebible; el hijo era un hombre de paz que
evitaba la búsqueda de gloria y reputación. El reino del padre presenció la
última y exuberante boqueada de la monarquía barroca, con su despliegue de

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dispendioso esplendor y montones de amantes; el hijo era austero en sus
gustos y permaneció fiel a su esposa. Federico Guillermo III consideró que el
palacio de Berlín era demasiado imponente y prefirió estar en la pequeña
residencia que había ocupado cuando era príncipe heredero. El domicilio
favorito entre todos era una pequeña posesión rústica que había comprado en
Paretz, cerca de Potsdam. Aquí podía vivir en el seno de una tranquilidad
doméstica y pretendía ser un caballero rural corriente. Federico Guillermo
hacía una clara distinción, a diferencia de sus antecesores, entre su vida
privada y sus funciones públicas. Era penosamente tímido y no le gustaban las
elaboradas ocasiones públicas de la corte. Quedó impresionado al leer, en
1813, que sus hijos tenían el hábito de referirse a él, en su ausencia, como «el
rey» en vez de «papá». Se divertía presenciando comedias ligeras en el teatro,
en parte porque saboreaba la oportunidad de estar en compañía sin ser el
centro de la atención.
Estas podrían parecer observaciones triviales, si no fuese por el hecho de
que los observadores contemporáneos les atribuían un gran significado. A lo
largo de los primeros años de su reinado, sus contemporáneos llamaron la
atención repetidamente sobre el hecho de que Federico Guillermo tenía un
comportamiento sin pretensiones, burgués (bürgerlich). En 1798, poco
después de su acceso al trono, el poeta teatral berlinés Karl Alexander von
Herklot, aclamaba al rey en verso:

El no se ocupa de la dorada corona


ni por ropajes teñidos de púrpura.
Es un burgués en el trono.
Es el orgullo de un hombre[8].

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26. El rey Federico Guillermo y la reina Luise con la familia en los jardines del palacio de
Charlottenburg, hacia 1805, grabado de Friedrich Meyer sobre el de Heínrich Anton
Dähling.

La visión del rey como un hombre corriente (de familia de clase media) es
tema de muchos comentarios que rodean los primeros años de reinado.
Encontramos esto en los siguientes versos dirigidos a la pareja real en el
momento de subir al trono:

No seáis dioses para nosotros, vosotros, reyes,


ni diosas vosotras, esposas de reyes;
no, más bien sed lo que sois,
sed dignos seres humanos.
Mostradnos el modelo más noble,
cómo reconciliar las cosas pequeñas con las grandes:
una confortable vida en el hogar
y elevados asuntos de estado[9].

Quizá la característica más notable del discurso monárquico a partir de


1797 fuese la importancia y resonancia pública de la reina de Prusia. Por
primera vez en la historia de la dinastía, el rey era percibido y celebrado no
solo como monarca, sino como marido. Los retratos barrocos como jefes
militares del reinado de su padre con sus brillantes armaduras y vueltas de
armiño dieron lugar a contenidas escenas familiares, en las que el rey aparecía
tranquilamente con su mujer y sus hijos. La reina aparecía —por primera vez

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— como una personalidad pública celebrada por propio derecho. En 1793,
cuando Luise abandonó su Mecklenburg natal para prometerse a su futuro
marido, su llegada a Berlín causó sensación. Cuando fue recibida en Unter
den Linden por una jovencita que recitaba un verso, rompió el protocolo
tomando a la niña en brazos y dándole un beso. «Todos los corazones»,
escribió el poeta De la Motte-Fouqué, «volaron hacia ella y su gracia y
dulzura no dejaron a nadie insensible[10]».
Luise fue famosa no solo por sus acciones caritativas, sino también por su
belleza física (existe una soberbia estatua doble de tamaño natural, de
1795-1797, por Johann Gottfried Schadow, en la que vemos a una adolescente
Luise que está de pie cogida del brazo de su hermana Frederike con un
vestido de verano prácticamente transparente, que estuvo oculta a la vista del
público porque se la consideró claramente erótica). Luise fue una figura sin
precedente en la historia de la dinastía, una celebridad femenina que en la
mente del público combinó virtud, modestia y gracia soberana con amabilidad
y atractivo sexual, y cuya temprana muerte en 1810, a la edad de treinta y
cuatro años, preservó su juventud en la memoria de la posteridad[11].

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27. Las princesas Luise y Frederike de Prusia, Die Prinzessinnengruppe, por Johann Gottfried
Schadow, 1795-1797.

Como reina, Luise ocupó un lugar mucho más prominente y visible en la


vida del reino que sus antecesoras del siglo XVIII. En una notable ruptura con
la tradición, se unió al rey en su viaje inaugural por tierras prusianas para
recibir el juramento de lealtad de los estados provinciales. Durante las
interminables reuniones con los notables locales, se dice que la nueva reina
impresionó a todo el mundo con su calor y encanto. Se convirtió incluso en un
icono de moda. El pañuelo que llevaba al cuello para mantener alejados a los

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resfriados fue ampliamente imitado enseguida por las mujeres de toda Prusia
y más allá. Era también una importante compañera de Federico Guillermo en
su actividad oficial. Desde los primeros momentos, se le consultaba
regularmente respecto a los asuntos de estado. Cultivaba a los más
importantes ministros y consideraba su obligación estar informada sobre lo
que ocurría en la corte. Es curioso que Stein estimase apropiado acudir a la
reina con su radical propuesta de reforma durante la crisis de 1806, y es
igualmente significativo que ella prefiriese no pasarle el documento a su
marido, sobre la base de solo serviría para disgustarlo en un momento de
extrema tensión. Luise proporcionó apoyo psicológico a su dubitativo marido.
«Lo único que necesitas es más confianza en ti mismo», le escribía en octubre
de 1806. «Una vez que lo consigas, serás capaz de tomar decisiones mucho
más rápidamente[12]».
En un sentido, la importancia de la reina anunciaba una refeminización de
la realeza prusiana tras casi un siglo en el que las mujeres habían sido
colocadas al margen de la representación monárquica. De todos modos, la
reintroducción de lo femenino en la vida pública de la monarquía se dio
dentro de los parámetros de una comprensión crecientemente polarizada de
ambos géneros y de su llamamiento social. El papel público de Luise no era el
de un miembro femenino de la dinastía con su propia corte, sus prioridades y
política exterior, sino el de una esposa y colaboradora. Su formidable
habilidad e inteligencia se pusieron al servicio del marido. Esta interpretación
de la subordinación fue crucial para la imagen pública de la pareja real y
explica por qué los atributos femeninos de Luise —su belleza, su naturaleza
suave, sus maneras maternales y su virtud de casada— eran aspectos
predominantes en el culto que surgió alrededor de ella. Luise hizo legible la
creciente retirada de la «esfera pública» de la familia real a su cada vez más
amplio público de clase media. Al abrir nuevos canales de identificación
emocional, su celebridad redujo la distancia afectiva entre la casa real y la
masa de los súbditos prusianos[13].
Luise fue, como hemos visto, partidaria del grupo de oposición que surgió
para criticar la política y procedimientos del gobierno en 1806 y presionó al
rey para que los hiciese volver a ocupar cargos tras la Paz de Tilsit. «¿Dónde
está el barón Von Stein?» preguntó ella una vez conocidas las noticias de
Tilsit. «Es mi última esperanza. Un gran corazón, una mente amplia, quizá
conoce remedios que se nos escapan. ¡Si quisiese venir!»[14]. El rey necesitó
cierta persuasión para volver a nombrar a Stein en el verano de 1807 —lo
había destituido por arrogancia e insubordinación solo pocos meses antes—.

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Luise también fue admiradora de Karl August von Hardenberg y lo apoyó; en
efecto, según un informe, su nombre fue una de las últimas palabras que
murmuró mientras agonizaba en 1810[15].
Además, Federico Guillermo aceptó que la situación de emergencia
creada tras la derrota prusiana exigiese una rectificación radical —él mismo
había demostrado interés por las reformas mucho antes de 1806—. En 1798
había creado una Comisión Real de Reforma Financiera para que propusiese
cambios en las normas de la administración de las aduanas y peajes e ingresos
de los impuestos del consumo en el territorio prusiano, pero los miembros de
la comisión no consiguieron armonizar sus posturas, y Karl August von
Struensee, el ministro encargado de los impuestos al consumo, aduanas y
fabricas, fue incapaz de proporcionar un resumen coherente de sus resultados.
Al año siguiente, Federico Guillermo ordenó a sus funcionarios que
elaborasen un plan para la reforma del sistema carcelario prusiano. Como
respuesta, el gran canciller Von Goldbeck propuso un sistema gradual de
recompensas y castigos —que era la quintaesencia de la Ilustración— con el
fin de impulsar la mejora personal y la rehabilitación de los presos. Las
recomendaciones de Goldbeck serán incorporadas posteriormente a un plan
general de reforma de las prisiones prusianas, puesto en vigor en 1804-
1805[16].

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28. Mascarilla
de la reina Luise, 1810.

Al rey, sin duda, le habría gustado hacer más, si no hubiese sido por la
resistencia a la reforma en muchos sectores, incluyendo la propia burocracia.
En una orden ministerial de octubre de 1798, el rey dio instrucciones para que
la Comisión de Reforma Financiera estudiase la posibilidad de que se
incrementase la tasa básica de propiedades pagada por la nobleza. Sin
embargo, incluso antes de que la comisión se hubiese reunido para discutir la
propuesta, un alto funcionario filtró la orden al Neue Zeitung, de Hamburgo, y
su publicación provocó protestas de los estados provinciales prusianos.
También en la esfera de la reforma agraria había un extenso registro de
iniciativas monárquicas. Asombrado por «el increíblemente grande número de
quejas que había recibido de los campesinos», Federico Guillermo se decidió
a suprimir las tierras con campesinos serviles de las haciendas reales y se
promulgó una orden con este fin en 1799, pero los esfuerzos del rey se
encontraron con una resuelta resistencia de dentro del Directorio General, que
afirmó que meterse con el estatus de los campesinos de las haciendas podía
provocar aspiraciones semejantes entre los campesinos de las tierras de la
nobleza y dar lugar a un «levantamiento de la clase más numerosa de la

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población[17]». Solo desde 1803 pudo Federico Guillermo superar tales
reservas e instruir a los ministros provinciales para que se comenzase a hacer
desaparecer todo lo que quedaba de los servicios de trabajo campesino en las
tierras reales[18].

Burócratas y oficiales

Stein y Hardenberg, los dos más influyentes reformadores en la


administración prusiana a partir de 1806, son representantes de dos diferentes
tradiciones progresistas alemanas. El origen familiar de Stein dejó en él una
huella de profundo respeto por las instituciones representativas colectivas. En
la Universidad de Gotinga se embebió de un whiggerismo aristocrático de
estilo británico que lo inclinó hacia la devolución de responsabilidades
gubernamentales a las instituciones locales. Sus experiencias como alto
funcionario prusiano en el sector del carbón de Westfalia lo habían
convencido de que la clave para una administración eficaz descansaba en el
diálogo y en la colaboración con las élites locales y provinciales[19]. Por el
contrario, Hardenberg era un hombre de la Ilustración alemana y un tiempo
miembro de los Illuminaten [Iluminados], rama radical de la masonería. Aun
cuando respetaba el papel histórico de la nobleza en el orden social,
Hardenberg mantenía una concepción mucho menos exaltada de su casta que
Stein. Su visión reformadora se fijó sobre todo en la concentración del poder
y la autoridad legítima del estado. Ambos hombres eran muy diferentes
también por temperamento. Stein era difícil, impulsivo y altanero.
Hardenberg era astuto, ágil, calculador y diplomático.
De todos modos, tenían bastante en común para poder colaborar de
manera fructífera. Ambos poseían una fuerte conciencia del poder y de la
importancia de la opinión pública —en este sentido los dos llevaban la marca
de la Ilustración europea—. Creían con pasión en la necesidad de reformas
estructurales a nivel del ejecutivo supremo —habían coordinado sus posturas
sobre este asunto durante la dura lucha de facciones de 1806—. Además, no
estuvieron solos durante su rápido ascenso en la administración prusiana a lo
largo de más de dos decenios, ya que un notable grupo de jóvenes se había
ido congregando alrededor de ellos. Unos eran protégés o amigos, otros se
habían curtido como funcionarios de las administraciones de Franconia o
Westfalia, y algunos eran simplemente colegas que compartían la opinión de
los reformadores surgidos de la crisis.

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La primera tarea y en cierto modo la más urgente a la que se enfrentaban
los reformadores era la reconstitución de Prusia como potencia capaz de
funcionar autónomamente en el escenario europeo. Al comenzar a tratar este
problema, los reformadores se centraron en dos áreas: la del ejecutivo central
de toma de decisiones y la militar. Como hemos visto hay una concordancia
generalizada entre los altos funcionarios sobre el hecho de que Prusia requería
una estructura ministerial modernizada. Una preocupación especial fue el
llamado «sistema de gabinete», en el que uno o más «ministros de asuntos
exteriores» competían con los secretarios ministeriales y otros consejeros.
Esto, se afirmó, fue la causa del malestar que había llevado a Prusia a los
problemas de 1806. Por ello, desde su nombramiento en octubre de 1807,
Stein halló muchas dificultades para convencer al rey de que disolviese su
gabinete de consejeros personales y estableciese (en noviembre de 1808) un
ejecutivo central consistente en cinco ministerios definidos funcionalmente,
cada uno de ellos dirigido por un ministro responsable con acceso directo al
rey. Combinadas entre sí, ambas medidas impedirían la duplicación de
funciones de consejería entre las secretarías y ministerios, y el nombramiento
de múltiples «ministros de asuntos exteriores» en tándem. Y forzaría al rey —
en teoría— a canalizar sus consultas oficiales a través de un responsable
oficial, evitando que utilizase la rivalidad existente entre los ministros y
consejeros.
Stein, Hardenberg y sus colaboradores, naturalmente, argumentaron que
tales medidas serían esenciales si Prusia iba a volver a unas condiciones en las
que se pudiese revertir el veredicto de 1807. Basaban su deseo en la
presunción de que el desastre de 1806-1807 había sido causado por las
tensiones opuestas en el seno del ejecutivo, lo que podría haber sido evitado
con una mejor estructura de toma de decisiones que hubiese podido llevar al
monarca hacia las decisiones requeridas. Subyacente a estos argumentos
estaba lo que Carl Schmitt llamó, en una ocasión, el «culto de las decisiones»:
todo dependía de encontrar un sistema que fuese lo suficientemente flexible y
transparente como para dar lugar a decisiones rápidas, racionales y bien
informadas como respuesta a las condiciones cambiantes. Era difícil estar en
contra de este argumento en el ambiente emocionalmente cargado de la Prusia
post-Tilsit.
Con todo, el caso del «decisionismo» de los reformadores era menos
apremiante de lo que parecía. Después de todo, el problema de la política
exterior de Prusia en los años 1804-1806 no reside en el hecho de que el rey
hubiese insistido en hacerse con un amplio espectro de puntos de vista, sino

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en las dificultades intrínsecas de las situaciones a las que se había enfrentado
Prusia. Es muy fácil olvidar que nunca había habido una figura como
Napoleón ya que los intentos de «reunión» lanzados por Luis XIV en la
periferia del Sacro Imperio Romano durante el reinado del Gran elector
empalidecían si los comparamos a la escala y a la ambición del proyecto
imperial de Bonaparte. No había reglas para tratar con un antagonista de este
tipo, y no había precedentes para predecir cómo actuaría la próxima vez.
Como se había segado la hierba bajo los pies de la política de neutralidad, fue
excepcionalmente difícil juzgar por qué camino acabaría lanzándose Prusia, y
más aún cuando el equilibrio de poder internacional y las señales que llegaban
sobre potenciales aliados cambiaban constantemente. El Gran elector había
pasado por largos períodos de dudas agónicas entre distintas opciones durante
la Guerra del Norte y las varias guerras francesas de Luis XIV, no porque
fuese por naturaleza indeciso o temeroso, o porque careciese de un ejecutivo
adecuadamente moderno, sino porque los problemas a los que se enfrentaba
exigían sopesarlos cuidadosamente y no eran susceptibles de soluciones
obvias. Aunque los juicios que Federico Guillermo III se vio obligado a hacer
eran excelentes, implicaban más variables, y fueron fletados con grandes
riesgos. No hay razón para pensar que el sistema propugnado por los
reformadores, si se llevaba a la práctica, en 1804, habría generado mejores
ventajas que el sistema de gabinete al que atacaban con tanta furia. Después
de todo, la desgraciada decisión del rey de ir a la guerra fue apoyada en su
tiempo por aquellos que se oponían al viejo sistema[20].
Si aun así los reformadores presionaban para obtener una modernización
del ejecutivo en la esfera de la política extranjera, se debía, en parte, a que a la
concentración del ejecutivo se le garantizaba consolidar el poder de los
funcionarios más elevados. En vez de conspirar para hacerse con influencias,
como había sido el caso en la antecámara del poder antes de 1806, el nuevo
sistema prometía a los cinco ministros un asiento estable en la mesa de las
decisiones políticas. Bajo el antiguo sistema, la influencia de un consejero
individual se reducía y se hacía impredecible cuando el oído del rey se volvía
hacia otras direcciones. Toda una labor de discusión y persuasión de un día
podía ser barrida al siguiente. Sin embargo, con las nuevas medidas era
posible trabajar con los demás ministros para manejar al rey, y es interesante,
aunque no muy sorprendente, constatar que casi cada uno de los altos
funcionarios convocado para un mayor rendimiento ejecutivo durante el
período 1805-1808 pensaba que uno de los funcionarios clave caería por sí
mismo[21].

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Los reformadores insistieron siempre —y habría sido extremadamente
descortés no hacerlo así— en que su objetivo era aumentar el foco y el
alcance de la autoridad del monarca situándolo bajo control de un instrumento
de toma de decisiones mejor. En realidad estaban limitando su libertad de
movimiento al colocarlos ante un exclusivo tribunal de consejeros. Deseaban
burocratizar la monarquía, encajándola en las más amplias estructuras de
responsabilidad y transparencia del estado[22]. El rey vio esto con suficiente
claridad, y por ello dijo no cuando Stein propuso que, en el futuro, los
decretos emanados del rey serían válidos solamente si llevaban las firmas de
cinco ministros[23].
El ejército prusiano fue, comprensiblemente, el foco de un intenso interés
tras Jena y Auerstedt, pero el debate sobre la reforma militar no era nada
nuevo. Unos cuantos años después de la muerte de Federico el Grande había
habido voces, civiles y militares, exigiendo una revisión crítica del sistema
federiciano. El debate continuó después de 1800 cuando los intelectuales
militares más receptivos habían asimilado las lecciones de las campañas
revolucionarias y de los primeros años de Napoleón. El ayudante y teórico
militar coronel Christian von Massenbach, un alemán del sur que había
entrado al servicio de Prusia en 1782 (a la edad de veinticuatro años) y que
era próximo a Federico Guillermo III, afirmaba que la nueva práctica de la
«guerra total», ejemplificada por las campañas de Napoleón, hacía necesaria
la profesionalización de la planificación y dirección militar. La suerte de
Prusia no debería depender solo del hecho de que el propio monarca fuese un
dotado estratega. Había que crear estructuras duraderas para garantizar que
toda la información disponible fuera verificada y sopesada antes y durante
toda campaña. La función del mando debería ser concentrada en un solo
órgano decisorio[24]. Hay un claro paralelismo entre estos primeros esbozos
de un sistema de Estado Mayor General y el debate contemporáneo sobre la
reforma ejecutiva, de cuya modernización Massenbach fue también
partidario[25].
El más importante foro de debate sobre el ejército fue la Sociedad Militar,
creada en 1802, donde los oficiales se leían trabajos unos a otros y discutían
las implicaciones para Prusia de la situación militar presente en Europa. La
figura dominante de la sociedad era Gerhard Johann David vom Scharnhorst,
hombre de origen campesino, que había ascendido rápidamente los grados
militares en su Hanóver natal y había entrado al servicio de Prusia en 1801 a
los cuarenta y seis años. Scharnhorst pedía que se introdujese en Prusia el
sistema divisional napoleónico, y la creación de una milicia territorial como

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fuerza de reserva. Otros, como Karl Friedrich von dem Knesebeck (súbdito
prusiano de nacimiento), elaboró un ambicioso plan que preludiaba la
creación de una fuerza prusiana genuinamente «nacional[26]». Como demostró
esta iniciativa, los militares prusianos no quedaron al margen del proceso de
crítica y autoexamen que había empezado a transformar las relaciones entre el
estado y la sociedad civil en los años 1780 y 1790.

29. Gerhard Johann von Scharnhorst, antes de


1813, por Friedrich Bury.

Se hizo poco antes de 1806 para poner en práctica estas ideas. Todas las
reformas importantes amenazaban intereses creados, y los intentos de tanteo
para crear al menos un vestigio de organización de un Estado Mayor General
en 1803 fueron recibidos con abierta hostilidad por los funcionarios de la
administración tradicional. Hubo fuertes resistencias a las innovaciones entre
los oficiales superiores con servicio prolongado, algunos de los cuales, como
el mariscal de campo Möllendorf, debían su reputación a servicios
distinguidos durante la Guerra de los Siete Años. De Möllendorf, un
patriotero que tenía ochenta y dos años cuando caminó tranquilamente en
medio del fuego francés en Jena, se dice que había respondido a todas las
propuestas de reforma con las siguientes palabras: «Esto me supera
completamente». Pero tales personajes gozaban de enorme respeto en el
antiguo ejército prusiano y era difícil, psicológicamente, para cualquiera,
incluso para el propio rey, que había crecido a la sombra de su famoso tío, el
resistírseles. En una conversación reveladora de 1810, Federico Guillermo

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recordaba que él había querido una reforma general de lo militar ya desde
mucho antes de la guerra de 1806-1807:

… pero con mi juventud e inexperiencia, no tuve valor, y en cambio confié en esos dos
veteranos [Möllendorf y el duque de Brunswick] que habían encanecido bajo sus laureles y que
seguramente comprendían todo esto mejor que yo […]. Si yo, como reformador, me hubiese
intentado oponer a sus opiniones y hubiese salido mal, todo el mundo habría dicho: «¡El joven
caballero no tiene experiencia!»[27].

Las derrotas de Jena y Auerstedt modificaron esta situación en gran


medida y el monarca fue rápido en tomar la iniciativa. En julio de 1807,
cuando el trauma de Tilsit todavía estaba fresco, el rey creó una Comisión
para la Reorganización Militar, cuya tarea era llevar a cabo todas las reformas
necesarias. Era como si la Sociedad Militar de los años de preguerra se
hubiese reencarnado en un órgano de gobierno. El alma que presidía las
reformas era Scharnhorst, ayudado por un cuarteto de discípulos dotados —
August Wilhelm Neidhardt von Gneisenau, Hermann von Boyen, Karl
Wilhelm Georg von Grolman y Karl von Clausewitz—. Gneisenau era hijo de
un oficial de artillería sajón, que no era noble y que había ingresado en el
ejército prusiano como miembro del cortejo real (antecesor del Estado Mayor
General) en 1786. Ascendido a comandante tras las batallas de octubre de
1806, Gneisenau estuvo al mando de la fortaleza de Kolberg en la costa
báltica de Pomerania, donde consiguió, con la ayuda de algunos ciudadanos
patriotas, conservarla ante las fuerzas francesas hasta el 2 de julio de 1807.
Boyen era hijo de un oficial prusiano oriental que había asistido a las
lecciones de Immanuel Kant en la Universidad de Königsberg y sido miembro
de la Sociedad Militar desde 1803. Grolman había servido como ayudante
bajo Hohenlohe, en Jena, antes de huir a Prusia Oriental, donde se unió al
personal del Cuerpo de L’Estocq, el contingente prusiano que combatió a los
franceses junto a los rusos en Preussich-Eylau. Como Gneisenau, Grolman
tuvo la suerte de verse asociado a la continuación de la resistencia prusiana en
1807, más que con la derrota del otoño anterior. Clausewitz, el más joven del
grupo (tenía veintiséis años en 1806), había entrado en el ejército como
cadete, a los doce años, y fue admitido en 1801 en el Instituto de Oficiales
Jóvenes, de Berlín, un centro de preparación de la élite, del que acababa de
ser nombrado director Scharnhorst.
Estos hombres trataron de forjar un nuevo tipo de entidad militar aparte de
la desvencijada carraca del ejército prusiano. Se produjeron importantes
mejoras estructurales y técnicas. El ejecutivo militar fue obligado a aceptar la
línea propuesta por Stein. Lo que implicaba, entre otras cosas, la creación de

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un ministerio de la guerra, en el cual comenzaron a fusionarse los rudimentos
de la organización de un Estado Mayor General. Se dio una gran importancia
al despliegue de unidades flexibles de fusileros que operarían según un orden
de batalla abierto. Scharnhorst supervisó mejoras básicas en el adiestramiento,
tácticas y armamento. De ahora en adelante los ascensos se harían según
méritos. En palabras (escritas por Grolman) de una orden del 6 de agosto de
1808: «Toda preferencia social que haya existido hasta la fecha de ahora en
adelante y por la presente ha terminado en el ámbito militar, y cada uno, sea
cual sea su origen, tiene las mismas obligaciones y los mismos derechos[28]».
El impacto psicológico de estas y otras innovaciones se vio incrementado por
el hecho de que coincidió con una purga sin precedentes de mandos militares
prusianos. En total, 208 oficiales fueron apartados del servicio activo tras
análisis médicos de la derrota llevados a cabo por un comité de la Comisión
de Reorganización Militar. De 142 generales, 17 fueron destituidos sin más y
otros 86 recibieron honorables licencias absolutas; poco más de la cuarta parte
de los oficiales prusianos sobrevivió a la purga.
El objetivo inmediato de la orden del 6 de agosto de 1808 era garantizar
un cuadro de mandos mejor para el futuro. Pero los reformadores tenían
objetivos más amplios. Querían acabar con la exclusividad de clase del
cuerpo de oficiales. El ejército debía convertirse en el depositario de un
patriotismo virtuoso y, a la vez, adquirir el élan [ímpetu] y el compromiso que
de modo tan manifiesto faltaron en 1806. El objetivo era, en palabras de
Scharnhorst, «elevar e inspirar el espíritu del ejército, para llevar al ejército y
a la nación a una unión más íntima[29]». Para efectuar la consumación
omnicomprensiva de esta nueva relación entre el ejército y la «nación»
prusiana, propusieron un servicio militar universal; aquellos que no fueran
reclutados por el ejército directamente, estarían obligados a servir en la
milicia territorial. Las exenciones que habían dejado a partes sustanciales de
la sociedad prusiana (especialmente en las ciudades) fuera del ejército, ahora
serían suprimidas. En cuanto a las órdenes que se impartiesen, estas irían
reduciendo los más draconianos castigos corporales en caso de infracción
disciplinaria, en particular el infame «correr baquetas», pues se consideraba
que era incompatible con la dignidad de un recluta burgués. La tarea de un
oficial no era pegar o insultar a los individuos a su cargo, sino «educarlos».
Era la culminación de un largo proceso de cambio; los castigos militares
habían sido sometidos a revisiones intermitentes desde el reinado de Federico
Guillermo II[30].

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La expresión más influyente de este cambio radical de los valores fue De
la guerra, de Clausewitz, un tratado filosófico general sobre los conflictos
militares, que quedó sin terminar al morir el autor de cólera en 1831. En la
tipología de combates ofrecida por Clausewitz los soldados no son ganado al
que hay que conducir al campo de batalla, sino hombres sujetos a las
vicisitudes de la disposición de ánimo, moral, hambre, frío, fatiga y temor. Un
ejército no puede ser conceptualizado como una máquina, sino como un
organismo consciente y dispuesto con su «genio» colectivo. De esto derivaba
que la teoría militar era una ciencia flexible cuyas variables eran parcialmente
subjetivas. La flexibilidad y autoconfianza, en especial entre los oficiales más
jóvenes, eran vitales. Unida a esta idea estaba la insistencia en la primacía de
la política. Nunca debe permitirse que los combates, afirmaba Clausewitz, se
conviertan en un fin en sí mismos —crítica implícita al continuo guerrear de
Napoleón—, sino que deben servir a un objetivo político claramente definido.
De la guerra representaba, así, un primer intento de comprender y teorizar
sobre las nuevas e imprevisibles fuerzas desatadas por la «guerra total»
napoleónica, y, al mismo tiempo, unirlas para que sirviesen a fines
esencialmente civiles[31].

Reforma agraria

«La abolición de la servidumbre ha sido siempre mi meta desde comienzos de


mi reinado», dijo Federico Guillermo III a dos de sus funcionarios poco
después de la Paz de Tilsit. «Deseaba llegar a ello gradualmente, pero la
infeliz condición de nuestro país justifica y en realidad exige una acción más
rápida[32]». Aquí, de nuevo, el choque con Napoleón fue el catalizador, no la
causa. El sistema «feudal» de la posesión de la tierra había sufrido, desde
hacía largo tiempo, crecientes presiones. Una parte de esto era ideológica, y
también el resultado de la infiltración de las ideas liberales de los fisiócratas y
de los seguidores de Adam Smith en la administración prusiana. Pero el
fundamento económico del sistema antiguo también se estaba reduciendo. La
cada vez mayor utilización de empleados asalariados, que eran muchos y
baratos en una época de crecimiento demográfico, emancipó a numerosos
hacendados de la dependencia respecto a los servicios laborales de sus
vasallos campesinos[33]. Además, el boom de los precios del grano en el
siglo XVIII provocó nuevos desequilibrios del sistema. Los campesinos más
acomodados llevaron sus superávits de grano al mercado y cruzaron el boom,

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mientras pagaban a sus asalariados para que llevasen a cabo sus servicios
«feudales» para ellos. En estas condiciones, la existencia de un gran
campesinado vasallo cuyos seguros arrendamientos se pagaban con rentas de
trabajo acabó siendo económicamente contraproducente. Los derechos
laborales, que un tiempo eran valiosos atributos del gobierno de las casas
señoriales de los junkers, funcionaban ahora como rentas fijas dentro de un
sistema que beneficiaba a los campesinos más dotados como «arrendatarios
protegidos[34]».
A dos asociados de Stein, Theodor von Schön y Friedrich von Schroetter,
se les confió la tarea de preparar un borrador de ley que bosqueja reformas en
el sistema agrario. Su resultado fue el edicto del 9 de octubre de 1807, a veces
llamado el Edicto de Octubre, el primero y el más famoso de los legados
legislativos de la época de la reforma. Como muchos de los decretos de
reforma, era más una declaración de intenciones que una ley como tal. El
edicto anunciaba cambios fundamentales en la constitución de la sociedad
rural prusiana, pero se daba una ampulosa vaguedad en muchas de sus
formulaciones. Básicamente, aspiraba a alcanzar dos objetivos. El primero era
la liberación de energías económicas latentes —el preámbulo declaraba que
cada individuo tenía libertad para alcanzar «tanta prosperidad como le
permitiese su capacidad»—. El segundo era la creación de una sociedad en la
que todos los prusianos fuesen «ciudadanos del estado», iguales ante la ley.
Tales objetivos deberían alcanzarse con tres medidas específicas. La primera,
se suprimían todas las restricciones sobre la compra de tierras de la nobleza.
Finalmente, el estado abandonaba su inútil lucha para mantener el monopolio
nobiliario en las tierras privilegiadas y creaba, por primera vez, algo que se
aproximaba a un mercado libre de la tierra. Segundo, todas las ocupaciones
quedaban abiertas desde ahora a personas de todas las clases sociales. Por
primera vez, habría un mercado libre de trabajo, sin límites por las
restricciones ocupacionales de los gremios y corporaciones. Asimismo, esta
era una medida con una larga historia: ya desde los primeros años 1790, la
abolición de los controles gremiales había sido tema de repetidos debates
entre el Directorio General y el Departamento de Fábricas de Berlín[35]. En
tercer lugar, se abolía totalmente la servidumbre hereditaria —con una
formulación muy sugestiva pero de atormentada imprecisión, el edicto
anunciaba que «desde el Día de San Martín [11 de noviembre] de 1810 no
habría más que un pueblo libre» en el Reino de Prusia.
Esta última estipulación fue como un choque eléctrico que cruzó por las
comunidades rurales del reino. Pero dejaba también muchas cuestiones sin

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resolver. Los campesinos iban a ser «libres» oficialmente —¿quería decir esto
que ya no estaban obligados a realizar sus servicios laborales?—. La pregunta
era menos obvia de lo que podría parecer, puesto que la mayoría de estos
servicios laborales no eran atributos de servidumbre personal sino formas de
pago de rentas por los arrendamientos. Con todo, los propietarios de las
tierras, en muchos distritos en los que el edicto era conocido normalmente,
consideraron que era virtualmente imposible convencer a los campesinos de
que llevasen a cabo sus servicios. Los intentos de las autoridades de Silesia
para evitar que las noticias llegasen hasta las aldeas fracasaron, y en el verano
de 1808 estalló una rebelión entre los campesinos que pensaban que iban a ser
sometidos ilegalmente[36].
Otro asunto fastidioso era la propiedad última de la tierra de los
campesinos. Debido a que el edicto no hacía referencia al principio de
protección de los campesinos, que había formado parte tradicionalmente de la
política agraria prusiana, algunos terratenientes de la nobleza lo consideraron
una carta blanca para apoderarse de —o reclamar, como decían ellos— tierras
cultivadas por los campesinos, y hubo una serie de apropiaciones brutales. Un
cierto grado de claridad se alcanzó con la Ordenanza del 14 de febrero de
1808, que declaraba que la propiedad de la tierra dependía de la situación
anterior de arrendamiento. Los campesinos con fuertes derechos de propiedad
estaban seguros frente a las apropiaciones unilaterales. Los que tenían
contratos de arrendamiento temporales de varios tipos se hallaban en una
posición más débil; sus tierras podrían ser objeto de apropiación, aunque solo
con el permiso de las autoridades. Aunque muchos detalles de interpretación
todavía se discutían y solo en 1816 quedaron resueltos los problemas de la
posesión de la tierra y de la compensación a los terratenientes por sus
servicios y por las tierras que habían perdido.
La situación final, tal como la resolvieron el Edicto de Regulación de
1811 y la Declaración de 1816, determinaba una serie de arrendamientos
organizados jerárquicamente de propiedades campesinas y les asignaba,
correspondientemente, derechos diferenciados. En términos generales, había
dos opciones. La tierra podía ser dividida, en cuyo caso los campesinos con
arrendamientos hereditarios conservaban el usufructo sobre dos tercios de la
tierra que habían trabajado tradicionalmente (una mitad en el caso de
arrendamientos no hereditarios), o bien los campesinos podían comprarla
toda, en cuyo caso la porción señorial debía ser reembolsada. El pago de
compensaciones por parte de los campesinos por la tierra, los servicios y
alquileres naturales se arrastraron, en muchos casos, a lo largo de medio siglo.

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Los campesinos del extremo más bajo de la cadena no estaban facultados para
convertir la tierra que trabajaban en títulos de propiedad absoluta y sus tierras
eran vulnerables, pues podían ser cercadas[37]. Tales medidas estaban de
acuerdo con la doctrina fisiocrática de moda en los últimos años de la
Ilustración que, liberando a los campesinos de las obligaciones laborales y
otros deberes «feudales», podía hacer que fuesen más productivos. Y los
escritos de Adam Smith, cuyas obras gozaban de gran estima entre las
cohortes más jóvenes de la burocracia prusiana (incluyendo a Schroetter y
Schön), sugerían que podía ser mejor que el más desvalido de los campesinos
perdiese sus tierras, ya que, en todo caso, no habría tenido viabilidad como
agricultor independiente[38].
Algunos nobles se sintieron muy ofendidos por la desnaturalización de la
constitución agraria de la vieja Prusia. Para los conservadores neo-pietistas
del entorno de los hermanos Gerlach, en Berlín, los años de reforma les
hicieron percatarse de que el estado monárquico planteaba una amenaza tan
poderosa para la vida tradicional como la propia revolución. Las crecientes
pretensiones de la burocracia central, creía Leopold von Gerlach, suplían el
poder personal del monarca con un nuevo «despotismo administrativo que se
lo comía todo como los bichos[39]». El más mordaz y famoso portavoz de este
punto de vista fue Friedrich August Ludwig von der Marwitz, terrateniente de
Friedersdorf, cerca de Küstrin, junto a las marismas del Oder, que denunció
las reformas por ser un asalto contra la estructura patriarcal tradicional del
campo. El sometimiento hereditario, pensaba, no era un residuo de la
esclavitud, sino de la expresión de los nexos familiares que unían a los
campesinos con los nobles. Disolver esta unión significaría minar la cohesión
de la sociedad en su conjunto. Marwitz tenía un carácter melancólico, cuya
nostalgia era algo natural; articulaba sus reaccionarios puntos de vista con
gran inteligencia y habilidad retórica, pero fue una figura aislada. La mayoría
de los nobles veían las ventajas de la nueva distribución, que daba
relativamente poco a la mayoría de los campesinos y permitía al terrateniente
intensificar el proceso de producción agraria utilizando trabajo asalariado
barato sin las trabas de la posesión hereditaria[40].

Ciudadanía

Rastreando los residuos legales del «feudalismo» de las haciendas nobiliarias,


el Edicto de Octubre aspiraba a facilitar el surgimiento en Prusia de una

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sociedad más cohesionada políticamente. Los «súbditos» debían ser
remodelados como «ciudadanos del estado». Sin embargo, los reformadores
comprendían que se necesitarían más medidas positivas para movilizar el
compromiso patriótico de la población. «Todos nuestros esfuerzos serán en
vano», escribía Karl von Altenstein a Hardenberg en 1807, «si el sistema
educativo está contra nosotros, si envía funcionarios poco entusiastas al
servicio del estado y produce ciudadanos letárgicos[41]». Las innovaciones
administrativas y legales, por sí solas, eran insuficientes; deberían apoyarse
en un amplio programa de reforma educativa con vistas a vigorizar a la
ciudadanía emancipada de Prusia para las tareas por venir. El hombre en el
que se confió para la renovación del sistema educativo del reino fue Wilhelm
von Humboldt, descendiente de una familia de militares de Pomerania, que
había crecido en el Berlín ilustrado de los años 1770 y 1780. Entre sus tutores
se hallaban el abolicionista Christian Wilhelm von Dohm y el jurista
progresista Ernst Ferdinand Klein. Propugnado por Stein, Humboldt fue
nombrado director de la Sección para Instrucción Religiosa y Pública en el
Ministerio del Interior, el 20 de febrero de 1809. Este era una especie de
bicho raro entre los reformadores. No era un político por naturaleza, sino un
intelectual de temperamento cosmopolita que había empleado una gran parte
de su vida adulta en el extranjero. En 1806 Humboldt estaba viviendo con su
familia en Roma y trabajaba en una traducción del Agamenón de Esquilo.
Solo tras el derrumbe de Prusia y el saqueo por parte de las tropas francesas
de la residencia familiar de Humboldt en Tegel, al norte de Berlín, decidió
volver a su asediado país. Y con muchas reticencias aceptó un puesto en la
nueva administración[42].
Sin embargo, una vez instalado, Humboldt desplegó un programa de
reformas profundamente liberal que transformó la educación en Prusia. Por
primera vez, el reino se dotó de un único sistema de instrucción pública
estandarizado de acuerdo con las últimas corrientes de la pedagogía
progresista europea. La educación, como tal, afirmaba Humboldt, debía, de
ahora en adelante, ser separada de la idea de la preparación técnica o
vocacional. Su finalidad no era convertir a los hijos de los zapateros en
zapateros, sino convertir a los «niños en gente». Las escuelas reformadas no
estaban destinadas únicamente a llevar a los alumnos a estudiar una
asignatura específica, sino instilarles la capacidad de pensar y aprender por sí
mismos. «El alumno está maduro», escribió, «cuando ha aprendido lo
suficiente de otros para situarse en la posición de aprender por sí mismo[43]».
Con el fin de asegurarse de que este punto de vista se filtrase en el sistema,

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Humboldt creó nuevos colegios de enseñantes para preparar candidatos para
las caóticas escuelas primarias del reino. Impuso un régimen estándar de
exámenes estatales y de inspecciones y creó un departamento especial en el
propio ministerio para supervisar el modelo de programas, libros de texto y
ayudas al aprendizaje.
La pieza fundamental —y el monumento más duradero— de las reformas
de Humboldt fue la Friedrich-Wilhelms-Universität, en Berlín, en 1810, y la
instaló en el palacio vacío del príncipe Enrique, hermano menor de Federico
el Grande, en Unter den Linden. Aquí, asimismo, Humboldt se esforzó en
realizar su visión kantiana de la educación como proceso de
autoemancipación por parte de individuos autónomos y racionales.

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30. Wilhelm von Humboldt, dibujo de Louise Henry, 1826.

Precisamente como la instrucción primaria hace posible al maestro, del mismo modo se hace
prescindible a lo largo de la escolarización en el nivel secundario. Así, el enseñante universitario
deja de ser un enseñante y el estudiante deja de ser alumno. En cambio, el estudiante hace
investigaciones en su beneficio y el enseñante supervisa su investigación y lo apoya en ella. Ya
que aprender a nivel universitario sitúa al estudiante en una posición que le permite aprehender
la unidad de la investigación académica por lo que reclama sus poderes creativos[44].

De esto se derivó que la investigación académica era una actividad sin


final predeterminado, sin un objetivo que pudiese ser definido en términos
puramente utilitarios. Se trataba de un proceso cuyo despliegue estaba

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conducido por una dinámica inmanente. Tenía que ver menos con el
conocimiento en el sentido de acumulación de hechos que con la reflexión y
con los argumentos razonados. Era un homenaje al escepticismo pluralista de
la crítica de Kant a la razón humana, y asimismo una vuelta a esa visión de
una conversación global que había animado la Ilustración prusiana. Era
esencial para el éxito de la empresa que estuviese libre de interferencias
políticas. El estado debería abstenerse de intervenir en la vida intelectual de la
universidad, excepto como «garante de la libertad», en los casos en los que
una camarilla dominante de enseñantes amenazase con suprimir el pluralismo
académico en sus propias filas[45].
La Friedrich-Wilhelms-Universität (cuyo nombre fue cambiado por el de
Humboldt-Universität en 1949) pronto se hizo con la preeminencia entre las
universidades de los estados protestantes alemanes. Como la Universidad de
Halle en tiempos del Gran Elector, la nueva institución sirvió para difundir la
autoridad cultural del estado prusiano. Y, ciertamente, su fundación fue
motivada, en parte, por la necesidad de reemplazar a Halle, que la corona
prusiana había perdido en las modificaciones territoriales impuestas por
Napoleón. En este sentido, la nueva universidad ayudó, como el propio
Federico Guillermo III dijo, a «sustituir por medios intelectuales lo que el
estado había perdido en fuerza física». Pero también proporcionó expresión
institucional —y de aquí deriva su verdadero significado— a una nueva
comprensión de la finalidad de una educación más elevada.
De los ciudadanos emancipados que surgieron de todos los niveles del
sistema educativo de Humboldt se esperaba que tomasen parte activa en la
vida política del estado prusiano. Stein esperaba llegar a esto por medio de la
creación de órganos electos de autonomía municipal que impulsaran una más
activa participación en los asuntos de interés público. Poco antes del
abandono del cargo, el ministro promulgó la Ordenanza Municipal
(Stadteordnung) de noviembre de 1808. La categoría de «ciudadano»
(Bürger), antaño limitada prácticamente a los miembros privilegiados de las
corporaciones tales como los gremios, fue ampliada para incluir a toda
persona poseedora de una casa (también mujeres solas) o que practicase una
«actividad municipal» dentro de los límites de la ciudad. Todo ciudadano
varón que satisficiese los requisitos de una modesta propiedad estaba
facultado para votar en las elecciones de la ciudad y para ocupar un cargo
municipal. La equivalencia establecida aquí entre propiedad (Teilhabe) y
participación (Teilnahme) acabaría componiendo un tema de larga duración
en la historia del liberalismo del siglo XIX.

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El mismo proyecto —la implicación de los ciudadanos como participantes
activos en los asuntos públicos— fue extendido al reino en conjunto durante
el período en que Hardenberg estuvo en el cargo. Los antecedentes de este
notable experimento de participación popular, que fue más allá de los
programas concebidos por la mayoría de los reformadores ilustrados
anteriores a 1808, fue una importante crisis fiscal. En 1810 Napoleón renovó
su petición de pago de la indemnización de guerra y ofreció al ministerio
Dohna-Altenstein elegir entre pagar o ceder un trozo de Silesia. Cuando los
ministros consideraron tomar el segundo camino, Federico Guillermo los
relevó de sus responsabilidades y nombró a Hardenberg, que prometió hacer
frente a la factura francesa por medio de una reforma fiscal radical. La deuda
del estado se incrementó rápidamente, de 35 millones de táleros en 1806 a 66
millones en 1810, y la alteración de la moneda, la emisión de nuevo papel
moneda y el aumento de los préstamos a altas tasas de interés alimentaba una
espiral inflacionaria.
Con el fin de prevenir un ulterior deterioro, Hardenberg lanzó una salva
de edictos que anunciaban reformas fiscales y económicas importantes. Las
cargas impositivas hubieron de ser igualadas a través de la imposición de una
«tasa de consumo territorial», y la libertad de empresa proclamada en el
Edicto de Octubre y en la Ordenanza Municipal fue llevada a la práctica en
todo el reino, las propiedades de la iglesia y del estado serían vendidas y el
sistema tarifario y aduanero sería revisado y racionalizado totalmente. Para
mitigar la existencia de propuestas tan controvertidas dentro del sistema, en
febrero de 1811 el canciller convocó una Asamblea de Notables, que
comprendía sesenta personas, nombradas por varias élites regionales y
locales, y se les informó de que debían considerarse a sí mismos
«representantes de toda la nación», cuya ayuda se necesitaría para el
establecimiento de una sociedad prusiana libre e igual[46]. La meta, como
había dicho Hardenberg en un memorando de marzo de 1809, era hallar una
forma de extraer los fondos requeridos sin dañar «el vínculo de amor y
confianza entre el gobierno y el pueblo». Al imponer nuevos impuestos, como
así fue, sobre sí mismos, la asamblea quería «ahorrar al monarca el dolor de
exigir un penoso sacrificio, reduciendo la mala opinión entre los ciudadanos
del estado, proporcionar a estos un grado de control sobre los detalles de la
realización, probar su patriotismo y animar el necesario compromiso con el
bien común[47]».
Entre tanto, la asamblea —como tantas asambleas históricas reunidas con
el mismo fin— fue una desilusión. Hardenberg había esperado que los

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miembros de la reunión, dotados de espíritu público, ofrecieran consejos
constructivos sobre cómo llevar a cabo los cambios necesarios y desarrollar
ulteriores innovaciones, antes de hacer la maleta y volver a sus provincias
como propagandistas del gobierno. En cambio, los representantes vocearon
sus objeciones a los planes de Hardenberg, y la asamblea se convirtió en un
foro de opiniones antirreformadoras. Y fue disuelta rápidamente. El mismo
problema persiguió a las «representaciones nacionales provisionales»,
elegidas por las asambleas de gobierno local y convocadas por el canciller en
1812 y 1814. Retrospectivamente, parece improbable que Hardenberg hubiese
podido nunca tener éxito respecto a estas asambleas seudodemocráticas. No
tenía intención, de entrada, de permitirles asumir el poder en un parlamento
con todas las de la ley; su función era consultiva. Debía haber canales de
entendimiento entre el gobierno y la nación. Aquí estaba el sueño de la
Ilustración de una «conversación» razonada entre el estado y la sociedad civil
a escala mayor.
De todos modos, como revelaron la asamblea y las representaciones
provisionales, esta visión agradable no proporcionó mecanismos adecuados
para la conciliación pública de los intereses sociales y económicos opuestos
en un período de fuertes conflictos y crisis. Los experimentos de Hardenberg
con la representación ilustraban un problema en el propio corazón del
proyecto de reforma, en concreto que donde la acción del gobierno era
controvertida, los rituales de participación tendían a centrarse y reforzar a la
oposición más que a crear un consenso. El mismo problema podía observarse
en las ciudades, donde las asambleas creadas por Stein surgían con frecuencia
como opuestas a las medidas de reforma[48].
Entre las que se beneficiaron con los intentos de crear una sociedad de
ciudadanos más libre, igualitaria y políticamente coherente, estaban los judíos
de las tierras prusianas. Pese a una parcial relajación de los controles para los
estratos más privilegiados bajo Federico Guillermo II, los judíos prusianos
seguían sujetos a numerosas restricciones especiales y sus asuntos eran
administrados según una jurisdicción particular. Las primeras señales de una
reforma más general llegaron con la ordenanza de 1808, que permitió a los
«judíos propietarios protegidos» votar y ocupar cargos municipales como
miembros de los consejos de pueblos y ciudades. Fue gracias a estas medidas
liberalizadoras como David Friedlander, discípulo de Mendelssohn, acabó
siendo el primer judío en ocupar un puesto en el ayuntamiento de Berlín. Con
todo, la idea de una emancipación total quedó controvertida en el seno de la
administración[49]. En 1809 la tarea de redactar una propuesta sobre el estatus

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futuro de los judíos le fue confiada a Friedrich von Schroetter. Schoroetter
sugirió un plan gradual, comenzando por una supresión poco sistemática de
las restricciones, procediendo por lentas etapas a la concesión de plenos
derechos de ciudadanía. El borrador circuló por varios departamentos
gubernamentales para que fuese sometido a discusión.
Las respuestas desde la administración fueron variadas. Los
conservadores, que controlaban el ministerio de finanzas, insistían en que la
emancipación debería tener como condición el abandono de toda observancia
ritual y el cese de toda la actividad comercial judía. Mucho más liberal fue la
respuesta de Wilhelm von Humboldt. Este propugnaba la neta separación de
la iglesia y el estado; en un estado organizado secularmente, afirmaba, la
religión del ciudadano individual debía ser un asunto puramente privado, sin
consecuencia alguna para el ejercicio de los derechos ciudadanos. Sin
embargo, incluso Humboldt adoptó el punto de vista de que la emancipación
acabaría produciendo una autodisolución voluntaria del judaísmo. «Ya que se
ven llevados por una necesidad humana innata a una fe más elevada», decía,
los judíos «volverán por su libre voluntad a la [religión] cristiana[50]». Ambos
puntos de vista daban por sentado —en gran medida como lo había hecho
Dohm durante los anteriores veinte años— que la emancipación traería
consigo la «educación» de los judíos fuera de su fe y costumbres en aras de
un orden social y religioso más elevado. La diferencia residía en que
Humboldt imaginaba que este proceso sería una consecuencia voluntaria de la
emancipación, mientras que los funcionarios del ministerio de finanzas lo
veían como un requisito previo impuesto por el estado.
Las propuestas de emancipación podían haberse reducido a polvo en los
archivos hasta después de las guerras napoleónicas si Hardenberg no hubiese
tomado el asunto en sus manos tras su nombramiento como canciller el 6 de
julio de 1810. En principio, Hardenberg era favorable a una emancipación
general, pero existía también una dimensión personal en su recomendación.
Había sido invitado frecuentemente a los salones judíos en los años 1790 y
primeros años 1800 y contaba con muchos judíos entre sus amigos y
asociados. Cuando Hardenberg se endeudó en la época de su primer divorcio,
fue el banquero de la corte de Westfalia, Israel Jacobson —apasionado
abogado de la reforma religiosa judía y de la emancipación— quien lo sacó
del apuro con un préstamo de bajo interés. A David Friedlander, que se había
movido en los mismos círculos que Hardenberg, se le pidió que elaborase un
memorando que expusiese el caso de la emancipación de la comunidad —era
la primera vez que un judío se veía involucrado en consultas oficiales sobre

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asuntos de estado en Prusia—. El resultado de los tanteos y deliberaciones de
Hardenberg fue el Edicto Sobre la Condición Civil de los Judíos en el Estado
Prusiano, del 11 de marzo de 1812, que declaraba que todos los judíos
residentes en Prusia y poseedores de privilegios generales, certificados de
naturalización, cartas de protección o concesiones especiales serían
considerados, de ahora en adelante, «nativos» (Einländer) y «ciudadanos»
(Staatsbürger) del estado de Prusia. El edicto levantaba todas las restricciones
anteriores sobre las actividades comerciales y ocupacionales de los judíos,
acababa con las tasas e impuestos especiales, y establecía que los judíos
serían libres de residir donde deseasen y casarse con quien eligieran (aunque
los matrimonios mixtos entre judíos y cristianos siguieron siendo
inadmisibles).
Todas estas normas supusieron, sin duda, una importante mejora, y fueron
celebradas debidamente por un periódico judío ilustrado de Berlín como la
inauguración de una «nueva y feliz era[51]». Los ancianos judíos de Berlín
agradecieron a Hardenberg su buen trabajo, expresando su «más profunda
gratitud» por su «inconmensurable acto de caridad[52]». De todos modos, la
emancipación hecha posible por el edicto tenía limitaciones en varios
aspectos fundamentales. El más importante era que posponía la sentencia
sobre la cuestión de si los cargos del servicio estatal serían asequibles a los
solicitantes judíos. Esta medida se había quedado corta básicamente en la
emancipación francesa de 1791, que había encajado los títulos judíos en la
aprobación universal de la ciudadanía y de los derechos políticos. En cambio,
el lenguaje del edicto prusiano, que avisaba sobre el hecho de que «la
continuación de sus títulos asignados de habitantes y ciudadanos del estado»
dependería del cumplimiento de ciertas obligaciones previas, dejando claro
que el edicto vertía sobre la concesión de estatus más que sobre el
reconocimiento de derechos[53]. A este respecto, era un eco de la
ambivalencia del famoso folleto de Dohm sobre el «progreso civil» de los
judíos. La mayoría de los reformadores compartían el punto de vista de Dohm
según el cual pasaría tiempo antes de que los efectos negativos de la
discriminación desapareciesen y de que los judíos estuviesen preparados para
ocupar su lugar como participantes igualitarios en la vida pública de la
nación. Como dijo un funcionario prusiano: «la represión ha hecho falsos a
los judíos» y la «repentina concesión de libertad» no sería suficiente para
«reconstituir de una vez en ellos su nobleza humana natural[54]». Así, el
edicto hizo desaparecer gran parte de las leyes discriminatorias anteriores sin

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completar la labor de emancipación política, que se consideró un proceso que
tardaría una generación aproximadamente en ser llevado a cabo.

Palabras

A lo largo del siglo XIX, un aura mítica rodeó la era de la reforma prusiana
situando a Stein, Hardenberg, Scharnhorst y a sus colegas como los autores de
una transcendental revolución desde arriba. Pero si observamos más de cerca
lo que se realizó realmente, los logros de los reformadores parecen más bien
modestos. Restemos el propagandístico sonido y furia de los edictos y
estaremos observando simplemente un enérgico episodio de longue durée
[larga duración] de un cambio administrativo prusiano entre los años 1790 y
1840[55].
Las reformas no estaban dirigidas hacia un único objetivo acordado, y
muchas de las más importantes propuestas fueron modificadas, suspendidas o
bloqueadas en general por una fuerte controversia de los propios
reformadores[56]. Tomemos, por ejemplo, el plan para abolir los poderes
patrimoniales en las haciendas señoriales. Stein y sus ministros estaban
dispuestos, ya desde un principio, a acabar con estas jurisdicciones, sobre la
base de que «desentonaban con las condiciones culturales de la nación» y esto
minó el apego popular al «estado en el que vivimos[57]». Por el contrario,
Hardenberg y su socio Altenstein opinaban que el gobierno debía tomar en
consideración los intereses de los latifundistas. Y así el tema siguió siendo
controvertido, perdiendo gran parte de su urgencia después de que Napoleón
hubiese forzado la dimisión de Stein en 1808. La decidida oposición de la
nobleza, especialmente en Prusia Oriental, donde las identidades colectivas
seguían siendo poderosas, contribuyó a ralentizar el proceso ulteriormente,
como lo hizo también el malestar campesino, un serio recordatorio de la
necesidad de unos órganos judiciales flexibles y con autoridad respecto a la
tierra[58]. Luego se produjo la crisis fiscal de 1810; la desesperada falta de
dinero líquido fue, aun así, una nueva razón para evitar una costosa «revisión
total» de la justicia rural —ejemplo de cómo los males de la guerra y de la
ocupación podían interrumpir y al tiempo motivar la labor de reforma[59]—.
Tales factores combinados fueron suficientes para llevar a cabo la supresión
de los tribunales patrimoniales de la agenda gubernamental.
La misma suerte le tocó al Edicto de la Gendarmería del 30 de julio de
1812, que preveía la imposición de un sistema burocrático de gobierno rural

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según el modelo francés y la creación de una policía estatal paramilitar en las
zonas rurales. El plan había sido esbozado por primera vez durante el período
en que Stein ocupó su cargo. Urgido a actuar por el director del Departamento
General de Policía de Berlín, Hardenberg confió el borrador de la ley a su
antiguo protegido de Franconia, Christian Friedrich Scharnweber. Este
incluyó la formación de una nueva fuerza policial estatal dentro de una
transformación general de la administración prusiana. De acuerdo con los
términos del edicto, toda la superficie prusiana (si exceptuamos las siete
ciudades más grandes) sería dividida en distritos (Kreise) de tamaño
adecuado, con una administración uniforme que incorporaría un elemento de
representación local[60]. El Edicto de Gendarmería fue una de las más
intransigentes declaraciones reformistas de la era Hardenberg; si hubiera
tenido éxito, habría acabado con gran parte de la estructura amazacotada,
celular y del antiguo régimen que existía en la gobernanza rural del reino.
De hecho, sin embargo, el edicto fue objeto de una tempestad de protestas
y desobediencia civil generalizada por parte de la nobleza rural
(especialmente en Prusia Oriental) y por parte de los miembros conservadores
de la administración. El encuentro de Berlín, de 1812, de representantes
nacionales provisionales, dominado por la nobleza consideró el Edicto de
Gendarmería como un nuevo intento de arrebatar a la nobleza terrateniente
sus derechos tradicionales y aprobó una moción que rechazaba cualquier
suspensión de las jurisdicciones patrimoniales —ejemplo clásico de cómo la
participación y las reformas no siempre eran compatibles[61]—. Dos años más
tarde, tras nuevos argumentos desde la administración, el Edicto de
Gendarmería fue suspendido. Otros intentos de subordinar toda forma de
gobierno local rural a la autoridad estatal central, en los últimos años de la
administración Hardenberg, se derrumbaron, con el resultado de que, hasta los
primeros años de la República de Weimar, los planes prusianos de una
administración rural fueron de los más anticuados de Alemania[62].
El temor a una reacción de la nobleza también desanimó a los reformistas
en su intento de llevar a cabo una revisión más radical del sistema impositivo.
Hardenberg había prometido igualar el impuesto de la tierra y suprimir las
numerosas exenciones que todavía beneficiaban a la nobleza rural. Este había
hablado, asimismo, de introducir un impuesto permanente sobre los ingresos.
Pero se renunció a estos planes ante las protestas corporativas de los nobles.
En cambio, a los prusianos se les cargó con toda una colección de impuestos
al consumo que recayó con más peso sobre los estratos más pobres. El
gobierno volvió sobre la cuestión de la reforma impositiva de la tierra en

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1817, y de nuevo en 1820, pero las prometidas reformas nunca se
materializaron[63].
Quizá la mayor frustración fuese el fracaso de los reformadores en su
intento de establecer un órgano de representación para el reino de toda Prusia.
El Edicto Financiero de Hardenberg de 27 de octubre de 1810 anunciaba que
el rey pretendía establecer «una representación constituida adecuadamente
tanto en las provincias como en todo [el reino], cuyos consejos utilizaremos
con gusto[64]». Presionado por sus ministros, el rey renovó esta promesa en la
Ordenanza Relativa a la Futura Representación del Pueblo, publicada el 22 de
mayo de 1815. La ordenanza reiteraba que el gobierno deseaba establecer
«haciendas provinciales» (Prouinzialstände) y formar con ellas una
«Representación Territorial» (Landes-Representation), cuya sede estaría en
Berlín. Sin embargo, no habría ningún parlamento nacional en el futuro. En
cambio, los prusianos tenían que arreglárselas con las dietas provinciales
creadas tras la muerte de Hardenberg, de acuerdo con la Ley General
publicada el 5 de junio de 1823. Estas no eran los robustos cuerpos
representativos modernos que el más radical de los reformadores habría
deseado. Eran elegidos y organizados según mecanismos corporativos y sus
áreas de competencia quedaban definidas muy estrictamente.
Una forma de observar la especificidad de los progresos prusianos con un
mayor relieve es situarlos en el más amplio contexto de la actividad
reformadora de los estados alemanes durante el período napoleónico. Baden,
Württemberg y Baviera, todos ellos, pasaron a través de reformas burocráticas
intensificadas en estos años, pero el resultado fue una medida notablemente
mayor de reformas constitucionales: a los tres estados se les otorgaron
constituciones, elecciones territoriales y parlamentos cuyo asentimiento se
requería para que se aprobasen las leyes. Vistas en este contexto, las dietas
provinciales neocorporativas creadas en Prusia a partir de 1823 parecían
claramente poco impresionantes. Por otro lado, los prusianos eran bastante
más radicales y sólidos en su modernización de la economía. Mientras que los
reformadores en Múnich y en Stuttgart permanecieron aferrados a los
mecanismos proteccionistas del mercantilismo del Antiguo Régimen, los
prusianos buscaban una desregulación —del comercio, de las manufacturas,
del mercado de trabajo, del comercio interior— testimonio elocuente de los
efectos culturales y geoeconómicos de la relativa proximidad de Prusia de los
mercados de la Gran Bretaña industrial. Baden, Württemberg y Baviera
lanzaron reformas con metas comparables solo en 1862, 1862 y 1868
respectivamente. El ímpetu de la reforma económica prusiana prosiguió largo

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tiempo después de 1815, hasta la gran unión aduanera de la época posbélica.
Así, Prusia surge de la era napoleónica con un sistema constitucional menos
«moderno» que los tres estados sureños, pero con una economía política más
«moderna[65]».
Cómo juzguemos los logros de los reformadores depende de si
enfatizamos lo que se realizó, o bien, en cambio, nos centramos en el legado
todavía incontrolable del pasado. Se puede destacar las formas en que los
hacendados se beneficiaron de los arreglos compensatorios impuestos por las
varias revisiones de Hardenberg al Edicto de Emancipación de Stein. De
manera alternativa, podemos señalar el tamaño y la prosperidad de la clase de
campesinos de pequeños y medios propietarios que surgió de la partición de
las grandes haciendas[66]. La pedagogía liberal humboldtiana de las escuelas
primarias prusianas se vio suavizada desde 1819, aunque el sistema escolar
prusiano era admirado internacionalmente por la humanidad de sus
características y la calidad de sus resultados. La Friedrich-Wilhelms-
Universitát, con su poderoso compromiso institucional con la libertad de
investigación, se convirtió en un modelo admirado en toda Europa y
ampliamente emulado en los Estados Unidos, donde las prescripciones de
Humboldt contribuyeron a establecer la idea de una academia moderna[67]. Es
perfectamente legitimo subrayar los límites de lo que estaba en oferta en el
Edicto de Emancipación de los Judíos de 1812, pero es importante, asimismo,
tener en cuenta su lugar central en la historia de la emancipación judía en la
Alemania del siglo XIX[68]. Podríamos lamentar el fracaso de los reformadores
para acabar con las jurisdicciones patrimoniales en el medio rural, o bien
podemos fijarnos en las fuerzas sociales que transformaron las cortes
patrimoniales en instrumentos legales del estado en el decenio que siguió a
1815[69].
Por otro lado, además, los reformadores avalaron y reforzaron una
situación favorable al cambio que sería irreversible desde 1815. El Consejo de
Estado (Staatsrat) creado en 1817 puede que no haya dispuesto de todo el
poder que tiempo atrás Stein había previsto para aquel, pero vino a jugar un
importante papel en la formulación de leyes. La ministerialización del
gobierno resultante tendió, en la práctica si no en teoría, a limitar la
independencia del monarca y a reforzar el poder de la burocracia
ministerial[70]. A partir de 1815 los ministros serán figuras mucho más
perentorias de lo que habían sido en los años 1780 y 1790. Las dietas
provinciales, pese a sus limitaciones, acabarán siendo una importante
plataforma de oposición política.

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Ningún edicto ilustra mejor el impacto a largo plazo de las reformas que
la Ley de Endeudamiento del Estado del 17 de enero de 1820, uno de los
últimos y más importantes logros legislativos de Hardenberg. El texto de la
ley comenzaba declarando que la deuda estatal general de Prusia (de algo más
de 180 millones de táleros) debía ser considerada «[una cuenta] cerrada para
siempre» y seguía anunciando que si el estado, en un futuro, se veía obligado
a emitir un nuevo empréstito, esto ocurriría solamente si se daba «una
implicación y una cogarantía de la futura asamblea nacional». Por medio de
esta ley, Hardenberg colocaba una bomba de tiempo en la estructura del
estado prusiano. Y transcurriría tranquilamente hasta 1847, cuando las
imprevistas exigencias de comienzos de la era del ferrocarril forzarán al
gobierno a convocar una Dieta Unida en Berlín, abriendo la puerta a la
revolución.
Las reformas fueron, sobre todo, actos de comunicación. El tono
propagandístico y exaltado de los edictos era algo nuevo; el Edicto de
Octubre en particular era una pieza notable de retórica plebiscitaria. Los
gobiernos prusianos nunca habían hablado antes al público de esta manera. El
personaje más innovador en este campo fue Hardenberg, que adoptó una
actitud pragmática pero respetuosa hacia la opinión pública como un factor
del éxito de las iniciativas del gobierno. Durante su ministerio en Ansbach y
Bayreuth hizo todo lo posible para hacer frente a las necesidades de seguridad
sin minar «la libertad para pensar y expresar la propia opinión públicamente».
Su famoso Memorando de Riga de 1807 acentuó el valor de unas relaciones
de cooperación, más que de antagonismo, entre el estado y la opinión pública,
y afirmó que los gobiernos no deberían temer el «ganarse la opinión pública»
por medio de la utilización de «buenos escritores». Fue el canciller
Hardenberg, en 1810-1811, el pionero en la publicación regular y anotada de
nuevas leyes, afirmando que alejarse de las prácticas secretas de los anteriores
gobiernos reforzaría la confianza en la administración. Especialmente
novedosa era la contratación de escritores y redactores autónomos como
propagandistas al servicio del estado[71].
Una iniciativa poco conocida pero muy significativa en la que se implicó
Hardenberg fue la reforma del viejo estilo de la cancillería en las
comunicaciones oficiales. Este asunto salió a la luz por primera vez en marzo
de 1800, cuando se propuso que el demasiado largo comienzo del nomine
regis con las palabras «Nos, Federico Guillermo III» y la lista de todos los
títulos del rey en orden de importancia descendiente, se omitiera en los
encabezamientos de los documentos gubernamentales. Cuando el asunto se

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discutió en el ministerio de estado el 7 de abril de 1800, prácticamente todos
los ministros se opusieron, argumentando que la supresión de todos los títulos
disminuiría la autoridad de las declaraciones derivadas del gobierno. Pero, al
día siguiente, Hardenberg sometió un juicio separado en el que expresaba su
apoyo de una reforma mucho más radical del lenguaje en las comunicaciones
públicas y oficiales. El estilo de la cancillería que se utilizaba corrientemente,
escribió, era el de una «época pasada»; pero, mientras la época había
cambiado, «[el estilo] había permanecido». Por lo que no había razón alguna
para que la autoridad del estado mantuviese el «estilo de escritura bárbaro
propio de una época sin educación». Poco quedó de esta vigorosa
intervención en 1800, pero diez años más tarde, el nomine regis fue abolido
por la ley del 27 de octubre de 1810, que llevaba las firmas de Hardenberg y
del rey[72].
Esta innovación aparentemente sin importancia nos lleva al meollo de lo
que fue el proyecto de reforma de Hardenberg. Lo que le preocupaba ante
todo —y lo mismo puede decirse de muchos antiguos reformadores— era la
transparencia y la comunicación. En este sentido Hardenberg no era liberal,
sino un hombre de la Ilustración. No reconocía la opinión pública como
fuerza autónoma cuyo papel era vigilar u oponerse al estado. Ni tenía
(tampoco Stein, en este asunto) intención alguna de consolidar la «esfera
pública liberal» como un ámbito de discurso crítico[73]. Quería que esta
oposición fuese innecesaria e impensable abriendo los canales de la
comprensión, aceptando al público instruido en una conversación armoniosa
sobre el bien general. Esta era la lógica detrás de la Asamblea de Notables y
de las representaciones nacionales provisionales, el lenguaje exaltado,
cautivador de los decretos y de las infinitas publicaciones del gobierno. Todo
esto explica, asimismo, su voluntad de emplear la censura cuando lo
consideró necesario[74].
Lo que Hardenberg pasaba por alto era que las palabras tienen vida
propia. Cuando él decía «representación», en su cabeza pensaba en
complacientes y virtuosos cuerpos de notables que transportaban sus
informaciones e ideas entre las provincias y las metrópolis, pero otros
pensaban, en cambio, que se hablaba de intereses corporativos, o de los
parlamentos y de la monarquía constitucional. Cuando él decía
«participación», quería decir cooptación y consulta, pero para otros
significaba codeterminación y el poder de controlar al gobierno. Cuando decía
«nación», quería decir el pueblo políticamente consciente de Prusia, pero
otros estaban pensando en una nación alemana más grande, cuyos intereses y

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suerte no eran necesariamente idénticos a los de Prusia. Esta es una de las
razones por las que la época de las reformas parece a la vez tan rica en
promesas y tan pobre en logros. Hay un paralelismo con otra criticada figura
histórica, Mijaíl Gorbachov, que era un hombre de reformas y transparencia
(glásnost) no de transformaciones revolucionarias. Su meta, y la de
Hardenberg, era adaptar el sistema estatal a las necesidades del presente. Pero
sería mezquino negar a estos hombres su parte en los cambios que tenían ante
sí.

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11
TIEMPOS DE HIERRO

Falso amanecer

En la primavera de 1809 parecía que, por fin, las tornas estaban cambiando
contra Napoleón. Las noticias de que bandas de guerrilleros estaban acosando
a los ejércitos franceses en la península Ibérica provocaron gran excitación en
toda Prusia. En la segunda semana de abril llegaron noticias de que el
emperador Francisco I de Austria, empujado a la acción por la instalación de
José Bonaparte en el trono de los Borbones de España, había ido a la guerra
contra Napoleón. El primer ministro del emperador, el conde Stadion,
esperaba hacerse con el entusiasmo popular alemán, y la campaña de
propaganda austríaca se dirigía precisamente a exhortar a los alemanes de
todos los estados a levantarse contra los franceses. El 11 de abril, un
levantamiento general en el Tirol, bajo el liderazgo de un comerciante de
vino, Andreas Hofer, consiguió expulsar a los bávaros, aliados de los
franceses, que les habían donado el Tirol exaustriaco solo cuatro años antes.
Para muchos prusianos parecía llegado el momento para Prusia, también,
de levantarse contra el invasor. «El sentimiento general», informaba desde
Berlín el presidente provincial Johann August Sack, «es que ahora o nunca es
el momento en que es posible la salvación de la dependencia y del
sometimiento[1]». Una vez más, el rey se vio ante opciones imposibles. Viena
presionaba para obtener la ayuda prusiana, instando a que ambos estados
coordinasen sus planes militares y atacasen juntos a Francia. Entre tanto, los
franceses recordaron a Federico Guillermo que, según los términos del tratado
franco-prusiano del 8 de septiembre de 1808, Prusia estaba obligada a apoyar

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a Francia con un contingente auxiliar de 12 000 hombres. Los rusos no se
comprometían: no parecían entusiastas con la campaña austríaca y no
deseaban dar seguridades. Enseguida, el rey gravitó hacia su postura de
incomparecencia: incluso antes de que estallasen las hostilidades, llegó a la
conclusión de que era mejor para Prusia «quedarse con los brazos cruzados en
un primer momento[2]».
Como en 1805-1806, el dilema en política exterior al que se enfrentaba el
estado polarizó la actitud de las personalidades más influyentes en torno al
monarca. Unos afirmaban que sería suicida para Prusia tomar cualquier
iniciativa contra Francia sin apoyo ruso. Otros, incluyendo a los principales
reformadores militares, el ministro de Asuntos Exteriores August Friedrich
Ferdinand von Goltz y el ministro de Justicia Karl Friedrich Beyme,
presionaron para llegar a una alianza con Austria[3]. Pero el rey se inclinaba
testarudamente por una política de inacción. Su estrategia era evitar todo
movimiento que pudiese provocar la completa extinción de su estado. La
reputación y el honor eran lujos que no se podía permitir, la supervivencia lo
era todo. «Una existencia política de algún tipo, por muy exigua que sea, es
mejor que nada, y así, pues […], al menos hay alguna esperanza de futuro,
pero nada quedaría si Prusia desaparece del todo de la comunidad de estados,
que será el caso probablemente si mostramos nuestras cartas antes de
tiempo[4]».
Retrospectivamente, la de Federico Guillermo parece la dirección más
sensata. Los opuestos a la guerra tenían razón, sin duda, cuando observaban
que era esencial un pleno apoyo ruso para cualquier estrategia exitosa contra
Napoleón. Parecía poco probable que Prusia y Austria, si hubiesen unido sus
fuerzas en la primavera de 1809, pudieran haber vencido a Napoleón. Sin
embargo, para muchos contemporáneos, la cauta postura de espera de la corte
de Königsberg resultaba innoble y culpable. En la corte circulaban rumores de
que existía un plan en marcha para deponer a Federico Guillermo y sustituirlo
con su hermano pequeño, Guillermo, supuestamente más enérgico. Informes
de la policía y otros oficiales hablaban de una frustración y una agitación muy
extendida en el cuerpo de oficiales. Una descabellada insurrección de
oficiales de Pomerania fue desbaratada en sus comienzos en abril; en la
frontera occidental del Altmark, el exteniente prusiano von Katte
(posiblemente un lejano pariente del compañero de Federico el Grande)
encabezó una banda armada que penetró en el vecino reino de Westfalia, se
hizo con el control de la ciudad exprusiana de Stendal y confiscó los cofres
del dinero[5]. Parecía que la mayoría de los oficiales prusianos eran favorables

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a una guerra del lado de Austria. El 18 de abril, Friedrich Ludwig von Vincke,
presidente del gobierno regional de Kurmark, informó desde Berlín sobre esta
opinión existente en el ejército que era muy crítica con la política del
gobierno real y que si el rey no tomaba la iniciativa, todos los oficiales
jóvenes estaban dispuestos a marcharse «y habría sido bastante difícil
mantener el orden». Vincke terminaba avisando de que si el rey no iba
inmediatamente a Berlín, el resultado sería una disolución general, «y si [la
disolución] provenía del ejército, ¿quién podría resistirla?». El teniente
general Tauentzien, persona estrechamente ligada a Scharnhorst, declaró que
no podría garantizar la lealtad de sus tropas si Prusia iba a permanecer
neutral, y el primo del rey, el príncipe Augusto, puso sobre aviso a Federico
Guillermo respecto a que la «nación» actuaría sin él si era necesario[6].
Hubo nueva inquietud a finales de abril cuando se supo que un oficial
prusiano había sacado a su regimiento de Berlín con la intención de encabezar
una insurrección patriótica contra los franceses. El comandante Ferdinand von
Schill era famoso como veterano de la guerra de guerrillas contra los
franceses[7]. En 1806 había mandado un cuerpo de voluntarios y había llevado
a cabo incursiones contra las líneas de abastecimiento francesas en la zona en
torno a la fortaleza de Kolberg. Tuvo tanto éxito como incursor que en enero
de 1807 fue ascendido a capitán por Federico Guillermo III, y se le confió la
formación de un cuerpo franco. Como tal, Schill organizó varias acciones
exitosas contra las fuerzas francesas durante la primavera y comienzos del
verano de 1807. Tras la Paz de Tilsit el 9 de julio, el Cuerpo Franco de Schill
fue disuelto. El propio Schill fue ascendido a comandante y se le concedió la
medalla «Pour le Mérite», la más importante condecoración prusiana al valor.
Se convirtió pronto en una figura celebrada. En el verano de 1808 el
semanario patriótico de Königsberg Der Volksfreund publicó un texto
biográfico subrayando sus hazañas y considerándolo el patriota prusiano
ideal. Un retrato del héroe, publicado en un suplemento del Volksfreund lo
pintaba como de pelo oscuro, libertino, de mostacho negro y caído y con un
chacó de húsar inclinado con desenvoltura hacia un lado.
En el otoño de 1808 el regimiento de Schill fue la primera unidad del
ejército prusiano que entró en Berlín tras la derrota de 1806. «El júbilo»,
recordaba más adelante su ayudante, «fue indescriptible. Coronas de laurel y
ramos de flores llovían sobre nosotros; de cada ventana, mujeres y muchachas
graciosamente ataviadas nos daban la bienvenida. En cuanto veían a Schill, un
gentío jubiloso lo rodeaba[8]». Quizá la excitación acabó subiéndosele a la
cabeza. Schill comenzó a creer que Alemania estaba madura para una

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insurrección masiva contra los franceses, y que él era el hombre que la
encabezaría. El engaño se vio alimentado por sus contactos con las varias
redes clandestinas de patriotas que habían ido surgiendo en toda Prusia —la
Liga de la Virtud, basada en Königsberg, en la que el 80 por ciento de sus
miembros eran militares de todos los grados, y la Sociedad de la Patria,
basada en Pomerania—, cuyos agentes lo presionaban para que aceptase la
dirección del movimiento patriótico. En enero y febrero de 1809 hubo incluso
mensajes secretos de círculos patrióticos del reino de Westfalia que le
suplicaban que tomase el mando de una insurrección en Alemania occidental.
La red clandestina de los patriotas alemanes puede haber sido exigua
numéricamente, pero era entusiasta, bien conectada y emocionalmente
intensa. Una vez en ella, era fácil perder el contacto con la realidad, y creer
que el pueblo estaba contigo, que la victoria estaba asegurada y que la
liberación era inminente. En abril de 1809, Schill aceptó encabezar los planes
insurreccionales de Westfalia. Se redactó una proclama que fue enviada a
Westfalia, en la que se animaba a todos los patriotas a levantarse contra la
ocupación, pero fue interceptada por los franceses. El 27 de abril Schill supo
que su detención era inminente y decidió, sin consultar a sus superiores, sacar
a sus hombres de Berlín al día siguiente y lanzar una campaña insurreccional.

31. El mayor Von Schill, anónimo.

Las noticias sobre su partida causaron una inmensa sensación. En un


informe del 1 de mayo al ministro del interior, conde Dohna, el presidente

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provincial de Brandemburgo, Johann August Sack, observaba que la agitación
en la capital apenas podía describirse; en la ciudad no se hablaba de otra cosa
excepto de Schill; y la declaración de guerra contra Napoleón parecía
inminente. Con el fin de evitar la impresión de que el rey ya no tenía el
control del país, las autoridades de la ciudad decidieron, de momento,
fomentar la idea de que Schill estaba actuando con el asentimiento oficial[9].
El 7 de mayo, se presentó al rey en Königsberg un informe del presidente de
la Policía de Berlín, Justus Gruner, avisándole de que podía recuperar su
autoridad en el reino solo entrando inmediatamente en una alianza con
Austria o viniendo a Berlín y responsabilizándose personalmente de una
política de paz al lado de Francia.

Pues el ejército vacila —¿y qué valor tiene la autoridad de la administración entonces?— […].
Todo el incansable celo de los individuos (en nombre del rey) quedará sumergido en un mar de
agitadas e infatigables pasiones, a menos que el propio venerable piloto coja el timón para
calmar a las masas. El trono de los Hohenzollern está en juego[10].

Gruner exageraba. La aventura de Schill acabó en un miserable fracaso.


El 31 de mayo de 1809, fue acuchillado por un danés y muerto de un tiro por
un holandés, que luchaban, ambos, junto a Francia, en la ciudad de Stralsund.
El holandés, según un relato, le cortó la cabeza, la conservó en «espíritu de
vino» y la expuso en la biblioteca pública de Leyden, donde permaneció hasta
1837, cuando fue enterrada en Brunswick. Veintiocho oficiales y soldados
que sobrevivieron fueron fusilados más tarde por un piquete de ejecución por
orden de Napoleón por su papel en el levantamiento[11]. Aunque había
muchos oficiales prusianos que simpatizaban con Schill y las redes
patrióticas, eran pocos los que querían romper el juramento de obediencia al
rey. La gran mayoría de simples súbditos de Prusia —y del resto de Alemania
— se contentaron con ser observadores pasivos de las hazañas de los
patriotas. La experiencia de Schill, como la fallida y casi simultánea revuelta
del coronel Ferdinand Wilhelm Caspar Freiherr von Dornberg contra el rey
Jerónimo de Westfalia, reveló que el entusiasmo patriótico de las masas
alemanas, tal como era, no iba a convertirse en acción política.
Con todo, este momento de pánico de las autoridades prusianas es, no
obstante, revelador. Demostraba lo mucho que habían cambiado las relaciones
entre la monarquía y su público desde el reinado de Federico el Grande. Lo
que resultaba notable de los informes deTauentzien, Gruner, Sack y Vincke
era su lógica plebiscitaria. Por primera vez en la historia de la dinastía, vemos
a altos funcionarios y a oficiales de alta graduación prusianos invocando la
opinión pública con el fin de forzar la mano del monarca. Flemático como

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nunca lo había sido, Federico Guillermo mantuvo la cabeza fría, insistiendo
en que las cosas no se presentaban tan mal como los alarmistas creían. «No
temo disturbios ilegales por parte de mi pueblo», le dijo al ministro de
Asuntos Exteriores Von der Goltz el 9 de mayo, añadiendo, ilógicamente, que
no tenía intención de ir a Berlín, donde «explosiones anárquicas» podían
distraerle de dedicar su tiempo y energías a cuestiones más importantes[12].
Pero el propio Federico Guillermo parece, en ciertos momentos, haber
interiorizado los argumentos de sus funcionarios. En una extraordinaria nota,
sin fecha, escrita a mano, redactada en algún momento durante la crisis de
1809, reflexiona sobre la posibilidad de una abdicación forzada, observando,
taciturno, que si llegara a ser depuesto a favor de otro individuo «más
favorecido por la opinión», entonces no protestaría, y cedería las riendas del
gobierno a aquel a quien la nación considerase más merecedor[13]». Esto se
debía en parte a un enfado, pero también implica un fugaz sentido de cómo
los trastornos del período revolucionario iban transformando la propia
comprensión de la monarquía tradicional.

Patriotas y libertadores

Lo que estuvo en juego en la crisis de 1809 no era simplemente la cuestión de


si había que atacar a los franceses, y cuándo, sino además, en última instancia,
la naturaleza de la guerra que Prusia combatiría contra Napoleón. Federico
Guillermo y las personalidades más conservadoras de los mandos del ejército
continuaban pensando en los términos de una Kabinettskrieg [guerra de
gabinete] tradicional, en la que las armas principales fuesen la diplomacia
dinástica y un ejército regular bien preparado. En cambio, los reformadores
pensaban en un nuevo tipo de guerra insurreccional que incluyese grandes
masas armadas de ciudadanos-soldados inflamados de amor por su patria.
«¿Por qué deberíamos sentirnos inferiores a los españoles y a los tiroleses?»,
preguntó a Federico Guillermo, en octubre de 1809, el general Gebhardt
Leberecht von Blücher, cuando lo presionaba para que afrontase el riesgo de
una guerra del lado de Austria. «Estamos mejor equipados que ellos[14]».
El asunto perdió algo de su urgencia una vez que la crisis bélica hubo
pasado, pero volvió a aparecer en 1811, cuando parecía que habría una guerra
de envergadura entre Francia y Rusia. En un memorando sometido al rey el 8
de agosto de 1811, Gneisenau elaboró un detallado plan para una guerra
partisana popular, como los españoles, que se habría desencadenado contra el

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ejército francés detrás del frente. Este levantamiento de masas (Aufstand in
Masse) habría acosado a las unidades francesas, roto las líneas de suministro
y destruido los recursos que, en caso contrario, habrían caído en manos
enemigas. Gneisenau había observado la debacle de quien, tiempo atrás, había
sido subordinado suyo, Schill, y era consciente de que los prusianos corrientes
podrían necesitar cierto estímulo adicional antes de tener que arriesgar su vida
y sus extremidades contra los franceses. Para asegurarse de que no iba a faltar
el necesario compromiso patriótico, Gneisenau sugirió que el estado debería
emplear a los curas para movilizar a las comunidades locales[15]. Stein (ahora
exiliado en Praga) y Clausewitz llegaron a propuestas similares, aunque estos
pusieron más énfasis en la necesidad de un mando claro del ejecutivo
monárquico.
El concepto de una guerra insurreccional contra los franceses nunca gozó
de amplios apoyos en el cuerpo de oficiales. Solo una minoría de oficiales se
sentía inclinada a un concepto de la guerra que arriesgaba emplear fuerzas
fuera del control del ejército regular. Pero más allá del propio ejército, en los
círculos instruidos de la intelligentsia patriótica prusiana, había muchos que
encontraban la idea estimulante. En un poema, escrito en 1809 e inspirado por
la campaña austríaca contra Napoleón, el un tiempo guardia Heinrich von
Kleist imaginó a alemanes de todos los rincones del antiguo Reich
levantándose contra los franceses, y evocó, con un lenguaje de notable
inflexibilidad, la brutalidad de una guerra sin concesiones:

¡Blanqueado con sus huesos esparcidos


cada agujero, cada colina;
de lo que se dejó a los zorros y a los cuervos
el hambriento pez se hartará de comer;
bloqueará el Rin con sus cadáveres;
hasta que, atascado por tanta carne,
sobrepasa las orillas y corre hacia el oeste
para trazar nuestra frontera de nuevo[16]!

Quizá la expresión más rara de la idea insurreccional fuese la


Tumbewegung, o movimiento gimnástico, fundado por Ludwig Friedrich Jahn
en 1812 en el parque de Hasenheide, en lo que es hoy un barrio periférico de
Berlín, Neukölln. La intención del movimiento era adiestrar a jóvenes para
una próxima guerra contra los franceses. El objetivo no era preparar
paramilitares, sino desarrollar formas específicamente civiles de habilidad y
compromiso patriótico como preparación para una lucha en la que el pueblo
en su conjunto pudiera medirse con el enemigo. Los gimnastas no eran
«soldados», término que Jahn despreciaba por su asociación con lo

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mercenario (Sold es la palabra alemana para salario), sino ciudadanos
combatientes cuya participación en la lucha era totalmente voluntaria, pues
estaba motivada por el amor a la patria. Los gimnastas «no marchaban»,
señalaba Jahn en El arte de la gimnasia alemana, el catecismo oficial de los
primeros tiempos del movimiento, pues marchar significaba matar la voluntad
autónoma y se suponía que degradaba al individuo hasta convertirlo en un
mero instrumento de una autoridad más alta. En cambio, ellos «caminaban»,
agitando las piernas en un movimiento fluido, natural, como correspondía a
hombres libres. El arte del gimnasta, escribía Jahn, «es un lugar permanente
[eine bleibende Statte] para la construcción de nuevas virtudes de sociabilidad
[…], de un sentido de la decencia y legalidad y [de un sentimiento de] alegre
obediencia sin perjuicio de la libertad de movimientos y de elevada
independencia[17]».
Con el fin de facilitar esta libertad de movimiento, Jahn creó una ropa
especial, cuya amplia chaqueta y holgados pantalones de lino gris descolorido
estaban diseñados para acomodar y estimular las formas libres de los
movimientos corporales tan apreciados por los gimnastas. De nuevo, aquí, se
daba una dimensión antimilitarista. «La ropa ligera y austera, sin pretensiones
y totalmente funcional de los gimnastas», escribía Jahn, «no es apta para […]
llevar galones, cordones, brazaletes, espadas de gala, guantes, en los que
dirigen una procesión, etc. El espíritu sincero del combatiente
(Wehrmannsemst) se transforma, así, en juegos de ocio[18]». Paralelamente a
esta hostilidad al orden jerárquico de los militares tradicionales se daba un
igualitarismo implícito. A los seguidores de Jahn se los animaba a dirigirse
unos a otros llamándose de «du» [tú], y esta costumbre diferenciadora
contribuyó a derribar barreras de clase, al suprimir los signos exteriores de la
diferenciación social[19]. A los gimnastas se los conocía incluso por cantar
canciones que proclamaban que todos los miembros eran «iguales en estado y
rango» (An Rang und Stand sind alie gleich)[20]. Las exhibiciones de Jahn al
aire libre, en las que los jóvenes se balanceaban, daban vueltas y se retorcían
sobre barras elevadas que fueron el prototipo del equipo gimnástico actual,
atraían un gran gentío. Era una clara demostración de cómo el patriotismo
podía proporcionar la llave para una reconceptualización de la cultura política
basada en lealtades voluntarias en vez de en estructuras de autoridad
jerárquicas.
Fue precisamente el potencial subversivo de los discursos patrióticos lo
que alejó al monarca de las prescripciones más radicales de los reformadores
militares. El 28 de diciembre de 1809 Federico Guillermo, finalmente, volvía

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a Berlín, donde fue recibido jubilosamente por la multitud, en toda la ciudad.
Sin embargo, siguió oponiéndose a los experimentos patrióticos de cualquier
tipo. Ahora que había vuelto a la capital, estaría más que nunca bajo completa
vigilancia de las autoridades francesas —y Napoleón había pedido que
abandonase Königsberg precisamente por esta razón—. Además, desde 1809,
la situación de los franceses parecía totalmente inexpugnable. En 1810, casi
todos los territorios alemanes dejados fuera tras la disolución del Sacro
Imperio Romano se habían unido en una Confederación Renana, asociación
de estados cuyos miembros estaban obligados a proporcionar contingentes
militares en apoyo de la política exterior de Napoleón. Ante la existencia de
esta potencia la resistencia parecía imposible.
Las reticencias de Federico Guillermo a arriesgarse a una acción militar
precipitada se vieron reforzadas ulteriormente por una tragedia personal.
El 19 de julio de 1810, la inesperada muerte de su esposa Luise, a la edad de
solo treinta y cuatro años, lo hundió en una prolongada depresión en la que su
único consuelo fue encerrarse y rezar. No tenía fe en la idea de una guerra
insurreccional; a los reformadores se les permitió seguir adelante con varias
mejoras en la administración y en la preparación militar, pero Federico
Guillermo bloqueará sus intentos de movilizar a un «ejército popular»
(Volksarmee) a través de la aprobación del reclutamiento universal. La
propuesta de Gneisenau de utilizar a los curas para que animasen a la gente a
rebelarse contra quienes los habían conquistado mereció una lacónica nota al
margen del rey: «Un solo predicador ejecutado y todo esto se acabará».
Respecto a las propuestas de Gneisenau sobre un sistema de milicias
ciudadanas, comentó, simplemente: «Bueno, como la poesía[21]». De todos
modos, el rey aprobó una importante concesión al partido belicista. Durante el
verano de 1811 ratificó los planes para una ampliación del ejército prusiano y
el reforzamiento de fortalezas clave. Y se tendieron discretos puentes en
dirección a Rusia y a Inglaterra.
Por suerte para Federico Guillermo, muchos de sus altos consejeros
(incluido Hardenberg) apoyaron su política contemporizadora. Así, el rey no
tuvo grandes dificultades para resistir los ruegos del «partido belicista». Pero
al enfriarse las relaciones entre Francia y Rusia a partir de 1810, las presiones
externas aumentaron gradualmente sobre quienes tomaban las iniciativas en
Berlín. Siempre había sido difícil imaginar un futuro de Europa en el que
Napoleón y Alejandro I pudiesen marchar juntos como hermanos. Se habían
ido acumulando las tensiones entre ambos durante algún tiempo, pero la
ruptura llegó en diciembre de 1810, cuando Napoleón se anexionó el ducado

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de Oldenburg, en el noroeste de Alemania, cuya integridad había sido
garantizada por la Paz de Tilsit, y cuyo soberano era tío del zar Alejandro. El
zar respondió con el ukáz [ucase][*] del 31 de diciembre, por el que cerraba
los mercados y puertos rusos a los productos franceses (excepto vinos y seda).
Durante la primavera y el verano de 1811 ambas potencias se separaron, pero
sin que ni una ni otra se comprometiesen a ir a la guerra. En el invierno de
1811-1812, sin embargo, quedó claro que era inminente una gran ofensiva
francesa. Napoleón reforzaba sus ejércitos de la Alemania oriental y central,
ocupaba la Pomerania sueca y trasladaba ahí a 36 batallones desde España[22].
Una vez más, los prusianos se encontraron con el peligro de que su tierra
se viese hollada por la política de las grandes potencias. Federico Guillermo y
sus consejeros —el primero de todos Hardenberg— manifestaron la timidez y
la cautela habituales. El proceso de rearme que se había iniciado a comienzos
del verano era imposible ocultárselo a los franceses. En agosto de 1811
Napoleón pidió explicaciones. Al no quedar satisfecho con la respuesta de
Hardenberg, lanzó un ultimátum advirtiendo que si no cesaba la actividad de
rearme inmediatamente, sería retirado el embajador francés en Berlín y
sustituido por el mariscal Davout a la cabeza de su ejército. El anuncio fue
recibido con consternación en Berlín. Gneisenau objetó que cumplir con esta
radical intimidación podía significar el suicidio político, pero Federico
Guillermo rechazó la objeción y dio orden de que la movilización y los
trabajos de fortificación se suspendiesen. Se produjeron fuertes protestas del
oficial al mando de la fortaleza de Kolberg, general Blücher, que más tarde
jugaría un papel clave en las campañas contra Francia. Cuando Blücher trató
de que el rey se resistiese a las órdenes francesas y se mudase de Berlín, fue
destituido y reemplazado por Tauentzien, general que resultaba aceptable para
Napoleón.
La humillación final llegó bajo forma de un tratado de alianza ofensiva
impuesto por Napoleón el 24 de febrero de 1812. Los prusianos hubieron de
acuartelar y abastecer a la Grande Armée cuando esta se dirigió pesadamente
hacia el este a través de Prusia en su camino para invadir Rusia, abrir todos
sus almacenes de municiones y fortalezas al mando francés y proporcionar a
Napoleón un cuerpo auxiliar de 12 000 hombres. Este «acuerdo» le fue
extorsionado a Berlín de un modo que recordaba las negociaciones de la
Guerra de los Treinta Años. Napoleón empezó por ofrecer a Krusemarck,
embajador prusiano en el cuartel general imperial, la opción de permitir que la
Grande Armée entrase en Prusia como amiga o como enemiga. Desesperado,
el embajador aceptó provisionalmente todas las condiciones y envió el

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documento a Berlín para que fuese ratificado. Pero los franceses retrasaron la
partida del correo que portaba el texto, de modo que para cuando llegó a
Federico Guillermo, un cuerpo de ejército francés se estaba acercando ya a la
capital prusiana.
Prusia era, ahora, un mero instrumento de la estrategia militar de
Napoleón, lo mismo que los estados satélites alemanes de la Confederación
Renana. Para esos patriotas reformadores que habían trabajado tan duramente
para que Prusia estuviese preparada para la lucha que se avecinaba contra
Napoleón esta fue la última frustración. Un grupo de prominentes altos
oficiales dimitieron indignados de sus cargos. Entre estos se hallaba el un
tiempo jefe de la policía de Berlín, Justus Gruner, que se marchó a Praga,
donde se unió a una red de patriotas que aspiraba a derrotar a los franceses
por medio de una insurrección y sabotajes (fue detenido por el gobierno
austríaco —aliado también de Francia— en agosto). Scharnhorst, el motor de
las reformas militares, se encerró en un «exilio interior», desapareciendo
totalmente de la vida pública. Tres de los innovadores militares con más
talento, Boyen, Gneisenau y Clausewitz, rompieron filas con sus colegas y
entraron al servicio del zar, con la creencia de que, ahora, solo Rusia poseía el
potencial para acabar con el poder de Napoleón. Aquí fueron capaces de
volver a conectarse a Stein que, tras pasar un período en el exilio austríaco, se
unía al cuartel general imperial ruso en junio de 1812, por expresa invitación
del zar Alejandro.
Desde marzo en adelante, los hombres de la Grande Armée se movieron
lentamente a través de Neumark, Pomerania, Prusia Occidental y Oriental, en
su marcha hacia el este hasta sus puntos de formación. En junio de 1812, unos
300 000 hombres —franceses, alemanes, italianos, holandeses, valones y
otros— se concentraron en Prusia Oriental. Pronto quedó claro que la
administración provincial no estaba en posición de coordinar el
abastecimiento de la vasta masa de tropas. El año anterior las cosechas habían
sido pobres y el aprovisionamiento de grano se agotó pronto. Hans Jakob von
Auerswald, presidente provincial de Prusia Occidental y Oriental, en abril
informaba de que los animales de granja en Prusia Occidental se morían de
hambre, los caminos estaban salpicados de caballos muertos, y que ya no
quedaba trigo de siembra. El aparato de aprovisionamiento del gobierno
provincial se colapso enseguida bajo la presión, y los comandantes
simplemente ordenaron a sus tropas que llevasen a cabo confiscaciones por su
cuenta. Parece ser que los que todavía tenían animales de tiro araban y
sembraban por la noche, para que no se llevaran su último caballo o buey.

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Otros ocultaron sus caballos en los bosques, aunque los franceses se
percataron de esta práctica y comenzaron a peinar las zonas arboladas en
busca de animales ocultos. En tales condiciones, la disciplina se degradó
rápidamente y hubo muchos informes sobre excesos por parte de las tropas,
en especial extorsiones, saqueos y palizas. Un informe de un alto funcionario
hablaba de devastación «aún mayor que en la Guerra de los Treinta Años».
Cuando ya no pudieron obtenerse caballos, los comandantes franceses
obligaron a los aldeanos a sustituirlos. Al campesino medio de Prusia
Oriental, informaba Auerswald en agosto, le parecía imposible comprender
cómo podía ser tan maltratado por los aliados de su propio rey; efectivamente,
se decía que los franceses se portaban peor como «amigos» en 1812 de lo que
lo habían sido como enemigos en 1807. En las regiones lituanas de las
fronteras orientales de la provincia, el verano trajo hambre y el inevitable
aumento de defunciones entre los niños[23]. En unas memorables palabras del
diplomático hanoveriano Ludwig Ompreda, los franceses habían dejado a los
habitantes de Prusia con «nada más que sus ojos para llorar por su
miseria[24]».
Por todas las tierras de Prusia el humor fue pasando gradualmente del
resentimiento a un creciente odio contra las fuerzas de Napoleón. Los
primeros y vagos rumores de reveses franceses en Rusia fueron recibidos con
emoción y sincera schadenfreude. Los primeros informes fragmentarios del
incendio de Moscú (llevado a cabo por los propios rusos para que Napoleón
no pudiera utilizarla como cuarteles de invierno) llegaron a las provincias
orientales de Prusia a comienzos de octubre. Hubo un especial interés por los
informes referentes a los espantosos daños causados a la Grande Armée por
las fuerzas irregulares de cosacos y las guerrillas de campesinos armados.
El 12 de noviembre, cuando los periódicos informaron sobre la retirada de la
Grande Armée de Moscú, los rumores dejaron paso a una semicertidumbre. El
diplomático francés Lecaro, de estancia en Berlin, se sintió sorprendido por la
intensidad de la emoción pública: en sus tres años y medio de residencia en la
ciudad, escribía, nunca había visto a los habitantes manifestar «abiertamente
un odio y una rabia tan intensos». Envalentonados por las últimas noticias, el
pueblo prusiano «no ocultó ya más su deseo de unirse a los rusos para
exterminar todo lo que tenía que ver con el sistema francés[25]». El 14 de
diciembre el 29.° Boletín de la Grande Armée acabó con ulteriores dudas
sobre el resultado de la campaña de Rusia. Publicado en nombre del
emperador, el boletín culpaba de la catástrofe al mal tiempo y a la
incompetencia y engaño de los demás, anunciaba que Napoleón había dejado

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a sus hombres en Rusia y se apresuraba a volver hacia occidente, a París, y
concluía con una notable y brutal expresión de centralismo imperial: «La
salud del emperador nunca ha sido mejor». En Prusia, estas noticias
provocaron incidentes causados por el malestar. En Neustadt, Prusia
Occidental, los habitantes del lugar se enfrentaron a las tropas napolitanas de
Napoleón que vigilaban una masa de prisioneros de guerra rusos. Hubo
ataques espontáneos contra el personal militar francés, especialmente en las
tabernas, donde las pasiones patrióticas se vieron inflamadas por el consumo
de alcohol.
Pero ningún rumor ni informe impreso podía traer de vuelta el significado
de la catástrofe napoleónica de manera tan contundente como la visión de los
restos de la un tiempo invencible Grande Armée abriéndose camino
penosamente hacia occidente desde Rusia.

Las más nobles figuras han sido encorvadas y encogidas por el hielo y el hambre, se han cubierto
de heridas azuladas y blancas llagas. Los miembros estaban congelados y podridos (…) y tenían
un olor pestilente […]. Sus ropas consistían en harapos, esteras de paja, viejos vestidos de mujer,
pieles de oveja, o cualquier cosa que pudiera caer en sus manos. Nadie llevaba el cubrecabezas
adecuado, sino que se enrollaban en la cabeza viejas ropas o jirones de camisas; en vez de
calzado o polainas, llevaban los pies envueltos en paja, pieles o harapos[26].

El rencor, que había ido cocinándose a fuego lento, estallaba ahora en


actos de venganza cuando la población rural tomó el asunto en sus manos.
«Las clases más bajas del pueblo», informaba el presidente del distrito
Theodor von Schön desde Gumbinnen, «y especialmente los campesinos, se
permiten, en su fanatismo, los más horribles malos tratos contra estos
infelices desgraciados […] en las aldeas y en los caminos rurales, descargan
toda su rabia contra ellos […]. Toda obediencia a los funcionarios ha
desaparecido[27]». Había informes sobre ataques contra los rezagados por
parte de grupos armados de campesinos.
Durante el mes de diciembre de 1812, el gobierno prusiano, así como el
de otros estados clientelares alemanes, siguieron comprometidos a favor de la
alianza con Francia. El 15 de diciembre, cuando los franceses exigieron que
Prusia aumentase su contingente militar, el gobierno de Berlín accedió
dócilmente. Sin embargo, cuando el año tocaba a su fin, Federico Guillermo
se vio sometido a una creciente presión para que renegase de la alianza del 24
de febrero y se uniese a la lucha de Rusia contra Napoleón. De los tres
memorandos que le fueron sometidos por los funcionarios superiores el día de
Navidad de 1812, dos (de Knesebeck y Scholer) lo instaron a aprovechar la
oportunidad proporcionada por el colapso francés en la campaña de Rusia y a

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que se volviese contra Francia. El tercero, del consejero privado Albrecht, era
más circunspecto y advirtió al rey de que no subestimase el potencial que le
quedaba a Napoleón[28]. Solo cuando el poder de Austria se viese plenamente
involucrado en la causa común, entonces podría Prusia arriesgarse a una
agresión abierta contra las fuerzas francesas.
Imperturbable, pesimista y cauteloso como nunca, el rey fue llevado hacia
la tercera opción. En un memorando escrito tres días después, Federico
Guillermo estableció sus propios puntos de vista sobre la política exterior
prusiana para los siguientes meses. Su tema principal era «vive y deja vivir»;
a Austria se le confiaría la mediación para una paz europea general. Napoleón
debía ser obligado a llegar a un entendimiento con el zar Alejandro sobre la
base del respeto mutuo, tras lo cual se le permitiría retirarse a Francia sin ser
molestado y conservar sus territorios alemanes anexionados de la orilla
izquierda del Rin. Solo si no se mostrase de acuerdo con este arreglo Prusia
iría a la guerra, y en este caso, solo del lado de Austria. El rey imaginaba que
esto, si por fin ocurría, sería en abril del año siguiente[29].

El giro

Por la época en que Federico Guillermo escribía estas líneas, los


acontecimientos ya se le estaban adelantando. El 20 de diciembre de 1812, las
primeras partidas avanzadas de tropas rusas cruzaban la frontera y penetraban
en Prusia Oriental. Según los términos de la alianza con Francia, le
correspondía al general prusiano Yorck, que se las había arreglado para sacar
a 14 000 de sus hombres vivos de la campaña rusa, bloquear el ulterior avance
de los rusos y así cubrir la retirada de lo que quedaba de la Grande Armée.
Yorck fue bombardeado con mensajes tanto de los mandos franceses como de
los rusos. El mariscal Alexander Macdonald ordenó que dejase expedito el
camino para su retirada y vigilase el flanco francés ante un ataque ruso. Por el
lado del comandante ruso, general Diebitsch, se rogó que se abandonase a
Macdonald y que se dejase pasar a los rusos sin ponerles trabas. El 25 de
diciembre Yorck y Diebitsch se reunieron y se llegó a un acuerdo, según el
cual a uno de los enlaces prusianos ante el cuartel general ruso se le
otorgarían plenos poderes para posteriores negociaciones. El hombre al que se
le confió la tarea no era otro que el teórico militar, reformador y patriota Carl
von Clausewitz, que había abandonado el servicio con los prusianos a
comienzos del año en curso.

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32. Johann David Ludwig,
conde Yorck, anónimo.

Durante una difícil discusión en la tarde del 29 de diciembre, Clausewitz


explicó a Yorck que los rusos estaban muy cerca y en un muy gran número.
Todo intento de reunirse con Macdonald, cuyo exiguo cuerpo se había
separado del contingente prusiano, carecería de sentido. Impresionado por lo
bien fundado del argumento de Clausewitz y la sinceridad de sus
convicciones, Yorck, finalmente, aceptó: «Sí. Me ha convencido. Dígale al
general Diebitsch que debemos hablar mañana por la mañana en el molino de
Poscherun [cerca de la localidad lituana de Tauroggen, a cuarenta kilómetros
al este de la frontera prusiana] y que he decidido ya, firmemente, separarme
de los franceses y de su causa[30]». La reunión quedó fijada para la mañana
siguiente (30 de diciembre) a las ocho. Según los términos del acuerdo
alcanzado, conocido como Convención de Tauroggen, Yorck neutralizaría su
contingente por un período de dos meses y permitiría a los rusos penetrar en
territorio prusiano sin ser molestados.
Fue una decisión transcendental. Yorck no tenía autorización alguna para
contradecir la política de su gobierno de esta manera[31]. Su defección no era
mera desobediencia; era traición. Esto resultó muy costoso a un hombre que
por su origen y naturaleza era monárquico y conservador. Yorck trató de
justificar su decisión en una notable carta que escribió a Federico Guillermo
el 3 de enero de 1813:

Su Majestad me conoce y sabe que soy un hombre tranquilo y de cabeza fría que no se mete en
política. Mientras todo fue marchando de la manera acostumbrada, el leal servidor estuvo
obligado a seguir las circunstancias —lo que era su deber—. Pero, ahora, las circunstancias han
hecho aparecer una situación nueva, y el deber, asimismo, exige que esta situación, que no se

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dará nunca más, sea aprovechada. Estoy pronunciando aquí las palabras de un viejo y leal
servidor, tales palabras son, casi universalmente, las palabras de la nación; una declaración de Su
Majestad devolverá vida y entusiasmo a todas las cosas y lucharemos como verdaderos viejos
prusianos y el trono de Su Majestad se mantendrá sólido como una roca e inconmovible en el
futuro […]. Ahora espero con ansiedad un consejo de Su Majestad respecto a si debo avanzar
contra el verdadero enemigo, o si las condiciones políticas exigen que Su Majestad me condene.
Yo espero ambas decisiones con un espíritu de leal dedicación y juro a Su Majestad que recibiré
con la misma tranquilidad las balas del lugar de la ejecución como las del campo de batalla[32].

Quizá lo más notable de esta carta sea el hecho de que —dejando a un


lado la retórica superficial sobre la lealtad personal— hacía muy pocas
concesiones al punto de vista del monarca. Por el contrario, Yorck ofrecía a
Federico Guillermo la opción de confirmar su acción o de condenarlo a
muerte por su desobediencia. Además, la referencia al «verdadero enemigo»,
como opuesto al enemigo planeado por la política exterior de Berlín, dejaba
claro que Yorck se había arrogado uno de los atributos constitutivos de la
soberanía, es decir, el derecho a determinar quién es amigo y quién es
enemigo. Para empeorar las cosas, Yorck justificaba su acto de usurpación
con un llamamiento implícito a la autoridad final de la acosada «nación»
prusiana.
Estas eran palabras sorprendentemente radicales por parte de un hombre
que, al principio, había tomado sus distancias de los reformadores militares.
En 1808-1809, Yorck había sido un duro opositor de la insurrección armada,
sobre la base de que representaba una amenaza demasiado grave para el orden
político y social. Pero, a medida que fue aumentando la presión para
emprender una acción, había empezado a mostrarse menos frío hacia los
designios populistas de los patriotas. Cada vez que pensaba en la idea de un
levantamiento popular, había dicho a Scharnhorst en el verano de 1811, más
le parecía esta «absolutamente necesaria». En un memorando sometido al rey
a finales de enero de 1812, estableció un plan para utilizar insurrecciones muy
controladas en Prusia Occidental para mantener ocupadas las divisiones
francesas y cortar el impulso del avance principal[33]. Es difícil imaginar una
ilustración mejor del poder de las ideas que animaban a los reformadores que
esta tardía conversión de un duro conservador a la causa de la nación.
Hacia finales de la primera semana de febrero de 1813 toda la provincia
de Prusia Oriental se había puesto bajo el control directo del gobierno de
Berlín. Stein, que había entrado en la provincia como funcionario de la
administración rusa, se consideró facultado para ejercer la autoridad directa
en las zonas liberadas, y lo hizo con su acostumbrada falta de tacto. Sin
consultarlo localmente, fueron suprimidas varias restricciones al comercio
asociadas al sistema napoleónico de tarifas continentales, y la administración

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financiera prusiana fue obligada, pese a sonadas protestas, a aceptar el papel
moneda ruso a una tasa de cambio fija. Haciendo ostentación de su estatus
soberano como «plenipotenciario del emperador de Rusia», Stein reunió
incluso a los estados de Prusia Oriental para deliberar sobre las disposiciones
de la futura guerra contra Francia. «Inteligencia, honor, amor a la patria y
venganza», le decía a Yorck en una carta de comienzos de febrero, «exigen
que no perdamos tiempo, que hagamos un llamamiento a una guerra popular
[…] para romper las cadenas del insolente opresor y lavar el deshonor que
hemos padecido con la sangre de sus malvadas bandas[34]». Stein quiso que
Yorck inaugurase la primera reunión de los estados con un discurso
vigorizante, pero Yorck no se sentía a gusto con papeles que le hiciesen
parecer un agente de los intereses rusos. De todos modos, aceptó asistir a la
sesión si los propios estados lo invitaban formalmente.
El 5 de febrero los «representantes de la nación», como se los llamó en
general en la época, se reunieron en el salón de recepciones de la Casa de los
Estados Provinciales, en Königsberg. A su cabeza se sentaba el presidente, a
su derecha, siete miembros del Comité de los Estados, flanqueados por los
representantes de la nobleza provincial, los campesinos libres, y las ciudades.
Casi inmediatamente se llegó a un acuerdo según el cual se enviaría una
delegación para invitar a Yorck a que presentase sus propuestas a la asamblea.
Los representantes sin duda eran conscientes de la audacia de su paso: a
comienzos de febrero todo el mundo sabía que Yorck había sido destituido de
su cargo, que su detención ya había sido ordenada y que había perdido el
favor del rey. El alcance de la insurrección, que se extendía a Prusia Oriental,
se ampliaba ahora hasta el punto de abarcar a la clase política de la provincia.
Yorck apareció solo brevemente ante la asamblea, urgiendo a que se
constituyera un comité para supervisar nuevos preparativos de guerra y cerró
con una declaración característica y concisa: «Espero combatir a los franceses
allí donde se encuentren. Cuento con la ayuda de todos; si su fuerza supera la
nuestra, sabremos cómo morir con honor». Tales palabras fueron recibidas
con atronadores vivas y aplausos, pero Yorck levantó una mano para que se
hiciese silencio en la sala, y dijo: «¡No hay llamamiento para esto en un
campo de batalla!». Luego se dio la vuelta y se marchó. Esa misma tarde, un
comité se reunió en casa de Yorck acordando reclutar una milicia provincial
(Landwehr) de 20 000 hombres con 10 000 reservas. Las exenciones
permitidas bajo el antiguo sistema cantonal fueron abolidas; todos los
hombres adultos por debajo de los cuarenta y cinco años, excluyendo solo a
los enseñantes y curas, fueron declarados aptos para ser llamados a filas, sin

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tener en cuenta su estatus social o su religión —esto último implicaba que los
judíos, por primera vez, se consideraban idóneos para el reclutamiento—. La
meta era completar las cuotas de soldados con voluntarios en un primer
momento, y solo si esto resultaba poco adecuado, se procedería a la llamada a
filas por sorteo. El ideal de la nación en armas levantándose contra sus
enemigos era, por fin, una realidad. En este proceso, la autoridad del estado
monárquico se vio desplazada casi del todo por los estados, que ahora
reactivaban sus llamamientos tradicionales como órganos de gobernanza
provincial[35].
En Berlín, el gobierno comenzó, a lo largo de enero, a distanciarse de la
alianza francesa. El 21 de enero, tras unos rumores sobre que los franceses
estaban planeando tomarlo prisionero, Federico Guillermo dejó Potsdam y se
trasladó con Hardenberg y su séquito de unas setenta personas a Breslau, en
Silesia, donde llegó cuatro días más tarde. Durante la primera semana de
febrero, cuando los estados se preparaban para reunirse en Königsberg, el rey
y su círculo de consejeros permanecieron en un estado de incertidumbre e
indecisión. Quedarse del lado de Francia parecía imposible a la vista de los
acontecimientos en curso en el este, pero la perspectiva de una ruptura total
con Francia acarreaba a su vez la amenaza de una total dependencia respecto
a Rusia. El problema de la situación de Prusia, expuesta entre las potencias
del este y del oeste, nunca había sido expresado de forma tan dramática. Las
provincias del oeste eran vulnerables a las represalias francesas; Prusia
Occidental y Oriental se hallaban ya en lo que prácticamente era una
ocupación rusa. Ante este dilema fundamental, la corte de Breslau parecía
paralizada; el rey, observó Hardenberg en una nota privada del 4 de febrero,
parecía «no saber lo que quería realmente[36]».
Sin embargo, más o menos por la misma época, el rey comenzó a aprobar
decisiones que apuntaban en la dirección de una política más enérgica. Se
llamó a Scharnhorst de su retiro, y el 8 de febrero se llevó a cabo un
llamamiento para reclutar voluntarios con el fin de formar cuerpos francos de
fusileros. Al día siguiente fueron suspendidas las exenciones del servicio del
sistema cantonal, estableciendo, al menos temporalmente, la aptitud
masculina universal para el servicio militar. Era como si el gobierno tuviese
prisa para mantenerse informado de la evolución de los acontecimientos en
las provincias orientales. Pero estas medidas no bastaban, a corto plazo, para
detener el hundimiento de la fe pública en el monarca y sus consejeros. A
mediados de febrero el espíritu de la insurrección había cruzado el río Óder
hasta Neumark y aquí se hablaba de revolución si el rey no daba muestras

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inmediatamente de su solidaridad con Rusia. Incluso el predicador hugonote
Ancillon, uno de los consejeros del rey más cautos y que le eran más
simpáticos, le advirtió, en un memorando, del 22 de febrero, de que era «la
voluntad general de la nación» que el rey dirigiese a su pueblo en una guerra
contra Francia. Si no lo hacía, avisaba Ancillon, sería barrido por los
acontecimientos[37].
Solo en los últimos días de febrero decidió el rey, finalmente, compartir la
suerte con Rusia y romper claramente con Napoleón. Fue firmado un tratado
con los rusos en Kalisch y en Breslau el 27-28 de febrero, por el que estos
aceptaban restablecer las fronteras aproximadas de Prusia de 1806. Según los
términos de este tratado, Prusia debería ceder a Rusia la mayor parte de los
territorios polacos adquiridos por la segunda y tercera partición de Polonia,
pero conservó un corredor (unido a Prusia Occidental) entre Silesia y Prusia
Oriental. Por su lado, los rusos aceptaron que Prusia fuese recompensada por
la cesión de tierras polacas con la anexión de territorios de las conquistas
conjuntas de los aliados en Alemania —en discusiones informales se
apuntaba a Sajonia, cuyo rey seguía siendo aliado de Napoleón, como la
víctima más probable.
Scharnhorst fue enviado al cuartel general del zar Alejandro para iniciar
las discusiones sobre un plan de guerra conjunto. El 17 de marzo se hizo un
anuncio formal de la ruptura con Francia, y el 25 de marzo los mandos ruso y
prusiano publicaron conjuntamente la Proclamación de Kalisch, por la que el
zar ruso y el rey prusiano trataron de aprovechar el entusiasmo nacional
prometiendo su apoyo a una Alemania unida. Se creó un comité, bajo la
presidencia de Stein, para el reclutamiento de tropas en todos los territorios
alemanes y para planear la futura organización política de la Alemania
meridional y occidental. Ahora, el gobierno prusiano hizo vigorosos intentos
para reclamar las tierras que se habían perdido en manos de las fuerzas
insurrectas. El 17 de marzo el rey hizo pública su famosa alocución: «A mi
pueblo», en la que justificaba la cauta política del gobierno hasta ese
momento y hacía un llamamiento a su pueblo para que se levantase, provincia
por provincia, contra los franceses. Redactada por Theodor Gottfried Hippel,
nacido en Königsberg, que se había unido a la cancillería a las órdenes de
Hardenberg en 1811, «A mi pueblo» se hallaba cuidadosamente a medio
camino entre la retórica insurreccional de los patriotas radicales y el orden
jerárquico del absolutismo tradicional. Hubo comparaciones entre los
levantamientos conservadores de la Vandea (1793), España (1808) y Tirol
(1808), pero, intencionadamente, no con la levée en masse francesa de 1793,

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y se intentó englobar los acontecimientos actuales en la tradición del
liderazgo de la dinastía de los Hohenzollern[38]. El edicto del 21 de abril de
1813, que creaba la Landsturm (ejército territorial) fue, quizá, la expresión
más radical de estas semanas —declaraba que los oficiales del ejército
territorial debían ser elegidos, aunque la posibilidad de ascender al rango de
oficial quedaba restringida a ciertos grupos sociales y profesionales[39].
A comienzos de marzo Breslau se había convertido en el centro de
operaciones no solo para los mandos prusiano y ruso, sino también para el
movimiento de voluntarios que estaba desarrollándose. Mientras Federico
Guillermo III, Scharnhorst, Gneisenau y Blücher se reunían con sus colegas
rusos en el palacio real para coordinar la próxima campaña, una multitud de
voluntarios convergieron en el hotel Szepter, a poca distancia, para la firma
de su servicio a las órdenes de comandante Ludwig Adolf Wilhelm von
Lützow, un oficial prusiano de Berlín que había servido en el regimiento de
húsares de Schill y había sido autorizado por el rey, en 1813, para crear tres
cuerpos de fusileros voluntarios. Los fusileros de Lützow, conocidos también
como la «Banda Negra», por sus uniformes sombríos, muy holgados,
acabarían siendo unos 3000 hombres. Entre los más activamente implicados
en el reclutamiento de voluntarios estaba Friedrich Ludwig Jahn, que había
llegado a Breslau con un grupo de gimnastas, y que era ya algo así como un
personaje de culto. «Estos lo miraban con ojos desorbitados, como si fuera
una especie de mesías», constató un joven soldado del ejército regular,
evidentemente con sentimientos encontrados[40]. El joven noble Leopold von
Gerlach, que llegó a Breslau hacia finales de febrero, se quedó asombrado por
la energía y entusiasmo de la ciudad. Una tarde, en el teatro, escribió Gerlach,
el canciller Hardenberg podía ser visto todavía charlando amigablemente con
el embajador francés para mantener las apariencias. Pero las calles se
mostraban ansiosas con los preparativos de la guerra. Podían verse soldados
ejercitándose en las murallas, en la carretera circular y ante las puertas de la
ciudad, los paseos estaban abarrotados de caballos para la venta y la compra,
en las calles había filas de judíos que vendían mosquetes, pistolas y sables;
«prácticamente todo el mundo, desde los sastres, los espaderos, los zapateros
a los guarnicioneros, sombrereros y talabarteros, trabaja para la guerra[41]».
Mientras los comandantes aliados hacían sus planes en Breslau, también
Napoleón se preparaba para la guerra en Alemania, formando un nuevo
ejército con veteranos y nuevos reclutas bisoños provenientes de los estados
clientelares de la Confederación del Rin. La historia de Napoleón, su carisma
y reputación eran todavía suficientes para disuadir a la mayoría de los

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soberanos alemanes de que desertasen; el temor de estos a su poder se veía
reforzado por la preocupación por la perspectiva de un levantamiento
nacional contra Francia que habría acabado con los tronos alemanes al mismo
tiempo que con las guarniciones francesas. Incluso el acosado rey de Sajonia,
que durante un tiempo había dudado, había vuelto al corral francés, en parte
porque reconocía que los aliados (y en especial Prusia) representaban un gran
peligro para la integridad de su reino, mayor que el de Napoleón. Así, los
aliados se enfrentaban a una lucha larga e incierta contra un enemigo que
controlaba todavía los recursos y los hombres de gran parte de la Europa
alemana. Las guerras de liberación, como acabaron siendo conocidas,
comenzaron mal para los aliados. Se había acordado que el ejército prusiano
operaría bajo el mando supremo ruso —clara indicación del estatus subalterno
de Prusia en la coalición— pero surgieron dificultades en un primer momento
para coordinar a las dos estructuras de mando. Tras penetrar en Sajonia a
finales de marzo, los aliados fueron derrotados en la batalla de Lützen, el 2 de
mayo. Pero la victoria de Napoleón había sido muy costosa: mientras los
prusianos habían perdido 8000 hombres y los rusos 3000 entre muertos y
heridos, la cifra, para los franceses y sus estados clientelares llegó a los
22 000. Este patrón se repitió en la batalla de Bautzen, el 20-21 de mayo,
donde Napoleón obligó a los aliados a retirarse, pero perdió otros 22 000, el
doble que las fuerzas ruso-prusianas. Los aliados tuvieron que retirarse de
Sajonia a Silesia, pero sus ejércitos estaban intactos.
No era un comienzo prometedor. Con todo, la ferocidad de la resistencia
aliada proporcionó una pausa a Napoleón. El 4 de junio este aceptó un
armisticio temporal con el zar Alejandro y con Federico Guillermo III.
Posteriormente Napoleón considerará el alto el fuego del 4 de junio el error
que arruinó su dominio en Alemania. Decir esto era exagerado, pero sí fue
ciertamente un serio fallo de juicio. Los aliados utilizaron el respiro que esto
les proporcionó no solo para aumentar y reequipar a sus fuerzas, sino también
para dirigir su esfuerzo de guerra hacia una base financiera más sólida
mediante una alianza y tratados de ayuda económica acordados con Gran
Bretaña en Reichenbach el 14-15 de junio. Además de subsidios directos por
un total de dos millones de libras, un tercio de las cuales (alrededor de 3,3
millones de táleros) irían a Prusia, Gran Bretaña aceptó proporcionar cinco
millones de libras en «papel federal», una moneda especial, suscrita por
Londres, que podía ser empleada por los gobiernos aliados para los costes
relacionados con la contienda y amortizada conjuntamente por los tres socios
del tratado una vez finalizada la guerra[42]. En un conflicto que ya había

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hundido a Gran Bretaña en una deuda pública sin precedentes en su historia,
esto suponía, aun así, la mayor transacción jamás realizada.
Los objetivos más urgentes de la política aliada después del 4 de junio era
convencer a Austria de que se uniese a la coalición. Clemens Wenzel von
Metternich, el ministro austríaco responsable de la política exterior, había
tomado distancias de la coalición ruso-prusiana en los primeros meses de
1813. El gobierno austríaco seguía considerando que Rusia era una amenaza
en los Balcanes y no deseaba ver el control de Napoleón sobre Alemania
sustituido por la hegemonía de Rusia. Pero tras la firma del Tratado de
Reichenbach, seguido de una alianza con Suecia el 22 de julio, quedó claro
que el futuro de Europa estaba en juego y Viena no podía continuar
manteniéndose al margen. En el verano, Metternich intentó mediar para
conseguir una paz europea que fuese aceptable para Napoleón mientras, al
mismo tiempo (en Reichenbach, el 27 de junio), acordaba condiciones para
una acción conjunta con los aliados en el caso de que fracasase su mediación.
Cuando los intentos de Metternich de negociar una paz se hundieron ante la
intransigencia de Napoleón, Austria, finalmente, resolvió incorporarse a la
coalición aliada. Se dejó pasar el alto el fuego del 4 de junio, que expiraba el
10 de agosto de 1813; al día siguiente Austria entraba formalmente en la
coalición y declaraba la guerra a Francia.
Ahora el equilibrio de poder se inclinaba bruscamente en contra de
Francia. Los austríacos proporcionaron al esfuerzo de guerra de la coalición
127 000 hombres. Los rusos contaban con un ejército de 110 000 hombres
para la campaña de primavera y su número aumentó rápidamente a medida
que fueron llegando nuevas oleadas de reclutas. Suecia contribuyó asimismo
con un contingente de 30 000 soldados al mando del exmariscal francés, ahora
príncipe heredero de Suecia, Jean-Baptiste-Jules Bernadotte. Debido a sus
nuevas leyes de reclutamiento, los prusianos pudieron aportar un gran
contingente de 228 000 soldados de infantería, 31 000 de caballería y 13 000
de artillería. En el momento culminante de la lucha aproximadamente un seis
por ciento de la población prusiana estaba en el servicio activo. Contra esta
imponente fuerza multinacional, Napoleón podía reunir 442 000 soldados
preparados para el combate, muchos de los cuales eran nuevos reclutas mal
adiestrados y escasamente motivados.
Napoleón concentró a sus fuerzas en torno a Dresde, en el territorio de su
leal aliado el rey de Sajonia, con la esperanza de que surgiese la oportunidad
de propinar un golpe devastador contra uno u otro de los ejércitos aliados.
Estos, por su lado, adoptaron una estrategia concéntrica: un Ejército del Norte

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sueco-prusiano al mando de Bernadotte se dirigió hacia el sur desde
Brandemburgo, tras recuperar Berlín, mientras que Blücher mandaba un
Ejército de Silesia, al este de las tropas napoleónicas. Avanzaba desde el sur
un Ejército de Bohemia, mandado por Schwarzenberg. Aproximarse a
Napoleón no era tarea fácil, pese a la superioridad numérica de los aliados.
Este operaba por líneas internas y era capaz de organizar ataques rápidos y
destructivos. Los aliados sufrían los problemas habituales de los ejércitos
coaligados —las relaciones entre los mandos prusiano, sueco y austríaco, e
internamente en cada ejército, no eran armoniosas y estas fuerzas, muy
dispersadas, se enfrentaban al problema de cerrar el círculo alrededor de
Napoleón sin exponerse a un ataque francés potencialmente devastador—. La
tercera semana de agosto trajo consigo tres victorias y una derrota. El Ejército
de Berbn, fuerza compuesta en su mayor parte por sajones, francones y otros
contingentes alemanes y mandados todos ellos por el general francés Oudinot,
fue derrotado el 23 de agosto en una batalla cerca de Grossbeeren al acercarse
a la capital prusiana. Un cuerpo francés de 10 000 hombres que se dirigía
hacia Brandemburgo para apoyar a Oudinot fue atacado posteriormente y
destruido cerca de Hagelberg. En ambos enfrentamientos, los hombres de la
Landwehr prusiana jugaron un papel fundamental. El 26 de agosto el Ejército
de Silesia de Blücher infligió fuertes pérdidas a un ejército de 67 000 hombres
franceses y de la Confederación Renana, dirigidos por Macdonald; casi la
mitad de las tropas de Macdonald perecieron o cayeron prisioneros. Pero
estos éxitos se vieron compensados hasta cierto punto por un duro combate en
las afueras de Dresde el 26-27 de agosto, en el que el Ejército de Bohemia de
Schwarzenberg fue obligado a retirarse por Napoleón, que le causó más de
35 000 bajas.
Animado por su éxito en Dresde, en un primer momento Napoleón se
centró en encontrar y destruir uno de los ejércitos aliados en su marcha de
aproximación, confiando en que su ventaja de operar por líneas internas le
permitiría concentrar fuerzas superiores contra cada uno de sus adversarios.
Condujo a sus hombres a una porción de territorio entre los ríos Saale y Elba
en busca del Ejército del Norte de Bernadotte o del de Silesia de Blücher, que
sabía que estaban en la zona. Pero ambos se le escaparon, dirigiéndose hacia
el oeste, a través del Saale.
Llegado a este punto, Napoleón comenzó a ver disminuir sus opciones.
No podía retirarse del teatro de operaciones sin exponerse a destructivos
ataques por parte de irregulares y cosacos, sin hablar de los ejércitos
adversarios, todos los cuales estaban todavía intactos y dispuestos a la lucha.

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La opinión interna, en Francia, iba cambiando abruptamente y haciéndose
contraria a una prolongación de la guerra, y los recursos de Napoleón estaban
reduciéndose. Urgido por el tiempo, decidió concentrar sus fuerzas entorno a
la ciudad sajona de Leipzig, esperar la llegada de los enemigos y aceptar
batalla. La ciudad, así, se convirtió en el escenario del enfrentamiento militar
de mayor envergadura hasta la fecha en la historia de la Europa continental y,
probablemente, de todas las guerras de la humanidad. La batalla de Leipzig ha
sido llamada justamente la «Batalla de las Naciones» (Volkerschlacht), pues
los 500 000 hombres que tomaron parte en ella incluían a franceses, alemanes
(en ambos bandos), rusos, polacos, suecos, casi todas las nacionalidades que
componían el imperio austríaco e incluso una brigada de tropas especiales de
cohetería que se había formado el año anterior y que iba a participar por
primera vez en una acción en Leipzig.
En la noche del 14 de octubre, Napoleón había concentrado 177 000
hombres en la ciudad y alrededor de ella. A primeras horas del día siguiente,
el ejército de Schwarzenberg, un descomunal cuerpo de más de 200 000
hombres, tomó contacto al sur de la ciudad con las fuerzas francesas
mandadas por Murat. La mayor parte del 15 de octubre se empleó en patrullas
y escaramuzas cuando ambos ejércitos sondearon mutuamente sus posiciones.
Entre tanto, el Ejército de Silesia de Blücher, cuya posición exacta le era
desconocida a Napoleón, avanzó desde el noroeste a lo largo de los ríos Saale
y Elster. El día siguiente, 16 de octubre, se vio dominado por feroces
combates en una vasta extensión de tierra alrededor de la ciudad cuando
Schwarzenberg atacó desde el sur, Blücher desde el norte y un pequeño
cuerpo aliado de 19 000 ejerció presión a través de las zonas boscosas al oeste
de la ciudad. Al terminar el día Napoleón todavía conservaba una gran parte
del frente en el sur, pero había sido obligado a retirarse en el noroeste, donde
sus posiciones en torno a Mockern habían sucumbido tras violentos combates
con los prusianos del I Cuerpo del Ejército de Silesia, mandado por el general
Yorck, a quien se le había restituido el cargo, pero no el favor real.
Al llegar la noche, el resultado final todavía pendía de un hilo. Las bajas
eran extraordinarias: los franceses habían perdido casi 25 000 hombres y los
aliados 30 000. Con todo, la cosa se presentaba bien para los aliados, pues
mientras Napoleón solo podía desplegar 200 000 hombres en total, incluidas
las reservas que le quedaban, la llegada del Ejército del Norte y del ejército
polaco mandado por Bennigsen llevó a las fuerzas aliadas concentradas
alrededor de Leipzig a los 300 000 hombres. Además, el control de Napoleón
sobre sus aliados alemanes se estaba debilitando. El 16 de octubre tuvo

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noticia de que un ejército de 30 000 bávaros se había unido a los austríacos y
tenía intención de interceptar las líneas de comunicación de Napoleón con
Francia[43].
El emperador francés consideró la posibilidad de una retirada, pero
finalmente acabó decidiendo aplazarla hasta el 18, con la esperanza de que
algún fatal error de los aliados le proporcionase la oportunidad de dar la
vuelta a la situación. Intentó, asimismo, como era su costumbre, dividir a sus
enemigos ofreciendo una paz separada a Austria, pero esta iniciativa tuvo solo
el efecto de convencer a los adversarios de que estaba al límite de sus
recursos. El día siguiente (17 de octubre) fue tranquilo; excepto por unas
cuantas escaramuzas, todos los ejércitos descansaron, preparándose para el
combate decisivo, y se cerraron todos los huecos entre las fuerzas atacantes.
Entre tanto, las calles de Leipzig se llenaban con los heridos de ambos
bandos. «Desde anoche», anotó en su diario el 17 de octubre el compositor de
Leipzig Friedrich Rochlitz, «hemos trabajado sin pausa para vendar y alojar a
los heridos, y todavía sigue habiendo muchos que yacen sin ser atendidos en
la plaza del mercado y en las calles cercanas, de manera que en bastantes
sitios uno camina, literalmente, sobre sangre[44]».
El 18 de octubre los aliados avanzaron hacia las afueras de Leipzig
estrechando el círculo alrededor de las fuerzas francesas. Un papel importan
te, en esta fase de la batalla, recayó en el general prusiano Bülow, cuyo
cuerpo formaba parte del Ejército del Norte mandado por Bernadotte. Bülow
encabezó el avance desde el este a través del río Parthe y soportó el peso de
los combates por los aproches orientales de la ciudad. Una vez más, las bajas
por ambas partes fueron severas. Los aliados perdieron 20 000 hombres más;
los franceses habían permanecido mayoritariamente a la defensiva y perdieron
quizá la mitad de esa cifra. Se produjeron ulteriores defecciones, en especial
los 4000 sajones unidos al cuerpo de Reynier, que, sin más, marcharon hacia
los aliados en filas cerradas. Entre los que observaban este notable acto de
deserción se hallaba el mariscal Macdonald, que vio con su catalejo cómo los
sajones, tras dirigir un exitoso avance contra los aliados, se daban la vuelta,
sin más, y dirigían sus armas contra los franceses que los seguían: «De la
forma más abominable y fría», recordaba después, «dispararon contra sus
compañeros, que no se lo esperaban, a los que, anteriormente, habían servido
con leal camaradería de armas[45]». Los desesperados intentos del mariscal
Ney para cerrar las filas y lanzar un contraataque fueron rechazados por la
brigada cohetera británica, cuyos cohetes Congreve sembraron el terror en la
columna que avanzaba.

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Y aquí se decidió el resultado. Percatándose de que no tenía esperanza
ninguna de evitar el desastre, Napoleón ordenó que la retirada de sus fuerzas
se iniciase con la oscuridad, en las primeras horas de la madrugada. A las
once de la mañana del 19 de octubre, el propio emperador francés había
dejado la ciudad y volvía sus pasos hacia el Rin. Una retaguardia de 30 000
hombres quedaba atrás para conservar la ciudad y cubrir la retirada. Sin
embargo, la batalla estaba lejos de haber finalizado, pues los defensores no
tenían intención de ceder sin combatir. Los aliados presionaron a lo largo de
un amplio arco de frente desde el noroeste en dirección al sur de la ciudad.
Cuando Bülow y su cuerpo de ejército se aproximaban a las defensas
orientales vieron que las posiciones avanzadas habían sido abandonadas y que
centenares de carros volcados impedían su avance. Se produjo una pausa, al
tiempo que se abría un pasaje usando un intenso fuego de artillería. Al entrar
en la zona construida cayeron en medio de por parte de los tiradores franceses
situados en los tejados y en los pisos altos de los edificios de ambos lados de
la estrecha calle. Mil de sus prusianos se perdieron en los primeros minutos
de lucha. La artillería era prácticamente inútil, pues los hombres se
enzarzaron en un combate cuerpo a cuerpo con los defensores al ir abriéndose
camino combatiendo de esquina en esquina. Al cargar en una calle lateral, un
batallón de 400 prusianos orientales de la Landwehr se vieron acorralados y
vapuleados por los defensores; solo la mitad de ellos pudieron huir con vida.
Los combates fueron especialmente desesperados en la Puerta de Grimma,
donde los defensores franceses que se retiraban se vieron copados fuera de la
ciudad —las tropas de Baden que protegían la puerta desde dentro habían
recibido instrucciones para no permitir el paso a nadie—. Los franceses,
desamparados, fueron masacrados por los prusianos que iban aproximándose,
muchos de los cuales eran hombres de la Landwehr unidos a la vanguardia de
Bülow.
Por la tarde, se habían abierto brechas en la ciudad por el este y por el
norte y estaba a punto de derrumbarse. Para los defensores no quedaba otra
opción que huir hacia el oeste a través del puente del Elster, siguiendo los
pasos de la Grande Armée. Napoleón había dado órdenes de que el puente
fuese minado, conservado durante la retirada y luego derruido después de que
los últimos defensores hubiesen abandonado la ciudad. Pero el desventurado
cabo al que se le había encargado que hiciese explosionar la mina fue presa
del pánico cuando vio a los cosacos que se aproximaban e hizo detonar la
carga cuando el puente estaba todavía abarrotado de soldados y caballos
franceses que huían de los aliados que los seguían de cerca. Una atronadora

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explosión sacudió a toda la ciudad, destruyendo la única vía de retirada y
provocando una macabra lluvia de restos humanos y equinos que cayeron en
las aguas de la rápida corriente del río y sobre las calles y tejados del
perímetro occidental. Atrapados, los restantes defensores se ahogaron
tratando de cruzar el río, fueron arrinconados y muertos, o se entregaron
como prisioneros.

33. Johann Lorenz Jugendas, La batalla de Leipzig, 16-19 de octubre de 1813, combates ante la Puerta
de Grimma.

La batalla de Leipzig había concluido. A Napoleón le había costado


73 000 hombres, de los que 30 000 habían sido hechos prisioneros y 5000
habían desertado. Los aliados habían perdido 54 000 hombres, de los que
16 033 eran prusianos. En tres días de combates, cada día habían muerto o
habían sido heridos, de media, más de 30 000 hombres. Los épicos combates
para controlar la ciudad no pusieron fin a la guerra contra Napoleón, pero sí
trajeron el fin de su dominio sobre Alemania. El camino de Berlín y hacia la
misma Francia quedaba ahora abierto.
No se exagera si se da importancia al significado de tales acontecimientos
para el resurgimiento de Prusia de la humillación impuesta en Tilsit en 1807.
Los prusianos jugaron un papel fundamental en la campaña de 1813. Sin duda
habían sido claramente el elemento más activo y agresivo del mando

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compuesto aliado. Aun cuando Bülow, como comandante de un cuerpo del
Ejército del Norte, estaba subordinado al cauto Bernadotte, no acató las
órdenes de su superior en varios puntos clave durante la campaña, buscando
el combate con las fuerzas francesas. La exitosa defensa que hizo Bülow de
Berlín, que cambió el curso de la guerra, se llevó a cabo sin el apoyo de
Bernadotte. Cuando el Ejército del Norte se aproximaba a Leipzig, fue Bülow
quien abrió el camino. El impulsivo Blücher también desobedeció una orden
del mando conjunto aliado para que se retirase a Bohemia en septiembre,
prefiriendo marchar Elba abajo —si hubiese obedecido a la orden, habría sido
imposible para los aliados concentrar sus fuerzas contra Napoleón en el
momento crítico—. Una serie de victorias en buena medida prusianas —en
Dennewitz, Gross Beeren, en el Katzbach, Hagelberg y Kulm— sirvieron
para revertir la derrota sufrida por Schwarzenberg en Dresde, y reforzó la
aspiración de Prusia a obtener la paridad con Austria[46].
El mismo patrón pudo observarse durante la campaña del año siguiente.
En febrero de 1814, al aproximarse los aliados a las fronteras francesas,
Schwarzenberg y Metternich afirmaron que era el momento de buscar la paz
con un debilitado Napoleón, que podía permanecer en el trono de manera
segura. De nuevo, fue Blücher quien insistió con urgencia para que se
continuase la guerra, mientras Grolman convencía al rey prusiano y al zar
ruso de que permitiesen a Blücher y a Bülow consolidar sus fuerzas y
lanzasen una ofensiva independiente[47]. Mientras que el mando austríaco
consideraba la lucha contra Napoleón con el espíritu de una guerra de
gabinete del siglo XVIII, en la que la finalidad de una victoria militar era
garantizar términos de paz aceptables, los belicistas prusianos tendían a un
objetivo más ambicioso: la destrucción de las fuerzas de Napoleón y de su
capacidad para hacer la guerra. Este era el punto de vista que luego se verá
destilado en De la guerra, de Clausewitz.
En las decisivas batallas flamencas de 1815, asimismo, la contribución
prusiana será crucial. El 16 de junio, cuando los franceses lanzaron su primer
gran ataque de 1815 en la campaña de verano, en Ligny, fueron los prusianos
los que llevaron el peso de los combates y encajaron las más severas bajas.
Tras soportar un cañoneo en Ligny, donde Wellington no fue capaz, por
razones que todavía son objeto de polémica, de reforzar una posición prusiana
expuesta, los prusianos se reagruparon con sorprendente rapidez y se
concentraron alrededor de Wavre. Desde aquí, a primeras horas del 18 de
junio, decidieron conectar con las fuerzas de Wellington en Waterloo.
Marchando a través de un terreno desigual, todavía encharcado por las

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recientes lluvias, las unidades de avance del 4.º ejército prusiano, al mando
del conde Bülow, llegaron al campo de batalla a media tarde e
inmediatamente cargaron contra el flanco derecho francés en Plancenoit,
desarrollándose un duro combate por el control de la aldea. Unas horas
después, hacia las siete de la tarde, el 1er. Cuerpo de Ejército del general
Zieten llegaba para reforzar el flanco izquierdo de Wellington. Fue un
momento crucial por el resultado de la batalla. La Haye Sainte, una granja
fortificada, próxima a las líneas británicas, había caído en manos francesas
una hora antes, abriendo el camino para un ataque potencialmente decisivo
contra el vapuleado centro de Wellington. Napoleón parecía estar a punto de
conseguir una victoria. Fue la llegada del cuerpo de Zieten lo que permitió
que Wellington trasladase estas fuerzas, que tan desesperadamente necesitaba,
a las partes más vulnerables de sus líneas. Por el contrario, Napoleón se había
visto obligado a desplegar hombres de su propio centro para recuperar
Plancenoit, donde los prusianos amenazaban con abrir una brecha en la
retaguardia francesa. La Vieja Guardia tuvo un éxito efímero al reconquistar
Plancenoit, pero entre las ocho y las ocho y media de la tarde, tras
desesperados combates casa por casa, volvió a caer en manos de los
prusianos, que ahora controlaban el acceso a la retaguardia francesa.
Constatando la atropellada huida de las tropas francesas de Plancenoit,
Wellington aprovechó el momento y ordenó un avance general. Al final, las
fuerzas francesas cedieron y huyeron[48].
En el breve lapso de tiempo a su disposición, los reformadores militares
habían hecho mucho por mejorar las prestaciones del ejército prusiano, que
había fracasado tan claramente en 1806. Especialmente notable era la mejora
en la calidad del mando. Esto se debió, en parte, a la excelencia de un grupo
de notables generales —Blücher, Yorck, Kleist, Bülow— surgidos de la
debacle de 1806-1807 con su reputación indemne. El sistema de mando
reformado era lo suficientemente flexible como para permitir a los
comandantes de los cuerpos disponer de un grado de autonomía en el campo
de batalla. El teniente general Zieten, por ejemplo, había recibido la orden del
cuartel general de Blücher de reforzar el 4º Cuerpo de ejército prusiano en
Plancenoit; solo en el último momento resolvió no obedecer la orden y apoyar
el flanco izquierdo de Wellington, acto de insubordinación que podía haber
salvado la batalla a favor de los aliados[49]. Más significativa aún fue la
integración de los oficiales de Estado Mayor en la estructura de mando. Por
primera vez en la historia del ejército prusiano, oficiales de Estado Mayor
responsables hicieron sombra a los altos mandos. Gneisenau fue asignado a

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Blücher y ambos formaron un inspirado equipo, en el que cada uno de ellos
reconocía los talentos propios del otro. Cuando a Blücher se le concedió un
doctorado honorario por la Universidad de Oxford después de la guerra,
comentó, con su desconfianza característica: «Bueno, si he de convertirme en
doctor deberán ustedes, por lo menos, convertir a Gneisenau en farmacéutico,
pues nosotros dos nos pertenecemos siempre el uno al otro[50]». No todas las
asociaciones fueron tan armoniosas como esta, pero en las fuerzas armadas
prusianas estos nuevos arreglos crearon una fuerza de combate más sensible y
cohesionada.
Pero sería erróneo inferir que el ejército prusiano de 1813-1815 fuese un
instrumento bélico radicalmente nuevo. El impacto de las reformas
posteriores a 1807 quedó diluido rápidamente en 1813 y 1814 por las bajas
entre los veteranos y la llegada masiva de reclutas no instruidos en los nuevos
métodos. Poco se hizo para aumentar la potencia de fuego por medio de la
mejora tecnológica del armamento, en parte debido a que los reformadores —
como habríamos podido esperar— tendieron a centrarse sobre todo en los
hombres, en la comunicación y en la motivación. La nueva Landwehr había
sido pensada para dotar al ejército regular de una fuerza auxiliar muy
motivada. De todos modos, aunque algunas unidades individuales de la
Landwehr jugaron un importante papel de apoyo en cierto número de
enfrentamientos, su currículum de combate fue irregular y la Landwehr no
consiguió cubrir las altas expectativas de sus creadores. Los planes de
entrenamiento eran todavía rudimentarios, de modo que muchos soldados
carecían de la más básica instrucción cuando tuvieron que ir a la guerra. La
gran mayoría ignoraban las nuevas normas de 1812 que, según el espíritu de
las reformas militares, hacía predominar las escaramuzas y las habilidades de
los tiradores[51]. La infraestructura militar prusiana se mostró incapaz de
hacer frente a la rápida proliferación de unidades de la Landwehr. Todavía en
el verano de 1815, muchos hombres carecían de capotes, calzado e incluso de
pantalones[52]. Los uniformes y el equipo eran financiados localmente, y a
veces eran de calidad inferior. Por lo mismo, había grandes variaciones en la
calidad de las prestaciones bélicas. Mientras la Landwehr del Ejército del
Norte combatió de manera tan eficaz como las unidades del ejército regular
que estaba a su lado, las asignadas al Ejército de Silesia de Blücher se
mostraron poco fiables bajo fuego enemigo[53].
Los reformadores militares pretendían sobre todo dotar al esfuerzo de
guerra con el entusiasmo patriótico de la población prusiana. En esto,
asimismo, tuvieron un éxito solo parcial. No todos los súbditos de la corona

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prusiana se sentían impulsados del mismo modo por los llamamientos
patrióticos. En partes de Silesia y de Prusia Occidental, el reclutamiento de
regimientos de la Landwehr provocó que muchos huyeran a través de la
frontera a la Polonia controlada por Rusia. Muchos comerciantes,
terratenientes y posaderos se aferraban al viejo sistema de exenciones y
pidieron a las autoridades que ignorasen a sus hijos, o bien presentaron
certificados médicos de dudosa autenticidad que indicaban que estaban
demasiado enfermos para el servicio militar. El patriotismo no era desigual
solo regionalmente, sino también socialmente. Los varones instruidos —
alumnos de bachiller, estudiantes universitarios y hombres con cualificaciones
académicas— eran la gran mayoría en los contingentes de voluntarios.
Constituían el dos por ciento de la población, pero eran el 12 por ciento de los
voluntarios. Más notables todavía son las cifras para los artesanos, que
formaban el siete por ciento de la población total pero el 41 por ciento de los
voluntarios. Por el contrario, los campesinos, que representaban casi los tres
cuartos de la población del reino proporcionaban solamente el 18 por ciento
de los voluntarios, y la mayoría de estos eran braceros sin tierras o
campesinos libres de fuera del corazón agrario del estado prusiano, en el este
del Elba. La constitución social del activismo patriótico se había expandido
mucho desde los días de la Guerra de los Siete Años, pero seguía siendo un
fenómeno predominantemente urbano[54]. Aun con estas limitaciones, el
público prusiano respondió a una escala sin precedentes a los llamamientos
del gobierno para recabar ayuda. La campaña «oro por hierro» de recogida de
fondos obtuvo 6,5 millones de táleros en donaciones y hubo un flujo de
voluntarios prusianos para las unidades de la Landwehr y de los cuerpos
francos de fusileros voluntarios. Por primera vez, numerosos jóvenes de las
comunidades judías, que ya podían acceder legalmente al servicio militar,
deseosos de demostrar su gratitud patriótica por la emancipación, acudieron
para unirse a la bandera, en los cuerpos francos o en las unidades de la
Landwehr. Hubo una campaña judía de recogida de fondos, durante la cual
los rabinos donaron copas del Kaddish y adornos de los rollos de la Tora para
el esfuerzo de guerra[55]. Hay una señal de modernidad e inclusión en esta
guerra, en la que las mujeres jugaron un papel prominente al apoyar al estado
a través de la actividad caritativa organizada. Por primera vez en su historia,
la dinastía, de manera expresa, obtuvo el apoyo de sus súbditas: el
Llamamiento a las Mujeres del Estado Prusiano, firmado por doce mujeres de
la familia real prusiana y publicado en marzo de 1813, anunciaba la fundación
de una Asociación de Mujeres por el Bien de la Patria y animaba a «las

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mujeres e hijas de noble pensamiento de todas las clases sociales a apoyar el
esfuerzo de guerra donando joyas, dinero, materias primas y trabajo». Entre
1813 y 1815, se crearon unas 600 asociaciones femeninas con esta finalidad.
De nuevo aquí, las mujeres judías representaron un conspicuo subgrupo.
Rahel Levin organizó un círculo de amigas ricas para coordinar una
ambiciosa campaña de recaudación y viajó a Praga en el verano de 1813 para
supervisar la creación de una misión médica dedicada al cuidado de los
heridos prusianos. «Estoy en contacto con nuestro comisariado y nuestro
cuerpo de cirujanos», escribía a su amigo y futuro marido Karl Varnhagen.
«Tengo gran cantidad de hilos, vendas, trapos, calcetines, camisas; preparo
comidas en varios distritos de la ciudad; atiendo personalmente a treinta o
cuarenta fusileros y soldados cada día; lo discuto y lo inspecciono todo[56]».
Nada mejor para captar la cualidad popular de la movilización prusiana
del tiempo de guerra que las nuevas condecoraciones creadas para premiar
servicios distinguidos a la patria. La Cruz de Hierro, diseñada y adoptada por
iniciativa del monarca, fue la primera condecoración prusiana que se confería
a todos los rangos. «El soldado [debería estar] en igualdad de condiciones con
el general, ya que el pueblo sabrá, cuando vea a un general y a un soldado con
la misma condecoración, que el general la ha merecido por los méritos de sus
capacidades, mientras que el soldado solo la habrá merecido en su propia y
estrecha esfera». Aquí, por primera vez, se daba un reconocimiento de que el
valor y la iniciativa eran virtudes que podían hallarse por igual en todas las
clases del pueblo —el rey personalmente echó abajo una propuesta de su
Estado Mayor que limitaba el uso de la condecoración al rango de sargento
mayor para abajo—. La nueva medalla, adoptada formalmente el 10 de marzo
de 1813, era un objeto austero —una pequeña cruz de Malta fundida en hierro
colado y decorada solo con un ramito de hojas de roble, las iniciales del rey
con una corona encima y el año de la campaña. Se eligió el hierro por razones
prácticas y simbólicas. Había escasa provisión de metales preciosos y resultó
que en Berlín había excelentes fundiciones locales especializadas en el uso
decorativo de hierro fundido. Igualmente importante era la significación
metafórica del hierro: como observó el rey en un notable memorando de
febrero de 1813, este era un «tiempo de hierro» para el estado prusiano, en el
que «solo hierro y determinación» podrían traer la redención. En un gesto
extraordinario, el rey ordenó que todas las demás condecoraciones se
suspendieran durante el resto de la guerra y así se transformara la Cruz de
Hierro en un memorial de campaña. Una vez que los aliados alcanzaron París,
el rey ordenó que la Cruz de Hierro fuese incorporada a todas las banderas e

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insignias prusianas que habían permanecido en servicio a lo largo de la
guerra. Desde el primer momento, la Cruz de Hierro quedó establecida como
un lieu de mémoire [lugar de la memoria] prusiano[57].
El 3 de agosto de 1814 se aprobó una condecoración complementaria para
las mujeres que hubiesen hecho una contribución distinguida al esfuerzo de
guerra. El espíritu que presidía todo ello era el de la reina fallecida, Luise, que
iba en camino de ser canonizada secularmente y convertirse en una madonna
prusiana. La Orden de Luise se parecía por su forma a la Cruz de Hierro, pero
estaba esmaltada en azul de Prusia y llevaba montado en el centro un
medallón con la inicial «L». Podían recibir esta condecoración todas las
mujeres prusianas, de nacimiento o naturalizadas, de todos los estratos
sociales, casadas o solteras. Entre las que la obtuvieron por su labor caritativa
y por conseguir fondos estaba Amalia Beer, madre del compositor Giacomo
Meyerbeer, que era una de las mujeres más ricas de la élite judía de Berlín: el
rey consideró que la medalla, habitualmente fundida en forma de cruz, fuese
modificada para no ofender su sensibilidad religiosa[58].
La creación de la Luisenorden reflejaba la existencia de una comprensión
más amplia por parte del público de las fuerzas movilizadas en la guerra de lo
que era posible en el siglo XVIII. Por primera vez, las iniciativas voluntarias de
la sociedad civil —y en particular de sus miembros femeninos— se
celebraban como parte integrante de los éxitos militares del estado. Una
consecuencia de esto fue el nuevo énfasis en el activismo de las mujeres. Pero
esta inclusión se vio acompañada por un elevado énfasis en la diferencia de
género. En el documento que fundaba la Orden de Luisa, Federico
Guillermo III resaltaba el carácter específicamente femenino y
funcionalmente subordinado de la contribución de las mujeres:

Cuando los hombres de nuestro bravo ejército sangraban por su Patria, encontraron reparo y
descanso en los cuidados reconfortantes de las mujeres. Las madres e hijas de esta tierra temían
por sus seres queridos que luchaban contra el enemigo y lloraban por los caídos, pero la fe y la
esperanza les daban la fuerza para hallar la paz en el trabajo incansable por la causa de la
Patria… Es imposible honrar a todos los que decoraron sus vidas con tales hechos de servicio
silencioso, pero nosotros pensamos que es hermoso honrar a quienes de entre aquellos cuyos
méritos son reconocidos como especialmente grandes[59].

Lo que contaba respecto al nuevo discurso del género no era el énfasis


sobre la diferencia, sino la tendencia a verlo en un principio que estructuraba
la sociedad civil. Cuando el servicio de las armas se expandió para abarcar
(en teoría) a todos los hombres en edad militar, se hizo posible imaginar a la
nación prusiana en términos cada vez más masculinos y patriarcales. Si, como

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reflejaba la Ley de Defensa de Prusia de 1814, el ejército era «la principal
escuela para preparar a toda la nación para la guerra», de esto derivaba que la
nación estaba compuesta solo de hombres. Las mujeres, por implicación, se
veían confinadas a una esfera privada secundaria por su especial capacidad
para la empatia y el sacrificio.

Sería un error considerar esto solo como consecuencia de las campañas


contra Napoleón. El filósofo patriota Fichte ya había tratado, desde fines de
los años 1790, que la ciudadanía activa, la libertad cívica e incluso los
derechos de propiedad se les habían negado a las mujeres, cuya vocación era
la de someterse totalmente a la autoridad de sus padres y maridos. El
movimiento gimnástico fundado por Jahn en 1811 se centraba en la estima de
una forma supuestamente masculina de proezas físicas, como era el
patriotismo agresivo del poeta y publicista nacionalista Ernst Moritz
Arndt[60]. En ese mismo año, se reunió en Berlín un círculo de patriotas para
fundar una Sociedad de Cenas Cristiano-Alemana, cuyos estatutos,
explícitamente, excluían a las mujeres (e igualmente a los judíos y a los
judeoconversos). Entre los primeros hechos culturales de la sociedad estaba
una lectura de Fichte sobre el «casi ilimitado sometimiento de la esposa al
marido». Pero las guerras agudizaron tales distinciones y las grabaron más
profundamente en la conciencia pública. La equivalencia establecida aquí
entre masculmidad, servicio militar y ciudadanía activa se haría mucho más
pronunciada a medida que el siglo fuese avanzando[61].

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La «memoria» de la guerra

El 18 de octubre de 1817, unos 500 estudiantes de al menos once


universidades alemanas se concentraron en el Wartburg, un castillo de las
colinas de Turingia donde Lutero había pasado algún tiempo estudiando tras
su excomunión por el papa León X. Se habían reunido para celebrar el 300
aniversario de la Reforma y el cuarto aniversario de la batalla de Leipzig.
Ambos aniversarios recordaban momentos legendarios de la liberación de la
historia de la nación alemana; el primero, del «despotismo papal», el segundo
del yugo de la tiranía francesa. Además de cantar canciones patrióticas, los
jóvenes del Wartburg quemaron solemnemente las publicaciones de cierto
número de autores reaccionarios. Entre las obras echadas a las llamas estaba
el panfleto publicado al terminar las guerras de liberación por Theodor Anton
Heinrich Schmalz, rector de la Universidad de Berlín. En el panfleto Schmalz
atacaba a las sociedades secretas patrióticas que se habían formado en Prusia
durante la ocupación y rechazaba contundentemente la idea de que la guerra
contra los franceses había sido impulsada por una oleada de entusiasmo
popular en Prusia. Aquellos prusianos que se habían incorporado a las tropas,
afirmaba Schmalz, no lo habían hecho por entusiasmo por la causa, sino más
bien por sentido del deber, «exactamente como una persona corre a la casa de
un vecino que está ardiendo[62]». En la época de su aparición, en 1815, el
panfleto provocó una tormenta de airadas protestas por parte de los publicistas
patriotas. El propio Schmalz quedó sorprendido y afectado ante la
vehemencia de la respuesta del público[63]. Dos años más tarde su descripción
de un pueblo que seguía a su rey cansadamente a la guerra seguía ofendiendo
a los estudiantes del Wartburg, muchos de los cuales eran exvoluntarios, que
habían programado la convocatoria para que cayese en el cuarto aniversario
de la más grande y decisiva confrontación de las guerras de liberación.
El auto de fe simbólico del Wartburg nos recuerda la controversia y la
emoción que acompañó la memoria de las guerras de liberación en los años de
la inmediata posguerra. Los estudiantes del Wartburg habían adoptado como
bandera los colores negro, rojo y oro del cuerpo de voluntarios de Lützow. No
estaban conmemorando una «guerra de liberación», sino una «guerra de
libertad»; no una guerra entre ejércitos regulares, sino una guerra de
voluntarios; «no una guerra», como dijo el fusilero voluntario y poeta caído
Theodor Körner, «para que las coronas sepan de ella», sino más bien «una
cruzada, una guerra santa[64]». Concebían la guerra contra los franceses como
«una insurrección del pueblo[65]». Tales preocupaciones contrastaban

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burdamente con la memoria conservadora de los años de guerra. Fueron «la
princesa y sus ministros», escribía el publicista Friedrich von Gentz en los
días siguientes al festival de Wartburg, quienes «realizaron las mayores
[hazañas] en la guerra contra Napoleón».

Todos los demagogos y panfletistas del mundo y de la posteridad no pueden arrebatárselo […].
Ellos prepararon la guerra, la fundaron, la crearon. E hicieron incluso más: la dirigieron, la
alimentaron, la avivaron […]. Aquellos que hoy, en su juvenil audacia, suponen que ellos
derribaron al tirano [Gentz se refiere a los estudiantes del Wartburg], no habrían podido ni
siquiera echarlo de Alemania[66].

