Robert L. Stevenson - La Resaca
Robert L. Stevenson - La Resaca
Robert L. Stevenson - La Resaca
R.L. Stevenson
PARTE I
EL TERCERO
NOCHE EN LA PLAYA
II
LA MAÑANA EN LA PLAYA.
"Un día, ¡oh milagro!, de las cenizas de mi corazón brotó una flor..."
Casi a la vez acabaron sus cartas Herrick y el capitán, y los dos respi-
raban anhelosamente y sus miradas se cruzaron, y se esquivaron al
cerrar los sobres.
––Lástima que tenga la letra tan grande ––dijo el capitán malhumora-
do––. Todo me salió de golpe, en cuanto logré empezar. ––Lo mismo a
mí ––dijo Herrick––. Podía haber llenado una resma, una vez lanzado;
pero harto larga es, para lo bueno que tenía que contar.
Estaban aún escribiendo las direcciones, cuando el otro se acercó
sonriente y jugueteando con su sobre, como hombre muy satisfecho.
Miró por encima del hombro de Herrick.
––¡Hola! ––exclamó––. Usted no ha escrito a su casa.
––Sí, he escrito ––contestó Herrick––. Es una persona que vive en
casa de mi padre. ¡Ah! ya veo lo que quiere decir... ––añadió––. Mi ver-
dadero apellido es Herrick. Se acabó el Hay los dos habían usado el
mismo seudónimo––. Yo era tan Hay, me figuro, como usted.
––¡Eso se llama pegar en la diana! Yo me llamo Huish, si quiere usted
saberlo. Todo el mundo gasta nombre falso en el Pacífico. Apuesto diez
contra uno a que le pasa igual al capitán.
––Así es contestó éste––; y no he vuelto a decir el mío desde el día
en que arranqué la primera hoja de mi Browditch y la tiré al mar. Me
llamo John Davis. Yo soy el Davis del Sea Ranger.
––¡Con que es usted! dijo Huish––. ¿Y qué clase de barco era?
¿negrero o pirata?
––Era la fragata más velera del puerto de Portland, en Maine; y, de la
manera que la perdí, es como si la hubiera abierto un agujero en el cos-
tado, con un taladro.
––¿De modo que la perdió usted, eh? ––––dijo el dependiente––. Su-
pongo que estaría asegurada.
Como esta pulla se quedó sin respuesta, Huish, que aún rebosaba de
vanidad y ganas de conversación, cambió de tema.
––Me están dando ganas ––dijo–– de leerles mi carta. Sé manejar
una pluma cuando quiero, y ésta es la primera. Se la he escrito a una
chica de un bar con quien me tropecé en Northampton: era una hembra
extra y con un garbo y un aire que no había más que pedir; y nos em-
palmamos en cuanto nos vimos, como los de las comedias. Lo menos
me gasté con ella el cambio de un billete de cinco libras. Pues, por ca-
sualidad, me he acordado de su nombre y la he escrito y le digo que me
he hecho rico y me he casado en las islas con una reina, y vivo en un
palacio despampanante. ¡Qué de bolas! Tengo que leerles el párrafo
donde digo cómo abrí el parlamento de negros, con un tricornio. Verda-
deramente es de primera.
El capitán se incorporó de un salto, dando un rugido.
––¿Para eso le ha servido el papel que yo fui a mendigar al Consula-
do?
Quizá fue una suerte para Huish ––seguramente; al cabo, una des-
gracia para todos–– que en aquel momento preciso le acometiera uno
de los terribles accesos de tos; de otro modo sus compañeros le hubie-
ran abandonado: tan fiero era su resentimiento. Cuando el ataque hubo
pasado, el dependiente alargó la mano, cogió la carta, que se había
caído al suelo, y la rasgó en pedazos, con sello y todo. ––¿Están satis-
fechos? preguntó frunciendo el ceño.
No hablemos más de ello ––contestó Davis.
III
IV
LA BANDERA AMARILLA
EL CARGAMENTO DE CHAMPAÑA
"Arriba en un globo,
un globo que suba
por entre las estrellitas
y dé la vuelta a la luna."
uno sacaba su propia Biblia pues eran extranjeros entre sí, y hablaba
cada uno su peculiar idioma, y Sally Day sólo se comunicaba en inglés
con sus compañeros––, y leían, o hacían como que leían, el capítulo
correspondiente, para lo cual, Tío Ned se montaba las gafas en la nariz;
y todos cantaban a una los himnos de los misioneros. Era así bochor-
noso comparar a los isleños con los blancos, a bordo del Farallone.
Herrick enrojecía de vergüenza al acordarse de la empresa en que es-
taba lanzado, y ver aquellas pobres gentes y hasta Sally Day, hijo del
antropófagos, y probablemente caníbal él mismo–– tan fieles a lo que
ellos consideraban bueno. El hecho de que aquellos inocentes le tuvie-
sen en tan gran estima, servíale como de anteojeras para su concien-
cia, y había momentos en que se sentía inclinado a creerse, aceptando
la opinión de Sally Day, un hombre bueno. Hasta qué punto llegaba
aquella estimación, sólo en aquel momento pudo apreciarse. Con voz
unánime protestó toda la tripulación; y antes de que Herrick se diese
cuenta de lo que hacían, despertaron al cocinero, el cual se unió solíci-
to a los demás; todos rodearon al piloto abrumándole con ruegos y ca-
ricias, y le pidieron que se acostase y que gozara de sus horas de des-
canso, sin preocupaciones.
