Robert L. Stevenson - La Resaca

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La Resaca

R.L. Stevenson
PARTE I
EL TERCERO

NOCHE EN LA PLAYA

Por toda la extensión de las islas del Paco, hombres dispersos, de


muchas razas europeas, y salidos de casi todas las clases sociales,
llevan el impulso de su actividad y diseminan enfermedades. Unos
prosperan, otros vegetan. Los hay que han escalado las gradas de un
trono y poseen islas y armadas. Muchos de ellos tienen que casarse
para vivir, y una lozana y jocunda dama de color de chocolate los sus-
tenta en pura ociosidad; y, vestidos a usanza indígena, pero conser-
vando todavía algún rasgo extranjero en su indumento o en sus moda-
les, acaso una sola reliquia––un monóculo, por ejemplo–– del oficial y
del caballero de otro tiempo, pasan la vida tumbados, a la sombra de
las verandas techadas con hojas de palmera, y entretienen a una tertu-
lia de isleños con los recuerdos de los teatros de variedades. Y aun hay
otros, menos acomodaticios, no tan avispados, de peor suerte o quizá
menos viles, a los que les sigue faltando el pan en aquellas islas de la
abundancia.
En el extremo de la ciudad de Papeete, tres de estos últimos estaban
sentados bajo un árbol ––un purao—, en la playa.
Era tarde Ya hacía tiempo que la banda militar, terminado el concier-
to, se había marchado tocando por el camino, con una abigarrada tropa
de hombres y mujeres, empleados de comercio y oficiales de marina,
bailando a su zaga, los brazos en torno de los talles, y adornados con
guirnaldas. Ya hacía tiempo que la oscuridad y el silencio habían ido
avanzando de casa en casa por la minúscula ciudad pagana. Sólo res-
plandecían los faroles de las calles formando halos fosforescentes en-
tre el follaje de las umbrosas avenidas, o trazando trémulos reflejos en
las aguas del puerto. Un zumbar de ronquidos se oía por todo el muelle
del Gobierno, entre las pilas de madera. Llegaba hasta la costa desde
los pailebots, esbeltos y finos cúters, fondeados todos juntos como bo-
tecillos, con las tripulaciones tendidas sobre las cubiertas, bajo el cielo
estrellado, o amontonadas en improvistas tiendas de lona entre el des-
orden de las mercancías.
Pero los que estaban bajo el purao no tenían pensamiento de dormir.
La misma temperatura en Inglaterra no hubiera chocado en pleno estío,
pero era cruelmente fría para el Mar del Sur. La naturaleza inanimada
se daba cuenta de ello, y el aceite de coco estaba helado en la botella
en todas las casas, a estilo de jaulas, de la isla; y aquellos tres hombres
lo sentían también y tiritaban. Llevaban livianas ropas de algodón, las
mismas en que habían sudado por el día y aguantado los aguaceros
tropicales; y para colmar su cuita, no habían desayunado, habían pasa-
do por alto de comida y les había faltado la cena.
Según la expresión corriente en el Mar del Sur aquellos tres hombres
estaban sobre la playa. La común desgracia les había hecho juntarse,
reconociéndose por los tres seres más miserables, de habla inglesa, en
Tahití; y más allá de su miseria, cada uno de ellos apenas sabía nada
de los otros dos, ni siquiera sus verdaderos nombres. Los tres habían
hecho un largo aprendizaje en su camino hacia la ruina; y cada uno de
los tres, en alguna etapa de su caída, se había visto obligado, por ver-
güenza, a adoptar un alias. Y sin embargo, ninguno de ellos había
comparecido nunca ante un Tribunal de justicia; dos, eran hombres de
amables virtudes, y uno de éstos, sentado allí arrecido, bajo el purao,
guardaba en el bolsillo un destrozado "Virgilio".
Verdad es que si hubiera sido posible sacar dinero del libro, Robert
Herrick habría ya sacrificado, mucho tiempo antes, aquella su última
posesión; pero la demanda de literatura, tan característica en algunas
partes del Pacífico, no se extiende hasta las lenguas muertas; y más de
una vez el "Virgilio", que no podía trocarse por una comida, le había
consolado del hambre. Lo repasaba tendido a la larga, y con el cinturón
apretado, en el suelo de la antigua prisión, buscando pasajes favoritos
y descubriendo otros nuevos que sólo le parecían menos bellos porque
les faltaba la consagración del recuerdo. O se detenía en sus vagabun-
deos sin fin por el campo, se sentaba al borde de una senda mirando,
al otro lado del mar, las montañas de Eimeo, y abría al azar la "Eneida",
buscando suertes. Y si el oráculo ––como es costumbre de los orácu-
los–– respondía con palabras ni muy precisas ni muy alentadoras, al
menos visiones de Inglaterra surgían en tropel en la mente del deste-
rrado: la bulliciosa sala del colegio, los verdes campos de recreo, las
vacaciones en casa, y el perenne rumor tumultuoso de Londres, y la
chimenea familiar, y la blanca cabeza de su padre. Que es el sino de
esos graves, sobrios, autores clásicos, con lo que entablamos forzado y
a veces penoso conocimiento en las aulas, diluirse en nuestra sangre y
penetrar en la substancia misma de la memoria; y así, una frase de
Virgilio, no habla tanto de Mantua y de Augusto, como de rincones de la
tierra natal y de la propia juventud, ya irrevocablemente perdida, del
estudiante.
Robert Herrick era hijo de un hombre listo, activo y ambicioso, partíci-
pe, en modesta escala, en una gran casa comercial de Londres. El mu-
chacho despertó halagüeñas esperanzas, se le envió a un buen cole-
gio, ganó allí una beca en Oxford y, a su tiempo, fue a seguir sus estu-
dios en aquella Universidad. Con todo su talento y refinamiento de gus-
tos ––y en ambas cosas abundaba–– faltábale a Robert solidez y virili-
dad intelectual; perdíase en extraviadas sendas de estudio, se afanaba
por la música o por la metafísica cuando debía dedicarse al griego, y, al
fin, salió de la Universidad con un grado mediocre. Casi al propio tiem-
po quebró, desastrosamente, la casa de Londres, y Herrick padre tuvo
que empezar la vida de nuevo, como empleado en un escritorio ajeno; y
Robert renunció a sus ambiciones y aceptó, con resignación, un oficio
que aborrecía y despreciaba. Los números no le entraban en la cabeza,
no le interesaban los negocios, detestaba la sujeción de las horas de
oficina, y desdeñaba los éxitos y los afanes de los mercaderes. Llegar a
enriquecerse, no le tentaba; le bastaba con un buen pasar. Un mozo de
peor índole o de mayor audacia se habría rebelado contra el destino;
acaso hubiera intentado hacerse un porvenir con la pluma; quizá hubie-
se sentado plaza. Robert, más prudente, probablemente más tímido, se
avino a seguir la profesión en la que más pronto podía ayudar a su fa-
milia. Pero lo hizo sin decidirse más que a medias, sin resolución firme;
huyó de sus antiguos compañeros y escogió, entre varias colocaciones
que se le ofrecían, un empleo en Nueva York.
Fue la suya, desde entonces, una carrera de no interrumpido bochor-
no. No bebía, era estrictamente honrado, se conducía cortésmente con
sus jefes; sin embargo, de todas partes se le despedía. Como no se
interesaba en el cumplimiento de sus deberes, no ponía en ellos aten-
ción; su cotidiana labor era una mezcla de cosas que se quedaban sin
hacer o que quedaban mal hechas; y de empleo en empleo y de ciudad
en ciudad; llevaba tras sí la fama de inepto. Nadie puede soportar, sin
que se le suba el color a la cara, que se le aplique ese calificativo: no
hay en verdad ningún otro que de manera tan rotunda nos cierre, como
con un portazo en la cara, el acceso a nuestra propia estimación. Y pa-
ra Herrick, consciente de sus talentos y de su cultura, que miraba con
menosprecio esos menesteres humildes para los cuales no se le consi-
deraba capaz, el sufrimiento era intolerable. Desde que se inició su de-
rrumbamiento, no pudo enviar dinero a su familia; poco después, como
sólo podía contar fracasos, dejó de escribir; y un año antes del comien-
zo de esta historia, echado de pronto a la calle, en San Francisco, por
un judío alemán, soez y colérico, había perdido todo respeto de sí mis-
mo, y, en un súbito impulso, cambió de nombre e invirtió su último dólar
en un pasaje en el bergantín correo City of Papeete. Con qué esperan-
za había endulzado aquella fuga a los mares del Sur, quizá ni él mismo
lo sabía. Es cierto que allí se podían hacer fortunas negociando en per-
las o en copra; sin duda otros, no mejor dotados que él, habían llegado
en aquel mundo de las islas, a ser consortes de reinas y ministros de
reyes. Pero si Herrick hubiera ido allá con algún propósito firme y digno,
habría conservado el apellido de su padre. El alias delataba su banca-
rrota moral; había arriado su bandera; no se hacía ilusiones de llegar a
redimirse o de ayudar a su familia arruinada; y había venido a las islas
––donde sabía que el clima era benigno, el pan barato y las costumbres
fáciles–– como un desertor de la batalla de la vida y del cumplimiento
del deber. Fracasar era su sino, se había dicho: pues que, al menos,
fuera el fracaso lo más gustoso posible.
Por fortuna, no basta con decirse: "Voy a envilecerme". Herrick prosi-
guió en las islas su carrera de descalabros; pero en el nuevo ambiente
y bajo el nombre postizo, no fueron menos agudos sus sufrimientos.
Consiguió un nuevo empleo y lo perdió como de costumbre. Cuando
hubo agotado la sufrida paciencia de los hosteleros, descendió a una
mendicidad más franca al borde de los caminos; con el transcurso del
tiempo, su buen natural se fue agriando, y, después de un par de repul-
sas, se hizo huraño y receloso. Sobraban mujeres que hubieran susten-
tado a un hombre menos guapo o de peor condición: Herrick no dió
nunca con ellas o no supo conocerlas; o, si no fue así, algún sentimien-
to más viril se rebeló en contra y prefirió morirse de hambre. Empapa-
do por las lluvias, abrasado de día, tiritando de noche, sin otro dormito-
rio que una antigua prisión ruinosa y abandonada, alimentándose de
limosnas o con desperdicios de las basuras, sin más compañía que la
de otros dos parias como él, había apurado, durante meses enteros, el
cáliz de la penitencia. Llegó a saber lo que era la mansa resignación, lo
que era estallar en infantiles cóleras de rebelión contra el destino, y lo
que era sumergirse en el sopor de la desesperanza. El tiempo le había
transformado. Ya no se contaba a sí mismo cuentos de una fácil y quizá
gustosa desmoralización corruptora. Había aprendido a descifrar su
propia naturaleza; estaba ya demostrado que era incapaz de levantar-
se, y ahora supo por experiencia que no podía doblegarse para caer en
la abyección. Algo que apenas era ni orgullo ni fortaleza, que quizá era
sólo refinamiento, le detenía ante la capitulación; pero miraba su mala
suerte con creciente rabia y se asombraba a veces de su paciencia.
Ya iban pasados así cuatro meses sin cambio alguno y sin el menor
vislumbre de posible mundanza. La luna, vagando por entre un caos de
voladoras nubes de todos tamaños, formas y densidades, algunas ne-
gras como borrones, otras tenues como cendales, seguía esparciendo
la maravilla de su brillo austral sobre el mismo escenario encantador y
aborrecido; las montañas isleñas, coronadas con la perenne nube de la
isla, la ciudad cubierta por los árboles y tachonada con escasas luces,
Comentario: A falta de término
los mástiles en el puerto, el espejo terso de la laguna y la barrera de más preciso, traducimos así la
palabra lagoon, nombre con que se
arrecifes sobre la que rompía la marejada con blancas espumas. La luz designa el espacio de mar com-
prendido entre la costa y el arrecife
de la luna caía también, como el foco de una linterna, sobre sus dos de coral que, a veces, corre parale-
lo a ella en los países tropicales.
También se da este nombre al lago
compañeros, sobre la figura recia. y corpulenta del yankee que se hacía central de los atolones o islas
formadas por un arrecife anular,
llamar Brown, y del que sólo se sabía que era un capitán de barco, víc- muy abundantes en el Pacífico.

tima de algún percance; y sobre la desmedrada persona, los ojos páli-


dos y la sonrisa desdentada de un acanallado y avieso hortera de la
City de Londres. ¡Qué compañía para Robert Herrick! El patrón yankee
era, al menos, un hombre; tenía ingénitas cualidades de ternura y reso-
lución; cualquiera podía estrechar su mano sin rubor. Pero no había
ninguna gracia redentora en el otro, el cual se hacía llamar unas veces
Hay y otras Tomkins, y se reía de la discrepancia; que había servido en
todos los almacenes de Papeete, pues no carecía de competencia, y
que de todos había sido despedido, porque era de una contumaz villa-
nía; que de tal modo se había hecho aborrecer por cuantos le habían
empleado, que pasaban a su lado en la calle como si fuera un perro, y
sus antiguos compañeros le esquivaban como a un acreedor.
No hacía mucho que un barco había traído del Perú una epidemia de
gripe que hacía estragos en la isla y, especialmente, en Papeete. De
todas partes, alrededor del purao, se alzaba de cuando en cuando un
lastimero alboroto de gentes que tosían y se atosigaban al toser. Los
enfermos, indígenas, con la nerviosidad propia de los isleños ante un
asomo de fiebre, se habían arrastrado fuera de sus casas, anhelosos
de frescura, y sentados en cuclillas en la playa o en las canoas varadas
sobre la arena, esperaban con ansia el nuevo día. Como el canto de los
gallos se propaga de noche por el campo, de alquería en alquería, las
explosiones de tos estallaban y se esparcían y morían a lo lejos, y de
nuevo volvían a surgir más cerca. Cada uno de aquellos desdichados
calenturientos se sugestionaba con la tos del vecino, sufría durante
unos minutos las convulsiones del feroz acceso, y se quedaba agotado,
sin voz y sin fuerzas, cuando la crisis pasaba. La playa de Papeete, en
aquella fría noche y en aquel tiempo de epidemia, era lugar propicio
para que el más compasivo pudiera dar empleo a toda la piedad que
sobrase en su corazón. Y de todos los atacados, acaso el que menos la
merecía, pero ciertamente el que más la necesitaba, era el dependiente
londinense. Estaba hecho a otro género de vida: a casas, lechos, cui-
dados de enfermeros, a las delicadezas que se proporcionan al que
sufre; y se encontraba ahora allí, en la fría intemperie, expuesto a las
ráfagas del viento y con el estómago vacío. Estaba, además, aniquila-
do; la enfermedad le sacudía hasta las entrañas, y sus compañeros se
asombraban de que pudiera resistirla. Sentían por él honda lástima,
que contendía con su aborrecimiento, y lo vencía. Lo repugnante de tan
desagradable dolencia acrecentaba aquella aversión, y al propio tiem-
po, y como decisivo contrapeso, la vergüenza por tan inhumano senti-
miento les empujaba con mayor ardor al servicio del paciente; y hasta
lo malo que de él sabían aumentaba su solicitud, pues nunca es tan
temerosa la idea de la muerte como cuando se acerca al meramente
sensual y egoísta. A veces le ayudaban a incorporarse; otras, con equi-
vocado celo, le golpeaban entre los hombros, y cuando el mísero se
quedaba tendido de espaldas, espectral y agotado, después de un pa-
roxismo de tos, le examinaban la cara, dudando si encontrarían en ella
alguna señal de vida. No hay nadie que no tenga alguna virtud: la del
dependiente era la valentía; y se apresuraba a tranquilizarlos con algu-
na broma, no siempre decente:
––Esto no es nada, compinches ––murmuró una de esas veces, sin
aliento––, no hay cosa mejor para fortalecer los músculos de la laringe.
––¡La verdad es que tiene aguante! ––exclamó el capitán.
––No me achico por poca cosa prosiguió el paciente con entrecortada
voz––. Pero me parece una perra suerte que sea a mí al único a quien
le ha tocado la china y el que haya de hacer reír a los demás. Ya podía
alguno de vosotros animarse y hacer algo; contarle a uno cualquier co-
sa.
––El mal está, amigo, en que no tenemos nada que contar ––
respondió el capitán.
––Yo le contaré, si quiere, lo que estaba pensando ––dijo Herrick.
––Díganos cualquier cosa ––contestó el dependiente––. Sólo necesi-
to que me hagan recordar que no estoy muerto.
Herrick comenzó su cuento, tendido de bruces y hablando lentamen-
te, casi entre dientes, no como el que tiene algo que decir, sino como el
que sólo habla por matar el tiempo.
––Bien; pues pensaba esto: que estaba en la playa de Papeete una
noche ––toda de luz de luna, chubascos y gente tosiendo––, con ham-
bre y con frío y con el corazón en los talones, y que tenía noventa años,
y de ellos había pasado unos doscientos veinte en la playa de Papeete.
Pensaba que ojalá tuviera una sortija mágica o una hada bienhechora o
el poder de evocar a Belcebú, y trataba de recordar la receta para
hacerlo. Sabía que se hace un círculo de calaveras, porque lo había
visto en el Freischutz, y que había que quitarse la chaqueta y reman-
garse las mangas de la camisa, pues así operaba el actor que hacía de
Kaspar, y bien se veía que estaba muy al tanto de ello, y que había que
levantar una humareda maloliente, lo cual puede hacerse con un ciga-
rro, y decir el "Padrenuestro" al revés. Me pregunté si sería capaz de
esto último: la cosa no parecía fácil. Me pregunté después si sería ca-
paz de decirlo al derecho, y me pareció que sí. Pues bien; aun no había
llegado a la mitad, cuando vi que venía por la playa un sujeto vestido
con un pariu y que traía una esterilla bajo el brazo. Era un vejete más
bien feo, cojitranco, y no cesaba de toser. Al principio no me gustó, pe-
ro luego me compadecí del pobrete porque tosía de aquel modo. Me
acordé de que aún nos quedaba un poco del jarabe para la tos, que el
cónsul de los Estados Unidos le dio al capitán para Hay, y aunque a
éste no le sirvió de nada, creí que acaso le vendría bien al viejo y me
levanté. ¡Yorana! ––le dije––. ¡Yorana! ––me contestó––. "Oigame ––
proseguí––, tengo una pócima de superior calidad en una botella, que
Comentario: Acérquese.
le va a curar la tos. Harry my y le mediré una cucharada en el hueco de
la mano, porque tenemos los cubiertos en casa de nuestro banquero".
Pensé después que el vejete se aproximaba, y cuando más de cerca,
me gustaba menos. Pero yo había comprometido mi palabra, como
veis.
––¿Y a qué vienen todas esas sosadas? ––interrumpió el hortera––.
Comentario: Folletos de propa-
Es como la monserga de los "tracts". ganda religiosa que circulan
profusamente en Inglaterra y en los
Estados Unidos.
––Es un cuento. Solía contárselos a los pequeños en casa - dijo
Herrick––. Si le aburre, me callo.
––¡Adelante con ello! ––respondió, colérico, el enfermo––. Más vale
eso que nada.
––Bueno prosiguió Herrick––. En cuanto le di el jarabe pareció que se
erguía y se transformaba y, bien mirado, que no era un tahitiano, sino
una especie de árabe con luengas barbas. "Una buena acción se paga
con otra", me dijo" "Soy un mago escapado de las Mil y Una Noches, y
esta esterilla que tengo bajo el brazo es el auténtico y original tapiz de
Mohammed Ben No-sé -cuántos. Diga usted una sola palabra y puede
hacer una travesía en él".- "¿Me va usted a hacer creer que es el Tapiz
Encantado?", exclamé. "Le apuesto un dólar a que sí", dijo con fuerte
acento yankee. "Usted ha estado en América después que yo leí las Mil
y Una Noches", le contesté un tanto receloso. "Ya lo creo. He estado en
todas partes. El que tiene un tapiz como éste, no va a dejarse enmohe-
cer en un hotelito de las afueras". La cosa me pareció razonable. "Muy
bien", le dije. "¿Quiere usted decir que puedo sentarme en este tapiz y
marchar derecho a Londres?" "En un santiamén", contestó. Eché la
cuenta de la diferencia de hora. ¿Cuál es entre Papeete y Londres, ca-
pitán?
––Entre Greenwich y Punta Venus, nueve horas y unos minutos y se-
gundos.
––Eso es, poco más o menos, lo que yo calculé: unas nueve horas.
Suponiendo que sean ahora aquí las tres de la mañana, me plantaría
en Londres a eso de mediodía, y la idea me regocijaba como si me
hicieran cosquillas. "Lo que hay de malo ––––dije–– es que no tengo ni
un centavo en el bolsillo. Sería cosa triste verse en Londres y no poder
comprar el Standard de la mañana". "¡Ah! ––me contestó––, aun no
sabe usted las ventajas de este tapiz... ¿Ve esta bolsa? No hay más
que meter la mano y la sacará llena de libras esterlinas".
Comentario: Moneda de oro de
––Diría dobles águilas ––observó el capitán. los Estados Unidos, equivalente a
veinte dólares.
––¡Así fué! ––exclamó Herrick––. Pensé que me habían parecido ex-
traordinariamente grandes; y ahora recuerdo que tuve que ir a una casa
de cambio en Charing Cross para procurarme dinero inglés.
––¿De modo que fue usted? dijo el dependiente––. ¿Y qué hizo al
llegar? Apuesto a que se bebió un whisky y soda.
––Todo pasó como el venerable sujeto había dicho... en un santia-
mén. En un segundo estaba aquí, en la playa, a las tres de la mañana,
y, en el siguiente, enfrente de la Cruz Dorada, a mediodía. Al principio
me sentí deslumbrado y me tapé los ojos, y parecía que nada había
cambiado: el estruendo del Strand y el del arrecife eran la misma cosa;
escuchad atentos y oiréis el rodar de los "cabs" y los ómnibus y el ru-
mor de las calles. Y al fin pude mirar en rededor y allí estaba el sitio de
siempre y no había duda. Allí estaban las estatuas en la plaza y San
Martin's-in-the Fields, y los "policemen" y los gorriones y los coches de
punto; y no hay modo de decir lo que sentía. Creo que eran como ga-
nas de llorar o de hacer cabriolas o de dar un salto por encima de la
columna de Nelson. Era como si me hubiesen sacado del infierno para
dejarme caer en la parte mejor del cielo. Busqué un "hansom" con un
caballo trotador. "Un chelín de propina si me lleva en veinte minutos", le
dije al cochero. Me llevó a buen paso, aunque no podía compararse
con el del tapiz; y en diecinueve minutos y medio estaba a la puerta.
––¿Cuál puerta? ––preguntó el capitán
––La de una casa que yo sé.
––¡Sería un bar! ––gritó el dependiente... aunque esas no fueron pre-
cisamente sus palabras––. ¿Y por qué no fue en el tapiz, en lugar de ir
dando barquinazos en el alquilón?
––No quería alborotar una calle tranquila - dijo el narrador––. Mal to-
no. Y además, era un "hansom".
––Bueno, y ¿qué hizo después? ––preguntó el capitán
––Pues entrar allí ––dijo Herrick.
––¿Los viejos?... - volvió a preguntar aquél.
––Así sería ––contestó el otro mordisqueando unas hierbas.
––¡Vaya una chispa para contar cuentos! ––exclamó el dependiente–
–. ¡Cristo!, ¡si parece cosa de "La Moral de los Niños"! ¡Y que no iba a
ser más divertida la escapada que hiciese yo! Lo primero un whisky y
soda para darme suerte. Después a comprarme un gabán pistonudo,
con piel de astracán, y coger mi bastón y bajar por Piccadilly dándome
la mar de pisto. Después, iría a un restaurant de primera, a comer gui-
santes y chuletas de las mejores y mi buena botella de champaña...
¡ah!, y se me olvidaba.... una fritada del Támesis lo primero... y tarta de
grosella, y eso que dan en botellas gordas, con un sello... "¡Benedicti-
no!"... así es como se llama. Después me dejaría caer por algún teatro
y haría amistad con gente de bulla, y nos iríamos a recorrer las salas de
baile y los bares y todo lo demás. Y al día siguiente me daría un des-
ayuno de órdago con manteca fresca, y... ¡ay!...
Un nuevo ataque de tos interrumpió al dependiente.
––Bien, pues ahora les diré lo que yo haría dijo el capitán––. No to-
maría ninguno de esos cochecitos de fantasía con el cochero encara-
mado atrás en lo alto, guiando desde la cruceta de mesana, como
quien dice, sino un buen coche de plaza, de cuatro ruedas y del mayor
tonelaje posible. Lo primero de todo, sería ir al mercado y comprar un
pavo y un lechoncillo. Después iría a una tienda de vinos y compraría
una docena de botellas de champaña y otra de algún vino dulzón, de
ese gordo y pegajoso y fuerte, algo en el estilo del Oporto o del Made-
ra: lo mejor que tuviesen. Después me pararía en un bazar y echaría
veinte dólares en juguetes para los chicos, y, desde allí, a una confitería
y me cargaría de pasteles y dulces y bollos, y de esas cosas que ador-
nan con ciruelas; y, en seguida, a un puesto de periódicos, y compraría
todos los ilustrados para los pequeños, y para la parienta un buen aco-
pio de los que tienen folletines que hablan de ––,Cómo el conde se
descubre a Ana María y cómo Lady Maude se escapa de la casa de
locos donde la tenían encerrada; y después, le diría al cochero que me
llevase a casa.
––Falta mermelada para los chicos -indicó Herrick , -les gusta mucho.
––Mermelada, sí, de la colorada continuó el capitán––. Y esas cosas
––
que se tira de ellas y estallan y tienen versos imbéciles dentro. Y des-
pués, les digo que íbamos a tener una Fiesta nacional y una Navida-
des, todo de una vez. ¡Lo que yo daría por ver a los chiquillos! ¡Cómo
saldrían disparados de casa cuando vieran llegar al papá en coche! Mi
niña Ada...
Y el capitán se calló de pronto.
––¡Adelante con ello! ––––dijo el dependiente.
––¡Lo peor es que no sé si se están muriendo de hambre! ––exclamó
el capitán.
––Por muy mal que estén no han de estar peor que nosotros, y eso
es un consuelo ––prosiguió el otro––. Aunque el demonio se empeña-
se, no podría hacer que me fuera peor.
Fue como si el demonio le hubiera oído. Ya hacía un rato que se
había extinguido la claridad de la luna y que conversaban en la oscuri-
dad. Se oyó de pronto como un bramido lejano que se aproximaba im-
petuoso; se vio blanquear la superficie de la laguna, y antes de que
pudieran, atropelladamente, ponerse en pie, descargó sobre ellos el
chubasco. Quien no haya vivido en los trópicos no puede imaginar la
violencia y la intensidad de aquella avalancha; cortaba la respiración y
hacía jadear como cuando se toma una ducha, y el mundo no era más
que un revuelto torbellino de tinieblas y de agua.
Huyeron andando a tientas, en busca de su acostumbrado cobijo casi
pudiera llamarse casa––, el antiguo calabozo; llegaron empapados a
sus celdas vacías y se tendieron, como tres remojadas piltrafas de
humanidad, en el frío suelo de coral; y un momento después, pasado el
chubasco, oían los otros dos en la oscuridad castañetear los dientes del
hortera.
––¡Por Dios! ––dijo con lastimero acento––, acercaos para ver si me
caliento. Para mí, que si no lo hacéis, me largo.
Y los tres se acurrucaron juntos, en una masa húmeda, y así estuvie-
ron hasta el amanecer, tiritando y adormilándose y despertándose a
cada momento, para sentir el horror de su miseria, por las toses del
dependiente.

II

LA MAÑANA EN LA PLAYA.

Se habían dispersado todas las nubes, la belleza del día tropical se


tendía sobre Papeete: el muro de las olas rompía sobre el arrecife, y las
palmeras de la isla parecían ya temblar en el aire caliente. Un buque de
guerra francés iba a zarpar, de vuelta a su país. Estaba anclado en mi-
tad del puerto y reinaba en él la inquieta actividad de un hormiguero.
Por la noche había entrado un pailebot y ahora estaba fondeado allá
lejos, junto a la entrada, y tenía izada la bandera amarilla, emblema de
la peste. Bajando por la costa, una larga procesión de canoas doblaba
la punta y se dirigía al mercado, alegre y llamativa, con los mil colores
de los trajes indígenas y de los montones de frutas. Pero ni la belleza,
ni el apetecible calor de la mañana, si siquiera esas escenas náuticas,
que tanto interesan a la gente de mar y a los desocupados, podían
atraer la atención de aquellos hombres. Aun tenían el frío metido en el
corazón, amarga la boca por el insomnio, y el andar vacilante por falta
de sustento; y marchaban uno tras otro, en lastimosa hilera claudicante,
a lo largo de la playa, agobiados y silenciosos. Iban hacia la ciudad,
hacia las casas donde ya se levantaba el humo y donde gentes más
dichosas estaban desayunando; y, según avanzaban, sus ojos ávidos y
famélicos se volvían a todos lados, pero sólo trataban de encontrar co-
mida.
Un pailebot pequeño y mugriento estaba amarrado al muelle y unido a
Comentario: Nombre de los
él por un tablón. A proa, bajo un toldo minúsculo, cinco kanakas que indígenas de las islas Hawai, que
se aplica por extensión a todos los
constituían la tripulación, rodeaban, sentados sobre la cubierta, una polinesios y malayos.

tartera de plátanos fritos y tomaban café en vasos de estaño.


––¡Las ocho: alto al trabajo y a desayunar! ––gritó el capitán con mí-
sera jovialidad––. Aún no he hecho la prueba con este barco; aparezco
por primera vez ante este público; voy a tener un lleno.
Se aproximó al sitio en que el tablón estaba apoyado en la hierba que
crecía en el muelle, volvió la espalda al pailebot y empezó a silbar
aquella retozona tonada: "La Lavandera Irlandesa". En los oídos de los
marineros kanakas sonó como si fuera una señal convenida, pues to-
dos levantaron la cabeza y se agruparon después junto a la borda, plá-
tano en mano, sin dejar de engullir mientras miraban. Como baila uno
de esos macilentos osos de los Pirineos, en las calles de las ciudades
inglesas, ante el garrote de su dueño, así, aunque con más garbo y
medida, el capitán marcaba con los pies el compás de la música, y su
sombra matutina, desmesuradamente alargada, danzaba delante de él
sobre la hierba. Los kanakas miraban sonriendo el espectáculo; Herrick
lo veía con soñolientos ojos, y el hambre embotaba en él, por el mo-
mento, toda sensación de vergüenza; y un poco más apartado, pero
muy próximo, el dependiente se descoyuntaba en un fiero acceso de
tos.
El capitán se detuvo de pronto, como si hasta entonces no se hubiera
dado cuenta de que le escuchaban, y representó a lo vivo el papel de
un hombre sorprendido en un momento de íntimo y solitario regocijo.
––¡Hola! ––exclamó.
Los kanakas aplaudieron dando palmadas y pidieron que continuase.
––¡No, señor! ––dijo el capitán––. No comida, no bailar. ¿Sabe?
––¡Pobrecito! ––contestó uno de la tripulación––. ¿El, no comer?
––¡Por cierto que no! ––dijo el capitán––. Comida gustar mucho. No
tener.
––Muy bien. Tener yo ––––dijo el marinero––. Tú venir aquí. Mucho
Comentario: Banana de monte.
café, mucho fei. Los otros también venir.
––Parece cosa de meterse dentro ––observó el capitán; y él y sus
compañeros se apresuraron a cruzar el tablón. Fueron recibidos a bor-
do con apretones de mano; se añadió al festín una pegajosa damajua-
na de melaza, en honor de los huéspedes, y trajeron del alcázar de
proa un acordeón, que fue colocado intencionadamente al lado del ar-
tista.
Comentario: Después, más
Ariana dijo éste campechanamente, poniendo la mano sobre el ins- tarde.

trumento, y acometió a un suculento plátano, lo despachó en un segun-


do, levantando el vaso de café, y saludó con la cabeza al que llevaba la
voz de la tripulación, al otro lado de la tartera––. A tu salud, amigo,
haces honor al Pacífico.
Con la indecorosa avidez de canes famélicos, se atracaron de pláta-
nos calientes y de café, y hasta el dependiente pareció revivir y se le
animaron los ojos. La cafetera quedó escurrida; la tartera, como frega-
da. Los anfitriones, que no habían cesado de atender a las necesidades
de sus invitados, con la placentera hospitalidad de los polinesios, se
apresuraron a traer, como postre, tabaco de las islas y rollos de hojas
de pantana, para servir el papel de fumar, y sentados todos a la redon-
da de los cacharros, se pusieron a aspirar humo como pieles rojas.
––Cuando un individuo desayuna a diario, no sabe lo que tiene ––
observó el dependiente.
––Ahora tenemos que resolver la comida ––––dijo Herrick, y después,
poniendo en ello toda su alma: ––¡Si Dios permitiera que fuese yo un
kanaka!
––Sólo hay una cosa cierta ––––dijo el capitán––: que estoy ya des-
esperado, y que preferiría ir a la horca a seguir pudriéndome aquí por
más tiempo.
Y diciendo esto, asió el acordeón y se puso a tocar "Home, sweet
Comentario: "Hogar, dulce
home". hogar...", canción muy popular en
Inglaterra.
––¡Oh, eso no! ––gritó Herrick––. No puedo sufrirlo.
––¡Ni yo tampoco! —dijo el capitán––. Pero tengo que tocar algo; hay
que pagar la cuenta, hijo. Y rompió a cantar "El cuerpo de John Brown",
—“
con una bonita y afinada voz de barítono. Dandy Jim de Carolina”,
vino después, y le siguieron "El atrevido Rorin", "El dulce balanceo", "El
bello país". El capitán estaba saldando la cuenta con usura, como ya lo
había hecho muchas veces antes. Con la misma moneda, había paga-
do más de una comida a los indígenas, tan amantes de la música, y
siempre, como ahora, con gran contento de los vendedores.
Estaba a la mitad de "Quince dólares en la bolsa", cantando con tes-
taruda energía, pues la tarea no podía serle más ingrata, cuando se
notó una cierta inquietud entre los tripulantes.
Comentario: El capitán Tom
––Tapitán Tom harry my dijo, señalando uno de ellos. viene.

Y los tres vagos de playa, siguiendo la indicación, vieron a un hombre


con un jersey blanco y pantalón de pijama que venía a buen paso des-
de la ciudad.
––¿Es aquél Tapitán Tom? preguntó el capitán suspendiendo la mú-
sica––. No me parece recordar a ese animal.
––Más vale largarnos ––dijo el dependiente––. No tiene buena pinta.
––Ya veremos ––dijo el músico con decisión––. No siempre se acierta
a primera vista. Voy a hacer la prueba. La música tiene encantos para
ablandar al salvaje Tapitán, muchachos. Quizá demos con una mina;
quizá puede llegar a valernos hasta ponche helado en la cámara.
––¿Ponche helado? ¡Cristo! ––dijo el dependiente––. Arránquese con
algo de lo fino, capitán "Bajando el río Sawannee": pruebe con eso.
––No, señor ––replicó el capitán––. Tiene trazas de escocés. Y la
emprendió, poniendo toda su alma, con la antigua canción escocesa
"Auld Long Syne".
El capitán seguía acercándose con la misma prisa de hombre queha-
ceroso; no se notó ninguna alteración en su cara barbuda, al subir ba-
lanceándose por el tablón; ni siquiera volvió los ojos hacia el artista.

"...Juntos remando en la ría


desde que el día apuntaba
hasta que el sol se ponía..."