En parte, tales divergencias en la memoria se basaban en el carácter


híbrido de la lucha. Las guerras de liberación fueron guerras de gobiernos y
monarcas, de alianzas dinásticas, derechos y reclamaciones, en las que la
principal preocupación era restablecer el equilibrio de poder en Europa. Pero
también se habían involucrado —en una medida sin precedentes en la historia
de Prusia— milicias y voluntarios motivados políticamente. De los casi
290 000 oficiales y soldados movilizados en Prusia, 120 656 sirvieron en
unidades de la Landwehr. Además de los regimientos de la Landwehr, que
generalmente estaban mandados por oficiales del ejército prusiano, había una
variedad de cuerpos francos, unidades de fusileros voluntarios reclutados en
Prusia y otros estados alemanes. A diferencia de sus colegas del ejército
regular, juraban lealtad no al rey de Prusia, sino a la patria alemana. Al
terminar las hostilidades, los cuerpos francos, como el famoso de los
Cazadores de Lützow, formaban el 12,5 por ciento de las fuerzas armadas
prusianas, unos 30 000 soldados en total[67]. El intenso patriotismo de muchos
voluntarios estaba ligado a potenciales visiones subversivas de un orden
político ideal alemán o prusiano.
Con todo, sería erróneo sugerir que la divergencia entre la memoria de la
dinastía y la de los voluntarios sobre las campañas derivaba solo o incluso en
primer lugar de los modos diferentes de alistamiento y de experiencias de
combate. No todos los patriotas posbélicos sirvieron en cuerpos de
voluntarios; muchos habían servido en la milicia de la Landwehr y en
regimientos de línea, o no habían servido en absoluto. Tampoco eran inmunes
al fermento patriótico de los años de guerra los oficiales y soldados del
ejército regular. En enero de 1816, según informes del enviado británico en
Berlín, había oficiales que habían sido «infectados» por «impulsos
revolucionarios» en casi todos los regimientos del ejército regular[68]. Los
Cazadores Voluntarios (freiwillige Jager), por otro lado, incluían nobles (tales
como Wilhelm von Gerlach y el hijo del conde Friedrich Leopold Stolberg)

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cuya orientación política en el período posbélico era conservadora o
aristocrático-corporativa más que liberal o democrática[69]. Las controversias
del período posbélico fueron impulsadas no solo por las distintas memorias de
las experiencias del tiempo de guerra como tales, sino también por la
instrumentalización de la memoria con fines políticos.
Prusia encontró varias maneras de conmemorar las guerras de liberación
en los años que siguieron a 1815. Los archivos provinciales —en particular
los boletines de noticias (Zeitungsberichte) archivados cada mes por los
gobiernos provinciales— describen los tañidos de las campanas de las
iglesias, los torneos de tiro al blanco, las procesiones con los hombres en
uniformes de la milicia y los acontecimientos teatrales locales para
conmemorar la batalla de Leipzig y Waterloo[70]. Se fundaron «clubs de
voluntarios» y «asociaciones funerarias» en las ciudades prusianas en los años
1830 y 1840 para recaudar fondos para los entierros ceremoniales de los
voluntarios veteranos fallecidos. Estos grupos no solo pagaban los gastos del
entierro, sino que proporcionaban también hombres de uniforme para la
procesión funeraria, recordando así a la comunidad el estatus especial de
aquellos —sin importar cuán humilde fuera su estatus social— que habían
servido a su rey y a su patria en las guerras contra los franceses[71]. En los
años 1840, según un informe aparecido en el periódico berlinés Vössische
Zeitung, los veteranos se reunían casi cada año en varias localidades para
renovar los contactos y recordar a los camaradas caídos. En junio de 1845, en
el trigésimo aniversario de la batalla de Waterloo, hubo numerosas reuniones
de veteranos que habían servido en los regimientos de la Landwehr y del
ejército regular, y también encuentros de los voluntarios de Lützow que aún
vivían, que se reunían alrededor del roble junto al cual había sido enterrado el
poeta y fusilero voluntario Theodor Korner[72].
Durante los decenios posbélicos los voluntarios, o Freiwilliger,
continuaron gozando de un estatus especial; por ejemplo, en las memorias de
infancia de Theodor Fontane hallamos una descripción de una ejecución
pública que había tenido lugar en 1826, cuando su familia vivía en
Swinemünde. Al ser uno «de los de 1813» Fontane padre fue seleccionado
para marchar a la cabeza de la procesión municipal hasta la plaza de la
ejecución para vigilar el gentío que se hallaba en torno al cadalso. Por su lado
el condenado, un asesino, continuó creyendo hasta el último aliento que sería
perdonado gracias a una carta de recomendación que había recibido del rey
tras la batalla de Jena[73]. El general Yorck, asimismo, estuvo bajo el hechizo
de la guerra contra Francia. Su culto privado de la memoria se centraba en la

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Convención de Tauroggen y en su pérdida del favor real. La convención
nunca fue reconocida oficialmente como acto del estado por la corona
prusiana; quedó confinada, pues, al menos a corto plazo, a la esfera de la
memoria privada. Aun cuando Yorck fue exonerado de toda ofensa por una
comisión de investigación en marzo de 1813, siguió convencido de que se le
habían denegado los honores que merecía por su labor durante la fase inicial
de la guerra contra Napoleón. El documento original con el texto de la
convención no fue devuelto para su depósito entre los papeles del estado, sino
que permaneció como reverenciada reliquia en el archivo familiar de los
Yorck. La estatua de tamaño natural, aislada, que adorna la tumba del general
en la hacienda familiar fue encargada por el propio Yorck; y lo muestra con
un rollo de piedra que lleva grabadas las palabras «Convención de
Tauroggen[74]».
Los diferentes casos revelan una memoria de las guerras de liberación
anclada en contextos sociales específicos[75]. Podemos hablar, por ejemplo, de
una memoria judía diferenciada de las guerras de liberación, en la que la
historia de los reclutamientos de voluntarios estaba entrelazada estrechamente
con la narrativa de la emancipación. Sin duda, cuando los rabinos de Breslau
bendijeron las armas de los voluntarios judíos el 11 de marzo de 1813,
dispensándolos al mismo tiempo de las más estrictas formas de observancia
religiosa por la duración de la campaña, no olvidaron puntualizar que la
ceremonia marcaba el primer aniversario del Edicto de Emancipación
prusiano[76]. La participación judía en la campaña sería invocada, y así fue,
como un argumento contra la legislación discriminatoria[77]. En 1843, cuando
el Militdrwochenblatt incluyó estadísticas de las guerras de liberación,
quitando importancia básicamente al número de voluntarios judíos, hubo
indignadas protestas y correcciones por parte de periódicos judíos tales como
Der Orient y Allgemeine Zeitung des Judentums[78]. Esta memoria de las
guerras de liberación encontró expresión pictórica en las pinturas de Moritz
Daniel Oppenheimer, el «primer artista judío moderno[79]», conocido por sus
retratos de judíos convertidos y asimilados. En un cuadro de 1833-1834,
titulado Retorno del voluntario judío de las guerras de liberación con su
familia, que aún vive según la Antigua Costumbre, Oppenheimer pintó a un
joven de uniforme militar rodeado por su familia en una habitación llena de
símbolos caseros y de culto judío. La luz penetra por la ventana de la estancia,
iluminando el galón en su chaqueta. No puede haber mejor ilustración de la
relación entre el prolongado proceso de asimilación y emancipación y la
«memoria de 1813[80]».

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La guerra fue conmemorada también a través de la erección de
monumentos. Karl Friedrich Schinkel, el más grande de los arquitectos
prusianos, diseñó un espléndido monumento conmemorativo que fue
colocado en la cumbre del Tempelhofer Berg, luego conocido como
Kreuzberg, en 1821. Erigido en el punto más alto del por otra parte plano
paisaje de Berlín, y que parece una torre de iglesia gótica en miniatura, estaba
bien situado para convertirse en altar de la sacralizada memoria de la guerra.
Pero el monumento de Schinkel llevaba una inscripción que dejaba claro que
hablaba por una memoria en particular: la memoria dinástica de la guerra, que
situaba al rey a la cabeza de su pueblo. «Del rey a su pueblo que, a su
llamamiento, sacrificó noblemente su sangre y sus bienes por la patria». El
mensaje estaba reforzado por las doce figuras colocadas en nichos alrededor
del monumento. Concebidos en un principio como «genios» que
representaban a las grandes batallas de las guerras de liberación, fueron
alterados para convertirse en retratos de generales y miembros de las casas
reinantes prusiana y rusa[81]. Asimismo, lápidas conmemorativas en las
iglesias de Prusia llevaban la inscripción: «Por el rey y por la patria[82]». Los
monumentos a los caídos prusianos en los campos de batalla de Gross-
Gorschen, Haynau, en el Katzbach, Dennewitz y Waterloo llevaban la
leyenda: «El rey y la patria honran a sus héroes caídos. Descansen en paz[83]».

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36. Retorno del voluntario judío de las guerras de liberación con su familia, que aún vive según la
Antigua Costumbre, óleo de Moritz Daniel Oppenheimer, 1833-1834.

Por el contrario, parecía que la memoria de la guerra de los patriotas


voluntarios iba a quedar sin ser recordada en piedra. Entre aquellos que
sintieron este problema más profundamente estaban el pintor Caspar David
Friedrich, patriota y político radical que había crecido en Greifswald
(Mecklenburg), pero que ahora vivía en la ciudad sajona de Dresde, y Ernst
Moritz Arndt, que provenía de la isla de Rügen, en la porción del viejo
ducado de Pomerania que había pasado de Suecia a Prusia en 1815. Arndt y
Friedrich colaboraron en una estatua de Scharnhorst pero no recibieron
ningún apoyo oficial para el proyecto. Ambos hombres vieron la guerra
prusiana contra Napoleón como una empresa «nacional» alemana y, para
ambos, la memoria del conflicto estaba relacionada íntimamente con las
políticas radicales. «No estoy sorprendido en absoluto», escribía Friedrich a
Arndt en marzo de 1814, «de que no se erijan monumentos conmemorativos
para marcar la gran causa del Volk, ni para marcar los magnánimos hechos de
los hombres de la gran Alemania. Mientras sigamos siendo siervos de los
príncipes, nada de todo esto ocurrirá[84]». La ausencia de un monumento
adecuado a las guerras «populares» de liberación fue un tema al que Friedrich

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volvía repetidamente en las pinturas que produjo en los años posteriores a
1815. No solo los patriotas voluntarios, sino también los reformadores de las
instituciones militares y burocráticas eran sensibles a la manera en que las
remembranzas públicas de las guerras de liberación habían sido redirigidas a
favor de la tradición dinástico-militar. En 1822, cuando Theodor von Schön,
el presidente provincial liberal de Prusia Occidental y anteriormente estrecho
asociado de Stein, oyó que había planes para erigir un monumento al general
conservador Von Bülow, propuso, en cambio, que se levantase una estatua al
miliciano que, al parecer, gritó «chúpame el culo» cuando Bülow lanzó una
orden de retirada durante su avance sobre Leipzig[85].
¿Cómo se podía conmemorar públicamente una guerra sin monumentos?
Este era uno de los problemas planteados por Friedrich Ludwig Jahn y sus
gimnastas. A unos cuantos años de su fundación en el parque de Hasenheide,
en los alrededores de Berlín, el movimiento se había extendido más allá de las
fronteras del reino, atrayendo a nuevos miembros a lo largo de la Alemania
central y septentrional protestante. En 1818 Jahn estimaba que había 150
clubs gimnásticos en total, que comprendían unos 12 000 miembros[86].
Mientras que las representaciones públicas del pasado en piedra, desde 1815,
siguieron sujetas, como de costumbre, a un monopolio dinástico, los
gimnastas desarrollaron nuevas vías para perpetuar un recuerdo de la guerra
modulado según su propio nacionalismo voluntarista. Realizaban
peregrinaciones a los campos de batalla de las guerras de liberación.
Concebían y celebraban días de fiesta por la memoria, el más importante de
los cuales era el aniversario de la batalla de Leipzig. El primero de tales
acontecimientos memoriales tuvo lugar en el Hasenheide el 18 de octubre de
1814 y atrajo unos 10 000 espectadores. Con su sinfonía de cuerpos en
disciplinado movimiento, sus canciones, sus luces llameantes y sus
procesiones con antorchas, sentaron las bases para posteriores aniversarios,
hasta la supresión del movimiento gimnástico en 1819.
El festival gimnástico fue una gran fiesta en el año gimnástico, y su
función como memoria populista de las guerras de liberación no dejaba de ser
contemplado por sus contemporáneos. Pero el propio arte gimnástico era una
especia de puesta en escena de la memoria. Era algo más que un programa de
salud; era el mantenimiento disciplinado de una disposición inmediata para la
lucha y el conflicto. En los primeros años posbélicos esta situación de
disponibilidad seguía evocando los años de la ocupación francesa. No era,
como hemos visto, la postura del soldado, sino la del voluntario civil. El
uniforme que llevaban los gimnastas, que estaba diseñado por el propio Jahn,

Página 418
reforzó ulteriormente tales asociaciones conmemorativas. El uniforme de
gimnasta pertenecía a un código sartorial propio de los primeros años del
siglo XIX, que unía al patriótico «traje alemán antiguo» (altdeutscheTracht)
popularizado por Jahn en el cambio de siglo con las chaquetas amplias de los
fusileros voluntarios, y las dos indumentarias estaban relacionadas con los
vestidos de los estudiantes de las Burschenschaften (hermandades de
estudiantes nacionalistas), en cuya historia primera Jahn había jugado también
un papel.
Los estudiantes de la hermandad, cuya membrecía se solapaba con la del
movimiento gimnástico, eran un culto rememorativo, preocupado por las
grandes hazañas del pasado reciente. A través de sus redes, las guerras
prusianas contra Napoleón estaban entreveradas por el entramado de una
memoria alemana más amplia. Cuando en diciembre de 1817, los Burschen de
Jena decidieron expresar por escrito el significado de su movimiento,
recordaron a su público las experiencias rememoradas que todavía los
mantenían unidos. «Porque todos hemos visto el gran año 1813», escribían,
volviendo sobre las heridas sufridas y los amigos perdidos en el campo de
batalla. «¿Y no seríamos despreciables ante Dios y ante el mundo si no nos
hubiésemos ocupado de y sostenido tales pensamientos y sentimientos? Nos
hemos ocupado de ellos y los hemos sostenido y volvemos a insistir en ellos
una y otra vez y nunca los olvidaremos[87]».
Envuelta en este culto de la memoria estaba la posibilidad de una nueva
forma de política. El énfasis de los patriotas posbélicos en la experiencia
vivida como fuerza capaz de unir a los seres humanos puede resultar evidente
y nada notable para nosotros; sin embargo, fue un invento del período y
contenía todas las señales del romanticismo de los primeros tiempos del
siglo XIX[88]. El festival del Wartburg fue una «nueva forma de acción
política[89]», y no solo porque representase la búsqueda de un «yo burgués»
introvertido, imaginado por el lenguaje y el pensamiento del romanticismo
para un nuevo tipo de comunidad política, soldada por un compromiso
emocional compartido. Recordar era forjar lazos con los propios compañeros;
el olvido significaba traición. El llamamiento a un pasado conservado en
común no excluía a aquellos que nunca habían sido voluntarios, ya que la
verdadera finalidad de los festivales y de los rituales era hacer que la gente
«recordase» los acontecimientos, aunque nunca hubiesen participado en ellos.
El resultado fue una forma de espectáculo público que podía generar
poderosas emociones tanto en los espectadores como en los participantes.

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Estas políticas no eran racionales ni discutibles, sino simbólicas, cúlticas y
emocionales[90].

¿Prusianos o alemanes?

Desde sus comienzos como fenómeno ampliamente literario en el seno de la


clase media instruida, durante la Guerra de los Siete Años, el patriotismo
prusiano ha significado siempre más que una mera voluntad de defender la
madre patria. Ha mezclado compromisos emocionales con aspiraciones
políticas. Todo esto era mucho más amenazador en la época napoleónica de lo
que lo había sido durante la Guerra de los Siete Años, en parte porque los
elementos sociales capaces de apoyar el entusiasmo patriótico eran mucho
más amplios, y en parte porque el ambiente retórico en el que se había
articulado se había radicalizado a causa de la Revolución francesa y las
controversias sobre las reformas. «Una cosa está clara ahora», escribía el
joven Leopold von. Gerlach al observar los frenéticos preparativos de guerra
en Breslau en febrero de 1813. «El punto de vista predominante entre los
individuos más independientes es extremadamente jacobino y revolucionario.
Todo aquel que habla de la necesidad de un futuro construido sobre bases
históricas, todo aquel que busca injertar los brotes de lo nuevo en los tallos
todavía sanos [del pasado], es ridiculizado, de modo que yo mismo me veo
dudar de mis convicciones[91]».
El problema no era simplemente que el patriotismo a veces coincidía con
la política radical, sino que también podía derivar sin que se notase en un
compromiso nacionalista que amenazaba con subvertir la legitimidad de las
distintas dinastías alemanas. La palabra «nación» se utilizaba para referirse
tanto a Prusia como a Alemania. Hardenberg y Yorck podían estar en
extremos opuestos del espectro político, pero ambos eran leales prusianos
(aun cuando Yorck hallaba difícil, en ocasiones, reconciliar su lealtad a Prusia
con su obediencia al monarca reinante). Por el contrario, Fichte, Boyen,
Grolman y Stein eran nacionalistas alemanes sin ambigüedades. Para Stein el
nacionalismo venía a implicar el completo abandono de cualquier
compromiso con algún interés específicamente prusiano: «Solo tengo una
Patria, que se llama Alemania, y estoy dedicado con todo mi corazón solo a
ella y no a una parte concreta de ella», declaraba en una carta de noviembre
de 1812. «Para mí, en este gran momento de transición, las dinastías me son
completamente indiferentes […]. Pon lo que quieras en el lugar de Prusia,

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disuélvela, refuerza a Austria con Silesia y el Mark electoral y el norte de
Alemania, excluyendo a los príncipes desterrados[92]».
La tensión íntima entre el patriotismo prusiano y el nacionalismo alemán
contenía una amenaza y una promesa. La amenaza era que la agitación
nacionalista podía convertirse en una fuerza capaz de desafiar a la autoridad
dinástica en todos los estados alemanes, que podía sustituir con una nueva
cultura horizontal de lealtades y afinidades el orden jerárquico del Antiguo
Régimen y por ello barrer la herencia particularista que había dotado a Prusia
con una historia y un significado diferenciados. La promesa era que Prusia
podía hallar un camino para aprovechar el entusiasmo nacional en su propio
interés, cabalgar la ola nacionalista sin desprenderse de su identidad y sus
instituciones particularistas. A corto plazo, la amenaza eclipsó la promesa,
cuando Federico Guillermo III se unió a otros soberanos en la supresión de la
«demagogia» nacionalista y en el silenciamiento de la memoria pública de la
guerra de los voluntarios. Pero a largo plazo, como veremos, los líderes
políticos prusianos se hicieron expertos en discernir y explotar las sinergias
entre las aspiraciones nacionalistas y los intereses territoriales. A lo largo de
este proceso, la memoria dividida de los años posbélicos dio lugar a una
pacífica síntesis en la que los elementos populares y dinásticos se yuxtaponían
y se veían como complementarios. Purgada de sus ambigüedades políticas, la
guerra de Prusia contra Napoleón acabaría siendo remodelada —aunque
incongruentemente— como una guerra mítica de liberación nacional alemana.
Los gimnásticos, la Cruz de Hierro, el culto de la reina Luise, incluso la
batalla de Jena, todo ello acabará convirtiéndose con el tiempo en símbolos
nacionales alemanes, legitimando las ambiciones prusianas a un liderazgo
político sobre la comunidad de estados alemanes[93].

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12
LA MARCHA DE DIOS A TRAVÉS DE LA
HISTORIA

L os arreglos territoriales acordados en el Congreso de Paz de Viena de


1814-1815 crearon una nueva Europa. En el noroeste apareció un estado
compuesto holandés-belga, el Reino Unido de los Países Bajos. Noruega fue
transferida de Dinamarca a Suecia. Austria penetró profundamente en Italia
con la adquisición del Lombardo-Véneto y con la instalación de dinastías de
los Habsburgo en los tronos de Toscana, Módena y Parma. Las fronteras del
imperio ruso fueron rediseñadas con el fin de abarcar el grueso de la Polonia
oriental y central, extendiéndose hacia el oeste como nunca lo había hecho
antes en la historia de Europa.

El nuevo dualismo

Para Prusia, además, se trató de un nuevo comienzo. No había vuelta atrás en


cuanto a las fronteras anteriores a 1806. Una gran parte del territorio polaco
adquirido en los años 1790 (exceptuado el Gran Ducado de Posen) pasó al
control de Rusia, y la Frisia Oriental (prusiana desde 1744) fue cedida al
Reino de Hanóver. A cambio, los prusianos adquirieron la mitad septentrional
del Reino de Sajonia, la porción sueca de Pomerania occidental y un extenso
trozo del territorio renano y de Westfalia desde Hanóver en el este a los
Países Bajos y a Francia en el oeste[1]. No fue ningún triunfo de la voluntad
de Prusia. Berlín fracasó en conseguir lo que quería y obtuvo lo que no
quería. Habría querido la totalidad de Sajonia, pero Austria bloqueó la

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iniciativa y las potencias occidentales y los prusianos hubieron de
arreglárselas con la partición de Sajonia del 8 de febrero de 1815. Gracias a
este arreglo, Prusia adquiría aproximadamente dos quintos de este reino, que
incluían la ciudad fortificada de Torgau y la ciudad de Wittenberg, desde
donde Lutero había lanzado la Reforma en 1517, clavando sus tesis en la
puerta de la catedral. La creación de una extensa cuña de territorio prusiano
en occidente a lo largo del Rin no había sido una idea de los prusianos, sino
de los políticos británicos, quienes ya desde hacía tiempo estaban
preocupados por el vacío de poder creado por la retirada de los Habsburgo de
Bélgica y querían que Prusia sustituyese a Austria como «centinela» alemán
que vigilase la frontera oriental de Francia[2]. Esto convino a los austríacos;
estaban satisfechos por verse libres de los molestos belgas, que ahora
iniciaban un breve e infeliz período de gobierno holandés.
Los prusianos fracasaron también en hacer oír su punto de vista en las
complejas negociaciones sobre la futura organización de los estados
alemanes. Lo que querían los prusianos (cuya delegación estaba encabezada
por Hardenberg y Humboldt) era una Alemania con órganos ejecutivos
centrales fuertes a través de los cuales Prusia y Austria se repartirían el
control sobre los estados menores —resumiendo, una «solución hegemónica
dualista fuerte[3]»—. Por el contrario, los austríacos buscaban una laxa
asociación de estados independientes con un mínimo de instituciones
centrales. El Tratado Confederal Alemán, firmado el 5 de junio de 1815
(revisado en el Acta Final del Tratado de 1820) representó una victoria de la
concepción austríaca sobre la prusiana. La nueva Confederación Germánica,
que se componía de 38 (luego 39) estados, disponía de un solo cuerpo central
normativo, la Dieta Federal (Bundesversammlung), que se reunía en Fráncfort
y era, en realidad, un congreso permanente de representantes diplomáticos.
Tales acuerdos fueron una derrota para esos políticos prusianos que deseaban
una organización más cohesiva de los territorios alemanes.

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Nada de esto disminuye el significado de los arreglos posnapoleónicos
para el futuro del estado prusiano. El paquete de compensaciones en
occidente creaba un bloque de territorios renanos de Prusia tan extensos como
Baden y Württemberg juntos. Enclavados en los nuevos territorios, más por
accidente que deliberadamente, estaban esas niñas de los ojos del Gran
Elector, los ducados de Jülich y Berg. Ahora el reino de los Hohenzollern era
un coloso que se extendía por todo el norte de Alemania, roto solo por un

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intervalo de 40 kilómetros de ancho en su parte más estrecha, donde los
territorios de Hanóver, Brunswick y Hesse-Kassel separaban a la «Provincia
de Sajonia» prusiana de la «Provincia de Westfalia», también prusiana. Las
consecuencias para el desarrollo político y económico de la Prusia (y de la
Alemania) del siglo XIX fueron transcendentales.
Renania estaba destinada a convertirse en uno de los motores de la
industrialización y del crecimiento europeo, un desarrollo no previsto en
absoluto por los negociadores de Viena, que atribuyeron escaso peso a los
factores económicos cuando rediseñaron el mapa de Alemania. Los arreglos
de 1815 tendrán asimismo implicaciones geopolíticas a largo plazo. Al
abandonar sus reclamaciones sobre gran parte del territorio polaco adquirido
en los años 1790, y al aceptar compensaciones en el centro y en el oeste,
Prusia reforzaba su presencia en la Europa alemana. Al mismo tiempo,
Austria abandonaba para siempre su lugar en el noroeste (Bélgica) y aceptaba
extensos nuevos territorios en el norte de Italia. Por primera vez en su
historia, Prusia abarcaba más territorios alemanes que Austria.
La Confederación no proporcionó a Berlín instituciones fuertemente
ejecutivas como las que habría necesitado con el fin de ejercer un dominio
formal sobre el norte de Alemania, pero el asunto quedó lo suficientemente
abierto como para permitir que Prusia tendiera a una hegemonía informal y
limitada sin poner en riesgo al sistema como conjunto. Precisamente porque
la Confederación fracasó en su intento de crear instituciones transterritoriales
propias, la puerta quedó abierta para que Prusia tomase la iniciativa. Dos
áreas, en particular, requirieron la atención de la administración prusiana
desde 1815: la armonización de las aduanas y una política de seguridad
federal. Estos eran los ámbitos en los que Prusia desarrolló lo que podemos
describir como «política alemana» en los decenios anteriores a las
revoluciones de 1848.

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Los ministros de Berlín no se dieron prisa en adoptar una política
aduanera expansionista. Cuando el gobierno de Hesse-Darmstadt se acercó a
Berlín en junio de 1825 con vistas a negociar un acuerdo aduanero, no fueron
admitidos, sobre la base de que la ventaja financiera potencial era muy
exigua. El peligro de que, en cambio, los de Hesse pudiesen optar por unirse a
la recién fundada unión aduanera entre Baviera y Württemberg no tuvo

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ningún peso en absoluto respecto a los prusianos. Solo a partir
aproximadamente de 1826 la administración de Berlín comenzó a pensar en
términos estratégicos más amplios. Esto era, en parte, una función de la salud
financiera del estado, que mejoraba, que suprimió la necesidad de priorizar lo
financiero sobre otras consideraciones. Aproximadamente por la misma
época, el ministerio de asuntos exteriores comenzó a insistir en que las
negociaciones aduaneras deberían ser vistas como un arma de la política
exterior de Prusia. En 1827, cuando Hesse-Darmstadt volvió a hacer un
llamamiento para establecer una unión con Berlín, fue recibido con los brazos
abiertos.
Los austríacos reaccionaron alarmados ante la noticia del nuevo acuerdo
aduanero. El tratado hesse-prusiano, observaba Metternich en una carta al
embajador austríaco en Berlín, «engendra la más angustiosa y sin duda
justificada preocupación de todos los gobiernos alemanes. De ahí que todos
los intentos prusianos deben ser vistos como destinados a enredar a los demás
estados en sus redes…»[4]. El canciller austríaco hizo lo que pudo para
disuadir a las demás cortes alemanas de que se uniesen a los prusianos;
impulsó incluso la formación de una asociación aduanera competidora, la
Unión Comercial de la Alemania Central, cuyos miembros incluían a Sajonia,
Hanóver, el Hesse electoral y Nassau, y cuyo territorio se hallaba entre los
dos bloques territoriales separados del estado prusiano posnapoleónico. Pero
hubo algunos triunfos temporales. Berlín se mostró experta en combinar
llamamientos amistosos a un iluminado interés propio con presiones y puro
chantaje. Los pequeños estados adyacentes que se negaban a entrar en la
unión hesse-prusiana se veían sometidos a muy duras contramedidas, que
incluían «guerras de carreteras», en las que se utilizaban nuevas rutas de
transporte para absorber el flujo comercial de los territorios señalados.
Finalmente, el 29 de mayo de 1829, la firma de un acuerdo con Baviera y
Württemberg permitió a Prusia y a sus asociados rodear a algunos de los
estados menores de la Unión de Alemania Central. Quedaba abierto el camino
para la amalgama de ambas zonas aduaneras.
La Unión Aduanera Alemana (Zollverein), que entró en vigor el 1 de
enero de 1834, incorporaba a la mayoría de los alemanes, exceptuada Austria.
Baden, Nassau y Fráncfort se unieron al año siguiente, seguidos, en 1841, por
Brunswick y Lüneburg. Casi un 90 por ciento de la población alemana vivía
ahora en los estados miembros de la Zollverein[5]. Nadie que observe un mapa
de los estados de la Zollverein en 1841 dejará de quedar impresionado por el
gran parecido con el estado alemán dominado por Prusia que surge de las

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guerras de 1864-1871. Con todo, este resultado estaba lejos de los horizontes
mentales de quienes hacían la política en Berlín. Lo que querían sobre todo
era extender la influencia prusiana sobre una asociación más cohesionada de
estados alemanes. La armonización aduanera se convirtió en un nuevo
escenario de la vieja competencia entre Prusia y Austria por la influencia y el
prestigio entre los territorios alemanes.
Retrospectivamente parece claro que ambos bandos sobrestimaban el
significado del éxito prusiano. La Unión Aduanera no fue nunca un
instrumento eficaz de la influencia política prusiana sobre los estados
menores. Y pudo tener, en pequeña medida, un efecto contrario, ya que
proporcionaba ingresos anuales ampliados a los gobiernos locales
conservadores, celosos de su autonomía[6]. Para los estados menores, la
pertenencia a la Unión Aduanera era un asunto de conveniencia fiscal; no
significaba —como demostrarán los acontecimientos de 1866— lealtad
política hacia Berlín[7]. Ni siquiera parece haber sentado las bases para una
primacía económica prusiana en Alemania, como se dice frecuentemente en
los viejos escritos sobre la historia económica anterior a la unificación
alemana[8]. No hay pruebas que sugieran que la Unión Aduanera acelerase
decisivamente las inversiones industriales prusianas, o que hiciese mucho
para alterar la preponderancia total de la agricultura en la economía del
reino[9]. La contribución de la Zollverein al surgimiento posterior de un
imperio alemán dominado por Prusia fue menos evidente de lo que se ha
afirmado.
La política aduanera era importante, pero por razones diferentes: durante
un tiempo, fue el campo predominante de la «política alemana» de Berlín.
Fue en esto en lo que los ministros y funcionarios aprendieron a pensar de un
modo auténticamente alemán, y a combinar los beneficios propiamente
prusianos con la construcción de un consenso y la mediación de los intereses
entre los demás estados alemanes. El largo y fatigoso trabajo a favor de una
Unión Aduanera alemana reforzó la autoridad moral de Berlín; todo esto
demostraba a la opinión liberal y progresista de los estados alemanes menores
que Prusia, con todos sus fallos, podía representar un orden de cosas más
moderno y racional. El ministro de Finanzas Friedrich von Motz y el ministro
de Asuntos Exteriores, Christian, conde von Bernstorff, los dos estadistas más
estrechamente relacionados con la política aduanera prusiana en los años
1820 y 1830, comprendieron esto y trabajaron sistemáticamente para
consolidar la reputación de Prusia como una fuerza progresista en los asuntos
alemanes[10].

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La coordinación de los acuerdos de seguridad alemanes proporcionó otra
salida a las presiones competitivas en el seno del sistema confederal. Desde
un primer momento, existía ya un ámbito en el que los intereses de Prusia y
Austria iban a chocar. Las negociaciones de Prusia de 1818-1819, que
intentaron establecer una fuerza militar federal más cohesionada y «nacional»
(bajo el liderazgo de Berlín), pero un lobby de estados menores, apoyado por
Austria, se negaron a sostener cualquier acuerdo que pudiese comprometer la
autonomía militar de las potencias alemanas menores. Tales estados lo
consiguieron por el momento, con el resultado de que Alemania quedó sin
aparato militar federal. Lo que convenía a los austríacos, que pensaron que
una estructura federal fuerte jugaría a favor de los prusianos.
La primera oportunidad de tantear la política militar confederal llegó con
la Revolución de Julio de 1830 en Francia[11]. La memoria de las invasiones
del tiempo de la Revolución de 1789 y de Napoleón estaba todavía viva y
muchos contemporáneos, especialmente en el sur, temieron que al
levantamiento del verano de 1830 lo siguiera (como en los años 1790) una
invasión del oeste de Alemania. Los políticos prusianos se dieron cuenta
enseguida de qué modo el temor a la guerra con Francia podía ser explotado
en beneficio de Prusia. En una carta al rey del 8 de octubre de 1830,
Bernstorff insistió en que se llevasen a cabo consultas militares con las cortes
del sur, con vistas a formular una política de seguridad conjunta. Esto,
afirmaba Bernstorff, no solo coincidiría con las necesidades de seguridad
inmediatas de Prusia, sino que, asimismo, «daría lugar a una confianza
general hacia Prusia, de modo que se dependería de sus consejos, sus
sugerencias y su benéfica influencia[12]».
Su política, a corto plazo, fue un éxito. En la primavera de 1831 el general
prusiano August Rühle von Lilienstern fue enviado en misión al sur de
Alemania. Hubo cordiales conversaciones con el rey de Baviera, Luis I, que
expresó dudas respecto a la idea de un mando supremo prusiano de las fuerzas
federales conjuntas, pero se mostró entusiasta de una estrecha colaboración.
«Yo no sé de una Alemania del norte y otra del sur, sino solo de una
Alemania», escribía el monarca bávaro a Federico Guillermo III el 17 de
marzo de 1831. Baviera, como Prusia, en 1815 había adquirido una porción
del territorio renano que quedaba expuesta (el Palatinado, frente a Baden, en
la orilla oeste del Rin) y esto necesitaba mucho de una política de defensa
coordinada. «La seguridad», como decía el propio rey, «podría hallarse solo
en una firme conexión con Prusia[13]». Rühle von Lilienstern tenía razón, en
parte, cuando informaba sobre la «actitud segura, sabia, magnánima y

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prudente» de Prusia y del impacto beneficioso de su política aduanera, que
había merecido el «respeto, la confianza y la simpatía» de los círculos
políticos bávaros[14]. Menos calurosa fue la recepción en Stuttgart
(Württemberg) y Karlsruhe (Baden), pero aquí también se dio un acuerdo
general sobre la necesidad de una reestructuración militar federal y de una
estrecha colaboración con Prusia. En este caso fue fácil para los austríacos
bloquear las iniciativas prusianas. Después de todo, los estados meridionales,
aunque desconfiaban de Austria y confiaban muy poco en el compromiso de
Viena en la defensa de la Alemania occidental, y se mostraban cautelosos ante
un ulterior reforzamiento del predominio de Berlín. Cuando la amenaza
directa de Francia desapareció, la disposición a cambiar independencia por
seguridad declinó. La más importante ventaja de Austria fue, simplemente, la
fisura en la estructura de la élite política prusiana. Clam-Martinitz, el tortuoso
enviado austríaco para ajustarle las cuentas a Berlín en septiembre de 1831, se
percató enseguida de que el motor de la nueva política militar federal era la
facción políticamente progresista prusiana en torno a Bernstorff, Eichhorn y
Rühle von Lilienstern. Opuesta a esta estaba la «facción prusiana
independiente» conservadora que giraba en torno al duque Carlos de
Mecklenburg, al príncipe Wilhelm Ludwig Sayn-Wittgenstein y el predicador
y hombre de confianza del rey, el hugonote Ancillon (que intrigaba con Clam
aunque, como burócrata de la oficina del exterior, era subordinado de
Bernstorff). A Clam, así, le resultó bastante fácil apartar a la estructura
decisoria prusiana jugando con diferentes intereses, enfrentando a unos con
otros. Una vez que se hubo asegurado el apoyo de la facción anti Bernstorff y
obtenido el acceso directo al rey, pudo socavar la posición del ministro de
exteriores y excluirlo de las últimas negociaciones austro-prusianas[15].
El tema de la seguridad federal resurgió en 1840-1841 ante el temor a una
invasión francesa. Tras las tensiones internacionales por la Cuestión de
Oriente, el primer ministro Adolphe Thiers, en París, habló vagamente de un
ataque francés en el Rin. En Alemania, la «Crisis del Rin» desencadenó una
oleada de nacionalismo ultrajado. Una vez más, un grupo dentro de la
administración prusiana trató de explotar la ocasión. Se despachó a un alto
emisario prusiano a las cortes suralemanas para discutir una cooperación
militar más estrecha. Y de nuevo la acogida fue calurosa, al menos en un
primer momento. El enviado austríaco en Berlín estuvo listo para captar la
alarma, informando de que el gabinete prusiano trabajaba para fundar «si no
de nombre, al menos de facto, una Alemania prusiana[16]». Los estados
alemanes del sur jugaron a dos bandas, confesando a los prusianos que no se

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fiaban de los austríacos y a los austríacos que temían a los prusianos. Un
enviado austríaco siguió la pista de la misión prusiana, tratando de persuadir a
las cortes suralemanas para reducir el daño. De nuevo, fueron los austríacos
los que acabaron venciendo en la batalla diplomática, obligando a Prusia a
renunciar a toda iniciativa unilateral y a trabajar en concierto con Viena para
conseguir un arreglo negociado.
Así, los prusianos obtuvieron escasas ganancias pese a sus esfuerzos. Una
de las razones de esto fue simplemente que los estados sureños veían todas
estas iniciativas con profunda desconfianza, especialmente si se debían a
Prusia. Los austríacos, que en un comienzo se habían erigido en garantía de la
autonomía de los pequeños estados alemanes, supieron jugar con estos
temores con gran eficacia. Luego estaba el hecho de que Berlín no disponía
todavía de un aparato gubernamental unitario de decisión política. Los
ministros y otros personajes políticos importantes no tenían todavía una
responsabilidad colectiva —los reformadores se habían dado cuenta de este
problema, pero no habían sido capaces de imponer un remedio duradero—.
En cambio, los ministros, los consejeros reales, los cortesanos e incluso los
funcionarios subordinados trataban de hacerse con influencias en sus luchas
entre ellos, creando brechas que los austríacos consideraron fáciles de
explotar. Proseguía la lógica de la «antecámara del poder», desbaratando la
alta política prusiana. Hasta los años 1850 y 1860 este problema no pudo ser
eliminado por medio de una gradual concentración de autoridad en manos del
primer ministro.
Los hombres de Berlín, por su lado, no tenían intención ninguna de correr
el riesgo de una clara ruptura con Viena. Pero era necesario todavía la
solidaridad austro-prusiana ante los desórdenes y la subversión interna. Así, la
perspectiva de un levantamiento político era todavía suficientemente temible
para llevar a los dirigentes conservadores de Berlín y Viena a volver a
colaborar periódicamente. Esto es lo que pasó en la primavera de 1852
cuando, tras la crisis militar federal, estalló una oleada de agitación radical en
el sudoeste de Alemania. Rápidamente, Berlín y Viena volvieron a tomar una
actitud cooperadora, trabajando juntos con representantes de otros estados
alemanes para reforzar la Confederación por medio de nuevas medidas de
censura, vigilancia y represión. Solo con la marginación de las políticas
radicales tras las revoluciones de 1848-1849 tales manifestaciones acabaron
derrotadas.
En todo caso, los hombres de Berlín basaban todavía sus planes en los
horizontes mentales de una Alemania políticamente dividida bajo la capitanía

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del trono imperial austríaco. Cuando al enviado diplomático austríaco, el
general Heinrich von Hess, se le concedió una audiencia con Federico
Guillermo IV en Berlín, en el momento culminante del temor a una guerra
con Francia, en 1840, quedó sorprendido y ligeramente desconcertado por la
fuerza del apego sentimental del nuevo monarca a Austria. «¡Oh, cómo amo
Viena!», le dijo el rey. «¡Lo que yo daría por vivir allí durante un tiempo
como una persona privada! La corte imperial es tan grata y una humanidad
única brilla en cada uno de sus miembros[17]». Los consejeros del rey seguían
viendo (según el enviado austríaco) «la salvación de Alemania no en un
prusianismo unilateral, sino en una estrecha unión con Austria[18]». Los
designios unitarios del nacionalismo radical no resultaban atractivos para los
estadistas prusianos, o para la dinastía Hohenzollern en su trono. Así, Prusia
continuó operando —como dijo el enviado británico a Berlín en 1839— «en
ese tímido y pasivo sistema que marca su curso político[19]». Austria continuó
estando —a pesar de la Unión Aduanera de 1834— en una posición de frágil
hegemonía. Todavía podía jugar con contundencia sobre los complicados
registros de la Confederación Germánica.
En grado sorprendente, pues, Prusia siguió siendo un objeto, más que un
sujeto, del sistema internacional desde 1815. Era, con cierto margen, la menor
de las grandes potencias europeas. Incluso, dado el muy limitado espacio para
una iniciativa autónoma prusiana, incluso en Alemania, hay base para suponer
que Prusia ocupaba una categoría menor en algún lugar en el concierto de las
verdaderas grandes potencias y los estados continentales menores. Los
dirigentes prusianos aceptaban este estado de cosas, y el reino entró en otra de
sus largas fases de pasividad política exterior. A lo largo de los cuarenta años
de paz europea entre el Congreso de Viena y la Guerra de Crimea, Berlín
luchó para situarse en los mejores términos con todas las potencias. Donde
fue posible, buscó el consenso. Evitó irritar a los británicos manteniéndose al
margen de todas las mayores crisis internacionales. Se mantuvo alejada del
conflicto directo con Austria. La política adoptada por Berlín, informaba el
enviado británico en 1837, «trataba de satisfacer a todas las partes por medio
de la conciliación y así preservar la paz en Europa[20]».
Sobre todo, Prusia trató de apaciguar y ganarse a Rusia. Durante las
guerras napoleónicas Rusia había movilizado un ejército de más de un millón
de hombres, convirtiéndose en la potencia hegemónica del este del continente
europeo. Los acuerdos territoriales polacos de 1815 empujaron
profundamente al saliente occidental del imperio ruso en la Europa central.
En los años posteriores a las guerras la aceptación sin problemas de la

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hegemonía se convirtió en un axioma de la política exterior prusiana. La
memoria de 1807 y de 1812-1813, cuando el futuro de Prusia había
descansado en manos rusas, era aún muy viva. Las relaciones entre Prusia y
su vecino oriental se estrecharon en 1817 por el matrimonio de la hija de
Federico Guillermo III, la princesa Charlotte con el gran duque Nicolás,
heredero del trono de los Románov. Tras su subida al trono en 1825, el zar
Nicolás I ejerció una profunda influencia sobre sus parientes prusianos. Se vio
implicado en el intento de bloquear las reformas constitucionales y ligar a la
dinastía de los Hohenzollern a un sistema absolutista[21]. El menor gesto de
disgusto era suficiente para que los prusianos no emprendieran ninguna
acción que llevase a un conflicto con los intereses rusos[22].

El giro conservador

A las cinco de la tarde del 23 de marzo de 1819, Karl Sand, de veinticuatro


años, hijo de un funcionario del antiguo principado prusiano de Bayreuth y
que había sido estudiante de teología, hizo sonar la campanilla de la puerta
del dramaturgo August von Kotzebue, en Mannheim[23]. Frau Kotzebue
estaba recibiendo a algunos huéspedes femeninos, de modo que Sand esperó
junto a las escaleras hasta ser invitado por el dramaturgo a entrar en el salón
de estar, que lo saludó cordialmente. Ambos comenzaron a conversar. De
repente, Sand sacó una daga de la manga de la chaqueta y declaró: «No me
siento en absoluto orgulloso de usted. ¡Aquí, traidor a la patria!». Y la clavó
dos veces en el pecho de su huésped, de cincuenta y siete años de edad, y
luego le cruzó la cara. Kotzebue cayó al suelo y murió minutos después.
Mientras la casa quedaba conmocionada, Sand retrocedió tambaleándose a los
escalones de delante, sacó una segunda daga de la chaqueta y se la clavó a sí
mismo dos veces en el abdomen, exclamando: «¡Gracias, Señor, por la
victoria!», antes de caer a su vez.
El asesinato de Kotzebue por parte de Sand fue el acontecimiento político
alemán más sensacional en los decenios posteriores a las guerras. Esto fue
exactamente lo que quiso Sand. Este había planeado largamente el asesinato y
se esmeró en dotarlo de la máxima carga simbólica. Sand llegó a la puerta de
Kotzebue vestido de una manera exótica con el «traje antiguo alemán»
diseñado y popularizado por Friedrich Ludwig Jahn, y asociado desde 1815
con las aspiraciones del movimiento nacionalista radical. Un grabado
contemporáneo lo muestra despidiéndose de su montañosa patria francona,

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con actitud de seráfica tranquilidad, con un largo cabello rubio que cae
desordenadamente de debajo de su «gorra alemana» y la empuñadura de una
daga sobresaliendo siniestramente de la solapa de su chaqueta. Sand se había
hecho el arma del asesinato a partir de un cuchillo de caza francés recogido en
el campo de batalla de Leipzig. También su víctima fue escogida
cuidadosamente: Kotzebue era una figura odiada desde hacía tiempo por parte
de los fieros jóvenes del movimiento patriótico. Sus populares melodramas
sentimentales pintaban mujeres en papeles importantes, atraían a numerosas
espectadoras y a veces jugaba en broma con las ambigüedades del código
predominante de la moralidad sexual burguesa. Los nacionalistas
consideraban estas obras afeminadas e inmorales, y lo denunciaban como
«seductor de la juventud alemana». Kotzebue, por su lado, era crítico con el
chovinismo y la tosquedad de los jóvenes patriotas. En un artículo publicado
en marzo de 1819 —una de las últimas cosas que escribió— ridiculizaba el
filisteísmo y la indocilidad del movimiento de la hermandad estudiantil, a
cuya ala radical estaba estrechamente unido.

37. Retrato idealizado de Karl Sand dirigiéndose a Mannheim para asesinar a Kotzebue.

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Gracias a estas marcadas polaridades simbólicas, la brutalidad del
asesinato se vio eclipsada en la conciencia de muchos contemporáneos por
una profunda excitación por el radicalismo de la acción de Sand y la pureza
de su motivación. Una vez recuperado de las heridas que se había
autoinfligido, Sand pasó la convalecencia en la cárcel, donde, se dice, los
demás presos levantaban sus cadenas cuando pasaban ante su celda, para no
despertar al héroe durmiente. En la época de su ejecución por decapitación, a
las cinco de la mañana del 20 de mayo, Sand era una celebridad. La multitud
se alineaba en las calles mientras lo conducían al patíbulo. Tras su
decapitación, los espectadores se lanzaron a empapar sus pañuelos en su
sangre, un giro patriótico más en la práctica tradicional de recoger la sangre
del condenado con fines medicinales y mágicos. Circularon reliquias, que
incluían mechones de su famoso cabello rubio, por las redes nacionalistas. Se
dijo, incluso, que el verdugo, tras desmantelar el patíbulo manchado de
sangre, utilizó la madera para construir un pequeño cobertizo en su viña,
donde luego recibía a peregrinos que llegaban para honrar la memoria del
patriota muerto.
Tras el asesinato, una oleada de paranoia invadió a las autoridades
políticas prusianas. Parecía que el acto de Sand había puesto al descubierto el
núcleo implacable del emergente movimiento nacionalista. Aún más
alarmante fue la negativa de muchos contemporáneos que simpatizaban con la
causa de los patriotas a expresar denuncias clamorosas del asesinato. El más
famoso caso de un equívoco de este tipo fue el del profesor de teología de la
Universidad de Berlín, Wilhelm de Wette. Una semana después del asesinato,
escribió una carta de pésame a la madre del asesino, de la que imprimieron
gran número de copias en el movimiento de la hermandad. De Wette tenía
claro que Sand había cometido un acto criminal que «debía ser castigado por
cualquier magistrado de este mundo», pero afirmaba que esa no era la vara de
medir según la cual había que juzgar el hecho:

Se excusa el error por la firmeza y sinceridad de las convicciones, la pasión queda santificada
por el buen curso del que fluye. Estoy firmemente convencido de que ambas cosas tienen que
ver con el caso de su pío y virtuoso hijo. El estaba convencido de la causa en la que creía,
pensaba que tenía razón en hacer lo que hizo, y por lo tanto tenía razón.

En un paso muy citado, el profesor finalizaba diciendo que el acto de


Sand era «un bello signo de los tiempos[24]». Por desgracia para De Wette,
una copia de la carta acabó en las manos del príncipe Wilhelm Ludwig Georg
von Wittgenstein, jefe de la policía prusiana. El 30 de septiembre de 1819, De
Wette fue destituido de su puesto de profesor. Se produjo a continuación una

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oleada de detenciones, cuando los sospechosos acabaron víctimas de la acción
policial conocida como «persecución de los demagogos»
(Demagogenverfolgung). Se aprobaron nuevas medidas de censura y
vigilancia más duras por los Decretos de Carlsbad, redactados por Metternich
con ayuda prusiana y ratificados por toda la Confederación el 20 de
septiembre, en Fráncfort.
Entre las víctimas del giro conservador se hallaba Ernst Moritz Arndt,
ahora profesor de historia en la Universidad de Bonn. Durante una incursión
muy de mañana en la casa de Arndt, una multitud de estudiantes de la
hermandad se reunió allí lanzando silbidos y abucheos contra la policía
cuando esta abandonaba la casa del patriota con las manos llenas de papeles
confiscados. Pese a las objeciones del gobernador provincial Solms-Laubach,
Arndt fue suspendido de su cargo en noviembre de 1820[25]. Friedrich Ludwig
Jahn era otro de los sospechosos. Sus sociedades gimnásticas fueron
clausuradas, y el elaborado estadio creado en la Hasenheide fue
desmantelado, y los desgastados uniformes de los gimnastas y el «antiguo
traje alemán» fueron ilegalizados. El propio Jahn acabará siendo encerrado en
la fortaleza de Kolberg.
Una víctima menos importante de estas duras medidas fue el
impresionable joven noble Hans Rudolf von Plehwe, teniente de la Guardia y
apasionado discípulo de Jahn. Plehwe había asistido a las celebraciones en el
Wartburg en 1817 y se lo veía con frecuencia por las calles de Berlín luciendo
su antiguo traje alemán. Era conocido entre sus contemporáneos por el rigor y
regularidad de sus ejercicios —pionero del jogging, tenía la costumbre de
correr desde el centro de Berlín hasta Potsdam y vuelta; cuando esto se volvió
demasiado fácil, decidió correr la misma distancia con adoquines en los
bolsillos de su chaqueta de gimnasia—. Tras participar en una carrera en
apoyo de Jahn, fue detenido y trasladado al servicio en la guarnición de
Glogovia, en Silesia[26].
La introducción de las duras medidas en 1819 fue tarea de una camarilla
conservadora que se había consolidado en torno al monarca durante la
ocupación francesa. Tras la muerte de la reina Luise en 1810, Federico
Guillermo III había caído bajo la influencia de «una familia sustituta» de
cortesanos. Entre sus miembros se hallaba el predicador hugonote Ancillon,
que se convirtió en uno de los primeros consejeros que proporcionará al
monarca argumentos sólidos contra los designios constitucionales de los
reformadores. Cualquier forma de representación nacional, avisaba Ancillon,
habría disminuido inevitablemente los poderes del monarca. Y los peligros

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implícitos en tal esquema fueron ilustrados por el curso de la Revolución
francesa, que había comenzado con una asamblea nacional, y había seguido
con la abolición de la monarquía y la dictadura de un usurpador ilegítimo.
Otra figura que cobra mucha importancia tras la muerte de Luise fue la
condesa de Voss, una amable anciana de ideas conservadoras cuya compañía
fue importante para el rey durante los duros primeros meses de duelo. Fue la
condesa de Voss la que llevó a su amigo de familia, príncipe Wittgenstein,
hasta el círculo íntimo del rey[27].
Este curioso trío, una condesa de ochenta y un años, un aristócrata y un
predicador, ambos de unos cuarenta años, formaron el núcleo de una
influyente facción de la corte. Eran indispensables para el rey, y por tanto
tenían cierto poder, derivado del hecho de que le proporcionaron un
contrapeso para el creciente poder de Hardenberg. El rey se había hecho muy
dependiente de su canciller, y trató, a su manera característica, de compensar
esto buscando el equilibrio entre Hardenberg y su propia camarilla de
consejeros. Cuando Hardenberg le sometía propuestas penosamente
elaboradas por sus subordinados de la cancillería, se pasaban al círculo íntimo
para ser debatidas. Era una vuelta, en efecto, al «gobierno de gabinete» que
los reformadores habían deseado abolir en 1806.
Las personas de la camarilla trabajaban a numerosos niveles para
garantizar su influencia política y neutralizar a sus oponentes. El príncipe
Wittgenstein, Ancillon, y el consejero del gabinete Daniel Ludwig Albrecht
actuaban como intermediarios informales entre Metternich y Federico
Guillermo III, metiendo una cuña entre el rey y Hardenberg, y explotando el
creciente clima internacional conservador para sus propios fines. Incluso
lanzaron una campaña de denuncias, sotto voce [en voz baja], en la
administración prusiana, por la que altas personalidades políticamente
moderadas fueron acusadas de haber protegido, simpatizado, o incluso
impulsado la subversión política. Entre los seleccionados como sospechosos
por Wittgenstein y su enérgico diputado Karl Albert von Kamptz, estaban
Justus Gruner, ahora alto funcionario de la Renania prusiana, el reformador
militar general Neidhardt von Gneisenau y el presidente provincial de Jülich-
Cleves-Berg, conde Friedrich zu Solms-Laubach, un antiguo amigo de Stein.
En la extremada atmósfera que predominaba ahora en Berlín, todo aquel
que no siguiese con entusiasmo la nueva línea era sospechoso. En la primera
semana de octubre de 1819, cuando el ministro de estado se reunió para
discutir las consecuencias de los decretos de Carlsbad, Wilhelm von
Humboldt, una de las figuras más progresistas de la era de las reformas,

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presentó a sus colegas un borrador de resolución que ponía objeciones a los
decretos. Humboldt consideraba que al atribuir nuevos poderes represivos a la
Confederación, los decretos comprometían la soberanía de la monarquía
prusiana. Que este ministro de mentalidad liberal hubiese elegido argumentar
el caso de este modo muestra lo difícil que se había vuelto invocar principios
de gobierno progresistas en el nuevo clima político. Humboldt no pudo
disponer de una mayoría en el ministerio, pero lo apoyaban dos figuras de
peso, el ministro de justicia Karl Friedrich von Beyme y el ministro de la
guerra Hermann von Boyen. Los tres hombres estaban muy involucrados en
las reformas llevadas a cabo desde 1806. Humboldt y Beyme fueron
destituidos el último día de 1819, aunque el rey estipuló que conservarían sus
salarios de ministro de 6000 táleros (Humboldt rechazó, molesto, el
ofrecimiento). También Hermann von Boyen fue destituido tras una fuerte
polémica sobre el estatuto en declive de ese fetiche de los reformadores
militares, la Landwehr prusiana. Entre los que también perdieron sus cargos
por esta causa se hallaban los reformadores Grolman y Gneisenau.
El propio Hardenberg no puede ser absuelto del todo de su
corresponsabilidad por el giro conservador. Su obsesiva preocupación por la
consolidación de su propio poder como canciller y ministro más antiguo le
alienó colegas y subordinados, llevándolos a la oposición reforzando de esta
manera la mano de los conservadores. La salida de Humboldt en 1819, por
ejemplo, fue en buena medida obra de Hardenberg, que lo consideraba un
rival y opositor, como lo fue de la facción conservadora. Al luchar de manera
tan cruda por el poder y al intentar suprimir la independencia de quienes lo
rodeaban, Hardenberg no hizo sino amplificar la tensión ideológica con
ásperas rivalidades personales. Tácticamente, además, Hardenberg le hacía el
juego a la camarilla, al apoyar las medidas de censura y control ordenadas por
Wittgenstein. Aquel había sido siempre un exponente del iluminismo
autoritario más que de un «liberal» en el sentido actual, lo que favorecía la
utilización de medios no liberales para alcanzar metas progresistas. Además,
estaba realmente alarmado por la difusión de la subversión en Prusia[28].
Podía haber calculado que la represión produciría un clima político más
estable y que este, a su vez, favorecería que alcanzase su objetivo más
deseado, la creación de una representación «nacional» del pueblo prusiano.
Si esta era la esperanza de los conservadores, se vieron decepcionados.
Estos últimos habían estado haciendo advertencias desde hacía tiempo en
contra de la concesión de una representación «nacional» de cualquier tipo.
Según su idea, toda forma de representación factible debía ser elaborada de

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acuerdo con los intereses y privilegios de los cuerpos corporativos, dotados de
fundamento histórico, existentes en la sociedad. Por el contrario, una
constitución que aspirase a representar a la nación prusiana en su conjunto
indiferenciado era garantía de insurrecciones y desórdenes. Por ello,
Metternich advertía a Wittgenstein, en noviembre de 1818, que el rey de
Prusia «no debería nunca ir más allá del establecimiento de dietas
provinciales[29]». Impulsado por la camarilla y por sus propios temores y
dudas, el rey se distanció del acosado Hardenberg. Un comité creado en
diciembre de 1820 para resolver la cuestión constitucional se llenó de
conservadores y el canciller fue enviado a una misión en el extranjero a
comienzos de 1821 para garantizar que este no interfiriese en el trabajo de
aquel. Moría el 26 de noviembre de 1822, tras haber vivido lo suficiente para
presenciar la ruina de su proyecto. Por la Ley General de 5 de junio de 1823
el gobierno anunció al público su intención. Prusia no recibiría una
constitución escrita ni un parlamento nacional. En cambio, los súbditos del
rey deberían arreglárselas con las dietas provinciales.
Las dietas reunidas bajo la Ley General eran elegidas y organizadas según
un esquema corporativo, con la nobleza, las ciudades y el campesinado
representados separadamente, medida destinada a sugerir la continuidad con
las representaciones de las haciendas tradicionales del viejo régimen. Las
cuotas corporativas garantizaban que la nobleza gozase de preponderancia
numérica, aunque las cifras concretas variaban de provincia a provincia.
Juntos, los diputados nobles podían vetar toda propuesta de la asamblea. Con
el fin de asegurar que no pudiesen plantear un desafío a la administración
central, las responsabilidades de las dietas quedaban definidas de manera muy
limitada. Se las convocaba solo una vez cada tres años y no se les
garantizaban poderes legislativos ni podían aprobar las rentas. Las
deliberaciones eran secretas con el fin de prevenir que pudiesen convertirse en
puntos focales de agitación política, y era ilegal publicar sus actas.
Resumiendo, no estaban pensadas para funcionar como órganos
representativos en el sentido que le damos ahora, sino más bien como cuerpos
consultivos que podían también ocuparse de varias tareas administrativas,
tales como supervisar las principales instituciones creadas con fondos
públicos de las regiones[30].
Incluso para un observador moderadamente progresista, las dietas
resultarían extravagantemente retrógradas. No podían, entre otras cosas,
reflejar las relaciones estructurales y de poder de las sociedades provinciales.
Este era, en especial, el caso de Renania: la nobleza, que había tenido

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tradicionalmente un papel marginal en la mayor parte de la región, estaba
burdamente sobrerrepresentada, hecho que chirriaba en una sociedad en la
que los valores burgueses y las preferencias culturales eran dominantes.
Resultaba que los diputados de las mayores ciudades industriales y
comerciales representaban a 120 veces más votantes y obtenían 34 veces más
ingresos por impuestos que sus colegas del estamento nobiliario. Todo el
proceso se veía agravado ulteriormente por la elección indirecta de los
diputados para el Tercer y Cuarto Estado. Se exigía a los votantes de los
respectivos grupos sociales que nombraran electores, que, a su vez, elegían a
los electores de distrito, los cuales, a su vez, elegían a los diputados que se
sentaban en la dieta. Era un sistema diseñado para proteger a la asamblea, en
lo posible, de las corrientes y conflictos de la sociedad provincial[31]. Se
intentó evitar, además, que las dietas se convirtieran en un foro de
politización: los diputados eran asignados a los escaños por lotes, de modo
que las facciones con las mismas ideas no podían formar bloques partidistas
en la asamblea[32]. Al contrario que Baden, Württemberg y Baviera, Prusia
seguía siendo un estado preparlamentario.
Los conservadores habían vencido. Pero su victoria era menos
fundamental, menos decisiva de lo que parecía. Estaba en camino un proceso
de cambio político que ya no podía dar marcha atrás[33]. La adquisición de
Renania en 1815 alteró irreversiblemente la química política del reino. Con su
amplia y sólida clase media urbana, Renania introdujo un elemento de
disensión y turbulencia que dio vigor a la política prusiana para los siguientes
decenios posbélicos. Las élites renanas eran escépticas respecto a la
administración «lituana» de Berlín y se resistieron tenazmente a integrarse del
todo en el reino. Los católicos renanos miraban con sospecha a la nueva
administración protestante y los protestantes renanos combatían desde hacía
veinte años con Berlín en defensa de su (relativamente democrática)
constitución sinodal[34]. Se trataba, asimismo, de una lucha sobre el sistema
legal napoleónico, cuyos presupuestos sociales igualitarios y su poderoso
apoyo a los derechos de propiedad privados eran mucho más apropiados a las
condiciones de Renania que a las del Código General prusiano. Los intentos
de los conservadores para imponer el derecho prusiano en el oeste
encontraron una oposición local determinada y la idea acabó siendo
abandonada. Así, Renania siguió siendo un país extranjero en términos
legales, con normas, instituciones —incluyendo, por ejemplo, el servicio del
jurado— y disposiciones propias para la preparación judicial. En realidad, a
medida que el sistema napoleónico renano iba ganando adhesiones entre los

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juristas de las provincias al este del Elba, se convirtió en una importante
fuerza de cambio. El nuevo código legal aprobado en el reino de Prusia en
1848 estaba basado en el sistema renano, más que en viejo código
federiciano[35].
El mismo ímpetu progresista puede observarse en el campo de las
reformas aduaneras. El proceso de desregulación económica y la
armonización de las aduanas prosiguió a partir de 1815 con la ley de aduanas
del 26 de mayo de 1818, que establecía el primer régimen de aduanas
territorial homogéneo (las provincias orientales y occidentales tuvieron, al
principio, programas diferentes, pero acabaron unificados en 1821). Desde
fines de los años 1820, el mismo proceso de armonización aduanera fue
proyectado más allá de las fronteras del reino, cuando los ministros y
funcionarios trabajaron para crear una unión aduanera alemana bajo los
auspicios de Prusia. Este era un campo político que interesó a algunos de los
más capaces individuos de la alta administración.
La educación fue otro campo en el que las mejoras y la modernización
continuaron desde 1815. La expansión y profesionalización de la preparación
de los enseñantes se desarrolló rápidamente y en los años 1840, más del 80
por ciento de los niños prusianos de entre seis y catorce años asistían a la
escuela primaria, cifra sin parangón en el mundo de entonces si exceptuamos
a Sajonia y a Nueva Inglaterra. Y la tasa de alfabetismo era, como
correspondía, igualmente alta[36]. La educación que se impartía en Prusia era
considerada y admirada en el extranjero, no solo por su eficacia y acceso casi
universal, sino también por el tono liberal de sus instituciones. El
nombramiento en 1821 de Ludolf von Beckedorff como director del sistema
escolar público prusiano pareció, en un principio, el anuncio de un giro
reaccionario en la política de educación prusiana, ya que este se oponía a la
pedagogía liberal de Pestalozzi que había inspirado a los reformadores. Pero
no pudo parar el proceso de reforma burocrática, porque el ministro
responsable, Karl von Altenstein, apoyaba todavía a los progresistas en el
seno del sistema educativo. En todo caso, Beckedorff fue, como muchos
conservadores de la época, una personalidad esencialmente pragmática,
preparada para trabajar en y expandir las estructuras que había heredado de
sus predecesores. En los años 1840, cuando el reformador educativo
estadounidense Horace Mann visitó Berlín, quedó sorprendido al observar
que a los niños de las escuelas de Prusia se les enseñaba a ejercitar sus
facultades mentales por sí mismos, por parte de profesores cuyas técnicas
eran todo menos autoritarias. «Si bien vi centenares de escuelas y […]

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decenas de miles de alumnos», escribió Mann, «nunca vi que se castigase a un
niño por mala conducta. Nunca vi llorar a un niño por haber sido castigado, o
por miedo a serlo[37]». Los visitantes liberales británicos solían expresar su
sorpresa por el hecho de que una organización política «despótica» hubiese
producido un sistema educativo progresista y abierto[38].
Como sugiere el caso de Beckedorff, el conservadurismo no implica la
oposición implacable a todo lo que había cambiado desde la crisis de 1806.
Resultaba demasiado fluido, descentrado y abierto intentar una restauración
comprehensiva del statu quo anterior a las reformas, o incluso tratar de
detener la reforma del estado en su camino hacia delante. Además, los propios
conservadores adoptaron gradualmente e interiorizaron muchas de las ideas
principales del proyecto de reforma, tales como la noción de que la nación
prusiana constituía una entidad coherente (más que una asamblea de órdenes
diversos y privilegiados)[39]. Había, en todo caso, varios centros de poder
significativos en la administración, no solo en los departamentos de finanzas
y asuntos exteriores, sino también en los ministerios de educación, salud y
asuntos religiosos, que eran producto de la era de las reformas. El ministro
que los presidía era, en 1815, el racionalista ilustrado Karl von Altenstein,
amigo, colaborador y a veces protegido de Hardenberg. El rey —también, en
muchos aspectos, hijo de la Ilustración— nunca fue especialmente sólido en
su política de nombramientos y no se hizo ningún esfuerzo por imponer un
punto de vista ideológico uniforme sobre las varias ramas del gobierno.

Las políticas del cambio

Las dietas provinciales creadas en 1823 pueden no haber sido los robustos
órganos de representación que habrían deseado los radicales, pero a medida
que aumentaba su papel se convirtieron en focos importantes de cambio
político. Aun cuando parecían cuerpos tradicionales de los Estados, eran, de
hecho, instituciones representativas de un nuevo tipo. Su legitimidad derivaba
de un acto legislativo del estado, no de la autoridad de una tradición
corporativa extragubernamental. Los diputados votaban por cabeza, no por
estado, y las deliberaciones se tenían en las sesiones plenarias, no en comités
separados como en las asambleas corporativas del antiguo régimen. Lo más
importante de todo era que el «estamento noble» (Ritterschaft) ya no se
definía por el nacimiento (con excepción del pequeño contingente de nobles
«inmediatos» de Renania), sino por la propiedad. Era la posesión de «tierra

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privilegiada» lo que contaba, no el nacimiento en un estatus privilegiado[40].
Los compradores burgueses de haciendas cuyas adquisiciones habían ido
transformando el paisaje social de las tierras prusianas desde mediados del
siglo XVIII eran admitidos ahora en el palco de la nación política (siempre que
no fuesen judíos, en cuyo caso debían delegar en un mandatario que los
representase).
Este era el punto en el que se entrecruzaban las fuerzas del cambio social
y político, pues la transferencia de las anteriores haciendas nobles a las manos
de la clase media continuó a un ritmo cada vez mayor después de que los
reformadores desregularan el mercado de las tierras rurales. En 1806, el 75,6
por ciento de las haciendas nobiliarias en el interior rural de Königsberg
estaban todavía en manos de los nobles. En 1829 la cifra había bajado al 48,3
por ciento. El declive fue aún más extremo en el distrito prusiano oriental
(Departement) de Mohrungen, donde la proporción se hundió del 74,8 por
ciento hasta un 40,6 por ciento. Prusia Oriental era un caso relativamente
extremo, a causa del devastador impacto de la crisis de 1806-1807 y el
bloqueo por parte de Napoleón de la economía del grano en la provincia, pero
las cifras para Prusia en conjunto reflejaban la tendencia general: en 1856
solo el 57,6 por ciento de las tierras nobiliarias seguían en las manos de
terratenientes nobles. Así pues, las dietas eran más plutocráticas de lo que
parecían. Sus elaborados adornos de hacendados ocultaban los comienzos de
un derecho de voto basado en la propiedad.
Desde un comienzo, provisionalmente al principio, luego de manera más
categórica, las dietas buscaban expandir el papel que se les había asignado.
Los borradores de resoluciones presentados por los diputados solían ser
abiertamente políticos por su carácter y trataban de comprobar los límites que
el estado había establecido para el trabajo de la dieta. Hubo llamamientos para
que circulasen transcripciones impresas de las actas de las dietas —medida
prohibida por las normas gubernamentales sobre censura— pidiendo que la
jurisdicción de la dieta fuese ampliada con el fin de abarcar una «serie más
diversa y comprehensiva de asuntos», y peticiones para establecer una
asamblea general (es decir, panprusiana)[41]. Otro tema recurrente era la
libertad de prensa, que solía sacarse a colación en las dietas. Comenzaron, en
otras palabras, a canalizar las presiones políticas liberales en las provincias.
Llevaron a cabo esta tarea no solo para los propios diputados, sino también
para un público políticamente culto más amplio. Desde fines de los años
1820, hubo numerosas peticiones a la dieta por parte de las ciudades de Prusia
Oriental. Un documento por parte de firmantes de la ciudad de Mohrungen,

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en el sudoeste de la provincia, sometido en enero de 1829, criticaba a la
administración de Berlín por ignorar los problemas económicos de la región,
protestaba por la impotencia de la dieta, y proponía que los estados pidiesen
al monarca que hiciese honor a la promesa de otorgar una constitución. Otra,
de la pequeña localidad dormida de Stallupönen, al este de Königsberg y no
lejos de la frontera polaca, reiteraba la petición de una constitución y de una
asamblea nacional, y apoyaba su súplica con una referencia a la contribución
de la provincia a la guerra de liberación contra Napoleón[42].
Lo chocante de tales peticiones, que aumentaron en muy gran número en
los años 1830 y 1840, no es simplemente que surgieran de toda la provincia,
incluyendo a la zona de Oberland en el oeste, conservadora y dominada por la
nobleza, sino también que representaban una jurisdicción social relativamente
amplia. Los firmantes de un documento presentado en 1843 por Insterburg,
ciudad administrativa en el centro de la provincia, incluían no solo a
comerciantes y a funcionarios del ayuntamiento, sino a un contingente muy
notable de artesanos: carpinteros, canteros, cerrajeros, panaderos,
guarnicioneros, un peletero, un soplador de vidrio, un encuadernador, un
carnicero, un jabonero y otros. Este grupo tan diverso pedía, además de una
asamblea nacional y actas públicas, una «forma distinta de representación»,
que diese menos peso a los terratenientes[43]. En otras palabras, los intentos
del gobierno de desconectar a las dietas de su entorno social y político no
tuvieron éxito. Un gran número de conexiones informales entre los diputados
y los medios políticos de las sociedades urbanas y de las pequeñas ciudades
garantizaba que las deliberaciones de la dieta resonasen por toda la provincia.
Tales redes tenían el apoyo de una prensa provincial modesta pero en auge.
Las dietas se convirtieron también en foco de las aspiraciones políticas y
de la disidencia en el Gran Ducado de Poznan, el segmento de Polonia
transferido a Berlín después de 1815. En esta región, los asuntos
constitucionales se vieron eclipsados por la cuestión de la política prusiana
frente a la nacionalidad polaca. En una proclamación publicada el 13 de mayo
de 1815 y frecuentemente citada desde entonces, Federico Guillermo III
garantizó a sus súbditos polacos que ellos también tenía una patria, y que
serían incorporados a la monarquía prusiana sin tener que abandonar su
nacionalidad. Y su lengua, junto a la alemana, se utilizaría en las actividades
públicas[44].
En los primeros años de la posguerra se intentó aplacar a la élite polaca de
la región. Se nombró a un virrey (Statthalter) para que mediase entre el
ejecutivo central y la pequeña nobleza local (un arreglo único para el Gran

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Ducado), y se fundó una sociedad de crédito en 1821 para aliviar el peso de
las deudas de la pequeña nobleza. El polaco siguió siendo la lengua oficial de
comunicación con la burocracia y en las actas de la corte, y el polaco sería la
lengua de la instrucción en las escuelas elementales y secundarias, excepto en
los años finales del Gymnasium, cuando se introducía el alemán para preparar
a los estudiantes para la universidad. La meta no era «germanizar» a los
polacos, sino garantizar que se convirtiesen en leales súbditos prusianos[45].
Sin embargo, hacia finales de los años 1820 se había ido acumulando la
frustración respecto a los acontecimientos en el Gran Ducado. Había
descontento sobre el fracaso del gobierno en su intento de formar una división
polaca separada en el ejército prusiano —plan calurosamente apoyado por la
pequeña nobleza de Posen—. En la primera sesión de la dieta, en 1827, se
presentaron varias peticiones en las que se protestaba contra el uso del alemán
en los cursos superiores de la escuela secundaria, molestos, además, por el
hecho de que muchos funcionarios prusianos de la región no hablaban ni
entendían polaco. Tan fuertes eran las emociones suscitadas por estos asuntos
que los que apoyaban una petición desafiaban a duelo a los diputados
opuestos.
La situación se deterioró considerablemente a partir de 1830. El
levantamiento polaco de este año se concentró en la zona rusa de Polonia, no
en la prusiana, pero despertó el entusiasmo de los liberales en todo el reino. El
profesor de Königsberg, Burlach, recordaba más tarde cómo, secretamente,
cruzó la frontera con el fin de «soñar con la liberación [de Polonia], y llevar
de nuevo las flores de la libertad a nuestro país[46]». El levantamiento polaco
tuvo también un efecto perturbador predecible sobre la política del Gran
Ducado, cuando miles de polacos cruzaron la frontera para combatir en apoyo
de la causa nacional, incluyendo a más de mil fugitivos del servicio militar
prusiano. Alarmado ante la perspectiva de una movilización nacional, el
gobierno de Berlín abandonó la política de conciliación. El Gran Ducado fue
degradado a mera «provincia» de Poznan. El virrey polaco, cuyo cargo
significaba el especial estatus de Poznan en el estado compuesto prusiano, fue
destituido sin ser remplazado. Eduard Heinrich Flottwell, el nuevo presidente
provincial, nombrado en diciembre de 1830, era un duro que veía poco
sentido en calmar a la pequeña nobleza polaca. «La mayoría de los jóvenes de
esta nobleza», afirmaba, «han sido engañados por el timo académico de la
patria y la libertad, que se han unido en la ilógica cabeza de un polaco con la
soberbia insolencia de un magnate sármata de la forma más maravillosa».

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La idea de que Poznan formaba parte de la patria polaca y los polacos una
nacionalidad propia se dejó a un lado en aras de una política de asimilación
sin más. Los habitantes eslavos de la provincia no eran «polacos», decía
Flottwell, sino «prusianos». Toda pretensión de neutralidad fue olvidada
cuando Flottwell lanzó su política consistente en impulsar el asentamiento de
campesinos alemanes, reforzó los órganos autonómicos urbanos con el fin de
proporcionar una voz fuerte a las básicamente alemanas élites burguesas y
extendió el uso del alemán en la instrucción escolar. Las haciendas polacas en
bancarrota fueron compradas y vendidas a los compradores alemanes. Tales
cambios precipitaron una neta radicalización de la opinión polaca de la
provincia. En las dietas de 1834 y 1837 se produjeron fuertes protestas contra
el creciente uso del alemán. Los polacos dimitieron en manadas de los puestos
del servicio civil. A mediados de los años 1830, los activistas patrióticos de la
pequeña nobleza polaca se vieron involucrados en el Movimiento del Trabajo
Orgánico, una red de clubes nobiliarios que trataban de realzar la vida cultural
y social polaca de la provincia a través de una mejora gradual de los métodos
agrícolas y la creación de infraestructuras culturales polacas[47].
En la Renania, asimismo, las dietas provinciales se convirtieron en
importantes focos de movilización liberal (y conservadora). Los activistas en
la parte occidental se inspiraban en la memoria viva de la codeterminación
corporativa que se remontaba hasta el siglo XVIII[48]. Aquí, también, las dietas
se utilizaban desde 1830 para enfrentar al gobierno con la exigencia de una
asamblea general de los estados y el cumplimiento de las promesas
constitucionales[49]. Y en la Renania, al igual que en el este, la dieta fue el
foco de numerosas peticiones. Aquí, como en la Prusia Oriental, la
aceleración de las expectativas políticas en la sociedad provincial otorgó un
estatus elevado a la dieta y a sus miembros: en diciembre de 1833, el
exclusivo Casino Club de Tréveris llegó a preparar un banquete para dar la
bienvenida a los diputados de la ciudad que volvían[50]. Despacio, pero de
forma segura, este comercio vigorizante en torno a las dietas estaba destinado
a expandir sus pretensiones. Como dijo un historiador liberal del siglo XIX,
Heinrich von Treitschke: «Las dietas que se abandonaron al juicio de la
opinión pública no podrán contentarse durante mucho tiempo con someter
recomendaciones desconectadas; tenían que exigir que se les confiriese algún
poder de decisión[51]».

Conflictos de fe

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En la religión como en la política esta era una era de diferenciación,
fragmentación y conflicto. Movimientos revivalistas movilizaban a los
creyentes de formas que desestabilizaban el equilibrio de las comunidades
religiosas. El estado intervino de manera más agresiva en la vida de las
confesiones del reino que en ningún otro momento desde el reinado del Gran
Elector, por lo que los límites entre el no conformismo religioso y la
disidencia política se confundían. Las redes confesionales se convirtieron en
incubadoras de afiliaciones políticas partidistas. La religión fue algo más que
un depósito de lenguaje y argumentos para el discurso político; fue una
poderosa motivación para la acción por derecho propio. Su dinamismo como
fuerza social era mayor en esta época que en cualquier otro momento desde el
siglo XVII.
En diciembre de 1827, un inglés volvía a Londres desde Berlín con
«agradables testimonios del aumento de la religión entre personas influyentes
en los dominios de Prusia». Este viajero, que era evangélico, contó a una
importante sociedad misionera de Londres sobre una reunión para la plegaria
en la que encontró a «30 personas de primer rango». Informó que el rey y sus
ministros estaban comprometidos en perseguir proyectos píos y habló de
numerosos mítines con oficiales del ejército de «espíritu realmente
cristiano[52]». El viajero inglés había sido testigo en Berlín de uno de los
centros del Despertar, un movimiento, socialmente variado, de revitalización
religiosa que se extendió por el norte protestante de Alemania en los primeros
decenios del siglo XIX. Los «cristianos despertados» enfatizaban el carácter
emocional y penitencial de su fe. Muchos de ellos experimentaban una
transición del agnosticismo o de un compromiso cristiano meramente nominal
a la plenitud de una conciencia religiosa renovada como un momento
traumático de «renacimiento». Un participante en unas plegarias nocturnas
que tuvieron lugar en Berlín en 1817 recordaba que al dar las campanadas de
medianoche «el Señor apareció, vivo y en persona, como nunca antes o desde
ese momento, ante mi alma. Con una fuerte impresión interior y un caliente
derramar de lágrimas, reconocí mi estado de pecador, que estaba ante mis
ojos como una montaña[53]».
Este tipo de compromiso religioso era personal y basado en la experiencia
práctica, más que eclesiástico; y se expresó en una asombrosa serie de
iniciativas sociales: surgieron sociedades cristianas voluntarias dedicadas a
obras caritativas, al alojamiento y a «mejorar la situación» de «mujeres
caídas» la ayuda a los presos, el cuidado de huérfanos, a la impresión y
distribución de biblias, el ofrecimiento de trabajos de subsistencia para pobres

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y vagabundos, la conversión de los judíos y los paganos. El noble silesio Hans
Ernst von Kottwitz, por ejemplo, figura central en los primeros tiempos del
Despertar, creó un «instituto de hilado» para los desempleados de la ciudad;
se fundó en Berlín una nueva misión para los judíos, en 1822, patrocinada por
personalidades clave de la élite, incluyendo a personas estrechamente
asociadas al propio rey.
Hacia el oeste, en la Westfalia prusiana, el pío conde Adalbert von der
Recke fundaba el Instituto de Salvación Düsselthal en 1817 para proporcionar
refugio a los niños huérfanos y abandonados, cuyo número había crecido
desde las guerras napoleónicas; más tarde añadió un taller para los judíos que
buscaban convertirse al cristianismo. Como muchos cristianos del «despertar»
el conde era impulsado en parte por unas expectativas milenaristas —creía
que trabajaba para establecer el reino de Dios en la tierra—. Al pecado y al
vicio no se les daba cuartel. En una entrada del diario del orfanato de Recke,
con fecha de enero de 1822, se relata que una joven llamada Mathilde debía
ser «abofeteada unas cuarenta veces» antes de que quisiese acompañar a
Recke en una plegaria[54]. Dos semanas más tarde un muchacho sordomudo
que había sido aprendiz de un maestro herrero hubo de ser objeto de una
«gran paliza» por haberse defendido mientras estaba siendo golpeado por su
patrón[55]. En un soleado domingo de marzo, los muchachos de Düsselthal
fueron invitados a presenciar los azotes públicos de Jakob, que había hecho
un agujero en un barril de brandy que se destilaba en los locales con el fin de
beber el contenido. Entre un golpe y otro se lo conminaba a arrepentirse de
sus fechorías, pero él permaneció «sin convertirse» y hubo de ser encarcelado
durante una semana, con las piernas sujetas dentro de un par de «botas de
madera». Las comidas, las clases y la hora de dormir se señalaban con toques
de trompeta y a los internados se los hacía marchar en orden militar hacia sus
respectivas tareas. El Instituto de Salvación era un lugar lúgubre para aquellos
que consideraban terrible su disciplina dickensiana pero, al igual que muchas
fundaciones voluntarias, proporcionaba un suplemento indispensable al
mínimo aprovisionamiento social de las autoridades estatales. Hacia 1823 se
había convertido en una casa de acogida oficial para niños abandonados en la
zona en torno a la ciudad de Düsseldorf.
Las misiones, institutos y sociedades pías protestantes de los años de
posguerra representaron un sector social diverso. Los individuos ricos de la
élite social (y con frecuencia de la política) cobraron importancia entre los
padres fundadores, sobre todo porque solo ellos tenían el capital suficiente
para adquirir locales y equipamiento y la influencia para obtener privilegios

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de las autoridades. Existía también una extensa red de seguidores en las
ciudades menores y en los pueblos de las provincias prusianas, en las que los
artesanos eran una aplastante mayoría. Se organizaban en sociedades
auxiliares que se reunían para rezar, leer la Biblia, discutir y recolectar
donaciones para fines cristianos. El predominio de asociaciones voluntarias
(Vereine) en el panorama del protestantismo evangélico del siglo XIX era algo
nuevo y significativo. Puede no haber sido la «esfera pública» escéptica,
crítica, belicosa y burguesa idealizada por Jürgen Habermas, sino que más
bien representa un impresionante impulso autoorganizado capaz de alimentar
redes y afiliaciones protopolíticas. Esto era parte de un amplio despliegue de
energías voluntarias que transformaron la clase media y la clase media baja de
la sociedad.
El renacimiento protestante en Prusia tendía a expresarse fuera de los
confines de la iglesia institucional. El servicio de la iglesia se estimaba como
posible ruta hacia la edificación, pero los partidarios del Despertar cristiano
preferían, en palabras de uno de sus miembros, «el encuentro devocional
privado, el sermón en casa, en el granero o en el campo, el conventículo[56]».
Algunos protestantes del Despertar denigraron abiertamente las estructuras
confesionales oficiales, rechazando los edificios de las iglesias por ser «casas
de piedra», y a los pastores de las iglesias por ser «hombres con faldas
negras[57]». En algunas zonas rurales de Prusia, la población local se negó a
patrocinar los servicios del clero oficial, prefiriendo congregarse en reuniones
de plegaria. En la hacienda nobiliaria de Reddenthin, en Pomerania, las
reuniones de plegaria de este tipo comenzaron en 1819, propugnadas por los
terratenientes, Carl y Gustav von Below. Entre los participantes se hallaba un
pastor de ovejas llamado Dubbach, que se hizo famoso por sus sermones
improvisados. Se dice que Dubbach se había hecho con la audiencia tras un
sermón y, con el pie, había golpeado a los fieles arrodillados —incluido al
señor de la hacienda— en la nuca, mientras gritaba «¡Hundios aún más en la
humildad!»[58]. Tales ocasiones carismáticas estaban pensadas no solamente
como complemento, sino como sustitución de los servicios religiosos que
daba la iglesia oficial; a los del Despertar cristiano de la hacienda se les
presionaba para que no asistieran a los sermones del cura local y no buscaran
su consejo pastoral. De esta manera más radical, en otras palabras, el renacido
protestantismo evangélico era impulsado por una abierta hostilidad por las
estructuras de la religión oficial. Los «separatistas» eran aquellos que querían
escindirse totalmente de cuerpo de la iglesia oficial y se negaron a permitir

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que esta tuviese alguna implicación en sus vidas, incluso en campos como el
bautismo de los niños, donde los oficios clericales eran obligatorios por ley.
Había aquí abundante potencial para un conflicto con las autoridades
seculares. Desde 1815 el estado prusiano comenzó a intervenir de forma más
agresiva en la vida religiosa del reino. El 27 de septiembre de 1817, Federico
Guillermo III anunció su intención de fusionar las confesiones luterana y
calvinista en una única «iglesia cristiano-evangélica», más tarde conocida
como Iglesia de la Unión prusiana. El propio rey fue el arquitecto principal de
esta nueva entidad cristiana. Fue él quien diseñó la nueva liturgia unida,
pegando entre sí textos los libros de oraciones alemanes, suecos, anglicanos y
hugonotes. Estableció normas para la decoración de los altares, el uso de
cirios, vestimentas y crucifijos. La finalidad era crear un ente compuesto que
coincidiese con las sensibilidades religiosas de calvinistas y luteranos. Se
trataba de un nuevo capítulo, el último, de una larga historia de intentos por
parte de la dinastía de los Hohenzollern para cerrar la brecha confesional
entre la monarquía y el pueblo. El rey invirtió una inmensa energía y
esperanza en la Unión. Esto fue debido en parte a motivaciones privadas: la
división confesional había impedido que el rey comulgase junto a su última
esposa, la luterana Luise. Federico Guillermo creía, asimismo, que la Unión
estabilizaría el edificio eclesiástico del protestantismo ante la minoría
católica, que había crecido mucho en el estado prusiano de posguerra[59].
El motivo predominante era el deseo de instaurar el orden y la
homogeneidad en la vida religiosa del reino y parar los efectos
potencialmente anárquicos del despertar religioso. Federico Guillermo III
tenía una aversión instintivamente neoabsolutista por las sectas. A lo largo de
los años 1820 Altenstein, cabeza del nuevo Kultusministerium (ministerio de
la religión, salud y educación fundado el mismo año que la Unión de la
Iglesia), observó muy de cerca el desarrollo de las sectas tanto dentro como
más allá de las fronteras del reino. De particular interés fueron las sectas de
los valles suizos de Hasli, Grindelwald y Lauterbrunn, de cuyos miembros se
decía que rezaban desnudos en la creencia de que la ropa era una señal de
pecado y vergüenza. El ministerio recopiló listas de publicaciones sectarias,
financió la distribución de textos antisectarios y vigiló estrechamente a los
grupos y asociaciones religiosos de todo tipo[60]. Federico Guillermo esperaba
que los rituales y la cultura simbólica edificante y accesible de la Unión
prusiana detuviesen la tendencia centrífuga de las formaciones sectarias,
como Napoleón había esperado que la Iglesia del Concordato Francés

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fundada en 1801 cerrara las brechas que se habían abierto entre los católicos
franceses desde la Revolución[61].
Podemos ver, en el corazón del proyecto unionista, una obsesiva
preocupación por la uniformidad, que es claramente posnapoleónica: la
simplificación y homogeneización de la vestimenta, tanto en el altar como en
el campo de batalla, una conformidad litúrgica en lugar de la pluralidad de
prácticas locales, lo que había sido la norma en el siglo anterior, incluso las
Normkirchen (iglesias estandarizadas) modulares, diseñadas para ser
montadas con partes prefabricadas y disponible en diferentes tamaños para
adaptarse a pueblos y ciudades[62]. Parece ser que el rey consideraba la
restauración de la vida religiosa del reino inextricablemente conectada con la
eliminación del pluralismo eclesiástico: «Si cada estúpido cura quiere venir al
mercado con sus sucias ideas…», dijo a su confidente y colaborador el obispo
Eylert, «¿qué será —o podrá ser— de todo esto?»[63].
En un primer momento, la consolidación de la Iglesia de la Unión
procedió de manera bastante armoniosa, pero en los años 1830 la oposición
aumentó abruptamente. Esto se debió, en parte, al hecho de que la
administración prusiana fuese extendiendo gradualmente los fines de la Unión
hasta el punto en que sus normas litúrgicas acabaron siendo vinculantes para
todo el culto público protestante del reino. Muchos protestantes pusieron
objeciones a este elemento obligatorio. Un factor aún más importante fue el
carácter cambiante del renacimiento protestante. Habiendo comenzado como
un movimiento ecuménico, el renacimiento protestante tendió, hacia 1830, a
desarrollar un perfil más decididamente confesional. El luteranismo, en
particular, experimentó un mayor florecimiento, impulsado, en parte, por las
celebraciones del 300 aniversario de la Confesión de Augsburgo de 1530, el
texto doctrinal clave del luteranismo. Bajo la presión de esta revitalización
confesional luterana, se formó un Movimiento Antiguo Luterano que exigía el
derecho a separarse de la Iglesia de la Unión Prusiana.
El núcleo emocional del movimiento era un profundo apego a la liturgia
luterana tradicional, que había sido modificada bajo los auspicios de la Unión
prusiana. En el momento culminante de la agitación de los antiguos luteranos
en el reino de Prusia, unos 10 000 separatistas activos eran conocidos por las
autoridades policiales, la mayor parte concentrados en Silesia, donde la
influencia de la vecina Sajonia, corazón del luteranismo, era especialmente
fuerte. El rey estaba irritado y realmente desconcertado por esta resistencia:
había concebido su Iglesia de la Unión como una amplia institución en la que
todos los cristianos protestantes pudieran encontrar un hogar confortable;

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¿quién pondría objeciones a esto? Presionadas por su monarca, las
autoridades cometieron todos los errores habituales. Estimaron, sobre todo,
que los antiguos luteranos no eran más que unos desventurados engañados por
malvados agitadores. Un informe de junio de 1836 describía a los 600
separatistas del distrito de Züllichau como personas «de capacidad mental
limitada» que no tenían «nada que perder por el lado de los bienes
materiales», por lo que eran vulnerables a los «intentos de un predicador
fanático[64]».
Las autoridades prusianas, convencidas de que el movimiento de los
antiguos luteranos se hundiría una vez neutralizados los cabecillas, se
abatieron violentamente sobre los predicadores separatistas, imponiendo
multas draconianas y condenas de prisión, y acuartelando tropas en las zonas
en las que las congregaciones se negaban a aceptar el parecer del gobierno.
Pero tales medidas eran previsiblemente inútiles. El separatismo silesio era un
movimiento con profundas raíces en la religiosidad del vulgo. Las peticiones
efectuadas a comienzos y a mediados de los años 1830 por grupos de
luteranos, registradas con las burdas firmas de colonos y jornaleros, revelaron
un profundo apego a las palabras y al espíritu de la tradición luterana local:
«lo que buscamos no es nada nuevo; nos atenemos constantemente a las
enseñanzas de nuestros padres[65]». La represión simplemente estimuló la
simpatía por los acosados luteranos, de modo que el movimiento se difundió
rápidamente, a lo largo de los años 1830, desde Silesia a las vecinas
provincias de Poznan, Sajonia y Brandemburgo. A medida que crecía la
presión, los antiguos luteranos pasaron a la clandestinidad, reuniendo sínodos
secretos en los que se elaboraban normas y procedimientos para una
administración ilegal de la iglesia. En 1838, el destituido pastor separatista
Senkel viajaba todavía por toda Silesia, con gran variedad de disfraces,
celebrando actos sacramentales ilegales para sus seguidores. El Neue
Würzburger Zeitung, en junio de 1838, informaba que Senkel había estado
recientemente en Ratibor, disfrazado de mujer, con el fin de administrar la
comunión a algunos luteranos en un sótano[66].
Además de las dificultades de aplicación de la ley, el gobierno se
enfrentaba a una obstrucción aún más importante: la duda respecto a las bases
legales de las medidas antiseparatistas. A finales del siglo XVIII la
administración prusiana se había preocupado por mantener la autonomía de
las comunidades confesionales existentes. El Edicto sobre Religión de
Wöllner, de 9 de julio de 1788, confirmaba el derecho de «las tres principales
confesiones de la religión cristiana» a ser protegidas por el monarca. Según el

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Código General de 1794, no había ninguna disposición para una iniciativa del
estado respecto a los asuntos religiosos. La inviolabilidad de conciencia y la
libertad de credo se definían como derechos fundamentales e inalienables; el
estado renunciaba a tener papel alguno en cuanto a influir en las convicciones
religiosas de los individuos. Los tolerados «partidos religiosos», como se los
llamaba en el Código General, estaban en igualdad de condiciones bajo la
protección de un estado que era, al menos en teoría, imparcial desde el punto
de vista confesional. De esto derivaba que el estado no tenía ningún derecho a
«imponer libros simbólicos como doctrina vinculante» o a tomar la iniciativa
en la destitución de predicadores sobre la base de falta de solidez doctrinal.
Como había explicado el jurista Carl Gottlieb Svarez al futuro Federico
Guillermo III en 1792, la autoridad para una acción así descansaba no en el
estado, sino en las comunidades religiosas individuales. Así, el derecho
prusiano codificado no ofrecía ninguna base para la acción emprendida por el
estado prusiano contra los separatistas de los años 1830.
Según la ley prusiana, la fundación de nuevas sectas exigía permiso
oficial, pero los luteranos difícilmente podían ser acusados de fundar una
nueva secta. Desde el punto de vista de los separatistas, era el estado, no los
disidentes luteranos, el que había creado una nueva confesión en Prusia. El
luteranismo había sido una confesión reconocida y tolerada públicamente en
los estados alemanes desde la Paz de Augsburgo. El derecho de los luteranos
a gozar de tolerancia en la provincia de Silesia había sido garantizado por
Federico el Grande en 1740 y confirmado por Federico Guillermo III en 1798.
Los separatistas sabían muy bien que la legalidad de la represión
gubernamental era cuestionable. Las peticiones separatistas solían citar
pasajes clave del Código General en los que se definían los derechos y
autonomía legal de las organizaciones religiosas toleradas públicamente.
Presentaban su postura de oposición como basada en los dictados de la
conciencia (Gewissen), reclamando por ello las garantías fundamentales
otorgadas por el código.
Por todas estas razones, los intentos del ministro del Interior Von Rochow
y sus colegas para poner fin al movimiento de los antiguos luteranos fueron
un fracaso, aunque provocaron que algunos miles de separatistas buscasen un
futuro en Norteamérica y en Australia. Así pues, a los prusianos que vivían a
orillas del río Oder se les ofreció una visión sorprendente: barcazas llenas de
luteranos respetuosos de la ley, cantando himnos mientras iban a Hamburgo
para luego trasladarse a Londres y de aquí a Australia del Sur, que huían de
las persecuciones religiosas de las autoridades prusianas. Era como si el gran

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drama de los protestantes de Salzburgo (también luteranos) se repitiese al
revés. El éxodo gozó de amplio espacio en la prensa alemana. Todo esto fue
profundamente desconcertante. El conflicto solo se desactivó en 1845, con
Federico Guillermo IV, que ofreció una amnistía general y otorgó a los
luteranos el derecho a establecerse en Prusia como una asociación de iglesia
autónoma.
La agudización de las identidades religiosas también alteró las relaciones
entre el estado y los súbditos católicos, cuyo número había aumentado en gran
medida debido a los arreglos territoriales de 1815. El catolicismo, como el
protestantismo, fue transformado por su revitalización. El racionalismo de la
Ilustración dio paso a un fuerte énfasis en la emoción, en el misterio y la
revelación. Se produjo un aumento de peregrinaciones populares, siendo la
más famosa la que se dio en 1844 cuando medio millón de católicos
convergió en la ciudad de Tréveris, en Renania, para ver una prenda que, se
creía, había llevado Cristo en su camino hacia la crucifixión. Estrechamente
relacionado con el despertar católico estaba el surgimiento del
«ultramontanismo», término referido a la posición de Roma, ultra montes, es
decir, más allá de los Alpes. Los ultramontanos percibían la Iglesia como un
cuerpo estrictamente centralizado y transnacional, centrado firmemente en la
autoridad de Roma. Consideraban que la estricta subordinación de la Iglesia a
la autoridad papal era el camino más seguro para protegerla de la interferencia
del estado. Esto era una novedad en Renania, cuyos obispados habían estado
orgullosos siempre de su independencia y eran escépticos respecto a las
exigencias de Roma. Los ultramontanos trataban de conducir a las distintas
culturas devocionales de la religión católica a una conformidad más acorde
con las normas de Roma. Así, las antiguas liturgias de las ciudades
episcopales renanas, como Tréveris, con sus pasajes en el dialecto local,
fueron siendo sustituidas poco a poco por sus equivalentes en latín.

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38. Antiguo asentamiento luterano de Klemzig, Australia del Sur, por George French Angas,
1845.

El potencial conflictivo de este nuevo catolicismo «romanizado» se hizo


evidente en 1837, cuando se produjo en Renania un serio enfrentamiento
sobre la educación de los niños en los matrimonios mixtos entre católicos y
protestantes. Según la doctrina católica, el sacerdote que oficiaba el
matrimonio de una pareja mixta podía verse obligado a obtener una
aceptación firmada por la parte protestante para que el niño friese educado en
el catolicismo antes de poder administrar el sacramento del matrimonio. Esta
práctica era diferente en la ley prusiana, que estipulaba (en un espíritu de
paridad interconfesional) que en tales matrimonios los hijos debían ser
educados en la religión del padre. En los primeros años de la posguerra las
autoridades estatales y el clero renano acordaron llegar a un compromiso: el
clérigo oficiante podía simplemente forzar al cónyuge protestante a que
educase al futuro hijo como católico sin que fuese necesario un contrato
firmado. En 1835, sin embargo, el nombramiento de un ultramontano duro
para el arzobispado de Colonia hizo imposible todo futuro compromiso.
Apoyado por el papa Gregorio XVI, el nuevo arzobispo, Clemens August
conde de Droste-Vischering, reintrodujo unilateralmente el contrato de

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educación obligatoria para los cónyuges no católicos en los matrimonios
mixtos.
Federico Guillermo III, como cabeza y «supremo obispo» de la Iglesia de
la Unión prusiana, interpretó esté cambio de política como un desafío directo
a su autoridad. Tras varios intentos —fracasados todos ellos— de negociación
de un acuerdo, el monarca ordenó la detención de Droste-Vischering, en
noviembre de 1837. Se trataba, como dijo su ministro, de «demostrar la
plenitud del poder real frente al poder de la Iglesia católica[67]». Se llevaron
nueva tropas a Colonia, secretamente, para controlar cualquier disturbio local
y el arzobispo fue escoltado desde su palacio a un apartamento situado dentro
de las murallas de la fortaleza de Minden, donde permaneció en arresto
domiciliario, prohibiéndosele las visitas de personalidades oficiales o discutir
sobre temas eclesiásticos. Tras la promulgación de los decretos reales que
criminalizaban la práctica de exigir el contrato, la jerarquía prusiana
endureció su postura. En la periferia oriental de los dominios prusianos,
donde había también una numerosa población católica (que incluía a muchos
polacos), el arzobispo de Gnesen y Poznan, Martin von Dunin, restableció
formalmente el contrato de educación marital; y también este fue detenido y
encarcelado en la fortaleza de Kolberg.
A lo largo de tales dramáticas intervenciones se produjeron
manifestaciones en las calles de las más importantes ciudades católicas y
choques entre tropas prusianas y súbditos católicos. Tras la publicación de
una declaración papal oficial que condenaba al gobierno prusiano, la
resistencia a las nuevas medidas se extendió rápidamente a Paderborn y a
Münster, cuyos obispos, asimismo, anunciaron que volverían a exigir el
contrato marital. En los primeros meses de 1838, había estallado ya una
notable controversia sobre este asunto. La prensa lo cubrió extensamente en
todos los estados alemanes (y en Europa) y se dio una gran abundancia de
panfletos, de los que el más conocido y más ampliamente leído fue el
polémico Athanasius, una dura denuncia del gobierno de Prusia por el en
algún momento radical renano y ultramontano católico Joseph Goerres. En las
provincias occidentales los acontecimientos de 1837-1838 produjeron una
duradera radicalización de la opinión católica. Un protestante contemporáneo,
que observaba la contienda con confusa fascinación e indignación, fue Otto
von Bismarck, el futuro estadista prusiano, que entonces tenía poco más de
veinte años.
Las iglesias oficiales y los distintos movimientos sectarios o separatistas
no monopolizaron completamente la vida espiritual de Prusia. Al margen de

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las iglesias, y en numerosos intersticios de las creencias y prácticas religiosas
floreció una rica diversidad de extrañas variaciones de la norma, en que los
principios de los dogmas autorizados se mezclaban sin problema con las
creencias populares, con la filosofía natural especulativa y la seudociencia.
Estas eran las malas hierbas que nacían sin cesar entre los adoquines de la
religión oficial. Se alimentaron hasta cierto punto de las energías liberadas
por el despertar religioso. En las comunidades católicas rurales o de las
pequeñas localidades, el giro posbélico hacia el misterio y los milagros podía
caer en la credulidad y en la superstición. A finales del verano de 1822 hubo
informes sobre una «luz llameante milagrosa» posada sobre una imagen de la
virgen María en la pequeña iglesia católica de Zons, localidad a orillas del
Rin, entre Colonia y Düsseldorf. Cuando los peregrinos comenzaron a bajar
hacia el pueblo, las autoridades eclesiásticas de Colonia y de Aquisgrán
iniciaron una investigación que determinó que la luz se debía a la refracción
de los rayos del sol a través de una ventana, y se intentó disuadir a otros
peregrinos de que se congregasen en la iglesia. Estos entusiasmos locales
desenfrenados requerían una vigilancia constante por parte de las autoridades
eclesiásticas[68].
Las autoridades eclesiásticas católicas y las seculares protestantes se
pusieron de acuerdo fácilmente en el caso de la «luz llameante» de Zons;
otras formas de creencias milagrosas fueron más problemáticas, pues se
situaban en la zona gris entre la magia y la piedad popular. La práctica —bien
establecida en la Renania prusiana— de «sanar» a personas enfermas de rabia
colocando un hilo del altar de San Huberto en una incisión en la frente no era
del agrado de las autoridades estatales pero era tolerada por (la mayoría de)
los dirigentes religiosos locales. Una característica del renacido catolicismo
renano de los años 1820 y 1830 fue la aspiración de establecer puentes entre
la teología y las más extravagantes variedades de las ciencias especulativas y
de la filosofía natural contemporáneas, incluyendo el mesmerismo y el
magnetismo animal[69].
Del lado protestante, además, la creencia religiosa interactuaba con la
magia popular que las autoridades consideraban algo inquietante. En 1824 se
supo que el exmozo de cuadra Johann Gottlieb Grabe, de Torgau (en la
Sajonia prusiana), «sanaba» a más de 100 pacientes al día por medio de una
combinación de plegarias, encantamientos, movimientos mágicos y
magnetismo animal. Una investigación gubernamental en el hospital de la
Charité de Berlín refutó los supuestos poderes sanadores de Grabe, pero esto
no consiguió disminuir su carisma como sanador. Se dijo, incluso, que un

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comerciante de Torgau había comprado los pantalones de cuero de Grabe, con
el fin de reforzarse con el magnetismo residual que todavía poseían[70]. En
1842 se produjo una intensa controversia pública en torno al pastor de ganado
renano, católico, Heinrich Mohr, de Neurath, cuya actividad sanadora atrajo
nada menos que a unas 1000 personas al día, muchos de los cuales cruzaron la
región para ser vistos por él. Personajes como Mohr cumplieron una
necesidad que no satisfacía la práctica médica de la época, que se sentía
impotente ante la mayoría de las enfermedades crónicas. Pero era su
«bendición», sobre todo, lo que los pacientes buscaban, detalle que alarmó de
manera particular a las autoridades eclesiásticas católicas, ya que implicaba la
usurpación de uno de los poderes definitivos de los clérigos ordenados[71].
Más difícil de situar fue la «secta» aparecida en Königsberg en torno a los
predicadores disidentes Johann Wilhelm Ebel y Heinrich Diestel, a fines de
los años 1830. Ambos proporcionaban lo que hoy llamaríamos consejos
matrimoniales basados en teología ecléctica práctica, en la que ideas tomadas
de la filosofía natural precristiana se entreveraban con expectativas
quiliásticas, teoría humoral y otras preocupaciones sobre el matrimonio y la
sexualidad propias de mediados del siglo XIX Recurriendo a las enseñanzas
del místico milenarista prusiano oriental Johann Friedrich Schoenherr, Ebel y
Diestel postulaban que el acto del coito entre un hombre y una mujer era
básicamente una repetición del momento de la creación, cuando dos grandes
bolas, una de fuego y otra de agua, colisionaron y formaron el universo[72]. El
acto sexual entre un hombre (fuego) y una mujer (agua) tenía, así, un
significado y un valor intrínsecamente cósmico y debía ser aceptado y
cultivado como un rasgo esencial de toda relación matrimonial armoniosa. A
los hombres que participaban en el círculo se les aconsejaba hacer el amor
con sus mujeres con la lámpara encendida, en vez de a oscuras, para que las
fantasías eróticas fueran apartadas y el «deseo ciego» fuese sustituido por un
«afecto consciente por el cónyuge[73]». A los miembros del círculo —
incluidas las mujeres— se les animaba a sentir un placer positivo con el acto
sexual. Ambos clérigos atrajeron a un círculo de habitantes de Königsberg de
alto estatus, incluyendo hombres y mujeres de alguna de las familias más
ilustres de la ciudad.
Sea como sea lo de la colisión entre fuego y agua, el estado de ánimo se
fue calentado en el círculo, se produjeron embarazos inesperados y se
extendieron los rumores de que los predicadores fomentaban la licenciosidad
y el sexo extramatrimonial. Se afirmaba —de forma fantasiosa— que
hombres y mujeres asistían a los «conventículos» de la secta totalmente

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desnudos, que los iniciados recibían algo llamado el «beso seráfico», con lo
cual estaban relacionados los más «abominables excesos», y que «dos
muchachas habían muerto a consecuencia de una excesiva excitación
libidinosa[74]». Muy desconcertado, Theodor von Schön, que conoció a
muchos de los participantes personalmente, se vio obligado a iniciar una
investigación. El juicio que siguió, conocido en la Alemania protestante como
«Muckerprozess» (proceso de los fanáticos) fue objeto por parte de la prensa
de una atención intensa y controvertida[75]. Estamos acostumbrados a
considerar la religión como una fuerza de orden, pero la frontera entre la
identidad canonizada colectiva, externa de los partidos confesionales
oficiales, y el desordenado paquete de las necesidades e inclinaciones
humanas privadas que llamamos «religiosidad» se hizo muy inestable en los
decenios entre las revoluciones.

Estado misionero

La estrecha identificación entre la autoridad secular y la vida y práctica


religiosas de la mayoría protestante tuvo consecuencias de largo alcance para
los judíos prusianos. En el debate lanzado por el famoso ensayo emancipador
Sobre la mejora cívica de los judíos, de Dohm (1781), la mayoría de los
comentaristas habían hecho suyas las concepciones seculares del autor sobre
las tareas y responsabilidades del estado; ninguno estaba preparado para
afirmar que la religión proporcionaba una base adecuada para la
discriminación cívica contra los judíos, y nadie consideraba las conversiones
como el único o el medio necesario para resolver el problema del estatus de
los judíos. El Edicto de Emancipación de Hardenberg había sido concebido,
asimismo, con un espíritu secular. Lo que los reformadores buscaban en 1812
no era la conversión de los judíos (al cristianismo), sino una conversión
secular para ser, sin condiciones, un miembro de la «nación» prusiana. Pero
luego las cosas cambiaron. Gracias al edicto, los judíos de las provincias
nucleares ya no eran «extranjeros» que vivían en suelo prusiano gracias a la
tolerancia de Su Majestad, sino «ciudadanos del estado», lo mismo que sus
conciudadanos de fe cristiana. La cuestión, ahora, era: ¿deberían los judíos,
que ya habían sido aceptados para participar en pie de igualdad como
ciudadanos privados en la esfera de la economía y de la sociedad, ser
autorizados a participar en la vida pública del estado? Contestar a estas

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preguntas implicaba tener exigencias sobre la finalidad por la que existían el
estado y sus órganos.
El aspecto más notable de la política judía de Prusia después de 1815 —
que establece la actuación prusiana como algo aparte respecto a la de la
mayoría de los estados alemanes— fue el nuevo énfasis sobre la religión
como clave de la cuestión del estatus de los judíos. En el curso del debate
sobre estos temas en el Consejo de Ministros de 1816, el Ministerio de
Finanzas presentó un largo memorando que comenzaba con algunas
reflexiones generales sobre el papel de la religión como la única base
verdadera de un estado seguro e independiente: «Un pueblo cohesionado,
independiente», afirmaba, debería estar formado por miembros que
compartan las mismas «ideas básicas que les son más queridas»; la religión es
el único nexo lo suficientemente poderoso para transformar a un pueblo en un
«conjunto unánime» capaz de acciones unitarias y determinadas en «épocas
de amenaza exterior». El informe continuaba recomendando que «la
conversión de los judíos al cristianismo haría más fácil y traería consigo la
concesión de todos los derechos civiles», pero que «mientras un judío
[siguiera siendo] judío, no se le debería permitir adquirir posición alguna en el
estado[76]». El mismo asunto se trató en las provincias: en un informe de
1819, el gobierno del distrito de Arnsberg, en Renania, afirmaba que la
religión era el principal impedimento para la emancipación y proponía que el
estado aprobara medidas para impulsar las conversiones de los judíos. Un
informe de 1820 de los magistrados de distrito de Münster recomendaba una
educación cristiana para adultos obligatoria para los judíos y beneficios
especiales para los convertidos al cristianismo[77].
Federico Guillermo III hizo suyos estos puntos de vista. Cuando el
matemático judío David Unger, ciudadano prusiano, solicitó un cargo en la
enseñanza en la Bauakademie de Berlín (cargo pagado por el estado prusiano)
el monarca le aseguró personalmente que su petición sería reconsiderada tras
su conversión a la Iglesia evangélica (es decir, la Unión prusiana). Un caso
semejante fue el del teniente judío Meno Burg, que se había unido a los
guardias granaderos en 1812 como fusilero voluntario y se había portado de
forma distinguida desde entonces. En 1830, cuando a Burg le tocó ser
ascendido a capitán, el rey emanó una orden ministerial en la que expresaba
su convicción de que, teniendo en cuenta su educación y su experiencia entre
los oficiales prusianos, Burg tendría la sensatez de reconocer la verdad y el
poder redentor de la fe cristiana, y que así «despejaría cualquier obstáculo en
el camino de su ascenso[78]». Además de tales intervenciones ad hoc,

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Federico Guillermo III impulsó activamente las conversiones, aprobando un
subsidio real en beneficio de los judíos conversos que consignaran el nombre
del soberano en las listas bautismales de la iglesia como su «padrino»
nominal. Las autoridades estatales realizaron asimismo un intento de evitar
que las mujeres que deseaban casarse con judíos se convirtiesen al judaísmo,
aunque las bases legales para una acción así eran muy frágiles, dado que el
Código General prusiano permitía las conversiones de o a una «religión»
tolerada una vez cumplidos catorce años[79].
Otras iniciativas similares incluían una orden que prohibía que el clero
cristiano asistiese a las festividades judías (tales como bodas y bar mitzvá) y
se hicieron repetidos intentos (en 1816, 1836 y 1839) para impedir que los
judíos adoptasen nombres cristianos, con el fin de no confundir los límites
socio-legales entre ambas comunidades. Finalmente, el rey apoyó la actividad
de la Sociedad Berlinesa para la Propagación de la Cristiandad entre los
Judíos, sus sociedades filiales de Königsberg, Breslau, Poznan, Stettin y
Fráncfort del Oder y la red de grupos auxiliares en localidades menores. Las
escuelas libres misioneras de Poznan —la zona con más asentamientos judíos
— explotaban las nuevas leyes sobre educación elemental como señuelo para
que los niños judíos asistiesen a las clases de los misioneros. El estado
prusiano se había convertido en una institución misionera[80].
La tendencia de su política a partir de 1815 sugiere que Federico
Guillermo III fue apartándose gradualmente del concepto funcional de
religión que había asimilado de sus tutores ilustrados en su juventud para ir
hacia una concepción según la cual el estado existía para perseguir fines
definidos por la religión. «Por muy fuerte que sea la exigencia de tolerancia»,
observaba en 1821, «debe establecerse una línea divisoria siempre que aquella
implique un paso atrás en el camino de la redención del género humano[81]».
En los años 1840 la expresión «estado cristiano» se usaba extensamente; en
1847, tras un debate en la Dieta Unida sobre la admisión de los judíos al
funcionariado del estado, Friedrich Julius Stahl, un profesor de derecho,
conservador, de la Universidad de Berlín y convertido del judaísmo, trató de
dotar a la idea con algo de coherencia teórica. En su libro, El estado cristiano,
decía que, ya que el estado era «una revelación del espíritu ético de la
nación», debía expresar el «espíritu del pueblo cristiano». Era impensable,
pues, que los judíos (y otros no creyentes) ocupasen cargos estatales[82].
Bastante comprensiblemente, los periodistas judíos denunciaban «el
fantasma del estado cristiano como un mero y último pretexto para negarnos
nuestros derechos[83]». Sin embargo, había más cosas respecto a esto. El

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estatismo cristiano del período de posguerra arraigó porque proporcionaba
una salida para la corriente activista, utópica, evangelizadora del
protestantismo de la época. Además, generaba un relato, aun limitado, de la
última finalidad moral del estado. Invocaba una identidad entre el estado y la
sociedad que era religiosa más que étnica, lo que ofrecía una alternativa al
nacionalismo, cuyos argumentos resultaban tan amenazadores para la
soberanía territorial de los príncipes alemanes después de 1815. Al perseguir
tales escurridizos beneficios, la monarquía prusiana hubo de pagar un alto
precio. El agresivo estatismo confesional de los años de posguerra difuminó
los límites entre la disensión religiosa y la política. Los debates y afiliaciones
teológicos fueron politizados. La divergencia política asumió un regusto
teológico —y se hicieron, ambos, más absolutos y más difusos.

Apoteosis del Estado

En 1831 había 13 151 883 súbditos en el Reino de Prusia. De estos, unos


5 430 000 (o aproximadamente un 41 por ciento) vivían en las provincias de
Sajonia, Renania y Westfalia, regiones que eran prusianas solo desde 1815. Si
añadimos los habitantes del Gran Ducado de Poznan, anexionado por Prusia
tras la segunda partición de Polonia de 1793, incorporado al Ducado de
Varsovia de Napoleón tras la Paz de Tilsit de 1807 y «restituido» a Prusia
solo en 1815, entonces el porcentaje de nuevos prusianos sube a casi el 50 por
ciento. La tarea de hacer prusianos debía comenzar de nuevo. El problema no
era solo de Prusia —Baden, Württemberg y Baviera habían saldado también
las perturbaciones de la era napoleónica con nuevos y extensos territorios—.
En estos estados, sin embargo, la integración de los nuevos súbditos se vio
facilitada por la creación de parlamentos territoriales y la imposición de una
estructura administrativa y jurídica unitaria. Prusia, en cambio, no se dotó de
un parlamento «nacional» ni de una constitución «nacional».
El reino permaneció también fragmentado en un sentido administrativo.
Todavía no existía una estructura legal unitaria. La administración de Berlín
intentó homogeneizar el sistema por partes en los años 1820, pero el derecho
renano (es decir, napoleónico) siguió en vigor en las provincias occidentales,
con el resultado de que los candidatos de lo judicial hubieron de ser
preparados en Renania o en Westfalia. A lo largo de la primera mitad del
siglo XIX hubo, además del Geheime Obertribunal de Berlín, otros cuatro
tribunales supremos, incluido uno para Renania, uno para Poznan y uno en

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Greifswald para la Pomerania exsueca[84]. La porción exsueca de Pomerania
mantuvo su código legal tradicional, sus propias instituciones de autogobierno
comunal y urbano, y sus constituciones municipales distintivas[85]. Renania,
asimismo, conservó su relativamente liberal sistema de gobierno local
introducido por los franceses[86]. La utilización del Código General prusiano
en la mayoría de las demás provincias ocultaba la gran variedad de leyes y
normas locales. El Edicto de Emancipación del 11 de marzo de 1812 no se
extendió a las provincias anexionadas en 1815, por lo que los judíos del reino
vivían bajo nada menos que 33 códigos legales diferentes. Una autoridad de
distrito dijo que el estado había capitulado —en su ámbito al menos— ante
las provincias y las localidades[87].
Por esta razón Prusia era jurídicamente menos homogénea en 1840 de lo
que lo había sido en 1813. Merece la pena dar gran importancia a esta
fragmentación, porque en muchas ocasiones Prusia ha sido considerada un
modelo ideal de estado centralizado. Con todo, el empuje dado por las
reformas municipales de Stein había querido, precisamente, hacer recaer el
poder a lo que se había convertido un muy admirado sistema de autonomía
urbana. Incluso la más conservadora Ley Municipal Revisada aprobada en
Westfalia en 1831 dio a las ciudades más autonomía de la que habían gozado
bajo el sistema napoleónico[88]. Durante el período posbélico los órganos del
estado central adoptaron una actitud deferente hacia los notables de las
provincias prusianas y las élites provinciales siguieron teniendo una fuerte
conciencia de sus identidades distintivas, en especial en las zonas periféricas
del este y del oeste. Esta tendencia se vio amplificada por el hecho de que
mientras cada provincia poseía su propia dieta, el reino, como tal, no poseía
ninguna. Un efecto del acuerdo constitucional de 1823 fue, así, el de
magnificar el significado de las provincias a expensas del estado prusiano.
Prusia Oriental no era «meramente una provincia», le dijeron a una persona
que visitaba Königsberg en 1851, sino un Land por derecho propio. Prusia
era, en este sentido, un sistema cuasifederal[89].
Un acercamiento delegado, pragmático al gobierno vino de la mano de
una aceptación implícita de la diversidad cultural. La Prusia de los primeros
años del siglo XIX era un mosaico lingüístico y cultural. Los polacos de Prusia
Occidental, Poznan y Silesia eran la minoría lingüística más numerosa; en los
distritos meridionales de Prusia Oriental, los masurios hablaban varios
dialectos rurales del polaco; los kashubos del hinterland de Danzig hablaban
otro. Hasta mediados del siglo XIX, se usaba todavía ampliamente la lengua
holandesa en las escuelas del exducado de Cleves. En los distritos valones de

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Eupen-Malmédy —un pequeño territorio del este de Bélgica transferido a
Prusia en 1815— el francés siguió siendo la lengua de la escuela, de los
tribunales y de la administración hasta 1876[90]. Los «philipponen»,
comunidades de Antiguos Creyentes que se habían establecido en Masuria y
que eran refugiados provenientes de Rusia en 1828-1832, hablaban ruso —
restos de sus características iglesias de madera pueden verse todavía hoy en la
zona—. Había comunidades de checos en la Alta Silesia, de serbios en el
distrito de Cottbus, y de los que hablan el antiguo dialecto eslavo de los
vendos, que estaban dispersos en varias aldeas del Spreewald, cerca de Berlín.
Ganándose la vida en el largo banco de arena conocido por Kurische Nehrung
estaban los kuren, habitantes de uno de los paisajes más desnudos y
melancólicos del norte de Europa; estos robustos pescadores hablaban un
dialecto del lituano y se los conocía por completar su monótona dieta con la
carne de los cuervos que capturaban y mataban con un mordisco en la cabeza.
Ciertas zonas, como el distrito de Gumbinnen, en Prusia Oriental, eran
trilingües, con una numerosa comunidad de masurios, lituanos y alemanes
que vivían en estrecha vecindad[91].
La política prusiana en las provincias orientales ha sido, tradicionalmente,
la de tratar a estos asentamientos como «colonias» con sus propias culturas
diferenciadas; así, la administración prusiana contribuyó a consolidar las
lenguas vernáculas provinciales, apoyándolas como vehículos de la
instrucción religiosa y de la educación elemental. También fueron
importantes las redes clericales protestantes. Estas difundían libros de himnos,
biblias y folletos en una serie de lenguas locales y ofrecían servicios
religiosos bilingües en las zonas con lenguas minoritarias. El primer periódico
en lengua lituana del reino, Nusidavimai, fue un periódico misionero
publicado por un pastor de lengua alemana que trabajaba entre los lituanos[92].
Los prusianos de lengua alemana, como el estadista y estudioso Wilhelm von
Humboldt y el profesor de teología de Königsberg Martin Ludwig Rhesa,
jugaron un papel crucial al establecer el lituano y su herencia popular como
objeto de un amplio interés cultural[93]. Pero no fue hasta 1876 cuando una
ley general definía al alemán como la lengua de todas las regiones de Prusia.
Así, Prusia, en palabras de un viajero escocés que viajó por las provincias
de los Hohenzollern en los años 1840, era un «reino de fragmentos y
parches». Prusia, observaba Samuel Laing, «tiene solo, en lenguaje corriente,
un significado geográfico o político, que caracteriza así al gobierno prusiano,
o a las provincias que gobierna —no un significado moral o social—. La
nación prusiana es una combinación de palabras que se oyen poco, de ideas

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nunca expresadas […]»[94]. El comentario de Laing, aunque hostil, era
perspicaz. ¿Qué significaba exactamente ser «prusiano»? La Prusia de la
época de la restauración no era una «nación» en el sentido de un pueblo
definido y unido por una etnicidad común. No existía, y nunca había existido,
una cocina prusiana. Ni existía un folklore, dialecto, música o forma de vestir
(dejando a un lado el uniforme de los militares). Prusia no era una nación en
el sentido de una comunidad que compartiese una historia común. Además, la
«prusianidad» debía definirse en cierto modo sobre la base que todavía no
había sido ocupada por la poderosa y competidora ideología del nacionalismo
alemán. El resultado fue un sentido identitario curiosamente abstracto y
fragmentado.
Para algunos, Prusia significaba el estado de derecho, de ahí la confianza
con la que los antiguos luteranos separatistas en Silesia citaban el Código
General prusiano en su defensa contra la acción arbitraria de las autoridades
estatales[95]. Para estos humildes súbditos de la corona prusiana el código era
la salvaguardia de su libertad de conciencia, una «constitución» que disminuía
el derecho del estado a intervenir en la vida de sus súbditos. La ley que
garantizaba ciertas Ebertades individuales mantenía en pie la promesa de un
orden público, otro de los aspectos de la gobernanza prusiana. En una canción
protestante que circulaba durante los «acontecimientos de Colonia» a finales
de los años 1830, el anónimo autor comparaba la arrogancia y el despotismo
del clero católico con el ordenado tipo de vida prusiano:

Para nosotros que vinimos en las tierras de Prusia


el rey es siempre el señor;
vivimos en la ley y en los vínculos del orden,
no como una horda de pendencieros[96].

La «prusianidad» acabó implicando compromiso con un cierto orden de


cosas. Las «virtudes secundarias» del cliché prusófilo —puntualidad, lealtad,
honradez, perfeccionismo, precisión— eran todos atributos del servicio a un
ideal más alto.
Pero ¿a qué ideal exactamente? Había pasado la época de un tipo de culto
del rey que se había ido desarrollando desde el reinado de Federico el Grande.
El gobierno hizo lo que pudo para propagar un patriotismo monárquico en los
años 1830, aunque con éxito limitado. La «Canción de Prusia», adoptada por
el gobierno como una especie de himno territorial a finales de los años 1830,
articulaba una versión permitida oficialmente del sentimiento patriótico
prusiano. Escrita por Bernhard Thiersch, enseñante en el instituto de
Halberstadt, y con música, en tono de garbosa marcha, de Heinrich August

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Neithard, director musical del II Regimiento de Guardias Granaderos, la
canción comenzaba con fuerza con las palabras «Soy prusiano, ¿conoces mis
colores?», pero enseguida se perdía en serviles efusiones monárquicas. Un
prusiano imaginario —estoico, reservado y masculino— se acerca al trono
«con amor y lealtad» y escucha de este las dulces voces de un padre. Jura
devoción filial; siente la llamada del rey que vibra en su corazón; observa que
un pueblo puede florecer realmente solo mientras sigan intactos los nexos de
amor y lealtad entre el rey y sus súbditos, etc., etc. La «Preussenlied» era una
buena cancioncilla de marcha, pero nunca llegó a ser popular, y no es difícil
ver por qué[97]. Su campo de referencia era demasiado estrechamente militar,
el monarca en su centro era demasiado incorpóreo, el tono, demasiado
rastrero para capturar las elevadas aspiraciones expresadas en el patriotismo
popular.
La única institución que los prusianos tenían en común era el estado. No
es una coincidencia que este período fuese testigo de una escalada discursiva
sin precedentes respecto a la idea de estado. Su Majestad resonaba más
apremiante que nunca, al menos en los medios académicos y el funcionariado
superior. Nadie hizo más para hacer pública la dignidad del estado prusiano
desde 1815 que Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el filósofo suabo que ocupó
el sillón vacante de Fichte en la nueva Universidad de Berlín en 1818. El
estado, afirmaba Hegel, era un organismo que poseía su propia voluntad, su
racionalidad y finalidad. Su destino —como el de cada ser viviente—
consistía en cambiar, crecer y desarrollarse progresivamente. El estado era «el
poder de la razón que se hace realidad como voluntad[98]». Era un ámbito
transcendente en el que los «intereses particulares» alienados y competitivos
de la sociedad civil se fundían en la coherencia y la identidad. Existía un
núcleo teológico en las reflexiones de Hegel sobre el estado: el estado tiene
una finalidad cuasidivina; era la «marcha de Dios a través del mundo»; en las
manos de Hegel aquel se convirtió en un aparato cuasidivino por el cual la
multitud de los súbditos que constituían la sociedad civil era redimida en la
universalidad.
Al adoptar este punto de vista, Hegel rompió con la opinión predominante
entre los teóricos políticos prusianos desde Pufendorf y Wolff según la cual el
estado no era más que una máquina pensada para hacer frente a las
necesidades de seguridad externas e internas de la sociedad que lo
formaba[99]. Hegel rechazó con vehemencia el metafórico estado-máquina
que deseaban los teóricos de la alta Ilustración, sobre la base de que «trataba
con seres humanos» como si fueran meros dientes en el mecanismo. El estado

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hegeliano no era una construcción impuesta, sino la más elevada expresión de
la substancia ética de un pueblo, el despliegue de un orden transcendente y
racional, «la realización de la libertad». De aquí seguía que la relación entre la
sociedad civil y el estado no era de antagonismo, sino de reciprocidad. Era el
estado el que permitía que la sociedad civil se diese un orden racional, y la
vitalidad del estado dependía a su vez de los intereses particulares que
constituían la sociedad civil siendo «activo en su función particular —
dotándose para su esfera particular y de ahí promoviendo lo universal[100]».
La de Hegel no era una visión liberal —no era un campeón de las leyes
nacionales unitarias, habiendo visto de lo que fueron capaces en la Francia
jacobina—. Aunque la orientación progresista de su visión era indiscutible.
Pese a todos sus recelos sobre la experiencia jacobina, Hegel celebró la
Revolución francesa calificándola de «espléndido amanecer», que había sido
recibido con alegría «por toda la gente que pensaba». A los estudiantes de
Hegel, en Berlín, se les decía que la Revolución representaba «un logro
irreversible del espíritu humano», cuyas consecuencias todavía estaban por
desplegarse del todo[101]. La posición central de la razón y un sentimiento de
impulso hacia delante permeaban sus reflexiones sobre el estado en todos sus
aspectos. En la idea política de Hegel no había lugar para castas privilegiadas
ni jurisdicciones privadas. Y, al elevar al estado por encima de las luchas
partidistas, Hegel puso de manifiesto la estimulante posibilidad de que el
progreso —en el sentido de una beneficiosa racionalización del orden político
y social— podía, simplemente, ser una propiedad del despliegue de la
historia, materializado en el estado prusiano[102].
Es difícil, desde un punto de vista actual, apreciar el efecto intoxicante del
pensamiento de Hegel sobre una generación de prusianos cultos. No era una
cuestión debida al carisma pedagógico de Hegel —era famoso por estar
encorvado sobre el atril, leyendo su texto con un murmullo vacilante y
escasamente audible—. Según un relato de su alumno Hotho, que asistía a las
clases de Hegel en la Universidad de Berlín, «su semblante colgaba pálido y
flojo como si ya estuviera muerto… Se sentaba allí con aire taciturno con la
cabeza inclinada ante él, hojeando constantemente atrás y adelante sus
concisas notas, aun cuando continuaba hablando». Otro estudiante, el futuro
biógrafo de Hegel, Karl Rosenkranz, recuerda laboriosos párrafos
interrumpidos por tos y tomas de rapé constantes[103].
Fueron las propias ideas y el peculiar lenguaje que Hegel inventó para
articularlas lo que colonizó las mentes de los discípulos en todo el reino. Una
parte de las explicaciones se fundamenta en el contexto. El nombramiento de

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Hegel se debió al que había sido protegido de Hardenberg, el reformador
ilustrado y ministro de Educación Karl von Altenstein. Los escritos del
filósofo proporcionaron una exaltada legitimación de la burocracia prusiana,
cuyo poder expansivo en el seno del ejecutivo durante la era de reformas
exigía justificación. Hegel estableció un camino entre el liberalismo
doctrinario y el conservadurismo restauracionista —en una época de
incertidumbre política cada vez mayor, muchos encontraron enormemente
atractiva esta vía media—. Sus escritos equilibraban puntos de vista opuestos,
a menudo con deslumbrante virtuosismo. Su magia dialéctica, combinada con
una manera oscura y a veces ofuscada de expresarla, abrió su trabajo a
diversas interpretaciones, permitiendo que el lenguaje y las ideas hegelianas
fluyeran sin costuras en las ideologías políticas de la derecha y de la
izquierda[104]. Finalmente, Hegel parece ofrecer medios para reconciliar el
hecho de los conflictos sociales y políticos con la esperanza en una armonía
definitiva de intereses y finalidades.

39. Hegel en el atril, rodeado de estudiantes,


litografía de 1828 por Franz Kugler.

El «hegelianismo» no fue el material con el que se hicieron las


identidades populares. Los trabajos del maestro eran especialmente difíciles
de leer, y más aún de entender. Richard Wagner y Otto von Bismarck están
entre aquellos que intentaron, sin éxito, comprenderlos. Además, su atractivo

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estaba teñido de confesionalidad: Hegel provenía de un medio protestante
pietista, cuya huella puede discernirse en su intento de asimilar lo terrenal al
orden divino. Los estudiantes católicos respondieron de forma ambivalente a
sus enseñanzas. En 1826 un grupo de estudiantes católicos de la Universidad
de Berlín presentaron incluso una queja formal ante el Ministerio de
Educación: parece ser que Hegel no se había tomado en serio la doctrina
católica, al observar que si un ratón mordisquease una hostia tras su
consagración, entonces, por virtud del milagro sacramental de la
transubstanciación, «Dios existiría en el ratón e incluso en sus
excrementos[105]». Interpelado por el ministerio para que se explicase, Hegel
invocó el principio de libertad académica, añadiendo que los católicos eran
libres de mantenerse apartados de sus clases si así lo deseaban. Incluso sin
estas irritantes cuestiones estaba claro que Hegel, con su sacralización del
estado, fue un atractivo más inmediato para los fieles protestantes de la iglesia
estatal prusiana que para los católicos, cuyas relaciones con la autoridad
secular protestante eran más problemáticas.
De todos modos, en la corriente principal protestante (sin mencionar a los
círculos judíos asimilados), la influencia de Hegel fue profunda y duradera.
Sus argumentos se difundieron rápidamente en la cultura, en parte a través de
los estudiantes que llenaban sus clases y en parte a través del patrocinio del
ministro de Cultura Altenstein y su consejero privado Johannes Schulze, que
había sido alumno de Hegel, que apoyó la candidatura de hegelianos para
puestos académicos clave, especialmente en las universidades de Berlín y
Halle. El hegelianismo —como el posmodernismo— se convirtió en
ambiente, infiltrándose en el lenguaje y en el pensamiento incluso de aquellos
que nunca había leído o entendido los trabajos del maestro.
La influencia de Hegel ayudó a establecer el estado moderno como objeto
privilegiado de investigación y reflexión. Nada mejor ejemplifica la escalada
discursiva que se produjo en torno al concepto de estado en los años de
realineación que siguieron a la Revolución francesa. El estado ya no era solo
el lugar de la soberanía y del poder, sino el mecanismo que hace la historia, o
incluso la personificación de la propia historia. Esta intimidad claramente
prusiana entre la idea del estado y la idea de la historia dejó duraderas huellas
en las disciplinas culturales que estaban surgiendo en las universidades, sobre
todo en la historia como tal. Leopold von Ranke, fundador de la historia como
disciplina académica moderna, no era un entusiasta de Hegel, a cuyo sistema
filosófico acusó de ahistórico. Mundos enteros yacen entre la comprensión
metafísica de Hegel de la «historia de la conciencia y del espíritu humanos» y

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la búsqueda obsesiva de las fuentes auténticas y de la insistencia en una
minuciosa descripción que era el sello de la escuela histórica prusiana en
ciernes. Con todo, el joven Ranke, un sajón que había ido a Prusia en 1818 a
la edad de veintitrés años y fue nombrado para un puesto académico en la
Universidad de Berlín en 1825, no pudo zafarse del todo del contagio del
idealismo estatista prusiano. En ensayos publicados en 1833 y 1836, Ranke
declaraba que el estado era «un bien moral» y «una idea de Dios», un ser
orgánico con su «propia vida original», que penetra en todo su entorno,
«idéntico solo a sí mismo». En todo el siglo XIX y hasta bien entrado el XX, la
«escuela prusiana» de historia se centrará de forma casi absoluta en el estado
como vehículo y agente del cambio histórico[106].
Tras la muerte del filósofo durante la epidemia de cólera de 1831, el
hegelianismo se desintegró y se formaron varias escuelas enemigas y conoció
rápidas mutaciones ideológicas. Entre los estridentes jóvenes hegelianos que
convergieron en Berlín en los últimos años 1830 se hallaba Karl Marx, un
nuevo prusiano llegado de Renania e hijo de un judío convertido el
cristianismo, que se había trasladado a Berlín en 1836 para continuar sus
estudios de jurisprudencia y economía política. Para Marx, el primer
encuentro con el pensamiento de Hegel fue un shock revelador parecido a una
conversión religiosa. «Durante unos días», le dijo a su padre en noviembre de
1837, su excitación lo dejó casi «incapacitado para pensar»; y «corrió arriba y
abajo por el jardín por la sucia agua del Spree», incluso se unió a su casero en
una excursión de caza, y se encontró abrumado por el deseo de abrazar a
cualquier holgazán de cada esquina de Berlín[107]. Más tarde, Marx rechazaría
la idea de Hegel de entender la burocracia del estado como el «estado en
general», aunque continuó próximo a él. Pues ¿qué otra cosa es la
idealización de Marx del proletariado como «pura personificación del interés
general» que la otra cara materialista del concepto de Hegel? El marxismo,
también, se gestó en Prusia.

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13
ESCALADA

E n los años 1840 la disidencia política en el continente europeo estaba


mejor organizada, era más sólida y socialmente más diversa. Las
culturas populares adquirieron un nivel crítico más duro. La intensificación de
las crisis sociales generó conflictos y violencias, planteando a las instituciones
administrativas y políticas problemas que parecían ser incapaces de resolver.
Fue esta la fase más turbulenta de la «edad del flujo y del hiato[1]»
posnapoleónica. En Prusia, tales corrientes se vieron amplificadas por el
cambio de régimen. La muerte de Federico Guillermo III el 7 de julio de 1840
dejó una opresiva sensación de trabajo inacabado. Los problemas políticos del
reinado anterior no se habían resuelto. Sobre todo, la «solemne y famosa
promesa» de Federico Guillermo III de otorgar una constitución quedó, a su
muerte, como un «compromiso no cumplido[2]». Las esperanzas y
expectativas de los liberales y radicales del reino se centraron en su sucesor.

Un romántico político

El nuevo rey, Federico Guillermo IV, tenía ya cuarenta y cinco años cuando
subió al trono. Era algo así como un enigma, incluso para quienes lo conocían
bien. Sus predecesores, Federico Guillermo III, Federico Guillermo II y
Federico el Grande, habían sido educados, todos ellos, en el espíritu y los
valores de la Ilustración. El nuevo rey, por el contrario, era un producto de la
época romántica. Había crecido con una dieta de novelas históricas
románticas —uno de sus favoritos era el escritor prusiano Friedrich de la

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Motte Fouqué, descendiente de los colonos hugonotes de Brandemburgo
cuyas historias románticas incluían nobles caballeros, damiselas afligidas,
riscos barridos por el viento, antiguos castillos y tenebrosos bosques—.
Federico Guillermo era un romántico no solo por sus gustos, sino también por
su vida personal. Lloraba con frecuencia. Sus cartas a sus íntimos y hermanos
eran desahogos copiosamente salpicados con tandas de más de siete
exclamaciones[3].
Federico Guillermo IV fue el último monarca prusiano —quizá el último
europeo— que situó a la religión en el centro de su idea de la realeza. Era un
«teólogo laico en el trono», para quien la religión y la política eran
inseparables[4]. En tiempos muy tensos y dramáticos, se volvió
instintivamente hacia un lenguaje y unos precedentes bíblicos. Pero su
cristianismo no fue solo un asunto de imagen y formulaciones; dio forma a su
política y afectó la elección de consejeros[5]. Mucho antes de la muerte de su
padre en 1840, el príncipe heredero se rodeó de amigos cristianos con su
misma mentalidad. Para su escéptico hermano menor, el príncipe Guillermo,
que escribía en 1838, estaba claro que el heredero del trono había caído en
manos de una «secta de entusiastas». El príncipe Guillermo se quejaba de que
estos «fanáticos» habían conseguido «tener un completo control de toda su
persona y de su lábil imaginación». El carácter de un cristianismo renovado y
consciente se consolidó tan fuertemente en los partidarios del príncipe
heredero, afirmaba el príncipe Guillermo, que los cortesanos ambiciosos, con
un ojo en el futuro soberano, tuvieron que controlar los reflejos
comportamentales de la devoción pietista con el fin de garantizar sus
progresos. La subida al trono llevó a muchos de los amigos cristianos del
príncipe heredero —Leopold von Gerlach, Ludwig Gustav von Thile
(conocido por sus detractores por «Thile el de la Biblia»), el conde Anton von
Stolberg-Wernigerode, y el conde Karl von der Groeben— a posiciones
políticas influyentes. Todos ellos eran hombres que habían estado
involucrados en el Despertar protestante de los años 1810; algunos de ellos
tenían lazos estrechos con los movimientos separatistas pietista y luterano, en
los márgenes de la iglesia estatal prusiana.
Para Federico Guillermo IV, como para su padre, el estado prusiano era
una institución cristiana. Sin embargo, mientras Federico Guillermo III había
decidido imponer su propia marca ecléctica de calvino-luteranismo en las
congregaciones protestantes de Prusia y se opuso a los católicos prusianos en
la confrontación sobre el tema de los matrimonios mixtos, el cristianismo de
su hijo era más amplio y más ecuménico. Para consternación de su padre,

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Federico Guillermo IV optó por casarse con una princesa católica, Isabel de
Baviera, e insistió en que se le permitiese convertirse a su debido tiempo
(como, en efecto, hizo). El proclamado apoyo del rey para la restauración y
conclusión de la gran catedral de Colonia reflejó no solo un gusto típicamente
romántico por el estilo gótico, sino también su determinación de reconocer al
catolicismo como una religión con reivindicaciones históricas y culturales en
igualdad en el estado prusiano.
El obispado anglo-prusiano de Jerusalén, fundado en 1841 con la
intención de evangelizar a los judíos de Tierra Santa y establecer contactos
con los cristianos orientales, fue una institución ecuménica única, ocupada
alternativamente por clérigos de la Iglesia de Inglaterra y de la Unión
prusiana. Su principal arquitecto fue un amigo cercano al rey, Cari Josias
Bunsen, experto en historia litúrgica que compartía el entusiasmo de Federico
Guillermo por la Iglesia cristiana primitiva[6]. Ya cuando era príncipe
heredero, Federico Guillermo se había mostrado crítico con las duras medidas
tomadas por la administración de su padre contra los disidentes luteranos en
Silesia y Pomerania. Una de sus primeras actuaciones como rey fue ordenar la
liberación de esos clérigos antiguos luteranos que habían sido encarcelados
durante las confrontaciones de finales de los años 1830. Los obstáculos para
la creación de una iglesia luterana territorial separada fueron suprimidos
gradualmente y el flujo de emigrantes luteranos a Norteamérica y a Australia
acabó cesando.
Federico Guillermo no era un liberal. Pero tampoco era, por otro lado, un
estadista autoritario y conservador según el molde de Kamptz-Ruchow-
Wittgenstein. El conservadurismo gubernamental de la era de la Restauración
se basaba en la corriente autoritaria de la Ilustración prusiana. Por el
contrario, Federico Guillermo estaba impregnado de la ideología corporatista
de la antiilustración romántica. No se oponía a los cuerpos representativos
como tales, pero debían ser «naturales», «orgánicos», «adultos»; en otras
palabras, debían corresponder a la jerarquía natural y dada por Dios del
estatus y del talento humanos, como quedaba ejemplificado en la «sociedad
de órdenes» medieval. Subrayaba su visión de la política y de la historia un
énfasis sobre la continuidad y tradición —en respuesta, quizá, al trauma que
experimentó en 1806 cuando huyó al este con su madre ante el avance de los
franceses, y por la muerte súbita de su madre en 1810, durante la «época de
hierro» de Prusia—. La actitud de Federico Guillermo ante el estado
burocrático prusiano moderno era ambivalente. El estado no debía, en su
visión, personificar las fuerzas vivas de la continuidad histórica; pues era algo

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artificial, cuya exigencia de autoridad universal violaba la más antigua y más
sagrada autoridad del lugar, la congregación, la corporación. El rey era, así,
más que un supremo administrador y, sin duda, más que el primer servidor del
estado. Era un padre sagrado, ligado a su pueblo por una unión mística y
dotado por Dios con una comprensión única de las necesidades de sus
súbditos[7].
El rey articulaba tales compromisos en un lenguaje que podía parecer casi
liberal. Era una característica del lenguaje del romanticismo político el que
tendiese, al menos superficialmente, a difuminar las diferencias entre las
posturas progresistas y conservadoras. Federico Guillermo hablaba
admirativamente de Gran Bretaña y de su «antigua constitución». Se mostraba
abierto —como su colega romántico Luis I de Baviera— al atractivo del
nacionalismo cultural alemán. Invocaba las expresiones de moda
«renovación», «revitalización» y «desarrollo» y denunció los males de la
«burocracia» y «despotismo» de una manera que parecía hablar a las
aspiraciones liberales. Uno de los más íntimos amigos del rey reconocía que
exponía una difusa combinación de «pietismo», «medievalismo» y
«aristocraticismo» con «patriotismo», «liberalismo» y «anglomanía[8]».
Todo esto hizo de Federico Guillermo un hombre difícil de seguir. Las
hiperbólicas expectativas de cambio político solían acompañar un cambio de
régimen. Se veían animados, en este caso, por las primeras señales de un
recorrido más liberal. El nuevo monarca, inmediatamente, anunció que todas
las dietas provinciales de Prusia debían reunirse a comienzos de 1841 y, de
ahora en adelante, debían hacerlo cada dos años (bajo su padre debían
reunirse cada tres años); y habló, asimismo, de la «revigorización» de la
política representativa[9]. En septiembre de 1840, cuando la Dieta de
Königsberg presentó un memorando en el que se pedía al monarca que
otorgase una «representación de toda la región y del pueblo», Federico
Guillermo contestó que trataba de «continuar cultivando este noble trabajo» y
supervisar su ulterior «desarrollo[10]». Lo que el rey quiso decir exactamente
con estas palabras no está claro, pero provocó una gran excitación. Los
condenados políticos fueron liberados de su confinamiento, y a Ernst Moritz
Arndt se le permitió volver a su puesto de enseñante en la Universidad de
Bonn. Se relajaron las restricciones de la censura. Y hubo también
concesiones a los polacos en la provincia de Poznan. El 19 de agosto de 1840
se proclamó una amnistía general para los polacos que hubiesen tomado parte
en el levantamiento de noviembre de 1830. El provocador Eduard Flottwell
fue destituido en 1841, a los emigrados políticos de la Polonia rusa se les

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permitió residir en la provincia, se abandonó la política de asentamientos
alemanes y un nuevo ordenamiento de las lenguas en la escuela aceptó las
peticiones básicas de los activistas polacos[11].
El nuevo ministro de Educación, Salud y Asuntos Religiosos, Johann
Albrecht Friedrich Eichhorn, que ocupó su cargo en octubre de 1840, era un
excolaborador de Stein y uno de los arquitectos de la Unión Aduanera; su
entrada en el Ministerio de Estado dio esperanzas a los liberales[12]. Otra
señal esperanzadora fue la rehabilitación política de Hermann Boyen, el
veterano campeón de la reforma militar y política, que había sido apartado de
la vida pública por los ministros conservadores en 1819. Con setenta y un
años de edad, Boyen fue llamado de nuevo a Berlín y nombrado ministro de
la Guerra. El nuevo rey recibió con los brazos abiertos al viejo guerrero,
asignándole el primer puesto en el Ministerio de Estado (sobre la base de su
antigüedad) y nombrándolo para el mando del I Regimiento de infantería. En
la ceremonia de inauguración del monumento a Gneisenau, Federico
Guillermo confería a Boyen la Orden del Águila Negra —elocuente
demostración de la determinación del rey de cerrar la brecha entre las
memorias patriótica y dinástica de la guerra contra Napoleón—. La teatral
rehabilitación de Boyen envió claras señales políticas —el anciano acababa
de ofender recientemente a la opinión conservadora con una polémica y
partidaria biografía del gran patriota y reformador militar Scharnhorst.
La subida al trono del nuevo monarca puso fin, asimismo, a la carrera del
jefe de Policía Karl Christoph Albert Heinrich von Kamptz, ese entusiasta
cazador de demagogos que había trabajado con Wittengestein para acallar la
disensión política de los años de posguerra. En los años 1830 Kamptz se
había convertido en una figura odiada, cuyo nombre aparecía en canciones y
poemas de la oposición radical. Quedó indignado al recibir, mientras tomaba
las aguas en Gastein en el verano de 1841, una nota de Berlín informándole
de que «la vitalidad y energía espiritual» de Su Majestad reclamaba
servidores más jóvenes y vigorosos[13]. El impacto de estas notables
intervenciones se vio incrementado por el vibrante estilo personal del nuevo
monarca. Federico Guillermo IV recibió el homenaje de los estados prusianos
en Königsberg y Berlín, al igual que sus predecesores, pero fue el primero de
su dinastía que siguió la parte formal de los procedimientos, con un mensaje
público improvisado al gentío reunido delante del palacio. Estos dos
discursos, pronunciados en un lenguaje apasionado, evangélico, plebiscitario,
tuvieron un efecto electrizante sobre los espectadores y sobre la opinión
pública[14].

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Pero la emoción y el optimismo generados por las ceremonias inaugurales
y por los discursos del rey pronto se disiparon. Alarmado por la intensidad de
las especulaciones liberales, el rey tomó medidas para reprimir las discusiones
en la prensa sobre sus planes constitucionales. En una orden ministerial del 4
de octubre, el ministro del Interior, Gustav von Rochow, recibió la orden de
anunciar que el rey lamentaba todos los malentendidos que pudieran haber
derivado de su contestación a la dieta de Königsberg, y quiso que se supiese
que no tenía ninguna intención de hacer una petición para una asamblea
nacional. Tal anuncio provocó frustración y amargura, agravado esto por el
hecho de que las malas noticias vinieron del despacho de Rochow, un duro
del anterior reinado, que era aborrecido por los liberales de todo el reino[15].
Entre los que se creyeron estar a mal con el nuevo régimen, estaba el
presidente provincial de Königsberg, que había servido largo tiempo, Theodor
von Schön. Schön era una figura emblemática, incluso para sus
contemporáneos. Había realizado repetidos viajes a Inglaterra en su juventud,
y durante toda su vida siguió siendo un liberal de la escuela económica de
Adam Smith y un admirador del sistema parlamentario británico. Había sido
un estrecho colaborador de Stein, e incluso había redactado el Testamento
Político de Stein de 1808, que pedía una «representación nacional general».
Solo a través de la «participación del pueblo en las operaciones del estado»,
había escrito Schön, podía el «espíritu nacional ser impulsado y animado
positivamente[16]». En los primeros años de la posguerra trabajó con
considerable éxito para desarrollar las bases de una interacción constructiva
entre el gobierno regional y las asambleas corporativas de Prusia Occidental.
Como muchos reformadores moderados, era consciente de las limitaciones de
las dietas provinciales creadas en 1823, pero les dio la bienvenida, aunque no
fuese más que como plataformas de futuros desarrollos constitucionales[17].
Como presidente provincial de Prusia (la Prusia Oriental y la Occidental
habían sido fusionadas con este nombre en 1829), era un poderoso jefe local
que ocupó uno de los puestos básicos en el estado prusiano posnapoleónico.
También estuvo a la cabeza de un influyente partido de nobles liberales
prusianos orientales, en cuyas filas estaba el alcalde mayor de Königsberg,
Rudolf von Auerswald.
Durante el debate de prensa que siguió al homenaje de los estados en
septiembre de 1840, Schön elaboró el ensayo ¿Hacia dónde vamos?, en el
que celebraba la era de las reformas, lamentaba la «reacción […] burocrática»
que siguió y que exigió la creación de una asamblea general de los estados:
«Solo con instituciones representativas nacionales», afirmaba, «puede la vida

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pública comenzar y desarrollarse en nuestro estado». Publicado en una
edición limitada de solo 32 copias, ¿Hacia dónde vamos? circuló
privadamente entre los amigos íntimos y asociados de los presidentes
provinciales. Schön presentó también una copia al rey, probablemente en la
creencia de que él y el nuevo monarca, al que conocía bien, estaban
básicamente de acuerdo sobre la cuestión constitucional. La respuesta de
Federico Guillermo al folleto de Schön fue rápida e inequívoca. Nunca dejaría
que un «trozo de papel» (la constitución) se interpusiese entre él y sus
súbditos. Era su deber sagrado, decía, continuar gobernando Prusia de manera
«patriarcal»; los órganos representativos «artificiales» eran innecesarios[18].
Las relaciones entre Berlín y Königsberg se enfriaron rápidamente, y los
conservadores de Berlín aprovecharon la oportunidad para reafirmar su
control sobre la política del gobierno[19]. El ministro del Interior, Gustav von
Rochow, aumentó la apuesta al enviar a Schön el texto de una canción
extremista que había llegado a la policía de Berlín, en la que el presidente
provincial de Prusia Oriental era elogiado como «maestro de libertad». Schön
respondía a esta provocación con desdén manifiesto, reprendiendo al ministro
y denunciándolo como un peligro para el estado al que servía. Estalló una
fuerte polémica en la prensa; los amigos de Schön lanzaron andanadas contra
el ministro del Interior en los diarios liberales de Prusia Oriental, mientras que
Rochow ordenaba a sus subordinados del ministerio colocar sueltos injuriosos
anónimos no solo en los periódicos prusianos, sino también en los Allgemeine
Zeitungen de Leipzig y Augsburgo —tal era la importancia que los
funcionarios prusianos atribuían al estado de la opinión pública en los demás
territorios alemanes—. El choque llegó a su punto culminante en mayo de
1842, cuando ¿Hacia dónde vamos? fue publicado en Estrasburgo, de nuevo,
por un extremista, sin permiso de Schön. La nueva edición incluía un epílogo
en el que se atacaba al rey. El 3 de junio se anunciaba la destitución de Schön,
seguida por la de Rochow diez días más tarde; Federico Guillermo IV quería
impedir la aparición de un partidismo que pudiese surgir por la destitución de
solo uno de los antagonistas.
Los que era significativo en la confrontación entre Schön y Rochow no
era la enemistad entre dos poderosos servidores de la corona prusiana, pues
esto no era nada nuevo, sino la extraordinaria resonancia pública del
enfrentamiento. En octubre de 1841, cuando volvió a Königsberg de una
sesión en el Ministerio de Estado de Berlín, Schön fue recibido como un
héroe: barcas enarbolando festivos gallardetes zarparon para recibirlo al entrar
en el puerto, mientras que las ventanas de sus muchos partidarios de

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Königsberg estaban iluminadas esa tarde. El 8 de junio de 1843, un año
después de su destitución del cargo, los liberales de Königsberg orquestaron
festejos para celebrar el quincuagésimo aniversario de la entrada del
expresidente al servicio del estado. Se organizó una colecta, y tan extendida
estaba la fama de Schön por toda Alemania que las aportaciones llegaron de
simpatizantes liberales desde lugares tan lejanos como Baden y Württemberg.
La cantidad recaudada fue suficiente para liquidar las últimas deudas de la
hacienda de la familia Schön en Arnau, y sobró lo necesario para financiar la
erección de un obelisco memorial en la ciudad. Por primera vez en la historia
de Prusia, un alto funcionario del estado había permitido que se lo celebrase
como cabeza de un movimiento político disidente.
Las frustraciones políticas que acompañaron el acceso al trono de
Federico Guillermo IV no fueron una tormenta pasajera, sino que marcaron
una irreversible elevación de la temperatura política. Se produjo una fuerte
agudización y refinamiento de la política crítica. El físico radical judío Johann
Jakoby era miembro de un grupo de amigos de la misma opinión que se
reunían para discutir de política en el Café de Siegel, en Königsberg. Su
panfleto, Cuatro preguntas, contestadas por un prusiano oriental, publicado
en 1841, pedía «una participación legítima en los asuntos del estado», no
como una concesión o un favor, sino como un «derecho inalienable». Jakoby
fue acusado de traición, pero fue declarado inocente tras una serie de juicios
por una corte de apelación; durante el proceso se convirtió en una de las
figuras más celebradas del movimiento opositor prusiano. Al contrario que el
gentil Theodor von Schön y su círculo de nobles, Jakoby representaba al
activismo más impaciente de las clases profesionales urbanas. Los
intelectuales radicalizados de las élites urbanas hallaron un foro en las nuevas
asociaciones políticas que proliferaron en las más importantes ciudades
prusianas, como por ejemplo la Ressource en Breslau, el Club de Ciudadanos
en Magdeburgo y la Sociedad del Jueves en Königsberg, que era una versión
constituida más formalmente del grupo del Café de Siegel[20]. Pero la
participación política se desplegó también en otros muchos contextos, como
en la Sociedad de Construcción de la catedral de Colonia por ejemplo, que se
convirtió en un importante lugar de encuentro para liberales y radicales, o en
las clases impartidas por conferenciantes visitantes en los merenderos de la
ciudad de Halle[21].
En las dietas provinciales, asimismo, se produjo un inequívoco cambio de
tono. Las peticiones articuladas aquí y allí por las asambleas individuales en
los años 1830, se fusionaban ahora en un conjunto panprusiano. En 1841 y

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1843, virtualmente todas las dietas aprobaron resoluciones que exigían
libertad de prensa. En 1843, la dieta renana —apoyada por una ancha franja
de opinión de clase inedia— rechazó un nuevo y en varios aspectos
progresista código penal prusiano al romper el principio de igualdad ante la
ley al incorporar penas que variaban de acuerdo con el estado corporativo de
la persona[22]. Las campaña en apoyo de las peticiones a la dieta aumentó
abruptamente en tamaño y resonancia pública[23]. El movimiento nacional
polaco en la provincia de Poznan dudó en un primer momento en apoyar las
exigencias liberales de un parlamento nacional, sobre la base de que esto
integraría aún más a la provincia en la estructura del reino. Pero en 1845, los
patriotas polacos y los liberales alemanes que eran diputados en la dieta
estaban dispuestos a unir sus fuerzas para pedir una amplia variedad de
medidas liberales[24].
Si los liberales habían comenzado a coincidir en un «partido de
movimiento» en los años 1840, no se puede decir lo mismo de los
conservadores. El conservadurismo (término de aplicado retrospectivamente,
pues no se usaba todavía) siguió siendo un fenómeno difuso y fragmentado,
cuyos distintos hilos no habían sido tejidos en una estructura coherente. El
nostálgico paternalismo rural, tan elocuentemente expresado por el hacendado
Friedrich August Ludwig von der Marwitz, siguió siendo minoritario, incluso
en la nobleza terrateniente. La «escuela histórica», formada por los oponentes
de la filosofía hegeliana en la Universidad de Berlín, abarcaba demasiadas
perspectivas conflictivas, ninguna de las cuales eran tan «conservadora» en un
sentido pleno, como para proporcionar las bases para una coalición duradera.
A aquellos conservadores cuya visión se asentaba en un compromiso
neopietista del Despertar les fue difícil ver las cosas con los mismos ojos de
quienes se inspiraban en el estatalismo autoritario secular de finales del
siglo XVIII. La ambivalente actitud de muchos conservadores hacia el estado
burocrático hizo, asimismo, que la colaboración con las autoridades fuese
difícil. El Berliner Politische Wochenblatt, fundado por ultraconservadores en
1831, se consideraba a sí mismo un órgano lealista dirigido contra las fuerzas
desencadenadas tras la Revolución de Julio en Francia, pero su periódico
pronto chocó con la censura de las autoridades prusianas, cuyos funcionarios,
según el disgustado patrocinador de la publicación, eran hombres con un
temperamento «de tendencia liberal». Tras luchar por hacerse con unos
lectores seguros, el periódico se hundió en 1841[25].
Así, los conservadores no estaban en situación de coordinar una respuesta
contra la expansión de la disensión liberal. La mayoría trataron de pescar un

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compromiso o se acomodaron a una resignada conciencia de la inevitabilidad
del cambio. Incluso en el seno del consejo de ministros no había muchas
señales de un bloque conservador unificado. Las discusiones políticas entre
los ministros eran sorprendentemente especulativas, conflictivas e
inconcluyentes, característica que se vio favorecida —o al menos tolerada—
por el propio rey[26]. En octubre de 1843, Leopold von Gerlach, comandante
de la I Landwehrbrigade de la Guardia en Spandau, en las afueras de Berlín, y
gran amigo personal del rey, reflejó la situación política en Prusia: lo que le
preocupaba no era exactamente la creciente presión por las peticiones de
reforma constitucional, sino el fracaso de los conservadores —incluso en el
gobierno— para que se formase un frente unido en contra. Varios de los
ministros —incluyendo la supuestamente ultraconservadora «Biblia de
Thile»— habían comenzado a hablar «bastante desinhibidamente» sobre
otorgar una Cámara de Diputados. La nave del estado, observaba Gerlach,
estaba navegando en dirección al jacobinismo, conducido por el «el viento,
que siempre sopla fresco, del Zeitgeist». Enumeró varios pasos que
permitirían detener el proceso de liberalización, pero no tenía ilusión ninguna
sobre la perspectiva de éxito. Y concluía: «¿Qué pueden obtener estas
pequeñas maniobras, posiblemente, sobre el Zeitgeist que nos acosa que, con
habilidad satánica, lleva adelante una guerra incesante y sistemática contra la
autoridad establecida por Dios?»[27].
En tales circunstancias era inconcebible que el rey fuese capaz de
reconstruir la sociedad a imagen de su ideología neocorporativa. Hizo un
intento, sin éxito, en este sentido en 1841, cuando declaró en una orden
ministerial que los judíos de Prusia deberían ser organizados, con fines
administrativos, como Judenschaften (juderías), cuyos diputados electos
representarían los intereses de las comunidades judías ante las autoridades
locales. Asimismo, la orden declaraba que los judíos estarían exentos del
servicio militar. Ninguna de estas medidas fue aplicada. Los propios ministros
del rey se opusieron a ellas —el ministro del Interior, Rochow, y el nuevo
ministro de Asuntos Religiosos y Educativos, Johann Albrecht Friedrich
Eichhorn, objetaron que estas propuestas iban en contra de los cambios
recientes de la sociedad prusiana. Un informe de los gobiernos de distrito
reveló que también estos se oponían al plan del rey. Las administraciones
locales estaban preparadas para conceder estatus legales corporativos a las
instituciones religiosas judías, pero se oponían frontalmente a la imposición
de estatus corporativos en un sentido más político como el apoyado por
Federico Guillermo, al que veían como un obstáculo respecto a todo proceso

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importante de asimilación social. En efecto, la vehemencia y la franqueza con
la que rechazaron este caballo de batalla real son notables. El gobierno del
distrito de Colonia pidió incluso con insistencia una plena e incondicional
emancipación de la minoría judía, indicando el éxito de una política tal en
Francia, Holanda, Bélgica e Inglaterra. Los funcionarios de los años 1840 no
eran serviles Untertanen (súbditos) destinados a «trabajar por» su rey, sino
que se veían a sí mismos como participantes autónomos en el proceso
decisorio político[28].
Tal como sugiere la iniciativa judía, la visión neocorporativa de Federico
Guillermo estaba desfasada, no solo respecto a la opinión pública en el más
amplio sentido, sino incluso con el carácter de la propia administración, que
consideraba que era cada vez más difícil alcanzar un consenso sobre las
grandes cuestiones políticas del día. Para los liberales y radicales, y también
para algunos conservadores, la política del nuevo reinado parecía básicamente
incoherente, «una molesta mezcla de los extremos de nuestro tiempo[29]».
Nadie captó el sentido de desconexión resultante mejor que el teólogo radical
David Friedrich Strauss, cuyo panfleto Un romántico en el trono de los
Césares se publicó en Mannheim en 1847. El folleto de Strauss dejaba
suponer que trataba del emperador conocido como Juliano el Apóstata, pero,
en realidad, era una caricatura del rey prusiano, que era caracterizado como
un soñador ingenuo, un hombre que había convertido la nostalgia de los
antiguos en un modo de vida y cuyos ojos permanecían cerrados a las
necesidades urgentes del presente[30].