––Ellos decir verdad ––––dijo Tío Ned––. Tú dormir. Todos unos
hacer lo que deban. Todos unos quererte demasiado mucho.
Herrick se resistió, y cedió al fin; las triviales palabras de agradeci-
miento que quiso decir, se le atascaron en la garganta, y fue a apoyar-
se en el costado de la caseta, luchando con la emoción que le embar-
gaba.
Tío Ned fué tras él y le rogó que se echase.
––Es inútil, Tío Ned. No podría dormir. Me habéis desquiciado los
nervios con todas vuestras bondades.
––¡Ah!, ¡no llamar mi más Tío Ned! ––exclamó el viejo––. ¡No nombre
Comentario: David.
mío! Mi nombre Tavita, lo mismo Tavita rey de Israel. ¿Por qué creía,
capitán, ser lengua de Hawai? El nada sabe; él lo mismo Wise-a-mana.
Era la primera vez que se mencionaba el nombre del difunto capitán,
y Herrick no desperdició la ocasión. Se hará gracia al lector de la emba-
razosa jerga de Tío Ned, para contarle, en más fluente lenguaje, la sín-
tesis de su relato. Apenas había franqueado el barco las Puertas de
Oro, en San Francisco, cuando el capitán y el piloto iniciaron una conti-
nua serie de borracheras, que apenas fue interrumpida por la enferme-
dad y que sólo terminó con la muerte. Pasaron días y días y semana
tras semana, sin encontrar tierra ni barco alguno, y viéndose perdidos
en la inmensidad, con sus guías enloquecidos, los indígenas sintieron
mortal espanto.
Al cabo dieron vista a una isla baja y recalaron en ella, y Wiseman y
Wishart fueron a tierra en el bote.
Había allí un pueblo grande, un muy hermoso pueblo, y muchísimos
kanakas en aquella tierra; pero todos graves y serios, y, por cima del
poblado, llegaba hasta Tavita el rumor de la lamentación de aquellos
isleños. "Yo no saber hablar aquella isla" ––decía––. "Yo saber ellos
llorar. Yo creo gente mucha morir allí". Pero ni Wiseman ni Wishart po-
dían darse cuenta de lo que aquel bárbaro plañido significaba. Repletos
como odres, metiéronse alborozados por todas partes, sin cuidarse de
nada; abrazaron a las mozas, que apenas tenían energía para recha-
zarlos, se incorporaron y unieron sus roncas voces de borrachos en los
coros de los plañideros, y al fin, obedeciendo a lo que se les figuró una
invitación, penetraron bajo el techo de una casa, en la que había gran
golpe de gente, todos sentados y silenciosos. Pasaron agachándose
bajo el alero, excitados y gozosos. No había transcurrido un minuto
cuando volvieron a salir con las caras alteradas y las lenguas quedas; y
cuando la gente se apartó para dejarles paso, pudo ver Tavita, en la
profunda sombra de la casa, el enfermo que se incorporaba en la este-
ra y levantaba la cabeza, ya desfigurada por la viruela. Los dos trágicos
juerguistas huyeron sin vacilar hacia el bote, dando voces a Tavita para
que se apresurase. Llegaron a bordo a todo remar, levaron ancla, hicie-
ron toda fuerza de vela, aguijando a la tripulación a golpes y juramen-
tos, y estaban de nuevo en la mar, y de nuevo embriagados antes de
ponerse el sol. Una semana después, el último de los dos fue sepultado
en las aguas. Herrick preguntó a Tavita dónde estaba aquella isla y és-
te le contestó que, por lo que pudo deducir de lo que hablaban los que
se encontró en la playa, suponían que debía de ser una de las Pomotú.
Era esto muy probable, porque el Archipiélago Peligroso había sido
barrido aquel año, de Este a Oeste, por una devastadora epidemia de
viruela; pero Herrick pensó que era aquélla una extraña derrota para ir
a Sidney. Y entonces se acordó de las borracheras.
––¿No se sorprendieron al descubrir la isla? ––preguntó.
––Wisa-a-mana decir: "¿Qué demonios ser esto?"
––¡Ah, ahí está, pues, explicado. Yo creo que no tenían idea de dón-
de estaban.
––Yo creo también ––dijo Tío Ned––. No sabían. Este uno, más mejor
––añadió señalando a la cámara donde roncaba el capitán beodo––.
Tomar altura sol todo el tiempo.
Lo que este último toque significaba, completó la pintura que Herrick
se hacía de la vida y muerte de sus dos predecesores; de su persisten-
te y brutal degradación mientras navegaban, sin saber hacia adónde,
en aquella su postrera travesía. No tenía más que una fe vacilante y
endeble en una vida futura; la idea de que pudiera ser de expiación y
castigo, le parecía pueril; y, sin embargo, había para él ––como para
todos–– un inexplicable horror en el fin del hombre convertido en bestia.
Se le encogía el corazón ante el cuadro que así evocaba, y cuando lo
comparaba con la escena en que él mismo desempeñaba un papel, se
sentía anonadado por un terror que tenía algo de supersticioso. Y, con
todo, y esto era lo raro, no titubeaba. El, que había demostrado su inep-
titud en tantas cosas, colocado ahora en una situación falsa y ante obli-
gaciones de las que nada entendía, desamparado y solo, y puede de-
cirse que sin soporte moral, había superado, hasta entonces, a cuando
pudiera esperarse; y hasta las vergüenzas y las repulsivas revelaciones
de aquella noche, parecia que no habían hecho más que templar sus
nervios y fortalecerle. Había vendido su honor; se prometía que no
había de ser en vano. "No será por culpa mía, si esto sale mal", repetía.