El capitán Tom llevaba bajo el brazo un paquete, que dejó sobre el


techo de la caseta de bajada a la cámara, y volviéndose de pronto
hacia los intrusos: ––¡Eh, esos! ––bramó––. ¡Largo de ahí!
El dependiente y Herrick no esperaron a que se lo dijera dos veces,
sino que huyeron in continente por el tablón. El artista, por su parte, tiró
al suelo el instrumento y, lentamente, irguió su aventajada estatura.
––¿Qué ha dicho usted? ––dijo––. Me están entrando ganas de darle
una lección de cortesía.
––Véngame usted a mí con esas ––respondió el escocés––, y hago
que le metan en la cárcel. Ya he oído hablar de vosotros tres. No vais a
andar mucho tiempo por aquí; yo os lo aseguro. El Gobierno os tiene
echando el ojo. Aquí saben entendérselas pronto con los malditos va-
gos de playa; hay que hacer esa justicia a los franceses.
––Espere usted a que le atrape fuera del barco ––dijo el capitán––, y
después, volviéndose hacia la tripulación: ––¡Adiós, amigos! Vosotros
sois, con todo, unos caballeros. El último negro de entre vosotros haría
mejor figura sobre una toldilla que ese puerco escocés.
El capitán Tom no se dignó contestar; miró con despectiva sonrisa la
marcha de sus huéspedes, y tan pronto como el último de ellos hubo
traspuesto el tablón, puso a los tripulantes a trabajar en el cargamento.
Los vagos de playa siguieron su bochornosa retirada a lo largo de la
costa. Herrick iba delante, con la cara oscurecida de puro roja, y sacu-
dido por una rabia histérica que le hacía temblar las rodillas, Bajo el
mismo purao donde había tiritado la noche antes, se arrojó al suelo,
sollozando ruidosamente, y enterró el rostro en la arena.
––¡Qué no me hablen!, ¡qué no me hablen! No puedo sufrirlo.
Los otros dos, perplejos, se pararon a su lado.
––¿Qué es lo que no puede sufrir ahora? ––dijo el dependiente––.
¿No acaba de llenar la tripa? Todavía me estoy rechupando.
Herrick dejó ver sus ojos enloquecidos y su faz congestionada. "¡No
puedo mendigar!" ––gritó, y volvió a echarse boca abajo.
––Esto tiene que acabar ––––dijo el capitán con voz entrecortada.
––¡Ya, ya! Las trazas son de que se acerca el fin ––dijo el dependien-
te, riéndose con sorna.
––Él, al menos, no está tan lejos de ello como a usted se le figura ––
replicó el capitán––. Bueno añadió en tono más animado––, vosotros
me esperáis aquí, y yo voy a dar una vuelta, a ver lo que dice mi repre-
sentante.
Y dando la espalda se echó a andar, con oscilante paso marinero,
hacia Papeete.
Media hora después estaba de vuelta. El dependiente dormitaba re-
clinado de espaldas contra el árbol; Herrick yacía en el mismo sitio
donde se dejó caer; nada indicaba si estaba dormido o despierto.
––¡Eh, muchachos! ––gritó el capitán con aquella artificiosa jovialidad
suya, tan angustiosa a veces––. ¡Una novedad! ––y sacó tres pliegos
de papel de cartas, tres sobres ya franqueados y tres lapiceros––. Po-
demos escribir a nuestras casas por el bergantín correo; y el cónsul me
ha dicho que puedo volver a su oficina a poner con tinta los sobres.
––La verdad es que es una idea ––––dijo el dependiente––. No se me
hubiera ocurrido.
––Fueron aquellos cuentos de anoche, de volver a la tierra, lo que me
hizo pensar en ello.
––Bueno, venga aquí. Voy a buscar un retiro–– y el dependiente se
fue a sentar a poco trecho, a la sombra de una canoa.
Los otros se quedaron bajo el purao. De cuando en cuando escribían
una o dos palabras, y las tachaban después; a veces se quedaban in-
móviles mordiendo la punta del lápiz y contemplando el mar; otras, mi-
raban al dependiente, que seguía recostado en la canoa, riéndose y
tosiendo mientras hacía deslizarse el lápiz, sin pausa, sobre el papel.
––No puedo ––exclamó Herrick, de pronto––. Me falta valor.
––Óigame usted ––dijo el capitán hablando con desusada gravedad–
–, es cosa dura escribir y, más aún, escribir mentiras, bien lo sabe Dios;
pero hay que hacerlo. Nada cuesta decir que está uno bien y contento,
y que siente no poder mandar dinero en este correo. Y si usted no lo
hace, voy a decirle lo que pienso de ello; que es la señal más clara de
ser una bestia egoísta.
––Es cosa fácil hablar- dijo Herrick––. Usted mismo, según veo, tam-
poco ha escrito mucho.
––¿Qué tiene usted que ver conmigo? -exclamo el capitán. Y aunque
su voz no era casi más que un murmullo, vibraba en ella la emoción––.
¿Qué sabe usted de mí? Si usted hubiera mandado la mejor fragata
que salía de Portland, si usted hubiera estado borracho en su litera
cuando chocó contra las rompientes en el grupo de las Catorce Islas, y
no hubiera tenido el buen sentido de seguir en la cama y ahogarse, en
vez de subir a cubierta y dar órdenes de beodo y hacer que se perdie-
ran seis vidas... ¡entonces podía usted hablar! Ahí está ––continuó más
tranquilo––: esa es mi historia, y ahora ya la sabe. Muy bonita para un
padre de familia. Cinco hombres y una mujer asesinados. Sí, había una
mujer a bordo, y que no tenía por qué estar allí, además. Supongo que
la hice ir al Infierno, si es que lo hay. No me atreví ya a volver a casa; y
la mujer y los chicos se fueron a Inglaterra con mi suegro. No sé qué ha
sido de ellos ––añadió con un trágico encogimiento de hombros.
––Muchas gracias, capitán ––dijo Herrick––. Nunca le aprecié a usted
tanto.
Se dieron un apretón de manos, corto y fuerte, apartando las miradas
para ocultar su enternecimiento.
––Y ahora, ¡ánimo y a inventar mentiras! dijo el capitán.
––Yo desisto de escribir a mi padre ––contestó Herrick; con una con-
centración de los labios que pretendía ser una sonrisa––. Lo intentaré
con mi novia, para mudar de males.
Y he aquí lo que escribió:

"He tachado, Emma, el comienzo de esta carta, que iba dirigida a mi


padre, porque me parece más fácil escribirte a ti. Este es mi último
adiós a todos, lo último que has de oír de un amigo y de un hijo indigno.
He fracasado en la vida; estoy caído y desterrado. Me oculto bajo un
hombre falso: tendrás tú que decir esto a mi padre, con la ayuda de
toda tu bondad. La culpa es sólo mía. Yo sé que si hubiera puesto en
ello todo mi voluntad, me habría abierto camino; y sin embargo, te juro
que hice cuanto pude para ponerla. No puedo soportar la idea de que
pienses que no lo intenté. Porque os quería a todos; no dudéis nunca
de eso, y tú, menos que nadie. Nunca dejé ni por un momento de amar-
te; pero ¿qué valía mi amor? ¿y qué valía yo mismo? No tenía la hom-
bría del último hortera, no era capaz de trabajar para hacerte mía; aho-
ra te he perdido, y por ti debería alegrarme de ello. Cuando llegaste a
casa de mi padre (¿Te acuerdas de aquellos tiempos? Quiero que te
acuerdes?), viste lo mejor que había en mí, todo lo que yo tenía de bue-
no. ¿Te acuerdas de aquel día en que te cogí la mano y no quería
soltarla?... ¿y del día en que estábamos mirando una barcaza desde el
puente de Battersea, y empecé a contarte una de mis fantástica tonte-
rías y de pronto, sin poderme contener, te dije que te amaba?... Aquél
fue el principio, y éste es el fin. Cuando hayas leído esta carta, levánta-
te y dales a todos un beso de despedida: a mis padres, a los pequeños,
uno por uno, y al pobre tío, y diles a todos que me olviden y olvídame tú
misma. Echad la llave a la puerta: que no vuelva a entrar ningún pen-
samiento de mí; no os ocupéis más del pobre fantasma que pretendió
pasar por un hombre y te robó tu amor. El desprecio de mí mismo me
desgarra el corazón mientras escribo. Debería decirte que estoy bien y
contento, y que nada me falta. No logro precisamente hacer dinero, y
por eso no mando nada; pero estoy bien cuidado, tengo amigos, vivo
en un paraje y en un clima tan bellos como los que imaginábamos en
nuestros sueños, y no hay para qué malgastar compasión en mí. Debes
comprender que, en sitios como éste, es fácil vivir, y aun vivir bien, pero
a menudo es muy difícil ganar seis peniques en dinero. Explica esto a
mi padre y lo entenderá. No tengo más que decir, aunque no me decido
a acabar, deteniéndome al marcharme, como huésped que se va de
mala gana. Que Dios te bendiga. Piensa en mí por última vez, tal como
estoy aquí, en una playa luminosa, el mar y el cielo de un azul violento,
las olas enormes retumban allá lejos, al romper sobre la barrera del
arrecife, donde se asienta una isla, toda verde, de palmeras. Estoy sa-
no y fuerte. Más agradable es morir así, que acabar enfermo con voso-
tros en torno de mi cama. Y, con todo, me estoy muriendo. Este es mi
último beso. Perdona, olvida al indigno..."

Hasta aquí había escrito, y el papel estaba ya lleno, cuando tornó a


su memoria el recuerdo de veladas junto al piano, y el de aquella can-
ción... la obra maestra del amor, en la que tantos han encontrado la
expresión de sus más entrañables pensamientos: “¡Einst, O wunder!",
añadió a lo escrito. No hacía falta más: sabía que en el corazón de su
amada el contexto surgiría al punto, evocando maravillosas imágenes y
armonías; haciendo sentir cómo, a través de toda la vida, su nombre
había de vibrar en los oídos del amante, y su eco se repetiría en todos
los sonidos de la naturaleza; y que, cuando la muerte viniera para él y
su ser se desintegrase, la memoria de ella subsistiría entre sus elemen-
tos dispersos.

"Un día, ¡oh milagro!, de las cenizas de mi corazón brotó una flor..."

Casi a la vez acabaron sus cartas Herrick y el capitán, y los dos respi-
raban anhelosamente y sus miradas se cruzaron, y se esquivaron al
cerrar los sobres.
––Lástima que tenga la letra tan grande ––dijo el capitán malhumora-
do––. Todo me salió de golpe, en cuanto logré empezar. ––Lo mismo a
mí ––dijo Herrick––. Podía haber llenado una resma, una vez lanzado;
pero harto larga es, para lo bueno que tenía que contar.
Estaban aún escribiendo las direcciones, cuando el otro se acercó
sonriente y jugueteando con su sobre, como hombre muy satisfecho.
Miró por encima del hombro de Herrick.
––¡Hola! ––exclamó––. Usted no ha escrito a su casa.
––Sí, he escrito ––contestó Herrick––. Es una persona que vive en
casa de mi padre. ¡Ah! ya veo lo que quiere decir... ––añadió––. Mi ver-
dadero apellido es Herrick. Se acabó el Hay los dos habían usado el
mismo seudónimo––. Yo era tan Hay, me figuro, como usted.
––¡Eso se llama pegar en la diana! Yo me llamo Huish, si quiere usted
saberlo. Todo el mundo gasta nombre falso en el Pacífico. Apuesto diez
contra uno a que le pasa igual al capitán.
––Así es contestó éste––; y no he vuelto a decir el mío desde el día
en que arranqué la primera hoja de mi Browditch y la tiré al mar. Me
llamo John Davis. Yo soy el Davis del Sea Ranger.
––¡Con que es usted! dijo Huish––. ¿Y qué clase de barco era?
¿negrero o pirata?
––Era la fragata más velera del puerto de Portland, en Maine; y, de la
manera que la perdí, es como si la hubiera abierto un agujero en el cos-
tado, con un taladro.
––¿De modo que la perdió usted, eh? ––––dijo el dependiente––. Su-
pongo que estaría asegurada.
Como esta pulla se quedó sin respuesta, Huish, que aún rebosaba de
vanidad y ganas de conversación, cambió de tema.
––Me están dando ganas ––dijo–– de leerles mi carta. Sé manejar
una pluma cuando quiero, y ésta es la primera. Se la he escrito a una
chica de un bar con quien me tropecé en Northampton: era una hembra
extra y con un garbo y un aire que no había más que pedir; y nos em-
palmamos en cuanto nos vimos, como los de las comedias. Lo menos
me gasté con ella el cambio de un billete de cinco libras. Pues, por ca-
sualidad, me he acordado de su nombre y la he escrito y le digo que me
he hecho rico y me he casado en las islas con una reina, y vivo en un
palacio despampanante. ¡Qué de bolas! Tengo que leerles el párrafo
donde digo cómo abrí el parlamento de negros, con un tricornio. Verda-
deramente es de primera.
El capitán se incorporó de un salto, dando un rugido.
––¿Para eso le ha servido el papel que yo fui a mendigar al Consula-
do?
Quizá fue una suerte para Huish ––seguramente; al cabo, una des-
gracia para todos–– que en aquel momento preciso le acometiera uno
de los terribles accesos de tos; de otro modo sus compañeros le hubie-
ran abandonado: tan fiero era su resentimiento. Cuando el ataque hubo
pasado, el dependiente alargó la mano, cogió la carta, que se había
caído al suelo, y la rasgó en pedazos, con sello y todo. ––¿Están satis-
fechos? preguntó frunciendo el ceño.
No hablemos más de ello ––contestó Davis.

III

LA ANTIGUA PRISION.–– EL DESTINO LLAMANDO A LA PUERTA

La prisión abandonada, que por tanto tiempo había servido de cobijo


a los desterrados, era una construcción baja y rectangular, en la esqui-
na de una frondosa avenida, al Poniente de la ciudad y no muy lejos del
Consulado británico. En el interior había un patio cubierto de hierba y
de escombros, con señales de haber acampado allí huéspedes tras-
humantes. Seis o siete celdas tenían su entrada por el patio, y sus
puertas, que un día sirvieron para encerrar balleneros amotinados, se
pudrían derrumbadas sobre la hierba. No quedaba ninguna traza de su
pasado destino, a no ser las enmohecidas rejas de las ventanas.
El piso de una de las celdas había sido, en parte, desescombrado;
junto a la puerta había un balde lleno de agua ––último utensilio casero
de los tres miserables–– y la mitad de una cáscara de coco, para servir
de vaso; y sobre unos restos de estera, estaba durmiendo Huish, espa-
rrancado, con la boca abierta y el rostro cadavérico. El fulgor de la tarde
tropical, al que el follaje iluminado por el sol daba un tono verdoso, se
filtraba en aquel lugar sombrío, por la puerta y la ventana; y Herrick,
que se paseaba recorriendo de un extremo a otro el suelo de coral, se
detenía de cuando en cuando para lavarse la cara y el pescuezo con el
agua tibia del balde. Todos sus pasados sufrimientos, la noche de in-
somnio, los insultos de la mañana y el suplicio de escribir la carta, le
habían puesto en ese estado de ánimo en que el dolor es casi una vo-
luptuosidad, el tiempo se reduce a un mero punto, y la muerte y la vida
son cosas indiferentes. Marchaba de un lado a otro, como bestia enjau-
lada; su espíritu revoloteaba errante por el mundo del pensamiento y la
memoria; sus ojos, según andaba, recorrían casi sin verlos los letreros
escritos en las paredes. De ellos estaba casi cubierto el revoco, que se
iba desmoronando: nombres tahitianos, franceses, ingleses, y toscos
dibujos de barcos navegando y de hombres esposados.
Le vino de pronto la idea de que él también debía dejar en aquellos
muros el recuerdo de su paso. Se detuvo frente a un espacio limpio,
sacó el lápiz, y meditó. La vanidad, tan difícil de extirpar, se despertó en
él. Hemos dicho vanidad, acaso con injusticia. Más bien fue la mera
sensación de su existencia lo que le impulsó; el sentimiento de su vida
––e1 más grande milagro––, el cual apenas estaba asido con un dedo.
En sus nervios desquiciados surgió el intenso presentimiento de un
cambio que se acercaba; no podía decir si para bien o para mal: una
mudanza, no sabía más... un cambio que, velada la inescrutable faz, se
acercaba con cauteloso silencio. Con aquel pensamiento, vino la visión
de una sala de concierto, las ricas tonalidades de los instrumentos, el
callado auditorio y la voz sonora de la sinfonía. "El destino llamando a
la puerta", pensó; trazó un pentagrama en el yeso y escribió en él la
famosa frase de la "Quinta Sinfonía". "Así", siguió pensando, "sabrán
ellos que amé la música y tenía gustos clásicos. ¿Ellos? Supongo que
él: el ignorado espíritu fraternal que vendrá algún día y leerá mi menor
esquela. ¡Ah, y sabrá también latín!" Y añadió: "terque quaterque beati
Queis ante ora patrum ".
Volvió otra vez a su agitado paseo, pero ya con el sentimiento, absur-
do y consolador, del deber cumplido. Aquella mañana había cavado su
sepultura; ahora había escrito el epitafio; los pliegues de la toga esta-
ban en orden. ¿Por qué retardar el detalle trivial que faltaba por hacer?
Se detuvo y miró largo rato la cara de Huish dormido, paladeando el
desencanto y el asco de la vida. Se provocaba náuseas contemplando
la vil fisonomía. ¿Podía aquello continuar? ¿Qué es lo que ahora le su-
jetaba? ¿No tenía derechos... y sí sólo la obligación de seguir adelante,
sin tregua o liberación, y soportar lo insoportable? Ich trage unertrdgli-
ches: la cita volvió otra vez a su memoria; repitió toda la composición,
quizá la más perfecta del más perfecto poeta, y una de sus frases le
hirió como un puñetazo: Du, stolzes Herz, du hast es ja gewollt? ¿Dón-
de estaba el orgullo de su corazón? Y se revolvía frenético contra sí
mismo, insultándose ––––como nos obstinamos en hurgar una muela
dolorida––, con un morboso placer en su propio menosprecio. "No ten-
go dignidad, no tengo corazón, no tengo virilidad" pensaba––, o si los
tengo, ¿Para qué prolongar una vida más vergonzosa que la horca? Sin
orgullo, sin capacidad, sin fuerza... ¡Sin poder ni siquiera ser un bandi-
do! Y estar aquí pereciendo de hambre con seres peores que bandi-
dos...
La rabia contra su compañero le arrebató, y amenazó al durmiente
sacudiendo ante él un puño tembloroso.
Se oyeron pasos rápidos. El capitán apareció en el umbral de la cel-
da, jadeante, con una boba expresión de contento en la cara enrojeci-
da. Traía en los brazos una hogaza de pan y botellas de cerveza, y los
bolsillos de la chaqueta repletos de cigarros. Extendió sus tesoros en el
suelo, cogió a Herrick por ambas manos y soltó una carcajada.
––¡Descorchad la cerveza! vociferaba––. Descorchad la cerveza y gri-
tad: ¡aleluya!
––¿Cerveza? ––repitió Huish incorporándose trabajosamente.
––¡Cerveza! ––contestó Davis––. ¡Cerveza y abundante! Cualquier
número de personas puede usarla (como las pastillas dentífricas de
Lyon) con perfecta seguridad y limpieza. ¿Quién va a oficiar?
––Me pinto solo para eso ––dijo el dependiente––. Rompió los cuellos
de las botellas con un trozo de coral y, uno tras otro, bebieron en la
cáscara de coco.
––Ahora, un cigarro ––dijo Davis––. Todo entra en la cuenta.
––¿Qué ocurre? ––preguntó Herrick.
El capitán se puso de pronto serio: ––A eso iba––dijo––. Necesito
hablar aquí con Herrick. Usted, Hay... o Huish, o lo que quiera que se
llame, coja un cigarro y la otra botella, y se va a ver de dónde sopla el
viento, allí, junto al purao. Yo le llamaré cuando haga falta.
––¿Qué hay? ¿Secretos? Eso no es decente ––––dijo Hish.
––Mire usted, hijo ––siguió el capitán––. Este es un negocio muy se-
rio y ándese con cuidado con lo que hace. Si usted va a poner dificulta-
des, puede manejárselas como le dé la gana y quedarse aquí plantado,
solito. Pero, entiéndalo bien: si Herrick y yo nos vamos, cargamos con
la cerveza, ¿sabe?
––No es que quiera meter cucharada donde no me llaman. Me voy, y
buen provecho. Venga la cerveza. Ya pueden hablar hasta que se les
caiga la lengua, por lo que a mí me importa. Creo que no está bien en-
tre amigos; eso es todo.
Y salió, bamboleándose y gruñendo, de la celda a la luz cegadora del
sol.
El capitán le siguió con la mirada hasta que traspuso el patio; des-
pués se volvió hacia Herrick.
––¿Qué es ello? preguntó éste con la lengua trabada.
––Voy a decírselo. Necesito consultarle. Es una ocasión que se nos
ha presentado... ¿Qué es eso? ––exclamó, señalando la música escrita
en la pared.
––¿Cuál? preguntó el otro––. ¡Ah! eso... Música; es una frase de
Beethoven que estaba escribiendo. Quiere decir: "El destino llamando a
la puerta".
––¿De veras? ––––dijo el capitán bajando la voz; y se acercó y exa-
minó la inscripción––. ¿Y esto otro en francés? preguntó, señalando las
palabras latinas.
––No es nada, sólo quiere decir que más me valiera haber muerto en
mi tierra ––contestó, impaciente, Herrick––. ¿Qué asunto es ese?
––“El destino llamando a la puerta" ––repitió el capitán, y volviéndose
a mirarle––. Eso es, Mr. Herrick, eso viene a ser, poco más o menos.
––¿Qué quiere usted decir? Explíquese.
Pero el capitán se había quedado otra vez mirando a la música.
––¿Cuánto hará que escribió usted esos garabatos?
––¿Pero, qué importa? ––exclamó Herrick–– Hará cosa de media
hora.
––¡Por Dios que es extraño! ––exclamó Davis––. Algunos llamarían a
eso casualidad; pero yo, no. Esto y subrayó la música. con un dedo
fornido––, esto es lo que yo llamo Providencia.
––Dice usted que se nos presenta una ocasión.
––Sí, señor ––dijo el capitán dando la vuelta de pronto y quedando
cara a cara con su compañero––. Eso he dicho. Si es usted el hombre
por quien yo le he tomado, tenemos una ocasión.
––No sé por lo que me ha tomado usted. Difícil le sería tomarme por
algo que fuera bastante bajo.
––¡Chóquela usted, Mr. Herrick! Yo le conozco. Es usted un caballero
y un hombre de alma. No quería hablar delante del bicho; ya verá usted
por qué. Pero a usted se lo diré todo. Tengo un barco.
––¿Un barco? ––gritó Herrick––. ¿Cuál?
––Aquel pailebot que vimos esta mañana a la boca del puerto.
––¿El pailebot con la bandera de cuarentena?
––Ese es el bote ––––dijo Davis––. Se llama el Farallone; ciento sesen-
ta toneladas de registro; despachado de San Francisco para Sidney
con champaña de California. El capitán, el segundo y un marinero,
muertos de viruela; me figuro que de la misma que ha habido en las
islas Pomotú. El capitán y segundo, eran los únicos blancos a bordo.
Todos los demás tripulantes, kanakas: parece un equipo raro para un
barco que sale de un puerto cristiano. Sólo quedaron tres de ellos y un
cocinero; no sabían dónde estaban; y yo tampoco puedo imaginarme
cómo han venido a parar aquí. Wiseman, el capitán, debía de estar
curda para seguir la derrota que traía. De todos modos, muerto estaba,
y allí estaban los kanakas completamente perdidos. Anduvieron de aquí
para allá en la mar, como los niños del cuento en el bosque, y fueron a
dar de cabeza en Tahití. El cónsul se hizo aquí cargo del barco. Ofreció
el puesto a Williams; no había tenido nunca la viruela, y se echó atrás.
Entonces fue cuando yo llegué para pedir el papel de cartas; me figuré
que algo había, porque el cónsul me dijo que volviera otra vez por allí;
pero no os quise decir nada, para evitaros un desengaño. El cónsul
probó con M'Neil; tenía miedo a la viruela. Probó con ese corso Capirati
y con Lebleu, o como se llame, y no quisieron poner mano en la cosa,
todos tenían gran apego a la vida. Al fin, cuando ya no quedaba nadie a
quien ofrecérselo, me lo ofreció a mí. "Brown, ¿quiere usted embarcar
de capitán y llevar el barco a Sidney' ––me dijo––. "Déjeme escoger mi
segundo y otro marinero blanco", le contesté, "porque no me entiendo
con la jeringonza de esa tripulación kanaka; denos dos mesadas ade-
lantadas, para desempeñar las ropas y los instrumentos, y esta noche
hago inventario, completo las provisiones y me hago a la mar mañana,
antes de oscurecer." Eso es lo que le dije. "No está mal", respondió el
cónsul, "y puedo decir a usted que ha tenido una suerte loca, Brown". Y
lo dijo, además, con mucho retintín. Pero eso ya poco importa. Voy a
embarcar a Huish de marinero por supuesto, le dejaré alojarse a popa–
– y le embarcaré a usted de piloto con setenta y y cinco dólares al mes,
y dos mesadas de adelanto.
––¿Piloto yo? ¡No ve usted que soy hombre de tierra adentro! ––
exclamó Herrick.
––Pues se me figura que tendrá usted que aprender ––––dijo el capi-
tán––. ¿O acaso había usted creído que iba a darle esquinazo y dejarle
aquí pudriéndose en la playa? No soy de ese género, amigo mío. Y
usted, de todos modos, es persona hábil; con otros peores he navega-
do.
––Dios sabe que no puedo rehusar ––––dijo Herrick––. Dios sabe que
se lo agradezco de todo corazón.
––Todo eso está muy bien —dijo el capitán––. Pero no es eso todo y
se volvió de lado para encender un cigarro.
––¿Pues qué más hay? preguntó el otro, con súbita e indefinible
alarma.
––A eso voy ––––dijo Davis, y se quedó un rato callado––. Vamos a
ver... ––comenzó, dando vueltas al cigarro entre el pulgar y el índice ––
figúrese usted que echa la cuenta de lo que con ello vamos a ganar.
¿No se hace usted cargo?... Pues bien, cogemos dos mesadas por
adelantado, no podemos salir de Papeete ––los acreedores no nos de-
jarían irnos–– por menos; nos va a llevar un par de meses el arribar a
Sidney, y cuando hayamos llegado allí... quiero que usted me diga:
¿Qué habremos salido ganando?
––Cuando menos, habremos escapado de la playa ––––dijo Herrick.
––Me figuro que hay una playa en Sidney ––replicó el capitán––, y
voy a decirle una cosa, Mr. Herrick: no tengo intención de hacer la
prueba. No, señor; Sidney no me verá el pelo.
––Hable usted claro.
––Claro como el agua ––replicó el capitán––. Voy a apropiarme ese
pailebot. No es cosa nueva; ocurre todos los años en el Paco. Stephens
robó un pailebot el otro día, ¿no es cierto? Hayes y Pease no hacían
otra cosa. Y eso sería la salvación de todos nosotros. Vamos a ver:
¡piense usted en ese cargamento de champaña! ¡Pues si es como si lo
hubieran hecho a propósito! En el Perú vendemos el vino en la punta
del muelle, y el paílebot detrás, si encontramos un idiota que lo compre,
y en seguida salimos disparados para las minas. Si cuento con usted,
pongo la cabeza a que salgo adelante.
––Capitán ––dijo Herrick con voz temblona––, no haga usted eso.
––Estoy desesperado. Se me ha presentado una salida; puede que
nunca se me presente otra. Herrick, consienta usted, ayúdeme. Me pa-
rece que hemos estado bastante tiempo pereciendo juntos de hambre,
para que usted no me lo niegue.
––No puedo; lo siento. No es posible. Aun no he descendido hasta
eso ––dijo Herrick mortalmente pálido.
––¿Qué dijo usted esta mañana? ¿Qué no podía pedir limosna? Pues
tiene que ser o una cosa y otra, hijo mío.
––¡Sí, pero eso es la cárcel! ––exclamó Herrick––. No me tiente us-
ted. Eso es la cárcel.
––¿No oyó lo que dijo el patrón a bordo de aquel pailebot? prosiguió
el capitán––. Pues le digo a usted que estaba en lo cierto. Harto tiempo
nos han dejado en paz los franceses; eso no puede durar; ya nos han
echado el ojo encima y, tan fijo como está usted ahí, que antes de tres
semanas, usted y yo estamos en la cárcel, hagamos lo que hagamos.
Se lo leí al cónsul en la cara.
––Usted se olvida, capitán, que queda otro camino. Puedo morir, y,
para decir verdad, debí hacerlo hace tres años.
El capitán se cruzó de brazos y miró al otro a la cara.
––Sí ––dijo––; sí, puede usted cortarse el pescuezo: es una verdad
como un templo; y buen provecho le haga. ¿Y yo? ¿Qué es lo que va a
ser de mí?
Una extraña exaltación iluminó la cara de Herrick.
––Los dos ––dijo—, los dos juntos. No es posible que a usted le guste
hacer eso. Venga conmigo y alargó, tímidamente, una mano––, unas
brazadas en la laguna y... ¡el descanso!
––Créame usted que estoy casi tentado a contestarle como el de la
Biblia. "¡Vade retro, Satanás!" ––dijo el capitán––. ¿Qué, piensa usted
que voy a ahogarme, yo, que tengo los hijos en la miseria? ¡Gustarme!
¡No! ¡Ya lo creo que no me gusta!; pero tengo que arrimar el hombro, y
lo arrimaré hasta que me caiga a pedazos. Ya ve, tengo tres: dos chi-
cos y la niña, Ada. Lo malo está en que no es usted padre. Sepa usted,
Herrick, que yo lo quiero bien prosiguió, conmovido––; al principio no
apencaba con usted; me parecía tan entontecido y tan inglés...; pero
ahora le quiero. Y es un hombre que le quiere el que está aquí, luchan-
do con usted. Yo no puedo hacerme a la mar sólo con el bicho; no pue-
de ser. Váyase usted y tírese al agua, y allá se va mi última esperanza,
la última que le queda, a un pobre bestia desgraciado, de ganar un
mendrugo de pan para los suyos. No sirvo más que para navegar bar-
cos, y me han retirado mis títulos. Y aquí se me presenta una salida ¡y
usted se me echa atrás! ¡Ay! ¡Usted no tiene familia y ahí está la dificul-
tad!
––Sí la tengo.
––Sí, ya lo sé ––siguió el capitán––; usted cree que la tiene. Pero na-
die tiene familia hasta que no tiene hijos. Los pequeños son los únicos
que cuentan. Tienen no sé qué los chiquitines... No puedo hablar de
ellos. Y si a usted le importa un centavo por ese padre de quien habla o
por esa novia a la que escribía esta mañana, sentiría lo mismo que yo.
Se diría: "¿Qué importan las leyes, y Dios y todo lo demás? Mi gente lo
pasa mal, yo les pertenezco y voy a buscarles pan, o ¡por Cristo! voy a
hacerlos ricos, aunque tenga que pegar fuego a Londres para lograrlo".
Eso se diría usted, y le digo más... su corazón se lo está diciendo en
este mismo instante; se lo veo en la cara. Usted está pensando: "Men-
guada amistad esta para con el que ha compartido conmigo la miseria;
y en cuanto a la muchacha de quien pretendo estar enamorado, ¿Qué
clase de amor enclenque es el mío, que no me hace llegar hasta donde
casi todos irían sólo por una cantimplora de whisky? No me parece que
haya mucho de novelesco en ese amor; no es del género de que tratan
los libros de versos. Pero, ¿Para qué hablar más, cuando todo lo está
usted viendo en su interior, claro como en un libro? Se lo pregunto por
última vez: ¿Me va a abandonar en la hora de necesidad? ––¡ya ve si
yo le he abandonado!––, ¿o me va a dar la mano y probar de nuevo la
suerte, y volver a su casa, quizá, millonario? Diga usted que no y ¡Dios
se apiade de mí! Diga que sí, y haré que las criaturas recen por usted
todas las noches de rodillas. "¡Bendito sea Mr. Herrick!", dirán, mientras
la parienta hace solitarios al pie de la cama, y los pobres inocentes... ––
y aquí se le ahogó la voz en la garganta––. Pocas veces me suelto a
hablar de los pequeños dijo––, pero cuando lo hago... pierdo los estri-
bos.
––Capitán ––dijo Herrick con voz débil––, ¿no queda nada más?
––Voy a profetizar, si usted quiere ––continuó aquél con nuevo vigor–
–. Niéguese a esto, porque se cree usted demasiado honrado, y le doy
mi palabra de que antes de un mes está usted en la cárcel por ratero.
Estoy viendo, aunque usted no lo vea, que ya no puede más. No piense
que, si rehúsa esta ocasión, va a seguir haciendo vida evangélica; ya
no puede estirar más la cuerda, y antes de que se dé cuenta de dónde
está, va a encontrarse ya del otro lado. No; tiene usted que elegir entre
esto o Caledonia. De seguro que no ha estado nunca allí y que no ha
visto a aquellos hombres blancos, afeitados, con un traje de color de
polvo y sus sombreros de paja, vagando en cuadrillas por Numea, a la
luz de los faroles; parecen lobos, y parecen predicadores, y parecen
enfermos; Huish es una rosa de Mayo comparado con el mejor de ellos.
Pues esa va a ser su compañía. Están aguardándole, Herrick, y tiene
usted que ir, y esa es una profecía.
Y era cierto que en la alta figura, rígida y temblorosa, de aquel hom-
bre, parecía haber descendido el espíritu profético y que era capaz de
pronunciar oráculos. Herrick le miraba y apartó los ojos; sentía que no
era decoroso observar aquella agitación; y sentía también que su ánimo
se debilitaba.
––Habla usted de volver a nuestras casas ––objetó––. Eso jamás po-
dríamos hacerlo.
––Nosotros, sí ––contestó el otro––. El capitán Brown no podría, ni el
Mr. Hay, que se embarcó con él como piloto. Pero, cándido, ¿qué tie-
nen esos que ver con el capitán Davis o con Mr. Herrick?
––Pero Hayes tenía esas islas desiertas donde refugiarse ––fue la úl-
tima y débil objeción.
––Nosotros tendremos la isla desierta del Perú. Fue lo bastante des-
poblada para Stephens, que se marchó allá aún no hace un año. Su-
pongo que lo será también para nosotros.
––¿Y la tripulación?
––Todos kanakas. Vamos, ya veo que se va aviniendo a razones. Ya
veo que no se echa atrás.
Y el capitán, una vez más, le tendió la mano.
––Que sea lo que usted quiera ––dijo Herrick––. Lo haré: cosa extra-
ña es para el hijo de mi padre. Pero lo haré. Estaré a su lado, para bien
o para mal.
––¡Dios le bendiga! ––exclamó el capitán, y guardó silencio––. Herrick
––añadió después sonriendo––, creo que me hubiera caído muerto si
hubiera usted dicho: ¡no!
Y Herrick, viéndole, también estuvo a punto de creerlo.
––Y ahora, vamos a decírselo al bicho ––dijo Davis.
––No sé cómo lo tomará dijo Herrick.
––¿Ese? Saltando de gusto.

IV
LA BANDERA AMARILLA

El pailebot Farallone estaba muy alejado, entre las puntas de la en-


trada, donde el práctico, despavorido, se había apresurado a fondearlo
y a escapar. Mirando desde la playa, por entre la estrecha fila de bar-
cos anclados, dos cosas se destacaban, conspicuas, hacia el mar: de
un lado, la isla minúscula, con sus penachos de palmeras y las cañones
y reductos construidos treinta años antes, para defensa de la capital de
la Reina Pomaré; de otro, el proscrito Farallone, desterrado, allá en la
boca del puerto, balanceándose hasta meter los imbornales bajo el
agua, y haciendo ondear con el vaivén la bandera de epidemia. Algu-
nas aves marinas piaban y chillaban en torno del barco, y a menos de
un tiro de fusil, un escampavía de la marina de guerra se mantenía so-
bre los remos, y las armas de sus tripulantes despedían fugaces deste-
llos. La intensa luz y el deslumbrante cielo de los trópicos daban fondo
y relieve al cuadro.
Un bote pulquérrimo, tripulado por indígenas con uniformes y patro-
neado por el médico del puerto, desatracó de tierra a eso de las tres de
la tarde y bogó con brío hacia el pailebot. A proa llevaba un montón de
sacos de harina, cebollas y patatas, y allí encaramado iba Huish, vesti-
do a estilo de marinero; cofres y cajas estorbaban los movimientos de
los remeros, y a popa, sentado a la izquierda del doctor, estaba Herrick,
con un terno flamante de ropas de mar, la negra barba recortada en
punta, un fajo de folletines bajo las rodillas, y llevando cuidadosamente
entre los pies un cronómetro, que había de sustituir al del Farallone,
parado desde hacía mucho tiempo y perdida la compensación.
Pasaron junto al escampavía, cambiando saludos con el contramaes-
tre que lo mandaba, y, al fin, se acercaron al barco infectado. A bordo
no se movía un gato, no se oía a nadie, y como había mucha mar fuera
y el arrecife estaba cerca, el tumulto de la marejada resonaba en torno
del pailebot, como un fragor de batalla. ––¡Ohé la goélette! ––gritó el
doctor, a todo pulmón.
Al punto, y saliendo de la caseta, apareció Davis, seguido de la more-
na y haraposa tripulación.
––¡Hola! ¿Es usted Hay? ––dijo el capitán, inclinándose sobre la bor-
da––. Diga al patrón que atraque como si fuera una caja de huevos.
Hay aquí una mar tremenda y el bote es quebradizo.
El movimiento del pailebot era en aquel momento violentísimo. Tan
pronto levantaba el costado, tan alto como el de un vapor de alta mar,
dejando ver el forro relampagueante de cobre, como se inclinaba de
súbito hacia el bote, hasta que el agua penetraba burbujeando por los
imbornales.
––Usted tendrá buenas piernas marineras ––observó el doctor––.
Buena falta le van a hacer.
La verdad era que abordar el Farallone en la posición tan poco res-
guardada en que estaba, requería no poca destreza. Las cosas de me-
nos valor se echaron a bordo como se pudo; el cronómetro, después de
muchos intentos, pasó al fin, suavemente, de unas a otras manos, y
sólo quedaba la tarea más ardua; de embarcar a Huish. Hasta aquella
pieza de peso muerto enrolado como marinero de primera clase, a die-
ciocho dólares al mes, y descrito por el capitán al cónsul como un hom-
bre inapreciable––, acabó por ser izada a bordo sin menoscabo, y el
doctor, con corteses saludos, se despidió.
Los tres compañeros de aventuras se quedaron mirándose unos a
otros, y Davis lanzó un suspiro de satisfacción.
––Ahora dijo–– vamos a dejar colocado el cronómetro ––y entró el
primero en la cámara. Era bastante espaciosa y daba entrada a dos
camarotes y a una amplia despensa; los mamparos estaban pintados
de blanco y el piso cubierto de linoleum. Todo estaba recogido y en
orden, y no quedaban signos de anterior ocupación, pues los efectos de
los fallecidos, después de desinfectados, habían sido conducidos a tie-
rra. Unicamente sobre la mesa, en un platillo, ardía aún un poco de
azufre, y sus emanaciones hicieron toser a los recién llegados. El capi-
tán asomó la cabeza en el camarote de estribor, donde las ropas de
cama estaban amontonadas en la litera y la manta echada a un lado, tal
como la habían levantado para sacar el desfigurado cadáver.
––¡Y les había dicho a esos negros que tirasen todo esto por la borda!
––refunfuñó Davis––. Supongo que tendrían miedo de poner las manos
en ello. Bien, al menos han baldeado por aquí, y es lo más que podía
esperarse. Huish, agarre esas ropas.
––Cójalas usted, que yo le veré de lejos–– dijo Huish, echándose
atrás.
––¿Qué es eso? ––exclamó colérico el capitán—. Tengo que decirle,
amigo mío, que se ha equivocado usted. Aquí soy el capitán.
––Lo cual me tiene sin cuidado ––replicó el dependiente.
––¿De veras? Pues entonces va usted a alojarse a proa con los ne-
gros. ¡Largo de esta cámara!
––¡Vamos, hombre! contestó Huish––. ¿Cree usted que me chupo el
dedo? Una broma es una broma.
––Pues voy a explicarle cómo están las cosas y va usted a ver, de
una vez, todo lo que hay de broma en ello. Soy aquí capitán, y voy a
serlo de veras. Una de estas tres cosas. Primero: usted obedecerá mis
órdenes aquí, como mozo de cámara, y en ese caso vive con nosotros.
O segundo: se niega a ello, y le mando a proa... y eso a paso acelera-
do. O tercero y último: hago señales al buque de guerra, y va usted a
tierra detenido por rebelión.
––¡Ah! y por supuesto, no iba yo a descubrir todo el pastel... ¡Quia! ––
replicó burlonamente Huish.
––¿Y quién iba a creerle, amigo mío? ––preguntó el capitán—. ¡No,
señor! No hay nada de broma en mi "capitanía". No hay más que
hablar. Arriba con esas mantas.
Huish no tenía pelo de tonto y sabía cuándo tenía que darse por ven-
cido; ni tampoco era cobarde, pues se fue a la litera, se abrazó a las
ropas infectadas y las sacó de la cama sin vacilación ni tropiezo.
––Estaba aguardando una ocasión -dijo Davis a Herrick––. Con usted
no hace falta eso, porque sabe darse cuenta.
––¿Va usted a dormir aquí? preguntó Herrick, entrando en el camaro-
te tras el capitán, el cual se puso a fijar el cronómetro en su sitio, junto
a la cabecera de la cama.
––¡No pienso! Me parece que me acomodaré en cubierta. No es que
tenga miedo; pero no me apetece por el momento una viruela confluen-
te.
––Tampoco creo yo que tenga miedo ––dijo Herrick––. Pero se me
pone un nudo en la garganta al pensar en esos dos hombres: el capitán
y el segundo muriéndose aquí, el uno enfrente del otro. Es trágico.
¿Cuáles serían sus últimas palabras?
––¿Wiseman y Wishart? erijo el capitán––. Probablemente nada de
extraordinario. Esas cosas se las figura uno de una manera, y, en la
realidad, pasan de otra muy distinta. Quizá dijese Wiseman: "Oye,
compadre, tráete el aguardiente, que la cabeza me está dando vueltas."
Y acaso dijese Wishart: "¡Vete a...
––Pues también eso es fúnebre.
––Verdad que lo es ––dijo Davis––. Ahí está; ya está el cronómetro
en su sitió. Y ya va siendo hora de levar anclas.
Encendió un puro, y salió a cubierta..
––¡Eh, tú! ¿Qué nombre tienes? ––gritó a uno de los marineros, un
hombre enjuto y esbelto, que parecía de alguna lejana isla occidental, y
era de una negrura que se acercaba a la de los africanos.
Comentario: Sally, en inglés, es
––Sally Day ––replicó el hombre. un diminutivo familiar de Sara.