Política popular

La expansión del activismo político en torno a las dietas se produjo sobre la


base de un más amplio proceso de politización que penetró profundamente en
el corazón de las provincias prusianas. En Renania, en particular, los años
1840 presenciaron un fuerte crecimiento en el consumo popular de periódicos.
Los índices de alfabetismo eran muy altos en Prusia, para los estándares
europeos, e incluso aquellos que no podían leer por sí mismos escuchaban las
lecturas de los periódicos en voz alta en las tabernas. Más allá de los diarios, y
mucho más populares entre el público, estaban los «calendarios del pueblo»
(Volkskalender) un formato impreso tradicional, barato, distribuido
masivamente que ofrecía una mezcla de noticias, ficción, anécdotas y
consejos prácticos. En los años 1840 los calendarios constituían un mercado

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propio que abastecía a toda una gama de preferencias políticas[31]. Incluso el
comercio tradicional de profecías populares impresas asumió un carácter
político neto en los años 1840. Especialmente inquietante para las autoridades
prusianas fue la «Profecía de Lehnin», texto de oscuro origen que parecía
adivinar el futuro de la Casa de los Hohenzollern. La «Profecía de Lehnin»,
que circuló ampliamente en Renania, había previsto tradicionalmente la
inminente conversión de la casa real al catolicismo —razón suficiente, en sí
misma, para atraer sobre sí la atención hostil de las autoridades—, pero los
primeros años 1840 vieron la aparición de una versión más radical que
predecía que el «infame rey» sería castigado con la muerte por su papel en
una «atrocidad[32]».
Esta progresiva politización de la cultura popular no quedó limitada a los
medios impresos. Las canciones eran un medio aún más ubicuo de
articulación de la disensión política. En Renania, donde el recuerdo de la
Revolución francesa era especialmente vivo, los registros de la policía local
están llenos de referencias al canto de las prohibidas «canciones de la
libertad», incluidas infinitas variaciones de la «Marsellesa» y del «Ça ira».
Las canciones de la libertad rememoraban la vida y hechos del asesino de
Kotzebue, Karl Sand, celebraban las virtuosas luchas de los griegos y de los
polacos contra las tiranías otomana y rusa, y conmemoraban episodios de
insurrección pública contra la autoridad ilegítima. Además, ninguna feria o
festividad pública estaba completa sin los cantores de baladas itinerantes
(Bänkelsänger), cuyas canciones solían ser irreverentemente políticas en su
contenido. Incluso los «hombres del espectáculo erótico», artistas que
exhibían escenas de tromp-l'oeil [trampantojo], eran expertos en entremezclar
críticas políticas en sus comentarios, de modo que incluso inofensivas vistas
de paisajes fueron pretextos para la sátira[33].
A partir de los años 1830, los carnavales y otras festividades populares
tradicionales como las ceremonias de Mayo y las cencerradas tendieron cada
vez más a contener mensajes políticos (disidentes)[34]. En los años 1840 los
carnavales de la Renania —especialmente la compleja procesión orquestada
el lunes anterior al Miércoles de Ceniza— se convirtieron en un punto de
tensión política entre los locales y las autoridades prusianas. Con esta
atmósfera anárquica, de noche de reyes, en la que las relaciones sociales y
políticas convencionales se invertían o satirizaban, el carnaval resultó
adecuado para convertirse en un medio elocuente de protesta política. Fue
precisamente para disciplinar las energías sin reglas de este festejo callejero
por lo que se fundaron en Renania las sociedades del carnaval en los años

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1820 y 1830. En los primeros años 1840, sin embargo, también aquellas
fueron infiltradas por el espíritu de la disensión. En 1842, la sociedad del
carnaval de Colonia se escindió cuando sus miembros extremistas declararon
que «la constitución republicana del carnaval» era la única «bajo la que podía
florecer la verdadera locura». Querían entronizar a un «rey carnaval» cuya
autoridad debía ser defendida por un «ejército permanente de locos». La
usualmente poco radical sociedad del carnaval de Düsseldorf era conocida
también por sus ásperas sátiras contra el monarca[35].
Ridiculizar al rey fue una característica cada vez más importante de las
expresiones de disidencia en Prusia en los años 1830 y 1840. Aunque solo
575 casos de lesa majestad fueron realmente investigados en el decenio
1837-1847, los registros sugieren que un gran número de otras faltas
semejantes no fueron perseguidas, y podemos suponer que muchísimos más
no acabaron atrayendo en absoluto la atención de la policía. Con todo, tales
casos, cuando llegaron ante los jueces, fueron tratados, por lo general,
seriamente. Cuando el sastre Joseph Jurowski, de Warmbrunn, en Silesia,
declaró, en plena borrachera, «nuestro Fede es un sinvergüenza; el rey es un
sinvergüenza y un estafador», recibió una notablemente dura condena de 18
meses de cárcel. El funcionario judicial Balthasar Martin, de cerca de la
ciudad de Halberstadt, fue sentenciado a seis meses de cárcel por afirmar,
sentado en una taberna, que el rey «bebía cinco o seis botellas de champán al
día». «¿Cómo puede el rey ocuparse de nosotros?», preguntó Martin a quienes
lo escuchaban, que quizá no sabía que un informador de la policía estaba
sentado entre ellos. «Es un borracho, el borracho de los borrachos, solo bebe
material realmente potente[36]».
Tales calumnias se referían a una imagen del rey que, para mediados de
los años 1840, había arraigado irremisiblemente en la imaginación popular.
Federico Guillermo IV, hombre regordete, sencillo, nada militar, conocido
por sus hermanos y amigos íntimos por «lenguado gordo», fue el individuo
menos carismático físicamente de los que ocuparon el trono de los
Hohenzollern desde el reinado del primer rey. Fue también el primer rey
prusiano en ser satirizado en numerosas imágenes. Quizá la más famosa
caricatura, de 1844, representa al monarca como un gordo y borracho gato
con botas sosteniendo una botella en su zarpa izquierda y un vaso lleno de
espuma en la derecha, intentando patéticamente imitar a Federico el Grande
sobre un fondo del complejo palaciego de Sans Souci. Habiendo relajado la
censura literaria poco después de su acceso al trono, Federico Guillermo la
reintrodujo sobre las imágenes, aunque fue imposible evitar que se

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difundiesen ampliamente por el reino grotescas sátiras visuales del
monarca[37].
Quizá la más extrema expresión de desconsideración por la persona del
soberano fue la «Tschechlied», una canción que rememoraba el intento de
asesinato del rey por el exalcalde de un pueblo, mentalmente enajenado,
Heinrich Ludwig Tschech. Este no había obtenido apoyo oficial para una
cruzada contra la corrupción local en su Storkow natal, y quedó frustrado
porque el monarca lo consideró culpable de su desgracia. El 26 de julio de
1844, habiendo sido fotografiado en una postura teatral por un daguerrotipista
de Berlín, Tschech se subió al carruaje real e hizo dos disparos a corta
distancia, fallando ambos. Inicialmente, el público respondió con una oleada
de simpatía por el rey, aunque muchos esperaban que a Tschech se le
perdonase la pena de muerte dada su condición mentalmente anormal.
Federico Guillermo, en un primer momento, se inclinó por la clemencia, pero
sus ministros insistieron en que había que dar un ejemplo. Cuando se supo, en
diciembre, que Tschech había sido ejecutado en secreto el sentir público se
volvió contra el rey[38]. En los años siguientes toda una serie de canciones de
Tschech circularon por Berlín y los estados alemanes. Su irreverencia queda
patente en las siguientes estrofas:

Una mala suerte sin comparación


aconteció al pobre Tschech, alcalde del pueblo,
que él, al disparar de cerca,
¡no pudo acertar al hombre gordo[39]!

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40. Federico Guillermo IV como un gato con botas achispado que trata en vano de seguir
los pasos de Federico el Grande. Litografía anónima.

La cuestión social

En el verano de 1844 el distrito textil de Silesia en torno a Peterswaldau y


Langenbielau se convirtió en escenario del más sangriento levantamiento
ocurrido en Prusia antes de la revolución de 1848. Los disturbios comenzaron
el 4 de junio, cuando el gentío atacó la sede principal de Hermanos
Zwanziger, una gran firma textil de Peterswaldau. A la empresa se la
consideraba en la localidad como una empleadora desconsiderada que había

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explotado el excedente laboral de la región para reducir salarios y degradar
las condiciones de trabajo. Una popular canción afirmaba que «Los Hermanos
Zwanziger son verdugos».

Sus servidores son los bellacos,


en vez de proteger a sus trabajadores
nos machacan como esclavos[40].

Tras entrar por la fuerza en la residencia principal, los tejedores


destrozaron todo lo que estuvo al alcance de sus manos, desde hornos, tejados
y espejos dorados a candelabros y porcelana cara. Hicieron tiras de todos los
libros, títulos, pagarés, registros y papeles que encontraron, y luego entraron
violentamente en el complejo contiguo de almacenes, prensas de laminación,
salas de empaquetado, naves y almacenes, rompiendo todo lo que salía al
paso. La labor destructiva continuó hasta que se hizo de noche, y aparecieron
en escena bandas de tejedores de las aldeas vecinas. A la mañana siguiente los
tejedores volvieron para demoler las pocas estructuras que permanecían
intactas, incluidos los tejados. Todo el complejo habría sido probablemente
incendiado, pero alguien indicó que esto haría que los propietarios pudiesen
ser compensados por su seguro de incendios.
Armados con hachas, horcas y piedras, los tejedores, que ya eran unos
3000, salieron de Peterswaldau y se dirigieron a la casa de la familia Dierig,
en Langenbielau. Aquí, unos aterrorizados empleados de la compañía les
dijeron que se había prometido un pago en dinero contante (cinco groschen de
plata) a cada tejedor que aceptase no atacar los edificios de la empresa. Entre
tanto, dos compañías de infantería al mando del comandante Rosenberger
habían llegado de Schweidnitz para restaurar el orden; formaron en la plaza
ante la casa de los Dierig. Todos los ingredientes para el desastre que siguió
estaban presentes. Temiendo que la casa de los Dierig estuviese a punto de ser
atacada, Rosenberg dio la orden de hacer fuego. Después de tres salvas, once
personas yacían muertas en el suelo; entre ellas una mujer y un niño que
estaban entre la multitud, pero también varios espectadores, incluida una
muchacha joven que iba de camino a su clase de costura y una mujer que
miraba desde la puerta de su casa a 200 pasos de distancia. Un testigo ocular
informó que la cabeza de un hombre había quedado aplastada por el disparo;
un trozo de su cráneo salpicado de sangre fue lanzado a varios metros de su
cuerpo. Ahora la desconfianza y la rabia de la multitud no conocieron límites.
Las tropas fueron apartadas por una carga desesperada de los tejedores y por

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la noche estos se lanzaron con furia contra la casa de los Dierig y edificios
anejos, destruyendo 8000 táleros de bienes, mobiliario, libros y papeles.
Lo peor había pasado. A primera hora de la mañana siguiente llegaron a
Langenbielau tropas de refuerzo, completadas con piezas de artillería, y el
gentío que permanecía en el lugar o en los alrededores de los edificios de los
Dierig acabó siendo dispersado rápidamente. Se produjeron algunos ulteriores
disturbios en la vecina Friedrichsgrund, y también en Breslau, donde una
multitud de artesanos atacaron las casas de los judíos, pero las tropas
estacionadas en la localidad pudieron evitar cualquier nuevo tumulto. Fueron
detenidas unas 50 personas relacionadas con los disturbios; de estos, 18
fueron condenados a diversas penas de prisión con trabajos forzados y
castigos corporales (24 latigazos)[41].
Estallaron muchos tumultos y disturbios de hambre en las tierras
prusianas en los años 1840, pero ninguno tuvo tanta repercusión en la
conciencia pública como el de los tejedores de Silesia. Pese a los esfuerzos de
los censores, la noticia de la revuelta y de su represión se difundió por el reino
en unos días. De Königsberg y Berlín a Bielefeld, Tréveris, Aquisgrán,
Colonia, Elberfeld y Düsseldorf, hubo extensos comentarios de prensa y
discusiones públicas. Hubo una floración de poemas radicales de tejedores,
entre ellos el apocalíptico conjuro de Heinrich Heine de 1844, «Los pobres
tejedores», en el que el poeta invoca la miseria y la inútil rabia de una vida de
interminable trabajo por un salario de hambre:

La lanzadera vuela, el telar cruje:


días y noches sin cesar tejemos.
Vieja Alemania, tu sudario helado
ya tejen[…].
¡Tejemos y tejemos!

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41. Cómo sufren los tejedores y cómo responde el estado. Este xilograbado publicado en el periódico
radical Fliegende Blatter, en 1844, se refiere a la rebelión de Silesia de ese año y llena el pie «Hambre
y desesperación».

Y numerosos ensayos aparecieron en los meses siguientes, que analizaban


el levantamiento desde todos los ángulos posibles.
Los acontecimientos de Silesia causaron sensación porque visibilizaban la
obsesión de moda en la época, que ya se estaba conociendo como «la
Cuestión Social» —hay paralelos con el debate inglés, casi contemporáneo,
que recibió el ensayo de Carlyle cuando apareció en 1839, sobre la
«Condición de Inglaterra»—. La Cuestión Social abarcaba un conjunto de
temas: las condiciones de trabajo en las fabricas, el problema de la vivienda
en zonas densamente pobladas, la disolución de las entidades corporativas
(por ejemplo, los gremios, los estamentos), las vicisitudes de una economía
capitalista basada en la competencia, el declinar de la religión y de la moral
por la emergencia del «proletariado». Sin embargo, el tema central y
dominante era la «pauperización», el progresivo empobrecimiento de los

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estratos sociales inferiores. El «pauperismo» de la época anterior a marzo se
diferenciaba de las formas tradicionales de pobreza en cierto número de
aspectos importantes: era un fenómeno de masas, colectivo y estructural, más
que dependiente de contingencias individuales, tales como enfermedades,
lesiones o destrucción de cosechas; era permanente más que estacional; y
mostró signos de sumergir grupos sociales cuya condición anterior había sido
relativamente segura, como los artesanos (especialmente los aprendices y los
oficiales) y los pequeños propietarios campesinos. El «pauperismo», decía la
Brockhaus Encyclopaedia, en 1846, «se da cuando una numerosa clase puede
subsistir solo como resultado del trabajo más intensivo…»[42]. El problema
clave era el declive del valor del trabajo y de sus productos. Y esto afectaba
no solo a los trabajadores no especializados y a los que trabajaban en gremios,
sino también a un sector amplio y cada vez mayor de la población rural que
vivía de varias formas de industria casera.
El aumento de la miseria se reflejó en los patrones del consumo
alimenticio: mientras que los habitantes de la provincia prusiana del Reino
consumían una media de 41 kilos de carne al año en 1838, la cifra bajó a 31
en 1848[43]. Un estudio estadístico para 1846 sugiere que entre el 50 y el 60
por ciento de la población de Prusia vivía con el mínimo y cerca del mínimo
de subsistencia. En los primeros años 1840, el aumento de la pobreza en el
reino estimuló un pánico moral entre las clases instruidas prusianas. Este libro
pertenece al Rey, de Bettina von Arnim, publicado en Berlín en 1843,
comenzaba con una secuencia de imaginativos diálogos literarios cuyo tema
común era la crisis social en el reino[44]. Incluido en el texto había un
detallado apéndice que registraba las observaciones de Heinrich Grunholzer,
estudiante suizo de veintitrés años, en los barrios bajos de Berlín. En los tres
decenios entre 1816 y 1846 la población de la capital se había incrementado
de 197 000 a 397 000 habitantes. Muchos de los inmigrantes más pobres —
asalariados y artesanos en su mayor parte— estaban asentados en las zonas
pobres más densamente pobladas de las afueras del norte de la ciudad,
conocidas por «Vogtland», debido a que muchos de los primeros llegados
provenían de Vogtland, en Sajonia. Fue aquí donde Grunholzer recogió sus
observaciones para el libro de Arnim.
En nuestra época, tan acostumbrada al efecto de autenticidad de los
documentales, no es fácil recuperar la fascinación que provocaba la cruda
descripción de Grunholzer de la vida en el punto más desolado de la capital.
Pasó cuatro semanas rebuscando en unas cuantas casas de vecindad
seleccionadas y entrevistando a sus ocupantes. Registró sus impresiones con

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una prosa asequible, con frases breves, informales, e integró las brutales
estadísticas que gobernaban las vidas de las familias más pobres de la ciudad.
Intercalados con la narración había pasajes dialogados, y se usaba
frecuentemente el tiempo presente, que sugería que eran notas garabateadas in
situ.

En la habitación del sótano n.° 3 encontré a un leñador con una pierna enferma. Cuando entré, la
esposa quitó las peladuras de patata de la mesa y una hija de dieciséis años se retiró violenta a un
rincón de la habitación mientras su padre empezaba a contarme su historia. Se había quedado sin
posibilidades de empleo cuando participaba en la construcción de la nueva Escuela de
Ingeniería. Su petición de asistencia había sido ignorada durante largo tiempo. Solo cuando se
quedó totalmente arruinado económicamente se le otorgó una asignación de 15 groschen de plata
mensuales [medio tálero]. Había tenido que volver a la vivienda de su familia, pues ya no podía
hacer frente a un apartamento en la ciudad. Ahora recibe dos táleros al mes de la Oficina de los
Pobres. Cuando la enfermedad incurable de su pierna lo permite, puede ganar un tálero al mes;
su mujer gana el doble, su hija trae un tálero y medio más. Pero su alojamiento cuesta dos táleros
al mes, una «comida de patatas», un groschen de plata y nueve peniques; dos de estas comidas al
día son al mes tres táleros y medio para el alimento básico. Así queda un tálero para la compra
de madera y para todo lo demás que una familia necesita, además de las patatas, con el fin de
sobrevivir[45].

Otro trabajo del mismo tipo fue el artículo de Friedrich Wilhelm Wolff,
muy leído, sobre los «sótanos de Breslau», una zona de chabolas formada por
barracones y almacenes militares en las afueras de la capital silesia, que
apareció en el Breslauer Zeitung en noviembre de 1843. Wolff, hijo de un
campesino silesiano pobre, que se convirtió en un renombrado periodista
radical, aspiraba a describir un mundo que era a la vez cerrado y remoto, un
mundo que es, decía, como un «libro abierto» ante las murallas de la ciudad
pero que era invisible a la mayoría de los habitantes acomodados. Existía, sin
duda, un elemento de placer voyeurístico en el consumo de estos textos por
parte de los lectores burgueses. Una importante influencia sobre esta literatura
emergente de espesa descripción social era la de Eugène Sue, con su exitazo,
una novela en diez volúmenes sobre los bajos fondos de París, Les mystéres
de Paris, que apareció en fascículos en 1842-1843, y que fue muy imitada en
toda Europa. Si los lectores estaban preparados para perderse en el colorista
demimonde de Sue, afirmaba Wolff, entonces deberían tener aun más interés
en los reales «mystéres de Breslau» justo delante de su casa[46]. Con un
lenguaje casi idéntico, August Brass, autor de los Misterios de Berlín (1844),
insistía en que todos podían observar la miseria del mundo del hampa de la
capital si simplemente se «tomaban la molestia de quitarse el velo de
conveniencia del bienestar egoísta y dirigían su mirada fuera de su “círculo
habitual[47]”».

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En los primeros meses de 1844 todas las miradas estaban fijas en los
montañosos distritos textiles de Silesia, donde años de caída de precios y de
reducción de la demanda habían forzado a comunidades enteras de tejedores a
una opresiva pobreza. Hubo colectas para los silesianos en las ciudades
textiles de Renania. En marzo, el poeta e intelectual literario radical Karl
Grün viajó de una ciudad a otra realizando lecturas populares de Shakespeare,
cuyos ingresos eran enviados a través del gobierno provincial para ayudar a
los tejedores del distrito de Liegnitz. En ese mismo mes se fundaba en
Breslau la Asociación para Paliar la Necesidad de los Tejedores e Hilanderos
de Silesia. En mayo, en vísperas del levantamiento, Alexander Schneer,
funcionario de la administración provincial y miembro de la asociación de
Breslau, fue de casa en casa en algunas de las zonas más afectadas,
documentando minuciosamente la situación de las familias de los tejedores a
la manera que ya inició Grunholzer[48]. En un entorno tan sensible no es
extraño que los contemporáneos considerasen el levantamiento de junio de
1844 no como un tumulto inadmisible, sino como resultado inevitable del
malestar social subyacente.
La evidente correlación entre el aumento de la población y la pobreza
masiva nos lleva a sospechar que la crisis social de esta época era resultado de
la «trampa malthusiana», según la cual las necesidades de la población
excedían el suministro asequible de alimentos[49]. Pero el punto de vista es
engañoso, al menos para Prusia. Durante los decenios de la posguerra, los
adelantos tecnológicos (fertilizantes artificiales, cría modernizada de animales
y el sistema de rotación de tres campos) y un aumento de la tierra cultivada
doblaron la productividad de la agricultura. Como resultado, la cantidad de
alimentos incrementó en dos veces la tasa del crecimiento demográfico. Así,
el problema no era la subproducción crónica. Sin embargo, los grandes
excedentes podían tener un efecto nocivo sobre las manufacturas, al forzar la
bajada de precios de los productos agrícolas. El colapso resultante en los
ingresos agrarios trajo consigo un declive correspondiente de la demanda de
bienes por parte del saturado sector manufacturero.
Más importante es que el suministro de alimentos continuó siendo
vulnerable pese al impresionante aumento de la producción agrícola total,
porque las catástrofes naturales —malas cosechas, epizootias, enfermedades
de los cultivos— podían transformar los superávits en drásticas carestías. La
crisis que se inició en el verano de 1846, cuando las malas cosechas elevaron
los precios de los alimentos el doble e incluso el triple de la media normal,
fue un caso ejemplar. La crisis de 1846-1847 fue provocada por una bajada en

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el ciclo de negocios y por una enfermedad de los cultivos que barrió las
cosechas de patatas de las que los pobres, en muchas zonas, se habían hecho
dependientes (Grunholzer, por ejemplo, había hallado, en 1842, que las
patatas eran el principal alimento —de hecho prácticamente el único—
consumido por las familias más pobres de las que visitó en el barrio de
Vogtland, en Berlín).
La presión ejercida por las crisis de subsistencia produjo oleadas de
descontento. En Prusia estallaron 158 disturbios por la falta de alimentos solo
entre abril y mayo de 1847 —con protestas en mercados, asaltos a almacenes
y tiendas, y bloqueo al transporte—, cuando los precios de los alimentos
estaban en su punto más alto. El 21-22 de abril la población de Berlín asaltó y
saqueó los puestos del mercado y las tiendas y atacó a los comerciantes de
patatas[50]. Es bastante interesante constatar que la geografía de los disturbios
por los alimentos no coincide con la de la más aguda carestía. Fue más
probable que los tumultos se dieran en zonas que producían alimentos para la
exportación, o en zonas de tránsito con altos niveles de transporte de
alimentos. Los territorios prusianos que bordeaban el Reino de Sajonia
fueron, así, particularmente propensos a los disturbios, debido a que la
demanda generada por la relativamente industrializada economía sajona
garantizaba que la exportación de grano pasara por estas zonas.
Lejos de ser políticamente subversivas, tales protestas fueron en general
intentos pragmáticos de controlar el suministro de alimentos, o de recordar a
las autoridades su obligación tradicional de ayudar a los súbditos en apuros,
según las normas de la «economía moral», cuya famosa teorización se debió
a E. P. Thompson en su estudio sobre las masas inglesas del siglo XVIII[51].
Los revoltosos no actuaban como miembros de una clase, sino como
representantes de comunidades locales cuyos derechos a la justicia se les
habían negado. Los blancos humanos de su rabia eran probablemente
personas independientes o al margen: comerciantes que trataban con
mercados distantes, funcionarios de aduanas, forasteros, o judíos. Así, pues,
no hubo un nexo necesario y automático entre los disturbios de subsistencia
de 1846-1847 y el activismo revolucionario de 1848. Muchas de las zonas
más revoltosas de 1846-1847 permanecieron tranquilas durante las
revoluciones y el grupo político más activo de Silesia durante la revolución de
1848 no fue el de los tejedores silesianos que se habían levantado en 1844,
sino los campesinos más acomodados. Este grupo fue el más enérgico y
dinámico, e incluso formó asociaciones y cooperó con la intelligentsia de la
clase media urbana democrática.

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Aun cuando fueron con frecuencia espontáneos o apolíticos en sus
motivaciones, los disturbios de subsistencia fueron sin duda muy políticos por
sus efectos. De hecho, aceleraron procesos de politización que se extendieron
bastante más allá del medio en que se movían los participantes. Los
conservadores y los proteccionistas se quejaron de la subida de precios y del
empobrecimiento de las masas por la inacción del gobierno o por las reformas
desreguladoras aprobadas por los burócratas liberales. Algunos conservadores
criticaron el «sistema de fábricas». Por otro lado, los liberales pensaban que la
industrialización y la mecanización eran la cura adecuada, no la causa, de la
crisis social, y pedían la supresión de las normas gubernamentales que ponían
trabas a las inversiones y obstruían el crecimiento económico. Alarmados por
la emergencia social de 1844-1847, los conservadores experimentaron con
prescripciones que anticipaban el estado de bienestar alemán de finales del
siglo XIX[52]. Para los radicales, en particular, los disturbios por la subsistencia
proporcionaban la oportunidad de centrar y afinar su retórica y su teoría.
Algunos hegelianos que quedaban afirmaban, como los «conservadores
sociales», que la responsabilidad de detener la polarización de la sociedad
residía en el estado como guardián del interés general. Los hechos de Silesia
de 1844 llevaron al escritor Friedrich Wilhelm Wolff a elaborar y refinar su
análisis socialista de la crisis. Mientras que su informe sobre los barrios
desheredados de Breslau, de 1843, se estructura sobre una laxa oposición
binaria como «ricos» y «pobres», «esta gente» y «el rico», o «un jornalero» y
«la burguesía independiente», su detallado artículo sobre el levantamiento
silesiano, escrito siete meses más tarde, fue teóricamente mucho más
ambicioso. Aquí, el «proletariado» se opone al «monopolio del capital», «los
que producen» a «aquellos que consumen» y «las clases laboriosas del
pueblo» al dominio de los «propietarios privados[53]».
La polémica entre Arnold Ruge y Karl Marx sobre el significado de la
revuelta silesiana nos ofrece una ulterior ilustración del mismo proceso. En un
pesaroso escrito en Vorwärts! (Adelante), el periódico de los emigrados
alemanes radicales en París, Ruge afirmaba que la revuelta de los tejedores
había sido simplemente un levantamiento provocado por el hambre que no
había amenazados seriamente a las autoridades políticas de Prusia. Karl Marx
respondía a las reflexiones de su antiguo amigo con dos extensos artículos en
los que exponía lo contrario, argumentando, con algo que suena a cierto
orgullo prusiano, que ni los «levantamientos de los trabajadores» ingleses ni
los de los franceses habían sido «en teoría y con carácter consciente» como la
revuelta silesiana. Solo «los prusianos», declaraba Marx, habían adoptado «el

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punto de vista correcto». Al quemar los libros de la empresa de los Zwanziger
y los Dierig, sugería, los tejedores habían dirigido su cólera contra los «títulos
de propiedad» y por lo tanto habían dado un golpe no solo a la industria en sí
misma, sino al sistema del capital financiero que lo sostenía[54]. La disputa,
que acabó incidiendo sobre las condiciones bajo las que la población oprimida
podía ser revolucionada exitosamente, marcó un alejamiento irrevocable de
los puntos de vista de ambos hombres. El duro conflicto social sobre los
recursos emitió una energía negativa que impulsó el movimiento hacia la
diferenciación política en Prusia.

La bomba de tiempo de Hardenber

En los años 1840 el sistema político prusiano vivía de prestado. Y esto no fue
precisamente un asunto de crecientes expectativas políticas populares, sino de
necesidades financieras. Según los términos de la Ley de Endeudamiento del
Estado del 17 de enero de 1820, el gobierno prusiano no podía incrementar
los préstamos a menos que fuesen aprobados por una «asamblea nacional de
los Estados». De este modo, los reformadores (el autor del borrador fue
Christian Rother, jefe del directorio central del ministerio de Finanzas y
estrecho colaborador de Hardenberg) ataron las manos al gobierno hasta el
momento en que se considerase oportuno conceder nuevas reformas
constitucionales. Esta era la bomba de tiempo que Hardenberg colocó en el
corazón del estado prusiano. Esto pasó tranquilamente durante los años 1820
y 1830, mientras sucesivos ministros se centraban en el aumento de los
préstamos indirectamente a través del nominalmente independiente
Seehandlung y manteniendo al mínimo los préstamos totales. El resultado fue
que Prusia tomó prestado menos en los años 1820 y 1830 que cualquier otro
gobierno alemán[55].
Esto no podía continuar para siempre, como Federico Guillermo IV sabía
bien. El rey era un apasionado entusiasta de los ferrocarriles, en una época en
que era cada vez más evidente la importancia de la revolución tecnológica
para la economía, lo militar y la estrategia[56]. «Cada nuevo desarrollo en
ferrocarriles es una ventaja militar», observaba el joven Helmut von Moltke
en 1843, «y para la defensa nacional, unos pocos millones gastados en
completar nuestra red de ferrocarriles son mucho más provechosos que
emplearlos en nuestras fortalezas[57]». Ya que este era un sector demasiado
importante para ser dejado en manos privadas, estaba claro que el estado

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prusiano pronto haría frente a gastos de infraestructura que no podrían ser
cubiertos con un aumento substancial de los préstamos.
Con todo, el rey tardó en aceptar la inevitabilidad de una dieta nacional.
Existía el peligro, como observó uno de sus más estrechos colaboradores, de
que una asamblea nacional «no se limitase a las consultas sobre el préstamo
estatal, sino que actuase sobre cualquier otra cosa que considerase
urgente[58]». En 1842 el rey formó un Comité Unido compuesto por doce
delegados de cada una de las dietas provinciales, con la esperanza de que este
cuerpo se comprometiese a consultas sobre asuntos tales como la necesidad
de financiar el ferrocarril estatal sin tratar de expandir su papel constitucional.
Se prohibieron las peticiones al Comité Unido, a los asuntos a tratar se les
confirieron unos límites muy estrechos y las normas de discusión garantizaron
que no era cuestión de un debate genuino —a los delegados se los llamó para
hablar en orden alfabético y solo una vez para cada asunto—. Estas modestas
reuniones no podían realizar nada sustancioso; más importante era que, como
un delegado renano tuvo la temeridad de apuntar durante un debate sobre la
financiación de los ferrocarriles, carecían de la autoridad necesaria para
aprobar un préstamo estatal[59]. A finales de 1844 Federico Guillermo se
resignó a convocar una reunión nacional de las dietas provinciales en los tres
próximos años.
A mediados de los años 1840 el asunto de los ferrocarriles estaba llegando
a un punto decisivo. La red ferroviaria prusiana había crecido de manera
impresionante en los últimos años, de 185 kilómetros en 1840 a 1106
kilómetros en 1845[60]. Pero este crecimiento se había concentrado en zonas
en las que los inversores privados pensaban obtener beneficios; los
emprendedores, comprensiblemente, tenían poco interés por los proyectos
menos rentables pensados para las necesidades macroeconómicas y militares.
En el otoño de 1845, sin embargo, llegaron a Berlín noticias de que el
gobierno francés se había embarcado en la construcción de una red ferroviaria
estratégica, cuyas terminales orientales creaban una amenaza potencial para la
seguridad de la Confederación Germánica. Fueron vanos los llamamientos de
Berlín para coordinar una política de líneas férreas estratégicas: la
Confederación fracasó en conseguir un consenso entre los estados miembros,
incluso en la cuestión de medidas apropiadas para una red integrada. Estaba
claro que Prusia debería atender a sus propias necesidades[61]. En el centro del
programa que cristalizó a lo largo de 1846 se hallaba la Ostbahn, arteria
ferroviaria que uniría Renania y la frontera francesa con Brandemburgo y
Prusia Oriental.

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La bomba de tiempo de Hardenberg estaba ya preparada para explotar. La
Patente del rey del 3 de febrero de 1847, que anunciaba la convocación de una
Dieta Unida, afirmaba claramente que este era el organismo previsto en la
Ley de Endeudamiento del Estado de 1820. No se trataba de un nuevo
instrumento constitucional, sino, simplemente, de la combinación de todas las
dietas provinciales en un único cuerpo. Heredaba, así, la poco agraciada
identidad híbrida de sus predecesores. Los delegados se sentaban por
provincias y estamentos, pero se votaba por cabeza, y la asamblea operaba
como un cuerpo único, como un parlamento nacional, para la mayoría de sus
asuntos. Había una cámara alta, compuesta por príncipes, condes, nobles
mediatizados y miembros de la familia real. El resto de los delegados, que
representaba a la nobleza terrateniente, a las ciudades y a los campesinos se
sentaba en la Curia de los Tres Estados. Complejos arreglos en las votaciones
garantizaban que las provincias, individualmente, pudiesen conservar el poder
de veto para las propuestas que dañasen sus intereses. A este respecto la dieta
reflejaba la estructura «federal» del estado prusiano desde 1815. El texto de la
Patente dejaba claro que el primer asunto de la dieta sería la introducción de
nuevos impuestos y la aprobación de un préstamo estatal destinado a
construcciones ferroviarias[62].
La Dieta Unida era algo controvertido incluso antes de que se reuniese.
Había un pequeño coro de entusiastas conservadores moderados, pero fueron
acallados por los rugidos de la crítica liberal. La mayoría de los liberales
manifestaron que los arreglos esbozados en la Patente no llegaban, con
mucho, a cubrir sus legítimas expectativas. «Os pedimos pan y nos disteis una
piedra», voceó el liberal silesiano Heinrich Simon en un polémico ensayo
publicado —para zafarse de los censores prusianos— en la Leipzig sajona.
Theodor von Schön pensó que los delegados utilizarían la sesión de apertura
para declararse incompetentes para actuar como una dieta general y pedir una
nueva elección. Si la Patente ofendía a los liberales, también alarmaba a los
conservadores de la línea dura, que pensaban que todo esto era abrir la puerta
a un arreglo constitucional con todas las de la ley. Muchos de los nobles
terratenientes menores —incluso los conservadores— quedaron hastiados por
el estatus especial acordado a la nobleza más alta; la preponderancia de
apellidos silesianos y westfalianos en la cámara alta también irritó a los
diputados provinciales de las antiguas provincias[63]. Y aun así, al mismo
tiempo, el anuncio de la Dieta Unida favoreció una ulterior expansión de las
expectativas políticas.

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El domingo 11 de abril de 1847 —un día frío, gris y lluvioso en Berlín—
una multitud de más de 600 delegados provinciales se reunió en el Salón
Blanco del palacio real para la ceremonia inaugural de la Dieta Unida. El
discurso de apertura del rey, pronunciado sin notas, durante más de media
hora, fue un cañonazo de aviso. Enfurecido por la recepción de su Patente, el
rey no se mostró dispuesto en ningún modo a un compromiso. «No hay poder
en la Tierra», anunció, «que pueda tener éxito en hacerme transformar la
relación natural entre príncipe y pueblo […] en una relación constitucional
convencional, y nunca permitiré un solo papel escrito que se interponga entre
Dios Nuestro Señor en el Cielo y esta tierra». El discurso terminó con un
recordatorio de que la dieta no era un parlamento legislativo. Había sido
convocada con una finalidad específica, concretamente para aprobar nuevos
impuestos y un préstamo estatal, pero su futuro dependía de la voluntad y
juicio del rey. Su tarea no era, muy claramente, «representar opiniones». El
rey podía convocar de nuevo la dieta, les dijo a los diputados, solo si lo
consideraba «bueno y útil, y si esta Dieta me ofrece pruebas de que puedo
hacerlo sin acarrear daño a los derechos de la corona[64]».
Mientras tanto, las deliberaciones de la dieta iban a poner a prueba la línea
dura de los conservadores más derechistas. Por primera vez, los liberales
prusianos de cada tipo se vieron actuando juntos en el mismo escenario.
Montaron una campaña para transformar la dieta en una legislatura adecuada,
garantizando el derecho a reunirse de nuevo a intervalos regulares, exigiendo
el poder de aprobar todas las leyes, protegiendo todo esto de la acción
arbitraria por parte de las autoridades del estado, barriendo lo que quedaba de
la discriminación corporativa. A menos que estas peticiones fuesen
satisfechas, insistían, la dieta no podría aprobar los planes de gasto del
gobierno. Para los políticos liberales de las regiones, era una estimulante
oportunidad para socializar e intercambiar ideas con colegas afines de todo el
reino. Comenzaba a surgir una cultura partidista liberal.
El industrial y empresario de ferrocarriles renano David Hansemann había
sido diputado de la dieta provincial renana desde 1843 y era una personalidad
notable de los círculos liberales renanos. Procuró hacerse con un amplio
apartamento cerca del palacio real, donde tenía encuentros con delegaciones
liberales de otras provincias. Grupos de liberales se congregaban también en
el hotel Russischer Hof para discutir de política, debatir y, en general,
reunirse amigablemente. A los diputados liberales se les exigía que llegasen a
la capital al menos ocho días antes de la primera sesión, para que hubiese
tiempo para reuniones preliminares. Esta experiencia en un estado en el que la

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prensa y las redes políticas todavía se mostraban fragmentadas por regiones
tiene su importancia. Esto infundía en los liberales una sensación de
confianza y de objetivos comunes; y les enseñó una primera e intensa lección
sobre las virtudes de la cooperación y del compromiso político. Como
observaba tristemente un conservador, los liberales trabajaban regularmente
«tarde, por la noche», coordinando su estrategia con vistas a los debates
políticos clave[65]. De esta menara tuvieron éxito en hacerse con la iniciativa
en muchos debates de la cámara.
Por el contrario, los conservadores estaban en plena confusión. A lo largo
de gran parte de los procedimientos parecían a la defensiva, reduciéndose a
reaccionar a las propuestas y provocaciones liberales. Como campeones de la
diversidad provincial y de la autonomía local, les era difícil trabajar juntos en
un plano panprusiano. Para muchos nobles conservadores, su política estaba
ligada inextricablemente con el estatus corporativo —esto hacía difícil
establecer una plataforma común con potenciales aliados de posición más
humilde—. Mientras que los liberales estaban de acuerdo sobre ciertos
principios generales (constitucionalismo, libertad de prensa), los
conservadores estaban a una distancia abismal de una plataforma unitaria
claramente definida, más allá de una vaga intuición de que una evolución
gradual de las bases de la tradición era preferible a un cambio radical[66]. Los
conservadores carecían de liderazgo y eran muy lentos en formar facciones
partidistas. «Una derrota seguía a la otra», observó Leopold von Gerlach el 7
de mayo, tras cuatro semanas de sesiones[67].
En términos puramente constitucionales, la dieta fue un fiasco. No se
permitió que se transformara en una legislatura parlamentaria. Antes de que
fuera suspendida el 26 de junio de 1847, rechazó la petición del gobierno de
un préstamo estatal para financiar el ferrocarril del este, afirmando que solo
cooperaría cuando el rey le garantizase el derecho a reunirse a intervalos
regulares. «En asuntos de dinero», decía sarcásticamente, como es bien
sabido, el empresario liberal y diputado David Hansemann, «la genialidad
tiene sus límites». Con todo, en términos de cultura política, la Dieta Unida
tuvo una enorme importancia. A diferencia de sus antecesores provinciales,
era un cuerpo público cuyas actas se registraban y publicaban, por lo que los
debates de la cámara repercutían en todo el paisaje político del reino. La dieta
demostraba del modo más concluyente el agotamiento de la estrategia de
compromiso del monarca. Y marcó también la inminencia —la inevitabilidad
— de un cambio constitucional real. No obstante, no quedó claro cómo podía
hacerse realidad ese cambio.

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Prusia en vísperas de la revolución

En su sátira en verso Alemania: un cuento de invierno, el poeta, ensayista,


ingenioso y satírico radical Heinrich Heine describía su vuelta a Prusia tras 13
años de exilio parisino. Heine provenía de una familia judía de modestos
comerciantes de Düsseldorf, asistió a lecciones de Hegel en Berlín y se
convirtió al cristianismo cuando ya era un adulto joven con el fin de apartar
todos los obstáculos para su carrera en la burocracia, lo que remitía a las
presiones asimilatorias ejercidas sobre los súbditos judíos por el «estado
cristiano» de Prusia. En 1831, tras abandonar su deseo de convertirse en
empleado del estado, y habiendo adquirido una considerable reputación como
poeta y escritor, abandonó Prusia para trabajar como periodista en París. En
1835, a causa de sus conocidos comentarios críticos sobre la política
contemporánea alemana, la Dieta Confederal publicó una prohibición, en todo
el país, sobre la publicación y circulación de sus libros. Así, una carrera
literaria en la Confederación estaba fuera de discusión. Alemania: un cuento
de invierno se publicó en 1844 tras una breve e infeliz visita a su nativa
Renania. Entre los primeros prusianos que le dieron la bienvenida a su país
estaban, naturalmente, los funcionarios de aduanas, que llevaron a cabo un
registro completo de su equipaje. En una secuencia de brillantes cuartetos,
Heine evoca su experiencia en la frontera prusiana:

Respirando ruidosamente, rebuscaron entre pantalones y camisas


y pañuelos —no se dejaron nada;
buscaban plumillas y chucherías y joyas
y libros en la lista de contrabando.

¡Estúpidos! ¡Si pensáis que vais a encontrar algo aquí


os veréis tristemente desilusionados!
El contrabando que viaja conmigo
está almacenado aquí arriba, ¡en mi cabeza!
[…].

Tantos libros están guardados en mi cabeza,


¡un número incontable!
Mi cabeza es como un nido de pájaros gorjeantes,
¡todos sujetos a ser confiscados!

Sería absurdo negar que estos versos captan algo real respecto al estado
prusiano. La censura de las autoridades prusianas, opresiva, sin humor,
quisquillosa, hacia los que disentían políticamente provocaba el lamento
general de los librepensadores en todo el reino. En el diario del liberal
berlinés Karl Varnhagen von Ense, los inconvenientes de la censura son un

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tema constante. Escribe sobre la «miseria de la vigilancia de cortos alcances,
nociva, obstructiva», la inventiva de los censores para imaginar «aún más
provocaciones», la frustración que representa dirigir un periódico literario
crítico bajo el dominio arbitrario de la oficina de censura[68].
Por otro lado, de lo que incluso Varnhagen era consciente, la censura
prusiana era ridículamente ineficaz. Su verdadera finalidad, observaba en
agosto de 1837, no era vigilar los hábitos de lectura populares, sino
justificarse a sí misma ante el resto de la administración real. «El pueblo
puede leer lo que desee, sin tener en cuenta el contenido, pero todo lo que
pueda comparecer ante el rey se investiga cuidadosamente[69]». De todos
modos, era prácticamente imposible controlar el tráfico de textos de
contrabando. La fragmentación política de la Europa alemana era una
desventaja desde el punto de vista de la censura, pues significaba que trabajos
prohibidos en un estado podían fácilmente ser impresos en otro y pasados a
través de las poco vigiladas fronteras. El vendedor de tarjetas de
Württemberg, Thomas Beck, solía cruzar la frontera de la Renania prusiana
con fajos de sus publicaciones prohibidas escondidos en el sombrero[70]. «Yo
soy ahora un importador a gran escala, en Prusia, de libros prohibidos»,
escribía Friedrich Engels, el hijo radical de un pío manufacturero textil de
Barmen, a su amigo Wilhelm Graeber, de Bremen, en noviembre de 1839.
«El Francófobo, de Borne, en cuatro copias, las Cartas de París, por el
mismo, seis volúmenes, Prusia y el prusianismo, de Venedey, más
severamente prohibido, en cinco copias, están preparados para enviarlos a
Barmen[71]». Las prohibiciones confederales de libros tales como Prusia y el
prusianismo de Jakob Venedey, un agrio folleto contra la administración
prusiana por parte de un liberal renano, resultaron ineficaces dado que los
libreros alemanes ocultaban a las autoridades, de manera rutinaria, sus stocks
de contrabando[72]. Las canciones eran incluso más difíciles de localizar, pues
ocupaban muy poco papel y podían circular sin texto impreso. La politización
de la cultura popular enfrentó al gobierno con un tipo de disensión que nunca
podría ser controlada eficazmente, al ser informal, proteica, omnipresente.
La figura del soldado prusiano, con su pose arrogante, afectada, altanera,
simbolizaba para muchos, en especial en medios radicales, las peores
características del gobierno. Fue en la ciudad de Aquisgrán, antaño antigua
capital de Carlomagno, ahora un soñoliento centro textil de Renania donde
Heinrich Heine, al volver a Alemania, tuvo el primer vislumbre de los
militares prusianos:

Yo deambulé por este monótono nidito

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Alrededor de una hora o más
Vi militares prusianos una vez más
Se parecían mucho a como eran antes.
[…]

Todavía el mismo porte leñoso, pedante,


los mismos pasos rectangulares
y la misma y habitual helada máscara de desdén
impresa en cada una de sus rostros.

Todavía se pavonean tan tiesos por las calles


tan acicalados y con sus mostachos tan estrictamente cortados,
como si de alguna manera se hubieran tragado el palo
con el que suelen ser apaleados.

La antipatía popular hacia los militares variaba en intensidad a lo largo del


reino. Era mayor en Renania, donde se alimentaba del resentimiento
patriótico local hacia el Berlín protestante. En muchas localidades renanas la
tensión entre militares y civiles —en particular jóvenes civiles de las clases
artesana y trabajadora— era parte de la vida diaria. Los soldados de guardia
ante los edificios públicos eran blancos fáciles para los jóvenes en una noche
de juerga; algunos choques violentos casuales entre soldados y civiles se
produjeron en tabernas o cerca de ellas[73]. Las tropas eran odiadas también
por su papel en la aplicación de la ley. Las ciudades prusianas estaban muy
poco vigiladas por exiguos contingentes de policías cuyas obligaciones
oficiales abarcaban una amplia serie de tareas, tales como el deshacerse
ordenadamente de «material bruto y de basura», la limpieza de «calles y
desagües», eliminar obstáculos, estiércol, la entrega de convocatorias, la
«notificación de anuncios oficiales por medio de una campanilla», y otras
actividades[74]. La debilidad de la actividad policial civil significaba que las
autoridades prusianas se veían forzadas, con frecuencia, a recurrir a los
militares con el fin de restaurar el orden. En casos de tumultos serios los
gendarmes locales solían ser pocos y esperaban que los militares los
ayudasen, mientras la multitud, con conciencia de su poder, tomaba la
iniciativa, como ocurrió en Peterswaldau y en Langenbielau en 1844.
Careciendo de técnicas sofisticadas para el control de las multitudes, los
mandos militares pasaban abruptamente de los avisos verbales a las cargas
con golpes de sable e incluso empleando armas de fuego. Pero este no era un
problema específicamente prusiano. En Inglaterra y Francia la norma era
emplear unidades militares para restaurar el orden. Y tampoco la violencia
extrema desencadenada en Langenbielau en 1844 era más típica de las

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condiciones de Prusia de lo que la masacre de Peterloo de 1819 lo era de los
métodos policiales de Gran Bretaña.
Gran Bretaña era, naturalmente —como los viajeros británicos estaban
siempre señalando—, un estado incomparablemente más liberal, pero no era
necesariamente más humano. Los británicos toleraban niveles de violencia
estatal que habrían sido impensables en Prusia. El número de condenas a
muerte en Prusia entre 1818 y 1847 osciló entre 21 y 33 al año. Y el número
de ejecuciones realmente llevadas a cabo era mucho más bajo —variando
entre cinco y siete— gracias al uso intensivo del perdón real, lo que se
convirtió en una importante señal de soberanía en este período. En cambio,
1137 sentencias de muerte se anunciaron de media cada año en el período
comprendido entre 1816 y 1835 en Inglaterra y Gales, para una población de
unos 16 millones de individuos que era comparable a la de Prusia. Sin duda
relativamente pocas (menos del 10 por ciento) de estas sentencias se llevaron
a cabo en realidad, pero el número de personas ejecutadas superaba aun así a
la cifra de Prusia en una proporción de dieciséis a uno. Mientras que la gran
mayoría de las sentencias capitales se debían a delitos contra la propiedad
(incluyendo los delitos menores), la mayoría de las ejecuciones en Prusia eran
por homicidios. La única ejecución «política» del período prerrevolucionario
fue la del alcalde de un pueblo, Tschech, que fue hallado culpable de alta
traición por haber intentado asesinar al rey[75]. Resumiendo: no había
paralelismo entre Prusia y las condenas a muerte perpetradas en las prisiones
inglesas debido al «código de sangre».
Por muy terribles que fueran los extremos de pobreza en el «hambriento
decenio de 1840», aquellos palidecen si los comparamos con la catástrofe del
hambre que arrasó Irlanda bajo administración británica. Hoy criticamos este
desastre atribuyéndolo a una combinación de errores administrativos y a la
propia dinámica de la libertad de mercados. Si se hubiera producido la
hambruna masiva entre los polacos de Prusia, ahora estaríamos viendo, quizá,
en ello los antecedentes del régimen nazi desde 1939. Merece la pena recordar
tan solo que los prusianos sufrían presiones en Polonia que no tenían parecido
con las de Irlanda. Polonia era la inquieta frontera entre Prusia y el Imperio
ruso, y la política prusiana en la región debía tener en cuenta los intereses
rusos. Naturalmente, la corona prusiana no aceptaba la legitimidad de los
intentos de los nacionalistas polacos. Con todo, Prusia acomodó las
aspiraciones de sus súbditos polacos al desarrollo de su identidad nacional
diferenciada. Realmente, el impulso dado por el gobierno a la escolarización
elemental y secundaria en lengua polaca condujo a un notable aumento de la

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tasa de alfabetización en la zona ocupada por Prusia de la antigua Comunidad
Polaca. Hubo, sin duda, un período de diez años en el que el gobernador
provincial Flottwell optó por una política de asimilación a través de la
«germanización» —un mal preludio de acontecimientos posteriores—. Pero la
germanización se llevó a cabo de manera inconsistente y llegó a su fin con el
acceso al trono del romántico polonófilo Federico Guillermo IV, y, en todo
caso, fue una respuesta a la revolución polaca de 1830, que había hecho surgir
serias dudas sobre la lealtad política de la provincia.
En los primeros años 1840, cuando Heine vivía su exilio literario en París,
la Polonia prusiana siguió siendo un atrayente refugio para los exilados
políticos polacos a oriente de la frontera de Poznan. Asimismo, los disidentes
rusos buscaban irse a Prusia. El crítico literario radical Visarión Grigórievich
Belínskii vivía en Salzbrunn (Silesia) en 1847 cuando escribió su famosa
Carta a Gógol, en la que denunciaba el atraso político y social de su país,
crimen por el que fue condenado a muerte in absentia por un tribunal ruso.
Tan clamoroso fue este grito de protesta en los círculos disidentes rusos que
Turguéniev, que visitó a Belínskii en Silesia, optó por firmar
«Administrador», el brutal retrato de un terrateniente tiránico, en Relatos de
un cazador, y «Salzbrunn, 1847», indicación codificada de su apoyo a la
crítica de Belínskii. Ese mismo año, otro exilado, el radical ruso Aleksándr
Hértsen, cruzó la frontera de Prusia desde el este. Al llegar a Königsberg
manifestó un profundo sentimiento de alivio: «La desagradable impresión de
temor [y] la opresiva sensación de sospecha se disiparon[76]».

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ESPLENDOR Y MISERIA DE LA REVOLUCIÓN
PRUSIANA

Barricadas en Berlín

A finales de febrero de 1848, la población de Berlín se iba acostumbrando a


las noticias sobre la revolución. En el invierno de 1847 los liberales
protestantes de Suiza habían combatido —y ganado— una guerra civil contra
los cantones conservadores católicos. El resultado fue un nuevo estado federal
suizo dotado de una constitución liberal. Luego, el 12 de enero de 1848, se
supo de disturbios en la península italiana y llegaron noticias de que los
insurgentes habían tomado el poder en Palermo (Sicilia). Dos semanas más
tarde se confirmó el éxito de la revolución palermitana cuando el rey de
Nápoles fue el primer monarca italiano que otorgó la constitución a su pueblo.
Pero fueron, sobre todo, las noticias de Francia las que electrizaron a la
ciudad. En febrero, una campaña de protestas liberales cogió impulso en la
capital francesa, que culminó en choques sangrientos entre las tropas y los
manifestantes. El 28 de febrero, una edición extra de la Vössische Zeitung
destacaba un «despacho telegráfico» en el que se informaba de que el rey
Louis-Philippe había abdicado. A la vista de «el estado actual de Francia y de
Europa», los directores declaraban «esta serie de acontecimientos —tan
improvisos, tan violentos y totalmente inesperados— parece más
extraordinaria, quizá más trascendente por sus consecuencias incluso que la
Revolución de Julio [de 1830[1]]». Cuando las noticias de París se difundieron
por la capital prusiana, los berlineses se lanzaron a las calles en busca de

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información y para discutir sobre el hecho. El tiempo ayudaba —eran los días
más suaves y radiantes del comienzo de la primavera que se podían recordar
—. Los clubes de lectura, los cafés y los establecimientos públicos de todo
tipo estaban abarrotados a reventar. «Quienquiera que pudiese hacerse con
nuevo periódico debía subirse a una silla y leer el contenido en voz alta[2]».
La excitación aumentó cuando se supo de acontecimientos más próximos,
como las grandes manifestaciones en Mannheim, Heidelberg, Colonia y otras
ciudades alemanas, la concesión de reformas políticas y libertades civiles por
parte del rey Luis I de Baviera, la destitución de ministros conservadores en
Sajonia, Baden, Württemberg, Hanóver y Hesse.
Uno de los puntos centrales de debate y protesta era la Asamblea
Municipal, donde los miembros electos de la élite burguesa solían reunirse
para tratar los asuntos de la ciudad. Después del 9 de marzo, cuando la
multitud se abrió paso hasta el Ayuntamiento, la más bien, generalmente,
estólida asamblea comenzó a cambiar y a convertirse en una reunión de
protesta. Había asimismo mítines políticos diarios en las «Carpas», una zona
del Tiergarten inmediatamente fuera de la Puerta de Brandemburgo reservada
para refrigerios y entretenimientos al aire libre. Aquellos habían comenzado
como reuniones informales, pero enseguida adquirieron el aspecto de
parlamentos improvisados, con procedimientos de votación, resoluciones y
delegaciones electas, ejemplo clásico de la «democracia asamblearia pública»
que se desplegó en las ciudades alemanas en 1848[3]. No pasó mucho tiempo
hasta que la Asamblea Municipal y las Carpas empezaran a trabajar juntas; el
11 de marzo la asamblea debatió un borrador de petición de las Carpas
pidiendo una larga lista de reformas políticas, legales y constitucionales. El 13
de marzo en la reunión en las Carpas, cuyos asistentes eran más de 20 000, se
escucharon discursos de obreros y artesanos cuya preocupación principal no
era la reforma legal y constitucional, sino las necesidades de la población
trabajadora. Un grupo de obreros formó una asamblea separada en una
esquina y redactó una petición propia urgiendo la aprobación de nuevas leyes
que protegiesen el trabajo contra los «capitalistas y usureros» y pidiendo al
rey que crease un ministerio de trabajo. Diferentes intereses políticos y
sociales estaban cristalizando ya entre la multitud movilizada de la ciudad.
Alarmado por la creciente «determinación e insolencia» de las multitudes
que circulaban por las calles, el presidente de la Policía, Julius von Minutoli,
ordenó el envío de nuevas tropas a la ciudad el 13 de marzo. Esa noche varios
civiles fueron muertos en choques en torno al recinto del palacio. Ahora la
multitud y los soldados se convertían en antagonistas colectivos en la lucha

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por el control del espacio urbano. En los días siguientes, las multitudes se
esparcieron por la ciudad a primeras horas de la tarde. Eran, según el
memorable símil de Manzoni, como «nubes todavía dispersas y corriendo por
un cielo claro, haciendo que todo el mundo mirase hacia arriba y dijese que el
tiempo todavía no se había calmado[4]». La muchedumbre temía a las tropas,
pero aun así corrían hacia ellas. Las atraía, las persuadía, se mofaba de ellas.
Las tropas poseían unos elaborados rituales propios. Cuando se enfrentaban a
súbditos ingobernables, se les exigía que leyesen la Ley de Disturbios de 1835
tres veces antes de las tres señales de aviso con los tambores o las trompetas,
tras lo cual se podía dar la orden de ataque. Dado que muchos de los hombres
del gentío habían servido en el ejército, tales señales eran reconocidas y
comprendidas casi universalmente. La lectura de la Ley de Disturbios solía
ser recibida con silbidos y abucheos. Los redobles de tambor, que indicaban
un avance o una carga inminente, poseían un fuerte efecto disuasorio, pero
solía ser temporal. En algunas ocasiones, durante los enfrentamientos en
Berlín, los tumultos forzaron a las tropas de guardia a ir más allá de sus
rutinas de advertencia una y otra vez, provocándolas, dispersándose cuando
los tambores sonaban, para luego reaparecer para empezar de nuevo el
juego[5].
Tan envenenada estaba la situación en la ciudad que los hombres de
uniforme que iban solos o en pequeños grupos corrían un serio peligro. El
escritor y cronista liberal Karl August Varnhagen von Ense observaba, con
sentimientos encontrados, desde la ventana de su casa del primer piso, el 15
de marzo, cómo tres oficiales caminaban lentamente por la acera de una calle
cercana a su casa seguidos por una multitud vociferante de unos 200 niños y
jóvenes. «Yo veía cómo los golpeaban las piedras, cómo un bastón caía sobre
la espalda de uno de los hombres, pero estos no se inmutaban, no se volvían,
caminando hasta la esquina, giraban por la Wallstrasse y se refugiaban en un
edificio administrativo, cuyos guardias armados lograron atemorizar a los
torturadores y alejarlos». Más tarde los tres hombres eran rescatados por un
destacamento de soldados y escoltados sanos y salvos hasta el arsenal de la
ciudad[6].

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42. De la vida en los clubes de Berlín en 1848, grabado contemporáneo.

Los militares y los dirigentes políticos tenían difícil ponerse de acuerdo


para proceder. El bondadoso e inteligente general Von Pfuel, gobernador de
Berlín, responsable de todas las tropas estacionadas en la capital y sus
alrededores, favorecía una mezcla de tacto y concesiones políticas. En
cambio, el hermano menor del rey, el príncipe Guillermo, presionó al
monarca para que ordenase un ataque general contra los insurgentes. El
general Von Prittwitz, comandante de la Guardia de Corps del Rey, de la línea
dura, partidario del príncipe Guillermo, recordaba más tarde la caótica
atmósfera que reinaba en la corte. El rey, afirmaba Prittwitz, se veía
zarandeado entre los consejos conflictivos de una caterva de consejeros y
sinceros amigos. El momento culminante llegó con las noticias (conocidas en
Berlín el 13 de marzo) de que el canciller Metternich había caído, tras dos
días de un levantamiento revolucionario de Viena. Deferentes como nunca
con Austria, los ministros y consejeros que rodeaban al rey interpretaron esto
como un presagio y resolvieron otorgar nuevas concesiones políticas. El 17 de
marzo, el rey aceptó publicar patentes reales por las que se anunciaba la

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abolición de la censura y la aprobación de un sistema constitucional en el
reino de Prusia.
Sin embargo, para esta fecha, se habían hecho planes para una
concentración que debería celebrarse la tarde del día siguiente, 18 de marzo,
en la plaza del palacio. Esa mañana, el gobierno hizo públicas las noticias
sobre sus concesiones por toda la ciudad. Los diputados municipales fueron
vistos mientras bailaban en las calles con elementos del público. El gobierno
de la ciudad dio órdenes de que esa tarde se iluminase la ciudad como
muestra de su gratitud[7]. Pero era demasiado tarde para detener la
manifestación convocada: hacia mediodía, oleadas de personas comenzaron a
converger en la plaza del palacio, incluyendo a prósperos burgueses y
«oficiales de protección» (oficiales desarmados reclutados entre la clase
media y nombrados para mediar entre las tropas y la multitud), pero también
muchos artesanos de las zonas pobres fuera de los límites de la ciudad.
Cuando fueron circulando las noticias de las decisiones del gobierno, la
actitud se convirtió en festiva, eufórica. El aire se había llenado de sonoros
vivas. La multitud, congregada más densamente aún en la cálida plaza
iluminada por el sol, quiso ver al rey.
El estado de ánimo en palacio era de alegría. Cuando el jefe de la Policía,
Minutoli, llegó hacia la una de la tarde para avisar al rey de que creía que un
levantamiento de importancia era inminente, fue recibido con sonrisas de
indulgencia. El rey le agradeció su labor y añadió: «Hay una cosa que querría
decir, mi querido Minutoli, y es que ¡usted siempre ve las cosas demasiado
negativamente!». Al escuchar los aplausos y los vivas de la plaza, el rey y su
séquito se dirigieron hacia la gente. «Salimos a recoger nuestros vítores»,
lanzó irónicamente el general von Pfuel[8]. Finalmente, el monarca se asomó a
un balcón de piedra que daba sobre la plaza, donde fue saludado con
frenéticas ovaciones. Luego, el primer ministro Von Bodelschwingh se
adelantó para anunciar: «¡El rey quiere que prevalezca la libertad de prensa!
¡El rey desea que se convoque inmediatamente a la Dieta Unida! ¡El rey desea
que una constitución sobre las bases más liberales posibles abarque a todas las
tierras alemanas! ¡El rey quiere que haya una bandera nacional alemana! ¡El
rey quiere que todas las barreras aduaneras sean derribadas! ¡El rey quiere
que Prusia se coloque a la cabeza del movimiento!». La mayoría de la gente
no pudo oír al rey ni a sus ministros, pero fueron distribuidas entre la multitud
copias impresas de las patentes recientes y enseguida se oyeron ruidosas
ovaciones en torno al balcón que se difundieron por la plaza en oleadas de
júbilo.

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Había una única nube en el horizonte de la multitud: bajo las arcadas de
las puertas del palacio y en los patios detrás de estas, pudieron verse filas de
soldados. Al ver a este enemigo tan familiar, el humor comenzó a agriarse. Se
produjo algo de pánico en los bordes, cuando la gente temió verse empujada
contra los soldados. Se comenzó a cantar «¡Soldados fuera! ¡Soldados
fuera!». Parecía que la situación en la plaza estaba a punto de descontrolarse.
En este momento —eran alrededor de las dos de la tarde— el rey transfirió el
mando de las tropas de la capital de Pfuel al más duro Prittwitz y ordenó que
los soldados desalojasen la plaza inmediatamente y «se pusiese fin a la
escandalosa situación que se daba en ella». Debía evitarse derramamiento de
sangre: la caballería debía avanzar a paso de marcha sin desenvainar los
sables[9]. A esto siguió una escena de gran confusión. Un escuadrón de
dragones fue avanzando lentamente hacia la muchedumbre, pero no pudo
dispersarla. Era difícil controlar a los hombres, pues el ruido era tan intenso
que no se podían oír las órdenes. Algunos caballos se asustaron y comenzaron
a recular. Dos hombres cayeron cuando sus monturas perdieron pie sobre los
adoquines. Solo cuando los dragones levantaron los sables y amagaron una
carga la multitud huyó del centro de la plaza.
Dado que todavía quedaba un buen número de manifestantes concentrados
en el borde este del recinto del palacio entre el Langenbrücke y la
Breitenstrasse, se envió a un pequeño contingente de granaderos para que lo
despejase. Fue durante esta acción cuando dos armas de fuego se dispararon
accidentalmente. El mosquete del granadero Kühn se disparó cuando se
enredó en la empuñadura de su sable; y el arma del suboficial Hettgen hizo
otro tanto cuando un manifestante golpeó el martillo con un palo. Ninguno de
los dos disparos causó heridos, pero la multitud, creyendo lo que le decían sus
oídos, se convenció de que las tropas habían comenzado a tirotear a los
civiles. La noticia de esta agresión se difundió rápidamente por la ciudad. El
intento, algo surrealista, de palacio para corregir la información equivocada
empleando a dos civiles para que recorriesen las calles con un enorme
cartelón de tela con las palabras «¡Un malentendido! ¡El rey tiene las mejores
intenciones!» fue, como era de prever, inútil.
Las barricadas se multiplicaron por toda Berlín, improvisadas con
materiales a mano. Las barreras, aún provisionales, se convirtieron en los
focos de la mayor parte de la lucha, que siguió una pauta similar por toda la
ciudad: la infantería que avanzaba contra una barricada era objeto del fuego
desde las ventanas de los edificios de las proximidades. Tejas y piedras
llovían sobre los soldados desde los tejados. Las tropas entraban en las casas

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y las desalojaban. Se demolían las barricadas con artillería o las
desmantelaban los soldados con la ayuda de prisioneros tomados durante la
lucha. Varnhagen von Ense describió cómo los defensores de una barricada
cerca de su vivienda respondían al ruido de las tropas que se acercaban: «Los
combatientes se aprestaron instantáneamente. Se los podía oír susurrar, y tras
la orden dada por una sonora voz juvenil: “¡Señores, a los tejados!”, cada uno
ocupó su sitio[10]». El soldado raso Schadewinkel, que tomó parte en el asalto
contra una barricada en la Breitenstrasse, recordaba más tarde su papel en la
acción. Después de que el hombre que estaba a su lado hubiese muerto de un
tiro en la cabeza, Schadewinkel se unió a un grupo de soldados que
irrumpieron en un edificio en el que se habían visto manifestantes. Recibidos
por un rabioso fuego mortífero, los hombres cargaron escaleras arriba y en los
apartamentos, «haciendo pedazos a todo aquel que se resistía». «No soy capaz
de hacer un relato exacto de lo que ocurrió dentro de la casa», declaró
Schadewinkel. «Estaba en un estado de agitación como nunca había estado
antes[11]». Aquí, como en otras muchas partes de Berlín, espectadores
inocentes y quienes participaban a medias fueron muertos junto a los
combatientes.
Mucho más difícil de lo que habían imaginado los comandantes militares
fue tomar el control de la ciudad. Sobre la medianoche del 18 de marzo, el
general Prittwitz, el nuevo comandante en jefe de las fuerzas
contrainsurgentes, informó a Federico Guillermo IV, en el palacio, de que
mientras sus tropas controlaban la zona entre el río Spree, la Neue
Friedrichstrasse y el Spittelmarkt, un ulterior avance era por el momento
imposible. Prittwitz propuso que la ciudad fuese evacuada, rodeada y
bombardeada hasta que se sometiera. El rey contestó a estas malas noticias
con una calma casi de otro mundo. Tras dar las gracias a su general, volvió a
la mesa de su despacho, donde Prittwitz observó «la muy elaboradamente
confortable manera en que Su Majestad se ponía un calientapiés forrado a sus
pies tras quitarse las botas y los calcetines, con el fin de, al parecer,
disponerse a escribir otro largo documento[12]». El documento en cuestión fue
el mensaje «Para mis queridos berlineses», publicado en las primeras horas
del siguiente día, en el que el rey apelaba a los residentes de la ciudad para
que volviesen al orden: «Volved a la paz, despejad las barricadas que aún
subsisten […] y os doy mi real palabra de que las plazas y calles quedarán
libres de tropas, y la ocupación militar será reducida a unos pocos edificios
necesarios[13]». La orden de llevar a las tropas fuera de la ciudad se dio al día

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siguiente, poco después de mediodía. El rey se había echado por sí mismo en
manos de la revolución.
Fue una decisión transcendental, pero controvertida. La retirada forzada
de Berlín fue el más humillante desafío sufrido por el ejército prusiano desde
1806. ¿Acaso el rey había perdido los nervios? Esta era la opinión de los
halcones militares[14]. El príncipe Guillermo de Prusia, cuyas preferencias por
las medidas radicales le habían hecho merecedor del apodo de «príncipe
shrapnel[*]» era el halcón más furibundo de todos. Al tener conocimiento de
las noticias de la retirada, se llegó hasta su hermano mayor y le lanzó estas
palabras: «¡Siempre he sabido que tú eras un charlatán, pero no que eras un
cobarde! Nadie te podrá servir ya con honor sin arrojar su espada a los pies
del rey». Con lágrimas de rabia en sus ojos, el rey, parece ser, respondió:
«¡Esto está muy mal! ¡No puedes estar aquí! ¡Tendrás que irte!». Guillermo,
que era ya el personaje más odiado de la ciudad, acabó siendo persuadido
para abandonar Berlín bajo un disfraz y fue a tranquilizarse a Londres[15].

43. Barricada en el Krone y Friedrichstrasse, 18 de marzo de 1848, vista por un testigo


ocular, litografía de F. G. Nordmann, 1848.

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Retrospectivamente, hay mucho que decir de la decisión del rey. La
temprana retirada de las tropas evitó un ulterior derramamiento de sangre.
Esta era una consideración importante, dada la ferocidad de la lucha durante
la noche del 18 al 19 de marzo. Con un número de muertos de más de 300
entre los manifestantes y de unos cien entre los soldados y oficiales, Berlín
presenció una parte de los sangrientos combates urbanos de la revolución
alemana de marzo. Por el contrario, la tasa de muertos de estos días de marzo
en Viena fue de unos 50[16]. La decisión de Federico Guillermo evitó
asimismo el bombardeo de Berlín por la artillería, suerte que le tocó a varias
ciudades europeas ese año. Y todo esto permitió que el rey surgiese como una
figura pública con su reputación inmaculada por los violentos enfrentamientos
de la capital, un elemento de cierto peso si lo que pretendía era aprovechar la
oportunidad ofrecida por la revolución para reafirmar el liderazgo prusiano
entre los estados alemanes.

La vuelta de las tornas

El impacto de los acontecimientos de Berlín se vio reforzado por las noticias


de la agitación y de la rebelión en todo el reino. Desde comienzos de marzo se
había producido un crescendo de reuniones y mítines ilegales, disturbios,
violencias y destrucción de máquinas. Algunas protestas (especialmente en
las ciudades) se centraron en la articulación de las exigencias políticas
liberales tales como la petición de una constitución, libertades civiles y
reformas legales. Otras protestas se dirigían contra las fábricas, almacenes o
máquinas porque se consideraba que socavaban el bienestar de los distritos
que sufrían un elevado desempleo. En torno a la ciudad westfaliana de
Solingen, por ejemplo, los obreros de las empresas de cuchillería atacaron y
demolieron las fundiciones y las fábricas el 16 y 17 de marzo[17]. En
Warendorf, una ciudad textil, los tejedores y tintoreros desempleados
protestaron contra las fabricas que utilizaban métodos de producción
mecanizados[18]. En las ciudades a lo largo del Rin se produjeron altercados
por el uso de vapores que hacían superfluos los pequeños puertos fluviales y
los servicios que proporcionaban; en ciertos lugares los manifestantes
llegaron incluso a utilizar armas de fuego e incluso pequeños cañones al paso
de los barcos[19].
A veces los liberales y los radicales competían por el control del proceso
de movilización. Por ejemplo en Colonia, el 3 de marzo, una reunión de

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diputados de la ciudad que se habían congregado para discutir una demanda
liberal al monarca fue desbaratada por una gran multitud que exigía sufragio
universal masculino y la abolición del ejército permanente. Los diputados
huyeron de la cámara y uno de ellos se rompió una pierna en el intento de
saltar desde una ventana. En Silesia, donde se había conseguido menos en el
camino hacia la emancipación agraria que en otras provincias, fueron los
campesinos quienes se hicieron con la dirección, marchando en masa a las
oficinas administrativas, pidiendo la total abolición del sistema «feudal[20]».
Las ciudades eran centros de las lábiles políticas de la calle propias de la
revolución. Solo en Berlín hubo 125 episodios de malestar público; en
Colonia se registraron 46, 45 en Breslau y 21 en la liberal Königsberg.
También ciudades menores —especialmente Renania y Westfalia— fueron
testigos de graves tumultos y conflictos[21]. La fuerza de esta oleada de
protestas simultáneas, no solo en el reino de Prusia, sino también en los
estados alemanes y en el continente europeo, fue abrumadora.
En Berlín, el rey estaba ahora a la merced de los ciudadanos. El
significado de esto alcanzó su residencia la tarde del 19 de marzo, cuando él y
su esposa aceptaron permanecer en el balcón del palacio mientras los
cadáveres de los insurgentes muertos durante los combates de la noche eran
sacados de la plaza acarreados sobre puertas o tablones de madera, decorados
con hojas, con su ropa retirada para poner de manifiesto las heridas causadas
por los disparos, los shrapnels y las bayonetas. Resultó que el rey estaba
tocado con su gorra militar; «¡Fuera la gorra!», gritó un hombre mayor que
estaba frente a la multitud. El monarca se quitó la gorra e inclinó la cabeza.
«Lo único que falta hoy es la guillotina», murmuró la reina Isabel, pálida por
el horror. Se trató de una traumática humillación ritual[22].
Y aun así, el rey, a los pocos días, comenzó a instalarse en su nuevo papel
con cierto entusiasmo. En la mañana del 21 de marzo, después de que en la
ciudad hubieran aparecido pancartas pidiéndole que hiciese suya la causa del
movimiento nacional alemán, Federico Guillermo anunciaba que había
decidido apoyar la formación de un parlamento panalemán. Y luego
emprendió un espectacular ejercicio de relaciones públicas. Montado en su
caballo, en el patio del palacio, cabalgó por la ciudad detrás de un guardia
civil que llevaba el tricolor alemán, con gran sorpresa y espanto de sus
cortesanos. La pequeña procesión avanzó lentamente ante una densa y
vitoreante multitud, deteniéndose aquí y allí, de modo que el monarca pudiese
celebrar breves discursos improvisados en los que expresaba su apoyo a la
causa nacional alemana[23].

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Cuatro días más tarde, el rey viajó fuera de Potsdam para visitar a los
comandantes del ejército, todavía furiosos por su alejamiento de Berlín. «He
venido a hablaros», les dijo a los oficiales reunidos, «con el fin de probar a los
berlineses que no necesitan esperar ningún golpe por parte de Potsdam». El
momento culminante legó con la extraordinaria declaración del rey de que
«nunca se había sentido más libre o más seguro que bajo la protección de sus
ciudadanos[24]». Según un testigo presencial, Otto von Bismarck, tales
palabras fueron recibidas con «un murmullo y sables entrechocados, tales que
ningún rey de Prusia, en medio de sus oficiales, había oído nunca y que sería
deseable que nunca volviera a oír[25]». Pocos episodios muestran de manera
más sucinta que este la complejidad de la postura del rey en los primeros días
de la revolución. Sospechaba —acertadamente, como se vio— que las
conspiraciones reaccionarias estaban empezando a circular entre sus
distanciados mandos y deseaba cortarlas de raíz, asegurándose una renovada
garantía respecto a su lealtad hacia su persona[26]. Pero el mitin tuvo también
una función pública más amplia: se publicaron textos de los mensajes del rey
casi inmediatamente después en el Vossische y en el Allgemeine Preussische
Zeitung de Berlín, con el fin de asegurarle a la ciudad que el rey se había
separado (al menos por el momento) de los militares, que su compromiso con
la revolución era genuino.
Pocas semanas más tarde comenzó a desplegarse un nuevo orden político
en Prusia. El 29 de marzo, el distinguido hombre de negocios renano Ludolf
Camphausen, prominente liberal en la Dieta Unida de 1847, fue nombrado
primer ministro. El nuevo consejo de ministros incluía como ministro de
Finanzas al empresario renano liberal y delegado provincial David
Hansemann. A los pocos días tras su sesión de apertura, a comienzos de abril,
la Segunda Dieta Unida aprobó una ley que permitía la elección de una
Asamblea Nacional prusiana constituyente. El permiso era indirecto y los
votantes elegían un colegio de electores, que, a su vez, votaban a los
diputados. Sea como sea, se trataba de un acuerdo notablemente progresista:
todos los hombres adultos podían ser elegidos para votar, siempre que
hubiesen residido en el mismo lugar durante, por lo menos, seis meses y no
estuviesen recibiendo subsidio de pobreza. Las elecciones de mayo reflejaron
una asamblea predominantemente liberal y liberal-izquierdista.
Aproximadamente un sexto de los diputados eran artesanos y campesinos —
una cifra más elevada de la que podía encontrarse en las asambleas
revolucionarias de Fráncfort o Viena—. Los conservadores eran pocos y muy
separados; solo el 7 por ciento de los diputados de la nueva Asamblea

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Nacional eran terratenientes[27]. La asamblea era, pues, lógicamente robusta a
la hora de manejar los temas simbólicos clave. Durante el verano y el otoño
de 1848 aprobó resoluciones para estrechar los límites del poder del ejecutivo
monárquico, exigió la subordinación del ejército a la autoridad de la
constitución y pidió la abolición de los derechos de caza señoriales sin
compensación —la política cinegética era una poderosa arma en la lucha de
clases.
El gobierno Camphausen hizo grandes esfuerzos para garantizar que la
nueva Prusia fuese gobernada según principios liberales. Se produjeron
fuertes enfrentamientos con el rey y sus consejeros conservadores respecto a
la política a adoptar vis a vis con los polacos. El ministro de Asuntos
Exteriores de Camphausen, el barón Heinrich Alexander von Arnim-Suckow,
un liberal que había sido embajador prusiano en París hasta marzo de 1848,
prefería hacer concesiones al movimiento nacional polaco, mientras que el rey
y sus consejeros se mostraban reticentes a enajenarse a Rusia si parecía que se
favorecía a los polacos. Como era de esperar, el ministro de Asuntos
Exteriores se vio forzado a ceder en esta cuestión y, en mayo, se envió al
ejército prusiano a Poznan a poner fin al malestar. Hubo asimismo
confrontaciones respecto sobre el sensible asunto de la corresponsabilidad
ministerial en la conducción de los asuntos militares. Federico Guillermo,
como sus predecesores, consideraba el mando personal del monarca prusiano
sobre el ejército, el llamado Komandogewalt, como un atributo esencial de su
soberanía y no deseaba hacer ninguna concesión en este ámbito; hacer esto,
informó al consejo de ministros en sus característicos términos extravagantes,
sería algo «incompatible con mi honor de ser humano, de prusiano y de rey, y
me conduciría directamente a la abdicación[28]». Así, de nuevo fue el
ministerio el que se echó para atrás.
No es de extrañar, pues, que también hubiera mucha contención sobre el
borrador de la nueva constitución, preparado con gran apresuramiento por el
gobierno Camphausen con la esperanza de que estuviese a tiempo para
presentarlo en la Asamblea Nacional en su sesión de apertura del 22 de mayo.
Federico Guillermo no estaba satisfecho con diversos aspectos del documento
y más tarde describía sus discusiones constitucionales con los ministros como
«las más terribles horas de mi vida». El borrador modificado incluía
debidamente las revisiones que confirmaban que el monarca era rey «por la
gracia de Dios», que él ejercía el control exclusivo sobre el ejército y que la
constitución debía ser entendida como un «acuerdo» (Vereinbarung) entre él

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y su pueblo (en oposición, esto, a una ley básica impuesta al soberano por la
voluntad popular)[29].
Cuando este documento tan discutido llegó a la Asamblea Nacional, en
junio, el estado de ánimo en la ciudad y en la propia asamblea había
comenzado a empeorar. En Berlín, como en muchas partes de Prusia y de
Alemania, la izquierda radical crecía en número y en confianza. Surgieron
organizaciones y periódicos para articular las aspiraciones de aquellos que
rechazaban el elitismo del programa liberal. Asimismo, en las calles, había
señales de que el gobierno liberal estaba perdiendo su control sobre la opinión
popular. Se dieron graves desacuerdos sobre esta cuestión en la Asamblea
Nacional de Berlín. Cuando la mayoría de los diputados se negaron a aceptar
la legalidad del levantamiento, el diputado radical Julius Berends lanzó una
atronadora oración en la que recordaba a los diputados que la asamblea debía
su existencia real a los combatientes de las barricadas del 18-19 de marzo.
Más o menos por la misma época, el diario demócrata Die Lokomotive acusó
a la Asamblea Nacional de renegar de sus orígenes «como un muchacho
malcriado que no respeta a su padre[30]». Una procesión en honor de los
«caídos de marzo» atrajo a más de 100 000 personas, pero estas eran
prácticamente todos trabajadores, trabajadoras y obreros especializados o,
para ser más exactos, gente del mismo estatus social de los propios
combatientes muertos en las barricadas. Los burgueses de la clase media del
tipo que había predominado en la Asamblea Nacional destacaban por su
escasez.
En este clima de creciente agitación, era mínima la posibilidad de
garantizar una mayoría en la Asamblea Nacional para el compromiso
cuidadosamente defendido por el primer borrador de la constitución. Cuando
fracasó en el intento de que así se hiciera, Camphausen dimitió, el 20 de
junio, y a Hansemann se le pidió que formase un nuevo gobierno. El primer
ministro del nuevo gabinete fue el noble liberal prusiano oriental Rudolf von
Auerswald (Hansemann permaneció como ministro de finanzas). Al mes
siguiente, el comité constitucional de la asamblea, presidido por el distinguido
demócrata Benedikt Waldeck, presentó una contrapropuesta a la
consideración de la asamblea. El nuevo borrador de la constitución limitaba la
facultad del monarca de bloquear la legislación, preveía la formación de una
milicia nacional popular (un paso atrás del programa de los reformadores
militares radicales), propuso la adopción del matrimonio civil y suprimió los
últimos restos del privilegio patrimonial en las zonas rurales[31]. Este borrador
era tan conflictivo como el anterior. El debate que se produjo polarizó aún

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más la asamblea, y no se llegó a ningún acuerdo. La constitución siguió en el
limbo.
Fue la cuestión de las relaciones entre las autoridades civiles y militares
—un problema que sería recurrente en Prusia en las siguientes generaciones
— la que más hizo para minar el frágil compromiso político de Berlín. El 31
de julio, un violento enfrentamiento causado por las órdenes arbitrarias de un
mando local del ejército en la ciudad silesiana de Schweidnitz provocó la
muerte de catorce civiles. Estalló una oleada de disturbios, en el curso de los
cuales el diputado de Breslau Julius Stein presentó una moción a la Asamblea
Nacional proponiendo medidas para garantizar que los soldados y oficiales
actuasen de acuerdo con los valores constitucionales. Con ello, quería que
todo el personal militar «se distanciase de las tendencias reaccionarias» y
fraternizase con los civiles como prueba de su compromiso con el nuevo
orden político.
Stein podría ser criticado retrospectivamente por sus vagas formulaciones,
pero expresaba la creciente alarma de la nueva élite política respecto al
intacto poder de los militares. Si el ejército era el dócil instrumento de los
intereses opuestos al nuevo orden, debe decirse que los liberales y sus
instituciones vivían del sufrimiento, que sus debates y legisladores eran poco
más que una comedia. La moción de Stein se sirvió de una profunda veta de
nerviosismo de la Asamblea y fue aprobada por una notable mayoría.
Notando que el rey no cedería a las presiones sobre el tema militar, el
gobierno Auerswald/Hansemann hizo todo lo que pudo para evitar tomar una
iniciativa que precipitara un enfrentamiento. Pero la asamblea pronto perdió
la paciencia y el 7 de septiembre aprobó una resolución exigiendo que el
gobierno llevase a cabo las propuestas de Stein. Federico Guillermo estaba
furioso y habló de restaurar el orden en su «desleal e incompetente capital por
la fuerza». Mientras tanto, la controversia respecto a las propuestas de Stein
forzó al gobierno a dimitir.
El siguiente primer ministro fue el general Ernst von Pfuel, el mismo
hombre que había mandado las fuerzas en Berlín y alrededores en vísperas del
18 de marzo. Pfuel era una buena opción —no era un conservador de la línea
dura, sino un hombre formado en los entusiasmos y el fermento político de la
era revolucionaria—. Su juventud había transcurrido en una intensa relación
de amistad homoerótica con el dramaturgo romántico Heinrich von Kleist.
Pfuel era de aquellos que habían emigrado, con un espíritu de patriotismo
vejado, durante la ocupación francesa. Era una figura popular en los salones
judíos y amigo de Wilhelm von Humboldt, y era muy admirado por sus

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contemporáneos liberales por su tolerancia y erudición. Pero ni siquiera Pfuel,
con sus maneras suaves, pudo mediar exitosamente entre un rey recalcitrante
y una asamblea ruidosa, y el 1 de noviembre también él dimitió.
El anuncio de que su sucesor sería el conde Friedrich Wilhelm von
Brandenburg fue recibido con desaliento por las filas liberales. Brandenburg
era tío del rey y excomandante del VI Ejército de Breslau. Era el candidato
favorito del círculo conservador que rodeaba al rey y la finalidad de este
nombramiento estaba clara. Su tarea, según Leopold von Gerlach, uno de los
más influyentes consejeros del rey, sería «mostrar de todas las maneras
posibles que el rey seguía gobernando el país, no la asamblea[32]». La
asamblea envió una delegación a Federico Guillermo el 2 de noviembre para
protestar por el nuevo nombramiento, pero fue despedida bruscamente. Una
semana más tarde, en la neblinosa mañana del 9 de noviembre, Brandenburg
se presentó ante la asamblea en su sede temporal del Gendarmenmarkt y
anunció que se aplazaba hasta el 27 de noviembre, cuando se reuniría en la
ciudad de Brandemburgo. Unas horas después, el nuevo comandante en jefe
del ejército, general Wrangel, entraba en la capital a la cabeza de 13 000
soldados y cabalgaba hasta la Gendarmenmarkt para informar personalmente
a los diputados de la asamblea que debían dispersarse. La asamblea respondió
haciendo un llamamiento a la «resistencia pasiva» y anunciando una huelga
de impuestos[33]. El 11 de noviembre se declaró la ley marcial, los guardias
civiles fueron disueltos (y desarmados), los clubes políticos fueron
clausurados y se prohibieron los más importantes periódicos radicales.
Muchos de los diputados trataron de congregarse en Brandemburgo el 27 de
noviembre, pero fueron dispersados inmediatamente y la asamblea fue
disuelta formalmente el 5 de diciembre. El mismo día, con un astuto
movimiento político, el gobierno de Brandemburgo anunciaba la
promulgación de una nueva constitución.
La revolución había terminado en la capital, pero seguía viva en Renania,
donde unas redes políticas de los radicales excepcionalmente bien
organizadas tuvieron éxito en movilizar una masiva oposición a las medidas
contrarrevolucionarias del gobierno de Berlín. Hubo fuertes apoyos en toda la
provincia del Rin al boicot de los impuestos anunciado por la Asamblea
Nacional en sus horas finales. Todos los días, durante un mes, la Neue
Rheinische Zeitung, órgano de la izquierda socialista, lanzaba las palabras:
«¡No más impuestos!» en su cabecera. Los «comités populares» y los
«comités ciudadanos» surgieron para apoyar el boicot en Colonia, Coblenza,
Tréveris y otras ciudades. El atropello de la disolución de la asamblea se

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mezcló con la hostilidad de las provincias hacia Prusia, el malestar
confesional (en especial entre los católicos) y el descontento relacionado con
los patrones de tensión y carestía económica en la región. En Bonn,
multitudes furiosas insultaron y maltrataron a los funcionarios de impuestos y
estropearon o arrancaron el águila prusiana de los edificios públicos. El 20 de
noviembre, en Düsseldorf se celebró un desfile de la Guardia Civil (ahora
ilegalizada) que culminó en un juramento para luchar hasta el final por la
Asamblea Nacional y los derechos populares. La campaña de boicot a los
impuestos puso de manifiesto la fuerza y el arraigo social del movimiento
democrático en Renania, y esto, ciertamente, alarmó a las autoridades
prusianas de la zona. Pero la disolución de la asamblea de Brandemburgo el 5
de diciembre privó a los demócratas de un centro político. La llegada de
tropas de refuerzo, junto a la imposición de la ley marcial en ciertos puntos
críticos y el desarme de las milicias izquierdistas improvisadas fue suficiente
para restaurar la autoridad del estado[34].
¿Cómo había ocurrido todo esto? ¿Por qué la revolución, que se había
desarrollado con tal fuerza en marzo, había sido controlada tan fácilmente en
noviembre? Se ha hecho notar varias veces que los combatientes, en su
mayoría proletarios, que habían muerto en las barricadas de Berlín y los ricos
hombres de negocios liberales que ocuparon los cargos ministeriales en el
«ministerio de marzo» representan mundos sociales muy diferentes con sus
correspondientes expectativas políticas opuestas. La separación resultante
derivaba directamente de la propia historia de la revolución. La incapacidad
de los liberales y radicales para llegar a un acuerdo sobre candidatos comunes
para las elecciones a la Asamblea Nacional de mayo, por ejemplo, significó
que, en cambio, ganaran los candidatos conservadores y los liberales de
derechas[35]. En la Asamblea Nacional de Berlín los liberales marginaron y
estigmatizaron rotundamente los asuntos sociales en el centro del programa
radical. Con respecto a la izquierda democrática, tuvo éxito en movilizar el
apoyo de la masa, especialmente en Renania —proceso facilitado por la
politización de la cultura popular en los años 1840—. Pero también la
izquierda estaba dividida. En mayo de 1849, cuando se organizó un
levantamiento democrático en Renania para apoyar la constitución imperial
redactada por el parlamento de Fráncfort, el movimiento se dividió entre
«demócratas constitucionales» y «marxistas» o comunistas, que se
abstuvieron sobre la base de que el futuro de una constitución «burguesa»
debía ser un asunto indiferente para la clase trabajadora[36].

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Lo que realmente tuvo mayor peso en Prusia fue la fuerza subyacente de
la autoridad tradicional. En este asunto merece la pena destacar que Federico
Guillermo IV, el «romántico en el trono», actuó con más inteligencia y
flexibilidad durante la crisis de lo que a menudo se le ha atribuido.
Realmente, llevó a cabo su nuevo papel con sorprendente sangre fría. Al
permanecer en la capital tras la salida de las tropas y consintiendo en
principio la constitucionalización de la monarquía, encerró a los liberales en
un arduo proceso de negociación mientras controlaba su tiempo y buscaba
una oportunidad para recuperar su libertad de maniobra. Entre bastidores,
reunió a su alrededor las maquinaciones de los conservadores, decididos a
poner fin a la revolución a la primera oportunidad. Al asociarse con los
objetivos unionistas del movimiento nacional alemán, se hizo incluso con
cierto grado de legitimación popular. En agosto de 1848, cuando visitó la
Renania, el entusiasmo popular fue de tal intensidad que la Neue Rheinische
Zeitung de Karl Marx hubo de cancelar un número después de que los
trabajadores de los talleres se tomaran el día para ir a recibir al rey. Federico
Guillermo IV puede haber sufrido un temor «psicopático» ante un
levantamiento revolucionario, pero su actuación durante los meses de
disturbios puso de manifiesto un notable instinto táctico[37].
Luego se dio el hecho de que la revolución quedó confinada a zonas
concretas del reino. Fue, sobre todo, un acontecimiento urbano. Hubo, sin
duda, una protesta rural generalizada, pero con la excepción de partes de
Renania, los desórdenes rurales tendieron a estar muy localizados; a los
políticos urbanos les fue difícil obtener el interés y el apoyo de la población
del campo, y los manifestantes pocas veces significaron un desafío de
principios a la autoridad del rey o del estado y sus órganos. En su mayor
parte, el medio rural, especialmente en las provincias del este del Elba,
continuó apoyando a la corona. Fue aquí donde la oposición conservadora a la
revolución comenzó a organizarse como un movimiento de masas. En el
verano de 1848, una serie de asociaciones conservadoras —sociedades de
veteranos, ligas patrióticas, ligas prusianas y agrupaciones de campesinos—
proliferaron en el Brandemburgo y Pomerania, las antiguas provincias
centrales en las que el apego a la monarquía de los Hohenzollern era más
fuerte. En mayo de 1849, organizaciones de este tipo reunían más de 60 000
miembros. Era un movimiento de artesanos, campesinos y tenderos —el
pueblo que había apoyado tradicionalmente el voluntarismo evangélico de las
sociedades misioneras[38].

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Otra señal de la vitalidad del conservadurismo popular fue la proliferación
de «clubes militares» para los veteranos patriotas. Grupos de este tipo existían
ya desde los años 1820, pero generalmente se abastecían específicamente de
veteranos de las guerras de liberación y no había muchos de estos. Su número
se multiplicó a partir del verano de 1848, y se fundaron 64 inmediatamente
después de la revolución. En total, se estima que unos 50 000 hombres en
Brandemburgo, Pomerania y Silesia se hicieron miembros de tales
asociaciones en los años 1848 y 1849[39]. En este sentido habría que decir que
la revolución de 1848 representa la mayoría de edad del conservadurismo
prusiano, que comenzó a enfilar su camino hacia una articulación partidaria
práctica de los intereses del conservadurismo, así como el modo de incorporar
las voces y aspiraciones de la gente corriente.
Lo más importante de todo fue la continua lealtad y eficacia del ejército
prusiano. No hace falta decir que el ejército jugó un papel crucial en la
supresión de la revolución. Marchó sobre Poznan en mayo de 1848 para poner
fin al levantamiento polaco, expulsó a la Asamblea Nacional de sus locales de
Berlín en noviembre y clausuró su sucesora en Brandemburgo unas semanas
más tarde, fue utilizado para enfrentarse con los innumerables tumultos
locales por todo el país. Con todo, la lealtad del ejército era un fenómeno
menos rotundo de lo que podríamos imaginar. En definitiva, era un ejército
formado por ciudadanos prusianos. La mayoría de los soldados provenía de
los estratos sociales que habían apoyado a la revolución. Además, muchos de
ellos fueron llamados a filas poco después de licenciarse durante el verano, lo
que significaba que venían directamente de participar en la revolución
ayudando a su represión[40].
Así, tiene sentido preguntarse por qué no desertaron o se negaron a servir
más soldados rasos, o formaron células revolucionarias en el seno de las
fuerzas armadas. Naturalmente, algunos lo hicieron. Los radicales, en
particular, hicieron enormes esfuerzos para atraerse a los soldados para que
cruzasen la línea de piquete, y a veces tuvieron éxito. Algunas unidades de
Landwehr locales se dividieron en dos facciones, democráticos contrarios y
lealistas. En Breslau por ejemplo, un Club de Landwehr radical tuvo éxito en
su intento de atraer a más de 2000 miembros[41]. Sin embargo, a pesar de los
peores temores de los mandos militares, la gran mayoría de las tropas
permaneció leal al rey y a los mandos. Esto fue así no solo en el caso de las
tropas del este del Elba (aunque fue especialmente cierto en su caso), sino
también en la mayoría de los que provenían de lugares convulsos como
Westfalia y Renania. Los motivos de su aquiescencia variaron, obviamente,

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de acuerdo con las condiciones locales y las circunstancias individuales. Pero
hay un factor que destaca. Es la creencia generalizada entre los soldados
utilizados en la represión de los levantamientos locales de que no estaban
suprimiendo, sino, por el contrario, protegiendo la revolución,
salvaguardando el orden constitucional contra la anarquía y el desorden de los
radicales. En conjunto, los soldados no se veían a sí mismos como las tropas
de choque de la contrarrevolución, sino como los preservadores de los «logros
de marzo» contra la amenaza de los tumultos radicales. Ciertamente, tan
fuerte fue la identificación de algunas unidades con la lucha del estado
prusiano por restaurar el orden que pudieron suprimir temporalmente los
particularismos de las identidades locales y regionales. Así fue como la
campaña de boicot a los impuestos apoyada por los radicales en Düsseldorf
fue reprimida, en noviembre de 1848, por dos compañías del XVI Regimiento
de Infantería de Westfalia, que penetró en la ciudad cantando la «Canción de
Prusia»: «Soy prusiano, ¿no conoces mis colores?»[42].
La perspectiva adquirió cierta plausibilidad por el hecho de que el punto
focal de la iniciativa en el seno de la revolución pasó rápidamente a la
izquierda radical. Desde mediados de abril hasta julio de 1849, los estados
alemanes se vieron sacudidos, una vez más, por una oleada de insurrecciones
que se extendieron de Sajonia a la Renania prusiana y a Baden, Württemberg
y el Palatinado bávaro. Aunque los insurgentes involucrados en esta segunda
revolución decían haberse levantado en apoyo del parlamento de Fráncfort y
su constitución nacional, eran básicamente revolucionarios sociales cuyo
programa recordaba la política del radicalismo jacobino. La situación era
especialmente crítica en Baden, donde el colapso de la moral en el ejército
abrió el camino al establecimiento de un Comité de Salvación Pública y de un
gobierno revolucionario provisional. Las tropas prusianas, junto a
contingentes de Württemberg, Nassau y Hesse, jugaron un papel crucial en la
represión de los últimos espasmos radicales de la revolución: ayudaron al
ejército sajón a acabar con la insurrección en la ciudad de Dresde (en la que
Richard Wagner y el anarquista Mijaíl Bakúnin participaron) y luego
marcharon hacia el sur para retomar el Palatinado. El 21 de junio, las fuerzas
confederales derrotaron a un ejército insurgente en Waghausel y pusieron fin
a la revolución en el Gran Ducado de Baden. Se produjeron duros y
mortíferos enfrentamientos armados: a diferencia de 1848, los revolucionarios
de la segunda fase crearon un ejército de unos 45 000 hombres y combatieron
reñidas batallas con el enemigo, en las que se defendieron con valentía y
desesperación.

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La campaña en el sur terminó solo con la capitulación los restos
hambrientos y desmoralizados del ejército revolucionario en la fortaleza de
Rastatt, el 23 de julio de 1849. Bajo la administración de los ocupantes
prusianos, se crearon tres tribunales especiales en Freiburg, Mannheim y
Rastatt para juzgar a los líderes insurrectos. Con personal jurídico de Baden y
funcionarios prusianos, y operando de acuerdo con el derecho de Baden, estos
tribunales pronunciaron veredictos contra 64 civiles y 51 militares. Hubo 31
sentencias de muerte, de las que 27 acabaron llevándose a cabo —ejecutadas
por tropas prusianas—. Según un testigo presencial, que vio al pelotón de
fusilamiento en acción dentro de los muros de la fortaleza de Rastatt, los
prusianos obedecieron las órdenes impartidas por un hombre, aunque
volvieron del lugar de la ejecución con rostros «tan blancos como el yeso[43]».

La llamada de Alemania

El año 1848 fue de los nacionalistas. En toda Europa, los levantamientos


políticos y sociales de la revolución se entremezclaron con las aspiraciones
nacionales. El nacionalismo era contagioso. Los nacionalistas alemanes e
italianos se inspiraban en el ejemplo de los liberales suizos, cuya victoria
sobre la conservadora Sonderbund en 1847 inició el camino a la creación del
primer estado federal suizo. En los estados meridionales alemanes los
nacionalistas republicanos formaron incluso brigadas de voluntarios para
luchar junto a los cantones suizos protestantes. A su vez, el nacionalismo
revolucionario italiano espoleó las ambiciones de los croatas, cuyo principal
órgano nacionalista, al no existir un idioma literario croata consensuado, fue
L’avventura [La aventura] de Dubrovnik, en lengua italiana. El nacionalismo
alemán estimuló al movimiento patriótico checo. Tan poderoso era el
llamamiento lanzado por la idea nacional que los europeos se emocionaban
tanto por las causas nacionales propias como por las de los demás. Los
liberales de Alemania, Francia y Gran Bretaña se entusiasmaron con la
libertad polaca, griega e italiana. El nacionalismo fue una fuerza
potencialmente radical por dos razones. Primero, los nacionalistas, como los
liberales y radicales, decían hablar por «el pueblo», más que por la corona.
Para los liberales, «el pueblo» era una comunidad política formada por
ciudadanos instruidos, que pagaban sus impuestos; para los nacionalistas
significaba etnicidad, caracterizada por una lengua y una cultura comunes. En
este sentido, el liberalismo y el nacionalismo eran primos ideológicos. En

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realidad, el nacionalismo era más incluyente que el liberalismo, cuyos
horizontes quedaban limitados a una élite acomodada, instruida y básicamente
urbana. Por el contrario, el nacionalismo, al menos en teoría, abarcaba hasta
el último miembro de una comunidad étnica. Había una clara afinidad en esto
con la orientación democrática del radicalismo de mediados de siglo; no es
una coincidencia que muchos radicales alemanes se convirtieran en
nacionalistas intransigentes. En segundo lugar, el nacionalismo era
subversivo, pues en numerosas partes de Europa la realización de la visión
nacional implicaba la transformación total del mapa político. Los
nacionalistas húngaros aspiraban a separarse del conglomerado de pueblos
bajo dominio de los Habsburgo; los patriotas lombardos y venecianos se
mostraban inquietos bajo los Habsburgo; los polacos soñaban con una Polonia
reconstituida dentro de las fronteras de 1772 —algunos nacionalistas polacos
exigían incluso la devolución de Pomerania—. Los nacionalistas griegos,
rumanos y búlgaros soñaban con deshacerse del yugo del imperio otomano.
Si el nacionalismo implicaba la desintegración política de la monarquía
Habsburgo, en Alemania su empuje era integrador, pues aspiraba a soldar en
un conjunto las diferentes partes de una supuesta patria alemana. Lo que debía
ser exactamente en la práctica la nueva Alemania no estaba claro. ¿Cómo
podría reconciliarse la unidad de la nueva nación con los derechos y poderes
de las monarquías tradicionales? ¿Cuánto poder podría concentrarse en la
autoridad central? Y la nueva unión alemana, ¿sería liderada por Austria o por
Prusia? ¿Y dónde estarían las fronteras? Todas estas eran cuestiones que
desataron controversias y debates sin fin a medida que la revolución se
desarrollaba. La cuestión nacional se discutió en todas las cancillerías y
legislaturas de los estados alemanes, pero el escenario primero del debate
público fue el parlamento nacional que se inauguró el 18 de abril de 1848 en
la iglesia de San Pablo de Fráncfort del Meno. La asamblea, que incluía a
diputados de todos los estados alemanes elegidos por medio de un derecho a
voto nacional, se adosó la tarea de elaborar la constitución de una nueva
Alemania unida. El interior del parlamento, una elegante rotonda elíptica, fue
adornado con los colores nacionales y estaba dominado por una enorme
pintura del artista Philip Veit que representaba a Germania. La monumental
obra alegórica de Veit, que fue pintada sobre lienzo y colgada frente a la
galería del órgano en la cámara principal, mostraba una figura femenina de
pie coronada de hojas de roble, unas esposas abiertas a sus pies; detrás de ella
el sol naciente lanzaba dardos de luz sobre la tela tricolor de la bandera
nacional.

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La actitud de las autoridades prusianas hacia el proyecto nacional era
necesariamente ambivalente. Ya que los nacionalistas planteaban un problema
de principios a la autoridad de las coronas territoriales alemanas, se los
consideraba una fuerza subversiva y peligrosa. Esta era la lógica detrás de la
campaña lanzada contra los «demagogos» en los años posbélicos. Por otro
lado, el gobierno prusiano no ponía objeciones a la creación de una
organización política más estrecha y más cohesionada de los estados
alemanes, mientras este proceso continuase sirviendo a Berlín y sus intereses
políticos como potencia. Esta era la lógica con que se actuaba en el patrocinio
de Prusia de la Unión Aduanera y su apoyo para alcanzar acuerdos de
seguridad más fuertes para la Confederación. En los años 1840 esta
sistemática e interesada persecución de una cohesión territorial mayor implicó
una respuesta más matizada al nacionalismo de lo que habría sido posible en
los años de la inmediata posguerra: si el sentimiento nacional debía ser
gestionado, si debía ser incluido en algún tipo de asociación con el estado
prusiano, entonces el entusiasmo nacional era una fuerza que debía ser
cultivada y explotada. Naturalmente, esta política daría sus frutos solo si los
nacionalistas en cuestión podían ser convencidos de que los intereses de
Prusia y los de Alemania en conjunto eran los mismos.
En los años 1840, la idea de una alianza entre Prusia y los nacionalistas
liberales comenzó a considerarse cada vez más plausible. Tras el temor a la
guerra de 1840-1841 y la crisis de 1846 que afectó a los ducados étnicamente
mezclados del Schleswig y el Holstein, en la frontera con Dinamarca, los
liberales moderados de Alemania miraron cada vez más hacia Prusia en
sustitución del poco desarrollado acuerdo de seguridad de la Confederación.
«Prusia debe situarse a la cabeza de Alemania», dijo a Friedrich Engels el
profesor de Heidelberg Georg Gottfried Gervinus en 1843, aunque añadió
que, antes, Berlín debería promulgar la reforma constitucional. El Deutsche
Zeitung, periódico liberal fundado en mayo de 1847, abogaba explícitamente
por alcanzar la unidad alemana a través de una activa política exterior, que se
conseguiría con una alianza entre el estado prusiano y los movimientos
nacionales[44].
La llamada a las aspiraciones nacionales influyó notablemente en las
primeras reacciones del rey prusiano al levantamiento revolucionario de
marzo de 1848. En la mañana del 21 de marzo, dos días después del
levantamiento y de la salida del ejército de la capital, un cartel autorizado por
el rey hacía el siguiente profético anuncio:

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¡Una nueva y gloriosa historia comienza para vosotros hoy! ¡Vosotros sois de nuevo, de ahora en
adelante, una única gran nación, fuerte, libre y poderosa en el corazón de Europa! Confiando en
vuestro heroico apoyo y vuestro renacimiento espiritual, Federico Guillermo IV de Prusia se ha
colocado a la cabeza del movimiento para la redención de Alemania. Lo veréis a caballo hoy
entre vosotros con los venerables colores de la nación alemana[45].

Bastante seguro de sí, el rey de Prusia apareció a mediodía, mostrando un


brazalete tricolor (algunas informaciones hablan de un fajín con los colores
nacionales), con la bandera detrás de él, portada en alto por un miembro del
club de tiro de Berlín. A lo largo de este curioso paseo real por la capital, lo
que se habló fue sobre la nación. Los estudiantes saludaban al rey al pasar
como el nuevo emperador de Alemania, y Federico Guillermo se detenía a
intervalos para dirigirse a los espectadores sobre la gran importancia de los
acontecimientos actuales para el futuro de la nación alemana. Para que el
mensaje llegara bien, la bandera roja, negra y oro fue instalada esa tarde en la
cúpula del palacio real. Una orden ministerial, dirigida al Ministerio de la
Guerra, anunció que ya que el rey, de ahora en adelante, se dedicaría
completamente a la «cuestión alemana» y esperaba que Prusia jugase un papel
en la resolución de esta, quería que las tropas de su ejército llevasen «la
escarapela alemana junto a la prusiana[46]».
Lo más sorprendente de todo fue la declaración hecha pública la tarde del
21 de marzo con el título «A mi pueblo y a la nación alemana». El mensaje
comenzaba recordando los peligrosos días de 1813, cuando el rey Federico
Guillermo III «rescató a Prusia y a Alemania de la vergüenza y la
humillación» y llegó a afirmar que en la actual crisis la colaboración de los
príncipes alemanes bajo un liderazgo unificado era esencial:

Yo asumo hoy este liderazgo […]. Mi pueblo, que no debe temer ningún peligro, no me
abandonará, y Alemania se unirá a mí con espíritu confiado. Hoy he aceptado los antiguos
colores alemanes y me he colocado y he colocado a mi pueblo bajo la venerable bandera del
Reich alemán. Desde este momento, Prusia se ha fusionado con Alemania[47].

Sería un error ver estos extravagantes gestos simplemente como un


intento oportunista de hacerse con el apoyo de las masas para una monarquía
asediada. El entusiasmo de Federico Guillermo por «Alemania» era
totalmente auténtico y precedió con mucha antelación al estallido de la
revolución de 1848. Hay algo que decir respecto a la idea de que él fue el
primer monarca con mentalidad alemana que ocupó el trono de los
Hohenzollern. Federico Guillermo estaba tan comprometido con el proyecto
como para reanudar la construcción de la catedral de Colonia, una imponente
estructura gótica comenzada en 1248 pero no terminada, pues los trabajos se

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abandonaron en 1560. Había habido conversaciones con el fin de terminar la
catedral ya desde comienzos de siglo y Federico Guillermo se convirtió en un
entusiasta abogado y patrocinador de la idea. En 1842, dos años después de su
subida al trono, el rey viajó a Renania para participar en las celebraciones de
inauguración de los trabajos del edificio. Asistió a los servicios religiosos
protestantes y católicos y presidió la ceremonia de la piedra angular en la que,
para asombro y diversión de los presentes, lanzó un brillante discurso
improvisado alabando el «espíritu de la unidad y la fuerza alemana»,
personificado por el proyecto de la catedral[48]. Más o menos por la misma
época, escribía a Metternich que había decidido dedicarse a «garantizar la
grandeza, poder y honor de Alemania[49]».
Cuando Federico Guillermo hablaba de «unidad» alemana no se refería a
la unidad política de un estado-nación, sino a una unidad difusa, cultural,
sacra del Reich alemán de la Edad Media. Por ello, sus especulaciones no
implicaban necesariamente un desafío al liderazgo tradicional de Austria en el
seno de la comunidad de estados alemanes. Incluso durante la crisis bélica de
1840-1841, cuando Federico Guillermo apoyó los intentos de extender la
influencia de Prusia sobre los acuerdos de seguridad de los estados
meridionales alemanes, se mostró reticente a contemplar un enfrentamiento
directo con Viena. En los meses de la primavera de 1848, la visión del rey de
Prusia del futuro alemán seguía siendo, esencialmente, una visión del pasado.
El 24 de abril, Federico Guillermo le dijo al liberal y diputado por Fráncfort
Friedrich Christoph Dahlmann que su visión de Alemania era una especie de
revigorizado Sacro Imperio Romano, en el que «un rey de los alemanes» (un
prusiano, quizá) sería elegido por un colegio de electores revisado y ejercería
el poder ejecutivo bajo la capitanía de un «emperador romano»
Habsburgo[50]. Al ser un legitimista monárquico romántico, deploraba la idea
de una puja unilateral por el poder que dañaría los derechos históricos de las
demás coronas alemanas. Así, afirmó haberse horrorizado cuando su nuevo
ministro de Asuntos Exteriores, un liberal (Heinrich Alexander von Arnim-
Suckow, nombrado el 21 de marzo), propuso que debía aceptar la corona de
un nuevo «Imperio alemán». «En contra de mi voluntad declarada y bien
motivada», se quejaba con un asociado conservador cercano, «[Arnim-
Suckow] quiere ¡presentarme a mí! con el título imperial… Yo no aceptaré la
corona[51]».
Con todo, las objeciones del rey a un título imperial prusiano no eran en
ningún caso categóricas. Otra cosa completamente diferente sería si los demás
príncipes alemanes, voluntariamente, lo eligiesen para una posición de

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preeminencia y si los austríacos estaban dispuestos a renunciar a su antigua
exigencia de liderazgo en la comunidad alemana. Bajo estas circunstancias, le
dijo al rey de Sajonia Federico Augusto II, en la primera semana de mayo,
que deseaba considerar la aceptación de la corona de un Reich alemán[52]. En
ese momento se trataba de reflexiones muy especulativas, pero a medida que
los acontecimientos fueron desarrollándose en el verano y otoño de 1848,
iban siendo cada vez más plausibles.
Al mes del estallido de la revolución, Prusia tuvo una oportunidad de
demostrar su voluntad de manifestar su capacidad de liderazgo en defensa de
los intereses nacionales alemanes. Una crisis se cernía sobre el futuro de los
ducados del Schleswig y del Holstein, principados eminentemente agrarios a
caballo de la frontera entre poblaciones de habla alemana y danesa, en el
norte de Europa. El complejo estatus legal y constitucional de ambos ducados
quedaba definido por tres hechos problemáticos: primero, una ley que databa
del siglo XV prohibía la separación de los dos principados; segundo, el
Holstein era miembro de la Confederación Germánica, pero el Schleswig, en
el norte, no lo era; en tercer lugar, los ducados operaban con leyes de sucesión
diferentes de la del reino de Dinamarca —la sucesión a través del linaje
femenino era posible en este reino, pero no en los ducados, en los que
predominaba la Ley Sálica—. El asunto de la herencia comenzó a causar
consternación a comienzos de la década de 1840, cuando se hizo evidente que
el príncipe heredero danés, Federico VII, estaba a punto de morir sin
descendencia. Para el gobierno de Copenhague la perspectiva que se dibujaba
era que el Schleswig, con sus numerosos hablantes de danés, podía ser
separado para siempre del estado danés. Con el fin de guardarse de esta
eventualidad, el padre de Federico, Cristiano VIII, publicó la llamada Carta
Abierta de 1846, en la que anunciaba la aplicación de la ley de herencia
danesa al Schleswig. Esto permitiría a la corona danesa conservar sus
derechos en el principado a través de la línea femenina, en caso de que el
futuro rey muriese sin descendencia. La crisis desencadenada en los estados
alemanes por la Carta Abierta trajo consigo una fuerte intensificación del
sentimiento nacionalista, como hemos visto, y llevó a muchos liberales
moderados a mirar hacia Prusia en busca de un liderazgo ante la amenaza
contra los intereses alemanes (especialmente la minoría alemana del
Schleswig) por parte del gobierno danés.
Poco después de su ascensión al trono danés, el 20 de enero de 1848,
Federico VII llevó el asunto a un punto decisivo al anunciar la inminente
publicación de una constitución nacional danesa y declarar que el rey

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pretendía integrar el Schleswig en el estado unitario danés. Se estaba
produciendo un proceso de escalada por parte de los dos lados de la frontera:
en Copenhague, Federico VII se vio presionado por el movimiento
nacionalista Eiderdane; en Berlín, Arnim-Suckow, beneficiario del
levantamiento de marzo, urgió a Federico Guillermo IV a que respondiera. El
21 de marzo, el nuevo gobierno danés se anexionó el Schleswig. Los
alemanes del sur del Schleswig contestaron formando un gobierno
revolucionario provisional. Ultrajados por la anexión danesa, las autoridades
confederales votaron para hacer del Schleswig un miembro de la
Confederación Germánica. Actuando con el aval oficial de la Confederación,
los prusianos reunieron un contingente militar, reforzado por pequeñas
unidades de varios estados alemanes del norte, y penetraron en el Schleswig
el 23 de abril. Las tropas alemanas acabaron rápidamente con las posiciones
danesas y se marcharon hacia el norte, hacia la Jutlandia danesa, aunque les
fue imposible derrotar a la superioridad de las fuerzas danesas en el mar.
Hubo escenas de júbilo entre los nacionalistas, en especial en el
Parlamento de Fráncfort, donde varios de los más notables diputados liberales
—incluyendo a Georg Beseler, Friedrich Christoph Dahlmann y el historiador
Johann Gustav Droysen— tenían relaciones personales con los ducados. Lo
que los nacionalistas no supieron apreciar adecuadamente fue el hecho de que
la cuestión del Schleswig-Holstein se fue convirtiendo rápidamente en un
asunto internacional. En San Petersburgo, el zar Nicolás estaba furioso porque
su cuñado, tal como comprobó, estaba colaborando con los nacionalistas
revolucionarios. Amenazó con enviar tropas rusas contra Prusia si no se
retiraba de los ducados. Esta enérgica iniciativa rusa acabó inquietando al
gobierno inglés, que temía que la cuestión del Schleswig-Holstein pudiera
servir de pretexto para la creación de un protectorado ruso sobre Dinamarca.
Ya que los daneses controlaban los accesos al mar Báltico (los estrechos
daneses de Sund y Kattegat eran conocidos como «el Bósforo del Norte»),
este fue un asunto de gran preocupación estratégica para Londres. Las
presiones para que los prusianos se retirasen comenzaron a aumentar. Suecia
se unió enseguida a la refriega, junto con Francia, y Prusia se vio forzada a
acordar una evacuación de tropas mutua según los términos del Armisticio de
Malmö, firmado el 26 de agosto de 1848[53].
El armisticio causó un tremendo shock a los diputados de Fráncfort. Los
prusianos lo habían firmado unilateralmente, sin la más mínima referencia al
Parlamento de Fráncfort. Nada podía demostrar mejor la impotencia de esta
asamblea, encabezada por un «gobierno imperial provisional», pero carecía de

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una fuerza armada propia y de medios para obligar a los gobiernos
territoriales a cumplir con su voluntad. Era un serio golpe a la legitimidad del
parlamento, que había comenzado ya a perder su control sobre la opinión
pública de los estados alemanes. En el primer momento del mal humor por el
ultraje sufrido con el que se recibieron las noticias del armisticio, una mayoría
de diputados votaron, el 5 de septiembre, para bloquear su puesta en práctica.
Pero se trataba de una mera postura, ya que el ejecutivo de Fráncfort no tenía
medios para controlar la situación del norte. El 16 de septiembre, sus
miembros votaron de nuevo; esta vez capitularon ante las realidades de la
política de poder y aceptaron el armisticio. Durante los disturbios que
siguieron en las calles de Fráncfort, fueron asesinados dos diputados
conservadores por la multitud enfurecida. Así, Prusia derribaba las esperanzas
de los nacionalistas alemanes. Pero, aun así, este revés ayudó,
paradójicamente, a reforzar la prusofilia de muchos liberales nacionalistas
moderados, pues confirmaba la centralidad de Prusia para cualquier otra
futura resolución política de la cuestión alemana.
Mientras tanto, el Parlamento de Fráncfort se esforzaba por resolver el
asunto de las relaciones entre la monarquía de los Habsburgo y el resto de
Alemania. Hacia finales de octubre de 1848, los diputados votaron la
adopción de una solución «granalemana» (grossdeutsch) para la cuestión
nacional: las tierras alemanas (y checas) de los Habsburgo serían incluidas en
el nuevo Reich alemán; los no alemanes de las tierras de los Habsburgo
deberían formar una entidad constitucional separada, gobernada desde Viena
en régimen de unión personal. El problema era que los austríacos no tenían
intención alguna de aceptar este arreglo. Austria estaba, en este momento,
recuperándose del trauma de la revolución. En una cruzada de venganza que
costó 2000 vidas, Viena había sido recuperada por las tropas gubernamentales
a finales de octubre. El 27 de noviembre, el príncipe Felix zu Schwarzenberg,
primer ministro del nuevo gobierno conservador de Viena, reventó la opción
granalemana anunciando que consideraba que la monarquía de los Habsburgo
debía continuar siendo una entidad política unitaria. El consenso, pues, en
Fráncfort, se trasladó a la solución «pequeñoalemana» (kleindeutsch),
favorecida por la facción de los diputados nacionalistas liberales protestantes
moderados. Según los términos de la opción alemana menor, Austria sería
excluida de la nueva entidad política nacional, por lo que la preeminencia en
ella pasaría (por defecto si no deliberadamente) al reino de Prusia.
Las especulaciones de Federico Guillermo sobre una corona imperial
prusiana iban derivando del sueño a la realidad. A finales de noviembre de

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1848, Heinrich von Gagern, el nuevo ministro-presidente (primer ministro)
del gobierno provisional del Reich en Fráncfort, viajó a Berlín para intentar
convencer a Federico Guillermo de que aceptase —en principio una corona
imperial alemana. En un primer momento, Federico Guillermo rechazó la
propuesta, observando, como todo el mundo sabe, que el título imperial en
oferta era «una corona inventada de arcilla», pero también dejó abierta una
opción de aceptación, siempre que los austríacos y demás príncipes alemanes
estuviesen de acuerdo. Las señales lanzadas por el gobierno de Berlín fueron
lo suficientemente alentadoras para mantener a flote la opción de la pequeña
Alemania todavía durante algunos meses. El 27 de marzo de 1849, la
asamblea de Fráncfort aprobó en votación (por un estrecho margen) una
constitución monárquica para la nueva Alemania y, al día siguiente, la
mayoría votó a favor de que Federico Guillermo IV se convirtiese en
emperador de Alemania. En uno de los famosos fragmentos de la historia
alemana, una delegación de la asamblea, encabezada por el liberal prusiano
Eduard von Simson, viajó a Berlín para hacer una oferta formal. El rey la
recibió el 3 de abril, les agradeció fervorosamente por la confianza que, en
nombre del pueblo alemán, habían depositado en su persona, pero rechazó la
corona sobre la base de que Prusia aceptaría semejante honor solo según los
términos acordados con los demás príncipes legítimos de los estados
alemanes. En una carta dirigida a su hermana Charlotte —oficialmente
conocida por la zarina Alejandra Fiódorovna— pero pensada para que la viera
su marido, habló un lenguaje diferente: «Tú has leído mi respuesta a la
delegación de hombres-monos-perros-cerdos y gatos de Fráncfort. Significa,
en alemán llano: “¡Señores! Ustedes no tienen absolutamente ningún derecho
a ofrecerme nada. Preguntar, sí, pueden preguntar, pero dar No, pues para dar,
primero deberían estar en posesión de algo que dar, y ¡este no es el
caso”!»[54].
Con el rechazo a la corona de Federico Guillermo, la suerte del gran
experimento parlamentario de Fráncfort estaba sellada. Con todo, la idea de
una unión alemana encabezada por Prusia no había muerto todavía. A lo largo
de abril, el gobierno de Berlín dejó claro con una secuencia de mensajes que
Federico Guillermo IV todavía deseaba liderar un estado federal alemán de
algún tipo. El 22 de abril, el viejo amigo del rey, Joseph Maria von Radowitz,
que había sido diputado en el Parlamento de Fráncfort, fue reclamado por
Berlín para coordinar la política de la unión alemana. Radowitz deseaba
desarmar las objeciones de Viena proponiendo un sistema de dos uniones
concéntricas.

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44. Federico Guillermo IV recibe a una delegación del Parlamento de Fráncfort, dibujo
anónimo. Se dirige al rey el diputado Eduard von Simson. De pie junto a los monarcas se
halla el conde de Brandemburgo.

Prusia encabezaría una «unión más próxima» relativamente cohesionada


que, a su vez, quedaría ligada laxamente a Austria a través de una unión más
amplia. En mayo de 1849 hubo arduas negociaciones con los representantes
de los reinos menores alemanes, Baviera, Württemberg, Hanóver y Sajonia.
Al mismo tiempo, se reconocía que la nueva entidad no tendría éxito si no
poseía algún grado de legitimidad en la opinión pública. Con este fin,
Radowitz congregó a los propugnadores liberales y conservadores de la idea
pequeñoalemana en una reunión ampliamente publicitada en la ciudad de
Gotha. Sorprendentemente los austríacos parecían querer considerar el plan
de Radowitz; el enviado austríaco en Berlín, conde Prokesch von Osten, era
mucho menos hostil de lo que podía haberse esperado.
Pese a estas señales positivas, el proyecto de unión pronto se encontró con
serios problemas. Resultó extraordinariamente difícil alcanzar un compromiso
aceptable para todos los jugadores. 26 territorios menores expresaron su

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voluntad de unirse, pero Baviera y Württemberg, como siempre, se mostraron
sospechosos respecto a las intenciones de Prusia y permanecieron fuera. Pero
en el invierno de 1849 Sajonia y Hanóver también se habían echado para
atrás, seguidos por Baden. Los austríacos por su lado, se mostraron
decididamente contrarios a la idea, y comenzaron a insistir primero (desde
fines de febrero de 1850) sobre la inclusión, en toda proposición de unión de
toda la monarquía Habsburgo y luego (desde comienzos de mayo) sobre el
restablecimiento de la antigua Confederación Germánica. En esto tenían el
apoyo de los rusos, que desaprobaban firmemente a Radowitz y su programa
y tenían intención de apoyar a Austria en caso de cualquier atentado contra su
posición en Alemania.
La tensión acumulada entre Berlín y Viena llegó a su punto culminante en
septiembre de 1850. El punto de inflamación fue un conflicto político en el
Electorado de Hesse-Kassel, un pequeño territorio a caballo de la red de rutas
militares prusianas que unían la Renania y Westfalia con las provincias
centrales del este del Elba. El elector de Hesse-Kassel —conocido personaje
reaccionario— había intentado llevar a cabo medidas contrarrevolucionarias
contra la voluntad de la dieta territorial, o Landtag. Cuando elementos
influyentes del ejército y de la burocracia se negaron a cumplir las órdenes,
pidió ayuda a la reconstituida Confederación (había sido restaurada la dieta en
Fráncfort, aunque sin delegados de los territorios de la unión, el 2 de
septiembre). Schwarzenberg vio inmediatamente su oportunidad: el
despliegue de tropas confederales en Hesse-Kassel forzaría a los prusianos a
retirarse de sus planes unionistas y a aceptar la resurgida Diera Confederal,
con su presidencia austríaca, como la organización política legítima de los
estados alemanes. Impulsada por Austria, la dieta votó lógicamente para
restaurar la autoridad del elector en Hesse-Kassel por medio de una
«ejecución federal». Rabioso ante esta provocación, Federico Guillermo IV
nombró ministro de Asuntos Exteriores a Radowitz, con el fin de dejar claro
que Prusia no tenía intención de echarse atrás.
Parecía inminente una guerra civil alemana. El 26 de octubre la dieta de
Fráncfort autorizaba a las fuerzas de Hanóver y de Baviera a intervenir en
Hesse-Kassel. Los prusianos desplegaron sus propias fuerzas en la frontera de
Hesse, dispuestas a resistir a la incursión confederal. Siguió una serie de
tanteos. El 1 de noviembre llegaron noticias a Berlín respecto a que la
ejecución federal había empezado —las tropas bávaras habían cruzado la
frontera de Hesse—. El consejo de ministros prusiano se inclinó, en un primer
momento, por no lanzar una movilización total y trató de negociar un arreglo,

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pero esto cambió cuatro días después cuando Schwarzenberg pedía
insistentemente una humillación inmediata, exigió a Berlín que retirase el
pequeño contingente de tropas que guardaban las rutas militares clave a través
de Hesse-Kassel. Federico Guillermo y sus ministros resolvieron, ahora
reticentemente, ordenar una movilización total. El 24 de noviembre
Schwarzenberg, apoyado por Rusia, lanzó un ultimátum a Berlín, exigiendo
una retirada total de los prusianos de Hesse-Kassel en un plazo de 48 horas. A
medida que pasaba el tiempo, Prusia aceptó entablar ulteriores conversaciones
y todos se retiraron de la posibilidad de guerra. En una conferencia en Olmütz
(Bohemia), el 28-29 de noviembre, los prusianos se retiraron. Según los
términos del acuerdo, conocido como el Punteado (Punctation) de Olmütz,
Berlín decidió participar en una intervención federal conjunta contra Hesse-
Kassel y desmovilizar al ejército prusiano. Prusia y Austria aceptaron
asimismo trabajar juntas como iguales y negociar el establecimiento de una
confederación reformada y reestructurada. Tales negociaciones tuvieron
lugar, como era de esperar, pero la promesa de reforma no llegó a
completarse; se restauró la antigua confederación, con algunas modificaciones
menores, en 1851.

Las lecciones de un fracaso

Durante los gritos y disparos de los días de marzo, Federico Guillermo IV


había escuchado música alemana. Entre los numerosos soberanos alemanes
que temieron por sus tronos en este ajetreado año, aquel fue el único que se
envolvió en los colores de la nación. Mientras la monarquía de los Habsburgo
se introvirtió para hacer frente a sus múltiples revoluciones interiores, Prusia
comenzaba a jugar un papel dirigente en los asuntos alemanes, enfrentándose
a los daneses sobre el asunto del Schlerwig y liderando el intento de reprimir
la segunda revolución de 1849 en los estados meridionales. Con cierto éxito,
Berlín cultivó la facción proprusiana que surgía en el movimiento liberal
alemán, creando un grado de legitimidad pública para sus designios
hegemónicos. Prusia perseguía el proyecto de unión con un espíritu de
flexibilidad y compromiso, esperando, así, formar una entidad alemana que
sería popular (en el sentido elitista, liberal de la palabra) y monárquica sin
enajenarse a Viena. Pero el proyecto unionista fracasaba y, con él, las
esperanzas del rey de situar a Prusia a la cabeza de una Alemania unida. ¿Qué

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luz arroja este fracaso sobre las condiciones de Prusia y su lugar en la
comunidad de estados alemanes tras la revolución de 1848?
Los acontecimientos de 1848-1850 revelaron, entre otras cosas, lo poco
cohesionado que seguía siendo el ejecutivo prusiano. Dado que el monarca —
más que el consejo de ministros o ministerio de estado— continuaba situado
en el centro de los procesos decisorios, el sectarismo y las rivalidades de la
antecámara del poder siguieron siendo un problema serio. Realmente, en
varios aspectos, esta tendencia se vio reforzada por las revoluciones, que
habían obligado al rey a echarse en brazos de los círculos conservadores de la
corte. Esto fue fuente de infinitos problemas para Radowitz, que era
aborrecido por la camarilla de la corte y vivía con constante temor de
conspiraciones contra él. Y significaba, asimismo, que el apoyo de Berlín a
las iniciativas unionistas en ciertos momentos parecía poco entusiasta, porque
los poderosos ministros y consejeros próximos al rey hicieron saber a los
compatriotas y a los enviados extranjeros que ellos no apoyaban la política de
Radowitz. Incluso el propio Federico Guillermo IV, al que le gustaba mirar
las cuestiones desde todos los ángulos posibles, en ocasiones daba muestras
de vacilación en el apoyo dado a su querido favorito. Esta irresolución
sistemática de Berlín, a su vez, reforzó la determinación de Schwarzenberg de
presionar a los prusianos respecto de Hesse-Kassel. Su finalidad última no era
llevar la guerra contra Prusia, sino «liberarse de su liderazgo radical» y
«llegar a un acuerdo con los conservadores, con los cuales uno podía
compartir el poder con seguridad en Alemania[55]». En otras palabras, los
austríacos explotarían las divisiones en el ejecutivo prusiano, tal como habían
hecho en los años 1830 y 1840. Aquí había un problema que debería ser
resuelto solo cuando un poderoso primer ministro tuviese éxito en suprimir
las antecámaras y en imponer su autoridad sobre el gobierno.
El particularismo de los estados menores era un ulterior obstáculo.
Baviera se negó a unirse a la unión prusiana; Baden y Sajonia se negaron a
estar en ella. Era un pobre premio por el tremendo trabajo que los prusianos
había hecho en restaurar la autoridad monárquica en los tres estados. En
Baden, el Gran Duque debía su mera existencia de soberano a la intervención
de los prusianos, cuya ocupación se prolongó hasta 1852. Era como si el
tesoro de méritos que los prusianos habían conseguido acumular tan
arduamente por medio de la Unión Aduanera, la política de seguridad
alemana y la supresión de la revolución no tuviesen ningún valor. La ironía
no se les escapó a los dos agudos prusianos contemporáneos, Karl Marx y
Friedrich Engels, que escribían desde Londres en octubre de 1850:

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Prusia ha restaurado el dominio de las fuerzas de la reacción en todas partes, y a medida que
estas fuerzas se restauraban, los pequeños príncipes más desertaban de Prusia para echarse en
brazos de Austria. Ahora que vuelven a gobernar como lo habían hecho antes de marzo [de
1848], la Austria absolutista está más próxima a ellos que un poder cuya capacidad para ser
absolutista no era mayor que la de su deseo de ser liberal[56].

La debacle de 1850 se adecuaba, así, a una pauta ya veterana. Los


Habsburgo nunca serían capaces de tocar la reluciente trompeta de la unidad
alemana, pero podían todavía actuar formidablemente sobre el zumbido del
órgano de la Confederación. En los oídos de las dinastías alemanas menores,
esta era todavía la música que más les gustaba.
El éxito de Schwarzenberg en hacer frente a los prusianos en el asunto de
Hesse-Kassel habría sido impensable sin las ventajas de una situación
internacional que favorecía a Viena en contra de Berlín. Aquí había una
lección que los soberanos prusianos habían tenido que aprender de vez en
cuando a lo largo de la historia del reino. En última instancia, la cuestión
alemana era una cuestión europea. No podía ser encarada (y menos aún
resuelta) aisladamente. Rusia, Francia, Gran Bretaña y Suecia se unieron para
obligar a Berlín a retirarse de la guerra con Dinamarca en el verano de 1848,
y la ayuda rusa fue esencial para restaurar a Viena en una posición desde la
que pudiera responder rotundamente al desafío de Berlín. Y fueron los rusos
los que inclinaron la balanza en la lucha entre las fuerzas de los Habsburgo y
la revolución húngara, la más grande y mejor organizada y más decidida
insurrección de 1848 de toda Europa. Detrás de Schwarzenberg, en Olmütz,
se hallaba el incalculable poder del zar ruso. «A una orden del zar»,
predijeron Marx y Engels en octubre de 1850, «la rebelde Prusia habría
acabado cediendo sin que se derramara una sola gota de sangre[57]» Desde la
perspectiva de noviembre de 1850, era evidente que un progreso exitoso en la
unidad alemana por parte de Prusia requeriría un cambio fundamental en la
constelación de la política de poder en Europa. De qué modo esta
transformación podría producirse y qué consecuencias podría traer eran
asuntos que iban más allá del horizonte incluso del más imaginativo de los
contemporáneos.
Para los entusiastas del proyecto unionista, el Punteado parecía una dura
derrota, una humillación, una mancha en el honor del reino que exigía
venganza. El historiador nacionalista liberal Heinrich von Sybel, que había
estudiado con Leopold Ranke en Berlín, recordaba más tarde un estado de
ánimo de frustración. Los prusianos, escribía, han aceptado a su rey cuando
este hacía suya la causa nacional contra los daneses y defendía al digno
pueblo de Hesse-Kassel contra su tiránico elector. «Pero ahora se había

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producido un cambio: la daga se había deslizado de su puño tembloroso, y a
más de un valeroso guerrero le resbalaron amargas lágrimas por la barba […].
De un millar de gargantas se escapó un único grito de dolor: por segunda vez,
la labor de Federico el Grande había sido aniquilada[58]». Sybel exageraba.
Fueron muchos los que dieron la bienvenida a las noticias de Olmütz,
incluyendo, naturalmente, a los enemigos conservadores de Radowitz. Uno de
estos era Otto von Manteuffel, que durante largo tiempo había insistido en
que se llegase a un acuerdo negociado con Austria, y había sido nombrado
ministro-presidente y ministro de Asuntos Exteriores el 5 de diciembre de
1850 —y permanecería en ambos cargos durante la mayor parte del siguiente
decenio. Otro era el diputado conservador Otto von Bismarck. En un famoso
discurso ante el parlamento prusiano el 3 de diciembre de 1850, Bismarck
aludió al acuerdo de Olmütz, añadiendo que no pensaba que sirviese a los
intereses de Prusia «para hacer de don Quijote por toda Alemania en
beneficio de las irritadas celebridades parlamentarias [gekränkte
Kamnierzelebritäten[59]]».
E incluso aquellos liberales protestantes de mentalidad nacionalista que
habían apoyado el proyecto unionista concedieron que Olmütz fue también un
momento de serenidad y clarificación tras los excesos retóricos de la
revolución. «Las realidades», escribía el nacionalista pequeño-alemán e
historiador Johann Gustav Droysen en 1851, «comienzan a triunfar sobre los
ideales, los intereses sobre las abstracciones […]. No a través de la “libertad”,
no a través de las soluciones nacionales podía hacerse la unidad de Alemania.
Lo que se reclamaba era un poder contra los demás poderes[60]». Lejos de
destruir la fe de Droysen en la vocación alemana de Prusia, los fracasos de
1848-1850 en realidad la reforzaron. En un ensayo publicado en 1854, en
vísperas de la Guerra de Crimea, expresaba la esperanza de que una Prusia
decidida podría surgir, un día, para reafirmar su liderazgo sobre los demás
estados alemanes y así fundar una nación alemana unificada y protestante.
«Después de 1806 vino 1813, tras Ligny, Waterloo. La verdad es que solo
precisamos del grito de “¡Adelante!” y todo se pondrá en movimiento[61]».

La nueva síntesis

Los escritos históricos sobre las revoluciones de 1848 en toda Europa suelen
terminar por lo general con reflexiones elegiacas sobre el fracaso de la
revolución, el triunfo de la reacción, la ejecución, encarcelamiento,

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persecución o exilio de los activistas radicales y los intentos concertados de
las administraciones posteriores de borrar por la fuerza la memoria de la
insurrección. Es un lugar común el que la restauración del orden en
1848-1849 desembocó en un período de reacción en Prusia. Hubo un intento
concertado de borrar la memoria de la insurrección de la conciencia pública.
Fueron estrictamente prohibidas las ceremonias en honor de los «caídos de
marzo» y las procesiones hasta sus tumbas en el cementerio de
Friedrichshain. Las fuerzas de policía fueron consolidadas, ampliadas y se
extendió su esfera de responsabilidades.
El sufragio democrático otorgado por las autoridades prusianas en la
constitución de diciembre de 1848 quedó rescindido en abril de 1849. Por las
nuevas concesiones políticas, casi todos los habitantes masculinos del reino
fueron facultados para votar, pero sus votos eran de valor diferente, al ser
divididos en tres «clases» de acuerdo con la renta imponible. Cada clase
votaba por un tercio de los electores que, a su vez, elegían a los diputados
para el parlamento. En 1849, las exageradas diferencias en los ingresos de la
población del reino significaban que la primera clase, que representaba al 5
por ciento más rico del electorado, votaba por tantos electores como la
segunda (el 12,6 por ciento) y la tercera (82,7 por ciento)[62]. El parlamento,
en 1855, recibió la carga de una nueva cámara alta, la Herrenhaus, vagamente
modelada sobre la Cámara de los Lores británica, y que no incluía a ni un solo
miembro electo. La resucitada Confederación Germánica volvía a su veterano
papel de órgano de represión interna en todos los estados alemanes y emanó
la Ley Confederal de julio de 1854, que, junto a una legislación de apoyo en
cada estado individual, aprobó una serie de instrumentos para evitar la
circulación de publicaciones subversivas. Más significativa fue la Ley
Confederal de Asociaciones, aprobada justo una semana más tarde, que
sometía a todas las asociaciones políticas a ser supervisadas y se les prohibía
mantener relaciones unas con otras[63].
Con todo, no podía volverse a las condiciones de la época anterior a los
hechos de marzo. Ni debemos pensar que la revolución fue un fracaso. Los
levantamientos de 1848 en Prusia no fueron, por tomar prestada la frase de A
J. P. Taylor, «un momento crucial» en el que Prusia «no fue capaz de
participar». Se produjo un giro entre un mundo antiguo y uno nuevo. El
decenio que comenzó en marzo de 1848 fue testigo de una profunda
transformación en las prácticas políticas y administrativas, una «revolución en
el gobierno[64]». La propia insurrección había terminado en fracaso, en la
marginación y el exilio, y en el encarcelamiento de algunos de sus

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protagonistas, pero su impulso alcanzó como una onda sísmica el entramado
de la administración prusiana (y no solo prusiana), cambiando las estructuras
e ideas, introduciendo nuevas prioridades en el gobierno o reorganizando las
antiguas, reformulando el debate político.
Prusia, ahora —por primera vez en su historia—, era un estado
constitucional con un parlamento electo. Este hecho, en sí mismo, creaba un
punto de partida totalmente nuevo para el desarrollo político del reino[65]. La
constitución prusiana de 1848 fue promulgada por la corona, en vez de ser
elaborada por una asamblea elegida. Sin embargo, fue popular entre la gran
mayoría de los liberales y de los conservadores moderados[66]. Los
principales periódicos liberales dieron la bienvenida a la constitución e
incluso la defendieron contra sus detractores de la izquierda, sobre la base de
que aquella incorporaba la mayoría de lo que los liberales habían exigido y
era, así, «la labor del pueblo». El hecho de que el gobierno hubiese ignorado
el principio liberal al proclamarla sin la sanción parlamentaria, fue pasado por
alto en gran medida[67]. En los años siguientes la constitución se convirtió en
«parte de la vida pública prusiana[68]». Además, la reticencia de los liberales
moderados a una vuelta a los enfrentamientos directos y a la revolución por
un lado, y, por el otro, la disposición del gobierno a perseverar en una política
de reformas proporcionó las bases para una coalición de gobierno de varias
facciones que, por lo general, presentaban una mayoría en la cámara baja[69].
En contraste con los antiguos estados provinciales del período anterior a
marzo, dominados por la nobleza, el nuevo sistema representativo, centrado
en el Landtag de Berlín, tuvo el efecto de ir recortando gradualmente el
predominio político, en las zonas rurales, de la antigua clase terrateniente y
alterando, así, de forma duradera, el equilibrio de poder en la sociedad
prusiana[70]. El efecto fue amplificado por la Ley de Conmutación de 1850,
que completaba el trabajo realizado por los reformadores agrarios del período
napoleónico y eliminaba finalmente la jurisdicción patrimonial en el medio
rural[71]. Otto von Manteuffel, ministro-presidente de Prusia desde 1850 hasta
1858, no estaba equivocado, pues, al verse a sí mismo como supervisor del
advenimiento de una nueva época para Prusia. La base de lo que luego se
llamaría la «nueva era» del resurgir liberal desde 1858 puede constatarse ya
en el sistema constitucional forjado por la revolución.
La tendencia quedó establecida después de 1848 por una laxa coalición
posrevolucionaria que respondía a las aspiraciones tanto de los más
estatalistas y moderados elementos del liberalismo, como de los elementos
más innovadores y emprendedores de las antiguas élites conservadoras. No en

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vano había paralelismos con el «matrimonio» (connubio) entre los intereses
de los liberales de derechas y los conservadores reformistas que dominaban el
nuevo parlamento en el Piamonte posrevolucionario, y con la coalición
transpartidaria de la Regeneração en Portugal y la Unión Liberal en
España[72]. Esta coalición informal no se limitó al parlamento y a la
burocracia, sino que abarcó también a partes de la sociedad civil. Se abrieron
nuevos canales de comunicación entre la administración y los poderosos
grupos de presión de los empresarios liberales, que hallaron maneras de
hacerse oír y de influir en la formulación de la política. El resultado fue una
amalgama de las viejas y nuevas élites basada no en una identidad de
intereses, sino en un «arreglo negociado», del que ambas partes podían
extraer beneficios[73].
Tan eficaz fue esta nueva élite que marginó con éxito a la izquierda
democrática y a la vieja derecha. Los «viejos conservadores» se pusieron a la
defensiva, incluso en la corte, donde fueron desbaratados por esos
conservadores menos doctrinarios que deseaban trabajar en la nueva
constelación política y orientarse pragmáticamente hacia el estado. Es de
destacar lo rápido que el propio rey y muchos de los conservadores a su
alrededor acabaron aceptando el nuevo orden constitucional. El monarca, que
una vez había lanzado en público que él nunca habría permitido que «un trozo
de papel escrito» se interpusiese entre Dios nuestro Señor en el cielo y su
país, enseguida hizo las paces con el nuevo régimen, si bien continuó
buscando fórmulas para apuntalar su propia autoridad en él. Un personaje
importante en el proceso de adaptación conservadora fue el nuevo ministro-
presidente, Otto von Manteuffel, enérgico y tranquilo burócrata de carrera que
tenía la idea de que la finalidad del gobierno era mediar entre los intereses
enfrentados de las distintas entidades que constituían la sociedad civil[74]. El
profesor de universidad conservador Friedrich Julius Stahl fue otro importante
modernizador; dirigió la conciliación de los objetivos conservadores hacia las
nuevas políticas representativas.
Incluso el príncipe Guillermo de Prusia, en un primer momento una
vehemente figura conservadora como Stahl nunca había sido, estuvo
dispuesto a adaptarse rápidamente a las exigencias de la nueva situación. «Ha
pasado lo que ha pasado», escribía en una notable carta al gobierno de
Camphausen solo tres semanas después de los hechos de marzo. «Nada puede
volver atrás; ¡todo intento de hacerlo debería ser abandonado!». Ahora era «el
deber de todo patriota» «ayudar a construir la nueva Prusia[75]». El expríncipe
shrapnel volvía de Gran Bretaña en el verano de 1848 dispuesto a trabajar en

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el nuevo orden posrevolucionario. La política del conservadurismo
tradicional, con su pío legitimismo y su apego a las estructuras corporativas,
resultaba ahora demasiado estrecha, egoísta y retrógrada. Era impensable,
señalaba el ministro-presidente prusiano Otto von Manteuffel a sus opositores
conservadores rurales respecto a la reforma fiscal, que el estado prusiano
continuase siendo gobernado «como la hacienda de un noble[76]». En su
negativa a aceptar el nuevo orden, los exponentes de un conservadurismo pre-
marzo no reconstruido corrían el riesgo de teñirse de oposición, o incluso de
traición.
Asimismo, la revolución situó al estado prusiano en una nueva situación
fiscal. Entre otras cosas, permitió a la administración zafarse de las trabas de
la Ley de Endeudamiento del Estado de Hardenberg, que había limitado el
gasto público en la era de la Restauración. Como declaró un diputado del
parlamento prusiano en marzo de 1849 la anterior administración había
«rechazado mezquinamente» proporcionar las sumas necesarias para el
desarrollo del país. «De todos modos», añadió, «nosotros ahora estamos del
lado del gobierno y aprobaremos siempre los fondos requeridos para la
promoción de un transporte mejorado y para apoyar el comercio, la industria
y la agricultura…»[77]. Tampoco el nuevo impuesto sobre la renta aprobado
en 1851 (cuya legitimidad se consideraba derivada del sufragio) ni la
largamente esperada reforma del viejo impuesto sobre la tierra en 1861
habrían sido posibles antes de la revolución[78]. Rebosante de nueva liquidez,
la administración prusiana de los años 1850 pudo disponer de un sustancial
aumento del gasto público en proyectos comerciales y de infraestructura, no
solo en términos absolutos, sino también en el gasto de defensa, que
tradicionalmente había absorbido la parte del león de los presupuestos del
gobierno prusiano[79]. El problema de obtener un crédito para el ferrocarril del
este, que había obligado al gobierno a convocar la Dieta Unida en 1847, se
resolvió por medio de la nueva constitución; 33 millones de táleros fueron
aprobados solo para este fin y para dos otras arterias sin terminar[80].
Esta desacostumbrada liberalidad fue suscrita por un nuevo énfasis
respecto al derecho y obligación del estado de desplegar fondos públicos
destinados a la modernización[81]. Tales argumentos se beneficiaron del
apropiado clima de la teoría económica alemana contemporánea, que sufrió
una reorientación en los decenios centrales del siglo XIX por la posición
estrictamente antiestatalista de la «escuela de libre comercio» alemana
respecto de la idea de que el estado tenía ciertos objetivos macro-económicos
que cumplir que no podían ser realizados por los individuos o grupos en el

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seno de la sociedad[82]. Estrechamente relacionada con esta visión holística de
la competencia económica del estado estaba la insistencia sobre la necesidad
de desarrollar medidas administrativas de acuerdo con el plan global
preconcebido. Durante la crisis de negocios de 1846-1848, algunos notables
liberales prusianos recurrieron al estado para ocuparse de la administración de
los ferrocarriles del reino y unirlos todos en «un conjunto orgánico[83]». Pero
solo en los años 1850 el ministro de Finanzas, August von der Heydt, que era
un banquero comercial y liberal de Elberfeld, dirigió una gradual
«nacionalización» de los ferrocarriles prusianos, motivada por la convicción
de que solo el estado tenía la capacidad de garantizar que el sistema resultante
fuese racional en términos del estado como conjunto —los intereses privados,
por sí solos, no bastaban—. Y en esto se vio apoyado plenamente por la
cámara baja del nuevo parlamento. Una comisión parlamentaria para los
ferrocarriles destinada a aconsejar al gobierno expresó la opinión de que «la
transferencia de todos los ferrocarriles a la propiedad del estado debía seguir
siendo la meta del gobierno» y de que las autoridades debían «esforzarse por
alcanzarla utilizando todos los medios disponibles[84]».
Por otro lado, los términos implícitos de los arreglos posrevolucionarios
exigían, asimismo, que el estado, de vez en cuando, se retirase e hiciese honor
a la autonomía del sector de negocios. Esto es lo que ocurrió en 1856 cuando
los conservadores del consejo de ministros trataron de poner fin a la
proliferación de bancos «comanditarios» en el reino de Prusia. Tales bancos
eran básicamente vehículos de inversiones privadas utilizados por la
comunidad de negocios para evitar las continuas reticencias del gobierno a
permitir sociedades anónimas bancarias. Los conservadores (incluyendo al
propio rey) veían estas instituciones como dudosas innovaciones francesas
que impulsarían especulaciones de alto riesgo y desestabilizarían el orden
social. En 1856, por ello, el consejo de ministros elaboró un borrador de
decreto prohibiendo la formación de bancos comanditarios. Manteuffel, a
quien habían acudido los principales hombres de negocios, pudo bloquear la
iniciativa y el gobierno, gradualmente, renunció a su facultad de controlar el
flujo de créditos a las instituciones financieras. Incluso en las industrias del
carbón y del hierro, que tradicionalmente habían sido objeto de estrecha
supervisión gubernamental, los empresarios tuvieron éxito en negociar
controles estatales laxos[85].
Desde 1848, además, se tomaron medidas para garantizar la unidad y la
coherencia de la administración central. En 1852 el ministro-presidente Otto
von Manteuffel obtuvo del rey una orden ministerial que establecía que el

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ministro-presidente era el único conducto para las comunicaciones formales
entre el ministerio y el monarca. Este importante documento significó un
intento de llevar a cabo, finalmente, la unidad de la administración por la que
había luchado Hardenberg en los años 1810, pero era asimismo una respuesta
a los problemas planteados por la revolución que había echado al rey en
brazos de su camarilla y, por tanto, había destruido la coherencia del supremo
ejecutivo. A corto plazo, la orden ministerial no fue suficiente para eliminar la
influencia de los cortesanos, intrigantes y favoritos. Manteuffel sufría, como
habían sufrido todos sus predecesores, por las incesantes conspiraciones de
los ultraconservadores reunidos alrededor del rey. Las intrigas llegaron a su
clímax en 1855, cuando el estallido de la Guerra de Crimea dividió a la élite
política en las habituales facciones del oeste y del este. Los ultras, que
propugnaban una alianza con la Rusia autocrática contra el oeste, hicieron
todo lo que pudieron para apartar al rey de sus compromisos de neutralidad.
Molesto por estas maquinaciones y dudando de la confianza del rey en él,
Manteuffel se mantuvo informado sobre la situación con el empleo de un
espía que extraía copias de los papeles confidenciales de las viviendas de los
principales ultras, incluyendo al venerable Leopold von Gerlach, que seguía
sirviendo fielmente a su rey en calidad de ayudante general. Se produjo
considerable desconcierto cuando el espía en cuestión, un exteniente llamado
Cari Techen, fue detenido por la policía e interrogado, y confesó que los
documentos eran para el ministro-presidente. El desconcierto aumentó incluso
cuando una de las cartas robadas revelaron que Gerlach había utilizado a su
vez a un espía para vigilar al hermano del rey, príncipe Guillermo, al que se
consideraba un poderoso opositor a la alianza con Rusia. Este «Watergate
prusiano[86]» reveló que el problema de la antecámara del poder no había sido
resuelto. El ejecutivo central prusiano seguía siendo un laxo conjunto de
lobbies reunidos alrededor del rey. La orden ministerial de 1852 era, sin duda,
un importante comienzo. En los últimos años de primer ministro del mucho
más duro y ambicioso Otto von Bismarck, se crearía un mecanismo para una
concentración del poder suficiente para asegurar un nivel de unidad del
consejo de ministros y la administración.
Los años que siguieron a las revoluciones de 1848 presenciaron también
una renegociación de la relación entre el gobierno y el público. Las
revoluciones de 1848 impulsaron la transición hacia un manejo de la prensa
más organizado, pragmático y flexible de lo que había sido la norma en la
época de la Restauración. Un elemento central de esta transición fue el
abandono de la censura. La censura —en el sentido de prohibir que se

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publique material impreso por su contenido político— había sido un
importante instrumento de poder gubernamental en la época de la
Restauración y la exigencia de que fuera abolida era uno de los temas
centrales de la disensión liberal y radical antes de 1848. Durante las
revoluciones, fueron desmantelados los regímenes de censura en toda
Alemania y la libertad de prensa quedó incluida en leyes y constituciones. Es
cierto que muchas de las leyes de prensa permisivas promulgadas en 1848 no
sobrevivieron al retorno del orden. Por otro lado, esto no implicó —en la
mayoría de los estados— una vuelta a las condiciones anteriores a marzo. En
Prusia, como en cierto número de estados alemanes, el foco de la política de
prensa cambió de la fastidiosa censura previa del material impreso, a la
vigilancia de aquellos grupos políticos que lo elaboraban. Un importante
componente del programa liberal sobrevivió, así, a la debacle de la
revolución[87].
Fue un cambio importante, pues el paso de una política preventiva a una
represiva sacó a la luz las medidas gubernamentales. Periódicos y revistas
solo podían ser penalizados una vez que comenzaban a circular, es decir,
después de que el «daño», por así decir, se hubiese perpetrado. De este modo,
la administración se encontró bajo una creciente presión, buscando otros
medios menos directos de incluir a la prensa. Al mismo tiempo, las
diferencias entre las autoridades policiales, las judiciarias y los ministros
responsables respecto a qué constituía una expresión impresa ilegal
significaron que los esfuerzos de las primeras se veían frustrados con
frecuencia. Este problema resultó particularmente acentuado bajo el ministro-
presidente Von Manteuffel, que no estaba de acuerdo con el extremadamente
conservador ministro del Interior, Ferdinand von Westphalen, sobre lo que era
permisible o no en la prensa[88]. El hecho de que todos los ciudadanos
gozaran ahora del derecho, al menos en teoría, de expresar sus opiniones en la
prensa estableció las bases para que todos aquellos implicados en la
producción de material de lectura político —libreros y vendedores de
periódicos, editores y directores— asediaran a las autoridades con peticiones,
objeciones constitucionales y procedimientos de apelación. En tales casos, los
gobiernos se vieron enfrentados a no solo a periodistas o editores aislados,
sino a todo el conjunto de aquellos que sostenían un periódico específico[89].
En Prusia, como en la mayoría de los estados europeos, la expansión de la
prensa política y del público lector politizado que se había fraguado durante la
revolución resultó ser irreversible. El gobierno debía tratar este problema
adoptando un punto de vista más flexible y coordinado respecto a la actividad

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de modelar las actitudes públicas. Aquí, como en otros muchos ámbitos de la
innovación administrativa, fue la experiencia de la revolución la que
proporcionó el estímulo para las reformas. En el verano de 1848, bajo el
gobierno liberal del ministro-presidente Auerswald, la administración
prusiana creó un gabinete literario con el fin de coordinar la respuesta oficial
a las críticas políticas de los liberales y a la más fundamental oposición
anticonstitucional de los viejos conservadores y de su órgano, el Nene
Preussische Zeitung[90]. El primer gabinete literario se hundió en noviembre
de 1848 tras el cambio de gobierno, pero fue reconstituido con Otto von
Manteuffel al mes siguiente, y sus actividades fueron ampliándose
gradualmente hasta abarcar la colocación estratégica de artículos favorables al
gobierno en periódicos clave y también la compra de un diario semioficial, el
Deutsche Reform, que apoyaría la línea del gabinete, pero manteniendo la
apariencia y credibilidad de una publicación independiente. El 23 de
diciembre de 1850, la coordinación de la política de prensa fue dotada,
finalmente, de una base institucional segura con la Agencia Central de
Asuntos de Prensa (Zentralstelle für Pressangclegenheiten). Sus
responsabilidades incluían la administración de fondos destinados a
proporcionar subsidios a la prensa, la supervisión de publicaciones
subsidiadas y cultivar las «relaciones» con los periódicos del país y
extranjeros[91]. La Zentralstelle publicaba también su propio periódico, Die
Zeit, que era conocido por sus mordaces ataques contra los portavoces
principales del campo conservador, incluido Otto von Bismarck, el pietista
Hans Hugo von Kleist-Retzow e incluso el mismo ministro del Interior,
Westphalen[92].
Manteuffel creía que era tiempo ya de ir más allá de la tradicional relación
de enfrentamiento entre la prensa y el gobierno que había sido la norma antes
de 1848. La administración no entraría directamente en el debate político,
pero, gracias a su agencia de prensa, inauguraría «un intercambio orgánico
[Wechselwirkung] entre todos los componentes del estado y de la prensa»,
actuaría de manera proactiva para establecer de forma previa la actitud
adecuada a la actividad del gobierno. El gobierno recurriría a fuentes
privilegiadas de los distintos ministerios para publicar noticias relativas a la
vida del estado y a acontecimientos importantes del extranjero[93]. En los
primeros años 1850 la Agencia Central consiguió crear una red de contactos
de prensa que penetró profundamente en la prensa provincial. A los directores
de cooperativas se les proporcionó información privilegiada o fondos, y
muchos diarios locales se hicieron dependientes financieramente de varias

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gratificaciones que llegaron al unirse al sistema: cantidades para anuncios
oficiales, subsidios, bloques ministeriales de suscripciones, etc.
Así, las innovaciones de Manteuffel anunciaron la transición de un
sistema basado en el filtrado de material de prensa a través de un irritante
aparato de censura, a un método más matizado de la gestión de noticias e
informaciones. Todo esto era una demostración irreversible de los cambios
forjados por 1848. «Cada siglo ha visto nuevos poderes culturales penetrar en
la esfera de la vida tradicional, poderes que no debían ser destruidos sino
incorporados [verarbeitet]», escribía Manteuffel en julio de 1851. «Nuestra
generación reconoce a la prensa como ese poder. Su significado ha crecido
con una mayor participación del pueblo en los asuntos públicos, participación
que en parte es expresada, en parte alimentada y dirigida por la prensa[94]».
Entre aquellos merecedores de que Manteuffel desembolsase dinero a
periodistas y directores de periódico amigables estaba nada menos que Otto
von Bismarck, que había ocupado su escaño como representante de Prusia en
la Dieta Confederal en 1851.

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15
CUATRO GUERRAS

D urante casi medio siglo después de 1815, Prusia permaneció al margen


de la política de poder europea, navegando a sotavento de las grandes
potencias, evitando compromisos y huyendo de los conflictos. Esto evitó la
competencia con sus poderosos vecinos. Y se aceptó la tutela de Rusia sobre
su política exterior. Prusia fue la única de las principales potencias europeas
que permaneció neutral durante la Guerra de Crimea (1854-56).A algunos les
pareció incluso que el estatus de Prusia como miembro del concierto de las
grandes potencias europeas había caducado. Prusia, como se observaba en un
editorial del Times en 1860,

dependiendo siempre de alguien, siempre pidiendo que alguien la ayudase, negándose siempre a
ayudarse a sí misma […], presente en congresos, pero ausente en las batallas […], dispuesta a
ofrecer cualquier cantidad de ideales o sentimientos, pero tímida hacia todo lo que sepa a
realidad. Posee un gran ejército, pero es sabido que no se halla en condiciones de combatir […].
Nadie cuenta con ella como amiga; nadie la teme como enemiga. Cómo se convirtió en una gran
potencia, la historia nos lo cuenta; por qué sigue siéndolo, nadie podría decirlo[1].

Y aun así, a los once años de esta mordaz valoración, el Reino de Prusia
habrá reforzado sus fuerzas armadas, habrá expulsado a Austria de Alemania,
habrá destruido el poder militar de Francia, habrá construido un nuevo estado-
nación y transformado el equilibrio de poder en Europa en una explosión de
energía política y militar que asombrará al mundo.