Y en el fondo de su corazón, estaba asombrado de sí mismo. Su furio-
sa rabia, sin duda alguna, le sostenía y alentaba, y, sin duda también,
el pensamiento de la última carta jugada, de las naves quemadas, de la
única puerta que quedaba abierta; idea que es un vigoroso tónico para
el meramente débil, y que desmoraliza por completo al verdadero co-
barde.
Durante algún tiempo el viaje prosiguió, en todo lo demás, bien. De
una bordada, franquearon Fakavara por barlovento; y como el viento se
mantenía constante hacia el Sur y soplaba fresco, pasaron entre Rana-
ka y Ratiu, y navegaron algunos días al socaire de las islas Takume y
Honden, sin recalar en ellas. Hacia los 14° Sur y entre los 134° y 135°
Oeste, les cogió una calma chicha, con mar gruesa. El capitán se negó
a disminuir el aparejo, y el Farallone pasó tres días dando tumbos y
bandazos, y, según la observación, sin moverse de sitio. El cuarto día,
a punto de rayar el alba, se levantó una brisa que fue arreciando rápi-
damente. El capitán había bebido de firme aquella noche, y aún le du-
raba la borrachera cuando le despertaron; y al hacer su aparición sobre
cubierta, a las ocho y media, se echaba de ver que había trincado co-
piosamente en el desayuno. Herrick evitó cruzar con él la mirada, y ce-
dió, con indignación, el gobierno del barco a aquel hombre que apenas
podía tenerse en pie.
Por las estentóreas órdenes del capitán y las voces de los marineros
que trajinaban en la maniobra, comprendió Herrick, desde la cámara,
que estaba desplegando más vela. Sin acabar el, desayuno, volvió de
nuevo a la cubierta y se encontró con que habían largado la mayor y los
foques, y que habían llamado a las dos guardias y al cocinero, para
aferrar la vela de estay. El Farallone iba ya casi tumbado; el cielo se
oscurecía con brumosos celajes, y desde barlovento se acercaba rápi-
do un turbión siniestro y amenazador, que por momentos sé iba ensan-
chando y ennegreciéndose, a medida que se alzaba sobre el horizonte.
Herrick se estremeció de espanto. Vio frente a él la muerte y, si no la
muerte, inevitable ruina. Porque si el Farallone lograba aguantar a flote
el chubasco que se venía encima, tendría que quedar desmantelado.
Con eso daba fin su empresa, y ellos quedarían aprisionados en la pro-
pia pieza de convicción de su crimen. La magnitud del peligro y su
mismo espanto, le imponían silencio. El orgullo, la ira y la vergüenza se
revolvían, impotentes, en su pecho, y apretó los dientes y cruzó sus
brazos convulsos.
El capitán estaba sentado en el bote, vociferando órdenes e insultos,
vidriosos los ojos, congestionada la faz, con una botella sujeta entre las
rodillas y un vaso a medio vaciar en la mano. Daba la espalda al chu-
basco y, al principio, tenía puesta toda su atención en la maniobra de la
vela. Una vez terminada, y cuando el gran trapecio de lona había em-
pezado a tomar viento y la barandilla del Farallone se deslizaba ya al
ras con la espuma del mar, lanzó una risotada, apuró el vaso, y tum-
bándose desparrancado entre los trastos heterogéneos que llenaban el
bote, alargó la mano para coger una orza de novela. abarquillarla.
Herrick le miraba y su indignación llegó al frenesí. Miró a barlovento,
donde el chubasco hacía ya blanquear el mar a corta distancia y anun-
ciaba su llegada con un extraño y lúgubre bramido. Miró al timonel y le
vio agarrado, con las manos crispadas, a las cabinas de la rueda y con
la cara cubierta de una palidez azulada. Vió que la tripulación, sin reci-
bir la orden, corría a sus puestos. Y le pareció que algo estallaba en su
cerebro; su cólera, tanto tiempo contenida en silencio, se desenfrenó de
repente y le sacudió como el viento a una vela. Avanzó hasta donde
estaba el capitán y descargó un recio manotazo en el hombro del beo-
do.
––¡Bestia! ––dijo con voz entrecortada––. ¡Mire usted hacia atrás!
––¿Qué es eso? ––gritó Davis, removiéndose en el bote y haciendo
derramarse el champaña.
––Usted perdió el Sea Ranger por ser un vil borracho. Ahora va a
perder el Farallone. Se va usted a ahogar aquí, lo mismo que ahogó a
otros, y se va a condenar. Y su hija trotará las calles y sus hijos serán
ladrones como su padre.
Por un momento, aquellas palabras dejaron al capitán suspenso, páli-
do y atolondrado. ––¡Dios mío! ––gritó mirando a Herrick, como si fuera
un fantasma–– ¡Dios mío, Herrick!
––¡Mire usted atrás! ––repitió éste.
El miserable, ya en parte consciente, hizo lo que le mandaban, y en el
instante mismo se incorporó de un salto. ––¡Arría la vela de estay! ––
gritó con voz tonante. Los marineros esperaban anhelosos la orden, y
la gran vela vino abajo de un golpe, cayendo más de la mitad fuera de
la borda entre las revueltas espumas de la marejada––. ¡A las drozas
de los foques! ¡Dejad la vela de estay! volvió a gritar.