––¡Vaya un nombre! ––dijo el capitán––. No sabía que teníamos se-


ñoras a bordo. Bien, Sally, ten la amabilidad de arriarme aquel trapo, y
yo lo haré por ti en otra ocasión. ––Miró cómo descendía la bandera
amarilla, salvando el obstáculo de las crucetas, hasta que la vio sobre
cubierta––. No volverás a ondear sobre este barco ––observó––. Reú-
na usted a la gente a popa, Mr. Hay ––añadió hablando, muy alto––.
Tengo que decirles unas palabras.
Ante la idea de dar órdenes por primera vez a los tripulantes, sentía
Herrick una sensación extraña. Bendecía la suerte de que fueran indí-
genas; pero hasta los indígenas, pensaba, podían ser críticos harto
agudos para un novicio como él; acaso se dieran cuenta de cualquier
desliz en el uso de ese inglés, preciso y cortado a medida, que prevale-
ce a bordo de los barcos, y hasta pudiera ocurrir que no se entendieran,
y rebuscaba en su magín, pasando revista a todos sus recuerdos de
novelas marítimas, para emplear las palabras justas.
––¡Eh! ––gritó––. ¡Todo el mundo a popa!... ¡vivo!, ¡vivo!, ¡a popa! Se
juntaron todos en el pasillo, como carneros.
––Aquí están, señor dijo Herrick.
El capitán siguió mirando por algún tiempo hacia popa, y de pronto,
con fiera presteza, se volvió hacia la tripulación y pareció deleitarse al
verlos recular.
––Vamos a ver ––dijo dando vueltas al cigarro en la boca y jugue-
teando con los rayos de la rueda del timón––. Soy el capitán Brown.
Tengo el mando de este barco. Este es Mr. Hay, primer oficial. El otro
blanco, es mozo de cámara, pero hará guardias y timón cuando le to-
que. Mis órdenes tienen que ser obedecidas al punto y con presteza.
¿Os enteráis?... "con presteza". No habrá que gruñir por el kalkal, pues
se dará ración abundante. Tenéis que colocar un "míster" delante del
apellido del segundo y contestar con un "señor" a toda orden que yo dé.
Si andáis listos y despiertos haré este barco agradable para todos. ––
Se quitó el puro de la boca––. ¡Si no lo hacéis así ––bramó con atrona-
dora voz––, voy a convertirlo en un infierno flotante! Y ahora, Mr. Hay,
vamos a escoger guardias.
––Está muy bien ––contestó Herrick.
––Tenga la bondad de añadir "señor" cuando se dirija a mí, Mr. Hay –
–––dijo el capitán––. Yo voy a escoger a la señora. Pasa a estribor,
Sally. ––Y murmuró al oído de Herrick: ––Escoja al viejo.
––Yo tomo a ese ––dijo Herrick.
––¿Cómo te llamas? ––preguntó el capitán––. ¿Qué?, ¿cómo has di-
cho? Eso no es inglés; no quiero esa jeringonza a bordo de mi barco.
Te llamaremos Tío Ned el viejo, porque te falta el pelo donde había de
estar. Pasa a babor, Tío, ¿no oyes que Mr. Hay te ha escogido? Des-
pués escojo al hombre blanco. Blanco, pasa a estribor. Y ahora, ¿cuál
de los dos que quedan es el cocinero? ¿Tú? Pues entonces, Mr. Hay
se queda con tu amigo, el de los calzones de dungarí azul. Ponte a ba-
bor, Dungarí. Bueno, ya sabemos quiénes son todos: Dungarí, Tío Ned,
Sally Day, Blanco y Cocinero. Ahora, Mr. Hay, vamos a levar ancla, si
gusta.
––¡Por Dios, dígame algunos de los términos! ––murmuró Herrick.
Una hora después el Farallone tenía desplegado el velamen, el timón
todo a babor y el cabrestante, con alegre tintineo, había levantado el
ancla.
––¡Todo listo! ––gritó Herrick desde la proa.
El capitán hizo girar la rueda y el barco despertó de su reposo, sal-
tando como un gamo, estremecido e inclinándose bajo las ráfagas. Del
escampavía salió un grito de despedida, la estela blanqueó y se fue
alargando: el Farallone estaba en marcha.
Había estado fondeado cerca del paso. Al avanzar impetuoso, Davis
le torció hacia el canal, entre las puntas del arrecife, y a uno y otro lado
las rompientes tronaban, blancas de espuma. Recto como una flecha,
siguió la estrecha banda de agua azul hacia el mar, y el corazón del
capitán, latía de gozo al sentirle temblar bajo sus pies; y, volviéndose a
mirar sobre el antepecho de la toldilla, vio los techos de Papeete cam-
biar de posición en la costa y las montañas de la isla erguirse ingentes
a la zaga.
Pero aun no habían terminado con la costa ni con el terror de la ban-
dera amarilla. Cuando iban hacia la mitad del paso, se oyó un grito y
agitadas voces; un hombre saltó sobre la barandilla, juntó las manos
por encima de la cabeza e inclinándose hacia abajo, se zambulló en el
mar.
––Mantenga el barco firme en su rumbo–– gritó el capitán dejando a
Huish la rueda del timón.
En un instante estaba a proa en medio de los kanakas.
––¿No hay ninguno más que quiera irse a tierra? ––vociferó; y el fiero
trompeteo de su voz, no menos que el arma que empuñaba, puso en
todos espanto. Quedáronse mirando, alelados, a su compañero fugitivo,
cuya negra cabeza se divisaba sobre el agua, dirigiéndose a tierra. En-
tretanto, el pailebot se deslizó raudo por el paso, y al encontrarse con la
gran ondulación del Océano libre, lanzó por el aire un surtidor de es-
puma.
––¡Idiota!, ¡no haber tenido a mano el revólver! ––exclamó Davis––.
Salimos a la mar escasos de gente, y ya no podemos remediarlo. A
usted se le ha quedado su guardia coja, Mr. Hay.
––No sé cómo nos vamos a manejar ––dijo Herrick.
––Pues hay que manejarse prosiguió el capitán––. No quiero más
Tahití.
Los dos se volvieron instintivamente y miraron hacia popa. La isla en-
cantadora iba mostrando una tras otra las cumbres de sus montañas;
Eimeo levantaba por la amura de babor sus pináculos hendidos y es-
cuetos, y aún seguía el pailebot volando hacia el mar abierto.
––¡Y pensar ––exclamó el capitán con un gesto de triunfo–– que ayer
mañana tuve que bailar para comer, como un perro de lanas!

EL CARGAMENTO DE CHAMPAÑA

Se enfiló la proa para franquear Eimeo por el Norte, y el capitán se


sentó en la cámara con un mapa, una regla y un epítome delante. Al
Este, dos cuartas Norte erijo levantando los ojos de su trabajo––. Mr.
Hay, tendrá usted que llevar la estima con el mayor cuidado; necesito
saber, yarda por yarda, lo que andamos con la menor bocanada de
viento. Quiero enhebrar derecho el barco por entre las Pomotú, y eso
es siempre cosa de mucho riesgo. Si estos vientos alíseos, que llaman
del Suroeste, hubieran soplado alguna vez del Suroeste, cosa que no
han hecho nunca, podíamos tener la esperanza de no apartarnos ni
media cuarta de nuestro rumbo. Digamos que nos ceñimos hasta una
cuarta. Con eso pasaríamos Farakaba por barlovento. Sí, señor; eso
tenemos que hacer. Eso nos llevará, por entre toda esa salpicadura de
islitas, al espacio más despejado. ¿Ve? ––Y mostró el sitio donde la
regla cortaba el vasto laberinto del Archipiélago Peligroso––. Ojalá fue-
ra ya de noche y pudiera enfilar el barco hacia allá; estamos perdiendo
tiempo y desviándonos hacia el Este. En fin, haremos lo mejor que se
pueda. Si no damos con el Perú, arribaremos a la República del Ecua-
dor. Todo viene a ser lo mismo, me figuro. Pesos depreciados a tocate-
ja y nada de preguntas. El hidalgo sudamericano es una gran institu-
ción.
Tahití quedaba ya a buen trecho por la popa, la constelación de la
Diadema se alzaba sobre las quebradas cumbres ––Eimeo estaba ya
muy próximo, destacándose, negro y fantástico, sobre el dorado es-
plendor del Oeste––, cuando el capitán observó por última vez la posi-
ción de las islas, y se echó al agua la corredera.
Veinte minutos después, Sally Day ––que a cada momento dejaba la
rueda para echar una mirada al reloj––, anunció con voz chillona: "¡Las
ocho!", y en seguida se vio al cocinero que llevaba la sopa a la cámara.
––Me parece que voy a sentarme y tomar un bocado con usted ––dijo
Davis a Herrick––. Para cuando acabe ya habrá oscurecido, y podre-
mos poner la nariz del bote apuntando a América del Sur.
En la cámara, junto a una esquina de la mesa, bajo la luz de la lámpa-
ra y al socaire de una botella de champaña, estaba sentado Huish.
––¿Qué significa esto? ¿De dónde ha salido eso? preguntó el capi-
tán.
––Esto es champaña, y ha venido de la bodega de popa, si le interesa
saberlo ––––dijo Huish, apurando un jarro.
––¡Eso no se puede tolerar! ––exclamó Davis. El horror del marino
mercante por todo lo que sea infidelidad en la custodia del cargamento,
aparecía, con cómica incongruencia, a bordo de aquel barco robado––.
¡Nunca ha venido nada bueno de cosas como esa!
No sea usted inocente ––contestó el otro––. ¡Cualquiera creería,
oyéndole, que aquí iba todo por lo legal! Y fíjese usted: han arreglado
entre los dos este negocio muy lindamente para mí, ¿verdad? Yo tengo
que irme a cubierta y estar al timón, mientras que vosotros os quedáis
aquí empinando el codo hasta hartaros; yo tengo que responder a un
mote, y llamaros a vosotros "señor" y "míster". Pues óigame, compadre:
he de beber todo el champaña que me dé la gana, o esto no marcha.
Ya está dicho. Y ya sabe de sobra que ahora no hay buque de guerra a
quien hacer señales.
Davis se quedó desconcertado.
––Daría cincuenta dólares por que esto no hubiera ocurrido ––dijo en
tono débil y vacilante.
––Bueno, pues ha ocurrido ––replicó Huish––. Pruébelo, es cosa rica.
Y, sin más lucha, el Rubicón fue traspuesto. El capitán llenó un vaso y
lo despachó de un golpe.
––Más quisiera que hubiese sido cerveza ––dijo, dando un suspiro––.
Pero lo que no se puede negar es que es cosa buena, y barato, para lo
que nos ha costado. Y ahora, Huish, váyase; es su turno en el timón.
El mísero enanuco había ganado la baza y se regocijaba de ello.
––Voy, señor -dijo, y dejó a los otros dispuestos a comer.
––¡Puré de guisantes! ––exclamó el capitán––. ¡Ya creía que no vol-
vería a comerlo en mi vida!
Herrick seguía sentado, inerte y silencioso. Era imposible, después de
esos meses de desesperada miseria, oler los fuertes y sabrosos guiso-
tes marineros, bien cargados de especias, sin codiciarlos; y la boca se
le hacía agua pensando en el champaña. Y también era imposible
haber existido aquella escena entre Huish y el capitán, sin darse cuen-
ta, con instantánea y abrumadora certidumbre, del abismo en que había
caído. Era un ladrón entre ladrones. Eso se decía a sí mismo. No podía
tocar la sopa. De hacer algún movimiento, hubiera sido para levantarse
de la mesa, saltar por la borda y ahogarse... sin haber dejado de ser un
hombre honrado.
––Vamos ––––dijo el capitán––, tiene usted cara de enfermo, amigo;
beba una gota de esto.
El champaña se cubría de espuma y burbujeaba en el vaso; su límpi-
da transparencia ambarina, el chispeo de la efervescencia, atraían la
mirada de Herrick. "Ya es demasiado tarde para vacilar" pensó––; la
mano asió instintivamente el vaso, bebió con insaciable deleite y con
ansia de beber más, apuró el vaso hasta dejarlo seco y lo puso sobre la
mesa, mirándolo con lucientes ojos.
––¡Hay algo bueno en la vida, después de todo! exclamó––. Ya se me
había olvidado cómo era. Sí, hasta por esto sólo vale la pena de que se
viva. Vino, comida, ropas secas... ¡qué!, ¡merece que se muera por ello,
que se vaya a la horca! Dígame una cosa, capitán: ¿por qué los pobres
no son todos bandoleros?
––No lo adivino —dijo el capitán.
––Deben ser atrozmente buenos; hay algo en eso que no alcanzo a
comprender. ¡Piense en aquel calabozo! Suponga que, de pronto, nos
hicieran volver allí. ––Se estremeció como sacudido por un escalofrío y
se tapó la cara, apoyándola en los puños cerrados.
––¡Vamos, vamos!, ¿qué le pasa? ––exclamó el capitán. No recibió
respuesta; los hombros de Herrick se agitaban con tal violencia, que
hacían temblar la mesa––. ¡Vaya, bébase esto, que lo mando yo! No se
ponga a llorar cuando ya ha salido del atolladero.
––No lloro -dijo Herrick mostrando los ojos secos––. Es peor que llo-
rar. Es el horror de esa sepultura de que hemos escapado.
––Pues andando ahora con la sopa, eso le va a dejar como nuevo ––
––dijo, bondadoso, el capitán––. Ya le dije que estaba usted hecho pe-
dazos. No hubiera podido tirar otra semana más.
––¡Eso es, precisamente, lo más tremendo! ––exclamó Herrick––.
Otra semana, y hubiera asesinado a alguno por un dólar. ¡Dios!, ¿y yo
sé eso? ¿Y estoy todavía vivo? Debe ser una pesadilla.
––¡Calma!, ¡calma! La calma lo arreglará todo, hijo. Tómese la sopa.
Alimento es lo que usted necesita.
La sopa fortaleció y aquietó los nervios de Herrick; otro vaso, una
chuleta de cerdo en adobo y un plátano frito completaron la obra re-
constituyente iniciada por el puré, y ya pudo, una vez más, mirar al ca-
pitán cara a cara.
No me figuraba que estaba hasta tal punto aniquilado ––dijo.
––Ha estado usted firme como una roca. todo el día, y ahora que se
ha alimentado un poco, volverá a estarlo otra vez.
––Sí, me siento ahora bastante fume; pero soy una especie rara de
primer oficial.
––¡Boberías! ––exclamó el capitán––. No tiene usted que ocuparse
más que de lo que anda el barco y apuntarlo con mucho cuidado en la
pizarra. Un niño podría hacerlo, y no digamos un hombre de universi-
dad como usted. Este oficio de navegar no tiene nada de particular, si
bien se mira. Y ahora, vamos a poner el barco en rumbo. Traiga la piza-
rra; tenemos que llevar la estima desde este momento.
A la luz de la bitácora leyeron en la corredera la distancia navegada
desde la salida y la apuntaron en la pizarra.
––Listos ––dijo el capitán––. Déjeme la rueda, Blanco, y póngase jun-
to a la escota de la mayor. Al aparejo de la botavara, Mr. Hay, y des-
pués, corra adelante y atienda a las velas de proa. .
––¡Todo listo a proa! ––gritó a poco el capitán.
––¡Listo!
––¡Orza a la banda! volvió a gritar––, templa el seno según va ce-
diendo ––gritó a Huish––, cobra de la escota tirando con el hombro.
¡Saca los pies de entre las cuerdas! ––Un inesperado puñetazo tendió
a Huish despatarrado sobre cubierta, y en el instante, el capitán había
ocupado su puesto––. ¡Arriba y mantenga el timón todo a la banda! ––
rugió––. ¡Idiota!, ¡parece que se quería matar!... ¡Cambiar la escota del
foque a sotavento! ––gritó un momento después––, y luego, dirigiéndo-
se a Huish: Déjeme otra vez la rueda y vea si puede adujar aquella es-
cota.
Pero Huish se quedó inmóvil y miró al capitán con aviesa expresión: –
–¿Usted sabe que me ha pegado? ––dijo.
––¿Usted sabe que le he salvado la vida? ––replicó el otro, sin dig-
narse mirarle y sin apartar los ojos de la brújula o del velamen––.
¿Dónde estaría usted ahora si la botavara da un bandazo y le coge con
los pies enredados en las cuerdas? No, señor; no se acercará usted
más a la escota de la mayor. Los puertos están llenos de marineros
como usted que andan sólo con una pata: los que han quedado vivos––
. ¡Mr. Hay, amarre el aparejo de la botavara! conque le he pegado a
usted ¿eh? Pues puede usted estar agradecido.
––Está bien ––dijo Huish lentamente––. Puede ser que haya algo de
cierto en eso. Espero que sí––. Volvió solemnemente la espalda al ca-
pitán y entró en la cámara, donde se oyó inmediatamente el taponazo
de una botella de champaña, indicando que el ofendido Huish atendía a
su bienestar y regalo.
Herrick volvió a popa, donde estaba el capitán. ––¿Qué rumbo lleva
ahora? ––preguntó.
––Este y una cuarta al Norte. Casi todo lo bien que yo me figuraba.
––¿Qué pensarán de ello los marineros? volvió a preguntar Herrick.
––No piensan. No se les paga para que piensen ––dijo el capitán.
––Ha ocurrido algo, ¿no?, entre usted y... ––Herrick hizo una pausa.
––Es un mal bicho, un animalejo que muerde ––––contestó el capitán
moviendo la cabeza––. Pero mientras nosotros dos marchemos juntos,
eso nada importa.
Herrick se tumbó en el pasillo a barlovento de la cámara. En el cielo
estrellado no había una nube; el movimiento del barco le acunaba, y
sentía, además, la pesadez de la primera comida copiosa después de
tan largo tiempo de hambre; y fue sacado de un profundo sueño por la
voz de Davis, que anunciaba:
––"¡Las doce!„
Se incorporó medio adormilado y, con torpe paso, se fue hacia popa,
donde el capitán le entregó la rueda.
––Siga ciñéndose al viento le dijo aquél. Viene a bocanadas; cuando
llegue una ráfaga fuerte, gane todo lo que pueda a barlovento, pero sin
que las velas dejen de trabajar.
Se dirigió hacia la cámara, y, antes de llegar, se detuvo y dio una voz
llamando al rancho de la marinería: ––¿No habría por ahí una concerti-
na? ¡Anda, Tío Ned, tráetela a la cámara!
El pailebot se gobernaba sin esfuerzo, y Herrick, mirando el blanco
velamen iluminado por la luna, sentía invencible somnolencia. Una re-
pentina detonación en la cámara le hizo despabilarse: la tercera botella
había sido descorchada; y Herrick se acordó del Sea Ranger y del gru-
po de las Catorce Islas. En aquel instante, sonaron las notas del acor-
deón y, en seguida, la voz del capitán que cantaba:

"¡Ay, qué dicha! Bien repletos de dinero los bolsillos,


correremos por el muelle brincando como chiquillos.
Y yo bailaré con Kate y tú bailarás con Ruth,
al llegar todos de vuelta de la América del Sur."

Y por ahí siguió la canción ajustándose a una extraña música; y los


kanakas que no estaban de–– guardia fueron acercándose para escu-
char desde la puerta; se veía al Tío Ned, en el claro de la luna, llevando
el compás con la cabeza; y Herrick, al timón, sonreía, olvidadas por un
instante sus preocupaciones. Tras la primera canción siguieron otras;
se oyó un nuevo taponazo; las voces subían de tono, alborotadas, co-
mo si la pareja que estaba en la cámara se enredase en una pelotera; y
en seguida pareció que el desacuerdo había pasado, pues fué la voz de
Huish la que se alzó después, con acompañamiento del capitán...

"Arriba en un globo,
un globo que suba
por entre las estrellitas
y dé la vuelta a la luna."

Herrick, apoyado en la rueda, sintió una abrumadora sensación de


náusea. No sabía por qué la música, la letra ––que, sin embargo, no
carecía de una cierta gracia–– y la voz y el acento del cantor crispaban,
más que sus nervios, su espíritu, como cuando se pasa una lima por
los dientes. Le asaltaban bascas al pensar en sus dos compañeros
embruteciéndose con el vino robado, riñendo, amodorrándose y des-
pertando con el hipo de la borrachera, mientras las puertas de un presi-
dio les esperaban, a pocos pasos, abiertas de par en par. "¿Habré ven-
dido mi honor por nada?", pensó; y un ardiente impulso de rabia y de
decisión se alzó en su pecho: rabia con los otros; decisión de llevar a
buen término aquella empresa, si era posible llevarla; sacar provecho
de la vergüenza, puesto que la vergüenza, al menos, era ya inevitable;
y volver a casa, a su tierra desde la América del Sur ––¿cómo decía la
canción?–– "bien repletos de dinero los bolsillos":

"¡Ay, qué dicha! Bien repletos de dinero los bolsillos,


correremos por el muelle brincando como chiquillos.."

así repetía en su mente la letra. Y la "dicha" tomó visible forma; el mue-


lle apareció ante él y lo reconoció: era el Embankment de Londres, ilu-
minado por las luces de gas, y vió las farolas encendidas del puente de
Battersea, cruzando de un lado a otro, allá en lo alto, sobre el río tene-
broso. Pasó el resto de su turno de timonel en un arrobamiento, viendo
desfilar el pasado. Había sido siempre fiel a su amor, pero no siempre
asiduo en el recuerdo de la amada. En la creciente desgracia de su
vida su imagen se le había ido apareciendo más lejana e indistinta, co-
mo la luna a través de la neblina.
La carta de despedida, aquel infamante señuelo que le había sor-
prendido en su miseria haciéndole sucumbir, el cambio de escena, el
mar, la noche y la música... todo ello removía hasta lo más profundo de
su ser, y despertaba en él varoniles ímpetus. "Yo quiero que sea mía",
pensó, rechinando los dientes. "Torcido o derecho, ¿qué importa si la
consigo?"
––La dié, amo. Yo pensá son la dié––. Estas palabras, pronunciadas
por Tío Ned, le hicieron volver de pronto a la realidad.
––Mira el reloj de la cámara, Tío ––contestó. No quería ir él por no ver
a los beodos.
––Pasada ya, mi segundo ––repitió el hawaitiano.
––Tanto mejor para ti contestó Herrick, y le dejó la rueda, repitiéndole
las instrucciones que había recibido.
Marchó hacia adelante y se detuvo de pronto acordándose de la "es-
tima" que se había encargado de computar. "¿Qué rumbos ha seguido
el barco?", pensó, y la sangre se le subió a la cara. No los había obser-
vado, o ya no los recordaba: aquí estaba otra vez su contumaz inepti-
tud; había que llenar la pizarra por conjeturas. "¡Nunca, jamás!", se
prometía a si mismo, en un paroxismo de callada furia. "¡Nunca, jamás
ocurrirá! No será por falta mía, si esto sale mal". Y en lo que aun le
quedaba de guardia, no se apartó de Tío Ned, y leyó el círculo de la
brújula, como acaso no había leído nunca una carta de su novia.
Durante todo el tiempo, y espoleándole a prestar mayor atención a
sus deberes, cánticos, vociferaciones, brutales risotadas y, de cuando
en cuando, el estampido de un taponazo, llegaban a sus oídos desde el
interior de la cámara; y cuando la guardia de babor fue relevada a me-
dia noche, Huish y el capitán aparecieron sobre la toldilla dando tras-
piés y con las caras encendidas, aquél cargado de botellas y éste con
dos vasos de estaño, y Herrick paso, silencioso, junto a ellos. Le llama-
ron con voces ceceosas; no contestó. Le motejaron de hosco y mal
criado; no hizo caso alguno, aunque temblaba todo su cuerpo de ira y
de asco. Cerró tras él la puerta de la cámara y se tumbó sobre un ar-
cón, no con la esperanza de dormir, sino para pensar y exasperarse.
Pero apenas había dado dos vueltas en la incómoda yacija, cuando una
voz ronca y avinotada le gritó en el oído y tuvo que volver de nuevo a
cubierta para hacer la guardia de la madrugada.
La primera noche sirvió de patrón a todas las que la siguieron. Dos
cajas de champaña apenas duraban las veinticuatro horas, y casi todo
se lo bebían Huish y el capitán. Huish parecía pelechar con aquellos
excesos; no estaba nunca sereno, ni tampoco del todo borracho; la co-
mida y el aire del mar le curaron pronto de su dolencia, y empezó a
echar carnes. Pero no le iba tan bien al capitán. No hubiera sido fácil
reconocer al recio y vigoroso marino de las costas de Papeete, en la
figura desmadejada y torpe, con el traje desabrochado, que se pasaba
el día tendido en los divanes, empinando el codo y leyendo novelas; en
el mentecato que hacía de la guardia de la noche una pública y vergon-
zosa payasada en la toldilla. Lograba mantenerse tal cual, hasta que
había tomado la altura del sol y puesto fin, entre bostezos y borrones, a
sus cálculos; pero desde el momento en que volvía a enrollar el mapa,
pasaba las horas entregado en cuerpo y alma a su vicio, o adormilado
como un cerdo ahíto. No , atendía ni a uno solo de sus deberes, excep-
to el de mantener una meticulosa y severa disciplina. en cuanto a la
mesa. Una vez y otra oyó Herrick que llamaban al cocinero desde la
cámara, y le vio llegar corriendo con nuevas latas de conservas, o vol-
ver a llevarse una comida que había sido rechazada en su totalidad, Y
cuando más se hundía en la embriaguez, el paladar se le tornaba más
remilgado y descontentadizo. Una vez, por la tarde, hizo armar un balso
amarrado a la barandilla, se quedó sin otra ropa que los calzones, y se
descolgó por el costado con un tarro de pintura en la mano. "No me
gusta, dijo, la manera cómo está pintado el pailebot, y voy a darle unos
brochazos en el nombre." Pero aún no había pasado media hora,
cuando se cansó de la tarea, y el pailebot prosiguió su viaje con un
incongruente parche de color en la popa, y la palabra Farallone, mitad
congruente parche de color en la popa, y la palabra Farallone, mitad
borrada y mitad trasluciéndose bajo la pintura fresca. Se negó a hacer
la guardia media y la de alba. El tiempo era bonancible, decía, y pre-
guntaba riéndose: "¿Quién oyó nunca que el capitán hiciera guardias?"
De la estima que Herrick aun trataba de conservar, no hacía la menor
atención, y no prestaba a su segundo ni la más pequeña ayuda.
––¿Para qué queremos la estima? preguntaba––––. ¿No tenemos el
sol a mano para tomar la altura?
––Puede faltarnos, sin embargo ––arguyo Herrick––. Y usted mismo
me ha dicho, no lo olvides que no estaba muy seguro del cronómetro.
––¡Bah! No vaya usted a creer que le han entrado moscas al cronó-
metro.
––Hágame al menos un favor, capitán ––dijo Herrick secamente––.
Tengo interés en llevar esa estima, que es una parte de mi deber. No
sé el abatimiento de la corriente, ni cómo computarlo. No tengo ninguna
práctica y le ruego que me ayude.
––¡No hay que desanimar a un oficial celoso! ––dijo el capitán vol-
viendo a desenrollar el mapa, pues Herrick le había sorprendido en su
trabajo cotidiano, cuando aún no estaba más que a medios pelos––.
Aquí está: mírelo usted mismo, algo entre el Oeste y el Noroeste, y algo
entre cinco millas y veinticinco. Eso es lo que dice el mapa del Almiran-
tazgo; y me figuro que no pretenderá usted saber más que sus propios
sabios británicos.
––Yo trato de cumplir mi deber, capitán Brown ––dijo Herrick con la
faz encendida y amenazadora––. Y tengo el honor de poner en su co-
nocimiento que no me divierte que jueguen conmigo.
––¿Qué diablos es lo que usted quiere? ––vociferó Davis––. Váyase
a estarse mirando la pijotera estela. Si anda tras de cumplir su deber,
¿por qué no se va ahora mismo a cumplirlo? ¿Le parece que es oficio
mío ir a asomar la jeta por detrás de las posaderas del barco? Pues yo
creo que lo es de usted. Y no me venga haciéndose el señoritaco con-
migo. Es usted un insolente, y ahí es donde está el mal. Y no me atosi-
Comentario: Título de cortesía
gue ni me maree, señor Herrick Esquife. que se dá, especialmente por
escrito, a todo el que ocupa la
posición social de un gentleman.
Herrick desgarró sus papeles, tiró al suelo los pedazos y se fu de la
cámara.
––Se está volviendo un aristócrata, ¿verdad? dijo Huish con su risa
maligna.
––Se cree muy por encima de nosotros; eso es lo que le pasa a
Herrick Esquife dijo furioso el capitán––. Se cree que no le entiendo
cuando viene con ínfulas de personaje. Con que no le place nuestra
compañía ¿eh? ¿Con que no quiere dirigirnos la palabra? Pues voy a
tratar a ese mamarracho como se merece. ¡Por Cristo, Huish, que voy a
enseñarle a que no se crea por encima del capitán Davis!
––Ojo con los nombres, Capi ––dijo Huish, que era siempre el más
sereno––. ¡Cuidado con los tropezones, muchacho!
––Está bien, tendré cuidado. Usted es de los que a mí me gustan,
Huish. Al principio no me entraba usted, pero ahora me va pareciendo
bien. Vamos a abrir otra botella––. Y aquel día, acaso por la excitación
de la disputa, bebió más que nunca, y, antes de las cuatro, estaba tum-
bado, sin conocimiento,, en el arcón.
Herrick y Huish cenaron solos, uno después del otro, frente a la
humanidad yacente, abotargada y roncadora, del capitán. Y si el espec-
táculo cortó a Herrick el apetito, la soledad abrumó de tal manera los
ánimos del dependiente, que apenas se había levantado de la mesa,
cuando ya estaba tratando de congraciarse con su antiguo compañero.
Herrick estaba al timón cuando apareció Huish y se apoyó en la bitá-
cora, diciéndole en tono confidencial:
––Oiga usted, compadre; parece como si usted y yo, no sé por qué,
no congeniáramos tanto como antes.
Herrick siguió moviendo la rueda en silencio; su mirada, que iba sin
cesar de la aguja a la concavidad de la vela mayor, pasaba sobre el
dependiente sin notar su presencia. Pero Huish estaba realmente abu-
rrido, cosa difícil de soportar para un hombre como él, que carecía de
recursos propios. La idea de un rato de charla confidencial con Herrick,
en el punto a que habían llegado sus relaciones, ofrecía, para una per-
sona de su carácter, peculiares atractivos. De otro lado, la bebida que a
algunos vuelve hiperestésicog y puntillosos, a él le embotaba y le enca-
llecía la susceptibilidad. Casi hubiera hecho falta un puñetazo para
hacerle desistir de su propósito.
––Lindo negocio ¿eh? prosiguió––. Con Davis cada vez más metido
en el vino. La verdad es que hoy se las ha cantado usted claras. No le
gustó nada y se puso hecho una furia en cuanto usted volvió la espal-
da. "Mire", le dije: "conténgase un poco en la bebida. Herrick tenía ra-
zón, y usted lo sabe bien. Haga las paces por esta vez", le dije. "Huish",
me dijo él, "déjame de monsergas o te rompo el bautismo". Bueno.
¿qué podía yo hacer, Herrick? Pero le digo a usted que esto no me
gusta. Me parece que tiene todas las trazas de ser la segunda parte del
Sea Ranger.
Herrick seguía callado.
––¿No oye usted que le estoy hablando? ––––dijo de pronto Huish––.
¿Es que no quiere hablar conmigo?
––Apártese de la bitácora ––dijo Herrick.
Huish se le quedó mirando, con una mirada fija, recta, tenebrosa; su
cuerpo parecía que ondulaba como el de una víbora presta a atacar;
después dio media vuelta, se volvió a la cámara y descorchó una bote-
lla de champaña. Cuando cantaron las doce, estaba dormido en el sue-
lo al lado del capitán, y de toda la guardia de estribor, sólo Sally Day
acudió a la llamada. Herrick propuso que haría la guardia con él, para
dejar que descansase Tío Ned. Con esto habría permanecido doce
horas sobre cubierta, y probablemente tendría que estar dieciséis; pero,
gracias a lo bonancible de la navegación, podría echar un sueño sin
cuidado, en los intervalos de sus turnos al timón, dejando encargo de
que le avisasen a la menor señal de chubascos. En cuanto a esto, po-
día confiar en los marineros, pues entre ellos y Herrick se había ido
creando una estrecha simpatía. Con Tío Ned tenía largos paliques noc-
turnos, y el viejo le contó la sencilla y penosa historia de su destierro y
sufrimientos e injusticias, entre los crueles blancos. El cocinero, desde
que notó que Herrick comía solo, le obsequiaba con inesperadas, y a
veces incomestibles golosinas, que aquél se esforzaba en tragar. Y un
día, hallándose a proa, sintió, sorprendido, una mano que le acariciaba
la espalda, y la voz de Sally Day murmurándole al oído: "Tú, hombre
bueno". Se volvió y, ahogando un sollozo, estrechó las manos del ne-
Comentario: En español en el
grito. Eran almas bondadosas, joviales, infantiles. Los domingos cada original.