La guerra de Italia

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No fue coincidencia que las unificaciones de Italia y de Alemania se
realizaran con un decenio de diferencia entre una y otra. La historia cultural
del estado-nación alemán se remonta al siglo XVIII y más allá, pero la cadena
de acontecimientos que convirtió su fundación en una posibilidad política fue
la segunda guerra de unificación italiana. El 26 de abril de 1859 el imperio
austríaco declaró la guerra al reino del Piamonte, en el norte de Italia. Era un
conflicto que había sido planificado con antelación. Durante el verano de
1858, el primer ministro piamontés, Camillo Benso di Cavour había
negociado una alianza defensiva con el emperador Napoleón III de Francia.
En la primavera de 1859, Cavour provocaba a Viena amasando tropas
piamontesas en la frontera de la Lombardía austríaca. La posterior declaración
de guerra austríaca activó las obligaciones de Francia de acuerdo con el
tratado secreto. Las tropas francesas se precipitaron hacia el sur a través de
los Alpes en la primera movilización importante por ferrocarril. Entre finales
de abril y comienzos de julio, las fuerzas conjuntas franco-piamontesas
ocuparon Lombardía, obteniendo dos victorias principales contra los
austríacos en Magenta (4 de junio) y Solferino (24 de junio). Piamonte se
anexionaba el ducado de Lombardía, los ducados de Parma, Módena y
Toscana y el territorio papal de la Romaña fue «persuadido» a unirse a Turín.
El Piamonte controlaba ahora el norte de la península italiana, y las cosas
podían haberse quedado ahí, si no hubiese sido por la invasión del sur de la
península por un grupo de voluntarios mandados por Giuseppe Garibaldi. El
reino de Nápoles se hundió con rapidez, abriendo el camino a la unificación
de la mayor parte de la península bajo el dominio de la monarquía
piamontesa. En marzo de 1861 se proclamaba el Reino de Italia.
El monarca prusiano, Guillermo I, y su ministro de asuntos exteriores,
Alexander von Schleinitz, respondieron a estos acontecimientos con la
habitual circunspección prusiana. Cuando se perfilaba el conflicto franco-
austriaco, Prusia se mantuvo equidistante, sin adoptar la opción
«conservadora» de una alianza con Viena, ni la «liberal» de asociarse con
Francia contra Austria. Se dieron los acostumbrados intentos de obtener
nuevas ganancias en Alemania a costa de Austria. Berlín, por ejemplo,
prometió apoyar a Austria contra Francia, pero solo con la condición de que a
Prusia se le diese el mando de todos los contingentes confederales no
austríacos. La propuesta, que recordaba las iniciativas de seguridad de
Bernstorffy Radowitz durante los temores de guerra de 1830-1832 y
1840-1841, fue rechazada por razones de prestigio por el emperador
austríaco. Más o menos por la misma época, Berlín desplegó grandes

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concentraciones de tropas en Renania para disuadir a Napoleón III de
extender la esfera de sus operaciones a la Alemania occidental. No había nada
especialmente notable o inesperado en estas medidas. Respondiendo así a la
crisis italiana (y al paralelo temor de una guerra con Alemania), el gobierno
de Prusia trabajó dentro de los gastados surcos de una rivalidad dualista de
tanteo que buscaba evitar el enfrentamiento directo mientras se contemplaba
la oportunidad de extender la influencia prusiana a expensas de Austria.
Sin embargo, retrospectivamente, está claro que la guerra de Italia situó la
política nacional de Prusia sobre una nueva base. Era obvio para los
contemporáneos que había un paralelo entre la difícil situación italiana y la
alemana. En ambos casos (en la élite instruida) un fuerte sentimiento histórico
y cultural de nación coexistía con el hecho de la división dinástica y política
(aunque Italia estaba dividida solo en siete estados, y Alemania tenía 39). En
ambos casos, era Austria el impedimento en el camino de la consolidación
nacional. Había también claros paralelos entre el Piamonte y Prusia. Ambos
estados eran conocidos por sus estables burocracias y sus reformas
modernizadoras, y ambas eran monarquías constitucionales (desde 1848).
Ambos habían tratado de suprimir el nacionalismo popular y, al mismo
tiempo, maniobrar para extender su propia influencia en nombre de la nación
sobre los estados menores de sus esferas de interés. Así, pues, fue fácil para
los entusiastas pequeñoalemanes de una unión encabezada por Prusia
proyectar los hechos de Italia de 1859-1860 sobre el mapa político alemán[2].
La guerra de Italia demostraba, asimismo, que se habían abierto nuevas
puertas en el sistema político europeo. Lo más importante de esto era el
alejamiento entre Austria y Rusia. En 1848 los rusos habían salvado al
imperio austríaco de la partición a manos del movimiento nacional húngaro.
Durante la Guerra de Crimea de 1854-1856, sin embargo, los austríacos
habían tomado la fatídica decisión de unirse a la coalición antirrusa, medida
que fue considerada en San Petersburgo un sucio engaño. Así, Viena
irreparablemente hubo de pagar prenda por el apoyo de Rusia, que tiempo
atrás había sido la piedra angular de su política exterior[3]. Cavour fue el
primer político europeo que mostró cómo este realineamiento podía ser
explotado en beneficio de su estado.
Los acontecimientos de 1859 fueron instructivos también en otros
sentidos. Bajo Napoleón III, Francia surgía como una potencia dispuesta a
desafiar por la fuerza el orden europeo instaurado en Viena en 1815. Ahora
los prusianos sentían más vivamente que nunca la tradicional amenaza que
venía de occidente. El efecto de shock de la intervención francesa en Italia se

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veía incrementado por los recuerdos del primer Napoleón, cuyo ascendiente
había comenzado con el sometimiento de la península italiana y había
continuado con la invasión de Renania. La movilización prusiana de 1859
puede no haber sido el desastre que algunos historiadores han descrito, pero
no hizo nada por aliviar la sensación de vulnerabilidad por una Francia
bonapartista que resurgía[4]. Por lo que respecta a los austríacos, habían
luchado duramente por conservar sus posesiones en Italia, causando 18 000
bajas a los franco-piamonteses en Magenta y Solferino. ¿No combatirían
también para defender su predominio político en una dividida Alemania? La
situación de Prusia era, bajo ciertos aspectos, peor que la del Píamente, ya que
parecía claro que los estados medianos de la «tercera Alemania» (a diferencia
de las entidades menores del norte de Italia) apoyarían a Austria en una guerra
declarada entre las dos potenciales hegemonías alemanas. «Casi toda
Alemania, en los últimos cuarenta años ha […] cultivado un espíritu hostil
contra Prusia», escribía Guillermo a Schleinitz el 26 de marzo de 1860, «y
durante un año esto ha ido aumentando decididamente[5]».
La guerra de Italia fue, así, un recordatorio de la importancia fundamental
del empleo de fuerzas armadas en la resolución de los conflictos de política de
poder enquistados, y este punto de vista se fundamentó aún más en los
dirigentes militares que creían que Prusia debería reformar y fortalecer su
ejército si quería hacer frente a los problemas en un próximo futuro. Este no
era un problema nuevo: ya desde los años 1810 las estrecheces financieras
habían hecho que el tamaño del ejército no fuera al paso del crecimiento de la
población de Prusia. En los años 1850, solo la mitad aproximadamente de los
jóvenes en edad militar había sido llamada a filas. Existía preocupación
también por la calidad de las milicias de la Landwehr creadas para combatir a
Napoleón por los reformadores militares Scharnhorst y Boyen, al recibir sus
oficiales un entrenamiento con estándares mucho menos exigentes.
Quien dirigía la campaña de reformas militares era el nuevo regente, el
príncipe Guillermo de Prusia. Ya tenía sesenta y un años y era un hombre con
unos impresionantes mostachos, cuando comenzó, en 1858, a sustituir a su
hermano mayor, que estaba incapacitado por una serie de ataques. El apego
emocional de Guillermo al ejército prusiano estuvo muy arraigado en su vida.
Había llevado uniforme desde los seis años. El 1 de enero de 1807, a los
nueve años, recibió las insignias de su cometido (junto con el ascenso a
teniente de regalo de Navidad). Sus primeras experiencias militares están
relacionadas con el recuerdo de la invasión y de la huida de la familia real a
Prusia Oriental. A diferencia de su hermano mayor, de mente más ágil,

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Guillermo no gustaba de las lecciones y nunca fue feliz salvo en compañía de
sus compañeros cadetes y tutores militares[6]. Es fácil imaginar lo importantes
que llegaron a ser las sociables rutinas del servicio militar tras el trauma de la
muerte de su madre en 1810. La devoción de Guillermo se centró en el
ejército regular activo, no en las milicias auxiliares de la Landwehr. A
Guillermo le repelía la mentalidad civil de la Landwehr, a la que consideraba
poco eficaz militarmente y poco fiable políticamente. Boyen y Scharnhorst
habían decidido forjar una institución militar dotada del entusiasmo y el
compromiso patriótico del pueblo; Guillermo y sus consejeros militares
querían unas fuerzas armadas que respondiesen tan solo a la voluntad del
soberano.
Sería ir demasiado lejos sugerir que Guillermo ya tenía en mente la
unificación de Alemania por medio de las fuerzas armadas prusianas —su
idea de la cuestión alemana era mucho más abierta que todo eso—. Con todo,
no hay duda ninguna de que era gran entusiasta de alcanzar algún tipo de
unión alemana más estrecha, y que había concebido que esto ocurriría bajo el
mando de Prusia. Guillermo había compartido el entusiasmo de su hermano
por la malograda Unión de Erfurt, se sentía frustrado por la retirada prusiana
de Olmütz. «Quien quiera gobernar Alemania primero deberá conquistarla»,
había escrito ya en 1849. «Si ya ha llegado o no el tiempo de la unificación,
solo Dios lo sabe; pero que Prusia está destinada a situarse en la cumbre de
Alemania es un hecho que subyace en nuestra historia. Pero ¿cuándo y cómo?
Esta es la cuestión». Durante su estancia en Renania como gobernador militar
en 1849, Guillermo cultivó contactos con liberales pequeñoalemanes
partidarios de que Prusia liderase la unión. «El desarrollo histórico de Prusia
muestra que está destinada a dirigir Alemania», escribía en abril de 1851[7].
Con el fin de hacer frente a los problemas de una política alemana más
agresiva, Prusia necesitaba un instrumento militar más flexible y muy eficaz.
Guillermo y sus consejeros militares aspiraban a doblar el tamaño del ejército
prusiano, aumentando el número de reclutas en cada leva anual, extendiendo
el período de entrenamiento básico de seis meses a tres años y prolongando el
período de servicio en la reserva del ejército regular de dos a cinco años. El
regente propuso asimismo trazar una línea clara entre el ejército regular y la
Landwehr; esta debía ser separada de las unidades del ejército de línea y de la
reserva regular y relegada a una posición subordinada en la retaguardia.
Las exigencias del gobierno para una reforma militar no eran en sí mismas
especialmente conflictivas. El gasto militar había ido declinando
relativamente desde 1848 y se daba un apoyo amplio por parte de la mayoría

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liberal del parlamento a la idea de que Prusia necesitaba un ejército más fuerte
si quería seguir siendo capaz de una actuación independiente. Los
acontecimientos de 1859, además, produjeron una notable movilización de la
opinión nacionalista liberal en el norte de Alemania, culminando en la
fundación de la Sociedad Nacional (Nationalverein) en septiembre de 1859.
Dirigido por el noble hanoveriano Rudolf von Bennigsen, se trataba de un
grupo elitista de varios miles de diputados parlamentarios, profesores
universitarios, abogados y periodistas, cuya finalidad era crear un lobby en el
gobierno prusiano que propugnaría la causa de la pequeña Alemania.
El verdadero problema residía en el asunto de la relación política entre el
ejército y el parlamento. Había tres aspectos del programa de reformas del
regente que se oponían en especial a los liberales. El primero era suprimir lo
que quedaba de la independencia de la Landwehr; los jefes militares
consideraban a la Landwehr como los restos difuntos de una era superada,
pero para muchos liberales seguía representando la personificación del ideal
de un ejército popular. La segunda manzana de la discordia era la insistencia
del regente sobre el período de instrucción de tres años para los soldados de
línea. Los liberales lo rechazaban, en parte debido a los costes, y en parte
porque creían —bastante justamente— que el período de tres años estaba
concebido menos como una medida militar que como una política, para
asegurarse de que los soldados acabasen imbuidos de valores conservadores y
militares, al igual que entrenados para la guerra. Por debajo de estos asuntos
se hallaba la cuestión central del poder de mando único y extraconstitucional
del monarca —el Kommandogewalt[8].
El conflicto sobre los asuntos militares ya estaba presente en el sistema
político prusiano posterior a 1848. Esta cuestión presentaba una dimensión
constitucional y otra, más vasta, cultural. El problema constitucional era
simplemente que el monarca y el parlamento gozaban de derechos
potencialmente conflictivos respecto al ejército. El monarca era responsable
de las funciones de mando y, en general, de la composición y funcionalidad
de la estructura militar; pero era el parlamento el que controlaba los fondos.
Desde el punto de vista de la corona, el ejército era una organización ligada
por lealtad personal al monarca y bastante independiente del parlamento. Los
parlamentarios liberales, por el contrario, tenían la idea de que sus poderes
presupuestarios implicaban un derecho limitado para codeterminar el carácter
del ejército. Esto no solo implicaba gastos de gestión, también garantizaba
que el ejército reflejara los valores de una cultura política más amplia —este
último asunto era la trampa que había precipitado la crisis del parlamento de

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Berlín en 1848—. En ambos bandos, los asuntos involucrados eran de
importancia básica. Guillermo insistía en que el Kommandogewalt era un
atributo inalienable a su soberanía, mientras que los liberales veían en esto un
recorte de sus poderes presupuestarios o la creación de una guardia pretoriana
reaccionaria «aguzada» para la represión interna que podrían convertir en un
sinsentido los poderes otorgados al parlamento de acuerdo con la nueva
constitución.
El conflicto militar-constitucional resultante fue llevando gradualmente al
sistema constitucional prusiano creado en 1848 a un punto muerto. A
comienzos de 1860 el gobierno presentó dos proyectos de ley al parlamento,
uno esbozaba reformas y el otro era para la aprobación de fondos. Guillermo
consideró tales proyectos de ley diferentes en su estatus constitucional; era
permisible que el parlamento tuviese algo que decir en las cuestiones
financieras, ya que el poder presupuestario era atributo esencial de la
asamblea. Por otro lado, no reconocía el derecho de los diputados a
entrometerse en los detalles de la propia reforma propuesta, que caía, según
él, en la esfera de su poder de mando. El parlamento respondió a esta
estratagema haciendo solo un préstamo provisional de fondos extra —
tácticamente un paso poco sensato, como luego se vio, ya que permitió al
gobierno seguir adelante con la primera fase de las reformas, aun cuando la
aprobación final no había sido dada todavía.
Y entre los liberales se produjo un proceso de radicalización política; en
enero, un grupo de 17 diputados rompió con el grueso principal de la facción
liberal y se convirtió en el núcleo del nuevo Partido Progresista
(Fortschrittspartei). Pensando que un parlamento más conservador haría la
administración más fácil, Guillermo disolvió el parlamento y convocó nuevas
elecciones. La nueva cámara formada a finales de 1861 fue aún más
resueltamente liberal que la antigua, con más de 100 miembros del Partido
Progresista. La facción conservadora, que había llevado la voz cantante en los
años 1850, se había visto reducida a unos restos de no más de 15 miembros.
Como sus predecesores, tampoco la nueva cámara deseaba aprobar las
reformas militares; en la primavera de 1862 también esta cámara fue disuelta.
Las nuevas elecciones de mayo de 1862 no hicieron más que confirmar el
enquistamiento de la situación. Más de 230 de los 325 diputados pertenecían a
facciones liberales.
Entre los hombres que dirigían la estructura militar de Prusia había
algunos que ahora favorecían una ruptura total con el sistema constitucional.
De estos, el más influyente era el encargado del ministerio militar, Edwin von

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Manteuffel, primo del ministro-presidente, cuyo reformismo conservador
había hecho mucho para garantizar el nuevo sistema constitucional tras las
revoluciones de 1848. Edwin era más carismático y menos flexible
políticamente que su primo. Era un hombre de armas de la vieja escuela que
compaginaba su relación con el monarca con la fidelidad de un miembro de la
tribu alemana con su jefe. Estampas contemporáneas muestran una figura de
pie, tiesa, hipermasculina con un espeso cabello rizoso, la parte baja del rostro
oculta detrás de una espesa barba[9]. Como miembro del gabinete militar, un
cuerpo agregado directamente a la persona del rey, estuvo completamente
fuera del orden constitucional parlamentario.
Manteuffel podía ser despiadado en defensa de su «honor» y del ejército
prusiano (que, parece ser, él consideraba básicamente la misma cosa). En la
primavera de 1861, cuando un concejal liberal de la ciudad, de nombre Karl
Twesten, publicó un artículo en el que criticaba las reformas militares
propuestas y atacaba a Manteuffel personalmente por intentar enajenar al
ejército del pueblo, el general ofreció al concejal que optase entre una
retractación pública completa o un duelo. No deseando someterse a la
humillación de una retractación, Twesten eligió el duelo, pese a no ser buen
tirador. La bala del concejal se perdió en el aire, mientras que la del general le
agujereó un brazo a su contrario. El episodio puso de relieve no precisamente
la polarización creada por la cuestión militar, sino el creciente estilo duro de
la vida pública en la Prusia post-1848.
Hubo un momento de paranoia colectiva en los primeros meses de 1862,
cuando las opiniones extremas de Manteuffel gozaron de cierta resonancia
entre los conservadores próximos al monarca, pero el consenso
posrevolucionario se mantuvo firme y la «gran hora» del general nunca
llegó[10].
Ni el rey Guillermo (Federico Guillermo IV había muerto en enero de
1861) ni la mayoría de sus consejeros políticos y militares contemplaban
seriamente una ruptura total con la constitución. El ministro de la Guerra,
Albrecht von Roon, el principal arquitecto de las propuestas de reforma,
prefería llegar a un compromiso que habría ahorrado el sistema al tiempo que
se preservaba el espíritu del programa de reformas[11]. Incluso al rey
Guillermo le parecía más fácil imaginar su salida del cargo voluntaria que
contemplar una vuelta al absolutismo. En septiembre de 1862 parecía estar a
punto de abdicar a favor de su hijo, el príncipe heredero Federico Guillermo,
que era conocido por simpatizar con la postura liberal. Fue Albrecht von
Roon quien convenció al rey de que lo reconsiderase y adoptase como último

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recurso una medida: la de nombrar a Otto von Bismarck como ministro-
presidente de Prusia.

45. Otto von Bismarck a los treinta y dos años,


xilograbado a partir de un dibujo anónimo de
1847.

Bismarck

¿Quién era Otto von Bismarck? Permítasenos comenzar con una carta que
escribió en la primavera de 1834, cuando tenía diecinueve años. Su
certificado de estudios se había retrasado; así, surgieron dudas sobre si podría
o no matricularse en la Universidad de Berlín. En este momento de transición,
forzado a la ociosidad y lleno de incertidumbre sobre lo que le esperaría en el
futuro, el joven Bismarck se puso a reflexionar sobre qué sería de él si no
podía conseguir el ingreso en la universidad. Desde la hacienda familiar de
Kniephof redactó las siguientes líneas a su compañero de colegio Scharlach:

Me divertiré durante unos cuantos años agitando una espada sobre los nuevos reclutas, luego
tomaré esposa, tendré hijos, cuidaré del terreno y destruiré la moral de mis campesinos por una
desordenada destilación de espíritus. Así, si en diez años te vuelvo a ver por el vecindario, te
invitaré a cometer adulterio con una joven fácil y llena de curvas de mi hacienda, o a beber todo
lo que te apetezca de brandy de patata y romperte el cuello cazando todas las veces que sientas
con ganas. Tú encontrarás aquí a un corpulento oficial de la guardia nacional con unos
mostachos que maldice y jura hasta hacer temblar a la tierra, cultiva una justa repugnancia hacia
los judíos y franceses, da palizas a sus perros y criados, con egregia brutalidad cuando le
intimide su mujer. Me pondré pantalones de cuero, haré el ridículo en el mercado de algodón de
Stettin y cuando la gente se dirija a mí como barón me retorceré los mostachos bondadosamente
y rebajaré un poco el precio; me mofaré del cumpleaños del rey y lo felicitaré a voces y el resto
del tiempo me quejaré regularmente y cada una de mis otras palabras será: «¡Caray, qué
espléndido caballo!»[12].

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Esta carta merece ser citada en gran parte pues demuestra cuánto irónico
distanciamiento había en la percepción del joven Bismarck de su propio
medio social —el medio de los junkers del este del Elba—. Con frecuencia a
Bismarck le gustaba jugar el papel de Krautjunker pueblerino de lo más
paleto de Prusia, pero, en realidad, era más bien un ejemplo atípico de esto.
Su padre era lo importante; era descendiente de nobles terratenientes del este
del Elba con cinco siglos de antigüedad. Pero la familia de su madre traía la
marca de una tradición diferente: la madre de Bismarck, Wilhelmine
Mencken, descendía de una familia universitaria de Leipzig, en Sajonia. Su
abuelo había sido profesor de derecho, que entró al servicio del estado
prusiano en cualidad de secretario del consejo de ministros en tiempos de
Federico el Grande[13].
Fue Wilhelmina la que tomó las decisiones claves en la educación de sus
hijos; así, Bismarck recibió una enseñanza poco común para un miembro de
su clase: comenzó no en la Escuela de Cadetes, sino con una educación
burguesa clásica, como interno en el Instituto Plammann de Berlín —una
escuela para los hijos de los altos funcionarios—. De aquí pasó al Instituto
Friedrich Wilhelm, y luego a las universidades de Gotinga (1832-33) y Berlín
(1834-35). Tras esto, siguió un período de preparación para el funcionariado
en Aquisgrán y Potsdam. Aburrido por la monotonía y la falta de autonomía
personal, que eran los signos de la preparación de los funcionarios, el joven
Otto se retiró, ante el asombro y el disgusto de su familia, para trabajar en su
propia hacienda de Kniephof, y jugar a ser un junker con un estilo heroico;
fueron años de grandes comilonas y alcohol, con épicos desayunos de carne y
cerveza. Sin embargo, un examen más próximo de su vida en la casa de Otto
von Bismarck revela unas ocupaciones nada propias de un junker, tales como
numerosas lecturas de Hegel, Spinoza, Bauer, Feuerbach y Strauss.
Estas observaciones sugieren temas que son importantes para la
comprensión de la vida política de Bismarck. Sus antecedentes y actitudes
ayudan a comprender la entrecortada relación entre Bismarck y los
conservadores, que eran —en su opinión al menos— los representantes
naturales de la aristocracia terrateniente. Bismarck nunca fue, en realidad uno
de ellos, y ellos, dándose cuenta de esto, nunca confiaron plenamente en él.
Nunca compartió el corporativismo de los viejos conservadores; nunca se
sintió atraído a una visión del mundo que colocaba los intereses de los junkers
como contrarios, por su solidaridad corporativa, al estado. Tenía escaso
interés en defender los derechos de la localidad y de la provincia contra las
reclamaciones de la autoridad central; no veía a la revolución y las reformas

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del estado como dos caras de la misma conspiración satánica contra el orden
histórico natural. Por el contrario, las observaciones de Bismarck sobre la
política y la historia se caracterizaban por un profundo respeto —incluso a
veces una neta glorificación— del estado absolutista, y, sobre todo, de su
capacidad de acción autónoma. «Cuando Prusia era recordada en sus
discursos, se trataba de la Prusia del Gran elector y de Federico, nunca la
atrasada utopía del estado corporativo que ponía freno al absolutismo[14]».
Al igual que sus antepasados físicos, Bismarck tratará de alcanzar su
realización como adulto al servicio del estado. Pero quería servir al estado sin
convertirse en sirviente. Su nexo con su estado originario no era en sí mismo
un destino —era algo demasiado estrecho y aburrido—, pero representaba una
garantía de independencia. El nexo con ese estado, con el sentimiento de
dominio y de separación que implicaba, era un puntal fundamental en el
concepto de autonomía personal —como explicaba en una carta a su primo
cuando tenía veintitrés años, un hombre que aspiraba a jugar un papel en la
vida pública debía «llevar a la esfera pública la autonomía de la vida
privada»—[15]. Su concepto de esa autonomía de la vida privada era
claramente no burgués; derivaba del mundo social de la hacienda, cuyo señor
no es responsable ante nadie salvo ante él mismo.
Las consecuencias de esta manera de entender su lugar en el mundo
pueden observarse en su comportamiento como figura pública, y en particular
en su tendencia a la insubordinación. Bismarck nunca se comportó como si
tuviera un jefe. Y esto resultaba del todo evidente en su relación con
Guillermo I. En su cualidad de canciller, Bismarck llevó adelante su política
en contra de la voluntad del monarca; cuando el rey ponía dificultades, a
Bismarck le daba una rabieta y ataques de lloro, apoyados por amenazas —a
veces calladas y otras veces explícitas— de dimitir y de volver al confort y
paz de su hacienda. Cuando Bismarck quiso consolidar su relación con el
monarca lo hizo por lo general indirectamente, no haciéndose simpático al
soberano, sino pergeñando crisis que ensalzasen su indispensabilidad, como
un timonel que se mete en la tempestad para demostrar su control del barco.
Parecía que Bismarck quedaba fuera de las prescripciones ideológicas de
cualquier interés. No era un aristócrata corporativista; ni, por otro lado, era o
podía ser un liberal. Tampoco, por toda su experiencia como funcionario
civil, se identificó con el Cuarto Estado de los burócratas (a lo largo de toda
su vida consideró a los «chupatintas» (Federfuchser) de la burocracia
administrativa con cierto desprecio). El resultado fue la libertad respecto a las
constricciones ideológicas que hacía impredecible su comportamiento —se

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podrá llamar a esto realismo, pragmatismo u oportunismo—, que a fin de
cuentas era la capacidad de saltar de un campo a otro, haciendo tropezar a sus
oponentes o explotando las diferencias entre ellos. Bismarck no rendía
cuentas a nadie. Podía colaborar con las fuerzas del liberalismo contra los
conservadores (y viceversa), podía enarbolar derechos democráticos como
arma contra el liberalismo elitista, podía reventar las pretensiones de los
nacionalistas fingiendo que hacía suya la causa nacional.
Bismarck era perfectamente consciente de todo esto. Despreciaba las
teorías y los principios como criterios para la vida política. «La política no es
ciencia, es un arte, y quien no tenga facilidad para ella es mejor que lo
deje[16]». «Si debo avanzar por la vida basándome en principios, es como si
tuviese que caminar por un estrecho camino en el bosque y tuviese que sujetar
un largo palo en mi boca». La capacidad de Bismarck para deshacerse del
palo cuando se hacía molesto sorprendió a los amigos que creían que eran sus
camaradas ideológicos. Uno de estos era el noble conservador Ludwig von
Gerlach (hermano de Leopold) que conversó con Bismarck en 1857 sobre si
Napoleón III debía ser tratado como un monarca legítimo a pesar del hecho de
que había sido llevado al trono por una revolución. Así, Bismarck no era
hombre de principios; puede ser descrito mejor como un hombre alejado de
los principios, el hombre que se desconectaba del apego romántico a una
generación anterior para practicar un nuevo tipo de política, flexible,
pragmática, emancipada de compromisos ideológicos fijos. Las emociones
públicas y la opinión pública no eran autoridades a las que complacer o
seguir, sino fuerzas para ser manipuladas o dirigidas.
La política posromántica de Bismarck era asimismo parte de una más
amplia transformación forjada por la revolución de 1848. En este sentido,
Bismarck pertenece a la misma compañía que Cavour, el mariscal de campo
Saldanha, Pío IX, y Napoleón III. A veces se ha dicho que Bismarck aprendió
mucho del autoritarismo populista del emperador francés, y que su gobierno
de Alemania como canciller desde 1871 sería una versión alemana tardía del
«bonapartismo[17]». Aunque no debe exagerarse la importancia del modelo
francés. La propia Prusia, como hemos visto, emprendió transformaciones en
las prácticas de gobierno a partir de 1848. Como Otto von Manteuffel y el
propio nuevo rey, Bismarck fue un «hombre de 1848», preparado para
mezclar la política en nuevas combinaciones. Al igual que Manteuffel,
consideraba que el estado monárquico era el principal actor de la vida
política. Fue durante el tiempo de Manteuffel en el cargo cuando Bismarck
adquirió su hábil «respeto» por la opinión pública, no como árbitro del futuro

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sino como socio subordinado para ser engatusado y manipulado para que
coopere. A Bismarck, como representante de Prusia en el cuartel general de la
Confederación Germánica en Fráncfort, se le confió la canalización
encubierta de fondos gubernamentales para los directores y periodistas de
periódicos favorables. La manipulación de la prensa por parte del gobierno
fue un instrumento que Bismarck convertiría más tarde en un verdadero arte.
En el otoño de 1862 Bismarck fue nombrado, en Berlín, ministro-
presidente. Su objetivo, como explicaba en una carta al príncipe heredero, era
llegar a «un entendimiento con la mayoría de los diputados», pero
salvaguardando, al mismo tiempo, los poderes de la corona y la capacidad del
ejército[18]. Bismarck inició el juego urdiendo un programa modificado de
reformas militares que habría ampliado el ejército y asegurado el control del
gobierno en ámbitos claves, al tiempo que accedía a la petición de los
liberales de un servicio militar de dos años. Esta estratagema se atascó por la
resistencia de Edwin von Manteuffel, que consiguió convencer al rey de que
le quitara su apoyo. Era el eterno problema de la antecámara del poder.
Inmediatamente, Bismarck comprendió que la clave de su permanencia en el
puesto residía en la neutralización de todos los rivales que se interponían a la
confianza del rey, y modificó su política de acuerdo con ello. El intento de
compromiso fue abandonado y Bismarck pasó a una política de
enfrentamiento abierto con el fin de asegurar al rey su absoluta dedicación a
la corona y a sus intereses. Las reformas militares se pusieron en marcha y los
impuestos se recaudaron sin la aprobación del parlamento. Los funcionarios
civiles fueron informados de que la desobediencia y la implicación política
con la oposición sería castigada con la destitución inmediata, y el parlamento
fue hostigado hasta obligarlo a ineficaces y autolesivas expresiones de
agravio. Todo esto bastó para convencer al rey de la habilidad y fiabilidad de
Bismarck y comenzó inmediatamente a eclipsar a los demás competidores en
cuanto a la influencia sobre el monarca.
En otros aspectos, sin embargo, la situación de Bismarck siguió siendo
extremadamente frágil. Unas nuevas elecciones en octubre de 1863
permitieron formar una cámara con solo 38 diputados progubernamentales.
Evidentemente, la batalla por la opinión pública se había perdido. El rey
estaba tan deprimido por los resultados de las elecciones que, se dice, cayó en
el desaliento y comentó, mientras miraba por la ventana que daba sobre la
plaza del palacio: «Ahí abajo es donde pondrán la guillotina para mí[19]».
Parece ser, asimismo, que la parálisis política en Berlín estaba destruyendo la
capacidad de Prusia de tener alguna iniciativa en la cuestión alemana. En

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1863, mientras Bismarck se enfrentaba a la cámara, los austríacos estaban
ocupados elaborando y proponiendo reformas que habrían dado nuevo aliento
a la Confederación Germánica.
Berlín parecía ir a la deriva. Los logros del ministro-presidente prusiano
en el ámbito de la política exterior resultaban modestos, como poco: en 1863
consiguió bloquear el proyecto de reforma austríaco y continuó evitando los
intentos de Viena para sumarse a la Unión Aduanera alemana. Más
importante fue el acercamiento de Bismarck a Rusia, formalizado por la
Convención de Alvensleben (8 de febrero de 1863). Este acuerdo, por el que
Rusia y Prusia colaborarían en la supresión del nacionalismo polaco, aseguró
la buena voluntad de San Petersburgo, pero fue profundamente impopular
entre los liberales polonófilos y contribuyó a hacer de Bismarck un personaje
muy odiado. Tras solo 18 meses en el cargo, el nuevo ministro-presidente
había conseguido una marca como un táctico político enérgico, rudo e
imaginativo. Pero desde una perspectiva contemporánea seguía siendo fácil
pensar que iba a tener que luchar todavía un año o dos antes de ser destituido
para dar paso a un compromiso con la cámara baja del parlamento. Fue la
Guerra Danesa de 1864 la que transformó la suerte de Bismarck.

La guerra danesa

En el invierno de 1863 el Schleswig-Holstein era de nuevo noticia.


Federico VII de Dinamarca había muerto el 15 de noviembre de 1863,
provocando una crisis sucesoria. Al no haber heredero varón directo (la
corona danesa pasó, en cambio, por línea materna, a Cristiano de Glücksburg)
surgió una disputa respecto a quién tenía derecho legítimo a reclamar la
herencia para gobernar en los dos ducados. Los detalles de la controversia por
el Schleswig-Holstein son difíciles de seguir —sobre todo porque casi cada
uno de los involucrados en ella se llama Federico o Cristiano— y por eso a
continuación haremos un breve bosquejo de los puntos destacados. Una serie
de tratados internacionales había establecido, en los primeros años 1850, que
la sucesión del nuevo rey de Dinamarca, Cristiano de Glucksburg, se haría
según los mismos términos que la de su predecesor, Federico VII[20]. Sin
embargo, en 1863 las aguas se enturbiaron por la aparición de un pretendiente
rival, el príncipe Federico de Augustenburg. Hacía ya mucho tiempo que los
Augustenburg reclamaban los ducados, pero el padre del príncipe Federico,
Cristiano de Augustenburg, había aceptado renunciar al trono por el Tratado

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de Londres de 1852. En 1863, sin embargo, Federico de Augustenburg se
declaró desligado del tratado de 1852 y, desafiante, adoptó el título de «duque
del Schleswig-Holstein». La reclamación fue apoyada con entusiasmo por el
movimiento nacionalista alemán.
Merece la pena reflexionar un momento sobre la cualidad distintiva de la
crisis del Schleswig-Holstein: en ella se mezclaban temas premodernos y
modernos. Por un lado, era una crisis dinástica a la vieja usanza, impulsada,
como muchas de las crisis de los siglos XVII y XVIII, por la muerte del rey sin
tener descendencia. En este sentido, debemos llamar al conflicto de 1864 «la
Guerra de Sucesión Danesa». Pero, por el otro lado, el Schleswig-Holstein se
convirtió en el punto crítico de una guerra importante solo debido al papel
jugado por el nacionalismo como movimiento de masas. El efecto
galvanizador del asunto Schleswig-Holstein sobre el movimiento nacional
alemán ya se había tratado en el parlamento de Fráncfort de 1848; en
1863-1864, la opinión nacionalista alemana exigió que los dos ducados se
convirtieran, conjuntamente, en un nuevo estado federal alemán bajo la égida
de la dinastía de los Augustenburg. Pero el nacionalismo era crucial también
por el lado danés: el movimiento nacionalista danés exigía que Dinamarca
defendiera su reclamación del Schleswig, apoyado en esto por la corriente
principal de la opinión liberal danesa. El inexperto y poco eficaz nuevo rey,
Cristiano IX, se enfrentaba así a una situación interna explosiva cuando
accedió al trono. En un determinado momento las manifestaciones que
tuvieron lugar frente al palacio real de Copenhague fueron tan turbulentas que
el jefe de policía de la ciudad avisó del inminente colapso de la ley y del
orden de la capital. Existía gran preocupación respecto a la perspectiva de un
levantamiento político que forzase la mano al nuevo rey. Al firmar la
Constitución de noviembre de 1863, Cristiano IX anunciaba su intención de
absorber el ducado de Schleswig en el estado unitario danés, gesto
denunciado por los nacionalistas alemanes como una provocación
imperdonable.
Se daban ahora tres posturas en conflicto respecto a los ducados. Los
daneses insistieron en la incorporación del Schleswig como se había acordado
en la Constitución de noviembre de 1863. El movimiento nacionalista alemán
y la mayoría de los estados de la Confederación fueron favorables a la
pretensión de Augustenburg y estaban preparados para apoyar una
intervención armada. Prusianos y austríacos se opusieron a la reclamación de
los Augustenburg e insistieron en que los daneses (y los Augustenburg)
acatasen las promesas hechas en los tratados internacionales de 1850 y 1852.

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Tras mucho chalaneo en la Dieta Confederal en diciembre, se aprobó una
resolución (por un solo voto) que decía que era procedente una intervención
sobre la base de los Tratados de Londres. El 23 de diciembre, un pequeño
destacamento operativo cruzó la frontera danesa y marchó hacia el norte sin
resistencia, ocupando la mayor parte del Holstein al sur del río Eider. Pronto
comenzaron a manifestarse las tensiones en el seno de la Confederación. El
destacamento operativo (de solo 12 000 hombres) fue suficiente para tomar el
indefenso Holstein, pero el Schleswig era otro asunto. Se suponía que los
daneses iban a hacer una vigorosa defensa, por lo que se necesitaba una
fuerza más numerosa para garantizar el éxito. Trabajando todavía
conjuntamente, Prusia y Austria declararon que estaban preparadas para
invadir el Schleswig, pero solo por ser potencias europeas y solo sobre la base
de los tratados de 1851 y 1852, no como representantes de la Confederación
Germánica, y no para apoyar las pretensiones de Augustenburg. En enero de
1864 ambas potencias presentaron un ultimátum conjunto, pero
separadamente, a Dinamarca (sin consultar a los demás estados confederados)
y cuando los daneses se negaron a aceptarlo, lanzaron a su fuerza combinada
a través del río Eider y penetraron en el Schleswig.
Se trataba de un importante giro: la rivalidad austro-prusiana de los años
1850 y los primeros 1860 parecía haber cedido el paso a una dulce armonía y
cooperación. Pero la aparente unidad de metas escondía un pandemonio de
expectativas opuestas. Para el canciller austríaco, conde Johann Bernhard
Rechberg, la campaña conjunta era una oportunidad para desacreditar al
movimiento nacionalista alemán mientras fundaba un condominio sobre
Alemania y revigorizaba las instituciones transterritoriales de la
Confederación Germánica. Era también una manera de evitar que Berlín se
hiciese con nuevos territorios importantes unilateralmente (tales como la
anexión del Schleswig) a expensas de Dinamarca (y de Austria). Pero la
trastienda de la mente de Rechberg albergaba otra perspectiva de amenaza:
Napoleón III, que había comenzado a aceptar su papel de creador de
conflictos en Europa, había sugerido a los prusianos que Francia habría
apoyado una clara anexión del Schleswig-Holstein, y también de los estados
menores de la Alemania del norte, a Prusia. Daba la impresión de que París
estuviese preparando otra guerra contra Austria, con Prusia en el papel de
Piamonte. Rechberg, que estaba siendo informado pormenorizadamente por
Bismarck de tales iniciativas, supo que esta era una guerra que al imperio
austríaco no le merecía la pena combatir.

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La agenda de Bismarck no podía ser más diferente. La Confederación,
como tal, no jugaba ningún papel en sus planes. Su objetivo último era
anexionar a Prusia los ducados. El jefe del Estado Mayor prusiano, Helmut
von Moltke puede haber sido la influencia decisiva en este asunto. Moltke se
oponía firmemente a convertir a los ducados en un estado independiente,
sobre la base de que una nueva entidad se convertiría en satélite de los
Habsburgo y abriría un agujero en el flanco marítimo norte de Prusia. Como
sabía Bismarck, con todo, una anexión unilateral habría expuesto a Prusia a la
amenaza de represalias combinadas por parte de Austria, el resto de los
estados de la Confederación y, posiblemente, una o más potencias europeas.
Las tropas extras podrían también ser útiles, especialmente si, como temía
Moltke, los daneses conseguían explotar su superioridad naval para evacuar a
su contingente de la parte continental. El acuerdo para colaborar con Austria
era, así, un instrumento temporal para limitar los riesgos y asegurar que todas
las opciones permanecían abiertas[21].
La Guerra Danesa llegó a su fin el 1 de agosto de 1864, cuando los
daneses fueron forzados a pedir la paz. Merecen destacarse tres aspectos del
conflicto: el primero que los prusianos no habían superado a los austríacos
militarmente. Un error inicial había sido nombrar al mariscal de campo
prusiano, conde Friedrich Heinrich Ernst von Wrangel, comandante en jefe de
las fuerzas aliadas. Wrangel, que tenía ochenta años de edad, era viejo por sus
años y, aunque popular entre los conservadores de la corte, era, en el mejor de
los casos, un mediocre general. Toda su experiencia de combate la había
adquirido contra insurgentes civiles en la revolución de 1848. Mientras
Wrangel iba dando bandazos de error en error en Dinamarca, las unidades
austríacas se comportaron con valor y habilidad. El 2 de febrero de 1864, una
brigada austríaca atacó y ocupó la posición danesa de Ober-Selk con tal
clarividencia que el anciano Wrangel corrió a abrazar y besar en las mejillas a
su comandante, ante el desconcierto de sus colegas prusianos. Cuatro días
más tarde, la brigada austríaca Nostitz penetró en las fortificaciones de
Oeversee, fuertemente defendidas, mientras que la división de guardias
prusiana miraba desde su flanco casi inerte. Eran reveses frustrantes para un
ejército que no había participado en una guerra en medio siglo y que
necesitaba desesperadamente demostrar su ánimo, tanto ante la comunidad
internacional como ante su propia población, que había seguido las luchas
políticas sobre las reformas militares[22].
El segundo aspecto sorprendente del conflicto fue la primacía de la
dirección política sobre la militar. La Guerra Danesa fue el primer conflicto

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armado de Prusia en el que un político civil ejerció su control. A lo largo de
toda la guerra Bismarck aseguró que la evolución del conflicto servía a los
objetivos de su diplomacia. Evitó que las fuerzas prusianas persiguieran al
ejército danés hasta Jutlandia en las primeras semanas de la guerra, con el fin
de garantizar a las grandes potencias que la campaña conjunta no quería
alterar la integridad territorial del reino de Dinamarca. Claro está que hubo
meteduras de pata —a mediados de febrero Wrangel envió un destacamento
de marcha de guardias al norte, al otro lado de la frontera con Jutlandia, pese
a las instrucciones en contra. Pero Bismarck convenció al ministro de la
guerra de que enviase una fuerte reprimenda al anciano general, y Wrangel
fue relevado del mando a mediados de mayo tras la insistencia de Bismarck
—. Fue Bismarck quien controló las comunicaciones con Viena, garantizando
que los términos de la alianza se iban desarrollando en beneficio de Prusia. Y
en abril fue Bismarck quien insistió para que las fuerzas prusianas atacasen
las fortificaciones danesas de Düppel, en el Schleswig, en vez de organizar
una prolongada invasión de Dinamarca que podía haber arrastrado a otras
potencias al conflicto.

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La decisión de atacar Düppel fue controvertida. Las posiciones danesas en
este punto habían sido muy fortificadas y dotadas de gran número de
soldados, y era evidente que un ataque frontal de los prusianos podía tener
éxito —si lo tenía— a costa de numerosas bajas. «¿Se supone que es una
necesidad política tomar los baluartes?» preguntó el príncipe Federico Carlos,
hermano del rey, que había sido colocado al frente del asedio. «Costará un
montó de hombres y de dinero. No veo la necesidad militar[23]». El caso de
organizar un enfrentamiento de envergadura en Düppel era político más que

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militar. Una invasión de Dinamarca con todas las de la ley no era deseable por
razones diplomáticas y los prusianos necesitaban urgentemente una
espectacular victoria. Hubo muchas quejas entre los comandantes, pero acabó
prevaleciendo Bismarck y el ataque se llevó a cabo. El 2 de abril los prusianos
iniciaron un fuerte bombardeo de las defensas, utilizando sus nuevos cañones
rayados. El 18 de abril la infantería atacó al mando de Federico Carlos. No
fue un combate fácil. Los daneses ofrecieron una fiera resistencia desde sus
batidas defensas y sometieron a los prusianos a un poderoso fuego mientras
trepaban por los terraplenes delante de las trincheras. Más de 1000 prusianos
fueron muertos o heridos; los daneses sufrieron 1700 bajas.
El control de Bismarck durante todo el conflicto provocó considerable
tensión y malestar. Cuando los comandantes protestaron, Bismarck les
recordó inmediatamente que el ejército no tenía ningún derecho a interferir en
la conducción de la política —se trataba de una extraordinaria declaración de
cuál era el escenario de Prusia, que revela lo que habían cambiado las cosas
desde la revolución de 1848—. De todos modos, el ejército no tenía intención
de aceptar este veredicto, como el ministro de la Guerra Albrecht von Roon
dejó claro en un memorando del 29 de mayo de 1864:

«Ha sido y es difícil encontrar un ejército que se considere y que se conceptúe a sí mismo como
un instrumento puramente político, un bisturí para un cirujano diplomático […]. Cuando un
gobierno depende —y esta es nuestra situación— especialmente de la porción armada de la
población […], los puntos de vista del ejército sobre lo que hace o no hace el gobierno no son
indudablemente un asunto indiferente[24]».

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46. Tropas prusianas asaltan las trincheras danesas en Düppel, 18 de abril de 1864, grabado
contemporáneo.

En el júbilo por la victoria tales altercados fueron olvidados rápidamente,


pero las implicaciones subyacentes saldrían a la superficie más tarde y de una
manera más agria y amenazadora. La afirmación de Bismarck respecto al
control sobre prácticamente todos los ámbitos del ejecutivo ocultó el asunto,
pero no resolvió el problema estructural de las relaciones entre civiles y
militares en la cumbre del estado prusiano. La revolución de 1848 había
parlamentarizado a la monarquía sin desmilitarizarla. En el núcleo de los
acuerdos posrevolucionarios existía una decisión evitada que obsesionaría a la
política prusiana (y alemana) hasta el colapso de la monarquía de los
Hohenzollern en 1918.
Las victorias prusianas en Dinamarca —a Düppel le siguió a finales de
junio un exitoso asalto anfibio contra la isla de Alsen— transformaron
asimismo el paisaje político interno. La oleada de entusiasmo que siguió abrió
divisiones latentes en el movimiento liberal prusiano. La petición de Arnim-
Boitzenburg de mayo de 1864, que reclamaba la anexión de los ducados,
atrajo a 70 000 firmas, y no solo por parte de los conservadores sino también
de muchos liberales. Los éxitos militares de Prusia tuvieron también, de
manera más general, un efecto perturbador, ya que parecían demostrar la

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eficacia del programa de reformas al que se habían opuesto tan decididamente
los liberales. Era cada vez mayor el deseo de llegar a un acuerdo con el
gobierno, reforzado por el temor de que, si el conflicto se prolongaba, el
movimiento liberal podría perder su influencia sobre la opinión pública.
En 1864 y 1865, Bismarck y «sus» ministros jugaron hábilmente con el
parlamento, enfrentándolo a propuestas de ley que dividieron a la mayoría
liberal y la forzaron a tomar una postura impopular. En la propuesta de ley de
construcciones navales de 1865, por ejemplo, el gobierno preguntó al
parlamento sobre la aprobación de la construcción de dos fragatas armadas y
de una base naval en Kiel, con un coste de apenas 20 millones de táleros. La
creación de una marina alemana era un fetiche del movimiento nacionalista
liberal, en especial tras la guerra con Dinamarca, en la que las operaciones
navales habían jugado un papel notable. Casi todos los diputados apoyaron
fuertemente los gastos propuestos, aunque se vieron obligados a rechazar el
proyecto de ley sobre la base de que, al no haber un presupuesto legal, el
parlamento no podía aprobar nuevos fondos. Bismarck aprovechó la
oportunidad para lanzar una andanada contra la actitud «impotentemente
negativa» de la cámara[25].
El ministro-presidente pudo permitirse arriesgar en este sentido pues las
arcas del gobierno prusiano estaban llenas a rebosar. Durante los años 1850 y
1860, la economía prusiana experimentó los efectos transformadores del
primer boom mundial. El rápido crecimiento en la red ferroviaria y en las
empresas asociadas, como la de las fundiciones de acero y fabricación de
maquinaria, se vio sustentada por una fenomenal expansión de la extracción
de combustibles fósiles. En los años 1860 las minas de carbón del distrito del
Ruhr en la Renania prusiana crecieron a una media del 170 por cien al año,
llevando el cambio económico y social por un camino nunca visto en la
historia de la región. El crecimiento se basó en la convergencia del cambio a
numerosos y diferentes niveles: mejora de la calidad en varios estadios de la
producción, ahorros por medio de la mejora en la infraestructura de los
transportes, un amplio mercado de capitales líquidos (sustentado en las
carreras por el oro de Australia y California), una balanza comercial favorable
y, como hemos visto, la retirada del gobierno prusiano de varios tipos de
regulaciones que anteriormente obstruían el crecimiento.
Si bien el boom se ralentizó algo durante el «primer desplome mundial»
de 1857-1858, los años 1860 presenciaron una vuelta a una robusta
expansión, aunque sobre una base sectorial más amplia de lo que había sido el
caso en el decenio anterior. Al contrario que en los años 1850, cuando el

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crecimiento surgió en gran medida del sector de la industria pesada, los años
1860 presenciaron una expansión más coordinada en la industria pesada,
textiles y agricultura. Y todo esto se vio apoyado por unas inversiones que
crecieron rápidamente por medio de los bancos y de las sociedades anónimas
que obtuvieron cada vez más altas tasas de interés[26].
La combinación entre este prolongado boom y las mejoras fiscales y
financieras de los años 1850 y la expansión de la producción en las minas de
propiedad estatal tuvo un efecto predecible en los ingresos del gobierno. En
marzo de 1865 Bismarck se jactaba ante un confidente de que la guerra contra
los daneses había sido financiada en buena medida con los superávits
presupuestarios de los dos años anteriores; solo 2 millones de táleros habían
sido sacados del tesoro estatal. Y no parecía tampoco que el dinero fuese a
agotarse en el próximo futuro. Empresarios serviciales, como el banquero de
Colonia Abraham Oppenheimer y su colega berlinés Gerson Bleichröder,
asediaron al ministro-presidente con lucrativas ofertas de privatizar empresas
gubernamentales o comprar las acciones del estado de las compañías
semipúblicas. «Los financieros nos presionan para obtener préstamos sin la
aprobación del parlamento», declaraba Bismarck, «pero podríamos financiar
dos veces la Guerra Danesa sin necesitar ninguno[27]».

La guerra de Prusia contra Alemania

El 1 de agosto de 1864 el rey Cristiano de Dinamarca cedió todos sus


derechos sobre los ducados a Prusia y a Austria, y pasaron bajo ocupación
militar conjunta austro-prusiana, mientras se esperaba una decisión de la
Confederación Germánica sobre su futuro. Todo esto pareció más bien la
inauguración de una era de armoniosa hegemonía dual basada en la
cooperación entre las dos mayores potencias alemanas. Esto es ciertamente lo
que buscaban los austríacos y Bismarck hizo lo que pudo para alentar estas
esperanzas. En unas instrucciones de agosto de 1864 al embajador prusiano
en Viena, ofrecía la zalamera observación de que «una verdadera política
alemana es posible solo si Austria y Prusia están unidas y toman el mando.
Desde este elevado punto de vista, una alianza íntima de las dos potencias ha
sido nuestra meta desde el principio […]. Si Prusia y Austria no están unidas,
Alemania no existe políticamente[28]». Esto no fue más que música celestial.
El objetivo de Bismarck seguía siendo anexionar ambos ducados a Prusia y
neutralizar la influencia política de Austria en Alemania. Y su plan era

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conseguirlo, si fuese necesario, por la guerra. Ya en 1863 había sugerido a
Rusia que Prusia podía llevar a cabo enseguida un ataque por sorpresa contra
el imperio austríaco «como en tiempos de Federico II en 1756[29]». Su táctica
era dejar abiertas todas las opciones prolongando la ocupación conjunta y, al
mismo tiempo, provocando a los austríacos en todas las oportunidades
posibles.
En la lucha diplomática que siguió sobre el futuro del Schleswig-Holstein
los austríacos se hallaban en una situación de desventaja geopolítica. Los
ducados eran extremadamente remotos respecto a Viena, y el interés austríaco
en mantener una presencia militar era lógicamente tibio. En el otoño de 1864
los austríacos ofrecieron a Berlín que eligiese entre dos tipos de acción: los
prusianos podían a) reconocer a los ducados como un estado separado bajo la
dinastía de los Augustenburg, o b) anexionarlos a Prusia y compensar a
Austria con territorio a lo largo de la frontera silesiana. Bismarck rechazó
ambas opciones, declarando que Silesia no era negociable, y añadiendo más
bien misteriosamente que Berlín tenía derechos especiales en ambos ducados.
A esto siguió, en febrero de 1865, una provocadora declaración consistente en
que Prusia entendía considerar toda forma de «independencia» para el
Schleswig-Holstein en forma de satélite prusiano. Entre tanto, los prusianos
seguían ampliando su control en los ducados, desencadenando furiosas quejas
de los austríacos, que respondieron llevando el asunto ante la Dieta
Confederal y volviendo a poner sobre la mesa la sucesión de los
Augustenburg, En el verano parecía como si la guerra fuese inminente. La
crisis quedó aplazada cuando Francisco José envió un embajador a negociar
un nuevo acuerdo con el rey Guillermo.
El resultado fue la Convención de Gastein, firmada el 14 de agosto de
1865: basada en una propuesta de Bismarck, la convención conservaba la
soberanía conjunta austro-prusiana sobre los ducados, pero colocando al
Schleswig bajo control prusiano y el Holstein bajo el austríaco. Pero Gastein
no fue más que un arreglo temporal concebido por Bismarck con el fin de
ganar tiempo. Las provocaciones prusianas en el Holstein continuaron y en
enero de 1866 aprovechó un mitin nacionalista en favor de Augustenburg en
el Holstein para acusar directamente a Viena de haber roto con los términos
del tratado. El 18 de febrero un consejo de la corona en Berlín resolvió que la
guerra entre las dos potencias alemanas era inevitable. Los generales,
ministros y altos diplomáticos aceptaron que Austria no había cumplido con
la Convención de Gastein y que continuaba tratando a Prusia como rival y
enemigo. Todos estuvieron de acuerdo con Bismarck cuando este señaló que

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la misión de Prusia era dirigir a Alemania, y que esta muy «natural y
justificada» ambición había sido bloqueada injustamente por Austria. El
príncipe heredero se quedó solo proponiendo una solución no militar[30].
El siguiente paso de Bismarck fue tratar de llegar a una alianza con Italia.
Las negociaciones comenzaron inmediatamente después del consejo de la
corona y se firmó un tratado contra Austria el 8 de abril de 1866. Los dos
estados estaban comprometidos, ahora, a ayudarse mutuamente en caso de
que estallase una guerra con Austria en los siguientes tres meses. (Bismarck
resucitó también la veterana tradición prusiana de la quinta columna húngara,
empleada por Federico el Grande en la Guerra de los Siete Años y de nuevo
en los años 1790 por Federico Guillermo II, pero sus contactos con el
movimiento revolucionario húngaro no produjeron ninguna consecuencia). En
el consejo de la corona del 28 de febrero, Bismarck había anunciado
asimismo que pretendía obtener «garantías más definitivas» de Francia, y se
lanzaron debidamente varias sondas en París que proporcionaron una serie de
vagas propuestas y contrapropuestas. Se ha discutido mucho sobre qué
garantías le dio Bismarck a Napoleón exactamente, pero parece probable que
se comprara la neutralidad francesa con promesas de compensaciones en
Bélgica, Luxemburgo y posiblemente en la región entre el Rin y el Mosela
(abarcando al Sarre prusiano y al Palatinado bávaro). Dado que los austríacos
habían comprado la neutralidad francesa con acuerdos muy parecidos
(¡incluyendo un estado satélite francés en Renania!), Napoleón III tenía todas
las razones para confiar en que Francia acabaría siendo beneficiaria del
conflicto prusiano-austriaco, fuese quien fuese el vencedor[31].
La tercera potencia cuya actitud fue crucial para el éxito de los designios
prusianos era Rusia, que había bloqueado los planes unionistas de Federico
Guillermo IV y Radowitz en 1848-1850, mientras ayudaba a restaurar la
suerte de Austria. En 1866, sin embargo, las cosas habían cambiado: Rusia
estaba sumergida en un proceso de reformas políticas internas fundamentales.
Las relaciones con Austria seguían siendo frías (los planes estratégicos de
Rusia preveían que Austria y Gran Bretaña —no Prusia— fuesen los
oponentes más probables en una futura guerra). Las desavenencias posteriores
a la Guerra de Crimea entre los dos imperios orientales ya habían producido
dividendos para Cavour en 1859. La lección no se había perdido para
Bismarck, que acababa de dejar su puesto de Fráncfort y sucedió que fue
enviado a la embajada prusiana en San Petersburgo, cuando estalló la crisis
italiana. Bismarck había cultivado relaciones con Rusia con gran cuidado

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desde que fue nombrado ministro-presidente y parecía haber pocas razones
para temer una intervención por ese lado[32].
Estos preparativos diplomáticos fueron acompañados por otras medidas
destinadas a desorientar al campo liberal alemán y perturbar la confianza
pública en la Confederación Germánica. El 9 de abril, Bismarck lanzó una
propuesta ante la dieta pidiendo la creación de un parlamento nacional alemán
que sería elegido por sufragio universal masculino directo. Los representantes
confederales estaban todavía reflexionando sobre esta inesperada iniciativa
cuando llegaron noticias de movimientos de tropas en Italia, lo que provocó
una movilización parcial austríaca el 21 de abril, dando comienzo una serie de
despliegues de tropas y contramedidas que culminaron en una movilización
general por ambos bandos.
Mientras las dos grandes potencias alemanas se preparaban para la guerra,
estuvo claro que la mayoría de los estados alemanes menores de la
Confederación apoyaría a Austria. El 9 de mayo, una mayoría de
representantes de la dieta votaba a favor de una resolución que pedía a Prusia
que explicase las razones de la movilización. A finales de mes los austríacos,
formalmente, cedieron la responsabilidad de los ducados a la Confederación.
En la primera semana de junio las tropas prusianas penetraron en el Holstein,
sin encontrar resistencia por parte de los austríacos, que se retiraron a
Hanóver. El 11 de junio el embajador austríaco en la dieta denunciaba la
ocupación prusiana del Holstein como ilegal y contraria a los términos de la
Convención de Gastein, y propuso una resolución llamando a la movilización
de la Confederación contra Prusia. El 14 de junio, en la última reunión
plenaria de la dieta en Fráncfort, la resolución fue aprobada por una mayoría
de votos y el embajador prusiano salió, declarando que su gobierno
consideraba disuelta la Confederación. Cinco días más tarde, los italianos
declaraban la guerra a Austria[33].
Con la neutralidad de Francia y de Rusia prácticamente asegurada, los
prusianos se lanzaron a la guerra contra Austria en el verano de 1866, bajo
unos auspicios favorables de una constelación como gran potencia. Con todo,
el resultado no estaba de ninguna manera previsto de antemano. La mayoría
de los mejor informados contemporáneos —incluyendo al emperador
Napoleón III, que había combatido realmente contra los austríacos en 1859—
predijeron una victoria austriaca[34]. Y la actuación en combate de los dos
ejércitos en la Guerra Danesa no había hecho nada para modificar esta
opinión. Es cierto que los prusianos se habían embarcado en un programa de
reformas militares desde 1859, pero estas no habían sido tan revolucionarias

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como se ha afirmado con frecuencia[35]. En todo caso, también Austria había
respondido al desastre de 1859 con su propio programa de reformas: su
artillería se había perfeccionado y se desplegaba bien gracias a un personal de
las baterías muy entrenado. Era verdad que Prusia gozaba de una ligera
superioridad numérica en el teatro de operaciones de Bohemia, donde se
decidiría la guerra: 254 000 prusianos se enfrentaban a 245 000 hombres del
Ejército Austríaco del Norte. La situación habría sido bastante diferente,
naturalmente, si los italianos no hubiesen empleado más de 200 000 hombres
en su ofensiva sobre Venecia, obligando a los austríacos a desviar a 100 000
soldados extra para el frente sudoeste.
Austria gozaba asimismo de una ventaja estratégica importante en el
contexto diplomático de 1866, ya que la mayoría de los estados alemanes
medios optaron por ponerse del lado de Viena contra Berlín. Los prusianos se
vieron obligados, así, a movilizar tropas no solo contra Austria, sino también
contra otros estados alemanes que intervenían en la guerra incluyendo, lo que
era lo más importante, a Hanóver y a Sajonia. En total, los ejércitos
confederales de 1866 aportaron 150 000 hombres, dispersos en varios
ejércitos separados. Lo que significaba, a su vez, que el jefe del Estado Mayor
prusiano, Helmut von Moltke, debía dividir al ejército prusiano en cuatro
bloques lo suficientemente pequeños para ser transportados rápidamente por
las vías férreas, muy separadas entre sí, de Prusia a las fronteras de Austria,
Sajonia y Hanóver. Por el contrario, Austria podía operar sobre un territorio
mucho más concentrado y tenía la ventaja de moverse por líneas interiores.
¿Por qué, entonces, ganaron los prusianos? La famosa invocación de
Bismarck a la «sangre y hierro» se ha interpretado, por lo general, como una
referencia al papel de la industria en la consolidación del poder prusiano.
Prusia o, al menos, una parte de Prusia, había experimentado sin duda un gran
crecimiento de su capacidad industrial en los últimos años 1850 y primeros
años 1860. Pero esto jugó un papel menor en la victoria prusiana sobre los
austríacos de lo que se puede pensar[36]. No disponemos de las cifras
necesarias para efectuar comparaciones directas, pero sí podemos indicar que
una brecha cualitativa separaba las economías de ambos antagonistas en 1866.
Ciertamente, en algunos aspectos, la economía prusiana resultó ser más
atrasada que la austríaca —un mayor porcentaje de prusianos que de
austríacos se dedicaba a la agricultura, por ejemplo—. De las distintas armas
que tuvieron un papel en 1866, las únicas que requerían los procesos de
manufactura más elaborados eran los cañones de la artillería de campaña, y
aquí eran los austríacos, con sus perfeccionados cañones rayados, quienes

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claramente llevaban ventaja, Sea como sea, no fue una guerra que opuso una
economía industrial a la otra. Se trató de un enfrentamiento breve, violento,
en el que ambos bandos hubieron de arreglárselas con el armamento y las
municiones previamente acumulados. Es cierto que Moltke dio gran
importancia al uso del ferrocarril, pero en este caso su elaborada planificación
estuvo a punto de llevar al desastre a los prusianos, cuyos trenes de
aprovisionamiento alcanzaron a sus propias tropas solo cuando la batalla de
Königgrätz ya había sido ganada. Mientras tanto, los ejércitos prusianos
vivían del territorio o pagaban sus gastos, en buena medida como habían
hecho los ejércitos de Federico el Grande. Así, el poder industrial tuvo menos
protagonismo que la cultura política y militar.
Aunque el ejército de la Confederación Germánica disponía de unos
150 000 hombres, difícilmente era una fuerza combatiente formidable. En
realidad, no constituía un ejército, pues nunca se habían entrenado juntos y
carecían de una estructura de mando unificada —era una consecuencia de
medio siglo de particularismo en el seno de la Confederación—. Además, los
ejércitos de los estados medios eran reticentes a tomar la iniciativa contra
Prusia. Ateniéndose a las estipulaciones de la constitución confederal, que
prohibía a los estados alemanes dirimir sus diferencias por la fuerza,
prefirieron esperar hasta que Prusia hubiese violado claramente la paz.
Baviera, por ejemplo, que poseía el contingente más grande —los 65 000
hombres del VII Cuerpo de Ejército Federal— informó a Viena ya en junio de
1866 de que Austria podía contar con el apoyo bávaro solo si Prusia invadía
realmente un estado alemán aliado. Así, no deseaba contemplar cualquier
acción previa.
Muchos de los demás cuerpos federales se vieron incapacitados por las
divisiones políticas internas, lo que hizo que las acciones rápidas y
concertadas fueran prácticamente imposibles. En el caso del VIII Cuerpo de
Ejército confederal, por ejemplo, que incluía tropas de Württemberg, Baden y
Hesse-Darmstadt, su comandante, el príncipe Alejandro de Hesse, era un
austrófilo que prefería la intervención a favor de Austria, pero el jefe de
Estado Mayor era un württembergués más cauteloso. Las órdenes recibidas de
su soberano eran ralentizar el despliegue del príncipe con una marcha lenta y
hacer lo que pudiese para evitar movimientos hacia el este, para que las tropas
estuviesen disponibles en caso de necesidad para defender las fronteras del
propio Württemberg. Ante la ofensiva prusiana, el ejército hanoveriano se
retiró al sur con la esperanza desesperada de que los bávaros o los austríacos
pudiesen marchar hacia el norte para unirse a ellos. Tras una pequeña victoria

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contra una fuerza numéricamente inferior en Langelsalza, fueron desalojados
de sus posiciones defensivas por la llegada de refuerzos prusianos, y
obligados a rendirse el 29 de junio, y se les proporcionaron billetes de tren
gratuitos para que volviesen a casa. Las noticias de la derrota hanoveriana
reforzaron ulteriormente la determinación de los estados alemanes
meridionales de cruzarse de brazos y limitarse a guardar sus fronteras. La
única contribución verdadera fue la de los sajones, que abandonaron su
territorio para luchar junto a los austríacos del Ejército del Norte en Bohemia.
El autor real de la victoria prusiana de 1866 fue el jefe del Estado Mayor,
Helmut von Moltke. En Bohemia, en mucha mayor medida que en
Dinamarca, Moltke pudo desplegar una concepción estratégica innovadora: su
modo de abordar la guerra austríaca fue dividir las fuerzas prusianas en
agrupaciones suficientemente pequeñas que pudieran dirigirse a la máxima
velocidad posible hasta el punto del ataque. El objetivo era engranar las
unidades convergentes yuxtaponiéndolas solo en el último minuto, con el fin
de dar el golpe decisivo. La ventaja de la innovación era que reducía la
presión logística sobre las estrechas carreteras rurales y ferrocarriles de vía
única y así se evitaban embotellamientos y atascos en el tráfico. El aumento
de la rapidez y de la maniobrabilidad de las fuerzas en el campo de batalla
incrementó las probabilidades de que fuesen los prusianos más que sus
enemigos quienes determinasen los tiempos y el escenario de los
enfrentamientos decisivos. Esta concepción de la movilización requería una
utilización compleja de los recursos infraestructurales más modernos:
ferrocarriles y carreteras en particular, y el telégrafo, pues así los distintos
ejércitos separados podían ponerse en contacto inmediatamente entre sí y se
hacía necesaria una rigurosa coordinación por parte del cuartel general. El
principal inconveniente potencial de esta concepción era que, como hemos
visto, podía conducir a error con facilidad: si los ejércitos se veían forzados a
desviarse o no podían mantener el paso unos con otros, existía el riesgo de
que el enemigo pudiese atacarlos individualmente con fuerzas superiores.
Como complemento de esta agresiva concepción estratégica existía una
serie de medidas que hacían de la infantería prusiana la mejor de Europa. A
mediados de los años 1860 Prusia era la única gran potencia europea que
armaba a sus soldados con un fusil de cerrojo, el Dreyse Zündgewehr, o fusil
de aguja: este era, básicamente, un fúsil de tipo moderno, cuyo cartucho
consistía en una bala montada sobre una cápsula cilíndrica que contenía una
carga explosiva que se introducía en una cámara metálica y se detonaba por
medio de un percutor (conocido como «de aguja» por su forma alargada). El

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fusil de aguja poseía una ventaja fundamental sobre las armas que se cargaban
por la boca, usadas todavía por la mayoría de los ejércitos europeos. Podía ser
recargado y disparado de tres a cinco veces más rápido que las armas de
pistón o percusión. Un hombre tendido tras una mata de hierba, o de pie
detrás de un árbol podía recargar, apuntar y disparar su fusil de aguja sin salir
de su escondite, no había necesidad de echar la pólvora por la boca del cañón,
meter el taco y disparar el arma. Lo que permitía una aplicación más flexible
y más letal del fuego de infantería en combate cercano de lo que había sido
posible con anterioridad.
No había nada especialmente misterioso en el fúsil de aguja: la tecnología
era muy conocida. Con todo, la estructura militar no optó por adoptarlo como
arma general de la infantería. Había buenas razones para ello: los primeros
prototipos del arma de aguja resultaron claramente poco fiables; la obturación
por el gas era a veces defectuosa, por lo que la recámara explotaba o emitía
una rociada de pólvora ardiendo —lo que no era una característica que
inspirase entusiasmo en un fusilero medio—. Muchos soldados, entrenados
con fusiles de aguja de la primera generación, vieron que el cerrojo era
propenso a agarrotarse y a veces debía golpearse con una piedra; tendía
asimismo a encasquillarse tras un fuego continuado. Otro problema era que
los hombres dotados de este complejo instrumento podían disparar demasiado
deprisa, malgastando la costosa munición para acabar tirando el arma ya inútil
y abandonando el combate. Por el contrario, se dice, los antiguos fusiles de
avancarga, con su reducida cadencia de fuego, imponían cierto grado de
disciplina en las filas de la infantería. Quizá la más importante razón por la
que se rechazó el fúsil de aguja fue simplemente la preferencia generalizada
de la época por lo que se conocía como «tácticas de choque». Estas se
basaban en la noción —un tipo de ortodoxia entre los pensadores militares
europeos de mediados de siglo— de que la potencia de fuego de la infantería
era, en última instancia, de importancia secundaria en todo enfrentamiento
militar serio. Era la artillería la que podía basarse en una alta precisión, y un
fuego de elevado impacto. Lo que contaba en el frente de combate era la
posibilidad de sacar al enemigo de una posición protegida, y esto se conseguía
mejor con rápidas descargas de masas de infantería con la bayoneta calada.
Los prusianos resolvieron la mayoría de las objeciones prácticas a la
nueva arma probando rigurosamente y modificando el prototipo de Dreyse,
con el resultado de que sus especificaciones mejoraron pronto en sucesivas
tandas, mientras que el coste de la producción y de las municiones bajaba. Al
mismo tiempo, se establecieron políticas para mejorar la maestría técnica y la

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disciplina de fuego de los hombres que usaban el arma. Entre 1862 y 1864,
mientras que los austríacos recortaban su gasto anual en prácticas de tiro,
basándose en cambio en tácticas de choque, los prusianos introducían un
régimen extenso de puntería: los infantes eran entrenados para usar sus fusiles
en toda ocasión de tiro, e instruidos sobre cómo utilizar sus puntos de mira
para compensar la parábola de la bala, y se exigía que se llevase un registro
de sus aciertos y fallos en un «cuaderno de tiro». Aquí, el mando militar podía
cosechar el premio del ejemplar sistema educativo prusiano. Sin las
excepcionalmente altas tasas de alfabetización y números del reino, un
régimen de este tipo no habría sido posible. Todo esto implicaba la concesión
de un mucho mayor nivel de autonomía y capacidad propia al soldado raso de
lo que era la norma en los ejércitos europeos de mediados de siglo. El nuevo
infante prusiano era profesional —al menos en teoría—, no ganado a conducir
por sus oficiales en dirección del enemigo. La capacidad del ejército prusiano
para hacerse con innovaciones técnicas en una serie de campos separados
pero interdependientes se debe en gran medida al Estado Mayor General, que
se especializó en integrar la investigación armamentística y la evolución de
las doctrinas estratégicas y tácticas.
El resultado de estos cambios fue una creciente complementariedad entre
las practicas de campaña prusianas y austríacas. Mientras los austríacos se
centraron en refinar sus tácticas de choque —especialmente tras los desastres
de 1859— los prusianos lo hicieron en las «tácticas de fuego» basadas en el
fusil de aguja. Moltke supo combinar flexibilidad y rapidez en el despliegue
estratégico ofensivo de grandes unidades con el despliegue táctico controlado
y defensivo de las unidades de infantería en el campo de batalla. Por el
contrario, los austríacos tendían a mantenerse estratégicamente a la defensiva
y tácticamente a la ofensiva. Pero nada de esto hacía inevitable una victoria
prusiana. Había pocas razones para, sin visión retrospectiva, suponer que el
fuego fuese a llevarse la palma respecto al choque. Los austríacos utilizaron
las tácticas de choque contra los italianos en Custoza el 24 de junio de 1866, y
los propios prusianos las habían utilizado eficazmente contra los daneses
atrincherados en Düppel. También se comprendió, desde el punto de vista
austríaco, que había que adoptar una política estratégica defensiva asumiendo
que los ataques de los prusianos, con sus ejércitos separados y sus líneas de
aprovisionamiento demasiado extendidas, acabarían exponiéndose a un
paralizante golpe austriaco. Y tampoco fue obvio que el fusil de aguja fuese
una ventaja decisiva —después de todo, el fusil de avancarga modelo 1854

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utilizado por la mayoría de la infantería austríaca era una arma más precisa y
de mayor alcance.
Mientras tanto, sin embargo, la guerra en Bohemia demostraba que las
ventajas de la rapidez predominaron sobre las del alcance y que las oleadas de
soldados de infantería cargando a la bayoneta tenían pocas posibilidades
contra el fuego graneado de una infantería bien posicionada armada con
fusiles de cerrojo. El 28 de junio los austríacos fueron sometidos ya a una
primera y penosa demostración de la potencia de las tácticas de fuego cuando
el general Clam-Gallas, que mandaba el I Cuerpo de Ejército austríaco, se
enfrentó a dos compañías de fusileros prusianos en un puente sobre el río Iser,
cerca de la pequeña localidad de Podol. Los hombres del I Cuerpo de Ejército
despejaron la localidad con poco esfuerzo; cuando los refuerzos prusianos
avanzaron, los austríacos lanzaron una carga a la bayoneta para rechazarlos.
Pero en vez de echar a correr, los prusianos detuvieron su marcha,
desplegaron sus pelotones de vanguardia y comenzaron a disparar
rápidamente contra la masa de austríacos que avanzaban. El fuego continuó
durante treinta minutos. Una vez detenido el ímpetu del ataque austríaco, los
prusianos peinaron la localidad calle por calle, «manteniéndose en contacto
por los destellos de sus fusiles a medida que iba cayendo la noche[37]». De los
3000 austríacos empleados en la batalla por Podol, casi 500 fueron bajas; las
bajas prusianas fueron unas 130. Hacia las dos de la mañana los austríacos
habían recibido suficiente y se retiraron.
El día anterior, en un encuentro entre el II Ejército prusiano y el VI
Cuerpo de Ejército austríaco, en la meseta de Nachod, en Bohemia, se dieron
unas cifras también desequilibradas de bajas —1200 prusianos contra 5700
austríacos—. En este sangriento combate, más de un quinto de los austríacos
empleados fueron muertos o heridos. Incluso en los casos en que
prevalecieron los austríacos, como en Trautenau, donde los prusianos fueron
cogidos en desventaja y obligados a retirarse fuera de Bohemia, a las
montañas, el terrible fuego de los fusiles de aguja produjo 4800 bajas
austríacas contra 2300 prusianas[38].
Naturalmente, la victoria de los ejércitos prusianos no debe ser atribuida
solamente al fusil de aguja. Aunque es difícil establecer exactamente el
impacto de tales factores, es evidente que los austríacos mostraron una moral
más baja en comparación con sus adversarios prusianos. Polacos, ucranianos,
rumanos y venecianos figuran en primer lugar entre los que desertaron o
fueron capturados ilesos por los prusianos, lo que sugería que la motivación
entre las tropas no germanas (aunque no los húngaros) era menor que en los

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austríacos. Los súbditos italianos de la corona de los Habsburgo, obviamente,
tenían pocas razones para que les gustase una guerra que estaba siendo
combatida contra sus compatriotas. Un oficial prusiano que participaba en una
escaramuza en Hühnerwasser el 26 de junio de 1866 quedó sorprendido al ver
a tres venecianos de infantería sentados lejos de donde se combatía, entre las
altas plantas de maíz en torno a la aldea; al ver que se acercaban los
prusianos, parece ser que tiraron sus fusiles, cubrieron de besos sus manos y
pidieron merced. También había problemas de comunicación en muchas
unidades austríacas, pues los oficiales y los hombres hablaban lenguas
diferentes. Recordando la batalla de Münchengratz, el jefe del Estado Mayor
del I Cuerpo de Ejército austríaco informaba que en el XXX Regimiento
mixto polaco-ucraniano, que había combatido bravamente hasta el anochecer,
cuando los hombres ya no pudieron ver a sus oficiales dando ejemplo de lo
que había que hacer[39]. Por el contrario, los reclutas polacos del ejército
prusiano demostraron ser soldados voluntariosos y fiables.
La cultura de mando austríaca fue un ulterior factor que contribuyó a la
derrota. Mientras hubo ciertamente malentendidos, fallos de comunicación y
episodios de desobediencia por parte de los mandos subordinados prusianos,
los austríacos sufrieron por el sistemático cruce de las líneas de mando, por lo
que el movimiento de los ejércitos se vio constantemente perturbado por
órdenes inconsistentes o contradictorias; había una tendencia a perder tiempo
debatiendo los méritos de las instrucciones desde arriba, y los oficiales
carecían de un sentido claro de los objetivos a plazo inmediato o largo de un
combate dado. Los trenes de suministros no llegaban, de modo que las tropas
terminaban acciones prolongadas sin alimentos ni bebida. Los austríacos
tampoco dispusieron de una organización del Estado Mayor con la misma
capacidad y cohesión que el Estado Mayor General prusiano. A comienzos de
julio, el Estado Mayor del Ejército del Norte en Bohemia había acabado
degenerando en una laxa aglomeración de correos y portadores de órdenes.
Finalmente, el comandante en jefe austríaco, general Ludwig Benedek,
cometió una serie de errores graves, el más desastroso de los cuales fue el
despliegue de tropas austríacas, a comienzos de julio, en torno a la fortaleza
de Königgrätz —en una posición en la que podía ser acosado por los
prusianos teniendo el río Elba detrás de ellos cortándoles la retirada.
Fue aquí donde tuvo lugar la batalla decisiva el 3 de julio de 1866.
Durante diecisiete horas, medio millón de hombres armados se disputaron un
frente entre la fortaleza del río de Königgrätz y la ciudad bohemia de
Sadowa[*]. El ingente enfrentamiento no fue el triunfo de la planificación

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militar. Benedek, en un primer momento, no había tenido intención de dar
batalla en Königgrätz; se había visto atrapado allí en su camino hacia Olmütz,
e inicialmente había esperado que el emperador lo liberase de quedar
enganchado comenzando conversaciones de paz con los prusianos. En cuanto
a los prusianos ya a fines de junio sus dos ejércitos principales separados
seguían teniendo dificultades para seguir en contacto y había cierta confusión
entre los comandantes prusianos sobre la exacta localización del Ejército del
Norte austríaco. Cuando empezó la batalla el 3 de julio, lo fue en parte por
accidente. El príncipe Federico Carlos, comandante del 1 Ejército prusiano,
había encontrado una fuerza austríaca la tarde anterior, y ello lo convenció de
que Benedek había decidido detenerse y combatir, y lanzó un ataque en las
primeras horas de la mañana sin consultar a su comandante en jefe. La ventaja
estaba todavía de parte de los austríacos, que controlaban la parte alta del
terreno, donde se habían atrincherado bien y gozaban de una ventaja decisiva
en artillería pesada. Sin embargo, fueron los prusianos los que se hicieron con
la victoria. Una vez que el I Ejército prusiano hubo atacado a los austríacos
durante la mayor parte de la mañana, el II Ejército bajo el mando del príncipe
heredero Federico avanzó para atacar a los austríacos por el flanco. A medida
que se estrechaba el nudo alrededor de la posición austríaca, Benedek no pudo
gozar de plena ventaja de las brechas en las líneas enemigas. Cometió
también el error de lanzar a 43 batallones a un combate desesperado en el
Swiepwald, una mancha boscosa compacta en el flanco izquierdo prusiano,
donde la infantería utilizaba fusiles de aguja, con los que segaba oleada tras
oleada de soldados austríacos. A finales de la tarde, los austríacos se habían
visto forzados a retirarse. La victoria prusiana fue total: más de 40 000
hombres del Ejército del Norte habían muerto o habían sido heridos. A los
austríacos no les quedaba ni siquiera una sola brigada de infantería eficaz
sobre el campo.
El 22 de julio de 1866, el emperador Francisco José capitulaba ante los
prusianos. La guerra austro-prusiana había terminado, exactamente siete
semanas después de haber empezado. Al emperador austríaco no se le exigió
perder territorios, pero tuvo que aceptar la disolución de la Confederación
Germánica y la creación de una Confederación Alemana del Norte dominada
por Prusia al norte del río Meno. Prusia se aseguró carta blanca para hacer las
anexiones que quisiese en el norte, con la excepción del fiel aliado de Austria,
el reino de Sajonia. El Schleswig y el Holstein fueron anexionados, junto con
partes de Hesse-Darmstadt y todo Hanóver, Hesse-Kassel, Nassau y la ciudad
de Fráncfort. Los desafortunados burgueses de Fráncfort, escenario de la

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humillación diplomática prusiana en vísperas de la guerra con Austria, fueron
sometidos a pagar una indemnización punitiva de 25 millones de florines.
Bismarck había triunfado sobre sus enemigos alemanes. Y prevaleció
también sobre sus enemigos prusianos. A finales de febrero de 1866, los
liberales prusianos habían formado un sólido bloque de oposición, que se
mantenía unido por el comportamiento tiránico y provocador de la
administración de Bismarck. A diferencia de Austria, donde había un
considerable entusiasmo por la guerra, la opinión pública prusiana era
mayoritariamente hostil. Una reunión contraria a la guerra, en la ciudad
industrial de Solingen, en Renania, el 25 de marzo, inauguró una oleada de
concentraciones de la oposición en toda la monarquía. Hubo peticiones y
manifiestos antibélicos a raudales. Parecía, en buena medida, como si los
liberales hubiesen tenido éxito en movilizar un genuino movimiento de
masas.
Las noticias sobre la movilización de Prusia y la victoria transformaron
completamente la situación. La ocupación prusiana de Hanóver, Dresde y
Kassel fue recibida con una oleada de júbilo. Multitudes alborozadas
rodeaban a Bismarck en cuanto aparecía en público. Las consecuencias
políticas se sintieron en la primera vuelta de las elecciones al Landtag del 25
de junio, cuando los votos para el colegio electoral revelaron un brusco giro
hacia los conservadores. El 3 de julio, cuando las tropas prusianas atacaban
las posiciones austríacas en Könnigrätz, la segunda vuelta de las elecciones
dio una cámara con 142 escaños conservadores (a diferencia de los 28 de la
cámara anterior). Bismarck había previsto esto: «En el momento de la
decisión», le dijo al conde Von der Goltz, embajador de Prusia en París, «las
masas estarán con la monarquía[40]».
La noticia de la victoria en Könnigrätz y la posterior capitulación dejó al
antiguo bloque parlamentario liberal en una situación imposible. Ya no
volverán más a la larga disputa sobre la legitimidad de las reformas militares.
Una indemnización austríaca de 40 millones de florines recompuso la liquidez
del gobierno y acentuó la independencia respecto al parlamento. Además, a
muchos de los personajes notables del campo liberal los movía fuertemente la
posibilidad de éxito de Prusia. Un ejemplo típico fue Gustav Mevissen, el
exministro revolucionario de 1848, que presenció el desfile de la victoria por
Unter den Linden en un estado próximo a la intoxicación:

No puedo sacudirme de encima la impresión de esta hora. No soy un devoto de Marte; tengo más
afinidad con la diosa de la belleza y la madre de las gracias que con el poderoso dios de la
guerra, pero los trofeos de guerra ejercitan un encanto máximo sobre el hijo de la paz. Los ojos

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de uno se ven captados […], las infinitas filas de hombres que aclaman al dios del momento —el
éxito.

Otro caso semejante fue el del industrial Werner Siemens, para el cual la
victoria sobre Austria fue un momento de transformación: en el espacio de
pocos meses rompió con sus amigos liberales de izquierda e hizo campaña
por la reconciliación con Bismarck, antes de retirarse totalmente de la política
para centrarse en construir su empresa[41].
A muchos liberales les parecía obvio que los acontecimientos de 1866
habían creado un firme punto de partida. La derrota de la neoabsolutista
Austria (y la derrota implícita del catolicismo como una fuerza en los asuntos
alemanes) resultaba, en opinión de muchos, un logro intrínsecamente liberal.
La promesa de Bismarck de una más estrecha unión nacional sobre una base
constitucional hablaba de arraigadas aspiraciones liberales. Los liberales
consideraban la unidad nacional según los términos propuestos por Bismarck
como las bases de un orden político más racional que habría abierto la puerta
a un ulterior progreso político y constitucional. Subyaciendo a esta optimista
visión había una creencia en el carácter esencialmente progresista del estado
prusiano, que, a su vez, legitimaría el papel dominante de Prusia en la nueva
Alemania. Había aquí una base común con elementos del liderazgo militar.
También Moltke, que en su día había sido estudiante de Hegel, veía a Prusia
como modelo de un estado racional progresista y libre de prejuicios ante cuyo
liderazgo político había que someterse necesariamente ya que se hallaba en la
vanguardia de desarrollo histórico[42]. El consenso sobre la cualidad
fundamentalmente progresista y virtuosa del estado —fuesen cuáles fuesen
los planes del gobierno del momento— jugó un papel en salvar la brecha
creada por la crisis constitucional.
Bismarck reconocía que había llegado el momento de volver a tejer el
sistema político prusiano unido. El liberalismo era una fuerza política
demasiado importante y potencialmente fructífera para ser marginada para
siempre —al conceder esto Bismarck se revelaba como un verdadero ejecutor
de los acuerdos posrevolucionarios de los años 1850—. No había ningún
golpe contra la constitución —con gran disgusto de los toscos conservadores
que aclamaban gustosamente a Bismarck como uno a de los suyos—. Al
parlamento se le ofreció una propuesta de ley de compensación; esta consistía
en un reconocimiento pleno de que el gobierno había actuado ilegalmente
durante los años de crisis; y proporcionó también un medio de reafirmar la
autoridad del parlamento y conseguir que la barca de la constitución volviese
a equilibrarse[43]. Estas y otras concesiones hábilmente ideadas fueron

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suficientes para disolver la ya frágil unidad de la oposición liberal. Se produjo
una creciente oleada de defecciones en las filas de los progresistas
parlamentarios que se mantenían todavía en contra de Bismarck. Desertores
como Karl Twesten (aquel que había sido herido en un brazo solo cuatro años
antes por el jefe del gabinete militar) fueron calurosamente recibidos por
Bismarck, que acabó con las últimas dudas residuales, al llevarlos
respetuosamente a las consultas sobre ulteriores concesiones de interés para
los liberales[44].
Bajo la presión de estos arreglos entre Bismarck y la oposición moderada,
el frente liberal que se había formado durante la crisis constitucional quedó
deshecho. Se abrió la brecha entre aquellos liberales que veían en la unidad
nacional la promesa de un orden político más racional y aquellos progresistas
que se centraban más bien en los asuntos relacionados con la libertad y los
poderes parlamentarios que habían estado en el centro del conflicto
constitucional. Es bastante interesante el que los «nuevos prusianos» acabaran
dominando enseguida el naciente movimiento Liberal Nacional —sus dos
líderes más conspicuos, Rudolf von Bennigsen y Johannes Miquel, eran
ambos hanoverianos elegidos tras la anexión de 1866 (muchos de los viejos
liberales prusianos consideraron difícil sacudirse la antipatía de los años de
crisis).
Una brecha complementaria acabó abriéndose en el seno de las filas
conservadoras. Muchos conservadores habían esperado que la victoria sobre
Austria anunciara un ajuste de cuentas final con el sistema parlamentario-
constitucional, y estaban desilusionados con la decisión de Bismarck de
proponer una ley de compensación. El resultado fue un cisma entre los
«conservadores libres» que deseaban apoyar al arriesgado ministro-presidente
y los viejos conservadores a quienes ofendía todo intento de reconciliarse con
los liberales por medio de concesiones políticas. En el centro del espectro
político emergía ahora un bloque híbrido de liberales moderados y flexibles
conservadores bismarckianos que jugarían un papel crucial al proporcionar
una plataforma de gobierno estable en el parlamento prusiano y el nuevo
Reichstag de la Confederación Alemana del Norte. Esto no era precisamente
una consecuencia de la habilidad política de Bismarck, sino que era una
vuelta a los acuerdos políticos posrevolucionarios de los años 1850. Fue la
crisis constitucional la que llevó a los liberales a formar un solo bloque;
cuando la presión decreció, derivaron a facciones fundamentalistas y realistas.
Del lado conservador, asimismo, el cisma de 1866-1867 abrió una bien
establecida brecha entre aquellos que habían aceptado el orden constitucional

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de 1848-1849 y los que no lo habían aceptado. Esto se vio alterado después de
Königgrätz por la división entre aquellos (incluyendo un notable contingente
de latifundistas pietistas del este del Elba) que habían seguido apegados a una
identidad estatal específicamente prusiana y aquellos que querían abrazar la
más amplia causa de la nación alemana.
Con la victoria de 1866 la larga historia del enfrentamiento de Prusia con
Austria por la hegemonía sobre los estados alemanes llegó a su fin. Ahora,
existía un compacto bloque de territorio prusiano que iba de Francia y Bélgica
en el oeste hasta las llanuras de la Lituania rusa en el este. Prusia poseía más
de los cuatro quintos de la población de la nueva Confederación Alemana del
Norte, entidad federal que abarcaba los 23 estados septentrionales cuyo centro
era Berlín. Los estados meridionales de Hesse-Darmstadt, Baden,
Württemberg y Baviera evitaron la anexión, pero se consiguió que firmaran
alianzas que los colocaron en la esfera de influencia de Prusia.
La Confederación Alemana del Norte podía parecer un poco una
continuación del antiguo Deutscher Bund (cuya dieta había votado
complacientemente su propia disolución el 28 de julio en el comedor del hotel
Tres Moros, de Augsburgo), pero, en realidad, la denominación no era más
que una hoja de parra que ocultaba el dominio prusiano. Prusia ejercía un
control exclusivo sobre los asuntos militares y exteriores; en este sentido, la
Confederación Alemana del Norte era, como dijo el propio rey Guillermo, «el
brazo alargado de Prusia». Al mismo tiempo, sin embargo, la nueva
Confederación ofrecía cierta legitimación democrática de los acuerdos sobre
la política de poder de 1866. En términos constitucionales, se trataba de una
entidad experimental sin precedentes en la historia de Prusia o de Alemania.
Poseía un parlamento que representaba a la población (masculina) de todos
los estados miembros, cuyos diputados eran elegidos sobre la base de la ley
electoral del Reich redactada por los revolucionarios en 1849. No hubo
intentos de imponer el derecho de voto de las tres clases prusiano; en cambio,
todos los hombres de veinticinco años de edad o más adquirían el derecho a
voto libre, igual y secreto. Así, la Confederación Alemana del Norte fue uno
de los últimos frutos de la síntesis posrevolucionaria. Se mezclaron elementos
de la vieja política de los gabinetes principescos con la nueva e impredecible
lógica de la representación parlamentaria nacional[45].

La guerra contra Francia

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Ya en agosto de 1866 Bismarck confiaba a un estrecho colaborador del gran
duque de Baden que pensaba que la unión entre el norte y el sur de Alemania
era «solo una cuestión de tiempo[46]». Con todo, en muchos aspectos, las
condiciones para tal unión seguían siendo poco propicias tras la guerra con
Austria. Francia, que era la que más podía perder por una ulterior extensión
de la influencia prusiana, obviamente era contraria a esa unión. Los austríacos
esperaban todavía dar la vuelta al veredicto de 1866. El nuevo ministro de
asuntos exteriores austríaco, Friedrich Ferdinand von Beust, era un sajón
prusófobo que esperaba que los estados meridionales de Alemania pudiesen
servir —en colusión, quizá, con Francia— de palanca para desequilibrar la
hegemonía prusiana. En los estados alemanes del sur, y especialmente en
Württemberg y Baviera, la opinión pública seguía oponiéndose
vehementemente a una estrecha unión. Se consideró un ultraje, en marzo de
1867, la revelación de que los gobiernos de la Alemania del sur habían cedido
parte de su autonomía tras la guerra de Austria en tratados «eternos» de
carácter ofensivo-defensivo con la Confederación Alemana del Norte. En
Baviera y Württemberg las elecciones parlamentarias de 1869 dieron lugar a
mayorías antiliberales opuestas a una pequeña unión alemana. En Baviera en
particular, el clero católico promovió la agitación, desde el púlpito, contra una
unión más estrecha con la Confederación Alemana del Norte dominada por
Prusia, y circularon peticiones que obtuvieron centenares de miles de firmas.
Comenzaba a cristalizar un frente antiprusiano, formado por patriotas
particularistas, católicos proaustríacos y demócratas de la Alemania del sur.
Surge un catolicismo político como un formidable obstáculo interno para los
objetivos de los unionistas. La oposición antiunionista describía a Prusia
como anticatólica, autoritaria, represiva, militarista y como una amenaza
contra los intereses económicos del sur.
Bismarck, como siempre, se mostró flexible sobre la cuestión de cómo y
cuándo se realizaría la unificación de Alemania. Pronto abandonó su
esperanza primera de que se produjera a través de un proceso pacífico de
convergencia. Durante un tiempo se interesó por los planes para crear una
«confederación del Sur» (Südbund) que uniría a Baden, Württemberg y
Baviera, pero la desconfianza mutua entre los estados del sur (en especial de
Baviera) hizo imposible el acuerdo. Luego hubo planes para integrar a los
estados del sur, gradualmente, con la creación de un «parlamento aduanero»
(Zollparlanient), que los miembros de la Zollverein no integrados en la
Confederación Alemana del Norte estaban facultados para enviar diputados.

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Pero las elecciones del sur de Alemania para este cuerpo en marzo de 1868
revelaron nada más que la oposición a una unión más estrecha era profunda.
La noción de que la unificación podía verse acelerada por la amenaza a la
seguridad por parte de Francia fue otro tema del pensamiento de Bismarck: en
el verano de 1866 había observado que «en caso de una guerra con Francia, la
barrera del río Meno será superada y toda Alemania será arrastrada a la
guerra[47]». El comentario se refería específicamente a la aprensión de que
Francia pudiese decidir usar la fuerza para revertir las ganancias prusianas
tras Königgrätz, pero coincidía también con la política prusiana desde los
años 1820, que había tendido siempre a ver que las amenazas francesas a la
seguridad habían facilitado los designios prusianos. Abundaba, ciertamente, el
material para potenciales fricciones entre los dos poderosos vecinos. El
emperador Napoleón III estaba sorprendido por la escala de los éxitos
prusianos de 1866, y estaba convencido de que esto significaba una amenaza
para los intereses franceses. Y acusaba también el hecho de que Francia no
había recibido ninguna «compensación» a la manera tradicional, pese a las
generosas pero vagas promesas ofrecidas por Bismarck antes de la guerra. En
la primavera de 1867, Bismarck explotó tales tensiones en el escenario
denominado crisis de Luxemburgo. Tras haber animado a Napoleón III
encubiertamente a satisfacer tales expectativas por medio de la anexión de
Luxemburgo, Bismarck primero filtró noticias sobre los planes del emperador
a la prensa alemana, sabiendo que iban a desencadenar una oleada de
nacionalismo ultrajado, y luego tomó públicamente la postura del estadista
alemán obligado por el honor y la convicción a ejecutar la voluntad del
pueblo. La crisis se resolvió en una conferencia internacional que garantizaba
el estatus de Luxemburgo como estado independiente, pero esto podía haber
llevado fácilmente a una declaración de guerra francesa, como sabía el propio
Bismarck[48]. De nuevo, Bismarck demostró ser el maestro de la confusión,
que podía mezclar maniobras encubiertas y posturas públicas, alta diplomacia
y política popular, con consumada habilidad.
Una oportunidad más de explotar las fricciones con Francia surgió con
ocasión de la candidatura de los Hohenzollern al trono español. Tras la
deposición de la reina Isabel II por la revolución española de 1868, el nuevo
gobierno de Madrid consideró que la persona apropiada para ocupar su puesto
era el príncipe Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, un pariente católico
de Alemania meridional de la familia reinante prusiana, casado con una
portuguesa. Bismarck reconoció que este asunto podía ser utilizado para
causar fricciones con Francia y se convirtió en ardiente partidario de que el

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príncipe Leopoldo fuese el sucesor. Presionando en el caso del príncipe se
desarrollaba una ardua batalla, pues tanto Guillermo I como el padre de
Leopoldo se mostraron opuestos en un primer momento. Sin embargo, en el
verano de 1870, Bismarck había conseguido, persuadiendo e intrigando
pacientemente, asegurarse el consentimiento de ambos hombres. En julio,
ante las noticias de que la candidatura se había formalizado, surgió una oleada
de nacionalismo ultrajado en Francia; en un belicoso discurso en el
parlamento francés, el poco experimentado nuevo ministro de Asuntos
Exteriores, Antoine Agénor, duque de Gramont, prometió a la nación francesa
que no se permitiría nunca a Leopoldo acceder al «trono de Carlos V» —en
referencia al siglo XVI, cuando la dinastía alemana de los Habsburgo había
amenazado con envolver a Francia—. El embajador francés en Berlín,
Vincent de Benedetti, fue enviado a Bad Ems, donde Guillermo I pasaba sus
vacaciones tomando baños, para intentar arreglar el asunto con el rey de
Prusia.
Dado que Guillermo I respondió de modo conciliador a la petición de
Benedetti y acabó aceptando que Leopoldo renunciase a su reclamación sobre
el trono de España, la cosa pareció terminar ahí, con la victoria diplomática de
París. Pero Gramont cometió un grave error táctico. Benedetti fue enviado
ante el emperador para pedir una garantía ulterior y de mayor alcance
respecto a que el rey prusiano nunca más apoyaría la candidatura. Exigir que
el monarca prusiano se atara las manos a perpetuidad era ir demasiado lejos y
Guillermo respondió con un educado rechazo. Cuando Bismarck recibió el
telegrama del rey (inmortalizado como «Telegrama de Ems») resumiendo lo
fundamental de la reunión con Benedetti, vio inmediatamente que acababa de
surgir una oportunidad para dar una bofetada a los franceses sin rendirse en el
aspecto moral. El 13 de julio publicó una versión dulcificada del texto (se
suprimieron algunas palabras, pero no se añadió ninguna otra), en el que el
rechazo pareció una brusca negativa y el embajador un peticionario
impertinente. La traducción francesa de la edición publicada fue filtrada
también a la prensa. El gobierno francés, irritado, y anticipándose a una
explosión de rabia nacional, respondió con órdenes de movilización el día
siguiente.
Aquí, como en 1864 y 1867, había una crisis política hecha a la medida de
Bismarck, que comprendió, mejor que cualquiera, cómo explotar las
inestables relaciones entre el mecanismo dinástico y las fuerzas del
nacionalismo de masas. Sin embargo, la habilidad y astucia de Bismarck, por
muy notables que fuesen, podían también decepcionar: no controló los

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acontecimientos; no había planificado la candidatura de los Hohenzollern, y
pese a que insistió fuertemente sobre ella en la primavera y verano de 1870,
se hallaba preparado, asimismo, para echarse a un lado cuando pareciese que
el rey prusiano aceptaba la retirada y deseaba aceptar una victoria diplomática
de Francia. Aun diciendo que Francia le hizo el juego en parte esto no
describe adecuadamente la situación, pues la disposición de Francia para
correr el riesgo de una guerra no se debió a la acción de Bismarck, sino que
expresó una negativa de principio a aprobar toda disminución de su lugar
privilegiado en el sistema internacional europeo. Los franceses fueron a la
guerra en 1870 porque creían —bastante razonablemente que podían ganar.
Así, sería una exageración decir que Bismarck había «planeado» la guerra con
Francia. Bismarck no era un exponente de la guerra preventiva. Era, como él
mismo observó una vez, como si uno se pegaba un tiro en la cabeza porque
tenía miedo de morir[49]. Por otro lado, la guerra con Francia estaba incluida,
sin duda, en su menú de las opciones políticas, siempre que Francia tomase la
iniciativa y actuase primero. Durante las crisis de Luxemburgo y de España,
Bismarck operaba una política abierta que incorporaba la posibilidad de una
guerra pero que también servía a otros objetivos, como el de acelerar la
integración de los estados del sur de Alemania y desafiar las pretensiones
francesas[50]. Aunque el episodio de Ems hubiese generado solo fricciones y
amenazas de París, también esto le habría servido a Bismarck para sus
objetivos al recordar a los alemanes del sur que seguirían siendo vulnerables
hasta que no entrasen en una unión con el norte.
Las noticias de la movilización y de la consiguiente declaración de guerra
por parte de Francia produjeron una oleada de excitación patriótica en Prusia
y en los demás estados alemanes. A su vuelta de Bad Ems en tren,
Guillermo I fue aclamado en cada estación por multitudes que lo
ovacionaban. Incluso los suralemanes se mostraban ofendidos por la
belicosidad y arrogancia del discurso de Gramont en el parlamento francés e
indignados por el trato insolente al rey de Prusia. El ambiente en el Ministerio
de Exteriores y en el Ministerio de la Guerra era de confianza, y con razón:
los planes ya estaban preparados para la coordinación de las operaciones
militares con los estados del sur de Alemania, según los términos fijados en
sus alianzas con la Confederación Alemana del Norte. La situación
diplomática era también favorable: Viena luchaba todavía con las
consecuencias de las reformas internas de largo alcance y se mostraba
reticente para arriesgarse en una acción conjunta; el borrador del tratado de
1869 había quedado sin firmar. Por lo que respecta a los italianos, era

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improbable que ayudasen a París mientras tropas francesas continuaran de
guarnición en lo que quedaba de los Estados Papales (esto, con el fin de evitar
que Roma y su hinterland fuesen absorbidos por el Reino de Italia). Gran
Bretaña ya había hecho las paces con la idea de una Alemania unificada
dominada por Prusia, y los rusos habían sido engatusados por Bismarck con la
promesa de que Prusia habría apoyado a San Petersburgo en la revisión de las
estipulaciones más duras del acuerdo de paz de Crimea. Había, pues, pocas
razones para temer que Rusia pudiese intervenir en favor de Francia[51].
Seguía abierta la ventana de oportunidades creada por el conflicto de Crimea.
En términos militares los prusianos estaban bien situados —mejor de lo
que muchos contemporáneos creían— para vencer. Poseían —en total— un
ejército más grande, adecuado y más disciplinado que los franceses. Además
superaban a estos en la táctica y en la infraestructura. Como ocurrió en la
guerra con Austria, la superioridad de la organización militar prusiana era
fundamental. Al contrario del Estado Mayor General prusiano-alemán, que
trataba directamente con el rey, el Estado Mayor francés era un mero
departamento del Ministerio de la Guerra; en materia de estrategia, táctica y
disciplina se veía sujeto siempre a las presiones políticas de una Asamblea
Nacional inclinada a la izquierda. El Estado Mayor prusiano, con su
reputación confirmada por la victoria de 1866, había seguido, tras la guerra de
Bohemia, incorporando mejoras en el transporte y el aprovisionamiento, con
el resultado de que Prusia se movilizaba con mucha mayor rapidez que su
adversario, transportando más de medio millón de hombres a la frontera con
Francia, mientras que el ejército francés del Rin seguía disponiendo de solo
250 000 hombres. Los antiguos cañones de ánima lisa que habían actuado tan
lamentablemente contra la artillería austríaca en 1866 se habían quedado
obsoletos y habían sido sustituidos por cañones de ánima rayada, que
disponían de la más reciente tecnología. Se habían hecho grandes esfuerzos
en mejorar el despliegue táctico de la artillería como apoyo de la infantería,
un campo en el que los prusianos habían fallado en 1866.
Pero nada de esto garantizaba una victoria prusiana. Gracias al esfuerzo
del Estado Mayor General, el armamento de ambos bandos era mucho más
parecido en 1870 que en los conflictos anteriores. La decisiva ventaja
aportada por el fusil de aguja respecto a Austria desapareció en 1870 gracias
al excelente fusil de infantería de los franceses (conocido por chassepot), por
no mencionar a la mitrailleuse, una de las primeras ametralladoras que
causaba estragos allí donde entraba en acción contra las tropas prusianas. A
los prusianos les perseguían los habituales malentendidos y pasos en falso. El

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general Steinmetz, una vez más, destacó por su alegre despreocupación por
las instrucciones provenientes del Estado Mayor General, y los choques de
agosto en Spicheren, Wissembourg y Froeschwiller fueron casi casuales, más
que planeados. Incluso Moltke cometió algunos errores graves, el más notable
de los cuales fue, al comienzo de la campaña, hacer marchar a más de 200 000
soldados a través del frente francés, exponiendo sus fuerzas a un ataque por el
flanco que podía haber sido devastador; afortunadamente para los prusianos,
el comandante francés, general Bazaine, no fue capaz de aprovechar la
oportunidad.
Los prusianos explotaron también su superioridad marginal en artillería
con creciente habilidad, utilizando sus cañones de campaña para alejar el
fuego francés de la infantería prusiana que avanzaba. Pero lo que es más
importante es que, quizá, los prusianos cometieron menos errores que sus
enemigos. En Mars-la-Tour, Bazaine, comandante de las fuerzas francesas del
Rin, no pudo organizar una ofensiva, transformando una potencial victoria
francesa en un desastre que dejó expuesto el punto fuerte estratégico de
Verdún al avance alemán. A comienzos de septiembre de 1870, a apenas seis
semanas del comienzo de la guerra, los franceses habían perdido una serie de
batallas decisivas y, en ellas, unas irremplazables reservas de armamento, de
oficiales y de personal experimentado. Tras la aplastante derrota y
capitulación de las fuerzas francesas del general Patrice de MacMahon el 1 y
2 de septiembre en Sedán, el propio Napoleón III fue hecho prisionero junto a
104 000 hombres. La guerra se prolongó todavía unas semanas más cuando
los alemanes tomaron Estrasburgo y comenzaron un largo asedio de París,
mientras que los francotiradores se hacían cada vez con más bajas tras las
líneas alemanas. Tras arduas negociaciones con el nuevo ministro
republicano, Adolphe Thiers (la persona que con su lenguaje desatado sobre
las anexiones francesas de 1840 había provocado la crisis del Rin), se firmó
una paz provisional a finales de febrero. Pero no fue hasta el 10 de mayo de
1871 cuando, después de que las fuerzas del gobierno francés hubiesen
aplastado el levantamiento de la Comuna de París, se llegó a un tratado final
en Fráncfort. Mientras tanto, Bismarck había superado las objeciones de los
estados sureños y se había asegurado su aprobación respecto a la unión. El 18
de enero de 1871 se proclamaba un nuevo imperio alemán en el Salón de los
Espejos del palacio de Versalles. Exactamente a los 170 años del día siguiente
en que se coronó rey a Federico I de Prusia, el rey Guillermo I aceptaba el
título de emperador de Alemania.

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Una nueva europa

Durante siglos, el centro germano de Europa había estado políticamente


fragmentado y había sido débil. El continente había estado dominado por
estados de su periferia, cuyos intereses eran mantener el vacío de poder en el
centro. Sin embargo, por primera vez, el centro estaba unido y era fuerte. Así,
de ahora en adelante, los estados europeos serían conducidos por una
dinámica nueva y desconocida. Benjamin Disraeli, jefe de la oposición
conservadora en la Cámara de los Comunes británica, vio esto más
claramente que la mayoría. «Esta guerra representa la revolución alemana, un
acontecimiento político más grande que el francés», declaró en la Cámara.
«No hay una sola tradición diplomática que no haya sido barrida[52]». Cuán
verdaderas fueron estas observaciones se irá comprobando solo gradualmente.
La era del dualismo austro-prusiano —tiempo atrás un principio
estructurador de la vida política entre los estados alemanes— había
terminado. Ya en mayo de 1871, el ministro de Asuntos Exteriores austríaco,
conde Friedrich Ferdinand von Beust, reconoció la inutilidad de una política
de contención y aconsejó al emperador Francisco José que Viena debía, a
partir de ahora, tratar de «llegar a un acuerdo entre Austria-Hungría y Prusia-
Alemania sobre los distintos asuntos[53]». El propio Beust no sobrevivió para
controlar la nueva orientación —fue destituido en noviembre de 1871—, pero
su sucesor, el conde Gyula Andrássy, se mantuvo en general en la misma
línea. El primer fruto fue la Liga de los Tres Emperadores de octubre de 1873,
entre Austria-Hungría, Rusia y Alemania; seis años más tarde Bismarck
negociaba la más amplia Dúplice Alianza de 1879 que convertía a Austria-
Hungría en el aliado más reciente de Alemania. De ahora en adelante la
política austríaca trataría de implicar lo más posible a Berlín en los intereses
de seguridad de Austria-Hungría, aunque esto significase aceptar un estatus
subordinado en el seno de la relación. Ambos estados quedarán ligados el uno
al otro hasta 1918.

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47. 18 de enero de 1871: El rey Guillermo I de Prusia es proclamado emperador de Alemania en la
Sala de los Espejos del Palacio de Versalles, grabado a partir de un dibujo de Anton von Werner.

La guerra de 1870, además, situó las relaciones con Francia sobre una
base totalmente nueva. La anexión de Alsacia-Lorena —por la que había
abogado vigorosamente Bismarck— traumatizó a la élite política francesa y
echó una carga duradera sobre las relaciones franco-alemanas[54]. Alsacia-
Lorena se convirtió en el santo grial del culto francés de la revanche
[revancha, N. del T.], proporcionando el núcleo de sucesivas oleadas de
agitación chovinista. Para hacer más grave todo esto puede muy bien haber
influido uno de los «peores errores» de la carrera política de Bismarck[55].
Con todo, incluso sin las anexiones, la mera existencia del nuevo imperio
alemán pudo haber transformado las relaciones con Francia. La debilidad de
Alemania había sido uno de los pilares tradicionales de la política de
seguridad francesa. «Es fácil ver», escribía le ministro de Asuntos Exteriores
francés Charles Gravier, conde de Vergennes, en 1779, «qué ventaja
[Alemania] podría tener sobre nosotros si este formidable poder no se viera
limitado por la forma de su constitución […]. Así, nosotros debemos nuestra
superioridad y nuestra seguridad a las fuerzas de la desunión [alemana[56]]».
Después de 1871, Francia estuvo comprometida en buscar toda posible
oportunidad para contener la nueva potencia en sus fronteras orientales. Esta

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duradera enemistad entre Francia y Alemania —a pesar de intentos
intermitentes por ambos lados para conseguir un acercamiento— estaba, en
cierta medida, preprogramada en el sistema internacional europeo tras la
guerra de unificación.
Si consideramos ambos factores —el fuerte nexo con Austria-Hungría y la
larga enemistad con Francia— como elementos fijos de la escena europea en
los decenios postunificación, entonces es más fácil ver por qué a Prusia-
Alemania le fue tan difícil evitar caer en el aislamiento que fue una
característica notable de los decenios anteriores a 1914. Desde la perspectiva
de París, el principal objetivo debía ser contener a Alemania formando una
alianza antialemana. El candidato más atractivo para una asociación así era
Rusia. Berlín podía evitar esto solo uniendo a Rusia a un sistema de alianzas
propio. Pero todo sistema de alianzas que incorporase a Rusia y a Austria-
Hungría no podía ser sino inestable: habiendo sido excluida de Alemania y de
Italia, la política exterior austro-húngara se centraba cada vez más en los
Balcanes, una región en la que los intereses de Viena entraban en conflicto
directamente con los de Rusia[57].
Fue la tensión en los Balcanes la que rompió la Liga de los Tres
Emperadores en 1885. Bismarck trató de parchear las relaciones alemanas con
Rusia negociando un Tratado de Reaseguro en 1887, pero en 1889 se había
hecho cada vez más difícil reconciliar los compromisos de Berlín con Austria-
Hungría respecto a sus obligaciones con Rusia. En 1890, el sucesor de
Bismarck, Leo von Caprivi, permitió que el Tratado de Reaseguro cayese en
el olvido. Enseguida Francia se hizo presente, ofreciendo a San Petersburgo
generosos préstamos y subsidios para armamento. El resultado fue la
convención militar franco-rusa del 17 de agosto de 1892 y la alianza plena de
1894, ambas claramente dirigidas contra Alemania como futuro enemigo.
Para compensar este hecho adverso, Alemania a su vez se volvió hacia
Turquía en los años 1890, liberando a Gran Bretaña de su tradicional papel de
guardián de los estrechos de los Dardanelos y del Bósforo y permitiendo
(desde 1905) hacer una política de apaciguamiento con Rusia[58]. La Europa
bipolar que iría a la guerra en 1914 ya estaba ahí. Esto no quiere decir que los
estadistas de la Alemania unida estén libres de crítica por los patinazos y
omisiones épicos que tanto hicieron para minar la situación internacional de
Alemania en el último decenio y medio anterior a 1914. Pero sugiere que el
transcendental paso hacia el aislamiento se puede explicar solo en parte en
términos de provocación y respuesta política. Representa, a un nivel más

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profundo, el desarrollo de la transformación estructural forjada por la
«Revolución alemana» de Prusia de 1866-1871.

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FUSIÓN CON ALEMANIA

E n la primavera de 1848, cuando la multitud atestaba las calles en el


Berlín revolucionario, el rey Federico Guillermo IV declaraba que
Prusia, «de ahora en adelante, se fusionaría con Alemania» (Preussen geht
fortan in Deutschland auf). Eran palabras prematuras, pero, de todos modos,
proféticas. Aludían al ambivalente presagio de la unificación nacional para el
estado prusiano. Alemania se había unificado bajo el liderazgo prusiano, pero
su tan ansiada realización inauguraba a su vez un proceso de disolución. Con
la formación de un estado nacional alemán, Prusia, cuya historia hemos
trazado en este libro, llegaba a su fin. Prusia ya no era un actor autónomo en
el escenario internacional. Debía aprender a habitar en el extenso y poderoso
cuerpo de la nueva Alemania. Las exigencias de la nación alemana
complicaban la vida interna del estado prusiano, amplificando sus
disonancias, perturbando su equilibrio político, relajando ciertos nexos y
reforzando otros, trayendo, al mismo tiempo, una difusión y una reducción de
identidades.

Prusia en la constitución alemana

En términos formales, el lugar de Prusia en la nueva Alemania quedó definido


en la constitución imperial del 16 de abril de 1871. Este notable documento
era fruto de un complejo compromiso histórico: debía establecerse un
equilibrio entre las ambiciones de las entidades soberanas que se habían unido
para formar el Reich alemán. El propio Bismarck se había comprometido

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especialmente a consolidar y extender el poder de Prusia, pero este era un
programa que no tenía mucho atractivo para los gobiernos de Baden,
Württemberg o Baviera. La constitución resultante perdió drásticamente su
carácter. Realmente, no era en gran medida una constitución en el sentido
tradicional de un tratado entre territorios soberanos que habían aceptado
formar el imperio alemán[1]. Esto quedaba rotundamente claro en el
preámbulo, que comenzaba con las palabras:

Su Majestad el rey de Prusia en el nombre de la Confederación Alemana del Norte, Su Majestad


el rey de Baviera, Su Majestad el rey de Württemberg, y Su Alteza Real el gran duque de Baden,
Su Alteza Real el Gran Duque de Hesse […] para aquellas partes del ducado de Hesse que se
hallan al sur del río Meno, concluyen una federación perpetua [Bund] para la protección del
territorio de la federación y de los derechos de la misma —y también para salvaguardar el
bienestar del pueblo alemán.

De acuerdo con la noción de que el nuevo imperio era una confederación


de principados soberanos (Fürstenbund), los estados miembros continuaban
operando con sus propias legislaturas y constituciones parlamentarias. El
poder de imponer y recaudar impuestos directos quedaba exclusivamente en
las manos de los estados miembros, no en las del Reich, cuyos ingresos
derivaban fundamentalmente de los impuestos indirectos. Seguía existiendo
una pluralidad de coronas y cortes alemanas, cada una de las cuales gozaba de
varios privilegios y dignidades tradicionales. Los estados alemanes más
grandes continuaron incluso intercambiando embajadores entre sí, como había
hecho en la antigua Confederación Germánica. Con la misma lógica, los
países extranjeros enviaban diplomáticos no solo a Berlín, sino también a
Dresde y a Múnich. No había ninguna referencia a la nación alemana, y hasta
este momento no existía una nacionalidad alemana, si bien la constitución
obligaba asimismo a los estados federados a conceder iguales derechos de
ciudadanía a todos los miembros del nuevo imperio[2].
Quizá el aspecto más llamativo del nuevo orden político —tal como la
constitución lo definía— fue la debilidad de la autoridad central. Este aspecto
se pone aún más de relieve si lo comparamos con la nueva constitución
imperial abortada elaborada por los abogados liberales del parlamento de
Fráncfort de 1848-1849. Mientras que la constitución de Fráncfort estableció
unos principios políticos uniformes para los gobiernos de todos los estados
individuales, el documento posterior no lo hacía así. Donde la constitución de
Fráncfort preveía la formación de una «Autoridad del Reich» diferente de las
de los estados miembros, la constitución del 16 de abril de 1871 declaraba
que la autoridad alemana soberana era el Consejo Federal, formado por

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«representantes de los miembros de la federación[3]». El consejo determinaba
qué proyectos de ley podían presentarse ante el Reichstag, y su asentimiento
se requería antes de que los proyectos se convirtieran en leyes, y era
responsable de supervisar la ejecución de la legislación del Reich. Cada
miembro de la federación gozaba del derecho de proponer leyes y que estas
fueran debatidas en el consejo. E incluso la constitución de 1871 anunciaba
(Art. 8) que el Consejo Federal debería formar con sus propios miembros una
serie de «comités permanentes» con responsabilidades en una variedad de
esferas, incluida la de los asuntos exteriores, el ejército y las fortalezas, y los
asuntos navales. A un lector no iniciado de la constitución se le podía
perdonar, así, que llegase a la conclusión de que el Consejo Federal era la
verdadera sede no solo de la soberanía, sino del poder político en el imperio
alemán. Este quisquilloso encaje de los derechos federales parecía dejar poco
espacio para el ejercicio de la hegemonía prusiana.
Pero las constituciones son, con frecuencia, guías poco fiables de la
realidad política —uno piensa en las «constituciones» de los estados del
bloque soviético desde 1945 con sus pías alusiones a la libertad de prensa y
opinión—. La Reichsverfassung de 1871 no era una excepción. La evolución
práctica de la política alemana en los decenios posteriores fue minando la
autoridad atribuida al Consejo Federal. Aun cuando el canciller Bismarck
insistió siempre en que Alemania era y seguiría siendo una «confederación de
principados» (Fürstenbund), la promesa constitucional del consejo nunca se
cumplió. La causa más importante de esto fue simplemente la primacía de
Prusia en términos militares y territoriales. En la federación, el estado
prusiano, con su 65 por ciento de la extensión y el 62 por ciento de la
población, ejercía la hegemonía de hecho. El ejército prusiano hacía pequeñas
a las organizaciones militares suralemanas. El rey de Prusia, asimismo, era,
como emperador de Alemania según el artículo 63 de la constitución, el
comandante supremo de las fuerzas armadas imperiales, y el artículo 61
estipulaba que «el código militar general prusiano debía ser adoptado para
todo el Reich sin dilación».
Esto dejó sin sentido a toda pretensión federal de regular los asuntos
militares a través de un «comité permanente». El predominio de Prusia se
hizo sentir también en el Consejo Federal: con la excepción de las ciudades-
estado hanseáticas de Hamburgo, Lübeck y Bremen, los principados menores
de la Alemania central y septentrional formaron una clientela respecto a
Prusia sobre la cual siempre podría ejercerse presión cuando fuese necesario.
Prusia disponía solo como propios de 17 de los 58 votos del consejo, una

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pequeña porción de acuerdo con su tamaño, pero como solo se necesitaban 14
votos para vetar borradores de ley, Prusia se hallaba en una situación que le
permitía bloquear las iniciativas que no le gustaran de otros estados. Como
ministro-presidente de Prusia y como ministro de Asuntos Exteriores y
canciller imperial prusiano, Bismarck se aseguró de que el Comité Federal de
Asuntos Exteriores quedase en letra muerta, pese a lo que dijese la
constitución en su artículo 8. El resultado fue que el ministro de asuntos
exteriores prusiano se convirtió, de hecho, en el ministro de exteriores del
imperio alemán. En la esfera de la política interior, el Consejo Federal carecía
de la maquinaria burocrática necesaria para elaborar leyes; esto lo hizo
depender de la extensa y experimentada burocracia prusiana, lo que dio lugar
a que el consejo funcionase cada vez más como cuerpo de revisión de
proyectos de ley que habían sido formulados y debatidos por el ministerio de
estado prusiano. El papel subordinado del Consejo Federal se reflejaba
incluso en la arquitectura política de Berlín; a falta de un edificio propio, se
había instalado en la cancillería imperial.
El predominio de Prusia se consolidó ulteriormente debido a la debilidad
relativa de las instituciones administrativas imperiales. Así, surgió una
administración del Reich de distintos tipos durante los años 1870 cuando se
crearon nuevos departamentos para hacer frente a la creciente presión de las
tareas del Reich, pero siguió dependiendo de la estructura administrativa
prusiana. Los departamentos del Reich (asuntos exteriores, interior, justicia,
correos, ferrocarriles, tesoro) no eran ministerios propiamente dichos, sino
secretarías de estado de rango subordinado que despachaban directamente con
el canciller imperial. La burocracia prusiana era más extensa que la del Reich
y siguió siéndolo hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. La mayoría
de los funcionarios empleados en la administración imperial eran prusianos,
pero este no era un proceso de sentido único en el que los prusianos pululaban
por las alturas de mando del nuevo estado alemán. Podría decirse que las
instituciones nacionales prusianas y alemanas crecieron juntas, entrelazando
sus distintas ramas. Por ejemplo, se hizo cada vez más frecuente que los no
prusianos ocupasen cargos de funcionarios imperiales e incluso de ministros.
El personal de los ministerios prusianos y de las secretarías imperiales
aumentó, cada vez más mezclado[4]. En 1914 un 25 por ciento de los oficiales
del ejército «prusiano» no tenían la ciudadanía prusiana[5].
Sin embargo, incluso cuando las membranas entre Prusia y los demás
estados alemanes se hicieron más permeables, el federalismo residual del
sistema alemán garantizó que Prusia conservase sus instituciones políticas

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distintivas. De estas, la más importante en términos constitucionales era el
poder legislativo bicameral. El Reichstag alemán era elegido sobre la base del
sufragio universal masculino. Por el contrario, la cámara baja del Landtag de
Prusia, como hemos visto, cargaba con un sistema de votación de tres clases
cuyo poderoso sesgo intrínseco a favor de los propietarios garantizaba el
predominio de las fuerzas conservadoras y liberales de derechas. Mientras que
las elecciones al parlamento nacional se basaban en un voto directo y secreto,
el Landtag prusiano se había constituido utilizando un sistema de votación
pública y un derecho a voto indirecto (los votantes elegían un colegio de
representantes que, a su vez, elegía a los diputados).
Este sistema se ha considerado una respuesta bastante razonable a los
problemas a que se enfrentó la administración tras las revoluciones de 1848 y
no evitó que los liberales montasen una formidable campaña contra Bismarck
durante la crisis constitucional de los primeros años 1860, pero en los
decenios posteriores a la unificación comenzó a parecer cada vez más
problemático. El sistema de las tres clases era, sobre todo, claramente
propenso a las manipulaciones, pues los colegios de representantes, con sus
votaciones públicas, eran mucho más transparentes y manejables que el
público en general[6]. En los años 1870, los notables liberales de las
provincias explotaron este sistema con gran éxito, utilizando su control del
patronazgo local para garantizar que los distritos rurales volviesen a tener
diputados liberales. Pero las cosas cambiaron a fines de los años 1870, cuando
la administración de Bismarck comenzó a manipular sistemáticamente el
proceso electoral a favor de los candidatos conservadores: se purgaron las
burocracias locales de elementos políticamente poco fiables y se abrieron a
los aspirantes conservadores, a los que se animó a jugar un papel activo en la
agitación progubernamental; las fronteras electorales fueron alteradas para
salvaguardar las mayorías conservadoras; los colegios electorales fueron
trasladados a zonas conservadoras en los inestables distritos rurales, por lo
que los votantes de los baluartes de la oposición debían caminar kilómetros
campo a través para depositar sus papeletas.
Los conservadores también se beneficiaron del cambio radical en las
actitudes políticas, cuando los votantes del medio rural, desconcertados ante
el desplome económico de mediados de los años 1870, abandonaron el
liberalismo para adoptar políticas sectoriales proteccionistas proagrarias. En
las zonas rurales el resultado fue una casi solución de continuidad entre las
élites terratenientes conservadoras, el funcionariado prusiano y el contingente
conservador en el Landtag. La cohesión de esta red se vio reforzada

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ulteriormente por la cámara alta prusiana, un cuerpo aún más conservador que
el Landtag, en la que los pares hereditarios y los representantes de los
intereses de los terratenientes se sentaban junto a delegados de oficio de las
ciudades, el clero y las universidades. Creada en 1854 por Federico
Guillermo IV (sobre el modelo de la Cámara de los Lores británica), con
vistas a reforzar el elemento corporativo en la nueva constitución, la cámara
alta había contribuido a bloquear las propuestas de ley liberales durante la
«Nueva Era» y continuó desde entonces —hasta su disolución en 1918— un
siendo un oneroso «lastre» conservador dentro del sistema[7].
Los efectos de esta parcial fusión de los intereses conservadores rurales
con los órganos de gobierno y representación fueron prolongados. El sistema
electoral prusiano favoreció la consolidación de un fuerte lobby agrario. Esto,
a su vez, significó que una parte conspicua de la población rural, que poseía la
gran mayoría de los mandatos, acabó considerando el sistema de las tres
clases como el mejor garante de los intereses agrarios. Es razonable aceptar
que la introducción del derecho al voto directo, secreto e igual en Prusia
deteriorase a las facciones conservadora y liberal-nacional, y por tanto pusiese
en riesgo los privilegios fiscales del sector agrario, que gozaba de tasas
impositivas preferenciales y tarifas proteccionistas sobre productos
alimenticios importados. Desde 1890, cuando surgen los socialdemócratas
como el partido más votado en las elecciones nacionales alemanas (al
Reichstag), fue posible afirmar que el sistema de tres clases era el único
baluarte que protegía a Prusia, sus instituciones y tradiciones, contra el
socialismo revolucionario. Este fue un argumento que no solo los
conservadores, sino también muchos liberales de derechas y algunos católicos
rurales consideraron convincente[8]. La habilitación para votar según el
sistema de las tres clases tuvo, así, el pernicioso efecto de reforzar la
influencia de los intereses rurales conservadores hasta el punto de que las
reformas avanzadas del sistema se hicieron imposibles. Los cancilleres —o
incluso un káiser— que intentasen forzar los títulos especiales del sector rural
corrían el riesgo de chocar contra una vociferante y bien coordinada oposición
por parte de la fronda agraria. Aprender esta lección les costó el puesto a dos
cancilleres (Caprivi y Bülow)[9].
Así, el sistema prusiano se inmovilizó a sí mismo; se convirtió, en
términos constitucionales, en el ancla conservadora del sistema alemán, tal
como Bismarck lo había entendido[10]. No había nada especialmente inicuo en
la egoísta política sectorial de los agrarios, y los liberales de izquierda eran
igualmente francos respecto a su política pro-empresas y una política de bajos

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impuestos. Los socialdemócratas deseaban hablar solo para el «proletariado»
alemán, cuya futura «dictadura» —en la cruda retórica marxista que todavía
defendía este partido— estaba asegurada. Pero fueron los agrarios y sus
aliados conservadores quienes tuvieron éxito en imprimir sus intereses y,
hasta cierto punto, su cultura política, en el propio sistema, reclamando en el
proceso la propiedad de la idea de una Prusia única e independiente. Entre
1899 y 1911, cuando prácticamente otros territorios alemanes (exceptuando el
Mecklenburgo y el pequeño principado de Waldeck) emprendieron notables
reformas electorales, Prusia quedó entrampada en sus cada vez más
numerosos y anómalos arreglos electorales[11]. En vísperas de la Primera
Guerra Mundial, a los ciudadanos prusianos se les denegaban todavía los
derechos de voto igual, directo y secreto. Solo en el verano de 1917, bajo la
presión de la guerra y de la creciente oposición interna, la administración
prusiana renunciaba a su compromiso con el antiguo derecho a voto. Pero
antes de que se diese una oportunidad de descubrir cómo el sistema
monárquico se desenvolvería bajo acuerdos electorales más progresistas, se
vio tragada por la derrota y la revolución de 1918.

Cambio político y cultural

Aunque la constitución prusiana quedó congelada en el tiempo, no le ocurrió


lo mismo a la cultura política. La hegemonía de los conservadores era
impresionante, pero estaba limitada también en varios importantes sentidos.
Existía una muy cargada polaridad entre la Prusia cuyos diputados —muchos
de los cuales eran socialistas y liberales de izquierda— se sentaban en el
Reichstag y la Prusia rural cuyos representantes dominaban el Landtag. Las
elecciones al Reichstag gozaban de unos notablemente altos índices de
participación electoral —desde un 67,7 por ciento en 1898 a un sorprendente
84,5 por ciento en 1912, que fueron las últimas elecciones antes del final de la
guerra, cuando los socialdemócratas obtuvieron más de un tercio de todos los
votantes alemanes—. Por el contrario, los votantes prusianos de la categoría
de ingresos más pobre mostraron su desprecio por el sistema de las tres
clases, simplemente alejándose de las votaciones durante las elecciones
estatales prusianas —en las elecciones de 1893, solo el 15,2 por ciento de la
tercera clase de votantes (que abarcaba la aplastante mayoría de la población)
se tomó la molestia de depositar sus votos.

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La extrema diversidad regional de las tierras prusianas también limitaba el
alcance de la política conservadora. En vísperas de la Primera Guerra
Mundial el conservadurismo prusiano era un fenómeno casi exclusivamente
propio del este del Elba. De los 147 diputados conservadores del Landtag
prusiano en 1913, 124 provenían de la antigua provincia de Prusia; solo uno
de los diputados conservadores provenía de la Renania prusiana[12]. En este
sentido, el sistema de las tres clases acentuaba la división entre el este y el
oeste, agrandando la distancia emocional entre el occidente políticamente
progresista, industrial, comercial, urbano y básicamente católico y la «estepa
asiática» de la Elbia Oriental prusiana[13]. Y esta separación sociogeográfica,
a su vez, entorpeció el surgimiento del tipo de «élite compuesta» burguesa-
nobiliaria que daba el tono en los estados del sur de Alemania, garantizando
que la política del medio junker adquiriese un toque de intransigencia y
extremismo que lo situó aparte[14].
Sin embargo, fuera de los territorios centrales conservadores, y en
especial en las provincias occidentales y en las mayores ciudades, florecía una
cultura robusta y básicamente de clase media. En muchas grandes ciudades,
las oligarquías liberales, sustentadas en el derecho a voto urbano limitado,
controlaron programas progresistas de racionalización infraestructuras y
suministros sociales[15]. Especialmente en los años posteriores a 1890, la
formidable difusión de periódicos en todas las ciudades prusianas
desencadenó intensas energías críticas, comparando las sucesivas
administraciones con un problema de imagen que les era imposible resolver.
Fue, como observó una importante figura política en 1893, «una época de
publicidad ilimitada donde muchos hilos corrían por aquí y por allí y no podía
tocarse ninguna campana sin que todo el mundo formulase un juicio sobre su
tono[16]».
Los años 1890 representaron un giro también para los socialistas, cuyos
baluartes más fuertes se encontraban en las regiones industriales alrededor de
Berlín y en las crecientes conurbaciones de la zona del Ruhr. En las
elecciones de 1890 los socialistas emergieron de un período de draconiana
represión como el partido alemán más votado. Se desarrolló una subcultura
socialista, con clubes y locales especializados que proveyeron un creciente
electorado de trabajadores de la industria, campesinos, comerciantes y
pequeños empleados. Al comienzo del nuevo siglo, Prusia era el lugar de
elección del más grande y mejor organizado movimiento socialista de Europa,
un apropiado tributo a sus dos abuelos prusianos, Karl Marx y Friedrich
Engels.

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El conflicto y la polarización, tan característicos de la vida cultural
europea en el fin de siècle, también dejaron su marca en Prusia. Aquí otro
mundo más que se zafaba rápidamente del control de las élites conservadoras.
La mayor sensación teatral de los primeros años 1890 en Berlín fue la obra
Die Weber de Gerhard Hauptmann, una compasiva dramatización de la
revuelta de los tejedores de Silesia de 1844. Los conservadores denunciaron
la obra por razones políticas, por ser un manifiesto socialista, pero también
quedaron anonadados por el duro naturalismo del lenguaje, que se consideró
que negaba los valores esenciales del teatro. El ministro del Interior impuso la
prohibición de representaciones públicas de la obra, pero no pudo evitar que
apareciese ante públicos entusiastas en grandes locales privados, como la
Freie Bühne y la Nene Freie Volksbühne, un teatro con nexos con los
socialdemócratas. Ulteriores prohibiciones en las provincias de Prusia no
pudieron evitar que Die Weber se convirtiese en un enorme éxito de masas.
Aún peor, desde el punto de vista del gobierno, fue el hecho de que un debate
sobre las prohibiciones en la cámara baja del Landtag de Prusia reveló
profundas divisiones sobre la cuestión de si la tradición de la censura estatal
del teatro seguía siendo legítima en una época de «libertad artística». Incluso
en el propio ministerio hubo dudas respecto a la sensatez del ministro del
Interior en emplear mano dura[17].
Se creó una brecha entre la cultura oficial de la corte y la experimentación
y el antitradicionalismo de una esfera cultural cada vez más fragmentada.
Puede verse esto, por ejemplo, en las divergencias entre la cultura de la danza
de la corte y la popular. Al comienzo del siglo nuevos pasos norteamericanos
y argentinos invadieron los locales de baile de las grandes ciudades. La vida
útil de los estilos individuales de moda fue menguando cada vez más a
medida que la jeunesse dorée [juventud dorada] daba la bienvenida al
cakewalk, two-step, al bunny hug [o baile del Abrazo del Conejo], al Judy
walk, el turkey [baile del pavo] y al grizzly bear. Pero mientras un público
cada vez mayor consumía estas importaciones transatlánticas, la corte de
Guillermo II presenció un resurgir de la pompa y del ceremonial del viejo
mundo. Todos los bailes de corte fueron organizados de modo que no
molestasen a los miembros de la familia real: «si una princesa está
participando en un baile», anotaba el periódico Der Bazar en 1900, «solo
otras dos parejas además de la pareja en la que se encuentra la propia princesa
pueden bailar al mismo tiempo». Guillermo II prohibió explícitamente a los
miembros de las fuerzas armadas ejecutar los nuevos pasos en público. «A los
caballeros del Ejército y de la Marina se les ruega que a partir de ahora no

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deberán bailar el tango ni el one-step ni el two-step de uniforme, y evitarán a
las familias en las que se ejecutan tales bailes[18]».
Una brecha cultural igualmente amplia puede verse en la arquitectura y en
las artes plásticas. Veamos, por ejemplo, el contraste entre la megalomanía
pesada y neobarroca de la nueva catedral de Berlín, completada en 1905 tras
diez años de trabajos de construcción, y el protomodernismo airoso, austero
de los nuevos arquitectos —tales como Alfred Messel, Hans Poelzig y Peter
Behrens, entre otros— cuyos trabajos entre 1896 y 1912 fueron un enfático
rechazo del ecléctico «estilo histórico» apoyado por la Prusia oficial[19]. Los
árbitros del gusto público —desde el emperador Guillermo II a los rectores y
profesores de las academias fundadas por el estado— sostenían que el arte
debe edificarse tomando sus temas de las leyendas, mitologías y
conmovedores episodios históricos medievales, mientras siguen fieles a los
cánones eternos de los antiguos. Pero en 1892 se produjo una agria
controversia en Berlín sobre una exposición de once artistas que querían
liberarse de las críticas del salón oficial. El «desolado y brutal naturalismo»
(palabras de un crítico ofendido) de Max Liebermann, Walter Leistikow y
otros colegas iba directamente a contrapelo de la práctica artística sancionada
oficialmente. En 1898 la rebelión se había ampliado y diversificado en la
«Secesión Berlinesa», cuya primera exposición, inaugurada en 1898, mostró
los numerosos estilos y perspectivas que fueron adquiriendo forma en el
mundo del arte no oficial y supuso un enorme éxito público.
Lo interesante de los secesionistas no era simplemente su relación de
oposición a las autoridades culturales predominantes, sino el contenido
específicamente prusiano y local de gran parte de sus trabajos. Walter
Leistikow, originario de Bromberg, en Prusia Occidental, era muy conocido
por sus opresivas imágenes de la Marca de Brandemburgo; árboles entre
sombras melancólicas cerca de lagos, un paisaje plano salpicado de tranquilas
y luminosas aguas. Su pintura Der Grunetvaldsee, una vista de un lago oscura
y atmosférica en las frondosas afueras del sudoeste de Berlín, fue rechazada
para la exposición por el Salón Oficial de Berlín de 1898 —la controversia
sobre esta decisión provocó el que los secesionistas crearan su propio foro al
año siguiente—. Las pinturas y grabados de Leistikow molestaban a las
sensibilidades contemporáneas en parte porque se apoderaban del paisaje de
Brandemburgo en nombre de una sensibilidad nueva y potencialmente
subversiva. Guillermo II, que aborrecía los trabajos de Leistikow, mostró este
distanciamiento cuando se quejó de que el artista había «arruinado todo
Grunewald» para él («er hat mir den ganzen Grunewald versant»)[20]. Käthe

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Kollwitz habla de una tradición específicamente prusiana en un sentido
diferente: en una serie de grabados muy apreciados, inspirados por la obra de
Hauptmann, se rememoraba la revuelta de los tejedores silesianos de 1844.
Eran escenas de duro enfrentamiento y sufrimiento en las que el cañamazo
épico de la pintura histórica era subvertido en aras de una visión socialista del
pasado. Incluso los arquitectos protomodernistas Messel, Poelzig y Behrens
entraron en un diálogo respecto a la especificidad del escenario prusiano: sus
ligeros y técnicamente innovadores diseños arquitectónicos respondían, en
muchos niveles, al sobrio neoclasicismo del estilo prusiano asociado a Gilly y
Schinkel[21].
Los últimos decenios anteriores a la guerra mundial presenciaron una
notable proliferación de monumentos y estatuas públicas. En Prusia, lo mismo
que en gran parte de Europa, la estatuaria pública de esta época tendió hacia
la pesadez y grandilocuencia. Los temas patrióticos adquirieron mucha
importancia. Un estudio publicado en 1904 afirmaba que, en los últimos años,
se habían erigido 372 monumentos solo al emperador Guillermo I, la mayoría
de ellos en las provincias prusianas. Algunos de estos se financiaron con
fondos del estado, pero los «comités de monumentos» locales jugaron
también un papel en muchas zonas, dotándose de los necesarios permisos y
recaudando donaciones. A comienzos de siglo, sin embargo, la repercusión
pública de tales objetos era ambivalente. Un momento importante fue la
apertura, en 1901, de la Siegesallee (Avenida de la Victoria), una serie de
estatuas monumentales que se extendía a lo largo de 750 metros siguiendo las
calles axiales de la capital. Se trataba de una larga secuencia de espaciosos
nichos bordeados de balaustradas de piedra, donde figuras aisladas sobre altos
pedestales representaban a figuras de la casa de Brandemburgo, flanqueados
por bustos de generales y altos funcionarios del reino. Ya en tiempos de su
inauguración este proyecto desorbitado parecía haber perdido el contacto con
los tiempos. En su prisa por completar la avenida programada, el emperador
Guillermo II había contratado a escultores de varios tipos para que ejecutasen
las estatuas —todos eran convencionales y ampulosos, muchos eran,
asimismo, bastos y sin vida—. El resultado fue un caro ejercicio de
pomposidad y monotonía. Con su habitual irreverencia, los berlineses
apodaron a la avenida Puppenallee, o «avenida de los muñecos», y muchas
sátiras visuales contemporáneas calificaron el proyecto de locura megalómana
del emperador. El golpe de gracia llegó en 1903, cuando un famoso anuncio
de una marca de líquido de enjuagues copió la Avenida de la Victoria
alineando gigantescas botellas de Odol.

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48. La Avenida de la Victoria (Siegesallee), Berlín.

La creciente relación polarizada entre las culturas políticas oficial y


disidente fue —incluso en el contexto alemán— un fenómeno
específicamente prusiano. Esto era menos marcado en los estados
meridionales de Alemania, donde coaliciones progresistas pudieron llevar
adelante programas de reformas constitucionales. Las relaciones entre los
partidos «gubernamentales» y los socialdemócratas estaban también menos
cargadas en el sur, en parte debido a que los grupos partidistas instituidos
estaban más dispuestos a colaborar con la izquierda, y en parte porque los
socialistas del sur de Alemania eran más moderados y menos agresivos que
sus colegas prusianos. Además, en términos culturales elevados la
polarización era menos pronunciada. Al contrario que el káiser Guillermo II,
que denunciaba públicamente todo tipo de modernismo cultural, el gran
duque Ernst Ludwig de Hesse-Darmstadt era un buen connoisseur [experto] y
patrocinador de arte y escultura modernos. En su pequeño estado federal, la
corte seguía siendo un importante centro de innovación cultural.

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49. Anuncio del líquido para enjuagues Odol.

Combate cultural

A finales de 1878 más de la mitad de los obispos católicos de Prusia estaban


exilados o en la cárcel. Más de 1800 sacerdotes habían sido encarcelados o
exiliados y se había confiscado propiedad eclesiástica por un valor de 16
millones de marcos. En los primeros cuatro meses de 1875 solamente, 241
curas, 136 directores de periódicos católicos y 210 abogados católicos habían
sido multados o encarcelados, 20 periódicos fueron confiscados, se habían
registrado 74 casas católicas, 103 activistas políticos católicos eran
expulsados o internados, y 55 asociaciones o clubes católicos fueron
clausurados. Todavía en 1881, una cuarta parte de todas las parroquias
seguían sin curas. Esto era Prusia en el momento culminante del Kulturkampf,
una «lucha de culturas» que daría forma a la política y a la vida pública
alemanas durante generaciones[22].
Prusia no era el único estado europeo que padecía tensiones sobre
cuestiones confesionales en esta época. En los años 1870 y 1880 se produjo
un creciente conflicto entre los católicos y los movimientos liberales seculares
en todo el continente europeo. Pero el caso prusiano destaca: en ningún otro
lugar el estado llevó a cabo una política sistemática contra las instituciones y
el personal católicos. Los dos principales instrumentos para la discriminación
fueron la reforma administrativa y la ley. En 1871 el gobierno abolía la
«sección católica» del ministerio prusiano de asuntos de la iglesia, privando
así a los católicos de una representación separada en los escalones más altos
de la burocracia. El código penal fue enmendado para permitir que las
autoridades pudiesen perseguir legalmente a los curas que utilizaban el
púlpito «con fines políticos». En 1872, ulteriores medidas estatales

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eliminaban la influencia del personal eclesiástico en la planificación y
aplicación de los programas de estudio y en la supervisión de las escuelas. A
los miembros de las órdenes religiosas se les prohibió enseñar en las escuelas
estatales y los jesuitas fueron expulsados del imperio alemán. Según las Leyes
de Mayo de 1873, la preparación y nombramientos del clero en Prusia
quedaban bajo la supervisión del estado. En 1874, el gobierno prusiano
adoptó el matrimonio civil obligatorio, un paso que se extendió a todo el
imperio alemán un año después. Nuevas leyes en 1875 abolieron algunas
órdenes religiosas presuntamente sospechosas, cortaron los subsidios estatales
a la iglesia, y suprimieron las garantías religiosas en la constitución prusiana.
Cuando el personal religioso católico fue expulsado, encarcelado o forzado a
ocultarse, las autoridades impusieron estatus que permitían a agentes
autorizados por el estado a encargarse de los obispados vacantes.
Bismarck fue la fuerza impulsora de esta campaña sin precedentes. ¿Por
qué la emprendió? La respuesta reside en parte en una muy confesionalizada
comprensión de la cuestión nacional alemana. En los años 1850, durante su
destino en la autoridad confederal alemana de Fráncfort, había acabado
pensando que el catolicismo político era el principal «enemigo de Prusia» en
la Alemania del sur. El espectáculo de la piedad católica, con sus
manifestaciones de peregrinaje y festividades públicas, lo llenaban de
indignación, como lo hacía la creciente orientación del catolicismo de
mediados de siglo hacia Roma. A veces dudaba si este «hipócrita e idólatra
papismo lleno de odio y astucia», cuyo «presunto dogma falsificaba la
revelación de Dios y alimentaba la idolatría como base para la dominación
mundial» era una religión de verdad[23]. Aquí se habían juntado una variedad
de temas: un irritante desprecio protestante (acentuado por la espiritualidad
pietista de Bismarck) por las manifestaciones exteriores tan características del
resurgir católico, mezclado con una tendencia idealista alemana
semisumergida y una percepción política (que rayaba con la paranoia) sobre
la capacidad de la iglesia de manipular las mentes y movilizar a las masas.
Tales antipatías se incrementaron durante el conflicto que trajo consigo la
unificación de Alemania. Los católicos alemanes, tradicionalmente, habían
mirado hacia Austria en busca de liderazgo en los asuntos alemanes y no
tenían ningún entusiasmo por la perspectiva de una «pequeña Alemania»
dominada por Prusia que excluía a seis millones (la mayoría católicos) de
austroalemanes. En 1866, las noticias de la victoria prusiana provocaron
disturbios por parte de los católicos en el sur, mientras que el comité católico
en el Landtag prusiano se oponía al gobierno en cierto número de iniciativas

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simbólicas claves, incluyendo la propuesta de ley de indemnizaciones, el
programa de anexiones prusiano y la proposición de premiar financieramente
a Bismarck y a los generales prusianos por la reciente victoria. En 1867-1868,
el ministro-presidente prusiano —en este momento canciller de la
Confederación Alemana del Norte— se mostraba enfurecido por la fuerza de
la resistencia católica en el sur a una unión más estrecha con el norte.
Especialmente alarmante fue la campaña bávara de 1869 contra la política
proprusiana de los gobiernos liberales de Múnich. El clero jugó un papel
crucial en la movilización de apoyos para el programa particularista católico
de la oposición, que incluía agitación desde el púlpito y recogía peticiones
con centenares de miles de firmas[24]. Desde 1871 se reforzaron ulteriormente
las dudas sobre la fiabilidad política de los católicos por el hecho de que, de
las tres minorías étnicas principales (polacos, alsacianos y daneses), cuyos
representantes formaban partidos de oposición en el Reichstag, dos eran
categóricamente católicos. Bismarck estaba convencido rotundamente de la
«deslealtad» política de los 2,5 millones de polacos católicos del este de
Prusia, y sospechaba que la iglesia y sus redes estaban profundamente
implicadas en el movimiento nacionalista polaco.
Tales preocupaciones sonaron de forma más destructiva en el nuevo
estado-nación de lo que habían sido con anterioridad. El nuevo Reich
bismarckiano no era en absoluto una entidad «orgánica» o desarrollada
históricamente —era el muy artificial producto de cuatro años de diplomacia
y de guerra[25]—. En los años 1870, como sucedió con frecuencia en la
historia del estado prusiano, los éxitos de la monarquía parecían tan frágiles
como impresionantes. Existía una inquietante sensación respecto a que lo que
se había juntado tan deprisa podía también deshacerse, que el imperio nunca
podría adquirir la cohesión política o cultural para defenderse en contra la
desintegración desde dentro. Tales angustias pueden parecemos absurdas hoy,
pero resultaban reales para muchos contemporáneos. En este clima de
incertidumbre, era plausible considerar a los católicos el más formidable
obstáculo interno para la consolidación nacional.
Al atacar tan violentamente a los católicos, Bismarck sabía que contaba
con el apoyo entusiasta de los liberalnacionales, cuya fuerte situación en el
nuevo Reichstag y en la cámara de diputados prusiana los convertía en aliados
políticos indispensables. En Prusia, como en la mayor parte de Alemania (y
de Europa), el catolicismo era una de las facetas definitorias del liberalismo
de fines del siglo XIX. Los liberales consideraban el catolicismo como lo más
diametralmente opuesto a su propia visión del mundo. Denunciaban el

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«absolutismo» y la «esclavitud» de la doctrina de la infalibilidad papal
adoptada por el Concilio Vaticano de 1870 (según la cual la autoridad del
papa no debía ser desafiada cuando hablaba ex cathedra sobre asuntos de fe o
de moral). El periodismo liberal pintaba a los fieles católicos como una masa
servil y manipulada (en contraste implícito con el universo social liberal
centrado en respetables personas de sexo masculino que pagaban sus
impuestos y con la conciencia libre). Así, surgió todo un bestiario de
estereotipos anticlericales: sátiras en periódicos liberales llenas de astutos y
flacos jesuitas y lascivos y gordos curas —dóciles súbditos porque la pluma
del dibujante podía hacer este ingenioso juego con el negro profundo de sus
vestimentas—. Al ridiculizar al cura párroco en su papel confesional o
impugnando las convenciones sexuales de las monjas, articulaban a través de
una doble negativa la fe liberal en la santidad de la familia nuclear patriarcal.
Con su nerviosismo respecto a la posición notable de las mujeres en muchas
de las nuevas órdenes católicas y su lasciva fascinación por el celibato (o no)
de los curas, los liberales ponían de manifiesto su arraigada preocupación por
la «masculinidad» que era fundamental (aunque no siempre explícita) para la
autoconciencia del movimiento[26]. Por ello, para los liberales, la campaña
contra la iglesia era nada menos que una «guerra de culturas» —la expresión
fue acuñada por el patólogo protestante liberal Rudolf Virchow, en un
discurso en febrero de 1872 ante la Cámara de Diputados prusiana[27].

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50. Estereotipos anticlericales, chiste de Ludwig Stutz de la publicación satírica Kladderadatsch,
Berlín, diciembre de 1900.

La campaña de Bismarck contra los católicos de Prusia fue un fracaso:


había esperado que una cruzada anticatólica contribuyera a crear un amplio
lobby protestante liberal conservador que lo habría ayudado a aprobar leyes

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que consolidarían el nuevo imperio. Sin embargo, el efecto integrador de la
campaña fue mucho más fugaz y frágil de lo que había calculado. El
anticatolicismo no podía sustentar una plataforma duradera para la actividad
del gobierno, en Prusia o en el imperio. Había muchas facetas en este
problema. El propio Bismarck era menos extremista que muchos de aquellos
cuyas pasiones había provocado esta política. Era un hombre religioso que
buscaba la guía de Dios en su administración de los asuntos del estado (y lo
habitual era que, como había observado sardónicamente el liberal de
izquierdas Ludwig Bamberger, la deidad estuviera de acuerdo con él)[28]. Su
religión era —según la tradición pietista— no sectaria y ecuménica; se oponía
a la completa separación entre iglesia y estado que pretendían los liberales, y
no pensaba que la religión fuese un asunto exclusivamente privado. Bismarck
no compartía la esperanza liberal de que la religión acabara consumiéndose
como fuerza social. Estaba desanimado por las energías anticlericales y
secularizadoras desencadenadas por el Kulturkampf.
La campaña anticatólica fracasó también porque la separación confesional
se vio atravesada por la otra falla del paisaje político prusiano. A medida que
se desarrollaba la Kulturkampf, la división entre los liberales de izquierda y
los de derechas demostró ser, en varios aspectos, aún más profunda que entre
los liberales y los católicos. A mediados de los años 1870 los liberales de
izquierda habían comenzado a oponerse a la campaña, sobre la base de que
infringía derechos fundamentales. El creciente radicalismo de las medidas
contrarias a la iglesia provocó recelos en muchos protestantes del ala
«clerical» del conservadurismo alemán. Este punto de vista ganó terreno
respecto a que la verdadera víctima del Kulturkampf no era la iglesia católica
o la política católica como tales, sino la religión. Los más destacados
ejemplos de estos escrúpulos conservadores eran Ernst Ludwig von Gerlach y
Hans von Kleist, ambos hombres formados en el ambiente pietista de la vieja
Prusia.
Aunque el apoyo a la política de Bismarck hubiese sido más sólido, es
muy dudoso que hubiese podido tener éxito en neutralizar a los disidentes
católicos utilizando todos los medios disponibles en un estado constitucional
y respetuoso con la ley. El propio Bismarck lo había sido a los veintitantos
años cuando estalló en Renania, en 1837, la lucha sobre los matrimonios
mixtos, que había movilizado a la población católica de la provincia y había
aumentado la autoridad moral del obispado. Debía haber recordado también
los vanos esfuerzos del gobierno prusiano para imponer la Unión prusiana a
los antiguos luteranos de Silesia —aquí, de nuevo, se daba una clara

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ilustración de la futilidad de aplicar coerciones legales a una minoría
confesional—. Y aun así, Bismarck y sus partidarios cometieron el viejo error
de sobrestimar el poder del estado y subvalorar la determinación de sus
opositores. En muchas zonas el personal clerical católico simplemente no
respondió de ninguna manera a las nuevas leyes[29]. Los nuevos «exámenes
culturales» para los curas jóvenes ya próximos a la ordenación no tuvieron
asistentes; y no se buscó la aprobación estatal requerida para los nuevos
nombramientos eclesiásticos.
Las autoridades prusianas, que habían hecho estas leyes precipitadamente
y que no habían reflexionado demasiado sobre cómo hacer que se
obedeciesen, respondieron a esta desobediencia civil (como habían hecho sus
antecesores en los años 1830) imponiendo sanciones improvisadas que iban
de multas de severidad variada a períodos de cárcel y exilio. Pero tales
medidas no tuvieron prácticamente ningún efecto detectable. La iglesia
continuó realizando nombramientos «ilegales» y las multas impuestas por las
autoridades gubernamentales siguieron acumulándose. A comienzos de 1874,
solo el arzobispo de Gnesen-Poznan había incurrido en multas que totalizaban
29 700 táleros, más del doble de su sueldo anual; y para su colega de Colonia
el monto fue de 29 500. Cuando no se pagaban las multas, las autoridades
locales confiscaban las propiedades de los obispos y las destinaban a la
subasta pública. Pero esto también fue contraproducente, pues los católicos
leales se unían para manejar la subasta de tal modo que asegurasen que los
bienes fueran vendidos al precio más bajo y retornasen al expropiado clérigo.
También la cárcel resultó inútil. Pues los dignatarios eclesiásticos
superiores, obispos y arzobispos, eran tratados con tal indulgencia durante su
encarcelamiento que podían haber estado en sus casas: se les permitía ocupar
suites proporcionadas por el palacio episcopal y comían los alimentos
preparados en las cocinas de sus palacios. En el caso de Johannes von der
Marwitz, el anciano obispo de Kulm (Prusia Occidental), la opción del
encarcelamiento fue incluso vetada por la justicia local sobre la base de que
las escaleras de la penitenciaría local eran demasiado empinadas para que
pudiese subirlas. Las autoridades trataron a los curas párrocos corrientes
mucho más duramente, pero también esto fue muy poco eficaz, pues no hizo
sino intensificar la solidaridad de los fieles con sus acosados curas y
endureció la determinación de estos para resistir. Incluso tras breves estancias
en la cárcel, los curas volvían a sus parroquias como héroes.
El gobierno trató de resolver el problema en mayo de 1874, adoptando
una nueva hornada de normas conocidas conjuntamente como Ley de

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Expulsión, que preveía el exilio de los obispos y clérigos rebeldes a lugares
remotos —un lugar favorito era la isla báltica de Rügen—. Varios cientos de
curas fueron detenidos y exilados de acuerdo con estas normas en los cuatro
años que corrieron entre 1875 y 1879. Pero la medida creó más problemas de
los que resolvió. ¿Quién se encargaría de hacer cumplir las órdenes de
expulsión? En teoría, esta responsabilidad recayó en los comisarios de distrito
(Landrate), pero del funcionario que supervisaba una población de 50 000
habitantes dispersa sobre 200 kilómetros cuadrados no era fácil esperar que se
mantuviese informado de los acontecimientos de cada parroquia. No era raro
que algunos curas volviesen sin ser detectados, sin más, tras ser expulsados, y
que reanudasen sus deberes clericales. En uno de estos casos, uno de los
sacerdotes expulsados ejerció su actividad en su parroquia durante dos años
antes de que las autoridades se dieran cuenta de ello; para esta fecha, la orden
de expulsión contra él había prescrito[30]. También fue extremadamente difícil
sustituir a los curas apartados con sucesores políticamente fiables. Los
individuos nombrados por el estado para reemplazar a los clérigos destituidos
resultaron ser un mísero fracaso, ya que eran despreciados y denigrados por la
población católica. En cierto número de casos, las autoridades locales
constataron que la única manera de garantizar la aceptación era organizar
desfiles de la iglesia obligatorios en campamentos del ejército.
Así, pues, lejos de neutralizar al catolicismo como fuerza política y social,
la campaña de Bismarck lo fortaleció. Bismarck había calculado que el campo
católico, sometido a la presión de las nuevas leyes, se dividiría, marginando a
los ultramontanos (exponentes de la autoridad papal) y transformando al resto
de la iglesia en un socio complaciente del estado. Pero, en realidad, se había
producido lo contrario: el efecto de la acción del estado fue hacer retroceder y
marginar el elemento liberal y estatal en el seno del catolicismo. Las
controversias provocadas en muchas comunidades católicas por la declaración
de la infalibilidad del papa en 1870 fueron dejadas a un lado cuando los
críticos de la doctrina se dieron cuenta de que el absolutismo papal era un mal
menor que la secularización del estado. Un pequeño grupo de liberales
antiinfalibilidad, la mayoría de ellos académicos, rompieron con Roma para
formar las congregaciones «Católicas Antiguas» —un eco lejano de los
«germanocatólicos» radicales que se había reunido bajo el eslogan «lejos de
Roma» en los años 1840— pero nunca se hicieron con una base social
significativa.
Quizá la prueba más conspicua del fracaso de Bismarck es, simplemente,
el crecimiento espectacular del Partido del Centro, el partido de los prusianos

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—y numerosos alemanes— católicos. Si bien Bismarck había conseguido
aislar al Partido del Centro en el parlamento prusiano —al menos durante un
tiempo—, no hizo nada para evitar que aumentase su porcentaje de votos
alemanes en las elecciones nacionales. Mientras que solo un 23 por ciento de
los católicos prusianos habían votado al Centro en 1871, en 1874 lo hizo el 45
por ciento. Gracias en gran parte a los destrozos de la Kulturkampf
bismarckiana, el Partido del Centro «subió alto pronto», colonizando con
eficacia su medio social, movilizando a los católicos, que hasta este momento
habían permanecido políticamente inactivos, expandiendo las fronteras de la
política partidista[31]. Los demás partidos irían siguiendo el ejemplo,
gradualmente, de movilizar a sus propios nuevos votantes de las partes no
católicas de la población, pero no fue hasta 1912 cuando el gran salto hacia
adelante del Partido del Centro quedó nivelado por la mejora de los resultados
de los otros partidos. Incluso entonces, el Centro siguió siendo el partido más
fuerte del Reichstag después de los socialdemócratas. Ya que la mayoría de
los liberales y de los conservadores se mostraban cautelosos en el trato con
los socialistas, esto convirtió al Centro en el jugador más poderoso en el
escenario parlamentario —que difícilmente era el resultado que Bismarck
tenía en mente cuando comenzó las hostilidades en 1871.
Prusia no era ajena a las tensiones confesionales, pero la meta y la
brutalidad de la campaña anticatólica de Bismarck no tenía precedentes en la
historia del estado. La controversia sobre los matrimonios mixtos en los
últimos años 1830 había sido agria, en parte debido al carácter emotivo del
tema, pero fue, esencialmente, un conflicto institucional entre la iglesia y el
estado, en el que el objetivo era delimitar la frontera de la autoridad dentro de
una zona gris administrativa. Por el contrario, la Kulturkampf fue una «guerra
cultural», una lucha en la que parecía que estaba en juego la verdadera
identidad de la nueva nación. El que el conflicto entre el estado y la iglesia se
hubiese extendido de esta manera, abarcando la totalidad de la vida pública,
fue una consecuencia de la inestable interacción entre las tensiones
confesionales en Prusia, la brutalidad de Bismarck y los problemas planteados
por el hecho de la nación alemana. Al tratar de sacar a los católicos alemanes
de la política, Bismarck había utilizado instrumentos prusianos para alcanzar
objetivos alemanes. «Quizá ustedes puedan probar que yo me equivoqué»,
dijo ante el Reichstag en un discurso de 1881, «pero nunca podrán decir que
perdí de vista ni un momento la meta nacional[32]». Pocos conflictos políticos
ilustran más claramente que la Kulturkampf el efecto volatilizante de la
unificación alemana sobre la política prusiana.

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Polacos, judíos y otros prusianos

«Durante los debates en esta Casa», dijo un diputado polaco ante el Reichstag
de la Confederación Alemana del Norte en febrero de 1870,

«nos encontramos en una situación curiosa cuando suenan en nuestros oídos palabras sobre el
pasado alemán, sobre las costumbres y hábitos alemanes, sobre el bienestar del pueblo alemán.
No es que regateemos al pueblo alemán su bienestar o que queramos impedir su futuro. Pero lo
que puede ser para vosotros un nexo común —este pasado, estas costumbres y hábitos, este
futuro— es para nosotros más un elemento de separación respecto a vosotros[33]».

Los polacos del este de Prusia respondieron a la unificación política de los


estados alemanes con un sentimiento de mal presagio. Ser súbdito polaco en
la corona de Prusia podía ser un asunto difícil, pero ser un alemán polaco era
una contradicción en términos. La cualidad de súbdito y la nacionalidad eran
conceptos complementarios; los polacos debían aprender a vivir —al menos
exteriormente— en paz con el estado prusiano. E incluso podían acabar
valorando sus virtudes. Pero ¿cómo podían subsistir —como polacos— en
una nación alemana? La importancia de la nación como punto focal de la
identidad y fundamento para la acción política estaba destinado a tener
consecuencias transcendentales para los polacos de los territorios prusianos.
De los 18,5 millones de habitantes de Prusia en 1861, 2,25 millones eran
polacos, concentrados principalmente en las provincias de Poznan y de Prusia
Occidental (55 y 32 por ciento de polacos, respectivamente) y en los distritos
sudorientales de Silesia. La política prusiana hacia esta minoría, la más
numerosa en tierras de los Hohenzollern, había sido siempre ambivalente,
oscilando entre tolerancia y represión. En 1815 el gobierno aceptó la
existencia de una nacionalidad y una patria polaca diferenciada bajo el cetro
de los Hohenzollern, aunque solo con la condición, naturalmente, de que los
polacos fuesen leales súbditos prusianos. Cuando la rebelión polaca de 1830
provocó inquietud respecto a los peligros planteados por el nacionalismo
polaco, la administración pasó a la represión cultural centrada en la
imposición del alemán como lengua de la instrucción y de la comunicación
pública, pero esta política fue abandonada en 1840 tras la subida al trono de
Federico Guillermo IV. El viento cambió de nuevo en 1846, tras la abortada
insurrección polaca en el gran ducado de Poznan. El grupo que estuvo detrás
de la insurrección era la «Unión de las Clases Trabajadoras» con base en la
ciudad de Poznan, cuyo objetivo era acabar a la vez con el poder de la
administración prusiana y de la nobleza terrateniente polaca. Sin embargo,
antes de que la insurrección fuese a más, sus eventuales jefes fueron

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traicionados y denunciados a la policía por los atemorizados nobles polacos.
A esto siguieron medidas enérgicas, durante las cuales 254 polacos fueron
procesados en Berlín por estar involucrados en la conspiración, las ciudades
provinciales fueron peinadas por unidades de la policía y los órganos de
prensa sospechosos fueron amordazados o cerrados.
Este recorrido zigzagueante era básicamente pragmático y reactivo. La
finalidad era garantizar la estabilidad política en las zonas polacas. El
desarrollo de un medio cultural polaco diferenciado era aceptable, siempre
que no desembocase en aspiraciones nacionalistas o secesionistas. Con todo,
la situación cambió en alguna medida después de la revolución de 1848. Esta,
en un primer momento, pareció traer buenas nuevas para los polacos; la
opinión liberal en Prusia era mayoritariamente propolaca. En marzo de 1848
los radicales encarcelados por la insurrección de 1846 eran liberados y
desfilaron por las calles de Berlín entre ruidosas ovaciones. El nuevo ministro
de «marzo» favorecía la reconstitución de Polonia como estado cojinete
contra una potencial agresión rusa, y el 2 de abril, al reanudarse las sesiones
de la Dieta Unida prusiana, se aprobó una moción a favor de la reconstitución
de Polonia. Y pareció, no por primera vez, ni por última, que la hora de la
libertad de Polonia estaba al alcance de la mano. Ludwik Mieroslawski,
estratega militar y uno de los dirigentes de la insurrección de 1846, urgió a
Poznan a que reuniese un ejército polaco[34]. En las principales zonas de
mayoría polaca del ducado, la autoridad de la administración prusiana
desapareció cuando la nobleza local tomó el asunto en sus manos, reclutando
a combatientes y recaudando fondos para Mieroslawski. Esto era una
alarmante demostración de la fragilidad de la autoridad prusiana en los
márgenes orientales del reino.
Al mismo tiempo, sin embargo, la revolución impulsó un proceso de
polarización étnica en el Gran Ducado de Poznan. Cuando el Comité
Nacional Polaco de Poznan se negó a admitir a miembros alemanes, estos
formaron su propio comité alemán, que enseguida cayó bajo la influencia de
los nacionalistas. Muchos alemanes de las zonas de mayoría polaca huyeron a
los distritos más alemanes, donde la administración local prusiana todavía
funcionaba. El 9 de abril, activistas de Bromberg fundaban el Comité de
Ciudadanos del Distrito Central de Netze para la Promoción de los Intereses
Prusianos y Alemanes en el Gran Ducado de Poznan —la yuxtaposición de
los términos «prusiano» y «alemán» es significativa, por no decir algo peor[35]
—. En mayo, tras el fracaso de varios intentos de compromiso, el ejército
prusiano entró en el ducado y aplastó al ejército de Mieroslawski en una serie

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de sangrientos choques militares. Los funcionarios prusianos volvieron a sus
puestos. La Asamblea Revolucionaria de Berlín continuó insistiendo en una
política de igualdad nacional con los polacos bajo gobierno prusiano, pero
todo esto quedó disuelto con el golpe de estado de noviembre de 1848.
La nueva constitución prusiana de 1848-1850 no contenía ninguna idea
sobre los derechos de la minoría polaca, ni indicaba que Poznan o cualquier
otro distrito polaco pudiese gozar de un estatus especial. Para los
administradores veteranos la idea de que la corona de Prusia pudiese
garantizar la lealtad de los polacos con una política de indulgencia había
quedado superada. Los polacos, se dijo, no hacían caso a tales llamamientos:
«No podemos ganárnoslos con ninguna concesión», observaba un informe del
Ministerio del Interior en noviembre de 1849[36]. Ya que la conciliación con
el movimiento nacional polaco de Poznan era imposible, al gobierno prusiano
no se le dejaba otra opción que «confinarlo enérgicamente en la posición
subordinada que merece[37]». El término «germanización» (Germanisierung)
comenzó a aparecer cada vez con más frecuencia en los documentos oficiales.
Con todo, el gobierno prusiano mostró poco interés en adoptar la idea de
la «germanización» como base de unas medidas políticas concretas. Se dejó
sin respuesta a los llamamientos de los alemanes de Poznan para pedir ayuda
para la minoría alemana —el ministro-presidente, Otto von Manteuffel llegó a
pensar que si el elemento alemán era incapaz de subsistir sin intervención del
estado, entonces no tenía futuro. Las autoridades vigilaban de cerca las
actividades de los nacionalistas, pero los polacos continuaron gozando de las
libertades civiles otorgados de acuerdo con la constitución prusiana, incluido
el derecho a organizar campañas electorales en nombre de los diputados
polacos del Landtag. Además, la justicia prusiana de Poznan se mostraba
escrupulosa a la hora de defender el estatus del polaco como lengua vehicular
de la administración interna y de la escuela elemental[38].
En los años 1860 se hicieron llamamientos periódicos para que el
gobierno tomase medidas de germanización, pero este se mostró reticente a
actuar en consecuencia, en parte porque creía que las fuerzas del mercado
acabarían favoreciendo a los colonos alemanes, y en parte —en los años
1866-1869— porque Bismarck deseaba apaciguar al clero polaco con el fin de
no enajenarse a los católicos de los estados meridionales de Alemania y poner
en peligro la unificación. Tan decidido estaba Bismarck a mantener buenas
relaciones con la jerarquía polaca en estos años que despidió al presidente
provincial, Carl von Horn, en 1869, tras una disputa entre este y el arzobispo
Ledóchowski de Poznan-Gnesen[39].