Pero aun no había dado la orden, cuando el chubasco clamoroso ca-
yó, como una sólida masa de viento y lluvia revueltos, sobre el Farallo-
ne; y el pailebot se inclinó bajo el golpe y se quedó inerte, como una
cosa muerta. Por el cerebro de Herrick pasó una ráfaga de locura; se
agarró a la jarcia de barlovento, exultante; ya había acabado con la vida
y se gloriaba de su liberación; gozaba en el tumultuoso fragor del ven-
daval y la asfixiante arremetida de la lluvia; sentía una alegría delirante
en morir así y en aquel momento, en aquel caos de los elementos. Y en
tanto, en el combés, con el agua hasta las rodillas tan sumergido iba el
pailebot el capitán daba tajos con una navaja a la escota del trinquete.
Era cuestión de segundos, porque el Farallone embarcaba a cada mo-
mento tremendos golpes de mar. Pero el capitán llevaba ventaja; la
botavara desgarró las últimas fibras de la escota y giró con estrépito a
sotavento: el Farallone saltó delante del viento y se enderezó, y las
drozas del pico y de la boca de la cangreja, que habían ya sido larga-
das, empezaron a correr en el mismo instante.
Durante diez minutos el pailebot siguió marchando vertiginosamente
al empuje de la turbonada; pero el capitán era ya dueño de sí mismo y
de su barco y había pasado todo el peligro. Y entonces, como en un
repentino efecto de tramoya, el chubasco amainó, el vendaval se tornó
en ligera brisa, volvió a resplandecer el sol sobre el desgarrado vela-
men del pailebot y, el capitán, después de trincar la botavara del trin-
quete y poner dos marineros a la bomba, volvió a popa sin rastros de
embriaguez, un poco pálido y con la remojada colilla de un puro sujeta
aún entre los dientes, como la tenía al estallar el turbión. Herrick fué
tras él; apenas podía recordar la violencia de las emociones que aca-
baban de agitarle, pero comprendía que era inevitable una escena y
estaba impaciente, y hasta anheloso, de acabar con ello.
El capitán, al dar la vuelta al final de la caseta, se lo encontró cara a
cara y evitó su mirada. ––Hemos perdido dos gavias y la vela de estay
––balbuceó––. La suerte ha sido que no se nos ha llevado ningún palo.
––No es en eso en lo que estoy pensando- dijo Herrick en un tono de
extraña tranquilidad y que, sin embargo, produjo confusión y perplejidad
en el mismo capitán.
––¡Ya lo sé! ––exclamó levantando una mano––. Ya sé lo que usted
está pensando. Es inútil decirlo ahora. Ya estoy sereno.
––Tengo que decirlo, sin embargo ––contestó Herrick.
––Cállese, Herrick; ya ha dicho bastante. Ha dicho lo que no hubiera
tolerado a nadie en el mundo más que a usted; pero, con todo, sé que
es verdad.
––Tengo que decirle, capitán Brown, que renuncio a mi cargo de pilo-
to. Puede usted ponerme en el cepo o pegarme un tiro, como más le
acomode: no he de hacer resistencia. Lo único que hago es negarme a
ayudarle o a obedecerle; y le aconsejo que ponga a Mr. Huish en mi
lugar. Hará un primer oficial digno de tal capitán––. Sonrió, se inclinó y
volvió la espalda para irse a proa.
––¿Adónde va usted, Herrick? ––exclamó el capitán asiéndole del
hombro.
––A alojarme a proa con los marineros–– replicó Herrick con la misma
odiosa sonrisa––. Ya he estado bastante tiempo aquí atrás con uste-
des... caballeros.
––No tiene razón en eso. No sea precipitado, amigo; no hay nada ma-
lo en mí, más que la bebida... ¡es la vieja historia, Herrick! Que yo logre
serenarme de una vez, y entonces verá —dijo en tono suplicante.
––Dispénseme; no quiero saber más de usted ––dijo Herrick.
El capitán lanzó un profundo suspiro.
––¿Usted sabe lo que ha dicho de mis hijos? ––exclamó de pronto.
––De memoria. ¿Quiere usted acaso que se lo repita?
––¡No! ––gritó el capitán tapándose los oídos con las manos––. No
me haga matar a un hombre a quien quiero bien, Herrick: si me vuelve
a ver llevándome un vaso a los labios antes de estar en tierra, le doy
permiso para que me meta una bala en el cuerpo... ¡Le pido que lo
haga! Usted es la única persona a bordo cuya piel vale la pena de que
se conserve. ¿Cree usted que no lo sé? ¿Cree usted que ni un solo
momento me he vuelto en contra suya? Siempre me he dado cuenta de
que usted era el que tenía la razón... borracho o sereno, siempre lo
creí. ¿Qué es lo que necesita usted? ¿Un juramento? ¡Vamos, hom-
bre!, es usted demasiado inteligente para no ver que esto va de veras.
––¿Quiere usted decir que ya no habrá más borracheras ni de usted
ni de Huish? preguntó Herrick––, ¿que no han de seguir robándome
mis ganancias y bebiéndose mi champaña que ha comprado con mi
honra?, ¿que usted atenderá a sus deberes, y hará guardias, y desem-
peñará la parte que le toca en las faenas del barco, en vez de echarme
a mí, hombre de tierra, toda la carga y convertirse en la befa y el haz-
merreír de los marineros indígenas? ¿Eso es lo que quiere usted decir?