uno sacaba su propia Biblia pues eran extranjeros entre sí, y hablaba
cada uno su peculiar idioma, y Sally Day sólo se comunicaba en inglés
con sus compañeros––, y leían, o hacían como que leían, el capítulo
correspondiente, para lo cual, Tío Ned se montaba las gafas en la nariz;
y todos cantaban a una los himnos de los misioneros. Era así bochor-
noso comparar a los isleños con los blancos, a bordo del Farallone.
Herrick enrojecía de vergüenza al acordarse de la empresa en que es-
taba lanzado, y ver aquellas pobres gentes y hasta Sally Day, hijo del
antropófagos, y probablemente caníbal él mismo–– tan fieles a lo que
ellos consideraban bueno. El hecho de que aquellos inocentes le tuvie-
sen en tan gran estima, servíale como de anteojeras para su concien-
cia, y había momentos en que se sentía inclinado a creerse, aceptando
la opinión de Sally Day, un hombre bueno. Hasta qué punto llegaba
aquella estimación, sólo en aquel momento pudo apreciarse. Con voz
unánime protestó toda la tripulación; y antes de que Herrick se diese
cuenta de lo que hacían, despertaron al cocinero, el cual se unió solíci-
to a los demás; todos rodearon al piloto abrumándole con ruegos y ca-
ricias, y le pidieron que se acostase y que gozara de sus horas de des-
canso, sin preocupaciones.
––Ellos decir verdad ––––dijo Tío Ned––. Tú dormir. Todos unos
hacer lo que deban. Todos unos quererte demasiado mucho.
Herrick se resistió, y cedió al fin; las triviales palabras de agradeci-
miento que quiso decir, se le atascaron en la garganta, y fue a apoyar-
se en el costado de la caseta, luchando con la emoción que le embar-
gaba.
Tío Ned fué tras él y le rogó que se echase.
––Es inútil, Tío Ned. No podría dormir. Me habéis desquiciado los
nervios con todas vuestras bondades.
––¡Ah!, ¡no llamar mi más Tío Ned! ––exclamó el viejo––. ¡No nombre
Comentario: David.
mío! Mi nombre Tavita, lo mismo Tavita rey de Israel. ¿Por qué creía,
capitán, ser lengua de Hawai? El nada sabe; él lo mismo Wise-a-mana.
Era la primera vez que se mencionaba el nombre del difunto capitán,
y Herrick no desperdició la ocasión. Se hará gracia al lector de la emba-
razosa jerga de Tío Ned, para contarle, en más fluente lenguaje, la sín-
tesis de su relato. Apenas había franqueado el barco las Puertas de
Oro, en San Francisco, cuando el capitán y el piloto iniciaron una conti-
nua serie de borracheras, que apenas fue interrumpida por la enferme-
dad y que sólo terminó con la muerte. Pasaron días y días y semana
tras semana, sin encontrar tierra ni barco alguno, y viéndose perdidos
en la inmensidad, con sus guías enloquecidos, los indígenas sintieron
mortal espanto.
Al cabo dieron vista a una isla baja y recalaron en ella, y Wiseman y
Wishart fueron a tierra en el bote.
Había allí un pueblo grande, un muy hermoso pueblo, y muchísimos
kanakas en aquella tierra; pero todos graves y serios, y, por cima del
poblado, llegaba hasta Tavita el rumor de la lamentación de aquellos
isleños. "Yo no saber hablar aquella isla" ––decía––. "Yo saber ellos
llorar. Yo creo gente mucha morir allí". Pero ni Wiseman ni Wishart po-
dían darse cuenta de lo que aquel bárbaro plañido significaba. Repletos
como odres, metiéronse alborozados por todas partes, sin cuidarse de
nada; abrazaron a las mozas, que apenas tenían energía para recha-
zarlos, se incorporaron y unieron sus roncas voces de borrachos en los
coros de los plañideros, y al fin, obedeciendo a lo que se les figuró una
invitación, penetraron bajo el techo de una casa, en la que había gran
golpe de gente, todos sentados y silenciosos. Pasaron agachándose
bajo el alero, excitados y gozosos. No había transcurrido un minuto
cuando volvieron a salir con las caras alteradas y las lenguas quedas; y
cuando la gente se apartó para dejarles paso, pudo ver Tavita, en la
profunda sombra de la casa, el enfermo que se incorporaba en la este-
ra y levantaba la cabeza, ya desfigurada por la viruela. Los dos trágicos
juerguistas huyeron sin vacilar hacia el bote, dando voces a Tavita para
que se apresurase. Llegaron a bordo a todo remar, levaron ancla, hicie-
ron toda fuerza de vela, aguijando a la tripulación a golpes y juramen-
tos, y estaban de nuevo en la mar, y de nuevo embriagados antes de
ponerse el sol. Una semana después, el último de los dos fue sepultado
en las aguas. Herrick preguntó a Tavita dónde estaba aquella isla y és-
te le contestó que, por lo que pudo deducir de lo que hablaban los que
se encontró en la playa, suponían que debía de ser una de las Pomotú.
Era esto muy probable, porque el Archipiélago Peligroso había sido
barrido aquel año, de Este a Oeste, por una devastadora epidemia de
viruela; pero Herrick pensó que era aquélla una extraña derrota para ir
a Sidney. Y entonces se acordó de las borracheras.
––¿No se sorprendieron al descubrir la isla? ––preguntó.
––Wisa-a-mana decir: "¿Qué demonios ser esto?"
––¡Ah, ahí está, pues, explicado. Yo creo que no tenían idea de dón-
de estaban.
––Yo creo también ––dijo Tío Ned––. No sabían. Este uno, más mejor
––añadió señalando a la cámara donde roncaba el capitán beodo––.
Tomar altura sol todo el tiempo.
Lo que este último toque significaba, completó la pintura que Herrick
se hacía de la vida y muerte de sus dos predecesores; de su persisten-
te y brutal degradación mientras navegaban, sin saber hacia adónde,
en aquella su postrera travesía. No tenía más que una fe vacilante y
endeble en una vida futura; la idea de que pudiera ser de expiación y
castigo, le parecía pueril; y, sin embargo, había para él ––como para
todos–– un inexplicable horror en el fin del hombre convertido en bestia.
Se le encogía el corazón ante el cuadro que así evocaba, y cuando lo
comparaba con la escena en que él mismo desempeñaba un papel, se
sentía anonadado por un terror que tenía algo de supersticioso. Y, con
todo, y esto era lo raro, no titubeaba. El, que había demostrado su inep-
titud en tantas cosas, colocado ahora en una situación falsa y ante obli-
gaciones de las que nada entendía, desamparado y solo, y puede de-
cirse que sin soporte moral, había superado, hasta entonces, a cuando
pudiera esperarse; y hasta las vergüenzas y las repulsivas revelaciones
de aquella noche, parecia que no habían hecho más que templar sus
nervios y fortalecerle. Había vendido su honor; se prometía que no
había de ser en vano. "No será por culpa mía, si esto sale mal", repetía.
Y en el fondo de su corazón, estaba asombrado de sí mismo. Su furio-
sa rabia, sin duda alguna, le sostenía y alentaba, y, sin duda también,
el pensamiento de la última carta jugada, de las naves quemadas, de la
única puerta que quedaba abierta; idea que es un vigoroso tónico para
el meramente débil, y que desmoraliza por completo al verdadero co-
barde.
Durante algún tiempo el viaje prosiguió, en todo lo demás, bien. De
una bordada, franquearon Fakavara por barlovento; y como el viento se
mantenía constante hacia el Sur y soplaba fresco, pasaron entre Rana-
ka y Ratiu, y navegaron algunos días al socaire de las islas Takume y
Honden, sin recalar en ellas. Hacia los 14° Sur y entre los 134° y 135°
Oeste, les cogió una calma chicha, con mar gruesa. El capitán se negó
a disminuir el aparejo, y el Farallone pasó tres días dando tumbos y
bandazos, y, según la observación, sin moverse de sitio. El cuarto día,
a punto de rayar el alba, se levantó una brisa que fue arreciando rápi-
damente. El capitán había bebido de firme aquella noche, y aún le du-
raba la borrachera cuando le despertaron; y al hacer su aparición sobre
cubierta, a las ocho y media, se echaba de ver que había trincado co-
piosamente en el desayuno. Herrick evitó cruzar con él la mirada, y ce-
dió, con indignación, el gobierno del barco a aquel hombre que apenas
podía tenerse en pie.
Por las estentóreas órdenes del capitán y las voces de los marineros
que trajinaban en la maniobra, comprendió Herrick, desde la cámara,
que estaba desplegando más vela. Sin acabar el, desayuno, volvió de
nuevo a la cubierta y se encontró con que habían largado la mayor y los
foques, y que habían llamado a las dos guardias y al cocinero, para
aferrar la vela de estay. El Farallone iba ya casi tumbado; el cielo se
oscurecía con brumosos celajes, y desde barlovento se acercaba rápi-
do un turbión siniestro y amenazador, que por momentos sé iba ensan-
chando y ennegreciéndose, a medida que se alzaba sobre el horizonte.
Herrick se estremeció de espanto. Vio frente a él la muerte y, si no la
muerte, inevitable ruina. Porque si el Farallone lograba aguantar a flote
el chubasco que se venía encima, tendría que quedar desmantelado.
Con eso daba fin su empresa, y ellos quedarían aprisionados en la pro-
pia pieza de convicción de su crimen. La magnitud del peligro y su
mismo espanto, le imponían silencio. El orgullo, la ira y la vergüenza se
revolvían, impotentes, en su pecho, y apretó los dientes y cruzó sus
brazos convulsos.
El capitán estaba sentado en el bote, vociferando órdenes e insultos,
vidriosos los ojos, congestionada la faz, con una botella sujeta entre las
rodillas y un vaso a medio vaciar en la mano. Daba la espalda al chu-
basco y, al principio, tenía puesta toda su atención en la maniobra de la
vela. Una vez terminada, y cuando el gran trapecio de lona había em-
pezado a tomar viento y la barandilla del Farallone se deslizaba ya al
ras con la espuma del mar, lanzó una risotada, apuró el vaso, y tum-
bándose desparrancado entre los trastos heterogéneos que llenaban el
bote, alargó la mano para coger una orza de novela. abarquillarla.
Herrick le miraba y su indignación llegó al frenesí. Miró a barlovento,
donde el chubasco hacía ya blanquear el mar a corta distancia y anun-
ciaba su llegada con un extraño y lúgubre bramido. Miró al timonel y le
vio agarrado, con las manos crispadas, a las cabinas de la rueda y con
la cara cubierta de una palidez azulada. Vió que la tripulación, sin reci-
bir la orden, corría a sus puestos. Y le pareció que algo estallaba en su
cerebro; su cólera, tanto tiempo contenida en silencio, se desenfrenó de
repente y le sacudió como el viento a una vela. Avanzó hasta donde
estaba el capitán y descargó un recio manotazo en el hombro del beo-
do.
––¡Bestia! ––dijo con voz entrecortada––. ¡Mire usted hacia atrás!
––¿Qué es eso? ––gritó Davis, removiéndose en el bote y haciendo
derramarse el champaña.
––Usted perdió el Sea Ranger por ser un vil borracho. Ahora va a
perder el Farallone. Se va usted a ahogar aquí, lo mismo que ahogó a
otros, y se va a condenar. Y su hija trotará las calles y sus hijos serán
ladrones como su padre.
Por un momento, aquellas palabras dejaron al capitán suspenso, páli-
do y atolondrado. ––¡Dios mío! ––gritó mirando a Herrick, como si fuera
un fantasma–– ¡Dios mío, Herrick!
––¡Mire usted atrás! ––repitió éste.
El miserable, ya en parte consciente, hizo lo que le mandaban, y en el
instante mismo se incorporó de un salto. ––¡Arría la vela de estay! ––
gritó con voz tonante. Los marineros esperaban anhelosos la orden, y
la gran vela vino abajo de un golpe, cayendo más de la mitad fuera de
la borda entre las revueltas espumas de la marejada––. ¡A las drozas
de los foques! ¡Dejad la vela de estay! volvió a gritar.
Pero aun no había dado la orden, cuando el chubasco clamoroso ca-
yó, como una sólida masa de viento y lluvia revueltos, sobre el Farallo-
ne; y el pailebot se inclinó bajo el golpe y se quedó inerte, como una
cosa muerta. Por el cerebro de Herrick pasó una ráfaga de locura; se
agarró a la jarcia de barlovento, exultante; ya había acabado con la vida
y se gloriaba de su liberación; gozaba en el tumultuoso fragor del ven-
daval y la asfixiante arremetida de la lluvia; sentía una alegría delirante
en morir así y en aquel momento, en aquel caos de los elementos. Y en
tanto, en el combés, con el agua hasta las rodillas tan sumergido iba el
pailebot el capitán daba tajos con una navaja a la escota del trinquete.
Era cuestión de segundos, porque el Farallone embarcaba a cada mo-
mento tremendos golpes de mar. Pero el capitán llevaba ventaja; la
botavara desgarró las últimas fibras de la escota y giró con estrépito a
sotavento: el Farallone saltó delante del viento y se enderezó, y las
drozas del pico y de la boca de la cangreja, que habían ya sido larga-
das, empezaron a correr en el mismo instante.
Durante diez minutos el pailebot siguió marchando vertiginosamente
al empuje de la turbonada; pero el capitán era ya dueño de sí mismo y
de su barco y había pasado todo el peligro. Y entonces, como en un
repentino efecto de tramoya, el chubasco amainó, el vendaval se tornó
en ligera brisa, volvió a resplandecer el sol sobre el desgarrado vela-
men del pailebot y, el capitán, después de trincar la botavara del trin-
quete y poner dos marineros a la bomba, volvió a popa sin rastros de
embriaguez, un poco pálido y con la remojada colilla de un puro sujeta
aún entre los dientes, como la tenía al estallar el turbión. Herrick fué
tras él; apenas podía recordar la violencia de las emociones que aca-
baban de agitarle, pero comprendía que era inevitable una escena y
estaba impaciente, y hasta anheloso, de acabar con ello.
El capitán, al dar la vuelta al final de la caseta, se lo encontró cara a
cara y evitó su mirada. ––Hemos perdido dos gavias y la vela de estay
––balbuceó––. La suerte ha sido que no se nos ha llevado ningún palo.
––No es en eso en lo que estoy pensando- dijo Herrick en un tono de
extraña tranquilidad y que, sin embargo, produjo confusión y perplejidad
en el mismo capitán.
––¡Ya lo sé! ––exclamó levantando una mano––. Ya sé lo que usted
está pensando. Es inútil decirlo ahora. Ya estoy sereno.
––Tengo que decirlo, sin embargo ––contestó Herrick.
––Cállese, Herrick; ya ha dicho bastante. Ha dicho lo que no hubiera
tolerado a nadie en el mundo más que a usted; pero, con todo, sé que
es verdad.
––Tengo que decirle, capitán Brown, que renuncio a mi cargo de pilo-
to. Puede usted ponerme en el cepo o pegarme un tiro, como más le
acomode: no he de hacer resistencia. Lo único que hago es negarme a
ayudarle o a obedecerle; y le aconsejo que ponga a Mr. Huish en mi
lugar. Hará un primer oficial digno de tal capitán––. Sonrió, se inclinó y
volvió la espalda para irse a proa.
––¿Adónde va usted, Herrick? ––exclamó el capitán asiéndole del
hombro.
––A alojarme a proa con los marineros–– replicó Herrick con la misma
odiosa sonrisa––. Ya he estado bastante tiempo aquí atrás con uste-
des... caballeros.
––No tiene razón en eso. No sea precipitado, amigo; no hay nada ma-
lo en mí, más que la bebida... ¡es la vieja historia, Herrick! Que yo logre
serenarme de una vez, y entonces verá —dijo en tono suplicante.
––Dispénseme; no quiero saber más de usted ––dijo Herrick.
El capitán lanzó un profundo suspiro.
––¿Usted sabe lo que ha dicho de mis hijos? ––exclamó de pronto.
––De memoria. ¿Quiere usted acaso que se lo repita?
––¡No! ––gritó el capitán tapándose los oídos con las manos––. No
me haga matar a un hombre a quien quiero bien, Herrick: si me vuelve
a ver llevándome un vaso a los labios antes de estar en tierra, le doy
permiso para que me meta una bala en el cuerpo... ¡Le pido que lo
haga! Usted es la única persona a bordo cuya piel vale la pena de que
se conserve. ¿Cree usted que no lo sé? ¿Cree usted que ni un solo
momento me he vuelto en contra suya? Siempre me he dado cuenta de
que usted era el que tenía la razón... borracho o sereno, siempre lo
creí. ¿Qué es lo que necesita usted? ¿Un juramento? ¡Vamos, hom-
bre!, es usted demasiado inteligente para no ver que esto va de veras.
––¿Quiere usted decir que ya no habrá más borracheras ni de usted
ni de Huish? preguntó Herrick––, ¿que no han de seguir robándome
mis ganancias y bebiéndose mi champaña que ha comprado con mi
honra?, ¿que usted atenderá a sus deberes, y hará guardias, y desem-
peñará la parte que le toca en las faenas del barco, en vez de echarme
a mí, hombre de tierra, toda la carga y convertirse en la befa y el haz-
merreír de los marineros indígenas? ¿Eso es lo que quiere usted decir?
Si eso es, tenga la bondad de decirlo categóricamente.
––Pone usted esas cosas en términos difíciles de tragar para un
hombre de honor —fijo el capitán. ¿Quiere usted obligarme a confesar
que me avergüenzo de mí mismo? Fíese de mí esta vez: obraré recta-
mente, y ahí está mi mano.
––Bueno, haré la prueba por una vez ––dijo Herrick––. Vuelva a fa-
llarme...
––¡Basta ya! ––interrumpió Davis––. ¡Basta, compañero! Ya hemos
dicho lo suficiente. Tiene usted, Herrick, una lengua como una navaja,
cuando se enfada. Alégrese de que seamos otra vez amigos, como yo
me alegro; no me hurgue en las heridas; yo haré por que no se arre-
pienta de ello. Hemos estado hoy a un dedo de la muerte ––¡no diga de
quién fue la culpa!–– y muy cerca del infierno también, según me figuro.
Estamos en un mal camino nosotros dos y tenemos que no ser duros el
uno con el otro.
Estaba divagando; parecía, sin embargo, que divagaba con algún de-
signio, andando por las ramas de algo que temía decir; o, acaso,
hablando no más que para matar el tiempo, por miedo de lo que Herrick
pudiera decir a continuación. Pero Herrick había ya echado fuera todo
su veneno; era de natural bondadoso y, satisfecho con su triunfo, había
ya empezado a compadecerse. Con algunas palabras sedantes, trató
de dar por terminado el coloquio, y propuso que se fuera a mudar de
ropa.
––Falta algo que enderezar ––dijo Davis––. Antes tengo que decirle
una cosa. ¿Sabe usted lo que dijo de mis hijos? Necesito decirle por
qué me dolió tanto; y tengo la idea de que a usted va a hacerle daño
también. Es lo de mi pequeña, lo de mi Ada. No debió haber dicho
aquello... pero, por supuesto, usted no sabía. Ella... la niña, se murió,
ya ve usted...
––¡Qué es eso, David! ––exclamó Herrick. ¡Usted me ha dicho cien
veces que vivía! ¡Despéjese la cabeza, hombre! Tiene que ser la bebi-
da.
––No señor. Muerta está. Murió de una enfermedad de los intestinos.
Eso ocurrió mientras yo navegaba en el bergantín Pregón. Está ente-
rrada en Portland, Maine. "Ada, única hija del capitán John Davis, y de
Marian, su esposa. A los cinco años de edad." Llevaba a bordo una
muñeca para ella. Nunca me atreví a sacarla del papel en que estaba
envuelta, Herrick, y así se fue al fondo del mar, con el Sea Ranger, el
día de mi perdición.
Los ojos del capitán miraban fijos el horizonte; hablaba con un des-
usado dulzor, pero no perfecta compostura; y Herrick le contemplaba
con una extrañeza que tenía algo de terror.
––No vaya a creer, por eso, que estoy chiflado ––prosiguió Davis––.
Tengo todo el sentido común del que he menester, y aún me sobra.
Pero yo creo que un hombre desventurado es como un niño; y esto es
en mí como una cosa de niño también. Jamás pude resignarme a vivir
conforme a aquella cruda verdad, y por eso me forjo a mí mismo. Y se
lo advierto honradamente: tan pronto como terminemos esta conversa-
ción, empezaré otra vez con el fingimiento. Únicamente que, como us-
ted ve, Ada no podrá pasear las calles ––añadió el capitán––; ni siquie-
ra pudo vivir para que llegara a ser suya aquella muñeca.
Herrick puso una mano trémula en el hombro del capitán.
––¡No haga eso! ––exclamó Davis, retrocediendo, para evitar el con-
tacto––, ¿no ve usted que estoy ya hecho añicos, sin necesidad de
más? Vámonos, pues; venga conmigo, compañero: puede confiar en mí
de veras; venga a ponerse ropa seca.
Entraron en la cámara y allí encontraron a Huish de rodillas, force-
jeando para destapar una caja de champaña.
––¡Fuera de aquí! ––gritó el capitán––. Eso se acabó. ¡No se bebe
más en este barco!
––¿Se ha vuelto abstemio, prohibicionista? ––preguntó Huish––. Por
mí no hay inconveniente en que lo sea. Ya era hora, ¿eh? A un pelo de
perder, bonitamente, otro barco. ––Sacó una botella y se puso, con to-
da calma, a hacer saltar el alambre con el gancho del sacacorchos.
––¿Ha oído usted lo que he dicho? ––gritó el capitán.
––Me parece que sí he oído. Habla usted lo bastante alto. La dificul-
tad está en que no me importa.
Herrick agarró al capitán por una manga. Déjele ahora hacer lo que
quiera ––le dijo––. Ya hemos tenido bastante esta mañana.
––Pues que se salga con la suya ––dijo el capitán. Es la última vez.
Para entonces ya estaba roto el alambre, cortada la cuerda, desga-
rrada la caperuza de papel dorado, y Huish esperaba, vaso en mano,
que se produjese el acostumbrado estampido. No se produjo. Aflojó el
tapón con el pulgar: tampoco ocurrió nada. Al fin cogió el descorchador
y sacó el tapón. Salió con gran facilidad y sin ruido alguno.
––¿Qué es eso? ––dijo Huish––. Una botella echada a perder.
Escanció un chorro de vino en el vaso: era incoloro y sin espuma. Lo
olió y lo cató después.
––¿Qué diablos es esto? ––dijo––. ¡Es agua!
Si de repente se hubiera oído cerca del barco, en medio del mar, un
toque de corneta, los tres hombres que estaban en la cámara no hubie-
ran quedado tan estupefactos como los dejó aquel incidente. El vaso
pasó de mano en mano; cada uno de ellos olisqueó, probó y se quedó
suspenso mirando a la botella como pudiera haber mirado Robinson la
huella que encontró en la playa; y en las mentes de todos surgió, simul-
táneo, el mismo temor. Entre una botella de champaña y otra de agua,
no es grande la diferencia; entre dos cargamentos de ambas cosas es-
tá toda la escala que va desde la riqueza a la ruina.
Se descorchó otra botella. Había dos cajas preparadas en uno de los
camarotes: las sacaron fuera, hicieron saltar las tapas y las probaron.
Persistía el mismo resultado; el líquido que contenían era incoloro, insí-
pido y muerto como el agua de lluvia en una barca de pesca varada.
––¡De primera! ––exclamó el regocijado Huish.
––Óiganme; ¡vamos a probar en la bodega! ––dijo el capitán, enju-
gándose la frente con el revés de la mano, y los tres salieron de la cá-
mara con las caras largas y el andar abrumado.
Se llamó a toda la tripulación. Dos kanakas bajaron a la cala, otro fue
puesto al pie de un cabo pasado por una garrucha y Davis, hacha en
mano, se situó junto a la escotilla.
––¿Va usted a dejar que los marineros se enteren? ––murmuró
Herrick.
––¡Que los ahorquen! ––dijo Davis––. Eso ya nos importa poco. No-
sotros somos los que tenemos que enterarnos.
Tres cajas llegaron a cubierta y una tras otra fueron examinadas. De
cada botella, al romperle el capitán el cuello con el hacha, se desbordó
el champaña espumoso y efervescente.
––¡De más abajo!, ¡de más abajo! ––gritó el capitán a los kanakas de
la bodega.
Aquella orden produjo un cambio desastroso. Izaron a cubierta caja
tras caja y el capitán fue rompiendo, de un hachazo en el gollete, una
botella tras otra, y sólo salió agua chirle. Ahondaron aún más en el car-
gamento y llegaron a una capa donde casi se había prescindido ya de
todo intento de engaño, donde las cajas carecían de marcas, las bote-
llas no tenían alambres ni etiquetas y donde el fraude, en fin, era mani-
fiesto y saltaba a los ojos.
––Ya hemos perdido bastante el tiempo ––dijo Davis––. Vuelve a es-
tibar esas cajas en la bodega, Tío Ned, y tira al mar toda esa cacharre-
ría. Venid conmigo ––añadió, dirigiéndose a sus compañeros de aven-
turas, y marchó delante, hacia la cámara.

VI
LOS CONSOCIOS

Se sentaron en torno a la mesa. Era la primera vez que se encontra-


ban los tres reunidos; pero ya toda idea de incompatibilidad, todo re-
cuerdo de pasados agravios, se había desvanecido ante la ruina, co-
mún.
––Señores -dijo después de una pausa el capitán, exactamente con el
aire de un presidente que va a abrir la sesión de un consejo de adminis-
tración––: se nos ha estafado.
Huish rompió en una estruendosa risa.
––¡Qué me maten, si esto no es la más chistosa historia que he oído!
¡Y este Davis, que se las daba de vivo y de calculador! ¡Hemos robado
un cargamento de agua clara! ¡Anda mi madre!... ––y brincaba de puro
regocijo.
El capitán consiguió simular una sonrisa.
––Aquí vuelve nuestro amigo el Destino llamando a la puerta ––dijo a
Herrick––; pero esta vez me parece que la ha echado abajo a patadas.
Herrick se limitó a sentir con la cabeza.
––¡Cristo! ¡Pero si es de primera! ––gritó Huish riendo de nuevo a
carcajadas––. ¡Sería la cosa de más gracia del mundo si le hubiera
ocurrido a otro! ¿Y qué haremos ahora? Y con este bendito pailebot,
¿qué vamos a hacer?
––Aquí está la dificultad dijo Davis––. Sólo hay una cosa cierta: que
es inútil transportar al Perú agua clara y botellas usadas. No, señor;
estamos en un atolladero.
––¡Anda, y el comerciante!... ––exclamó Huish––. ¡El comerciante
que expidió este cargamento!... Tendrá noticias de Haití por el bergan-
tín correo y creerá que estamos navegando derechos a Sidney.
––Sí; y no le va a llegar la camisa al cuerpo a ese comerciante cuan-
do lo sepa ––dijo el capitán––. Una cosa: esto explica la tripulación de
kanakas. Si se tratara de perder un barco, yo, por mi parte, no pediría
nada mejor que una tripulación de kanakas. Pero hay otra cosa que no
se entiende: esto no explica para qué fue a parar el barco cerca de
Tahití.
––¿Para qué? ¡Para perderlo, alma cándida! ––dijo Huish.
––Usted se lo sabe todo ––replicó el capitán––. Nadie necesita perder
un pailebot sólo por perderlo; lo que se necesita es que se pierda en su
ruta, señor sabihondo. Este cree, por lo visto, que los aseguradores se
chupan el dedo.
––Bueno ––dijo Herrick––, yo puedo decirles por qué se desvió tanto
hacia el Este. Yo lo sé por Tío Ned. Parece ser que aquellos dos po-
bres diablos, Wiseman y Wishart, se emborracharon con champaña
desde el comienzo... y murieron borrachos al fin.
El capitán clavó los ojos en la mesa.
––Dormían en sus literas o se sentaban en esta maldita cámara ––
prosiguió con creciente excitación––, llenándose como pellejos con la
condenada bebida, hasta que les sorprendió la enfermedad. Al enfer-
mar y subirles la fiebre, bebieron aún más. Y aquí estaban tendidos,
vociferando y gimiendo, borrachos y agonizando, todo a la vez. No sa-
bían dónde estaban, no se cuidaban de ello. Parece que ni siquiera
tomaban la altura.
––¿No tomaban la altura? ––exclamó el capitán, levantando los ojos–
–. ¡Arrea!, ¡qué gente!
––Nada de eso nos importa un pito ––dijo Huish––. ¿Qué tenemos
que ver nosotros con Wiseman ni con el otro chispo?
––Muchísimo ––dijo el capitán––. Me parece que somos sus herede-
ros.
––Es una famosa herencia ––lijo Herrick.
––Bien, en cuanto a eso, habría que verlo ––––contestó Davis––. Se
me antoja a mí que aún pudiera ser peor. No valdrá lo que hubiera vali-
do el cargamento, por supuesto, al menos en dinero constante. Me pa-
rece a mí como si la herencia pudiera subir hasta cerca del último dólar
del prójimo de San Francisco.
––Despacio ––dilo Huish––. Dale a uno tiempo para pensar; ¿cómo
es eso, maestro?
––Pues bien, hijos ––prosiguió el capitán, que parecía. haber recupe-
rado todo su aplomo––. A Wiseman y a Wishart les iban a pagar por
perder el pailebot con todas las de la ley, y yo voy a hacer asunto mío
el ver que se nos pague. ¿Qué iban a cobrar Wiseman y Wishart? Eso
no lo sé. Pero ellos habían entrado por su gusto en el negocio; estaban
en el ajo. Pues fijarse bien en que nosotros estamos en terreno firme y
legal; nosotros no hemos hecho más que tropezar con él por casuali-
dad, y el buen comerciante no tendrá más remedio que cantar, y yo soy
el hombre para hacer que cante con provecho. No, señor; aún queda
algo que roer en este hueso del Farallone.
––¡Adelante con ello, capi! ––exclamó Huish––. ¡Qué gusto! ¡Adelan-
te! ¡Apretad de firme! ¡Este es un modo de hacer dinero! Que me ahor-
quen si no me gusta esto más que lo otro.
––Yo no comprendo dijo Herrick––. Les ruego que me dispensen; no
comprendo.
––Bueno, pues ahora ––dijo Davis–– yo tengo que decirle, de todos
modos, unas palabras sobre otro asunto, y bueno es que Huish las oiga
también. Nosotros hemos acabado con esa historia de las borracheras
y le pedimos perdón por ello, aquí, delante de usted. Tenemos que dar-
le las gracias por todo lo que ha hecho por nosotros mientras estába-
mos convertidos en unos cerdos; usted ha de ver cómo trabajo en ade-
lante; y en cuanto al vino, el cual reconozco que se lo hemos robado,
yo echaré la cuenta y quedará usted pagado. Hasta ahí creo que todo
va bien. Pero en lo que necesito que se fije, es en esto. La otra jugada
era de mucho riesgo. Esta de ahora es tan poco peligrosa como esta-
blecer una tahona de pan de Viena. No tenemos más que poner este
Farallone de cara al viento y navegar hasta que estemos bien al Oeste
de nuestro puerto de salida y a razonable distancia de algún sitio donde
haya un cónsul de los Estados Unidos. Abajo va el Farallone y que lo
pase bien. Un día, o cosa así, en el bote; el cónsul nos empaqueta, a
costa del Tío Sam, para San Francisco; y si el buen negociante no aflo-
ja los dólares, que me lo digan a mí.
––Pero yo pensé... ––balbuceó Herrick, y de pronto exclamó: ––
¡Vámonos al Perú!
––Está muy bien; si va usted al Perú por razones de salud, no diré
que no ––contestó el capitán––. Pero qué otro motivo podría usted te-
ner para ese viaje, no se me alcanza. No tenemos por qué ir allí con
este cargamento; no sé que las botellas viejas sean artículo en gran
demanda en ninguna parte, y menos que en ninguna ––apuesto hasta
la camisa–– en el Perú. Siempre fue dudoso que pudiéramos vender el
pailebot; nunca lo creí del todo y ahora estoy seguro de que no vale un
puñado de lentejas. Qué es lo que le pasa, no lo sé; lo único que sé es
que algo tiene de malo, o no estaría aquí con esta estafa en la tripa. Y,
además, esto: si lo echamos a pique y desembarcamos en el Perú,
¿qué va a ser de nosotros? No podemos declarar el naufragio, porque
¿cómo hemos arribado al Perú? En ese caso el comerciante no podía
cobrar el seguro; lo más probable es que quebrase; ¿y no le parece a
usted que ya nos está viendo a los tres sobre la playa del Callao?
––Allí no hay extradición ––––dijo Herrick.
––Está bien, amigo, y precisamente nosotros necesitamos ser extraí-
dos ––––dijo el capitán––. ¿Cuál es nuestro plan? Necesitamos tener
un cónsul que nos lleve hasta San Francisco y hasta la puerta del escri-
torio del comerciante. Mi idea es que Samoa es un sitio que puede con-
venirnos como centro de operaciones. Está enfilado con el viento; los
Estados Unidos tienen allí cónsul, y hacen escala los vapores de San
Francisco; de modo que, podemos volver atrás de un salto y tener un
rato de conversación con el negociante.
––¿Samoa? ––dijo Herrick––. Tardaríamos una eternidad en llegar.
––¡Nada, con un buen viento!
––No habría dificultades con el "Diario de navegación" ¿eh? ––
preguntó Huish.
––No, señor ––––dijo Davis––. Brisas ligeras .v vientos contrarios.
Chubascos y calmas. Distancia recorrida: cinco millas. No se hizo ob-
servación. Se atendió a las bombas. Y llenar las casillas del barómetro
y termómetro con las observaciones del viaje anterior. "No he visto viaje
parecido", le dice uno al cónsul. "Creí que me iban a faltar las..." ––Se
interrumpió de pronto––. Dígame... ––empezó a decir, y otra vez se
detuvo––. Perdóneme usted, Herrick -añadió con no disimulada humil-
dad––. ¿Llevó usted la cuenta del gasto de provisiones?
––Si me hubieran dicho que la llevase, lo hubiera hecho, como hice lo
demás, lo mejor que pude ––––dijo Herrick––. Como nadie se cuidaba
de ello, el cocinero se despachó a su gusto.
Davis volvió a clavar los ojos en la mesa.
––Yo anduve demasiado parco al encargarlas ––––dijo al fin––; lo im-
portante, en aquel momento, era alejarse de Papeete antes de que el
cónsul lo pensase mejor y se volviera atrás. Se me ocurre una cosa: me
parece que voy a hacer inventario.
Y se levantó de la mesa y, con un farol en la mano, desapareció en el
pañol de víveres...
––Aquí hay otro tornillo flojo -observó Huish.
––Óigame––dijo Herrick con un repentino brillo de animosidad en su
mirada––, aún debe usted de estar de guardia en cubierta, y segura-
mente es su turno al timón.
––Ya viene usted haciendo el pisaverde, ¿no es eso, pollito? ––––dijo
Huish––. "Apártese de esa bitácora". “Óigame: seguramente es su tur-
no al timón”. ¡Bah!
Encendió un puro, pausada y solemnemente, y echó a andar hacia el
combés con las manos en los bolsillos.
Tras una ausencia, sorprendente por lo corta, reapareció el capitán.
No miró a Herrick, pero llamó a Huish para que volviera a entrar y se
sentó.
––Bueno ––comenzó––; he hecho el recuento... por encima––. Hizo
una pausa como esperando que alguien le ayudara, y como lejos de
ayudarle, los otros dos le miraban con visible ansiedad, prosiguió aún
más mohíno: ––Bueno, pues no da juego. No podemos hacerlo; no hay
que darle vueltas. Lo siento tanto como ustedes y mucho más aun. Pe-
ro hay que abandonar la partida. No podemos ni aproximarnos a Sa-
moa. No sé ni si podríamos llegar a Perú.
––¿Qué quiere usted decir? ––preguntó brutalmente Huish.
––Casi no lo sé yo mismo ––replicó el capitán––. Yo calculé los víve-
res por lo bajo, ya lo he dicho, ¡pero lo que aquí ha pasado no lo puedo
comprender! Parece como si hubiera andado en ello el demonio. Ese
cocinero debe ser el peor de los estafadores. ¡Y en doce días nada
más! Es para volverse loco. Confieso francamente una cosa; parece
que ha tirado de largo de la harina. Pero lo demás... ¡Cristo! ¡No lo en-
tiendo! Ha habido más gasto en este barco de ochavo, que el que hay
en un trasatlántico... ––Miró a sus compañeros con el rabo del ojo: na-
da bueno pudo sacar de sus rostros sombríos y recurrió a la cólera––.
¡Esperen un poco a que hable yo con ese cocinero! ––rugió, descar-
gando un puñetazo sobre la mesa––. ¡Me va a oír ese hijo de perra lo
que no ha oído nunca! ¡Le voy a meter una bala!
––Usted no va a tocar a ese hombre ––––dijo Herrick––. La falta es
suya y usted lo sabe. Si deja suelto a un salvaje en la despensa, ya
puede figurarse lo que se debería esperar. No permitiré que se le mal-
trate.
Es difícil saber cómo hubiera tomado Davis ese desafío; pero su
atención fue desviada hacia un nuevo atacante.
––Bien: es usted un capitán como no hay otro ¿eh? ––dijo Huish, re-
calcando las palabras––. ¡Un capitán de primera! Y no me venga con
su palabrería de siempre, John Davis; ya le conozco, y sé que no sirve
para nada. Con que "no lo puedo comprender", ¿no es eso? ¡Ah!, con
que "no lo sé yo mismo", ¿eh? ¡Vamos, hombre! ¿No se pasaba usted
el bendito día gritando para que le trajeran más latas? ¿Cuántas veces
no le he oído llamar para que se llevasen toda una cena y la echasen a
la basura? ¿Y el desayuno? Comida para veinte, y usted vociferando
para que trajesen más. ¡Y ahora sale con que "no lo entiendo"! Vamos,
que esto es para hacerle a uno escribir a Dios una carta insultante. Y
no lo tome por la tremenda, John Davis: ojo conmigo, que soy peligro-
so. '
Davis seguía sentado como en un sopor: hasta hubiera podido dudar-
se si oía, pero la voz del dependiente resonaba en la cámara como la
de un corvejón en las rocas de un acantilado.
––Basta con eso, Huish ––dijo Herrick.
––¡Ah! De modo que se pone usted de su parte, ¿no es eso? Usted,
espetado, presuntuoso "snob"! Pues póngase. A los dos les espero.
Pero en cuanto a John Davis, que ande con ojo. Me pegó un golpe la
primera noche a bordo y nunca he recibido uno sin devolverlo con cre-
ces. Que se ponga de rodillas y me pida perdón. Esa es mi última pala-
bra.
––Yo estoy del lado del capitán ––––dijo Herrick––, y eso hace dos
contra uno, y los dos hombres cabales; y toda la tripulación me sigue a
mí. Tengo la esperanza de morir muy pronto, pero no tengo el menor
inconveniente en matar a usted antes de irme. Lo preferiría así; lo haría
con menos remordimiento que si matase una pulga. Ande con cuida-
do... Ande con cuidado, bichejo.
La animosidad con que fueron pronunciadas esas palabras era tan in-
tensa, y cosa tan extraña en la persona que las decía, que Huish se le
quedó mirando sorprendido, y hasta el humillado Davis levantó la cabe-
za y miró a su defensor. En cuanto a Herrick, las continuas agitaciones
y desengaños de aquel día le habían puesto fuera de si, desatinado; se
daba cuenta de un gozoso ardor, de una placentera excitación, sentía
el cerebro como vacío y le ardían los ojos al moverlos, tenía reseca la
garganta; el hombre menos peligroso por naturaleza ––excepto en
cuanto los débiles son siempre peligrosos estaba a punto, en aquel
momento, a asesinar o ser asesinado con igual indiferencia.
Estaba, pues, arrojado el guante y presentada la batalla; el que prime-
ro hablase, llevaría la cuestión a ser decidida allí mismo y en aquel ins-
tante: todos sabían que así era y se refrenaban; y durante muchos se-
gundos, que iba contando el reloj de la cámara, el terceto continuó sen-
tado e inmóvil.
Y entonces vino una interrupción tan bien recibida como las flores de
Mayo.
––¡Tierra! ––gritó una voz en cubierta––. ¡Tierra por la amura de bar-
lovento!
––¿Tierra? ––exclamó Davis poniéndose en pie de un salto––. ¿Qué
significa esto? No hay ninguna tierra por aquí.
Y como quien huye de un lugar donde queda un cadáver apuñalado,
los tres escaparon de la cámara y allí dejaron, detrás de ellos, su que-
rella sin solventar.
El cielo oscuro se aclaraba en suave gradación hasta una blancura
opalina al nivel del mar; y el mar, de un azul violento, de tinta, trazaba
nítidamente en derredor de ellos' la inflexible circunferencia del horizon-
te. Por mucho que se mirase, ni aun con ojos tan avezados como los
del capitán Davis, se podía percibir en ella la más mínima interrupción.
Algunas nubes tenues se desvanecían lentamente en lo alto, y cerca
del pailebot, como en tomo del único punto de interés, un ave tropical,
blanca como un copo de nieve, se cernía y giraba dejando ver, al vol-
verse, la larga pluma roja de su cola. Fuera del mar y del cielo, eso era
todo.
––¿Quién ha gritado tierra? preguntó Davis––. Si hay alguno que
quiera hacerse el gracioso conmigo, le voy a enseñar yo a dar bromas.
Pero Tío Ned, satisfecho, señaló una parte del horizonte donde una
leve iridescencia verdosa apenas se discernía, flotando como un humo,
en el cielo pálido.
Davis apuntó hacia allá con el anteojo, y después se volvió hacia el
kanaka. ––¿Y llamas a eso tierra? ––dijo––. Pues yo no.
––Una vez mucho hace ––dijo Tío Ned––, yo ver Anaa lo mismo, cua-
tro o cinto horas, antes de verla. Tapitán, decir sol, baja; sol, vuelve a
subir; él decir laguna lo mismo pejo...
––¿Lo mismo qué?
––Pejo, señor ––contestó Tío Ned.
––¡Ah!, ¡espejo! ––dijo Davis––. Ya veo: luz reflejada por la laguna.
Sí, pudiera ser, aunque es raro que nunca haya oído hablar de eso.
Vamos a ver el mapa.
Volvieron a la cámara y comprobaron que la situación del pailebot es-
taba muy a barlovento del archipiélago, en medio de una gran exten-
sión de papel en blanco.
––¡Ahí tienen! Ustedes mismos pueden verlo dijo Davis.
––Y, sin embargo, no sé ––dijo Herrick––, se me figura que puede
haber algo. Y desde luego, le digo una cosa, capitán; que es cierto lo
de la reverberación. Lo he oído en Papeete.
Comentario: Directorio maríti-
––¡Venga ese Findlay pues! dijo Davis––. Quiero estar bien seguro. mo conocido por el hombre del
autor.
Una isla no nos vendría mal en la situación en que estamos. Le fue en-
tregado el mamotreto, con el lomo deshecho, como siempre ocurre con
el Findlay, y empezó a buscar el sitio, leyendo entre dientes, mientras
pasaba las hojas con un dedo humedecido. ––¡Hola! ––exclamo––.
¿Qué es esto?––. Y leyó en voz alta: New Island. Según M. Delille, esta
isla, la cual por intereses particulares permanecería ignorada, está, se-
gún se dice, en latitud 12°, 49100 Sur, longitud 133°, 6' Oeste. Además
de esta posición, el comandante Matthews, del buque de guerra británi-
co Scorpion, dice existe una isla en latitud 12° 0' Sur, longitud, 133°, 16'
Oeste. Esta debería de ser la misma, si tal isla existe, lo cual es muy
dudoso, y no merece crédito alguno a los que trafican en el Mar del
Sur."
––¡Anda! ––dijo Huish.
––Todo está en condicional ––dijo Herrick.
––Está en lo que usted quiera ––exclamó Davis––; ¡pero ahí está!
Esa es la posición de nuestro barco, y no hay que darle vueltas.
––"La cual, por intereses particulares, permanecería ignorada"... ––
leyó Herrick por encima del hombro del capitán––. ¿Qué puede signifi-
car eso?
––Debería significar perlas ––dijo Davis––. ¿Una isla perlera de la
que nada sabe el Gobierno? Eso sería una finca. O supongamos que
no significa nada. Supongamos que no es más que una isla; me figuro
que podríamos reponernos de pescado y cocos, y cosas de los isleños
y realizar el proyecto de Samoa por la posta. ¿Cuánto dijo que tardaron
a descubrir a Anaa?
–Cuatro o cinco horas ––contestó Herrick.
Davis salió a la puerta. ––¿Qué viento teníais. Tío Ned, cuando avis-
taron Anaa?
––Seis o siete nudos.
––Treinta o treinta y cinco millas ––dijo Davis––. Ya es tiempo de que
empecemos a acortar vela. Si es una isla no necesitamos dar un tope-
tazo contra ella en la oscuridad, y si no la hay, lo mismo podemos pasar
de día. ––¡Listos para la maniobra! ––gritó con voz tonante.
Y la proa del pailebot fué puesta hacia aquel indeciso reflejo que ya
empezaba a palidecer y a disminuir en tamaño, como la nubecilla del
aliento se desvanece en el vidrio de la ventana. Al propio tiempo se
tomaron todos los rizos de las velas.
PARTE II