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La realización de la unificación política alemana llevó a un cambio de
paradigma en el trato por parte del gobierno de la cuestión polaca. Las
autoridades prusianas del este estaban muy alarmadas en el verano de 1870
por la oleada de manifiesto partidismo profrancés. A los reclutas polacos se
los instó a desertar de su regimiento prusiano (un llamamiento que
prácticamente nadie obedeció) y hubo furiosas manifestaciones ante las
noticias de las victorias germano-prusianas. La situación en Poznan parecía
tan volátil, durante las hostilidades con Francia, que fueron acuartelados en la
provincia contingentes militares de la reserva para el mantenimiento del
orden[40]. Esta actitud rebelde provocó una explosión de furia vengativa en
Bismarck. «Desde la frontera rusa hasta el mar Adriático», dijo en una
reunión del consejo de ministros prusiano en el otoño de 1871, «nos
enfrentamos a la propaganda combinada de los eslavos, ultramontanos y
reaccionarios, y es necesario defender abiertamente nuestros intereses
nacionales y nuestra lengua contra tales actividades hostiles[41]». Hiperbólico
hasta la paranoia, este escenario imaginario de un cerco eslavo-romano
revelaba la profundidad de la ansiedad de Bismarck por el nuevo estado-
nación prusiano-alemán. De nuevo, aquí, era el paradójico sentido de
fragilidad y acoso que perseguía al estado prusiano en cada fase de su
engrandecimiento.
El primer blanco de Bismarck fue el clero polaco, cuyos intereses había
defendido asiduamente con anterioridad. El principal objetivo de la Ley de
Inspección Escolar del 11 de marzo de 1872 era sustituir a los dignatarios
eclesiásticos que, tradicionalmente, habían controlado la inspección de 2480
escuelas católicas de la provincia por inspectores profesionales de plena
dedicación pagados por el estado. Así, Polonia se convirtió en la plataforma
de lanzamiento de la Kulturkampf prusiana contra la iglesia católica, y se dejó
a un lado la vieja política prusiana de colaboración pragmática con la
jerarquía. El efecto, bastante predecible, fue que reforzó el liderazgo del clero
en la lucha nacional polaca. En muchas zonas los intentos de las autoridades
prusianas para imponer la legislación del Kulturkampf contra el clero polaco
local acabaron en acción directa. Las comunidades se unieron para defender
físicamente a su clero de las detenciones. Los «curas del estado» enviados a
sustituir a los clérigos encarcelados o deportados eran evitados o incluso
golpeados en sus congregaciones. El padre Moerke, un sacerdote alemán a
quien las autoridades habían asignado a la parroquia de Powidz en 1877, halló
su iglesia silenciosa y vacía —sus parroquianos preferían asistir a las misas de
un cura polaco en la aldea vecina—. Ni siquiera la muerte de Moerke en 1882

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alejó el estigma —los aldeanos sacaron su ataúd de la tierra y lo hundieron en
un lago[42].
En 1872-1873 una andanada de instrucciones reales, emanadas de Berlín,
restringía el uso de toda lengua que no fuese el alemán en las escuelas de las
provincias orientales. Entre las víctimas colaterales de esta política estaban
los lituanos de Prusia, que nunca habían causado ningún problema, y los
masurios de habla polaca de Prusia Oriental, que no eran católicos ni
entusiastas de la restauración de Polonia[43]. Un estatuto de 1876 establecía
que el alemán era la única lengua de los asuntos oficiales para todos los
departamentos gubernamentales y cuerpos políticos prusianos; otras lenguas
vernáculas podían utilizarse todavía en una serie de instituciones parroquiales,
pero esto acabaría suprimido en un máximo de veinte años. A lo largo de las
zonas polacas el bajo clero jugó un papel fundamental en coordinar las
protestas contra la nueva política lingüística. Los curas párrocos ayudaban a
echar al correo y a recolectar las peticiones algunas llevaban nada menos que
300 000 firmas— en que se denunciaba a las autoridades prusianas[44].
A partir de este momento en adelante, la germanización sería el principal
puntal de la retórica y de gran parte de la actuación de las sucesivas
administraciones prusianas de las zonas polacas. En una de las más notorias
manifestaciones de la nueva perspectiva de dureza, el gobierno prusiano
expulsó de Berlín y de las provincias orientales en 1885 a 32 000 polacos y
judíos no naturalizados, pese a que estos no habían hecho nada que infringiera
las leyes alemanas o prusianas. En 1886, alarmada por la creciente emigración
de alemanes desde el deprimido este agrario a las regiones en rápido
crecimiento industrial del oeste, la mayoría liberal nacional-conservadora del
Landtag de Prusia aprobó la creación de una Comisión Real Prusiana de
Colonización. Con su cuartel general en la ciudad de Poznan y un capital de
100 millones de marcos, la finalidad de la comisión era adquirir haciendas
polacas en bancarrota, subdividirlas y pasárselas a los campesinos alemanes
que iban llegando. Bismarck —junto con muchos de los conservadores— se
había opuesto, en un primer momento, a la subdivisión, pues la consideraba
contraria a los intereses de la clase de los junkers, pero el programa de
colonización tendría éxito tan solo con el apoyo de los liberalnacionales, que
insistían en la parcelación.
Cuando se reveló el compromiso de Bismarck sobre la política de
colonización, la política prusiana en las regiones polacas a finales de los años
1880 hubo de tomar en cuenta un amplio espectro de presiones políticas
internas. Esta tendencia creció en los años 1890, cuando surge cierto número

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de poderosos grupos de lobbies con especiales intereses en la cuestión polaca.
De estos, el más importante fue la Liga Pangermana (Alldeutscher Verband),
creada en 1891 cuando las voces de la opinión ultranacionalista alemana y de
la Sociedad para el Apoyo a los Alemanes en las Fronteras del Este (conocida
desde 1899 por Ostmarkenverein), cuyo nombre era ya toda una declaración
sobre su misión. Estas organizaciones manifestaron pronto su presencia en la
esfera de la política hacia los polacos. Los pangermanistas sacaron los dientes
en 1894 con una atronadora campaña pública contra el sucesor de Bismarck,
el canciller Leo von Caprivi, criticado por reducir la marcha hacia la
germanización de las zonas polacas. La Sociedad de las Marcas Orientales
hizo una enérgica propaganda, asimismo, desde su periódico, Die Ostmark,
organizando mítines públicos y presionando a parlamentarios amigables. Esta
organización ocupó un curioso lugar entre el estado y la sociedad civil. Eran,
en cierto sentido, entidades independientes basadas en donaciones, cuotas de
los miembros y venta de publicaciones. Pero eran, asimismo, nexos con
organismos gubernamentales. El fundador de los pangermanistas, Alfred
Hugenberg, había llegado a Poznan en cualidad de funcionario local con la
Comisión Real de Colonización. Los miembros de la Sociedad de las Marcas
Orientales, que eran unos 20 000 hacia 1900, incluían a un número
substancial de funcionarios menores del estado y enseñantes de las escuelas.
Estas personas habrían abandonado toda organización cuyos objetivos
contrariasen los intereses del estado, pero se puso fin a toda duda respecto a
este resultado en 1895 cuando el ministro del interior prusiano asumió
públicamente la labor «defensiva» de la Sociedad de las Marcas Orientales
durante el debate político en el Landtag.
Pese a las diferencias en el medio agrario-conservador-nacionalista
respecto a los asuntos individuales (el creciente uso del trabajo estacional
polaco en las grandes haciendas), la germanización siguió siendo el principio
operativo de la política del gobierno. En 1900 se adoptaron nuevas medidas
bajo el canciller Bernhard von Bülow para reducir aún más el uso del polaco.
La instrucción religiosa, el tradicional puerto de salvación para la
escolarización en lengua polaca, se administraría a partir de ahora en alemán
en todos los niveles por encima de la escuela elemental. En 1904, el Landtag
de Prusia aprobó una ley que permitía a los funcionarios de distrito retener los
permisos de construcción en situaciones en las que conceder permisos habría
obstruido al programa de colonización —la idea consistía en evitar que los
polacos comprasen y dividiesen las granjas alemanas y se las vendiesen a
pequeños propietarios polacos—. Hubo también ayuda financiera estatal para

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la Mittelstandskasse, un banco especializado en quitar el peso de la deuda a
los campesinos alemanes. Tales acciones iban acompañadas de prácticas de
contratación discriminatorias en la administración local y provincial —de
3995 nuevos trabajadores de la autoridad postal y de ferrocarriles de Poznan
en los años 1907-1909, solo 795 fueron polacos, el resto fueron alemanes—.
Los nombres de lugares en polaco comenzaron a ser borrados de los mapas
(aunque permanecieron vivos en la memoria popular polaca)[45]. El punto
álgido (o punto bajo) del programa de germanización fue la ley de
expropiación antipolaca de marzo de 1908, que permitía la expulsión forzada
de los terratenientes polacos (con compensación financiera) en beneficio de la
colonización alemana. Los conservadores sufrían con las expropiaciones, y es
fácil saber por qué, pero al final las apoyaron, tras decidir que la lucha étnica
entre alemanes y eslavos iba más allá de la santidad del título de propiedad
legítimo.
El programa de germanización era un ejercicio inútil. No pudo evitar que
la población polaca creciese en las zonas orientales, superando a la alemana.
La parcelación de las granjas alemanas continuó, financiada en parte por
activos bancos polacos que explotaban hábilmente las lagunas de las
regulaciones prusianas. El intento de hacer de la escuela algo exclusivamente
alemán hubo de ser abandonado tras repetidas huelgas escolares y una
sostenida desobediencia civil. La ley de expropiación nunca llegó a completar
su temida promesa. Esto fue convertido rápidamente en ley, pero sus dientes
fueron limados por directrices que eximían a vastas superficies de tierras
polacas —por razones pragmáticas y políticas— de ser expropiadas. Solo en
octubre de 1912 el gobierno prusiano anunciaba su intención de ejecutar una
verdadera expropiación. Pero incluso entonces, la extensión implicada fue
exigua (solo 1700 hectáreas que comprendían cuatro propiedades
económicamente insignificantes) y la reacción pública en las zonas polacas
fue tan intensa que la administración resolvió evitar toda expropiación
ulterior[46].
Así, el significado real del programa de germanización consiste menos en
su escaso impacto sobre las fronteras étnicas en Elbia Oriental que en lo que
nos dice sobre el cambio del clima político en Prusia. El punto de vista
tradicional de la monarquía prusiana había consistido en que los polacos eran
—como los germanohablantes brandemburgueses y pomeranios y los lituanos
de Prusia Oriental— súbditos cristianos de la corona prusiana. Pero de 1870
en adelante, la administración prusiana se alejó de esta concepción. Al hacer
esto, siguieron las incitaciones de organizaciones situadas fuera del estado

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cuyos argumentos y propaganda estaban saturados de la retórica del
ultranacionalismo alemán. En esta relación se daba una circularidad negativa:
siempre dudoso de la magnitud de su apoyo público, el estado se endosaba el
trabajo de los lobbies nacionalistas que, a su vez, derivaban gran parte de su
autoridad de este endosamiento al estado —implícito o explícito.
En el proceso, el estado ponía en peligro el principio de su propia
existencia, en particular la presunción de que la identidad de Prusia provenía
del dominio de una dinastía cuyo sol brillaba (aunque con calor variado)
sobre todos los súbditos. Entre comienzos y mediados del siglo XIX, la
administración prusiana había reconocido en el nacionalismo alemán un
poderoso disolvente del principio dinástico. Sin embargo, con el cambio de
siglo, el ascendiente del paradigma nacional era indiscutible. Los
historiadores nacionalistas se dedicaron a reescribir la historia de Prusia como
la expansión oriental de la dominación germánica, y el canciller Bernhard von
Bülow (que no era prusiano de nacimiento, sino mecklenburgués) no tuvo
escrúpulos de justificar, ante el Landtag prusiano, las medidas antipolacas
sobre la base de que Prusia era y siempre sería un «estado nacional»
alemán[47].
Los judíos prusianos también sintieron el impacto de tales
acontecimientos. No era cuestión, naturalmente, en el caso judío, de forzar el
ritmo de la asimilación cultural (una meta que la gran mayoría de los judíos
prusianos ya habían abrazado con entusiasmo) o de reprimir algún tipo de
ambición secesionista o de independencia política. Lo que más les importaba
a las comunidades judías de la Alemania del siglo XIX era la supresión de sus
antiguas desventajas legales. Esto ya se había conseguido en vísperas de la
unificación política: la Ley Confederal (vigente en la Confederación Alemana
del Norte) de 3 de julio de 1869 declaraba explícitamente que todo recorte de
derechos civiles y ciudadanos derivados de diferencias de credo quedaría
abolido a partir de este momento. Parecía como si el largo camino hacia la
emancipación legal que había comenzado con el edicto de Hardenberg de
marzo de 1812 se hubiese completado por fin.
Pero quedaba una duda importante. El gobierno prusiano seguía
discriminando a los judíos que aspiraban a cargos públicos. Los judíos tenían
enormes dificultades para conseguir ascensos a los niveles superiores de la
judicatura, por ejemplo, pese a la desproporcionada presencia de judíos entre
los abogados, empleados de los juzgados y jueces auxiliares y a la muy
exitosa actuación de los opositores judíos en las oposiciones estatales clave. Y
lo mismo puede aplicarse a la mayoría de los ramos del alto funcionariado, así

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como de otras importantes instituciones basadas en el estado de significado
cultural, tales como las escuelas primarias, los institutos de enseñanza
secundaria o Gymnasien y las universidades. Entre 1885 y el estallido de la
Primera Guerra Mundial, además, ningún judío fue ascendido a oficial de la
reserva en Prusia, ni en los demás estados alemanes en los que sus
contingentes militares estaban subordinados al ejército prusiano (Baviera
conservó cierta autonomía militar y desarrolló una política de ascensos más
abierta)[48].
Esta discriminación por parte de las autoridades del estado era más
rotunda aún por el hecho de que representaba algo así como una anomalía en
el panorama político prusiano. Los judíos no tenían ninguna dificultad para
ser elegidos para puestos políticos y administrativos importantes en muchas
de las grandes ciudades prusianas donde, dado que pagaban altos impuestos,
se beneficiaban de derechos de voto restrictivos. Los judíos disponían de una
notable proporción (la cuarta parte) de los escaños del consejo en la ciudad de
Breslau y podían ocupar cualquier cargo en la administración de la ciudad
excepto el de alcalde y diputado, que estaban en manos de las autoridades
centrales del estado en Berlín[49]. En Königsberg los residentes judíos
florecieron en un entorno urbano marcado por relaciones intercomunitarias
fáciles y «pluralismo cultural». En muchas de las mayores ciudades prusianas,
los judíos se convirtieron en un componente central de la Bürgertum urbana,
que participaba plenamente en su vida política y cultural[50].
La desigual gestión de los nombramientos en el sector estatal generó, en
Prusia, un profundo sentimiento de injusticia entre los judíos políticamente
conscientes y activos[51]. El proceso de emancipación siempre había estado
íntimamente ligado al estado. Estar emancipado significaba «entrar en la vida
del estado», como había expresado Christian Wilhelm von Dohm en su
influyente folleto de 1781. Además, la situación constitucional era clara: el
derecho imperial estipulaba que toda discriminación basada en la fe era ilegal.
La constitución prusiana declaraba (Art. 12) que todos los prusianos eran
iguales ante la ley (Art.14) y que los cargos públicos eran igualmente
accesibles para todas las personas que tuviesen la misma cualificación. Solo
en los casos de cargos públicos relativos a la observancia religiosa era
admisible favorecer a los candidatos cristianos. El camino más seguro para la
minoría judía de salvaguardar sus derechos era, pues, tomar al pie de la letra a
la autoridad del estado y al espíritu de su ley[52].
Presionados por los diputados parlamentarios liberales de izquierda para
que diesen cuenta de su actuación, los ministros prusianos negaron que tal

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discriminación existiese, o trataron de justificarla. Por ejemplo, argumentaron
que el gobierno debería tener en cuenta el humor de la población al hacer
nombramientos públicos sensibles. En un debate del Landtag sobre
nombramientos judiciales en 1901, el ministro prusiano de Justicia, Karl
Heinrich von Schonstedt, declaraba que no podría «al nombrar notarios, tratar
simplemente a los abogados judíos con el mismo criterio que a los cristianos,
ya que los estratos más extensos de la población no desean que sus asuntos
los manejen notarios judíos[53]». El ministro prusiano de la Guerra, von
Heeringen, hizo un velado llamamiento a la misma lógica, cuando replicó, en
una encuesta parlamentaria de febrero de 1910 referente a la exclusión de
voluntarios judíos de los ascensos de oficiales de la reserva. Al nombrar a un
oficial con mando, declaraba, el ejército ha de considerar más que la simple
«capacidad, conocimientos y carácter». Y otros factores imponderables
entraban también en juego:

Toda la personalidad del hombre en cuestión, la manera de estar al frente de sus tropas, debe
inspirar respeto. Ahora bien, lejos de mí el afirmar […] que todo esto falta en nuestros
conciudadanos judíos. Pero, por el otro lado, no podemos negar que prevalece una opinión
diferente en las clases sociales inferiores[54].

La rapidez en acomodar la «opinión pública» dejó también su marca en


otros ámbitos. En los primeros años 1880 el ministro del Interior prusiano
intervino en apoyo de asociaciones de estudiantes antisemitas, socavando así
las distintas administraciones universitarias predominantemente liberales que
estaban intentando prohibirlas[55]. Aproximadamente por la misma época, la
administración prusiana comenzó, asimismo, a endurecer su política respecto
a la naturalización de judíos extranjeros: esta fue la base para la extraordinaria
expulsión de más de 30 000 polacos y judíos no naturalizados en 1885.
Bajo presión de la agitación y exigencias antisemitas, el gobierno prusiano
comenzó incluso, en los años 1890, a prohibir a los ciudadanos judíos que
adoptasen apellidos cristianos. Los antisemitas objetaban, sobre bases
racistas, que el cambio de apellido de los judíos creaba confusión respecto a
quién era judío y a quién no lo era. Las autoridades del estado prusiano
(especialmente el ministro del Interior, el conservador Botho von Eulenburg)
hicieron suyos los puntos de vista antisemitas, alejándose de la política
establecida de discriminar específicamente a los candidatos judíos[56]. La
misma lógica se daba en la «Cuenta [o Recuento] Judía» (Judenzählung)
ordenada por el ministro prusiano de la Guerra en octubre de 1916 con vistas
a establecer cuántos judíos estaban en servicio activo en el frente[57]. Las

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organizaciones antisemitas nacionales, tales como el Reichshammerbund
(fundado en 1912), habían ido difundiendo desde hacía mucho tiempo que los
judíos alemanes eran ventajistas de guerra que no ponían nada de su parte en
la defensa de la patria. Desde el comienzo de la guerra y, en particular, desde
finales de 1915, bombardearon al ministro de la Guerra prusiano con
denuncias y quejas anónimas.
Durante un tiempo el ministro prusiano de la guerra, Wild von
Hohenhorn, no había tenido en cuenta estas protestas, pero luego decidió
llevar a cabo un recuento estadístico de los judíos en las fuerzas armadas. En
un decreto del 11 de octubre de 1916, en que se anunciaba el recuento
estadístico, el ministro se refería a alegaciones respecto a que la mayoría de
los judíos de las fuerzas armadas habían conseguido evitar ir al combate
asegurándose puestos bien lejos del frente. Pese a que los resultados de la
encuesta confirmaron que los judíos estaban, en realidad, perfectamente
representados en las unidades de primera línea, el decreto desanimó a los
contemporáneos judíos, especialmente a aquellos cuyos parientes o camaradas
estaban en ese momento combatiendo en las trincheras alemanas. Fue, como
un escritor judío recordaba al final de la guerra, «el insulto indeleblemente
más vergonzoso que había deshonrado a nuestra comunidad desde la
emancipación[58]».
Hubo, naturalmente, límites en la tolerancia del estado hacia el
antisemitismo. En 1900 estallaron disturbios antijudíos en la ciudad de
Konitz, en Prusia Occidental, tras el descubrimiento de un cuerpo
macabramente desmembrado cerca de la casa de un carnicero judío. Los
periodistas antisemitas (muchos de Berlín) no perdieron tiempo en lanzar
acusaciones de «asesinato ritual» contra el carnicero, seguidas en esto por
cierto número de gentes crédulas de la ciudad, la mayoría polacos. De todos
modos, ninguno de los jueces o investigadores de la policía prusianos
implicados en el caso dieron nunca ningún crédito a las alegaciones y las
autoridades no perdieron tiempo en suprimir los disturbios y castigar a los
principales infractores[59]. La emancipación fue considerada como un hecho
cumplido por parte de la Prusia oficial y no se prestó una atención seria a la
idea —pese a la gran presión de los antisemitas— de volver a la época de la
discriminación legal. Los judíos continuaron desempeñando un papel
prominente en la vida pública prusiana, como parlamentarios, periodistas,
empresarios, directores de teatro, funcionarios municipales, como
colaboradores personales del emperador e incluso como ministros y miembros
de la cámara alta del Landtag prusiano.

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Con todo, los judíos tenían razón, probablemente, al considerar alarmados
la reticencia del estado para obligar con más energía a atenerse a la letra de la
constitución. Había algo, para la oligarquía agraria protestante tradicional,
que les permitía agarrarse a su porción habitual de patrocinio gubernamental
(que, naturalmente, ellos ejercían); y había otro principio algo más inquietante
en cuanto a las autoridades estatales que invocaban el «humor de la
población» como base para alejarse de la práctica constitucional o el principio
de administración equitativa. Al hacer esto, permitían a los antisemitas
establecer los términos del debate. Había en esto una ironía, porque mientras
los judíos eran los mayores amigos del estado, los antisemitas estaban, sin
duda, entre sus más implacables enemigos. Para ellos el mero término
«estado» tenía connotaciones de artificialidad y de impersonalidad, como una
máquina, en contraste con los atributos orgánicos y naturales asociados al
Volk. La única forma de organización estatal aceptable era aquella que
reducía el aparato del estado a un instrumento para el autoempoderamiento
del Volk —que es una entidad étnica, no política[60]—. En esto reside el
paralelo con la política hacia los polacos. Polacos y judíos eran grupos
sociales básicamente diferentes en prácticamente todos los aspectos que se
puedan imaginar, pero ambos presentaban a las élites conservadoras que
gobernaban Prusia unos ámbitos políticos en los que la lógica política del
estado moderno, concebido como una zona de autoridad legal indiferenciada,
entraba en conflicto con la lógica étnica de la nación. En ambos casos, fue la
idea del estado (prusiano) la que abrió el camino y la ideología de la nación
(alemana) la que prevaleció.

Rey de Prusia y kaiser de Alemania

La creación del imperio alemán enfrentó a la dinastía de los Hohenzollern con


una compleja tarea de ajuste. El rey de Prusia era ahora también kaiser de
Alemania. Lo que esto quería decir, en la práctica, no estuvo muy claro en los
primeros años después de la unificación. La nueva constitución alemana tenía
poco que decir respecto al papel del káiser. La constitución liberal
nacionalista de Fráncfort de 1848 había incluido una sección titulada «La
jefatura del Reich», que trataba en exclusiva del cargo imperial. No existía
esta sección en la constitución alemana de 1871. Los poderes del emperador
quedaban establecidos en la Sección IV bajo la modesta rúbrica «La
Presidencia del Consejo Federal». Este y otros pasajes del documento dejaban

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claro que el káiser no era más que un príncipe alemán entre otros, un primus
inter pares, cuyos poderes derivaban del lugar especial ocupado en el cuerpo
federal más que de cualquier exigencia de dominio directo sobre el territorio
del Reich. De ahí que su denominación oficial no fuera «emperador de
Alemania», como el káiser Guillermo I habría preferido personalmente, sino
«emperador alemán». Había aquí lejanos ecos de la soberanía limitada
implícita en el título del siglo XVIII «rey en Prusia»; entonces como ahora,
había que tener en cuenta a los demás soberanos cuya esfera de influencia se
solapaba con la del nuevo cargo.
En la relación entre el canciller y el rey-emperador, solía ser Bismarck
quien llevaba la voz cantante. Guillermo I se imponía a veces: no era una
«figura decorativa» y podía ser presionado, intimidado, chantajeado o
engatusado hasta llegar a un acuerdo con Bismarck sobre asuntos de
importancia. Guillermo I no había querido ir a la guerra contra Austria y
desaprobó la campaña política del canciller contra los católicos. Cuando había
desacuerdos, Bismarck desencadenaba toda la fuerza de su personalidad,
insistiendo en sus argumentos hasta obtener lo que quería con lágrimas,
rabietas y amenazas de dimisión. Estas escenas, que el kaiser consideraba casi
intolerables, lo llevaron a hacer la célebre observación: «Es difícil ser
emperador con Bismarck». No había falsa modestia en la observación del
emperador; en otra ocasión, admitió: «es más importante que yo[61]».
El efecto del dominio de Bismarck, como gestor político o como
mascarón de proa nacional, fue el de retrasar la expansión del trono hacia su
papel imperial. Guillermo I era un hombre muy respetable y ampliamente
reverenciado, un personaje con la seriedad y la barba de un patriarca bíblico.
Pero ya había entrado en los setenta cuando se proclamó el Reich y siguió
siendo básicamente un rey prusiano hasta su muerte en 1888 a la edad de
noventa años. Solía hablar poco en público y pocas veces salió fuera del
territorio de su reino. Conservó las costumbres ahorradoras de un junker del
este del Elba: se resistió a la instalación de baños de agua caliente en el
palacio de Berlín debido a su coste, por ejemplo, prefiriendo bañarse una vez
a la semana en un saco de cuero hermético colgado de una estructura que
debía ser transportada de un hotel cercano. Marcaba las etiquetas de las
botellas de licor para evitar que empinasen el codo furtivamente los criados
de la corte. Los viejos uniformes debían durar mucho tiempo. Tras firmar los
papeles del estado, Guillermo solía limpiar la plumilla mojada de su pluma
sobre la manga de su chaqueta azul oscuro. Y llegó hasta el punto de evitar
los carruajes con ruedas de goma alegando que eran un lujo innecesario.

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Había un elemento de tímida representación en todo esto —el rey aspiraba a
ser la personificación de la sencillez, autodisciplina y ahorratividad prusianas
—. Todos los días aparecía en la ventana de su estudio para supervisar el
cambio de la guardia —esta reinvención de una vieja tradición prusiana se
convirtió en una gran atracción turística de Berlín[62].
El hijo y sucesor de Guillermo I, Federico III, era un hombre carismático
con fuertes nexos con el movimiento liberal alemán. Era respetado también
por el importante papel de mando llevado a cabo en las guerras de
unificación. Si hubiese tenido la oportunidad, habría podido convertirse muy
bien un monarca genuinamente nacional-imperial. Pero para la época en que
subió al trono, en 1888, ya estaba a punto de morir de un cáncer de garganta y
le quedaban tan solo tres meses de vida. Quedó postrado en cama durante
gran parte de su reinado, reducido, debido a su situación, a comunicarse con
su familia y con el personal por medio de notas garabateadas.
Así, pues, en 1888, cuando Guillermo II subió al trono, el cargo de
emperador era como una casa en la que la mayoría de las habitaciones no
hubiesen sido ocupadas nunca. Su ascenso al trono inauguró una revolución
en el estilo en la gestión de la monarquía imperial alemana. Ya desde los
primeros pasos, Guillermo II se consideró una figura pública. Estaba atento
quisquillosamente a su apariencia exterior, alternando con rapidez uniformes
y equipo para cada ocasión concreta, domando sus famosos mostachos hasta
alcanzar una temblequeante rigidez por medio de una cera especial patentada
y mostrando una grave actitud oficial durante las ceremonias públicas. Su
obsesión por su presencia exterior se extendió a una estrecha vigilancia de la
emperatriz, la exprincesa Auguste-Viktoria de Schleswig-Holstein-
Sonderburg-Augustenburg. Guillermo no solo proporcionó diseños para su
vestimenta, sus joyas particulares y sus extravagantes sombreros, sino que
incluso la obligó a conservar su cintura de avispa por medio de dietas,
pócimas y corsetería[63]. Era el primer monarca alemán que vivía y trabajaba
en estrecha cercanía —podríamos incluso decir en simbiosis— con fotógrafos
y cámaras. Los filmaban durante sus apariciones públicas y en las ocasiones
familiares, también en las maniobras y cabalgando, de caza; incluso lo
seguían a bordo del yate real. Películas contemporáneas de este kaiser, de las
que hay muchas, lo muestran siempre rodeado por las manivelas de las
cámaras de cine.

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51. Vestido con el relativamente austero
uniforme del II Regimiento de la Guardia, el
káiser Guillermo II pasea con su familia por
los jardines de Sans Souci en esta pintura de
Wilhelm Friedrich Georg Pape, 1891.

Guillermo II fue, en otras palabras, un monarca mediático, quizá el primer


monarca europeo que realmente merece este epíteto. Captó el interés del
público más que cualquiera de sus predecesores o, en realidad, que cualquier
otro monarca de la época. Su finalidad no era simplemente atraer la atención
sobre sí mismo, aunque no hay duda alguna de que este emperador fue un
individuo profundamente narcisista, sino también para cumplir la promesa
nacional e imperial de su cargo. Desarrolló la marina alemana, que era la
genuina alternativa nacional a un ejército dominado por los prusianos,
apoyando las campañas de obtención de fondos y presidiendo las imponentes
revistas navales que se celebraban anualmente en Kiel. Aunque con resultados
medianos, trató de instaurar un culto nacional en torno a la figura de su abuelo
Guillermo el Grande, el fundador del imperio. Viajó a través del imperio,
inaugurando hospitales, bautizando barcos, visitando fábricas y presenciando
desfiles. Y, sobre todo, dando discursos.
Ningún monarca Hohenzollern habló nunca con tanta frecuencia ni tan
directamente a tan grandes multitudes de sus súbditos como Guillermo II.
Tomó a los alemanes como un flujo virtualmente ininterrumpido de
locuciones públicas. Durante el período de seis años que va de enero de 1897
a diciembre de 1902, por ejemplo, hizo 233 visitas a por lo menos 123
ciudades y otras localidades alemanas, en la mayoría de las cuales pronunció

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discursos que luego eran publicados y discutidos en la prensa regional y
nacional. Los discursos de Guillermo, al menos hasta 1908, no fueron piezas
preparadas para él por redactores profesionales. El personal del gabinete civil
se afanaba documentando y escribiendo textos para lugares y ocasiones
especiales, a veces pasando la versión final impresa a un atril de madera que
se entregaba al emperador cuando llegaba el momento, pero su trabajo era en
gran parte inútil —Guillermo prefería hablar sin ayuda—. A diferencia de su
padre que, como príncipe heredero, siempre había escrito sus textos de
antemano y luego «los modificaba una y otra vez», Guillermo pocas veces
preparaba sus discursos con antelación[64]. Eran actos de comunicación
llevados a cabo con consciente improvisación y sin mediación.
Las actuaciones más llamativas del kaiser eran como las pinturas de
historia del siglo XIX —llenas de una rotunda imaginería simbólica, en la que
las tempestades se alternaban con rayos de luz redentora donde todo lo que
rodeaba era oscuridad, y figuras sublimes (con frecuencia miembros de su
propia dinastía) flotaban sobre los insignificantes conflictos del día—. La
meta era dotar de carisma a la monarquía e invocar la clase de situación de
ventaja transcendente y soberana desde la cual el emperador reinaba sobre su
pueblo. Un tema central era la continuidad histórica de la dinastía
Hohenzollern y su misión pruso-alemana[65]. Se enfatizaba la monarquía
imperial como garante última de la unidad del imperio, el punto en el que
«pueden reconciliarse las oposiciones históricas, confesionales y
económicas[66]». Finalmente, la dimensión providencial de la monarquía era
un leitmotiv que recorría todos los discursos de su reinado. Dios lo había
instalado en este elevado puesto con el fin de realizar el plan divino respecto a
la nación alemana. Durante un muy característico mensaje pronunciado en la
Rathaus de Memel, en septiembre de 1907, animó a la audiencia a recordar
que «la mano de la divina providencia» estaba en acción en los grandes logros
históricos del pueblo alemán: «y si Dios Nuestro Señor no hubiese reservado
para nosotros algún gran destino en el mundo, entonces no habría concedido
tan magníficos rasgos y capacidades a nuestro pueblo[67]».
El impacto público de los discursos de Guillermo era variado. Una
dificultad fundamental era que el pueblo que escuchaba sus palabras y
quienes las leían no eran las mismas personas. Las audiencias en vivo
impresionaban fácilmente. Pero las palabras que parecían apropiadas, o
incluso conmovedoras, ante una reunión rústica de junkers de Brandemburgo,
podían serlo menos cuando aparecían en los periódicos de Múnich o de
Stuttgart. A comienzos de 1891 Guillermo decía, en una reunión de

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industriales renanos en Düsseldorf que «el Reich tenía únicamente un
dirigente, y ese soy yo». La observación se entendió como una puñalada a
Bismarck, que, desde su jubilación, se había dedicado a tirar contra el kaiser
en la prensa y se sabía que era popular en los círculos industriales de Renania,
pero también significó una ofensa inesperada para aquellos de la Alemania no
prusiana que lo consideraron un desprecio hacia los príncipes federales.
Después de todo, también ellos eran «gobernantes del Reich[68]».
El hecho es que el cargo público de Guillermo II era una incómoda
mezcla de distintas identidades. Cuando hablaba cada año en el banquete
anual de la Dieta de Brandemburgo, una ocasión que apreciaba en especial,
tenía la costumbre de definirse a sí mismo como «margrave», con el fin de
invocar el único nexo histórico entre su dinastía y su provincia originaria[69].
Se trataba de un gesto inofensivo aunque algo autodramatizante que fue bien
aceptado por los conservadores patanes de la Dieta de Brandemburgo, pero
era muy difícil de tragar para los alemanes del sur, que se lanzaban a estudiar
los textos publicados de tales discursos, al día siguiente, en la prensa diaria.
El amigo íntimo y consejero del emperador Philipp zu Eulenburg, que
ocupaba el cargo de enviado prusiano a Múnich, explicaba el problema en una
carta de marzo de 1892:

La gran elocuencia y las maneras y estilo de Su Majestad ejercen una cautivadora influencia
sobre quienes escuchan y sobre la audiencia —como lo ha demostrado una vez más el humor de
los brandemburgueses tras el discurso de Su Majestad—. Pero en manos del profesor alemán,
una fría valoración del contenido ofrece un panorama diferente… Aquí, en Baviera, la gente está
fuera de sí cuando Su Majestad habla como «margrave», y las palabras del margrave están
impresas en el Reichsanzeiger [Gaceta Imperial —como palabras, por decirlo así, del
emperador—. En la Gaceta Imperial, miembros del imperio esperan oír palabras imperiales —
no se ocupan de Federico el Grande (que se refería a Baviera, como solo ellos saben bien, como
«un paraíso habitado por animales» y así sucesivamente); y no se ocupan de Rossbach y de
Leuten[70].

Las relaciones entre la corona imperial y el estado bávaro fueron una


continua fuente de tensiones. En noviembre de 1891, con ocasión de una
visita a Múnich, a Guillermo II se le pidió que hiciese una anotación en el
libro oficial de visitas de la ciudad. Por razones que no están claras, optó por
escribir el texto «suprema lex regis voluntas» (la ley suprema es la voluntad
del rey). La elección de la cita pudo estar relacionada con una conversación
que el kaiser estaba teniendo en el momento en que se le pidió que firmara en
el libro, pero enseguida adquirió una inesperada notoriedad. Una vez más, fue
Eulenburg quien señaló la pifia:

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No me corresponde preguntar por qué Su Majestad escribió esas palabras, pero yo estaría
cometiendo un acto de cobarde injusticia si no escribiese sobre los efectos negativos que este
texto tuvo en la Alemania del sur donde Su Majestad me ha situado para vigilar […]. Aquí la
gente ve en ella [la afirmación de] un tipo de voluntad imperial personal por encima de la
voluntad de los bávaros. Todo el mundo, sin excepción, se ofendió con las palabras de Su
Majestad, y la observación pareció perfectamente diseñada para ser explotada contra Su
Majestad de la manera menos afortunada[71].

Cuando los caricaturistas suralemanes trataban de denigrar las


pretensiones imperiales del káiser, casi siempre, invariablemente, lo hacían
dibujándole como una figura enfática e incorregiblemente prusiana. Un
admirable dibujo para Simplicissimus de 1909 del caricaturista residente en
Múnich, Olaf Gulbransson, muestra a Guillermo II conversando con el
regente de Baviera en las maniobras imperiales anuales. Ya el escenario
estaba cargado de significado, pues la relación entre los ejércitos imperial y
bávaro era un tema muy sensible en Múnich. El texto dice «Su Majestad
explica las posiciones enemigas al príncipe Ludwig de Baviera». Los
contrastes estereotipados entre prusianos y bávaros se han captado de manera
exquisita en las posturas y vestimenta de ambas figuras. Mientras que
Guillermo está tieso como un huso con su uniforme inmaculado y su casco
puntiagudo, con botas de caballería que brillan como columnas de pulido
ébano, el príncipe Ludwig se parece a un saco de alubias humano: pantalones
demasiado anchos que caen sin forma a lo largo de las piernas, y un rostro
barbudo mira perplejo desde detrás de unos quevedos. Todo lo que está erecto
y es dominante en el prusiano, es cómodamente fláccido en el bávaro[72].
Guillermo II, hemos de decirlo, era singularmente poco adecuado para las
tareas comunicativas de su cargo. Le era imposible expresarse en el estilo
sobrio y mesurado que el público políticamente informado esperaba sin más
de él. Los textos de los discursos eran fáciles blancos para el ridículo.
Resultaban excesivos, pomposos, megalómanos; se «pasaban de la raya»,
como observó un alto personaje del gobierno[73]. Las imágenes y las frases de
sus discursos solían ser recogidas y vueltas contra él en la prensa satírica. Ni
Guillermo I ni Bismarck fueron ridiculizados nunca con tal intensidad
(aunque puede encontrarse un estrecho paralelo en dibujos clandestinos de
Federico Guillermo IV en tiempos de las revoluciones de 1848). Se aplicaban
extensivamente sanciones legales contra la lesa majestad, tales como la
confiscación de números de periódico o el juicio y prisión de los autores y
directores de prensa, pero aquellas eran contraproducentes, pues solían tener
el efecto de aumentar las ventas de los periódicos y de transformar a los
periodistas perseguidos en celebridades nacionales[74]. Los intentos de

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controlar la forma en la que las observaciones del emperador alcanzasen al
gran público resultaron inútiles[75]. Guillermo II viajó tan a menudo y habló
en una variedad tan grande de lugares y contextos que resultó casi imposible
controlar la difusión de la información sobre sus elocuciones. El desgraciado
«Discurso de los hunos» del káiser, en Bremerhaven, el 27 de jubo de 1900
fue un caso pertinente. En esta ocasión, trozos malsonantes de un discurso
improvisado, sin tacto, ante las tropas que se preparaban para embarcar hacia
China llegaron a las imprentas pese a los grandes esfuerzos de los
funcionarios presentes, organizando un alboroto en la prensa y en el
parlamento[76]. El káiser —como más de una celebridad— había aprendido a
cortejar, pero no a controlar, a los medios de comunicación.

52. Maniobras imperiales, caricatura de Olaf


Gulbransson, de Simplicissimus, 20 de
septiembre de 1909.

El cargo imperial carecía, como hemos visto, de un fundamento seguro en


la constitución alemana. Y además carecía de una tradición política. Y no
había, lo que es lo más sorprendente, coronación imperial. Guillermo II era
consciente de estas carencias. Veía, más claramente que sus antecesores, el
fracaso completo de la corona prusiana en instituirse como punto de
referencia en la vida pública del imperio alemán. Llegó al trono decidido a
colmar plenamente la dimensión imperial de su cargo. Viajó constantemente
por los estados alemanes; glorificaba a su abuelo como el santo-guerrero que
había construido una morada para el pueblo alemán, y propugnó nuevos días
festivos y prácticas memoriales públicas para vestir, como así fue, la

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desnudez constitucional y cultural del trono prusiano, con el manto de la
historia nacional. Se proyectó hacia el público alemán como la
personificación de la «idea imperial». En este incesante esfuerzo para hacer
de la corona imperial una realidad política y simbólica en la mente de los
alemanes, los discursos jugaron un papel crucial. Fueron instrumentos de
«movilización retórica» que garantizaba al káiser-rey una preeminencia única
en la vida pública alemana[77]. Para Guillermo, personalmente, ofrecían una
compensación por la situación de coacción política y desautorización en la
que tan frecuentemente llegó a encontrarse. Hay que decir que los discursos
eran, como Walther Rathenau —autor de una de las más incisivas reflexiones
sobre el monarca— observaba en 1919, el único instrumento realmente
efectivo de su imperial soberanía[78].
Si Guillermo tuvo éxito en alcanzar este objetivo es otra cuestión. Por un
lado, las mayores indiscreciones provocaban oleadas de escritos con
comentarios hostiles. Al ser la más visible (o audible) manifestación de la
independencia del soberano, se convirtieron en el principal foco de la crítica
política del «gobierno personal[79]». A largo plazo, su efecto representó una
gradual erosión del estatus político de las declaraciones desde el trono. Se
convertirá cada vez más en algo corriente para el gobierno, sobre todo desde
1908, disociarse completamente de los discursos no bienvenidos, sobre la
base de que estos no eran manifestaciones programáticas vinculantes, sino
meras expresiones de opinión personales por parte del monarca, rectificación
que implicaba que las opiniones políticas del emperador carecían de
consecuencias políticas amplias[80]. Como observó el corresponsal vienés del
Frankfurter Zeitung en 1910, una comparación entre Guillermo II y el
emperador Francisco José de Austria-Hungría revelaba lo contraproducente
que era el uso exagerado por parte de Guillermo de la palabra en público: el
monarca Habsburgo, se destacaba, era un «emperador silencioso» que
distinguía siempre entre su persona privada y el cargo público, y nunca
utilizaba el foro público para hacer declaraciones personales de cualquier tipo,
y aun así, «cualquiera que en Austria se atreva a hablar sobre su emperador
como oímos que se discute [el nuestro] en cada mesa de Alemania, estaría
enfrentándose inmediatamente a serios problemas[81]».
Por otro lado, es notoriamente difícil medir la opinión pública, y
deberíamos ser cautelosos respecto a toda opinión basada exclusivamente en
comentarios de los periódicos —«opiniones publicadas» y «opinión pública»
no son la misma cosa—. El emperador puede haber perdido «el aura del
soberano que está por encima de las críticas», escribió un observador

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extranjero en el otoño de 1908, cuando Guillermo II se hallaba engolfado en
un escándalo por declaraciones sin tacto publicadas en el Daily Telegraph, de
Londres. «Pero por el magnetismo personal que posee, siempre retendrá un
inmenso ascendiente a los ojos de la masa de sus súbditos[82]». Las
invocaciones de Guillermo a la divina providencia eran el surtido jocoso de
los periódicos de mayor calidad, pero tenían un toque de simpatía hacia los
gustos teológicos plebeyos de muchos alemanes humildes. Por la misma
razón sus conocidas denuncias del arte de vanguardia resultaban grotescas y
retrógradas para la intelligentsia cultural, pero tenían un sentido para los más
numerosos consumidores culturales que pensaban que el arte debía
proporcionar evasión y edificación[83]. En Baviera, las ceremonias del «culto
imperial» (desfiles, inauguraciones y celebraciones del aniversario de 1913)
atrajeron una asistencia masiva no solo de las clases medias, sino también de
los campesinos y comerciantes[84]. Incluso en medios socialdemócratas de las
regiones industriales parecía existir un abismo entre la perspectiva crítica de
la élite del SPD y la masa de partidarios socialdemócratas, entre los cuales el
emperador era percibido como la personificación de un «principio patriarcal-
providencial[85]». Las conversaciones registradas por los informadores de la
policía en los distritos de la clase trabajadora en las tabernas de Hamburgo
registraron algunos comentarios despectivos, pero también muchos favorables
e incluso afectuosos sobre «nuestro Guillermo[86]». En la sociedad alemana se
acumulaban importantes (aunque no precisamente cuantificables) reservas de
capital imperial-real. Harían falta las transformaciones sociales y las
perturbaciones políticas de una guerra mundial para agotarlas.

Soldados y civiles

El 16 de octubre de 1906 un mísero vagabundo llamado Friedrich Wilhelm


Voigt llevó a cabo un extraordinario golpe en Berlín. Voigt había pasado gran
parte de su vida en la cárcel. Había dejado la escuela a los catorce años tras
ser acusado de robo, había estado de aprendiz con su un zapatero de Tilsit, en
el extremo este del estado prusiano. Entre 1864 y 1891, fue condenado en seis
ocasiones por robo, atraco y falsificación, por lo que pasó un total de 29 años
tras los barrotes. En febrero de 1906, tras pasar 15 años en la cárcel por
atraco, era de nuevo un hombre libre. Habiéndole sido negado un permiso de
residencia por las autoridades policiales de Berlín, se instaló ilegalmente en
una vivienda cerca de la estación de ferrocarril de Schlesischer Bahnhof,

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donde encontró un lugar como «inquilino de noche», durmiendo en una cama
que era ocupada durante el día por un obrero de una fabrica que hacía el turno
nocturno.
En la segunda semana de octubre de 1906, Voigt se hizo con un uniforme
del I Regimiento de Guardias a Pie juntando prendas y equipo comprado en
tiendas de segunda mano en Potsdam y Berlín. La mañana del 16 de octubre
recogió su uniforme de donde lo había depositado en una consigna en la
estación de Beusselstrasse y se dirigió al parque de Jungfernheide para
cambiarse de ropa. Vestido de capitán prusiano, fue hacia el centro por el
S-Bahn. A mediodía, cuando se estaba haciendo el cambio de la guardia en la
ciudad, Voigt detuvo a un destacamento de cuatro soldados y un suboficial
que volvían a sus barracones tras estar de guardia en las piscinas militares de
Plötzensee. El suboficial ordenó a sus hombres que se pusiesen firmes
mientras Voigt les informaba de que había tomado el mando por la autoridad
de una orden ministerial del rey. Tras despedir al suboficial, Voigt reunió a
otros seis guardias que volvían del servicio en un cercano campo de tiro y
condujo a «sus» tropas a la estación de Putlitzstrasse, donde todos ellos
embarcaron para Köpenick. Durante el trayecto los invitó a unas cervezas en
un kiosko de la estación.
Al llegar al edificio del ayuntamiento Voigt colocó a los guardias en las
principales entradas y se dirigió con algunos de ellos a una sala de oficinas
administrativas donde ordenó la detención del secretario superior de la
ciudad, Rosenkranz, y del alcalde, doctor Georg Langerhans, que resultó ser
teniente de la reserva, se irguió sobre sus pies al ver las charreteras de Voigt y
no hizo ningún intento de resistirse cuando se le dijo que los guardias lo
escoltarían hasta Berlín. Al inspector de policía del ayuntamiento se le
encontró roncando en su despacho —era una tarde de otoño templada en este
tranquilo distrito suburbano— y Voigt le endilgó una severa reprimenda. Al
cajero municipal, Von Wildberg, se le ordenó que abriese la caja fuerte y que
trasfiriese todo su contenido —4000 marcos y 70 pfennig— a Voigt, que le
enseñó un recibo por la cantidad confiscada. Voigt ordenó a un destacamento
de sus guardias que escoltasen a los funcionarios detenidos por ferrocarril y
que se presentasen para informar a la Neue Wache en Unter den Linden.
Minutos después, fue visto abandonando el edificio en dirección a la estación
de Köpenick, donde desapareció de la vista. Más tarde reveló que había
empleado la siguiente hora para volver a Berlín, deshaciéndose de sus ropas
militares y acomodándose en un café de la ciudad con vistas a la Neu Wache.
Desde aquí pudo ver la confusión que se generó cuando los guardias llegaron

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con sus desconcertados prisioneros. El 1 de diciembre de 1906, tras pasar seis
semanas en libertad, fue detenido y condenado a cuatro años de cárcel.
La hazaña de Voigt despertó un enorme interés en su momento. En unos
días el hecho ya estaba siendo satirizado en el escenario del teatro Metropol, y
la prensa internacional lo cubrió ampliamente. La historia del estafador en
uniforme de capitán que se paseó con la caja del dinero del ayuntamiento de
Köpenick bajo el brazo enseguida se convirtió en una de las más preferidas y
duraderas fábulas de la Prusia moderna. Fue escenificado para el teatro en
numerosas versiones, siendo la más famosa la estupenda de Carl Zuckmayr,
Hauptmann von Köpenick, de 1931, más tarde adaptada para el cine en una
película chispeante, con una peculiar atmósfera, protagonizada por el afable
Heinz Rühmann en el papel epónimo. Entre aquellos que sacaron provecho de
la popularidad de la historia se hallaba el propio autor de los hechos: Voigt
fue puesto en libertad de la prisión de Tegel tras permanecer allí menos de la
mitad de su condena, gracias a un perdón real de Guillermo II. A los cuatro
días de su liberación ya estaba haciendo apariciones públicas en el
Passagenpanoptikum, un centro de ocio urbano en la esquina de
Friedrichstrasse y Behrensstrasse, en el centro de Berlín. Habiéndosele
prohibido por parte de las autoridades prusianas que hiciese nuevas
apariciones de este tipo, montó una muy exitosa gira por Dresde, Viena y
Budapest, donde ya era una celebridad. Durante los siguientes dos años, Voigt
apareció en nightclubs y restaurantes, y en ferias, donde repetía su historia y
firmaba postales con su foto de capitán de Köpenick. En 1910 realizó otras
giras por Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá. Fue tanta su
fama que fue modelado en cera para la galería de Madame Tussaud, en
Londres. Por la venta de sus memorias, Cómo me convertí en el capitán de
Köpenick, publicadas en Leipzig en 1909, Voigt se hizo con suficiente capital
para comprar una casa en Luxemburgo, donde se estableció de forma
permanente en 1910. Se quedó en Luxemburgo durante la Primera Guerra
Mundial, muriendo en 1922[87].
En un nivel, este hecho es una parábola sobre el poder de un uniforme
prusiano. El propio Voigt no tenía una figura demasiado impresionante, pues
su apariencia llevaba todas las señales de una vida de pobreza y cárcel —un
informe de la policía basado en palabras de testigos describía al timador como
«delgado», «pálido», «avejentado», «encorvado», «inclinado hacia un lado»,
y «patizambo»—. Era, como observó un periodista, el uniforme, más que su
deteriorado habitante, quien cometió el delito. Visto así, la historia de Voigt
evoca un medio social marcado por un respeto servil a la autoridad militar.

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Este mensaje no desapareció en los contemporáneos: periodistas franceses
vieron en el episodio una prueba más de la obediencia ciega y mecánica por la
que los prusianos eran famosos; The Times comentó con suficiencia que este
era el tipo de cosas que podían pasar solo en Alemania[88]. Según estas
afirmaciones, la historia del capitán era una exposición concentrada del
militarismo prusiano.
Pero la fascinación del episodio reside, seguramente, en su ambivalencia.
La hazaña de Voigt empieza con obediencia, pero termina con risa[89].
Apenas se hubo largado con la caja, su delito se convirtió en un
acontecimiento mediático. Los periódicos de Berlín y alrededores lo
describieron como una «inaudita hazaña de un estafador», «el cuento de un
ladrón tan aventurero y romántico como el de cualquier novela» y concedía
que era imposible reflexionar sobre ello sin sonreír; Voigt fue tildado de
«jeta», «desvergonzado», «hábil» e «ingenioso». El diario socialdemócrata
Vorwärts! informó de que la «acción del héroe» era objeto de las habladurías
de la ciudad; en los restaurantes, en los tranvías, en los trenes se discutía la
«heroica hazaña»: «No es que uno exprese indignación por el robo del tesoro
municipal de Köpenick —más bien, el tono es burlesco, sarcástico—; por
todas partes se adivinaba cierto regocijo ante la ingeniosa travesura de
Köpenick[90]». Empresarios avispados publicaron «postales de simpatía» en
masa con representaciones de antes y después de Voigt como zapatero y
como capitán. A los compradores se les informó de que una porción de los
ingresos que se generasen por la venta estaba destinada a una sociedad local
para la atención a los presos o incluso al propio Voigt[91]. Era precisamente el
elemento cómico, subversivo de la historia lo que Voigt supo explotar tan
hábilmente en sus memorias y en las representaciones teatrales. Como
acontecimiento mediático, la hazaña del capitán tuvo algo de desastre para los
militares prusianos. Fue, como el periodista e historiador socialista Franz
Mehring dijo, «una segunda Jena[92]».
El origen de las risas no es difícil de discernir. El blanco de la broma era
el «militarismo» prusiano. Pero ¿qué significaba exactamente este término?
La palabra comenzó a circular por primera vez como eslogan liberal
antiabsolutista durante las luchas constitucionales de los primeros años 1860
y nunca perderá esta connotación liberal. En los estados del sur de Alemania,
el término «militarismo» se usó ampliamente a finales de los años 1860, casi
siempre con una carga antiprusiana[93]. «Militarismo» se refería al sistema de
servicio militar universal (opuesto al todavía operativo en el sur, donde los
súbditos ricos podían comprar la exención del servicio militar), o al pago de

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contribuciones para los gastos de mantenimiento del ejército nacional, o a la
afirmación, más en general, de la hegemonía prusiana sobre los estados
meridionales. Para los liberales de izquierda, el militarismo significaba altos
impuestos y, potencialmente, gastos estatales sin control. Para algunos
nacional-liberales, el antimilitarismo recogía ecos del romanticismo de milicia
que habían impulsado las reformas de la época napoleónica. Para el análisis
marxista del movimiento socialdemócrata, el militarismo era expresión de la
violencia y represión latente en el capitalismo. Precisamente porque
canalizaba y enfocaba múltiples preocupaciones de acuerdo con
combinaciones cambiantes, el término «militarismo» se convirtió en uno de
los principales «puntos de reunión semánticos» en la cultura política alemana
moderna[94]. En cualquiera de los sentidos en que se usase, centraba la
atención sobre las conexiones estructurales entre lo militar y el más vasto
sistema social y político en el que se hallaba enmarcado.
El ejército fue, sin ninguna duda, una de las instituciones centrales de la
vida prusiana desde 1871. Su presencia se notaba en la vida diaria hasta un
extremo que sería inimaginable hoy en día. El ejército, cuyo arraigo público
había sido bajo durante mucho tiempo en el siglo XIX, surge de las guerras de
unificación en un nimbo de gloria. Su papel en la fundación de la nueva
Alemania se conmemoró a lo largo de la época imperial en los festejos
anuales del Día de Sedan, que rememoraba la victoria sobre Francia. La
institución militar adquirió un nuevo tipo de resonancia pública. Su prestigio
tuvo expresión en los imponentes edificios que aparecieron en las ciudades
con guarniciones para acomodar a las tropas de servicio y a las
administraciones regimentales. Se dio una elaborada cultura de las
manifestaciones militares en forma de desfiles, bandas de música y
maniobras. Los militares se sintieron orgullosos del lugar ocupado en
prácticamente toda festividad pública oficial[95]. Y la proliferación de la
imaginería y símbolos militares se infiltró en la esfera de la vida privada: las
fotografías de uniforme se convirtieron en una posesión valiosa, en especial
para los reclutas de familias rurales pobres para las que las fotografías eran
todavía una costosa rareza; el uniforme se llevaba con orgullo incluso en los
días festivos; se atesoraban las insignias y las medallas militares como
recordatorio de parientes masculinos fallecidos. Las comisiones prusianas de
oficiales de la Reserva —había unas 120 000 en 1914— eran codiciadas
ardientemente como símbolo de estatus en la sociedad burguesa (de ahí los
intentos de los primeros voluntarios judíos para asegurarse el acceso al
cuerpo). Los escolares de las ciudades con guarniciones cantaban canciones

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marciales y marchaban por el patio del recreo. Numerosísimos exsoldados se
unieron a las asociaciones de veteranos y los clubes militares, que
aumentaban rápidamente; en 1913 la Liga Kyffhäuser, la más importante
organización de veteranos de Alemania, contaba con unos 2,9 millones de
miembros[96].
En otras palabras, los militares se entreveraron más profundamente en la
estructura de la vida diaria desde 1871. Evaluar el significado exacto de este
hecho está lejos de ser una tarea fácil. Según un punto de vista influyente, la
militarización de la sociedad imperial-prusiana ensanchó la brecha entre
Alemania y los estados europeos occidentales, sofocando las energías críticas
y liberales de la sociedad civil, perpetuando una consideración jerárquica de
las relaciones sociales e inculcando a millones de alemanes ideas que eran
reaccionarias, chovinistas y ultranacionalistas[97]. Pero, la experiencia
prusiana ¿era realmente tan inusual? Prusia no estaba sola en considerar la
expansión de la cultura militar durante los últimos cuatro decenios anteriores
a la Primera Guerra Mundial. También en Francia los veteranos y los
militares en servicio iban en tropel a los clubes y asociaciones militares. Una
comparación entre la militarización de las conmemoraciones nacionales en
Francia y en Prusia-Alemania desde 1871 revela un estrecho paralelo[98].
Incluso en Gran Bretaña, que era una potencia predominantemente naval,
que se sentía orgullosa categóricamente de la cualidad civil de su cultura
política, la Liga del Servicio Nacional había atraído a unos 100 000 hombres,
incluyendo a 177 miembros de la Cámara de los Comunes. La propaganda de
la Liga combinaba una perspectiva paranoica sobre cuestiones de seguridad
nacional con presunciones racistas sobre la superioridad de la raza
británica[99]. En Gran Bretaña, como en Alemania, los últimos años de la era
victoriana presenciaron un gigantesco despliegue de ceremoniales imperiales.
Lo «civil» y el antimilitarismo en la sociedad británica eran quizá más un
asunto de autopercepción que de una fiel representación de la realidad[100].
Merece la pena destacar, además, que el movimiento por la paz alemán se
desarrolló a una escala sin paralelo en otros lugares. El domingo 10 de agosto
de 1911, se congregaron 100 000 personas en Berlín para protestar contra la
arriesgada política de las grandes potencias durante la Crisis de Marruecos.
Hubo una oleada de protestas semejantes en Halle, Elberfeld, Barmen, Jena,
Essen y en otras ciudades alemanas a finales del verano, culminando en una
ingente manifestación por la paz en Berlín el 3 de septiembre, cuando 250 000
personas atestaron el Parque de Treptow. El movimiento se apaciguó algo en
1912-1913, pero a fines de julio de 1914, cuando la guerra ya era claramente

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inminente, se produjeron de nuevo grandes concentraciones por la paz en
Düsseldorf y en Berlín. La respuesta del público alemán a las noticias de la
guerra no fue, en contra de lo que suele decirse, de entusiasmo universal. Por
el contrario, el humor en los primeros días de agosto de 1914 era apagado,
ambivalente y, en ciertos lugares, temeroso[101].
El «militarismo» era, además, un fenómeno difuso e internamente
fisurado. Había que hacer una distinción entre la mentalidad básicamente
aristocrática y conservadora del cuerpo de oficiales prusiano y las muy
diferentes identidades y nexos implicados en el «militarismo de la gente del
pueblo». La legendaria arrogancia corporativa de la casta de oficiales prusiana
y su desprecio por los valores y normas civiles era básicamente un destilado
del antiguo espíritu exclusivista y corporativo de la nobleza social este-
elbiana, mezclada con la actitud defensiva y la paranoia de un grupo decidido
a no perder su predominio tradicional. En cambio, el carácter de muchos
clubes de veteranos era plebeyo e igualitario. Un estudio sobre los soldados
de la provincia de Hesse-Nassau, anexionada por Prusia, que ingresaron en
los clubes militares en el período 1871-1914, muestra que muchos de estos
eran braceros rurales sin tierras, artesanos y pequeños terratenientes pobres.
No ingresaban por ser entusiastas de la vida militar, sino porque la membrecía
proporcionaba una vía para afirmar su valía, estatus y títulos frente a los
campesinos autosuficientes propietarios de tierras más extensas que
dominaban las comunidades. Ser miembros de los clubes de veteranos era,
pues, un «vehículo de participación». Visto «desde abajo», lo que importaba
de lo militar no era la imposición de deferencia entre los rangos, sino la
igualdad entre los hombres que habían servido juntos[102].
Sea como sea, era más bien la marina alemana, más que el ejército
prusiano, la que atraía el entusiasmo popular por el engrandecimiento
nacional alemán. Por medio de la promoción de un programa masivo de
construcciones navales desde fines de los años 1890, el káiser Guillermo II
intentó erigirse en el genuino gobernante nacional e imperial alemán. El
programa naval alemán atrajo enseguida un enorme apoyo popular. En 1914
la Asociación de la Flota Alemana (Deutscher Flottenverein) contaba con
más de un millón de miembros, la gran mayoría de clase media o media baja.
La marina se consideraba un servicio militar genuinamente nacional, Ubre de
nexos territoriales particularistas, con una visión relativamente meritocrática
en el reclutamiento y en los ascensos. También la serie de innovaciones
tecnológicas que transformaron la construcción de la flota a caballo entre los
dos siglos fue objeto de interés; las naves eran algo emocionante, pues se

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situaban en el filo de lo que la ciencia y la industria alemana podían
conseguir. La flota era asimismo una garantía de una política global alemana
más expansiva bajo la bandera de la Weltpolitik.
Por el contrario, el ejército llevaba la carga de su asociación con la
particularista estructura de poder de Prusia. La organización militarista
popular más radical de los años de preguerra, el Club de Defensa
(Wehrverein), que tenía unos 100 000 miembros en el verano de 1914, era en
realidad muy crítica del militarismo «conservador» de la élite prusiana, que
consideraba reaccionaria, letárgica, de miras estrechas y disminuida por
ociosas distinciones de clase. Tenían razón: hasta 1913 partes del mando
militar prusiano se opusieron a la expansión, alegando que esta diluiría el
aristocrático espíritu de cuerpo de la casta de oficiales inundando los rangos
superiores con aspirantes de la clase media[103].

El ejército y el estado

El fracaso en integrar en un todo la autoridad sobre los asuntos civiles y


militares había sido uno de los fallos definitorios de la constitución prusiana
de 1848-1850. Las revoluciones de 1848, como vimos, constitucionalizaron la
política prusiana sin desmilitarizar la monarquía prusiana. Era un fallo que el
nuevo imperio alemán heredó del antiguo estado prusiano. El problema del
control del gasto militar quedó sin solución. La constitución de 1871 estipuló,
por un lado (Art. 63), que «el emperador determina la fuerza efectiva, la
división y las disposiciones de los contingentes del ejército del Reich» y, por
el otro, que «la fuerza efectiva del ejército sería determinada por la legislación
del Reichstag[104]». La indeterminación de tales disposiciones dio lugar a
conflictos periódicos entre el ejecutivo y el legislativo. En las cuatro
disoluciones del Reichstag decretadas durante la vigencia del imperio (1878,
1887, 1893, 1907), tres se llevaron a cabo por razones relacionadas con el
control de los gastos militares[105].
El ejército prusiano siguió siendo una guardia pretoriana bajo el mando
personal del rey, muy protegido respecto al escrutinio del parlamento. A su
vez, los órganos ejecutivos de la estructura militar alemana quedaron
encajados en las instituciones soberanas del antiguo estado prusiano. No
hubo, por ejemplo, un ministro imperial de la Guerra, sino uno prusiano con
responsabilidades respecto a los asuntos militares imperiales. El ministro
prusiano de la Guerra era nombrado por el emperador (en su facultad de rey

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de Prusia) y juraba lealtad a la constitución prusiana, no a la imperial. Era
responsable ante el káiser en muchos aspectos, pero responsable en asuntos de
presupuesto ante el Reichstag. Con todo, aparecía ante este cuerpo no como
ministro prusiano de la Guerra (pues este cargo estaba claramente
desconectado de la legislatura imperial) sino en su papel complementario
como plenipotenciario de Prusia en el Consejo Federal.
En cuanto a los órganos que administraban el ejército en tiempo de paz y
de guerra, eran completamente independientes de la estructura de la autoridad
civil. El ministerio militar, el cuerpo responsable de las decisiones relativas al
personal (nombramientos y ascensos), fue separado formalmente del ministro
prusiano de la Guerra en 1883, como lo estaba el Estado Mayor General, al
que se confiaba, en caso de guerra, el control total de las operaciones del
ejército en campaña[106]. Ambos, por ello, informaban directamente al propio
monarca. En vez de crear órganos dotados de autoridad para la gestión militar
central, Guillermo II fragmentó aún más la estructura de mando al crear,
pocas semanas después de su subida al trono, una nueva institución militar
conocida por el rimbombante nombre de «Cuartel General de Su Majestad el
Káiser y Rey[107]». E incluso aumentó el número de puestos de mando
militares y navales que despachaban directamente con el emperador[108].
Todo esto era parte de una estrategia consciente para crear un entorno que
permitiese un ejercicio ilimitado de las funciones de mando del monarca[109].
El sistema militar prusiano-alemán siguió siendo, así, un cuerpo extranjero en
el seno de la constitución alemana, aislándolo, institucionalmente, de los
órganos de gobierno civiles y responsables últimos solo ante el propio
emperador, que acabó siendo llamado a partir de 1900 aproximadamente en el
lenguaje corriente el «supremo señor de la guerra[110]». El resultado fue una
perpetua incertidumbre respecto a la demarcación entre la autoridad civil y
militar. Este file el legado más fatal para la nueva Alemania.
En ningún lugar antes de 1914 las potencialidades de esta «decisión
eludida» en el corazón de la estructura política del imperio se revelaron más
perturbadoramente que en la guerra de 1904-1907 en el sudoeste africano
alemán (la actual Namibia), donde estalló una insurrección en enero de 1904.
A mediados de mes, contingentes armados de herero habían rodeado
Okahandja, una ciudad en el centro-oeste de la colonia, saqueando granjas y
puestos de policía, matando a cierto número de colonos alemanes y cortando
las conexiones telegráficas y ferroviarias con Windhoek, la capital
administrativa. El hombre encargado de mantener el orden era el gobernador
Theodor Gotthilf von Leutwein, nativo de Strümpfelbronn, en el Gran

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Ducado de Baden, que servía en la colonia desde 1893 y ocupaba el puesto de
gobernador desde 1898. Al estimarse incapaz de contener la rebelión con la
exigua milicia local (había menos de 800 soldados en una colonia una vez y
media más extensa que el imperio alemán), Leutwein pidió que se le enviasen
urgentemente refuerzos de Berlín y también un comandante experimentado
para tomar el control de las operaciones militares[111]. El káiser respondió
enviando al teniente general Lothar von Trotha, descendiente de una familia
prusiana de Magdeburgo que ya había ocupado varios puestos en ultramar.
Aunque ambos hombres eran oficiales de carrera, ocupaban puestos
diferentes en la estructura política prusiano-alemana. Al ser gobernador,
Leutwein era la autoridad civil más alta de la colonia e informaba
directamente al Departamento de Colonias del Ministerio de Asuntos
Exteriores prusiano que, a su vez, informaba al canciller imperial y al
ministro-presidente prusiano, Bernhard von Bülow. Trotha llegó a la colonia
con una responsabilidad puramente militar y no era responsable directo ante
las autoridades políticas, sino solo ante el Estado Mayor; que se relacionaba
directamente con el káiser. En otras palabras, Leutwein y Trotha estaban
encerrados en dos cadenas de mando separadas. Ambos hombres
personificaban la línea de falla civil-militar que cruzaba la constitución
prusiana.
El gobernador y el general enseguida estuvieron a matar respecto a cómo
manejar la insurgencia. La intención de Leutwein había sido siempre tratar de
maniobrar con el pueblo herero con medios militares hasta llevarlos a una
situación en la que habría sido posible negociar una rendición. Sus esfuerzos
y los de sus subordinados se centraron en debilitar la rebelión aislando a los
elementos más decididos y negociando arreglos por separado con otros
grupos herero. Pero el general Trotha buscaba una salida diferente. Habiendo
intentado, sin éxito, rodear y destruir una gran masa de herero en una furiosa
batalla en Waterberg el 11-12 de agosto de 1904, cambió a una política de
genocidio. El 2 de octubre, el general lanzó una proclama en toda la colonia,
que leyó a las tropas bajo mando alemán. Redactada en el rimbombante
alemán tipo Salvaje Oeste de las novelas de Karl May, concluía con una
inequívoca amenaza:

El pueblo de los herero debe abandonar el país. Si el pueblo no lo hace, lo obligaré con la Gran
Pipa [la artillería]. Dentro de las fronteras alemanas, todo hombre herero al que se encuentre con
o sin armas, con o sin ganado, será muerto. Ya no tomaré prisioneros a más niños o mujeres.
Sino que los conduciré de nuevo junto a su gente u ordenaré que se dispare contra ellos. Estas
son mis palabras al pueblo de los herero. [Firmado:] El gran general del poderoso káiser
alemán[112].

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Todo esto no era precisamente un ejercicio de guerra psicológica. En una
carta escrita dos días más tarde a sus superiores en el Estado Mayor prusiano,
Trotha explicaba su actuación. La «nación de los herero», declaraba, sería
«aniquilada como tal» o, cuando esto no fuese así, «expulsada del territorio».
Ya que la victoria por medio de combates directos parecía imposible, Trotha
propuso, en cambio, ejecutar a todos los herero de sexo masculino capturados
y conducir a las mujeres y a los niños a las zonas desérticas de la colonia,
donde su muerte a causa de la sed, desnutrición o enfermedades era una
certeza real. No había razones, afirmaba, para hacer excepciones con las
mujeres y niños herero, ya que estos solo infectarían a las tropas alemanas
con sus enfermedades y aumentarían el gasto de los suministros de agua y
comida. Esta insurrección, concluía diciendo Trotha, «es y seguirá siendo el
comienzo de una lucha racial…»[113].
En una carta dirigida al Departamento de Colonias del Ministerio de
Asuntos Exteriores prusiano a finales de octubre —en otras palabras, a la
autoridad colonial civil en Berlín—, el gobernador Leutwein defendía su muy
diferente visión de la situación: tal como él la veía, Trotha había empeorado
el conflicto de la colonia al destruir los intentos de los subordinados de
Leutwein de negociar el fin de la lucha. Si se hubiesen seguido estas
iniciativas, afirmaba Leutwein, la rebelión podía haber sido resuelta ya. En el
centro de la crisis había un problema de delimitación. Al adoptar una política
deliberada de asesinatos y desplazamientos indiscriminados, Trotha se había
excedido en cuanto a su competencia como comandante militar.

Soy de la opinión de que mis derechos como gobernador se han visto comprometidos. Sobre la
cuestión de si un pueblo debe ser destruido o cazado a través de las fronteras, no es una cuestión
militar, sino política y económica[114].

En un desesperado telegrama del 23 de octubre de 1904 Leutwein pedía


«aclaraciones sobre cuánto poder político y cuánta responsabilidad quedaba
todavía en manos del gobernador[115]».
El canciller y ministro-presidente prusiano, Bernhard von Bülow,
compartía los recelos de Leutwein respecto al extremismo de Trotha. La
«total y planificada extirpación» de los herero, informaba Bülow al
emperador alemán, podía ser contraria a los principios cristianos y
humanitarios, y devastar económicamente y dañar la reputación internacional
de Alemania. Con todo, aunque era la figura política más antigua en Prusia y
en el imperio, carecía de autoridad sobre el general Trotha o sobre su superior
en el Estado Mayor General prusiano, y por lo tanto no tenía los medios

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necesarios para resolver la crisis de la colonia con una intervención directa.
Las cadenas de mando civil y militar convergían solamente en la persona del
kaiser. Con el fin de alcanzar sus objetivos, Bülow tenía, pues, que maniobrar
ante el emperador para anular las órdenes de matar de Trotha del 2 de octubre.
Así se hizo, tras un enfrentamiento con el Estado Mayor General sobre varios
detalles técnicos, y acabó enviándose a la colonia, el 8 de diciembre, una
nueva orden imperial; sin embargo, para los herero era demasiado tarde.
Cuando llegó la orden de detener la matanza y las expulsiones forzadas, una
buena parte de la población indígena ya había perecido, la mayoría en las
áridas zonas del Omaheke, en el este de la colonia[116].
El abismo constitucional entre las estructuras de la autoridad civil y
militar (prusiana) permaneció abierto durante toda la vida del imperio alemán.
Esto exacerbó la situación en Alsacia-Lorena, donde los administradores
civiles y los comandantes de cuerpos chocaron por varios asuntos, el más
famoso de los cuales fue el incidente de Zabern, en octubre de 1913, cuando
unas observaciones insultantes por parte de un joven oficial provocaron una
serie de choques con la población local, que culminaron en la detención ilegal
de unos veinte ciudadanos. Los militares habían sobrepasado claramente los
límites de su competencia y se produjeron fuertes protestas por parte de las
autoridades civiles. Y hubo alboroto nacional a causa de este asunto. Solo con
grandes dificultades consiguió el canciller convencer al emperador de que
tomase medidas disciplinarias contra los principales responsables[117].
¿Se dio una dimensión específicamente prusiana en la guerra que estalló
en agosto de 1914? Una guerra en dos frentes, cercada por una coalición de
potencias europeas —esto había sido una pesadilla para los prusianos, más
que para los sajones, los badeneses o los bávaros. De todos los estados
alemanes del siglo XIX, solo Prusia debía temer una agresión debido a que sus
fronteras estaban expuestas al limitar con territorios de grandes potencias en
el este y en el oeste. En este sentido, el Plan Schlieffen con sus puntas de
lanza hacia el oeste y el este, cuidadosamente sopesadas, era un mecanismo
intrínsecamente prusiano. Además, para muchos contemporáneos, pareció
obvio que la movilización de 1914 caía dentro de una secuencia de anteriores
«citas con el destino» prusianas: 1870, 1813, 1756. Referencias a estos
precedentes surgieron por todas partes en las discusiones públicas que
versaban sobre las noticias de la guerra en 1914. Tales invocaciones a la
continuidad ocultaban, naturalmente, el hecho de que la constelación de 1914
había nacido de los cambios fundamentales provocados por la unificación
alemana. Se trataba de una guerra del imperio alemán, no del estado prusiano.

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Cuando los contemporáneos invocaban la «memoria» de las anteriores
guerras prusianas, estaban, de hecho, proyectando sus preocupaciones
nacionalistas de 1914 sobre el pasado prusiano: 1813 era recordado
(falsamente) como un levantamiento nacional alemán contra los franceses; el
ataque preventivo de Federico el Grande en 1756 fue reconvertido en un
hecho de armas «alemán o incluso panalemán[118]».
No había nada especialmente novedoso en la combinación del pasado
prusiano con el alemán —el siglo desde las guerras napoleónicas había
presenciado la gradual nacionalización de los más prestigiosos símbolos
territoriales, desde la Cruz de Hierro hasta Federico el Grande y la reina Luise
—. Vista desde esta perspectiva, la historia de Brandemburgo-Prusia no era
sino un episodio de una historia alemana mayor, cuyos primeros capítulos
recordaban las antiguas cadencias de la «Canción de los Nibelungos» y de los
retorcidos robles del bosque de Teotoburgo, donde Hermann el Querusco
había derrotado en su momento a los ejércitos romanos. Es un detalle
significativo que la primera victoria alemana en el este, el cerco y destrucción
del II Ejército ruso entre el 26 y el 31 de agosto, no se denominase con el
nombre de alguna de las oscuras localidades prusianas orientales —
Grünfliess, Omulefofen, Kurken— en torno a las cuales tuvo lugar realmente
el choque, sino con el de Tannenberg, a unos 30 kilómetros más al oeste: el
nombre fue elegido deliberadamente para rememorar la batalla como
respuesta de Alemania a la derrota infligida por los polacos y lituanos a los
caballeros de la Orden Teutónica en la «primera» batalla de Tannenberg en
1410, acontecimiento antecesor del reino de Prusia y que rememoraba la
época de la colonización alemana en el este.
Lejos de consolidar una identidad estatal prusiana diferenciada, la
experiencia de la guerra tuvo un efecto corrosivo, acentuando la primacía de
la lucha nacional alemana pero, al mismo tiempo, exacerbando el sentimiento
antiprusiano en las provincias anexionadas más recientemente. La guerra
tensó los nervios del ejecutivo imperial, creando nuevas y poderosas
autoridades transregionales y acelerando la integración económica.
Incrementó, asimismo, la conciencia de la nación como una comunidad de
solidaridad al crear nuevas relaciones de interdependencia: los daños y
trastornos que cayeron sobre la Prusia Oriental, por ejemplo, durante la breve
ocupación rusa provocaron una masiva oleada de donaciones caritativas en
todo el imperio. El acantonamiento, el servicio militar y el aumento de las
formas de ayuda y suministros sociales organizados a escala nacional, todo
ello había contribuido a profundizar la identificación con la comunidad

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imaginada de todos los alemanes. Incluso en Masuria, donde el apego al
estado de los Hohenzollern había sido fuerte tradicionalmente, «las últimas
huellas de la identidad prusiana prenacional fueron presas de un patriotismo
pangermano[119]».
Por otro lado, la guerra estimuló el resentimiento regionalista, incluso
entre las tropas en servicio. El control de las cartas de los soldados que
estaban en el frente reveló que la denigración de «los prusianos» era algo
corriente entre las tropas renanas, hanoverianas e incluso entre las silesianas.
Lo mismo puede decirse, incluso en mayor grado, de las tropas bávaras —su
desesperación debido a la duración y desarrollo de la guerra se expresó en
frecuentes explosiones de rabia contra los prusianos, cuya arrogancia y
«megalomanía» se suponía que estaban prolongando la guerra—. Un bávaro,
observador de la policía, resumía la actitud de los soldados bávaros que
volvían del frente de permiso: «Tras la guerra, hablaremos francés, pero
mejor francés que prusiano, estamos hartos y cansados de esto…». Otros
informes de 1917 avisaba sobre la intensificación del «odio hacia Prusia»
entre la población civil del sur[120].
El más importante legado prusiano a la Alemania del tiempo de guerra era
de carácter constitucional. El problema de la constitución militar alemana se
hizo aun más agudo tras el estallido de la guerra. El día de la movilización, la
Ley de Sitio alemana del 4 de junio de 1851 entró en vigor en todo el imperio.
De acuerdo con este antiguo estatuto, los 24 distritos de los cuerpos de
ejército fueron puestos bajo la autoridad de sus respectivos comandantes
generales, que fueron investidos con poderes cuasidictatoriales. El
paralelismo de las cadenas de mando civil y militar que habían creado tensión
en Alsacia-Lorena antes de 1914 y la pesadilla del África del Sudoeste, se
extendía ahora al imperio en conjunto. El resultado fue ineficacia, dispendio y
desorden cuando los «veintipico gobiernos en la sombra» lucharon contra la
administración civil en toda Alemania (excepto en Baviera, donde el
comandante de distrito estaba sujeto a la autoridad del ministro de la Guerra
bávaro)[121].
En la cúspide del estado alemán, asimismo, los dirigentes militares
explotaron los defectos prusianos en el sistema para usurpar los poderes de la
administración civil. Los personajes clave detrás del enfrentamiento eran dos
productos arquetípicos de la institución militar prusiana: Paul von Hindenburg
und Beneckendorf (nacido en 1847), proveniente de una familia de junkers de
la provincia de Poznan, que había estudiado en la escuela de cadetes de
Wahlstatt y Berlín; y Erich Ludendorff (nacido en 1865), hijo de un

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terrateniente de la misma provincia, que había ido a la Cadetten-Haus Real
Prusiana de Plön, Holstein, y a la escuela de cadetes de Gross-Lichterfelde,
cerca de Berlín. Ludendorff era un adicto al trabajo, asustadizo y nervioso,
dado a violentos cambios de humor. Hindenburg, por el contrario, era una
figura dominante, carismática con unos bigotes erizados y una cabeza casi
rectangular; infundía calma y confianza en todo momento. Ludendorff era el
táctico y estratega más brillante, pero Hindenburg era un comunicador más
dotado. Se trataba de una asociación altamente eficaz para el tiempo de
guerra[122]. Hindenburg había dejado el ejército a la edad de 64 años en 1911,
pero se le volvió a llamar al estallar la guerra y fue enviado a Prusia Oriental
para mandar el VIII Ejército alemán contra los rusos. Ludendorff, tras un
breve período de servicio en Bélgica, fue enviado a Prusia Oriental para
colaborar con Hindenburg como su jefe de Estado Mayor. Tras dos
importantes victorias contra los ejércitos rusos II y I en la batalla de
Tannenberg y de los Lagos Masurianos (26-30 de agosto y 6-15 de
septiembre de 1914), Hindenburg fue nombrado comandante supremo de las
tropas alemanas en el frente del este.
En el invierno de 1914 se había abierto una brecha en el mando militar
alemán. Erich von Falkenhayn, jefe del Estado Mayor General y favorito del
emperador, afirmó que la clave del éxito final residía en el frente occidental y
estaba decidido a emplear el grueso de los recursos alemanes en ese sector.
En cambio, Hindenburg y Ludendorff, crecidos por la escala de sus éxitos
ante los rusos, pensaban que la clave de la victoria alemana estaba en la
completa destrucción de las fuerzas rusas en el este. El 11 de enero de 1915
Hindenburg —con una iniciativa sin precedentes en la historia del ejército
prusiano amenazó con dimitir a menos que Falkenhayn fuera destituido. La
destitución fue rechazada y Falkenhayn siguió en su puesto, pero los dos
comandantes del este fueron minando gradualmente su autoridad, presionando
a Guillermo II para que permitiese la reestructuración del mando del este para
reducir sustancialmente la posición del jefe de Estado Mayor. En el verano de
1916 Guillermo, finalmente, se plegó ante lo inevitable, destituyó a
Falkenhayn y nombró a Hindenburg jefe del Estado Mayor General, con
Ludendorff como intendente general.
Había una dimensión popular en este ascendiente de la dirección militar.
Un culto desarrollado alrededor del rechoncho general; su aspecto, con su
inconfundible cabeza rectangular, reproducida y exhibida infinitamente en los
espacios públicos. Las «estatuas de Hindenburg», colosos de madera erigidos
en las plazas de las localidades, tachonadas con alfileres devocionales

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comprados con donaciones a la Cruz Roja, fueron surgiendo por toda
Alemania. Hindenburg parecía responder al anhelo existente en varios
cuarteles, durante la guerra, de un Führer cuya autoridad y poder sobre
amigos y enemigos a la vez fuesen absolutos y sólidos. En palabras de un
prominente industrial, lo que necesitaba Alemania en sus horas más
tenebrosas era «un hombre fuerte, que, solo, pueda salvarnos del abismo[123]».
No hacía falta decir que ni Guillermo II ni el canciller Bethmann Hollweg
estaban cualificados para este papel.
Habiéndose hecho con el cargo militar más poderoso del imperio por
medio de anónimos e insubordinación, Hindenburg y Ludendorff se dedicaron
ahora a minar la autoridad del liderazgo civil. De uno en uno, forzaron al
káiser a destituir a ministros y a altos funcionarios que parecían contrarios a
sus objetivos. A comienzos de julio de 1917, cuando supieron que el canciller
estaba preparando una reforma del derecho de voto en Prusia, ambos hombres
viajaron en tren hasta Berlín para exigir la dimisión de Bethmann Holweg. En
un primer momento el emperador se mantuvo firme: Bethmann siguió en su
puesto y las reformas respecto al derecho al voto fueron anunciadas sin más el
11 de julio. Al día siguiente, en un nuevo espasmo de insubordinación,
Hindenburg y Ludendorff telefoneaban a Berlín para anunciar que dimitían,
insistiendo en que ya no colaborarían más con el canciller. Para salvar al
káiser de un continuado tormento, Bethmann dimitió dos días más tarde. Su
salida significó una brecha fundamental en la historia política del imperio. De
ahora en adelante el emperador estará en gran medida a la merced de los
«hermanos siameses». El mando militar intervendrá ampliamente en la vida
civil, adoptando nuevas normas laborales y movilizando la economía para la
guerra total. Alemania cayó bajo lo que fue, en realidad, una dictadura militar
hasta el último día de la guerra.

Un rey se va, el Estado permanece

Los últimos días de la monarquía prusiana fueron acompañados por el


ridículo más que por la tragedia. Guillermo II había quedado blindado por su
entorno para evitarle las peores noticias sobre el colapso de la ofensiva
alemana de 1918. Sufrió un verdadero choque cuando supo por el propio
Ludendorff, el 29 de septiembre, que la derrota era inevitable e inminente. El
futuro de Guillermo como soberano estaba ahora en cuestión. Durante la
última semana de la guerra, se discutía este asunto cada vez más y más

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ampliamente, en especial después de que las normas de censura se relajaran a
mediados de octubre. Esto adquirió una mayor urgencia por las palabras del
14 de octubre, con las que el presidente estadounidense Wilson se refirió a «la
destrucción de todo poder arbitrario en cualquier lugar donde pueda […]
perturbar la paz mundial», y añadió amenazadoramente que «el poder que
hasta ahora ha controlado a la nación alemana es del tipo aquí descrito. Y está
en manos de la nación alemana alterar esto[124]». Muchos alemanes infirieron
de estos comunicados que solo una supresión total de la monarquía prusiano-
alemana dejaría satisfechos a los estadounidenses. Cada vez era mayor el coro
de quienes pedían la abdicación del emperador, y se planteó si el monarca
podía estar a salvo en la ciudad de Berlín. El 29 de octubre Guillermo dejaba
la capital para dirigirse al cuartel general de Spa. Había gente cercana a él que
pensaba que esta era la única salida para evitar la abdicación, e incluso que su
presencia en el cuartel general daría nuevo vigor a la moral alemana en el
frente y esto daría la vuelta a la fortuna alemana[125]. Sin embargo, en
realidad, como la fatídica huida a Varennes del cautivo rey Luis XVI, el
traslado a Spa propinó un drástico golpe al prestigio de Guillermo y sus
colaboradores.

53. «¡Comprad bonos de guerra! Los tiempos


son duros, pero la victoria es segura», póster
diseñado por Bruno Paul, 1917.

Durante la última semana de su reinado, una atmósfera de irrealidad


penetró en el séquito real imperial. Planes inverosímiles fueron objeto de gran

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atención, incluida una propuesta sobre que Guillermo podría redimir la
dignidad del trono sacrificándose en un ataque suicida contra las líneas
enemigas. El rey habló de marchar de nuevo a Berlín a la cabeza de «su
ejército». Pero los militares le informaron de que el ejército ya no lo tenía a él
al mando. Luego él jugó con varias posibilidades de abdicación —¿quizá
podría abdicar como kaiser, pero permanecer como rey de Prusia?—. Pero
con la revolución extendiéndose por las ciudades de Alemania no había
credibilidad en este quijotesco intento de desenredar los dos cargos que
habían quedado atrapados sin salida desde la proclamación del imperio. Los
acontecimientos políticos dejaron atrás y cubrieron las angustiosas
deliberaciones de Spa. A las dos de la tarde del 9 de noviembre, precisamente
cuando estaba a punto de firmar una declaración de abdicación del trono
imperial, pero no del prusiano, llegaron noticias al cuartel general de que el
nuevo canciller imperial, Max von Baden, ya había anunciado la abdicación
del emperador respecto a ambos tronos una hora antes, y que el gobierno
estaba ahora en manos del socialdemócrata Philipp Scheidemann. Tras
algunas horas empleadas en asimilar el impacto de estas importantes noticias,
Guillermo subió al tren real hacia Alemania sin haber firmado ningún
instrumento de abdicación (acabaría firmándolo respecto a ambos tronos el 28
de noviembre). Cuando quedó claro que una vuelta a Alemania estaba fuera
de lugar, el tren real cambió de dirección, dirigiéndose a Holanda. Después de
oír que partes del ferrocarril en dirección a la frontera habían caído bajo el
control de los «revolucionarios», la partida real se trasladó a un pequeño
convoy de automóviles. A primeras horas del 10 de noviembre de 1918,
Guillermo cruzaba la frontera holandesa y dejaba su país para siempre.
Hay algo conmovedor —si lo vemos con perspectiva— en este sobrio
final holandés de la historia de la monarquía de los Hohenzollern. La
conversión al calvinismo del elector Juan Segismundo en 1613 había sido un
homenaje a la robusta cultura política y militar de la República Holandesa.
Fue aquí donde el joven Federico Guillermo halló un refugio seguro durante
los tenebrosos días de la Guerra de los Treinta Años, y fue en la Casa de
Orange, calvinista, que entonces gobernaba, donde escogió a su esposa. En
años posteriores, el Gran elector trató de remodelar su patrimonio a imagen de
la República. El nexo dinástico entre ambas casas se renovó periódicamente,
sobre todo en 1767 cuando Guillermo V de Orange casó con la princesa
Wilhelmina de Prusia, sobrina de Federico el Grande y hermana de Federico
Guillermo II. La estrecha relación familiar sirvió de pretexto para la
intervención de Prusia en Holanda en 1787, cuando Federico Guillermo II

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encabezó una pequeña fuerza que invadió los Países Bajos para consolidar la
autoridad de la Casa de Orange contra las maquinaciones del «Partido
Patriótico» apoyado por Francia. En 1830-1831, los prusianos apoyaron al rey
holandés (sin éxito) en su intento de impedir la secesión de Bélgica de los
Países Bajos Unidos. Y, finalmente, al final de la Primera Guerra Mundial, el
último de los reyes prusianos pidió y obtuvo asilo en los Países Bajos.
Para el káiser-rey era un asunto de vida o muerte, pues era ahora el
hombre más buscado de Europa. Pero la reina Wilhelmina de los Países Bajos
se negó enérgicamente a acceder a las exigencias aliadas de que el kaiser
fuese extraditado para ser sometido ajuicio como criminal de guerra
(procedimiento que podía muy bien acabar con la ejecución del monarca por
ahorcamiento). Tras un breve ínterin como huéspedes de un noble holandés,
Guillermo y su mujer y lo que quedaba de su séquito, se establecieron en
Doorn, en una agradable residencia campestre. «Huis Doorn» fue
nacionalizada por el gobierno holandés al terminar la Primera Guerra
Mundial, y hoy puede ser visitada. Todavía sugiere la intensa e irreal
atmósfera de un reino liliputiense en el que los títulos y rituales de la extinta
monarquía prusiano-alemana se seguía observando puntillosamente en las
estancias abarrotadas de recuerdos regioimperiales, muebles salvados, retratos
de familia y tarjetas de buenos deseos. Aquí Guillermo II pasó lo que le
quedaba de vida (murió el 4 de junio de 1941) mientras aserraba madera con
su brazo bueno, leyendo, escribiendo, charlando y bebiendo té.
«Como prusiano, ¡me siento traicionado y vendido!», declaraba el
dirigente conservador Ernst von Heydebrand und der Lasa ante la cámara baja
del Landtag de Prusia en diciembre de 1917. Se refería al hecho de que el
recién nombrado canciller y ministro-presidente de Prusia, el conde Georg
von Herding, era bávaro, mientras que su delegado, Friedrich Payer, era un
liberal de izquierdas de Württemberg. Las secretarías de estado imperiales,
que ahora asistían rutinariamente a las reuniones del Ministerio de Estado
prusiano eran un ulterior signo de la menguante autonomía de Prusia dentro
del sistema alemán. «¿En qué ha acabado esta nuestra Prusia?»[126]. Estas
fueron las palabras de un hombre que supo que su época estaba llegando a su
fin. El sistema de votación de las tres clases, soporte vital de la máquina de la
hegemonía conservadora, ya estaba puesto sobre aviso. Los otros puntales del
sistema conservador —la Cámara de los Lores, la corte regia y el sistema de
patronazgo que iba con ella— fueron todos ellos barridos por la derrota y la
revolución de 1918-1919. La clase dirigente conservadora-agraria, red que

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conectaba el mundo de las propiedades rurales con el comedor de oficiales y
los pasillos ministeriales, perdió su anclaje formal en la estructura del estado.
Algo estaba llegando a su fin. No era el mundo, naturalmente, ni Prusia;
era un mundo prusiano particular, o mejor dicho el mundo del particularismo
prusiano. La «Vieja Prusia» había estado largo tiempo a la defensiva. Ante la
amenaza del cambio, sus campeones habían insistido siempre en la unicidad
de su carácter distintivo y de sus instituciones. Pero su defensa de Prusia
siempre había sido parcial: ellos hablaban de la Prusia protestante de las
propiedades rurales, no de la Prusia católica y socialista de las ciudades
industriales. Veían la quintaesencia de la identidad prusiana en el carácter
colectivo de una clase específica y de las solidaridades deferentes de una
Elbia Oriental idealizada.
Pero los conservadores no monopolizaron la lealtad a Prusia, aunque, a
veces, habían pensado que lo hacían. Siempre había existido una tradición
alternativa —no particularista sino universalista por temperamento— apegada
no a la personalidad única de una comunidad «adulta» históricamente
específica, sino al estado como instrumento de cambio impersonal,
transhistórico. Esta era la Prusia celebrada en el primer gran florecimiento de
la «escuela prusiana» cuyas historias proliferaron tras la unificación. En los
grandes textos de los historiadores «borusios», el estado manifestaba orgullo
del lugar. Era la compacta respuesta protestante a las difusas estructuras del
Sacro Imperio Romano. Pero era también un antídoto a la bruma y estrechez
de la provincia y un contrapeso de la autoridad de quienes llevaban aquí la
voz cantante. Mientras la narración histórica en la Gran Bretaña victoriana
mostraba la huella de la teleología whig, según la cual toda la historia era el
ascenso a la sociedad civil como portadora de libertad ante el estado
monárquico, en Prusia los polos de los argumentos se invertían. Aquí era el
estado el que surgía, desplegando gradualmente su orden racional en lugar de
los regímenes arbitrariamente personalizados de los viejos nobles.
Esta celebración del estado como portador de progreso no fue una
invención del siglo XIX ya que puede remontarse, por ejemplo, a los tratados y
textos del teórico político y a veces historiador de la corte de Brandemburgo,
Samuel Pufendorf. Sin embargo la idea del estado adquirió un carisma intenso
en tiempos de las reformas de Stein-Hardenberg, cuando fue posible hablar de
fusionar la vida del estado con la del pueblo, de desarrollar el estado como
instrumento de la emancipación, ilustración y ciudadanía. Y nadie, como
hemos visto, cantó la canción del estado más dulcemente que Hegel, el
filósofo suabo que vivió y enseñó en Berlín desde octubre de 1818 hasta su

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muerte en 1831, y que una vez había comentado que las arenas sin forma de
Brandemburgo eran un escenario más idóneo para las especulaciones
filosóficas que el atestado paisaje romántico de su tierra natal. En los años
1820, Hegel, que ya era algo así como una celebridad académica, enseñaba a
generaciones de estudiantes en Berlín que la reconciliación de lo particular y
de lo universal —ese Santo Grial de la cultura política alemana— se había
conseguido en el estado prusiano reformado de su tiempo[127].
La influencia de esta exaltada concepción del estado fue sentida tan
ampliamente que dotó de un regusto distintivo al pensamiento político y
social prusiano. En su El proletariado y la sociedad (1848), Lorenz Stein, uno
de los alumnos más aventajados de Hegel, observaba que Prusia, a diferencia
de Francia o Gran Bretaña, poseía un estado que era suficientemente
independiente y con autoridad para intervenir en los conflictos de intereses de
la sociedad civil, evitando así la revolución y salvaguardando a todos los
miembros de la sociedad de la «dictadura» del interés particular. Así, pues,
dependía de Prusia el cumplimiento de su misión como «monarquía de la
reforma social». Una postura muy semejante fue la del influyente «socialista
de estado» conservador Cari Rodbertus que, en los años 1830 y 1840,
afirmaba que una sociedad basada únicamente en el principio de propiedad
excluiría siempre a quienes careciesen de propiedades de una verdadera
membrecía —solo un estado autoritario y colectivista podía soldar a los
miembros de la sociedad en un conjunto incluyente y significativo[128]—. Los
argumentos de Rodbertus influyeron, a su vez, en el pensamiento de Hermann
Wagener, director del ultraconservador Neue Preussische Zeitung (conocido
por Kreuzzeitung, debido a que mostraba una gran cruz de hierro en su
cabecera). Incluso el más romántico de los conservadores, Ludwig von
Gerlach, veía en el estado la única institución capaz de proporcionar un
sentimiento de finalidad e identidad a las masas de la población[129].
Para muchos protagonistas de esta tradición resultaba evidente por sí
mismo que el estado debía tener una mayor o menor responsabilidad limitada
en beneficio del bienestar material de los gobernados. Entre los más
influyentes lectores de Lorenz Stein a finales del siglo XIX estaba el
historiador Gustav Schmoller, que acuñó el término «política social»
(Sozialpolitik) para dirigir el derecho y la obligación del estado a intervenir en
apoyo de los miembros de la sociedad más vulnerables; dejar que la sociedad
regule sus propios asuntos, afirmaba Schmoller, es invitar al caos[130].
Schmoller estaba estrechamente relacionado con el economista y «socialista
del estado» Adolph Wagner, que obtuvo una cátedra en la Universidad de

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Berlín en 1870. Wagner, entusiasta estudiante de los escritos de Rodbertus,
estaba entre los miembros fundadores de la Asociación para la Política Social,
fundada en 1872, uno de los primeros foros de debate importantes sobre las
obligaciones sociales del estado. Wagner y Schmoller ejemplificaban el punto
de vista de la «escuela histórica joven» que floreció en el terreno de la
tradición hegeliano-prusiana[131]. Su creencia en la misión social redentora
del estado tenía una gran repercusión en un entorno político afectado por los
daños de la recesión que se instala desde 1873 y que buscaba alternativas a la
doctrina liberal del laissez-faire que parecía haber agotado su credibilidad.
Tan fuerte era el tirón intelectual de la política social que atrajo a elementos
muy diversos, incluidos los nacional-liberales, a los dirigentes del Partido del
Centro, a los socialistas del estado y a figuras conservadoras como Bismarck,
incluyendo al director del Kreuzzeitung Hermann Wagener, que era consejero
de Bismarck en asuntos sociales en los años 1860 y 1870[132].
Así, pues, el escenario ya estaba dispuesto desde hacía mucho tiempo para
la pionera legislación social bismarckiana de los años 1880. La Ley de Seguro
Médico de 15 de junio de 1883 creó una red de proveedores de seguros
locales que dispensaban fondos provenientes de los ingresos generados por
una combinación de las contribuciones de los trabajadores y empleadores. La
Ley de Seguro de Accidentes de 1884 estableció acuerdos para conceder
cobertura en casos de enfermedad y de heridas relacionadas con el trabajo. El
último de los pilares fundacionales de la legislación social alemana llegó en
1889, con la Ley de Seguro de Edad e Invalidez. Los presupuestos eran
cuantitativamente exiguos para los estándares actuales, y los pagos eran muy
modestos, y el alcance de las nuevas medidas estaba lejos de ser total —por
ejemplo, la ley de 1883 no se aplicaba a los trabajadores rurales—. Sin
embargo, en ningún momento la legislación social del imperio estuvo cerca
de invertir la tendencia hacia una creciente desigualdad económica de la
sociedad prusiana o alemana. Está claro, además, que los motivos de
Bismarck fueron estrechamente manipuladores y pragmáticos; su principal
preocupación era ganar a las clases trabajadoras para la «monarquía social
prusiano-alemana y así paralizar al creciente movimiento socialdemócrata».
Pero personalizar el asunto es perder de vista la cuestión. El apoyo de
Bismarck a los seguros sociales fue, después de todo, simplemente una
articulación de una más amplia «coalición de discurso» con raíces culturales e
históricas profundas. En esta situación ideológica apropiada, las disposiciones
asequibles de acuerdo con las leyes estatales de seguros se expandieron con
rapidez, hasta el punto de que comenzaron a tener un impacto notable en el

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bienestar de los trabajadores y, quizá, incluso, como Bismarck había
esperado, un efecto apaciguador sobre su política[133]. El impulso reformista
continuó en los primeros años 1890, cuando la nueva administración con
Guillermo II y el canciller Caprivi adoptó leyes laborales que representaron
medidas progresistas en el campo de la seguridad industrial, condiciones de
trabajo, protección de la juventud y arbitraje. El principio que incorporaron,
especialmente el referido a que «las fuerzas empresariales han de respetar los
intereses protegidos por el estado de todos los grupos», continuó siendo el
tema dominante en la política imperial y prusiana a lo largo de los decenios
siguientes[134].
En vísperas de la Primera Guerra Mundial el estado prusiano era grande.
Entre los años 1880 y 1913 se expandió hasta abarcar a un millón de
empleados. Según una valoración publicada en 1913, el ministerio prusiano
de obras públicas era el «mayor empleador del mundo». Solo la
administración de ferrocarriles prusiana empleaba a 310 000 trabajadores, y el
sector minero de control estatal, a otros 180 000. En todos los sectores, el
estado prusiano ofrecía servicios sociales decisivos, incluyendo seguros para
desempleados y de accidentes y programas de protección médica. En un
discurso de 1904, el ministro prusiano de obras públicas, Hermann Friedrich
von Budde, excadete y oficial de Estado Mayor, declaraba ante la Cámara de
Diputados prusiana que una gran parte de su trabajo se dedicaba al bienestar
de sus trabajadores públicos. La finalidad última de los empleadores del
sector público prusiano, añadió, era «resolver la cuestión social por medio de
disposiciones sociales [Fürsorge[135]]». He aquí una Prusia que podía
sobrevivir a la debacle de la monarquía de los Hohenzollern con su
legitimidad intacta.

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17
DESENLACES

Revolución en Prusia

A finales de octubre de 1918 se amotinaron los marineros en el puerto de Kiel


(Schleswig-Holstein) cuando se les ordenó que saliesen al mar para lanzar un
inútil ataque contra la Gran Flota británica. Cuando los marineros tomaron el
control de la base naval, el comandante, príncipe Heinrich de Prusia, se vio
obligado a huir disfrazado. Por todo el país hubo una oleada de huelgas y
rebeliones militares, sumergiendo a todas las grandes ciudades. Rápidamente
la revolución se dotó de sus nuevas organizaciones políticas propias
—«consejos» elegidos localmente por los trabajadores y soldados en todo el
país con el fin de articular las exigencias de esos amplios sectores de la
población que habían retirado su lealtad al sistema monárquico y a su
predestinado esfuerzo de guerra. No era, como advirtió un observador
contemporáneo, una insurrección a la francesa, en la que la capital lleva la
revolución a las provincias; era, más bien, como una invasión vikinga que se
va extendiendo hacia el interior «como una mancha de aceite» desde la
costa[1]. Una tras otra, las administraciones locales y provinciales prusianas
capitularon sin queja ante los insurgentes.
Hacia las dos de la tarde del sábado 9 de noviembre, Philipp
Scheidemann, hablando a los socialdemócratas que acababan de formar un
gobierno nacional provisional, anunciaba a la multitud que vitoreaba, desde el
balcón del edificio del Reichstag, en Berlín, que «el viejo y gastado orden, la
monarquía, ha caído. ¡Viva lo nuevo! ¡Viva la República alemana!». Cuando
el crítico de arte y escritor Harry Kessler entró en el edificio del Reichstag a

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las diez en la noche del día 9 de noviembre, halló «un pintoresco alboroto»;
marineros, civiles armados, mujeres, soldados atestaban las escaleras por
arriba y por abajo. Grupos de soldados y marineros, algunos de pie, otros
tumbados en la espesa alfombra roja, otros dormidos sobre los bancos a lo
largo de las paredes, dispersos por el gran hall. Era, recordaba Kessler, como
la escena de una película sobre la Revolución rusa[2]. Aquí, como en todas las
revoluciones, la población movilizada demostraba sus proezas usurpando
festivamente el espacio anteriormente privilegiado. El funcionario prusiano
Herbert du Mesnil, descendiente de colonos hugonotes de Prusia,
experimentaba el mismo sentimiento de desplazamiento la tarde del 8 de
noviembre, cuando un grupo de insurgentes invadió su club en Coblenza;
quien lo encabezaba, un soldado a caballo, se movía con gran estrépito de
cascos por las elegantemente amuebladas habitaciones del piso bajo del club,
mientras quienes cenaban, la mayoría de ellos oficiales de los regimientos de
la reserva prusiana estacionados en la ciudad, miraban asombrados[3].
Parecía improbable que el estado de Prusia pudiese sobrevivir a la
insurrección. La corona de los Hohenzollern ya no estaba allí para
proporcionar a las diversas tierras del patrimonio prusiano un punto central
unificador. En Renania, además, aparecían llamamientos en la prensa católica
para una separación respecto a Berlín[4]. En diciembre de 1918, un manifiesto
que pedía autonomía territorial hecho público por el partido germano-
hanoveriano consiguió 600 000 firmas[5]. En las provincias orientales, las
exigencias polacas para una restauración nacional acabaron en una
insurrección, después de la Navidad de 1918, contra las autoridades alemanas
en la provincia de Poznan, y se produjo rápidamente una escalada en la lucha,
desembocando en una campaña guerrillera total[6]. Con todo, había buenas
razones para suponer que la nueva Alemania podría estar mucho mejor sin
Prusia. Incluso tras los recortes territoriales impuestos por el Tratado de
Versalles[7], Prusia seguía siendo el estado alemán más extenso. La memoria
del dominio prusiano en el antiguo imperio sugería que el tamaño
desproporcionado del estado podía resultar un peso para la nueva República
alemana. Un informe preparado por el Ministerio del Interior del Reich bajo
la dirección del abogado constitucionalista liberal Hugo Preuss en diciembre
de 1918 observaba que no tenía sentido conservar las fronteras estatales
existentes en Alemania, pues estas no guardaban ninguna relación con la
geografía o la conveniencia y que eran «meramente construcciones casuales
debidas a una política puramente dinástica». El informe concluía diciendo que

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el fin de la hegemonía prusiana sobre Alemania significaba el
desmembramiento de Prusia[8].
Con todo, el estado prusiano sobrevivió. Los dirigentes socialdemócratas
moderados tendieron hacia una política de continuidad y estabilidad. Lo que
significó, entre otras cosas, dejar a un lado sus compromisos doctrinales
respecto a un estado republicano unitario y conservar las todavía funcionales
estructuras de la administración prusiana. El 12 de noviembre de 1918 el
Consejo Ejecutivo Revolucionario de Trabajadores y el Consejo de Soldados
del Gran Berlín dictaron una orden para que todas las oficinas a nivel
comunal, provincial y estatal permaneciesen operativas. Al día siguiente el
consejo publicó un manifiesto titulado «¡Al pueblo prusiano!» anunciando
que las nuevas autoridades tenían intención de transformar la «totalmente
reaccionaria Prusia del pasado» en una «república popular completamente
democrática». Y el 14 de noviembre se formó una coalición de gobierno
prusiana, que incluía a representantes del SPD y del partido socialista de
izquierdas SPD Independiente (USPD). El personal de la administración
facilitó la transición a nivel local dando garantías a los consejos de
trabajadores y soldados de que su lealtad no iba a la difunta monarquía, sino
al estado prusiano custodiado ahora por los revolucionarios[9].
Los dirigentes revolucionarios nacionales no tenían objeciones de
principio a que continuase la existencia del estado prusiano[10]. Había escasos
apoyos a la propuesta de Preuss de que Prusia fuese desmembrada para abrir
el camino a una estructura nacional más estrictamente centralizada. Quizá no
hay que asombrarse de que los ministros del SPD y del USPD, que ejercían
ahora un control conjunto sobre Prusia, pronto adquirieron un sentimiento de
propiedad sobre el estado y se convirtieron en fuertes opositores de la
centralización. Incluso el Consejo de Representantes del Pueblo rechazó el
punto de vista de Preuss (con la excepción del líder y futuro presidente
Friedrich Ebert, nativo de Baden)[11]. Asimismo, los socialdemócratas
consideraban la unidad de Prusia el mejor antídoto de los intentos separatistas
de Renania. Temían que la separación respecto a Prusia pudiera acabar
significando la secesión respecto a la propia Alemania. Ante los planes
franceses en el oeste y los polacos en el este, afirmaban, los experimentos
autonomistas solo serían una baza para los enemigos de Alemania. Por ello, la
seguridad y cohesión de Alemania como estado federal dependía de la
integridad de Prusia. La ruptura con la tradición unitarista de la izquierda
alemana alejó una de las mayores amenazas a la existencia del estado.

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Nada de esto significaba que Prusia hubiese de retomar la posición
hegemónica que había ocupado en el seno del antiguo imperio. Estaba claro
que la administración prusiana era todavía la más grande de Alemania; el
sistema escolar prusiano siguió siendo el modelo para todos los estados
alemanes, y que la fuerza de policía de Prusia era, después del Reichswehr, el
más importante instrumento de poder de la República de Weimar. La
legislación nacional no podría ser puesta en práctica sin la colaboración del
estado prusiano, de las burocracias locales y provinciales[12]. Pero Prusia ya
no poseía los medios para ejercer una influencia directa sobre los demás
estados alemanes. Existía ahora un ejecutivo nacional alemán totalmente
separado del gobierno de Prusia; la unión personal entre el canciller y el
ministro presidente alemán, tan fundamental en el despliegue de la influencia
prusiana en tiempos del imperio, acabó siendo cosa del pasado. Por primera
vez, además, Alemania disponía de un ejército genuinamente nacional
(sometido a las limitaciones impuestas por el Tratado de Versalles) con un
ejecutivo ministerial independiente del control prusiano. El dualismo fiscal
del antiguo imperio, según el cual los estados miembros ejercían un control
exclusivo sobre los impuestos directos y que financiaba al Reich según un
sistema de contribuciones, también fue suprimido. Lo que surgió en su lugar
fue una administración centralizada en la que la autoridad fiscal quedaba
concentrada en el gobierno del Reich y la recaudación se dirigía a los distintos
estados según sus necesidades. Prusia, al igual que otros estados alemanes,
perdió, así, su autonomía fiscal[13].
En el invierno de 1918, el movimiento revolucionario siguió inestable y
dividido internamente. Básicamente, en la izquierda había tres campos
políticos principales: el más grande era el SPD mayoritario, que comprendía
al grueso del Partido Socialdemócrata del tiempo de guerra y la gran masa de
sus miembros. A su izquierda inmediata estaba el SPD Independiente
(USPD), el ala izquierdista radical del antiguo SPD, que se había separado del
partido madre en 1917 como protesta contra el reformismo moderado de sus
dirigentes. En la extrema izquierda estaban los Espartaquistas, que fundaron
el Partido Comunista en diciembre de 1918. Su objetivo era la lucha de clases
total y la creación de un sistema soviético en Alemania según el modelo
bolchevique. En las primeras semanas de la revolución, el SPD y el USPD
colaboraron estrechamente para estabilizar el nuevo orden. Tanto el gobierno
nacional como el prusiano estaban encabezados por coaliciones SPD/USPD.
Pero la cooperación no resultó fácil en la práctica, en parte porque el USPD
era una formación altamente inestable cuya identidad política todavía estaba

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cambiando. Tras varias semanas de revolución, la asociación SPD/USPD
llegó a un punto de ruptura por las disputas sobre el futuro estatus del ejército
prusiano-alemán.
Los términos de la relación entre los gobernantes socialistas provisionales
y el mando militar habían quedado establecidos desde el primer día de la
nueva república. En la tarde del 9 de noviembre, Friedrich Ebert, presidente
del Consejo de Representantes del Pueblo llamó por teléfono al primer
intendente general Wilhelm Groener (Ludendorff había sido destituido por el
káiser el 26 de octubre), y ambos hombres acordaron cooperar para restaurar
el orden en Alemania. Groener decidió llevar a cabo una suave y rápida
desmovilización; a cambio, exigió la garantía de Ebert para que el gobierno
asegurase fuentes de suministros, ayudase al ejército a mantener la disciplina,
evitase la desorganización de la red ferroviaria y, en general, respetase la
autonomía del mando militar. Groener dejó claro, asimismo, que el primer
objetivo del ejército era evitar una revolución bolchevique en Alemania y
esperaba que Ebert lo apoyara en esto.
El pacto Ebert-Groener era un logro ambivalente. Garantizaba a la
autoridad republicana socialista los medios para establecer obligatoriamente
el orden y protegerlo de futuras insurrecciones. Esto era un paso adelante de
importancia para una estructura ejecutiva que carecía de una fuerza armada de
alguna entidad y de ninguna base constitucional para su autoridad, salvo el
derecho de usurpación concedido por la propia revolución. Visto así, el pacto
Ebert-Groener era hábil, pragmático y, en todo caso, necesario, al no haber
otra alternativa plausible. De todos modos, había algo inquietante en la serie
de condiciones políticas del ejército, incluso para la realización de las tareas
urgentes dentro de su propio ámbito, tales como la desmovilización. Lo que
importaba aquí no era la sustancia de las exigencias de Groener, que eran
bastante razonables, sino la arrogación formal por parte del ejército del
derecho a tratar a la autoridad civil en un pie de igualdad[14].
Había profunda desconfianza entre el ejército y los elementos
izquierdistas del movimiento revolucionario, pese a los bienintencionados
esfuerzos de Ebert para tender puentes entre el mando militar y el consejo
revolucionario de soldados. El 8 de diciembre, cuando el general Lequis
llegaba a las afueras de Berlín con diez divisiones, el comité ejecutivo (el
ejecutivo nacional de consejos de soldados y marineros) y los ministros
socialistas independientes en el gobierno provisional se negaron a permitir
que el general entrase en la capital. Ebert tuvo dificultades en tratar de
convencerlos de que abriesen la ciudad a Lequis, pues la mayoría de estos

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hombres eran berlineses desesperados que querían volver a sus casas[15].
Hubo ulteriores tensiones el 16 de diciembre, cuando el primer congreso
nacional de los consejos de trabajadores y soldados aprobó una resolución que
exigía la revolucionarización de los militares. Hindenburg debía ser destituido
como jefe del Estado Mayor, el viejo sistema de la escuela de cadetes
prusiana debía ser cerrado, y abolir los signos del rango. Así, los oficiales
deberían ser elegidos por sus soldados, debía crearse una milicia popular
(Volkswehr) junto al ejército regular. Hindenburg rechazó sin más las
propuestas y ordenó a Groener que informase a Ebert de que el acuerdo entre
ellos era nulo y sin valor si se producía el intento de llevarlos a la práctica.
Cuando Ebert dijo en una reunión conjunta del consejo de ministros y del
consejo ejecutivo[16] que las propuestas del 16 de diciembre no se realizarían,
hubo consternación entre los independientes, que inmediatamente
comenzaron a movilizar a sus radicales seguidores en todo Berlín.
Ahora el clima político era excepcionalmente volátil. Las relaciones entre
el SPD y los independientes eran muy tensas. Berlín se estaba llenando de
trabajadores armados y unidades de soldados radicalizados —los más
levantiscos de estos era la División Naval del Pueblo, cuyo cuartel general
estaba en los Establos Reales, imponente edificio neobarroco en la parte
oriental de la plaza del palacio—. Se hablaba de una rebelión armada de la
extrema izquierda. En un mitin general de los socialdemócratas
independientes del Gran Berlín, la dirigente espartaquista e ideóloga Rosa
Luxemburgo atacó la política de compromiso de los independientes y pidió
que fuese retirada la lealtad hacia el gobierno de Ebert. No había razón
ninguna, declaró, para debatir con los «junkers y los burgueses» sobre si
había que adoptar o no el socialismo.

Socialismo no significa ir juntos al parlamento y aprobar leyes, socialismo significa para


nosotros derribar a las clases dominantes con toda la brutalidad [grandes risas] de que es capaz el
proletariado al desplegar su lucha[17].

El punto decisivo para un conflicto llegó el 23 de diciembre: este día, tras


varios informes sobre saqueos y vandalismo por parte de «marineros rojos»,
el gobierno provisional ordenó a la División Naval del Pueblo que
abandonase los Establos y se fuese de la capital. En vez de cumplir la orden,
los marineros capturaron y maltrataron al comandante de la ciudad de Berlín,
Otto Wels, rodearon el edificio de la cancillería (sede del gobierno
SPD/USPD), ocuparon la central telefónica y cortaron la línea que conectaba
a la cancillería con el mundo exterior. Utilizando una línea directa secreta de

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la cancillería que conectaba con el Mando Supremo Militar en Kassel, Ebert
pidió ayuda militar. El general Lequis, que estaba en Potsdam, fue llamado
para restaurar el orden. Su actuación no fue como para inspirar confianza en
la mañana del día de Navidad de 1918: sus tropas sacaron a los «marineros
rojos» de la cancillería y bombardearon los Establos Reales durante dos
horas. Bastó esto para que rindiesen los marineros rebeldes, pero la cosa se
supo por la ciudad y una multitud irritada (y en parte armada) de
espartaquistas, independientes e izquierdistas compañeros de viaje se
reunieron rápidamente rodeando a las tropas, que enseguida se retiraron de la
escena.
La debacle del día de Navidad de 1918 tuvo un efecto polarizante en el
clima político. Empujó a la extrema izquierda a pensar que una huelga más
decidida sería suficiente para destruir la autoridad del régimen Ebert-
Scheidemann. Pero también arruinó las perspectivas de una ulterior
colaboración entre el SPD y los independientes, que abandonaron el gobierno
nacional provisional el 29 de diciembre. Sus colegas prusianos se retiraron del
gabinete de coalición prusiano el 3 de enero de 1919. Así, la mayoría SPD
gobernó sola el estado[18]. A la creciente tensión, Groener respondía
exigiendo que se formasen unidades de voluntarios, o Freikorps, término que
recordaba los agitados mitos de 1813. Uno de estos ya se había formado en
Westfalia bajo el mando del general Ludwig Maercker, y a este le siguieron
enseguida otros: el Freikorps Reinhard, al mando del exoficial de la Guardia
el coronel Wilhelm Reinhard, fue creado después de Navidad; otro Freikorps
se formó en Potsdam a cuya cabeza se hallaba el comandante Stephani,
compuesto por oficiales desmovilizados y por hombres del I Regimiento de
Guardias a Pie y el Regimiento Imperial de Potsdam. Los reclutas de los
Freikorps fueron atraídos por una inestable mezcla de ultranacionalismo, el
deseo de conjurar la humillación de la derrota alemana en la guerra, el odio a
la izquierda y el miedo visceral a una insurrección de los bolcheviques. Todas
estas unidades fueron colocadas al mando general del oficial de carrera
silesiano general Walter Freiherr von Lüttwitz.
Para garantizar relaciones armoniosas entre la autoridad civil y militar,
Ebert nombró a un hombre del SPD, Gustav Noske, para encabezar el
ministerio de asuntos militares. Noske, hijo de un tejedor y él mismo un
trabajador industrial de la ciudad de Brandemburgo, había trabajado de
aprendiz de un cestero antes de unirse al SPD y alcanzar una situación
distinguida en el partido por sus servicios al periodismo socialista. En 1906 se
había unido a la fracción parlamentaria del SPD en el Reichstag, donde se

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asoció al grupo directivo del ala derecha del SPD, en torno a Ebert. Noske era
conocido desde hacía mucho tiempo por su actitud amistosa hacia los
militares; llegó al gobierno provisional el 29 de diciembre, tras la salida de los
socios de coalición del USPD. Cuando se le pidió que supervisase la campaña
del gobierno provisional contra los revolucionarios de izquierda de Berlín,
Noske, se dice, replicó: «Muy bien. Alguien tiene que ser el sabueso, y no
tengo miedo de tomar esta responsabilidad[19]».
La siguiente insurrección no tardó en llegar. El 4 de enero el gobierno
provisional de Berlín ordenaba la destitución de Emil Eichhorn, el comisario
jefe de la policía de Berlín, un independiente de izquierdas que se había
negado a apoyar al gobierno durante las «batallas de Navidad». Eichhorn se
negó a dimitir y prefirió, por el contrario, repartir armas del arsenal de la
policía a las tropas de la izquierda radical y se parapetó en la presidencia de la
policía. Sin autorización de la dirección del USPD, el jefe de policía ordenó la
insurrección general, llamamiento que entusiasmó a la extrema izquierda. El 5
y 6 de enero los comunistas organizaron, de común acuerdo, su primer intento
de tomar el poder en Berlín, saqueando los arsenales, armando a grupos de
trabajadores radicales y ocupando edificios y posiciones clave en la ciudad.
Una vez más, el gobierno provisional del SPD llamó a las tropas para que
pusiese fin a los disturbios.

Durante algunos días la ciudad quedó transformada en una espeluznante y peligrosa jungla, una
pesadilla dadaísta. Había tiroteos en cada esquina y no siempre estaba claro quién disparaba a
quién. Las calles vecinas estaban ocupadas por fuerzas opuestas, se daban combates
desesperados en los tejados y en los sótanos, las ametralladoras posicionadas en todas partes
comenzaban a disparar de improviso y luego callaban, plazas y calles que hasta ahora mismo
habían permanecido tranquilas se veían de repente llenas de peatones que corrían, que huían, de
lamentos de los heridos y de cuerpos de los muertos[20].

El 7 de enero, Harry Kessel fue testigo de una escena de combate en la


Hafenplatz de Berlín: tropas del gobierno trataban de tomar el control de la
sede de la administración de los ferrocarriles, que había sido ocupada por los
izquierdistas. El estruendo a causa del fuego de las armas cortas y las
ametralladoras era ensordecedor. En el calor de la batalla, un tren elevado
lleno de viajeros urbanos rodaba por el viaducto que atravesaba la plaza,
ignorando aparentemente los disparos que hacía estragos por debajo de él.
«Los gritos eran continuos», observaba Kessel. «Todo Berlín no es más que
una olla de brujas en ebullición en la que fuerzas e ideas se excitan
juntas[21]». El 15 de enero, tras una caza humana general, los dirigentes
comunistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron encontrados,

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detenidos y posteriormente golpeados hasta morir por miembros la división
de guardias de caballería acantonada en el hotel Edén, en el centro de Berlín.
Los comunistas encolerizados mostrarán un odio implacable hacia los
socialdemócratas. En marzo de 1919 convocaron una huelga general y volvió
a estallar la lucha en Berlín. Unos 15 000 comunistas y compañeros de viaje
armados se apoderaron de los puestos de policía y de las terminales
ferroviarias. Decidido a acabar a toda costa con el poder de la extrema
izquierda, Gustav Noske trajo a 40 000 soldados del gobierno y de los
Freikorps que utilizaron ametralladoras, artillería de campaña, morteros,
lanzallamas e incluso ataques y bombardeos aéreos para derrotar a la rebelión.
Cuando la lucha en Berlín terminó, el 16 de marzo, habían muerto 1200
personas. La violenta supresión de los levantamientos de enero y marzo y el
asesinato de sus dirigentes intelectuales fue un golpe para la extrema
izquierda que nunca podrá perdonar. Para esta, los socialdemócratas habían
traicionado a los trabajadores alemanes firmando un «pacto con el diablo»
con el militarismo prusiano[22].
Nadie dio una expresión visual más clara de estos acontecimientos que el
artista berlinés George Grosz. Grosz, que había participado primero en el
movimiento dadaísta berlinés, había quedado dispensado del servicio militar
por razones psicológicas y había transcurrido los últimos años de la guerra en
Berlín. En diciembre de 1918 fue uno de los de la primera oleada de
miembros del Partido Comunista que recibió el carnet del partido
personalmente de las manos de Rosa Luxemburgo. Pasó los días de la
insurrección de marzo escondido en el apartamento de su futura suegra. En un
dibujo muy polémico publicado a comienzos de abril de 1919, Grosz pintó
una calle repleta de cuerpos ensangrentados, uno de ellos destripado.
Sobresaliendo diagonalmente por la parte derecha inferior del cuadro hay un
cadáver hinchado, con los pantalones bajados para mostrar los genitales
mutilados. De pie sobre el fondo, en el centro, pisando con el talón de su bota
el vientre de uno de los muertos, hay una parodia de un oficial prusiano, con
su monóculo apretado fuertemente contra su rostro, descubriendo sus dientes
con una violenta mueca, con su postura recta como una baqueta. En su mano
derecha porta una espada manchada de sangre, con la izquierda levanta una
copa de champán. El texto dice: «¡Salud, Noske! ¡El proletariado ha sido
desarmado!»[23].

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54. ¡Salud, Noske! ¡El proletariado ha sido
desarmado!, dibujo para la publicación
satírica izquierdista Die Pleite, por Georg
Grosz, abril de 1919.

Incluso para aquellos que no comparten el compromiso espartaquista de


Grosz, el Prost Noske! captaba algo perturbador en los acontecimientos de
principios de 1919. La extrema violencia de la represión era, en sí misma,
inquietante. Las unidades de Freikorps trajeron una nueva marca de ultra-
violencia política terrorista en sus operaciones de contrainsurgencia en la
ciudad, cazando a los izquierdistas escondidos o que huían y sometiéndolos a
un maltrato brutal y a ejecuciones sumarias. La prensa berlinesa informó de la
ejecución de treinta prisioneros a la vez decretada por tribunales improvisados
de los Freikorps, y Harry Kessler observaba pesaroso que un hasta ahora
desconocido espíritu de «sangrienta venganza» había penetrado en la ciudad
de Berlín. Aquí —aunque no solo aquí[24]— podían verse los efectos
brutalizantes de la guerra y de la posterior derrota, la mentalidad anticivil de
los militares y el impacto ideológico profundamente perturbador de la
Revolución rusa de octubre de 1917.
Otra terrible característica del conflicto de 1919 fue la cada vez mayor
dependencia del liderazgo político de la institución militar, cuyo entusiasmo
por la naciente república alemana era discutible, como poco. En qué medida
era discutible quedó claro en enero de 1920, cuando cierto número de
oficiales de alta graduación se negaron sin más a cumplir las estipulaciones

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militares del Tratado de Versalles. A la cabeza de la rebelión estaba nada
menos que el general Walther Freiherr von Lüttwitz, que había mandado las
tropas empleadas en la represión de enero y marzo en Berlín. Cuando el
ministro del Ejército, Noske, ordenó que se dispersasen, la Brigada de
Marina, cuerpo de élite bajo el mando del capitán Hermann Ehrhardt,
Lüttwitz se negó en redondo, pidió nuevas elecciones y exigió que se lo
colocase, a él mismo, al mando de todo el ejército alemán. Esto fue otro
ejemplo del espíritu de egoísta insubordinación que iba ganando terreno entre
los antiguos mandos militares prusianos desde que Hindenburg y Ludendorff
habían chantajeado al gobierno durante la Primera Guerra Mundial.
El 10 de marzo de 1920, finalmente, Lüttwitz fue destituido del servicio
activo dos días después de que llevase a cabo un golpe de estado en
colaboración con el activista ultranacionalista Wolfgang Kapp, un político
intrigante que se había visto involucrado en la caída del canciller Bethmann
Hollweg en 1917. La finalidad era destituir al gobierno republicano e
instaurar un régimen militar autocrático. El 13 de marzo Lüttwitz y la Brigada
Ehrhard se hicieron con el control de la capital, obligando al gobierno a huir,
primero a Dresde y luego a Stuttgart. Kapp se autonombró canciller del Reich
y ministro-presidente de Prusia, y Lüttwitz, ministro del ejército y
comandante supremo de las fuerzas armadas. Pareció, por un momento, que la
historia de la joven república estaba a punto de terminarse. Sin embargo, el
golpe de estado Kapp-Lüttwitz fracasó solo cuatro días después —había sido
planeado pobremente y los sedicentes dictadores carecían de medios para
tratar la huelga general patrocinada por el SPD que paralizó la industria
alemana y parte del funcionariado—. Kapp anunciaba su dimisión el 17 de
marzo y se marchaba rápidamente a Suecia; Lüttwitz dimitió esa misma tarde,
y luego reaparecería en Austria.
El problema del ejército y su relación con la autoridad republicana no
desapareció tras el fracaso del golpe de estado Kapp-Lüttwitz. El jefe del
ejército de marzo desde 1920 será Hans von Seeckt, oficial de Estado Mayor
prusiano, de carrera, originario del Schleswig-Holstein, que en un primer
momento se negó a oponerse a Kapp y a Lüttwitz, pero acabó poniéndose
ostentosamente del lado del gobierno una vez que hubieron fracasado. Bajo su
astuta dirección el mando militar se centró en construir el poder militar
alemán dentro de los estrechos parámetros impuestos por Versalles y se
abstuvo de grandes intervenciones políticas. Con todo, el ejército siguió
siendo, en muchos aspectos, un cuerpo extraño en el seno de la estructura de
la república. Su lealtad no fue a la autoridad política existente, sino a «esa

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entidad permanente e imperecedera», el Reich alemán[25]. En un ensayo
publicado en 1928, Seeckt estableció sus puntos de vista sobre la situación de
los militares en un estado republicano. Se daba cuenta de que «el liderazgo
supremo del estado» ha de controlar al ejército, pero insistía también en que
«el ejército tiene el derecho a exigir que su participación en la vida y el ser
del estado gocen de plena consideración» —¡sea lo que sea lo que esto
signifique!
El concepto expansivo de Seeckt sobre el estatus del ejército se
fundamentaba en su exigencia de que «en la política interior y extranjera los
intereses de los militares representados en el ejército han de gozar de plena
consideración» y de que «el particular tipo de vida de los militares» debe ser
respetado. Aún más significativa fue su observación de que el ejército
estuviese subordinado solo «al estado en conjunto» y no «separar partes de la
organización del estado». La cuestión de quién o qué exactamente debía
personificar la totalidad del estado quedó sin resolver, aunque es tentador leer
estas palabras como articulaciones codificadas de un criptomonarquismo en el
que en última instancia se centraba no en el estado, sino en el trono del ya
apartado emperador-rey. Era, con otras palabras, un ejército cuya legitimidad
derivaba de algo que estaba fuera del orden político vigente y cuyo
compromiso en la defensa de ese orden siguió siendo condicional[26]. Era,
este, un legado potencialmente problemático de la tradición constitucional
prusiana, en la que el ejército había jurado su lealtad al monarca y llevaba una
existencia aparte respecto a la estructura de la autoridad civil.

La Prusia democrática

Era como si la realidad hubiese sido vuelta del revés. El estado prusiano había
pasado a través del espejo de la derrota y de la revolución para resurgir con
las polaridades de su sistema político al revés. Era un mundo reflejado en el
que los ministros socialdemócratas enviaban tropas para acabar con las
huelgas de los trabajadores izquierdistas. Surge una nueva élite política; los
antiguos aprendices de cerrajero, empleados de oficinas y cesteros se sentaban
detrás de las mesas de los despachos ministeriales. En la nueva Prusia, según
la constitución prusiana del 30 de noviembre de 1920, la soberanía
descansaba en «la totalidad del pueblo». El parlamento prusiano ya no fue
convocado y fue disuelto por una autoridad superior, pero se convocó a sí
mismo según las reglas establecidas en la constitución. Al contrario de la

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constitución de Weimar (nacional), que concentraba poderes enormes en la
persona del presidente del Reich, el sistema prusiano se las arregló sin
presidente. Fue, en este sentido, un sistema más claramente democrático y
menos autoritario que la propia República de Weimar. A lo largo de los años
1920-1932 (con una muy breve interrupción), una coalición republicana
encabezada por el SPD, formada por los socialdemócratas, los diputados del
Partido del Centro, liberales de izquierda (DDP) y —más tarde— liberales de
derechas (DVP), gobernó mayoría en el Landtag prusiano. Prusia se convirtió
en la «roca de la democracia» en Alemania y en el principal bastión de su
estabilidad política en el seno de la República de Weimar. Mientras que la
política de Weimar, a nivel nacional, estaba marcada por el extremismo, los
conflictos y la rápida sucesión de gobiernos, la gran coalición prusiana se
mantuvo firme y se dirigió hacia una serie de reformas moderadas y
sostenidas. Mientras el parlamento nacional alemán de la época de Weimar se
veía cortado en seco periódicamente por las crisis y las disoluciones, a cada
uno de sus parlamentos prusianos (excepto al último) se le permitió concluir
totalmente su período vital natural.
Presidiendo este sistema político sorprendentemente estable se hallaba el
«zar rojo», el ministro presidente Otto Braun. Hijo de un empleado de
ferrocarriles de Königsberg, Braun había aprendido en su juventud el oficio
de litógrafo, se unió al SPD a los dieciséis años, en 1888, y pronto fue bien
conocido en el movimiento socialista entre los trabajadores rurales de Prusia
Oriental. Se convirtió en miembro del consejo ejecutivo del partido en 1911 y
se unió al pequeño contingente de diputados del SPD en la cámara baja del
viejo Landtag de Prusia dos años más tarde. Su sobriedad, pragmatismo y
moderación contribuyeron a crear una estructura de gobierno armoniosa en el
más extenso territorio federal de Alemania. Como otros muchos
socialdemócratas de su generación, Braun se sentía muy apegado a Prusia y
tenía gran respeto por las virtudes intrínsecas y la autoridad del estado
prusiano —actitud compartida hasta cierto punto por todos los miembros de la
coalición—. Incluso el Partido del Centro hizo la paz con el estado que
tiempo atrás había perseguido a los católicos de manera tan enérgica; el
momento culminante de su acercamiento fue el concordato acordado entre el
estado prusiano y el Vaticano el 14 de junio de 1929[27]. En 1932, Braun pudo
mirar atrás con cierta satisfacción por lo que se había conseguido desde el fin
de la Primera Guerra Mundial. «En doce años», afirmó en un artículo para el
periódico del SPD Volksbanner en 1932, «Prusia, un tiempo el estado del más
obtuso dominio de clase y de la privación política de las clases trabajadoras,

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el estado de la secular hegemonía de la casta feudal de los junkers, ha sido
transformada en un estado republicano popular[28]».
Pero ¿qué profundidad tenía la transformación? ¿A qué profundidad había
penetrado la nueva élite política en la estructura del viejo estado prusiano? La
respuesta depende de hacia dónde miremos. Si nos centramos en lo judicial,
lo alcanzado por el nuevo poder es poco impresionante. Había habido,
ciertamente, mejoras aquí y allí en áreas concretas —reforma de las prisiones,
arbitraje industrial y racionalización administrativa—, pero poco se había
hecho para consolidar una mentalidad pro-republicana en los rangos
superiores de la burocracia judicial y particularmente entre los jueces, que
tendieron a seguir escépticos respecto a la legitimidad del nuevo orden.
Muchos jueces lamentaban la pérdida del rey y de la corona. En un famoso
arrebato, en 1919, el jefe de la Liga de Jueces alemana declaró que «toda
majestad yace postrada, incluida la majestad de la ley». Era sabido
comúnmente que muchos jueces mostraban parcialidad contra los detenidos
de izquierdas y se inclinaban a una mayor clemencia por los delitos de los
extremistas de derechas[29]. El principal impedimento para una acción radical
en este campo por parte del estado fue un respeto profundamente incrustado
—especialmente entre los socios de la coalición liberales y del Partido del
Centro— por la independencia funcional y personal del juez. La autonomía
del juez —su libertad respecto a las represalias y a la manipulación políticas
— se consideraban cruciales para la integridad del proceso judicial. Una vez
que este principio quedó incluido en la constitución prusiana de 1920, se hizo
posible una minuciosa purga de elementos antirrepublicanos en el ámbito
judicial. Los cambios en los procedimientos de nombramiento de los nuevos
jueces prometían futuras mejoras, como sucedió con el establecimiento de una
edad de jubilación obligatoria, pero este sistema, instaurado en 1920, no duró
lo suficiente para permitir que tuviesen efecto tales ajustes. Un senador del
Tribunal Supremo de Berlín estimaba, en 1932, que quizá un 5 por ciento de
los jueces que se sentaban en el tribunal podían describirse como partidarios
de la república.
El gobierno del SPD heredó asimismo un funcionariado civil que había
sido socializado, instruido, reclutado y preparado en el período imperial y
cuya lealtad a la república era lógicamente débil. En qué medida era débil
quedó claro el marzo de 1920, cuando numerosos gobernadores provinciales y
de distrito continuaron trabajando en sus oficinas durante el golpe de estado
de Kapp-Lüttwitz y, así, aceptaban implícitamente la autoridad de los
aspirantes a usurpadores. La situación era más aguda en la provincia de Prusia

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Oriental, donde la totalidad de la alta burocracia apoyó al «gobierno» de
Kapp-Lüttwitz[30].
El primer cargo que se enfrentó a este problema con la energía requerida
fue el nuevo ministro del Interior, el socialdemócrata Carl Severing,
excerrajero de Bielefeld, que había progresado en las filas del SPD como
periodista y redactor y también fue diputado en el Reichstag. Según el
«sistema Severing» individuos burdamente comprometidos fueron destituidos
y los representantes de los partidos de gobierno vetaron todo nuevo
nombramiento para los cargos en el servicio civil «político» (es decir, de alto
nivel). Esta práctica no tardó mucho en surtir un gran efecto sobre la
complexión política de los escalones más altos. En 1929, de los 540
funcionarios civiles de Prusia, 291 eran miembros de la sólida coalición de
partidos, formada por el SPD, el Centro y el DDP. Nueve de los once
gobernadores provinciales y 21 de los 32 gobernadores de distrito pertenecían
a los partidos de la coalición. La composición social de la élite política se
transformó a lo largo del proceso: mientras que once de doce gobernadores
provinciales habían sido nobles en 1918, solo dos de los hombres que
ocupaban estos puestos en los años 1920-32 fueron de familia noble. Que esta
transición se hubiese llevado a cabo sin trastornar la actuación del estado era
un logro notable.
La policía fue otra de las áreas de importancia crucial. Las fuerzas de
policía prusianas eran, con mucho, la más numerosa del país. Aquí también
había inquietantes dudas sobre su lealtad política, en especial después del
golpe de estado de Kapp-Lüttwitz, cuando la administración de la policía
prusiana no manifestó de manera inequívoca su lealtad al gobierno. El 30 de
marzo de 1920 solo dos semanas después del fracaso del golpe, Otto Braun
anunciaba que tenía intención de emprender una «transformación desde la
raíz a las ramas» de los órganos de seguridad prusianos[31]. La reforma del
personal en este campo no era particularmente problemática, ya que el control
de los nombramientos residía enteramente en las manos del ministerio del
Interior que, salvo por un breve espacio de tiempo, permaneció bajo control
del SPD hasta 1932. La responsabilidad de supervisar al personal policial
recayó sobre el decididamente republicano jefe del departamento de policía
(desde 1923) Wilhelm Abegg, que consideró que los miembros de los
partidos republicanos fuesen nombrados para los puestos clave. A fines de los
años 1920, los escalones superiores de las fuerzas policiales habían sido
completamente republicanizadas —de treinta directores de la policía prusiana
el 1 de enero de 1928, quince fueron socialdemócratas, cinco pertenecieron al

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Partido del Centro, cuatro fueron demócratas alemanes (DDP) y tres,
miembros del Partido Popular Alemán, los tres restantes declararon no tener
ninguna afiliación política. La política oficial del servicio de policía basaba el
reclutamiento no solo en las aptitudes mentales y físicas, sino también en que
los candidatos tuviesen un currículum de «comportamiento anterior que
garantizase que trabajarían por el estado en un sentido positivo[32]».
Con todo, siguieron las dudas sobre la fiabilidad política de las fuerzas de
policía. La gran mayoría de los oficiales y de los hombres eran exmilitares
que llevaron con ellos al servicio policial maneras y actitudes militares. Entre
los cuadros policiales superiores existía todavía un fuerte elemento de
oficiales de la reserva viejos prusianos, con nexos informales con las distintas
organizaciones de derechas. La mentalidad de la mayoría de las unidades de
policía era anticomunista y conservadora, más que específicamente
republicana. Veían a los enemigos del estado en la izquierda —incluyendo el
ala izquierdista del SPD, ¡el partido del gobierno!— más que entre los
extremistas de derechas, a los que trataban con indulgencia si no con
simpatía. El oficial de policía que proclamase abiertamente su lealtad
republicana era muy posible que fuese marginado. El funcionario del Partido
del Centro Marcus Heimannsberg era un hombre de orígenes sociales
modestos que ascendió con rapidez bajo la protección del ministro del Interior
del SPD, Carl Severing. Pero sus colegas oficiales de alto rango lo aceptaron
de mala manera al considerarlo un nombramiento político, y permaneció
aislado socialmente. Otros que tuvieron menor protección sufrieron la
discriminación de sus colegas y corrieron el riesgo de ser postergados en sus
ascensos. En muchos lugares, policías conocidos por sus sentimientos
republicanos padecieron ostracismo en las reuniones gregarias —
profesionalmente importantes— tras las horas de trabajo, en las mesas de
parroquianos del pub local[33].
Finalmente, la actuación del gobierno del estado prusiano debe ser
juzgada bajo la luz de lo que era posible de manera realista en aquellas
circunstancias. Una purga de la vieja judicatura habría ido a contrapelo de la
ideología de los partidos del centro y liberal, y también del ala derecha del
SPD, pues todos ellos preferían el principio del Reichstaat en el que el juez
goza de inmunidad respecto a las interferencias políticas. Sin duda es cierto
que algunos jueces prusianos de derechas pronunciaban veredictos amañados
en casos políticos, pero la importancia de tales veredictos se veía disminuida
por las frecuentes amnistías para los delincuentes políticos y puede que se
haya exagerado en los escritos de la «justicia política en la República de

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Weimar[34]». Está claro que, a largo plazo, la nueva edad de jubilación y las
nuevas directrices estatales para los nombramientos judiciales facilitarían la
formación de una justicia republicana de conjunto. En la medida que tiene que
ver con el servicio civil, una purga total de personal gubernamental estaba
fuera de cuestión, dada la escasez de sustitutos republicanos cualificados y de
la visión moderada de la coalición prusiana. En el caso de la policía, colocar a
una dirección prorrepublicana al tiempo que se conservaban los servicios del
grueso de los oficiales y hombres del antiguo régimen parecía la mejor
manera de garantizar la estabilidad y eficacia del servicio, en especial en los
primeros e inestables años. Así, los gobiernos de coalición optaron por
establecer una política de republicanización gradual. Lo que no podían saber
ahora era que la República alemana se extinguiría antes de que hubiese
tiempo para que el programa completase todo su potencial.
La verdadera amenaza a la existencia de Prusia no dependía, en todo caso,
del servicio civil estatal, sino de los poderosos intereses externos respecto al
estado que siguieron dedicados a hacer caer la república. La amenaza de una
insurrección espartaquista fue neutralizada en 1919-1920, pero la extrema
izquierda continuó atrayendo un apoyo electoral significativo. Realmente, los
comunistas eran el único partido cuyo porcentaje de votos aumentaba en cada
una de las elecciones de Prusia, del 7,4 por ciento en 1921 al 13,2 por ciento
en 1933. Menos homogéneas ideológicamente pero igualmente radicales y
decididas y mucho más numerosas eran las fuerzas existentes en la derecha.
Esta es una de las características destacadas de la política de Weimar en
Prusia (y en Alemania más en general): que los «intereses conservadores», a
falta de un término más adecuado, nunca se acomodaron a la cultura política
de la nueva república. Los años de posguerra presenciaron el surgimiento de
una oposición de derechas extensa, fragmentada y radicalizada, que se negó a
aceptar la legitimidad del nuevo orden.
El foco más importante desde el punto de vista organizativo de la política
de derechas en la Prusia weimariana antes de 1930 fue el Partido Nacionalista
Alemán, o DNVP. Fundado el 29 de noviembre de 1918. El DNVP era, en
términos formales, una organización sucesora de los partidos conservadores
prusianos de los años anteriores a la guerra; el primer programa del DNVP se
publicó el 24 de noviembre de 1918 en el Kreuzzeitung, el órgano
conservador fundado en Berlín durante las revoluciones de 1848. En su
conjunto, de todos modos, el DNVP representó una nueva fuerza en la
política prusiana. Los agrarios de Elbia Oriental ya no eran una fuerza tan
dominante en la estructura social, ya que el partido incluía también un gran

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contingente de oficinistas, que iban desde empleados, secretarios y ayudantes
de oficina a gestores medios y superiores. De los 49 diputados del DNVP
elegidos para la Asamblea Constituyente del 26 de enero de 1919, solo 14
habían estado en el Landtag de Prusia antes de 1918. El partido era una
coalición de intereses multicolor, que iba de conservadores moderados y
pragmáticos (una minoría), a entusiastas de la restauración monárquica,
ultranacionalistas, «revolucionarios conservadores» y exponentes del
radicalismo racista völkisch. En este sentido, el partido ocupaba una
incómoda posición en algún lugar entre el conservadurismo prusiano «viejo»
y las organizaciones extremistas de la «nueva derecha» alemana[35].
La matriz político-cultural del viejo conservadurismo provincial del este
del Elba ya no existía. Había estado en una situación cambiante desde los
años 1890; en 1918 se disolvió del todo. Primero existía el daño infligido a las
redes conservadoras por la revolución de 1918-1919. Virtualmente, todo el
aparato de privilegios que había sustentado al lobby político agrario había
sido barrido. La abolición del sistema de votación de las tres clases destruyó
de un solo golpe la base electoral de la hegemonía política conservadora,
mientras que la abdicación del rey y la proclamación de la república había
decapitado el viejo sistema de privilegios y patronazgo que había garantizado
a la nobleza agraria una ventaja sin paralelo en los cargos públicos. Incluso a
un nivel regional y local, la nueva política de reclutamiento del nuevo
gobierno encabezado por el SPD comenzó a cambiar la escena, a medida que
los gobernadores provinciales y los comisarios de distrito de la vieja escuela
dejaron paso a sus sucesores republicanos.
Todo esto llegó en un momento de desorganización económica sin
precedentes. La supresión de las restricciones sobre huelgas y negociaciones
colectivas por parte de los trabajadores de las granjas y la anulación de la
antigua Ley de Siervos aumentó la presión sobre los salarios en el sector
agrícola. La reforma de los impuestos desmanteló las exenciones fiscales que
siempre habían sido un elemento estructural de la agricultura prusiana. La
nueva república era además mucho menos receptiva respecto a los
argumentos proteccionistas que sus predecesores imperiales; se redujeron las
tarifas del grano para facilitar las exportaciones industriales y se produjo un
neto incremento en las importaciones de alimentos, incluso después de la
reintroducción de una tarifa reducida en 1925. Bajo el impacto del aumento
de los impuestos y de los tipos de interés, deuda galopante, presión salarial y
asignaciones inapropiadas de capital durante la inflación, numerosos
productores de alimentos —especialmente en las grandes haciendas—

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acabaron en la bancarrota[36]. Tales presiones no se moderaron tras la
estabilización de la moneda de 1924. Por el contrario, los últimos años de la
República de Weimar fueron un período de fluctuaciones de precios
impredecibles, de depresión y de crisis en el sector agrícola[37].
Había también una dimensión religiosa en la disolución de lo que quedaba
del viejo medio conservador. Para los protestantes de la Iglesia de la Unión
prusiana, que comprendía a la mayoría de la población de las provincias del
este del Elba, la pérdida del rey fue un hecho más que meramente político. La
iglesia unionista siempre había sido una institución específicamente
monárquica: el rey de Prusia era ex officio obispo supremo de la Unión, con
extensos poderes de patronazgo y un puesto relevante en la vida litúrgica de la
congregación. Guillermo II, en particular, había tomado su papel ejecutivo
eclesiástico muy en serio[38]. Así, el fin de la monarquía como institución creó
cierta desorientación institucional en los protestantes de Prusia, incrementada
por la pérdida (para Prusia y Alemania) de importantes zonas protestantes en
Prusia Occidental y en la exprovincia de Poznan, y por la actitud claramente
secular y anticristiana de algunas prominentes figuras políticas
republicanas[39]. Un ulterior motivo de irritación era que el Partido de Centro,
católico, se las había arreglado para asegurarse un puesto influyente en el
seno del nuevo sistema.
Fueron numerosos los protestantes prusianos que respondieron a tales
cambios volviendo la espalda a la república y votando en gran medida por el
DNVP que, pese a su primera actitud abierta hacia el electorado católico,
siguió siendo un partido predominantemente protestante. «Nuestra particular
dificultad», observaba un alto clérigo en septiembre de 1930, «reside en que
los más leales miembros de nuestra iglesia se oponen a la forma de gobierno
existente[40]». Había señales de una fragmentación y radicalización acelerada
de la retórica y de las creencias religiosas. Se puso de moda, a partir de 1918,
racionalizar la legitimidad de la iglesia evangélica apelando a su vocación
nacional y étnica alemana. La Unión por la Iglesia Alemana, fundada en 1922
por Joachim Kurd Niedlich, enseñante protestante en el liceo francés de
Berlín, fue uno de los muchos grupos religiosos völkisch fundados en los
primeros años de la República de Weimar. Niedlich llegó a ser muy conocido
como exponente de un credo cristiano racista basado en la noción de que
Jesús había sido un heroico guerrero y buscador de Dios de linaje nórdico. En
1925, la Unión se fusionó la recién creada Unión Cristiana Alemana. Su
programa conjunto hacía un llamamiento para la formación de una iglesia

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nacional alemana, una «Biblia alemana» que reflejase el carácter moral de los
alemanes, y para la promoción de la higiene racial en Alemania[41].
La influencia del pensamiento ultranacionalista y etnocéntrico no se limitó
a la periferia de la vida de la iglesia. Desde 1918, el cuidado de las
comunidades protestantes alemanas aislado en territorios transferidos a la
nueva República polaca adquirió una importancia simbólica. Los protestantes,
en especial en el truncado estado de Prusia, equipararon los problemas de su
iglesia a la situación del pueblo alemán en su conjunto.«Volk y Patria» fue el
tema oficial del segundo Congreso de la iglesia protestante alemana celebrado
en Königsberg en 1927.
Estrechamente ligado a este cambio de énfasis estaba la cada vez más
estridente tendencia antisemita. Una publicación, en 1927, de la Unión por la
Iglesia Alemana declara que Cristo, como divina transfiguración de Sigfrido,
acabaría «rompiendo el cuello de la serpiente judío-satánica con su puño de
hierro[42]». En los años 1920 hubo cierta agitación por determinados grupos
cristianos para que se pusiese fin a la recaudación oficial para la misión entre
los judíos, y en marzo de 1930 el Sínodo General de la antigua Unión
prusiana votó para que se dejase de definir esta misión como una beneficiaria
oficial de los fondos de la iglesia[43]. Desalentado por la decisión, el
presidente de la misión de Berlín redactó una carta circular que envió a los
consistorios y consejos provinciales de la iglesia estatal prusiana advirtiendo
sobre la insidiosa influencia del antisemitismo y observando que el número de
clérigos de la Unión prusiana que habían «sucumbido» al antisemitismo era
«sorprendente y terriblemente alto[44]». Académicos de alto rango, en las
facultades de teología prusianas, estaban entre aquellos que veían en la
minoría judía una amenaza para el Volkstum alemán, y un vistazo a los
periódicos dominicales protestantes de los años 1918-1933 revela la fuerza
del sentimiento ultranacionalista y antijudío de los círculos protestantes[45].
En parte, esto era una consecuencia de estos procesos de reorientación y
radicalización que hizo fácil a los nacionalsocialistas establecerse en los
medios protestantes del este del Elba[46].
Y ¿qué sucedía con la élite de la antigua Prusia, los junkers, que un
tiempo llevó la voz cantante en Elbia Oriental? Era el grupo social más
expuesto a las transformaciones desencadenadas por la derrota y la
revolución. Para la vieja generación de la nobleza militar prusiana, la derrota
y la revolución trajeron consigo un traumático sentimiento de pérdida. El 21
de diciembre de 1918 el general Von Tschirschky, que mandaba el III
Regimiento de Ulanos de la Guardia y era exayudante de ala del emperador,

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ordenó a su regimiento formar para un desfile final en Potsdam. «Allí esta él,
el viejo guerrero amante del vino, con sus elegantes mostachos tipo
emperador Guillermo y su voz estentórea que atruena todo el Campo de
Bornsted —y las lágrimas que corren por sus rudas mejillas—»[47].
Ceremonias de este tipo, y había muchas, eran claramente rituales históricos
de renuncia y retirada, de conciencia de que el viejo mundo estaba pasando.
Siegfried, conde de Eulenburg, último comandante del I de Guardias a Pie,
dio expresión a este sentido de clausura en una «ceremonia de despedida»
orquestada en el invierno de 1918 en la «quietud mortal» de la Iglesia de la
Guarnición de Potsdam. Existía una conciencia compartida, recordaba un
participante, de «que el viejo orden se había hundido y ya no tenía ningún
futuro[48]».
Pero estas actuaciones tan elegantes no describían el humor general
existente en las familias nobles prusianas. Aunque algunos de los nobles
(especialmente de la generación más vieja) aceptaron el veredicto de los
acontecimientos con un espíritu de fatalismo y retirada, otros (especialmente
en la generación más joven) se mostraron decididos a permanecer dueños del
momento y reconquistar sus ancestrales posiciones de dominio. En muchas
zonas de Elbia Oriental, la nobleza, operando a través de la mediación de la
Liga Agraria, tuvo un éxito sorprendente en infiltrarse en las organizaciones
revolucionarias locales y orientando la política de las organizaciones rurales
fuera de las metas redistributivas hacia la política del bloque agrario del
Antiguo Régimen. Los nobles dominaban la Liga de la Tierra de Prusia
Oriental, por ejemplo, un grupo agrario que exponía objetivos
ultranacionalistas y antidemocráticos[49]. Muchos nobles jóvenes —en
especial de las familias menores— jugaron un papel importante en la
formación de los Freikorps que aplastaron a la extrema izquierda en los
primeros meses de la República. Estos hombres experimentaron la
ultraviolencia de los Freikorps como una liberación, un intoxicante alivio de
su sentimiento de pérdida y de precipitado declinar que acompañó a los
acontecimientos de 1918-1919. Las memorias de activistas nobles de los
Freikorps, publicadas en los primeros años de la República, revelan el total
abandono de los códigos de caballerosidad tradicionales y la adopción de
características propias de un guerrero brutal, desinhibido, antirrepublicano,
hipermasculino, dispuesto a ejercer una violencia asesina e indiscriminada
contra los enemigos ideológicos[50].
La extinción de la monarquía prusiana representó un choque existencial
para la nobleza elbiana oriental —más, quizá, que para cualquier otro grupo

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social—. «Me siento como si ya no pudiese vivir sin nuestro káiser y rey»,
escribía el magnate Dietlof, conde Arnim-Boitzenburg, último presidente de
la cámara alta prusiana, en enero de 1919[51]. Pero la actitud de la mayoría de
los nobles hacia el rey exilado —y su familia— siguió siendo ambivalente.
Para muchos representantes de la nobleza prusiana las circunstancias
ignominiosas de la salida de la monarquía y, particularmente, su fracaso en
preservar el prestigio de su corona sacrificándose en el campo de batalla
impedían cualquier genuina identificación con el último personaje que ocupó
el trono de Prusia. Así, el monarquismo no llegó nunca a desarrollarse como
una formación ideológica capaz de proporcionar a la nobleza conservadora en
conjunto un punto de vista coherente y estable. Los nobles, en especial los de
la generación más joven, se separaron del monarquismo personal, de carne y
hueso de sus padres y antepasados para acabar en la difusa idea de un
«dirigente del pueblo», cuyo carisma y autoridad natural llenaría el vacío
creado por la marcha del rey[52]. Hallamos una característica articulación de
este anhelo en las notas del diario del conde Andreas von Bernstorff-
Wedendorf, descendiente de un linaje de distinguidos servidores del trono
prusiano: «Solo un dictador puede ayudarnos ahora, capaz de barrer con una
escoba de hierro toda esta ralea parásita internacional. ¡Con que tuviésemos,
como los italianos, un Mussolini!»[53]. Resumiendo, en el seno de la nobleza
prusiana, como en los medios conservadores de la Elbia Oriental, los años de
Weimar fueron testigos de una drástica radicalización de las expectativas
políticas.
A finales del decenio de 1920, la experiencia de las crisis repetidas había
fragmentado el paisaje político agrario, generando una profusión de grupos y
movimientos con intereses especiales con protestas cada vez más radicales.
Los principales beneficiarios de esta volatilidad fueron los nazis, cuyo partido
presentaba un programa, en 1930, que prometía colocar a todo el sector
agrario en una situación de privilegio por medio de un régimen de tarifas y
control de precios. Los agricultores, que estaban desilusionados por el fracaso
del DNVP en garantizar los beneficios del sector rural, abandonaban ahora el
partido en busca de una alternativa más radical —en total, un tercio de los
votantes que habían apoyado al DNVP en las elecciones generales de 1928 se
pasaron a los nazis en las elecciones de 1930[54]—. Los intentos de los líderes
nacionalistas para recuperar a los renegados, endureciendo la línea
antirrepublicana del partido, fueron vanos. Entre aquellos que habían sido
atraídos por el movimiento nacionalsocialista había numerosos miembros de
la nobleza del Elba Oriental. Un caso especialmente llamativo es el de la

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familia Wedel, un antiguo linaje militar pomeranio, cuyos antepasados habían
combatido con distinción en todas las guerras de Prusia desde la fundación
del reino. Nada menos que 77 Wedel se unieron al NSDAP —el contingente
más numeroso que el de cualquier otra familia alemana[55].
En ningún otro lugar el apoyo electoral popular a los nazis fue mayor que
en las zonas masurias de la Prusia Oriental meridional, donde la campaña
electoral del verano de 1932 trajo el extraño espectáculo de unas
concentraciones políticas nacionalsocialistas en polaco. En julio de 1932, el
70,6 por ciento de los votantes del distrito masuriano de Lyck apoyaba a los
nazis, el porcentaje más alto que el de cualquier otro lugar en el Reich. Los
porcentajes de los vecinos Neidenburg y Johannisburg eran inferiores solo
fraccionalmente. En las elecciones de marzo de 1933 Masuria, de nuevo, fue
la primera en el Reich en su apoyo a los nazis, con el 81 por ciento en
Neidenburg, 80,38 por ciento en Lyck y 76,6 por ciento en Ortelsburg, donde
en una ocasión Federico Guillermo III se había detenido con la reina Luise
durante las luchas contra los franceses[56].

Disolución de Prusia

Las elecciones generales alemanas de septiembre de 1930 trajeron consigo la


primera ruptura importante para los nacionalsocialistas. En las anteriores
elecciones de mayo de 1928 los nazis habían sido un pequeño partido con
apenas el 2,6 por ciento de los votos (según la constitución de la República
Federal de Alemania no habían tenido los escaños suficientes para entrar en el
parlamento) y si se hubiese permitido al Reichstag, en 1928, terminar su vida
natural, esto habría quedado sin cambios hasta 1932. Pero en septiembre de
1930, debido a la disolución del Reichstag bajo la autoridad del presidente del
Reich, Paul von Hindenburg, los nazis habían vuelto con el 18,3 por ciento. El
número de votantes nazis pasó de 810 000 a 6,4 millones, y el número de sus
diputados de 12 a 107. Era la mayor ganancia realizada nunca por un partido
en la historia de Alemania entre una elección del Reichstag a la siguiente.
Todo esto transformó completamente el panorama de la política alemana.
Pero la administración prusiana quedaba a cubierto de estos trastornos por
el hecho de que no hubo elecciones en el estado ese año. El Landtag prusiano
de 1928 continuó en sesión y se le permitió, como a todos sus predecesores,
terminar su período de cuatro años. En la legislatura del estado los nazis
siguieron siendo un pequeño partido marginal. Pero había muchos presagios

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de peligro. El más importante es que se hizo imposible que la administración
del estado y el gobierno nacional alemán colaborasen en hacer frente a la
amenaza planteada por la extrema derecha. Bajo el gobierno nacional
encabezado por el SPD de Hermann Müller (1928-1930), las administraciones
alemana y prusiana se habían puesto de acuerdo en la necesidad de
contrarrestar la amenaza proveniente del movimiento nacionalsocialista. Los
medios fueron proporcionados por la constitución de Weimar, que prohibía
expresamente a los funcionarios públicos que participasen en actividades
políticas de cualquier tipo a favor de un grupo considerado anticonstitucional.
El 25 de mayo de 1930 el gobierno prusiano emanó una orden haciendo ilegal
para los funcionarios públicos prusianos ser miembros del NSDAP o del
Partido Comunista (KPD). Braun urgió a sus colegas del gobierno nacional
que siguiesen su ejemplo con una prohibición federal. El ministro del Interior
del Reich, Carl Severing, se mostró de acuerdo, y comenzaron los
preparativos para que los nazis fuesen ilegalizados por ser una organización
anticonstitucional. Si esta medida hubiese tenido éxito habría permitido al
consejo de ministros evitar la infiltración en los cuerpos del estado (incluido
el ejército alemán) a los socialdemócratas con carnet. La medida podía ser
tomada también contra el gobierno del estado de Turingia, donde el
nombramiento del nacionalsocialista Heinrich Frick como ministro del
interior había abierto la puerta a una rápida infiltración en la burocracia por
parte de los nazis[57].
Las cosas cambiaron tras las elecciones de septiembre: Heinrich Brüning,
sucesor de Müller en el puesto de canciller, abandonó la idea de una
prohibición, declarando públicamente que habría sido fatal cometer el error de
considerar al NSDAP una amenaza comparable al Partido Comunista.
Continuó, así, minimizando la amenaza representada por los nazis, incluso
tras el descubrimiento, en 1931, de una serie de documentos ocultos
pertenecientes a un líder de las SA que contenían planes para derribar con
violencia el régimen de Weimar y listas de personas condenadas a muerte,
sentencias que sería llevadas a cabo inmediatamente después. La finalidad a
largo plazo de Brüning era sustituir a la constitución de Weimar con algo más
próximo a la imperial. Esta meta solo podía ser alcanzada si se desbarataba a
la izquierda y se la expulsaba de la vida política. Brüning planeó desalojar al
SPD de su bastión prusiano para fusionar el cargo de ministro presidente
prusiano con el de canciller del Reich —una vuelta al modelo bismarckiano
de 1871—. Al mismo tiempo, Brüning quería excluir completamente a los
socialdemócratas del ejercicio del poder político por medio de la creación de

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un bloque de poder de derechas integrado al que se incorporaría a los nazis
con un papel subordinado.
En pos de este objetivo, la administración Brüning obstruyó directamente
los intentos del gobierno de Prusia de neutralizar al movimiento nazi. En
diciembre de 1931, Albert Grzesinski, presidente de la policía de Berlín,
exministro del Interior de Prusia y uno de los más enérgicos defensores de la
democracia contra los extremismos, convenció a Otto Braun para que
detuviese a Adolf Hitler. Pero Brüning se negó a permitir que la detención
siguiese su curso. A los prusianos se les informó que, si intentaban deportar a
Hitler, el presidente del Reich, Hindenburg, daría la contraorden utilizando el
decreto de emergencia que ya había sido redactado para la ocasión. En marzo
de 1932, el ministro presidente prusiano Otto Braun envió a Heinrich Brüning
un dosier de 200 páginas analizando en detalle las actividades del NSDAP y
demostrando que el partido era una organización sediciosa dedicada a destruir
la constitución y a derribar la república. Acompañando al dosier había una
carta en la que se informaba al canciller que era inminente una prohibición en
toda Prusia de las SA. Solo ahora, bajo presión, Brüning respondía urgiendo a
Hindenburg a que apoyase una acción a nivel nacional contra los nazis. El
resultado fue el decreto de emergencia del 13 de Abril de 1932 que
ilegalizaba las organizaciones paramilitares de los nacionalsocialistas en todo
el Reich.
Era una especie de victoria. De manera limitada, el estado prusiano
cumplía su promesa de ser el bastión de la democracia de la República de
Weimar. Pero la posición de la coalición republicana siguió siendo
extremadamente frágil. Parecía razonable considerar que los millones de
personas que habían votado a los nazis en las elecciones generales de
septiembre de 1930 lo volverían a hacer en las siguientes elecciones prusianas
de 1932. La magnitud del problema se vio claramente en febrero de 1931,
cuando una laxa alianza de partidos de derechas —incluidos el DNVP y los
nazis— consiguieron que se aprobase un plebiscito que proponía la disolución
del Landtag de Prusia. Cuando se llegó a la votación del plebiscito en agosto
de 1931, este recibió el apoyo de no menos de 9,8 millones de prusianos, con
una marcada concentración en las provincias agrarias orientales —lo que no
bastó para garantizar la disolución, pero, aun así, el resultado fue preocupante
—[58]. En muchas zonas seguían llegando nuevos reclutas a las tropas de
asalto nazis, pese a la prohibición por el gobierno de sus actividades —en la
Alta y la Baja Silesia, el número de los miembros (ahora clandestinos) de las
SA pasaron de 17 500 en diciembre de 1931 a 34 500 en julio de 1932[59]—.