Si eso es, tenga la bondad de decirlo categóricamente.
––Pone usted esas cosas en términos difíciles de tragar para un
hombre de honor —fijo el capitán. ¿Quiere usted obligarme a confesar
que me avergüenzo de mí mismo? Fíese de mí esta vez: obraré recta-
mente, y ahí está mi mano.
––Bueno, haré la prueba por una vez ––dijo Herrick––. Vuelva a fa-
llarme...
––¡Basta ya! ––interrumpió Davis––. ¡Basta, compañero! Ya hemos
dicho lo suficiente. Tiene usted, Herrick, una lengua como una navaja,
cuando se enfada. Alégrese de que seamos otra vez amigos, como yo
me alegro; no me hurgue en las heridas; yo haré por que no se arre-
pienta de ello. Hemos estado hoy a un dedo de la muerte ––¡no diga de
quién fue la culpa!–– y muy cerca del infierno también, según me figuro.
Estamos en un mal camino nosotros dos y tenemos que no ser duros el
uno con el otro.
Estaba divagando; parecía, sin embargo, que divagaba con algún de-
signio, andando por las ramas de algo que temía decir; o, acaso,
hablando no más que para matar el tiempo, por miedo de lo que Herrick
pudiera decir a continuación. Pero Herrick había ya echado fuera todo
su veneno; era de natural bondadoso y, satisfecho con su triunfo, había
ya empezado a compadecerse. Con algunas palabras sedantes, trató
de dar por terminado el coloquio, y propuso que se fuera a mudar de
ropa.
––Falta algo que enderezar ––dijo Davis––. Antes tengo que decirle
una cosa. ¿Sabe usted lo que dijo de mis hijos? Necesito decirle por
qué me dolió tanto; y tengo la idea de que a usted va a hacerle daño
también. Es lo de mi pequeña, lo de mi Ada. No debió haber dicho
aquello... pero, por supuesto, usted no sabía. Ella... la niña, se murió,
ya ve usted...
––¡Qué es eso, David! ––exclamó Herrick. ¡Usted me ha dicho cien
veces que vivía! ¡Despéjese la cabeza, hombre! Tiene que ser la bebi-
da.
––No señor. Muerta está. Murió de una enfermedad de los intestinos.
Eso ocurrió mientras yo navegaba en el bergantín Pregón. Está ente-
rrada en Portland, Maine. "Ada, única hija del capitán John Davis, y de
Marian, su esposa. A los cinco años de edad." Llevaba a bordo una
muñeca para ella. Nunca me atreví a sacarla del papel en que estaba
envuelta, Herrick, y así se fue al fondo del mar, con el Sea Ranger, el
día de mi perdición.
Los ojos del capitán miraban fijos el horizonte; hablaba con un des-
usado dulzor, pero no perfecta compostura; y Herrick le contemplaba
con una extrañeza que tenía algo de terror.
––No vaya a creer, por eso, que estoy chiflado ––prosiguió Davis––.
Tengo todo el sentido común del que he menester, y aún me sobra.
Pero yo creo que un hombre desventurado es como un niño; y esto es
en mí como una cosa de niño también. Jamás pude resignarme a vivir
conforme a aquella cruda verdad, y por eso me forjo a mí mismo. Y se
lo advierto honradamente: tan pronto como terminemos esta conversa-
ción, empezaré otra vez con el fingimiento. Únicamente que, como us-
ted ve, Ada no podrá pasear las calles ––añadió el capitán––; ni siquie-
ra pudo vivir para que llegara a ser suya aquella muñeca.
Herrick puso una mano trémula en el hombro del capitán.
––¡No haga eso! ––exclamó Davis, retrocediendo, para evitar el con-
tacto––, ¿no ve usted que estoy ya hecho añicos, sin necesidad de
más? Vámonos, pues; venga conmigo, compañero: puede confiar en mí
de veras; venga a ponerse ropa seca.
Entraron en la cámara y allí encontraron a Huish de rodillas, force-
jeando para destapar una caja de champaña.
––¡Fuera de aquí! ––gritó el capitán––. Eso se acabó. ¡No se bebe
más en este barco!
––¿Se ha vuelto abstemio, prohibicionista? ––preguntó Huish––. Por
mí no hay inconveniente en que lo sea. Ya era hora, ¿eh? A un pelo de
perder, bonitamente, otro barco. ––Sacó una botella y se puso, con to-
da calma, a hacer saltar el alambre con el gancho del sacacorchos.
––¿Ha oído usted lo que he dicho? ––gritó el capitán.
––Me parece que sí he oído. Habla usted lo bastante alto. La dificul-
tad está en que no me importa.
Herrick agarró al capitán por una manga. Déjele ahora hacer lo que
quiera ––le dijo––. Ya hemos tenido bastante esta mañana.
––Pues que se salga con la suya ––dijo el capitán. Es la última vez.
Para entonces ya estaba roto el alambre, cortada la cuerda, desga-
rrada la caperuza de papel dorado, y Huish esperaba, vaso en mano,
que se produjese el acostumbrado estampido. No se produjo. Aflojó el
tapón con el pulgar: tampoco ocurrió nada. Al fin cogió el descorchador
y sacó el tapón. Salió con gran facilidad y sin ruido alguno.