EL CUARTETO

VII

EL PESCADOR DE PERLAS

Serían las cuatro de la madrugada, y estaban el capitán y Herrick


sentados en la barandilla, cuando enfrente de ellos, en la noche pro-
funda, se oyó el estruendo de rompientes. Los dos se incorporaron de
un salto y aguzaron ojos y oídos. El fragor era continuo, como el del
paso de un tren: no se notaban en él altos ni bajos; minutos por minuto
el Océano se alzaba, con igual potencia, contra la isla invisible; y como
el tiempo pasaba, y Herrick esperaba en vano que se produjese alguna
alteración en la intensidad de aquel tumulto, una sensación de lo eterno
iba gravitando sobre su espíritu. Para el ojo avezado, la isla misma po-
día columbrarse por una indecisa línea de borrones sobre el cielo estre-
llado. Y el pailebot fue puesto a la capa y ansiosamente vigilado hasta
que rompió el día.
Hubo poco o nada de neblina matinal. Una claridad surgió en el
Oriente; después una tintura de cierto inefable, tenue, innominado ma-
tiz, entre carmesí y plata; y después, ascuas de fuego. Estas fulguraron
unos momentos sobre el confín del mar, y parecía que se abrillantaban
y se oscurecían y se iban extendiendo; y todavía la noche y las estre-
llas reinaban impasibles, sin recelo. Era como si una chispa hubiera
prendido y brillase y se corriera por la fimbria de algún recio y casi in-
combustible cortinaje, y la habitación misma no estuviera apenas ame-
nazada. Sin embargo, un instante más, y todo el Oriente resplandeció
con oro y escarlata, y la oquedad del cielo quedó henchida con la luz
del día.
La isla ––la no descubierta, la negada por todos ––estaba ahora de-
lante de ellos y a corto trecho del barco; y Herrick pensó que jamás en
sus sueños había contemplado nada tan extraño y delicado. La playa
era de una nítida blancura; la barrera continua de los árboles, de un
verde inimitable; la tierra apenas se levantaba diez pies sobre el mar y
treinta más el bosque.
De trecho en trecho, según iba el pailebot bordeando la costa hacia el
Norte, los árboles se interrumpían y se podía ver por encima de la exi-
gua franja de tierra ––como quien se asoma a una tapia–– la laguna
interior y, más allá, en la lejanía, el lado opuesto del atolón donde los
árboles se dibujaban, como con lápiz, sobre el cielo matutino. Herrick
se afanaba por encontrar analogías. La isla era como el reborde de una
gran vasija hundida en el mar; era como el terraplén, en el que habían
brotado árboles, de un ferrocarril circular; tan frágil parecía entre el tur-
bulento batir de las rompientes, tan quebradiza y linda, que no le hubie-
ra chocado verla sumergirse y desaparecer sin ruido, y cerrarse las olas
suavemente sobre el lugar que antes ocupaba.
Entretanto, el capitán había trepado a la cruceta y estaba ya en lo al-
to, a horcajadas, catalejo en ristre, mirando en todas direcciones, tra-
tando de descubrir una entrada, de vislumbrar alguna señal de ocupa-
ción. Pero la isla seguía desarrollándose como en una serie de articula-
ciones y se deslizaba ante el barco seguida y uniforme, con leves pro-
montorios; y aun no se veían ni habitaciones ni personas, ni la humare-
da de un fuego. Aquí, una multitud de aves marinas se cernían y revolo-
teaban pescando en las aguas azules; y allá y en todas partes, la estre-
cha franja de cocoteros y pandanos se prolongaba solitaria, formando
deliciosas bóvedas de verdura que nadie había de visitar; y sólo inte-
rrumpía el silencio de muerte la rítmica pulsación del mar.
Las brisas eran ligeras, la velocidad del barco escasa, el calor inten-
so. La cubierta ardía bajo los pies, el sol llameaba sobre las cabezas,
implacable en un cielo implacable; la brea burbujeaba en los intersticios
de la cubierta, y los sesos en el cráneo. Y en todo este tiempo la exci-
tación de los tres aventureros encendía su sangre como una fiebre.
Cuchicheaban, se hacían signos con la cabeza y señalaban, y se
hablaban al oído con un extraño afán de secreto, acercándose a aque-
lla isla clandestinamente, como espías o como ladrones; y hasta Davis,
desde la cruceta, daba casi todas sus órdenes por medio de ademanes
y gestos. Los marineros participaban en aquella muda nerviosidad, co-
mo perros, sin comprenderla; y entre el tronar de tantas millas de rom-
pientes, el barco mudo se acercaba a la isla deshabitada.
Al fin fueron aproximándose a una abertura en aquel interminable di-
que. Una punta de arena de coral se adelantaba por un lado; por el
otro, un alto y espeso ramillete de árboles cerraba la vista; entre ambos
estaba la boca de la enorme jofaina. Dos veces al día el Océano se
precipitaba por el estrecho boquete y se amontonaba entre aquellos
frágiles muros; dos veces al día, al bajar la marea, el formidable so-
brante tenia que luchar allí para escaparse. El momento en que el Fara-
llone llegó era el de la pleamar. El mar regresaba ––con el instinto de la
paloma casera–– buscando el vasto receptáculo, se deslizaba onduloso
por la entrada; se transfiguraba, al hacerlo, en una maravilla de líquidos
y sedosos matices, y colmaba hasta el borde el mar interior que estaba
detrás. El pailebot llegó ciñendo el viento, y fue recogido y arrastrado
como un juguete por la corriente. Se deslizó al principio, fue después
como en un raudo vuelo; una sombra fugitiva, proyectada por los árbo-
les de la costa, pasó sobre la cubierta; el fondo del canal se mostró por
un momento, y en un momento desapareció, y en el siguiente, el paile-
bot flotaba en la amplitud de la laguna interior, y abajo, en la transpa-
rente mansión de las aguas, jugueteaba una miríada de peces multico-
lores–– y una miriada de pálidas flores de coral esmaltaba el fondo.
Herrick permanecía en un arrobamiento. En la glotona avidez de sus
ojos olvidó el pasado y el presente, olvidó que le amenazaba de un lado
el presidio, y del otro, el hambre, olvidó que había venido a aquella isla
en una desesperada algara, en busca de víveres, agarrándose a clavos
ardiendo. Una bandada de peces, pintados como el arco iris, y con pi-
cos como cotorras, surgió en la sombra del pailebot, y pasó de largo,
relampagueando en el sol submarino. Eran de una belleza como de
pájaros, y su paso silencioso dejó en Herrick la impresión de una frase
musical.
Entretanto, ante la mirada de Davis en la cruceta, la laguna seguía di-
latando la superficie de sus aguas solitarias, y la larga procesión de
árboles de la costa se iba desarrollando como una cinta. Y aun no se
percibía señal alguna de civilización. El pailebot, al entrar, había sido
aproado hacia el Norte, donde el agua parecía más profunda, y ahora
se deslizaba junto al alto bosque de árboles que estaba en aquel lado
del canal y obstruía la vista. De toda la baja costa de la isla, sólo aquel
doblez permanecía invisible. Y de pronto se retiró la cortina; se descu-
brió ante ellos una ensenada, abrigada en aquel recodo y contempla-
ron, con indecible pasmo, los techos de humanas mansiones.
Lo que así apareció, como por sortilegio, ante los que iban en la cu-
bierta del Farallone, no tenía el aspecto de una población, sino más
bien el de una importante granja con su caserío aledaño: una larga fila
de cobertizos y almacenes; aparte, y por un lado, una vivienda rodeada
de una amplia galería; al otro, una docena de chozas indígenas, una
construcción con un campanario y ciertos pujos arquitectónicos, que
pudiera estar destinada a capilla. Enfrente, en la playa, había unos re-
cios y pesados botes, en seco sobre la arena, y un muelle de madera
avanzaba sobre las aguas abrasadas de la laguna. En un mástil, en el
arranque del muelle, estaba desplegado el rojo pabellón de Inglaterra.
Por detrás, en torno, y por encima, el mismo macizo de altas palmeras,
que al principio había ocultado el poblado, extendía su techo de tumul-
tuosos abanicos verdes que se agitaban y se revolvían en lo alto, y can-
taban todo el día su canción argentina al impulso del viento. Todo ello
tenía el aspecto difícil de precisar, pero inequívoco, de hallarse en acti-
vo servicio; y, sin embargo, daba una impresión de soledad casi patéti-
ca: no se veía alma viviente por entre las casas y no se oía ruido algu-
no de humano trabajo o regocijo. Sólo, en lo alto de la playa, y no lejos
del asta de la bandera, se veía una mujer, de descomunal estatura y
blanca como la nieve, haciendo señas con un brazo alzado. Una se-
gunda mirada bastaba para reconocer en ella una obra de escultura
náutica: el mascarón de proa de un barco, que por tanto tiempo se
habría alzado y zambullido ante el embate de infinitas olas y ahora
había sido llevado a tierra para ser el paladión y el numen tutelar de la
ciudad desierta.
El Farallone aprovechó bien la brisa; ésta, además, era más fuerte en
la laguna interior que fuera en el mar, al reparo de la isla; y ante el paí-
lebot robado, se iban descubriendo nuevas cosas con la rapidez de un
panorama, de suerte que los aventureros no osaban desplegar los la-
bios. La bandera hablaba por sí sola: no era un deshilachado y desteñi-
do trofeo que se hubiera ido haciendo jirones en el mástil ondeando
sobre un desierto; y para mayor certeza, podía vislumbrarse, en la pro-
funda sombra de la verandah, un brillo de cristalería y aletear los man-
teles. Si el mascarón de proa, erguido junto al muelle, con su perenne
ademán y su blancura leprosa, reinaba solitario en aquel caserío, como
parecía hacerlo en aquel instante, su reinado dataría de muy poco. Ma-
nos laboriosas habían trabajado allí y pies humanos habían recorrido
aquellos lugares, en el transcurso de aquel día. De ello estaban segu-
ros los farallones; sus ojos trataban de penetrar las profundas umbrías
de las palmeras en busca de alguien escondido; la intensidad de sus
miradas, de prevalecer, hubiera taladrado los muros de las viviendas; y
se sentían sobrecogidos, en aquellos segundos emocionantes y decisi-
vos, por la sensación de que se les espiaba y se jugaba con ellos, y de
la amenaza de un golpe que se preparaba.
El extremo del cabo cubierto de palmeras, que acababan de fran-
quear, ocultaba una rinconada de la que se destacó, repentina y rápi-
damente, un bote.
––¡Ah del pailebot! ––gritó una voz––. Seguid hacia el muelle. A dos
cables hay veinte brazas de agua y buen fondeadero.
El bote iba tripulado por un par de atezados remeros con parcos za-
ragüelles azules. El que habló llevaba el timón e iba vestido de blanco,
el traje de etiqueta de los trópicos; un ancho sombrero le ocultaba la
cara, pero podía verse que era hombre de gran tamaño, y el tono y
acento de su voz eran de un gentleman. Eso era todo lo que se descu-
bría. Era evidente, además, que el Farallone había sido visto ya hacía
tiempo en el mar y que los habitantes estaban apercibidos para su re-
cepción.
Las órdenes fueron obedecidas mecánicamente y el barco fondeó; y
los tres aventureros se agruparon a popa junto a la caseta y esperaron,
con apresurado latir de pulsos y una perfecta vacuidad en la mente, la
llegada de aquel desconocido que tanto podía significar para ellos. No
tenían plan ni historia preparada; faltaba tiempo para inventarla; se les
había cogido con las manos en la masa y tenían que dejar correr la
suerte. Sin embargo, en aquella ansiedad había algo de esperanza.
Siendo una isla, por decirlo así, secreta, no era posible que aquel hom-
bre desempeñase cargo alguno o tuviese autoridad para exigirles sus
papeles. Y además de eso, si había algo de cierto en lo del "Findlay",
como en efecto parecía haberlo, aquella persona era el representante
de los "intereses particulares", tenía que causarle gran enojo su llega-
da, y acaso ––la esperanza les murmuraba al oído ––quisiera y pudiera
comprarles su silencio.
El bote estaba ya atracando al costado y pudieron ver al fin la clase
de hombre con quien tenían que habérselas. Era una especie de gigan-
te, de más de seis pies de altura y de una corpulencia proporcionalmen-
te recia y fornida; pero su vigor muscular parecía como desleído y des-
virtuado por una indiferente y desmayada apatía. Únicamente sus ojos
rectificaban esta primera impresión: eran, a la vez, de un brillo y de una
suavidad inusitados, sombríos como carbón y con luces como el topa-
cio; ojos de perfecta salud y bondad; ojos que ponían en guardia contra
la cólera destructora de aquel hombre. Su tez, naturalmente morena, se
había curtido en la isla hasta llegar a un matiz apenas distinguible del
color de un tahitiano; sólo sus movimientos y ademanes, y la vívida
fuerza que yacía latente en él, como el fuego en el pedernal, denuncia-
ban al europeo. Vestía un traje de dril, blanco, de elegantísimo corte; el
pañuelo que llevaba al cuello y la corbata eran de seda de tonos sua-
ves; junto a él, reclinado en una bancada, se veía un rifle Winchester.
––¿Está el doctor a bordo? ––exclamó al subir––. El doctor Symonds.
¿No saben nada de él? ¿Tampoco del Trinity Hall? ¡Ah! No parecía es-
tar sorprendido, sino aparentarlo, así por cortesía, pero su mirada reco-
rrió sucesivamente a los tres con tan ahincada curiosidad, que tenía
algo de salvaje. ––¡Ah! pues entonces dijo–– debe de haber algún
error, sin duda, y tengo que preguntarles: ¿a qué debo este honor?
Ya para entonces estaba sobre cubierta, pero tenía el arte de ser por
completo inaccesible; el más vulgar campechanote, con cuatro copas
de más en el cuerpo, se hubiera mirado muy bien antes de tomarse
libertades, y ninguno de los aventureros se atrevió siquiera a ofrecerle
la mano.
––Pues bien ––dijo Davis––, llamémoslo, si usted quiere, una casua-
lidad. Habíamos oído de su isla y leímos aquello en el Directorio acerca
de los "Intereses particulares". Así es que, cuando vimos el reflejo de la
laguna en el aire, pusimos en seguida la proa hacia. acá, y por eso es-
tamos aquí.
––Que se nos dispense si molestamos ––dijo Huish.
El hombre miró a Huish con un aire de vaga sorpresa y apartó signifi-
cativamente la mirada. No se podía ser más insultante con un mero
gesto.
––Puede ser que me sea de utilidad su venida aquí ––dijo––. Mi pro-
pio pailebot se ha retrasado y quizá me conviniera utilizar su barco en-
tretanto. ¿Aceptarían ustedes un fletamento?
––Me parece que sí ––contestó Davis; eso depende...
––Me llamo Attwater ––prosiguió aquél––. Supongo que usted es el
capitán.
––Sí, señor. Soy el capitán de este barco: el capitán Brown.
––¡Eh!, ¿qué es eso? ––dijo Huid––. Mejor es empezar hablando cla-
ro. Es el patrón aquí en cubierta, sí es verdad; pero no en la cámara.
Abajo, todos somos unos, todos tenemos parte en la expedición; cuan-
do se trata de negocios, yo no soy menos que él. Y lo que digo es: vá-
monos a la cámara a echar un trago y a hablar del asunto mano a ma-
no, como entre amigos. Tenemos un champaña de primera añadió,
guiñando un ojo:
La presencia del gentleman hacía resaltar, iluminándola como una bu-
jía., la plebeya ordinariez del dependiente; y Herrick, instintivamente,
como se escuda uno contra un sufrimiento, se apresuró a interrumpir.
––Yo me llamo Hay ––––dijo––, puesto que estamos en las presenta-
ciones. Tendríamos mucho gusto en que pasase usted a la cámara.
Attwater se inclinó de pronto hacia él. ––¿Universitario? preguntó.
Comentario: Uno de los cole-
––Sí, de Merton ––dijo Herrick, y en el mismo instante, dándose cuen- gios ––el más antiguo–– que
¿ostituyen la Universidad de
ta de su indiscreción, enrojeció como la grana. Oxford.

––Yo soy de los otros ––dijo Attwater––, de Trinity Hall, en Cambrid-


ge, y por eso le puse a mi pailebot el nombre del viejo caserón. ¡Va-
mos! ¡Qué sitio y qué rara compañía para encontrarnos, mister Hay, ––
prosiguió, con fácil y despreocupada descortesía para los demás––.
Pero ¿me responde usted de lo que sostiene?... Con perdón de usted,
caballero, no he podido entender su nombre...
––Mi apellido es Huish ––contestó el dependiente, y se puso a su vez
colorado.
––¡Ah! ––dijo Attwater––. Y volviéndose de nuevo hacia Herrick:
Comentario: Attwater altera así
¿Responde usted de la opinión de míster Whish acerca de su vino? ¿O el apellido de Huish para burlarse
de la defectuosa pronunciación del
no eran acaso sus palabras más de un desbordamiento de la ingenua dependiente, característica del
pueblo bajo de Londres.
poesía de su naturaleza?
Herrick estaba abochornado; la aterciopelada brutalidad del visitante
le hacía enrojecer. Que le aceptase a él como un igual, y que así, mar-
cadamente, dejase a los otros de lado, le halagaba a pesar suyo, y al
propio tiempo, y como de rechazo, le encendía en cólera.
––No lo sé ––––contestó––. No es más que champaña de California;
bastante bueno, a lo que parece.
Attwater pareció adoptar una resolución: ––Bueno, pues entonces,
voy a proponer una cosa: ustedes tres, caballeros, se vienen esta no-
che a tierra con una cesta de botellas; yo trataré de buscar los comesti-
bles. ––Y añadió después: A propósito, hay una cosa que debía haber-
les preguntado cuando vine a bordo: ¿han tenido viruela?
––Personalmente, no ––––contestó Herrick––. Pero la ha habido en el
pailebot.
––¿Muertos?
––Dos.
––Y ustedes, ¿han tenido muertes aquí en la isla? ––preguntó Huish.
––¡Ah! Es una enfermedad terrible ––dijo Attwater––. Veintinueve
muertos y treinta y un casos en las treinta y tres almas que había en la
isla... Es una rara manera de echar la cuenta, Mr. Hay, ¿no es cierto?...
¡Almas! Nunca digo eso sin sobrecogerme.
––¿De manera que por eso es por lo que todo está desierto? ––dijo
Huish.
––Por eso es, Mr. Whish ––––dijo Attwater, por eso es por lo que la
casa está vacía y el cementerio lleno.
––¡Veintinueve muertos de los treinta y tres! ––exclamó Herrick––. ¿Y
cómo se arreglaron para enterrar?... ¿O no se entretuvieron en entie-
rros?
––Apenas ––contestó Attwater––, o hubo al menos un día en que tu-
vimos que desistir. Había cinco muertos aquella mañana y trece que se
estaban muriendo, y nadie que pudiera dar un paso, a no ser el sepultu-
rero y yo. Tuvimos un consejo de guerra, cogimos las... botellas vací-
as..., las llevamos a la laguna y las sepultamos. ––Y aquí volvió la ca-
beza para mirar por encima del hombro las aguas deslumbrantes. ––
Bueno, de modo que entonces vendían ustedes a comer. ¿Diremos a
las seis y media? ¡Son ustedes tan amables!
Su voz, al pronunciar esas frases, se acomodó en seguida al tono fal-
so de la vida social; y Herrick, sin darse cuenta, siguió su ejemplo. ––Le
aseguro a usted que estaremos encantados. ¿A las seis y media? Se lo
agradecemos tanto.

"Pues mi voz está entonada con la nota del cañón


que retumba sobre el mar, al estallar el combate",

dijo Attwater, citando esos versos con una sonrisa que se trocó de
pronto en un aire de solemnidad fúnebre. ––Espero, sobre todo, que no
faltará mister Whish —añadió––, Mr. Whish, confío en que ha entendido
usted la invitación.
––¡Pues no que no, compadre! ––contestó el festivo Huish.
––Muy bien, pues, y queda entendido, ¿no es eso? Mr. Whish y el
capitán Brown, a las seis y media sin falta; y usted, Hay, a las cuatro en
punto.
Y llamó a su bote.
Durante toda aquella conversación, graves pensamientos y preocu-
paciones habían agobiado la mente del capitán. Para nada había naci-
do tan liberalmente dotado como para desempeñar el papel de capitán
de barco, hospitalario y francote. Pero en aquella ocasión estaba silen-
cioso y abstraído. Los que le conocían podían notar que no perdía una
sílaba de lo que se hablaba, y parecía sopesarlo y analizarlo todo.
Hubiera sido difícil precisar lo que había en su aspecto de frío, cautelo-
so y siniestro, como de quien tramaba planes, aun en gestación; contra
el inconsciente huésped,; se notaba en esto y en aquello, y no se nota-
ba en nada; era en este instante cosa tan nimia, que Herrick se repro-
chaba a sí mismo por haberlo sospechado; y un instante después era
tan obvio y palpable, que podía decirse que por cada pelo de la cabeza
de aquel hombre salía una amenaza. .
Volvió en sí de pronto, como con un estremecimiento. ––Usted habla-
ba de un fletamento ––dijo.
––¿De veras? ––contestó Attwater––. Bueno, pues no hablemos más
de ello, por el momento.
––Su paílebot, según he entendido, está retrasado prosiguió el capi-
tán.
––Ha entendido usted perfectamente, capitán Brown. Treinta y tres
días de retraso; hoy al mediodía.
––De modo que va y viene ¿eh? ¿Trafica entre aquí y...? ––indicó el
capitán.
––Exactamente: cada cuatro meses; tres viajes por año ––dijo Attwa-
ter.
––¿Va usted en él alguna vez?
––No, se queda uno aquí. Tiene uno hartas cosas a qué atender. ––
Se queda usted aquí, ¿no es eso? ––exclamó Davis––. Dígame.
¿Cuánto tiempo?
––¡Cuánto tiempo! ¡Oh Dios! ––dijo Attwater, con perfecta y severa
gravedad––. Pero no parece tanto ––añadió, sonriéndose.
––No, me figuro que no ––dijo Davis––. No con todas las cosas bue-
nas que tiene usted a su alrededor y en un acomodo tan tranquilo como
éste.
––El sitio, como usted tan bondadosamente lo juzga, no es del todo
insoportable.
––¿Nácar... supongo que será? insinuó Davis.
––Sí; había nácar.
––Esta es una lagunaza tremenda ––prosiguió el capitán––. Ha habi-
do... es que la pesca... ¿diría usted que la pesca es aquí, en cierto mo-
do, buena?
––No sé qué diría yo de ella, en cierto modo, nada ––contestó Attwa-
ter–– si vamos a aso.
––¿Había perlas también?
––Perlas también.
––Bueno, pues me doy por vencido ––dijo Davis riéndose, y su risa
sonó a falsa como una mala moneda––. Si no quiere usted hablar, no
ha de hablar, y asunto concluido.
––No hay ya ninguna razón para que yo afecte la menor pretensión
de secreto en cuanto a mi isla ––respondió Attwater––; eso se acabó
en el momento en que ustedes llegaron; pero, sea como sea, pueden
estar seguros de que, tratándose de caballeros como usted y Mr.
Whish, siempre hubiera estado encantado de recibirles en mi casa y
ponerla a su disposición. El punto en que diferimos ––si eso se puede
llamar diferir–– es uno de tiempo y de oportunidad. Yo poseo algunos
datos los cuales usted cree que puedo comunicar, y yo creo que no.
Bien, ¡ya veremos esta noche! Adiós, adiós, Whish. ––Embarcó en su
bote y desatracó––. ¿Quedamos de acuerdo?, ¿eh? El capitán y Mr.
Whish, a las seis y media, y usted, Hay, a las cuatro en punto. ¿Me en-
tiende, Hay? No admito excusas. Si no están allí para el tiempo señala-
do, no habrá banquete. ¡Si no hay canción, no hay cena, Mr. Whish!
Blancas aves cruzaban rápidas por el aire, allá en lo alto, y abajo, en
el agua, que apenas parecía más densa, bandadas de peces de colo-
res; y suspendido en medio, como el féretro de Mahoma, el bote se ale-
jaba velozmente y su sombra le iba siguiendo sobre el fondo resplan-
deciente de la laguna. Attwater, sentado en el tabloncillo de popa, iba
mirando hacia atrás; ni por un momento apartó los ojos del Farallone y
del grupo reunido en la toldilla junto a la caseta, hasta que el bote atra-
có al muelle. Desde allí, con paso ágil, y apresuradamente, se dirigió a
tierra, y los del Farallone siguieron viendo su traje blanco por entre la
umbría del bosque, tachonada de manchas de luz, hasta que desapa-
reció en la casa.
El capitán, con un gesto y una cara harto expresivos, llamó a sus
compañeros para que entrasen en la cámara.
––Bien está––dijo a Herrick, en cuanto se sentaron––; al menos hay
una cosa buena. Se ha aficionado a usted de veras.
––¿Y por qué es eso cosa buena? preguntó Herrick.
––¡Ah!, ya va usted a ver ahora lo que puede dar de sí ––contestó
Davis––. Usted va a tierra a estar con él, y eso es todo. Puede pescar
la mar de informes; puede averiguar lo que tiene, y de qué fletamento
se trata, y cuál es la cuarta persona... porque ellos son cuatro, y noso-
tros nada más que tres.
––Y suponiendo que lo hiciera, ¿qué más iba a pasar? preguntó
Herrick––. ¡Contésteme a eso!
––Así lo haré, Robert Herrick ––dijo el capitán––. Pero antes, vamos
a ponerlo todo en claro. Me figuro que está usted enterado de que este
negocio del Farallone se ha venido al suelo, que está perdido sin reme-
dio, y que si esta isla no se hubiera presentado delante, cuando se pre-
sentó, ¿sabe lo que hubiera sido de usted y de Huish y de mí?
––Sí; todo eso lo sé elijo Herrick––. No importa de quién sea la culpa;
pero todo eso lo sé, ¿y qué más?
––No importa de quién sea la culpa; usted lo sabe bien, y muchas
gracias por el recuerdo ––dijo el capitán––. Ahora aquí está este Attwa-
ter: ¿qué piensa usted de él?
––No lo sé ––contestó Herrick––. Me atrae y me repele. Ha estado
atrozmente grosero con ustedes.
––¿Y usted, Huish? ––dijo el capitán.
Huish estaba sentado limpiando su pipa favorita; apenas levantó la
cabeza, enfrascado del todo en la absorbente tarea: ––¡No me pregun-
te lo que pienso de él! ––dijo––. Algún día llegará, espero en Dios, en
que pueda decírselo a él mismo.
––Huiste piensa lo mismo que yo ––digo Davis––. Cuando aquel
hombre se nos acercó como diciendo: "Miradme bien, yo soy Attwater",
y usted sabe muy bien que fue así, a escape lo calé. Aquí está, me dije,
el genuino artículo, el que no puedo tragar, el verdadero y cogotudo
aristócrata, el que le mira a uno como si fuera basura, y no se explica
para qué se molestó Dios en criarnos. No, eso no está falsificado; tiene
que haber nacido en ello y, ¡fíjese!, listo como el aire y fume como el
acero; nada de tontería, no señor, no tiene un pelo de tonto. Y ahora
me pregunto: ¿para qué está aquí, en esta isla tan divertida? No está
aquí coleccionando insectos. Esos así, tienen un palacio en su tierra y
lacayos con pelucas empolvadas; y si no está allá, sus razones tendrá,
¿me entienden?
––Sí, sí, le oigo ––dijo Huish.
––Ha estado aquí, por consiguiente, haciendo buenos negocios ––
continuó el capitán––. Durante diez años ha hecho un negocio enorme.
En perlas y nácar, por supuesto; no puede haber otra cosa en este sitio,
y no hay duda de que envía las conchas, de tiempo en tiempo, en el
Trinity Hall, y el dinero que saca de ellas va derecho al Banco, de modo
que eso no nos importa. Pero, ¿qué más hay aquí? ¿No hay otras co-
sas que sería probable que guardase aquí? ¿No hay nada que tenga
forzosamente que guardar aquí? Sí, señor... ¡las perlas! Primero, por-
que valen demasiado dinero para confiárselas a nadie. Segundo, por-
que las perlas requieren mucha manipulación y paciencia para clasifi-
carlas y aparearlas; y el que vende sus perlas, según le vienen a las
manos, una por ahí y otra por allá, en vez de reservarlas y esperar la
ocasión, ese es un idiota... y no lo es Attwater.
––Probablemente ––dijo Huiste––. Así es cómo debe de ser; no está
probado, pero––es lo probable.
––Está probado ––dijo Davis rotundamente.
––¿Y si suponemos que lo está? ––dijo Herrick––. Admitamos que
todo eso es cierto y que tuviera esas perlas, todas las coleccionadas en
diez años. ¿Y si suponemos que las tiene? Esa es mi pregunta.
El capitán tocaba un redoble con sus fornidas manos en la mesa que
tenia delante: miraba fijamente el rostro de Herrick, y éste, con no me-
nos fijeza, miraba la mesa y los dedos que repicaban; el barco, ancla-
do, se mecía con una suave oscilación, y una gran mancha de sol iba y
venía entre uno y otro interlocutor.
––¡Óigame! ––exclamó súbitamente Herrick.
––No, mejor es que me oiga usted a mí primero ––dijo Davis––. Ói-
game y entiéndame. A nosotros, para nada nos sirve ese prójimo, si a
usted le sirve para algo. Es de su género de usted, no del nuestro; se
ha aficionado a usted y se ha limpiado las botas encima de Huish y de
mí. ¡Sálvele usted, si puede!
––¿Salvarlo? ––repitió Herrick.
––¡Sálvelo usted, si es capaz! ––insistió Davis, dando un golpe en la
mesa con el puño––. Vaya usted a tierra y háblele con suavidad, y si
logra traerlo a bordo, a él y a sus perlas, le perdonaré la vida. Si usted
no lo consigue, va a haber un funeral. ¿No es eso, Huiste?, ¿no le pa-
rece bien?
––Yo no soy hombre que le guste perdonar ––dijo Huish––; pero no
soy tampoco de los que echan a perder un negocio. Traiga al fantas-
món a bordo y tráigalo con sus perlas, y puede hacer con él lo que le
venga en gana; abandonarlo en alguna isla, si quiere... No me opon-
go...
––Bueno; ¿y si no puedo? ––exclamó Herrick, mientras el sudor le co-
rríá por la cara––. Me hablan como si yo fuera Dios Todopoderoso: haz
esto y haz lo otro. Pero, ¿y si no puedo?
––Hijo ––dijo el capitán––, arréglese como mejor pueda o ¡va usted a
ver cosas gordas!
––¡Ya lo creo! ––dijo Huish––. ¡Ay, mi niña! ¡Ya lo creo que sí! Miró a
Herrick, en el lado opuesto de la mesa, con una sonrisa desdentada,
que estremecía por su salvajismo; y sin duda sugestionado su oído por
la expresión trivial que había empleado, empezó a cantar un trozo del
estribillo de una canción cómica que debió de haber oído en Londres
veinte años antes; estúpida jerigonza, sin sentido alguno, que era en
aquel lugar y en aquel momento, repugnante y odiosa como una blas-
femia.
El capitán le dejó que acabase; su rostro permanecía inalterable.
––De la manera que se han puesto las cosas, cualquiera otro en mi
lugar, no le dejaría a usted ir a tierra ––prosiguió––, pero yo no soy de
ese género. Yo sé que nunca se volverá contra mí, Herrick. O si se de-
cide a hacerlo y me traiciona... ¡vaya usted y hágalo y que Satanás se
lo lleve! ––gritó, y se levantó bruscamente de la mesa.
Salió fuera de la caseta, y al llegar a la puerta se volvió y llamó a
Huish con voz violenta y repentina, como el ladrido de un perro. Huish
le siguió y Herrick se quedó solo en la cámara.
––¡Ojo con lo que se hace! ––murmuró Davis al oído de Huish––. Co-
nozco muy bien a ese. Si vuelve usted a dirigirle otra vez la palabra, va
a ser la ruina de todos.