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La violencia callejera continuó siendo un problema, ya que los nazis, los
comunistas, la policía y los hombres del Reichsbanner —una milicia
republicana— se enfrentaban en las calles con porras, puños de acero y armas
de fuego[60].
En la primavera de 1932, mientras se estaban preparando las nuevas
elecciones del estado, estaba claro que su resultado dejaría al gobierno
prusiano sin su mayoría democrática. Las elecciones prusianas del 24 de abril
de 1932 confirmaron los peores temores de los acosados republicanos. En
unas elecciones marcadas por una tasa de participación excepcionalmente alta
(81 por ciento), los nazis se hicieron con el 36,3 por ciento del voto popular.
La principal víctima de este éxito fue el DNVP (cuyo porcentaje se redujo a
un 6,9 por ciento) y los liberales DDP y DVP, que se hundieron y quedaron
convertidos en partidos que controlaban cada uno de ellos el 1,5 por ciento.
Los comunistas obtuvieron su mejor resultado hasta la fecha, con un 12,8 por
ciento. A esto siguió un curioso interregno: bajo las normas de procedimiento
revisadas del Landtag prusiano, la oposición de derechas antirrepublicana no
podía acceder al poder debido a que era incapaz de presentar una mayoría —y
no era cuestión de una coalición con los comunistas—. Así, la coalición de
gobierno del SPD bajo Otto Braun permaneció nominalmente en vigor, aun
cuando fue incapaz de encabezar una mayoría, por lo que dependía de sus
poderes de emergencia. El 14 de julio de 1932, el presupuesto anual del
estado hubo de ser aprobado por un decreto de urgencia. La Prusia
democrática había perdido su mandato.
Además, a nivel nacional, hubo acontecimientos políticos inquietantes con
repercusiones de largo alcance para el estado de Prusia. En la primavera de
1932 los conservadores del entorno del presidente Hindemburg —y el propio
presidente— habían perdido su fe en Brüning. Este no había hecho ningún
progreso contra los socialdemócratas en Prusia, ni tampoco para integrar a la
derecha en un bloque conservador capaz de sacar a la izquierda de la vida
política. En las elecciones presidenciales del 10 de abril de 1932, para la
profunda consternación de Hindenburg, los partidos de la derecha, todos ellos,
presentaron sus propios candidatos, dejando al Partido del Centro y a los
socialdemócratas que votasen al titular de ochenta y cuatro años para que
volviese a su cargo: Hindenburg antaño un personaje celebrado de la derecha
nacionalista, se había convertido en el candidato de los socialistas y de los
católicos[61]. Nada podía demostrar mejor el fracaso de los planes de Brüning
en preparar el camino a una restauración conservadora. Hindenburg estaba de
muy mal humor cuando su atención fue atraída por la legislación en

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preparación por el gobierno de Brüning referente a la partición de cierto
número de haciendas del este del Elba financieramente inviables, que se
querían parcelar en pequeñas propiedades para los desempleados. Para
Hindenburg, que era él mismo un terrateniente con numerosas y estrechas
conexiones con los medios junker, todo esto sonaba a bolchevismo agrario[62].
Brüning no tenía mayoría en el Reichstag y había perdido el apoyo del
presidente. El 30 de mayo de 1932 extrajo las consecuencias y dimitió.
La salida de Brüning acabó con la última apariencia de una democracia de
Weimar que funcionase. Lo sustituyó una junta de ultraconservadores
decididos a desmantelar el sistema republicano sin perder más tiempo.
Hindenburg nombró al nuevo canciller, Franz von Papen el 1 de junio de
1932. Papen era un noble y terrateniente westfaliano, viejo amigo del
presidente, y hombre de un instinto realmente reaccionario. La personalidad
más influyente del consejo de ministros era el ministro del Reichswehr, Kurt
von Schleicher, un intrigante ya maduro que había convencido al presidente
de que nombrase a Papen. Otro personaje clave fue el ministro del Interior del
Reich Wilhelm von Gayl. Papen, Gayl y Schleicher no estaban de acuerdo en
cierto número de medidas tácticas, pero todos ellos eran entusiastas
exponentes de un «nuevo estado» conservador que habría acabado con los
partidos políticos y habría reducido los poderes de las asambleas electas a
todos los niveles. Estuvieron de acuerdo, además, en que había llegado el
momento de hacer retroceder al sistema republicano.
El primer paso consistía en apaciguar a los nazis y hacer que colaborasen
en términos aceptables para los conservadores. Hitler siempre había pedido
una disolución del Reichstag, y el 4 de junio, solo tres días después de su
nombramiento, el canciller Von Papen obtuvo del presidente un decreto de
disolución. Diez días más tarde, suprimió la prohibición nacional sobre las SS
y las SA a cambio de la promesa, por parte de Hitler, de que la fracción nazi
en el Reichstag no se opondría a su continuidad en el cargo ni votaría en
contra de los decretos de emergencia[63]. Había comenzado la «integración de
las derechas».
Prusia era la siguiente en la lista. Kurt von Schleicher, el personaje más
influyente de la camarilla en torno al presidente del Reich, Paul von
Hindenburg, hacía mucho tiempo que era favorable a utilizar los poderes
especiales presidenciales para acabar con el gobierno prusiano, transfiriendo
sus responsabilidades al ejecutivo nacional[64]. En una reunión del gabinete
del 11 de julio de 1932, el nuevo ministro del Interior, Wilhelm Freiherr von

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Gayl, exigió lo que él describió como la «solución final» del problema
prusiano:

Los círculos jóvenes, incluso los más amplios y más incluyentes, del movimiento de Adolf
Hitler, con el fin de hacer que las fuerzas de la nación fuesen útiles para la reconstrucción del
pueblo, que se liberasen de las cadenas impuestas sobre él por Brüning y Severing, y pueda ser
apoyado en la victoriosa lucha contra el comunismo internacional […]. Con el fin de abrir el
camino a [esta] tarea y con el fin de asestar un golpe a la coalición socialista-católica de Prusia,
el dualismo entre el Reich y Prusia debe ser eliminado de una vez por todas apartando al
gobierno prusiano[65].

Ya que Gayl ya se había mostrado de acuerdo con estos puntos en


reuniones separadas anteriores con Papen y Schleicher, sus propuestas no
tuvieron oposición ninguna. Cinco días después, el 16 de julio, Papen
informaba a sus colegas del gabinete de que tenía un «cheque en blanco» por
parte del presidente del Reich para proceder contra Prusia[66]. Mientras
maduraban los planes de la camarilla presidencial, los nazis hacían un uso
total de las oportunidades creadas por Papen al suspender la prohibición
contra las SS y las SA. Desde el 12 de junio las tropas de asalto nazis
inundaron de nuevo las calles en busca de un ajuste de cuentas final con los
comunistas. Se produjo una oleada de violencia callejera. El caos alcanzó un
elevado nivel en Altona, activo puerto y ciudad manufacturera cercana a
Hamburgo, pero situada en la provincia prusiana de Holstein. Aquí, en el
«Domingo Sangriento» del 17 de julio de 1932, los nazis organizaron u
procesión provocadora por el barrio obrero (y en gran medida comunista) de
la ciudad. En la lucha que siguió murieron 18 personas —la mayoría por
disparos de la policía— y hubo más de 100 heridos. Papen y sus colegas
estimaron que había llegado su momento. Con el argumento de que el
gobierno prusiano había sido incapaz de cumplir con su deber imponiendo la
ley y el orden en el territorio —una acusación fantásticamente cínica,
teniendo en cuenta que era el propio Papen quien había suspendido la
prohibición de las organizaciones paramilitares—, el canciller se hizo
conceder por Hindenburg un decreto de excepción el 20 de julio de 1932, por
el que se deponía al gobierno del ministro-presidente Otto Braun, y los
ministros prusianos eran sustituidos por agentes «comisarios» de la ejecutiva
nacional[67]. Albert Grzesinski, su presidente delegado de la policía de Berlín,
Bernhard Weiss, y Marcus Heimannsberg, hombre del Partido del Centro que
había ascendido desde abajo a un alto puesto en el servicio, todos ellos fueron
encarcelados y luego liberados cuando aceptaron retirarse pacíficamente de
sus obligaciones oficiales. En Berlín fue declarado el estado de excepción.

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Los dirigentes del SPD respondieron con profunda pasividad y
resignación a esta maniobra absolutamente ilegal. Durante algunas semanas
se había sabido que una acción de este tipo se estaba preparando, pero no se
hizo ningún intento de planear u organizar la resistencia. En diciembre de
1931 los socialdemócratas habían formado una organización de defensa
llamada el Frente de Hierro, que consistía en una milicia denominada la
Reichshammer, varias organizaciones sindicales y una red de clubes
deportivos obreros, pero nada de esto había sido movilizado ni puesto en
estado de alerta. Incluso tras los hechos del 17 de julio en Altona, cuando el
SPD de Berlín supo que era inminente un golpe de estado, nada se hizo. Por el
contrario, en un mitin al día siguiente del «Domingo Sangriento», la dirección
del partido acordó no hacer un llamamiento para una huelga general y no
autorizar la resistencia armada. Esto dio ánimos, por no decir más, a Papen y
a sus conspiradores, que se consideraban ahora muy seguros de que el golpe
pasaría sin una oposición seria.
Las razones de este lamentable letargo son bastante fáciles de discernir.
Los socialdemócratas de Prusia y sus aliados de coalición estaban
desmoralizados por su fracaso en obtener la mayoría en el Landtag tras las
elecciones generales de abril de 1932. Como demócratas por principio, se
sintieron minados políticamente por el veredicto del electorado. Para un
hombre de mentalidad legalista como Otto Braun, el paso de la oficialidad a
la insurgencia no era algo natural. «He sido un demócrata durante cuarenta
años», le dijo a su secretario, «y no puedo convertirme ahora en un jefe
guerrillero[68]». Braun y muchos de sus compañeros pensaban que era
inevitable a largo plazo la centralización del Reich y la partición de Prusia —
¿esto quizá no los llevaba a tomar una decisión sobre el asunto de los
derechos del estado, por muy horrorizados que pudiesen estar por las
maquinaciones políticas que estuviesen detrás del golpe?—[69]. El equilibrio
de fuerzas, en todo caso, se concentraba contra el gobierno prusiano. El
llamamiento a una huelga general —el arma que había acabado con Kapp y
Lüttwitz en 1920— habría resultado inútil, debido al alto nivel de desempleo
en 1932.
Siempre había habido fricciones entre los ministerios prusianos y el
ministro del Ejército en Berlín, y estaba claro que los mandos del Reichswehr
no se oponían a la exclusión de Prusia. Así, resistirse al golpe habría
significado una lucha entre la policía prusiana y el ejército alemán, y no
estaba claro cuáles unidades de policía habrían reaccionado. Los nazis habían
tenido éxito en ciertas áreas infiltrándose en las redes sociales de la policía.

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Originalmente estaba prohibido para los policías, por el decreto de 25 de junio
de 1930, ser nacionalsocialistas activos, pero los nazis salvaron este obstáculo
colocando activistas en la Asociación de Exoficiales de Policía, un cuerpo de
pensamiento conservador que era receptivo a la crítica nazi de la república y
que mantenía diversos nexos con los hombres que estaban todavía en
activo[70]. Si se hubiesen levantado, los 200 000 paramilitares de la
Reichsbanner republicana se habrían enfrentado a las milicias nazis y
conservadoras, que eran más de 700 000. Finalmente, se daba el hecho de que
el ministro-presidente socialdemócrata Otto Braun estaba enfermo, por no
mencionar que estaba exhausto física y emocionalmente.
Por el contrario, el líder de la coalición prusiana miraba hacia el Tribunal
Constitucional alemán de Leipzig, al pensar que declararía ilegal el golpe, y a
las próximas elecciones generales, que, creían, iban a castigar a los
conservadores que rodeaban a Papen por su destrucción sin sentido de una
institución republicana respetada. Pero ambas esperanzas se vieron frustradas.
En las elecciones generales del 31 de julio de 1932 los nazis surgieron como
el partido más fuerte de Alemania, con el 37,4 por ciento de los votos
escrutados. Esta fue la hazaña más grande de este partido nunca alcanzada en
unas elecciones libres. En un meloso veredicto, el Tribunal Constitucional
rechazó la acusación de que las autoridades prusianas se habían mostrado
negligentes a la hora de cumplir con su deber, pero no llegaron a condenar
plenamente el golpe como los demócratas necesitaban tan desesperadamente.
El momento para una última defensa de la república había pasado. «Basta
enseñar los dientes a los rojos para que estos entren por el aro», decía
satisfecho el jefe de la propaganda nazi Joseph Goebbels en su diario el 20 de
julio. Y al día siguiente añadía: «Los rojos están acabados […]. Han perdido
su gran oportunidad. Que no volverá nunca[71]».
El golpe contra Prusia anunció la fase terminal de la República de
Weimar. Papen, Schleicher y el «gabinete de barones», un equipo de
tecnócratas conservadores de linaje noble que eran prácticamente
desconocidos para el público alemán en general, empezaron a apretar los
tornillos. Vorwärts!, el moderado periódico del SPD, fue prohibido dos veces,
y se advirtió oficialmente al periódico de los liberales de izquierda, el
Berliner Volkszeitung[72]. Hubo también un pequeño pero significativo ajuste
en la práctica judicial prusiana. En la provincia de Hanóver y en el distrito
judiciario de Colonia, se usaba todavía la guillotina para las ejecuciones
judiciales. De todos modos, el Comisionado del Reich para Prusia, Papen,
ordenó el 5 de octubre de 1932 que la guillotina —un instrumento que llevaba

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la huella de la Revolución francesa— fuese suprimida. En su lugar, los
ejecutores del estado debía usar la antigua, germánica y «prusiana» hacha. Era
una clara señal de que Papen tenía la intención de «hacer retroceder» a la
Revolución francesa, de la que los socialdemócratas eran los herederos
ideológicos, y anular sus consecuencias históricas[73]. No hay que asombrarse
si algunos entre los dirigentes nazis temían que el gobierno de Papen «haría
mucho y no sobraría nada para nosotros[74]».
Los días Papen en el gobierno estaban contados. Durante el cancillerato
de Heinrich Brüning, el SPD había tolerado al canciller con el fin de
consolidar el sistema contra el desafío nazi. Pero después del golpe contra
Prusia, Papen perdió toda esperanza de un futuro apoyo de los
socialdemócratas. Frustrados por las intrigas de Papen y sus colaboradores,
también los nazis volvieron a una oposición abierta. Ahora ya no había
perspectivas de que el canciller fuese capaz de disponer de una mayoría en el
nuevo parlamento. El 12 de septiembre de 1932, el nuevo Reichstag aprobó
una moción de censura; la moción tenía el apoyo de 512 diputados, y solo 42
diputados apoyaron a Papen; hubo cinco abstenciones. Era una base
parlamentaria difícilmente viable.
Existían ahora dos posibilidades. El gobierno de Papen, una vez más,
podía disolver el Reichstag y anunciar nuevas elecciones. En este caso, al
menos, dispondría de tres meses —60 días hasta las elecciones y 30 más hasta
que se reuniese el nuevo Reichstag—. 90 días de suspensión, antes de que el
proceso se reiniciase. La democracia alemana había quedado reducida a esto,
una repetición mecánica del reflejo electoral en el corazón de la república, un
espasmo rítmico que acabaría desgarrando el sistema. Sin embargo, había una
alternativa, es decir, la disolución del Reichstag sin elecciones. Y había
incluso un precedente para una acción así en la historia de Prusia: la ruptura
abierta de Bismarck con el parlamento prusiano durante la crisis
constitucional de 1862. En aquella época Bismarck había podido superar un
punto muerto entre el gobierno y el parlamento apartando la constitución y
gobernando sin el legislativo. A Papen y a Hindenburg se les abría también
esta alternativa. El presidente del Reich, Hindenburg, era lo suficientemente
viejo —había nacido en 1847 (!)— como para haber vivido de adulto joven la
crisis de los años 1860. Era además un hombre de la misma clase y origen
social que Bismarck cuya familia pudo haber seguido estos acontecimientos
con profundo interés.
Papen consideró la opción de un golpe de estado a lo Bismarck, pero
acabó rechazando la idea. Estaba claro que un golpe traería consigo graves

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riesgos; podría provocar incluso una guerra civil —esta posibilidad se
discutió en el consejo de ministros nacional—. Existía también incertidumbre
respecto a la actitud que tomaría la Reichswehr, cuyo portavoz político, Kurt
von Schleicher, surgía rápidamente como rival del canciller. Así, Papen optó
por convocar nuevas elecciones para el 6 de noviembre de 1932. Pero los
resultados de esta liza, en la que los nazis perdieron un pequeño porcentaje
pero siguieron siendo el partido más fuerte, dejaron claro que un nuevo
Reichstag no tenía tampoco intención de tolerar que Papen fuese canciller, al
igual que el antiguo parlamento. Era evidente que el nuevo Reichstag
utilizaría su primera sesión para no aprobar un voto de confianza. Papen tenía
que irse. Fue sustituido el 1 de diciembre de 1932 por su antiguo amigo Kurt
von Schleicher. La primera medida de Schleicher como canciller fue hacer
que el Reichstag aprobase reunirse después de Navidad. Tener elecciones
durante la época navideña y por tercera vez en un año había sido demasiado
para que lo soportase el Volk alemán. El Consejo de Ancianos del Reichstag
aceptó que el parlamento no se reuniese de nuevo hasta el 31 de enero de
1933.
En la época en que hizo todo esto, Franz von Papen había conseguido
convencer a su viejo amigo Hindenburg de que nombrase a Hitler canciller
del Reich. Tras intensas negociaciones entre bastidores Papen pudo hacer un
ofrecimiento a Hindenburg que no pudo rechazar. Hitler estaba de acuerdo
con que si era nombrado canciller, situaría solo a dos nacionalsocialistas en el
consejo de ministros. Los otros siete ministros serían conservadores, y el
propio Papen sería vicecanciller. Encerrado en esto, Hitler sería forzado a
tomar en consideración a la camarilla conservadora[75]. «En el plazo de dos
meses», cacareaba Papen, «empujaremos a Hitler tan lejos, a un rincón, que
acabará gritando[76]».
Y así fue como Hitler, como dijo hace muchos años Alan Bullock, fue
«metido en el cargo por unas intrigas baratas[77]». La toma del poder por los
nazis no había terminado. Por el contrario, acababa de empezar, Pero los nazis
guardaban en la manga algunas importantes cartas. Gracias al golpe de Papen
del 20 de julio de 1932, el gobierno electo del estado de Prusia había sido
sustituido por un Comisariado del Reich para Prusia. Lo que significaba, entre
otras cosas, que Hermann Goering ocuparía un cargo ministerial sin cartera en
el Consejo de Ministros nacional y al mismo tiempo actuaría como ministro
comisario del ministro del Interior prusiano, cargo que lo colocaba a la cabeza
de la más numerosa fuerza de policía de Alemania. En la primavera de 1933
Goering utilizaría con rudeza y eficacia sus poderes policiales prusianos. De

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este modo —y no solo de este modo— las extrañas maniobras de los
conservadores alrededor del presidente antes de enero de 1933 sirvieron para
allanar el camino hacia la toma del poder de los nacionalsocialistas.
Los hilos del legado prusiano estaban tejidos muy apretados en la maraña
de intrigas que llevaron al poder a los nazis. Los vemos en la actitud del
ejército, que se mantuvo apartado de la república desde 1930, evaluando la
situación a medida que se desarrollaba y jugando su propio juego. Los vemos
en la susceptibilidad del presidente Hindenburg respecto a las discusiones
sobre los intereses de los propietarios de la tierra de Elbia Oriental. Los
cancilleres Brüning y Schleicher perdieron crédito con el presidente en el
momento en que empezaron a apoyar las iniciativas de reforma agrarias que
implicaban la partición de las haciendas de Elbia Oriental que estaban en
bancarrota. La todavía viva memoria de la hegemonía conservadora en el
antiguo estado de Prusia insufló vida a las fantasías políticas de los
reaccionarios que contribuyeron a desarticular la república[78]. La arrogancia
colectiva de la nobleza prusiana y su pretensión de tener derecho a mandar
quedaba también en evidencia, y en el alardear de Franz von Papen respecto a
que él y su gabinete de barones habían «reclutado» a Hitler, como si el líder
nazi fuese un jardinero a tiempo parcial o un músico de paso. Para
Hindenburg, además, su sentimiento de la enorme diferencia existente en su
posición y dignidad entre él, mariscal de campo del ejército prusiano, y Hitler,
el cabo austríaco, hacía difícil saber quién era de verdad Hitler, captar la
amenaza que este representaba, y comprender lo fácilmente que acababa con
los convencionalismos y con el orden en política.
Pero los demócratas y republicanos del gobierno del estado eran también
prusianos, aunque provenientes de mundos sociales muy diferentes. El
enérgico Albert Grzesinski venía de Tollense, cerca de Treptow, en
Pomerania. Era hijo ilegítimo de una ama de casa berlinesa; completó su
aprendizaje como carrocero en Berlín, antes de hacer carrera como
funcionario de sindicatos y activista político. Después de la revolución,
Grzesinski podía haber tenido un cargo en el gobierno nacional alemán —le
fue ofrecido el ministerio del ejército en 1920 pero prefirió, en cambio, servir
al estado prusiano, como presidente de la policía de Berlín (1925-1926 y
1930-1932) y como ministro del Interior (1926-1930). En ambos cargos
persiguió una política de personal fuertemente republicana. En 1927
supervisó la redacción de leyes que eliminaban la jurisdicción policial
especial de los distritos rurales de las haciendas. Al suprimir los últimos
vestigios de los privilegios feudales de los junkers, Grzesinski cerró una

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fisura en la estructura administrativa del estado, completó la labor de los
reformadores prusianos de la época napoleónica y se ganó el odio duradero de
la derecha. Al ser un robusto antinazi, Grzesinski se atrajo también la intensa
aversión de la prensa de Goebbels, que repetida, y erróneamente, lo tachaba
de «judío en una república judía[79]». En diciembre de 1931 elaboró una
orden de deportación que expulsaba a Hitler de Prusia, pero fue bloqueada por
el gobierno nacional de Brüning. En un muy conocido discurso en Leipzig a
comienzos de 1932, Grzesinski declaró que era «lamentable» que al
«extranjero Hitler» se le permitiese negociar con el gobierno del Reich, «en
vez de ser expulsado con un látigo». Hitler no olvidó ni perdonó estas
palabras y Grzesinski, sabiamente, dejó Alemania en 1933, primero
dirigiéndose a Francia y más tarde a Nueva York, donde se ganó la vida de
nuevo como carrocero[80]. Fue una carrera guiada por un profundo
compromiso no solo con la democracia como tal, sino también con la
vocación histórica específica del estado prusiano y de sus instituciones.
Lo mismo puede decirse del hombre que sirvió al timón del estado
prusiano hasta 1932, el ministro presidente Otto Braun. Hijo de un pequeño
empleado de ferrocarriles de Königsberg, Braun se unió al Partido
Socialdemócrata en 1888, cuando todavía era ilegal en la Prusia de Bismarck.
Consiguió notoriedad y respeto por su labor entre los trabajadores rurales sin
tierra del este del Elba y por la agudeza de su pluma como redactor. Había
ocupado un escaño en el viejo Landtag de Prusia, y pertenecía a un pequeño
grupo de diputados socialdemócratas que trataron de pasar a través de las
barreras del sistema de voto de las tres clases. Como campeón del
proletariado rural, Braun fue la antítesis de la élite agraria de la vieja Prusia,
contribuyendo en 1918-1919 a derribar su hegemonía política. Sin embargo,
fue, como ellos, un prusiano inconfundible y de pleno derecho. Su infinito
apetito de trabajo, su molesto cuidado de los detalles y su profundo sentido de
la nobleza del servicio al estado eran todos ellos atributos del catálogo
convencional de las virtudes prusianas. Incluido su estilo de gestión
autoritario, que le valió el apodo de «zar rojo de Prusia», podía ser visto como
un rasgo prusiano ancestral. «Un socialdemócrata como Otto Braun»,
observaba el periodista conservador Wilhelm Stapel en 1932, «es, con todo el
antiprusianismo de su partido, más un prusiano que un alemán. Sus maneras
en el cargo son de un junker que deja a un ingrato rey con sus asuntos y que
“se las arregle solo[81]”». Braun también tenía pasión por la caza, pasatiempo
que compartía con el presidente del Reich, Paul von Hindenburg. Ambos
hombres cazaban en zonas adyacentes durante la temporada de caza y

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llegaron a tener una agradable intimidad personal, lo que les permitió
intercambiar puntos de vista sobre asuntos clave del momento[82]. Aquí, de
nuevo, se evidenciaba una curiosa afinidad entre la élite del Partido
Socialdemócrata y el estado prusiano que, antaño, había sido su némesis. Es
sorprendente que los dirigentes del SPD de estos años hallaran mucho más
fácil manejar las responsabilidades y riesgos del poder estatal en Prusia que
en el Reich alemán.

55. Otto Braun, ministro-presidente prusiano,


retrato de Max Liebermann, 1932.

Podemos decir que el 20 de julio de 1932, el día del golpe, la vieja Prusia
destruyó la nueva. O, para decirlo con mayor exactitud, la Prusia
particularista, agraria cercenaba a la Prusia universalista y centralizada de la
coalición de Weimar. Puede decirse que la sociedad tradicional prevaleció al
final sobre el estado modernizador; los descendientes de Von der Marwitz
triunfaron sobre el espíritu de Hegel. Pero esta antinomia metafórica, aunque
capta parte del significado de lo que sucedió en el verano de 1932, es, quizá,
demasiado pulcra. Los hombres del golpe contra Prusia no eran exactamente
junkers de tipo clásico. Papen era westfaliano y católico, Wilhelm von Gayl
era renano —ambos eran, en este sentido, «prusianos marginales[83]»—.
Incluso Kurt von Schleicher, aunque era hijo de un oficial silesiano, era un
personaje atípico, un intrigante político de fuera de la élite de terratenientes
provinciales; su política, una mezcolanza híbrida de corporativismo
autoritario y constitucionalismo, es difícil de encasillar[84]. Estos tres hombres

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perseguían una política de toda la nación, no del estado prusiano y
ciertamente, tampoco de la provincia de Prusia.
Hindenburg, el hombre que estaba en el centro de los acontecimientos de
1932, es un caso complejo. Como terrateniente elbiano oriental y celebrado
comandante militar, Hindenburg parece personificar la tradición prusiana.
Pero su vida se formó con las fuerzas que unificaron el Reich alemán. Tenía
dieciocho años cuando combatió en Königgrätz, durante la guerra contra
Austria de 1866. Provenía de la provincia de Poznan, una zona de elevado
antagonismo nacionalista entre alemanes y polacos. Había vuelto de la
jubilación al comienzo de la Primera Guerra Mundial, utilizó su papel en la
cúspide de las fuerzas alemanas en el frente del este para desafiar y vaciar la
autoridad del ejecutivo civil prusiano-alemán. Chantajeó al káiser, al que
profesaba la más profunda lealtad personal, para la realización de sus
proyectos, que incluían la catastrófica política de la guerra submarina
incondicional —una campaña de provocaciones inútil que llevó a los Estados
Unidos a entrar en guerra y que condenó a Alemania a la derrota a manos de
sus enemigos—. Uno por uno, apartó a los más estrechos aliados del káiser —
incluyendo al canciller Theobald von Bethmann Hollweg— y los fue sacando
de la política. Esto no fue la objeción concienzuda e irrepetible de un Seydlitz
o de un Yorck sino que se trató de una sistemática insubordinación nacida de
una vasta ambición y de un total desprecio de todo interés o autoridad ajena a
la jerarquía militar, que él mismo dominaba. Al mismo tiempo, Hindenburg
cultivaba deliberadamente la obsesión nacional respecto a su persona,
proyectando la imagen de un indomable guerrero germánico que hacía
sombra a la figura cada vez más del rey-emperador.
Aunque Hindenburg estaba entre aquellas personas que presionaron a
Guillermo II para que abdicase y huyese a los Países Bajos en noviembre de
1918, posteriormente se envolvió en la capa de un monarquismo de principio.
Más tarde, de nuevo (al ascender al cargo de presidente del Reich en 1925 y a
su nombramiento en 1932), dejó a un lado sus convicciones monárquicas con
un solemne juramento por la constitución republicana del imperio alemán. En
los últimos días de septiembre de 1918 Hindenburg presionó con urgencia al
gobierno civil alemán para que iniciara negociaciones para un alto el fuego,
pero luego se desvinculó totalmente de la paz resultante, dejando que los
civiles cargasen con la responsabilidad y el oprobio. El 17 de junio de 1919,
mientras el gobierno de Friedrich Ebert estaba deliberando sobre si aceptar o
no los términos del Tratado de Versalles, Hindenburg accedió a escribir que
una ulterior resistencia armada sería sin esperanza. Aun así, solo una semana

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mas tarde, cuando el presidente Ebert hizo un llamamiento al Mando
Supremo para que tomase una decisión formal apoyando la aceptación, el
mariscal de campo consiguió estar ausente de la sala de los teléfonos durante
el llamamiento, dejando a su colega Wilhelm Groener hacer de «bestia negra»
(como dijo el propio Hindenburg)[85]. Hindenburg fue incluso más lejos:
quizá en el momento más mitopoyético de una carrera saturada de mitos,
declaró en noviembre de 1919, ante la comisión que investigaba las causas de
la derrota alemana, que los ejércitos alemanes no habían sido vencidos en el
campo de batalla a manos de las potencias enemigas, sino por una «caterva de
cobardes en la retaguardia» en el frente interno; esta presunción habría
obsesionado a la república durante toda su corta vida, contaminando a la
nueva élite política con acusaciones de engaño y traición a la nación.
Como presidente del Reich desde 1925, Hindenburg desarrolló una
improbable amistad —pese a la distancia social entre ellos— con el
concienzudo ministro-presidente prusiano socialdemócrata Otto Braun. En
1932, cuando Hindenburg se presentó para la reelección a presidente; Braun
apoyó calurosamente al anciano personaje como «la personificación de la
calma y de la consistencia, de la lealtad y devoción viriles al deber para con
todo el pueblo[86]». Sin embargo, en 1932, presentado con el programa de la
camarilla conservadora, Hindenburg abandonaba a su antiguo amigo sin,
parece ser, la más mínima compunción, retirándose de sus solemnes pactos
constitucionales de 1925 y 1932 para hacer causa común con los enemigos
declarados de la república. Y luego, tras haber declarado públicamente que
nunca habría consentido nombrar a Hitler para cualquier cargo más alto que el
de ministro de correos, Hindenburg apalancó al dirigente nazi austríaco para
ocupar la cancillería en enero de 1933. El mariscal de campo tenía una alta
opinión de sí mismo y creía, sin duda sinceramente, que él personificaba una
«tradición» prusiana de un servicio desinteresado. Pero, en realidad, no era un
hombre de tradición. No fue, en ningún sentido determinista, un producto de
la vieja Prusia, sino más bien lo fue de las flexibles políticas que
caracterizaban a la nueva Alemania. Como comandante militar y luego como
jefe de estado de Alemania, Hindenburg cortó virtualmente con todo nexo que
hubiera llegado a establecer. No era un hombre de servicio, obstinado y fiel,
sino un hombre de imagen, manipulación y traición.

Prusia y el Tercer Reich

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El 21 de marzo de 1933 la Iglesia de la Guarnición de Potsdam proporcionó el
escenario para una ceremonia que marcaba la inauguración de la «nueva
Alemania» bajo Adolf Hitler. La ocasión era la apertura del nuevo Reichstag
tras las elecciones generales del 5 de marzo de 1933. Fue una fiesta que
debería haberse celebrado habitualmente en el propio edificio del Reichstag.
Pero el 27 de febrero, el izquierdista holandés Marius van der Lubbe había
incendiado el edificio, reduciendo la cámara principal a una negruzca ruina.
Construida por Federico Guillermo I en 1735, la Iglesia de la Guarnición era
un recuerdo elocuente de la historia militar prusiana. Sobre la torre de la
iglesia había una veleta con las iniciales FWR y la silueta de hierro de un
águila prusiana que tiende hacia un sol dorado. Trompetas, banderas y
cañones, en vez de ángeles o figuras bíblicas, decoraban la piedra del
presbiterio. Las tumbas del «rey soldado» Federico Guillermo I y de su ilustre
hijo Federico el Grande descansaban la una al lado de la otra en la cripta[87].
Joseph Goebbels, jefe de la propaganda nazi, se dio cuenta inmediatamente
del potencial simbólico de este escenario histórico y tomó personalmente el
control de los preparativos, planificando el acontecimiento hasta el mínimo
detalle, como espectáculo de propaganda. Después de todo, como señaló en
su diario el 16 de marzo de 1933, este fue el momento en el que el «nuevo
estado» inaugurado por el nombramiento de Hitler a la cancillería se
«presentaba simbólicamente por primera vez[88]».
El «Día de Potsdam», como será conocido, fue un acto concentrado de
comunicación política. Ofreció la imagen de una síntesis, incluso de una
unión mística, entre la vieja Prusia y la nueva Alemania[89]. Veteranos de las
Guerras de Unificación fueron transportados a la ciudad para tomar parte en
los festejos. Las banderas de los más venerables regimientos prusianos —
incluyendo el famoso IX de Infantería, cuyos reclutas prestaban juramento
tradicionalmente bajo las bóvedas de la Iglesia de la Guarnición— fueron
desplegadas y situadas de forma destacada. Las calles de la ciudad fueron
engalanadas con banderas imperiales alemanas, prusianas y con la esvástica.
El tricolor rojo, negro y oro de la República de Weimar podía verse en ningún
sitio. Incluso la fecha fue significativa. Goebbels había elegido el 21 de marzo
no solo debido a que era el primer día oficial de la primavera, sino también
porque era el aniversario de la apertura del primer Reichstag alemán tras la
proclamación del Reich en enero de 1871. En el centro de la reunión estaba el
presidente del Reich, Hindenburg. Con su uniforme de gala, tintineante con
sus medallas de todas las formas y tamaños, y empuñando su bastón de
mariscal de campo con la mano derecha, Hindenburg avanzó con paso

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majestuoso por las calles de la antigua ciudad a lo largo de las filas de los
hombres del Reichswehr y de los paramilitares con camisa parda presentando
sus armas como saludo. Cuando alcanzó su sitio, prominente, junto al altar, se
volvió para saludar con solemne ostentación, con su bastón de mariscal, el
trono vacío del exrey y emperador Guillermo II, ahora en su exilio holandés.
Este ejercicio de farsa fue pensado en parte en beneficio de los dos príncipes
Hohenzollern asistentes, uno en el uniforme tradicional de los Húsares de la
Calavera, el otro con la ropa marrón de las SA.

56. El Día de Potsdam, 21 de marzo de 1933. Hitler y Hindenburg se estrechan la mano ante la Iglesia
de la Guarnición de Potsdam.

En su discurso ante los asistentes invitados, Hindenburg expreso la


esperanza de que «el antiguo espíritu de este lugar de renombre», pudiese
entusiasmar a una nueva generación de alemanes. «Prusia había merecido la
grandeza por su valentía sin fallo y su amor por la madre patria»; que esto

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pueda aplicarse también a la nueva Alemania. En su réplica desde el atril de
lector, Hitler —que llevaba un traje de calle oscuro en vez del uniforme de su
partido— expresó su profunda veneración por Hindenburg y agradeció a la
«Providencia» por haber colocado a este indomable señor de la guerra a la
cabeza del movimiento para la renovación de Alemania. Terminó con
palabras que resumían la función propagandística de la ceremonia: «Mientras
nosotros estamos en este espacio que es sagrado para todo alemán, pueda la
Providencia conferirnos ese valor y esa constancia que sentimos cuando
luchamos por la libertad y grandeza de nuestro pueblo a los pies de las tumbas
de nuestros más grandes reyes[90]». Tras darse la mano, ambos hombres
depositaron coronas de flores sobre las tumbas de los reyes prusianos,
mientras que, fuera de la iglesia, una batería de la Reichswehr disparaba
salvas de salutación y el coro cantaba a voz en grito la «Leuten Chorale». A
esto siguió una revista militar por las calles de la ciudad. Goebbels recordaba
el momento en una efusiva entrada de su diario:

El presidente del Reich está situado sobre una plataforma elevada, con su bastón de mariscal de
campo en la mano, y saluda al ejército, a las SA, a las SS y a los Stahlhelm[*] mientras marchan
delante de él. Él está de pie y saluda. Sobre toda la escena brilla el sol eterno, y la mano de Dios
invisible da su bendición a la ciudad gris de la grandeza y del deber prusianos[91].

La celebración del «prusianismo» era un sólido componente de la


ideología y de la propaganda nacionalsocialista. El ideólogo de derechas e
inventor de la idea de «Tercer Reich», Arthur Moeller van der Bruck, había
profetizado, en 1923, que la nueva Alemania sería una síntesis del «viril»
espíritu de Prusia y del alma «femenina» de la nueva nación alemana[92]. En
Mein Kampf, publicado dos años más tarde, Adolf Hitler encuentra cálidas
palabras para el antiguo estado prusiano. Era la «célula germinal del imperio
alemán», que debía su existencia al «resplandeciente heroísmo» y «al valor
que desafía a la muerte de sus soldados»; su historia demostraba «con
maravillosa agudeza que no son las cualidades materiales sino solo las
virtudes ideales las que hacen posible la formación de un estado[93]». «En
nuestros oídos todavía resuenan», escribía el ideólogo nazi báltico-alemán
Alfred Rosenberg en 1930, «las trompetas de Fehrbellin y la voz del Gran
Elector, cuyas hazañas explican los comienzos de la resurrección, salvación y
renacimiento de Alemania». Sea lo que sea lo que podamos criticar en Prusia,
añadía, «la salvación decisiva de la sustancia germánica quedará para siempre
su hazaña más famosa; sin ella no habría cultura alemana, ni huella ninguna
de un pueblo alemán[94]».

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Nadie anunció el tema prusiano tan coherentemente como Joseph
Goebbels, que fue el primero que se percató de su potencial propagandístico
durante una visita a Sans Souci en septiembre de 1926. Desde ahora Prusia
era uno de los temas almacenados en la máquina publicitaria de Goebbels. «El
nacionalsocialismo», declaraba en un discurso electoral en abril de 1932,
«puede reclamar con razón el prusianismo. En toda Alemania, allí donde
estamos nosotros, los nacionalsocialistas, somos los prusianos. La idea que
representamos como prusianos. Los símbolos por los que luchamos están
henchidos por el espíritu de Prusia, y los objetivos que esperamos alcanzar
son una forma renovada de los ideales por los que combatieron un día
Federico Guillermo I, Federico el Grande, y Bismarck[95]».
La continuidad entre el pasado prusiano y el presente nacionalsocialista
fue reafirmada a muchos niveles en la política cultural del régimen desde
1933. Un famoso cartel político representaba a Hitler como el último de una
sucesión de estadistas alemanes que iba de Federico el Grande vía Bismarck
hasta Hindenburg. Poco después del Día de Potsdam, Hitler y Goebbels
reforzarán la conciencia pública respecto a estos temas con los «Días de
Tannenberg», un espectáculo de propaganda centrado en la inauguración de
un vasto monumento nacional el 27 de agosto de 1933: consistía en un círculo
de enormes torres unidas por muros macizos; el monumento de Tannenberg
recordaba a la vez la derrota de la Orden de los Caballeros Teutónicos a
manos del ejército moscovita en 1410 y la victoria de 1914 gracias a la cual
los alemanes se «vengaron» de sus antaño enemigos rusos. Y sirvió asimismo
para proyectar la idea (completamente ahistórica) de que la Prusia Oriental
había sido siempre el bastión de la «germanidad» contra el este eslavo. Como
el «Vencedor de Tannenberg», una vez más Hindenburg, que tenía ya ochenta
y siete años, fue conducido para celebrar los honores litúrgicos de una
Alemania ahora irreversiblemente nazificada. Cuando muere, casi un año
después, su cuerpo —junto al de su mujer— fue sepultado en una tumba en
una de las torres del monumento. De acuerdo con la voluntad del fallecido de
ser enterrado «bajo una única losa de piedra de Prusia Oriental», la entrada de
la tumba estaba coronada por un enorme dintel de sólido granito, la «piedra
de Hindemburg». Esta piedra había sido desenterrada cerca de Cojehnen, en
los llanos del norte de Prusia Oriental, y era muy conocida por los geólogos
alemanes por ser uno de los mayores monolitos de la región. Trabajando con
escaso margen de tiempo, un equipo de canteros y especialistas en minas
limpiaron la tierra alrededor de la masa de granito, la cortaron con cargas
explosivas y potentes herramientas hasta convertirla en un gran rectángulo y

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fue transportada hasta el monumento por una vía férrea construida
expresamente[96].

57. La «Piedra de Hindenburg»: los trabajadores descansan después de cavarla tierra bajo el
monolito, fotografía de los años 1930.

La arquitectura oficial del Tercer Reich evocaba una herencia cultural


prusiana característica. Vemos esto en los tres «Ordensburgen» construidos
durante el Tercer Reich en Crössinsee, Vogelsang y Sonthofen para las
escuelas de élite de los futuros cuadros del partido. Con sus altas torres y
severos aleros, estas monumentales estructuras recordaban a los castillos de la
Orden Teutónica que antaño había conquistado el «este alemán» y se había
establecido en los principados bálticos de Prusia. Otra muy diferente herencia
arquitectónica prusiana residía en los edificios públicos neoclásicos
encargados por el régimen como parte de la reforma nacionalsocialista del
espacio urbano alemán. El arquitecto favorito de Hitler, Paul Ludwig Troost,
era discípulo de Schinkel (1781-1841), el exponente canónico del «estilo
arquitectónico prusiano». La Casa del Arte Alemán de Troost, construida en
1933-1937, en el borde sur del Jardín Inglés de Múnich, se consideraba en
general una glosa del siglo XX del austero neoclasicismo del Museo Antiguo
de Schinkel, en Berlín.

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Albert Speer, miembro del partido desde 1931, que se convirtió en el
arquitecto de corte de Hitler tras la temprana muerte de Troost en 1934, era
asimismo un admirador de Schinkel. Speer provenía de una familia de larga
tradición de arquitectos ya que su abuelo había sido alumno de Schinkel en la
Academia de la Construcción de Berlín, y su profesor más importante en la
Universidad Técnica de Berlín-Charlottenburg fue Heinrich Tessenow, muy
conocido por haber convertido la Neue Wache de Schinkel, en la Unter den
Linden, en un memorial para los caídos de la Primera Guerra Mundial. La
fachada y patios de la Nueva Cancillería del Reich de Speer, encargada por
Hitler a comienzos de 1938 y completada tras 12 meses de frenética
construcción el 12 de enero de 1939, hacía numerosas referencias conscientes
a los edificios más famosos de Schinkel. El mensaje de la continuidad quedó
remachado en un suntuoso volumen oficial publicado en 1943, bajo los
auspicios de la Cámara de Arquitectos del Reich. Se titulaba Karl Friedrich
Schinkel: el precursor de la nueva ideología arquitectónica alemana, y
situaba expresamente los logros de los edificios nazis en la tradición
neoclásica prusiana[97].
Los súbditos prusianos, asimismo, eran protagonistas destacados de la
producción cinematográfica ideológicamente armonizada de los estudios
fílmicos alemanes tras la toma del poder por los nazis. Inducido por las
tendencias establecidas durante la República de Weimar, Goebbels desarrolló
temas prusianos como instrumento de la movilización ideológica[98]. El
escapismo y la nostalgia de las primeras producciones dieron paso a dramas
de resonancia contemporánea inconfundible. El viejo y el joven rey, por
ejemplo, estrenada en 1935, ofrecía una narración grotescamente
distorsionada sobre la ruptura de las relaciones entre el futuro Federico el
Grande y su padre Federico Guillermo I. Se criticaban las intrigas de la
diplomacia británica por los malentendidos entre padre e hijo, y hay una
escena en la que los libros franceses del príncipe son amontonados y
quemados por orden de su padre —referencia contemporánea que los
espectadores no dejarían de reconocer—. La ejecución de Katte se presenta
como la expresión legítima de la voluntad soberana. Los diálogos incluían
algunas joyas del anacronismo, como la siguiente: «Quiero que Prusia sea
rica. Y quienquiera que pretenda detenerme es un sinvergüenza» (Federico
Guillermo); y «El rey no comete asesinato. Su voluntad es ley. Y cualquier
cosa que no se le someta debe ser aniquilada» (un oficial que comenta la
sentencia de Katte)[99].

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58. El ataúd de Hindenburg es llenado a su
mausoleo bajo las almenas del monumento a
Tannenberg, fotografía de Matthias
Bräunlich, 1935.

Otras producciones de importancia trataban de escenas anecdóticas de la


vida de Federico el Grande, o de los dramáticos complots en el contexto de
crisis históricas, como la Guerra de los Siete Años o después de la derrota a
manos de Napoleón en 1806-1807. Un tema favorito —en especial durante
los años de guerra— fue la dramática interacción entre la perfidia de la
traición (de un país y de un dirigente) y la redención que llega a través del
autosacrificio en el nombre de un bien mayor[100]. No hubo tema presentando
más incisivamente que el del último film más importante del Tercer Reich,
Kolberg. Era un drama sobre un período épico situado en la fortaleza del
mismo nombre, en la que Gneisenau y Schill colaboraron con las autoridades
civiles de la ciudad para mantener a raya a los numéricamente superiores
franceses. Contra toda expectativa —y contra el registro histórico— los
franceses se vieron forzados a retirarse y la ciudad, inesperadamente, quedaba
a salvo por un tratado de paz. Aquí estaba la imagen de Prusia como reino de
la pura voluntad resistiendo solo con coraje y fortaleza de ánimo. La finalidad
de la película era suficientemente obvia; era un llamamiento a movilizar hasta
el último recurso contra los enemigos que se estaban acercando a Alemania.
Era, como decía el director Veit Harlan, un «símbolo del presente» que
confiriese a los espectadores la fuerza suficiente «para hoy, para el momento
de nuestra propia lucha». Hay dudas sobre si este objetivo fue alcanzado o no:
había muy pocos cines funcionando en la época en que este film se presentó
al público en general. Allí donde pudo encontrar audiencia, la respuesta fue
de resignación y tristeza. Entre las ruinas y el caos de la primavera de 1945,

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había muy pocos alemanes que todavía creían que Alemania podía ser
rescatada por los esfuerzos de un grupo de patriotas.
Sería erróneo ver todo esto como una cínica manipulación. Goebbels tenía
una notable propensión a creerse sus propias mentiras. Y la identificación
subjetiva de Hitler con Federico el Grande era tan fuerte que el único adorno
del búnker de la Cancillería del Reich, en el que Hitler residió los últimos días
de su vida a 16 metros por debajo de las calles de Berlín, fue el retrato pintado
por Graff de Federico el Grande, el hombre a cuyo «heroísmo» debía Prusia
su ascendiente histórico[101]. «De esta pintura», le dijo al comandante de
carros de combate Guderian a finales de febrero de 1945, «saco nuevas
fuerzas cuando las malas noticias amenazan con aplastarme». En la irreal y
aislada atmósfera del búnker era fácil imaginar que la historia de Prusia se
representaba de nuevo en el drama épico del Tercer Reich. Goebbels
reforzaba la moral de Hitler en los primeros meses de 1945 con lecturas de
Vida de Federico el Grande, de Carlyle, en especial esos pasajes en los que se
describía cómo en los momentos más tenebrosos de la Guerra de los Siete
Años, cuando todo parecía perdido, Prusia se salvó de la destrucción por la
muerte de la zarina Isabel en febrero de 1762[102]. Hitler recurrió a los
mismos temas históricos cuando pasó cuatro días, a comienzos de abril de
1945, intentando reforzar la resolución de Mussolini. Los monólogos que le
soltó a un Duce harto de la guerra incluían largas disquisiciones sobre la
historia de Prusia[103]. Tan estrecho era el control ejercido por esta novela
histórica sobre la mente de Goebbels que el ministro de Propaganda reaccionó
con júbilo y con un sentimiento de triunfo ante la noticia de la muerte del
presidente estadounidense Franklin Roosevelt el 12 de abril de 1945. Pensaba
que ese año iba a ser el annus mirabilis [año admirable] del Tercer Reich.
Ordenó que se sirviese champán en su despacho e inmediatamente mandó un
mensaje al apartamento de Hitler: «Mi Führer, me congratulo con usted.
Roosevelt ha muerto. El destino ha acabado con su mayor enemigo. Dios no
nos ha abandonado[104]».
Nada de esto debe ser tomado como prueba de la continuada vitalidad de
la «tradición prusiana». Aquellos que tratan de legitimar su derecho al poder
en el presente suelen recurrir a la idea de la tradición. Se adornan ellos
mismos con su autoridad cultural. Pero el encuentro entre los
autoproclamados herederos de la tradición y el registro histórico no suele
tener lugar en términos de igualdad. La lectura que los nacionalsocialistas
hicieron del pasado prusiano fue oportunista, distorsionada y selectiva. Toda
la carrera histórica del estado prusiano fue metida con calzador en el

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paradigma de una historia nacional alemana concebida en términos racistas.
Los nazis admiraban el edificio estatal militar del «rey soldado» pero tenían
poca simpatía o comprensión por la espiritualidad pietista que proporcionaba
un entramado ético para todos los intentos del rey y dejó una profunda huella
en su reinado —de ahí, por ejemplo, la casi completa exclusión del
cristianismo de las ceremonias en la Iglesia de la Guarnición en marzo de
1933—. El Federico el Grande de la propaganda nacionalsocialista era una
versión muy truncada respecto a la original —la insistencia del monarca en
usar el francés como medio para un discurso civilizado, su desdén por la
cultura alemana y su ambigua sexualidad simplemente fueron borradas—. Y
había escaso interés por los demás monarcas de los Hohenzollern, si
exceptuamos a Guillermo I, fundador del imperio alemán en 1871. Federico
Guillermo II y Federico Guillermo IV, el sensible y artísticamente dotado
«romántico en el trono», desaparecieron de la vista casi del todo.
Dos períodos destacaron por su poder mitopoyético: la Guerra de los Siete
Años y las guerras de liberación, pero no hubo interés por la Ilustración
prusiana. Los nazis valoraron al reformador prusiano Stein por su
compromiso nacionalista; Hardenberg, por el contrario, el Realpolitiker
francófilo y emancipador de los judíos prusianos, languidecía en la oscuridad.
Había cierto entusiasmo por Fichte y por Schleiermacher, pero escaso interés
oficial por Hegel, cuyo énfasis en la dignidad transcendente del estado no
podía congeniar con el racismo völkisch del nacionalsocialismo. Resumiendo,
la Prusia nazi era un brillante fetiche formado por fragmentos de un pasado
legendario. Era una memoria manufacturada, un adorno talismánico de las
pretensiones del régimen.
Sea como sea, nada de este entusiasmo oficial por la «prusianidad»
(Preussentum) podía hacer revivir la fortuna de la Prusia real. En 1933, el
Landtag prusiano fue disuelto después de que las nuevas elecciones no habían
permitido obtener una mayoría absoluta a los nazis. La Ley de
Reorganización del Reich de enero de 1934 colocó a los gobiernos regionales
y al nuevo comisario imperial bajo la autoridad directa del ministerio del
Interior del Reich. Los ministerios prusianos fueron fusionados gradualmente
por sus iguales del Reich (con las excepciones, por razones técnicas, del de
finanzas) y se elaboraron planes para (aunque quedaron sin realizarse en
1945) para la partición del estado en sus provincias constitutivas. Prusia
siguió siendo la denominación oficial y un nombre en el mapa, siendo el
único estado alemán que no fue absorbido formalmente en el Reich. Pero, de
hecho, dejó de existir como un estado de cualquier tipo. No hubo

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contradicción en esto con las celebraciones oficiales del régimen del legado
prusiano. La difusa abstracción «prusianidad» no denotaba una forma
específica de estado, o una particular constelación social, sino un incorpóreo
catalogo de virtudes, un «espíritu» que transcendía la historia y que podía
desarrollarse igualmente bien en la «democracia de Führer» del Tercer Reich
y bajo el gobierno absolutista de Federico el Grande. Hermann Goering, que
sustituyó a Papen como ministro-presidente comisario de Prusia en abril de
1933 invocó esta distinción cuando se dirigió al Consejo de Estado prusiano
en junio de 1934. «El concepto de estado prusiano», declaró, ha sido
«subsumido en el Reich». «Lo que queda es el eterno espíritu de la
prusianidad[105]». Para gran disgusto de algunas de las familias nobles
tradicionalistas, el nuevo régimen no hizo ningún intento de restaurar la vieja
monarquía desde 1933. En los años 1920 había habido frecuentes contactos
entre el entorno exreal e imperial de Doorn y una laxa red de grupos
conservadores y monárquicos (sobre todo prusianos) en la República
alemana. Los últimos años 1920 trajeron nuevos nexos informales con el
movimiento nazi. El hijo de Guillermo II, Augusto Guillermo, se unió a las
SA en 1928, decisión para la que obtuvo el permiso del exemperador. La
segunda mujer del exemperador, princesa Hermine von Schönaich-Carolath,
tenía amigos entre miembros del partido de alto rango e incluso participó en
el Mitin de Núremberg de 1929. El derrumbe del bloque conservador y el
éxito de los nazis en las elecciones alemanas de 1930 dieron ánimos a los
restauracionistas de Doorn a lanzar una sonda formal hacia el movimiento de
Hitler. Fruto de esto fue una reunión en Doorn entre Guillermo y Hermann
Goering en enero de 1931. No quedan actas de la reunión, pero parecería que
Goering habló positivamente sobre la perspectiva de una vuelta a Alemania
de Guillermo[106].
Pero, pese a estos signos amistosos —había rumores alentadores
provenientes de Hitler y de una segunda reunión con Goering en el verano de
1932—, la idea fue descartada sin ceremonias tras la toma del poder. Hitler
había alentado las esperanzas del kaiser únicamente porque quería reforzar
sus credenciales como legítimo sucesor de la tradición monárquica prusiano-
alemana. El momento de la verdad llegó el 27 de enero de 1934, cuando
Hitler ordenó acabar con las celebraciones en honor del kaiser por su 75°
cumpleaños. La suerte del movimiento de restauración fue sellada pocos días
más tarde por nuevas leyes que ponían fuera de la ley a todas las
organizaciones monárquicas. El hombre de la monarquía de las SA, el
príncipe Augusto Guillermo, fue condenado a arresto domiciliario durante el

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golpe de Rohm y se le ordenó que de ahora en adelante abandonase las
declaraciones políticas de cualquier tipo. De forma gradual, el régimen fue
borrando la memoria de la monarquía en Prusia y en Alemania, prohibiendo
mostrar imágenes imperiales y recuerdos diversos, aunque pagando a la
familia real una suma sustancial para garantizar que no causara ningún
problema[107]. Entre aquellos que habían planteado fuertes objeciones estaba
el conde Ewald von Kleist-Wendisch-Tychow, jefe regional de la
Corporación de la Nobleza Alemana (Deutsche Adekgenossenschaft) en
Pomerania Oriental. En enero de 1937 disolvía su sección en la corporación,
declarando que la negativa del régimen a restaurar la corona prusiano-
alemana «no era compatible con las tradiciones y el honor de la nobleza[108]».
No es fácil caracterizar las relaciones entre el régimen de Hitler y las
élites prusianas tradicionales y funcionales. Hasta hoy no existen estudios
sistemáticos sobre las actitudes y conducta de la nobleza regional alemana
durante los años del Tercer Reich. Pero una cosa está clara: la pintura
convencional de la nobleza terrateniente encerrada altaneramente en el
espléndido aislamiento de sus haciendas y esperando que pasase la tormenta
nazi es engañosa. Apenas había una sola familia noble del este del Elba que
no tuviese al menos un miembro del partido. El antiguo linaje de los Schwerin
proporcionó nada menos que 52 miembros, los Hardenberg, 27, los Tresckow,
30, los Schulenburg, 41, de los que 17 ya habían ingresado en el partido antes
de 1933. Muchos nobles se sentían atraídos por el NSDAP porque veían en la
alianza con el movimiento de Hitler la garantía de su papel de líderes sociales
tradicionales sobre nuevas bases[109]. Pero otros se les unían porque la
ideología y el ambiente del partido les resultaba aceptable —la brecha en las
actitudes de los círculos nobiliarios y el movimiento nacionalsocialista era
mucho más estrecha de lo que se ha supuesto con frecuencia.
Se daba también un amplio apoyo en la nobleza prusiana a los objetivos
de la política exterior del nuevo régimen —especialmente la revisión del
Tratado de Versalles y la restitución de las tierras transferidas a los polacos—.
El escaso número de prusianos en los escalones de mando del NSDAP tuvo,
al principio, poco efecto sobre algunas familias —según un cálculo había solo
17 prusianos entre los 500 cuadros nazis en 1933—[110]. Pero cuando el foco
de las actividades del partido —y su base electoral— se trasladó hacia el
norte, por lo general estos recelos desaparecieron. Fritz-Dietlof, conde von
der Schulenburg, tenía sospechas, en un principio, sobre el NSDAP, pues lo
veía como un movimiento esencialmente suralemán, pero, más tarde, se unió

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a él, por ser «una nueva forma de prusianidad» —aquí, de nuevo, esta
abstracción ofuscadora pero útil[111].
El cuerpo de oficiales de la Reichswehr, donde los hijos de las familias
junkers formaban todavía un grupo consistente, se mostró inicialmente
escéptico respecto al movimiento nazi, pero tras las elecciones de marzo de
1933 pasaron a una política de alianza con los nuevos dirigentes. Muchos
altos oficiales se vieron seguros por las represalias de Hitler contra los
camisas pardas tras el golpe de Rohm del 30 de junio de 1934. El inicio del
programa de rearme y la remilitarización de Renania en marzo de 1935
ayudaron también a consolidar las relaciones. Un ejemplo característico de
esta transición fue el inspector de adiestramiento con armas, en Berlín,
teniente general Johannes Blaskowitz, originario de Peterswalde en Prusia
Oriental, que había asistido a la escuela de cadetes de Köslin y de Berlín-
Lichterfelde. En 1932 Blaskowitz había tenido sobre aviso a su regimiento
durante una ejercitación, «en el caso de que los nazis hiciesen alguna falsa
maniobra, [nosotros] procederemos contra ellos con la máxima fuerza, y no
cederíamos ni siquiera ante el más sangriento conflicto[112]». En la primavera
de 1935, sin embargo, hablará un lenguaje diferente en la inauguración de un
monumento a los caídos de la Primera Guerra Mundial. Blaskowitz, hijo de
un pastor pietista de Prusia Oriental, dio vivas a Adolf Hitler, por ser el
hombre enviado por Dios en una hora de grandes necesidades en Alemania:
«La ayuda de Dios nos ha dado a nuestro líder, que ha reunido a todas las
fuerzas de la vida nacional en un poderoso movimiento […] y que ayer ha
restaurado la soberanía militar del pueblo alemán y así cumpliendo el
testamento de nuestros héroes muertos[113]».
Los prusianos, no hace falta decirlo, estuvieron implicados en muy gran
medida en las atrocidades cometidas por las SS y la Policía de Seguridad, y
por la Wehrmacht alemana, cuya pretensión de poseer un currículum bélico
«limpio» ha sido ampliamente desmentida. Pero ser prusiano no era, en
absoluto, una precondición para servir entusiásticamente a la causa del
régimen. También bávaros, sajones y württembergueses sirvieron con celo y
distinción en todas las ramas de actividad del régimen. Los integrantes del
batallón de policía que perpetraron fusilamientos masivos de hombres,
mujeres y niños judíos, tan angustiosamente documentados en Hombres
corrientes, de Christopher Browning, no eran prusianos, sino nativos del
tradicionalmente liberal, burgués y anglófilo Hamburgo[114]. Los austríacos,
esos antípodas históricos y culturales de los prusianos, estaban
sorprendentemente sobrerrepresentados en los más altos escalones de la

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maquinaría de asesinatos masivos de los nazis; Odilo Globocnik, supervisor
de campos de la muerte, Arthur Seyss-Inquart, Reichskommissar para los
Países Bajos ocupados, Hans Rauter, de las SS y funcionario de la policía que
deportó a 100 000 judíos holandeses al Este, Franz Stangl, comandante de
Sobibor (luego trasladado a Treblinka), fueron unos pocos de los austríacos
más prominentes implicados en el Holocausto[115]. Tales observaciones no
disminuyen de ningún modo el papel desempeñado por los prusianos en las
actividades criminales del Tercer Reich, pero destruyen la idea de que los
valores o hábitos de pensamiento prusianos eran, en sí mismos, una
cualificación especial para un servicio entusiasta.
Los prusianos —y en especial los representantes de las élites tradicionales
prusianas— figuran también de manera prominente en las filas de la
resistencia conservadora nacional alemana. Muchas de las viejas familias
pietistas pomeranias —entre ellas los Thadden, Kleist y Bismarck— apoyaron
a la Iglesia de la Confesión, que surgió para resistir al intento del régimen de
recomponer a la cristiandad alemana[116]— La resistencia militar activa fue,
sin duda, insuficiente para involucrar a muy pequeñas fracciones bajo las
armas. De todos modos, es significativo que de los conspiradores del 20 de
julio, dos tercios provenían del ambiente prusiano, y muchos de viejas y
notables familias de militares. Entre los detenidos inmediatamente después
del atentado fracasado contra la vida de Hitler estaba el expresidente delegado
de la policía de Berlín, Fritz-Dietlof von der Schulenburg, descendiente de
una familia cuyos hijos habían servido durante siglos como oficiales del
ejército de Brandemburgo-Prusia. Otro fue el jurista y oficial, conde Yorck
von Wartenburg, descendiente directo del Yorck que había marchado en
dirección a los rusos en Tauroggen en diciembre de 1812. El mariscal de
campo Erwin von Witzleben, otro prominente conspirador prusiano, era el
retoño de una vieja familia de militares del este del Elba que había sido
elegida por los conspiradores para que asumiese el mando supremo de la
Wehrmacht tras el asesinato de Hitler. Fue detenido el 21 de julio y sometido
a semanas de torturas y humillaciones a manos de la Gestapo. El 7 de agosto
de 1944, mostrando todavía las marcas del maltrato, fue llevado ante el
Tribunal del Pueblo, ante el cual estuvo de pie, sujetándose los pantalones sin
cinturón y soportando los insultos de Roland Freisler, el patibulario juez de
Hitler. Fue ahorcado en las instalaciones para ejecuciones de Plotzensee, al
día siguiente[117].

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59. La deportación de los judíos de Memel, en lo que había sido en otros tiempos la Lituania prusiana.
En su campaña de asesinatos de los judíos alemanes y europeos, el régimen nazi destruyó un
componente muy característico de la herencia prusiana.

Ninguna unidad de la Wehrmacht alemana estuvo implicada más


profundamente en las actividades de resistencia que el Regimiento de
Infantería IX de Potsdam, un regimiento prusiano tradicional (era el sucesor
oficial del I Regimiento de Guardias a Pie) con fuertes nexos con la Iglesia de
la Guarnición de Potsdam. Fue el regimiento del comandante general Henning
von Tresckow el que, en marzo de 1943, escondió un paquete de explosivos
en el avión en el que viajaba Hitler de vuelta a Berlín (el paquete no llegó a
explotar y fue recuperado sin incidentes al final del viaje). Tras colaborar
estrechamente con Stauffenberg y los otros conspiradores militares, Tresckow
se mató haciendo estallar una bomba de mano el 21 de julio de 1944. El
capitán Axel Freiherr von dem Bussche del IX Regimiento decidió atarse
explosivos al cuerpo y acabar con Hitler en un atentado suicida durante una
presentación de los nuevos uniformes, en 1943, pero su oficial superior en el
Frente del Este no le dio permiso para asistir. El teniente Ewald von Kleist-
Schmenzin aceptó ocupar el lugar de Von dem Bussche, pero la presentación
planeada fue cancelada y nunca más hubo una oportunidad. Otros oficiales

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del IX Regimiento se implicaron directamente en el complot de julio, incluido
el hijo del exjefe de Estado Mayor Ludwig Freiherr von Hammerstein-
Equord, el capitán Hans Fritzsche de la Reserva de Potsdam y el teniente
Georg Sigismund von Oppen, cuya familia poseía una hacienda en
Altfriedland, a 50 kilómetros al este de Berlín. Hammerstein-Equord, Oppen
y Fritzsche volvieron al cuartel de su regimiento a tiempo para huir y
sobrevivieron a las represalias que siguieron al intento de asesinato, en gran
parte porque Fritz-Dietlof von der Schulenburg se negó, incluso bajo tortura,
a revelar los nombres a la Gestapo. Varios otros miembros del regimiento
fueron ejecutados o se suicidaron durante la oleada de represión que siguió al
fracaso del complot de julio[118].
Los motivos para la resistencia fueron variados. Muchos de los personajes
clave habían pasado por una fase de infatuación respecto al movimiento de
Hitler e incluso se vieron implicados en sus crímenes. A muchos les
repugnaban los asesinatos masivos de judíos, polacos y rusos, otros tenían
reservas religiosas; algunos buscaban la restauración de la monarquía, aunque
no necesariamente de Guillermo II, cuya huida a los Países Bajos no se había
olvidado ni perdonado. Los asuntos prusianos se insinuaban en la resistencia
en numerosos niveles. El Círculo Kreisau, por ejemplo, una red de resistentes
civiles y militares en su mayoría conservadores que se centraban en la
hacienda de Moltke en Kreisau, Silesia, eran escépticos respecto a las virtudes
de la democracia (que, como ellos creían, había fracasado en proteger a
Alemania contra la llegada de Hitler) y deseaban una cámara alta no electa
con el viejo Landtag prusiano como modelo de una alternativa autoritaria a la
política parlamentaria moderna[119]. Muchos de los resistentes se aferraban a
la idea de Prusia como el mejor de los mundos perdidos, cuyas tradiciones
estaban siendo pervertidas por los capataces del Tercer Reich. «La verdadera
prusianidad no puede separarse nunca del concepto de libertad», decía
Henning von Tresckow en una reunión familiar cuando sus dos hijos fueron
confirmados en la Iglesia de la Guarnición en la primavera de 1943.
Desconectados de los imperativos de «libertad», «comprensión» y
«compasión», temía que los ideales de Prusia de autodisciplina y
cumplimiento del deber pudieran degenerar y convertirse en «una soldadesca
irresoluta y estrecha intolerancia[120]».
La imaginación histórica de la resistencia de la élite prusiana estaba
anclada a la memoria mítica de las guerras de liberación. La figura de Yorck,
que corrió el riesgo de ser acusado de engaño y traición por marchar por la
nieve hacia las líneas rusas en Tauroggen, era un ejemplo recurrente[121]. Cari

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Goerdeler, quizá el más importante asociado civil a la resistencia militar,
redactó un memorando animando al ejército a levantarse contra Hitler en el
verano de 1940, y terminaba el documento con una extensa cita de una carta
del barón Stein del 12 de octubre de 1808 que urgía a Federico Guillermo III
a descubrir su juego contra Napoleón: «Si nada salvo la desgracia y el
sufrimiento pueden esperarse, entonces es mejor tomar una decisión que sea
honorable y noble y que ofrezca alivio y consuelo, si las cosas han de acabar
mal[122]». En años posteriores comparaba las derrotas en el Norte de África y
de Stalingrado con los saludables desastres de Jena y Auerstadt[123]. Un
ejemplo particularmente sorprendente nos viene del intercambio entre el
resistente Rudolf von Gersdorff, autor de un intento abortado de lanzar una
bomba contra Hitler en la primavera de 1943, y el mariscal de campo Erich
von Manstein. Cuando Manstein reprochaba a Gersdorff sus puntos de vista
sediciosos, recordándole que los mariscales de campo prusianos no se
amotinaban, Hersdorff citó la deserción de Yorck en Tauroggen[124].
Para los resistentes Prusia se convirtió en una patria virtual, el punto focal
del patriotismo que no hallaba referencia ninguna en el Tercer Reich. El
carisma de esta Prusia mítica no se había perdido en cuanto a los no-prusianos
que se movían en los círculos resistentes. El sodaldemócrata Julius Leber, un
alsaciano que se había criado en Lübeck y que fue ejecutado el 5 de enero de
1945 por su participación en la conspiración contra Hitler, estaba entre
aquellos que miraban atrás con admiración los años en que Stein, Gneisenau y
Scharnhorst restablecieron el estado «en la conciencia de libertad del
ciudadano[125]». Existió una poderosa polaridad entre la Prusia de la
propaganda nazi y la de la resistencia civil y militar. Goebels utilizó temas
prusianos para introducir la primacía de la lealtad, obediencia y voluntad
como apoyos indispensables en la épica lucha de Alemania contra sus
enemigos. Los resistentes, por el contrario, insistieron en que estas virtudes
prusianas secundarias no merecían la pena en cuanto se las separaba de sus
raíces éticas y religiosas. Para los nazis, Yorck era el símbolo de una
Alemania oprimida que se levanta contra la «tiranía» extranjera —para los
resistentes representaba un sentido del deber transcendental que incluso, en
ciertas circunstancias, podía articularse como un acto de traición—. Nosotros,
de forma natural, consideramos mejor uno de estos mitos prusianos que el
otro. Con todo, ambos son selectivos, talismánicos e instrumentales.
Precisamente porque se había convertido en algo tan abstracto, tan ajado, la
«prusianidad» quedaba libre. No fue una identidad, ni siquiera una memoria.
Se había convertido en un catálogo de atributos míticos separados del cuerpo,

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cuyo significado histórico y ético estaba, y seguiría estando, sometido a
discusión.

Los exorcistas

Al final, prevaleció la visión nazi de Prusia. Los aliados occidentales no


necesitaron ser convencidos de que el nazismo era simplemente la última
manifestación del prusianismo. Aquellos podían servirse de una tradición
intelectualmente formidable de antiprusianismo que se remontaba a los años
del comienzo de la Primera Guerra Mundial. En agosto de 1914, Ramsay
Muir, conocido activista liberal y catedrático de historia moderna de la
Universidad de Manchester, publicó un estudio, muy leído, en el que pedía
examinar el «trasfondo histórico» del conflicto en curso. «Es el resultado»,
escribía Muir, «de un veneno que había estado actuando en el sistema europeo
durante más de dos siglos, y la fuente de este veneno es Prusia[126]». En otro
estudio publicado en los primeros tiempos de la guerra, William Harburt
Sawson, un publicista socioliberal y uno de los comentaristas más influyentes
de la historia y de la política alemana en la Gran Bretaña de los primeros años
del siglo XX, indicó la influencia militarizante del «espíritu prusiano» en el
seno de la por otra parte afable nación alemana: «este espíritu ha sido siempre
un elemento duro y no maleable de la vida alemana; es todavía el nudo en el
roble, el nódulo en la suave arcilla[127]».
Denominador común de muchos análisis era la noción de que, en realidad,
había dos Alemanias, la Alemania liberal, amable y pacífica del sur y del
oeste y la Alemania reaccionaria, militarista del noreste[128]. Las tensiones
entre ambas, se decía, quedaron sin solución en el imperio fundado por
Bismarck en 1871. Uno de los más elaborados e influyentes analistas iniciales
de este problema fue el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen. En un
estudio sobre la sociedad industrial alemana publicado en 1915 y reimpreso
en 1939 Veblen afirmaba que un proceso de modernización descompensado
había distorsionado la cultura política alemana. El «modernismo» había
transformado la esfera de la organización industrial, pero había fracasado en
llevar a cabo «una acomodación igualmente segura y perturbadora en el tejido
del cuerpo político». La razón de esto, diagnosticaba Veblen, residía en la
supervivencia de un «estado territorial» prusiano esencialmente premoderno.
La historia de este estado, sugería, representaba una carrera de un agresivo
belicismo más o menos ininterrumpido. La consecuencia de esto fue una

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cultura política de extremo servilismo, pues «la búsqueda de la guerra, al ser
un ejercicio de seguimiento de un líder y de ejecución de órdenes arbitrarias,
lleva a un ánimo de subordinación entusiasta y de incuestionable obediencia a
la autoridad». En un sistema así, el apoyo de un sentimiento popular leal
puede mantenerse solamente por medio de una «incesante habituación [y]
disciplina sagaz e implacablemente dirigida a este fin», y «por un sistema de
vigilancia burocrática e implacable interferencia en la vida privada de los
súbditos[129]».
El trabajo de Veblen era ligero en cuanto a datos empíricos y en pruebas
concluyentes, pero no carecía de elaboración teórica. Aspiraba no solo a
describir, sino también a explicar la supuesta deformación de la cultura
política prusiano-alemana. Se veía apoyado, además, por una concepción
implícita de lo «moderno» a la luz de qué Prusia podía ser considerada
arcaica, anacrónica, o parcialmente modernizada. Es sorprendente cómo gran
parte de la substancia de la tesis del «camino especial» que llegó a
predominar en los escritos históricos alemanes de finales de los años 1960 y
1970 ya había sido anticipada en el trabajo de Veblen. Y esto no es
casualidad; Ralf Dahrendorf, cuyo estudio sinóptico Sociedad y democracia
en Alemania (1968) fue uno de los textos fundamentales de la escuela crítica,
se inspiró en gran medida en el trabajo del sociólogo americano[130].
Incluso los más bien poco refinados escritos que pasan por análisis
históricos de la Alemania moderna durante la Primera Guerra Mundial con
frecuencia conservaron un sentido de perspectiva histórica, en vez de
establecer generalizaciones sobre el «carácter nacional» alemán. Desde el
siglo XVII, observaba un escritor en 1941, el «antiguo espíritu de conquista
alemán» había sido «desarrollado deliberadamente cada vez más y según unas
líneas de conducta de esa mentalidad que se conoce por “prusianismo”». La
historia de Prusia había sido «un período casi ininterrumpido de rotunda
expansión, bajo el dominio de hierro del militarismo y del oficialismo
absolutista». Bajo un duro régimen de educación obligatoria, en la que los
enseñantes eran reclutados en las filas de los exsuboficiales, a los jóvenes se
les instilaba «la típica obediencia prusiana». A los rigores de la vida escolar
seguía un prolongado período en los barracones del servicio militar activo.
Era aquí donde «la mente alemana recibía la última mano de barniz. Todo lo
que no había sido hecho por la escuela se terminaba en el ejército[131]».
En la mente de muchos contemporáneos, el nexo entre el «prusianismo» y
el nazismo era obvio. El emigrado alemán Edgar Stern-Rubarth describía a
Hitler —dejando a un lado el origen austríaco del dictador— como «el

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archiprusiano» y afirmaba que «toda la estructura de su Reich soñado» se
basaba no solo en los logros materiales del estado prusiano, sino «incluso más
en los fundamentos filosóficos del prusianismo[132]». En un estudio sobre la
planificación industrial alemana publicado en 1943 Joseph Borkin,
funcionario estadounidense que había colaborado en la preparación del caso
contra el gigantesco trust químico LG. Farben, de Núremberg, observaba que
la evolución política de los alemanes se había visto retardada desde hacía
mucho tiempo por una clase dominante de junkers prusianos que «nunca
habían sido desalojados por el cambio social» y concluía que la
«Weltanschauung prusiana de la hegemonía mundial política y económica es
la fuente de la que fluyen el imperialismo de los Hohenzollern y el
nacionalsocialismo». Como muchos de estos textos, este libro recurre a la
tradición de los comentarios críticos alemanes de la historia prusiana y de la
cultura política alemana de manera más general[133].
Sería difícil exagerar la fuerza de este escenario de ansia de poder,
servilismo y arcaísmo político sobre la imaginación de los políticos más
involucrados en el destino de la Alemania posbélica. En un discurso de
diciembre de 1939, el secretario de exteriores británico, Anthony Eden,
observaba que «Hitler no es tan único como parece. Es simplemente la última
expresión del espíritu prusiano de dominación militar». El Daily Telegraph
publicaba un debate sobre el discurso bajo el título «El gobierno de Hitler está
en la tradición de la tiranía prusiana» y hubo comentarios afirmativos en
todos los tabloides[134]. El día de la invasión alemana de la Unión Soviética
en 1941, Winston Churchill dijo unas memorables palabras sobre «el terrible
ataque» de la «máquina de guerra» nazi «con sus oficiales prusianos, esos
dandies con sus sonidos metálicos y sus taconeos» y «las masas obtusas,
amaestradas y embrutecidas de esos soldados hunos que avanzan
pesadamente como un enjambre de reptantes langostas[135]». En un artículo
para el Daily Herald de noviembre de 1941, Ernest Bevin, ministro de
Trabajo en el Gabinete de Guerra de Churchill, declaraba que la preparación
de Alemania para la presente guerra había comenzado mucho tiempo antes de
la llegada de Hitler. Incluso si «nos libramos de Hitler, Goering y otros»,
avisaba Bevin, el problema alemán quedaría sin resolverse. «Es del
militarismo prusiano, con su terrible filosofía, del que hay que liberar a
Europa para siempre[136]». A esto seguía que la derrota del régimen nazi
como tal no bastaba para llevar la guerra a un final satisfactorio.
En un trabajo presentado al consejo de ministros en el verano de 1943, el
líder laborista y primer ministro delegado, Clement Attlee, advertía

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apasionadamente respecto a la noción de que sería posible, tras el colapso del
régimen, tratar con alguna forma de gobierno sucesor en Alemania con las
élites tradicionales de la sociedad alemana. El «verdadero elemento agresivo»
de la sociedad alemana, afirmaba, era la clase de los junkers prusianos, y el
principal peligro residía en la posibilidad de que esta clase, que se había
aliado con los dueños de la industria pesada en Westfalia, pudiese deponer a
los dirigentes nazis y presentarse ante los aliados como el gobierno sucesor
dispuesto a establecer términos de paz. El error de 1918 había sido permitir
que tales elementos permaneciesen como un bastión contra el bolchevismo.
Esto no volvería a ocurrir. Solo la «liquidación de los junkers como clase»,
afirmaba Attlee, erradicaría «el virus prusiano[137]».
Para el presidente Roosevelt, asumir que Prusia era históricamente el
origen del militarismo y de las agresiones alemanas jugó un papel central en
su concepción de la política hacia Alemania. «Este es un asunto que quiero
dejar perfectamente claro», dijo ante el Congreso el 17 de septiembre de
1943. «Cuando Hitler y los nazis se vayan, la camarilla militar prusiana
deberá irse con ellos. Los grupos belicistas deben ser expulsados de Alemania
[…] si queremos tener alguna garantía segura sobre una futura paz[138]». La
memoria de 1918, cuando Wooddrow Wilson se había negado a parlamentar
con «los amos militares y los autócratas monárquicos de Alemania» seguía
viva todavía[139]. Con todo, el sistema militar que había sustentado el esfuerzo
de guerra alemán en 1914-1918 había sobrevivido a las privaciones infligidas
por la Paz de Versalles, para lanzar una nueva campaña de conquistas solo
dos decenios más tarde. Para Roosevelt (como para Attlee), se derivaba de
todo esto que las autoridades militares prusianas tradicionales eran una
amenaza no menor para la paz de lo que eran los nazis. Así, pues, no habría
ningún armisticio negociado con el mando militar, incluso en la eventualidad
de que el régimen nazi fuese depuesto desde dentro o se hundiese. En este
sentido, la idea de «prusianismo» hizo una contribución importante a la
política de rendición incondicional adoptada por los aliados en la Conferencia
de Casablanca en enero de 1943[140].
Entre los aliados, solo los soviéticos siguieron siendo conscientes de la
tensión entre la tradición prusiana y el régimen nacionalsocialista. Mientras
que la conspiración de julio de 1944 provocó pocos comentarios positivos
entre los políticos occidentales, los medios de comunicación oficiales
soviéticos hallaron palabras de aprecio para los conspiradores[141]. La
propaganda soviética, al contrario que la de las potencias occidentales,
explotó sistemáticamente los temas prusianos. El Comité Nacional para una

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Alemania Libre, creado como vehículo de propaganda en 1943 y formado por
oficiales alemanes capturados, apelaba explícitamente a la memoria de los
reformadores prusianos, sobre todo de Gneisenau, Stein y Clausewitz, todos
los cuales habían dimitido de sus responsabilidades prusianas durante la
ocupación francesa y se habían unido al ejército del zar. Yorck, el hombre que
había ignorado la orden de su soberano para marchar a través del hielo hacia
las líneas rusas en 1812, ocupaba, por supuesto, un lugar destacado[142].
Todo esto era música celestial, naturalmente, aunque también reflejaba
una perspectiva específicamente rusa de la historia prusiana. La historia de las
relaciones entre ambos estados no era una crónica de insalvable odio mutuo.
El héroe de Stalin, Pedro el Grande, había sido un ferviente admirador de la
Prusia del Gran Elector, cuyas innovaciones administrativas sirvieron de
modelo para sus propias reformas. Rusia y Prusia habían cooperado
estrechamente en la partición de Polonia y la alianza rusa fue crucial para la
recuperación de Prusia contra Napoleón en 1812. Las relaciones habían
seguido siendo cálidas tras las guerras napoleónicas, cuando la unión
diplomática de la Santa Alianza se vio reforzada por el matrimonio de la hija
de Federico Guillermo III, Charlotte, con el zar Nicolás I. Los rusos habían
apoyado a Austria en la lucha dual de 1848-1850, pero habían favorecido a
Prusia con una política de benévola neutralidad durante la guerra de 1866. La
ayuda dada a los acosados bolcheviques en 1917-1918 y la estrecha
colaboración militar entre la Reichwehr y el Ejército Rojo en los años de
Weimar eran recuerdos mucho más recientes en su larga historia de
interacción y cooperación.
Con todo, nada de esto evitó que Prusia fuese disuelta a manos de los
aliados victoriosos. En el otoño de 1945 se dio un consenso entre los distintos
órganos británicos implicados en la administración de la Alemania ocupada
que (en una formulación eficazmente redundante) «el cuerpo moribundo de
Prusia» debe ser «muerto finalmente[143]». La continuación de su existencia
constituiría un «peligroso anacronismo[144]». En el verano de 1946 esto fue un
asunto de política firme para la administración británica en Alemania. Un
memorando del 8 de agosto de 1946 de un miembro de la Autoridad de
Control Aliada en Berlín planteó el caso contra Prusia sucintamente:

No es necesario indicar que Prusia ha sido una amenaza para la seguridad Europea en los últimos
doscientos años. La supervivencia del estado de Prusia, aunque sea solo de nombre,
proporcionaría una base para cualquier forma de reclamación irredentista que el pueblo alemán
pudiera querer plantear más adelante, reforzaría las ambiciones militaristas alemanas e
impulsaría el resurgir de una Alemania autoritaria, centralizada, que es vital prevenir en el
interés de todos[145].

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Las delegaciones estadounidense y francesa apoyaron ampliamente este
punto de vista; solo los soviéticos se hicieron los remolones, sobre todo
debido a que Stalin quería todavía utilizar a Prusia como centro de una
Alemania unificada con cuyo control acabaría haciéndose la Unión Soviética.
Pero para comienzos de febrero de 1947 había sido puesto al paso y quedaba
abierta la puerta al fin legal del estado prusiano.
Entre tanto, la extirpación de Prusia en calidad de medio social ya estaba
bastante avanzada. El Comité Central del Partido Comunista de Alemania, en
la zona de ocupación soviética, anunciaba en agosto de 1945 que «los amos
feudales del estado y la casta de los junkers siempre habían sido los
portadores del militarismo y del chovinismo» (una fórmula que entraría a
formar parte del texto de la Ley n.° 46 del Consejo de Control Aliado). La
supresión del poder «socioeconómico» era así la primera y fundamental
precondición para la «extirpación del militarismo prusiano». A esto siguió
una oleada de expropiaciones. No se tomó nota de la orientación política de
los propietarios, o de su papel en las actividades de resistencia. Entre aquellos
cuyas haciendas fueron confiscadas estaba Ulrich-Wilhelm, conde Schwerin
von Schwanenfeld, que había sido ejecutado el 21 de agosto de 1944 por su
participación en la conspiración de julio[146].
Estas transformaciones se llevaron a cabo sobre un trasfondo de la mayor
oleada migratoria de la historia de los asentamientos alemanes en Europa. En
los últimos días de la guerra, millones de prusianos huyeron hacia el oeste
desde las provincias orientales huyendo ante el avance del Ejército Rojo.
Entre los que se quedaron, algunos se suicidaron, otros fueron muertos, o
murieron por la escasez, el frío o por enfermedades. Los alemanes fueron
expulsados de Prusia Oriental, Prusia Occidental, Pomerania oriental y
Silesia, y cientos de miles murieron en el proceso. La emigración y el
reasentamiento continuaron en los años 1950 y 1960. El saqueo o el incendio
de las casas del este del Elba marcaron el fin no solo de la élite
socioeconómica, sino también de una cultura característica y modo de vida.
Finckenstein, con sus recuerdos napoleónicos, Beynuhnen con su colección
de antigüedades, Waldburg con su biblioteca rococó, Blumberg y Gross
Wohnsdorff con sus memorias de los ministros liberales Von Schön y Von
Schroetter fueron algunos de los muchos lugares del país que fueron
saqueados y vaciados por un enemigo decidido a borrar la última huella de la
colonización alemana[147]. Así, los prusianos, o al menos sus descendientes de
mediados del siglo XX, acabaron pagando un alto precio por la guerra de
exterminio que la Alemania de Hitler desencadenó en la Europa oriental.

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La purga de Prusia de la conciencia colectiva de la población alemana
comenzó ante del fin de la guerra con un masivo ataque aéreo sobre la ciudad
de Potsdam. Como lugar histórico con escaso interés estratégico o industrial,
Potsdam estaba en puestos muy bajos de la lista de blancos aliados y no había
sufrido grandes bombardeos durante la guerra. Sin embargo, al final de la
tarde del sábado 14 de abril de 1945, 491 aviones del Mando de Bombardeo
británico soltaron su carga explosiva sobre la ciudad, convirtiéndola en un
mar de fuego. Al menos la mitad de los edificios históricos del centro antiguo
fueron borrados con un bombardeo que duró solo media hora. Cuando se
extinguió el fuego y el humo se disipó, la torre quemada de 57 metros de
altura de la Iglesia de la Guarnición permaneció como punto dominante en un
paisaje urbano de ruinas. Del afamado carillón, famoso por la interpretación
de los autómatas de la «Leuthe Chorale», quedaba tan solo un trozo de metal.
La destrucción continuó después de 1945, cuando distritos enteros de la
ciudad antigua fueron despejados para dejar sitio a las reconstrucciones del
régimen socialista. Los imperativos de la planificación urbana posbélica se
vieron reforzados por la iconoclastia antiprusiana de las autoridades
comunistas[148].

60. Berlín Este, 1950: cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la cabeza y el torso
de la estatua caída del káiser Guillermo I descansa cerca de restos de su caballo.

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En ningún lugar fue la ruptura con el pasado más generalizada que en
Prusia Oriental. La porción nororiental de la provincia, incluida Königsberg,
pasó a la Rusia soviética como botín de guerra. El 4 de julio de 1946 la ciudad
fue rebautizada Kaliningrado por el apellido del más fiel hombre de confianza
de Stalin, y el distrito sovietizado entorno a ella se denominó
Kaliningrádskaya óblast. La ciudad había sufrido mucho los combates de los
últimos meses de la guerra, y durante los primeros años de posguerra siguió
siendo un paisaje lunar lleno de ruinas. «¡Qué ciudad!», declaraba en 1951 un
visitante ruso. «El tranvía nos lleva por las desiguales y estrechas calles de la
un tiempo Königsberg. “Un tiempo” porque Königsberg es realmente una
ciudad de otro tiempo. Ya no existe. Durante kilómetros en todas direcciones,
es un inolvidable paisaje de ruinas. La antigua Königsberg es una ciudad
muerta[149]». En su mayoría los edificios históricos del centro antiguo están
deshechos y derrumbados en un intento de borrar la memoria de su historia.
En algunas calles solo las letras latinas grabadas en las tapas de los registros
de acero del sistema de alcantarillado de finales del siglo XIX sobreviven para
recordar a los transeúntes otra vieja historia. En torno a la devastación, va
tomando forma una nueva ciudad soviética, monótona y provinciana,
separada del mundo por una zona de exclusión militar.

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61. Captura de Königsberg por las tropas soviéticas, 1945.

También en las zonas de ocupación occidentales la labor de borrado


procedía rápidamente. Los políticos y comentaristas franceses hablaban en los
primeros años de la posguerra de la necesidad de una «déprussification»
total[150]. Los paneles del relieve de bronce de la base de la Columna de la
Victoria, erigida en 1873 para celebrar el triunfo de las armas prusianas sobre

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los daneses, los austríacos y los franceses en las guerras de la unificación
alemana, fueron arrancados por las fuerzas de ocupación francesas y enviados
a París. Se trasladaron de nuevo a Berlín solo con ocasión de las
celebraciones por el 750 aniversario de la ciudad en 1986. Y una suerte aún
más emblemática esperaba a las figuras colosales que representaban a
dirigentes históricos de la Casa de los Hohenzollern que tiempo atrás estaban
alineadas en la Siegesallee. Estos objetos —ampulosas masas de piedra
blanca esculpida— fueron trasladados por las autoridades nazis a la Grosse
Sternallee, uno de los ejes de la futura capital del Reich planeada por Albert
Speer, el inspector jefe de Construcciones de Hitler. Aquí pasaron la guerra
cubiertos por redes de camuflaje. En 1947 fueron demolidos por orden del
Consejo de Control Aliado de Berlín. En 1954 fueron enterrados en secreto en
el suelo arenoso de Brandemburgo, como si fuese necesario evitar que los
alemanes se reagrupasen para la batalla alrededor de sus tótems prusianos
ancestrales[151].

62. Unos trabajadores entierran la estatua de los antepasados de los Hohenzollern en los jardines del
Palacio de Bellevue, 1954.

Tales impulsos se materializaron en la esfera de la política de reeducación


de las zonas ocupadas. Aquí, el objetivo era eliminar a Prusia como

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«construcción mental», «desprusianizar» la imaginación alemana. Los aliados
nunca se pusieron de acuerdo sobre lo que esto quería decir en la práctica, y
ninguna de las administraciones de zona lo definió nunca concretamente, pero
la idea tuvo su influencia, pese a todo. A Prusia se le quitó importancia en la
enseñanza de la historia alemana. En la zona francesa en particular, los libros
de texto tradicionales que programaban una narrativa nacionalista teleológica
que culminaba en la formación del Imperio de Bismarck de 1871, dio paso a
narrativas centradas en la historia prenacional de Alemania y en sus múltiples
nexos con el resto de Europa (especialmente con Francia). Las crónicas de las
batallas y de la diplomacia que eran la materia de la antigua historia
prusiocéntrica dieron lugar al estudio de las regiones y culturas. Donde no
podían evitarse las referencias a Prusia, solía dárseles un marcado giro
negativo. En los libros de texto de la zona francesa, Prusia figuraba como un
poder voraz, reaccionario, que había aplastado los efectos beneficiosos de la
Revolución francesa y destruido las raíces de la Ilustración y de la democracia
en Alemania. Bismarck, en particular, emergía de este proceso de
reorientación con su reputación en ruinas[152]. Federico el Grande, asimismo,
fue retirado de su privilegiada posición en la memoria pública, pese a los
grandes esfuerzos del historiador conservador Gerhard Ritter para
rehabilitarlo como gobernante ilustrado[153]. La política aliada tuvo éxito
precisamente porque coincidían con tradición alemana, de cosecha propia (en
especial renana y suralemana católica), de antipatía hacia Prusia.
Además, tales intentos se vieron reforzados por los nuevos imperativos
geopolíticos globales que gobernaban la política alemana tras el
establecimiento de dos estados separados en 1949. La República Federal
Alemana y la República Democrática Alemana estaban a un lado y a otro del
Telón de Acero que dividía los mundos capitalista y comunista. Mientras que
Konrad Adenauer, el primer canciller de la República Federal, siguió una
política de compromiso sin condiciones con Occidente, el vecino oriental
comunista se convirtió en una dependencia política de Moscú, un «homúnculo
de la probeta soviética». Bajo la presión de la partición, que parecía ser una
característica permanente del mundo de posguerra, el pasado prusiano se
retiró del horizonte de la memoria pública. Mientras Berlín, convertida en una
isla metida profundamente en la república oriental, adquirió una identidad
nueva y carismática. En 1949, cuando los soviéticos bloquearon el envío de
suministros a la zona de la ciudad ocupada por los occidentales, los aliados
rompieron el asedio con un puente aéreo masivo. En todo el mundo occidental
hubo una manifestación de solidaridad con el puesto avanzado acosado. Fue

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un primer paso crucial hacia la rehabilitación de Alemania Occidental como
miembro de la comunidad internacional. La importancia de la ciudad se vio
ulteriormente incrementada por la construcción del Muro de Berlín en agosto
de 1961, un monumento espectacular a la polaridad de la Guerra Fría. En los
años 1960 y 1970, Berlín Occidental evolucionó hasta convertirse en el botón
de muestra de la libertad y del consumismo occidental, un vibrante enclave
amurallado con bares con neón y bailarinas, alta cultura y fermento político.
Ya no pertenecía a Prusia, ni siquiera a Alemania, sino al mundo occidental
—condición memorablemente sintetizada por la declaración del presidente
John F. Kennedy durante una visita a la ciudad el 26 de junio de 1963, de que
él, también, era «ein Berliner» [un berlinés].

De nuevo Brandemburgo

En un brillante ensayo de 1894, el celebrado novelista prusiano Theodor


Fontane, entonces ya viejo, recordaba la ocasión de su primera composición
literaria. La memoria lo condujo hacia atrás seis decenios, al año 1833,
cuando era un escolar de catorce años, que vivía con un tío en Berlín. Era una
cálida tarde de un domingo de agosto. Fontane decidió dejar para más tarde
sus deberes, una composición de alemán «sobre un tema elegido por él», y
visitar a amigos de la familia en el pueblo de Löwenbruch, a unos cinco
kilómetros al sur de Berlín. Hacia las tres de la tarde había llegado a la Puerta
de Halle, a los límites de la ciudad. De aquí la carretera iba hacia el sur por la
amplia meseta de Teltow a través de Kreuzberg y Tempelhof, en dirección a
Grossbeeren. Al llegar a las afueras de Grossbeeren, Fontane se sentó al pie
de un chopo para descansar. Ya era casi al atardecer y se veían retazos de
niebla por encima de los campos recién arados. Lejos, carretera abajo, podía
ver el terreno elevado del cementerio de Grossbeeren y la torre de la iglesia
de la localidad brillando por los rayos del sol que se ponía.
Mientras estaba sentado presenciando esta pacífica escena, Fontane se
puso a pensar en los acontecimientos que se le revelaban precisamente en este
lugar, casi exactamente el mismo en el que veinte años atrás, en el momento
culminante de las guerras contra Napoleón, el general Bülow y sus prusianos,
la mayoría hombres de la Landwehr, habían atacado a las fuerzas francesas y
sajonas al mando del general Oudinot, impidiéndoles el acceso a Berlín y
dando la vuelta a la campaña de verano de 1813. Fontane poseía solo un
conocimiento esquemático escolar de la batalla, pero lo que él recordó fue

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suficiente para embellecer el paisaje con vibrantes tableaux vivants [cuadros
vivos] del pasado. Instado por su oficial al mando a retirarse detrás de la
capital y esperar allí el avance francés, Bülow se negó, diciendo que «prefería
ver cómo blanqueaban los huesos de sus milicianos delante de Berlín que
detrás». A la derecha de donde estaba sentado Fontane había una colina baja
donde había un molino cuyas aspas giraban; fue aquí donde el príncipe de
Hessen-Homburg, «como su antepasado antes que él en Fehrbellin», había
conducido unos pocos batallones de milicianos de Havelland contra las
posiciones francesas. Aún más vivida que todo esto era una historia que su
madre le repetía desde su primera infancia, un «hecho pequeño» que había
pasado al acervo familiar. Emilie Labry (luego Fontane) provenía de la
colonia hugonote francófona de Berlín. El 24 de agosto de 1813, a la edad de
quince años, se encontraba entre las mujeres y muchachas que salieron de la
ciudad a cuidar de los heridos que permanecían todavía en el campo al día
siguiente de la batalla. El primer hombre con el que se topó fue un francés
mortalmente herido al que le quedaba «apenas un hálito en su cuerpo». Al oír
que se lo interpelaba en su propia lengua, se sentó «como si se hubiera
transfigurado», agarrando la jarra de vino de ella con una mano y la muñeca
de la mujer con la otra. Pero antes de poder llevarse el vino a los labios, había
muerto. Mientras yacía esa noche bajo sus mantas en Löwenbruch, Fontane
supo que había encontrado su argumento. El tema de la composición escolar
sería la batalla de Grossbeeren[154].
Este pasaje ¿era sobre Prusia, o era sobre Brandemburgo? Fontane
recordaba una narrativa histórica prusiana reconocible (aunque soló por
fragmentos), pero la inmediatez de la memoria deriva de lo íntimo del
escenario local: campos roturados, el chopo, una pequeña colina, la torre de
una iglesia que brilla a los rayos del sol de poniente. Era el paisaje de
Brandemburgo el que abría las puertas de la memoria del pasado prusiano.
Una intensa conciencia del lugar era una de las características de los trabajos
de Fontane como escritor. El paseo a Grossbeeren de 1833 fue el prototipo —
como afirmó luego— de la narrativa de las excursiones provinciales que
luego se convertiría en un género literario. Fontane, hoy, es más conocido por
sus novelas —dramas con agudas observaciones de la sociedad del siglo XIX
—, pero su trabajo más famoso y alabado a lo largo de su vida fue el
homenaje en cuatro volúmenes a su provincia natal conocido por Paseos por
la Marca de Brandemburgo.
Los Paseos son un trabajo como ningún otro. Fontane tomó nota en una
larga secuencia de significativas excursiones a través de la Marca y las

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entretejió con material extraído de inscripciones y archivos locales. El
vagabundeo comienza en el verano de 1859, con dos excursiones a los
distritos de Ruppin y Spreewald, y siguió en los años 1860. Publicados
inicialmente como artículos en distintos periódicos, los ensayos fueron
revisados con posterioridad, organizados por distritos y publicados a partir de
los años 1860 en volúmenes encuadernados. Los lectores encontraban una
mezcla infrecuente de observaciones topográficas, inscripciones, inventarios y
esquemas arquitectónicos, episodios románticos del pasado y trozos de
memorias no oficiales espigadas de conversaciones con cocheros, mesoneros,
terratenientes, criados, alcaldes de pueblo y trabajadores del campo. Pasajes
de suelta prosa descriptiva e irónicas viñetas de la vida de las pequeñas
ciudades se entremezclan con escenas de meditación; un cementerio, un
apacible lago rodeado de severos árboles, un muro en ruinas cubierto de
hierba, niños que corren en el frescor de un campo recién segado. Nostalgia y
melancolía, ambas marcas de la sensibilidad literaria moderna, lo impregnan
todo. El Brandemburgo de Fontane es un lugar de memoria que reluce entre el
pasado y el presente.
Quizá, la cosa más notable de los Paseos es su enfoque marcadamente
provinciano. A muchos contemporáneos les parecía absurdo, como Fontane
bien sabía, dedicar cuatro volúmenes a un viaje documental histórico al
Brandemburgo prosaico, monótono, rústico. Pero él sabía lo que estaba
haciendo. «Incluso en la arena de la Marca», le dijo a un amigo en 1863, «las
fuentes de la vida han fluido y siguen fluyendo por doquier y cada pie
cuadrado de terreno posee su historia y la cuenta, también —pero tenemos
que querer oír estas voces con frecuencia calladas[155]». Su meta no era
abarcar el grand récit [gran narración] de la historia prusiana, sino «reanimar
los lugares», como decía en una carta de octubre de 1861[156]. Con el fin de
hacer esto, tuvo que trabajar a contrapelo, descubriendo las «bellezas ocultas»
de su tierra natal suprimiendo los matices de su topografía sin importancia,
llevando gradualmente a Brandemburgo de la identidad política de Prusia. La
Marca hubo de ser separada de la historia de Prusia con el fin de tener una
presencia individualizada[157]. La historia de Prusia aparece en los Paseos,
pero parece remota, como el rumor de un distante campo de batalla. Son los
brandemburgueses, con su mordaz agudeza y la libre cadencia de su habla, los
que tienen la última palabra.
Los Paseos no pudieron zafarse de las críticas de los pedantes históricos,
pero fueron enormemente populares para el público en general y desde
entonces ampliamente imitados. Su éxito llama nuestra atención sobre la

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duradera fuerza del apego provinciano en las tierras de Prusia. Prusia siguió
siendo un conglomerado de provincias, al final de su vida como al principio,
cuya identidad fue esencialmente independiente de su ubicación en el seno del
conjunto estatal prusiano. Y esto fue más claramente el caso para las
provincias de adquisición más reciente. La relación entre la provincia de
Renania y Berlín fue un «matrimonio de conveniencia», pese al gobierno
relativamente pragmático y flexible de las sucesivas administraciones
prusianas[158]. En Westfalia, que no era, estrictamente hablando, una entidad
histórica singular sino un rompecabezas de tierras culturalmente diferentes,
los últimos años del siglo XIX fueron testigos de un sentimiento intensificado
de pertenencia regional, incrementado por polaridades confesionales. En
zonas católicas de Westfalia, tales como el obispado de Paderborn, había
escaso entusiasmo por la guerra de Prusia contra Francia en 1870, y los
voluntarios fueron pocos en el campo de batalla y muchos reclutas huyeron a
Holanda para evitar el servicio militar[159]. Por ello, es engañoso hablar de
«asimilación» en la provincia de Renania desde 1815; lo que ocurrió, más
bien, fue que los territorios occidentales se unieron a la amalgama prusiana,
forzando que el estado se constituyese de nuevo. Paradójicamente (y no solo
en Renania) la introducción del sistema de gobierno prusiano, con su
presidente provincial y sus dietas provinciales, reforzó en realidad el
sentimiento de una identidad provincial diferenciada[160].
Tales efectos se vieron intensificados por la expansión territorial de Prusia
después de la Guerra de Austria. En las provincias conquistadas muchos
acusaron las arbitrarias anexiones de 1866. El problema era especialmente
pronunciado en Hanóver, donde la antigua dinastía de los Welf fue depuesta y
su riqueza en tierras confiscada por la administración de Bismarck, acto de
pillaje y de lesa majestad que quedó atravesado en muchas gargantas
conservadoras[161]. Tales preocupaciones hallaron expresión en el Partido
Germano-Hanóveriano, que propugnaba la restauración de los Welf, pero que
tenía también objetivos conservador-regionalistas más amplios. Los
hanoverianos welfistas pudieron acabar convirtiéndose en alemanes
entusiastas, pero nunca se convertirían en plenamente prusianos. Sin duda, a
los regionalistas welf se les oponía en Hanóver el poderoso movimiento
nacional liberal de la provincia, que apoyaba fuertemente al nuevo estado
bismarckiano. Pero los nacional liberales, como sugiere su denominación,
eran entusiastas de Alemania, más que de Prusia. Dieron la bienvenida a
Bismarck como instrumento de una misión alemana, más que específicamente
prusiana.

Página 726
Resultó que la última gran fase de expansión de Prusia coincidió con una
intensificación del sentimiento regionalista en toda Alemania. Asociaciones
arqueológicas e históricas dirigidas por próceres locales se dedicaron a
descubrir la historia lingüística, cultural y política de los numerosos
«paisajes» alemanes. En el Schleswig-Holstein esta tendencia se intensificó
por la anexión prusiana de 1866: hubo un brote de lealtades regionalistas, no
solo entre los «prusianos» hablantes de danés del Schleswig del norte, que
nunca se reconciliaron con el nuevo orden y llegaron a la secesión en cuanto
se les presentó la ocasión en 1919, sino también entre alemanes étnicos que
estaban ligados a la idea de un Schleswig-Holstein como estado autónomo. La
mayoría de los diputados que representaban a los ducados en el Reichstag
constituyente de la Confederación Alemana del Norte en 1867 eran
partidarios de la autonomía regional. Tales aspiraciones adquirieron cierta
credibilidad académica gracias a los esfuerzos de la Sociedad para la Historia
Patriótica del Schleswig-Holstein-Lauenburg, cuyas clases y publicaciones
ponían el acento en los temas regionalistas[162].
Este asunto no debería exagerarse. Los sentimientos regionalistas no
significaron ninguna amenaza para la autoridad prusiana. Los habitantes del
Schleswig-Holstein podían refunfuñar, pero seguían pagando sus impuestos y
cumpliendo su servicio militar. Con todo, la fuerza de las identidades
provinciales es significativa. Su importancia reside menos en su potencial
político subversivo que en las sinergias que podía desarrollar entre las
fidelidades regional y nacional. La moderna ideología popular de la Heimat
(patria, morada) se mezcló sin costuras con los conceptos culturales y étnicos
de una nacionalidad alemana compuesta, superando las supuestas estructuras
inorgánicas impuestas del estado prusiano[163]. Prusia, como identidad, se
veía erosionada simultáneamente desde arriba (por el nacionalismo) y desde
abajo (por el resurgir regionalista). Solo en la Marca de Brandemburgo (y en
menor medida en Pomerania) fue evolucionando una identidad regionalista
que alimentó directamente una fidelidad hacia Prusia y su misión germánica
(aunque no necesariamente hacia Berlín, que muchos veían como un
crecimiento urbano extranjero en el paisaje agrario de la Marca).
Con todo, incluso aquí, como el ejemplo de Fontane sugiere, el
redescubrimiento de la provincia y su apelación a los sentimientos de sus
habitantes podía traer consigo un alejamiento respecto a Prusia. Fontane,
considerado con frecuencia un justificador de la «prusianidad», fue, en
realidad, profundamente ambivalente respecto al estado prusiano y, en
ocasiones, podía ser duramente crítico[164]. «Prusia era una mentira»,

Página 727
declaraba en la primera frase de un mordaz ensayo que publicó durante las
revoluciones de 1848. «La Prusia de hoy no tiene historia[165]». Fontane se
contaba entre aquellos que afirmaban —no solo en 1848, sino también
después de la fundación del Segundo Imperio en 1871— que la unificación de
Alemania debía traer consigo necesariamente el fallecimiento de Prusia[166].
No hacía falta decir que Brandemburgo, cuya particular historia y carácter
había documentado tan dolorosamente, sobreviviría a la demolición del
estado monárquico que había surgido en su suelo.
La fuerza del apego a las provincias y la correspondiente debilidad de
Prusia como lugar de una identidad colectiva siguió siendo una de las más
sorprendentes características del futuro del estado desde 1947. Es notable, por
ejemplo, la escasa relevancia de Prusia en la retórica oficial de la
organización formada en Alemania Occidental tras la Segunda Guerra
Mundial para representar los intereses de los 10 millones de personas
expulsadas que se vieron forzadas a abandonar las provincias al este del Elba
a finales de la Segunda Guerra Mundial. Los refugiados se definían a sí
mismos, en general, no como prusianos, sino como prusianos orientales, altos
y bajos silesianos, pomeranios; había también organizaciones que
representaban a los masurios del distrito meridional de Prusia Oriental, de
habla polaca, los salzburgueses de la Lituania prusiana (descendientes de las
comunidades protestantes de refugiados provenientes de Salzburgo, que
habían sido reasentados en el este prusiano en los primeros años 1730) y
varios otros grupos subregionales. Pero ha habido escasas pruebas de una
identidad «prusiana» compartida y, sorprendentemente, escasa colaboración e
intercambio entre los diferentes grupos. En este sentido el movimiento de los
expulsados ha tendido a reflejar el carácter variado y muy regionalizado del
antiguo estado prusiano.
Sin lugar a dudas, Prusia fue objeto de un gran interés público en ambas
Alemanias de posguerra. Los historiadores oficiales de la República
Democrática Alemana (RUDA) pronto abandonaron el antiprusianismo de
izquierdas de los antiguos cuadros comunistas y adoptaron a los reformadores
militares de la época napoleónica en cualidad de padres de la nueva Policía
Popular paramilitar en 1952. En 1953 las autoridades aprovecharon la ocasión
del 140 aniversario de la guerra contra Napoleón para lanzar una campaña de
propaganda en la que los hechos de 1813 fueron remodelados para servir a los
intereses del estado comunista. Naturalmente, el tema de la «amistad ruso-
alemana» cobró mucha importancia y 1813 figuraba ahora como un
levantamiento «popular» contra la tiranía y la monarquía[167]. La creación de

Página 728
la prestigiosa Orden de Scharnhorst en 1966 para operaciones del Ejército
Nacional Popular, las series de televisión sobre Scharnhorst y Clausewitz a
fines de los años 1970, la aparición del innovador bestseller Federico II de
Prusia, de Ingrid Mittenzwei, en 1979, y recolocación de la espléndida
estatua ecuestre del rey, debida a Christian Daniel Rauch, en un lugar
importante de la Unter den Linden fueron solo algunos de los jalones de la
evolución de una aproximación comprensiva y diferenciada a la historia del
estado prusiano. La finalidad —al menos de las autoridades estatales— era
remachar la identidad pública de la RDA haciendo suya una versión de la
historia y de las tradiciones de Prusia. Como respuesta a estos hechos las
autoridades del Berlín Occidental y sus partidarios en la República Federal
apoyaron la inmensa exposición sobre Prusia que se inauguró en el Berlín
Occidental, en el Edificio Gropius, en 1981. Y, con todo, aun con la
controversia y el genuino interés público de ambos lados de la frontera, estas
siguieron siendo iniciativas de arriba abajo llevadas a cabo por imperativos de
«educación política» y de «pedagogía social». Fueron más bien iniciativas de
los estados más que de los pueblos que vivían en ellos.
Pero, mientras que la resonancia emocional de Prusia se desvanecía, los
vínculos con Brandemburgo seguían siendo fuertes. Desde 1945 las
autoridades de la RDA realizaron un esfuerzo conjunto para borrar las
identidades regionales anteriores al estado socialista. Los cinco Lander de la
zona oriental (que incluían a Brandemburgo) fueron abolidos en 1952 y
sustituidos por 14 distritos totalmente nuevos (Bezirke). La finalidad no era
solo acelerar la centralización de la administración de Alemania del Este, sino
también «crear nuevas lealtades populares», para superar las identificaciones
regionales tradicionales con «identidades nuevas, socialistas[168]». Sin
embargo, la supresión de las identidades regionales resultó
extraordinariamente difícil. Las ferias, la música, la cocina y las culturas
literarias regionales florecieron, pese a la ambivalencia e intermitente
hostilidad de la administración central. Los intentos oficiales para impulsar el
apego emocional a la recién creada «patria socialista» de los distritos, en
1952, generaron solo un reconocimiento superficial por la mayoría de los
alemanes del Este.
La solidez de las afiliaciones tradicionales se hizo evidente en 1990,
cuando los distritos fueron abandonados y los antiguos Lander fueron
restablecidos. El distrito de Perleberg, en el Prignitz, al noreste de Berlín,
había formado parte de la Marca de Brandemburgo desde el siglo XIV. En
1952 fue ampliado para abarcar tres aldeas de Mecklenburg e incorporado al

Página 729
distrito de Schwerin (nombre asociado tradicionalmente no con
Brandemburgo sino con su vecino del norte, el ducado de Mecklenburg-
Schwerin). En 1990, tras 40 años de exilio en Mecklenburg, la población del
distrito de Perleberg tuvo la oportunidad de reafirmar su nexo con
Brandemburgo. El 78,5 por ciento de los votantes de Perleberg optaron por
volver y el distrito fue transferido sin más a la administración de
Brandemburgo. Sin embargo, esto causó consternación a los habitantes de las
aldeas de Mecklenburg que habían sido fusionadas con el distrito de Perleberg
en 1952. Los hombres y mujeres de Dambeck y Brunow exigieron en voz alta
ser retransferidos a su ancestral Mecklenburg. A finales de 1991, tras
protestas y negociaciones, su deseo se vio satisfecho. Ahora todo el mundo
estaba contento. Es decir, todo el mundo, excepto los habitantes de Klüss,
población de unas 150 personas, cuya aldea fue unida oficialmente a Brunow,
aunque estaba justo en la antigua frontera con Brandemburgo. Desde el siglo
XVIII Klüss había dependido para su sustento de los intercambios a través de
la frontera (incluido el lucrativo comercio de contrabando), y sus residentes se
mostraban reticentes a romper sus lazos tradicionales con la Marca[169].
Al final, estaba solamente Brandemburgo.

Página 730
CHRISTOPHER CLARK (Sidney, Australia, 1960). Es catedrático de
Historia Moderna europea y Fellow del St. Catharines College de la
Universidad de Cambridge. Es autor, entre otros libros, de The Politics of
Conversion. Missionary Protestantism and the Jews in Prussia, 1728-1941,
una biografía del Káiser Guillermo II, y la mundialmente aclamada obra sobre
los inicios de la Primera Guerra Mundial, Sonámbulos. Cómo Europa fue a la
guerra en 1914.

Página 731
Notas

Página 732
[1]
Control Council Law No. 46, 25 febrero y 1947, Official Gazette of the
Control Council for Germany, No. 14, Berlín, 31 de marzo de 1947. <<

Página 733
[2]Discurso ante el Parlamento, 21 de septiembre de 1943, Winston
S. Churchill, The Second World War, vol. 5, Closing the Ring (6 vols.,
Londres, 1952), p. 491. <<

Página 734
[3]Ludwig Dehio, Gleichgewicht oder Hegemonie. Betrachtungen über ein
Grundproblem der neueren Staatengeschichte (Krefeld, 1948), p. 223; id.,
«Der Zusammenhang der preussisch-deutschen Geschichte, 1640-1945», en
Karl Forster (coord.), Gibt es ein deutsches Geschichtsbild? (Wurzburg,
1961), pp. 65-90. Sobre Dehio y el debate sobre la continuidad prusiano-
alemana, v. Thomas Beckers, Abkehr von Preussen. Ludwig Dehio und die
deutsche Geschichtswissenschaft nach 1945 (Aichach, 2001), esp. pp. 51-59;
Stefan Berger, The Search for Normality. National Identity and Historical
Consciousness in Germany since 1800 (Providence, RI, y Oxford, 1997), pp.
56-71; Jürgen Mirow, Das alte Preussen im deutschen Geschichtsbild seit der
Reichsgrundung (Berlín, 1981), pp. 255-260. <<

Página 735
[4]Sobre la escuela crítica en general, v. Berger, Search for Normality, pp.
65-71. Sobre el German Sonderweg: Jürgen Kocka, «German History before
Hitler: The Debate about the German Sonderweg», Journal of Contemporary
History, 23 (1988), pp. 3-16. Para una visión crítica: David Blackbourn y
Geoff Eley, The Peculiarities of German History. Bourgeois Society and
Politics in Nineteenth-Century Germany (Oxford, 1984). Para una discusión
reciente del caso de una peculiaridad prusiana, v. Hartwin Spenkuch,
«Vergleichsweise besonders? Politisches System und Strukturen Preussens als
Kern des “deutschen Sonderwegs”» Geschichte und Gesellschaft, 29 (2003),
pp. 262-293. <<

Página 736
[5]Como ejemplos de esta literatura, v. Hans-Joachim Schoeps, Preussen.
Geschichte eines Staates (Fráncfort/Berlín, 1966; reimpr. 1981); Sebastian
Haffner, Preussen ohne Legende (Hamburgo, 1978); Gerd Heinrich,
Geschichte Preussens. Staat und Dynastie (Fráncfort, 1981). Comentario
sobre esta tendencia: Ingrid Mittenzwei, «Die zwei Gesichter Preussens» en
Forum 19 (1978); reimpr. en Deutschland-Archiv, 16 (1983), pp. 214-218;
Hans-Ulrich Wehler, Preussen ist wieder chic. Politik mid Polemik in zwanzig
Essays (Fráncfort del Meno, 1983), espec. cap. 1; Otto Busch (coord.), Das
Preussenbild in der Geschichte. Protokoll eines Symposions (Berlín, 1981).
<<

Página 737
[6]6. V. espec. (con literatura) Manfred Schlenke, «Von der Schwierigkeit,
Preussen auszustellen. Rückschau auf die Preussen-Ausstellung, Berlin
1981», en id. (coord.), Preussen. Politik, Kultur, Gesellschaft (2 vols.,
Hamburgo, 1986), vol. I, pp. 12-34. Sobre el debate provocado por la
exposición, v. Barbara Vogel, «Bemerkungen zur Aktualität der preussischen
Geschichte», Archiv für Sozialgeschichte, 25 (1985), pp. 467-507;
T. C. W. Blanning, «The Death and Transfiguration of Prussia», Historical
Journal, 29 (1986), pp. 433-459. <<

Página 738
[7] El centro organizativo de los actuales prusófilos conservadores es la
Preussische Gesellschaft. La sociedad publica una revista (Preussische
Nachrichten von Staatsund Gelehrten-Sachen), que pretende tener 10 000
lectores; su website puede consultarse en
http://www.preussen.org/page/frame.htm. Los seguidores de la sociedad
cubren un amplio espacio de posiciones de centro-derecha, desde liberales
autoritarios a autonomistas federales prusianos, monárquicos
ultraconservadores y extremistas de derechas. <<

Página 739
[8]Los restos de Federico el Grande se trasladaron a Hohenzollern-Hechingen
hacia finales de la Primera Guerra Mundial para impedir que fuese
desenterrado por los soviéticos que se acercaban a Berlín. Fueron repatriados
en 1991 de acuerdo con el testamento del rey, que había estipulado que
debería ser enterrado con sus galgos en una de las terrazas de Sans Souci. La
presencia del entonces primer ministro Helmut Kohl en la ceremonia de la
nueva inhumación fue especialmente polémica. Sobre las iniciativas del
palacio de la ciudad, v. «Wir brauchen zentrale Akteure», Süddeutsche
Zeitung, 10 de enero de 2002, p. 17; Peter Conradi, «Das Neue darf nicht
verboten werden», Süddeutsche Zeitung, 8 de marzo de 2002, p. 13; Joseph
Paul Kleihues, «Respekt vor dem Kollegen Schlüter», Die Welt, 30 de enero
de 2002, p. 20. Para detalles de la campaña para restaurar el palacio, v.
http://www.berliner-stadtschloss/de/index1.htm y http://www.stadtschloss-
berlin.de. <<

Página 740
[9] Hans-Ulrich Wehler, «Preussen vergiftet uns. Ein Glück, dass es vorbei
ist!», Frankfurter Allgemeine Zeitung, 23 de febrero de 2002, p. 41; cf.
Tilmnan Mayer, «Ja zur Renaissance. Was Preussen aus sich machen kann»,
Frankfurter Allgemeine Zeitung, 21 de febrero de 2002, p. 49; v. tamb.
Florian Giese, «Preussens Sendung und Gysis Mission» en Die Zeit,
septiembre 2002, acceso online en
http://www.zeit.de/archiv/2002/09/200209preussen.xml <<

Página 741
[10]V., por ej., Linda Colley, Britons. Forging the Nation (New Haven, CT,
1992) y, más en general, James C. Scott, Seeing Like a State. How Certain
Schemes to Improve the Human Condition Have Failed (New Haven, CT,
1998), espec. pp. 11, 76-83, 183. Respecto al debate sobre el carácter
«artificial» del nacionalismo, v. Oliver Zimmer y Len Scales (coords.), Power
and the Nation in European History (Cambridge, 2005). <<

Página 742
[*] Los prusianos, que dieron nombre a la región, eran una etnia báltica
(indoeuropea), como los lituanos y letones, entre otros, los pruteni de los
romanos; se dividían en 10 tribus; en el siglo XII fueron sometidos
sangrientamente por la Orden Teutónica alemana. Asimilados por alemanes y
polacos, prácticamente desaparecieron entre los siglos XVII y XVIII, junto
con su lengua. Quedan algunos restos en el norte de Polonia. (N. del T). <<

Página 743
[11]Voltaire a Nicolas-Claude Thieriot, au Chêne, 26 de octubre [1757], en
Theodor Hestermann (comp.), Voltaire's Correspondence, trad, de Julius
R. Ruff (51 vols., Ginebra, 1958), vol. 32, p. 135. <<

Página 744
[1] «Regio est plana, nemorosa tamen, & ut plurimus paludosa…», Nicolaus
Leuthinger. Topographia prior Marchiae regionumque vicinarum…
(Fráncfort del Óder, 1598), reimpr. en J. G. Kraus (coord.), Scriptorum de
rebus marchiae brandenburgensis maxime celebrium… (Fráncfort, 1729),
p. 117. Para otros ejemplos, v. Zacharias Garcaeus, Successiones familiarum
et Res gestae illustrissimum praesidium Marchiae Brandenburgensis ab anno
DCCCCXXVII ad annum MDLXXXII, reimpr. en ibid., pp. 6-7. <<

Página 745
[2]William Howitt, The Rural and Domestic Life of Germany (Londres,
1842), p. 429. <<

Página 746
[3]Tom Scott, Society and Economy in Germany, 1300-1600 (Londres, 2002),
pp. 24 y 119. <<

Página 747
[4] Dirk Redies, «Zur Geschichte des Eisenhüttenwerkes Peitz», en
Museumsverband des Landes Brandenburg (ed.), Ortstermine. Stationen
Brandenburg-Preussens auf dem Weg in die moderne Welt (Berlín, 2001),
Parte 2, pp. 4-16. <<

Página 748
[5]F. W. A. Bratring, Statistisch-Topographische Beschreibung der gesamtem
Mark Brandenburg (Berlín, 1804), reimpr. ed. por Otto Büsch y Gerd
Heinrich (2 vols., Berlín, 1968), vol. 1, pp. 28,30, vol. 2, p. 1108. Bratring da
cifras, pero estas derivan de un período posterior cuando se habían producido
mejoras en muchas partes de la Marca y son, en todo caso, de fiabilidad
dudosa. <<

Página 749
[6] William W. Hagen, Ordinary Prussians. Brandenburg Junkers and
Villagers, 1500-1840 (Cambridge, 2002), p. 44. <<

Página 750
[7]Sobre la «santidad» del «Reich», v. Hans Hallenhauer, «Über die
Heiligkeit des Heiligen Römischen Reiches», en Wilhelm Brauneder (ed.),
Heiliges Römisches Reich und moderne Staatlichkeit (Fráncfort del Meno,
1993), pp. 125-146. Sobre la plurivalencia del término, v. Georg Schmidt,
Geschichte des alten Reiches, Staat und Nation in der frühen Neuzeit
1495-1806 (Múnich, 1999), p. 10. <<

Página 751
[8]Solo en los años 1742-1745, en circunstancias excepcionales, el título
imperial pasó a miembro de la dinastía bávara de los Wittelsbach. <<

Página 752
[9]Sobre las particiones dinásticas, v. Paula Suner Fichtner, Protestantism and
Primogeniture in Early Modern Germany (New Haven, CT, 1989), espec.
pp. 4-21; Geoffrey Parker, The Thirty Years War (Londres, 1984), p. 15. <<

Página 753
[10]La abrupta partida de Isabel tiene que ver menos con el temor a la
persecución religiosa que con sus relaciones extramatrimoniales, que Lutero
había reprochado a Joaquín I en una serie de cartas abiertas. Manfred
Rudersdorf y Anton Schindling, «Kurbrandenburg», en Anton Schindling y
Walter Ziegler (eds.), Die Territorien des Reiches im Zeitalter der
Reformation und Konfessionalisierung. Land und Konfession 1500-1650 (6
vols., Münster, 1990), vol. 2, Der Nordosten, pp. 34-67. <<

Página 754
[11]Axel Gotthard, «Zwischen Luthertum und Calvinismus (1598-1640)», en
Frank-Lothar Kroll (ed.), Preussens Herrscher. Von den ersten Hohenzollern
bis Wilhelm II (Múnich, 2000), pp. 74-94; Otto Hintze, Die Hohenzollern und
ihr Werk. Fünfhundert jahre Vaterländischer Geschichte (7.a ed., Berlín,
1916), p. 153. <<

Página 755
[12] Walter Mehring, Die Geschichte Preussens (Berlín, 1981), p. 37. <<

Página 756
[13]Para un debate sobre las leyes de herencia implicadas en esta reclamación,
v. Heinz Ollmann-Kösling, Der Erbfolgestreit um Jülich-Kleve (1609-1614).
Ein Vorspiel zum Dreissigjährigen Krieg (Regensburg, 1996), pp. 52-54. <<

Página 757
[14]
Para una panorámica con literatura, v. Rudolf Endres, Adel in der frühen
Neuzeit (Múnich, 1993), espec. pp. 23-30, 83-92. <<

Página 758
[15] Peter-Michael Hahn, «Landesstaat und Ständetum im Kurfürstentum
Brandenburg während des 16. und 17. Jahrhunderts», en Peter Baumgart
(ed.), Ständetum und Staatsbildung in Brandenburg-Preussen. Ergebnisse
einer international Fachtagung (Berlín, 1983), pp. 41-79. <<

Página 759
[16] Este informe se basa en el texto del Geheimratsordnung del 13 de
diciembre de 1604, transcrito en Siegfried Isaacsohn, Geschichte des
preussischen Beamtenthums vom Anfang des 15, jahrhunderts bis auf die
Gegenwart (3 vols., Berlín, 1874-1884), vol. 2, pp. 24-28. <<

Página 760
[17]
Ibid., p. 28; Johannes Schultze, Die Mark Brandenburg (4 vols., Berlín,
1961-1969), vol. 4, p. 188; Hintze, Die Hohenzollern, pp. 154-155. <<

Página 761
[18] Gotthard, «Zwischen Luthertum und Calvinismus», en Kroll (ed.),
Preussens Herrscher, pp. 85-87; Schultze, Die Mark Brandenburg, vol. 4,
pp. 176-179. <<

Página 762
[19]Hintze, Die Hohenzollern, p. 162. Alison D. Anderson, On the Verge of
War. International Relations and the Jülich-Kleve Succession Crisis
(1609-1614) (Boston, 1999), pp. 18-40. <<

Página 763
[20]Parker, Thirty Years War, pp. 28-37; Schultze, Die Mark Brandenburg,
vol. 4, p. 185. <<

Página 764
[21] Gotthard, «Zwischen Luthertum und Calvinismus», p. 84. <<

Página 765
[22]
Friedrich Schiller, The History of the Thirty Years War in Germany, trad.
Capitán Blacquiere (2 vols., Londres, 1799), vol. I, p. 93. <<

Página 766
[23] Citado en Gotthard, «Zwischen Luthertum und Calvinismus», p. 84. <<

Página 767
[1]Existe una numerosa literatura en inglés sobre la génesis y desarrollo de la
Guerra de los Treinta Años. Geoffrey Parker, The Thirty Years’ War
(Londres, 1988) sigue siendo el título general clásico; Ronald G. Asch, The
Thirty Years War’ The Holy Roman Empire and Europe, 1618-1648
(Londres, 1997) proporciona una útil introducción reciente sobre el asunto; y
existe una historia de Peter H. Wilson. Sigfrid Henry Steinberg, The Thirty
Years War’and the Conflict for European Hegemony, 1600-1660 (Londres,
1966) y Georges Pagès, The Thirty Years War’, 1618-1648, trad. David
Maland y John Hooper (Londres, 1970), son viejos libros que ponen el acento
en el predominio de los europeos sobre los temas confesionales
infraalemanes. [En españ. Georges Livet, La Guerra de los Treinta Años.
Villalar, Madrid 1977]. <<

Página 768
[2]Federico II, Mémoires pour servir à l’Histoire de la Maison de
Brandebourg (2 vols., Londres, 1767), vol. I, p. 51. <<

Página 769
[3] De las notas recopiladas por el conde Adam von Schwarzenberg y
resumidas para el elector por el canciller Pruckmann, citado en J. W. C.
Cosmar, Beiträge zur Untersuchung der gegen den Kurbrandenburgischen
Geheimen Rath Grafen Adam zu Schwarzenberg erhobenen Beschuldigungen.
Zur Berichtigung der Geschichte unserer Kurfürsten Georg Wilhelm und
Friedrich Wilhelm (Berlín, 1828), p. 48. <<

Página 770
[4]Conde Schwarzenberg al canciller Pruckmann, 22 de julio de 1626, que
incluye anotaciones por el elector, citado en Johann Gustav Droysen,
Geschichte der preussischen Politik (14 vols., Berlín, 1855-1856), vol. 3,
parte I, Der Staat des Grossen Kurfürsten, p. 41; Cosmar, Beiträge, p. 50. <<

Página 771
[5]Las posesiones católicas se calculaban de acuerdo con el statu quo en el
tiempo de la Paz de Passau (1552). Para una trad. inglesa del Edicto de
Restitución, v. E. Reich (ed.), Select Documents (Londres, 1905), pp. 234-
235. <<

Página 772
[6]Sobre los objetivos suecos y la implicación en la guerra v. Michael
Roberts, Gustavus Adolphus: A History of Sweden 1611-1632 (2 vols.,
Londres, 1953-1958), vol. I, pp. 220-228, vol. 2, pp. 619-673. <<

Página 773
[7]Citado en L. Hüttl, Friedrich Wilhelm von Brandenburg, der Grosse
Kufürst (Múnich, 1981), p. 39. <<

Página 774
[8] Federico II, Mémoires, p. 73. <<

Página 775
[9]
W. Lahne, Magdeburgs Zerstörung in der zeitgenössischen Publizistik
(Magdeburgo, 1931), espec. pp. 7-24; 110-47. <<

Página 776
[10] Roberts, Gustavus Adolphus, vol. 2, pp. 508-513. <<

Página 777
[11] Hintze, Die Hohenzollern, p. 176. <<

Página 778
[12]
Federico II, Mémoires, p. 51; J. A. R. Marrion y C. Grant Robertson, The
Evolution of Prussia. The Making of an Empire (Oxford, 1917), p. 74;
Cotthard, «Zwischen Luthertum und Calvinismus», pp. 87-94. <<

Página 779
[13] Droysen, Der Staat des Grossen Kurfürsten, p. 38. <<

Página 780
[14] Roberts, Gustavus Adolphus, vol. I, pp. 174-181. <<

Página 781
[15] Droysen, Der Staat des Grossen Kurfürsten, p. 39. <<

Página 782
[16] Christoph Fürbringer, Necessitas und Libertas. Staatsbildung und
Landstände im 17. Jahrhundert in Brandenburg (Fráncfort del Meno, 1985),
p. 34. <<

Página 783
[17] Hahn, «Landesstaat und Ständetum», p. 59. <<

Página 784
[18] Droysen, Der Staat des Grossen Kurfürsten, p. 118. <<

Página 785
[19] Fürbringer, Necessitas und Libertas, p. 54. <<

Página 786
[20] Ibid., pp. 54-57. <<

Página 787
[21]Otto Meinardus (ed.), Protokolle und Relationen des Brandenburgischen
Geheimen Rates aus der Zeit des Kurfürsten Friedrich Wilhelm (4 vols.,
Leipzig, 1889-1919), vol. I (= vol. 41 de la serie Publicationen aus den K.
Preussischen Staatsarchiven), p. xxxiv. <<

Página 788
[22]Ibid., p. xxxv; August von Haeften (ed.), Ständische Verhandlungen, vol.
1: Kleve-Mark (Berlín, 1869) (= vol. 5 de la serie Urkunden und Acktenstücke
zur Geschichte des Kurfürsten Friedrich Wilhelm von Brandenburg; en
adelante, UuA), pp. 58-82. <<

Página 789
[23]
Fritz Schröer, Das Havelland im dreissigjährigen Krieg. Ein Beitrag zur
Geschichte der Mark Brandenburg (Colonia, 1966), p. 32. <<

Página 790
[24] Ibid., p. 37. <<

Página 791
[25]
Geoff Mortimer, Eyewitness Accounts of the Thirty Years' War 1618-1648
(Houndmills, 2002), p. 12. <<

Página 792
[26]Sobre aportaciones, v. ibid., pp. 47-50, 89-92; Parker, Thirty Years' War,
pp. 197, 204. <<

Página 793
[27] Schröer, Havelland, p. 48. <<

Página 794
[28] Ibid., p. 34. <<

Página 795
[29] B. Seiffert (ed.), «Zum dreissigjährigen Krieg: Eigenhändige
Aufzeichnungen von Stadtschreibern und Ratsherren der Stadt Strausberg»,
Jahresbericht des Königlichen Wilhelm-Gymnasiums zu Krotoschin, 48
(1902), Suplemento, pp. 1-47, citado en Mortimer, Eyewitness Accounts,
p. 91. <<

Página 796
[*]Medida de áridos anglosajona. En el Reino Unido equivale a 36,367 litros;
en Estados Unidos, a 35,237 litros. (N, del T). <<

Página 797
[30]Herman von Petersdorff, «Beiträge zur Wirtschafts— Steuer— und
Heeresgeschichte der Mark im dreissigjährigen Kriege», Forschungen zur
Brandenburgischen und Preussischen Geschichte (en adelante FBPC), 2
(1889), pp. 1-73. <<

Página 798
[31]Robert Ergang, The Myth of the All-Destructive Fury of the Thirty Years’
War (Pocono Pines, Pa, 1956); Steinberg, The Thirty Years'War, pp. 2-3, 91.
Análisis revisionista: Ronald G. Asch, «“Wo der Soldat hinkömbt, da ist alles
sein”: Military Violence and Atrocities in the Thirty Years War Re-
examined», German History, 18 (2000), pp. 291-309. <<

Página 799
[32] Philip Vincent, The Lamentations of Germany (Londres, 1638). <<

Página 800
[33]Sobre la relación entre narrativa y experiencia de traumas en la Guerra de
los Treinta Años, v. Bernd Roeck; «Der dreissigjährige Krieg und die
Menschen im Reich. Übelegungen zu den Formen psychischer
Krisenbewältigung in der ersten Hälfte des siebzehnten Jahrhunderts», en
Bernhard R. Kroener y Ralf Pröve (eds.), Krieg und Frieden. Militär und
Gesellschaft in der frühen Neuzeit (Paderborn, 1996), pp. 265-279; Geoffrey
Mortimer, «Individual Experience and Perception of the Thirty Years War in
Eyewimess Personal Accounts», German History, 20 (2002), pp. 141-160. <<

Página 801
[34]Informe de los moradores (Kiezer) de fuera de Plane, 12 de enero de 1639,
citado en Schröer, Havelland, p. 94. <<

Página 802
[35]
B. Eisler (ed.), Peter Thiele’s Aufzeichnung von den Schicksalen der Stadt
Beelitz im Dreissigjährigen Kriege (Beelitz, 1931), p. 12. <<

Página 803
[36] Ibid., p. 13. <<

Página 804
[37] Ibid., pp. 12, 15. <<

Página 805
[38]
Georg Grüneberg, Die Prignitz und Hire städtische Bevölkerung im 17.
Jahrhundert (Lenzen, 1999), pp. 75-76. <<

Página 806
[39] Meinardus (ed.), Protokolle und Relationen, vol. I, p. 13. <<

Página 807
[40]Alocución de Schwarzenberg a varios comandantes de los regimientos
brandemburgueses, Colin, 22 de febrero/1 de marzo de 1639, citado en Otto
Meinardus, «Schwarzenberg und die brandenburgische Kriegführung in den
Jahren 1638-1640», FBPC, 12/2 (1899), pp. 87-139. <<

Página 808
[41]
Meinardus (ed.), Protokolle und Relationen, vol. I, p. 181, doc. n.° 203, 12
de marzo de 1641. <<

Página 809
[42] Mortimer, Eyewitness Accounts, pp. 45-58, 174-178. <<

Página 810
[43]
M. S. Anderson, War and Society in Europe of the Old Regime 1618-1789
(Phoenix Mill, 1998), pp. 64-66. <<

Página 811
[44]Werner Vogel (ed.), Prignitz-Kataster 1686-1687 (Colonia, Viena, 1985),
p. 1. El trabajo de referencia sobre la mortalidad sigue siendo Günther Franz,
Der dreissigjährige Krieg und das deutsche Volk (3.a ed., Stuttgart, 1961),
pp. 17-21. Franz ocupa una compleja posición en la historiografía, sobre todo
por su adhesión proclamada al régimen nacionalsocialista. Todavía pueden
observarse las huellas de su compromiso —pese a cuidadosas ediciones de los
más notables pasajes— en las ediciones posbélicas de este trabajo. En los
años 1960, los cálculos de Franz fueron rechazados con vehemencia por Saul
Steinberg, que argumentó que estaban basados en informes que exageraban la
mortalidad o ausencias con el fin de evadir impuestos. Steinberg llegó a la
provocativa —⁠y extraña— conclusión de que «en 1648, Alemania no estaba
mejor ni peor que en 1609» (Steinberg, The Thirty Years War, p. 3); este
punto de vista fue recogido por Hans-Ulrich Wehler en la p. 54 del primer
vol. de su Deutsche Gesellschaftsgeschichte (5 vols., Múnich, 1987-2003).
Aun así, estudios recientes han tendido a avalar las aportaciones de Franz. Las
fuentes son especialmente abundantes y asequibles para Brandemburgo.
V. J. C. Thiebault, «The Demography of the Thirty Years War Revisited:
Günther Franz and His Critics», German History, 15 (1997), pp. 1-21. <<

Página 812
[45]Lieselott Enders, Die Uckermark. Geschichte einer kurmärkischen
Landschaft von 12. bis zum 18.Jahrhundert (Weimar, 1992), p. 527. <<

Página 813
[46]
V, p ej., A. Kuhn, «Über das Verhältnis Märkischer Sagen und Gebräuche
zur altdeutschen Mythologie», Märkische Forschungen, I (1841), pp. 115-
146. <<

Página 814
[47]Samuel Pufendorf, Elements of Universal Jurisprudence in Two Books
(1660), libro 2, observación 5, en Craig L. Carr (ed.), The Political Writings
of Samuel Pufendorf, trad. Michael J. Seidler (Nueva York, 1994), p. 87. <<

Página 815
[48]Samuel Pufendorf, On the Law of Nature and Nations in Eight Books
(1672), libro 7, cap. 4, en ibid., p. 220. <<

Página 816
[49] Ibid, p. 221. <<

Página 817
[50]
Samuel Pufendorf, De rebus gestis Friderici Wilhelmi Magni Electoris
Brandenburgici commentatiorum, libro XIX (Berlín, 1695). <<

Página 818
[51]Johann Gustav Droysen, «Zur Kritik Pufendorf», en id., Abhandlungen
zur neueren Geschichte (Leipzig, 1876), pp. 309-386. <<

Página 819
[1] Ferdinand Hirsch, «Die Armee des Grossen Kurfürsten und ihre
Unterhaltung während der Jahre 1660-1666», Historische Zeitschrift, 17
(1885), pp. 229-275. <<

Página 820
[2] Helmut Börsch-Supan, «Zeitgenössische Bildnisse des Grossen
Kurfürsten», en Gerd Heinrich Ein Sonderbares Licht in Teutschland.
Beiträge zur Geschichte des Grossen Kurfürsten von Brandenburg (1640-
1688) (Berlín, 1990), pp. 151-166. <<

Página 821
[3]
Otto Meinardus, «Beiträge zur Geschichte des Grossen Kurfürsten»,
FBPG, 16/2 (1903), pp. 173-199. <<

Página 822
[4]Sobre la influencia del neoestoicismo sobre el pensamiento y la acción
políticos del elector Federico Guillermo y de los soberanos de comienzos de
la Edad Moderna más en general, v. espec. Gerhard Oestreich, Neostoicism
and the Early Modern State, ed. B. Oestreich y H. G. Koenigsberger, trad. D.
McLintock (Cambridge, 1982). <<

Página 823
[5]Derek McKay, The Great Elector, Frederick William of Brandenburg-
Prussia (Harlow, 2001), pp. 170-171. <<

Página 824
[6] Cita de un edicto de 1686 en Martin Philippson, Der Grosse Kurfürst
Friedrich Wilhelm von Brandenburg (3 vols., Berlín, 1897-1903), vol. 3,
p. 91. <<

Página 825
[7]Sobre los planes navales y coloniales del elector, v. Ernst Opgenoorth,
Friedrich Wilhelm der Grosse Kurfürst von Brandenburg (2 vols., Gotinga,
1971-1978), vol. 2, pp. 305-311; E. Schmitt, «The Brandenburg Overseas
Trading Companies in the 17th Century», en Leonard Blussé y Femme
Gaastra (eds.), Companies and Trade. Essays on European Trading
Companies during the Ancien Regime (Leiden, 1981), pp. 159-176; Hüttl,
Friedrich Wilhelm, pp. 445-446; Heinz Duchhardt, «Afrika und die deutschen
Kolonialprojekte der 2. Hälfte des 17. Jahrhunderts», Archiv für
Kulturgeschichte, 68 (1986), pp. 119-133; una útil discusión historiográfica
en Klaus-Jürgen Matz, «Das Kolonialexperiment des Grossen Kurfürsten in
der Geschichtsschreibung des 19. und 20.Jahrhunderts», en Heinrich (ed.),
Ein sonderbares Licht, pp. 191-202. <<

Página 826
[8] Albert Waddington, Le Grand Électeur Frédéric Guillaume de
Brandenbourg: sa politique extérieure, 1640-1688 (2 vols., París, 1905-
1908), vol. I, p. 43; comentarios de Gtze y Leuchtmar, Stettin, 23 de abril de
1643, en Bernhard Erdmannsdörffer (ed.), Politische Verhand-lungen (4 vols.,
Berlín, 1864-1884), vol. I (= UuA, vol. I), pp. 596-597. <<

Página 827
[9]Lisola a Walderode, Berlín, 30 noviembre 1663, en Alfred Pribram (ed.),
Urkunden und Aktenstücke zur Geschichte des Kurfürsten Friedrich Wilhelm
von Brandenburg, vol. 14 (Berlín, 1890), pp. 171-172. <<

Página 828
[10] Hermann von Petersdorff, Der Grosse Kurfürst (Gotha, 1926), p. 40. <<

Página 829
[11] McKay, Great Elector, p. 21; Philippson, Der Grosse Kurfürst, vol. I,
pp. 41-42. <<

Página 830
[12]
Margrave Ernesto a Federico Guillermo, Cölln, 18 de mayo de 1641, en
Erdmannsdörffer (ed.), Politische Verhandlungen, vol. I, pp. 451-452. <<

Página 831
[13] Consejeros privados a Federico Guillermo, 6 de septiembre de 1642 e
informe sobre la muerte del margrave, por el Dr. Johannes Magirius, 26 de
septiembre de 1642, en Erdmannsdörffer (ed.), Politische Verhandlungen,
vol. I, pp. 499-502, 503-505. <<

Página 832
[14]Alexandra Richie, Faust’s Metropolis. A History of Berlin (Londres
1998), pp. 44-45. <<

Página 833
[15] Philippson, Der Grosse Kurfürst, vol. I, pp. 56-58. <<

Página 834
[16]
Hirsch, «Die Armee des grossen Kurfürsten», pp. 229-75; Waddington,
Grand Électeur. vol. I. p. 89; McKay, Great Elector, pp. 173-175. <<

Página 835
[17]
Curt Jany, «Lehndienst und Landfolge unter dem Grossen Kurfürsten»,
FBPG, 8 (1895), pp. 419-467. <<

Página 836
[18]
Para un análisis de la batalla (con diagramas), v. Robert I. Frost, The
Northern Wars 1558-1721 (Harlow, 2000), pp. 173-176. <<

Página 837
[19]Federico Guillermo a Otto vun Schwerin, Schweinfurt, 10 febrero de
1675, en Ferdinand Hirsch (ed.), Politische Verhandlungen (Berlín 1864-
1930) vol. II (= UuA, vol. 18), pp. 824-825; Jany, «Lehndienst und Landfolge
unter dem Grossen Kurfürsten» (Fortsetzung), en FBPG, 10 (1898), pp. 1-30.
<<

Página 838
[20] Droysen, Der Staat des Grossen Kurfürsten, p. 351. <<

Página 839
[21]Diarium Europaeum XXXII, cita en Jany, «Lehndienst und Landfolge»
(Fortsetzung), p. 7. <<

Página 840
[22]Pufendorf, Rebus gestis, Libro VI, § 36-9; Leopold von Orlich, Friedrich
Wilhelm der Grosse Kurfürst. Nach bisher noch unbekannten Original-
Handschriften (Berlín, 1836), pp. 79-81; el informe del elector se reproduce
en el Apéndice, pp. 139-142. <<

Página 841
[23]
Cita en Peter Burke, The Fabrication of Louis XIV (New Haven, CT,
1992), p. 152. <<

Página 842
[24]
Frederick William, Testamento Político de 1667 en Richard Dietrich (ed.),
Die politischen Testamente der Hohenzollern (Colonia, 1986), pp. 179-204.
<<

Página 843
[25] Heinz Duchhardt y Bogdan Wachowiak, Um die Soveranität des
Herzogthums Preussen: Der Vertrag von Wehlau, 1657 (Hanóver, 1998); para
una perspectiva polaca contemporánea sobre el tratado, v. Barbara Szymczak,
Stosunki Rzeczpospolitej z Brandenburgia i Prusami Ksiazecymi w latach
1648-1658 w opinii i dzialaniach szlachty koronnej (Varsovia, 2002), espec.
pp. 229-258. <<

Página 844
[26]Comentario a Luis XIV por el enviado austríaco en París, cita en Orlich,
Friedrich Wilhelm, p. 158. <<

Página 845
[27]Cita de Tratado de la Guerra, del conde Raimondo Montecuccoli (1680),
en Johannes Kunisch, «Kurfürst Friedrich Wilhelm und die Grossen Mächte»
en Heinrich (ed.), Ein Sonderbares Licht, pp. 9-32. <<

Página 846
[28]Memoria del conde Waldeck en Bernhard Erdmannsdörffer, Graf Georg
Friedrich von Waldeck. Ein preussischer Staatsmann im siebzehnten
Jahrhundert (Berlín, 1869), pp. 361-362, también pp. 354-355. <<

Página 847
[29]W. Troost, «William III, Brandenburg, and the construction of the anti-
Flench coalition, 1672-88», en Jonathan I. Israel, The Anglo-Dutch Moment:
Essay on the Glorious Revolution and Its World Impact (Cambridge, 1991);
pp. 299-334. <<

Página 848
[30] Philippson, Der Grosse Kurfürst, vol. 3, pp. 252-253. <<

Página 849
[31] Peter Baumgart, «Der Grosse Kurfürst. Staatsdenken und Staatsarben
eines europäischen Dynasten», en Heinrich (ed.), Ein Sonderbares Licht
pp. 35-37. <<

Página 850
[32] Dietrich (ed.), Die politischen Testamente, p. 191. <<

Página 851
[33]Para una relación de la ceremonia de juramento en el que se basa la
presente descripción, v. Bruno Gloger, Friedrich Wilhelm, Kurfürst von
Brandenburd. Biografie (Berlín, 1985), pp. 152-154 <<

Página 852
[34]André Holenstein, Die Huldigung der Untertanen. Rechtskultur und
Herrschaftsordnung (800-1800), Stuttgart y Nueva York, 1991, pp. 512-513.
<<

Página 853
[35] Esta interpretación de los dedos levantados está ampliamente
documentada para los territorios alemanes desde comienzos del siglo XV;
pero la práctica es mucho más antigua; v. ibid. pp. 57-58; una ilustración en
Gloger, Friedrich Wilhelm (p. 153) muestra a los diputados con las manos
alzadas en el saludo tradicional. La cita es del texto de un juramento
efectuado por los súbditos de un señor rural en la provincia brandemburguesa
de Prignitz, citado en Hagen, Ordinary Prussians, p. 79. <<

Página 854
[36] F. L. Carsten, The Origins of the Junkers (Aidershot, 1989), p. 17. <<

Página 855
[37]Sobre la crisis del siglo XVII de la gobernanza en general, v. Trevor
Aston (ed.). Crisis in Europe, 1560-1660 (Nueva York, 1966); Geoffrey
Parker y Lesley M. Smith, The General Crisis of the Seventeenth Century
(Londres, 1978); Theodor K. Rabb, The Struggle for Stability in Early
Modern Europe (Nueva York, 1975). <<

Página 856
[38]
Federico Guillermo a los consejeros supremos de la Prusia Ducal, Cleves,
18 de septiembre de 1648, en Erdmannsdörffer (ed.), Politische
Verhandlungen, vol. I, pp. 281-282. <<

Página 857
[39]Forbringer, Necessitas und Libertas, p. 59; para ejemplos de este tipo de
argumento, v. consejeros supremos de la Prusia Ducal a Federico Guillermo,
Königsberg, 12 de septiembre de 1648, en ibid., pp. 292-293. <<

Página 858
[40]Resolución de los estados del condado de Mark, Emmerich, 22 de marzo
de 1641 en Haeften (ed.), Ständische Verhandlungen, vol. I; pp. 140-145. <<

Página 859
[41] V. por ej., Federico Guillermo a las ciudades de Wesel, Calcar,
Düsseldorf, Xanten y Rees, Küstrin, 15 de mayo de 1643, y estados de Cleves
a los Estados Generales holandeses, Cleves, 2 de abril de 1647, en ibid.,
pp. 205, 331-334. <<

Página 860
[42] Helmuth Croon, Stände und Steuern in Jülich-Berg im 17. und
vornehmlich im 18.Jahrhundert (Bonn, 1929), p. 250; ejemplos: los estados
de la Marca de Cleves a los estados que protestan, Cleves, Unna, 10 de agosto
de 1641; Estados de la Marca de Cleves, Unna, 10 de diciembre de 1650, en
Haeften (ed.), Ständische Verhandlungen, vol. I, pp. 182, 450. <<

Página 861
[43]Comentario por el virrey de la Prusia Ducal, Príncipe Boguslav Radziwill,
citado en McKay, Great Elector, p. 135. <<

Página 862
[44]Comentarios por los estados, Königsberg, 24 de abril de 1655, en Kurt
Breysig (ed.), Ständische Verhandlungen (Berlín, 1894-1899), vol. 3:
Preussen, Part 1 (=UuA, vol. 15), p. 354. Sobre estas cuestiones, v. Stefan
Hartmann, «Gefährdetes Erbe. Landesdefension und Landesverwaltung en
Ostpreussen zur Zeit des Grossen Kurfürsten Friedrich Wilhelm von
Brandenburg (1640-1688)», en Heinrich (ed.), Ein Sonderbares Licht,
pp. 113-136; Hugo Rachel, Der Grosse Kurfürst und die Ostpreussischen
Stände (1640-1688) (Leipzig, 1905), pp. 299-304. <<

Página 863
[45] E. Arnold Miller, «Some Arguments Used by English Pamphleteers,
1697-1700, Concerning a Standing Army», Journal of Modern History (en
adelante JMH) (1946), pp. 306-313; Lois G. Schwoerer, «The Role of King
William III in the Standing Army Conrtoversy, 1697-1699», Journal of
British Studies (1966), pp. 74-94. <<

Página 864
[46] David Hayton, «Moral Reform and Country Politics in the Late
Seventeenth-century House of Commons», Past & Present, 128 (1990),
pp. 48-91. <<

Página 865
[47]Panfleto anón, de 1675 titulado «Letter from a Person of Quality», citado
en J. G. A. Pocock, «Machiavelli, Harrington and English Political Ideologies
in the Eighteenth Century», William and Mary Quarterly, 22/4 (1965),
pp. 549-584. <<

Página 866
[48] Fürbringer, Necessitas und Libertas, p. 60. <<

Página 867
[49]F. L. Carsten, Die Entstehung Preussens (Colonia, 1968), pp. 209-212;
Kunisch, «Kurfürst Friedrieh Wilhelm», en Heinrich (ed.), Ein Sonderbares
Licht, pp. 9-12. <<

Página 868
[50]Respuesta de los consejeros del Consejo Privado en nombre del elector,
Cöll [Berlín], 2 diciembre 1650, en Siegfried Isaacsohn (ed.), Ständische
Verhandlungen, vol. 2 (= UuA, vol. 10) (Berlín, 1880), pp. 193-194. <<

Página 869
[51]Patente de Contradicción por parte de los Estados de Cleves, Jülich, Berg
y Mark, Wesel, 14 de julio de 1651; Unión de los Estados de Cleves y Mark.
Wesel, 8 de agosto de 1651, en Haeften (ed.), Ständische Verhandlungen,
vol. I, pp. 509, 525-526. F. L. Carsten, «The Resistance of Cleves and Mark to
the Despotic Policy of the Great Elector», English Historical Review, 66
(1951), pp. 219-241; McKay, Great Elector, p. 34; Waddington, Grand
Électeur, vol. 1, pp. 68-69. <<

Página 870
[52]
Karl Spannagel, Konrad von Burgsdorff. Ein brandenburgischer Kriegs—
und Staatsmann aus der Zeit der Kurfürsten Georg Wilhelm und Friedrich
Wilhelm (Berlín, 1903), pp. 265-267. <<

Página 871
[53] Para las cifras de los impuestos de Cleves, v. Sidney B. Fay, «The
Beginnings of the Standing Army in Prussia», American Historical Review,
22 (1916/17), pp. 763-777; McKay, Great Elector, p. 132. Informe de Johann
Moritz: Carsten, «Resistance of Cleves and Mark», p. 235. Sobre el impacto
de las Guerras del Norte sobre la situación de Cleves, v. Haeften (ed.),
Ständische Verhandlungen, vol. I, pp. 773-793. Sobre la detención de
activistas, v. Federico Guillermo a Jacob von Spaen, «Cölln an der Spree», 3
de julio de 1654, en ibid., pp. 733-734; Carsten, «Resistance of Cleves and
Mark», p. 231. <<

Página 872
[54]McKay, Great Elector, p. 62; Volker Press, «Vom Ständestaat zum
Absolutismus: 50 Thesen zur Entwicklung des Ständewesens in
Deutschland», en Baumgart (ed.), Ständetum, und Staatsbildung, pp. 280-336.
<<

Página 873
[55] Fay, «Standing Army», p. 772. <<

Página 874
[56] McKay, Great Elector, pp. 136-137; Philippson, Der Grosse Kurfürst,
vol. 2, p. 165; Otto Nugel, «Der Schoppenmeister Hieronymus Roth», FBPC,
14/2 (1901), pp. 19-105. <<

Página 875
[57]Roth y Schwerin elaboraron relaciones radicalmente divergentes sobre lo
que declaró durante la reunión; v. Otto von Schwerin al virrey y consejero
supremo Prusia, Bartenstein, 21 de octubre de 1661 y circular privada del
alderman Roth [principios de noviembre de 1661], en Kurt Breysig (ed.),
Ständische Verhandlungen, Preussen, pp. 595, 611, 614-619. Para una
relación detallada, v. Nugefr «Hieronymus Roth», pp. 40-44; Andrzej
Kamie’ski, Polska a Brandenburgia-Prusy w drugiei poloine XVII wieku.
Dzieje polityczne (Poznan, 2002), espec. pp. 61-64. Para una relación mucho
menos favorable para Roth, v. Droysen, Der Staat des Grossen. Kurfürsten,
vol. 2, pp. 402-3. <<

Página 876
[58] Citado en «Hieronymus Roth», p. 100. <<

Página 877
[59]La ejecución fue de Christian Ludwig von Kalckstein, que había servido
en el ejército polaco y había sido exilado a sus posesiones en 1668 por
conspirar para asesinar al elector. En el asunto Kalckstein, v. Josef
Paczkowski, «Der Grosse Kurfürst und Christian Ludwig von Kalckstein»,
FRPC, 2 (T889), pp. 407-513, y 3 (1890), pp. 419-463; Petersdorff, Der
Grosse Kurfürst (Gotha, 1926), pp. 113-116; Droysen, Der Staat des Grossen
Kurfürsten, vol. 3, pp. 191-212; Opgenoorth, Friedrich Wilhelm, vol. 2,
pp. 115-118; Kamienski, Polska a Brandenburgia-Prusy, pp. 65-71, 177-179.
<<

Página 878
[60]Así es la queja del funcionario local citada en McKay, Great Elector,
p. 144. <<

Página 879
[61]Dietrich (ed.), Die politischen Testamente, p. 185; Erdmannsdörffer,
Waldeck, p. 45; Rachel, Der Grosse Kurfürst, pp. 59-62; Peter Bahl, Der Hof
des Grossen Kurfürste… Studien zur höheren Amtsträgerschaft Brandenburg-
Preussens (Colonia, 2001), pp. 196-217. <<

Página 880
[62]McKay, Great Elector, p. 114. Sobre el declive en el poder financiero de
la nobleza v. Frank Gose, Ritterschaft — Garnison — Residenz. Studien zur
Sozialstruktur und politischen Wirksamkeit des brandenburgischen Adels
1648-1763 (Berlín, 2005), pp. 133, 414, 421, 424. <<

Página 881
[63]Sobre esta distinción, aplicada a regiones alemanas muy diferentes,
v. Michaela Hohkamp, Herrschaft in Herrschaft. Die vorderösterreichische
Obervogtei Triberg von 1737 bis 1780 (Gotinga, 1988), espec. p. 15. <<

Página 882
[64]V., p ej., Konrad von Burgsdorff al consejero privado Erasmus Seidel,
Düsseldorf, 20 de febrero de 1647, en Erdmannsdörffer (ed.), Politische
Verhandlungen, vol. 1, p. 300; Gobierno de Cleves a Federico Guillermo,
Cleves, 23 de noviembre de 1650, en Haeften (ed.), Ständische
Verhandlungen, vol. I, pp. 440-41; Spannagel, Burgsdorff, pp. 257-60. <<

Página 883
[65]V., p ej., Otto von Schwerin a Federico Guillermo, Bartenstein, 30 de
noviembre de 1661, donde Schwerin apremia al elector para que abandone los
gravámenes ante las protestas de los estados, en Breysig (ed.), Ständische
Verhandlungen, Preussen, pp. 667-669. <<

Página 884
[66]Protocolos del Consejo Privado, en Meinardus (ed.), Protokolle und
Relationen. Sobre el movimiento de quejas de los estados, v. Hahn,
«Landesstaat und Ständetum», p. 52. <<

Página 885
[67]Peter-Michael Hahn, «Aristokratisierung und professionalisierung. Der
Aufstieg der Obristen zu einer militärischen und höfischen Elite in
Brandenburg-Preussen von 1650-1725», en FBPC, I (1991), pp. 161-208. <<

Página 886
[68]Cita en Otto Hötzsch, Stände und Verwaltung von Kleve und Mark in der
Zeit von 1666 bis 1697 (=Urkunden und Aktenstücke zur inneren Politik des
Kurfürsten Friedrich Wilhelm von Brandenburg, Parte 2) (Leipzig, 1908),
p. 740 <<

Página 887
[69]
V Peter Baumgart, «Wie absolut war der preussische Absolutismus?», en
Manfred Schlenke (ed.), Preussen. Beiträge zu einer politischen Kultur
(Reinbek, 1981) pp. 103-119 <<

Página 888
[70]Otto Hötzsch, «Fürst Moritz von Nassau-Siegen als brandenburgischer
Staatsmann (1647 bis 1679)», FBPC, 19 (1906), pp. 89-114; v. también Ernst
Opgenoorth, «Johan Maurits as the Stadtholder of Cleves under the elector of
Brandenburg» en E. van den Boogaart (ed.), Johan Maurits van Nassau-
Siegen, 1604-1679: A Humaist Prince in Europe and Brazil. Essays on the
Tercentenary of his Death (La Haya, 1979), pp. 39-53. Sobre Soest, v. Ralf
Günther, «Städtische Autonomie und fürstliche Herrschaft. Politik und
Verfassung im frühneuzeitlichen Soest», en Ellen Widder (ed.), Soest.
Geschichte der Stadt. Zwischen Bürgerstoiz und Fürstenstaat. Soest in der
frühen Neuzeit (Soest, 1995), pp. 17-123. <<

Página 889
[71]El rey Federico Guillermo I intentó anular el acuerdo, pero la elección
local de Landräte fue restablecida bajo Federico II; v. Baumgart, «Wie
absolut war der preussische Absolutismos?», p. 112. <<

Página 890
[72] McKay, Great Elector, p. 261. <<

Página 891
[73]De esto informa el enviado británico Stepney al Secretario Vernon,
Berlín, 19/29 de julio de 1698, PRO SP 90/1, fo. 32. <<

Página 892
[74] Dietrich (ed.), Die politischen Testamente, p. 189. <<

Página 893
[75] Ibid., p. 190. <<

Página 894
[76] Ibid., pp. 190, 191. <<

Página 895
[77] Ibid., p. 187. <<

Página 896
[78] Ibid., p. 188. <<

Página 897
[79]Citado en McKay, The Great Elector, p. 210. Sobre la «falta de poder», v.
también Droysen, Der Staat des grossen Kurfürsten, vol. 2, p. 370,
Philippson, Der Grosse Kurfürst, vol. 2, p. 238; Waddington, Histoire de
Prusse (2 vols., París, 1922), vol. I, p. 484. <<

Página 898
[1]Para descripciones y análisis de la coronación, v. Peter Baumgart, «Die
preussische Königskronung von 1701, das Reich und die europäische
Politik», en Oswald Hauser (ed.), Preussen, Europa und das Reich (Colonia y
Viena, 1987), pp. 65-86; Heinz Duchhardt, «Das preussische Königtum von
1701 und der Kaiser», en Heinz Duchhardt y Manfred Schlenke (eds.),
Festschrift für Eberhard Kessel (Múnich, 1982), pp. 89-101; Heinz
Duchhardt, «Die preussische Königskronung von 1701. Ein europäisches
Modell?» en id. (ed.), Herrscherweihe und Königskronung im
Frühneuzeitlichen Europa (Wiesbaden, 1983), pp. 82-95; Iselin Gundermann,
«Die Salbung König Friedrichs I, in Königsberg», Jahrbuch für Berlin-
Brandenburgische Kirchengeschichte 68 (2001), pp. 72-88. <<

Página 899
[2]Johann Christian Lünig, Theatrum cerentoniale historico-politicum oder
historisch und politischer Schau-Platz alter Ceremonien etc; (2 vols. Leizpig,
1719-20), vol. 2, p. 96 <<

Página 900
[3]George Stepney a James Vernon, 19/29 de julio de 1698, PRO SP 90/1, fo.
32. <<

Página 901
[4]Burke, Fabrication of Louis XIV pp. 23, 25, 29, 76, 153, 175, 181, 185,
189. <<

Página 902
[5]Lord Raby a Charles Hedges, Berlín, 14 de julio de 1703, PRO SP 90/2, fo.
39. <<

Página 903
[6] Ibid., 30 de junio de 1703, PRO SP 90/2, fo. 21. <<

Página 904
[7]
Lord Raby al secretario Harley, 10 de febrero de 1705, PRO SP 90/3, fo.
195. <<

Página 905
[8] La última parte del siglo XVII presenció una proliferación de nuevas
fundaciones de este tipo, siendo los modelos más importantes para
Federico III/I la Académie des Sciences en París (1666), the Royal Society en
Londres (1673) y la Academia de París (1700). Leibniz fue miembro de la
Royal Society y de la Academia de París. V. R. J. W. Evans, «Learned
Societies in Germany in the Seventeenth Century», European Studies Review,
7 (1977), pp. 129-151. <<