––¿Qué es eso? ––dijo Huish––. Una botella echada a perder.
Escanció un chorro de vino en el vaso: era incoloro y sin espuma. Lo
olió y lo cató después.
––¿Qué diablos es esto? ––dijo––. ¡Es agua!
Si de repente se hubiera oído cerca del barco, en medio del mar, un
toque de corneta, los tres hombres que estaban en la cámara no hubie-
ran quedado tan estupefactos como los dejó aquel incidente. El vaso
pasó de mano en mano; cada uno de ellos olisqueó, probó y se quedó
suspenso mirando a la botella como pudiera haber mirado Robinson la
huella que encontró en la playa; y en las mentes de todos surgió, simul-
táneo, el mismo temor. Entre una botella de champaña y otra de agua,
no es grande la diferencia; entre dos cargamentos de ambas cosas es-
tá toda la escala que va desde la riqueza a la ruina.
Se descorchó otra botella. Había dos cajas preparadas en uno de los
camarotes: las sacaron fuera, hicieron saltar las tapas y las probaron.
Persistía el mismo resultado; el líquido que contenían era incoloro, insí-
pido y muerto como el agua de lluvia en una barca de pesca varada.
––¡De primera! ––exclamó el regocijado Huish.
––Óiganme; ¡vamos a probar en la bodega! ––dijo el capitán, enju-
gándose la frente con el revés de la mano, y los tres salieron de la cá-
mara con las caras largas y el andar abrumado.
Se llamó a toda la tripulación. Dos kanakas bajaron a la cala, otro fue
puesto al pie de un cabo pasado por una garrucha y Davis, hacha en
mano, se situó junto a la escotilla.
––¿Va usted a dejar que los marineros se enteren? ––murmuró
Herrick.
––¡Que los ahorquen! ––dijo Davis––. Eso ya nos importa poco. No-
sotros somos los que tenemos que enterarnos.
Tres cajas llegaron a cubierta y una tras otra fueron examinadas. De
cada botella, al romperle el capitán el cuello con el hacha, se desbordó
el champaña espumoso y efervescente.
––¡De más abajo!, ¡de más abajo! ––gritó el capitán a los kanakas de
la bodega.
Aquella orden produjo un cambio desastroso. Izaron a cubierta caja
tras caja y el capitán fue rompiendo, de un hachazo en el gollete, una
botella tras otra, y sólo salió agua chirle. Ahondaron aún más en el car-
gamento y llegaron a una capa donde casi se había prescindido ya de
todo intento de engaño, donde las cajas carecían de marcas, las bote-
llas no tenían alambres ni etiquetas y donde el fraude, en fin, era mani-
fiesto y saltaba a los ojos.
––Ya hemos perdido bastante el tiempo ––dijo Davis––. Vuelve a es-
tibar esas cajas en la bodega, Tío Ned, y tira al mar toda esa cacharre-
ría. Venid conmigo ––añadió, dirigiéndose a sus compañeros de aven-
turas, y marchó delante, hacia la cámara.
VI
LOS CONSOCIOS
EL CUARTETO
VII
EL PESCADOR DE PERLAS
dijo Attwater, citando esos versos con una sonrisa que se trocó de
pronto en un aire de solemnidad fúnebre. ––Espero, sobre todo, que no
faltará mister Whish —añadió––, Mr. Whish, confío en que ha entendido
usted la invitación.
––¡Pues no que no, compadre! ––contestó el festivo Huish.
––Muy bien, pues, y queda entendido, ¿no es eso? Mr. Whish y el
capitán Brown, a las seis y media sin falta; y usted, Hay, a las cuatro en
punto.
Y llamó a su bote.
Durante toda aquella conversación, graves pensamientos y preocu-
paciones habían agobiado la mente del capitán. Para nada había naci-
do tan liberalmente dotado como para desempeñar el papel de capitán
de barco, hospitalario y francote. Pero en aquella ocasión estaba silen-
cioso y abstraído. Los que le conocían podían notar que no perdía una
sílaba de lo que se hablaba, y parecía sopesarlo y analizarlo todo.
Hubiera sido difícil precisar lo que había en su aspecto de frío, cautelo-
so y siniestro, como de quien tramaba planes, aun en gestación; contra
el inconsciente huésped,; se notaba en esto y en aquello, y no se nota-
ba en nada; era en este instante cosa tan nimia, que Herrick se repro-
chaba a sí mismo por haberlo sospechado; y un instante después era
tan obvio y palpable, que podía decirse que por cada pelo de la cabeza
de aquel hombre salía una amenaza. .
Volvió en sí de pronto, como con un estremecimiento. ––Usted habla-
ba de un fletamento ––dijo.
––¿De veras? ––contestó Attwater––. Bueno, pues no hablemos más
de ello, por el momento.
––Su paílebot, según he entendido, está retrasado prosiguió el capi-
tán.
––Ha entendido usted perfectamente, capitán Brown. Treinta y tres
días de retraso; hoy al mediodía.
––De modo que va y viene ¿eh? ¿Trafica entre aquí y...? ––indicó el
capitán.
––Exactamente: cada cuatro meses; tres viajes por año ––dijo Attwa-
ter.
––¿Va usted en él alguna vez?
––No, se queda uno aquí. Tiene uno hartas cosas a qué atender. ––
Se queda usted aquí, ¿no es eso? ––exclamó Davis––. Dígame.