VIII

EN EL ATOLÓN

El bote regresaba al Farallone y estaba ya a mitad de camino cuando


Herrick dió la vuelta y echó a andar, de mala gana, por el muelle ade-
lante. En lo alto de la playa el mascarón de proa se erguía frente a él
con una cierta apariencia irónica, echada hacia atrás la cabeza encua-
drada en el yelmo, levantado el formidable brazo como para lanzar un
proyectil contra el pailebot anclado. Parecía una deidad retadora de la
isla, que había llegado hasta el borde en un ímpetu para levantar el
vuelo, y se había petrificado en aquella actitud de bélica acometida. Al
pasar a su lado, Herrick alzó los ojos para contemplar la gigantesca
mujer, con un extraño sentimiento de curiosidad y romanticismo, y dejó
volar su imaginación pensando en la historia de su vida. Había sido por
tanto tiempo la ciega conductora de una nave por entre las olas; había
estado por tanto tiempo allí, ociosa, bajo el sol de fuego, que no había
logrado levantar ampollas en la pintura, y ¿no iba a ser más que éste el
final de tantas aventuras? ––se preguntaba––, ¿o aún quedaban más
detrás? Y en lo hondo de su corazón sentía que no fuera una diosa, y él
no llegase a ser un pagano, para postrarse ante ella en la hora de la
tribulación.
Siguiendo adelante, penetró en la fresca sombra de las palmeras, al-
tas y espesas. Las ráfagas de la brisa, que iba amainando, las mecían
entrechocándolas allá en lo alto, y por todas partes, con la rapidez de
libélulas o de golondrinas, los rayos del sol huían y tornaban y se per-
seguían en incesante agitación. Bajo los pies, la arena era consistente
y lisa, y Herrick andaba silenciosamente, como sobre nieve recién caí-
da. Notaba que había estado tan limpia y escardada como las avenidas
de un parque inglés, pero la epidemia había hecho que las malas hier-
bas empezasen a retoñar. Los edificios de la factoría se percibían entre
las columnatas de las palmeras, recién pintados, limpios y coquetones,
pero todos silenciosos como tumbas. Tan sólo aquí y allí, bajo la cripta
de verdura, se oían ruidos y cacareos de gallinas, y por detrás de la
casa de las galerías vio alzarse el humo y oyó el chisporroteo de un
fuego.
Las casas de piedra estaban más cercanas, a la derecha. La primera
estaba cerrada; en la segunda, pudo percibir vagamente, por una ven-
tana, un depósito de conchas perleras amontonadas en el fondo; la ter-
cera, por cuyas puertas abiertas de par en par entraba la luz de la tar-
de, atrajo la atención de Herrick por la multiplicidad y el revoltijo de co-
sas pintorescas que contenía. Había allí cables, cabestrantes y poleas
de todos los tamaños; tragaluces de camarotes y escalas; tanques oxi-
dados y una caseta de bajada a la cámara; una bitácora con sus mon-
tajes de cobre y su brújula apuntando sin objeto, en la confusión y en la
penumbra de aquel cobertizo, a un olvidado polo; cordajes, anclas, ar-
pones, una caldera verdosa de cobre, para derretir grasa de ballena,
una rueda de timón, una caja de herramientas con el hombre del barco,
Asia, en la tapa; todo un almacén de antigüedades y curiosidades náu-
ticas, enormes y sólidas, pesadas fáciles de romper, reforzadas de co-
bre y calzadas con hierro. Dos naufragios, por lo menos, tenían que
haber contribuido a formar aquel heterogéneo montón de restos; y
mientras Herrick lo contemplaba, le parecía como si los tripulantes de
los dos barcos estuviesen allí de guardia, y creyó oír pisadas y cuchi-
cheos y ver, con el rabillo del ojo, los vulgares fantasmas de los hom-
bres de mar.
No obedecía esto, tan sólo, al influjo de una imaginación excitada, si-
no que provenía de algo real; se oían, sin duda, cautelosos lasos que
se acercaban, y aun seguía mirando aquel amontonamiento de trastos,
cuando oyó de pronto detrás de él la voz de su huésped, aún más sua-
ve que de costumbre.
––¡Trastos viejos ––dijo––, nada más que trastos viejos! ¿Y no le ins-
piran, Mr. Hay, una parábola?
––Me inspiran, al menos, una honda impresión ––replicó Herrick––,
volviéndose rápidamente, para ver si podía sorprender, en la fisonomía
del que hablaba, un comentario mudo a sus palabras.
Attwater se quedó en la puerta, cuyo hueco casi llenaba por completo;
tenía las manos levantadas y asidas al dintel. Se sonrió cuando sus
miradas se encontraron, pero su expresión era inescrutable.
––Sí, una profunda impresión. Es usted como yo, ¡nada hay que afec-
te tanto como los barcos! ––dijo––. Las ruinas de un imperio me dejarí-
an tan fresco; al paso que un pedazo de antepecho carcomido, en el
que se apoyó algún viejo lobo de mar, en la guardia de media noche,
me pone los nervios de punta. Pero venga conmigo; vamos a ver algo
más de la isla. Todo es arena y coral y palmeras, pero tiene no sé qué
extraño encanto.
––Yo la encuentro paradisíaca ––––dijo Herrick, aspirando el aire con
fuerza, y con la cabeza descubierta para gozar del fresco de la sombra.
––Eso es porque acaba usted de llegar del mar ––––dijo Attwater––.
Y por eso también creo que podrá apreciar mejor el nombre que le he
dado. Es un hombre adorable; tiene aroma, tiene color, tiene una ca-
denciosa sonoridad; es como su autor... ¡es casi cristiano! Acuérdese
de su primera visión de la isla, y de que no es más que bosques y bos-
ques y agua; y suponga que hubiera preguntado por su nombre, y le
contestase... Nemorosa Zacynthos.
––¡Jam medio apparet fluctu!––exclamó Herrick––. ¡Oh, dioses, qué
bello!
––Si llegasen a ponerlo en el mapa, ¿qué harían de él los capitanes?
Pero, vamos, voy a enseñarle el almacén de los buzos.
Abrió una puerta, y Herrick vio una larga serie de aparatos meticulo-
samente ordenados; bombas y mangas y botas con pesados plomos, y
los enormes cascos hocicudos que resplandecían en fila a lo largo del
muro: diez equipos completos.
––Toda la mitad oriental de mi laguna es somera ––dijo Attwatery así
comprenderá usted que hemos podido emplear las escafandras con
gran provecho. Es increíble hasta qué punto ha sido reproductivo; y era
un extraño espectáculo ver los buzos al trabajo, y estos monstruos ma-
rinos ––dando una palmada en el casco más próximo ––aparecían in-
cesantemente y reaparecían en medio de la laguna. ¿Le gustan a usted
las parábolas? preguntó de súbito.
––¡Ah!, sí ––––dijo Herrick.
––Bueno, pues yo veía esas máquinas surgir chorreando y volver a
sumergirse, y salir chorreando otra vez, y hundirse de nuevo y, entre-
tanto, el sujeto que estaba dentro ¡seco como una yesca! Y yo pensaba
que todos necesitábamos de una vestidura así para zambullirnos en el
mundo y salir intactos. ¿Y cómo creería usted que se llamaba? ––
preguntó.
––Vanidad ––dijo Herrick.
––¡No! Hablo seriamente ––replicó Attwater.
––Llamémosla entonces respeto de sí mismo.
––¿Y por qué no Gracia? ¿Por qué no la Gracia de Dios, Hay? pre-
guntó Attwater–– ¿Por qué no la Gracia de su Hacedor y Redentor, que
le sostiene a usted y al que diariamente crucifica de nuevo? ¡No hay
nada aquí ––––golpeándose en el pecho––, nada aquí pegando en el
muro–– y nada aquí dando una patada en el suelo––, nada más que la
Divina Gracia! Andamos sobre ella; la respiramos; vivimos y morimos
por ella; es la clavazón y el eje del Universo, ¡y un muñeco con pijamas,
prefiere la vanidad! la gigante figura de aquel hombre sombrío, de ate-
zado rostro, parecía cernerse amenazadora sobre Herrick, junto a la fila
de las escafandras, y agrandarse y fulgurar; y, en un instante, toda
aquella fiera vitalidad había desaparecido. ––Perdóneme usted ––––
dijo––, ya veo que no cree en Dios.
––Me temo que no en el mismo sentido que usted ––contestó Herrick.
––Nunca discuto con jóvenes ateos o con borrachos habituales ––
replicó Attwater con impertinente petulancia––. Atravesemos la isla has-
ta la playa exterior.
La distancia era corta; la mayor anchura de la isla apenas excedía de
un centenar de metros, y marcharon despacio. Herrick estaba como en
un sueño. Había ido allí con propósitos indecisos; dispuesto a estudiar
aquella máscara ambigua, desdeñosa y burlona, a descubrir, por bajo
de ella, la esencia de aquel hombre, y a obrar en consecuencia, apla-
zando hasta entonces toda decisión. Una férrea crueldad, una férrea
indiferencia por el sufrimiento ajeno, inflexible prosecución de su propio
interés, fría cultura, cortesía sin calor humano: todo esto pensó hallar y
todavía se figuraba verlo. Pero encontrar toda la máquina así encendi-
da en religioso celo, le dejó desconcertado; y en vano se esforzaba,
mientras proseguía su camino, para ir atando, hasta formar un conjun-
to, los cabos sueltos de sus observaciones...; para ajustar, enfocándolo
de cualquier modo, el retrato que iba haciendo del hombre que mar-
chaba a su lado.
––¿Qué fue lo que le trajo al Mar del Sur? preguntó de pronto.
––Muchas cosas -dijo Attwater––. Juventud, curiosidad, romanti-
cismo, el amor al mar y ––le sorprenderá a usted oírlo–– un interés en
las misiones. Este último ha decaído mucho, lo cual no le chocará tan-
to. Los misioneros se equivocan: son demasiado párrocos, tienen mu-
cho de beatas viejas y de comadres. Ropa, ropa, para tapar las desnu-
deces: en eso está su ideal; pero las ropas no son el cristianismo, como
no son el sol del cielo, ni pueden sustituirle. Creen que una casa. recto-
ral con rosales, y las campanas de la iglesia y las viejecitas remilgadas
que les hace reverencias en la calle, son parte y esencia de la religión.
Pero la religión es una cosa salvaje, como el Universo que ilumina: sal-
vaje, fría y desnuda, pero infinitamente fuerte.
––¿Y usted encontró esta isla por curiosidad? preguntó Herrick.
––Lo mismo que usted. Y desde entonces he tenido una empresa, y
una colonia y una misión exclusivamente mía. Yo era un hombre de
mundo antes de ser un cristiano; soy un hombre de mundo todavía y
hago que mi misión produzca dinero. Nunca ha salido nada bueno de
mimos y blanduras. El hombre tiene que levantarse en presencia de
Dios y trabajar hasta dar de sí su último adarme: entonces valdrá algo
para mí, pero no antes. Yo di a estos pobres diablos lo que necesita-
ban: un juez en Israel, el portador de la espada y el flagelo; estaba
haciendo de ellos un nuevo pueblo, ¡y he aquí que el ángel del Señor
los hirió y ya no existen!
Al decir estas palabras, que fueron acompañadas de un gesto trágico,
ambos salieron fuera de la techumbre del bosque de palmeras, junto al
borde del mar y de cara al sol que estaba a punto de su ocaso. Ante
ellos el oleaje rompía pausadamente. Todo alrededor, como imperfec-
tos seres de madera animados de maligna actividad, los cangrejos ras-
treaban y se escabullían en los agujeros. A la derecha ––hacia donde
señaló Attwater y se volvió súbitamente estaba el cementerio de la isla:
una explanada de quebradas piedras de todos tamaños, con muchos
montoncillos del mismo material y cercada con una tosca tapia rectan-
gular. Nada crecía allí, a no ser uno o dos espinos con algunas floreci-
llas silvestres; nada más que el número de los montones, y su forma
inquietante indicaba la presencia de los muertos.

Comentario: Gray. Elegy


"¡Los rudos fundadores de la aldea descansan!" Written in a Country Church yard-
.

Attwater recitó ese verso al entrar, por el abierto portillo, en el temero-


so cercado––. "El coral, al coral; las piedras, a las piedras" dijo––. Este
ha sido el lugar de mi mayor actividad en el Pacífico. Algunos eran
buenos, algunos eran malos, y la mayoría por supuesto y como siem-
pre–– nulos. Aquí está uno que acostumbraba a retozar como un perri-
llo; si se le llamaba, acudía como una flecha; si no era así, y si llegaba
sin invitación, eran de ver sus miradas suplicantes y el intrincado baile
de sus piernas. Pues ya acabaron sus cuitas, y ya se ha ido a descan-
sar con reyes y sus ministros, y todo lo demás que hizo, ¿no queda es-
crito en el libro de las crónicas? Este otro era de Penrhyn; como todos
aquellos isleños era difícil de manejar: testarudo, envidioso, violento.
Pues aquí yace tan tranquilo. Y así duermen todos.

"¡Y fueron sepultando las sombras a los muertos!"


Estaba inmóvil, en el intenso resplandor del ocaso, con la cabeza in-
clinada; su voz tenia ahora un tono dulce o dolorido, según el sentido
de sus palabras.
––¿Quería usted a esas gentes? preguntó Herrick, extrañamente
conmovido.
––¿Yo? ¡Cá, hombre, cá! No me tome por un filántropo. Me disgustan
los hombres y aborrezco a las mujeres. Si por algo me atraen las islas,
es porque se las ve aquí despojadas de todos sus postizos, de sus pá-
jaros disecados y de sus sombreretes, sus faldas y medias de colori-
nes. Aquí está un hombre a quien, sin embargo, quería. Era un esplén-
dido animal salvaje; tenía un alma tenebrosa; sí, a éste le quería. Yo
soy caprichoso ––añadió mirando a Herrick con fijeza–– y me entran
chifladuras. Usted me gusta.
Herrick volvió de pronto la cara y miró a lo lejos, a donde las nubes
empezaban a acudir y a amontonarse en torno de los funerales del día.
––A nadie puedo gustarle -dijo.
––Se equivoca usted ––––dijo el otro––, como siempre sucede res-
pecto de uno mismo. Es usted atrayente, muy atrayente.
––No lo soy; A nadie puedo gustarle. ¡Si usted supiera cómo me des-
precio a mí mismo... y por qué! y la voz de Herrick sonó como un alari-
do en el silencioso cementerio.
––Ya sabía que usted se despreciaba ––––dijo Attwater––. Vi cómo
se le subía hoy la sangre a la cara cuando se acordó de Oxford. Y yo
podía también haberme ruborizado por usted al ver a un hombre, a un
gentleman, con esos dos lobos soeces.
Herrick le miró, estremeciéndose. ––¿Lobos? ––repitió.
––He dicho lobos, y lobos soeces. ¿Sabe usted que esta mañana,
cuando llegué a bordo, temblaba?
––Pues lo ocultó usted bien ––tartamudeó Herrick.
––Es un hábito mío. Pero, con todo, tenía miedo; tenía miedo de los
dos lobos ––––dijo Attwater, y levantó lentamente la mano––. Y ahora,
dime tú, Hay, pobre gozquecillo extraviado, ¿qué estás haciendo con
los dos lobos?
––¿Que qué hago? No hago nada ––––dijo Herrick––. Allí no pasa
nada malo; el capitán Brown es un buen hombre; es... es... (La voz es-
pectral de Davis susurró en su oído: "Va a haber un funeral"; y un sudor
frío le corrió por la frente.) Es un padre de familia prosiguió, atragantán-
dose––, tiene sus hijos allá en la tierra... y su mujer.
––¡Y es toda una buena persona! ––dijo Attwater––. ¿Y también lo es,
sin duda, Mr. Whish?
––No iré tan lejos como eso dijo Herrick––. No me gusta Huish. Y sin
embargo... también tiene sus méritos.
––Y en una palabra, y tomados en junto, que son tan buenos compa-
ñeros de barco como uno pudiera desear, ¿no es eso?
––¡Ah!, sí ––––dijo Herrick––, completamente.
––Pues entonces vamos a la otra cuestión: ¿por qué se desprecia us-
ted a sí mismo?
––¿No nos despreciamos todos? ––exclamó Herrick––. ¿No se des-
precia usted?
––¡Ah!, yo digo que sí, ¿pero, me desprecio? Una cosa sé, al menos:
que nunca se me escapó un grito como el que se le ha escapado a us-
ted. ¡Salió de una mala conciencia! ¡Ay, amigo, esa pobre escafandra
de la vanidad está hecha un harapo! Hoy, si quiere oír mi voz, hoy, aho-
ra, mientras el sol se pone, y aquí, en este enterramiento de inocentes
salvajes, caiga de rodillas y eche sus pecados y sus penas a los pies
del Redentor. Hay...
––"¡Hay", no! ––interrumpió Herrick jadeante––. ¡No me llame usted
por ese nombre! Quiero decir... ¡Por Dios!, ¿no ve usted que estoy en el
potro?
––Lo veo, lo sé, ¡y le he puesto y le mantengo en él, y tengo los de-
dos en los tornillos! —dijo Attwater––. Plegue a Dios que le lleve esta
noche a un penitente ante su trono. ¡Ven, ven al propiciatorio! Él te es-
pera, para mostrarse misericordioso... ¡te espera en su misericordia!
Abrió los brazos como un crucifijo; su faz resplandecía, iluminada co-
mo la de un arcángel; en su voz, que iba elevándose a medida que
hablaba, había como un temblor de lágrimas.
Herrick hizo un gran esfuerzo para serenarse. ––Attwater––dijo––, me
fuerza usted hasta lo insufrible. ¿Qué puedo hacer yo? Yo no creo. Eso
es para usted una verdad viva: para mí, en conciencia., nada más que
"folklore". Yo no creo que haya bajo el cielo una fórmula de palabras
por la cual pueda levantar de mis hombros el peso que me agobia.
Tengo que ir dando traspiés, hasta el fin, con mi responsabilidad a
cuestas; no puedo librarme de ella; ¿piensa usted que no querría, si
creyese que podía hacerlo? No puedo... no puedo...
Del místico arrobamiento ya no quedaba ni rastro en el semblante de
Attwater: el sombrío apóstol había desaparecido. Y en su lugar estaba
un caballero, despreocupado, irónico, que se quitó el sombrero y se
inclinó en una reverencia. Lo hizo con tan despectiva impertinencia, que
Herrick sintió agolpársele la sangre en la cara.
––¿Qué significa esto? ––exclamó.
––Bueno, ¿quiere usted que regresemos a la casa? ––contestó Att-
water––. Nuestros invitados estarán a punto de llegar.
Herrick permaneció un momento sin moverse, apretando los puños y
los dientes; y cuando aun estaba así, el objeto de la misión que se le
había confiado, fue apareciendo, poco a poco y con toda claridad ante
él, como la luna saliendo de entre las nubes. Había venido allí como
señuelo para llevar a aquel hombre a bordo; estaba fracasando en su
empeño, si es que podía decirse que lo había intentado; estaba seguro
de que se frustraría ahora, y lo sabía, y sabía que mejor era así. ¿Y qué
vendría después?
Con un quejido ahogado se volvió para seguir a su anfitrión, el cual le
esperaba sonriendo cortésmente, y le guió por entre la columnata, ya
en sombras, de las palmeras. Marchaban en silencio; la tierra exhalaba,
pródiga, su perfume; el aire, al aspirarlo, era tibio y aromático, y desde
lejos, en el bosque, el fulgor de las luces y del fuego delineaba la casa
de Attwater.
Herrick, entretanto, luchaba con una irresistible tentación de alcanzar-
le, tocarle en el brazo y murmurar en su oído: "¡Alerta!: esos van a ma-
tarte". Se salvaría así una vida, ¿pero qué iba a ser de las otras dos?
Las tres vidas subían y bajaban en su mente, como los baldes de un
pozo o los platillos de una balanza. Tenía que escoger y tenía que
hacerlo a escape. Durante unos minutos trascendentes, los engranajes
de la vida funcionaban ante él y aún podía dirigirlos con un toque, a un
lado o a otro; aun podía escoger quién había de vivir y a quien espera-
ba la muerte. Pensó en las víctimas. Attwater le intrigaba; se sentía an-
te él desconcertado, le deslumbraba, le hechizaba, y a la vez inspirába-
le invencible repulsión. Vivo, no le parecía más que un bien dudoso; y
el pensamiento de verlo tendido muerto, le producía un terror alucinan-
te, apareciéndosele la escena con los más nimios detalles auditivos y
visuales. Como una obsesión, veía delante de sí la imagen de aquel
coloso, postrado en diversas actitudes y con diversas heridas, caído de
espaldas, de bruces, agarrado al quicio de una puerta, con la ––faz
demudada y las manos convulsas, en la agonía. Oyó el chasquido del
gatillo, el impacto de la bala, el grito de la víctima; vio fluir la sangre. Y
esta reconstrucción de circunstancias y detalles era como una consa-
gración de aquel hombre, hasta parecerle que marchaba delante de él
al sacrificio, con las vestiduras rituales. En seguida pensó en Davis, con
la robusta, tosca, ineducada vulgaridad de su naturaleza, su indomable
valor y jovialidad allá en los días del hambre, la atrayente amalgama de
sus faltas y virtudes; el inesperado descubrimiento de una ternura de-
masiado honda para desbordarse en lágrimas; sus pequeños, Ada y su
enfermedad de los intestinos, la muñeca de Ada... No, no se podía ni
pensar que la muerte se acercase a él. Con un acaloramiento que le
templó los músculos, Herrick se afirmó en la idea de que el padre de
Ada encontraría en él un hijo, hasta el fin. Y hasta al mismo Huish le
alcanzaba algo de aquella sagrada inmunidad. La vida diaria en común
era una tácita adopción fraternal; sus pasadas miserias, su convivencia
en el barco, implicaban un compromiso de fidelidad que Herrick no po-
día romper del todo sin deshonrarse por completo. Entre ambos horro-
res, muerte por muerte, no había vacilación posible: tenía que ser Att-
water. Y aun no había acabado de fraguarse en su mente esta idea ––
que era en sí una sentencia–– cuando ya, loco de pánico, se había pa-
sado con toda su alma del otro lado; y al mirar dentro de sí mismo, sólo
vio confusión e inarticulado tumulto.
En todo esto no había un solo pensamiento para Robert Herrick. Se
había abandonado al flujo de los humanos destinos y la resaca le había
arrastrando: oía ya el rugido del "maelstrom" que tiraba de él y le hundi-
ría en su vértice. Y en su espíritu, enloquecido y deshonrado, no había
ni un pensamiento para su propia persona.
Del tiempo que anduvo silencioso al lado de su compañero, no tenía
idea. Las nubes se disiparon de pronto; la crisis había pasado; se sen-
tía sereno, con la placidez de la desesperación; recuperó la facultad de
la conversación corriente, y, sorprendido, oyó su propia voz que decía:
¡Qué deliciosa noche!
––¿Verdad que sí? dijo Attwater––. Sí, las noches aquí serían muy
agradables si tuviese uno algo que hacer. De día, al menos, se puede
tirar.
––¿Es usted tirador? ––preguntó Herrick.
––Sí, soy lo que se llama un buen tirador. Es cuestión de fe: yo creo
que mis balas darán en el blanco; si marrase una vez, me quedaría
desmoralizado por meses y meses.
––Entonces, ¿no marra usted nunca?
––No, a menos que lo haga adrede. Pero en marrar con precisión es-
tá el arte. Había un viejo rey a quien yo conocí en una de las islas occi-
dentales, que acostumbraba a vaciar un Winchester todo alrededor de
un hombre y levantarle el pelo o arrancar hilachos de la ropa con cada
una de las balas, excepto con la última, y esa se la clavaba, recta, entre
los dos ojos. Era una buena puntería.
––¿Usted podría hacer eso? preguntó Herrick, escalofriado.
––¡Ah! Yo puedo hacerlo todo ––contestó el otro––; usted no com-
prende: lo que debe ser, es.
Habían ya llegado a las traseras de la casa. Uno de los hombres cui-
daba del fuego, en el que ardían con fieras y deslumbrantes llamas las
cáscaras de cocos. Una fragancia de extraños manjares flotaba en el
aire. Se habían encendido lámparas todo alrededor de las galerías y su
luz se esparcía por entre la oscuridad de los árboles, formando compli-
cados dibujos de sombras.
––Venga y se lavará las manos -dijo Attwater––, y le condujo a un
cuarto limpísimo, esterado, con un coy, una caja de caudales, uno o
dos estantes de libros en un armario de cristales y un lavabo de hierro.
Llamó en la lengua indígena, y apareció en la puerta una muchacha,
linda y regordeta, que dejó una toalla limpia y se fue al punto.
––¡Hola! ––exclamó Herrick, que entonces veía por primera vez al
cuarto superviviente de la epidemia, y se estremeció acordándose de
las instrucciones del capitán.
––Sí ––dijo Attwater––, toda la colonia vive ahora en la casa; los que
han quedado. Tenemos miedo de los diablos; ¡qué le parece a usted!
Tamara y esa duermen en la sala de delante y el otro en la veranda.
––Es bonita ––––dijo Herrick.
––Demasiado bonita. Por eso la casé. Nunca sabe uno cuándo puede
entrarle la tentación de hacer el asno tratándose de mujeres; así es
que, cuando nos quedamos solos, llevé los dos a la capilla y celebré la
ceremonia. Ella hizo muchísimos aspavientos. Yo no acepto, de ningún
modo, la idea romántica del matrimonio añadió a manera de explica-
ción.
––¿Y eso lo juzga usted una salvaguardia? ––preguntó Herrick,
asombrado.
––Indudablemente. Yo soy un hombre llano y muy literal. Lo que Dios
ata... esas son las palabras, me parece. Así, pues, se los casó, y se
respeta el matrimonio.
––¡Ah! ––exclamó Herrick.
––Ya ve usted ––prosiguió Attwater––, yo puedo prometerme un ma-
trimonio ventajoso cuando vuelva de Inglaterra. Soy rico. Sólo esta caja
––dijo, poniendo la mano sobre ella ––representa una buena fortuna
cuando tenga tiempo para colocar las perlas en el mercado. Aquí está
acumulado, desde hace diez años, lo que ha salido de una laguna don-
de he tenido hasta diez buzos trabajando todo el día; y la he explotado,
además, con todos los cuidados posibles. ¿Quisiera usted verlas?
El ver así confirmadas las conjeturas del capitán, emocionó a Herrick
profundamente, y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. No,
gracias; no vale la pena ––dijo. No me interesan las perlas. No me di-
cen nada esas...
––¿Fruslerías? ––indicó Attwater––. Y, sin embargo, creo que debería
echar una mirada a mi colección, que es, verdaderamente, única, y la
cual... ––¡ay!, como pasa con todos nosotros y con todas nuestras co-
sas cuelga de un pelo. Hoy brotan y florecen, y mañana se cortan y se
echan al fuego. Hoy está aquí reunida en esa caja; Mañana... ¡esta no-
che!... puede estar desparramada. Tú, insensato, esta noche tu alma
puede ser requerida de ti.
––No le entiendo a usted ––––dijo Herrick.
––¿No?
––Parece que habla en enigmas ––insistió Herrick vacilante––. No en-
tiendo qué clase de hombre es usted ni qué es lo que se propone.
Attwater se quedó inmóvil con las manos en las caderas y la frente in-
clinada hacia adelante. ––Yo soy un fatalista ––replicó–– y precisamen-
te en este momento, si insiste usted en saberlo..., un experimentalista.
Y a propósito y hablando de eso: ¿quién embadurnó el nombre del pai-
lebot? ––dijo con sarcástica suavidad––, porque ¿sabe usted? parece
que debieran volver a hacerlo. Todavía puede leerse en parte, y todo lo
que vale la pena de hacerse, seguramente vale la pena de que se haga
bien. ¿No opina usted lo mismo? ¡Es cosa tan buena! Bueno, ¿quiere
usted que salgamos a la galería? Tengo un jerez seco del que quisiera
oír su opinión.
Herrick le siguió hasta el lugar en que, bajo la luz de las lámparas
colgantes, resplandecía la mesa con el brillo de la cristalería y la blan-
cura de los paltos; le siguió como va el criminal con el verdugo o la ove-
ja con el carnicero; bebió el jerez como un autómata y, como una má-
quina, emitió palabras de elogio. Su terror había cambiado, súbitamen-
te, de objeto. Hasta entonces había visto a Attwater maniatado, con una
mordaza, como víctima indefensa, y sentía el ansia de abalanzarse pa-
ra salvarlo: ahora le veía alzarse sobre todos ingente, misterioso y
amenazador: el ángel de la cólera del Señor armado de conocimiento y
del temible fallo. Dejó el vaso sobre la mesa y se sorprendió de verlo
vacía.
––¿Va usted siempre armado? ––preguntó, y en el instante mismo
hubiera podido arrancarse la lengua
––Siempre ––––dijo Attwater––. He pasado aquí por una insurrección:
ese fue uno de los incidentes de mi vida de misionero.
Y en aquel momento preciso llegó hasta ellos rumor de voces, y mi-
rando desde la galería, vieron a Huish y al capitán que se acercaban.

IX

EL BANQUETE

Se sentaron en torno a la mesa y se les sirvió una comida isleña, no-


table por su variedad y excelencia: sopa y filete de tortuga, pescado,
aves, un lechoncillo, ensalada de coco, y brotes de coco asados para
postre. No se abrió ni una lata de conservas, y a no ser el vinagre y el
aceite y unos puerros que Attwater cultivaba y cogió con su propia ma-
no, ni siquiera los condimentos eran europeos. Jerez, vino del Rhin,
vinos tintos, aparecieron en sucesión, y el champaña del Farallone ce-
rró la retaguardia con el postre.
Se echaba de ver que Attwater, como la mayor parte de los extrema-
damente religiosos, en los días que precedieron al movimiento contra el
alcoholismo, tenía sus puntas de epicúreo. Para gente de esa calaña,
comer bien tiene virtud apaciguadora y sedante; y, mucho más aun,
discurrir y aderezar un delicioso ágape para otros, y, por eso, la actitud
y las maneras del anfitrión parecían gratamente suavizadas. Un gato,
de gran tamaño, runruneaba sentado en su hombro y, de cuando en
cuando, con ágil garra, atrapaba un bocado en el aire. Un gato parecía
él también, sentado lánguida y desmayadamente a la cabecera de la
mesa, repartiendo amabilidades y pulas, y usando, con igual indiferen-
cia, el terciopelo y la zarpa. Y tanto Huish cómo el capitán se fueron
sintiendo subyugados por el encanto de su hospitalaria liberalidad.
Para el tercer invitado, puede decirse que los incidentes de la comida
pasaron largo tiempo inadvertidos. Tomaba todo lo que le ofrecían, co-
mía y bebía sin darse cuenta, y oía sin comprender. Su mente se ocu-
paba tan sólo en considerar el horror de las circunstancias que le ro-
deaban. Qué sabía Attwater, qué pensaba hacer el capitán, de qué lado
habría que esperar el primer golpe traicionero: en eso se absorbían sus
pensamientos. Momentos había en que sentía ansias de volcar la mesa
y huir en la oscuridad de la noche. Y hasta eso le estaba vedado: hacer
algo, decir algo, moverse tan sólo, no serviría más que para precipitar
la bárbara tragedia, y seguía comiendo, como hechizado, con labios
exangües. Dos de los comensales le observaban atentamente. Attwater
con rápidas, penetrantes miradas, que no interrumpían su charla; el
capitán, con grave y anhelosa preocupación.
––Bueno, pues digo que este jerez es un artículo de primera ––––dijo
Huish––. ¿A cuánto le sale?, y perdone la pregunta.
––Ciento doce chelines en Londres, y el flete hasta Valparaíso, y
desde allí hasta aquí ––––dijo Attwater––. Es un liquido aceptable.
––¡Ciento doce! ––murmuró el dependiente, admirando a la vez, en
éxtasis, el vino y el precio.
––Encantado de que le guste a usted ––––dijo Attwater––. Sírvase
usted mismo, Mr. Whish, y tenga la botella a su lado.
––Mi amigo se llama Huish, y no Whish ––––dijo el capitán poniéndo-
se colorado.
––Dispénseme... por supuesto, Huish y no Whish; claro está ––dijo
Attwater––. Iba a decir que aun tengo ocho docenas —añadió mirando
con fijeza al capitán.
––¿Ocho docenas de qué? preguntó Davis.
––De Jerez ––le contestó––. Ocho docenas de excelente jerez. Va-
mos, que casi por eso solo, valdría... para un hombre aficionado al vino.
Aquellas ambiguas palabras dieron en el blanco de las conciencias
culpables, y Huish y el capitán se quedaron suspensos, mirando alar-
mados a Attwater.
––¿Valdría qué? ––––dijo Davis.
––Ciento doce chelines ––respondió aquél.
El capitán desahogó el pecho respirando ruidosamente. Trató de
hallar, ahondando por todos lados, alguna coherencia y sentido en
aquellas frases, y después, haciendo un esfuerzo, cambió de tema.
––Seremos casi los primeros hombres blancos que han estado aquí –
–dijo.
Attwater le siguió en seguida, con perfecta gravedad, al nuevo terre-
no. ––con la excepción del doctor Symonds y la mía, diría que los úni-
cos. Y, sin embargo, ¿quién sabe? En el transcurso de las edades qui-
zá alguno haya vivido aquí y a veces se nos figura que así ha sido. Los
cocoteros crecen todo alrededor de la isla, y eso apenas parece cosa
natural. Encontramos, además, al desembarcar un inconfundible "caim"
en la playa; uso desconocido; pero erigido, probablemente, para propi-
ciar a algún "totem", del que se ha perdido hasta el nombre, por algu-
nos caballeros duros de mollera, de los que no quedan ni los huesos.
Además la isla ha sido señalada dos veces testigo el Directorio––; y
desde que estoy en ella han llegado a la costa los restos de dos nau-
fragios. Todo lo demás son conjeturas.
––¿El doctor Symonds es su socio, me figuro? ––––dijo Davis.
––¡Una excelente persona, Symonds! ¡Cómo lo sentiría, si supiera
que habían estado ustedes aquí! ––djo Attwater.
––Esta en el Trinity Hall, ¿no es eso? preguntó Huish.
––Y si pudiera usted decirme dónde está el Trinity Hall, ¡qué gran fa-
vor me haría! ––le contestó.
––Supongo que la tripulación será de indígenas preguntó Davis.
––Puesto que el secreto se ha guardado durante diez años, es de su-
poner que sea así ––respondió Attwater.
––Pues mire usted ––dijo Huish––. Usted tiene aquí de todo, y con la
mar de elegancia: no se puede negar; pero le digo que esto no me en-
traba a mí. Demasiado del "viejo puente rústico junto al molino"; dema-
siado retiro. ¡A mi que me pongan donde se oyen las campanas de San
Pablo!
––No se figure que ha sido siempre lo mismo. Esto era hasta hace
poco un lugar de gran movimiento, aunque ahora ––¡escuchen!––se
puede oír la soledad. Yo lo encuentro estimulante. Y hablando de ruido
de campanas, háganme el favor de atender en silencio, a un pequeño
experimento mío: ––A mano derecha había una campanilla de plata
para llamar a los criados; hizo a todos señas para que no se movieran,
golpeó con fuerza la campanilla y se inclinó anheloso hacia adelante.
La nota se elevó clara y fuerte; se extendió y resonó a lo lejos en la no-
che y sobre la isla desierta; murió en la distancia, hasta que sólo quedó,
zumbando junto al oído, una vibración que ya no era sonido––. ¡Casas
vacías, mar vacío, playas solitarias! ––––dijo Attwater––. ¡Y, sin embar-
go, Dios oye la campana! ¡Y, sin embargo, estamos aquí sentados en
un escenario iluminado, con todos los cielos por espectadores! ¿Y lla-
ma usted a eso soledad?
Siguió un compás de silencio, durante el cual el capitán permaneció
como hipnotizado.
Después Attwater se rió mansamente: ––Esos son los entreteni-
mientos de un pobre solitario––prosiguió––, y quizá de no muy buen
gusto. Se cuenta uno a sí mismo esos cuentecitos de hadas, por com-
pañía, ¿Si sucediera que había algo en el folklore, míster Hay? Pero
aquí está el vino tinto. No se puede ofrecer a usted Lafitte, capitán, por-
que yo creo que lo han comprado todo para los vagonesrestaurants de
su gran país; pero este Bráne––Mouton es de un buen año, y Mr.
Whish me dará noticias de él.
––¡Vaya una idea rara la de usted! ––exclamó el capitán, despertando
con un suspiro de su encantamiento––. De modo que usted quiere decir
que se sienta aquí por las noches y toca... vamos, que llaman a los án-
geles... aquí, a solas.
––Históricamente, como cuestión de hecho, y puesto que usted quie-
re saberlo, uno no hace eso ––––dijo Attwater––. ¿Para qué tocar una
campanilla, cuando emana de uno mismo y de cuanto le rodea un más
trascendente silencio? El más ligero latido de mi corazón, el más leve
pensamiento en mi mente, están repercutiendo en la eternidad por
siempre, y por siempre, y por siempre.
––¡Oiga usted! ––––dijo Huish––. ¡Que apaguen en seguida las luces,
que va a empezar el "Ejército de Salvación"! Esto no es una sesión es-
piritista.
––¡Ni una pizca de folklore en míster Whish!... Perdone usted, capi-
tán: Huish y no Whish, por supuesto ––––dijo Attwater.
Mientras el criado llenaba la copa de Huish, la botella se le escurrió
de las manos y se hizo pedazos, derramándose el vino por el suelo de
la galería. Instantáneamente el ceño de Attwater se contrajo con un
gesto de homicida severidad: golpeó imperiosamente la campanilla y
los dos servidores se cuadraron, inmóviles, callados y temblorosos.
Hubo un momento de silencio y de fieras miradas: después unas agrias
palabras en la lengua indígena y, obedeciendo a un signo del amo, se
reanudó el servicio.
Ninguno de los invitados había advertido hasta aquel momento la
admirable manera de servir de aquellos dos hombres. Eran de tez muy
oscura, pequeños y bien plantados. Andaban suavemente, servían con
destreza y, obedeciendo a una mirada, traían los manjares y los vinos,
sin dejar de tener los ojos puestos en su amo.
––¿De dónde saca usted los trabajadores?, ¿de cualquier parte? pre-
guntó Davis.
––¿Y de dónde no? ––contestó Attwater.
––No será cosa fácil, me supongo.
––¿Y quiere usted decirme dónde lo es? prosiguió, encogiéndose de
hombros––. Y, por supuesto, en nuestro caso, como no podemos decir
el lugar de destino, tenemos que buscar lejos y arreglárnoslas lo mejor
que podemos. Hemos tenido que ir tan al Oeste como las Kimgsmills y
tan al Sur como Rapa-iti. ¡Lástima que no está aquí el doctor Symonds!
Sabe un sinfín de estas historias. Esa es la parte suya: reclutarlos.
Después empezaba la mía, que era la educativa.
––¿Quiere usted decir manejarlos? ––dijo Davis.
––Sí, manejarlos.
––Espere un poco volvió a decir Davis––. No se me alcanza.¿Cómo
era eso? ¿Quiere usted decir que lo hacía sin ayuda de nadie? ––Uno
hace lo que puede ––dijo Attwater.
––¡Vaya un hombre! Yo he visto mucho en materia de domar en mi
tiempo, y yo mismo he tenido fama de domador. Yo me las he tenido
tiesas de primer oficial, dando la vuelta al Cabo de Hornos, con un hato
de ratas de barco que hubieran sido capaces de echar al diablo del in-
fierno y cerrarle la puerta. En un barco ¡bah! no hay nada que puede
compararse a esto. Tiene uno la ley guardándole las espaldas, y ahí
está todo. Pero que me pongan en esta bendita playa, solo, sin más
que un zurriagazo y unas bocanadas de juramentos y me manden...
¡quiá! No, señor; ¡no soy hombre para ello! Es lo de tener la ley detrás
lo que lo hace todo.
––El diablo no es a veces tan negro como lo pintan ––––dijo Huish
humorísticamente.
––Bien; uno se arregló una ley a su manera ––––dijo Attwater––. Te-
nía. uno que ser una porción de cosas. ¡A veces era tan aburrido!
––¡No me haga .usted reír! ––––dijo Davis––. Tan animado, querrá
decir.
––Probablemente queremos decir lo mismo. Con todo, de una mane-
ra o de otra, se logró meterles en la cabeza que tenían que trabajar, y
trabajaron... ¡hasta que el Señor se los llevó!
––Les haría usted saltar ––––dijo Huish.
––Cuando era necesario, Mr. Huish, les hacía saltar.
––Ya lo creo que lo haría usted ––exclamó el capitán. Estaba excita-
dísimo, más que por el vino, por la admiración; sus ojos se deleitaban
contemplando la grande y recia humanidad del otro. ––¡Ya lo creo que
lo haría, y me parece que le estoy viendo en la brega! Por Cristo, que
es usted todo un hombre, y puede usted decirlo!
––Es usted muy amable, mucho.
––¿Ha tenido usted... ha habido alguna vez un crimen aquí? ––
preguntó Herrick, rompiendo al fin su silencio, con tono mordaz.
––Sí, lo hubo.
––¿Y cómo lo manejó usted? ––exclamó ansioso el capitán.
––Era un caso raro. Un caso que hubiera dado que pensar a Salo-
món. ¿Se lo cuento? ¿Sí?
El capitán aceptó con entusiasmo.
––Pues bien ––dijo Attwater, hablando lentamente––, la cosa pasó
así: Yo creo que ya conocerán los dos tipos de indígenas, que pode-
mos llamar el obsequioso y el taciturno. Pues aquí tenía los dos tipos,
los dos probados en su género y los dos juntos. La amabilidad manaba
a borbotones del primero, como el vino de una botella; el otro rezumaba
mal humor. Obsequioso, era todo sonrisa; se desvivía por atraer una
mirada; gustaba del chismorrear; sabía una docena de palabras de in-
glés de muelle y tenía un barniz de cristianismo. Taciturno, era trabaja-
dor: una gran abeja mal encarada. Cuando se le hablaba, respondía
con una mirada aviesa y un encogimiento de hombros, pero hacía lo
que se le mandaba. No se lo presento a ustedes como un espejo de
cortesía; no había nada de galano en Taciturno, pero era fuerte y labo-
rioso, y obediente sin agrado. Ocurrió que Taciturno cometió una falta,
no importa cuál. Se había faltado a las ordenanzas y fue castigado por
tanto... sin efecto. Y lo mismo ocurrió al día siguiente, y al otro y al otro,
hasta que yo empecé a cansarme de aquello, y Taciturno––me temo––
aun más que yo. Llegó un día en que volvió a caer en falta, creo que
por vigésima vez, y me miró con unos ojos sombríos, en los que lucía
una chispa, y pareció como que iba a hablar. Ahora bien; las ordenan-
zas son precisas en ese punto: no permitimos explicaciones; no se re-
ciben, no se tolera que se ofrezcan. Por eso le paré al instante, pero me
fijé en aquel detalle. Al día siguiente había desaparecido de la factoría.
No podía suceder nada más enojoso: si los trabajadores daban en es-
capar, la pesquería estaba arruinada. Ya ven, hay setenta millas de isla
todo a lo largo, como un camino real; la idea de emprender una perse-
cución en tal sitio era infantil y no me pasó por las mientes. Dos días
después hice un descubrimiento: vi como en un relámpago que Tacitur-
no había sido injustamente castigado desde el principio al fin y que el
verdadero culpable había sido Obsequioso. El indígena que habla, co-
mo la mujer que vacila, está perdido. Le pone uno a hablar y a mentir; y
habla, y miente, y le mira a uno a la cara para ver si está satisfecho,
hasta que, al fin, salta fuera la verdad, Obsequioso la dejó escapar por
el procedimiento corriente. No le dije nada, le mandé que se retirara y,
tarde como era, me eché a buscar a Taciturno. No tuve que ir lejos; á
unas doscientas varas, isla adelante, me lo mostró la luna. Estaba col-
gado de un cocotero; no sé lo suficiente de botánica para explicar el por
qué, pero esa es la manera, de diez casos en nueve, cómo los indíge-
nas se suicidan. Tenía la lengua fuera el pobre diablo y los pájaros la
habían ya emprendido con él. Hago gracia de más detalles: Tenía un
aspecto horrible. Pensé en el asunto seis horas largas en esta galería.
Mi justicia había sido burlada; no creo que haya estado más enojado en
mi vida. Al día siguiente hice sonar el caracol y levantarse a todos antes
de amanecer. Me eché el fusil al hombro y, al frente de ellos, rompí la
marcha con Obsequioso. Estaba muy hablador: el mentecato suponía
que con la confesión todo estaba ya en regla, según la antigua frase
escolar me "hacía pelotillas"; todo se le volvían protestas de buena vo-
luntad y de enmienda, a las cuales contestaba yo no me acuerdo qué.
El árbol apareció a la vista y el hombre ahorcado. Todos rompieron en
lamentaciones por su camarada, en estilo isleño, y las más ruidosas
eran las de Obsequioso. Y eran completamente sinceras: era una noci-
va criatura sin conciencia ninguna de su culpa. Bien para acortar una
historia larga––, se le dijo que subiera al árbol. Abrió los ojos y se me
quedó mirando turbado, con una sonrisa lastimosa, pero subió. Fue
obediente hasta el fin; tenía todas las virtudes menudas, pero le faltaba
la verdad. En cuanto llegó arriba, miró hacia abajo y allí estaba el cañón
del rifle apuntándole, y al verlo dio un gruñido como un perro. Podía
oírse volar a una mosca: se habían acabado las lamentaciones. Allí
estaban todos acurrucados en el suelo, con los ojos protuberantes; él
en la copa del árbol, del color del plomo, y delante el ahorcado bailando
un poco en la brisa. Fue obediente hasta el fin: relató su crimen, enco-
mendó su alma a Dios. Y entonces...
Attwater se detuvo, y Herrick, que le había escuchado atentamente,
hizo un movimiento convulsivo que volcó un vaso.
––¿Y entonces? ––preguntó el capitán sin aliento.
––Tiré dijo Attwater––. Cayeron al suelo juntos.
Herrick se puso en pie de un salto, dando un alarido y con una expre-
sión de locura.
––¡Fué un asesinato! ––gritó––. ¡Un alevoso asesinato a sangre fría!
¡Monstruo! ¡Asesino hipócrita!... ¡Hipócrita y asesino! ¡Hipócrita y asesi-
no! ––repetía, y la lengua se la trababa entre las palabras.
El capitán se precipitó hacia él: ––¡Herrick! ––le gritó––, ¡serénese!
Vamos, ¡no sea usted idiota!
Herrick forcejeó entre sus brazos como un niño frenético, y de pronto,
hundiendo la cara en las manos, se atragantó con un sollozo, el primero
de muchos, los cuales sacudían a veces su cuerpo con movimientos
convulsivos, en silencio, y otras le arrancaban entrecortadas palabras
sin sentido.
––Su amigo parece que está un tanto excitado ––observó Attwater,
que continuó sentado en la mesa, impasible, pero alerta.
––Debe de ser el vino ––respondió el capitán––. No es hombre que
beba y por eso... Me lo voy a llevar fuera. Me parece que dando un pa-
seo se espabilará.
Lo sacó, sin resistencia, de la galería, y marcharon en la oscuridad de
la noche, en la que pronto desaparecieron; pero aun se oyó, durante un
rato, mientras se alejaban, la voz simpática y cordial del capitán, que
reprendía y apaciguaba, y a Herrick que respondía, de cuando en
cuando, con inarticuladas quejas de histérico.
––Ese hombre parece un maldito gallinero ––observó Huish sirviendo
vino, del cual desparramó gran parte con caballeresco desembarazo y
aplomo––. Un individuo tiene que saber cómo conducirse en la mesa.
––Es cosa de mal tono, ¿verdad? -dijo Attwater––. Bueno, bueno; nos
han dejado en téte––á––téte. ¡Un ––vaso de vino a su salud, Mr.
Whish!