Página 906
[9]
El estudio clásico de la Academia y de su historia es la monumental obra
de Adolf Harnack, Geschichte der Koniglich Preussischen Akademie der
Wissenschaften zu Berlin (3 vols., Berlín, 1900). <<

Página 907
[10] Frederick II, «Mémoires pour servir à l’histoire de la maison de
Brandebourg», en J. D. E. Preuss (ed.), Oeuvres de Frédéric II, Roi de Prusse
(33 vols., Berlín, 1846-1857), vol. I pp. 1-202. <<

Página 908
[11]Christian Wolff, Vernünfftige Gedancken vom dem Gesellschaftlichen
Leben der Menschen und insonderheit dem gemeinen Wesen zur Beförderung
der Glückseligkeit des menschlichen Geschlechts (Fráncfort, 1721 reimpr.
Fráncfort del Meno, 1971), p. 500. Sobre la importancia de la pompa y la
«reputación» para la legitimación contemporánea de la monarquía, v. Jörg
Jochen Berns, «Der nackte Monarch und die nackte Wahrheit», en A. Buck,
G. Kauffmann, B. L. Spahr et al. (eds.), Europäische Hofkultur im 16. und 17
Jahrhundert (Hamburgo, 1981); Andreas Gestrich, «Höfisches Zeremoniell
und sinnliches Volk: Die Rechtfertigung des Hofzeremoniells im 17. und
frühen 18. Jahrhundert», en Jörg Jochen Berns y Thomas Rahn (eds.),
Zeremoniell als hófische Ästhetik in Spätmittelalter und früher Neuzeit
(Tubinga, 1995), pp. 57-73; Andreas Gestrich, Absolutismus und
Öffentlichkeit: Politische Kommunikation in Deutschland zu Beginn des
18.Jahrhunderts (Gotinga, 1994). <<

Página 909
[12]Linda y Marsha Frey, Frederick I: The Man and His Times (Boulder, CO,
1984), p. 225. Según el embajador británico, más de 20 000 visitantes
extranjeros estuvieron presentes en el funeral de la reina en junio de 1705;
lord Raby al Secretario Harley, PRO SP 90/3, fo. 333. <<

Página 910
[13] V. A. Winterling, Der Hof der Kurfürsten von Köln 1688-1794: Eine
Fallstudie zur Bedeutumg «absolutistischer» Hofhaltung (Bonn, 1986),
pp. 153-155. <<

Página 911
[14]
David E. Barclay, Frederick William IV and the Prussian Monarchy
1840-1861 (Oxford, 1995), pp. 73-74, 287-288. <<

Página 912
[15]Schultze, Die Mark Brandenburg, vol. 4, Von der Reformation bis zum
Westfälischen Frieden (1535-1648), pp. 206-207; Gotthard, «Zwischen
Lutherturn und Calvinismus», p. 93. Sobre la posterior marginación de la
consorte, v. Thomas Biskup, «The Hidden Queen: Elisabeth Christine of
Prussia and Hohenzollern Queenship in the Eighteenth Century», en Clarissa
Campbell-Orr (ed.), Queenship in Europe 1660-1815. The Role of the Consort
(Cambridge, 2004), pp. 300-332. <<

Página 913
[16] Frey y Frey, Frederick I, pp. 35-36. <<

Página 914
[17]
Carl Hinrichs, Friedrich Wilhelm I. König in Preussen. Eine Biographie
(Hamburgo, 1941), pp. 146-147; Baumgart, «Die preussische
Königskronung», en Hauser (ed.), Preussen, pp. 65-86. <<

Página 915
[18]
Wolfgang Neugebauer, «Friedrich III/I (1688-1713)», en Kroll, Preussens
Herrscher, pp. 113-133. <<

Página 916
[19] Citado en Frey y Frey, Frederick I, p. 247. <<

Página 917
[20]Hans-Joachim Neumann, Friedrich Wilhelm I. Leben und Leiden des
Soldatenkönigs (Berlín, 1993), pp. 51-55. <<

Página 918
[21]Will Breton al conde de Strafford, Berlín, 28 de febrero de 1713, PRO SP
90/6; Carl Hinrichs, «Der Regierungsantritt Friedrich Wilhelms I», en id.,
Preussen ais historisches Problem, ed. Gerhard Oestreich (Berlín, 1964),
pp. 91-137. <<

Página 919
[22] Whitworth a lord Townshend, 15 de agosto de 1716, PRO SP 90/7, fo. 9.
<<

Página 920
[23]
Informe fechado el 2 de octubre de 1728, en Richard Wolff, Vom Berliner
Hofe zur Zeit Friedrich Wilhelms I. Berichte des Braunschweiger Gesandten
in Berlin, 1728-1733 (= Schriften des Vereins für die Geschichte Berlins)
(Berlín, 1914), pp. 20-21. <<

Página 921
[24]Este verso (en mi traducción) y todos los detalles de la vida de Gundling
están tomados de Martin Sabrow, Herr und Hanswurst. Das tragische
Schicksal des Hofgelehrten Jacob Paul von Gundling (Múnich, 2001), espec.
pp. 62-67, 80-81, 150-151. <<

Página 922
[25]Gustav Schmoller, «Eine Schilderung Berlin aus dem Jahre 1723», FBPG,
4 (1891), pp. 213-216. El autor de esta relación es el mariscal de campo conde
Von Flemming, que pasó los meses de mayo y junio de 1723 en Berlín. <<

Página 923
[26]Debo esta tipología a Jonathan Steinberg, que la empleó en las lecturas de
Part Two Cambridge Tripos Paper, «The Struggle for Mastery in Germany
1740-1914», que él y Tim Blanning dirigieron juntos en los años 1970 y
1980. Yo soy uno de los muchos historiadores sobre Alemania que ahora
trabajan en el Reino Unido que se beneficiaron de este curso seminal. <<

Página 924
[27]Wolfgang Neugebauer, «Zur neueren Deutung der preussischen
Verwaltung im 17. und 18.Jahrhundert in vergleichender Sicht», en Otto
Busch y Wolfgang Neugebauer (eds.), Moderne preussische Geschichte
1648-1947, Eine Amhologie (3 vols., Berlín, 1981), vol. 2, pp. 541-597. <<

Página 925
[28]Reinhold Dorwart, The Administrative Reforms of Frederick William I of
Prussia (Cambridge, Mass., 1953), p. 118. Para una panorámica de la
«Knyphausen Reorganisation», v. Kurt Breysig (ed.), Urkunden und
Aktenstücke zur Geschichte der inneren Politik des Kufürsten Friedrich
Wilhelm von Brandemburg, Parte I, Geschichte der brandemburgischen
Finanzen in der Zeit von 1660-1697, vol. I, Die Centralstellender
Kammerverwaltung (Leipzig, 1895), pp. 106-150. <<

Página 926
[29] Las posesiones reales habían sido administradas anteriormente por una
serie de autoridades provinciales. El nuevo órgano central se llamó el
Hofrentei, conocido más tarde por la Generaldomänenkasse. Richard
Dietrich, «Die Anfänge des preussischen Staatsgedankens in politischen
Testamenten der Hohenzollern», en Friedrich Benninghoven y Cécile
Lowenthal-Hensel (eds.), Neue Forschungen zur Brandenburg-Preussischen
Geschichte (=Veröffentlichungen aus den Archiven Preussischen
Kulturbesitz, 14; Colonia, 1979), pp. 1-60. <<

Página 927
[30]Citado en Andreas Kossert, Masuren. Ostpreussens Vergessener Süden
(Berlín, 2001), p. 86. <<

Página 928
[31]Hinrichs, Friedrich Wilhelm I, pp. 454-457, 464-468, 473-487; Frey y
Frey, Frederick I, pp. 89-90; Rodney Gorthelf, «Frederick William I and
Prussian Absolutism, 1713-1740», en Philip G. Dwyer (ed.), The Rise of
Prussia 1700-1830 (Harlow, 2000), pp. 47-67; Fritz Terveen, Gesamtstaat
und Retablissement. Der Wiederaufbau des nordlichen Ostpreussen unter
Friedrich Wilhelm I (1714-1740) (Gotinga, 1954), pp. 17-21. <<

Página 929
[32]Hans Haussherr, Verwaltungseinheit und Ressorttrennung. Vom Ende des
17. bis zum Beginn des 19.Jahrhunderts (Berlín, 1953), espec. cap. I:
«Friedrich Wilhelm I und die Begründung des Generaldirektoriums in
Preussen», pp. 1-30. <<

Página 930
[33]Ibid.; Hinrichs, «Die preussische Staatsverwaltung in den Anfüngen
Friedrich Wilhelms I.», en id., Preussen als historisches Problem, pp. 138-
160; Hinrichs, Friedrich Wilhelm I, pp. 609-621 (sobre la reestructuración
colegial del Comisariado General de Guerra de Federico Guillermo; Dorwart,
Administrative Reforms, pp. 138-144. <<

Página 931
[34] Gotthelf, «Frederick William I», pp. 58-59. <<

Página 932
[35] Reinhold August Dorwart, The Prussian Welfare State before 1740
(Cambridge, Mass., 1971), p. 16; cf. Gerhard Oestreich, Friedrich Wilhelm I.
Preussischer Absolutismus, Merkantilismus, Militarismus (Gotinga, 1977),
pp. 65-70, que pone el acento en el carácter no sistemático de la política
económica bajo Federico Guillermo I. <<

Página 933
[36] Kossert, Masuren, pp. 88-91. <<

Página 934
[37]Peter Baumgart, «Der Adel Brandenburg-Preussens im Urteil der
Hohenzollern des 18.Jahrhunderts», en Rudolf Endres (ed.) Adel in der
Frühneuzeit. Ein regionaler Vergleich (Colonia y Viena, 1991), pp. 141-161.
<<

Página 935
[38] Oestreich, Friedrich Wilhelm I, pp. 62, 65. <<

Página 936
[39]Gustav Schmoller, «Das Brandenburg-preussische Innungswesen von
1604-1806, hauptsächlich die Reform unter Friedrich Wilhelm 1.», FBPG,
112 (1888), pp. 1-59. <<

Página 937
[40] Sobre la prohibición del trigo polaco, emanada en 1722, v. Wilhelm
Naudé y Gustav Schmoller (eds.) Die Getreidehandelspolitik und
Kriegsmazinwervaltung Brandenburg-Preussens (Berlín, 1901), pp. 208-209
(introducción por Naudé), y doc. no. 27, p. 373; Lars Atorf, Der König und
das Korn. Die Getreidehandelspolitik als Fundament des Brandenburg-
preussischen Aufstiegs zur europäischen Grossmacht (Berlín, 1999), p. 106.
<<

Página 938
[41] Atorf, Der König und das Korn, pp. 113-114. <<

Página 939
[42]
Naudé y Schmoller (eds.), Getreidehandelspolitik, p. 292; Atorf, Der
König und das Korn, pp. 120-133. <<

Página 940
[43] Citado en F. Schevill, The Great elector (Chicago, 1947), p. 242. <<

Página 941
[44]V. Hugo Rachel, «Der Merkantilismus in Brandenburg-Preussen», FBPG,
40 (1927), pp. 221-266; Otto Hintze, «Die Hohenzollern und die
wirtschaftliche Entwicklung ihres Staates», Hohenzollern-Jahrbuch, 20
(1916), pp. 190-202; Oestreich, Friedrich Wilhelm I, p. 67. <<

Página 942
[45] Citado en Baumgart, «Der Adel Brandenburg-Preussens», p. 147. <<

Página 943
[46] Haussherr, Verwaltungseinheit, p. 11. <<

Página 944
[47] Federico Guillermo I, Instrucción para su sucesor (1722), en Dietrich
(ed.), Die politischen Testamente, pp. 221-243. <<

Página 945
[48]William Breton al conde de Strafford, 28 de febrero de 1713, PRO, SP
90/6. <<

Página 946
[49] Hinrichs, Friedrich Wilhelm I, p. 364. <<

Página 947
[50] Oestreich, Friedrich Wilhelm I, p. 30. <<

Página 948
[51]
Otto Busch, Militärsystem und Sozialleben im alten Preussen (Berlín,
1962), p. 15. <<

Página 949
[52]William Breton al conde de Strafford, 18 de mayo de 1713, PRO, SP 90/6,
fo. 105. <<

Página 950
[53] Hartmut Harnisch, «Preussisches Kantonsystem und ländliche
Gesellschaft», en Kroener y Prove (eds.), Krieg und Frieden, pp. 137-165. <<

Página 951
[54] Max Lehmann, «Werbung, Wehrpflicht und Beurlaubing im Heere
Friedrich Wilhelms I.», Historische Zeitschrift, 67 (1891), pp. 254-289;
Büsch, Militärsystem, p. 13. <<

Página 952
[55] Carsten, Origins of the Junkers, p. 34. <<

Página 953
[56]
Gordon Craig, The Politics of the Prussian Army, 1640-1945 (Londres y
Nueva York, 1964), p. 11. <<

Página 954
[57] Sobre los motivos de reclutamiento en la nobleza, v. Hahn,
«Aristokratisierung und Professionalisierung»; sobre el servicio militar en
cualidad de noble, v. Gose, Ritterschaft, p. 232; cita en Harnisch,
«Preussisches Kantonsystem», p. 147. <<

Página 955
[58]Büsch, Militärsystem, tiene esta pretensión general, pese a que la prueba
presentada en su aceptado estudio sugiere una conclusión más matizada. <<

Página 956
[59] Harnisch, «Preussisches Kantonsystem», p. 155. <<

Página 957
[60] Hagen, Ordinary Prussians, pp. 468-469. <<

Página 958
[61] Büsch, Militärsystem, pp. 33-34. <<

Página 959
[62] Harnisch, «Preussisches Kantonsystem», pp. 157, 162; Büsch,
Militärsystem, p. 55. <<

Página 960
[63]Federico el Grande, History of My Own Times (extracto), en Jay Luvaas
(ed. y trad.), Frederick the Great on the Art of War (Nueva York, 1966),
p. 75. Los mismos argumentos se incluyen con más detalle en el Testamento
Político de 1768, v. Dietrich, Die politischen Testamente, p. 517. <<

Página 961
[64]
Philippson, Der Grosse Kurfürst, vol. I, p. 20; Testamento político del
Gran elector (1667), en Dietrich, Die politischen Testamente, pp. 179-204;
McKay, Great Elector, pp. 14-15. <<

Página 962
[65]
La observación iba dirigida al enviado francés Rebenac; cita en McKay,
Great Elector, p. 238. <<

Página 963
[66] Ibid., pp. 239-240. <<

Página 964
[67]Carl Hinrichs, «Der Konflikt zwischen Friedrich Wilhelm I und
Kronprinz Friedrich», en id., Preussen als historisches Problem, pp. 185-202.
<<

Página 965
[68]
Cita en Reinhold Koser, Friedrich der Grosse als Kronprinz (Stuttgart,
1886), p. 6. <<

Página 966
[69] Hinrichs, «Der Konflikt», p. 191; Carl Hinrichs, Preussentum und
Pietismus. Der Pietismus in Brandenburg-Preussen als religiös-soziale
Reformbewegung (Gotinga, 1971), p. 60. <<

Página 967
[70] Hinrichs, «Der Konflikt», p. 193. <<

Página 968
[71]Sobre la creciente separación entre padre e hijo, v. Johannes Kunisch,
Friedrich der Grosse. Der König und seine Zeil (Múnich, 2004), pp. 18-28.
<<

Página 969
[72]Karl Ludwig Pöllnitz, Mémoires pour servir à l’histoire des quatre
derniers souverains de la Maison de Brandebourg Royale de Prusse (2 vols.,
Berlín, 1791, vol. 2, p. 209). Estas memorias no son fiables en muchos
puntos, pero sus observaciones están corroboradas por otros relatos y
acuerdos con lo que nosotros conocemos del príncipe en esta época. <<

Página 970
[73] Kunisch, Friedrich der Grosse, pp. 34-35. <<

Página 971
[74]Theodor Schieder, Frederick the Great, trad. Sabina Berkeley y H. M.
Scort (Harlow, 2000), p. 25. <<

Página 972
[75] Ibid., p. 25. <<

Página 973
[76]Citado en Theodor Fontane, Wanderungen durch die Mark Brandenburg,
ed. Edgar Gross (2.a edic. 6 vols., Múnich, 1963), vol. 2, Das Oderland,
p. 281; sobre la historia de Katte en general, v. pp. 267-305. <<

Página 974
[77] Citado en ibid., pp. 286-287. <<

Página 975
[78] Kunisch, Friedrich der Grosse, pp. 43-44. <<

Página 976
[79] Schieder, Frederick the Great, p. 29; Kunisch, Friedrich der Grosse,
p. 46. <<

Página 977
[80]Peter Baumgart, «Friedrich Wilhelm I (1713-1740)», en Kroll (ed.),
Preussens Herrscher, pp. 134-159. <<

Página 978
[81] Hintze, Die Hohenzollern, p. 280. <<

Página 979
[82]
Edgar Melton, «The Prussian Junkers, 1600-1786», en H. M. Scort (ed.),
The European Nobilities in the Seventeenth and Eighteenth Centuries (2 vols.,
Harlow, 1995), vol. 2, Northern, Central and East Europe, pp. 72-109. <<

Página 980
[83]Rainer Prass, «Die Brieftasche des Pfarrers. Wege der Übermittlung von
Informationen in liädliche Kirchengemeinden des Fürstentums Minden», en
Ralf Pröve y Norbert Winnige (eds.), Wissen ist Macht. Herrschaft und
Kommunikation in Brandenburg-Preussen 1600-1850 (Berlín, 2001), pp. 69-
82. <<

Página 981
[84]
Wolfgang Neugebauer, Absolutistischer Staat und Schulwirklichkeit in
Brandenburg-Preussen (Berlín, 1985), pp. 172-173. <<

Página 982
[85]Rodney Mische Gothelf, «Absolutism in Action. Frederick William I and
the Government of East Prussia, 1709-1730», Ph. D. disertación, Universidad
de St Andrews, St Andrews (1998), p. 180. <<

Página 983
[86] Ibid., pp. 239-242. <<

Página 984
[87] Ibid., pp. 234-235. <<

Página 985
[88]Wolfgang Neugebauer, Politischer Wandel im Osten. Ost— und
Westpreussen von den alten Ständen zum Konstitutionalismus (Stuttgart,
1992), pp. 65-86. <<

Página 986
[89] Carsten, Origins of the Junkers, p. 41. <<

Página 987
[90]Peter Baumgart, «Zur Geschichte der kurmarkischen Stände im 17. und
18. Jahrhundert», en Bilsch y Neugebauer (eds.), Moderne Preussische
Geschichte, vol. 2, pp. 509-540; Melton, «The Prussian Junkers», pp. 100-
101. <<

Página 988
[91] Fritz Terveen, «Stellung und Bedeutung des preussischen
Etatministeriums zur Zeit Friedrich Wilhelms 1.1713-1740», en Jahrbuch der
Albertus-Universität zu Königsberg/Preussen, 6 (1955), pp. 159-179. <<

Página 989
[1]Andreas Engel, Anuales Marchiae Brandenburgicae, das ist Ordentliche
Verzeichniss und beschreibung der fürnemsten… Märckischen… Historien…
vom 416 Jahr vor Christi Geburt, bis… 1596, etc. (Fráncfort, 1598). <<

Página 990
[2]
Bodo Nischan, Prince, People and Confession. The Second Reformation in
Brandenburg (Filadelfia, 1994), pp. 111-143. Esta relación de la política
confesional del elector debe mucho al estudio de Nischan. <<

Página 991
[3] Ibid., pp. 186-188. Otros informes útiles sobre el «tumulto de Berlín»
incluyen: Eberhard Faden, «Der Berliner Tumult von 1615», en Martin
Henning y Heinz Gebhardt (eds.), Jahrbuch für brandenburgische
Landesgeschichte, 5 (1954), pp. 27-45; Oskar Schwebel, Geschichte der Stadt
Berlin (Berlín, 1888), pp. 500-513. <<

Página 992
[4] Cita en Nischan, Second Reformation, p. 209. <<

Página 993
[5]Sobre la importancia de las emociones como factor en sí mismo en los
conflictos de poder de este tipo, v. Ulinka Rublack, «State-formation, gender
and the experience of governance in early modern Württemberg», en id. (ed.),
Gender in Early Modern German History (Oxford, 2003), pp. 200-217. <<

Página 994
[6] Bodo Nischan, Reformation or Deformation? Lutheran and Reformed
Views of Martin Luther in Brandenburg’s «Second Reformation», en id.,
Lutherans and Calvinists in the Age of Confessionalism (Variorum reimpr.,
Aidershot, 1999), pp. 203-215. La cita de Pistoris de id., Second Reformation,
p. 114. <<

Página 995
[7] Ibid., p. 217. <<

Página 996
[8]Droysen, Geschichte der preussischen Politik, vol. 3/1, Der Staat des
Grossen Kurfürsten, p. 31. <<

Página 997
[9] Schultze, Die Mark Brandenburg, vol. 4, p. 192. <<

Página 998
[10] Federico Guillermo a los consejeros supremos de la Prusia Ducal
(borrador en manos del canciller Von Götze), Königsberg, 26 de abril de
1642, en Erdmannsdörffer (ed.), Politische Verhandlungen, vol. 1, pp. 98-
103. <<

Página 999
[11]El clero de Königsberg a los consejeros supremos de la Prusia Ducal [sin
fecha]; respuesta a la carta del elector del 26 de abril, en Erdmannsdörffer
(ed.), Politische Verhandlungen, vol. I, pp. 98-103. La ley «invocada» aquí se
refiere a los artículos del Testamento Político del duque Albrecht el Viejo,
que estipulaba que la supremacía luterana en el ducado debía permanecer
intacta. <<

Página 1000
[12] Klaus Deppermann, «Die Kirchenpolitik des Grossen Kurfürsten»,
Pietismus und Neuzeit, 6 (1980), pp. 99-114. <<

Página 1001
[13]Una útil relación de estos incidentes, basada en las observaciones de un
diplomático de Hesse en la corte de Berlín, puede verse en Walther Ribbeck,
«Aus Berichten des hessischen Sekretars Lincker vom Berliner Hofe während
der Jahre 1666-1669», FBPG, 1212 (1899), pp. 141-158. <<

Página 1002
[14]
Gerd Heinrich, «Religionstoleranz in Brandenburg-Preussen. Idee und
Wirklichkeit», en Manfred Schlenke (ed.), Preussen. Politik, Kultur,
Gesellschaft (Reinbek, 1986), pp. 83-102. <<

Página 1003
[15] McKay, Great Elector, p. 156, n. 40. <<

Página 1004
[16]
V. margrave Ernesto a Federico Guillermo, Cölln, 1 de julio de 1641;
Federico Guillermo, Resolución, Königsberg, 30 de julio de 1641, en
Erdmannsdörffer (ed.), Politische Verhandhmgen, vol. I, p. 479. <<

Página 1005
[17] Citado en McKay, Great Elector, p. 186. <<

Página 1006
[18]V. documentos nos. 121-130 en Selma Stern, Der preussische Staat und
die Juden (8 vols. en 4 partes, Tubinga, 1962-1975), parte I, Die Zeit des
Grossen Kurfürsten und Friedrichs I., vol. 2, pp. 108-116. <<

Página 1007
[19]Citado en Martin Lackner, Die Kirchenpolitik des Grossen Kurfürsten
(Witten, 1973), p. 300. <<

Página 1008
[20] M. Brecht, «Philipp Jakob Spener, Sein Programm und dessen
Auswirkungen», en id. (ed.), Geschichte des Pietismus (4 vols., Gotinga,
1993), vol. I, Der Pietismus vom 17. bis zum frühen 18. Jahrhundert, pp. 278-
389; H. Leube, «Die Geschichte der pietistischen Bewegung in Leipzig», en
id., Orthodoxie und Pietismus. Gesammelte Studien (Bielefeld, 1975),
pp. 153-267. <<

Página 1009
[21]Sobre los conflictos pietista-luteranos en Hamburgo, Giessen, Darmstadt
y otras ciudades, v. Klaus Deppermann, Der Hallesche Pietismus und der
preussische Staat unter Friedrich III (I) (Gotinga, 1961), pp. 49-50; Brecht,
«Philipp Jakob Spener», pp. 344-351. <<

Página 1010
[22]
Johannes Wallmann, «Das Collegium Pietatis», en M. Greschat (ed.), Zur
neueren Pietismusforschung (Darmstadt, 1977), pp. 167-223; Brecht, «Philipp
Jakob Spener», pp. 316-319. <<

Página 1011
[23]
Philipp Jakob Spener, Theologische Bedencken (4 partes en 2 vols., Halle,
1712-1715), parte 3, vol. 2, p. 293. <<

Página 1012
[24]Philipp Jakob Spener, Letzte Theologische Bedencken (Halle, 1711), parte
3, pp. 296-297, 428, 439-440, 678; citas de la reimpr. de Dietrich Blaufuss y
P. Schicketanz, Philipp Jakob Spener Letzte Theologische Bedencken und
andere Brieffliche Antworten (Hildesheim, 1987). <<

Página 1013
[25]Citado en T. Kervorkian, «Piety Confronts Politics: Philipp Jakob Spener
in Dresden 1686-1691» German History, 16 (1998), pp. 145-164. <<

Página 1014
[26] Artículo sobre Philipp Jakob Spener, Klaus-Gumher Wesseling,
Biographisch-Bibliographisches Kirchenlexikon, vol. 10 (1995), cols. 909-39,
http://www.bautz.de/bbk1/s/spener_p_j.shtml; acceso 29 de octubre de 2003.
Referencia actual en https://www.bbkl.de/index.php/frontend/lexicon/S/Sp-
Sq/spenerphilippjacobjakob-7018 [Nota del editor digital] <<

Página 1015
[27]
R. L. Gawthrop, Pietism and the Making of Eighteenth-centlury Prussia
(Cambridge, 1993), p. 122. <<

Página 1016
[28]Philipp Jakob Spener, Pia Desideria: Oder hertzliches Vcrlangen nach
gottgefäliger Besserung der wahren evangelischen Kirchen, 2.a ed. (Fráncfort
del Meno, 1680). Las citas provienen de la reimpresión de E. Beyreuther
(ed.), Speners Schriften, vol. I (Hildesheim, 1979), pp. 123-308. <<

Página 1017
[29] Spener, Pia Desideria, pp. 250-252. <<

Página 1018
[30] Ibid., p. 257. <<

Página 1019
[31] Brecht, «Philipp Jakob Spener», p. 352. <<

Página 1020
[32] Deppermann, Der Hallesche Pietismus, p. 172. <<

Página 1021
[33] Ibid., pp. 74, 172; Brecht, «Philipp Jakob Spener», p. 354. <<

Página 1022
[34]
Kurt Aland, «Der Pietismus und die soziale Frage», en id. (ed.), Pietismus
und moderne Welt (Witten, 1974), pp. 99-137. <<

Página 1023
[35] Brecht, «Philipp Jakob Spener», p. 290; Deppermann, Der Hallesche
Pietismus, pp. 58-61. <<

Página 1024
[36] E. Beyreuther, Geschichte des Pietismus (Stuttgart, 1978), p. 155. <<

Página 1025
[37]W. Oschlies, Die Arbeits-und Berufspädagogik August Hermann
Franckes (1663-1727). Schule und Leben im Menschenbild des
Hauptvertreters des halleschen Pietismus (Witten, 1969), p. 20. <<

Página 1026
[38]Sobre el Fussstapffen y otros textos programáticos de Francke, v. M.
Brecht, «August Hermann Francke und der Hallesche Pietismus», en id. (ed.),
Geschichte des Pietismus, vol. 2, pp. 440-540. <<

Página 1027
[39]F. Ernest Stoeffler (ed.), Continental Pietism and Early American
Christianity (Grand Rapids, 1976); Mark A. Noli, «Evangelikalismus und
Fundamentalismus in Nordamerika», en Ulrich Gabler (ed.), Der Pietismus
im neunzehnten und zwanzigsten Jahrhundert (Gotinga, 2000), pp. 465-531.
Sobre redes epistolares y el resurgimiento religioso v. W. R. Ward, The
Protestant Evangelical Awakening (Cambridge, 1992), espec, cap. 1. <<

Página 1028
[40]Carl Hinrichs, «Die universalen Zielsetzungen des Halleschen Pietismus»,
en id., Preussentum und Pietismus, pp. 1-125, espec. pp. 29-47. <<

Página 1029
[41]
Martin Brecht, «August Hermann Francke und der Hallische Pietismus»
en id. (ed.) Der Pietismus vom siebzehnten bis zum frühen achtzehnten
Jahrhundert (Geschichte des Pietismus, vol. I) (Gotinga, 1993), pp. 440-539.
<<

Página 1030
[42] Gawthrop, Pietism, pp. 137-149, 211, 213 y passim; por el contrario,
Mary Fulbrook, Piety and Politics: Religion and the Rise of Absolutism in
England, Württemberg and Prussia (Cambridge, 1983), pp. 164-7, pone de
relieve la dimensión utilitaria de la relación, v. también, W. Stolze, «Friedrich
Wilhelm I. und der Pietismus», Jahrbuch für Brandenburgische
Kirchengeschichte, 5 (1908), pp. 172-205; K. Wolff, «Ist der Glaube Friedrich
Wilhelms I von A. H. Francke beeinflusst?» Jahrbuch für Brandenburgische
Kirchengeschichte, 33 (1938), pp. 70-102. <<

Página 1031
[43] Deppermann, Der Hallesche Pietismus, p. 168. <<

Página 1032
[44] Schoeps, Preussen, p. 47; Gawthrop, Pietism, p. 255. <<

Página 1033
[45]Fulbrook, Piety and Politics, p. 168. Esta exigencia se extendía hasta
incluir la Universidad de Königsberg en 1736. <<

Página 1034
[46]Hartwig Notbohm, Das evangelische Kirchen— mid Schulwesen in
Ostpreussen während der Regierung Friedrichs des Grossen (Heidelberg,
1959), p. 15. <<

Página 1035
[47] M. Schade, Die Religion des Volkes. Kleine Kultur— und
Sozialgeschichte des Pietismus (Gütersloh, 1980), p. 103; Beyreuther,
Geschichte des Pietismus, pp. 338-339; Gawthrop, Pietism, pp. 215-246. <<

Página 1036
[48]
Carl Hinrichs, «Pietismus und Militarismus im alten Preussen» en id.,
Preussentum und Pietismus, pp. 126-173. <<

Página 1037
[49] Gawthrop, Pietism, p. 226; Hinrichs, «Pietismus und Militarismus»,
pp. 163-164. <<

Página 1038
[50]Benjamin Marschke, Absolutely Pietist: Patronage, Factionalism, and
State-building in the Early Eighteenth-century Prussian Army Chaplaincy
(Halle, 2005), p. 114. Estoy muy agradecido al Dr. Marschke por dejarme ver
el manuscrito de este trabajo antes de su publicación. <<

Página 1039
[51] Para un argumento según esta línea, v. Gawthrop, Pietism, p. 228. <<

Página 1040
[52] Ibid., pp. 236-237. <<

Página 1041
[53]
V. A. J. La Vopa, Grace, Talent, and Merit. Poor Students, Clerical
Careers and Professional Ideology in Eighteenth-century Germany
(Cambridge, 1988), pp. 137-164, 386-388. <<

Página 1042
[54]Para un esbozo del legado de las innovaciones de los pietistas en el ámbito
de la escuela, en el que se basa este texto, v. J. Van Horn Melton, Absolutism
and the Eighteenth-century Origins of Compulsory Schooling in Prussia and
Austria (Cambridge, 1988), pp. 23-50. <<

Página 1043
[*]Los masurianos, cuyos antepasados eran los eslavos mazovios de Prusia
Oriental, eran una población mezclada con bálticos, y, desde el siglo XII, con
alemanes. La Orden Teutónica los sometió por las armas e introdujo en la
región a colonos polacos y alemanes. La Reforma los hizo protestantes
luteranos forzados (la mayoría de los polacos son católicos), y estuvieron
incluidos parcialmente en Alemania, pasando a Polonia en 1945. (N. del T).
<<

Página 1044
[55]Terveen, Gesamtstaat und Retablissement, pp. 86-92. Sobre el interés de
Federico Guillermo I por la evangelización de los lituanos, v. Hinrichs,
Preussentum und Pietismus, p. 174; Notbohm, Das evangelische Schulwesen,
p. 16. <<

Página 1045
[56]
Kurt Forstreuter, «Die Anfänge der Sprachstatistik in Preussen», en id.,
Wirkungen des Preussenlandes (Colonia, 1981), pp. 312-333. <<

Página 1046
[57]M. Brecht, «Der Hallische Pietismus in der Mitte des 18. Jahrhunderts-
seine Ausstrahlung und sein Niedergang», en id. y Klaus Deppermann (eds.),
Der Pietismus im achtzehnten Jahrhundert (Gotinga, 1995), pp. 319-357. <<

Página 1047
[58]
Sobre la misión pietista a los judíos, v. Christopher Clark, The Politics of
Conversion. Missionary Protestantism and the Jews in Prussia 1728-1941
(Oxford, 1995), pp. 9-82. <<

Página 1048
[59] Scharfe, Die Religion des Volkes, p. 148. <<

Página 1049
[60] H. Obst, Der Berliner Beichtstuhlstreit (Witten, 1972); Gawthrop,
Pietism, pp. 124-5; Fulbrook, Piety and Politics, pp. 160-162. <<

Página 1050
[61] Marschke, Absolutely Pietist. <<

Página 1051
[62] Gawthrop, Pietism, pp. 275-276. <<

Página 1052
[63]Sobre la asociación con la hipocresía, v. Johannes Wallmann, «Was ist
der Pietismus?», Pietismus und Neuzeit, 20 (1994), pp. 11-27. <<

Página 1053
[64] Brecht, «Der Hallesche Pietismus», p. 342. <<

Página 1054
[65]
Justus Israel Beyer, Auszuge aus den Berichten des reisenden Mitarbeiters
beym judischen Institut (15 vols., Halle, 1777-91), vol. 14, p. 2. <<

Página 1055
[66]V., p ej., W. Bienert, Der Anbruch der christlichen deutschen Neuzeit
dargestelt an Wissenschaft und Glauben des Christian Thomasius (Halle,
1934), p. 151. <<

Página 1056
[67]Martin Schmidt, «Der Pietismus und das moderne Denken», en Aland
(ed.), Pietismus und Moderne Welt, pp. 9-74. <<

Página 1057
[68]V. p. ej., J. Geyer-Kordesch, «Die Medizin im Spannungsfeld zwischen
Aufklärung und Pietismus: Das unbequerne Werk Georg Erost Stahls und
dessen kulturelle Bedeutung», en N. Hinske (ed.), Halle, Aufklärung und
Pietismus (Heidelberg, 1989). <<

Página 1058
[69] Sobre la actitud ambivalente de Kant hacia la tradición pietista, v. la
excelente introducción a Immanuel Kant, Religion and Rational Theology, ed.
y trad. Alien W. Wood y George di Giovanni (Cambridge, 1996). <<

Página 1059
[70]Richard van Dülmen, Kultur und Alltag in der frühen Neuzeit (3 vols.,
Munich, 1994), vol. 3, Religion, Magie, Aufklärung 16.-18.Jahrhundert,
pp. 132-134. <<

Página 1060
[71]
W. M. Alexander, Johann Georg Hamann. Philosophy and Faith (La
Haya, 1966), espec. pp. 2-3; I. Berlin, The Magus of the North. Johann Georg
Hamann and the Origins of Modern Irrationalism, ed. H. Hardy (Londres,
1993), pp. 5-6, 13-14, 91. <<

Página 1061
[72]L. Dickey, Hegel. Religion, Economics and the Politics of Spirit
(Cambridge, 1987), espec. pp. 149, 161. <<

Página 1062
[73] Esta comparación está en Fulbrook, Piety and Politics. <<

Página 1063
[74] Testamento Político de 1667, en Dietrich (ed.), Die Politischen
Testamente, p. 188. <<

Página 1064
[75] Memorándum de Sebastian Striepe a Frederick William [mediados de
enero de 1648], en Erdmannsdörffer (ed.), Politische Verhandlungen, vol. 1,
pp. 667-673. <<

Página 1065
[76]V. p. ej., Federico Guillermo a Luis, Cleves, 13 de agosto de 1666, en B.
Eduard Simson, Auswärtige Acten. Erster Band (Frankreich) (Berlín, 1865),
pp. 416-417. <<

Página 1066
[77] McKay, Great Elector, p. 154. <<

Página 1067
[78] En una furiosa nota a su embajador en Berlín, el rey francés acusaba a
Federico Guillermo de impedir por la fuerza a sus súbditos «de la supuesta
religión reformada» volver a Francia como reconocimiento de su
«culpabilidad» y avisaba de que, a menos que desistiese en su ultraje «Yo
[Luis XIV] me vería forzado a tomar decisiones que no le gustarían»
(Waddington, Prusse, vol. I, p. 561). <<

Página 1068
[79]El Principado de Orange había pertenecido a Guillermo III de Orange,
stadtholder holandés desde 1672 y rey de Gran Bretaña desde 1689. El propio
Guillermo III, que era solo un niño, murió sin hijos en 1702. Así, la más
fuerte reclamación al título fue la de Federico, cuya madre, Louise Henrietta
de Orange, era la hija mayor del abuelo de Guillermo, Federico Enrique,
stadtholder holandés desde 1625 a 1647, aunque aquí, como en otros muchos
casos semejantes, se produjeron disputas en torno al estatus de la línea
femenina de sucesión. Luis XIV se había anexionado el territorio en 1682,
pero la lucha por la herencia no se resolverá hasta la Paz de Utrecht de 1713.
<<

Página 1069
[80]
Texto de la proclamación en Raby a Hedges, Berlín, 19 de enero de 1704,
PRO SP 90/2. <<

Página 1070
[81] Ibid. <<

Página 1071
[1]Andreas Nachama, Ersatzbürger und Staatsbildung. Zur Zerstörung des
Bürgertums in Brandenburg-Preussen (Fráncfort del Meno, 1984). Para otra
muy negativa evaluación de la vida urbana de Silesia en particular, v.
Johannes Ziekursch, Das Ergebnis der friderizianischen Städteverwaltung
und die Städteordnung Steins. Am Beispiel der schlesischen Städte dargestellt
(Jena, 1908), pp. 80, 133, 135 y passim; sobre la urbanización v. Jörn
Sieglerschmidt, «Social and Economic Landscapes», en Sheilagh Ogilvie
(ed.), Germany. A New Social and Economic History (3 vols., Londres 1995-
2003), pp. 1-38. <<

Página 1072
[2] Nachama, Ersatzbürger und Staatsbildung, pp. 66-7; McKay, Great
Elector, pp. 162-164. <<

Página 1073
[3]
Karin Friedrich, «The Development of the Prussian Town, 1720-1815», en
Dwyer (ed.), Rise of Prussia, pp. 129-150. <<

Página 1074
[4] Horst Carl, Okkupation und Regionalismus. Die preussischen
Westprovinzen im Siebenjährigen Krieg (Maguncia, 1993), p. 41; Dieter
Stievermann, «Preussen und die Städte der westfälischen Grafschaft Mark»,
Westfälische Forschungen, 31 (1981), pp. 5-31. <<

Página 1075
[5] Carl, Okkupation und Regionalismus, pp. 42-44. <<

Página 1076
[6]Martin Winter, «Preussisches Kantonsystem und städtische Gesellschaft»,
en Ralf Pröve y Bernd Kölling (eds.), Leben und Arbeiten auf märckischem
Sand. Wege in die Gesellschaftsgeschichte Brandenburgs 1700-1914
(Bielefeld, 1999), p. 243-265. <<

Página 1077
[7]Olaf Gründel, «Burgerrock und Uniform. Die Garnisonstadt Prenzlau
1685-1806», en Museumsverband des Landes Brandenburg (ed.),
Ortstermine. Stationen Brandenburg-Preussens auf den Weg in die moderne
Welt (Berlín, 2001), pp. 6-23. <<

Página 1078
[8]Para un estudio de una ciudad pomerania sueca que aclara este problema,
v. Stefan Kroll, Stadtgesellschaft und Krieg. Sozialstruktur, Bevölkerung und
Wirtschaft in Stralsund und Städe 1700 bis 1715 (Gotinga, 1997). <<

Página 1079
[9]Ralf Pröve, «Der Soldat in der “guten Bürgerstube”. Das frühneuzeitliche
Einquartierungssystem und die sozioökonomischen Folgen», en Kroener y
Pröve (eds.), Krieg und Frieden, pp. 191-217. <<

Página 1080
[10] Friedrich, «Prussian Town», p. 139. <<

Página 1081
[11] Martin Winter, «Preussisches Kantonsystem», p. 249. <<

Página 1082
[12]Para una discusión sobre esta práctica, v. «Ausführlicher Auszug und
Bemerkungen über den militärischen Theil des Werks De la monarchie
prussienne sous Frédéric le Grand, p. M. le Comte de Mirabeau 1788», Neues
Militarisches journal, I (1788), pp. 31-94. <<

Página 1083
[13]Para una excelente discusión sobre la «sociedad guarnición» que surgió en
torno a esta simbiosis, v. Beate Engelen, «Warum heiratet man einen
Soldalen? Soldatenfrauen in der ländlichen Gesellschaft Brandenburg-
Preussens im 18.Jahrhundert», en Stefan Kroll y Kristiane Krüger (eds.),
Militär und ländliche Gesellschaft in der frühen Neuzeit (Münster, 2000),
pp. 251-274; Beate Engelen, «Fremde in der Stadt. Die Garnisonsgesellschaft
Prenzlaus im 13.Jahrhundert», en Klaus Neitmann, Jürgen Theil y Olaf
Gründel (eds.), Die Herkunft der Brandenburger. Sozial— und
Mentalitätrischcgeschichtliche Beiträge zur Bevölkerung Brandenburgs von
hohe Mittelalter bis zum 20. Jahrhundert (Potsdam, 2001); Ralf Pröve, «Vom
Schmuddelkind zur anerkannten Sübdisziplin? Die “neue Militärgeschichte”
in der frühen Neuzeit. Entwicklungen, Perspektiven, Probleme», Geschichte
in Wissenschaft und Unterricht, 51 (2000), pp. 597-613. <<

Página 1084
[14] V. Brigitte Meier, «Städtische Verwaltungsorgane in den
brandenburgischen Klein— und Mittelstädten des 18.Jahrhunderts», en
Wilfried Ehbrecht (ed.), Vewaltung und Politik in den Städten Mitteleuropas.
Beiträge zu Verfassungsnorm und Verfassungswirklichkeit in altsländischer
Zeit (Colonia, 1994), pp. 177-181; Gerd Heinrich, «Staatsaufsicht und
Stadtfreiheil in Brandenburg-Preussen unter dem Absolutismus (1660-1806)»,
en Wilhelm Rausch (ed.), Die Städte Mitteleuropas im 17. und
18.Jahrhundert (Linz, 1981), pp. 155-172. <<

Página 1085
[15]
Sobre esta nueva élite económica, v. Kurt Schwieger, Das Bürgertum in
Preussen vor der Französischen Revolution (Kiel, 1971), pp. 67-69, 173, 181.
<<

Página 1086
[16]Todos estos ejemplos se han tomado de Rolf Straubel, Kaufleute und
Manufakturuntemehmer. Eine Empirische Untersuchung über die sozialen
Träger von Handel und Grossgewerbe in den mittleren preussischen
Provinzen (1763 bis 1815) (Stutgart, 1995), pp. 10, 431-433. <<

Página 1087
[17]Rolf Straubel, Frankfurt (Oder) und Potsdam am Ende des Alten Reiches.
Studien zur städtischen Wirtschafts-und Sozialstruktur (Potsdam, 1995),
p. 137; Günther, «Städtische Autonomie», p. 108. <<

Página 1088
[18]Monika Wienfort, «Preussiscbes Bildungsbürgertum auf dem Lande
1820-1850», FBPG, 5 (1995), pp. 75-98. <<

Página 1089
[19] Neugebauer, Absolutistischer Staat, pp. 545-52. Neugebauer observa que
muchas de estas iniciativas dependían del activismo del círculo fundador de
burgueses y tendió a declinar o a hundirse una vez que estos murieran o se
trasladasen a otro lugar. <<

Página 1090
[20] Brigilte Meier, «Die “Sieben Schonheiten” der brandenburgischen
Städte», en Pröve y Kölling (eds.), Leben und Arbeiten, pp. 220-242. <<

Página 1091
[21] Philip Julius Lieberkühn, Kleine Schriften nebst dessen
Lebensbeschreibung (Züllichau y Freystadt, 1791), p. 9. Sobre el trabajo de
Lieberkühn in Neuruppin, v. también Brigitte Meier, Neuruppin 1700 bis
1830. Sozialgeschichte einer kurmärkischen Handwerker— und
Garnisonstadt (Berlín, 1993). <<

Página 1092
[22]Hanna Schissler, «The junkers: Notes on the Social and Historical
Significance of the Agrarian Elite in Prussia», en Robert G. Moeller (ed.).
Peasants and Lords in Modern Germany. Recent Studies in Agricultural
History (Boston, 1986), pp. 24-51. <<

Página 1093
[23] Carsten, Origins of the junkers, pp. 1-3. <<

Página 1094
[24] Dietrich, Die politischen Testamente, pp. 229-231. <<

Página 1095
[25]
Edgar Melton, «The Prussian junkers, 1600-1786», en Scott (coord.), The
European Nobilities, vol. 2, Northern, Central and Eastern Europe, pp. 71-
109. <<

Página 1096
[26]
Sobre todos estos puntos, v. la excelente discusión de Edgar Melton en
«The Prussian Junkers», espec. pp. 95-99. <<

Página 1097
[27] C. F. R. von Barsewisch, Meine Kriegserlebnisse während des
Siebenjährigen Krieges 1757-1763, Wortgetreuer Abdruck aus dem
Tagebuche des Kgl. Preuss. General-Quartiermeister-Lieutenants (2.a ed.,
Berlín, 1863). <<

Página 1098
[28] Craig, Politics of the Prussian Army, p. 17. <<

Página 1099
[29] Hanna Schissler, Preussische Agrargesellschaft im Wandel,
Wirtschaftliche, gesellschaftliche und politische Transformationsprozesse von
1763 bis 1847 (Gotinga, 1978), p. 217; Johannes Ziekursch, Hundert fahre
Schlesischer Agrargeschichte (Breslau, 1915), pp. 23-26; Robert Berdahl, The
Politics of the Prussian Nobility. The Development of a conservative Ideology
1770-1848 (Princeton, 1988), pp. 80-85. Sobre la presencia de terratenientes
no nobles en las asambleas de distrito (Kreistage) de la Marca de
Brandemburgo, v. Klaus Vetter, «Zusammensetzung, Funktion und politische
Bedeutung der kurmärkischen Kreistage im 18. Jh» Jahrbuch für die
Geschichte des Feudalismus, 3 (1979), pp. 393-416; Peter Baumgart, «Zur
Geschichte der Stände im 17. und 18. Jh», en Dieter Gerhard, Ständische
Vertretungen in Europe im 17. und 18. Jahrhundert (Gotinga, 1969), pp. 131-
161. <<

Página 1100
[30] Gustavo Corni, Stato assoluto e società agraria in Prussia nell'età di
Federico II (=Annali dell’Istituto storico italo-germanico, 4; Bolonia, 1982),
pp. 283-284, 288, 292, 299-300. <<

Página 1101
[31]
Melton, «Prussian junkers», pp. 102-103; Schissler, «Junkeis», pp. 24-51;
Berdahl, Politics, p. 79. <<

Página 1102
[32]
Hans-Ulrich Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte (4 vols., Múnich,
1987-2003), vol. 1, Vom Feudalismus des alten Reiches bis zur defensiven
Modernisierung der Reformära 1700-1815, pp. 74, 82. <<

Página 1103
[33]
Hans Rosenberg, Bureaucracy, Aristocracy and Autocracy. The Prussian
Experience, 1660-1815 (Cambridge, 1966), pp. 30, 60. <<

Página 1104
[34]Ibid., p. 49; Hans Rosenberg, «Die Ausprägung der Jünkerherrschaft in
Brandenburg-Preussen 1410-1648», en id., Machteliten und
Wirtschaftskonjunkturen (Gotinga, 1978), pp. 1978), pp. 24-82; Francis I.
Carsten, The Origins of Prussia (Oxford, 1954), p. 277. <<

Página 1105
[35] Una de las más agudas e influyentes exposiciones del argumento del
Sonderweg está en Hans-Ulrich Wehler, Das deutsche Kaiserreich 1871-1918
(Gotinga, 1973). Para las dimensiones agrarias del argumento, v. espec.
pp. 15, 238. El más importante inspirador de Wehler fue el sociólogo Max
Weber, cuya poderosa crítica liberal nacional de la clase de los Junkers
resuena en la síntesis de Wehler: «Max Weber, Capitalism and Rural Society
in Germany» (1906), y «National Character and the junkers» (1917), en H. H.
Gerth y C. Wright Mills (eds.), From Max Weber: Essays in Sociology
(Oxford, 1946), pp. 363-95. Sobre la tradición antijunker más en general, v.
Heinz Reif, «Die Junker», en Étienne François y Hagen Schulze (eds.),
Deutsche Erinnerungsorte (3 vols., Múnich, 2001), vol. I, pp. 520-36, espec.
pp. 526-528. <<

Página 1106
[36]V. Jan Peters, Hartmut Harnisch y Lieselott Enders, Märkische
Bauerntagebücher des 18. und 19. Jahrhunderts. Selbstzeugnisse von
Milchviehbauern aus Neuholland (Weimar, 1989), p. 54. <<

Página 1107
[37] Carsten, Origins of the junkers, pp. 12, 54, 56. <<

Página 1108
[38] Hagen, Ordinary Prussians, pp. 47, 56. <<

Página 1109
[39]Ibid., pp. 65, 78. Para una discusión más centrada sobre los mismos
asuntos, v. el clásico artículo de William Hagen, «Seventeenth-century Crisis
in Brandenburg: The Thirty Years’ War, the Destabilization of Serfdom, and
the Rise of Absolutism», American Historical Review, 94 (1989), pp. 302-
335; asimismo William W. Hagen, «Die brandenburgischen und
grosspolnischen Bauern im Zeitalter der Gutsherrschaft 1400-1800», en Jan
Peters (ed.), Gutsherrschaftsgesellsehaften im europäischen Vergleich
(Berlín, 1997), pp. 17-28. <<

Página 1110
[40] Enders, Die Uckermark, p. 462. <<

Página 1111
[41] Hagen, Ordinary Prussians, p. 72. <<

Página 1112
[42]
«Bauernunruhen in der Priegnitz», Geheimes Staatsarchiv (en adelante
GStA) Berlín-Dahlem, HA 1, Rep. 22, N.º 72a, Fasc. 11. <<

Página 1113
[43] Tales acontecimientos se reconstruyen en detalle en la panorámica
histórica de Lieselott Enders Die Uckermark N. Enders, Die Uckermark,
pp. 394-396. <<

Página 1114
[44] Ibid., p. 396. <<

Página 1115
[45]
«Klagen der Ritterschaft in Priegnitz gegen aufgewiegelte Unterthanen,
1701-1703», en GStA Berlín-Dahlem, HA 1, Rep. 22, N°. 72a, Fasc. 15;
«Beschwerde von Dörfern über die Note und Abgaben, 1700-1701». Estos
documentos se tratan en Hagen, Ordinary Prussians, p. 85. <<

Página 1116
[46] Enders, Die Uckermark, p. 446. <<

Página 1117
[47] Hagen, Ordinary Prussians, pp. 89-93. <<

Página 1118
[48]
Friedrich Otto von der Gröben a Federico Guillermo, Amt Zechlin, 20 de
enero de 1670, en Breysig (ed.), Die Centralstellen, pp. 813-816. <<

Página 1119
[49] Hagen, Ordinary Prussians, p. 120. <<

Página 1120
[50]Es uno de los temas centrales de la obra de Hagen, Ordinary Prussians.
Para una discusión más concisa, v. William Hagen, «The Junkers’ Faithless
Servants», en Richard J. Evans y W. Robert Lee (eds.), The German
Peasantry (Londres, 1986), pp. 71-101; Robert Berdahl, «Christian Garve on
the German Peasantry», Peasant Studies, 8 (1979), pp. 86-102; id., The
Politics of the Prussian Nobility, pp. 47-54. <<

Página 1121
[51] Enders, Die Uckermark, p. 467. <<

Página 1122
[52]
Sobre estos títulos, v. Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. I,
Vom Feudalismus des Alten Reiches, p. 82; Berdahl, Politics of the Prussian
Nobility, pp. 45-46. <<

Página 1123
[53]
Veit Valentin, Geschichte der deutschen Revolution von 1848-49 (2 vols.,
Berlín, 1931), vol. 2, pp. 234-235. <<

Página 1124
[54]Sobre la evolución de la imagen de los junker como «lugar de la
memoria», v., el brillante ensayo de Heinz Reif, «Die Junker», espec. pp. 521-
523. <<

Página 1125
[55] Hagen, Ordinary Prussians, pp. 292-297. <<

Página 1126
[56]Este caso está documentado y analizado en Heinrich Kaak, «Untertanen
und Herrschaft gemeinschäftlich im Konflikt. Der Streit um die Nutzung des
Kietzer Sees in der östlichen Kurmark 1792-1797», en Peters,
Gutsherrschaftsgesellsehaften, pp. 323-342. <<

Página 1127
[57]V, p. ej., el caso de Frau Von Dossow, que compró partes del estado de
Zieten en Wustrau en el condado de Ruppin en 1756, consiguió, a través de la
introducción de técnicas de administración estatal modernas, obtener un
rápido crecimiento de la producción. Carl Brinkmann, Wustrau. Wirtschafts—
und Verfassfigsgeschichte cines brandenburgischen Rittergutes (Leipzig,
1911), pp. 82-83. <<

Página 1128
[*] Junkerin es el femenino de junker. (N. del T) <<

Página 1129
[58]Así, Veit Ludwig von Seckendorff’s Teutscher Fürstenstaat, citado en
Johannes Rogalla von Bieberstein, Adelherrschaft und Adelskultur in
Deutschland (Limburgo, 1998), p. 356. <<

Página 1130
[59]
Ute Frevert, Women in German History. From Bourgeois Emancipation to
Sexual Liberation (Oxford, 1989), pp. 64-5; Heide Wunder, He is the Sun,
She is the Moon: Women in Early Modern Germany, trad, de Thomas Dunlap
(Cambridge, 1998), pp. 202-208. <<

Página 1131
[60]Sobre este fenómeno, más en general, v. Sheilagh Ogilvie, A Bitter
Living. Women, Markets and Social Capital in Early Modern Germany
(Oxford, 2003), pp. 321-322. <<

Página 1132
[61] Hagen, Ordinary Prussians, pp. 167, 368. <<

Página 1133
[62] Ibid., p. 256. <<

Página 1134
[63]
Ulrike Gleixner, Das Mensch— und «Der Kerl». Die Konstruktion von
Geschlecht in Unzuchtsverfahren der Frühen Neuzeit (1700-1760) (Fráncfort,
1994), p. 15. <<

Página 1135
[64] Hagen, Ordinary Prussians, p. 499. <<

Página 1136
[65] Gleixner, Unzuchtsverfahren, pp. 116, 174. <<

Página 1137
[66] Ibid., p. l72. <<

Página 1138
[67] Hagen, Ordinary Prussians, pp. 177, 257, 258. <<

Página 1139
[68] Gleixner, Unzuchtsverfahren, pp. 176-210. <<

Página 1140
[69]Federico II, Testamento Político de 1752, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 261. <<

Página 1141
[70] Sobre la idea de que «industrie» era un índice de los avances en la
civilización de un estado, v. Florian Schui, «Early debates about industrie:
Voltaire and his Contemporaries (c. 1750-78)», tesis de Ph. O., Cambridge
(2005); Hugo Rachel, Wirtschaftsleben im Zeitalter des Frühkapitalismus
(Berlín, 1931), pp. 130-131; Rolf Straubel, «Bemerkungen zum Verhaltnis
von Lokalbehörde und Wirtschaftsentwicklung. Das Berliner Seiden— und
Baumwollgewerbe in der 2. Hälfte des 18. jahrhunderrs», Jahrbuch für
Geschichte, 35 (1987), pp. 119-149. <<

Página 1142
[71]William O. Henderson, Studies in the Economic Policy of Frederick the
Great (Londres, 1963), pp. 36, 159-160; Ingrid Mittenzwei, Preussen nach
dem Siebenjährigen Krieg. Auseinandersetzungen zwischen Bürgertum und
Staat um die Wirtschaftsgeschichte (Berlín, 1979), pp. 71-100. <<

Página 1143
[72]
Clive Trebilcock, The Industrialisation of the Continental Powers 1780-
1914 (Harlow, 1981), p. 27. <<

Página 1144
[73]Citado en August Schwemann, «Freiherr von Heinitz als Chef des
Salzdepartements (1786-96)», FBPG, 8 (1894), pp. 111-159. <<

Página 1145
[74] Ibid., pp. 112-113. <<

Página 1146
[75] Schieder, Frederick the Great, p. 209. <<

Página 1147
[76] Honoré-Gabriel Riquetti, Conde de Mirabeau, De la monarchie
prussienne sous Frédéric le Grand, 18 vols., París, 1788), vol. 3, pp. 2, 7-8, 9-
15, 17, 18. <<

Página 1148
[77] Ibid., vol. 3, p. 191. <<

Página 1149
[78] Ibid., vol. 3, pp. 175-176, vol. 5, pp. 334-335, 339. <<

Página 1150
[79]Trebilcock, Industrialisation, p. 28; Walther Hubatsch, Friedrich der
Grosse und die preussische Verwaltung (Colonia, 1973), pp. 81-82. <<

Página 1151
[80] Johannes Feig, «Die Begründung der Luckenwalder Wollenindustrie
durch Preussens Könige im achtzehnten Jahrhundert», FBPG, 10 (1898),
pp. 79-103; la cita es de Schmoller, p. 103. <<

Página 1152
[81]Para una discusión sobre este problema v. Wehler, Deutsche
Gesellschaftsgeschichte, vol. I, p. 109. <<

Página 1153
[82]Ingrid Mittenzwei, Preussen nach dem Siebenjährigen Krieg, pp. 71-100;
Max Barkhausen, «Government Control and Free Enterprise in Western
Germany and the Low Countries in the Eighteenth Century», en Peter Earle
(ed.), Essays in European Economic History (Oxford, 1974), pp. 241-57;
Stefan Gorissen, «Gewerbe, Staat und Unternehmer auf dem rechten
Rheinufer», en Dietrich Ebeling (ed.), Aufbruch in eine neue Zeit. Gewerbe,
Staat und Unternehmer in den Rheinlanden des 18 Jahrhunderts (Colonia,
2000), pp. 59-85, espec. pp. 74-76; cita de Wilfried Reininghaus, Die Stadt
Iserlohn und Hire Kaufleute (1700-1815) (Dortmund, 1995), p. 19. <<

Página 1154
[83]Rolf Straubel, Kaufleute und Manufakturuntemehmer, pp. 11, 24, 26, 29-
30, 32, 95, 97. Mi discusión resumida sobre el crecimiento de las
manufacturas prusianas en este período debe mucho al notable y pionero
estudio de Straubel. Un estudio más antiguo pero útil es el de la transición a la
forma capitalista de producción en el sector manufacturero, con estadísticas
de todas las provincias prusianas (Straubel se atiene solo a las provincias
centrales), Karl Heinrich Kaufhold, Das Gewerbe in Preussen um 1800
(Gotinga, 1978). <<

Página 1155
[84]Straubel, Kaufleute und Manufakturuntemehmer, pp. 399-400; id.,
«Berliner Seiden— und Baumwollgewerbe», pp. 134-5; Mittenzwei, Preussen
nach dem Siebenjährigen Krieg, pp. 39-50. <<

Página 1156
[85]Straubel, Kaufleute und Manufakturuntemehmer, pp. 397-8, 408-9; para
una visión positiva del impacto de los comisarios de impuestos en el ámbito
local, desarrollos, v. Heinrich, «Staatsaufsicht und Stadtfreiheit», en Rausch
(ed.), Städte Mitteleuropas, pp. 155-172, espec. p. 165. <<

Página 1157
[1]H. M. Scott, «Prussia’s Emergence as a European Great Power, 1740-
1763», en Dwyer (ed.), Rise of Prussia, pp. 153-176. <<

Página 1158
[2]Federico II, De la Littérature Allemande; des défauts qu’on peut lui
reprocher; quelles en sont les causes; et par quels moyens on peut les
corriger (Berlín, 1780; reimpr. Heilbronn, 1883), pp. 4-5, 10. : <<

Página 1159
[3]
T. C. W. Blanning, The Culture of Power and the Power of Culture. Old
Regime Europe 1660-1789 (Oxford, 2002), p. 84. <<

Página 1160
[4] Federico II, The Refutation of Machiavelli's Prince, or Anti-Machiavel,
introd, y trad. Paul Sonnino (Athens, 1981), pp. 157-162. <<

Página 1161
[5] Dietrich, Die politischen Testamente, pp. 657-659. <<

Página 1162
[6] Wolfgang Pyta, «Von der Entente Cordiale zur Aufkündigung der
Bündnispartnerschaft. Die preussisch-britischen Beziehungen im
Siebenjährigen Krieg 1758-1762», FBPG, Nuevas Series, 10 (2000), pp. 1-48.
<<

Página 1163
[7]
Para una discusión sobre las obras históricas, v. Kunisch, Friedrich der
Grosse, pp. 102-3, 119, 218-23. <<

Página 1164
[8]Federico Guillermo I, Instruction for his Successor (1722); Federico II,
Political Testament of 1752, ambos en Dietrich, Die politischen Testamente,
pp. 243, 255. <<

Página 1165
[9] Ibid., p. 601. <<

Página 1166
[10]Jacques Brenner (ed.), Mémoires pour servir à la vie de M. de Voltaire,
écrits par lui-même (París, 1965), p. 45. <<

Página 1167
[11] Ibid., p. 43. <<

Página 1168
[12] Kunisch, Friedrich der Grosse, p. 60. <<

Página 1169
[13]David Wootton, «Unhappy Voltaire, or ‘I shall Never Get Over it as Long
as I Live’», History Workshop Journal, n.° 50 (2000), pp. 137-155. <<

Página 1170
[14]Giles MacDonogh, Frederick the Great. A Life in Deed and Letters
(Londres, 1999), pp. 201-204. <<

Página 1171
[15]Paul Noack, Elisabeth Christine und Friedrich der Grosse. Ein
Frauenleben in Preussen (Stuttgart, 2001), p. 107. <<

Página 1172
[16] Ibid., p. 142; Biskup, «Hidden Queen», passim. <<

Página 1173
[17] Noack, Elisabeth Christine, pp. 185-186. <<

Página 1174
[18]
Federico a Duhan de Jandun, 19 March 1734, en Preuss (ed.), Oeuvres de
Frédéric II (31 vols., Berlín, 1851), vol. 17, p. 271. <<

Página 1175
[19] PRO SP 90/2, 90/3, 90/4, 90/5, 90/6, 90/7. <<

Página 1176
[20]Charles Ingrao, The Habsburg Monarchy 1618-1815 (Cambridge, 1994),
p. 152. <<

Página 1177
[21]Federico Guillermo I, «Ultimo discurso» (28 de mayo de 1740), en
Dietrich (ed.), Die politischen Testamente, p. 246. El discurso fue anotado por
el ministro de Estado y del Gabinete Heinrich, conde Von Podewils. <<

Página 1178
[22]
Walter Hubatsch, Friedrich der Grosse und die preussische Verwaltung
(Colonia, 1973), p. 70. <<

Página 1179
[23] H. M. Scott, «Prussia’s Emergence», en Dwyer (ed.), Rise of Prussia,
pp. 153-176. <<

Página 1180
[24] Schieder, Frederick the Great, p. 95; Hubatsch, Friedrich der Grosse,
p. 70; Kunisch, Friedrich der Grosse, p. 167. <<

Página 1181
[25] Schieder, Frederick the Great, p. 235. <<

Página 1182
[26] Para análisis de las batallas de las dos primeras guerras de Silesia,
v. David Fraser, Frederick the Great. King of Prussia (Londres, 2000),
pp. 91-95, 116-119, 178-184; Christopher Duffy, Frederick the Great. A
Military Life (Londres, 1985), pp. 21-75; Dennis Showalter, The Wars of
Frederick the Great (Harlow, 1996), pp. 38-89. <<

Página 1183
[27]
Johannes Kunisch, «Friedrich II, der Grosse (1740-1786)», en Kroll (ed.),
Preussens Herrscher, pp. 160-178. <<

Página 1184
[28]
T. C. W. Blanning, «Frederick the Great and Enlightened Absolutism», en
H. M. Scott (ed.), Enlightened Absolutism. Reform and Reformers in Later
Eighteenth-century Europe (Londres, 1990), pp. 265-188. <<

Página 1185
[29] Kunisch, Friedrich der Grosse, p. 332. <<

Página 1186
[30]William J. McGill, «The Roots of Policy: Kaunitz in Vienna and
Versailles 1749-1753» Journal of Modern History, 43 (1975), pp. 228-244.
<<

Página 1187
[31]Federico II, Anti-Machiavel, pp. 160-162. Sobre las ambigüedades del
Anti-Machiavel, v. Schieder, Frederick the Great, pp. 75-89; Kunisch,
Friedrich der Grosse, pp. 126-128. <<

Página 1188
[32]Texto de situación de Kaunitz, 7 de septiembre de 1778 en Karl Otmar
von Aretin, Heiliges Römisches Reich 1776-1806. Reichsverfassung und
Staatssouveränität (2 vols., Wiesbaden, 1967), vol. 2, p. 2. <<

Página 1189
[33] Sobre las razones de esta derrota y el papel de Federico en ella, v.
Reinhold Koser, «Bemerkung zur Schlacht von Kolin», en FBPG, I (1898),
pp. 175-200. <<

Página 1190
[34] Scott, «Prussia’s Emergence», p. 175. <<

Página 1191
[35]Durante los últimos años de la guerra la calidad de los soldados rasos
prusianos comenzó a deteriorarse por la presión de la elevada mortalidad en
las filas de la infantería. Federico compensó esto hasta cierto punto
improvisando el adiestramiento y el despliegue de la artillería prusiana. <<

Página 1192
[36] C. F. R. von Barsewisch, Meine Kriegserlebnisse während des
Siebenjährigen Krieges 1757-1763, Wortgetreuer Abdruck aus dem
Tagebuche des Kgl. Preuss. General-Quartiermeister-Lieutenants C. F. R.
von Barsewisch (2.a edic., Berlín, 1863), pp. 75, 77. <<

Página 1193
[37]Helmut Bleckwenn (ed.), Preussische Soldatenbriefe (Osnabrück, 1982),
p. 18. <<

Página 1194
[38]Franz Reiss a su esposa, Lobositz, 6 de octubre de 1756, en Bleckwenn
(ed.), Preussische Soldatenbriefe, p. 30. <<

Página 1195
[39] Barsewisch, Meine Kriegserlebnisse, pp. 46-51. <<

Página 1196
[40]
[Johann] Wilhelm von Archenholtz, The history of the Seven Years War in
Germany, trad. F. A. Catty (Fráncfort del Meno, 1843), p. 102. <<

Página 1197
[41]Horst Carl, «Unter fremder Hellschaft. Invasion und Okkupation im
Siebenjährigen Krieg», en Kroener y Pröve (eds.), Krieg und Frieden, pp,
331-348. <<

Página 1198
[42]Conde de Saint-Germain a M. Paris Du Verney, Mühlhausen, 19 de
noviembre de 1757, citado en Carl, «Invasion und Okkupation», pp. 331-332.
<<

Página 1199
[*] Tropas irregulares croatas del imperio austríaco. (N. del T). <<

Página 1200
[43] Von Archenholtz, Seven Years War, p. 92. <<

Página 1201
[44] Horst Carl, «Invasion und Okkupation», p. 341. <<

Página 1202
[45]El texto de referencia clave sobre la base austro-francesa de la revolución
diplomática sigue siendo Max Braubach, Versailles und Wien von
Ludwig XIV bis Kaunitz. Die Vorstadien der diplomatischen Revolution im 18
Jahrhundert (Bonn, 1952). <<

Página 1203
[46] Michel Antoine, Louis XV (París, 1989), p. 743. <<

Página 1204
[47]Las citas son de Jean-Louis Soulavie, Charles de Peyssonnel y Louis
Philippe Comte de Ségur respectivamente y se hallan en T. C. W. Blanning,
The French Revolutionary Wars, 1787-1802 (Londres, 1996), p. 23. <<

Página 1205
[48]Sobre la demonización de María Antonieta, v. los ensayos en Dena
Goodman (ed.), Marie Antoinette: Writings on the Body of a Queen (Londres,
2003). <<

Página 1206
[49]Manfred Hellmann, «Die Friedenschlüsse von Nystad (1721) und Teschen
(1779) ais Etappen des Vordringens Russlands nach Europa», Historisches
Jahrbuch, 97/8 (1978), pp. 270-288. Más en general: Walther Mediger,
Moskaus Weg nach Europe. Der Aufstieg Russland zum europäischen
Machtstaat im Zeitalter Friedrichs des Grossen (Brunswick, 1952); para un
análisis de más amplias consecuenias de la Guerra de los Siete Años para el
sistema de estados europeos, v. H. M. Scott, The Emergence of the Eastern
Powers, 1756-1775 (Cambridge, 2001), espec. pp. 32-67. <<

Página 1207
[50]Cita en Christopher Duffy, Russia’s Military Way to the West: Origins
and Nature of Russian Military Power 1700-1800 (Londres, 1981), p. 124. <<

Página 1208
[51]T. C. W. Blanning, Joseph II (Londres, 1994), passim; Ingrao, Habsburg
Monarchy, p. 182; Werner Bein, Schlesien in der habsburgischen Politik. Ein
Beitrag zur Entstehung des Dualismus im Alien Reich (Sigmaringen, 1994),
pp. 295-322. <<

Página 1209
[52] Kossert, Masuren, p. 93. <<

Página 1210
[53]Federico II, Testamento Político de 1768, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 554. <<

Página 1211
[54] Atorf, Der König und das Korn, pp. 208-222. <<

Página 1212
[55]Gustav Schmoller y Otto Hinrze (eds.), Die Behördenorganisation und die
allgemeine Staatsverwaltung Preussens im 18. Jahrhundert (15 vols., Berlín,
1894-1936), vol. 7 (1894), n.° 9, pp. 21-23 y n.° 69, pp. 107-108. <<

Página 1213
[56] Atorf, Der König und das Korn, pp. 202-203. <<

Página 1214
[57] Carl, Okkupation und Regionalismos, p. 415. <<

Página 1215
[58]Federico II, Testamento Político de 1768, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 647. <<

Página 1216
[59] Kunisch, Friedrich der Grosse, pp. 244-245. <<

Página 1217
[60]
Federico II, «Reflections on the Financial Administration of the Prussian
Government», en Dietrich, Die politischen Testamente, p. 723. <<

Página 1218
[61]
H. M. Scott, «1763-1786: The Second Reign of Frederick the Great», en
Dwyer (ed.), Rise of Prussia, pp. 177-200. <<

Página 1219
[62]
Citado en Blanning, French Revolutionary Wars, p. 8. Sobre la atribución
a Berenhorst, v. ibid., p. 32, n. 18. <<

Página 1220
[63] Kunisch, «Friedrich II.», p. 171. <<

Página 1221
[64]Federico II, Testamento Político de 1752, en Dietrich, Die politischen
Testamente, pp. 254-461. <<

Página 1222
[65]Sobre las políticas de la Liga de las Princesas, que comenzó como una
alianza de pequeños estados contra Prusia y los Habsburgo, v. Maiken
Umbach, «The Politics of Sentimentality and the German Fürstenbund, 1779-
1785», Historical Journal, 41, 3 (1998), pp. 679-704. <<

Página 1223
[66] Karl Otmar von Aretin, Heiliges Römisches Reich: 1776-1806:
Reichsverfassung und Staatssouveränität (2 vols., Wiesbaden, 1967), vol. I,
pp. 19-23; Gabriele Haug-Moritz, Württembergischer Ständekonflikt und
deutscher Dualismus: ein Beitrag zur Geschichte des Reichsverbands in der
Mitte des 18.Jahrhunderts (Stuttgart, 1992), pp. 163-199, 344-345; ead.,
«Friedrich der Grosse als “Gegenkaisen”: Überlegungen zur preussischen
Reichspolitik, 1740-1786», en Haus der Geschichte Baden-Württemberg
(ed.), Vom Feis zum Meer. Preussen und Südwestdeutschland (Tubinga,
2002), pp. 25-44; Volker Press, «Friedrich der Grosse als Reichspolitiker», en
Heinz Duchhardt (ed.), Friedrich der Grosse, Franken und das Reich
(Colonia, 1986), pp. 25-56, espec. pp. 42-44. <<

Página 1224
[67]Hans-Martin Blitz, Aus Liebe zum Vaterland. Die deutsche Nation im
18.Jahrhundert (Hamburgo, 2000), pp. 160-163. <<

Página 1225
[68] Haug-Moritz, Württembergischer Ständekonjlikt, p. 165. <<

Página 1226
[69] Ramler a Gleim, 11 diciembre de 1757, en Carl Schüddekopf (ed.),
Briefwechsel zwischen Gleim und Ramler (2 vols., Tubinga, 1907), vol. 2,
pp. 306-307. <<

Página 1227
[70]
Johann Wilhelm Archenholtz, Geschichte des Siebenjährigen Krieges in
Deutschland (5.a edic.; 1 vol. en 2 partes, Berlín, 1840), parte 2, pp. 165-166.
<<

Página 1228
[71]
August Friedrich Wilhelm Sack, «Danck-Predigt über 1. Buch Mose 50 v.
20 wegen des den 6ten May 1757 bey Prag von dem Allmächtigen unsern
Könige verliehenen herrlichen Sieges», en id., Drei Danck-Predigten über die
von dem grossen Könige Friedrich II im Jahre 1757 erfochtenen Siege bei
Prag, bei Rossbach und bei Leuthen, in demselben Jahre im Dorn zu Berlin
gehalten. Zum hundertjährigen Gedächtniss der genannten Schlachten wider
herausgegeben (Berlín, 1857), p. 14. <<

Página 1229
[72] Cita en Blitz, Aus Liebe zum Vaterland, p. 179. <<

Página 1230
[73]Schüddekopf (ed.), Briefwechsel, pp. 306-7; Blitz, Aus Liebe zum
Vateriand, pp. 171-186. <<

Página 1231
[74] Thomas Biskup, «The Politics of Monarchism. Royalty, Loyalty and
Patriotism in Later 18th-century Prussia», Tesis de Ph. D., Cambridge (2001),
p. 55. <<

Página 1232
[75] Thomas Abbt, «Vom Tode für das Vaterland (1761)» en Franz
Brüggemann (ed.), Der Siebenjährigen Krieg im Spiegel der zeitgenössischen
Literatur (Leipzig, 1935), pp. 47-94. <<

Página 1233
[76]Christian Ewald von Kleist, «Grabschrift auf den Major von Blumenthal,
der den lsten Jan. 1757 bey Ostritz in der Oberlausitz in einem Scharmützel
erschossen ward», en id., Des Herm Christian Ewald von Kleist sämtliche
Werke (2 partes, Berlín, 1760), parte 2, p. 123. Este verso se cita asimismo en
Abbt: «Vom Tode». <<

Página 1234
[77]Johannes Kunisch (ed.), Aufklärung und Kriegserfahrung. Klassische zum
Siebenjährigen Krieg (Fráncfort del Meno, 1996), comentario sobre Abbt,
p. 98. <<

Página 1235
[78]Friedrich Nicolai, Das Leben und die Meinungen des Herm Magister
Sebaldus Nothanker (Leipzig, 1938), p. 34. <<

Página 1236
[79]
Helga Schulrz (ed.), Der Roggenpreis und die Kriege des grossen Königs.
Xhronik und Rezeptsammlung des Beliner Bäckermeisters Johann Friedrish
Heyde 1740 bis 1786. (Berlín, 1988). <<

Página 1237
[80] Carl, Okkupation und Regionalismus, pp. 366-367. <<

Página 1238
[81] Abbt, «Vom Tode», p. 53. <<

Página 1239
[82] Nicolai, Sebaldus Nothanker, p. 34. <<

Página 1240
[83]Johann Wilhelm Ludwig Gleim. «Siegeslied nach der Schlacht bei
Rossbach», en Brüggemann (ed.), Der Siebenjährige Krieg, pp. 109-117. <<

Página 1241
[84] Abbt, «Vom Tode», p. 66. <<

Página 1242
[85]Johann Wilhelm Ludwig Gleim, «An die Kriegsmuse nach der Niederlage
der Russen bei Zorndorf», en Brüggemann (ed.), Der Siebenjährige Krieg,
pp. 129-136. <<

Página 1243
[86]Anna Louise Karsch, «Dem Vater des Vaterlandes Friedrich dem
Grossen, bei triumphierender Zurückkunft gesungen im Namen Seiner
Bürger. Den 30. marzo 1763», en C. L. von Klenke (ed.), Anna Louisa
Karschin 1722-1791. Nach der Dichterin Tode nebst ihrem lebenslauff
Herausgegeben von Ihrer Tochter (Berlín, 1792); texto descargado de
«Bibliotheca Augustana» http://www.h-augsburg.de/-
~harsch/germanica/Chronologie/I8jh/Karsch/karintr.html; último acceso 26
de noviembre de 2003. <<

Página 1244
[87] Schultz, Der Roggenpreis, p. 98; Kunisch, Friedrich der Grosse, p. 443.
<<

Página 1245
[88]Biskup, Politics of Monarchism, p. 42; Kunisch, Friedrich der Grosse,
p. 446. <<

Página 1246
[89] Biskup, Politics of Monarchism, p. 43. <<

Página 1247
[90] Bruno Preisendorfer, Staatsbildung als Königskunst. Ästhetik und
Herrschaft im preussischen Absolutismus (Berlín, 2000), pp. 83-110, espec.
pp. 107-109. <<

Página 1248
[91] Helmut Börsch-Supan, «Friedrieh der Grosse im zeitgenössisehen
Bildnis», en Oswald Hauser (ed.), Friedrich der Grosse in seiner Zeit
(Colonia, 1987), pp. 255-270. <<

Página 1249
[92]
Eckhart Hellmuth, «Die “Wiedergebur” Friedrichs des Grossen und der
“Tod fürs Vaterland”. Zum patriotischen Selbstverständnis in Preussen in der
zweiten hälfte des 18.Jahrhunderts», Aufklärung, 1012 (1998), pp. 22-54. <<

Página 1250
[93]Friedrich Nicolai, Anekdoten von König Friedrich dem Zweiten von
Preussen (Berlín y Stettin, 1788-1792; reimpr. Hildesheim, 1985), pp. I-XVII.
<<

Página 1251
[94] Sobre los aspectos anecdóticos, más en general, v. Volker Weber,
Anekdote. Die andere Geschichte. Erscheinungsformen der Anekdote in der
deutschen Literatur, Geschichtsschreibung und Philosophie (Tubinga, 1993),
pp. 25, 48, 59, 60, 62-65, 66. <<

Página 1252
[95] Carl, «Invasion und Okkupation», p. 347. <<

Página 1253
[96] Colley, Britons, espec. pp. 11-54. <<

Página 1254
[97] Hellmuth, «Die “Wiedergeburt”» p. 26. <<

Página 1255
[98] Esto fue una consecuencia de la anexión de la «Prusia Polaca»
(anteriormente «Prusia Real»), que dejó a Federico con la sola posesión del
antiguo principado de Prusia y así suprimió la necesidad del incómodo título
concedido a su antepasado Federico I. <<

Página 1256
[99]
Norman Davies, God's Playground. A History of Poland (2 vols., Oxford,
1981), vol. I, pp. 339-340, 511. <<

Página 1257
[100]Dietrich, Die politischen Testamente, pp. 369-375, 654-655. Sobre la
controversia histórica sobre si tales reacciones constituyeron «planes» o
meditaciones no planeadas, v. la introducción de Dietrich en pp. 128-147. <<

Página 1258
[101]La ciudad de Elbing había estado bajo administración prusiana desde
1660; las tierras del distrito de Elbing había sido adquiridas en régimen de
arrendamiento por Federico I en 1698-1703. Jerzy Lukowski, The Partitions
of Poland 1772-1793, 1795 (Harlow, 1999), pp. 16-17. La metáfora de la
alcachofa, como Federico supo, era una cita de Victor Amadeo de Cerdeña,
que la empleó en Milán. <<

Página 1259
[102]Cf. Ingrid Mittenzwei, Friedrich II von Preussen: eine Biographie
(Colonia, 1980), p. 172; Wolfgang Plat, Deutsche und Polen. Geschichte der
deutsch-polnischen Beziehungen (Colonia, 1980), pp. 85-87; Davies, Cod's
Playground, p. 523. <<

Página 1260
[103] Ernst Opgenoorth (ed.), Handbuch der Geschichte Ost— und
Westpreussens. Von der Tellung bis zum Schwedisch-Polnischen Krieg, 1466-
1655 (Lüneburg, 1994), p. 22. <<

Página 1261
[104] Davies, Cod's Playground, p. 521. <<

Página 1262
[105] Willi Wojahn, Der Netzedistrikt und die sozialökonomischen
Verhaltnisse seiner Bevölkerung um 1773 (Münster, 1996), pp. 16-17. <<

Página 1263
[106]
V. p. ej., Heinz Neumeyer, Westpreussen. Geschichte und Schicksal
(Múnich, 1993). <<

Página 1264
[107]William W. Hagen, Germans, Poles and Jews. The Nationality Conflict
in the Prussian East, 1772-1914 (Chicago, 1980), pp. 39-41, 43. Sobre el
consenso alemán contemporáneo sobre la inferioridad polaca, v. Jörg
Hackmann, Ostpreussen und Westpreussen in deutscher und polnischer Sicht.
Landeshistorie als beziehungsgeschichtliches Problem (Wiesbaden, 1996),
p. 66. <<

Página 1265
[108]Peter Baumgart, «The Annexation and Integration of Silesia into the
Prussian State of Frederick the Great», en Mark Greengrass (ed.), Conquest
and Coalescence. The Shaping of the State in Early Modern Europe (Londres,
1991), pp. 155-181; Hubatsch, Friedrich der Grosse, p. 77. <<

Página 1266
[109]Hans-Jürgen Bömelburg, Zwischen polnischer Standegesellschaft und
preussischem Obrigkeitsstaat. Vom Königlichen Preussen zu Westpreussen
(1756-1806) (Múnich, 1995), pp. 254-245. <<

Página 1267
[110] Brigitte Poschmann, «Verfassung, Verwaltung, Recht, Militar im
Ermland», en Opgenoorth (ed.), Geschichte Ost— und Westpreussens, pp. 39-
43. <<

Página 1268
[111] Wojahn, Netzedistrikt, p. 25. <<

Página 1269
[112]
Sobre índices impositivos, v. Max Bar, Westpreussen unter Friedrich
dem Grossen (2 vols., Leipzig, 1909), vol. 2, p. 422, espec. n. 1; Hagen,
Germans, Poles and Jews, p. 40. <<

Página 1270
[113] Corni, Stato assoluto, pp. 304-305. <<

Página 1271
[114] Bar, Westpreussen, vol. 2, pp. 465-466; Corni, Stato assoluto, p. 305. <<

Página 1272
[115] Bar, Westpreussen, vol. 1, pp. 574-581. <<

Página 1273
[116] Bömelburg, Zwischen polnischer Ständegesellschaft, pp. 411, 413. <<

Página 1274
[117]
Augusr Carl Holsche, Der Netzedistrikt. Ein Beitrag zur Länder— und
Völkerkunde mit statistischen Nachrichten (Königsberg, 1793), citado en
Wojahn, Netzedistrikt, p. 29. <<

Página 1275
[118]
Neumeyer, Westpreussen, pp. 313-14; Bömelburg, Zwischen polnischer
Ständegesellschaft, p. 367. <<

Página 1276
[119] V. Bär, Westpreussen, vol. 2, passim. <<

Página 1277
[120]Federico II, Testamento Político de 1752, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 283. <<

Página 1278
[121] Cita en Kunisch, Friedrich der Grosse, p. 245. <<

Página 1279
[122]Federico II, Testamento Político de 1752, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 329. <<

Página 1280
[123] Kunisch, Friedrich der Grosse, p. 128. <<

Página 1281
[124]Sobre el lugar de Wolff en el surgimiento de un concepto de estado
desconocido, v. Blanning, The Culture of Power, p. 200. Wolff había sido
expulsado de Prusia tras su conflicto con los pietistas en la Universidad de
Halle en 1721. Una de las primeras cosas que emprendió Federico II tras su
acceso al trono fue hacer que volviera. V. también Christian Freiherr von
Wolff, Vernimfftige Gedanken von den Gesellschaftlichen Leben der
Menschen und insonderheit dem gemeinen Wesen (Halle, 1756), pp. 212-214,
216-217, 238, 257, 345, 353, 357. <<

Página 1282
[125] Cita de Hubatsch, Friedrich der Grosse, p. 75. <<

Página 1283
[126] Ibid., p. 85. <<

Página 1284
[127] Blanning, The Culture of Power, p. 92; Hans-Joachim Giersberg,
«Friedrich II und die Architektur», en Hans-Joachim Giersberg y Claudia
Meckel (eds.), Friedrich II und die Kunst (2 vols., Potsdam 1986), vol. 2,
p. 54; Hans-Joachim Giersberg, Friedrich II als Bauherr. Studien zur
Architektur des 18.Jahrhunderts in Berlin und Potsdam (Berlín, 1986), p. 23.
<<

Página 1285
[128]La ópera era, en teoría, solo para huéspedes invitados; pero, en realidad,
era ampliamente frecuentada por los berlineses y los visitantes de la ciudad, a
quienes bastaba con dar una propina al portero para poder entrar. La
biblioteca real estaba abierta, igualmente, a ciertas horas del día, al público en
general. <<

Página 1286
[129] V. Martin Engel, Das Forum Fridericianum und die monumentalen
Residenzplätze des 18.jahrhunderts, Tesis de Ph. D. en historia del arte, Freie
Universitat Berlín (2001), pp. 302-303. Esta tesis puede leerse online a través
de las disertaciones digitales de la website Darwin en http://www.diss.fu-
berlin.de/2004/161/indexe.htm/#information; último acceso el 24 de febrero
de 2005. Sobre el Forum, v. también Kunisch, Friedrich der Grosse, pp. 258-
259, 282. <<

Página 1287
[130]Hubatsch, Friedrich der Grosse, p. 233; Reinhart Koselleck, Preussen
zwischen Reform und Revolution. Allgemeines Landrecht, Verwaltung und
soziale Bewegung von 1791 bis 1848 (Stuttgart, 1967), pp. 23-149; Hans
Hattenhauer, «Preussen auf dem Weg zum Rechtsstaat», en Jörg Wolff (ed.),
Das Preussische Allgemeine Landrecht: politische, rechtliche und soziale
Wechsel— und Fortivirkungen (Heidelberg, 1995), pp. 49-67. <<

Página 1288
[131]ALR Einleitung §75, Hans Hattenhauer (ed.), Allgemeines Landrecht für
die preussischen Staaten von 1794 (Fráncfort del Meno, 1970). <<

Página 1289
[132]Federico II, Testamento Político de 1752, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 381. <<

Página 1290
[133] Kunisch, Friedrich der Grosse, pp. 293-299. <<

Página 1291
[134]Federico II, Testamento Político de 1768, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 519. <<

Página 1292
[135]Neuchâtel siguió siendo una posesión de los Hohenzollern hasta 1857,
cuando fue cedida al estado suizo. Wolfgang Stribrny, Die Könige von
Preussen als Fürsten von Neuenburg-Neuchâtel (1707-1848) (Berlín, 1998),
p. 296. <<

Página 1293
[136]Federico II, Testamento Político de 1768, en Dietrich, Die politischen
Testamente, p. 619. <<

Página 1294
[137]Ibid., pp. 510-511. El «Rétablissement» de Prusia Oriental fue
suspendido en 1743; v. Notbohm, Das evangelische Schulwesen, p. 186. <<

Página 1295
[138]Walter Mertineit, Die friderizianische Verwaltung in Ostpreussen. Ein
Beitrag zur Geschichte derpreussischen Staatsbildung (Heidelberg, 1958),
p. 179. <<

Página 1296
[139] Ibid., pp. 183-5. <<

Página 1297
[140]Federico II, Testamento Político de 1752, en Dietrich, Die politischen
Testamente, pp. 325-327. <<

Página 1298
[1] Immanuel Kant, «Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?», en
Berlinische Monatsschrift (de fecha 30 de septiembre de 1784, publicado en
diciembre de 1784), reimpr. en Berlinische Monatsschrift (1783-1796)
(Leipzig, 1986), pp. 89-96. <<

Página 1299
[2] Ibid., p. 90. <<

Página 1300
[3]Richard van Dülmen, The Society of the Enlightenment. The Rise of the
Middle Class and Enlightenment Culture in Germany, trad. Anthony
Williams (Oxford, 1992), pp. 47-8. Sobre Kant y el «lenguaje de la razón», v.
Hans Saner, Kant's Political Thought. Its Origins and Development, trad, de
E. B. Ashton (Chicago, 1973), p. 76. <<

Página 1301
[4]Ferdinand Runkel, Geschichte der Freimaurerei in Deutschland (3 vols.,
Berlín, 1931-2), vol. I, pp. 154-158. Sobre los masones, más en general, v.
Ulrich Im Hof, The Enlightenment, trad. William E. Yuill (Oxford, 1994),
pp. 139-145. <<

Página 1302
[5]Norbert Schindler, «Freimaurerkultur im 18. Jahrhundert. Zur sozialen
Funktion des Geheimwissens in der entstehenden bürgerlichen Gesellschaft»,
en Robert Berdahl et al. (coords.), Klassen und Kultur (Fráncfort del Meno,
1982), pp. 205-262. <<

Página 1303
[6] Berlinische Monatsschrift, 2 (1783), p. 516. <<

Página 1304
[7]Friedrich Gedike y J. E. Biester, «Vorrede», Berlinische Monatsschrift,
(1783), p. 1. <<

Página 1305
[8] Im Hof, Enlightenment, pp. 118-122. <<

Página 1306
[9] Joseph Kohnen, «Druckerei—,Verlags— und Zeitungswesen in
Königsberg zur Zeit Kants und Hamanns. Das Unternehmen Johann Jakob
Kanters», en id. (ed.), Königsberg. Beiträge zu einem besonderen Kapitel der
deutschen Geistesgeschichte des 18. Jahrhunderts (Fráncfort del Meno,
1994), pp. 1-30, espec. pp. 9-10, 12-13, 15. <<

Página 1307
[10]Obituario por Leopold Friedrich Günther von Goeckingh (1748-1828),
cita en Eberhard Fromm, «Der poetische Exerziermeister», en Deutsche
Denker, pp. 58-63, http://www.luise-berlin.de/bms/bmstext/9804deua.htm;
último acceso 18 de diciembre de 2003. <<

Página 1308
[11]
Sobre «médicos de la sociedad civil», v. Isobel V. Hull, Sexuality, State
and Civil Society in Germany, 1700-1815 (Ithaca, 1996), espec. cap. 5. <<

Página 1309
[12]Horst Möller, Vernunft und Kritik. Deutsche Aufklärung im 17. und
18.Jahrhundert (Fráncfort del Meno, 1986), pp. 295-296. <<

Página 1310
[13] Kant, «Was ist Aufklärung?», p. 95. <<

Página 1311
[14]Otto Bardong (ed.), Friedrich der Grosse (Darmstadt, 1982), p. 542. Este
paso se discute en Blanning, «Frederick the Great», en Scott (ed.),
Enlightened Absolutism, pp. 265-288. <<

Página 1312
[15] Mittenzwei, Friedrich II., pp. 44-5. <<

Página 1313
[16]
Richard J. Evans, Rituals of Retribution. Capital Punishment in Germany,
1600-1987 (Londres, 1997), p. 113. <<

Página 1314
[17]Matthias Schmoeckel, Humanität und Staatsraison. Die Abschaffung der
Folter in Europa und die Entwickhmg des gememen Strafprozess— und
Beweisrechts seit dem hohen Mittelalter (Colonia, 2000), pp. 19-33. <<

Página 1315
[18] Evans, Rituals, p. 122. <<

Página 1316
[19] Blanning, «Frederick the Great», p. 282. <<

Página 1317
[20]
Jonathan I. Israel, Radical Enlightenment. Philosophy and the Making of
Modernity 1650-1750 (Oxford, 2001), pp. 659-663. <<

Página 1318
[21]Kant, «Was ist Aufklärung?», p. 96. Un argumento semejante propone el
ensayo de Kant «On the Common Saying: “This May Be True in Theory but
Does Not Apply in Practice”», (publicado por primera vez en el Berlinische
Monatsschrift, 1793); v. Immanuel Kant, Political Writings, ed. Hans Reiss,
trad. H. B. Nisbet (2.a ed., Cambridge, 1991), pp. 61-92. <<

Página 1319
[22] Blanning, The Culture of Power, pp. 103-182. <<

Página 1320
[23] Möller, Vernunft und Kritik, p. 303. <<

Página 1321
[24]La cita es del alto funcionario judicial prusiano Leopold von Kircheisen y
es de 1792, seis años después de la muerte de Federico II. Citado de Hull,
Sexuality, State and Civil Society, p. 215. <<

Página 1322
[25]John Moore, A View of Society and Manners in France, Switzerland and
Germany (2 vols., 4.a ed., Dublin, 1789; primera edic. anón. 1779), vol. 2,
p. 130, cita en Blanning, «Frederick the Great», p. 287. <<

Página 1323
[26]Friedrich Nicolai, Beschreibung der Koniglichen Residenzstadte Berlin
und Potsdam, aller daselbst befindlicher Markwürdigkeiten und der um
liegenden Gegend (2 vols., Berlín, 1786), vol. 2, pp. 839-840. <<

Página 1324
[27]
Hilde Spiel, Fanny von Arnstein. Daughter of the Enlightenment 1758-
1818, trad, de Christine Shuttleworth (Oxford, 1991) pp. 15-16. <<

Página 1325
[28]Stern, Der preussische Staat, parte 3, vol. 2, Die Zeit Friedrichs II.
(Tubinga, 1971), passim. <<

Página 1326
[29]Federico Guillermo I, Testamento Político de 1722, en Dietrich (ed.), Die
politischen Testamente, pp. 221-243. <<

Página 1327
[30] Federico II, Testamento Político de 1768, en Dietrich (ed.), Die
politischen Testamente, pp. 462-697. <<

Página 1328
[31]
Mordechai Breuer, «The Early Modern Period», en Michael A. Meyer y
Michael Brenner (eds.), German-Jewish History in Modern Times (4 vols.,
Nueva York, 1996), vol. I, Tradition and Enlightenment 1600-1780, pp. 79-
260. <<

Página 1329
[32]Stefi Jersch-Wenzel, «Minderheiten in der preussischen Gesellschaft», en
Büsch y Neugebauer (eds.), Modernepreussische Geschichte, vol. I, parte 2,
pp. 486-506. <<

Página 1330
[33]Dorwart, Prussian Welfare State, p. 129; Stern, Der preussische Staat,
parte 2, Die Zeit Friedrich Wilhelms L, Parte 2, Akten, doc. n.o$ 7, 8, 211 (y
passim). <<

Página 1331
[34]
J. H. Callenberg, Siebente Fortsetzung seines Berichts von einem Versuch,
das arme jüdische Volck zur Annehmung der christlichen Wahrheit anzuteiten
(Halle, 1734), pp. 92-93, 126, 142. V. también id., Relation von einer
weiteren Bemühung, Jesum Christum als den Heyland des menschlichen
Gcschlcchts dem jüdischen Volcke bekannt zu machen (Halle, 1738), pp. 134,
149. <<

Página 1332
[35]
Michael Graetz, «The jewish Enlightenment», en Meyer y Brenner (eds.),
German-Jewish History, vol. I, pp. 261-380. <<

Página 1333
[36]Charlene A. Lea, «Tolerance Unlimited: The “Noble Jew” on the German
and Austrian Stage (1750-1805)», The German Quarterly, 64/2 (1991),
pp. 167-177. <<

Página 1334
[37]
Spiel, Fanny von Arnstein, p. 19; David Sorkin, The Transformation of
German Jewry, 1780-1840 (New York, 1987), p. 8 y passim. <<

Página 1335
[38]Cita en Michael Graetz, «The jewish Enlightenment», en Meyer y
Brenner (eds.), German-Jewish History, vol. I, p. 274. <<

Página 1336
[39]
Deborah Hertz, Jewish High Society in Old-regime Berlin (New Haven y
Londres, 1988), pp. 95-118; Steven M. Lowenstein, The Berlin Jewish
Community. Enlightenment, Family and Crisis, 1770-1830 (Nueva York,
1994), pp. 104-110. <<

Página 1337
[40]Christian Wilhelm Dohm, Über die bürgerliche Verbesserung der Juden
(2 vols., Berlín y Stettin, 1781-1783), vol. I, p. 130. <<

Página 1338
[41]Dohm, Über die bürgerliche Verbesserung, vol. 1, p. 28. Para comentarios
sobre el libro y su contexto, v. R. Liberles, «The Historical Context of
Dohm’s Treatise on the Jews», en Friedrich-Naumann-Stiftung (ed.) Das
deutsche Judentum und der Liberalismus - German Jewry and Liberalism
(Königswinter, 1986), pp. 44-69; Horst Möller, «Aufklärung,
Judenemanzipation und Staat. Ursprung und Wirkung von Dohms Schrift
über die bürgerliche Verbesserung der Juden», en W. Grab (ed.), Deutsche
Aufklärung und Judenemanzipation. Internationales Symposium anlasslich
der 250. Geburtstage Lessings und Mendelssohns (Jahrbuch des Instituts für
deutsche Geschichte, Supl. 3; Tel Aviv, 1980), pp. 119-149. <<

Página 1339
[42] Spiel, Fanny von Arnstein, p. 183. <<

Página 1340
[43] Ibid., p. 184. <<

Página 1341
[*] Shtetl: pueblo, poblado; en plural, shtetlekh o, también, shtetlej.
Asentamientos judíos en Europa central y oriental (Polonia, Rusia, Rumanía,
Alemania, etc.) hasta la Segunda Guerra Mundial, que solían formar barrios o
sectores en localidades habitadas por no judíos. El asentamiento de mayor
tamaño era el shtot, el de menor tamaño, dorf. En ellos se hablaba, además de
las lenguas locales, el yiddish, con léxico en gran medida alemán. (N. del T).
<<

Página 1342
[44] La obra se discute en «Becoming German, Remaining Jewish», de
Michael Meyer, en Meyer y Brenner (eds.), German-Jewish History, vol. 2,
pp. 199-250. Sobre las sátiras antijudías más en general, v. Charlene A. Lea,
Emancipation, Assimilation and Stereotype. The Image of the Jew in German
and Austrian Drama (1800-1850) (Bonn, 1978); Mark H. Gelber,
«Wandlungen im Bild des “gebildeten juden” in der deutschen Literatur»,
Jahrbuch des Instituts für deutsche Geschichte, 13 (1984), pp. 165-178. <<

Página 1343
[45]El problema de la conversión se discute en Hertz, Jewish High Society; v.
asimismo «Seductive Conversion in Berlin, 1770-1809», en Todd Endelman
(ed.), Jewish Apostasy in the Modern World (Nueva York y Londres, 1990),
pp. 48-82; Lowenstein, The Berlin Jewish Community, pp. 120-133. <<

Página 1344
[46] Cita en James Sheehan, German History 1770-1866 (Oxford, 1993),
p. 293. <<

Página 1345
[47]Ya que Federico no tuvo hijos, el derecho sucesorio pasó a su hermano
menor Augusto Guillermo, que murió en 1758, dejando a su hijo como
heredero del trono. <<

Página 1346
[48] Kunisch, Friedrich der Grosse, p. 285. <<

Página 1347
[49]
David E. Barclay, «Friedrich Wilhelm II (1786-1797)», en Kroll (ed.),
Preussens Herrscher, pp. 179-196. <<

Página 1348
[50]Thomas P. Saine, The Problem of Being Modern. Or, the German Pursuit
of Enlightenment from Leibniz to the French Revolution (Detroit, 1997),
p. 300. <<

Página 1349
[51]Dirk Kemper (ed.), Missbrauchte Aufklärung? Schriften zum preussischen
Religionsedikt vom 9.Juli 1788 (Hildesheim, 1996); Ian Hunter, «Kant and the
Prussian Religious Edict. Metaphysics within the Bounds of Political Reason
Alone» (informe) Centre of the History of European Discourses, Universidad
de Queensland, acceso online en
http://eprint.uq.edu.au/archive/00000396/01/hunterkant.pdf; último acceso 30
de diciembre de 2003. <<

Página 1350
[52]
V. los comentarios del redactor y traductor en A. W. Wood y G. Di
Giovanni (eds.), Immanuel Kant: Religion and Rational Theology
(Cambridge, 1996); Saine, The Problem of Being Modern, pp. 289-309; Paul
Schwartz, Der erste Kulturkampf in Preussen um Kirche und Schule (1788-
1798) (Berlín 1925), pp. 93-107; Klaus Epstein, The Genesis of German
Conservatism (Princeton, 1966), pp. 360-368. <<

Página 1351
[53]Esta visión de Wöllner se expone de forma persuasiva en Michael J.
Sauter, «Visions of the Enlightenment: The Edict on Religion of 1788 and
Political Reaction in Eighteenth-Century Prussia», Tesis de Ph. D.,
Departamento de Historia, Universidad de California, Los Angeles (2002). <<

Página 1352
[54] Kemper, Missbrauchte Aufklärung?, p. 227. <<

Página 1353
[55] Para una interesante discusión sobre el edicto, que presenta útiles
comparaciones con el lenguaje del Código Legal prusiano, v. Nicholas Hope,
German and Scandinavian Protestantism, 1700 to 1918 (Oxford, 1995),
pp. 312-313. Sobre las huellas del Iluminismo en el edicto, v. espec. Pritz
Valjavec, «Das Woellnersche Religionsedikt und seine geschichtliche
Bedeutung», Historisches Jahrbuch, 72 (1952), pp. 386-400. Sobre las
opiniones instrumentales de la religión, v. Epstein, Genesis, p. 150. <<

Página 1354
[56]Kurt Nowak, Geschichte des Christenthums in Deutschland. Religion,
Politik und Gesellschaft vom Ende der Aufklärung bis zur Mitte des 20.
Jahrhunderts (Múnich, 1995), pp. 15-36. <<

Página 1355
[57] Hunter, «Kant and the Prussian Religious Edict», p, 7. <<

Página 1356
[58] Ibid. pp. 11-12. <<

Página 1357
[59] Federico Guillermo II, orden del gabinete, 10 de septiembre de 1788,
citado en Klaus Berndl, «Neues zur Biographie von Ernst Ferdinand Klein»,
en Eckhart Hellmuth, Immo Meenken y Michael Trauth (eds.), Zeitenwende?
Preussen um 1800 (Stuttgart, 1999), pp. 139-182. <<

Página 1358
[60] Sainé, The Problem of Being Modern, pp. 294-308. <<

Página 1359
[61] Berndl, «Ernst Ferdinand Klein», pp. 162-164. <<

Página 1360
[62]Wilhelm Schrader, Geschichte der Friedrichs-Universitat zu Halle (2
vols., Berlín, 1894), vol. I, p. 521; Epstein, Genesis, pp. 364-7; Berndl, «Ernst
Ferdinand Klein», pp. 167-170. <<

Página 1361
[63]Horst Möller, Aufklärzmg in Preussen. Der Verleger, Publizist und
Geschichtsschreiber Friedrich Nicolai (Berlín, 1974), p. 213. <<

Página 1362
[64] Axel Schumann, «Berliner Presse und Französische Revolution: Das
Spektrum der Meinungen unter preussischer Zensur 1789-1806», Tesis de Ph.
D., Technische Universitat, Berlín (2001), acceso online en
http://webdoc.gwdg.de/ebook/p/2003/tuberlin/Schumann axel.pdf; ultimo
acceso 31 diciembre de 2003, espec, pp. 227-241. <<

Página 1363
[65]Journal des Luxus, 11 (1796), p. 428, Cita en Hellmuth, «Die
“Wiedergeburt”», pp. 21-52. <<

Página 1364
[66]Para una excelente panorámica de la vida social en Berlín en esta época,
sobre la que se basan los dos párrafos siguientes, v. Florian Maurice,
Freimaurerei um 1800. Ignaz Aurelius Fessler und die Reform der Grossloge
Royal York in Berlin (Tubinga, 1997), pp. 129-166. <<

Página 1365
[67]Gerhard Ritter, Stein. Eine politische Biographie (Stuttgart, 1958), pp. 29,
31, 34, 37, 39, 40; Guy Stanton Ford, Stein and the Era of Reform in Prussia,
1807-1815 (2.a ed. Gloucester, MA, 1965), pp. 4-26, 31-32. <<

Página 1366
[68] Ford, Stein, pp. 33-34. <<

Página 1367
[69] Rutter, Stein, p. 71. <<

Página 1368
[70] Silke Lesemann, «Prägende Jahre. Hardenbergs Herkunft und
Amtstatigkeit in Hannover und Braunschweig (1771-1790)», en Thomas
Stamm-Kuhlmann (ed.), «Freier Gebrauch der Kräfte». Eine
Bestandaufnahme der Hardenberg-Forschung (Múnich, 2001), pp. 11-30. <<

Página 1369
[71] Lesemann, «Prägende Jahre», pp. 18-25. <<

Página 1370
[72]Durante mucho tiempo se ha estado de acuerdo sobre el hecho de que
Ansbach y Bayreuth caerían bajo Prusia a la muerte del margrave
Hohenzollern reinante. En 1792, sin embargo, por la presión de los
acontecimientos en Francia y de sus propias e inmensas deudas, permitió que
Berlín «comprase su parte» prematuramente. <<

Página 1371
[73] Andrea Hofrneister-Hunger, Pressepolitik und Staatsreform. Die
Institutionalisierung staatlicher Öfentlichkeitsarbeit bei Karl August von
Hardenberg (1792-1822) (Gotinga, 1994), pp. 32-47; Rudolf Endres,
«Hardenbergs frankisches Reformmodell», en Stamm-Kuhlmann (ed.),
Hardenberg-Forschung, pp. 31-49. <<

Página 1372
[74] Rudolf Endres, «Hardenbergs frankisches Reformmodell», pp. 45-46. <<

Página 1373
[75]Rolf Straubel, Carl August von Struensee. Preussische Wirtschafts— und
Finanzpolitik im ministeriellen Kräftespiel (1786-1804/06) (Potsdam, 1999),
pp. 112-117. <<

Página 1374
[76]Manfred Gailus, «Moralische Ökonomie» und Rebellion in Preussen vor
1806: Havelberg, Halle und Umgebung, FBPG (Nueva Serie), 11 (2001),
pp. 77-100, espec. pp. 95-97. <<

Página 1375
[77]Sobre el uso de las nuevas provincias periféricas del Sur y de la Nueva
Prusia Oriental como «laboratorios» de reforma administrativa, v. Ingeborg
Charlotte Bussenius, Die Preussische Verwaltung in Süd— und
Neuostpreussen 1793-1806 (Heidelberg, 1960), pp. 314-315. <<

Página 1376
[78]Hans Hattenhauer, «Das ALR im Widerstreit der Politik», en Jörg Wolff
(ed.), Das Preussische Allgemeine Landrecht. Politische, rechtliche und
soziale Wechsel— und Fortwirkungen (Heidelberg, 1995), pp. 31-48. <<

Página 1377
[79]ALR § 1 Einleitung. Para una discusión de este paso, v. Hattenhauer,
«Preussen auf dem Weg» en Wolff (ed.), Das Preussische Allgemeine
Landrecht, pp. 49-67. <<

Página 1378
[80] ALR §22 Einleitung. <<

Página 1379
[81]Thilo Ramm, «Die friderizianische Rechtskodifikation und der historische
Rechtsvergleich», en Wolff (ed.), Das Preussische Allgemeine Landrecht,
pp. 1-30. <<

Página 1380
[82]Sobre esto, v. Günther Birtsch, «Die preussische Sozialverfassung im
Spiegel des Allgemeinen Landrechts für die preussischen Staaten von 1794»,
en Wolff (ed.), Das Preussische Allgemeine Landrecht, pp. 133-147. Para una
discusión sobre temas corporativistas más en general en el código, v. Andreas
Schwennicke, Die Entstehung der Einleitung des Preussischen Allgemeinen
Landrechts von 1794 (Fráncfort del Meno, 1993), pp. 34-43, 70-105. <<

Página 1381
[83]
ALR §§ 147, 161-72, 185-87, 227-30, 308, 309. Birtsch, «Die preussische
Sozialverfassung», p. 143. Sobre el ALR como intento de unir los principios
absolutistas con los corporatistas, v. Günther Birtsch, «Gesetzgebung und
Representatin im spaten Absolutismus. Die Mirwirkung der preussischen
Provinzialstände bei der Entstehung des Algemeinen Landrechts»,
Historische Zeitschrift, 202 (1969), pp. 265-294; Koselleck, Preussen
zwischen Reform und Revolution, pp. 23-149. <<

Página 1382
[84] ALR Einleitung, «Quelle des Rechts». Sobre esto, v. asimismo Monika
Wienfort, «Zwischen Freiheit und Fürsorge. Das Allgemeine Landrecht im
19.Jahrhundert», in Parrick Bahners y Gerd Roellecke (eds.), Preussische
Stile. Ein Staat ais Kunstück (Stuttgart, 2001), pp. 294-309. <<

Página 1383
[85] Para un argumento en este sentido, v. Detlef Merten, «Die
Rechtsstaatlichkeit im Allgemeinen Landrecht», en Friedrich Ebel (ed.),
Gemeinwohl - Freiheit —Vemunft —Rechtsstaat. 200 Jahre Allgemeines
Landrecht für die preussischen Staaten (Berlín, 1995/ pp. 109-138. <<

Página 1384
[86]Heinrich Treitschke, Deutsche Geschichte im neunzehnten Jahrhundert (5
vols., Leipzig, 1927), vol. I, p. 77. <<

Página 1385
[87] Madame de Staël, De l'Allemagne (2.a edic, París, 1814), pp. 141-142. <<

Página 1386
[1]Ernst Wangermann, «Preussen und die revolucionären Bewegungen in
Ungarn und den österreichischen Niederlanden zur Zeit der französischen
Revolution», in Otto Büsch y Monika Neugebauer-Wölk (eds.), Preussen.
und die revolutionäre Herausforderung seit 1789 (Berlín, 1991), pp. 22-85.
<<

Página 1387
[2]Monika Neugebauer-Wölk, «Preussen und die Revolution in Lüttich. Zur
Politik des Christian Wilhem von Dohm, 1789/90», en Büsch y Neugebauer-
Wölk (eds.), Preussen und die revolutionäre Herausforderung, pp. 59-76. <<

Página 1388
[3] Wangermann, «Preussen und die revolucionären Bewegungen», p. 82. <<

Página 1389
[4]
Paul W. Schroeder, The Transformation of European Politics 1763-1848
(Oxford, 1994), pp. 66, 76; Brendan Simms, The Struggle for Mastery in
Germany, 1779-1850 (Londres, 1998), pp. 56-57. <<

Página 1390
[5] El texto de la Declaración puede verse online en NapoleonSeries.org,
Reference Library of Diplomatic Documents, Declaración de Pillnitz, ed.
Alex Stavropoulos,
http://www.napoleonseries.org/reference/diplomatic/pillnitz.cfm; último
acceso 13 de enero de 2004. <<

Página 1391
[6] Ibid. <<

Página 1392
[7]Sobre el impacto de Pillnitz, v. Gary Savage, «Favier’s Heirs. The French
Revolution and the Secret du Roi», Historical Journal, 41/1 (1998), pp. 225-
258; Gunther E. Rothenberg, «The Origins, Causes and Extension of the Wars
of the French Revolution and Napoleon», Journal of Interdisciplinary
History, 18/4 (1988), pp. 771-793, espec. pp. 780-781; T. C. W. Blanning,
Origins of the French Revolutionary Wars (Londres, 1986), pp. 100-101;
Patricia Chastain Howe, «Charles-François Dumouriez and the
Revolutionizing of French Foreign Affairs in 1792», French Historical
Studies, 14/3 (1986), pp. 367-390. <<

Página 1393
[8]«The Proclamation of the Duke of Brunswick», en J. H. Robinson (ed.),
Readings in European History (2 vols., Boston, 1906), vol. 2, pp. 443-445.
Este texto puede consultarse también online en Hanóver Historical Texts
Project, http://history.hanover.edu/texts/bruns.htm; último acceso 13 de enero
de 2004. Sobre el origen del Manifiesto, v. Hildor Arnold Barron, «The
Origins of the Brunswick Manifesto», French Historical Studies, 5 (1967),
pp. 146-169. <<

Página 1394
[9] Cita en Lukowski, Partitions, p. 140. <<

Página 1395
[10] Hertzberg a Lucchesini, cita en ibid., p. 143. <<

Página 1396
[11]Para relatos generales de la segunda partición, v. Michael G. Müller, Die
Teilungen Polens: 1772, 1793, 1795 (Múnich, 1984), espec. pp. 43-50;
Lukowski, Partitions, pp. 128-158. <<

Página 1397
[12]Esta mezcla de citas está tomada de Heinrich von Sybel, Geschichte der
Revolutionszeit von 1789 bis 1800 (5 vols., Stuttgart, 1898), vol. 3, p. 276;
Heinrich von Treitschke, Deutsche Geschichte im neunzehnten Jahrhundert
(5 vols., Leipzig, 1894), vol. 1, p. 207; Rudolf Ibbeken, Preussen, Geschichte
eines Staates (Stuttgart, 1970), pp. 106-107; Golo Mann, Deutsche Geschichte
des 19. und 20. Jahrhunderts (Fráncfort del Meno 1992). Estos puntos de
vista se discuten y analizan en Philip G. Dwyer, «The Politics of Prussian
Neutrality 1795-1805», German History, 12 (1994), pp. 351-373. <<

Página 1398
[13]Sobre la crisis financiera, v. Aretin, Reich, vol. 1, p. 318. Sobre los nexos
con el «partido de la paz», v. Willy Real, «Die preussischen Staatsfinanzen
und die Anbahnung des Sonderfriedens von Basel 1795», FBPG, I (1991),
pp. 53-1 <<

Página 1399
[14] Dwyer, «Politics», p. 357. <<

Página 1400
[15] Schroeder, Transformation, espec. pp. 144-150. <<

Página 1401
[16] V. Brendan Simms, The Impact of Napoleon. Prussian High Polities,
Foreign Policy and Executive Reform, 1797-1806 (Cambridge, 1997),
pp. 101-105. <<

Página 1402
[17]Aretin, Reich, vol. I, p. 277; Sheehan, German History, p. 278; Simms,
Struggle for Mastery, p. 62. <<

Página 1403
[18] Citado en ibid., pp. 60-61. <<

Página 1404
[19][S.?] Leszczinski (ed.), Kriegerleben des Johann von Borcke, weiland
Kgl:Preuss Oberstlieutenants. 1806-1815 (Berlín, 1888), pp. 46-48. <<

Página 1405
[20]Hermann von Boyen, Denkwürdigkeitmund Erinnerungen (2 vols.; edic.
revis. Leipzig, 1899), vol. I, pp. 171-172, citado en Sheehan, German history,
p. 234 <<

Página 1406
[21] Citado en Dwyer, «Politics», p. 361. Sobre la transición de una
neutralidad como expediente a una de principio, v. pp. 358-367. <<

Página 1407
[22] Simms, Impact of Napoleon, pp. 148-156; Dwyer, «Politics» p. 365. <<

Página 1408
[23]Gregor Schollgen, «Sicherheit durch Expansion? Die aussenpolitischen
Lageanalysen der Hohenzollern im 17. und 18. Jahrhundert im Lichte des
Kontinuitätsproblems in der preussischen und deutschen Geschichte»,
Historisches Jahrbuch, 104 (1984), pp. 22-45. <<

Página 1409
[24]Klaus Zernack, «Polen in der Geschichte Preussens», en Otto Büsch et al.
(eds.), Handbuch der preussischen Geschichte, vol. 2, Das Neunzehnte
Jahrhundert und grosse Themen der Geschichte Preussens (Berlín, 1992),
pp. 377-448; id., «Preussen-Frankreich-Polen. Revolution und Teilung», en
Büsch y Neugebauer-Wölk (eds.), Preussen, pp. 22-40; William W. Hagen,
«The Partitions of Poland and the Crisis of the Old Regime in Prussia, 1772-
1806», Central European History, 9 (1976), pp. 115-128. <<

Página 1410
[25]
Estos temas se discuten en Torsten Riotte, «Hanóver in British Policy
1792-1815», Tesis de Ph. D., Universidad de Cambridge (2003). <<

Página 1411
[26]
Este punto lo proporciona Reinhold Koser en «Die preussische Politik,
1786-1806» en id., Zur preussischen und deutschen Geschichte (Stuttgart,
1921), pp. 202-268. <<

Página 1412
[27]
Sobre la crisis de Rumbold, v. Simms, The Impact of Napoleon, pp. 159-
167, 277, 285. <<

Página 1413
[28] Cita en McKay, Great Elector, p. 105. <<

Página 1414
[29]
Brendan Simms, «The Road to Jena: Prussian High Politics, 1804-1806»,
German History, 12 (1994), pp. 374-394. Para un análisis más completo del
papel entre los adversarios, v. id., Impact of Napoleon, espec. pp. 285-291. <<

Página 1415
[30]Haugwitz a Lucchesini, 15 de junio de 1806, citado en Simms, «The Road
to Jena», p. 386. <<

Página 1416
[31] Estas rivalidades se analizan en Simms, ibid. <<

Página 1417
[32] Este resumen se ha tomado de Ford, Stein, pp. 105-106. <<

Página 1418
[33] Citado en ibid., p. 106. <<

Página 1419
[34]
Hardenberg, memorando del 18 de junio de 1806, citado en Simms, «The
Road to Jena», pp. 388-389. <<

Página 1420
[35]Thomas Stamm-Kuhlmann, König in Preussensgrosser Zeit. Friedrich
Wilhelm III, der Melancholiker auf dem Thron (Berlín, 1992), pp. 229-231.
<<

Página 1421
[36]
Federico Guillermo III a Napoleón, Naumburg, 26 septiembre de 1806, en
Leopold von Ranke (ed.), Denkwürdigkeiten des Staatskanzlers Fürsten von
Hardenberg (5 vols., Leipzig, 1877), vol. 3, pp. 179-187. <<

Página 1422
[37]Napoleón a Federico Guillermo III, 12 de octubre de 1806, en Eckart
Klessmann (ed.), Deutschland unter Napoleon in Augenzeugenberichten
(Múnich, 1976), pp. 123-126. <<

Página 1423
[38]
Para una lúcida discusión de las mejoras militares y de una comparación
con la capacidad francesa, v. Dennis Showalter, «Hubertusberg to Auerstadt:
The Prussian Army in Decline?», German History, 12 (1994), pp. 308-333.
<<

Página 1424
[39]
Michel Kérautret, «Frédéric II et l’opinion française (1800-1870). La
compétition posthurne avec Napoléon», Francia, 28/2 (2001), pp. 65-84. <<

Página 1425
[40]Memorias del oficial sajón Karl Heinrich von Einsiedel, cita en
Klessmann (ed.), Deutschland unter Napoleon, pp. 147-8; Karl-Heinz
Blaschke, «Von Jena 1806 nach Wien 1815, Sachsen zwischen Preussen und
Napoleon», en Gerd Fesser y Reinhard Jonscher (eds.), Umbruch im Schatten
Napoleons. Die Schlachten von Jena und Auerstedt und ihre Folgen (Jena,
1998), pp. 143-156. <<

Página 1426
[1] Lady Jackson, The Diaries and Letters of Sir George Jackson from the
Peace of Amiens to the Battle of Talavera (2 vols., Londres, 1872), vol. 2,
p. 53. <<

Página 1427
[2] Federico Guillemro III, «Eigenhändiges Konzept des Königs zu dem
Publicandum betr. Abstellung verschiedener Missbräuche bei der Armee,
Ortelsburg», 1 de diciembre de 1806, GStA Berlín-Dahlem, HA VI, NL
Friedrich Wilhelm III, Nr. 45/r, ff. 13-17. <<

Página 1428
[3]Ibid., f. 17; este aspecto del documento se discute en Stamm-Kuhlmann,
König in Preussens grosser Zeit, pp. 245-6. Sobre los castigos impuestos
posteriormente a oficiales considerados culpables de abandono del deber,
v. Craig, Politics of the Prussian Army, p. 42. Sobre la implicación del rey
más generalmente en la reforma militar, v. Alfred Herrmann, «Friedrich
Wilhelm III und sein Anteil an der Heeresreformbis 1813», Historische
Vierteljahrsschrift, 11 (1908), pp. 484-516. <<

Página 1429
[4]Berdahl, Politics of the Prussian Nobility, pp. 107-8; Bernd Münchow-
Pohl, Zwischen Reform und Krieg. Untersuchungen zur Bewusstseinslage in
Preussen 1809-1812 (Gotinga, 1987), pp. 94-131, espec. pp. 108-109. <<

Página 1430
[5]Sobre la cuestión de si la reforma se vio forzada en el estado prusiano por
el trauma exterior de la derrota o tenía arraigo en una tradición reformista
propia ha sido un tema controvertido: para resúmenes del debate v. T. C. W.
Blanning, «The French Revolution and the Modernisation of Germany»,
Central European History, 22 (1989), pp. 109-29; Paul Nolte, «Preussische
Reformen und preussiscbe Geschichte: Kritik und Perspektiven der
Forscbung», FBPG, 6 (1996), pp. 83-95. Sobre la derrota como experiencia
traumática, v. Ludger Herrmann, «Die Schlachten von Jena und Auerstedt und
die Genese der politischen Öfentlichkeit in Preussen», en Fesser y Jonscher
(eds.), Umbruch im Schatten Napoleons, pp. 39-52. <<

Página 1431
[6]
J. R. Seeley, Life and Times of Stein, or Germany and Prussia in the
Napoleonic Age (3 vols., Cambridge, 1878), vol. 1, p. 32. <<

Página 1432
[7] Citado en Stamm-Kuhlmann, König in Preussensgrosser Zett, p. 255. <<

Página 1433
[8]«Nicht dem Purpur, nicht der Krone/ räumt er eitlen Vorzug ein! Er ist
Bürger auf dem Throne,/ und sein Stolz ist’s Mensch zu sein» (trad, del
autor). Sobre este poema v. Thomas Stamm-Kuhlmann, «War Friedrich
Wilhelm III von Preussen ein Bürgerkönig?», Zeitschrift für Historische
Forschung, 16 (1989), pp. 441-460. <<

Página 1434
[9] Citado en ibid. <<

Página 1435
[10] Cita en Joachim Bennewitz, «Königin Luise in Berlin», Berlinische
Monatsschrift, 71, 2000,pp. 86-92, acceso online en
http://www.berlinischemonatsschrift.de/bms/bmstxt00/0007gesa.htm; último
acceso 21 de marzo de 2004. <<

Página 1436
[11] V. Rudolf Speth, «Königin Luise von Preussen —deutscher
Nationalmythos im 19. Jahrhundert», en Sabine Berghahn y Sigrid Koch
(eds.), Mythos Diana —non der Princess of Wales zur Queen of Hearts
(Giessen, 1999), pp. 265-285. <<

Página 1437
[12]Cita en Thomas Stamm-Kulilmann, «War Friedrich Wilhelm III von
Preussen ein Bürgerkönig?», p. 453. <<

Página 1438
[13]V. Philipp Demandt, Luisenkult. Die Unsterblichkeit der Königin von
Preussen (Colonia, 2003), p. 8. <<

Página 1439
[14] Cita en Paul Bailleu, Königin Luise. Ein Lebensbild (Berlín, 1908), p. 258.
<<

Página 1440
[15] Stamm-Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit, p. 318. <<

Página 1441
[16] Richard J. Evans, Tales from the German Underworld (New Haven,
1998), pp. 31-35, 46. Sobre las reformas penales de estos años, v. Jürgen
Regge, Das Reformprojekt eines «Allgemeinen Criminalrechts für die
preussischen Staaten (1799-1806)», en Hans Hattenhauer y Götz Landwehr
(eds.), Das nachfriderizianische Preussen 1786-1806 (Heidelberg, 1988;,
pp. 189-233. <<

Página 1442
[17]Cita de Federico Guillermo de Rudolf Stadelmann, Preussens Könige in
ihrer Tätigkeit für die Landescultur (4 vols., Leipzig, 1878-1887, reimpr.
Osnabrück, 1965), vol. 4, pp. 209-210, 213-214; Informe del Directorio
General, 15 de marzo de 1800, citado en Stamm-Kuhlmann, König in
Preussens grosser Zeit, p. 156. <<

Página 1443
[18]Otto Hintze, «Preussische Reformbestrebungen vor 1806», Historische
Zeitschrift, 76 (1896), pp. 413-443; Hartmut Harnisch, «Die agrarpolitischen
Reformmassnahmen der preussischen Staatsführung in dem Jahrzehnt vor
1806-1807» Jahrbuch für Wirtschaftsgeschichte, 1977/3, pp. 129-154. <<

Página 1444
[19] Thomas Welskopp, «Sattelzeitgenossen. Freiherr Karl vom Stein
zwischen Bergbauverwaltung und gesellschaftlicher Reform in Preussen»,
Historische Zeitschrift, 271/2 (2000), pp. 347-372. <<

Página 1445
[20]Sobre la «poco entusiasta y vacilante» calidad de la política exterior de
Hardenberg antes de 1806, v. Reinhold Koser, «Umschau auf dem Gebiete
der brandenburg-preussischen Geschichtsforschung», FBPG, I (1888), pp. 1-
56. <<

Página 1446
[21]Hans Schneider, Der preussische Staatsrat, 1817-1914. Ein Beitrag zur
Verfassungs und Rechtsgeschichte Preussens (Múnich, 1952), pp. 21-22. <<

Página 1447
[22]El argumento de que las reformas aceleraron la burocratización de la
monarquía prusiana proviene de Rosenberg, Bureaucracy, passim. La rotunda
afirmación de Rosenberg sobre que esa reforma burocrática representó una
puja corporativa por parte de la burocracia que actuaba como un «Cuarto
Estado» para usurpar la autoridad del monarca ha sido muy criticada por
Simms en Impact of Napoleon, pp. 25, 306-312. <<

Página 1448
[23] Ritter, Stein, pp. 145-155. <<

Página 1449
[24]Ernst Rudolf Huber, Heer und Staat in der deutschen Geschichte
(Heidelberg, 1938), p. 115-123, 312-320. <<

Página 1450
[25]Craig, Politics of the Prussian Army, p. 31; Simms, Impact of Napoleon,
pp. 132, 323. <<

Página 1451
[26]
William O. Shanahan, Prussian Military Reforms (1786-1813) (Nueva
York, 1945), pp. 75-82; Craig, Politics of the Prussian Army, pp. 24, 28. <<

Página 1452
[27] Craig, Politics of the Prussian Army, pp. 29-32. La conversación de
Federico Guillermo con el tutor de su hijo, el general Johann Heinrich von
Minutoli, se cita en Stamm-Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit,
pp. 340-41. Sobre el apoyo del rey a la reforma militar, v. Seeley, Stein, vol.
2, p. 118. <<

Página 1453
[28]
Emil Karl Georg von Conrady, Leben und Wirken des Generals Carl von
Grolman (3 vols., Berlín, 1894-6), vol. 1, pp. 159-162. <<

Página 1454
[29] Cita en Huber, Heer und Staat, p. 128. <<

Página 1455
[30]
Showalter, «Hubertusberg to Auerstadt», p. 315; Manfred Messerschmidt,
«Menschenführung im preussischen Heer von der Reformzeit bis 1914», en
Militärgescbichtliches Forschungsamt (ed.), Menschenführung im Heer
(Herford, 1982), pp. 81-112, espec. 84-85. <<

Página 1456
[31] Peter Paret, «The Genesis of “On War”», y Michael Howard, «The
influence of Clausewitz», en Carl von Clausewitz, On War, ed. y trad.
Michael Howard y Peter Paret (Londres, 1993), pp. 3-28, 29-49. <<

Página 1457
[32] Cita en Stadelmann, Preussens Könige, vol. 4, p. 327. <<

Página 1458
[33] Hagen, Ordinary Prussians, p. 598. <<

Página 1459
[34] Doy las gracias a Sean Eddie, que está preparando su Tesis de Ph. D.
sobre la historia fiscal de Prusia c. 1750-1850, por aclarar este aspecto del
sistema agrario. <<

Página 1460
[35] Karl Heinrich Kaufhold, «Die preussische Gewerbepolitik im
19.Jahrhundert (bis zum Erlass der Gewerbeordnung für den norddeutsehen
Bund 1869) und ihre Spiegelung in der Geschichtsschreibung der
bundesrepublik Deutschland», en Bernd Sösemann (ed.), Gemeingeist und
Bürgersinn. Die preussischen Reformen (Berlín, 1993/ pp. 137-160. <<

Página 1461
[36]
Hagen, Ordinary Prussians, pp. 612, 614;Berdahl, Politics of the Prussian
Nobility, p. 118. <<

Página 1462
[37]Hartmut Harnisch, «Vom Oktoberedikt des Jahres 1807 zur Deklaration
von 1816. Problematik und Charakter der preussischen
Agrarreformgesetzgebung zwischen 1807 und 1816», Jahrbuch für
Wirtschaftsgeschichte (Sonderband, 1978), pp. 231-293. <<

Página 1463
[38] Argumentos contemporáneos sobre este efecto se comentan en Georg
Friedrich Knapp, Die Bauernbefreiung und der Ursprung der Landarbeiter in
den äteren Theilen Preussens (2 vols., Leipzig, 1887), vol. 1, p. 113. Sobre el
liberalismo económico de Schön, v. Berdahl, Politics of the Prussian Nobility,
pp. 116-117. <<

Página 1464
[39]
Diario de Leopold von Gerlach, 1 de mayo 1816, BA Potsdam, NL von
Gerlach, 90 Ge 2, BL 9. <<

Página 1465
[40]Ewald Frie, Friedrich August Ludwig von der Marwitz, 1777-1837.
Biographien eines Preussen (Paderborn, 2001), espec. pp. 333-341. <<

Página 1466
[41]Altenstein, memorando para Hardenberg, Riga, 11 de septiembre de 1807,
cita en Clemens Menze, Die Bildungsreform Wilhelm von Humboldts
(Hanóver, 1975), p. 72. <<

Página 1467
[42]Martina Bretz, «Blick in Preussens Blüte: Wilhelm von Humboldt und die
“Bildung der Nation”», en Bahners y Roellecke (eds.), Preussische Stile,
pp. 235-248; Tilman Borsche, Wilhelm von Humboldt (Múnich, 1990), p. 26.
<<

Página 1468
[43] Borsche, Humboldt, p. 60. <<

Página 1469
[44] Wilhelm von Humboldt, «Der Königsberger und der litauische
Schulplan», en Albert Leitzmann (ed.), Gesammelte Schrifien (17 vols.,
Berlín, 1903-1936), vol. 13, pp. 259-283. <<

Página 1470
[45] Menze, Bildungsreform, pp. 320-21; Borsche, Humboldt, pp. 62-65. <<

Página 1471
[46] Koselleck, Preussen, p. 194. <<

Página 1472
[47]Hardenberg, memorando del 5 de marzo de 1809, citado en Ernst Klein,
Von der Reform zur Restauration. Finanzpolitik und Reformgesetzgebung des
preussischen Staatskanzlers Karl August von Hardenberg (Berlín, 1965),
p. 23. <<

Página 1473
[48] Ilja Mieck, «Die verschlungenen Wege der Städtereform in Preussen
(1806-1856)», en Bernd Sösemann (ed.), Gemeingeist und Bürgersinn,
pp. 53-83, espec. pp. 82-83. <<

Página 1474
[49]Stefi Jersch-Wenzel, «Legal Status and Emancipation», en Michael A.
Meyer y Michael Brenner (eds.), German-Jewish History in Modern Times,
vol. 2, Emancipation and Acculturation: 1780-1871 (Nueva York, 1997),
pp. 5-49. <<

Página 1475
[50]
Humboldt, Informe del 17 de julio de 1809, en Ismar Freund (ed.), Die
Emanzipation der juden in Preussen unter besonderer Berücksichtigung des
Gesetzes vom 11. März 1812. Ein Beitrag zur Rechtsgeschichte der juden in
Preussen (2 vols., Berlín, 1912), vol. 2, pp. 269-282. <<

Página 1476
[51]
Cita de Sulamith in Bildarchiv preussischer Kulturbesitz (ed.), Juden in
Preussen. Ein Kapitel deutscher Geschichte (Dortmund, 1981), p. 159. <<

Página 1477
[52] Horsr Fischer, Judentum, Staat und Heer in Preussen im frühen
19.Jahrhundert. Zur Geschichte der staatlichen Judenpolitik (Tubinga, 1968),
pp. 28-29. <<

Página 1478
[53]
El texto del edicto puede verse en Anton Doll, Hans-Josef Schmidt,
Manfred Wilmanns, Der Weg zur Gleichberechtigung der Juden
(=Veröffentlichungen der Landesarchiwerwaltung Rheinland-Pfalz, 13,
Coblenz, 1979), pp. 45-48. <<

Página 1479
[54]Memorando del 13 de mayo de 1809, por el consejero de estado Köhler,
en Freund, Emanzipation der Juden in Preussen, vol. 2, pp. 251-252. <<

Página 1480
[55]Por un informe que pone de relieve el carácter a largo plazo del cambio
societal y administrativo durante el período comprendido entre los decenios c.
1780 y c. 1847, v. Koselleck, Preussen. Para una visión a largo plazo
semejante de la reforma en Baviera, Walter Demel, Der bayerische
Staatsabsolutismus 1806/08-1817. Staats— und Gesellschaftspolitische
Motivationen und Hintergründe der Reforäara in der ersten Phase des
Königreichs Bayern (Múnich, 1983) menciona este largo período de ajustes y
acomodamiento bajo la rúbrica «absolutismo reformador». Para una discusión
sobre el debate historiográfico sobre estas cuestiones, v. Paul Nolte, «Vom
Paradigma zur Peripherie der hisrorischen Forschung? Geschichten der
Verfassungspolirik in der Reformzeit», en Stamm-Kuhlmann, «Freier
Gebrauch der Kräfte», pp. 197-216. <<

Página 1481
[56]Las fricciones y el malestar burocrático son un tema central en Barbara
Vogel, Allgemeine Gewerbefteiheit. Die Reformpolitik des preussischen
Staatskanzlers Hardenberg (1810-1820) (Gotinga, 1983), pp. 224-225 y
passim. <<

Página 1482
[57] Comentario de Theodor von Schön, citado en Monika Wienfort,
Patrimonialgerichte in Preussen. Ländliche Gesellschaft und bürgerliches
Recht 1770-1848/49 (Gotinga, 2001), p. 86. <<

Página 1483
[58] Sobre las protestas campesinas como factor retardador, v. Clemens
Zimmermann, «Preussische Agrarreformen in neuer Sicht», en Sösemann
(ed.), Gemeingeist und Bürgersinn, pp. 128-136. <<

Página 1484
[59] Wienforr, Patrimonialgerichte, p. 92. <<

Página 1485
[60] Manfred Botzenhart, «Landgemeinde und staatsbürgerliehe Gleichheit.
Die auseinanderserzungen um eine allgemeine Kreis— und
Gemeindeordnung während der preussischen Reforrnzeit», en Sösemann
(ed.), Gemeingeist und Bürgersinn, pp. 85-105. <<

Página 1486
[61] Wienforr, Patrimonialgerichte, p. 94. <<

Página 1487
[62]Botzenhart, «Landgemeinde und staatsbürgerliehe Gleichheit», pp. 104-
105. <<

Página 1488
[63] Cita en Klein, Von der Reform zur Restauraron, pp. 34-52. <<

Página 1489
[64]Edicto referente a las finanzas del estado y las nuevas medidas sobre los
impuestos del 27 de octubre de 1810, Preussische Gesetzsammlung 1810,
p. 25. <<

Página 1490
[65]Para un análisis de estos desacuerdos, v. Paul Nolte, Staatsbildung ais
Gesellschaftsreform. Politische Reform in Preussen und den süddeutschen
Staaten 1800 bis 1820 (Fráncfort del Meno), 1990, p. 124; Horst Moeller,
Fürstenstaat oder Bürgernation. Deutschland 1763-1815 (Berlín, 1998),
pp. 620-621. <<

Página 1491
[66] Hagen, Ordinary Prussians, pp. 595-6, 632; Helmut Bleiber, «Die
preussischen Agrarreformen in der Geschichtsschreibung der DDR», en
Sösemann (ed.), Gemeingeist und Bürgersinn, pp. 109-125. Para una
evaluación también positiva de la condición de los campesinos tras la
emancipación en el distrito de Marienwerder, v. Horst Mies, Die preussische
Verwaltung des Regierungsbezirks Marienwerder (1830-1870) (Colonia,
1972), p. 109;Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. l, pp. 409-428.
<<

Página 1492
[67]Sobre los límites de lo conseguido, v. Menze, Bildungsreform, pp. 337-
468. Sobre las instituciones prusianas como modelo, v. Hermann Lübbe,
«Wilhelm von Humboldts Bildungsziele im Wandel der Zeit», en Bernfried
Schlerath (ed.), Wilhelm von Humboldt. Vortragszyklus zum 150. Todestag
(Berlín, 1986), pp. 241-258. <<

Página 1493
[68]V. Stefan Hartmann, «Die Bedeutung des Hardenbergschen Edikts von
1812 für den Emanzipationsprozess der preussischen Juden im 19.
Jahrhundert», en Sösemann, Gemeingeist und Bürgersinn, pp. 247-260. <<

Página 1494
[69]V. el análisis de Wienfort sobre la cambiante función de las instancias
patrimoniales en Patrimonialgerichte, passim. <<

Página 1495
[70] Schneider, Staatsrat, pp. 47, 50; Paul Haake, «König Friedrich
Wilhelm III, Hardenberg und die preussische Verfassungsfrage», FBPG, 26
(1913), pp. 523-73, 28 (1915), pp. 175-220, 29 (1916), pp. 305-369, 30
(1917), pp. 317-365, pp. 109-180; id., «Die Errichtung des preussischen
Staatsrats im März 1817» FBPG, 27 (1914), pp. 247-265. <<

Página 1496
[71] Andrea Hofmeister-Hunger, Pressepolitik, pp. 195-209. <<

Página 1497
[72]Hermann Granier, «Ein Reformversuch des preussischen Kanzleistils im
Jahre 1800», FBPG 15 (1902), pp. 168-80, espec. pp. 169-170, 179-180. <<

Página 1498
[73]Sobre Stein en particular, v. Andrea Hofmeister, «Presse und Staatsform
in der Reformzeit», en Heinz Duchhardt y Karl Teppe (eds.), Karl vom und
zum Stein: Der Akteur, der Autor, seine Wirkimgs— und Rezeptionsgeschichte
(Maguncia, 2003), pp. 29-48. <<

Página 1499
[74]
Matthew Levinger, «Hardenberg, Wittgenstein and the Constitutional
Question in Prussia, 1815-1822», German History, 8 (1990), pp. 257-277. <<

Página 1500
[1]Sack al ministro del Interior Dohna, Berlín, 15 de abril de 1809, citado en
Hermann Granier, Berichte aus der Berliner Französenzeit 1807-1809
(Leipzig, 1913), p. 401. <<

Página 1501
[2] Stamm-Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit, p. 299. <<

Página 1502
[3] Münchow-Pohl, Zwischen Reform und Krieg, pp. 133-134. <<

Página 1503
[4]Federico Guillermo III, nota manuscrita del 24 de junio de 1809, citada en
Stamm-Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit, p. 302. <<

Página 1504
[5] Sobre estos incidentes, v. Münchow-Pohl, Zwischen Reform und Krieg,
p. 139; Heinz Heitzer, Insurrectionen zwischen Weser und Elbe.
Volksbewegungen gegen die französische Fremdherrschaft im Königreich
Westfalen (1806-1813) (Berlín, 1959), p. 58-60. <<

Página 1505
[6] Citado en Münchow-Pohl, Zwischen Reform und Krieg, p. 140. <<

Página 1506
[7]El siguiente texto se ha tomado en gran medida de Georg Barsch,
Ferdinand von Schill’s Zug und Tod im fahre 1809. Zur Erinnerung an den
Heiden und die Kampfgenossen (Berlín, 1860). <<

Página 1507
[8] Ibid., p. 25. <<

Página 1508
[9] Klessmann (ed.), Deutschland unter Napoleon, p. 358. <<

Página 1509
[10]El jefe de Policía Gruner al ministro del Interior Dohna, informe del 2 de
mayo de 1809, citado en Stamm-Kuhlmann, König in Preussensgrosser Zeit,
p. 308. <<

Página 1510
[11]
Barsch, Schill, pp. 55, 72, 74, 100-112. Sobre la disposición de la cabeza
de Schill, v. Wolfgang Menzel, Germany from the Earliest Period with a
Supplementary Chapter of Recent Events by Edgar Saltus, trad. Mrs. George
Horrocks (4.a edic. 3 vols., Londres, 1848-1849; Alem. orig., Zúrich, 1824-
1825), vol. 3, p. 273. <<

Página 1511
[12]
Orden ministerial a Von der Goltz, 9 de mayo de 1809, citada en Stamm-
Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit, p. 309. <<

Página 1512
[13] Citado en ibid., p. 306. <<

Página 1513
[14]Blücher a Federico Guillermo, Stargard, 9 de octubre de 1809, en
Wilhelm Capelie, Blüchers Briefe (Leipzig, 1915) pp. 32-33. <<

Página 1514
[15]El texto completo del memorando del 8 de agosto de 1811 se halla en
Georg Heinrich Pertz, Das D’ben des Generalfeldmarschalls General Grafen
Neidhardt von Gneisenau (5 vols., Berlín, 1864-1869), vol. 2, pp. 108-142.
<<

Página 1515
[16] Heinrich von Kleist, «Germanien an ihre Kinder» (1809-1814; trad, del
autor), reimpr. con comentario en Helmut Sembdner, «Kleists Kriegslyrik in
unbekannten Fassungen», en id., In Sachen Kleist. Beiträge zur Forschung
(3.a ed., Múnich, 1994), pp. 88-98, acceso online en
http://www.textkritik.de/bka/dokumente/materialien/sembdnerkk.htm; último
acceso 21 de abril de 2004. <<

Página 1516
[17]
Friedrich Ludwig Jahn, Die deutsche Turnkunst (2.a ed., Berlín, 1847), pp.
VII, 97. <<

Página 1517
[18] Ibid., p. 97. <<

Página 1518
[19]
Sobre el carácter igualitario del uniforme de Turner, v. George L. Mosse,
The Nationalization of the Masses. Political Symbolism and Mass Movements
in Germany from the Napoleonic Wars through the Third Reich (Ithaca,
1975), p. 28. <<

Página 1519
[20] Citado en Simms, Struggle for Mastery, p. 95. <<

Página 1520
[21] Pertz, Gneisenau, vol. 2, pp. 121, 137. <<

Página 1521
[*]El término ruso ukáz, o ucase, se puede traducir por «decreto» o «edicto».
(N. del T). <<

Página 1522
[22]
Brillante síntesis sobre el origen del conflicto franco-ruso, con literatura,
puede verse en Schroeder, Transformation, pp. 416-426. <<

Página 1523
[23]Todas estas citas provienen de Münchow-Pohl, Zivischen Reform und
Krieg, pp. 352-356. <<

Página 1524
[24]Ompreda a Münster, Berlín, 26 de junio de 1812, en Friedrich von
Ompreda, Politischer Nachlass des hannoverschen Staats— und Cabinetts-
Ministers Ludwig v. Ompreda aus den Jahre 1804 bis 1813 (5 vols. Jena,
1862-1829), vol. 2, p. 281. <<

Página 1525
[25]
Informe borrador del 12 de noviembre de 1812, citado en Münchow-Pohl,
Zwischen Reform und Krieg, pp. 373-374. <<

Página 1526
[26]
Cita de una memoria publicada en 1825 por Johann Theodor Schmidt, en
Münchow-Pohl, Zwischen Reform und Krieg, p. 377. <<

Página 1527
[27] Informe de Schön, 21 de diciembre de 1812, citado en ibid., p. 378. <<

Página 1528
[28] Stamm-Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit, p. 362. <<

Página 1529
[29]
Federico Guillermo, notas del 28 de diciembre de 1812, citado y
comentado en ibid., pp. 362-364. <<

Página 1530
[30]Wilhelm von Schramm, Clausewitz. Leben und Werk (Esslingen, 1977),
pp. 401, 406-408. <<

Página 1531
[31]Sobre el debate respecto a si existía alguna forma de autorización para la
acción de Yorck, v. Theodor Schiemann, «Zur Würdigung der Konvention
von Tauroggen», Historische Zeitschrift, 84 (1900), p. 231. Para detalles de
las motivaciones y planes de Yorck, v. Peter Paret, Yorck and the Era of
Prussian Reform 1807-1815 (Princeton, 1966), espec. pp. 192-194. <<

Página 1532
[32]Yorck a Frederick William, 3 de enero de 1813. El texto completo se
encuentra en Schiemann, «Würdigung», pp. 229-232. <<

Página 1533
[33]
Johann Gustav Droysen, Das Leben des Feldmarschalls Grafen Yorck von
Wartenburg 13 vols., 7.a edic. Berlín, 1875), vol. I, pp. 209, 215, 226; Paret,
Yorck, pp. 155-157. <<

Página 1534
[34]
Yorck a Bülow, 13 de enero de 1813, citado en Droysen, Yorck von
Wartenburg, vol. I, p. 426. <<

Página 1535
[35] Ibid., pp. 426, 428-429, 434, 439-443. <<

Página 1536
[36] Citado en Stamm-Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit, p. 369. <<

Página 1537
[37] Citado en ibid., p. 371. <<

Página 1538
[38]
El texto completo de «An Mein Volk» puede verse online en Martin
Hentrich, http://www.davier.de/anmeinvolk.htm; último acceso 5 de abril de
2004. <<

Página 1539
[39] Stamm-Kuhlmann, König in Preussensgrosser Zeit, p. 373. <<

Página 1540
[40]Carl Euler, Friedrich Ludwig Jahn. Sein Leben und Wirken (Stuttgart,
1881), pp. 225, 262-280; Thomas Nipperdey, Deutsche Geschichte, 1800-
1860. Bürgerwelt und starker Staat (Múnich, 1983), pp. 83-85; Eckart
Klessmann (ed.), Die Befreiungskriege in Augenzeugenberichten (Düsseldorf,
1966), p. 41. <<

Página 1541
[41]Leopold von Gerlach, Diario de febrero/marzo de 1813, Bundesarchiv
Potsdam, 90 Ge 6 Tagebuch Leopold von Gerlach, I, fo. 42. <<

Página 1542
[42] Schroeder, Transformation, p. 457. <<

Página 1543
[43]
Para un análisis de esta fase de la campaña, con la que este esbozo está en
deuda, v. Michael V. Leggiere, Napoleon and Berlin. The Franco-Prussian
War in North Germany, 1813 (Norman, 2002), espec. pp. 256-277. <<

Página 1544
[44] Citado in Klessmann, Befreiungskriege, p. 168. <<

Página 1545
[45]
Etienne-Jacques-Joseph-Alexandre Macdonald, Souvenirs du maréchal
Macdonald, due de Tarente (París, 1892), citado en ibid., p. 173. <<

Página 1546
[46] Leggiere, Napoleon and Berlin, p. 293. <<

Página 1547
[47] Craig, Politics of the Prussian Army, pp. 64-65. <<

Página 1548
[48]Para un análisis detallado de la batalla, sobre el que se basa lo que
decimos, v. Peter Hofschroer, 1815. The Waterloo Campaign. Wellington, His
German Allies and the Battles of Ligny and Quatre Bras (Londres, 1999); id.,
1815. The Waterloo Campaign. The German Victory: From Waterloo to the
Fall of Napoleon (Londres, 1999), espec, pp. 116-129; David Hamilton-
William, Waterloo. New Perspectives. The Great Battle Reappraised
(Londres, 1993), pp. 332-353. <<

Página 1549
[49]
Hans-Wilhelm Möser, «Commandement et problèmes de commandement
dans l’armee prussienne de Basse-Rhénanie», en Marcel Watelet y Pierre
Courreur (eds.), Waterloo. Lieu de Mémoire européenne: histoires et
controverses (1815-2000) (Louvain-La-Neuve, 2000), pp. 51-57. <<

Página 1550
[50] Citado en Craig, Politics of the Prussian Army, p. 62. <<

Página 1551
[51]
Dennis Showalter, «Prussia’s Army: Continuity and Change, 1713-1830»,
en Dwyer (ed.), Rise of Prussia, pp. 234-5. <<

Página 1552
[52] Hofschroer, Waterloo Campaign. The German Victory, pp. 59-60. <<

Página 1553
[53] Leggiere, Napoleon and Berlin, p. 290. <<

Página 1554
[54] Hagen Schulze, Der Weg zum Nationalstaat. Die deutsche
Nationalbewegung vom IS. Jahrhundertbis zur Reichsgründung (Múnich,
1985), pp. 67-68; Ute Frevert, Die kasernierte Nation. Militärdienst und
Zivilgesellschaft in Deutschland (Múnich, 2001). <<

Página 1555
[55]Eugen Wolbe, Geschichte der Juden in Berlin und in der Mark
Brandenburg (Berlín, 1937), p. 238. <<

Página 1556
[56] Citado en Spiel, Fanny von Arnstein, p. 276. <<

Página 1557
[57]Sobre la Cruz de Hierro, v. Stamm-Kuhlmann, König in Preussensgrosser
Zeit, pp. 389-93. <<

Página 1558
[58]
Jean Quataert, Staging Philanthropy. Patriotic Women and the National
Imagination in Dynastic Germany (Ann Arbor, 2001), p. 30. <<

Página 1559
[59] El texto del documento que inaugura la orden puede consultarse en
«Preussische Order», http://www.preussenweb.de/prorden.htm; último acceso
del 10 de enero de 2006. <<

Página 1560
[60]Sobre los gimnastas y la masculinidad, v. David A. McMillan, «“… die
höchste und heiligste Pflicht…” Das Männlichkeitsideal der deutschen
Turnbewegung, 1811-1871», in Thomas Kühne (ed.), Männergeschichte,
Geschlechtergeschichte (Fráncfort del Meno, 1996), pp. 88-100. Sobre Arndt,
v. Karen Hagemann, «Der “Bürger” ais Nationalkrieger. Entwürfe von
Militär, Nation und Männlichkeit in der Zeit der Freiheitskriege», en Karen
Hagemann y Ralf Pröve (coords.), Landsknechte, Soldaten frauen und
Nationalkrieger (Fráncfort del Meno, 1998), pp. 78-89. <<

Página 1561
[61] Esta es una de las principales controversias de Karen Hagemann,
«Männliche Muth und Deutsche Ehre»: Nation, Militär und Geschlecht zur
Zeit der Antinapoleonischen Kriege Preussens (Paderborn, 2002). Sobre el
servicio militar y la masculinidad, v. Frevert, Die kasernierte Nation, pp. 43-
9; sobre la partición femenina, pp. 50-62. <<

Página 1562
[62]T. A. H. Schmalz, Berichtigung einer Stelle in der Bredow-Venturinischen
Chronik vom Jahre 1808 (Berlín, 1815), p. 14. El panfleto se publicó
pretextando la corrección de una referencia biográfica errónea en el
almanaque Bredow-Venturini. <<

Página 1563
[63]V. el artículo sobre Schmalz en Allgemeine Deutsche Biographie, vol 31
(Leipzig, 1890), pp. 624-627. <<

Página 1564
[64]«Es ist kein Krieg, von dem die Kronen wissen;/ Es ist ein Kreuzzug, s’ist
ein heil’ger Krieg!», del poema «Autruf» (1813), en T. Korner, Sämmtliche
Werke, ed. K. Streckfuss (3.a edic., Berlín, 1838), p. 21. <<

Página 1565
[65]
George Mosse, Fallen Soldiers. Reshaping the Memory of the World Wars
(Nueva York, Oxford, 1990), pp. 19-20. <<

Página 1566
[66]Friedrich von Gentz, Schriften von Friedrich von Gente. Ein Denkmal, ed.
G. Schlesier (5 vols., Mannheim, 1838-40), vol. 3, pp. 39-40, ; <<

Página 1567
[67] Nipperdey, Deutsche Geschichte, pp. 83-85. <<

Página 1568
[68]George Henry Rose a Castlereagh, Berlín, 6 de enero de 1816, PRO FO
64 101, fo. 8. Sobre la «fermentación en todos los órdenes del estado» y la
insubordinación en el ejército regular tras el fin de las hostilidades en 1815, v.
asimismo Castlereagh a C. H. Rose, Blickling, 28 de diciembre de 1815, PRO
FO 64 100, fo. 241. <<

Página 1569
[69]
V. Leopold von Gerlach, «Familiengeschichte» (escrita por Leopold von
Gerlach en los años 1850 y continuada por su hermano Ludwig tras su muerte
en 1859), en Hans-Joachim Schopes (ed.) Aus den Jahren preussicher Not
und Erneuerung. Tagebücher und Briefe der Gebrüder Gerlach und ihres
Kreises 1805-1820 (Berlín, 1963), p. 95. <<

Página 1570
[70]V., p ej., Friedrich Keinemann, Westfalen im Zeitalter der Restauration
und der Juli-Revolution 1815-1833. Quellen zur Entwicklung der Wirtschaft,
zur materiellen Lage der Bevölkerung und zum Erscheinungsbild der
Volksstimmung (Münster, 1987), espec. pp. 22-23, 31, 94, 95, 100, 273.
También el relato contemporáneo de las celebraciones de la memoria,
compilado a iniciativa de Ernst Moritz Arndt por el patriota Karl Heinrich
Wilhelm Hoffmann, Des Teutschen Volkes Feuriger Dank und Ehrentempel
(Offenbach, 1815). <<

Página 1571
[71]Sobre el papel de estos grupos en la memorialización de la «experiencia
general» de 1813-1815, v. Eckhard Trox, Militärischer Konservatismus.
Kriegervereine und «Militärpartei» in Preussen zwischen 1815 und 1848/49
(Stuttgart, 1990), espec. pp. 56-57. <<

Página 1572
[72]
Vössische Zeitung, n.º 132 (5 de junio de 1845), n°. 147 (27 de junio de
1847). <<

Página 1573
[73] Theodor Fontane, Meine Kinderjahre. Autobiographischer Roman
(Fráncfort del Meno, 1983), pp. 126-130. <<

Página 1574
[74] Schiemann, «Würdigung…», p. 217. <<

Página 1575
[75]Sobre el papel de la localidad en la formación de la memoria de la guerra
y de la interacción entre las formas de memorialización «nacional» y «local»
tras la Primera Guerra Mundial, v. A. Prost, «Mémoires locales et mémoires
nationales. Les monuments de 1914-18 en France», Guerres Mondiales et
Conflits Contemporains, 42 (julio de 1992), pp. 42-50. <<

Página 1576
[76] Fischer, Judentum, Staat und Heer, pp. 33, 38. <<

Página 1577
[77] Moshe Zimmermann, Hamburgischer Patriotismus und deutscher
Nationalismus. Die Emanzipatiun der Juden in Hamburg. 1830-1865
(Hamburgo, 1979), p. 27; Frevert, Die kasernierte Nation, pp. 95-103. <<

Página 1578
[78]V., p.ej., Der Orient, 4 (1843), n.° 47, 21 de noviembre de 1843, pp. 379-
382; ibid., n.° 48, 28 de noviembre de 1843, pp. 379, 387; ibid., n.° 51, 19 de
diciembre de 1843, p. 403. Sobre las respuestas del Allgemeine Zeitung des
Judentums y otxos periódicos liberales como el Aachener Zeitung and
Vössische Zeitung, v. Fischer, Judentum, Staat und Heer, pp. 47-53. <<

Página 1579
[79]V. Ziva Amishai-Maisels, «Innenseiter, Aussenseiter: Moderne jüdische
Künstler im Portrait», en Andreas Nachama, Julius Schoeps, Edward von
Voolen (eds.), Jüdische Lebenswelten. Essays (Fráncfort del Meno, 1991),
pp. 165-184. <<

Página 1580
[80]
Sobre la obra de Oppenheimer, v. I. Schorsch, «Art as Social History:
Moritz Oppenheimer and the German Jewish Vision of Emancipation», en id.,
From Text to Context. The Turn to History in Modern Judaism (Hanover,
1994), pp. 93-117. <<

Página 1581
[81]Helmut Börsch-Supan y Lucius Griesebach (eds.), Karl Friedrich
Schinkel. Architektur, Malerei, Kunstgewerbe (Berlín, 1981), p. 143. <<

Página 1582
[82] Mosse, Fallen Soldiers, p. 20. <<

Página 1583
[83] Börsch-Supan y Griesebach, Schinkel, p. 143. <<

Página 1584
[84]Citado en Jost Hermand, «Dashed Hopes: On the Painting of the Wars of
liberation», trad. J. D. Steakley, en S. Drescher, D. Sabean y A. Sharlin (eds.),
Political Symbolism in Modern Europe. Essays in Honor of George L. Mosse
(New Brunswick, Londres, 1982), pp. 216-238. El pasaje en la
correspondencia de Friedrich con Arndt se tomó por los investigadores de la
Comisión Real Prusiana de Investigación de Maguncia como prueba
potencialmente incriminatoria durante los interrogatorios de Arndt de 1821.
C. Sommerhage, Caspar David Friedrich. Zum Portrait des Malers ais
Romantiker (Paderborn, Múnich, Viena, Zurich, 1993), p. 127. <<

Página 1585
[85]Citado en Reinhart Koselleck, «Kriegerdenkmale ais Identitätsstiftungen
der Überiebenden», en Odo Marquard y Karlheinz Stierle (eds.) Identität
(Múnich, 1979), pp. 255-276. La observación se cita en una carta a
Stägemann del 30 de agosto de 1822, en la que Schön sigue preguntando: «Si
todos los amigos del rey tienen que tener una estatua, ¿dónde está el límite?».
<<

Página 1586
[86]V., p ej., Otto Dann, Nation und Nationalistnus in Deutschland 1770-1990
(Múnich, 1993), pp. 86-87; Schulze, Der Weg zum Nationalstaat, pp. 63-65;
Dieter Langewiesche, «Fur Volk und Vaterland krüftig zu wirken: Zur
politischen und gesellschaftlichen Rolle der Turner zwischen 1811 und
1871», en Omino Grupe (ed.), Kulturgut oder Körperkult? Sport und
Sportwissenschaft im Wandel (Tubinga, 1990), pp. 22-61; Dieter Düding,
Organisierter gesellschaftlicher Nationalismus in Deutschland (1808-1847).
Bedeutung und Funktion der Turner— und Sangervereine für die deutsche
Nationalbewegung (Múnich, 1984), pp. 85-86. Mi texto sobre el movimiento
de Turner debe mucho al excelente análisis de Düding de los primeros pasos
del movimiento nacionalista. <<

Página 1587
[87]«Grundsätze und Beschlüsse der Wartburgfeier, den studierenden Brüdern
auf anderen Hochschulen zur Annahme, dem gesamten Vaterlande zur
Würdigung vorgelegt von den Studierenden in Jena», Principios §3. Este
documento, escrito por sugerencia del historiador de Jena Heinrich Luden en
diciembre de 1817, se transcribe en H. Ehrentreich, «Heinrich Luden und sein
Einfluss auf die Burschenschaft», en Herman Haupt (ed.), Quellen und
Darstellungen, (17 vols., Heidelberg, 1910-1940), vol. 4 (1913), pp. 48-129
(texto en pp. 113-129, cita de pp. 114, 117). <<

Página 1588
[88]Sobre el romanticismo y el surgimiento de un «arte de la experiencia»
(Erlebniskunst), v. Joseph Leo Koerner, Caspar David Friedrich and the
Subject of Landscape (Londres, 1990), pp. 13, 109. <<

Página 1589
[89] Nipperdey, Deutsche Geschichte, p. 280. <<

Página 1590
[90]
Dietmar Klenke, «Nationalkriegerisches Gemeinschaftsideal als politische
Religion. Zum Vereinsnationalismus der Sänger, Schützen und Turner am
Vorabend der Einigungskriege», Historische Zeitschrift, 260 (1995), pp. 395-
448. <<

Página 1591
[91]Leopold von Gerlach, Diario, Breslau, febrero 1813, Bundesarchiv
Potsdam, 90 Ge 6 Tagebuch Leopold von Gerlach, I, fo. 60. <<

Página 1592
[92]Stein al Conde Münster (ministro hanoveriano en Londres), l de diciembre
de 1812, citado en John R. Seeley, The Life and Times of Stein, or: Germany
and Prussia in the Napoleonic Age (3 vols., Cambridge, 1878), vol. 3, p; 17.
<<

Página 1593
[93] Como ejemplos, v. Johann Gustav Droysess, Vorlesungen über die
Freiheitsriege (Kiel, 1846); Heinrich Sybel, Die Erhebung Europas gegen
Napoleon I (Múnich, 1860). V. también Joachim Streisand, «Wirkungen und
Beurteilungen der Befreiungskriege», en Fritz Straube (ed.), Das Jahr 1813.
Studien zur Geschichte und Wirkung der Befreiungskriege (Berlín [Este],
1963), pp. 235-251. Sobre la nacionalización de los símbolos prusianos a
fines del siglo XIX y comienzos del XX, v. Demandt, Luisenkult, pp. 379-
430; Svenja Goltermann, Körper der Nation: Habitusformierung und die
Politik des Turnens, 1860-1890 (Gotinga, 1998) y Rainer Lübbren, Swinegel
Uhland. Persönlichkeiten im Spiegel von Strassennamen (Heiloo, 2001),
pp. 32-41. Como apunta Lübbren, muchas calles alemanas se denominan hoy
día con el nombre de Friedrich Ludwig Jahn más que cualquier otra figura
histórica alemana exceptuado Schiller. Sobre Jena 1806 como símbolo
nacional, v. Jürgen John, «Jena 1806: Symboldatum der Geschichte des 19.
und 20. Jahrhunderts», en Fesser y Jonscher (eds.), Umbruch im Schatten
Napoleons, pp. 177-195. <<

Página 1594
[1]Sobre la crisis polaco-sajona, v. Schroeder, Transformation, pp. 523-538;
Stamm-Kuhlmann, König in Preussens grosser Zeit, pp. 399-401. <<