¿Cuánto tiempo?
––¡Cuánto tiempo! ¡Oh Dios! ––dijo Attwater, con perfecta y severa
gravedad––. Pero no parece tanto ––añadió, sonriéndose.
––No, me figuro que no ––dijo Davis––. No con todas las cosas bue-
nas que tiene usted a su alrededor y en un acomodo tan tranquilo como
éste.
––El sitio, como usted tan bondadosamente lo juzga, no es del todo
insoportable.
––¿Nácar... supongo que será? insinuó Davis.
––Sí; había nácar.
––Esta es una lagunaza tremenda ––prosiguió el capitán––. Ha habi-
do... es que la pesca... ¿diría usted que la pesca es aquí, en cierto mo-
do, buena?
––No sé qué diría yo de ella, en cierto modo, nada ––contestó Attwa-
ter–– si vamos a aso.
––¿Había perlas también?
––Perlas también.
––Bueno, pues me doy por vencido ––dijo Davis riéndose, y su risa
sonó a falsa como una mala moneda––. Si no quiere usted hablar, no
ha de hablar, y asunto concluido.
––No hay ya ninguna razón para que yo afecte la menor pretensión
de secreto en cuanto a mi isla ––respondió Attwater––; eso se acabó
en el momento en que ustedes llegaron; pero, sea como sea, pueden
estar seguros de que, tratándose de caballeros como usted y Mr.
Whish, siempre hubiera estado encantado de recibirles en mi casa y
ponerla a su disposición. El punto en que diferimos ––si eso se puede
llamar diferir–– es uno de tiempo y de oportunidad. Yo poseo algunos
datos los cuales usted cree que puedo comunicar, y yo creo que no.
Bien, ¡ya veremos esta noche! Adiós, adiós, Whish. ––Embarcó en su
bote y desatracó––. ¿Quedamos de acuerdo?, ¿eh? El capitán y Mr.
Whish, a las seis y media, y usted, Hay, a las cuatro en punto. ¿Me en-
tiende, Hay? No admito excusas. Si no están allí para el tiempo señala-
do, no habrá banquete. ¡Si no hay canción, no hay cena, Mr. Whish!
Blancas aves cruzaban rápidas por el aire, allá en lo alto, y abajo, en
el agua, que apenas parecía más densa, bandadas de peces de colo-
res; y suspendido en medio, como el féretro de Mahoma, el bote se ale-
jaba velozmente y su sombra le iba siguiendo sobre el fondo resplan-
deciente de la laguna. Attwater, sentado en el tabloncillo de popa, iba
mirando hacia atrás; ni por un momento apartó los ojos del Farallone y
del grupo reunido en la toldilla junto a la caseta, hasta que el bote atra-
có al muelle. Desde allí, con paso ágil, y apresuradamente, se dirigió a
tierra, y los del Farallone siguieron viendo su traje blanco por entre la
umbría del bosque, tachonada de manchas de luz, hasta que desapa-
reció en la casa.
El capitán, con un gesto y una cara harto expresivos, llamó a sus
compañeros para que entrasen en la cámara.
––Bien está––dijo a Herrick, en cuanto se sentaron––; al menos hay
una cosa buena. Se ha aficionado a usted de veras.
––¿Y por qué es eso cosa buena? preguntó Herrick.
––¡Ah!, ya va usted a ver ahora lo que puede dar de sí ––contestó
Davis––. Usted va a tierra a estar con él, y eso es todo. Puede pescar
la mar de informes; puede averiguar lo que tiene, y de qué fletamento
se trata, y cuál es la cuarta persona... porque ellos son cuatro, y noso-
tros nada más que tres.
––Y suponiendo que lo hiciera, ¿qué más iba a pasar? preguntó
Herrick––. ¡Contésteme a eso!
––Así lo haré, Robert Herrick ––dijo el capitán––. Pero antes, vamos
a ponerlo todo en claro. Me figuro que está usted enterado de que este
negocio del Farallone se ha venido al suelo, que está perdido sin reme-
dio, y que si esta isla no se hubiera presentado delante, cuando se pre-
sentó, ¿sabe lo que hubiera sido de usted y de Huish y de mí?
––Sí; todo eso lo sé elijo Herrick––. No importa de quién sea la culpa;
pero todo eso lo sé, ¿y qué más?
––No importa de quién sea la culpa; usted lo sabe bien, y muchas
gracias por el recuerdo ––dijo el capitán––. Ahora aquí está este Attwa-
ter: ¿qué piensa usted de él?
––No lo sé ––contestó Herrick––. Me atrae y me repele. Ha estado
atrozmente grosero con ustedes.
––¿Y usted, Huish? ––dijo el capitán.
Huish estaba sentado limpiando su pipa favorita; apenas levantó la
cabeza, enfrascado del todo en la absorbente tarea: ––¡No me pregun-
te lo que pienso de él! ––dijo––. Algún día llegará, espero en Dios, en
que pueda decírselo a él mismo.