LA PUERTA ABIERTA

Entretando, el capitán y Herrick volvieron la espalda a las luces de la


veranda de Attwater y se dirigieron hacia el embarcadero y la playa de
la laguna.
La isla en aquella hora, con el suelo terso de arena, la bóveda de ver-
dura sobre los pilares de los troncos y la iluminación de las lámparas,
daba una impresión de irrealidad, como la de un teatro vacío o la de un
jardín público a media noche. Buscaba uno, instintivamente, las esta-
tuas y los bancos. No se movía entre las palmeras ni una ráfaga de bri-
sa, y subrayaba el silencio el continuo fulgor de las rompientes desde la
costa del mar, como pudiera hacerlo el del tráfico de la calle inmediata.
Sin dejar de hablarle, dándole ánimo, el capitán hizo apresurar el pa-
so a su paciente, lo llevó al fin hasta la laguna y, ayudándole a bajar por
la playa, le lavó, con el agua tibia, la cabeza y la cara. El paroxismo
cedió poco a poco; los sollozos ya no eran tan convulsivos y cesaron al
cabo; y por una conexión rara, pero explicable, la verbosidad sedante
del capitán se fue también extinguiendo al mismo tiempo y por sucesi-
vos grados, y la pareja quedó sumida en silencio. Las minúsculas ondu-
laciones de la laguna rompían a sus pies con un ruido leve como un
susurro; estrellas de todas las magnitudes miraban desde lo alto sus
propias imágenes en el vasto espejo; y, con más encendido color, la luz
de fondeo del Farallone, ardía a media altura. Por largo rato continua-
ron contemplando la escena y escuchando anhelosamente el hervor y
el chapoteo de aquel oleaje en miniatura, y el más lejano y retumbante
de la costa exterior. No tenían ánimos para una conversación sosteni-
da, y cuando al fin las palabras acudieron a sus labios, rompieron a
hablar los dos a un tiempo.
––Dígame, Herrick... ––empezó a decir el capitán.
Pero Herrick, volviéndose hacia él bruscamente, le hizo callar con una
ardorosa exclamación: ––¡Levemos anclas, capitán, y a la mar!
––¿Para ir a dónde, hijo? ––dijo Davis––. Levar ancla, se dice fácil-
mente. ¿Pero a dónde vamos?
––A la mar ––respondió––. ¡El mar es sobrado grande! A la mar... le-
jos de esta isla maldita ¡Ay! ¡Y de aquel hombre siniestro!
––¡Ah, eso ya lo veremos! ––dijo Davis––. Rehágase usted y eso ya
lo veremos. Está usted que ya no puede más, y ahí está el mal; es us-
ted todo nervios, y tiene que rehacerse y volver en sí, y entonces habla-
remos.
––¡A la mar! ––insistió Herrick–– ¡a la mar esta noche... ahora... en
este instante!
––No puede ser, hijo ––replicó el capitán con firmeza––. Un barco
mío no se hace a la mar sin provisiones, y eso téngalo usted por resuel-
to.
––Yo creo que usted no comprende ––dijo Herrick––. Todo se ha
acabado; yo se lo digo. Nada tenemos que hacer aquí, puesto que él lo
sabe todo. Aquel hombre que está allí con el gato, lo sabe todo: ¿es
que usted no lo está viendo?
––¿Todo qué? ––preguntó el capitán, visiblemente desconcertado––.
¡Qué! Nos ha recibido como un perfecto caballero y nos ha tratado es-
pléndidamente, hasta que usted empezó con sus tonterías... Y debo
decir que he visto a quiénes, por menos, les han soltado un tiro, y todos
tan contentos. ¿Qué más podía usted esperar?
Herrick se agitaba de un lado para otro sobre la arena, sacudiendo la
cabeza.
––Burlándose de nosotros erijo––. Estaba burlándose, nada más que
burlándose; no le servimos más que para eso.
––Una cosa rara ha habido, es verdad ––insistió el capitán, con cierta
preocupación en el tono––: aquello del jerez. Que me maten si lo pude
calar. Dígame, Herrick, ¿usted no me ha delatado?
––¡Ah, delatarle! ––repitió Herrick, con desmayada y quejumbrosa
voz––. ¿Qué es lo que había de delatar? Somos transparentes; lleva-
mos encima la marca: "bribón": bribones descubiertos... ¡bribones des-
cubiertos! ¡Que, si antes de subir a bordo, vio el nombre emborronado,
y con eso lo vi todo! Estaba seguro de que le querríamos matar allí, en
aquel momento, y estuvo burlándose de usted y de Huish para darles la
ocasión. ¡Y él llama a eso tener miedo! Después me trajo a mí a tierra y
¡qué tarde me hizo pasar!
Los dos lobos les llama a usted y a Huish... ¿Qué está haciendo el
gozquecillo con los dos lobos?––me preguntó––. Me enseñó sus per-
las; dijo que podían dispersarse antes de mañana., que todo colgaba
de un pelo... y se sonreía al decirlo, ¡y de qué modo! Es inútil: yo se lo
digo. Lo sabe todo, ve a través de nosotros: sólo podemos hacerle reír
con nuestros planes. ¡Nos mira y se ríe como Dios!
Hubo un silencio; Davis tenía las cejas contraídas y la mirada fija en
las tinieblas.
––¿Y las perlas? ––––dijo de pronto––. ¿Se las enseñó? ¿Las tiene?
––No, no me las enseñó. No me acordaba; sólo la caja de caudales.
¡Nunca. serán de usted!
––Eso ya lo veremos.
––¿Cree usted que él hubiera estado tan a sus anchas en la mesa, de
no estar preparado? Los dos criados estaban armados. El lo estaba
también; lo está siempre; me lo ha dicho. Nunca podrá usted burlar su
vigilancia. ¡Davis, yo lo sé! Todo está terminado, se lo digo y se lo repi-
to, y se lo pruebo. Todo descubierto... no tiene remedio... no hay nada
que hacer; todo se ha ido: vida, honra, amor. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Pa-
ra qué habré nacido yo?
Siguió a este desahogo otra pausa.
El capitán se llevó las manos a la frente.
––Otra cosa ––exclamó––. ¿Por qué le ha dicho a usted todo eso? A
mi me parece una locura.
Herrick sacudió la cabeza con ominosa insistencia:
––No lo comprenderá usted si yo se lo dijese.
––Creo que puedo entender cualquier pijotera cosa que usted me di-
ga dijo el capitán.
––Pues bien; es un fatalista. ––¿Y qué es eso de fatalista?
––¡Ah!, es uno que cree una porción de cosas; cree que sus balas no
marran; cree que todo pasa como Dios lo dispone, haga uno lo que
quiera para evitarlo, y otras cosas así...
––Pues, me parece que yo creo en todo eso también ––––dijo Davis.
––¿De veras?
––De veras que sí.
Herrick se encogió de hombros: ––Pues debe de ser usted un tonto
ajo, y oyó la cabeza en las rodillas.
El capitán se quedó mordiéndose las uñas.
––Hay una cosa cierta ––––dijo al fin––. Tengo que sacar a Huish de
allí. No vale para tenérselas tiesas con un hombre como el que usted
pinta.
Y se volvió para marcharse. En lo que acababa de decir nada había
de extraordinario; pero no así en el tono, y el otro lo advirtió en seguida.
––¡Davis! ––gritó––. ¡No! ¡No lo haga usted! ¡Sálvele, y no lo haga!
¡Sálvese usted y no se meta con él... ¡Por Dios! ¡por sus hijos!
La voz se había elevado hasta un apasionado grito; un poco más, y
hubiera podido oírlo el que iba a ser la víctima y que no estaba lejos.
Pero Davis se volvió frenético con un juramento salvaje y agresivo
ademán, y el desventurado joven rodó sobre la arena, quedando de
bruces, mudo y anonadado.
El capitán, en tanto, echó a andar de prisa hacia la casa de Attwater.
Aún más de prisa iban sus pensamientos y la marcha no interrumpía
sus ansiosas reflexiones. Aquel hombre había comprendido; se había
mofado de ellos desde el principio; ¡él le iba a enseñar a burlarse de
John Davis! Herrick le creía un Dios; que le dieran a él un segundo para
apuntar bien y el dios estaría por tierra. Hizo con la lengua un castañe-
teo de satisfacción al palpar la culata del revólver. Había que hacerlo
ahora, al entrar. ¿Por detrás? Era difícil colocarse en posición. ¿A tra-
vés de la mesa? No, prefería estar de pie, pues así se está más seguro
de poder echar mano al arma. Lo mejor sería llamar a Huish, y cuando
Attwater se levantara y se volviera... ese sería el momento. Absorto en
esta visión anticipada de los acontecimientos, el capitán aceleró el paso
y se dirigió, con la cabeza baja, hacia la casa.
––¡Arriba las manos! ¡Alto! ––gritó la voz de Attwater.
Y el capitán, antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía,
había obedecido. La sorpresa fué completa y sin remedio. Llevado, co-
mo en la cresta de una ola, por un impulso homicida, había venido a
parar a una emboscada, y allí estaba en pie, con las manos impotentes,
levantadas en alto, y los ojos fijos en la galería.
El banquete había terminado. Attwater, reclinado en un poste, apun-
taba a Davis con un Winchester. Uno de los criados estaba junto a él,
con otro rifle, un poco echado hacia adelante, con los ojos abiertos en
redondo, en anhelosa espera. En el espacio abierto, de donde arranca-
ba la escalera, estaba Huish sentado, sostenido por el otro indígena;
toda su cara se deshacía en imbéciles sonrisas; toda su alma parecía
sumida en la contemplación de un puro apagado, a medio fumar.
––Muy bien ––dijo Attwater––, ¡me está usted pareciendo un pirata de
pega!
El capitán dejó oír un ruido gutural, difícil de describir; la rabia le es-
trangulaba.
––Voy a devolverle a usted su Mr. Whish... o la sopa en vino que
queda de él ––continuó Attwater––. Charla mucho cuando bebe, capi-
tán Davis, del Sea Ranger. Pero ya he terminado con él y le devuelvo la
alhaja con gracias. ¡Eh! ––gritó de pronto––. Otro movimiento como
ese, y su familia tendría que lamentar la pérdida de un padre inaprecia-
ble. Estese absolutamente quieto, Davis.
Attwater dijo una palabra al indígena, sin desviar un instante los ojos
del capitán, y el criado empujó con brío a Huish desde el borde de la
escalera. Con una extraordinaria y simultánea dispersión de sus miem-
bros, aquel caballero se lanzó al espacio, pegó en tierra, rebotó, y fue a
detenerse abrazado a una palmera. Su espíritu permanecía del todo
ajeno a esos acontecimientos; la expresión de angustia que contrajo su
fisonomía en el momento del salto, no fue más que instintiva, y sufrió
esos zarandeos en silencio, se agarró al árbol como un niño y, a juzgar
por sus agachamientos rítmicos, estirando un brazo, se pudiera pensar
que se creía ocupado en algún juego infantil. Una mente más aguda y
comprensiva, o un ojo más observador, hubiera advertido enfrente de él
en la arena, y fuera de su alcance, la colilla apagada del cigarro.
––¡Ahí tiene usted su carroña de Whitechapel! ––dijo Attwater––. Y
ahora se preguntará usted por qué no le despacho desde luego, como
se merece. Voy a decirle por qué, Davis. Es porque no tengo nada que
ver con el Sea Ranger y con la gente que usted ahogó, o con el Fara-
llone y el champaña robado por usted. Esas son cuentas suyas con
Dios. Él las lleva y Él las ajustará cuando suene la hora. En mi propio
caso no tengo nada en qué fundarme más que en sospechas, y yo no
mato por sospechas, ni siquiera a gentuza como usted. Pero ¡entién-
dame! Si vuelvo a ver otra vez a cualquiera de vosotros, ya es otra
cuestión, y le meteré una bala en el cuerpo. Y ahora lárguese usted,
¡Marchen! Y si tiene aprecio a eso que llaman vida, lleve las manos le-
vantadas al aire.
El capitán permaneció como estaba, alzadas las manos, abierta la
boca, hipnotizado por la ira.
––¡Marchen! ––dijo Attwater––. ¡Una... dos... tres!...
Y Davis volvió la espalda y echó a andar lentamente. Pero ya al ale-
jarse iba imaginando un contragolpe ofensivo. En un parpadeo había
saltado detrás de un árbol: y estaba allí agachado, revólver en mano,
con rápidos atisbos por uno y otro lado de su escondite, y enseñando
los dientes: una serpiente erguida para herir. Y ya era demasiado tarde.
Attwater y sus criados habían desaparecido y las lámparas alumbraban
la mesa desierta y la arena lustrosa al lado de la casa, y arrojaban en la
oscuridad y en todas direcciones las negras y largas sombras de las
palmeras.
Davis rechinó los dientes. ¿Dónde se habían ido los cobardes? ¿En
qué agujero inaccesible se habían cobijado? ¿Sería en vano todo lo
que intentase contra ellos? Estaba solo, con un revólver comprado de
ocasión, contra tres personas armadas de Winchester y que no asoma-
ban ni una oreja por los huecos de aquella casa iluminada y silenciosa.
Quizá ya alguno de ellos se había escurrido por la trasera y le estaría
enfilando un rifle desde las ventanas bajas del sótano, receptáculo de
botellas vacías y cacharros rotos. No, no había nada que hacer, más
que llevarse ––si aún era posible–– sus dispersas y desmoralizadas
fuerzas.
––Huish ––dijo––, ¡vámonos!
––Perdido... ci... garro ––contestó aquél alargando de nuevo una ma-
no trémula.
El capitán soltó un juramento detonante. ––¡Aquí ahora mismo! ––
gritó.
––Estoy bien. Dormiré aquí con Att... Attwa. Iré... bordo ora... liana ––
contestó el hombre jovial.
––Si no vienes aquí ahora mismo, por Dios vivo que te suelto un tiro –
–dijo el capitán.
No es de presumir que en la mente de Huish llegase a penetrar el
sentido de esas palabras, sino más bien, que en un nuevo intento de
coger el cigarro, perdió el equilibrio y se precipitó hacia adelante
haciendo eses, llegando así al alcance de Davis.
––Ahora a andar derecho dijo el capitán agarrándolo–– o hago una
barbaridad.
––Perdido ci... garro ––replicó Huish.
La cólera refrenada del capitán se enardeció por un momento. Hizo
dar la vuelta a Huish zarandeándolo, lo sujetó por el cuello de la cha-
queta, lo llevó por delante corriendo hasta el arranque del muelle, y lo
arrojó, brutalmente, de bruces contra el suelo.
––¡Busca ahí tu cigarro, puerco! ––exclamó, y se puso a soplar en su
silbato de llamada, hasta que el guisante que tenía dentro cesó de tre-
pidar.
Signos de actividad respondieron inmediatamente desde el Farallone;
voces lejanas, y en seguida ruido de remos llegaron como flotando por
la superficie de la laguna, y al mismo tiempo, de por allí cerca, Herrick,
vuelto en sí, se acercó con lánguido paso. Se inclinó sobre la insignifi-
cante figura de Huish que, insensible al parecer, estaba tendido al pie
del mascarón.
––¿Muerto? preguntó.
––No, no está muerto ––dijo Davis.
––¿Y Attwater?
––¡Ahora va usted a cerrar el pico! ––replicó Davis—. Y si no puede,
¡yo se lo haré cerrar por Cristo! No aguanto ya más sus monsergas y
sus gimoteos.
Esperaron, pues, en silencio, hasta que el bote dio un bandazo contra
los pilotes más lejanos del muelle; entonces levantaron a Huish por la
cabeza y los pies y lo llevaron a lo largo de la pasarela y, sumariamen-
te, lo arrojaron en el fondo de la embarcación. Camino del Farallone, se
le oyeron ciertos murmullos relacionados con la pérdida del puro; y
después de izarlo por el costado, lo echaron a dormir en el pasillo, y su
postrera expresión audible fué: "¡Hombre... nifico. Attwa...!" Esto,
hábilmente traducido, quería decir: "¡Hombre magnífico, Attwater!" Con
tan inmaculada inocencia había salido aquel gran espíritu de las aven-
turas de la noche.
El capitán se puso a pasear en el combés, con rápidas e iracundas
vueltas; Herrick se apoyó con los codos en la barandilla; toda la tripula-
ción se había retirado a dormir, el barco tenía un lento balanceo de cu-
na; de cuando en cuando una polea chirriaba como un pájaro. En tierra,
por entre los troncos de palmeras, se veía la casa de Attwater que se-
guía resplandeciendo con sus múltiples lámparas. Y nada más había
visible en el cielo ni abajo en la laguna, sino las estrellas y sus reflejos.
Lo mismo pudo ser minutos que horas el tiempo que Herrick permane-
ció allí reclinado, mirando el agua constelada y aspirando consoladora
paz. "Un baño de estrella", estaba pensando, cuando una mano se po-
só, al fin, en su hombro.
––Herrick ––dijo el capitán––. He estado cansándome para calmarme
un poco.
Un brusco estremecimiento sacudió los nervios del joven, pero ni con-
testó, ni siquiera volvió la cabeza.
––Me parece que he estado algo brusco con usted en tierra prosiguió
el capitán la verdad es que estaba como loco; pero eso ya ha pasado y
usted y yo tenemos que poner manos a la obra y pensar.
––Yo no quiero pensar! -dijo Herrick.
––¡Vamos, hombre! ––––dijo Davis bondadosamente––. Por ahí, ya
sabe usted, no se va a ninguna parte. Tiene que rehacerse y ayudarme
a poner las cosas derechas. ¿Va usted a volverse contra un amigo?
Usted no es capaz de eso, Herrick.
––Sí, lo soy.
––¡Vamos, vamos! dijo el capitán, y se detuvo perplejo––. Óigame:
bébase un vaso de champaña. Yo no lo cataré, y eso le probará que la
cosa va de veras. Pero es precisamente el tente––en––pie que usted
necesita; le dejará como nuevo.
––¡Oh! ¡Déjeme usted en paz! ––y se volvió para irse.
El capitán le agarró por la manga, pero él se desasió de un tirón y se
volvió contra el otro como un demoníaco.
––¡Váyase usted al infierno como más le guste! ––gritó.
Y volvió la espalda, sin que esta vez el capitán le detuviera; se mar-
chó hacia la proa, donde el bote se balanceaba al costado, chocando a
veces contra el pailebot. Una esquina de la caseta se interponía entre
él y el capitán. Todo iba bien: humanos ojos no le verían en aquel acto
foral. Silenciosamente se deslizó en el bote, y desde el bote, silencio-
samente también, en el agua estrellada. Instintivamente, nadó un poco:
tiempo había para detenerse más adelante.
La frescura de la inmersión despejó instantáneamente su espíritu. Los
acontecimientos de aquella jornada ignominiosa pasaron ante él cómo
pintados en un friso y dio gracias a "cualesquiera dioses que pudiera
Comentario: Se hace referencia
haber" por aquella puerta, única, que aun estaba abierta: el suicidio. En a los conocidos versos de Henley:
“I thant whatevergods may be..”
menos de nada pasaría por ella; la azarosa labor estaría acabada; el
hijo pródigo, vuelto al hogar. Un astro muy brillante centelleaban delan-
te de él, trazando en el agua un largo cabrilleo.
Hacia él se dirigió tomándolo como guía. Aquello iba a ser lo último
que vería en esta vida; aquella chispa radiante que pronto agrandó en
Comentario: En los Viajes de
su fantasía hasta verla como una Ciudad de Laputa, por cuyas terrazas Gulliver se describe esa isla aérea,
que flota entre las nubes, habitada
paseaban hombres y mujeres de semblantes solemnes y benignos, que por gentes que desdeñan toda labor
útil y viven abstraidas en vanos
le miraban con una lejana conmiseración. Aquellos espectadores ima- ensueños y cavilaciones.

ginarios le consolaban; se repitió lo que entre sí decían: hablaban de él


y de su fatal destino.
De esos vuelos de la fantasía, le hizo volver la creciente frialdad del
agua. ¿A qué esperar más? Allí mismo, donde estaba, ¿por qué no
hacer que bajase el telón, buscar el inefable refugio, tenderse, con to-
das las razas y generaciones humanas, en la mansión del sueño? No
seguir nadando: nada más sencillo, si podía hacerlo. ¿Podía? Súbita-
mente comprendió que no. Se dio cuenta, en un instante, de una oposi-
ción, unánime e invencible, de todos sus miembros, que se agarraban a
la vida con simple y firme tenacidad, dedo por dedo, tendón por tendón;
algo que era, a la vez, él y no era él... que estaba, a la vez, dentro y por
fuera; alguna diminuta válvula que se cerraba en el cerebro y que un
solo pensamiento varonil hubiera bastado para abrir... y una fuerza ex-
terna, el puño de un hado extraño, irresistible como la gravedad. No
hay nadie que no llegue a percatarse, en ocasiones, de que pasa a tra-
vés de toda la estructura de su cuerpo al hálito de un espíritu que no es
plenamente el suyo; que su mente se rebela: que otro le ata y le lleva
por donde no quiere ir.
Herrick lo percibió entonces con la autoridad de una revelación. No
había escape posible. La puerta abierta se cerraba ante la faz del pusi-
lánime. Tenía que volver al mundo y, entre los hombres, sin esa ilusión.
Tenía que ir dando tumbos hasta el final, con el peso de sus culpas y
de su deshonor, hasta que un aire frío, un golpe, una piadosa bala per-
dida, o el verdugo, aun más piadoso, le librasen de su infamia. Había
hombres que podían suicidarse; a otros les estaba vedado: él era de los
últimos.
El descubrimiento levantó en su mente, en los primeros momentos,
tumultuoso desorden; después vino la triste certidumbre y, con increíble
simplicidad, la sumisión ante el hecho evidente; y volviéndose en direc-
ción contraria, nadó hacia la costa. Había en ello un valor que él no po-
día apreciar, pues la indignidad de su cobardía ocupaba todos sus pen-
samientos. Una fortísima corriente le detenía como un viento de cara;
luchó con ella con trabajo, fatigosamente, sin ánimos, pero con positiva
ventaja; y notaba sus progresos, indiferentes, por la posición de los ár-
boles, Tuvo un momento de esperanza. Había oído, hacia el sur, en
medio de la laguna, las zambullidas de algún enorme pez, un tiburón
sin duda, y dejó de nadar un rato, manteniéndose a flote. ¿No será ese
el verdugo?", pensó. Pero el ruido de las zambullidas se fue extin-
guiendo, el silencio era completo; y Herrick volvió a avanzar hacia tie-
rra, furioso contra sí mismo. Si, hubiera esperado el tiburón, pero....
A eso de las tres de la mañana, la casualidad, la dirección de la co-
rriente y la derivación debida al mayor vigor de su brazo derecho, hicie-
ron que llegase a tomar tierra frente a la casa de Attwater. Allí se sentó
y se puso a contemplar un mundo del que había desaparecido toda luz
de esperanza. La mísera escafandra de vanidad estaba en jirones!
Con el cuento de hadas del suicidio, del refugio, siempre abierto para
él, se había sostenido y alentado en las crisis de la vida; y he aquí que
eso también no era más que un cuento de hadas, también era folklore.
Se veía inexorablemente condenado a afrontar por toda su vida las
consecuencias de sus actos; tendido en una cruz y sujeto en ella con
los clavos de su propia cobardía. No fluían las lágrimas, no se engaña-
ba con fábulas. Tan asqueado estaba de sí mismo, que ya no urdía
mitos apologéticos. Era como un hombre arrojado desde una altura y
con todos los huesos rotos. Allí se había quedado, admitía lo ocurrido y
no intentaba levantarse.
El alba empezó a clarear sobre el lado opuesto del atolón el cielo se
iluminaba, las nubes se teñían de gayos colores, las sombras de la no-
che se levantaban. Y de pronto, Herrick, se dio cuenta de que la laguna
y los árboles ostentaban ya la vestidura diurna; y vio, a bordo del Fara-
llone, que Davis apagaba el farol y salía humo de la cocina.
Davis, sin duda, había visto y reconocido la figura sentada en la pla-
ya; o acaso vaciló al reconocerla, pues cuando hubo mirado largo rato,
con la mano extendida sobre los ojos, entró en la caseta y salió con un
anteojo. Era un instrumento muy poderoso, y Herrick lo había usado a
menudo. Por un movimiento instintivo de vergüenza, se tapó, la cara
con las manos.
––¿Y qué le trae por aquí, Mr. Herrick ––Hay o Mr. Hay Herrick? dijo
la voz de Attwater––. Desde el sitio donde estoy la vista de su espalda
me deleita, y yo, en su lugar, continuaría sin moverme. Podemos en-
tendernos muy bien tal como estamos, y si usted fuera a dar la vuelta,
¿me entiende?, creo que habría una desgracia.
Herrick, lentamente, se puso en pie; el corazón le latía con fuerza y
una agitación angustiosa sacudía todo su ser; pero era dueño de sí
mismo. Lentamente, dio la vuelta y se encaró con Attwater y con el ca-
ñón de un rifle que le apuntaba. "¿Por qué no pude hacer esto ano-
che?", se preguntó.
––Y bien, ¿por qué no tira usted? ––dijo, en voz alta y temblorosa.
Attwater, con toda calma, se puso el rifle bajo el brazo y se metió las
manos en los bolsillos.
––¿Qué le trae a usted por aquí? ––repitió.
––No lo sé ––––dijo Herrick, y, después como en un grito: ––¿Puede
usted hacer algo por mí?
––¿Está usted armado? ––––dijo Attwater–– Lo pregunto sólo como
cuestión de fórmula.
––¿Armado?... ¡Ah, sí! lo estoy; es cierto.
Y arrojó sobre la playa un revólver chorreando agua. ––¿Está usted
mojado?
––Sí, lo estoy. ¿Puede usted hacer algo por mí? Attwater leía atenta-
mente su cara.
––Eso depende mucho de lo que usted sea ––dijo.
––¿Lo que yo soy? ¡Un cobarde! ––contestó Herrick.
––Con eso se puede hacer muy poco ––––dijo Attwater––. Pero me
hace el efecto de que la descripción no es del todo completa.
––¡Y eso qué importa! ––––exclamó Herrick––. Aquí estoy. Soy un
trastajo roto e inútil; toda mi vida se ha venido al suelo; no me queda
nada en que crea, como no sea el vivo horror de mí mismo. ¿Por qué
he venido hacia usted? No lo sé; usted es frío, cruel, abominable; y yo
le odio, o creo que le odio. Pero es usted un hombre honrado, un caba-
llero honrado. Me pongo, indefenso, en sus manos. ¿Qué debo hacer?
Si no puedo hacer nada, sea usted compasivo y traspáseme de un ba-
lazo... ¡no soy más que un gozquecillo con la pata rota!
––Si yo estuviera en su lugar, recogería ese revólver, me iría a la ca-
sa y me mudaría de ropa ––––dijo Attwater.
––¿Lo dice usted de veras? ––––dijo Herrick––. Usted sabe que
ellos... que nosotros... ellos... Pero ¡usted lo sabe todo!
––Sé lo suficiente ––dijo Attwater––. Venga a casa.
Y el capitán, desde la cubierta del Farallone, vió a los dos penetrar
juntos en la sombra del bosque.