Página 1595
[2]
Michael Rowe, From Reich to State. The Rhineland in the Revolutionary
Age, 1780-1830 (Cambridge, 2003), p. 2.14. <<

Página 1596
[3] Schroeder, Transformation, p. 544. <<

Página 1597
[4]Metternich a Trauttmannsdorff, 18 de marzo de 1828, citado en Lawrence
J. Baack, Christian Bernstorff and Prussia. Diplomacy and Reform
Conservatism 1818-1832 (New Brunswick, 1980), p. 126. <<

Página 1598
[5] Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. 2., pp. 125-139. <<

Página 1599
[6]
Rolf Dumke, «Tariffs and Market Structure: the German Zollverein as a
Model for Economic Integration», en W. Robert Lee (ed.), German Industry
and Industrialisation (Londres, 1991), pp. 77-115. <<

Página 1600
[7]Wolfram Fischer, «The German Zollverein. A Study in Customs Union»,
Kyklos, 13 (1960), pp. 65-89; William O. Henderson, The Zollverein
(Londres, 1968); W. Robert Lee, «“Relative Backwardness” and Long-run
Developmem. Economic, Demographic and Social Changes», en Philip G.
Dwyer (ed.), Modern Prussian History 1830-1947 (Harlow, 2001), pp. 61-87.
<<

Página 1601
[8]El estudio clásico de esta tradición es el de Helmut Böhme, Deutschlands
Wegzur Grossmacht (Colonia, 1966), v. espec. pp. 211-215; id., Introduction
to the Social and Economic History of Germany: Politics and Economic
Change in the Nineteenth and Twentieth Centuries, trad, y ed. W. Robert Lee
(Oxford, 1978). Para una argumentación más reciente sobre el efecto de que
la Zollverein estableció las bases de la superioridad industrial de Prussia y por
tanto del dominio prusiano sobre el estado-nación alemán, v. Wehler,
Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. 2., pp. 134-135, vol. 3, pp. 288-289,
556. <<

Página 1602
[9]Para un análisis revisionista del impacto económico de la Zollverein, con
una panorámica de la literatura reciente, v. Hans-Joachim Voth, «The
Prussian Zollverein and the Bid for Economic Superiority», en Dwyer (ed.),
Modern Prussian History. <<

Página 1603
[10] Baack, Christian Bernstorff p. 337. <<

Página 1604
[11]Sobre la crisis de 1830, v. Robert D. Billinger Jr, Metternich and the
Germans. States, Rights and Federal Duties, 1820-1834 (Newark, 1991),
pp. 50-109; Jörgen Angelow, Von Wien nach Königgrätz. Die
Sicherheitspolitik des deutschen Bundes im europäischen Gleichgewicht
(1815-1866) (Múnich, 1996), pp. 97-106. <<

Página 1605
[12]Citado en Johann Gustav Droysen, «Zur Geschichte der preussischen
Politik in den jahren 1830-1832», en id., Abhandlungen zur neueren
Geschichte, pp. 3-131 <<

Página 1606
[13]Luis I a Federico Guillermo III, 17 de marzo de 1831, en Anton Chroust
(ed.), Gesandt-schaftsberichte aus München 1814-1848, Abteijung III., Die
Berichte der preussischen Gesandten (5 vols., Múnich, 1950) (=
Schrifienreihe zur bayerischen Landesgeschichte, vol. 40), vol. 2., pp. 196-
197, n. 1. <<

Página 1607
[14]
Rühle von Lilienstern a Federico Guillermo III, 27 marzo 1831, citado en
Baack, Christian Bernstorff, pp. 271-272. <<

Página 1608
[15] Ibid., pp. 284-294. <<

Página 1609
[16]Robert D. Billinger, «They Sing the Best Songs Badly: Metternich,
Frederick William IV and the German Confederation during the War Scare of
1840-1841», en Heinrich Rumpier (ed.), Deutscher Bund und Deutsche Frage
1815-1866 (Viena, Múnich, 1990), pp. 94-113; Angelow, Von Wien nach
Königgrätz, pp. 114-125. <<

Página 1610
[17]
Hess a Metternich, Berlín, 5 de febrero de 1841, citado en Billinger,
«They Sing the Best Songs», p. 103. <<

Página 1611
[18] Ibid., 4 de marzo de 1841, citado en ibid., pp. 109-110. <<

Página 1612
[19]
William Russell al vizconde Palmerston, Berlín, 18 de septiembre de
1839, en Markus Mösslang, Sabine Freitag y Peter Wende (eds.), British
Envoys to Germany, 1816-1866 (3 vols., Cambridge, 2002—), vol. 2., 1830-
1847, p. 180. <<

Página 1613
[20]William Russell al vizconde Palmerston, Berlín, 3 de mayo de 1837, en
ibid., P-160. <<

Página 1614
[21]
Sobre la implicación del zar en los intentos de obligar permanentemente a
la monarquía prusiana a ser un sistema absolutista, v. Stamm-Kuhlmann,
König in Preussens grosser Zeit, p. 557. <<

Página 1615
[22] Winfried Baumgart, Europäisches Konzert und nationale Bewegumg
1830-1878 (= Handbuch der Geschichte der Intemationalen Beziehungen,
vol. 6, Paderborn, 1999), p. 243. <<

Página 1616
[23]Mi texto sobre estos acontecimientos es deudor del análisis de George S.
Williamson, «What killed August von Kotzebue?», Journal of Modern
History, 72 (2000) pp. 890-943. V también Nipperdey, Deutsche Geschichte,
pp. 281-282. <<

Página 1617
[24]De Wette a la madre de Sand, 31 de marzo de 1819, citado en Matthew
Levinger, Enlightened Nationalism. The Tranformation of Prussian Political
Culture 1808-1848 (Oxford, 2000), p. 142. <<

Página 1618
[25]
V Edith Ennen, Ernst Moritz Arndt 1769-1860 (Bonn, 1968), pp. 22-28;
Karl Heinz Schäfer, Ernst Moritz Arndt als politischer Publizist. Sudien zur
Publizistik, Pressepolitik und kollektivem Bewusstsein im frühen 19.
Jahrhundert (Bonn, 1974), pp. 143, 212-216. <<

Página 1619
[26] Schoeps, Not und Erneuerung, pp. 35, 210-211. <<

Página 1620
[27]Thomas Stamm-Kuhlmann, «Restoration Prussia, 1786-1848», en Dwyer
(ed.). Modern Prussian History, pp. 43-65; Levinger, Enlightened
Nationalism, pp. 135-136; Eric Dorn Brose, The Politics of Technological
Change in Prussia. Out of the Shadow of Antiquity (Princeton, 1993), pp. 53-
56. <<

Página 1621
[28]
V., p. ej., Hardenberg a Wittgenstein, Berlín, 4 de abril de 1819, en Hans
Branig (ed.), Briefwechsel des Fürsten Karl August u Hardenberg mit dem
Fürsten Wilhelm Ludwig von Sayn-Wittgenstein, 1806-1822 (=
Verqffentlichungen aus den Archiven Preussischer Kulturbesitz, vol. 9)
(Colonia, 1972.), p. 248; Levinger, «Hardenberg, Wittgenstein and the
Constitutional Question». <<

Página 1622
[29] Citado en Levinger, Enlightened Nationalism, p. 151. <<

Página 1623
[30]Jonathan Sperber, Rhineland Radicals. The Democratic Movement and
the Revolution of 1848-1849 (Princeton, 1991), pp. 39-40. <<

Página 1624
[31]Gustav Croon, Der Rheinische Provinzialandtag bis zum Jahre 1874. Im
Auftrage des Rheinischen Provinzialauschusses (Düsseldorf, 1918, reimpr.
Bonn, 1974), pp. 30-41. <<

Página 1625
[32] Neugebauer, Politischer Wandel, p. 118. <<

Página 1626
[33]Koselleck, Preussen zwischen Reform und Revolution; cf. para Baviera,
Demel, Der bayerisehe Staatsabsolutismus 1806/08-1817. Sobre la
historiografía de la reforma, v. Paul Nolte, «Vom Paradigma zur Peripherie
der hislorischen Forschung? Geschichten der Verfassungspolitik in der
Reforrnzeit», en Stamm-Kuhlmann, «Freier Gebrauch der Kräfte», pp. 197-
216. <<

Página 1627
[34]
Jörg van Norden, Kirche und Staat im preussischen Rheinland 1815-1838.
Die Genese der Rheinisch-Westfälischen Kirchenordnung vom 5.3.1835
(Colonia, 1991). <<

Página 1628
[35]Dirk Blasius, «Der Kampf um die Geschworenengerichte im Vormärz»,
en Hans-Ulrich Wehler (ed.), Sozialgeschichte heute. Festschrift für Hans
Rosenberg zum 70. Geburtstag (Gotinga, 1974); Christina von Hodenberg,
Die Partei der Unparteiischen. Der Liberalismus derpreussischen
Richterschaft 1815-1848/49 (Gotinga, 1996), p. 80. <<

Página 1629
[36]
Kenneth Barkin, «Social Control and Volksschule in Vormärz Prussia»,
Central European History, XVI (1983), pp. 31-52. <<

Página 1630
[37]
Horace Mann, Report on an Educational Tour in Germany and Parts of
Great Britain and Ireland (Londres, 1846), p. 163. <<

Página 1631
[38]Karl-Ernst Jeismann, Das preussische Gymnasium in Staat und
Gesellschaft (2 vols., Stuttgart, 1996), vol. 2, pp. 114-115. <<

Página 1632
[39] Este es uno de los temas centrales de Levinger, Enlightened Nationalism.
<<

Página 1633
[40]El trabajo estándar sobre la política parlamentaria prusiana antes de 1848
sigue siendo el exhaustivo estudio de Herbert Obenaus, Anfänge des
Parlamentarismus in Preussen bis 1848 (Düsseldorf, 1984), pp. 202-209. V.
asimismo Neugebauer, Politischer Wandel, pp. 312-17. <<

Página 1634
[41] Neugebauer, Politischer Wandel, pp. 174, 179. <<

Página 1635
[42] Ibid., pp. 390, 396-7, 399, 401, 404. V. también Obenaus, Anfänge,
pp. 407-410, 583-594. <<

Página 1636
[43] Neugebauer, Politischer Wandel, pp. 430-431. <<

Página 1637
[44] Hagen, Germans, Poles and Jews, p. 79. <<

Página 1638
[45]Thomas Sorrier, Entre Allemagne et Pologne. Nations et Identités
Frontalières. 1848-1914 (París, 2002), espec. pp. 37-51. <<

Página 1639
[46]Georg W. Strobel, «Die libérale deutsche Polenfreundschaft und die
Erneuerungsbewegung Deutschlands», en Peter Ehlen (ed.), Der polnische
Freiheitskampf 1830/311 (Múnich, 1982), pp. 31-47. <<

Página 1640
[47]Todo el material citado de Hagen, Germans, Poles and Jews, pp. 87-91;
Irene Berger, Die preussische Verwaltung des Regierungsbezirks Bromberg
(1815-1847) (Colonia, 1966), p. 71. <<

Página 1641
[48]Alfred Hartlieb von Wallthor, «Die Eingliederung Westfalens in den
preussischen Staat», en Peter Baumgart (ed.), Expansion und Integration. Zur
Eingliederung neugewonnener Gebiete in den preussischen Staat (Colonia,
1984), pp. 227-254. <<

Página 1642
[49] Croon, Der Rheinische Provinziallandtag, p. 116. <<

Página 1643
[50]James M. Brophy, Joining the Political Nation. Popular Culture and the
Public Sphere in the Rhineland, 1800-1850 (entonces en preparación:
Cambridge, 2006). Agradezco al profesor Brophy su permiso para citar en
este libro su manuscrito aún no publicado. <<

Página 1644
[51] Treitschke, Deutsche Geschichte, vol. 5, p. 141. <<

Página 1645
[52]Carta de R. Smith al Comité de la Londres Society for Promoting
Christianity among the Jews, 17 de diciembre de 1827, en The Jewish
Expositor and Friend of Israel, 13 (1828), p. 266. <<

Página 1646
[53]Citado en F. Fischer, Moritz August von Bethmann Hollweg und der
Protestantismus (Berlín, 1937), p. 70. <<

Página 1647
[54]Adalbert von der Recke, Tagebuch für die Rettlungsanstalt zu Düsselthal
1822-1823, Archiv der Graf-Recke-Stiftung Düsselthal 1822-3, fo. 8 (19 de
enero de 1822). <<

Página 1648
[55] Ibid., fo. 29 (3 de febrero de 1822). <<

Página 1649
[56]Gerlach, «Das Königreich Gottes», Evangelische Kirchenzeitung, 68
(1861), cols. 438-454. <<

Página 1650
[57]J. von Gerlach (ed.), Ernst Ludwig von Gerlach. Aufzeichnungen aus
seinem Leben und Wirken 1795-1877 (Schwerin, 1903), pp. 132, 149-150. <<

Página 1651
[58]
Friedrich Wiegand, «Eine Schwärmerbewegung in Hinterpommern vor
hundert Jahren», Deutsche Rundschau, 189 (1921), pp. 323-336. <<

Página 1652
[59]Christopher Clark, «The Napoleonic Moment in Prussian Church Policy»,
en David Laven y Lucy Riall (eds.), Napoleon’s Legacy. Problems of
Government in Restoration Europe (Oxford, 2000), pp. 217-235; Christopher
Clark, «Confessional Policy and the Limits of State Action: Frederick
William III and the Prussian Church Union 1817-1840», Historical Journal,
39 (1996), pp. 985-1004. <<

Página 1653
[60]V. p. ej., GStA Berlín-Dahlem, HA I Rep. 76 III, Sekt. 1, Abt. XHIa, Nr.
5, vol. I. <<

Página 1654
[61]Para una discusión comparativa de la Unión Prusiana y el Concordato,
v. Clark, «The Napoleonic Moment», en Laven y Riall (eds.), Napoleon s
Legacy, PP-217-235. <<

Página 1655
[62] Helga Franz-Duhme y Ursula Roper-Vogt (eds.), Schinkels
Vorstadtkirchen. Kirchenbau mid Gemeindegründung miter Friedrich
Wilhelm III. In Berlin (Berlín, 1991), pp. 30-60. <<

Página 1656
[63]Rulemann Friedrich Eylert, Charakter-Züge und historische Fragmente
aus dem Leben des Königs von Preussen Friedrich Wilhelm III (3 vols.,
Magdeburgo, 1844-6), vol. 3, p. 304. <<

Página 1657
[64]Gobierno de Fráncfort del Oder a Rochow, Fráncfort del Oder, 9 de junio
de 1836, GStA Berlín-Dahlem, HA 1, Rep. 76 III, Sekt. I, Abt. XHIa, Nr. 5,
vol. 2, BI. 207-208. <<

Página 1658
[65]Huschke, Steffens, Gempier, von Haugwitz, Willisch, Helling, Schleicher,
Mühsam, Kaestner, Mage y Borne a Federico Guillermo III, Breslau, 23 de
junio de 1830, GStA Berlín-Dahlem, HA I, Rep. 76 III, Sekt. 15, Abt. XVII,
Nr. 44, val. 1. Referencias a generaciones anteriores de «padres» son
corrientes en la literatura luterana de peticiones. <<

Página 1659
[66]
Neue Würzburger Zeitung, 22 junio 1838, transcrito en GStA Berlín-
Dahlem, HA I, Rep. 76 III, Sekt. 1, Abt. XIHa, Nr. 5, vol. 2, BI. 135. <<

Página 1660
[67] Citado en Stamm-Kuhlmann, König in Preussensgrosser Zeit, p. 544. <<

Página 1661
[68] Nils Frey tag, Aberglauben im 19.jahrhundert. Preussen und die
Rheinprovinz zwischen Tradition und Moderne (1815-1918) (Berlín, 2003),
pp. 117-118. <<

Página 1662
[69]
Christoph Weber, Aufklärung und Orthodoxie am Mittelrhein 1820-1850
(Múnich, 1973), pp. 46-47. <<

Página 1663
[70] Freytag, Aberglauben, pp. 322-333. <<

Página 1664
[71] Ibid., pp. 333-344. <<

Página 1665
[72]
Sobre Schoenherr, v. H. Olshausen, Leben und Lehre des Konigsberger
Theosophen Johann Heinrich Schoenherr (Königsberg, 1834). <<

Página 1666
[73]
Pastor Diestel al Consistorio de Königsberg, 15 de octubre de 1835, GStA
Berlín-Dahlem, HA I, Rep. 76 111, Sekt. 2, Abt. XVI, Nr. 4, vol. I. <<

Página 1667
[74]
Relación basada en informes de prensa contemporánea, en Samuel Laing,
Notes of a Traveller on the Social and Political State of France, Prussia,
Switzerland, Italy and Other Parts of Europe during the Present Century
(Londres, 1854), pp. 109-110. <<

Página 1668
[75] Para detalles sobre la controversia Schoenherr-Ebel, v. los trabajos
reunidos en GStA Berlín-Dahlem, HA I, Rep. 76 III, Sekt. 2, Abt. XVI, Nr. 4,
vols. 1 y 2. V. también P. Konschel, Der Königsberger Religionsprozess
gegen Ebel und Diestel (Königsberg, 1909) y Ernst Wilhelm Graf von Kanitz,
Aufklärung nach Actenquellen. Über den 1835 bis 1842 zu Königsberg in
Preussen geführten Religionsprozess für Welt— und Kirchen-Geschichte
(Basilea, 1862). <<

Página 1669
[76]
Recomendación del Ministerio de Finanzas, 28 de noviembre de 1816, en
Freund, Die Emanzipation der Juden, vol. I, pp. 475-496. <<

Página 1670
[77] Fischer Judentum, Staat und Heer, p. 95. <<

Página 1671
[78] Federico Guillermo III, orden ministerial del 14 junio de 1824,
reproducido en Bildarchiv Preussischer Kulturbesitz, Juden in Preussen: Ein
Kapitel deutscher Geschichte (Dortmund, 1981), p. 195; Nathan Samten
Judentaufen im 19. Jahrhundert (Berlín, 1906), p. 37. Sobre Burg en general,
v. la edición de sus memorias: Meno Burg, Geschichte nieines Dienstlebens.
Erinnerungen eines jüdischen Majors der preussischen Armee (Berlín, 1998).
<<

Página 1672
[79]Sobre esta política, v. Christopher Clark, «The Limits of the Confessional
State: Conversions to Judaism in Prussia 1814-1843», Past & Present, 147
(1995), pp. 159-179. <<

Página 1673
[80] Clark, Politics of Conversion. <<

Página 1674
[81]Orden ministerial de Federico Guillermo III, enviada en circular a todos
los superintendentes de las iglesias, 18 de octubre de 1821, Evangelisches
Zentralarchiv, Berlín, 9/37. <<

Página 1675
[82]Friedrich Julius Stahl, Der christliche Staat und sein Verhältniss zum
Deismus und Judenthum. Eine durch die Verhandlungen des vereinigten
landtages hervorgenfene Abhandlung (Berlín, 1847), pp. 7, 27, 31-33. Sobre
el debate en la Dieta Unida, v. Wanda Kampmann, Deutsche und Juden.
Studien zur Geschichte des deutschen Judentums (Heidelberg, 1963), pp. 189-
205. Sobre la teoría política de Stahl más en general, v. Willi Füssl, Professor
in der Politik. Friedrich Julius Stahl (1802-1861) (Gotinga, 1988). <<

Página 1676
[83]«Ulm, 12 September», Der Orient, 3 (1842), pp. 342-343; «Vorwärts in
der Judenemanzipation: Ein ofrenes Sendschreiben», Der Orient, 4 (1843),
p. 106; «Tübingen, im Februar», Der Orient, 5 (1844), p. 68. <<

Página 1677
[84] Heinrich, Staat und Dynastie, p. 316. <<

Página 1678
[85]Thomas Stamm-Kuhlmann, «Pommern 1815 bis 1875», en Werner
Buchholz (ed.), Deutsche Geschichte im Osten Europas: Pommmern (Berlín,
1999), pp. 366-422; Ilja Mieck, «Preussen von 1807 bis 1850. Reformen,
Restauration und Revolution», en Büsch et al. (eds.), Handbuch
derpreussischen Geschichte, vol. 2, pp. 3-292. <<

Página 1679
[86] Karl Georg Faber, «Die kommunale Selbstverwaltung in der
Rheinprovinz im neunzehnten Jahrhundert», Rheinische Vierteljahrsblätter,
30/1 (1965), pp. 132-151. <<

Página 1680
[87]Manfred Jehle (ed.), Die Juden und die jüdischen Gemeinden Preussens
in amtlichen Enquêten des Vormärz (4 vols., Múnich, 1998), vol. I, pp. 140-
141. <<

Página 1681
[88]Sobre la reforma de Westfalia, v. NorbertWex, Staatliche Bürokratie und
städtische Autonomie. Entstehung, Einführung und Rezeption des Revidierten
Städteordnung von 1831 in Westfalen (Paderborn, 1997). <<

Página 1682
[89] Citado por Theodor Schieder, «Partikularismus und nationales
Bewusstsein im Denken des Vormärz», en Werner Conze (ed.), Staat und
Gesellschaft im deutschen Vormärz 1815-1848 (Stuttgart, 1962), pp. 9-38.
Sobre el carácter «federal» del estado prusiano, v. Abigail Green, «The
Federal Alternative: A New View of Modern German History?» en Historical
Journal (entonces en preparación); agradezco al Dr. Green por dejarme ver
una versión de su artículo antes de su publicación. <<

Página 1683
[90]
Klaus Pabst, «Die preussischen Wallonen —eine staatstreue Minderheit
im Westen», en Hans Henning Hahn y Peter Kunze (eds.), Nationale
Minderheiten und staatliche Minderheitenpolitik in Deutschland im 19.
Jahrhundert (Berlín, 1999), pp. 71-79. <<

Página 1684
[91]Otto Friedrichs, Das niedere Schulwesen im linksrheinischen Herzogtum
Kleve 1614-1816. Ein Beitrag zur Regionalgeschichte der Elementarschulen
in Brandenburg-Preussen (Bielefeld, 2000). Sobre los Kuren, v. Andreas
Kossert, Ostpreussen. Geschichte und Mythos (Berlín, 2005), pp. 190-195. <<

Página 1685
[92]
Forstreuter, «Die Anfänge der Sprachstatistik» en id., Wirkungen, pp. 113,
315, 316. <<

Página 1686
[93]Kurt Forstreuter, Die Deutsche Kidturpolitik im sogenannten Preussisch-
Litauen (Berlín, 1933), p. 341. <<

Página 1687
[94] Samuel Laing, Notes of a Traveller, p. 67. <<

Página 1688
[95] Para ejemplos de peticiones separatistas que citan el código, v. las
transcripciones en Johann Gottfried Scheibel, Actenmässige Geschichte der
acuesten Unternehmungen einer Guion zwischen der reformirtes und der
lutherischen Kirche vorzüglich durch gemeinschaftliche Agende in
Deutschland und besonders in dem preussischen Staate (2 vols., Leipzig,
1834), vol. 2, pp. 95-104, 106-107, 197-208, 211-212. Sobre el código como
núcleo de una identidad unitaria, v. Koselleck, Preussen Zwischen Reform
und Revolution, pp. 23-51. <<

Página 1689
[96]«Hier bei uns im Preussenlande / Ist der König Herr; / Durch Gesetz und
Ordnungsbande / Stänkert man nicht kreuz und quer». Citado en Brophy,
Joining the Political Nation, cap. 2. <<

Página 1690
[97]
Rudolf Lange, Der deutsche Schulgesang seit fünfzig jahren. Ein Beitrag
zur Schulbuchliteratur (Berlín, 1867), pp. 50-51. Después de 1945, el
«Preussenlied» se hizo popular en los círculos de expulsados del este de
Prusia en Alemania occidental, aunque la Prusia que ellos cantaban no era el
Reino de Prusia, sino las tierra prusianas del Báltico al este. <<

Página 1691
[98] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Elements of the Philosophy of Right,
trad. H. B. Nisbet, ed. Allen W. Wood, §258, p. 279 [trad, españ. Elementos
de Filosofía del Derecho. Editorial Claridad, Buenos Aires, 1968]. Mi
comprensión de la teoría del estado de Hegel se debe al manuscrito no
publicado de Gareth Stedman Jones «Civilising the People: Hegel»;
agradezco al prof. Stedman Jones por permitirme ver este trabajo antes de que
apareciese impreso. <<

Página 1692
[99] Ibid., §273, p. 312. <<

Página 1693
[100]Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Die Philosophie des Rechts. Die
Mitschriften Wannenmann (Heidelberg, 1817-1818) und Homeyer (Berlin
1818-1819), ed. K.-H. Ilting (Stuttgart, 1983), §70, p. 132. <<

Página 1694
[101]
Cita en Horst Althaus, Hegel. An Intellectual Biography, trad. Michael
Tarsh (Oxford, 2000), p. 186. <<

Página 1695
[102]
V. la Introducción de Garetb Stedman Jones a Karl Marx y Friedrich
Engels, The Communist Manifest (Londres, 2002), pp. 74-82. <<

Página 1696
[103] Citado en Althaus, Hegel, p. 159. <<

Página 1697
[104]Sobre la escisión del hegelianismo en tradiciones separadas de derecha e
izquierda, v. John Edward Toews, Hegelianism. The Path Toward Dialectical
Humanism, 1805-1841 (Cambridge, 1985), pp. 71-140. <<

Página 1698
[105] Cita en Althaus, Hegel, p. 161. <<

Página 1699
[106]George G. Iggers, The German Conception of History. The National
Tradition of Historical Thought from Herder to the Present (Middletown,
1968), pp. 82, 88-89. <<

Página 1700
[107] Cita en Sheehan, German History, p. 568. <<

Página 1701
[1]Christopher Bayly, The Birth of the Modern World, 1780-1914 (Oxford,
2004), p. 147. <<

Página 1702
[2]William Russell al Vizconde Palmersron, Berlín, 18 de junio de 1840, en
Mösslang, Freitag y Wende (eds.), British Envoys, vol. 2, 1830-1847, p. 184.
<<

Página 1703
[3] Walter Bussmann, Zwischen Preussen und Deutschland. Friedrich
Wilhelm IV. Eine Biographie (Berlín, 1990), pp. 50-51, 94-6; Dirk Blasius,
Friedrich Wilhelm IV, 1795-1861. Psychopathologie und Geschichte
(Gotinga, 1992), pp, 14-17, 55; David E. Barclay, Friedrich Wilhelm IV and
the Prussian Monarchy, 1840-1861 (Oxford, 1995), pp. 29-30, 32-35. <<

Página 1704
[4] Bussmann, Zwischen Preussen und Deutschland, pp. 130-52. <<

Página 1705
[5] Bärbel Holtz et al. (eds.), Die Protokolle des preussischen
Staatsministeriums, 1817-1934/38 (12 vols., Hildesheim, 1999-2004), vol. 3,
9. Juni 1840 bis 14. März 1848, p. 15 (introducción de Holtz). <<

Página 1706
[6]Robert Blake, «The Origins of the Jerusalem Bishopric», en Adolf M.
Birke y Kurt Kluxen (eds.), Kirche, Staat und Gesellschaft. Ein deutsch-
englischer Vergleich (Múnich, 1984), pp. 87-97; Bussmann, Friedrich
Wilhelm, pp. 153-173; Barclay, Frederick William IV, pp. 84-92. <<

Página 1707
[7]Frank-Lothar Kroll, «Monarchie und Gottesgnadentum in Preussen 1840-
1861», en id. Das geistige Preussen. Zur Ideengeschichte eines Staadtes
(Paderborn, 2001), pp. 55-74. V. asimismo «Politische Romantik und
Romantische Politik bei Friedrich Wilhelm IV» en el mismo volumen, pp. 75-
86. <<

Página 1708
[8]
Leopold von Gerlach, Diario, Fráncfort, 3 de junio de 1842, Bundesarchiv
Potsdam, 90 Ge 6 Tagebuch Leopold von Gerlach, Bd 1842-1846, fo. 21. <<

Página 1709
[9] Treitschke, Deutsche Geschichte, vol. 5, p. 138. <<

Página 1710
[10] Neugebauer, Politischer Wandel, pp. 446-449. <<

Página 1711
[11] Hagen, Germans, Poles and Jews, pp. 91-92. <<

Página 1712
[12] Holtz et al. (eds.), Protokolle, vol. 3 (introducción), p. 17. <<

Página 1713
[13] Treitschke, Deutsche Geschichte, vol. 5, pp. 154-156. <<

Página 1714
[14] Barclay, Friedrich Wilhelm IV. 54-55. <<

Página 1715
[15] Obenaus, Anfänge, pp. 532-3; Neugebauer, Politischer Wandel, p. 450. <<

Página 1716
[16]El texto completo del Testamento Político de 1808 se halla en Heinrich
Scheel y Doris Schmidt (coords.), Das Reformministerium Stein. Akten zur
Verfassungs-und Verwaltungsgcschichte aus den Jahren 1807/08 (3 vols.,
Berlín, 1966-1968), vol. 3, pp. 1136-1138. <<

Página 1717
[17] Neugebauer, Politischer Wandel, pp. 257-258, 329, 372. <<

Página 1718
[18]Theodor von Schön, Woher und Wohin? oder der preussische Landtag im
Jahre 1840. Ausschliesslich für den Verfasser, in wenigen Exemplaren
abgedruckt (Königsberg, 1840), reimpr. en Hans Fenske (ed.), Vormärz und
Revolution 1840-1848 (Darmstadt, 1976), pp. 34-40. Para el texto de la carta
del rey a Schön del 26 de diciembre de 1840, v. Hans Rothfels, Theodor von
Schön, Friedrich Wilhelm IV und die Revolution von 1848 (Halle, 1937),
pp. 213-218; comentario pp. 111-113. <<

Página 1719
[19]El siguiente relato de la controversia sobre Schön se basa sobre todo en
Treitschke, Deutsche Geschichte, vol. 5, pp. 158-167. V. también Hans
Rothfels, ibid, pp. 107-123. <<

Página 1720
[20] Sheehan, German History, p. 625. <<

Página 1721
[21]Karl Obermann, «Die Volksbewegung in Deutschland von 1844 bis
1846», Zeitschrift für Geschichte, 5/3 (1957), pp. 503-525; James Sheehan,
German Liberalism in the Nineteenth Century (Chicago, 1978), pp. 12-14. <<

Página 1722
[22]Nipperdey, Deutsche Geschichte, p. 398; Dirk Blasius, «Der Kampf um
das Geschworenengericht in Vormärz», en Hans-Ulrich Wehler (ed.),
Sozialgeschichte heute. Festschrift für Hans Rosenberg (Gotinga, 1974),
pp. 148-161. <<

Página 1723
[23] Sperber, Rhineland Radicals, p. 104. <<

Página 1724
[24] Hagen, Germans, Poles and Jews, p. 93. <<

Página 1725
[25] R. Arnold, «Aufzeichnungen des Grafen Carl v. Voss-Buch über das
Berliner Politische Wochenblatt», Historische Zeitschrift, 106 (1911),
pp. 325-340, espec, pp. 334-339; Berdahl, Politics of the Prussian Nobility,
pp. 158-181, 246-263; Epstein, German Conservatism, p. 66; Fritz Valjavec,
Die Entstehung der politischen Strömungen in Deutschland, 1770-1815
(Múnich, 1951), pp. 310, 322, 414. <<

Página 1726
[26]Bärbel Holtz, «Wider Osrrakismos und moderne Konstitutionstheorien.
Die preussische Regierung im Vormärz zur Verfassungsfrage», en Hartin
Spenkuch (eds.), Preussens Weg in die politische Moderne. Verfassung—
Verwaltung— politische Kultur zwischen Reform und Reformblockade
(Berlín, 2001), pp. 101-139; ead., «Der vormärzliche Regierungsstil von
Friedrich Wilhelm IV.», FBPG, (12, 2002), pp. 75-113. <<

Página 1727
[27]
Leopold von Gerlach, Diario, Sans Souci, 28, 29 de octubre de 1843,
Bundesarchiv Potsdam, 90 Ge 6 Tagebuch Leopold von Gerlach, Bd 1842-
1846, fos. 98-101. <<

Página 1728
[28]V. los informes reproducidos en Jehle (ed.), Die Juden und die jüdischen
Gemeinden Preussens, espec. vol. l, pp. 81 (Königsberg), 84-5 (Danzig), 97
(Gumbinnen), 118 (Marienwerder), 139 (Stettin), 147 (Köslin), 174
(Stralsund), 260 (Bromberg), 271 (Provincia de Silesia), 275 (Breslau), 283
(Liegnitz), 441 (Minden), 457 (Colonia), 477 (Düsseldorf), 497 (Coblenz). El
llamamiento del gobierno de Colonia para una plena emancipación se halla en
p. 446. Sobre el papel de la administración local como codeterminantes de la
política en general, v. Berger, Die preussische Verwaltung, p. 260. <<

Página 1729
[29]«… Das von den Extremen unserer Zeit / Ein närrisches Gemisch ist…»
cita del poema satírico de Heinrich Heine «Der neue Alexander», en Heinrich
Heine, Sämtliche Schriften, ed. Klaus Briegleb (6 vols., Múnich, 1968-76),
vol. 4, p. 458. <<

Página 1730
[30]David Friedrich Strauss, Der Romantiker auf dem Thron der Cäsaren,
oder Julian der Abtrünnige. Ein Vortrag (Mannheim, 1847), espec. p. 52. <<

Página 1731
[31]Sobre el carácter y la reacción a estos calendarios, v. Brophy, Joining the
Political Nation, cap. I… <<

Página 1732
[32] Freytag, Aberglauben, pp. 179-182. <<

Página 1733
[33]Brophy, Joining the Political Nation; Ann Mary Townsend, Forbidden
Laughter. Popular Humour and the Limits of Repression in Nineteenth-
century Prussia (Ann Arbor, MI, 1992), pp. 24-25, 27, 48-49, 93, 137. <<

Página 1734
[34] James M. Brophy, «Carnival and Citizenship: the Politics of Carnival
Culture in the Prussian Rhineland, 1823-1848», Journal of Social History, 30
(1997), pp. 873-904; id., «The Politicization of Traditional Festivals in
Germany, 1815-1848», en Karin Friedrich (ed.), Festival Culture in Germany
and Europe from the Sixteenth to the Twentieth Century (Lamperer, 2000),
pp. 73-106. <<

Página 1735
[35] Sperber, Rhineland Radicals, pp. 98-100. <<

Página 1736
[36] Estos ejemplos provienen de Barclay, Friedrich Wilhelm IV p. 113. <<

Página 1737
[37] Ibid., p. 118;Townsend, Forbidden Laughter, pp. 162-170. <<

Página 1738
[38] Treitschke, Deutsche Geschichte, vol. 5, pp. 267-270. <<

Página 1739
[39]«Hat» wohl je ein Mensch so’n Pech / Wie der Burgermeister Tschech, /
Dass er diesen dicken Mann/ Auf zwei Schritt nicht treffen kann!, citado en
Brophy: Joining the Political Nation, cap. I. Sobre el significado político de
los Tschechlieder, v. también Treitschke, Deutsche Geschichte, vol. 5,
pp. 268-270. <<

Página 1740
[40] Anón., «Das Blutgericht (1844)», canción de los tejedores en
Peterswaldau y Langenbielau, reproducida en Lutz Kroneberg y Rolf
Schloesser (eds.), Weber-Revolte 1844. Der schlesische Weberaufstand im
Spiegel der zeitgenössischen Publizistik und Literatur (Colonia, 1979),
pp. 469-472. <<

Página 1741
[41]
Mi escrito sobre los acontecimientos se basa en gran medida en el informe
contemporáneo de Wilhelm Wolff, «Das Elend und der Aufruhr in Schlesien
1844», escrito en junio de 1844 y publicado en diciembre del mismo año en el
Deutsches Bürgerbuch für 1845. El ensayo ha sido reimpreso en Kroneberg y
Schloesser (eds.), Weber-Revolte, pp. 241-264. <<

Página 1742
[42] Citado en Sheehan, German History, p. 646. <<

Página 1743
[43]Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. 2, p. 288; Sperber,
Rhineland Radicals, p. 35. <<

Página 1744
[44]«Erfahrungen eines jungen Schweizers im Vogdande», en Bettina von
Arnim, Politische Schrifien, ed. Wolfgang Bunzel (Fráncfort del Meno,
1995), pp. 329-368, v. también pp. 1039-1040. <<

Página 1745
[45]Heinrich Grunholzer, Apéndice a Bettina von Arnim, Dies Buch gehort
dem König (1843), citado en Kroneberg y Schloesser (eds.), Weber-Revolte,
pp. 40-53. El texto de Grunholzer fue encargado por Arnim, que lo utilizó
para reducir las exigencias hechas en su ensayo introductorio, una petición al
rey para aumentar las prestaciones sociales en el Reino de Prusia. <<

Página 1746
[46] Friedrich Wilhelm Wolff, «Die Kasematten von Breslau», en Franz
Meliring (ed.), Gesammelte Schrifien von Wilhelm Wolff (Berlín, 1909),
pp. 49-56. <<

Página 1747
[47] Citado en Sheehan, German History, p. 645. <<

Página 1748
[48]
Alexander Schneer, Über die Not der Leinen-Arbeiter in Schlesien und die
Mittel ihr abzuhelfen (Berlín, 1844). <<

Página 1749
[49]Para un argumento que apoya la tesis malthusiana sobre Baviera, v.
William Robert Lee, Population Growth, Economic Development and Social
Change in Bavaria 1750-1850 (Nueva York, 1977), p. 376. <<

Página 1750
[50]Manfred Gailus, «Food Riots in Germany in the Late 1840s», Past and
Present, 145 (1994), pp. 157-193. <<

Página 1751
[51]E. P. Thompson, «The Moral Economy of the English Crowd in the
Eighteenth Century», Past & Present, 5 (1971), pp. 76-136; Hans-Gerhard
Husung, Protest und Repression im Vormärz (Gotinga, 1983), pp. 244-7;
Gailus, «Food Riots», pp. 159-160. <<

Página 1752
[52]Hermann Beck, «Conservatives and the Social Question in Nineteenth-
century Prussia», en Larry Eugene Jones y James Retallack (eds.), Between
Reform, Reaction and Resistance: Studies in the History of German
Conservatism from 1789 to 1945 (Providence, 1993), pp. 61-94; id., «State
and Society in pre-March Prussia: the Weavers’ Uprising, the Bureaucracy
and the Association for the Welfare of Workers», Central European History,
25 (1992), pp. 303-331; id., The Origins of the Authoritarian Welfare State in
Prussia. Conservatives, Bureaucracy and the Social Question, 1815-1870
(Ann Arbor, 1995); Wolfgang Schwentker, «Victor Aimé Huber and the
Emergence of Social Conservatism», en Jones y Retallack (eds.), Between
Reform, Reaction and Resistance, pp. 95-121. <<

Página 1753
[53] Kroneberg y Schloesser (eds.), Weber-Revolte, pp. 24-25. <<

Página 1754
[54]Karl Marx, «Kritische Randglossen zu dem Artikel “Der König von
Preussen und die Sozialreform”», Vorwärts!, 19 de agosto de 1844,
extractado de Kroneberg y Schloesser (eds.), Weber-Revolte, pp. 227-228. <<

Página 1755
[55] Sobre el nexo entre la Ley de la Deuda del Estado, las necesidades
financieras de Prusia y la reforma constitucional, v. Niall Ferguson, The
World's Banker. The History of the House of Rothschild (Londres, 1998),
p. 133. <<

Página 1756
[56]Brose, Technological Change in Prussia, pp. 223-224, 235-239; Barday,
Friedrich Wilhelm IV, p. 120. <<

Página 1757
[57]
Geoffrey Wawro, The Austro-Prussian War. Austria's War with Prussia
and Italy in 1866 (Cambridge, 1996), p. 31. <<

Página 1758
[58] [Agnes von Gerlach] (ed.), Denkwürdigkeiten aus dem Leben Leopokd
von Gerlachs, nach seinen Aufzeichnungen (2 vols., Berlín, 1891-1892),
vol. I, p. 99. V. asimismo Berdahl, Politics of the Prussian Nobility, pp. 324-
325. <<

Página 1759
[59]Obenaus, Anfänge pp. 556-63; Friedrich Keinemann, Preussen auf dem
Wege zur Revolution: Die Provinziallandtags— und Verfassungspolitik
Friedrich Wilhelms IV. Von der Thronbesteigung bis zum Erlass des Patents
vom 3. Februar 1847. Ein Beitrag zur Vorgeschichte der Revolution von 1848
(Hamm, 1975), pp. 45-51; Barday, Friedrich Wilhelm IV. 121; Berdahl,
Politics of the Prussian Nobility, pp. 325-326. <<

Página 1760
[60] Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. 2, p. 615. Sobre las
políticas de construcciones ferroviarias, v. Brose, Technological Change in
Prussia, cap. 7. <<

Página 1761
[61] Simms, Struggle for Mastery, pp. 169-170. <<

Página 1762
[62]
Eduard Bleich (ed.), Der erste vereinigte Landtag in Berlin 1847 (4 vols.,
Berlín, 1847, reimpr. Vaduz-Liechtenstein, 1977), vol. I, pp. 3-10. <<

Página 1763
[63] Berdahl, Politics of the Prussian Nobility, p. 336. <<

Página 1764
[64]Para el texto del discurso, v. Bleich (ed.), Der erste vereinigte Landtag,
vol. I, pp. 22, 25-6. <<

Página 1765
[65] Obenaus, Anfänge, pp. 704-5; Ernst Rudolf Huber, Deutsche
Vefassungsgeschichte seif 1789 (7 vols., Stuttgart, 1957-82), vol. 2, Der
Kampf und Einheit und Freiheit. 1830 his 1850, p. 494. <<

Página 1766
[66] Sobre el uso del término «conservador» en los años 1840, v. Rudolf
Vierhaus, «Konservatismus», en Otto Brunner, Werner Conze, Reinhard
Koselleck (eds.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zu
politisch-sozialer Sprache in Deutschland (Stuttgart, 1972), pp. 531-65,
espec. pp. 540-51. Alfred von Martin, «Weltanschauliche Motive im
altkonservativen Denken», en Gerd-Klaus Kaltenbrunner, Rekonstruktion des
Konservatismus (Freiburg, 1972), pp. 139-80. <<

Página 1767
[67] Gerlach, Denkwürdigkeiten, vol. 1, p. 118. <<

Página 1768
[68]Entradas del diario del 22 de junio de 1836, 21 de enero de 1836, 17 de
junio de 1837, 14 de noviembre de 1839, 26 de diciembre de 1841, Karl
Varnhagen von Ense, Aus dem Nachlass Varnhagen's von Ense. Tagebücher
von K. A. Varnhagen von Ense (14 vols., Leipzig, 1861-1870), vol. I (1861),
pp. 5, 34-35, 151-153, 384-385. <<

Página 1769
[69] Entrada del Diario, 27 de agosto de 1837, en ibid., pp. 58-9. <<

Página 1770
[70] Freytag, Aberglauben, pp. 151-152. <<

Página 1771
[71]
Friedrich Engels a Wilhelm Graeber, 13 de noviembre de 1839, en Marx
and Engels Collected Works (50 vols., Londres, 1975-2004), vol. 2, pp. 476-
481. <<

Página 1772
[72]Engels discute esta práctica en Engels a Graeber, 29 de octubre de 1839,
en ibid., p. 476. <<

Página 1773
[73]Brophy, Joining the Political Nation; id., «Violence between Civilians
and State Authorities in the Prussian Rhineland, 1830-1848», German
History, 22 (2004), pp. 1-35. <<

Página 1774
[74]
Alf Lüdtke, Police and State in Prussia 1815-1850, trad. Pete Burgess
(Cambridge, 1989), pp. 72, 73. <<

Página 1775
[75] Evans, Rituals of Retribution, pp. 228-229. <<

Página 1776
[76] Cita en Simms, Struggle for Mastery, p. 199. <<

Página 1777
[1]Vössische Zeitung (Extrablatt), 28 de febrero de 1848, acceso online en
http://www.zlb.de/projekte/1848/vorgeschichte_image.htm; último acceso 11
de junio de 2004. <<

Página 1778
[2]Karl August Varnhagen von Ense, «Darstellung des Jahres 1848» (escrito
en el otoño de 1848), en Konrad Feilchenfeld (ed.), Karl August Varnhagen
von Ense. Tageblätter (5 vols., Fráncfort del Meno, 1994), vol. 4,
Biographien, Aufsätze, Skizzen, Fragmente, pp. 685-734. <<

Página 1779
[3]Wolfram Siemann, «Public Meeting Democracy in 1848», en Dieter Dowe,
Heinz-Gerhard Haupt, Dieter Langewiesche y Jonathan Sperber (eds.),
Europe in 1848. Revolution and Reform (Nueva York, 2001), pp. 767-776;
Schulze, Der Weg zum Nationalstaat, pp. 3-48; mi texto de los días de marzo
en Berlín es deudor de la evocadora crónica de Schulze de los primeros
tiempos de la revolución. <<

Página 1780
[4]Alessandro Manzoni, The Betrothed, trad. Archibald Colquhoun (orig.
1827, Londres, 1956), pp. 188-189. <<

Página 1781
[5]V. la descripción de los acontecimientos en la plaza del palacio del 15 de
marzo en Karl Ludwig von Prittwitz, Berlín 1848. Das Erinnerungswerk des
Generalleutnants Karl Ludwig von Prittwitz und andere Quellen zur Berliner
Märzrevolution und zur Geschichte Preussens um die Mitte des 19.
Jahrhunderts, ed. Gerd Heinrich (Berlín, 1985), pp. 71-73. <<

Página 1782
[6]Karl August Varnhagen von Ense, entrada del Diario, 15 de marzo de
1848, en Feilchenfeld (ed.), Varnhagen von Ense, vol. 5, Tageblätter,
pp. 429-430. <<

Página 1783
[7] Prittwitz, Berlin 1848, p. 116. <<

Página 1784
[8] Citado en ibid., p. 120 <<

Página 1785
[9] Ibid., pp. 129-130. <<

Página 1786
[10] Varnhagen, Tageblätter, 18 de marzo de 1848, p. 433. <<

Página 1787
[11] Citado en Prinwitz, Berlin 1848, p. 174. <<

Página 1788
[12] Ibid., p. 232. <<

Página 1789
[13] Texto del mensaje dado en ibid., p. 259. <<

Página 1790
[14] Para diversas relaciones sobre el papel de los militares y de Federico
Guillermo IV en la retirada de Berlín, v. Felix Rachfahl, Deutschland, König
Friedrich Wilhelm IV und die Berliner Märzrevolution von 1848 (Halle,
1901); Friedrich Thimme, «König Friedrich Wilhelm IV., General von
Prittwitz und die Berliner Märzrevolution», FBPG, 16 (1903), pp. 201-238;
Friedrich Meinecke, «Friedrich Wilhelm IV und Deutschland», Historische
Zeitschrift, 89 (1902), pp. 17-53. <<

Página 1791
[*] Texto del mensaje dado en ibid., p. 259. <<

Página 1792
[15] Heinrich, Geschichte Preussens, p. 364. <<

Página 1793
[16]
David Blackbourn, History of Germany 780-1918. The Long Nineteenth
Century (2.a ed., Oxford, 2003), p. 107. <<

Página 1794
[17]Ralf Rogge, «Umriss des Revolutionsgeschehens 1848/49 in Solingen»,
en Wilfried Reininghaus (ed.), Die Revolution 1848/49 in Westfalen und
Lippe (Munster, 1999), pp. 119-144. <<

Página 1795
[18]Manfred Beine, «Sozialer protest und kurzzeitige Politisierung», en
Reininghaus (ed.), Die Revolution, pp. 171-215. <<

Página 1796
[19]
Theodore S. Hamerow, Restoration, Revolution, Reaction. Economics and
Politics in Germany 1815-1871 (Princeton, 1958), pp. 103-106. <<

Página 1797
[20] Christof Dipper, «Rural Revolutionary Movements. Germany, France,
Italy», en Dowe et al., (eds.), Europe in 1848, pp. 416-442. <<

Página 1798
[21]
Manfred Gailus, «The Revolution of 1848 as Politics of the Streets», en
Dowe et al., (eds.), Europe in 1848, pp. 778-796. <<

Página 1799
[22] Informe de un testigo, por el alcalde de Berlín Krausnick, citado en
Prittwitz, Berlin 1848, pp. 229-30; Barclay, Friedrich Wilhelm IV, p. 145. <<

Página 1800
[23]La cabalgada del rey por Berlín se describe en Karl Haenchen (ed.),
Revolutionsbriefe 1848: Ungedrucktes aus dem Nachlass König Friedrich
Wilhelms IV von Preussen (Leipzig, 1930), pp. 53-54 (relación de August von
Scholer); Adolf Wolff, Revolutions-Chronik. Darstellung der Berliner
Bewegungen im Jahre 1848 nach politischen, socialen und literarischen
Beziehungen (3 vols., Berlín, 1851, 1852, 1854), vol. I, pp. 294-299. <<

Página 1801
[24] Citado en Prittwitz, Berlin 1848, pp. 440-441. <<

Página 1802
[25]Otto von Bismarck, Gedanken und Erinnerungen (Stuttgart y Berlín,
1928), p. 58. <<

Página 1803
[26]
Sobre las conspiraciones militares de la época, v. Manfred Kliem, Genesis
der Führungskräjte der feudal-militaristischen Konterrevolution 1848 in
Preussen (Berlín, 1966). <<

Página 1804
[27]Sobre la Asamblea nacional, v. Hans Mahl, Die Überleitung Preussens in
das konstitutionelle System durch den zweiten Vereinigten Landtag (Múnich,
1909), pp. 123-227; Wolfram Siemann, Die deutsche Revolution von 1848/49
(Fráncfort del Meno, 1985), p. 87; Manfred Botzenhart, Deutscher
Parlamentarismus in der Revolutionszeit 1848-1850 (Düsseldorf, 1977),
pp. 132-141, 441-453. <<

Página 1805
[28]Federico Guillermo IV al ministro de Estado, Berlín, 4 junio 1848, en
Erich Brandenburg (ed.), König Friedrich Wilhelms IV. Briefwechsel mit
Ludolf Camphausen (Berlín, 1906), pp. 144-147. <<

Página 1806
[29] Barclay, Friedrich Wilhelm IV, p. 164. <<

Página 1807
[30] Rüdiger Hachtmann, Berlin 1848. Eine Politik— und
Gesellschaftsgeschichte der Revolution (Bonn, 1997), pp. 561-566, cita,
p. 562. <<

Página 1808
[31]Botzenhart, Parlamentarismus, pp. 538-41; Huber, Verfassungsgeschichte
(8 vols., Stuttgart, 1957-90), vol. 2, pp. 730-732. <<

Página 1809
[32]
Gerlach a Brandemburgo, 2 noviembre 1848, cita en Barclay, Friedrich
Wilhelm IV, p. 179. <<

Página 1810
[33] Hachtmann, Berlin 1848, pp. 749-752; Botzenhart, Parlamentarismus,
pp. 545-50; Barclay, Friedrich Wilhelm IV, pp. 179-81; Sabrina Müller,
Soldaten in den deutschen Revolutionen von 1848/49 (Paderborn, 1999),
p. 299. <<

Página 1811
[34] Sperber, Rhineland Radicals, pp. 314-336. <<

Página 1812
[35]Reinhard Vogelsang, «Minden-Ravensberg im Vormärz und in der
Revolution von 1848/49»; en Reininghaus (ed.), Die Revolution, pp. 141-169.
<<

Página 1813
[36] Sperber, Rhineland Radicals, pp. 360-386. <<

Página 1814
[37]
Barclay, Friedrich Wilhelm IV, espec. 138-184. El mismo caso general en
Bussmann, Friedrich Wilhelm IV, passim; c. f. Blasius, Friedrich Wilhelm IV
<<

Página 1815
[38]
Wolfgang Schwentker, Konservative Vereine und Revolution in Preussen,
1848/49. Die Konstituierung des Konservativismus als Partei (Düsseldorf,
1988), pp. 142, 156-174, 176, 336-338. <<

Página 1816
[39] Trox, Militärischer Konservativismus, pp. 207-209. <<

Página 1817
[40] Müller, Soldaten in der deutschen Revolution, pp. 124 y passim. <<

Página 1818
[41] Trox, Militärischer Konservativismus, pp. 162-164 y passim. <<

Página 1819
[42] Müller, Soldaten in der deutschen Revolution, pp. 81, 83, 85, 299, 300. <<

Página 1820
[43] Albert Förderer, Erinnerungen aus Rastatt 1849 (Lahr, 1899), p. 104,
citado en Müller, Soldaten in der deutschen Revolution, p. 310. <<

Página 1821
[44]Sobre el epicentro prusiano de la «geopolítica liberal» v. Simms Struggle
for Mastery, pp. 168-194; Harald Müller, «Zu den aussenpolistichen
Zielvorstellungen der gemassigten Liberalen am Vorabend und bürgerlich-
demokratischen Revolution von 1848/49 am Beispiel der “Deustche
Zeitung”», en Helmut Bleiber (ed.), Bourgeoisie und bürgerliche Umwälzung
in Deutschland. 1789-1871 (Berlín, 1977), pp. 229-266, cita p. 233, n. 25; id.,
«Der Blick über die deutschen Grenzen. Zu den Förderungen der bürgerlichen
Opposition in Preussen nach aussenpolitischer Einflussnahme am Vorabend
und während des ersten preussischen vereinigten Landtags von 1847»,
Jahrbuch für Geschichte, 32 (1985), pp. 203-238. <<

Página 1822
[45]
Texto en Wilhelm Angerstein, Die Berliner Märzercignisse im Jahre
1848 (Leipzig, 1865), p. 65. <<

Página 1823
[46]Federico Guillermo, Orden Ministerial, 21 de marzo de 1848, transcrita en
Prittwitz, Berlin 1848, p. 392. Para una descripción detallada de la cabalgada
a través de Berlín, v. Schulze, Der Weg zum Nationalstaat, p. 47. <<

Página 1824
[47]Federico Guillermo IV, «An Mein Volk und an die deutsche Nation»,
transcrito en Prittwitz, Berlin 1848, p. 392. <<

Página 1825
[48]
Para un relato completo del festival de la catedral, v. Thomas Parent, Die
Hohenzollern in Köln (Colonia, 1981), pp. 50-61. <<

Página 1826
[49]Federico Guillermo IV a Metternich, 7 de marzo de 1842, citado en
Barclay, Friedrich Wilhelm IV, p. 188. <<

Página 1827
[50]
Federico Guillermo IV a Friedrich Christoph Dahlmann, 24 de abril de
1848, en Anton Springer, Friedrich Christoph Dahlmann (2 vols., Leipzig,
1870, 1872), vol. 2, pp. 226-8. <<

Página 1828
[51]Federico Guillermo IV a Stolberg, 3 de mayo de 1848, en Otto Graf zu
Stolberg-Wernigerode, Anton Graf zu Stolberg— Wernigerode: Ein Freund
und Ratgeber König Friedrich Wilhelms IV (Múnich, 1926), p. 117. <<

Página 1829
[52]Federico Guillermo IV a Federico Augusto II de Sajonia, 5 de mayo de
1848, en Hellmut Kretzschmar, «König Friedrich Wilhelms IV. Briefe an
König Friedrich Augusr II. von Sachsen», Preussische Jahrbücher, 227
(1932), pp. 28-50, 142-153, 245-263; Barclay, Friedrich Wilhelm IV, p. 190.
<<

Página 1830
[53] Baumgart, Europäisches Konzert, pp. 324-5; Werner Mosse, The
European Powers and the German Question. 1848-1871: with special
Reference to England and Russia (Cambridge, 1958), pp. 18-19. <<

Página 1831
[54] Citado en Bussmann, Friedrich Wilhelm IV 289. <<

Página 1832
[55]
Roy A. Austensen, «The Making of Austria’s Prussian Policy, 1848-
1851», Historical Journal, 27 (1984), pp. 861-876. <<

Página 1833
[56] Karl Marx y Friedrich Engels, «Review: May-October 1850», Neue
Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue (Londres, 1 de noviembre
de 1850), acceso online en
http://www.marxists.org/archive/marx/works/1850/11/0I.htm; último acceso
23 de junio de 2004. <<

Página 1834
[57] Ibid. <<

Página 1835
[58]Heinrich von Sybel, Die Begründing des Deutschen Reiches durch
Wilhelm I (6 vols., 3.a ed., Múnich y Berlín, 1913), vol. 2, pp. 48-49. <<

Página 1836
[59] Bismarck, Gedanken und Erinnerungen, p. 95. <<

Página 1837
[60]Citado en Felix Gilbert, Johann Gustav Droysen und die preussisch-
deutsche Frage (Múnich y Berlín, 1931), p. 122. <<

Página 1838
[61]Johann Gustav Droysen, «Zur Charakteristik der europäischen Krisis»,
Minerva (1854), reimpr. en id., Politische Schriften, ed. Felix Gilbert (Múnich
y Berlín, 1933), pp. 302-342. La palabra «Adelante» es una referencia a
Blücher, al que se llamaba afectuosamente «Mariscal Adelante». <<

Página 1839
[62]
Sobre las operaciones del sistema de tres clases en Prusia, con un análisis
completo de los mecanismos de votación a lo largo de su vida, v. Thomas
Kühne, Handbuch der Wahlen zum preussischen Abgeordnetenhaus 1867-
1918. Wahlergebnisse, Wahlbündnisse und Wahlkandidaten (Düsseldorf,
1994). <<

Página 1840
[63] Eberhard Naujoks, Die parlamentarische Entstehung des
Reichspressegesetzes in der Bismarckzeit (1848/74) (Düsseldorf, 1975);
Wolfram Siemann, Gesellschaft im Aufbruch 1849-1871 (Fráncfort del Meno,
1990), pp. 42, 65-67. <<

Página 1841
[64]Cf. G. R. Elton, The Tudor Revolution in Government. Administrative
Changes in the Reign of Henry VIII (Cambridge, 1969), que trata,
obviamente, de otra cosa muy diferente, pero habla de un período «cuando las
necesidades de buen gobierno prevalecían sobre las exigencias de un
“gobierno libre” y el orden y la paz parecían más importantes que los
principios y los derechos» (p. l), y percibe en la innovación administrativa un
proceso de «perturbación controlada» (p. 427). <<

Página 1842
[65]Una útil panorámica comparativa de las innovaciones constitucionales a lo
largo de Europa es Martin Kisch y Pierangelo Schiera (eds.):
Verfassungswandel um 1848 im europäischen Vergleich (Berlín, 2001); v.
espec. el ensayo introductorio de Kisch, «Verfassungswandel um 1848
Aspekte der Rezeption und des Vergleichs zwischen den europäischen
Staaten», pp. 31-62. <<

Página 1843
[66] Barclay, Friedrich Wilhelm IV, p. 183. <<

Página 1844
[67]H. Wegge, Die Stellung der Öffentlichkeit zur oktroyierten Verfassung
und die preussische Parteibildung 1848/49 (Berlín, 1932), pp. 45-8; cita p. 48.
<<

Página 1845
[68] Barclay, Friedrich Wilhem IV, p. 221. <<

Página 1846
[69]Günther Grünthal, Parlanientarismus in Preussen 1848/49-1857/58:
Preussischer Konstitutionalismus - Parlament und Regierung in der
Reaktionsära (Düsseldorf, 1982), p. 185. <<

Página 1847
[70] Ibid., p. 392. <<

Página 1848
[71] William J. Orr, «The Prussian Ultra Right and the Advent of
Constitutionalism in Prussia», Canadian Journal of History, 11 (1976),
pp. 295-310; Heinrich Heffter, «Der Nachmärzliberalismus: Die Reaktion der
fünfziger Jahre», en Hans-Ulrich Wehler (ed.), Moderne deutsche
Sozialgeschichte (Colonia, 1966), pp. 177-196; Hans Rosenberg, «Die
Pseudodemokratisierung der Rittergutsbesitzerklasse»., en id., Machteliten
und Wirtschaftskonjunkturen. Studien zur neueren deutschen Sozial und
Wirtschaftsgeschichte (Gotinga, 1978), p. 94. <<

Página 1849
[72]Para una excelente discusión comparativa de la modernización liberal-
conservadora en Prusia y Austria, v. Arthur Schlegelmilch, «Das Projekt der
konservativ-liberalen Modernisierung und die Einführung konstitutioneller
Systeme in Preussen und Österreich, 1848/49», en Kisch y Schiera (eds.),
Verfassungswandel, pp. 155-177. <<

Página 1850
[73]
James Brophy, Capitalism, Politics and Railroads in Prussia, 1830-1870
(Columbus, 1998), pp. 165-175. <<

Página 1851
[74] Grünthal, Parlamentarismus, pp. 281-286. <<

Página 1852
[75]El príncipe Guillermo a Otto von Manteuffel, director del ministerio del
Interior bajo Camphausen, 7 de abril de 1848, citado in Karl-Heinz Börner,
Wilhelm I Deutscher Kaiser und König von Preussen. Eine Biographie
(Berlín, 1984), p. 81. <<

Página 1853
[76] Grünthal, Parlanientarismus, p. 476. <<

Página 1854
[77]Charles Tilly, «The Political Economy of Public Finance and the
Industrialisation of Prussia 1815-1866», Journal of Economic History, 26
(1966), pp. 484-497. <<

Página 1855
[78] Ibid., p. 494. <<

Página 1856
[79] Ibid., p. 492. <<

Página 1857
[80] Brophy, Capitalism, Politics and Railroads, p. 58. <<

Página 1858
[81] Grünthal, Parlanientarismus, p. 476. <<

Página 1859
[82] H. Winkel, Die deutsche Nationalökonomie im 19.Jahrhundert
(Darmstadt, 1977), pp. 86-87, 95. Sobre este punto de vista como ejemplo del
compromiso alemán con el «Smithianismo», v. E. Rothschild,
«“Smithianismus” and Enlightenment in Nineteenth-century Europe», Kings
College Cambridge: Centre for History and Economics, octubre de 1998. <<

Página 1860
[83]David Hansemann, citado en Brophy, Capitalism, Politics and Railroads,
p. 50. <<

Página 1861
[84]Brophy, Capitalism, Politics and Railroads, pp. 50, 56, 58. A la política
de Von der Heydt de nacionalización se le dio marcha atrás en los años 1860.
<<

Página 1862
[85] James Brophy, «The Political Calculus of Capital: Banking and the
Business Class in Prussia, 1848-1856», Central European History, 25 (1992),
pp. 149-176; id., «The Juste Milieu: Businessmen and the Prussian State
during the New Era and the Constitutional Conflict», en Holtz y Spenkuch
(eds.), Preussens Weg, pp. 193-224. <<

Página 1863
[86]
Sobre el escándalo de Techen, v. Barclay, Friedrich Wilhelm IV, pp. 252-
255. <<

Página 1864
[87]D. Fischer, Handbuch der politischen Presse in Deutschland, 1480-1980.
Synopse rechtlicher, struktureller und wirtschaftlicher Grundlagen der
Tendenzpublizistik im Kommunikationsfeld (Düsseldorf, 1981), pp. 60-61, 65;
Kurt Koszyk, Deutsche Presse im 19. Jahrhundert (Berlín, 1966), p. 123; F.
Schneider, Pressefreiheit und politische Öffentlichkeit (Neuwied, 1966),
p. 310. <<

Página 1865
[88]Kurt Wappler, Regierung und Presse in Preussen. Geschichte der
amtlichen Pressestellen, 1848-1862. (Leipzig, 1935), p. 94. <<

Página 1866
[89]R. Kohnen, Pressepolitik des deutschen Bundes. Methoden staatlicher
Pressepolitik nach der Revolution von 1848 (Tubinga, 1995), p. 174. <<

Página 1867
[90] Wappler, Regierung und Presse, pp. 3-4. <<

Página 1868
[91] Ibid., pp. 16-17. <<

Página 1869
[92] Barclay, Friedrich Wilhelm IV, p. 262. <<

Página 1870
[93] Wappler, Regierung und Presse, p. 5. <<

Página 1871
[94]Manteuffel a Rochow, 3 de julio de 1851, citado in Wappler, Regierung
und Presse, p. 91. Sobre la transición desde la censura a la administración de
las noticias en los estados alemanes menores, v. Abigail Green, Fatherlands.
Statebuilding and Nationhood in Nineteenth-century Germany (Cambridge,
2001), pp. 148-188. <<

Página 1872
[1]The Times, 23 de octubre de 1860, citado en Raymond James Sontag,
Germany and England. Background of Conflict 1848-1898 (Nueva York,
1938, reimpr. 1969), p. 33. <<

Página 1873
[2] Ernst Portner, Die Einigung Italiens im Urteil liberaler deutscher
Zeitgenossen (Bonn, 1959), pp. 65, 119-122, 172-178; Angelow, Von Wien
nach Königgrätz, pp. 190-200. <<

Página 1874
[3] Mosse, The European Great Powers, pp. 49-77. <<

Página 1875
[4]V., con bibliografía, Dierk Walter, Preussische Heeresreformen 1807-
1870. Militärische Innovation und der Mythos der «Roonschen Reform»
(Paderborn, 2003). <<

Página 1876
[5] Reimpresión inglesa en Helmut Bohme (ed.), The Foundation of the
German Empire. Select Documents, trad. Agatha Ramm (Oxford, 1971),
pp. 93-95. <<

Página 1877
[6] Börner, Wilhelm I, pp. 17, 21. <<

Página 1878
[7]Príncipe heredero Guillermo al general O. von Natzmer, Berlín, 20 de
mayo de 1849, en Ernst Berner (ed.), Kaiser Wilhelm des Grossen Briefe,
Reden und Schriften (2 vols., Berlín, 1906), vol. I, pp. 202-203. Cita de Mayo
de 1850 en Börner, Wilhelm I, p. 115. Sobre el nacionalismo de Guillermo en
general, v. pp. 96-101. <<

Página 1879
[8] Craig, Politics of the Prussian Army, pp. 136-79. Para una importante
revisión de las reformas militares, que destruye varios mitos duraderos (entre
otros, la opinión de que la movilización de 1859 fue un gran fracaso), v.
Walter, Heeresreformen. <<

Página 1880
[9]Sobre Manteuffel, v. Otto Pflanze, Bismarck and the Development of
Germany (2.a ed., 3 vols., Princeton, 1990), vol. I, The Period of Unification,
1815-1871, pp. 171-173, 182-183, 208; Ritter, Staatskunst, vol. I, pp. 174-
176, 231-234; Craig, Politics of the Prussian Army, pp. 149-150, 232-235. <<

Página 1881
[10] Craig, Politics of the Prussian Army, pp. 151-157. <<

Página 1882
[11] Sheehan, German History, p. 879. <<

Página 1883
[12]Para una discusión de esta carta, v. Lothar Gall, The White Revolutionary,
trad. J. A. Underwood (2 vols., Londres, 1986), vol. 1, p. 16. <<

Página 1884
[13]Ibid., vol. I, pp. 3-34; cf. Ernst Engelberg, Bismarck. Urpreusse und
Reichsgründer (2 vols., Berlín, 1998), vol. I, pp. 39-40, que puntualiza que la
conexión de Mencken no minó en absoluto las pretensiones de estatus de los
Bismarck y no halla muchas huellas de la mentalidad de «burgués
concienciado» en los antepasados de los Bismarck. <<

Página 1885
[14] Cita en Gall, White Revolutionary, vol. I, p. 57. <<

Página 1886
[15] Carta a su primo, 13 de febrero de 1847, citada en ibid., pp. 18-19. <<

Página 1887
[16] Cita en Pflanze, The Period of Unification, p. 81. <<

Página 1888
[17]Allen Mitchell, «Bonapartism as a Model for Bismarckian Politics»,
Journal of Modern History, 49 (1977), pp. 181-199. <<

Página 1889
[18]Bismarck al heredero del trono Federico, 13 de octubre de 1862, en Kaiser
Friedrich III, Tagebücher von 1848-1866, ed. H. O. Meisner (Leipzig, 1929),
p. 505. <<

Página 1890
[19] Craig, Politics of the Prussian Army, p. 167. <<

Página 1891
[20]Tras la guerra germano-danesa de 1848, que terminó en el punto muerto
de Malmö, se llegó a un acuerdo sobre el asunto (o al menos todos lo
creyeron) por una serie de tratados internacionales en 1851 y 1852. Estos
reconocían el derecho del futuro sucesor de Federico VII, príncipe heredero
Cristiano de Glücksburg, a reinar soberanamente sobre el Reino de
Dinamarca y los ducados; a cambio, los daneses debían prometer que no
anexionarían el Schleswig o amañar el estatus constitucional de los ducados
sin consultar primero a los estados (en gran medida alemanes) de los dos
principados en disputa. <<

Página 1892
[21]Para un análisis completo del razonamiento de Bismarck, v. Pflanze,
Bismarck, vol. I, pp. 237-267. Para una útil panorámica de la marcha hacia la
guerra, v. Dennis Showalter, The Wars of German Unification (Londres,
2004), pp. 117-122; Craig, Politics of the Prussian Army, pp. 180-184. <<

Página 1893
[22] Showalter, Wars of German Unification, p. 126. <<

Página 1894
[23] Wolfgang Forster (ed.), Prinz Friedrich Karl von Preussen,
Denkwürdigkeiten aus seinem Leben (2 vols., Stuttgart, 1910), vol. I, pp. 307-
309. <<

Página 1895
[24] Albrecht von Roon, Denkwürdigkeiten, (5.a ed., 3 vols., Berlín, 1905),
vol. 1., pp. 244-246. <<

Página 1896
[25] Pflanze, Bismarck, vol. I, pp. 271-279. <<

Página 1897
[26]Siemann, Gesellschaft im Aufbruch, pp. 99-123;Wehler, Deutsche
Gesellschaftsgeschichte, vol. 3, Von der «Deutschen Doppelrevolution» bis
zum Beginn des Ersten Weltkrieges 1849-1914, pp. 66-97. <<

Página 1898
[27] Pflanze, Bismarck, vol. I, p. 290. <<

Página 1899
[28]
Bismarck al Barón Karl von Werther, Berlín, 6 de agosto de 1864, en
Böhme (ed.), Foundation of the German Empire, pp. 128-129. <<

Página 1900
[29] Citado en Mosse, European Powers, p. 133. <<

Página 1901
[30]Sobre esta reunión, v. Pflanze, Bismarck, vol. 1, p. 292.; Ernst Engelberg,
Bismarck, p. 570. Bismarck, como se ha dicho con frecuencia, no adujo la
necesidad de derrotar a los liberales como una razón para ir a la guerra. El
argumento fue propuesto por otro participante en la conferencia y rechazado
explícitamente por Bismarck. <<

Página 1902
[31]Heinrich von Srbik, «Der Geheimvertrag Österreichs und Frankreichs
vom 12.Juni 1866», Historisches Jahrbuch, 57 (1937), pp. 454-507; Gerhard
Patter, «Bismarck und die Rheinpolitik Napoleons III.», Rheinische
Vierteljahrsblätter, 15-16 (1950-51), pp. 339-370; E. Ann Pottinger,
Napoleon III and the German Crisis. 1856-1866 (Cambridge, 1966), pp. 24-
150; Pflanze, Bismarck, vol. I, pp. 302-303. <<

Página 1903
[32] Sobre la perspectiva rusa, v. Dietrich Beyrau, Russische Orientpolitik und
die Entstehung des deutschen Kaiserreichs 1866-1870/71 (Wiesbaden, 1974);
id., «Russische Interessenzonen und europäisches Gleichgewicht 1860-1870»,
en Eberhard Kolb (ed.), Europa vor dem Krieg von 1870 (Múnich, 1987),
pp. 67-76; id., «Der deutsche Komplex. Russland zur Zeit der
Reichsgründung», en Eberhard Kolb (ed.), Europa und die Reichsgründung.
Preussen-Deutschland in der Sicht der grossen europäischen Machte 1860-
1880 (= Historische Zeitschrift, Beiheft, nuevas series, vol. 6; Munich, 1980),
pp. 63-108. <<

Página 1904
[33]
Sobre la marcha hacia la guerra de 1866, v. Showalter, Wars of German
Unification, pp. 132-159; Sheehan, German History, pp. 899-908; Pflanze,
Bismarck, vol. I, pp. 292-315. <<

Página 1905
[34]Frank J. Coppa, The Origins of the Italian Wars of Independence
(Londres, 1992), pp. 122, 125. <<

Página 1906
[35] Walter, Heeresreformen. <<

Página 1907
[36] Sobre este punto, v. Voth, «The Prussian Zollverein», pp. 122-124. <<

Página 1908
[37] Showalter, Wars of German unification, p. 168. <<

Página 1909
[38] Wawro, Austro-Prussian War, pp. 130-135, 145-147. <<

Página 1910
[39] Ibid., p. 134. <<

Página 1911
[*]
Sadowa es hoy Sadová; Königgrätz es Hradec Králové; ambas están en la
República Checa (N. del T). <<

Página 1912
[40]Comunicado a Von der Goltz, Berlín, 30 de marzo de 1866, en Herman
von Petersdorff et al. (eds.), Bismarck: Diegesammelten Werke (15 vols.,
Berlín 1923-1933), vol. 5, p. 429. <<

Página 1913
[41] Citado en Koppel S. Pinson, Modern Germany (Nueva York, 1955),
pp. 139-140. Sobre Siemens, v. Jürgen Kocka, Unternehmerverwaltung und
Angestelltenschaft am Beispiel Siemens, 1847-1914. Zum Verhaltnis von
Kapitalismus und Burokratie in der deutschen industrialisierung (Stuttgart,
1969), pp. 52-53. <<

Página 1914
[42]
Rudolf Stadelmann, Moltke und der Staat (Krefeld, 1950), p. 73; Sheehan,
German Liberalism, pp. 109-118. <<

Página 1915
[43]Para una traducción inglesa del texto del discurso en el Landtag de
Guillermo I del 5 agosto de 1866 que propone la ley de indemnidad, v.
Theodor Hamerow, The Age of Bismarck. Documents and Interpretations
(Nueva York, 1973), pp. 80-82. <<

Página 1916
[44] Pflanze, Bismarck, vol. I, p. 335. <<

Página 1917
[45]Hagen Schulze, «Preussen von 1850 bis 1871. Verfassungsstaat und
Reichsgründung», en Büsch et al. (eds.), Handbuch derpreussischen
Geschichte, vol. 2, pp. 293-374. <<

Página 1918
[46]
Conversación incluida por Gelzer, del gran duque Federico, Berlín, 20 de
agosto de 1866, en Hermann Oncken (ed.), Grossherzog Friedrich I von
Baden und die deutsche Politik von 1854 bis 1871: Briefwechsel,
Denkschriften, Tagebücher (2 vols., Stuttgart, 1927), vol. 2, pp. 23-25. <<

Página 1919
[47] Ibid., p. 25. <<

Página 1920
[48] Katherine Lerman, Bismarck (Harlow, 2004), p. 145. <<

Página 1921
[49]David Wetzel, A Duel of Giants. Bismarck, Napoleon III and the Origins
of the Franco-Prussian War (Madison, Wl, 2001), p. 93. <<

Página 1922
[50]Sobre el plan de Bismarck, v. Jochen Dittrich, Bismarck, Frankreich und
die spanische Thronkandidatur der Hohenzollern (Múnich. 1962); Eberhard
Kolb, Der Kriegsausbruch 1870 (Gotinga, 1970); Josef Becker, «Zum
Problem der Bismarckscheh Politik in der spanischen Thronfrage»,
Historische Zeitschrifi, 212(1971), pp. 529-605 e id., «Von Bismarcks
“spanischer Diversion” zur “Emser Legende” des Reichsgründers», en
Johannes Burkhardt et al. (eds.), Lange und Kurze in den Ersten Weltkrieg
Vier Augsburger Beitrage zur Kriegsursachenforschung (Múnich, 1996),
pp. 87-113: Becker presenta el caso de una guerra preventiva planeada; la
postura contraria se halla en Eberhard Kolb, «Machtepolitik und Kriegsrisiko
am Vorabend des Krieges von 1870: Anstelle eines Nachwortes», en id. (ed.),
Europa vor dem Krieg von 1870. Machtekonstellation, Konfliktfelder,
Kriegsausbruch (Múnich, 1987), pp. 203-209. <<

Página 1923
[51] Martin Schuze Wessel, Russlands Blick nach Preussen, Die polnische
Frage in der Diplomatie und der politischen Öffentlichkeit des Zarenreiches
und des Sowietstaates 1697-1947 (Stuttgart, 1995), pp. 131-132; Barbara
Jelavich, «Russland und die Einigungn-Deutschlands unter preussiseher
Führung», Geschichte in Wissenschaft und Unterricht, 19 (1968), pp. 52.1-38;
Klaus Meyel, «Russland und die Gründing des deutschen Reiches», Jahrbuch
für die Geschichte Mittel— und Ostdeutschlands, 22. (1973), pp. 176-195. <<

Página 1924
[52]
Citado en William Flardle Moneypenn y George Earl Buckle, The Life of
Benjamin Disraeli, Earl of Beaconsfield (nueva edic. revisada, 2. vols. Nueva
York, 1920), vol. 2., pp. 473-474. <<

Página 1925
[53]Citado en J.-P. Bled, Franz Joseph (Oxford, 1994), p. 178. V. asimismo
Steven Beller, Francis Joseph (Harlow, 1996), pp. 107-110. <<

Página 1926
[54]Claude Digeon, La Crise allemande dans la pensée française 1870-1914
(París, 1959), pp. 535-542. <<

Página 1927
[55] Volker Ullrich, Otto von Bismarck (Hamburgo, 1998), p. 93. <<

Página 1928
[56]Citado en Eckhard Buddruss, «Die Deutschlandpolitik der Französischen
Revolution zwischen Tradition und revolutionarem Bruch», en Karl Otmar
von Aretin y Karl Harter (eds.), Revolution und Konservatives Beharren. Das
Alte Reich und die Französische Revolution (Maguncia, 1990), pp. 145-152.;
Simms, Struggle far Mastery, pp. 44-45. <<

Página 1929
[57] Martin Schulze Wessel, «Die Epochen der russisch-preussischen
Beziehungen», en Neugebauer (ed.), Handbuch der preussischen Geschichte,
vol. 3, p. 713. <<

Página 1930
[58] Paul W. Schroeder, «Lost intermediaries»; Rainer Lahme, Deutsche
Aussenpolitik 1890-1894: von der Gleichgewichtspolitik Bismarcks zur
Allianzstrategie Caprivis (Gotinga, 1990), pp. 488-490 y passim; Wolfgang
Canis, Von Bismarck zur Weltpolitik. Deutsche Aussenpolitik 1890-1902
(Berlín, 1997), pp. 400-401 y passim. <<

Página 1931
[1]Texto de la constitución del Reich de 1871 y útil comentario, v. E. M.
Hucko (ed.), The Democratic Tradition. Four German Constitutions
(Leamington Spa, Hamburgo, Nueva York, 1987), p. 121. Todas las citas
provienen de esta traducción. El texto alemán completo puede encontrarse en
http://www.deutscheschutzgebiete.de/verfassung_deutsches_reich.htm; último
acceso 1 de septiembre de 2004. <<

Página 1932
[2]
Bajo el artículo 3. Sobre las definiciones de ciudadanía más en general, y.
Andreas Fahrmeir, Citizens and Aliens. Foreigners and the Law in Britain
and the German States, 1/789-1870 (Nueva York, 2000), espec. pp. 39-43,
232-236. <<

Página 1933
[3]Constitución del Reich de 1871, art. 6, en Hucko (ed), Democratic
Tradition, p. 123 <<

Página 1934
[4]
Michael Stürmer, «Eine politische Kultur —oder zwei? Betrachtungen zur
Regierungsweise des Kaiserreichs», en Oswald Hauser (ed.), Zur Problematik
Preussen und das Reich (Colonia, 1984), pp. 35-48. <<

Página 1935
[5]Friedrich-Christian Stahl, «Preussische Armee und Reichsheer 1871-
1914», en Hauser (ed.), Preussen und das Reich, pp. 181-246. <<

Página 1936
[6]
Thomas Kühne, Dreiklassenwahlrecht und Wahlkultur in Preussen 1867-
1914. Landtagwahlen zwischen korporativer Tradition und politischem
Massenmarkt (Düsseldorf, 1994), pp. 57-58. <<

Página 1937
[7]Sobre la Herrenhaus y su papel en el sistema social y político prusiano, el
trabajo estándar es ahora Hartwin Spenkuch, Das Preussische Herrenhaus.
Adel und Bürgertum in der Ersten Kammer des Landtags 1854-1918
(Düsseldorf, 1998). Sobre la función de «lastre» de la casa, v. p. 552. <<

Página 1938
[8] Kühne, Dreiklassenwahlrecht, pp. 59, 62, 71-73, 79-80. <<

Página 1939
[9]
Bernhard von Bülow, Memoirs, trad. F. A. Voigt (4 vols., Londres y Nueva
York, 1931-1932), vol. I, pp. 233-4, 291; H. Hom, Der Kampf um den Bau
des Mittellandkanals. Eine politologische Untersuchung über die Rolle eines
wirtschaftlichen Interessenverbandes im Preussen Wilhelms II (Colonia y
Opladen, 1964), pp. 40-43. <<

Página 1940
[10] Lothar Gall, «Zwischen Preussen und dem Reich: Bismarck als
Reichskanzler und Preussischer Minister-Präsident», en Hauser (ed.),
Preussen und das Reich, pp. 155-164. Sobre el «papel de freno» de Prusia
más en general, v. Hagen Schulze, «Preussen von 1850 bis 1871», en Büsch
et al. (eds.), Handbuch der preussischen Geschichte, vol. 2, pp. 293-373;
Spenkuch, «Vergleichsweise besonders?», passim. <<

Página 1941
[11] Simone Lässig, «Wahlrechtsreform in den deutschen Einzelstaaten.
Indikatoren für Modernisierungstendenzen und Reformfähigkeit im
Kaiserreich», en id. et al. (eds.) Modernisierung und Region im
wilhelminischen Deutschland (Bielefeld, 1995), pp. 127-169. <<

Página 1942
[12]Helmut Croon, «Die Anfänge der Parlamentarisierung im Reich und die
Auswirkungen auf Preussen», en Hauser (ed.), Preussen und das Reich,
pp. 105-154. <<

Página 1943
[13]Sobre la división este-oeste de la culture política prusiana, v. Heinz Reif,
«Der katholische Adel Westfalens und die Spaltung des Adelskonservatismus
in Preussen während des 19.Jahrhunderts», en Karl Teppe (ed.), Westfalen
und Preussen (Paderborn, 1991), pp. 107-124. <<

Página 1944
[14]Shelley Baranowski, «East Elbian Landed Elites and Germanys Turn to
Fascism: The Sonderweg revisited», en European History Quarterly (1996),
pp. 209-240; Ilona Buchsteiner, «Pommerscher Adel im Wandel des
19.Jahrhunderts», Geschichte und Gesellschaft, 25 (1999), pp. 343-374. <<

Página 1945
[15] James Sheehan, «Liberalism and the City hi Nineteenth-century
Germany», Past & Present, 51 (1971), pp. 116-137; Dieter Langewiesche
«German Liberalism in the Second Empire» en Konrad Jarausch y Larty
Eugene Jones (eds.), In Search of Liberal Germany. Studies in the History of
German Liberalism from 1789 to the Present, Nueva York (1990), pp. 217-
235, espec. pp. 230-233. <<

Página 1946
[16]Bernhard von Bülow a Philipp zu Eulenburg, Bucharest, 9 de enero de
1893, en John Röhl (ed.), Philipp Eulenburgs Politische Korrespondent (3
vols., Boppard am Rhein, 1976-83), vol. 2, pp. 1000-1001. <<

Página 1947
[17] Wolfgang Mommsen, «Culture and Politics in the German Empire», en
id., Imperial Germany 1867-1918. Politics, Culture and Society in an
Authoritarian State, trad. Richard Deveson (Londres, 1995), pp. 119-140. <<

Página 1948
[18]Citado en Rudolf Braun y David Guggerli, Macht des Tanzes - Tanz der
Mächtigen. Hoffeste und Herrschaftszeremoniell 1550-1914 (Múnich, 1993),
p. 318. <<

Página 1949
[19]Bernd Nicolai, «Architecture and Urban Development», en Gert Streidt y
Peter Feierabend (eds.), Prussia. Art and Architecture (Colonia, 1999),
pp. 416-455. <<

Página 1950
[20]
Margrit Brohan, Walter Leistikow, Maier der Berliner Landschaft (Berlín,
1988). <<

Página 1951
[21]Ejemplos de edificios del «estilo prusiano» son el edificio del gran
almacén de Wertheim, de Messel (1896-1898) y la Oficina de Seguros
Estatales (1903-1904), y la fábrica de pequeños aparatos AEG de Behrens
(1910-1913) y la planta de turbinas AEG (1909), todos en Berlín. <<

Página 1952
[22]Margaret Lavinia Anderson, Windthorst. A Political Biography (Oxford,
1981), espec. pp. 130-200; David Blackbourn, Marpingen: Apparitions of the
Virgin Mary in Bismarckian Germany, 1871-1887 (Oxford, 1993), pp. 106-
120; Ronald J. Ross, The Failure of Bismarck’s Kulturkampf. Catholicism
and State Power in Imperial Germany, 1871-1887 (Washington, 1998),
pp. 49, 95-157. <<

Página 1953
[23] Citado y discutido en Pflanze, Bismarck, vol. I, p. 368, y vol. 2, p. 188. <<

Página 1954
[24] Christa Stache, Bürgerlicher Liberalismus und katholischer
Konservatismus in Bayern 1867-1871: kulturkämpferische
Auseinandersetzungen vor dem Hintergrund von nationaler Einigung und
wirtschaftlich-sozialem Wandel (Fráncfort, 1981), pp. 66-108. <<

Página 1955
[25] Lerman, Bismarck, p. 176. <<

Página 1956
[26]
Michael Gross, The War Against Catholicism. Liberalism and the Anti-
Catholic Imagination in Nineteenth-century Germany (Ann Arbor, 2004);
Roisin Healy, The Jesuit Spectre in Imperial Germany (Leiden, 2003). <<

Página 1957
[27] Pflanze, Bismarck, vol. 2, p. 205. <<

Página 1958
[28] Gordon Craig, Germany 1866-1945 (Oxford, 1981), p. 71. <<

Página 1959
[29]
Los ejemplos que siguen se han tomado de Ross, Failure, pp. 53-74, 95-
101. <<

Página 1960
[30]
Günther Dettmer, Die Ost— und Westpreussischen Venvaltungsbehörden
im Kulturkampf (Heidelberg, 1958), p. 117. <<

Página 1961
[31]
Jonathan Sperber, The Kaisei’s Voters. Electors and Elections in Imperial
Germany (Cambridge, 1997); Margaret Lavinia Anderson, Practicing
Democracy. Elections and Political Culture in Imperial Germany (Princeton,
2000), pp. 69-151. <<

Página 1962
[32] Discurso ante el Reichstag del 24 de febrero de 1881, en H. von
Petersdorff (ed.), Bismarck. Die gesammelten Werke (15 vols., Berlín, 1924-
35), vol. 12, Reden, 1878-1885, ed. Wilhelm Schüssler, pp. 188-195. <<

Página 1963
[33]Discurso del 24 de febrero de 1870 del diputado Kantak de Inowraclaw-
Mogilno (Provincia de Poznan), Stenographische Berichtce über die
Verhandlungen des Reichstages des Norddeutschen Bundes, vol. I (1870),
p. 74. <<

Página 1964
[34] Hagen, Germans, Poles and Jews, p. 106. <<

Página 1965
[35] Klaus Helmut Rehfeld, Die preussische Verwaltung des
Regierungsbezirks Bromberg (1848-1871) (Heidelberg, 1968), p. 25. Sobre
las tensiones interétnicas, v. Kasimierz Wajda, «The Poles and the Germans
in West Prussia province in the 19th and the beginning of the 20th century»,
in Jan Sziling y Mieczyshw Wojciechowski (eds.), Neighbourhood Dilemmas.
The Poles, the Germans and the Jews in Pomerania along the Vistula River in
the 19th and the 20th century (Toru, 2002), pp. 9-19. <<

Página 1966
[36]
Siegfried Baske, Praxis und Prinzipien der preussischen Polenpolitik vom
Beginn der Reaktionszeit bis zur Gründung des deutschen Reiches (Berlín,
1963), p. 209. <<

Página 1967
[37] Hagen, Germans, Poles and Jews, p. 121; Baske, Praxis, p. 78. <<

Página 1968
[38] Baske, Praxis, pp. 186-188. <<

Página 1969
[39]
Ibid., pp. 123, 224; Manfred Laubert, Die preussische Polenpolitik von
1772-1914 (3.a ed., Cracovia, 1944), pp. 131-132. <<

Página 1970
[40]Informe del 16 de agosto de 1870, citado in Pflanze, Bismarck, vol. 2,
p. 108. <<

Página 1971
[41]Bismarck a la reunión del gabinete del 1 de noviembre de 1871 en
Adelheid Constabel (ed.), Die Vorgeschichte des Kulturkampfs (Berlín,
1956), pp. 136-141. <<

Página 1972
[42]Lech Trzeciakowski, The Kulturkampf in Prussian Poland, trad.
Katarzyna Kretkowska (Boulder, 1990), pp. 88-95. <<

Página 1973
[43]Kossert, Masaren, pp. 196-205. Sobre los lituanos, v. Forstreuter, «Die
Anfänge der Sprachstatistik» y id., «Deutsche Kulturpolitik im sogenannten
Preussisch-Litauen», en id., Wirkungen, pp. 312-333 y 334-344. <<

Página 1974
[44] Pflanze, Bismarck, vol. 2, p. III; Hagen, Germans, Poles and Jews,
pp. 128-30, 145. <<

Página 1975
[45] Serrier, Entre Allemagne et Pologne, p. 286. <<

Página 1976
[46] Hagen, Germans, Poles and Jews, pp. 180-207. <<

Página 1977
[47]
Sobre los historiadores, v. Michael Burleigh, Germany Turns Eastwards.
A Study of Osjorschung in the Third Reich (Cambridge, 1988), pp. 4-7;
Wolfgang Wippermarm, Der deutsche «Drang nach Osten». Ideologic und
Wirklichkeit eines politischen Schlagwortes (Darmstadt, 1981). <<

Página 1978
[48] WernerT. Angress, «Prussia’s Army and the Jewish Reserve Officer
Controversy before World War I», Leo Baeck Institute Yearbook, 17 (1972),
pp. 19-42; Norbert Kampe, «Jüdische Professoren im deutschen Kaiserreich»,
en Rainer Erb y Michael Schmidt (eds.), Antisemitismus und jüdische
Geschichte. Studien zu Ehren von Herbert A. Strauss (Berlín, 1987), pp. 185-
211. <<

Página 1979
[49]
Till van Rahden, «Mingling, Marrying and Distancing. Jewish Integration
in Wilhelmine Breslau and its Erosion in Early Weimar Germany», en
Wolfgang Benz, Arnold Paucker y Peter Pulzer (eds.), Jüdisches Leben in der
Weimarer Republik - Jews in the Weimar Republic (Tubinga, 1988), pp. 193-
216; id., Juden und andere Breslauer. Die Beziehungen zwischen Juden,
Protestanten und Katholiken in einer deutschen Grossstadt, 1860-1925
(Gotinga, 2000). <<

Página 1980
[50] Stephanie Schueler-Springorum, Die jüdische Minderheit in
Königsberg/Pr. 1871-1945 (Gotinga, 1996), p. 192. V. también los ensayos de
Andreas Cotzmann, Rainer Liedtke y Till van Rahden (eds.), Juden, Bürger,
Deutsche: Zur Geschichte von Vielfalt und Differenz 1800-1933 (Tubinga,
2001). <<

Página 1981
[51]Moritz Lazarus, «Wie wir Staatsbürger wurden», Im Deutschen Reich, 3
(1897), pp. 239-247; Reinhard Rürup, «The Tortuous and Thorny Path to
Legal Equality. “Jew Laws” and Emancipatory Legislation in Germany from
the Late Eighteenth Century», Leo Baeck Institute Yearbook, 31 (1986), pp. 3-
33. Sobre «la ciudadanía estatal», v. espec. anón., «Der Centralverein
deutscher Staatsbürger Jüdischen Glaubens am Schlusse seines ersten
Lustrums», Im Deutschen Reich, 4 (1898), pp. 1-6; anón., «Die Bestrebungen
und Ziele des Centralvereins», Im Deutschen Reich, I (1895), pp. 142-158;
anón., «Unsere Stellung», Im Deutschen Reich, (1895), pp. 5-6. <<

Página 1982
[52]Christopher Clark, «The Jews and the German State in the Wilhelmine
Era», en Michael Brenner, Rainer Liedtke y David Rechter (eds.), Two
Nations. British and German jews in Comparative Perspective (Tubinga,
1999), pp. 163-184. <<

Página 1983
[53]Ernst Hamburger, Juden im öffentlichen Leben Deutschlands (Tubinga,
1968), p. 47; anón., «Justizminister a. D. Schönstedt», Im Deutschen Reich, II
(1905), pp. 623-626. <<

Página 1984
[54]
Heeringen, discurso en el Reichstag del 10 de febrero de 1910, citado en
Angress, «Prussia’s Army», p. 35. <<

Página 1985
[55]
Norbert Kampe, Studenten und «judenfrage» im deutschen Kaiserreich.
Die Entstehung einer akademischen Trägerschicht des Antisemitismus
(Gotinga, 1988), pp. 34-37. <<

Página 1986
[56]
Dietz Bering, The Stigma of Names. Anti-Semitism in German Daily Life,
1812-1933 (Oxford, 1992), espec. pp. 87-118. <<

Página 1987
[57]Werner T. Angress, «The German Army’s Judenzählung of 1916. Genesis
—Consequences - Significance», Leo Baeck Institute Yearbook, 23 (1978),
pp. 117-137. <<

Página 1988
[58] Werner Jochmann, «Die Ausbreitung des Antisemitismus», en Werner E.
Mosse y Arnold Paucker (eds.), Deutsches judentum in Krieg und Revolution,
1916-1923 (Tubinga, 1971), pp. 409-510. El texto del decreto de la
Judenzählung está en Werner T. Angress, «Das deutsche Militär und die
Juden im Ersten Weltkrieg», Miliärtdigeschichtliche Mitteilungen, 19 (1976),
pp. 77-146; Helmut Berding, Moderner Antisemitismus in Deutschland
(Fráncfort del Meno, 1988), p. 169. El comentario es de R. Lewin, «Der Krieg
als jüdisches Erlebnis», en Monatsschrift für Geschichte und Wissenschaft des
judentums, 63 (1919), pp. 1-14. <<

Página 1989
[59]Helmut Walser Smith, The Butcher's Tale. Murder and Antisemitism in a
German Town (Nueva York, 2002), espec. pp. 180-84; Christoph Nonn, Eine
Stadt sucht einen Mörder: Geracht, Gewalt und Antisemitismus im
Kaiserreich (Gotinga, 2002), pp. 169-187. <<

Página 1990
[60]
Christoph Cobet, Der Wortschatz des Antisemitismus in der Bismarckzeit
(Múnich, 1973), p. 49. <<

Página 1991
[61]Citas de Michael Stürmer, Das Ruhelose Reich (Berlín, 1983), p. 238.
Sobre el dominio de Bismarck sobre Guillermo I v. Börner, Wilhelm I,
pp. 182-185, 218-220. <<

Página 1992
[62]
Börner, Wilhelm I, pp. 239, 265; Franz Herre, Kaiser Wilhelm I. Der letzte
Preusse (Colonia, 1980), pp. 439-440, 487. <<

Página 1993
[63] Christopher Clark, Kaiser Wilhelm II (Harlow, 2000), p. 161. <<

Página 1994
[64] Thomas Kohut, Wilhelm II and the Germans. A Study in Leadership
(Nueva York y Oxford, 1991), pp. 235-238. Sobre la gestión de los discursos
por el gabinete civil, v. Eisenhardt a Valentini, 11 agosto 1910, comentarios a
lápiz, GScA Berlín-Dahlem, HA 1, Reimp. 89, Nr. 678. Sobre los discursos
de Federico como heredero de la corona, emperatriz Federica a la reina
Victoria, septiembre de 1891, en Federico E. G. Ponsonby (ed.), Letters of the
Empress Frederick (Londres, 1928), pp. 427-429. <<

Página 1995
[65]Thomas Kohut, Wilhelm II and the Germans: A Study in Leadership
(Nueva York, 1991), p. 138. Sobre la «carismatización», v. Isobel V. Hull,
«Der kaiserliche Hof als Herrschaftsinstrument», en Hans Wilderotter y Klaus
D. Pohl (eds.), Der Letzte Kaiser. Wilhelm II im Exil (Berlín, 1991), pp. 26-
27. <<

Página 1996
[66]
V. p. ej., el discurso en la recepción de gala en Münster, 31 de agosto de
1907, basado en las notas escritas por el propio Guillermo, GScA Berlín-
Dahlem, HA 1, Reimp. 89, Nr. 673, carpeta 28. <<

Página 1997
[67] Texto taquigrafiado de un discurso pronunciado en Memel, 23 de
septiembre de 1907, GStA Berlín-Dahlem, HA I, Rep. 89, Nr. 673, carpeta
30. <<

Página 1998
[68] Pflanze, Bismarck, vol. 3, The Period of Fortification, 1880-1898
(Princeton, 1990), p. 394; Conde Waldersee, Diario, entrada 21 de abril de
1891, en Meisner (ed.), Denkwürdigkeiten des General-Feldmarschalb Alfred
Grafen von Waldersee (3 vols., Stuttgart y Berlín, 1923-5), vol. 2, p. 206.
Sobre las respuestas particularistas, v. Röhl (ed.), Politische Korrespondenz:,
vol. I, p. 679, n. 2. <<

Página 1999
[69]V. p. ej., discursos de Guillermo ante la dieta del 24 de febrero de 1892 y
24 de febrero de 1894, en Louis Elkind (ed.), The German Emperor’s
Speeches. Being a Selection from the Speeches, Edicts, Letters and Telegrams
of the Emperor William II (Londres, 1904), pp. 292, 295. <<

Página 2000
[70]Eulenburg a Guillermo II, Múnich, 10 de marzo de 1892, en Röhl (ed.),
Politische Korrespondenz, vol. 2, p. 798, énfasis en el propio original. <<

Página 2001
[71]
Eulenburg a Guillermo II, Berlín, 28 de noviembre de 1891, en Röhl (ed.)
Politische Korrespondenz, vol. I, p. 730. <<

Página 2002
[72]
Olaf Gulbransson, «Kaisermanover», Simplicissimus, 20 de septiembre de
1909. Esta imagen se discute en Jost Rebentisch, Die hielen Gesichter des
Kaisers. Wilhelm II. in der deutschen und britischen Karikatur (1888-1918)
(Berlín, 2000), pp. 86, 299. <<

Página 2003
[73]
Holstein a Eulenburg, 27 de febrero de 1892, en Röhl (ed.), Politische
Korrespondenz, vol. 2, p. 780. <<

Página 2004
[74]Helga Abret y Aldo Keel, Die Majestätsbeleidigungsaffäre des
«Simplicissimus»— Verlegers Albert Langen. Briefe und Dokumente zu Exil
und Begnadigung, 1898-1903 (Fráncfort del Meno, 1985), espec. pp. 40-41.
<<

Página 2005
[75] Consejero consistorial Blau a Lucanus (jefe del gabinete civil),
Wernigerode; 4 abril 1906, GStA Berlín-Dahlem, HA 1, Rep. 89, Nr. 672,
carpeta 17; Cari von Wedel, Diario, entradas del 20, 22 de abril de 1891, en
id. (ed.), Zwischen Kaiserund Kanzler. Aufzeichnungen des
Generaladjutanten Grafen Carl von Wedel aus den Jahren 1890-1894
(Leipzig, [1943]), pp. 176-177. <<

Página 2006
[76]
Bernd Sösemann, «Die sogenannte Hunnenrede Wilhems II. Textkritische
und interpretatorische Bemerkungen zur Ansprache des Kaisers vom 27 Juli
1900 in Bremerhaven», Historische Zeitschrift, 222 (1976), pp. 342-58. Clark,
Kaiser Wilhelm II, pp. 169-71. <<

Página 2007
[77]Bernd Sösemann, «“Pardon wird nicht gegeben; Gefangene nicht
gemacht”. Zeugnisse und Wirkungen einer rhetorischen Mobilmachung», en
John Röhl (ed.), Der art Kaiser Wilhelms II. in der deutschen Geschichte
(Múnich, 1991), pp. 79-94. <<

Página 2008
[78]Walther Rathenau, Der Kaiser. Eine Betrachtung (Berlín, 1919), pp. 28-
29. <<

Página 2009
[79] Isobel Hull, «Persönliches Regiment», en Röhl (ed.), Der art, pp. 3-24. <<

Página 2010
[80] V. p.ej., Norddeutsche Allgemeine Zeitung, 30 de agosto de 1910
(reducido en GStA Berlín-Dahlem HA I, Rep. 89, Nr. 678, carpeta 43). <<

Página 2011
[81]
«Der schweigende Kaiser», Frankfurter Zeitung, 14 de septiembre de
1910. <<

Página 2012
[82]Gevers al ministro de Asuntos Exteriores holandés, Berlín, 12 de
noviembre de 1908, Algemeen Rijksarchief Den Haag, 2.05.19,
Bestanddeel 20. <<

Página 2013
[83]
Willibald Guttsmann, Art for the Workers. Ideology and the Visual Arts in
Weimar Germany (Manchester, 1997). <<

Página 2014
[84]Werner K. Blessing, «The Cult of Monarchy, Political Loyalty and the
Workers’Movement in Imperial Germany» Journal of Contemporary History,
13 (1978), pp. 357-373. <<

Página 2015
[85]
V. M. Cattaruzza, «Das Kaiserbild in der Arbeiterschaft am Beispiel der
Werftarbeiter in Hamburg und Stettin», en Röhl (ed.), Der Ort, pp. 131-144.
<<

Página 2016
[86] Richard J. Evans (ed.), Kneipengespräche im Kaiserreich.
Stimmungsberichte der Hamburger Politischen Polizei 1892-1914 (Reinbek,
1989), pp. 328, 329, 330. <<

Página 2017
[87] E Wilhelm Voigt, Wie ich Hauptmann von Köpenick wurde: Mein
Lebensbild (Leipzig y Berlín, 1909). Sobre los detalles de este caso. v. espec.
pp. 107-27; Wolfgang Heidelmeyer, Der Fall Köpenick. Akten und
zeitgenössische Dokumente zur Historie einer preussischen Moritat (Fráncfort
del Meno, 1967);Winfried Löschburg, Ohne Glanz und Gloria. Die
Geschichte des Hauptmanns von Köpenick (Berlín, 1998). Material mucho
más útil está compilado en http://www.koepenickia.delindex.htm; último
acceso, 16 de septiembre de 2004. <<

Página 2018
[88] Vorwärts!, 18, 19, 20, 21, 23, 28 de octubre de 1906. <<

Página 2019
[89]Nicholas Stargardt, The German Idea of Militarism. Radical and Socialist
Critics, 1866-1914 (Cambridge, 1994), p. 3. <<

Página 2020
[90] Vorwärts! 19 de octubre de 1906. <<

Página 2021
[91] Philipp Müller, «“Ganz Berlin ist Hintertreppe”. Sensazionen des
Verbreehens und die Umwälzung der Presselandschaft im wilhelminischen
Berlin (1890-1914)», disertación de Ph. D., European University Institute,
Florencia (2004), pp. 341-353. <<

Página 2022
[92]
Franz Mehring, «Das Zweite Jena», Neue Zeit (Berlín), 25 de enero de
1906, pp. 81-84. <<

Página 2023
[93] Stache, Bürgerlicher Liberalismus, pp. 91-92. <<

Página 2024
[94]Werner Conze, Michael Geyer y Reinhard Stumpf, «Militarismus», en
Otto Brunner et al. (eds.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon
zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland (8 vols., Stuttgart, 1972-97),
vol. 4, pp. 1-47; Bernd Ulrich, Jakob Vogel y Benjamin Ziemann (eds.),
Untertan in Uniform. Military und Militarismus im Kaiserreiche 1871-1914
(Fráncfort del Meno, 2001), p. 12; Stargardt, German Idea, pp. 24-25. <<

Página 2025
[95]Para un ejemplo de cómo las tradiciones y rituales militares se infiltraron
en el ceremonial público, v. Klaus Tenfelde, Ein Jahrhundertfest. Das Krupp-
jubiläum in Essen 1922 (Essen, 2004). <<

Página 2026
[96]Dieter Düding, «Die Kriegervereine im wilhelminischen Reich und ihr
Beitrag zur Militarisierung der deutschen Gesellschaft», en Jost Dulffer y
Karl Holl (eds.), Bereit zum Krieg. Kriegsmentalitat im wilhelminischen
Deutschland 1890-1914 (Gotinga, 1986), pp. 99-212; Thomas Rohkrämer,
Der Gesinnungsmilitarismus der «kleinen Lente». Die Kriegervereine im
deutschen Kaiserreich 1871-1914 (Múnich, 1990); id., «Der
Gesinnungsmilitarismus der “kleinen Leute” im deutschen Kaiserreich», en
Wolfram Wette (ed.), Der Krieg des kleinen Mannes (Múnich, 1992), pp. 95-
109. <<

Página 2027
[97] Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. 3, pp. 880-885. <<

Página 2028
[98]Jakob Vogel, Nationen im Gleichschritt. Der Kult der «Nation in Waffen»
in Deutschland und Frankreich, 1871-1914 (Gotinga, 1997). <<

Página 2029
[99]
Anne Summers, «Militarism in Britain before the Great War», History
Workshop journal, 2 (1976), pp. 104-123; John M. Mackenzie (ed.), Papular
Imperialism and the Military, 1850-1950 (Manchester, 1992). <<

Página 2030
[100] Ulrich, Vogel y Ziemann, Untertan in Uniform, p. 21. <<

Página 2031
[101]
Stargardt, German Idea, pp. 132-3, 142; Jeffrey Verhey, The Spirit of
1914. Militarism, Myth and Mobilisation in Germany (Nueva York, 2000). <<

Página 2032
[102] Robert von Friedeburg, «Klassen—, Geschlechter— oder
Nationalidentität? Handwerker und Tagelöhner in den Kriegervereinen der
neupreussischen Provinz Hessen-Nassau 1890-1914» en Ute Frevert (ed.),
Militar und Gesellschaft im 19. und 20.Jahrhundert (Stuttgart, 1997),
pp. 229-244. <<

Página 2033
[103]Roger Chickering, «Der “Deutsche Wehrverein” und die Reform der
deutschen Armee 1912-1914», Militärgeschichtliche Mitteilungen, 25 (1979),
pp. 7-33; Stig Forster, Der doppelte Militarisms. Die deutsche
Heeresrustungspolitik zwischen Status-quo-Sicherung und Aggression 1890-
1913 (Stuttgart, 1985), pp. 208-96;Volker Berghahn, Germany and the
Approach of War in 1914 (Londres, 1973), espec. pp. 5-24. <<

Página 2034
[104] Hucko (ed.), Democratic Tradition, pp. 139, 141. <<

Página 2035
[105]Sobre los gastos militares como «debilidad estructural» en el sistema
constitucional del Imperio, v. Huber, Verfassungsgeschichte, vol. 4, Struktur
und Krisen des Kaiserreichs, pp. 545-9; Dieter C. Umbach,
Parlamentsauflösung in Deutschland. Verjassungsgeschichte und
Verfassungsprozess (Berlín, 1989), pp. 221, 1227-9;John Biffe, Tanganyika
under German Rule, 1905-1912 (Cambridge, 1969), p. 42. <<

Página 2036
[106]Stahl, «Preussische Armee», en Hauser (ed.), Preussen und das Reich,
pp. 181-246. <<

Página 2037
[107]Wilhelm Deist, «Kaiser Wilhelm II in the context of his military and
naval entourage», en John C. G. Röhl y Nicholas Sombart (eds.), Kaiser
Wilhelm II. New Interpretations (Cambridge, 1982), pp. 169-192. <<

Página 2038
[108] Wilhelm Deist, «Kaiser Wilhelm II als Oberster Kriegsherr», in Röhl
(ed.), Der Ort, p. 30; id., «Entourage» en Röhl and Sombart (eds.),
Wilhelm II, pp. 176-178. <<

Página 2039
[109] Huber, Heer und Staat (2.a ed., Hamburgo, 1938), p. 358. <<

Página 2040
[110]Deist, «Oberster Kriegsherr», en Röhl (ed.), Der Ort, pp. 25-42. Sobre la
dimensión militar de la soberanía de Guillermo más en general, v. Elisabeth
Fehrenbach, Wandlungen des Kaisergedankens 1871-1918 (Múnich, 1969),
pp. 122-124, 170-172. <<

Página 2041
[111]Leutwein al Estado Mayor General, Okahandja, 25 de abril de 1904,
Reichskolonialamt: «Akten betreffend den Aufstand der Hereros im Jahre
1904, Bd. 4, 16 April 1904-4. Juni 1904», Bundesarchiv Berlín, R1001/2114,
BL 52. Agradezco mucho a Marcus Clausius por permitirme utilizar sus
transcripciones de correspondencia referentes al SWA del Bundesarchiv de
Berlín. <<

Página 2042
[112]Proclamación, Mando de Tropas Coloniales, Osombo-Windhoek, 2 de
octubre de 1904, copia conservada en la Reichskanzlei, «Differenzen
zwischen Generalleutnant v. Trotha und Gouverneur Leutwein bezügl. der
Aufstande in Dtsch. Sudwestafrika im Jahre 1904», Bundesarchiv de Berlín,
R1001/2089, Bl. 7. <<

Página 2043
[113]Trotha al jefe del Estado Mayor General, Okatarobaka, 4 octubre 1904 en
ibid., B1. 5-6. Para una formulación aún más extrema de sus objetivos, v.
Trotha a Leutwein, Windhoek, 5 de noviembre de 1904 (copia), en ibid.,
Bl. 100-102: «Conozco bastantes tribus en África. Todas ellas son iguales, en
lo que respecta a que solo se inclinan ante la violencia. Aplicar esta violencia
con patente terrorismo e incluso con crueldad ha sido y es mi política. Yo
aniquilo a las tribus insurgentes con ríos de sangre y ríos de dinero. Solo
sobre estas bases puede algo duradero echar raíces» (!). <<

Página 2044
[114]Leutwein al Departamento colonial de Política Exterior, Windhoek, 28
de octubre de 1904 en ibid., Bl. 21-2. <<

Página 2045
[115]
Leutwein al ministro de Exteriores, Windhoek, 23 de octubre de 1904,
resumido de ibid. <<

Página 2046
[116]Telegrama (cifrado) a Trotha, Berlín, 8 de diciembre de 1904, en M.,
B1.48. Las disputas sobre el contenido del telegrama están documentadas en
Bl. 14-20. El número exacto de muertos es difícil de establecer, ya que las
estimaciones sobre la población herero antes del conflicto varían entre los
35 000 y los 80 000 individuos. Un recuento realizado en la colonia en 1905
dio un total de 24 000 habitantes herero. Se supone que varios miles pudieron
huir a través de las fronteras y no volvieron. El resto, quizá solo unos 6000,
quizá 45 000 o 50 000, fueron muertos. Algunos murieron en combate cuando
se acercaban a los campamentos alemanes para rendirse, o fueron capturados
y ejecutados tras juicios sumarios por los tribunales militares de campaña;
otros miles más —hombres, mujeres y niños— murieron de sed, hambre o
enfermedades cuando buscaban agua en el desierto donde había sido
desplazados. Del lado alemán las bajas fueron 1282 —la mayoría por
enfermedades contraídas durante las campañas—. Sobre la guerra herero, v.
espec. Jan Bart Gewald, Towards Redemption. A Socio-political History of
the Herero of Namibia between 1890 and 1923 (Leiden, 1996); Horst
Drechsler, Südwestafrika unter deutscher Kolonialherrschaft: Der Kampf der
Herero und Namagegen dendeutschen Imperialismus (Berlín [RDA],
1966);Helmut Bley, South West África under German Rule 1894-1914, trad.
Hugh Ridley (Londres, 1971); Jürgen Zimmerer y Joachim Zeller (eds.),
Völkermord in Deutsch-Südwestafrika. Der Kolonialkrieg (1904-1908) in
Namibia und seine Folgen (Berlín, 2003), espec, los ensayos de Zimmerer,
Zeller y Caspar W. Erichsen. <<

Página 2047
[117]Hans-Günter Zmarzlik, Bethmann Hollweg als Reichskanzler, 1908-
1914. Studien zu Möglichkeiten und Grenzen seiner innerpolitischen
Machtstellung (Düsseldorf, 1957), pp. 103-129; David Schoenbaum, Zabern
1913. Consensus Politics in Imperial Germany (Londres, 1982), pp. 87-105,
118-119, 148-149; Konrad Janvach, Enigmatic Chancellor. Bethmann
Hollweg and the Hubris of Imperial Germany (Madison, WI, 1966), p. 101;
Lamar Cecil, Wilhelm II (2 vols., Chapell Hill, NC, 1989 y 1996), vol. 2,
Emperor and Exile: 1900-1941, pp. 189-192. <<

Página 2048
[118]Johannes Burkhardt, «Kriegsgrund Geschichte? 1870, 1813, 1756 —
historische Argumente und Orientierungen bei Ausbruch des Ersten
Weltkrieges», en id. et al. (eds.), Lange und Kurze Wege, pp. 9-86. <<

Página 2049
[119] Kossert, Masuren, p. 241. <<

Página 2050
[120]Benjamin Ziemann, Front und Heimat. Ländliche Kriegserfahrungen im
südlichen Bayern 1914-1923 (Essen, 1997), pp. 265-274. <<

Página 2051
[121]Gerald D. Feldman, Army, Industry and Labor in Germany, 1914-1918
(Princeton, 1966), pp. 31-3; la referencia a los «gobiernos en la sombra» es
del príncipe heredero Rupprecht von Bayern, In Treue fest. Mein
Kriegstagebuch (3 vols., Múnich, 1929), vol. I, p. 457, citado en ibid., p. 32.
<<

Página 2052
[122]Para una panorámica narrativa de la sociedad, v. John Lee, The
Warlords. Hindenburg and Ludendorff (Londres 2005). <<

Página 2053
[123]Cita de un discurso del industrial Duisberg en Treuder a Bethmann
Hollweg, 6 de febrero de 1916, GStA Berlín-Dahlem, HA I, Rep. 92,
Valentini, NO. 2. Sobre Hindenburg cult, v. Roger Chickering, Imperial
Germany and the Great War 1914-1918 (Cambridge, 1988), p. 74; Matthew
Stibbe, «Vampire of the Continent. German Anglophobia during the First
World War, 1914-1918», tesis de Ph. D., Universidad de Sussex (1997),
p. 100. <<

Página 2054
[124]Lansing a Oederlin, Washington, 14 de octubre de 1918, en US
Department of State (ed.), Papers Relating to the Foreign Relations of the
United States (suppl. I, vol. 1, 1918), p. 359 <<

Página 2055
[125] Cecil, Wilhelm II, vol. 2, p. 286. <<

Página 2056
[126]Ernst von Heydebrand und der Lasa, discurso en el Landtag del 5 de
diciembre de 1917, citado en Croon, «Die Anfänge des Parlamentarisierung»,
p, 124. <<

Página 2057
[127] Toews, Hegelianism, p. 62. <<

Página 2058
[128]Hermann Beck, The Origins of the Authoritarian Welfare State in
Prussia. Conservatives, Bureaucracy and the Social Question, 1815-1870
(Providence, 1993), pp. 93-100. <<

Página 2059
[129]Sobre Wagener y Gerlach, v. Hans-Julius Schoeps, Das andere Preussen.
Konservative Gestalten und Probleme im Zeitalter Friedrich Wilhelms IV. (3.a
ed. Berlín, 1966), pp. 203-228. <<

Página 2060
[130]Sobre los nexos entre Stein y Schmoller, v. Giles Popé; «The Pollitical
Ideas of Lorenz Stein and their Influence on Rudolf Gneist and Güstav
Schmoller» tesis de D. Phil., Universidad de Oxford (1985); Karl Heinz Metz,
«Preussen als Modelleiner Idee der Sozialpolitik. Das soziale Königtum» en
Balmers y Roellecke (eds.) Preussische Stile, pp. 355-363. <<

Página 2061
[131]
James J. Sheehan, The Career of Lujo Brentano: A Study of Liberalism
and Social Reform in Imperial Germany (Chicago, 1966), pp. 48-52, 80-84.
<<

Página 2062
[132]Erik Grimmer-Solem, The Rise of Historical Economics and Social
Reform in Germany 1864-1894 (Oxford, 2003), espec. pp. 108-118. <<

Página 2063
[133]Hans-Peter Ullmann, «Industrielle Interessen und die Entstehung der
deutschen Sozialversicherung», Historische Zeitschrift, 229 (1979), pp. 574-
610; Gerhard Ritter, «Die Sozialdemokratie im Deutschen Kaiserreich in
sozialgeschichtlicher Perspektive», Historische Zeitschrift, 249 (1989),
pp. 295-362; Wehler, Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. 3, pp. 907-915.
<<

Página 2064
[134]Gerhard Ritter, Arbeiter im Deutschen Kaiserreich, 1871 bis 1914
(Bonn, 1992), espec. p. 383; J. Frerich y M. Frey, Handbuch der Geschichte
der Sozialpolitik in Deutschland, vol. I, Von der vorindustriellen Zeit bis zum
Ende des Dritten Reiches (3 vols., Múnich, 1993), pp. 130-32, 141-142. <<

Página 2065
[135]Andreas Kunz, «The State as Employer in Germany, 1880-1918: From
Paternalism to Public Policy», en W. Robert Lee y Eve Rosenhaft (eds.),
State, Society and Social Change in Germany, 1880-1914 (Oxford, 1990),
pp. 37-63. <<

Página 2066
[1]Conde Harry Kessler, entrada del Diario, Magdeburgo, 7 de noviembre de
1918, en id., Tagebücher 1918-1937, compil. Wolfgang Pfeiffer-Belli
(Fráncfort del Meno, 1961), p. 18. <<

Página 2067
[2] Ibid., p. 24. <<

Página 2068
[3]Jürgen Kloosterhuis (ed.), Preussisch Dienen und Geniessen. Die
Lebenszeiterzählung des Ministerialrats Dr Herbert du Mesnil (1857-1947)
(Colonia, 1998), p. 350. <<

Página 2069
[4] Bocholter Volksblatt, 14 de noviembre de 1918, citado en Hugo
Stehkamper, «Westfalen und die Rheinisch-Westfälische Republik 1918/19.
Zenturmsdiskussionen über einen bundesstaatlichen Zusammenschluss der
beiden preussischen Westprovinzen», en Karl Dietrich Bracher, Paul Mikat,
Konrad Repgen, Martin Schumacher y Hans-Peter Schwarz (eds.), Staat und
Parteien. Festschrift für Rudolf Morsey (Berlín, 1992), pp. 579-634. <<

Página 2070
[5]
Edgar Hartwig, «Welfen, 1866-1933», en Dieter Fricke (ed.), Lexikon zur
Parteiengeschichte (4 vols., Leipzig, Colonia, 1983-1986), vol. 4, pp. 487-
489. <<

Página 2071
[6]Peter Lesiewski, «Three Insurrections: Upper Silesia 1919-1921», en Peter
Stachura (ed.), Poland between the Wars, 1918-1939 (Houndsmills, 1998),
pp. 13-42. <<

Página 2072
[7]Prusia perdió alrededor del 16 por ciento de su superficie territorial como
consecuencia de los ajustes territoriales que siguieron a la derrota de 1918.
Estos incluían la zona de Memel (Lituania), el territorio de la Prusia
Occidental para crear la Ciudad Libre de Danzig, el grueso de las antiguas
provincias de Prusia Occidental y Poznan, y pequeños sectores de Pomerania
y Prusia Oriental (a Polonia), el Schleswig del Norte con las islas de Alsen y
Rom (a Dinamarca), Eupen y Malmédy (a Bélgica), una parte de la región del
Sarre (bajo administración internacional, con las minas de carbón bajo control
francés), el distrito de Hultschin en la Alta Silesia (a Checoslovaquia) y partes
de la Alta Silesia (a Polonia, tras plebiscitos locales). En conjunto, las
pérdidas territoriales de Prusia sumaron 56 058 km2; el total, para el 1 de
noviembre de 1918, era de 348 780 km2. <<

Página 2073
[8]Cita en Horst Möller, «Preussen von 1918 bis 1947: Weimarer Republik,
Preussen und der Nationalsozialismus», en Wolfgang Neugebauer (ed.),
Handbuch der preussischen Geschichte, vol. 3, Vom Kaiserreich zum 20.
Jahrhundert und Grosse Themen der Geschichte Preussens (Berlín, 2001),
pp. 149-301. <<

Página 2074
[9]Gisbert Knopp, Die preussische Venwaltung des Regierungsbezirks
Düsseldorf in den Jahren 1899-1919 (Colonia, 1974), p. 344. <<

Página 2075
[10]Möller, «Preussen», pp. 177-9; Henry Friedlander, The German
Revolution of 1918 (Nueva York, 1992), pp. 242, 244. <<

Página 2076
[11]
Heinrich August Winkler, Weimar 1918-1933. Die Geschichte der ersten
deutschen Demokratie (Múnich, 1993), p. 66. <<

Página 2077
[12]
Hagen Schulze, «Democratic Prussia in Weimar Germany, 1919-33», en
Dwyer (ed.), Modern Prussian History, pp. 211-229. <<

Página 2078
[13]Gerald D. Feldman, The Great Disorder. Politics, Economics and Society
in the German Inflation 1914-1924 (Oxford, 1997), pp. 134, 161. <<

Página 2079
[14]En un estudio clásico sobre las relaciones civil-militares alemanas después
de la Primera Guerra Mundial, John Wheeler Bennett argumentaba que el
pacto Ebert-Groener sellaba el destino de la República de Weimar; la mayoría
de los demás historiadores han asumido una posición más moderada. V. John
Wheeler Bennett, The Nemesis of Power. The German Army and Politics
1918-1945 (Londres, 1953), p. 21; cf. Craig, Prussian Army, p. 348; Wehler,
Deutsche Gesellschaftsgeschichte, vol. 4, Vom Beginn des Ersten Weltkriegs
bis zur Gründung der beiden deutschen Staaten (Múnich, 2003), pp. 69-72.
<<

Página 2080
[15] Craig, Politics ofthe Prussian Army, p. 351. <<

Página 2081
[16]El Gabinete, o Consejo de los Representantes del Pueblo, se refiere al
nuevo gobierno del SPD/USPD que sucedió al viejo ejecutivo prusiano-
alemán. El Consejo ejecutivo, elegido el 10 de noviembre, representaba los
difusos intereses reunidos en el movimiento de los Consejos de Soldados y
Obreros de Berlín. La relación entre ambos cuerpos fue un caso de contención
durante los primeros meses de la república. <<

Página 2082
[17]Este discurso se imprimió de nuevo en Die Freiheit (Berlín), 16 y 17 de
diciembre de 1918. El texto puede consultarse asimismo en
http://www.marxists.org/deutsch/harchiv/luxemburg/1918/12/uspdgb.htm;
último acceso 26 de octubre de 2004. <<

Página 2083
[18] Möller, «Preussen», pp. 188-189. <<

Página 2084
[19]
Susanne Miller, Die Burde der Macht. Die deutsche Sozialdemokratie
1918-1920 (Düsseldorf, 1979), p. 226. <<

Página 2085
[20] Hagen Schulze, Weimar. Deutschland 1917-1933 (Berlín, 1982), p. 180.
<<

Página 2086
[21]Entradas de Diario del 7 de enero y 6 de enero en Kessler, Tagebücher,
pp. 97, 95. <<

Página 2087
[22]Annemarie Lange, Berlin in der Weimarer Republik (Berlín, RDA, 1987),
pp. 47, 198-199. <<

Página 2088
[23]La imagen se publicó en la tercera edición de Die Pleite (La Bancarrota),
periódico editado por la izquierdista Malik Verlag, luego una de las
principales casas editoriales de los intelectuales comunistas de la República
de Weimar. <<

Página 2089
[24]Hubo ulteriores casos de represión en Halle, Magdeburgo, Mühlheim,
Düsseldorf, Dresde, Leipzig y Múnich. La represión en Múnich, donde los
comunistas consiguieron realmente ocupar el poder por breve tiempo y
proclamar una «República Soviética de Baviera», fue excepcionalmente
brutal. <<

Página 2090
[25] Craig, Prussian Army, p. 388. <<

Página 2091
[26]Hans von Seeckt, «Heer im Staat» en id., Gedanken eines Soldaten
(Berlín, 1929), pp. 101-116. <<

Página 2092
[27] Sobre el étatisme prusiano de los partidos de la coalición, v. Dietrich
Orlow, Weimar Prussia, 1918-1925. The Unlikely Rock of Democracy
(Pittsburgh, 1986), pp. 247, 249; Hagen Schulze, Otto Braun oder Preussens
demokratische Sendung (Fráncfort del Meno, 1977), pp. 316-23 y passim;
Winkler, Weimar, pp. 66-7. Sobre los católicos, v. Müller, «Preussen», p. 237.
<<

Página 2093
[28]Cita en Schulze, «Democratic Prussia» en Dwyer (ed), Modern Prussian
History, pp. 211-229. <<

Página 2094
[29]
Heinrich Hannover y Christine Hannover-Druck, Politische Justiz 1918-
1933 (Bornheim-Merten, 1987), pp. 25-27 y passim. <<

Página 2095
[30]Peter Lessmann, Die preussische Schutzpolizei in der Weimarer Republik.
Streifendienst und Strassenkampf (Düsseldorf, 1989), p. 82. <<

Página 2096
[31] Ibid., p. 88. <<

Página 2097
[32]Hsi-Huey Liang, The Berlin Police Force in the Weimar Republic
(Berkeley, 1970), pp. 73-81; Schulze, «Democratic Prussia», p. 215. <<

Página 2098
[33]Lessmann, Schutzpolizei, pp. 211-14; Christoph Graf, Politische Polizei
zwischen Demokratie und Diktatur (Berlín, 1983), pp. 43-8; Eric D. Kohler,
«The Crisis in the Prussian Schutzpolizei 1930-1932», en George Mosse
(ed.), Police Forces in History (Londres, 1975), pp. 131-150. <<

Página 2099
[34]Henning Grunwald, «Political Trial Lawyers in the Weimar Republic»,
Tesis de Ph. D., Universidad de Cambridge (2002). <<

Página 2100
[35]Oriow, Weimar Prussia, pp. 16-7. Sobre la «vieja» y la «nueva» derecha,
v. Hans Christof Kraus, «Altkonservativismus und moderne politische
Rechte. Zum Problem der Kontinuität rechter politischer Strömungen in
Deutschland», en Thomas Nipperdey et al. (eds.), Weltbürgerkrieg der
Ideologien. Antworten an Ernst Nolte (Berlín, 1993), pp. 99-121. Sobre el
entusiasmo derechista por la idea de una «revolución conservadora» radical
que habría roto las fronteras del conservadurismo prusiano tradicional, v.
Jeffrey Herf, Reactionary Modernism. Technology, Culture and Politics in
Weimar and the Third Reich (Cambridge, 1984), esp. pp. 18-48; Armin
Mohler, Die konservative Revolution in Deutschland, 1918-1932 (Darmstadt,
1972); George Mosse, «The Corporate State and the Conservative
Revolution» en id., Germans and Jews: the Right, the Left and the Search for
a «Third Force» in Pre-Nazi Germany (Nueva York, 1970), pp. 116-143. <<

Página 2101
[36]Sobre el sector agrario después de 1918, v. Shelley Baranowski,
«Agrarian transformation and right radicalism: economics and politics in rural
Prussia», en Dwyer (ed.), Modern Prussian History, pp. 146-65; id., The
Sanctity of Rural Life. Nobility, Protestantism and Nazism in Weimar Prussia
(Nueva York, 1995), pp. 128-144. <<

Página 2102
[37] Sobre la agricultura de Weimar y la política, v. Wolfram Pyta,
Dorfeemeinschaft und Parteipolitik 1918-1933: Die Verschränkung von
Milieu und Parteien in den protestantischen Landgebieten Deutschlands in
der Weimarer Republik (Düsseldorf, 1996); Dieter Gessner, Agrarverbände in
der Weimarer Republik. Wirtschaftliche und soziale Voraussetzungen
agrarkonservativer Politik von 1933 (Düsseldorf, 1976); id., «The Dilemma
of German Agriculture during the Weimar Republic», en Richard Bessel y
Edward J. Feuchtwanger (eds.), Social Change and Political Development in
Weimar Germany (Londres, 1981), pp. 134-154; John E. Farquharson, The
Plough and the Swastika. The NSDAP and Agriculture in Germany 1918-
1945 (Londres, 1976), pp. 25-42; Robert G. Moeller, «Economic Dimensions
of Peasant Protest in the Transition from the Kaiserreich to Weimar», en id.
(ed.), Peasants and Lords, pp. 140-167. <<

Página 2103
[38]V. Klaus Erich Pollmann, «Wilhelm II und der Protestantismus», en
Stefan Samerski (ed.), Wilhelm II. und die Religion. Facetten einer
Persönlichkeit und ihres Umfelds (Berlín, 2001), pp. 91-104. <<

Página 2104
[39]Nicholas Hope, «Prussian Protestantism», en Dwyer, Modern Prussian
History, pp. 188-208. Los trabajos estándar sobre la Unión en este período
son los de Daniel R. Borg, The Old Prussian Church and the Weimar
Republic. A Study in Political Adjustment 1917-1927 (Hanóver y Londres,
1984) y Kurt Nowak, Evangelische Kirche und Weimarer Republik: Zum
politischen Weg des deutschen Protestantismus zwischen 1918 und 1932
(Gotinga, 1981). <<

Página 2105
[40]Comentario del superintendente General Walter Kähler, citado en
Baranowski, Sanctity of Rural Life, p. 96. <<

Página 2106
[41]
Para una panorámica de estos grupos, v. Friedrich Wilhelm Kantzenbach,
Der Weg der evangelischen Kirche vom 19. bis zum 20. Jahrhundert
(Gütersloh, 1968), espec. pp. 176-8. <<

Página 2107
[42]Cita en Doris L. Bergen, Twisted Cross. The German Christian Movement
in the Third Reich (Chapel Hill. WI, 1996), p. 28. <<

Página 2108
[43] Clark, Politics of Conversion, pp. 286-7. <<

Página 2109
[44]Comité de la Sociedad Berlinesa para la Promoción del Cristianismo entre
los Judíos a todos los Consistorios y Consejos Provinciales de la Iglesia, 5 de
diciembre de 1930, Evangelisches Zentralarchiv Berlin, 7/3648. <<

Página 2110
[45] Richard Gutteridge, Open Thy Mouth for the Dumb! The German
Evangelical Church and the Jews (Oxford, 1976), p. 42. Sobre la conferencia
de 1927 y el desarrollo de la religión völkisch, v. Kurt Scholder, The
Churches and the Third Reich, I. Preliminry History and the Time of Illusions
1918-1934, trad, de J. Bowden (Londres, 1987), pp. 99-119. El mejor estudio
sobre la «Cristiandad Alemana» es el de Beigen, Twisted Cross. Sobre los
académicos protestantes, v. Marijke Smid, «Protestantismus und
Antisemitismus 1930-1933», en Jochen-Christoph Kaiser y Martin Greschat
(eds.) Der Holocaust und die Protestanten (Fráncfort dél Meno, 1988),
pp. 38-72, espec. pp. 50-55; Hans-Ulrich Thamer, «Protestantismus und
“Judenfrage” in der Geschichte des Dritten Reiches», en ibid., pp. 216-40.
Sobre la prensa protestante. v. Ino Arndt, «Die Judenfrage im Lichte der
evangelischen Sonntagsblätter 1918-1933», tesis de Ph. D., Universidad de
Tubinga (1960). <<

Página 2111
[46]V. Manfred Gailus, Protestantismus mid Nationalsozialismus. Studien zur
Durchdringung des protcstantischen Sazialmilieus in Berlin (Colonia, 2001);
id., «Deutsche, Christen, Olias, Olias! Wie Nationalsozialisten die
Kirchengemeinde Alt-Schöneberg eroberten», en id. (ed.), Kirchgemeinden
im Nationalsozialismus: sieben Beispiele aus Berlin (Berlín, 1990), pp. 211-
246. <<

Página 2112
[47]Stephan Malinowski, Vom König zum Führer: Sozialer Niedergang und
politische Radikalisienung im deutschen Adel zwischen Kaiserreich und NS-
Staat (Berlín, 2003), p. 208. <<

Página 2113
[48] Citado en ibid., p. 221. <<

Página 2114
[49] Kossert, Ostpreussen, p. 267. <<

Página 2115
[50] Malinowski, Vom König zum Führer, pp. 212-228; v. también Klaus
Theweleit, Männerphantasien (Hamburgo, 1980). Un sorprendente número
de ego-narraciones analizadas por Theweleit comienzan con los nobles. Sobre
la penetración del medio agrario, v. Baranowski, Sanctity of Rural Life,
pp. 145-176. <<

Página 2116
[51] Malinowski, Vom König zum Führer, p. 239. <<

Página 2117
[52]Sobre la fuerza de la idea de «Führer» entre los nobles prusianos, v. ibid.,
pp. 246, 247, 251, 253, 257-259. <<

Página 2118
[53]
Entradas de Diario de junio de 1926 y marzo de 1928, citadas en Eckart
Conze, Von deutschem Adel. Die Grafen von Bernstoff im zwanzigsten
Jahrhundert (Múnich, 2000), pp. 164, 166. <<

Página 2119
[54] Jürgen W. Falter, Hitlers Wähler (Múnich, 1991), pp. 110-23. <<

Página 2120
[55]Marcus Funk, «The Meaning of Dying: East-Elbian Noble Families as
“Warrior-Tribes” in the Nineteenth and Twentieth Centuries», trad. Gary
Shockey, en Greg Eghigian y Matthew Paul Berg, Sacrifice and National
Belonging in Twentieth-century Germany (Arlington, 2002), pp. 26-63. Sobre
los votos nazis en Elbia Oriental en conjunto, v. Falter, Hitlers Wähler,
pp. 154-163. <<

Página 2121
[56] Kossert, Ostpreussen, p. 266. <<

Página 2122
[57]Gotthard Jasper, Die gescheiterte Zähmung. Wege zur Machtergreifung
Hitlers 1930-1934 (Fráncfort del Meno, 1986), pp. 55-87; Schulze,
«Democratic Prussia», pp. 224-225. <<

Página 2123
[58] Lessmann, Schutzpolizei, p. 285. <<

Página 2124
[59]Richard Bessel, Political Violence and the Rise of Nazism. The Storm
Troopers in Eastern Germany (1925-1934) (Londres, 1984), pp. 29-31; Ulrich
Herbert, Best: Biographische Studien über Radikalismus, Weltanschauung
und Vernunft 1903-1989 (Bonn, 1996), pp. 249-251. <<

Página 2125
[60]Sobre la escala de la violencia en este período y sus efectos en el clima
político; v. Richard J. Evans, The Coming of the Third Reich (Londres, 2003),
pp. 269-275. <<

Página 2126
[61] Heinrich August Winkler, Der Weg in die Katastrophe. Arbeiter und
Arbeiterbewegungen in der Weimarer Republik 1930 bis 1933 (Bonn, 1987),
p. 514. <<

Página 2127
[62]
Karl Dietrich Bracher, Die Auflösung der Weimarer Republik: Eine Studie
zum Problem des Machtverfalls in der Demokratie (Villingen, 1960), pp. 511-
517. <<

Página 2128
[63]Según los términos de la constitución de Weimar, el Reichstag no estaba
obligado a aceptar indefinidamente un decreto de emergencia impopular. Tras
cierto período, el decreto podía ser anulado por un voto mayoritario en contra.
<<

Página 2129
[64]
Hagen Schulze, Otto Braun oder Preussens demokratische Sendung. Eine
Biographie (Fráncfort del Meno, 1981), pp. 623, 627. <<

Página 2130
[65]Cita de Schulze, «Democratic Prussia». Sobre el papel de Gayl, v.
asimismo Horst Möller, Weimar. Die unvollendete Demokratie (Múnich,
1997), p. 304; Martin Broszat, Die Machtergreifung. Der Aufstieg der NSDAP
und die Zerstörung der Weimarer Republik (Múnich, 1984), pp. 145-156;
Schulze, Otto Braun, pp. 735-744. <<

Página 2131
[66] Möller, «Weimar», p. 304. <<

Página 2132
[67]
Sobre la disolución, v. Möller, Weimar, pp. 57-78; Bracher, Die Auflösung
der Weimarer Republik, pp. 491-526; Rudolf Morsey, «Zur Geschichte des
“Preussenschlags”», Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte, 9 (1961), pp. 430-
439; Andreas Dorpalen, Hindenburg and the Weimar Republic (Princeton,
1964), pp. 341-347. <<

Página 2133
[68]
Citado en Heinrich, Geschichte Preussens, p. 496; cf. Otto Braun, Von
Weimar zu Hitler (2.a ed., Nueva York, 1940), pp. 409-411. <<

Página 2134
[69]Kloosterhuis (ed.), Preussisch Dienen und Geniessen, p. 433; Schulze,
Otto Braun, pp. 584-660, 689-671. <<

Página 2135
[70] Lessmann, Schutzpolizei, pp. 302-318. <<

Página 2136
[71] Josef Goebbels, Vom Kaiserhof zur Reichskanzlei. Eine historische
Darstellung in Tagebuchblättern (Vom 1.Januar 1932 bis zum 1. Mai 1933),
pp. 131, 132-133. <<

Página 2137
[72] Evans, Coming of the Third Reich, p. 284. <<

Página 2138
[73] Evans, Rituals of Retribution, pp. 613-614. <<

Página 2139
[74]Goebbels, entrada de Diario del 22 July 1932, en id., Vom Kaiserhof zur
Reichskanzlei, p. 133. <<

Página 2140
[75] El plan de Papen no era tan estúpido como nos parece ahora. Había
planeado que inmediatamente después de su formación, el nuevo gabinete
aprobaría una ley de inhabilitación (Ermächtigungsgesetz) ante el Reichstag.
Esta ley daba al gobierno el poder de iniciar una legislación durante un
determinado período de tiempo. Con el apoyo de Hitler, Papen creía que no
habría ningún problema en obtener una mayoría de dos tercios necesaria para
que se aceptara la ley por medio del Reichstag. Y el punto muerto entre el
gabinete y el Reichstag se rompería. Y ya que las leyes se aprobaban por el
voto en el seno del gabinete, la mayoría conservadora proporcionaría una
garantía de que los nazis serían vigilados por sus colegas conservadores.
Papen no previó la radicalización que siguió al incendio del Reichstag y el
papel de la máquina política nazi al intimidar y marginar a los líderes
políticos conservadores y nacionalistas. <<

Página 2141
[76] Ewald von Kleist-Schmenzin, «Die letzte Möglichkeit», Politische
Studien, 10 (1959), pp. 89-92. <<

Página 2142
[77] Allan Bullock, A Study in Tyranny (ed. revisada, Londres, 1964), p. 253.
<<

Página 2143
[78] Spenkuch, Herrenhaus, pp. 561-562. <<

Página 2144
[79] Dietz Bering, «“Geboren im Hause Cohn”. Namenpolemik gegen den
preussischen Innenrminister Albert Grzesinski», en Dietz Bering y Friedhelm
Debus (eds.), Fremdes und Fremdheit in Eigennamen (Heidelberg, 1990),
pp. 16-52. <<

Página 2145
[80]Para el relato del propio Grzesinski sobre su vida, v. Eberhard Kolb (ed.),
Albert Grzesinski. Im Kampf um die deutsche Republik. Erinnerungen eines
Sozialdemokraten (Múnich, 2001). La más reciente biografía es la de Thomas
Albrecht, Für eine Wehrhafte Demokratie. Albert Grzesinski und die
preussische Politik in der Weimarer Republik (Bonn, 1999). <<

Página 2146
[81] Cita en Heinrich, Geschichte Preussens, p. 497. <<

Página 2147
[82] Schulze, Otto Braun, pp. 488-498. <<

Página 2148
[83]«Prusianos marginales» (Randpreussen) es el término acuñado por Gerd
Heinrich para describir a los conspiradores de 1932; v. Geschichte Preussens,
p. 495. <<

Página 2149
[84]Sobre Schleicher y sus motivaciones, v. Henry Ashby Turner, Jr, Hitler’s
Thirty Days to Power. January 1933 (Londres, 1996), pp. 19-21; Theodor
Eschenburg, «Die Rolle der Persönlichkeit in der Krise der Weimarer
Republik: Hindenburg, Brüning, Groener, Schleicher», Vierteljahrshefte für
Zeitgeschichte, 9 (1961), pp. 1-29. Para una visión contraria que resalta el
compromiso democrático y constitucional de Schleicher, v. Wolfram Pyta,
«Konstitutionelle Demokratie statt monarchischer Restauration: Die
verfassungspolitische Konzeption Schleichers in der Weimarer Staatskrise»,
Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte, 47 (1999), pp. 417-441. <<

Página 2150
[85]Sobre este episodio, v. Craig, Politics of the Prussian Army, p. 372; cf.
John Wheeler-Bennett, Hindenburg: the Wooden Titan (Londres, 1967),
pp. 220-221. <<

Página 2151
[86]
Vorwdäts!, 10 de marzo de 1932, citado en Winkler, Der Weg, p. 514;
Evans, Coming of the Third Reich, p. 279. <<

Página 2152
[87]Federico Guillermo I había planeado en un primer momento que él y su
mujer serían enterrados juntos en la cripta de la Iglesia de la Guarnición. Pero
a su muerte en 1757, la reina Sofía Dorotea fue de hecho enterrada en la
catedral de Berlín. Así, el espacio junto al rey quedó vacío hasta que fue
ocupado por los restos de su hijo el 18 de agosto de 1786. <<

Página 2153
[88]
Elke Fröhlich (ed.), Die Tagebücher von Joseph Goebbels. Samtliche
Fragmente, Parte 1, Aufzeichnungen, 1924-1941, vol. 2 (4 vols., Múnich,
1987), pp. 393-394. <<

Página 2154
[89]
Brendan Simms, «Prussia, Prussianism and National Socialism», en
Dwyer (ed.), Modern Prussian History, pp. 253-273. <<

Página 2155
[90]Werner Freitag, «Nationale Mythen und kirchliches Heil: Der “Tag von
Potsdam”», in Westfliische Forschungen, 41 (1991), pp. 379-430. <<

Página 2156
[*]Organización ultranacionalista y racista de excombatientes de la Primera
Guerra Mundial fundada en 1918 por Franz Seldte para combatir
violentamente a la izquierda. Más tarde se integraron en el régimen nazi (N.
del T). <<

Página 2157
[91]Goebbels, entrada del Diario del 21 de marzo de 1933, en Vom Kaiserhof:
pp. 285-286. <<

Página 2158
[92]
Fritz Stern, The Politics of Cultural Despair: a Study in the Rise of the
Germanic Ideology (Berkeley, 1974), pp. 211-213. <<

Página 2159
[93]Adolf Hitler, Mein Kampf, trad. Ralph Manheim (Londres, 1992; reimpr
de la ed. original de 1943) pp. 139, 141. [trad, españ. Mi lucha, Luz,
Ediciones Modernas, Buenos Aires, sin fecha]. El tema prusiano es recurrente
en el «Segundo Libro?» de Hitler, texto elaborado en 1928 como apéndice a
la sección de política exterior de Mein Kampf pero nunca se publicó;
v. Manfred Schlenke, «Das “preussische Beispiel” in Propaganda und Politik
des Nationalsozialismus», Aus Politik und Zeitgeschichte. Beilage zur
Wochenzeitung Das Parlament, 27 (1968), pp. 15-27. <<

Página 2160
[94] Alfred Rosenberg, Der Mythus des 20. Jahrhunderts (Múnich, 1930),
p. 198. <<

Página 2161
[95] Citado en Schlenke, «Das preussische Beispiel», p. 17. <<

Página 2162
[96]Para un texto detallado contemporáneo de la excavación de la «Piedra de
Hindenburg» con numerosas fotografías, v. Alfred Postelmann, «Der
Hindeuburgstein für das Reichsehrenmal Tannenberg», Zeitschrift für
Geschiebeforschung und Flachlandsgeologie, 12 (1936), pp. 1-32, cita p. 1.
Este artículo puede verse online en http://www.rapakivi.de/posthilanfang.htm.
<<

Página 2163
[97]
Josef Schmid, Karl Friedrich Schinkel. Der Vorläufer neuer deutscher
Baugesinnung (Leipzig, 1943). <<

Página 2164
[98]Sobre temas nacionalistas en las representaciones cinemáticas de Prusia
durante la República de Weimar, v. Helmut Regel, «Die Fridericus-Filme der
Weimarer Republik», en Axel Marquardt y Hans Rathsack (eds.), Preussen
im Film. Eine Retrospective der Stiftung Deutsche Kinemathek (Hamburgo,
1981), pp. 124-134. <<

Página 2165
[99] Friedrieh P. Kahlenberg, «Preussen ais Filmsujet in der
Propagandasprache der NS-Zeit», en Marquardt y Rathsack (eds.), Preussen
im Film, pp. 135-177, 256-257. <<

Página 2166
[100]Los ejemplos son: Der hohere Befehl (1935), Kadetten (1941),
Kameraden (1941), Der grosse König (1942), Affäre Roedern (1944) y
Kolberg (1945). <<

Página 2167
[101] Ian Kershaw, Hitler. Nemesis 1936-1945 (Londres, 2000), p. 277. <<

Página 2168
[102] Citado en Schlenke, «Das “preussische Beispiel”», p. 23. <<

Página 2169
[103] Kershaw, Hitler. Nemesis, p. 581. <<

Página 2170
[104] Citado en Schlenke, «Das “preussisehe Beispiel”», p. 23. <<

Página 2171
[105]«Aus der Rede des Ministerpräsidenten Göring vor dem preussischen
Staatsrat vom 18. Juni 1934 über Preussen und die Reichseinheit», en Herbert
Michaelis y Ernst Schraepler (eds.), Ursachen und Folgen. Vom deutschen
Zusammenbruch 1918 und 1945 bis zur staatlichen Neuordnung
Deutschlands in der Gegenwart, vol. 9, Das Dritte Reich. Die Zertrümmerung
des Parteienstaats und die Grundlegung der Diktatur (29 vols., Berlín, 1958),
pp. 122-124. <<

Página 2172
[106]
Sigurd von Ilsemann, Der Kaiser in Holland. Aufzeichnungm des letzten
Flügeladjutanten Kaiser Wilhelm II., ed. por Harald von Königswald (2 vols.,
Múnich, 1968), vol. 2, p. 154. <<

Página 2173
[107] Clark, Kaiser Wilhelm II, p. 251. <<

Página 2174
[108] Georg H. Kleine, «Adelsgenossensehaft und Nationalsozialismus»,
Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte, 26 (197S), pp. 100-143; Stephan
Malinowski, «“Führertum” und “neuer Adel”. Die Deutsche
Adelsgenossensehaft und der Deutsche Herrenklub in der Weimarer
Republik», en Heinz Reif (ed.), Adel und Bürgertum in Deutschland.
Entwicklungslinien und Wendepunkte im 20. Jahrhundert (2 vols., Berlín,
2001), vol. 2, pp. 173-211. <<

Página 2175
[109]Malinowski, Vom König zum Führer, pp. 476-500; Heinz Reif. Adel im
19. und 20. Jahrhundert (Múnich, 1999), pp. 54-55, 115-118. <<

Página 2176
[110] Conde Christian Krockow, Warnung vor Preussen (Berlín, 1981), p. 8.
<<

Página 2177
[111]
Ulrich Heinemann, Ein konservativer Rebell. Fritz-Dietlof Graf von der
Schulenburg und der 20. Juli (Berlín, 1990/ pp. 25, 27-34. <<

Página 2178
[112] Carta del capitán Stieff (oficial que servía con Blaskowitz) a su mujer,
Truppenübungsplatz Ohrdruf, 21 de agosto de 1932, en Horst Mühleisen
(ed.), Hellmuth Stieff, Briefe (Berlín, 1991), carta n.° 36, p. 71. <<

Página 2179
[113]Discurso de Johannes Blaskowitz para la inauguración del Memorial de
los Caídos en la Guerra Mundial en Bommelsen, domingo 17 de marzo de
1935 (copia), BA-MA Freiburg, MSg 1/1814. Blaskowitz se refiere a
remilitarización de la Renania en marzo de 1935. <<

Página 2180
[114]Christopher Browning, Ordinary Men. Reserve Police Battalion 101 and
the Final Solution (Nueva York, 1992). <<

Página 2181
[115]Simon Wiesenthal ha estimado que los austríacos fueron responsables de
la muerte de unos 3 millones de los 6 millones de judíos asesinados por los
nazis y sus auxiliares. V. s. Andreas Maislinger,
«“Vergangenheitsbewältigung” in der Bundesrepublik Deutschland, der DDR
und Osterreieh. Psychologisch-Padagogische Massnahmen im Vergleieh», en
Uwe Backes, Eckhard Jesse y Rainer Zitelmann (eds.), Die Schatten der
Vergangenheit. Impulse zur Historisierung des Nationalsozialismus (Berlín,
1990), pp. 479-496. <<

Página 2182
[116]Eckart Conze, «Adel und Adeligkeit im Widerstand des 20. Juli 1944»,
en Reif (ed.), Adel und Bürgertum, vol. 2, pp. 269-295; Baranowski, Sanctity
of Rural Life, p. 183. <<

Página 2183
[117]Hitler reintrodujo la guillotina en 1936 con el fin de acelerar el proceso
de la ejecución. <<

Página 2184
[118]Miembros del IX Regimiento de infantería de Potsdam ejecutados por su
papel en actividades de resistencia tras el 20 de julio de 1944, entre los que se
incluía al coronel Hans-Ottfried von Linstow, coronel Alexis Freiherr von
Roenne, teniente coronel Hasso von Boehmer. El teniente coronel Alexander
von Voss se suicidó el 8 de noviembre. El teniente general Hans, conde Von
Sponeck, sospechoso respecto a su comportamiento insubordinado durante la
campaña de la península de Kerch en 1941-1942, también fue ejecutado por
un pelotón de fusilamiento el 23 de julio de 1944, aunque no se lo involucró
en el complot de julio. Sobre el papel del IX Regimiento de Infantería de
Potsdam en la Resistencia alemana, v. Ekkehard Klausa, «Preussische
Soldatentradition und Widerstand», en Jürgen Schmädeke y Peter Steinbach
(eds.), Der Widerstand gegen den Nationalsozialismus. Die deutsche
Gesellschaft und der Widerstand gegen Hitler (Múnich, 1985), pp. 533-545.
<<

Página 2185
[119] Spenkuch, Herrenhaus, p. 562. <<

Página 2186
[120]Citado en Bodo Scheurig, Henning von Tresckow. Ein Preusse gegen
Hitler. Biographie (Fráncfort, 1990), p. 167. V. también Ger van Roon,
Neuordnung im Widerstand. Der Kreisauer Kreis innerhalb der deutschen
Widerstandsbewegung (Múnich, 1967); Wolfgang Wippermann,
«Nationalsozialismus und Preussentum», en Aus Politik und Zeitgeschichte.
Beilage zur Wochenzeitung das Parlament, 52-53 (1981), pp. 13-22. <<

Página 2187
[121]Annedore Leber, Conscience in Revolt. Sixty-four Stories of Resistance
in Germany 1933-45, trad. Rosemary O’Neill (Boulder, 1994), p. 161. <<

Página 2188
[122]
Gerhard Ritter, Carl Goerdeler und die deutsche Widerstandsbewegung
(3.a
ed., Stuttgart, 1956), p. 274; Eberhard Zeller, The Flame of Freedom. The
German Struggle against Hitler, trad. R. P. Heller y D. R. Masters (Boulder,
CO, 1994), pp. 50-51, 127. <<

Página 2189
[123] Ritter, Carl Goerdeler, p. 352. <<

Página 2190
[124] Christian Schneider, «Denkmal Manstein. Psychogramm eines
Befehlshabers», en Hannes Heer y Klaus Neumann (eds.), Vemichtungskrieg.
Verbrechen der Wehrmacht 1941-1944 (Hamburgo, 1995), pp. 402-417. <<

Página 2191
[125] Julius Leber, Ein Manngeht seinen Weg (Berlín, 1952), p. 173. <<

Página 2192
[126] Ramsay Muir, Britain's Case Against Germany. An Examination of the
Historical Background of the German Action in 1914 (Manchester, 1914),
p. 3. <<

Página 2193
[127]V. la matizada discusión en Stefan Berger, «William Harburt Dawsom
The Career and Politics of an Historian of Germany», English Historical
Review, 116 (2001), pp. 76-113. <<

Página 2194
[128] S. D. Stirk, The Prussian Spirit. A Survey of German Literature and
Politics 1914-1940 (Port Washington, 1941), p. 16. <<

Página 2195
[129]Thorstein Veblen, Imperial Germany and the Industrial Revolution (2.a
ed., Londres, 1939), pp. 66, 70, 78, 80. <<

Página 2196
[130]
Ralf Dahrendorf, Society and Democracy in Germany (Londres, 1968),
espec. pp. 55-56. <<

Página 2197
[131]Verrina (pseud.), The German Mentality (2.a ed. Londres, 1946), pp. 10,
14. <<

Página 2198
[132]Edgar Stern-Rubarth, Exit Prussia. A Plan for Europe (Londres, 1940),
p. 47. <<

Página 2199
[133]
Joseph Borkin y Charles Welsh, Germany's Master Plan. The Story of
Industrial Offensive (Londres, Nueva York, 1943), p. 31. <<

Página 2200
[134] Citado en Stirk, Prussian Spirit, p. 18. <<

Página 2201
[135] Citado en Lothar Kettenacker, «Preussen in der alliierten
Kriegszielplanung, 1939-1947», en L. Kettenacker, M. Schlenke and H. Seier
(eds.), Studien zur Geschichte Englands und der deutschbritischen
Beziehungen. Festschrift für Paul Kluke (Múnich, 1981), pp. 312-340. <<

Página 2202
[136]
Citado en T. D. Burridge, British Labour and Hitler's War (Londres,
1976), p. 60. <<

Página 2203
[137]Burridge, British Labour, p. 94; v. asimismo el informe de Attlee como
presidente de APW el 11 de julio 1944, PRO CAB 86/67, fo. 256. <<

Página 2204
[138]Anne Armstrong, Unconditional Surrender. The Impact of the
Casablanca Policy upon World War II (Westport, CT, 1961), pp. 20-21. <<

Página 2205
[139]Citado en J. A. Thompson, Woodrow Wilson (Harlow, 2002), pp. 176-
177. <<

Página 2206
[140] Kettenacker, «Preussen in der alliierten Kriegszielplanung». <<

Página 2207
[141]Martin Schulze-Wessel, Russlands Blick auf Preussen. Die polnische
Frage in der Diplomatie und der politischen Öffentlichkeit des Zahrenreiches
und des Sowjetstaates, 1697-1947 (Stuttgart, 1995), p. 345. <<

Página 2208
[142]
Gerd R. Ueberschär (ed.), Das Nationalkommittee Freies Deutschland
und der Bund deutscher Offiziere (Fráncfort, 1995), pp. 268, 272; Schulze-
Wessel, Russlands Blick auf Preussen, pp. 334, 373. <<

Página 2209
[143]
Memorando por C. E. Steel, Political Division, Control Commission for
Germany (British Element) Advance HQ BAOR, 11 de octubre de 1945, PRO
FO 1049/226. <<

Página 2210
[144]
Memorando del 27 de septiembre de 1945, HQ IA&C Division C. C. for
Germany, BAOR, PRO 1049/595. <<

Página 2211
[145]Allied Control Council Coordinating Committee, Abolition of the State
of Prussia, memorando por parte del miembro británico, 8 de agosto de 1946,
PRO FO 631/2454, p. l. <<

Página 2212
[146]Arnd Bauerkämper, «Der verlorene Antifaschismus. Die Enteignung der
Gutsbesitzer und der Umgang mit dem 20. Juli 1944 bei der Bodenreform in
der sowjetischen Besatzungszone», Zeitschift für Geschichtswissenschaft, 42
(1994), pp. 623-634; id., «Die Bodenreform in der Provinz Mark
Brandenburg», en Werner Stang (ed.), Brandenburg im Jahr 1945 (Potsdam,
1995), pp. 265-296. <<

Página 2213
[147]Para una visión panorámica de la suerte de las familias nobles del este
del Elba y sus posesiones, v. Waiter Görlitz, Die junker. Adel und Bauer im
deutschen Osten. Geschichtliche Bilanz von Jahrhunderten (Glücksburg,
1957), pp. 410-24. <<

Página 2214
[148]Heiger Ostertag, «Vom strategischen Bombenkrieg zum sozialistischen
Bildersturm. Die Zerstörung Potsdams 1945 und das Schicksal seiner
historischen Gebäude nach dem Kriege», en Bernhard R. Kroener (ed.),
Potsdam: Staat, Armee, Residenz in der preussischdeutschen
Militärgeschichte (Berlín, 1993), pp. 487-99; Andreas Kitschke, Die
Potsdamer Garnisonkirche (Potsdam, 1991), p. 98; Olaf Groehler, «Der
Luftkrieg gegen Brandenburg in den letzten Kriegsmonaten», en Stang (ed.),
Brandenburg, pp. 9-37. <<

Página 2215
[149] Cita en Kossert, Ostpreussen, p. 341. <<

Página 2216
[150]
Henning Köhler, Das Ende Preussens in französischer Sicht (Berlín,
1982), pp. 13, 18, 20, 23, 25, 29, 40, 43, 47, 75, 96. <<

Página 2217
[151]
Uta Lehnert, Der Kaiser und die Siegesallee: rédame Royale (Berlín,
1998), pp. 337-340. <<

Página 2218
[152] Sobre estas tendencias en la política educativa aliada, v. Riccarda
Torriani, «Nazis into Germans: Re-education and Democratisation in the
British and French Occupation Zones, 1945-1949», tesis de Ph. D. Cambridge
(2005). Agradezco a la doctora Torriani el haberme permitido ver una copia
de su manuscrito antes de su terminación. Sobre Bismarck, v. espec. Lothar
Machtan, «Bismarck», en François y Schulze (eds.), Deutsche
Erinnerungsorte, vol. 2, pp. 620-635. <<

Página 2219
[153]
Franz-Lothar Kroll, «Friedrich der Grosse», en François y Schulze (eds.),
Deutsche Erinnerungsorte, vol. 2, pp. 86-104. <<

Página 2220
[154]
Theodor Fontane, «Mein Erstling: Das Schlachtfeld von Gross-Beeren»,
en Kurt Schreinert y Jutta Neuendorf-Fürstenau (eds.), Meine Kinderjahre (=
Sämtliche Werke, vol. XIV) (Múnich, 1961), pp. 189-191. <<

Página 2221
[155]
Theodor Fontane a Heinrich von Mühler, Berlín, 2 de diciembre de 1863,
in Otto Drude et al. (eds.), Theodor Fontane. Briefe (5 vols., Múnich, 1976-
1994), vol. 2, pp. 110-11. <<

Página 2222
[156]
Citado en Kenneth Attwood, Fontane und das Preussentum (Berlín,
1970), p. 146. <<

Página 2223
[157]
Gordon A. Craig, Theodor Fontane. Literature and History in the
Bismarck Reich (Nueva York, 1999), p. 50. <<

Página 2224
[158]Rüdiger Schütz, «Zur Eingliederung der Rheinlande», en Peter Baumgart
(ed.), Expansion und Integration. Zur Eingliederung neugewonnener Gebiete
in den preussischen Staat (Colonia, 1984), pp. 195-226. <<

Página 2225
[159]Kurt Jurgensen, «Die Eingliederung Westfalens in den preussischen
Staat», en Baumgart (ed.), Expansion, pp. 227-254. <<

Página 2226
[160]Walter Geschler, Das Preussische Oberpräsidium der Provinz Jülich-
Kleve-Berg in Köln 1816-1822 (Colonia, 1967), pp. 200-201; Oswald Hauser,
Preussische Staatsräson und nationaler Gedanke. Auf Grund
unveröffentlichter Akten aus dem Schleswig Holsteinischen Landesarchiv
(Neumünster, 1960); Arnold Brecht, Federalism and Regionalism in
Germany. The Division of Prussia (Nueva York, 1945). <<

Página 2227
[161]V. Hans-Georg Aschoff, «Die welfische Bewegung und die Deutsch-
Hannoversche Partei zwischen 1866 und 1914», Niedersächsisches Jahrbuch
für Landesgeschichte, 53 (1981), pp. 41-64. <<

Página 2228
[162]Kurt Jürgensen, «Die Eingliederung der Herzogtümer Schleswig,
Holstein und Lauenburg in das preussische Königreich», en Baumgart (ed.),
Expansion, pp. 327-356. <<

Página 2229
[163]Georg Kunz, Verortete Geschichte. Regionales Geschichtsbewusstsein in
den deutschen Historischen Vereinen des 19.Jahrhunderts (Gotinga, 2000),
pp. 312-322. Sobre la intercambiabilidad entre los conceptos local, regional y
nacional de Heimat, v. Alon Confino, «Federalism and the Heimat Idea in
Nineteenth-century Germany», en Maiken Umbach (ed.), German Federalism
(Londres, 2002), pp. 70-90. <<

Página 2230
[164]
Attwood, Fontane und das Preussentum, pp. 15-30. Una matizada
monografía es Gerhard Friedrich, Fontanes preussische Welt. Armee -
Dynastie - Staat (Herford, 1988). <<

Página 2231
[165]
Este ensayo (y otros dos más sobre el mismo tema publicado en 1848)
puede hallarse en Albrecht Gaertner (ed.), Theodor Fontane. Aus meiner
Werkstatt. Unbekanntes und Unveröffentlichtes (Berlín, 1950), pp. 8-15. <<

Página 2232
[166] Attwood, Fontane und das Preussentum, pp. 166-167. <<

Página 2233
[167]
Andreas Dorpalen, «The German Struggle against Napoleon: The East
German View» Journal of Modern History, 41 (1969), pp. 485-516. <<

Página 2234
[168]V. Jan Palmowski, «Regional Identities and the Limits of Democratic
Centralism in the GDR», en Journal of Contemporary History (en
preparación). Doy las gracias a Jan Palmowski por permitirme ver este pieza
fascinante antes de su aparición impresa. <<

Página 2235
[169] Ibid. Sobre Klüss, v. también las notas informativas en Karl-Heinz
Steinbruch, «Gemeinde Brunow. Historia de las aldeas de Gemeinde
Brunow», en http://www.thies-
site.com/loc/brunow/steinbruch_history_kluess-en.htm; último acceso 23 de
diciembre de 2004. <<

Página 2236
Página 2237

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