––Huiste piensa lo mismo que yo ––digo Davis––. Cuando aquel
hombre se nos acercó como diciendo: "Miradme bien, yo soy Attwater",
y usted sabe muy bien que fue así, a escape lo calé. Aquí está, me dije,
el genuino artículo, el que no puedo tragar, el verdadero y cogotudo
aristócrata, el que le mira a uno como si fuera basura, y no se explica
para qué se molestó Dios en criarnos. No, eso no está falsificado; tiene
que haber nacido en ello y, ¡fíjese!, listo como el aire y fume como el
acero; nada de tontería, no señor, no tiene un pelo de tonto. Y ahora
me pregunto: ¿para qué está aquí, en esta isla tan divertida? No está
aquí coleccionando insectos. Esos así, tienen un palacio en su tierra y
lacayos con pelucas empolvadas; y si no está allá, sus razones tendrá,
¿me entienden?
––Sí, sí, le oigo ––dijo Huish.
––Ha estado aquí, por consiguiente, haciendo buenos negocios ––
continuó el capitán––. Durante diez años ha hecho un negocio enorme.
En perlas y nácar, por supuesto; no puede haber otra cosa en este sitio,
y no hay duda de que envía las conchas, de tiempo en tiempo, en el
Trinity Hall, y el dinero que saca de ellas va derecho al Banco, de modo
que eso no nos importa. Pero, ¿qué más hay aquí? ¿No hay otras co-
sas que sería probable que guardase aquí? ¿No hay nada que tenga
forzosamente que guardar aquí? Sí, señor... ¡las perlas! Primero, por-
que valen demasiado dinero para confiárselas a nadie. Segundo, por-
que las perlas requieren mucha manipulación y paciencia para clasifi-
carlas y aparearlas; y el que vende sus perlas, según le vienen a las
manos, una por ahí y otra por allá, en vez de reservarlas y esperar la
ocasión, ese es un idiota... y no lo es Attwater.
––Probablemente ––dijo Huiste––. Así es cómo debe de ser; no está
probado, pero––es lo probable.
––Está probado ––dijo Davis rotundamente.
––¿Y si suponemos que lo está? ––dijo Herrick––. Admitamos que
todo eso es cierto y que tuviera esas perlas, todas las coleccionadas en
diez años. ¿Y si suponemos que las tiene? Esa es mi pregunta.
El capitán tocaba un redoble con sus fornidas manos en la mesa que
tenia delante: miraba fijamente el rostro de Herrick, y éste, con no me-
nos fijeza, miraba la mesa y los dedos que repicaban; el barco, ancla-
do, se mecía con una suave oscilación, y una gran mancha de sol iba y
venía entre uno y otro interlocutor.
––¡Óigame! ––exclamó súbitamente Herrick.
––No, mejor es que me oiga usted a mí primero ––dijo Davis––. Ói-
game y entiéndame. A nosotros, para nada nos sirve ese prójimo, si a
usted le sirve para algo. Es de su género de usted, no del nuestro; se
ha aficionado a usted y se ha limpiado las botas encima de Huish y de
mí. ¡Sálvele usted, si puede!
––¿Salvarlo? ––repitió Herrick.
––¡Sálvelo usted, si es capaz! ––insistió Davis, dando un golpe en la
mesa con el puño––. Vaya usted a tierra y háblele con suavidad, y si
logra traerlo a bordo, a él y a sus perlas, le perdonaré la vida. Si usted
no lo consigue, va a haber un funeral. ¿No es eso, Huiste?, ¿no le pa-
rece bien?
––Yo no soy hombre que le guste perdonar ––dijo Huish––; pero no
soy tampoco de los que echan a perder un negocio. Traiga al fantas-
món a bordo y tráigalo con sus perlas, y puede hacer con él lo que le
venga en gana; abandonarlo en alguna isla, si quiere... No me opon-
go...
––Bueno; ¿y si no puedo? ––exclamó Herrick, mientras el sudor le co-
rríá por la cara––. Me hablan como si yo fuera Dios Todopoderoso: haz
esto y haz lo otro. Pero, ¿y si no puedo?
––Hijo ––dijo el capitán––, arréglese como mejor pueda o ¡va usted a
ver cosas gordas!
––¡Ya lo creo! ––dijo Huish––. ¡Ay, mi niña! ¡Ya lo creo que sí! Miró a
Herrick, en el lado opuesto de la mesa, con una sonrisa desdentada,
que estremecía por su salvajismo; y sin duda sugestionado su oído por
la expresión trivial que había empleado, empezó a cantar un trozo del
estribillo de una canción cómica que debió de haber oído en Londres
veinte años antes; estúpida jerigonza, sin sentido alguno, que era en
aquel lugar y en aquel momento, repugnante y odiosa como una blas-
femia.
El capitán le dejó que acabase; su rostro permanecía inalterable.
––De la manera que se han puesto las cosas, cualquiera otro en mi
lugar, no le dejaría a usted ir a tierra ––prosiguió––, pero yo no soy de
ese género. Yo sé que nunca se volverá contra mí, Herrick. O si se de-
cide a hacerlo y me traiciona... ¡vaya usted y hágalo y que Satanás se
lo lleve! ––gritó, y se levantó bruscamente de la mesa.
Salió fuera de la caseta, y al llegar a la puerta se volvió y llamó a
Huish con voz violenta y repentina, como el ladrido de un perro. Huish
le siguió y Herrick se quedó solo en la cámara.
––¡Ojo con lo que se hace! ––murmuró Davis al oído de Huish––. Co-
nozco muy bien a ese. Si vuelve usted a dirigirle otra vez la palabra, va
a ser la ruina de todos.
VIII
EN EL ATOLÓN
IX
EL BANQUETE
LA PUERTA ABIERTA
XI
DAVID Y GOLIATH
XII
REMATE
FIN