XI

DAVID Y GOLIATH

Huish se había acurrucado, hecho un ovillo, para preservarse de la


luz del día, con la cara vuelta hacia la caseta y las rodillas encogidas.
Sus frágiles huesos, bajo el ligero traje tropical, no parecían de mayor
tamaño y consistencia que los de una gallina; y Davis, sentado en la
barandilla, con el brazo enlazado a un estay, le miraba pensativo y taci-
turno preguntándose qué salvadores consejos pudieran encerrarse en
aquella desmadrada figura. Pues desde que Herrick le arrojó de su lado
y se pasó el enemigo, sólo le quedaba Huish, en todo el género huma-
no, como ayuda y oráculo.
Miraba su situación con el corazón encogido. El pailebot era un barco
robado; los víveres, fuera por descuido al abastecerse o por mala ad-
ministración durante el viaje, eran insuficientes para llevarlos a ningún
puerto, como no fuera de vuelta a Papeete; y allí el castigo justiciero le
aguardaba bajo la forma de un gendarme, un juez con un gorro de for-
ma estrafalaria, y el horror de la lejana Noumea. Por aquel lado no
había atisbo de esperanza. Aquí en la isla, el dragón estaba en acecho;
Attwater con sus hombres y sus Winchester montaba la guardia y vigi-
laba la casa: que se acercase el que se atreviera. ¿Qué podían hacer
más que sentarse allí, inactivos o pasearse por cubierta... hasta que el
Trinity Hall arribase y los pusieran en el cepo, o hasta que se agotasen
las provisiones y vinieran las torturas del hambre? Para el Trinity Hall,
Davis estaba apercibido: se atrincheraría en la caseta y moriría defen-
diéndola, como fiera acorralada. Pero ¿y lo otro? El viaje del Farallone,
que él había emprendido, dos semanas antes, con tan locas esperan-
zas, ¿acabaría en este final de pesadilla: el barco pudriéndose fondea-
do, la tripulación sin poder tenerse en pie y muriendo uno a uno en los
imbornales? Parecía como si cualquier extremado azar fuera preferible
a tan horrenda certeza; como si fuera mejor levar ancla, a pesar de to-
do, zarpar a la ventura y quizá perecer a manos de los caníbales en
alguna isla ignorada de las Pomotú. Sus ojos recorrieron rápidamente
mar y cielo buscando algún síntoma de viento; pero las fuentes de los
alíseos estaban exhaustas. Por donde ayer, y durante muchas sema-
nas había volado el tumultuoso río azul acarreando nubes, reinaba el
silencio, y toda la inmensidad de la atmósfera estaba en el fiel. En la
interminable cinta de la isla, que por ambos lados prolongaba su proce-
sión de doradas, verdes y argentadas palmeras, ni la más sutil fronda
se movía; los árboles se unían a sus imágenes invertidas en la laguna
como cosas labradas en metal, y ya su larga fila empezaba a reverbe-
rar el calor. Aquel día no era posible escapar, ni tampoco el siguiente.
¡Y en tanto los víveres se iban consumiendo!
Y entonces llegó hasta Davis, desde las raíces más profundas de su
ser, o al menos, desde los más lejanos recuerdos de la niñez y la ino-
cencia, un solo de superstición. Aquella persistencia de la mala suerte
no era cosa natural; las fluctuaciones del azar eran más variadas, pare-
cía como si el diablo repartiese las cartas. ¿El diablo? Volvió a oír la
nota argentina de la campañilla de Attwater resonando fuera, en la no-
che, hasta morir a lo lejos.
Desechó bruscamente la idea. Attwater: ahí está todo. Attwater tenía
mantenimientos y un tesoro de perlas; era la fuga posible en el presen-
te, la riqueza en lo futuro. Tenían que venirse a las manos con Attwater;
aquel hombre tenía que morir. Sintió que le ardía la cara al imaginar la
triste e imponente figura que había hecho aquella noche, los insultantes
discursos que había tenido que sufrir en silencio. La cólera, la vergüen-
za, el amor a la vida, todo apuntaba hacia el mismo punto, y únicamen-
te la inventiva se quedaba atrás: ¿cómo acercarse a él?, ¿tenía fuerza
bastante?, ¿encontraría ayuda en aquel mal nacido atadijo de huesos
pegado a la caseta?
Sus ojos se fijaban en él con extraña avidez, como si quisiera pene-
trar en su alma, y en aquel momento el durmiente empezó a remover-
se, se agitó inquieto, dio de pronto la vuelta y echó una mirada ofusca-
da y parpadeante. Davis no apartó de él sus ojos sombríos y Huish miró
a otra parte y se sentó.
––Vaya una resaca que tengo dijo––. Creo que estaba un poco a me-
dios pelos la noche pasada. ¿Dónde anda ese nene llorón, Herrick?
––Ido ––dijo el capitán.
––¿A tierra? ––exclamó Huish––. ¡Lástima! Quisiera haber ido a tam-
bién.
––¿Quisiera usted?
––De veras que sí ––replicó Huish––. Me gusta Attwater. Es simpáti-
co de veras. Nos hicimos como uña y carne cuando nos quedamos so-
los. ¿Y qué me cuenta del jerez? ¡Es gloria pura! ¡Quién pudiera ahora
echar un trago! Y lanzó un suspiro.
––Pues ya no volverá a catarlo... eso lo primero erijo Davis gravemen-
te.
––¿Qué es eso? ¿Qué tripa se le ha roto, Davis? ¿El estómago?
¡Pues míreme a mí! Nada de malhumor. Estoy juguetón como un jilgue-
ro.
––Sí, está usted juguetón, ya lo veo; y lo estaba usted anoche, por lo
visto, y se lució.
––¡Qué! ¿Qué es eso? ¿Cómo me lucí?
––Voy a decírselo ––––dijo el capitán, levantándose despacio de la
barandilla.
Y así lo hizo, sin olvidar nada, con todos los epítetos insultantes y to-
dos los detalles absurdos, repetidos y recalcados. Tenía su propia va-
nidad y la de Huish en las parrillas y las puso al fuego, y durante el rela-
to infligió y sufrió torturas de humillación. Fue una obra maestra, hecha
por un hombre rudo, en el género sardónico.
––¿Y qué opina usted? dijo cuando hubo acabado, mirando a Huish,
encendido y serio, pero irónico.
––¡Pues que usted y yo hicimos una figura de primera!
––Así fue; una puerca figura ¡por Cristo! ¡Y por Cristo que he de ver a
ese hombre de rodillas!
––¡Ah! -dijo Huish––. ¿Cómo echarle mano?
––¡Ahí está! ––exclamó Davis––. ¡Cómo echarle mano! Son cuatro
contra dos, aunque allí no hay más que un hombre que cuente, y es
Attwater. Con meterle una bala a Attwater, ya estarán corriendo los
otros, cacareando como gallinas... y el amigo Herrick vendría, sombrero
en mano, a pedirnos su parte en las perlas. Sí, señor, la cosa es coger
a Attwater. Y ni siquiera nos atrevemos a ir a tierra; nos cazaría en el
bote como a perros.
––¿Le es a usted lo mismo cogerle vivo o muerto? preguntó Huish.
––Muerto quisiera verlo.
––Muy bien ––––dijo Huish––; pues entonces me parece que voy a
tomar una miaja de desayuno.
Y se metió en la cámara.
El capitán, ceñudo y obstinado, se fue tras él.
––¿Qué es ello? preguntó––. ¿Qué idea es la que usted tiene?
––¡Oh!, déjeme en paz, si quiere ––––dijo Huish, descorchando una
botella de champaña––. Ya oirá mi idea a su hora. Espérese hasta que
me vierta un poco de vino en el estómago. Se bebió un vaso y se acer-
có la botella al oído. Oiga... escuche el vino: es como si estuvieran
friendo jamón. Bébase un vaso y sea sociable.
––¡No! ––contestó enérgico el capitán-. ¡No quiero! ¡Son asuntos se-
rios!
––Usted paga y usted escoge, amiguito ––dijo Huish––. Me parece a
mí una vergüenza que se estropee usted el desayuno por una cosa que
ya no es más que historia antigua.
Se bebió tres partes de una botella y se puso a mordisquear, con de-
sesperante calma, la punta de una galleta. El capitán, al otro lado de la
mesa, tascaba el freno como un caballo impaciente. Después, Huish
apoyó en ella los brazos y miró al capitán a la cara.
––Cuando a usted le parezca dijo.
––Bien, pues ahora mismo. ¿Y cuál es su idea?
––¡Juego limpio! ––dijo Huish––. Dígame usted la suya.
––Lo malo es que yo no tengo ninguna ––replicó Davis, y divagó por
un rato en inútiles comentarios sobre las dificultades que tenían por
delante y en ociosas explicaciones de su propio fiasco.
––¿Ha acabado ya? —dijo Huish.
––No digo más.
––Bueno, pues entonces, deme la mano, por encima de la mesa, y
diga: "Que Dios me deje muerto aquí mismo si no le ayudo a usted".
Su voz apenas se oía y, sin embargo, escalofrió al oyente... Su cara
parecía un compendio de malignidad, y el capitán se echó hacia atrás
como si esquivase un golpe.
––¿Para qué? ––dijo.
––Para tener buena suerte ––contestó Huish––. Se exigen garantías
serias. Y siguió ofreciendo su mano.
––No veo a qué vienen esas sandeces ––dijo el otro.
––Pues yo, sí. Deme la mano y diga eso, y entonces oirá mi idea. No
lo haga, y no la oye.
El capitán cumplió la formalidad exigida, con la respiración entrecor-
tada y mirando a Huish con angustia. Cuál era su temor, no lo sabía,
pero temía, servilmente, lo que fuera a salir de aquellos labios pálidos.
––Pues ahora, si usted me dispensa medio segundo ––dijo Huish––,
voy a ir a buscar el bebé.
––¿El bebé?,¿que es eso?
––Frágil. Con cuidado. Este lado encima ––replicó el dependiente con
un guiño, y desapareció.
Volvió, sonriente, llevando un pañuelo de seda en la mano. Davis le-
vantó las cejas con una expresión estúpida e interrogante. ¿Qué habría
allí? No se le ocurría nada más recóndito que un revólver.
Huish volvió a sentarse.
––Y ahora ––dijo–– ¿es usted bastante hombre para encargarse de
Herrick y de los negros? Porque yo me encargo de Attwater.
––¡Cómo! ––exclamó Davis–– no puede usted.
––¡Vaya, vaya! ––dijo el dependiente––. Espéreme un poco. ¿Cuál es
la primera dificultad? La primera dificultad es que no podemos ir a tie-
rra; y le admito a usted que es dura de pelar. Pero ¿qué me dice de una
bandera de parlamento? ¿Cree usted que tragaría ese anzuelo, o que
Attwater no haría más que acribillarnos en el bote a balazos como a
unas alimañas?
––No ––dijo Davis––, no creo que lo haría.
––Tampoco yo prosiguió Huish––. No creo que lo hará, y ¡ojalá que
no lo haga! Cátate, pues, ya en tierra. La segunda dificultad es la de
ponerse al habla con la Dirección general. Y para eso voy a hacer que
escriba usted una carta, en la cual usted dice que tiene vergüenza de
presentarse delante de él, y que el portador, Mr. J. L. Huish, tiene pode-
res para representarle. Y armado con ese expediente, sencillo al pare-
cer, Mr. J. L. Huish procederá a la obra.
Se detuvo como si hubiera acabado, pero reteniendo aún a Davis con
la mirada.
––¿Cómo? ––dijo éste––. ¿Por qué?
––Pues mire aquí: usted es grande, él sabe que lleva un revólver en
el bolsillo y, con sólo echarle la vista encima, se ve que no es usted
hombre que vacile en usarlo. Pero de mí no ha–– de temer nada ––¡soy
tan pequeñaco!––, estoy desarmado, y, para que no dude, llevaré las
manos por alto. ––Hizo una pausa––. Y si puedo arreglármelas para ir
acercándome a él mientras hablamos, usted no tiene que hacer sino
andar listo y ayudarme con gana. Si no lo consigo, nos volvemos aquí y
nada se ha perdido, ¿comprende?
El rostro del capitán estaba contraído por el intenso esfuerzo que
hacía para comprender.
––No, no veo ––exclamó––; no veo nada claro, ¿qué se propone us-
ted?
––¡Me propongo acabar con la bestia! ––gritó Huish, en una exalta-
ción de venenoso triunfo––. Voy a tender aquel animalazo arrogante en
la hierba. El se ha divertido a mi costa y yo voy a divertirme a la suya,
¡y qué diversión!...
––¿Qué es ello? ––––dijo el capitán con voz apagada.
––¿De veras lo quiere usted saber? preguntó Huish..
Davis se levantó y dio un paseo por la caseta.
––Sí, quiero saberlo dijo, al fin, haciendo un esfuerzo.
––Cuando uno está en el suelo se defiende como puede, ¿no es eso?
Lo digo porque ya sé que hay una preocupación contra esto; se lo con-
sidera ordinario, muy ordinario. Dobló el pañuelo y mostró un pomo pe-
queño––. Esto que está aquí es vitriolo. Eso es ––dijo.
El capitán, muy pálido, se le quedó mirando.
––¡Este es el medicamento! ––prosiguió el otro alzando el frasco––.
Esto quema hasta los huesos, ¡ya lo verá usted cuando él lo tenga en-
cima, echando humo como fuego del infierno! Que le caiga una gota en
los ojos, ¡y deje ––usted a Attwater de mi cuenta!
––¡No, no! ¡Por Dios! ––exclamó el capitán.
––Diga usted, amigo ––dijo Huiste––, ¿es que para mí va a ser una
fiesta? Yo voy a habérmelas solo y mano a mano con ese hombre. El
es de cerca de siete pies de altura y yo tengo cinco y una pulgada. El
tiene un rifle en la mano y está sobre aviso, y no ha nacido ayer. ¡Le
digo que va a ser lo de David y Goliath! Si yo le propusiera que fuese
usted a poner el cascabel al gato, me lo explicaría. Pero no pido eso.
Sólo le pido que esté a mi lado y se las entienda con los negros. Todo
va a salir como por la mano, ¡ya lo verá usted! Pero cuando quiera us-
ted darse cuenta, le va a ver correr dando vueltas y aullando como...
––¡No haga eso! ––––dijo Davis––. ¡No hable de eso!
––¡Está usted bueno! ––exclamó Huiste––. ¿Qué quería usted? Que-
ría usted matarlo y lo intentó anoche. Quiere matarlos a todos ellos y
trata de hacerlo, y yo le digo cómo; y porque entra en ello un poco de
medicina en una botella, arma esta batahola.
––Puede que sea por eso ––––dijo Davis––. No parece que sea cosa
razonable, pero ahí está.
––Será la aplicación de la ciencia ––––dijo Huish, irónico.
––No sé lo que es ––exclamó Davis dando zancadas por el cuarto––.
Ahí está: hasta ahí tiro la raya y no paso. No puedo poner un dedo en
tal canallada. ¡Es horrible, infernal!
––Y supongo que usted se imagina como cosa muy bonita coger una
pistola y un cacho de plomo y desparramarle a un hombre los sesos.
Cuestión de gusto.
––No lo niego ––––dijo Davis––; es algo que siento aquí, dentro de
mí. Será tontería; puede que sea condenada tontería. No discuto; no
hago más que tirar la raya. ¿No hay algún otro medio?
––Búsquelo usted. No estoy casado con éste, aunque a usted le pa-
rezca que sí; no soy ambicioso; no tengo antojo por hacer el primer pa-
pel; me ofrezco a ello y nada más; y si usted no me puede enseñar co-
sa mejor, ¡lé juro que lo he de hacer!
––¡Y los riesgos!... ––exclamó Davis.
––Si quiere usted que se lo diga, para mí es un caso de siete a uno y
no hay tomadores. Pero eso es cuenta mía, amigo, y yo estoy dispues-
to. Míreme usted, Davis: ya ve que no se me encoge el corazón. Soy
hombre para ello de arriba abajo.
El capitán no apartaba de él los ojos. Huish seguía sentado, atusando
su siniestra vanidad, vanagloriándose de su superioridad para el mal. El
infame valor y la audaz felonía de aquel ser, fulgían y se proyectaban
fuera de él como la luz de una linterna. Un apocamiento y una especie
de respeto se apoderaron del capitán a pesar suyo. Hasta aquel mo-
mento había visto el dependiente siempre remolón, haragán, sin interés
por nada y gruñendo en cuanto se le hablaba de hacer algo; y ahora,
como el toque de una varilla mágica, le veía engallado y resuelto, ra-
diante de faz. Había despertado el demonio y ¿quién lo iba a refrenar?,
se preguntaba; y se le encogía el corazón.
––Por más que usted me mire ––Huiste seguía diciendo ––no me ve-
rá el miedo en los ojos. No me asusto de Attwater, no me asusto de
usted y no me asustan las palabras. Usted quiere matar gente: eso es
tras de lo que anda; pero quiere hacerlo con guantes de cabritilla y eso
no puede ser así. Asesinar no es cosa cortés y fina, ni fácil, ni sin ries-
go, y se necesita todo un hombre para hacerlo. Aquí está el hombre:
––¡Huiste!... ––prorrumpió el capitán con energía, y en seguida se de-
tuvo y se quedó inmóvil, mirándole con las cejas fruncidas.
––¡Vamos!, ¡afuera con ello! ––dijo Huiste––. ¿Tiene usted otra cosa
que proponer? ¿Hay otra carta a que apuntar?
El capitán no chistó.
––Pues ya lo ve usted ––––dijo Huish encogiéndose de hombros.
Davis empezó otra vez su precipitado paseo.
––Ya puede usted andar hasta que se le desgasten los pies; no en-
contrará más que eso.
Hubo una corta pausa; el capitán, como lanzado en un columpio, vo-
laba, en un vértigo, entre los más opuestos planes y conjeturas, tan
pronto concebidos como rechazados.
––Pero vea usted ––dijo, parándose de pronto––. ¿Puede usted
hacerlo?, ¿es que eso puede hacerse? No; debe de ser muy difícil.
––Si yo logro ponerme a veinte pies de él, se hará; así es que piénse-
lo ––dijo Huish con tono de absoluta certeza.
––¿Cómo puede usted saberlo? ––exclamó súbitamente el capitán
como con un grito ahogado––. ¡Mala bestia!, ¡yo creo que lo ha hecho
ya antes!
––¡Ah! esos son asuntos privados ––contestó Huish–– y no soy hom-
bre hablador.
Un estremecimiento de repulsión sacudió al capitán; un grito le subió
hasta los labios; de haberlo lanzado quizá se hubiera abatido sobre el
cuerpo de Huish, lo hubiera echado por alto golpeándolo contra el suelo
y hubiera sacudido con él las paredes de la cámara en un frenesí de
crueldad que parecía casi moral. Pero pasó el momento, y, abortada la
crisis, se quedó aún más debilitado. Lo que se jugaba ¡era de tal pre-
cio!... De un lado, las perlas... hambre y vergüenza del otro. ¡Diez años
de perlas! La fantasía de Davis las transfiguró en una nueva, deleitosa
existencia para él y los suyos. La nueva vida había de pasarse en Lon-
dres; contundentes razones se oponían a que fuera en Portland, Maine;
y los cuadros que se imaginaba tenían fondos británicos. Vio a sus hijos
paseando en las filas de un colegio, con las togas escolares, y un pa-
sante que marchaba custodiándolos y leyendo un librote. Estaba insta-
lado en una "villa" cuyo nombre, Rosemore, campeaba en los pilares de
la entrada En una butaca, en la avenida de menudas pedrezuelas, se
veía a sí mismo fumando un cigarro, con una cinta azul en el ojal, victo-
rioso de todo: de él mismo, de las circunstancias y de la malignidad de
los banqueros. Vio el salón con cortinas rojas y caracoles sobre la chi-
menea y ––con la sutil incongruencia de los sueños–– antes de haber
entrado en él, se preparó un grog en la mesa de caoba. En ello estaba,
cuando el Farallone hizo uno de esos movimientos inexplicables y no
esperados, los cuales, hasta en un buque anclado y en la más absoluta
calma, le recuerdan a uno la movilidad de los fluidos; y Davis estaba ya
de vuelta en el interior de la caseta, cercada por la cegadora luz del día
que asomaba por los intersticios, y ante el dependiente que, en airada
actitud, aguardaba su decisión.
Se puso a pasear de nuevo. Anhelaba la realización de esos sueños,
como un caballo sediento relincha al olfatear el agua; el deseo le enlo-
quecía. Y el único obstáculo era Attwater, el que le había insultado
desde el primer momento. Daría a Herrick buena parte de las perlas;
era cosa decidida. Huish se opondría y él pasaría por encima de la
oposición; y ya elogiaba exageradamente su conducta. No era él quien
iba a emplear el vitriolo, y ¿era acaso el tutor de Huish? Lástima que se
le hubiera ocurrido la idea, pero ¡después de todo!... Volvió a ver a sus
hijos en las filas del colegio, con el uniforme que siempre le había pare-
cido "tan señor"... Y al mismo tiempo la indecible vergüenza de aquella
noche se alzó como una llamarada en su espíritu.
––Que sea como usted quiera ––dijo con ronca voz.
––¡Ah! Me figuraba que se avendría a razones. Y ahora, a la carta.
Aquí hay papel, pluma y tinta. Siéntese y yo le dictaré.
El capitán tomó una silla y la pluma, y se quedó mirando, desconcer-
tado, al papel, y después a Huish. El columpio estaba ya en el otro la-
do; una nube le pasó por los ojos. ––Es cosa tremenda––dijo con un
sacudimiento nervioso de los hombros.
––La cosa es fuertecita; no hay duda ––––dijo Huish––. Moje la plu-
ma. Eso es. William John Attwater, Esquife. Muy señor mío–– añadió,
dictando.
––¿Cómo sabe usted que se llama William John? preguntó Davis.
––Lo vi escrito en una jaula de embalar. ¿Ha puesto usted eso?
––No ––dijo Davis––. Pero hay otra dificultad. ¿Qué es lo que vamos
a decir?
––¡Qué hombre! ––gritó exasperado Huish––. ¿A qué género perte-
nece usted? Yo soy el que va a decir lo que hay que poner. Es cuenta
mía, si usted tiene la amabilidad de ir escribiendo: William John Attwa-
ter. Muy señor mío ––repitió. Y el capitán, al fin, empezó a mover la
pluma como un autómata, y el dictado prosiguió: ––"Con un sentimiento
de vergüenza, y sincero arrepentimiento, me dirijo a usted después de
los humillantes sucesos de anoche. Nuestro Mr. Herrick ha abandonado
el barco y, sin duda, le habrá dado conocimiento de la naturaleza de
nuestras esperanzas. Inútil nos parece decir que ya no las considera-
mos posibles; la suerte se ha declarado contra nosotros, y tenemos que
bajar la cabeza. Como me doy cuenta de las justas sospechas con que
soy mirado, no me atrevo a solicitar el favor de una entrevista con us-
ted; pero deseando poner fin a una situación igualmente penosa para
todos, he comisionado a mi amigo y consocio míster J. L. Huish, para
que le someta mis proposiciones que, por lo moderadas, espero me-
rezcan su atenta consideración Mr. J. L. Huish no lleva armas ––lo juro
a Dios–– y llevará las manos alzadas desde el momento en que se
acerque a usted. De usted humilde servidor. John Davis. "
Huish leyó la carta con la candorosa complacencia del "amateur"; se
relamió de gusto y, más de una vez, volvió a abrirla después de plega-
da para deleitarse de nuevo en su obra. Davis, entretanto, seguía sen-
tado, inerte, con el entrecejo fruncido.
De pronto se levantó, todo alborotado, ––¡No! ––––gritó––. ¡No puede
ser! ¡Es demasiado!, ¡es condenarse! ¡Nunca lo perdonaría Dios!
––Bueno, ¿y qué falta hace? ––chilló Huish furioso––. Usted se con-
denó hace años por lo del Sea Ranger, y así lo ha dicho. Pues, enton-
ces, condénese por algo más, y cierre el pico.
El capitán le miró turbado: ––¡No! ––suplicó––, ¡no, compañero!, ¡no
lo haga!
––Oiga usted prosiguió Huish––, le doy mi ultimátum. Yo voy a ver a
ese hombre y a echarle el vitriolo en los ojos. Si usted se queda, me
voy solo; los negros me darán un capirotazo en la cabeza y con eso no
va usted a quedar mejor de lo que estaba. Pero una cosa es cierta: que
no voy a oír más de sus gimoteos y aspavientos.
El capitán se lo tragó cerrando los ojos y con visible esfuerzo. La
memoria, con su voz de fantasma, le repetía al oído algo semejante,
algo que él había dicho a Herrick una vez... ya hacía, al parecer, mu-
chos años.
––Ahora deme su revólver ––dijo Huish––. Tengo que ver si todo está
listo. Seis tiros, y ojo con desperdiciar ninguno.
El capitán, como un sonámbulo, puso el revólver sobre la mesa y
Huish sacó los cartuchos y lubrificó el mecanismo.
Era cerca de mediodía, no corría un soplo de aire y apenas se podía
soportar el calor cuando los dos salieron a cubierta, hicieron tripular el
bote y bajaron uno tras otro a sentarse en el tabloncillo de popa. Una
camisa blanca en la punta de un remo servía de bandera de parlamen-
to, y los marineros porque así se les ordenó a fin de dar tiempo a que
los vieran desde la costa––, remaban despacio. La isla temblaba delan-
te de ellos como algo incandescente; en la superficie de la laguna soles
metálicos, no mayores que obleas, bailaban y les acuchillaban los ojos;
de la arena del mar y hasta del bote mismo, se alzaba una llamarada
de ofuscante resplandor, y como sólo podían mirar a lo lejos por entre
las pestañas medio cerradas, el exceso de luz se trocaba en una sinies-
tra oscuridad, como la de una tormenta a punto de estallar.
El capitán se había embarcado en aquella empresa por una docena
de razones diversas, la última y la menor de las cuales era el deseo de
que tuviese éxito. La superstición domina a todos, en espíritus semi-
ignorantes y rudos como el de Davis, domina por completo. Para el
homicidio había estado pronto; pero este horror de la droga en el frasco
le vencía y se veía a sí mismo cortando los últimos filamentos que le
unían a Dios. El bote le llevaba a la perdición, al castigo eterno, y se
dejaba llevar asintiendo pasivamente y dando un silencioso adiós a lo
mejor que había en él y a sus esperanzas.
Huish iba a su lado con una alborotada jovialidad, no del todo sincera.
Acaso tan valiente como el que más, bravo como una comadreja, tenía,
sin embargo, que animarse con el sonido de su propia voz; tenía que
representar su papel exagerándolo, dejar tamañito a Herodes, insultar
todo lo respetable y desafiar a todo lo temible, como en una desespe-
rada apuesta consigo mismo.
––¡Qué calor hace! =dijo––. ¡Se asa uno! Vaya un día para cocer las
gachas. Vamos, que debe parecer raro el que le despachen a uno en
un día como éste. A mí más me gustaría en una mañana fría y con es-
carcha, ¿y a usted? (cantando): Vamos a pasear al monte, una madru-
gada fría. Le doy mi palabra de que no había recordado eso desde
hace más de diez años; lo cantaba en una escuela de párvulos, en
Hackney (cantando): Así madruga el labrador, el labrador, el labrador...
¡Pamplinas! ¿Y cómo se siente usted ahora en cuanto a eso del estado
futuro y de la salvación? ¿De qué lado se inclina?
––¡Cállese! ––dijo el capitán.
––No; si es que necesito enterarme. Es cosa de utilidad práctica para
usted y para mí, compadre; podemos estar los dos patas arriba antes
de diez minutos. Y tendría gracia que usted sólo echase a volar y se
presentase sonriente allá arriba y saliera a recibirle un ángel con un
whisky y soda debajo del ala. "¡Hola!. ––diría usted––, "¡qué amabili-
dad!"
El capitán dio un gruñido. Mientras Huish así aventaba y ponía en
ejercicio su bravuconería, el hombre que iba a su lado se ocupaba nada
menos que en rezar. ¿Para qué rezaba? Sábelo Dios. Pero de su agi-
tado espíritu, inconsciente e ilógico, brotaba un torrente de súplicas,
inarticuladas, como su propio pensamiento, fervientes y graves como la
muerte y el juicio.
––“¡Dios del cielo, Tú me miras!" ––continuó Huish––. Me acuerdo
que tenía escrito eso en una hoja de la Biblia. Me acuerdo de la Biblia
también, que habla de todo aquello de Abinadab y otros prójimos. Bien,
¡Dios! añadió, apostrofando al meridiano––, vas a ver una cosa de pri-
mera, ¡te lo prometo!
El capitán dio un salto.
––¡No consiento blasfemias! ––gritó––. ¡No se blasfema en mi bote!
––Está muy bien, capitán ––dijo Huish––. Como usted guste. Quiere
indicar cualquier otro tema de plática, el pluviómetro, el pararrayos,
Shakespeare, las copas musicales... Aquí se despacha conversación.
Introduzcan un penique en la ranura y... ¡Hola! ¡Ahí están! exclamó––.
¡Ahora o nunca! ¿Irá a tirar?
Y el hombrecillo se irguió en una actitud alerta y acometedora, y miró
sereno a sus enemigos.
Pero el capitán se incorporó un poco en el bote con los ojos saltones.
––¿Qué es eso? ––gritó.
––¿Cuál?
––¡Esas... esas cosas!
Y en verdad que había para extrañarse. Herrick y Attwater, armados
ambos de Winchester, habían salido del bosque, detrás del mascarón;
y a los dos lados, el sol relampagueaba sobre dos objetos metálicos,
remates de unos seres con aspecto de máquinas, y en cuya anatomía
ocupaban el lugar de cabezas... pero cabezas sin caras. A Davis, que
estaba en las nubes, le parecía que su mitología tomaba formas corpo-
rales y vivas y que Topheth vomitaba demonios. Pero Huish no se dejó
engañar ni por un momento.
––Cascos de buzos, tonto, ¿no lo ve? ––dijo.
––Así es verdad ––dijo David boquiabierto––. ¿Y para qué? ¡Ah! ¡ya
veo! Como armadura.
––¿Qué le decía yo a usted? ––dijo Huish––. David y Goliath, del
principio al fin.
Los dos indígenas ––pues eran ellos los que aparecían con aquel
inusitado equipo bélico–– se apartaron a derecha e izquierda y acaba-
ron por sentarse a la sombra, en los dos flancos de la posición. Aun
cuando ya el misterio estaba aclarado, Davis seguía preocupadísimo,
miraba absorto a las cimeras de llamas que parecían llevar los cascos y
se olvidada, y volvía a acordarse, sonriendo, de la explicación.
Attwater se internó otra vez en el bosque, y Herrick, con el rifle bajo el
brazo, descendió, solo, al muelle.
A mitad de camino, se detuvo y llamó al bote.
––¿Qué quieren? ––gritó.
––Ya se lo diré a Mr. Attwater ––contestó Huish, subiendo ligero por
la escala––––. No se lo digo a usted, porque ha sido un traidor. Aquí
hay una carta para él; ahí la tiene, désela y que le ahorquen.
––Davis, ¿no hay nada malo en esto? ––dijo Herrick.
Davis levantó la barbilla, miró rápidamente a Herrick, apartó los ojos y
nada contestó... En la mirada se traslucía una honda emoción; pero si
era de odio o de temor, Herrick no podía adivinarlo.
––Bueno ––dijo éste––, voy a entregar la carta––. Trazó con el pie
una raya en los tablones del muelle. ––Hasta que traiga la respuesta,
no avancen un paso de aquí.
Y se volvió donde estaba Attwater apoyado en un árbol, y le dio la
carta. Attwater la recorrió de una mirada.
––¿Qué significa esto? ––preguntó pasándosela a Herrick––. ¿Una
añagaza?
––Supongo que sí ––contestó Herrick.
––Bueno, dígale que venga. Para algo es uno un fatalista. Dígale que
venga y que ande con ojo.
Herrick regresó al mascarón. Hacia la mitad del muelle esperaba
Huish con Davis a su lado.
––Dice que vaya usted, Huish ––––dijo Herrick––. Y le advierto que
ande con cuidado. Nada de estratagemas.
Huish avanzó de prisa y se encaró con el joven:
––¿Dónde está? dijo, y Herrick–– vio con sorpresa que su cara, cana-
llesca y vulgar, se enrojeció de pronto y volvió a palidecer.
––Allí enfrente contestó Herrick, señalando con el dedo––. Y ahora
levante las manos por encima de la cabeza.
Huish le volvió la espalda y avanzó derecho hacia el mascarón como
si fuera a dirigirle una plegaria; se vio que hacía una profunda aspira-
ción y que alzaba los brazos. Como ocurre con muchos de su misma
menguada conformación fisica, las manos de Huish eran desproporcio-
nadamente anchas y largas y, sobre todo, enormes las palmas: el fras-
co desaparecía dentro del amplio puño. Un instante después marchaba
con firme y seguro paso a cumplir su misión.
Herrick le siguió al principio. A poco, un ruido a su espalda le alarmó
y, volviéndose, vio que Davis había ya avanzado hasta el mascarón.
Iba agachado, y con la boca abierta como el hipnotizado sigue al hipno-
tizador; toda humana consideración y hasta el cuidado por su propia
vida, habían sido vencidos por una abominable, irresistible curiosidad.
––¡Alto! ––gritó Herrick, apuntándole con el rifle––. Davis, ¿qué hace
usted, hombre? Usted tiene que quedarse ahí.
Davis se paró instintivamente y miró a Herrick con pasmados ojos.
––Póngase de espaldas al mascarón. ¿Me oye? Y estese quieto ––
dijo Herrick.
El capitán tomó aliento, anduvo hacia atrás hasta el mascarón, e in-
mediatamente volvió a seguir a Huish con la mirada. Había por aquella
parte una hondonada en la arena, que formaba un claro en la espesura
de los cocoteros, y allí caía a plomo el sol del mediodía con irresistible
fuerza. En el lado opuesto, bajo la sombra, se veía la alta figura de Att-
water reclinado en un árbol, y hacia él, con las manos alzadas y los pa-
sos amortiguados por la arena suelta, fue avanzando Huish penosa-
mente. El violento resplandor que le rodeaba hacía resaltar, y exagera-
ba su pequeñez; no parecía empresa menos peligrosa para él aquella
en que estaba lanzado, que lo sería para un lobezno sitiar una ciudade-
la.
––Ahí, Mr. Whish. Ahí está bien ––gritó Attwater––. Desde esa dis-
tancia y sin bajar las manos, como un buen chico, puede usted muy
bien ponerme al tanto de las opiniones del patrón––. El intervalo entre
ellos era acaso de cuarenta pies. Huish lo midió con la mirada y lanzó
entre dientes una maldición. Estaba ya agobiado por el esfuerzo de
caminar sobre la arena blanda; y los brazos, a causa de la. violenta
postura, le dolían atrozmente. En la palma de la mano derecha tenía el
frasco preparado, y el corazón se le estremecía y la voz le faltaba
cuando empezó a hablar.
––Mr. Attwater ––dijo—. No sé si usted ha tenido una madre.
––Puedo tranquilizar a usted en ese punto; la he tenido contesto Att-
water––, y en adelante, si puedo permitirme tal indicación, no es nece-
sario volver a mencionarla en nuestras comunicaciones. Acaso deba
también advertirle que no me impresiona lo patético.
––Siento mucho que parezca que he querido entrometerme en sus
afectos íntimos ––dijo Huish servilmente y adelantando un paso con
disimulo––. Al menos nunca me persuadirá de que no es usted un ca-
ballero; bien sé yo distinguir al que lo es de veras, y por eso no dudo en
someterme a su conmiseración. Es cosa dura, sin duda; es duro tener
que confesarse vencido; es duro tener que venir mendigando por cari-
dad...
––Cuando si todo hubiera salido bien, podría considerar todo esto
como suyo, ¿no es verdad? ––indicó Attwater––. Me doy cuenta de ese
sentimiento.
––Me está usted juzgando, Mr. Attwater, Dios sabe cuán injustamen-

te. “Dios del cielo, Tú me miras” , es lo que decía en mi Biblia, y lo
había escrito mi padre, con su propia mano, en la primera hoja.
––Siento tener que rogarle, una vez más, que me dispense -dijo Att-
water––; pero, créame, parece que está usted una migaja más cerca y
eso no entra en lo pactado. Y me voy a permitir aconsejarle que eche
uno... dos... tres pasos hacia atrás, y que se quede allí.
Ante este fatal contratiempo, el demonio se asomó a la cara de Huish,
y Attwater anduvo presto para sospechar. Frunció el ceño, miró al hom-
brecillo y reflexionó. ¿Por qué se iba corriendo más cerca? Inmediata-
mente se echó el rifle a la cara.
Tenga usted la bondad de abrir las manos. Abra las manos del todo,
que vea yo los dedos, extiéndalos... ¡Pero arroje eso que tiene ahí! ––
rugió, creciendo a un tiempo su rabia y su certidumbre.
Y entonces, casi en el mismo instante, el impávido Huish se decidió a
arrojar, y Attwater apretó el gatillo. Ni en un segundo discreparon las
dos resoluciones, pero la diferencia fu en favor del que tenía el rifle: y el
frasco no había salido aún del puño del dependiente, cuando la bala
despedazó ambas cosas. Durante un momento el mísero pasó por
agonías de infierno, bañado en liquidas llamas y chillando como un de-
mente; y en seguida una bala misericordiosa le tendió muerto.
Todo ello pasó y acabó en un relámpago. Antes de que Herrick pudie-
ra volverse, antes de que Davis hubiera acabado su grito de horror, el
dependiente yacía en la arena desparrancado y convulso.
Attwater se precipitó hacia el cadáver y se inclinó para examinarlo; to-
có con el dedo el vitriolo y su rostro palideció y se contrajo colérico.
Davis no se había movido; estaba atónito, de espaldas al mascarón,
agarrándose a él con las manos crispadas y el cuerpo inclinado adelan-
te, desde la cintura.
Attwater se volvió despacio y le apuntó con el rifle.
––¡Davis! ––gritó con una voz como la de una trompeta––. ¡Le doy
sesenta segundos para ponerse a bien con Dios!
Davis miró, despertando de su estupor. No soñó en defenderse ni
echó mano el revólver. Se enderezó, en cambio, para afrontar la muer-
te, con las aletas de la nariz palpitantes.
––Me parece que no vale la pena de molestar al Viejo -dijo, conside-
rando el negocio en que estaba metido––; me parece que vale más
cerrar los ojos.
Attwater disparó; la víctima hizo un movimiento convulsivo y, al ras de
su cabeza, apareció un agujero negro en la tersa blancura del masca-
rón. Hubo una pausa angustiosa; después otra detonación y el impacto
sólido y vibrante del proyectil en la madera; y esta vez sintió el capitán
el soplo en el cuello. Un tercer disparo y empezó a gotear sangre de
una oreja; y detrás del cañón enfilado, Attwater sonreía como un piel
roja.
Davis se dio ahora cuenta del juego cruel en que hacía de muñeco;
tres veces había sentido la muerte y tenía que sentirla siete veces más
antes de que le despachasen.
––¡Despacio! ––gritó––. Voy a tomar los sesenta segundos.
––¡Bien! ––dijo Attwater.
El capitán cerró los ojos apretando los párpados como un niño, y le-
vantó al fin las manos con un ademán trágico y ridículo.
––¡Dios mío, por amor de Cristo, mira por mis chiquillos! dijo, y luego,
tras una pausa y un ahogo: por amor de Cristo. Amén.
Y abrió los ojos y miró al cañón con un tembloreo en los labios. ––
¡Pero no juegue mucho tiempo conmigo! añadió.
––¿Es esa toda su plegaria? ––preguntó Attwater, con un extraño to-
no de voz.
––Así me parece.
––¿Así? prosiguió Attwater, descansando en el suelo la culata del ri-
fle––, ¿se ha acabado? ¿Está ya hecha su paz con Dios, porque ya lo
está conmigo. Vete y no peques más, padre pecador, y acuérdate que
el mal que hagas a otros, Dios lo hará caer, mil veces multiplicado, so-
bre la cabeza de tus inocentes.
El mísero Davis avanzó, dando traspiés, desde el sitio donde estaba
junto al mascarón, cayó de rodillas, agitó las manos y se desmayó.
Cuando volvió en sí, tenía la cabeza apoyada en un brazo de Attwa-
ter, y a su lado estaba uno de los servidores, con casco de buzo, sos-
teniendo un balde de agua, con la cual, su verdugo de un momento
antes, le estaba lavando la cara. El recuerdo del espantoso trance vol-
vió a él de súbito; otra vez vio a Huish tendido sin vida, otra vez le pa-
reció tambalearse en el borde de la eternidad sin fondo. Con tembloro-
sas manos se asió al hombre que había ido a matar y la voz salió de él
como la de un niño entre las pesadillas de la fiebre: ––¡Ay! ¿No hay
misericordia? ¿Qué ha de hacer para salvarme?
––¡Ah! pensó Attwater––, ¡aquí está el verdadero penitente!

XII

REMATE

En un mediodía esplendoroso, cálido, lujuriante, de viento recio, dos


semanas después de los sucesos relatados y al mes de haberse levan-
tado el telón en este escenario, podía verse a un hombre rezando sobre
la arena en la playa de la laguna. Un promontorio de palmeras ocultaba
la vista de la factoría, y desde el lugar donde estaba arrodillado no se
veía otro vestigio de obra humana que el pailebot Farallone, que había
cambiado de fondeadero y se mecía anclada a unas dos millas a barlo-
vento, en mitad de la laguna. El monzón soplaba ruidosamente por toda
la isla. Las palmeras más próximas crujían y silbaban con las ráfagas;
las más lejanas acompañaban con un rumor sordo como el tráfago de
ciudades; y, sin embargo, cualquiera no tan absorto como el rezador,
hubiera oído alzarse a veces sobre esta tumultuosa barahunda del
viento la nota más aguda de voces humanas desde el poblado. Todo
era allí agitación. Attwater, desnudo hasta la cintura, prodigaba su vigo-
rosa ayuda y dirigía y acuciaba a cinco kanakas. Del animoso tono de
su voz y sus aun más animosos esfuerzos, podía inferirse que algún
repentino y feliz acontecimiento había puesto a todos en aquella con-
moción, y la bandera inglesa flameaba de nuevo en el mástil. Pero el
hombre orante de la playa, sin reparar en las voces, seguía su rezo
tenaz y fervoroso en tono alto o desmayado y con rostro gozoso o en-
sombrecido, según las cambiantes fases de su piedad o su terror.
Ante sus ojos cerrados, el esquife había estado algún tiempo dando
bordadas en demanda del lejano y solitario Farallone, y en aquel mo-
mento pudo distinguirse la figura de Herrick que subía a bordo, y entra-
ba un instante en la cámara, iba desde allí al alcázar de proa y descen-
día luego por la escotilla. De todos esos sitios, tras de su visita, se alzó
un rizo de humo, y apenas había saltado al bote y desatracado, cuando
se vieron llamas en el pailebot. Ardía alegremente; no se había econo-
mizado el petróleo y los fuelles de los alisios avivaban la conflagra-
ción... A mitad del camino de vuelta, cuando Herrick volvió la cabeza,
vio al Farallone envuelto hasta los topes en fieras llamaradas y la volu-
minosa humareda venía persiguiendo al bote al ras de la laguna. Antes
de una hora, según su cálculo, las aguas se cerrarían sobre el barco
robado.
Y sucedió que, como el bote volaba viento en popa y Herrick no ce-
saba de mirar hacia atrás, contemplando la obra de las llamas, se en-
contró engolfado al norte del promontorio de palmeras y, a la vez que
se daba cuenta de ello, vio a Davis sumido en sus devociones. Al verlo
se le escapó una exclamación, mitad de enojo y mitad de burla, y, dan-
do un toque al timón, embistió de proa a la playa, a menos de veinte
pies del inconsciente devoto. Con la amarra en la mano saltó a tierra,
se acercó y se detuvo junto a él. Y aun el chorro incoherente y voluble
del rezo siguió fluyendo. No le era posible oír lo que el rezador pedía,
aunque le escuchó un rato con el ánimo indeciso entre la risa y la lásti-
ma, y sólo cuando empezó a oír varias veces su nombre acompañado
de ciertos epítetos, se decidió a tocar en el hombro al capitán.
––Siento interrumpirle en sus ejercicios -dijo––; pero quisiera que mi-
rase usted al Farallone.
El capitán se incorporó dando un traspiés: ––Míster Herrick, ¡qué sus-
to me ha dado usted! No me encuentro del todo en mis cabales desde...
y no pudo seguir––. Pero, ¿qué es lo que me decía usted? ¡Ah! el Fara-
llone y miró a lo lejos, indiferente y apático.
––Sí ––dijo Herrick––. Allí está ardiendo. Ya puede usted figurarse la
noticia.
––Me figuro que el Trinity Hall...
––El mismo. Avistado hace una hora y recalando más que aprisa.
––Bueno; pues eso viene a importar menos que un puñado de lente-
jas ––––dijo el capitán dando un suspiro.
––¡Vamos, hombre!, ¡eso es pura ingratitud! ––exclamó Herrick'
––Ya se ve contestó el otro, meditabundo––, acaso usted no vea la
cosa precisamente como yo la veo; pero yo casi hubiera preferido que-
darme aquí en la isla. He encontrado aquí paz: la paz en las creencias.
Sí, me parece que esta isla es bastante y de sobra para John Davis.
––¡Jamás oí tal disparate! ––exclamó Herrick––. ¡Qué es eso!, cuan-
do todo le está saliendo a pedir de boca; el Farallone desaparecido, la
tripulación colocada, un modo seguro de vivir para usted y los suyos, y
usted mismo el niño mimado y el penitente favorito de Attwater...
––Vamos, Mr. Herrick, no diga usted eso ––dijo el capitán dulcemen-
te––, cuando sabe que él no hace ninguna diferencia entre nosotros.
Pero, ¡ay!, ¿por qué no ha de ser usted de los nuestros?, ¿por qué no
venir a Jesús de una arrancada y encontrarnos allá arriba en la tierra
prometida? Eso es justo lo que hace falta; no tiene más que decir:
"¡Señor, creo, ayúdame en mi incredulidad!" Y El le estrechará en sus
brazos. Ya ve usted si yo lo sé: ¡yo mismo he sido un pecador!

FIN

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